Subido por Miriam Castillo

El poder invisible del volcán

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PODeR
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Del \IOlCÁ"
El
Historia verídica de lo que ocurrió en la isla
Gran Sangir, al norte de las Célebes
:i:"DiCe
1.
El hombre que usaba
pantalones largos ...........................
5
2.
Las dos magias ..............................
13
3.
Tama, el hechicero..........................
23
4.
Marta y el hechicero .......................
32
5.
En vísperas de cambios. ................
39
6.
La serpiente embrujada..................
48
7.
La aflicción del hechicero . ..............
58
8.
La victoria del Islam ........................
68
o.
Trema siniestra ...............................
77
o.
Horas de angustia...........................
86
11.
Presagios aterradores.....................
95
12.
¡Maremoto!
.....................................
)
105
El HOMBRe
oue USABA
PA"TAlO " es
lARGOS
[
Capítulo 1
1 sol no había salido aún sobre las serranías de Gran
Sangir, pero su primera claridad teñía al volcán de un
matiz púrpura. La parte baja de la montaña todavía
estaba en sombras y sus estribaciones se precipitaban al océa­
no como si fueran las raíces de un tronco gigantesco, quebrado
en un punto.
Satu, el muchacho, se acomodó entre las altas rocas del
lodo sur de la pequeña bahía existente en la costa occidental de
lo Isla. Respiró hondo. Había corrido todo el trecho desde la
cosa de su padre para venir a ver salir el sol sobre el volcán. Lo
fascinaban los penachos de vapor que flotaban por encima del
cráter, y desde su seguro apostadero con frecuencia saludaba
a la mañana, observando cómo el color vivo envolvía a la mon­
taña a medida que el día la rodeaba.
El mar azul que se estiraba unos tres kilómetros entre él y
el volcán estaba tranquilo esa mañana; una brisa levísima riza­
ba las aguas. La marea se había retirado, y desde las rocas
coralinas de la costa cercana le llegaba el penetrante olor del
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agua salada. Lo inspiró con regocijo, al tiempo que recordaba
que ya estaría listo el pescado para el desayuno y que sería
mejor que regresara a casa.
Entonces vio al pequeño navío que hacía viajes entre las islas
doblando la punta que protegía a la bahía por el sudoeste. Era un
barco de carga, y no venía muy a menudo. Satu se detuvo; sintió
que lo embargaba una extraña excitación. Se olvidó de la prisa de
momentos antes por correr a su casa para el desayuno. El desem­
barcadero estaba tan cerca que podía quedarse donde estaba y
observar la operación de descarga. O, mejor aún, podía ir hasta el
mismo desembarcadero. Se puso de pie entre las rocas, como un
pájaro listo para emprender el vuelo. Estaba indeciso.
El barquito se acercaba cada vez más. Satu vio que los
marineros preparaban las sogas y luego enlazaban los gruesos
postes de madera que sobresalían del agua en el muelle. El
muchacho no esperó más. Descendió rápidamente de su mira­
dor y corrió hacia el desembarcadero.
Crujiéndole el maderamen, el barco se acomodó perezosa­
mente junto al viejo muelle de madera.
Durante sus doce años de vida, Satu había visto muchas
veces la carga y descarga del barco, pero entonces vio en la
cubierta algo que le hizo saltar el corazón dentro de su pecho
desnudo. Ya se daba cuenta de que ese desembarco no sería
como otros. Sobre cubierta había pilas de cajas de extraña apa­
riencia y había también gente vestida con ropas raras, muy raras.
Esa gente no se parecía a ninguna que hubiera visto antes. Eran
cuatro personas, una familia, supuso él: el hombre, la mujer y dos
niños. Había un muchacho como de su edad y una niñita de
pocos años.
-¿Quiénes son? -le preguntó a un marinero, señalando
con su dedo bronceado a los recién llegados.
-Son maestros. Vienen de un país llamado Europa.
-¡Maestros! ¿Y qué son los. maestros?
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1
Satu miraba los extraños vestidos largos que la mujer y la
nlf\lta llevaban puestos. "Maestros ... maestros", repetía una y
otra vez.
-Pronto sabrás lo que son los maestros -y el marinero se
echó a reír-. Ellos quieren vivir aquí, en esta isla de Gran San­
glr. T ienen planes de enseñarte.
Satu quedó confundido por un momento. Nunca había oído
hablar do maestros y no tenía idea de lo que podrían hacer con
ól. No podía imaginar qué clase de gente sería esa y qué podría
traer en tantas cajas y bultos, pero no podía ponerse a pensar
on oso allí. Las grandes cajas iban saliendo del barco a medida
quo ol maestro indicaba cómo descargarlas y dónde ubicarlas.
Aunque el hombre era más alto que cualquiera que Satu
hubloro visto en su vida, no sentía miedo de él. Tenía los ojos
do un extral1o color claro, pero eran profundos, grandes y de
mirada radiante. De la cara le salía una abundante barba rojiza.
Satu supuso que el cabello de la cabeza sería del mismo color,
pero el hombre usaba un grueso casco para el sol, de modo que
no se le podía ver el cabello. El hombre grande también usaba
unos pantalones largos que le llegaban hasta los pies, y estos
pnrecían negros y duros, sin ningún dedo. Completaba la vesti­
m nta una chaqueta de color claro.
Satu se fijó en el muchacho. Tenía ojos como los de su padre
y cabello tupido, entre amarillo y rojo. Era el cabello más brillante
que Satu hubiera visto alguna vez, más brillante aun que las plu­
mas de cualquier ave de la isla. ¿Cómo podía existir un cabello
así, y cómo podría haberle crecido en la cabeza al muchacho?
Seguramente usaba alguna poderosa medicina encantada para
que fuera de ese color.
La niñita también tenía cabello claro, pero no tan brillante como
el del muchacho. La madre de los niños llevaba la cabeza envuelta
con una tela, así que Satu no podía saber si tenía cabello. El vesti­
do que usaba le llegaba casi a los pies. Observando ese detalle
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fue como Satu descubrió que no tenía los pies descalzos como
las mujeres de la isla. Ambos pies estaban enfundados dentro
de unas cosas de extraña apariencia, negras y brillantes. Miró
nuevamente los pies del hombre y pensó que no podían ser
naturalmente negros y duros. También debían estar enfunda­
dos. Sin embargo, los niños estaban descalzos.
Mientras el maestro apilaba prolijamente sus bultos en la
playa, Satu miró al cielo. Sabía que pronto iba a llover. Durante
esa estación llovía todos los días a esa hora.
-Rápido, muchachos -ordenó el capitán a los hombres-.
Pongan todas las cosas del maestro en la pila y luego tápenlas.
¿No ven que se viene la lluvia? Rápido, o se mojarán.
El hombre grande pareció entender lo que el capitán había
dicho. Abrió uno de los bultos y sacó una enorme pieza de tela
gruesa con la que cubrió las cajas. Luego aseguró con piedras
las cuatro esquinas de la tela. Mientras todos corrían a refugiar­
se en el interior del barco, el maestro aguardó el primer embate
del chaparrón. Levantó una de las esquinas de la tela gris y se
agachó junto a las cajas.
Satu no se fue. No le importaba la lluvia, pues usaba un tapa­
rrabos hecho de fibras vegetales que se secaba fácilmente. La llu­
via fresca le resbalaba por la piel, y a propósito levantaba su rostro
hacia el cielo. Entonces vio que el hombre grande, tapado con la
tela gris, le hacía señas para que se acercara. Invitaba a Satu a que
se guareciera junto con él.
De pronto Satu sintió miedo. Sintió la espalda recorrida por
escalofríos. Echó a correr hacia su casa en medio de la lluvia.
Corrió con todas sus fuerzas y al llegar irrumpió en la choza de
su padre, donde estaban terminando de servirse el desayuno.
-¿Dónde has estado? -le preguntó su madre-. Te llama­
mos varias veces. ¿Qué estuviste haciendo?
-¡Hay un barco! -jadeó Satu-. Un barco que ha llegado
con gente extraña.
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'll Que
USABA
...
1 q
Su tiró en el piso cubierto de esteras junto a su padre, el jefe
Mo1od1n. Este dejó de comer un instante y miró a su hijo. Luego
volvió a inclinarse sobre la hoja de banana que usaba como plato.
lomó firmemente un trozo de pescado.
gente extraña ha llegado? -preguntó.
·¡,Cuánta
·
Un hombre grande, una mujer y dos niños.
SI no son nada más que esos, podemos quedarnos tran­
q111los. Son pocos y podremos manejarlos fácilmente.
Ahora come tu desayuno -y la madre le extendió a Satu
1111 "plato" de hoja lleno de comida.
La lluvia golpeaba sordamente sobre el techo de paja. Bajo
t,1 choza, levantada sobre pilotes, los cerdos gruñían destem­
pladamente y peleaban entre sí. Satu miró hacia afuera y vio
quo lus palmeras se inclinaban ante el soplo recio del viento.
[I hombre está sentado en la playa bajo una gran tela que
r;111>1 o todos sus bultos. Tiene una gran cantidad de cosas que
h¡¡ traido.
Cosas para vender -musitó el jefe mientras masticaba-.
Mercaderías ...
No, no. Estoy seguro de que no se trataba de eso
clr¡o Satu al tiempo que terminaba de comer y arrugaba la
l1ojn quo le había servido de plato-. El capitán del barco fue
11111y cortós con el hombre, y uno de los marineros me dijo que
0111 muestro y que quería quedarse a vivir aquí. ¿Qué es un
1n11ostro, papá?
Al oír esto el jefe dejó de comer y se pasó las manos por el
polo duro y motoso. Se puso de pie y miró hacia la playa, hacia
ol muelle.
-¿Un maestro? ... ¿Un maestro? ¿Y quieren quedarse a
vivir aquí?
-Así me lo dijo el marinero.
Satu se acercó a su padre, que estaba junto a la puerta.
Trataron de mirar a través del tupido aguacero. La lluvia descen­
día como en tandas, y era imposible ver el desembarcadero.
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-¿Dónde se quedarán? -preguntó Satu, y se quedó estu­
diando el rostro de su padre.
-Pienso que es mejor que yo vaya y vea este asunto -y
diciendo esto se internó en la lluvia, seguido por Satu.
Habían andado la mitad del camino cuando pudieron distin­
guir el muelle. En ese momento la lluvia cesó súbitamente y los
rayos del sol hirieron con fuerza la arena húmeda. Las nubes se
fueron y el cielo recobró su azul intenso. Había concluido el
aguacero cotidiano. Padre e hijo vieron que el capitán del barco
había soltado amarras y se dirigía ya al mar abierto.
Cuando llegaron junto al grupo de la playa, el barco se
hallaba fuera del alcance de la voz humana.
A pesar de la lluvia, unos cuantos aldeanos estaban en el
lugar. El maestro abrió una de las cajas y distribuyó galletitas y
terrones de azúcar a los presentes. Cuando vio al jefe Meradin le
sonrió y le ofreció, como también a Satu, galletitas y azúcar. El
hombre tenía una actitud amistosa, no había duda, y poseía una
voz sonora y llena de tonalidades.
Satu se preguntó si el maestro sabría que su padre era el
jefe de esa aldea. ¿Estaría enterado de que el gran pez tatuado
en el pecho y esos aros vistosos hechos de dientes tallados
podían usarlos sólo los jefes de las islas?
Sí, el maestro miró al jefe y luego se dirigió hacia sus cajas.
Señaló en dirección a la aldea que se divisaba entre las palme­
ras, en una elevación hacia el norte. Esperaba que el jefe hicie­
ra algún ademán de bienvenida. Pero Satu vio que su padre
estaba turbado y no sabía qué hacer. Si el barco todavía hubie­
ra estado allí podría haberle pedido al capitán que se llevara a
esa gente y asunto concluido. Pero el navío se hallaba para
entonces lejos en el océano. Nadie sabía cuándo regresaría. Tal
vez pasarían semanas.
La mujer extraña y los niños se sentaron en la pila de bultos.
Reían, sonreían y se comportaban de un modo tan amistoso
U HOlflg�
e Que
USABA
...
1
11
como el hombre grande. Nuevamente Satu miró el cabello del
muchacho y se maravilló de que fuera tan brillante.
-Hans, Hans -le habló el maestro a su hijo-. Hans -le
dijo otra vez mientras lo tomaba de la mano y lo bajaba de los
bultos. Lo condujo hasta donde estaba Satu. El muchacho tomó
la mano de Satu en la suya y la sostuvo firmemente. Nuevamen­
to ol maestro lo nombró: Hans.
Satu miró los ojos azules del muchacho. Ahora sabía que se
llamaba Hans. El muchacho le sonrió y Satu también sonrió. El
muchacho corrió y trajo a su hermanita, y les hizo entender a
Satu y a su padre que se llamaba Marta. La niñita se tomó de
la mano de Satu. Sus largas trenzas rubias viboreaban cuando
sallando alrededor de los dos muchachos reía y hablaba en un
idioma que la gente de Sangir nunca había oído.
Nuevamente el maestro señaló hacia sus bultos y luego
hacia el camino que llevaba a la aldea. Satu sabía lo que quería
clocir. Deseaba que todos lo ayudaran a llevar las cosas al case­
rlo, y esperaba que alguien le mostrara un lugar donde pudiera
quedarse.
Satu vio el rostro de su padre ensombrecido. Sabía que su
podre temía a esa gente sonriente. No obstante, debía tomar
nlguno decisión con respecto a su alojamiento.
Los pondremos en la choza de Tama -le dijo a Gola, uno
<lo los ancianos de la isla que se hallaba cerca-. La choza se
ll11ovc. pero se podrá arreglar con unos pocos puñados de paja.
lama está en el otro lado de la isla y tardará unos cuantos días
en
volver.
Satu contuvo el aliento. Tama era el hechicero de la aldea.
Tal vez la magia de los nuevos maestros y los espíritus familia­
res de Tama no se entendieran bien. Era una osadía de parte
del jefe Meradin poner a esa gente en la casa de Tama. Con
seguridad, Tama no hubiera estado de acuerdo. Satu estaba
seguro de que el brujo no se alegraría por la llegada de esa
ii
1 tl PODeR iff"1
s1a1e oet votcÁ1'
gente a la isla, aunque no sabía aún lo que era un maestro.
Pero, por supuesto, su padre tenía derecho a hacer cualquier
cosa que quisiera. Para eso era el jefe de la aldea.
LAS DOS
MAG iAS
Capítulo 2
H
ombres y mujeres cargaron con los bultos, pequeños
y grandes, y la procesión se encaminó por el sendero
de la costa hacia el villorrio. Satu llevaba un atado en
111 cnboza y Hans también llevaba uno. Los muchachos corrían
11111tos, y ambos reían porque Satu llevaba su paquete en la
cnboza tan fácilmente como su cabello, mientras que a Hans se
lo cala el suyo. Satu pensó que quizás era por el cabello brillan­
lo, pero sólo podía reírse. La conversación era limitada.
Satu se sorprendió cuando vio que la mujer blanca y la niñi·
tu no cargaban con nada. Le llamó la atención, porque las muje-
101 do Sangir siempre trabajaban más que los hombres. Lleva­
lmn los cargas más pesadas y hacían los trabajos más duros.
Cuando llegaron frente a la choza de Tama ya era mediodía.
S11t11 descargó su paquete y miró hacia la bahía. El volcán emer­
gla del mar como un enorme tronco de árbol que hubiera llegado
n
las estrellas si no hubiera sido tronchado.
El sol se hundía lentamente tras el volcán, inflamando la
atmósfera de llamaradas rosadas, violetas y doradas. Satu
salió de la choza de su padre y caminó hacia donde la familia
de forasteros se había instalado para pasar la primera noche
on Sangir.
4•
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PODeR
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ltis1 e1e oet vot.cÁ1'
Durante todo el día había habido grupos de curiosos junto a
la choza, observando cómo el hombre barbudo abría los bultos
y sacaba cosas para prepararle camas a la familia. Ahora todos
estaban enterados de que el cabello del hombre era tan rojo y
rizado como su barba. La gente se había apretujado contra la
puerta de la choza para ver la comida de la familia, que no era
gran cosa, por supuesto, pero todos se excusaron a sí mismos
de ofrecerles alimentos debido a que el "espectáculo" que esta­
ban contemplando era de lo más insólito y extraño. No podían
dejar de mirar ni un momento los utensilios que empleaba esa
gente para comer. Servían la comida en unos platos raros, no
en recipientes de cáscara de coco u hojas frescas de la selva,
aunque había allí cerca muchas y muy buenas.
Satu se quedó observando con los demás. Las paredes de
la choza de Tama eran de paja y estaban llenas de agujeros. Se
podía pegar el ojo a cualquiera de ellos y mirar perfectamente
hacia adentro. Si no había un agujero al nivel adecuado, uno
podía abrirlo en un instante.
Aunque la gente del interior sabía que era observada en
todos sus movimientos, parecía no darle importancia al hecho.
Desempacaron algunas de sus cosas. A los demás bultos los
acomodaron, sin abrir, en un rincón del cuarto. Este era de un
solo ambiente de cuatro por seis metros aproximadamente, con
un fogón de tierra en un extremo. El fogón era pequeño, porque
Tama, el hechicero, vivía solo. No tenía esposa, ni hijos, ni
siquiera un animal que le hiciera compañía.
De una de las cajas, Satu vio que el maestro sacaba
varias cosas de forma rectangular, que puso a un lado. Pare­
cía que no eran del todo sólidas, y eso le llamó la atención.
Estaban hechas de hojas muy delgadas en todo su interior. A
la vista de esos extraños objetos, muchos de los que espiaban
1"S'
Dos MAGiAS 1 i.�
por los agujeros, como también los que estaban junto a la
puerta, prorrumpieron en exclamaciones de temor y sorpresa.
"Magia -se decían unos a otros-. ¡Qué cantidad de magia
ha traído este hombre!"
La mayoría de esas cosas de forma rectangular eran de
color castaño o negro, y no todas eran del mismo tamaño o
espesor. El maestro las tomaba con cuidado, como si se tratara
de algo muy precioso para él.
-Sí, es magia -le dijo uno de los aldeanos a Satu-.
Podríamos haber supuesto que traería magia, pero yo no espe­
raba que tuviera esa apariencia. Claro, cada persona usa la de
su clase. Nadie puede vivir sin magia.
Maravillados y llenos de temor, los aldeanos se alejaron. Ya
había oscurecido y no era prudente permanecer más tiempo
cerca de la choza donde el maestro estaba desempacando una
magia tan extravagante.
-Me parece que es peligroso que esa gente duerma en la
choza de Tama -le dijo Satu a su madre-. Es el lugar donde
Tama habla con los demonios. ¿Qué pasaría si las dos clases
de magia comenzaran a luchar?
-No te preocupes por eso -respondió la madre-. ¿Acaso
sabemos si Tama no se ha llevado consigo a sus demonios?
Comúnmente lo hace. Los necesitará en el otro lado de la isla.
Pero Satu se daba cuenta de que la mayoría de la gente de
la aldea estaba asustada, porque temprano se cerraron las
puertas de las chozas y hasta se les puso tranca por dentro
antes de dormir.
La curiosidad de Satu acerca de la nueva familia no lo deja­
ba descansar. Su interés era mayor que su temor. Abandonó su
estera, se arrastró por el piso y salió. A la luz de la luna, se diri­
gió a la choza de Tama y se puso a espiar por un agujero.
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lt1s1e1e oe votC Á�
t
El cuarto se veía ya ordenado. El maestro, su esposa, Hans
y la pequeña Marta estaban sentados sobre un cajón que
habían desocupado y dado vuelta. El maestro tenía uno de los
elementos de magia en sus manos. Miraba dentro de esa cosa
extraña y le hablaba. ¿Le respondería la cosa mágica?
El corazón de Satu latía con violencia y sentía un cosquilleo
por la espalda. Tenía que esforzarse para no salir corriendo.
Separó los ojos del agujero por un instante y miró hacia la selva
que tenía tras sí. Luego se puso a espiar otra vez. El maestro
todavía le estaba hablando a la cosa negra. En un cierto
momento levantó la vista y miró a su esposa y a los niños, pero
luego siguió hablándole a la cosa mágica.
"Debe de ser una clase de espíritu que vive ahr', pensó Satu.
Ese pensamiento lo atemorizó tanto que hubiera huido, pero
entonces el hombre cerró la cosa mágica de color negro y la puso
sobre sus rodillas. Luego abrió la boca y comenzó a cantar.
Satu sabía lo que era el canto. Había oído los cantos que
acompañaban a las danzas de su aldea desde niño, y también
conocía los monótonos sonsonetes de Tama el hechicero. Pero
las melodías que fluían de la boca del maestro eran diferentes
de cualesquiera de las que había escuchado en la isla, o siquie­
ra imaginado. Eran brillantes ondas sonoras, que entretejían la
melodía con tal dulzura y belleza que las lágrimas inundaron los
ojos de Satu. Pero luego el temor nuevamente lo estremeció.
Esa debía ser la magia que el hombre sacaba de la cosa negra
y rectangular. Podía ser fácilmente embrujado si se quedaba y
seguía escuchando. Tal vez ya estuviera embrujado.
Entonces vio que la gente de la aldea estaba saliendo de
sus chozas y acercándose a la choza de Tama, de donde ema­
naba una melodía dulcísima que llenaba la noche.
La gente venía en grupos de dos, tres o más personas. No
1"S Dos MAGiAS 1
i.1
intentaron espiar por los agujeros. Quedaron a unos pocos
pasos de la pared, escuchando las notas gloriosas que ascen­
dían, etéreas y vibrantes, hacia alturas de gozo donde nadie
podía seguirlas. Y sobre la extraña escena, la luna remontaba el
cielo al paso que bañaba la aldea con su luz blanquecina.
Nadie hablaba, pero a medida que el ritmo del canto empe­
zó a poseerlos comenzaron a hamacarse, acentuando las
cadencias vocales y subrayando cada pausa con un i Ah-h-h-h!
Cuando concluyó el canto se volvieron a sus viviendas. Satu
quedó en su estera, pensando por largo rato en lo que había
visto, y la música deliciosa de la voz del maestro aún fluía sobre
su cuerpo como un río de felicidad. Pero no se atrevía a sentirse
feliz. Todo eso había provenido de la cosa negra y rectangular,
y no había dudas de que se trataba de una clase de magia muy
potente. Le hubiera gustado que Tama regresara pronto. Él
sabría cómo tratar con ese nuevo encantamiento.
Con esos pensamientos, Satu se fue quedando dormido.
Las alegres notas de un canto despertaron a Satu a la
mañana siguiente. Al maestro ese debía gustarle cantar, y así
debía de exigirlo ese tipo de magia. Y desde ahí en adelante, y
durante todo el tiempo que el maestro y su familia estuvieron en
la choza de Tama, la gente oyó cantar a la mañana y a la
noche.
