TEMAS PARA DEFENSA FISCAL 2007 DANIEL DIEP DIEP

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TEMAS PARA DEFENSA FISCAL 2007
DANIEL DIEP DIEP
CONTENIDO:
CULTURA FISCAL MEXICANA
¿CIVISMO FISCAL?
LOS “ELEMENTOS ESENCIALES” DEL IMPUESTO Y LA
“FACULTAD REGLAMENTARIA”
* EL PODER MUNDIAL Y NUESTRA POLITICA FISCAL
EL TRIBUNALITO QUE TEMIA JUZGAR
(CUENTO PARA MAGISTRADOS Y ADULTOS)
LA ELUSION FISCAL
* ANATOMIA DE LA EVASION FISCAL
PONENCIA: ¿TAMBIEN TENDREMOS “REFORMA DEL ESTADO”
EN MATERIA FISCAL?
“NI QUE SÍ, NI QUIZÁ, NI QUE NO...”
* TRIBUTACION Y DIVISION DEL PODER
EL “OBJETO” DEL IMPUESTO
TIEMPOS Y ESPACIOS EN MATERIA FISCAL
LA MALDICION TRIBUTARIA
* LOS FAMOSOS FINES EXTRAFISCALES DEL IMPUESTO
¿OTRA REFORMITA FISCAL?
* PUBLICADOS EN ESTRATEGIA ADUANERA
Daniel Diep Diep
Cualquier degeneración del idioma, por leve que sea, conduce a subordinarse en todos los
demás órdenes, pues esa degeneración suele ir del idioma a las costumbres, de las costumbres a
las ideas y, de éstas, a las prácticas y a las creencias. Cuando un país renuncia a su cultura -como
está ocurriendo en México al imitar a su vecino del Norte, y como ocurrió hace siglos, en todo el
mundo conocido, con la hegemonía romana-, la mezcolanza en aras de la globalidad o de
cualquier otra invasión imparable, llámesele como se le llame, automáticamente se convierte en
calamidad. La cultura, la barbarie y hasta la contracultura del más fuerte terminan por imponerse
al que se deja.
En México -y dicho sea aun pasando por anticuados o por “remar contra la corriente” en
este avasallador entorno de globalidad parcializada- es obvio que cada vez renunciamos más a lo
nuestro para subordinarnos al peor de los neoimperialismos, pues una cosa es que, por ejemplo,
nuestra Constitución haya sido desde sus orígenes una réplica de la Norteamericana, dado que
tal imitación era buena, pues se trataba de un país que representaba lo más avanzado en
independencia, anticolonialismo y democracia, y otra, muy distinta, el que hoy en día, cuando
ese país ha degenerado en simple neoliberalismo, neoimperialismo y neocolonialismo plenamente capitalizados por la drogadicción, el armamentismo, los vicios y la degeneración-,
nos resulte apropiado seguir imitándolo, pues ya no obedece a los ideales que le sustentaron sino
a la preeminencia del consumismo, la hegemonía planetaria y la invasión armada de los países
que disponen de recursos con interés de apropiárselos a como dé lugar. Y lo mismo nos ocurre en
materia fiscal, entendiendo como tal todo su abanico: desde el privilegiar a las empresas
transnacionales que nos invaden, afectar la escasa competitividad de las mexicanas por
influencia de aquéllas, corromper nuestros estilos gubernativos mediante el modelo neoliberal
del dispendio, la ostentación y el abuso, mecanizar los medios recaudatorios en un país de
miserables, pobres y analfabetos o hasta, simplemente, acatar sus dictados y juicios tan sumisa y,
paradójicamente, en la forma más antidemocrática.
El gobierno norteamericano ha tomado la premisa maniquea del “estás conmigo o estás
contra mí” para asumir la postura más contrapuesta al resto de la humanidad. En un lado ha
colocado al “eje del mal”, constituido por todos aquellos países con recursos naturales de los que
quiere apropiarse o porque aspiren a poseer armas nucleares -amenazando su exclusividad- y, en
el otro, el sometimiento de los que no califica como “eje del mal” pero le conviene dominar e
invadir mediante “tratados de libre comercio”, miles de sectas corruptoras de sus religiones,
tradiciones y costumbres, o mera difusión idiomática, esa que tan dócilmente acogen sus
gobiernos y juventudes ingenuos -caso del nuestro, donde cada vez ignoramos más el español
para hacernos profundamente sumisos a las costumbres, hábitos y vicios que conllevan el inglés
y su correlativa manipulación mediática, comercializante, consumista y degradante-.
Para efectos jurídicos, entre esas muchas calamidades que padecemos -incluso por propia
culpa-, la idiomática es de las peores y, además, la precursora o detonadora de las demás. El
diálogo diario ya no únicamente revela la invasión de expresiones, marcas y nombres extranjeros
que forzosamente debemos referir para darnos a entender, sino también los consabidos
diminutivos que de por sí nos distinguen mundialmente, al igual que los múltiples retruécanos,
picardías, dobles sentidos, calós, modismos, siglas, etc. con los que ya todo aparece en claves
inexcrutables, incluyendo la incorporación de toda clase de expresiones sustitutas que
inevitablemente conducen a suponer un futuro de incomunicación total, a menos de resignarnos a
ceder toda dignidad al respecto.
Veamos algunos ejemplos de tal contaminación conceptual para aplicarnos después, con
mayor idea, al tema fiscal y a su impacto en la mentalidad y conductas de nuestras autoridades,
pues ése es el objetivo último de este trabajo, aun cuando haya que extenderse en lo preliminar:
A.- Llega usted a su oficina y encuentra, para comenzar, que ya no tiene estacionamiento,
sino “parking”. Ni siquiera se estaciona, sino que “parquea”. Activa el “switch”, no el
apagador. El jefe ya es el “boss” o el “cheef”. Las carpetas son “folders”. Los expedientes son
“files”. El café es “coffe”. Los recesos son “brakes”. Y los descansos para beberlo en grupo son
esos “cofee brakes” donde a todo se dice “O. K.”. Todo mundo le habla de “tips”, “just in
time”, “know how”, “cash flow”, “on line” y demás zarandajas por el estilo, de tal modo que
termina usted como “zombie” y le da pena preguntar para no pasar por desinformado.
Obviamente, ya sólo importa hacer “business”, ganar “money”, concurrir a “parties”, ir al
“bar”, al “saloon”, al “coffe”, o al “table dance”, lo que sirva a las “public relations”, y
aunque el cliente sea “gay” o su esposa deba conducirse como una “coquette”, una “vedette” o
una “frivolité”, y ambos deban llegar, incluso, al “streap tease”, pues en materia de “money”
ahora hasta eso se vale.
B.- Llega a casa y sus hijos le hablan de “pins”, no de insignias. De “boy scouts”, no de
niños exploradores. De estar “in”, si tolera sus travesuras, o“out”, si les exige la tarea. Y si no
traen puesto el “walkman” -para que no los fastidie-, le exigirán cambiarle de “channel” a la “t
v” porque usted está viendo los “spots”, que ya nadie conoce como anuncios, o los “talk shows”,
o los “records” deportivos, o los “video clips”, mientras se sirve un “cocktail”, un “high ball”,
un “bloody mary”, un “daikiri” o cualquier otro menjurje por el estilo para ver los “play offs” ,
el “break point” o el “hole in one” entre “sluggers” que han alcanzado algún “ranking”, o ya
simplemente el “show” del “dream team”, los “racings”, el “open” o el “super bowl”.
C.- Va al banco -que, por supuesto, ya es extranjero- y hasta el analfabeto policía de la
puerta le dice que tome un “ticket” y espere turno en el “hall”, con el “handicap” de aguardar
sentado. Puede sacar su “lap top” sin “mouse”, emitir un “electronic mail”, enviar un “fax”,
activar su “CD Rom” o simplemente -para lucir de mexicanito modernizado-: “accesar” o
“indentar” para poder “chatear”, “clickear”, “atachar”, “monitorear” o “escanear”. Llega su
turno y pide un “block” de “cheks” -ahora castellanizados como “cheques”-, deposita un
“money order” o paga el saldo de su “credit card” con su respectiva “comission”. Compra sus
“travel cheks”. Pide que abran su “security box”. Consulta los “marketing values”. Cambia sus
“dollars”. Y no importa que su negocio sea un “changarro” o simple “stand” -antiguamente
puesto de venta o tendedero, aunque ahora ya no se le llame así ni en las ferias populares- para
que el banco le reciba desde sus “royalties” -antes regalías- hasta el simple “cash” de la venta
“changarrera” del día, dada la todopoderosa competitividad de los “supermarkets” que ya nos
dejaron “Kaputt”.
D.- Acude a su centro deportivo, pero se verá tercermundista si no le llama “club”. Le
recibe el carro un “valet parking”. Le piden su “carnet” para entrar. Llega a su “locker”. Saca
sus “pants” o “shorts” y deja sus “jeans”. Pasa al “gym-jazz” -antiguamente llamado gimnasioy hace “aerobics” -otrora gimnasia-, a efecto de lograr el “body fitness” -antes cultura física-,
para sentirse “O. K.”, es decir, “in form”, especialmente si es “yuppie” -antaño ejecutivo-. O
bien hace “jogging” -corre- o “swimming” -nada-, con lo cual combate el “stress” -cansancio- y
mejora así su “feeling” -estado de ánimo-. Claro está que siempre terminará en el “sauna”, la
visita a la “barber shop” y su buena untada de “after shave”. Y, si es mujer, querrá lucir como
“top model”, “sex simbol” o simplemente “sexy”, aunque luego de ir al “pub”, al “massage
room” o al “spá”, amén de ponerse sus “panties” -antes medias-, gastar algunos “kleenex” pañuelos de papel- en quitarse el “rimmel” -simple pintura-, hacerse el “manicure” -corte de
uñas-, probar su “diet coke” o beberse un “yogurt” con su respectivo “all bran”, sus “cookies”
o sus “chees whiz” -puras porquerías-, para poder atender luego un “interviú”, asistir a un “baby
shower” o nada más pasar un buen “week end”, ir a su junta del “garden club” o disfrutar de un
buen “buffet” tipo “smorgasboard”.
E.- Si sale de la ciudad el fin de semana, va de “camping”, obviamente al “country”, con
su buena provisión de “sandwichs”, “hamburguers”, “hot dogs”, “big mac´s”, “pizzas” o “rost
beefs”, -alimentos “chatarra”- a título de “lunch”, incluyendo el indispensable “fruit cake”, el
“pie” o el simple “pancake” -tal como acostumbra el “jet set” entre una y otra de sus
apariciones estelares en la “high society”-, a menos que tenga previsto ir a un “self service” para
no cargar tanto, por lo que bien puede dejar a los niños con la “baby sitter”, manejar
tranquilamente su “station wagon”, su “pick up” o su “jeep” -antes camionetas-, y cargar en ella
su “sleeping bag”, sus “drinks” y hasta su portátil “water close” -bolsa de dormir, bebidas y
excusado, respectivamente-.
F.- A cualquier nivel escolar se encontrará, desde el “kindergarden” hasta el “master”,
con que al “teacher” o a la “miss” no le caen bien sus “kids” o “boys”. Le reclama al director y
éste le exige un “test” para precisar el “intellectual coeficient” de sus “childrens”. Todos los
libros están en “english”, pues sólo así pueden aprovechar a plenitud la “personal computer”, el
“software”, el “hardware”, y hasta las películas de Walt Disney, las bélicas, las policíacas y las
pornográficas.
G.- Sintoniza usted su receptor de radio o televisión y el locutor ya no habla más que en
inglés. Y, cada vez que lo hace, tuerce la boca como si la tuviera llena de garbanzos crudos.
Toda la música a escuchar es norteamericana. La burlescamente aún llamada“televisión
mexicana” transmite “talk shows”, “big brothers”, “reality shows” -amén de telenovelas y otras
teleporquerías por el estilo imitadas de ellos-. En cada esquina se instalan academias de inglés.
No hay barrio o colonia donde no haya letreros en inglés. Ya sólo falta que también las homilías,
en misa, se pronuncien en inglés, además de que hoy en día hasta los perros ladren y orinen en
inglés, (aunque, a veces -reconozcámoslo-, también suelen hacerlo en algunos otros idiomas).
H.- Va usted al “restaurant” y su desesperación poli-idiomática llega al máximo. O se
queda sin comer o solicita traductor: “fricandó a la acedera”, “fricasé de oca”, “tournedo
farafangana”, “escalfados al kirsch”, “bavarois al ananás”, “ancas a la poulette”, “gnocchi a
las anchoas”, “tartaletas mireille”, “matelote all-i-pebre”, “cogollos a la livonia”, “fresones a
la condé”, “asado a la duxelle”, “tarta a la vinot”, “velouté de ave”, “bierchemuesli”, “chaudfroid”, “quenelles a la escarlata”, “vieiras a la mornay”, “baeckenhofe”, “mixed grill”,
“bavaresa al chocolat”, “becadas a la royale”, “biscuits fondant”, “mousse de bogavante”,
“brioche de foie-gras”, “cigalas al azafrán”, “plum cake”, “chochas estilo perigord”,
“cassoulet de castelnaudary”, “vacherin ginebrino”, “mazagrán a la cazadora”, “paupietttes a
la húngara”, etc. sin olvidar que también debe saber japonés, chino, italiano, árabe, etc. cuando
vaya a restaurantes especializados en tales clases de “menús”.
I.- Pero el colmo es cuando regresa del Norte nuestro amigo el campesino analfabeto que
emigró. Presume a sus coterráneos boquiabiertos y enhuarachados, aunque todos meneándose en
sus “shorts” con estampados de barras y estrellas o luciendo playera anaranjada de florecitas y su
respectivo letrero en inglés, esas que antes sólo usaban los “gays” -antaño “maricones” o
“jotos”-, que nuestro héroe estuvo en la “army” o en la “navy”, pero saliendo lo pescó por error
la “border patrol”, se buscó un “attorney” que probó en la “legal audience” el “shock” que le
causó la “police atrocity”, razón por la cual le dieron la “residence”. Luego cuenta que regresó
de la “war” y con ahorros se compró un “car”, se fue a vivir a dos “blocks” del “mall”, en un
“apartment” con “bed” y “kitchen”, pero tuvo que pasarse un buen “time” sin hacer otra cosa
que tomar “beer”, jugar a las “cards”, oír “music”, ir al “fast food”, concurrir de noche al
“movie” para ver algún “film” en “technicolor” con “cuadrafonic sound” y luego acudir a la
“public assistance” para poder sobrevivir por temor a que lo repatriaran a pesar de contar con
“papers”.
Así las cosas, al español le quedan pocas décadas de vida. Pronto será una lengua muerta.
Tan muerta como el sánscrito, el védico o el hitita. ¡Y usted puede seguir contribuyendo a ello:
hasta el apellido del presidente actual y quizá de los venideros ya no nos quede de otra que
pronunciarlo en inglés! ¡Aunque quizá ni así nos entiendan ni podamos entender la razón de
tanta “public motivation” que les anima!
Obviamente, pues, no hay duda de que las cosas han cambiado desde los tiempos en los
que nuestros abuelos tenían por culto al que sabía de Homero, Virgilio, Horacio, Dante, Cicerón
o Séneca; a los que citaban a Erasmo, Goethe, Shakespeare, Cervantes, Voltaire o Schiller; o, por
lo menos, habían leído a Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Alfonso X el Sabio o
Fray Luis de León, tal como ocurría con nuestros cultos congresistas, según los diarios de
debates del siglo antepasado (porque los actuales sólo saben del “Big Brother” y el “talk show” e
ignoran cómo comportarse con respeto y educación mientras hablan los demás, o ya simplemente
leer y hablar bien, según lo ilustra a diario el Canal de Congreso, para verdadera vergüenza
nacional).
También han cambiado los tiempos desde que nuestros padres se aficionaban a Twain,
Dickens, Maupassant, Verne, Rousseau, los Machado o Darío; referían con entusiasmo a
Unamuno, Ortega y Gasset, Azorín, Eca de Queiroz, Nietzche, Kafka, Proust o Maurois; o al
menos habían leído a Victor Hugo, Tolstoi, Dostoyewski, Flaubert, Mussil, Gallegos, Balzac o
Zolá.
También se tenía por culto a quien sabía escuchar a los clásicos y semiclásicos, Beethoven, Chopin, Mozart, Bach, Tchaikovski, Rachmaninoff, etc.-; o describía admirado las
pinturas de Velázquez, Goya, El Greco, Tiziano o Rafael; y al menos viajaba para conocer -no
para comprar o embriagarse- lo mejor de Egipto, Grecia, China, la India, Italia, España o
Francia.
Hoy en día, la “neocultura” comienza por ignorar todo el pasado -de allí el “fin de la
historia”-, máxime cuando pretende acuñar nuevos “valores” -aunque no pase de ser una
descarada mezcolanza de antivalores-, y, sobre todo, cuando quiere ilusionarnos con la tesis de
que el consumo del pudiente -inaudita estupidez suprema- es la expresión suprema de cultura.
Las máximas de La Rochefoucauld o los pensamientos de Pascal ahora son reemplazados por las
frasesitas pragmáticas de cualquier mercader de la pluma elevado artificiosamente a la categoría
de pensador o de cualquier pseudo pensador que convierta la pluma en otro artículo más a
comercializar dentro del mercado más consumista de la historia y mediante el vulgar mensaje
publicitario que sólo conduce a la idiotez.
Cuando Ernst Cassirer decía, hace algunas décadas, que la cultura se las ve con “formas y
estilos”, y no así con reglas y normas, estaba muy lejos de adivinar que también pudiese crearse
alguna clase de “cultura” a partir de lo contrario, es decir, de la negación de la forma y de la
renuncia al estilo. Hoy en día, la ambigüedad y la vulgaridad -como la imitación y la vanalidad-,
son los paradigmas de esta clase de “cultura” contemporánea, si es que pudiera llamársele así a
tal renuncia al buen gusto, la dignidad, el respeto, la elegancia, la educación y la sensatez.
La gran mayoría de los jóvenes de hoy sólo sabe de los últimos productos publicitarios.
Cualquier contorsionista que berree en idioma extranjero y aturda hasta la más incurable de las
sorderas, automáticamente será tratado como lo más excelso desde que Dios tuvo a bien
concedernos la Creación y hasta habrá quien le llame “cantante”. A cualquier conjunto de
encueratrices o peladitos que se exhiban mediante alguna clase de “tabla gimnástica” -como
antaño se les llamaba en las escuelas primarias a lo que ahora se califica como “baile”- ganará lo
que quiera y hasta habrá otra horda de imbéciles que les califique de “artistas”. A cualquier
conjunto de verduleras que griten o vociferen semidesnudas ante las cámaras y los micrófonos se
les llama “conductoras de televisión”, “divas”, “luminarias”, “estrellas”, etc. Hoy en día no
faltan los tarados que toman por cultura el que la transmisión de noticias sólo sirva para exaltar
la corrupción, exhibir la criminalidad, exponer miserias humanas o simplemente “chismorrear”
sobre los nuevos barros y espinillas en la espalda de cualquier vedette de moda, o en la nueva
verruga aparecida de pronto en la nalga de cualquier drogadicta que dice “actuar”, o hasta en el
simple cambio de propietario, entre “famosos”, de sus “esposas por un día”, o de los conflictos
entre amantes, o ya simplemente de los sainetes entre vecinos, disputas entre parientes, etc., dada
la nueva contracultura de la intimidad exhibida, la vulgaridad exaltada y la ramplonería expuesta.
Bien dice uno de nuestros más mexicanos refranes que: “en tiempos de remolino hasta la basura
sube”.
También decía Cassirer que “la cultura es lo que se sobrepone a la natura”, con ánimos
de ejemplificar y destacar lo que tipifica y distingue a lo humano por sobre lo puramente
vegetativo. En otras palabras, que lo único que nos hace hombres -para distinguirnos de los
animales y las plantas- es que podemos actuar sobre la naturaleza para convertirla en un hábitat
acorde con nuestra presunta dignidad humana. Y de allí que proceda enlazar la cultura con el
humanismo, en tanto que sea el saber bien, el disfrutar con respeto y el querer con fe, lo único
que de verdad puede permitirnos remontar la primariedad de limitarnos a satisfacer lo puramente
instintivo o animal.
Así las cosas, la cultura no es un lujo, sino una necesidad, pues corresponde, en esencia, a
la condición justa de seres pensantes. Sin ella, volveríamos a las cavernas. Y no porque la
confundamos con la civilización, -como equivocadamente lo hizo Freud o como ahora lo predica
cualquier tecnócrata desinformado-, pues son cosas bien distintas el progreso material de ésta y
el crecimiento espiritual mediante aquélla.
Más aún, cuando Cassirer se refería al arte, muy sabiamente concluía que éste representa
“una síntesis de naturaleza y emoción”, es decir, que constituye un tipo de enlace -distinto al que
emplea el científico- para relacionar su sensibilidad con el mundo: la impronta de la naturaleza y
la perceptividad del artista. Sin embargo, el generalizarlo así también
produjo sus
inconvenientes, pues más de cuatro especímenes de las nuevas generaciones se excusan o
encubren en ello diciendo que es a través de sus estridencias y desfiguros como llevan a cabo tal
“síntesis de naturaleza y emoción”; que es así -con escándalos y gritos-, como manifiestan su
percepción sensible del mundo desquiciado al que -además de contribuir- suele conducirles la
excesiva publicidad, la incultura masificada y el consumismo de lo ramplón; y, sobre todo, que
eso es arte, particularmente en la medida en que se aparta de lo tradicional, provoca
alucinaciones, implica drogarse, genera desfiguros, sirve a irreverencias, entraña trasvestismos y
homosexualismos o lleva, sin más, a la enajenación y a la muerte.
Pero ha sido así como se ha rechazado todo el arte clásico al sustituirlo por un mero
deporte de las formas, tan vulgar como burdo, pues se ha supuesto que ésta sea la verdadera
cultura, y se ha concluido por convertir en consumo, ostentación, mercado y feria de certámenes
y premios a la ridiculez -todo al mismo tiempo-, lo que sólo representa una nueva forma de
vedetismo, vanalidad, exotismo y rusticidad. El solo pensar que en Norteamérica haya más de
diez mil certámenes de belleza al año -¡treinta diarios!- ya permite advertir que es el
exhibicionismo de especímenes y el culto a lo efímero lo que habrá de tamizar y matizar la
mentalidad que prevalecerá durante el milenio que se inicia. Critican y califican de
“fundamentalismo islámico” a los países de Oriente por tener tapadas a sus mujeres, mientras
que ellos las desnudan y exhiben como reses, además de usarlas y prostituirlas bajo el más
descarado de los libertinajes, incluso dándose golpes de pecho y autocalificándose de “buenos
cristianos” o manejándose bajo el más hipócrita de los puritanismos, mientras se drogan,
desnudan, suicidan, invaden y asesinan.
Desgraciadamente, no es fácil ejemplificar y sintetizar de una vez por todas cuanto cabe
decir sobre el tema, por lo que bien vale la pena auxiliarse del cuento que refiere un moderno
humorista español para ejemplificar la clase de “cultura” que nos espera con la globalización, el
neoliberalismo y el tan idealizado -para que lo entiendan los anglófilos- “american way of life”:
“Era un político liberal. Además, un dinámico empresario ultraconservador. O sea: un
liberal salvaje. Había formado parte del directorio de docenas de empresas y era experto en
métodos de organización de personal. Un pragmático y simpatizante de la globalización.
Como le sobraba el dinero y tenía que descontar gastos para engañar a la Dirección de
Impuestos, decidió comprar una orquesta sinfónica. Asistió a dos ensayos y tomó una enorme
cantidad de apuntes. Inmediatamente le mandó el siguiente email al director de la orquesta:
1.- No debe permitir que algunos músicos dejen de tocar cuando usted se da vuelta o
mira hacia otro lado. Es preciso que sigan tocando todos, aunque usted no los mire. La
inactividad de unos es un mal ejemplo para los demás.
2.- Si la partitura indica que algún músico debe dejar de tocar su instrumento por un
rato, usted se encargará de que entretanto toque otro instrumento. No quiero que nadie descanse
en horas de trabajo.
3.- Observé que había 12 violines y que todos tocaban lo mismo. Esto es un despilfarro.
Le ordeno utilizar un solo violín. Si quiere más volumen, ponga un amplificador.
4.- Hay instrumentos que repiten lo que otros ya tocaron antes. Debe eliminar estos
compases de la partitura, porque es absurdo que los metales pierdan el tiempo volviendo a tocar
lo que ya tocaron las cuerdas.
5.- Finalmente, usted dispondrá que los músicos toquen un poco más aprisa, para que la
duración del concierto sea menor, con el consiguiente ahorro en salarios, luz y gastos
generales”.
Lo que sigue, pues, querido lector, es que sus hijos le maten por la edad -dado que ya
dejó de ser rentable-; le tiren a la basura -aunque, a lo mejor, es reciclable-; o le empaquen y
hundan en el mar -para que no contamine-. Pero el colmo será que -por anticuado, como
seguramente opinará sobre el autor de estas líneas- a nadie le interese clonarlo.
Ahora bien, dada la enorme afición mexicana por el futbol -pues cada vez vivimos de
menos “pan” y de más “circo”-, máxime que usted conoce bien a todos los equipos y jugadores
del mundo, pues ésa es la nueva “cultura”, ¿adivine, guiándose por los apellidos, a qué país
podrá representar una selección tan idealmente mundialista como la compuesta por los siguientes
jugadores:
Creel en la portería; Jackson, Gertz, Peyrot y Lichtinger en la defensa; Martens,
McCarthy y Frenk en la media; Gutman, Sostmann y Weber en la delantera; respaldados por una
poderosísima banca integrada por Levy, Hicks, Hendricks, Yarrington y Walther, además, por
supuesto, de su gran entrenador, “el vasco” Fox, tan aficionado a toda clase de “cambios”, sobre
todo de carácter, ideas, planes, sábanas, toallas y vestuario, pero no de botas. ¿Sabe usted de qué
equipos proceden cada uno de los seleccionados? ¿Sabe usted por qué se les seleccionó? ¿Sabe
usted a cuántos más de sus “paisanos” han propuesto para formar parte de tan ideal
“seleccionaza”, verdaderamente digna de conformar otro gran “gabinetazo”? ¿Se tratará de la
selección nacional de Israel o de la Norteamericana -aunque al final sean lo mismo-?
Así las cosas, es en este contexto o entorno mundial donde cabe encontrar la explicación
de fondo a lo que cabría calificar como “cultura fiscal mexicana”, significando con ello,
conjuntamente, las doctrinas, las ideologías y las prácticas o políticas que padecemos.
En este orden globalista donde el sionismo universal pretende la dominación absoluta y
en todos los aspectos de la vida humana, nada extraño resulta que se empeñe en degradar las
instituciones religiosas, costumbristas, políticas, sociales, económicas, culturales y, por supuesto,
jurídicas, de todos los países del orbe mediante sectas corruptoras, medios vulgarizantes,
empresas transnacionales descapitalizadoras, espectáculos dirigidos, exaltaciones corruptivas,
etc., es decir, a través de todo cuanto sirva al demérito de los demás gobiernos y pueblos con
miras puramente neoimperiales. Tal propósito degradatorio forzosamente pasa bajo los puentes
de la sumisión, la imitación y el avasallamiento, de modo que ninguna política hacendaria pueda
ponerse en manos distintas a las de cualquier tecnócrata adoctrinado en el extranjero -o incluso
dentro del propio país, pero mediante instituciones debidamente imbuidas de tal mentalidad- y
que esa política obligue al acatamiento pleno de toda clase de dictados y manipulaciones
mediante organismos o membretes que se encarguen sistemáticamente de criticarnos e
imponérsenos.
En ese tobogán de aberraciones, nada raro resulta que al mexicano medio de hoy en día le
parezcan admisibles tantas mezcolanzas de sandeces, vacuidades, demagogias, ingenuidades,
tecnocratismos e imitaciones de toda clase de instituciones fiscales aplicadas en otros países para
darse ínfulas de modernidad, sapiencia, actualidad y eficiencia, sin que todo ello pase de mera
farsa, incongruencia, derroche y fracaso. En lugar de corregir el destino de lo recaudado, tales
pseudo autoridades nos distraen con pagos por computadora, máquinas de comprobación fiscal,
firmas electrónicas y demás sandeces que jamás resolverán problema tributario alguno -incluso
porque hasta lo agravan- y que sólo terminan por ahuyentar más a los tributantes
inconstitucionalmente obligados a pagar por toda una serie de conceptos extras para poder
cumplir -inconstitucionalidad que nuestro remedo de Corte de Justicia todavía está muy lejos de
entender para declararla así-.
En el fondo, lo único que se busca es disimular la ineptitud crónica del fisco mexicano
para perseguir omisos dentro de ese enorme universo conformado por el ochenta y cinco
porciento de “economía subterránea” que sigue sin tributar, mientras se desgañitan los
tecnócratas en turno repitiéndonos su demagógica letanía de siempre: “ampliar la base de
contribuyentes”, “gravar alimentos y medicinas”, “combatir la evasión y la elusión”, etc., de
modo que los supongamos altamente preocupados por rescatar o sanear las entidades públicas
que ellos mismos se han encargado -desde sus antepasados de hace siglos-, por exprimir, saquear
y corromper.
El personal de visita hacendario sólo se emplea para perseguir a los inscritos en el padrón
de contribuyentes. Nuestra burocracia “light” -perdonando el “gringuismo”, dada la contracultura
lingüística que ya nos avasalló- jamás se ensuciará los zapatos persiguiendo a los “difíciles” -los
evasores crónicos de la economía subterránea, contrabandistas y demás-, es decir, buscando a los
verdaderamente omisos o combatiendo a los auténticos evasores enquistados en el poder mismo.
¡Eso es riesgoso y hasta se les puede ensuciar también el traje!
El personal administrativo oficial, formalmente anglicanizado y debidamente adoctrinado
en la rendición de pleitesía a la inversión extranjera, sólo está para atender a quienes tienen el
poder económico -curiosamente ya casi exclusivo de las empresas transnacionales que nos
invaden- y que les llena el bolsillo para ordenarles fiscalizar sólo a los escasos contribuyentes
mexicanos que apenas sobreviven y que aún se atreven a medio competirles a estos nuevos
“clientes” de nuestras burocracias; “clientes” que no tributan, pero a los que les entienden muy
bien el inglés.
Y las altas jerarquías sólo sirven para dar entrevistas de prensa, efectuar comparecencias
inútiles, viajar al extranjero tan obsesiva, reiterada y dispendiosamente como más puedan o
quieran, y exhibir su ignorancia bajo los oropeles de la más descarada de las demagogias, de
modo que la temática tributaria sólo se manipule “gatopardescamente”, es decir, aparentando el
cambio para que todo siga igual.
Pero el colmo de la perversidad, la ineptitud o la ingenuidad gubernativa -sólo Dios sabe
si es lo uno o lo otro- es el suponer que, cambiando las leyes, automáticamente cambia la
realidad; que los auxiliares del Ejecutivo, compareciendo ante el Congreso, cambiarán sus
“métodos” o “políticas”; que alardeando de transparencias, tolerancias, códigos de ética,
leyecitas de responsabilidades de servidores públicos o de responsivas patrimoniales del Estado y
demás patrañas y ataranta-bobos, ya tenemos democracia, somos libres, respetamos los derechos
humanos y vivimos en Jauja. Obviamente, ésa es la muestra más inequívoca de lo que significa
una tecnocracia catequizada en universidades extranjeras o instituciones locales que privilegian
la enseñanza con textos y mentalidad en inglés e imbuyen la tesis del superhombre
norteamericano para persuadir a sus educandos sobre las supuestas bondades de ese mundo de
irrealidades tan alejadas de lo nuestro, por mucho que aquéllas proliferen y hasta predominen o
logren ser exitosas dentro de lo económico en otras latitudes, puesto que terminan por ser el éxito
y la vanalidad materialista sus paradigmas por excelencia, no nuestra mexicanidad ni, mucho
menos, nuestra ideosincracia conformada por los valores, principios e ideales convivenciales y
de fe que secularmente nos caracterizan.
A tal fenómeno de desubicación humana, la pensadora francesa Simone Weil lo calificó
como “desarraigo”, significando con ello la desconexión entre la inteligencia y la realidad, el
desajuste entre la percepción y el entorno, o ya, simplemente, lo que nuestro pueblo
equivalentemente ha calificado con un crudísimo refrán: “presume de estrechez y orina
permanganato”, ilustrándose así la farsa de nuestros servidores públicos, tan claramente
consistente en aparentar el máximo de los rigores, las modernidades y las honradeces, mientras
descaradamente, o a espaldas nuestras, terminan siempre haciendo de las suyas. Bien ofician su
ritual bajo la tutela de aquel viejo refrán: “hágase la voluntad de Dios... pero en los buyes de mi
compadre”.
Hoy en día, la realidad mexicana cada vez se enrarece y nos desubica e incomunica más:
tenemos un Poder Judicial que disfraza la injusticia mediante toda clase de “latinajos”, un Poder
Ejecutivo que disimula su ineptitud mediante toda clase de “rancherismos” y un Poder
Legislativo que aparenta modernidad mediante toda clase de “gringadas”.
Por un lado, se acude al Derecho Romano; por el otro, se alardea de coloquialidad y
simplismo; y, por el último, fingimos democracia y nacionalismo. Nuestras leyes fiscales son
meros mosaicos o refritos de toda clase de mecánicas recaudatorias importadas o imitadas
porque todavía no sabemos legislar en la materia de acuerdo con nuestras necesidades,
perspectivas y problemas. Las sentencias tribunalicias todavía se mantienen en “letrismos
legalistas” porque nuestros juzgadores siguen imaginándose que se les paga para aplicar las
leyes conforme a la letra y no conforme al espíritu y a los criterios conceptuales que derivan de
un conocimiento jurídico-doctrinario en el que se les supondría especializados para privilegiar la
justicia por sobre la simple cancerbería perruna o la conveniencia política. Y las leyes mismas para colmo de la desgracia-, diseñadas y confeccionadas por los burócratas de quinta que
conforman el Poder Ejecutivo y avaladas por toda clase de vedettes, ex-boxeadores, líderes
laborales que jamás trabajaron, “niñitos bien” debidamente consentidos por papito rico e
influyente, etc., -aunque oportunamente enquistados en el Congreso merced a tales “virtudes”-,
forzosamente inducen a cuestionarnos para qué demonios servirán nuestras grandes instituciones
académicas, tan miserablemente subsidiadas, nuestros institutos de investigaciones jurídicas,
nuestros colegios nacionales, nuestras agrupaciones profesionales, etc., si finalmente nunca se les
consulta o solicita la más elemental asesoría y consejo ni para redactarlas con propiedad -mucho
menos, claro está, para ajustarlas a nuestra realidad, adecuarlas a nuestras necesidades nacionales
o simplemente “arraigarlas” en la ideología que nos caracteriza y que ahora se quiere o se tolera
deformar-.
El ejemplo por excelencia de la ineptitud disimulada -después de las maquinitas de
comprobación fiscal y demás idioteces de ocasión- es, sin duda alguna, la novedad de la llamada
“firma electrónica avanzada”, que ni es firma, ni cabe concebir en forma alguna que con ello se
pueda reemplazar la suscripción autógrafa por cualquier ardid electrónico- aunque así lo
predique desde hace mucho la tecnocracia yanqui-, ni se ha definido jamás el sentido de tal
“avance” o concretado respecto de qué lo sea o pueda serlo. En un país con más de la mitad de su
población en condiciones de miseria o de pobreza -además de su altísima emigración por
desempleo y desgobierno- y con uno de los índices educativos más pobres del planeta -un
presupuesto educativo diez veces superior al de Europa y un rendimiento diez veces inferior al
de ella-, donde incipientemente se comienzan a emplear -sobre todo en los medios escolares- las
computadoras y demás medios electrónicos; donde el analfabetismo, la ignorancia y la
inseguridad campean por doquier, nada resulta más grotesco que venirnos con tales zarandajas y
esperar el debido cumplimiento tributario más allá de las grandes empresas transnacionales.
Sigue siendo crónico que nuestras autoridades hacendarias diseñen sus mecanismos pensando en
tales élites y se olviden del resto del país, o que centralicen la atención en la Capital de la
República y descuiden las condiciones de miseria, limitaciones y carencias de la provincia, pues,
querámoslo o no, fuera de México todo sigue siendo Cuauhtitlán.
Mediante esta contracultura fiscal del oropel y la farsa es con lo que se pretende inducir y
educar a nuestras juventudes. Pero ¿cómo podremos crear alguna clase de cultura tributaria en
ellas si suplimos la inteligencia por la mecanización, la visión por la demagogia y la eficacia por
la rapacidad? ¿Qué clase de autoridades fiscales podrán ser las que le complican al contribuyente
el cumplimiento de sus obligaciones, se lo encarecen, se lo obstaculizan, y todavía tienen el
cinismo de perseguirlo, sancionarlo, amenazarlo, exhibirlo y encarcelarlo?
¿Será ésa la única clase de cultura fiscal a la que podremos aspirar los mexicanos que ya
no queremos seguir comulgando con tamañas “ruedas de molino”? ¿Por qué no emplear los
artilugios electrónicos y demás zarandajas para vigilar, capturar y castigar a los propios
“servidores públicos” que se llenan de billetes los bolsillos y sólo pueden ser captados mediante
cámaras de televisión, toda vez que, para ellos, no hay “firmas electrónicas avanzadas”, -y ni por
avanzar siquiera-?
¿Podrá convencernos de tributar tanta rapacería, tanto dispendio y tanta impunidad?
¿”CIVISMO FISCAL”?
El acuerdo entre el Servicio de Administración Tributaria y la Secretaría de Educación
Pública para utilizar los centros escolares con el fin de impartir “civismo fiscal” representa la
última clarinada del presente sexenio con el fin de adoctrinarnos, al más puro estilo medieval -y
ahora neoimperial-, sobre las supuestas bondades de pagar impuestos en un país donde la
corrupción comienza con las percepciones y privilegios exagerados de la burocracia más rapaz
del planeta, al extremo de que en vez de hablar de “civismo” ya sólo quepa pensar en el “cinismo
fiscal”.
¿Qué podrá enseñársele a los estudiantes mexicanos si a diario se enteran por los medios
de comunicación sobre lo que nuestros gobernantes hacen y deshacen con los recursos públicos?
Para justificar este nuevo despilfarro se ha inventado un personaje más -a la usanza de las
décadas pasadas-, pero ahora de caricatura y al que han denominado “fiscalito”, emprendiendo
con ello una campaña de propaganda verdaderamente infantil porque, salvo la ridiculez y
distracción que representa, a nadie convencerá de tributar, e incluso cabe sospechar que hasta
provocará el efecto opuesto.
Y es que, además de la publicación folleteril en forma de historieta, incluye el llegar a las
preparatorias y universidades mediante conferencias a sustentar por los propios funcionarios
fiscales, quienes probablemente también cobrarán por ir a escuchar silbidos y críticas -en el
mejor de los casos- ante los cúmulos de mentiras que inevitablemente tendrán que decir.
A nuestras autoridades -esas a las que ya nadie sabe si tomarlas por alarmantemente
incultas o por notoriamente perversas- la educación cívica convencional les pasó de noche.
Ignorantes de la historia, “educadas” en el extranjero, o imbuidas de los efectos típicos de la
propaganda neoliberal, ahora pretenden haber redescubierto el agua tibia en un mundo
inevitablemente sobreinformado a pesar de la miseria dominante.
¿Ignorarán o pretenderán hacerle ignorar a nuestros estudiantes que desde hace cinco mil
quinientos años el “Código de Hammurabi” ya otorgaba los máximos privilegios a los
recaudadores de impuestos y a quienes les mandaban, provocando así el más acendrado odio de
la población, o que hace tres mil años el rey Salomón ya ejercía -a pesar de reputársele como
“rey sabio”- la más descarada coerción tributaria sobre sus gobernados?
O, ¿podrán ocultarle a nuestro estudiantado lo que Confucio muy claramente observó y
escribió hace dos mil seiscientos años?:
“Sólo hay un medio de acrecentar las rentas públicas de un reino; que sean muchos los
que produzcan y pocos los que disipen, que se trabaje mucho y que se gaste con moderación. Si
todo el pueblo obra así, las ganancias serán siempre suficientes”; e insistía en ello de muy
diversas formas:
A) “si el príncipe es compasivo y virtuoso, el pueblo entero ama la justicia; si el pueblo
ama la justicia, cumplirá todo lo que el príncipe le ordene. Por consiguiente, si el príncipe exige
unos impuestos justos, le serán pagados por el pueblo amante de la justicia”;
B) “el príncipe y los altos dignatarios han de alejar de sí a los ministros que sólo buscan
aumentar los impuestos para acumular riquezas; sería preferible que el príncipe perdiera sus
riquezas particulares, antes que buscar la colaboración de unos ministros opresores del
pueblo”;
C) “... con esto se indica también que los gobernantes no deben aumentar sus riquezas
particulares a costa de las rentas públicas, y que la única riqueza y recompensa del que
gobierna debe consistir en la práctica de la justicia y de la equidad”;
D) “si el príncipe utiliza las rentas públicas para aumentar su riqueza personal, el
pueblo imitará este ejemplo y dará rienda suelta a sus más perversas inclinaciones; si, por el
contrario, el príncipe utiliza las rentas públicas para el bien del pueblo, éste se le mostrará
sumiso y se mantendrá en orden”; y
E) “si el príncipe o los magistrados promulgan leyes o decretos injustos, el pueblo no los
cumplirá y se opondrá a su ejecución por medios violentos y también injustos. Quienes
adquieran riquezas por medios violentos e injustos, del mismo modo las perderán por medios
violentos e injustos”.
¿Podrán ocultarle a nuestros educandos que antes de Adam Smith y de su “Riqueza de las
Naciones”, ya el propio Confucio -de quien también se afirma, como en el caso de Mateo, que
fue recaudador de impuestos, por lo que no cabe dudar que bien sabía de lo que hablaba-,
tácitamente refirió las mismas cuatro máximas -proporcionalidad, certidumbre, comodidad y
economía- con las que el propio Smith trató de suavizar la milenaria permanencia de tamaña
arbitrariedad en los tiempos recientes o que fue mediante esta suavización como se le dio cabida
dentro de esa discutible “rama jurídica” que ahora se califica como “Derecho Administrativo”?
¿Entenderán que la problemática de la arbitrariedad, la injusticia, la inequidad, el dispendio, el
enriquecimiento ilícito, la opresión, la represión, la corrupción pública y hasta la rebelión siguen
latentes en cada una de las expresiones de Confucio como hierros candentes que testimonian la
marca o sello del mayor disgusto milenario de todos los tiempos?
¿O sabrán, siquiera, ya no por la lectura de la Biblia o de los libros antiguos -pues hasta
de leer periódicos hubo recomendación presidencial de abstenerse- sino al menos por la escucha
de las prédicas eclesiales de cada domingo, que Mateo era odiado por todo lo que representaba el
ser recaudador de impuestos, o que sólo los fariseos y publicanos se preocupaban por dicha
recaudación hasta el punto de preguntarle a Pedro si su Maestro tributaba, o que el diezmo y las
“cuotas” que pagan todos los feligreses de todas las religiones y sectas del planeta también
representan tributación y que tal tributación finalmente sólo beneficia a unos cuantos vivales que
se sirven de la credulidad masificada porque al hombre, en general, sigue dificultándosele
demasiado el distinguir entre fe, religión y credulidad, es decir, entre convicción, consenso e
ingenuidad, respectivamente, y porque jamás será lo mismo tener a Dios por explicación última,
total y absoluta de la realidad, que hacerlo “a nuestra imagen y semejanza” como mero factor
económico con el que cabe intercambiar ofertas -sacrificios, ofrendas, tributos, votos, etc.- o
demandas -peticiones, milagros, promesas, remedios, etc.-, o que simplemente se le manipule
para efectos mágicos -fetiches, amuletos, cultos totémicos, tabús, milagrerías, etc.- y que eso es,
exactamente, lo mismo que ocurre en materia fiscal: el tributo en tanto que justificación material
de subsistencia del Estado, o en tanto que instrumento de dominación de éste sobre los
gobernados, o en tanto que supuesta varita mágica para “resolver” la miseria mayoritaria?
¿Podrán, en fin, ocultarle a nuestros estudiantes que, a lo largo de la historia, para hacer
efectivo el famoso tributo, se han utilizado instrumentos físicos de tortura como el “potro”, el
“quebranta-rodilla”, el “cepo” o “brete”, la “flauta del alborotador”, las máscaras infamantes,
los “collares de púas”, los cortes de lengua, las pinzas y tenazas ardientes, el empalamiento, el
garrote, los desollamientos, los látigos de todas las clases, los “aplasta-pulgares” y “aplastacabezas”, los péndulos o garrochas, las mordazas de hierro, la “horquilla del héroe”, el potro de
escalera, el “cinturón de San Telmo”, el “cilicio de ponchos”, las peras orales, rectales y
vaginales, los “desgarradores de senos”, la “cuna de judas”, la “cigüeña”, las ablaciones de pies
con fuego y todas las demás “lindezas” con las que los verdugos de todos los tiempos han
saciado sus más íntimas inquietudes sádicas y desalmadas, al igual que instrumentos físicomentales como el encarcelamiento, la esclavitud, la amenaza, la extorsión, la confiscación, la
intervención de negociaciones, el secuestro de bienes (eufemísticamente llamado “embargo”), y
hasta las campañas publicitarias (en México: Lolita y Dolores, Justino Morales, “no compre
riesgos”, Fiscalito, etc.), o que basta con ver un poco de cine y televisión para que hasta el más
retrasado de nuestros estudiantes alcance a intuir el abuso más distintivo y descarado de toda la
historia humana?
¿Podrán predicar nuestros educadores que el tributo es bueno para el progreso del país o
del mundo, mientras nuestros educandos observan que con él se construyeron, por la esclavitud,
la fuerza y la opresión más infames, los 1,600 kilómetros de la muralla china, las noventa y
nueve -no tres- pirámides egipcias, la Esfinge, las decenas de miles de pirámides, tumbas,
túmulos, obeliscos y demás monumentos que tapizan literalmente todos los continentes,
incluyendo los miles de catedrales, templos, mezquitas, pagodas, sinagogas, acueductos,
palacios, edificios, monumentos y caminos observables en todo el mundo, de modo que a nadie
puede ocultársele que el tributo sólo ha sido un instrumento de opresión para mero
enaltecimiento y fama de los detentadores del poder, esos que hoy por hoy, sólo en México, se
llevan más del ochenta por ciento de la recaudación anual a título de sueldos y prestaciones y que
aún así siguen sin llenar?
¿Se les podrá engañar ocultándoles que quienes construyeron tales obras megalíticas -por
muy admirables y rentables que hoy en día resulten para fines turísticos- eran esclavos que no
trabajaban ocho horas, sino dieciocho, que no tenían seguro social ni sus correspondientes
pensiones, que no gozaban del derecho de huelga ni de los demás privilegios sindicales, sino que
simplemente morían al pie de la obra y eran enterrados en el interior para acrecentar su volumen,
junto con sus familias completas, también esclavizadas, es decir, como si todos ellos fuesen
piedras cuando ya no podían colocar las que sí lo son?
¿Se les podrá decir que hoy en día, disfrazado de jornada laboral más o menos protegida
socialmente, el tributo sigue produciendo los mismos resultados, aunque ya no para construir
obras megalíticas, sino para subordinar pueblos enteros al ejercicio dispendioso y corrupto del
poder, tal como ha ocurrido desde siempre?
Y cuando vean un poco de Historia Universal, ¿se les podrá negar que la totalidad de la
vida del hombre ha sido y sigue estando gravada desde los orígenes de los tiempos: su
nacimiento, su vida, su muerte, sus bienes, sus derechos, sus propiedades, sus ingresos, sus
gastos, sus títulos nobiliarios, su paso de un lugar a otro, el paso de sus bienes de un sitio a otro,
su pobreza, su riqueza, su vivienda, su drenaje, su predio, sus activos, sus tenencias o usos, sus
creencias, su casamiento, sus relaciones sexuales, sus hijos, su herencia, su barba, su orina, sus
alambiques, sus caminos, la lluvia, etc., y que, de las poco más de seis mil guerras habidas a lo
largo de toda la historia, un ochenta y cinco por ciento de ellas han tenido por causa la opresión
tributaria?
O, incluso cuando lean un poco de Historia de México, ¿se les podrá ocultar que la
conquista se debió, esencialmente, al disgusto de los pueblos tributantes sojuzgados por los
aztecas, porque el puñado de españoles al mando de Cortés hubiera sido extinguido al día
siguiente sin su auxilio, o podrá convencérseles que ignoren los tributos más comunes que se han
establecido en el México reciente sin que tamaña recaudación haya convertido al país en la
maravilla que por sistema predican a diario los corifeos y demagogos oficiales para doctrinarnos
desde los estudios de radio y televisión, y convertidos en vulgares locutores a falta de capacidad
para ejercer como estadistas, que es por lo que cobran sin medida? ¿Se les podrá disimular que
hemos tenido o tenemos impuestos al tránsito, a la circulación de bienes, de extracción, de
importación, diferenciales, a la producción, a la explotación de productos naturales, a la tenencia
o uso de bienes, migratorios, del timbre y el papel sellado, del 1% para la enseñanza media y
superior, técnica y universitaria, sobre primas pagadas a instituciones de seguros, prediales, sobre
espectáculos y diversiones públicas, sobre sacrificio de ganado, sobre anuncios, bardas y
banquetas, al fomento de la minería, sobre pavimentos y drenajes, de plazas y mercados, de
panteones, a la exportación, sobre loterías, rifas, sorteos y juegos permitidos, para campañas
sanitarias, prevención y erradicación de plagas -como la de la garrapata-, sobre herencias y
legados, sobre erogaciones por remuneración del trabajo personal, sobre la renta, sobre el valor
agregado, sobre el activo, sobre la propiedad raíz y derechos de patente, sobre el traslado de
dominio, sobre adquisición de inmuebles, sobre casas de moneda, sobre correos, sobre el registro
de extranjeros, sobre pasaportes, sobre réditos y frutos de capitales nacionalizados no
enajenados, de capitación, sobre caminos, sobre energía eléctrica, sobre producción y consumo
de tabacos labrados, sobre gasolina y productos derivados del petróleo, sobre cerillos y fósforos,
sobre aguamiel y productos de su fermentación, sobre explotación forestal, sobre producción y
consumo de cerveza, sobre aguas envasadas, sobre producción y consumo de algodón, de avería,
de almirantazgo, de caldos (vinos y aguardientes), sobre ingresos mercantiles, sobre utilidades
brutas extraordinarias, al celibato, sobre puertas y ventanas, sobre caballos, derechos de todas las
clases imaginables, contribuciones especiales, etc., además de otros tipos de exacciones
(seguridad social, Infonavit, etc.), todo ello durante décadas y sin que el país haya logrado el
dejar de tener a millones y millones de gobernados -más de la mitad de su población- en
condiciones de miseria o huyendo desesperadamente de él.
¿Acaso tendrán que reescribirse los llamados “textos gratuitos” para que nuestros
educandos ignoren la realidad histórica y se conviertan en pasivos admiradores de quienes
explotan el poder y siguen saqueando al país o en siervos sumisos limitados a tributar sin chistar?
¿Será ésa la clase de educación que nos depara el moderno régimen de “libertad duradera” con
el que se abandera el neoimperialismo globalizador, invasor y pseudodemocrático al que ahora se
pretende subordinarnos nacionalmente desde la hacienda y la cátedra conjuntadas? ¿Será ése el
nuevo catecismo oscurantista o facista que se pretende imponernos por la vía de la persuasión y
la propaganda, remando contra la corriente de toda la investigación histórica, ocultando la verdad
y deformando la realidad? ¿Serán tan ingenuos los educandos de hoy como para tragarse tamañas
ruedas de molino sin hacer gestos cuando menos? ¿Serán tan torpes los educadores como para
inculcar una cosa mientras saben en carne propia de la contraria y, sabiéndolo, exponerse a
preguntas que jamás podrán contestar sin contradecirse o sin que les salga algún estudiante
quisquilloso que los ridiculice exhibiéndoles cualquier muestra en contrario con la nota de prensa
del día para que todos acaben “pitorreándose” de semejantes imitaciones de pedagogos?
¿Será imaginable siquiera que cualquier jovencito con un mínimo de capacidad de
raciocinio deje de notar que los vecinos de su casa o colonia, enquistados en las altas
burocracias, se enriquecen de la noche a la mañana, conducen los más lujosos vehículos y viven
en enormes residencias ubicadas en fraccionamientos privados y sobrevigilados, mientras sus
propios abuelos hacen cola a la intemperie para recibir pensiones de miseria, o sus padres, con
enormes esfuerzos, apenas alcanzan a mantener a la familia trabajando de sol a sol, viviendo en
suburbios dominados por pandillas o sufriendo la falta de medicinas en las instituciones oficiales
legalmente obligadas a proporcionárselas?
¿O podrá ocultársele, sobre todo en los medios rurales, que sus padres o hermanos han
tenido que emigrar al extranjero, exponiendo sus vidas, para tratar de sobrevivir a tanta miseria y
que su único futuro concebible será el de imitarlos porque el campo está en la ruina y nadie
quiere trabajarlo en razón de las migajas resultantes?
Y, aun siendo hijos de los beneficiarios exclusivos del poder, gozando de amplias
riquezas, ¿podrán dejar de sentirse tan delincuentes como ellos cuando adviertan que sus
riquezas familiares proceden aceleradamente -o como por alguna clase de “milagro” más
multiplicador de panes que el de Jesús- del ejercicio de algún cargo público de sus progenitores
mientras el resto del vecindario y del país se siguen hundiendo en la miseria?
Peor aún: ¿en qué podrá consistir la famosa cátedra de “civismo fiscal”, si ante tales
realidades nadie podrá creerles que el impuesto sirva, por ejemplo -y a partir de la patraña más
elemental que se nos predica desde el texto Constitucional-, “para sufragar el gasto público”,
pues la inseguridad y la miseria circundantes evidencian o denuncian a todas luces que no existe
más “gasto público” que el de los sueldos, privilegios y rapacidades cotidianas e impunes de la
burocracia y los partidos nacionales, esos que ostentosamente se llevan todo lo recaudado, con
derecho o sin él, y porque ni siquiera han disimulado su voracidad insaciable emitiendo una ley
que se las limite, al menos por imitación de las que existen en muchos países sudamericanos no
menos tercermundistas que el nuestro? ¿O podrá hablárseles en serio de contribuir “de manera
proporcional y equitativa”, según dice la Constitución, mientras no hay autoridad tribunalicia
alguna que declare inconstitucionales las operaciones multimillonarias del gran capital que
operan exentas en Bolsa y de las que a diario sabemos, cuando menos a través de los peródicos?
¿Podrá hablársele al educando de los beneficios del tributo aduciendo que gracias a él
existen escuelas, policías, servicios públicos, etc., pese a que sean tan notoriamente escasos y
deficientes, además de que ningún incremento impositivo, a lo largo de toda la historia patria,
haya servido en forma alguna para remediarlos, máxime cuando la ciudadanía termina por pagar
su propia enseñanza ante la inutilidad de la oficial, por emplear servicios privados de vigilancia
para protegerse hasta de la policía convencional misma o por tomar a su cargo los servicios
públicos más elementales que requiere -agua acarreada desde muy lejos, basura que nadie
recoge, alumbrado que no funciona, etc.- y que el Estado sigue siendo descaradamente inepto o
negligente para proporcionárselos?
¿Podrá creerle a toda clase de mentirosos, desde los enquistados en el poder convencional
hasta los ingenuos locutores de los medios que pretenden informar sin saber que desinforman,
repitiendo como autómatas y sin la menor reflexión que “sólo aumentando los impuestos”, o
“sólo ampliando la base” o “sólo contribuyendo todos”, etc., es como podremos resolver los
problemas que padecemos, pese a tener en las narices la verdadera realidad de que nuestra
burocracia -la más sobrepagada y privilegiada del planeta- siempre termina por llevarse todo
cuanto se recaude y ningún incremento tributario podrá llenar jamás tamaño “barril sin fondo”?
¿Qué clase de civismo fiscal podrá inculcársele a nuestro estudiantado -a cualquier nivel
escolar- si por un lado se le predica que el impuesto sirve para realizar obras públicas y, por el
otro, el propio estudiantado observa y sufre el que ni siquiera haya aulas o pupitres en su escuela,
el que deba caminar entre lodo y piedras para asistir a clase, el que la inmensa mayoría de sus
maestros siempre estén de asueto o en líos sindicales, el que la construcción misma se encuentre
en ruinas, el que tenga goteras que nunca se reparan, el que carezca de vidrios en las ventanas,
etc., y el que no haya, en suma, gobierno alguno que ponga en orden a tales sujetos -muchos de
los cuales se jubilan hasta con cinco pensiones- ni que proporcione los recursos públicos
suficientes para repararlas?
¿Cómo podrá educarse a nuestros estudiantes en la supuesta conveniencia de tributar si a
cualquiera de ellos le bastará con leer en los periódicos que las operaciones multimillonarias
operadas en bolsa -ventas de cadenas bancarias, aerolíneas, etc.- están indiscutiblemente exentas,
mientras nuestros diputados todavía debaten seriamente si deben gravarse o no sus colegiaturas,
sus alimentos y hasta las revistas panfleteras o chismorreras con las que se sobreidiotizan o
entretienen, siguiendo el ejemplo, incluso televisado, de los propios diputados que peroran y
alegan sin que ni ellos mismos se escuchen entre sí, pues bien enterados están de la inutilidad de
sus demagogias habituales y sólo piensen en reelegirse para seguir gozando indefinidamente de
tal desgracia nacional?
¿Qué tipo de educación cívico-fiscal podrá impartírsele a nuestros educandos cuando
nuestra propia legislación permite a las autoridades fiscales el auxilio de la fuerza pública, el
rompimiento de cerraduras, el secuestro de bienes o la intervención de negociaciones hasta por la
multa más insignificante, es decir, cuando a partir de la propia legislación que nos rige se
fomenta e inculca la violencia oficial como un rasgo distintivo más de su ineptitud para recaudar
a través de una debida visión de Estado, cabalmente ejercida, y, a la vez, de esa hipotética
“aldea global” que se publicita como “la más altamente civilizada” de todos los tiempos, la de
“los buenos” que invaden a “los malos”, la que ha llegado al extremo de haberle puesto “fin a la
historia” y que hoy por hoy es corona y remate “del triunfo del bien sobre el mal” después del
“choque de civilizaciones” con el que se pretende extinguir la cultura para imponer la
contracultura del mercado y su correlativa vulgaridad, pues de los necesitados y de los simples se
nutren la subordinación y la esclavitud al imperio?
¿Acaso serán tan ingenuos nuestros estudiantes como para no advertir que el terrorismo
de Estado es peor que el otro, y que es el estatal, precisamente, el que provoca el surgimiento del
individual o grupal a partir de la desesperación y el hambre? ¿O a menos que se pretenda, a
través de las susodichas clases de civismo fiscal, que nuestros estudiantes se conviertan en los
terroristas del futuro, porque tarde o temprano terminarán dándose cuenta de que al
funcionariado y a la partidocracia de cualquier Estado insaciable y corrupto no hay otra forma de
combatirlo que con el terror, la sedición, la protesta armada y la incitación al enfrentamiento con
la policía o el ejército para activar el vandalismo y acabar en el caos social, toda vez que el
hambre y la miseria no tienen principios o leyes ni acatan dictados o cátedras sin acudir a la
sangre para hacerse valer?
