LA SEMANA SANTA

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LA SEMANA SANTA
El jueves comienza el Triduo pascual, que es el centro de todo el Año
litúrgico. Con la ayuda de los ritos sagrados del Jueves santo, del Viernes santo y
de la solemne Vigilia pascual, reviviremos el misterio de la pasión, muerte y
resurrección del Señor. Son días que pueden volver a suscitar en nosotros un deseo
más vivo de adherirnos a Cristo y de seguirlo generosamente, conscientes de que
él nos ha amado hasta dar su vida por nosotros.
La Semana Santa es el momento litúrgico más intenso de todo el año
litúrgico. Para vivir la Semana Santa como un encuentro vivo y personal con el crucificado que vive para siempre,
debemos darle a Dios el primer lugar y participar en toda la riqueza de las celebraciones propias de este tiempo
litúrgico.
El 27 de marzo de 2013 el Papa francisco nos preguntaba: “¿Qué quiere decir para nosotros vivir la Semana
Santa?: Vivir la Semana Santa es entrar cada vez más en la lógica de Dios, en la lógica de la Cruz, que no es ante
todo aquella del dolor y de la muerte, sino la del amor y del don de sí que trae vida. Es entrar en la lógica del
Evangelio. Seguir, acompañar a Cristo, permanecer con Él exige un «salir», salir. Salir de sí mismos, de un modo
de vivir la fe cansado y rutinario, de la tentación de cerrarse en los propios esquemas que terminan por cerrar el
horizonte de la acción creativa de Dios. Dios salió de sí mismo para venir en medio de nosotros, puso su tienda entre
nosotros para traernos su misericordia que salva y dona esperanza. También nosotros, si queremos seguirle y
permanecer con Él, no debemos contentarnos con permanecer en el recinto de las noventa y nueve ovejas, debemos
«salir», buscar con Él a la oveja perdida, aquella más alejada. Recordad bien: salir de nosotros, como Jesús, como
Dios salió de sí mismo en Jesús y Jesús salió de sí mismo por todos nosotros.
La Semana Santa es un tiempo de gracia que el Señor nos dona para abrir las puertas de nuestro corazón, de
nuestra vida, de nuestras parroquias -¡qué pena, tantas parroquias cerradas!-, de los movimientos, de las
asociaciones, y «salir» al encuentro de los demás, hacernos nosotros cercanos para llevar la luz y la alegría de nuestra
fe. ¡Salir siempre! Y esto con amor y con la ternura de Dios, con respeto y paciencia, sabiendo que nosotros ponemos
nuestras manos, nuestros pies, nuestro corazón, pero luego es Dios quien los guía y hace fecunda cada una de
nuestras acciones.
DOMINGO DE RAMOS
Cuando llegaba a Jerusalén para celebrar la pascua, Jesús les pidió a sus discípulos traer
un burrito y lo montó. Antes de entrar en Jerusalén, la gente tendía sus mantos por el camino
y otros cortaban ramas de árboles alfombrando el paso, tal como acostumbraban saludar a los
reyes.
Los que iban delante y detrás de Jesús gritaban: “¡Bendito el que viene en nombre del
Señor! ¡Hosanna en las alturas!”. Entró a la ciudad de Jerusalén, que era la ciudad más importante y la capital de su
nación, y mucha gente, niños y adultos, lo acompañaron y recibieron como a un rey con palmas y ramos gritándole
“hosanna” que significa “Viva”. La gente de la ciudad preguntaba ¿quién es éste? y les respondían: “Es el profeta
Jesús, de Nazaret de Galilea”. Esta fue su entrada triunfal.
¿Qué significado tiene esto en nuestras vidas? Es una oportunidad para proclamar a Jesús como el rey y
centro de nuestras vidas. Debemos parecernos a esa gente de Jerusalén que se entusiasmó por seguir a Cristo. Decir
“que viva mi Cristo, que viva mi rey...” Es un día en el que le podemos decir a Cristo que nosotros también queremos
seguirlo, aunque tengamos que sufrir o morir por Él. Que queremos que sea el rey de nuestra vida, de nuestra familia,
de nuestra patria y del mundo entero. Queremos que sea nuestro amigo en todos los momentos de nuestra vida.