Los cantos no eran siempre los mismos, y eso dejaba per­
plejo a Satu porque, vez tras vez, intentaba imitar los sonidos
pero descubría que los suyos eran como gemidos de animal
herido o el balido de una cabra.
Hasta la niñita del maestro podía cantar, y eso maravillaba
a Satu más que ninguna otra cosa. Con frecuencia el hombre
ponía a la chiquilla sobre sus rodillas y cantaban juntos la mis­
ma melodía. La voz de la pequeña Marta era dulce y tan pura
como la de su padre.
18
\ tt.
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�1s1e1e oet vo cÁt\
t.
Al día siguiente de haber desembarcado, el maestro comen­
m a caminar por la zona de la aldea mirando aquí y allá, midien­
oo con sus ojos y probando el suelo con la punta de sus botas.
-Ya sé lo que está buscando -dijo el jefe Meradin a su
i::.1lilia.- Está buscando un lugar para levantar su casa. Con la
caó:iad de cosas que trajo necesitará un lugar amplio.
Satu vio que su padre fruncía el ceño. Sabía que para él
l'Ebría sido mejor que el maestro nunca hubiera llegado a Gran
Salgic. Era un problema difícil el saber qué hacer con esa fami­
É. pero estaban allí y había que tomar alguna decisión.
Mediante
gestos, señales y palabras extrañas, el forastero
.:::r
r-..a.ba
·
hacer saber al jefe que deseaba un lugar donde
g:uf:era construir su casa, pero el jefe siempre sacudía la cabe­
Amque el maestro lo llevó a varios lugares para mostrarle
z;:,.
s5ls desocupados y con una estaca le indicaba las dimensio­
res
del predio, el jefe siempre sacudía la cabeza.
-se irá -decía el cacique-. Cuando no halle ningún
kJgar para construir su casa se irá. Algún día vendrá el barco,
y en:ooces se irá. Ni los pájaros se quedan donde no pueden
ia:er nido.
Pero estaba equivocado. El barco de carga vino y se fue, y
el maestro gigante continuó explorando distintos lugares de la
isla, sólo para que se le negara hasta el último palmo de tierra.
Satu podía ver que su padre estaba más angustiado que
ruica, porque ahora algunos de los aldeanos se habían aficio­
nado tanto al maestro, a sus modales corteses y a sus cantos,
que comentaban entre ellos lo errado de la conducta del jefe
ileradin al rehusarle un pedazo de tierra, con la abundancia de
ierreno cultivable que había cerca de la aldea.
Hacía unos cuantos días que el barco había estado en la
isla, cuando el maestro tomó a su hijo Hans y con él se dirigió
l-ts Dos MAGiAS 1
1q
a la selva existente entre la aldea y la playa. Esa tarde arrastra­
ron fuera unos pocos árboles y postes. Toda la aldea los vio
llevarlos a un lugar de la playa. Después de eso, casi cada día
iban ambos a la selva, y la cantidad de material sobre la arena
de la playa aumentó hasta convertirse en un gran montón.
-¿Será capaz de construir su casa justamente ahí, sobre
la arena?
El jefe Meradin parecía molesto.
-Ahí no crecerá nada, y nadie puede construir una buena
casa sobre la arena. No es un lugar sólido.
A medida que pasaban los días nadie dudó de que el maes­
tro se proponía levantar su casa en la playa. También quedó en
claro que valía la pena ayudarlo en la construcción. Cuando
algunos de los nativos se ofrecieron para cortarle troncos y
sacarlos de la selva, el maestro los recompensó con regalós.
Así hubo cada vez más gente dispuesta a ayudar. Cortaban y
desbastaban los troncos, y la casa de la playa adelantó mucho
más rápido de lo que el jefe Meradin hubiera deseado. Algunas
mujeres gustaban mucho de las telas de color rojo y azul que
les daba la esposa del maestro, y a cambio le tejían esteras y
preparaban los manojos de paja para el techo. No pasó mucho
tiempo hasta que la casa de la playa se irguió nueva y hermosa
junto al océano y en línea recta con el volcán. Se la había levan­
tado sobre el nivel de la marea alta.
Una mañana Satu vino a la nueva casa, como lo hacía todos
los días. Vio a Hans acarreando una enorme piedra chata desde
la playa.
-¿Qué estás haciendo? -le preguntó.
-Ven y ayúdame -le contestó el pelirrojo mientras dejaba
la piedra en un montón que había junto a la nueva casa-. Ven,
necesitamos muchas piedras.
io ' u Pooen ilft;
s;aie oet �otcÁ1'
Hans no conocía aún muchas palabras del idioma de la isla,
pero las que sabía eran importantes y las empleaba todos los
días. Mientras los dos muchachos trabajaban trayendo más pie­
dras de la playa, se comunicaban por medio de señales y con
la ayuda de las pocas palabras que ambos sabían del idioma
del otro.
-¿Para qué? ¿ Para qué? -preguntaba Satu, para que
Hans le explicara el trabajo con las piedras.
Por toda respuesta Hans le señaló a su padre, que en ese
momento salía de la casa nueva y contemplaba el montón de
piedras con una amplia sonrisa. Satu comprendió que por alguna
razón el maestro grande estaba contento con las piedras. El hom­
bre se arremangó la camisa y comenzó a llevar las piedras más
cerca de la casa. Luego Satu vio que desde una colina de suelo
fértil traíatierra blanda. Entonces notó que el maestro se proponía
construir una especie de cerco de piedras alrededor de la casa,
dentro del cual estaría la tierra blanda. En efecto, así lo hizo.
Satu se moría de curiosidad por saber para qué era eso, y
le preguntaba con impaciencia a Hans, pero este no sabía las
palabras suficientes para darle una explicación.
-Espera, espera, y ya verás -le respondía el hijo del
maestro. Y Satu tuvo que esperar.
Otros indígenas vinieron y acarrearon piedras, faena que
duró más de un día. En realidad, pasaron varios días hasta que
el cerco rodeó la casa. Tenía como setenta y cinco centímetros de
altura y otro tanto de ancho. Cuando estuvo listo, el maestro llevó
a la gente a la espesura, desde donde trajeron humus de hojas y
tierra húmeda, que depositaron dentro del cerco de piedra.
Luego, el hombre grande les mostró algunas semillas.
Entonces Satu comprendió. El maestro no podía tener un jardín,
porque nada crecía donde había levantado la casa. El jefe
l"s Dos MAGiAS 1 ;z.i
Meradin le había negado un terreno fértil, pero ahora el maestro
haría un jardín dentro del cerco de piedras.
El jefe Meradin vino a mirar.
-Este maestro tiene mucha voluntad -dijo-. Debe de ser
por la magia que proviene de esas cosas negras.
Satu estaba tan interesado por las semillas que el maestro
había plantado que varias veces al día iba a mirar si ya habían
brotado. Cuando nacieron eran tan pequeñitas que casi podía
decirse que no eran plantas. Pero a los pocos días aparecieron
hojas redondas, y cuando el muchacho las examinó, notó que
despedían una fragancia intensa y agradable.
Para el tiempo en que las plantas habían crecido hasta la
altura del pecho de Satu y se habían llenado de capullos d e
flores rojas, e l maestro y a había aprendido a hablar muchas
palabras del lenguaje de la isla. También había pintado de
blanco su casa y las piedras del cerco. El conjunto lucía her­
moso en la aridez de la playa: muros blancos y plantas verdes
con racimos de capullos rojos.
El maestro había construido también un cerco de rocas baji­
to, que encerraba una porción de terreno alrededor de la casa,
y había pintado las rocas de blanco. Cuando la lluvia lavaba la
pintura, volvía a darles una y otra mano.
Con ayuda de algunos nativos también construyó un bote,
que también pintó de blanco. Pronto los isleños descubrieron
que el hombre era un buen pescador.
El jefe Meradin observó la construcción de la casa en la playa
y habló poco, pero Satu sabía que su padre estaba muy disgustado.
Por supuesto, todos sabían que el jefe no molestaría al maestro en
su nueva casa de la playa. La arena no pertenecía a nadie. Era
propiedad de los espíritus del mar.
El jefe no podía impedir que la gente del pueblo visitara la
..
2.
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Del "ºtCA1'
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casa del maestro, o comiera los deliciosos pastelillos que su
esposa preparaba en el horno de piedra, o fuera a escuchar al
maestro y su familia cuando cantaban los hermosos himnos a
la mañana y a la noche.
-No sé qué hacer -<Jijo finalmente un día el jefe Mera­
din-. Pienso que debo avisar a Tama que regrese. Ya ha estado
ausente durante varias semanas. Él sabrá cómo combatir esta
nueva brujería.
Satu vio partir al mensajero del jefe con el aviso para Tama, y
sintió pesado el corazón. Sabía que la lucha era inminente. Las
dos magias -la vieja y la nueva- nunca podrían mezclarse.
TAMA,
et HeC H iCeRO
Capítulo 3
T
ama, el hechicero, estaba en medio de una fiesta
dedicada a los espíritus cuando llegó el mensajero
enviado por el jefe Meradin. Durante tres días había
ayunado, y ahora estaba sentado entre sus objetos de encanta­
miento y sobre su cinturón mágico. Alrededor de él, la gente del
pueblo danzaba y cantaba, y delante de él yacían varias perso­
nas enfermas.
En ese tiempo había en aquella parte de la isla muchas
personas enfermas del estómago, y la gente había enviado
mensajeros a llamarlo para que viniera y arrojara a los demo­
nios que provocaban esa desgracia.
-Hay un maestro grande y de pelo colorado que ha llegado
a nuestra aldea -dijo el mensajero a Tama-. Trató de conseguir
que el jefe le diera un lugar entre las casas de la aldea, pero no
lo logró. El jefe esperaba que se fuera, pero ¿qué piensas tú que
ha hecho? Se ha edificado una casa nueva justo en la arena.
El mensajero se sentó en el suelo. La gente que danzaba
dejó de contornearse y lo miró. Tama se sentó entre sus objetos
de encantamiento y consideró estas noticias.
-Sí, yo ya me había enterado -dijo-. ¿Por qué no lo echó
el jefe?
-Lo hubiera hecho con toda seguridad cuando el barco
regresó, si hubiera sabido la forma en que se iban a presentar las
2)
2.4 1 tl
PODell
Í/f1t;s;e
1e Del VOLCÁ1'
cosas, pero ahora es demasiado tarde. El maestro le ha ganado
el corazón a mucha gente de la aldea por la magia que ha traído.
La gente va a su casa todos los días, y aun el hijo del jefe, Satu,
sigue a esa gente como si hubiera nacido en su familia.
Tama permaneció con las piernas cruzadas entre sus raíces,
y huesos y extrañas hierbas mezcladas. Pensó un largo rato
sobre lo que el mensajero le había comunicado. Luego se puso
de pie y dijo para sí:
-El jefe Meradin ha enviado a buscarme, y debo ir
-y comenzó a juntar sus cosas.
-¡No nos dejes ahora! -rogaron algunos de los aldeanos-.
El mal está comenzando a ceder. Quédate con nosotros un poco
más, y será completamente dominado.
-En mi aldea hay un mal peor --dijo Tama con voz apesa­
dumbrada-. El mal del corazón es siempre peor que el mal del
cuerpo.
-Vete -ordenó Tama al mensajero, que todavía permanecía
sentado en el suelo--. Parte enseguida y dile al jefe que yo iré.
Viajaré hoy.
El mensajero partió presuroso, y Tama continuó juntando sus
cosas. Cuando hubo empacado todo en un bulto de cuerdas teji­
das, fue a la casa donde había estado durmiendo para traer su
estera y el recipiente donde cocinaba. Luego volvió sus pasos
hacia la selva y el camino que se dirigía hacia el otro lado de la
isla. Mientras caminaba, meditaba en lo que se podía hacer con
el problema de ese maestro extranjero.
Tama había oído hablar de esos extraños que a sí mismos
se llamaban maestros. Algunos ya habían visitado la isla gran­
de del sur.
Él sabía lo que
habían hecho allí. Conocía, por lo
tanto, lo que querían hacer en su isla. Se proponían cambiar
TAllf"
' ei n
ecffice10 1 213
las antiguas costumbres. No habría más fiestas en las que se
bebiera, ni danzas demoníacas ni ceremonias de magia
secreta.
El hechicero sabía que esos maestros desaprobaban tales
cosas porque adoraban al Gran Espíritu. Había oído que obte­
nían su magia de una especie de cajita negra y cuadrada. Esa
magia podía ser asimilada por las personas a través de pala­
bras, y la gente que gustaba de ella llegaba a disfrutarla mucho
más que las fiestas, o las danzas o cualquiera otra cosa. Era
una cosa terrible. Cuanto más pensaba Tama, más lo lamenta­
ba, y el enojo comenzaba a brotarle hasta que le hacía arder el
pecho.
Decidió no detenerse en ninguna aldea ni casa a lo largo
del camino. No comería, aunque había ayunado durante tres
días. No hablaría con nadie. Convocaría a todos sus espíritus
familiares y les pediría que descendieran con él a su aldea, y
realizaría un ataque contra ese maestro y lo eliminaría a él y a
su magia.
Caminó durante toda la tarde, y cuando llegó la noche dur­
mió en la selva. Se levantó con las primeras luces y, trabajosa­
mente, continuó su camino subiendo y bajando las colinas por
la senda que se dirigía a la aldea del jefe Meradin. Ahora
comenzaba a culparse a sí mismo, ¿por qué no se había apre­
surado a volver al lugar cuando oyó por primera vez las nuevas
de la llegada de esos extraños? Había sido un necio al quedar­
se donde estaba. Podría haberse dado cuenta de que iba a
suceder algo como eso, hasta con el hijo del jefe, Satu. Y él
tenía un plan tan bueno para Satu: hacer del muchacho un buen
hechicero. El muchacho era despierto e imaginativo. Ahora...
Ya casi había oscurecido cuando Tama entró en la aldea. A
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l'ISiB le votCAl'
Del
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esta hora ya la gente habría terminado de bañarse y de comer.
Estarían todos sentados en sus casas y tal vez algunos dur­
miendo. No había luz en ninguna choza.
Entonces Tama vio una luz lejos en la playa, donde nunca
antes había visto otra. Debía de ser Ja casa del maestro sobre
la arena. A pesar de Ja pesada carga que llevaba en sus espal­
das, de su estómago vacío y de su fatiga, decidió dar una vuel­
ta para echarle un vistazo a la casa.
No podía distinguirla en la oscuridad, pero notaba bien las
ventanas iluminadas como también la puerta. La casa estaba
llena de gente. Gente de su propia aldea. En ese momento oyó
un sonido extraño que procedía de la casa. Tama se detuvo y
luego se sentó en el pasto silvestre. Algo podía ver a la débil luz
de la luna.
El sonido aumentaba en volumen e intensidad, y la potente
voz del maestro irrumpió en su mente como si se tratara de un
regimiento de guerreros enemigos. Tama sabía que debía huir a
su propia choza. Iría enseguida a decirle al jefe Meradin que
había regresado y que lucharía contra esa nueva magia; pero
no podía levantarse del lugar donde estaba sentado. La música
Jo mantenía sentado como si se tratara de una mano que lo
oprimía. Ahora el sonido crecía. Parecía como un pájaro que
ascendía y Juego se transformaba en fragor de olas potentísi­
mas. Crecía más y más, y parecía que Jo rodeaba. Y la noche y
el mundo entero temblaban con él. Tama se sentía impotente y
conmovido sobre el pasto. Luego el canto cesó.
El hechicero se puso de pie, tomó su bulto y su estera, y
corrió hacia su choza en la aldea. Empujó Ja puerta. Arrojó sus
cosas adentro y se echó sobre el piso sin aliento, vencido por Ja
fatiga, el hambre y el temor.
TAM"
' ei n
ecHicelto 1 21
Sentado en la oscuridad de su choza, podía oír a la gente que
regresaba a sus casas. Sus voces parecían extrañamente felices.
Entonaban fragmentos de los cantos que habían oído en la casa
del maestro y charlaban en alegre voz.
Tama escuchaba todo eso con una ira que le crecía en su
interior como un fuego devorador, pero no se movió ni habló.
Cuando las voces se desvanecieron, se levantó y encendió su
lámpara de coco alimentada a aceite. Luego comenzó a respirar
fuerte. Un olor peculiar llenaba el ambiente. Entonces se dio
cuenta de que lo había sentido desde el momento de su llegada.
Abrió más la puerta y también la única ventana del fondo de la
choza, pero el olor persistía. Luego miró alrededor. Encontró
una pila de leña seca junto al fogón. Este había sido barrido y
limpiado de todas las cenizas. Hasta las piedras habían sido
raspadas. Tama comenzó a sacudir su cabeza con temor.
Encendió fuego con algunas ramitas secas.
El hechicero se quedó junto al fuego y se preguntaba si esta
era la choza que él había dejado pocas semanas antes. Estaba
limpia y fresca, como si todo hubiera sido recién aseado. El piso
estaba barrido. Las paredes estaban limpias. El banquito estaba
junto a la pared, y al lado había algunas conchas. Una de las
más grandes contenía unas pocas flores silvestres.
Tama se agachó sobre sus manos y rodillas, sintió el olor de
las conchas, del piso y del tejido limpio de las paredes. El olor
estaba en todo. Procedía de todas las cosas. Debía de tratarse de
algo que había sido usaao para lavar. ¿Y quiénes eran ellos?
Alguien había estado en su choza mientras duró su ausencia. No
podía ser... ¡Pero sí, debía ser! El jefe debía de haberle permitido
al nuevo maestro y su familia que se quedaran en su choza hasta
que el hombre levantara su casa nueva en la arena.
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Tama revisó minuciosamente la choza. Encontró comida lista,
algunos alimentos que él nunca había visto antes. Pero no tocó
nada de eso, sino que tomó algo de mandioca de sus provisiones
y comenzó a prepararse la cena. Debía comer y fortalecerse.
Mientras la luz del fuego iluminaba el piso y Tama se iba sin­
tiendo descansado y mejor, notó otras cosas. El piso había sido
arreglado. También vio que las paredes habían sido reparadas.
Luego miró nuevamente el piso y vio que había sido renovado en
todos aquellos lugares donde estaba deteriorado, y ahora se veía
sólido como cuando la choza había sido nueva.
"Esta magia es poderosa", se dijo para sí, mientras comía
después de muchos días de no hacerlo. Apenas había iniciado
el primer bocado, cuando oyó la voz del jefe que lo llamaba des­
de afuera.
-¿Estás en casa, Tama?
Tama se acercó a la puerta abierta.
-Sí, estoy en casa.
El jefe ascendió por la pequeña escalera y se introdujo en
la choza; luego se sentó sobre una estera.
-¿Han estado ellos aquí? -Tama hizo un ademán como
rodeando la choza, y mostrando cada rendija y cada hebra de
fibra que la componía.
-Sí, no había otro lugar donde ponerlos -el jefe parecía
tan turbado que a Tama le dio pena verlo.
-¿Pensaste que los espíritus podrían haberlos molestado
si los traías aquí?
El jefe asintió con un movimiento de cabeza. Tama le ofreció
comida, y siguieron participando juntos de la cena.
-Sí -dijo el jefe-. Yo esperaba que los espíritus que viven
aquí los harían enfermar o al menos los molestarían hasta que
TAM"
' ez lfecHice'Ro 1 :z.q
decidieran irse cuando el barco de carga hiciera el próximo viaje.
-¿Y no resultó?
-No, no resultó -dijo el jefe, desanimado-. Ellos tienen
una magia muy fuerte. Hasta en su voz el maestro grande tiene
una magia potente.
Y luego, inclinándose hacia adelante, habló en voz baja:
-Mira, yo pienso que todos los demonios de por aquí huye·
ron a la selva. Esos cantos... son una cosa digna de oírse.
-Sí, yo pienso lo mismo.
Tama se inclinó sobre la hoja que usaba como plato, pero
no
le dijo al jefe que había escuchado el canto esa misma noche
y había sentido el impacto.
El jefe Meradin comió en silencio durante un largo momento
hasta que hubo terminado, y entonces arrugó la hoja que había
usado como plato. Luego juntó las manos y se inclinó hacia
adelante.
-Ahora, la cosa es cómo sigue -dijo en un tono fervien­
te-. Debemos hacer algo o toda la gente de esta aldea seguirá
al maestro. Van todos los días a escuchar su magia, y tú sabes
tan bien como yo que eso significa el fin de las fiestas y las dan­
zas a los espíritus. No habrá más bebidas; no habrá más diver­
sión de ninguna clase.
-Parece que la gente está lista para aceptar alguna cosa
nueva.
Tama arrojó afuera las hojas arrugadas en las que había
comido y limpió el piso de migas haciéndolas desaparecer por
una hendidura del piso de bambú.
El jefe no hablaba. Estaba sentado con una mano sobre su
frente como si estuviera muy preocupado y adolorido. Tama se
sentó junto a él.
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PODeR ilf .
l'1s;e1e net votc A"
-
-He pensado sobre este asunto durante todo el viaje, y esto
es lo que me parece. Puesto que la gente de la aldea está deseo­
sa de aceptar una nueva enseñanza, ¿por qué no .les pedimos a
los maestros del Islam que traigan aquí su magia? Ellos no se
opondrán a las danzas de los demonios, o a las fiestas o a cua­
lesquiera de las buenas y viejas costumbres. Claro que nos exigi·
rán que oremos a Alá, pero ya que dedicamos un buen tiempo a
adorar a los espíritus, no será problema adorar también a Alá.
El jefe estuvo un largo rato pensando en eso. Frunció el
ceño, se rascó la frente y finalmente habló.
-Me parece bien, Tama. Hubiera preferido alguna otra
cosa, pero me doy cuenta de que no es posible. Es algo dema·
siado grande para que le hagamos frente solos. Debemos traer
alguna magia nueva y más fuerte. Sí, estás en lo cierto.
-Veo que el maestro ha levantado su casa justo en la arena.
Tama se puso de pie y miró por la puerta para ver si todavía
brillaba alguna luz en la casa del maestro, pero la playa estaba
oscura.
-El maestro me pidió una fracción de tierra en la aldea o
en los cerros, pero por supuesto no le di nada.
El jefe se paró junto a Tama.
-¿No te parece que la montaña del fuego arroja más lla·
mas que de costumbre esta noche? -preguntó Tama.
-Desde que estos maestros llegaron, retumba y truena, y
vomita fuego y humo casi todo el tiempo. ¿En qué te hace
pensar?
-Tú sabes lo que yo pienso. Los espíritus del fuego están
airados por esta nueva magia -dijo Tama-. ¿Cómo no se da
cuenta la gente del pueblo? ¿No saben que es peligroso dejar·
se llevar por magias extrañas?
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ei ffeCHiCe'RO 1 li.