No cabe dudar (¡y líbrenos Dios -como diría la vieja conseja religioso-pueblerina-, de
atrevernos a intentarlo siquiera!) que los nuevos catedráticos fiscales emanados de la propia
burocracia tendrán absoluto éxito en su encomienda educativa. Imagínese Ud. que de pronto el
estudiantado recibe, en vez de su descamisado o enchamarrado profesor de todos los días, casi
siempre greñudo y desaseado, a un excelentemente vestido grupo de expositores dotados de toda
clase de equipos electrónicos para pasarles “cinito” mediante los más avanzados sistemas
audiovisuales de exposición y con todo el material preelaborado. ¿Cómo cree Ud., paciente
lector, que reaccionen ante tal parafernalia de luz multicolor y sonido estereofónico a la que
jamás habían tenido acceso porque en su escuela ni para pizarrones y gises alcanzaban? Es obvio
que se quedarán estupefactos o anonadados ante tamaña exhibición de poder del Estado para
inducirles “con blandas razones” -como las doncellas del Poema de Parménides- a la obligación
de pagar impuestos desde la cuna hasta la tumba, aun cuando a tal edad sólo se les eduque para
estar dispuestos a ello, puesto que cabe suponer que aún no son “contribuyentes” y, como están
las cosas, a lo mejor nunca lo serán, pues nada impide dudar que terminen de emigrantes o
acaben ejerciendo de limosneros?
Peor aún: el problema vendrá después.
¿Qué pasará cuando sepan que tales artilugios representaron millonadas de pesos
desperdiciados en aquella exhibición de “cinito”, cuando estén en edad de saber para qué se usan
los impuestos y entiendan lo caro que nos resultan a todos los mexicanos tales exhibiciones de
buen vestir y mejor lucir, o cuando sepan de los despilfarros electoreros y el saqueo de recursos
del país al que diariamente nos someten las burocracias nacionales? ¿Seguirán quedando tan
“apantallados” como ocurrió durante la exhibición de varios años atrás?
¿Qué ocurrirá cuando tengan que emigrar o deban delinquir para sostenerse y alimentar a
sus familias, pese a que se les predicó hasta el cansancio que “el impuesto sirve para redistribuir
la riqueza”, que con lo recaudado “mejoran los servicios del Estado”, que gracias al tributo
“tenemos un país independiente, libre y soberano”, o que “si todos pagamos impuestos esto será
Jauja”, y por sí mismos observen que a pesar del paso de los años, los sexenios, los siglos y los
milenios, jamás se ha progresado gracias al tributo, sino a pesar de él?
No nos engañemos: el tributo es la institución más anacrónica, arbitraria y perversa de la
historia. Ningún gobierno se ha preocupado jamás, por ejemplo, de reemplazar el impuesto por el
derecho, pues el primero es simple recaudación, mientras que el segundo implica una
contraprestación y, por ende, la necesaria obligación oficial de proporcionar un servicio y que,
además, sea de calidad. La única forma como se justifica la obesidad de todo aparato burocrático
es cuando se proporcionan servicios eficientes a la ciudadanía, no cuando se convierte el poder
en un medio cómodo de lucrar con el trabajo de ella. Y jamás se justificará que el ejercicio de los
cargos públicos, a cualquier nivel, implique remuneraciones y privilegios superiores a los de
cualquier otro trabajador no engranado en las esferas del poder. Mientras esto no ocurra, ninguna
clase de civismo fiscal podrá alcanzar resultado positivo alguno, pues una cosa es educar y otra,
muy distinta -pero de veras que muy distinta- el mentir y engañar.
Todavía más: la propia palabra civismo tiene por sinónimos -confirmables mediante
cualquier diccionario alusivo al tema-, las expresiones: patriotismo, lealtad, celo, nacionalismo,
interés, conciencia, amor, fervor y respeto. Dicho en otras palabras, civismo significa convicción
e idiosincrasia, arraigo y respeto por la propia cultura, noción de independencia y sentido de
civilidad, todo ello por contraposición al arcaico salvajismo que impide la existencia de la
sociedad misma en tanto que vínculo nacionalista y posibilidad de convivencia pacífica y
ordenada, pues la propia etimología del término civil o civilis significa ciudadano, tal como se
acuñó en el siglo XII para destacar la existencia del hombre libre frente a la vieja noción del
súbdito, siervo o esclavo, únicamente condenado a tributar y servir, de modo que nada resulta
más incongruente y paradójico que hablar ahora de “civismo fiscal”, toda vez que el primero de
tales términos significa liberación, igualdad y dignidad, mientras que el segundo sigue
significando servilismo, esclavitud y subordinación. ¿Podrán explicarle tal incongruencia
conceptual a nuestros educandos los nuevos pedagogos del “civismo fiscal”? Y, si ya teníamos
bastante con la supuesta “asistencia al contribuyente” -que jamás ha dejado de ser otro fracaso
hacendario más, al igual que el de la sindicatura y todas las demás idioteces por el estilo, desde
las “maquinitas” hasta las “maquinotas”-, ¿habrá que entender esta novísima tesis del “civismo
fiscal” como una nueva versión de “asistencia”, aunque ahora enfocada “al futuro
contribuyente”?
¿Tan empeñadas así seguirán nuestras autoridades en seguir actuando como “burros de
noria”, dándole vueltas, interminablemente, al mismo agujero, sin acabar de convencerse que la
mejor forma de educar es con el ejemplo?
¿Serán tan ciegas que todavía no adviertan el hecho de que Sócrates, como Jesús de
Nazareth, jamás escribieron una sola línea publicable y, sin embargo, nos dieron los mejores
ejemplos de dignidad y sacrificio?
Mientras no se tenga el debido respeto, efectivamente evidenciado, por la mesurada,
honesta, limitada y prudente aplicación de lo que se recauda, a pesar de que sea poco o mucho,
jamás funcionará enseñanza o prédica alguna para acrecentar el tributo, pues a la resistencia
natural por erogarlo debe añadírsele siempre la justificación que verdaderamente proceda
contraponerle a tal resistencia. Y dicha justificación no cabe manipularla con propagandas,
persuasiones, convencimientos, monigotes, cátedras ni demagogias, sino con leyes efectivamente
aplicables y aplicadas, con restricciones y limitaciones serias al dispendio gubernativo, con
medidas efectivas de justicia tanto para los abusos de la burocracia como para las actuaciones de
los gobernados, y, en suma, para decirlo en pocas palabras, ajustándose literalmente a las
recomendaciones de Confucio transcritas al principio de este trabajo, pues desde hace milenios
han quedado perfectamente establecidas las condiciones cívicas al respecto y el único problema
es que no queremos o no sabemos aplicarlas.
Es triste, pero ya se nos tiene acostumbrados a la mentira oficial en todos los órdenes:
desde la caricatura de lagartija en la que se convirtió el escudo nacional durante el presente
sexenio, pese a que todo Presidente de la República formalmente jure, al tomar posesión, que
hará cumplir la Constitución y las leyes que de ella emanen, de modo que si la Ley sobre el Uso
y Empleo del Escudo, la Bandera y el Himno Nacional es una de esas leyes y no se cumple, ya
desde allí comienzan a percibir nuestros educandos para lo que sirven en manos del poder y, por
ende, para lo que sirve la tributación misma.
Pero es que esta idiosincrasia de simulación e hipocresía ya nos viene desde la forma
como manejamos el nombre mismo de nuestro país: pronunciamos México con j, no con x, y no
tenemos la honradez ni de escribirlo como corresponde o de pronunciarlo como lo escribimos.
Finalmente, volviendo al ámbito de la temática fiscal, tampoco en él aceptamos la
realidad de la que se trata, pues bien sabemos, para ejemplificarlo, que el historiador latino
Suetonio, en el capítulo alusivo al “Divino Vespasiano”, dentro de su obra: “Vidas de los Doce
Césares”, ya hacía notar que Tito, el hijo del emperador, y después emperador también él, le
reprochara por el impuesto que su padre estableció ¡sobre la orina!. A lo que Vespasiano replicó,
colocando bajo la nariz de su hijo la primera suma de dinero que le había reportado dicho
impuesto, con la no menos cínica pregunta sobre: “si le molestaba su olor”; y “al responderle
Tito que no”, con todo descaro le dijo: “y, sin embargo, es el producto de la orina”.
Obviamente, desde la postura de Vespasiano al establecer dicho ¡impuesto a la orina!,
hasta el cinismo de Pedro el Grande, al crear el ¡impuesto a la barba!, o hasta los tiempos
actuales de este México que en tiempos de Santa Anna gravaba caballos, puertas y ventanas, y
que en el presente sexenio ha debatido seriamente si se establece sobre las medicinas y los
alimentos, no hay más diferencia que el tiempo transcurrido entre el cinismo fiscal de todas las
épocas y la desvergüenza de pretender convencernos de pagar por la vía de la cátedra, es decir,
que tan cínicos fueron aquellos tiempos como siguen siéndolo los actuales, pues no cabe ignorar
que el impuesto a la orina subsiste en los cobros de los estados y municipios a través del
calificativo de “pavimentos y drenajes”, o que el impuesto a la barba también subsiste a través de
las nociones del “valor agregado” y de la “renta” que gravan rastrillos, espumas, jabones,
lociones, agua, etc., de modo que quizá las clases de “civismo fiscal” que nos impartan los
nuevos educadores hacendarios seguramente comenzarán por explicarnos cómo ha sido posible
que, si todo ha estado y sigue estando gravado desde el origen de los tiempos, todavía haya
hambrunas fatales en todo el planeta, criminalidad impune en todos los países, miseria
irremediable en todas las ciudades, inseguridad fatal en todo el mundo, etc., y, por contraste,
además de exentas las multimillonarias operaciones en bolsa, bien enriquecidas todas las
burocracias del orbe después de unos pocos meses o años de “trabajo” en el ejercicio del poder.
¿Podrán explicar y justificar tal realidad nuestros nuevos pedagogos de la fiscalidad
civilizada?
O, ¿se limitarán a reproducir los “monitos” idiotizantes a los que nos tienen
acostumbrados desde la famosa Lolita?
Es de temer, en mi modestísima opinión, que no lograrán convencer ni a los niños de las
“escuelas de lento aprendizaje” y, muy probablemente, dicho sea con el mayor de los respetos,
ni a los infantes afectados con “parálisis cerebral”.
¿Para qué, entonces, esta nueva farsa dispendiosa del “civismo fiscal”? ¿No serán ellas,
las propias “autoridades fiscales”, las que requieren de un poco de decencia y un mucho de
cultura, para comenzar a enfrentarse a la verdad y entender de una vez por todas la auténtica
realidad nacional?
LOS “ELEMENTOS ESENCIALES” DEL IMPUESTO
Y LA “FACULTAD REGLAMENTARIA”
Los artículos 48 y 63 de la nueva Ley Federal de Procedimiento Administrativo recogen
la idea de los llamados “elementos esenciales” o “elementos constitutivos” de los impuestos que
ya refería así el artículo 248 del Código Fiscal de la Federación.
El tema es de interés porque tales “elementos esenciales” aún se discuten en el Pleno de
la Suprema Corte con respecto a tópicos tan diversos como, por ejemplo, las atribuciones de
cada una de las Cámaras Legislativas de acuerdo con el artículo 72 Constitucional; la
constitucionalidad o no de los nuevos ordenamientos tributarios cuando en ellos intervenga -más
allá de su iniciativa y promulgación- el titular del Poder Ejecutivo y a lo cual se le llama
“facultad reglamentaria”; las atribuciones conferidas a las autoridades hacendarias en cuanto a la
formulación de iniciativas legales y cobros de contribuciones; los criterios de interpretación de
las leyes fiscales a partir del texto previsto en el primer párrafo del artículo 5 del Código Fiscal
de la Federación sobre dichos “elementos esenciales”; etc., de modo que terminan implicándose
en el tema desde la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, la Ley Orgánica de
la Administración Pública Federal y la Ley de Amparo, pasando por el Código Fiscal de la
Federación y las leyes tributarias convencionales, hasta la Doctrina, la Jurisprudencia y la
Filosofía del Derecho, máxime cuando también se debate la Suprema Corte, lo que realmente
deba entenderse por “materia fiscal” y si los cuatro conceptos clásicos que muchos doctrinarios
toman por “esenciales” -sujeto, objeto, base y tasa o tarifa, según el Código Fiscal de la
Federación, porque ya se olvidaron, en éste, de la cuota- debieran ser asumidos en forma
“aislada”, es decir, sin los aspectos colaterales relacionados con ellos, o si sólo deben entenderse
conjuntados, dado que tales “aspectos colaterales” -lugares, fechas y medios de pago, retención,
traslado, acreditamiento, entero, declaraciones, anticipos, formas, inscripciones, etc.- suelen
resultar tan importantes como éstos para efectos recaudatorios, de modo que el tema termina
fatalmente por desconcertar, en igual grado, tanto a los doctrinarios como a los propios
Ministros, quienes -definitivamente, en lo que concierne a la materia tributaria- siguen dando
“palos de ciego”, tal como ocurrió en uno de sus más recientes debates televisados.
Y, por si todo ello fuese poco, el tema también repercute en los ámbitos de los principios
constitucionales -especialmente en los de legalidad, de división del poder y de reserva de ley, de
modo que resulta verdaderamente fundamental el precisar, por lo menos, tres tópicos concretos:
1.- Qué es lo que deba entenderse por “materia fiscal” para cualquier efecto jurídico.
2.- Si existen o no tales “elementos constitutivos” o “elementos esenciales” del tributo,
del impuesto o de la contribución -dado que indistintamente y con igual sentido se emplean
legislativamente las tres expresiones-.
3.- Si los actuales aspectos considerados como “complementarios” o “colaterales” de la
obligación tributaria son o no tan importantes o esenciales como los actualmente considerados
así, pues todo termina por desembocar en la llamada “facultad reglamentaria”, la cual exige un
análisis indispensable para ahondar en el tema.
Ahora bien, para atender a estos tres problemas es menester comenzar por despojarse de
toda clase de prejuicios derivados de la doctrina tradicional respectiva, pues para nadie es un
misterio que ésta se ha limitado a justificar la arbitrariedad de origen que milenariamente ha sido
propia de todo tributo, impuesto o contribución, pues nunca ha dejado de ser una simple
manifestación del poder para oprimir a los gobernados, llámense como se llamen. Y la historia
completa de la humanidad es la prueba más contundente e incontrovertible, de modo que, si
partimos de la evidencia histórica y de la realidad que tantos soslayan u ocultan, el análisis
siguiente será bastante más simple de lo que su complejo planteamiento previo induciría a creer.
A.- LA LLAMADA “MATERIA FISCAL”.
A lo largo de su historia, la Suprema Corte de Justicia de la Nación jamás ha definido lo
que realmente deba entenderse por materia fiscal, pues las tres tesis de la Quinta Epoca, por
ejemplo, que la referían -Semanario Judicial de la Federación LIII, p. 3055; LV, p. 1583 y LVI,
p. 2938- coincidieron en limitarse a señalar literalmente que: “por materia fiscal debe entenderse
todo lo relativo a impuestos o sanciones aplicadas con motivo de la infracción a las leyes que
determinan dichos impuestos”, de modo que, al reducirla a “todo lo relativo” y ser esa totalidad
las leyes fiscales, resulta que, para tal entidad de gobierno, la materia fiscal es la imposición
misma, sin más requisito que el de legislarla, de modo que, oficialmente y sin más, el Estado
Mexicano admite o reconoce la arbitrariedad ancestral de todo tributo.
Desde siempre, la Corte sigue siendo extremadamente cuidadosa en abstenerse de
cualquier clase de pronunciamientos distintos al señalado, pues bien intuyen nuestros Ministros
que la arbitrariedad del tributo es una realidad demasiado obvia como para discutirla, toda vez
que:
1.- No existe propiamente la materia fiscal en el contexto de un criterio de juridicidad
racional y racionalizable para efectos de hablar legítimamente de Derecho, sino sólo el mandato
del poder que impone la recaudación como única vía hasta ahora empleada para sostener al
aparato burocrático, de tal forma que lo impositivo o recaudatorio no obedece, en origen, a
razones jurídicas, sino puramente económicas y mayormente políticas, aun cuando después se le
haya intentado dar alguna justificación jurídica que jamás podrá ocultarse el que le quede por
demás forzada.
2.- En consecuencia, ahondar en el análisis de lo que deba entenderse por materia fiscal
no pasaría de llevarnos a la conclusión de que se trata de la arbitrariedad clásica del poderoso
sobre el sojuzgado, llámesele como se le llame a uno y a otro, y según la época histórica de la
que se trate, pues lo mismo da que el poderoso sea denominado faraón, emperador, rey, señor
feudal o presidente y que el sojuzgado sea llamado esclavo, cautivo, súbdito, siervo o ciudadano,
toda vez que se sigue obedeciendo a la imperatividad o imposición que todo tributo entraña por
naturaleza, de modo que “aunque la mona se vista de seda, mona se queda”.
B.- LOS FAMOSOS “ELEMENTOS ESENCIALES”.
La esencia, lo mismo para Platón que para Aristóteles, nunca fue otra cosa que lo propio
o distintivo del ser mismo, a diferencia de la sustancia y de los accidentes, que representan,
respectivamente, la modalidad o cambio que puede asumir el ser y los efectos o incidentes que
acuse durante tal cambio. De allí que, cuando se habla de la esencia de algo, lo que se pretende
definir es su naturaleza distintiva e invariable, lo que le define y configura ineludiblemente como
tal.
Y dado que el tributo e impuesto son sinónimos de una manifestación unilateral,
incontrovertible y arbitraria de voluntad, mientras que la contribución puede derivar de una
imposición o ser espontánea del que se obliga por sí mismo, nada difícil resultará concluir que lo
único esencial del tributo o impuesto es la coerción de un ser humano sobre otro, mientras que la
contribución -dado el resquicio de la posible libertad volitiva del espontáneamente
comprometido-, resulte más congruente con criterios de auténtica democracia y de un verdadero
orden de Derecho -cuando realmente los haya una y otro- y menos congruente, lógicamente, con
simples absolutismos o dictaduras de cualquier clase.
Por desgracia, ni existe la democracia auténtica en parte alguna del mundo -sólo la hubo
hace milenios en el llamado Siglo de Pericles-, ni las leyes tributarias han dejado de ser y de
llamarse como se llaman, ni tampoco cabe desconocer que, dentro de un verdadero régimen de
Derecho, sería la contribución -y no el tributo o el impuesto- el único término que
adecuadamente cupiese emplear para “civilizar” tal arbitrariedad -aún más milenaria- y ello en
atención a que progresivamente se haya “juridizado” bajo la máscara de lo que hoy se llama
“Derecho Administrativo”, eufemística noción con la que se disimula y mezcla lo opresivamente
recaudatorio y lo gubernativamente aplicativo.
Sin embargo, para efectos de nuestro análisis, el tributo, impuesto o contribución, tal
como sobrevive hoy en día, sigue siendo una mera arbitrariedad del poder, a pesar de que se
disimule bajo las máscaras de la “juridicidad”, la “administración”, el “presupuesto”, etc., lo cual
induce a concluir que, lo único esencial en él, es la coercitiva obligación de dar, lo mismo si lo
establece una “dictadura” que una “democracia”, por lo que los únicos elementos que pueden
merecer el calificativo de esenciales son: a) el que impone el tributo, b) el que lo entrega o paga,
y c) la materia u objeto que se entrega por tal razón o sinrazón.
Consecuentemente, cuando se habla del “hecho imponible” -a la usanza de los teóricos
argentinos-, o del “objeto” -entendido como objetivo o finalidad de la recaudación misma, según
la escuela española original, o como fuente o materia de la que cabe desprenderlo, según la
teorización contemporánea, incluyendo la anglosajona-, e incluso de la “base” y de las “tasas o
tarifas” -que nunca pasarán de ser meros instrumentos para cuantificarlo-, no es de elementos
esenciales de lo que efectivamente se trata, sino de conceptos materiales, teleológicos e
instrumentales, respectivamente, de tal suerte que no procede confundir la esencia con la
sustancia o con los accidentes, ni cabe suponerle más esencia a todo tributo que la arbitrariedad
misma que envuelve a esos “elementos”, por ello mismo aducidos indebidamente como
esenciales al tema. Más aún: ni siquiera la ley podría considerarse elemento esencial, pues, con
ella o sin ella, el tributo ha sobrevivido desde siempre.
En tal virtud, ni cabe que los señores Ministros de la Corte se devanen los sesos
debatiendo si el acreditamiento, las tarifas, los anticipos y demás conceptos secundarios pudieran
ser “esenciales” en “materia fiscal”, ni cabe tampoco que se pierdan en bizantinismos sobre la
naturaleza de esta última para evadir el deber juzgatorio que les concierne con respecto a la
constitucionalidad de los ordenamientos fiscales que se emiten, y menos aún cuando lo hacen
pretextando elucubrar sobre la esencialidad o no de sus elementos, pues ya desde la Quinta
Epoca les quedó perfectamente precisado lo incontrovertible: que la materia fiscal es “todo lo
relativo” a las leyes que tengan o revistan tal carácter exactor, lo cual, dicho en términos simples,
equivale a reconocer su nota distintiva o esencia pura. En otras palabras: “te pongas como te
pongas, Juan te llamas”.
C.- LA IMPORTANCIA -Y EXISTENCIA O NO- DE LOS ELEMENTOS
CONSIDERADOS COMO “COMPLEMENTARIOS” O “COLATERALES”.
Ni desde el punto de vista político-económico -que es y ha sido siempre la esencia última
de todo lo tributario-, ni desde cualquier punto de vista jurídico que quiera emplearse para
convalidar la necesidad dominadora y económica de todo gobierno a efecto de instituir el
llamado “Derecho Fiscal” puede, legítimamente, aducirse que los elementos no calificados o
reconocibles como “esenciales” se soslayen o ignoren en forma alguna, tanto porque la Corte los
incluye dentro de esa masa genérica a la que califica como “materia fiscal” y que comprende repitámoslo- todo cuanto las leyes tributarias establezcan, ni tampoco porque pudiera caber el
elevarlos a una condición de rango especial -así sea pretendidamente secundario, al menos para
enfatizar la importancia de los que se tratan como “esenciales”-, pues finalmente ni siquiera son
elementos del tributo, sino el mero entorno, requisitación, instrumentación o mecanismo práctico
para que éste pueda formalizarse o manifestarse como tal en el plano de esa realidad siempre
arbitraria, pero así “juridizada”.
Dicho en otras palabras, el abordar temas como los de las declaraciones, los lugares o
medios de pago, las formas, las inscripciones, las retenciones, los acreditamientos, las tarifas,
etc., no necesariamente implica la existencia de “elementos complementarios” o “colaterales” o
“secundarios” del tributo, correlacionándolos así con los calificados como “esenciales” para
exaltación y gloria de estos últimos, pues ni éstos requieren de aquéllos para ser tales o para
configurar la naturaleza última de todo lo tributario ni cabe tomar aquéllos a título de
“elementos” cuando no pasan de ser sino meras condiciones operativas de la entidad que lo hace
exigible. Una cosa es, pues, que la naturaleza coercitiva de todo tributo implique la preexistencia
de dos sujetos o entidades que se relacionan por la exigencia u obligación de dar que una le
impone a la otra, con ley o sin ella, así como la cosa misma que les liga en razón de tal finalidad,
y otra, muy distinta, el que las leyes establezcan todas las figuras jurídicas imaginables y por
imaginar para regular las relaciones, operaciones y condiciones prácticas entre uno y otro sujetos
con respecto a la cosa misma que deba finalmente entregarse a título de tributo, impuesto o
contribución.
En tal virtud, no existen “elementos complementarios” o “colaterales” o “secundarios”
del tributo, sino requisitos o medios necesarios a contener en las leyes fiscales para formalizar la
relación tributaria bajo parámetros de aparente juridicidad. A lo largo de toda la historia,
mientras no se legisló formalmente sobre ello, tales “elementos” jamás existieron, de modo que
tampoco adquieren valor alguno hoy en día como tales, ni siquiera bajo la careta de esa
incipiente democracia por la que se aspira y que se ha idealizado en exceso el que pueda
convalidar tal clase de exacción coercitiva sobre los gobernados. En suma: “a mí no me digas tío,
que ni familiares somos”.
CONCLUSIONES PRELIMINARES.
De los tres apartados previos cabe desprender algunas conclusiones, ya de por sí obvias,
pero que conviene subrayar para entendernos con claridad en líneas subsecuentes:
1.- Materia fiscal son las leyes fiscales, es decir, los medios o instrumentos que se
emplean jurídicamente para convalidar en nuestra época la vestidura con la que el Estado trata -a
través de uno de sus elementos, que es el gobierno- de satisfacer su necesidad política de
superponerse a los gobernados en términos de autoridad o poder y, a la vez, de atender a su
exigencia económica de remunerar tales servicios autoritarios mediante la aportación de los
medios -ahora predominantemente monetarios- que le entreguen sus gobernados con apoyo en tal
clase de leyes.
2.- Los únicos elementos del tributo son los que representan su ser mismo o esencia: a) un
sujeto que impone tal clase de cobro y lo ejecuta; b) un sujeto que es objeto de dicho cobro o
ejecución; y c) una cosa que, por cualquier razón o sinrazón -impuesto, diezmo, capricho,
emergencia, etc.-, esté obligado a darle uno a otro para redondear la relación así establecida.
3.- No existen elementos secundarios del tributo, pues viene a ser el entorno legal
instituido el que conserva indefinidamente dicha relación a través de todos los medios o “figuras
jurídicas” de los que se reviste para que lo verdaderamente esencial de aquél subsista como tal.
4.- La auténtica “materia fiscal”, en suma, no consiste ni deriva de las leyes que
establecen los tributos, sino que es el tributo mismo, pero es el entorno “legalista” creado por el
Estado lo que le permite a éste el llevarlo a la práctica como si fuese lo esencial de la susodicha
materia.
Así las cosas, y en razón de lo expuesto, cabe volver a nuestra problemática como sigue:
A.- El artículo 72 Constitucional, en su primer párrafo y en su inciso h), textualmente
señala lo siguiente:
“Todo proyecto de ley o decreto, cuya resolución no sea exclusiva de alguna de las
cámaras, se discutirá sucesivamente en ambas, observándose el reglamento de debates sobre la
forma, intervalos y modo de proceder en las discusiones y votaciones.”
“h) La formación de las leyes o decretos puede comenzar indistintamente en cualquiera
de las dos cámaras, con excepción de los proyectos que versaren sobre empréstitos,
contribuciones o impuestos o sobre reclutamiento de tropas, todos los cuales deberán discutirse
primero en la Cámara de Diputados.”
No se requiere, pues, de mayores análisis -toda vez que son los artículos 74 y 76 de la
misma los que aluden a las facultades exclusivas de cada una de las Cámaras-, para concluir que:
a) los proyectos de ley en materia fiscal deben discutirse sucesivamente en las dos;
b) dichos proyectos invariablemente requieren el ser discutidos primeramente en la
Cámara de Diputados para que sean válidos; y
c) es requisito, para acreditar dicha discusión, la observancia del reglamento de debates,
lo cual conlleva cuatro factores a cumplir ineludiblemente: formas, tiempos, intervenciones y
votaciones.
En consecuencia:
a) Si no se discute el proyecto de ley alusivo a la materia fiscal sujetándolo al estricto
cumplimiento de tales formalidades, el ordenamiento resultante que se publique es
inconstitucional.
b) Si no se discute primero en la Cámara de Diputados y después en la de Senadores tal
ordenamiento fiscal -también por este segundo motivo- deviene inconstitucional.
B.- El criterio de interpretación que contempla el numeral 5 del Código Fiscal de la
Federación, obligando a que ésta sea estricta, y restringiéndola así a los cuatro elementos que
menciona: sujeto, objeto, base y tasa o tarifa, excede el contenido exacto de la “materia fiscal”
en cuanto a lo esencial, pues ya vimos que sólo el sujeto, el objeto y lo que se recibe o entrega,
respectivamente, son esenciales; y, además, resulte claro que dicho precepto del Código
“confunda las peras con las manzanas”, pues ni la base ni la tasa o tarifa son elementos del
tributo, sino sólo condiciones necesarias para determinarlo, manifestándose así en defecto de
dicha noción jurisprudencial sobre la “materia fiscal”, toda vez que el criterio tradicional de la
Corte ha sido el de aplicar tal noción a la legislación tributaria en su totalidad.
Consecuentemente, para efectos de lo previsto por el artículo 72 Constitucional, nada
tienen que ver los excesos y defectos contemplados por tal precepto legal, ubicado en un
ordenamiento secundario, pues dada la premisa jurídica de la jerarquía de las leyes, nada tiene
que hacer frente a la Constitución, máxime que las autoridades tribunalicias suelen emplear, en
la práctica judicial, todas las formas de interpretación, de modo que la calificada como “estricta”
sólo cumple una función primaria, aplicativa o circunstancial y dentro de lo meramente
“administrativo”.
C.- En tal orden de ideas, la constitucionalidad de las nuevas leyes tributarias que
sucesivamente atiendan ambas cámaras, comenzando invariablemente por la de Diputados, y
siempre que para dicha atención se sujeten a las formalidades previstas y exigibles en materia de
formas, tiempos, discusiones y votaciones, sólo podrá dejar de ser tal cuando se falte en
cualquier forma a dicho procedimiento, no así discutiendo si los elementos que las integran son
los “esenciales” o no, ni elucubrando sobre la esencialidad de unos y otros conceptos conforme a
los contenidos o prevenciones de las leyes secundarias.
Por ello, no es el contenido de las leyes fiscales, sino el procedimiento constitucional
instituido para atenderlas, lo que debe prevalecer y considerarse en todo momento dentro del
debate judicial.
D.- La famosa “facultad reglamentaria” que, a partir de la primera fracción del artículo
89 Constitucional se atribuye como tal al Presidente de la República -sin que proceda comulgar
con semejante inferencia, toda vez que ni dice eso ni es función del Ejecutivo -atentos a una
auténtica división del poder- la de reglar leyes, sino la de aplicarlas, amén de que “proveer en la
esfera administrativa a su exacta observancia” de ninguna forma significa legislar o
reglamentar, sino administrar o aplicar -que es lo que debiera ser prioritario en un país donde la
mayoría de sus leyes sólo sirven de adorno- ya que se trata de una exageración funcional que
provino de la Constitución de 1824 -no así de la Constitución original de 1814-, y que sólo duró
hasta la de 1857.
Hoy en día, indebidamente se sigue consintiendo tal atropello a la división del poder,
siendo por demás sospechoso que el debate del Poder Judicial dolosamente confunda la facultad
de someter iniciativas legales a la consideración del Poder Legislativo -artículo 71, fracción I,
Constitucional- con una atribución que durante siglo y medio -de 1857 a la fecha- quedó abolida
en definitiva, pero que indebidamente se sigue ejerciendo, tal como ha ocurrido, por ejemplo,
con la regulación presidencial sobre el tributo en especie -tiempo- que se ha impuesto a las
televisoras y medios radiofónicos para aprovechar tales instrumentos de comunicación con fines
de propaganda oficial.
Ocupémonos, pues, a partir de aquí y con mayor detalle, de la susodicha “facultad
reglamentaria”, pues, además de que entre las atribuciones que la Ley Orgánica de la
Administración Pública Federal concede a la Secretaría de Hacienda y Crédito Público sólo
guarden relación con el tema las contempladas en sus fracciones III y XI: “estudiar y formular
los proyectos de leyes y disposiciones fiscales” y “cobrar los impuestos, contribuciones de
mejoras, derechos, productos y aprovechamientos federales en los términos de las leyes
aplicables y vigilar y asegurar el cumplimiento de las disposiciones fiscales”, respectivamente,
sea muy claro el que “formular proyectos” y “cobrar impuestos” nada tenga que ver con la
desaparecida “facultad reglamentaria”, ni tampoco quepa atribuir al titular del Poder Ejecutivo
esa potestad filo, o semi, legislativa de la que se le instituye como depositario único,
vulnerándose de la manera más descarada el principio constitucional de la división del poder
originariamente fragmentado en tres, pues tal división obedece, precisamente, a la necesidad
histórica -por demás imperiosa- de impedir aquella aciaga centralización que caracterizó a toda
clase de absolutismos y dictaduras, sea cual fuere la denominación que por tal motivo recibieran
y en contra de los cuales se ha empeñado históricamente la mayor parte de la humanidad.
Así las cosas, como el tributo es un instrumento político-económico que se ha venido
“legalizando” desde hace un par de siglos, y como tal “legalización” ha implicado una
teorización juridicista para “sustentarlo” o “justificarlo” a los ojos de la humanidad, lo obvio es
entender que, por detrás de tal enmascaramiento deba tenerse siempre presente, y ello en aras de
la más elemental honestidad intelectual, su verdadera naturaleza, claramente configurada por esa
arbitrariedad originaria y esa dominadora y opresiva realidad esencial. Mientras no se tenga la
honradez de admitirlo así, difícilmente prosperará cualquier otro análisis o investigación al
respecto.
En tal orden de ideas, dejarlo en cualquier forma o grado en manos del Poder Ejecutivo
de una nación, cualquiera que ésta sea, representa una renuncia a la premisa de la división del
poder con la que se dio inicio a la ya excesivamente idealizada democratización planetaria por la
que se sigue aspirando universalmente, de modo que ninguna discusión cabe sobre los famosos
“elementos esenciales” con los que se intenta disfrazarlo para inducirnos a suponer que también
existan elementos “no esenciales”, o en alguna forma “secundarios”, y que sea a partir de estos
últimos con lo que los llamados “elementos esenciales” puedan o deban justificarse como tales.
De allí que la llamada “facultad reglamentaria” no sea otra cosa que una aberración, pues
de ninguna parte del texto actualmente contenido en el artículo 89, fracción I, de nuestra
Constitución -y ello desde hace siglo y medio- puede inferirse honestamente que el Presidente de
la República tenga facultades para emitir reglamentos contrariando el principio de la división del
poder, máxime cuando el concepto de administración es admisible cuando se aplica a cosas, no a
personas -porque entonces se convierte en manipulación o dictadura -disfrazada o no-, tal como
se pretende con las “gringadas” de la llamada “administración de recursos humanos” y otras
zarandajas por el estilo para enfatizar y encubrir una nueva forma de esclavitud a través del
“éxito ejecutivo”, el “liderazgo”, la “rentabilidad del subordinado”, la “eficiencia operativa”,
etc.-, de modo que “proveer en la esfera administrativa a la exacta observancia de las leyes”
sólo significa implementar medidas puramente operativas y prácticas para que éstas se cumplan incumplimiento que sigue siendo la máxima desgracia nacional, dado que nuestros presidentes se
dedican a viajar y a predicar, pero no a trabajar- y nunca, definitivamente nunca, para que todo
Presidente se ponga a jugar al “minilegislador” expidiendo reglamentos a diestra y siniestra,
como si con ello resolviera ese problema crónico y endémico que durante décadas sigue
descuidándose de resolver, sea cual fuere la camiseta partidista que el susodicho Presidente lleve
puesta.
Mucho daño nos ha causado la Corte al admitir la susodicha “facultad reglamentaria” y
hasta la supuesta “reserva reglamentaria” por correlación con su otro invento -el de la “reserva
de ley”-, toda vez que de ello se ha derivado el que las tres divisiones del poder estén borradas en
nuestro país, ya que las tres hacen de todo al invadir cotidiana y hasta “legalmente” las
atribuciones de las otras dos, para terminar por hacer mal o dejar de hacer lo que estrictamente
les compete y que debieran cumplir a cabalidad. La prueba más reciente de ello es que, contra el
presidencialismo avasallador del pasado más reciente se ha contrapuesto el actual
antipresidencialismo del Ejecutivo en turno, quien privilegia la inactividad y la indiferencia por
sobre el ejercicio del poder -salvo en lo publicitario, pues lo demagógico sigue siendo crónico,
irremediable y distintivo de la realidad mexicana-, y sin que se altere en lo más mínimo dicha
centralización, toda vez que sólo alterna con la partidocracia, es decir, sin que se vislumbre una
democratización más o menos realizable, pues en México el poder no cambia de esencia, sino
sólo de actores, comparsas y bufones.
OBSERVACIONES FINALES.
La Ley de Amparo, en sus artículos 83, fracción V; 84, fracción I, inciso a); y 114,
fracción I, hace referencia a los reglamentos expedidos por el Presidente de la República en los
términos del artículo 89, fracción I, de la Constitución, así como a los expedidos por los
gobernadores de los Estados. Dicha referencia es infundada y obedece, desde luego, a la
circunstancia de que el Poder Judicial siga consintiendo la existencia de la susodicha “facultad
reglamentaria” mediante una interpretación trasnochada de la Constitución actual, es decir,
como si aún nos rigiera la vigente de 1824 a 1857, máxime que es una tesis apoyada por algunos
“doctrinarios” que se vieron precisados a convalidar tal aberración para satisfacer sus propios
intereses burocrático-políticos.
Obviamente, pues, ni existe tal “facultad reglamentaria” como atribución legítima de un
poder que debiera ocuparse de la mera aplicación y ejecución de las leyes y reglamentos que le
corresponde expedir a otro, ni cabe convalidar, a través de los señalamientos precitados de la Ley
de Amparo y de otros que se incorporaron después a nuestra Constitución a causa de la
infortunada realidad gubernativa del país, pues el Poder Judicial siempre ha estado
inocultablemente subordinado al Poder Ejecutivo, incluso a partir del nombramiento mismo de
sus Ministros.
Más aún, la propia Constitución actual sólo contemplaba reglamentos sanitarios y de
policía -artículo 16-; gubernativos y de policía -artículo 21-; de debates del Congreso -artículos
71 y 72-; para organizar, armar y disciplinar a la Guardia Nacional -artículo 73-; el interior de la
Cámara de Diputados -artículo 73-; de la interpretación de los reglamentos a cargo del Poder
Judicial -artículo 94-; el interno del Tribunal Electoral -artículo 99-; y los relativos a entidades de
otra jerarquía, como municipios y Distrito Federal -artículos 115, en varias de sus fracciones, y
122-. Sin embargo, en la redacción actual de los artículos 92 y 107, fracción VIII, ya se habla de
los reglamentos que expida el Presidente de la República en los términos de su artículo 89,
fracción I, de modo que, con estos dos últimos preceptos, se busca convalidar tal “facultad
reglamentaria”, pese a que ésta no esté expresamente contemplada así en dicho artículo y pese,
también, a que sólo sea producto de una mera deformación conceptual que anula la división del
poder, toda vez que -insistamos en ello- sólo operó de 1824 a 1857, tal como lo revelan los textos
vigentes en los tiempos que enseguida se indican:
A.- En la Constitución de 1814, la de José María Morelos, su artículo 170, señalaba:
“Artículo 170.- Se sujetará el Supremo Gobierno a las leyes y reglamentos que
adoptare, o sancionare el Congreso en lo relativo a la administración de hacienda: por
consiguiente no podrá variar los empleos de este ramo que se establezcan, crear otros nuevos,
gravar con pensiones al erario público, ni alterar el método de recaudación, y distribución de
las rentas; podrá no obstante librar las cantidades que necesite para gastos secretos en servicio
de la nación, con tal que informe oportunamente de su inversión.”
B.- En la de 1824 se estableció tal “facultad reglamentaria” como sigue:
“Artículo 110.- Las atribuciones del presidente son las que siguen:
1 Publicar, circular y hacer guardar las leyes y decretos del Congreso General.
2 Dar reglamentos, decretos y órdenes para el mejor cumplimiento de la constitución,
acta constitutiva y leyes generales.”
C.- En la de 1836, se ratificó tal exceso a pesar de que vulnerara la división del poder:
“Artículo 17.- Son atribuciones del Presidente de la República:
I. Dar, con sujeción a las leyes generales respectivas, todos los decretos y órdenes que
convengan para la mejor administración pública, observancia de la Constitución y leyes, y de
acuerdo con el Consejo, los reglamentos para el cumplimiento de éstas.”
D.- Pero, en la de 1857, tal aberración se corrigió así:
“Artículo 85.- Las facultades y obligaciones del presidente son las siguientes:
I. Promulgar y ejecutar las leyes que expida el congreso de la Unión, proveyendo en la
esfera administrativa a su exacta observancia.”
E.- Y, en la de 1917 que ahora nos rige, se reprodujo literalmente lo señalado en la de
1857, de modo que sólo procede lo dispuesto desde 1857, es decir, que ya no existe tal “facultad
reglamentaria” desde aquella fecha, aun cuando nuestros gobiernos sigan sin querer enterarse de
ello.
Es indiscutible, pues, que en la primera Constitución del país, la de 1814, era el Congreso
la única autoridad facultada para emitir leyes y reglamentos, que de 1824 a 1857 se traicionó el
principio de la división del poder al dejar en manos del Presidente de la República la famosa
“reglamentación”, pero que todo ello se corrigió -aunque sólo haya sido en lo textual- desde la
Constitución de 1857.
No obstante, a los ministros despistados y a los “doctrinarios” interesados en alcanzar
puestos o cargos públicos, les ha dolido durante siglo y medio el que ahora la Constitución ya no
le permita al Presidente la emisión de reglamentos, de modo que persisten en la llamada
“facultad reglamentaria”, la siguen convalidando y hasta la “justifican” mediante inferencias que
rompen con su literalidad, quizá por simple añoranza de aquel período de 1824 a 1857 en el que
estaba expresamente prevista aunque contradijera tan cínicamente el principio universal de la
división del poder, y todo ello, para colmo, con la complicidad de un Congreso y una de las
Cortes más irresponsables y superficiales del mundo, toda vez que el Congreso sigue
reformándola -artículos 92 y 107, fracción VIII- para permitir lo que el artículo 89 actual, en su
fracción I, de ninguna forma señala en forma expresa como “facultad reglamentaria”, y la Corte
sigue convalidando tanto las susodichas reformas como sus consecuencias judiciales.
En suma: todos los reglamentos expedidos por el Presidente de la República -desde 1857
hasta la fecha- debieran declararse inconstitucionales, pues además de no existir expresamente
“facultad reglamentaria” alguna que le faculte para emitirlos, rompen descaradamente con el
principio constitucional de la división del poder. Y ello es también aplicable, por supuesto, a los
reglamentos de las leyes fiscales, al del SAT, etc., de modo que sigue siendo la máxima
desvergüenza de la Suprema Corte el seguir solapando tamaña aberración.
Pero, en fin, ¡así se las gastan y por eso estamos como estamos!
EL PODER MUNDIAL Y NUESTRA “POLITICA FISCAL”
Hoy, como siempre, el poder y la riqueza permiten el dominio mundial de los imperios.
Tales poderes y riquezas conllevan armas, propagandas, eufemismos, demagogias y las mentiras
clásicas sobre la libertad, la justicia, la democracia, las “soberanías nacionales”, el “bien
común”, los “derechos humanos”, el “progreso”, la “globalización” y demás patrañas e
hipocresías mundialmente difundidas.
Abrir los ojos para ver en serio la realidad es tarea difícil, máxime cuando se come y
duerme tranquilamente en medio de la miseria circundante y de ello resulte la soberbia de
sentirse privilegiados, superdotados, excepcionales, exitosos, etc., tal como ocurre con tantos
“juniors”, “yuppies” y demás fatuos que, “teniendo ojos para ver, no ven”, pues no saben, no
quieren, o no pueden, enfrentarse a la verdad que les evidencia a diario la realidad mundial de
miseria, opresión e invasión que también podría avasallarnos o porque tienen miedo a
reconocerse equivocados, hipócritas o autoengañados, llegando incluso al cinismo de culpar a los
pobres por “resignarse” a serlo, por “ser flojos”, etc.
Si Ud., querido lector, es de esos, lo mejor es que aquí suspenda la lectura, pues lo que
sigue no le va a gustar ni le dejará seguir siendo el ingenuo que siempre haya sido o querido ser,
sobre todo en materia fiscal.
I.- ¿HAY LIBERTAD EN EL MUNDO?:
El animal es libre en la medida en que su fuerza e instinto se lo permiten. El hombre es
libre en la medida en que su inteligencia y responsabilidad le orientan. Cuando no se aplica la
inteligencia o no se asume responsabilidad, a tal remedo de libertad se le llama libertinaje.
La libertad es interna -de conciencia-, o externa - de acción-, pero dentro de tales
orientaciones se inscriben, para la interna, las de pensamiento, creencia, elección, etc., y, para la
externa, las de hacer, de expresarse, de agruparse, etc.
El problema de fondo, pues, deriva del grado en que la conciencia o la acción son
influidos o se dejan influir -para bien o para mal- o bien por la educación y la reflexión, o bien
por la propaganda, la información, etc. Y lo mismo cabe aplicar tales parámetros al individuo, a
la comunidad o a la humanidad.
Por ejemplo, si un hombre se supone libre porque vive en Occidente, goza o imita el
“american way of life”, ha realizado el “american dream”, es mercantilmente “exitoso” y hasta
se supone “moderno”, “globalista”, “demócrata” y “bueno” -por contraposición con los “malos”
a quienes se califica de “comunistas”, “terroristas”, “extremistas”, sujetos “de razas inferiores”,
etc.-, lo más probable es que ignore o finja ignorar que no es realmente libre, sino que hasta su
pensamiento está manipulado y que las ideas que supone propias derivan, en realidad, de un
entorno gubernativo y publicitario que se las impone.
La actual realidad mundial es muy simple de captar con sólo verla:
1.- Hay un país que ha logrado acaparar todas las materias primas que producen los
demás, y a los precios que les impone, logrando así un progreso inusitado, de modo que ha
establecido seiscientas bases militares en más de ciento diez países, con lo cual domina
imperialmente al planeta.
2.- Además, controla y manipula todos los organismos mundiales de importancia,
desde las Naciones Unidas y su treintena de organismos dependientes hasta el Banco Mundial, la
OCDE, la OEA, el BID, la OTAN, etc., de modo que no únicamente se trata de un imperio
militar, sino también político, financiero y comercial.
3.- Y, por si lo anterior fuese poco, las únicas agencias noticiosas que informan lo que sus
amos disponen que sepamos nos han impuesto, como medicina, los productos de las empresas
farmacéuticas que las poseen; como religión, las noticias que degraden a las religiones que sus
sectas sionistas y filo-sionistas combaten; y, como política, la supuesta justicia de sus masacres
en razón de que todos los demás gobernantes que se les opongan son “sanguinarios dictadores”,
“locos en el poder”, “protectores de terroristas”, “productores de armas de destrucción
masiva”, etc., es decir, todo aquello que les represente competencia para impedirles el ser ellos
los monopolistas mundiales de todo.
4.- Para ser “los buenos”, a diferencia de todos los demás, que son “los malos”, le exigen
a estos últimos que se maten entre sí y, además, que empleen sus escasos recursos públicos
para combatir los “nichos de mercado” en los que no quieren perder sus monopolios: drogas,
armas, patentes -de las que poseen el 97% mundial y por eso inventaron el “combate a la
piratería”-, etc., pues todos los demás deben servirles como esclavos, bien desde sus respectivos
gobiernos -incluso consintiendo y hasta fomentando que se sobrepaguen las altas burocracias de
incondicionales para que así no haya obra pública y sus gobernados sigan en la miseria o bien
para que sus propios gobiernos serviles así se desprestigien y tales países se desestabilicen para
luego avasallarlos-; o bien imponiéndoles exigencias fiscales excesivas mediante toda clase de
membretes supuestamente expertos en el tema - Standard and Poors, Merryl Lynch, etc.- con el
fin de arruinar a su empresariado; o bien, finalmente, induciéndoles a la fiscalización exagerada
de las empresas nacionales mientras las poderosas empresas transnacionales con las que arrasan
al empresariado local quedan intocadas por tales “autoridades fiscalizadoras” que así les sirven
en extrema sumisión y que hasta son o han sido impuestas o “recomendadas” por ellos para
salvaguardar sus intereses y destruir cualquier intento de competirles.
5.- El clímax de tal servilismo sobreviene cuando se “eligen” gobiernos, a lo largo y
ancho del planeta, que para todo solicitan su aprobación. Ya Vasconcelos, en el caso de nuestro
país y desde principios del siglo pasado, claramente dejó evidenciado que las grandes decisiones
de México se tomaban en la embajada norteamericana, de modo que tal subordinación va más
allá de las camisetas partidistas con las que se nos entretiene, pues, si tales gobiernos no se
hincan, muy pronto se les desprestigia o derroca. Para eso sirve la CIA.
En tales circunstancias, que inocultablemente evidencian el gravísimo entorno mundial al
que estamos sometidos, nada difícil deberá resultarnos el entender que:
1.- Una quinta parte de la población mundial consuma o posea la mitad de toda la carne y
el pescado disponibles, el 60% de la energía, el 75% de las líneas telefónicas, el 85% del papel,
el 90% de los vehículos y, en suma, más del 80% de los recursos naturales, mientras que la
quinta parte más pobre apenas alcance o rebase el uno por ciento de tales conceptos.
Obviamente, la quinta parte así privilegiada se dice “cristiana”, a diario reza y se da
“golpes de pecho”, es la de los “buenos” y, sobre todo, come hasta la gula, de modo que
paradójicamente sus niños mueren de obesidad para consuelo de los infantes que mueren por
“hambrunas” en los países de los “malos”.
2.- De cada tres habitantes del planeta, dos de ellos nunca ha hecho una llamada
telefónica, mientras que en la isla de Manhattan hay más conexiones electrónicas que en todo el
continente africano. Peor aún: un norteamericano equivale a 10,000 hindúes en materia de
consumo, de modo que es el que más daña y afecta al planeta. Y mientras que las tres personas
más ricas del mundo poseen un patrimonio superior a lo que se produce en todos los países
menos desarrollados -más de 50- y en los cuales viven 600 millones de personas, paralelamente
suceda que más del 10% de la población mundial viva en ambientes inseguros y malsanos, que el
40 por ciento de ella no tenga acceso a la energía eléctrica, que más de tres mil millones de
trabajadores estén desocupados o subempleados y que, en suma, de los 6,000 millones de
habitantes del planeta, 500 millones sobrevivan razonablemente, mientras que los 5,500 millones
restantes sufran miseria o pobreza.
Obviamente, esos quinientos millones de privilegiados son “cristianos” que
valerosamente combaten el “terrorismo islámico”, la “amenaza asiática”, el “izquierdismo
latinoamericano”, el “comunismo amarillo”, la “nuclearización coreana e iraní”, más “lo que se
acumule esta semana”, y que se empeñan en dicho combate mediante el derrocamiento de
dictadores insumisos, masacrando poblaciones civiles enteras, produciendo las armas que
prohíben a los demás y hasta glorificando sus hazañas genocidas mediante “churros peliculeros”
con los que instrumentan y construyen la mitología asesina con la que retroalimentan a sus
juventudes drogadas, viciosas y degeneradas a más no poder.
3.- Pero el clímax de las libertades imperiales sobreviene cuando espían lo que se dice por
teléfono o por Internet, vigilan y controlan las operaciones de los ciudadanos en sus bancos (ley
Patriotic Act), observan al máximo cada movimiento individual -incluyendo, calles, aeropuertos,
viajes y equipajes- y, por si fuera poco, manteniendo permanentemente aterrorizados a sus
habitantes -ántrax, diarias “noticias” sobre supuestos ataques terroristas que jamás se realizan,
etc.-, de modo que terminan por espiar y aterrorizar también al resto del mundo por otros medios
bien disfrazados: “reporteros” y “corresponsales” de sus agencias de noticias, amén del personal
y “agregados” de sus embajadas y consulados -CIA incluida-, o a través de toda clase de
“comisiones” y “organismos” de unas tales “Naciones Unidas”, más que nunca manipuladas por
Norteamérica, de modo que no existe libertad alguna ni adentro ni afuera de sus fronteras, pese a
ostentarse como paradigmas de la libertad, el bien y la justicia.
A la vista de tantas virtudes de su “democracia” -descaradamente monopolizada por dos
partidos de empresa-, de su propaganda sobre la hipotética “aldea global” -donde sólo algunos
“aldeanos” comen y los demás se mueren de hambre- , del “progreso” -droga y degeneración
incluidos-, de su “justicia infinita” -que devasta países enteros, destruye culturas y masacra
civiles-, de su “libertad duradera” -aunque entendida como “libertinaje” y sólo para su
beneficio-, así como de todas las demás patrañas con las que a diario nos manipulan, nada difícil
resulta entender lo injusto que fue Juan Pablo II al calificar su sistema como “capitalismo
salvaje”, pues no hay más salvajes que los insumisos que no queremos arrodillarnos ante tanta
grandeza. Que la mitad de los niños del mundo sufra desnutrición y más de catorce millones
mueran diariamente antes de los cinco años de edad no es noticia. La única noticia digna de
repetirse hasta la saciedad es la autodestrucción de las torres gemelas con la que se autolegitimó
el genocida más grande de la historia, aunque sólo sea uno más de los muchos que han tenido.
¿Quiénes serán, pues, los buenos y quienes los malos? ¿Será esa la clase de justicia y,
por ende, de libertades mundiales a las que aspiren todos los habitantes de la “aldea
global”? ¿Se podrá hablar de libertad en tales condiciones universales de desigualdad,
desequilibrio, espionaje, injusticia, intervención, invasión, avasallamiento, terror y
destrucción?
II.- ¿HAY JUSTICIA EN EL MUNDO?:
Siempre se ha hablado de la justicia desde tres perspectivas diferentes: como algo que “se
hace” -idiotez similar a la de “hacer el amor”, dado que no pasa de un simple apareamiento
sexual, después del consabido círculo impuesto por la cinematografía más nefasta del mundo:
cita, cena, beso, cama-; o incluso como algo que “se cumple” -idiotez similar al oficio de “emitir
sentencias”, independientemente de que sean justas o no-; y, finalmente, como algo que
verdaderamente exista -única significación auténtica del concepto-, de modo que sólo cabe
hablar de justicia cuando el continente y los contenidos son cabales y reales en todos sus
alcances de autenticidad y universalidad.
Por ejemplo, si un individuo o un país se consideran justos porque reciben o reparten las
migajas que caen de la mesa de los verdaderamente poderosos y con ello hacen sentir a su
comunidad más o menos satisfecha en razón de algunos índices consumistas y de
aburguesamiento, ello no pasa de simple hipocresía para manipular con mayor comodidad el
descontento y la injusticia universales. Hay toda una serie de datos que así lo corroboran desde
siempre, pues la voracidad no tiene límites, tal como lo confirman las más variadas fuentes a lo
largo de la historia. Por ejemplo:
- Cuando murió Isabel I de Rusia, en 1762, se hallaron 15.000 vestidos. Acostumbraba
cambiarse de ropa dos, e incluso tres, veces por noche.
- Un par de banquetes reales costaban a la reina Isabel la católica tanto como le
representó patrocinar el primer viaje de Colón al nuevo mundo.
- En sólo un siglo, de 1170 a 1270, las clases trabajadoras francesas construyeron acerca
de 80 catedrales y 500 enormes iglesias. Notre Dâme de París se construyó con el trabajo de toda
la comunidad. Inspirados por la fe cristiana, maestros artesanos, siervos, comerciantes y
príncipes trabajaron desde 1163 hasta 1300.
- En 1910 había unas 300 compañías fabricando automóviles en los EE. UU.
Actualmente, sólo General Motors, Ford, Chrysler y American Motors atienden al “sueño
americano”. Los peces grandes se comieron a los chicos, tal como ocurre con las principales
empresas transnacionales, que dominan la economía mundial y son más ricas que la inmensa
mayoría de los países a los que descapitalizan sistemáticamente con la complacencia de
gobiernos ineptos o corruptos que disfrazan su incompetencia o su complicidad con ellas
fomentando la inversión extranjera y eximiéndola a través de manejos en bolsas de valores.
- Las empresas norteamericanas sólo aportan el 17% de la recaudación tributaria. En
Europa, las empresas aportan menos de un tercio de los ingresos del Estado. Los capitales, en
todo el mundo, no pagan impuestos. La mayor carga fiscal siempre ha pesado, mundialmente
hablando, sobre los sueldos y salarios, de modo que ya sabemos hacia dónde se “redistribuye la
riqueza” por la vía de los impuestos, según predicaban los viejos tratadistas ingenuos que
hablaban de “principios tributarios” con la ingenuidad y candidez de los bien catequizados por
la propaganda extranjera.
- Es tan formidable tal clase de “progreso” que en Nueva York se comete un delito cada
minuto, una violación cada hora, un asesinato cada día, y en todo el país se ejecutan dos personas
cada semana. Hay más de 2 millones de presos y 36 de indigentes, por lo que nada difícil resulta,
para la mentalidad yanqui-sionista, que todos los habitantes de los demás países resulten
delincuentes, lo mismo si experimentan como ellos con el átomo - Corea del Norte, Irán-, que si
quieren gobernarse con un tipo de régimen distinto -Venezuela, Cuba- cercando a esta última y
conservándola así para usarla como ejemplo del “nefasto socialismo” y porque, además, Fidel
Castro es judío sefardita y no les conviene derrocarlo -como le sucedió a tantos presidentes del
mundo - Noriega, Hussein, etc., incluyendo su “enjuiciamiento”, o como le ocurrirá en el futuro
a cualquier otro que no se les arrodille-.
El mundo entero es una injusticia insoslayable:
1.- 225 ricos poseen lo que 2,500 millones de pobres. Ellos ganaron más del doble de su
riqueza neta en los cuatro años anteriores a 1998, superando el trillón de dólares. El 50% de la
riqueza mundial está en manos del 6% de sus habitantes. Y, en México, trece familias poseen la
mitad de las riquezas del país.
2,- Por los grupos de negocios y de la gran banca pasan sumas que superan el billón de
dólares diario, es decir, más que el PIB de la tercera parte de toda la humanidad. Cada día se
mueven más de 1,5 trillones de dólares en los mercados monetarios internacionales y, por
supuesto, mundialmente libres de impuestos, pues el tributo sólo se aplica a los pobres y
miserables del planeta. Se trata, pues de una nueva forma de esclavitud universal en esa forma
disfrazada.
3.- El consumo per cápita aumentó en los últimos 25 años en los países industrializados
alrededor del 2,3% anual, mientras el hogar africano medio de hoy consume el 20% menos que
hace 25 años. Las hambrunas de naciones africanas enteras son habituales -aunque ya no sean
“noticia” digna de las grandes agencias-, mientras que en Asia y Latinoamérica ya comienzan a
padecerse.
4.- De los 4.500 millones de habitantes del mundo pobre, más del 60% carece de
saneamiento básico, el 33% no tiene acceso al agua limpia, el 25% no tiene vivienda adecuada,
el 20% carece de servicios modernos de salud y un 20% de sus niños no asiste a la escuela sino
hasta el quinto grado, ni tiene energía y proteínas suficientes en su dieta. Las insuficiencias de
micro-nutrientes son incluso más generalizadas. La obesidad enferma a los niños de los países
ricos, mientras el hambre mata a los niños de los países pobres. ¡Triste paradoja del supuesto
“progreso” que nos predican!
5.- Hay dos mil millones de personas anémicas -uno de cada tres habitantes del planeta- ,
incluidos 55 millones en los países industrializados. Y en los países en desarrollo sólo una
minoría privilegiada cuenta con transporte motorizado, telecomunicaciones y energía moderna.
6.- Los Estados Unidos no aceptan los tratados internacionales para evitar la
contaminación -como el de Kioto-, pese a saber que:
- La quema de combustibles fósiles se ha quintuplicado desde 1950.
- El consumo de agua dulce se ha duplicado desde 1960.
- La captura marina se ha cuadruplicado.
