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Albert Meister - Beauborg, una utopia subterranea

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ALBERT MEISTER
BEAUBOURG
una utopía subterránea
Traducción de Valentina Maio
Introducción de Julio Monteverde
Ilustraciones de Lucas Vázquez de la Rubia
Enclave de libros
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ISBN: 978-84-940208-9-6
Depósito Legal: m-10437-2014
Título original: La soi-disant utopie du centre Beaubourg
Primera edición: Editions de L´Entente, 1976
© Herederos de Albert Meister
Nuestros esfuerzos por establecer contacto con ellos han resultado infructuosos.
Quedamos a su disposición.
Título: Beaubourg, una utopía subterránea
Primera edición en castellano: abril 2014
© 2014 Enclave de Libros
Autor: Albert Meister
Traducción al castellano: Valentina Maio
Diseño de cubierta e ilustraciones: Lucas Vázquez de la Rubia
Maquetación: Julio Monteverde
Corrección: Gabriela Torregrosa
Enclave de Libros
C/ Relatores, 16
28012 Madrid
http://www.enclavedelibros.blogspot.com
[email protected]
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índice
Julio Monteverde: Introducción........................9
Beaubourg, una utopía subterránea ...............25
Notas...............................................................287
Bibliografía esencial de Albert Meister...........295
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¡BEAUBOURG!
EL TIEMPO, EL LUGAR, LA UTOPÍA
Imaginemos que un día se descubren decenas de
plantas subterráneas (84, como mínimo), bajo un
famoso museo de arte contemporáneo de París.
Imaginemos también que todas estas plantas son
tomadas por una comunidad abierta de personas
decididas a crear un espacio vital propio, un lugar
de libertad, de creación de vida. Imaginemos por
último que todo esto, a pesar de los múltiples problemas a los que debe enfrentarse, tiene éxito, que se
despliega en el tiempo y, lo más importante, que
se extiende más allá de sus límites físicos modificando el curso de la vida común en el exterior…
Toda utopía, al plantear un destino, implica su
propio itinerario, un cierto mapa trazado para
llegar a «alguna parte». Nuestro tiempo se ha
acostumbrado a pensar que la utopía no es más
que una patada hacia adelante, una proyección
del deseo que, a fin de cuentas, no lleva realmente a «ningún lugar». Sin embargo, la utopía
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sólo se propone para motivar el movimiento, y es
la posibilidad de su realización lo que permite vislumbrar la necesidad de andar esa distancia que
la separa de la realidad. Una vez propuesta, los
puentes materiales que llevan a ese «buen lugar»
empiezan a iluminarse y se vuelven franqueables.
De nosotros depende por tanto aceptar la llamada o despreciarla. Despreciarla también porque no todos los caminos que propone la utopía
son igualmente transitables. En su forma final de
relato más o menos literario, existen muchos tipos
de utopías, y algunos de ellos son como poco discutibles, cuando no directamente despreciables.
No obstante, todo parece indicar que estas diferencias parten siempre, en lo esencial, de aquello
que habita en el interior de los mismos que las
proponen. Pues si lo que impulsa al que se toma
el trabajo de escribirla es simplemente el deseo
infantil de dominación, la utopía resultante será
un mero reflejo de ese carácter abyecto (París en
sueños, Cristianópolis); si por el contrario es el
deseo profundo de libertad, la necesidad de salir
de la pesadilla de los días hacia un mundo más
intenso y habitable, el resultado será algo muy
diferente (El nuevo mundo amoroso, Noticias de
ninguna parte). Por tanto, nunca estará de más
clarificar, aunque sea a modo de señalización,
el clima personal y social del que ha podido surgir una utopía.
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el tiempo
Recordemos que la primera mitad del siglo pasado
fue también, entre otras muchas cosas, el tiempo
de la distopías (1984, Un mundo feliz, Farenheit
451). Pero recordemos igualmente cómo todo este
clima de desaliento y temor fue cambiando con
el correr de los años sesenta, y cómo Mayo del
68 estuvo finalmente atravesado por un poderoso
aliento utópico sin el cual no es posible siquiera
comenzar a entenderlo. El ejemplo más elocuente
de este cambio de perspectiva, que vendría a resumirlo todo mejor que cualquier discurso, sería
la «restitución», una mañana de marzo de 1969,
de la estatua de Charles Fourier sobre su famoso
pedestal vacío en el extremo occidental del boulevard de Clichy, en París, por parte de un grupo de
desconocidos autodenominados les barricadiers
de la rue Gay-Lussac. La estatua sólo duró un día
en su lugar, pero la rehabilitación, hecho completamente impensable diez años atrás, habla a las
claras de cómo la corriente utópica se había extendido y afianzado en la mente de muchos durante
aquellos años.
En este contexto, o mejor dicho, como consecuencia del paso de unos hechos reales que cambiaron brutalmente la forma de entender las luchas
sociales y aquello que hasta entonces se conocía
como «la política», es que un libro tan sorprendente como el que el lector tiene ahora entre sus
manos, pudo tener, en lo bueno y en lo malo,
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un suelo fértil sobre el que alzarse. Sin duda su
autor, Albert Meister, fue también un producto de
aquellos años, en el mejor sentido posible de la
expresión.
Albert Meister nació el 22 de julio de 1927, en
Basilea (Suiza).1 Naturalizado francés en 1967,
se doctoró en sociología en Ginebra y en ciencias
humanas en París. Toda su carrera profesional
giró en torno a la problemática de la autogestión
y la puesta en marcha de organizaciones horizontales, así como sobre las implicaciones políticas
que esta creación de comunidades libres tenía
para la sociedad en su conjunto. Como experto en
la materia fue altamente respetado en el ambiente
intelectual de izquierdas de la época. Trabajó para
la Ecole des Hautes Études de París y muchas
de sus obras fueron traducidas a otros idiomas,
includo el castellano.2 Así sucedió por ejemplo
con su trabajo más famoso: L´inflation créatrice,
pero también con el que dedicó a las experiencias
de autogestión yugoslavas. Igualmente, destacó
como animador de la revista Autogestion. Murió
prematuramente en Japón en enero de 1982, a la
edad de 54 años. Según sus amigos poco tiempo
antes había decidido abandonar la investigación
1
Las informaciones biográficas de Albert Meister están
extraídas del postfacio escrito por Éric Dussert para la segunda
edición francesa de este libro, publicada por la editorial
Burozoïque en París en 2010.
2
Para más información sobre la obra de Meister, véase la
bibliografía esencial incluida al final del presente volumen.
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y la docencia para dedicarse por completo a la
escultura y el dibujo.
Sin embargo, todo este camino vital de especialista recorrido por Meister, por muy interesante que nos pueda parecer, por muchas vías
que pudiera abrir a una comprensión profunda
de los fenómenos de la autogestión, no alcanza a
eclipsar la fascinación que provoca hoy en día el
pequeño libro que publicó en 1976, bajo el seudónimo de Gustave Affeulpin, titulado La soi-disant
utopie du centre Beaubourg;3 esa extraña joya que
Meister nos legó como quien no da importancia
a lo que hace mientras se reserva un gesto de
inteligencia para quien sepa encontrar en ella lo
mejor de su obra. Pues en esta historia, a partir
de una idea luminosa, Meister pareció volcar los
conocimientos adquiridos en el trabajo científico
de toda una vida para dotarlos de una dimensión
nueva, más intensa y cercana, despojándose además de todo aparato «intelectual» para situarse
directamente frente a aquello que más le interesaba: la posibilidad de creación de un espacio
vital al margen de las constricciones capitalistas
en todo lo que este podía tener de real y vivible,
tan luminosamente concreto como el mismo escenario que eligió para situarlo.
La referencia completa de esta primera edición es Gustave
Affeulpin: La soi-disant utopie du centre Beaubourg, París,
Editions de L´Entente, 1976. La segunda edición de 2010
prescindirá finalmente del seudónimo.
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el lugar
En los años sesenta del siglo pasado el barrio de
Les Halles era un agujero negro sobre del plano
de París. Gran mercado de la ciudad, situado
en pleno casco urbano, estaba rodeado de una
miríada de callejuelas en las que durante más de
ochocientos años se sucedieron los locales de mala
muerte y los prostíbulos, atraídos por la presencia
constante de los obreros que todas las noches trabajaban en las labores de carga y descarga. Los
elementos más conocidos de los bajos fondos de
París tenían allí sus permanencias así como algunos de sus cuarteles generales más conocidos, y
la fama de insalubridad, hacinamiento y peligrosidad había perseguido al barrio, aparentemente
con razón, durante gran parte de su existencia.4
Pero la ciudad convivió con este punto problemático de su geografía durante siglos, ya que en
cierto modo también él respondía a una necesidad
común. Desgraciadamente esta simbiosis llegó
a su fin cuando, allá por los años cincuenta, los
procesos de gentrificación, como una pandemia,
comenzaron a invadir las cabezas de los alcaldes
La famosa película de Billy Wilder Irma la dulce (1963),
con todo lo que tiene de mistificación de la miseria que en
aquellos tiempos pululaba por aquel barrio, muestra no
obstante imágenes reales preciosas tras las cuales se puede
acceder, aunque sea por proyección, a una cierta perspectiva
de lo que aquel barrio significaba para toda la ciudad justo
antes de ser demolido.
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y concejales del mundo, incitados convenientemente por unos constructores y arquitectos que
siempre han soportado mal la tozuda resistencia
de barrios enteros a las posibilidades de beneficio
económico que su rehabilitación vendría a materializar. Así, ya a principios de los años sesenta se
fue haciendo más o menos evidente que Les Halles
tenía los días contados. En 1968 fue finalmente
derruido dando paso a un parque y a un enorme
centro comercial subterráneo; típicos ejemplos —de
manual, como no podía ser de otra forma tratándose de París— de «no-lugares» capitalistas.5
Pero el proceso no se detuvo ahí. Pronto la muy
cercana plaza Beaubourg serviría como nueva
punta de lanza para el proceso de vaciamiento del
centro histórico de París. En 1970 se hizo pública
la idea de construir en ella un nuevo museo de
arte contemporáneo y una biblioteca que dotarían
al barrio de un nuevo aire más «respetable». Así
surgió la iniciativa del Centro Beaubourg, de la
mano de Georges Pompidou, el por entonces presidente de la República Francesa que finalmente
se arrogaría la denominación con la que, a día de
hoy, es popularmente conocido en todo el mundo:
el Centro Pompidou. El 20 de marzo de 1973
Puede parecer extraño que el solar dejado por Les Halles
no se convirtiera directamente en nuevas construcciones.
En realidad esto no era necesario. Bastaba con eliminar
el foco de infección para que todo el barrio adquiriera una
nueva dimensión turística y las cotizaciones de las casas ya
construidas se dispararan.
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comenzarían unas obras de construcción que
durarían hasta 1977 y que convertirían un lugar
popular y lleno de vida en un nuevo barrio apto
para las clases medias de burgueses bohemios.
Este sería el escenario, geográfico e histórico, que
Meister eligió para plantear su utopía, un marco
que no podía resultarle más familiar.
la utopía
Durante los años setenta Albert Meister vivió en
el número 30 de la rue Rambuteau. Desde su balcón tenía una perspectiva tan privilegiada de las
obras de construcción del Centro Beaubourg que
en ocasiones los periodistas se colaban en su casa
para documentar el proceso.6 Como ya hemos
comentado, la primera edición francesa de este
libro se publicó en 1976, un año antes de que se
terminaran las obras. Por tanto, Meister escribió y publicó su texto directamente sobre el agujero dejado por las excavadoras, sosteniendo un
momento la pluma entre los labios para observar
aquel vientre abierto en la superficie de la ciudad.
No obstante, si bien parece claro que fue el
rechazo visceral a lo que tenía frente a los ojos lo
que le motivó a comenzar a escribir este relato,
el motor inmóvil que le facilitó la apertura hacia
La fotografía de Jean-Claude Planchet que incluimos en
la página 20 quizá pueda dar una idea más gráfica de la
envergadura de la obra y del trauma que supuso para el
centro de la ciudad de París.
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ese otro espacio en su imaginación, ¿qué es lo
que este sociólogo experto en autogestión quiso
plantear finalmente con su obra? Éric Dussert
ha comentado que uno de los pilares de este libro
es sin duda la convicción postsesentayochista de
que el sueño de la Gran Tarde, el día magnífico
de la revolución social transformadora y global,
se habría vuelto ya irrealizable, no tanto por su
misma inviabilidad como por las condiciones históricas del capitalismo, la capacidad de los medios
de coerción a su alcance y su peculiar manera
de moldear las mentes de los que viven bajo su
dominio. Sin embargo, este repliegue en el realismo no sería tan definitivo como pudiera parecer, ya que lo que restaría tras esta disolución, al
menos para Meister, sería el deseo de puesta en
práctica de una vida revolucionaria en un tiempo
en el que la idea clásica de revolución se habría
vuelto imposible. Y así, en el título original de esta
obra, él mismo introduciría una esquiva partícula
destinada a desestabilizar nuestras certezas. La
soi-disant utopie du Centre Beaubourg; es decir:
la así llamada utopía del Centro Beaubourg. La
voluntad de indefinición, de apertura, lejos de ser
un mero juego con el lenguaje, es consecuencia
directa de una tensión particular que es claramente identificable en cada una de las páginas
de este libro. Pues si para nosotros, como lectores,
este relato es ciertamente una utopía, no lo es en
absoluto para los personajes que habitan la narración. Para ellos sería únicamente la vida, una vida
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con todos sus espacios de sombra y de suciedad,
con sus problemas cotidianos y sus alegrías mayores o menores. Y es en este transporte, en esta
transición, que ese irónico soi-disant adquiere su
sentido profundo. Se trata de una calculada ambigüedad que aspira a llamar la atención sobre el
movimiento implícito en toda utopía y, muy especialmente, su tendencia natural hacia esa concreción última en la que debe ser superada por la
vida. Esta sería sin duda la clave de bóveda de la
obra de Meister, de la cual parten todas las líneas
de fuerza que investigó con su trabajo hasta poco
antes de su muerte. Y para nosotros, la pertinencia de semejantes ampliaciones de espectro, en un
tiempo en el que las propuestas alternativas a la
pesadilla se debaten entre el abandono definitivo
de la idea de la revolución en favor de la creación de
comunidades libres en las que vivir por fuera y
más allá del capitalismo; y la urgencia de un cambio radical que asegure la supervivencia de la vida
humana sobre la faz de la tierra, está, creemos,
fuera de discusión.
Toda utopía aspira a dejar de serlo. La necesidad de su propia materialización estará siempre
implícita en ella desde que, como género, pasó
de ser un mero ejercicio arquitectónico de dominación para, al unirse definitivamente al movimiento obrero en el siglo xviii, recuperar toda la
fuerza motriz de ese principio esperanza sin el cual
cualquier lucha social parece abocada a hundirse
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antes o después en el posibilismo político. Pero
igualmente toda utopía revolucionaria implica su
grado de materialidad concreta, de realidad. La
imaginación deseante del ser humano, al desencadenarse, tiende a crear las propias condiciones de
su cumplimiento, a fundar ese lugar material en el
que todas sus promesas se miden con lo real. Así,
las coincidencias verificables entre lo escrito en
estas páginas y ciertos sucesos acaecidos no hace
mucho a la vista de todos quizá puedan dar que
pensar al lector. Y quizá también, a partir de ellas,
pueda llegar a plantearse incluso la posibilidad,
en apariencia descabellada, de que todo este relato
haya sucedido realmente, de que quizá todas esas
plantas vacías bajo el grotesco edificio del Centro
Pompidou siguan existiendo, de que aún sería
posible toparse en la superficie con alguno de esos
bellos beaubourgs que las habitaron. Estará en su
derecho y a nosotros nos ha pasado lo mismo.
Así que si llegado a este punto el lector cae en la
tentación del escepticismo, a aquellos que hemos
participado en la edición de este libro singular no
nos quedaría más que recordar la famosa sentencia con la que Lautréamont cerró sus Cantos de
Maldoror: «Id a comprobarlo vosotros mismos si
no queréis creerme».
Julio Monteverde
Madrid, marzo de 2014
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Le trou Beaubourg
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sobre la traducción
La traducción de la presente obra ha planteado
varios retos. En primer lugar, el estilo escogido por
Meister, cargado de argot y de expresiones populares parisinas. En segundo lugar, pero más
importante quizá para asegurar la correcta comprensión de la obra, la profusa alusión a personajes y hechos concretos muy identificables para un
lector francés pero probablemente oscuros para
quienes no comparten ese acervo cultural. Así,
para poner este texto a disposición del lector en
las mejores condiciones posibles, se han resuelto
estas dos dificultades de manera diferente. Para
la traslación del estilo de Meister se ha preferido
no sustituir las palabras en argot por sus equivalentes en castellano ya que podrían crearse construcciones chocantes o arbitrarias que sacaran al
lector del fluir natural del texto. En este caso se
ha optado por escoger versiones lo más próximas
posible al original manteniendo la inmediatez del
estilo. Para la segunda dificultad se ha decidido
incluir un apartado de notas al final del volumen.
Estas notas, que en el cuerpo del texto van marcadas con números —las del autor están marcadas
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con asteriscos—, y que el lector es libre de consultar o no, intentan explicar someramente ciertas
alusiones a personajes y hechos que un público
no-francés no tiene por qué conocer. En el caso de
referencias a otros personajes y hechos más conocidos, se confía en la cultura del lector.
Los editores
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una utopía subterránea
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Dôzo, dôzo… te l’avevo promesso.1
Tal día como hoy hace diez años fue inaugurado el
centro beaubourg y, por todos lados, me piden que
deje mi testimonio de lo que fue considerado, en el
mejor de los casos, una utopía y, las más de las veces, un sabotaje cultural, un desafío a los valores
fundamentales de nuestra civilización… Echad un
vistazo a los periódicos de la época, los sarcasmos de los fachas y el escepticismo indignado de
la izquierda, acordaos de las intervenciones de los
Parlamentarios, que exigían que se pusiese fin al
sacrilegio y la orgía; de los Académicos ultrajados
o de las Asociaciones de Padres bobalicones, de
los obispos llorones y de todos los censores malhumorados, los gramáticos respetuosos y de cualquier otro etcétera decadente. No es mi intención
volver a hablar de estas cosas, ni de lo que se dijo
o escribió más tarde, cuando la utopía dejó de parecer tan descabellada y los intelectuales hicieron
de ella, como aún se suele decir, una «nueva lectura», analizándola, seccionándola, conceptualizándola y lacanizándola; en definitiva, demostrando
que la utopía no era tal, y eso, con la misma superioridad con que antes la trataran de absurda
mamarrachada.
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Beaubourg
Es inútil, por tanto, insistir en tales sandeces, en
las elucubraciones primero en contra y después
a favor. Además, para saber todo lo que se imprimió sobre la cuestión, no tenéis más que pasaros
por cualquier buena librería. Para nosotros, los
beaubourgs, lo que verdaderamente importa es lo
que se hace y no lo que se dice, lo que se vive y
no lo que se cuenta, en definitiva: las cosas, no
su apariencia. Por supuesto, siempre estarán los
Anaxágoras de turno para convencernos de que,
puesto que tenemos manos, somos inteligentes,
pero este tipo de listillos pertenece a la cohorte de
los epígonos, de los profetas del pasado.
Por tanto, lo que yo quiero contar aquí es cómo
lo hicimos, con todos los detalles sobre las dificultades concretas que tuvimos que superar. ¿No es
esto acaso lo que se espera en primer lugar de un
testimonio?
15 de diciembre de 1986.
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Fue hacia 1965 cuando conseguí los primeros resultados en materia de contracción molecular. No
os torturaré con el relato de los ensayos y experimentos posteriores; por lo demás, ya se ha escrito
bastante sobre contracción molecular tangencial
como para que yo tenga algo más que añadir en el
plano científico. También hay que decir que, a lo
largo de estos últimos años, ocupado como estaba
con el lado práctico de la cuestión y demasiado
absorto por la experiencia vital del centro, he descuidado considerablemente sus aspectos teóricos.
A pesar de todo, y aunque me dé un poco de vergüenza, tengo que contar al menos mi primera experiencia. Como podréis comprobar, esta es muy
poco brillante desde el punto de vista cultural. Por
aquella época, mi laboratorio se hallaba en la rue
Clauzel, en el distrito V, en un local que mi padre
me había dejado antes de volverse a su Alsacia natal. La parte utilizada como vivienda (pues también
vivía allí) se encontraba un tanto ruinosa y, como
consecuencia de una pesadilla que tuve sobre un
robo —quizá no se tratara solo de un mal sueño,
aunque no se encontró ninguna evidencia—, me
compré una pistola, una Beretta 7,65. Y no se me
ocurrió otra cosa mejor para guardarla que disimularla en el interior de un gran libro después de
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haberlo vaciado según el volumen y la silueta del
arma. Este escondite fue la primera aplicación de
mi descubrimiento científico: tracé cuidadosamente los contornos de la Beretta sobre la placa-guía,
calibré los espesores y expuse el libro al haz contractor. Pronto se dibujó una cavidad con la forma exacta de mi pistola. Tampoco es que yo, que
tanto me dedicaría a la cultura más adelante, me
sintiese orgulloso de haber hecho el Pinochet de
aquel modo, sacrificando un libro por un arma,
más que nada porque había llevado a cabo mi particular auto de fe molecular con la gran antología
de Pensamientos y principios vitales de don Richard
Nixon. Huelga decir que no soy un intelectual ni
un bibliómano, pero de ahí a considerar un libro
como una simple masa de celulosa perforable…
Enseguida se me ocurrieron otras aplicaciones, desde el raspado de las caries hasta la excavación del canal de Libia para la mejora de
la situación en el Sáhara. Pero hoy todo esto es
de sobra conocido, así que puedo omitirlo para
llegar directamente al agujero del Beaubourg...
Creo que me enteré de los grandiosos proyectos
que la Administración tenía reservados al Carreau
des Halles y la explanada Beaubourg por un sobrino de mi primera mujer, carnicero en el mercado de Les Halles. Seguramente, los periódicos
ya habían hablado de ello, pero yo no lo recordaba. Así pues, tuve tanta información como la que
podía tener cualquier vecino del barrio, además
de todos los miedos y la incertidumbre de todo el
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mundo cuando al Poder le da por interesarse por
ti. Ahora que conozco bien el dosier, creo poder
decir que la Administración tampoco sabía mucho más sobre el tema. Por lo que respecta a Les
Halles, las ideas que se barajaban no es que fueran muy emocionantes: una estación de tren, más
otra de cercanías, un centro comercial, un hotel
de lujo y yo qué sé qué más. Y todo más o menos
subterráneo para poder ver Saint-Eustache desde
el Square des Innocents. Total: nada excitante.
En cambio, las ideas sobre la explanada del
Beaubourg daban para más fantasías. Se hablaba
de una gran biblioteca pública, de una filmoteca,
de teatro, de danza, de un museo de arte moderno… «Animado» —era el término que se usaba en
aquel momento; no me negarán que no se han hecho progresos desde entonces—, según se decía, por
monitores, actividades y encargados especializados, un poco al estilo de las fiestas de L’Humanité.
Yo me pasé por allí varias veces, intentando imaginar cómo sería el futuro templo de la Cultura. Ya
que estaban —pensé—, seguramente aprovecharían para sanear la rue Quincampoix y el basurero
en que se había convertido la rue Rambuteau, y
para convertir los cuchitriles de los inmigrantes
de la rue Saint-Martin en viviendas de lujo. Eso sí,
el barrio seguía estando deliciosamente sucio, lo
que le daba un aire bastante pintoresco. Después
fui al Grand Palais a ver la exposición de los proyectos presentados al concurso internacional, todos auspiciados por los grandes nombres de la
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arquitectura contemporánea: Prouvé, Niemeyer,
de Balkany, etc. El presidente de la República en
persona supervisaba todo el asunto, de modo que
la demolición de los edificios que estorbaban pudo comenzar sin demoras.
Unos meses más tarde, habían desaparecido los
coches aparcados y las montañas de escombros
de la explanada del Beaubourg, recuerdo de algunos negocios inmobiliarios sacrificados sobre el
altar de la Cultura. Como estábamos en agosto,
la plaza estaba limpia y el barrio relativamente
tranquilo por las vacaciones. Así que pude dedicarme sin peligro a la primera aplicación seria
de mi descubrimiento. Se prepararon unas unidades móviles con todos los aparatos necesarios y
se aparcaron en los cuatro ángulos del gran rectángulo de ciento ochenta y cinco metros de largo por ciento veintiséis de ancho que forman las
calles Beaubourg y Rambuteau y de San Merri y
Martin. Tras una violenta turbulencia de energía
térmica en el perímetro —que tuvo el efecto de
una especie de barrera para mantener a los curiosos a una distancia razonable del agujero—, se dibujó casi de inmediato la enorme cavidad, y siete
millones de metros cúbicos se esfumaron o, mejor
dicho, se adhirieron a las paredes de la excavación. Durante los días siguientes, el calor siguió
siendo intenso, circunstancia que aprovechamos
para levantar las vallas de protección.
Por esa misma época, se sorteó la adjudicación
del proyecto arquitectónico del Centro entre el
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centenar de proyectos presentados, y yo me alegré
de que fuera seleccionado el de dos jóvenes arquitectos vegetarianos, Ropers y Giano. Su originalidad consistía principalmente en excluir cualquier
viso de originalidad, cualquier ornamento o amaneramiento, anti-Bellas-Artes por excelencia, un
retorno a las guías y barras de hierro multicolores
de estos hijos pródigos de Mies, nostálgicos de su
primer Mecano. El futuro Centro no ocuparía más
de cuatro pisos de profundidad, lo cual dejaba disponible la parte más profunda del agujero para
nuestro centro. La vecindad o, mejor dicho, la superposición de ambas instituciones no debería ser
un problema, es más, los responsables del Centro
superior se mostraron encantados de encontrarse
con que los cimientos ya estaban hechos. Un tabique maestro separaría los dos universos culturales, y nosotros tendríamos entradas independientes y libertad total para su acondicionamiento. En
realidad, se trataba básicamente de enlosar las
distintas plantas e instalar los sistemas de circulación de personas y de fluidos. Como sabéis, las
diferentes plantas no tienen peculiaridad arquitectónica alguna, no son más que una serie de niveles subterráneos superpuestos. Desde el comienzo, nuestra intención era dedicar todo el espacio al
trabajo y a la creación, de modo que no habíamos
previsto nada para los espacios de representación,
esos espacios por lo demás inútiles en los que los
culturetas adoran exhibirse.
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La inauguración del Centro noble se había fijado
para el 15 de diciembre de 1975. Posteriormente,
se retrasó un año, lo que nos vino muy bien porque nuestras obras de acondicionamiento tampoco estaban terminadas. Así que el 15 de diciembre
de 1976 tuvo lugar la inauguración de los dos centros superpuestos, cada uno en su estilo.
Mientras que el Presidente y las personalidades
destacadas del mundo de la Educación y de la
Cultura oficiales recorrían las plantas superiores e
inauguraban solemnemente los locales del Centro
de Creación Industrial, de la Biblioteca Pública, de
los puestos de reproducciones artísticas, nosotros
nos poníamos manos a la obra con los últimos
preparativos de nuestra primera asamblea general. A decir verdad, veintisiete plantas por debajo
de aquella en la que las autoridades pronunciaban sus discursos y devoraban elegantemente sus
canapés, los preparativos habían sido rebuscadamente sencillos, limitándose a un sistema de audio
y a una enorme cantidad de tizas destinadas a que
los participantes pudiesen apuntar en las paredes las
eventuales decisiones de la asamblea inaugural y
constituyente. Ni sillas, ni bancos, ni mesas, ni ceniceros: sería la gente la que decidiera de la eventual utilidad de equipamientos y mobiliario.
En cuanto al orden del día, tampoco había nada establecido. Durante las engorrosas entrevistas
que había tenido que sufrir en las semanas anteriores a la inauguración (puesto que los medios
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inevitablemente se sentían intrigados por saber
qué se estaba tramando en las profundidades del
Centro Beaubourg), solo había fijado el día y la
hora, y aclarado que se expondría el estado inicial
de la iniciativa. La asamblea estaba prevista para
las siete, pero la gente empezó a llegar a partir de la
hora de cierre de oficinas y fábricas, sorprendidos
al no ver ni bancos ni sillas:
—Aquí se nos va a helar el culo. Menudo asco.
—¿Es esto la cultura? Más nos valdría haber ido
a la inauguración del Centro de arriba.
—¿Y los canapés? ¡No esperaréis que nos comamos la tiza!
—¿No se ha previsto nada para la prensa, señor
Gustave?
—¿Y dónde está el tigre?
—¿Has visto qué caretos que hay por ahí? ¡Y no
hay ni servicio de seguridad!
—Se van a llenar las paredes de grafitis. ¡Qué
desastre!
—Va a haber que sentarse en el suelo…
Etc., etc. Todo el mundo preocupado por el frío
en las nalgas y la falta de comodidades. Puede que
sea así, que la cultura no pueda empezar si no se
solucionan antes este tipo de problemas. Para mí,
que no soy más que un marxista vulgar, ya no cabía la menor duda.
Hacia las siete y media la planta estaba a rebosar, cuatro mil personas más o menos, en su mayoría gente muy joven. Dije en pocas palabras lo
que llevaba preparado, y que repetiré ahora aquí
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porque creo que en su día los periódicos no lo
reflejaron fielmente: «Debajo de esta hay otras
cincuenta y tres plantas, equipadas igual que esta (aquí fui interrumpido por algunas burlas, pero los altavoces eran lo suficientemente potentes
como para que mi voz las silenciara), es decir,
iluminadas y ventiladas, pero sin tabiques de separación, salvo en los baños (más risitas). Todas
estas plantas están destinadas a la cultura, a la
cultura que vosotros vais a hacer, porque yo no
tengo ni una definición a priori de la cultura ni
poder para imponer una; a decir verdad, ni siquiera tengo muy claro qué significa el término
cultura (nuevas interrupciones, en las que destacan términos populares de la anatomía y de las
funciones digestivas). En esta casa, o si lo preferís, en este agujero, todo debe ser decidido entre
todos: tanto lo que entendemos por cultura como los contenidos y las maneras de organizar las
diferentes actividades culturales. Está claro que
hay que contar con un poco de desorganización
al principio: es inevitable y ocurre siempre que se
intenta crear algo nuevo, repensar los viejos problemas y ofrecer nuevas soluciones. Por tanto, es
necesario que todos aquellos que quieran hacer
algo se den a conocer, se agrupen y se pongan
manos a la obra. Para vuestras sugerencias y comunicaciones utilizad las paredes, están ahí para eso. Agrupaos, hay espacio de sobra en todas
las plantas, todas están abiertas e iluminadas las
24 horas del día. En cuanto al dinero, nos hará
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falta, porque está todo por hacer; en función de
lo que decidáis comprar, será o no suficiente. De
hecho, una vez pagados todos los gastos para el
año que viene, es decir, la electricidad, el agua,
el mantenimiento de los ascensores, las escaleras
mecánicas, los ventiladores, etc., e incluyendo el
alquiler de los altavoces de esta tarde, nos quedarán exactamente 23.628 francos en caja; y, aparte de vuestras donaciones (abucheos) o de las
subvenciones que podáis conseguir, el año 1977
lo tendremos que sacar adelante con eso. Habrá
que decidir por tanto los gastos más urgentes, y
esto tiene que decidirlo la asamblea general, un
consejo o comité que vosotros os encargaréis de
nombrar. Mientras tanto, hasta que hayáis designado a alguien para que gestione la caja, yo me
haré responsable del dinero y os propongo que se
deje esta pared sin escribir para que podamos ir
apuntando en ella los gastos o los ingresos inesperados. Dos cosas más: estos locales pertenecen
a todos, son públicos y no hay ningún control de
entrada, ni ninguna distinción entre miembros y
no miembros (estuve a punto de añadir que esperaba que nunca la hubiera, pero me contuve
a tiempo), y esto se mantendrá así hasta que decidamos juntos algo al respecto. Un último punto: aquí no hay seguridad, ni policías (hurras sin
fin), tampoco porteros ni empresas de limpieza.
Es probable que se presenten problemas, pero
tendremos que encontrar juntos las soluciones. Y
eso es todo, no tengo nada más que decir».
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Son las ocho. La gente se mira, sorprendida por
la brevedad del discurso, a la espera de que alguien rompa el silencio. Finalmente se levanta un
tipo encorbatado que ronda la treintena:
—Estoy esencialmente de acuerdo con el enfoque que se nos propone, inductivo en el plano conceptual y no dirigido en el metodológico,
sugiero que se lleve a cabo un estudio sobre las
motivaciones de cada uno, al estilo del marketing
cultural…
La voz queda silenciada por los silbidos y las
protestas. Otro tipo, igualmente bien arreglado,
agarra un micro:
—No es mala idea, pero nosotros mismos podríamos hacer el estudio, consultando entre los que
estamos aquí… De todas formas, lo que yo quería
saber es quién va a seleccionar a los animadores
y al personal…
Como la pregunta parece dirigida a mí, contesto
que no tengo ni idea, que todavía no se ha decidido nada sobre el tema, y que primero hay que
saber si lo creemos necesario. Desde el fondo a
la izquierda me aplauden al grito de: «Abajo los
animadores, abajo los funcionarios, abajo la propiedad, ni dios ni amo»; alguien, a quien no puedo
ver desde donde estoy, se adueña de un micro:
—Nada de animadores, nada de control sobre la
cultura. Si queréis integraros, idos a la Casa de la
Cultura o al Club Med.2 Y tampoco queremos trabajadores fijos, no somos un sindicato ni un partido, no queremos estar en un templo de la cultura,
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con sus curas y sus actividades parroquiales. Todo
debe decidirse en común, todos juntos, en asamblea. Debemos poder expresarnos siempre que sea
necesario. Y nosotros mismos nos encargaremos
de la limpieza, prescindiremos de la policía, todos
seremos responsables de las instalaciones, de la
propiedad de todos.
La sala se viene abajo con los aplausos. En cuanto a mí, todo me resulta de lo más simpático. Me
gusta el perfume libertario. Pero también existe
un riesgo: demasiado a menudo este tipo de gente
es más bien del tipo reflexivo y soñador más que
realizador. De todas formas, se intuye que hay una
idea en sus palabras, espero que se dé a conocer.
Enseguida le contestan:
—Contrariamente a lo que usted dice, creo que
necesitamos gente más preparada, gente formada
para guiar, aconsejar y animar todas las actividades. Llámeles animadores o como quiera, qué más
da. Pero es imposible iniciar un proceso de vulgarización cultural (silbidos)… o de divulgación,
si lo prefiere… (más silbidos, protestas, tiene que
parar).
El que viene después es claramente un pintor del
tipo anti-todas-las-escuelas, y además cabreado:
—Si hay algo en lo que cagarse definitivamente
es en la vulgarización, en la divulgación, en la cultura de tipo popular… Este centro será un centro
de creación o no será. Podremos tener aquí nuestros talleres y a nuestros alumnos, podremos exponer sin tener que pasar por las galerías de arte,
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que nos sustraen el 50% de las ventas y además se
publicitan fatal.
—Yo soy ceramista, pero mi taller es muy pequeño. Podría instalarme aquí con mi horno, a cambio, y como contribución al pago del alquiler, les
haría un precio a los usuarios de la ciudad de las
artes.
La cosa empieza mal. El centro está a punto
de convertirse en una ciudad de las artes, en una
simple acumulación de talleres y galerías de arte,
en un lugar de encuentro entre creadores y sus
discípulos. Un poco impulsivamente, me decido
a intervenir, porque definitivamente eso no se corresponde para nada con lo que yo había imaginado; si al final acaba convirtiéndose en algo de
ese tipo, al menos debo intentar retrasarlo lo más
posible. Aclaro que, para empezar, todavía no se
había decidido que el centro tuviera que ser una
ciudad de las artes, o de los artistas, a no ser que
todos juntos decidamos que eso es lo que queremos. Pero también aclaro que yo, por mi parte, lo
lamentaría, que lo que yo tengo en mente no es fomentar el diálogo entre creadores y público, entre
maestros y discípulos, sino crear un lugar solo de
creadores, donde las distinciones entre maestros
y discípulos queden abolidas. Creadores que se
han quedado rezagados respecto a la vanguardia
(me interrumpen: «¡viva el impresionismo!, ¡viva
el arte del boulevard Sebastopol!»).
—Pues sí —contesto—, si es necesario, empezaremos por ahí (sinceramente espero que esto no
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ocurra, pero hay que ser consecuentes). Lo importante es que todo el mundo pueda venir a crear, a
coger un pincel, aunque sea torpemente; o a modelar una vasija, aunque sea algo que ya se haya
hecho ya cien veces, y cien veces mejor. Todo el
mundo debe poder venir, viejos y jóvenes, todo
el que crea que tiene algo que decir, quien quiera
expresarse, como sea y con lo que sea, con las manos, con la boca («¡y con la polla!», grita alguien,
y el porvenir le dará la razón: eso también forma
parte de la cultura). En cuanto a que cada uno
tenga su pequeño taller, con la llave bajo el felpudo y unos cuantos metros cuadrados de pared reservados, nada se ha decidido sobre esto todavía,
y habrá que decidirlo entre todos. En lo que a mí
se refiere, no creo que esta sea la mejor solución.
Son las nueve y media y estoy cansado. Incluso
con los altavoces, hay que afinar el oído para no
perderse nada; el parloteo es muy fuerte y las interrupciones mucho más frecuentes de lo que esta
crónica puede dar a entender. Nos haría falta un
sindicalista convencido como Charles Piaget, pedagogo incansable como su tío Jean de Ginebra.3
Además, a pesar de la ventilación, el calor y el humo pesan. Aprovecho un altercado entre dos pintores —siempre he pensado que muchos de ellos
se expresan mejor mediante las palabras que con
los pinceles— y me llego al final de la planta para
salir un momento. Me doy cuenta con sorpresa de
que el público se ha dispersado bastante, aunque
sea todavía temprano, y de repente se me ocurre
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que en la Sorbona, en 1968, ni habría habido tanta gente ni las asambleas hubieran sido tan largas
de no ser por las sillas.
A propósito de sillas: ese fue el milagro de la tarde. Mientras me encontraba fuera, alguien propuso que, como había que ahorrar, cada uno debería llevar al menos una silla, que no valía la pena
comprar unas nuevas, y que era mejor utilizar el
dinero para comprar herramientas que para mobiliario sin importancia, que solo para amueblar
esa planta harían falta al menos cuatro mil sillones que, a 200 francos cada uno, costarían casi
un millón, una cifra desproporcionada respecto
a lo se podría gastar a lo largo del año. La propuesta no hizo mucha gracia, pero tampoco se
oyeron risitas sarcásticas. Se trataba de una propuesta tan sorprendente, práctica y evidente a la
vez que nadie pudo criticarla, ni secundarla, ni
burlarse de ella. Fue un poco como el argumentobofetada zen, que sacude bruscamente el espíritu,
iluminándolo. Hasta entonces el debate se había
desarrollado sobre la base de los principios, a pesar
de que en mi introducción yo había intentado
ser muy concreto. Y de repente llega la propuesta a ras de suelo, brillante de sencillez, que vuelve
a centrar todo el debate y permite llegar a una
conclusión. Posteriormente, iba a poder constatar el mismo fenómeno en muchas ocasiones, a
saber: que antes de llegar a soluciones concretas
es requisito indispensable deshacerse de todo el
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fárrago de ideas generales y de consideraciones
elegantes e inteligentes. Me pregunto si este no
es un rasgo característico de una cultura como la
nuestra, intelectualizada en exceso, que privilegia la palabra a costa de la acción y que, por eso
mismo, excluye de la vida cultural a todos aquellos que no han adquirido, en la familia o en la
escuela, las categorías y las habilidades propias
de este tipo de discurso. Contra esto era contra lo
que había que reaccionar, aunque en esa reacción
quizá favorecimos demasiado los patrones expresivos no verbales, al menos durante los primeros
tres o cuatro años… Pero sobre este tema volveré
más adelante.