Los dos hombres callaron un buen rato. El volcán vomitaba
su
fuego contra la noche negra. El suelo temblaba. El silbido del
!7lar, las rocas incandescentes que caían para perderse en sus
Ofofundidades y el bramido profundo que estremecía la tierra
.es atemorizó, hasta que al fin volvieron a la choza iluminada.
Durante toda su vida habían visto al volcán en actividad, pero
ahora estaba peor que de costumbre. Se sentaron nuevamente
y comenzaron a idear el plan para hacer venir a los maestros
del Islam, a quienes iban a invitar a Gran Sangir.
MARTA Y
et H eC H i C eRO
Capítulo 4
E
1 brujo y el jefe Meradin estaban sentados en la choza
del primero. Era la noche después del día que Tama
volvió a su aldea fatigado, hambriento y lleno de cólera
a causa de la nueva magia que el maestro grande había intro­
ducido en la isla Gran Sangir. Los dos hombres estaban senta­
dos y hablaban sobre lo que podían hacer para expulsar al
maestro y a su familia. Vez tras vez volvían sobre la sugerencia
de Tama de que el único plan realizable y que prometía algo era
que trajeran a los maestros mahometanos de las islas del sur y
animaran al pueblo a que siguiera las costumbres del Islam.
-Cuando lleguen los nuevos maestros -aconsejaba Tama
al jefe- debes darles las mejores tierras de cultivo que están
detrás de la casa del maestro. Tú sabes cómo es esa falda de
la colina. No es demasiado empinada y es muy fértil. Cualquier
cosa crece allí.
Tama se sentía mejor de lo que estaba cuando llegó del otro
lado de la isla. Tenía el estómago lleno, y el jefe coincidía con
su plan.
-Me preocuparé para que los maestros mahometanos ten­
gan una hermosa casa nueva, y toda clase de verduras y árbo­
les frutales. Les irá bien, porque tú y yo vigilaremos para que
tengan lo mejor -la voz del jefe resonaba alegre otra vez.
-Estoy de acuerdo en que esa es la mejor y la única forma.
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MAR 7.t
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ffeCHiCeRO 1 }l
Poco a poco la gente verá que el Islam es mejor porque no nos
quita nuestras viejas costumbres.
Cuando el jefe Meradin abandonó la choza de Tama, el
hechicero se dio cuenta de que no perdería tiempo en llevar a
cabo los planes que habían hecho.
Tama desenrolló su estera de dormir y se echó sobre ella.
Estaba cansado de la caminata a través de la isla y le dolía todo
el cuerpo. Entonces comenzó a llover, y pensó fastidiado que
ahora debía levantarse y correr su estera, porque la había colo­
cado justo debajo de un agujero del techo. Entonces recordó ...
que el techo había sido reparado. Se acostó nuevamente en su
estera con profunda satisfacción.
"¿Por qué habrá arreglado el maestro las goteras de mi
techo?", se preguntaba Tama. "Yo nunca lo hubiera hecho".
Recordó que la choza donde había estado durmiendo en el
otro lado de la isla tenía un enorme agujero en el techo, y a él
nunca se le había ocurrido arreglarlo.
Tama durmió bien porque estaba sumamente cansado, y
también porque se había quitado una gran preocupación mental
cuando el jefe aceptó su plan sobre los maestros mahometanos.
El sol ya había salido cuando se despertó a la mañana
siguiente, y al ir a bañarse vio a la gente yendo y viniendo entre
la aldea y la casa del maestro en la playa.
Había dos manantiales en la aldea, uno en la espesura no
lejos de la choza de Tama y otro cerca del centro de la aldea. El
pueblo aprovechaba ambos, pero el del centro era más grande,
y las mujeres se reunían allí para chismear y hablar, así que los
hombres usaban el de la jungla. Tama siempre iba a ese, a
menos que hubiera noticias especiales que deseara obtener, o
algún problema de la aldea que supiera que se iba a ventilar en
el manantial del pueblo.
14
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l'
-
Después de bañarse, Tama fue hacia la playa para observar
la casa del maestro a la luz del día. Quedó sorprendido por la
blancura que reinaba en todo. Cuando vio las plantas verdes que
crecían alrededor de la casa en el cerco de piedras blanqueadas,
no pudo menos que lanzar un silbido de admiración.
Luego oyó un ruido. Miró hacia la parte baja de la playa y
vio a un muchacho de cabello rojo. Debía de ser el hijo del
maestro. Nadie le había dicho nada acerca de ese muchacho.
El hechicero sólo podía maravillarse de un cabello tan brillan­
te, y se preguntaba cómo podía crecer en una cabeza huma­
na. El muchacho pelirrojo no estaba solo. Satu, el hijo del jefe,
andaba con él. Los dos jugaban entre las rocas coralinas,
charlando y gesticulando como dos grandes amigos.
"No tan pronto, no tan pronto", murmuraba Tama para sí
mientras regresaba a su choza.
Cocinó su desayuno y preparó las hojas que usaba como
plato. Entonces vio algo que le hizo abrir los ojos de sorpresa
y llevar su mano al pecho sobre su sobresaltado corazón. Una
chiquilla se dirigía hacia la puerta abierta de su cabaña. Esta­
ba ataviada con un largo vestido rosado que flameaba al vien­
to. El cabello rojo y brillante le caía en dos gruesas trenzas
sobre la espalda. Su carita era redonda y dulce, y sus ojos del
mismo color del cielo en un día sin nubes.
La chiquilla debía de pertenecer al maestro, pero ¿qué iba
a hacer allí? Con resolución subió la escalera y entró en la cho­
za de Tama. No se mostró sorprendida al verlo. Llevaba un
ramito de flores en la mano. Se las extendió a él, y sonrió.
La niña era muy hermosa. Tama la miraba con una sensación
en su pecho que casi se aproximaba al dolor. Se arrodilló en el
piso y tomó las flores de su pequeña mano blanca. Tocó sus
dedos pequeños, y los sintió cálidos y húmedos. Tomó la pequeña
MARTJi t
ez lfetHiCe1tO 1 1c;
-iano en la suya, y la niña rió y habló, y dijo algunas palabras que
pudo entender. Luego ella sacó su mano, corrió a buscar la
10
escoba hecha de fibra de coco, y barrió cada rincón de la choza,
ripiandola con mucho cuidado. Luego se dirigió al fogón y tomó
2
olla de cocinar. Tama se quedó mirándola por la ventana de
Dás mientras llevaba la olla al manantial de la jungla, la fregaba
:oo
arena y luego la lavaba con el agua limpia. Luego la niña vol­
.� y la colocó junto al fogón. Cantaba todo el tiempo mientras
:siaba ocupada. Cantaba suavemente.
- Es como una avecilla rosada", pensaba el hechicero. ''Tra­
:c:,a y canta, pero estoy seguro de que su madre no sabe que
2S.oy en casa. No la hubiera dejado venir si lo hubiera sabido".
Cuando hubo terminado su trabajo, y la choza lucía limpia,
! en el fogón no había cenizas, la niña miró por la puerta abier­
:a
hacia su casa en la playa. Comenzó a bajar la escalera, pero
se
volvió y extendió ambas manos alzadas. Sonrió y sus ojos
¿zules parecía que danzaban mientras se esforzaba para
-acerle entender algunas palabras de su extraño idioma. Luego
:;ajó rápido la escalera y corrió por el camino hacia la playa y el
-ogar.
Tama se quedó observándola hasta que desapareció en la
:uerta de su casa. El brujo se sentó en su choza limpia y
:omenzó a sacar de los bultos los objetos de encantamiento y
.as
medicinas. Ordenó los bultos de raíces y hierbas. Lustró
os
huesos y los dientes. Uno de sus collares de semillas
--egras pulidas se había roto, y él ocupó medio día arreglán­
JOlo para que no perdiera su poder de encantamiento.
Mientras trabajaba, pensaba en la chiquilla. Era distinta de
cualquier chico que hubiera visto alguna vez antes. Ninguna
riña
de la isla tenía unos ojos semejantes y un cabello tal,
:J>ero no era eso lo que más le llamaba la tención, no... no era
tt
lb 1
PODeR iff
�;s;ate o
et votc Á"
su apariencia. Después de todo, los ojos y el cabello negro
eran mucho más hermosos que esos colores pálidos, pero
esta niñita era tan amistosa. Algo hermoso y admirable ema­
naba de ella, como si fuera una luz o un perfume. No podía
olvidar a la chiquilla, cómo había confiado en él, cómo le había
hablado, cómo le había extendido sus pequeñas manos, cómo
le había limpiado su casa, su fogón y su olla.
Miró a su alrededor buscando el ramo de flores que ella
había traído, y lo encontró en uno de los bancos bajos. Llenó un
medio coco con agua. Luego puso el '11orero" en la ventana de
atrás y con verdadero regocijo miraba cómo los tallos cobraban
vida durante el día. Tama sabía que debía hacer planes impor­
tantes. No era suficiente que se llamara a los maestros maho­
metanos. No era suficiente darles una buena parcela de tierra o
construirles una buena casa donde pudieran vivir. No, él debía
pensar alguna forma de mostrarle a la gente del pueblo que la
varita mágica del maestro podía quebrarse, que el maestro mis­
mo podía sufrir por enseñar cosas contrarias a los espíritus y
que su presencia había airado a los demonios que controlaban
la montaña de fuego.
Sorteó sus artículos de encantamiento y eligió los tres más
potentes: una calavera de carnero, un enorme diente de tiburón
y una serpiente seca, que había conseguido de un poderoso
hechicero de una isla del sur. Serpientes como esa no había en
Sangir. Tama sabía que todos en la aldea respetaban sus artí­
culos de encantamiento, por las maravillas que habían obrado
en el pasado. Debía elegir ahora qué clase de maldición pondría
sobre ellos.
En el lugar secreto de su choza solitaria, Tama convocó a
todos los demonios que le eran familiares. Sacó el aceite mági­
co, lo mezcló con hierbas fuertes y se untó todo el cuerpo.
M A R T.,I\
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e1 1tecH1ceito \ 11
Luego frotó los tres objetos, pronunciando una tremenda mal­
dición sobre cada uno. Ahora debía arreglar algún plan para
que el maestro grande tocara alguno de los objetos encanta­
dos. Luego la magia diabólica seguramente obraría y habría
enfermedades, o accidentes o alguna terrible calamidad. Los
'llalos espíritus a veces hacen cosas sorprendentes que aun
Jn hechicero no puede prever, pero siempre obran para
actuar contra quien se ha pronunciado la maldición.
Tama había sacado todos los objetos de encantamiento,
:tiando llegó el jefe Meradin. Tama lo invitó a entrar.
-Está todo arreglado -dijo el jefe-. Llevaré a diez hom­
::res de la aldea. Elegí a todos los que se pasan el día en la
::asa del maestro. Estamos listos para partir ya.
Tama rió.
-Mira, tampoco yo he estado ocioso. Ya he preparado los
aocantamientos malignos. Ahora debo hallar alguna forma para
:onerlos en contacto con el maestro; él debe tocarlos. Luego...
:en, tú
sabes, no será nada bueno para él.
El jefe Meradin también rió. Pocas veces los dos hombres
se
habían sentido tan contentos.
-Me parece que la montaña del fuego está hoy más tranqui­
a
-<Jijo el jefe Meradin mientras bajaba la escalera.
-Oh, esos espíritus del fuego se quedarán tranquilos allá
aoajo tan pronto como hayamos dado cuenta de este asunto
-agregó Tama.
El jefe Meradin vaciló un momento mientras continuaba
�ando la escalera.
-Hay otra cosa -<Jijo-. Me gustaría llevar a mi hijo Satu
::onmigo, pero si lo hago no tendrás tiempo de instruirlo antes
:ie que lleguen los maestros del Islam. Además, si me sucede
a,guna cosa mala ... Tú sabes que sería una desgracia enorme
"-&
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PODell Íff
l'ís;ele Del VOLCÁ1'
si desapareciéramos los dos. Tú conoces nuestras costumbres
sobre los jefes.
-No, no debes llevar al muchacho. Me di cuenta de que ya
ha sido atrapado por la magia de esa gente, pero yo romperé
esa magia. Cuando vuelvas espero que esté tan listo para
seguir el Islam como tú.
El jefe aún se detenía en la escalera.
-Deseo que uses de bondad y razonamiento paciente para
traer al muchacho a la sensatez. No reaccionará favorablemen­
te si empleas la ira o la fuerza.
Después que el jefe se hubo ido, Tama decidió que la mejor
forma para tratar con Satu era decirle la verdad y usar la persua­
sión para separarlo del maestro y de su hijo Hans.
A la hora, Tama vio a un grupo de pescadores que partían
del embarcadero. Sabía que los once hombres a bordo no iban
a pescar. Iban hacia las islas del sur, y cuando regresaran trae­
rían la religión mahometana a Gran Sangir.
E" \líSPeRAS
De C AMB iOS
Capítulo 5
D
esde el día en que Hans había llegado a la isla de
Sangir con su padre el maestro, Satu había sido su
amigo. Lo había acompañado a la selva a juntar
:ejucos para atar los troncos de la casa. Lo había ayudado a
evar rocas para el jardín que la rodeaba, habían construido
&
cerco y habían hecho todo lo que hacía falta, hasta que el
�ogar de la familia del maestro fue terminado.
Hans conocía ya unas cuantas palabras del idioma de la
sla, cuando Satu lo llevó cierta tarde hacia el mirador secreto
eotre las rocas. Desde allí, sentado entre los árboles, le gustaba
:Jbservar
la montaña del fuego.
El volcán parecía más cercano. Mientras los dos muchachos
ascendían por entre las rocas, Satu observó el rostro de Hans y
vio sus ojos azules dilatados por la sorpresa, cuando tuvo frente
a
él la enorme forma del volcán. De la cima cónica ascendían
oocanadas de humo y chorros de fuego. En aquel lugar todo era
ouietud;
había tanta tranquilidad que sólo se oía el suave rumor
de las olas, al morir sobre la playa, y el rugido apagado como de
n
trueno que provenía de las profundidades del mar.
-¿Por qué ruge? -preguntó Hans señalando hacia abajo.
-Son los espíritus del fuego que están bajo el suelo
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40
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PODeR ff
/ �1s;e1e oet votcÁ1'
-explicó Satu-; están enojados, y cuando están incómodos o
disgustados siempre gruñen como un trueno.
Hans sacudió su cabeza. Satu se dio cuenta de que no
había entendido. El pelirrojo señaló al volcán, y preguntó:
-¿A qué distancia te parece que está?
Satu entendió la pregunta que su amigo le hacía, pero no
sabía cómo explicarle que los isleños medían todas las distancias
por el tiempo que les llevaba viajar hacia el lugar. Sabía que los
hombres podían remar hasta el volcán y volver en el tiempo com­
prendido entre el desayuno y el mediodía, cuando el sol estaba
en medio del cielo. Satu sabía que a veces los isleños iban a jun­
tar huevos de pájaros en la estrecha playa del lado sur del volcán.
Era muy peligroso hacerlo, porque todos les temían a los espíritus
que vivían allí. Pero por otra parte los huevos eran deliciosos y
dignos del riesgo que se corría por obtenerlos.
-No está lejos -dijo Satu al fin-. ¿No sientes el olor del
humo?
Entonces Satu le contó cómo en los tiempos antiguos la
gente de la isla había ofrecido sacrificios humanos a la monta­
ña, para aplacar los espíritus del fuego cuando se mostraban
insólitamente feroces y airados. Satu no podía recordar, y su
padre tampoco, si alguna vez la montaña había humeado tanto
como ahora.
Mientras los muchachos permanecieron mirando el lado sur
del volcán, Satu observó algo en la estrecha playa de arena blan­
ca que estaba en la curva de la base del volcán.
-¡Mira! -y diciendo esto tomó a Hans por el brazo-. Es
un ave grande, un ave marina. Esa es la clase de aves que pone
los huevos que nuestros hombres buscan.
t"
VíSPe11
't s De CAMBIO� 1 4}
Hans se hizo sombra con la mano sobre los ojos y miró.
-Es casi tan pequeña como una hormiga. Apenas puedo
.�ria... Sí, me parece que hay algo allí y que se mueve.
Los muchachos la miraron hasta que el ave voló a la sel­
que quedaba al norte. Luego se sentaron en las rocas del
.-a
�stadero.
-Nues1ro hechicero ha vuelto -Je dijo Satu a Hans-. Él es
; dueño de la casa donde ustedes vivieron al principio. Volvió
<::10Che. Dice que los espíri1us del fuego están airados porque
..s:edes han venido, pero yo pienso que están enojados porque
- padre no le dio al maestro un lugar para construir su casa.
Ese discurso fue demasiado largo para que Hans lo enten­
.:::era. Satu se rió, y repitió las palabras una y o1ra vez hasta que
:_
fin vio que Hans entendió la mayor parte de lo que había
:.cho.
-¿Está el hechicero en la casa donde nosotros vivimos?
--0regun1ó Hans-. ¿ Está precisamente ahora allí?
-Por supues1o -dijo Satu riéndose nuevamente-. Claro
:-Je está allí. Esa es su choza.
-Mi hermanita Marta va todos los días allí a jugar
-<lijo Hans-. Debo ir a mi casa y decirle que no vaya más.
=>ooría molestarlo. Quizás a él no le guste que ella vaya.
-Oh,
no
le hará nada a Marta. En realidad es una persona
:codadosa. Es bueno para sanar a la gente y siempre cuida de
as
animales enfermos. Es incapaz de hacerle daño a una niñi1a.
-No creo que nadie quisiera hacerle daño a Marta. No
;staba pensando en eso -<lijo Hans-. Pensaba que ella
JOdría moles1arlo.
Los muchachos miraron por sobre el mar en calma y nueva­
-ente a la montaña que humeaba. De repente les llamó la
.t.2.
1
tl
PODeR
/lfl'1s;e1e
D el \IOlCÁ"
atención el ruido de remos. Miraron hacia el muelle y vieron el
bote pesquero más largo de la aldea haciéndose a la mar, con
varios isleños a los remos.
Satu se puso de pie y frunció el ceño para ver mejor. Sí, era
el bote de su padre. Pero, ¿por qué no le había dicho que se iba
a ir a pescar? ¿Por qué no lo llevaba con ellos?
-No me gusta eso -le dijo a Hans-. Cuando el bote de
mi padre sale a pescar, yo siempre voy.
Satu vio que los hombres levantaban la vela y viraban hacia
el sur. Ahora podía ver un poco mejor.
-Mira, Hans -le dijo-, los hombres van todos vestidos
con sus ropas de fiesta. No pueden estar yendo a pescar con
todos sus ornamentos y equipados de esa manera. Tal vez
vayan a una fiesta en algún lugar de las islas del sur.
Hans miró el bote.
-¿Es aquel tu padre, el que va en la proa?
-¿Te refieres al que va con su cabeza dada vuelta? No,
estoy seguro de que no es. No se iría sin llevarme.
Los dos muchachos regresaron hasta la casa en la arena.
-Vamos adentro -<:lijo Hans cuando llegaron al cerco.
Cuando entraron, el maestro tomó una de las cajitas mágicas y la abrió. Luego les enseñó a los muchachos el versículo
de memoria de la Biblia: "El padre mismo os ama''.
Una y otra vez los muchachos repitieron las palabras, hasta
que las aprendieron. Entonces el maestro les dijo que ya podían
irse a la selva a conseguir algunos trozos de bejuco, que él
necesitaba para atar las plantas de flores que habían crecido
tan grandes y frondosas que algunas estaban encorvadas.
-¿Qué significa el versículo? -le preguntó Satu a Hans
mientras caminaban hacia los árboles.
E�
VíSPell
Jt s De CAMBiOS 1 4l
-El Padre que nos ama es el Dios que está en el cielo -y
Hans señaló hacia el sol que brillaba en el firmamento--. Él vive
allá, entre las estrellas y todas las cosas brillantes, pero nos ve
todo el tiempo, oye lo que decimos; él es el que nos ama.
-¿Es a él a quien tu padre le canta a la mañana y a la
noche?
-Sí, mi padre canta porque Dios hizo su corazón alegre y
supongo que a Dios le gusta oírlo cantar. Toda la gente que
adora a Dios canta.
-He visto que tu padre, el maestro, les habla a las cajitas
mágicas. Lo he visto hablar con la cabeza hacia el cielo y luego
hacia el piso de tu casa. ¿Por qué hace eso?
Hans sonrió.
-En el momento del culto mi padre lee del Libro Santo;
luego todos nos arrodillamos, levantamos nuestros ojos para
orar a Dios. Eso significa que hablamos con él.
-¿Quiere decir que ustedes hablan con el Dios del cielo y
él oye lo que dicen?
-Así es. É l nos habla mediante los versículos como el que
hemos aprendido hoy, y también por medio de los cantos. Noso­
tros le hablamos a él cuando oramos.
A esa altura de la charla los muchachos ya habían entrado en
la selva, y se abrieron camino entre la espesura bajo los grandes
árboles, esperando dar con los bejucos. Casi todos los que
encontraron eran demasiado grandes y gruesos. Luego de una
larga
búsqueda, no obstante dieron con unos más apropiados, y
cada uno juntó una buena brazada.
Ese día Satu tenía prisa por regresar al hogar. No podía
apartar de sus pensamientos el bote de pescadores. ¿Hacia
44 \ tl
PODeR
¡..
,
''"íS';e
oie
et votcA"
dónde se dirigía? ¿Por qué iban en él tantos isleños? ¿Y por
qué iban todos ataviados con sus ornamentos?
En ese momento los muchachos oyeron un chillido casi
quejumbroso. Se detuvieron y prestaron atención.
-Es un mono -dijo Satu-; se queja como si estuviera
herido.
Luego de una corta búsqueda hallaron al animalito. Estaba
sentado en el tronco de un árbol. Cada vez que respiraba chilla­
ba angustiosamente y se retorcía. Cuando Satu se adelantó
para alzarlo no se movió. Con sus manos rodeó las muñecas de
Satu y trató de que el muchacho lo sacara de entre las lianas.
Los muchachos le examinaron su piel negra, pero no encon­
traron ninguna señal de herida. El animalito estaba gordo y
parecía sano, pero chilló hasta que Satu lo ató en una esquina
de su taparrabo.
-Lo llevaré a Tama -dijo el muchacho--, él descubrirá lo
que tiene.
Hans cargó con Jos bejucos, y Satu tomó al monito y se
dirigió hacia la casa de Tama.
-Te veré esta noche a la hora del canto -dijo mientras se
apresuraba por el camino.
La puerta de Tama estaba abierta, y Satu pronunció frente
a ella las acostumbradas palabras de saludo. Tama salió y Jo
miró.
-Ah, veo que me traes un mono enfermo.
-¿Cómo sabes que está enfermo? -preguntó Satu mientras ascendía Ja escalera y entraba en la choza.
-De no haber estado enfermo nunca podrías haberlo
tomado. Hubiera estado con los otros monos en la copa de los
árboles.
ti.