- El consumo de madera, tanto para la industria como para leña en el hogar, es ahora el
doble de lo que era 25 años atrás.
7.- Las condiciones socioeconómicas del mundo son cada día más graves:
- En 2003 el cálculo de inmigrantes ya era de 300 millones, o sea que uno de cada veinte
habitantes del planeta ha tenido que salir de su país de origen.
- Los sindicatos organizados del crimen ganan, en bruto,1.5 trillones de dólares al año.
- El valor de la droga ilegal vendida se estimó en 400 billones de dólares en 1995, un 8%
del mercado mundial, o sea que es mayor al mercado del hierro y el acero o al de los vehículos
de motor y, a grandes rasgos, similar al de los textiles y el gas oil. Nos matamos entre mexicanos
para “combatir” a nuestros traficantes -porque representan una quinta parte del negocio mundial,
ya que los EE. UU. lo quieren todo y hasta venden drogas a la luz del día, además de ser los
principales productores y consumidores mundiales de ellas, así como de armas, vehículos, etc.
8.- Las supuestas igualdades sexuales siguen siendo un mito:
- Las mujeres ocupan el 30% de los asientos del parlamento sólo en cinco países. En 31
ocupan menos del 5%.
- Las prédicas y tolerancias en favor de los homosexuales sólo buscan distraer la atención
pública e incrementar la degeneración abierta para relajar más la moral social -incluyendo, por
supuesto, sus desfiles, marchas y demás exhibicionismos sobre desviaciones de alcoba-, de modo
que a las minorías raciales, religiosas, de minusválidos, etc., que comprensiblemente se pretendía
proteger, ahora ya se añaden las conformadas por los enfermos y degenerados sexuales.
En suma:
- 6 de cada 100 habitantes del planeta radican en los Estados Unidos, 94 en otros países.
- 6 tienen la mitad del dinero del mundo, 94 la otra mitad.
- 6 tienen quince veces más posesiones que los 94 restantes.
- 6 tienen el 72% de la media de alimentos diarios necesarios, dos tercios de los 94
restantes están en la más absoluta miseria.
- 6 tienen esperanzas de vida de 70 años, los 94 restantes sólo podrán llegar a los 39.
Worldwatch dice en un informe que harían falta tres planetas para saciar el consumismo global.
- En el mundo hay 3.000 millones de personas -una de cada dos seres humanos- que
sobreviven con menos de un par de dólares al día.
¿De qué clase de justicia cabrá hablar, pues, en medio de tal desequilibrio mundial?
¿Cómo no explicarse el terrorismo individual si el terror de Estado es mucho peor y
constituye la causa más inminente por la que aquél ocurre? ¿O acaso no es terrorismo de
Estado la invasión, mediante mercaderes y soldados, para empobrecer y dominar a los
demás países y seres humanos a efecto de que se sobrealimenten y gocen los suyos mediante
los recursos y riquezas de los que les despojan? ¿Quiénes serán, pues, los “buenos” y
quienes los “malos”, según los calificativos del judío sionista más genocida del planeta:
George W. Bush?
III.- ¿HAY DEMOCRACIA EN EL MUNDO?:
Si por democracia se entiende el gobierno del pueblo, lo cierto es que ningún pueblo
gobierna en país alguno, ni por sí mismo ni a través de sus aparentes “representantes”. Por
ejemplo: el gobierno norteamericano se ostenta como paradigma de la libertad, la justicia y -por
supuesto y sobre todo- de la democracia. Pero cabe observar su interior y exterior
conjuntamente:
1.- Es un país totalmente controlado por dos partidos de empresarios al más alto
nivel.
2.- Para ejercer a plenitud tal control mundial emplea, además de los principales
organismos mundiales, los 12 imperios dominantes en los medios de comunicación (Canal
Disney, Time-Warner-Turner, Corporación Murdoch, General Electric-NBC y otros) que además
poseen las principales industrias de todo tipo y para todo fin.
3.- La Universidad de Marquette encuestó a los editores de periódicos. El 93% reconoció
que los anunciantes influyen o tratan de influir en las noticias. La mayoría admitió así es. Y en
otra encuesta, a los directores de televisión, el 80% reconoció que transmiten los videos de las
corporaciones como “noticias científicas”, de modo que se manipulan la salud, el ejercicio, las
máquinas y atuendos deportivos; la “medicina”; el consumo; y la vida en su totalidad. Todos
sabemos que un día, determinada planta, fruto, medicamento, etc. son “milagrosos”, al día
siguiente son “fatales”, luego vuelven a ser “extraordinarios”, etc., de modo que hasta la salud
depende ya de la producción, la oferta y la demanda.
4.- Se trata del gobierno que más interviene por medios armados en todos los demás
países del mundo para derrocar, invadir, masacrar y destruir. Sólo en Latinoamérica, a lo largo
de las últimas décadas, más de 200 mil latinoamericanos han sido masacrados por sus
tropas.
IV.- ¿LA DEMOCRACIA IMPLICA “PROGRESO”, “SOBERANÍA NACIONAL”,
“BIEN COMÚN”, “DERECHOS HUMANOS” Y “GLOBALIZACIÓN”?:
1,- En 1970, el Presidente Nixon, en su "Mensaje sobre el estado de la Unión", declaró lo
siguiente: "Jamás en la historia nación alguna ha parecido tener más abundancia de todo y
sacar de ello menos satisfacción...; el 70% de nuestro pueblo vive en los centros urbanos,
paralizado por la circulación de los coches, sofocado por la porquería industrial, envenenado
por el agua, ensordecido por los ruidos y aterrorizado por la criminalidad".
¿Hasta dónde es válido creer que el “crecimiento” o “progreso” no pase de ser una mera
bandera consumista? M. Bourgine señaló que: “ya en 1967 las pérdidas por embotellamientos en
la región parisina representaban 10,000 millones de francos brutos y 40,000 millones para el
conjunto del país (8 por 100 del producto bruto nacional)”, y añadía que: “si en 1952 los
autobuses circulaban a una velocidad promedio de 14 kilómetros por hora, en 1970 sólo
lograban hacerlo a 10 kilómetros por hora. La misma velocidad de los ómnibus a caballo del
siglo pasado”.
2.- La ONU y sus treintena de organismos dependientes, así como el Banco Mundial, la
Organización Mundial de Comercio, el Fondo Monetario Internacional, etc. sólo son membretes
de los que se sirve la dictadura yanqui-sionista para controlar al mundo, incluyendo sus Standard
and Poor’s y demás submembretes con los que imponen políticas tributarias a los demás países,
como es el caso del nuestro, subordinándonos al gran capital por simple estrechez intelectual de
nuestros gobiernos de opereta, ahora más serviles que nunca al dictado imperial. Ejemplo típico
de ello es el Instituto Worldwatch, que propone reformas tributarias para dedicar más
impuestos a reparar los daños al ambiente, normas para impedir la incineración y mejorar
la calidad y perdurabilidad de los productos, así como la responsabilidad personal, mientras
que el gobierno norteamericano se opone al tratado de Kyoto, siendo el país que más daño causa
al ambiente.
3.- En EE. UU. se han establecido leyes contra la sedición, el espionaje, la extranjería, la
mera sospecha de antipatriorismo o de comunismo -el famoso “macartismo”-, la oposición a ir a
la guerra -Ley Smith-, y las actuales leyes restrictivas -Helms-Burton, Patrotic Act, etc.- de modo
que hasta sus periodistas han terminado por subordinarse a los dictados gubernativos en épocas
de crisis para no pasar por antipatriotas, en franca sumisión típica y propia de países totalitarios.
¿Será ésa la clase de “libertad” y “democracia” a la que nos resignenos? ¡Habrán
terminado las persecuciones de “comunistas” en su propio país, como ocurrió en el siglo
pasado?
V.- ENTENDAMONOS, PUES:
- La globalización se manifiesta en lo económico-financiero, en lo político-militar, en lo
cultural-informativo, pero, sobre todo, en la cesión de soberanía e identidad nacionales a
cambio del predominio pleno de las leyes del mercado, del neoimperialismo y de la renuncia al
humanismo, a la cultura, a la religión, a la idiosincrasia, a las costumbres y al arte.
- La ética utópica proponía Libertad, Igualdad y Fraternidad. La ética globalizadora
propone Poder, Dinero y Exito, caiga quien caiga.
- El problema, pues, no es el comercio internacional (que, sobre otras bases, podría ser
muy positivo para todos) o las nuevas tecnologías (que, bien distribuidas, podrían ser fuentes de
creatividad y calidad de vida), sino el cómo se hace la transición a la era de la información y de
la economía global, así como en función de qué valores y bajo qué mecanismos democráticos
de información, representación y decisión política universal se realizará. Lo que cabe, en
suma, es la necesidad de un nuevo contrato social, pero -insistamos en ello- forzosamente
universal.
Bien resumía esta nueva tragedia imperialista el inmortal nicaragüense Rubén Darío:
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?
¿Ya no hay nobles hidalgos ni bravos caballeros?
¿Callaremos ahora para llorar después?
- Si en México tuviésemos gobernantes con visión de Estado y con un poco más de dos
dedos de frente para entender la realidad circundante y las tendencias mundiales por encima de
sus apegos partidistas y sus intereses personales o de clan, ya se habrían tomado medidas para
entender, como mínimo, que en materia tributaria son inaplazables medidas tan concretas como
es el caso de las siguientes:
a) gravar y fiscalizar rigurosamente las inversiones provenientes del extranjero;
b) gravar las operaciones efectuadas a través de Bolsa de valores;
c) desgravar a las empresas ciento por ciento nacionales;
d) desgravar a los trabajadores y profesionistas nacionales;
e) privilegiar los derechos por sobre toda clase de impuestos y hasta la extinción de estos
últimos sobre el empresariado nacional;
f) legislar en materia tributaria con criterios nacionalistas -puesto que las naciones
subsisten a pesar de las propagandas “globalizantes”- y no por simple imitación o a sugerencia
de los membretes y submembretes de los gobiernos extranjeros y de sus empresas
transnacionales;
g) privilegiar la fiscalización sobre las empresas transnacionales, las franquiciatarias y
demás instituciones dependientes de empresas u organismos extranjeros para descansar
indefinidamente la descarada fiscalización que ahora sólo se ejerce sobre las nacionales;
h) establecer estímulos económicos a las empresas nacionales productoras de alimentos,
ropa, salud y otros conceptos básicos para la sobrevivencia digna y decorosa de los mexicanos
con el fin de abatir el costo de nuestros productos y abatir la competencia extranjera;
i) gravar a las empresas contaminantes, aunque en mayor grado a las extranjeras y en
menor grado a las nacionales;
j) gravar la propaganda, la publicidad y demás medios afines de contaminación visual,
auditiva, material o moral;
k) etc.
Pero todas las medidas para realizar un cambio de ciento ochenta grados con respecto a la
política fiscal actual serían inútiles mientras no resolvamos problemas más graves, como es el
caso de los siguientes:
a) Fijar limitaciones drásticas a las percepciones y prestaciones de los servidores públicos
de todos los niveles y ámbitos de poder -lo ideal sería que los cargos de elección popular en la
Federación, Estados y Municipios, así como en los Ministros de la Corte sean absolutamente
honorarios, pues deviene incongruente remunerar a quien se autopropone para servir y se le
distingue con el ser electo-;
b) Penalizar en serio toda transgresión a tales limitaciones;
c) Suprimir absolutamente toda clase de subsidios a los partidos políticos;
d) Implementar el sistema de votación electrónica y prohibir en forma absoluta la
publicación de toda clase de encuestas electoreras;
e) Penalizar realmente la irresponsabilidad administrativa, incluyendo los viajes,
corrupciones, peculados y derroches que sistemáticamente arruinan la precaria economía
nacional;
f) Proscribir para siempre las pensiones a los servidores públicos por cargos de elección
popular y reducir a únicamente una las que ahora se otorgan en forma múltiple a quienes parecen
haber trabajado cuarenta horas diarias a pesar de que el día sólo tenga veinticuatro y nada más se
trabajen ocho;
g) Suprimir el macrosindicalismo o cuando menos las cuotas, pues sólo benefician a la
élite lideril, para circunscribirse a la negociación particular con el sindicato de empresa -nunca
permitiendo sindicatos de burócratas o de maestros, pues no son trabajadores convencionales
sino servidores públicos-, además de negociar en directo en todos los casos, actuar con
racionalidad e incrementar con ello la productividad y la estabilidad nacional;
h) Imponer a nuestros gobernantes la obligación legal de limitarse a gobernar -no a viajar,
inaugurar, aparecer, auto publicitarse, etc.-; de sujetarse rigurosamente a los presupuestos
aprobados; de justificar con toda claridad cada uno de sus actos y decisiones de gobierno; y de
asumir, en suma, criterios y conductas que justifiquen plenamente su actuación en bien del país;
i) Establecer medidas verdaderamente democráticas, como la destitución del cargo -en
cualquier tiempo y mediante simple revocación del mandato a través de un centenar de
organismos e instituciones que les evalúen cada mes y, sobre todo, por cuanto entrañe ineptitud,
incumplimiento, deshonestidad, complicidad, etc., a la menor sospecha de cualquiera de dichas
causales y mientras se investiga y resuelve-, así como el referéndum y el plebiscito con respecto
a decisiones trascendentales de gobierno;
j) Transformar la enseñanza informativa en enseñanza formativa;
k) etc.
En suma: preguntémonos con Rubén Darío -como lo señala al final del cuarteto
preinserto-: “¿Callaremos ahora para llorar después?”.
EL TRIBUNALITO QUE TEMIA JUZGAR
(CUENTO PARA MAGISTRADOS Y ADULTOS)
Erase que se era un famoso tribunalito al que algún maldoso bautizó con el rimbombante
nombre de “Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa”.
Y hete aquí que el tribunalito corría alegremente de aquí para allá y de allá para acá, pero
cuando tenía que juzgar a los servidores públicos le daba miedo. Cada vez que se le presentaba
una demanda en contra de ellos, automáticamente la desechaba alegando incompetencia,
desconociendo el artículo 11 de su Ley Orgánica, pues tenía miedo, mucho miedo, verdadero
pánico, quizá hasta terror, de enemistarse con sus hermanitos del Ejecutivo, y eso le hacía
esconderse en el último rincón para no tener que enfrentarlos.
Claro está que obedecía a una consigna, pero bien sabía que estaba haciendo el
vergonzante papel de burlar las leyes, de modo que los litigantes le hacían pasar vergüenzas,
pues en la conciencia jurídica de sus magistraditos quedaba el resabio de incumplir de la manera
más descarada con la encomienda que se les asignó al nombrarlos para juzgar, no para encubrir.
Pero hete aquí que... un día de tantos... cuando nadie se lo esperaba... al anochecer... en
medio de la penumbra... como entre sueños... o quizá soñando...
¡Y va de cuento...!
-o-o-o-
Cuentan las malas lenguas que, allá por los años treinta, cuando Tribunalito nació, algún
cometa mágico debió cruzarse por el firmamento, pues a pesar de hacerle depender del Poder
Ejecutivo, pese a imitarlo de la legislación francesa, donde su hermanito es verdaderamente
independiente, comenzó a funcionar magníficamente y con notable imparcialidad, ya que así lo
dignificaron sus excelentes juristas fundadores y sus no menos brillantes seguidores durante
varias décadas.
Pero todo fue que en el siglo XXI se le otorgara competencia en lo administrativo para
que al bebé le causara diarrea cada demanda por responsabilidad que se le presentara.
De nada sirvió a los litigantes tratar de hacerle comprender que, a pesar de que le
apretaran los nuevos zapatos, forzosamente tenía que acostumbrarse a emplearlos. La sola
posibilidad de aceptar las demandas por responsabilidad y correrle traslado de ellas a los
servidores públicos demandados, automáticamente hacía que le temblaran las corvas. ¡Y hasta
los niños saben que cuando a un magistrado le tiemblan las corvas es porque está obligado a
convertir las leyes aplicables en simple letra muerta!
No obstante, un día de tantos, Tribunalito decidió estudiar su propia Ley Orgánica y,
aunque nunca lo había hecho, comenzó a sorprenderse de todas las cosas a las que le obligaba y
que tenía miedo de cumplir. Ese día, ¡claro está!, no pudo dormir, pues entre sueños y pesadillas
vio una serie de monstruos espantosos que amenazaban con devorarlo. ¡Y se puso a llorar!
El primero de los monstruos le decía con ronca voz:
“El Congreso de la Unión previó en tu favor lo establecido por el artículo 73 de la
Constitución. Su fracción XXIX-H textualmente le faculta:
“XXIX-H. Para expedir leyes que instituyan tribunales de lo contenciosoadministrativo, dotados de plena autonomía para dictar sus fallos, y que tengan a su cargo
dirimir las controversias que se susciten entre la administración pública federal y los
particulares, así como para imponer sanciones a los servidores públicos por responsabilidad
administrativa que determine la ley, estableciendo las normas para su organización, su
funcionamiento, los procedimientos y los recursos contra sus resoluciones;”
“Bien sabes entonces -le dijo este primer monstruo- que a partir de ello ya eres:
A.- Un tribunal de lo contencioso administrativo;
B.- Creado mediante una ley específica -tu Ley Orgánica- emitida por el Congreso de la
Unión que te instituyó;
C.- Que tienes a tu cargo dirimir controversias entre la administración pública
federal y los particulares;
D.- Que también tienes atribuciones para imponer sanciones a los servidores públicos
por responsabilidad administrativa;
E.- De modo que si un particular acude a tí, por estar legalmente creado y
expresamente destinado a la atención de asuntos relativos a lo contencioso administrativo,
mediante demandas de responsabilidad de servidores públicos de la Administración Pública
Federal, lo inexcusable es que las recibas y tramites, no que las deseches alegando una
incompetencia que no existe.
“Por no hacerlo -añadió el monstruo- te dejaré sin comer”.
Y Tribunalito despertó y se echó a llorar.
A la noche siguiente, el monstruo volvió a aparecérsele y, sin compasión alguna, le dijo:
“Tu nombre, recuérdalo, es: “Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa”, por
lo que eso te obliga a entender que:
A.- Estás condenado a ser un Tribunal.
B.- Que no puedes evitar el ser un tribunal federal.
C.- Que debes cumplir con el artículo 103 Constitucional, fracción I, que dice:
“Artículo 103. Los tribunales de la Federación resolverán toda controversia que se
suscite:
I. Por leyes o actos de la autoridad que violen las garantías individuales.”
Y no está por demás hacerte entender que la expresión “toda” -según la lógica-, es lo
contrario de la nada, de modo que estás obligado a resolver toda controversia que se suscite,
y, dentro de ese ámbito de competencia está el de que atiendas las demandas a las que aluden
las diversas fracciones del numeral 11 de tu Ley Orgánica, más concretamente, las señaladas
como VIII y XV, sin más limitante que el hecho de que se trate de leyes o actos de la
autoridad que violen las garantías individuales.
“Si no lo haces -dijo el monstruo- vendré mañana y te devoraré”.
Claro está que, después de eso, ¡el pobre Tribunalito hasta en sueños lloró más que
nunca!
Pero la tercera noche fue peor. Llegó el monstruo de sus pesadillas y le dijo que también
tenía que atender a lo previsto por el artículo 104 Constitucional en su fracción I, que a la letra
dice:
“Artículo 104. Corresponde a los Tribunales de la Federación conocer:
I. De todas las controversias del orden civil o criminal que se susciten sobre el
cumplimiento y aplicación de leyes federales o de los tratados internacionales celebrados por el
Estado Mexicano. Cuando dichas controversias sólo afecten intereses particulares, podrán
conocer también de ellas, a elección del actor, los jueces y tribunales del orden común de los
Estados y del Distrito Federal. Las sentencias de primera instancia podrán ser apelables ante el
superior inmediato del juez que conozca del asunto en primer grado.”
“Si la lógica no miente -sentenció el malvado monstruo- entenderás que”:
A.- La demanda de responsabilidad, como toda demanda, representa una controversia.
B.- No distingue el texto constitucional si tal controversia es de orden civil o criminal,
por lo que tampoco tú podrás distinguir a capricho ni dentro de ningún otro orden.
C.- La única condicionante -y muy relativa- es: “que se susciten sobre el cumplimiento y
aplicación de leyes federales”, pues son los tribunales de lo contencioso locales los que
diriman las controversias de rango estatal o municipal.
Tribunalito despertó sobresaltado y ya no pudo dormir. ¡Temblaba de pies a cabeza!
A la cuarta noche fue un monstruo distinto, todavía más horrible, el que se le apareció:
“Entiende, tontín -comenzó a decirle, mientras el pobre Tribunalito se estremecía de
pavor- que tienes que hacer tu tarea y que ésta ya está prevista en el artículo 11 de tu Ley
Orgánica”:
“El párrafo inicial, -le dijo- textualmente te señala”:
“Artículo 11.- El Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa conocerá de los
juicios que se promuevan contra las resoluciones definitivas que se indican a continuación:”
“Y con eso entenderás, cuando menos, lo siguiente”:
A.- Que estás obligado a “conocer”, expresión latina: “cognoscere”, que significa
aprehender, percibir, comprender, entender, saber, tomar, etc., por lo que viene a ser lo
contrario de excluir, desechar, rechazar, eludir, abstenerse, ignorar, despreciar, etc., de
modo que el rechazo de las demandas por responsabilidad de servidores públicos es
inadmisible en un Estado de Derecho que asigna a los tribunales la función de juzgar, no de
prejuzgar, y que por ello les obliga ineludiblemente a conocer de ellas, puesto que ésa es
precisamente tu función legalmente asignada y el excluirte de juzgar también entraña
responsabilidad de tu parte.
B.- Que la expresión “resolución definitiva”, además de provenir de tu anterior encargo
puramente fiscal, es muy relativa si te das cuenta de que junto al mandato constitucional de
juzgar, la definitividad proviene del asunto por el que se te solicita la anulación, de modo que no
deberás “confundir la gimnasia con la magnesia”, pues, si lo haces, te trituraré con mis
colmillos. ¡Y se los mostró, mientras el pobre tontín temblaba acurrucado!
Tribunalito sudaba, pues, y se revolvía en la cama sin saber qué hacer.
La quinta noche el nuevo monstruo apareció con sangre entre las fauces:
“El propio artículo 11 de tu Ley Orgánica, a través de algunas de sus fracciones, muy
claramente evidencia tu plena competencia para conocer de esta clase de controversias .
Recuerda siempre las siguientes fracciones y memorízalas o te fulminaré”:
“I.- Las dictadas por autoridades fiscales federales y organismos fiscales autónomos, en
que se determine la existencia de una obligación fiscal, se fije en cantidad líquida o se den las
bases para su liquidación.
...
III.- Las que impongan multas por infracción a las normas administrativas federales.
IV.- Las que causen un agravio en materia fiscal distinto al que se refieren las
fracciones anteriores.
...
VIII.- Las que constituyan créditos por responsabilidades contra servidores públicos de
la Federación, del Distrito Federal o de los organismos descentralizados federales o del propio
Distrito Federal, así como en contra de los particulares involucrados en dichas
responsabilidades.
...
X.- Las que se dicten negando a los particulares la indemnización a que se contrae el
artículo 77 Bis de la Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos. El particular
podrá optar por esta vía o acudir ante la instancia judicial competente.
...
XIII.- Las dictadas por las autoridades administrativas que pongan fin a un
procedimiento administrativo, a una instancia o resuelvan un expediente, en los términos de la
Ley Federal de Procedimiento Administrativo.
XIV.- Las que decidan los recursos administrativos en contra de las resoluciones que se
indican en las demás fracciones de este artículo.
XV.- Las señaladas en las demás leyes como competencia del Tribunal.”
“En consecuencia -siguió diciéndole el monstruo a Tribunalito”- te compete:
A.- Atender las demandas contra todo tipo de dictados de autoridades administrativas
que vulneren los derechos de los gobernados afectándoles en forma económica, jurídica y
hasta con motivo de un agravio fiscal distinto -como es el caso, entre otros, de la
responsabilidad, pues no eres nada más un tribunal “fiscal”, sino también “administrativo”,
según reza tu propio nombre. ¡Entiéndelo de una vez por todas, tontín, o te aplastaré por inútil!
B.- Atender las demandas que constituyan hasta la simple expectativa de créditos a
cargo del Estado por responsabilidad de sus servidores públicos.
C.- Entiende, de una vez por todas, que el particular dispone hasta de la opcionalidad o
libertad de acudir en busca de justicia ante ti o ante una instancia judicial.
D.- Entérate, en suma, de que estás ineludiblemente obligado hasta para admitir
demandas por razón de atribuirte competencia expresa otras leyes de las que otra noche te
hablaré.
Y el monstruo desapareció, pero Tribunalito ya se había orinado en las sábanas.
La sexta noche volvió a aparecérsele este segundo monstruo despidiendo fuego por entre
las fauces y le dijo con voz tronante:
“Hoy leerás y releerás mil veces las fracciones VIII y XV de tu artículo 11”:
“VIII.- Las que constituyan créditos por responsabilidades contra servidores públicos
de la Federación, del Distrito Federal o de los organismos descentralizados federales o del
propio Distrito Federal, así como en contra de los particulares involucrados en dichas
responsabilidades.
...
XV.- Las señaladas en las demás leyes como competencia del Tribunal.”
“Y con eso -siguió diciéndole- entenderás que”:
A.- Es a ti a quien compete atender las resoluciones definitivas que constituyan
créditos, sin que de dicha redacción se desprenda en forma alguna el que te pongas a
cuestionar cómo se “constituyan” ni se te conceda la potestad de prejuzgar sobre ello o de
excusarte de atender demandas por tal motivo, pues tu obligación juzgatoria procede de la
Constitución.
Y no estará por demás instruirte en que “constituir” viene del latín: “constituere”, de
“cum”, con y “statuere” establecer, es decir, que significa formar o componer, hacer que algo
sea de cierta calidad o condición, fundar, establecer, ordenar, asumir u obligarse, tal como
lo confirma hasta tu diccionario escolar, de modo que eres el único órgano que puede
constituir tales créditos, pues sería ingenuo esperar que sea la propia autoridad administrativa
responsable quien los constituya en su contra.
B.- La única limitante de tal prevención es que se trate de servidores públicos de la
Federación, de los organismos descentralizados federales o del Distrito Federal, pues ya te
dije a quién corresponde juzgar cuando se trata de los estados y municipios.
C.- Que, en consecuencia, no puedes legalmente sustraerte al deber juzgatorio que
dicha fracción te impone, incluso porque procede, en origen, de la Constitución misma.
“Y también te recuerdo, en lo que atañe a la segunda de las fracciones, que”:
A.- Tanto la Constitución Política -nuestra “ley de leyes”-, en los preceptos ya citados,
como las diversas leyes federales que más adelante te referiré y analizaré al detalle, muy
claramente te confieren la competencia y obligación de atender cabalmente a las demandas
de responsabilidad que se te presenten, de modo que violas esta prevención contenida en tu
propia Ley Orgánica al abstenerte de la función juzgatoria a la que estás inexorablemente
obligado.
B.- La propia Constitución Política contiene todo un Título Cuarto que se refiere a la
responsabilidad de los servidores públicos. Sus numerales 108, primer párrafo, 109, fracción III
y 113 de la misma, establecen la responsabilidad de orden administrativo, tipo de
responsabilidad que, obviamente, no puedes sustraerte de conocer y, por ende, de entender y
asumir como competencialmente propias, pues de no hacerlo así, y sólo así, violas la
Constitución y faltas muy gravemente hasta a tu propia denominación.
C.- Las leyes -además de la Constitución- a las que me refiero en razón de remitir a los
gobernados a tu jurisdicción y competencia son:
A).- La Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos, en
su artículo 3, fracción IV, que a la letra dice:
“Artículo 3.- En el ámbito de su competencia, serán autoridades facultadas para aplicar
la presente ley:
...
IV.- El Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa;”
B).- La Ley Federal de Responsabilidades de los Servidores Públicos, que en su artículo
3, fracción VII, textualmente señala:
“Artículo 3.- Las autoridades competentes para aplicar la presente Ley serán:
...
VII.- El Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa;”
C).- La Ley Federal de Procedimiento Contencioso Administrativo, que en sus numerales
1 y 2, literalmente te ordenan:
“Artículo 1o.- Los juicios que se promuevan ante el Tribunal Federal de Justicia Fiscal
y Administrativa, se regirán por las disposiciones de esta Ley, sin perjuicio de lo dispuesto por
los tratados internacionales de que México sea parte. A falta de disposición expresa se aplicará
supletoriamente el Código Federal de Procedimientos Civiles, siempre que la disposición de este
último ordenamiento no contravenga las que regulan el juicio contencioso administrativo
federal que establece esta Ley.
Cuando la resolución recaída a un recurso administrativo, no satisfaga el interés
jurídico del recurrente, y éste la controvierta en el juicio contencioso administrativo federal, se
entenderá que simultáneamente impugna la resolución recurrida en la parte que continúa
afectándolo, pudiendo hacer valer conceptos de impugnación no planteados en el recurso.
Asimismo, cuando la resolución a un recurso administrativo declare por no interpuesto o
lo deseche por improcedente, siempre que la Sala Regional competente determine la
procedencia del mismo, el juicio contencioso administrativo procederá en contra de la
resolución objeto del recurso, pudiendo en todo caso hacer valer conceptos de impugnación no
planteados en el recurso.
Artículo 2o.- El juicio contencioso administrativo federal, procede contra las
resoluciones administrativas definitivas que establece la Ley Orgánica del Tribunal Federal de
Justicia Fiscal y Administrativa.
Asimismo, procede dicho juicio contra los actos administrativos, Decretos y Acuerdos
de carácter general, diversos a los Reglamentos, cuando sean autoaplicativos o cuando el
interesado los controvierta en unión del primer acto de aplicación.
Las autoridades de la Administración Pública Federal, tendrán acción para controvertir
una resolución administrativa favorable a un particular cuando estime que es contraria a la
ley.”
D).- La Ley Orgánica del Servicio de Administración Tributaria, que en su artículo 34
extensamente se refiere también a tu competencia y que no te transcribo porque es muy largo,
pero te dejo la tarea de leerlo y releerlo mil veces hasta que te lo aprendas de memoria.
E).- La Ley Federal de Protección de los Derechos del Contribuyente, que en sus
artículos 2, fracción XIV, 7, 24 y III Transitorio, también alude a tu competencia en materia de
juicios de responsabilidad de servidores públicos. Y que por su extensión te dejo de tarea
consultar, estudiar, entender y memorizar para que se te quite lo tontín.
D.- En consecuencia, dado que al menos media docena de leyes vigentes te refieren
como órgano expresamente encargado de atender a los juicios de responsabilidad contra
servidores públicos, nada te autoriza para desechar las demandas de tal naturaleza.
Esa noche, Tribunalito despertó pensando en el suicidio.
Pero fue la séptima noche cuando ya no pudo más. Un tercer monstruo, negro y panzón,
se le presentó en sueños y casi lo asfixiaba con su enorme barriga:
“Si tantas referencias legales son insuficientes para que entiendas la obligación de
atender esta clase de juicios, quizá también convenga hacerte ver las garantías individuales que
vulneras con motivo de tus ilegales desechamientos”.
Pero Tribunalito ya no le dejó seguir. “Acepto -le dijo ahogándose frente a la inmensa
barriga del monstruo- que”:
A.- Vulnero en perjuicio del quejoso el artículo 14 Constitucional, segundo párrafo, pues
muy claramente señala, entre otros aspectos, que nadie puede ser privado de sus derechos sino
mediante juicio seguido ante los tribunales previamente establecidos, es decir, que estoy
obligado a escuchar para que el actor sea oído y vencido en juicio, no excluyéndole de él
mediante simple "carpetazo".
Entiendo que estoy para juzgar, no para prejuzgar y que el texto del artículo 1 de la
Ley Federal de Responsabilidad Administrativa de los Servidores Públicos muy claramente me
indica que se trata de un ordenamiento reglamentario de la Constitución misma:
“Artículo 1.- Esta ley tiene por objeto reglamentar el Título Cuarto de la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos, en materia de:
I.- Los sujetos de responsabilidad administrativa en el servicio público;
II.- Las obligaciones en el servicio público;
III.- Las responsabilidades y sanciones administrativas en el servicio público;
IV.- Las autoridades competentes y el procedimiento para aplicar dichas sanciones, y
V.- El registro patrimonial de los servidores públicos”.
“Y también entiendo, ¡te lo juro, pero por favor ya no me aplastes!, que”:
A).- Además de tratarse de una Ley reglamentaria de la Constitución orientada a
determinar quiénes son sujetos de responsabilidad en el servicio público y cuáles son sus
obligaciones, ello me obliga a no excusarme de conocer las demandas interpuestas con tal
motivo, pues ya sentendí que el artículo 3, fracción IV de la misma me impone tal obligación:
“Artículo 3.- En el ámbito de su competencia, serán autoridades facultadas para aplicar
la presente ley:
...
IV.- El Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa;”
B).- Más aún, por tratarse de una Ley reglamentaria de la Constitución que impone la
determinación de responsabilidades y sanciones administrativas, así como las autoridades a
quienes competen tales determinaciones en cuanto a su aplicación, siempre recordaré ¡te lo
prometo! que vulnero la garantía constitucional de audiencia por negarle al gobernado el
acceso a la justicia.
C).- Me bastará, pues, con leer los artículos 108, 109, fracción III y 113 de la propia
Constitución a la que dicha Ley reglamenta en su Título Cuarto -justamente donde aparecen
incluidos los numerales precitados- para entender que soy autoridad competente conforme al
artículo 3, fracción IV de dicha Ley y, por ende, que en forma por demás indebida he venido
eludiendo la función juzgatoria que me compete atender.
D).- Y entenderé para siempre, ¡de verdad te lo juro!, que la fracción VIII del artículo 11
de mi Ley Orgánica me confiere la atribución de conocer con respecto a: “VIII. Las que
constituyan créditos por responsabilidades contra servidores públicos de la Federación, del
Distrito Federal o de los organismos descentralizados federales o del propio Distrito Federal,
así como en contra de los particulares involucrados en dichas responsabilidades”, de tal suerte
que dicha “constitución de créditos a cargo del Estado” y con motivo de responsabilidades de
servidores públicos sólo podrán ser determinadas por mi, por ser la autoridad facultada para
ello -puesto que sería fantasioso y hasta iluso suponer que vayan a ser las propias autoridades
demandadas las que “constituyan” por sí mismas tales créditos en su contra, cosa nunca vista,
por supuesto, a lo largo de toda la historia patria y que seguramente no verán las generaciones
futuras en los siglos y milenios venideros-.
E).- Admito, ¡de veras, pero ya no me ahogues! que la fracción VIII del artículo 14 de la
Ley Federal de Procedimiento Contencioso Administrativo establece lo siguiente:
“Artículo 14.- La demanda deberá indicar:
...
VIII.- Lo que se pida, señalando en caso de solicitar una sentencia de condena, las
cantidades o actos cuyo cumplimiento se demanda”.
Y acepto que tal señalamiento implica, conforme a la lógica más elemental, lo siguiente:
a) Que toda demanda debe contener LO QUE SE PIDA;
b) Que dentro de lo que cabe pedir encajan las SENTENCIAS DE CONDENA;
c) Que implícita a tal condena está el señalar las CANTIDADES O ACTOS CUYO
CUMPLIMIENTO SE DEMANDA; y
d) Que, por ende, es a mí a quien compete, ineludiblemente, el AVOCARME A LA
ATENCIÓN DE LAS DEMANDAS POR RESPONSABILIDAD QUE SE ME
PRESENTEN, toda vez que son éstas las únicas en su género por las que cabe el que se
constituyan en sentencias de condena y en las que procede que se indiquen cantidades.
Obviamente, ninguna autoridad administrativa tiene facultades para emitir
sentencias y menos aún de condena o de fijación de cantidades a indemnizar a los
gobernados por ilegalidades de las propias autoridades administrativas, de modo que sólo
yo resolveré sobre ello, máxime que el artículo 11 de la Ley Federal de Responsabilidades
Administrativas de los Servidores Públicos, me obliga a crear órganos para la identificación,
investigación, determinación, etc. de las responsabilidades contempladas por su artículo 8,
de modo que, si no lo he hecho, si no he creado tales órganos o no funcionan, es responsabilidad
mía, no del demandante, pues él confía en lo previsto por las fracciones I de los artículos 103
y 104 Constitucionales, así como en todo el Título Cuarto de la propia Constitución Política
y en el hecho de que soy un tribunal federal obligado a juzgar, no a lavarme las manos o a
encubrir cada vez que se demande a otros servidores públicos.
Y confieso que es precisamente el primer párrafo del artículo 11 de mi Ley Orgánica el
que textualmente dice:
“Artículo 11. El Tribunal Federal de Justicia Fiscal y Administrativa conocerá de los
juicios que se promuevan contra las resoluciones definitivas que se indican a continuación: ...”,
de donde se desprende que estoy obligado a conocer de todos los juicios que se promuevan, y
ello sin más cortapisa que el hecho de que estén enunciados en las fracciones que
representan tal “a continuación”, no a desecharlos.
Y, por si aún así no tuviera suficientemente clara mi competencia, también te confieso
que dicho precepto está directamente implicado con todo el Título Cuarto de la Constitución
Política de los Estados Unidos Mexicanos; con la Ley Federal de Responsabilidades de los
Servidores Públicos; con la propia Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los
Servidores Públicos -pues su artículo 3, fracción IV, textualmente me trata como autoridad
competente-; con el Código Penal (en su caso); con el Código Civil (en su caso); y con la Ley
Federal para Prevenir y Sancionar la Tortura (en su caso); de tal suerte que a ningún otro
órgano federal compete el ocuparse de tales demandas, precisamente porque el órgano
competente para ello soy yo, de modo que no estoy para escoger lo que me convenga
atender, sino para cumplir con lo que la ley me impone.
No olvido, terminó diciendo que el artículo 5 del Código Fiscal señala tanto la aplicación
supletoria del derecho federal común como la interpretación estricta de las normas fiscales, por
lo que la cuantificación de las indemnizaciones de ley son de mi entera competencia y obligación
pues, como dije, estoy obligado a establecer “los órganos y sistemas para identificar, investigar
y determinar las responsabilidades derivadas del incumplimiento de las obligaciones
establecidas en el artículo 8...”, y, por otra parte, a interpretar las leyes fiscales con todo rigor y
aplicarlas con el mismo o mayor celo que el que se emplea para recaudar y para ejecutar a los
contribuyentes.
Más aún, también te juro que si tomara las demandas de responsabilidad por simples
“quejas” o “denuncias” -otra de mis formas de evadirme del compromiso de juzgar- para así
“lavarme las manos”, te juro que en vez de rechazarlas cumpliré con lo previsto en los artículos
3 y 6 de la Ley Federal de Responsabilidades Administrativas de los Servidores Públicos, es
decir, que las turnaré a “quien deba conocer de ellas”, pues también a eso estoy obligado y no lo
cumplo.
“Pobre de tí -terminó diciendo el monstruo- porque si no atiendes a lo que me has dicho,
vendré otra vez y te mataré”.
Tribunalito, obviamente, ya no sabía si reír o llorar o ponerse a rezar.
Pero, pasado el susto y la consecuente diarrea, Tribunalito no cumplió. No podía
desobedecer la consigna oficial de hacerse el incompetente ante cada nueva demanda de este
orden. Todo mundo sabía que está en un país donde, después de siglo y medio de existencia del
Título Cuarto Constitucional y de media docena de leyes responsabilizadoras, los “servidores
públicos” mexicanos siguen siendo los faraones o dictadores más descaradamente impunes del
planeta. Todo mundo sabía que se está en un país donde sólo se ha castigado mediante juicios de
responsabilidad a los pobres carteros y donde recientemente sólo se gana esta clase de demandas
cuando su promovente es la esposa del Presidente de la República en turno.
¡Qué lástima del prestigio del viejo Tribunal Fiscal de la Federación y de tantos y tan
afamados juristas que lo dignificaron a lo largo de su historia! ¡Qué lástima que con darle
competencia administrativa al infantil Tribunalito hasta la tradicional honestidad juzgatoria en
materia fiscal se perdió! ¡Qué lástima que, con tales conductas tan impropias de cualquier
tribunal que hoy por hoy quiera ser respetado como tal, tarde o temprano lleguen los monstruos
que observen su inutilidad, su servilismo y su miedo, y se lo coman! ¡Qué lástima y qué tristeza,
pues Tribunalito ya no sirve ni de adorno!
¡Y colorín colorado... -al igual que Tribunalito- este cuento está acabado!
LA ELUSION FISCAL
No hemos tenido un solo Presidente de la República, Secretario de Hacienda,
Gobernador, Secretario de Finanzas o Tesorero estatal, incluyendo múltiples diputados federales
y locales, así como senadores y hasta presidentes municipales, incluyendo cronistas, periodistas,
comentaristas, etc. que no hayan pronunciado alguna vez el arcaico estribillo: “hay que combatir
la evasión y la elusión fiscales”.
Es un verdadero enigma el alcanzar a entender qué pueda ser lo que les hace repetirlo
hasta la saciedad y como sin darse cuenta de la estupidez que representa. ¿Será, acaso, porque les
suena a cruzada, encomienda, lucha, esfuerzo, heroicidad, mesianismo o tenacidad? O, ¿será tal
vez, porque suponen que con esa parrafada de inocultable teatralidad puedan parecernos
dinámicos, visionarios, estadistas, conocedores y muchas cosas más?
Lo cierto es que:
- jamás han podido -o querido, pues sólo Dios lo sabe- distinguir entre evasión y elusión;
- jamás han entendido que evadir es escapar a una obligación, mientras que eludir es
evitar el surgimiento de ella;
- jamás entenderán, por ende, que la evasión es delictiva, por ilegal; mientras que la
elusión es intelectiva, por racional;
- jamás admitirán que en ambas inciden tanto el gobernado como el gobernante y que, por
ende, cuando se trata de la evasión, ello es todavía más grave en este último por ser el que
propicia tanto la evasión como la elusión misma;
- jamás entenderán que la elusión es imposible de combatir, tal como lo ilustran todas las
épocas de la historia y a lo largo y ancho del planeta, ni entenderán, tampoco, que la evasión
tiene por causa principal el dispendio y el abuso de los propios gobernantes;
- y jamás entenderán, en fin, que mezclar la evasión con la elusión para efectos de su
iluso “combate” sólo provoca la más sonora carcajada universal en cualquiera que tenga
nociones elementales de historia y observe las deficiencias de las leyes y la inteligencia o
habilidad para evitar sus efectos cuando ello es posible.
Bien dicen los españoles que: “hecha la ley, hecha la trampa”. Y así ha sido y seguirá
siendo por los siglos de los siglos a pesar de todos los demagogos habidos y por haber.
Pero, hasta aquí, todo parecería un mero problema de ignorancia sobre los términos
empleados o de exceso verbal de gobernantes y conductores de radio y televisión. Sin embargo,
la realidad va más allá, pues acusa los síntomas, al menos, de:
- ignorancia oficial sobre la materia tributaria;
- descuido de los medios de comunicación sobre el lenguaje y los conceptos que emplean;
- consecuentemente, meras manifestaciones demagógicas o perversas de nuestros
gobernantes para ejercer una fiscalización a ultranza y, por ende, violar cualquier constitución
imaginable;
- consecuentemente, también, simples alaridos gubernativos que reflejan impotencia e
ineptitud para el ejercicio patriótico del cargo; y/o
- mero retorno a la concepción milenaria del tributo como instrumento de dominación.
Más aún, ni siquiera se requiere que las grandes masas sepan de historia o de leyes, les
basta con escuchar cualquier pasaje de la Biblia para saber de los antecedentes opresivos,
sanguinarios y torturantes del tributo sin necesidad de ir más lejos para entenderlo:
- El Antiguo Testamento, por ejemplo, alude al primer gravamen permanente cuando se
refiere al tributo del padrón, el cual se destinaba al servicio del Tabernáculo y tenía un sentido
religioso y expiatorio. Con él se obligaba a todo varón mayor de veinte años, por pobre o rico
que fuese, sin otro fin que el de proveer a los reyes israelitas de recursos monetarios para sus
fines particulares.
El resultado de ello fue que, al cumplir los veinte años, muchos jóvenes emigraban a otras
tierras, donde tal gravamen no se causaba, precisamente para eludirlo por la vía de la huida.
¿Cómo pues, penalizar tal clase de elusión fiscal?
Obviamente, la práctica de eludir migrando no ha desaparecido jamás ni podrá
desaparecer nunca. La prensa española de diciembre de 2006, por ejemplo, reportó que el
cantante Johnny Hallyday anunció que se iría a vivir seis meses y un día en la estación alpina de
Gstaad, en el cantón de Berna, para efectos de pagar sus impuestos en Suiza, lo que le permitirá
ahorrar algunos millones de euros al año. Y tan importante deberá resultarle ese ahorro que llegó
al extremo de informar que: “ofrecerá un concierto a fines del próximo febrero en el cantón
helvético de Friburgo” y ello en razón de su: “acuerdo con la autoridad fiscal suiza”, pues ésta
le prohíbe trabajar en ese país, de modo que: “todo el beneficio de ese espectáculo será
destinado a una obra de caridad”.
¿Cómo puede impedírsele a cualquier tributante que ahorre en razón del lugar de
residencia y de la libertad constitucional para elegirlo? ¿Acudirán los modernos sátrapas de la
cobranza tributaria al recurso de colocarle grilletes a toda la ciudadanía para que a la vez trabaje
con libertad y quede impedida de emigrar con el fin de que no se le escape del tributo?
- En tiempos de Constantino, concretamente de los años 313 a 320 de la Era Cristiana, se
eximió a los eclesiásticos por los tributos derivados de sus talleres, pues aparentemente los
beneficios obtenidos se redistribuían entre los pobres y desvalidos merced a la caridad.
El resultado, cuando menos hasta que se abolió tal exención, fue que muchísimos ricos se
convirtieran al estado eclesiástico para eludir los impuestos que gravitaban sobre su producción.
En 1957, el senador norteamericano Ralp E. Flanders declaraba en pleno recinto del
Senado: “mientras la política de inmigración de Israel consistía en acoger a los refugiados, era
normal que fuera sostenida mediante aportaciones americanas exentas de impuestos. La política
actual no se refiere ya a los refugiados. Se trata de una política inherente al programa sionista:
congregar a todos los judíos del mundo, oprimidos o no, necesitados o no, a condición de que
sean judíos y llevarles a la nueva Sión, sin preocuparse de las injusticias cometidas con los
ocupantes de esta tierra. Este proyecto no debe contar con dinero americano exento de
impuestos. Por honestidad hacia los contribuyentes americanos, el Tesoro tiene que considerar
las exenciones de tasa de las sumas entregadas a la llamada Judía Unificada”.
Con tal declaración se evidenciaba que las aportaciones exentas sólo servían para
subsidiar a Israel y que habían sido instrumentadas por su propio gobierno para abastecerlo de
recursos.
¿Cómo impedir, pues, esta clase de elusión fiscal oficializada, cuando aparenta obedecer
a móviles religiosos, o de ayuda humanitaria, o simplemente raciales o políticos? ¿Con base en
qué legislación podría conceptuarse como evasión lo que no ha sido más que simple elusión
perfectamente “justificada” desde el poder mismo y al amparo de las religiones, los racismos, las
políticas o las conveniencias?
Hoy en día, en nuestro propio México, los estados han establecido determinado número
de años de exención en materia de impuestos estatales y municipales e incluso el obsequio de
terrenos o la construcción de caminos para estimular el establecimiento de empresas en su
circunscripción territorial. Sobre ello existe una verdadera competencia para ver cuál de ellos da
más.
¿Cómo evitar esta clase de elusión en la empresa que aprovecha establecerse en la entidad
que más le convenga? ¿Acaso hay forma legal alguna de obligar a su establecimiento conforme a
una determinada planeación nacional de la que ya se hubieran ocupado nuestros gobernantes
para proteger, cuando menos, el medio ambiente, el orden y los recursos naturales?
- El aplastamiento mayoritario ha sido empleado desde hace milenios para reclamar
reconocimientos de exención. En el año 325 los frigios solicitaron la exención tributaria
aduciendo que todos los habitantes, sin excepción, de una de sus ciudades, profesaban la fe
cristiana.
¿Cómo puede negarse cualquier Estado, ante la demanda de los grandes intereses -tal
como ahora ocurre con los monopolios del capital- a concederles las exenciones que exijan, dada
la unanimidad que se les opone y la conveniencia de servirse de ellos o de subordinárseles para
mantenerse en el poder, especialmente cuando las percepciones que se obtienen de éste son
excesivas y no les conviene renunciar a ellas? ¿Acaso es fácil evitar la elusión implícita a
cualquier oposición política, religiosa, sectaria, partidista, financiera o económica?
- A lo largo de los milenios, en suma, el ser humano ha buscado la forma de eludir el
tributo aunque ello le represente sacrificios de cualquier otra naturaleza. Por ejemplo:
a) se establecía en cualquier lugar del mundo un impuesto por el simple empleo o cruce
de un puente o de un camino. El ciudadano lo eludía absteniéndose de emplear el puente o el
camino mediante la búsqueda de atajos o vericuetos, aun cuando ello le llevase más tiempo.
¿Cómo exigir el tributo por lo no usado?
b) se establecía el impuesto a la barba -como en tiempos de Pedro el Grande- y el sujeto
se afeitaba para eludirlo. ¿Cómo reclamarle el pago si no existía la causal?
c) se establecía un tributo -como en Canadá- atendiendo a la altura de los alambiques. Al
sujeto le bastó con fabricarlos “achaparrados” para abatir su cuantía. ¿Cómo evitar la deficiencia
o la imprevisión implícitas a toda ley?
d) se implementaba el impuesto a las ventanas -como lo hizo Santa Anna en el México
del Siglo XIX- y de inmediato se tapiaron para evitarlo. En múltiples ciudades de la República
aún lo están, como es el caso de mi natal San Luis Potosí. ¿Cómo impedir que el sujeto hiciera
de sus bienes lo que quisiera en aras de eludirlo?
Dicho en otras palabras, la elusión deriva de la imaginación y hasta de la incomodidad
moral, económica o fáctica que todo tributo representa, pero, sobre todo:
- de la desconfianza crónica e inevitable en que el poder se ejerza con acierto y honradez;
- de la desilusión ante el pésimo manejo de los recursos públicos que a diario se conoce,
incluyendo su despilfarro en armas, bombas, viajes, peculados, lujos, etc.;
- del disgusto ante la impunidad de la que gozan los abusos y rapacidades de los
gobernantes;
- del dispendio, percepciones y prestaciones excesivas de las que ilimitadamente gozan;
- del tiradero de recursos con pretextos electoreros y que sólo sirven para mantener a los
vividores de la “política”;
- y hasta de la simple resistencia a pasar por ingenuos a los ojos de la comunidad cuando
se imponen tributos a la pobreza mientras se protege al gran capital, para no citar otras muchas
causas no menos importantes, trascendentales y deprimentes, pero profunda y lacerantemente
realistas.
No se requiere, pues, de una gran ciencia, para entender que la elusión no es ilegal y que
no cabe “combatirla” en forma alguna sin ir contra la naturaleza humana, incluso aunque se
tuviera un estado ideal, el cual, por supuesto, ni en varias decenas de milenios conocerá la
humanidad, pues todo seguirá cambiando, menos la entraña egoísta del hombre, tal como lo
prueban los milenios transcurridos. De modo que, cuando cualquier demagogo nos venga con la
prédica habitual de que va a “combatir la evasión y la elusión fiscales”, lo único que
entenderemos es que no ha podido combatir ni su ignorancia al respecto, y ya podemos vaticinar,
sin necesidad de ser adivinos, la clase de autoridad que será y la torpeza e ineptitud con las que
se manejará en el ejercicio del cargo que, para desgracia nacional, le haya sido encomendado.
Por otra parte, como suele ocurrir que se utilicen conjuntamente la alharaca del “combate
a la evasión y la elusión fiscales” con la de “ampliar la base de contribuyentes”, se ha vuelto
cotidiano el suponer que quienes eluden el tributo son los pequeños empresarios, los trabajadores
y los profesionistas, máxime cuando se reportan los elevadísimos porcentajes que padecemos de
la llamada “economía subterránea”, pero esto no representa ni refleja la verdad, sino que, antes
bien, es la peor de las mentiras:
- Las propias autoridades se han encargado de formularnos, dentro del texto mismo de la
Ley del Impuesto sobre la Renta y hasta en orden alfabético, el listado más completo sobre los
paraísos fiscales que operan en el mundo, de modo que a nadie, por más desinformado que se le
suponga, podrá escapársele su empleo para eludir todo cuanto quiera;
- Hasta los párvulos advierten que, de ese centenar de países listados, una quinta parte son
auténticos “paraísos fiscales” y el resto se consideran como “semi-paraísos”, pero que sirven por
igual para la más satisfactoria de las elusiones;
- También están enterados nuestros compatriotas que basta con crear empresas en tales
entidades -a escoger, según las preferencias turísticas de cada quien- para operar mediadores,
comisionistas, revendedores, etc. a los que se les deja la casi totalidad de las utilidades, mismas
que luego se envían a cuentas cifradas en Suiza o en otro paraíso fiscal sin mayores problemas;
- Y nadie se arrogará la presunción de que “combatirá” esta forma de elusión porque una
de las políticas económicas internacionales más bendecidas es precisamente la de exportar para
generar divisas, pues de otro modo la ineptitud gubernativa no sabría qué otra cosa hacer para
sobrellevar la miseria nacional y aparentar que sabe gobernar;
- Pero el clímax de este multimillonario filón de elusión fiscal sobreviene cuando las
propias autoridades fiscales celebran tratados internacionales de “coordinación fiscal”, de
“reciprocidad informativa entre fiscos” y demás zarandajas por el estilo, cualquiera que sea el
nombre con el que se les bautice, pues el imperio de las empresas transnacionales es tan absoluto
que tales “tratados” sólo se emplean para denunciar y fiscalizar al cada vez más escaso
empresariado nacional, favoreciendo con ello a dichos pulpos, los cuales gozan del privilegio
eterno de que nuestras “autoridades fiscales” no les toquen “ni con el pétalo de una rosa”.
¿Dónde se dan, pues, las manifestaciones máximas de elusión fiscal? ¿Quiénes son,
finalmente, los que eluden el tributo hasta con la bendición de nuestros gobernantes, de nuestras
leyes y del dominio internacional sobre la economía de los países que no participan de los
privilegios ancestrales de los que siempre ha gozado el gran capital?
Más aún, los propios “paraísos” y “semi-paraísos” fiscales se han complementado con
las bolsas de valores. Todo mundo sabe, por ejemplo, que:
- existe cerca de una decena de bolsas de valores en el mundo por las cuales circulan a
diario varios trillones de dólares;
- que en todo el mundo las operaciones en bolsa están exentas, como corresponde a los
dictados imperiales del gran capital;
- que mediante las fluctuaciones en bolsa y una buena combinación de empresas satélite
para la compra y venta diaria de acciones de las empresas operadoras, resulta posible eludir todos
los impuestos convencionales de los países dominados por las susodichas empresas
transnacionales;
- que, en suma, la inversión extranjera no únicamente descapitaliza a los países
dominados sino que opera sin gravámenes y, al final, sólo les deja chatarras, contaminación y
trabajadores jubilados a los que hay que pensionar vitaliciamente y con recursos nacionales
aportados por el raquítico contribuyente mexicano que ya sólo puede sobrevivir como asalariado
de ellas y ni siquiera como “changarro”.
Dicho en otras palabras, la elusión fiscal verdaderamente significativa en cuanto a monto
y medios para lograrla no es propia de los miserables y desvalidos del país, sino de las empresas
transnacionales que nos descapitalizan sistemáticamente mientras nuestros corifeos oficiales y
comunicólogos que les sirven siguen recitándonos la diaria letanía del “combate a la evasión y la
elusión fiscales”, debidamente combinada con la otra idiotez de “ampliar la base de
contribuyentes”, pues con ello culpan a la ciudadanía para encubrir su servilismo, contubernio o
simple ineptitud y falta inocultable de patriotismo.
Ahora bien, nada tiene de novedoso este cuadro de calamidades que aquí se ha descrito de
la manera más lacónica y cruda posible, pues a lo largo de la historia también se ha procurado la
elusión a partir de las leyes mismas:
- En el siglo IV, el rey Constantino, indudable adalid de la cristiandad -como ahora el
genocida Bush ostenta serlo a su manera mientras destruye el resto del planeta-, eximió a
perpetuidad a los sacerdotes sobre toda clase de tributos;
- Constancio, por su parte, en el año 355, hizo lo mismo con los obispos y sus parientes y
siervos más cercanos, eximiéndoles a perpetuidad de toda clase de impuestos y prestaciones;
- A lo largo de la Edad Media, tanto los emperadores paganos como los cristianos,
establecieron toda clase de impuestos, pero éstos gravitaron, obviamente, sobre los pobres, nunca
sobre la nobleza o sobre los señores feudales y demás privilegiados, llegando el momento en el
que se torturaba y ejecutaba a quienes incumplían con el pago, lo cual originó tales extremos de
violencia y de muerte que hasta se acudió a la recomendación de Tiberio en el sentido de que: "al
rebaño propio hay que esquilarlo, pero no desollarlo". Quizá de aquí surgieron las primeras
atenuantes del tributo a través de medidas deductivas y exenciones parciales para abatir el
salvajismo de la recaudación a rajatabla que sólo sabía del empleo de instrumentos de tortura o
de ejecución a los incumplidos en el sentido más amplio de la palabra, es decir, privándoles de la
vida.
- Hoy en día, nuestras leyes fiscales vigentes contemplan toda una extensa relación de
bienes, propiamente suntuarios, que se eximen de la manera más descarada y absoluta. Basta con
leer sus artículos sobre exenciones para seguir admirando los privilegios del gran capital a través
de la elusión que nuestros propios gobiernos le dan, esos mismos gobiernos que siguen
predicando a diestra y siniestra que van a “combatir la evasión y la elusión” con todos los
medios a su alcance. ¿Acaso las leyes fiscales no son los medios que más y mejor tienen a su
alcance?
Así las cosas, si tenemos perfectamente entendido que la elusión fiscal deriva de los
propios dictados de gobierno a través de las leyes que propone y aprueba y, además, como
producto de la existencia de “paraísos” y “semi-paraísos” fiscales, de los intereses y privilegios
del “gran capital”, de los tratados internacionales, de las operaciones en bolsa, de las empresas
creadas en el extranjero, de la impopularidad histórica del tributo, de sus propias rapacidades,
abusos e impunidades, etc., menuda tarea tendrán nuestros demagogos habituales para convencer
a alguien de que: “combatirán la evasión y la elusión fiscales”, de modo que ya se habrá
advertido que no se trata de un mero giro demagógico o de una simple amenaza gubernativa, y,
menos aún, de una elemental ignorancia sobre los conceptos y lo que ellos conllevan, sino de un
verdadero engaño a la colectividad perfectamente enmarcado en las sanguinarias medidas e
instrumentos de tortura a la población humilde, ahora modernizados mediante toda clase de
artilugios electrónicos y digitales, pero que no han dejado de campear y dañar, tal como ha
ocurrido y sigue ocurriendo a lo largo de toda la historia.
Pero el colmo de los colmos es que, además de los privilegios de los que se ha servido el
gran capital, todavía nuestras propias leyes sean llevadas al máximo de los servilismos.
