Subido por Marco Antonio GONZALEZ CORTEZ

Escritos-Esenciales-Dietrich-Bonhoeffer

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Dietrich Bonhoeffer
Dietrich Bonhoeffer, teólogo, pastor y mártir, y uno de Ion
más s ig n ific a tiv o s te stig o s cristia n o s del siglo XX, non
invita constantemente en sus obras a descubrir la presencia
de D ios en el m u n d o y en la h is to ria . Su v a le ro so
resistencia contra Hitler, su prisión y ejecución ilustran do
m anera co n cre ta cuál es «el precio del seguim iento».
Un e s tre m e c e d o r relato de la aza ro sa tra ye cto ria
existencial del teólogo alemán, escrito por la experta mano
de R obert Coles, sirve de introducción a esta selección
de sus escritos y nos proporciona un espléndido acceso
al corazón m ism o del m ensaje de Bonhoeffer.
R o b e r t C o l e s es profesor de Ética social en la Universidad
de Harvard y autor de más de cincuenta libros, entre ellos
The S p iritual Life o f Children y estudios sobre Dorothy
Day, Sim one W eil y W alker Percy. Algunas de sus obras
han sido trad ucid as al castellano . Entre los num erosos
ga la rd o n e s que ha o b tenido, podem os cita r el Prem io
Pulitzer y la «Medal of Freedom»
9788429313888
Diseño de cubierta:
ISBN 84-293-1388-5
9 788429 313888
Escritos Esenciales
El Pozo de Siquem
Dietrich Bonhoeffer
Colección
Introducción^ edición
Robert Coles
Colección «EL POZO DE SIQUEM »
Dietrich Bonhoeffer
121
Escritos esenciales
Introducción y edición de
Robert Coles
Editorial SAL TERRAE
Santander
/
Indice
7
P r ó lo g o .........................................................
F u e n t e s .........................................................
11
Momentos en la vida de Dietrich Bonhoeffer .
14
Introducción: Cómo se hizo un discípulo . .
17
T ítulo del original inglés:
D ietrich Bonhoeffer W ritings Selected
with an Introduction hy Robert Coles
1.
Jesucristo y la esencia del cristianismo . . . .
2.
¿Quién es y quién fue J e s u c r is to ? ...........
3.
El precio de la gracia: el seguimiento . . . .
72
La gracia c a r a .............. : ...................................
72
El seguimiento y la c r u z .............................
78
4.
87
Vida en com unidad.......................................
La comunidad c ristia n a ...............................
91
La fraternidad c r is tia n a .............................
94
La g r a titu d .....................................................
97
La espiritualidad de la comunidad cristiana .
98
La comunidad form a parte
de la Iglesia cristia n a ...................................
100
La unión con Jesucristo.............................................101
5.
Pastor de la Iglesia c o n fe sa n te ..................
102
A los jóvenes hermanos
de la Iglesia en P om erania.........................
102
Los tesoros del sufrim iento..........................
108
Christus V ícto r..............................................
116
Carta de Adviento
a los pastores de la Iglesia confesante . . . .
119
© 1998 hy Orbis B o o k s,
M aryknoll, N ew York
Traducción de los textos originales
no pu b licad os previam ente en castellano:
Ramón Alfonso D iez Aragón
© 2001 by Editorial Sal Terrae
P o líg o n o de R aos, Parcela 14 1
3 9 6 0 0 M aliaño (Cantabria)
Fax: 9 4 2 3 6 9 201
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F otocom p osición :
Sal Terrae - Santander
Im presión y encuadernación:
Grafo, S .A . - B ilb ao
58
65
6.
É tic a .....................................................................
El a m o r ...............................................................
El a fo r tu n a d o ....................................................
La c o n c ie n c ia .....................................................
La confesión de las c u lp a s ................................
7.
Después de 10 años.
Balance en el tránsito al año1943 ....................
Sin suelo bajo los p i e s .......................................
¿Quién se mantiene f i r m e ? ................................
Del é x ito ...............................................................
Algunos artículos de fe
sobre la actuación de Dios en lahistoria . . .
Presente y f u t u r o .......................................... " . .
Peligro y m u erte...................................................
¿Aún somos ú tile s ? ..............................................
La perspectiva desde a b a jo ...............................
8.
Cartas y apuntes desde el c a u tiv e r io .............
122
122
128
132
138
142
143
143
146
147
147
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149
150
152
Prólogo
Estos escritos -q u e van desde los brillantes ensayos del
profesor universitario hasta los últimos pensamientos,
profecías y especulaciones del m ártir- quieren transm i­
tir un sentido de la travesía de un peregrino cristiano de
mediados del siglo xx. Como sucede con cada uno de
nosotros, hubo varios Bonhoeffers y, por tanto, la obra
de su vida puede ser leída de diferentes maneras por
varios lectores. El objetivo de esta selección es indicar
un cierto tema o dirección espiritual que informa todos
sus libros, su correspondencia y sus conferencias, un
aspecto de su ser que, en una m irada retrospectiva, sabe­
mos que fue totalmente crucial para él - y revelador para
todos los d em ás- y del que fue tom ando cada vez más
conciencia con el paso de los años.
Ya en sus prim eros años como filósofo religioso, y
como joven y prom etedor teólogo, Dietrich Bonhoeffer
se atreve a afrontar de la manera más audaz cuestiones
de espiritualidad y de fe. En 1930, a la edad de 24 años,
mira al futuro, pero no al del éxito en el mundo. El
«futuro» que él contem pla en Acto y ser es el del abra­
zo de Cristo, una expectativa que en su caso no se debe
identificar con la contem plación o la reflexión que tan
bien había aprendido en su formación universitaria. Ya
mucho antes de que se enfrentara a los «principados y
poderes» de su nación terriblemente caída, estaba pre­
parado para habérselas con una forma especialm ente
seductora de egoísmo: el astuto yo totalmente concen­
8
9
ESCRITOS ESENCIALES
PRÓLOGO
trado en el análisis de lo que ha sucedido y de lo que
está sucediendo. Como alternativa, él nos apremia a
todos nosotros a dar un salto en los brazos de Cristo,
como si El fuera un padre y nosotros sus hijos, en otro
tiempo errantes pero ahora esperanzados y confiados.
Este énfasis en el futuro y su posible prom esa es, por
supuesto, dolorosamente irónico, habida cuenta de lo
que esperaba al autor de Acto y ser al cabo de muy
pocos años.
En 1933, un año tan fatídico para Alem ania y para
todo el mundo, mientras Hitler consolidaba su poder co­
mo canciller de Alemania, Bonhoeffer, el profesor uni­
versitario, im partía en la Universidad de Berlín (de
mayo a julio) un curso que sería publicado bajo el títu­
lo Cristología. En este curso apelaba a Jesús de una
forma más personal y escrutadora, como si ya supiera lo
que estaba a punto de suceder: la religión institucionali­
zada de una nación (la Iglesia luterana) se convertiría en
propiedad de una pandilla de asesinos. El amplio hum a­
nismo de Bonhoeffer, su destreza literaria, su voluntad
de conectar la fe con la vida vivida y su insistencia en
que no se debe confundir lo espiritual con lo intelectual
(o lo material, lo convencional, lo popular, lo social­
mente aceptable) constituyen otra ironía, a la vista de lo
que le esperaba a la vuelta de la esquina en su joven
vida: el poder secular que reclam aba una aprobación sin
límites (y la obtenía de muchos pastores y sacerdotes).
Hacia 1937, cuando Bonhoeffer escribió El precio
de la gracia: el seguimiento, A lem ania había sido em ­
baucada, engañada, seducida y secuestrada por el D ia­
blo. El régimen nazi estaba por encim a de todo cuestionamiento efectivo y la humillación se hacía presente por
todas partes: la humillación de los judíos, la humillación
de los que aún seguían siendo fieles a los valores dem o­
cráticos y también la hum illación de los profesores,
doctores, abogados y hombres de Iglesia (llamados cris­
tianos) que se reunían en tropel en torno a la cruz gamada, la lucían descaradam ente y defendían sus proclamas
y propósitos. Bajo tales circunstancias, dignas de com ­
paración con las horas más tenebrosas en la vida de
Jesús, nació un nuevo Dietrich Bonhoeffer. En este
momento el teólogo (que había escrito de manera profética, aun cuando intelectual, del «futuro», de «acto» y
«ser», del ejem plo vivido de Cristo como el corazón de
las cosas y, en definitiva, como el todo para todos los
que pretendemos ser fieles al cristianismo) se convierte
en el «Caballero de la fe» de Kierkegaard, probado no
por sus logros en las conferencias académicas, ni por la
respuesta de los críticos a sus artículos y libros, ni por
el juicio de sus colegas teólogos, sino por su voluntad de
rechazar los halagos del régimen nazi, de enfrentarse a
un poder sin precedentes, de soportarlo todo por Aquel
que pronunció los dichos galileos cuando otros corrían
a gritar «Heil» en Nürenberg, de estar solo, en la cárcel
y, finalmente, de estar frente a los fusiles de los repre­
sentantes homicidas de un imperio rom ano moderno en
el momento en que perpetraban uno de sus últimos
actos de venganza.
Bonhoeffer, el devoto y erudito luterano, se esta­
ba convirtiendo en algo diferente de un estudioso prac­
ticante, de un escritor y profesor universitario.
Bonhoeffer buscó la com pañía de Cristo, un «segui­
miento» por el que, en efecto, tuvo que pagar un alto
«precio». La «vida en comunidad» que Bonhoeffer tra­
taba de encontrar con la mayor seriedad había pasado a
ser una vida en una «comunidad» encabezada por Jesús
10
ESCRITOS ESENCIALES
y no por esta o aquella autoridad secular. La «ética» de
la que había escrito se había convertido en un desafío
directo a todo lo que defendían las autoridades de su
país y sus secuaces excesiva y evidentemente sumisos,
decenas de millones que corrían en tropel (y gritando)
hacia un suicidio moral colectivo. En la cárcel, en su
condición de hombre condenado, está completamente
de acuerdo con su «futuro», encuentra una «cristología»
de la carne sufriente, aprende el excesivo «precio» per­
sonal de una fidelidad cristiana practicada diariamente,
descubre una «vida en comunidad» con su Señor en la
soledad de su celda y busca en medio de densas tinie­
blas una ética del «amor» y del «éxito» que haga frente,
sin regatear esfuerzos y sin reservas, al poder de un régi­
men diabólico.
En la cárcel Bonhoeffer escribe poemas; en la cárcel
canta un cristianism o liberado de la bota m ilitar de un
Anticristo contem poráneo y de una espiritualidad que
nace de una teología opresora y de dogmas eclesiásticos
arrogantes. En la cárcel se dirige a su amado Salvador
con un «acto» (resistencia al poder nazi) que se con­
vierte en «ser» de un creyente firme, con un abrazo
constante a Cristo como el «centro» de su vida, con un
«seguimiento» vivido y por el que cada vez paga un pre­
cio más alto, con una «vida en comunidad» con Él, con
una «ética» de amor y éxito de naturaleza totalmente
contraria si se la com para con lo que prevalece en torno
a él y, finalmente, con cartas y apuntes que hablan de la
más ejemplar, apasionada y digna subida hacia Dios de
un humilde peregrino -e n la celda de una prisión, en un
calabozo o en un campo de concentración tras otro-: en
medio del infierno ve el cielo y a Jesús, el cam arada ele­
gido, el agradable compañero.
Fuentes
Las fuentes de las selecciones que com ponen la presen­
te obra son las siguientes:
1. Original alemán: «Jesús Christus und vom
W essen des C hristentum s», en D B W [Dietrich
Bonhoeffer Werke] 10, pp. 302-322, © Chr. Kaiser
Verlag / G ütersloher V erlagshaus, M ünchen /
Gütersloh 1991.
C a p ítu lo
C a p ít u l o 2. ¿Quién es y quién fu e Jesucristo?, © A riel,
Barcelona 1971 (traducción: Sergio Vences y Úrsula
Kilfitt); original alemán: Christologie. Vorlesung, en
Gesammelte Schriften III, pp. 167, 172-175, © Chr.
Kaiser Verlag, M ünchen 1960.
C a p ít u l o 3. El precio de la gracia: el seguimiento,
© Sígueme, Salamanca 1 9 6 8 (traducción: José L.
Sicre); original alemán: Nachfolge, © Chr. Kaiser
Verlag, M ünchen 1 9 3 7 .
4. Vida en comunidad, © Sígueme, Sala­
manca 1982; original alemán: Gemeinsames Leben,
© Chr. Kaiser Verlag, M ünchen 1979.
C a p ítu lo
12
ESCRITOS ESENCIALES
5. Originales en alemán: «An die Jünger
Brüder in Pommern», en Gesammelte Schriften II,
pp. 297-306, © Chr. Kaiser Verlag, M ünchen 1959.
«Predigt über Rómer 5. M árz 1938», en Gesammelte
Schriften IV, pp. 434-441, © Chr. Kaiser Verlag,
M ünchen 1961. «Ansprache zum Abendmahl an
Totensonntag im Sammelvikariat Wendisch-Tychow
(Sigurdshof). 26. November 1939», en Gesammelte
Schriften IV, pp. 453-455, © Chr. Kaiser Verlag,
M ünchen 1961. «[29. Novem ber 1942] 1. Advent
1942», en Gesammelte Schriften II, pp. 596-598,
© Chr. Kaiser Verlag, M ünchen 1959.
C a p ítu lo
6. Ética, © Estela, Barcelona 1968 (traduc­
ción: Víctor Bazterrica); original alemán: Ethik,
© Chr. Kaiser Verlag, München 1962.
C a p ítu lo
7. Resistencia y sumisión, © Síguem e,
Salamanca 1983 (traducción: José J. Alemany); ori­
ginal alemán: Widerstand und Ergebung, © Chr.
Kaiser Verlag, M ünchen 1970.
C a p ítu lo
Resistencia y sumisión, © Síguem e,
Salamanca 1983 (traducción: José J. Alemany); ori­
ginal alemán: Widerstand und Ergebung, © Chr.
Kaiser Verlag, M ünchen 1970. Cartas de am or
desde la prisión: © Trotta, M adrid 1998 (traducción:
Dionisio M ínguez Fernández); original alemán:
Brautbriefe Zelle 92. Dietrich Bonhoeffer - M a ñ a
von Wedemeyer (1943-1945), © C.H. B eck’sche
Verlagsbuchhandlung (Oscar Beck), 1992.
C a p ítu lo
8.
FUENTES
13
La Editorial Sal Terrae manifiesta su agradecimiento a
Ediciones Sígueme (Salamanca) por su autorización
para reproducir las selecciones de E l precio de la gra­
cia, © 1968, Vida en comunidad, © 1982, y Resistencia
y sumisión, © 1983 (incluidas en los capítulos 3, 4, 7 y
8); a Editorial Ariel (Barcelona) por su autorización
para reproducir las selecciones de ¿ Quién es y quién fu e
Jesucristo?, © 1971 (incluidas en el capítulo 2); y a
Editorial Trotta (M adrid) por su autorización para
reproducir la Carta a su prometida, tom ada de Car­
tas de am or desde la prisión, © 1998 (incluida en el
capítulo 8).
MOMENTOS EN LA VIDA DE DIETRICH BONHOEFFER
Momentos en la vida
de Dietrich Bonhoeffer
1906 Nace en Breslau (Alemania), el 4 de febrero. Hijo
de Karl Bonhoeffer, un distinguido neuropsiquiatra, y Paula (Von Hase) Bonhoeffer, de una desta­
cada familia.
1912 La familia de Bonhoeffer se traslada a Berlín.
1923 Com ienza los estudios religiosos y teológicos en
la Universidad de Tübingen.
1924 Continúa los estudios teológicos en la Univer­
sidad de Berlín.
1927 Com pleta los estudios necesarios para la obten­
ción del doctorado. Su tesis se titula «La com u­
nión de los santos».
1928 D esem peña el cargo de vicario en la comunidad
evangélica alem ana en Barcelona.
1930 Concluye Acto y ser. En septiembre viaja al
Union Theological Seminary de Nueva York en
calidad de Sloan Fellow.
15
1931 Profesor de teología en la Universidad de Berlín.
Es ordenado ministro de la Iglesia luterana.
1933 El 1 de febrero, dos días después del nom bra­
miento de Hitler como canciller, interrumpen una
emisión radiofónica en directo en el mom ento en
que él hace una crítica contra el totalitarismo. En
septiembre, junto al pastor M artin Niemóller, se
dirige a los ministros evangélicos alemanes para
explicarles los peligros morales del régim en nazi.
1934 Ayuda a organizar la Iglesia confesante, una res­
puesta crítica a Hitler y también a la Iglesia lute­
rana que, en general, muy pronto se ha sometido
a los nazis y después se ha adherido a ellos.
1935 Enseña en el seminario de la Iglesia confesante en
Finkenwalde (cerca de Stettin). En diciembre los
nazis em piezan a poner freno a las actividades en
el seminario.
1936 Se prohíbe a Bonhoeffer enseñar en la Univer­
sidad de Berlín.
1937 La Gestapo cierra el seminario de Finkenwalde.
Se publica El precio de la gracia: el seguimiento.
1938 Establece contactos con adversarios políticos de
Hitler. Se le prohíbe el trabajo pastoral y docente
en Berlín. Trabaja en la redacción de Vida en
comunidad.
16
ESCRITOS ESENCIALES
1939 Viaja a Inglaterra. Comparte sus temores por su
país natal con pastores y teólogos en Londres.
Visita nuevamente los Estados Unidos, pero des­
pués de unas semanas regresa a Alemania, para
gran consternación de sus amigos norteam erica­
nos.
1940 Se le prohíbe hablar en público. Es vigilado de
cerca por la policía. Escribe parte de la Etica.
V isita un m onasterio benedictino cercano a
M unich.
1941 Visita Suiza, pero regresa a Alemania, donde está
bajo sospecha por parte de las autoridades nazis.
1942 Viaja de nuevo al extranjero, a Noruega, Suecia y
Suiza. Se encuentra con amigos de Inglaterra y de
otros países.
1943 Se com prom ete form alm ente con M aría von
W edemeyer; tres meses más tarde es arrestado y
encarcelado en la prisión berlinesa de Tegel.
1944 Trasladado de la prisión de Tegel a la cárcel de la
Gestapo en Berlín. Su herm ano Klaus y su cuña­
do Rüdiger Schleicher son arrestados. (Son asesi­
nados en 1945.)
1945 Trasladado al cam po de concentración de
Buchenwald, después al de Regensburg, al de
Schónberg y, finalm ente, al de Flossenbürg,
donde, tras un juicio sumarísimo, es ejecutado el
9 de abril.
Introducción
Cómo se hizo un discípulo
El corazón del cristianismo, huelga decirlo, es la volun­
tad de Dios de convertirse en un hombre, de vivir en un
lugar y un tiempo concretos, de entrar en la historia,
experimentar sus posibilidades y lim itaciones, y probar
sus límites: Jesús el niño judío nacido en Belén, una ciu­
dad que pertenecía al imperio rom ano, y después Jesús
el carpintero, el maestro, el sanador, el predicador itine­
rante y, finalmente, el insistente reform ador que suscita
la desconfianza del poder hasta tal punto que es arresta­
do, condenado y asesinado. Jesús vivió sólo 33 años;
sus amigos íntim os eran gente humilde, pescadores y
campesinos, hombres y mujeres que habían experimenlado el sufrimiento, habían transgredido las leyes, habí­
an llevado una vida vulnerable, no previsora o im púdi­
ca. Jesús no fue reconocido por la multitud inm ediata­
mente después de su muerte angustiosa y humillante
como el Mesías largo tiempo esperado por los judíos.
Hasta sus camaradas más cercanos lo abandonaron en
vida y sólo un puñado de ellos estuvieron preparados
para reunirse en torno a él, en un principio, en el
momento de su muerte. También en esto tuvo que adap­
tarse a la historia. Sus ideas y pronunciamientos, y su
recuerdo vivo en otras personas, se convirtieron en su
conjunto en un factor de trascendencia política, religio­
18
19
ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d ís c ip u l o
sa, social y cultural: la evolución de las luchas de una
era con respecto a qué se cree, quién lo cree y con qué
consecuencias. La historia del posterior triunfo del cris­
tianismo dentro de los confines del im perio romano, y
después más allá de ellos, es también la historia de
muchos mártires que consintieron en sufrir la persecu­
ción, en ser torturados y asesinados, todo ello en nom ­
bre de una fe profesada. Más aún; aquel dram a que tuvo
a Dios como protagonista histórico (y en el que Cristo
fue seguido por unos y perseguido por otros, o contó
con la adhesión incondicional de algunos a sus m anda­
tos y fue rechazado y ridiculizado por otros) se sigue
representando todavía. El Jesús del siglo i se ha conver­
tido en el Cristo que ha estado presente en todas las cen­
turias posteriores, incluida la que puso fin al segundo
milenio: en efecto, dos m ilenios de creyentes, escépti­
cos y mártires -todos ellos configurados, de diferentes
maneras, por las circunstancias históricas que condicio­
naron sus vidas.
El cristianism o es también una religión de sorpresas:
la m ayor es su entrada en la historia, pero ha habido
otras muchas a lo largo del camino. El niño Jesús sor­
prendió a los ancianos en el Templo por su precocidad
y, cuando era un joven carpintero, su sabiduría asombró
y deslumbró a otros, algunos de ellos prominentes y
otros gentes sencillas que siempre habían tenido sobra­
das razones para desconfiar de los que habían nacido
con estrella. Es posible que la Rom a imperial tuviera
sus descontentos, pero es seguro que la difusión del
cristianismo a lo largo y ancho del imperio fue un resul­
tado sumamente inesperado, un caso sorprendente de un
grupo desconocido de gente hum ilde que vivía en un
lugar rem oto de un imperio muy poderoso y produjo
una fe que en unas pocas generaciones se convirtió en
una presencia institucional de enorme autoridad y po­
der. Tales sorpresas han estado siempre presentes en la
historia del cristianismo: desde el fracaso del papado de
Celestino v -e l monje benedictino que en su ancianidad
fue llevado al trono de Pedro, pero sólo para tropezar
gravemente, pues sus virtudes y su ejem plar piedad no
sirvieron para responder a las dem andas de la política
institucional- hasta el papado de Juan xxin en nuestro
liempo; y desde la aparición de Juan Calvino y Martín
I .útero en Europa al descubrim iento y la colonización
ile América, que en buena medida fueron una conse­
cuencia de las pasiones cristianas que hallaron su expre­
sión y resolución en los viajes transatlánticos, en la ex­
ploración y el establecim iento en un nuevo continente.
Esto fue también lo que sucedió con la vida de
Dietrich Bonhoeffer: ¿quién, que lo hubiera conocido
en su infancia, en su juventud, y hasta como un joven
pastor y teólogo luterano, pudo predecir el curso de su
vida, su terrible giro? M urió (el 9 de abril de 1945) en
una cárcel alemana, asesinado como convicto de trai­
ción a su patria. Tenía sólo 39 años. Y seguramente
cuando nació (el 4 de febrero de 1906), o durante su
infancia y juventud, este desenlace no pudo preverlo ni
la imaginación más desbordante. Algunos hom bres y
mujeres muestran pronto signos de talento y también de
intereses y cualidades temperam entales que, en una
mirada retrospectiva, han señalado la dirección, si no la
crítica, de sus vidas -especialm ente si se contemplan
también sus orígenes fam iliares-, Pero Bonhoeffer,
como otros muchos, llegó a ser la persona que ahora
conocernos y admiramos sólo como respuesta a una
evolución de la historia difícil de predecir. Después de
20
ESCRITOS ESENCIALES
todo, en cierto sentido su altura moral y su destino espi­
ritual, que tanto lo distinguieron de otros muchos, in­
cluidos miles de ministros cristianos alemanes, estuvie­
ron directam ente relacionados con el triunfo de A dolf
Hitler y sus gorilas nazis. Y, como nos ha mostrado
recientemente Henry Ashby Turner, Jr., historiador de
Yale, su victoria política, a finales de enero de 1933, no
tuvo nada de inevitable; más bien, fue el trágico resulta­
do de traiciones, mentiras, engaños y componendas que
desconcertaron y asombraron a un gran número de vo­
tantes alem anes (la mayoría de los cuales habían recha­
zado al chillón traficante de odios, de origen austríaco).
Entonces, ¿cómo podemos entender la vida de
Dietrich Bonhoeffer, y especialmente la forma en que
terminó? Del mismo modo que el ascenso de Hitler al
poder no fue inevitable, el arresto, el encarcelam iento y
la muerte de Bonhoeffer no fueron la ineludible conclu­
sión de un dram a religioso (o ideológico, psicológico,
social y cultural). No pudieron ser previstos hacia 1933,
por ejemplo, con la subida de Hitler al poder, ni siquie­
ra en 1940, cuando sus victorias m ilitares eran eviden­
tes y su autoridad en Alem ania era una pesadilla real
para muchos -q u e, no obstante, encontraron formas de
evitar todo contacto con la Gestapo, sobrevivir a la gue­
rra y hablar con dignidad y credibilidad a sus com pa­
triotas alemanes, como hizo Konrad A denauer-. En
efecto, en ciertos aspectos Bonhoeffer era un candidato
poco probable para el papel que posteriorm ente asumió,
el de un hombre de principios que luchó hasta la m uer­
te contra el Estado alemán. Al fin y al cabo, era un lute­
rano para el cual el gobierno de una nación merece un
enorme respeto, por una cuestión doctrinal. No deja de
ser una ironía que la aparición de Lutero esté directa­
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n
DISCIPULO
21
mente relacionada con esa cuestión: lo que él predicó a
este respecto sirvió a los intereses de los jefes seculares
emergentes, ansiosos por verse libres de los derechos
sobre ellos que R om a reclam aba. Por otro lado,
Bonhoeffer no creció en un hogar políticam ente radical
o culturalmente cosmopolita. Su m adre provenía de una
renombrada y acom odada familia, entre cuyos m iem ­
bros se incluían un ministro que perteneció a la corte del
emperador y un m ilitar de alta graduación, así como
abogados y hom bres de negocios con títulos de nobleza.
Igualmente, su padre era uno de los principales neuropsiquiatras alem anes, y entre sus parientes se incluían
|in istas e individuos de la alta burguesía. Dietrich nació
en Breslau, pero cuando tenía 6 años su padre asumió
un cargo importante en Berlín, aunque también aquí los
Bonhoeffer se mantuvieron apartados de todo el fer­
mento intelectual de la capital, especialm ente durante
los años de la República de Weimar: una familia sólida,
estable y acomodada, protegida por sus valores secula­
res, así como por sus fidelidades luteranas, del escepti­
cismo moral y político que florecía en varios círculos y
salones de Berlín.
Dietrich Bonhoeffer tuvo siete hermanos. Su herm a­
no mayor, Karl-Friedrich, ejerció la medicina. Walter,
otro de los hermanos mayores que él, fue asesinado en
el ejército alem án durante la prim era guerra mundial. Su
hermano Klaus, tres años mayor, ejerció la abogacía - y
se enfrentó a los nazis, que lo encarcelaron y lo asesi­
naron-, Sus hermanas mayores, U rsula y Christine, se
casaron con abogados (Rüdiger Schleicher y Hans von
Dohnanyi) que se opusieron enérgicamente contra los
secuaces de Hitler y también fueron arrestados y asesi­
nados justo antes de que la guerra terminara. Sabine, la
22
23
ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d ís c ip u l o
herm ana gemela de Bonhoeffer, contrajo matrimonio
con un abogado y politólogo, Gerhard Leibholz, de ori­
gen judío, aunque cristiano por su bautismo, y su her­
mana m enor se casó con un teólogo llamado Walter
Press. Fue una familia que perdió cuatro miembros a
manos de los nazis, lo cual pone de manifiesto una
resistencia moral de un orden elevado. La familia «per­
dió» también una hija y un yerno en el exilio en 1935,
cuando la am enaza nazi se cernía implacable y cruel­
mente sobre cualquier persona que tuviera orígenes
judíos. Sin embargo, no era una familia cuyos intereses
y convicciones, antes del ascenso de Hitler, hicieran
pensar que se convertiría en una adversaria incondicio­
nal de éste, dispuesta a luchar (como se suele decir, y
como sucedería realmente) «hasta la muerte».
En realidad, a Hitler no le faltaron adversarios pro­
cedentes de la clase alta, conservadores en muchos
aspectos, nacionalistas y (tristemente) tam bién antise­
mitas a su manera, más reservada y elegante. Los nazis
eran en general gentuza; y al principio atrajeron la aten­
ción de gentes que, a pesar de su vulnerabilidad social y
económica, desdeñaban y temían a la izquierda - la sóli­
da presencia socialista y com unista de la República de
W eim ar-. Hitler proclamó el nacional «socialismo», un
«populismo» demagógico que ofrecía las viejas conso­
laciones y satisfacciones del odio: el judío como chivo
expiatorio que explicaba la situación. Para algunos ale­
manes de clase alta, vinculados al poder legal, econó­
mico y militar, la ordinariez de H itler (y las vulgarida­
des de sus subordinados nazis) eran obviamente repug­
nantes. Una analogía am ericana aproximativa sería el
desprecio que sentían algunos norteam ericanos pudien­
tes e instruidos de los Estados del sur hacia el Klan.
aunque por otra parte no tenían ningún interés en que
los negros obtuvieran la m ism a igualdad política (y
mucho menos la social o la económica).
Huelga decir que tras la subida de Hitler al poder no
liieron sólo los judíos los que tuvieron que aceptar lo
que él representaba, lo que paso a paso quería hacer y lo
que, de una manera muy enérgica, insistía en hacer. En
realidad, muchos judíos pensaban que el poder iba a
amansar a Hitler, a dom inar su fanfarronería histérica y
a refrenar la actividad de sus seguidores proclives a la
violencia. Por lo que respecta a la población «aria» ale­
mana, incluidos sus m iembros abiertam ente cristianos,
lauto católicos como protestantes, pronto se vio someti­
ca de una manera suficientemente efectiva por un régi­
men totalitario que no perm itía oposición y hacía lo que
quería, respondiendo a las dudas o los recelos de cual­
quiera con toda la violencia del poder político y con
lodo lo que tal control puede hacer para im poner su
voluntad. De hecho, la rápida acomodación de las Igle­
sias protestantes alemanas a Hitler dice m ucho sobre el
papel de la religión en la vida secular de una nación
industrial del siglo xx. Igualmente importante fue el
papel de las universidades, pues también ellas se pusie­
ron muy pronto y amistosamente de parte de Hitler. En
muy poco tiempo las facultades fueron depuradas, hubo
libros condenados y quemados, y una multitud de des­
lavados intelectuales y sus seguidores se convirtieron en
cómplices o defensores públicos de la ideología nazi. O
bien, de una m anera más silenciosa, se adaptaron a la
sil nación y reprim ieron toda inclinación a expresar de­
sacuerdo o escrúpulos. M uchos abogados, periodistas,
médicos, maestros y ministros cristianos se convirtieron
en instrumentos voluntariosos de los diferentes funcio­
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25
ESCRITOS ESENCIALES
in tr o d u c c ió n : c ó m o se h iz o u n d is c íp u lo
narios de Hitler. Cientos de ministros, en algunas oca­
siones, se pusieron la camisa parda nazi como signo de
adhesión a la autoridad del Führer. En contraste con
ello, unos días después del ascenso de Hitler al cargo de
canciller, Bonhoeffer alzó su voz, se enfrentó al nazis­
mo tachándolo de idólatra, habló en defensa de los ju ­
díos y advirtió vigorosamente contra la dirección en la
que su nación se encam inaba - y mientras lo hacía, su
intervención radiofónica fue interrum pida bruscamente.
parecer no les planteaba problemas semejante situación
iitcista.
No obstante, en otros aspectos era a todas luces (por
supuesto, en el Union Theological Seminary) un jo ­
ven visitante extranjero casi curiosam ente conservador.
Mientras el evangelio social dom inaba el discurso en el
seminario -p o r entonces la gran D epresión estaba en
lodo su apogeo-, este joven luterano de orígenes obvia­
mente elegantes estaba más interesado (al menos inte­
lectualmente) en Dios que en el hombre. Como Karl
llarth, a quien admiraba, Bonhoeffer trató de com pren­
der lo que él reconocía que era, finalmente, incom pren­
sible: las razones y los caminos de Dios. Es propio de
nuestra naturaleza hacer precisam ente esto, tratar de
averiguar todo lo que podamos de lo Divino - y tal vez
lodo lo que podamos hacer no sea más que describir
nuestro anhelo de realizarlo, la futilidad de nuestra bús­
queda y, quizás, especular sobre Su voluntad y hasta
sobre Sus intereses o deseos-. La austeridad (si no el
capricho) de semejante postura debió seguramente im­
presionar a algunos en el Union Seminary (bien entrado
el siglo xx, después de Darwin, Marx, Freud y Einstein,
por no m encionar el aparente colapso mundial del capilalismo) como cosa notable, y no sin implicaciones
sociales, culturales y psicológicas: la huida hacia el
insondable Dios de Juan Calvino como alternativa al
abrazo a las criaturas de Dios, aquí al alcance de la
mano, en todo su sufrim iento dem asiado obvio y
profundo.
Con todo, Bonhoeffer no era indiferente al mundo
del aquí y ahora. Más bien fue un hombre inm ensam en­
te agradable y serio, y su energía moral y su naturaleza
evidentem ente compasiva le perm itieron entenderse
¿Cómo explicar semejante resistencia, expresada
públicamente desde los primeros años del nazismo? En
1933 Dietrich Bonhoeffer tenía 27 años y era un pastor
y teólogo que residía en Berlín y estaba vinculado a la
vida universitaria como profesor y ministro. Por enton­
ces se había convertido ya en un teólogo prometedor:
había viajado a España para desem peñar el cargo de
vicario en la com unidad evangélica alem ana en Barce­
lona y había pasado un año en el Union Theological
Seminary de Nueva York. Es indudable que ya entonces
había dado pruebas importantes de su naturaleza com ­
pasiva. En Barcelona su corazón lo llevó a entrar en
contacto con los trabajadores, los desempleados en una
nación que en aquellos años se enfrentaba a los conflic­
tos que harían posible la aparición de Francisco Franco,
uno de los principales aliados de Hitler. En América,
Bonhoeffer se percató inmediatam ente de nuestro racis­
mo institucional (en 1930, antes de que H itler llegara al
poder). Y mostró una intensa y duradera preocupación
por una nación que segregaba a millones de ciudadanos,
manteniéndolos apartados y en un nivel inferior: una
afrenta -é l lo vio claram ente- al cristianism o al que se
adherían fácilmente aquellos a quienes, no obstante, al
26
ESCRITOS ESENCIALES
perfectamente con sus anfitriones norteam ericanos. Co­
mo devoto luterano, se inclinaba ante el p o d e r distante
e inquebrantable de Dios; era un ser hum ano honrado y
accesible de buenos instintos y fina sensibilidad, que
se preocupaba por quienes estaban a su lado, cualquie­
ra que fuera su credo o color. En el U nion Seminary,
Bonhoeffer entabló una profunda am istad con Paul
Lehman, pero también con otros; los llevaba en su
mente y su alma. M antuvo correspondencia con ellos en
la oscura década de 1930 y volvió a verlos brevemente,
al final de esa década, justo antes del com ienzo de la
segunda guerra mundial.
Tras regresar a Alemania, B onhoeffer se despidió
pronto de la vida del joven y prom etedor teólogo, el pas­
tor, profesor e investigador vinculado a la universidad,
el berlinés de origen social impecable que tocaba el
piano con brillantez, que también había aprendido a
jugar muy bien al tenis, y cuya familia, en medio del
caos económ ico de la década de 1920, no h ab ía conoci­
do nunca el peligro, las dudas y las angustias que opri­
mieron a la clase media, y mucho más a los pobres.
M illones de ellos se habían declarado partidarios de los
comunistas o de los nazis, que no sólo eran adversarios
electorales sino que se habían enzarzado en una batalla
feroz e incesante por las calles de una nación orgullosa,
muy instruida e industrial (y también industriosa) al
borde del colapso político y económico. El 30 de enero
de 1933, como consecuencia de las interm inables nego­
ciaciones y m anipulaciones a puerta cerrada, sucedió lo
peor, lo impensable. A quel día H itler se convirtió en
canciller de A lem ania y la suerte de m illones de perso­
nas de todo el m undo quedó echada: por una u otra
razón serían asesinadas en los doce años siguientes, y
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d ís c ip u l o
27
m ire ellas se encontraba Bonhoeffer, que entonces tenía
/ años y muy pronto hizo pública su oposición a los
nazis.