VíSPen
'I s D e
CAMBiOS 1 4'!1
-Tú podrás mejorarlo, ¿verdad? -dijo Satu al tiempo que
oonía al animalito en las manos de Tama.
-Lo intentaré -dijo el hechicero.
Luego sacó un paquetito de hierbas secas y molidas, mez­
dó parte de ese polvo verde con agua en un medio coco que le
sirvió de recipiente y le dio a comer el mejunje al mono, que lo
:evoró con avidez.
-Como ves -le dijo al muchacho-, el animalito sabe lo
:Je le hace bien. Debe haber comido algo dañino.
Y luego, mirando fijamente a Satu, dijo:
-A veces los muchachos hacen lo mismo.
Satu no entendió. Creyó que el brujo pensaba que él había
:;)(ll ido algo malo. Esperaba que Tama dijera algo más, pero
este se puso a hacerle caricias al manito hasta que se durmió
::'1
su falda. Entonces Satu preguntó:
-¿A dónde iban el bote y los pescadores?
-A las islas del sur -respondió Tama-. Tu padre, el jefe,
o
ordenó.
-Pero... ¿por qué? ¿Cuál es la razón? Nuestros botes no
�.acen un viaje largo como ese porque sí. ¿Qué quiere mi padre
:Je le traigan?
El rostro de Tama se tornó severo.
-Tu padre, el jefe, desea invitar a los maestros mahometa­
ros
para que vengan aquí y conduzcan al pueblo por el buen
::amino.
Satu sintió que el corazón se le iba a los pies.
-¿Por qué hace eso? Ya vino un maestro a nuestra aldea,
! ni siquiera le dio un pedazo de tierra para que levantara su
:asa. ¿Para qué quiere más maestros?
-Los maestros mahometanos son diferentes -explicó el
,t.&
1 tl PODeR ff
/ �iSIBte Del votCÁ"
hechicero-. No eliminarán nuestras costumbres. No prohibirán
nuestras fiestas, danzas y cultos a los espíritus. Eso sí, tendre­
mos que deshacernos de nuestros cerdos, pues no les gustan.
Pero no tenemos muchos. Podemos realizar una gran fiesta y
comérnoslos a todos. Los maestros dejarán que resolvamos el
asunto como mejor nos plazca. ¿Ves? No intentarán cambiar
nuestras costumbres como lo está haciendo el maestro grande.
-Si los maestros del Islam no cambiarán nada, ¿para qué
los trae, entonces?
Las facciones del rostro de Tama se suavizaron algo y su
voz sonaba más amable.
-Dime, Satu, ¿qué es lo que te gusta tanto de la magia del
maestro grande?
-Me gusta porque me enseña que el Dios del cielo me
conoce, y que yo puedo hablarle y él me contestará. Me gusta
sentir la alegría inundándome como un río cuando oigo cantar.
El brujo lanzó una carcajada.
-Muchacho tonto, ni siquiera el más pequeño de los espí­
ritus de la selva te dirigiría la palabra. ¡Cuánto menos un Gran
Espíritu como ese Dios del que hablas! ¿ Piensas que habría de
fijarse en ti?
Satu no respondió. Se acercó al hechicero y acarició el pelo
suave del monito.
-¿Qué hará el maestro grande cuando lleguen los otros?
-preguntó.
-Tendrá que irse... cuando vea que el pueblo prefiere
seguir el islamismo.
Satu clavó sus ojos en los de Tama.
-No se irá. Espera y verás. No toda la gente se volcará
hacia el islamismo.
E"
\/íSPen
'I s De
CAMBiOS 1 4-Z
Tama sonrió con sarcasmo y Satu, reprimiendo un grito de
.ra,
salió corriendo del cuarto. Instantes después irrumpía en su
chozallamando a grandes voces a su padre, pero el jefe Mera­
no estaba.
-¿Dónde está mi padre, el jefe? -preguntó a su madre, que
ialía una criatura a la espalda y cocinaba al mismo tiempo.
-Ha salido en un viaje largo, hijo. Tardará varios días en
�lver.
Entonces Satu se dio cuenta de que el hombre que había
visto en la proa del bote era su padre. El jefe Meradin en perso­
�.a
había ido a buscar a los maestros.
LA seRPie"Te
eMBRUJADA
Capítulo 6
T
ama se sentó en la puerta de su choza y sus ojos
siguieron a Satu mientras el muchacho corría por el
sendero entre las dos casas. Las últimas palabras que
Satu había pronunciado quedaron en su mente como tocones
quemados en el incendio de un bosque: "No se irá. .. i No se irá!"
Tama sacudió la cabeza. Lo que más le había chocado era
la firmeza de la determinación de Satu. Se preguntaba si toda
la gente de la aldea que había escuchado la magia del maestro
sería tan partidaria de la nueva enseñanza. Por primera vez se
le ocurrió pensar si era conveniente ir a buscar a los maestros
del Islam. Hasta ese momento la duda no lo había asaltado,
pero ahora no se sentía seguro. Si el maestro grande decidía
quedarse, si cierto número de la gente del pueblo deseaba que
se quedara, y si los aldeanos eran tan obstinados como el hijo
del jefe, entonces habría problemas.
Pero para entonces ya era muy tarde. Los mensajeros que
iban con Meradin ya habían partido hacia el sur para invitar a
los maestros mahometanos. Tama estaba seguro de que estos
vendrían.
Tomó el monito en sus manos y notó que estaba mejor. Lue­
go buscó una correa trenzada que había en la pared, se la anudó
por la cintura al animalito y lo ató junto a la puerta.
48
LA
SeRP;e,,
te e
llfBRUJAD A 1 4q
Se dirigió entonces al fogón y encendió fuego. Mientras tra­
::.:¡aba, se imaginaba contemplar un par de manitas blancas
:Je quitaban las cenizas y limpiaban las piedras. Trató de olvi­
:ar a la niñita, porque necesitaba pensar y hacer planes. Como
.=.
nabía puesto la peor de las maldiciones sobre los objetos de
:ncantamiento, debía buscar la mejor forma de ponerlos en
:ontacto con el maestro, para que este pudiera tocar por lo
-enos uno de ellos.
Mientras el jefe estaba ausente, debía preparar también al
:1.ieblo para la recepción de los maestros del Islam. Era necesario
�e
hallara alguna forma de evitar que la gente siguiera concu­
-endo a la casa de la playa, y que hiciera algo que apartara a
Sa.tu de la fanática devoción hacia la familia del maestro y la nue2 magia
que habían introducido.
Con sus pensamientos aún divagando, Tama preparó su
:omida para la noche. Mientras lavaba las mandiocas en el
-anantial pensó en la rubiecita de cabellos trenzados y vestido
:o.ar rosa que le había lavado la olla durante la mañana. Quiso
:
vidar
a la pequeña, pero lo primero que vio cuando subió la
:sea.lera de su choza fue el '11orero" de coco puesto en la ven­
:a1a y lleno de fragantes pimpollos.
Tama movió la cabeza casi con ira. ¿Se trataba de alguna
;.ase de hechicería? Puso la olla sobre las piedras del fogón,
:::'lió hacia la ventana y, tomando el recipiente con las flores, lo
:�ajó
con fuerza hacia la selva. Luego encendió el fuego.
Mientras esperaba que la comida hirviera, desenvolvió sus
:o¡etos de encantamiento. Los tomó con cuidado, porque las
-aldiciones que había depositado sobre los principales obje­
·:is eran tan terribles que temía por él mismo. Puso aparte, en
_·a tela hecha de corteza, la calavera de carnero, el diente de
•
::iurón y la serpiente seca. Antes de sentarse a comer miró
ir.o
1 tl PODeR '
""1s;e
1e oet votcÁ"
hacia el volcán. La tierra había temblado varias veces durante
el día. La boca del volcán vomitaba humo y llamas casi todo el
tiempo, y los rugidos subterráneos parecían más fuertes que
de costumbre.
Mientras comía, planeaba lo que iba a hacer. Primero inten­
taría asustar a la gente del pueblo con los espíritus. Los aldea­
nos le temían al volcán y seguramente podría convencerlos de
que por causa del nuevo maestro la montaña lanzaba humo y
llamas. Los espíritus debían estar furiosos. No le costaría
mucho trabajo hacerles creer eso. Luego les diría que se dispo­
nía a emplear sus encantamientos más mortíferos contra el
maestro. Cuando comenzaran a suceder las desgracias, pronto
tendría nuevamente a todo el pueblo bajo su dominio.
Era ya de noche cuando Tama terminó de comer. Había
estado en su casa prácticamente todo un día, y nadie lo había
venido a buscar. El jefe había estado con él la primera noche, y
Satu durante esa tarde, pero no habían venido a buscar medici­
nas. También había venido la hijita del maestro, pero ¿qué había
sucedido con la gente de la aldea? Por lo general alguna perso­
na enferma o con problemas lo llamaba varias veces al día, y
después de haber estado ausente por tanto tiempo debía haber
personas enfermas o afligidas que necesitaran su ayuda.
Recordaba que la última vez que había regresado de un viaje al
otro lado de la isla, había personas esperándolo frente a la
puerta de su choza.
Miró hacia afuera nuevamente. Vio que hombres y mujeres se
dirigían hacia la casa del maestro. Se llenó de ira. Esa era, enton­
ces, la razón por la que nadie venía a buscar medicina, o a lla­
marlo para que atendiera a los enfermos o a confiarle los proble­
mas para que les diera consejo.
"¡Mírenlos, ahí van!", pensó. "En este momento deben de ir
LA
.:nos
Se RP1e,,
re e
r.t&RUJADA 1 'S\
diez por el camino. El maestro grande les ha robado el
:orazón. Ya han tomado el baño de la tarde en el manantial y
-..an
cenado. Debieran estar en sus casas preparándose para
:ormir. Pero, en Jugar de eso, ahí van a la casa del maestro. ¿Y
é es Jo que van a hacer allí?"
_
Tama recordó su visita a la casa del maestro la noche ante­
-or, algo
más tarde que a esa hora. Recordó el canto y cómo se
-abía conmovido por su belleza y energía, y cómo se había
_
edado quieto y confundido en el lugar donde estaba, fuera del
:erco de piedras.
La gente del pueblo debía de estar yendo a escuchar aquel
::anta. Supuso que irían todas las noches. Probablemente esa
-oche no habría forma de detenerlos. Pero, en cambio, sería
:lleno seguirlos para ver qué sucedía en la casa del maestro.
A medida que bajaba por la escalera y luego mientras iba
:or el camino, el brujo vio que más gente salía de sus chozas.
-ocios corrían hacia la casa del maestro, como si temieran per·
:;.erse algo de lo que allí se decía o hacía. Alcanzó a uno de los
-ombres jóvenes de la aldea, que llevaba una criaturita en los
:razas.
-¿A dónde vas? -le preguntó.
-Cómo, ¿no lo sabes? Vamos todas las noches a oír los
::antas y la magia de las cajitas negras.
Tama no habló.
-No necesitas preocuparte por esa magia -<:ontinuó el
"O!Tlbre-. Es toda buena. Este niñito mío estaba enfermo ayer, y
el maestro vino y le dio medicina. Le habló las palabras mágicas
a
su Dios y se sentó con nosotros hasta que el niño estuvo mejor.
:::orno puedes ver, ahora está bien.
Entonces Tama supo con certeza por qué la gente no había
.-enido a pedirle remedios o ayuda. Nuevamente sintió que la ira
c;2 \ tl
PODe11 Í/f .
hs;e1e D et '10tt A"
,
le subía desde el estómago, pero se dominó y continuó pregun­
tándole al hombre acerca del maestro y su familia hasta que
llegaron frente a la puerta de entrada al jardín de la casa. Tama
no había pensado entrar, pero ya no podía evitarlo. Entró con
toda la gente que llegaba, picado por la curiosidad.
En la habitación del frente de la casa se habían colocado
esteras limpias y casi no quedaba más lugar para que la gente
se acomodara. El maestro se sentó en un rincón del cuarto.
Tama le echó una mirada. Aun cuando estaba sentado en el
piso sobre una estera y con las piernas cruzadas, Tama admitía
para sí mismo que era el hombre más grande que alguna vez
hubiera visto en la isla. El cabello y la barba eran rojos y emu­
lados; era un verdadero gigante pelirrojo. El maestro grande se
reía y hablaba con los aldeanos a medida que llegaban. Los
llamaba por su nombre. También a los niños les sabía el nom­
bre. Tenía una de las cajitas mágicas en las manos. La ira de
Tama renació. La pieza estaba repleta de gente. Nadie se movió
para hacerle lugar; entonces decidió volverse a su casa.
Sintió que una mano pequeña lo tomaba y tiraba de él; al
mirar hacia abajo vio a la pequeñita que lo había visitado en
su choza esa mañana. Le sonreía al tiempo que le hablaba
algo en su idioma. Tama dejó que lo guiara hacia otra habita­
ción de la casa. Se dio cuenta de que la niñita se sentía orgu­
llosa de su nueva casa, de que ella sabía que él nunca había
estado antes adentro y de que deseaba mostrársela.
El hechicero notó que todo estaba tan limpio como el jar­
dín. La esposa del maestro había arreglado las cuatro habita­
ciones de manera que una sirviera para cocinar, dos para
dormir y la otra, la más grande, para recibir a las visitas.
Tama miró las elevadas plataformas que esa gente usaba
para dormir. Cada una estaba cubierta por algo que parecía ser
LA
Se RPie
/fre e
MBRUJADA 1 'Sl
.;na
estera, pero que en realidad no lo era. Esas cubiertas esta­
:an
hechas de tantos colores brillantes que Tama no podía dar
:rédito a sus ojos. Puso su mano sobre una de las plataformas.
....a
cubierta era suave, y él le dio un golpecito con la mano. Lue­
?J la niña lo condujo al cuarto grande, y le buscó un lugar
::ómodo para sentarse, donde podía apoyar la espalda contra la
:iared. Luego se sentó junto a él y no le soltó la mano.
La ira de Tama se había aplacado. Sentía la mano tibia de
niña en la suya. Evidentemente lo había elegido como su
2.
�migo.
Él
no estaba acostumbrado a sentir la suavidad de una
-.ano infantil, y eso le proporcionaba seguridad.
JJ
El maestro habló en el idioma de la isla. En realidad, no era
lenguaje claro; a veces vacilante e inexacto, pero la voz del
-ximbre era cálida y se entendía bien el significado de lo que
:trería decir. Tama se daba cuenta de que el maestro amaba a
a
gente que estaba sentada allí y que, no obstante su lenguaje
-;¡-,perfecto, podía hacerles entender la bondad que deseaba
:ompartir.
Cuando el hombre abrió la cajita de la magia y comenzó a
-.abiar de ella, su voz profunda y armoniosa adquirió un tono
solemne que infundía respeto en la gente. Todos quedaron en
silencio; hasta los niños contuvieron sus risitas o gimoteos. La
-nagia lo apresaba a Tama con su poder, pero él se resistía. Miró
a
la niñita que estaba junto a él. Había puesto la cabecita en sus
"Odillas y una de las rubias trenzas le caía en la mano. Sentía la
::álida sedosidad del cabello. "La pequeña se ha dormido", pensó
-ama, y se sonrió.
En ese momento el maestro cerró la cajita mágica y
:omenzó a cantar. La niñita se levantó. Quitó su mano de la de
Tama y fue a pararse junto a su padre. A medida que la her11osa melodía llenaba el lugar, ella cantaba con su padre,
'=>4
1 tl PODeR Í
ifl'is1e1e D el �OlC Á"
cada nota con la perfección que él lo hacía, pero en un tono
más agudo. La esposa del maestro también cantaba correcta·
mente, y lo mismo hacía el muchachito. Algunos de los aldea·
nos intentaban seguir la melodía, pero todavía no la habían
aprendido bien. Tama observó que varios de los presentes lo
miraban, como si se hubieran sentido incómodos o tímidos en
su presencia.
Nuevamente el brujo sintió, como la noche anterior, el poder
del canto. Lo sobrecogió un temor abrumador. De pronto se
levantó de un salto y salió corriendo. Se sumergió en la oscuri·
dad de la noche, y no paró de correr hasta llegar a la aldea.
Casi sin aliento subió por la escalera de su choza. Se dejó
caer en el umbral de la puerta y miró hacia afuera. Todavía podía
oír el canto proveniente de la casa del maestro. Lo percibía débil·
mente, pero aun la distancia lo sacudía de temor. Dirigió su vista
hacia el cono resplandeciente del volcán en la curva de la bahía.
Se dio cuenta de que la tierra temblaba, y que no era sólo su afán
por contener la respiración agitada lo que hacía temblar su cuer­
po. Sí, los espíritus del fuego estaban sumamente enojados, y
tenían razón para estarlo. En ese momento finalizó el canto. Tama
sintió decrecer la tensión que lo dominaba.
-¿Estás ahí, Tama? -preguntó una voz desde las tinieblas-.
Veo que no vas a beber de la nueva magia y de la música.
Tama miró en la oscuridad y vio que se trataba del viejo
Gola, el asesor y consejero más antiguo del jefe.
-¿Somos los dos únicos de toda la aldea que no corremos
tras la nueva magia? -preguntó.
-Creo que todos los demás están allí -respondió el vie­
jo mientras subía por la escalera y entraba en la choza-. Me
parece que la mayoría va sólo por curiosidad. Tú los conoces;
correrán tras cualquier cosa nueva.
LA
SeRPie
"1'e
eMBRUJADA 1 is'S
-Eso no es bueno, Gola. Es peligroso. Mira la montaña de
'uego.
¿Te parece que los espíritus están contentos por estas
ooevas enseñanzas que han llegado?
-No, claro que no, pero debemos tener paciencia. Con
seguridad el jefe ha de traer a los maestros del Islam. También
serán recién llegados. Y también tendrán su magia, y harán y
rán cosas maravillosas. Mostrarán su hechicería, y la gente
correrá también tras eso.
-¿Te parece? -inquirió Tama mientras colocaba una este­
'CI
en el piso y se sentaban juntos-. Mira Gola, algunas de
estas personas ya han sido tocadas en el corazón ... eso es
'ialo.
-Sí, especialmente en el caso del hijo del jefe. ¿Cómo
oodrá algún día llegar a jefe si va tras esa nueva magia? ¿Qué
iará su padre? No tiene otro hijo. El jefe Meradin debiera haber­
:e llamado mucho antes.
-Satu está completamente volcado hacia las nuevas ense­
ianzas -dijo Tama-. Debemos hallar alguna forma de quebrar
el poder que la nueva magia tiene sobre él. El consejo común
oo
lo hará cambiar.
-Tal vez no sea demasiado tarde -<:omentó Gola con voz
animosa-. Tú sabes que posees encantamientos muy potentes.
-Sí -la voz de Tama vibraba de emoción-. Ya he puesto
a maldición. Mañana llamaré nuevamente a los espíritus y ase­
guraré la magia demoníaca.
-Bien, bien -respondió Gola sonriendo, mientras se
evantaba para irse.
Bastante después que el viejo se hubo retirado, Tama se
acostó en su estera mientras las ideas le daban vueltas en la
cabeza. Sí, tenía los encantamientos. Cualquiera de los de la
t>b
1 tl PODeR //f�
/Sie1e Det \IOlCÁ"
familia del maestro se enfermaría, quizá moriría o sufriría un
accidente. Alguna cosa terrible iba a suceder, con toda seguri­
dad. Sus encantamientos siempre habían obrado sobre la gente
de la isla. No había razón para que no lo hicieran sobre los
extranjeros.
Entonces otros pensamientos llenaron su mente. Se le pre­
sentó la imagen de la niñita de trenzas rubias. La vio postrada
por la fiebre, sacudida por los escalofríos, consumida por la
enfermedad; todo eso él era capaz de ocasionarle a la familia
del maestro. Esos pensamientos lo hacían retorcerse en la este­
ra, y se sintió poseído por un extraño temor. ¿Lo habría apresa­
do la magia del maestro?
Tama no durmió esa noche. Cuando oyó chillar al monito se
levantó y lo soltó. Se quedó mirándolo hasta que se trepó a los
árboles del borde de la selva.
La mañana subía por el cielo sobre el volcán, y Tama se
sentía malhumorado y avergonzado. Mecánicamente tomó la
negra olla y se dirigió al manantial. El vertedero se hallaba
detrás de la casa, a corta distancia dentro de Ja selva, pero
había un caminito bien marcado porque. todos los hombres de
la aldea iban allí a bañarse.
Tama estuvo largo rato en el manantial. Se bañó, y eso lo
reanimó. Aspiró profundamente el aire húmedo y frío de la
mañana. Poco después estaba mejor. Sabía que podía hacer
frente a lo que debía hacer ese día. Llenó la olla negra con sufi­
ciente agua para cocinar el desayuno y volvió a la choza.
La puerta estaba abierta como la había dejado. Los tres obje­
tos malditos yacían en el piso donde él los había dejado el día
anterior, ¡pero junto a ellos estaba una niñita de trenzas rubias
y vestido rosado! Tama dejó escapar un grito de horror cuando
LA
SeRP;e,,
1'e e
MBRUJADA 1 cs1
.a pequeña tomó la serpiente seca y comenzó a acariciarla sua­
vemente mientras canturreaba y le hacía mimos, como si sintie­
ra
lástima por el pobre animalito muerto.
Tama soltó la olla con agua, la que cayó ruidosamente por
.a escalera hasta rebotar en el suelo.
LA AFl i C C i Ó "
Del HeC H i CeRo
Capítulo 7
S
atu había visto a la pequeña Marta que subía por la
escalera de la choza del brujo. Se detuvo un momento
a pensar en lo que la chiquilla iría a hacer allí. Luego
de lo que le había dicho a Tama la noche anterior, no le parecía
bien acercarse y retirar a la niñita. Mejor iría corriendo a la casa
de la playa y le avisaría a Hans, y este sabría qué hacer.
-¡Hans, Hans! ----;_:¡ritó desde la puerta de la casa del maes­
tro, casi sin aliento--. ¡Ven, Hans!
El muchacho salió sonriendo. La luz pura del claro sol de la
mañana le centelleaba en su cabello rojo.
-Hans, Marta ha ido a la choza del brujo. Creo que debe­
rías ir y traerla. Tal vez Tama quiera preparar medicina hoy, y no
le gusta que lo molesten.
-Bien, vamos.
Hans tomó el camino hacia la aldea, y Satu lo siguió. En cinco
minutos estuvieron ante el pie de la escalera de Tama.
-¡Mira, esta es la olla de Tamal --exclamó Satu señalando
el cacharro que yacía boca abajo junto a la escalera-. ¿Por
qué lo habrá tirado aquí?
En ese momento se oyó un extraño sonido en la choza.
Ambos muchachos temblaron de miedo. Era como si alguien
gruñera o se lamentara, agonizando presa de un terrible dolor.
58
\.A AFl iC Ciólf
0er ne
cHice'RO 1 '>q
A Satu se le erizaron los cabellos. Puso a prueba todo su valor
para subir unos escalones y mirar por la puerta abierta.