Un ejemplo burdo y simple lo ilustra con extrema claridad: se permite la deducción
indiscriminada de los gastos de publicidad y propaganda -pues ése es el lenguaje propio del gran
capital-. Las empresas transnacionales se gastan verdaderas fortunas en imprimir y repartir a
diario centenares de miles de verdaderos cuadernos a color, con varias páginas, y de puerta en
puerta. Con ello devoran al empresariado nacional, pues carece de tales fortunas para el mismo
fin. Y el resultado final es que, con cargo al fisco mexicano, se agoten nuestros bosques en el
papel empleado, se deduzcan tales conceptos por las empresas emisoras, se incremente
exponencialmente su competitividad, se destruya la economía nacional, se abata al escaso
empresariado mexicano que medio sobrevive, se inunden nuestras ciudades con miles y miles de
toneladas de basura, y, todavía, para remate, nuestros municipios les sirvan de pepenadores
gratuitos, pues a nadie escapa que tal folletería de ninguna forma es artículo de biblioteca o que
amerite encuadernarse y coleccionarse para colocarse en altar.
Por eso cuando se habla de “combatir la elusión fiscal” ya no se sabe “si reír o llorar”,
pues ello nos ilustra sobre la verdadera talla de nuestros “gobernantes”. Y es que, a la vista de
una elusión que deriva primeramente de las propias leyes fiscales, de inmediato salta la duda
sobre si en verdad estaremos gobernados por desinformados y antipatriotas o si se trata de
simples ineptos a los que tales manifestaciones verbales de ingenua ignorancia extrema de
alguna forma les disculpe.
Donde no sería disculpable en forma alguna tal ignorancia -si es que se trata únicamente
de eso- es en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, pues resulta verdaderamente lamentable
que hasta nuestros ministros hayan caído en el juego de los politiqueros. Un ejemplo es el texto
de la tesis del Pleno aparecida en el Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, 9ª. Epoca,
noviembre de 1999, página 7, identificable como P./J. 115/99, donde nuestros ministros hablan
textualmente de “...la evasión o la elusión del tributo, en ambos casos en detrimento de la
economía del país...”, de modo que ahora sí debemos concluir que el mal es endémico, que se
trata de una enfermedad contagiosa, pues ya cuando ni nuestros ministros encargados de hacer
justicia pueden distinguir entre la “evasión y la elusión”, además de atreverse a pontificar en
materia económica, el problema se ha vuelto verdaderamente grave.
- ¿De dónde pueden deducir nuestros entogados y embirretados ministros, supuestamente
dedicados a la impartición de justicia, que la elusión afecte a la economía del país, cuando lo
único que “afecta” son las percepciones y privilegios de la burocracia gobernante, que es quien
más elude y con ello provoca hasta la evasión generalizada?
- ¿De dónde pudieron inferir nuestros ministros que evasión y elusión sean lo mismo,
pues las conjuntan y equiparan o igualan con una “o”, sin que ni de los diccionarios escolares
pueda desprenderse tamaña aberración?
- ¿Sabrán nuestros desinformados ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación
que “evasión” viene del latín. “Evasio -onis, de vadere: ir, y que ello significa huida o fuga,
mientras que “eludir” también proviene del latín “eludere”, lo cual significa “ganar el juego”,
puesto que “ludo” es “juego” y, por ende, significa “esquivar” o “soslayar”, expresiones que
representan habilidad -lo propio de lo lúdico-, no delito, y que significan inteligencia, no
delincuencia?
Lamentablemente, pues, ya ni de los más altos medios judiciales cabe abrigar esperanza
alguna en que superemos el lenguaje cantinflesco que -desde siempre- ha solido caracterizarnos,
pues si eso ocurre en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, a través de una tesis que tiene
rango jurisprudencial y que revela la pobreza conceptual de nuestros ministros, ¿qué cabe esperar
de sus tribunales colegiados y de sus jueces de distrito, especialmente cuando la jurisprudencia
les obliga y, por lo tanto, deben acatar tales aberraciones conceptuales?
Lo más triste de todo es que este cantinflismo conceptual no sólo ha caracterizado a las
tres divisiones del poder, sino también a los tres niveles de poder. Las convenciones nacionales
hacendarias perfectamente nos han dejado ver que los gobiernos de los estados “cojean de la
misma pata”, pues a sus secretarios de finanzas o tesoreros concurrentes en nombre de los
ejecutivos estatales a los que representan no se les cae de la boca el ya clásico estribillo de
“combatir la evasión y la elusión fiscales”; a los tribunales de justicia de las entidades
federativas tampoco se les dificulta sentenciar a diestra y siniestra bajo la sombra del mismo
equívoco conceptual; a sus diputados locales -de por sí tan impreparados e improvisados como
los federales, sin requisitos de escolaridad mínima para tal desempeño y normalmente reclutados
entre vedettes, boxeadores y demás especímenes sobre los que nuestros bien cebados partiditos
políticos siguen privilegiando el populacherismo y la vulgaridad- todavía en mayor grado se les
atragantan tales términos, lo cual no impide que los repitan como catecúmenos; a sus presidentes
municipales, síndicos y regidores ya ni se diga; de modo que el resultado final de tal
generalización de la ignorancia, el indiscernimiento, la indolencia y la improvisación jamás ha
dejado de ser tan grave como se ha intentado ilustrar en líneas anteriores.
¿Qué más se puede esperar de un país donde se privilegia el que hasta los perros hablen
inglés o el que haya canales televisivos donde no se hable una sola palabra en español, y, por
contraste, no haya autoridad que se preocupe por exigirle a estos últimos el empleo de nuestro
idioma? ¿Qué más cabe esperar de los malinchistas que mandan a sus hijos a estudiar al
extranjero, denigrando con ello a nuestras universidades, para luego traerlos a que nos prediquen
las tres imbecilidades en las que les adoctrinaron para que puedan servir mejor al gran capital?
No nos engañemos: cuando se habla de “combatir la evasión y la elusión fiscales” lo que
se quiere, en el fondo, es justificar toda clase de excesos gubernativos para incrementar la
recaudación mediante el sacrificio de las grandes masas de contribuyentes cautivos y
semicautivos cuyo único común denominador es el ser pobres y ser mexicanos. Y también sobre
esta faceta del problema existe toda una historia interminable con la que podrían llenarse
enciclopedias. Veamos unos pocos ejemplos para dejar en claro esta última afirmación:
- En el siglo VI de nuestra era, Juan de Capadocia se caracterizó por arruinar provincias
enteras mediante la tortura bestial a la que sometía a quienes incumplían con el tributo. El
resultado de tal agresividad fiscal fue desastroso hasta para la recaudación misma. ¿Acaso no es
posible entender la lección que ello representa para privilegiar una prudente, moderada y honesta
política fiscal en bien del país, en vez de seguir perdiendo el tiempo, como tantos desinformados
y cuenta chiles, que privilegian la receta de cocina para su quehacer diario por sobre la visión
global de la clase de país que le dejaremos a nuestros hijos, si es que logramos conservarlo en
condiciones decentes y razonables?
- Los propios padres de la Iglesia -como San Juan Crisóstomo y San Agustín- observaron
que los monasterios de su época se llenaban de esclavos, libertos, jornaleros, antiguos soldados,
campesinos despojados de sus tierras y, en general, de toda clase de miserables y desvalidos
empujados por el hambre y el empobrecimiento progresivo al que conducía el rigor tributario del
Imperio, la encarnizada persecución por tal motivo y los demás abusos habituales de los
recaudadores de impuestos. ¿Acaso no es posible asumir que las medidas fiscales rigoristas sólo
benefician a los verdugos que las aplican y en franco demérito de las arcas de la Nación?
- Antes que ellos, desde el siglo II, durante el gobierno de Cómodo, el hijo de Marco
Aurelio, y hasta el siglo V, dado que los impuestos se habían duplicado, ocurrió toda una serie de
levantamientos especialmente sangrientos. Los impuestos de capitación, a las actividades
productivas, la llamada “muñera”, las entregas obligatorias al ejército, el de alojamiento de
tropas y funcionarios de paso, el de trabajos forzados para la construcción de edificios públicos y
fortificaciones, el fundario -que gravaba el fundo o finca-, los indirectos sobre ventas y aduanas,
el de mejoras de vías de comunicación, etc., que recaían únicamente sobre las clases media y
baja, diezmaban a la población y causaban torturas y muertes por doquier. Valentiniano I, en el
siglo IV, castigaba brutalmente las transgresiones de los pobres mientras concedía carta blanca a
los grandes señores en la comisión de sus fechorías. ¿Acaso ha cambiado un ápice tal criterio de
política fiscal? ¿Hemos rebasado la nefasta práctica de la multiplicidad de gravámenes y del
privilegio al gran capital?
Peor aún, el rigorismo fiscal y su secuela empobrecedora crea más problemas que los
pretendidamente resolubles a través del tributo y su hipotética utilidad como “redistribuidor de
la riqueza”, según la vieja prédica de tantos “tratadistas” igualmente desinformados. Por
ejemplo:
- En el siglo V, en Egipto, una mujer se lamentaba así: "Después de que mi marido fuese
azotado y encarcelado repetidas veces y de dos años a esta parte, a causa de una deuda fiscal, y
de que mis tres amados hijos fuesen vendidos, llevo una vida fugitiva, vagabundeando de ciudad
en ciudad. Ahora voy por el desierto sin rumbo fijo y he sido atrapada varias veces y
continuamente azotada. En este momento llevo tres días sin comer a través del desierto".
¿Sufrirán lo mismo esos frívolos gobernantes que todavía no tienen la capacidad o la honestidad
de reconocer la diferencia entre la evasión y la elusión porque prefieren privilegiar lo
recaudatorio por sobre el bien común y la paz social?
- Salviano, otro de los padres de la Iglesia, escribía: “A los pobres se les priva de lo más
necesario, las viudas sollozan, los huérfanos son pisoteados. De ahí que muchos de ellos,
incluidos los de noble alcurnia y los que son libres, huyan hacia el enemigo para no ser víctimas
de las persecuciones del poder público ni asesinados por él. Prefieren ser libres bajo la
apariencia de la servidumbre a llevar una vida de esclavos bajo la apariencia de la libertad".
¿Es ésa la clase de país que queremos tener a medida que más nos dejamos avasallar por el
Imperio del Norte?
- Dice un historiador, con respecto a esta misma época que se comenta: “Para sustraerse
a la corrupción de la burocracia, a las torturas y a los castigos impuestos por ocultar impuestos,
muchos, a veces aldeas enteras, entregaban, mitad libremente, mitad forzados, sus posesiones a
los grandes terratenientes, de quienes las volvían a obtener, ahora "más protegidas", en
condición de arrendatarios. De este modo el rusticas, vicanus o agrícola se degradaba hasta
convertirse en colono. A finales del siglo IV, los mendigos abarrotaban de tal modo las calles de
Roma que hubo que llevarlos a la fuerza a los latifundios, en calidad de colonos o de esclavos. Y
cuanto más ricas eran las ciudades, mayor era la miseria. Por aquel tiempo, Libanio hacía esta
observación en Antioquía: "Ayer por la noche alguien lanzó un fuerte suspiro de dolor al contar
los mendigos: los que allí había y los que ya no podían estarse de pie, ni siquiera sentados, los
mutilados, más podridos, a menudo, que muchos muertos.” Y añadía -refiriéndose a las clases
resultantes de tanto abuso fiscal: “... de un lado estaban los potentes o seniores, es decir, los
poderosos, los "respetables", especialmente la clase de los beneficiados por privilegios fiscales,
la de los nobles terratenientes, cada vez más influyentes y con mayores latifundios esparcidos
por África, las Galias y el Asia Menor. Del otro, los humiliores o tenuiores, el amplio estrato
social de los plebeyos, los débiles, los oprimidos: la masa maltratada, acosada por los esbirros
del fisco, mortificada por los administradores de los latifundios y domesticada por los
sacerdotes...”.
No se requiere, pues, de mayores explicaciones para entender el porqué a tantos les
molesta que se escriba sobre política fiscal en vez de abundar en las recetas de cocina con las que
sólo nos empeñamos en defendernos con las uñas ante tanta canallada habitual del poder, sea
cual fuere la camiseta partidista que el tecnócrata en turno se haya puesto, pues son muchos los
que prefieren arroparse en la frase trillada: “combatir la evasión y la elusión fiscales”, “ampliar
la base de contribuyentes”, etc., en vez de obligarse a pensar y a decir la verdad a partir de la
historia entera de la aberración tributaria.
Bien recomienda el texto bíblico que: “el que tenga oídos para oír, que oiga”. Pero sin
olvidar la frase de Buda que tanto gustaban repetir Sócrates y Jesús: “la verdad os hará libres”,
pues no olvidemos que, a fin de cuentas, la elusión fiscal no es otra cosa que la esencia misma de
la única libertad que le queda al gobernado para sobreponerse a la tiranía del poder globalizador
del mercado y de las armas.
ANATOMIA DE LA EVASION FISCAL
Una de las más graves deficiencias de toda autoridad gubernativa, a cualquier nivel, es la
de no poder, o no querer discernir -claro está que por no convenirle- entre poder y dominio, pese
a que se trate de temas totalmente opuestos entre sí, y aunque vulgarmente se crea lo contrario.
Poder es otorgamiento de un mandato. Dominio es ejercicio de un señorío. El poder es
una encomienda o encargo que la población le concede a un sujeto determinado para
representarla ante otros gobiernos y ante sí misma. El dominio es su degeneración, pues se
asume como un imperio que el apoderado indebidamente se arroga para ejercerlo a contrapelo de
la representación concedida, es decir, imponiéndose a sus poderdantes.
Poder es, pues, servicio. Dominio, en cambio, es imposición. Y la expresión máxima de
ineptitud para el ejercicio del poder queda notoriamente exhibida cuando éste acude a la fuerza
en contra de sus poderdantes, incluso pretextando rebelión, sedición o hasta revolución, pues la
inconformidad y su correlativa protesta contra todo tipo de dominio es parte esencial de la más
genuina noción democrática, de modo que esa sola manifestación de inconformidad de los
gobernados forzosamente evidencia, mejor que cualquier ley o tribunal, la culpa o ineptitud del
gobernante, no de ellos.
Peor aún: a lo largo de la historia ha prevalecido el dominio por sobre ese mínimo de
racionalidad que sería propio de un ejercicio auténtico, honesto, prudente y limpio del poder. La
dominación del hechicero sobre los aldeanos, del emperador sobre los esclavos, del rey sobre los
súbditos, del tirano sobre los oprimidos, etc., lo mismo que la aparente modernidad del dictado
burocrático actual sobre los ciudadanos sometidos a sus excesos o la -también reciente- dictadura
tecnológica y mediática sobre los consumidores cautivos de un mercado inevitable por
monopólico, no son más que máscaras, a fin de cuentas, de ese dominio ancestral que ni siquiera
se disimula, pues sigue siendo el “más de lo mismo” que siempre fue. Hasta la ONU y demás
organismos internacionales no han podido pasar de meros instrumentos de dominio internacional
al servicio del imperio económico de las empresas transnacionales que conforman el llamado
“gran capital”, ese que rige al imperio de Norteamérica y que quita y pone gobiernos a su antojo,
arrasa países y destruye culturas.
No se trata, en suma, definámoslo claramente, del poder de la hechicería, de la religión,
de la tiranía, de la burocracia, del mercado, etc., de lo que cabe hablar con propiedad, sino del
dominio que se ejerce a través de tales medios para que unos seres humanos -¿lo serán
realmente?- se sirvan de otros a quienes tratan y manipulan en calidad de dominados. El tributo,
finalmente, es la expresión suprema de tal clase de dominación -sobre todo cuando se disfraza- y,
por ende, la peor de todas.
Visto de tejas abajo, el problema se agrava cuando nuestras leyes, como las de todo el
mundo -e incluso hasta la práctica jurídica- aparecen literalmente tapizadas de toda clase de
referencias a “facultades”, “atribuciones”, “potestades”, “jurisdicciones”, etc., y que
supuestamente permiten al gobernante el dotarse a sí mismo del “auxilio de la fuerza pública”,
de “intervenir negociaciones”, de “romper cerraduras”, etc., expresiones -todas sin excepciónque indebidamente se toman o asumen como si exaltaran, confirmaran o justificaran tal clase de
arrogancia y dominación. De modo que, finalmente, cualquier canalla -pues no cabe calificarle
de otro modo- investido de poder para ejercer un cargo público, y a cualquier nivel gubernativo,
termina por sentirse y aparentar, desde que asume tal encomienda, como si fuese una especie de
“emperador” o de “señor feudal” hacia el que todos los súbditos están irremisiblemente
obligados a rendirle pleitesía, subordinación o esclavitud. Desde el nuevo policía o agente de
tránsito hasta el más encumbrado de los funcionarios públicos, todos suelen “cojear de la misma
pata”, pues en cuanto quedan investidos del cargo, inmediatamente sobrevienen la altanería, los
alardes de suficiencia, la prepotencia, los celulares, los gritos, los guaruras, el exhibicionismo, la
actitud permanente de “iluminados” o de “gurús”, etc., todo ese entorno que les hace sentirse
emperadores, reyes, príncipes, dioses o vaya usted a saber qué. Hasta llegan al cinismo de
revestir con toda clase de solemnidades, juramentos, felicitaciones, aplausos, desfiles, festejos y
banquetes lo que no pasa de ser más que un simple compromiso para realizar un trabajo de
servicio como cualquier otro.
Obviamente, contribuyen a tal exaltación, tan desmandada y absurda, lo mismo el temor
que la fingida veneración rendida por las masas populares -y ello por simple imitación de sus
lacayos más inmediatos, consecuentemente comprometidos e interesados en venerarlos-,
precisamente porque, en vez de ejercerse el poder como servicio, es asumido como dominación
-más aún si con las propias “leyes” de sus cómplices acompañantes en tal clase de “mando” o
con sus otros cómplices supuestamente “juzgadores” de sus actos, son dotados de fuerza o del
auxilio indiscriminado de ella-.
El ejemplo más notable de esta psicosis, al menos en lo nacional, es el que ha florecido
permanentemente y de manera más notoria en materia tributaria -y ello desde tiempos de los
aztecas-, pues muy erróneamente se asume que sólo puede ser evasor tributario el gobernado,
nunca el gobernante, pese a que este último suela ser el máximo evasor fiscal -y no únicamente
en el sentido de tributar como le plazca o de no hacerlo en forma alguna-, sino en el de
apropiarse o de dilapidar los recursos recaudados de los gobernados, en aquello que
irrestrictamente quiera y cuando quiera, además de disponer a su antojo de los sueldos y
prestaciones que se le pegue la gana establecer en su favor y en el de sus cómplices para el
ejercicio de tal clase de mandato o hasta de “negociar” las obligaciones legalmente previstas para
llenarse los bolsillos en vez de permitir que lleguen a las arcas públicas.
Consecuentemente, la primera conclusión que deberemos tener en cuenta es que la
evasión fiscal puede originarse por igual en gobernantes y gobernados, además de ser
mucho más importante, por cuantiosa, trascendente y dañina cuando proviene de los
primeros que cuando lo es de los últimos.
Sin confundir, pues, la evasión con la elusión, intentemos un análisis más o menos
profundo en torno a la primera, pues no se trata de un problema exclusivamente jurídico, sino
que a la vez es moral, sociológico, económico, político, psicológico, religioso, etc., máxime
porque rebasa lo puramente recaudatorio o lo llanamente fiscalizador para adentrarse en la
problemática -que es la verdadera razón de fondo- de la clase de país que se quiera tener.
Pero comencemos, para afinar el análisis, a partir de estos mismos aspectos conceptuales
al aplicarlos a la obligación tributaria, y ello para emprender en seguida, dentro de cada apartado
y en forma por demás suscinta, su contrapartida más notoria y grave a la tesis de la recaudación,
y que es la que se expresa inocultablemente en la evasión:
A.- EL ASPECTO MORAL DE LA OBLIGACIÓN Y LA EVASION FISCALES
Una de las premisas de la cultura universal es la que arranca de las convicciones,
originariamente religiosas y posteriormente costumbristas, en el sentido de hacernos tributarios a
partir de todo y para todo. Desde los sacrificios animales que efectuaban los israelitas, según el
Antiguo Testamento, hasta los sacrificios humanos practicados por nuestros aztecas, y aún hasta
ahora, siempre ha prevalecido la tesis de un dios que tiene que ser cobrador para que pueda ser
providente. Tanto si se concibe que el hombre ha sido hecho a imagen y semejanza de El, como
si se piensa exactamente lo contrario, es decir, que Dios ha sido hecho a imagen y semejanza del
hombre -por supuesto que con los propios vicios y deficiencias de este último-, no nos
conformamos con tenerle por un ser con el que simplemente se explique la creación y nada más,
sin mayores pretensiones ni negocios, sacrificios o intercambios que le hagan terminar
involucrado en el comercio humano bajo las calidades de proveedor y receptor, de protector y
juez, de policía y raptor, de donante y donado, de curandero y brujo, de seductor y mago, etc., tal
como lo manipulan ordinariamente las religiones y las sectas, pues
invariablemente le
convertimos en un dios negociante y negociado por sobre cualquier otra perspectiva. De allí que
el tributo y la dádiva formen parte integrante de la idiosincrasia humana y de allí, también, que
toda la moral secular se haya cimentado en ello. Y prueba de tal afirmación es que aún haya
gentes en extrema ignorancia que se santigüen ante la sola insinuación de que omitan pagar el
tributo, el diezmo, la sanción, la penitencia, etc., pues tanto en lo material como en lo moral se
nos entrenó para sentirnos tributarios, pecadores, culpables y siervos.
Consecuentemente, el primer obstáculo para borrar de la conciencia universal ese estigma
secular de la “obligación tributaria” es esencialmente interno, propio de la conciencia individual,
pero universalizado en la medida en que la conciencia colectiva lo adoptó como suyo a título de
obligación moral, incluso sin advertir tal mezcolanza de lo religioso o puramente fanático con lo
meramente costumbrista, lo psicológico y lo social.
Ahora bien, la contrapartida obligada, por ser congénita la rebeldía del ser humano a todo
cuanto se le imponga o que por sí mismo se haya impuesto, deviene de la protesta no menos
secular a lo comúnmente admitido como exigencia supuestamente divina. ¿Por qué debo
tributar? ¿Por qué los demás tributan menos que yo? ¿Se justificará tributarle a Dios, siendo el
creador de todo y que, por ende, nada necesita de mí? ¿No estaré dilapidando el fruto de mi
trabajo con ello? ¿Qué puede pasarme si dejo de hacerlo? ¿Por qué debo sacrificarle los frutos de
mi esfuerzo a sujetos que se ostentan como dioses y que de ello se sirven para despojarme?
B.- EL ASPECTO SOCIOLOGICO DE LA OBLIGACION Y LA EVASION
FISCALES
Toda comunidad o asociación, para poder sobrevivir como tal, forzosamente se obliga,
por conducto de sus propios integrantes, a la búsqueda de alguna clase de representatividad que
haga funcional y concordante la necesidad de trabajar de todos ellos y, a la vez, la conveniencia
de que tal organización de trabajo se ajuste a parámetros ordinarios que permitan el intercambio
de satisfactores entre los mismos sin llegar al conflicto, es decir, para atender así a la resolución
de los problemas comunes que confronten. El costo social que conlleva la erección de tal
representatividad y, a la vez, de enlace entre partes, entraña el sobreentendido de un costo
operativo, antes que económico, de modo que surge obligadamente una condición de franca
dependencia hacia la representatividad creada, sin sospechar, por supuesto, que ella pueda abusar
de la encomienda.
De allí que el grado de gobernabilidad de esa representación venga a originar una
dependencia, cuando menos arbitral, que obligue al reconocimiento de alguna clase de autoridad,
salvo que esa autoridad termine por imponer lo que desee, traicionando la función encomendada.
Así las cosas, viene a ser la forma como se ejerce esa gobernabilidad lo que detona el
descontento y provoca la oposición. ¿Por qué procede así el gobernante y no de otro modo? ¿Fue
correcta la forma como resultó electo? ¿Por qué permanece en el cargo si ya concluyó su
período? ¿Debo someterme a tales irregularidades? ¿Por qué debo tributar, si con ello sostengo y
convalido semejante arbitrariedad?
C.- EL ASPECTO ECONOMICO DE LA OBLIGACION Y LA EVASION FISCALES
La necesidad, por una parte, de sostener el aparato de gobierno, y el disgusto, por la otra,
cuando tal sostenimiento es oneroso o cuando la autoridad así sostenida es ineficiente o
dilapidadora, forzosamente implica un conflicto interno insoslayable y que repercute en todos los
ámbitos de la comunidad misma.
La sola disparidad entre ganarse el dinero trabajando para luego entregárselo a quien lo
derrocha, a quien abusa en cualquier forma de lo recaudado o a quien lo emplea mal o se lo
apropia, ya representa un gravísimo problema de incongruencia y disgusto.
Las preguntas obligadas son, pues: ¿Por qué se dilapidan los recursos que aportamos con
tanto esfuerzo previo para generarlos? ¿Por qué no se restringen -mediante leyes estrictas y
efectivamente aplicadas- las percepciones y privilegios excesivos de los gobernantes? ¿Por qué
se consienten y hasta solapan la corrupción, el dispendio y la negligencia? ¿Debo seguir
tributando a pesar de tal desorden y abuso descarados? ¿Por qué debo tributar si pasan las
décadas y los siglos pero persisten como maldición los vicios, rapacidades y abusos de siempre?
D.- EL ASPECTO POLITICO DE LA OBLIGACION Y LA EVASION FISCALES
Antes que ninguna otra cosa, el tributo es una expresión de dominio. Todo gobernante lo
asume como una especie de guadaña dispuesta sobre las cabezas de sus gobernados. En
consecuencia, las políticas adicionales que emplee para hacerlo efectivo en su favor suelen ser
violentas y, por ende, impolíticas, dicho sea en el sentido de proceder con hipocresía y cinismo a
la vez, sobre todo cuando se pone el acento en la arbitrariedad y cuando los supuestos “medios
de defensa” en favor del gobernado son inútiles o eludibles por los juzgadores con el mayor de
los descaros.
Obviamente la satanización del contribuyente incumplido es parte obligada de tal
proceder. Sin embargo, nadie puede condenar en forma alguna y sin represalias el empleo que
los gobernantes hacen de los recursos públicos, de modo que, además de hipocresía y cinismo,
deviene clara la impunidad, pues toda la atención está puesta en la conducta ilegal del ciudadano,
no en la del gobernante, al menos por lo que a esto respecta.
Pero todo gobernado que racionalice el problema forzosamente se preguntará: ¿Por qué
no se implementan leyes que restrinjan los desmedidos sueldos y prestaciones de la casta
gobernante, además de responsabilizarles realmente por su incumplimiento? ¿Qué limitaciones
se han establecido para el despilfarro, los viajes, las rapacidades impunes y las demás “gracias”
habituales en la susodicha casta gobernante que siempre termina escandalosamente sobre
enriquecida? ¿Por qué al contribuyente omiso se le carga todo el peso de la ley mientras que al
funcionario rapaz de cualquier forma se le deja en libertad? ¿Por qué los grandes capitales y las
operaciones en bolsa están eterna y universalmente exentos, mientras que toda la carga tributaria
pesa sobre trabajadores y profesionistas? ¿Es así como se entiende la “proporcionalidad y
equidad” tributaria de que habla la Constitución?
E.- EL ASPECTO PSICOLOGICO DE LA OBLIGACION Y LA EVASION FISCALES
En todo ser humano coexisten pasiones, emociones y sentimientos, así conceptuados en
razón de su grado decreciente de intensidad y profundidad, pero también atendiendo al grado de
participación de su inteligencia y voluntad para dominarlos o para dejarse dominar por ellos.
Consecuentemente, el tributo no es un asunto de racionalidad pura ni de voluntariedad
espontánea, sino que está sujeto a la experiencia personal, a la mentalidad predominante en la
colectividad y al contexto de vivencias transitorias que derivan de la interacción que se
establezca entre lo individual y lo grupal.
Ni el tributo por imposición a capricho, ni el tributo por ley, vistos a lo largo de toda la
historia humana, han logrado persuadirnos de que se trate de alguna clase de institución
plenamente justificable, sino que, antes bien, nos ha convencido precisamente de lo contrario.
Hasta los teóricos mismos han tenido que callar aquella vieja afirmación que repetían sin pensar
en el sentido de que servía “para redistribuir la riqueza”, pues ha resultado demasiado evidente
que sólo la ha redistribuido “hacia arriba”, es decir, que sólo ha sido útil para hacer a los
poderosos y ricos más poderosos y ricos y, a los desvalidos y pobres, más desvalidos y pobres. Y
prueba incontrovertible de ello es que mil doscientas veinticinco familias posean la mitad de la
riqueza mundial y trece familias posean la mitad de la riqueza nacional. ¿O acaso ignoramos que
sólo ocho millones setecientas mil personas en el mundo poseen cuentas bancarias con un
millón de dólares o más y casi todas radicadas en Norteamérica o en Europa, mientras que tres
cuartas partes de los seis mil millones restantes de habitantes del planeta se debaten entre el
hambre y la miseria?
Tal predisposición necesariamente induce a cuestionarse el porqué de la tributación
misma: ¿Por qué debo tributar, si ello va contra mi voluntad, mi racionalidad y mi sensibilidad?
¿Cómo puede justificarse que algo como el tributo me sea impuesto, mientras se predican a
diario toda clase de ideales libertarios, de garantías jurídicas, de derechos humanos, de
democracias, etc., mientras se arrasan países, mueren millones de niños por inanición, etc.? ¿Por
qué la carga tributaria sólo pesa sobre los “contribuyentes cautivos” -trabajadores y
profesionistas que contribuyen con el ochenta y siete por ciento de la recaudación tributaria
mundial- y no sobre las multimillonarias operaciones del llamado “gran capital”, universalmente
exentas y sin que nadie pueda explicarnos a título de qué?
F.- EL ASPECTO RELIGIOSO DE LA OBLIGACION Y LA EVASION FISCALES.
En todas las religiones, así como en todas las sectas, la subordinación es tanto más
automática y creciente cuanto más se enfaticen las nociones de divinidad o de credulidad,
respectivamente, de modo que la subordinación se vuelve una forma sumisa -plenamente
voluntaria- de acatar todo cuanto se imponga y de someterse -hasta gustosamente- a los dictados
de quienes obren o actúen en nombre de tal divinidad o creencia. Está en la esencia misma de
toda credulidad el adoptar una postura de inferioridad y sumisión, pues el creyente, por
definición, asume el papel de siervo, de culpable, de pecador, de protegido y hasta de fanático en
la medida misma en que más se subordine o renuncie a su voluntad y a su libertad de pensar, así
como a su obligación de estudiar y capacitarse por el solo hecho de ser humano, no animal ni
vegetal.
Este mismo papel de subordinación y culpa suele adoptarse ante el Estado. Su
magnificencia y fuerza, debidamente aderezadas de toda clase de actos que lo magnifiquen o
exalten -milicias, policías, desfiles, leyes, propagandas, visitas, comitivas, giras, suntuosidades,
exhibicionismos, alardes, etc.-, forzosamente contribuyen a reproducir la noción de tal idea de
divinidad o a incrementar la credulidad una vez que éstas han sido personificadas en el
mandatario, el candidato, la autoridad, etc. Consecuentemente, el tributo es asumido como un
deber del mismo rango de la servidumbre derivada de la credulidad. Ni siquiera se cuestiona o
debate en forma alguna, por ejemplo, el concepto constitucional de “gasto público”, pues se le
atribuye la misma jerarquía conceptual concedida a cualquiera de los llamados “dogmas de fe”.
Sin embargo, al igual que el ateísmo o el agnosticismo con respecto a las religiones, o la
incredulidad y el rechazo con respecto a las sectas, la duda viene a corromper ese estado
“bucólico” o “idílico” -por ende, ingenuo y hasta rústico- del que se atreve a dejar de “comulgar
con ruedas de molino” para preguntarse si serán “gasto público” el dispendio impune, la
rapacidad solapada, el despilfarro oficializado o la corrupción generalizada, y entonces
sobreviene el desencanto propio de toda madurez: ¿Para qué tributar si todo se despilfarra? ¿Qué
clase de dios-gobierno es el objeto de nuestras creencias si termina por renunciar a los papeles
“providencialistas”, “auxiliadores”, “protectores” y tutelares, en general, esos que habíamos
asumido como creencia fundamental sobre su papel frente a la comunidad que lo eligió? ¿Cómo
puede ser posible que todas las instituciones gubernativas estén “quebradas” impunemente y que
así se manifieste con todo cinismo a la comunidad, a pesar de tantos siglos de recaudación
cuantiosa e indiscriminada? ¿Cómo puede volverse a creer que los incrementos impositivos
ahora sí puedan significar alguna clase de redención de tantas instituciones inoperantes o
saqueadas, si antes no lo lograron? ¿No serán más dignos de prisión tales “gobernantes” rateros
que los contribuyentes incumplidos cuando es demasiado obvio que han sido aquéllos quienes
siempre han defraudado la confianza de éstos?
G.- EL ASPECTO BUROCRATICO DE LA OBLIGACIÓN Y LA EVASION
FISCALES
Ya con los apartados anteriores debió quedar configurada, a muy grandes rasgos, la
estructura ósea de ese cadáver al que comúnmente identificamos como obligación fiscal, al igual
que el cáncer fatal de la incredulidad que necesariamente procura destruirlo o desaparecerlo a
través de la evasión. Pero quizá el peor enemigo de la primera sea precisamente la burocracia,
esa que, paradójicamente, complica tanto el cumplimiento que termina por ahuyentar al
tributante o por hacerlo madurar al extremo de convertirlo en evasor obligado por la propia
ineptitud y corrupción gubernativas.
Y es que en la medida misma en que se implementan mecanismos y procedimientos cada
vez más complejos, sofisticados y costosos para hacer exigible el cumplimiento de la susodicha
“obligación fiscal” -que, como vimos, sólo se entiende así cuando se aplica al gobernado-, en esa
misma medida el tributante es ahuyentado de cumplirla, incluso al extremo de optar por la
evasión manifiesta.
Un ejemplo simple, además de las “mecanizaciones” y los “medios electrónicos” tan
favorecidos por la tecnocracia -como antes lo fueron el pintarrajeo de portezuelas y el gasto en
tarjetas preimpresas para el control de kilometraje-, es el de la tramitación cada vez más
alambicada para cualquier gestión ante dichas “autoridades fiscales”: hoy en día, por ejemplo,
hasta para disolver, liquidar y clausurar una sociedad mercantil se requiere y exige el haber
cumplido con lo que prevé la legislación mercantil para proteger a los acreedores de la empresa:
tres publicaciones con intervalos de diez días en el periódico oficial de la entidad de la que se
trate y, cinco días después de la última publicación, no habiendo oposición de los acreedores,
proceder a la liquidación misma; luego protocolizar las actas de liquidación y de clausura ante
notario público e inscribirlas en el registro público respectivo, de modo que, sólo cumplido el
trámite mercantil, se acompañen a los avisos y declaraciones fiscales con el fin de que así se
satisfaga un trámite que sólo debiera ser de naturaleza fiscal para efectos de las autoridades de tal
rango. Antes, bastaba la mera presentación de los avisos y declaraciones correspondientes, -tal
como en estricta lógica debiera suponerse que corresponda cuando se trata de una autoridad con
atribuciones recaudatorias-.
De modo que ahora el contribuyente se pregunta con base en qué disposiciones legales la
autoridad fiscal se arroga el privilegio de velar también por las disposiciones mercantiles, por los
servicios notariales, por las publicaciones oficiales y por los registros públicos hasta cuando las
sociedades civiles y mercantiles se clausuran, si su deber legal es puramente recaudatorio y
fiscalizador mientras dichas entidades estén operantes y sólo hasta que se produzcan la
caducidad de sus facultades para revisarlas o la prescripción de los créditos que tuviesen
insolutos, no cuando cierren en determinado momento, pues -insistamos en ello- en ninguna
parte de nuestra legislación fiscal se establece en forma alguna que el fisco pueda concurrir a la
junta de acreedores o que deba velar “de sus pistolas” por la normatividad mercantil vigente o
que tenga atribuciones para exigir los demás trámites de este último orden y naturaleza.
Obviamente, el resultado final de esta tramitología a ultranza termina por desalentar a
cualquiera para volver a inscribirse en un padrón de contribuyentes y formalizar sus operaciones,
de modo que todo mundo acaba por ingeniárselas para operar en el ámbito de la llamada
“economía subterránea”, sea en forma total o parcial, pues la burocracia misma se ha encargado
de hacerle prohibitivo el cumplir con reglas fáciles, y siempre le resultará mucho más económico
arriesgarse a las cada vez más remotas consecuencias -por improbables- de que le detecten la
evasión simple que incurrir en la formalidad del cumplimiento irrestricto, tan sobradamente
cargado de costos y molestias adicionales, máxime cuando la fiscalización misma sólo se ejerce
sobre la “economía formal”, pues bien sabido es que se carece de medios para indagar siquiera
sobre la informal, además de que, a fin de cuentas, siempre resultará mucho más barato y menos
engorroso “arreglarse” con el visitador o inspector en turno que cumplir con tantas exigencias,
molestias, gastos y exageraciones.
LA EVASION PROVOCADA POR LAS PROPIAS AUTORIDADES FISCALES
El “negocio” de las multas, así como el de las “actualizaciones”, de los “recargos” de los
“gastos de ejecución” de los “embargos y remates”, etc., siempre será mucho más “productivo”
para el fisco -y todavía más para sus “representantes”- que la recaudación simple formalmente
ingresada a las arcas públicas. Consecuentemente, mientras las leyes fiscales sean más
incumplibles, confusas, complicadas, extensas, retorcidas, reformables y contrapuestas, mayor
será el negocio de las burocracias involucradas, tanto en lo ejecutivo como en lo legislativo y en
lo judicial, pues, “a río revuelto...”, por supuesto que todas ellas ganan.
Lo que en algún librito llamé “antitributación”, hace algunas décadas, no es otra cosa que
el afán de las autoridades mismas para lucrar en su beneficio personal con los conceptos
habituales de recaudación tributaria: la extorsión, la “mordida” y demás calificativos técnicos y
populares con los que se tipifica toda conducta ilegal orientada a la aparente satisfacción de las
obligaciones de ley en materia tributaria, pero desviadas hacia el recaudador por el supuesto
“servidor público” -que con ello traiciona la encomienda legal recibida-, es la nota más distintiva
de esta manipulación de las leyes deliberadamente mal hechas que padecemos y que terminan
por concederles el ser los únicos beneficiarios de ellas.
Hasta el más desinformado de los mexicanos sabe perfectamente que las leyes vigentes
no son otra cosa que instrumentos al servicio del dominante, no del dominado, de modo que todo
termina por reducirse a un simple comercio de exigencias y regateos que permiten concluir
cualquier problema en un mero “arreglo” donde la ley termina burlada por todas las partes,
incluyendo al Legislativo, al Ejecutivo y al Judicial, pues casi siempre se termina por privilegiar
el beneficio propio sobre el supuestamente nacional que toda ley verdaderamente idónea debiera
procurar para ser realmente tal.
En tal virtud, los peores enemigos del país terminan por ser los propios “servidores
públicos”, pues sólo se sirven a sí mismos o a ellos y a sus jerarquías superiores conjuntamente.
Y si a ello se añaden los excesos en los que a diario incurren al sobrepagarse, sobreprivilegiarse
y gozar de toda clase de dispendios, excesos y rapacidades, ya podrá tenerse una idea completa
de la causa fundamental u originaria sobre la evasión fiscal así provocada y sobre a quién
corresponde la culpa de origen.
Obviamente, en todo país donde la ley esté por debajo de los intereses particulares de sus
autoridades, la evasión fiscal no deriva de los gobernados, sino de los gobernantes, de modo que
toda penalización por ella debiera aplicarse, en primerísimo término, a los gobernantes mismos,
pues siempre será por su negligencia, ineptitud o corrupción por lo que tal clase de evasión fiscal
se manifieste. Si tuviésemos juzgadores honestos, cada vez que un “servidor público” les
denuncie un caso de supuesta evasión fiscal, lo primero que debieran hacer sería investigar al
denunciante mismo, pues lo más seguro es que haya sido por su culpa que tal evasión haya
ocurrido o que sólo se trate de una simple venganza porque el contribuyente no accedió a sus
intereses personales. Y, aun cuando no hubiere sido así, investigar el sistema completo de leyes y
ejecuciones aplicativas de las mismas, pues lo más seguro es que tal evasión fiscal se haya dado
por las deficiencias habituales de las leyes mismas y, consecuentemente, la responsabilidad sea
del Congreso y no del gobernado.
PERSPECTIVAS DE LA EVASION FISCAL EN MEXICO
Es indudable, al menos para cualquiera que tenga un poco de sensibilidad sobre la
situación política del país, que en México la evasión fiscal llegó para quedarse. Y ello, cuando
menos, por las siguientes razones:
1.- El hecho de que la Constitución misma emplee la expresión “de la manera
proporcional y equitativa que dispongan las leyes” (artículo 31, fracción IV), lo cual ha inducido
a suponer que delega en las leyes secundarias la determinación de ambos elementos, es decir,
que será lo que éstas dispongan lo que constituya el parámetro por el que se defina lo que deba
entenderse por proporcionalidad y equidad, de tal suerte que se termina delegando en la “política
fiscal” de los poderes en turno lo que indudablemente es una prevención insospechablemente
prioritaria en lo jerárquicamente legal.
Si para mayor precisión dijera que “siempre deberá contribuirse de manera proporcional
y equitativa”, sin más, todo ordenamiento fiscal que se apartara de tal premisa se declararía
inconstitucional.
2.- Y si se contribuyera siempre “de manera proporcional y equitativa”, ninguna de las
operaciones multimillonarias que a diario se llevan a cabo en bolsas de valores quedaría exenta,
pese a que así se haya auto privilegiado el llamado “gran capital” en todo el mundo y desde
siempre, de modo que la carga tributaria -también como injustamente ocurre en todo el planeta,
abanderados precisamente por el imperio que todavía tiene el cinismo de predicarnos “justicias
infinitas”- ya no pesaría en casi el noventa por ciento sobre los no menos cínicamente llamados
“contribuyentes cautivos”, o sea trabajadores, profesionistas y pequeños empresarios, de modo
que la evasión fiscal se abatiría radicalmente y no nada más en términos porcentuales globales.
Las nociones mismas de “capacidad contributiva” y de otros sofismas por el estilo con
los que suelen aderezar sus obras múltiples pseudo tratadistas quedarían en evidencia, pues viene
a ser causa esencial de evasión su descarada inobservancia.
3.- Finalmente, si por “política fiscal” sólo se entiende la tarea recaudatoria; por “ley
fiscal”, un instrumento para cobrar; y, por “juicio fiscal”, un mero instrumento para confirmar y
reconfirmar las habituales arbitrariedades del Ejecutivo con respecto a tal función recaudatoria;
la evasión fiscal mexicana se volverá casi tan eterna como Dios mismo y será tan irremediable
como la muerte.
¡Quizá por eso sea una costumbre tan exclusivamente mexicana el burlarnos de esta
última, ya que en el inconsciente colectivo -ese del que tanto hablara Jung- prevalece la idea de
que la muerte sólo sirve para “pelarnos los dientes”!
Y, dada la idiosincrasia del mexicano, esa misma idea tenemos sobre el fisco nacional,
pues bien sabemos que, a pesar de lo que ahora se denomina “el nuevo orden mundial” -mero
empleo de la fuerza y la propaganda para el ejercicio imperial del poder-, o de las llamadas
“nuevas tecnologías” -simple glorificación de lo computacional y lo tecnocrático por sobre la
imaginación y la inteligencia-, la realidad nacional deriva de una mentalidad en la que siempre
prevalecerá el ingenio por sobre el artificio y la elusión por sobre el poder. Ni las mejores
máquinas podrán cambiarnos la conciencia sobre la realidad gubernativa que padecemos, ni los
mejores funcionarios podrán persuadirnos de tributar mientras las élites del poder y del dinero
estén exentas.
¿TAMBIEN TENDREMOS “REFORMA DEL ESTADO”
EN MATERIA FISCAL?
(Ponencia presentada por el autor ante la Comisión respectiva
del Senado de la República, con motivo de la Reforma del Estado).
ADVERTENCIA:
Incidentalmente presencié la transmisión correspondiente a la Tercera Reunión de la
Comisión respectiva. ¡Qué bueno -pensé- que ya se trabaje en torno a la Ley para la Reforma del
Estado! Pero al escuchar las comparecencias de los presidentes y representantes de nuestros
partidos políticos sobrevino mi desilusión. “Más de lo mismo” -concluí. ¡Qué pobre idea se tiene
de lo que debe ser una verdadera reforma del Estado cuando sólo se piensa en términos
partidistas!
La ley misma, en su artículo 12, privilegia temas que ignoran tópicos fundamentales. Por
ejemplo, el tributario -con sus dos caras: la recaudatoria y la aplicativa-, pieza fundamental para
asegurar una reforma real y no un mero maquillaje de la legislación vigente, tan desordenada,
confusa, anacrónica, excesiva, contrapuesta e inconstitucional.
Lo primero, pues, es entender que sólo se le da una nueva forma a lo que ya tiene alguna,
pero esa nueva forma debe ser mejor que la vigente y la única manera de que sea mejor es
determinando el fin que se persigue alcanzar, no adornando parcialmente lo inconveniente.
En seguida, recordar que el Estado se creó: a) para asegurar la convivencia pacífica; b)
para que sea el equilibrio la clave de toda convivencia, y, c) para que ese equilibrio signifique
esencialmente seguridad y justicia en todos los sentidos y con todos sus alcances en aras de la
paz.
En otras palabras, para emplear un símil, el Estado ideal debe funcionar como una
orquesta:
1.- No cabe la monotonía -los intereses del partido en el poder como voz prevaleciente-.
2.- Tampoco cabe la polifonía -las voces de todos los partidos al mismo tiempo, pero sin
conjugarse jamás con la ciudadanía-.
3.- Sólo cabe la sinfonía -concertar el interés total para fijar los tiempos y momentos en
los que debamos intervenir para alcanzar la melodía-.
Todavía más, como el país no puede aislarse del resto del planeta, pero tampoco
subordinarse a los dictados del exterior en las formas y modalidades actuales, donde predomina
el llamado Gran Capital, debemos asumir el afán reformador más allá del “capillismo” partidista,
pero también sin dejarnos seducir por “el canto de las sirenas” de una supuesta “aldea global”
donde tres cuartas partes de sus “aldeanos” siguen pasando hambres y miserias.
En otras palabras: privilegiar, proteger, conservar y cultivar nuestros valores, principios,
libertades y derechos por sobre toda clase de intervencionismos -desde la sedición de las “sectas”
hasta la manipulación mediante “noticias” dirigidas, desde la política como servidumbre para
proteger los intereses de las empresas transnacionales hasta la economía como apéndice
condicionado a sus caprichos, e incluso para neutralizar las tres nuevas divisiones del poder que
padecemos: sindicalismo, partidocracia y burocracia, pues entre lo uno y lo otro se afectan en su
esencia la soberanía, la nacionalidad, la cultura y las tradiciones distintivas de lo que nos
constituye e identifica como “mexicanidad”.
Finalmente, no estará por demás advertir que toda reforma puede quedarse en mero
“gatopardismo”: cambiar para seguir igual, o ser auténtica en la medida en que incida en lo
revolucionario, es decir, en el cambio radical de todo aquello que ha quedado evidenciado como
inútil, dañino o engañoso. En consecuencia, la finalidad por excelencia de la reforma que se
intente realizar debe impedir a toda costa un nuevo fraude a la esperanza ciudadana. Fraude que
quizá ésta ya no tenga la paciencia de soportar tan pasivamente como hasta ahora.
Comencemos, pues, esta ponencia, con algunos cuestionamientos que estimo claves para
apercibirnos en verdad de la magnitud de nuestra problemática y entender el alcance de lo que
aqueja al ciudadano ordinario, al que no tiene partido ni pertenece a secta o interés transnacional
alguno:
INQUIETUDES:
1.- Del “reformismo” a la mexicana, cuando menos desde la Constitución del 17, lo
menos que puede decirse es que ha sido una farsa, tanto por pintoresco como por folklórico. Las
famosas “leyes de reforma” de los tiempos juaristas fortalecían al Estado frente a la Iglesia.
¿Acaso la nueva ley de reforma también pretenderá fortalecer al Estado, pero contra el
imperialismo globalizador que nos coloniza, degrada, esclaviza y descapitaliza?
2.- Toda la historia de la humanidad giró en torno a la lucha del gobernado contra el
absolutismo, y de allí nació la tesis de la “división del poder”. El reformismo mexicano, incluida
la Constitución vigente, ha hecho “cera y pabilo” de tal división del poder al permitir que cada
una de ellas también pueda hacer lo que hacen las otras dos. ¿Acaso la reforma que ahora se
pretende fortalecerá la genuina noción de Estado impidiéndole a cada una de nuestras
“divisiones del poder” que sigan haciendo “de chile, de frijoles y de manteca”?
3.- Las tres “divisiones del poder”: Legislativo, Ejecutivo y Judicial, han sido
descaradamente reemplazadas, en la práctica, por otras tres nuevas divisiones: sindicalismo,
partidocracia y burocracia. ¿Acaso esta reforma revertirá ese proceso degradante de la
gobernabilidad que fatalmente terminará por convertirnos en colonia o reservación del imperio al
que tenemos la desgracia de estar avecindados?
4.- Tenemos miles y miles de leyes porque sigue concibiéndose la tarea legislativa como
un proceso industrial orientado a la producción en serie y en serio de cuanta tontería o capricho
se les ocurra al Ejecutivo y al Legislativo. ¿Acaso no bastaría con un Congreso conformado por
treinta y dos diputados y un igual número de senadores, todos con obligado título de Licenciatura
en Derecho y mayores de cincuenta años de edad, sin otro fin que el de limitarse a depurar los
miles de leyes ya creadas, suprimir las sobrantes, comprimir las existentes, y simplificar, por
ende, su aplicación y comprensión, lo cual conllevaría el exigir su debida aplicación, además de
abatir el costo del actual ejército de jovencitos inexpertos e inmaduros que no hacen otra cosa
que exhibirse y exhibirnos a los ojos del mundo entero como una simple corte de comparsas y
vividores?
5.- La justicia, desde siempre, ha sido la premisa por la que se creó el Estado. El hombre
ancestral no salió de las cavernas para medio sobrevivir a una vida y un medio donde prevalecían
los garrotazos impunes, sino para respetar y ser respetado dentro de un orden social que los
impidiera. ¿Acaso no se requiere de una justicia auténtica y honesta que comience por la
protección del gobernado contra los abusos del poder, incluyendo, desde luego, la efectiva
responsabilización de los servidores públicos y la supresión de sus sueldos y prestaciones
desmedidos, universalmente famosos por ser los más elevados del planeta, y que inevitablemente
conducen al consecuente fomento de la evasión fiscal en gobernantes y gobernados?
6.- El despotismo, a lo largo de los milenios, siempre ha sido la nota característica de la
animalidad del hombre. Siempre hemos tenido dominadores y dominados, amos y esclavos,
gobernantes y gobernados, pastores y rebaños, etc., y esto mismo ha ocurrido en todos los
órdenes de la vida humana: el del Estado, el de la Religión, el de la familia, etc., de modo que el
tributo jamás ha dejado de ser un instrumento de opresión, antes que cualquier otro ardid
económico o vital con el que se pretexte “justificarlo” para mantenerlo otros milenios más.
¿Acaso la reforma del Estado establecerá que se priorizan las cuotas o derechos por sobre los
impuestos -al menos para obligar a trabajar de verdad a nuestras obesas e inútiles burocracias-; o
que sólo tributarán los capitales y no el trabajo; o que dejarán de eximirse las operaciones en
Bolsa y los artículos y servicios de lujo que sólo benefician al Gran Capital; o que se retendrán y
enterarán impuestos en toda clase de garitos y lugares de juego donde se manejan sumas
millonarias en franca burla a la miseria universal y al hecho inocultable de que tengamos en
condiciones de pobreza y de miseria a la mitad de los mexicanos?
7.- El actual texto constitucional señala que “es obligación de todos los mexicanos” -y la
Corte la hizo extensiva a “todos los residentes en el país”- la que tipifica como de naturaleza
contributiva y, como el “todo” es justamente lo contrario a la “nada”, según la lógica aristotélica,
lo obvio será entender que debiéramos ser -estrictamente hablando- todos los mexicanos y
extranjeros que se beneficien de México quienes estemos obligados a contribuir, máxime que el
propio Constituyente estableció la prohibición de exenciones. ¿Acaso la reforma del Estado hará
que se cumplan tales mandatos, tanto en el sentido de prohibir en verdad las exenciones de
cualquier naturaleza como en el de hacer que nadie escape de la obligación tributaria por razones
o sinrazones de fortuna y medios para obtener sus rentas?
8.- También es obvio que el texto constitucional vigente es impreciso al señalar que el
objeto de contribuir sea el de “sufragar el gasto público”, pues ni se determina con claridad y
precisión -al menos en el sentido que tales conceptos tenían para Descartes- lo que proceda
entender como “gasto público”, ni se establece en leyes orgánicas o reglamentarias de la misma
lo que tal concepto signifique y sus consecuentes limitaciones a tamaña indiscriminación.
¿Acaso la reforma que se pretende distinguirá al “gasto público” de la “inversión pública” -tanto
para establecer límites al disparate que representa el que todo lo recaudado se lo repartan como
botín los detentadores del poder, al extremo ya señalado de ser los “gobernantes” más
privilegiados del planeta, o servirá para obligar con ello a la creación de empleos mediante la
realización de obras públicas y a efecto de restringir así la emigración y estimular de verdad la
economía nacional-, o se ocupará, siquiera, de obligar a que el segundo concepto sea superior al
primero para orillar a la autolimitación del actual dispendio irresponsable de recursos públicos,
incluyendo el saqueo impune?
9.- Los llamados “principios constitucionales” y los correlativamente calificados como
“principios fiscales” han sido objeto de toda clase de “excepciones” por culpa de una Suprema
Corte de Justicia más preocupada por subordinarse a los dictados del Ejecutivo que al fin
justiciero para que el que se supone que fue creada. ¿Acaso la reforma que se cocina obligará a
los señores Ministros, así como a toda clase de magistrados y jueces, a entender que los
principios son tales porque no admiten excepciones y, consecuentemente, que ya no cabe seguir
consintiendo “facultades reglamentarias”, “excepciones al principio de anualidad”,
“fines
extrafiscales del tributo”, “rompimiento de cerraduras” y demás zarandajas por el estilo con las
que sólo se busca favorecer, respectivamente, al propio Ejecutivo, a las autoridades recaudadoras
y al Gran Capital, principalmente conformado, este último, por las empresas transnacionales, a
las que descaradamente acaban por servir y complacer aquellos dos al eximirlas y no
fiscalizarlas?
10.- Dada la pésima redacción del artículo 133 Constitucional y su no menos lamentable
interpretación por nuestra Suprema Corte de Justicia, se ha impuesto un concepto políticomercantil, en el ámbito jurídico de nuestra Norma Suprema, de modo que los tratados
internacionales -normalmente manipulados en la actualidad por los intereses de las potencias y
de las empresas transnacionales que los dominan- ya se tratan con el mismo rango de la
Constitución misma o a la par con las leyes emanadas de ella, de modo que todo hace temer la
calamidad de que, tarde o temprano, acaben por ser la norma suprema del país. ¿Acaso la
reforma del Estado se orientará a corregir semejante aberración en aras de la seguridad jurídica
de los mexicanos y el respeto más elemental a la soberanía nacional?
11.- Todos los países del planeta tienen perfectamente entendido que las nociones de
“aldea global”, “globalización”, “cosmopolitismo”, “modernidad”, etc. son simples metáforas
para explicar el incremento de las comunicaciones, de modo que ninguno de ellos ha abandonado
las nociones fundamentales de nacionalismo, soberanía, patria, nación, etc., pues siguen
representando la esencia, carácter e idiosincrasia de sus pueblos. En México, en cambio, no han
faltado los desnacionalizados -normalmente “juniors” desarraigados, supuestamente “educados”
en el extranjero- que tratan como anticuados y ridículos estos últimos conceptos, pues suponen
que globalización es renuncia a todo ello para subordinarse a los dictados del Gran Capital.
¿Acaso la reforma del Estado afrontará tal problema para ratificar la permanencia de estos
valores y principios que seguirán siendo válidos mientras haya fronteras y por mucho que
persistan en denigrarlos quienes añoran los siglos de colonialismo y esclavitud en razón de que
prefieren arrodillarse ante la tecnocracia y el mercado?
12.- El artículo 76 Constitucional, en su fracción II, textualmente señala como facultad
exclusiva del Senado la de “ratificar los nombramientos ... del Procurador General de la
República, Ministros, Agentes Diplomáticos, Cónsules generales, empleados superiores de
hacienda, coroneles...”, con clarísima discriminación de los “empleados superiores” de las
demás secretarías de Estado y sin precisar cuáles sean concretamente esos cargos a los que se
refiere de la Secretaría a la que privilegia mediante tal discriminación. ¿Acaso la reforma del
Estado nos dirá con precisión el porqué de ella o cuáles sean los que tienen ese rango de élite, o
por qué se les privilegia en tal forma? ¿Será porque los designa el Gran Capital? ¿Será porque se
nos imponen desde la Embajada Norteamericana, como decía Vasconcelos hace alrededor de
ochenta años y con respecto a todas las “decisiones” presidenciales de su época?
13.- El entorno de la legislación mexicana a la que deben sujetarse los gobernados
incluye, además del conjunto de “leyecitas” y “codiguitos” tributarios plagados de
inconstitucionalidades, abusos descarados de poder, aberraciones infames, consentimiento de
violencias, etc., toda una constelación de pseudo ordenamientos sin sentido ni rango precisos:
reglamentos presidenciales, reglamentos interiores, decretos, acuerdos, convenios, circulares,
oficios-circulares, programas, manuales, instructivos, reglas, planes, normas oficiales, normas
técnicas, normas generales, estatutos, contratos, condiciones generales, órdenes, resoluciones,
bases, políticas, lineamientos, declaratorias, aclaraciones, avisos, fe de erratas, contratos ley, etc.,
¿Acaso la reforma del Estado pondrá un poco de orden y reducirá tal galimatías para contar con
un sistema legal razonable y simplificado a efecto de que sea cumplido en vez de utilizarlo para
imponer multas a granel y recaudar más?
14.- Desde hace muchos siglos, las tribus primitivas descubrieron que la mejor fórmula
de gobierno es la conformada por un Consejo de Ancianos y un ejecutor subordinado a la
sapiencia y experiencia del Consejo. Hoy en día, los norteamericanos predican democracia hasta
por los codos y tratan de imponerle a todo el mundo el sofisma en el que viven y con el que son
engañados sus trescientos millones de inmigrantes indiferentes y desinformados, así como al
resto del mundo, haciéndonos creer que la realizan mediante dos partidos de empresarios
dominantes alternándose en el poder y manipulando todos los organismos internacionales en aras
del dios mercado, que es el único al que realmente rinden culto. Obviamente, tal clase de
“democracia” no es más que una dictadura imperial apenas disfrazada con toda clase de festejos,
gritos, propagandas y demás payasadas para hacerla pasar por festiva y libertaria, mientras
amordazan a la prensa, manipulan las noticias y vigilan hasta las cuentas bancarias y lugares de
inversión de sus ciudadanos. ¿Acaso la reforma del Estado que se pretende resolverá nuestro
electorerismo de opereta, que tanto cuesta y que sólo sirve para enriquecer más a los medios de
comunicación, encuestadores y demás negociantes de la farsa, cuando perfectamente podríamos
suprimir totalmente las “campañas” y subsidios a los partidos estableciendo que un mes antes de
las elecciones se publiquen, por una única vez, los idearios de cada uno de ellos y los planes de
cada candidato, para que, sin manipulaciones, la ciudadanía elija con base en sus convicciones y
no en la repetición diaria de las mismas sandeces y donde “el que tiene más dinero traga
mayores “bocados”? ¿O será que ya aceptamos reemplazar la “democracia de a mentiritas” por
la mercadotecnia, y que ya accedimos a sustituir la inteligencia, la mesura y la seriedad por la
propaganda, las encuestas y el circo?