Ni Bonhoeffer ni ninguna otra persona conocían
hasta dónde, en la dirección del mal absoluto, iban a lle­
var los nazis a Alem ania y a toda Europa. Pero supieron
Captar mejor que otros, y al instante, las verdaderas in­
aniciones de aquellos asesinos y homicidas. Como he­
mos señalado antes, interrum pieron bruscam ente el profiam a de radio en el que él intervenía, unos días des­
pués de que H itler tom ara posesión de su cargo, por
advertir contra la idolatría que acom pañaría al constan­
te estrépito del «Führer». Día tras día, mes tras mes, los
nazis urdieron su control totalitario sobre la nación y
ron él el flagrante racismo del antisem itism o -u n terri­
ble eco, tristemente, que se había hecho sentir a lo largo
de los siglos y que pudo escuchar, entre otros, el propio
I,útero-. Pero con Hitler aquellas lejanas denuncias y,
más recientemente, los ataques wagnerianos contra una
presunción que se adquiría a costa de otros se habían
convertido en algo completamente distinto: el odio fo­
mentado por el Estado con un objetivo homicida. M ien­
tras que sus com pañeros en el m inisterio se apiñaban en
torno al Führer, Bonhoeffer y un puñado de pastores se
agruparon en la «Iglesia confesante»: de rodillas pedían
perdón a Dios por lo que se estaba diciendo y haciendo
en su tierra natal, al mismo tiempo que sabían que esta­
ban poniendo en peligro su situación, y su propia vida,
por sus acciones. Fue un tiempo de una gran prueba, un
tiempo en el que algunos huyeron, otros se sometieron
y otros em pezaron lo que se convertiría en la marcha de
muchos m illones a los campos de concentración, las
factorías del asesinato que sólo una tecnología «avanza­
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29
ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u l o
da» en una nación como Alem ania podía posibilitar y
sostener.
A finales de 1933 Bonhoeffer volvió a salir de
Alem ania para dirigirse a Inglaterra. Su oposición a los
nazis era clara y conocida públicamente, pero tal vez
necesitaba tiempo para precisar cómo iba a realizarla.
M ientras tanto, los nazis aceleraban su control cultural
(y naturalmente político) sobre Alemania, de m anera
que cuando Bonhoeffer regresó, en 1935, el tipo de tra­
bajo que iba a desem peñar - la form ación de pastores en
una tradición de oposición orante a los valores propues­
tos diariamente por los nazis y con los que bom bardea­
ban las mentes del pueblo alemán bajo la hábil guía de
Joseph G oebbels- se había convertido en algo extre­
madamente peligroso. Pese a todo, en 1935 se había
abierto un Sem inario de pastores, situado prim ero
en Zingshof, junto al mar Báltico, y después en
Finkenwalde, cerca de Stettin. Allí, durante los últimos
años de la «vil y deshonesta década» de Auden, en la
que el mismo infierno empezó a convocar al pueblo ale­
mán, Bonhoeffer y otros pocos se reunieron, oraron,
estudiaron y se prepararon para algo que, com o segura­
mente debieron sentir, iban a encontrarse a la vuelta de
la esquina. M ientras que la gran m ayoría de los pastores
luteranos dieron su consentim iento al régim en de Hitler,
e incluso le dieron la bienvenida y en algunas ocasiones
lucieron la esvástica, Bonhoeffer y sus compañeros se
opusieron a semejante acom odación, que en algunos
casos fue una adhesión, y fundaron una «Iglesia confe­
sante» opuesta a la jerarquía cristiana establecida. D u­
rante aquellos pocos años Bonhoeffer escribió El precio
de la gracia: el seguimiento (1937) y Vida en com uni­
dad (1939). En cierto modo se estaba apartando del
legado luterano de una Iglesia ligada al Estado y se esta­
ba adhiriendo radicalm ente a Jesús, que para él era en
aquel m omento un guía plenam ente vivo, tanto ética
como espiritualmente. Del mismo m odo que los cléri­
gos alemanes se habían convertido en los autodegradados «discípulos» del Führer, Bonhoeffer exhortaba a sus
amigos, sus com pañeros morales en Finkenwalde, a
mantenerse firmem ente adheridos a Jesucristo, a todo lo
que Él sostuvo y transmitió a otros, Sus discípulos. El
«precio» sería un terrible aislamiento, un creciente
ostracismo. Pero todos en aquella comunidad, todos los
que compartían aquella «vida en com unidad» se habían
percatado ya no sólo de la intención de los nazis, sino
de su absoluta determinación de cum plir sus expectati­
vas a toda costa. De ahí el «precio» que Bonhoeffer
tenía en mente para sí mismo y para otros com o él: la
muerte, si era necesario, en la búsqueda de una vida
cristiana comprometida.
Hacia 1939 resultaba claro que no había manera de
parar a Hitler en Alemania, ni tampoco en el extranjero,
si no era con otra guerra mundial. Inglaterra y Francia
habían visto el fracaso de su renuncia desesperada a
Checoslovaquia en M unich. La bestia nazi gruñía feroz­
mente en Polonia, y estos dos países se preparaban
febrilmente para la inevitable confrontación. En aquel
momento Bonhoeffer hizo su segunda visita a los Esta­
dos Unidos. En el Union Seminary era otra persona: ya
había pasado la prueba moral y personal de una manera
experimentada por pocos en el seminario - y por ningu­
no de nosotros en nuestra v id a - No se había enfrentado
a Hitler con artículos y peticiones por escrito firmadas
en países distantes, o con sermones pronunciados lejos
del alcance de la (ya entonces) notoria Gestapo, sino
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31
ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u l o
que había m anifestado de manera transparente sus prin­
cipios a poca distancia de la Gestapo. Más aún; poco
después de llegar a los Estados Unidos y encontrarse allí
a salvo en junio de 1939, tomó la decisión de regresar,
y lo hizo en julio. Pocas semanas después estallaría la
segunda guerra mundial y sus amigos norteamericanos,
preocupados, se preguntaban: ¿por qué aquel retorno
apresurado, dada la resistencia que él iba a oponer y la
consiguiente respuesta vengativa?
En relación con esto, recuerdo perfectam ente una
conversación m antenida en el verano de 1963 con
Reinhold y U rsula Niebuhr, y su cortés pero sincero de­
seo de transm itir no sólo la preocupación que muchos
en el Union Seminary sentían por Bonhoeffer, sino tam ­
bién una interesante y sumamente instructiva variante
de esa preocupación. ¿Por qué quiso regresar con tanta
urgencia a Alem ania? ¿Qué significaba «realmente» la
nostalgia [homesickness] de la que con tanta frecuencia
hablaba? ¿No sería que estaba «deprim ido»? ¿No le ha­
brían ayudado algunas «conversaciones» con un «profe­
sional»? ¿No habría sido «más prudente» para él que­
darse en los Estados Unidos y contribuir a que una
nación significativamente aislacionista tom ara concien­
cia de lo que estaba en juego en Europa? Ya entonces
Paul Tillich y Karl Barth se habían exiliado. ¿Acaso no
había luchado ya Bonhoeffer contra los nazis con más
fuerza que cualquier otra persona en las universidades
alemanas o en el ámbito de la cristiandad? Se había atre­
vido (pero no con gestos sutiles o indirectos) a decir un
«no» rotundo a su Estado arbitrario, opresor y sin escrú­
pulos. Antes de su segunda visita a Am érica sus amigos
en el extranjero habían visto ya que sería encarcelado, si
no le sucedía algo peor, y se alegraron cuando, final­
mente, cruzó el Atlántico en una visita que, según espe­
raban, se convertiría necesariam ente en una estancia
prolongada. Pero él no dio nunca una explicación explí­
cita de las razones por las que regresó a Alem ania en el
verano de 1939. Habló de «nostalgia», pero de una
manera más precisa com unicó a Reinhold Niebuhr que,
para poder tener alguna futura credibilidad y valor
moral ante sus conciudadanos después de la derrota de
Hitler, era preciso que participara en la lucha con la que
se consiguiera esa victoria: «Tengo que vivir este perio­
do difícil de nuestra historia nacional con el pueblo cris­
tiano de Alemania. No tendré derecho a participar en la
reconstrucción de la vida cristiana en Alemania después
de la guerra si no com parto las pruebas de este tiempo
con mi pueblo». Estas palabras manifiestan el senti­
miento de alguien que mira al futuro con esperanza, el
sentimiento de alguien que ciertam ente quería vivir,
pagar libre y totalm ente «el precio del seguimiento»,
pero también tener una oportunidad de participar en un
momento futuro de redención.
Después de regresar a Alemania, no pudo dejar de
ver un significado implícito de la «nostalgia» [home­
sickness] que sufrió en Nueva York: su «casa» [homeJ
estaba fatalmente «enferma» [sick]. Una vez que Ale­
mania entró en guerra se derribaron todos los obstácu­
los levantados contra la bestialidad nazi. El monstruo
asesino nazi atravesaba una frontera tras otra con la
determinación de proseguir el exterminio en masa de los
judíos y de otros considerados «inferiores» o «enemi­
gos» por un régim en que se revelaba, de m anera imper­
turbable, como un mal tan monstruoso que no tenía
paralelo en la historia. Bonhoeffer, que había m anteni­
do una resistencia sin fisuras, se lanzó hacia adelante,
32
ESCRITOS ESENCIALES
mientras el Anticristo lo rodeaba por todas partes. G ra­
cias a los contactos de algunos miembros de su familia
se integró en la Abwehr, la Agencia de contraespionaje
militar, que por un tiempo estuvo libre de la vigilancia
de la Gestapo. A llí no tenía que luchar en las legiones de
Hitler, y de hecho se convirtió en un doble agente, que
ostensiblemente trabajaba para Alem ania mientras esta­
ba tramando lo mejor que podía la derrota de Hitler. En
cierto sentido aquí nos adentramos en un territorio que
Graham Greene o quizás Joseph Conrad han descrito
mejor que nadie: la pasión moral personal de alguien
que cuestionó la moralidad convencional en su ex­
presión política establecida. Los com pañeros de
Bonhoeffer en la subversión fueron su herm ano Klaus,
sus dos cuñados y varios oficiales militares, diplom áti­
cos y aristócratas -c a d a uno de ellos con sus razones
personales para dar un paso tan radical y extrem ada­
mente peligroso-. Es indudable que algunos de ellos no
estaban exentos de mancha: nobles de la vieja escuela,
militares de los ejércitos de tierra y m ar que querían una
Alem ania poderosa, pero no regida por un loco lleno de
odio que am enazaba con derribar todo y a todos los que
no estuvieran de acuerdo con sus ideas y las de la gen­
tuza asociada con él. Una gran nación se había conver­
tido en una nación de gángsters.
En el caso de Bonhoeffer estaba presente esta enor­
me ironía religiosa: era luterano, pero ya no estaba
enfrentado al Estado con una oposición nominal, sino
que trataba de derribarlo con todas sus fuerzas -y , con
el tiempo, sería arrestado, encarcelado y asesinado sólo
unos días antes de que Hitler se suicidara- Aunque la
artillería y los aviones aliados habían conseguido sacu­
dir los cimientos donde se encontraba su prisión, él
in tr o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u lo
33
siguió orando y sirviendo a otros, y fue al encuentro de
la muerte con un estoicism o inolvidable para aquellos
que fueron testigos. Seguramente para él éste era el
«precio del seguim iento» no estudiado en escritos, ni
analizado en argum entos o form ulado en una posición
polémica, sino asum ido en el curso de una vida intensa­
mente espiritual. Estaba a punto de cum plir cuarenta
años y era el prometido de M aría von Wedemeyer. El y
otros prisioneros fueron asesinados por los nazis cuan­
do éstos estaban en las últimas; al cabo de un mes
Alemania (que estaba en una situación desesperada) se
rindió incondicionalm ente ante las fuerzas aliadas. Es
difícil imaginar lo que pudieron sentir, en medio de las
ruinas de Berlín, los padres de Bonhoeffer y su prom e­
tida (que había perdido en la guerra a su padre y dos
hermanos) al enterarse de que él, su hermano y sus dos
cuñados habían sido ejecutados en los últimos m om en­
tos de la guerra.
El Diablo llegó a Alem ania (gracias a una política
diabólica) en 1933, y no se presentó precisamente con
guantes de seda, como se suele decir, sino más bien en
una versión acabada, sin disfraz, descarada, moderna,
secular y estatal: los asesinatos en masa se convirtieron
en una rutina a lo largo y ancho del continente más
«civilizado», en la cuna del cristianismo histórico -e l
entonces llam ado «eje R om a-B erlín»-. La espirituali­
dad característica de Bonhoeffer, que consistía en la rea­
lización diaria de las verdades morales formuladas por
Jesús y encarnadas en Su vida, es nuestro legado (¡terri­
ble ironía!) gracias a aquel horror extremadam ente
devastador. A dolf Hitler nos dio el Dietrich Bonhoeffer
al que admiramos y veneramos hoy, más de medio siglo
después de su muerte a manos de un verdugo nazi.
34
ESCRITOS ESENCIALES
«Prisionero Bonhoeffer, prepárese y venga con noso­
tros», le dijeron los que inm ediatam ente después se
encargarían de asesinarlo. Y con aquel hecho él «vino»
a todos «nosotros». Un testimonio prolongado, una ri­
gurosa prueba libremente escogida term inaba al fin,
pero para tener una nueva existencia, no sólo la celestial
a la que él aspiraba cuando pronunció las últimas pala­
bras de las que tenemos noticia («Éste es el fin, y para
m í el comienzo de la vida»), sino la terrena de la que
han participado varias generaciones después de él.
Bonhoeffer fue un hombre de fe -a h o ra ensalzado-; su
voluntad moral fue tan férrea que desafió las docenas de
evasiones, racionalizaciones y autojustificaciones en las
que todos los demás nos refugiamos de una manera
dem asiado fácil y frecuente. Es indudable, repitámoslo
otra vez, que este hombre cuya m em oria seguimos hon­
rando pudo actuar de otra manera. Podría seguir vivo
entre nosotros, como un respetado y sabio teólogo y
profesor, en otro tiempo activista contra el nazismo y
ahora con más de 90 años, como una persona conocida
por su prestigio intelectual y su altura moral.
La inolvidable despedida de George Eliot al final de
Middlemarch (dirigida a los individuos cuya com pleji­
dad de mente y corazón ella había presentando de una
manera tan sutil) reza así: «¿Quién puede abandonar
unas jóvenes vidas después de haber perm anecido tanto
tiempo en su com pañía y no desear saber qué les acon­
teció en sus años posteriores? Pues el fragm ento de una
vida, no importa cuán característico haya sido, no es la
muestra de una simple tela de araña; las prom esas pue­
den no cumplirse, y un ardiente principio puede ir
seguido de un declive; los valores en potencia pueden
encontrar su largamente esperada oportunidad; un error
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n
DISCIPULO
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pasado puede im pulsar un gran resarcim iento»1. EnconIramos aquí una sagaz y amplia explicación psicológica
de una dialéctica secular en todas sus posibilidades.
No obstante, en Bonhoeffer vemos poco del zigzag
evocado de una m anera tan idónea por una observado­
ra magistral de la psicología humana. En la vida de
llonhoeffer la m archa de sus pies, paso a paso, señala,
implacablemente, de una manera sumam ente predeci­
ble, una insistente, persistente y sonora antífona de disi­
dencia frente a las legiones de odio que desfilaban a tra­
vés de Alemania y después en otros países: el asesinato
en constante movimiento (mientras todo el mundo mira)
infligido por las heces de nuestra especie dotadas de
poder militar. Frente a un Anticristo tan terrible, un can­
didato a «discípulo» de Jesús com probó por sí mismo lo
que significaba el seguimiento - y por ello, una vez más,
luvo lugar otra crucifixión-. En aquel momento Hitler
estaba ya en su bunker, en su camino -e sto es lo que se
puede esperar- hacia un futuro que ni siquiera el mayor
examinador de nuestro pasado y nuestro futuro, Dante,
pudo nunca imaginar.
Cuando contaba poco más de veinte años, parecía
que Bonhoeffer se encaminaba hacia una prestigiosa
carrera com o profesor y pastor luterano que también
estaba llamado a meditar y escribir sobre cuestiones
teológicas. Entonces era eminentemente leal a la noción
de autoridad y jerarquía, a la idea de fe como algo trans­
mitido de una m anera muy misteriosa desde arriba (más
que encontrado y explorado dentro de uno mismo). Para
1.
G eorge E l i o t (seudónim o literario d e Mary Ann Evans),
M iddlem arch. Un estudio de la vida provinciana, Editora Nacional,
Madrid 1984, p. 1.097.
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ESCRITOS ESENCIALES
los luteranos el Estado es, realmente, un aspecto de la
divinidad de Dios que se nos concede desde lo alto; el
cristianismo es un cuerpo de creencias y convicciones
que es integrado en la vida diaria como ciudadano,
como miembro de una comunidad establecida. El pala­
cio de justicia no es una iglesia, pero com parten un
espacio común en el centro de la ciudad, y se supone
que cada uno de ellos debe influir en la vida diaria del
otro. La declaración de Cristo sobre el césar y Dios es
visto como un m andam iento doble o mixto más que
como un repudio o rechazo de una autoridad civil intru­
sa -u n a petición dirigida a los creyentes para que m an­
tengan una distancia de seguridad entre sus responsabi­
lidades políticas y la práctica de su vida religiosa.
Ahora bien, los luteranos no están necesariamente
obligados a la sumisión institucional. No es necesario
recordar que su fe es una fe protestante. Su fundador se
enfrentó al catolicismo de Roma, insistiendo en su dere­
cho y, por implicación, en el derecho de cada uno a bus­
car a Dios en las formas privadas de oración, pero tam ­
bién en la reflexión, el debate y la argumentación. El
luteranismo postula el com promiso civil como una
expresión de la vida religiosa, pero libera al individuo
que da culto del papel intercesor de los papas y los car­
denales. De forma que cada uno de nosotros tiene liber­
tad de acción en el ámbito de la fe, aunque también per­
tenecemos a una familia, un vecindario y una nación. Si
bien Lutero transfirió parte del poder papal a los pasto­
res y parte a los «principados» a los que esos pastores
pertenecían, dejó al feligrés individual un cierto territo­
rio privado en el que se puede encontrar (imaginar, con­
siderar y suplicar) a Dios sin que nadie tenga que mirar
necesariamente por encim a del hombro. De ahí la orto­
i n t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u l o
37
doxia, por así decirlo, de la noción bonhoefferiana de un
Dios mucho más privado e inescrutable de lo que
muchos cristianos, de cualquier confesión, estarían dis­
puestos a admitir.
Mientras el joven Bonhoeffer de la década de 1920
se recordaba a sí mismo y recordaba a sus lectores que
la fe exige sumisión a lo significativamente incognosci­
ble, y hasta inaccesible, sencillamente daba por sentado
el sistema político que prevalecía entonces en su país
natal -u n estado mental (o espiritual) luterano conven­
cional-. Esto quiere decir que no se vio envuelto en las
considerables tensiones de la Alem ania de Weimar. Vi­
vió una vida intelectual sin riesgos y no rompió con ella
en su país, sino en el extranjero, en España. Después
viajó a los Estados Unidos, donde (nuevamente) las
Iglesias estaban muy implicadas en las luchas sociales y
económicas de un capitalism o vacilante. Es indudable
que desde la distancia facilitada por estos dos viajes
lomó conciencia de nuevas posibilidades pastorales: el
ministro como crítico político y social y, si es necesario,
como activista. Pero antes de que Paul Hindenberg diera
a Hitler el cargo que había estado buscando durante una
década, Bonhoeffer no había dado muestras de ningún
interés especial en el destino social y político de su país
extremadamente perturbado. Sin lugar a dudas se le
podía aplicar con toda justicia, como a Karl Barth, el
titulo de la novela de Zora Neale Hurston, Sus ojos m i­
raban a Dios. No obstante, como hemos indicado, exac­
tamente dos días después de que Hitler tomara pose­
sión de su cargo, Bonhoeffer cuestionó la noción de
«I ’iihrer» en una intervención radiofónica que, podemos
decir, constituyó el principio de una nueva vida para él,
una vida políticamente comprom etida que tendría con­
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ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u l o
secuencias obvias para él, no sólo como alemán sino
también como cristiano y teólogo. No era normal que un
luterano de una familia prominente cuestionase la auto­
ridad del Estado, y menos que lo hiciese públicamente.
La petición que dirigió a sus hermanos en el ministerio
para que «confesaran», para que de hecho hicieran de
semejante postura de contrición la característica con­
tem poránea de su fe, para que fueran miembros de una
fe confesante más que luteranos alemanes, fue una
intervención radical y lo apartó mucho de la gran m ayo­
ría de sus colegas, que se declararon partidarios de
Hitler y hasta vistieron la cam isa parda nazi en algunos
encuentros.
Así pues, Bonhoeffer rompió en dos aspectos con los
intereses y la manera de pensar que lo habían caracteri­
zado hasta entonces. Cada vez estaba más interesado en
el aquí y ahora y estaba públicamente enfrentado a su
gobierno y la relación de su Iglesia con él. Además, en
aquel momento se convirtió en un «pacifista» convenci­
do. Empezó a ver la guerra como una realidad no sólo
inhumana y destructiva sino también, en el sentido reli­
gioso de la palabra, profana: un acto blasfem o por parte
de los jefes de la nación y sus cohortes. Incluso quiso ir
a visitar a Gandhi, vivir durante un tiem po en su ashram
y aprender de él -u n a ruptura más con la herencia con­
servadora, luterana y alem ana que en un prim er m om en­
to operaba de manera decisiva en su mente.
A finales de la década de 1930 había nacido una per­
sona nueva, la que conocem os la m ayoría de nosotros y,
como es comprensible, a la que consideram os como una
presencia teológica y espiritual de prim er orden, un
regalo del siglo xx al pensamiento cristiano. Pero este
hombre al que acogemos tan gustosos no vio la luz tal y
como lo conocemos ahora. Tampoco llegó a ser quien
lúe por una evolución esencialm ente filosófica o teoló­
gica: el «hombre pensante» de Em erson que elige este o
aquel camino durante un viaje continuo del yo, em puja­
do por su capacidad de interioridad independiente.
Bonhoeffer fue un hombre en otro tiempo privilegiado,
admirado y afortunado que llegó a estar sitiado y solo y,
en un breve espacio de tiempo, vio cóm o su carrera y su
misma vida estaban en peligro. No podía enseñar en la
universidad ni ejercer el ministerio de pastor en una
iglesia. Era objeto de una investigación constante. Sólo
la elevada posición de su familia y sus muchos contac­
tos lo libraron (provisionalmente) del arresto y de algo
peor. Ya antes del estallido de la guerra sus amigos del
extranjero estaban preocupados por él y querían salvar­
lo. Y los amigos que tenía en Alemania, sus compañeros
realmente íntimos, se estaban agrupando en una oposi­
ción que pasó muy pronto a la clandestinidad. Hay que
repetir una vez más que ninguno de estos giros de los
acontecimientos era necesario: todo lo que Bonhoeffer
tenía que hacer era guardarse para sí y sus colaborado­
res más cercanos sus enérgicas reservas contra los nazis.
En cambio, se convirtió en un adversario público de los
jefes de su nación, de su Iglesia -cuando ésta se plega­
ba a las exigencias de esos je fe s- y de la política que su
gobierno perseguía: rearme y anexión de países por
medio de la am enaza de la guerra.
En estas circunstancias Bonhoeffer no se volvió a un
Dios distante y abstracto, ni a su pasado luterano (con la
esperanza de redimirlo), ni a la tradición intelectual de
la Ilustración, ni tampoco al pensamiento de moda que
había ocupado un puesto tan destacado en el Berlín de
la década de 1920. Se volvió más bien a Jesucristo, a
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ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d ís c ip u l o
Sus experiencias concretas, Sus discursos, Sus parábo­
las, Sus exhortaciones, sugerencias e interpretaciones, a
Sus ideas declaradas tal y como surgieron en el curso de
Su enseñanza y Sus curaciones y, no en último lugar, a
Su vida tal como eligió vivirla. Un teólogo prometedor
se convirtió en un marginado en peligro. Fue como si
hubiera dado un salto de diecinueve siglos, tratando de
situarse entre los compañeros de Jesús y los camaradas
peregrinos que Él escogió, un grupo de humildes segui­
dores que corrieron riesgos por decidirse a estar con Él.
Semejante salto implicaba abandonar (y hasta enfren­
tarse a) la Iglesia y el Estado; y semejante salto em pu­
jaba a una vida moral y espiritual característica. Lo
importante en ese momento no era defender o urgir
reformas, y ni siquiera repudiar la fidelidad al Estado y
la Iglesia, sino dar el paso más radical, derribar un orden
de cosas establecido, un gobierno excesivamente con­
trolador, con una Iglesia que profesaba en exceso ser su
aliada.
La espiritualidad de Bonhoeffer no fue la de un cris­
tiano contem poráneo que luchaba por encontrar sus
correctas relaciones con la Iglesia -co m o , por ejemplo,
Thomas M erton o Flannery O ’C onnor-, Tampoco era
un ex agnóstico que había recibido el m ilagro de la fe
-com o, por ejemplo, Simone Weil o Edith Stein-. Si,
como dice el proverbio, «la historia hace al hombre», o
al menos a ciertas personas, que muestran una disposi­
ción a verse profundam ente afectadas por un momento
histórico particular, entonces fueron «los tiempos» los
que cambiaron al joven Bonhoeffer -e l devoto luterano,
el inteligente estudiante de teología y el erudito que vio
la distancia que nos separa de Dios como una barrera
difícil e inevitable y, no en último término, el alemán
politicamente disidente o indiferente que tenía cosas
más importantes (podríamos decir, por ejemplo, en
1930) en qué p en sar- en alguien «despreciado y desdeñado», un fuera de la ley en una nación a la que amaba
profundamente. El cristianism o de Bonhoeffer se con­
virtió en el de los primeros años de la religión, antes de
su ¡nstitucionalización; de hecho, su fe durante la última
y decisiva década de su vida es com parable a la fe de un
apóstol en el Jesús terreno aún vivo, en medio de una
existencia en el límite, si no en constante peligro de
muerte. Bonhoeffer habla con m odestia de «seguimienlo», pero piensa en los apóstoles antes de la llamada
gente muy sencilla radicalm ente seducida por Jesús,
hombre de una condición moral irresistible que parecía
extrañamente a la deriva y se estaba convirtiendo en una
considerable espina cada vez más clavada en el costado
de toda autoridad religiosa y política establecida.
Es innegable que hubo otros intelectuales de la
misma talla que Bonhoeffer o con un nivel superior (el
psicoanalista Cari Jung, el filósofo M artin Heidegger, el
crítico literario Paul de Man, el poeta Ezra Pound) a
quienes la historia introdujo directam ente por las puer­
tas del nazismo, o del fascismo, que les dieron la bien­
venida. Al final de su vida Heidegger seguía siendo un
nazi impenitente: precisamente él, el campeón del
«existencialismo» que nos habló con arrogancia de la
«autenticidad» y se dejó engañar como un imbécil por
Hitler y sus matones mentirosos y asesinos. Jung no dio
una respuesta clara y se limitó a explicar una y otra vez
(con la esperanza de justificarse) su coquetería con una
oscuridad sin precedentes. Paul de Man trató de ocultar
su afiliación nazi, que fue descubierta sólo después de
su muerte. Pound encontró en la «locura» una escapato-
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ESCRITOS ESENCIALES
ría de la traición: su sucia boca es una lección para
aquellos de nosotros que predicamos «las hum anida­
des» y la «poesía» como una respuesta a la crueldad y
la brutalidad de mente y corazón. M ientras tanto, un
joven pastor tomó a Jesús suficientemente en serio co­
mo para tratar de imitarlo y el destino le dio una opor­
tunidad de hacerlo de una m anera más intensa de lo que
nadie se habría atrevido a creer posible.
Indudablemente había signos de que Bonhoeffer ten­
dría que mantenerse erguido frente a las presiones con­
formistas de la sociedad más totalitaria de la historia. En
el verano de 1931 fue a Bonn para escuchar a Karl
Barth, siguió sus lecciones durante tres semanas y se
cuenta que citó a Lutero en una clase -e n la que obser­
vó que «a veces las maldiciones de los impíos le suenan
a Dios mejor que los aleluyas de los piadosos»-. Barth
y Bonhoeffer podían estar de acuerdo en que a h í podría
encontrarse un elem ento del pensam iento del Señor que
ellos podían detectar y presentar como específicamente
Suyo. ¿A quién de los «impíos» escucharía Dios con
agrado? ¿Tal vez a Freud? En su obra inflexiblemente
escéptica El porvenir de una ilusión Freud expuso cla­
ramente su convencimiento de que usamos la noción de
Dios para hablar de nuestras necesidades, deseos y
temores: la fe como alargamiento del yo. Naturalmente,
esta observación nos dice mucho de Freud -e l psicoa­
nalista como una persona asaltada por una duda conti­
nua, dentro y fuera de su despacho-. De la m ism a m ane­
ra que Barth y Bonhoeffer no tenían intención de ocul­
tar su originalidad y, con el tiempo, su deseo común de
retar a los piadosos que se consideraban orgullosamente - s í - ministros cristianos sancionados por los nazis,
ninguno de los dos se habría sorprendido si el Dios cuya
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o
UN DISCIPULO
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hambre y sed, cuya propia m anera de buscar la vida
ellos habían presentado, encontraba un cierto placer en
el lenguaje áspero y polém ico del «impío» Freud que
(en la clasificación que tuvo lugar en la década de 1930
en Alemania y en Austria) terminó exiliándose, mientras
que sus hermanas fueron enviadas a campos de concen­
tración y asesinadas. Aunque los nazis quemaron los
libros de Freud, él mereció por un mom ento la atención
agradecida del Señor, a quien Barth y Bonhoeffer invo­
caban ardientem ente desde su condición humana.
En efecto, al final de su vida Bonhoeffer albergaba
serios recelos hacia las Iglesias y su propósito de ser
supuestos instrumentos del mensaje de Dios. En un
«Esbozo de un trabajo», escrito en el verano de 1944,
insiste en que «la Iglesia sólo es Iglesia cuando existe
para los demás». A continuación, para que semejante
observación no sea considerada excesivamente vaporo­
sa, añade: «Para empezar, debe dar a los indigentes todo
cuanto posee»2.
Con ello nos encontram os en el mundo patas arriba
de Alguien que hace mucho tiempo confundió a los
«principados y poderes» de este mundo, como se refle­
ja en el dicho: «Eos últimos serán primeros, y los pri­
meros últimos». Nos encontramos realm ente en un
tiempo pre-eclesial, y estamos seriamente conectados
con una m anera anti-institucional de ver las cosas.
Fueron necesarios varios siglos para poner bajo control
la vida de Cristo y Sus palabras, para privarlo de su
desafío radical a los que son propietarios, jefes o perso­
najes destacados de cualquier clase. Las cartas y otros
2.
Dietrich B o n h o e f f e r . R esistencia y sum isión, Síguem e, Salamanca
1983, p. 267.
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ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d ís c ip u l o
escritos de Bonhoeffer, en ese momento (ni siquiera le
queda un año de vida), lo sitúan en compañía de Tolstoi,
en la contem plación que expresa en Memorias, o de
Silone, en cuya obra Vino y pan el amable y honrado
profesor, Don Benedetto, se pregunta qué es lo que nos
pasa a m edida que envejecemos. Dirigiéndose a sus ex
alumnos, que ya han cum plido más de treinta años
-co m o Bonhoeffer cuando escribe sus apuntes en la cár­
cel-, Benedetto recuerda «algo vital y personal» en los
niños a los que conoció, que sólo unos años después «ya
parecen hombres cínicos y aburridos». Su corazón sufre
al percatarse de ello; anhela otro desenlace, y no sólo
por el bien de los ex alumnos, sino por el bien de todos
nosotros: un idealismo de acción como nuestra única
posibilidad de afirmar valores que, de lo contrario, se
convierten en las devociones más secas, mero reflejo de
nosotros mismos. Pero estos hom bres «crecidos», con el
lenguaje frío, directo y prosaico de su «madurez», le
dicen: «En la escuela se sueña, pero en la vida uno tiene
que adaptarse. Esta es la realidad. Uno nunca se con­
vierte en lo que habría querido convertirse».
No es extraño que Bonhoeffer en la cárcel albergara
serias dudas sobre la psicología m oderna y sobre las
Iglesias contemporáneas -so b re todas ellas-, «Reali­
dad», «adaptación»: éstas son las palabras de moda de
la vida burguesa de nuestro tiempo; él lo sabía bien, y
por denunciarlo lúcidamente fue arrestado. A este res­
pecto, recuerdo perfectamente cómo David Roberts, un
profesor del Union Theological Sem inary, hablaba
retrospectivamente de Bonhoeffer a m ediados de la dé­
cada de 1950. Yo era a la sazón un estudiante de m edi­
cina que asistía como oyente a un sem inario im partido
por él. Un día nos preguntó qué habríam os aconsejado a
Bonhoeffer que «hiciera» en 1938, cuando se planteaba
la gran pregunta: perm anecer en los Estados Unidos o
cruzar el Atlántico a fin de resistir al mal - y hacerlo
cuando ese mal se estaba convirtiendo en el más grande
y más implacablemente destructor (y, según parecía,
el más poderoso) de toda la historia-. Naturalmente,
para nosotros fue fácil dar un vigoroso espaldarazo a
Bonhoeffer, aplaudir de corazón su actitud y cantar sus
virtudes morales. Y sin embargo, como nos recordó el
profesor Roberts, Dietrich se encam inaba hacia una
muerte horrible, ignom iniosa y rápida. ¿Qué iba a lograr
«realmente»? ¿Por qué se exponía a un peligro tan gran­
de? En aquel m om ento yo no sabía lo que los Niebuhr
me contarían más tarde: que muchos en el Union Sem i­
nary y en otros lugares se estaban haciendo esas pre­
guntas y planteándose el tema de esa manera.
Lamentablemente, no son cuestiones retóricas o un
irónico recordatorio de la manera en que la dignidad y
utilidad de la psiquiatría psicoanalítica puede convertir­
se, y de hecho se ha convertido, en algo muy distinto, en
un medio para que muchos de nosotros pensemos en
nosotros mismos concienzudamente. Y una vez que nos
encaminamos en esta dirección, las exigencias de Dios
tienen que desvanecerse en el paisaje secular dom inan­
te. Los escrúpulos morales, la realidad espiritual de las
exhortaciones y advertencias de Cristo, ceden el paso a
otra clase de realidad, la de la única posibilidad de nues­
tro cuerpo en este planeta, la del deseo de la mente de
permanecer en una inactividad eterna. De ahí la necesi­
dad de ser «realistas». «El inconsciente es intemporal»,
observó en una ocasión Anna Freud, y ésta era su m ane­
ra de señalar nuestra repulsa de plano a reconocer que la
muerte es nuestro destino. Y así, vivimos a toda costa y
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ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u l o
por ello nuestros valores y principios se ven constante­
mente en peligro: la adhesión a ellos, ¿am enazará la
clase de ser que más apreciamos? Como dijo Rilke, «la
supervivencia lo es todo».
Bonhoeffer supo captar la medida de este modo se­
cular de pensamiento (al que hoy muchos se adhieren en
nombre de la religión) de la forma más célebre, en los
últimos días de su cautiverio, cuando despreció el cre­
ciente énfasis en la psicología y la filosofía existencial
de sus compañeros clérigos y sus feligreses. Pero ya en
1933, en sus conferencias, estaba turbado por las tenta­
ciones presentes en el camino de la fe: la conciencia que
tenemos, gracias a la ciencia y a las ciencias sociales, y
cómo semejante conciencia m oderna puede convertir en
un hazm erreír la religión, los pasajes bíblicos, la tradi­
ción recibida, la práctica del convencimiento. Es cierto
que Barth dijo: «¡Basta ya!» y que pidió a sus estudian­
tes y lectores que fijaran su atención en Dios; ridiculizó
los frenéticos esfuerzos de las Iglesias (incluso la Igle­
sia católica) por alcanzar, por así decirlo, a la mente
moderna, como «psicología pastoral», «Jesús histórico»
o «evangelio social». Bonhoeffer no denunció esos es­
fuerzos p e r se, sino que vio las aguas de la idolatría en
las que semejantes barcos querían navegar para term inar
fracasando.
Entonces, ¿cómo ser hoy un cristiano creyente, es
decir, sin mantenerse en sus trece, retom ando a una
ortodoxia que airadamente da la espalda a todo lo que
ha conseguido la mente secular? Kierkegaard hizo una
sugerencia y Bonhoeffer la estudió detenidamente: la
«resignación» de Abrahán se hace nuestra; uno cree, no
importa cuáles sean sus dudas. Pero, ¿cómo se convier­
te esta creencia en algo más que un proclam ado y sagaz
truco de la mente? Kierkegaard se esforzó, en Temor y
temblor, por ilustrar esa clase de creencia en su versión
de la disponibilidad de Abrahán para sacrificar a su hijo
Isaac como respuesta a la prueba que el Señor ponía a
su fe. En ese fascinante dram a espiritual se encuentra el
más amplio y grave reto a la sensibilidad del siglo xx:
un padre va a entregar a su hijo al Señor. El que hoy lo
lee se estremece y sacude la cabeza porque le resulta
imposible creérselo. En realidad, sem ejante relato es un
desafío casi absurdo a nuestro pensam iento psicológico
o sociológico, según el cual habría que llevar al padre a
un médico, ayudar a familias como ésta a salir de su
ignorancia supersticiosa o sonreír ante el teólogo que,
finalmente, tiene que ser asesinado (siendo nosotros
bufones y terroristas más sagaces que él).