Allí vio a Tama, de pie en medio de la choza sosteniendo a
Marta en sus brazos. Ocultaba su rostro entre el cabello brillan­
te de la chiquilla, y era él quien profería los desgarradores
lamentos.
-¡Marta! -gritó Hans con la voz que le temblaba.
La pequeña se libró de los brazos del hechicero y corrió
hacia los muchachos. Tama cayó con el rostro hacia el piso,
retorciéndose entre quejidos. Parecía un animal herido. Aún
después de haber sacado a Marta de la choza, Satu podía oír
los quejumbrosos ayes que le partían el corazón y parecía que
le oprimían el estómago.
-Hans -dijo luego que hubieron puesto a Marta segura
dentro del cerco de piedras-, me parece que Tama está
haciendo una medicina potentísima. Nunca lo he visto así antes.
Pregúntale a Marta qué hizo en la choza.
Ambos interrogaron a la niñita, pero la única respuesta que
les daba era que había "acariciado la pobre serpiente".
Satu pensó largo rato en eso antes de entender de qué se
trataba.
-Ya me doy cuenta. Ella debe de haber tomado uno de los
encantamientos diabólicos de Tama, ¡la serpiente seca!
-¿Por eso Tama se quejaba así, y se arrojó al piso?
-No lo sé -Satu comenzaba a pensar en algo terrible-.
Creo que cualquiera que toca un objeto encantado recibe una
maldición. ¡Oh, Hans, ahora le sucederá algo terrible a Marta!
¡Corre, avísale a tu padre para que pueda aplicarle la medicina
fuerte de Dios!
Hans se rió.
-Mira, Satu, la medicina del diablo y las serpientes
&0
/"'
1 tl PODe9 ''."'S'i&le
D el '10lC A1'
,
encantadas no nos pueden hacer nada. Tú sabes que la
hechicería no tiene poder sobre los que adoran a Dios.
Satu no se convencía. Le costaba liberarse del temor que
como una espesa nube se había posado sobre él.
-Para nosotros, Hans, es algo horrible. No puedo dejar de
temer por Marta.
-Bueno, vamos y hablemos con m i padre.
Ambos entraron en el cuarto donde el maestro se hallaba
sentado entre sus "cajas mágicas".
Luego que Hans le explicó el asunto, el maestro se volvió
hacia Satu y le dijo, en la lengua de la isla:
-No tengas miedo. El Dios al que adoramos no permite
que los encantamientos diabólicos nos hagan daño. Arrodillé­
monos aquí mismo y digámosle lo que ha ocurrido. Luego te
sentirás mejor.
Los tres se arrodillaron en la tranquila habitación, y aunque
Satu no podía entender lo que el maestro le decía a su Dios,
esas palabras barrieron el temor de su mente y por primera vez
sintió la presencia animadora de Dios.
Más tarde, cuando caminaban por la playa, Satu le hizo tan­
tas preguntas sobre Dios y su magia que Hans no podía seguir­
le la conversación.
-Deseas saber demasiadas cosas, demasiado rápido
-le dijo.
-¿Le contó el maestro a Dios todo acerca de Tama? -preguntó por tercera vez-. Quiero decir, ¿le contó a Dios que Tama
está tirado en el piso de su choza, quejándose malamente?
-Sí, le dijo todo a Dios -respondió Hans-. Le pidió a Dios
que tomara a Tama así como un hombre toma y retiene a su
hijito que trata de correr hacia el peligro.
Satu trataba de imaginarse un hombre enorme, mucho más
\.A AfliCCíó!f
1>e
1 necHice1to 1 &i
:.:o que el maestro grande, corriendo por el sendero de la selva
!!s Tama.
-¿Te parece que Dios lo "agarrará"?
-Mi padre dice que Dios ya puso su mano sobre Tama,
:ero que él continúa dando coces y luchando para escaparse.
Los muchachos ascendieron hasta el mirador secreto de Satu
:ne las rocas. Allí la montaña de fuego se alzaba majestuosa
�:e
ellos. Vomitaba llamas, y se podía oír cómo el agua siseaba
:. caer entre las piedras ígneas en el mar.
Satu frunció el ceño y oteó la estrecha franja de arena blan­
:::c
::
No se veían aves. Las habían espantado el ruido y el fuego
volcán.
-Los espíritus del fuego están enojados, con toda seguri­
;¿:J -le dijo Satu a Hans-. Nunca los he visto tan furiosos.
Quería contarle a Hans de los potentes ensalmos que Tama
:cdía preparar y cómo toda la gente de la isla temía más a sus
-aidiciones que al volcán. Deseaba decirle a Hans que su
;¿:Jre, con los hombres de Sangir, habían ido a las islas del sur
; :"aer maestros mahometanos. ¡Tenía tanto para contarle, y las
;¿,abras con las que se podían entender eran tan pocas!
-Hans -dijo al fin-, mi padre ha ido a buscar a maestros
:é Islam.
-¿Qué clase de gente es?
-Son maestros, tal vez como tu padre. Ellos enseñarán la
-agia del Islam.
-Ajá ... así que hacia allá fue ayer el bote -agregó Hans.
�:u notó que la noticia no lo sobresaltaba.
-Como puedes imaginarte -continuó Satu, hablando len­
::.'Tlente para que cada palabra resultara clara-, Tama está
:�:�ás de esto. Quiere expulsar a tu padre de la isla.
Hans se rió.
b2
1 tl PODen
1...
''�i S'IBle
D el VOlCÁ"
-Si Tama piensa que expulsará a mi padre con sus encan­
tamientos, está equivocado. Dios le dijo a mi padre que viniera
aquí; por lo tanto, nadie puede expulsarlo.
-Pero los maestros mahometanos pueden impedir que la
gente vaya a escuchar las palabras del Libro Santo de Dios, y
eso no sería bueno.
-No, no sería bueno -<:onvino Hans-, pero Dios es pode·
roso, y cuidará de que todo vaya bien.
Aquel día, entre las rocas coralinas del mirador secreto,
Hans le enseñó a Satu a orar y a hablar con Dios en forma reve·
rente, pero como si lo hiciera con un amigo.
Reanimados por sus oraciones y su conversación, los
muchachos permanecieron largo tiempo sentados mirando el
fuego que brotaba del volcán. El sol brillaba en medio del cielo
y las rocas hervían bajo sus pies.
Bajaron a la playa y se metieron en aguas poco profundas,
y estuvieron juntando cangrejos y conchillas hasta que la madre
de Hans lo llamó para que fuera a comer.
Satu regresó a la aldea. Miró hacia la choza de Tama y vio
que todavía estaba la olla tumbada al pie de la escalera.
Nuevamente se apoderó de él un gran temor. Era ya pasado
el mediodía y Tama no había comido aún su desayuno. Ni
siquiera había salido de su choza. Tal vez estuviera enfermo o
quizá ... Satu sentía que por su espalda le corría un frío indes­
criptible. Quizás el hechicero estaría haciendo el encantamiento
más potente que alguna vez se hubiera conocido en la isla.
Satu recordó lo que Hans le había dicho acerca de cómo
Dios iba detrás de Tama tratando de darle alcance, y pensó que
el brujo se hallaba tan lejos que ni aun Dios podría echarle
mano esta vez.
\,.A AfllCClólf
Der ff
eCHICeiO 1 bl
Hans no sabia lo que decía, el maestro tampoco. . . Ellos
nunca habían visto cómo obraba la magia del hechicero.
Satu le contó a su madre lo que había visto en la choza de
Tama, pero ella le respondió que no se preocupara. Tama era un
hombre fuerte y joven, que sabia cómo hacer sus cosas y que
apreciaría que cada cual se ocupara de las suyas.
En la mente de Satu aún resonaban los gemidos de agonía
que había oído esa mañana, y no cesaba de lamentarse por
Marta. Después de haber comido pasó nuevamente cerca de la
choza de Tama.
La olla había sido retirada. El muchacho suspiró aliviado. Por
lo menos Tama estaba vivo. Pero, ¿qué estaría planeando contra
el maestro? Satu se estremeció. Debía ser algo espantoso.
Pasaron tres días, y Satu vigilaba la choza de Tama, que
desde la suya se veía bien, como también desde la playa y des­
de la casa del maestro. Mientras su padre estuvo ausente, Satu
pasó todo su tiempo en uno de esos tres lugares, y vigiló con
tanta atención la choza del brujo que estaba seguro de que este
no podría salir o entrar sin que él lo supiera. Así se enteró de
que Tama no se bañaba ni cocinaba.
En la tarde del cuarto día Satu fue al manantial de la selva
para bañarse. Siempre iba allí, curioso por saber lo que hacia el
r:ujo.
Tama también fue al manantial, y Satu se alarmó al verle el
rostro. Estaba ojeroso y pálido. Parecía que destilaba tristeza y
miseria.
-¿Todavía sigues yendo todo el tiempo a la casa del maes­
tro? -le preguntó el brujo.
-Si, voy todos los días, porque Hans es mi amigo.
-¿Están todos bien? -inquirió, al tiempo que comenzaba
a lavarse.
b4
1 tl PODen '"
l'1s;e1e oe1 votc A"
.
-
-Están todos bien. ¿Por qué no habrían de estarlo?
Satu se quedó quieto, aguardando una respuesta del hechi­
cero, pero este no dijo nada más. Se bañó, llenó su olla y se
volvió a su choza con el mismo rostro sombrío. Satu lo siguió.
"¿Qué es lo que lo hace sentir�e miserable?", se preguntaba.
"¿Está enojado porque la familia del maestro no está enferma?" . ,
�
d
S tu notaba que poca gente de la aldea iba a hacerse "tra­
tar'' c n el brujo, y que este no iba a ninguna de las casas del
pueblo. Notó también que Gola, el viejo consejero, estaba cada
día más ocupado. Iba de choza en choza y hablaba todo el tiem­
po. Satu sabía lo que le decía a la gente: que una magia nueva
y superior estaba por llegar a la isla. El jefe Meradin había des­
cubierto que su pueblo gustaba de lo nuevo, y en consecuencia
había ido a traerles la más selecta de las magias. Debían, pues,
prepararse para darles la bienvenida a los nuevos maestros.
Cuando la gente preguntaba qué sucedería con el maestro
grande y su magia frente a los recién llegados, Gola respondía
que podrían elegir entre las dos clases de magia, pero que él
estaba seguro de que todos preferirían el islamismo, porque no
necesitaban abandonar ninguna de sus antiguas costumbres.
Gola persuadió a varios de los aldeanos para que delimita­
ran una gran porción de tierra cultivable justamente frente a la
casa del maestro, pero en la ladera de un cerro fértil. Satu
observó cómo lo hacían. Enterraron postes en el suelo y hasta
le hicieron un cerco bajo de junquillos, y Gola comenzó a limpiar
el terreno. Quitó la maleza, las ramas caídas, y podó los árboles
frutales que había dentro de la parcela.
-¿Y por qué el jefe Meradin no le permitió al maestro
grande tener su terreno? -preguntó uno de los hombres que
\.A AfliCCió!f
0ei H ecHiceRo
1 &'>
ayudaban-. Este habría sido un lugar excelente para que
olantara su huerto.
-El maestro grande no se quedará aquí -dijo Go­
a-, así que no necesita ningún terreno.
Así terminó la charla por el momento, pero Satu oía que en
¡odas partes comentaban en voz baja que el jefe había cometi­
::lo un gran error al obligar al maestro a construir su casa en la
arena. Por derecho le correspondía ese hermoso terreno que se
estaba preparando para los maestros del Islam.
Si Gola oía esa conversación se hacía el sordo y no le
orestaba atención. Todos los días iban a limpiar, podar y arre­
glar el lugar para los extranjeros que llegarían en cualquier
11omento. Tama no iba al lugar. Satu lo veía todos los días, y
:ada vez le parecía que estaba más enfermo y demacrado
que el día anterior.
Entonces Satu descubrió accidentalmente que Tama fue por
a noche a visitar la casa del
maestro. Se había acostado ya cuan­
do recordó que había dejado su mejor cuchillo enterrado en el
almácigo de flores del maestro. Salió de su choza y se dirigió por
el sendero hacia la playa. No sentía miedo, porque sabía que
cerca de la casa del maestro no vivían malos espíritus.
Terminaba de desenterrar el cuchillo y se volvía, cuando vio
algo que se movía en la oscuridad. Era una figura humana que
estaba cerca de la ventana de los niños. En un arranque de
temor, Satu huyó desesperado camino de su choza.
claridad
Miró dos veces hacia atrás; la luz de la luna permitía ver con
las cosas, y estuvo seguro de que nadie lo había segui­
do. Luego se preguntó si no habría sido pura imaginación suya
esa forma oscura que vio inclinada junto a la ventana.
Se sentó junto a la puerta de su choza y aguardó. Esperó
largo rato, y entonces vio que alguien venía lentamente por el
&b
1 tl POD eR //'f
,
l'1s1e1e oe1 vo1cA"
camino. Antes de que la persona se dispusiera a doblar, para
subir por la escalera de su choza, Satu descubrió que era
Tama.
El muchacho sintió que su corazón le latía con más fuerza.
¿Qué podía significar eso? ¿Por qué espiaba Tama la casa del
maestro? ¿Y por qué junto a la ventana de los niños? ¿Había
estado yendo todas las noches? ¿Por qué? ¿Por qué?
Era ya tarde cuando Satu finalmente se durmió, y su madre
debió despertarlo a la mañana siguiente. Fue al manantial, se
bañó y luego se sentó a desayunar. En eso estaba, cuando oyó
que alguien lo llamaba afuera. De un salto salió para recibir a su
amigo Hans. Se sorprendió al verlo turbado, porque generalmente
su rostro irradiaba alegría.
-Satu, ¿está Marta aquí?
-No, ¿por qué? -respondió Satu-. Me desperté hace
sólo un momento y no la he visto.
Satu presintió algo malo inmediatamente.
-Ven conmigo -le rogó Hans-. Tal vez ha ido a la choza
del brujo. Mi padre le dijo que no fuera, pero quizá se olvidó.
Los muchachos corrieron hacia la puerta de Tama y llama­
ron a gritos frente ella, pero no hubo respuesta. La puerta esta­
ba abierta. Subieron por la escalera y miraron adentro. No había
nadie. Todo estaba en orden, pero Tama no se hallaba, ni tam­
poco había rastros de Marta.
-No sabemos cuánto tiempo hace que Marta desapareció ---<Ji­
jo Hans-. Desayunó y luego salió a jugar, como lo hace siempre.
-Debe de estar en algún lugar de los alrededores
-observó Satu, tratando de animar a su amigo-. Tal vez fue a
nuestro mirador de las rocas. Recuerdo que dos veces intentó
seguirnos.
Los muchachos corrieron hacia la playa y escalaron las
\.A AfliCCió,'f
0ei ne
cH1ce'RO 1 b1
rocas hasta llegar al mirador, pero nadie había allí, y sin mirar
siquiera una vez el volcán bajaron rápidamente.
Satu sintió como un peso enorme sobre él. ¿ Debía decirle a
'fans que había visto a Tama agazapado junto a la ventana la
noche anterior? ¿Tendría Tama algo que ver con la desaparición
de Marta?
Los muchachos vieron al maestro corriendo por el camino.
Fueron tras él y lo alcanzaron en el momento en que entraba en
a aldea. Llamó en cada choza para preguntar si habían visto a
\.1arta y pedir que lo ayudaran a buscarla.
Cuando llamó en la choza de Gola, este salió seguido de
-ama. Al oír el brujo las palabras del maestro, en su rostro se
dibujó una horrible mueca y todo su cuerpo se estremeció. Poco
:attó para que se desplomara en la escalera de la choza de
Gola. Bajó a los tropezones y se tomó del brazo del maestro. No
oodía hablar.
LA ViCTO R iA
Del J:SlAM
Capítulo 8
S
atu permaneció junto a su amigo Hans, pero el terror lo
paralizaba y no podía quitar los ojos de sobre el hechi­
cero, que se aferraba al brazo del maestro y gemía
como si lo hubieran atravesado con una lanza.
El maestro palmeó el hombro de Tama y trató de calmarlo a fin
de que pudiera hablar. Toda la gente había salido corriendo de sus
chozas y estaba allí observando y escuchando. Podrían entender
bien lo que el maestro pelirrojo estaba tratando de decir. Continua­
ba preguntándole a Tama:
-¿Dónde está Marta? ¿Sabes dónde está Marta?
Tama sacudía negativamente la cabeza. A Satu le parecía
que todo lo que el hechicero podía hacer en ese momento era
sacudir su cabeza una y otra vez, pero al final Tama habló con
voz entrecortada:
-No la he visto... no la he visto... es una maldición ... la mal­
dición de la serpiente.
El maestro no entendía al principio. Palmeó nuevamente el
hombro de Tama y trató de imaginarse lo que el brujo estaba
diciendo, pero la voz del hombre era tan cascada y llena de
lamentos que aun Satu no podía entender las palabras. Final­
mente se acercó al maestro y le repitió lo que Tama acababa de
decir. Pronunció lenta y distintamente las palabras, de modo
que el maestro pudiera entender.
68
LA
\'icr0 .
''" Det
:rstAM
1
b
q
-Dice que no sabe dónde está Marta, pero piensa que algo
malo le ha sucedido a causa de la maldición de la serpiente.
Una sonrisa iluminó el rostro del maestro.
-¿De qué maldición de serpiente está hablando?
-Debe de ser de alguna maldición que él preparó contra su
'amilia -respondió Satu-. É l posee encantamientos muy
ooderosos, como usted sabe. Tiene dientes y calaveras de ani­
males, y raíces y semillas, pero su objeto maléfico más potente
es
una serpiente seca.
-Oh, eso debe ser aquello de lo que Marta nos habló des­
oués que vino de la casa de Tama el otro día -dijo Hans-. Ella
=cintó que había acariciado a la pobre serpiente, ¿recuerdas?
Satu se estremeció.
-Ella debe de haber levantado a la serpiente, y yo creo que
-:-ama ya le había echado la maldición. Eso es muy peligroso, tú
() sabes.
Con toda seguridad algo malo le ha sucedido a Marta.
la maldición de Tama siempre obra.
Satu miró a Tama. Se le ocurrió pensar que nunca había
visto un rostro tan miserable. Todos miraban al hechicero. Tam­
bién al maestro, que todavía mantenía su mano sobre el hom­
oro de Tama.
-Mira, amigo -le dijo el maestro-. No sabemos dónde
está Marta, pero estoy seguro de que se halla bien. Ella debe
de andar caminando por ahí. Ahora cada uno quede en su lugar,
y yo le pediré al Dios que adoramos que te muestre que la mal­
dición de la serpiente no puede alcanzar a los que lo honran.
Entonces el hombre levantó sus ojos y habló hacia el cielo. Sus
palabras eran dichas en voz alta y con p00er, y el pueblo temblaba
10
1
tl PODeR '
""'Si
&le Del \IOtC Á1'
aunque no podía entender todo. Cuando hubo finalizado, el maes­
tro miró a Tama y, sonriendo, le dijo:
-Ahora, ayúdanos; debemos hallar a la niña. No debe estar
lejos, no hace tanto que desapareció; fue luego de haber desa­
yunado esta mañana.
Fue Tama quien halló a Marta, y Satu estaba precisamente
junto a él. Internándose en la selva, fueron más allá del manantial
y allí hallaron a la pequeña con un manojo de flores silvestres en
su mano. Cuando Tama se le acercó, ella le extendió sus brazos
y quiso ofrecerle el ramito de flores.
El hechicero la levantó y la trajo con él. Satu venía al lado, y
adivinó por el estremecimiento de los hombros de Tama que
este trataba de disimular su enorme gozo por haber hallado a
Marta sin daño alguno.
En el manantial encontraron a toda la gente de la aldea,
pues parecía que a todos se les había ocurrido lo mismo: que
Marta debía de haberse internado en la selva. Tama depositó a
la niña en los brazos de su padre, y luego se dio vuelta para
volverse a su choza.
El maestro lo tomó del brazo.
-Tama, tú ves que la niña no ha sufrido ningún daño. No
sigas lamentándote o preocupándote. Ninguna maldición de
espíritus puede hacer daño a esta niña.
Satu y Hans estaban cerca del maestro.
-Ustedes ven -dijo el maestro- que Tama ama a la
pequeña Marta. Está asustado y temeroso de sus propios
hechizos. Dios está obrando en el corazón de Tama. Ustedes lo
notarán -concluyó el maestro mirando a los dos muchachos.
Al atardecer del día siguiente alguien divisó el bote de
LA
\'ic10
1liA. Det IStAM
1 1i
pesca del jefe. Era sólo un puntito en el horizonte, pero la exci­
tación cundió como un fuego en la aldea y toda la gente se
volcó a la playa y aguardó la llegada del bote. También esta­
ban allí Hans y Satu, y se esforzaban por ver de lejos a los
maestros mahometanos.
Venían tres, sus rostros bastante parecidos a los de la gen­
te de Gran Sangir. De cutis bronceado y sonrientes, dos de ellos
eran jóvenes, pero uno -Satu estaba seguro que debía ser el
jefe- era de más edad. Usaba un gorro de color rojo, y a Satu
se le ocurrió pensar que sus ojos eran de mirada fría, como
piedras lustrosas en el agua.
Todos los hombres se condujeron amistosamente, y cuando
el jefe los llevó a su propia casa la aldea entera los siguió y
quedó esperando para ver lo que los recién llegados harían y
dirían. Por un detalle, Satu se dio cuenta de que esos hombres
hablaban fácilmente la lengua de la isla. Lo había adivinado en
sus voces. También había oído el nombre de aquel que parecía
ser el dirigente. Se llamaba Guru Mula.
A la mañana siguiente, el jefe Meradin envió un mensajero
a cada choza de la aldea comunicando que se haría una gran
fiesta para celebrar la llegada de los nuevos maestros. Sería
una fiesta de bienvenida, y la gente podría cocinar, traer tam­
bién el mejor vino de palma y divertirse a fin de mostrar a los
nuevos maestros que los apreciaba; porque esos hombres
habían traído una nueva magia maravillosa. El festín se realiza­
ría en cuatro días.
De inmediato el villorrio entero bullía de excitación. En cada
choza las mujeres comenzaron los preparativos para la .fiesta. Tama
se mezcló con la gente del pueblo y revivió su vieja conducta.
12.
1 tt PODeR '""1
s;e1e Det vot.CÁ1'
La fiesta duró tres días, y durante ellos con frecuencia Satu fue
y vino de la aldea a la casa del maestro. En el villorrio todo era
excitación salvaje. La gente danzaba, cantaba, reñía, bebía y se
hartaba con la comida que las mujeres habían preparado.