Volvamos a las sillas… Y es que este mobiliario elemental dio tono al centro. El hecho de optar por
mobiliario reciclado suponía situarnos radicalmente al margen de las instituciones culturales de
moda, del diseño cool y del arte moderno al estilo
Knoll. También significaba una renuncia total a la
cultura como confort (o al confort como cultura,
todavía más frecuente), que estábamos listos para
reconsiderar todos los aspectos de la vida como
fenómenos culturales, que reflexionar sobre cosas
banales como las sillas era una condición necesaria para poder repensar progresivamente todos
los aspectos de la cultura. Y eso fue precisamente
lo que terminó por pasar...
Unos días más tarde, conocí al tipo que había
propuesto la recogida de sillas. Era uno de esos
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tipos nerviosos, fornido, inquieto, rebosante de
energía, práctico, apañado: ya sabéis a lo que me
refiero. Habían empezado a llamarlo «Tío Boral»,
que seguramente era su nombre. En lo sucesivo,
se encargaría de todo el mantenimiento del centro y de los talleres de forjado. Aunque pasara de
la cincuentena, sus convicciones sobre la democracia directa seguían tan intactas como cuando
tenía veinte. Y de no ser porque siempre andaba
dispuesto a ayudar y a echar una mano, hubiese
terminado por aburrirnos, siempre hablando de
democracia. Pero todo el mundo le adoraba. Hace
tres años, cuando se fue a Poitou para montar allí
otro beaubourg, unas veinte personas se marcharon con él.
Y ya para terminar con el tema de las sillas: tres
días después de la reunión contamos unas setenta
y tres, y un mes después más de mil setecientas.
Hay que decir que había de todo un poco, desde
la Luis xv falsa que había acabado sus días en un
desván hasta el asiento de un dos caballos (que
cuenta por dos en nuestro inventario), además
de un número respetable de sillas de bistrots del
barrio (justo a partir de ese momento los propietarios empezaron a marcarlas). Más adelante,
llegarían también bancos de iglesia y filas enteras de butacas de cine. Gente que trabajaba en
la demolición de edificios tomó la costumbre de
avisarnos de la existencia de esos lotes, así como puertas, planchas y estanterías de todo tipo.
También es probable que, a juzgar por la subida
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de precios en el mercado de las pulgas, un cierto
número de personas hubiese comprado sillas para el centro.
Está claro que todas aquellas antiguallas, cubos
de caucho sintético, bancos, taburetes, etc., daban
al centro un aire un tanto caótico. Le Figaro hizo
una descripción poco amable, Le Monde lo tildó
de simpática maraña, aunque algo primaria, y
Escarpit le dedicó amables palabras. Solamente
Le Canard Enchaîné y Le Nouvel Art vivant comprendieron el sentido real de aquella operación de
reciclaje. En lo que a mí se refiere, pensé que era
un buen comienzo, quizá también porque tenía
otras cosas en la cabeza.
La primera asamblea terminó a las dos de la mañana, pero las discusiones continuaron en pequeños grupos a lo largo de toda la noche. Algunos
se habían quedado a dormir en el suelo y otros no
dudaron en venirse a vivir al centro, limitándose
a salir una vez al día para comprarse su ración
de salchichas con patatas. Inevitablemente, hubo
algún que otro desperfecto, unos cuantos azulejos
rotos en los aseos y una docena de neones. Los
dos váteres atascados con papel de periódico, que
se desbordaban y olían mal, eran algo más molestos, pero al menos tuvieron el mérito de llamar la
atención del Parisien Libéré, además de hacer reír
a todos los alcaldes (de Annecy, de Tours…) que
más tarde intentarían suprimirnos.
En las paredes había menos mensajes y carteles
de lo que me hubiera esperado, y solo una docena
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de invitaciones a reunirse en los días siguientes:
para música (siete), para teatro (tres), para organizar la lucha contra la represión (uno), para la
gestión del centro (uno). Yo tenía mis esperanzas
puestas en esta última, porque era urgente tomar
algunas decisiones, aunque solo fuera para darle
un buen barrido a la planta 27, donde se había
celebrado la asamblea. Por eso, yo mismo me encargué de escribir bien claro en la pared frente a
los ascensores:
se necesitan voluntarios para la limpieza
– traed
escobas y cepillos
Si todas estas cuestiones prácticas os aburren, es
que todavía no habéis entendido nada; o no, mejor
dicho, no: que yo no he sido capaz hasta ahora de
explicaros hasta qué punto no teníamos una idea
preconcebida de lo que es la cultura. En efecto, no
teníamos motivo alguno para suponer que el barrido del suelo no fuese un hecho cultural y, sobre
todo, ningún derecho a decidir quiénes debían ser
barrenderos y quiénes creadores, ni a designar a
unos (¿los pobres, los viejos?) y a otros (¿los jóvenes, o los que pueden costearse las herramientas, o los que tienen «gusto»?). Y los lavabos y los
aseos, ¿quién iba a desatascarlos? ¡También defecar es cultural!, como demuestra el hecho de que
los turcos lo hacen en una posición distinta de la
nuestra. Y La Grande Bouffe de Ferreri, ¿acaso no
lo deja bien claro?
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Pronto la realidad se encargaría de dar respuesta a todas estas preguntas. Como ya he comentado, la inauguración tuvo lugar en diciembre, el
invierno fue frío y sucio. Poca gente en los restaurantes y la noche de fin de año (sin duda también a
causa de la recesión). Aunque fuera escandinavo,
a Pontus Hulten, el director del Centro Superior,4
le entraron sudores fríos. Me había pasado por
su despacho la mañana de Navidad. Esperaba
a muchísimos visitantes aquella tarde: el día de
Navidad caía en sábado, así que el puente era
corto y la gente se quedaría en París. Una buena
ocasión, por tanto, para salir de casa e ir de visita
al Centro oficial, y luego bajar a las plantas inferiores para comprobar si era verdad que todo era
tan desolador como decía L’Aurore.
Esa misma mañana de Navidad, no sin sorpresa,
tuve la oportunidad de descubrir nuestra primera actividad. Mientras iba bajando, alguien me
dijo: «Hay un follón enorme ahí abajo, parece
que hay unas motos…». Efectivamente, desde los
huecos de los ascensores subían unos ruidos raros, aunque todavía tuve que pararme en varias
plantas para acabar dando, en la 62, con unas
cincuenta motos de todo tipo, la mayoría dando vueltas en el sitio o en reparación. ¡Menudo
escándalo! Parecía evidente que la planta había
sido ocupada hacía varios días porque se había
trazado una pista y las paredes decían en grandes caracteres: moto=cultura. Por un momento
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pensé, aliviado, que menos mal que los ascensores no eran lo bastante grandes para transportar
automóviles…
Algunos de los moteros me reconocen y se acercan, forzando un poco su aire de tipos duros, y es
que a pesar de todo también se sienten un poco
ocupas.
«El otro día estuvimos en la asamblea, cuando dijo que no existe una definición preconcebida de
la cultura. Para nosotros la cultura es la moto, así
que hemos pensado que también teníamos derecho
a venir aquí. Además, fuera nos morimos de frío,
no sabemos adónde ir. Y los maderos nos echan de
todas partes…».
Yo les digo simplemente que, lo que es a mí,
me-da-igual, e incluso que estoy encantado, pero
que tendrán que defender su punto de vista en la
asamblea general y que quizá tengan que organizarse…
«Eso ya está hecho. (Habla siempre el mismo.)
Aquí somos tres bandas, hemos nombrado a unos
jefes, hemos prohibido fumar en el rincón de los
tanques de gasolina, hemos prohibido bajar las
motos por las escaleras mecánicas, e incluso hemos expulsado a dos tíos por ese mismo motivo».
Resultaba un poco dura como organización, pero tenía sentido. Posteriormente, se bajarían a la
75, que tenía la ventaja no sólo de disminuir el
ruido, sino que, por la disposición de las últimas
plantas, permitía una mejor ventilación y un almacenamiento más seguro del carburante.
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Así que la moto fue nuestra primera actividad
cultural, y tuvimos suerte, porque era lo bastante
marginal con respecto a la Cultura con mayúsculas como para animar a que otros «chiflados» se
organizasen. De modo que pronto llegaron grupos
dietéticos, hermandades de yoga y muchos otros
grupos, sectas y cultos extravagantes de los que
hablaré más adelante. Por supuesto, todo esto al
margen de las actividades culturales «de verdad»,
las legítimas a ojos de los Intelectuales y de los representantes de la alta Cultura. Otras actividades,
como la pintura o el teatro, con su reconocimiento oficial y su sello de producto cultural, tardaron
más en ponerse en marcha y, al contrario que en
el caso de los grupúsculos marginales, tendieron
desde el principio a plantear problemas de apoyo
financiero, trayéndose consigo al centro la vieja
actitud gorrona, resultado del parasitismo en el
que las minorías ricas y cultas siempre las han
mantenido.
Arquitectos y profesores tienen en común una cosa: protestan contra una sociedad autoritaria, pero
no dejan de imponer sus propios puntos de vista
a las personas cuyos comportamientos organizan,
en forma de modelos de vivienda los unos, y de
modelos culturales los otros. Nosotros tuvimos
que lidiar con estos dos tipos de modeladores.
Por supuesto, los primeros con los que nos las
tuvimos que ver fueron los arquitectos, que no podían entender por qué dejábamos tantos espacios
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sin una función precisa. Como hacen con el urbanismo, con el alojamiento, con las casas de cultura, también aquí pretendían ayudarnos a definir
arquitectónicamente las distintas funciones del
espacio: aquí la danza, allí la zona de descanso,
por aquí la zona de paso, etc. En definitiva, la réplica exacta de lo que van imponiendo en las ciudades y los barrios que edifican, y cuyos habitantes sabrán de antemano donde deberán y, sobre
todo, donde no deberán, dormir, circular, comer.
Y todas estas imposiciones e injerencias en la vida
de los propios interesados vienen acompañadas,
como no podía ser de otra manera, de las habituales monsergas sobre la Libertad del Hombre y el
humanismo de los creadores. Pero ¿cuándo se darán cuenta estos cándidos de piñón fijo de que son
ellos los auténticos portavoces de la sociedad integrada y de que, con sus audacias desmedidas y su
ridículo hormigón, solo se engañan a sí mismos?
Las ciudades del pasado estaban vivas precisamente porque no estaban planificadas, las casas
y las calzadas fueron trazadas y construidas poco
a poco, según las necesidades; se añadía una habitación o todo un ala, un pasaje o una callejuela,
cuando hacía falta más espacio o más libertad de
movimiento. Nosotros haremos igual: seremos el
antiplano, el antiurbanismo, la no-arquitectura.
Como en las ciudades de antaño, nuestros locales
tendrán doble función, espacio malgastado, ángulos ciegos, y los modificaremos cuando mejor nos
parezca. Y vosotros, arquitectos, no construiréis
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aquí ni anfiteatros, ni fosos de orquestas, ni palcos, ni salas de música, ni laboratorios fotográficos, ni nada en absoluto. Los diferentes niveles se
irán distribuyendo en función de las actividades y
de las fantasías y, mientras Dylan no me moleste
cuando visito a Webern, poco me importa que todos estos espacios estén pegados unos a otros. Es
inevitable que haya líos, indecisión, discusiones,
tensiones: dejad al menos que todo esto lo hablemos entre nosotros, los interesados (y no entre los
Interestresados en que se convierten aquellos a los
que prodigáis vuestros buenos consejos); al fin y
al cabo, sabemos muy bien que estas discusiones
nunca podremos mantenerlas con vosotros, ya que
los planificadores no hablan nunca con los planificados, ni los moduladores, con los modulados.
Llegué a detestar el sitar, a odiar a la guitarra y
su electricidad, el charango, la flauta andina y la
espineta alsaciana, el gong, las maracas y las piñatas: porque en este agujero ya no se oye nada.
A veces hay hasta cinco grupos por planta, sin
contar a los que aporrean, rascan o soplan por su
cuenta, cada uno en su rincón. ¿Cómo acabar con
esta diarrea de sonidos? Y pensar que ayer mismo
maldecía a los arquitectos y sus soluciones impuestas de antemano; al menos ellos nos habrían
delimitado las zonas de ruido o de los auditorios,
o de las salas de concierto, debidamente aisladas.
Pero sí, hay que maldecirlos, vamos por buen
camino: son los propios interesados, tanto los que
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se molestan entre sí como aquellos cuya necesidad
de loudness está ya saturada, los que encontrarán
juntos las reglas de convivencia. De momento, ya
hemos conseguido algo: los músicos decidieron
ceder la planta 29 a los grupos teatrales.
Desde siempre se nos han impuesto ciertos caminos, obedecer y conformarnos. A veces, la sociedad (es decir, aquellos que detentan el poder)
es más sutil y reclama nuestra adhesión, llegando
incluso a hacer que obedezcamos «libremente» las
reglas que insidiosamente han dictado para nosotros. Estamos tan acostumbrados a que alguien
dictamine las normas por nosotros que la libertad nos choca, nos agobia, nos desconcierta, y nos
cuesta mucho definir en primera persona nuestras reglas del juego. Pero lo conseguiremos, hoy
lo hicimos con los músicos, mañana con nuestras
asambleas, con la limpieza y el papeo, y con todo
lo que tiene que ver con nuestra vida; ya no aceptaremos más normas que las que nosotros mismos
hayamos decretado, y que serán el fundamento de
la nueva cultura.
Desafortunadamente, yo no soy más que un técnico poco competente en cuestiones culturales. Es
cierto que tengo una vaga noción de arquitectura,
pero la adquirí de forma autodidacta, principalmente durante un viaje ya lejano a la Liguria de
Paladio. También sé encuadrar una foto, y apreciar a los buenos escritores, como Henri Bordeaux
o Pierre Benoît. Pero yo nunca he escrito nada
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y aunque, a los quince años, es verdad que compuse algún poema para una novia, fue por componer versos, en el mejor de los casos, del tipo:
«La sonrisa de Yvette / embriaga a Yves vii» (ya no
recuerdo qué tenía que ver aquel papa de Aviñón
con mi Yvette). Resumiendo, aunque puedo dejar
testimonio de la evolución del centro como institución, no me considero cualificado en absoluto
para juzgar su evolución cultural. Por tanto, no
me toméis a mal si sobre esta cuestión me limito
a citar las opiniones de periodistas y críticos reconocidos.
A algunos les gustaría que se llevase a cabo eso
que se llama una prefiguración, es decir, un periodo de pruebas que precediera a la apertura real
del centro. En resumidas cuentas, la prefiguración vendría a ser una especie de ensayo general
que garantizase que en lo sucesivo todo marchará
sobre ruedas, o sea, que después ya no hará falta
romperse la cabeza experimentando y buscando,
que los bailarines bailarán, los alfareros alfarearán, que el teatro se representará… sin que exista
ya necesidad alguna de interrogarse sobre el porqué del teatro, de la danza o de la cerámica.
Pero es que precisamente nosotros no queremos
ningún tipo de prefiguración, pues lo ya establecido se petrifica y anquilosa. No queremos parar nunca de experimentar, y nunca sabremos qué
vamos a hacer dentro de un mes o de un año, si
seguiremos bailando o si ya no bailaremos más.
El espectador no nos interesa, resulta inútil, por
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tanto, ofrecerle un programa o prepararnos para
dar un espectáculo. El único público que cuenta
para nosotros es aquel que viene a hacer las cosas
con nosotros, el que representa el espectáculo para sí mismo, para su deleite, y que representará
su vida y no obras y repertorios, el público-actor.
Está decidido, las asambleas han sido formales al
respecto: no tendremos jefes. Decir, como hicieron algunos, que esta fue una imposición de la corriente libertaria es de lo más absurdo. Sé de primera mano que no había corriente organizada ni
facción alguna. Sí había, en cambio, la sensación
difusa, pero profunda, de que, si nos limitábamos
a seguir los pasos de otras tantas asociaciones y
movimientos, pronto nos veríamos atrapados en
el callejón sin salida de la democracia y de que
los dirigentes elegidos acabarían por convertirse
en los auténticos dueños, de manera más o menos
inamovible, debido a su gusto por el poder, pero sobre todo debido a la costumbre adquirida
de contar con ellos para todo, de confiar en ellos,
de dejar en sus manos la tarea de decidir sobre
el futuro del centro y las preocupaciones y responsabilidades de su funcionamiento cotidiano.
Estábamos convencidos de que siguiendo el camino trillado el centro fracasaría en su intento por
transformar los modos de la creación cultural y
acercar la creación a todo el mundo.
Del mismo modo que nos rebelábamos contra
las manifestaciones de la cultura popular, que
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pretenden acercar la cultura burguesa de los
Museos y de la Literatura al pueblo, instándolo
primero a amar y luego a imitar las producciones
de la clase así llamada «superior», también había
que rechazar la estructura organizativa de tales
instituciones culturales de corte popular, convertidas, es verdad que muy a su pesar, y a espaldas
de aquellos que las pusieran en marcha, en pilares
de la cultura existente y medios eficaces para su
integración en dicha cultura.
Aunque no combatiera directamente estas ideas,
existía una minoría que defendía las estructuras
de la democracia representativa, con su ejecutivo
encargado de poner en práctica las decisiones de
la asamblea general y de supervisar la administración cotidiana. Según esta minoría, una institución tan importante como la nuestra debía contar
con funcionarios estables, empleados, vigilantes…
y todo este personal debía ser «gestionado» por un
consejo de administración al uso. En definitiva,
era necesario, decían, que las distintas concepciones culturales tuviesen la posibilidad de manifestarse en la elaboración de las políticas y de ser
representadas en el consejo de administración,
aunque solo fuera para poder repartir adecuadamente los recursos entre las diferentes actividades.
Justo después circuló el rumor de que esta minoría tenía la intención de colocar a sus hombres en
el futuro consejo… razón de más para rechazar
toda aquella mierda reglamentista.
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Pero no os preocupéis, que no os voy a hacer el
informe de todas las asambleas que se sucedieron
prácticamente sin interrupción durante los primeros meses desde nuestro arranque. Aparte de
que la prensa ya dio regularmente cuenta de estos
debates, y de que algunos incluso se venden en
minicasetes, me parece preferible mostrar cómo
las decisiones tomadas se fueron llevando poco
a poco a la práctica, y con qué resultados, y dar
cuenta también de nuestras esperanzas y desilusiones, y de cómo nuestras ideas se modificaron
o fueron evolucionando. Creo que esta y no otra
debe ser la función de un testimonio.
Planta 75: pasan cosas extrañas entre los moteros.
Toda la pared del lado de Saint-Martin ha sido
pintada de blanco y compruebo con estupor que
se ha escrito en ella: prohibido pegar carteles – ley
29 de julio de 1881, en caracteres muy grandes,
al viejo estilo, con trazos finos y gruesos. En esa
misma pared, decenas, quizá incluso más de cien
señales bien conocidas: prohibido entrar, prohibido fumar, prohibido pisar el césped, cuidado con
el perro, prohibido tomar fotografías... Y, además,
colocados uno al lado del otro, igual que platos
en una bandeja (no los vi en un primer momento,
aunque saltaban a la vista), al menos unas treinta
señales de prohibido aparcar. Sospecho que acabaremos por tener problemas con la poli y se lo digo
a unos tipos con casco que están pegando en la
pared un magnífico prohibido atravesar los raíles.
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«No te preocupes, Gustave. Solo quitamos las
señales de prohibido aparcar de donde en realidad está permitido el aparcamiento, estas señales
ya solo sirven para afear el paisaje. Y además también están todas las que nadie se acordó de retirar
cuando se cambió la señal de prohibido aparcar
por la de estacionamiento de pago».
—No quitamos nada que pueda resultar útil —me
dice una motera en anorak—. Esta —dice señalando una señal de tren— procede de la estación
de Teil: como en Ardèche han suprimido los trenes
de viajeros, ya no hay motivo para prohibirles que
crucen las vías.
Efectivamente, no veo en la pared ni una sola
señal de prohibido adelantar o de stop, solo carteles inútiles o idiotas. Posteriormente, esa pared
fue bautizada el «muro del escarnio», y el nombre me parece acertado. Por otra parte, no resulta
sorprendente que sean precisamente los moteros,
eternos perseguidos del mundo automovilizado y
biempensante, quienes se mostrasen tan sensibles
a las prohibiciones de todo tipo que nos limitan
por todos lados. Con el tiempo, las paredes de varias plantas se acabarían cubriendo de señales de
prohibido fijar carteles de la ley de 1881, como
recordatorio permanente de que, justamente, lo
que hay que hacer es escribir, hacer grafitis, que
las paredes están para eso.
Durante toda la semana la asamblea debatió sobre el principio de igualdad. Incluso algo que en
principio parece tan evidente como renunciar a la
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habitual distinción entre miembros y no miembros
del centro (según la cual los primeros tendrían una
serie de ventajas o de prestaciones derivadas del
pago de una cuota), requirió una enorme cantidad
de tiempo gastado en hacer comprender la nocividad de la propuesta. Al comienzo, alguien había
propuesto incluso que las personas presentes en
la primera asamblea fueran declaradas miembros
fundadores y que tuviesen derecho a cierto número de asientos reservados dentro del consejo de
administración. Por supuesto, nunca habrá consejos de administración en nuestros subterráneos
culturales; únicamente recuerdo estos hechos para
mostraros hasta qué punto las mentalidades van
con retraso, lo persistente que es el espíritu feudal, con sus distinciones de casta y sus diferenciaciones entre los buenos, los mejores y los mucho
mejores que los demás. De acuerdo, es cierto que
toda nuestra educación tiende a reforzar la aceptación de un sistema, pero es obsceno, tenéis que
admitirlo. Los había también que se alegraban
por ser miembros y pretendían que se aumentase la cuota para mantener «cierta exclusividad»,
como ellos decían. ¿Y qué más? También querrían
recibir un boletín mensual —«el vínculo entre
nosotros», o bien «tendiendo puentes», o «ecos de
nuestra gran familia»— y que se les invitase a las
asambleas generales con viaje en autobús y pícnic en el parque natural de Chevreuse incluidos…
¿entendéis lo que quiero decir?
—¿Entonces podrá venir todo el que quiera?
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—¡Por supuesto! Negros, minusválidos, viejos y
gatos incluidos. Y todos serán libres de venir o no
venir, de hacer o no hacer.
También estaban los realistas, que pensaban que
el pago de una cuota aumentaría nuestras posibilidades de acción y de compra de material, que
la cotización podría ajustarse en función de los
recursos de cada uno, con la ventaja de, al menos,
no disfrazar las desigualdades existentes entre los
miembros, que habría miembros voluntarios para
llevar la contabilidad y la caja. La asamblea no
aceptó nada de todo esto, está claro que, donde
hay dinero y hombres elegidos para gestionarlo,
hay peligro de desigualdad.
Otros admitían que no hubiese miembros y no
miembros, sino simples usuarios que pagarían
por los servicios que utilizasen: a tanto la hora de
yoga, tanto por usar el taller de bordado, tanto
por el equipo de vídeo... y, ya puestos, reembolso
de la Seguridad Social, y sistema copago, y tarifa
combinada danza-foto o pintura-judo, y prima de
fidelidad y cena de fin de año, «sáquese el bono
semanal en la máquina expendedora, introduzca
el importe exacto, tenga cuidado de no utilizar el
vale del día equivocado, la serigrafía es los viernes
de 10 a 12, etc.». Si además tenemos en cuenta
que la gestión de los 212,4 diferentes tipos de tarifa reducida le cuestan a la sncf más de lo que los
beneficiarios se ahorran con ellas, comprenderéis
lo mucho que la propuesta nos hizo reír y que no
se volviera a hablar de ella.
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Teníamos claro que la multiplicación de las diferentes tarifas y de diferentes tipos de reducciones
era el medio del que se valen quienes detentan el
poder para dividirnos y hacer extremadamente improbable cualquier tipo de reivindicación común.
Nosotros no queremos el poder, por tanto, no tenemos ningún interés político en este tipo de medidas: no habría miembros, ni tarifas para usuarios.
Y así fue como llegamos a formular el primero de
nuestros grandes principios: nada de dinero en el
centro. La pasta vendría de fuera, pero se quedaría en la puerta.
Para cerrar la asamblea con alguna carcajada,
leo la carta que me envía el bmp (ya sabéis, ese banco que quiere ser tu banco), que desea ¡abrir una
sucursal en el centro!
Ya han pasado cinco meses. Poco a poco, se van
ocupando todas las plantas, pero sin guiones previos, sin planificación, sin lógica. Los espacios no
están delimitados, nada está cerrado, y si en un
momento dado una hilera de sillas o de muebles
se disponen en corro, o se entrecruzan para delimitar una zona de reunión o de trabajo, nada
hay que impida observar, escuchar o tomar parte.
Al contrario: todo invita a unirse a los demás. Si
existe una lógica del espacio es precisamente esta:
la lógica de la vida, en las antípodas de la lógica
atributiva y funcionalista de los arquitectos, claro
reflejo de la división del trabajo dentro de un orden social que ellos se encargan de reforzar.
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Discusión bastante acalorada esta mañana. La
cosa casi acaba mal entre un pintor que acaba
de regresar de un viaje de varios días y un tipo
corpulento que en su ausencia se ha instalado en
«su» caballete y no tiene intención de abandonarlo
de ninguna de las maneras. Los vecinos los separan a tiempo y los obligan a remitir la cuestión
a la asamblea. Afortunadamente, esta tarde hay
menos gente y se puede «legislar» más rápido. En
principio no se trata más que de reafirmar ciertos
principios, a saber: que todo lo que hay en el centro, herramientas, mobiliario, etc., es de propiedad pública y por tanto cualquiera puede utilizarlo con total libertad, que después de su uso, toda
herramienta, mobiliario u objeto debe limpiarse
y ser devuelto en buenas condiciones de uso (ya
conocéis el estilo: rogamos dejen este sitio en el
mismo estado en que les gustaría encontrárselo), y
que todo objeto o herramienta en uso que se deje
desatendida o sin una clara indicación de la vuelta
del usuario se considerará inutilizado y, por tanto,
utilizable por cualquiera.
Todo esto ya se ha repetido una docena de veces, quizá por eso mi tono sea un tanto amargo.
Entiendo que los centros culturales al uso contraten a simpáticos animadores para preparar el
material y ponerlo en su sitio cuando los usuarios
se han marchado. Pero ¿seremos nosotros capaces de demostrar que la auténtica acción cultural
solo puede ser llevada a cabo por gente independiente, autónoma, y que dicha autonomía debe
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empezar por asumir la responsabilidad sobre las
propias herramientas? En definitiva, que si queréis independizaros de la cultura conformista del
animador sociocultural, siempre más o menos
respetuoso de las normas oficiales que sancionan
su posición, hay que empezar por saber hacer el
trabajo que ellos hacen por vosotros y que os hace
dependientes de ellos.
«Solo hay que delimitar unos lugares específicos
para follar, al igual que hay unos lugares para cagar. Tenemos los cagaderos, tendremos los picaderos».
Oportunamente, esta observación venía por fin
a colocar en el terreno práctico el tema de las
funciones corporales. Ya se habían celebrado tres
asambleas, donde se había debatido, sin éxito, el
rol de la sexualidad en la nueva cultura y el lugar
que tendría que ocupar esta en el beaubourg de
abajo. Estaba claro que teníamos que adoptar una
posición sobre un asunto tan importante, pero,
más allá de esta opinión unánime, las opiniones
divergían considerablemente. Para algunos, el centro tenía que estar en primera línea en la lucha por
la liberación sexual y esforzarse por escandalizar
a los burgueses y que perdiesen sus complejos.
Esta corriente no era sino la prolongación de una
larga tradición artística y literaria, luego cinematográfica, de Madame Bovary al Último tango en
París, pasando por los surrealistas y por todos los
que se atrajeron las iras de los Royer5 de su época.
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A grandes rasgos, para estos, el centro debía convertirse en un «agujero del culo» (la expresión era
del Charlie Hebdo), con plantas enteras consagradas a cualquier forma de desviación, una especie
de Eros Center donde las Emmanuelle o las Rita
Lenoir desinteresadas y solícitas dirigirían las actividades prácticas e iniciarían a las perversiones
más desviadas. Empujados por su necesidad de
afirmación frente al exterior, y algunos de ellos
por una suerte de macchismo al reves,6 organizaciones como el Frente homosexual de acción revolucionaria, el Movimiento para la liberación de
la mujer, las Lesbianas Rojas, los Ambidiestros, el
aco,7 etc., apoyaban esta corriente y pensaban que
el centro podría ser una base de repliegue para
cuando se desataran las inevitables persecuciones
sobre ellos.
Hay que reconocer que los primeros meses les
dieron la razón, demostrando la acuciante necesidad de liberación en este ámbito. Con la perspectiva del tiempo, me parece una lástima que la
historia de estos comienzos no pueda disponer de
un mejor testimonio que los que aparecieron en
Paris-Match, Elle y compañía, centrados únicamente en sus aspectos más libertinos. Claro que
había material de sobra para mirar y para comentar. El exhibicionismo se ofrecía a manos llenas,
los sofás y los sillones usados que habíamos traído conocían una segunda juventud, Bach parecía
no tener más función que la de favorecer los orgasmos colectivos, la antigua fascinación por el
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miedo a ser descubierto convertía los ascensores
en baños, la expresión corporal parecía haberse
fijado en cadenas de felaciones, por no hablar de
los pajilleros y de los aseófilos que obstruían los
lugares de paso y dificultaban la salida de nuestras Sodoma y Gomorra.
Yo constataba una vez más la explosión de una
necesidad repentinamente liberada. Lo mismo
había pasado con la liberación de la palabra,
cuando las primeras asambleas habían permitido expresarse a todo el mundo. Había que dejar
que la exuberancia se fuese calmando por sí misma, y eso, a pesar de las críticas y de los ataques
del exterior. Entendía también por qué todas las
sociedades se habían preocupado muy mucho
de controlar la expresión de ciertas necesidades
y de canalizarlas o desviarlas hacía direcciones
más útiles para el orden y la estabilidad del poder. Al cabo de unos meses, una vez pasada la
novedad, las cosas se fueron relajando. Después
de todo, el amor es como el chocolate, como el
sexo, como la comida, una vez que se nos quitan las ganas largo tiempo reprimidas, aprendemos a comer menos frecuentemente y a degustar
más. Sin embargo, había que tener paciencia y
esperar que, si no todos, al menos una mayoría
llegara a este punto.
Como era de prever, el cansancio se manifestó antes entre los jóvenes. Al haber crecido en
un ambiente más permisivo que sus mayores y
no haberse sentido todavía atrapados por una
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sociedad encorsetada que reprime la sexualidad,
transformándola en gusto por los negocios, poder
y promoción social, los más jóvenes se hartaron
rápidamente de ver sus talleres o lugares de trabajo permanentemente atestados de las más variadas razas de eructantes, erectantes e insaciables empalmados. Tampoco os vayáis a pensar
que lo que les animaba era una actitud moral; al
revés, se movían por consideraciones eminentemente prácticas, y eso era un síntoma de liberación. Necesitaban espacio, y los delirios de toda
aquella gente hacían ruido, a veces incluso olían.
Simplemente había que mantenerlos alejados; es
como cuando en el cine te sientas delante de alguien que saca ruidosamente el bocata y las patatas; si te molesta y no tienes hambre, no te das la
vuelta para comprobar las dimensiones de lo que
tiene entre manos, simplemente le sugieres que se
cambie de sitio o cambias tú de butaca. Pues eso
precisamente fue lo que hicieron varios colectivos
y grupos de trabajo. Además, y esto no os lo toméis a mal, como los jóvenes son generalmente
más guapos que los viejos, estaban hartos de que
se les requiriese constantemente para que participasen en estas nuevas formas de vida social; sobre
todo los chicos, y es que no os imagináis hasta qué
punto las mujeres habían superado ampliamente
el tradicional recato a la hora de tomar la iniciativa en este tipo de invitaciones. En resumen, lo
dicho: si uno no tiene hambre, está desnutrido o
es insaciable por naturaleza, el tener que rechazar
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continuamente las ofertas de comida acaba por
volverse un auténtico coñazo.
Y así fue como nuestras asambleas asistieron a
la formación de una mayoría que asimilaba el sexo
a las demás funciones corporales, cuya satisfacción no debía trastornar la vida colectiva, precisamente por formar parte de ella. Hacían falta, por
tanto, además de los locales donde hacer música
o dibujar, lugares para el amor. Tanto más cuanto
que en esta jodida ciudad (especialmente después
de la generalización de los centros de masajes tai)
hay más lugares donde se puede hacer el amor
pagando que donde hacerlo libre y gratuitamente.
Al final, se aceptó el término «picadero»; algunos
habrían querido llamarlos «cabinas», aludiendo
irónicamente al ritual electoral, algo que por otro
lado hubiese sido incorrecto, porque no se trataba
de que los picaderos estuviesen aislados, y, además, esta invitación al aislamiento hubiese sido
contraria a la nueva cultura.
Pienso muchas veces en los centros culturales,
casas de la juventud y otros centros de integración, cuyos animadores, abrelatas necesarios de
una sensibilidad que la Educación se encarga de
poner en conserva, son también una especie de
chicos de los recados: preparan las salas, ponen
las herramientas en su sitio, hacen los pedidos,
vuelven a ordenarlo todo cuando los Animados
se marchan, realizan los inventarios e incluso
muchas veces vacían los ceniceros. Aquí abajo
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no tenemos animadores, pero… ¡qué cantidad de
mierda! Restos de café en los vinilos, colillas encendidas sobre el papel fotográfico, un proyector
abandonado en el suelo en medio del pasillo, el
horno encendido durante dos días —hace buen
tiempo y, al parecer, las chicas que se ocupan de
él se han ido al campo para recoger arcilla en el
Yonne—, por no hablar de las sillas volcadas y de
todos los objetos abandonados por doquier. ¡Vivan
los bailarines y los practicantes de yoga que solo
necesitan de sus cuerpos, y se los llevan encima
al acabar! Pero, sobre todo, no tocar nada, no interferir, el orden y la autodisciplina deben nacer
espontáneamente, desde dentro. Solo esperemos
que no les lleve demasiado tiempo…
Y entonces es cuando aparecen los teóricos y los
doctrinarios de la autogestión, como si fueran
monjas de la caridad, que pretenden enseñarnos
las reglas de la gestión del centro… y que monopolizaban las discusiones en asambleas y grupos.
Nunca pensé que los bardos de la democracia directa y consejista pudiesen emperrarse tanto en
autoafirmarse y dominar a los demás gracias a la
libertad de palabra.
¡La dictadura de la palabra! Por un momento pensé que no nos libraríamos de ella en la vida. Algunas
asambleas parecían juntas municipales, verborreicas, retóricas, una diarrea de inhibiciones reprimidas demasiado tiempo… y sobre todo, extenuantes,
pues se hablaba mucho, pero no se decidía nada.
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Había que encontrar por tanto, y rápido, unas
reglas para gestionar nuestros bajos fondos. Lo
había estado pensando mucho e incluso había estado leyendo sobre el tema (sobre todo panfletos
sindicales) antes de cavar el agujero, pero no conseguía sacar nada en claro. También había estado hablando con algunos especialistas, con Yvon
Bourdet8 y Alfred Meister,9 pero ni el apóstol generoso ni el hipocondríaco lúcido supieron decirme gran cosa. A fin de cuentas, nada que Jean
Yanne no hubiera dicho ya en su película sobre el
dinero.10
Y luego, como sucede siempre que se dan las
condiciones de la libertad, las cosas acabaron
arreglándose solas, sin necesidad de recurrir a
los esquemas de los doctrinarios. Poco a poco, la
gente se emancipó de la tutela de los charlatanes,
aprendiendo a reconocer, bajo la capa de sus altruismos, el gusto ávido por el poder. Ellos siguieron hablando, pero ante audiencias cada vez más
escasas, y al final se encontraron aislados con sus
proyectos, sus publicaciones y su obsesión por
transformar las estructuras. El momento clave
fue el arranque de los talleres y de las reformas,
es decir, cuando la gente pudo hacer en vez de
decir —desde entonces estoy convencido de que
en la mayoría de los casos la palabra no es sino un
substituto de la acción… cuando no directamente
su freno. Y ahora pienso que si las asambleas del
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tenía nada que hacer y sólo sabía hablar.
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Los colectivos dan un gran paso adelante definiendo sus propias reglas de funcionamiento interno. Aparentemente, toman decisiones muy sencillas: ¿Quién ordena los utensilios? ¿Quién, dónde y cómo compra las herramientas? ¿Habrá una
caja común o se recaudará el dinero para cada
compra? ¿De quién será la responsabilidad? Asistí
a reuniones sobre este tema en colectivos de pintores y fotógrafos, pero en los demás grupos los
problemas eran los mismos. Juntas, las personas
recuperan la vieja norma escolar del quién-quédónde-cuándo-cómo. También dentro de estos pequeños grupos se constata que hay que pasar por
una fase de exploración conceptual profunda y de
grandiosos proyectos de investigación para luego
poder definir las bases concretas de la convivencia. Los grandes discursos constituyen por tanto
un desvío obligatorio antes de llegar a lo concreto,
y hay que extinguir la reserva de palabras para
poder pasar a la acción. No sé si esto marcha en
el sentido de la autogestión. En todo caso, así funcionan las cosas entre nosotros.
Por todos lados nos llueven las críticas: que si el
centro está sucio, desorganizado, que si parece el coño de la Bernarda, que si los proyectos formulados en asamblea se terminan abandonando, que
se convierte en el ashram de todos los marginados
y desequilibrados de la ciudad, etc. Y, sin embargo, si nuestros detractores nos mirasen con un
poco más de atención, podrían apreciar algunos
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progresos: los muebles y las herramientas que
llegan de todas partes, los aseos que se desatascan, el placer de todo tipo de música, las paredes
traviesamente recubiertas de grafitis, los niños en
libertad... Está claro que se trata de progresos sutiles que solo los que nos miran con buenos ojos
pueden apreciar. Nosotros mismos tendemos a ignorarlos, agobiados por miles de preocupaciones,
distraídos por las miles de pequeñas riñas que hay
que resolver, en resumidas cuentas: por la falta de
autonomía de gente a la que nunca se le enseñó
a comportarse de forma independiente, sin tener
que ser constantemente guiada por mandatos y
prohibiciones, gente que necesita de continuos
ánimos para ser libre y actuar libremente, contando solo consigo misma.
Por otro lado, incluso aquellos de nosotros que
estamos más comprometidos, nos sentimos en
ocasiones un poco perdidos y nos desanimamos
fácilmente. En tales condiciones, es fácil comprender cuánto daño nos hacen los críticos que
nos juzgan y nos miden; somos extremadamente
vulnerables a las críticas, cuando lo que de verdad
necesitaríamos es sentirnos apoyados… un poco
aunque sea, para seguir creyendo que la idea de
esta colectividad de seres libres no es una utopía.
(Extracto de mi diario, 15 de junio de 1977).
Apenas se supo que estaba tomando notas regularmente sobre la evolución del centro, todo el
mundo me recomendó que, en caso de que algún
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día las publicase, habría que ofrecer todo tipo de
explicaciones sobre las estructuras financieras y
el funcionamiento económico. De hecho, si algo
hay importante en la sociedad que rechazamos,
eso es el dinero, y por tanto viene muy a cuenta
explicar cómo resolvimos esta cuestión.