Abordo aquí el tema que acabo de plantear porque
creo que el corazón m ism o del «sacrificio» de
Bonhoeffer (de sí mismo, no de su hijo -aunque hay que
pensar en el amor que le profesaban su prom etida y sus
amigos, a los que deja por el imperativo espiritual que
siente) debe ser visto no sólo como una valiente disi­
dencia civil (aunque también lo es), sino como disiden­
cia cristiana: «Cristo es el centro» y, en este caso, el
centro de la disponibilidad voluntaria de una persona a
resistir contra un Estado totalitario y om nipotente, sin
que importen las consecuencias. Huelga decir que tal
postura no era la única posible. Otros, con igual tenaci­
dad y honor, fueron al encuentro con la muerte en su
resistencia contra H itler por diferentes razones de mente
y corazón, y tal vez entre ellos se hallen Klaus, el her­
mano de Bonhoeffer, y sus dos cuñados. Pero Dietrich
Bonhoeffer esclareció su propia argumentación espiri­
tual, una forma de ver las cosas que exigía, a largo
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ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u l o
plazo, un testimonio que debía ir más allá de la oración,
en la Iglesia o mediante otras «salidas» como la escritu­
ra o la enseñanza.
¡Qué ironía, entonces, que en 1952, siete años des­
pués de la muerte de Bonhoeffer, tras la publicación de
sus cartas y apuntes desde el cautiverio, Karl Barth lo
describiera como un «pensador visionario impulsivo».
Durante años Bonhoeffer había esperado y se había pre­
guntado qué hacer, cómo comportarse; incluso se retiró
de la escena (Alemania), y es indudable que lo hizo con
el «temor y temblor» en el que Kierkegaard supo poner
el acento. Hoy algunos de nosotros podríamos con de­
masiada rapidez, en nuestra imaginación, donde nunca
se ponen a prueba los desafíos morales, subim os al tren,
hacer nuestras (santas) promesas. También yo lo habría
hecho: enfrentarme cara a cara a Satán. Pero la distan­
cia entre semejante declaración y los hechos es enorme
-aterradora para contem plarla como una posibilidad
real e inminente, y no digamos para recorrerla-. De ahí
la expresión de Kierkegaard: «la suspensión teleológica
de lo ético». ¿Qué persona cuerda (¡según nuestro punto
de vista!) estaría dispuesta a renunciar a su hijo como lo
estuvo Abrahán (si bien, repitám oslo, reacio y tem ero­
so)? Cuando Bonhoeffer, el pacifista declarado, el sin­
cero luterano, decidió tom ar parte en un intento de ase­
sinar a Hitler y se determinó a participar en un desafío
directo al Estado alemán, no estaba sentado en un sillón
ni en un escritorio o en un aula tom ando una opción que
merecería el aplauso inmediato de otras personas de
ideas parecidas. Se encontraba, como A brahán, in
medias res. Y lejos de ser «impulsivo», se había prepa­
rado interiormente durante m ucho tiem po para un reto y
una responsabilidad tan imponentes: un momento de
prueba cristiana digno de Kierkegaard y de la misma
Biblia.
No es extraño que en su último año o en los dos últi­
mos años como prisionero, Bonhoeffer volviera a escri­
bir poemas y literatura de ficción. Trabajó en una nove­
la; escribió cartas; compuso relatos breves y una obra de
teatro. Y nos dejó poemas que cantan triste y alegre­
mente, con su lenguaje conciso y denso, su esfuerzo por
decir muchas cosas en el lenguaje penetrante de la poe­
sía. Semejante escritura indica que se había percatado
de que había cruzado un puente y había pasado más allá
de los paradigmas eruditos y conflictivos y de las expo­
siciones y controversias teológicas. Su teología era
entonces la del individuo como testigo de Cristo, la de
un cristianism o «sin religión», la de Jesús como un
maestro espiritual constante, inm ensam ente alentador
pero terriblemente agotador y exigente, y no la de un
Dios lejano adorado los domingos en la Iglesia o reco­
nocido piadosam ente en las oraciones. Estaba en la cár­
cel, y a medida que los días se convertían en meses y él
iba de una prisión a otra, de una m anera cada vez más
ominosa, se percató claramente de que podía seguir es­
perando, pero que, en realidad, sólo podía esperar con­
tra toda esperanza. De esta manera se explican los rela­
tos, la interioridad lírica compartida, los breves m ensa­
jes y las largas incursiones en tramas, personajes, esce­
nas dramáticas y diálogos: un mundo de palabras pen­
sado para narrar hechos concretos sucedidos, aconteci­
mientos ocurridos.
Naturalmente, era un novicio. Le faltaba el «arte»
para dejarnos una «gran» obra de ficción o poesía. Pero
nos estaba revelando un giro de mente, de corazón. Y
sus cartas se hallan en la tradición de las de Pablo o de
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ESCRITOS ESENCIALES
las que escribió alguien más próxim o a nosotros: el
M artin Luther King en una cárcel de Birm ingham (Alabama). El objetivo era contar historias, ponerse a la
escucha de sus experiencias pasadas, expresar narrativa­
mente su com plejidad de forma que él (como su propio
lector) y otros pudieran comprender, de m anera indirec­
ta, lo que había sucedido mientras realizaba este terri­
ble trabajo -u n a teología basada en los Salmos del A n­
tiguo Testamento y las parábolas de Jesús el hombre, el
caminante.
Para muchos de nosotros Bonhoeffer pertenece al
grupo de los mártires, hombres y m ujeres que han de­
fendido, hasta la muerte, sus elevados principios m ora­
les y espirituales. A diferencia de otros (tenemos que
seguir recordándolo) que fueron acorralados a la fuerza
y enviados a los campos de concentración, él tuvo
muchas oportunidades de evitar este final. Pudo hacer­
lo. Pudo vivir una vida segura, cómoda, y ser tenido en
alta estim a como uno de los prim eros alem anes que
advirtieron quién era H itler realmente, lo denunciaron
públicamente y perdieron sus puestos pastorales y pro­
fesionales - y sólo entonces, por ejemplo, exiliarse,
como hicieron Barth y Tillich y miles de alem anes dis­
tinguidos-. Por el contrario, él rechazó una tras otra las
oportunidades de ir al extranjero y perm anecer allí por­
que quería cum plir lo que apasionadam ente creía que
era su llamada como alemán y cristiano, cuya familia
había sido muy bien tratada a lo largo de las generacio­
nes por una nación que ahora a cam bio exigía de sus
líderes morales -e sto era lo que él c re ía- todo lo que
tenían que dar. Él lo dio todo, como su Señor y M aestro
lo había hecho hacía más de mil novecientos años.
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n
DISCIPULO
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La psicología del m ártir es la psicología de la volun­
tad, por la que se tom a una decisión y se sufren las con­
secuencias. En esta era de determ inism os emocionales,
sociales, históricos y económ icos hay poco espacio para
la voluntad en el vocabulario que em pleam os cuando
tratamos de entender los asuntos humanos. A veces
pasamos por alto las cosas en un prim er mom ento debi­
do a nuestras prisas por abordar lo m enos obvio. Erik
Erikson observó en una ocasión a propósito del psicoa­
nálisis y su estudio sobre Lutero: «A m enudo se piensa
que la voluntariedad es un rasgo secundario. Yo creo
que algunas personas han aprendido a ser voluntariosas
en sus creencias: su voluntariedad es una parte muy
importante de ellas y recurren a ella en la prosecución
de cualquier cosa que quieran defender. Quizás sea ésta
la esencia del “liderazgo” : un líder sería una persona
que no admite un no por respuesta, que cree algo y hace
todo lo posible para que los demás entiendan lo que cree
y por qué lo cree. ¿Que hay otras personas que tienen la
misma perspectiva? Bueno, no están tan comprometidas
con sus ideales o no saben cómo mantenerlos y cumplir
su palabra, “bien lo sabe Dios”, como se suele decir».
La voluntad de Bonhoeffer no era diferente de la de
otros peregrinos de su tiempo: Edith Stein, que nació en
Breslau como él y pasó en esta ciudad los seis primeros
años de vida cuando también Bonhoeffer vivía en ella;
y Simone Weil, que tam bién murió antes de cum plir
cuarenta años y que, como él, estaba dispuesta a darse
por entero -co m o luchadora en la Resistencia francesa-,
aunque después moriría, enferma de tuberculosis, dos
años antes que él. M enciono a estas dos intelectuales
judías porque creo que sus actitudes, en algunos aspec­
tos, nos ayudan a entender lo que Bonhoeffer estaba tra­
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ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d is c íp u l o
tando de realizar. Stein llegó a ser una filósofa em inen­
te; colaboró estrechamente con Edm und Husserl y con­
tribuyó a extender el ámbito de la filosofía y la psicolo­
gía fenomenológicas -q u e ponían el acento en el indivi­
duo en toda su complejidad, particularidad y am bigüe­
dad-. Bonhoeffer anhelaba que cada persona viviera
plenam ente sus sentimientos característicos y trató de
hacer justicia a esta visión en el leguaje universitario
-u n a tarea nada despreciable-, especialm ente en un
tiempo en que las ciencias sociales, con sus tajantes
caracterizaciones y generalizaciones, amenazaban con
«meternos a todos en el mismo saco» bajo form ulacio­
nes de todo punto inadecuadas -e l este o aquel de nues­
tros teóricos, que tienen su manera de hacer caso omiso
de las variedades de la experiencia hum ana-. Con el
tiempo, la mente extraordinariamente dotada de Stein
buscó una expresividad interior propia y encontró en el
cristianismo de la Iglesia católica un hogar a la vez inte­
lectual y personal. Su conversión y su decisión de hacer­
se m onja fueron pasos de afirmación para ella. No obs­
tante, fueron pasos dolorosos, habida cuenta del antise­
mitismo endém ico en Europa en aquel momento, un
odio al que no quiso rendirse aborreciéndose a sí m is­
ma, mediante lo que se podía interpretar como una esca­
patoria. M antuvo su cabeza bien alta e intacto su amor
al pueblo judío, pero recorrió un camino de abajam ien­
to que, según su determinada decisión, era el correcto
para ella -u n a insistencia idiosincrásica e inflexible,
parecida a la de B onhoeffer-, M ientras que otros se eva­
dieron, Bonhoeffer y Edith Stein dijeron «sí» al único
destino que pudieron y quisieron elegir para sí mismos.
Ambos m urieron a manos de los nazis, en 1942 y 1945,
respectivamente: ella en medio de la indescriptible de­
gradación de un campo de concentración, lugar de ase­
sinatos en masa; él en las condiciones relativamente
más confortables (había una gran extensión de campos)
ofrecidas a ciertos prisioneros cuyos privilegios, ¡qué
ironía!, se habían convertido en un signo de la perpleji­
dad que como individuos inspiraban en sus lastim osa­
mente envilecidos guardianes: ¿qué impresión nos pro­
duce Bonhoeffer, tan sumamente distinguido y, sin
embargo, dispuesto a situarse a una distancia tan radical
y crítica de los que detentaban el poder en su nación?
Por lo que respecta a Simone Weil, dedicó todo el
tiempo de su breve vida (murió a la edad de 34 años) a
estudiar el «poder» tal y como configura la vida de
hombres, mujeres y naciones y se encarna en los valo­
res de ciertos escritores o culturas. También ella adqui­
rió una sensibilidad cada vez más despierta para lo reli­
gioso y como consecuencia experimentó un creciente
aislamiento com parable a la incom prensión que otros
sintieron con respecto a sus intereses, preferencias y
opiniones. Como Bonhoeffer, buscó a Cristo en las igle­
sias de Harlem, no movida por una com placencia o un
aire de superioridad caprichosos, sino como un aspecto
de su conciencia moral y espiritual. Es aquí donde la
Iradición profética de Isaías, Jeremías, Amos, M iqueas
y Jesús de N azaret nos exhorta a situarnos: en solidari­
dad con los extraños y, mas aún, como (aquellos que
quieren ser) extraños, cada uno de nosotros en nuestros
distintos y particulares caminos. Weil fue considerada
«loca» por abandonar una vida universitaria, literaria o
política para abrazar la de empleada en una fábrica, tra­
bajadora en una granja, orante en una iglesia de Harlem
y -e lla lo esperó en vano-luchadora en la Resistencia
contra los nazis en su Francia natal. También ella esco­
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ESCRITOS ESENCIALES
gió abandonar la seguridad de M anhattan -su s padres
no vivían lejos del Union Theological Sem inary- para
regresar a Europa. Bonhoeffer se mantuvo siempre des­
pierto mientras abandonaba no sólo voluntariamente
sino debido a la desesperación moral que sentía toda
suerte de opciones, prerrogativas e inmunidades para
abrazar su posición de extraño, la de un «criminal», tal
como lo definió una nación soberana que trataba de con­
vertirse en el centro de otro imperio romano.
Permanecer fuera de las puertas del dinero, el poder,
el rango, el éxito y el aplauso, ser considerado como
irregular, raro, «enfermo» o traidor -q u e es el exilio fi­
nal-: este resultado, en esta era, conlleva sus propias
cargas y exigencias especiales: la desaprobación, si no
las burlas, de colegas y vecinos, o del m undo más am ­
plio de los comentaristas que meticulosam ente vienen a
estar de acuerdo con la autoridad reinante; pero quizás
lo más destructor de todo sea el sentido de sí mismo que
queda en la mente de uno al final del día. ¿Qué estoy tra­
tando de hacer? Y, después de todo, ¿no es éste un dato
no sólo fútil, sino la prueba de que de alguna m anera me
he extraviado? En este aspecto, aquellos de nosotros a
quienes de alguna manera se nos ha concedido el dere­
cho a decidir lo que es «normal» o «anormal», debería­
mos ponernos nerviosos por los gustos que Weil o
Bonhoeffer tenían -s i mi sospecha es correcta- ya en
1939, cuando la manera psiquiátrica de pensar ejercía
menos influencia que ahora.
Se puede decir que toda la teología cristiana es un
esfuerzo por com prender el significado de un individuo
suma y provocativam ente excéntrico, condenado a
muerte nada menos que como criminal de todo punto
reprensible. Los teólogos tenían ya bastante entre
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n
DISCIPULO
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manos: dar sentido a alguien cuyas palabras y acciones,
discursos e ideas proclamadas, relatos y form a de ser
equivalían (aju icio de casi todas las personas importanles e instruidas) a la locura social y religiosa. Ahora, en
nuestro tiempo, a esos m ismos estudiosos se les pide
que estudien a un individuo que tuvo todo el mundo
(convencional) en sus manos y, al parecer, se sintió
empujado a renunciar a él para encam inarse hacia un
cautiverio y una muerte cada vez más seguros. «Su deci­
sión de regresar a Alem ania dio que pensar a m ucha
gente», nos dijo el profesor David Roberts en el Union
Theological Seminary, y ahí precisam ente está un
aspecto importante del legado de Dietrich Bonhoeffer,
que se convirtió en un m ártir m oderno precisamente
porque se atrevió a correr el riesgo del ostracismo, la
repulsa y la condena, las presuntuosas miradas por enci­
ma del hombro en las facultades, el ceño serio en los
seminarios psiquiátricos, quizás para él más difícil de
soportar que las acciones de la policía y los jueces nazis,
lacayos del totalitarismo. De ahí la form a en que arre­
mete en sus últimas cartas contra los de su m ism a
(supuesta) escuela, los «psicoterapeutas» y los «filósolos existencialistas».
El corazón del legado espiritual que Bonhoeffer nos
dejó no se encuentra en sus palabras y sus libros, sino
en la forma en que empleó su tiempo en la tierra, en su
decisión de vivir como si el Señor fuera un vecino y
amigo, una constante fuente de coraje e inspiración, una
presencia tanto en los afanes como en las alegrías, un
recordatorio de las obligaciones y afirm aciones del
amor y también del significado decisivo de la m uerte
(pues la manera en que morimos m anifiesta cóm o
liemos vivido y quiénes somos). Bonhoeffer abandonó
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ESCRITOS ESENCIALES
in t r o d u c c ió n : c ó m o s e h iz o u n d ís c ip u l o
la destreza en el lenguaje, la brillantez en la formulación
abstracta; renunció a los juram entos, las promesas,
declaraciones y argumentaciones en favor de su confe­
sión religiosa. Al final llegó hasta todos nosotros que
ansiamos, hambrientos y sedientos, la gracia de Dios. Y
-e s o es lo que yo creo-, sin darse cuenta (¿cómo podía
ser de otra manera?), inconscientemente, se convirtió en
su testigo y receptor. El don espiritual que nos hizo es,
especialm ente, su vida. Los principios que estudió y
debatió en sus escritos gozan de autoridad por la m ane­
ra en que vivió su vida.
Al cumplirse los dos mil años de cristianismo, el tes­
timonio de Dietrich Bonhoeffer, con todo su dram atis­
mo casi novelesco, nos recuerda que si el mal puede ser,
como observó Hannah Arendt, «banal» en su realiza­
ción diaria, el bien puede ser sorprendente en su ejecu­
ción, tenaz en su vitalidad, sin que importe el poder de
las fuerzas abrumadoras que luchan contra su supervi­
vencia. Al final, Hitler nos mostró un «corazón de tinie­
blas», que latía con una horrible rapidez, no en una ju n ­
gla distante sino directam ente en medio de nosotros, en
nuestros cuartos de estar y nuestras aulas y, lam entable­
mente, también en nuestras iglesias y seminarios. Es
justam ente esta verdad inm ediata la que D ietrich
Bonhoeffer captó al vuelo, mientras otros cerraban sus
ojos o calculaban con cobardía sus expectativas inm e­
diatas. Pero él dio un paso más; recordó a Jesús no de
una manera intelectual, teológica o histórica, sino como
nuestro maestro íntimo, que es lo que El quiso ser,
Aquel que nos m arca con un sello moral y espiritual y
que no nos abandona, «si» estamos preparados de ver­
dad, dispuestos a correr cualquier riesgo, para perm ane­
cer vinculados a Él, para seguir Sus huellas. Éste es el
mayor «si» posible, un «si» cuyas consecuencias inclu­
yen al menos que los otros sacudan la cabeza, por no
m encionar el rechazo, la destitución y cosas peores.
«No he venido a traer paz, sino espada», dijo el
Visitante de visitantes, dando a entender la radical rup­
tura que una fe seria, arraigada en la vida, puede provo­
car en alguien que ha suscrito, por así decirlo, esa
Llegada: nada menos que el Señor aquí, en nuestro
tiempo, único y exclusivamente mortal, dispuesto a
tomar nuestra mano y -s in que importe el trastorno, la
herida e incluso la pena de m u erte- nos conduce a
su ahí.
JESUCRISTO Y LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO
JL
Jesucristo y la esencia del cristianismo
En 1928, después de obtener el doctorado, Bonhoeffer
aceptó el cargo de vicario en la comunidad evangélica
alemana de Barcelona. A llí pronunció esta conferencia
el 11 de diciembre de 1928.
La cuestión que hoy abordamos es si Cristo en nuestro
tiempo puede ocupar todavía un lugar donde tomam os
las decisiones sobre los asuntos más profundos que
conocemos, sobre nuestra vida y la vida de nuestro pue­
blo. El tema sobre el que queremos hablar es si el Espí­
ritu de Cristo tiene algo final, definitivo y decisivo que
decirnos. Todos sabemos que Cristo, en efecto, ha sido
eliminado de nuestras vidas. Naturalmente, le construi­
mos un templo, pero vivimos en nuestras casas. Cristo
se ha convertido en cosa de la Iglesia o de la eclesialidad de un grupo de personas, pero no en un asunto vital.
La religión desem peña para la psique de los siglos xix y
xx el papel de un acogedor cuarto de estar, adonde uno
se retira de buen grado un par de horas, pero sólo para
volver inmediatam ente después al cuarto donde trabaja.
Sin embargo, hay una cosa clara: sólo entendem os a
Cristo si nos decidimos por él en un tajante «esto o lo
otro». El no fue crucificado para adornar y em bellecer
nuestra vida. Si querem os tener/o, entonces él reclam a
el derecho a decir algo decisivo sobre toda nuestra vida.
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No lo com prendem os si sólo disponem os para él un
pequeño com partim ento de nuestra vida espiritual.
Únicamente lo entendemos si la orientamos sólo hacia
él o si le decimos un rotundo «No». No obstante, hay
quienes ni siquiera se toman en serio la exigencia que él
nos plantea cuando nos pregunta: ¿Estás conmigo o
estás contra mí? M ás les valdría no m ezclar su propia
causa con la cristiana. Esto haría un bien inestimable a
la causa cristiana, puesto que tales personas no tienen ya
nada que ver con Cristo. La religión de Cristo no es un
bocado exquisito después del pan, sino que es el pan o
no es nada. H abría que comprender y adm itir al menos
esto, si uno quiere seguir llamándose cristiano.
Se han realizado muchos intentos por eliminar a
Cristo de la actual vida del espíritu; de hecho, lo más
seductor de estos intentos es que parece como si Cristo
fuese colocado por ellos en el lugar correcto, en el lugar
digno de él. Se define a Cristo según categorías estéti­
cas como genio religioso, se dice que es el más grande
ele los maestros éticos, se admira su camino hacia la
muerte como un heroico sacrificio por sus ideas. Sólo
hay una cosa que no se hace: no se le tom a en serio, es
decir, uno no pone el centro de su vida en relación con
la pretensión de Cristo de decir y ser la revelación de
Dios; se mantiene una distancia entre uno m ismo y las
palabras de Cristo y no se permite que tenga lugar nin­
gún encuentro serio. Naturalmente, yo puedo vivir con
Jesús o sin él, si lo considero como genio religioso,
como maestro ético, como señor -d e la misma manera
que, después de todo, también puedo vivir sin Platón o
sin K ant-, todo esto sólo tiene un significado relativo.
Sin embargo, si en Cristo hubiera algo que pretendiera
tomar mi vida por entero con toda la seriedad de que es
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ESCRITOS ESENCIALES
JESUCRISTO Y LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO
Dios en persona el que aquí habla, y que sólo en Cristo
se hizo presente una vez la palabra de Dios, entonces
Cristo no tiene un significado relativo sino absoluto y
urgente. Es cierto que aún soy libre para decir «sí» o
«no», pero esta opción ya no me es indiferente. Enten­
der a Cristo significa com prender esta pretensión; tomar
en serio a Cristo significa tomar en serio su absoluta
pretensión de exigir la decisión del hombre.
Ahora importa que clarifiquemos la seriedad de este
asunto y saquemos a Cristo del proceso de seculariza­
ción en que se ha visto envuelto desde la Ilustración y,
finalmente, que mostremos que también en nuestros
días la cuestión a la que Cristo da una respuesta es tan
completamente decisiva que es aquí donde el Espíritu
de Cristo justam ente plantea su pretensión.
Así se formula nuestra prim era y principal cuestión
sobre la esencia del mensaje cristiano, la esencia del
cristianismo. [...]
Con ello se expresa una crítica fundamental contra el
más grandioso de todos los intentos humanos de pene­
trar en lo divino, contra la Iglesia. El cristianism o con­
tiene una semilla de animosidad contra la Iglesia debi­
do a que queremos fundam entar nuestro derecho frente
a Dios sólo en nuestra condición de cristianos y m iem ­
bros de la Iglesia; de esta manera desfiguramos y no
comprendemos en modo alguno la idea cristiana. Y, sin
embargo, el cristianism o necesita la Iglesia. Ésta es la
paradoja [...] y aquí reside la enorme responsabilidad de
la Iglesia.
Ética, religión e Iglesia se hallan en la dirección del
hombre hacia Dios. Sin embargo, Jesús habló única y
exclusivamente de la dirección de Dios al hombre, no
del camino humano hacia Dios, sino del cam ino de Dios
al hombre. Por ello es tan radicalm ente absurdo buscar
una nueva moral en el cristianismo. De hecho. Cristo
apenas formuló preceptos éticos que no se encontraran
ya en los rabinos judíos contem poráneos o en la litera­
tura pagana. La esencia del cristianism o se halla en el
anuncio del Dios soberano, el único que merece la glo­
ria sobre todo el mundo, el eternam ente Otro, el que está
por encima del mundo, pero que desde lo más profundo
de su ser y por amor tiene misericordia del hombre que
sólo a Él glorifica, el que recorre el camino hasta los
hombres para buscar vasijas de su gloria donde la per­
sona ya no es nada, donde enmudece y sólo da cabida
a Dios.
A quí resplandece la luz de la eternidad sobre los que
siempre son ignorados, insignificantes, débiles, indig­
nos, desconocidos, inferiores, oprim idos, despreciados.
Aquí brilla sobre las casas de las prostitutas y los publí­
canos [...]. Aquí se irradia la luz de la eternidad sobre las
masas trabajadoras, luchadoras y pecadoras. La palabra
de la gracia se difunde a través del calor sofocante de las
grandes ciudades, pero se detiene ante las casas de los
satisfechos, los sabios y los que «tienen» en sentido
espiritual. Y lanza su mensaje eterno sobre la muerte de
las personas y de los pueblos: os amo desde la eterni­
dad, permaneced conmigo y viviréis. El cristianismo
predica el valor inagotable de los que aparentemente no
tienen valor, y la infinita inutilidad de los que aparente­
mente son tan valiosos. Dios hará que los débiles sean
fuertes y que los muertos vivan. [...]
¿Acaso el cristianismo aportó sólo otra religión, una
nueva idea de cultura? ¿M ostró sólo un camino del
hombre a Dios que nadie había recorrido todavía? No,
la idea cristiana es el camino de Dios al hombre, y la
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ESCRITOS ESENCIALES
señal que la hace concreta es la cruz. Aquí está el punto
en el que solemos dam os media vuelta sacudiendo la
cabeza sobre la causa cristiana. Pablo fue el prim ero que
puso la cruz en el punto central del m ensaje cristiano;
Jesús no dijo nada a este respecto. Con todo, la correc­
ta interpretación de la cruz de Cristo no es otra cosa que
el desarrollo más radical de la idea de Dios que tenía
Jesús. Es, por así decirlo, la forma histórica visible que
ha tomado esa idea de Dios. Dios viene al hombre que
no tiene nada más que un lugar para Él - y este hueco,
este vacío en el hombre, se llama fe en el lenguaje cris­
tiano-, Esto quiere decir que en Jesús de Nazaret, su
Revelador, Dios se inclina hacia el pecador; Jesús busca
la compañía de los pecadores, va tras ellos con un amor
sin límites. Quiere estar donde la persona humana ya no
es nada: el sentido de la vida de Jesús es la prueba de
esta voluntad de Dios para con los pecadores, los que no
valen nada. Donde está Jesús, allí está el am or de Dios.
Ahora bien, esa prueba se completa cuando Jesús o el
am or de Dios no sólo está donde el hombre se halla en
el pecado y la miseria, sino cuando Jesús tom a sobre sí
el destino que se cierne sobre toda vida, a saber, la
muerte; es decir, cuando Jesús, que es el amor de Dios,
muere de verdad. Sólo entonces puede el hombre estar
seguro de que el am or de Dios lo acompaña y conduce
a través de la muerte. Con todo, la muerte de Jesús en la
cruz de los criminales muestra que el am or divino
encuentra el cam ino hasta la muerte de los criminales, y
cuando Jesús muere en la cruz con el grito: «Dios mío,
¿por qué me has abandonado?» [Mt 27,46 par.; Me
15,34; véase Sal 22,2], esto significa que la eterna
voluntad de am or de Dios no abandona al hombre ni
siquiera en la experiencia de desesperación por el aban­
JESUCRISTO Y LA ESENCIA DEL CRISTIANISMO
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dono de Dios. Jesús muere de verdad desesperado de su
obra, de Dios, pero precisam ente esto significa el coro­
namiento de su mensaje, el anuncio de que Dios ama
tanto al hom bre que tom a la muerte sobre sí, por él,
como prueba de su voluntad de amor. Y sólo porque en
la humillación de la cruz Jesús dem uestra su amor y el
amor de Dios al mundo, la muerte va seguida de la resu­
rrección. La muerte no puede retener al amor. «El amor
es más fuerte que la muerte» (Ct 8,6).
Éste es el sentido del Viernes santo y del domingo de
Pascua: el camino de Dios al hombre conduce de nuevo
a Dios. A sí se une el concepto de Dios propio de Jesús
con la interpretación paulina de la cruz; de esta manera
la cruz se convierte en centro y símbolo paradójico del
mensaje cristiano. Un rey que va a la cruz tiene que ser
el rey de un reino sorprendente. Sólo quien comprende
la profunda paradoja de la idea de la cruz puede enten­
der todo el significado del dicho de Jesús: «Mi reino no
es de este mundo» [Jn 18,36]. Jesús tenía que rechazar
la corona real que le ofrecían, tenía que negar la idea del
Imperium Romanum, que habría sido para él una tenta­
ción en todo momento, si quería perm anecer fiel a su
idea de Dios, que lo llevó a la cruz.
Ahora bien, de esta interpretación de la cruz de
Cristo se sigue la respuesta a otra cuestión apremiante:
¿qué tenem os que pensar de las demás religiones? ¿Son
nada en com paración con el cristianism o? N uestra res­
puesta es que la religión cristiana como religión no es de
Dios, sino que es más bien sólo un camino humano
hacia Dios, como el budista y otros, aunque, por supues­
to, de naturaleza diferente.
Cristo no es el portador de una nueva religión, sino
el que nos trajo a Dios. Por ello la religión cristiana está
64
ESCRITOS ESENCIALES
junto a las otras religiones como el cam ino imposible
del hombre a Dios. El cristiano no puede enorgullecer­
se nunca de su cristianismo, porque éste sigue siendo
humano, demasiado humano. Pero vive de la gracia de
Dios, que viene a todos y cada uno de los seres hum a­
nos que se abren a ella y aprenden a com prenderla en la
cruz de Cristo. Por eso el don de Cristo no es la religión
cristiana, sino la gracia y el amor de Dios, que culmina
en la cruz.
- D B W 10, pp. 302-304, 316-317, 319-321
2
¿Quien es y quién fue Jesucristo?
En la primavera de 1933 A d o lf Hitler se convirtió en
canciller de Alemania con poderes dictatoriales. El
verano de aquel año, en la Universidad de Berlín,
Bonhoeffer impartió un curso sobre cristología, poste­
riormente publicado bajo el título Christologie [y tra­
ducido al castellano como ¿Quién es y quién fue
Jesucristo?/. La siguiente selección procede de la
introducción de esa obra.
La doctrina sobre Cristo com ienza en el silencio.
«Calla, que eso es lo absoluto» (Kierkegaard). Pero este
silencio nada tiene que ver con el silencio mistagógico
que, en su mutismo, no es otra cosa que sigilosa charla­
tanería del alm a consigo misma. El silencio de la Iglesia
es el silencio ante el Verbo. Cuando la Iglesia anuncia el
Verbo, está arrodillada en verdadero silencio ante lo ine­
fable: GlC07lfj 7ipoCK'DV£ÍO0O) TÓ appjjTOV (Cirilo
de Alejandría). Este TÓ ápptjTOV (lo inefable) es el
Verbo hablado. Tiene que ser hablado: es nuestro grito
de guerra (Lutero). Aun gritado en el mundo por la
Iglesia, sigue siendo inefable. Hablar de Cristo significa
callar, callar acerca de Cristo significa hablar. Cuando la
Iglesia habla rectam ente, inspirada en el verdadero
silencio, está anunciando a Cristo.
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ESCRITOS ESENCIALES
¿QUIÉN ES Y QUIÉN FUE JESUCRISTO?
Lo que aquí pretendem os es cultivar la ciencia de
esta proclamación. El objeto de tal ciencia sólo se mues­
tra, a su vez, en la proclamación misma. Por consi­
guiente, hablar aquí de Cristo ha de ser necesariamente
hablar de Él en el silencioso ámbito de la Iglesia.
Nuestro cultivo de la cristología lo ejercemos aquí en el
humilde silencio de la comunidad sacramental y adora­
dora. Orar es tanto callar como gritar ante Dios y a la faz
de su Verbo. En com unidad nos hemos congregado aquí
en torno a este objeto de su Verbo, Cristo. Pero no en un
templo sino en un aula, porque nuestra labor ha de ser
científica. [...]
Volvamos ahora al punto de partida. ¿Hasta qué
punto la cuestión cristológica es central para la ciencia?
Lo es ciertam ente por cuanto en ella, y sólo en ella, el
tema de la trascendencia se plantea en su forma existencial, y asim ismo por cuanto la cuestión ontológica se
plantea aquí como la cuestión que inquiere por el ser de
una persona, la de Jesucristo. El antiguo logos es juzga­
do por la trascendencia de la persona de Cristo y así
aprende su nuevo derecho relativo, sus límites y su
necesidad. Sólo en cuanto logología, la cristología cons­
tituye la posibilitación genérica de la ciencia. Pero, con
esto, únicam ente nos referimos a su aspecto formal.
Más importante es el aspecto del contenido. La pre­
gunta por el «quién» reduce la razón hum ana a sus debi­
dos límites. Pero, ¿qué ocurre cuando el Antilogos for­
mula su pretensión? Pues que el hom bre aniquila el
«quién» que se le enfrenta. «¿Tú, quién eres?», pregun­
ta Pilato. Jesús calla. El hombre no puede aguardar la
peligrosa respuesta. El logos no soporta al Antilogos.
Sabe muy bien que uno de los dos tiene que morir. Y por
eso mata al que acaba de interrogar. Com o el logos
humano no quiere morir, por eso ha de m orir el que
sería su muerte, es decir, el Logos de Dios, para que así
sobreviva el logos humano con su incontestada pregun­
ta acerca de la existencia y la trascendencia. El Logos
de Dios hecho Hombre tiene que subir a la cruz por obra
del logos humano. Se mata a quien im puso la peligrosa
pregunta y, con Él, se mata asimismo su pregunta.
Pero, ¿qué ocurre cuando este anti-verbo se yergue,
vivo y victorioso, de entre los muertos, como supremo
Verbo de Dios, cuando se levanta contra su asesino,
cuando el Crucificado aparece como Resucitado? Aquí
culmina en toda su incisiva agudeza la pregunta: «¿Tú,
quién eres?». A quí se yergue, eternamente viva, tanto en
su calidad de pregunta como de respuesta, esta pregun­
ta sobre el hombre, a causa del hombre y en el hombre.
El hombre podría luchar contra el Verbo hecho hombre,
pero es impotente ante el Resucitado. Ahora es el hom­
bre m ism o quien es juzgado y ajusticiado. La pregunta
se invierte y recae sobre el logos humano. Pues, ¿quién
eres tú, ya que así interrogas? ¿Estás realm ente en la
verdad, tú, que así preguntas? ¿Quién eres, pues, tú, que
sólo puedes interrogarm e si te capacito para ello, si te
justifico y te doy la gracia?
Sólo a partir del instante en que se sobrentiende esta
pregunta invertida queda definitivamente formulada la
interrogación cristológica por el «quién». El hecho de
que el hombre, por su parte, sea interrogado en esta
forma, pone ya de m anifiesto quién es el que aquí inte­
rroga. Sólo Dios puede interrogar así. Un hombre no
puede interrogar de este modo a otro hombre. Por con­
siguiente, aquí, la única contra-pregunta posible es:
«¿Quién eres tú?». Las preguntas por el «qué» y por el
«cómo» han quedado eliminadas.
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ESCRITOS ESENCIALES
¿QUIÉN ES Y QUIÉN FUE JESUCRISTO?
¿Q ué puede significar en concreto todo esto?
También hoy el Desconocido sale al encuentro de los
hombres de tal modo que sólo cabe preguntarle: «¿Tú,
quién eres?» -aunque a menudo los hom bres rehuyan
formularle esta pregunta-. Pero no pueden desentender­
se de Él. Como no pueden desentenderse de Goethe y
Sócrates, puesto que de ello depende su form ación y su
ethos. Pero de la posición que adoptan frente a Cristo
dependen su vida y su muerte, su salvación y su conde­
nación. Desde fuera, esto resulta incom prensible. Pero
en la Iglesia existen unas palabras sobre las cuales todo
se fundamenta: «En ningún otro está la salvación» (Hch
4,12). Nuestro encuentro con Jesús tiene una motiva­
ción distinta de la que determ ina nuestro encuentro con
Sócrates y Goethe. No es posible pasar de largo ante la
persona de Jesús, porque Cristo vive. Podemos pasar de
largo, si es preciso, ante la persona de Goethe, porque
Goethe está muerto. Y, sin embargo, infinitas veces han
intentado los hombres tanto resistir como eludir su
encuentro con Jesús.