En la casa del maestro todo era tranquilidad. Continuaba él
con su costumbre de cantar, pero lo hacía ahora con más fre­
cuencia, y Satu no podía entender el porqué. Con seguridad él
debía haber visto lo que el jefe había hecho. Y estaría enterado
acerca del hermoso terreno que el jefe les había cedido a los
nuevos maestros. Satu estaba seguro de que se sentiría apena­
do debido a que la gente del pueblo no asistía como solía
hacerlo, para escuchar, aprender las letras de los cantos y las
palabras del Libro Santo. Ahora estaban ocupados en el festín.
¿Se habían olvidado demasiado pronto? No obstante, pensaba
Satu, las melodías nunca habían parecido tan dulces, y era una
lástima que hubiera tan pocos para escucharlas.
Durante los días que duró la fiesta, el maestro salió a pescar
y Satu podía oírlo cantar aun en el agua.
-¿Por qué canta tu padre? -le preguntó a Hans, el último
día de la fiesta-. No hay nadie para que lo oiga.
Hans le dirigió una mirada en la que se notaba la sorpresa.
-Mi padre no canta para la gente. Canta para Dios.
-¿Por qué? -y esta vez fue Satu el sorprendido.
-Él sabe cuán bueno, grande y poderoso es Dios y todas
las cosas maravillosas que hizo, así que le canta para agrade­
cerle a Dios por todo eso.
-¿Y te parece que Dios escucha?
-Claro que oye. A Dios le alegra oír cantar a mi padre.
Aguarda, y verás lo que Dios va a hacer.
LA
Vicr0ti
/Ji De1 :rstAM 1
1)
Luego de terminada la fiesta, algunas personas cayeron
enfermas. Era común que sucediera esto. Satu no podía enten­
der el porqué, pero Hans le dijo que podría deberse a que
habían comido y bebido demasiado, y probablemente la comida
no había sido muy liviana.
Satu se sorprendió por esto. Siempre había pensado que
eran los malos espíritus los que enfermaban a la gente y nunca
se
había imaginado que precisamente después de una gran
fiesta, en la que la gente había hecho sacrificios a los espíritus
y los habían honrado y alabado, esos mismos espíritus ingratos
se volverían contra la gente y les producirían enfermedades.
Quizás Hans tenía razón. Satu comenzó a preguntarse si los
malos espíritus serían tan poderosos como él había pensado.
Por cualquier malestar del estómago que la gente sentía no
:nolestaba más al maestro. Iba a lo del hechicero. Durante las
siguientes semanas hubo gran actividad en el cerro que quedaba
a
espaldas de la casa del maestro, porque los hombres de la
aldea estaban construyendo una hermosa casa para los maes­
;ros mahometanos. Trajeron postes y maderas de la selva, y las
mujeres tejieron esteras y partes del techo de paja bajo las órdeesdel jefe. Al terminar de construir una casa no pararon, sino
:me construyeron tres, y todas ellas más amplias y mejores que
a casa
que el maestro había levantado en la arena. Pero ninguna
:le ellas era tan aseada, ni tampoco tenía un jardín de flores de
:::olores vivos junto a sus paredes. Ninguna tenía unan niñita
:::orno Marta o un muchacho como Hans. Eso decidió a Satu a ir
con más frecuencia a la casa del maestro. Le resultaba cada vez
más difícil hacerlo, porque su padre renegaba y lo amenazaba
::on castigarlo, pero él seguía yendo.
14
1 tt PODeR lffJ1
1s111ce oet votcÁ"
El dirigente de los maestros mahometanos, Guru Mula, per­
suadió al jefe a que construyera una casa de culto. Sólo los
hombres podían asistir a esa casa. A las mujeres no se les per­
mitía entrar. Todo esto le resultaba extraño a Satu, pues tampo­
co se cantaba allí. No podía entender por qué su padre se había
apegado tanto a esa clase de magia.
No obstante, precisamente como Gola lo había dicho, hubo
muchos del pueblo que se plegaron a la nueva magia. Pero tam­
bién hubo algunos que volvieron a la casa del maestro, luego
que hubo pasado la primera excitación.
Por el tiempo en que comenzó la estación de las lluvias, el
villorrio se había dividido en dos grupos. La mayor parte de la
gente siguió las nuevas enseñanzas mahometanas, y un grupo
pequeño, alrededor de treinta personas, escogió seguir al
maestro blanco. En este grupo se hallaba Satu. Aun cuando su
padre a menudo lo abofeteaba y Guru Mula lo reprendía, por­
que ambos querían obligarlo a asistir al culto islámico, el
muchacho resistía firmemente, y entonces los vínculos de la fe
y la amistad lo llevaron cada vez más cerca del maestro y su
familia.
Eso mismo ocurrió con el grupito de aldeanos que concu­
rrían a la casa en la playa.
Su entendimiento se hallaba abierto a la enseñanza, y rápi­
damente aprendían los cantos. Poco a poco comenzaron a
diferenciarse de la otra gente del pueblo. Sus rostros eran feli­
ces, y sus cuerpos limpios y fuertes. Sus chozas estaban más
aseadas, y lo que más los diferenciaba era que iban a sus
tareas cantando los himnos que el maestro grande les había
enseñado. Comprendían ahora que Dios se regocijaba al oír sus
LA
\'icr0
1liJl Del
:CSlAM
1 1'>
cantos, porque cuando escuchaba esas dulces melodías de
alabanza sabía que estaban manifestando su confianza en él.
-Supongo que los maestros del Islam deben de estar muy
felices ahora -le dijo Hans a Satu mientras andaban por la
olaya.
-Oh, yo no diría precisamente eso -respondió Satu-. Gola
sonríe falsamente todo el tiempo. Tal vez sea feliz. Mi padre, el
jefe, no es feliz, porque el maestro no abandona la isla y está
enojado con toda la gente que viene a adorar en tu casa. Tama
está siempre triste. Nunca lo he visto tan apesadumbrado.
-¿Te acuerdas lo que dijo mi padre acerca de Tama, el día
en que se perdió Marta? -preguntó Hans a su amigo-.
¿Recuerdas que dijo que Dios estaba obrando en su corazón?
-¿Y por qué eso lo hace a Tama tan miserable?
-Si algo está obrando en ti, y tú te resistes y luchas, tamooco serás feliz; eso te dañará.
-Sí, es lo que yo creo -agregó Satu-. Otra cosa, Tama le
:><ometió a la gente que si aceptaba a los maestros mahometa­
:xis los espíritus del fuego se aquietarían, y dejarían de arrojar
iJego y de producir truenos subterráneos y temblores.
Ambos muchachos miraron hacia el volcán.
-A mí me parece que la montaña del fuego está arrojando
:nás llamas que nunca -dijo Hans.
-Sí, nadie ha visto volar a los pájaros cerca desde que
:egaron los maestros mahometanos. Todos están preocupados.
�ora dicen que la única forma de calmar a los espíritus es
expulsando a tu familia.
-Tú sabes que no son los espíritus los que hacen el fuego
-dijo Hans-. Hay volcanes también en otros lugares. Mi padre
1b
1 tt PODell i!f
l'iSIBle oet votcÁ"
dice que existe fuego en las profundidades de la Tierra.
-Mi padre ha citado a una reunión de consejo para esta
noche -informó Satu-. Allí decidirán lo que se ha de hace·
Están tan preocupados por la montaña de fuego que con seg1.1ridad tomarán alguna medida.
Satu dejó descansar su mano sobre el brazo de Hans.
-Todo lo que oiga te lo contaré luego. Sé que Dios es pode­
roso y que nos cuidará de cualquier peligro.
TRAMA
S i " i eSTRA
Capítulo 9
H
acía cuatro meses que los maestros del Islam habían
llegado a la isla. Sus enseñanzas habían ganado ya a
la mayoría de los aldeanos para el islamismo, pero las
:osas no estaban resultando como Tama lo había previsto. Veía
:;ue el maestro pelirrojo era bondadoso con todos, aun con los
no seguían las enseñanzas de su Dios, o no iban a su casa
a cantar y orar.
::l.le
A todos los trataba con amabilidad y respeto.
Pero no sucedía lo mismo con los maestros mahometanos,
especialmente con Guru Mula. Tan pronto como tuvo a la mayoría
:Je los nativos bajo su influencia comenzó a perseguir a los que
i>an a adorar a la casa del maestro blanco.
Quien más se destacaba entre los que habían abrazado el
:ristianismo era Satu, el hijo del jefe Meradin. Todo habitante del
lorrio sabía que él sería el sucesor del jefe, y no podían enten­
Jer cómo le resultaría posible continuar el culto a Dios como lo
;nseñaba el maestro grande, y al mismo tiempo ejercer las fun­
:iones de jefe.
En la casa nueva de Guru Mula se sentaron Tama, el jefe
\leradin, el dueño de casa y los otros dos maestros mahometanos.
3 sol había desaparecido tras las cumbres de las sierras que
:orrían a lo largo de la isla, y ya se había hecho de noche. Al prin­
::ipio no hablaron mucho. Todos observaban la montaña. Aun
77
16
1 tl PODell lfflt
1s1e1e Del \IOLCÁ"
cuando ya había oscurecido, no reinaba completa oscuridad,
porque el cono flamígero del volcán iluminaba el cielo con un
fulgor fantasmal que cambiaba de forma con cada bocanada.
Las ráfagas del viento nocturno estaban impregnadas del pene­
trante olor de la erupción.
Nunca en su vida Tama había presenciado una demostra­
ción tal de furia en el volcán, con truenos tan terribles, llamara­
das rojas y expulsión de piedras incandescentes. Como los
demás aldeanos, se consolaba pensando que el volcán estaba
a no menos de tres kilómetros internado en el océano. La
corriente de lava no podía destruir la aldea o dañarlos a ellos.
El jefe había propuesto el traslado del villorrio a otro lugar
de la isla, pero ninguno quiso mudarse. Sus huertos y hogares
estaban allí, y después de todo el volcán siempre había estado
también allí, desde los días de sus antepasados. Las leyendas
acerca del volcán y de los espíritus del fuego se habían trans­
mitido oralmente durante muchas generaciones hasta llegar a
ellos. Lo que había que hacer era preparar encantamientos
poderosos que mantuvieran tranquilos a los espíritus.
-¿Invitaste a tu hijo Satu a que viniera esta noche?
-le preguntó Guru Mula al jefe.
-Sí, vendrá. Lo estoy viendo aproximarse.
Satu penetró en la casa y luego de un saludo muy cortés a
los maestros mahometanos y a Tama, se sentó junto a su padre.
Sus ojos eran de mirada clara, su piel suave y todo su aspecto
revelaba que era un muchacho robusto, lleno de salud. Se había
desarrollado rápidamente en los últimos seis meses, y ahora se
lo veía alto y fuerte, casi de la misma estatura que su padre.
Pero lo que a Tama más le llamó la atención fue el cambio
que se había operado en su forma de conducirse. El muchacho
'"114111fA SlNiesnA 1 '7ct
parecía poseer algún secreto que lo hacía rebosar de felicidad.
A todos trataba con delicadeza, sin arrogancia, con respeto,
como correspondía a un joven jefe. Tama lo había observado
cómo trabajaba en el huerto de su padre o en la selva. Había
escuchado sus cantos y la forma en que había aprendido a imitar
al maestro grande. Su voz también había cambiado, tal vez como
consecuencia de cantar tanto. Ahora era más profunda y con un
tono que manifestaba bondad. Entre todos los muchachos de la
aldea, Satu era el más destacado y el jefe Meradin miraba a su
hijo con orgullo, pero al mismo tiempo con tristeza.
-Hemos invitado al futuro jefe para conversar sobre el culto
de la aldea -dijo Guru Mula dirigiéndose a Satu.
-Yo soy adorador -respondió Satu sin vacilar- de Dios, y
de su hijo Jesús. Adoro según las enseñanzas del Libro Santo
de Dios.
Guru Mula sacudió su mano con un gesto de impaciencia,
como si hubiese querido quitar a un lado lo que Satu acababa
de decir.
-Sí, ya lo sabemos. Por eso te hemos hecho venir. Desea­
mos que adores a Alá de acuerdo con los mandatos de la fe
mahometana. No es conveniente que el hijo del jefe vaya tras un
puñado de personas necias que insisten en seguir las tonterías
que ese peligroso extranjero les dice.
-¡Ah, no! ¡Nunca cambiaré! -dijo Satu mirando al dirigen­
te mahometano con una sonrisa-. No puedo hacerlo. Amo a mi
padre y a mi madre, y pertenezco al pueblo de nuestra isla, pero
nunca he de cambiar.
-Mira -la voz de Guru Mula era todavía agrada­
ble-, estás en la edad de recibir instrucción sobre el camino del
Islam, y un nuevo nombre que evidenciaría que sigues a Alá y
a su profeta.
·
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1 tl PODeR Íff
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Del VOlCÁ�
-No me hace falta un nombre nuevo.
-Hemos programado una gran fiesta para ese cambio de
nombre en la que tú serías honrado, y luego de la fiesta todo el
pueblo te respetaría como jefe joven y serías muy favorecido por
nosotros.
Satu miró a todos los presentes, pero Tama no pudo notar
siquiera una pizca de vacilación o temor en sus ojos.
-Les ruego que me disculpen -dijo levantándose para
salir-. Se hace tarde para la reunión, y ustedes saben que
nunca falto.
-¡Espera, espera! -gritó Guru Mula con voz áspera al
tiempo que miraba con ojos duros al muchacho-. Te vas a
lamentar por esto. Toda tu familia ha preferido seguir las ense­
ñanzas del profeta. No puedes oponerte al Islam.
-Si el adorar a Dios de acuerdo con su propio Libro Santo
significa oponerse al Islam, entonces me opongo.
La sonrisa no se desdibujó del rostro de Satu, ni su voz per­
dió el acento bondadoso, pero al bajar corriendo la escalera le
pareció a Tama verlo más erguido y con su cabeza más alta. El
hechicero se quedó mirándolo hasta que desapareció en las
sombras de la noche.
Hubo un momento de silencio en la habitación. El jefe Meradin
tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, como si estuviera tratan­
do de hallar alivio para algún dolor interno que lo atormentaba.
Tama sintió que el estómago se le hacía un nudo. Por un
instante le pareció que una idea brillante pujaba por adueñarse
de su mente. La alegría había abandonado el cuarto junto con
Satu. No había gozo ni felicidad entre los hombres que allí esta­
ban. Sólo se hacían planes movidos por el odio, la ira y el mal.
Durante un momento Tama se aproximó a algo muy grande y
jubiloso, pero luego retrocedió alarmado.
'l'RJI
Afl\ Siffü�ST'RA 1 ��
Pensó en la pequeña Marta, en sus ojos claros brillando de
gozo y confianza. Pensó en el maestro grande, que nunca había
hablado a alguien una palabra descortés. Comenzó a desear
profundamente que nunca hubieran llegado los mahometanos a
la isla.
Pero esos pensamientos fueron cosa de un momento, y
Tama se acomodó nuevamente en su estera. Se sentía atrapa­
do en la red que él mismo había tejido. Algo mucho más terrible
que cualquier cosa que él hubiera podido hacer con sus encan­
tamientos se estaba tramando en esa habitación, y él debía
prestar oídos y aceptar.
-Hay sólo una cosa que se puede hacer -<Jijo Guru Mula-.
Después i:le todo, el muchacho nunca podrá ser jefe. Se burla de
vuestra autoridad -y al decir esto le echó una severa mirada a
Tama-. Está a la cabeza de los aldeanos que siguen al maestro
pelirrojo. Es casi peor que muerto para ti. Tengo un plan.
Entonces, con voz suave comenzó a explicar un plan que
hizo temblar a Tama, mientras el jefe Meradin permanecía sen­
tado con la cabeza entre las manos, como si se hubiera vuelto
de piedra.
-Tú tienes una cantidad de botes pesqueros en el amarra­
dero, y en las noches tranquilas a veces sales a pescar, ¿no es
cierto? Mañana de noche saldrás y llevarás a Satu contigo. Lo
desembarcarás en el volcán y lo dejarás allí.
-¡No, no! -exclamó el jefe con voz ahogada, mientras
seguía manteniendo las manos apretadas contra su rostro.
-No lo abandonaremos allí, no, sino que así le daremos una
lección. Allí verá él cuán furiosos son los espíritus del fuego, y
comprenderá que a menos que nosotros lo traigamos de vuelta a
su casa estará perdido. ¿No te parece que eso lo persuadirá?
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PODeR
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El jefe continuó con su cara oculta entre las manos, y a Tama
le pareció que con sus hombros caídos tenía el aspecto de un
anciano, aunque se trataba de un hombre todavía joven. Nueva­
mente el brujo sintió como una oleada de remordimiento que
apenas podía dominar. ¿Por qué se le había ocurrido pensar que
el islamismo sería algo bueno para la isla? Nuevamente se oyó la
voz reposada de Guru Mula.
-¿Les parece que hay algún otro camino? Lo hemos cas­
tigado y maldecido. Hemos hecho de todo para que cambie de
manera de pensar.
-Pero la madre del muchacho... -comenzó a decir el jefe.
-Ya he pensado en eso -agregó Guru Mula-. Puedes
decirle que el muchacho cayó por la borda y que no pudiste
encontrarlo en medio de las tinieblas. Suele suceder, y tú sabes...
los tiburones. Estoy seguro de que, luego de pensarlo bien, esta­
rás de acuerdo. No hay otro camino, y es posible que así los
espíritus de la montaña sean aplacados. ¿No es cierto que en lo
pasado, cuando los espíritus rugían y tronaban, tu pueblo les
ofrecía sacrificios semejantes?
-Es verdad -susurró Tama.
-Tú ves, aunque no creemos en los espíritus sino solamente
en Alá, no cambiamos las antiguas costumbres.
Tama sentía ahora que el nudo se le había agrandado en el
estómago. Podía ver claramente lo que había detrás del plan de
Guru Mula, pero este continuó hablando:
-Mañana por la noche llevaremos esto a cabo. No será
difícil conseguir que Satu vaya. A él le gusta pescar, especial­
mente si tú vas.
-No iré -el jefe estaba ahora sentado con las manos
entrelazadas, y continuó, con una voz baja y fatigada-. Yo no
deseo ver eso. Seguramente tú ...
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-Bien, tú no vendrás. Gola me acompañará. Con dos basta.
Pero todo debe ser hecho en secreto. Nadie más debe saberlo.
Tama se puso de pie.
-No estoy de acuerdo con esto -dijo en voz alta.
-Me parece que tú también has sido influenciado por la
magia del maestro grande -se burló Guru Mula-. No es nece­
sario que estés de acuerdo. El arreglo está hecho.
El hechicero ahogó una exclamación de ira y abandonó la
casa. Se internó por el camino nuevo que conducía a la sierra.
Sentía su cuerpo sacudido por una furia tal como nunca lo
había experimentado.
Levantó sus ojos al cielo, enrojecido ahora por las llamara­
das del volcán, y se sintió terriblemente amargado y miserable.
Estaba encolerizado con el maestro grande, que había
desencadenado todos esos problemas con su llegada imprevis­
ta a la isla; con la gente, que se había precipitado tras la nueva
enseñanza; contra Satu, que se había opuesto a él y también al
Islam; contra Guru Mula y los otros maestros mahometanos,
que eran más crueles que los espíritus que él invocaba con sus
más mortíferos encantamientos. Y también encolerizado princi­
palmente contra sí mismo. Había cometido muchos errores, y
ahora era demasiado tarde para anular su efecto.
¿Debía avisarle a Satu?
No, Satu merecía ser severamente castigado.
¿Debía advertir al maestro grande?
No, también él era culpable.
Con una tremenda lucha en su interior, el hechicero se echó
en su estera y trató de dormir, pero no lo consiguió. Sacó sus
objetos de encantamiento, pero había perdido su confianza en
ellos. La magia del maestro grande era más potente que el más
&•
1 tl PODeR i
JYt1s;e1e
Del \IOtCÁ1'
poderoso de sus maleficios. Finalmente logró dormirse cuando
despuntaba el alba.
Y el brujo tuvo un sueño. Soñó que estaba solo en la faja de
arena blanca junto al pie del volcán; y la tierra temblaba bajo sus
pies; que los sonidos de la profundidad del mar tronaban en sus
oídos. Vio entonces un botecito blanco balancéandose y que las
suaves olas lo empujaban hacia la arena. Marta estaba en el
bote, pero no tenía remos en sus manos. Extendió sus brazos
hacia él, como lo había hecho aquel día en que estuvo perdida
en la selva. En su sueño corrió hacia el bote blanco y entró en
él. Luego una gran claridad lo rodeó y sintió una perfecta paz en
su corazón. Cuando se despertó vio que el sol estaba alto en el
cielo. Debía ser casi el mediodía.
Anduvo junto a su choza, sintiéndose tan liviano que le pare­
cía que volaba. Se había liberado de todas las preocupaciones de
la noche anterior. Fue al manantial y se bañó, aunque parecía
impropio hacerlo a esa hora del día. Sintió hambre, de modo que
preparó una buena comida y la saboreaba con tan buen apetito
que a cada rato se detenía y se reía consigo mismo.
Ahora sabía lo que debía hacer. Ante todo, debía hallar a
Marta. Era posible que la pequeña tuviera algo importante para
mostrarle o decirle, algo importante que él debía seguir. El hechi­
cero nunca dudó de que el sueño le auguraba algo bueno. Nunca
antes había sentido una felicidad y paz semejantes. ¿Provendrían
del Dios que el maestro grande adoraba? Enseguida se dio cuen­
ta de que él había cambiado y, al igual que Satu, nunca, por nada,
volvería atrás.
En la playa, no lejos de la casa del maestro, Tama encontró a
Hans y a Marta sentados a la sombra de una roca coralina. Esta­
ban construyendo castillos de arena. A cada momento Marta
7"
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corría para traer algunos caracoles o alguna mata para adornar la
edificación de acuerdo con su plan. Tama se agachó junto a los
niños.
-¿Dónde está vuestro amiguito, el hijo del jefe? -les
preguntó.
-Se fue a pescar con Gola y Guru Mula -respondió Hans
mientras continuaba con su "trabajo"-. Iban a salir esta noche,
pero el mar está calmo hoy, y el maestro mahometano dijo que
él sabía dónde pescar de día.
Hans se puso de pie y señaló hacia un puntito negro en el
horizonte, mucho más allá de la montaña de fuego.
-Estará de regreso antes de la hora de canto, esta noche.
Tú sabes que él nunca falta.
HORAS
De A"GUST i A
e
Capítulo 1 O
uando Satu abandonó la casa de Guru Mula y corrió
hacia la vivienda del maestro en la playa, iba con una
pregunta dándole vueltas en la cabeza. Se sentó a la
vera del camino para pensar mejor. Se había realizado una reu­
nión de consejo para tomar medidas a fin de expulsar al maestro
grande de la isla, pero no se había logrado tal cosa. Al menos él
no había oído nada al respecto. Más bien el objeto de la reunión
parecía haber sido forzarlo a él, el hijo del jefe, a que renunciara
a las enseñanzas del Libro Santo y siguiera al Islam.