Desde el comienzo quedó claro que el centro se
autofinanciaría. No se planteó en ningún momento la posibilidad de utilizar los beneficios obtenidos de la aplicación del principio de contracción
molecular para reflotar la experiencia (me permito repetirlo con el fin de acallar definitivamente
los rumores que siguen corriendo sobre el particular). Admitido esto, cabían varias posibilidades:
pagar por todos los servicios a precio de mercado
(tanto por hora el curso y la utilización de material, etc.), al margen de que luego se repartiesen
las eventuales ganancias entre los usuarios, como
en una cooperativa; o bien pagar por estos mismos servicios a precio de coste y por medio de
sistemas de suscripción a las distintas actividades
y a precios interesantes. Algunos jóvenes ingenieros de la organización (habíamos recibido ofertas
por parte de esa gran empresa-pilar del moderno
sistema esclavista que es ibm, así que sin duda los
tenían en plantilla) llegaron a sugerir que se distribuyesen tarjetas de crédito a todos los usuarios,
que podrían utilizarlas fácilmente en los distintos
terminales instalados aquí y allá en el centro, y que
se cargarían a su cuenta mediante un ordenador
central, que también se encargaría de recordar a
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los olvidadizos sus obligaciones, de mantener las
cuentas, etc.. ¡Nos pegamos unas buenas risas con
aquello! Al final, establecimos el único principio
que nos pareció aceptable: ¡no cobrar por nada y
esperar a ver! Desde un punto de vista práctico,
esta nos pareció la única solución válida: desde
el momento en que los servicios no cuestan nada,
ya no hay necesidad de abonos, contribuciones,
tarjetas de crédito, miembros, ficheros, tesoreros
y controladores. Está claro que así todo es más fácil: ¡por la misma razón, tampoco habrá ingresos!
Volveré a hablar de esto más adelante.
Fue una decisión fundamental. Si no hay dinero,
queda eliminada también la noción servil y esclavizante de servicio; y es que, detrás de estas prestaciones, se esconde inevitablemente toda la estructura de animadores, profesores y funcionarios. El
dinero presupone la organización, y la organización, el poder, y el poder, la dominación de los
demás por parte de los pocos que saben gestionar.
Ni hablar de hacer concesiones, ni de tirar por el
camino del medio (la trampa del «punto medio»)
a través de cuotas mínimas, por ejemplo, como
se hace en algunas asociaciones, porque acabaríamos por ser lenta pero inevitablemente reabsorbidos por el sistema, aun contra nuestra voluntad.
Nada de dinero significaba también orientarse hacia una cultura y un arte anti-Sennelier,11 privilegiando el uso de materiales baratos o reciclados, en
oposición radical por tanto al lujo de las Casas de
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la Cultura y otros palacios oficiales. Finalmente,
nada de dinero significaba también que no iba a
haber propietarios (asociaciones o individuos),
que todo sería de todos, aparatos, material, ropa,
etc. Este principio implicaba una claridad total.
Pero también es cierto que no iba a ser esta claridad la que nos proporcionase el dinero necesario
para hacer frente a nuestras cuatro grandes partidas de gastos: agua + electricidad + material para
las actividades + mantenimiento de los ascensores
y de las escaleras mecánicas (gastos a los que posteriormente se añadiría el material para la producción del alicom y los impuestos). Además, como todo es de todos, era de temer que nada fuese
de nadie y que por tanto nadie se preocuparía por
los distintos equipos y que habría que gastar mucho en reparación. Y como no había ni vigilantes
ni responsables ni funcionarios, se multiplicarían
los despilfarros y los hurtos. Todo esto es cierto,
pero hay que saber pagar el precio de los propios
principios.
Llevarlos hasta sus últimas consecuencias significaba colocar una gran urna en la entrada en la
que cada cual metería lo que pudiera y de la que
se tomaría lo que hiciera falta. La diferencia, es
decir, lo que quedara en la urna, debería servir para pagar nuestros gastos fijos. Pues para que ustedes
se enteren, señores Cerriles de sonrisa condescendiente: ¡Lo conseguimos! Y sepan también que, todavía hoy, en 1986, nuestro beaubourg podría ser
considerado un negocio rentable.
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Una utopía subterránea
Si la Revolución debe ser una liberación de los
hombres —algo que por el momento no se ha
producido—, ¡debemos admitir que no serán los
hombres tal y como hoy los conocemos quienes la
hagan! Nuestro punto de partida es pues contrario al de los partidos políticos y de los socialismos
que estos invocan: para construir otra sociedad,
debemos empezar por ser distintos nosotros mismos, diferentes, ser cuando menos un poco mejores. Y si queremos acabar con estructuras sociales demasiado rígidas, debemos empezar por
romper con nuestra propia rigidez, la rigidez que
llevamos dentro: acabar con todo lo que nos han
hecho tragar de respeto a la Autoridad y de sed de
dominación del otro, antes de acabar con las jerarquías externas. De lo contrario, acabaremos
(como siempre) por volver a reproducirlas.
Si os apetece, en la planta 24 os invitan a un té.
Hay muchos pintores allí, en general aislados, trabajando en silencio. Quizá sea la calma o cierta
atmósfera de recogimiento lo que los atrae ahí.
De todas formas, para el té hay que dirigirse hacia el ángulo de Saint-Martin-Rambuteau, allí
encontraréis al colectivo que hemos bautizado
como los «neosimbolistas». Ya se han organizado
bastante bien en lo que a iluminación, mesas de
trabajo y mobiliario de todo tipo se refiere. Para
ellos siempre es la hora del té, porque es así como han decidido dar la bienvenida a todos los que
vengan a visitarlos —y no solo para ofrecerles un
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té, sino también para conversar, preguntar, escuchar críticas. Deben haber desvalijado los pisos
de sus papás, porque el mobiliario es cómodo,
muy kitsch, muy retro-berlinés. A veces, cuando
hay demasiada gente o parecen estar realmente
ocupados, cada uno se prepara su té en un hornillo de camping y se lo sirve. Si no queda azúcar, sale a la superficie o lo pide prestado en otra
planta. Esta costumbre es bastante curiosa y me
intriga tanto más cuanto que su pintura no los
lleva precisamente a abrirse al exterior. Uno se
los imagina más bien metidos en conversaciones
íntimas y místicas con los Gustave Moreau y los
sar Péladan de su misterioso universo. Hoy me
entero de que Syberberg, el realizador de Ludwig
III de Baviera, tiene pensado venir a trabajar aquí
para una película cuya acción —o más bien, cuya
alucinación— se desarrolla en el vestuario. Su té
de bienvenida, por tanto, más que para mantener
un contacto con el mundo exterior, parece tener la
finalidad de reunir las diferentes tonalidades de
rostros lívidos y evanescentes necesarios para
este tipo de producciones. Por lo que parece, mi
cara no les vale, pues no me han propuesto que
participe.
Nuestra experiencia es parecida a la de aquellos
tipos que, sobre todo a partir de mayo del 68, se
fueron al campo a fundar comunas: al igual que
ellos, también nosotros tenemos que vérnoslas
con lo que podríamos llamar los «desechos» de
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esta mierdosa sociedad nuestra. Me explico: de la
misma forma que las comunas han revelado toda una fuerza militante, de gente apasionada, de
trabajadores infatigables (aun cuando antes no
eran más que unos colgados), nuestro proyecto
está poniendo en evidencia una gran cantidad de
talentos ignorados, de generosidad y de espontaneidad, de perseverancia, de fidelidad y de abnegación. Pero —y es aquí donde quiero llegar—,
en el otro extremo, también hemos descubierto —
también nosotros, y con qué amargura— a todos
los parásitos, falócratas, inútiles, charlatanes,
psicóticos, hiperagresivos, cazadores de moscas
a lazo y aprovechados de toda calaña. ¿Veis ahora
a lo que me refiero cuando hablo de desechos?
Tíos que probablemente jamás serán capaces de
participar en un esfuerzo creativo cualquiera,
que siempre considerarán a los demás como ocasiones para conseguir sexo o comida, que prolongarán al infinito una discusión con el único fin
de dominar a unos interlocutores vencidos por el
cansancio, que vienen aquí abajo solo para tocar
los cojones o para destruir los equilibrios y luego largarse, gamberros de poca monta que echan
mano de todo cuanto se les pone por delante para
venderlo en otra planta al día siguiente, gente enferma, incapaz de cualquier esfuerzo sostenido,
tan dependientes psicológicamente de los demás
que se pegan, encostran y frenan al resto... Y no
hablo de drogadictos, a sabiendas de que la droga no es más que una consecuencia: la droga te
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atrapa tanto más cuanto que formas parte de alguna de las categorías arriba mencionadas.
Pues bien, muchos de estos tipos, o mejor dicho, muchos de estos casos, se salvaron gracias
a la libertad, a la posibilidad de crear, a la amistad y la igualdad. Pero, desgraciadamente, como
en las comunas, algunos resultaron irreductibles
e incurables, verdaderos obstáculos que tuvimos
que apartar del proyecto, cuando no dirigirlos
discretamente hacia personas o instituciones que
podían ocuparse de ellos o, al menos, mantenerlos
apartados. Al ritmo que van nuestros tecnócratas
y planificadores, con los sociólogos y psicólogos
que les van a la zaga, podemos estar seguros de que
este tipo de personas terminarán por ser eliminados físicamente: con los instrumentos oportunos,
se detectará que se adaptan mal y se los destruirá
antes que arreglarlos, quizá en sus orígenes. El
problema para los que tienen un proyecto en marcha hoy es que estos individuos estorban y que,
sin querer, al final uno se pone en el papel (como
estoy haciendo yo ahora, para qué engañarnos) de
seleccionador, de estalinista o de fascista de toda
la vida. Y, sin embargo, si nuestro beaubourg no
ha sido precisamente una utopía, es porque tuvimos que encontrar soluciones a problemas de este
tipo.
¡No os vayáis! Me gustaría que os quedara claro
que nosotros no teníamos nada en contra de los
«anormales», contra los que se salen de la norma,
contra los que no están en el centro del pastel bajo
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el vientre de la curva de Gauss. También nosotros
somos anormales, puesto que nos sublevamos contra el modelo considerado normal, y contra el sino
del obrero obediente o el del empleadillo eficiente
que sirve fielmente a su respetado patrón, quedándose en el lugar que el buen Dios le ha asignado,
aunque este no sea en absoluto un buen lugar para quedarse. ¿Acaso no somos nosotros anormales
cuando nos comparamos con esos arrogantes de
la facultad de Ciencias Políticas, con sus planes de
carrera requetecurrados, que mañana tomarán el
relevo de las orgullosas élites dirigentes de hoy?
El problema es que, más allá de nosotros, aún hay
otros más anormales. Porque, aunque nosotros
somos irrecuperables a ojos de esta sociedad de
consumo e integración, que nos considera unos
«inadaptados», en realidad estamos perfectamente sanos y somos capaces de concebir y realizar un
proyecto al margen de esta sociedad (de ahí que
se preocupen más de reprimirnos a nosotros que de
asistir al resto de anormales); el problema, decía,
es que existe gente que no es recuperable para
nada. Es de estas personas de las que estoy hablando, y dejadme que os diga que nuestro centro,
al igual que las comunas, es como la mermelada
para este tipo de moscas. Llegan de todas partes,
tanto más numerosas cuanto más débiles o indefensos frente a sus exigencias nos ven, igual que
los hijosdelagran que roban libros en las librerías
de izquierdas porque saben de sobra que no se les
denunciará a la policía.
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Pero tampoco os vayáis a creer que esta fue nuestra postura desde el principio. Como todos aquellos
que nunca se han comprometido en la realización
práctica de un proyecto, intelectuales con las manos limpias, suponíamos que, de alguna manera,
no sabíamos muy bien cómo, el centro sería capaz
de resolver cualquier problema, insuflando energía a los setas del juke box o desbloqueando a los
psicóticos vegetativos. También es verdad que, al
principio, su llegada en masa al centro había multiplicado los problemas de cada uno de ellos; pero
posteriormente quedaron cercados, y las free-clinics y los grupos de psicoterapia devolvieron a la
normalidad a la mayoría —es decir, a lo que nosotros consideramos una vida normal y por eso mismo totalmente opuesta a la normalidad del mundo
exterior, que era el que los había desquiciado.
Entre los irrecuperables, existe una categoría muy
conocida, a la que ya aludí antes: la de los amantes de los discursos, los pejigueras, tan fértiles en
sugerencias como incapaces de concretar lo que
sea, siempre dispuestos a apelar a los valores de la
colaboración, pero incapaces de participar en una
tarea colectiva o de hacer un frente común. ¿No
fue Michel Rocard12 quien declarara que incluso
dentro del Partido Socialista, donde en tiempos
hubo una alta concentración de materia gris, el
porcentaje actual de gilipollas era igual de elevado que en todas partes? La famosa constante k…
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Pero aquí, donde todo es libre y no programado,
esta categoría fue rápidamente eliminada gracias
al siguiente principio: quien sugiere algo, quien
tiene ganas de ver realizado algo, ¡pues eso, que
lo haga!, que se ocupe él mismo, que él mismo
despierte el interés con su ejemplo y movilice a
los demás. Aquello era una novedad para muchos,
porque normalmente este tipo de charlatanes se
dirigen a gobernantes y animadores, que, para
acallarlos y justificar su propia posición y su empleo, se sienten en el deber de aceptar sus sugerencias; y, como nunca logran estar a la altura de
lo prometido, a los charlatanes siempre les queda adoptar el cómodo rol de críticos, obviamente
«constructivos» por definición. Pero cuando no
hay poder, cuando no hay jefes, ni presupuestos
ni teorías de lo que se debe o no se debe hacer,
estos parlanchines nuestros se encuentran desarmados por completo, y como la mayoría de ellos
son incapaces de ponerse manos a la obra con las
iniciativas que defienden, desaparecen de la circulación. Y por eso mismo en nuestro subterráneo
ya no queda ni uno.
Otra categoría agrupa a los que nosotros denominamos los «preambulistas», una subespecie de los
charlatanes de antes. Los preambulistas defienden
que es imposible crear una nueva cultura o hacer
cualquier otra cosa contra la sociedad actual sin
haber hecho antes la revolución, y que el centro
por tanto debería convertirse en el instrumento de
educación de las masas para esta revolución. Por
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otra parte, el gran número de intentos similares
al nuestro recuperados finalmente por el mundo
burgués parece darles la razón. Aunque en realidad lo que pasa es que no se enteran de nada,
pues nuestro objetivo no era, y no es, el de hacerle
la competencia a la cultura burguesa, ni siquiera
el de debilitar su poder o su dominación. Muy al
contrario, nuestro objetivo es huir de la influencia cultural burguesa y, aunque haya que partir de
ella, puesto que estamos sumergidos en ella hasta
el cuello, vivirla poco a poco de otra manera. La
cultura burguesa es el punto de partida obligado,
pero de ahí en adelante queremos construir por
nuestra cuenta, sin preocuparnos más por ella.
Para terminar, es necesario añadir que nosotros
no estamos en contra de la Revolución, al contrario, estamos más que dispuestos a apoyarla si
viniese a producirse mientras todavía estemos en
condiciones… pero, por supuesto, a condición de
que vuestra revolución, camaradas, nos deje vivir
como queremos, de que vuestros jefes —¡porque
siempre acabáis por nombrar jefes, joder!— nos
dejen en paz en lo que vosotros llamáis despectivamente nuestra marginalidad, nuestra insignificancia, nuestra posición de «aliados objetivos de
la reacción». Así que permitid que nosotros también os ataquemos y que formulemos nuestro propio «preámbulo», que nosotros también tenemos
el nuestro, a saber: que para lograr la revolución
que tanto deseáis, antes hay que cambiar a los
hombres.
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He aquí, en su versión apasionada, el relato de
nuestro diálogo con los preambulistas. Creedme si
os digo que hago un gran esfuerzo por resumir en
una sola página discusiones que se prolongaron
durante días enteros, poniendo a prueba a más de
una asamblea. De todas formas, también en este
caso, una vez constatado que entre nosotros no
había aparatos, posiciones u organismos que conquistar, se cansaron y desaparecieron definitivamente, llevándose consigo su sueño de una nueva
sociedad construida sobre la simple conquista del
poder, lo que en su ingenua escatología denominan la «transformación de las estructuras».
En resumen, estas dos categorías se desalentaron por sí mismas, porque son hijas de la
Organización y están en deuda con ella: nuestra
no-organización les desconcertaba, les dejaba
desarmados. Sí hubo, en cambio, otras categorías
de oponentes que requirieron una actitud más activa por nuestra parte.
Empezamos a recibir peticiones del tipo: «A mí
y a mi troupe nos gustaría presentar un espectáculo en el centro y desearíamos saber cómo y en
qué medida podréis ayudarnos financieramente»,
o bien se trata de pintores a los que les gustaría
exponer sus obras. A todos les contestamos lo mismo: «Venid, el espacio no cuesta nada. Venid y haced». ¡Resulta tan difícil acabar con la idea de la
sala de exposiciones o galería de alquiler!
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Muchas veces me divertía vagando entre los mirones del domingo, y el mismo caso se repitió centenares de veces: durante cinco o seis semanas
seguidas, todos los domingos por la mañana, me
topaba con un señor alto —en torno a los cuarenta
y cinco años, corbata y chaleco, estilo inequívoco
de ejecutivo, pelo largo a la par que elegante—,
que se mantenía respetuosamente al margen de
un grupo de alfareros que trabajaban en sus tornos, salpicándolo todo, preparando la arcilla por
el suelo. Por aquel entonces había una treintena
de grupos parecidos, y este en concreto estaba formado por cinco o seis niños de unos nueve o diez
años, una mujer de al menos sesenta y cinco, un
par de jóvenes de alrededor de treinta, un jubilado muy ordenado y una chiquita de veinticinco o
veintiséis, bien peinada, incluso algo coqueta, aun
cubierta de barro, que parecía la líder del grupo.
En el suelo, delante de ella, había un montón de
dibujos de cubos, semiesferas, conos, todo muy
geométrico y coloreado con tintas básicas, como
salido de un manual de los cursos de la primera
Bauhaus. Intrigado, me acerqué al tipo y, señalando unas cuantas piezas puestas a secar antes de la
primera cocción, comenté:
—No está nada mal, ¿eh?
—Sí, está muy bien… a mí también me gustaría…
No le saqué ni una palabra más, ocupado como
estaba en sus cavilaciones. Me prometí a mí mismo volver al domingo siguiente, pero llegué un
poco tarde y no tuve mucho tiempo de observarlo.
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El suficiente, sin embargo, para darme cuenta de
que había cambiado, había sustituido el traje por
unos vaqueros y un jersey de cuello alto. Además,
tenía las manos sucias de barro.
El domingo siguiente, cuando iba a coger el ascensor, oí que alguien me pedía que le echara una
mano: era mi señor, intentando arreglárselas con
un magnífico torno alfarero recién salido de la tienda. Estaba muy excitado, todo lo que alcanzaba a
articular era: «Estoy dando el salto, creo que sí, voy
a dar el salto, he dado el salto». Bajamos juntos a
la 41 y le ayudé a llevar e instalar el torno. Lo dejé
cuando la chica guapa le ayudaba a centrar la pella en el plato. Después de eso me lo encontraba a
menudo. Era director en una sucursal de la Société
Générale, y un año después vendió su apartamento de seis habitaciones en la avenue de Breteuil y
se fue a vivir a la rue des Blancs-Manteaux, en un
edificio cochambroso de esos donde por el mismo
precio se puede conseguir más del doble de superficie. Actualmente, todos los viernes a las cinco en
punto está aquí, y no se marcha hasta el lunes por
la mañana, con el tiempo justo para enfundarse el
uniforme de la respetabilidad bancaria. A juzgar
por cómo empezó su historia, acabará por venir a
dormir aquí todas las noches. Más tarde, me confió sus proyectos: «Me ha llevado tiempo dar el salto. No era por el miedo a no saber usar las manos,
aunque es verdad que es la primera vez que hago
algo manual. La incapacidad de expresarse no está en las manos. Lo peor de todo son las barreras
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culturales, las prohibiciones, el desprecio de clase.
No te puedes imaginar el miedo que tenía de hacer el ridículo por estar aquí modelando cilindros;
y sin embargo, hacía semanas que tenía ganas de
tocar esta tierra, o incluso de embadurnar con ella
mi estúpida corbata de Cardin. Pero tenía miedo
de que alguno de mis subordinados me viese, sobre todo porque sospecho que uno de mis jóvenes
adjuntos participa en uno de vuestros grupos de
expresión corporal. Además, tenga en cuenta (pasaba de nuevo al «usted»; en esos ambientes, resulta difícil el tuteo) que, si uno de mis clientes importantes me viese por aquí, se acabó mi reputación,
podría hacerme perder el puesto. Donde trabajo,
los rumores enseguida se propagan, sobre todo para cosas de este tipo. Afortunadamente, el centro
tiene mala fama entre la gente acomodada y no se
acercan aquí. Pero, como puedes ver, estoy ya casi
en el punto en que me importa un pimiento, y creo
que ya no haría ningún esfuerzo por conservar mi
puesto. Lo máximo que pediría, y lo podría obtener fácilmente, porque el banco necesita gente de
mi nivel, es un trabajo sin contacto con el público.
Así se guardarían las apariencias. Todo lo que antes era importante de mi posición ya no me interesa,
incluyendo una parte del dinero que gano, que ya
no me hace falta: he cambiado radicalmente de vida, como comida casera, bebo agua, voy al picadero cuando tengo ganas, cosa que por otra parte me
ocurre con bastante más frecuencia que antes; la
arcilla cuesta poco y el hierro, también —también
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me he puesto a hacer esculturas en hierro—, la
mayoría de las veces me quedo a dormir aquí, y
todo lo demás, todo lo que antes me parecía tan
importante, ahora ya no me hace falta: el poder, el
prestigio, los cócteles, el frenesí embriagador del
mundo de las finanzas, nada de todo esto me satisface ya. Ya ves…».
Nos quedamos un rato en silencio; entretanto, yo
reflexiono sobre la austeridad de esta nueva cultura que estamos descubriendo. Una austeridad completamente alejada del puritanismo, porque aquí
hacemos realmente lo que nos gusta, asumiendo
con ello nuestras necesidades humanas. Puede que
la liberación sea exactamente eso: asumir el trabajo, el hambre, el sexo, verlos como funciones, desarrolladas de manera desigual, claro, pero sin cosificarlas ni idolatrarlas. Tampoco es una religión
de la felicidad, cada uno de nosotros en su propio
ámbito tiene sus preocupaciones, unos por sacar
adelante esta maldita excavación, otros por plasmar una forma en el barro, otros por conseguir
que su cuerpo se exprese y se comunique. Desde
luego esta nueva cultura no es hedonista, el placer
por el placer. Al contrario, es tensión, y también
lucha y pena. Y todo esto sin ninguna ilusión por
cambiar el mundo. Lo único que queremos es rechazar lo que lo caracteriza, algo que sin duda no
va a cambiar de la noche a la mañana: el dinero,
el poder. Nuestra nueva cultura es estoica, rechaza las apariencias y la ilusión, implica disciplina y
regla interior.
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Asamblea del 10 de julio de 1977. La asamblea
para la cuestión de la comida. Están presentes
todos los militantes de los circuitos de alimentación alternativa, macrobióticos y comedores de
alpiste, lameajos y zanahorias, sibaritas del zumo
de naranja, trigófilos, aficionados a diferentes legumbres y enemigos de los lípidos junto con unos
cuantos acupuntores, homeópatas y militantes por
las plantas (la fitoterapia se ha hecho muy popular
aquí). Pero, atención, esta tarde están todos muy
pero que muy serios, no discuten entre ellos. Se
nota enseguida que, para ellos, es un momento importante, se han preparado mucho lo que nos tienen que decir y han dado una tregua a sus adhesiones particulares, acallando sus fobias recíprocas.
Lo que este frente alimentario está a punto de
proponer no es poca cosa: en primer lugar, nos
reprochan el que en un centro que se las da de
andar a la búsqueda de nuevos modos de crear
y de experimentar la creación, de vivir, sin más,
todavía no se haya hecho nada en materia de alimentación. Que se consumen exactamente las
mismas guarrerías que se comen fuera. Que, so
pretexto de no darle mayor importancia, la gente se alimenta mal, se apaña con bocatas y patatas fritas comprados en la rue Saint-Denis, y con
Nescafé, que acabará por hacerles polvo el sistema nervioso; que no están en contra del Grille, ni
contra la Ambassade d´Auvergne,13 pero que uno
no puede permitírselos todos los días; que por eso
hay que encontrar alguna solución innovadora;
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pero vamos, que tampoco es cuestión de pedirle a
Jacques Borel14 que abra una de sus cafeterías ni
de montar un stand de degustación con sus mesas
y sus camareras porfavor-señor-qué-desea-beber.
En resumen: que para vivir de otro modo, hay que
alimentarse de otro modo.
Hasta ahí, todos de acuerdo. Porque nadie podrá negar que somos extremadamente dependientes de la sociedad de consumo y de sus mil y un
caramelos, pasteles, saladitos y zumos de fruta sin
fruta. A lo largo de estos seis primeros meses no
hemos hecho más que organizarnos. El término
mismo es incorrecto: mejor sería hablar de esfuerzos por salir del follón inicial. Aparte de los
militantes de la alimentación, nadie se ha ocupado del asunto.
Así que nos proponen que probemos su alimento
completo enriquecido, que seguramente ya conocéis porque ahora se comercializa por doquier en
el mundo de los Organizados. Se habían preparado muy bien su dosier, y hasta habían testado el
valor nutricional y calórico del alicom y estudiado
las posibilidades de abastecimiento de materias
primas (trigo integral y otros cereales, proteínas...) y de fabricación.
En cuanto a la distribución, las bolas de alicom
se pondrían simple y gratuitamente a disposición
de la gente del centro, que cargaría con todos los
gastos —solución fácil y lógica habida cuenta del
principio de no-circulación del dinero que regía
nuestro subterráneo.
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Por supuesto, decidimos probar. Nuestros alimentacionistas habían descubierto dos buenas
panaderías de las de toda la vida, con horno de
leña, que aceptaron mezclar varios ingredientes,
legumbres y fruta de temporada con su pan de
trigo biológico. Al principio, algunos consumidores les hicieron remilgos, sin embargo una o dos
bolas de alicom grandes como mi puño en cada
comida, y ya estabas alimentado para todo el día,
calorías, vitaminas y minerales incluidos. Pero para nosotros, que todavía guardábamos el recuerdo
de aquellas tartas extraordinarias que nos hacían
nuestras abuelas o tías, el alicom nos traía más
bien el recuerdo de aquellos años en que el granizo había castigado duramente los vergeles de
Esparta. No obstante, al menos dos tipos de gente
estaban contentas con el nuevo alimento: en primer lugar, los jóvenes, cuyas cañerías aguantan
lo que se les eche y que, además, así ahorraban; y
después, en el lado contrario, los que ya tenían las
cañerías corroídas como tubos de escape, los insomnes, los atentos-al-peso, los ulcerosos, los sufridores de almorranas… En este lado, fue increíble la cantidad de gente que descubría que digería
mejor, que se sentía menos pesada, que conseguía
dormir sin pastillas, que defecaba todas las mañanas. Evidentemente, el producto no satisface a
todos los paladares, así, La Reynière15 se limitó
a escribir en Le Monde que, tras haberlo probado, se había tenido que ir a cenar a Benoit. Pero
autoridades en la materia como la señora Anne
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Gaillard y el doctor Soubirang16 están de nuestro
lado.
Como era cómodo disponer de este alimento por
toda la casa, el Tío Boral proyectó un sistema de tubos que llegaba a todas las plantas a partir de silos
ubicados en el nivel superior. No tenéis más que coger vuestra bolita en alguno de los distribuidores;*
y, como el alicom está incluso mucho mejor rancio, no hay problemas de conservación.
Si estás en contra del robo, solo hay dos maneras
de evitarlo: o guardas todo bajo llave, organizando
un sistema de control de los usuarios de los bienes
y demás cosas que temes que te puedan robar; o
bien te esfuerzas por que dichos bienes y materiales pierdan su valor, por hacer de tal manera que
no resulte ya deseable robarlos para poseerlos de
manera individual, sin contar con los demás, como hacen los coleccionistas, los marchantes y los
especuladores de toda calaña.
Nosotros adoptamos esta segunda actitud desde el principio y en lo que se refiere a todos los
bienes, material y objetos del centro. Claro está
que las cosas no vinieron dadas: hizo falta tiempo
para cambiar las costumbres ancestrales de apropiación privada. Los libros y los discos son un
* Sobre este punto, los compañeros oshawistas del colectivo
de alimentación, a los que di a releer las pruebas de esta
crónica, me han encargado que aproveche para recordar una
vez más a los lectores que es indispensable masticar bien los
alimentos. Y así lo hago.
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buen ejemplo: la asamblea había propuesto desde
el principio que los que tuviesen libros y discos los
llevasen abajo, poniéndolos así a disposición de
todos. Según la costumbre, los que habían hecho
la propuesta se comprometían a poner en marcha
el mínimo de organización necesaria para llevar
a cabo su idea. Solo se trataba de dar a conocer
su iniciativa y de construir unas estanterías, utilizando para ello los tablones y demás materiales
recuperados de las obras de demolición.
Así que la gente empezó a llevar al centro sus
libros, en cestas repletas, que luego ayudaba a
seleccionar y ordenar. Pero ocurría que durante
estas operaciones muchos se quedaban con libros
y luego se los llevaban, de modo que salían prácticamente tantos como entraban, y solo quedaban
en el centro colecciones enteras sobre pesca con
mosca que nadie quería. Por no hablar de todos
los libreros de viejo y coleccionistas maníacos que
solo venían por aquí para servirse libremente.
El desaliento del grupo libros fue mayúsculo
cuando vieron que un gran lote de libros (y, no,
de verdad, no solo de devoluciones) enviado por
Maspero17, absolutamente fascinado por la iniciativa, fue tomado «en préstamo» el mismo día
de su llegada. Todo esto venía a demostrar que al
menos la gente lee; pero en lo relativo a cambiar
la tendencia a la apropiación privada, nuestras esperanzas no eran tan optimistas.
En cambio, las cosas iban un poco mejor con los
discos, porque, a fin de cuentas, ¿qué gracia tiene
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escuchar un disco en solitario? Y si invitas a los
amigos a casa para escucharlos, la conversación
acaba inevitablemente por abordar la estupidez
de la propiedad privada, entristeciéndote a la luz de
la incoherencia entre tu opinión sobre el tema y tu
comportamiento como coleccionista.
A pesar de la lentitud de los progresos, estábamos decididos a proseguir la experiencia.
Aquí todo el mundo se tutea, pero ¿cómo dirigirse
a alguien cuyo nombre desconoces? Con un «¡Eh,
tú!», o un «¡Eh, oye!...», etc.; también podrían recuperarse palabras ya gastadas como «camarada»
o «hermano», pero tienen un regusto demasiado
político, o religioso, o étnico; o quizá sería mejor
decir «amigo» o «compañero». Al final alguien encontró algo mejor, y hasta puede que su uso acabe
generalizándose: «creador». Al igual que el «ciudadano» de los tiempos de la Revolución, que afirmaba la conquista de los derechos políticos y la nueva
dignidad republicana, «creador» indica a la perfección lo que nosotros queremos ser y alude también a la idea de que cualquier ser humano puede
ser un creador, el creador de sí mismo, y de que no
hay grupo, ni clase, ni dios que creen para él, que
puedan sustituirle en esta actividad, a él, el único.
Nos aconsejan que publiquemos un periódico o,
al menos, un boletín para informar sobre lo que
aquí acontece. Pero nosotros nos negamos. En
primer lugar, aparte de los comerciantes de la
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rue Saint-Honoré, que publican anuncios en los
periódicos para atraer a la gente cuando su calle
está iluminada o sus escaparates especialmente
bien decorados, aparte también de los trípticos de
las oficinas de turismo con sus mil y un destinos
turísticos, ¿acaso se ha visto alguna vez que una
calle o plaza se publiciten para atraer a la gente?
vengan a la rue tronchet, vengan a visitar la rue de
la pompe… nunca se ha visto nada parecido. Pues
eso, nosotros también somos un espacio público,
con plazas superpuestas y calles verticales u oblicuas que las comunican. Una costumbre ancestral quiere que siempre hayamos considerado las
calles en un plano horizontal, y admitido que los
locales superpuestos solo pueden ser privados, de
modo que a la gente le cuesta hacerse a la idea, y
se pierde un poco, a pesar de la multitud de ascensores, escaleras mecánicas y accesos a los aparcamientos y al metro que hay.
Nos dicen también que un periódico nos permitiría dar a conocer las distintas actividades que
se desarrollan en el centro y evitaría tener que
descifrar todas las inscripciones y los afiches que
hay por las paredes; de este modo, el que viene
para un ensayo de teatro encontraría enseguida
el espacio donde tiene lugar, sin necesidad de perder el tiempo dando vueltas por todas las plantas
para encontrar a sus amigos. A eso contestamos
que nosotros estamos en contra de ese concepto
fragmentario de la cultura, reflejo de la especialización y la compartimentación de un mundo
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mezquino. Que quien quiera hacer teatro, o cualquier otra cosa, que no venga aquí para esa única
actividad, que no se dirija a ella ignorando todo
lo demás, todo lo que se hace alrededor. Hay que
abrir los ojos a todo lo que se hace; para nosotros,
las impresiones fugitivas que deja el entrever un
grupo de danza, el echar un ojo a la forma en que
un escultor está creando, o el escuchar un minuto
siquiera las polémicas de un grupo de discusión
resultan útiles incluso para la actividad particular que nos trae hasta aquí. Además, los grupos
cambian frecuentemente de sitio, se pasean de
una planta a otra. Los que buscan tranquilidad
tienden a bajar a los niveles inferiores o se instalan en los espacios más alejados de las zonas de
paso. Cierto, sobre todo los días festivos, siempre
hay curiosos escuchando y mirando. Y así queremos que sea, pues es la única manera que se nos
ocurre para impulsar a la gente a participar.
Por muy bonitos que sean, los cuadros, los poemas
o el grafismo gestual de la danza no hacen cultura
por sí mismos. Hace falta también la fraternidad,
la amistad. Quizá los poemas y el resto de las producciones así llamadas culturales no son más que
medios para llegar a amar.
Septiembre. A juzgar por las nuevas paredes cubiertas de señales de prohibido, nuestros moteros
han dado muchas vueltas este verano. Las hay en
todos los idiomas europeos y hasta en caracteres
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farsi e hindi, preciosos recuerdos de la ruta a
Mirzapour. Las paredes de la 75 ya están cubiertas por completo, y las de la 74 empiezan a estar
saturadas también. Dos aspectos a considerar: primero, los moteros bien habrían podido construir
unos tabiques para poder ganar unos cuantos metros cuadrados más, y hasta me pregunto por qué
no lo han hecho; sin duda, porque en todo el centro,
a excepción de los baños, no hay nada cerrado,
separado. Sin embargo, creo que ya dije que continuamos recibiendo material de derribo, pero este
se utiliza sobre todo para hacer mesas de trabajo, mesillas o estanterías en las que colocar todo
nuestro bazar. En todas las plantas se ha preservado el carácter de espacio público, y no cabe duda
de que es debido precisamente a esta tendencia
antiseparatista, anti-segregacionista incluso, por
lo que los moteros han seguido con su colección
de señales en las paredes de la planta superior.
En cuanto al segundo aspecto, se trata del carácter político de su colección. Las consideraciones estéticas no tienen nada que ver con la forma
en que se cuelgan las señales: se colocan donde
hay sitio y los espacios desiguales que quedan libres se ocupan con placas más pequeñas, del tipo
prohibido el uso del aseo mientras el tren se encuentre parado. De hecho, la colección se parece
mucho a las que hay a la entrada de ciertas fincas
que se ven aún a veces en las zonas de campo, en
las que los campesinos solían atornillar las placas de latón que certificaban el pago del seguro de
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incendio o los premios ganados por sus reses en
los concursos agrícolas. Pero estas cosas forman
ya parte del pasado…
Por otra parte, el término «colección» no parece adecuado en este caso, pues los coleccionistas
se intercambian lo que tienen repetido, intentan
hacerse con las piezas más extravagantes, las más
raras o exóticas. Tampoco digo que la búsqueda
de la pieza adecuada esté del todo ausente, o la
fascinación por eludir la vigilancia para quitar un
cartel particularmente idiota o irritante, pero esto
resulta del todo secundario frente a su carácter de
limpieza pública. De hecho, se puede asistir a una
suerte de expediciones de «barrido», durante las
cuales toda una calle o un conjunto de casas son
sistemáticamente purificadas del signo metálico
de sus prohibiciones. En las grandes ciudadesdormitorio, los propios habitantes hicieron entrega de sus señales, lo cual indica una primera toma
de conciencia del peso de la represión social en
su vida cotidiana. También recuerdo que gracias
a estas saludables campañas es posible merendar
en todas los jardines de Île-de-France, incluido el
del Luxembourg.
burgueses que os escondéis en vuestros chalets,
¿por qué habéis vuelto malvados a vuestros perros?
La inscripción figura en grandes caracteres en el
suelo, frente a una de las paredes de la colección
de señales.
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Hay que volver ahora sobre el episodio de los vagabundos cachas, a los que en Mayo del 68 se llamaba «los katangueses»,18 que de nuevo plantea el
problema de los irrecuperables. Desde las primeras semanas de vida del centro, tuvimos que hacer
frente a la situación creada por el asentamiento
de una verdadera banda en la 35, que prácticamente impedía el acceso a la planta. Sus incursiones tenían aterrorizadas a las plantas vecinas,
sobre todo porque además de comida habían intentado raptar a algunas chicas, así que temíamos
que acabasen tomando rehenes.
También habían amontonado una gran cantidad
de muebles y durante una incursión en la 75 se habían llevado varias motos y bidones de gasolina.
Lógicamente, las asambleas fueron turbulentas: por un lado estaban los partidarios del uso
de la fuerza, que proponían que los tomáramos
por asalto y les diésemos una paliza ejemplar, o, si
no, que bloqueásemos las salidas y empleásemos
gases lacrimógenos o paralizantes. Otros proponían que continuásemos con las negociaciones, dando a aquellos chulos una última oportunidad para
abandonar el centro. Otros proponían simplemente cortar el agua y la electricidad y dejarlos morir
de hambre. Pero todos estábamos de acuerdo en
que había que evitar a toda costa la intervención
de la policía. Básicamente, estábamos en la misma situación que aquellos universitarios que por
un lado querían mantener la autonomía de su institución y no tener nada que ver con la policía,
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al mismo tiempo que, por otro lado, querían librarla de los que obstaculizaban su funcionamiento
—aunque, en nuestra opinión, el beaubourg valía
mucho más que una universidad, pero esto es un
juicio del todo subjetivo y es cierto que por aquel
entonces todavía no habíamos demostrado nada.
Pero las cosas tampoco marchaban a la perfección en el bando contrario, y desde hacía varios
días ya no salían. En realidad, sabíamos que no
les faltaba comida, ya que dos tiendas de alimentación del barrio habían sido saqueadas. En
cualquier caso, las motos ya no petardeaban, ya
sea porque se les había acabado el combustible
o porque las reservaban para defenderse. Luego
supimos que había bronca porque sonaron unos
disparos. Por lo que a mí respecta, estaba cabreado porque habían forzado uno de los ascensores y
tirado al hueco todo lo que no les parecía útil para
su defensa. Fue entonces cuando les quitamos el
agua y la luz y esperamos a que saliesen a través
de la escalera de la planta superior, ya que todas
las demás salidas habían sido bloqueados con todo el material resistente que habíamos encontrado
a mano. Aunque probaron con varias salidas, no
consiguieron forzar o prender fuego a las montañas de muebles acumuladas delante. Y la única
salida que quedaba libre la habíamos estrechado
para que solo pudiera pasar una persona a la vez.
Los jefes se oponían a la rendición, impidiendo
que los menos belicosos y los freaks a su mando se
rindiesen por su cuenta. Finalmente, después de
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ocho días, empezaron a salir en pequeños grupos
de tres o cuatro, uno tras otro, sedientos y agotados. Les habíamos asegurado que no les pegaríamos, ni se les fotografiaría o ficharía. Según
iban saliendo, los conducíamos de inmediato a la
superficie, pero a lugares diferentes para que no
pudiesen reagruparse y que no los interceptase la
policía, que, por supuesto, se había enterado del
asunto y quería impedir más desperfectos en el
barrio. Posteriormente, se nos reprochó no haber
sido más compasivos y haber demostrado a los
vencidos que los perdonábamos, dándoles comida
y dejando que se asearan un poco antes de salir.