JUEVES SANTO
Santa Misa crismal
En el centro de la liturgia de esta mañana está la bendición de los santos óleos, el
óleo para la unción de los catecúmenos, el de la unción de los enfermos y el crisma para
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los grandes sacramentos que confieren el Espíritu Santo: Confirmación, Ordenación sacerdotal y Ordenación
episcopal. En los sacramentos, el Señor nos toca por medio de los elementos de la creación. La unidad entre creación
y redención se hace visible. Los sacramentos son expresión de la corporeidad de nuestra fe, que abraza cuerpo y
alma, al hombre entero. El pan y el vino son frutos de la tierra y del trabajo del hombre. El Señor los ha elegido
como portadores de su presencia. El aceite es símbolo del Espíritu Santo y, al mismo tiempo, nos recuerda a Cristo:
la palabra “Cristo” (Mesías) significa “el Ungido”.
Misa de la Última Cena
Además de la institución del sacerdocio, en este día santo se conmemora la ofrenda total que Cristo hizo de sí
mismo a la humanidad en el sacramento de la Eucaristía. En la misma noche en que fue entregado, como recuerda
la sagrada Escritura, nos dejó el “mandamiento nuevo” – “mandatum novum”- del amor fraterno realizando el
conmovedor gesto del lavatorio de los pies, que recuerda el humilde servicio de los esclavos.
Este día singular, que evoca grandes misterios, concluye con la Adoración eucarística, en recuerdo de la agonía
del Señor en el huerto de Getsemaní. Como narra el evangelio, Jesús, embargado de tristeza y angustia, pidió a sus
discípulos que velaran con él permaneciendo en oración: “Quedaos aquí y velad conmigo” (Mt 26, 38), pero los
discípulos se durmieron. Esa fue para Jesús la hora del abandono y de la soledad, a la que siguió, en el corazón de
la noche, el prendimiento y el inicio del doloroso camino hacia el Calvario.
VIERNES SANTO
El Viernes santo, centrado en el misterio de la Pasión, es un día de ayuno y penitencia,
totalmente orientado a la contemplación de Cristo en la cruz. En las iglesias se proclama el relato
de la Pasión y resuenan las palabras del profeta Zacarías: “Mirarán al que traspasaron” (Jn 19,
37). Y durante el Viernes santo también nosotros queremos fijar nuestra mirada en el corazón
traspasado del Redentor, en el que, como escribe san Pablo, “están ocultos todos los tesoros de
la sabiduría y de la ciencia” (Col 2, 3), más aún, en el que “reside corporalmente toda la plenitud
de la divinidad” (Col 2, 9).
Por eso el Apóstol puede afirmar con decisión que no quiere saber “nada más que a Jesucristo, y este
crucificado” (1 Co 2, 2). Es verdad: la cruz revela “la anchura y la longitud, la altura y la profundidad” -las
dimensiones cósmicas, este es su sentido- de un amor que supera todo conocimiento -el amor va más allá de todo
cuanto se conoce- y nos llena “hasta la total plenitud de Dios” (cf. Ef 3, 18-19).
En el misterio del Crucificado “se realiza ese ponerse Dios contra sí mismo, al entregarse para dar nueva vida
al hombre y salvarlo: esto es amor en su forma más radical” (Deus caritas est, 12). La cruz de Cristo, escribe en el
siglo V el Papa san León Magno, “es fuente de todas las bendiciones y causa de todas las gracias” (Discurso 8 sobre
la pasión del Señor, 6-8: PL 54, 340-342).