Tal vez habían discutido otras cosas después que él saliera,
pero al mirar hacia la casa vio la silueta de Tama recortada en el
cuadro de luz de la puerta de la casa de Guru Mula. El brujo aban­
donaba el lugar, y Satu sabía que sin él los demás no tomarían
ninguna decisión de importancia.
Sabía que su padre, el jefe, tenía en gran estima las opinio­
nes del brujo. También temía los maleficios de Tama. El jefe Mera­
din no haría nada sin contar con el consejo de su hechicero.
Satu no deseaba verlo a Tama en ese momento, y con
seguridad el brujo vendría por ese sendero. El muchacho se
levantó de un salto y corrió nuevamente hacia la casa del maes­
tro. Entró y se ubicó junto a los que ya habían llegado para la
reunión.
Esa noche el maestro les enseñó un himno nuevo y muy
86
HOR1t
s De A"GUSliA 1 &1
hermoso. Les explicó que un hombre grande y bueno había
escrito tanto las palabras como la música hacía más de tres­
cientos años, pero que el himno conservaba todo su poder de
influir, y que ese poder era el que necesitaban los habitantes de
la isla. El himno comenzaba así:
"Un monte recio es nuestro Dios, Roca segura y firme".
Satu se esforzó por entonar las majestuosas notas y las
palabras enérgicas juntamente con los demás. La voz del maes­
tro los guiaba, y la melodía llenó la noche. Satu sintió que se
desvanecían sus dudas y temores en la confianza y la seguri­
dad de esa "magia" santa.
Concluida la reunión, seguía sintiendo en él la influencia del
canto. Mientras la gente salía, Hans le preguntó, en voz baja:
-¿Hicieron algún plan?
-No, ninguno -respondió Satu con una sonrisa-. No hay
plan todavía. Lo único que hicieron fue tratar de persuadirme a
que siguiera el Islam.
En eso vino el maestro y puso sus manos sobre el hombro
de cada muchacho.
-Satu, tal vez haya dificultades grandes para ti -le dijo-.
No tengas miedo. Dios oirá tus oraciones y tus cantos, y te salva­
rá para su reino. Lo que debes hacer ahora es mostrarte bonda­
doso con todos. Dios es un Dios de amor, no de temor o de ira.
Satu corrió a su casa. Se detuvo un momento frente a la
choza de Tama. La puerta estaba cerrada, pero por una rendija
se colaba la luz. Quería saber lo que pensaba Tama de lo que
se había dicho en casa de Guru Mula. Recordó la mirada del
brujo allí.
Vaciló un momento, pensando que debería entrar y contarle
a Tama del hermoso canto nuevo que había aprendido, y de la
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Det vo1cAI'
paz y el gozo que sentía. Recordó lo que había dicho el maestro
grande: "Dios está obrando en el corazón de Tama".
Al fin decidió no entrar. Era ya muy tarde, y su padre estaría
disgustado. Corrió a su casa, subió la escalera y se sorprendió
de que nadie estuviera despierto. En la oscuridad pudo ver su
estera y se acostó.
Durante la noche lo despertó un ruido. Se incorporó a medias,
apoyándose sobre los codos. Le pareció que alguien sollozaba.
Quedó alerta un buen rato, pero no volvió a oír nada. Pensó que
sin duda se trataba de un sueño. Se acostó nuevamente y pronto
se durmió. Cuando se despertó ya había amanecido.
Luego de bañarse, comer y cumplir con las tareas que su
madre le pidiera, corrió a la playa. Promediaba la mañana, y
encontró a Hans muy ocupado haciéndole una casita de arena
a Marta. Se agachó a la sombra de una roca coralina y comen·
zó a ayudar en el arreglo de palitos, caracoles y hierbas que
Marta traía.
Apareció entonces Gola en la playa, con sus redes al hom·
bro. Se dirigía· hacia su bote pesquero, que se hallaba amarrado
junto con los demás.
-¿Por qué vas a pescar al mediodía? --le preguntó Satu al viejo.
-Habíamos pensado ir esta noche -respondió Gola-,
pero decidimos ir con sol alto, pues Guru Mula me dijo que mar
adentro, en un día calmo como este, hallaremos grandes cardú·
menes de peces chatos. Tú sabes, esos jaspeados tienen mejor
sabor que los otros.
Satu dejó en el suelo las piedras y los caracoles que estaba
arreglando. Siempre andaba deseoso de conocer nuevos peces
y nuevos métodos de pesca. Siguió escuchando a Gola.
-Mira -continuó este--, Guru Mula vendrá para mostrar·
nos cómo hallar los peces y pescarlos.
HORJj
S De MGUSliA 1 &et
Satu miró hacia la casa del maestro mahometano en el
cerro, y vio que ya descendía por el camino.
-¿Por qué no vienes con nosotros? -le preguntó Gola.
-Debo preguntarle a mi padre -respondió el muchacho.
-Ya le pregunté yo, y no puso reparos. Dice que puedes
venir si quieres.
Satu miró a su amigo.
-¿Puede ir Hans también?
-No; contigo ya hay suficiente carga. El bote no es muy
grande y traeremos una buena cantidad de pescado.
Gola caminó hacia el bote, Satu se puso de pie y miró a
Hans un momento, como tratando de ordenar sus ideas para
decidir luego. Ni Gola ni Guru Mula se habían mostrado muy
amables la noche anterior, pero recordó lo que el maestro gran­
de le había dicho en cuanto a ser amable con todos. Podía jugar
con Hans todos los días, pero no siempre ir a pescar. Además,
esto de ir mar adentro a la luz del día era algo excepcional.
Creía que realmente iban a dar con los deliciosos peces chatos.
Así pues, corrió tras Gola y subió al bote.
-Estaré de vuelta para los cantos esta noche -le gritó a
Hans.
Este se puso de pie y agitó su mano. Satu quedó seguro de
que había oído y entendió lo que le había gritado.
Gola soltó amarras y puso proa al océano. El mar estaba
casi calmo y la superficie se rizaba en largas olas que no llega­
ban a romperse. Era un día perfecto para navegar. Aunque la
brisa era suave, no obstante hinchaba bien la vela, y el bote se
desplazaba con facilidad. Debían pasar entre la punta de altas
rocas donde Satu tenía su mirador secreto y la estrecha franja
de arena blanca en la parte sur de la base del volcán.
qo
1 tt PODeR l
lf l'1s;a1e
Det votcf.1'
Desde donde se hallaban navegando en ese momento, los
dos lugares parecían cercanos. La boca humeante del volcán se
abría en el lado opuesto, o norte, y el río de lava se precipitaba
por esa ladera, así que el volcán no parecía tan terrible de este
lado. El rugido atronador se hacía cada vez más fuerte. La enor­
me montaña ·se agigantaba junto al botecito, y las explosiones y
los ruidos siseantes se oían cada vez más cerca. A Satu, el olor
penetrante y la erupción lo hicieron toser y estremecerse. Pero
se consolaba pensando que no necesitarían acercarse más.
En el mar abierto pescaron bastante, precisamente como
Guru Mula lo había predicho. Los dos hombres arrojaron Ja red
una y otra vez, y la sacaban repleta. Satu ayudaba, y al atarde­
cer había ya una buena carga de pesca en el bote.
Satu sentía hambre. Se imaginaba lo deliciosos que queda­
rían esos pescados preparados y horneados como sólo sabía
hacerlo su madre. Se sentó en el bote, y los dos hombres
comenzaron a regresar. El muchacho cerró los ojos y dormitó un
rato. Luego despertó sobresaltado. Vio que habían arriado la
vela y los dos hombres remaban. Guru Mula, que timoneaba,
dirigía el bote directamente a la playita del lado sur del volcán.
-¿Por qué lo llevas tan cerca? -preguntó.
Guru Mula no respondió. Su rostro era duro y severo. Satu
se volvió a Gola:
-¿No es peligroso acercarse tanto a Ja montaña de fuego?
Gola no contestó nada. Estaban ya bien cerca de Ja peque­
ña curva de arena blanca que, como una delgada media luna,
se hallaba situada entre dos de las laderas de Ja montaña que
daban al sur.
El rugido atronador continuo, el siseo del agua y las explosio­
nes flamígeras ahogaban cualquier otro ruido. Era inútil gritar,
HOR¡¡
s De
A"GUSTiA
1
q\
porque nadie podría oír, y el bote seguía dirigiéndose resuelta­
mente hacia la faja de arena. Ya cerca, de pronto Satu se sintió
levantado por brazos potentes que lo arrojaron al agua baja cerca
de la playa. Antes de que pudiera afirmarse sobre sus pies o lan­
zar un grito de protesta, el bote de Gola viró y se alejó en direc­
ción al amarradero de Gran Sangir, que quedaba frente a la casa
del maestro pelirrojo.
Satu se arrastró fuera del agua hasta la playa y se quedó en
la estrecha faja de arena, todo aturdido.
Miró el bote; estaba demasiado lejos para poder alcanzarlo.
Gola había izado la vela y se alejaba rápidamente. Cuando Satu
se recuperó lo suficiente como para darse cuenta de su situa­
ción, no podía oír ningún ruido de cosa viviente. El rugido del
volcán parecía burlarse de él.
Se sentó en la arena. La tierra se estremecía bajo su cuer­
po. Horribles truenos de tonos profundos se oían retumbar bajo
la montaña y el mar. Aun allí las llamas que vomitaba la ladera
norte del volcán producían un resplandor que teñía la noche
incipiente con un tinte rojizo.
Pensó en arrojarse al mar, pero luego desistió. Se ahogaría,
por buen nadador que fuera, y además estaban los tiburones,
de los cuales había visto muchos ese día. Nunca antes había
tenido que hacer frente a un momento de terror como ese.
¿Por qué habían hecho eso con él? Recordó el rostro de
expresión dura y los ojos crueles de Guru Mula. Recordó algo
que había dicho la noche anterior acerca de oponerse al Islam.
No podía, sin embargo, recordar cómo había finalizado la
advertencia. Debían de haberlo planeado una vez que él salió
de la habitación. Con toda seguridad su padre no sabría nada...
¿o sabría algo?
q2
1
tl
PODeR i
ff�iSiB
le Del votCÁ1'
Puso en duda que Tama conociera el plan. ¡De modo que
ese era el castigo de los hombres del Islam para quienes no
siguieran sus órdenes! Se estremeció nuevamente. Tan violento
era el furor de la montaña, tan horribles sus ruidos y truenos,
que a Satu le resultaba poco menos que imposible pensar, pero
debía hacerlo.
Ahora bien, ¿qué haría el maestro grande en una circuns­
tancia semejante? De seguro cantaría. Satu abrió su boca y
trató de cantar, pero ningún sonido se oyó en esa tempestad de
truenos y llamas. Recordó entonces las palabras del himno nue­
vo que el maestro le había enseñado la última noche.
"Un monte recio es nuestro Dios, Roca segura y firme".
¿Qué clase de montaña podía ser más fuerte que ese vol­
cán? ¿Era Dios una montaña más grande que esa?
"Un monte recio es nuestro Dios..."
Las palabras pasaron por su mente como un viento que lo
refrescó y lo serenó. Recordó muchas cosas del Libro Santo
que el maestro le había enseñado, pero ninguna llenó su cora­
zón como ese canto.
Luego pensó en Hans. Lo estaría esperando para la reunión
de la noche. ¿Vería Hans llegar el bote pesquero al muelle?
¿Iría a recibirlo y descubriría que él no estaba? Seguramente
Hans le contaría a su padre, y el maestro grande haría algo, sin
ninguna duda. Cerró los ojos y trató de imaginarse el bote blan­
co del maestro amarrado junto a los otros.
Entonces lo asaltó un pensamiento terrible. Los hombres
nunca contarían que lo habían arrojado en la playa del volcán.
Inventarían alguna mentira. Dirían que se cayó por la borda y
se ahogó. Si Hans creía eso... si el maestro lo creía ... si su
padre y su madre lo creían, entonces ninguno de ellos haría
H OR�
s De
A"GUSliA 1 ctl
nada, porque pensarían que era demasiado tarde. Se afligirían
un tiempo y luego se olvidarían.
Poco a poco fue comprendiendo con más claridad su situa­
ción. Se encontraba junto al volcán, sin alimento y sin agua.
Había vegetación selvática en esa ladera, pero ningún animal
vivía allí. Recordó que hasta los pájaros había dejado de ir. Con­
fusamente, otro recuerdo agitó su memoria. Era algo que había
oído decir a su padre, algo que él le había contado a Hans; que
en lo pasado, la gente de Sangir había ofrendado a los espíritus
del volcán sacrificios de seres humanos vivos, hombres, muje­
res y niños.
La noche lo ennegreció todo, pero el volcán rugía y se sacu­
día como una cosa viva. Acurrucado en la angosta franja de are­
na, el muchacho miró hacia la playa de la isla y alcanzó a ver una
lucecita vacilante. Debía ser la luz de la casa del maestro grande.
En ese momento estarían reunidos para cantar. Tal vez entona­
rían otra vez el himno nuevo:
"Un monte recio es nuestro Dios..."
Satu se echó de bruces sobre la playa. Sentía la arena húme­
da en la cara. Le pareció que así podía respirar mejor, pues los
vapores acres del volcán llenaban el aire. Luego se puso a orar.
En realidad, lo había hecho con frecuencia desde que Hans le
enseñara, pero ahora que se hallaba solo, en esa espantosa
montaña de fuego, las palabras brotaron de su corazón y clamó
al Dios del cielo, no para que le enviara ayuda desde la isla, pues
había perdido toda esperanza de recibirla, sino por ánimo para
sobrellevar esa situación, por una confianza que no claudicara y
por una disposición que le permitiera cantar con su pensamiento,
honrando y alabando así al Dios al que había elegido adorar.
En ese momento una violentísima convulsión sacudió el
q4
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1 tl PODe9 ¡,,,.
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Del VOLC A"
lugar donde se hallaba, y la tierra se abrió bajo sus manos
entrelazadas. Un bramido infernal llenó sus oídos. Sobre el
rostro sintió como una bocanada de llamas, y trató de alejarse
del abismo.
Luego sintió que una mano enorme lo tomaba, al tiempo
que una voz potente, que podía oír a pesar del rugido del vol­
cán, le gritaba algo al oído. ¡ Era la voz del maestro pelirrojo!
PReSAGiOS
ATeRRADOReS
Capítulo 1 1
Y
a era tarde esa noche. El maestro pelirrojo guió el bote
por el mar hacia la luz de la puerta y las ventanas de
su casa, que se divisaban en la playa. Satu descansa­
ba en el fondo del bote, con la cabeza sobre un rollo de sogas.
-Descansa, ahora -le había dicho el maestro con voz
profunda y cálida-. Este ha sido un día terrible para ti. No
hables, no mires hacia atrás. Descansa.
Y a Satu no le costó mucho hacerlo. No necesitaba abrir los
ojos para comprobar que allí estaba el maestro grande, con un
remo en cada mano, y que cada golpe de ellos lo llevaba más
cerca del hogar... ¿Hogar? Se preguntó si de ahí en adelante
podría seguir considerando la casa de su padre como su
hogar.
Los rugidos del volcán se iban amortiguando con la distan­
cia, y a Satu le parecían cada vez más lejanos los truenos a
medida que el bote de acercaba al amarradero. Se incorporó y,
al observar el volcán, se dio cuenta inmediatamente de que
nunca lo había visto tan activo. Comprendió entonces por qué el
maestro le había pedido que no mirara hacia atrás.
Con toda seguridad, nadie en Sangir dormiría esa noche,
porque el monstruo vomitaba ríos de llamas y sacudía la tierra
con sus truenos.
Aun antes de que el maestro amarrara el bote, Hans saltó a
bordo. Debía de haber estado esperando.
-¡ Estuvieron allí! ¡ Estuvieron allí! ¡Yo los vi!
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Rodeó con sus brazos a su amigo y lo sacó del bote. Satu
aún se tambaleó un poco, pero se sentía mejor.
Los dos muchachos se pararon juntos en el amarradero y
se quedaron mirando la montaña de fuego. Aunque era noche
cerrada y había algo que "enturbiaba" el aire, Satu se daba
cuenta de que el volcán había sufrido alguna transformación.
Luego, excitado, tomó del brazo a Hans:
-¡Mira, se ha hundido! ¡El fuego está saliendo del mar!
-Espera -le respondió Hans-, espera.
Entonces Satu vio que las llamas emergían de dos lugares:
de la cima y de otro nuevo punto cercano a la superficie del
océano.
-Ocurrió a la puesta del sol -le dijo Hans.
Al muchacho isleño se le estremeció el cuerpo.
-¿Y el maestro grande... lo supo? ¿Vio eso él ... y sin
embargo fue a buscarme?
En ese momento la madre de Hans salió corriendo de la casa
con Marta en sus brazos. El maestro tomó a la chiquilla y la estre­
chó contra su pecho, pues lloraba de temor, a la vista del volcán
y por lo inusitado de los temblores de la tierra. El maestro rodeó
con un brazo a su esposa y luego se volvió a los muchachos:
-Satu quedará con nosotros esta noche. Estoy seguro de
que nadie te espera en la aldea. Hasta sería peligroso que Guru
Mula te viera.
-Me quedaré -respondió Satu con un suspiro de honda
tristeza.
Luego que el maestro y su esposa hubieron llevado a Marta
a la casa, Hans y Satu permanecieron aún mirando el volcán.
Satu no podía olvidar que sólo unos momentos antes había
estado en la montaña del fuego, con la horrorosa grieta abrién­
dose bajo sus manos, y el fuego, y el rugido y el olor del azufre
PReSA Gio
s ATe
RRA DOReS 1 q1
en su misma cara. Luego sus pensamientos volvieron al
momento que estaba viviendo. Se dio cuenta de que Hans le
estaba hablando.
-Tu padre no permitirá que ningún cristiano busque refugio
en las sierras -le decía Hans.
-¿Se ha ido la gente de la aldea a las sierras?
-Sí. Casi todos se fueron esta tarde. Tama se fue con ellos.
Sólo los maestros del Islam y unos pocos pobladores están en
la colina a nuestras espaldas.
-¿Y dónde están los cristianos ahora?
-Están en sus casas en la aldea. Mi padre les dijo que trataran de descansar, y que vinieran aquí si la situación del volcán
empeoraba antes de la mañana.
-¿Cómo supieron ustedes dónde estaba yo?- le preguntó
Satu a Hans.
-Bueno, me quedé triste porque Gola no quiso llevarme
a pescar; tampoco quise seguir con la casita de arena que
estábamos construyendo. Llevé a Marta a casa, y luego de
comer y que ella se durmiera, me fui a tu mirador en las rocas.
Me puse a pensar en la reunión que tú me dijiste que habían
tenido en la casa de Guru Mula la noche pasada y en cómo
habían tratado de forzarte a seguir la doctrina del Islam.
Comencé a sentir temor.
-¿Podías ver desde allí el bote de Gola?
-Claro que sí. Lo veía como un puntito en el horizonte. Miré
también el volcán, y me pareció que estaba peor que nunca.
-¿Te quedaste allí el resto del día?
-No. Luego de mirar el bote y el volcán un rato me di
cuenta de que algo estaba sucediendo en la aldea. La gente
estaba empacando sus enseres de cocina y enrollando sus
esteras. Luego vi que tomaban el sendero hacia las sierras.
Entonces bajé, porque pensé que si ellos se iban nosotros
también deberíamos irnos.
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,
-¿Y por qué decidieron no irse?
-Todos los pobladores cristianos vinieron a nuestra casa.
Contaron que el jefe les había dicho que fueran a la casa del
maestro grande a buscar refugio, que la casa de la playa iba a
ser destruida por los espíritus del fuego.
-¿No tuvieron miedo?
-Por supuesto que sí; mi padre los hizo quedar, y cantamos y oramos y volvimos a cantar; luego mi padre los hizo vol­
ver a sus hogares a dormir.
-No podrán dormir esta noche -afirmó Satu al observar el
volcán-. Todavía no sé cómo ustedes se dieron cuenta de que
yo estaba allí.
-Hacia la tardecita -reanudó Hans su relato--, cuando
me pareció que el bote debía estar regresando, fui nuevamente al
mirador de las rocas. Lo descubrí no lejos del volcán. No podía
saber por qué navegaban tan cerca de la montaña de fuego. Has­
ta me pareció que iban directamente a ella. Cuando vi que el bote
tocaba la playa ---€S decir, el lugar donde habíamos visto las aves
grandes- me di cuenta de que algo malo había sucedido. Era
precisamente a la puesta del sol, pero luego que el bote se alejó y
comenzó a dirigirse hacia el amarradero de aquí, me pareció que
veía algo en la arena, algo semejante a aquella ave grande que
vimos juntos una vez, pero ahora estoy seguro de que eras tú.
-¿Viniste al encuentro del bote cuando Gola y Guru Mula
regresaron?
-Sí. Bajé de las rocas y los esperé. Estoy seguro de que
ellos esperaban hallarme aquí. Bajaron con los rostros muy tris­
tes, diciendo que traían malas noticias para el jefe; que tú te
habías parado en el bote para ayudarlos con la red y te habías
caído al mar. Gola contó cómo habían tratado de sacarte, pero
te habías enredado en la red y, mientras ellos procuraban librarte, vino un tiburón y.. .
-¿Y entonces. . . ?
P1U�SA Gio
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-Entonces yo corrí a mi casa, gritándole en nuestro idioma
a mi padre. Le dije que te habían abandonado en el volcán. Ellos
deben haberme oído gritar, pero habrán pensado que lo hacía
de susto por lo que te había ocurrido.
-¿Fue entonces cuando se abrió la nueva boca en el volcán?
-Se había abierto antes de que llegaran al amarradero. Ellos
la vieron. Me parece que estaban amedrentados. La carga de
pescado la llevaron toda a casa de los maestros del Islam. Hicie­
ron varios viajes, y los demás hombres vinieron y los ayudaron.
Hans le explicó a Satu cómo todos los aldeanos cristianos
habían venido a ver la nueva boca del volcán, pero a nadie le
dijo el maestro que Satu estaba allí. Por otra parte, ninguno de
los nativos sabía que el muchacho había ido con Gola, y el día
había estado lleno de terror y excitación. Después que los hom­
bres hubieron terminado de descargar el pescado, el maestro
les dijo que se fueran a sus casas.
-¿Y entonces fue a buscarme?
-Sí, tan pronto como terminaron el trabajo mi padre se
preparó para salir. Yo quería ir con él, pero me dijo que el volcán
estaba tan amenazante que prefería que yo no fuera. Así que
me quedé esperando aquí. El tiempo me pareció interminable.
-Hans, el Dios del cielo fue quien me salvó. El himno dice
la verdad:
"Un monte recio es nuestro Dios, Roca segura y firme".