Parece como si, para el mundo del proletariado,
Cristo estuviese ya finiquitado junto con la Iglesia y la
sociedad burguesa. No existe, pues, ningún motivo para
situar en un lugar privilegiado el encuentro con Jesús.
La Iglesia ha llegado a ser una organización em bruteci­
da que sanciona al sistema capitalista. Pero precisam en­
te en esta circunstancia yace la posibilidad de que el
m undo proletario separe netam ente a Jesús de su
Iglesia, puesto que Jesús no es culpable de lo que la
Iglesia ha llegado a ser. Jesús sí, Iglesia no. Aquí Jesús
puede ser idealista, socialista. ¿Qué significa el que el
proletario, en su m undo de desconfianza, diga: «Jesús
fue un buen hombre»? Pues significa que el hom bre no
debe desconfiar forzosam ente de Él. El proletario no
dice: «Jesús es Dios». Pero, al afirm ar que Jesús fue un
buen hombre, está diciendo más que cuando el burgués
afirma: «Jesús es Dios». Para el burgués Dios es algo
que pertenece a la Iglesia. Pero en las naves de una
fábrica Jesús puede estar presente como socialista, y en
las tareas políticas, como idealista, y en la existencia
proletaria, com o un buen hombre. Jesús lucha en las
filas proletarias contra el enemigo, contra el capitalis­
mo. «¿Tú, quién eres? ¿Eres herm ano y señor?».
¿Acaso esta pregunta es aquí m eram ente esquivada o
bien es formulada, a su modo, con toda seriedad?
Dostoievski, en la luminosidad de su formación
rusa, nos presenta la figura de Cristo como la de un idio­
ta. El idiota no se distancia nunca de los hombres, sino
que tropieza torpem ente en todas partes. No se relacio­
na con los adultos, sino con los niños. Es objeto de burla
y de cariño. Es el loco y el sabio. Todo lo soporta y todo
lo perdona. Es revolucionario y se conform a a ello. Sin
que se lo proponga, con su mera existencia suscita sobre
sí la atención general: «¿Tú, quién eres? ¿Eres un idio­
ta o eres Cristo?».
Piénsese en la novela de Gerhard Hauptmann, El
loco en Cristo M anuel Quinto, o en las representacio­
nes, es decir, en las desfiguraciones que de Cristo nos
ofrecen W ilhelm Gross y George Grosz, tras las cuales
acecha la pregunta: «En realidad, ¿quién eres tú?».
Cristo anda a través de los tiempos siempre interroga­
do y siempre incom prendido, siem pre nuevamente
ajusticiado.
El teólogo realiza las mismas tentativas de encontrar
o de rehuir a Cristo. Hay teólogos que le traicionan y
simulan compadecerle. Cristo sigue siendo siempre trai­
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ESCRITOS ESENCIALES
¿QUIÉN ES Y QUIÉN FUE JESUCRISTO?
cionado con un beso. Querer desentenderse de Cristo
significa arrodillarse, también siempre, con los que se
burlan de Él, pero le dicen: «¡Salve, Rabí!». En el
fondo, sólo existen dos contingencias en el encuentro
del hombre con Jesús: el hombre o bien ha de morir, o
bien ha de matar a Jesús.
La pregunta «¿Tú, quién eres?», sigue siendo equí­
voca. Puede ser la interrogación de quien se sabe ya
afectado al form ularla y que entonces escucha la contra­
pregunta: «¿Y quién eres tú?». Pero puede ser asim ismo
la pregunta de quien al form ularla piensa: «¿Cómo aca­
baré contigo?» - y así su pregunta se convierte veladamente en la interrogación por el «cóm o»-. La pregunta
por el «quién» sólo puede formularse a Jesús si se escu­
cha al mismo tiempo la contra-pregunta de Jesús.
Entonces no es el hombre quien acaba con Jesús, sino
Jesús quien acaba con el hombre. O sea, que la pregun­
ta por el «quién» sólo puede darse en aquella fe que ya
contiene la contra-pregunta y la respuesta. M ientras la
cuestión cristológica sea la interrogación del logos
humano, quedará sujeta a la am bigüedad de la pregunta
por el «cómo». Pero cuando la pregunta resuena en el
acto de fe, entonces tiene, como ciencia, la posibilidad
de plantear la interrogación por el «quién».
En la estructura de las autoridades se dan dos tipos
opuestos: la autoridad según el cargo y la autoridad de
la persona. La pregunta dirigida a la autoridad según el
cargo reza así: «¿Qué eres tú?», en la cual el «qué» se
refiere al cargo. Pero la pregunta dirigida a la autoridad
de la persona dice: «¿De dónde te viene, a ti, esta auto­
ridad?». Y la respuesta es: «De ti, ya que tú reconoces
mi autoridad sobre ti». Ambas preguntas pueden redu­
cirse y clasificarse dentro de la pregunta por el «cómo».
En el fondo, todos son como yo. Se presupone que el
interrogado, en su ser, es idéntico a mí. Las autoridades
sólo son portadores de la autoridad de una comunidad,
de un cargo, de una palabra; no son ni el cargo ni la
palabra mismos. También los profetas, en lo que son,
son tan sólo portadores de una palabra. Pero, ¿qué ocu­
rre cuando uno se alza con la pretensión de que no sólo
(iene sino que es autoridad, de que no sólo tiene sino
que es un cargo, de que no sólo tiene sino que es la pala­
bra? Pues que entonces irrumpe un nuevo ser en nuestro
ser. Entonces toca a su fin la m ayor autoridad del
mundo, el profeta. Entonces ya no nos hallam os ante un
santo, un reformador, un profeta, sino ante el Hijo. Y ya
no preguntamos: «¿Qué o de dónde eres tú?». Puesto
que ha surgido ya la cuestión que inquiere por la reve­
lación misma.
- ¿Quién es y quién fu e Jesucristo?,
pp. 13, 18-22
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
El precio de la gracia:
el seguimiento
En el conjunto de las obras de Bonhoeffer, Nachfolge
[traducida al castellano con el título El precio de la gra­
cia: el seguimiento?, publicada en 1937, fu e la más
radical de las que vieron la luz en vida de su autor. Su
preocupación en ella no era sólo la naturaleza idolátri­
ca del Estado nazi, sino los compromisos mortales de
los supuestos cristianos alemanes que sustituyeron la
obediencia a la cruz por la lealtad al Reich.
La gracia cara
La gracia barata es el enemigo mortal de nuestra Iglesia.
Hoy combatimos en favor de la gracia cara.
La gracia barata es la gracia considerada com o una
mercancía que hay que liquidar, es el perdón m albarata­
do, el consuelo malbaratado, el sacram ento m albarata­
do, es la gracia como almacén inagotable de la Iglesia,
de donde la cogen unas manos inconsideradas para dis­
tribuirla sin vacilación ni límites; es la gracia sin precio,
que no cuesta nada. Porque se dice que, según la natu­
raleza misma de la gracia, la factura ha sido pagada de
antemano para todos los tiempos. Gracias a que esta
factura ya ha sido pagada podemos tenerlo todo gratis.
Los gastos cubiertos son infinitam ente grandes y, por
73
consiguiente, las posibilidades de utilización y de dila­
pidación son también infinitam ente grandes. Por otra
parte, ¿qué sería una gracia que no fuese gracia barata?
La gracia barata es la gracia como doctrina, como
principio, como sistema, es el perdón de los pecados
considerado como una verdad universal, es el amor de
Dios interpretado como «idea» cristiana de Dios. Quien
la afirma posee ya el perdón de sus pecados. La Iglesia
de esta doctrina de la gracia participa ya de esta gracia
por su m ism a doctrina. En esta Iglesia, el mundo en­
cuentra un velo barato para cubrir sus pecados, de los
que no se arrepiente y de los que no desea liberarse.
Por esto, la gracia barata es la negación de la palabra
viva de Dios, es la negación de la encarnación del Verbo
de Dios.
La gracia barata es la justificación del pecado y no
del pecador. Puesto que la gracia lo hace todo por sí
sola, las cosas deben quedar como antes. [...]
El cristiano tiene que [...] negarse a sí mismo, no dis­
tinguirse del m undo en su modo de vida. Debe dejar que
la gracia sea realmente gracia, a fin de no destruir la fe
que tiene el mundo en esta gracia barata. Pero en su
mundanidad, en esta renuncia necesaria que debe acep­
tar por am or al mundo - o mejor, por amor a la gracia-,
el cristiano debe estar tranquilo y seguro (securus) en la
posesión de esta gracia que lo hace todo por sí sola. El
cristiano no tiene que seguir a Jesucristo; le basta con
consolarse en esta gracia. Ésta es la gracia barata como
justificación del pecado, pero no del pecador arrepenti­
do, del pecador que abandona su pecado y se convierte;
no es el perdón de los pecados el que nos separa del
pecado. La gracia barata es la gracia que tenem os por
nosotros mismos.
74
75
ESCRITOS ESENCIALES
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
La gracia barata es la predicación del perdón sin
arrepentimiento, el bautismo sin disciplina eclesiástica,
la eucaristía sin confesión de los pecados, la absolución
sin confesión personal. La gracia barata es la gracia sin
seguimiento de Cristo, la gracia sin cruz, la gracia sin
Jesucristo vivo y encarnado.
La gracia cara es el tesoro oculto en el campo por el
que el hombre vende todo lo que tiene; es la perla pre­
ciosa por la que el m ercader entrega todos sus bienes; es
el reino de Cristo por el que el hombre se arranca el ojo
que le escandaliza; es la llamada de Jesucristo que hace
que el discípulo abandone sus redes y le siga.
La gracia cara es el evangelio que siempre hemos de
buscar, son los dones que hemos de pedir, es la puerta a
la que se ha de llamar.
Es cara porque llama al seguimiento, es gracia por­
que llama al seguimiento de Jesucristo; es cara porque
le cuesta al hombre la vida, es gracia porque le regala la
vida; es cara porque condena el pecado, es gracia por­
que justifica al pecador. Sobre todo, la gracia es cara
porque le ha costado cara a Dios, porque le ha costado
la vida de su Hijo -«habéis sido adquiridos a gran pre­
c io » - y porque lo que ha costado caro a Dios no puede
resultarnos barato a nosotros. Es gracia, sobre todo,
porque Dios no ha considerado a su Hijo demasiado
caro con tal de devolvernos la vida, entregándolo por
nosotros. La gracia cara es la encarnación de Dios.
La gracia cara es la gracia como santuario de Dios
que hay que proteger del mundo, que no puede ser
entregado a los perros; por tanto, es la gracia como pala­
bra viva, palabra de Dios que él mismo pronuncia cuan­
do le agrada. Esta palabra llega a nosotros en la forma
de una llamada m isericordiosa a seguir a Jesús, se pre­
senta al espíritu angustiado y al corazón abatido como
una palabra de perdón. La gracia es cara porque obliga
al hombre a someterse al yugo del seguim iento de
Jesucristo, pero es una gracia el que Jesús diga: «Mi
yugo es suave y mi carga ligera». [...]
No es posible interpretar de forma más funesta la
acción de Lutero que pensando que, al descubrir el
evangelio de la pura gracia, dispensó de la obediencia a
los mandamientos de Jesús en este mundo, y que el des­
cubrimiento de la Reform a ha sido la canonización, la
justificación del mundo por medio de la gracia que
perdona.
Para Lutero, la vocación secular del cristiano sólo se
justifica por el hecho de que en ella se manifiesta de la
íorma más aguda la protesta contra el mundo. Sólo en la
medida en que la vocación secular del cristiano se ejer­
ce en el seguim iento de Jesús recibe, a partir del evan­
gelio, una justificación nueva. No fue la justificación del
pecado, sino la del pecador, la que condujo a Lutero a
síiIir del convento. La gracia cara fue la que se concedió
a I .utero. Era gracia, porque era como agua sobre una
Iierra árida, porque consolaba en la angustia, porque
liberaba de la esclavitud a los caminos que el hombre se
había elegido, porque era el perdón de todos los peca­
dos. Era gracia cara porque no dispensaba del trabajo; al
contrario, hacía mucho más obligatoria la llamada a
seguir a Jesús. Pero, precisamente porque era cara era
gracia, y precisam ente porque era gracia era cara. Éste
lue el secreto del evangelio de la Reforma, el secreto de
la justificación del pecador.
Sin embargo, en la historia de la Reforma, quien
obtuvo la victoria no fue la idea luterana de la gracia
pura, costosa, sino el instinto religioso del hombre,
76
77
ESCRITOS ESENCIALES
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
siempre despierto para descubrir el lugar donde puede
adquirirse la gracia al precio más barato. Sólo hacía
falta un leve desplazamiento del acento, apenas percep­
tible, para que el trabajo más peligroso y pernicioso se
hubiese realizado. Lutero había enseñado que el hom ­
bre, incluso en sus obras y caminos más piadosos, no
podría subsistir delante de Dios porque, en el fondo, se
busca siempre a sí mismo. Y, en medio de esta preocu­
pación, había captado en la fe la gracia del perdón libre
e incondicional de todos los pecados.
Pero ¿sabemos también que esta gracia barata se ha
mostrado trem endam ente inm isericorde con nosotros?
El precio que hem os de pagar hoy día, con el hundi­
miento de las Iglesias organizadas, ¿significa otra cosa
que la inevitable consecuencia de la gracia conseguida a
bajo precio? Se ha predicado, se han adm inistrado los
sacramentos a bajo precio, se ha bautizado, confirmado,
absuelto a todo un pueblo, sin hacer preguntas ni poner
condiciones; por caridad hum ana se han dado las cosas
santas a los que se burlaban y a los incrédulos, se han
derramado sin fin torrentes de gracia, pero la llamada al
seguimiento se escuchó cada vez menos.
¿Qué se ha hecho de las ideas de la Iglesia primitiva,
que durante el catecum enado para el bautismo vigilaba
tan atentamente la frontera entre la Iglesia y el mundo y
se preocupaba tanto por la gracia cara? ¿Qué se ha
hecho de las advertencias de Lutero concernientes a una
predicación del evangelio que asegurase a los hombres
en su vida sin Dios? ¿Dónde ha sido cristianizado el
mundo de m anera más horrible y menos salvífica que
aquí? ¿Qué significan los tres mil sajones asesinados
por Carlomagno al lado de los millones de almas m ata­
das hoy? En nosotros se ha verificado que el pecado de
los padres se castiga en los hijos hasta la tercera y la
cuarta generación. La gracia barata no ha tenido com ­
pasión con nuestra Iglesia evangélica. [•••]
Dichosos los que, habiendo reconocido esta gracia,
pueden vivir en el m undo sin perderse en él; aquellos
que, en el seguim iento de Jesucristo, están tan seguros
de la patria celeste que se sienten realm ente libres para
vivir en el mundo. Dichosos aquellos para los que seguir
a Jesucristo no es más que vivir de la gracia, y para los
que la gracia no consiste más que en el seguimiento.
Lutero sabía que esta gracia le había costado toda
una vida y que seguía exigiendo su precio diariamente.
Porque, por la gracia, no se sentía dispensado del segui­
miento, sino que, al contrario, se veía obligado a él
ahora más que nunca. Cuando Lutero hablaba de la gra­
cia pensaba siempre, al mismo tiempo, en su propia
vida que, sólo por la gracia, había sido som etida a la
obediencia total a Cristo. No podía hablar de la gracia
más que de esta forma. Lutero había dicho que la gracia
actúa sola; sus discípulos lo repitieron literalm ente, con
la única diferencia de que se olvidaron pronto de pensar
y decir lo que Lutero siempre había considerado como
algo natural: el seguimiento, del que no necesitaba
hablar porque se expresaba como un hombre al que la
gracia había conducido al seguimiento más estricto de
Jesús. La doctrina de los discípulos dependía, pues, de
la doctrina de Lutero y, sin embargo, esta doctrina fue el
fin, el aniquilamiento de la Reform a en cuanto revela­
ción de la gracia cara de Dios sobre la tierra. La justifi­
cación del pecador en el mundo se transform ó en ju sti­
ficación del pecado y del mundo. La gracia cara se vol­
vió gracia barata, sin seguimiento. [...]
78
79
ESCRITOS ESENCIALES
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
Dichosos los que se han hecho cristianos en este senti­
do, los que han experimentado la m isericordia de la
palabra de la gracia.
- El precio de la gracia,
selección de las pp. 17-35
Pedro, piedra de la Iglesia, quien resulte culpable inm e­
diatamente después de su confesión de Jesucristo y de
ser investido por él, prueba que, desde el principio, la
Iglesia se ha escandalizado del Cristo sufriente. No
quiere a tal Señor y, como Iglesia de Cristo, no quiere
que su Señor le im ponga la ley del sufrimiento. La pro­
testa de Pedro muestra su poco deseo de sumergirse en
el dolor. Con esto, Satanás penetra en la Iglesia. Quiere
apartarla de la cruz de su Señor.
El seguim iento y la cruz
«Y comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía
sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los
sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muer­
te y resucitar a los tres días» [...] (Me 8,31).
La llamada al seguimiento se encuentra aquí en relación
con el anuncio de la pasión de Jesús. Jesucristo debe
sufrir y ser rechazado. Es el imperativo de la prom esa de
Dios, para que se cum pla la Escritura. Sufrir y ser recha­
zado no es lo mismo. Jesús podía ser el Cristo glorifica­
do en el sufrimiento. El dolor podría provocar toda la
piedad y toda la admiración del mundo. Su carácter trá­
gico podría conservar su propio valor, su propia honra,
su propia dignidad.
Pero Jesús es el Cristo rechazado en el dolor. El
hecho de ser rechazado quita al sufrimiento toda digni­
dad y todo honor. Debe ser un sufrim iento sin honor.
Sufrir y ser rechazado constituyen la expresión que sin­
tetiza la cruz de Jesús. La muerte de cruz significa sufrir
y m orir rechazado, despreciado. Jesús debe sufrir y ser
rechazado por necesidad divina. Todo intento de obsta­
culizar esta necesidad es satánico. Incluso, y sobre todo,
si proviene de los discípulos; porque esto quiere decir
que no se deja a Cristo ser el Cristo. El hecho de que sea
Jesús se ve obligado a poner en contacto a sus discí­
pulos, de forma clara e inequívoca, con el imperativo
del sufrimiento. Igual que Cristo no es el Cristo más que
sufriendo y siendo rechazado, del m ismo modo el discí­
pulo no es discípulo más que sufriendo, siendo rechaza­
do y crucificado con él. El seguimiento, en cuanto vin­
culación a la persona de Cristo, sitúa al seguidor bajo la
ley de Cristo, es decir, bajo la cruz.
Sin embargo, la comunicación a los discípulos de
esta verdad inalienable comienza, de form a curiosa, con
el hecho de que Jesús vuelve a dejar a sus discípulos en
plena libertad. «Si alguno quiere seguirme», dice Jesús.
No se trata de algo natural, ni siquiera entre los discípu­
los. No se puede forzar a nadie, no se puede esperar esto
de nadie. Por eso dice: «si alguno» quiere seguirme,
despreciando todas las otras propuestas que se le hagan.
Una vez más, todo depende de la decisión; en medio del
seguimiento en que viven los discípulos todo vuelve a
quedar en blanco, en vilo, como al principio; nada se
espera, nada se impone. Tan radical es lo que ahora va a
decirse. Así, una vez más, antes de que sea anunciada la
ley del seguimiento, los discípulos deben sentirse com ­
pletamente libres.
80
ESCRITOS ESENCIALES
«Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí
mismo». Lo que Pedro dijo al negar a Cristo -« n o co­
nozco a ese hom bre»- es lo que debe decir de sí mismo
el que le sigue. La negación de sí m ism o no consiste en
una multitud, por grande que sea, de actos aislados de
mortificación o de ejercicios ascéticos; tam poco signifi­
ca el suicidio, porque también en él puede imponerse la
propia voluntad del hombre. Negarse a sí mismo es
conocer sólo a Cristo, no a uno mismo; significa fijar­
nos sólo en aquel que nos precede, no en el camino que
nos resulta tan difícil. De nuevo la negación de sí mismo
se expresa con las palabras: él va delante, mantente fir­
memente unido a él.
«...tome su cruz». Jesús, por su gracia, ha preparado
a los discípulos a escuchar estas palabras hablándoles
prim ero de la negación de sí mismo. Si nos hemos olvi­
dado realmente de nosotros mismos, si no nos conoce­
mos ya, podemos estar dispuestos a llevar la cruz por
amor a él. Si sólo le conocemos a él, no conocem os ya
los dolores de nuestra cruz, sólo le vemos a él. Si Jesús
no nos hubiese preparado con tanta amabilidad para
escuchar esta palabra, no podríamos soportarla. Pero
nos ha puesto en situación de percibir como una gracia
incluso estas duras palabras, que llegan a nosotros en la
alegría del seguimiento y nos consolidan en él.
La cruz no es el mal y el destino penoso, sino el
sufrimiento que resulta para nosotros únicam ente del
hecho de estar vinculados a Jesús. La cruz no es un
sufrimiento fortuito, sino necesario. La cruz es un sufri­
miento vinculado, no a la existencia natural, sino al
hecho de ser cristianos. La cruz no es sólo y esencial­
mente sufrimiento, sino sufrir y ser rechazado; y, estric­
tamente, se trata de ser rechazado por am or a Jesucristo,
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
81
y no a causa de cualquier otra conducta o de cualquier
otra confesión de fe. Un cristianism o que no tom aba en
serio el seguimiento, que había hecho del evangelio sólo
un consuelo barato de la fe, y para el que la existencia
natural y la cristiana se entrem ezclaban indistintamente,
debía entender la cruz como un mal cotidiano, como la
miseria y el miedo de nuestra vida natural.
Olvidaba que la cruz siempre significa, sim ultánea­
mente, ser rechazado, que el oprobio del sufrimiento
forma parte de la cruz. Ser rechazado, despreciado,
abandonado por los hombres en el sufrimiento, como
dice la queja incesante del salmista, es un signo esencial
del sufrimiento de la cruz, imposible de comprender
para un cristianismo que no sabe distinguir entre la exis­
tencia civil y la existencia cristiana. La cruz es consufrir
con Cristo, es el sufrim iento de Cristo. Sólo la vincula­
ción a Cristo, tal com o se da en el seguimiento, se en­
cuentra seriamente bajo la cruz.
«...tome su cruz»; está preparada desde el principio,
sólo falta llevarla. Pero nadie piense que debe buscarse
una cruz cualquiera, que debe buscar voluntariamente
un sufrimiento, dice Jesús; cada uno tiene preparada su
cruz, que Dios le destina y prepara a su medida. Debe
llevar la parte de sufrimiento y de repulsa que le ha sido
prescrita. La medida es diferente para cada uno. Dios
honra a éste con un gran sufrimiento, le concede la gra­
cia del martirio, a otro no le permite que sea tentado por
encima de sus fuerzas. Sin embargo, es la misma cruz.
Es impuesta a todo cristiano. El prim er sufrimiento
de Cristo que todos debemos experim entar es la llam a­
da que nos invita a liberarnos de las ataduras de este
mundo. Es la muerte del hombre viejo en su encuentro
con Jesucristo. Quien entra en el camino del seguim ien­
82
83
ESCRITOS ESENCIALES
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
to se sitúa en la muerte de Jesús, transform a su vida en
muerte; así sucede desde el principio. La cruz no es la
m eta terrible de una vida piadosa y feliz, sino que se
encuentra al comienzo de la comunión con Jesús.
Toda llamada de Cristo conduce a la muerte. Bien
debamos, con los primeros discípulos, dejar nuestra
casa y nuestra profesión para seguirle, bien debamos,
como Lutero, abandonar el claustro para volver al m un­
do, en ambos casos nos espera la m ism a muerte, la
muerte en Jesucristo, la muerte de nuestro hom bre viejo
a la llamada de Jesucristo. Puesto que la llamada que
Jesús dirige al joven rico le trae la muerte, puesto que no
le es posible seguir más que en la medida en que ha
muerto a su propia voluntad, puesto que todo m anda­
miento de Jesús nos ordena m orir a todos nuestros dese­
os y apetitos, y puesto que no podemos querer nuestra
propia muerte, es preciso que Jesús, en su palabra, sea
nuestra vida y nuestra muerte.
La llamada al seguimiento de Jesús, el bautism o en
nombre de Jesucristo, son muerte y vida. La llamada de
Cristo, el bautismo, sitúan al cristiano en el combate
diario contra el pecado y el demonio. Cada día, con sus
tentaciones de la carne y del mundo, vuelca sobre el
cristiano nuevos sufrimientos de Jesucristo. Las heridas
que nos son infligidas en esta lucha, las cicatrices que el
cristiano conserva de ella, son signos vivos de la com u­
nidad con Cristo en la cruz. Pero hay otro sufrimiento,
otra deshonra, que no es ahorrada a ningún cristiano. Es
verdad que sólo el sufrimiento de Cristo es un sufri­
miento reconciliador; pero como Cristo ha sufrido por
causa del pecado del mundo, como todo el peso de la
culpa ha caído sobre él, y como Jesús ha imputado el
fruto de su sufrimiento a los que le siguen, la tentación
y el pecado recaen también sobre el discípulo, le recu­
bren de oprobio y le expulsan, igual que al m acho ca­
brío expiatorio, fuera de las puertas de la ciudad.
De este modo, el cristiano se convierte en portador
del pecado y de la culpa en favor de otros hombres.
Quedaría aplastado bajo este peso si él m ismo no fuese
sostenido por el que ha llevado todos los pecados. Pero
en la fuerza del sufrimiento de Cristo le es posible triun­
far de los pecados que recaen sobre él, en la medida en
que los perdona. El cristiano se transform a en portador
de cargas: «Llevad los unos las cargas de los otros y así
cumpliréis la ley de Cristo» (Gal 6, 2).
Igual que Cristo lleva nuestra carga, nosotros debe­
mos llevar las de nuestros hermanos; la ley de Cristo
que debemos cum plir consiste en llevar la cruz. El peso
de mi hermano, que debo llevar, no es solamente su
suerte externa, su forma de ser y sus cualidades, sino, en
el más estricto sentido, su pecado. Y no puedo cargar
con él más que perdonándole en la fuerza de la cruz de
Cristo, de la que he sido hecho partícipe. De este modo,
la llamada de Jesús a llevar la cruz sitúa a todo el que le
sigue en la com unión del perdón de los pecados. El per­
dón de los pecados es el sufrimiento de Cristo ordenado
a los discípulos. Es impuesto a todos los cristianos.
Pero, ¿cómo sabrá el discípulo cuál es su cruz? La
recibirá cuando siga a su Señor sufriente, reconocerá su
cruz en la com unión con Jesús.
El sufrimiento se convierte así en signo distintivo de
los seguidores de Cristo. El discípulo no es m ayor que
su maestro. El seguim iento es una passio passiva, una
obligación de sufrir. Por eso pudo Lutero contar el su­
frimiento entre los signos de la verdadera Iglesia. Tam­
bién por eso, un trabajo prelim inar a la Confesión de
84
85
ESCRITOS ESENCIALES
EL PRECIO DE LA GRACIA: EL SEGUIMIENTO
Augsburgo definió a la Iglesia como la com unidad de
los que «son perseguidos y martirizados a causa del
evangelio». Quien no quiere cargar su cruz, quien no
quiere entregar su vida al dolor y al desprecio de los
hombres, pierde la comunión con Cristo, no le sigue.
Pero quien pierde su vida en el seguim iento, llevando la
cruz, la volverá a encontrar en este mismo seguimiento,
en la comunión de la cruz con Cristo. Lo contrario del
seguimiento es avergonzarse de Cristo, avergonzarse de
la cruz, escandalizarse de ella.
Seguir a Jesús es estar vinculado al Cristo sufriente.
Por eso el sufrimiento de los cristianos no tiene nada de
desconcertante. Es, más bien, gracia y alegría. Las actas
de los primeros mártires dan testimonio de que Cristo
transfigura, para los suyos, el instante de mayor sufri­
miento con la certeza indescriptible de su proxim idad y
de su comunión. De suerte que, en medio de los más
atroces tormentos soportados por su Señor, participan
de la alegría suprem a y de la felicidad de la comunión
con él. Llevar la cruz se les revelaba como la única
manera de triunfar del sufrimiento. Y esto es válido para
todos los que siguen a Cristo, puesto que fue válido para
Cristo mismo.
sabe que el sufrim iento pasará en la m edida en que lo
sufra. Sólo cargando con él vencerá al sufrimiento,
triunfará de él. Su cruz es su triunfo.
El sufrimiento es lejanía de Dios. Por eso, quien se
encuentra en comunión con Dios no puede sufrir. Jesús
ha afirm ado esta frase del A ntiguo Testam ento.
Precisamente por esto toma sobre sí el sufrimiento del
mundo enteró y, al hacerlo, triunfa de él. Carga con toda
la lejanía de Dios. El cáliz pasa porque él lo bebe. Jesús
quiere vencer al sufrimiento del m undo; para ello nece­
sita saborearlo por completo. Así, ciertam ente, el sufri­
miento sigue siendo lejanía de Dios, pero en la com u­
nión del sufrimiento de Jesucristo el sufrimiento triunfa
del sufrim iento y se otorga la comunión con Dios preci­
samente en el dolor.
Es preciso llevar el sufrimiento para que éste pase. O
es el mundo quien lo lleva, y se hunde, o recae sobre
Cristo, y es vencido por él. Así, pues, Cristo sufre en
representación del mundo. Sólo su sufrim iento es un
sufrimiento redentor. Pero también la Iglesia sabe ahora
que el sufrimiento del mundo busca a alguno que lo
lleve. De forma que, en el seguimiento de Cristo, el
sufrimiento recae sobre la Iglesia y ella lo lleva, siendo
llevada al mismo tiempo por Cristo. La Iglesia de
Jesucristo representa al mundo ante Dios en la medida
en que sigue a su Señor cargando con la cruz.
Dios es un Dios que lleva. El Hijo de Dios llevó
nuestra carne, llevó la cruz, llevó todos nuestros peca­
dos y, con esto, nos trajo la reconciliación. El que sigue
es llamado igualm ente a llevar. Ser cristiano consiste en
llevar. Lo m ismo que Cristo, al llevar la cruz, conservó
su com unión con el Padre, para el que le sigue, cargar la
cruz significa la comunión con Cristo.
«Y adelantándose un poco, cayó rostro en tierra, y suplica­
ba así: “Padre mío, si es posible, que pase de mí este cáliz,
pero no sea como yo quiero, sino como quieras tú...”. Y ale­
jándose de nuevo, por segunda vez oró así: “Padre mío, si
esto no puede pasar sin que yo lo beba, hágase tu volun­
tad”» (Mt 26, 39.42).
Jesús pide al Padre que pase de él este cáliz, y el
Padre escucha la oración del Hijo. El cáliz del sufri­
miento pasará de él, pero únicamente bebiéndolo. Cuan­
do Jesús se arrodilla por segunda vez en Getsemaní,
86
ESCRITOS ESENCIALES
El hombre puede desembarazarse de esta carga que
le es impuesta. Pero con esto no se libera de toda carga;
al contrario, lleva un peso mucho más pesado e inso­
portable. Lleva el yugo de su propio yo, que se ha esco­
gido libremente. A los que están agobiados con toda
clase de penas y fatigas, Jesús los ha llamado a desem ­
barazarse del propio yugo para coger el suyo, que es
suave, para coger su peso, que es ligero. Su yugo y su
peso es la cruz. Ir bajo ella no significa m iseria ni deses­
peración, sino recreo y paz de las almas, es la alegría
suprema. No marchamos ya bajo las leyes y las cargas
que nos habíam os fabricado a nosotros mismos, sino
bajo el yugo de aquel que nos conoce y com parte ese
mismo yugo con nosotros. Bajo su yugo tenem os la cer­
teza de su proxim idad y de su comunión. A él es a quien
encuentra el seguidor cuando carga con su cruz.
«Las cosas no deben suceder según tu razón, sino por enci­
ma de tu razón; sumérgete en la sinrazón y yo te daré mi
razón. La sinrazón es la razón verdadera; no saber dónde
vas es, realmente, saber dónde vas. Mi razón te volverá per­
fectamente irrazonable. Así fue como abandonó Abrahán su
patria, sin saber dónde iba. Se entregó a mi saber, abando­
nando su propio saber, siguió el verdadero camino para lle­
gar al fin verdadero. Mira, éste es el camino de la cruz; tú
no puedes encontrarlo, es preciso que yo te guíe como a un
ciego; por eso, no eres tú, ni un hombre, ni una criatura,
quien te enseñará el camino que debes seguir; seré yo, yo
mismo, con mi Espíritu y mi palabra. Este camino no es el
de las obras que te has escogido, ni el sufrimiento que te has
imaginado; es el sufrimiento que yo te indico contra tu elec­
ción, contra tus pensamientos y deseos. Marcha por él, yo
te llamo. Sé discípulo, porque ha llegado el tiempo y tu
maestro se acerca» (Lutero).
- El precio de la gracia, pp. 77-87
________ 4 ________
Vida en comunidad
El trasfondo de Gemeinsames Leben [traducida al cas­
tellano cono el título Vida en comunidad/ lo constituye
la experiencia de vida comunitaria de Bonhoeffer, de
1935 a 1937, en Finkenwalde, un seminario establecido
con el objetivo defo rm a r pastores para la Iglesia con­
fesante. Bonhoeffer hizo especial hincapié en que la
formación de los seminaristas no debía estar centrada
sólo en el estudio académico, sino también en la ora­
ción, la reflexión sobre la Escritura y la form ación espi­
ritual. Finkenwalde fu e clausurado por la Gestapo en
1937. Vida en comunidad, de donde se toma este capí­
tulo titulado «La comunidad», se publicó en 1939.
«¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir ju n ­
tos y en armonía!» (Sal 133,1).
Vamos a exam inar a continuación algunas enseñan­
zas y reglas de la Escritura sobre nuestra vida en común
bajo la palabra de Dios.
Contrariam ente a lo que podría parecer a prim era
vista, no se deduce que el cristiano tenga que vivir nece­
sariamente entre otros cristianos. El mismo Jesucristo
vivió en medio de sus enemigos y, al final, fue abando­
nado por todos sus discípulos. Se encontró en la cruz
solo, rodeado de m alhechores y blasfemos. H abía veni­
do para traer la paz a los enemigos de Dios. Por esta
88
ESCRITOS ESENCIALES
razón, el lugar de la vida del cristiano no es la soledad
del claustro sino el campamento mismo del enemigo.
A hí está su misión y su tarea. «El reino de Jesucristo
debe ser edificado en medio de tus enemigos. Quien
rechaza esto renuncia a formar parte de este reino, y
prefiere vivir rodeado de amigos, entre rosas y lirios
lejos de los malvados, en un círculo de gente piadosa.
¿No veis que así blasfemáis y traicionáis a Cristo? Si
Jesús hubiera actuado como vosotros, ¿quién habría
podido salvarse?» (Lutero).
«Los dispersaré entre los pueblos, pero, aun lejos, se
acordarán de mí» (Zac 10,9). Es voluntad de Dios que
la cristiandad sea un pueblo disperso, esparcido como la
semilla «entre todos los reinos de la tierra» (Dt 4,27).
Esta es su prom esa y su condena. El pueblo de Dios
deberá vivir lejos, entre infieles, pero será la semilla del
reino esparcida en el mundo entero.
«Los reuniré porque los he rescatado... y volverán»
(Zac 10,8-9) ¿Cuándo sucederá esto? Ha sucedido ya en
Jesucristo, que murió «para reunir en uno a todos los
hijos de Dios dispersos» (Jn 11,52), y se hará visible al
final de los tiempos, cuando los ángeles de Dios «reú­
nan a los elegidos de los cuatro vientos, desde un extre­
mo al otro de los cielos» (Mt 24,31). Hasta entonces, el
pueblo de D ios perm anecerá disperso. Solam ente
Jesucristo impedirá su disgregación; lejos, entre los
infieles, les mantendrá unidos el recuerdo de su Señor.