Todavía hoy, este reproche me revuelve las tripas,
y es que llevan siglos repitiéndonos las mismas
monsergas, por lo general a toro pasado, cuando su compasión ya no resulta de ninguna ayuda. Por otro lado, las condiciones de la rendición
eran de sobra conocidas (ya os imagináis que la
prensa se había hecho eco de ellas): eso sí, ni una
sola de esas almas caritativas apareció por allí para recibir a aquellos impresentables a la salida.
Así que, que no venga nadie a darnos lecciones
de fraternidad. Ya nos parecía bastante fraternal
el haberlos dejado salir, arriesgándonos a verlos
de vuelta unos días después. Que fue exactamente
lo que ocurrió, como no podía ser de otra manera
(por suerte, sin daños comparables).
En resumen, sacamos a 47, y encontramos a
8 en el interior, heridos o colocados. De estos, 6
fueron llevados a la clínica popular de la 38 y los
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otros dos hospitalizados gracias a un médico amigo y discreto.
Esta primera temporada se anuncia buena, se
oye comentar en todas las plantas. El Teatro del
Sol, que finalmente posee un espacio propio, está
preparando una Virgen de la Guadalupe; Gisèle y
Grazielle Martinez trabajan en un proyecto de comunicación experimental junto con Fred Forest,
en un escenario compuesto por una treintena de
armarios de luna recuperados de las viejas casas
del barrio; Sabourey está montando una sección
electroacústica; el hard rock sacude las escaleras
mecánicas y por doquier retumban los golpes de
garlopa, un tanto excesivo para los que como yo
prefieren todavía las charlas a los gritos… Pero
ahora me doy cuenta de que he hablado de «temporada», lo cual es archifalso, pero demuestra
hasta qué punto es difícil deshacerse de los ritos
culturales de la sociedad educada que nosotros rechazamos. Aquí, de hecho, no es el caso de hablar
de «temporada», pues no hay ni representaciones
ni estrenos ni galas. Lo que los actores, es decir,
nosotros mismos, la gente común, representan en
el teatro es su propia vida. El tiempo no nos limita; como en el Nô coreano, aquí se vive en el teatro todo el día, se come y se bebe, y hasta los más
tímidos acaban por prestarse, ya avanzada la noche o de madrugada, al juego. En estas condiciones,
es imposible programar representaciones, puesto
que la obra se crea y se recrea continuamente al
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azar de la improvisación. En cuanto a dar conciertos u ofrecer espectáculos, los grupos los consideran obstáculos a la creación colectiva, y puede
decirse que la representación ya no es en absoluto
el estilo de la casa. En cambio, sí hay grupos que
están recibiendo propuestas del exterior para dar
representaciones, incluso tienen previsto irse de
tournée. En cuanto a hacer venir aquí a Johnny
Halliday o a Alice Cooper, como criaturas del
show business que son, mejor que se vayan con
sus recitales a otra parte y, si quieren venir aquí,
que lo hagan como compañeros.
Como aquí no circula el dinero, y todo pertenece a todos, sin querer, perjudicamos a todos los
vendedores, buscadores y recogedores de dinero
a mayor gloria de algún Krishna y de su capital
inmobiliario. En cuanto a los vendedores de periódicos, han entendido que perdían el tiempo
distribuyendo su prensa a personas que intentan
realizar en la práctica lo que ellos hacen solo de
palabra. Tanto es así que La Gueule ouverte, Le
Courpatier y algún otro hablan de cerrar el periódico.
Los más preocupados son los vendedores ambulantes. Al ver que la gente se servía tranquilamente de la mercancía expuesta en sus paraguas o
banquitos, dejaron de venir. Salvo, por supuesto,
los que vienen aquí para comer, buscar ropa o
dormir, puesto que todo esto es gratis aquí.
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Toda nuestra cultura privilegia la palabra y la inteligencia verbal a expensas de la emoción y la
sensibilidad. Por eso, experiencias como la nuestra desconfían de la supremacía de los discursos
e intentan que quienes se expresan con las manos
o con el cuerpo sean escuchados del mismo modo
que los que hablan.
«El Beaubourg (el de abajo, el nuestro) parece haber cogido al fin el problema de la cultura popular
por las riendas, partiendo de la constatación de
que todos viven una cultura: la de la moto, la de
las novelas negras o la de las excursiones domingueras. Desde siempre, los intentos por llevar al
pueblo versiones simplificadas, vulgarizadas, de
la cultura de las clases dominantes se han dado
de bruces contra estos modelos, contra esta cultura del pueblo. Por tanto, la perspectiva es radicalmente diferente de la de las Casas de la Cultura,
que intentaban, hace no tanto, llevar la Cultura al
pueblo y a las provincias lejanas. Aquí de lo que
se trata es de permitirle que construya su propia
cultura, a partir de sus vivencias y según su recorrido autónomo. Sin duda es pronto para preguntarse qué saldrá de este cruce de actividades
y géneros, de esta reunión en la misma «caverna» de todo lo que nuestra sociedad estigmatiza
como marginal, sectario o esotérico en el plano
sociocultural. ¿Se logrará la fusión de ese pueblo
que el beaubourg subterráneo cobija (hay numerosos empleados y obreros, algo inaudito en las
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instituciones culturales tradicionales) y de todos
los marginales, mentores de nuevas religiones,
adeptos de nuevas dietas, combatientes de nuevas
formas de arte, creyentes de nuevos evangelios
políticos, a los que el centro ofrece al fin un foro, un público y un techo? Después de todo, esta
fusión pueblo/marginales ya se logró en Larzac,
donde campesinos e izquierdistas libraron una
misma batalla. Luego puede ser que el Beaubourg
gane la apuesta» («Resumen de la semana», en Le
Monde, 4 y 5 de diciembre de 1977).
Al caer la noche, sobre todo en invierno, los vagabundos hacen su aparición. Impresiona un poco
verlos instalarse, con las narices rojas y las caras
encendidas, un poco al margen, pero lo suficientemente cerca como para no perderse nada, de una
clase de occitano o de un colectivo de pintores. Al
parecer les gusta estar cerca de los pintores, que
siempre han apreciado sus caras machacadas y
rojizas, y que no hacen ascos a fraternizar en el
ritual báquico.
Se sienten a gusto aquí, y es justo que en este
mundo que estamos creando haya también un lugar para ellos. Lamentablemente, su jovialidad no
acaba con los efluvios… Solo los niños parecen
no darse cuenta. ¿Os habéis dado cuenta de lo
bien que se entienden a pesar de todas las diferencias que los separan? Al principio, viéndolos
llegar cada noche, desconfiábamos un poco, pues
temíamos que se apelotonaran en algún rincón,
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como hacen en el exterior. Pero no fue el caso, ya
que aquí no se sienten excluidos. Mientras que el
mundo de los Organizados encarga a su policía la
tarea de ocuparse de ellos, aquí siempre tienen a
alguien con quien hablar. Además, sin que hubiera nada previsto —al menos que yo sepa—, han
encontrado a personas que se ocupan de ellos, los
cambian de ropa, les cortan el pelo, los cuidan
cuando hace falta. Y muchas veces me he preguntado quién, y cómo, ha instalado esa especie de
gran máquina desinfectante que hay cerca de los
baños de la 62; por otra parte, la tercera parte de
ese nivel está ocupada por el almacén de ropa.
Horrorizado por lo que escribí el otro día sobre los irrecuperables, tratándolos incluso de
«desechos». Mismo lenguaje que los Poderosos.
Asqueado del autoritarismo que trasluce, de mi
reacción estalinista contra los que no están conformes con nuestro proyecto. Muchos nos sentimos tristes tras la expulsión de los saboteadores
de la 35, que dejó al descubierto a más de uno.
El autoritarismo, el estalinismo, está dentro de
nosotros: forma parte de esa faceta de nuestra
personalidad que detestamos cuando se manifiesta y que creemos haber suprimido cuando todo
va bien, cuando no nos hallamos en situaciones
violentas. Pero está ahí, siempre lista para salir a
la luz. ¿Qué deberíamos haber hecho? ¿Qué otra
cosa podíamos haber hecho?
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Primera exposición (y última, como se verá) de tipo bienal, contestataria, anti-arte (ataúdes, mierdas, salchichones, desechos, etc.), foco de atracción para los Culturetas y sus amiguetes, lo suficientemente obscena y morbosa como para hacer
reír a los culos estrechos y divertir a los aburridos.
Por el contrario, suscita más bien escaso eco en el
propio centro, no tanto porque la mayoría de los
expositores viene de fuera como porque nosotros
ya estamos bastante lejos de ese tipo de refritos
surrealistas con los que se busca escandalizar a
los burgueses —quienes, por otro lado, ya no se
escandalizan: ya han visto de todo— Nos sentimos
alejados sobre todo de una cultura que sirve para
arreglar las mini-contradicciones internas de los
estratos cultivados, entre los clanes de los que hacen y los clanes de los que miran, entre los hijos
problemáticos y sus papás virtuosos e hipócritas.
También hay irritación, comprensible por parte
de un público popular como los beaubourgs, por
los galimatías esotéricos de esos niños de papá
que juegan a hacerse los mártires del proletariado
mundial y que preparan la gran insurrección de
los pueblos oprimidos a golpe de pincel.
Desde el punto de vista de las vanguardias, y
por tanto de la élite que las produce y les da vida,
sin duda se dirá que las producciones del centro
marcan un retroceso, propio de la cultura popular. Pero se puede pensar también que toman direcciones distintas, que conseguirán renunciar al
caca-culo-pedo-pis sin caer en el charming o el
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lovely, que no serán necesariamente peores por
ser menos demagógicas, ni necesariamente blandengues por ser menos pérfidas, menos pesadas,
menos vomitivas o folloneras, y tampoco necesariamente desenfadadas por ser menos pesada y
mundanamente comprometidas. Esta es la apuesta de la nueva cultura. Continuará…
Hay un montón de gente que nos dice: muchos
vienen al centro solo para jalar, o para aprender
un arte o cualquier otra cosa, y luego se van. De
acuerdo, pero confiamos en que este comportamiento disminuya: si queremos que las personas
pierdan el espíritu de acaparamiento, habrá que
empezar por crear las condiciones en que tal espíritu ya no tenga sentido… ¡aun sabiendo que la
transición será larga!
Muchos se sienten orgullosos por llenar de faltas
de ortografía los carteles y las pintadas, convencidos de que esa es la única forma de luchar
contra la dictadura de los gramáticos y, en consecuencia, de desinhibir a quienes no se atreven a
coger un bolígrafo para expresarse. Son los mismos que están en contra del francés bienhablado,
el francés de París, del centro rico y elegante, en
oposición al de provincias o al de los palurdos del
extrarradio. Les gusta mezclar los distintos idiomas que se hablan aquí abajo e inventan expresiones simpáticas. A veces cuesta comprender lo
que se escucha o lo que se lee en los carteles. Es
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verdad que hace falta tiempo para adquirir la agilidad mental necesaria, para superar los siglos de
academicismo oficial y las prohibiciones de jugar
libremente con las palabras, las letras, las normas.
1978. Parece que después de más de un año de
democracia asamblearia estamos entrando en la
fase de los colectivos de trabajo, de los grupos
pequeños de reflexión o de toma de iniciativas.
Evidentemente, existe el riesgo de que cada grupo, comunidad, célula, comité (todas ellas denominaciones en uso) se concentre en sus proyectos
particulares y de que las tendencias centrífugas
prevalezcan sobre las finalidades globales. De todas formas, hay que tener en cuenta que las asambleas ya han dicho prácticamente todo lo que había
que decir, que las decisiones importantes ya se
han tomado y que ahora tenemos nuestras leyes
para gobernarnos, además de una idea general
sobre lo que debería ser el futuro del centro. Se
entiende que entre nuestras leyes también está la
que dice que cualquiera de ellas puede ser modificada o revocada por simple decisión asamblearia.
Por encima de estas leyes, están los grandes
principios que las inspiran: la propiedad pública y
la libre disponibilidad de todos los objetos, materiales, mobiliario, etc.; la no circulación de dinero; la inexistencia de jefes, ni siquiera electos; el
poder total de la asamblea; la ausencia de categorías tales como miembro, usuario, donante; la ausencia de cualquier tipo de orientación o directriz
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intelectual, moral o de cualquier otra índole en lo
relativo a las actividades y la creación.
Todavía no he visto que nadie cuestione estos
grandes principios, y ello a pesar de que discutimos, y mucho, ¡creedme! Y, sin embargo, el que
nuestras leyes no hayan sufrido grandes cambios
durante este tiempo no se debe tanto a dicha unanimidad como al hecho de que si no otorgas más
poder a unos que a otros, si evitas las desigualdades de dinero y las que se derivan del acceso
al control del dinero, luego al poder, las leyes se
tornan estables y se respetan. Vale, es verdad que
no hemos resuelto todos los problemas, pero al
menos hemos llegado a lo esencial.
Se han delimitado una docena de picaderos, casi
tantos como clínicas populares y colectivos antipsiquiátricos. Si a esto añadimos las hermandades de yoga, los grupos de expresión corporal, de
danza y gimnasia, uno se da cuenta de que todo
lo relacionado con la expresividad del cuerpo y su
florecimiento está aquí bien representado. Por lo
que se refiere a los picaderos, hay dos tipos de
actividades: las que resultan de los distintos tipos
de sexualidad (homo, bi, hetero, zoo, etc.), sexualidades directas y que florecen en lugares más o
menos aparte, según el gusto de sus participantes; y las actividades sexuales que podríamos calificar de simbólicas, que requieren de una mayor
imaginación y fantasía, y que precisan de equipos
apropiados (sexotecas, periscopios, instrumentos
varios, etc.). Este segundo tipo de actividades son
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más propias de gente de cierta edad, que hasta
hace poco frecuentaba los pornoshops, y que ahora se ha traído aquí sus libros, películas y discos.
Como el resto de talleres y lugares de trabajo
o diversión, los picaderos están abiertos y cualquiera puede pasearse por ellos libremente (con la
excepción, como ya hemos dicho, de algunos espacios cerrados para los que necesitan ocultarse).
Aprovecho aquí la ocasión para repetir una vez
más que, si bien es verdad que los niños y los adolescentes también pueden ir y venir libremente,
ya que aquí no hay nada prohibido, solo vienen
en contadas ocasiones. El peligro de los «malos
ejemplos» o de la «corrupción moral» es cosa del
pasado, y tanto los niños como los adolescentes
disponen de espacios propios, para sus correrías,
sus «casitas», como las llaman, y los adultos respetan rigurosamente su autonomía. Ya destaqué
que para nosotros el respeto de la autonomía de
los grupos infantiles es una de las condiciones
para la formación de personalidades libres. En
cuanto a la «educación sexual», entendida como
el aprendizaje de las reglas de juego sexual en un
mundo dominado por las prohibiciones, está claro que aquí no existe nada parecido. En este como
en otros casos, nuestra única regla es la práctica
de la libertad.
Incluso tenemos un ballet clásico. ¡No os riáis!
Hay que tomar a las personas como son en cuanto a su madurez cultural; la mayoría no ha visto
más que tutús y gestos bonitos-bonitos (lo mismo
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ocurre con el teatro, la mayoría solo ha visto vodevil o comedia).
En verdad, el academicismo desaparece rápidamente por el contacto con otros tipos de danza,
donde la libertad de movimientos no se opone a la
precisión. El academicismo en sí es lo opuesto
al espíritu del beaubourg, en todos los ámbitos, en
la gramática de la danza igual que en la gramática
de la lengua.
Para cambiar la sociedad, hay que empezar por liberar dentro de nosotros todas aquellas formas
libertarias que quisiéramos ver triunfar en la sociedad futura.
A mí, el carácter obsesivo de gran número de obras
me sigue sorprendiendo. Puede que el centro haya
atraído especialmente a este tipo de personalidades, antes bloqueadas por su entorno familiar o
reprimidas por otros frenos psicológicos, que no
se habían aventurado nunca antes en actividades
de expresión pura. También es probable que lo obsesivo solo sea una fase de su liberación, y que
la repetición de un gesto o la acumulación de un
material dado estén destinadas a durar solo un
tiempo, teniendo como función liquidar un pasado hecho de constricciones y deseos insatisfechos,
para permitir más adelante, una vez que se haya
abierto la espita, la liberación y la creación espontánea, menos crispada, menos exasperada. Ya
he comentado antes que la obsesión y los ritmos
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obsesivos son muchas veces obra de individuos
dotados de gran maestría técnica. Dicho de otro
modo, esta no es únicamente una característica
propia de aficionados que acuden al centro para
iniciarse en la creación.
Iba pensando en ello esta mañana mientras bajaba para volver a ver el «submarino botonero» de
Jean-Marie el Largo, siempre tan exuberante, festivo y rodeado de chicas guapas, y que, por cierto, poco o nada tiene de obsesivo. Además, está
claro que ya no es ningún principiante, habiendo expuesto anteriormente en dos ocasiones en el
Salón de otoño (aunque hay quien dirá que eso
no cuenta). Su submarino de yeso mide diecisiete
metros de largo y nunca podrá salir de aquí. Está
completamente recubierto de botones, lo que le
da un aire como de haber permanecido durante
muchos años en el fondo del mar. Jean-Marie fija sus botones uno por uno, según una serie de
hábiles combinaciones y yuxtaposiciones que ha
trazado previamente sobre cartón, como hacen
los artistas en tapicería. Desde lejos, el casco aparece recubierto de conchas, como piezas de metal
que han permanecido mucho tiempo en el agua;
luego, al aproximarse y cambiar de ángulo visual,
se aparece una composición abstracta, muy estudiada, rigurosa. Pero ¿por qué esta manía de los
botones? ¿No se podía haber conseguido el mismo
efecto de otro modo?
«Por supuesto —me contesta el autor—, incluso
podía haber obtenido el mismo efecto con conchas
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de verdad, o bien, sin llegar tan lejos, simplemente mediante el color. Pero quería demostrar que es
posible hacer cosas con los materiales más banales o insólitos que se pueden coger en el suelo. Sé
perfectamente que no es ninguna novedad, pero
quería demostrarlo aquí, porque creo que es coherente con la filosofía del beaubourg. Dicho esto,
me han hecho falta tantos botones...».
A mí no me preocupa lo más mínimo, estoy seguro de que podrá apañárselas perfectamente para
encontrar los dos o tres metros cuadrados de recubrimiento que le faltan. Como está permitida la
entrada en su submarino —solo hay que agacharse un poco—, pide tres botones a cada visitante…
y luego habla con todos, les explica. Los botones
son solo un pretexto.
A la salida de los aparcamientos se ha generalizado una costumbre: los conductores pegan un
cartel con la indicación de su destino y llenan el
coche de peatones que van al mismo sitio. Me dicen que se ha empezado a hacer lo mismo en provincias.
Un grupo de beaubourgs ha organizado un auténtico servicio de transporte alternativo, indicando las salidas a provincias o al extranjero. Nada
que ver, de todas formas, con el sistema de compartir gastos que todos conocemos. Los conductores, que generalmente son de los nuestros, se
sentirían ofendidos si alguien quisiera pagar por
la utilización de una plaza libre. Para ellos, forma
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parte del nuevo estilo de vida. Lo peor que te puede pasar es toparse con un partidario demasiado
entusiasta del centro y tener que escucharlo durante todo el trayecto.
Nosotros no tenemos esperanza alguna de transformar la sociedad (aunque tuviéramos ese deseo,
con desearlo no se adelanta nada), quizá por eso
la sociedad nos deja que vivamos en sus márgenes.
Si algún día se transforma, será por imitación, no
porque nosotros vayamos a predicar o a intentar
salvar a los hombres. Por supuesto, hablo aquí a
título personal, es verdad que aquí hay personas
que llevan a cabo acciones en el exterior, así que,
para que mi testimonio resulte completo e imparcial, voy a citaros algunos ejemplos. Obviamente,
las acciones en el exterior no tienen nada que ver
con la participación política, los desfiles o las peticiones de siempre. Se trata más bien de gestos
amables y sencillos que sirven para demostrar a
esos Rancios que no somos como ellos. Como soy
escéptico por naturaleza suelo pensar que así no
vamos a ir muy lejos y que la cultura que estamos
inventando quedará como patrimonio de un número limitado de personas. Ojalá me equivoque.
De todas las injurias y acusaciones de las que
nos colman, la del parasitismo es la que más divertida me parece: «Si nadie trabajase, ¿cómo
iba a sobrevivir esa panda de hippies?». Ya sabéis
lo que quiero decir. Quienes hablan así generalmente son buena gente que, por desgracia, no
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han aprendido a hacer otra cosa en la vida más
que trabajar y que son incapaces de pensar que
otra vida sea posible. A lo largo de toda su vida,
quedan marcados por la palabra del supremo
Mentiroso: te ganarás el pan con el sudor de la
frente. Si no hubiese parásitos, ¿creéis que sus esfuerzos se verían mejor recompensados? ¿Que las
clases para las cuales trabajan sin rechistar desde
hace siglos les compensarían mejor? Los explotados, los padres-que-no-saben-qué-quiere-decirtomarse-unas-vacaciones siempre han necesitado
de una cabeza de turco sobre la que descargar
su propia agresividad —los judíos de hoy tienen
suerte de que estén ahí los jóvenes para sustituirlos en este papel. Toda esta gente sometida a mí
me da pena, así que, siempre que puedo, aconsejo
a los compañeros que sean indulgentes con ellos,
sobre todo con sus propios padres, y que intenten
comprenderlos, y que tampoco se pasen mucho
diciéndoles que, si no los tuvieran a ellos, los parásitos de sus hijos, ya ni siquiera sabrían para
qué siguen viviendo; y, sobre todo, les aconsejo que no
rechacen nunca el dinero que les dan, ya que quitarles el pretexto para tanto trabajo equivaldría a
matarles.
Además, más que verdaderos parásitos, somos
más bien marginales, desclasados, intersticiales.
Lo único que pedimos a la sociedad (algo que la
sociedad necesita) es que deje que nos ocupemos
de los trabajos de los que ella ya no quiere saber
nada, de los que representan fisuras dentro de un
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estado monolítico, en los intersticios en los que
la integración y la superorganización todavía no
excluyen la libertad, o simplemente la alegría, los
trabajos sin importancia cuya programación no
resulta rentable. Y hay un montón de trabajos así
que los Oprimidos rechazan, porque eso los desprestigiaría y porque los consideran humillantes
para su posición social.
Alejarse de todo lo que representa la sociedad
burguesa: la propiedad, la lucha por el poder y la
política, la respetabilidad, la higiene obsesiva, los
juegos inútiles del intelectualismo. Es más, dejar
de contestarla, para alejarse cada vez más y construir la nuestra fuera de ella. Somos mutantes que
ya no pertenecemos del todo a vuestro mundo.
Dormir: ¿eso también forma parte de la cultura?
Jawohl, dicen algunos, que proponen convertir
varios locales en dormitorios o que la gente pueda
dormir o descansar tumbada por los pasillos. Si
admitimos que comer, beber, follar, etc., son hechos culturales, está claro que eso vale también
para el dormir. Pero ¿cómo solucionar el problema a nivel práctico y, sobre todo, cómo transformar
los aspectos culturales del sueño? ¿Habrá mantas? ¿Dónde las almacenaremos? La ubicación de
los dormitorios —por supuesto, queda descartado
tabicar habitaciones individuales—, ¿será fija, para que se individualicen y se vayan convirtiendo,
paulatinamente, en ámbitos de la vida privada?
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Como siempre, según el principio de que quien
propone debe ser el que ponga en marcha la propuesta, se decidió que los interesados debían hacer propuestas originales y dar soluciones concretas. Inicialmente, el número de candidatos durmientes solo era de unos cincuenta, pero pronto
aumentó, sobre todo a consecuencia de las actividades nocturnas y de la falta de medios de transporte hacia la periferia suburbana.
Se hacen propuestas llenas de sentido común:
si es estúpido destinar un cuarto solo para comer,
igualmente lo es destinar un espacio exclusivo para dormir; al igual que un cuarto de baño para una
sola persona es un lujo ultrajante, lo mismo puede
decirse de los dormitorios. Por tanto, nada de lugares destinados únicamente al sueño. Cada uno
traería sus mantas, en cantidad y calidad acordes
a sus hábitos, y lo mismo para los colchones, que
según la persona pueden ser más o menos duros.
Finalmente, se decidió que se podría dormir en
cualquier parte, con la excepción, por supuesto,
de las zonas protegidas por razones de seguridad,
como los ascensores o cerca de los extintores. En
cada planta habría disponibles lotes de mantas
que cada uno utilizaría según sus necesidades. Y que
cada uno se echara a dormir donde le apeteciera
cuando le entrara el sueño. Con el tiempo, llegarían a verse estupendas caravanas de seis, siete
camas individuales, montadas sobre ruedas, dando la vuelta a toda una planta y recogiendo durmientes.
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5 de junio. El conductor del autobús 94 que me
trae desde Wagram, donde esta mañana fui a ver
a uno de nuestros «sabios», desvía su itinerario
para dejarme en Ópera y acercarme así al beaubourg. En el autobús solo somos tres pasajeros,
que, por lo visto, como el conductor, somos todos
beaubourgs, así que enseguida se estableció una
buena comunicación. Con todo, el autobús no puede tardar más de la cuenta, y a mí también me
gustaría llegar antes del mediodía. En la rue du 4
Septembre, poco antes de la Bolsa, un grupo de
curiosos observa a una extraña criatura vestida
con tela gris enmascarada-encapuchada: avanza con
lentitud infinita, dejando escapar de vez en cuando un silbido dulce y breve.
«Ahí va otro que no tiene nada que hacer y se va
al beaubourg», dice un tipo en tono burlón después de haberse dejado llevar un momento por la
curiosidad.
En el centro, me entero de que en diferentes
puntos de la ciudad se ha avistado a seres idénticos, todos dirigiéndose aparentemente hacia el
centro de la ciudad. De hecho, también hay uno en
la 74 que parece dirigirse a las escaleras de salida.
Durante años, el centro médico Marmottan, especializado en la acogida de toxicómanos, ha estado
buscando familias que puedan alojar a los convalecientes, sobre todo gente joven, tras la cura de
desintoxicación. De ahora en adelante ya no hará
falta, pues Marmottan abre una filial permanente
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en la planta 12 y libera a sus pacientes en nuestra
cueva. Este tipo de paciente ya no suele frecuentar el centro. Los beaubourgs no necesitan drogas
para sentirse excitados. Porque, ¿para qué sirve
la droga sino para encontrar medios de comunicación no verbal, liberar la afectividad y el sentimiento, romper con los prejuicios de la educación
burguesa? Aquí no vienen los yonquis de verdad,
sino los Exhaustos atiborrados de somníferos, los
Pastilleros que buscan olvidar sus problemas de
pasta, los Vacíos y los Vaciados que no tienen otra
cosa que hacer que preocuparse de sí mismos.
Como el centro no posee entidad jurídica, ni nos
hemos constituido oficialmente como asociación,
todo nuestro dinero se deposita en una cuenta de
correo a nombre de una persona de confianza,
que también se encarga de pagar las facturas de
nuestros gastos fijos. Estas personas de confianza,
sabios, trustées, mandatarios, consejeros —así los
llamamos— son actualmente cuatro. Cada una de
ellas está autorizada en la cuenta corriente y, como hay que ser previsores, ha hecho testamento,
legando a los otros el saldo de la cuenta.
Obviamente, la asamblea tenía que proponer
para esta tarea a personalidades de honradez
irreprochable, tanto desde el punto de vista intelectual como en sus compromisos en la vida cotidiana. Entre ellos, el más afamado simpatizante
de nuestra experiencia es Jean-Paul Sartre, un
fraternal consejero.
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12 de junio. El encapuchado que remonta hacia la
superficie ha llegado a la 59. Los demás, los que
vienen del exterior, está claro que se dirigen hacia
el beaubourg, porque uno de ellos, que salió de
Saint-Germain hace ocho días, se detiene/avanza
(en realidad no es ni una cosa ni la otra) al pie
de la Tour Saint-Jacques. Hemos reconocido sus
máscaras: son los Bread and Puppet.19 Han estudiado bien su «espectáculo», eligiendo itinerarios
que no pasen por calles demasiado frecuentadas.
Marchan desde el alba hasta el atardecer, y se las
arreglan para llegar por la tarde a un cruce de calles, para volver a empezar a la mañana siguiente
en la acera opuesta. Por otra parte, hay que recordar que en tres ocasiones los comerciantes de la
zona han llegado a interrumpir el tráfico durante
media jornada o más para que pudiesen cruzar
sin problemas. En otros casos, hubo hasta policías
municipales (hay muchos que son beaubourgs en
la clandestinidad) que se mantuvieron a su lado y
desviaron el tráfico para no estorbar su marcha.
El compromiso revolucionario muchas veces es
solo una manera de olvidarse de sí mismo. Uno
se embrutece con una actividad frenética con el
único fin de no tener que encontrarse a solas consigo mismo. Respecto a los que hablan sin parar
de revolución, estos dos años nos han permitido
verificar que lo que en realidad hacen es tratar de
compensar una profunda incapacidad para hacer
cualquier cosa con los demás.
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El principio «de cada uno según sus posibilidades
y a cada unos según sus necesidades» resulta muy
difícil de aplicar, por lo que la urna de la entrada está casi siempre vacía. Un hecho que no deja
de afligir a quienes echan allí su dinero y ven que
unos y otros se aprovechan de él sin reparo. Los
hay que solo vienen al beaubourg para gorronear.
Ya hace varios meses que dura la experiencia y no
hemos recogido prácticamente nada. La asamblea
es consciente de que hay que tomar medidas, ya
que el panel en el que se apuntan las entradas y salidas de dinero indica que nos arriesgamos a que
nos corten la luz. La asamblea decreta por unanimidad la solución más simple (es verdaderamente
maravilloso constatar cuán sencillas son nuestras
soluciones): se continuará echando dinero en la
urna, hasta que saldemos totalmente nuestras
deudas, pero no se sacará nada. Siempre práctico,
el Tío Boral sugiere inmediatamente que se sustituya la urna por una hucha de hormigón, para
disuadir a los ladrones, y que solo uno de nuestros
sabios guarde la llave. De acuerdo, intentémoslo.
22 de junio. 18 de los 35 Bread and Puppets han
alcanzado la planta 20, donde parecen haberse
dado cita. Esperan al resto del equipo vagabundeando de un lado para otro. Hay mucha gente a
su alrededor, muda, igualmente flotante. Me entero
también de que mucha gente se ha reunido en torno de los que aún están por llegar, acompañándolos durante todo el día.
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26 de junio. Ayer tarde llegaron finalmente todas las máscaras. Se desvistieron y se marcharon. Siempre muda, la masa de espectadores se
fue dispersando poco a poco aunque esta mañana constaté con sorpresa que una docena de ellos
se había quedado, como a la espera de algo. Lo
cual significa que todos los demás han comprendido. La prueba es que el suelo está cubierto de
cientos de cuadernos de notas de esos en los que
los Cronometrados apuntan sus citas y todas las
idioteces que tienen que acordarse de hacer: cosas tan nimias que, por miedo a olvidarlas, se ven
obligados a anotar. Esto quiere decir que al final
han entendido que deben liberar sus vidas de esas
insignificancias que asesinan el tiempo, su tiempo, su vida; que su tiempo, su vida no debe estar
planificada, programada; que hay una enorme
alegría en tomarse las cosas con calma, que, de
hecho, al final hay tiempo para todo. Yo también
tiro mi cuaderno y me marcho.
Hace poco más de un año que empezamos a recoger libros y discos. En cuanto a estos últimos,
la apuesta está ya casi ganada, pues muchos no
solamente han traído al centro sus colecciones,
sino también sus tocadiscos y equipos estéreo.
Para los libros el proceso es más lento,a pesar de
que, como la gente ha tomado la costumbre de
venir aquí a leer —hay sillones y asientos de gomaespuma repartidos aquí y allá en torno a las
estanterías—, ahora las sustracciones son menos
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frecuentes. Además, la gente que ha comprendido bien la apuesta ha traído al centro bibliotecas enteras, y hasta hay editores que nos remiten sistemáticamente sus devoluciones, o incluso
las novedades. Todo esto, paulatinamente, está
creando un fondo. También muchos diarios nos
hacen llegar ejemplares gratis, lo cual hace que
estos rincones de lectura resulten más interesantes. Por supuesto, también disponemos de todas
las típicas revistas idiotas de las salas de espera
de los dentistas, pero no podemos rechazar lo que
nos envían.
Ayer el señor Chapel, nuestro sabio, vació la gran
hucha de la entrada e informó a la asamblea de
la situación: fantástico, a pesar de las vacaciones, lo
hemos conseguido. Estamos de nuevo a flote, podremos hacer frente a los gastos. Delirio en mayúsculas, nos abrazamos, nos palmoteamos la barriga. Se trata de una gran victoria, no tanto porque seguiremos iluminados, como porque hemos
demostrado que sí es posible, que no es necesario
cobrar entrada o cuotas o abonos, que con apelar
a la conciencia de la gente, se puede conseguir.
Es verdad que muchos nos hemos dejado la piel
en el empeño: el Magic Circus ha estado de gira
por todas las playas; los Delta Phi, el Chemin, el
Living Theatre20 y tantos otros han vuelto agotados pero con los bolsillos llenos; los alfareros, los
pintores, todos los artesanos han impuesto la venta en las estaciones del metro; otros muchos han
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extendido la mano, sin contar a los que cogieron
curros de verano, mientras los Integrados están
de vacaciones.
Es una gran victoria, la más fundamental de las
demostraciones. Está claro, Señores Sistemizados:
es verdad que necesitamos dinero para sacar adelante nuestro centro, para que el sistema tolere
nuestro gueto, pero ese dinero lo manejamos de
forma diferente, en lugar de dividirnos, como os
divide a vosotros, nos une más que nunca. Ya no
hay dinero entre nosotros, no debemos poseerlo
más que en vuestra contra.
Otra asamblea que se prolongará hasta tarde.
Probablemente ya pasa de la medianoche y la inmensa sala sigue llena, somos más de cinco mil.
Y como cualquier excusa es buena, la música, las
salchichas y los dulces, el té, las canciones y el vino hacen su aparición; improvisamos nuestra felicidad a ritmo del ritornelo del padre Daniéloup,21
lo que quizá no sea muy espiritual y sí un poco
pesado, pero nos lo pasamos en grande. Nos reímos, nos llamamos la atención unos a otros, todos
quieren coger el micrófono simplemente para gritar más fuerte su felicidad y su amistad. Otros, en
cambio, están demasiado emocionados para hablar. Maurice Clavel22 está en pie con un vaso en la
mano, sonriente, fraternal, fascinado, adivinando
el nacimiento de la nueva sociedad.
Nos queremos mucho esta noche, y todo por esta historia del dinero. ¿Entendéis?
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Como no hay presidente de sesión, la asamblea vuelve a arrancar cuando alguien plantea
de nuevo una cuestión seria. Está claro que cuesta hacernos callar, después de todo nosotros no
somos una asamblea de dóciles accionistas de
Péchiney.23 Finalmente se retoma la asamblea con
una moción para mantener el sistema de la hucha, es decir, sin sacar nada hasta que no se haya
constituido una especie de reserva de guerra equivalente a tres meses de gastos fijos, para no tener
que recurrir continuamente a las colectas o a las
campañas de solidaridad, a riesgo de que lo que
fue divertido esta primera vez se vuelva monótono
a fuerza de repetición. Nadie abre la boca en contra de esta propuesta, cuyas ventajas nos parecen
evidentes a todos —incluso a mi amiga Anne, que
ya me había dicho otras veces que ella se alegraba
del restablecimiento de la urna, para poder obtener el dinero necesario para comprarse un nuevo
torno alfarero. Y Anne desde luego no tiene miedo
a expresarse.
El señor Chapel invita a todos aquellos que han
dejado en la hucha libretas de ahorro o títulos de
propiedad (aproximadamente unos cien) a que se
identifiquen para darle una procuración y poder
así cobrar u operar con el dinero.
Última cuestión importante: alguien pregunta si
sería posible hacer directamente una transferencia de su salario a la cuenta corriente de nuestro
sabio o dar una orden al banco para domiciliarlo
mensualmente a su nombre. Natürlich, se puede.
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Planta 31. Esta mañana me ha parecido ver a una
docena de viejas señoras en animado coloquio con
tres jóvenes pintores muy hip. A su alrededor, repartidos por sillas y mesas, hay bordados como los
que antaño hacían nuestras tías, esa especie de tapices ilustrados por lo general con escenas románticas, de cazadores y bellas damas, para los que
ellas compran las plantillas y el hilo de lana con
los colores correspondientes a la imagen impresa.
Estas señoras quieren hacer algo diferente, se
dan cuenta de que la cosa «ya no da para más»,
no encaja ni con el sitio ni con el espíritu del centro, ni con la vida moderna, sin más. Pero ¿estarán dispuestos los pintores a hacerse cargo de
este problema, a interrumpir su obra de creación
para ocuparse de algo que consideran, si no como
la mierda de la mierda, sí cuando menos como
un simple pasatiempo o artesanía de ínfimo nivel?
Imagino que os dais cuenta de que se trata de un
problema político que pone en cuestión las relaciones entre el creador y su público; implica que
dicha relación es posible, que se aceptan los términos de un diálogo. Todo lo contrario del artista
en su torre de marfil, solo en las más altas cimas
de la creación.
Hoy martes, concurso para elegir el mejor «guiso de la abuela». Dieciséis cocineros y cocineras
llevan a sus fogones desde la madrugada. Se han
preparado grandes mesas para los 126 miembros
del jurado invitados (del que yo formo parte).
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Debemos soportar las pullas de los amigos vegetarianos incondicionales, pero, como todo, el alicom tampoco debe convertirse en un objeto de
culto. Nada ni nadie, por muy apreciado que sea,
debe convertirse en un fetiche, o sea, en punto de
partida para una nueva tiranía. La dietética solo
participará del arte de vivir en la medida en que
sea capaz de liberarse de sus prohibiciones y de
asumir al mismo tiempo sus disciplinas.
Lo dicho: aquí hubo una única exposición, la de
finales de 1977. Desde entonces, no hemos vuelto
a repetir la experiencia. Para ver cuadros o cualquier otra obra, basta con dar una vuelta por las
plantas y mirar lo que está colgado en las paredes
o en proceso, y con acercarse a hablar con los que
están trabajando. No molestaréis. De todas maneras, el que no tenga ganas de hablar o esté ocupado ya se habrá encargado de poner su cartel de do
not disturb.
Todos los géneros, todos los estadios evolutivos
de la pintura, de la danza, del tejido, o de cualquier otra cosa, están representados aquí. Y aunque las actividades y géneros estén por lo general
mezclados, algunas escuelas y tendencias se han
reagrupado: en pintura hay grupos op-art, popart, arte sociológico, culmo-art, nega-mega, etc.
Utilizo estas palabras solo para que nos situemos
un poco, pues en muchas ocasiones los propios
interesados han puesto en entredicho estas clasificaciones o bien se han alejado de ellas.
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El juicio resulta más fácil en el plano técnico,
donde el ojo se acostumbra a distinguir las obras
mal hechas o torpes (hay muchas «nuevas vocaciones»), la pasión mal gestionada, los pastiches
o plagios involuntarios, las fanfarronadas, los
histrionismos, los quiero-y-no-puedo, la insolencia pomposa, en definitiva, todo lo que estábamos
acostumbrados a ver en galerías, conciertos o recitales: este tipo de debilidades las encontramos
en cualquier arte. Es difícil decir qué saldrá de
estas investigaciones y más aún, de los ensayos de
creación colectiva.