15.- Durante más de un siglo, los partidos políticos operaron a partir de ideas y se
sostuvieron con las cuotas de sus feligreses. Hoy en día, operan a partir de intereses y se
sostienen con recursos públicos. Para justificar tal cambio se han inventado excusas como las de
atribuirle a Maquiavelo un pragmatismo a ultranza y, al narcotráfico, una posible intromisión en
política. Ambas excusas quedarán desenmasacaradas si se vuelve al esquema de las cuotas de sus
agremiados, la supresión de toda clase de campañas, encuestas, propagandas, “debates” para
denostarse entre sí y demás sinvergüenzadas para limitarlos a la mera publicación escrita arriba
mencionada, por una sola vez y con un mes de anticipación a la fecha de la elección, de modo
que se deje de “mercadear” lo que requiere una mucho mayor seriedad en razón de los cargos e
investiduras tan importantes de los que se trata y en bien de la vida y la economía nacionales.
¿Acaso la reforma del Estado que se pretende tendrá la seriedad y contundencia suficientes para
superar estos intereses ya enquistados y tan altamente cultivados por los medios de
comunicación y demás negociantes a quienes tan descaradamente benefician en exclusiva?
16.- En los tiempos de guerra y de postguerra, los ciudadanos de todo el mundo
protestaban -y siguen protestando- por el uso de los recursos públicos para mantener enormes
aparatos bélicos, producir bombas devastadoras, equipar ejércitos excesivos, etc. Hasta sigue
habiendo protestas, especialmente en los países europeos, por consentir la existencia de bases
militares extranjeras en sus territorios. En México se usan los recursos públicos para mantener
instituciones electoreras que van desde “institutos” hasta “tribunales” que sólo sirven para el ya
tradicional deporte nacional de establecer el veneno y el contraveneno en forma simultánea,
pues, antes, las elecciones eran “calificadas” por el “Poder Legislativo” y ahora son “juzgadas”
por el “Poder Judicial”. ¿Habrá cambiado en algo la intervención gubernativa sobre los procesos
electorales? ¿Persistirá esta mentalidad, supuestamente fundada en la tesis “política” de los
“pesos y contrapesos”, pero que, en realidad, sólo está orientada a neutralizar y anular todo lo
que se crea? ¿Acaso la reforma del Estado que se pretende permitirá rescatar de una vez por
todas de la manipulación del jerarca en turno la supuesta “voluntad democrática” de la
ciudadanía?
17.- El 97% de las patentes registradas en el mundo son norteamericanas y en todo el
planeta hay “piratería”. Aquí utilizamos las fuerzas públicas para “combatirla”, a pesar de la
bandera del “libre comercio” y de los siglos que lleva Norteamérica de ponerle precio a las
materias primas que absorbe en un 33%. ¿Acaso la reforma del Estado implicará que se deje de
perjudicar a nuestros compatriotas que ya sólo de eso pueden vivir?
18.- Más del 80% de la producción, distribución y consumo de drogas, en el mundo,
ocurre en Norteamérica. Las venden hasta en los baños de sus supermercados. Aquí nos matamos
entre mexicanos porque ellos quieren el monopolio total mientras nos siguen predicando el “libre
comercio” en todo cuanto les conviene. Al obstruirse su producción y tránsito comienza a
consumirse en México, envenenando a nuestras juventudes porque se emplean todos los medios
para que imiten a las de allá. ¿Acaso la reforma del Estado incluirá, si no su legalización -como
proponía el novelista Carlos Fuentes- al menos el que dejemos de matarnos para servirles?
19.- La nación más genocida de la historia, invasora de países, derrocadora de gobiernos,
arrasadora de culturas, contaminadora y corrompida a más no poder, ahora trata de arrastrarnos
en sus tareas de devastación mundial. Al momento de redactar estas líneas se habla de abrogar la
Ley para Conservar la Neutralidad del País, emitida en 1939, y que impide el envío de nuestros
jóvenes en calidad de tropas para servir en el extranjero. ¿Acaso la reforma del Estado implicará
la emisión de una nueva ley que no sólo prohíba al Ejecutivo el hacerse cómplice de los
genocidas que quieren utilizarnos como “carne de cañon”, sino que, además, proscriba
terminantemente el establecimiento de sus bases militares en nuestro territorio?
20.- En suma: a lo largo de toda la historia de México jamás hemos conocido otras
“formas de gobierno” que las tres más nefastas: imposición, indiferencia o violencia. La nula
visión de Estado ha impedido que se actúe con inteligencia, incluso para privilegiarla por sobre
la fuerza e impedir que con ella volvamos a la “ley de la selva”, pues hace inútil todo el trabajo
legislativo. ¿Acaso la reforma del Estado propiciará el que accedan al poder -en todos sus
niveles- los mejor capacitados y no los más ineptos?
En suma:
PROPUESTAS:
I.- Para llevar a cabo una verdadera reforma del Estado se requieren tres
elementos:
1.- Que sea pensada y efectuada con mentalidad de estadistas, no de políticos. (Estadista:
el que piensa en el presente y en el futuro de su patria. Político: el que sólo piensa en el presente
y en su interés o, cuando más, en el de su partido).
2.- Que se oriente a regular y equilibrar el poder, tanto en el sentido de impedir que los
intereses del mercado se impongan a la soberanía nacional, como en el de evitar una restricción
total a las ya habituales invasiones entre sus tres divisiones clásicas. (Mientras que las empresas
transnacionales descapitalizan al país y arruinan al incipiente empresariado mexicano, tenemos
un Ejecutivo que también legisla y juzga; un Legislativo que también juzga y ejecuta; y un
Judicial que también ejecuta y legisla).
3.- Que implique una verdadera racionalización de nuestra vida y normatividad
constitucional, pues sólo con una legislación inteligente es como cabe obligar al cumplimiento y
sólo mediante el cumplimiento es posible superarse como nación. (No basta con emitir leyes a
diestra y siniestra para suponer que el cambio de la realidad se realice como por encanto, sino
que se requiere de unos pocos ordenamientos legales, pero perfectamente planeados y
cabalmente aplicados, tanto para alcanzar la eficacia como para obtener la justicia). No es la
cantidad de leyes, sino su calidad, lo que permite a las naciones progresar realmente en todos los
órdenes.
II.- Para que cualquier reforma del Estado sea efectiva, se necesita partir de tres
premisas:
1.- La única democracia auténtica es la que ahora se califica como “directa” y que sólo se
practicó en el Siglo de Pericles. (La “democracia” al estilo norteamericano es mero “pan y circo”
de dos partidos de empresa cuyos intereses lo dominan todo, por lo que termina en simple
demagogia. El “electorerismo” -campañas, medios, encuestas, giras, discursos, propagandas,
regalos, festejos, gritos, aplausos, camisetas, banderolas, globos y confetti- podrá ser
políticamente útil en cualquier país mayoritariamente conformado por inmigrantes desarraigados
y desinformados, pero en un país con tradiciones y valores como el nuestro resulta fatal).
2.- La única forma de superar la pobreza y la miseria que aqueja a la mitad de los
mexicanos, así como el único impedimento para evitar su emigración o muerte, es el manejo
racional de las finanzas públicas. (Reducir el número de burócratas a lo estrictamente necesario y
restringir por ley sus percepciones - las más elevadas del mundo- y sus “prestaciones sociales” más de treinta- pues sólo así el “gasto público” se convertiría en “obra pública”).
3.- La única posibilidad de ser competitivos a nivel internacional es liberar de la esfera
gubernamental al incipiente empresariado nacional -autorizaciones, permisos, gravámenes,
controles, fiscalizaciones, etc., pues los demás países navegan bajo la bandera del “libre
comercio”, toda vez que sobre esa premisa se apoya la mayoría de los “tratados
internacionales”, de modo que no hay por qué estrangular al nuestro-; y, paralelamente, gravar la
inversión extranjera -mundialmente exenta mediante manipulaciones en bolsas de valores y
“paraísos fiscales”-, puesto que descapitaliza al país, arruina al empresariado nacional, crea unas
pocas fuentes de empleo para acrecentar la dependencia, no es objeto de fiscalización, control o
restricción algunos y, al final, sólo deja chatarra y trabajadores jubilados a los que debe
pensionarse con nuestros recursos. El colmo es que hasta se le rinde culto, como si fuese alguna
clase de salvadora o “madre de la caridad” que viene a redimirnos, rescatarnos o resucitarnos.
No olvidemos que los famosos rescates: “bancario”, “carretero”, “energético”, “más los que se
acumulen esta semana”, sólo han servido para enajenar los recursos más importantes y depender
más del exterior.
III.- Los medios para racionalizar la reforma del Estado son:
1.- Impedir que el sindicalismo, la partidocracia y la burocracia suplanten al Ejecutivo, al
Legislativo y al Judicial. (La alternancia obligada en el poder, la inmediata revocación del
mandato mediante evaluaciones mensuales de un centenar de agrupaciones civiles en rotación
constante, la reducción radical de los supuestos “servidores públicos”, el referéndum, el
plebiscito, la limitación legal de percepciones y prestaciones, etc., son medidas inaplazables para
recuperar el poder y dignificarlo).
2.- Impedir que la monopolización de los medios de comunicación coarte las libertades y
garantías individuales mediante manipulaciones e inducciones orquestadas en favor de intereses
específicos. (No debe olvidarse que poco más de mil familias poseen la mitad de la riqueza
mundial, que medio centenar de familias mexicanas posee el ochenta y cinco por ciento de la
riqueza nacional y que durante setenta años sólo ochocientas cincuenta familias acapararon los
principales cargos públicos del país, sin que tal oligarquía, a la fecha, haya desaparecido del
todo).
3.- Impedir la estafa electorera -negocio de los medios de comunicación, empresas
encuestadoras, entidades de propaganda y hasta de los propios partidos mediante el famoso
“financiamiento”. (Si por una sola vez, con un mes de anticipación a la elección, cada partido y
su candidato publicaran por escrito lo que se proponen realizar en el caso de acceder al poder, y
luego se practican las elecciones por vía electrónica, con ello bastaría para elegir sin presiones,
sin inducciones y sin gasto). Para el sostenimiento de los partidos bastará con las cuotas de sus
feligreses, tal como ocurría en el siglo XIX. No tiene por qué disponerse de recursos públicos
para financiarlos, puesto que tal financiamiento, desde todas nuestras constituciones anteriores y
la mayor parte de duración de la actual, jamás ha sido concebible como “gasto público”, ni sirve
para “redistribuir riqueza alguna”, ni representa inversión alguna para mejorar la situación del
país.
IV.- Las medidas más inmediatas a tomar para racionalizar la reforma del Estado
son:
1.- Reducir los quinientos diputados federales y ciento veintiocho senadores a uno por
Cámara y Estado del país, exigiendo que únicamente lo sean quienes acrediten plenamente el
haber obtenido la licenciatura en Derecho y hayan cumplido cincuenta años de edad.
Actualmente se puede ser diputado a los 21 y senador a los 25, sin título alguno, pese a la
importancia de la preparación y la madurez para legislar que todo el resto del mundo busca
cumplir como prioridad suprema. Y, además, hay alrededor de un millar de “legisladores
locales” -igualmente onerosos y sobre privilegiados- que sólo reproducen las leyes federales y
que también pretenden, como sus similares, reelegirse en el cargo, pese al millón de muertos que
nos costó la Revolución para alcanzar el ideal de la “no reelección” y pese a que haya más de
cien millones de mexicanos con igual o mayor capacidad de acceso a tal clase de desempeños).
El colmo de colmos es que todavía tengamos miles y miles de municipios con “síndicos” y
“regidores” que también se hacen millonarios en un trienio y que para nada sirven.
2.- Establecer que los cargos judiciales sean producto de elección en los medios
académicos, no por designación presidencial con aprobación senatorial, y exigir que la
impartición de justicia verdaderamente sea “pronta y expedita”, de modo que se penalice
realmente la morosidad indebida.
3.- Impedir desviaciones a la división del poder -como, por ejemplo, la supuesta
“facultad reglamentaria” que artificiosamente se busca desprender de la fracción I, del artículo
89 Constitucional- violando con ello el artículo 49 de la Constitución misma, permitiendo
“excepciones” a los “principios constitucionales” -tal como alegremente lo estila la Suprema
Corte- y desquiciando la gobernabilidad misma por razón de esta concepción de “mil usos” que
cantinflescamente se concede a los tres poderes, a ciencia y paciencia de la desesperación
nacional.
V.- Los objetivos fundamentales de la Reforma del Estado deberán ser:
1.- Que la seguridad -fuente original de la que nació el Estado- vuelva a ser la finalidad
por excelencia de todo Gobierno, de modo que bien pueda prescindirse de la mayor parte de las
Secretarías de Estado -en su mayoría inútiles- para reducir las facultades del Ejecutivo
únicamente al control, la defensa, la autorización y la supervisión, y no así a intervenir en lo
mercantil, lo político, lo laboral, lo agrario, etc., pretendiendo una “rectoría” que ni siquiera ha
ejercido para privilegiar los intereses del país sino a las conveniencias corporativistas, partidistas,
burocráticas y extranjeras.
2.- Que la responsabilidad de los servidores públicos -Política, Penal, Civil y
Administrativa- sea real y efectiva en la práctica, pues a pesar de que el Título Cuarto
Constitucional provenga desde la Constitución de 1857, sigue siendo letra muerta.
3.- Que las garantías sociales tengan igual rango que las individuales y que ambas estén
por encima de las gubernamentales, pues el poder es un mandato, no un imperio, y el mandatario
es, conforme a la honestísima consigna de Don José María Morelos: un “siervo de la Nación”, no
su amo.
VI.- Omisiones inexplicables en la Ley para la Reforma del Estado:
1.- La primera -y más grave- es la fiscal. Mientras las altas burocracias del país perciban
más que sus similares en cualquier otra parte del mundo, todo cuanto se reforme será inútil, pues
los cargos públicos ya sólo se entienden como el único negocio verdaderamente rentable, y la
tributación sigue girando en torno a los impuestos, no a las cuotas o derechos, de modo que se
siguen derrochando recursos públicos en una fiscalización por demás arbitraria, superficial y
artificiosa que sólo incuba resentimientos, corrupción e injusticia.
2.- La segunda -aunque no de menor importancia- es la contraloril. Nada más absurdo que
un Estado que se vigila a sí mismo, como si sus ciudadanos e instituciones con profesionalidad
no puedan y deban ejercer tal encomienda en forma independiente para asegurar una mayor
integridad y capacidad evaluatoria, garantizar realmente la tan propagada “transparencia” y
obtener de tal evaluación la verdadera “rendición de cuentas”, que sólo puede ser efectiva
cuando es analizada e investigada por entidades y personas distintas a los órganos de poder y con
anterioridad a la susodicha rendición, al menos para asegurar un mínimo de credibilidad.
3.- La última -aparentemente intrascendente- es la justiciera. No basta con reconsiderar la
actividad tribunalicia en sus más altos niveles y donde suele incidirse en bizantinismos y
florituras, sino mucho más aún en lo que antiguamente se denominaba “justicia de barandilla”,
es decir, la que afecta al ciudadano común y corriente por delitos menores y que termina por
encarcelarlo injustamente a partir de juzgadores ociosos e irresponsables que delegan en
dependientes lo que les corresponde decidir por sí mismos y por cuya negligencia debieran ser
objeto de responsabilización, pues una cosa es que se justifique su impunidad por ejercer el cargo
y otra, muy distinta, es que, por los descuidos del cargo, también permanezcan intocables.
RECOMENDACIONES:
Dicho en síntesis: para que tengamos una auténtica reforma del Estado, necesitamos lo
siguiente:
1.- Sacudirnos el viejo reformismo politiquero del “gatopardismo” tradicional: fingir que
se cambia para persistir en lo mismo.
2.- Evitar el seguir actuando como el Baron de Münchhausen: que pretendía salir del
pozo tirándose de las orejas.
3.- Dejar de auto engañarnos fingiendo el bien común cuando tan claramente sabemos
que estamos como el rey y los súbditos de la vieja fábula que en seguida sintetizo:
“El rey, preocupado por la escasa recaudación de impuestos, interrogó a su tesorero
delante de toda la corte y bajo amenaza de muerte le dijo: “O me das una explicación clara y
señalas al culpable de robar mis arcas, o te mando degollar”.
El tesorero le respondió: “Majestad, si me hacéis traer un bloque de hielo os explicaré
lo que ocurre”.
Trajeron el bloque y pidió que se pesara. Luego hizo que el bloque pasara de mano en
mano, incluyendo al rey.
Al final, lo pesó otra vez.
- “¿Lo veis, majestad? El bloque pesa menos. Nadie ha robado, pero, incluido vos, todos
se han mojado las manos”.
¡Ojalá que esa Comisión senatorial no se quede con las manos mojadas después de leer
esta ponencia, sino que proceda a secárselas prestándole atención y tomando debida nota de que
son los gobernados sin partido ni cargos públicos quienes deben dar las directrices para la
reforma del Estado y no las autoridades ni los partidos, pues sobradamente sabemos que unos y
otros sólo entienden de “llevar agua a su molino”!
“NI QUE SÍ, NI QUIZÁ, NI QUE NO...”
Tal vez recuerde Usted, apreciable lector, aquel pegajoso estribillo de uno de los muchos
boleros que hiciera famosos nuestro internacional “Trío Los Panchos” y que precisamente decía:
“ni que sí, ni quizá, ni que no...”, estribillo y canción que implicaban, por igual, el sentido de
reproche a la amada ante su indecisión constante y, a la vez, el natural sufrimiento y obvia
lamentación ante tanto desinterés por decidirse.
Pues bien, esto es justamente lo que pasa con la política fiscal mexicana. Hace algunos
años, el Presupuesto de Ingresos de la Federación mostraba que la recaudación prevista era
prácticamente igual, en cuantía, por impuestos y por derechos -sin olvidar que, a estos últimos,
algunos doctrinarios los denominan simplemente “cuotas”-.
Hoy en día, la primera de dichas partidas representa el doble de la segunda, es decir, que
lo presupuestalmente recaudable por impuestos representa dos terceras partes, mientras que los
derechos sólo conforman el tercio restante, lo cual, si bien se ve, es verdaderamente sintomático
e ilustrativo de la realidad que desde siempre hemos venido confrontando en materia de ineptitud
gubernativa, toda vez que, privilegiar el poder sobre el servicio es poner de cabeza la tesis del
Estado moderno, supuestamente democrático, racional, jurídico y transparente.
Y ello es así porque todos sabemos que la diferencia entre impuesto y derecho es que el
primero representa una forma de recaudación arbitraria e indiscutible, por ende “ciega” o
exenta de explicaciones y justificaciones, en tanto que el segundo implica una contraprestación
que el Estado se obliga a satisfacer en forma directa, visible o inmediata para hacerse de
recursos por la misma vía de la idea contributiva, de modo que, cualquier Estado contemporáneo
que pretenda ser verdaderamente recíproco y eficiente en la prestación de servicios públicos,
forzosamente procurará privilegiar los derechos por sobre los impuestos, e incluso, cuando
llega a alcanzar en alguna medida tal ideal, hasta se empeñará en suprimir estos últimos -como
ocurre de manera extrema en los llamados “paraísos fiscales” y, en menor grado, en los países
calificables como “semiparaísos”, dada su proclividad a la exención plena o al mantenimiento de
exenciones parciales intensivamente promovidas y con cierto grado de generalidad aplicativa-.
A fin de cuentas, se trata de la mejor de las formas para que, progresivamente, se logre
remontar el milenario pasado arbitrario del tributo -ese pasado esclavizante y fatal por el que
nunca se asumió la obligación de rendir cuentas inmediatas, que despertó todas las desconfianzas
y que hasta en los textos bíblicos se le calificó reiteradamente como una maldición-, y ello para
sustituirlo por un Estado útil, es decir, que justifique con reciprocidades -a través de
contraprestaciones concretas- su recaudación y la justificación, con ello, de las retribuciones a
sus gobernantes, además de que por eso mismo se supone que haya reemplazado de su
legislación fundamental el viejo concepto de esclavo o “tributante” -con toda su ancestral
connotación de subordinación, opresión y servilismo- por el mucho más idóneo concepto -y
hasta más “racional” o “jurídico”- de “contribuyente”, tal como lo pretendió el Constituyente
mexicano desde 1857, en franca idealización de lo que quiso establecer como una sana
convivencia republicana.
Es claro, pues, que en México no les convenga a nuestros gobiernos sacrificar el impuesto
por el derecho o cuota, toda vez que sus servicios suelen ser deficientes y su pésima o
corrupta prestación suele implicar más disgustos que satisfacciones, de modo que siguen
prefiriendo la hibridez de operar con ambos capítulos a la vez, pero privilegiando la exaltación
del impuesto, pese a la tantas veces demostrada inoperancia y a la correlativa y obligada o
consecuente evasión crónica que lo caracteriza -con su lógico costo excesivo de “fiscalización”
para medio intentar inútilmente el abatir tal consecuencia- y pese, también, a las bondades,
racionalidad y modernidad de los derechos, toda vez que nuestros desnacionalizados gobiernos
todavía no saben distinguir entre servicio y poder, de tal modo que, hasta los conceptos que por
derechos o cuotas se manejan dentro de la ley fiscal federal respectiva son absolutamente
impropios o indebidamente previstos dentro de dicho ordenamiento legal.
Y es que, en efecto, expuesto el tema de manera sintética o puramente referencial en
torno a su articulado, dadas las razones de espacio propias de un trabajo como éste, si Usted
observa el actual contenido de la Ley Federal de Derechos -la más descuidada de nuestras leyes
fiscales- lo primero que advertirá serán sus cinco notas más distintivas:
1.- Se trata de un ordenamiento que atiende, por una parte, a los servicios que prestan las
distintas entidades que conforman el Poder Ejecutivo Federal, incluyendo a los llamados
organismos descentralizados y, por la otra, al uso o aprovechamiento de bienes del dominio
público.
2.- Consecuentemente, por lo que toca al primero de dichos aspectos, grava las
expediciones de permisos, documentos, autorizaciones, legalizaciones, certificados, constancias,
etc. que dichas autoridades contraigan obligación de emitir o realizar; mientras que, por la otra,
se ocupa de ciertas inscripciones, registros y actos o hechos, en general, que impliquen,
obviamente, los usos o aprovechamientos a los que se refiere y atiende.
3.- Las cuotas previstas para ambos conceptos son actualizables y prioritariamente se
destina su recaudación a los diversos fines específicos que la propia ley señala, tal como lo
indican sus artículos 2, 4, 5, 18-A, 19-A, 19-C, 20, 22, 23, 29-J, 31-A-2, 35, 40, 49, 53-J, 86-H,
191, 194, 194-U, 194-W, 195-L-4, 195-R, 195-Y, 196, 197-A, 198, 198-A, 223, 231-A, 232-C,
232-D-1, 232-D-2, 232-E, 238, 238-A, 238-C, 253-A, 278-C y 288-G, es decir, que son las
propias entidades que intervienen, de un modo u otro, en la prestación de los servicios y usos o
aprovechamientos de bienes, quienes finalmente se benefician en forma directa de tal
recaudación.
4.- Por la ya desconcertante numeración añadida mediante literales a los numerales
originales se advertirá de inmediato la enorme cantidad de reformas, adiciones, derogaciones,
enmiendas y demás modificaciones sufridas por la susodicha ley, sin que nuestras legislaturas se
hayan preocupado hasta ahora por emitir una nueva que, por lo menos, contenga la ordinaria
secuencia numérica que pueda hacerla más razonable y práctica, además de suprimir con ello los
múltiples numerales que siguen refiriéndose como derogados a lo largo de su texto.
5.- Finalmente, aunque exista el “principio” de corte doctrinario en el sentido de que
ningún impuesto pueda destinarse a un fin específico -dado que automáticamente dejaría de ser
tal-, bien sabemos que nuestros gobiernos manejan la fraseología conveniente para alegar que no
se trata de un impuesto, sino de un derecho, con el fin de inducirnos a olvidar, por supuesto, que
nuestra Constitución habla, conjuntándolos, de contribuciones, de tal forma que, aunque
también el Código Fiscal de la Federación -en sus numerales 1 y 2- trate por igual a los
impuestos y a los derechos con el carácter expreso de contribuciones, en el primer párrafo del
primero de los preceptos citados el legislador incurrió en la indebida prevención -por
inconstitucional- de señalar que “sólo mediante ley podrá destinarse una contribución a un gasto
público específico”, de tal suerte
que ello provoca el natural debate sobre si habrá que
considerarla estrictamente como una ley privativa -constitucionalmente prohibida, como bien
sabemos- o como una ley admisible, en razón del referido “soporte” dentro del Código
Tributario y dada la aparente ausencia de mención expresa y contundente a ese respecto en
nuestra Carta Fundamental.
Pero el problema esencial no deja de ser el de observar que, al dársele tales fines
específicos, se rompe con el concepto de gasto público, pues además de las remuneraciones y
aplicaciones ordinarias de los servidores oficiales a los que se alude presupuestalmente en forma
anual, aquí se está a la expectativa de lo que recauden para darles una retribución
complementaria a la legalmente prevista, de modo que a sus beneficiarios directos
automáticamente se les convierte en “señores de horca y cuchillo” -a la mejor usanza medievalpara privilegiar, dentro de sus feudos, la recaudación por sobre el régimen de Derecho y
por sobre el contexto legal y la naturaleza jurídica de tales conceptos.
Ahora bien, como esto mismo permite apreciar con claridad -visto históricamente y con
los presupuestos de ingresos de las últimas décadas a la mano- que la curva de la tributación
mexicana ha pasado sucesivamente de la aplicación única del arcaico o milenario impuesto a la
combinación del impuesto con el derecho, pero luego ha vuelto a privilegiar nuevamente el
primero por sobre el segundo, lo obvio es concluir que no tenemos una política fiscal con
rumbos o destinos ciertos, firmes y sostenidos, sino una errática conducta gubernativa que,
cuando quiso privilegiar el servicio público por sobre la arbitrariedad, se asustó ante las
exigencias de calidad y eficiencia que ello representaba, de modo que, finalmente, decidió
recular una vez más hacia esa anticuada arbitrariedad que, aunque conlleve mayor gasto público
por razones de fiscalización y de su correlativa cadena litigiosa, no deja de resultarle mucho más
cómoda a los gobiernos ineptos que así evidencian su impotencia o su falta definitiva de visión
de Estado para modernizar por esta vía la esencia misma de la función pública.
En otras palabras: “ni que sí, ni quizá, ni que no”. Exactamente la fotografía de ese estado
de cosas nacional -tan típico y representativo, por lo demás, de la idiosincrasia indecisa y
contradictoria que nos caracteriza a los ojos del planeta entero- y que, para colmo, desde siempre
hemos padecido y que todo parece indicar que seguiremos padeciendo. Ese cantinflismo, en
suma, que dice, se desdice, se contradice, y que siempre pasa por indefinirse, indefinirnos y hasta
refundirse, confundirse y confundirnos para, finalmente, indignarse e indignarnos, entendido,
esto último, tanto en el sentido de disgusto crónico por su propia deficiencia como en el de
atentado a la más elemental dignidad ciudadana y gubernativa por igual.
Así las cosas, aunque la Ley Federal de Derechos represente, por sí sola, una tercera parte
de la recaudación pública federal, dicho sea en términos del presupuesto anual de ingresos, sigue
siendo la más descuidada, manoseada y deformada de nuestras leyes fiscales, además de resultar
notoriamente inconstitucional -desde nuestra perspectiva- el destino que se prevé en ella para la
recaudación por los conceptos que contiene, así como en razón de la inmensa mayoría de sus no
menos absurdas prevenciones aplicativas, ya numeralmente referidas al detalle en líneas
anteriores.
Ahora bien, tampoco es ésta la única de nuestras “políticas fiscales” que acusa esa
indecisión tan claramente descrita en el “ni que sí, ni quizá ni que no”, pues bien sabemos que
prácticamente toda nuestra legislación tributaria, al aplicarse en la práctica, acusa tal
sintomatología. Y no porque existan opciones legales condicionadas a la decisión del
contribuyente o de la autoridad con respecto a determinadas alternativas más o menos razonables
y, por ende, sujetas, a su vez, a la casuística o a la preferencia de las autoridades y de los
gobernados, toda vez que pudieran corresponder a las libertades básicas que se desprenden de
toda condición circunstancial o a las casuísticas humanas racionalmente concebibles y a la
consecuente discrecionalidad con la que pueden proceder unos y otros, independientemente de
que, en el caso de los servidores públicos tal discrecionalidad sea legalmente limitable, sino
porque existen señalamientos dentro de tal preceptiva legal que, al aplicarse, permiten observar
muy claramente cómo prevalece la indecisión o la simple inducción a ella por mera
imprecisión conceptual, afectando en igual medida al gobernado y a la autoridad misma o a sus
ejecutantes.
Y pongamos por muestra un par de ejemplos específicos:
A.- Dentro del Título V del Código Fiscal de la Federación existe todo un capítulo
destinado al procedimiento que debe observarse en materia de notificación de los actos de
autoridad, mismo que resulta congruente con la garantía constitucional de seguridad jurídica
y con la doctrina al respecto. No obstante, el artículo 44 del propio Código permite, en su
fracción II, que al presentarse los visitadores al lugar visitado puedan intervenir de inmediato con
quien se encuentre, incluyendo el aseguramiento de mercancías, la comprobación de su legal
importación, etc., de modo que puedan pasar por alto el procedimiento legal previsto,
prácticamente a capricho. Y, para colmo y remate, nuestros tribunales suelen avalar -como lo
acreditan múltiples tesis- la existencia de este “procedimiento” arbitrario “justificándolo” bajo la
excusa del “factor sorpresa” que suponen o atribuyen como propio de toda visita domiciliaria a
título de auditoría oficial practicada con semejante criterio policial, es decir, no como si se
tratara de simples contribuyentes sino de notorios delincuentes, y colocando al propio
personal oficial en el conflictivo -y para muchos apetecible- papel de simples verdugos, sin
apoyo constitucional alguno que justifique tal atentado flagrante a las garantías individuales y a
los derechos humanos, de modo que el contribuyente, antes de ser formalmente un visitado al
que previamente se le haya notificado de manera formal el acto de fiscalización que se pretende
emprender, ya de entrada resulte presunto de culpabilidad, salvo que pruebe lo contrario o de
que, en el curso de la visita, se cuente con elementos para confirmarlo o corroborarlo, pero todo
ello en medio de un estado de incertidumbre, inseguridad y desconcierto previos que, por
supuesto, incide en el ámbito de la molestia inconstitucional.
En suma: “ni que sí, ni quizá, ni que no”.
B.- El propio Título V del Código Fiscal de la Federación, en otro de sus capítulos, se
refiere al procedimiento administrativo de ejecución y contempla la posibilidad del embargo
precautorio en ciertos casos, así como, paralelamente, del embargo real, aunque entendido este
último como secuestro, pero conjuntamente tratado con el calificable de “administrativo”, es
decir, con el que se limita al levantamiento de actas y a la designación de depositarios, todo ello
bajo el tamiz de los bienes que califica como inembargables y del requisito -casi siempre
incumplido- de que sea el propio afectado quien señale los bienes que puedan embargarse, pero
con el objetivo de terminar, legalmente, en el remate de los referidos bienes para adjudicarse su
producto, de modo que, dentro de la práctica cotidiana, viene a ser el ejecutor -no la autoridad
que lo envió- quien termina por decidir si practica embargo precautorio o secuestro, si lo ejerce
sobre bienes permisiblemente embargables o no, si acepta que el afectado le señale los bienes
embargables o si lo resuelve por sí mismo, si lo hace sobre cuentas bancarias o no, si interviene
la negociación o no, etc., mientras nuestros tribunales se distraen emitiendo toda clase de tesis y
en todos los sentidos imaginables, bien para tutelar algunas veces las garantías individuales o
bien para privilegiar los actos arbitrarios de los emisarios de la autoridad, o ya, simplemente,
para discutir ad infinitum si los visitadores, ejecutores y demás emisarios, independientemente
del nombre con el que se les designe, son autoridades o no, si acatan la preceptiva legal o no, si
incurren en actos de molestia o no y si dichos actos son “de molestia” o “de privación”, es decir,
si los ángeles tienen sexo, si caben en la cabeza de un alfiler o si ya se habían inventado siquiera
los alfileres en esa vieja Bizancio en la que aún viven, mientras los ejecutores ya “se sirvieron
con la cuchara grande” en franco atropello de todas las garantías individuales concebibles y por
concebir, aunque sujetas a redimirse mediante juicios no menos inciertos en cuanto a sus tiempos
y resultados.
Una vez más, pues: “ni que sí, ni quizá, ni que no”.
Obviamente, cualquiera que confronte la realidad fiscal mexicana de todos los días, tanto
en el sentido de afectado como de afectante, es decir, de visitado o de visitador, de ejecutado o
de ejecutor, e incluso en el papel de defensor o litigante, tal ambigüedad operativa permite por
igual el consabido “arreglo económico”, el “buen” o “mal” trato, o la nefasta represalia de la
arbitrariedad plena, de modo que el contribuyente termina por no saber si optar entre cumplir las
leyes, “jugársela” hasta cierto punto -dada la “lotería” de la fiscalización misma- u optar por el
camino mucho más barato del “arreglo” cuando se le presente el problema de tal fiscalización
dentro de esa misma hipótesis del “si es que me toca”, mientras que el visitador o ejecutor opere
“a las caíditas”, es decir, haciendo sus propias “buscas” mediante el uso de la ley y la credencial
como macanas o conduciéndose con alguna clase de dudosa “compasión” o de “sentido
humanitario de ayuda” que casi siempre termina en “proponer sus propios servicios
independientes” o por conducto de “alguien de su entera confianza” para defender al
contribuyente de los propios deberes fiscalizadores que está ejerciendo sobre él.
En suma, como siempre: “ni que sí, ni quizá, ni que no...”
Lo grave de todo esto es que, mientras se implementan toda clase de artilugios mecánicos
y electrónicos importados y sofisticados, o de requisitos documentales, operativos y
administrativos de lo más alambicados y exóticos para, según dicen nuestras desubicadas
autoridades con respecto a la realidad nacional, “combatir la evasión y la elusión fiscales” -otro
estribillo usual, pero del que cabe relevar de toda culpa al “Trío Los Panchos”-, vienen a ser el
personal de visita y sus jefes inmediatos -y quizá hasta los mediatos- quienes finalmente
terminan por beneficiarse de la compra de tales artilugios tecnológicamente “milagreros” y de
recaudar todo lo oficial y extraoficialmente recaudable en su exclusivo beneficio, de modo que
las leyes fiscales mexicanas terminan por serles útiles únicamente en lo personal o grupal dentro
del ejercicio privilegiado del cargo público. Y, todo ello, mientras nuestros presidentes de la
República y nuestra Corte y sus tribunalitos de opereta siguen “chupándose el dedo” a través de
toda clase de conjeturas, especulaciones, teorizaciones, promesas, contradicciones, pedanterías,
propagandas, autoelogios, peroratas en los medios y demagogias.
Ahora bien, ojalá que allí terminara todo, pues a pesar de ser tan lamentable tamaña
realidad, bien sabríamos que, como tal estado de cosas no nos deja otra alternativa que la de
“revolcarnos en el lodo”, tarde o temprano tendríamos que resignarnos a ello o simplemente
gustarnos si en algo nos beneficiara en lo personal, ya que nunca como país. Pero el problema de
fondo, desgraciadamente, va todavía más allá:
A.- Las grandes instituciones nacionales, según la prédica oficial en turno, están al borde
de la ruina, tanto financiera como operativamente hablando, de modo que -también conforme a
dichas versiones oficiales con vocación mercaderil- sólo nos queda enajenárselas a los
inversionistas extranjeros -quienes inexplicablemente son tan ingenuos o estúpidos que hasta se
manifiestan profundamente interesados en cometer la “burrada” de interesarse por tales ruinasde tal manera que debemos aprovechar de inmediato tamaña imbecilidad de ellos, puesto que
“nos favorece”, y ¡sólo así podremos salvarlas y salvarnos!; o bien -dice la prédica oficial de
todos los sexenios- endeudarnos todavía más con la banca extranjera -esa que ya nos invadió y
domina a plenitud, dada la necesidad de los otros previos “rescates” a nuestros banqueros,
quienes también confrontaron antes la misma situación y encontraron salvación con la llegada de
semejantes “compradores ingenuos”- para hacer el intento de rescatar a dichas entidades de
gobierno cuanto antes y por nosotros mismos, pero advirtiendo que ello será una tarea titánica y
quizá infructuosa; o bien, finalmente, que acordáramos reducir a la mitad o a la cuarta parte los
sueldos y prestaciones del ejército burocrático que actualmente se lleva, junto con el circo
partidista-electorero, la casi totalidad del presupuesto nacional, pero advirtiendo que
tropezaremos con la “natural” resistencia de nuestro sindicalismo burocrático y de nuestros
pseudo “partidos”, aunque unos y otros sólo operen como meros membretes de vividores. Y en
esa línea de problemas están el IMSS, CFE, PEMEX, etc.
Como siempre, pues: “Ni que sí, ni quizá, ni que no...”.
B.- La moral colectiva -comprendiendo dentro de tal concepto, conjuntamente, a nuestra
idiosincrasia, nuestra “educación” y nuestra mentalidad prevaleciente-, se entreteje con la
esperanza, la frustración y la incertidumbre, también conjuntadas. Y prueba de ello es que
campean la mediocridad, el conformismo y la huida. Somos ya un país de autómatas para el
trabajo, de aspirantes al confort o a la emigración -según que se tenga para comer o no- y ya son
ésos los únicos “ideales” a los que conduce la publicidad mercantilista del neoimperialismo
contemporáneo, plenamente polarizado en la vanalidad del hedonismo o el bienestar elitistas, tan
propios del político rapaz y corrupto -enriquecido con el cargo- o en la aspiración a emigrantes
suicidas y a rajatabla para poder sobrevivir, como ocurre con la mayor parte de nuestra población
desposeída mediante tales rapacerías, además de informada o no sobre ellas.
Fuera de los “yupis”, o calificativos similares para identificar a los “juniors” egresados de
las pseudo “universidades” extranjeras -simples centros de adoctrinamiento en las tesis que
pretende imponerle el imperialismo al resto del planeta- y que pululan en las grandes ciudades
impecablemente “vestiditos para agradar y aparentar” dentro de tal medio de apariencias y
vanidades, fingiendo además una calidad humana de la que “a leguas se ve que carecen”, el resto
de nuestra población apenas sobrevive en medio de la prepotencia, arbitrariedad y corrupción de
nuestros gobernantes, de modo que como son tales especímenes oportunistas los que finalmente
acceden a los altos cargos públicos, el resultado obvio es que terminemos gobernados por toda
clase de improvisados, ineptos, desubicados, inmaduros y corruptos a más no poder, con la
consecuente depresión universal de todos los mexicanos bien nacidos -aunque no por ello bien
vestidos- que siguen esperando un poco más de inteligencia y honradez y un mucho menos de
politiquería y demagogia en todos y cada uno de tales pseudo “gobernantes”.
Claro está que la consecuencia inmediata del deplorable acceso al poder de tales payasos
se manifiesta de inmediato en su desprecio a la inteligencia que representan las instituciones
académicas e investigadoras del país, pues les humilla su saber. El clásico “tonto con iniciativa”,
que casi siempre se dedica a lo que entiende como política -a falta de aptitudes para
comprenderla debidamente o para dedicarse a cualquier otra cosa, pues asume la certeza de que
siempre será mejor el “camino del menor esfuerzo” mediante el cual disimula u oculta sus
limitaciones intelectuales-, jamás podrá dejar de ser un mediocre profundamente resentido con
quienes se esfuerzan, estudian, investigan y entienden. De allí que prefieran “agachar la cabeza”
ante cualquier mercader del extranjero que les proponga la compra -y su consecuente y
consabida “comisión”- de toda clase de artilugios mecánicos y electrónicos para fingir que con
ello podrá “fiscalizar” a los contribuyentes mexicanos, pues es obvio que prefieren seguir
ignorando la verdad incontrovertible de que el tributo no es un problema de máquinas, sino de
cultura, que no nació como un problema económico, sino de dominio, que jamás ha obedecido a
un problema de tecnología, sino de justicia y que nunca se resolverá con máquinas o vigilancias,
sino con inteligencia e ideas acordes a la realidad particular de cada país.
Se persiste, pues, en el: “ni que sí, ni quizá, ni que no...”.
Pero el clímax de toda esta parafernalia en la que se privilegia la tecnología por sobre la
razón, la mecánica por sobre la inteligencia y la apariencia por sobre la realidad, es que, además
de los habituales dislates legislativos y las consabidas rutinas enjuiciativas, sólo hayamos podido
disponer -cuando menos a lo largo de las últimas décadas- de un fisco politizado que privilegia la
estadística recaudatoria por sobre la justicia misma, al extremo de que la resistencia de los
mexicanos no sea precisamente, como se empeña la propaganda oficial en decirlo, una oposición
al tributo, sino a los excesos de las autoridades que lo recaudan, tanto en el sentido de los medios
arbitrarios que emplean para hacerlo como en el de los dispendios en los que finalmente incurren
con lo recaudado, cuando no a la corrupción misma que lo desvía de la farsa “transparentil” que
ahora abunda en nuestras leyes, de modo que el famoso “ni que sí, ni quizá, ni que no...” termine
aquí por convertirse en una verdadera pesadilla.
Por una parte, a diario se nos dice a los mexicanos que debemos tributar por el bien del
país, pero luego se nos hace dudar sobre dicho bien cuando vemos, también a diario, tantas
rapacidades, abusos, dispendios, corrupción, viajes, robos, componendas, etc., y, finalmente,
cuando eludimos o nos negamos a tributar en cualquiera de sus formas, se nos trata como
delincuentes peores que los verdaderos criminales del orden penal para los que existe una
ineptitud demasiado evidente o sospechosa con respecto a su captura. Ya no se trata, pues, de un
simple “ni que sí, ni quizá, ni que no...”, entendido en su más primaria dimensión de
incertidumbre o indecisión, sino de una verdadera crisis de la conciencia ciudadana provocada
por la ineptitud y la corrupción gubernativas.
Peor aún: dicha crisis de conciencia deriva de diversos factores contrapuestos o
contradictorios. Por un lado, la convicción patriótica o nacionalista -más allá de la festividad
septembrina- advirtiéndonos la invasión desbordada de las empresas transnacionales que a diario
nos descapitalizan en lo poco que aún queda de patrimonio nacional. Por otro lado, la pérdida de
soberanía, tanto por esa subordinación económica como por ausencia de gobernantes auténticos
que conozcan, respeten y defiendan nuestra nacionalidad -sobre todo en los tiempos actuales, en
los que mañosamente se critica al nacionalismo para privilegiar un “cosmopolitismo” que sólo a
sus propagandistas y corifeos beneficia-. Y, por el último de los lados, el estado de confusión al
que nos lleva la información neoimperial cuando privilegia fantasías como la de la famosa
“aldea global” -cuyo único fin es debilitar los conceptos de nacionalismo y de soberanía para
lograr mayor vulnerabilidad en los ingenuos y, por el otro, el quebrantar las raíces mismas de la
cultura, la religión, la idiosincracia y las costumbres que han configurado nuestras más
acendradas nociones de fe, de patria y de libertad, combatiéndolas a través de patrañas como el
“fin de las ideologías” -Bell-, el “fin de la historia” -Fukuyama- y el “choque de civilizaciones”Huntington-, a efecto de hacernos creer que todo lo valioso del mundo entero ha nacido ahora
con el neoimperialismo yanqui-judaico; que todo lo importante, intelectualmente hablando, ha
surgido recientemente y gracias a ellos -de modo que toda la cultura griega, por ejemplo, nada
vale- y que, en suma, la tecnología está por encima de cualquier noción de cultura, de
humanismo, de religión, de fe, de filosofía y de valor.
Lamentablemente para ellos, como en aquella vieja canción de José Alfredo Jiménez que
interpretara Pedro Infante, la riqueza material les impide ver su pobreza de alma.
No obstante, esto les complace a algunos, pues comen, visten y se persignan con la
inversión extranjera, lo mismo si la atienden candorosamente desde el sector público que desde
el privado, pues son de los que no alcanzan a ver que tarde o temprano sus hijos -como ahora
ellos lo son y fingen ignorarlo- sólo serán lacayos o esclavos de ella y sin disimulo alguno, pues
los atractivos de lo primario no únicamente envilecen, sino que, además tienen el poder de
hacernos caer, como por fuerza de gravedad, en la imbecilidad y la subordinación extremas.
Cuando a nuestras juventudes se les logra envenenar con cuentas de vidrio para que renuncien a
pensar, la conquista total está cercana.
Todos sabemos, en efecto, que antes cualquiera entendía dónde podía encontrar
prostitutas, verduleras, vedettes, encueratrices, peladitos, voceadores, merolicos, adivinos,
delincuentes, etc. Hoy en día basta con encender la televisión para verlos a todas horas, en casi
todos los canales, en la mayor parte de los programas y, sobre todo, “desde la comodidad de su
hogar” y “en vivo y a todo color”, de modo que las pocas horas de mediocre escuela que tienen
nuestros hijos automáticamente se nulifican -y con creces- con las muchas horas de tal clase de
“televisión”. Los españoles llaman a la suya “telebasura”, a pesar de que esté mucho mejor que
la nuestra, de que su educación escolar se efectúe con la décima parte de nuestro presupuesto
para ello y obtenga resultados diez veces mayores a los nuestros, de modo que ninguna otra
alternativa nos dejan más que la de calificarla como “telemierda”, perdonando la expresión, y, a
nuestra “educación” -que no pasa de improvisada instrucción-, dejar de calificarla en forma
alguna, porque cualquier clase de mediocridad que se revuelque en aquélla no merece
calificativos de otra naturaleza.
Así las cosas, en un país donde sólo se “educa” para la mediocridad, donde todo se imita
por ese neomalinchismo ancestral que sigue privilegiando lo ajeno y donde cabe dejarse
engatusar con las consabidas cuentas de vidrio que nos siguen haciendo cambiar el oro de todo
cuanto constituye nuestra nacionalidad por ellas, viene a resultar absolutamente natural -y hasta
lógico- que también la política hacendaria mexicana -si es que se le puede llamar así a tal cúmulo
de imitaciones, novedades, improvisaciones, amenazas y estupideces- haya venido a terminar en
el “ni que sí, ni quizá, ni que no...”.
No hay duda, pues, de que el problema principal de México -y el que mejor se refleja en
el orden de lo tributario- es la clase de hombres que estamos produciendo. Mientras no
entendamos o no queramos entender la vieja clasificación aristotélica sobre el alma y
entendamos o derivemos el sentido de sus implicaciones, seguiremos demasiado lejos del
razonamiento más elemental. Decía Aristóteles que existe el alma vegetativa -la propia de las
plantas-; el alma apetitiva -la correspondiente a los animales-; y el alma racional -la típicamente
humana, pero que incluye aquellas dos.
Lo obvio es concluir que el hombre puede vivir vegetativamente, dejándose llevar por la
corriente de lo que otros le impongan y, consecuentemente, dejando de actuar en cualquier
sentido -“ni que sí, ni quizá, ni que no”-; o puede vivir apetitivamente -acomodando su
existencia a la mera satisfacción de los instintos en un sentido puramente consumista-; o puede
vivir haciendo uso de su inteligencia, es decir, pensando por sí mismo, actuando con
responsabilidad y “administrando” lo puramente vegetativo y lo ordinariamente apetitivo sin
perder de vista su rasgo típico por excelencia, que es el de actuar como un “animal racional”.
Claro está que incluso dicho esquema queda incompleto si sólo nos resignamos al mero
uso primario de la razón, pues no olvidemos que el propio Aristóteles distinguía entre el mero
pensar como atributo distintivo de lo humano, y el filosofar, como atributo distintivo de toda
cultura que busque rebasar lo primario, de modo que tampoco podamos ni debamos limitarnos a
pensar lo que se nos diga mediante la propaganda o la instrucción sin racionalizarlo por nosotros
mismos con el rasero de la reflexión y el empleo de la crítica verdaderamente humanistas. El
hombre completo no se conforma con pensar, querer y sentir, sino que busca la verdad, el bien y
la belleza, entendidas con mayúsculas y en todas sus letras.
Así las cosas, cuando un sistema tributario como el nuestro no se asienta en la razón, sino
en la imitación; no busca el bien común, sino el de la élite gubernativa; y no alienta al interés
público sino al desestímulo, al conflicto y a la animadversión, lo obvio es concluir que termine
en sistema antitributario, que induzca a la evasión fiscal y que acabe por ahogarse en sus propias
sandeces, por más que se le adorne con toda clase de implementos mecánicos o electrónicos de
moda y por más que se sueñen incrementos recaudatorios a través de ello, pues siempre será el
destino de lo recaudado lo que tendrá a la vista el contribuyente para decidir si tributa, si le busca
la forma legal o ilegal de no hacerlo, o si lo hace en la medida en que mejor le convenga para
aparentarlo.
En síntesis: “ni que sí, ni quizá, ni que no...”.
TRIBUTACION Y DIVISION DEL PODER
La idea de dividir en tres el ancestral monopolio del poder no únicamente obedeció al
propósito, varias veces milenario, de combatir la perversa centralización absolutista que lo
caracterizaba, sino también a la necesidad de especializar, mediante cada una de esas tres partes,
los matices clásicos del control gubernativo sobre la convivencia social: regulación, aplicación y
enjuiciamiento. Siempre convendrá recordar que hasta en los cuentos de “Las mil y una noches”
era inocultable que el Sultán legislaba, ejecutaba y juzgaba -a veces con sabiduría, bondad y
justicia, pero, muchas otras, con arbitrarios y funestos resultados-.
Hoy en día, aunque las cosas no han cambiado con respecto al centralismo que originara
la división clásica, mundialmente sabemos que esa división nos está quedando cada vez más
estrecha, pues bien intuimos que existen tres funciones: la fiscal, la electoral y la “contraloril” esta última con su correlativa responsabilización gubernativa-, que inocultablemente obligarían a
dividirlo en seis, y no en tres, de modo que pudieran independizarse los motivos de suspicacia
que la división previa causó: a) la condición de juez y parte que todo lo fiscal implica, dado que
hasta el último de los burócratas cobra de lo que se recauda y, por ende, todos carecen de
imparcialidad plena para legislar, proceder y enjuiciar; b) la desconfianza universal sobre el
respeto al sufragio, que siempre ha impedido una perspectiva verdaderamente democrática, así
como sus correlativas necesidades de crear entidades idóneas para revocar en cualquier tiempo
el mandato conferido y, por ende, enjuiciar al incumplido cuando ello haya sucedido; y, c) una
auténtica vigilancia externa -y hasta mayormente independiente- a todos los gobernantes y con
respecto a sus manejos administrativos, esos que arbitrariamente suelen hacer de los recursos
públicos en la inmensa mayoría de los países y con la más descarada de las impunidades,
precisamente por contar con el silencio o la complicidad de sus colegas en el ejercicio del
hipócritamente llamado “servicio público”, ejercido, para colmo, sin responsabilidad alguna.
Lo peor es que, aunque siga siendo motivo de inquietud universal la necesidad de esta
segunda división del poder, ni siquiera la primera ha podido tener vigencia en nuestro país. Y
aunque ello ocurra también en otros, no por ello cabe consolarse en forma alguna, pues bien
sabemos del viejo refrán: “mal de muchos, consuelo de tontos”
Todos los mexicanos tenemos entendido, por ejemplo, que el artículo 49 de nuestra
Constitución textualmente señala lo siguiente:
“Artículo 49.- El Supremo Poder de la Federación se divide para su ejercicio en
Legislativo, Ejecutivo y Judicial.
No podrán reunirse dos o más de estos Poderes en una sola persona o corporación, ni
depositarse el Legislativo en un individuo, salvo el caso de facultades extraordinarias al
Ejecutivo de la Unión, conforme a lo dispuesto en el artículo 29. En ningún otro caso, salvo lo
dispuesto en el segundo párrafo del artículo 131, se otorgarán facultades extraordinarias para
legislar.”
Pero también entendemos que, aunque de ello se deprenda: a) el que dicha división
consista en identificar a sus tres partes mediante denominaciones que induzcan a presumir la
función que les compete -hacer leyes, aplicarlas en la práctica y juzgar con base en ellas-, tal
identificación divisoria no es tan clara ni tan distintiva como debiera esperarse; b) el que “no
podrán reunirse dos o más de estos Poderes en una sola persona o corporación”, pues ello ni
remotamente se cumple en la realidad, como en este trabajo quedará ampliamente ejemplificado;
y c) el que, aunque dicho precepto diga: “en ningún caso, salvo lo dispuesto en el artículo 131,
se otorgarán facultades extraordinarias para legislar”, lo cierto es que las tres divisiones del
poder se han arrogado como propias tales facultades, considerando o no el artículo 131, de modo
que finalmente tengamos un Poder Legislativo que, además de legislar, juzga y ejecuta, un
Poder Ejecutivo que, además de ejecutar, legisla y juzga, y un Poder Judicial que, además de
juzgar, ejecuta y legisla; por lo que hemos terminado en la funesta calamidad de que ni siquiera
la susodicha división primaria del poder se cumpla en forma alguna ni haya forma visible de
hacerla cumplir en el futuro.
Y, por si todo esto fuese poco, el colmo es que sea a partir de la propia Constitución
como se viole tal precepto sobre la susodicha división primaria. Por ejemplo:
A.- Los artículos 76, fracción VII -en lo que atañe a la Cámara de Senadores-, y 109,
110, 111, 112 y 114 Constitucionales -por lo que respecta a la Cámara de Diputados-, permiten a
tales entidades legisladoras el constituirse en tribunales para efectos del llamado “juicio
político” y su correlativo “juicio penal” a los servidores públicos que ante ellas hayan sido
acusados, de modo que cumplen una función juzgadora totalmente ajena a su naturaleza y
finalidad estrictamente legislativas.
Y otro tanto ocurre con lo previsto en la fracción XXII de su artículo 73, pues le confiere
al Congreso la facultad de “conceder amnistías por delitos cuyo conocimiento pertenezca a los
tribunales de la Federación”, de modo que también participa de facultades justicieras.
B.- El artículo 73 Constitucional, a través de algunas de sus fracciones, permite al
Congreso el ejercicio de potestades manifiestamente propias del Poder Ejecutivo: a) en su
fracción V, la de “cambiar la residencia de los Supremos Poderes de la Federación” -como si
ello tuviese alguna importancia mientras se realice, obviamente, dentro del territorio nacional y
no fuese tan manifiestamente benéfica para abatir el funesto centralismo capitalino-; b) en su
fracción XVIII, para “establecer casas de moneda, fijar las condiciones que ésta deba tener,
dictar reglas para determinar el valor relativo de la moneda extranjera y adoptar un sistema
general de pesas y medidas”, como si no hubiésemos rebasado ya la época de los llamados
“bilimbiques”, tan típicos de los tiempos de la Revolución; c) en su fracción XXV, para
“establecer, organizar y sostener en toda la República escuelas rurales, elementales, superiores,
secundarias y profesionales; de investigación científica, de bellas artes y de enseñanza técnica;
escuelas prácticas de agricultura y de minería; de artes y oficios, museos, bibliotecas,
observatorios y demás institutos concernientes a la cultura de la Nación...” -actividad de la que
no tenemos la menor noticia que se esté cumpliendo en forma alguna-, amén de que no le
competa por definición y naturaleza-; etc., de tal suerte que, además de las funciones
juzgatorias señaladas en el apartado anterior, también dispone de facultades ejecutivas que
nada justifica el que se le hayan dado.
C.- El artículo 89 Constitucional, al señalar las facultades y obligaciones del Presidente
de la República, en su fracción I indica: “I.- Promulgar y ejecutar las leyes que expida el
Congreso de la Unión, proveyendo en la esfera administrativa a su exacta observancia”, lo cual
indebidamente ha sido tomado en el sentido de que exista una tal “facultad reglamentaria” así bautizada y apadrinada por la Suprema Corte de Justicia mediante toda una serie de tesis
jurisprudenciales que de ese modo la califica y que luego, mediante otra serie de tesis, asume
reconocer como actividad propiamente legislativa al concederle a los reglamentos que expide
el titular del Poder Ejecutivo la validez formal de normas legales plenamente aplicables y
exigibles en la práctica jurídica nacional-, mismas que luego le fueron complementadas por el
Poder Legislativo a través de los artículos 13 y 18 de la Ley Orgánica de la Administración
Pública Federal, ratificando la existencia de esa arbitrariamente inventada “facultad
reglamentaria” -en clara complicidad con aquellos otros dos poderes-, sin que del referido
texto constitucional transcrito pueda desprenderse semejante conclusión, tan evidentemente
contraria al artículo 49 del mismo, pues además de la “promulgación y ejecución” de las leyes
expedidas por el Congreso, nada autoriza a suponer que “proveer en la esfera administrativa a
su exacta observancia” equivalga a permitir que el titular del Poder Ejecutivo pueda expedir
reglamentos, toda vez que “proveer” no es legislar ni reglamentar, sino poner los medios
naturales, propios o implícitos de dicho poder -materiales, o aplicativos; y humanos, o de
acción- para que las leyes se cumplan en la forma exacta en la que se aprueben por el Poder
Legislativo; en tanto que “esfera administrativa” no equivale a “esfera legislativa” ni nada que
se le parezca, sino a mera acción aplicativa u observancia rígida de las leyes promulgadas; y,
finalmente, “exacta observancia” no pasa de ser, en estricta lógica, más que simple vigilancia,
nunca atribución legislativa alguna, ni “facultad reglamentaria” o cosa que también así se le
parezca y que en tal sentido pudiera deducirse del referido precepto constitucional, por lo que,
finalmente, deviene claro que se arroga una función legislativa que de ningún modo se justifica
y que también rompe con la significación precisa de la división del poder.
D.- El propio artículo 89 Constitucional, en su fracción XIV, permite al titular del Poder
Ejecutivo la facultad de otorgar el indulto “a los reos sentenciados por delitos de la
competencia de los tribunales federales y a los sentenciados por delitos del orden común en el
Distrito Federal”, de tal suerte que esta potestad juzgatoria a ultranza, y con la cual se
nulifican las sentencias mismas de los tribunales precitados, viene a convertirle en autoridad
juzgadora máxima, pues ni siquiera el Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación goza
de tamaña atribución.
Peor aún: el artículo 96 le concede la facultad de nombrar a los Ministros de la Suprema
Corte de Justicia, aunque con la aprobación del Senado, y el artículo 102, en su apartado A, le
faculta para nombrar y remover a los funcionarios del Ministerio Público y al Procurador
General de la República; de modo que, para colmo y remate, hasta los llamados “tribunales
administrativos” con los que se juzga en materia tributaria a los gobernados, son simples
dependientes del Poder Ejecutivo, por lo que ya cualquiera podrá imaginarse la clase de justicia
fiscal y administrativa que cabe esperar bajo un estado de cosas tal.