El hecho de que, en el tiempo com prendido entre la
muerte de Jesucristo y el último día, los cristianos pue­
dan vivir con otros cristianos en una com unidad visible
ya sobre la tierra no es sino una anticipación m isericor­
diosa del reino que ha de venir. Es Dios, en su gracia,
quien permite la existencia en el mundo de semejante
VIDA EN COMUNIDAD
89
comunidad, reunida alrededor de la palabra y el sacra­
mento. Pero esta gracia no es accesible a todos los cre­
yentes. Los prisioneros, los enferm os, los aislados en la
dispersión, los misioneros, están solos. Ellos saben que
la existencia de la com unidad visible es una gracia. Por
eso su plegaria es la del salmista: «Recuerdo con em o­
ción cuando marchaba al frente de la m ultitud hacia la
casa de Dios entre gritos de alegría y alabanza de un
pueblo en fiesta» (Sal 42,5). Sin embargo, permanecen
solos como la semilla que Dios ha querido esparcir. No
obstante, captan intensamente por la fe cuanto les es
negado como experiencia sensible. A sí es com o el após­
tol Juan, desterrado en la soledad de la isla de Patmos,
celebra el culto celestial «en espíritu, el día del Señor»
(Ap 1,10), con todas las Iglesias. Los siete candelabros
que ve son las Iglesias, las siete estrellas, sus ángeles; en
el centro, dominándolo todo, Jesucristo, el Hijo del
hombre, en la gloria de su resurrección. Juan es fortale­
cido y consolado por su palabra. Ésta es la comunidad
celestial que, en el día del Señor, puebla la soledad del
apóstol desterrado.
Pese a todo, la presencia sensible de los hermanos es
para el cristiano fuente incom parable de alegría y con­
suelo. Prisionero y al final de sus días, el apóstol Pablo
no puede por menos de llamar a Timoteo, «su amado
hijo en la fe», para volver a verlo y tenerlo a su lado. No
ha olvidado las lágrimas de Timoteo en la últim a despe­
dida (2 Tim 1,4). En otra ocasión, pensando en la Iglesia
de Tesalónica, Pablo ora a Dios «noche y día con gran
;msia para volver a veros» (1 Tes 3,10); y el apóstol
luán, ya anciano, sabe que su gozo no será completo
hasta que no esté junto a los suyos y pueda hablarlos de
viva voz, en vez de con papel y tinta (2 Jn 12). El ere-
90
ESCRITOS ESENCIALES
yente no se avergüenza ni se considera dem asiado car­
nal por desear ver el rostro de otros creyentes. El hom ­
bre fue creado con un cuerpo, en un cuerpo apareció por
nosotros el Hijo de Dios sobre la tierra, en un cuerpo fue
resucitado; en el cuerpo el creyente recibe a Cristo en el
sacramento, y la resurrección de los muertos dará lugar
a la plena comunidad de los hijos de Dios, formados de
cuerpo y espíritu.
A través de la presencia del herm ano en la fe, el cre­
yente puede alabar al Creador, al Salvador y al Reden­
tor, Dios Padre, Hijo y Espíritu santo. El prisionero, el
enfermo, el cristiano aislado reconocen en el hermano
que les visita un signo visible y m isericordioso de la
presencia de Dios trino. Es la presencia real de Cristo lo
que ellos experimentan cuando se ven, y su encuentro es
un encuentro gozoso. La bendición que m utuam ente se
dan es la del m ismo Jesucristo. Ahora bien, si el mero
encuentro entre dos creyentes produce tanto gozo, ¡qué
inefable felicidad no sentirán aquellos a los que Dios
permite vivir continuam ente en com unidad con otros
creyentes! Sin embargo, esta gracia de la comunidad
que el aislado considera como un privilegio inaudito,
con frecuencia es desdeñada y pisoteada por aquellos
que la reciben diariamente. Olvidamos fácilm ente que
la vida entre cristianos es un don del reino de Dios que
nos puede ser arrebatado en cualquier momento y que,
en un instante también, podemos ser abandonados a la
más com pleta soledad. Por eso, a quien le haya sido
concedido experim entar esta gracia extraordinaria de la
vida comunitaria, ¡que alabe a Dios con todo su cora­
zón; que, arrodillado, le dé gracias y confiese que es una
gracia, sólo gracia! [...]
VIDA EN COMUNIDAD
91
La comunidad cristiana
Comunidad cristiana significa com unión en Jesucristo y
por Jesucristo. Ninguna com unidad cristiana podrá ser
más ni menos que eso. Y esto es válido para todas las
formas de com unidad que puedan form ar los creyentes,
desde la que nace de un breve encuentro hasta la que
resulta de una larga convivencia diaria. Si podemos ser
hermanos, es únicam ente por Jesucristo y en Jesucristo.
Esto significa, en prim er lugar, que Jesucristo es el
que fundam enta la necesidad que los creyentes tienen
unos de otros; en segundo lugar, que sólo Jesucristo
hace posible su com unión y, finalm ente, que Jesucristo
nos ha elegido desde toda la eternidad para que nos aco­
jamos durante nuestra vida y nos m antengamos unidos
siempre.
Comunidad de creyentes. El cristiano es el hombre
que ya no busca su salvación, su libertad y su justicia en
sí mismo, sino únicam ente en Jesucristo. Sabe que la
palabra de Dios en Jesucristo lo declara culpable aun­
que él no tenga conciencia de su culpabilidad, y que esta
misma palabra lo absuelve y justifica aun cuando no
tenga conciencia de su propia justicia. El cristiano ya no
vive por sí mismo, de su autoacusación y su autojustificación, sino de la acusación y justificación que provie­
nen de Dios. Vive totalm ente sometido a la palabra que
Dios pronuncia sobre él, declarándole culpable o justo.
El sentido de su vida y de su muerte ya no lo busca en
el propio corazón sino en la palabra que le llega desde
fuera, de parte de Dios. Éste es el sentido de aquella
afirmación de los reformadores: nuestra justicia es una
«justicia extranjera» que viene de fuera {extra nos). Con
esto nos rem iten a la palabra que Dios m ism o nos diri­
92
ESCRITOS ESENCIALES
ge, y que nos interpela desde fuera. El cristiano vive
íntegramente de la verdad de la palabra de Dios en Je­
sucristo. Cuando se le pregunta «¿dónde está tu salva­
ción, tu bienaventuranza, tu justicia?», nunca podrá se­
ñalarse a sí mismo, sino que señalará a la palabra de
Dios en Jesucristo. Esta palabra le obliga a volverse
continuam ente hacia el exterior, de donde únicamente
puede venirle esa gracia justificante que espera cada día
como com ida y bebida. En sí m ismo no encuentra sino
pobreza y muerte, y si hay socorro para él, sólo podrá
venirle de fuera. Pues bien, ésta es la buena noticia: el
socorro ha venido y se nos ofrece cada día en la palabra
de Dios que, en Jesucristo, nos trae liberación, justicia,
inocencia y felicidad.
Esta palabra ha sido puesta por Dios en boca de los
hombres para que sea com unicada a los hombres y
transm itida entre ellos. Quien es alcanzado por ella no
puede por menos de transm itirla a otros. Dios ha queri­
do que busquemos y hallemos su palabra en el testim o­
nio del hermano, en la palabra humana. El cristiano, por
tanto, tiene absoluta necesidad de otros cristianos [...].
Cristo mediador. Este encuentro, esta comunidad,
solamente es posible por mediación de Jesucristo. Los
hombres están divididos por la discordia. Pero «Jesu­
cristo es nuestra paz» (E f 2,14). En él la comunidad
dividida encuentra su unidad. Sin él hay discordia entre
los hombres y entre éstos y Dios. Cristo es el mediador
entre Dios y los hombres. Sin él, no podríam os conocer
a Dios, ni invocarle, ni llegarnos a él; tam poco podría­
mos reconocer a los hombres como herm anos y acer­
cam os a ellos. El cam ino está bloqueado por el propio
«yo». Cristo, sin embargo, ha franqueado el camino
obstruido de forma que, en adelante, los suyos puedan
VIDA EN COMUNIDAD
93
vivir en paz no solamente con Dios, sino también entre
ellos. Ahora los cristianos pueden amarse y ayudarse
mutuamente; pueden llegar a ser un solo cuerpo. Pero
sólo es posible por medio de Jesucristo. Solamente él
hace posible nuestra unión y crea el vínculo que nos
mantiene unidos. Él es para siempre el único m ediador
que nos acerca a Dios y a los hermanos.
La com unidad de Jesucristo. En Jesucristo hemos
sido elegidos para siempre. La encarnación significa
que, por pura gracia y voluntad de Dios trino, el Hijo de
Dios se hizo carne y aceptó real y corporalm ente nues­
tra naturaleza, nuestro ser. Desde entonces, nosotros
estamos en él. Lleva nuestra carne, nos lleva consigo.
Nos tomó con él en su encarnación, en la cruz y en su
resurrección. Formam os parte de él porque estamos en
él. Por esta razón la Escritura nos llam a el cuerpo de
Cristo. Ahora bien, si, antes de poder saberlo y querer­
lo, hemos sido elegidos y adoptados en Jesucristo con
toda la Iglesia, esta elección y esta adopción significan
que le pertenecemos eternamente, y que un día la com u­
nidad que formarnos sobre la tierra será una comunidad
eterna junto a él. En presencia de un hermano debemos
saber que nuestro destino es estar unidos con él en
Jesucristo por toda la eternidad. Repitámoslo: com uni­
dad cristiana significa comunidad en y por Jesucristo.
Sobre este principio descansan todas las enseñanzas y
reglas de la Escritura, referidas a la vida com unitaria de
los cristianos. [...]
Por tanto, lo decisivo aquí, lo que verdaderamente
fundamenta nuestra comunidad, no es lo que nosotros
podamos ser en nosotros mismos, con nuestra vida inte­
rior y nuestra piedad, sino aquello que somos por el
poder de Cristo. N uestra comunidad cristiana se cons­
94
95
ESCRITOS ESENCIALES
VIDA EN COMUNIDAD
truye únicam ente por el acto redentor del que somos
objeto, y esto no solamente es verdadero para sus co­
mienzos, de tal m anera que pudiera añadirse algún otro
elem ento con el paso del tiempo, sino que sigue siendo
así en todo tiempo y para toda la eternidad. Solamente
Jesucristo fundam enta la com unidad que nace, o nacerá
un día, entre dos creyentes. Cuanto más auténtica y pro­
funda llegue a ser, tanto más retrocederán nuestras dife­
rencias personales, y con tanta mayor claridad se hará
patente para nosotros la única y sola realidad: Jesucristo
y lo que él ha hecho por nosotros. Únicamente por él
nos pertenecemos unos a otros real y totalmente, ahora
y por toda la eternidad.
desde el principio de que, en prim er lugar, la fraterni­
dad cristiana no es un ideal humano, sino una realidad
dada p o r Dios, y, en segundo lugar, que esa realidad es
de orden espiritual y no de orden psíquico.
La fraternidad cristiana
En adelante, debemos renunciar al turbio anhelo que, en
este ámbito, nos em puja siempre a desear algo más.
Desear algo más que lo que Cristo ha fundado entre
nosotros no es desear la fraternidad cristiana, sino ir en
busca de quién sabe qué experiencias extraordinarias
que piensa va a encontrar en la com unidad cristiana y
que no ha encontrado en otra parte, introduciendo así en
la comunidad el turbador fermento de los propios dese­
os. Es precisamente en este aspecto donde la fraternidad
cristiana se ve am enazada -casi siempre y ya desde sus
com ienzos- por el más grave de los peligros: la intoxi­
cación interna provocada por la confusión entre frater­
nidad cristiana y un sueño de com unidad piadosa; por la
mezcla de una nostalgia comunitaria, propia de todo
hombre religioso, y la realidad espiritual de la herm an­
dad cristiana. Por eso es importante adquirir conciencia
M uchas han sido las comunidades cristianas que han
fracasado por haber vivido con una imagen quimérica
de comunidad. Es lógico que el cristiano, cuando entra
en la comunidad, lleve consigo un ideal de lo que ésta
debe ser, y que trate de realizarlo. Sin embargo, la gra­
cia de Dios destruye constantemente esta clase de sue­
ños. Decepcionados por los demás y por nosotros m is­
inos, Dios nos va llevando al conocim iento de la autén­
tica comunidad cristiana. En su gracia, no permite que
vivamos, ni siquiera unas semanas, en la com unidad de
nuestros sueños, en esa atm ósfera de experiencias
embriagadoras y de exaltación piadosa que nos enerva.
Porque Dios no es un dios de emociones sentimentales,
sino el Dios de la realidad. Por eso, sólo la comunidad
que, consciente de sus tareas, no sucumbe a la gran
decepción, com ienza a ser lo que Dios quiere, y alcan­
za por la fe la prom esa que le fue hecha. Cuanto antes
llegue esta hora de desilusión para la com unidad y para
el mismo creyente, tanto m ejor para ambos. Querer evi­
tarlo a cualquier precio y pretender aferrarse a una im a­
gen quimérica de comunidad, destinada de todos modos
a desinflarse, es construir sobre arena y condenarse más
tarde o más temprano a la ruina.
Debemos persuadirnos de que nuestros sueños de
comunión humana, introducidos en la comunidad, son
un auténtico peligro y deben ser destruidos so pena de
muerte para la comunidad. Quien prefiere el propio
sueño a la realidad se convierte en un destructor de la
97
ESCRITOS ESENCIALES
VIDA EN COMUNIDAD
comunidad, por más honestas, serias y sinceras que sean
sus intenciones personales.
Dios aborrece los ensueños piadosos porque nos
hacen duros y pretenciosos. Nos hacen exigir lo im posi­
ble a Dios, a los demás y a nosotros mismos. Nos erigen
en jueces de los hermanos y de Dios mismo. Nuestra
presencia es para los demás un reproche vivo y cons­
tante. Nos conducim os como si nos correspondiera, a
nosotros, crear una sociedad cristiana que antes no exis­
tía, adaptada a la imagen ideal que cada uno tiene. Y
cuando las cosas no salen como a nosotros nos gustaría,
hablam os de falta de colaboración, convencidos de que
la com unidad se hunde cuando vemos que nuestro
sueño se derrumba. De este modo, comenzam os por
acusar a los hermanos, después a Dios y, finalmente,
desesperados, dirigimos nuestra amargura contra noso­
tros mismos.
Todo lo contrario sucede cuando estamos convenci­
dos de que Dios mismo ha puesto el fundam ento único
sobre el que edificar nuestra com unidad y que, antes de
cualquier iniciativa por nuestra parte, nos ha unido en
un solo cuerpo por Jesucristo; pues entonces no entra­
mos en la vida en común con exigencias, sino agradeci­
dos de corazón y aceptando recibir. Damos gracias a
Dios por lo que él ha obrado en nosotros. Le agradece­
mos que nos haya dado herm anos que viven, ellos tam ­
bién, bajo su llamada, bajo su perdón, bajo su promesa.
No nos quejam os por lo que no nos da, sino que le
damos gracias por lo que nos concede cada día. Nos da
hermanos llamados a com partir nuestra vida pecadora
bajo la bendición de su gracia. ¿No es suficiente? ¿No
nos concede cada día, incluso en los más difíciles y
amenazadores, esta presencia incom parable? Cuando la
vida en comunidad está gravemente amenazada, por el
pecado y la incomprensión, el hermano, aunque peca­
dor, sigue siendo mi hermano. Estoy con él bajo la pala­
bra de Cristo, y su pecado puede ser para m í una nueva
ocasión de dar gracias a Dios por perm itirnos vivir bajo
su gracia. La hora de la gran decepción por causa de los
hermanos puede ser para todos nosotros una hora ver­
daderamente saludable, pues nos hace com prender que
no podemos vivir de nuestras propias palabras y de
nuestras obras, sino únicam ente de la palabra y de la
obra que realmente nos une a unos con otros, esto es, el
perdón de nuestros pecados por Jesucristo. Por tanto, la
verdadera com unidad cristiana nace cuando, dejándo­
nos de ensueños, nos abrimos a la realidad que nos ha
sido dada.
96
La gratitud
Con la comunidad cristiana ocurre lo m ism o que con la
santificación de nuestra vida personal. Es un don de
Dios al que no tenem os derecho. Sólo Dios sabe cuál es
la situación de cada uno. Lo que a nosotros nos parece
insignificante puede ser muy im portante a los ojos de
Dios. Así como el cristiano no debe estar preguntándo­
se constantemente por el estado de su vida espiritual, así
tampoco nos ha dado Dios la com unidad para que este­
mos constantemente midiendo su tem peratura. Cuanto
mayor sea nuestro agradecim iento por lo recibido en
ella cada día, tanto mayor será su crecim iento, para
agrado de Dios.
98
ESCRITOS ESENCIALES
La espiritualidad de la com unidad cristiana
La fraternidad cristiana no es un ideal a realizar, sino
una realidad creada por Dios en Cristo, de la que él nos
permite participar. En la medida en que aprendamos a
reconocer que Jesucristo es verdaderamente el funda­
mento, el motor y la prom esa de nuestra comunidad, en
esa misma medida aprenderemos a pensar en ella, a orar
y esperar por ella, con serenidad.
En dos aspectos -e n realidad no son más que uñó­
se manifiesta la diferencia entre amor espiritual y amor
psíquico: el amor psíquico no soporta que, en nombre
de la verdadera comunidad, se destruya la falsa com u­
nidad que él ha imaginado; y es incapaz de am ar a su
enemigo, es decir, a quien se le oponga seria y obstina­
damente. Ambas reacciones surgen de la misma fuente:
el amor psíquico es esencialm ente deseo, y lo que desea
es una comunidad a su medida. M ientras encuentre
medios para satisfacer este deseo, no lo abandonará ni
por la misma verdad o la verdadera caridad. Cuando no
pueda satisfacerlo, habrá llegado al final de sus posibi­
lidades y se encontrará en un ambiente hostil. Entonces
se trocará fácilmente en odio, desprecio y calumnia.
A quí es precisam ente donde entra en escena el amor
de orden espiritual, en el que lo propio es servir y no
desear. Ante su presencia, el am or puramente psíquico
se convierte en odio. Porque lo propio del am or psíqui­
co es buscarse a sí mismo y convertirse en ídolo que
exige adoración y sumisión total. Es incapaz de consa­
grar su atención y su interés a algo que no sea él mismo.
El amor espiritual, en cambio, cuya raíz es Jesucristo, le
sirve sólo a él y sabe que no hay otro acceso directo al
prójimo. Cristo está entre el prójim o y yo. Yo no sé de
VIDA EN COMUNIDAD
99
antemano, basándome en un concepto general de amor
y en una nostalgia interior, lo que es el am or al prójimo
-p a ra Cristo tal sentimiento podría no ser sino odio o la
forma más refinada de egoísm o-, sino que es única­
mente Cristo quien me lo dice en su palabra. En contra
de mis ideas y convicciones personales, él me dice
cómo puedo amar verdaderamente a mi herm ano. Por
eso el amor espiritual no acepta otra atadura que la pala­
bra de su Señor. Cristo puede exigirme, en nom bre de su
caridad y su verdad, que mantenga o rom pa el lazo que
me une a otros. En ambos casos debo obedecer a pesar
de todas las protestas de mi corazón. El amor espiritual
se extiende también a los enemigos, porque quiere ser­
vir y no ser servido. No nace este amor del hom bre, ya
sea amigo o enemigo, sino de Cristo y su palabra.
Procede del cielo, por eso el amor meramente terrestre
es incapaz de comprenderle, para él es algo extraño, una
novedad incomprensible.
Entre mi prójimo y yo está Cristo. Por eso no me
está perm itido desear una comunidad directa con mi
prójimo. Unicamente Cristo puede ayudarle, com o úni­
camente Cristo ha podido ayudarme a mí. Esto signifi­
ca que debo renunciar a mis intentos apasionados de
manipular, forzar o dom inar a mi prójimo. Mi prójimo
quiere ser amado tal y como es, independientem ente de
mí, es decir, como aquel por quien Cristo se hizo hom ­
bre, murió y resucitó; a quien Cristo perdonó y destinó
a la vida eterna. En vista de que, antes de toda interven­
ción por mi parte, Cristo ha actuado decisivamente en
él, debo dejar libre a mi prójimo para el Señor, a quien
pertenece, y cuya voluntad es que yo lo reconozca así.
Esto es lo que querem os decir cuando afirmamos que no
podemos encontrar al prójimo sino a través de Cristo.
100
ESCRITOS ESENCIALES
El am or psíquico crea su propia imagen del prójimo, de
lo que es y de lo que debe ser; quiere m anipular su vida.
El am or espiritual, en cambio, parte de Cristo para
conocer la verdadera imagen del hombre; la imagen que
Cristo ha acuñado y quiere acuñar con su sello.
La com unidad forma parte de la Iglesia cristiana
Es de vital im portancia para toda com unidad cristiana
lograr distinguir a tiempo entre ideal humano y realidad
de Dios, entre comunidad de orden psíquico y com uni­
dad de orden espiritual. Por eso es cuestión de vida o
muerte alcanzar cuanto antes una visión lúcida a este
respecto. En otras palabras, la vida de una comunidad
bajo la autoridad de la palabra sólo se m antendrá vigo­
rosa en la medida en que renuncie a querer ser un m ovi­
miento, una sociedad, una agrupación religiosa, un
collegium pietatis, y acepte ser parte de la Iglesia cris­
tiana, una, santa y universal, participando activa o pa­
cientemente en las angustias, las luchas y la prom esa de
toda la Iglesia. Por eso toda tendencia separatista que no
esté objetivamente justificada por circunstancias loca­
les, una tarea común o alguna otra razón parecida, cons­
tituye un gravísimo peligro para la vida de la comunidad
a la que priva de eficacia espiritual, em pujándola hacia
el sectarismo. Excluir de la comunidad al hermano frá­
gil e insignificante, con el pretexto de que no se puede
hacer nada con él, puede suponer, nada menos, la exclu­
sión del mismo Cristo, que llam a a nuestra puerta bajo
el aspecto de ese herm ano miserable. Esto nos debe
inducir a proceder con sumo cuidado.
VIDA EN COMUNIDAD
101
La unión con Jesucristo
Probablemente no exista ningún cristiano a quien Dios
no conceda, al menos una vez en la vida, la gracia de
experimentar la felicidad que proporciona una verdade­
ra comunidad cristiana. Sin embargo, tal experiencia
constituye un acontecim iento excepcional añadido gra­
tuitamente al pan diario de la vida cristiana en común.
No tenemos derecho a exigir tales experiencias, ni con­
vivimos con otros cristianos gracias a ellas. M ás que la
experiencia de la fraternidad cristiana, lo que mantiene
unidos es la fe firme y segura que tenem os en esa fra­
ternidad. El hecho de que Dios haya actuado y siga que­
riendo obrar en todos nosotros es lo que aceptamos por
la fe como su m ayor regalo; lo que nos llena de alegría
y gozo; lo que nos permite poder renunciar a todas las
experiencias a las que él quiere que renunciem os.
«¡Qué dulce y agradable es para los hermanos vivir
juntos y en armonía!». A sí celebra la sagrada Escritura
la gracia de poder vivir unidos bajo la autoridad de la
palabra. Interpretando más exactamente la expresión
«en armonía», podemos decir ahora: es dulce para los
hermanos vivir juntos p o r Cristo, porque únicam ente
Jesucristo es el vínculo que nos une. «Él es nuestra
paz». Sólo por él tenem os acceso los unos a los otros y
nos regocijamos unidos en el gozo de la comunidad
reencontrada.
- Vida en comunidad,
selección de las pp. 9-27
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
5___________
Pastor de la Iglesia confesante
Los escritos seleccionados en este capítulo reflejan el
papel de Bonhoeffer como pastor de la Iglesia confe­
sante. Con el cierre del seminario de Finkenwalde en
1937, la Iglesia confesante dejó de existir como institu­
ción. En general. Bonhoeffer sentía que la Iglesia con­
fesante había capitulado demasiado pronto y no había
sabido oponer una resistencia efectiva a la creciente
atmósfera de opresión. No obstante, con su predicación
y sus cartas circulares seguía tratando de animar a los
hermanos dispersos para que mantuvieran el coraje, la
fe y la esperanza.
A los jóvenes herm anos de la Iglesia en Pom erania
(Finales de enero de 1938)
¡Queridos hermanos!
En las últimas semanas he recibido cartas y com en­
tarios personales que muestran claramente que nuestra
Iglesia, y en Pom erania especialm ente nuestro grupo de
jóvenes teólogos, está pasando por un m om ento de difí­
cil tribulación. Habida cuenta de que no se trata de la
aflicción de un individuo, sino que son muchos los que
experimentan la misma tentación, confío en que me per­
mitáis, queridos hermanos, que trate de dar una res­
puesta común. No obstante, la carta está pensada para
103
cada uno de vosotros personalmente. Trataré de abordar
en ella todos y cada uno de los temas sobre los que me
habéis escrito o hablado.
Tenemos que em pezar desde muy lejos. Estaremos
de acuerdo en que, cuando abrazam os la causa de la
Iglesia confesante, dimos el paso con una fe suprema
que era, por esa m ism a razón, una audacia por encima
del entendim iento humano. Nos invadían la alegría, la
seguridad del triunfo y la disposición a sacrificamos:
toda nuestra vida personal y nuestro m inisterio experi­
mentaron un nuevo giro. Naturalmente, no quiero decir
que no estuviera presente toda clase de motivaciones
secundarias puramente humanas -¿q u ién conoce su pro­
pio corazón?-, pero había una cosa que nos hacía sen­
tirnos tan alegres, tan dispuestos para luchar y también
para sufrir: sabíamos que merecía la pena jugárselo todo
por una vida con Jesucristo y su Iglesia. Creíam os que
en la Iglesia confesante no sólo habíam os encontrado la
Iglesia de Jesucristo, sino que también habíam os tenido
experiencia de ella gracias a la gran bondad de Dios.
Para los individuos, para los pastores y para las com u­
nidades había empezado una nueva vida en la alegría de
la Palabra de Dios. M ientras la Palabra de Dios estuvie­
ra con nosotros, no queríamos preocupam os e inquie­
tam os por el futuro. Con esta palabra estábamos dis­
puestos a luchar, a sufrir, a experim entar la pobreza, el
pecado y la muerte para entrar finalmente en el reino de
Dios. Jóvenes y padres de familia num erosa colabora­
ron aquí codo con codo. ¿Qué fue lo que nos unió y nos
produjo una alegría tan grande? Fue el reconocimiento,
antiquísim o y que el mismo Dios nos regaló, de que
Jesucristo quiere construir su Iglesia entre nosotros, una
Iglesia que vive sólo de la predicación del puro y autén­
104
ESCRITOS ESENCIALES
tico Evangelio, y de la gracia de sus sacramentos, una
Iglesia que obedece sólo a Jesús en todo lo que hace. El
mismo Cristo quiere quedarse en una Iglesia como ésta;
quiere protegerla y guiarla. Sólo una Iglesia com o ésta
puede verse libre de todo temor. Esto, y no otra cosa, es
lo que reconocieron los sínodos de la Iglesia confesante
en Barmen y Dahlem. ¿Fue una ilusión? ¿Se expresaron
los sínodos bajo la presión de circunstancias externas,
que parecían favorables a la «realización» de esta fe?
No, fue una fe suprema, fue la verdad bíblica m ism a lo
que se reconoció abiertamente ante todo el mundo. El
testimonio de Cristo conquistó nuestro corazón, nos dio
la alegría y nos llamó a actuar obedientemente. Q ueri­
dos hermanos, ¿estamos al menos de acuerdo en que
esto fue lo que sucedió? ¿O queremos hoy ultrajar la
gracia que tan generosam ente Dios nos ha concedido?
Fue entonces cuando se entabló la lucha por la ver­
dadera Iglesia de Cristo. ¿O acaso pensáis que el diablo
se tomó tanta m olestia para aniquilar a un puñado de
obstinados idealistas? No, Cristo se encontraba en la
barca y por ello se calmó la tempestad. Desde el princi­
pio la lucha exigió sacrificios. Quizás no todos se hayan
percatado siempre de cuánta renuncia se exigió a las
personas y las com unidades para que los m iembros de
los Consejos de Hermanos pudieran cum plir su misión
para con la Iglesia. Pero fue una renuncia hecha con
gozo por la causa de Jesucristo. ¿Quién podía echarse
atrás mientras se siguiera escuchando la llam ada de
Jesús a ser la Iglesia, la Iglesia que sólo le sirve a él?
¿Quién podía exonerarse si nadie lo relevaba de su res­
ponsabilidad de anunciar el evangelio sin falsificaciones
y de edificar comunidades de acuerdo con la Escritura y
las confesiones de nuestra Iglesia?
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
105
Si todavía en esto estam os de acuerdo, entonces pre­
guntémonos con toda franqueza qué ha sucedido entre
aquellos comienzos y nuestra situación actual o, mejor,
hagámonos la pregunta apropiada: ¿cuál es la diferencia
entre la Iglesia en aquellas provincias en las que todavía
hoy se vive, se trabaja y se lucha como se hacía al prin­
cipio y la Iglesia en nuestra provincia? ¿Por qué no han
cesado en Pom erania desde hace varios meses los la­
mentos de que nuestra Iglesia está paralizada, en entre­
dicho, de que una estrechez y tozudez interior nos impi­
de hacer un trabajo fructífero? ¿Cóm o ha sido posible
que algunos hermanos, que se encontraban en la Iglesia
confesante con toda seguridad, digan hoy que han per­
dido la alegría, que ya no saben por qué no pueden hacer
su trabajo bajo el Consistorio de la Iglesia nacional lo
mismo que bajo el Consejo de herm anos? ¿Y acaso se
puede negar que el testim onio de nuestra Iglesia en Po­
merania se debilita cada vez más últim am ente, que la
palabra de la Iglesia confesante ha perdido en gran
m edida su poder de despertar la fe y, con ello, de llamar
a una decisión? ¿Quién puede negar que las auténticas
decisiones teológicas de la Iglesia se ven cada vez más
oscurecidas bajo consideraciones de oportunidad?
¿Acaso no ha tenido todo esto su efecto también en
nuestra predicación? Nos preguntamos por qué ha suce­
dido todo esto. Yo creo que la respuesta no es tan difícil
como la gente piensa. La supuesta parálisis en la Iglesia
confesante, la falta de alegría y la debilidad del testim o­
nio proceden de nuestra desobediencia. No queremos
ahora pensar en otras personas, sino en nosotros mismos
y nuestro trabajo. ¿Qué hemos hecho en nuestras com u­
nidades con las prim eras y claras decisiones de la
Iglesia confesante? [...]
106
107
ESCRITOS ESENCIALES
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
Permitidme que trate de expresarlo de otra manera:
hay una lucha de la Iglesia como ley y otra como evan­
gelio. Por el momento la lucha de la Iglesia se ha con­
vertido, por lo que a nosotros respecta, sobre todo en
ley, una ley contra la cual nos rebelamos, por ser una ley
amenazadora y colérica que nos golpea. Nadie puede
soportar y dirigir la lucha de la Iglesia como ley sin
sucumbir a ella y fracasar completam ente. La lucha de
la Iglesia como ley carece de alegría, de certeza, de au­
toridad y de promesa. ¿Cómo se produce esta situación?
De la misma manera que en nuestra vida personal. La
palabra de la gracia de Dios, de la que nos apartamos
por desobediencia, se convierte para nosotros en dura
ley. Lo que es un yugo suave y llevadero cuando se hace
por obediencia, se convierte en una carga insoportable si
no hay obediencia. Cuanto más nos endurecem os en la
desobediencia contra la palabra de gracia, más difícil
resulta la conversión, más obstinadamente nos rebela­
mos contra las exigencias de Dios. Pero, de la misma
manera que en nuestra vida personal sólo hay un cam i­
no, el de la conversión, el de la penitencia bajo la pala­
bra de Dios, en la que Dios nos regala de nuevo la
comunión perdida, así sucede también en la lucha de la
Iglesia. Sin penitencia, es decir, si la lucha de la Iglesia
no se convierte en nuestra penitencia, no recibirem os de
nuevo el regalo que hemos perdido, el de la lucha de la
Iglesia como evangelio. Aun cuando la obediencia a la
penitencia sea ahora más difícil que antes, debido a que
permanecemos en la culpa, es la única m anera por la
que Dios quiere ayudarnos a volver al cam ino recto. [...]
En las últimas semanas hemos perm anecido unidos
gracias a nuestro texto de meditación, tomado de Ageo
1: «Así dice Yahvé Sebaot: “Este pueblo dice: ¡Todavía
no ha llegado el m omento de reedificar el Templo de
Yahvé!” . (Dirigió entonces Yahvé la palabra, por medio
del profeta Ageo, en estos térm inos:) ¿Os ha llegado
acaso el momento de habitar en casas artesonadas,
mientras esta Casa está en ruinas?» (Ag 1,2-4). No es mi
misión «enderezaros», por así decirlo. Pero, natural­
mente, todo depende de que volvamos a despertar en
vosotros, con la Palabra de Dios, el coraje, la alegría, la
fe en Jesucristo que está y perm anecerá con la Iglesia
confesante, querám oslo o no. Tenéis que saber que la fe,
que am enaza con apagarse en vosotros, sigue todavía
viva como al principio en muchas com unidades y casas
parroquiales, que algunos hermanos que viven en sole­
dad en Pom erania y fuera de ella, en lugares perdidos,
dan testimonio de esta fe con la m ayor alegría. La
Iglesia de Jesucristo, que vive sólo de su Palabra y quie­
re perm anecer obediente sólo a él en todas las cosas,
sigue aún viva, y vivirá, y os llama a salir de la tentación
y la tribulación. Os llam a a la penitencia y os previene
contra la infidelidad, que term ina necesariam ente en la
desesperación. O ra por vosotros, para que vuestra fe no
vacile. [...]
Ya no esperáis el éxito de la Iglesia confesante; ya
no veis ninguna salida. Pero, ¿quién de nosotros puede
ver una salida? Sólo Dios la ve y la m ostrará a aquellos
que esperen humildemente. Quizás en otro tiempo espe­
ramos que la Iglesia confesante alcanzaría un reconoci­
miento público en Alemania. Pero, ¿era esa esperanza
prometedora? Ciertamente no. Ahora hemos aprendido
a creer en una Iglesia que sigue a su Señor bajo la cruz.
Esto es más prometedor. Finalmente decís que estaréis
preparados para toda clase de sacrificios personales y en
vuestro ministerio, a condición de saber por qué son
109
ESCRITOS ESENCIALES
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
necesarios. ¿Por qué?, queridos hermanos. Por ninguna
razón que los hombres puedan ver: no por una Iglesia
floreciente ni por una dirección eclesial convincente,
sino sencillamente porque el camino de la Iglesia con­
fesante tiene que ser seguido también por extensiones
desoladas de desiertos y eriales, y porque vosotros no
queréis quedaros en el desierto. Y también por la Iglesia
pobre -q u e naturalmente aun sin vosotros seguirá ade­
lante bajo la guía de su Señor-, por vuestra fe y vuestra
certeza deberíais perm anecer en la Iglesia confesante.
ción, estamos en paz con Dios». Dios ha tenido razón.
En el canto que acabamos de cantar hem os dicho: «Tú
eres justo, hágase tu voluntad». Dios es justo, tanto si
comprendemos sus caminos como si no; Dios es justo,
tanto si nos corrige y nos castiga como si nos concede
su gracia. Dios es justo, nosotros somos los transgresores. Nosotros no lo vemos, pero nuestra fe tiene que
reconocer que Dios es el único justo. Quien reconoce
por la fe que Dios lo juzga con justicia ha llegado a
adoptar la actitud correcta ante Dios; está preparado
para mantenerse en presencia de Dios; ha sido justifica­
do por la fe en la justicia de Dios, ha encontrado paz
con Dios.
«Estamos en paz con Dios, por nuestro Señor
Jesucristo». A sí pues, también la lucha de Dios contra
nosotros ha concluido. Dios odiaba aquella voluntad
que se negaba a someterse a él. En innumerables oca­
siones llamó, advirtió, rogó y amenazó hasta que se
agotó la paciencia de su cólera sobre nosotros. Entonces
se dispuso a descargar su golpe contra nosotros; lo des­
cargó y dio en el blanco. Golpeó al único inocente sobre
la tierra. Era su Hijo querido, nuestro Señor Jesucristo.
Jesucristo murió por nosotros en la cruz, golpeado por
la cólera de Dios. Dios mismo lo había enviado para
esto. La cólera de Dios se apaciguó cuando su Hijo se
sometió a su voluntad y su justicia hasta la muerte.
Admirable misterio: Dios ha hecho la paz con nosotros
por Jesucristo.
«Estamos en paz con Dios». Bajo la cruz está la paz.
A quí está el som etimiento a la voluntad de Dios, aquí
está el fin de nuestra propia voluntad, aquí está el des­
canso y la quietud en Dios, aquí está la paz de la con­
ciencia en el perdón de todos nuestros pecados. Aquí,
108
- Gesammelte Schriften II,
selección de las pp. 297-306
Los tesoros del sufrim iento.