Incluso en el caso de las obras individuales, la
tendencia es al rechazo de cualquier personalización, fetichismo de la firma, notas biográficas e indicaciones de precio. Es un paso hacia el rechazo
total del sistema mercantil y también —contra los
que nos acusan de desmovilización— una toma de
posición política, pues la neutralidad en materia
cultural no existe; y en lo que se refiere a los humanistas condescendientes que aspiran a ella, no
hacen sino engañarnos, acomodados como están
en su confort intelectual. Todo esto no excluye que
nuestras producciones sigan estando cotizadas o
que se vendan o atesoren fuera de aquí. Como en
el pasado, los creadores no se benefician de ello.
Actualmente, incluso la gloria les trae sin cuidado.
El desorden, el acoplamiento y la mezcla de actividades diferentes, los disfraces y los picnics,
el estruendo y los sonidos siempre altos pero no
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siempre afinados de las fanfarrias, el happening
permanente, las abuelas con sus capazos repartiendo pastelitos, los niños con patines que se
meten por todos lados... todo esto no nos hace
muy simpáticos a ojos de los Meticulosos, de los
Elegantes y de los Refinados, para quienes el sentido de la medida es sinónimo de buen gusto, que
toleran un vernissage escandaloso, pero aborrecen
las verbenas o cualquier otra cosa que se le parezca. Sin embargo, me pregunto si acaso no podrían interpretarse estos hechos como la manifestación espontánea de nuestro pueblo subterráneo
contra el Mausoleo de la cultura jactanciosa de
unas plantas más arriba, como el síntoma de una
hostilidad contenida durante demasiado tiempo
por la así llamada no-cultura contra la cultura de
la dominación, vamos, una reacción parecida, en
versión popular, a la del anti-art, el arte povera y
el arte hecho con mierda contra el academicismo,
la moderación, la armonía, el orden y los buenos
sentimientos.
Uno de los trabajillos ocasionales más codiciados
por los beaubourgs es el de encuestador. Se trata
de un trabajo que deja mucho tiempo libre, pues
los entrevistadores se ahorran el tiempo de los
desplazamientos contestando ellos mismos a las
preguntas; algo que por otra parte siempre han
hecho los más espabilados. No obstante, algunos
beaubourgs tienden a comportarse de otro modo,
acuden efectivamente a casa de los entrevistados
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y aprovechan el pretexto de la entrevista para
mostrarles cómo sus opiniones sirven para integrarlos en el sistema, dándoles al mismo tiempo
la satisfacción de creer que han sido consultados
y de que sus opiniones se han tenido en cuenta.
Una vez hecho esto, entrevistador y entrevistado
se lo pasan pipa rellenando el cuestionario de
manera fantasiosa, lo que resulta un excelente
ejercicio para liberar las facultades imaginativas.
Naturalmente, se cuidan mucho de rellenar las
casillas más importantes como el organismo o la
empresa que paga la encuesta desean que haga.
Así es como os enterasteis de que la mejor cocina en nuestra red de autopistas es la que se sirve
en los grill de Jack Barrel24 o de que una de cada
4,75 abuelas lee Le Point.25 Cuando hay preguntas
acerca de la popularidad de los grandes hombres
del Estado y de la política, los entrevistadores dejan la casilla en blanco, ya que tradicionalmente
las respuestas a estas preguntas las rellenan directamente las empresas de sondeos, teniendo en
cuenta la coyuntura y de manera que las encuestas realizadas por las distintas organizaciones no
se contradigan. Efectivamente, nadie tiene interés
en matar a la gallina de los huevos de oro.
Los Pirados son muy divertidos. Siempre con la
palabra «fiesta» en la boca, el vellocino de oro
de la felicidad. Esperan recuperar cada noche
lo que se han esforzado por matar durante ocho
horas de trabajo. En realidad se conforman con
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cualquier sucedáneo y confunden lo guay y lo fun
con la felicidad.
El Partido Socialista acaba de decidir renovar
su programa. El viejo —antiguamente conocido
como «Programa Común»— fue el resultado del
brain trust del máximo líder y de alguna que otra
personalidad que solo se representa a sí misma.
Parece que ahora quieren encargar su elaboración directamente a las secciones locales y de empresa, sintetizando posteriormente los diferentes
puntos de vista. Por otro lado, desde la llegada
de Mitterrand a la Presidencia del Consejo el pasado año, se ha promovido el desarrollo cultural
al rango de prioridad número uno y prometido
destinar considerables fondos a la formación de
animadores socioculturales, como la única manera de luchar a un tiempo contra la infiltración
de la oposición comunista en las organizaciones
populares y contra la falta de civismo y la creatividad salvaje tipo beaubourg. Junto con la reforma
empresarial, de la que se habla cada vez con más
frecuencia, estas iniciativas se consideran como
un primer paso hacia la «sociedad de autogestión
liberal avanzada».
Ahora que la hierba de verdad ya ha empezado
a crecer, el Parque de los Príncipes nos ha ofrecido varios centenares de metros cuadrados de
hierba artificial. Todo lo que esté en buen estado
se cortará y servirá de estera a los cada vez más
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numerosos durmientes. Se dice que varios cientos
de personas viven aquí de forma permanente, durmiendo aquí o allá al azar de sus actividades y encuentros, raramente dos veces en el mismo lugar.
Estos cambios de habitación, por así decirlo, son
extremadamente importantes para librarnos de
nuestro gusto atávico por las pequeñas posesiones
personales, y ya se puede ver una evolución interesante. A los primeros durmientes, al igual que a
los primeros artesanos, lo que más les preocupaba era encontrar armarios con llave donde poder
guardar su ropa, sus documentos o sus utensilios.
Para ello, muchos utilizaban el maletero de su coche, aparcado en las inmediaciones. Otros se habían traído los armarios de casa para guardar allí
sus cosas, pero sin cerrarlos con llave, que no nos
gustan mucho las cerraduras. También había quienes, aun habiéndose deshecho de un coche que ya
no les hacía falta, seguían alquilando una plaza de
parking que transformaban en una especie de reducto o de cabaña en toda regla donde refugiarse
—comoquiera que sea, una habitación para dormir siempre es menos contaminante que un carro.
Con el tiempo, aquella necesidad de espacios privados e inviolables, cerrados con llave y con cerrojo, se hizo sentir menos, signo evidente de que
nuestra relación con la posesión personal estaba
cambiando. Al mismo tiempo, el ropero ha ido aumentando, así como el gusto, incompatible con la
opción limitada de un guardarropa personal, por
las indumentarias disparatadas y los disfraces.
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Aquí todo el mundo se saluda y todos aprecian una
sonrisa de acogida o las palabras, casi siempre banales, es verdad, que continuamente intercambiamos entre nosotros —signo de reconocimiento del
otro, de que el otro no es un decorado, que el otro
existe, al igual que yo existo. La sección sindical
de la cgt de la línea 63, que incluye muchos beaubourgs, acaba de decidir que todos se saludarían
también en horas de trabajo. Lo cual, según parece, no gusta en los barrios bien, e incluso parece
que la ratp26 ha recibido quejas por parte de algunos pasajeros que se niegan a saludar a simples
maquinistas, entre los que, hacen notar, son cada
vez más numerosos los no franceses.
Inevitablemente, de entre los tesoros almacenados en nuestras plantas, una parte procede de
hurtos en supermercados. Es comprensible que
una costumbre adquirida desde la infancia, sobre
todo por los años pasados en una sociedad que tolera y en ocasiones legaliza distintas formas de robo,
no vaya a desaparecer de repente por la estancia
en un universo más justo y honesto. Por otra parte, hacerle un favor a un amigo llevándole un objeto útil o un regalo justifica que se corra algún
riesgo…
Esto ocasiona algún que otro problema al centro, al que los Mugrientos acusan de ser, según el
humor del día, una cueva de ladrones o un agujero de mierda. Sea como sea, todo esto se ha exagerado mucho, aunque podría ofrecer la excusa
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perfecta para llevar a cabo redadas y controles
policiales. Desde el principio, hemos intentado
prevenir tales intervenciones, llegando incluso —como ha ocurrido unas cuantas veces— a restituir
a los comerciantes objetos que, manifiestamente,
se les habían «tomado prestados». Al final, la cosa
no fue demasiado lejos, ya que pronto tomamos
conciencia de que no teníamos nada que envidiar a los esclavos del Sistema; que solo queríamos ignorarlos en la medida de lo posible, vivir en
sus márgenes, separados de ellos, debajo de ellos.
Desde este punto de vista, cuidamos mucho la elección de los trabajos que llevamos a cabo para la
gente de fuera, evitando toda responsabilidad o
compromiso en su sistema. Tenemos la intención
de seguir siendo sus parásitos y de echar a correr
en el momento en que intenten que nos interesemos por sus gilipolleces y complicarnos con sus
enredos. Mantener unas relaciones correctas con
ellos, pero guardando la mayor distancia posible:
tal es nuestra línea de conducta.
Pero las cosas no son siempre fáciles y, aunque
consigamos ignorarlos, ellos están siempre ahí,
espiándonos, intentando pillarnos en falta. Está
claro: somos la viva imagen de lo que ellos serían
si pusieran en práctica las grandes ideas de las
que se llenan la boca. Ellos se dicen libres, y nosotros lo somos; se tienen por iguales, y nosotros
los somos; y aún encima tienen la cara dura de
quererse justos, caritativos, fraternales, razón por
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la cual a nosotros nos parecen unos auténticos cabrones.
Nosotros nos esforzamos por vivir lo que ellos
solo proclaman, por eso nos odian. Y no solo esos
que se suelen definir como reaccionarios, también los dichosos revolucionarios para quienes la
Revolución nunca será más que una Robolución.
Todos juntos nos acechan, a la espera de que demos un paso en falso. No hace falta que me extienda sobre todo lo que se dice de nosotros, de
nuestra suciedad e inmoralidad, lo sabéis mejor
que yo. Por eso somos conscientes de estar en un
gueto, y de que para que nos toleren hay que someterse a sus leyes. Por eso también nunca pedimos favores: pagamos regularmente el gas y la
electricidad y, desde hace poco, el Impuesto sobre
Bienes Inmuebles.
Por supuesto, observar sus leyes va más allá de
todo eso, y es verdad que hemos tenido algunas
dificultades con gente en busca y captura que venía a refugiarse entre nosotros. ¿Debíamos entregarles y, para ello, constituir nuestra propia policía y así darle gusto a la Autoridad? ¿O había
que dejar que viniera la policía a investigar y ya
de paso a fotografiar y fichar a todo el mundo?
«Elegimos» esta segunda alternativa: como no
queríamos tener que nombrar entre nosotros a alguien que se convirtiese en guardián y carcelero,
pero como somos débiles de cara al exterior, lo
cierto es que había poco margen de «elección».
Así que ahora estamos todos fichados, ¿y qué? No
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somos tan diferentes de los Tristes. Ellos también
están todos fichados por ordenador. Con el tiempo, estas cuestiones nos han ido pareciendo cada
vez menos importantes, sobre todo desde que renunciamos a llevar nombres fijos y tenemos varios
nombres, que nos han puesto nuestros diferentes
amigos. Y como somos muy descuidados con la
documentación, en la práctica resulta muy difícil
identificarnos.
Si los vándalos (de los que ya he hablado) nos
incordiaron a base de bien con sus destrozos y
amenazas, no se puede decir lo mismo de los refugiados políticos que se esconden aquí, de los tíos
sin papeles o que acaban de salir de la trena y no
tienen a nadie, de los delincuentes de poca monta
víctimas de su extracción social o de las «cacerías» antijóvenes... prácticamente cualquier tipo
al que los Descoloridos tienen algo que reprochar,
y que estarían encantados de empezar aquí una
nueva vida y no volver a salir de este agujero. Con
la Autoridad siempre hay que saber andarse con
rodeos, defenderlos todo lo que se pueda, acogerlos fraternalmente y echarles un cable. Por suerte,
recursos para ayudarles no nos faltan. No somos
una de esas pequeñas comunidades aisladas del
exterior a merced del primer jefe de policía que
se presente. Somos muchos, numerosos pero no
numerables, porque no tenemos ni miembros ni
usuarios; como centro, no tenemos ninguna actividad económica por la que puedan pillarnos
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(negándonos los repartos o saboteándonos las
ventas, por ejemplo); no tenemos propiedad, ni
inventario de mobiliario, aparatos o maquinarias
de cualquier tipo. Somos libres de meter y sacar
lo que queramos. Nuestras materias primas son
materiales pobres de los que los Grises casi siempre están contentos de poder librarse. Operamos
en un sector, la cultura, poco definido, un cajón
de sastre, pero también muy valorado por el mundo Superior, indulgente desde siempre para con
nuestras excentricidades. Como por otra parte
el mundo integrado es un fracaso total en el plano cultural y hasta los más tarados y babosos se
dan cuenta de que hay algo que no funciona como debería, nos beneficiamos de cierta libertad
de iniciativa y de redefinición del campo cultural.
Algo que, al fin y al cabo, nos permite gozar de la
simpatía de un sinfín de intelectuales, portavoces
de movimientos, altos funcionarios, en definitiva,
de gente que crea opinión en el país y que, en caso de ataque, puede intervenir y presionar donde
haga falta. Nunca hemos reunido a esa gente, son
ellos los que vienen a nosotros, o se mantienen al
tanto de lo que hacemos. No debo olvidar mencionar tampoco a todos los médicos que trabajan en
nuestros servicios sanitarios, ni a los tres colectivos de abogados que abrieron oficinas aquí, ni a
todos los profesores que vienen aquí a dar cursos
y a todos los grupos y asociaciones que utilizan
nuestros locales. Todo esto representa una fuerza con la que el Poder tiene que contar (¡aunque
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aquellos que nos tienen tanta simpatía estén muy
lejos de querer cambiar el mundo!) y reduce las
posibilidades de ataques arbitrarios.
Dicho esto, sabemos perfectamente que nos vigilan, que el centro está lleno de secretas, periodistas y soplones, que intentan informarse, entender y reportar. ¿Qué podemos esconder? Las vías
que nosotros hemos tomado difieren de las suyas.
El alicom está teniendo un gran éxito; se distribuyen miles de bolas cada día, por lo que las panaderías que las producían por cuenta del colectivo de alimentación se han quedado cortas. Ha
habido que pasar a la fase industrial, lo que por
otra parte no nos ha planteado ningún dilema
ideológico: no estamos en contra de la industria;
estamos en contra del modo en que está organizada y de la falta de calidad de numerosos productos. Tampoco rendimos culto al pasado: hace
tiempo que abandonamos la idea de que hay que
renunciar a la industria y a la ciudad para buscar
la salvación en la cultura y la artesanía de pueblo. Además, nuestro beaubourg está ayudando a
resolver uno de los principales problemas de las
comunas y de los agricultores biológicos: la comercialización. El centro se ha convertido en un
punto de encuentro de todos los circuitos de alimentación alternativa, y muchos de los nuestros
se van a trabajar al campo o a las panaderías que
producen el alicom. Estamos de acuerdo, no será esta comercialización paralela la que ponga en
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peligro el sistema capitalista, pero de momento ya
no es poca cosa que los campesinos no se vean
obligados a envenenar sus cosechas. Además, si
tenemos en cuenta todos los demás beaubourgs
que van surgiendo aquí y allá, las comunas, todas
las Longo Mai27 podrán por fin vender sus cosechas y sobrevivir. Al final, será la autarquía de la
alimentación marginal.
«Queridos amigos. Aquí ya me conoce todo el
mundo, sabéis que no me gusta hablar cuando hay tanta gente. Pero hoy no puedo evitarlo.
Escuchadme, seré breve. Estoy en el centro desde
el comienzo, quizá porque estaba solo, viudo —mi
mujer falleció hace diez años. Como no tenía ataduras, he estado viniendo desde la primera asamblea y, a decir verdad, desde entonces, rara vez he
vuelto a salir a la superficie. Me he ocupado de todo un poco, primero de la limpieza, que aquí era
el principal problema —imagino que os acordáis.
Luego de las estanterías y del mantenimiento. Yo
no soy un creador como vosotros, quizá porque me
he pasado la vida detrás de un escritorio y vengo
de un ambiente modesto. En aquella época (entré
en la escuela en 1913) nadie hablaba de la creatividad, a lo máximo a lo que uno podía aspirar
era a aprender lo suficiente como para no tener
que ir a trabajar a una fábrica. Luego entré en la
Sociedad del gas, algo de lo que mi padre se sintió
muy orgulloso. De todas formas, también hay que
reconocer que, de no haber vivido en este barrio,
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aquí al lado, probablemente nunca me hubiese
decidido a venir al centro. Porque, al principio,
teníamos pinta de estar un poco fuera de lugar, y
vosotros os preguntabais qué hacía aquí un jubilado: sin duda jugar a las cartas y calentarse un
poco. Pero lo que de verdad me pareció genial fue
que vosotros hablabais conmigo como con los demás. Nunca me sentí excluido por mi edad o por
mi escasa cultura. Quizá no os habéis dado cuenta
de que, allá fuera, nadie habla con nosotros; nos
sentamos en bancos para ver los coches pasar y
nadie nos dirige la palabra. Tampoco tendríamos
mucho que decir… pero estoy hablando demasiado, os estoy agobiando con estas tonterías….»
—No, Jacques, continúa.
—Venga, Jacques, lo que dices está muy bien.
La asamblea guarda silencio, atenta. Y aunque
seamos casi mil, nadie habla en grupitos, y la atmósfera tiene una gravedad inusual. Es verdad
que todos conocen a Jacques, todos le quieren, así que
a nadie se le ocurriría hacerle un feo e interrumpirle. Pero hay algo más: todos esperan que diga
cosas importantes. Ha entrado en materia demasiado solemnemente como para limitarse a contarnos su vida.
«Bueno, acabo enseguida. Pues eso, lo que quería decir es que vosotros os habéis convertido en
mi familia. Solo os tengo a vosotros. Pero, dentro de poco, voy a tener que dejaros, la maquinaria está desgastada, y los compañeros del centro
médico me han explicado claramente cómo están
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las cosas. Voy a tener que ingresar en un hospital
muy pronto. Así que quiero pediros una última cosa: dejadme morir aquí.»
La gente se queda callada. Los más jóvenes, para quienes la muerte no es más que una hipótesis
abstracta, que nada saben de ella porque nunca
han visto morir a nadie y solo han visto cadáveres
en la tele o el cine, están pasmados: la muerte,
¿eso qué es? ¿Y cómo iban a saberlo en una sociedad que elimina cuidadosamente toda referencia
a la muerte, que deja que la gente se muera en los
hospitales y luego se deshace de ella en cementerios lejanos, que ya ni siquiera pronuncia la palabra porque intenta exorcizarla hablando de «desaparición» o «largo viaje»? En cuanto a los más
mayores, que ya se han dado cuenta de que la vida
no durará eternamente y que, inconscientemente, ya la temen, estos tampoco saben qué decir a
Jacques.
Por un lado, a todos nos gustaría decirle espontáneamente: «Sí, muérete aquí entre nosotros»,
igual que se le dice a un amigo: «Quédate un poco más y coges el siguiente metro», y todo porque
en realidad no sabemos muy bien qué ha querido
decir con eso de «morir aquí». Al mismo tiempo,
de forma igual de espontánea, a todos nos gustaría hacernos los duros y decirle: «Estás de broma,
Jacques, nunca estuviste tan en forma, pero si vas
a enterrarnos a todos»; pero nos damos cuenta de
que no es el momento para tales idioteces, que
Jacques sabe de esto más que nosotros: si nos lo
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ha dicho, es porque tiene sus razones. Así que nos
quedamos todos callados. Para romper un silencio que él considera embarazoso, Jacques explica,
se defiende:
—No voy a molestar a nadie, me quedaré en un
rincón con unos amigos, y luego alguien sacará el
cuerpo. No os causaré ninguna molestia…
—No te preocupes, Jacques, si yo fuera vieja
(la que habla es una chica jovencísima), tampoco
querría morir en ningún otro lugar. Elige tú el día
y te haremos una bonita fiesta.
Menos mal que lo ha dicho. La tensión y la emoción disminuyen. Todos sentimos la necesidad de
hacer algo, de expresarle nuestra amistad, y no solo a Jacques, a todos, nuestra alegría y nuestro orgullo de que la asamblea se haya desarrollado así,
sin palabras huecas, en una especie de comunión.
La gente se levanta, todos se arriman a Jacques,
lo abrazan, se abrazan, veo a dos mujeres llorando, pero sus ojos no están tristes. Nos quedamos
un rato, es muy agradable. Luego nos vamos marchando en pequeños grupos. Nunca antes hubo
una asamblea tan breve e intensa.
Hay entre nosotros hombres y mujeres tan liberados ya como cabe esperar, pero que siguen teniendo la necesidad de dedicarse a actividades
que solo se puede calificar de trabajo. ¿Es que no
han sabido librarse de los condicionantes que los
empujan a una actividad febril o es que sus glándulas segregan más adrenalina que el común de
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los mortales? No tengo ni idea. De todas formas,
estamos muy contentos de tenerlos entre nosotros. Como no son capaces de quedarse de brazos
cruzados y tienen una especie de fijación obsesiva
por el trabajo, como soñar, pintar o leer no les
satisfacen ni les fatigan lo bastante, se han hecho
cargo de cierto número de actividades que por lo
general no entusiasman mucho a los beaubourgs:
limpiar, reparar, sustituir bombillas fundidas o
poner en marcha una agencia de trabajo temporal y algunas direcciones útiles. Para estar más
tranquilos y poder utilizar un teléfono (los aparatos del centro hace tiempo que están todos estropeados y, como a nadie parecía importarle demasiado, nunca se han arreglado), consiguieron un
localito en la rue de Venise, muy cerca de aquí. Y
como son ellos los primeros en llevar a la práctica
el arte de apañarse solos que tanto preconizan, el
alquiler del local lo paga la Oficina de Empleo, en
el marco de sus iniciativas para la formación (o
deformación) de los jóvenes parados.
Y ahora toda una pared de la 7 está ocupada
por los anuncios por palabras. Y, lo más importante, los compañeros de la agencia son los que
se encargan de quitar los que ya no son válidos.
También se pueden encontrar ofertas de asientos
libres en un coche para los viajes a provincias o al
extranjero.
Indudablemente, todas nuestras actividades conducen a la gente a la desmovilización y al desinterés
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por la lucha política tradicional. ¿Es que no podéis
entender que desmovilizarnos de vuestra política
es nuestra manera de hacer política?
Aunque los Mutilados se codean continuamente,
al final terminan por no verse siquiera. La televisión, detrás de cuya pantalla se protegen, es la
única capaz de procurarles algún placer, pero,
¡ay!, ya no es más que la imagen del placer.
Sus sociólogos ya se lo advirtieron hace tiempo,
pero para liberarse no basta con que te expliquen
y te descifren. Nosotros no tenemos televisor, aunque alcancemos rápidamente eso que los alfareros
llaman «el punto eutéctico»: el punto de fusión en
el gran todo de la amistad es inferior al de cada
uno de sus componentes por separado. Además,
siempre hay un grupo dispuesto a arrastrar a los
demás a la fusión. ¿Y la ventaja de ser muchos?
Habrá que pensar en ello detenidamente.
Jacques. Lo habíamos visto bastante deprimido
los últimos meses. Pero, desde la famosa asamblea, rebosa de actividad, como si su organismo,
sostenido por una voluntad feroz, se concentrara con todas sus fuerzas en un último proyecto.
Jacques fue a ver al señor Chapel, uno de nuestros
consejeros externos. Quiere donar su piso al centro, una casa de tres habitaciones en la rue des
Archives. Chapel se encargará de preparar los papeles que habrá que firmar.
Como Jacques vivía aquí de manera permanente, hace tiempo que su piso no contiene gran cosa.
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Todo lo que podía resultar útil para el centro ha
sido trasladado. El resto, recuerdos personales y
sin interés para los demás, lo destruye él mismo.
Repasando viejas cartas y fotos amarillentas, recuerda a los viejos amigos y decide escribir dos
líneas a aquellos, todavía con vida, de los que conserva la dirección. Les anuncia su próxima partida, adjunta una foto y hace unos paquetitos con
recuerdos, de esos que se amontonan en las viejas
casas: el cántaro de cobre traído de España, la alfombrilla yugoslava, el plato de Baviera… Esto es,
Jacques pone todos sus asuntos en orden, como
se decía antes. Pero, sobre todo, prepara la fiesta,
su última fiesta. Se le puede ver constantemente
hablando con unos y otros. Parece que está en todas las plantas a la vez, en el centro médico de la
planta 40, con la gran fanfarria de la 23, con el
colectivo de alfareros de la 53. Hace inventario de
los muebles, recuento de sillas y de vajilla. Y, dondequiera que vaya, todos le llaman, que si Jacques
por aquí, que si Jacques por allá.
Abril de 1979. El Museum of Modern Art de Nueva
York inaugura una exposición de más de 300 fotos: los rostros de los beaubourgs. Salvo alguna
excepción, todas fueron tomadas por nuestros colectivos de fotografía. El efecto debe ser increíble,
ya solo las fotos de Albert merecen el desplazamiento. Ni que decir tiene que, como todo lo que
sale de aquí, no hay que pagar ningún derecho, ni
ningún copyright. El moma insistió de todos modos
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en hacer una donación al centro. Ok, thanks in
advance, os comunicaremos en un correo aparte
nuestro número de cuenta.
Y mira que nos criticaron por nuestra suciedad.
Todos, incluso Libération, a pesar de que siempre
nos mostró su simpatía. Es verdad que los comienzos fueron más bien guarros, cuando la basura simplemente se amontonaba en algún rincón,
cuando solo los obsesos de la limpieza aguantaban tener que hacer hasta una hora de cola delante de las pocas duchas disponibles, cuando las
lavadoras se estropeaban (sobre todo al comienzo) y la ropa olía fatal. Eran las vacilaciones inevitables de los comienzos, pero había más que eso
y, solo ahora, empiezo a comprender que lo que
realmente se nos reprochaba (sin referirse a ello,
claro) era nuestra lucha por librarnos de los condicionamientos que habíamos padecido. Y es que
vivir un tiempo en medio de la suciedad, incluso en la mierda más absoluta, la que se adhiere y
apesta, y acabar por no verla ni olerla es también
una manera de librarse de los primeros condicionamientos, los que se reciben desde la primera infancia, los del control caca-pis. Desde luego, a la
sociedad represiva le importa un bledo la caca y
el pis, y cada vez que mamá nos limpiaba el culo,
en realidad era la sociedad represiva la que nos
limpiaba el cerebro, que nos programaba: bloqueos, controles, tabúes, y sobre todo instilaban la
angustia por todo, el miedo incesante de dejarse
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ir, de olvidarse de las obligaciones, de saltarse un
control. Desde los dos años, éramos pequeños relojes perfectos, puntuales, autocontrolados, sin
adelantos ni retrasos, listos para tragarnos sin rechistar todos los contenidos escolares y, más tarde, para reverenciar dócilmente los de la cultura y
de las elites y jerarquías que los vehiculan. En fin,
ya sé que todo esto no es nuevo, que solo repito
cosas que ya dijeron los psicoanalistas; pero es que
hay que decirlas una y otra vez, porque también
hemos sido condicionados para olvidarlas.
Tras la suciedad de los primeros tiempos, se escondía algo de todo esto. Los que la veían como
un ejemplo de la decadencia de nuestra sociedad
capitalista o de la civilización greco-cristiana (según fuesen de izquierdas o de derechas) no podían ni querían comprender que hay que negar totalmente este mundo para poder crear uno nuevo.
Nuestro querido ministro Poniatowski28 no tenía
ni idea de hasta qué punto tenía razón al temer al
«enemigo interno», pues precisamente es dentro
de nosotros mismos donde, desde la infancia, ha
sido programado el enemigo de toda espontaneidad, es decir, de toda creación. Cada día pasado
sin lavarnos corroía más y más nuestras corazas
psíquicas, de la misma forma que todos los culos
que hemos poseído liberaron nuestras nuevas posibilidades de amar.
Pero tendríais que vernos ahora, nos hemos pasado al otro bando; según vuestros estándares,
casi está limpio y todo; claro que no como para
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comer en el suelo como en vuestras casas de locos
maníacos de la limpieza. Nosotros hemos dejado
de ser unos estrechos, puntillosos, rígidos, puntuales, enemigos de nuestro cuerpo y de nuestro
sexo. Incluso veréis que nos lavamos. Pero no como vosotros: nosotros nos lavamos en grupo, al
son de la música, por la alegría de ver que nuestro
cuerpo funciona. De hecho, hemos eliminado las
duchas individuales y en su lugar hemos instalado
grandes barreños a la japonesa, a los que acudimos en grupo, por lo general desnudos, después
de haber dejado la ropa en las lavadoras. Y, después del baño, en pelotas, la procesión se dirige
hacia el depósito de ropa, para elegir las prendas
más adecuadas a nuestro humor y nuestros juegos.
También comprenderéis que aquí abajo no nos
conmueven en absoluto ni los «viva-la-mierda»
a lo Arrabal, ni las violaciones a lo Jodorowsky,
ni las misas negras o el mimo perverso a lo Lou
Reed. No necesitamos que nos asusten, que nos
despojen de nuestros mimetismos psíquicos, que
nos extravíen de nuestras certidumbres, o que nos
sacudan las represiones. Nosotros hemos eliminado todos estos condicionantes, ese batiburrillo
de obsesiones que padecéis y que despreciáis sin
cuestionarlas siquiera.
Muchas veces me pregunto qué será de este centro
y de sus incomparables posibilidades creativas.
Desde luego, si te das una vuelta por las plantas,
te das cuenta de que existen cantidad de pintores a
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la manera de Matisse, Braque o Dubuffet, y de canciones a la manera de los Beatles o de Charlebois,
¡cuántos neo-esto y neo-aquello! Es cierto que toda
creación toma algo de los modelos preexistentes:
los vacía, los usa, los copia, los supera. Pero cuando la herencia que hay que tragar, digerir y hacer
fructificar es tan prodigiosa e inagotable como la
que nos dejaron, por ejemplo, Meyerhold, Picasso,
o Stravinsky, ¿cuánto tiempo nos va a llevar despegar? ¿Y no ocurre lo mismo con las instituciones, de las que seguimos siendo prisioneros por
medio de toda una serie de viejas costumbres, que
aquí abajo rechazamos imitar pero que siguen influenciándonos precisamente sugiriéndonos que
creemos otras mejores?
Aparcar estos problemas durante algunos años.
Dejarnos llevar por el juego de lo que hacemos.
Pensar solo en las cosas sobre las que tenemos algún control… Estoy cansado, y algo desmotivado,
quizá por culpa de esos vándalos que saquearon
la planta 23 la noche pasada, lo que ha llevado
a que se vuelva a hablar de poner controles a la
entrada; es decir, justamente una de esas instituciones cuyo progreso no consiste en mejorarlas,
sino en suprimirlas (Extraído de mi diario, 5 de
septiembre de 1979).
Jacques llegó a la fecha límite que se había fijado.
Todo el mundo habla de la fiesta de esta noche.
Jacques, que será el único maestro de ceremonias,
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lo tiene todo previsto. Casi la mitad de la planta
53 ha sido despejada, y se ha montado en el centro
una especie de estrado en el que Jacques tomará
asiento: «Entiéndeme, tengo que estar en un lugar
elevado —me dice—, quiero verlos a todos».
Está en forma y se pasará la noche intercambiando bromas y saludos con todo el mundo. A
su lado, inmensos ramos de los que irá sacando
flores para ofrecérselas a los que se acerquen al
palco. Y todos quieren estrecharle la mano e intercambiar algunas palabras con él.
Ahí llega la supermega fanfarria de los beaubourgs, o sea, la reunión de todos los instrumentos
susceptibles de formar una banda móvil. Jacques
tocaba la corneta, por eso la fanfarria tiene un papel tan importante en esta fiesta. Por otro lado,
para nosotros, la fanfarria es la acompañante imprescindible de cualquier celebración, la que sea.
Siempre encontramos una buena excusa para celebrar algo. Es verdad que, y sobre todo hoy con la
superfanfarria, el resultado no es que sea excelente desde un punto de vista estrictamente musical;
pero, esta noche más que nunca, nos importa un
bledo.
La fiesta de Jacques consiste en lo siguiente: ver
a todo el mundo feliz a su alrededor. No hay un
programa, ni concierto, discursos o «exhibiciones».
Se han colocado mesas largas con platos enormes
llenos de esas cositas de comer que suele haber en
los cócteles. También hay vino tinto, hasta los fanáticos de la macrobiótica beben como esponjas.
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Jacques continúa distribuyendo sus flores, que la
gente le devuelve discretamente a medida que se
van agotando los ramos.
Hacia las diez, Jacques hace grandes señales
de despedida y rápidamente se eclipsa. Lo sigo,
porque me ha pedido que nos veamos en la 72.
Allí nos volvemos a encontrar una veintena, los
amigos más íntimos, aquellos con los que más ha
trabajado. Hay varios muchachos de un colectivo
de alfarería, tres bailarinas, un joven poeta occitano, dos médicos de la clínica gratuita y, por
supuesto, la gente de la fanfarria. Aquí, Jacques también lo tiene todo previsto: sillones, bebidas, puros
y de nuevo algo que comer. Nos dice que está muy
satisfecho por la fiesta, pero también por lo que
estos años pasados en el centro han significado
para él, la plenitud de su existencia aquí abajo, lo
que le hubiese gustado hacer aún, sus esperanzas
acerca de la nueva cultura y la nueva vida que está
germinando aquí. Hacia la medianoche, veo que
pone furtivamente unas píldoras en su vaso. Se da
cuenta de que lo he visto y me sonríe.
«Y ahora —nos dice— ha llegado el momento
de dejarme. Quiero dormir. Ha sido todo tan bonito…». Y así, sentado confortablemente en su sillón, la cabeza erguida, se queda dormido.
Así fue como murió Jacques, cómo asumió su
propia muerte. Al día siguiente, el centro está extrañamente tranquilo, nadie habla, Jacques nos
dejó una enseñanza de vida y todos tenemos mucho en qué pensar.
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Así, un hombre sin más cultura artística que las
pocas nociones necesarias para poder tocar la
corneta en la fanfarria del distrito iii a comienzos
de los años 20 nos ha llevado a reflexionar con
él sobre un aspecto que nuestra cultura quiere
ocultar, y que sin embargo es capital en la historia de la humanidad. La muerte, de la que nadie
sabe ya hablar, ni se atreve a hacerlo, Jacques nos
ha hecho redescubrirla en toda su grandeza. Es
más: supo devolverle un lugar en nuestras vidas y
quizá, y esto es lo más importante, nos enseñó un
nuevo modo de despedirse cuando se cierra el telón. Y si creéis que lo que acababa de enseñarnos
este oscuro empleado del gas, segunda corneta
en la banda del barrio de Sainte-Avoie, es menos
creativo que una creación artística, ¡entonces es
que sois unos auténticos gilipollas!*
Puede que penséis que los trabajillos a tiempo parcial que hacemos no nos permiten ganar lo bastante como para comprar herramientas y renovar
nuestro equipamiento. Os equivocáis, especialmente en lo que se refiere al equipamiento. Desde
el arranque, nos dimos cuenta de hasta qué punto
la publicidad nos tenía engañados con el gusto por
* Y ni siquiera os merecéis la mayúscula de Respetabilidad
con la que habitualmente os honro. Así que, asqueado como
estoy ante la sola idea de tener que permanecer a vuestro lado,
aun a través de este libro, estaré encantado de reembolsaros
previa solicitud los derechos de autor que me corresponden
en virtud de vuestra compra.
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las novedades y fascinados por la técnica y las innovaciones. Nos daban vértigos, pensábamos que
para conseguir una simple toma necesitaríamos
este o aquel nuevo artilugio, así que comprábamos máquinas cada vez más sofisticadas y caras.
He puesto el ejemplo de la fotografía, aunque la
misma observación vale también para otros ámbitos, continuamente inundados por la publicidad
de los fabricantes. ¿Acaso no pasa lo mismo también con la música? En resumen, enseguida nos
dimos cuenta de que también los artistas caen en
la trampa, igual que los industriales que sacrifican a la moda ordenadores y los gadgets del Salón
de la técnica, o los agricultores que se endeudan
para comprar maquinarias cada vez más perfectas, pero también más frágiles.
Por el contrario, la atmósfera y los principios
fundacionales del centro deberían orientarnos hacia el uso de técnicas pobres, que es lo que acabó ocurriendo en muchos ámbitos. En otros, en
cambio, se inventaron nuevas técnicas: la mezcla
continua de las personas, las mudanzas de una
planta a otra, las discusiones espontáneas a propósito de una proyección o de un grabado, o de un
vaso, multiplican las colaboraciones entre artistas
y técnicos, de modo que ahora podemos afirmar,
sin miedo a exagerar, que los talleres de electrónica, de investigación sobre esmaltes y electroacústica, por citar solo tres ejemplos, se han labrado
una reputación que despierta las envidias de más
de una gran marca parisina. Aunque también es
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verdad que los técnicos que trabajan en esas empresas con frecuencia son beaubourgs declarados
o clandestinos, que se han servido, con razón, de
las herramientas de sus patrones para las actividades creativas que llevan a cabo en el centro.
Pues se trata de creaciones en toda regla: todo el
mundo sabe que la Nikon 404b no hubiera podido salir a la luz de no ser por la compra de tres
patentes registradas a nombre del centro, y que el
último modelo de los sintetizadores Fagusse procede del colectivo creado en torno a Patrick, un
ex «consejero técnico» que se hartó de hacer subir
las ventas de la fnac, y que actualmente reparte su
tiempo entre la electrónica y un trabajo a tiempo
parcial en una floristería de la Madeleine.
Para acabar con la historia de los equipamientos, quiero recordaros que, poco a poco, todo el
material que la gente compró por su cuenta se fue
trayendo aquí. Así que, igual que hemos llegado
a contar hasta cuarenta colecciones completas
de la Enciclopedia Universalis, también tenemos
decenas y decenas de cámaras de todo tipo (muy
útiles, especialmente para los principiantes) y
un alucinante bazar electrónico, en el que yo me
pierdo ya solo hablando de conceptos, pero que
nuestros expertos consideran un tesoro incalculable de componentes y una fuente inagotable de
combinaciones y acoplamientos. Y así es como,
poco a poco, nuestro «departamento» de creación
industrial se ha ido equipando, como una réplica subterránea del Centro de Creación Industrial
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incluido en el proyecto oficial del Beaubourg superior. Pero tampoco quisiera que os llevarais la
impresión de que todo lo que hemos realizado se
ha hecho a partir del bricolaje, o de los ahorrillos
de unos y otros. Como es inevitable en un régimen
capitalista, en cuanto llegó a oídos de las grandes
casas industriales que nuestros colectivos realizaban investigaciones válidas, intentaron aprovecharse colmándolos de equipamientos de regalo y
de servicios gratuitos en sus propios laboratorios,
del mismo modo y con la misma insistencia que
hacen los laboratorios farmacéuticos con los médicos. En un primer momento, la intención de estas
empresas era fichar a los mejores de entre nosotros. Pero luego, como nadie se dejaba seducir por
sus promesas de riqueza y no tenían ninguna gana
de volver al Sistema, se contentaron con mantener
buenas relaciones y colocar a sus espías entre nosotros, lo cual en ocasiones dio algún fruto, pero
nada comparado con lo que perdieron y continúan
perdiendo por los muchos empleados que se acaban hartando y se pasan a nuestro bando.
Si alguna vez habéis pasado por la rue Blondel
y la rue Saint-Apollinaire, habréis visto o incluso
reconocido a Annie la Cosaca, morena, rozando
la treintena, tipo robusto estilo Crumb (o Richard
Linder, si tenéis referencias más sofisticadas). Ya
sabéis, para nada gorda al estilo Dubout, sino en
verdad «nada mal». Pero no es mi intención contaros aquí su historia. Solo quiero señalar que
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baja regularmente a la 36 para trabajar con un
grupo de pacientes (no sé muy bien qué nombre
darles) que habían confesado a nuestros expertos
anti-psiquiatras ser incapaces de mantener «relaciones normales», es decir: sin látigos ni palizas.