SÁBADO SANTO
En el Sábado santo la Iglesia, uniéndose espiritualmente a María, permanece en
oración junto al sepulcro, donde el cuerpo del Hijo de Dios yace inerte como en una
condición de descanso después de la obra creadora de la Redención, realizada con su
muerte (cf. Hb 4, 1-13). Ya entrada la noche, celebraremos la solemne Vigilia Pascual,
en la que se nos anuncia la resurrección de Cristo, su victoria definitiva sobre la muerte,
que nos invita a ser en él hombres nuevos. Al participar en esta santa Vigilia, en la noche central de todo el año
litúrgico, conmemoraremos nuestro Bautismo, en el que también nosotros hemos sido sepultados con Cristo, para
poder resucitar con él y participar en el banquete del cielo (cf. Ap 19, 7-9).
Para una fructuosa celebración de la Pascua, la Iglesia pide a los fieles que se acerquen durante estos días al
sacramento de la Penitencia, que es una especie de muerte y resurrección para cada uno de nosotros. En la antigua
comunidad cristiana, el Jueves santo se tenía el rito de la Reconciliación de los penitentes, presidido por el obispo.
Desde luego, las condiciones históricas han cambiado, pero prepararse para la Pascua con una buena confesión sigue
siendo algo que conviene valorizar al máximo, porque nos ofrece la posibilidad de volver a comenzar nuestra vida
y tener realmente un nuevo inicio en la alegría del Resucitado y en la comunión del perdón que él nos ha dado.
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Conscientes de que somos pecadores, pero confiando en la misericordia divina, dejémonos reconciliar por Cristo
para gustar más intensamente la alegría que él nos comunica con su resurrección. El perdón que nos da Cristo en el
sacramento de la Penitencia es fuente de paz interior y exterior, y nos hace apóstoles de paz en un mundo donde por
desgracia continúan las divisiones, los sufrimientos y los dramas de la injusticia, el odio, la violencia y la incapacidad
de reconciliarse para volver a comenzar nuevamente con un perdón sincero.
Sin embargo, sabemos que el mal no tiene la última palabra, porque quien vence es Cristo crucificado y
resucitado, y su triunfo se manifiesta con la fuerza del amor misericordioso. Su resurrección nos da esta
certeza: a pesar de toda la oscuridad que existe en el mundo, el mal no tiene la última palabra. Sostenidos por esta
certeza, podremos comprometernos con más valentía y entusiasmo para que nazca un mundo más justo.
DOMINGO DE RESURRECCIÓN
Jesús resucitó de entre los muertos “el primer día de la semana” (Mt 28, 1; Mc 16,
2; Lc 24, 1; Jn 20, 1). En cuanto es el “primer día”, el día de la Resurrección de Cristo
recuerda la primera creación. En cuanto es el “octavo día”, que sigue al sábado (cf Mc 16,
1; Mt 28, 1), significa la nueva creación inaugurada con la resurrección de Cristo. Para los
cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el día del
Señor (Hè kyriakè hèmera, dies dominica), el “domingo”: «Nos reunimos todos el día del sol porque es el primer
día [después del sábado judío, pero también el primer día], en que Dios, sacando la materia de las tinieblas, creó al
mundo; ese mismo día, Jesucristo nuestro Salvador resucitó de entre los muertos» (San Justino, Apología, 1,67).
La celebración dominical del día y de la Eucaristía del Señor tiene un papel principalísimo en la vida de la
Iglesia. “El domingo, en el que se celebra el misterio pascual, por tradición apostólica, ha de observarse en toda la
Iglesia como fiesta primordial de precepto” (CIC can. 1246, §1).
«La tradición conserva el recuerdo de una exhortación siempre actual: “Venir temprano a la iglesia, acercarse
al Señor y confesar sus pecados, arrepentirse en la oración [...] Asistir a la sagrada y divina liturgia, acabar su oración
y no marcharse antes de la despedida [...] Lo hemos dicho con frecuencia: este día os es dado para la oración y el
descanso. Es el día que ha hecho el Señor. En él exultamos y nos gozamos» (Pseudo-Eusebio de Alejandría, Sermo
de die Dominica).
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