Sermón sobre Rom 5 (marzo de 1938)
«Habiendo, pues, recibido de la fe la justificación, estamos
en paz con Dios, por nuestro Señor Jesucristo, por quien
hemos obtenido también, mediante la fe, el acceso a esta
gracia en la cual nos hallamos, y nos gloriamos en la espe­
ranza de la gloria de Dios. Más aún, nos gloriamos hasta en
las tribulaciones, sabiendo que la tribulación engendra la
paciencia; la paciencia, virtud probada; la virtud probada,
esperanza; y la esperanza no falla, porque el amor de Dios
ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu
Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,1-5).
«Estamos en paz con Dios». A sí pues, nuestra lucha con
Dios ya ha concluido. N uestro obstinado corazón se ha
sometido a la voluntad de Dios. Nuestros deseos se han
aquietado. La victoria es de Dios, y nuestra carne y san­
gre, que odia a Dios, ha sido quebrantada y tiene que
callar. «Habiendo, pues, recibido de la fe la justifica­
110
111
ESCRITOS ESENCIALES
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
bajo la cruz, está el «acceso a esta gracia en la cual nos
hallamos», está el acceso cotidiano a la paz con Dios.
A quí está el camino que se nos ofrece en el mundo para
encontrar la paz con Dios. En Jesucristo la cólera de
Dios se apacigua y nosotros somos vencidos en la
voluntad de Dios. Por ello la cruz de Jesucristo es para
su comunidad fundamento eterno de la alegría y la espe­
ranza de la futura gloria de Dios. «Nos gloriamos en la
esperanza de la gloria futura». Aquí, en la cruz, han
irrumpido en la tierra la justicia y la victoria de Dios.
A quí se revelará él a todo el mundo. La paz que noso­
tros recibimos aquí se convertirá en una paz eterna y
gloriosa en el reino de Dios.
Pero aun cuando nosotros desearíam os por encima
de todo detenem os aquí, llenos de la m ayor felicidad
que los seres humanos pueden experim entar sobre la tie­
rra, es decir, llenos del conocim iento de Dios en Je­
sucristo, de la paz de Dios en la cruz, la Escritura no nos
lo permite. «Más aún», leemos a continuación. Por con­
siguiente, todavía no se ha dicho todo. Pero, ¿qué queda
por decir, después que se ha hablado de la cruz de
Jesucristo, de la paz de Dios en Jesucristo? Sí, querida
comunidad, aún queda una palabra por decir, a saber,
una palabra sobre ti, una palabra sobre tu vida bajo la
cruz, una palabra acerca de cómo Dios quiere poner a
prueba tu vida en la paz de Dios, para que la paz no sea
sólo una palabra sino una realidad. Aún queda por decir
una palabra: que todavía vivirás durante un tiempo
sobre esta tierra y cómo conservarás la paz.
Por eso dice: «Más aún; nos gloriamos hasta en las
tribulaciones». La prueba de que realm ente hemos
encontrado la paz de Dios estará en la m anera en que
afrontemos las tribulaciones que nos sobrevienen. Hay
muchos cristianos que se arrodillan ante la cruz de
Jesucristo, pero que hacen todo lo posible por resistirse
y luchar contra cualquier tribulación en su propia vida.
Creen que aman la cruz de Cristo, pero la odian en su
propia vida. En realidad, de esta form a odian también la
cruz de Jesucristo, en realidad son detractores de la
cruz, de la que tratan de huir con todos los medios a su
alcance. Quien sabe que ve el sufrimiento y la tribula­
ción en su vida sólo como algo hostil y malo, puede por
ello reconocer que aún no ha encontrado la paz con
Dios. En realidad, sólo ha buscado la paz con el mundo
y tal vez haya pensado que podía arreglárselas con la
cruz enfrentándose a sí m ismo y todas sus preguntas, es
decir, encontrando la paz interior del alma. Ha necesita­
do la cruz, pero no la ha amado. Ha buscado la paz sólo
en provecho propio. Sin embargo, cuando llega el sufri­
miento, esta paz desaparece rápidamente. No era una
paz con Dios, porque él odiaba la tribulación que
Dios envía.
Así pues, el que sólo siente odio hacia la tribulación,
la renuncia, la pobreza, la calum nia y el cautiverio en su
vida -aunque hable de la cruz con palabras muy elo­
cuentes- odia la cruz de Jesús y no tiene paz con Dios.
Pero el que ama la cruz de Cristo, el que ha encontrado
la paz en él, em pieza a amar incluso la tribulación en su
vida y finalmente podrá decir con la Escritura: «Nos
gloriamos hasta en las tribulaciones».
Nuestra Iglesia ha sufrido muchas tribulaciones en
los últimos años: destrucción de su orden, irrupción de
una falsa predicación, mucha hostilidad, perversas pala­
bras y calumnias, cautiverio y necesidades de todas las
clases hasta el momento presente. Y nadie sabe qué tri­
bulaciones esperan todavía a la Iglesia confesante. Pero,
112
113
ESCRITOS ESENCIALES
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
¿nos hemos percatado también de que Dios quería, y
quiere, ponernos a prueba, que en todo ello sólo había
una pregunta importante, a saber, si nosotros tenemos
paz con Dios o si hasta ahora hemos vivido en una paz
totalmente m undana? ¡Cuánta m urm uración y resisten­
cia, cuánta oposición y odio contra la tribulación se han
puesto de manifiesto entre nosotros! ¡Cuántas traicio­
nes, cuántas huidas y cuánto miedo cuando la cruz de
Jesús empezó a proyectar un poco de sombra sobre
nuestra vida personal! ¡Con cuánta frecuencia hemos
pensado que podíamos m antener nuestra paz con Dios,
pero evitando el sufrimiento, el sacrificio, el odio y las
amenazas de nuestra existencia! ¿Y no es lo peor de
todo que hayamos tenido que oír a los hermanos cristia­
nos una y otra vez que desprecian el sufrimiento de
otros hermanos, sólo porque no les perm ite tener la con­
ciencia tranquila?
Pero Dios no introducirá en su reino a nadie cuya fe
no haya probado como auténtica en la tribulación.
«Tenemos que pasar por muchas tribulaciones para
entrar en el reino de Dios». Por ello debemos aprender
a amar nuestros sufrimientos antes de que sea dem asia­
do tarde; sí, tenem os que aprender a alegrarnos y glo­
riarnos en ellos.
¿Cómo sucederá esto? «Sabemos que la tribulación
engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la
virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla». De
esta m anera la palabra de Dios nos enseña a ver y com ­
prender por vez prim era correctam ente la tribulación.
Los sufrimientos, que en nuestra vida nos parecen tan
duros e insoportables, están en realidad llenos de los
mayores tesoros que un cristiano puede encontrar. Son
como la concha dentro de la cual se encuentra la perla.
Son como una m ina profunda, en la que, cuanto más se
ahonda, más se encuentra: prim ero tierra, después plata
y finalm ente oro. La tribulación produce prim ero
paciencia, después virtud probada y más tarde esperan­
za. Quien evita la tribulación, rechaza con ella el mayor
regalo de Dios para los suyos.
«La tribulación engendra la paciencia». Paciencia,
traducida literalmente, significa: mantenerse debajo, no
arrojar la carga, sino llevarla. Hoy en la Iglesia sabemos
demasiado poco sobre la singular bendición que com ­
porta llevar la carga. Llevarla, no sacudírsela; llevarla,
pero no derrumbarse; llevarla como Cristo llevó la cruz;
mantenerse debajo y ahí, debajo, encontrar a Cristo. Si
Dios impone una carga, entonces el paciente agacha la
cabeza y cree que es bueno para él ser humillado, m an­
tenerse debajo. ¡Atención: mantenerse debajo! Es decir,
mantenerse firmes y fuertes; no se trata de doblegarse o
rendirse por debilidad, ni de ser masoquistas, sino de
fortalecerse bajo la carga como gracia de Dios, de con­
servar im perturbablem ente la paz de Dios. La paz de
Dios habita en los pacientes.
«La paciencia engendra virtud probada». La vida
cristiana no consiste en palabras, sino en virtud proba­
da. Nadie es cristiano sin esta experiencia. El Apóstol
no habla aquí de la experiencia de la vida, sino de la
experiencia de Dios. No obstante, tampoco se refiere a
varias experiencias de Dios, sino a la virtud probada que
reside en la verificación de la fe y la paz de Dios, a la
virtud probada de la cruz de Jesucristo. Sólo las perso­
nas pacientes tienen esta virtud probada. Quienes no tie­
nen paciencia no tienen virtud probada. Cuando Dios
quiere regalar esta experiencia - a una persona o a una
Iglesia-, envía m ucha tentación, desasosiego y angustia,
ESCRITOS ESENCIALES
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
de manera que es preciso cada día y cada hora pedir a
gritos la paz de Dios. La virtud probada, de la que aquí
se trata, nos conduce a las profundidades del infierno, a
las fauces de la muerte, al abismo de la culpa y a la
noche de la increencia. Pero en todo ello Dios no quie­
re quitarnos su paz. En todo ello experim entam os día
tras día y cada vez más la fuerza y la victoria de Dios,
la conclusión de la paz en la cruz de Cristo.
Por ello «la virtud probada engendra esperanza».
Porque cada tentación vencida es ya el preludio del últi­
mo triunfo, cada ola superada nos acerca más a la tierra
vivamente deseada. Por ello con la virtud probada crece
la esperanza y en la experiencia del sufrimiento se
puede sentir ya el reflejo de la eterna gloria.
«La esperanza no falla». Donde aún queda esperan­
za, no hay ninguna derrota; puede haber toda clase de
debilidad, muchos gritos y quejas, m uchas llamadas an­
gustiosas y, sin embargo, allí se experim enta ya la vic­
toria. Éste es el m isterio del sufrim iento en la Iglesia y
en la vida cristiana, a saber, que precisam ente la puerta
en la que está escrito «¡Abandona toda esperanza!», la
puerta del sufrimiento, de la pérdida y de la muerte se
convertirá para nosotros en la puerta de la gran esperan­
za en Dios, en la puerta del esplendor y la gloria. «La
esperanza no falla». ¿Tenemos todavía nosotros en la
Iglesia y para nuestra Iglesia esta gran esperanza en
Dios? Entonces todo se ha ganado. ¿Acaso ya no la
tenem os? Entonces todo se ha perdido. «La tribulación
engendra la paciencia; la paciencia, virtud probada; la
virtud probada, esperanza, y la esperanza no falla»; pero
esto sólo vale para quienes han encontrado la paz de
Dios en Jesucristo y la conservan, y de quienes se dice
a continuación: «Porque el am or de Dios ha sido derra­
mado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que
nos ha sido dado». Únicam ente puede hablar así quien
es amado por Dios y por ello ama a Dios sólo y por
encim a de todas las cosas. La serie de pasos desde la
tribulación a la esperanza no es ninguna evidencia para
el conocim iento terreno. Lutero afirmó que se podía
expresar de una manera muy diferente, a saber: la tribu­
lación produce impaciencia; la impaciencia, obstina­
ción; la obstinación, desesperación; y la desesperación
conduce al fracaso. Y así debe ser: cuando perdemos la
paz de Dios, cuando amamos más la paz terrena con el
mundo que la paz con Dios, cuando amamos más las
seguridades de nuestra vida que a Dios, entonces la tri­
bulación tiene que causar nuestra ruina.
Pero el am or de Dios ha sido derram ado en nuestros
corazones. Aquel a quien Dios le concede, por medio
del Espíritu Santo, que lo incomprensible tenga lugar
dentro de él, es decir, que em piece a am ar a Dios por el
hecho de ser Dios, no por los bienes y dones terrenos, ni
tampoco por causa de la paz, sino únicam ente porque es
Dios; quien ha experimentado el am or de Dios en la
cruz de Jesucristo, de forma que em pieza a am ar a Dios
por Jesucristo; quien es conducido por el Espíritu Santo
a no desear nada más que com partir el amor de Dios en
la eternidad -e so y sólo eso-, esa persona dice desde
este amor de Dios y con ella toda la comunidad de
Jesucristo: «Estamos en paz con Dios». Nos gloriamos
en la tribulación. El amor de Dios ha sido derramado en
nuestros corazones. Amén.
114
115
- Gesammelte Schriften IV,
pp. 434-441
116
ESCRITOS ESENCIALES
Christus Víctor.
Palabras en la Cena del Señor del día de los difuntos
en el vicariato de Wendisch-Tychow (Sigurdshof)
(26 de noviembre de 1939)
«La muerte ha sido devorada por la victoria. ¿Dónde está,
oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh infierno, tu victo­
ria?» (1 Co 15,54-55).
«Un admirable combate tuvo lugar / cuando la vida y la
muerte entablaron batalla. / La vida obtuvo la victoria / y
derrotó a la muerte».
Habéis sido invitados a la celebración de una victoria, a
la celebración de la mayor victoria obtenida en el
mundo, la victoria de Jesucristo sobre la muerte. El pan
y el vino, el cuerpo y la sangre de nuestro Señor Jesu­
cristo, son los signos de la victoria; porque en ellos está
presente y vivo hoy Jesús, el m ismo que fue crucificado
y sepultado hace casi dos mil años. Jesús se levantó de
entre los muertos, hizo estallar la piedra del sepulcro y
perm anece como vencedor. Pero es hoy cuando voso­
tros vais a recibir los signos de su victoria. Y cuando
más adelante recibáis el pan y la copa bendecidos,
tenéis que saber: tan cierto como que yo como este pan
y bebo esta copa es que Jesucristo perm anece como
vencedor sobre la muerte, y que él es el Señor vivo que
nos reúne.
En nuestra vida no hablamos con gusto de victorias.
Es una palabra dem asiado grande para nosotros. Hemos
sufrido muchas derrotas en nuestras vidas; la victoria se
ha visto arruinada una y otra vez por demasiadas horas
débiles, por demasiados pecados viles. Pero, ¿no es
cierto que el Espíritu en nosotros anhela esta palabra, la
victoria definitiva sobre el pecado y sobre la angustia
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
117
del miedo a la muerte en nuestra vida? Ahora bien, Dios
no nos dice nada sobre nuestra victoria, no nos promete
que desde ahora nosotros venceremos sobre el pecado y
la muerte; pero nos garantiza con todo su poder que ha
habido uno que ha obtenido esta victoria y que si lo
tenemos como Señor, obtendrá esa victoria también
para nosotros. No somos nosotros quienes vencemos,
sino Jesús.
Esto es lo que hoy proclam am os y creem os a pesar
de todo lo que vemos a nuestro alrededor, a pesar de los
sepulcros de nuestra vida, a pesar de la naturaleza m or­
tal exterior, a pesar de la muerte que la guerra hace reca­
er sobre nosotros. Vemos el señorío de la muerte, pero
proclamamos y creemos en la victoria de Jesucristo
sobre la muerte. La muerte ha sido devorada por la vic­
toria. Jesús es vencedor, es la resurrección de los muer­
tos y la vida eterna.
Lo que la Sagrada Escritura canta aquí es como una
canción satírica y triunfal sobre la muerte y el pecado:
«¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón? ¿Dónde está, oh
infierno, tu victoria?». La muerte y el pecado se en­
gríen, infunden terror en el corazón humano, como si
fueran los señores del mundo. Pero sólo es apariencia.
Hace mucho tiempo que perdieron su poder. Jesús se lo
arrebató. Por ello nadie que esté con Jesús tiene ya por
qué tem er a estos señores de las tinieblas. El aguijón
con el que la muerte nos hería, es decir, el pecado, ya no
tiene ningún poder. El infierno no puede hacer nada
contra nosotros, porque estamos con Jesús. Han perdido
todo su poder; están furiosos, como un perro rabioso
atado a una cadena, pero no pueden hacernos ningún
daño, porque Jesús los tiene bien sujetos. Él sigue sien­
do el vencedor.
ESCRITOS ESENCIALES
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
Ahora bien, nos preguntamos, si esto es así, ¿por qué
todo parece tan diferente en nuestra vida, por qué vemos
tan poco de esta victoria? ¿Por qué el pecado y la m uer­
te nos dominan de una m anera tan terrible? De hecho,
esta pregunta es la misma que Dios os dirige: ¡he hecho
todo esto por vosotros y vivís como si nada hubiera
pasado! ¡Os sometéis al pecado y al tem or a la muerte
como si aún pudieran esclavizaros! ¿Por qué hay tan
poca victoria en vuestra vida? Porque no queréis creer
que Jesús ha vencido sobre la muerte y el pecado, sobre
vuestra vida. Es vuestra increencia lo que os acarrea
vuestras derrotas. Pero ahora se os proclam a una vez
más la victoria de Jesús en la santa Cena del Señor, la
victoria sobre el pecado y la muerte tam bién para ti,
quienquiera que seas. Acógelo en la fe: Jesús te perdo­
nará hoy una vez más todos tus graves y numerosos
pecados, te hará com pletam ente puro e inocente, de
forma que a partir de ahora ya no tienes que pecar, el
pecado ya no tiene que dom inar sobre ti. Jesús reinará
sobre ti, y él es más fuerte que cualquier tentación. En
la hora de la tentación y en el mom ento del miedo a la
muerte Jesús vencerá sobre ti y tú confesarás: Jesús ha
resultado victorioso sobre mis pecados, sobre mi m uer­
te. Siempre que reniegues de esta fe, te hundirás y serás
derrotado, pecarás y morirás; siempre que confieses esta
fe, Jesús m antendrá la victoria.
En el día de los difuntos se nos pregunta junto a las
tumbas de nuestros seres queridos: ¿de qué manera
morirás un día? ¿Creemos en el poder de la muerte y del
pecado o creemos en el poder de Jesucristo? Sólo es
posible una de las dos cosas. En el siglo xix hubo un
hombre de Dios que durante su vida había predicado
muchas veces sobre la victoria de Jesucristo y había
hecho cosas admirables. Cuando estaba en el lecho de
muerte, en medio de un gran torm ento y angustia, su
hijo se inclinó y gritó al oído del moribundo: «Padre, la
victoria ya está conseguida». Cuando llegan horas oscu­
ras y cuando nos llegue la hora más oscura, escuchemos
la voz de Jesucristo, que nos dice al oído: «La victoria
ya está conseguida». La muerte ha sido devorada por la
victoria. Consolaos. Y Dios nos conceda que entonces
podamos decir: «Creo en el perdón de los pecados, en la
resurrección de la carne y en la vida eterna». En esta fe
queremos vivir y morir. Para ello tomamos la santa
comunión. Amén.
- Gesammelte Schriften IV,
pp. 453-455
118
119
Carta de Adviento
a los pastores de la Iglesia confesante
(29 de noviembre de 1942)
Queridos hermanos:
Al comienzo de una carta cuya intención es exhorta­
ros a la alegría en una hora difícil tienen que estar los
nombres de los herm anos que han muerto desde la últi­
ma vez que os escribí [...].
«Habrá alegría eterna sobre sus cabezas» (Isaías
35,10). En cierto modo esto nos da dentera; más aún,
¿no deberíamos decir que en el silencio algunas veces
les envidiamos? Desde la antigüedad la acedía -la tris­
teza del corazón, la «resignación»- es para la Iglesia
cristiana uno de los pecados mortales. «Servid al Señor
con alegría» (Salmo 100,2), nos exhorta la Escritura.
Para esto se nos ha dado la vida y para esto se nos ha
conservado hasta este momento. La alegría pertenece no
120
121
ESCRITOS ESENCIALES
PASTOR DE LA IGLESIA CONFESANTE
sólo a los que han sido llamados a la mansión eterna,
sino también a los que vivimos, y nadie debería arreba­
tárnosla. Somos uno con ellos en esta alegría, pero
nunca en la pena. ¿Cómo vamos a poder ayudar a los
tristes y desanimados si nosotros m ismos no estamos
llenos de alegría y ánimo? No estoy pensando en algo
fabricado o forzado, sino en algo regalado y gratuito. La
alegría habita con Dios, de él desciende y se adueña del
espíritu, el alm a y el cuerpo; y cuando esta alegría pren­
de en una persona, se propaga, va cundiendo y derriba
puertas cerradas. Hay una alegría que no conoce la
pena, la necesidad y la angustia del corazón; no tiene
duración y sólo puede aturdir a la persona m om entáne­
amente. La alegría de Dios pasó por la pobreza del pese­
bre y la angustia de la cruz; por ello es insuperable e
irrefutable. No niega la angustia allí donde ésta se
encuentra, pero encuentra a Dios en medio de ella, pre­
cisamente en ella; no pone en tela de juicio el pecado
más grave, pero encuentra el perdón precisam ente de
esta manera; mira a la cara a la muerte, pero encuentra
justam ente en ella la vida. Esta alegría, que ha vencido,
es la que nos importa. Sólo ella es creíble, sólo ella
ayuda y sana. La alegría de nuestros seres queridos que
han sido llamados ya a la mansión eterna es también la
alegría de los vencedores -e l Resucitado lleva las m ar­
cas de la cruz en su cuerpo-; nosotros tenemos que con­
seguir la victoria todos los días, pero ellos vencieron
para siempre. Sólo Dios sabe cuán lejos o cuán cerca
estamos de la últim a victoria, en la que nuestra propia
muerte podrá convertirse en alegría. «Con paz y alegría
me dirijo hacia allí...»
Algunos de nosotros sufrimos m ucho por una cierta
insensibilidad interior frente a los num erosos padeci­
mientos producidos por estos años de guerra. Hace poco
tiempo alguien me dijo: «Pido todos los días que no me
vuelva insensible». Ciertamente ésta es una buena ora­
ción. Con todo, hemos de tener cuidado para no con­
fundirnos con Cristo. Porque Cristo padeció todos los
sufrimientos y toda la culpa de los hom bres hasta el
extremo; en efecto, fue Cristo porque todo lo sufrió él y
sólo él. Pero Cristo pudo sufrir con los demás porque al
mismo tiempo podía salvar del sufrimiento. Su fuerza
para sufrir con los demás procedía de su am or y su fuer­
za para salvar a los hombres. Nosotros no somos llama­
dos a cargar con el peso de los sufrimientos de todo el
mundo; en el fondo no podemos sufrir en modo alguno
por los demás con nuestras fuerzas porque no podemos
salvar. El deseo reprim ido de sufrir con los demás que
procede de las propias fuerzas tiene que convertirse en
resignación. Sólo somos llamados a m irar con toda la
alegría a aquel que realmente padeció con los demás y
se convirtió en el Salvador. Tenemos que creer con toda
la alegría que existió y existe un hombre al que ningún
sufrimiento humano y ningún pecado humano le resulta
ajeno y que con el amor más profundo consiguió nues­
tra redención. Sólo en esta alegría en Cristo, el Salva­
dor, nos veremos libres de la insensibilidad cuando nos
encontrem os con el sufrimiento humano, o nos librare­
mos de resignam os ante la experiencia del sufrimiento.
Creemos en Cristo sólo en la m edida en que... en
Cristo... [carta incompleta].
- Gesammelte Schriften II,
pp. 596-598
ÉTICA
6
Etica
Bonhoeffer trabajó durante varios años en su Ethik
[traducida al castellano bajo el título Ética/, una de sus
obras principales, que se encontraba dividida en fra g ­
mentos en el momento en que fu e arrestado. Más tarde
su amigo Eberhard Bethge se encargó de la edición de
esta obra clave, publicada de manera postuma en 1949.
El amor
«Y si yo pudiera profetizar y supiera todos los misterios
y todo conocim iento y tuviera toda la fe de m anera que
pudiera trasladar montañas, y no tuviera amor, yo sería
nada. Y si diera todos mis bienes a los pobres y dejara
que mi cuerpo fuera pasto de las llamas y no tuviera
amor, todo eso nada me aprovecharía» (1 Cor 13,2-3).
Aquí se pronuncia la palabra decisiva con la que el hom ­
bre de la disensión se distingue del hombre en el origen:
el amor. Hay un conocim iento de Cristo, hay una fe
poderosa en Cristo, hay un sentimiento y una entrega de
amor hasta la muerte -s in am or-. Esto es así. Sin este
«amor» todo se descom pone y todo es recusable, en este
amor todo está unido y todo es agradable a Dios. ¿Qué
es este amor?
123
De acuerdo con todo lo que hem os dicho hasta ahora
prescindimos aquí de todas las definiciones que tratan
de entender la esencia del am or como una conducta
humana, como una convicción, como entrega, como sa­
crificio, como voluntad de comunidad, com o sentim ien­
to, como fraternidad, com o servicio, como acción. Todo
esto, sin excepción -a s í acabamos de escucharlo- se
puede dar sin «amor». Todo lo que estam os habituados
a llam ar amor, lo que vive en los abismos del alm a y en
la acción visible, incluso lo que procede del corazón
piadoso en el servicio fraternal, puede ser sin «amor», y
esto no porque en toda conducta hum ana siempre hay
presente un «resto» de am or propio, que obscurece
com pletam ente el amor, sino porque el amor es algo
completamente diferente de lo que se entiende por estas
cosas. Amor tam poco es la relación inm ediata de perso­
nas, el penetrar en lo personal, en lo individual en opo­
sición a la ley de lo objetivo, del orden impersonal.
Prescindiendo de que aquí «personal» y «objetivo» se
han disociado de una m anera totalmente ajena a la
Biblia y abstracta, el amor se convierte aquí en un pro­
ceder humano aun cuando sea parcial. En este caso el
«amor» es un ethos más elevado de orden personal para­
lelo al ethos inferior de lo puramente objetivo y correc­
to que accede como perfeccionam iento y complemento.
Cuando por ejem plo el amor y la verdad entran en con­
flicto entre sí, corresponde a esta situación el que el
am or como algo personal se subordine a la verdad como
a algo impersonal, con lo que se incurre en directa con­
tradicción con la frase de Pablo en el sentido de que el
am or se alegra de la verdad (1 Cor 13,6). El amor no
conoce el conflicto por el que querría definirla, pertene­
ce más bien a su esencia el estar más allá de la disen­
125
ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
sión. Un amor que atenta contra la verdad o la neutrali­
za, lo llama Lutero un «maldito amor», aun cuando se
presente con la más piadosa apariencia. Un amor que
sólo abarca el ámbito de las relaciones humanas perso­
nales, pero que capitula ante lo objetivo, nunca es el
amor del Nuevo Testamento.
Por consiguiente, si no hay una conducta humana
imaginable, que como tal pueda llamarse unívocam ente
«amor», si el amor está más allá de toda disensión en la
que vive el hombre, y si todo lo que el hom bre puede
entender y practicar como amor sólo puede imaginarse
como proceder humano dentro de la disensión dada,
entonces subsiste aquí el enigma, la cuestión abierta
acerca de qué puede ser el «amor» para la Biblia. La
Biblia no nos niega la respuesta. Incluso nos es sufi­
cientemente conocida, sólo que muchas veces la inter­
pretamos mal. Ella dice: Dios es amor (1 Jn 4,16). Por
razón de claridad tenemos que leer prim eramente esta
frase acentuando la palabra Dios, mientras que nos
hemos acostumbrado a acentuar la palabra amor. Dios
es amor, es decir, no es com portam iento humano, un
sentimiento, una acción, sino que Dios mismo es amor.
Sólo quien conoce a Dios sabe lo que es amor, pero no
al revés, no se sabe prim eramente lo que es am or y,
además, por la naturaleza y por ello lo que es Dios.
Nadie conoce a Dios a menos que Dios se le revele. Así
nadie sabe lo que es amor, a menos que se le manifieste
en la auto-revelación de Dios. A sí pues, el am or es tam ­
bién revelación de Dios. Pero revelación de Dios es
Jesucristo. «En esto se ha revelado el am or de Dios
hacia nosotros: que Dios ha enviado al mundo a su Hijo
unigénito, para que tengam os vida por él» (1 Jn 4,9). La
revelación de Dios en Jesucristo, la revelación divina de
su am or precede a nuestro amor a él. No en nosotros,
sino en Dios tiene su origen el amor, el am or no es un
comportamiento de los hom bres sino un com portam ien­
to de Dios. «En esto consiste el amor: no en que noso­
tros hemos amado a Dios, sino que él nos ha amado y
ha enviado a su hijo para el perdón de nuestros peca­
dos» (1 Jn 4,10). Lo que es el am or sólo lo conocemos
en Jesucristo y, además, en su acción por nosotros. «En
esto hemos conocido el amor, en que él ha dado su vida
por nosotros» (1 Jn 3,16). Tampoco aquí se da una defi­
nición general del am or por ejem plo en el sentido de
que es la entrega de la vida por los demás. Aquí no se
llam a amor a esto tan general, sino a lo total y absoluta­
mente único de la entrega de la vida de Jesucristo por
nosotros. El amor está indisolublemente ligado al nom ­
bre de Jesucristo como revelación de Dios. A la pregun­
ta de qué es amor, el Nuevo Testamento responde de una
m anera completamente clara, al referirse exclusivamen­
te a Jesucristo. Él es la única definición del amor. Pero
una vez más confundiríamos todo si de la mirada a
Jesucristo y a su acción y pasión fuéramos a sacar una
definición general de amor. No lo que él hace y padece,
sino lo que él hace y padece es amor. A m or es siempre
él mismo. El am or es siempre Dios mismo. El amor es
siempre revelación de Dios en Jesucristo.
Precisam ente la más estricta concentración de todas
las ideas y frases sobre el am or en el nombre de Jesu­
cristo no puede degradar este nombre reduciéndolo a un
concepto abstracto, sino que siempre tiene que enten­
derse en la concreta plenitud de la realidad histórica de
un hombre vivo. Reteniendo todo lo anteriormente di­
cho, sólo la acción y pasión concreta de este hombre
Jesucristo hará inteligible lo que es amor. El nombre de
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ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
Jesucristo, en el que Dios se revela, se explica a sí
m ismo en la vida y en las palabras de Jesucristo. Final­
mente el Nuevo Testamento no consiste en la repetición
indefinida del nombre de Jesucristo, sino que lo que ese
nombre encierra, se explica en acontecim ientos, con­
ceptos y frases que nos son inteligibles. Así también la
fuerza del concepto «amor» no es sencillamente arbitra­
ria; pero en la medida en que este concepto recibe una
determinación com pletam ente nueva gracias al mensaje
neotestamentario así no carece de relación con lo que
todos entendemos al decir «amor»; pero la cosa no es
como si el concepto bíblico del am or fuera una forma de
lo que entendemos ya en general con ese concepto de
amor, sino que se presenta éste frente al concepto bíbli­
co del amor como precisamente lo invertido, es decir,
que sólo el am or es la base, la verdad y la realidad del
amor y además de tal m anera que todo pensamiento
natural sobre el amor tiene verdad y realidad en tanto
participa de este origen suyo, es decir, del amor que
Dios mismo es en Jesucristo.
Así pues, a la pregunta de en qué consiste el amor,
seguimos respondiendo con la Escritura: en la reconci­
liación del hombre con Dios en Jesucristo. La disensión
del hombre respecto de Dios, respecto de los demás
hombres, del mundo y de sí mismo llega a su fin. Nue­
vamente se le restituye el origen.
Por consiguiente, el am or designa la acción de Dios
sobre el hombre por la que ha sido superada la disensión
en la que vive el hombre. Esta acción equivale a Jesu­
cristo, se llama reconciliación. Por tanto, el am or es al­
go que acontece en el hombre, algo pasivo, algo de lo
que no dispone por sí mismo, porque se encuentra sen­
cillamente más allá de su existencia en la disensión.
A m or significa el padecer la transform ación de toda la
existencia llevada a cabo por Dios, la integración en el
mundo, tal como sólo puede vivir ante Dios y en Dios.
Por consiguiente, am or no es elección del hombre, sino
selección del hombre hecha por Dios.
Pero ¿en qué sentido puede hablarse todavía del
amor como de una acción de los hombres, del amor de
los hombres a Dios y al prójimo, tal como lo hace bien
claramente el Nuevo Testamento? ¿Qué significa frente
al hecho de que Dios es el amor, el que tam bién el hom ­
bre puede y debe amar? «Nosotros le amamos, pues él
nos ha amado prim ero» (1 Jn 4,19). Esto significa que
nuestro amor hacia Dios descansa exclusivamente en el
ser amados por Dios, que en otras palabras nuestro amor
no puede ser otra cosa que el abandonarse al am or de
Dios en Jesucristo. «Así ama a Dios el que es conocido
por él» (1 Cor 8,3). Conocido en el lenguaje bíblico sig­
nifica «escogido, producido». A m ar a Dios significa
abandonarse a su elección, a su creación en Cristo. Por
consiguiente, la relación entre el amor divino y humano
no hay que entenderla de m anera que el am or divino
preceda al humano, lo que es cierto, pero con la finali­
dad de poner en movimiento el am or ¡humano como una
acción independiente, libre y propia de los hombres
frente al am or divino. M ás bien respecto de todo lo que
hay que decir del amor humano vale esto, que Dios es el
amor. Es el amor de Dios y no otro -p o rq u e frente a él
no hay un am or libre autónom o- con el que el hombre
ama a Dios y al prójimo. Por consiguiente, en esto el
amor del hombre permanece en pura pasividad. Amar a
Dios es la otra cara del ser amado de Dios. El ser amado
de Dios incluye el amar a Dios, pero el am ar a Dios no
es algo paralelo a ser amado por Dios.
ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
Para que esto resulte comprensible, el concepto de
pasividad en este contexto necesita de una palabra acla­
ratoria. Aquí se trata -co m o siempre que en la teología
se habla de pasividad de los hom bres- no de un con­
cepto psicológico, sino de un concepto teológico que
afecta a la existencia del hombre ante Dios. Pasividad
respecto del amor de Dios no significa ese descansar en
el amor de Dios que excluye pensam ientos, palabras y
acciones, am or que me pertenece solamente en seme­
jante «hora silenciosa». El amor de Dios no es tan sólo
un puerto de refugio, en el que me escondo durante la
tempestad del mar. El ser amado por Dios no prohíbe al
hombre en m odo alguno pensam ientos robustos y accio­
nes jubilosas. Nosotros somos amados de Dios en Cristo
como hombres completos, que piensan y que actúan, así
hemos sido reconciliados con Dios. Amam os a Dios y a
los hermanos como hom bres com pletos, hombres que
piensan y actúan.
él a todos los hombres. Sólo en cuanto es juzgado por
Dios puede vivir el hombre ante Dios, sólo el hombre
crucificado está en paz con Dios. En la figura del Cru­
cificado el hombre se conoce y se encuentra a sí mismo.
Acogido por Dios, juzgado en la cruz y reconciliado,
ésa es la realidad de la humanidad.
Para este mundo el éxito es la m edida y la justifica­
ción de todas las cosas; pues bien, la figura del juzgado
y crucificado sigue siendo extraña y en el mejor de los
casos digna de com pasión para el mundo. El mundo
quiere y debe ser vencido por el éxito. No son las ideas
o los sentimientos, sino las acciones las que deciden.
Sólo el éxito justifica la injusticia realizada. La culpa
cicatriza en el éxito. Es insensato censurar al afortuna­
do sus vicios. Con esto nos quedamos en el pasado y
mientras tanto el afortunado avanza de hecho en hecho,
alcanza el futuro y convierte el pasado en irrevocable. El
afortunado crea un estado de cosas que ya no puede vol­
ver atrás, lo que él destruye ya no puede repararse, lo
que él edifica tiene el derecho de subsistir por sí al
menos en la siguiente generación. N inguna acusación
puede reparar la culpa que cometió el afortunado. La
acusación pierde vigor con el transcurso del tiempo, el
éxito perm anece y determ ina la historia. Los jueces de
la historia desem peñan un triste papel junto a sus figu­
ras. La historia avanza por encim a de ellos. Ningún
poder de la tierra osará atribuirse con tanta libertad y
autonomía el principio de que el fin justifica los medios
como lo hace la historia.
En lo que llevamos dicho se trata de hechos, no
hablamos todavía de valoraciones. Existen tres actitudes
diferentes de los hom bres y de los tiempos respecto de
estos hechos.
128
- Ética, pp. 31-35
El afortunado
Ecce homo!, ¡ved al hombre juzgado p o r D ios\ La figu­
ra de la aflicción y del dolor. Ese es el aspecto que tiene
el reconciliador del mundo. La culpa de la humanidad
ha caído sobre él, lo arroja a la ignom inia y muerte bajo
el juicio de Dios. Tan caro ha costado a Dios la reconci­
liación con el mundo. Sólo al llevar a cabo el juicio Dios
en sí mismo, puede hacerse la paz entre él y el mundo y
entre los hom bres entre sí. Pero el m isterio de este ju i­
cio, de esta pasión y muerte es el am or de Dios al
mundo, al hombre. Lo que sucedió a Cristo, sucede en
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ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
A llí donde la figura de un afortunado se hace espe­
cialmente visible, la m ayoría comete el pecado de divi­
nizar el éxito. Se convierte en ciega ante el derecho y la
injusticia, verdad y mentira, decencia e infamia. La m a­
yoría sólo ve la acción, el éxito. La capacidad de juicio
ético e intelectual se mella ante el brillo del afortunado
y ante el deseo de participar de algún modo de este
éxito. Hasta se llega a ignorar que la culpa cicatriza con
el éxito, precisam ente porque ya no se conoce la culpa.