Aprender a degustar el amor sin sufrir tiene poco
que ver con la nueva cultura, pero seguramente
tiene mucho que ver con la nueva libertad.
Cada día nos damos más cuenta de que el mensaje del Bread and Puppet ha tenido una influencia
subterránea profunda, y no solo en nuestra cueva.
Claro que aquí se pudo comprobar por primera
vez porque el terreno ya estaba abonado. A pesar
de haber hecho grandes progresos en lo que se
refiere a deshacernos de los compromisos creados
por el dinero, nos damos cuenta de que seguimos
siendo esclavos del tiempo, seguimos corriendo
de una actividad a otra, preocupados constantemente por acabar una cosa para empezar otra.
Aun siendo libres, o mejor, considerándonos como
tales o en vías de llegar a serlo, involuntariamente
nos hemos construido sistemas de obligaciones y
horarios, olvidándonos de que todo se puede dejar
para mañana y de que la puntualidad no es más
que la cortesía de los tiranos; que conceptos como
«llegar pronto» o «llegar tarde» pertenecen al no
ser y que, al igual que el dinero, tampoco el tiempo tiene valor si no es para gastarlo sin tener que
medirlo. A pesar de que desde el comienzo nos
resistimos a la costumbre de anunciar el plan de
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las actividades que se desarrollan en las distintas
plantas, la costumbre resurgió bajo otra forma, la
de hacer saber que en tal planta se produciría tal
manifestación o tal evento, de modo que los interesados se acercaban el día y a la hora exactos, sin
prestar la más mínima atención a lo que pasa alrededor. Las personas se dirigen a sus herramientas o a sus mesas de trabajo igual que antes se
dirigían a su escritorio o a su puesto en la fábrica,
poco les falta para fichar a la entrada. Es verdad
que, después de siglos de disciplina, de horarios,
de time is money, tampoco vamos a rasgarnos las
vestiduras por no saber ya cómo acabar con las
viejas costumbres.
Afortunadamente, todavía estamos a tiempo de
reaccionar, ¡no será ni la primera ni la última vez!
La asamblea decide una movilización general y
establece el principio de mudanza permanente.
Queremos que la gente que se acerca por aquí —
nosotros los primeros, claro— no venga solo para
hacer alfarería, carpintería o lo que sea, sino que,
al ir buscando al colectivo que le interesa, se entretenga aquí y allá cantando con estos y danzando con aquellos, dando y recibiendo caricias, olvidando a los amigos que les esperan, para penetrar
en la gran amistad general aún por descubrir.
Con la excepción de un titular socarrón en el
France Dimanche —en el beaubourg de abajo se
entierra a la gente, ¿qué será lo siguiente?—, los
artículos dedicados a la muerte de Jacques, por
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lo general, guardaron las formas. También tenemos la sensación de que ha sido una muerte liberadora, pues por primera vez se habla y se escribe
abiertamente de la preparación a la muerte, de la
programación del momento y de las ceremonias
llevadas a cabo; de la pérdida de significado y
hasta del sinsentido de los rituales fúnebres tradicionales; de lo que queda de ello en las grandes
ciudades y, finalmente, hasta del suicidio. En una
bella crónica en Le Monde, Roger Garaudy29 escribe: «Algunas escuelas filosóficas siempre han considerado el suicidio como el testimonio supremo
de la libertad humana. Se puede estar o no de acuerdo. No por ello es menos obvio el hecho de que,
considerado como punto final —y, en el caso de
Jacques, como apoteosis de una existencia—, el
suicidio adquiere un significado nuevo…».*
Quien se ve obligado a realizar trabajos de mierda
para ganarse la vida, a rociar la fruta de veneno,
a repetir el mismo gesto cien veces por minuto (o
peor, a cronometrar a los condenados a hacerlo),
a construir casas horrorosas, toda esa gente con
sus trabajos de mierda acaba por no saber reconocer ni apreciar la belleza. Llega un punto en que
ya no son capaces de amar. Porque la amistad y el
amor son complementos de la belleza, y la moral
y la estética son inseparables.
* «La nueva cultura de la muerte», Le Monde, 2 de octubre
de1979.
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27 de octubre. Encontré a Pontus. Baja aquí a
menudo para aclararse las ideas. Esta mañana
le llamó la atención, igual que a mí, la jovialidad
de la Sonata para cuerno, trombón y trompeta de
Francis Poulenc en la que están trabajando los de
la planta 22. Volvemos juntos a la superficie y le
acompaño hasta su lujoso despacho en el Centro
de cultura «superior». Mientras bebemos despacio
un poco de aguardiente sueca, hablamos de estructuras. De estructuras, reglamentos, consejos,
comisiones… Está hasta el gorro, y no me oculta
que le encantaría poder montar sus exposiciones
con nosotros, veinte plantas más abajo, dando la
espalda de una vez por todas a la mera organización de servicios culturales, para dedicarse a la
producción cultural. Yo entiendo lo difícil que es
para un nórdico acostumbrado a la descentralización y a la eficiencia administrativas trabajar en
este país, y que le esté cogiendo manía a nuestra
psicosis nacional de querer estructurarlo, estratificarlo, decretarlo todo, ahogando así cualquier
tipo de espontaneidad y flexibilidad. No me sorprende por tanto que me aconseje constantemente
que no metamos la nariz en los engranajes institucionales, que nos enredarían para siempre con
las presidencias, las titulaciones, las uniones y las
re-uniones, que la función de estos estatutos y de
esta fachada democrática consiste precisamente
en levantar una barrera entre la cultura refinada
y la cultura del pueblo, que puede que la cultura que nosotros producimos sea menos brillante
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que la que rechazamos, pero que al menos se trata
de la cultura de la gente y no de aquella, destilada
y manipulada, de los que están del otro lado de la
barricada.
Sienta bien escuchar este tipo de cosas y, una
vez más, me alegro de que Pontus venga de un
país menos rígido que el nuestro y, en todo caso,
no tan palpablemente jerarquizado: ¿sabéis que,
si fuera francés, habría que llamarlo todo el tiempo con un montón de títulos ridículos como Señor
Conservador Púbico o Señor Presidente Genital?
Cada vez más parejas se vienen aquí con sus hijos,
así que se plantea la cuestión de organizar guarderías y parques infantiles para los pequeños. La
asamblea reacciona violentamente a la idea de
imitar aquí abajo los territorios de confinamiento
inventados por la sociedad industrial para encerrar tanto a los que todavía no producen como a
los que ya no producen, puesto que la guardería
no es sino un equivalente del geriátrico. ¿Acaso la
finalidad no es, en ambos casos, impedir que la necesidad de cuidados de los no-productores distraiga a los productores de su trabajo? Así que aquí
no habrá guarderías, los niños se pasearán y jugarán libremente entre nosotros. Todos nos ocuparemos de ellos, según nuestros gustos y nuestras
ocupaciones.
Hay que decir que muchos niños ya viven aquí
de manera permanente, bien porque están con
sus padres, bien porque (sobre todo los más
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mayorcitos) ya no quieren volver a la superficie.
Además, algunas familias nos dejan aquí a sus hijos antes de irse de fin de semana o de vacaciones.
Al igual que ocurre con las mascotas abandonadas en los bosques de los alrededores de París antes de las vacaciones de verano, nadie viene luego
a recogerlos. Las buenas madres, para seguir percibiendo las ayudas familiares, dirán que sus hijos
están con los abuelos o en una colonia o a saber
dónde.
Por supuesto, los chavales adoran estar aquí,
porque siempre hay alguien que les cuida y se
ocupa de sus necesidades. Pero lo más importante es
el ambiente relajado: aquí no hay ni padres que
discuten, ni papás nerviosos o madres lloronas,
ni horas interminables de kilómetros y kilómetros
de autopista atrapados en la sillita de un coche,
ni la obligación de escuchar a personas que no
saben hablar de otra cosa que no sea de coches o
dinero.
Arriba la cultura se consume, aquí la hacemos.
No os vayáis a pensar que los beaubourgs se reclutan sobre todo entre los jóvenes. Es verdad que
la impresión de juventud es extraordinaria, pero
se debe más que nada a la gran confusión que reina siempre aquí abajo, a la infinita variedad de
indumentarias, a las extravagancias decorativas
—sobre todo psicodélicas y expresionistas y, desde
hace poco, también miouistas—, al fondo sonoro
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desconcertante, meloso, cool, locuaz o frenético
de la música grande o no tan grande, y al incesante vaivén, dichoso, amistoso, desordenado, crazy.
Si miráis más de cerca, os daréis cuenta de que el
porcentaje de jóvenes, digamos de entre 15 y 25
años, no es tan grande, y de que, además de las
legiones de niños, también hay muchos ancianos,
y sobre todo adultos entre los 30 y 40 años, todos
muy mezclados de forma natural, ya que no existen actividades reservadas a una única categoría.
De hecho, más que la juventud de los participantes, la característica dominante es la mezcla de
edades en los grupos, la ausencia de divisiones.
Esto al menos demuestra que no somos una mera
Casa de la Juventud new age.
De todas formas, cabe preguntarse por qué el
número de jóvenes aquí es relativamente modesto, sobre todo si tenemos en cuenta lo que se dice
sobre la revuelta juvenil y sobre su escasa integración en el sistema. Considerando las cosas detenidamente, te das cuenta de que en esto hay mucho
de leyenda, que los contestatarios son una ínfima
minoría si los comparamos con los que preparan
su camino dentro del sistema. Y no me refiero únicamente a aquellos que asisten a las grandes escuelas de comercio y administración de empresas,
sino a todos los candidatos a obtener un empleo
en los grandes aparatos de manipulación y represión —Policía, Enseñanza, despachos en general—, que ya no es que solo piensen en encontrar
un trabajo (lo cual sería perfectamente legítimo
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si lo que buscan es asegurarse la vida para luego
poder hacer otra cosa con su tiempo libre), sino
en asumir responsabilidades, es decir, en identificarse con las finalidades de su institución para
trepar y hacer carrera. Es evidente que la protesta juvenil hace ruido porque a esa edad se está
más dispuesto y se tienen más energías, pero, si
dejamos aparte a todos los que con una mano lanzan la piedra mientras que con la otra hojean sus
libros de latín, como estudiantes diligentes que
son, quedan pocos que realmente lleguen hasta el
final. Y de este grupo también hay que quitar a
aquellos que pierden el tiempo haciendo «trabajo entre las masas», mientras estas mismas masas
se escaquean, encontrando más divertidos y tranquilizadores los programas televisivos. Al final, la
verdad, no quedan muchos con ganas de hacer
la revolución, empezando por la revolución dentro de sí mismos. Y volvemos a toparnos con la
famosa constante k, o quizá mejor la constante -k,
es decir: la proporción de gilipollas y no gilipollas es
la misma en todas partes.
Esto explica por qué aquí son relativamente
más numerosos los adultos, que ya no creen en
las barricadas y se han dado cuenta de la fragilidad de ciertas convicciones generosas. Para estos,
la solución consiste en salirse por la tangente e
intentar, de una vez por todas, vivir como esperaban hacerlo cuando tenían quince años. Lo cual
significa, sorprendentemente, que incluso entre
los más maduritos el sueño sigue vivo, no ha sido
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extinguido por veinte o treinta años de explotación
en las fábricas o en los despachos del Sistema.
En la planta 68 hay una esquizofrénica que pinta
en el suelo baldosas de diferentes colores y tamaños. Está siempre rodeada de sus latas de pintura,
su manta cuidadosamente doblada y una especie
de saco donde mete absolutamente todo, desde las
bragas a la merienda. Está allí desde hace unos
quince días y no para nunca, nunca; duerme allí,
claro. Sus baldosas recubren ya casi un centenar
de metros cuadrados.
Creo que ya os comenté que aquí hay muchos niños y que nadie sabe muy bien a quién «pertenecen» (he ahí una palabra que expresa bien el credo
de nuestra sociedad propietaria). A menudo viene
algún padre buscando (en vano) la «recepción» o
la «secretaría»: esos deformados de la feria del menaje se piensan que van a poder dejar recado para
que les lleven a sus pequeños. Pero vosotros ya sabéis que aquí no hay altavoces, ni para reproducir
música de fondo ni para reforzar la obediencia a
golpe de consigna. Son cosas que nos horrorizan.
Así que a veces los padres consiguen encontrar a
sus hijos y a veces no; y cuando no, los hay que
los dejan y se van. En todo caso, el disgusto se les
pasa enseguida, y yo me he dado cuenta de que los
que pierden así a sus hijos jamás pierden las llaves
o el monedero. En cuanto a los chavales, mejor
para ellos: aquí más pronto que tarde encontrarán
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a otros padres, padres que ellos mismos podrán
elegir y por los que ellos serán elegidos.
A pesar de todo, ya se ha tratado en más de una
asamblea el problema de los niños. Obviamente,
nadie defiende la idea de la pequeña tribu papámamá-hijos, por la simple razón de que los hijos
de las parejas que se han venido a vivir aquí son
hijos de todo el mundo. Además, como no existen
células separadas, «alojamientos» donde se come
y se duerme, la familia no tiene ya base material
ni áreas privadas para consolidarse. Los que necesitan dormir pueden hacerlo donde quieran,
siempre hay una manta, o un sofá, o un tatami a
su disposición. Debo decir que nadie se ha quejado nunca por la ausencia de zonas privadas y
más o menos separadas. Los que ya no soporten
la colectividad no tienen más que volver a la superficie. Esto ocurre con frecuencia; yo mismo he
sentido muchas veces la necesidad, especialmente
al principio, de aislarme y de tener objetos personales. Pero siempre he vuelto abajo, y lo mismo
hicieron los demás.
¡Achtung! Todo esto no significa que condenemos la familia. Nosotros no condenamos nada, y
si hay un rol que no queramos asumir es el de
abogado de la acusación. Simplemente sucede
que la familia tiende a desaparecer, porque no encuentra aquí ni la propiedad de un espacio ni un
espacio cerrado, es decir: las bases del aislamiento, de la ruptura con los demás, que son los fundamentos de la acumulación y la división entre los
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seres humanos. Y creedme: aun sin esos soportes
materiales, existen aquí ejemplos de uniones muy
sólidas, y no necesariamente entre personas involucradas en un mismo colectivo, sino entre personas que se encuentran para estar juntas, comer,
dormir, hacer el amor o pasear por la superficie.
Aprovecho además para contradecir a aquellos
que nos comparan con un kibutz: muchos de nosotros han viajado a Israel y están de acuerdo en
que en los kibutz la reconstrucción de la familia se
debe a la apropiación progresiva de objetos y bienes de consumo. Allí comprobaron horrorizados
que los miembros de una comunidad pretendidamente socialista viven como pequeños burgueses
en sus pequeñas y cómodas casitas, orgullosos de
sus muebles de madera blanca, de su televisión y
de sus hijos confitados. Cuando se acaba el amor,
son estos objetos los que mantienen unida a la pareja y a la familia.
La esquizofrénica de la planta 62 ha creado escuela. Ahora son cinco: cuatro mujeres y un hombre. Nunca hablan entre sí, aunque, cosa rara,
trabajen codo con codo. En vez de trabajar en
áreas separadas, están todos en el mismo rincón,
a pocos metros de distancia los unos de los otros,
de modo que sus pinturas, su arte bruto, se entremezclan. Todos pintan recuadros, aunque los
estilos y, sobre todo, los colores sean muy diferentes. Aparentemente, no se ven, cada cual se mantiene encerrado en su autismo, en su happening
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solitario y silencioso. Incluso las personas que
miran se quedan mudas. Nadie camina sobre las
superficies pintadas. Está todo en calma y solo se
oye algún que otro rumor ahogado de las plantas
cercanas. Parece que nuestros pintores expulsen
toda forma de vida de las superficies que van pintando, ya casi trescientos metros cuadrados de
baldosas alucinatorias.
Quiero volver al problema de los niños: lo que discutimos en las asambleas no tenía que ver con el
hecho de que los niños pudiesen elegir a sus padres, sino con la idea misma de traer al mundo
a más, cuando el centro tiene que acoger continuamente a los que llegan de fuera, huyendo de
padres mal adaptados o abandonados por padres
en busca de otros juguetes a los que dedicar sus
atenciones. Recordaréis las polémicas que estos
debates suscitaron en aquel momento, y el odio
que desde entonces nos guardan las asociaciones
y las obras pías por la defensa de la familia y la
natalidad nacional. (¿Os habéis fijado cómo natalismo y odio van siempre de la mano?). En conclusión, mal que les pese a los reaccionarios y a
las asociaciones de excombatientes temerosos de
quedarse sin socios en el futuro, hemos decidido
ocuparnos primero de los niños que ya existen, en
lugar de hacer más.
Por tanto, como buenos ciudadanos que somos
de un país donde cualquier intención se traduce automáticamente en leyes y reglamentos
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imperativos y autoritarios (y en derogaciones en
beneficio de los más acomodados), tendríamos
que haber pegado unos carteles de prohibición o
de disuasión (de tipo ecologista: luchad contra la
polución: un niño menos es un culo menos), o bien
instalar distribuidores de preservativos y píldoras
en los picaderos. Pero de ese modo habríamos olvidado que está prohibido prohibir; por otro lado,
nosotros ya hemos renunciado a ser «buenos ciudadanos» y a complacernos promulgando leyes.
Venid a ver y os daréis cuenta de que no hay
ninguna necesidad de leyes, que si alguien quiere satisfacer o sublimar sus instintos maternales
jugando a las mamás solo tiene que obedecer al
enanito ese que te pide que lo ayudes a mezclar
la tierra, o abrocharle el mandil a esa niña. Y si
después de unas cuantas horas o días, todavía
tienes ganas de tener uno solo para ti, igual que
ya tienes la lavadora o la vajilla y un coche y un
piso bonitos-de-la-muerte, bueno, no hay de qué
avergonzarse. Hasta luego, nos vemos dentro de
unos años, cuando hayáis recorrido vuestro camino. Obligaros no sirve de nada. La evolución, los
descubrimientos, los asombros, todo tiene que llegar de dentro; y como es bastante improbable que
vuestro mundo prolífico y quiquiriquí se vuelva
más inteligente, puede que llegue el día en que de
nuevo os unáis a nosotros aquí abajo.
Gran afluencia en los distribuidores de alicom: me
dicen que también lo hay de fresa, sin duda debido
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a su llegada masiva al mercado de Rungis estos últimos días. Nuestro frugal alimento tiene cada vez
más éxito entre los miembros de la sociedad frenética y malnutrida de ahí arriba; la multinacional
Rhone-Poulenc-Olida30 acaba de abrir una nueva
fábrica para aprovisionar de alicom su cadena de
bares y comedores de empresa. René Dumont31 está peleando dentro de la fao para que sea introducido en los países del Tercer Mundo. El alicom es
verdaderamente un factor de salud, como prueba
el hecho de que los grandes laboratorios médicos
paguen más por la sangre de los beaubourgs que
por la de los habitantes de las afueras.
Con todo, el alimento único no ha acabado con
las golosinas. Hay abuelas en casi todas las plantas ofreciendo trocitos de tarta, gugelhof alsaciano
y pralinés de los de verdad, y qué sé yo. La mayoría prepara estos dulces en su casa y luego los trae
al centro, aunque algunas se han traído todos sus
utensilios de cocina aquí y se quedan delante del
horno durante todo el día, rodeadas de enjambres
de niños y de jóvenes que quieren conocer las recetas y echar una mano. Además, las furgonetas
de la freiduría Chez Fauchon (dos de los hijos del
propietario son de los nuestros) descargan aquí
varias veces por semana productos considerados
invendibles en la tienda. Como podéis ver, no nos
falta de nada.
Y en las tertulias nunca faltan los dulces, ni el té
o el zumo de manzana (todavía no sé cómo ha llegado a la planta 17 ese mastodóntico exprimidor
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con el que a saber cómo se hacen los zumos).
Siempre hay un pretexto para conversar, para
estar juntos. La gente habla, pero, ojo, no habla
por hablar, por darse importancia o, como el Sur
parlanchín, por esconder detrás de las palabras lo
que no hay que decir. Aquí la gente habla mientras
hace algo, y al ama de casa que acaba de servirte
un trozo de camembert, te la volverás a encontrar
más tarde revelando unas fotos.
Se habla, se habla, el tiempo pasa demasiado rápido con tantas cosas que hacer y seres humanos
por descubrir, por amar (siempre) y consolar (a
veces). Allá arriba, donde los Moribundos y los
Mecanizados, pasa al revés, cuando dos tíos se encuentran, primero se ponen a hacer alarde de sus
puntos fuertes, de su virilidad, de su curro importante o de sus símbolos de riqueza. Por el contrario, aquí, como nadie tiene razones para competir con el otro o intentar dominarlo, cada uno se
muestra como es; y, justamente, lo primero que
sale a relucir son nuestros puntos débiles, con los
que pueden ayudarnos los demás. En el mundo
imbécil, cuando te confías a alguien, de hecho, te
libras a él, otorgándole una suerte de poder sobre
ti, pues todos compiten con todos. La única forma
de arreglártelas es pagando a un psiquiatra que te
escuche, ya que, pagándole, lo neutralizas.
Está claro (creo que ya lo dije) que no siempre uno está dispuesto a escuchar a los demás.
Afortunadamente, por lo general, la gente se da
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cuenta y no te molestan. Además, un letrero de no
molestar no ofende a nadie.
Paco. Un chileno gordo, llegado a París antes del
73, un año de Bellas Artes, luego algún trabajillo,
noches de vino barato en una buhardilla llena de
gente, cada vez más perdido a medida que se aleja la esperanza de un cambio en su país… Lleva
en el beaubourg desde el comienzo, pero nunca
se ha centrado en ninguna actividad en concreto.
Espera, observa. Y un día se puso a hablar, no en
la asamblea, sino a unos y otros, especialmente a
los atareados, a los que siguen bajando a sus talleres a horas fijas y vuelven a subir regularmente
unas horas más tarde, reproduciendo aquí abajo
los ritmos rutinarios de los horarios industriales.
Aunque no usen relojes, han interiorizado tanto
los horarios que ya no necesitan preguntar qué
hora es para saber cuándo hay que empezar y
cuándo parar.
La gran idea de Paco, la que será su cruzada
personal, es la de parar todos los relojes, desajustar los péndulos, suprimir los despertadores y los
relojes callejeros. Aquí no hay relojes, así que no
tiene mucho que hacer, aparte de arrastrar consigo a algunos de los cronometrados, intentando
sacarlos de su rutina e induciéndolos a luchar
contra la de los demás.*
* En cuanto a mí, abandono desde ya esta espantosa e inútil
numeración de páginas que solo sirve a los maniáticos de la
lectura rápida.
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De repente, el gordito32 se ha vuelto hiperactivo. Organiza expediciones vengadoras contra
cualquier manifestación de medición del tiempo.
Se pasea por el metro en las horas punta con un
gran imán debajo del brazo envuelto en un periódico, acercándose a los pasajeros de al lado
para estropear sus delicados relojes de pulsera,
o pegando los imanes con cinta adhesiva a los
relojes públicos, o simplemente les pega encima
avisos de roto, o averiado o anda retrasado, o sobre los horarios de los trenes y autobuses: horario
pendiente de modificación o salida de bus una vez
completo, o el personal estará encantado de ofrecerle las indicaciones necesarias. Y otros más didácticos: medir el tiempo acorta la vida; deja para
mañana lo que pensabas hacer ayer; relájate, vas
bien de tiempo.
Esta mañana, al bajar, me sorprende un enorme
cartel en el ascensor: se ruega no bajar a la planta
68. pintura fresca. Se trata de nuestros esquizofrénicos —ahora mismo son ya nueve—, han llegado
hasta los ascensores de la rue Saint-Merri. A pesar
de ello, aprieto el botón de la 68 y me encuentro
con un cordoncito tendido a la puerta de salida, con
el mismo letrero que el de la cabina, o mejor dicho, de las cabinas, pues hay carteles parecidos
en los cinco ascensores. Son letreros escritos por
manos distintas, lo cual hace suponer que el autismo fue vencido y que se llegó a algún tipo de
acuerdo. De hecho, para tender los cordoncitos
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delante de la entrada de los ascensores hacían falta dos personas al menos.
La superficie pintada hasta entonces estaba todavía en buen estado, pero el suelo delante de los
ascensores estaba lleno de pisadas y desgastado.
Era de prever que en los lugares de más tránsito
la pintura se descascarillaría más rápidamente,
sobre todo porque nuestros «pintores» no preparaban las superficies, como mucho, quitaban el
polvo de un soplido. Subo al nivel superior, vuelvo a bajar las escaleras y me acerco a la iniciadora:
—Me pregunto si no hubiese sido mejor pasar
una mano de fondo, y quizá incluso un poco de argamasa en algunos sitios. La pintura duraría más
y ciertos colores resaltarían mejor.
—Habría que barnizar.
No sabía qué más decir, ni qué otra cosa se podía hacer; después de todo, solo soy un físico, no
sé cómo hablar con esta gente, si hay que decirles
las cosas abiertamente o dejar que las descubran
por sí solos. Quizá esta última sea la manera adecuada, aun a riesgo de que les pisoteen el trabajo
antes de que lo hayan entendido. También pensé
pedir al señor Roux o al señor Combaluzier,33 o a
uno y otro, siempre los confundo, que, la próxima vez que vengan para el mantenimiento de
los ascensores, supriman la parada en la 68, pero eso habría sido una interferencia, y por tanto
un acto autoritario (a pesar de las buenas intenciones). Porque, aunque se enfollonen y resulten
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desagradables, las cosas deben arreglarse por sí
mismas. Entonces se me ocurrió la idea de hablar
con el responsable de la sección de pinturas del bhv
—he olvidado decir que toda la pintura procedía
de estos grandes almacenes, y que los cubos de
pintura de cinco kilos se iban apilando cuidadosamente en un rincón. Los dependientes conocían
bien a nuestros locos (así los llamaban), quienes
elegían los productos únicamente por el color, sin
preocuparse lo más mínimo de las características
técnicas de lo que compraban. Nuestros pintores
no hacían ninguna mezcla y aplicaban los colores tal cual. Mantuvimos un encuentro con los
dependientes, y yo me esforcé por convencerles
de que, sin cambiar su comportamiento anterior,
propusiesen a sus clientes las argamasas y los fondos más adecuados para las pinturas elegidas. No
conseguimos grandes resultados y la única mejora, propuesta por los propios interesados, fue la
de barnizar. Pero aquí no termina ni mucho menos la historia de la 68.
Aquí viven los primeros ejemplos de niños que eligieron a sus padres. Yo mismo tengo media docena de ellos actualmente, y Maximale, mi compañera desde hace tiempo, tiene otros tantos. Los
míos están conmigo a menudo, absorbiendo buena parte de mi tiempo, sobre todo los tres que han
empezado a trabajar la madera y que todavía no
han encontrado un maestro que les enseñe más
cosas de las que yo puedo enseñarles. Ayer por la
noche, vino uno de ellos, y cenamos y dormimos
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uno al lado del otro. «Te echaba de menos, así que
he venido a verte». Tiene doce años y se quedó
conmigo casi dos, justo después de la apertura del
beaubourg. Luego, el año pasado, se fue a vivir a
una de sus «casas», una especie de amasijo de tiendas de campaña y alfombras en la 19. Entonces se
llamaba Christian, probablemente el nombre con
el que fue registrado al nacer. Y como a menudo
he pensado en él como Christian, ahora me resulta difícil llamarle Omar (la última guerra árabeisraelí ha puesto este nombre de moda). Quizá
sea un efecto de la edad, pero lo cierto es que no
consigo acostumbrarme a estos cambios de nombre. Todavía estoy acostumbrado a identificar mis
sentimientos hacia alguien con su nombre y me
cuesta hacerme a la idea de que el nombre de una
persona no le pertenece, sino que es un don de
sus amigos, que lo nombran para establecer una
relación particular, profunda, entre ellos.
No poseeremos nada, ni siquiera nuestro nombre. Viviremos para los demás, y será la hermandad la que nos dé un nombre, así que tendremos
varios nombres, porque tendremos muchos hermanos y relaciones muy diversas con cada uno de
ellos. Todo es de todos, todos son de todos. Yo te
pertenezco a ti, y tú a mí, lo que está en ti también
está en mí. Seguiré llamándote Christian.
La cultura que queremos crear no se puede reducir a la pintura, a la literatura, a las artes nobles.
La nueva cultura es tanto un modo de pintar como
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un modo de cagar. Hay que romper con los viejos
moldes de valores establecidos. Apelar a los «verdaderos valores» sirve siempre para enmascarar
la valorización del poder y, por lo que a mí se refiere, empiezo a pensar que existe una profunda
relación entre los «valores morales», los «valores
culturales», los «valores franceses» (o de otra nación) y los «valores bursátiles». Por lo general, los
que defienden unos son los mismos que defienden
los otros.
Curiosamente, hay más afinidad entre los veinteañeros y los viejos que entre estos últimos y las
personas de entre treinta y cincuenta años, que
están en esa fase de la vida que llamamos activa,
y que quizá por eso tienen más dificultades para
liberarse de los condicionantes del mundo integrado. Igual que los jóvenes, los ancianos están
más disponibles, más abiertos, son más sensibles
a la calidad de las relaciones. Por eso no sorprende en absoluto que los ancianos sean tan numerosos en todas las plantas y estén tan mezclados con
los jóvenes en todas las actividades. Además, son
extremadamente valiosos para todos los trabajos
de mantenimiento y organización, haciéndose evidente que la disciplina del orden y la limpieza que
les ha sido inculcada durante años, en el universo
del trabajo organizado, está ausente entre los jóvenes, que no suelen ver ni la suciedad ni el desorden. Algunos ancianos son verdaderos esclavos de
su disciplina, y nosotros les tomamos buenamente
sí
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el pelo por sus manías… aun alegrándonos y agradeciéndoles su ayuda. Pero en lo que realmente
son inigualables es en cómo se hacen cargo de
los adictos y de los enfermos mentales, a los que
ofrecen afecto y protección. Su relación con médicos y psiquiatras se produjo de forma fortuita
a raíz de la ayuda que prestan los ancianos como enfermeros o auxiliares en el centro médico y
en los grupos de psicoterapia. Fue allí donde los
ancianos revelaron su extraordinaria valía como
cuidadores.
En su constante búsqueda de la novedad, también la sociedad integrada intentó contratar a
jubilados para paliar la carencia crónica de enfermeros y personal médico en los hospitales y
demás instituciones de encierro. Pero, aparte del
hecho de que, con esta operación, lo único que
perseguía el ministerio para la Tercera Edad era
la popularidad, el proyecto fracasó clamorosamente: aquí, las free-clinics y los grupos de psicoterapia no están separados de la vida, no hay ni
ingresados ni «personal médico». Médicos, enfermos y enfermeros se encuentran en las actividades del centro, viven juntos, y para los ancianos
ocuparse de los enfermos es una manera de crear,
de hacer nacer o renacer las ganas de vivir; ayudar a alguien a salir de su autismo es una creación
comparable a la obra de un escultor. Pero, para
que dicha creación sea posible, tanto para el que
crea como para el que es re-creado, el universo en
el que se desarrolla tiene que ser del todo distinto
contenido en grasa
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del universo de la normalidad de los Maniáticos del
trabajo y el dinero.
El 15 de octubre de 1980, el National Zeitung de
Basilea informa que la comisión constituida ad
hoc por el Concejo Municipal para el estudio y
la reorganización del zoológico acaba de publicar sus conclusiones: «Después de consultar a
los organismos competentes (Sociedad para la
Protección de los Animales, Sindicado Unificado
de los Guardianes de Zoo del Cantón de Basilea,
Comisión Cantonal para el Urbanismo, Sociedad
de los Zoólogos, de los Ecologistas y Exploradores,
el Departamento de Turismo de Basilea), y después del envío de una misión de estudio de los
miembros de la comisión al centro sub-Beaubourg
de París, la comisión recomienda: 1) transformar
el zoológico, según los principios del beaubourgParís, en un parque gratuito, encomendado únicamente al control y al cuidado de los usuarios,
abierto las 24 horas, independiente de cualquier
autoridad local, política o de otra naturaleza; 2)
destruir las jaulas de los animales, vestigios, incluso en un país como el nuestro, de un colonialismo inaceptable, y liberar los animales peligrosos
para el hombre en su hábitat natural; 3) una vez
finalizado un periodo de transición de tres años,
durante el cual guardianes y jardineros podrán
transmitir al público sus conocimientos, disolver
el cuerpo de guardia e invitar a sus miembros a
elegir otro destino en la administración pública o
40%
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bien a aprovechar su antigüedad de servicio para
jubilarse».
Ahí arriba, psicólogos, psicoanalistas y sociólogos
viven de las enfermedades que el Sistema totalitario y represivo produce, y como su tarea es enseñar a los seres humanos a adaptarse a la existencia que les ha sido reservada, lo que hacen es reforzar constantemente dicho Sistema. Este es tan
poderoso que los que lo rechazan son considerados enfermos y se ven obligados a pasar a formar
parte de los engranajes del asistencialismo. Si a
todos les asiste el derecho a recibir asistencia, es
precisamente para eso, para que se dejen asistir:
todos, cuidadores como cuidados, acabarán más
pronto que tarde por creerse enfermos y actuar
como tales. No conozco ni a un solo Anquilosado
que no esté enfermo de una manera o de otra. Y,
joder, aquí no necesitas comprarte un coche potente para hacer ver a los demás que la tienes más
larga. Si tanto te importa, ¡sácatela!
Otro cuento de viejas —quizá os parezca que
desde luego hay un montón. ¿Qué le voy a hacer
yo si hay tantas mujeres sin nada que hacer, o al
menos sin nada por lo que vivir, tantas viudas que
prolongan algunos años la aburrida vida de sus
maridos? No me refiero a las mujeres que ejercen
una profesión, mujeres cultas, mujeres de mundo; ni tampoco a las feministas más jóvenes, que
quizá no saben muy bien para qué luchan, pero
aun así luchan. Me refiero a las que se ven en los
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supermercados, con sus bolsas y sus perritos, o a
las ancianas y las de mediana edad que riegan las
plantas, dan de comer a los canarios y se dedican
al macramé. Desde el comienzo llegaron un gran
número de ellas al centro, junto con los curiosos.
Pensamos que no lograríamos sacar nada de ellas.
Nos equivocábamos.
Para empezar, fueron ellas las que comenzaron a
poner un poco de orden, redescubriendo así comportamientos que desde tiempos inmemoriales
nuestras sociedades machistas les tenía reservados. Y fue una suerte, pues de lo contrario hubiésemos vivido entre suciedades de todo tipo. Muchas
veces acudían a mí por haberme identificado en
la famosa asamblea de apertura. Estaban llenas
de ideas, aunque no tenían el valor de llevarlas a
la práctica sin pedir autorización previa. Presas
de su «atávica» falta de autonomía, en cualquier
momento del día se acercaban para preguntarme
si podían hacer esto o aquello, aun sabiendo que
yo no tenía más autoridad que ellas. Creo que buscaban sobre todo mi aprobación, un empuje para
atreverse. Fundamentalmente, y lo he aprendido
por propia experiencia, lo que le falta a la gente es
atreverse. El rol que juegan la Razón, la Escuela,
la Familia y otras instituciones con mayúscula ha
consistido no tanto en hacer que la gente acepte
las desigualdades y la falta de libertad como en
reprimir su capacidad de atreverse.
Desde el comienzo, mientras unos traían sus
sillas, había señoras que se traían sus plantas.
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Aparte del tulipán, que siempre me ha parecido
la única flor de líneas perfectamente modernas,
siempre me han horrorizado las plantas, y confieso que nunca me gustaron los halls de bancos
y de grandes empresas con sus jardineras de filodendros y sus ficus, que parecen decir depositenaquí-su-dinero-vean-qué-bien-cuidamos-nuestrasflores-y-a-nuestros-empleados. Pero, como suele
pasar cuando razonamos por extrapolación de las
tendencias del mundo de los Controlados, estaba
muy equivocado: en lugar de colocar sus plantas
al lado de las puertas de los ascensores o de los
aseos (para disimularlos, cuando precisamente lo
que hay que hacer es ponerlos en evidencia), estas señoras las llevaron a la planta 51 (una planta doble de casi ocho metros de alto), y empezaron a construir un parque. No sé de qué modo
ni de dónde sacaron la tierra y todos esos metros
cúbicos de arena y grava, ni cómo organizaron
seminarios con Sekisiki, el paisajista japonés, y
con Burie-Marx, el arquitecto de los jardines de
Brasilia.
En la actualidad, para bajar a la 51, hay que asegurarse de salir del ascensor en la planta 50 y luego bajar a la planta de abajo por una de las pasarelas. De este modo, podréis admirar desde arriba
un jardín de una exuberancia extraordinaria (la
temperatura constante favorece el crecimiento de
plantas semitropicales), los céspedes y los caminitos de piedra dispuestos sabiamente, zonas de
meditación y senderos de ensueño. Intentad llegar
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hacia las seis de la mañana, cuando todavía casi
no hay gente y oiréis el despertar de los pájaros.
Se me olvidaba decir, efectivamente, que estas
buenas mujeres han liberado aquí sus canarios,
sus loritos, sus pájaros orientales y otros plumíferos, desde el momento en que entendieron que
las jaulas constituían un insulto permanente a su
propia liberación.
Muchos asalariados ignoran sus derechos en materia de uso del tiempo: duración máxima de las
bajas por enfermedad, límites del absentismo, posibilidad de obtener bajas por estrés, optimización
de los puentes, permisos de estudio, técnicas de
incitación al despido y cálculo de las indemnizaciones, ayudas para viajes culturales y asistencia
a congresos, gestión para la promulgación de nuevos festivos, prejubilaciones, decretos sobre descansos e interrupciones de servicio, absentismo
laboral no asimilable a huelga, descansos fuera
de los periodos vacacionales, indemnizaciones y
bajas por incompatibilidad psicológica, permisos
especiales por maternidades histéricas, incontinencia urinaria y necesidades sexuales, compensaciones por infidelidades conyugales debidas a
turnos de noche, certificados médicos para el uso
prolongado del aseo, etc., etc. Nuestros consultores legales, la Pedagoteca y el servicio de correo
de los lectores de L´Expansion están a disposición de
los empleados para ayudarles, individualmente o
en grupo, a programar sus ausencias y realizar
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una mejor utilización de su tiempo. Nuestros expertos legales no cejan en su empeño de que se organicen seminarios sobre dichas cuestiones en el
marco de los programas de formación continua.
¡Asalariados! Aprovechad este nuevo servicio (gratuito) ofrecido por nuestros beaubourgs.
Debéis saber que una planificación racional de
vuestro tiempo, es decir, la optimización de las
diferentes formas de absentismo, os puede garantizar una cantidad de tiempo libre equivalente, según los casos, a una cuarta o incluso a una tercera
parte de la duración media de vuestra vida laboral.