E.- El artículo 94 Constitucional concede fuerza de ley a la Jurisprudencia, toda vez que
la convierte en obligatoria, de modo que, aunque ello sea benéfico en la práctica judicial
doméstica, no deja de representar una función de orden legislativo totalmente impropia de la
naturaleza estrictamente juzgatoria de dicho Poder, máxime cuando ello ocurre sin merecer la
sanción del Poder Legislativo, que, a fin de cuentas, es a quien se le interpretan judicialmente
las leyes que aprobó. Y, además, basta con ver las facultades y atribuciones de sus diversos
órganos en el articulado de la Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, para advertir la
multiplicidad de potestades legislativas y ejecutivas que indebidamente se le confieren.
F.- El artículo 100 Constitucional otorga facultades expresas al Consejo de la Judicatura
Federal en materia de “administración, vigilancia y disciplina” con respecto al Poder Judicial de
la Federación, exceptuando a la Suprema Corte de Justicia, de modo que se trata de facultades
notoriamente ejecutivas que también son impropias de su naturaleza.
En suma: con los ejemplos expuestos, adicionados de las extralimitaciones ordinarias y
cotidianas de las tres divisiones del poder -no “tres poderes”, como dicen algunos
desinformados de la Historia- que en la práctica suelen manifestarse con abrumadora frecuencia,
lo cierto es que tengamos una supuesta “división del poder” absolutamente imprecisa, difusa y
confusa, por no decir que, en definitiva, sencillamente no exista.
Ahora bien, ¿en qué medida repercute, dentro del ámbito tributario, esta nula división del
poder? o ¿a qué conduce, finalmente, el que no exista y con ello se afecte a los gobernados en su
particular condición de tributantes?
No hay que ir muy lejos por la respuesta, pues las respectivas “leyes orgánicas” de la
Constitución, en lo que atañe a las citadas divisiones del poder, así como el Código Fiscal de la
Federación, e incluso las leyes tributarias específicas, muy claramente nos lo ilustran. Citemos
algunos ejemplos para probar cada uno de dichos señalamientos:
A.- La Ley Orgánica de la Administración Pública Federal, en su artículo 12, confiere a
“cada Secretaría de Estado o Departamento Administrativo” la facultad de formular, “respecto
de los asuntos de su competencia”, “los proyectos de leyes, reglamentos, decretos, acuerdos y
órdenes del Presidente de la República”, y, en su artículo 19 otorga, precisamente a los titulares
de las entidades precitadas, nada menos que la potestad de expedir “los manuales de
organización, de procedimientos y de servicios al público necesarios para su funcionamiento”,
incluyendo “los principales procedimientos administrativos que se establezcan”, de tal suerte
que, a fin de cuentas, vienen a ser las dependencias del Poder Ejecutivo quienes realmente
legislan, reglamentan y acuerdan o resuelven para todos los efectos prácticos, derivándose
de ello que el Poder Legislativo sólo le sirva de comparsa aprobatoria y nuestra Constitución
termine doblemente violada, toda vez que no sólo se vulnera así la milenariamente anhelada
división del poder, sino que, para colmo y remate, no sea dicha Norma Suprema lo que
prevalezca para todo efecto o acción legal -incluyendo, desde luego, al fiscal-, sino el mero
parecer arbitrario de los auxiliares del Poder Ejecutivo en turno, de modo que ni el famoso
“principio de legalidad” termine por tener aquí cabida alguna.
De tal aberración se ha derivado la existencia de un artículo 35 en el Código Fiscal de la
Federación que a la letra dice: “Los funcionarios fiscales facultados debidamente podrán dar a
conocer a las diversas dependencias el criterio que deberán seguir en cuanto a la aplicación de
las disposiciones fiscales, sin que por ello nazcan obligaciones para los particulares y
únicamente derivarán derechos de los mismos cuando se publiquen en el Diario Oficial de la
Federación”, precepto que, a pesar de su aparente suavidad e investimientos de opcionalidad
funcionarial y ciudadana, así como de requisitación publicitaria, en la práctica tributaria ha
terminado por transmutar en “ley” -como en las épocas de la alquimia que soñaba convertir el
plomo en oro- todos los pareceres, conjeturas o especulaciones de sus funcionarios menores,
incluso al extremo de sobreponerlos a las propias leyes fiscales y a la Constitución misma.
B.- La Ley Orgánica del Congreso General de los Estados Unidos Mexicanos, en su
artículo 13, establece textualmente que “Ninguna autoridad podrá ejecutar mandatos judiciales
o administrativos sobre los bienes nacionales destinados al servicio del Congreso o de sus
Cámaras, ni sobre las personas o bienes de los diputados o senadores en el interior de los
recintos parlamentarios”, de tal suerte que, además del fuero convencional o meramente político
al que hace referencia el artículo 61 de nuestra Constitución por lo que hace a sus opiniones
gubernativas, los congresistas mexicanos gozan del privilegio de sustraerse y de sustraer sus
bienes para cualquier efecto tributario con sólo introducirse o introducirlos a los recintos
parlamentarios, de tal suerte que ello nos coloca a todos los demás ciudadanos en una situación
de inequidad por demás notoria y manifiesta, además de constituirse en otra clase distinta de
fuero que, por supuesto, les privilegia injustificadamente, pues una cosa es el tipo de fuero
constitucionalmente establecido -insistamos en ello- por razón de opinión política, así como,
por añadidura, la necesaria inviolabilidad del recinto a la que alude el precepto constitucional
citado, y otra, muy distinta, el que sus personas y bienes, por razón de responsabilidad fiscal,
también resulten protegidos con sólo introducirse o introducirlos en dicho recinto, toda vez que
ello les coloca en una injustificada situación de privilegio y nos coloca a todos los demás
ciudadanos del país en la discriminatoria condición de “mexicanos de segunda”.
Con ello se vulneran, consecuentemente, los artículos 1, 2, 12, 13, 16 y otros de la propia
Constitución, así como de los numerales 1, 2, 4, 5, 9, 10 y otros del Código Fiscal de la
Federación.
C.- La Ley Orgánica del Poder Judicial de la Federación, en su artículo 11, fracción
XVII, permite al Pleno de la Suprema Corte de Justicia de la Nación la imposición de sanciones
en los términos siguientes: “Apercibir, amonestar e imponer multas hasta de ciento ochenta días
del importe del salario mínimo general vigente en el Distrito Federal al día de cometerse la
falta, a los abogados, agentes de negocios, procuradores o litigantes, cuando en las
promociones que hagan ante la Suprema Corte de Justicia funcionando en pleno falten al
respeto o a algún órgano o miembro del Poder Judicial de la Federación”, de modo que con esta
facultad ejecutiva de carácter sancionante termina por conferirle al Pleno una potestad fiscal
que tampoco se justifica en forma alguna, toda vez que dicha entidad de gobierno está para
juzgar los asuntos jurídicos que se le someten, no para calificar y sancionar las conductas,
expresiones o procederes de los litigantes, máxime cuando suele ocurrir -incluso con excesiva
frecuencia- que el susodicho irrespeto derive de los despropósitos, injusticias y aberraciones
conductuales y sentenciantes de las propias entidades del susodicho Poder y en la medida
misma en que con su negligencia, improvisación, ineptitud, complicidad, culpa o corrupción
provocan que se les falte al respeto, de tal suerte que hasta se antoja anacrónico y ridículo
demandar dicho respeto a base de sanciones o como si se tratase de las eminentísimas o
soberanas figuras de autoridad que se autoensalzaban en los aciagos tiempos de la divinización a
ultranza “sustentados” en el ascendiente faraónico, la “sangre azul”, el título nobiliario o ya,
simplemente, en las pretensiones aristocráticas, todas esas payasadas que tan claramente prohíbe
desde sus primeros numerales nuestra Norma Suprema, pero que persisten en la forma de
expresiones usuales todavía exigentes y convalidantes de tratamientos arcaicos, como los de
“señorías”, “ilustrísimas”, “altas
investiduras”, “órganos supremos” y demás zarandajas
francamente medievales con las que persisten o se empeñan en seguir siendo arropados estos
modernos señores feudales de la justicia, y hasta en lucir toda clase de togas y birretes -pues lo
único que han abandonado son las afrancesadas pelucas de antaño, aunque quizá sólo lo hicieron
por calor o por higiene, dudando por nuestra parte que lo hayan decidido así ante la evidencia
incontrovertible de su ridiculez-.
Con tal prevención legal, pues, se vulnera la división misma del poder, según los
numerales 41 y 49 de la Constitución, así como los artículos 71, 72, 75 y otros del Código Fiscal
de la Federación.
D.- El propio Código Tributario, mediante sus títulos Quinto, Capítulo I, y Sexto en su
totalidad, -ahora rebautizado, este último, como “ley”, pues sólo para eso sirven nuestras
legislaturas- indebidamente confiere facultades evidentemente enjuiciantes o juzgatorias -incluso
ostentosamente ejercidas así en la forma y en el fondo- a dependencias o entidades del propio
Poder Ejecutivo, toda vez que se les tiene por facultadas para resolver sobre procedimientos y
actos cuya naturaleza, indiscutiblemente, son de índole o raigambre judicial.
Obviamente, tales prevenciones vulneran descaradamente hasta la más elemental noción
de lo que cabe entender por división del poder, esa a la que se refieren los numerales 41 y 49
Constitucionales, máxime cuando dichas prevenciones derivan de un ordenamiento codificatorio,
es decir, reglamentante y supletorio de leyes, dicho sea por definición, cuando se trata de un
ordenamiento de carácter fiscal, o bien penalizante, pero sólo cuando se tratase de una
codificación que competa aplicar a las autoridades judiciales, no a las administrativas acordes con la prevención constitucional al respecto-, como es el caso de este aborto
codificatorio subordinado al Poder Ejecutivo y que con ello se erige en el monumento máximo
a la indivisión de poder.
E.- Finalmente, también las leyes tributarias específicas la vulneran al conferir facultades
enjuiciativas o legislantes a las autoridades fiscales, obviamente dependientes del Ejecutivo, tal
como ocurre, ejemplificativamente hablando, en los casos siguientes:
a) los artículos 90 y 91 de la Ley del Impuesto sobre la Renta consienten la
“determinación presuntiva” de la utilidad fiscal y la “estimación de precios” de adquisición y
enajenación, con lo que se exceden las atribuciones puramente verificadoras que les concede
con clara y concretísima exclusividad de otras clases de acciones el artículo 16
Constitucional; y
b) otro tanto ocurre con el artículo 39 de la Ley del Impuesto al Valor Agregado, pues
tolera la “determinación presuntiva” del valor de los actos o actividades del contribuyente,
vulnerándose también el llamado “principio de legalidad” que se atribuye al artículo 31
Constitucional, en su fracción IV y, por supuesto, también el propio numeral 16 precitado.
En suma: el nulo respeto de nuestras leyes y autoridades a la división del poder no sólo
incide en la materia tributaria y la afecta fatalmente, sino que también repercute en claras
muestras de inconstitucionalidad que vician la objetividad de la tributación misma,
incluyendo los actos de fiscalización y ejecución de las autoridades fiscales sin garantía alguna
de los mínimos de seguridad jurídica que demanda la ciudadanía del país.
Más aún, la indivisión del poder, que desde siempre padecemos, no sólo representa una
ruptura del orden constitucional que baste combatir por vía litigiosa para dejarnos satisfechos en
cuanto a la existencia de un estado de derecho real y efectivo, sino que trasciende a todo el
entramado social de la manera más fatal e irremediable: desde el policía que, además de
ejecutar, legisla y juzga, para alcanzar en su propio beneficio el efecto final de extorsionar al
supuesto o real infractor -es decir, sea culpable o no, pero sin que le competa juzgarlo y
sentenciarlo- hasta el funcionario o empleado de cualquier nivel y dependiente de cualquiera de
las tres divisiones del poder, que prejuzga y sentencia con el mismo fin de beneficio propio a
través de la amenaza, la extorsión y el engaño. Basta con sufrir las parvadas de uniformados, por
ejemplo, que detienen a cualquier vehículo con placas de provincia que esté circulando por las
calles del Estado de México o por las del Distrito Federal, a efecto de extorsionar y amenazar a
sus ocupantes, para que ello nos deje entender a plenitud que la criminalidad proviene del
poder mismo. El colmo de tal proceder es que hasta claves escritas entregan al extorsionado
para que ya no vuelvan a sancionarlo en ese mismo día las otras parvadas de pillos
uniformados similares que se encuentran apostadas en los cruceros subsiguientes y
sirviéndose de los radios y uniformes pagados con nuestros impuestos para que lo
corroboren con el autor de la clave si tienen dudas sobre los datos de ella. Obviamente, tales
atropellos permiten advertir que se trata de una bien organizada delincuencia policial en la que
todos los confabulados participan -incluidos, desde luego, los superiores que los mandan y
consienten con tal fin-, a ciencia y paciencia de que sus altos mandos nos consuelen con
estadísticas o discursos sustentados en la demagogia de siempre.
En tal contexto de corrupción y podredumbre apenas ejemplificado aquí, donde sólo los
pillos de uniforme se benefician, la indivisión del poder viene a tener más consecuencias
funestas que las aparentemente perceptibles a priori, pues significa una contracultura de
franco rompimiento con el llamado “estado de Derecho”, ese al que supuestamente debiera
obligarse toda sociedad civilizada en el presente para ostentarse justificadamente como tal frente
a la hipótesis mediática de la llamada “globalización mundial”, amén de las manifestaciones
correlativas de corrupción, desorden gubernativo y descontrol social que tan claramente
aparecen tipificadas en esta degradada sociedad mexicana de hoy, donde sólo los pillos -con
uniforme o sin él- se enriquecen a contrapelo hasta de la propia recaudación pública
legalmente prevista, pues se acaba por privilegiar la corrupción sobre la recaudación, dado
que de ambas fuentes cobran -y con notorio exceso, absolutamente sin parangón en el resto del
planeta-.
Dentro del ámbito tributario es donde más aflora o se manifiesta tal alcance de
consecuencias, pues la creciente “economía subterránea” -que ya alcanza índices cercanos al
noventa por ciento en nuestro país y que deviene provocada por la pésima legislación fiscal
que padecemos, por la no menos funesta conducta impune de las autoridades más corruptas
del mundo-, así como por la no menos creciente ineptitud y extralimitación gubernativas a
todos los niveles de poder -y que siguen sin enjuiciarse con seriedad por la vía de la
responsabilidad penal ejercida ante tribunales judiciales- son síntomas inequívocos de la ruptura
definitiva del orden social con respecto a la autoridad que debiera ser tal para erradicar
tales fatalidades y reprimir así
la debacle del orden económico nacional por la
descapitalización que nos causan las avasallantes inversiones extranjeras y el
ahuyentamiento e incompetitividad crecientes de la inversión nacional, todo ello por
ausencia definitiva de “visión de Estado” hasta en el más encumbrado de nuestros llamados
“servidores públicos”. Y cuando esto sucede irremediablemente y se complementa con
juventudes desnacionalizadas por adoctrinamiento -no educación ni formación, sino mera
información- en entidades “educativas” del extranjero para luego acceder a los principales
cargos públicos, toda vez que se reclutan entre los llamados “juniors” de las novecientas
cincuenta familias que durante los últimos setenta años han acaparado los principales puestos del
poder, según el brillante estudio del Colegio de México al respecto, así como en
subordinaciones descaradas de nuestra soberanía a los dictados de las empresas
transnacionales que a diario nos descapitalizan o de los gobiernos imperiales que nos
avasallan, nuestra debacle como nación está a la vista.
Un sistema fiscal centrado en la recaudación bajo la “mística” del “a como dé lugar” y
sólo para pagar la burocracia y el electorerismo más caros del universo, jamás podrá remontar
sus vicios de origen. No son reformas ni convencioncitas hacendarias de meros recaudadores,
ejecutantes o cobradores del país, lo que requiere la nación, sino restricciones serias a esos dos
conceptos de fatalidad que padecemos -burocracias con percepciones imperiales y dispendios
electoreros por las partidocracias reinantes- de modo que se llegue a establecer que la
recaudación se destine “prioritariamente a la inversión y secundariamente al gasto público” que es como debiera redactarse la fracción IV del artículo 31 Constitucional, y no únicamente,
como ahora lo indica, para “el gasto público”, pues nuestros gobiernos sólo alcanzan a
entender por esto último el repartirse entre burócratas la recaudación total y dejar a la ya
agonizante “iniciativa privada nacional” toda la tarea de esforzarse por progresar en un
medio universal cada vez más competitivo, subsidiado y dominador.
Pero, el verdadero colmo de los colmos dentro de este contexto de salvajismo fiscal que
se describe, es el de maquillar con eufemismos la impotencia misma del poder. Ante la
hegemonía imperial de Norteamérica, hegemonía que se manifiesta por igual mediante la
treintena de dependencias de la Organización de las Naciones Unidas -que sólo sirven para
convalidar y hacer valer los dictados del Imperio- y mediante los organismos secundarios del
propio gobierno y empresas norteamericanas, que influyen, opinan y deciden, con todo cinismo,
sobre las decisiones fundamentales de nuestros “gobiernos” -“Standard and Poors” y otras
similares-, hasta llegar al extremo de que nuestros “gobernantes” sólo se preocupen por no
contrariarlos ni lastimarlos en forma alguna, de modo que impunemente puedan dictarnos
hasta la política fiscal que debamos seguir, resulta por demás inocultable que siga ocurriendo
lo que ya Vasconcelos señalaba con toda claridad desde las primeras décadas del siglo pasado:
que nuestros pseudo gobiernos dependan y actúen conforme a los dictados diarios que
reciben por conducto de la Embajada Norteamericana en nuestro país.
Obviamente, pues, la indivisión del poder es únicamente el síntoma de la enfermedad
que nos aqueja: nuestros “gobernantes” buscan compensar psicológicamente sus crecientes
debilidades de mando real asumiendo papeles de omnipotencia a ultranza. Por eso se
manifiestan capaces de ejercer sus cargos “haciendo tamales de chile, de frijoles y de dulce”,
pues con ello fingen que gobiernan o, al menos, disimulan la endeblez o debilidad del poder
que aparentan ostentar o del que quieren autoconvencerse que ejercen.
Y de allí también los eufemismos con los que se matiza tal extralimitación compensatoria
de sus debilidades. Ya la Lic. Magaly Juárez Arellano -brillante colaboradora de esta misma
Revista y autora de la muy ilustrativa obra “Visitas Domiciliarias”, título seguido del revelador
subtítulo “Cuando la visita no ha sido invitada”- acertadamente “puso el dedo en la llaga” al
exaltar el eufemismo máximo de nuestra legislación: si nuestra Constitución, en su artículo 16,
concede a la autoridad administrativa la facultad de “practicar visitas domiciliarias” para
comprobar el cumplimiento de las obligaciones fiscales, lo obvio sería entender que no se trata
de “visitas” en el sentido convencional del término y acordes a la connotación que tienen
conforme a las ancestrales costumbres mexicanas que siempre las tipificaron como amables
y bienvenidas, sino de meros actos de verificación fiscal domiciliaria, de tal suerte que, tanto
la propia Constitución como el Código Tributario que regula tales actos, son manifiestamente
eufemísticos al emplear el término “visita” donde sólo se trata de actos autoritarios que jamás
podrán ser gratos ni bienvenidos en forma alguna, toda vez que entrañan, de origen, la
desconfianza de la autoridad sobre el cumplimiento fiscal del tributante o, cuando menos, el
simple cumplimiento de una función oficial legalmente prevista que la autoridad debe ejercer y
el tributante debe admitir, sin que de ello se derive bienestar o felicidad algunos.
Y en esta misma línea de los eufemismos encontramos que al tributante, con sospechosa
suavidad se le llame “contribuyente”, que al secuestro de bienes se le califique como “embargo”,
que a la confiscación de empresas se le llame “intervención de negociaciones”, que a los
atropellos fiscales se les tome por “actos administrativos”, que a la desorientación fiscal se le
legisle como “asistencia al contribuyente”, que hasta la más elemental infracción se califique
como “delito fiscal”, que los llamados “medios de defensa” sólo sirvan para maldita la cosa, que
la “sindicatura” no pase de ser otra patraña más, etc., es decir, toda esa “fiscalidad” de fantasía,
aderezada de máquinas y artilugios electrónicos en un país con cincuenta y tres millones de
pobres y miserables, con altísima emigración y analfabetismo extremos, con menos de una
computadora por cada cien habitantes y en franco y descarado contraste con las facturas y firmas
electrónicas, para que, finalmente, con tales aparatos y exigencias desmandadas y exóticas se nos
juegue el dedo en la boca haciéndonos creer que vivimos en un país moderno o de avanzada,
mientras impunemente se llenan los bolsillos nuestras corruptas burocracias de todos los
tiempos, a pesar de la inseguridad y la miseria.
Claro está que, más allá de los eufemismos clásicos -como el de contar con un “Registro
Federal de Contribuyentes” para hacer efectiva cualquier “Ley del Impuesto...” que sea vigilable
mediante un “Servicio de Administración Tributaria” -como si fuesen sinónimos-, deviene
indudable que nuestras autoridades comienzan por “invitar” a inscribirnos conforme a la
Constitución para que tributemos “obligados” por la “ley” y luego se nos “ajusticie” prisioneros
del “tributo”-. Sobreexiste, pues, el eufemismo extremo de la supuesta “división del poder”,
mediante el cual se nos hace creer que podemos acudir a una de sus tres divisiones para
defendernos de las arbitrariedades y canalladas de las otras, aunque acabemos en la
desilusión de que tal división no exista, de que todas las “autoridades” estén confabuladas para
sustentar la recaudación como premisa suprema de su existencia y de que, a fin de cuentas, todo
quede en oropeles, farsas y simulaciones.
¡Viva México!
EL “OBJETO” DEL IMPUESTO
El artículo 5 del Código Fiscal de la Federación, al referir los cuatro elementos que el
legislador mexicano atribuye al impuesto como sus notas más distintivas: sujeto, objeto, base y
tasa o tarifa, no aclara, ni mucho menos precisa en forma alguna, lo que deba entenderse por
“objeto”, pues esta palabra por igual se refiere a la finalidad y a la materia, es decir, al
propósito o meta que se persigue con el establecimiento de un determinado tributo y al acto o
conjunto de actos que realice el gobernado y que, por ello, sean susceptibles de gravarse en
razón de alguna decisión gubernativa revestida o respaldada por un mero consenso partidocrático
que opere dentro de un medio o “poder” ordenancista para efectos de darle el viso de “legal”.
No obstante, dada la alusión al establecimiento de “cargas a los particulares” que se
consigna en dicho precepto, así como al propósito interpretativo que se pretende con él, ninguna
duda puede quedarnos de que el referido Código sólo alude al objeto entendido como materia a
gravar -o “hecho imposible”, según se le califica en el Derecho y la doctrina argentinos-, de
modo que la finalidad de este trabajo será la de evidenciar el grado y forma en que el gobierno
mexicano ha perdido de vista lo verdaderamente esencial: el objetivo de la tributación.
Y ello es así porque la sola visión del objeto del tributo -entendido como materia- es tan
ancestral o anticuada como inútil y torpe para aplicarse en un contexto como el del siglo en el
que vivimos, mientras que la visión del objetivo -entendido como finalidad de todo un sistema
tributario en un país determinado-, corresponde a la indispensable visión de Estado que cada día
es más inaplazable para configurar otra clase de nación -menos dependiente de los dictados del
exterior y más responsable, racional y patriótica- y, a la vez, para lograr el establecimiento de
una verdadera política tributaria que se oriente a privilegiar la economía y el desarrollo
nacionales por sobre los intereses de cualquier otra índole, sean públicos o privados.
En tal virtud, insistamos, es el objetivo del impuesto, como tal, lo que verdaderamente
define la visión de país que quiera asumirse en el presente, no la materia imponible, el afán
recaudatorio, la eficiencia cobradoril o la mera ejecución de tributantes para incrementar el
nefasto régimen de terror prevaleciente, parámetros -todos ellos- que pueden ser propios de un
Estado cavernícola o hasta medieval, pero nunca distintivos de las almibaradas pretensiones y
presunciones actuales -tan publicitadas con objetivos imperiales o de dominación global- como
es el caso del supuesto “nuevo orden mundial” dentro de una “aldea global” en la que proliferan
los eufemísticos “tratados de libre comercio”, las engañosas “zonas libres”, las nefastas
“inversiones extranjeras”, los paradójicos “paraísos fiscales”, etc., con todo lo cual se tipifica el
dominio universal de las empresas transnacionales, de las que sirven o encubren al crimen
organizado y de los gobiernos que protegen a unas y otras al subordinárseles.
Se antoja francamente suicida el que continuemos operando bajo la ingenuidad de un
sistema gubernativo puramente recaudatorio, dispendioso a más no poder, que gravita sobre el
trabajo y no sobre el capital, que sigue privilegiando la exención total y universalizada de las
operaciones en Bolsa y que no logra rebasar el anacronismo de la guadaña fiscalizadora para
hacerse de recursos mediante salvajadas y agresiones que sólo a los mexicanos más desposeídos
afectan, empobrecen o exterminan.
Dicho en otras palabras, necesitamos un sistema legal -a partir de la Constitución mismaque comience por precisar la noción de “gasto público” y termine por limitar la parte destinable
a los detentadores del poder con respecto a la parte necesaria para inversión en
infraestructuras, de modo que privilegie radicalmente y señale con toda precisión la porción
que deba destinarse a la inversión nacional por sobre la que deba destinarse a las remuneraciones
y privilegios de los funcionarios y empleados oficiales, pues ninguna economía nacional
contemporánea puede seguir soportando, además de burocracias obesas, crecientes, ineficientes,
despilfarradoras y rapaces, los altísimos sueldos, prestaciones y pensiones de los que gozan, tan
desmedidos e ilimitados y que sólo a ellas les benefician; ni el que la inversión nacional sea
sustituida por la extranjera, por los préstamos internacionales, por la emigración de los
desposeídos y por el agotamiento irracional de los recursos naturales no renovables; máxime
cuando la cada vez más escasa inversión oficial sólo termina por servir únicamente a los
intereses de tales entidades, gobiernos, empresas, bancos y operaciones del extranjero o en el
extranjero.
Ningún gobierno nacional que pretenda un mínimo de soberanía y autonomía de mando
podrá ser tal mientras no termine con el derroche oficial, la rapacidad de tales supuestos
“servidores públicos”, la corrupción en el manejo de los recursos nacionales -monetarios y no
monetarios- y la estupidez crónica de suponer que sólo recaudando más es como se resuelve
la problemática de un país empobrecido por la rapiña de las empresas transnacionales y de
sus propios gobernantes.
En otras palabras, cualquier consideración actual sobre el tributo necesariamente implica
ocuparse no únicamente de dar alguna explicación -a la usanza de las llamadas “exposiciones de
motivos” que sólo sirven de “sobadita” para justificar la pedrada-, sino también -y sobre todo- de
ofrecer muy claramente una justificación. No basta con el para qué, sino que se requiere
ineludiblemente del por qué, pues, de no hacerlo así, jamás se entenderá la sobrevivencia de una
institución tan anacrónica y absurda en un mundo como el actual, que tanto se precia -o al menos
se autocalifica- de racional, legalista, economicista, democrático, globalista, civilizado y
moderno.
A.- EL “PARA QUÉ” DEL TRIBUTO.Habitualmente se dice -así se trate de una nueva ley tributaria o de una reforma a
cualquiera de las existentes- que con ello se pretende satisfacer alguna necesidad concreta,
corregir determinados vicios, hacer más justa la ley misma, resolver determinadas
irregularidades, progresar en determinado sentido, resolver la quiebra de alguna institución
oficial, etc., es decir, que se maneja tal explicación como si fuera una justificación. Pero,
finalmente, ni se explica con ello el fondo del problema ni se justifica tal creación o reforma
legales a la vista de la magnitud real de los problemas que confrontamos como país.
Dicho en otros términos, hasta ahora el resultado de todo incremento recaudatorio es que
lo obtenido sólo se destine a privilegiar cada vez más las remuneraciones, prestaciones y
privilegios de una mafia política insaciable, obesa, ineficiente e impunemente rapaz. Mientras no
se legisle rigurosamente sobre las percepciones máximas que puedan alcanzarse por el ejercicio
de cargos públicos, tal como ocurre hasta en varios países sudamericanos, el contribuyente
mexicano seguirá pensando lo mismo que piensa, por ejemplo, la comunidad mundial, en su
totalidad, sobre las canalladas o imbecilidades -para el caso es lo mismo- de alguien como Bush,
quien todavía se imagina o le conviene que el fuego se apague con fuego o, lo que es igual, que
el terrorismo individual se combata con el terrorismo de Estado, incluso sin entender o
soslayando las razones u orígenes de aquél.
Mientras el “para qué” del tributo no represente en México algo más que una mera
excusa para seguir descapitalizando a los mexicanos que trabajan -porque el capital es intocablejamás se “ampliará la base de contribuyentes” -como gustan de decir en sus discursos desde las
más altas burocracias hasta los locutores y periodistas más desinformados- ni dejará de crecer la
“economía subterránea” -sobre todo ante la complejidad mecanicista para recaudarlo en un país
donde prevalece la ignorancia, la miseria y la informalidad-, pues sólo los juniors y yuppies de
nuestras más altas burocracias siguen soñando con las hipótesis capitalistas en las que les
educaron las “universidades” del extranjero o sus similares en el país, esas que privilegian el
texto, la tecnología y la mentalidad en inglés para evadirse de la mentalidad, los usos, las
costumbres y las realidades de nuestra patria, especialmente de su provincia. Bien lo calificó
Juan Pablo II como “capitalismo salvaje”, pues ni con él se remonta la cavernaria “ley de la
selva”.
En suma: las habituales excusas de ese tan acostumbrado “para qué” con el que
pretenden manejarnos tales tecnócratas ya no engañan ni a los bebés. Pero, el colmo, es que
nuestros gobernantes sin criterio todavía no se dan cuenta -o son tan zorrillos- que no les
conviene asumir la responsabilidad de ostentarse claramente apercibidos de ello como para
implementar una política fiscal acorde con nuestra idiosincrasia, mentalidad y educación.
B.- EL “PORQUÉ” DEL TRIBUTO.Desde hace milenios -dicho sea sin exageración alguna-, todo habitante del planeta se ha
preguntado por qué debe tributar, es decir, por qué debe darle su vida, su trabajo, su dinero, etc. a
otro. Y es que ese “otro”, llámese Estado, cacique, iglesia, secta o como se quiera, sólo le ha
dado una excusa que se antoja insuficiente para justificar tal despojo, aun cuando esa excusa como ocurre más recientemente- sea el “gasto público”, la “obra pública”, la “obra de Dios”, la
“misión religiosa”, el “contrato social” o “la carabina de Ambrosio”, pues para el caso es lo
mismo.
Los más recientes “porqués” del Estado mexicano sonarían verdaderamente patéticos si
no fuesen tan descaradamente falsos: “ampliar la base de contribuyentes”, “combatir la evasión
y la elusión”, “corregir desigualdades”, “rescatar instituciones inoperantes”, “subsanar errores
legales”, “modernizar el sistema tributario”, etc., es decir, toda una serie de estribillos repetidos
hasta la saciedad, de siglo en siglo, pero que siguen sirviendo de “maromas” para “justificar” el
circo de cada nuevo despojo, mientras los gobernados sólo observan pasivamente los dispendios,
rapacidades e impunidades interminables de una partidocracia subsidiada e insaciable, además de
dispendiosa, turistera, ostentosa y corrupta a más no poder.
En otras palabras, se privilegia la explicación por sobre la justificación y se pierde de
vista que a ningún gobernado, desde los orígenes del hombre sobre la faz de la tierra, le agradará
jamás el despojo sin una razón valedera. Es exactamente el mismo problema de la justicia de
orden penal: a nadie le agrada ser encarcelado sin que se le acredite la comisión del delito, sólo
que aquí, en lo tributario, se trata de una cautividad de orden económico, impuesta por un poder
político que cifra en su sola existencia como tal la explicación última de esta otra clase de
penalización.
EL ORIGEN DEL PROBLEMA: UNA CONSTITUCION ANACRONICA.A pesar de que en los últimos noventa años la Constitución vigente ya excede las
cuatrocientas reformas a su texto, lo cierto es que el artículo 31, en su fracción IV, jamás ha sido
tocado. Desde hace siglo y medio sigue diciendo que es obligación de todos los mexicanos
“contribuir para los gastos públicos”, es decir, que:
a) los refiere en plural;
b) no precisa en qué consistan;
c) tampoco determina las proporciones en que esos “gastos” se destinen, por una parte, a
la obra pública y, por la otra, a las percepciones y despilfarros de los gobernantes - y ahora hasta
de los partidos políticos y de los procesos electorales-; y
d) deja al criterio del gobernante en turno el “cheque en blanco” de la más absoluta
discrecionalidad, esa que prácticamente le permite decidir lo que quiera al elaborar los
presupuestos y al aprobarlos dentro de los propios medios de poder.
En esta misma fracción del precepto que se comenta aparece la referencia a la
“proporcionalidad y equidad” como requisito sine qua non para que la tributación ocurra dentro
de un entorno constitucional e imponiendo el que así se observe en las leyes fiscales. Sin
embargo, paradójicamente, tal prevención se viola en dichas leyes de la manera más
incontrovertible, pues basta con observar los privilegios de exención que se conceden al
capital y el consecuente peso de toda la carga tributaria sobre los contribuyentes hasta a los
que cínicamente se califica como “cautivos”, para que se advierta sin lugar a dudas la clase
de proporcionalidad y equidad que se observa en la práctica tributaria nacional.
Obviamente, con una Constitución así, que no únicamente peca de vaga e imprecisa, sino
que también es excesivamente fácil incumplir y violar, tanto por los gobernantes como por los
gobernados, los cimientos mismos de la institución tributaria están colocados sobre arenas
movedizas, de modo que la evasión queda explicada y justificada a partir de su propia
preceptiva, resultando infantil el que luego vengan a lamentarse nuestros cancerberos fiscales
sobre la situación tributaria tan notoriamente evasiva del país en su totalidad cuando a partir de
la Constitución misma todo revela indiferencia, corrupción, incumplimiento, libertinaje,
subordinación a los intereses y dictados extranjeros, protección a quienes menos lo
merecen y exacción sobre quienes menos tienen.
Dicho en otras palabras, nuestros gobiernos no quieren entender -o no les conviene- que
el señalamiento y determinación precisos del objetivo del impuesto dentro del texto
constitucional es ni más ni menos que la más inaplazable de nuestras necesidades
gubernativas. Tampoco quieren entender -o tampoco les conviene- que mientras se exima al
capital y sólo se grave al trabajo, la evasión seguirá siendo epidémica y endémica, seguirá
incumpliéndose con el requisito de proporcionalidad y equidad y seguirán recaudando
mucho menos para justificar con ello esa agresividad fiscalizadora que les permite
satisfacer sus más instintivas represiones y atavismos, tan claramente compensados con toda
clase de violencias, al más claro estilo de la tesis freudiana.
LA
CONTINUACION
DEL
PROBLEMA:
UNA
CONSTITUCION
IRREFORMABLE EN MATERIA TRIBUTARIA.En la Constitución de 1814 existían tres preceptos alusivos a la contribución y que eran
verdaderamente ejemplares en su redacción y contenidos, pero que lamentablemente ya no se
reprodujeron en las Constituciones posteriores porque la politiquería se sobrepuso a la
inteligencia, a la razón y a la visión de Estado. Tales artículos estaban redactados -favor de
fijarse en lo resaltado con negrilla- como sigue:
“Artículo 36.- Las contribuciones públicas no son extorsiones de la sociedad; sino
donaciones de los ciudadanos para seguridad y defensa.”
“Artículo 41.- Las obligaciones de los ciudadanos para con la patria son: una entera
sumisión a las leyes, un obedecimiento absoluto a las autoridades constituidas, una pronta
disposición a contribuir a los gastos públicos; un sacrificio voluntario de los bienes, y de la
vida, cuando sus necesidades lo exijan. El ejercicio de estas virtudes forma el verdadero
patriotismo.”
Y en cuanto a las atribuciones del “Supremo Congreso”:
“Artículo 113.- Arreglar los gastos del gobierno. Establecer contribuciones e impuestos,
y el modo de recaudarlos: como también el método conveniente para la administración,
conservación y enajenación de los bienes propios del estado: y en los casos de necesidad tomar
caudales a préstamo sobre los fondos y crédito de la nación.”
Ya en la Constitución de 1824 las cosas estaban como sigue:
“Artículo 50, fracción 8.- Fijar los gastos generales, establecer las contribuciones
necesarias para cubrirlos, arreglar su recaudación, determinar su inversión, y tomar
anualmente cuentas al gobierno.”
Al señalarse las obligaciones del Presidente:
“Artículo 110, fracción 5.- Cuidar de la recaudación y decretar la inversión de las
contribuciones generales con arreglo a las leyes.”
En la Constitución de 1836 las cosas comenzaron a cambiar:
Su artículo 3, en su fracción II, señalaba:
“Cooperar a los gastos del Estado con las contribuciones que establezcan las leyes y le
comprendan”.
Su artículo 44, en su fracción III, comenzó a decir:
“Decretar anualmente los gastos que se han de hacer en el siguiente año, y las
contribuciones con que deben cubrirse.”
Sin embargo, dentro de su Sección Cuarta, al referir las obligaciones del Presidente, el
artículo 17, fracción IX señalaba:
“Cuidar de la recaudación y decretar la inversión de las contribuciones con arreglo a
las leyes.”
A partir de la Constitución de 1857 la redacción actual comenzó a estar vigente. Su
artículo 31, en aquel entonces dentro de su fracción II, textualmente comenzó a señalar como
“obligación de todo mexicano”:
“Contribuir para los gastos públicos, así de la federación como del Estado y municipio
en que resida, de la manera proporcional y equitativa que dispongan las leyes.”
Para la Constitución de 1917 tal prevención se transfirió a su fracción IV y, desde
entonces, no ha cambiado.
En síntesis, la referencia constitucional sobre la obligación contributiva ha venido
declinando y degenerando muy gravemente:
a) De la noción de utilizar las contribuciones para “seguridad y defensa” -dos objetivos
muy concretos- hemos pasado a contribuciones que, lo que menos le aseguran a los mexicanos,
es precisamente la seguridad y la defensa. ¿No es obvio que hemos retrocedido por
incumplimiento y hasta omisión de objetivos?
b) La noción de “verdadero patriotismo” que se cifraba en una “pronta disposición a
contribuir a los gastos públicos” ha terminado en “evasión creciente”, “economía subterránea”,
“fiscalización excesiva”, “rompimiento de cerraduras”, “secuestros y remates de bienes
embargados”, etc. ¿No es obvio que ha declinado o se ha extinguido el patriotismo por
haberse desvirtuado aquellos dos únicos objetivos iniciales, pero a fin de cuentas cifrados
en la “seguridad y defensa”?
c) La noción de “determinar la inversión” de lo recaudado, originalmente orientada a los
objetivos esenciales de servicio del Estado a los gobernados, y que sólo se expresaban en
“seguridad y defensa”, han terminado en una nueva acepción mucho más genérica y, por ende,
irresponsable a causa de su notoria imprecisión, la de los “gastos públicos”. ¿No es obvio que
hemos abandonado los objetivos y que por ello hemos perdido hasta la “seguridad y
defensa” de los gobernados?
LA
ACTUALIDAD
DEL
PROBLEMA:
TERRORISMO
FISCAL
PARA
ENCUBRIR LA INEPTITUD GUBERNATIVA.Cuando el Estado es incapaz de atender a la problemática esencial -cada día más
inseguridad, más corrupción, más “ejecuciones”, más secuestros, más “guaruras”, etc.- y ello
conlleva la necesidad de subsidiar su ineptitud o de caer en la desesperación -policías privadas,
policías bancarias, transportes blindados, armas en casa, armas en vehículos, asaltos y robos por
doquier, secuestros, etc.- lo mínimo a deducir es que cada vez resulta más inepto para cumplir tal
función.
La consecuencia de ello es que acuda a leyes en las que se busquen las “obras por
cooperación”, los “descuentos de impuestos” para recaudar a como de lugar, los “medios
electrónicos” para intentar reducir burocracias inferiores a efecto de que las altas perciban aún
más, pero, sobre todo, al llamado “terrorismo fiscal”, tanto en las leyes como en los hechos,
pues en vez de perseguir delincuentes que nada le producen al Estado una vez encarcelados
-sino que incluso le cuestan- conviene más perseguir contribuyentes para exprimirlos a
placer.
A tal grado de degeneración ha llegado la “política tributaria” nacional -si es que cabe
llamarle así a esa clase de atraco oficializado- que el fisco ha tenido que auxiliarse de la banca,
las procuradurías, la televisión, la propaganda, la enseñanza, los sorteos, la “fuerza pública” incluyendo al ejército y a la marina, que también lo son- y, dentro de poco, hasta de la CIA, el
FBI, el Banco Mundial, la OCDE y, muy próxima y probablemente, hasta del Vaticano, para
incrementar la recaudación, pues la rapacidad y voracidad de nuestra llamada “clase política” es
cada vez más insaciable. Tenemos un fisco que aprendió muy bien la lección del Barón de
Münschhausen, aquel que quería salir del pozo tirándose a sí mismo de las orejas.
EL TRASFONDO DEL ASUNTO: LA ECONOMIA POR SOBRE LA POLITICA
Y LA POLITICA POR SOBRE EL DERECHO.Más allá de la ineptitud gubernativa, lo cierto es que hemos caído en la dictadura de la
economía internacional. Las treinta y siete mil empresas transnacionales que poseen más de la
mitad de la riqueza del planeta a través de poco más de mil familias; las cuales poseen, además,
el poder en las principales potencias y en los organismos y membretes instrumentados como
satélites de dicho poder para girar en torno a los intereses de tales potencias, han obligado a los
países menos poderosos a subordinarse a esos intereses para poder sobrevivir. La economía
mundial ha terminado por dictarle a la política de cada nación lo que le conviene a aquélla,
de modo que los gobernantes de tales países secundarios vienen a ser meros títeres de sus
dictados.
La consecuencia lógica de tal imposición de la economía por sobre la auténtica política,
entendida cabalmente en su acepción original como interés común de una colectividad
determinada, ha provocado una simulación o caricatura de la política misma, de la democracia,
del nacionalismo, de la soberanía y hasta de la propia economía al interior de tales entidades
nacionales forzadamente subordinadas a los dictados del gran capital, de modo que sus
“políticas”, tan descaradamente “economizadas” bajo la dictadura de tal orden internacional, han
terminado por sacrificar al Derecho: el orden legal se “crea”, “estructura”, “integra” y “aplica”
con clara y descarada intencionalidad de beneficiar únicamente los intereses de los grandes
pulpos transnacionales, tal como ocurre actualmente en nuestra realidad tributaria cotidiana, de
modo que las leyes -en su totalidad- sólo sirven para simular una política nacional que,
lamentablemente, está descaradamente subordinada a los intereses y órdenes del extranjero.
Nuestros “nacionalistas” gobiernos acatan sumisos y sin rechistar toda clase de críticas,
opiniones e intromisiones de las embajadas y membretes -al estilo “Standard and Poors”- sobre
nuestro sistema fiscal, nuestras políticas fiscales, nuestros cumplimientos o incumplimientos
tributarios, etc., sin que dichos “gobiernos” protesten siquiera por tales intromisiones en la vida
nacional. De modo que, finalmente, no pasan de ser más que simples cancerberos de los
intereses del exterior, sea cual fuere la camiseta partidista que se pongan, pues el actual
problema de México ya no es de ideologías ni de ideales -como los liberales y conservadores de
antaño-, sino que deriva de la nula formación moral e intelectual de los sujetos que los
diversos partidos nos imponen para gobernarnos y cuya única “vocación” son sus intereses
personales o grupales.
Así las cosas, con una “política nacional” subordinada a los intereses de la “economía
mundial”, es inevitable que el Derecho termine anclado irremediablemente en el fondo marino de
tales intereses, de modo que la nación en su totalidad ha quedado inmovilizada, como barco a la
deriva. Por eso estamos invadidos, en todos los órdenes de la vida económica, de empresas,
bancos y entidades de la más diversa naturaleza y fines, que a diario nos descapitalizan cada vez
más, con el inevitable resultado de arruinar al empresariado mexicano, quitarnos la escasa
soberanía que aún soñamos tener, y convertirnos incesantemente en ese inmundo traspatio o
taller mecánico -mero depósito de contaminaciones y chatarras- al que acertadamente calificaba
así, con pleno conocimiento de causa, el fallecido exfuncionario Aguilar Zinzer.
Obviamente, el intervencionismo imperial no es novedad. Ya desde hace décadas ha sido
denunciado con todo grado de detalle y autoridad por múltiples estudiosos -José Fuentes Mares y
Carlos Fuentes, entre otros- de modo que no abundaremos en ello por preadmitir que el lector
esté suficientemente enterado del problema, de modo que sólo le pedimos tenerlo presente para
observar el doble lenguaje con el que se nos manipula. Por ejemplo, al escribir estas líneas se
habla de la autorización del Congreso Norteamericano para construir un muro en la frontera
norte de nuestro país, justamente por quien se ostenta como nuestro “socio comercial”, pues ya
cometimos la imbecilidad de firmarle un tratado de “libre” comercio, a ellos que, durante
décadas, calificamos y nos califican como “primos”, “amigos”, etc., pese a que están asentados
sobre una buena parte del territorio del que se nos despojó y sin que jamás lo hayamos reclamado
ante los tribunales internacionales, tal como ha ocurrido hasta con fracciones menores en otras
partes del mundo, de tal suerte que si ése es el trato para los “vecinos” “socios comerciales”,
“mister amigos” y demás sandeces por el estilo, ya podemos medir la clase de “gobernantes” o
“servidores públicos” que tenemos -esos que sólo se conforman con hacer declaraciones y seguir
viajando- pero que son incapaces de legalizar el tráfico de drogas -que sólo a nuestros “socios
comerciales” les perjudica, dado que son
los principales productores y consumidores del
planeta, y que ya comienza a dañarnos mediante el narcomenudeo en las escuelas y por
combatirlo, matándonos entre mexicanos, pues, con tales muros, menos saldrán del país-, ni
tampoco son capaces de dejar de hacerles el juego mediante la persecución de nuestros pequeños
comerciantes dedicados a la llamada “piratería”, pese a saber que el noventa y siete por ciento
de las patentes mundiales las tienen ellos y que sólo a ellos les perjudica tal clase de comercio -a
fin de cuentas, también “libre comercio”, salvo que la libertad sólo se entienda así cuando les
beneficia-, de modo que no tenemos por qué sacrificar recursos humanos y materiales en
combatir lo que les perjudica para complacerles y servirles. Cualquier gobierno nacional con
pantalones ya hubiera reaccionado así ante tales indignidades.
En consecuencia, nuestra falta de políticas nacionales y de políticos nacionalistas que
sean propiamente tales, está provocando el que tengamos un país donde el Derecho se subordina
a tales dictados políticos del extranjero, los cuales, a su vez, son impuestos por razones
económicas, de modo que, finalmente, ya no tenemos país, aun cuando sigamos dando “grititos”
y “gritotes” cada 16 de septiembre.
¿Y EL OBJETO DEL IMPUESTO?
Cualquier lector ingenuo, al llegar a este punto, forzosamente se preguntará por qué se
trata un tema como el del “objeto del impuesto” -supuestamente una noción académica o
puramente teórica- dentro de un conjunto de comentarios sobre anteriores textos constitucionales
y sobre política y economía mundiales, aparentemente inconexos con dicha temática. A tal clase
de lector habrá que decirle, aunque le moleste, que ya no cabe refugiarse en la teoría para
evadirse de la realidad, que si bien los temas de estudio se fraccionan o dividen para facilitarlo,
la realidad, en cambio, se manifiesta inseparable, indivisible y concreta.
Quizá lo que hubiera que revisar sea nuestra propia autocalificación como “fiscalistas”,
pues aunque bien sepamos que ahora “salen hasta por debajo de las piedras” -basta con pasar
por cualquier ranchería o aldea para encontrarnos con los consabidos anuncios de “Despacho
tal... fiscalistas”, “expertos fiscales”, etc., pese a que sólo se trate de meros “paga impuestos” o
“presenta demandas”-, lo cierto es que ya no cabe seguir sustrayéndose a la realidad universal:
estamos inmersos en un mundo manipulado por el “gran capital” y que exige el ser tratado como
exento de toda tributación; que impone, a los países así “colonizados”, tal clase de dictadura; y
que convierte, a los gobiernos peleles que en tal forma se le subordinan, en meros cómplices de
tal atraco a la miseria universal.
Dicho en otras palabras, el impuesto -en un país de tal manera subordinado- no sólo
carece de objeto -puesto que sólo sirve a una casta que no puede gobernar sino que sólo finge
que gobierna- sino que también carece de objetivo -puesto que sólo se establece para perjudicar
a los nacionales y proteger al gran capital-, de modo que con eso se explica más claramente -al
menos a juicio del autor de estas líneas- el porqué de la evasión fiscal de nuestros connacionales
-en vez de seguir satanizándonos constantemente con la idea y la propaganda oficial, tan típica
de todos nuestros ineptos secretarios de hacienda adoctrinados en el extranjero, en el sentido ya
habitual de que los mexicanos somos deshonestos, incumplidos, evasores crónicos y demás
idioteces por el estilo- así como el porqué no cabe hablar de un objetivo del impuesto en nuestro
país, pues carecemos de una política nacional que se apoye en el Derecho y se sobreponga a las
pretensiones de la economía globalizadora.
El gran imperativo, en suma, para cualquiera que se precie de ser verdaderamente
mexicano, auténticamente fiscalista y decididamente honesto como hombre y como profesional
es el entender y educar a las nuevas generaciones, muy cabalmente, en lo que ya aparecía en el
artículo 41 -transcrito en el curso de este trabajo- de nuestra Constitución de 1814:
“Las obligaciones de los ciudadanos para con la patria son: una entera sumisión a las
leyes, un obedecimiento absoluto a las autoridades constituidas, una pronta disposición a
contribuir a los gastos públicos; un sacrificio voluntario de los bienes, y de la vida, cuando sus
necesidades lo exijan. El ejercicio de estas virtudes forma el verdadero patriotismo.”
Claro está que los primeros obligados a entender esta precisa y preciosa noción de
patriotismo son aquellos que aún siguen protestando cada vez que ocupan un nuevo cargo
gubernativo -aunque sin realizarlo- el “cumplir y hacer cumplir la Constitución que nos rige y
las leyes que de ella emanan”.
TIEMPOS Y ESPACIOS EN MATERIA FISCAL
Dentro de la temática tributaria, el tiempo y el espacio tienen significados totalmente
distintos a los convencionales, lo mismo con respecto a las nociones cotidianas o vulgares de
ambos conceptos que a las connotaciones jurídicas que se les atribuyen en otras ramas del
Derecho. Pero lo más grave de ello es que terminen por manipularse, como veremos, en
múltiples sentidos.
Encontramos, por ejemplo, el tópico del tiempo en la anualidad presupuestaria y,
consecuentemente -incluso a título de “principio”, por razón de las máximas de Adam Smith- en
el propio tributo como tal. Así mismo, lo vemos en la caducidad y en la prescripción de las
facultades y de los créditos, respectivamente, o en los plazos para ejercer legalmente las visitas
domiciliarias, etc., mientras que el tópico del espacio aflora en el lugar o ubicación, el domicilio,
la administración, el tránsito, los almacenes y bodegas, los recintos fiscales y fiscalizados, etc.,
de tal forma que, prácticamente -como todas las demás cosas del universo-, nada de lo tributario
puede darse fuera de ellos, tanto conjunta como separadamente, pese a lo cual se les trata con
una muy notoria singularidad -según veremos-, pues nunca dejará de sorprendernos tanta
manipulación de ambos temas por las tres divisiones del poder, y lo mismo en México que en el
resto del mundo, aunque aquí sólo nos ocupemos de tal temática conforme a nuestra legislación.
LA NOCION DEL TIEMPO
Todos sabemos que el día, la semana, el mes y el año son meros convencionalismos
temporales. Incluso nos es indudable, como experiencia más inmediata, que envejecemos día a
día, pero que la edad se computa por años, no por decenas de miles de días, miles de semanas, o
centenares de meses, como también sería posible considerarlo, aunque seguramente no sería tan
práctico.
Tal convencionalismo ha sido significativo en todas las culturas: las de calendarios
lunares -como los primitivos romano y musulmán-, calendarios lunisolares -como el de la
antigua Babilonia o el hebreo-, y calendarios solares -como el gregoriano por el que nos regimos
actualmente-, pues algunos se ajustan a las efemérides astronómicas, o sea a las posiciones del
Sol y de la Luna, y otros a secuencias concretas de días: -veinte, (como el de los mayas);
veintiocho a treinta y uno (como el nuestro); o cuarenta (como corresponde al simbolismo
bíblico o al culto religioso: de los días del diluvio, de Jesús en el desierto, de los israelitas en el
Sinaí, de la cuaresma, etc., o ya simplemente por mera tradición secular: la “cuarentena”, lapso
empleado para aislar a los enfermos contagiosos; para la regeneración de tejidos post parto; para
la abstinencia sexual durante ese lapso; etc., es decir, que algunos de ellos se basan en la mera
recurrencia o ciclicidad de ciertos fenómenos naturales o en meras hipótesis filocientíficas, o ya
simplemente en conjeturas o creencias populares.
Sin embargo, el verdadero problema con el asunto del tiempo no es de cómputo, de
convencionalismo religioso o de tradición cultural, sino de esencia, concepto y compromiso,
pues son nuestras vidas las que se dan en el tiempo, las que se nutren de tiempo y las que se
rinden a él. Es decir, que también hay que entender en qué sentido la vida es tiempo desde el
punto de vista de su duración y en qué medida se sustrae a él, puesto que -a diferencia suyainevitable y fatalmente termina consumiéndose o -lo que es casi lo mismo-, consumiéndonos,
como se muestra en seguida a título de paréntesis necesario para comprender la finalidad de
considerarlo así por comparación con lo tributario:
A.- La vida humana es duración o continuidad, de modo que somos nosotros los que
pasamos y no el tiempo, -toda vez que no le conocemos principio ni fin y bien podemos intuir -al
menos a la vista de las vidas de los demás-, que nos precede y nos sobrevive, de tal suerte que su
esencia no es otra que la mera duración asumida por la conciencia, tal como lo ilustró Henry
Bergson.
Sartre reexpresaba la definición clásica de vida como: “un relámpago entre dos nadas”,
es decir, como un incidente del que sólo podemos adquirir conciencia de transitoriedad. Otros más realistas, aunque un poco menos depresivos- se han limitado a calificarla en forma muy
parecida como: “un relámpago entre dos obscuridades”.
B.- La vida humana es un concepto más, entendido como justificación biológica, de modo
que somos la materia por la que el tiempo se expresa -toda vez que no tiene otra forma de
manifestársenos más que a través de nuestra presencia consciente sobre la faz del planeta- a tal
punto que la característica por excelencia de nuestra especie es ese matiz pensante que nos hace
reflexionar en dicho concepto como tal. Ese concepto de vivir, en suma, no es más que una
justificación.
De allí que Séneca la definiera como “un caminar hacia la muerte”, es decir, como una
perspectiva de la que simplemente tenemos conciencia permanente de finitud. Razón suficiente
para vivirla o para evadirse de ella según la postura personal que se quiera asumir ante tal
concepto.
C.- La vida humana es un compromiso temporal, entendido como explicación racional,
por lo que somos la manifestación por la que el tiempo adquiere sentido -toda vez que no tiene
otro medio de hacérsenos notar más que a través de los valores y principios que nos justifican, de
los afectos y saberes que disfrutamos, de las creencias y culturas que conformamos... de lo que
tenemos que resignarnos en alcanzar antes de que sobrevenga la muerte. El compromiso de vivir,
pues, no es más que la búsqueda de sentido para que ella adquiera valor.
De allí que Saavedra Fajardo tan acertadamente dijera: “no está la felicidad en vivir, sino
en saber vivir. Ni vive más el que más vive, sino el que mejor vive; porque no mide el tiempo la
vida, sino el empleo”.
Así, el saber emplear la vida va más allá de su duración o de su incidencia, e incluso de
su conceptualización o postura, puesto que se constituye en compromiso. El mero hecho de estar
presentes en el planeta de ninguna forma rebasa lo meramente primario de la duración biológica
-como ocurre también con cualquier otra especie-, e incluso su apreciación conceptual, por
simple adquisición de conciencia; pero, a pesar de ello, demanda el compromiso de esforzarnos
para que tal duración biológica adquiera significación y dignidad genuinamente humanas a través
de una conceptualización acertada. Lo que nos distingue de las plantas y de los animales es
precisamente el hacernos conscientes de esa finalidad y asumir el deber de alcanzar algo más que
lo puramente instintivo.
Otro problema distinto es el del contenido mismo de tal compromiso, pues por igual cabe
referirlo a un “con quién” o a un “con qué”. Y el “con quién” puede ser Dios, la familia, uno
mismo, etc., mientras que el “con qué” puede ser una vocación, una profesión, una afición, un
hábito, etc.
El compromiso referido a un “con quién” entraña un esfuerzo más meritorio, pues implica
amor, amistad o caridad. El compromiso con un “con qué” es un esfuerzo menor, pero sólo en
cuanto a que trasciende menos, pues entraña mayor dificultad para realizarlo y hacerlo valer y
perdurar.
La diferencia esencial, pues, entre el hombre y el animal es que uno cultiva la esperanza,
mientras que el otro se atiene al acecho -y es que la disparidad entre esperanza y acecho deriva
de que la primera representa un sacrificio, una conciencia y una aspiración, mientras que el
segundo no pasa de mera apetencia, defensa e instinto-. Y, aunque ciertamente son muchos los
humanos que viven como animales en este particular sentido de acechar la vida en vez de vivirla,
también es preciso reconocer que el vivirla cabalmente representa humanizarla, pues tan
biológica resulta nuestra duración como la de ellos, quienes muy evidentemente nos superan en
lo instintivo, máxime que, por su propia limitación de conciencia, lo han desarrollado y refinado
bastante más que la especie humana. El “animal racional” del que hablaba Aristóteles, en suma,
puede ser tanto más animal o tanto más racional como lo decida por sí mismo. Y con tal decisión
determinará lo que fatalistamente suele calificar como “destino”, nada menos que de su propia
humanidad.
LA EXPERIENCIA DEL ESPACIO
El hecho de “estar en el mundo” -tesis existencial por excelencia- nos permite intuir la
noción más elemental del espacio. Todo espacio, en cuanto tal, no es únicamente un vacío a
colmar, sino también una ubicación o localización determinada que se ocupa por algo o por
alguien y, en razón del entorno no ocupado, una posible localización o ubicación a la que cabe
desplazar objetos o desplazarnos por nosotros mismos. Ese posible desplazamiento a un espacio
distinto conlleva la noción más elemental del movimiento, pues todo movimiento se da en el
espacio y, sin éste, sería inconcebible, de modo que bien cabría hablar -quizá con mucha mayor
propiedad- de una multiplicidad infinita de espacios y no de un espacio en singular, pues sólo
convencionalmente lo asumimos como un vacío en el que se puede manifestar un todo, aunque
ordinariamente se incurra en el error de entender dicho todo pensando en el universo como
totalidad.