El éxito es el bien sin más. Esta actitud es excusable y
auténtica sólo en el estado de embriaguez. Después que
se ha impuesto la lucidez se la puede adquirir solam en­
te en el caso de una profunda mendacidad interna, de un
consciente autoengaño. Entonces se llega a una corrup­
ción interna de la que es muy difícil lograr la curación.
A la afirmación de que el éxito es el bien, se opone
aquella otra que considera las condiciones de un éxito
permanente, es decir, la afirmación de que sólo el bien
tiene éxito. A quí la facultad de juicio queda a salvo ante
el éxito, aquí el derecho sigue siendo el derecho, y la
injusticia injusticia. A quí no se cierran los ojos en el
momento decisivo, para volver a abrirlos después que
ha tenido lugar el hecho. También aquí se conoce de
manera consciente o inconsciente una ley del mundo, de
acuerdo con la cual el derecho, la verdad, el orden son
más estables a la larga que la fuerza, la m entira y la arbi­
trariedad. Sin embargo, esta tesis optim ista conduce a
ciertos errores: o hay que falsear los hechos históricos
para dem ostrar el infortunio del mal y con ello se vuel­
ve enseguida una vez más a la afirmación contraria de
que el éxito es el bien, o con su optim ism o se fracasa
ante los hechos y se concluye con una condenación de
todos los éxitos históricos.
El eterno lamento de los acusadores de la historia es
que todo éxito procede del mal. Con una crítica estéril y
farisaica de lo acontecido no se llega jam ás al presente,
a la acción, al éxito, y en esto se ve una vez más la con­
firmación de la m aldad del afortunado. Pero sin preten­
derlo, también aquí se convierte el éxito en criterio -au n
cuando sea negativo- de todas las cosas, y no existe
diferencia esencial en que el éxito sea criterio positivo o
negativo de todas las cosas.
La figura del Crucificado desvirtúa totalmente todo
pensamiento orientado en el sentido del éxito; pues es
una negación del juicio. Ni el triunfo del afortunado ni
el odio amargo del fracasado contra el afortunado po­
drán hacerse con el mundo. Jesús no es ciertam ente abo­
gado de los afortunados en la historia, pero tampoco
dirige la insurrección de los desafortunados contra los
que tuvieron éxito. En él no se trata de éxito o infortu­
nio, sino de la aceptación complaciente del juicio de
Dios. Sólo en el juicio se da la reconciliación con Dios
y entre los hombres. A todo pensamiento en torno al
éxito y fracaso Cristo opone al hom bre juzgado por
Dios, tanto afortunado como fracasado. Dios juzga al
hombre porque por puro amor quiere que el hombre siga
existiendo ante él. Se trata de un juicio de gracia, que
Dios trae a los hom bres en Cristo. Frente al afortunado
Dios muestra en la cruz de Cristo la santificación del
dolor, de la bajeza, del fracaso, de la pobreza, de la sole­
dad, de la desesperación. No como si todo esto tuviera
valor en sí mismo. Pero todo ello recibe su santificación
por el am or de Dios que tom a sobre sí todo esto a modo
de juicio. El sí de Dios a la cruz es el juicio sobre el
afortunado. Pero el fracasado debe saber que no es su
fracaso, que no es su posición de paria como tal, sino
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ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
solamente la aceptación del juicio del am or divino lo
que hace que pueda subsistir delante de Dios. El que
precisam ente entonces la cruz de Cristo, es decir, su fra­
caso en el mundo, conduzca nuevamente al éxito histó­
rico, es un m isterio del gobierno divino del mundo, del
que no puede establecerse regla alguna, pero que se re­
pite una y otra vez en los sufrimientos de su comunidad.
Sólo en la cruz de Cristo, y esto significa en cuanto
juzgada, llega la humanidad a su verdadera figura.
- Ética, pp. 51-53
La conciencia
Es exacto que nunca se puede aconsejar que se obre
contra la conciencia. En esto toda la ética cristiana está
de acuerdo. Pero ¿qué significa esto? La conciencia es
la voz que viniendo de una profundidad que está más
allá de la propia voluntad y de la propia razón, se hace
oír para que la existencia humana, cuya voz es, llegue a
la unidad consigo misma. Se manifiesta como acusación
contra la unidad perdida y como advertencia frente al
hecho de perderse a sí mismo. Se dirige prim ariamente
no a una determ inada acción, sino a un determ inado ser.
Protesta contra una acción, que pone en peligro este ser
en la unidad consigo mismo.
En esta determ inación formal la conciencia sigue
siendo una instancia, y actuar contra ella se desaconse­
ja de la m anera más imperiosa; el desprecio de la voz de
la conciencia debe tener como consecuencia la destruc­
ción -n o una oblación llena de sentido-, por ejemplo,
del propio ser, una destrucción de la existencia humana.
133
La actuación contra la conciencia se encuentra en la
dirección de una conducta suicida contra la propia vida,
y no es casualidad que ambas conductas vayan ligadas
entre sí con bastante frecuencia. Una actuación respon­
sable, que en este sentido formal quisiera hacer fuerza a
la conciencia, sería reprobable en realidad.
Pero con esto no hemos agotado la cuestión en modo
alguno. Si es cierto que la voz de la conciencia viene de
haberse puesto en peligro la unidad del hombre consigo
mismo, también hay que interrogar por el contenido de
esta unidad. Este contenido es prim eramente el propio
yo en su pretensión de querer ser «como Dios» -sic u t
d e u s- en el conocim iento del bien y del mal. La voz de
la conciencia en el hombre natural es la tentativa del yo,
de justificarse en su saber del bien y del mal ante Dios,
ante los hombres y ante sí mismo y poder subsistir en
esta autojustificación. El yo que no encuentra asidero en
su individualidad contingente, se rem onta a una ley
general del bien y en la coincidencia con él busca la uni­
dad consigo mismo. De este modo la voz de la concien­
cia tiene su origen y su objetivo en la autonomía del pro­
pio yo. Secundando esta voz, es preciso realizar nueva­
mente cada vez esta autonomía, que tiene su origen más
allá de la propia voluntad y conocim iento «en Adán».
De esta manera el hombre permanece ligado en su con­
ciencia a una ley que ha encontrado por sí mismo, que
en concreto puede presentarse en form a diferente, pero
que en la pérdida del propio yo sigue siendo una ley ine­
ludible.
La gran transformación tiene lugar en el momento
en el que la unidad de la existencia humana ya no con­
siste en su autonomía, sino que -gracias al milagro de la
fe - la encontram os más allá del propio yo y de su ley,
134
ESCRITOS ESENCIALES
en Jesucristo. Desde el punto de vista formal esta trans­
formación del punto de la unidad tiene su analogía en el
terreno secular. Cuando el nacionalsocialista dice: «mi
conciencia es Adolfo Hitler», con esto se pretende fun­
dam entar la unidad del yo más allá de sí mismo. Esto
tiene como consecuencia la pérdida de la autonom ía a
favor de una heteronom ía absoluta, lo que a su vez es
sólo posible si el otro hombre en el que busco la unidad
de mi vida desem peña la función de redentor mío.
Existiría aquí el paralelo secular más estricto y a la vez
la contradicción más estricta con la verdad cristiana.
Cuando Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre,
viene a ser el punto de unidad de mi existencia, la con­
ciencia -desde el punto de vista form al- sigue siendo la
voz que procediendo de mi ser auténtico im pulsa a la
unidad conmigo mismo, pero esta unidad ya no puede
realizarse retornando a la autonomía que vive de la ley,
sino en comunión con Jesucristo. La conciencia natural
-incluso la más rigurosa- se manifiesta ahora con la ju s­
tificación propia más impía, y es vencida por la con­
ciencia liberada en Jesucristo, que llama a la unidad
conmigo mismo en Jesucristo. Jesucristo ha llegado a
ser mi conciencia. Esto significa que yo sólo puedo
encontrar la unidad conmigo mismo en la entrega de mi
yo a Dios y a los hombres. No una ley, sino el Dios
viviente y el hombre viviente, es el origen y la m eta de
mi conciencia. El hombre que sale a mi encuentro en
Jesucristo. Por Dios y por amor a los hombres Jesús se
convirtió en quebrantador de la ley: quebrantó la ley del
sábado, para santificarlo en el amor a Dios y a los hom ­
bres; abandonó a sus padres, para estar en la casa de su
Padre y de este modo purificar la obediencia hacia los
padres; comió con pecadores y depravados, por amor a
ÉTICA
135
los hombres llegó al abandono por parte de Dios en su
última hora. Como amante inocente se convirtió en cul­
pable, quiso estar en la comunidad de la culpa humana;
rechazó la tentación del demonio que quiso apartarlo de
este camino. De este m odo Jesucristo es el liberador de
la conciencia para el servicio de Dios y del prójimo, el
liberador de la conciencia incluso y precisam ente allí
donde el hombre entró en la com unión de la culpa
humana. La conciencia liberada de la ley no retrocede­
rá ante la participación de la culpa ajena por amor a los
demás, más bien y precisam ente así se m anifestará en su
pureza. La conciencia liberada no es temerosa, como la
que está ligada a la ley, sino que está ampliamente abier­
ta para el prójimo y su necesidad concreta. De este
m odo se une a la responsabilidad fundada en Cristo,
para cargar con la culpa por amor al prójimo. Aun cuan­
do la conducta del hombre - a diferencia de la esencial
inocencia de Jesu cristo - nunca sea inocente, sino
em ponzoñada por el pecado original, esencial al hom ­
bre, participa, sin embargo, en cuanto actuación respon­
sable de una m anera indirecta -e n oposición a toda con­
ducta de principio orientada hacia la autojustificaciónde la actuación de Jesucristo. Por consiguiente, para la
conducta responsable hay una especie de inocencia rela­
tiva, que se m anifiesta precisamente en la aceptación
responsable de la culpa ajena.
Kant saca una consecuencia grotesca del principio
de la veracidad. Dice él que a un asesino que entra en mi
casa con intención de m atar a un amigo mío y me pre­
gunta si está escondido allí mi amigo, yo debo respon­
derle afirmativamente con toda honradez. En este caso,
la justicia propia erigida en criminal soberbia sale al
paso de la conducta responsable. Si la responsabilidad
ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
es la respuesta total, acomodada a la realidad, por parte
del hombre, a la exigencia de Dios y del prójimo, aquí
queda fuertemente subrayado el carácter parcial de la
respuesta de una conciencia vinculada a los principios.
La negativa a hacerme culpable respecto del principio
de la veracidad y esto por amor a mi amigo, la negativa
a m entir fuertemente por amor a mi am igo -p u es toda
tentativa a transform ar de otra m anera esta naturaleza de
la m entira procede a su vez de la conciencia legal de
autojustificación-, por consiguiente, la negativa a cargar
con la culpa por am or al prójimo, me pone en contra­
dicción con mi responsabilidad fundada en la realidad.
Precisamente al tom ar responsablem ente sobre sí la
culpa y la inocencia de una conciencia ligada exclusiva­
mente a Cristo, se manifiesta esto de la manera más
perfecta. [...]
Por mucho que la conciencia liberada en Cristo y la
responsabilidad quisieran unirse, sin em bargo perm ane­
cen enfrentadas en una tensión ineludible. El cargar con
la culpa ajena que en la actuación responsable llega a
ser necesario en cada caso, sufre una lim itación por la
conciencia en un doble aspecto.
Primeramente, incluso la conciencia liberada por
Cristo, por su naturaleza, es la llam ada a la unidad con­
sigo mismo. El asumir una responsabilidad no puede
aniquilar esta unidad. No se puede confundir jam ás la
entrega del yo en servicio desinteresado con la destruc­
ción y aniquilación de este yo, con lo que además ya no
sería capaz de asum ir responsabilidad alguna. La m edi­
da de participación en la culpa que va ligada a la actua­
ción responsable, tiene su límite concreto en cada caso
en la unidad del hombre consigo mismo, en su capaci­
dad de soporte. Hay responsabilidades que yo no puedo
soportar, sin sufrir con ello una destrucción, ya se trate
de una declaración de guerra, de la ruptura de un pacto
político, de una revolución o simplemente del despido
de un solo padre de familia, que por ello se queda sin
trabajo, o ya se trate finalmente de un consejo en una
decisión vital de la persona. Es cierto que debe ir cre­
ciendo la fuerza para cargar con las decisiones respon­
sables, y tam bién es cierto que toda negativa ante una
responsabilidad equivale a una decisión responsable; sin
embargo, en el caso concreto la voz de la conciencia que
llam a a la unidad consigo mismo en Jesucristo sigue
siendo insuperable, y partiendo de esto se explica la
infinita m ultiplicidad de decisiones responsables.
En segundo lugar, también la conciencia liberada en
Jesucristo sitúa la acción responsable por encim a de la
ley, por cuyo seguimiento el hombre perm anece en la
unidad consigo m ismo fundada en Jesucristo, y de cuyo
desprecio sólo puede proceder la falta de responsabili­
dad. Se trata de la ley del amor a Dios y al prójimo, tal
como se explica en el decálogo, en el sermón de la m on­
taña y en la parénesis apostólica. La observación exacta
de que la conciencia natural muestra en el contenido de
su ley una coincidencia sorprendente con el contenido
de la conciencia liberada en Cristo, se funda en el hecho
de que en el caso de la conciencia se trata precisamente
de la existencia de la m isma vida y que por eso contie­
ne rasgos fundamentales de la ley de la vida, aun cuan­
do sufra desfiguraciones en los detalles y esté perverti­
da en lo fundamental. La conciencia, incluso en su cali­
dad de liberada, sigue siendo lo que era en su estado
natural, la que previene contra la transgresión de la ley
de la vida. Pero com o la ley ya no es lo último, sino
Jesucristo, por eso en la disputa entre la conciencia y la
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ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
responsabilidad concreta debe imponerse la libre deci­
sión por Cristo. Esto no significa un conflicto eterno,
sino la adquisición de la última unidad; Pues el funda­
mento, la esencia y meta de la responsabilidad concreta
es el mismo Jesucristo, que es el señor de la conciencia.
De este modo, la responsabilidad está ligada por la con­
ciencia, pero la conciencia es libre gracias a la respon­
sabilidad. Ahora aparece que es lo mismo decir «el res­
ponsable se convierte en inocente culpable» o «sólo el
hombre de conciencia libre puede cargar con la
res­
ponsabilidad».
Quien con responsabilidad toma sobre sí la culpa - y
ningún responsable puede sustraerse a esto-, ése se atri­
buye a sí mismo esta culpa y no a otro y la representa,
se siente responsable de ella. No lo hace con la insolen­
te soberbia de su poder, sino con el conocim iento de que
se ve forzado a esta libertad y que en ella depende de la
gracia. Ante los demás hombres la necesidad justifica al
hombre de la libre responsabilidad, su conciencia lo
absuelve ante sí mismo, pero ante Dios él solamente
espera en la gracia.
tom a sobre sí. La Iglesia es la com unidad en la que
Jesús realiza su figura en medio del mundo. Por esta
razón sólo la Iglesia puede ser el lugar del renacim ien­
to y de la renovación personal y comunitaria. [...]
La Iglesia confiesa que su predicación acerca de un
solo Dios, que se ha revelado en Jesucristo para todos
los tiempos y que no tolera otros dioses junto a sí, no ha
sido orientada abiertam ente y con suficiente claridad.
Confiesa su temor, su defección, sus peligrosas conce­
siones. M uchas veces ha renegado de su oficio de vigi­
lancia y consolación. Con ello ha negado muchas veces
a los desterrados y a los despreciados la misericordia
que les debía. Fue muda cuando debió haber gritado,
porque la sangre de los inocentes clam a al cielo. No ha
encontrado las palabras justas dichas de m anera justa en
el tiempo justo. No se ha opuesto a la defección de la fe
hasta derram ar su sangre y es culpable de la impiedad
de las masas.
La Iglesia confiesa haber abusado del nombre de
Jesucristo, al haberse avergonzado de sí misma ante el
mundo y al no haber impedido el abuso de este nombre
con suficiente fuerza; ella ha visto que bajo el pretexto
del nombre de Cristo se han com etido injusticias y
acciones violentas. Pero asimismo ha perm itido sin opo­
nerse el escarnio manifiesto del nombre más sagrado y
con ello ha ayudado a ese escarnio. [...]
La Iglesia confiesa haber visto el empleo arbitrario
de la fuerza bruta, el dolor corporal y anímico de innu­
merables inocentes, la opresión, el odio y el crimen, sin
haber elevado la voz en favor de ellos, sin haber encon­
trado el cam ino para correr en su ayuda. Se ha hecho
culpable de la muerte de los más débiles e indefensos
hermanos de Jesucristo. [...]
- Ética, selección de las pp. 168-173
La confesión de las culpas
Precisamente la Iglesia es la com unidad de hombres que
por la gracia de Cristo es guiada al conocim iento de la
culpa en Cristo. [...] La Iglesia es hoy la com unidad de
hombres que, aprehendida por el poder de la gracia de
Cristo, conoce su propio pecado personal como el aleja­
miento del mundo occidental respecto de Jesucristo
como culpa para con Jesucristo, la reconoce así y la
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ESCRITOS ESENCIALES
ÉTICA
La Iglesia confiesa haber asistido silenciosam ente a
la expoliación y explotación de los pobres, al enriqueci­
m iento y corrupción de los fuertes.
La Iglesia confiesa haberse hecho culpable para con
los innumerables cuya vida ha sido aniquilada por la
calum nia, la denuncia y el deshonor. No ha persuadido
al calum niador de su injusticia y de este modo ha aban­
donado al calum niado a su suerte.
La Iglesia confiesa haber deseado seguridad, des­
canso, paz, posesión, honor a los que no tenía derecho,
y de este modo no haber frenado las concupiscencias de
los hombres, sino haberlas fomentado.
La Iglesia se confiesa culpable en los diez m anda­
mientos, con ello se confiesa de su defección respecto
de Cristo. ¡No ha dado testimonio de la verdad de Dios
de tal modo que toda investigación de la verdad, toda
ciencia conozca su origen en esta verdad; no ha predi­
cado la justicia de Dios de tal manera que todo derecho
real debiera ver en ella la fuente de propio ser; no se ha
esforzado en hacer digna de crédito la providencia de
Dios, de manera que todo gobierno humano haya reci­
bido de ella su misión. Por su propio silencio la Iglesia
se ha hecho reo de la pérdida de una acción responsable,
de la pérdida del coraje y disposición de sufrir por lo
que se conoce como justo. Se ha hecho culpable de la
defección de la autoridad respecto de Cristo.
¿Hemos dicho dem asiado? ¿Se levantarán quizás
aquí algunos justos y tratarán de dem ostrar que no es la
Iglesia, sino los demás a los que afecta la culpa?
¿Querrían algunos hombres de Iglesia apartar de sí todo
esto como burdo ultraje y con la presunción de haber
sido llamados a ser jueces del mundo, a pesar y repartir
aquí y allí la m edida de la culpa? ¿No es cierto que la
Iglesia se vio rodeada por todas partes de dificultades y
ataduras? ¿No se enfrentó contra ella todo el poder tem ­
poral? ¿Podía la Iglesia haber puesto en peligro su ideal
definitivo, su culto divino, su vida com unitaria, al acep­
tar la lucha con los poderes anticristianos? A sí habla la
infidelidad, que en la confesión de la culpa no ve la
recuperación de la figura de Jesucristo, que llevó sobre
sí el pecado del mundo, sino solamente una peligrosa
degradación moral. La libre confesión de la culpa no es
algo que se podría hacer o dejar de hacer, sino que es la
irrupción de la figura de Jesucristo en la Iglesia, que la
Iglesia permite que acontezca en ella o deja de ser
Iglesia de Cristo. El que apaga o corrompe la confesión
de culpa de la Iglesia, se hace reo ante Cristo de m ane­
ra que no ofrece esperanza.
Al reconocer la Iglesia su culpa, no libera a los hom ­
bres de la propia confesión de culpa, sino que los llama
a entrar en la com unidad de la confesión de culpa. La
humanidad corrom pida sólo puede subsistir ante Cristo
como humanidad juzgada por Cristo. Bajo este juicio
llama la Iglesia a todos los que alcanza.
140
141
- Ética, pp. selección de las 76-80
DESPUES DE 1 0 AÑOS. BALANCE.
7
Después de 10 años.
Balance en el tránsito al año 1943
143
es ciertam ente una gracia, así la memoria, la repeti­
ción de enseñanzas recibidas, pertenece a toda vida
responsable. [...]
Sin suelo bajo los pies
Bonhoeffer escribió estas reflexiones para un reducido
grupo de amigos conspiradores y algunos miembros de
su fam ilia involucrados en el complot contra Hitler. Un
ejemplar fu e conservado bajo las tejas de la casa de los
padres de Bonhoeffer en Charlottenburg. Se incluyó en
la obra postuma Widerstand und Ergebung /Resistencia
y sumisión/.
En la vida de una persona, diez años son m ucho tiempo.
Puesto que el tiempo, por ser lo menos recuperable, es
el bien más valioso de que disponemos, en toda ojeada
retrospectiva nos inquieta la posibilidad de haber perdi­
do el tiempo. Sería tiempo perdido todo aquel en que no
hubiéramos vivido como hombres, en que no hubiéra­
mos acumulado experiencias, aprendido, creado, disfru­
tado y sufrido. El tiempo perdido es un tiempo no col­
mado, vacío. No ha sido ésta ciertam ente la característi­
ca de los últimos años. Hemos perdido mucho, bienes
inconmensurables, pero no hemos perdido el tiempo.
Cierto que los conocim ientos y las experiencias adqui­
ridos, de los que únicam ente después tenemos concien­
cia, sólo constituyen abstracciones de lo auténtico, de la
vida propiamente vivida. Pero así como el poder olvidar
¿Ha habido alguna vez en la historia personas que en el
presente tuviesen tan poco suelo bajo los pies, y para
quienes todas las alternativas posibles del presente apa­
recieran igualmente insoportables, contrarias a la vida y
carentes de sentido? ¿Personas que, más allá de todas
las alternativas presentes, buscasen la fuente de su ener­
gía tan com pletam ente en lo pasado y en lo futuro y que,
sin ser soñadores, pudieran esperar sin embargo el logro
de su causa en forma tan tranquila y confiada como
nosotros? O m ejor dicho: ¿habrán tenido alguna vez los
pensadores responsables de una generación, situados
ante un gran cam bio histórico, unas sensaciones dife­
rentes a las nuestras de hoy, precisamente porque estaba
surgiendo algo realm ente nuevo, que no se agotaba en
las alternativas del presente?
¿Quién se m antiene firme?
La gran m ascarada del mal ha trastornado todos los con­
ceptos éticos. Para quien proviene de nuestro tradicional
mundo de conceptos éticos, el hecho de que el mal apa­
rezca bajo el aspecto de la luz, de la acción benéfica, de
la necesidad histórica, de la justicia social, es sencilla­
mente perturbador. Para el cristiano que vive de la Bi­
blia, este hecho constituye la confirmación de la abis­
mática maldad del mal.
ESCRITOS ESENCIALES
DESPUES DE 1 0 ANOS. BALANCE.
Queda patente el fracaso de los hom bres sensatos,
quienes con las mejores intenciones del mundo y con un
ingenuo desconocim iento de la realidad, creen poder
com poner de nuevo, con ayuda de la razón, el armazón
com pletam ente desvencijado. Con su deficiente visión,
quieren hacer justicia a todos. Debido a ello son aniqui­
lados por las fuerzas que chocan entre sí, sin haber solu­
cionado lo más mínimo. Desengañados de la insensatez
del mundo, se ven condenados a la esterilidad: se retiran
con resignación o caen incondicionalm ente en manos
del más fuerte.
Pero aún resulta más sobrecogedor el fracaso de
todo fanatism o ético. El fanático cree poder enfrentarse
al poder del mal con la pureza de sus principios. Pero al
igual que el toro, se lanza contra la m uleta roja en lugar
de hacerlo contra el torero. De esta forma se cansa y
sucumbe. Se enreda en lo accesorio y cae en la trampa
que le tiende el más sagaz.
El hombre de conciencia lucha en solitario contra la
superioridad de unas situaciones coactivas que le exigen
una decisión. Pero la envergadura de los conflictos entre
los que tiene que escoger -s in el consejo ni el soporte de
nadie, excepto el de su propia conciencia- le destroza.
Los innumerables disfraces, honorables y seductores,
con los que se le acerca el mal, provocan el miedo y la
inseguridad de su conciencia, hasta que por último se
contenta con tener una conciencia tranquila en lugar de
una conciencia buena, hasta que, por tanto, engaña a su
propia conciencia para no desesperar. Porque el que una
conciencia mala pueda ser más saludable y fuerte que
una conciencia engañada, es algo que no logrará com ­
prender jam ás el hombre cuyo único apoyo es la con­
ciencia.
El camino seguro del deber parece ser el indicado
para evadirse de esa desconcertante profusión de deci­
siones posibles. Aquí se tom a lo ordenado como lo más
seguro; la responsabilidad de la orden concierne a quien
ordena, no a quien ejecuta el mandato. Pero, lim itándo­
se a cum plir con el deber, no se llega nunca al riesgo de
la acción realizada en nombre de la responsabilidad más
personal, la única que es capaz de acertar al mal en su
centro y de vencerlo. El hombre del deber tendrá final­
mente que cum plir su deber incluso ante el mismo
diablo.
Sin embargo, quien se dispone a m antenerse firme
en el mundo con ayuda de su propia libertad, quien da
más valor al acto necesario que a la pureza de su con­
ciencia y de su reputación, quien está dispuesto a sacri­
ficar un principio estéril al fructífero compromiso, o
incluso una estéril sabiduría de la m ediocridad a un ra­
dicalism o productivo, tenga cuidado de que esta libertad
no le tienda una trampa. Aceptará lo malo para evitar lo
peor. Y al hacerlo, ya no será capaz de reconocer que
precisamente lo peor que él quiere evitar podría ser lo
mejor. A quí se halla la m ateria prim a de las tragedias.
Huyendo de todo debate público, hay quien alcanza
el refugio de una virtud individual. Pero tiene que cerrar
ojos y labios ante la injusticia que se comete a su alre­
dedor. Sólo a costa de engañarse a sí m ismo puede m an­
tenerse limpio de toda mancha debida a una acción res­
ponsable. Todo cuanto haga no le tranquilizará jam ás de
todo lo que ha dejado de hacer. Esta intranquilidad le
aniquilará, o bien le convertirá en el más hipócrita de los
fariseos.
¿Quién se mantiene firme? Sólo aquel para quien la
norma suprema no es su razón, sus principios, su con­
144
145
ESCRITOS ESENCIALES
DESPUES DE 1 0 AÑOS. BALANCE.
ciencia, su libertad o su virtud, sino que es capaz de
sacrificarlo todo, cuando se siente llamado en la fe y en
la sola Unión con Dios a la acción obediente y respon­
sable; el responsable, cuya vida no desea ser sino una
respuesta a la pregunta y a la llamada de Dios. ¿Dónde
están estos responsables? [...]
algo en el terreno de los principios que en el de la res­
ponsabilidad concreta. La joven generación intuirá
siempre con la m ayor seguridad si se ha actuado sólo
por principios o a partir de una responsabilidad viva;
pues lo que está en juego en ello es su propio futuro. [...]
146
Del éxito
Ciertamente no es verdad que el éxito justifique un acto
malo y unos medios reprochables, pero tam poco es
posible considerar el éxito como algo completamente
neutral desde un punto de vista ético. La realidad es que
el éxito histórico crea el único suelo sobre el cual la vida
puede continuar; por ello sigue siendo dudoso si ética­
mente resulta más responsable em prender una campaña
a la manera de don Quijote contra una nueva época o
bien, confesando la propia derrota y en definitiva con­
sintiendo libremente en ella, ponerse al servicio de los
nuevos tiempos. Al fin y al cabo el éxito hace la histo­
ria, y por encim a de la cabeza de quienes deciden los
acontecimientos, el conductor de la historia convierte
siempre de nuevo el mal en bien. [...]
Hablar de un ocaso heroico ante una derrota inevita­
ble constituye en el fondo un acto muy poco heroico, ya
que no se atreve a m irar al futuro. La últim a cuestión
responsable no es cómo puedo yo evadirme heroica­
mente del asunto, sino cómo debe continuar viviendo
una generación venidera. Sólo a partir de esta cuestión
históricamente responsable pueden surgir soluciones
fructuosas, aunque de momento sean muy humillantes.
En pocas palabras: es mucho más fácil perseverar en
147
Algunos artículos de fe
sobre la actuación de Dios en la historia
Creo que Dios puede y quiere hacer surgir el bien de
todo, incluso de lo más malo. Para ello necesita hom ­
bres para quienes todas las cosas concurran al bien.
Creo que Dios nos concederá en cada situación difícil
tanta capacidad de resistencia como precisemos. Mas no
nos la concede por adelantado, a fin de que no confie­
mos en nosotros mismos, sino únicam ente en él. En una
fe así tendríamos que superar todo miedo ante el futuro.
Creo que tampoco nuestras faltas y errores son en vano,
y que para Dios no resulta más difícil entenderse con
ellos que con nuestras presuntas buenas acciones. Creo
que Dios no es un hado intemporal, sino que espera y
responde a nuestras oraciones sinceras y a nuestras
acciones responsables. [...]
Presente y futuro
Hasta ahora nos parecía que uno de los derechos más
inalienables de la vida humana era el de trazarse un plan
para su vida personal y profesional. Esto ya ha pasado.
Debido a la fuerza de las circunstancias, nos encontra­
mos en una situación en la que nos vemos obligados a
ESCRITOS ESENCIALES
DESPUES DE 1 0 AÑOS. BALANCE..
renunciar a «afanarnos por el día de mañana» (Mt 6,34).
Pero hay una diferencia esencial si esto ocurre por una
actitud libre de la fe, como lo quiere el sermón de la
montaña, o por una involuntaria servidumbre de cada
instante. Para la mayoría de las personas, esta forzada
renuncia a todo plan para el futuro significa entregar­
se al mom ento presente de forma irresponsable, irrefle­
xiva o resignada; algunos pocos sueñan aún con nostal­
gia en un futuro más hermoso e intentan olvidar así el
presente.
Para nosotros, ambas actitudes resultan igualmente
imposibles. Únicamente nos queda el estrecho y en oca­
siones apenas visible camino de aceptar cada día como
si fuese el último, pero vivir con tal fe y responsabilidad
como si aún existiese un gran futuro. «Aún se com pra­
rán en esta tierra casas, heredades y viñas» (Jer 32,15)
tuvo que anunciar Jeremías -e n paradójica contradic­
ción a sus predicciones de desgracia- inmediatam ente
antes de la destrucción de la ciudad santa, como signo y
prenda divina de un nuevo y gran futuro ante aquella
ausencia total de futuro. Pensar y actuar con vistas a la
generación futura y al mismo tiempo estar preparado
cada día a partir sin temores ni preocupaciones: tal es la
actitud a la que prácticamente nos vemos obligados y en
la que no resulta fácil, pero es necesario, perseverar
valerosamente. [...]
de nuestros coetáneos. Ya no podem os odiar tanto a la
muerte; en sus rasgos hemos descubierto cierta bondad
y casi nos hemos reconciliado con ella. En el fondo pre­
sentimos que ya le pertenecem os, y que cada nuevo día
es un milagro. Seguramente no sería justo decir que
morimos a gusto - a pesar de que nadie desconoce aquel
cansancio que, con todo, en ningún caso debemos per­
m itir que aflore-, pues somos dem asiado curiosos, o,
dicho de form a más seria, aún querem os ver algo del
sentido que cobra nuestra vida desbaratada. Tampoco
revestimos a la muerte de rasgos heroicos, pues para
ello la vida nos es dem asiado cara y grande. Y con más
razón aún nos negamos a ver en el peligro el sentido de
nuestra existencia, pues para ello no estamos lo sufi­
cientemente desesperados y sabemos dem asiado de los
bienes de la vida. Y también conocem os demasiado el
miedo a la muerte y todos los demás efectos destructi­
vos de una constante am enaza para la vida. Aún estim a­
mos la vida, pero creo que la muerte ya no nos puede
sorprender demasiado. Desde las experiencias de la
guerra, apenas nos atrevemos a confesar nuestro deseo
de que la muerte no nos sorprenda por casualidad, súbi­
tamente, apartados de lo esencial, sino en la plenitud de
la vida y en la totalidad de la acción. No serán las cir­
cunstancias externas, sino nosotros m ismos quienes
convertimos nuestra muerte en lo que puede ser: una
muerte libremente consentida.
Peligro y muerte
¿Aún som os útiles?
La idea de la muerte se nos ha hecho cada vez m ás fam i­
liar en estos últimos años. Incluso nos extrañamos de la
impasibilidad con que recibimos la noticia de la muerte
Hemos sido mudos testigos de actos malos, estamos de
vuelta de todo, hemos aprendido el arte del disim ulo y
de la palabra equívoca, la experiencia nos ha enseñado
148
149
ESCRITOS ESENCIALES
DESPUES DE 1 0 AÑOS. BALANCE.
a desconfiar de los hombres. A menudo hemos privado
a nuestro prójimo de la verdad o de una palabra libre
que le debíamos. Insoportables conflictos nos han
reblandecido o nos han hecho quizás cínicos; ¿somos
aún útiles? Lo que necesitaremos no serán genios, ni
menospreciadores de hombres ni sagaces tácticos, sino
hombres sencillos, humildes y rectos. ¿Será bastante
fuerte nuestra capacidad de resistencia interior contra lo
que nos ha sido impuesto y suficientemente despiadada
nuestra sinceridad frente a nosotros mismos como para
poder reencontrar el camino de la sencillez y de la
rectitud?
- Resistencia y sumisión,
selección de las pp. 13-22
principio más fecundo que la buena suerte personal para
explorar el mundo con el pensam iento y la acción. Esta
perspectiva desde abajo no debe convertirse en la toma
de partido de los que están eternam ente insatisfechos,
sino que más bien debemos hacer justicia a la vida en
todas sus dim ensiones desde una satisfacción superior,
cuyo fundamento está más allá de cualquier visión
«desde abajo» o «desde arriba». Ésta es la m anera en
que lo afirmamos.
150
La perspectiva desde abajo
Queda una experiencia de incom parable valor: hemos
aprendido a ver los grandes acontecimientos de la histo­
ria del mundo desde abajo, desde la perspectiva de los
marginados, los sospechosos, los maltratados, los sin
poder, los oprimidos, los insultados, en suma, desde la
perspectiva de los que sufren. Lo más importante es que
ni la amargura ni la envidia deberían haber roído el
corazón durante este tiempo, que deberíamos haber lle­
gado a mirar con ojos nuevos lo grande y lo pequeño, la
felicidad y la infelicidad, la fuerza y la debilidad, que
nuestra percepción de la generosidad, la hum anidad, la
justicia y la m isericordia debería haberse vuelto más
clara, más libre, menos corruptible. Tenemos que apren­
der que el sufrimiento personal es una clave más útil, un
151
- Gesammelte Schriften II, p. 441
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
8
Cartas y apuntes desde el cautiverio
A Eberhard Bethge
[Tegel] 27 de noviembre de 1943
La intensidad con que nos vemos obligados a vivir los
aspectos más crueles de la guerra nos ofrecerá más
tarde, si es que sobrevivimos a ella, la base de experien­
cia necesaria para constatar que una reconstrucción de
la vida de los pueblos en sus aspectos interiores y exte­
riores sólo es posible a partir del cristianismo. Por eso
hemos de conservar realm ente en nosotros, elaborar y
hacer fructificar todo cuanto vivimos, en lugar de sacu­
dírnoslo de encima. N unca hasta ahora habíam os perci­
bido de forma tan palpable la cólera de Dios, y esto es
una gracia. «Hoy, si oís su voz, no endurezcáis vuestros
corazones». La tarea que nos aguarda es inmensa; para
ella debemos ser ahora preparados y madurados.
- Resistencia y sumisión, p. 110
A Eberhard Bethge
[Tegel] segundo domingo de adviento
[5 de diciem bre de 1943]
Querido Eberhard:
Por cierto, caigo en la cuenta cada vez más de hasta
qué punto pienso y siento según el A ntiguo Testa­
153
mentó; a lo largo de estos últimos meses lo he leído con
mucha m ayor frecuencia que el Nuevo. Sólo cuando se
conoce la inefabilidad del nombre de Dios, puede pro­
nunciarse alguna vez el nombre de Jesucristo; sólo
cuando se ama tanto la vida y la tierra que con ella todo
aparece acabado y perdido, nos está perm itido creer en
la resurrección de los muertos y en un nuevo mundo;
sólo cuando nos sometemos a la ley de Dios, podemos
hablar alguna vez de la gracia; y sólo cuando la cólera y
la venganza de Dios contra sus enem igos subsisten
como realidades válidas, puede sentir nuestro corazón
algo de perdón y am or por nuestros enemigos. Quien
quiere ser y sentir con dem asiada rapidez y directam en­
te según el Nuevo Testamento, no es, a mi juicio, un
cristiano. A menudo hemos hablado de esta cuestión,
pero cada día que pasa me confirm a que así es efectiva­
mente. No podemos ni debemos pronunciar la última
palabra antes de la penúltima. Vivimos en lo penúltimo
y creemos en lo último, ¿no es así? [...]