El volcán llenaba el cielo de llamas; la tierra temblaba y los true­
nos parecían multiplicarse con sus ecos subterráneos. Los dos
muchachos se sentaron en el pasto, junto a la casa de la playa, y
luego de un momento vino el maestro y se sentó con ellos.
En lo más alto de las sierras de tierra adentro se podía ver
una gran cantidad de puntos luminosos que horadaban la
negrura de la noche. Eran fogatas de aterrorizados pobladores
que habían huido de la furia del volcán.
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' tt PODeR
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e oet votc l>."
-Tal vez deberíamos ira allá nosotros también -dijo
Hans.
-No -respondió el maestro-; he pensado en eso y
hemos orado al respecto durante toda la tarde. Claro que
podríamos ir, pero significaría tener que luchar en el camino,
pues el jefe prohibió a Jos cristianos que abandonen Ja aldea.
Cree que los espíritus están airados y quieren destruirnos. Es
una oportunidad para quedarnos tranquilos y ver lo que Dios
hará por nosotros.
-¿Y qué pasará con Satu?
-Nadie sabe que Satu está aquí. Es otra buena razón para
que nos quedemos en casa. Aquí lo podemos ocultar. Guru Mula
obraría sin miramientos si Jo encontrara por ahí.
Era la medianoche pasada cuando todos entraron en la
casa y se acostaron, pero el temblor de Ja tierra y el rugido de
los truenos los mantuvieron despiertos. Antes de que amanecie­
ra, todos los aldeanos cristianos vinieron a Ja casa. Ninguno
había podido dormir. A todos les parecía que la fe y los cantos
de alabanza del maestro los hacían sentirse reanimados.
Cuando Tama oyó de Hans que el bote de Gola había partido
llevando a Satu, sintió que le renacía toda su terrible tristeza. Se
recostó unos instantes contra uno de los postes del muelle y miró
hacia el mar; pudo divisar al puntito que era ya el bote pescador
de Gola. Sabía que Guru Mula no había esperado hasta la noche
por temor a que el jefe Meradin se arrepintiera y decidiera no per­
mitir que su hijo fuera abandonado en el volcán.
Nuevamente una tempestad de ira recorrió la mente y el
alma del hechicero, pero esta vez Ja furia estaba dirigida contra
Guru Mula. Debía ir enseguida a decírselo al jefe. Sin duda el
jefe Meradin pensaba que Satu estaba en la playa jugando con
los hijos del maestro.
Antes de que Tama llegara a la aldea advirtió que Jos pobla­
dores se preparaban para huir. Corrió hacia Ja casa del jefe y Je
Pl!eSA Gios
"TeRRADOl!eS 1 101.
contó lo SuceOJOO. E�e lo miró con ojos apagados, al tiempo
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fa.:
que le resp
-Déjalo. ¿No ves cuán enfurecidos están los espíritus del
fuego? Los aldeanos están todos demasiado aterrorizados para
quedarse aquí. Debemos irnos a las sierras. Debe ser por causa
de mi hijo que los espíritus están así.
Tama ayudó a la gente a preparar sus cosas y, cuando ya
comenzaban a dirigirse al sendero, uno de los cristianos pre­
guntó si ellos también podrían ir.
-No, ustedes no pueden ir. Preñrieron seguir al maestro gran­
de; ahora vayan y díganle a él que tienen miedo. Vayan y canten sus
cantos y hagan sus oraciones, y que no encuentre a ninguno de
ustedes en el camino a la sierra o tratando de ir por algún atajo de
la selva. Le he dicho a Guru Mula que vigile para que ningún cris­
tiano vaya a otro lugar que no sea la casa de la playa.
Tama notó que el jefe hervía de furia, pero que también
estaba muy afligido. Decidió no hablar más. Dos veces hizo el
viaje hasta el centro de la serranía, y era ya pasada la media­
noche cuando finalmente regresó a la aldea. Sabía que los
cristianos eran los únicos que quedaban. Miró hacia el volcán.
Vomitaba cada vez más fuego. Se había abierto una nueva
boca. Los truenos eran más fuertes, y el temblor de la tierra
era tal como él no recordaba haber sentido antes. Y Satu esta­
ba allí, en el volcán ... ¿Cómo sería hallarse allí?, pensaba él.
Tama volvió a la playa. Miró hacia la casa del maestro. No
había luz. No podía imaginarse que estuvieran durmiendo, pero
sin duda estaban en la casa. Tal vez no lo vieran; de todos
modos, eso no le importaba. Se agachó para desamarrar su
propio bote. Con manos temblorosas tomó los remos. En ese
momento, una forma oscura se le apareció muy cerca de él.
-Oh, jefe Meradin, ¿estás pensando lo mismo que yo?
-Sí, lo mismo que tú -respondió el jefe con voz débil y
cascada.
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.
,
Miró hacia el volcán, y todo su cuerpo se sacudió. Apenas
podía hablar.
-Es horroroso... terrible ... Creo que los espíritus están aira­
dos contra mí. .. Satu está allí; me lo dijo Gola.
Los hombres subieron al bote y comenzaron a remar. Se
hallaban a mitad de camino del volcán cuando volvieron a
hablar. El jefe dijo:
-Satu me estará esperando. Él sabe que yo no dejaría de
hacerlo.
No pudieron seguir hablando. El estruendo del volcán lo
impedía. Tama guió el bote hacia el único lugar posible para
desembarcar: la estrecha faja arenosa del lado sur.
De haber podido hacerlo, Tama habría regresado. La mon­
taña bramaba como si se tratara de una criatura viviente. El
fuego, el humo, las bocanadas de aire de olor penetrante y los
truenos que parecían rajar las profundidades del mar y de la
tierra se le antojaban dirigidos a él. ¿No era acaso el brujo de la
aldea? ¿No era él el hechicero que había dominado los espíri­
tus y las fuerzas maléficas?
Ahora Tama se daba cuenta de que había estado equivocado
siempre sobre el motivo de la ira de los espíritus del fuego. La
nueva boca del volcán debía de haberse abierto aproximadamen·
te cuando Satu fue abandonado allí mismo.
Se encontraban ya casi sobre la playa. Las llamas enroje­
cían el cielo y mostraba la franja de arena tan desnuda como la
cima de una roca. No había nadie allí. Tama pensaba que ya
había probado hasta las heces todo lo que era terrible y penoso,
pero eso... era lo peor.
El jefe saltó del bote hacia la arena. Luego Tama vio la
grieta que se había abierto junto al borde de la playa. El aire,
cargado de un hedor picante, era casi irrespirable. Los truenos
PResAGios
parecían haJXaJ
00"' .e:
agua del mar herv..: !!!"
una olla de
arroz.
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-::e:as::e .as
2 ;-=:a ro-e s se
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profundioades. El
n_oiesetratado de
Tama arras::ro a. .e': "ZJa e oo:e y comenzó a remar hacia
la isla sin decir u"a rezra.
-Iré a las sierras -{J!O l.'
e<aOI"..'uego quehubieron amarrado
el bote-. Debo ranrme c:oo
-Yo iré a
'acasa
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puebo antes que amanezca.
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G��J Mu a. Vere si puedo averiguar
algo que todavía no sabemos.
El jefe agitó su maro coo ll1 gestode completa desesperanza.
-No vale la pena. .. para nada. Pero, ¿te parece que es
bastante segura la casa del maestro del Islam?
-Pienso que sí: tan segura como cualquiera de este lado
de la isla.
Los dos hombres se separaron. y Tama corrió por el sende·
ro nuevo hacia la casa de Guru Mula.
Cuando salió el sol se podíaadvertir que todo había cambia­
do en el lado suroeste de la isla. La aldea estaba desierta. Todos
los cristianos se habían reunido en el jardín de la casa del maes­
tro pelirrojo. El jefe y los demás pobladores habían huido a las
sierras porque no podían soportar más los truenos y las sacudi·
das de la montaña de fuego. El aire parecía estar cargado de
condenación. El olor de azufre sofocaba a todos. El sol calentaba
despiadadamente. Sólo sobre el volcán había algunas nubes;
fieros relámpagos estallaban entre ellas y las rasgaban, para
mostrar llamas enfurecidas.
Desde la casa de Guru Mula, Tama miró hacia abajo, hacia el
grupo de cristianos reunidos en el jardín de la casa en la playa.
-Están en un gran peligro allí -dijo Guru Mula-. Una ola
gigante que provoque el volcán los barrerá como un puñado de
arena.
-Es verdad...
Tama sintió como si el corazón se le agrandada hasta llenarle
\04 1 El
PO DeR i.
,
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el pecho. Estaba pensando en la pequeña Marta. La podía ver
correteando entre la gente; parecía una mariposa.
Luego oyó la voz del maestro que entonaba un canto. La
melodía aumentó de volumen y llenó el aire cargado de presa­
gios. Por momentos decrecía, pero volvía a oírse, como si
hubiera estado respondiendo a los truenos del volcán. El maes­
tro debía haber traducido las palabras a la lengua de la isla,
porque Tama podía oír:
"Un monte recio es nuestro Dios, Roca segura y firme".
¿Qué significarían esas palabras? ¿Dios ... una montaña? El
pensamiento de Satu comenzó a atormentarlo. Tembló al consi­
derarlo que habría sufrido el muchacho junto al volcán antes de
que ... ¡Al fin se daba cuenta! ¡Antes de que esa horrible grieta
de la playa del volcán se lo tragara!
i MAReM OTO!
Capítulo 1 2
M
ientras desde la casa de los maestros del Islam Tama
observaba la vivienda del maestro extranjero en la
playa, podía divisar claramente el jardín de flores rojas
y verdes plantas, el patio de la casa y también el cerco de piedra.
Durante toda la mañana había estado contemplando las fieras
convulsiones del volcán. Los cantos que los cristianos entonaban
en el jardín del maestro le llegaban nítidos a pesar de los truenos
de la montaña.
Sentía que algo lo impulsaba a ir a la casa del maestro peli­
rrojo, pero se resistía. Un par de días atrás había estado seguro
de que seguiría al Dios del cielo. Ahora su mente estaba llena
de dudas, y su corazón dolorido y triste.
El sol ya había pasado la línea del mediodía, pero la furia del
volcán no decrecía. Persistía la amenaza de algo terrible, Tama
sentía que su cuerpo transpiraba, y no obstante temblaba de frío.
No podía apartar a Satu de su mente. Estaba seguro de que el
muchacho había caído en la ancha grieta de la base del volcán.
A los espíritus del fuego no les importaba nada que él y el
jefe hubieran arriesgado la vida para tratar de reparar el error
cometido. Tampoco les importaba si él daba su propia vida con
tal de ver al hijo del jefe sano y feliz, como lo había estado aque­
lla noche en casa de Guru Mula.
Tama recordó entonces su sueño con la pequeña Marta en
el bote blanco, y cómo al subir él al bote se había sentido tan
105
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PODeR .
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contento y lleno de paz que se despertó gozoso. Luego toda
aquella felicidad recién gustada había sido arruinada por Gola
y Guru Mula cuando planearon ... Bueno, era mejor no pensar
más en eso. Marta, Marta; todavía podía verla entre la gente
que cantaba en la casa de la playa.
Se sintió débil y temeroso, y algo le produjo un sacudimien­
to en todo el cuerpo. Ese algo espantoso que parecía pender
sobre la tierra parecía sentirse. Durante dos días nadie había
comido. Nadie había dormido. Cada momento que pasaba pare­
cía aproximar la cosa terrible que todos aguardaban, pero nadie
podía decir en qué consistía la amenaza ni cuándo obraría para
devorarlos. El volcán de Gran Sangir, como un gigantesco ani­
mal en agonía, aún rugía y tronaba. Parecía que en su tormen­
to buscaba arrasar todo.
La boca inferior se había abierto y había succionado con su
aliento letal toda cosa viviente. Sólo el océano azul cabrilleando
junto a la base de la montaña parecía tranquilo. Pero la tempestad
en la mente de Tama amenazaba con resultados más desastrosos
que los que podría producir el volcán.
Nadie podía permanecer dentro de las casas. Los maestros
del Islam tanto como los isleños mahometanos que se habían
reunido allí estaban entre los árboles frutales de la colina, plan­
tados frente a las construcciones, y observaban la montaña,
mirándose de vez en cuando unos a otros como para mendigar
una pizca de ánimo o esperanza. Pero también consideraban
con desprecio al grupito de cristianos que oraba en el jardín del
maestro pelirrojo. Separado del grupo, Tama trataba de evaluar
el peligro, y esperaba que nada malo le sucediera a la pequeña
Marta.
-Fue una buena idea del jefe dejarme aquí para que ninguno
de esos cristianos escape ---Oijo Guru Mula-. Si no hubiéramos
estado aquí vigilando, se habrían ido a las sierras.
ift.\ReM OTO! 1 101
El ruido sub:erráneo se translormó en un espantoso brami­
do. Los rostros empalideaeron. Ambas bocas del volcán arroja­
ban una infernal descarga de rocas incandescentes. En el mis­
mo instante la montaña se partió. Tama vio cómo toda la mitad
norte del volcán hacía explosión en el cielo y caía al mar, pro­
duciendo un estrepitoso siseo.
Entonces el brujo bajó de la colina como si hubiera sido una
criatura alada. Oyó que los del Islam lo llamaban, le gritaban
que se volviera, pero sólo atinaba a correr más rápido.
Mientras iba corriendo vio que el océano había sido succiona­
do casi hasta las mismas raíces del volcán. Luego se formó un
gigantesco muro de agua, que se hacía cada vez más alto, y
comenzó a desplazarse hacia la playa de la isla.
En la mente de Tama había un solo pensamiento: salvar a
Marta. Enderezó hacia la playa como un endemoniado. De un
salto traspuso el cerco de piedra que rodeaba el jardín del
maestro. Vio a Marta en medio del grupo de gente que cantaba,
y los oídos se le llenaron de las potentes notas del himno.
-¡Corran! ¡Corran! -gritó con su último aliento.
Nadie se movió. ¿Se habían vuelto sordos? ¿No entendían?
¡Oh, que locura!
Tomó a Marta y la apretó contra sí. Se volvió hacia el cerco
de piedra. ¿Alcanzaría a llegar a la sierra y ponerse a salvo?
No. Era demasiado tarde. El maestro grande le puso su
enorme mano sobre el hombro y lo llevó al centro del grupo que
cantaba, precisamente en el momento en que la colosal masa
de agua irrumpía con un estruendo ensordecedor en la playa
que daba frente a la casa de la arena.
Aun cuando la ola ya estaba encima, resonaron las palabras
del himno:
"Un monte recio es nuestro Dios, Roca segura y firme"
1 tl PODeR .
i06
'""i s;aie oe vo1ct.1'
t
,
Tama cerró los ojos y apretó aterrorizado a la niñita. El mar
enfurecido atronaba. Abrió los ojos.
-¡La roca! -gritó-. ¡La "Roca segura y firme"!
La montaña de agua se había dividido justo frente a la puer­
ta del jardín del maestro y había pasado a ambos lados del
cerco de piedra. Era una mole de agua que llegaba hasta el
cielo, seguramente del alto de tres palmeras; un muro acuoso
en el que se veían mezclados botes de pescadores, deshechos
de troncos, extraños peces de las profundidades del mar, cara­
coles y plantas marinas.
La ola gigante se unió exactamente detrás del jardín del
maestro, y Tama no pudo ver hasta dónde subió en la colina. En
un instante volvió al mar, y en la siguiente embestida sólo llegó
hasta la puerta del jardín.
Tama aún tenía a Marta en sus brazos, pero la debilidad lo
venció y tuvo que sentarse en el pasto y cerrar los ojos. En eso
oyó una voz que le decía:
-¡Oh!, Tama, Dios te ha salvado.
La voz era muy amable. Prosiguió:
-Dios se interpuso como una Roca segura y firme, y nos
salvó a todos.
Tama abrió los ojos. Se incorporó de un salto, como impulsado por un potente resorte. No podía creer lo que estaba viendo.
-i Satu! ¿Eres tú? ¿Cómo estás aquí?
Miró a su alrededor, pensando que había perdido la razón.
-¿Qué magia es esta? -balbuceó.
Entonces el grupo de cristianos lo rodeó. Tama se dio cuen­
ta de que consideraban su presencia entre ellos un milagro
igual al del agua que se había dividido sin tocar la casa. Lo
miraban con amor, y al cantar y agradecer con plegarias a Dios
por la liberación, Tama se arrodilló con ellos.
/f1AReMoTO! 1 1oq
Luego se sentó en el pasto con Marta junto a él. Satu vino
y nuevamente le habló:
-Tú sabes que Gola y Guru Mula habían planeado hacer­
me daño, pero nuestro Dios es un monte recio, así como dice el
himno. Es también un muro fuerte de protección, como lo has
visto.
Alrededor del jardín del maestro había quedado una impre­
sionante cantidad de restos depositados por la ola gigante.
Troncos, plantas marinas, caracoles y fragmentos de las casas
que habían estado en la colina cercana, todo mezclado con
arena, rocas, animales marinos muertos y trozos de botes pes­
queros, todo en un montón informe que se elevaba mucho más
alto que el cerco de piedra que rodeaba el jardín. Cuando salie­
ron a observar otros detalles, se encontraron con que no había
quedado una sola casa de la aldea, pero aún permanecían los
cocoteros. La casa y el huerto de los maestros del Islam habían
desaparecido completamente. Sólo sobrevivió la parte más alta
de las sierras, en el centro de la isla; eso y el pequeño grupo de
cristianos que cantaron y oraron en el patio de la casa del
maestro.
Temprano al día siguiente, la gente de la aldea comenzó a
bajar de las sierras, pero Tama y Satu ya habían ido hasta allá.
Hallaron al jefe en una curva del sendero desde donde
había podido ver la acción destructora del maremoto. Estaba
como aniquilado, aunque su cuerpo todavía se mantenía ergui­
do y se movía.
-¡ Padre mío! ¡Padre mio! -gritó Satu corriendo hacia él, y
los brazos del jefe lo rodearon con asombro e incredulidad.
-Hijo mío... pero, ¡ m i hijo está muerto!
Miró a Tama inquisitivamente, y este trató de explicarle:
110
.
1 tl PODeR 'lf
l'1 s;u1e oe1 "º1cM'
,
-El maestro grande fue y lo trajo; por eso nosotros no lo
hallamos. Estuvo todo el tiempo en la casa de la playa.
-¿Y los maestros del Islam?
-Fueron barridos. No quedó nada de ellos ni de sus
casas.
-Pero tú estabas con ellos, Tama.
Nuevamente los ojos del jefe Meradin reflejaban incredulidad;
hasta parecía algo trastornado, como si de pronto se hubiera
enfrentado con un mundo nuevo que nunca antes había visto.
-Sí, yo estaba con ellos. Pero resolví en mi corazón salvar
a Marta. Vi cómo el volcán volaba en pedazos y me di cuenta de
que se produciría la ola gigante. Corrí hacia la casa del maestro
pelirrojo, tomé a Marta y hubiera vuelto corriendo a la colina,
pero el maestro me tomó y me hizo quedar entre el grupo de los
cristianos que cantaban. ¡Ven, ven y ve!
La voz de Tama delataba su regocijo.
Cuando el jefe hubo visto todo, cuando comprobó cómo la
gran ola se había dividido y había destruido todo, incluso las
casas de los maestros del Islam en lo alto de la colina, fue a la
playa y se sentó, y durante un día y una noche no habló una
palabra con nadie.
Luego se levantó y llamó a todos los pobladores que queda­
ban y a la gente de otras partes de la isla para que vieran el
milagro que el Dios del cielo había hecho. Refirió cómo Guru
Mula había abandonado a Satu en el volcán y cómo el maestro
grande lo había rescatado. Señaló seguidamente hacia la colina
desnuda donde se habían levantado las casas de los maestros
mahometanos.
-Oiganme -dijo-, este cerro y la gran ola que vino fueron
controlados por el Dios al que esta gente adora. Los maestros
del Islam fueron barridos, como también Gola. Tama está aquí
debido a su amor por la hijita del maestro.
111.AReMOTOl 1 i,i.i
Levantó la voz, y dijo con fuerza:
-Esta es la verdadera magia. En todo el mundo no hay
Dios como este del maestro grande, que es capaz de librarlo de
la montaña de fuego y de la gran ola. Así pues, yo proclamo que
desde este día hemos de seguir esta magia, y nuestros hijos
después de nosotros. Yo, el jefe Meradin, he hablado.
Se sentó, y el pueblo respondió con ovaciones de aproba­
ción. Todos sabían lo que había sucedido, y temieron a Dios y
honraron al maestro pelirrojo.
Nadie se sorprendió de que desde esa día en adelante Tama
se convirtiera en el ayudante del maestro, y de que fuera mucho
más poderoso sirviendo a Dios que antes con la hechicería.
Aunque la gente tuvo que refugiarse bajo techos precarios
de esteras o ramas, cada noche concurría a la casa del maes­
tro. No había lugar para que se acomodaran todos, ni siquiera
en el jardín. Muchos se trepaban al montón de desechos que
sobrepasaba el cerco de piedra. Ahora ya no se oían más true­
nos: el volcán había desaparecido. No había más temblores de
tierra, porque la paz había descendido a Sangir y todo estaba
tranquilo.
Cuando el jefe sugirió que todos los pobladores ayudaran a
remover los desechos de la gran ola, el maestro objetó la idea.
-No, quiero que esto quede as! como está -dijo-. Tú ves
cuán grande y ancho es. Aun cuando trabajáramos todos, nos
llevaría muchos días quitarlo de aquí. Es mejor que quede don·
de está, para que cada uno recuerde lo que Dios ha hecho.
El jefe habló luego de trasladar la aldea a un lugar donde
habla estado anteriormente, pero el maestro grande le acon·
sejó levantarla en el mismo lugar, pero construyendo casas
mejores y mós limpias. É l con Hans se sumaron al grupo y
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loo distintos trabajos. A las pocas semanas una
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nueva y hermosa aldea había surgido en el mismo sitio de
antes. El manantial del villorrio y el de la selva continuaban
brindando el agua clara y fresca, y en el lugar donde había
estado el volcán el agua verdosa del océano se veía tranquila
y profunda, tan profunda como la paz que había llegado a
Sangir, o como la eterna bondad de Dios.
Años después, cuando Satu fue el jefe de la aldea y Tama
era ya un anciano, desde Europa vinieron hombres de ciencia
para ver el lugar donde la ola gigante se había dividido. Esos
hombres no creían que realmente hubiera sucedido una cosa
tal, pero cuando vieron los restos que aún permanecían admi­
tieron la veracidad del relato.
El Dios que separó a las aguas del Mar Rojo y del río Jordán
es el mismo ayer, hoy y siempre. Todavía es poderoso para con­
ducir a su pueblo a la victoria, porque:
"Un monte recio es nuestro Dios, Roca segura y firme".
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