Los niños crecen en un ambiente natural, abierto,
no separado. Aquí no hay actividades organizadas
en exclusiva para los kids, ni vigilantes ni puericultoras. Todos somos sus padres, sus educadores,
sus compañeros. Claramente, los más pequeños
dependen más de una o dos personas en particular, pero pronto amplían el círculo de sus conocidos y socializan rápidamente; acompañan a unos
y otros en sus actividades o en sus recados en el
exterior o forman pandillas con los de su misma
edad. Antes o después se aventuran en nuestro
heterogéneo universo, juegan al escondite entre
muebles, herramientas y materiales de todo tipo
llegados aquí nadie sabe cómo, entran en contacto con las materiales que utilizamos, ladrillos, pintura, restos de madera o de poliestireno, etc., nos
interrumpen para que les expliquemos algo o para
«ayudarnos», construyen un número increíble de
one way
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cabañas, cuevas, escondites misteriosos en los que
muchas veces esconden nuestras herramientas o
cualquier otro objeto que haya despertado su interés... y que luego habrá que ir a buscar, intentando convencerles para que nos digan dónde los
escondieron, porque los necesitamos, y explicándoles la razón y que sería más interesante trabajar
juntos con el instrumento que falta… y, claro, no
siempre recuperamos todo, y se desatan pequeños
dramas…
Para los chicos, el beaubourg es el anti-Disneyland,
es el pueblo de antaño con sus calles y sus artesanos, con sus lugares donde ensuciarse (aquí,
la arcilla de los alfareros ha sustituido al fango),
con sus zonas peligrosas donde uno puede hacerse daño, o donde se corre el riesgo de montar algún cisco, con sus lugares que hay que vigilar de
cerca, donde se hacen soldaduras o se almacenan
contenedores de ácido. Vigilar, buscar lo que nos
han extraviado, explicar los porqués, contestar a
una infinidad de preguntas, dejar un trabajo a medias para consolar al que se ha torcido un pie y
está a punto de echarse a llorar: las excusas para
liarla parda nunca nos faltan. Pero es justo que
las cosas sean así, es el precio que hay que pagar
para respetar el principio, a menudo debatido y
reafirmado en asamblea, de que, como todo es de
todos, todos deben tener acceso a todo, y, a la vez,
la condición necesaria para acabar con la vieja
escuela, ese parking para improductivos, reflejo
de una división del trabajo castrante, y puesta en
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marcha únicamente con el fin de que los productores no tengan más preocupación (igual que en el
ejército) que la de producir más y más. Y aunque
imaginéis otra sociedad donde la producción sea
colectiva (lo cual nunca se ha realizado, ¡y que es
una cosa muy distinta de la socialización de los
medios de producción!), pero en la que se seguirá
dejando a los niños con la familia y luego en el
colegio, donde la sexualidad seguirá limitada a la
pareja, ¿acaso creéis haber cambiado algo, haber
creado la nueva sociedad? ¡αзкурαηκз вυιια πзγα
πβρз βοβυρ cφρα!
De la misma manera que la escuela del mundo
cruel sirve para prepararnos a la vida monótona
de los Apoltronados y que la aceptemos sin reticencias, para crear Pasotas que están hasta el
gorro pero que son demasiado flojos para rebelarse, nuestra escuela sirve para preparar a la vida
libre que queremos vivir. Precisamente por eso
a los Papanatas bienintencionados de ahí arriba
que tanta gracia nos hacen con sus aspiraciones
a «cambiar la escuela» sin cambiar la vida, su vida… ¡Ja.Ja.Ja!, nosotros les decimos: «Si queréis
otra escuela, empezad por cambiar vuestra forma
de vivir», en vez de «¡construir una escuela diferente», lo cual no tendría sentido. Aquí abajo, donde trabajamos pero hemos suprimido el Trabajo,
donde todos somos responsables pero hemos suprimido a Los Responsables, donde nos enseñamos los unos a los otros pero hemos suprimidos a
hace bueno
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los Enseñantes, aquí no dejamos nunca de aprender porque hemos suprimido la Escuela… pues
todos nuestros gestos son gestos de aprendizaje,
empezando por los que nosotros los adultos tratamos de redescubrir, los que vuestra Escuela adormeció y mató: la expresión a través de los gestos
y del cuerpo, la espontaneidad y la risa, el trabajo
como juego, la ayuda recíproca y la cooperación.
Nosotros nos esforzamos por recuperar las potencialidades y las energías reprimidas, escondidas,
sublimadas por la antigua educación. Y los niños,
siempre entre nosotros, se convierten en los profesores de nuestra liberación. Es verdad que no
siempre resulta fácil para un adulto hacerse explicar el funcionamiento de un instrumento musical
por un niño que, si no lo toca mejor que uno mismo, al menos sí consigue sacar de él cosas nuevas,
reinventarlo.
En cuanto a los famosos «conocimientos», los
que se construyen a base de la famosa tríada leerescribir-contar, y que los reaccionarios pretenden
que son imposibles de enseñar sin la Escuela,
la manipulación y la coerción, que se acerquen
a vivir un tiempo aquí. Verán como los niños
aprenden naturalmente (es decir, en relación con
el desarrollo de su personalidad) las letras y los
números directamente a través de los objetos que
manejan. Podrán constatar que ya a partir de los
seis años todos, o casi todos, saben leer y contar, que a los siete todos saben usar el sorobán,
un ábaco japonés. En cuanto a la escritura, tiene
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desesperados a nuestros pintores y dibujantes y a
todo aquel en busca de un simple metro cuadrado de pared libre donde colgar sus producciones:
si no tienen cuidado y tratan de convencer y explicar (¡siempre eso!), se arriesgan a encontrarse sus obras cubiertas de inscripciones de todo
tipo. Por no hablar de nuestros tres talleres de
imprenta, donde siempre falta «personal» para
poder hacer frente a la marea de chicos interesados en composición y cartelería. Necesitamos un
número cada vez mayor de adultos que se ocupen
de ellos, permitiendo así trabajar a los que tienen
que imprimir un texto. Y, para terminar, el martilleo, infernal por momentos, de las trescientas
o cuatrocientas máquinas de escribir diseminadas por las plantas (lo mismo podría decirse del
parloteo continuo de címbalos, triángulos y toctoc en las clases de iniciación a la música…), del
trasiego de los mensajeros que te traen sus textos:
copias de textos impresos, en el caso de los más
pequeños; y redacciones, felicitaciones, pequeños
discursos y poemas, en el de los más mayores. En
cuanto a la Ortografía (sabiduría suprema de la
que se vanaglorian los gramaticulos, en su desprecio del común de los mortales), no pudimos
dar con ningún obseso pronominal que enseñase
las memeces del mi-mamá-me-mima o del pasapipo-pasa.
No sacar provecho únicamente de las contradicciones del sistema para que nuestro beaubourg
da!
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sobreviva y alumbre hijos. Inventar también una
ética del escamoteo para la supervivencia material, fundamento de una vida libre y creativa vivida en los intersticios de un sistema implacable.
Ningún escrúpulo pues en practicar el parasitismo. Con ese fin, hemos preparado unas check-lists
que cada uno podrá completar según su propia
experiencia:
—inventariar sistemáticamente todo lo que la
distribución comercial ofrece de manera gratuita
para atraer a la clientela, desde las muestras a las
pruebas sin compromiso;
—localizar las fuentes habituales de desechos
interesantes, como los edificios de oficinas, que
continuamente tiran sobras de papel, mobiliario y
máquinas; informarse de los hoteles y restaurantes que cierran y se deshacen de su inventario;
—hacer listas de trabajillos en negro o a tiempo
parcial y, como ya se ha hecho aquí, organizar un
«servicio» de trabajo temporal;
—redactar la lista de los laboratorios que compran sangre, esperma, dientes, pelo y cadáveres;
—para los que se liberan tarde, no renunciar
a los chollos o intentar enchufar a un colega cuya reputación todavía sea aceptable a ojos de los
Integrados. Pertenecen a esta categoría todos
los trabajos que no requieren demasiado esfuerzo, que dejan tiempo libre y que ni te integran en
el aparato ni te encadenan a responsabilidades:
profesores, jornaleros, investigadores, porteros, encargados de mantenimiento, adjuntos
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de dirección, encuestadores, lectores del gas, policías de oficina, etc.;
—listar las becas y las ayudas de formación o de
vacaciones, subvenciones para asociaciones culturales fantasma, mecenas generosos y fundaciones sin ánimo de lucro;
—liberarse de la prohibición de la educación
burguesa en lo que respecta a aceptar dinero que
no haya sido ganado con el sudor de la frente, y
no renunciar nunca a pedir dinero a los padres,
siendo bien conscientes de que todo lo que hemos
hecho por ellos merece su reconocimiento: ¿acaso
no les hemos dado una razón para vivir al menos hasta la adolescencia? ¿Acaso no tuvimos una
paciencia inmensa al escuchar sus consejos y sus
historietas y perdido nuestro tiempo viendo como
jugaban a hacerse los importantes al volante de
sus cochazos?
El equipo de Paco ha aumentado, ya son más de
cincuenta los involucrados en la campaña contra
la medición del tiempo. Por todo París florecen
sus carteles y adhesivos pegados en los puntos de
mayor tránsito, en los pasamanos de las escaleras
mecánicas, en los tiradores de las puertas, en los
frontales de las escaleras, por todos lados. Esta
campaña exige una organización: aunque sus adhesivos están escritos a mano, o sellados en papel
adhesivo, hay que pensarlos, producirlos en serie e
ir a pegarlos según un plan detallado por barrios.
Mientras no pierdan el buen humor…
reloj parlante:
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«Nunca he ocultado mi aversión por los festivales
y los encuentros con pretensiones (tipo Avignon)
o pretextos (tipo fiesta de L´Humanité) culturales.
No es de extrañar por tanto que mantenga ciertas reservas hacia lo que quiere presentársenos
como una redefinición de la cultura. Está claro
que estoy pensando en el Beaubourg, el de abajo,
el inferior, el enquistado (que es el nombre que
más le conviene). Reunir en los mismos locales
todas las formas conocidas de artesanía, incluidas la orfebrería callejera y la marroquinería ambulante, no sabría bastar a la fusión de géneros y
nuevos estilos (porque para arreglar sillas de paja
ya tenemos a los artesanos del faubourg SaintAntoine). Complacerse en los excesos verbales y
estéticos —por no hablar de otros aspectos más
íntimos— no basta para hacer saltar la chispa del
genio, de la que sabrán tomar partido los escultores y compositores que se prestan a estos extraños carnavales.
»He pasado una tarde entera en este zoco, buscando en vano un objeto interesante o simplemente curioso. Y, sin embargo, qué de acuarelas,
danzas, serigrafías, jarrones, sonidos extraños...
como ustedes saben, todo mezclado. Y, no obstante, muchos de esos creadores no son en absoluto
desconocidos en galerías y teatros parisinos. Por
tanto, el que me haya resultado imposible descubrirlos y apreciarlos se debe sin duda a la promiscuidad y al batiburrillo reinantes. ¿Es acaso
culpa mía? Desgraciadamente, me siento incapaz
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de admirar nada en medio de este caos, y jamás
se me pasaría por la cabeza acudir a un museo en
domingo. El caso es que, en el Beaubourg, todos
los días es domingo, por tanto, jamás podré ver
nada. Ese sentimiento de completa extrañeza lo
comparto con muchos. Efectivamente, nunca el
Beaubourg ha recibido la visita de los que, sea como que sea, cuentan para algo en el plano artístico nacional y, por no citar a los vivos, me limitaré
a recordar la opinión de Marcel Achard,34 quien
me confesó su horror a tales circos, por muy mágicos que estos sean. Pues, a fin de cuentas, nunca
una sociedad ha delegado en el pueblo su misión
de inventar, de crear. Sean cuales sean nuestras
ideas y esperanzas de cambio, es preciso reconocer que los centros de creación artística siempre
se han situado en la cúspide de la pirámide social,
que reclutan a los hijos de las clases más favorecidas. Solo los regímenes burgueses tuvieron la
pretensión de modificar este estado de cosas; con
la excusa de la democracia, sin embargo, de lo
único que han sido capaces es de popularizar el
reclutamiento de los creadores, transformando la
cultura en un modo de promoción social, mediante el cual la pequeña burguesía podía copiar el estilo y las formas de las clases más altas. La cultura
se ha convertido así en un instrumento de conformismo al servicio de la perpetuación del orden
social dominante. Y esto es precisamente lo que
esos insensatos beaubourgs pretenden cambiar.
Y por estas mismas razones es por lo que este
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pandemónium ya ha durado demasiado tiempo»
(Michel Adroite,35 en Aspects de la France, enero
de 1981).
Veo a Jean-Luc en medio de los tarros de colores
para el taller de serigrafía. Enseguida me temo
que se esté preparando un viaje alucinógeno con
alguna mezcla de estas pinturas…
«No temas, Gustave-Joyeux (es mi nuevo nombre). Ya estoy fuera de eso».
Me ha reconocido y comprendido de inmediato mi temor a que tuviera una recaída. Ya han
pasado varios meses desde que vino aquí abajo.
Al principio, ciertamente no era un espectáculo
bonito de ver: una larva replegada sobre sí, una
ruina humana. Una mujer mayor empezó a ocuparse de él, a darle de comer, a hablarle, como
hacía con los gatos y los perros que siempre están
a su alrededor. Con mucha discreción y tacto, la
mujer seguía las recomendaciones de los doctores
de la planta 34. Un día los vi devanar juntos una
madeja de lana, señal de que estaba logrando sacarlo de su propio universo, al menos de vez en
cuando. Después he sabido que estaba probando
con la pintura sobre seda. Hoy, su curación va por
el buen camino.
Aquí han venido a parar docenas de tipos como
Jean-Luc, que se chutaban para huir de la vacuidad de su existencia y que, poco a poco, han
conseguido desintoxicarse gracias al calor de su
nuevo entorno (y no solo del entorno humano,
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también del animal, que nosotros pensamos que
juega un rol muy importante en estas curaciones).
El error, el autoengaño de los que luchan contra
el Sistema es el de querer enfrentarse a él (por
supuesto, no me estoy refiriendo a esos cándidos
visionarios que esperan poder reformarlo), ya que
de ese modo se quedan pegados a él, aplastados.
La única manera de rechazar el Sistema es negarlo, ignorarlo. No contra él, sino junto a él, creando un universo paralelo, el continuum espaciotemporal paralelo de la ciencia ficción.
Para darse cuenta de hasta qué punto un tipo se
identifica a sí mismo con la autoridad, cómo, sin
saberlo, se comporta como un agente de la dominación, basta con observar cómo trata a un niño
o a alguien más débil que él. Del mismo modo (y
es fácilmente comprobable en un sitio como este,
donde todo el mundo se tutea), basta con observar las dificultades que tienen algunos con el tuteo
(por ejemplo, para tratar de «tú» a los mayores o a
quienes consideran más inteligentes), para entender hasta qué punto han interiorizado el respeto
por las jerarquías y lo que les cuesta entablar relaciones en un plano más igualitario. Incluso en un
ambiente como este, tan ajeno a los formalismos,
donde cada uno se dirige a los demás sin ceremonias, aun sin conocerse, donde lanzar un «tíos,
dejad de dar por saco» no es más que un modo
algo fantasioso de dar a entender que no se está
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disponible en ese momento, también hay quien no
es capaz de establecer relaciones directas, romper
las barreras de la buena educación, aun sabiendo
que esta siempre ha sido el modo exquisito que
tenían los ricos para mantener a distancia a los
pobres. Los hay también que se atormentan de
manera visible, y no encuentran el valor de hablar
de sus miserias, víctimas también de una educación jerárquica según la cual confiarse significa
exponerse.
Todos estos condicionamientos están fuertemente arraigados; en algunos casos, ni siquiera unos
cuantos años de beaubourg han podido acabar
con ellos definitivamente. La liberación no es cosa fácil, por lo que es comprensible la angustia de
los que de repente se encuentran con que ya no
tienen jefes, el empeño que tienen algunos en hacerse valer frente a los que ellos consideran como
tales, la dependencia afectiva que viene a remplazar a las figuras de autoridad. Empezamos a creer
incluso que este tipo de liberación puede ser más
lenta que la sexual, y nos damos cuenta de lo necesaria que es para el orden social la educación
autoritaria, respetuosa, castrante. Pero esto no se
lo debemos únicamente al capitalismo, sino más
bien a aquello que continúa existiendo incluso en
los regímenes que ya lo derrotaron, es decir: al
respeto a la Autoridad que hemos interiorizado y a
todas las alienaciones que de ahí se derivan.
Por eso, aquí no queremos saber nada de jefes
de ningún tipo, ni de portavoces, ni de elegidos,
hoy
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ni de responsables. Tampoco de tesoreros o de secretarios. Ni de ningún agente de la Organización
ni de la Dominación, incluso si viene de buena fe.
No nos veremos nunca en la necesidad de soñar
con el fin del Estado, porque le habremos impedido incluso nacer. De acuerdo, muchas veces esto
es un gallinero, un cacao, un desmadre, se pierde
el tiempo, se divaga, se malgastan las energías,
hay cabreos: es el precio que hay que pagar por
la libertad, por la autonomía, por evitar que las
personalidades fuertes se impongan sobre los demás y se conviertan en figuras de autoridad detrás
de las que guarecernos y buscar protección. Los
jefes, los padres, los Baden-Powell (el abuelo, no
el guitarrista)36 no tienen cabida aquí.
1981. La campaña para las elecciones presidenciales está en su punto álgido. Una vez más, los
súbditos se apasionan en la elección de sus nuevos patrones. El señor Mitterrand, candidato de
la izquierda unida, declara que, de entre todas las
prioridades prioritarias, dará la prioridad a los
transportes públicos.
Nuestros pintores van tomando la costumbre de
trabajar sobre soportes fijos, las paredes por ejemplo, o efímeros. Una vez terminada, se fotografía
la obra y se emborrona o destruye el original, una
vez se haya dado la oportunidad a los interesados
de fotografiarlo o reproducirlo. Los colectivos han
zanjado rápidamente la cuestión de los derechos
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de autor procedentes de las fotos o de las reproducciones de otros, siendo inevitable que estas
acaben en el mercado. Qué nos importa a nosotros si los Buitres se forran, ¿acaso saben hacer
otra cosa? Lo que a nosotros nos interesa es la
creación y la pasión que nace de las obras, mucho
más importante que la suerte que tendrán después
de haber sido creadas. Es cierto que entre nosotros también hay pintores que siguen trabajando a
tiempo parcial en sus talleres del mundo exterior,
pero tampoco es cuestión de exigirles que lo dejen
todo de golpe. Cada uno descubre, y se descubre,
a su propio ritmo.
Acabo de librarme de una buena: me acaba de
dejar un grupo de unos quince chavales, después
de hacerme trabajar un buen rato en mis conocimientos sobre electricidad. Tienen entre 13 y 14
años y forman la llamada «cofradía [sic] del transistor 17», lo cual puede aludir a un tipo particular
de transistor o bien a la planta donde se encuentra su artilugio electrónico. Necesitaban conocimientos teóricos de electricidad y, de manera más
general, de una introducción seria a la física, y
creyeron que yo era la persona adecuada. Yo les
he dicho que, como ya sabéis, soy especialista en
física de materiales, y los he remitido a Sévoze,
un ingeniero electrónico que llegó al centro hace
poco y que aún no anda muy atareado. Me he librado de una buena porque ando bastante pillado
y dar clase a un grupo de chavales, sea cual sea
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el tema, exige muchísimo tiempo. Como se trata
de grupos autónomos, centrados en una investigación muy concreta, son muy exigentes en lo que
atañe a lo que les enseñas, y acaparan muchísimo
tiempo. Estos grupos se forman por lo general en
torno a un proyecto o a una técnica, y tienen la
ambición de agotar por completo el tema que les
interesa. Los niños pasan así de un grupo a otro,
acorde con la evolución de sus intereses. Algunos
se especializan cada vez más, mientras que otros se
desentienden y acaban por irse, porque todavía
no han encontrado su camino o porque sienten la
necesidad de dedicarse a una gama más amplia
de actividades para sentirse realizados. Estos son
nuestros cursos de instrucción, que muchas veces
incluyen también a adultos deseosos de aprender
una nueva técnica.
En la superficie, después de una fase de autogestión (o más bien de cogestión de profesores,
alumnos y administración), actualmente los alumnos de secundaria luchan por transformar sus institutos en beaubourgs, con cursos inspirados en el
modelo que acabo de describir.
Desde hace seis meses, se ruega a los pasajeros de
los ascensores esquina con Saint-Merri que no se
bajen en la planta 68. Y eso que los ascensores se
suelen parar allí a menudo porque nuestros esquizofrénicos se han hecho famosos y todo el mundo
sabe que en aquella planta pasan cosas raras. Las
puertas se abren, los pasajeros miran y luego las
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puertas se vuelven a cerrar sin que nadie salga.
En seis meses, nadie ha desobedecido, a pesar de
que el cordón tendido delante de las puertas no
impresiona a nadie. Podéis interpretarlo como
queráis, o reprocharme haber hablado demasiado
de la planta 68; seguiré pensado que este respeto a
la obra (no os pido que la consideréis obra de arte)
y, por ende, al trabajo de estos quince «locos», es
algo formidable. Más allá del respeto al trabajo,
existe el respeto a las personas. Y no solo por ser
un trabajo «que merece un respeto», como suele decirse. Hay algo más: el silencio, el exceso, la
alucinación, que se apoderan de uno y lo obligan a
permanecer en silencio. Quizá sea también el ambiente que reina en toda la casa, donde el número
de «mirones» disminuye cada día y nos encontramos cada vez más entre nosotros, creadores de arte y vida y, poco a poco, del arte de la vida.
Creo haberlo dicho ya: salvando alguna excepción
(las patentes, por ejemplo), nada de lo que sale
del centro está protegido por derechos de autor y,
cada vez con más frecuencia, solo lleva la firma
«beaubourg-París». Si un colectivo musical graba
un disco en el exterior, puede ingresar los derechos al centro, pero también puede quedárselos,
del mismo modo que un alfarero que expone en
la superficie puede vender sus obras. Nosotros
no queremos saber si, después, meten el dinero
en la urna de la entrada, y sobre todo no queremos crear una burocracia para ejercer este tipo
de controles: no tanto por no malgastar energía,
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sino porque nos parece inconcebible que alguien
se dedique a controlar a los demás. ¡Ni que fuéramos el Lourdes del comercio cultural! Pero no
somos tan ingenuos como para creer que todo el
mundo ya se ha transformado, sabemos que aún
hay muchos que se limitan a utilizar los recursos
colectivos, los locales, los equipos más sofisticados, la ayuda de unos y otros, con el único fin de
montarse su propio rollo, hacer carrera o simplemente ganar algo de pasta con lo que les venden
a los Programados. ¿Y qué? Diréis que nos están
robando, y yo os contesto preguntando a mi vez
que qué quiere decir eso de «robar» cuando uno
ya ha salido de la lógica de la propiedad.
Hemos discutido estas cuestiones decenas de
veces en las asambleas y dentro de los grupos, y
poco a poco la gente que quería «hacer carrera»,
esos jóvenes lobos arribistas, se han autoexcluido, encontrándose a disgusto en un universo que
no entienden —o que aún no entendían, pues hay
veces en que los ves volver, cuando finalmente se
han dado cuenta de cómo funciona el mundo de los
Ocupados y Neurotizados. No me cansaré de repetirlo: hace falta tiempo. Cada uno despierta según
un ritmo propio. Dicho esto, creo que más de las
tres cuartas partes de los adultos que viven aquí
mantienen actividades en el exterior, generalmente trabajos de media jornada con los que poder
comprar materiales o simplemente hacer algún
regalo. Los trabajos de este tipo también tienen
la finalidad de acabar de una vez por todas con
visitad béziers
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la vieja distinción entre profesionales y amateurs.
De hecho, ¿cómo era antes del beaubourg? Por un
lado, estaban los pintores, los músicos, etc., que
recibían una formación y posteriormente se consagraban a su arte gracias al talón mensual de papá o a que su mujercita trabajaba de dactilógrafa;
por otro lado, estaba una mayoría que tenía que
remangarse y ponerse a trabajar, lo que los condenaba a seguir siendo profesionales a medias, es
decir, aficionados a medias. Podéis elegir: o decir
que todos somos aficionados, lo cual es verdad,
porque nos gusta lo que hacemos; o decir que somos todos profesionales, aunque yo me pregunto
qué valor puede tener esta categorización vuestra
en un mundo que niega la división del trabajo,
cuyos supuestos «profesionales» ya no firman sus
obras, se mofan de su comercialización y hasta las
destruyen una vez admiradas y reproducidas para
el placer de todos.
Evidentemente, escogemos trabajos que no nos
hagan sucumbir a la tentación de la Jerarquía
y a los encantos de la Autoridad. Tales empleos
están forzosamente mal pagados, pero tampoco
necesitamos mucho dinero. Muchos barrenderos,
mensajeros, repartidores, vendedores a domicilio,
etc., todos pagados por horas o, en el mejor de los
casos, a media jornada. Luego están también las
sustituciones: yo mismo acabo de pasar un mes
en una funeraria. Como necesitaban a alguien a
tiempo completo, cogimos el trabajo entre tres
personas y nos hemos turnado para cubrir las
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horas requeridas. En cuanto al sueldo, lo ingresamos directamente en la cuenta del centro. Como
Philippe, que formaba parte del equipo, necesitaba dinero para comprar unas pinturas, le he pasado casi toda mi «parte» de una importante propina que recibimos por un funeral de primera clase
—coronas, coches y misas por el difunto— en el
barrio de Alma.
Las empresas aceptan cada vez mejor que los
puestos menos importantes los cubran dos o tres
personas que se turnan entre sí. Sin duda recordaréis que la idea se lanzó por primera vez en una
película, Año 01 (con Jean Gabin, si mal no recuerdo). Desde entonces, se ha ido haciendo camino y hoy la mayoría de los trabajos no cualificados ya se hace mediante este sistema, incluso en
la Simca y la Michelin.
Ciò non vuol dire que no se nos aprecie: y si no
preguntádselo a Manpower, cuyos encargados vienen aquí cada dos por tres para ofrecernos trabajitos. Puesto que nuestra vida está orientada de
otra forma, que nuestro verdadero trabajo es lo
que hacemos aquí, el trabajo en la superficie se ha
vuelto una especie de entretenimiento, e incluso
un agradable pasatiempo: barrer el metro permite
ver a otra gente, observar el mundo, charlar con
la gente que pasa. Siempre nos llevamos unas flores, o unos poemas, o pequeños objetos de metal
o cerámica para ofrecerlos a los que nos parezca
que están especialmente tristes (todos están un
ajinimoto
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poco tristes) y que quizá nunca vayan a tener la
fuerza y el valor para liberarse.*
En cuanto a las chicas, hay muchas que hacen
masajes body-body en las saunas del barrio de la
Ópera. Y como se las arreglan para trabajar solo
en las horas punta, entre las doce y las dos, cuando
los Obstinados se preocupan un poco por su salud,
tienen un montón de tiempo libre y no se cansan.**
Pasados los cuarenta, muchas de las parejas que
vienen aquí adoptan niños, creyendo apartarles
así de la rueda mecanicista de la asistencia pública. Pero si rara vez se depositan bebés delante
de los centros médicos, es justo señalar también
la llegada, sobre todo en septiembre, de numerosos niños rescatados de los campos de batalla
africanos, enfermos, huérfanos, o simplemente entregados a los turistas por unos padres demasiado
* Con el fin de secundar la descentralización de la capital
prevista en los planes nacionales y de combatir el sentido
de privación de los que viven en provincias, las personas
residentes fuera de París podrán escribir al rewriter, que les
enviará también un pequeño regalo.
** Desafortunadamente, la mayor cadena de centros de masaje
Tai, la Short Time and Fine Relax Inc., emanación de la gran
banca protestante, rechaza por supuestas razones morales
girar los honorarios de nuestras compañeras directamente en
la cuenta del beaubourg. Me atrevo a esperar que la lectura
de esta crónica convencerá a los piadosos directivos de la
empresa de que nosotros no representamos una amenaza
para su orden mundial.
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pobres para poder mantenerlos. Ellos serán los
primeros beaubourgs verdaderos, los primeros
que no habrán conocido, o cuando eran muy pequeños, la sociedad no liberada.
Ya no sabemos dónde meter los libros. Aparte de
las decenas de miles de novelas, y otras tantas
obras de historia, política y ciencias humanas, y
de unos cuantos miles de manuales técnicos y de
referencia sobre todos los temas imaginables, también disponemos de colecciones enteras que rara
vez se consultan y que ocupan un espacio enorme. Ojo, no hablo de cómics, tebeos o fanzines,
que tienen un público muy amplio, sino de todas
esas obras «prestigiosas», encuadernadas en piel
apestosa con lomos dorados y prefacios de André
Maurois and his gang. Algunos ejemplos: 57 ediciones distintas de las obras completas de Balzac,
28 colecciones de «Los Iniciados», 82 Zola, 108
Enciclopedias Alpha, 16 diccionarios Quillet de
1936, etc., etc. Por no hablar de 29 series de esos
incalificables premios nobel en 36 tomos, engañabobos para familias pequeñoburguesas en busca
de promoción social. En fin, un montón de papel
que nos han endilgado para hacer hueco en las
estanterías de las bibliotecas familiares.
Gracias a los maniáticos de la clasificación y de
la documentación, esta avalancha de papel ha podido ser contenida y ahora hay tres plantas enteras
ocupadas por nuestra biblioteca. Ni que decir tiene que nos servimos libremente de las estanterías,
guayaquil=
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sin necesidad de rellenar una ficha de préstamo, y
se supone que cada cual luego los vuelve a colocar
donde los ha encontrado. Después de dos años de
rodaje y de caos, el sistema funciona bien; tras la
consulta, los libros vuelven a su sitio, los hurtos
son raros, las colecciones se enriquecen continuamente y siempre hay muchos voluntarios dispuestos a ocuparse de los libros. Si necesitáis consultar
varias obras y tomar muchos apuntes, os aconsejo
que vengáis entre las tres o las cuatro de la mañana, pues a lo largo del día la afluencia es verdaderamente excesiva. También intentamos, aunque
sin mucho éxito, animar a los lectores a que se dirijan a la biblioteca pública del Centro Beaubourg
(superior): la gente está cada vez menos dispuesta
a hacer cola para conseguir un préstamo y no comulga con la obligación de respetar ciertos horarios. El éxito de nuestra biblioteca, con sus costes
de gestión prácticamente nulos, ha acabado por
interesar a la misma unesco, cuya comisión de especialistas ha estado estudiando el tema durante
un año entero y cuyos resultados se estudiarán en
dos futuros encuentros, en Bali y Acapulco —las
conclusiones están enfocadas evidentemente a los
países en vía de desarrollo, según la expresión de
moda hoy en día para designarlos. Lo cierto es
que tengo mis dudas en cuanto a que los especialistas comprendan que las fichas de préstamo y
los controles deben ser suprimidos no tanto para simplificar el funcionamiento como porque su
función implícita no es ya controlar los libros,
-5 (gtm)
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sino a los lectores o, mejor dicho, que los propios
usuarios refuercen su autocontrol.
Generalmente, quien no sabe bailar, quien es demasiado rígido de espíritu para vencer la rigidez
de su cuerpo, considera la danza como una actividad inferior, un arte secundario, al igual que
las artes decorativas, la alfarería, o la cocina. Es
lo que ocurre con toda nuestra cultura, rígida y
acompasada, que siempre ha privilegiado las actividades puramente intelectuales. Pero el que ya
no haya camisas negras no significa que el poder
haya dejado de ser represivo: el estreñimiento, la
represión están en nosotros. La espontaneidad, el
gesto libre: he ahí los enemigos. Por el contrario,
la intelectualidad, la racionalidad, la teorización,
el verbo mantienen a los hombres en su sitio, les
ayudan a contener sus impulsos y a aniquilar todos los demás sentidos y todas las demás formas
de expresión. Durante siglos, todas las formas de
educación han tratado de acabar con nuestra capacidad para comprender de una manera intuitiva, racionalizando lo que por esa misma razón
escapa a nuestro entendimiento: por ejemplo, el
comportamiento de los niños, que nosotros nos
esforzamos por adaptar a los moldes adultos, o
también el comportamiento de pueblos enteros a
los que hemos obligado a mutilarse para supuestamente modernizarlos. Dobro, venid a bailar con
nosotros.
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A juzgar por todos los artículos que nos dedican,
debemos estar muy de moda. De hecho, no pocos
investigadores merodean por las plantas intentando «arrancar» una entrevista a unos y otros. El término «arrancar» no es exagerado: todos esos cuestionarios nos horrorizan y sabemos perfectamente que, sea cual sea el argumento de la encuesta o
la opinión personal del entrevistador —puede que
algunos sean progresistas—, los conocimientos así
adquiridos siempre se utilizan para reforzar los
aparatos de manipulación de los individuos. Por
eso los entrevistadores no gozan de mucha popularidad aquí abajo, más aún cuando las empresas
encuestadoras se ven obligadas a enviarnos a los
más gilipollas, es decir, a los mejor blindados contra las influencias dañinas que podríamos ejercer
sobre ellos: porque los mejores, los más abiertos,
los que se esfuerzan por comprender a sus interlocutores en lugar de limitarse a poner crucecitas
en las casillas de los cuestionarios, esos ¡no han
vuelto a subir! Lo mismo ha ocurrido con las escuelas para animadores y trabajadores sociales que
enviaban a sus alumnos para estudiarnos y que
acabaron prohibiéndoselo debido al elevado número de defecciones. Puede que con el tiempo ya
no queden instituciones dispuestas a arriesgarse a
perder a sus mejores sujetos enviándolos aquí para
estudiar a los beaubourgs.*
* Aprovecho el interés nacional que sin duda suscitará este
testimonio para pedir una vez más a jefes de estudios y
profesores de provincias y del extranjero que eviten traer de
ahora
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La falta de estructuras ha eliminado a todos los
charlatanes, ni siquiera las asambleas los atraen
ya. De todas formas, los literatos, los funcionarios
y las almas caritativas nunca han estado demasiado presentes: el que no haya estructuras significa
de hecho que tampoco hay grandes escalinatas para las vedettes que gustan de las entradas espectaculares ni para los Misttinguett37 de los discursos.
Del mismo modo, siempre desconfiamos de las nobles almas que se las dan de amigos del Hombre y
para quienes nada humano les es ajeno; también
nosotros, que quede claro, tenemos nuestro lote de
gurús, y Buda, Jesús, Reich, Illich, Moon y Mao
tienen cada uno su estand, sus adeptos iniciados y
sus turbas de discípulos. La imposibilidad de hacer
un inventario de todos estos cultos, sectas, sufistas y sofistas es en todo caso algo excelente, pues
indica que ninguno de ellos se ha vuelto preponderante e intolerante. Además, tengo la impresión
de que buen número de beaubourgs en busca de
certidumbres pertenecen simultáneamente a distintas «iglesias» y se dedican a curiosas acrobacias
sincréticas, oscilando entre lo apostólico y lo apocalíptico, sobrevolando lo cósmico y cabalgando
alegremente a lomos de lo caótico…
visita a sus alumnos al centro. Los organizadores de dichos
viajes serán los primeros que saldrán ganando, evitando las
pérdidas de tiempo y los problemas personales, consecuencia
de las búsquedas por parte de la Administración de niños y
jóvenes que no quieren regresar a sus casas y se esconden
aquí. Hay otras cosas que ver en París, ¡joder!
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Nuestra desconfianza hacia los intelectuales fascinados por el poder y por la esperanza de asumir
un rol social que la sociedad tecnócrata les niega
no nos ha impedido aceptar la ayuda y los consejos de cierto número de ellos, sobre todo de universitarios no conformistas como los profesores
Aron, Choron y Matagron.38 Desde aquí les agradecemos públicamente su colaboración.
No se puede decir que, con el paso del tiempo, no
ejerzamos una cierta influencia sobre el mundo
exterior. Sin duda recordaréis la huelga en Cheap
Food, el gran proveedor de comida precocinada
para comedores de empresa. Aunque los que dieron comienzo al movimiento no eran realmente
de los nuestros, seguro que contribuyeron a la toma de conciencia general. Efectivamente, nunca
se había visto antes, creo, que unos trabajadores
parasen el trabajo para protestar contra la mala
calidad de las materias primas usadas en la fabricación de sus productos, en este caso en concreto,
los alimentos que su empresa vende a los comedores obreros de París y alrededores. Y también
recordaréis la rebelión de los maestros de Essone
contra lo que ellos definían como la imbecilidad
de los programas, y su decisión de enseñar, a partir de entonces, únicamente cosas útiles: también
en ese episodio se dejaba intuir la influencia del
centro, y lo mismo se puede decir de la famosa
huelga contra la obsolescencia programada en la
fábrica de baterías eléctricas marca Wonderful.
cucú
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Este tipo de protestas difieren mucho de las del
pasado, pues inciden en el significado mismo del
trabajo y su rol social. Teniendo en cuenta que
hace apenas quince años el señor Lip39 los presentaba a sus visitantes como «mis esclavos», sin
que nadie rechistara, hay que reconocer que algún progreso se ha hecho en materia de dignidad
laboral. (Extraído de mi diario, nota optimista del
15 de mayo de 1981).
«La cultura de los conservadores y la de sus cuarenta custodios de la Academia francesa, la cultura como impulso vital hacia lo universal y los
pequeños puntos Omega, la cultura de las patrias
que lamentan la fuga del patrimonio nacional hacia la rica yanquilandia, la cultura oficial y sus
contenidos diluidos por la promoción colectiva,
la cultura de masas y su escrupulosa contabilidad del número de obreros que acuden a ver las
geometrías muertas de Vasarély, la cultura consumista y su mercado de reproducciones y libros
de arte…. ¡no, no y no! A pesar de ello, aunque
los beaubourgs rechacen toda esta basura, deben
empezar a construir sobre las ruinas de la cultura
burguesa, una vez se encuentren preparados para
hacerlo, es decir, después de haber eliminado los
residuos, los criterios y las costumbres de dicha
cultura dentro de sí mismos. La creación presupone la destrucción, el nacimiento de nuevas formas, el desorden y la desaparición avanzada de
las antiguas, la erradicación total de los vínculos
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entre la cultura antigua y la vida, es decir, la transformación radical de la vida. Todo esto no pretende explicar los excesos de los beaubourgs, pues
el beaubourg es, en sí mismo, un exceso» (d.d.t.,
«Actuel», nueva serie, número especial Los beaubourgs, junio de 1981).
Algo que ningún gilipuertas conseguirá entender
nunca: aquí hay gente que puede pasarse tres semanas enteras sin hacer nada en absoluto y sin
tener el más mínimo sentimiento de culpa. Es una
etapa necesaria: el fin no es quedarse todo el tiempo en la cama, sino llegar a trabajar libremente,
sin obligaciones, sin sentirse constantemente empujado a hacer algo, a estar activo con el único
fin de no quedarse quieto. Para alcanzar este
equilibrio, primero hay que aprender a vivir sin
trabajar. ¿Cuándo los condicionados por el trabajo podrán admitirlo con serenidad? El odio es su
coraza.
Ya queda poco para las vacaciones de verano y,
como todos los años, nos vemos invadidos por los
animales que los Deshidratados abandonan antes
de dejarse arrastrar frenéticamente por los kilómetros interminables que los separan de las zonas
de sol. Les resulta más fácil coger el metro y dejarlos aquí que ir adrede al bosque de Fontainebleau
para hacerlo.
Está claro que no es cuestión de poner controles
en la puerta para prohibir la entrada a cualquier
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Fétido con su perro de la correa, o con su gato
o sus lagartos en una caja bajo el brazo. Ni hablar tampoco de volver a llevar dichos animales
a la superficie o entregarlos a una Protectora
de Animales falsa y que sirvan para abastecer a
los laboratorios de vivisección, en nombre de la
Ciencia. Igual que los humanos, también los animales están bien aquí, pronto pierden su agresividad y conviven sin problemas.
Aunque rápidamente se los adopta y encuentran
a alguien que se ocupe de ellos, no quita para
que haya que multiplicar los cagaderos y tomar
una serie de medidas para eliminar regularmente
los excrementos. Afortunadamente, aquí no faltan
amigos de los animales que se ocupan del tema,
con ayuda de los higienistas y la clínica veterinaria de la planta 26.
Si cuento el caso aquí, es sobre todo para demostrar que, si hace falta, nuestra comunidad,
aparentemente tan desorganizada, sabe dar prueba de gran disciplina. Nuestros higienistas nos
han prevenido de los riesgos de una cohabitación
no disciplinada, riesgos aún más elevados por el
hecho de que todos hemos vivido en el mundo demente y que por tanto nos hemos debilitado a causa de la mala alimentación, de las vacunas y del
excesivo consumo de productos farmacéuticos.