En consecuencia, la paradoja del vacío a colmar, creándose, a su vez, un vacío en el
espacio que se deja o abandona para ocupar otro con motivo de tal desplazamiento, por igual lo
convierte en una nada y en un todo específicos. Ni siquiera la muerte implica abandonar el
espacio, pues siempre se ocupará alguno, independientemente del volumen o del estado en el que
los cuerpos se encuentren o transformen. De allí que estemos más anclados al espacio que al
tiempo mismo y de allí, también, que la materia nos arraigue en él para cualquier efecto
concebible.
Pero nuestra experiencia del espacio implica una sustentación al asiento o estancia del
cuerpo, además de conllevar, simultáneamente, las nociones del desplazamiento, de la duración y
de los lugares o sitios a los que pueda tener lugar tal desplazamiento, de modo que ninguna
noción de espacio o de espacios, por más elemental que sea o sean, puede desvincularse u
operarse independientemente o al margen de tales elementos.
Es por todo ello, en suma, que toda concepción jurídica forzosamente deba descansar en
la interrelación de los cuatro conceptos tan someramente comentados a lo largo de estas líneas y,
por ende, que forzosamente deba tomar al tiempo, al espacio, a la ubicación y al movimiento,
como premisas de toda consideración práctica en materia legal. Hasta la llamada “reconstrucción
de los hechos”, tan propia de la temática penal, persigue el objetivo de materializar
imaginativamente los matices o características del delito para vislumbrar el espacio y el tiempo
en el que se dio el hecho a configurar, y ello con el fin de madurar o razonar el sentido de la
acusación, de la defensa y, en general, del proceso mismo y del juicio.
Pero, además, toda consideración jurídica debe asumir que la ubicación o localización es
el sitio concreto que en un momento determinado tenga cualquier sujeto u objeto, sin confundir
tal circunstancia con la capacidad de movilización e incurrir con ello en el error de tomar por
ubicación o localización una multiplicidad de lugares, pues con ello se mezclan el domicilio, la
residencia o el establecimiento -sitios fijos- con la ubicación temporal o el tránsito incidental sitios variables- del propio sujeto o de sus bienes y derechos.
EL ESPACIO Y EL TIEMPO EN MATERIA FISCAL
A pesar de que los cuatro elementos precitados -tiempo, espacio, ubicación y
movimiento-tengan plena incorporación a la temática jurídica por razones que cabría calificar
como naturales o distintivas de toda la actividad humana, lo cierto es que no cabe olvidarse de la
conciencia misma que intuye tales elementos, ni de la vida en la que se sustenta dicha
conciencia, ni de la imperiosa necesidad de que preexista el sujeto concreto y vivo que posee o
puede ejercer tales atributos de percepción y de noción. En otras palabras, vistos estos tres
conceptos en retrospectiva: el sujeto, sus actos y la responsabilidad que estos últimos implican,
son los otros tres elementos que, añadidos a los cuatro anteriores, conforman el universo
completo de la juridicidad.
Pero, en materia tributaria, a ese universo -insistamos en ello- se le deforma o altera
mediante toda clase de retruécanos y ardides orientados a privilegiar lo recaudatorio:
A.- El tiempo se alarga o acorta según conviene al interés fiscal. Por ejemplo: un nonato
puede ser contribuyente, aunque sin conciencia -por supuesto- de la obligación tributaria
contraída en su nombre -y a diferencia de cualquier otra rama del Derecho-, en tanto que un
muerto -también a diferencia de otras ramas del Derecho- deja de interesarle al fisco al suplirlo
por los herederos que puedan o deban cubrir las obligaciones tributarias de las que aquél, por tan
terminal e irremediable motivo, simplemente “se le escapó”.
B.- El espacio suele condicionarse por igual a la residencia del sujeto o a su movilidad y
al desplazamiento de sus bienes o derechos, según convenga al interés fiscal. Por ejemplo:
tiempos convencionalizados de estancia en la jurisdicción territorial del país o de ausencias del
mismo para efectos de fiscalización, incluyendo los convenios internacionales para ordenar
desplazamientos forzados o exigencias de cobro, así como sus mercancías en tránsito o por
importaciones temporales o definitivas, etc.
C.- La ubicación o localización se manipula más allá de lo puramente domiciliario. Por
ejemplo: en materia de padrón tributario no es el simple registro la finalidad esencial a perseguir,
sino también, y sobre todo, el jurisdiccionalizar la actividad fiscalizadora del Estado para
ocuparse del sujeto dentro de toda la extensión territorial de una demarcación específica -único
aspecto en el que esta materia coincide con la electoral- pero que con ello va más allá de la
prevención constitucional en materia domiciliaria.
D.- El movimiento se vigila por igual en su sentido expansivo y pluralista manifiestamente absoluto-, así como en su sentido puramente ubicatorio o localizante notoriamente relativo-. Por ejemplo: la fiscalización de entidades vinculadas, aunque secundarias
-como es el caso de las sucursales, bodegas, etc.-, en tanto que particularidad operativa para
privilegiar la fiscalización del Estado, y la ausencia, intencional o no del tributante, -en tanto que
figura susceptible de ser manejada como delictiva para privilegiar ese mismo interés oficial-.
E.- El sujeto suele tener una doble característica de obligatoriedad y, a la vez, de carencia
total de derechos con respecto a lo que tributa. Por ejemplo: de una parte, sólo se le obliga a
pagar, y es penalizado si no lo hace, pero, de la otra, carece de facultad alguna para cuestionarle
al Estado la aplicación concreta de lo que precisamente él pagó. Obviamente, esto es aplicable a
lo que conocemos como impuestos, productos y aprovechamientos, pero no a los derechos, toda
vez que, por definición, entrañan una contraprestación tangible e identificable.
F.- Los actos del sujeto, como los del Estado, se hacen diferir de todos los demás actos
jurídicos. Por ejemplo: el gobernado puede ejercer la actividad que desee -incluso aunque no sea
suficientemente lícita o quepan dudas sobre ello-, pero siempre que tribute rigurosamente y a
satisfacción de la autoridad fiscal -sea ésta federal, estatal o municipal-; mientras que el
gobernante puede secuestrarle los bienes que quiera bajo el simple parecer de su personal
actuante, independientemente de la supuesta tutela constitucional y de sus leyes complementarias
o hasta del concepto mismo de autoridad legítima o legalmente identificable como propiamente
tal.
G.- La responsabilidad del tributante suele manejarse como ilimitada, en tanto que la del
Estado se restringe a toda clase de evasivas, excusas o atenuantes. Por ejemplo: la clásica
agresividad universal y milenariamente histórica del fisco, por contraste con las llamadas
“razones de Estado”, el “interés público”, el “bien común”, la “presunción de legalidad de sus
actos” y demás excusas y subterfugios por el estilo con los que se encubre cualquier dictadura disimulada o no, incluso bajo la más diáfana de las apariencias de democracia-, así como todo
juicio tribunalicio proclive a lo recaudatorio hasta por el propio interés burocrático que en
esencia le mueve, aspectos -todos ellos- que son altamente indicativos de esta disparidad,
desigualdad o injusticia tan frecuente como ancestral y que hace del litigio fiscal el más difícil de
todos los litigios, incluidos el penal y el internacional.
Ahora bien, el hecho de que el tiempo y el espacio se manipulen o deformen para efectos
fiscales entraña, también, otra clase de consecuencias:
A.- El tiempo se convencionaliza, tal como sucede con la caducidad y la prescripción,
que se alargan o acortan según la política fiscal imperante o la conveniencia de cada fisco en
concreto.
B.- El espacio se deforma, tal como ocurre con el manejo conjunto del domicilio, la
residencia, el lugar o el tránsito, pues se le desplaza, se le fija, se le excede o se le inmoviliza
según la conveniencia de la autoridad actuante o de sus emisarios.
C.- La ubicación se condiciona, pues la jurisdicción federalizada obliga a las autoridades
a un régimen competencial que va más allá del sujeto mismo en cuanto a su lugar de
empadronamiento y los establecimientos que tenga en diversas jurisdicciones.
D.- El movimiento se particulariza o restringe, tal como sucede en materia aduanera con
los recintos fiscales y las importaciones temporales.
E.- El sujeto se minimiza o magnifica según convenga al interés fiscal, pues, si tributa
conforma a la ley, deja de importarle como tal -ya que al fisco sólo le interesa su dinero o, en su
defecto, otros bienes-, pero si deja de hacerlo, lo convierte en delincuente -aunque por razón de
una determinada cantidad de dinero o de bienes que el Estado, y más aún sus emisarios,
unilateralmente decidieron que le correspondía pagar o entregar- y a diferencia de los verdaderos
delitos de los que el Estado debiera preocuparse por atender y combatir en mucho mayor grado.
F.- Los actos mismos de dicho sujeto pueden ser anodinos o relevantes, toda vez que, si
cumple, se le despersonaliza para todo efecto legal y, si no lo hace, se busca afectarle en lo
personal, en lo patrimonial y hasta en lo familiar, en lo social, en lo económico, en lo
psicológico, etc., empleándolo, incluso, para efectos de ejemplificar públicamente lo que puede
hacer con él y con los que incumplan como él, sobre todo si dicho sujeto goza de alguna fama
pública.
G.- La responsabilidad, en suma, del gobernado y del gobernante, son totalmente
dispares, pues el gobernado debe asumirla o acatarla sin excusas ni justificaciones de cualquier
otra índole, en tanto que el gobernante dispone de toda clase de razones y sinrazones para
evadirse de ella en aras de una muy variada serie de entelequias a las que denomina
eufemísticamente “razón de Estado”, “interés público”, “bien común”, “necesidad económica de
sufragar el gasto público” -o cualquier otra parrafada por el estilo-, y a pesar de que sean las más
notorias de las sinrazones, toda vez que milenariamente el tributo sólo ha implicado sumisión o
dominio del esclavo, siervo o gobernado, por contraste con la dominación, dispendio, abuso y
corrupción del sátrapa, amo o gobernante, y aun cuando sofísticamente se le llegue a denominar
o por sí mismo se autodenomine: “mandatario”, “siervo de la nación”, “benemérito de la
patria”, o cualquier otra grandilocuencia por el estilo.
LAS APLICACIONES FISCALES DEL TIEMPO Y DEL ESPACIO EN MEXICO
Dejando de lado la temática del tiempo por razón de haberla tratado ya en otro trabajo
publicado por esta magnífica Revista “Defensa Fiscal”: -“Dios, la eternidad y la caducidad
fiscal a la mexicana”, No. 75, febrero de 2005- y en el cual intenté demostrar la elasticidad con
la que se manipula y deforma la más elemental noción de tiempo dentro de nuestra legislación,
toda vez que existen plazos de todos los tamaños imaginables, además de ser alterables al “gusto
y contentillo” de nuestras autoridades, ocupémonos ahora únicamente del espacio, aunque no sin
advertir las prevenciones del artículo 16 Constitucional al respecto:
A.- Lo único que en materia fiscal permite nuestra Constitución -artículo 16-, es la visita
domiciliaria, y ésta: “únicamente para.... exigir la exhibición de los libros y papeles
indispensables para comprobar que se han acatado las disposiciones fiscales...”, de tal suerte
que a la autoridad fiscal sólo le es permisible actuar en un determinado sitio -el domicilio-,
quedando impedida -por ende- para actuar en cualquier ubicación o localización que el
contribuyente o sus bienes pudieren tener, de tal suerte que, mientras no se reforme este precepto
constitucional, cualquier tribunal honesto debiera sentenciar como inconstitucional todo acto
fiscal que se ejecute fuera del domicilio expresamente señalado por el contribuyente para tal fin.
B.- Acordes al criterio de interpretación estricta que debe observarse con respecto a las
normas fiscales, según lo prevé el numeral 5 del Código Fiscal de la Federación, y sin perder de
vista lo señalado en el apartado previo por ser materia constitucional, deviene obvio que ninguna
otra labor de fiscalización distinta a la prevista expresamente por el Constituyente como visita
domiciliaria debiera ser considerada constitucional ni legal, de tal suerte que ni las llamadas
“revisiones de gabinete” ni la fiscalización aduanera de “mercancías en tránsito” puede
considerarse que revistan viso alguno de validez -al menos conforme al criterio que aquí se
sustenta
e
independientemente
de
que
nuestros
tribunales
declaren
o
no
dicha
inconstitucionalidad tan evidente, pues hasta de la lógica legal más elemental debiera
desprenderse tal conclusión-, y menos aún cuando para ello se acude a consideraciones sobre
ingresos, administración, nacionalidad, o cualquier otro parámetro puramente localizador o
ubicatorio del sujeto o de sus bienes.
C.- Ciertamente, el tributante es un sujeto que realiza actos gravados y por los cuales
asume responsabilidad legal. Y también es cierto que los realiza en el tiempo y en el espacio,
puesto que son inconcebibles en un contexto distinto al ordinariamente natural. Pero lo que
jamás será cierto es que constitucionalmente se le pueda afectar mediante “actos de molestia” o
“actos de privación” -como pretende bizantinamente discernirlos o distinguirlos la Suprema
Corte- en el lugar donde se le encuentre -entendiéndose por ello cualquier ubicación que tuviere
al momento de afectársele mediante los susodichos actos de fiscalización-, toda vez que éstos
sólo pueden constitucionalmente ejercerse en su domicilio fiscal, que es el único sitio
concretísimo y singularísimo -vale la pena insistir en ello- en el que puede realizarse la visita
expresamente calificada como “domiciliaria” y por la que cabe exigir legítimamente la
“exhibición de los libros y papeles indispensables”.
D.- Más aún: el artículo 28 del Código Fiscal de la Federación, especialmente en su
fracción III, obliga a llevar la contabilidad “en su domicilio”, de modo que la fiscalización del
contribuyente en otros locales o la inspección aduanera de mercancías en tránsito son medidas de
fiscalización sin sustento legal alguno, pues exigir “libros y papeles” en esos otros locales o por
razón de sus mercancías en tránsito va más allá de lo permitido por la Constitución misma y nada
menos que a título de garantía individual. Obviamente, el que en tal fracción III del citado
precepto se contemple adicionalmente que: “dicha contabilidad podrá llevarse en lugar distinto
cuando se cumplan los requisitos que señale el reglamento de este Código”, no quiere decir que
el reglamento pueda ir por encima del Código mismo o -menos aún- de la Constitución, pues el
objetivo inocultable de tal señalamiento es el de facilitarle al tributante la operatividad contable
que mejor le convenga, no el propiciar que la contabilidad se transporte y se exhiba en otros
locales, o en la calle, o a lo largo y ancho del territorio nacional.
En consecuencia, si analizamos la concepción del espacio implementada por nuestras
legislaturas en materia fiscal, advertiremos lo siguiente:
A.- El Código Fiscal de la Federación, en su artículo 9, acude al concepto de residencia en tanto que mera ubicación o localización de los tributantes o de sus bienes y derechos- y dentro
de sus dos modalidades preadmitidas: personas físicas y personas morales. Pero toma a unas y
otras en razón de diversos parámetros complementarios para reincidir, finalmente, en el concepto
mismo de ubicación o localización en forma por demás indiferenciada, y no así de su domicilio
concreto, singular e invariable:
1) En el caso de las personas físicas acude a las nociones de establecimiento de su casa
habitación o de su “centro de intereses vitales”, aunque considerando -como explicación de esto
último- su porcentaje de ingresos, su principal centro de actividades o su nacionalidad, y sin
perder de vista la ubicación o localización misma de los bienes, no del sujeto al que deben
respetársele sus garantías individuales.
2) En el caso de las personas morales, su establecimiento en el país o la administración
principal de sus negocios o su sede de dirección efectiva.
En consecuencia, dado el repetitivo empleo de la conjunción “o” en ambos casos, no
puede quedarnos la menor duda de que -al menos en este precepto- es la ubicación o localización
de los bienes o derechos el factor prioritario, aunque se aparente matizarla con otras
consideraciones: ingresos, nacionalidad, administración, etc., pues prevalece la tesis de que se
conceptúe como tal el sitio en el que se encuentre al sujeto o en el que se encuentren sus bienes o
derechos, indistintamente.
B.- El propio Código Fiscal de la Federación, en su artículo 10, alude al concepto de
domicilio -que sería el verdaderamente congruente con la disposición constitucional- pero
deformándolo también para atender -a través de ambas modalidades precitadas: personas físicas
y personas morales- a ese mismo sentido de ir más allá de su concepción jurídica constitucional y
convencional, toda vez que lo refiere como sigue:
1) Para las personas físicas lo es el local en el que se encuentre el asiento principal de sus
negocios, el local que utilicen para el desempeño de sus actividades cuando carezcan de aquél, o
el sitio donde tengan el asiento principal de sus actividades.
2) Para las personas morales, el local donde se encuentre la administración principal o el
establecimiento, cuando se trate de residentes en el extranjero.
En consecuencia, para efectos de este precepto, también es la ubicación o localización en
cualquier momento, o los factores secundarios preindicados: ingresos, administración,
nacionalidad, etc., lo que indebidamente se toma por domicilio fiscal múltiple o móvil, pese a
que éste no pueda ser más que uno y fijo, al menos constitucionalmente hablando. Mediante
reciente reforma se acabó de agravar el problema, pues hasta la casa habitación se habilitó como
tal en determinados casos.
C.- En el numeral 16 del citado Código Fiscal de la Federación se consigna, después de
listar las diversas actividades que se estiman de orden empresarial, que: “por establecimiento se
entenderá cualquier lugar de negocios en que se desarrollen, parcial o totalmente, las citadas
actividades empresariales”, de tal suerte que, como dichas actividades son las comerciales,
industriales, agrícolas, ganaderas, pesqueras y silvícolas, viene a resultar que, al menos por este
mayoritario número de giros susceptibles de ser ejercidos en la práctica convencional, vuelva a
ser la ubicación o localización lo que realmente prevalezca por sobre el domicilio fiscal
constitucionalmente admisible.
D.- Los artículos 43, fracción I; 44, fracciones I y II; 45, primer párrafo y fracciones I y
IX; 46, fracción II; 48, fracciones I y II y 49, fracción I, todos del Código Fiscal de la
Federación, también reinciden en esa indebida asimilación de la localización o ubicación con el
domicilio, pues para los actos de fiscalización se refieren indistintamente al lugar o lugares. Y no
deja de ser particularmente significativo que, por ejemplo de todo este cuadro legal, el artículo
46, fracción II, tenga un sentido y alcance verdaderamente graves, toda vez que llega al extremo
de permitir lo siguiente: “si la visita se realiza simultáneamente en dos o más lugares, en cada
uno de ellos se deberán levantar actas parciales, mismas que se agregarán al acta final que de
la visita se haga, la cual puede ser levantada en cualquiera de dichos lugares”, de modo que no
pueda quedarnos la menor duda de que el domicilio fiscal, propiamente tal, sencillamente no
existe, pues la fiscalización puede ejercerse en todo el territorio nacional respecto de cualquier
contribuyente en lo particular, prevención que se corrobora con el artículo 49, fracción I, el cual
señala que la visita “se llevará a cabo en el domicilio fiscal, establecimientos, sucursales,
locales, puestos fijos y semifijos en la vía pública... siempre que se encuentren abiertos al
público en general, donde se realicen enajenaciones, presten servicios o contraten el uso o goce
temporal de bienes, así como en los lugares donde se almacenen mercancías”.
E.- El artículo 79, fracción VI, también, obviamente, del Código Fiscal de la Federación
y alusivo a infracciones en materia de empadronamiento tributario, refiere como tales a las
consistentes en: “señalar como domicilio fiscal para efectos del Registro Federal de
Contribuyentes un lugar distinto al que corresponda conforme al artículo 10", de modo que, a
través de este artículo 79 se penaliza lo que en el artículo 10 tácitamente se admite, pues
recordemos que dicho numeral tolera tantas opciones que a fin de cuentas todas las ubicaciones o
localizaciones devendrían permisibles.
F.- El artículo 103 del tantas veces referido Código Fiscal de la Federación señala, a
título de comisión del delito de contrabando, el que las mercancías se encuentran en tránsito
irregular por cualquiera de los diversos medios a los que alude en sus diversas fracciones, y
acaba por referirse a los lugares o “locales autorizados” para almacenarlas, de tal forma que
dicho tipo de almacenaje oficializado viene a constituirse en un lugar más, mismo que
representa, a la vez, ubicación y localización de las mercancías, pero no ubicación o localización
concreta y singular del tributante propiamente tal, ni, mucho menos, lo que con esa singularidad
debiera referir y que -repitámoslo- no puede ser ni más ni menos que su domicilio fiscal
personal, visto desde la perspectiva constitucional y para efectos de garantías individuales.
G.- El artículo 105, fracción I, del multicitado Código Fiscal de la Federación, al señalar
las sanciones aplicables al delito asimilable al del contrabando, en razón de que el sujeto:
“enajene, comercie, adquiera o tenga en su poder por cualquier título mercancía extranjera que
no sea para su uso personal, sin la documentación que compruebe su legal estancia en el
país...”, lo que hace es convertir todo el territorio nacional en lugar, ubicación, localización y
domicilio susceptibles de serle aplicada la obligación tributaria, pues automáticamente: a) se
deslinda con ello de la noción de domicilio fiscal a la que se refiere la norma constitucional y a la
que ni remotamente se aproximan los artículos precitados del aludido Código; b) borra toda
noción de ubicación o localización concreta que apropiadamente pudiera tomarse como
domicilio fiscal; y c) termina por hacer de la ubicación o localización, así como del domicilio
fiscal, nada menos que la superficie del territorio nacional en su totalidad, incluso “empalmando”
jurisdicciones de estas autoridades con las de fiscalización ordinaria, pues unas y otras, conjunta
o simultáneamente, con toda impunidad pueden afectar a quien quieran.
El colmo, pues, de todas estas nociones con las que se pretendió definir el domicilio fiscal
-a través de la preceptiva antes citada-, es que automáticamente desdibujaron o contradijeron de
un plumazo toda nuestra normatividad constitucional al respecto y terminaron por atribuirle una
potestad omnímoda al fisco, resultante de todos estos preceptos comentados, de manera tal que
éste puede fiscalizar donde le plazca, a ciencia y paciencia de nuestros confabulados tribunales
que todo le consienten a pesar de tener a la vista la violación de garantías que ello conlleva.
Es de justicia reconocer que se han emitido algunas tesis tribunalicias orientadas a
consagrar la noción constitucional del domicilio fiscal, pero mientras el Código Fiscal de la
Federación no sea declarado inconstitucional en todos y cada uno de los preceptos antes
comentados y por lo que atañe a este tema, las autoridades fiscales seguirán sirviéndose de este
ordenamiento secundario para ampliar ilimitadamente sus espacios, que, a fin de cuentas,
mientras la ineptitud legislativa y el dispendio e impunidad ejecutivos lo permitan: “ancha es
Castilla y viva la Pepa”.
LA MALDICION TRIBUTARIA
Durante toda la historia de la humanidad, antes como ahora, y sin duda que también en
los siglos venideros, el tributo ha sido, es, y seguirá siendo, la peor de las maldiciones. Si de
algún “pecado original” debiera hablarse sería precisamente del tributario, porque hasta en el
Génesis, como en todo el resto del Antiguo Testamento, todo huele a imposición, autoritarismo,
capricho y, por ende, a maldición. A través de este artículo quedará plenamente demostrado que
ése es el único pecado de origen del que cabe hablar como tal y del único del que debiéramos ser
redimidos mientras vivamos en el mundo, pues “la caridad empieza en casa”.
Obsérvese, para comenzar, que existen muchas más formas de tributación que las
habitualmente referidas por múltiples tratadistas, quienes sólo aluden a los impuestos y hasta se
sienten satisfechos por clasificarlos, diciendo que los hay “al ingreso, al consumo y a la tenencia
o uso”, o que pueden ser “directos e indirectos”, pensando que con eso han agotado todo el
universo de lo tributario. La realidad es otra, muy distinta, y escapa, por supuesto, a tan estrecha
visión del tema. Existen y coexisten, sin duda y por lo menos, las siguientes doce formas
universales de imposición:
A.- Religiosa
B.- Sectaria
C.- Mitológica
D.- Militar
E.- Política
F.- Laboral
G.- Económica
H.- Sexual
I.- Moral
J.- Estética
K.- Social
L.- Histórica
Ocupémonos, pues, de ilustrarlas, aunque sólo sea a través de unos pocos ejemplos, para
configurar una noción mínima al respecto y exponiéndolas en el mismo orden en el que han sido
listadas para ir advirtiendo la magnitud de su impacto en la totalidad de la vida humana:
A.- LA RELIGIOSA.- Religión es “religare”, unir a una multiplicidad de individuos en
torno a una determinada creencia. Las seis religiones tradicionales -Hinduismo, Budismo,
Confusionismo-Taoísmo, Judaísmo, Cristianismo e Islamismo- tienen en común, a diferencia de
las sectas, derivadas o no de ellas, el sustentar valores espirituales superiores e integrar los tres
elementos básicos que permiten su caracterización y rango -un dogma, una moral y un culto-, y
también por el hecho de imponer a sus feligreses -precisamente a través del dogma- el doble
tributo de una creencia predeterminada e incontrovertible para evitarse acusaciones de
infidelidad o herejía -diferenciándose con ello de la filosofía y de la ciencia-, y, además, por
establecer el diezmo, cuota, limosna o estipendio necesarios para la subsistencia de sus
sacerdotes, rabinos, ministros, pastores, patriarcas, popes, papas, ayatolas, etc., conceptos en los
que, ciertamente, prevalece la voluntariedad sobre la imposición, por lo que esta última se
disimula bien.
B.- LA SECTARIA.- Las más de veinte mil sectas que operan en el planeta suelen
representar, por igual, o meros apéndices de las religiones o, de plano, corrientes diversas y hasta
contrarias a éstas, caracterizándose por exaltar algún factor en especial -puramente fanático,
sexual, curanderil, mágico, criminal, racista, satánico, etc.- sin prescindir de alguna clase de rito
apropiado a la temática que explotan y una especie de dogma servil -o mera consigna
persistentemente reiterada-, e independientemente de asumir o no alguna determinada postura
moral, amoral o inmoral, pero siempre -cualquiera que sea- orientada a destacar contravalores
perfectamente opuestos a cualquiera de los ideales establecidos por las religiones -de las que
incluso toman algunos elementos- o a degradar la inteligencia misma en aras de la credulidad y
la superchería, sin demérito, por supuesto, del pago de cuotas o aportes, que hasta pueden ser en
especie -autoinmolaciones, servicios sexuales o esclavitudes y dependencias en muchos otros
órdenes y por demás descarados, incluyendo fetiches y amuletos ordinariamente publicitados hoy
en día hasta por televisión- a efecto de mantener el vínculo y reafirmar la subordinación de sus
fanáticos, lacayos, siervos, crédulos o esclavos.
C.- LA MITOLOGICA.- Suele creerse que la mitología fue propia de los pueblos
primitivos. La verdad es que hoy, más que nunca, estamos plenamente subordinados a ella. Los
llamados “medios de comunicación” y la propaganda son sus apóstoles de todos los días. Bien
sabemos que hay doce grandes imperios, todos norteamericanos, que manipulan la información
mundial, que rechazan publicar el noventa por ciento de la que es inconveniente a sus intereses y
que incluso han reconocido, según encuestas, la deformación -hasta en un setenta por ciento- de
las noticias de todo orden para beneficiar a las empresas que accionariamente las poseen. Por
poner un ejemplo: si hay excesiva producción y oferta de huevo, se publicita que es rico en tales
o cuales virtudes para la salud; pero si, por el contrario, hay escasez productiva y excesiva
demanda, se habla del “colesterol malo” -pues también hay del “bueno”, al igual que en política
internacional-, o viceversa, según les convenga, para con ello manipular el mercado y seguirse
beneficiando de él al máximo. Lo que menos les importa es la salud, ya que ello constituye otro
conjunto de mercados aparte -cosméticos, ropas deportivas, aparatos de ejercicio y
medicamentos, drogas, hospitales, etc.-.
Todo ello es así porque Estados Unidos es el primer productor y consumidor de drogas en
el mundo, pero induce a que nos matemos entre mexicanos por un supuesto “combate a las
drogas” que sólo a ellos les beneficia, toda vez que nuestros narcotraficantes generan alrededor
del billón de dolares por año, pero ellos obtienen entre seis y diez billones, de modo que también
quieren abatir esta relativamente pequeña competencia para apropiarse del tráfico total, máxime
si nuestros ingenuos gobiernos siguen haciéndoles el trabajo de perseguir a los nuestros y de no
legalizar en el país la droga que ellos revenden hasta en los baños de sus supermercados. Es
claro, por lo demás, que sus drogas son objeto de manipulación noticiosa para efectos
mercantiles y atendiendo a la sobreproducción o escasez temporal de las materias primas que nos
compran a precios de miseria y revenden a precios de oro. Por ejemplo: durante décadas la sulfa
fue una maravilla, luego dejó de serlo y hasta se prohibió. Ahora ya volvió a ser maravillosa. Y
lo mismo ha ocurrido con la aspirina, la penicilina, etc., pues hasta las revistas y programas
televisivos, supuestamente “científicos”, no son otra cosa que meros instrumentos publicitarios
de las transnacionales, pese a que así jueguen con la salud de los millones de ingenuos que les
creen tales clases de “noticias científicas” con las que terminan manipulando hasta a los médicos
mismos. Igual sucede con las compras por toneladas y a precios de miseria de nuestras hierbas
medicinales, para luego revendérnoslas encapsuladas, en envases de unos pocos gramos y a
precios que son varios cientos o miles de veces superiores.
Y otro tanto ocurre, ya en otro orden de ideas, con la llamada “piratería” de tecnologías,
pues los norteamericanos disponen del noventa y siete por ciento de las patentes mundiales, de
modo que aquí empleamos las fuerzas públicas -que deberían estar para combatir delincuentescon el fin de abatir y despojar a los pequeños comerciantes del fruto artesanal con el que
sobreviven en medio de la voracidad endemoniada de dichas empresas, poseedoras de tales
patentes en tan desproporcionada medida, y que tranquilamente nos descapitalizan con la
complicidad o ingenuidad de nuestros gobernantes de opereta, esos que todavía predican, desde
sus campañas electorales, que nos harán el favor de traer más inversión extranjera en vez de
cultivar, promover, proteger, desgravar y estimular la nacional.
El refuerzo a tal subordinación de nuestros gobiernos se complementa con el cine. Por
ejemplo: a raíz de la segunda guerra mundial, los enemigos a vencer eran los alemanes y
japoneses; cuando la invasión -no “guerra”- a Corea y Vietnam, los coreanos y sudvietnamitas;
durante la guerra fría, los soviéticos y los europeos -aunque cuidadosamente satanizados de
antemano como “comunistas”-; luego, al caer el muro de Berlín, los narcotraficantes y dictadores
latinoamericanos porque “ya no había más tela de dónde cortar”; y, hoy en día, los árabes en
general y los “terroristas islámicos” en particular, incluyendo la destitución de gobernantes
opuestos a la dictadura imperial norteamericana -Panamá, Afganistán, Irak, etc.-, y los recursos
cinematográficos -moderna mitología de los países sin cultura- con los que se encubre el terror
de Estado norteamericano que quiere reservarse en exclusiva desde la producción de armas de
todas clases hasta los controles de drogas, energéticos y demás bienes susceptibles de mercadeo.
Claro está que se trata de un país que supera los llamados “gastos de defensa” -en
realidad: de ataque- de todo el resto del mundo; que, además, es el primer proveedor de armas
convencionales y cuyas milicias están presentes a través de más de mil bases militares en ciento
treinta y cinco países de los ciento noventa que integran la ONU, porque ha sido en nombre de
esa su famosa “defensa” -curiosamente siempre “amenazada” o “atacada” por todos los demás
países, incluyendo a los que están en la miseria o en la hambruna- que invade al que le place con
cualquier pretexto debidamente publicitado de antemano, e incluso con la “bendición” de la
propia ONU, a la que descaradamente manipula, así como a su treintena de membretes no menos
serviles, todo ello para efectos de “destituir dictadores” contrarios a “la libertad y la
democracia” de las que ellos se ostentan como sus únicos representantes autorizados, o para
abatir la producción de armas de las que sólo ellos pueden tener el monopolio, de modo que sus
medios y agencias noticiosas maquillan con eufemismos las matanzas mundiales que a diario
realizan sobre el resto de la humanidad.
Por ejemplo, mediante tales eufemismos hablan de “daño colateral” cuando se trata de
los civiles que asesinan con intención o sin ella; de “fuerzas del orden” a sus tropas, en vez de
fuerzas invasoras o represivas; de“intervención aérea o terrestre”, en vez de bombardeo o
masacre; de “fuentes bien informadas”, en vez de noticias inventadas o de simples infundios para
justificar sus canalladas; de “radicales”, “fundamentalistas”, “fanáticos”, etc. a todos aquellos
que protesten contra la invasión de su patria. Causan o provocan masacres mientras se persignan
y dan golpes de pecho alardeando de “cristianos”. En suma: manipulación imperial en todos los
órdenes.
Decía Dostoyewsky, a través de uno de sus personajes, que “si Dios no existe, todo está
permitido”, pero resulta que, por la forma como están las cosas, ahora Dostoyewsky podría
decir: “Dios sí existe: es el Presidente de los Estados Unidos, de modo que todo le está
permitido a los “buenos” -que son ellos-, y prohibido a los “malos” -que somos todos los
demás-”.
D.- LA MILITAR.- En nombre de la defensa patria, la sobrevivencia racial, la
apropiación de recursos naturales, la conquista territorial, etc., se han implementado toda clase
de milicias, debidamente adornadas de “heroísmos” -siempre, por supuesto, de los vencedores
que escriben la historia-, así como de toda clase de desfiles para impresionar a niños y jóvenes,
ostentaciones de poder y demás florituras en donde resultan imprescindibles los uniformes,
tambores, clarines, pasos estilizados como de autómatas, etc., incluyendo armas, disciplinas,
jerarquías, castigos, etc., para beneplácito y utilidad de los fabricantes de toda clase de
instrumentos de muerte y para la justificación a ultranza de todo tipo de invasiones imperiales,
enriquecimientos por rapiña, dominios hegemónicos, esclavitudes seculares, devastaciones de
países enteros, destrucciones de civilizaciones milenarias y de culturas auténticas, etc., pues el
poder imperial sin armas sería insostenible y la bestialidad sin milicias pasaría por mera
salvajada cavernícola.
El cine yanqui -como ya quedó dicho- es otro catálogo por el que, además y para colmo,
pagamos por ver, a efecto de que se nos muestren las últimas y más eficaces formas de masacrar
a los sujetos de todas las demás razas o nacionalidades y hasta carcajeándose sus siempre
invulnerables protagonistas mientras realizan “la tarea”, “misión” u “operación” que siempre
cumplen satisfactoriamente y con honores, adoctrinando así a sus juventudes en la disciplina del
futuro imperial a preservar y promover, pero que ya repercute en que hasta sus niños vayan
armados a las escuelas y se maten entre sí.
Su exclusividad armamentística actual lo sigue corroborando al impedirle a los países
pequeños la fabricación de armas, pues quieren tener el monopolio imperial al respecto, al igual
que el de las drogas, las noticias, los vehículos, las ropas, etc.
Tributar con la propia vida -de un modo u otro- es, entonces, la peor de las exigencias
tributarias.
E.- LA POLITICA.- El “interés público” que algunas constituciones -entre ellas la
nuestra- atribuyen a los partidos políticos es el de haber sido -en su tiempo- los únicos medios
razonables para combatir el absolutismo y procurar la democracia. Durante los dos últimos
siglos, a partir de su nacimiento formal, así se creyó sin duda alguna. Pero la realidad actual ya
es otra: la farsa de sus disputas internas, así como entre ellos, aunque les siga permitiendo
aparentar la vieja hipótesis de la democratización, los ha convertido en su máxima negación. Han
terminado por ser sus oligarquías dirigentes las que todo lo deciden dentro de un estrecho
abanico de disponibilidades que ellas mismas implementan, incluso con el apoyo del gobernante
en turno. Al principio -siglo XIX y buena parte del XX-, los aportes de cuotas de sus agremiados
eran los únicos medios para su sostenimiento y configuraban su fortaleza -más ideológica que de
interés-, pero ahora han dispuesto de la recaudación fiscal de cada país para evitarse hasta las
molestias del “charoleo” entre agremiados, de modo que pronto operarán con presupuestos
mayores a los que emplean los gobiernos mismos y, por supuesto, serán mejores “negocios” que
el acceso al cargo público por el que luchan, incluidos los “beneficios” que obtienen los
eufemísticamente llamados “servidores públicos” a través de los más elevados e ilimitados
sueldos y prestaciones concebibles, en franco contraste con ese perro mundo de las miserias y las
hambrunas que causa la muerte diaria de decenas de miles de niños famélicos y desahuciados y
de los que ya sólo cabe “horrorizarse” o “ignorar” para volver la vista a otro lado y pensar en
otra cosa a pesar de todo el “cristianismo” con el que nos llenamos la boca cada vez que
hablamos o que nos damos golpes de pecho.
F.- LA LABORAL.- Durante milenios, la esclavitud fue la forma de trabajo y tributo más
usual, pero, a pesar de las apariencias, aún subsiste a plenitud, aunque muy bien maquillada. El
sindicalismo, la reducción de la jornada, los salarios mínimos, las prestaciones, las vacaciones, la
seguridad social, etc., no han sido más que afeites para seguir solapándola, pues la escasez de
empleos obliga a emigrar o a sacrificarse en aceptarlos dentro de condiciones ilegales e indignas
-máxime cuando se es inmigrante-, además de la degeneración misma del sindicalismo a través
de la corrupción de sus “líderes” y el tributo adicional que representan las cuotas impuestas a sus
agremiados, esas que cínicamente se embolsan tales líderes para enriquecerse impunemente hasta
el delirio, de modo que ha terminado por resultar más grave el remedio que la enfermedad y sólo
han terminado por ser un impuesto más.
La esclavitud laboral ha persistido durante milenios, aunque medio disfrazándose, y
constituye esa forma abusiva de “explotación humana” que indujo a Hobbes a concluir, en
definitiva, que “el hombre es el lobo del hombre”.
Incluso se piensa, ordinariamente, que los “trabajos forzados”, en tanto que pena
impuesta por autoridades judiciales, representan una forma de tributo pagadero a la sociedad que
fue afectada por los actos criminales así castigados, pero la realidad es que tal encarcelamiento
sólo sirve para disfrazar la impunidad de los delincuentes que siguen libres, mayoritariamente
enquistados en cargos públicos, de modo que los cautivos sólo se usan para maquillar la
mascarada de que los gobernantes son justicieros y honestos.
G.- LA ECONOMICA.- Lo usual es creer que el tributo cumple una función económica
voluntariamente decidida por la comunidad para sostenerse como tal, pero la realidad discrepa de
tal hipótesis. La mayor parte del llamado “gasto público” -cuando no su totalidad- se destina a
cubrir los excesivos sueldos y prestaciones de una burocracia obesa y rapaz que sólo se sirve del
poder para autoprivilegiarse.
Vivimos inmersos en toda una serie interminable de círculos viciosos: la casi totalidad de
la recaudación por impuestos se destina al pago de inmensas e inútiles burocracias. Por ende, no
quedan recursos para realizar obras públicas que generarían empleos e infraestructura esencial.
Los ciudadanos más pobres tienen, pues, que emigrar para sobrevivir -y algunos mueren en el
intento- en tanto que otros se convierten en fuentes de abastecimiento de recursos para medio
vivir y disimular con ello la ineptitud gubernativa. Crece la subordinación de los países que
operan en tales condiciones con respecto a los que están mejor organizados y disponen de
capitales suficientes. Se incrementa la dependencia de aquéllos con respecto a éstos y,
consecuentemente, tienen que subordinarse a toda clase de intervenciones, ofensas -nuevos
muros que antes criticaban- e imposiciones imperiales de toda índole. Sobreviene la invasión de
las empresas transnacionales que descapitalizan aún más al país invadido con el señuelo de las
supuestas bondades de la inversión extranjera y la consecuente creación de empleos no menos
esclavizantes y de beneficios ridículos al compararse con lo que se llevan en utilidades,
comisiones, honorarios, importaciones, primas, premios, operaciones exentas en bolsa, etc. Se
incrementan, por ende, la pobreza, la miseria y las necesidades sociales insatisfechas, pues el
país así invadido queda convertido en un mero “traspatio” o taller de tal clase de “inversión”, esa
que al final sólo deja chatarras y trabajadores envejecidos que deberán ser pensionados por el
propio país afectado. Y todavía, para remate, se aumentan los impuestos convencionales porque
las pensiones y la burocracia siguen creciendo sin limitación alguna, al igual que los privilegios
de los pseudo gobernantes en turno que así solapan su propia ineptitud, de modo que, finalmente,
dichos gobernantes dejan de ser tales, tanto en efectividad como en representatividad, al actuar
como meros lacayos del gran capital mientras la miseria se generaliza, la subordinación a otras
potencias crece y la desesperación social estalla en todas las formas imaginables y por imaginar.
Esa termina por ser la función económica última del tributo cuando la voracidad
burocrática saquea al país, carece de nacionalismo, se desinteresa por la soberanía, fomenta la
intromisión de las empresas transnacionales, las desgrava, las exime o no las fiscaliza, para
acabar combatiendo fiscalmente al empresariado nacional merced a las jugosas “gratificaciones”
que aquéllas dan a nuestras burocracias insaciables y corruptas para que no las molesten y
puedan llevarse todo lo que quieran.
El clímax de tal aberración económica es que las operaciones multimillonarias del gran
capital estén exentas al operarse en bolsa, mientras los trabajadores, profesionistas y pequeños
comerciantes lleven sobre sí toda la carga impositiva. ¡Hermosa forma de “redistribuir la
riqueza”, según las teorías de los ingenuos tratadistas tradicionales que todavía sueñan con los
tiempos en los que, según una vieja y mexicanísima expresión, se creía posible ¡“amarrar a los
perros con longaniza”!
H.- LA SEXUAL.- Desde los orígenes de la humanidad, la subordinación y la
explotación sexuales han sido nota distintiva de un desequilibrio radical. Las grandes eras de los
matriarcados y patriarcados ya permitían vislumbrar lo mucho que significaba para seres
primarios e ignorantes cualquier clase de sujeción o control por la vía del sexo y de su
explotación extrasexual. Pero ha sido entre extremos de esclavización y violencia, por un lado, y
de explotación y rentabilidad, por el otro, que siguen debatiéndose, hoy por hoy, desde los
movimientos liberatorios femeninos hasta las exhibicionistas protestas de los homosexuales, todo
ello enmarcado entre pancartas y desfiles, así como entre leyes y “ceremonias conyugales” que
no sólo corroboran la demagogia legislativa y social con la que se consiente tal clase de
aberraciones y vicios al dejarles exhibir sus degeneraciones y preferencias de alcoba a la vista de
todos y en las calles, de modo que así se acaba de “educar” a los niños y jóvenes que los ven
desfilar entre sorprendidos y alborozados -pues se consienten tales clases de expresiones
colectivas, por mucho que entorpezcan el tráfico, pero no las de protestas contra los abusos del
poder-, al igual que con las farsas de “modernidad”, “liberalidad” y demás calificativos por el
estilo que ahora se emplean para implementar otras formas de esclavitud, cifradas en las modas,
las creencias, las supuestas “tolerancias” y las inmoralidades, elementos -todos ellos- que
resultan rentables dentro de cualquier economía de mercado para beneficio ilimitado de toda
clase de mercaderes que sepan aprovecharse de la depravación, comenzando por algunos
“medios de comunicación” que cifran sus tirajes en la apología del escándalo, la degeneración
instintiva y la deformación de la especie humana. Sexo y conservación son los resortes más
primarios de la animalidad, de modo que siempre será rentable explotarlos, a falta de inteligencia
para optar por algo que nos dignifique o eleve, pues a eso se reduce el “american way of life”.
Y mientras la llamada “civilización occidental” - la de “los buenos”- acusa a la oriental la de “los malos”- de “tapar y encerrar en exceso a sus mujeres”, aquélla observa cómo la
famosa “civilización occidental” tranquilamente las desnuda para explotarlas. Sólo en los
Estados Unidos se llevan a cabo anualmente más de diez mil “certámenes de belleza” -un
promedio de veinticinco diarios, que no es poco-, además de los miles y miles de “exhibiciones
de modas” y los múltiples “antros” y “paraísos turísticos” a lo largo y ancho del mundo, de
todas las clases y categorías, en donde la explotación sexual -visual o táctil, e incluso filmada o
televisada- rebasa toda comparación imaginable con la respetabilidad oriental hacia la mujer.
Claro está que no por ello dejamos de ser la “civilización cristiana” por excelencia y en cuyo
nombre invadimos y masacramos a todos los “extremistas”, “fundamentalistas”, “fanáticos”, etc.
que se opongan a los sacrosantos designios imperiales, tan hipócritamente encaminados, en
realidad, a la apropiación de los recursos naturales de tales “salvajes” fanatizados por Shiva,
Buda, Confucio, Mahoma o como se llame el que se ponga enfrente, pero nunca -por supuestopor Jehová, Jesús o Lutero.
I.- LA MORAL.- Moral viene de “mor”, “moris”, o sea costumbre. Y las costumbres son
tradiciones sociales que cambian a diario mediante toda clase de dictados: moda, propaganda,
publicidad, hábitos, etc.
A diferencia de la ética -que arraiga en la convicción individual y obedece a una vocación
de vida- la moral se adapta a los vaivenes convivenciales: lo que antaño fuera socialmente
admitido -como ocurría con “la falda hasta el huesito” -según el poema del zacatecano inmortal, luego resultó anacrónico y mojigato al acostumbrarse la minifalda; lo que resultaba una
salvajada a los ojos de los españoles cuando observaban a los aztecas sacándole el corazón a sus
prisioneros para embadurnárselo a Hutzilopochtli, para los nuestros era un acto religioso
justificable como tal y tan natural como el de los antiguos judíos sacrificándole animales a
Jehová sin que nadie les criticara por ello, o el de Abraham mismo, llevando a su hijo con toda
premeditación, alevosía y ventaja para obedecer el mandato de sacrificarlo en el Monte de
Morija. Lo que para tantos cristianos representaba acatamiento pleno al mandamiento del “no
matarás” resistiéndose a ir a la guerra, para las milicias asesinas sólo representaba cobardía o
traición a la patria y, por supuesto, motivo de encarcelamiento, burla, ofensa, segregación social,
etc.
En consecuencia, también la moral imperante es una forma de esclavitud tributaria que,
además, casi siempre -¡qué casualidad!- induce al consumismo, pues si el pantalón acampanado
o con valenciana se vuelve anacrónico porque sobreviene la moda del corte recto o del terminado
sin valenciana, lo obvio es que estaré obligado a reemplazar mi guardarropa por aquello que la
moda imponga para no pasar por anticuado o ridículo, y aun cuando no por ello se altere en
forma alguna la satisfacción de la más primaria necesidad de vestir por simples razones de pudor
y abrigo tan ancestralmente humanas.
J.- LA ESTETICA.- La necesidad estética, profundamente emparentada con la moral, va
más allá de la sana costumbre para adentrarse en la pura apariencia. Ya no se trata, aquí, de
pintarse como pieles rojas dispuestos al combate en razón de que ahora el maquillaje haya
cambiado sin dejar de ser pintura facial y corpórea -incluyendo el tatuaje que tanto se
acostumbra hoy-, sino que ahora esa misma pintura, las delineaciones, las “sombras”, etc.,
obedecen a los parámetros que dictan los propios rasgos faciales, la edad, el sexo, el color de
piel, etc., de tal manera que se refina la apariencia en aras de las características particulares del
sujeto esclavizado al pintarrajeo, incluso al extremo de que la máxima rentabilidad industrial sea
justamente la que gozan los fabricantes de cosméticos, afeites y fármacos, esos que
ancestralmente empleaban las tribus primitivas con el objetivo opuesto: el de pasar por feroces,
desagradables y sanguinarios para amedrentar al enemigo.
K.- LA SOCIAL.- La simple convivencia -el club, la cantina, la tertulia, el café, la
parroquia, el estadio, el teatro, el cine, etc.- imponen modos y conductas, así como pagos o
aportes, que ya no derivan de las costumbres o las tradiciones, sino que se constituyen en meras
prácticas o modas no menos obligatorias o fatales. La invitación, la esquela, la participación, el
boleto, etc. son costos convivenciales ineludibles, de modo que también gravitan y agravan la
subordinación humana al sujetarnos a convencionalismos y atenciones tan esclavizantes como
onerosas.
Pero dentro del mismo orden sociológico, aunque en un rango superior, es claro que
existe otra clase de tributo, que es el del terror, ese que a diario pagamos al provocarse
mundialmente, y por el propio Imperio Norteamericano, un terrorismo individual emparentado
con la delincuencia cotidiana y que se han convertido, al conjuntarse dentro de la escala de sus
dimensiones propias, en la única respuesta posible ante los excesos mucho peores del terrorismo
de Estado; ese terrorismo de Estado, sobre todo norteamericano-sionista, que ha causado la
muerte de más de doscientos mil latinoamericanos en los últimos cincuenta años, además de los
millones de muertos y mutilados en el centenar de países que ha bombardeado e invadido dentro
de igual período de tiempo.
¿Se ha preguntado Ud. a cuántos países ha bombardeado e invadido México en ese
mismo lapso, a pesar de formar parte, también, de las famosas “Naciones Unidas” y de ser
“amigos”, “primos” y “socios comerciales” del país que antes criticó el Muro de Berlin y ahora
nos lo pone en la frontera?
L.- LA HISTORICA.- Pero el clímax de todo ello es que hasta la historia misma nos
imponga la habitualidad subordinadora del tributo. Ya en la mentalidad, la conciencia y hasta la
idiosincrasia de todo ser humano permanece latente, como una especie de herencia genética, el
sentido de la subordinación, la dependencia y el servilismo, ese sentido de obediencia o
acatamiento con cuyos matices resulta plenamente inculcada la presencia eterna y fatal de lo
tributario como si fuese parte consustancial de la naturaleza humana.
Y es que si la seguridad, como la sexualidad -según dejamos dicho-, representan las
necesidades extremas -o instintos básicos- de la bestialidad propia o distintiva de todo ser
humano en tanto que siempre será un “animal político”, resulta imposible sustraerse a tal clase
de tributación primaria, salvo cuando se logra “sublimarlas” -como en la tesis freudiana- para
conferirles visos de una mayor humanización -tanto en su sentido de racionalidad como de
respeto por un prójimo al que se admite y reconoce como tal- a efecto de superar lo más primario
de dicha animalidad.
En suma: históricamente la humanidad ha venido tributando -y muy onerosamente, por
cierto- en la medida misma en que ha sacrificado el ideal al interés y la humanización al
egoísmo.
Ahora bien, después de esta primera aproximación puramente ejemplificativa del tema, al
lector le resultará claro que todo ser humano vive inmerso dentro de un mundo notoriamente
sobremanipulado -más que sobrecomunicado- como lo es el del presente; que forzosamente sigue
esclavizado a los dictados del poder -político, económico, religioso, mitológico, etc.- y de la
colectividad -medios, armas, trabajo, sociedad, etc.-, incluso al extremo de que ni los pocos
aborígenes ocultos en las selvas o los escasos monjes incomunicados en algún remoto convento
puedan sustraerse totalmente a tan fatal dictadura, pues ya el hecho de convivir con otros seres
humanos es una forma de tributación tan drástica como definitiva, tan ineludible como en cierto
modo necesaria, de tal manera que bien cabe concluir preliminarmente con la afirmación de que
el ser humano es tributante por naturaleza y que esta clase de tributos le son aún más fatales que
los convencionalmente llamados “impuestos” o “contribuciones”.
Pero lo más grave de todo es que a estas formas fatales de tributación -por el solo hecho
de estar en el mundo- deban sumarse las formas convencionales del impuesto, esas que
conocemos en calidad de mera obligación monetaria hacia el poder. Si ya de por sí es demasiado
oneroso el consentir y tolerar o soportar gobiernos ineptos y rapaces -cuando no belicosos y
asesinos-; partidos que monopolizan las decisiones fundamentales; sindicatos que sólo sirven al
interés y beneficio de sus líderes; iglesias y sectas que sólo se enriquecen a pesar de la miseria
circundante; burócratas saqueadores a pesar de estar sobrepagados; etc., y a todo ello deba
añadirse la contaminación y envenenamiento ambiental del planeta que están llevando a cabo las
grandes empresas transnacionales, la devastación de países enteros por las grandes potencias
para apoderarse de sus recursos naturales, la tiranía económica de la gran empresa sobre la
incipiente, la escasez del agua y la inundación de basura; las malas leyes y la justicia corrupta;
etc., nada podrá resultarnos peor que seguir sosteniendo la anacrónica figura del tributo
convencional, ese al que se califica como “impuesto” o “contribución”, pues finalmente no deja
de representar otra cosa que el “llover sobre mojado” del que ya toda la humanidad está -y ha
estado siempre- inocultablemente harta.
Es obvio, por lo demás, que para el vividor convencional que depende del tributo en una
u otra forma, nada resultará más absurdo que plantear siquiera el proscribirlo de una vez por
todas y para siempre, por lo que se opondrá en serio y en serie a todo lo antes expuesto y hasta
querrá combatir, minimizar o ridiculizar de algún modo lo aquí descrito.
Sin embargo, a pesar de tales especímenes, tan perrunamente insertos en el interés de
mantenerlo para su particular beneficio, cabe perfectamente el ilustrar un cambio de perspectiva
radical al respecto y que podría ejemplificarse como sigue, aunque aquí sólo se describa en líneas
muy generales y abreviadas por razones de espacio:
A.- ¿Qué pasaría si no se pagaran impuestos o, si en vez de ellos, sólo se pagaran
derechos? La burocracia se obligaría a prestar los servicios que ahora elude, en vez de
mantenerse ociosa y a la simple espera del tiempo -rutinaria y paciente-, para gozar de sus
desmedidas remuneraciones y privilegios.
B.- ¿Qué pasaría si en lugar del actual seguro social, con enormes edificios, instalaciones,
burocracias, sindicatos, pensiones y demás, sólo fuese una simple caja para cobros y pagos de
comprobantes, de modo que los derechohabientes elijan al médico y clínica que prefieran, a la
aseguradora y guardería que por sí mismos decidan, etc., y con servicios externos
profesionalizados y responsables se resuelvan todos los problemas actuales de inutilidad y
quiebra que tal institución confronta, ademas de sus carencias de medicinas para atender a la
función básica que le compete? La burocracia actual que lo domina tendrá que emplearse en
instituciones privadas, ser eficiente para conservar el empleo y dejarse de politiquerías,
sindicalismos, pensiones y demás abusos y privilegios de los que hoy goza hasta el cinismo.
No obstante, como ya los grandes capitales adquirieron los hospitales privados en
previsión de una prometida privatización por parte de nuestros politiqueros, también habrá que
prever el que tales propiedades se “pulvericen” o, mejor aún, que se implemente el concepto
europeo de la llamada “empresa social”, de modo que ni el lucro ni el burocratismo se apropien
de tales servicios.
C.- ¿Qué pasaría si se legislara -y aplicara, por supuesto, dicha legislación con toda
puntualidad- para que los sueldos y prestaciones de todos los servidores públicos no excedan de
un cierto número de salarios mínimos prefijados en forma decreciente a partir del propio
Presidente de la República y atendiendo a la función jerárquica que tengan, incluso deslindando
perfectamente los cargos de elección popular de los retribuidos por nómina o por contrato?
Podría llegarse al extremo de que algún día los cargos de elección popular sean puramente
honorarios, con lo cual decrecería radicalmente tanto interés por “servir a la comunidad” como
demagógicamente predican.
D.- ¿Qué pasaría si se priorizara el enjuiciamiento y castigo inmediatos e ineludibles de
toda clase de peculados y demás abusos de poder por sobre todos los demás ilícitos de la
población que no detenta cargos públicos, dado que aquéllos representan, a la vez, los tres
extremos del delito patrimonial: abuso de confianza, fraude y robo -todo a la vez-, de modo que
ninguna otra clase de delitos se consideren de mayor gravedad que los dañinos al patrimonio
nacional?
Y ello en vez de tantos “códigos de ética”, legislaciones que la citan hasta el
cansancio, “transparencias”, disposiciones sobre “responsabilidad de servidores públicos” que
nunca se aplican y demás zarandajas por el estilo, pues poco a poco se moralizaría realmente el
medio burocrático, ese que actualmente sólo es una cueva de ladrones, incluso más grave que la
del raterillo vulgar porque configura una idiosincrasia que ya nos caracteriza mundialmente y
permea hacia las juventudes al dejarles la idea fija de que todo cargo público implica
necesariamente el enriquecimiento fácil, ilegal e impune.
E.- ¿Qué pasaría, en suma, si buscásemos racionalizar las necesidades nacionales,
castigar toda clase de excesos gubernativos, evitar dispendios y castigar componendas y errores,
controlar de verdad los recursos naturales y energéticos del país, etc.? ¿Qué pasaría?
Cualquier lector que aún aliente ideales por cambiar al mundo sabe lo que pasaría, pues
bien decía José Ingenieros que: “El hombre sin ideales hace del arte un oficio, de la ciencia un
comercio, de la filosofía un instrumento, de la virtud una empresa, de la caridad una fiesta, del
placer un sensualismo. La vulgaridad transforma el amor de la vida en pusilanimidad, la
prudencia en cobardía, el orgullo en vanidad, el respeto en servilismo”, porque, como él mismo
puntualizaba y resumía con todo tino: “El ideal es un gesto del espíritu hacia alguna
perfección”.
LOS FAMOSOS “FINES EXTRAFISCALES” DEL IMPUESTO
Entre las muchas calamidades derivadas de la ignorancia, ingenuidad o complicidad de
nuestros Ministros de la Suprema Corte destaca, sin duda, la de los “fines extrafiscales”, pues
hasta los estudiantes saben que se trata de un tema presupuestario o aplicativo de lo recaudado
-fines- no recaudatorio -medios-, de modo que deviene aberratorio que ahora hayan
“descubierto” que no sólo el artículo 31 Constitucional, en su fracción IV, permite establecer
tributos, sino que también puedan “emanar” de sus artículos 25 y 28 -relativos a la “rectoría del
Estado”-, de modo que ya sólo les falta patentar tal aberración para beneficio y gloria de la
especie humana.
El paso siguiente, como es de suponerse, será su futuro “descubrimiento” de nuevas
“fuentes tributarias”, muy posiblemente -rascándole un poco- de casi todos los demás artículos
de la Constitución, de modo que sólo faltará inventar el nombre con el que se bautice cada uno
de tales “hallazgos” y la consecuente placa con los nombres y fotos de nuestros ministros en
cada una de las paredes del Congreso y atrás de los escritorios principales de toda la burocracia
nacional.
Claro está que este último invento de los “fines extrafiscales” -para quienes somos medio
herejes- no pasa de ser un nuevo ardid para alcanzar dos objetivos perfectamente visibles:
1.- Esforzarse en “justificar” otra forma de recaudación; y
2.- Aparentar que se obedece a finalidades benéficas para inducirnos a su aceptación.
Pero veamos el tema más de cerca, e incluso partiendo de su propia denominación:
1.- Un “fin extrafiscal”, por definición, implica pensar que se trata de algo fuera de lo
propiamente tributario pero orientado a un objetivo. Decirlo en plural significa que hay varios
“fines” y que todos concuerdan en un denominador común: el de no ser de naturaleza fiscal,
propiamente hablando, puesto que escapa a lo “fiscal” y, sin embargo, admitirlo como tributo y,
a la vez, distinguirlo de él. ¡Es obvio, pues, que ni Cantinflas habría podido expresarlo mejor!