- Resistencia y sumisión, p. 116
A su prometida
[Tegel] 13 de diciembre de 1943
Mi queridísim a María:
Sin perder aún la esperanza de que mi situación
pueda m ejorar a tiempo, quiero escribirte ahora m i carta
de Navidad. Hazme el inestimable favor de ser valiente
por mí, mi adorada M aría, aunque en las Navidades no
tengas más señal de mi am or que esta carta.
Sé que a ambos nos va a costar algunas horas de
sufrimiento, ¿por qué vamos a ocultárnoslo m utuam en­
154
ESCRITOS ESENCIALES
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
te? Y sé que nos va a costar entender lo incomprensible
de nuestro destino, mientras nos oprime la acuciante
pregunta de por qué, además de la trem enda oscuridad
que se abate sobre los seres humanos, nos ha caído enci­
m a el tormento de esta angustiosa separación que no
podemos comprender. ¡Qué difícil es aceptar interna­
mente lo que escapa a toda capacidad de comprensión!
¡Cuánto peligro hay de sentirse inexorablem ente a m er­
ced de un destino ciego! ¡Qué inquietante es la facilidad
con que en tiempos como éstos se cuelan en nuestro
corazón la desconfianza y la amargura! Y ¡qué fácil­
mente se apodera de nosotros una m entalidad errónea,
como si toda nuestra vida, nuestros caminos y los acon­
tecimientos que nos envuelven estuvieran en manos de
los hombres! Pues bien, precisam ente cuando eso se
abre paso en nuestro interior, sin apenas posibilidad de
defendernos, llega la Navidad en el mom ento justo y
con un mensaje que nos revela con claridad meridiana
que nuestros pensamientos son erróneos, porque aque­
llo que nos parece oscuro y depravado es, en realidad,
luminoso y benéfico, porque viene de Dios. Nuestros
ojos no ven más que contrasentidos: Dios en un pesebre,
la infinita riqueza en la absoluta pobreza, la luz en la
noche más cerrada, la potencia en el abandono. Pero no
podrá sucedemos nada malo. Por mucho que se em pe­
ñen los hombres, no son más que instrumentos al servi­
cio del plan de Dios, que se revela en lo escondido como
fuente de amor y que gobierna el mundo y lleva en su
mano nuestras vidas. Bueno sería que aprendiéramos a
decir con el apóstol Pablo: «Puedo vivir con estrechez y
puedo nadar en la abundancia; puedo estar harto y
puedo pasar hambre; puedo tener de sobra y puedo su­
frir necesidad. En fin, me siento con fuerzas para todo,
gracias a Cristo, que es el que me da esa fuerza» (Flp
4,13). El es el único que podrá ayudarnos a vencer las
dificultades, especialm ente en la próxim a Navidad. No
se trata aquí precisamente de la im perturbabilidad del
estoico ante cualquier acontecim iento externo, sino de
sufrimientos reales y auténticas alegrías, porque sabe­
mos muy bien que es Cristo el que está con nosotros.
155
Queridísima M aria, vamos a celebrar así estas Navi­
dades. Participa con los demás en esa alegría que sólo
puede experimentarse en una fiesta como la Navidad.
No te imagines cosas terribles sobre mi situación en la
celda. Piensa, más bien, que Cristo también pasa por las
cárceles, y que cuando llegue hasta mí no va a pasar de
largo. Por lo demás, espero encontrar un buen libro para
entretenerme leyéndolo con calma durante las fiestas. Y
eso es también lo que te deseo de todo corazón.
Olvidarse un poco de todo lo que nos rodea es perfecta­
mente legítimo. Primero hay que haber superado honra­
damente una preocupación, después habrá que aprender
a relativizarla y, finalmente, ya se puede echar en el
olvido. Pero ¡en ese orden! Porque, si se invierte el pro­
ceso, aparte de correr el peligro de equivocarse, no se
sacaría nada en limpio.
Pero, mi querida Maria, ¿por qué seguir hablando de
nuestros mutuos sentim ientos? Sabemos que cada pala­
bra no hará más que enconar la herida. Ante todo, debe­
mos guardarnos de com padecernos a nosotros mismos,
porque eso sería una auténtica blasfem ia contra Dios,
que sólo pretende nuestro bien. En todas nuestras prue­
bas ¿no tendríamos que repetir, incluso en estas fiestas
de Navidad, aquellas palabras de Isaías: «No lo eches a
perder, que es una bendición»?
156
ESCRITOS ESENCIALES
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
Ahora m ismo acaban de llegar dos cartas tuyas, una
del 27 del mes pasado y otra del 1 de los corrientes, más
una de tu abuela. Cuando tú me escribes con esa alegría
tan tuya, tocas dentro de m í una fibra que no parará de
resonar por largo tiempo. Me parece muy bien, aunque
altamente irrespetuoso, tildar de «tontería» el com enta­
rio positivo de tu abuela sobre tu «madurez» personal.
Desde luego, debo decirte que yo no soy muy amigo de
esa clase de constataciones. Pero creo que una abuela
está en su perfecto derecho a expresar así sus senti­
mientos. A propósito, dale las gracias de mi parte por su
amable y preciosa carta. Estoy seguro de que, con el
tiempo, tú también llegarás a escribir cartas tan bonitas
como las de tu abuela, porque de toda la fam ilia eres la
que más se le parece. Entre tanto, me alegro de que
escribas como escribes. En tus cartas te m uestras como
realmente eres; y eso es, precisam ente, lo que yo quie­
ro: a ti, tal como eres. Lo que me hace feliz no es esta
cualidad tuya o la otra, sino tú, tú misma, con tu propia
personalidad. Y, por favor, ahórrame hablar de mí
mismo. Sé que no te puedo ofrecer nada que dé un
nuevo contenido a tu vida, sino sólo mi deseo y mi peti­
ción de que perm anezcas junto a mí, que vengas conm i­
go, que seas mi adorada esposa y mi auténtica «ayuda»,
como yo te prom eto ser tu marido, que te quiere.
Ahora, hazme el favor de estar alegre y contenta en
estos días, y déjame participar en vuestra felicidad.
Saludos a tu madre, con mi mejor agradecim iento; y lo
mismo a tus hermanos, de parte de este su hermano
mayor. Un saludo muy especial a tu abuela, por la que
siento un afecto de la m ayor fidelidad. Saludos a los de
Kieckow, con los que me unen im borrables recuerdos
tanto de alegría como de tristeza. Pienso muchas veces
en Konstantin [von KleistRetzow]. Y no te olvides de
saludar de mi parte a los de Lasbeck.
Y para ti, mi queridísima, mi adorada M aria, el salu­
do más cariñoso, un abrazo y un beso de tu Dietrich
- Cartas de am or desde la prisión, pp. 108-110
157
A Eberhard Bethge
[TegelJ 11 de abril de 1944
Ayer oí a alguien decir que para él todos estos últimos
años habían sido años perdidos. Me satisface m ucho no
haber experimentado esta sensación por mi parte ni un
solo instante. Tampoco me he arrepentido nunca de la
decisión que adopté en el verano de 1939, y por extraño
que pueda parecer tengo la impresión de que mi vida se
ha desarrollado en form a rectilínea sin el m enor quie­
bro, por lo menos en lo que se refiere a la forma exter­
na de llevarla. Ha sido un ininterrumpido enriqueci­
miento de experiencias, por el que sólo puedo estar
agradecido. Si mi actual situación fuese la etapa final de
mi vida, esto tendría un sentido que yo creería com ­
prender; pero también podría ser todo una concienzuda
preparación para un nuevo comienzo que estaría carac­
terizado por el matrimonio, la paz y por una nueva tarea.
- Resistencia y sumisión, p. 192
A Eberhard Bethge
[Tegel] 30 de abril de 1944
A lo sumo, te extrañarían, o quizás incluso te preocupa­
rían, mis pensam ientos teológicos con sus consecuen­
cias, y es aquí donde tú me haces verdadera falta, pues
158
ESCRITOS ESENCIALES
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
no sabría con quién poder hablar, sino contigo, sobre
tales problemas, a fin de aclararme.
Lo que incesantem ente me preocupa es la cuestión
de qué es el cristianismo, o quién es Cristo realmente
hoy para nosotros. Ha pasado ya el tiempo en que a los
hombres se les podía explicar esto por medio de pala­
bras, sean teológicas o piadosas; ha pasado asim ism o el
tiempo de la interioridad y de la conciencia; es decir,
justam ente el tiempo de la religión en general. Nos
encaminamos hacia una época totalmente arreligiosa.
Simplemente, los hombres, tal como de hecho son, ya
no pueden seguir siendo religiosos. Incluso aquellos que
sinceramente se califican de «religiosos», no ponen esto
en práctica en modo alguno; sin duda con la palabra
«religioso» se refieren a algo muy distinto.
Pero toda nuestra predicación y teología cristianas,
con sus mil novecientos años, descansan sobre el «a
priori religioso» de los hombres. El «cristianismo» ha
sido siempre una forma (quizás la form a verdadera) de
la «religión». Ahora bien, si un día resulta claro que este
«a priori» no existe, sino que ha sido una form a de
expresión del hombre históricamente condicionada y
transitoria, si, pues, los hombres llegan a ser arreligiosos de una m anera verdaderamente radical - y creo que,
más o menos, esto es ya lo que sucede actualm ente (¿a
qué se debe, por ejemplo, que esta guerra, a diferencia
de todas las anteriores, no provoque ninguna reacción
«religiosa»?)-, ¿qué significa entonces esto para el
«cristianismo»?
Todo el «cristianismo» precedente queda privado de
su fundamento, y ya no podemos pisar tierra firme
desde un punto de vista «religioso» sino en algunos
«últimos caballeros» o en unos pocos hom bres intelec­
tualmente deshonestos. ¿Tendrán que constituir éstos
quizá el escaso número de los elegidos? ¿Debem os pre­
cipitarnos nosotros llenos de celo, am or propio o indig­
nación precisamente sobre este dudoso grupo de hom­
bres para colocarles nuestra mercancía? ¿Tenemos que
abalanzam os sobre unos pocos desdichados en sus
momentos de debilidad y, por decirlo así, violarlos
religiosam ente?
Si no querem os nada de todo esto, y si, en definitiva,
hemos de juzgar la forma occidental del cristianismo
como mera etapa previa de una com pleta arreligiosidad,
¿qué situación surge entonces para nosotros, para la
Iglesia? ¿Cóm o puede convertirse Cristo en Señor,
incluso de los no religiosos? ¿Existen cristianos arreligiosos? Si la religión sólo es un ropaje del cristianismo
- y dicho ropaje ha ofrecido un aspecto muy diferente en
las distintas épocas-, ¿qué es entonces un cristianismo
arreligioso?
Barth, el único en com enzar a pensar en esta direc­
ción, no ha desarrollado estos pensam ientos hasta sus
últimas consecuencias, sino que ha desem bocado en un
positivismo de la revelación, que a fin de cuentas no
deja de ser esencialm ente una restauración. Para el tra­
bajador o para el hombre arreligioso en general no se ha
ganado aquí nada que sea decisivo. Porque los proble­
mas a solucionar serían: ¿qué significan una Iglesia, una
parroquia, una predicación, una liturgia, una vida cris­
tiana en un mundo sin religión? ¿Cómo hablar de Dios
sin religión, esto es, sin las premisas temporalmente
condicionadas de la metafísica, de la interioridad, etcé­
tera, etcétera? ¿Cóm o hablar (pero acaso ya ni siquiera
se puede «hablar» de ello como hasta ahora) «m unda­
namente» de «Dios»? ¿Cóm o somos cristianos «arreli-
159
ESCRITOS ESENCIALES
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
giososm undanos»? ¿Cóm o somos éKKA,Tjüí(X [ekklesía], «los que son llamados», sin considerarnos unos
privilegiados en el plan religioso, sino más bien como
perteneciendo plenam ente al mundo?
Entonces, Cristo ya no es objeto de la religión, sino
algo com pletam ente diferente: realm ente el Señor del
mundo. Pero ¿qué significa esto? ¿Qué significan el
culto y la plegaria en una ausencia de religión?
¿Adquiere aquí nueva im portancia la disciplina del
arcano, o sea la diferenciación (que ya conoces en mí)
entre lo último y lo penúltimo? [...]
La cuestión paulina sobre si la 7l8piTO|lfj [peritomé]
es condición de la justificación, quiere decir hoy a mi
juicio, si la religión es condición de la salvación. La
libertad ante la 7iepiXO(J.f| [peritomé] es también la li­
bertad ante la religión. A menudo me pregunto por qué
un «instinto cristiano» me atrae en ocasiones más hacia
los no religiosos. Y esto sin la menor intención m isio­
nera, sino que casi me atrevería a decir «fraternalm en­
te». Ante los religiosos, me avergüenzo con frecuencia
de nombrar a Dios, porque en ese contexto su nombre
me parece que adquiere un sonido casi ficticio y yo
tengo la impresión de ser algo insincero (esto llega a ser
especialm ente grave cuando los demás com ienzan a
hablar con terminologías religiosas; entonces enm udez­
co casi por completo y el ambiente me resulta pegajoso
y molesto). En cambio ante los no religiosos puedo,
cuando hay ocasión, nom brar a Dios con toda tranquili­
dad y como algo obvio.
Los hombres religiosos hablan de Dios cuando el
conocim iento humano (a veces por simple pereza m en­
tal) no da más de sí o cuando fracasan las fuerzas hum a­
nas. En realidad, se trata siempre de un deus ex m achi­
na al que ponen en movimiento, bien para la aparente
solución de problemas insolubles, bien como fuerza
ante los fallos humanos; en definitiva, siempre sacando
partido de la debilidad humana, o en las limitaciones de
los hombres.
160
161
Semejante actitud sólo tiene posibilidades de perdu­
rar, por su propia lógica, hasta el mom ento en que los
hombres, por sus propias fuerzas, desplazan algo más
allá los límites, y Dios, como deux ex machina, resulta
superfluo. Por otra parte, hablar de los límites humanos
se me ha convertido en algo cuestionable (la misma
muerte, puesto que los hombres ya apenas la temen, y el
pecado, que apenas comprenden, ¿son todavía unos ver­
daderos límites?). Siempre tengo la impresión de que
con ello sólo tratam os de reservar medrosamente un
espacio para Dios. Pero yo no quiero hablar de Dios en
los límites, sino en el centro; no en las debilidades, sino
en la fuerza; esto es, no a la hora de la muerte y de la
culpa, sino en la vida y en lo bueno del hombre. En los
límites, me parece mejor guardar silencio y dejar sin
solución lo insoluble.
La fe en la resurrección no es la «solución» al pro­
blem a de la muerte. El «más allá» de Dios no es el más
allá de nuestra capacidad de conocimiento. La trascen­
dencia desde el punto de vista de la teoría del conoci­
miento no tiene nada que ver con la trascendencia de
Dios. Dios está más allá en el centro de nuestra vida. La
Iglesia no se halla allí donde fracasa la capacidad hum a­
na, en los límites, sino en medio de la aldea. Así es
según el Antiguo Testamento y, en este sentido, leemos
dem asiado poco el Nuevo Testamento a partir del
Antiguo.
162
ESCRITOS ESENCIALES
Estoy reflexionando mucho acerca de los rasgos de
este cristianism o arreligioso y sobre la form a que adop­
ta; pronto te escribiré más a este respecto. Quizá recai­
ga sobre nosotros, situados entre Occidente y Oriente,
una importante misión precisamente en este contexto.
- Resistencia y sumisión, pp. 197-199
¿Quién soy?
¿Quién soy? M e dicen a menudo
que salgo de mi celda sereno,
risueño y firme,
como un noble de su palacio.
¿Quién soy? Me dicen a menudo
que hablo con los carceleros
libre, amistosa y francamente,
como si mandase yo.
¿Quién soy? M e dicen también
que soporto los días de infortunio
con indiferencia, sonrisa y orgullo,
como alguien acostum brado a vencer.
¿Soy realmente lo que los otros dicen de mí?
¿O bien sólo soy lo que yo mismo sé de mí?
Intranquilo, ansioso, enfermo, cual pajarillo enjaulado,
pugnando por poder respirar, com o si alguien me
oprimiese la garganta,
hambriento de colores, de flores, de cantos de aves,
sediento de buenas palabras y de proxim idad humana,
temblando de cólera ante la arbitrariedad y el menor
agravio,
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
163
agitado por la espera de grandes cosas,
impotente y tem eroso por los amigos en la infinita
lejanía,
cansado y vacío para orar, pensar y crear,
agotado y dispuesto a despedirme de todo.
¿Quién soy? ¿Éste o aquél?
¿Seré hoy éste, m añana otro?
¿Seré los dos a la vez? ¿Ante los hom bres un hipócrita,
y ante m í mismo un despreciable y quejum broso débil?
¿O bien, lo que aún queda en m í sem eja el ejército
batido
que se retira desordenado ante la victoria que tenía
segura?
¿Quién soy? Las preguntas solitarias se burlan de mí.
Sea quien sea, tú me conoces, tuyo soy, ¡oh Dios!
- Resistencia y sumisión, pp. 243-244
A Eberhard Bethge
18 de julio de 1944
¿Se habrán perdido algunas cartas debido al bombardeo
de M unich? ¿Recibiste la carta con las dos poesías?
Salió precisamente aquella noche y contenía además
algunos pensam ientos preliminares sobre el tem a teoló­
gico. La poesía «Cristianos y paganos» contiene una
idea que volverás a encontrar aquí: «Los cristianos están
con Dios en su pasión». Esto es lo que distingue a los
cristianos de los paganos. «¿No habéis podido velar
conm igo una hora?», pregunta Jesús en Getsemaní. Esto
164
ESCRITOS ESENCIALES
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
es la inversión de todo lo que el hombre religioso espe­
ra de Dios. El hombre está llamado a sufrir con Dios en
el sufrimiento que el m undo sin Dios inflige a Dios.
Debe vivir, pues, realmente, en el m undo sin Dios, y
no le es lícito intentar escamotear, transfigurar religio­
samente su carencia de Dios; debe vivir «m undanam en­
te» y así precisam ente es como participa en el sufri­
miento de Dios; le está perm itido vivir «m undanam en­
te», es decir, está liberado de todas las falsas vincula­
ciones e inhibiciones religiosas. Ser cristiano no signifi­
ca ser religioso de una cierta manera, convertirse en una
clase determ inada de hombre por un m étodo determ ina­
do (un pecador, un penitente o un santo), sino que sig­
nifica ser hombre; Cristo no crea en nosotros un tipo de
hombre, sino un hombre. No es el acto religioso quien
hace que el cristiano lo sea, sino su participación en el
sufrimiento de Dios en la vida del mundo.
- Resistencia y sumisión, p. 253
la muerte y la resurrección. Creo que Lutero vivió en
esta intramundanidad.
A Eberhard Bethge
[Tegel] 21 de julio de 1944
Durante estos últim os años he aprendido cada vez más
a ver y com prender la profunda intram undanidad del
cristianismo. El cristiano no es un homo religiosus, sino
sencillamente un hombre, tal como Jesús, a diferencia
quizá de Juan Bautista, fue hombre. No me refiero a una
intramundanidad banal y vulgar, como la de los hom ­
bres ilustrados, activos, cómodos o lascivos, sino a la
profunda intram undanidad que está llena de disciplina,
en la que se halla siempre presente el conocim iento de
165
Recuerdo aún una conversación que hace trece años
sostuve en Am érica con un joven pastor francés. Nos
habíamos preguntado sencillamente qué queríamos ha­
cer con nuestra vida. Él me dijo que quería ser un santo
(y creo muy posible que haya llegado a serlo). En aquel
entonces, esto me impresionó mucho. No obstante, le
contradije y le repliqué poco más o menos que yo que­
ría aprender a creer. Durante mucho tiempo no he com ­
prendido la profundidad de esta contradicción. Creí que
podría aprender a creer al llevar algo así como una vida
santa. Al escribir El precio de la gracia, llegué cierta­
mente al final de este camino. Hoy veo con toda clari­
dad los peligros de dicho libro, del que sin embargo sigo
respondiendo plenamente.
Más tarde hice la experiencia, y la sigo haciendo
actualmente, de que sólo en la plena intramundanidad
de la vida aprendemos a creer. Cuando uno ha renun­
ciado por com pleto a llegar a ser algo, tanto un santo
como un pecador convertido o un hombre de Iglesia (lo
que llamamos una figura sacerdotal), un justo o un
injusto, un enfermo o un sano - y esto es lo que yo llamo
intramundanidad, es decir, vivir en la plenitud de tareas,
problemas, éxitos y fracasos, experiencias y perplejida­
d es-, entonces se arroja uno por completo en los brazos
de Dios, entonces ya no nos tomamos en serio nuestros
propios sufrimientos, sino los sufrimientos de Dios en el
mundo, entonces velamos con Cristo en Getsemaní.
Creo que esto es la fe, la |J £ T á v o ia [m etanoia], y así
nos hacemos hombres, cristianos (cf. Jer 45). ¿Cómo
habríamos de ser arrogantes a causa de nuestros éxitos
166
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
ESCRITOS ESENCIALES
o sentirnos derrotados ante nuestros fracasos, si en la
vida intram undana también nosotros sufrimos la pasión
de Dios?
- Resistencia y sumisión, pp. 257-258
Estaciones en el cam ino hacia la libertad
Disciplina
Si sales en busca de la libertad, aprende ante todo la dis­
ciplina de tus sentidos y de tu alma, para que tus
deseos y tus miembros no te arrastren sin descanso,
aquí y allá.
Casto sea tu espíritu, y tu cuerpo a ti sumiso del todo
y obediente para perseguir el fin que le ha sido
señalado.
Nadie sondea el misterio de la libertad, a no ser por la
disciplina.
Acción
167
Sufrimiento
¡M aravillosa transformación! Las fuertes, activas manos
te son atadas.
Impotente, solitario, contem plas el fin de tu acción; pero
tú respiras profundam ente y depositas el bien,
silenciosamente consolado, en una mano más fuerte y te
quedas contento.
Sólo un instante rozaste feliz la libertad,
luego la entregaste a Dios, para que él la perfeccione
magníficamente.
Muerte
Ven ya, fiesta suprema en el camino hacia la eterna
libertad;
muerte, abate las molestas cadenas y murallas de nues­
tro cuerpo perecedero y nuestra alm a obcecada,
para que por fin avizoremos lo que aquí se nos niega
contemplar.
Libertad: te hemos buscado largo tiempo en la discipli­
na, la acción y el sufrimiento.
Al m orir te reconocem os en persona en la faz de Dios.
- Resistencia y sumisión, pp. 258-259
No hacer y osar lo arbitrario, sino lo justo;
no oscilar entre posibilidades, sino acom eter valerosa­
mente lo real;
la libertad no está en el torrente de los pensamientos,
sino sólo en la acción.
Lánzate desde tus miedosas indecisiones a la tem pestad
del acontecer,
solamente sostenido por el m andam iento divino y por
tu fe,
y la libertad recibirá jubilosa tu espíritu.
A Eberhard Bethge
[Tegel] 21 de agosto [de 1944]
En esta época turbulenta olvidamos continuamente la
razón por la cual de hecho vale la pena vivir. Creemos
que porque tal o cual persona vivan, también tiene sen­
tido que vivamos nosotros. Pero la realidad es ésta: si se
consideró que la tierra era digna de albergar al hombre
Jesucristo, entonces y sólo entonces tiene sentido que
168
ESCRITOS ESENCIALES
nosotros, los hombres, vivamos. Si Jesús no hubiese
vivido, entonces nuestra vida - a pesar de todos los
demás hombres que conocemos, honramos y am am osestaría falta de sentido. Quizás en estos tiempos no vea­
mos con claridad el significado y la misión de nuestra
profesión. Pero, ¿no podemos expresarlo así, en su
form a más sencilla? Porque el concepto tan poco bíbli­
co del «sentido» sólo es una traducción de lo que la
Biblia llama «promesa».
- Resistencia y sum isión, p. 273
A Eberhard Bethge
[Tegel] 23 [de agosto de 1944]
Por favor, no te preocupes ni te inquietes nunca por mí;
pero no olvides la oración de petición; aunque no dudo
de que la harás. Estoy tan convencido de que la mano de
Dios me guía, que espero ser siempre m antenido en esta
certeza. No debes dudar nunca de que recorro con gra­
titud y alegría el camino por el que soy conducido. Mi
vida pasada está colm ada de la bondad de Dios, y sobre
la culpa se halla el amor perdonador del Crucificado. Mi
mayor gratitud se despierta por las personas que he
conocido de cerca, y sólo deseo que nunca se aflijan por
mí, sino que también ellas puedan tener la agradecida
certeza de la bondad y el perdón de Dios. Perdona que
escriba estas cosas. Por favor, no dejes ni por un
momento que te entristezcan o te intranquilicen: que sir­
van tan sólo para alegrarte de verdad. Quería decirlas
una vez por lo menos, y no sabía a quién, fuera de ti,
podía colocárselas de tal manera que las escuchase tan
sólo con alegría.
- Resistencia y sumisión, pp. 274-275
CARTAS Y APUNTES DESDE EL CAUTIVERIO
169
A su madre
[Calle PrinzAlbrecht]
28 de diciem bre de 1944
Q uerida mamá:
Con gran alegría por mi parte acabo de recibir el per­
miso de escribirte para el día de tu cumpleaños. Debo
hacerlo con cierta prisa, pues la carta ha de salir ense­
guida. En realidad sólo tengo un único deseo: el de
poderte dar alguna alegría en estos días tan sombríos
para vosotros. Q uerida mamá, debes saber que cada día
pienso infinitas veces en ti y en papá, y que doy gracias
a Dios por perm itir que vosotros sigáis en vida, para mí
y para toda la familia. Sé que siempre te ha animado el
deseo de vivir para nosotros, y que para ti no ha existi­
do una vida propia. De aquí que todo cuanto yo vivo,
sólo lo pueda vivir pensando en vosotros. Me resulta un
gran consuelo saber que M aria está en vuestra casa. Te
doy las gracias por todo el amor que en el transcurso de
este año me hiciste llegar a la celda y que me hizo más
llevadero cada día. Creo que estos años difíciles nos han
unido más estrecham ente que antes. Os deseo a ti y a
papá y a M aria y a todos nosotros, que el nuevo año nos
depare por lo menos acá y allá un rayo de esperanza y
que de nuevo podamos alegrarnos todos juntos. Que
Dios os conserve la salud. Te saludo, querida, querida
mamá, y piensa en ti de todo corazón en el día de tu
cumpleaños,
Tu agradecido Dietrich
- Resistencia y sumisión, p. 279
Colección «El Pozo de Siquem»
TÍTULOS PUBLICADOS
1.
D o ro th e e S o lle
4.
E rn esto B a ld u cci
Viaje de ida
160 págs.
La nueva identidad cristiana
12.
J e a n V a n ie r
15.
A n th o n y d e M e llo
180 p ág s.
No tem as am ar 4 a e d .
El canto d el pájaro
17.
H.J.
R ahm y M a
134 págs.
28 a ed.
J.R.
2 1 6 págs.
L am ego
Vivir la tercera ed a d en la alegría d el Espíritu
4 a ed.
112 p ág s.
1 9.
A nthony
20.
Jean D
22.
A
24.
T e ó f il o C a b e s t r e r o
25.
A n t o n io L ó p e z B a e z a
26.
G
28.
C a r lo s G o n z á le z V a llé s
30.
T e ó f il o C a b e s t r e r o
31.
A
de
M
ello
El M anantial
13 a e d .
2 8 8 págs.
ebruynne
¡
Eucaristía. G racias, Señor, gracias!
nthony de
M
¿Quién pu ede hacer que am anezca?
O rar la vida en tiem pos som bríos
Canciones d el hombre nuevo
2a ed.
D ejar a D ios ser D ios
1 Ia ed.
Sabor a Evangelio
nthony de
M
248 págs.
128 p ág s.
168 p ág s.
192 p ágs.
104 p ág s.
onzález
B
17 a e d .
B ajar a l encuentro de D ios
C arlos G
34.
P ie t
35.
A
36.
C a rlo s G o n zá lez Valles
Busco tu rostro
14 a e d .
onzález
2 8 6 págs.
uelta
33.
2a ed.
104 p ág s.
Va lles
Por la f e a la ju sticia
B
152 p ág s.
ello
La oración de la rana - 1
B e n ja m ín G
van
13a e d .
F l o r io
iu s e p p e
La palabra de Dios, escuela de oración
32.
136 págs.
ello
5a ed.
2 1 6 págs.
3a ed.
208 págs.
reem en
El nos amó prim ero
nth o n y d e
M
ello
La oración d e la rana - 2
13a e d .
256 págs.
272 págs.
37.
C arlo M
a r ía
M
61.
a r t in i
La alegría del Evangelio
38.
3a ed.
Jea n L a place
B e n ja m ín G
192 págs.
B uelta
onzález
La transparencia del barro
2a ed.
L o u is É v e l y
41.
C arlos G
42.
L o u is É v e l y
44.
C arlos G
45.
L u is A l o n s o S c h o k e l
Esperanza - 3 a ed.
46.
A
Contacto con D ios - 9 a ed.
L uis A l o n s o S c h o k e l
2 4 8 págs.
47.
M ensajes de Profetas
184 págs.
Cada día es una alba - 3a ed.
G ustad y ved
-
7a ed.
«Al andar se hace camino»
nthony de
M
48.
S t a n R o u g ie r
49.
A
50.
C arlos G
52.
Jesús A
-
7a ed.
Una llam ada al am or
Salió el sembrador...
-
17a ed.
4 a ed.
-
A
n t o n io
C ano M
Las otras horas
55.
B e n ja m ín G o n z á l e z B
56.
J o a q u ín S u á r e z B a u t is t a
57.
M
58.
A nthony
59.
C arlos G
60.
L ou is É v e l y
Como pan que se p arte - 3 a ed.
Los otros salm os
Un minuto para el absurdo - 7a ed.
onzález
Vida en abundancia
E ternizar la vida
-
3a ed.
128 págs.
176 págs.
R ib a s
70.
PlE T VAN BREEMEN
71.
D olores A
72.
M
73.
M
74.
L u is A l o n s o S c h o k e l
75.
F ra n cesco R o ssi
y
192 págs.
J o e P u l ic k a l
Nosotros hemos oído cantar al pájaro
Transparentar la gloria de D ios
-
-
2a ed.
ic h e l
H
M
160 págs.
de
G
M
77.
C arlos G
78.
C arlo M
79.
H
80.
M
81.
L u is A
H
2 2 4 págs.
a s p e r is
La roca que nos ha engendrado
76.
184 págs.
ubaut
O rar los sacram entos
onzález
a r ía
M
160 págs.
Va llés
¿Una vida o muchas? - 2a ed.
144 págs.
a r t in i
Una libertad que se entrega - 2a ed.
N
23 2 págs.
23 2 págs.
Contem pladlo y quedaréis radiantes
en ri
248 págs.
elen d o
Vivir de verdad
ic h e l
128 págs.
ubaut
O rar las pa rá b o la s
a it e
2 a ed.
l e ix a n d r e
Com pañeros en el cam ino - 3a ed.
176 págs.
ouw en
Cam inar con Jesús - 2a ed.
3 5 2 págs.
20 8 págs.
ello n i
A u r el B rys
2 0 8 págs.
Valles
J a v ie r M
Los cam inos del corazón
176 págs.
ello
112 págs.
B e n ja m ín G o n z á l e z B u el ta
69.
2 5 6 págs.
Conocer desde el silencio
V alles
En el aliento de D ios
192 págs.
C orbí
128 págs.
onzález
«Crecía en sabiduría...» - 3a ed.
2 0 0 págs.
uelta
Signos y p arábolas para contem plar la historia
M
El prójim o lejano
144 págs.
PlE T VAN BREEMEN
de
C arlos G
2 7 2 págs.
54.
a r ia n o
66.
136 págs.
oya
188 págs.
J e a n - C l a u d e L a v ig n e
152 págs.
lm ón
El vuelco del Espíritu
53.
Salmos d el Evangelio
3 1 2 págs.
Va llés
onzález
176 págs.
65.
68.
ello
176 págs.
Schokel
lo n so
D ios Padre - 2a ed.
248 págs.
ello
M
P e d r o T r ig o
67.
...Porque el am or viene de D ios
nth o n y d e
64.
168 págs.
Valles
onzález
2 4 8 págs.
4 a ed.
-
L ó pez B a eza
n t o n io
L u is A
184 págs.
Tú me haces ser - 2a ed.
A
Imágenes y profecías de la A m istad
208 págs.
Vallés
onzález
A l e ix a n d r e
olores
63.
144 págs.
40.
D
Círculos en el agua
62.
El Espíritu y la Iglesia
39.
120 págs.
a d e l e in e
D
La alegría de creer
lo n so
112 págs.
elbrél
248 págs.
Schokel
«Com o el Padre me envió, yo os envío»
160 págs.
82.
103.
C a r lo M a ría M a rtin i
83.
104.
2 4 8 págs.
105.
2 0 0 págs.
106.
C arlo s G . V alles
2a ed.
168 págs.
107.
A
2a ed.
208 págs.
108.
136 págs.
109.
192 págs.
110.
136 págs.
111.
152 págs.
112.
Al aire del Espíritu. M editaciones bíblicas - 2a ed. 128 págs.
113.
L eo n a rd o B o ff
152 págs.
114.
Joan C
128 págs.
115.
Jo sé -V
160 págs.
116.
É lo i L eclerc
2 0 0 págs.
117.
A
2 7 2 págs.
118.
A
5 0 4 págs.
119.
H enri B o u la d
184 págs.
120.
M
160 págs.
121.
D
2a ed.
arlos
G
onzález
D
A
olores
-
-
J o s é L u is B l a n c o V
T h ie r r y G
90.
92.
T homas H. G
-
2a ed.
94.
C arlos G
onzález
96.
H
enri
N
C arlo M
a r ía
M
C
arlo
M
a r ía
M
B e n ja m ín G
onzález
100.
T u l l io B
101.
T homas H. G
A u g u sto C
200 págs.
152 págs.
2 2 4 págs.
B onet
íc e n t e
nthony de
M
n t o n io
152 págs.
176 págs.
L ó pez B aeza
ahatm a
ie t r ic h
176 págs.
ello
G
B
20 0 págs.
216 págs.
andhi
128 págs.
o n h o effer
2 2 4 págs.
2 0 8 págs.
112 págs
144 págs.
h it t is t e r
avadi
Ser Profetas H oy
2 0 0 págs.
atalán
r e e n , sj
Cuando el p o zo se seca
102.
Jo sep O tón C
Escritos esenciales
e n in i
Orar el Padrenuestro
176 págs.
PlERRE PRADERVAND
Quien sigue el camino de la verdad no tropieza
B uelta
La utopía ya está en lo germinal
160 págs.
cK enna
El hombre y el m isterio del tiempo
a r t in i
Hombres y mujeres del Espíritu
99.
M
Un D ios locamente enamorado de ti
a r t in i
Por los cam inos del Señor
98.
eg a n
E scritos esenciales
ouw en
El cam ino hacia la paz
97.
M
El sol sale sobre Asís
Vallés
Siglo nuevo, vida nueva
144 págs.
e il
Teología d el «gusano»
W lLLIAM A . BARRY, SJ
¿Quién decís que soy yo?
95.
S im o n e W
En busca de la fe
r e e n , sj
A brirse a D ios
136 págs.
PlE T VAN BREEMEN
La oración de San Francisco
C astro F errer
ig u e l
D espertar a la libertad
93.
2a ed.
L ó pez B aeza
El inconsciente, ¿m orada de D ios?
L uis A l o n s o S c h o k e l
Jorge M
n t o n io
El arte de bendecir
É lo i L eclerc
El D ios m ayor
91.
22 4 págs.
María. Sombra de gracia
a m e l in
Camino de curación
208 págs.
ouw en
E scritos esenciales
ega
...Y tengo am or a lo visible
89.
N
Lo que cuenta es el am or
Ja c q u e s L o e w
Vivir el Evangelio con M adeleine D elbrél
88.
enri
Ráfagas del Espíritu
l e ix a n d r e
Bautizados con fuego
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«Estad, siem pre alegres»
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La cálida sinfonía d el am anecer
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El Reino escondido - 2 a ed.
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