Al principio pudiera concluirse que nada tiene que ver lo “fiscal” y que sólo se trata de un
invento más para acopiar recursos con algún objetivo benéfico concreto al que conviene “avalar”
bajo las hipótesis de la “política social”, la “finalidad económica”, el “bien común” y otras
“banderas” o patrañas por el estilo. De modo que, si al principio no se trata propiamente de
tributos, sino de cooperaciones forzadas que terminan por revestir y asumir la naturaleza del
tributo al imponerse mediante leyes y derivarse a como dé lugar de la Constitución, nada impide,
finalmente, que de dicha obligatoriedad se concluya que sólo son meras imposiciones tributarias,
pues los impuestos voluntarios todavía no se les ocurren ni a los novelistas de ciencia-ficción.
En otras palabras, los famosos “fines extrafiscales del tributo” que nuestra Constitución
sigue siendo omisa en mencionar expresamente, son “lobos con piel de oveja” pues siempre
serán tributos disfrazados de fines “benéficos”, “sociales”, etc., para justificar más recaudación.
Pero el trasfondo de calificarlos así mediante este novedoso bizantinismo adoptado por
algunos de nuestros Ministros es el de “justificarlos” a como dé lugar y en clara contravención al
texto y los principios constitucionales. Han dicho, por ejemplo, que:
a) no derivan del artículo 31, fracción IV, sino de los artículos 25 y 28 por razón de la
“rectoría del estado”;
b) no se destinan al “gasto público”, sino a un “gasto específico”;
c) no contravienen el principio de “capacidad contributiva” porque “no son
contribuciones”;
d) escapan a toda consideración sobre “proporcionalidad y equidad”, puesto que “no
revisten naturaleza tributaria alguna”;
e) es “obligación” del Congreso definirlos como tales;
f) benefician a quienes los pagan porque sirven para “combatir la evasión y la elusión”;
g) nada tienen que ver con la “capacidad contributiva”, ni con la “razonabilidad” y otras
antiguallas conceptuales.
2.- Un “fin extrafiscal” del tributo induce a suponer que ya no se trata propiamente del
tributo, sino de algo que lo supera, aun cuando lo mencione o no, pues deviene obvio que
remonta o escapa a la esfera de lo vulgarmente fiscal y termina por justificarse con el famoso
“fin” con el que se antecede esta clase de esotérica o fantasmal entidad expresiva que opera “por
encima”, “por fuera” o “al margen” de lo convencional o vulgarmente tributario.
Concebido así, el “fin extrafiscal” es objeto de toda clase de elogios, pues como de su
existencia deriva, supuestamente, el que ya no sirva lo recaudado para seguir privilegiando
burocracias obesas, sobrepagadas, corruptas e inútiles, sino para atender necesidades concretas
mediante aplicaciones directas, de inmediato aparece o se antoja como una especie de panacea
contra la degeneración gubernativa y hasta como una fórmula redentora de tal calamidad
nacional.
Cualquiera se encandila, pues, ante esta sola perspectiva, de modo que, a quienes todavía
no convencía plenamente el que se violaran los preceptos y principios constitucionales
precitados, ha terminado por convencerles este enfoque depurador y redentoril, toda vez que
permite avizorar esperanzas de cambio que, de otro modo, cada vez parecen más distantes en
razón de la clase de gobiernos que padecemos, tan descaradamente manipulados por las
transnacionales y por las tres nuevas “divisiones del poder” que nos gobiernan: partidocracia,
sindicalismo y burocracia.
Sin embargo, se requiere de mucha “manga ancha” para entrar en tales sutilezas
cantinflescas, como lo es el tratar de distinguir entre “fines” encasillados en el concepto
constitucional de “gasto público” y otra clase de “fines” que: a) también “encajen” en la
Constitución; b) también revistan características de “imposición”; c) también impliquen
“fiscalización”; d) también entrañen “recaudación”; e) también deriven en “penalizaciones” por
incumplimiento; y que, a la vez, no sean reputados como “fiscales”, sino como “extrafiscales” y
que hasta resulten ser “más benéficos que los fiscales”, a los cuales ya se nos había hecho creer
que son “inmensamente benéficos” porque, de no serlo ¿cómo podría sostenerse el “gasto
público” -léase aparato burocrático-? O ¿cómo podría sobrevivir el país mismo -léase burocraciasin desaparecer del planeta?
3.- Un “fin extrafiscal” cuyo sustento derive del artículo 25 Constitucional y, por ende, de
la famosa “rectoría del Estado”, necesariamente sigue siendo fiscal, pues dicha rectoría es, por
definición, una forma de imposición, tan típica como la de todo lo tributario y tan antigua como
toda la historia del tributo a lo largo de los milenios que así lo corroboran, de modo que la
famosa “extrafiscalidad” no se le alcanza a ver desde ninguna orilla.
Y es que, en efecto, se ha intentado sustentar esta forma de imposición apartándola del
artículo 31, fracción IV, Constitucional para manejarla como una especie de nuevo maná que,
por supuesto, también nos viene del cielo con el milagroso fin de resolver cierta clase de
problemas derivados de la manipulación tributaria ancestral. Al sustraerla de dicho precepto, y
atribuírsela a los artículos 25 y 28, algunos de nuestros ministros de la Corte presumen haber
encontrado la fórmula ideal para beneficiar a ciertos sectores de una manera que suponen
“directa” y sin los riesgos de que tales recursos se vuelvan “polvo” en manos de la sobrepagada
burocracia de cuyos privilegios también disfrutan -y ¡en qué medida!-. En vez de gravar lo que
envenena y desgravar lo que alimenta, terminaron por adoptar tal artilugio.
No obstante, aunque sólo a los ingenuos la intención parezca noble, la realidad la
desmiente, y hasta en exceso, como más adelante veremos al descender al detalle, pues tal clase
de recaudación con apoyo en otros preceptos constitucionales sigue estando sujeta a la
intervención de nuestras autoridades fiscales, de modo que siempre terminarán “jugándonos el
dedo en la boca” y, para colmo, hasta con la bendición absolutoria de nuestros ingenuos o
cómplices -¿cómo saberlo?- Ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación.
Concretamente: la Corte trata de “vendernos” los “fines extrafiscales” mediante
expresiones que se anticipan enfatizadas por el autor de este trabajo, como es el caso de las
siguientes:
1.- “... razones que orientan a las leyes tributarias al control, regulación y fomento de
ciertas actividades o sectores económicos, matizando sus objetivos con un equilibrio entre la
rectoría estatal y las demandas del interés público... (por lo que el): artículo 25 Constitucional
constituye uno de los fundamentos de dichos fines, cuya aplicación debe reflejarse en la ley, sus
exposiciones de motivos, o bien, en cualquiera de sus etapas de formación”;
2.- “... el trato diferente que reciben contribuyentes que otorgan el uso o disfrute de
bienes inmuebles destinados a casa-habitación respecto de los que no los destinan a dicho fin, se
justifica por la facultad del legislador de establecer categorías de contribuyentes de un tributo
y por los fines extrafiscales que persigue como es la demanda social de bienes inmuebles para
casa-habitación”.
3.-
“CONTRIBUCIONES.
FINES
EXTRAFISCALES.
Además
del
propósito
recaudatorio que para “sufragar el gasto público de la Federación, Estados y Municipios”
tienen las contribuciones, éstas pueden servir accesoriamente como instrumentos eficaces de la
política financiera, económica y social que el Estado tenga interés en impulsar, orientando,
encauzando, alentando o desalentando ciertas actividades o usos sociales, según sean
considerados útiles o no, para el desarrollo armónico del país, mientras no se violen los
principios constitucionales rectores de los tributos”.
4.- “... la existencia de estos fines extrafiscales no puede contravenir los principios de
legalidad, proporcionalidad, equidad y destino al gasto público que establece el artículo 31,
fracción IV, de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, sino que se constituye
en un elemento que permite un análisis más completo de las disposiciones fiscales y brinda al
órgano de control constitucional un parámetro válido para realizarlo.
Así, al haberse
advertido en la especie el fin extrafiscal perseguido por el legislador al otorgar un mayor
porcentaje de deducción a los arrendadores de casa habitación, en relación con los de otros
destinos, se facilita el estudio de la garantía de equidad tributaria y se llega a la conclusión de
que en este caso ese fin extrafiscal concuerda con la interpretación que de dicha prerrogativa
fundamental ha hecho este Tribunal Constitucional, por lo que no existe la violación a la
fracción IV del artículo 31 de la Ley Fundamental.”
5.- “CONTRIBUCIONES, FINES EXTRAFISCALES. CORRESPONDE AL PODER
LEGISLATIVO ESTABLECERLOS EXPRESAMENTE EN EL PROCESO DE CREACIÓN DE
LAS MISMAS. Una nueva reflexión sobre el tema de los fines extrafiscales conduce a esta
Primera Sala de la Suprema Corte de Justicia de la Nación a considerar que, si bien el
propósito fundamental de las contribuciones es el recaudatorio para sufragar el gasto público
de la Federación, Estados y Municipios, al cual se le puede agregar otro de similar naturaleza,
relativo a que dichas contribuciones pueden servir como instrumentos eficaces de política
financiera, económica y social que el Estado tenga interés en impulsar (fines extrafiscales),
tendrá que ser ineludiblemente el legislador quien establezca expresamente, en la exposición de
motivos, en los dictámenes o en la misma ley, los mencionados fines extrafiscales que
persiguen las contribuciones con su imposición. En efecto, el Estado al establecer las
contribuciones respectivas, a fin de lograr una mejor captación de los recursos para la
satisfacción de sus fines fiscales, puede establecer una serie de mecanismos que respondan a
fines extrafiscales, pero tendrá que ser el legislador, quien en este supuesto, refleje su voluntad
en el proceso de creación de la contribución, en virtud de que, en un problema de
constitucionalidad de leyes, a lo que debe atenderse sustancialmente es al producto de la
voluntad del órgano encargado de crear la ley y no a las posibles ideas que haya tenido o
posibles finalidades (objetivos) que se haya propuesto realizar. Lo anterior adquiere relevancia,
si se toma en cuenta que al corresponder al legislador señalar expresamente los fines
extrafiscales de la contribución, el órgano de control contará con otros elementos, cuyo análisis
le permitirá llegar a la convicción y determinar la constitucionalidad o inconstitucionalidad del
precepto o preceptos reclamados. No obstante lo anterior, pueden existir casos excepcionales
en que el órgano de control advierta que la contribución va encaminada a proteger o ayudar a
clases débiles, en los que el fin extrafiscal es evidente, es decir, se trata de un fin especial de
auxilio y, por tanto, no resulte necesario que el legislador en la iniciativa, en los dictámenes o
en la propia ley exponga o revele los fines extrafiscales, al resultar un hecho notorio la
finalidad que persigue la contribución respectiva.
Precedentes: Amparo en revisión 564/98. Rodolfo Castro Ruiz. 18 de octubre de 2000.
Unanimidad de cuatro votos. Ausente: Humberto Román Palacios. Ponente: Juan N. Silva Meza.
Secretario: Jaime Flores Cruz.”
No obstante, los propios debates de los Ministros son excesivamente dispares,
evidenciando así la inconfesada realidad de que manipulan o ignoran el tema fiscal. Por ejemplo:
1.- “con lo cual se llegaba a una especie de evasión fiscal, porque se ganaban dos
aspectos fundamentales, en primer lugar, reducir el monto de la base y en segundo lugar,
pagar a título de estos gastos de previsión social, prácticamente y en ocasiones, reparto de las
utilidades que correspondían a los trabajadores de confianza, por estos motivos y otros que se
explican en el proyecto, apareció la necesidad de que con fundamento en los fines
extrafiscales que existen o deben existir, tratándose de los impuestos, se fueran poniendo
reglas diferentes y a través del examen que he manifestado de esta fracción XII, aparecen
fundamentalmente, tres fines extra fiscales”. Y los tres fines son, en síntesis:
a) “fomentar un trato igualitario, cuando dice que se trate de gastos de previsión social,
que se otorguen en forma general en beneficio de todos los trabajadores”.
b) “evitar la elusión fiscal, y esto se logra poniendo límites a los trabajadores de
confianza; estos límites están en la última parte de la fracción XII, en donde se establece que no
podrá exceder de diez veces el salario mínimo general del área geográfica que corresponda al
trabajador, elevado al año”.
c) “desalentar las actitudes patronales contra el sindicalismo, y se dice: cómo es posible
que se persiga esto a través de una disposición fiscal, porque finalmente el trabajador es
completamente libre para afiliarse al sindicato o no afiliarse, tiene esa opción, que no tiene que
ver absolutamente nada con un fin extra fiscal, se entiende que esto no es razonable.”
2.- “Es indudable que el fin extrafiscal buscado en la norma, es justificado
constitucionalmente, pues se trata de desalentar esta conducta del empleador, en perjuicio del
sindicalismo y de la igualdad entre trabajadores, dado que la libre decisión de sindicalizarse o
no, se ve invadida por conductas desarrolladas por el mismo patrón”.
3.- “el fin extrafiscal es cerrar el camino a la elusión, y también se dice que el fin
extrafiscal es atemperar las diferencias, pero no se dice expresamente que el fin extrafiscal sea
el fomento del sindicalismo, pienso yo, que el aceptar por esta Suprema Corte la existencia de
fines extrafiscales ha sido algo doloroso para los contribuyentes, pero, finalmente, según el
criterio de la Suprema Corte, plausible y necesario, que no necesariamente el fin de los
tributos sea exclusivamente recaudatorio. Yo soy de la convicción de que los fines extrafiscales
necesitan revelarse expresamente por el Legislador, bien en el producto final que es la ley
misma, bien por resultar obvia la materia del fin extrafiscal o bien, en el proceso legislativo;
pero no creo que corresponda a la Suprema Corte el adivinar, colegir y a veces torturar para
ubicar un fin extrafiscal”.
4.- “no hay fines extrafiscales; la reforma tuvo, como consecuencia, fiscalidad pura”
5.- “Preguntémonos si lograr una recaudación adecuada es un fin fiscal o es
extrafiscal”.
6.- “No cabe duda que el tema de los fines extrafiscales siempre ha escandalizado a las
buenas conciencias, no se admiten los fines extrafiscales o se admiten a regañadientes”.
7.- “En la evasión sin derecho se bastardean los hechos para no pagar, para no
cumplir, y en la elusión con derecho se desvía el sentido de afectación de la norma. Es por eso
que yo he venido sosteniendo que la reforma que dejó tal cual la fracción XII del 31 de que
venimos hablando fue para cerrar los caminos de la elusión. Ahora bien, esto es fiscalidad
pura. Se habla de extrafiscalidad cuando independientemente del fin recaudatorio se logran
otros efectos de derecho concernientes a otras materias, no a la fiscal”.
8.- “no se da el fin extrafiscal a que se refiere el proyecto, en el sentido de que hay una
elusión en el pago del impuesto, no, lo paga quien debe de pagarlo y en este caso ¿quién es el
que debe de pagarlo?, pues el trabajador que es el que se ve beneficiado en el momento en que
excede al monto que tiene exento, y eso se hace acumulable, y al hacerse acumulable tiene que
pagar el impuesto correspondiente. Esa fue únicamente mi argumentación, en el sentido de que
no se estaba eludiendo el pago del impuesto, porque el patrón no tendría la necesidad de
eludirlo si se determina que es un gasto necesario e indispensable de la empresa y que por esta
razón está exento; bueno, puede deducirlo conforme a lo que se establece en la otra parte del
propio artículo 31, fracción XII”.
Algunos votos particulares terminan por corroborar que ni Cantinflas hubiera sido capaz
de tanta sutileza:
1.- “En el presente asunto, se señaló que los Decretos emitidos con base en dicho
artículo constitucional -y a través de los cuales se llega a establecer un trato desigual a la
misma mercancía proveniente de países diversos- no pueden ser analizados a la luz de los
principios de proporcionalidad y equidad como si se tratara de cualquier otra contribución,
considerando que el ejercicio de dicha facultad solamente se limitaría en la medida de los fines extrafiscales- que se persigan en cada caso concreto, constituyendo un caso de excepción a la
aplicación del artículo 31, fracción IV, de nuestra Ley Fundamental. Estimo que dicho criterio
es inadecuado, apoyándome para tal efecto en las consideraciones que este Alto Tribunal ha
efectuado en torno a la garantía constitucional de equidad. En efecto, se ha sostenido que, para
poder cumplir con el principio de equidad tributaria, el legislador no sólo está facultado, sino
que tiene obligación de crear categorías o clasificaciones de contribuyentes, a condición de
que éstas no sean caprichosas o arbitrarias, o creadas para hostilizar a determinadas clases o
universalidades de causantes; esto es, que se sustenten en bases objetivas que justifiquen el
tratamiento diferente entre una y otra categoría, y que pueden responder a finalidades
económicas o sociales, razones de política fiscal o incluso extrafiscales”.
2.- “Como puede apreciarse, la extrafiscalidad es un criterio al que válidamente puede
recurrirse como justificación del establecimiento de categorías o de tratamientos jurídicos
diferenciados, en el marco del respeto a la garantía constitucional de equidad, tal y como se
desprende de la enunciación tradicional de dicha garantía, efectuada por la Suprema Corte de
Justicia de la Nación.
3.- “La mayoría sostiene que, en el caso de los aranceles, las finalidades extrafiscales
precisadas por el texto constitucional en su artículo 131 justifican el establecimiento de
categorías o tratamientos diferenciados, toda vez que dichos fines tienen como efecto el
exceptuar la aplicación de los principios constitucionales de la materia fiscal. En cambio,
considero que, sin excepción, todas las contribuciones -con independencia de las diferencias
inherentes a sus elementos esenciales y a sus propósitos- admiten ser analizadas a la luz de los
referidos principios constitucionales, si bien es cierto que, en el marco de los criterios
tradicionales establecidos por este Alto Tribunal, existen finalidades de diversa naturaleza que
pueden justificar el establecimiento de tratamientos diferentes, sin que ello implique la
violación a la garantía de equidad tributaria”.
4.- “No debe pasarse por alto que, en todo caso, la razonabilidad de los fines
extrafiscales sólo puede ser entendida en un contexto esencialmente recaudatorio, pues no es
válido el fin extrafiscal que atenta contra el propósito fiscal inherente a las contribuciones. De
esta manera, no sería coherente o válido que el creador de la norma, atendiendo a fines
extrafiscales, estableciera medidas fiscales que no fueran acompañadas de otras de orden
administrativo no fiscal -pero vinculadas al fin que se persigue-, resultando contradictorio, por
ejemplo, que se desincentivara una conducta indeseable únicamente a través de un impuesto,
toda vez que la consecución del fin extrafiscal llegaría en el momento en el que se erradique
dicha conducta, con lo cual dejaría de realizarse el hecho imponible y se afectaría la
recaudación”.
Pero el colmo de colmos es que hasta la prensa nacional haya caído en el juego:
1.- “El Estado puede regular, controlar y fomentar actividades mediante disposiciones
contenidas en leyes tributarias, para conseguir fines extrafiscales que beneficien ciertas
actividades o sectores económicos; determinó la Suprema Corte de Justicia de la Nación”.
2.- “Luego de resolver cinco amparos interpuestos contra disposiciones tributarias que
tenían que ver con fines extrafiscales, la "Primera Sala de la Corte" declaró constitucional el
fomento en áreas particulares, como instrumento de crecimiento de la economía, del empleo y
para lograr una justa distribución del ingreso”.
3.- “En diversas ocasiones el máximo tribunal del país, ha fallado a favor de la facultad
de las autoridades, con el propósito de eliminar o disminuir el monto de los impuestos que
tengan como objetivo favorecer a sectores de la población y actividades de particulares”.
4.- “De igual forma, la Corte definió que "se alentará y protegerá la actividad
económica de los particulares, y proveerá las condiciones para que el desenvolvimiento del
sector privado contribuya al desarrollo económico social".
5.- “... los ministros definieron que los fines extrafiscales son los que orientan a las
leyes tributarias al control, regulación y fomento de ciertas actividades o sectores económicos,
con equilibrio entre el control estatal y las demandas de interés público.”
En suma, todo parece indicar que: a) ya encontramos la fórmula para obligar a tributar
sin que lo recaudado parezca tributo; b) ya encontramos la solución para que el tributo se
convierta en “obra de beneficencia”; y c) ya llegamos a la conclusión de que las autoridades
fiscales ya no son autoridades fiscales sino madres de la caridad, debidamente “bendecidas”
por el Congreso y “santificadas” por la Corte.
El clímax de la ingenuidad de nuestros Ministros quizá pueda percibirse mejor a través
del siguiente texto, tomado de la versión estenográfica de una de sus sesiones, y del que no
importa quién lo dijo sino la evidencia de lo antes afirmado. Veámoslo con remarcados propios e
intercalándole los comentarios respectivos mediante subrayados:
1.- “yo creo que una observación ideal de la materia tributaria, supondría, por un lado,
las autoridades con una doble responsabilidad, la responsabilidad de establecer normas
tributarias justas, equitativas, -¡sí, como no!- que no solamente sirvan para recaudar, -¡y para
qué otra cosa servirán!-.
Esta expresión de fines extrafiscales se ha ido elaborando a través del tiempo por la
Suprema Corte, pero en realidad, desde un principio, desde la Constitución de 57, se observa
que la materia tributaria, sobre todo en una sociedad desigualitaria, debe servir para
redistribución de riqueza, -¿cuál sociedad no es “desigualitaria” y hacia dónde la famosa
“redistribución”? ¿Hacia abajo o hacia arriba, que es como finalmente termina siempre?-.
“... y hay un principio normalmente aceptado por todos los fiscalistas -¿quiénes?,
¡nombres!-, y que deriva en tesis de la Corte sobre el principio de proporcionalidad, cada quien
debe contribuir de conformidad con su capacidad contributiva, -¿por eso estarán exentas las
multimillonarias operaciones en bolsa?- de manera tal, que esa recaudación provenga de que
los que tienen más, paguen más, y los que tienen menos, paguen menos, e incluso no paguen,
-¡sí, cómo no, Chencha!- porque aun hay cierta situación de quienes menos ingresos tienen,
que ha sido considerada desde hace muchísimo tiempo por la Ley del Impuesto Sobre la
Renta, como exenta, no tienen que contribuir; -¡sólo faltaba que hasta las miserias de salarios
mínimos se gravaran!-.
Ante este panorama la autoridad tiene otra gran responsabilidad, que lo que recauda
sirva para ese destino del que hablaba el ministro..., como uno de los requisitos del 31, fracción
IV, destino a gasto público, -entiéndase remuneraciones multimillonarias de todas las altas
burocracias del país- tengo que administrar con todo cuidado los recursos públicos, a fin de
satisfacer las necesidades de la comunidad, -ante la nula realización de obras públicas, ya
sabemos cuáles son esas “necesidades de la comunidad”- tanto prioridades, en fin ya esto entra
en la política y en la economía -a las cuales la Corte sirve mejor que a la Justicia-.
Por el otro lado los contribuyentes. Primero sé que hablo un poco “alegóricamente”
pero todo contribuyente debiera tener una gran satisfacción en el pago de sus tributos, -no, si
desde Confucio y Jesús, toda la humanidad ha brincado de gusto por tributar- las empresas
debieran decir:“que bien que he contribuido con tantos millones de pesos, porque gracias a mi
contribución se van a hacer carreteras, presas, escuelas, etcétera, etcétera” -¡y también
mansiones para cada ratero que accedió al poder!- , y los que pagan impuesto sobre la renta
como personas físicas, pues tener la satisfacción de que cuando reciben cada mes su
remuneración y ven que lo que les habían ofrecido está disminuido por el impuesto que se les
descontó sientan doble satisfacción: -¡doble no, cuádruple, y sigue siendo poco por lo ingratos
que somos!- primero: de obtener la remuneración -¡malvados: debiéramos trabajar sin
remuneración alguna!- y, luego, de contribuir a los gastos públicos a través de lo que les
descontaron -¡viva el contribuyente “cautivo” y sin deducciones!-.
Sabemos que, desafortunadamente, esto no es así y que la situación del derecho
tributario se traduce normalmente, en lo que en forma sencilla yo calificaría como el juego del
gato y el ratón -claro, para la Corte, los contribuyentes somos ratones-; el fisco presenta
proyectos de reformas legislativas para que el Congreso apruebe una legislación tributaria que
tape los agujeros que durante el año han ido haciendo los ratones para liberarse del pago de
los tributos -¡ah qué ratones tan perversos!- y entonces ahí ustedes advertirán que,
curiosamente, en ocasiones, los criterios de la Suprema Corte han servido para que,
finalmente, paguen justos por pecadores -los justos son los que operan exentos en Bolsa que
¡ah, cómo pagan!; los pecadores, por supuesto: trabajadores y profesionistas- porque cuando
hacen muchos agujeros en relación con una deducción autorizada por la ley llega un
momento en que el Congreso acaba con la deducción, -¡pobre Congreso, redimiéndonos de
tales “ratones” pecadores que le hacen agujeros al queso que sólo el poder debiera comerse!porque hubo algunos que burlaron los sistemas que la ley establecía y entonces tenemos una
situación que es verdaderamente patológica, -¿y los rateros del poder que a diario burlan al
sistema impunemente no dejarán en evidencia la “patología” de nuestros Ministros?- donde
debiera ser armonía entre una autoridad que trata de recaudar con justicia, -¿dónde y
cuándo?- incluso contribuyendo a una mejor distribución de la riqueza -no, ¡si ya la que
tenemos es excelente!- tiene que estar viendo cómo obtiene una recaudación idónea ¡pobrecita, cómo sufre!- para responder a las necesidades de una comunidad que se lo está
exigiendo -¡ah qué comunidad tan exigente!- y que sólo puede ser a través de los tributos ¡claro, de qué otro modo puede ser, si primero están los pagos multimillonarios a nuestros
Ministros!- y unos contribuyentes que están viendo cómo burlan esta situación; -¡malvados
contribuyentes, pillos y mal agradecidos!- y aquí es donde se da esta figura que yo adelantaba
en una sesión anterior del contribuyente cautivo: que quienes tienen buena asesoría legal, que
ante toda ley tributaria que se introduce van a hacer planteamientos de inconstitucionalidad y
contribuyentes que no tienen recursos para esa asesoría fiscal y que tienen que ir soportando
la carga tributaria -¡desde ahora quedarán prohibidos los buenos asesores y hasta la defensa
fiscal para que la Corte no se esfuerce tanto y con tal medida se le haga justicia automática a los
que no tienen asesores!- y una autoridad tributaria que tiene que prever en sus cálculos de
recaudación estas situaciones previendo que esos contribuyentes cautivos tengan que soportar
la recaudación fundamental -¡pobre autoridad tributaria: haciendo malabarismos para que los
“buenos” ya no paguen por los “malos”!- y ¿por qué esto es patológico?, -y ¡he aquí la
definición de esta nueva “patología” que ni la ciencia médica había descubierto!- porque en
lugar de redistribuir la riqueza están concentrando la riqueza y quienes tienen habilidad para
no pagar impuestos o pagar muy pocos, no obstante que son los que obtienen mayores
ingresos y mayores utilidades, ¡ah!, pero utilidades disfrazadas de deducciones autorizadas
por la ley y, desde luego, protegidas con tesis de proporcionalidad, equidad y destino a gasto
público que van sustentando los órganos jurisdiccionales, -¿cómo van a “redistribuir la
riqueza” si están exentos por leyes emanadas de los Poderes Ejecutivo y Legislativo y cuentan
con la complicidad del Poder Judicial para protegerlos mediante tesis respaldadas en los no
menos perversos “principios constitucionales”? ¡Vaya hallazgo de nuestros geniales Ministros
con tan excelsa vocación de “patólogos tributarios”!-.
Por ello, cuando yo veo estas discusiones recuerdo a Ignacio Vallarta, que no cabe duda
que era un extraordinario jurista, pero a veces advierto que era más brillante político. Cuando
en el año de mil ochocientos setenta y nueve, se planteó un primer problema relacionado con las
cuestiones tributarias, fue porque en la Ley de Ingresos de ese año, se estableció en su fracción
XIV, el impuesto a las fábricas; si uno se adentra en este acontecimiento histórico se va a dar
uno cuenta que la materia tributaria siempre ha girado alrededor de los mismos principios, ¡otro hallazgo más!- porque los fabricantes de hilos y tejidos de Tlaxcala, Coahuila y Nuevo
León promovieron demandas de amparo, y ¿qué decían?: el tributo es desproporcional e
inequitativo puesto que sólo se refería a capitales invertidos en fábricas y no a los que eran
ingresos de otras actividades, ¿cómo a los que tenemos fábricas nos están cobrando el tributo
y no al resto de los mexicanos que tienen otros ingresos?, -¡ah qué leyes tan perversas que no
gravaban a los contribuyentes “cautivos”!- y claro, yo a veces veo que nuestras tesis pueden
responder a lo que en ese momento no dio como resultado que les otorgaran el amparo ya en
forma definitiva. Luego, claro, esto no hace ver cómo ha sido la inflación porque se establecía
una exención, problema que también hemos debatido mucho a los que tuvieran inversiones de
quinientos pesos o menos. Los que tenían una inversión de quinientos pesos o menos, y un
impuesto sobre fábricas, imagínense hoy, quinientos pesos y permitiría establecer una
pequeñísima factoría. Bueno, las cosas eran distintas, pero se viola el principio de equidad,
¿por qué se les está dando trato preferente a los que invierten quinientos pesos o menos, y a
los que invertimos más de quinientos se nos está obligando a pagar un tributo?, -aquí sí que ni
Cantinflas pudo decirlo mejor, de modo que resulta imposible comentario alguno sobre este
nuevo hallazgo de la “capacidad contributiva al revés”- y luego, se planteaba la violación al
artículo 13 de la Constitución de 57: Esto es una ley privativa, sólo a una parte de la población
nos están haciendo que soportemos la carga tributaria. Y, por si faltara algo, se violaba el
artículo 4º, porque se atentaba contra la libertad de trabajo. Me ofreces en el 4º, que yo me
dedique a lo que quiera, ¡ah!, pero si abro una fábrica voy a tener que pagar impuestos”. ¡pobres inversionistas: que paguen los trabajadores a los que redimiremos mediante los “fines
extrafiscales”!-.
Después de la parrafada anterior ya podremos entender la mentalidad de la Corte, la
inmensa necesidad de que nuestros Ministros se den un “baño de pueblo” para que puedan
entender la realidad nacional -si es que tal cosa es posible-, la inaplazable concurrencia de ellos a
unas pocas clases de historia para que les ilustren sobre la realidad milenaria del tributo, la
obligación moral de enseñarles un poco de lógica para que dejen de tomar las “políticas
tributarias” por “fines extrafiscales”
y el porqué, en la susodicha materia tributaria, los
mexicanos sólo podamos parecerles “ratones” y por eso estemos como estamos.
¿OTRA “REFORMITA” FISCAL?
Pasan las décadas y los sexenios. Pasan Presidencias y Congresos. Pasan, incluso, los
siglos, y seguimos sin entender que la moneda del tributo siempre ha tenido dos caras. Una, la
del ingreso. Otra, la del egreso. Seguimos sin advertir que nuestros gobiernos -y los de todo el
mundo- sólo se ocupan de la primera, pero, difícilmente, o jamás, de la segunda. De modo que
recaudar sigue siendo prioritario, pues sobrepagarse, gastar y despilfarrar, nada les preocupa.
Los mexicanos -gobernantes y gobernados por igual- seguimos creyendo en las sandeces
de siempre: “ampliar la base de contribuyentes”, “combatir la evasión y la elusión fiscales”,
“aumentar la recaudación porque es de las más bajas del mundo”, etc. Esa ha sido la prédica
oficial eterna y la credulidad colectiva ancestral. Y seguirá siéndolo, pues la rutina siempre se ha
impuesto a la inteligencia, el poder siempre ha rebasado a la justicia, y el abuso siempre ha
superado a la decencia.
Las reformas fiscales ocurren prácticamente a diario. Se “legisla” hasta mediante
“circulares”, “criterios” y “misceláneas”. “Legislan” el Ejecutivo, el Legislativo y el Judicial, a
pesar de la hipótesis de la división del poder que tan estrictamente establece el artículo 49
Constitucional. Hay desilusión y desesperanza por la desgracia que representa el vivir y convivir
entre la partidocracia y la burocracia, entre el sindicalismo y el oficialismo, entre la politiquería y
la demagogia. Por dondequiera hay corrupción y disimulo. Ilegalidad y componendas. Injusticia
e inseguridad. Militarismo y “ejecuciones”. Ya nos invadieron y avasallaron, por igual, el crimen
organizado y las empresas transnacionales. La “economía subterránea” es ya la única
“economía” que nos queda, sin desconocer que es una mera economía de sobrevivencia. Todavía
no llegamos al caos, pero, desgraciadamente, todo parece indicar que poco nos falta -y dicho sea
sin ánimo de parecer catastrofistas-.
A diario sabemos que el país se nos deshace de un modo u otro. Todos los días sufrimos
la inutilidad y demagogia gubernativas, el saqueo de las empresas transnacionales, la influencia e
intervención norteamericanas -tan desmedidamente toleradas y consentidas-, la ausencia fatal de
un amplio y poderoso empresariado y campesinado mexicanos suficientemente estimulados y
apoyados, la impotencia gubernamental para impedir muros, paliar emigraciones, confrontar
crisis y sobreponerse al pesimismo diario que nos abruma por doquier ante la corrupción
cotidiana, incluyendo los consabidos “rescates bancarios”, “rescates carreteros” y demás
“rescates” inventados y por inventar, mientras los “Santa Annas” de siempre -al margen de la
camiseta partidista que se pongan o se quiten- siguen derrochando lo recaudado y vendiendo los
despojos del país que teníamos: energéticos, transportación, banca, hotelería, “más lo que se
acumule esta semana”.
Hasta en los países tercermundistas se legisla para limitar las percepciones y prestaciones
de los servidores públicos. Aquí no. En los demás países se busca “apretarse el cinturón” para
equilibrar el ingreso con el egreso. Aquí no. En el resto del mundo se privilegia el nacionalismo
por sobre las patrañas globalizadoras. Aquí no. En todos los pueblos de la tierra se entiende muy
claramente que la inversión extranjera descapitaliza. Aquí no. En todo el planeta se procura el
progreso por sobre la recaudación. Aquí no. Apenas habrá rincón del mundo donde no preocupe
más la justicia que el bienestar de las élites gubernativas. Aquí no.
¿De qué estaremos hechos los mexicanos para sobrellevar tanta ceguera junta sobre lo
que es mejor para nuestra patria?
Reformas fiscales van y reformas fiscales vienen. Todas son simples “reformitas”.
Recaudar más sigue siendo la única divisa. ¿Cómo gastar menos? ¡Ni pensarlo¡ ¿Cómo limitar
radicalmente los sueldos y prestaciones de los eufemísticamente llamados “servidores públicos”?
¡Ni soñarlo! ¿Cómo acabar con el despilfarro, la corrupción y la rapacidad de nuestros
gobiernícolas? ¡Ni imaginarlo!
Peor aún, ¿cómo podrían emprenderse reformas a fondo si quienes pueden realizarlas no
tienen el menor interés en hacerlo porque se afectarían sus privilegios? Tenemos los gobernantes
más sobrepagados del planeta: hasta los síndicos y regidores de los miles de municipios del país
se hacen millonarios de la noche a la mañana. El despilfarro de senadores, diputados, ministros,
gobernadores, presidentes municipales y diputados locales no tiene límites ni castigos. ¿Cómo
convencerles de que los cargos públicos no deben ser negocio, sino servicio, cuando
perfectamente saben, a partir de sus excesos y sobreprestaciones que ya no hay más negocios en
este país que las dirigencias de partidos políticos, los sindicatos y los puestos de gobierno a todos
los niveles del poder? ¿Cómo esperar que las diputaciones locales -y por supuesto que la federallegislen contra sus propias conveniencias de enriquecerse como por arte de magia y de un día
para otro? ¿Dónde está el Presidente de la República que se atreva a someter al Congreso de la
Unión una iniciativa en tal sentido en vez de imitar a otros y hacerse minúsculos auto descuentos
que nadie toma como ejemplo a seguir porque el poder presidencial ya no existe más que en el
papel y está incuestionablemente sometido al poder endemoniado de las mafias enquistadas en
todos los rincones gubernativos y de influencia nacional?
Suponiendo que la familia promedio mexicana siga siendo de 5.1 y multipliquemos los
seis millones de burócratas por tal factor, encontraremos que un tercio de los mexicanos vive de
la recaudación. Y si la mitad de los demás mexicanos está en la pobreza -menos de dos dólares al
día por cabeza- o en la miseria -menos de un dólar al día-, ya podremos advertir que cuatro de
cada cinco ciudadanos son improductivos. A la quinta parte restante, pues, le correspondería
tributar, pero bien sabemos que un 83% del impuesto, en todo el mundo, pesa sobre los
trabajadores y los profesionistas, pues el Gran Capital está exento -también mundialmente- y
suele operar a través de las llamadas “Bolsas de Valores” para gozar de tal “paraíso fiscal”
universalizado, y ello a pesar de los supuestos “principios tributarios”, como el de la
“generalidad del tributo” que todas las constituciones predican-, de modo que, finalmente, sobre
unos pocos ingenuos o desvalidos pesa toda la carga tributaria y, por ende, seguimos sin
remontar la milenaria esclavitud de siempre.
Consecuentemente, dada la progresiva extinción del empresariado mexicano, sólo
tributan los burócratas de niveles inferiores, pero a partir de la propia recaudación de donde se
les paga, así como los obreros y empleados en general, que ya sólo lo son de las voraces
empresas transnacionales -mientras éstas progresivamente siguen descapitalizándonos y
subordinándonos a sus dictados-, a tal extremo que los grilletes de la esclavitud siguen sin
desaparecer de la faz del planeta, pese a que todavía finjamos escandalizarnos porque apenas
hace unos pocos siglos los esclavistas causaran la muerte de ciento cincuenta a doscientos
millones de seres humanos, es decir, mucho más de lo atribuido, en conjunto, a los mayores
genocidas de la historia: Stalin, Hitler, Truman, Bush, más los que se acumulen en el futuro.
¿Cómo esperar que entiendan estas realidades históricas nuestros congresos integrados
por adolescentes -y que lo son tanto en el sentido de inexperiencia, desinformación, ausentismo y
hasta analfabetismo, a diario exhibidos en su canal televisivo oficial mediante ingenuas
parrafadas mal leídas o en amenos diálogos entre sí o con las edecanes en los pasillos y curules,
mientras otro se desgañita perorando sandeces y aparentando patriotismo, sapiencia y
preocupación; así como en el sentido de carecer de la más elemental información jurídica, para
efectos de llevar a cabo la importantísima tarea de legislar en verdad-?
¿Acaso seguiremos eternamente ciegos y sin advertir el sofisma de la supuesta panacea
democrática, pese a que Platón, desde hace veinticinco siglos, denunciara su falsedad?
¿Seguiremos sin entender que el complemento al consejo de ancianos es ese mero ejecutante de
sus mandatos, perfectamente limitado a su acatamiento y no a sus particulares caprichos y
compromisos, porque toda democracia termina cuando el Ejecutivo subordina al Congreso o
cuando éste está tan mal conformado o tan impreparado que ni siquiera puede orientar al
Ejecutivo? ¿Cómo es posible que para ser diputado federal baste con tener veintiún años
cumplidos al día de la elección o veinticinco para ser senador -según lo prevé nuestra
Constitución-, siendo tan obvia la deprimente pseudo educación que se imparte en el país y la
nula noción legislativa y de experiencia que puede tenerse a tal edad? ¿Cómo es posible que ni
siquiera se les exija, como mínimo, la Licenciatura en Derecho si su tarea es la de legislar?
¿Para qué queremos otra reforma fiscal más, si bien sabemos que terminará, como las
anteriores, en un simple “más de lo mismo”? ¿Para qué seguir engañándonos con tal clase de
reformitas si la verdaderamente inaplazable es la que sólo podría arrancar de la reestructuración
misma -y a fondo- del poder? ¿De qué podría servirnos el seguir fabricando en serie toda clase
de leyes o parchar y remendar las existentes, mientras no resolvamos la obesidad, dispendio,
sobrepago, sobreprestación, corrupción y componendas de los millones de sedicentes “servidores
públicos” y mientras el sindicalismo, la burocracia y la partidocracia sigan siendo quienes
realmente gobiernan en el país?
Cualquier reforma fiscal que se emprenda sólo servirá para hacer más rica a la clase
gobernante, más pobre a la clase trabajadora y más miserable a la Nación. Lo mismo si se suben
o bajan los impuestos, pues de todos modos persistirán los excesos y dispendios conforme a las
experiencias del pasado. Todos sabemos que los barriles sin fondo jamás se llenan. Y nadie
ignora que el impuesto descapitaliza, la competitividad se pierde, el desempleo sobreviene y la
emigración aumenta.
Cualquier reforma fiscal que se emprenda sólo servirá para perjudicar más al escaso
empresariado mexicano y beneficiar más a la inversión extranjera. Lo mismo si se privilegia o se
deja de privilegiar a una o a otra entre sí, pues bien sabemos que “el que tiene más saliva traga
más pinole” y que los grandes capitales de las empresas transnacionales saben corromper o
seducir muy oportunamente a nuestros funcionarios para no ser fiscalizados, no ser gravados y
hasta ser protegidos y consentidos contra la paupérrima competencia del aún pomposamente
llamado “empresariado mexicano”, o contra las “exigencias desmandadas” del cada vez más
miserable “asalariado mexicano”, de modo que las transnacionales puedan seguir gozando de
todas las impunidades para acabar de apoderarse del país y dictarnos hasta lo que nos conviene
en materia fiscal, política, administrativa y en todos los demás órdenes inventados o por inventar,
es decir, para decirnos cuál debe ser hasta nuestra forma de andar. ¿Tendrán la menor noción de
lo que es soberanía, nacionalidad y patria nuestros gobiernícolas y supuestos “asesores” y
“expertos fiscales” que les aconsejan y acompañan?
Así las cosas, quizá lo peor que puede ocurrirnos es hasta el mero anuncio de cada nueva
“reforma fiscal”, pues bien sabemos que ha sido aconsejada o propuesta por cualquiera de los
membretes en inglés con los que nos manipulan -tal como lo hacen con el resto del mundo- y que
sólo servirá para dañar más a la inversión nacional o favorecer más a la extranjera, e incluso,
como recientemente ha ocurrido, para fiscalizar más a la persona física y privilegiar más a la
corporación mercantil -pese a que en todo el mundo la carga tributaria gravite en un ochenta y
tres por ciento sobre el trabajo y sólo en un diecisiete por ciento sobre el capital-, de modo que
proceda la persecución “casa por casa” -como en la Edad Media- y el aprisionamiento o la
tortura -como a lo largo de toda la historia universal- pese a las prédicas de modernidad,
democracia, globalización, “cristianismo”,
“justicia infinita”, “libertad duradera” y demás
patrañas con las que a diario nos aturden los nuevos heraldos de la dominación imperial -los
“buenos”- en cuyas drogadictas y criminales instituciones -supuestamente “educativas”- fueron
adoctrinados nuestros principales funcionarios de gobierno, ahora convertidos en sus corifeos y
cómplices.
Ya no queremos, pues, más reformas fiscales. Queremos la aplicación irrestricta de,
cuando menos, uno de los principios constitucionales en materia tributaria: el de generalidad, es
decir, el de suprimir todas las exenciones, comenzando por las operaciones en Bolsa y las
prestaciones ilimitadas y exentas de los servidores públicos, pues con ello se multiplicaría la
recaudación y volveríamos a la realidad en vez de seguir empollando sueños y pariendo
sofismas.
Ya no queremos reformas fiscales que sólo conducen a los ya clásicos bizantinismos de la
Suprema Corte para solapar la injusticia o favorecer más a quienes menos lo requieren, así como
a los alegatos insulsos en las Cámaras para maquillar los mamotretos legaloides con los que se
fiscaliza y fustiga a los mexicanos, ni a las arbitrariedades cotidianas de los cancerberos del
Ejecutivo para fingir que gobierna persiguiendo a los nacionales y protegiendo a las
transnacionales.
Ya no más reformas fiscales. Por favor.
Si de verdad se quiere a México, lo que se necesita son reformas constitucionales en
materia fiscal -que nunca se hacen- para precisar desde ella -y no desde las habituales
excepciones a los “principios” que la Suprema Corte acostumbra desde hace décadas para
complacer al Ejecutivo- lo que debe entenderse por “principios constitucionales del tributo”,
“legalidad”, “generalidad”, “fundamentación”, “motivación”, “legitimidad”, “competencia”,
“proporcionalidad”, “equidad”, “visita domiciliaria”, “gastos públicos”, etc., de modo que no
se deje a las interpretaciones tribunalicias lo esencial ni se delegue en las leyes secundarias lo
que debe quedar perfectamente precisado en la fundamental.
Reformas constitucionales -y su correlativo cumplimiento real en la práctica, pues la
Revolución y el Constituyente de 1917 sólo pensaron en el “Sufragio Efectivo”, dado que era la
preocupación de su época, pero no en el “Cumplimiento Efectivo”, que es la preocupación de la
nuestra- de modo que en ella se precisen la invariabilidad e inexcepcionalidad de los
”principios”, al extremo de que sean propiamente tales y no las caricaturas de ellos a las que ha
llegado la Suprema Corte de Justicia en aras de intereses políticos y no de respeto a lo esencial.
Reformas constitucionales que establezcan las nociones estrictas e inconmovibles de
“generalidad”, “legalidad”, “fundamentación”, etc., sin el cantinflesco ardid de la excepción,
la excusa, la evasiva, la “justificación” y demás recovecos politiqueros o de interés para
escabullirse, evadirse, privilegiar, exceptuar o poder entrar en componendas que terminen por
anular a la Constitución misma, tal como ha terminado por ocurrir hoy en día con la vigente.
Reformas constitucionales que desde allí mismo le hagan justicia al gobernante y al
gobernado por igual, no para que terminen por ser los tribunales quienes la manipulen al
contentillo en razón de la oscuridad, confusión y ambigüedad de su texto actual, tan
excesivamente manoseado con el exclusivo fin de satisfacer apetitos políticos y coyunturales de
gobiernos irresponsables, abusivos, corruptos y puramente recaudadores.
Ya debiéramos entender -de una vez por todas- que así como Helder Cámara hablaba de
la “espiral de la violencia”, esa que ocurre cuando a toda inconformidad se corresponde con
represión y ello motiva más inconformidad -modelo que se ejemplifica hoy en día con el
supuesto combate al terrorismo y que ha terminado en mera invasión de otros países con el
consiguiente aumento de mortandades y violencias en todo el planeta y dentro de una cacería
recíproca interminable-, también debiéramos hablar de una “espiral de la miseria” cuando los
gobernantes de los países sin recursos de capital y con gobiernos sin “visión de Estado”
sucumben a los dictados del llamado “gran capital” y renuncian con ello a las más elementales
nociones de dignidad nacional.
Ya debiéramos superar -también de una vez por todas- las limitaciones de los burócratas
metidos a “estadistas” y que no alcanzan a ver más allá de sus narices. Relata Garaudy que,
cuando efectuaba su gira de campaña por la presidencia de Francia, tuvo ocasión de escuchar al
señor Boiteux, Director General de Electricidad, quien hacía una amplia apología del programa
nuclear, exaltando que el kilovatio nuclear es el más barato de todos. Garaudy le indicó haber
oído decir que el almacenamiento de los residuos nucleares es de lo más costoso y tendría que
prolongarse durante siglos, además de los peligros que implica, la vigilancia militar y policial
para impedir sabotajes, los riesgos de explosividad y envenenamiento atmosférico, etc., así como
el colmo de aumentar el desempleo, pues la energía nuclear y el armamento son dos industrias
que exigen el máximo de inversión y el mínimo de puestos de trabajo, toda vez que la sola
central nuclear de Fessenheim les había costado seiscientos mil millones de francos y sólo
produjo ciento treinta y cinco empleos permanentes. La respuesta despectiva del Director
General de Electricidad fue: “Señor, como Director de Electricidad de Francia no soy
responsable más que por quince años”.
Lo curioso es que, además de la indiferencia burocrática del caso, al menos el sujeto
asumía responsabilidad hasta por quince años, pues nuestra burocracia no asume
responsabilidades ni siquiera por lo que ocurra o pueda ocurrir al día siguiente.
La ignorancia e irresponsabilidad gubernativas en nuestro país son el cáncer por
excelencia que nos corroe y que tarde o temprano nos convertirá en un feudo o reservación más
de Norteamérica. Nuestros funcionarios, además de ser los clásicos “mil usos” que alegremente
pueden atender un puesto hoy y otro muy distinto al día siguiente, jamás han tenido la
honestidad, cuando menos, de aquel empleado de museo al que describía Anatole France, quien
después de un erudito recorrido por su sala, abundando en todo lujo de detalles y atendiendo con
sabiduría a toda clase de dudas, al preguntársele por los contenidos de la sala siguiente se excusó
diciendo que de ella nada sabía.
Las reformas fiscales mexicanas suelen ser hechas por burócratas con ambición
recaudatoria, economistas con ínfulas de fiscalistas, politiqueros sin idea de la realidad,
diputaditos que no son más que meros “juniors” adoctrinados en Norteamérica bajo los sofismas
del “liderazgo”, la “suficiencia”, la “mercadotecnia”, la “alta administración” y demás patrañas
para engatuzar imbéciles, así como senadorcitos que, al menos por lo que toca a la materia fiscal,
“no rebuznan porque Dios es grande”. Son estos simples “juniors” desarraigados y desubicados,
quienes jamás pasaron hambres ni se han asomado siquiera a las miserias del pueblo, los que se
ocupan de pontificar en materia fiscal. Y no cabe resignarse a tal catástrofe encogiéndonos de
hombros o consolándonos mediante el refrán:“con estos bueyes tenemos que arar”, porque eso
equivale a renunciar para siempre a toda esperanza de rescatar a nuestra patria de las garras de
tales vividores del poder, sea cual fuere la camiseta partidista que se pongan o quiten, pues
“todos cojean de la misma pata”.
Del propio Anatole France se relata aquella anécdota en la que el entrevistador le hablaba
de un político francés muy inteligente, pero que no podía triunfar. Y France decía: “Por su
culpa. Cree que en este mundo somos los inteligentes los que hacemos las leyes para los
imbéciles y la verdad es lo contrario”. Y cuando su interlocutor le preguntó: “Entonces ¿es que
ningún hombre inteligente puede triunfar en política?”. France respondió: “Mientras use su
inteligencia, no. Si sabe hacer buen uso de su imbecilidad, sí”.
Nuestros politiqueros son crónicamente triunfadores -conforme a la tesis de Anatole
France-, pero a todos nos llevan al desastre con cada nueva reformita fiscal que se les ocurre.
Y para prueba, veamos con algún grado de detalle la que ahora están cocinándonos a
título de ser -según su “exposición de motivos”- una: “Reforma Fiscal progresiva, que combata
la elusión y evasión, redistributiva, detonadora de crecimiento sostenido, que paulatinamente
evite la dependencia económica de los hidrocarburos, generadora de empleo y que el Estado
cumpla con los postulados constitucionales de justicia social”, además de que sirva: “para
incrementar la recaudación”, según los seis primeros numerales que se reproducen a
continuación; para “eliminar facultades discrecionales del Poder Ejecutivo para Conceder
Subsidios y Estímulos Fiscales sin la aprobación del Congreso”, en el séptimo numeral; y para
conceder el “Acceso a la Información Pública Fiscal”, según el último de ellos, y detallándolos
como sigue:
“1.- Eliminación del régimen fiscal de consolidación (arts. del 64 al 78 LISR).
2.- Eliminación de la deducción del costo de adquisición de los terrenos (art 225 LISR).
3.- Eliminación de la deducción inmediata de bienes nuevos de activo fijo (arts. 220,221
221-A).
4.- Acotar la exención de la ganancia de personas físicas por la enajenación de acciones
en bolsas de valores reconocidas, para lo cual propone reformar el artículo 109 fracción XXVI,
eliminando la exención para las acciones emitidas por sociedades extranjeras cotizadas en bolsa
y especificando que la exención sólo aplicará cuando se trate de ofertas públicas de compra de
acciones y precisando los requisitos ya existentes, a fin de evitar operaciones simuladas.
5.- Reformar los artículos 31 fracción I y 176 fracción III, a fin de que los donativos sean
deducibles en un 50% a fin de evitar excesos en su uso y que los programas de redondeo en
centros comerciales o tiendas al público en general, donde la gente dona centavos de su dinero
para fines sociales, quede debidamente amparado en su ticket de venta y registrado en
contabilidad como una cuenta a terceros a fin de que no sea utilizada indebidamente por el
contribuyente que lo retuvo y que sea causal de dictamen.
6.- Reformar los artículos 11 y 165 a fin de que el impuesto sobre dividendos sea un pago
definitivo de 35%, y no se acumule a los demás ingresos, para lo cual los dividendos que
provengan de la Cuenta de Utilidad Fiscal Neta (CUFIN), sólo paguen un 7% adicional para
que el 28% que corresponde al ISR corporativo no se vea afectado.
7.- Reformar los artículos 33, fracción I, inciso g), el 36 Bis y 39, fracción III, del Código
Fiscal de la Federación y el artículo 14, fracción III de la Ley del Servicio de Administración
Tributaria, con la finalidad de que el Poder Ejecutivo y los servidores públicos no puedan
determinar o autorizar regímenes fiscales de manera individual o grupales y que pueda
conceder subsidios o estímulos fiscales, sólo cuando lo disponga expresamente la Ley de
Ingresos de la Federación y limitar el número de modificaciones a las resoluciones de
Miscelánea Fiscal al año para eliminar la inseguridad jurídica para el contribuyente y el mal
uso de estímulos fiscales como pago de favores al Poder Ejecutivo.
8.- Reforma a las leyes respectivas a fin de que el secreto fiscal sea eliminado para las
personas morales, a fin de que el Congreso y público en general pueda conocer las cantidades
que acumulan y pagan estos contribuyentes.”
Resulta, pues, sobradamente claro lo siguiente:
1.- En ninguna parte de tal “exposición de motivos” se precisa lo que deba entenderse con
la demagógica expresión inicial: “reforma fiscal progresiva”. ¿Se tratará de la asfixia progresiva
del empresariado nacional, desde hace décadas emprendida con todo éxito?
2.- “Que combata la evasión y la elusión”. (Ya he publicado sendos artículos sobre tan
infortunado y torpe estribillo, pues la elusión no es ilegal y se practica mundialmente desde el
origen de los tiempos).
3.- “Redistributiva” (Sólo que sin precisar -como siempre-, hacia dónde, es decir, si de
arriba hacia abajo de la pirámide social para beneficiar a los pobres y miserables del país, o de
abajo hacia arriba, para aumentar la recaudación en bien de nuestra sobrepagada, obesa y
corrupta burocracia ).
4.- “Detonadora de crecimiento sostenido”. (¿Se referirá a las empresas transnacionales,
que son las únicas que crecen en nuestro territorio?
5.- “Que paulatinamente evite la dependencia económica de los hidrocarburos”. (Sin
señalar que tal dependencia económica es de la burocracia, pues no alcanza con los impuestos y
se sirve de gravar a Pemex para colocar a la paraestatal en plena y descarada quiebra, según dice,
quizá con ánimos de enajenársela lo más pronto posible al Gran Capital).
6.- “Generadora de empleo”. (Sofisma clásico con el que se manipula la conciencia
colectiva para hacernos creer que el tributar más o menos influye en la generación de empleos).
7.- “y que el Estado cumpla con los postulados constitucionales de justicia social”.
(Demagogia pura, tantas veces predicada y repetida en las últimas décadas).
En suma: la premisas sobre las que se pretende sustentar esta nueva “reformita” son tan
endebles y falsas como la más falsa de las monedas. Lo único cierto, después de tal serie de
patrañas, es que se pretende “incrementar la recaudación”. Y, para ello:
1.- En materia de Impuesto sobre la Renta propone eliminar la consolidación
(originalmente adoptada en atención al principio universal de que “la unión hace la fuerza”, con
el cual se obtuvo una verdadera “detonación de crecimiento sostenido” en múltiples países);
eliminar la “deducción del costo de adquisición de terrenos”, artificio que suplanta la realidad
económica por la codicia recaudatoria e induce, por ende, a la “evasión y la elusión” que se
simula “combatir” así, pues entraña una injusticia contra la realidad; eliminar “la deducción
inmediata de bienes nuevos de activo fijo”, pese a la realidad de la tecnología actual, cuya
innovación se realiza en meses, sobreviniendo la obsolescencia de lo adquirido; “acotar la
exención de la ganancia de personas físicas por la enajenación de acciones en bolsas de
valores reconocidas...”, medida parcial y hasta cantinflesca que sigue eludiendo el deber de
gravar todas las operaciones en bolsa para dejar de seguir haciéndole el juego al Gran Capital, tan
privilegiado mediante exenciones totales; reducir a la mitad la deducción de donativos
aduciendo el “centaveo” de cambios en los centros comerciales, medida por demás ridícula en
cuanto a sus “causas” y mero pretexto para reducir la deducción de lo donado en aras de la
recaudación más descarada; y, finalmente, que “el impuesto sobre dividendos sea un pago
definitivo de 35%, y no se acumule a los demás ingresos”, de modo que mediante manipulaciones
aparentemente simplificantes se logre recaudar más.
2.- Con respecto al Código Fiscal de la Federación, que a la fecha sigue siendo el
ordenamiento más descaradamente inconstitucional de toda nuestra legislación y a lo largo de casi
toda su preceptiva, la propuesta consiste en restringir potestades en materia de subsidios y
estímulos fiscales, de modo que el propósito recaudatorio prevalece y sólo sirve para medio
“tapar el pozo” después de “ahogado el niño”, una vez que se evidenció la política tan corrupta
que fue denunciada en materia de “devoluciones” multimillonarias durante el sexenio anterior.
3.- Pero la gran campanada de la reforma que se propone es la de acabar con el secreto
fiscal en lo concerniente a “personas morales”, para que “el Congreso y público en general
pueda conocer las cantidades que acumulan y pagan estos contribuyentes”, lo cual induce a
cuestionarnos: ¿también se obligará a las empresas transnacionales a informar tales datos?, ¿por
qué a las personas físicas no se les obliga en el mismo sentido, al menos en atención a los
principios constitucionales de generalidad y de igualdad ante la ley? ¿Se incluiría a los
“servidores públicos” dentro de tal medida en el supuesto de obligar también a las personas
físicas? ¿O es precisamente para ponerlos a salvo por lo que sólo se obliga a las personas
morales?
Queda claro, pues, que cuando se procede así en materia “reformatoria”, lo que se
pretende no es un cambio para mejorar en forma alguna, sino para recaudar cada vez más.
Obviamente, nuestros diputaditos y senadorcitos veinteañeros, así como sus compañeritos de
mayor edad, que se la pasan saltando de una Cámara a la otra para burlarse así del millón de
muertos que nos costó la Revolución en aras de la “no reelección”, sólo viven para cobrar, de
modo que nada saben sobre la realidad de la gran mayoría de los mexicanos obligados a
contribuir en condiciones de pobreza y de miseria.
Así las cosas, quizá quepa tolerar que se nos impongan los secretarios de hacienda que se
quieran, que tengamos diputaditos y senadorcitos como para llorar, que se siga abusando de la
ignorancia generalizada por razón de nuestra miseria educativa, pero lo que sí resulta
verdaderamente imperdonable es que todavía se empleen las “exposiciones de motivos” de
nuestras “reformitas” de basura para vernos la cara de imbéciles.
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