Esta evidencia ha promovido la escrupulosa observancia de las medidas sugeridas, de modo que
nunca hemos tenido ningún problema.
es posible
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El Sistema es demasiado fuerte como para que siquiera podamos soñar con cambiarlo. Hay que ser
realistas y darse cuenta de que apenas se nos tolera, que siempre estamos a merced del azar y de
que bastaría un comisario de policía demasiado
celoso para ser invadidos, saqueados, dispersados
y encontrarnos luego las entradas tapiadas con ladrillos para impedir que nos reagrupemos de nuevo. Nuestra única fuerza reside en aprovecharnos
de las contradicciones del sistema y consolidar el
capital de simpatía que hemos sabido cosechar
entre el público general. De hecho, las campañas
a favor de una concepción de la existencia distinta empiezan a dar sus frutos: las personas hablan
más entre sí, dependen menos de las agujas de
sus relojes, se saludan más a menudo, en definitiva: comienzan a salir de su cascarón y a ver a los
otros. Claro está que los Ricos, los Explotadores,
los Poderosos nos odian a muerte, pero como por lo
general no son ellos quienes llevan las porras y
lanzan los lacrimógenos, deben tener muy en
cuenta que los maderos también podrían rebelárseles si en un momento dado recibiesen la orden
de invadir el beaubourg. No son pocos los hijos de
maderos que, hartos de sus casas-cuartel, se unen
a nosotros, lo que genera más de una discusión
en sus casas y sus familias, que nos condenan de
manera menos categórica que hace algunos años.
La contradicción del Poder estriba en que, aun
deseando fervientemente vernos desaparecer, no
puede matarnos brutalmente, porque le importa
capítulo v
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demasiado su imagen de «sociedad liberal avanzada en vías de autogestión». Tampoco puede dejar
de alegrarse por la disminución de la violencia urbana, cuya paternidad nos atribuye, pero temiendo al mismo tiempo que nuestra influencia pueda
extenderse y que se les vaya la cosa de las manos. Y
es que nosotros somos una formidable fuerza que
mina el sistema ahí donde es más vulnerable: en el
esfuerzo cada vez renovado por alienar al pueblo.
Las sociedades relativamente simples del pasado,
basadas en la fuerza bruta, en la ignorancia y en la
miseria, podían ser abatidas por la fuerza; pero la
sociedad actual, más compleja, altamente informada y basada en el apego y el agradecimiento que las
poblaciones alienadas e insidiosamente integradas
profesan a sus Patrones, una sociedad de estas características no se puede subvertir por la fuerza,
pues los primeros voluntarios para apretar el gatillo serían estos mismos explotados-alienados-integrados. Por tanto, hay que acabar con ella desde
dentro, corroerla atacando los hilos invisibles que
mantienen unida a la gente. Pero mostrarles que la
tríada «casa-metro-trabajo» es una mierda no basta —por lo general a la gente le queda un mínimo
de inteligencia como para darse cuenta de esto por
sí misma, y por otra parte es esta misma insatisfacción la que hace que se dejen engañar más todavía, esforzándose por conseguir más tiempo libre y
menos trabajo, con lo que lo único que cambia son
las dosis de los ingredientes, pero no se modifica
en absoluto la relación fundamental de alienación.
shh...
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Atacar las certezas sobre las que tal relación descansa (que el hombre «está hecho para trabajar»
y cosas parecidas) consiste precisamente en hacer
salir a la gente de la lógica de la alienación y llevarla a tomar conciencia de que la liberación solo se
puede realizar en el exterior, al margen, fuera del
marco que les han trazado. En ayudarles a dar el
salto hacia el ahí afuera.
Bajo el título de Un beaubourg en Londres, el
Quotidien de Paris del 23 de septiembre de 1981
escribe: «Siguiendo el ejemplo de París, un centenar de personas se “mudan” a la National Gallery.
Varios camiones de sillas y demás mobiliario han
sido descargados con la colaboración de los propios vigilantes, cuyo portavoz sindical ha declarado que “están cansados de que se les considere
como estatuas o elementos decorativos y quieren
ser miembros de pleno derecho de la comunidad
museística”. El portavoz ha garantizado también
que las obras no sufrirían ningún daño, habiéndose tomado las medidas pertinentes para reforzar el control de temperatura y humedad. Además,
se mantendrá la prohibición de fumar. Igual que
en el beaubourg, los locales permanecerán abiertos las 24 horas, y se ha propuesto que de ahora en adelante la institución lleve el nombre de
“National Art and Conversation Gallery”».*
* Como es sabido, el Folkwang de Essen y la Kunsthalle de
Berna siguieron el ejemplo londinense unos meses después.
(débil)
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Beaubourg
El tema de la ropa nos tiene preocupados. Desde los
comienzos, bajo el impulso del grupo «Apáñatelas»
del Movimiento de Liberación de la Mujer, nos
habíamos acostumbrado a traer al centro nuestra ropa usada para ponerla a disposición de todo
el mundo, para que pudiesen servirse de ella de
acuerdo con sus necesidades y sus gustos. A toda prisa se habían instalado percheros y estantes
para hacer frente al flujo textil y la invasión del
calzado. Posteriormente, algunas boutiques quebradas o en reforma nos pidieron que las ayudásemos a deshacerse de sus estanterías, perchas, expositores, etc., así que se llevó a cabo una primera
labor de clasificación, consistente en seleccionar,
lavar, limpiar y organizar por tallas. Durante más
de tres años, el sistema funcionó de maravilla, con
gente encargada de la colocación y el mantenimiento. En esa época, estaba de moda disfrazarse
y todos dedicaban mucho tiempo a componer las
vestimentas más estrafalarias.
Desde entonces, los gustos han cambiado, ahora
lo que está de moda son los trajes de judoka, las
mallas y los chándales deportivos. Algunos siguen
llevando togas y caftanes, so pretexto de que según los médicos es bueno llevar las bolas aireadas. En cuanto al calzado, ya casi nadie lo usa, así
que se acumulan enormes montañas de zapatos
por los rincones. Todo ese cuero y tejido sudado
huele un poco mal y ocupa un montón de espacio
(sobre todo si se tienen en cuenta todos los trajes
teatrales que han acabado aquí). Personalmente,
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creo que hay demasiada mierda aquí que habría
que tirar, como prueba el hecho de que incluso
los militantes del Socorro Popular encuentren
cada vez menos cosas que enviar a sus asistidos.
También han empezado a rarear los ropavejeros,
una buena señal, porque habían hecho el agosto
con todo lo que venían aquí a robar. Sin embargo,
la mayoría no está de acuerdo, creen que es mejor no tirar nada (por lo menos, llegaremos a un
acuerdo para librarnos de unos cuantos cientos de
zapatos desemparejados), que resulta más fantasioso hacerse ropa nueva a partir de lo viejo, y que
es más estimulante y creativo tener que hacer malabarismos con todo tipo de tejidos distintos para
fabricarse ropa nueva. Sospecho por otra parte
que hay unas cuantas burguesas del distrito xvi
que ya lo han entendido desde hace algún tiempo, pues está claro que las esnobs que vienen cada
día a revolver en nuestros stocks no pertenecen al
centro. También hay quienes encargan a su criada
griega* que ponga todos sus hallazgos junto a las
máquinas de coser que hay en el vestuario.
En resumidas cuentas, hay que volver a poner
orden en la barraca. Las pocas personas que se
ocupaban más directamente de la ropa o se sienten
desmotivadas o han abandonado para dedicarse a
otras actividades. Aun así, una de ellas plantea el
problema en la asamblea, con la esperanza, me
* N.B.: Estamos ya en 1981 y desde hace unos años el
socialismo portugués ha alcanzado un nivel de ocupación tal
que la exportación de camareras ya no es una prioridad.
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temo, de que la nombremos responsable de ese
«departamento». Pero nombrar a un responsable
está fuera de discusión, significaría abandonar el
principio de la responsabilidad colectiva y conferir a unos cuantos esa autoridad. ¿Os imagináis
haciendo cola y esperando a que os atiendan o,
como en el ejército, a que os asignen una indumentaria por «riguroso turno»? Aquí, cuando dos
tíos quieren el mismo par de zapatillas o utilizar
el mismo aparato, suele ocurrir que las discusiones acaben eternizándose, porque ambos están
dispuestos a renunciar para complacer al otro, y
hay que acabar echando a suertes cuál de los dos
tendrá que inclinarse ante la generosidad del otro.
La asamblea decide en un pispás una operación
general de selección-limpieza-organización y, como siempre sucede en este tipo de tareas, probablemente seremos demasiados para ser realmente
eficaces; las fanfarrias, que no se pierden una, se
sumarán a todo el jaleo, la gente bailará, merendará y, tres días más tarde, habremos llevado a
cabo el trabajo que un equipo bien taylorizado habría hecho en apenas diez horas. Pero nosotros,
por lo menos, nos lo habremos pasado bien, nos
habremos divertido probándonos los trajes mientras los seleccionábamos, o volviendo a poner en
marcha el Carnaval perpetuo de años anteriores.
Así que durante diez meses volverán a reinar el
orden y la limpieza, y después nos alegraremos
ante la perspectiva de tener que volver a empezar
de nuevo.
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Una utopía subterránea
Durante estas actividades siempre algún tío o tía
se hace cargo de la situación y organiza el trabajo
a pesar del follón, pero de modo que siga siendo un motivo de diversión para todos. Ya os he
hablado de Tío Boral, pero también está la bella
Daisy, una anciana del barrio de la Madeleine, todavía de buen ver y con un corazón de oro, que
no duda de vez en cuando en aliviar a algún viejo
tímido que ya no consigue excitarse con las películas porno. Estoy seguro de que Daisy tomará la
iniciativa en la operación ropa. Durante la asamblea ya estaba pletórica, y hace dos días la he visto
examinar las lavadoras, las tablas de la plancha y
los tendederos.
Nunca se ha decidido, y tampoco lo hemos hablado, formar una comunidad. La comunidad se ha
constituido por sí sola, poco a poco. Ha sido el
resultado, no el objetivo de partida.
Diversos grupos ajenos al beaubourg están retomando la campaña contra la medición del tiempo. En muchísimas oficinas de la ciudad, la fabricación de adhesivos ha venido a sustituir a la de
las pajaritas de papel. Los hay de todos los colores, por todos lados. También he visto gente con
chapas que anuncian: tengo tiempo, habla conmigo, o todavía mejor: ¿te puedo hablar? Los relojeros, descuartizadores del tiempo, se lamentan
de la caída de las ventas, porque se ha puesto de
moda no llevar reloj. En fábricas y oficinas, los
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relojes utilizados para fichar se estropean misteriosamente, o bien se adornan con cartelitos que
advierten de que no van a la hora, o que están
adelantados o que retrasan, de manera que muchos patrones han renunciado a imponer la obligación de fichar, no tanto por los retrasos como
por las discusiones sinfín sobre la hora que es. La
expresión cara de reloj ha entrado en la lista de
insultos comunes.
La Vaca que ríe regala un kit antitiempo a cambio de tres pruebas de compra y un sello. Dejar
de medir el tiempo no significa simplemente tener más, sino sobre todo estar disponible. Y estar
disponible es la condición de la libertad y de la
percepción del otro.
El 1 de febrero de 1982, en el número 1 de la rue
Danton, distrito vi, se abre un consultorio antitest
para explicar a los candidatos las trampas y los
trucos necesarios para superar las pruebas de admisión y ayudar a los que se han vuelto idiotas
a fuerza de pasar por ellas (y, en algunos casos
también, de hacérselas pasar a los demás). Los
psicólogos que están en el origen de esta iniciativa son nuestros compañeros y ofrecen el servicio
gratuitamente.
¿Cuántas veces habéis hablado desdeñosamente de nuestro beaubourg como de una corte de
los milagros? Bueno, pues no lo podíais haber
si fara
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expresado mejor, porque es verdad: ¡aquí se hacen milagros!
Si no sabéis exteriorizar vuestros sentimientos
porque habéis sido condicionados a la impasibilidad y el autocontrol, si no conseguís liberaros y
expresar lo que sentís por temor a que os tomen
el pelo, siempre podéis dar la ilusión de estar liberados disfrazándoos o quedándoos en pelotas. Si
ese es el caso, no resulta sorprendente que el exhibicionismo en el vestir y la desnudez puedan, en
cierta medida, aliviaros. Es tanto más comprensible cuanto que el sistema represivo tolera el nudismo
en todo momento y alienta incluso la excentricidad en el vestir porque es una garantía de que la
pseudoliberación así operada impedirá cualquier
tipo de descondicionamiento más profundo.
A este respecto, la experiencia de nuestro beaubourg es muy reveladora. Al comienzo se pudieron ver ambos tipos de exhibicionismo: sin duda
recordaréis los superdisfraces: capas, miriñaques,
chalinas, corsés, polisones, condes Drácula y cowboys, nerones y oficiales de las ss. Era Carnaval
en todas las plantas, un Hellzapoppin constante.
Por la misma época (casi siempre se trataba de
las mismas personas, deseosas de nuevas sensaciones), hizo su aparición el desnudo integral, en
asamblea como en el laboratorio fotográfico o en
el taller de encuadernación.
Todo esto era tan sistemático que acabó por pasar desapercibido. Al fin y al cabo, toda esa gente
tomato soup
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que se esforzaba por escandalizar no era tan divertida: más que a artificial, a farsa, a cortina de
humo, aquello olía a rebuscado, a falta de espontaneidad, a esfuerzo. En realidad, era muy triste.
No vayáis a pensar que hemos dejado de disfrazarnos. Lo que pasa es que ahora se hace por jugar y no por autoterapia. En cuanto a los grandes
desfiles de nalgas al viento, los participantes acabaron cansándose y dejaron de producirse: unos
porque se dieron cuenta de que, para trabajar, resultan muchos más útiles unos vaqueros o un delantal, y otros —sobre todo aquellos con el físico
en decadencia— de que tanto la comodidad como
la estética militan a favor de la ropa ligera y práctica. Esto me hace pensar que, casi por la misma
época, también constatamos una especie de vuelta a las cosas auténticas; en concreto, descendió
notablemente el uso de inciensos y de otros productos de importación procedentes de un Oriente
mercantil y adulterado. Había algo que contaba
más que los paraísos olfativos y los festivales retro. También ha pasado un poco la moda de los
peregrinajes a lugares de miseria pintoresca, lo
que indica que las aportaciones de esas culturas
lejanas están siendo realmente asimiladas por la
nueva cultura, el ejemplo más claro quizá sea el
de los sistemas melódicos de la India y de Bali.
Los pájaros están invadiendo las plantas de al lado
de la 51. Parecen multiplicarse, a pesar de la luz
y la ventilación artificiales. El Instituto Nacional
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de Investigación Agronómica quiere instalar aquí
abajo una colmena. Pero no solo están los pájaros
y las abejas. También hay perros, gatos, hámsteres, conejos… en resumidas cuentas: todos los animales que conviven normalmente con el hombre.
Y si os molesta apoyaros en el pasamanos de las
escaleras mecánicas y poner la mano sobre una
cagada de pájaro, peor para vosotros. A nosotros
no nos molesta en absoluto, al contrario, estamos
convencidos de que tiene que ser así.
Seguro que conocéis la historia del campesino
bretón que colocó en sus alcachofas destinadas al
mercado de la capital unas tarjetitas donde indicaba el precio al que se las habían comprado a
él. Esta historia me volvió a la cabeza dos o tres
semanas después de la gran reorganización del almacén de ropa; me encontraba casualmente cerca de la entrada de la rue Saint-Martin cuando vi
llegar un cargamento de enormes cajas repletas
de zapatos viejos que tres muchachos manejaban
con evidente entusiasmo. Me acerqué:
—Parecéis muy contentos, pero me da la impresión de que vuestros zapatos están todos desparejados…
—¡Es cierto! Ahí está lo bueno, vamos a lanzar
una nueva moda. Al fin y al cabo, no hay nada más
idiota que ponerse dos zapatos iguales, puesto que
el cuerpo es por naturaleza asimétrico. La prueba
es que no se gastan a la misma velocidad y en los
mismos puntos.
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Pues bien, yo estoy casi seguro de que se trataba de los mismos zapatos que habíamos tirado
durante la operación de limpieza, y que nuestros
tres entusiastas las habían pasado canutas para
recogerlos de un basurero. De ahí la historia de
las alcachofas y de la nota que nosotros hubiésemos debido meter en cada zapato.
Este encuentro me hizo meditar, y me di cuenta de que estamos creando un mundo antiobsolescencia: mientras que los consumidores consumados se complacen en tirar objetos para poder
comprar otros nuevos, nuestro placer estriba en
encontrar nuevas combinaciones a partir de objetos usados, a los que atribuimos un significado
distinto o una nueva vida, aunque estén desemparejados como los dichosos zapatos. Por cierto, los
chicos tenían razón: ya he visto a muchas chicas
con los zapatos desparejados. En efecto, si nadie
se preocupa ya de llevar calcetines del mismo color, ¿por qué no habría de pasar lo mismo con los
zapatos?
El hecho de que haya dudado ilustra a la perfección la fuerza de mis antiguos condicionamientos.
En muchos aspectos, sobre todo en los más banales, y por tanto más interiorizados, sigo siendo un
gilipollas.
Una cincuentena de distribuidores automáticos
de poemas, homologados por nuestros expertos,
ya han sido instalados en estaciones ferroviarias.
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«Durante una breve ceremonia en el Ayuntamiento, Leopold Sedar Senghor, Presidente de la Senegaritania y cabecilla obrero de la comunidad
francófona, ha hecho recepción simbólica de una
donación de cien mil obras destinadas a las bibliotecas públicas y universitarias de los países africanos de la comunidad francófona. Estos textos
proceden de la colección del centro beaubourg.
El señor Senghor, venido expresamente para esta
ceremonia, aprovechará su estancia en la capital
para visitar el hogar de trabajadores africanos de
Gennevilliers. Esperamos que el señor Foccart,
ministro para la Cooperación, ofrezca al presidente Senghor algún tipo de garantía de que esos
centros se multiplicarán en un futuro próximo,
acabando así con el odioso tráfico de los “mercaderes de sueño”». (L’Aurore, 19 de septiembre de
1982).
En cuanto a nosotros, que, dicho sea de paso, hemos seleccionado y preparado el «don de Francia»,
tendremos sobre todo más espacio. Air France,
que se encargará «desinteresadamente» del transporte, ganará en imagen de marca, puesto que
hoy día las grandes sociedades acostumbran a
demostrar cierta vocación social. Finalmente,
Francia podrá incluir el valor de este don en sus
estadísticas sobre ayudas a los países en vía de
subdesarrollo. Así que todos contentos y todo va
fenomenal… salvo quizá para los africanos, que
no van a saber qué hacer con las obras completas
de Colette o de Daninos.
ley
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Anunciado en todos los ascensores y en todas las
escaleras mecánicas: en la planta 68 hay que quitarse los zapatos antes de entrar y venir en otro
momento si ya hay más de treinta personas. con más
gente, no se ve nada.
Bajé hacia las dos de la mañana, el único momento en que no hay cola. La obra
no está del todo terminada aún, pero ya es posible
hacerse una idea. Personalmente, yo la encuentro más demencial que bella. También se pintaron
las paredes, de modo que el visitante se encuentra
enteramente rodeado, encerrado en medio de los
rectángulos y de los cuadrados y de la tensión de
los colores. Aunque evidentes, los distintos modos
de pintar de los autores no chirrían, y esta armonía es algo que no acierto bien a comprender. Esto
demuestra, sin duda alguna, que la comunicación
verbal (inexistente entre nuestros esquizoides)
no representa sino una parte de la comunicación
entre seres humanos. Y que, por tanto, la cultura
verbal (y aquí no me refiero al verbalismo cultural) no es más que una mínima parte de la cultura.
En nuestra sociedad, las posibilidades de contestación son extremadamente limitadas. Por supuesto, si uno se queda dentro de la lógica del
Sistema, puede obtener ventajas considerables,
lujos, poder, riqueza… y decirse a sí mismo que,
una vez sea rico y poderoso, podrá realizar todo lo
que no podía hacer antes (aunque la experiencia
demuestra que hay que emplear toda una vida para poder ganársela). Dependiendo de la posición
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de partida, será necesario escalar o reivindicar,
actuar solo o unirse a otros. Las cosas no serán fáciles, pero, a largo plazo, tú (o tus hijos) quedaréis
satisfechos. Sin embargo, todo esto se sitúa dentro
del sistema, con su lógica y sus reglas del juego.
Si rechazáis esta lógica, si estáis convencidos de
que el Sistema no tiene arreglo, que hay que transformarlo de arriba abajo, si por ejemplo pensáis
que el problema no está tanto en trabajar menos,
cuanto en trabajar con y para el placer, y cuando se tienen ganas; no en poseer cosas, sino en
poderlas utilizar cuando te apetezca; no en ganar
más, sino en olvidar la noción misma de ganancia
o dinero; no en fundar y poseer una familia, sino
en amar… Si estos son los horrores que os rondan
la cabeza, no os queda otra que ir en contra de todo
lo que el Sistema implica: amar en lugar de odiar,
donar en lugar de tomar, escribir con faltas en lugar de respetar la ortografía, adoptar en lugar de
procrear, caminar en lugar de circular, no votar
en lugar de caer en la trampa de votar en contra,
no poseer y, por tanto, no tener nada que declarar
en lugar de declarar poco, no mirar la tv en vez de
decir que es una mierda, no creer en lugar de maldecir a los curas, no escribir en lugar de escribir
gilipolleces (y aquí me paro, pues al fin y al cabo
también es preferible vivir en lugar de escribir cómo hay que vivir).
Los trabajadores inmigrantes son cada vez más
numerosos: llegan más tarde que los trabajadores
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franceses, lo que es lógico dado que han venido a
este país precisamente para hacer algo de dinero. Pero enseguida los que viven en la periferia
han tomado la costumbre de pasar el domingo
aquí, donde son bien recibidos. Ahora que todo
el mundo acostumbra a dormir aquí, son incluso
más numerosos. A este respecto, la asamblea ha
decidido que los apartamentos legados o donados
al centro serán destinados a estos trabajadores:
para ellos, dormir en el suelo tal y como hacen
aquí no es ninguna novedad, forma parte de su
condición, mientras que, para nosotros, que podríamos dormir en otro lugar, es una elección (en
pocas palabras: la elección de la pobreza por el
gusto a la libertad). Precisamente por eso es necesario que puedan alojarse fuera del centro, para
darles la posibilidad de hacer su propia elección.
Ahora mismo tenemos algún jaleo que otro con
los Huraños de los barrios bien a propósito de un
piso muy grande en la avenue Victor Hugo, heredado por el centro, donde acaban de instalarse
sesenta y siete inmigrantes. Como esto es perfectamente legal, intentan desalojarlos por medio de
presiones políticas (en el mismo edificio vive un
senador y se dice que sus tentáculos llegan muy
lejos). Habrá que recurrir a algún otro matrimonio «blanco» con chicas del centro para evitar que
los «cabecillas» sean expulsados…
El cine ha dejado de ser un arte autosuficiente
y se ha ligado a otras actividades y a la vida en
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general. En los comienzos, los directores bajaban
al centro para encontrar a obreros de los de verdad, ya que arriba solo podían fichar a figurantes
que fingían serlo. Después se han instalado aquí
definitivamente. El primero ha sido Roger Luis,
que estaba verdaderamente hasta los cojones de
correr tras del dinero y aquí ha vuelto a trabajar
como antes de convertirse en un directivo. Luego
han llegado Godard, Tanner, Ferrand, Carles, que
están aquí establemente, y otros que vienen de vez
en cuando. Tras ellos han llegado críticos y profesores: Bory hace su one-man-show, Henri Agel40
anima un grupo de historia del cine y confiesa que
descubrió la cinemática estudiando sus tics frente a un espejo. Los talleres de vídeo han preparado y difundido varias cintas sobre la vida de los
beaubourgs como herramientas de trabajo para el
teatro, el mimo y la danza. A pesar de los contactos con el exterior, todo el mundo está demasiado
ocupado para seguir las discusiones sobre el nuevo estatuto de la radiotelevisión francesa.
15 de octubre de 1982. Por fin, la planta 68 está
acabada. Me han avisado para que me pase por
allí esta tarde. Como de costumbre, llego con retraso, justo a mitad de una animada discusión.
Madeleine, la mayor de nuestros esquizoides, la
que empezó todo, y algunos otros están explicando las decoraciones del suelo a Michel Foucault y
Ariane Mnouchkine. También está el Todo-París,
las señoras Françoise Giroud y Mireille Mathieu,
bonnard
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el señor Debré y Merci-Ségalot y también Léon
Zitrone, que se ha traído consigo su expresión
preocupada y su paraguas. Un poco más allá,
está John Cage, que está de paso en París, y que
por lo visto ha venido a instancias de André de
Saint-Géry, que también está por ahí, hablando de
danza. Se discute sobre el espectáculo y su inauguración. Pero los que hablan sobre todo son los
esquizoides, al fin. Quieren espectáculo, pero sin
público, quieren fiesta, que la gente participe, vestidos con grandes telas, escondidos en grupos bajo
un mismo paño, formas redondeadas, músicas…
Cage retrasará su partida y se quedará tres meses trabajando con ellos. Hará venir a Cunningham,
que todavía anda por aquí.41 Jamás hubo inauguración como tal, salvo la que uno puede hacer, en
cualquier momento, junto con sus seres queridos.
Descalzaos en la 67, sacad del montón una tela lo
bastante grande para cubriros por completo, bajad, mirad, escuchad, bailad.
Es una pena que este mundo —estoy pensando en
el de ahí fuera— sea tan gilipollas. Y otra vez la
historia de los zapatos desemparejados, tirados y
luego recuperados es lo que me hace pensar de este modo. En el mundo podrido todo el mundo roba: en el trabajo, en los súper, desde lápices hasta
limas o rollos de papel higiénico, por no hablar de
lo que la gente se embolsa cuando encuentra algo
por ahí, una cartera abandonada por despiste en
un banco o una cámara fotográfica olvidada sobre
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la mesa de algún bar. Sin embargo, cuando se trata de donar, ¡nanay!, si te he visto no me acuerdo.
Aquí pasa todo lo contrario. Solo tenéis que observar durante un rato: cada día, todos los que vienen
entran cargados, como si se dirigiesen a un árbol
de Navidad. Las abuelas traen las tartas que han
preparado la noche anterior, los chicos se pasan el
día metiendo cajas de cartón en los ascensores, y
las chicas, cuando no van cargadas con muebles o
con bolsas inmensas, traen flores. Somos lo contrario a un gran almacén: los clientes van cargados al entrar. Por suerte también salen cosas, pues
empezamos a estar estrechitos, sobre todo por los
muebles. Los domingos se eliminan algunos cachivaches, cuando los Espesos se acercan a dar
una vuelta a nuestro bazar de Alí Babá y se llevan
lo que se les ha dado o lo que han robado. He visto
a alguno cargando de mercancías su Citroën.
Porque solo los Horrendos roban así, es decir,
que se llevan las cosas para atesorarlas en sus
propias cuevas familiares-prohibida-la-entrada.
Nosotros no necesitamos robar, porque todo es de
todos, cada cual coge del montón y lo devuelve
al montón. Si alguien tiene que ausentarse un momento y desea volver a encontrar las cosas en el
mismo sitio, no tiene más que poner a la vista un
cartelito de no quitar para que nadie toque nada,
al menos en el 95% de los casos.
Lo más bonito es cuando la gente llega a las
plantas y se pone a abrir sus paquetes y a distribuir las mercancías; y no se pueden rechazar los
ciao
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regalos para que no se disgusten. En poco más de
cinco años he recibido algo así como trescientos
jarrones, jarros y cerámicas varias, que siempre
he cuidado de poner a la vista sobre una gran estantería cerca del lugar donde por lo general voy
a dormir; muchos los he regalado a mi vez y otros
se los ha llevado alguien que ha pasado por allí y
le han gustado. No hay nada más antipático que
tener que guardar para sí un objeto que te gusta,
cuando podría dar el mismo placer a medida que
va pasando de mano en mano. Y es en ese momento, cuando regalas el objeto, cuando te das cuenta
de lo bonito que es y del mucho aprecio que le
tienes y, por tanto, de cuánto te cuesta regalarlo y,
al final, de lo mucho que quieres a la persona que
lo recibe. Un objeto bonito es aquel que da placer
cada vez que cambia de poseedor (no de propietario). El criterio de la belleza estriba, por tanto,
en esa capacidad siempre nueva de despertar la
admiración; y es por esa misma razón por lo que
fotografiamos los cuadros y distribuimos copias.
Todavía no he acabado con el listado de mis posesiones: a día de hoy, creo haber recibido al menos medio millar de corbatas. (Las corbatas han
llegado a convertirse en un auténtico problema,
siempre llegan más, y aun utilizándolas como cinturones o juntándolas para formar una especie
de falda tahitiana, como hacen algunas chicas,
siempre hay toneladas de ellas; solo gustan a los
Cuadriculados que bajan aquí a pasear en familia
los domingos por la tarde, así que nos hacen un
bella
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favor cuando se las llevan). Como iba diciendo:
además, he recibido una cincuentena de espejos
y mesas de trabajo y estanterías… pero todo esto
no os interesa, sin duda. ¡Ah, sí! Esto os lo tengo
que contar, estoy muy orgulloso: también me han
regalado once motos. La última era de Belmondo,
que le encanta pasearse con ella por la planta 75.
Tiene una bonita máquina, una Hiatka ox-4, que
quiere mucho y cuida perfectamente. Aunque estoy seguro de que, en prueba de su amistad, otros
quince de sus amigos por lo menos habrán recibido las llaves de esa misma moto.
Todo esto me recuerda la historia de tía Lucía (así
quería que la llamasen), una mujer de 72 años,
antigua madre de familia cuyos hijos se han ido a
vivir fuera, sola, con su pensión de viuda de guerra, hasta que se estableció definitivamente en el
centro hace unos tres años (murió el año pasado).
Un día me la encontré sentada en un sofá cerca
del centro antidroga, donde le gustaba echar una
mano. Reía y lloraba a la vez, rodeada por una
montaña de paquetes y un montón impresionante
de bastones. Tardé bastante en entender lo que le
había pasado, de lo nerviosa que estaba: dos días
antes le había dado un lumbago y se movía con
dificultad, apoyándose en un bastón. A pesar de
aquello, había acudido al centro médico, donde no
había podido hacer más que tranquilizar a unos
y otros acerca de su estado de salud. Y al día siguiente recibió una avalancha de regalos, cuyo
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inventario, entre lágrimas, estaba haciendo en ese
momento: 18 bastones, 22 fajas elásticas y ya no
me acuerdo cuántos tubos de pomada para friccionar. Hacer ese listado la hacía llorar como una
magdalena. «Estos son mis verdaderos hijos», me
decía, feliz de tener tantos y a la vez triste por haber estado esperando durante años a los suyos,
que la habían abandonado, los hijos que había dado a luz con la idea de tenerlos solo para sí.
Aquí la gente se deja la piel por hacerte un favor, el que da es el que se siente en deuda contigo, el que se siente casi obligado a dar las gracias
a quien recibe por haberle dado la oportunidad
de demostrar su amistad. Estamos creando un
mundo fraternal, estamos realizando de veras esa
fraternidad que aparece inscrita en el frontispicio
de cualquier ayuntamiento. Libres, iguales, hermanos.
Pierre Cardin ha lanzado la moda esquizoide
y las Galeries Lafayette acaban de proponer a
Madeleine y a algún otro del equipo de la 68 que
se encarguen de la decoración de la primavera
que viene. Bouchara lanza una serie de telas esquizoides. Como podéis ver, el sistema de recuperación sigue funcionando perfectamente.*
* Madeleine aceptó la propuesta de decorar las galerías,
pero más tarde me dijo: «Nunca nos lo habíamos pasado tan
bien, y eso que les hicimos una verdadera mierda…». Antes
de enfermar, Madeleine había sido vendedora de un gran
almacén durante veinte años.
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Por todas partes se señalan casos de profesores
que ponen buenas notas a todos sus alumnos o a
todos los candidatos de las oposiciones de las que
son examinadores. Han entendido que negarse a
poner nota significa contrariar al sistema, pero no
rechazarlo. Cuando se ha comprendido que la enseñanza de la gramática no es más que una forma
de enseñar y de interiorizar las barreras de clase,
y por tanto, de perpetuarlas, ya no se cuentan las
faltas en los dictados, que a pesar de todo hay que
hacer, porque están en el programa.
Cada vez más parejas, o buenos amigos, deciden
morir juntos, eligen el momento de su despedida
y arreglan los detalles de la ceremonia, que generalmente consiste en una comida o una fiesta con
los íntimos y los compañeros de taller. Nosotros
estamos en contra de la eutanasia que se practica
cada vez más en el mundo reglamentado, donde
no es más que un modo de controlar la muerte
de la misma manera que se controla la vida. En
nuestra opinión, el problema no estriba en ayudar
a la gente a morir, proporcionándoles calmantes
para que se vayan de manera rápida e indolora,
sino en darles la fuerza y la posibilidad de morir
desde el momento en que se den cuenta de que la
senilidad o el dolor ya no les permiten disfrutar de
la vida. Estamos en contra de la eutanasia y de la
muerte medicalizadas, y a favor del suicidio como
manifestación suprema de nuestra libertad. Sólo
yo tengo el derecho a controlar mi muerte.
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Sexto aniversario del centro. Complaciente y zalamera (porque se olvida de los presidentes anteriores), la Condesa constata que «el Beaubourg
de Mitterrand goza de buena salud» (Le Canard
enchâiné, 15 de octubre 1982).
Pierre-Luis nos deja hoy. Tiene diecinueve años
y forma parte de mi pequeño grupo de estudio
sobre física de materiales. Tiene que marcharse
fuera porque aquí no tenemos los laboratorios
e instrumentos que de ahora en adelante le harán falta para seguir formándose. Había abandonado a su familia muy joven (su padre buscaba
ovnis en el Pas-de-Calais) y está en nuestro beaubourg desde su apertura. Ha participado en numerosos grupos de trabajo, aunque obviamente
no ha pasado el bachillerato ni tiene ningún diploma. Pero es una máquina, y la prueba es que
Princeton acaba de darle una beca de posgrado a
raíz de la correspondencia que había mantenido
con uno de los profesores de allí. ¿Se quedará?
De todos modos, sin un título, no podrá trabajar en Francia, nunca podrá ser ni asistente ni
profesor, ni alguien importante. Espero que siga
pasando de todo eso.
«Serie ordenada de gestos referentes, breviario
abierto de una semiótica de lo decible, recorte fugaz de una práctica breve, ella misma engendrada con dificultad por una praxis insatisfecha… tales
son algunos de los códigos de la problemática de
jetzt
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Beaubourg
este primer enunciado del hacer, en-acto de un
volver-a-ser inacabado, de nuestros amigos, los
esquizoides del beaubourg bajo tierra. El discurso de lo lento y del por-venir aburrido (que tanto
recuerda al alegre kuculeMec de los presocráticos) se agota en una alteridad original, aunque
insidiosamente aferra un campo estratégico de
taxonomía variada y liberatoria. Estamos lejos,
muy lejos, del subrayado desgastado, desgastante,
reciclado de la costumbre húmeda, propia de las
batallas recurrentes que se libran en el seno de
una intelligentsia ya devenida blando capricho, en
el mejor de los casos caldo soso de aquella elite
que fue antaño. Lo expuesto de la acción, corpus
en color básico a la Dobs, pero despojado, depurado de todo alivio simbólico, hace simultáneo
en último análisis una tentativa operativa (y, ¡oh!,
cuán operante y Hop-erante), una exigencia increpativa (tumor, pústula, úlcera en el pensamiento
híbrido que cierto tipo de desarrollo de las fuerza
productivas eleva al rango burlesco y superfluo de
la ética), y, finalmente, de los modos alusivos, acabados e inquietantes que sabemos tienden menos
a subvertir que a subreptizar las enormes fauces
de las palabras grises…». ¡Ay!, lástima no poder
citar al completo las sesenta admirables páginas
dedicadas a nuestros artistas de la 68 por Yann Le
Sirdet-Vallée,42 en Traverses, revista del Centro de
Creación Industrial del Centro Beaubourg (superior) (1982, n.º 24).
cada vez más
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Henri Lefebvre,43 que pasa mucho tiempo explorando nuestras profundidades y reflexionando sobre las nuevas situaciones que creamos, dice que
nosotros somos el «joven topo» de una nueva fase
de la historia, en la que la fuerza del progreso ya
no será la contestación, la revolución y la toma
del poder, sino el rechazo, la marginalidad, la
exterioridad. Pero, ojo:44 los cazadores de topos
nos acechan en las esquinas, son los mismos de
siempre…
Se habla mucho de nosotros como de una gran
comunidad. Es verdadero y falso a la vez. Desde
el punto de vista del espíritu de grupo, no cabe
duda de que somos diferentes, hemos roto con el
universo de putrefacción, hay un apoyo mutuo extraordinario, que nos queremos, joder. Pero todo
lo demás es falso y, como existe mucha confusión
sobre este tema, voy a tener que detenerme un
momento sobre el asunto. Para empezar, somos
urbanitas, mientras que otras comunas por lo general se instalan en el campo, víctimas del mito de
una vida libre e intensa en la naturaleza. Porque la
comuniditis es peligrosa: a menos que podáis permitiros comprar una aldea abandonada a varios
kilómetros de cualquier zona habitada, nunca seréis libres, la gente de la zona os espiará continuamente, tomándoos por unos inútiles y alegrándose
cuando vuestros experimentos en materia de cultivos y ganadería fracasen, pues así podrán justificar el no haber tenido ellos el valor de intentarlo.
yabon
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Frente a ellos, campesinos por condición, por no
haber tenido la posibilidad de hacer otra cosa,
vosotros, como campesinos por elección, sois demasiado raros como para no despertar su agresividad y su sordo rencor —y lo mismo ocurre con
los estudiantes que van a trabajar a las fábricas.
Que quede claro que me refiero aquí a los campesinos de las zonas poco desarrolladas, donde precisamente os acabaréis instalándoos porque los
terrenos son más baratos y no están cultivados,
y no de las zonas de agricultura próspera, donde
los terrenos son caros, escasos y codiciados por los
propietarios del lugar. Y la vida de los pueblos, ¿os
habéis parado a observarla, habéis visto cómo se
detestan unos a otros, celosos de las fortunas ajenas e incapaces de hacer cualquier cosa juntos? Y
el sistema de mierda que odiáis y del que queréis
huir, ¿acaso no es la razón de su existencia entre
muebles de formica, tele y tupperware?
Otro punto débil de las comunas estriba en sus
reducidas dimensiones y, en consecuencia, en el
inevitable ombliguismo de una gente que acaba
por conocerse casi demasiado bien —como en las
aldeas de antaño, donde no había más distracción
que la de mirarse vivir. Así que dejaos de ilusiones de vida intensa, sobre todo si tenéis que guardar un rebaño de cabras, por muy ecológicas que
sean, de la mañana a la noche; o tejer equis metros cada semana o fabricar velas día tras día para
poder llegar a fin de mes… Y como solo sois un
pequeño grupo, nadie puede permitirse el lujo de
heute
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hacer el vago o de acercarse a casa de un vecino
para hablar y cultivar el arte de la conversación o
merodear por ahí y preparar la revolución rural.
A esos tíos los tendréis que echar, porque, lo queráis o no, sois una explotación y estáis sujetos a las
reglas de la Rentabilidad; como en todas las empresas, no hay lugar para las fantasías. Además,
por la misma razón, tendréis que alejar también
a los desviados más o menos psicóticos, los que
tienen demasiados problemas, que no solo os impiden trabajar, sino que además ponen en peligro
un equilibrio psicológico ya de por sí inestable. Y
si no los apartáis, serán los más «normales», que
quieren ser eficaces y despegar económicamente,
los que se irán, y la comunidad se acabará. Pero
si por el contrario todo marcha bien, seréis engullidos por la empresa que habréis creado, poco a
poco se comerá a la comunidad y vosotros seréis
las víctimas, víctimas en definitiva de los mecanismos económicos imperantes incluso en vuestro
rinconcito aislado.
Para terminar, la mayoría de las veces las comunas tienen la mala suerte de ejercer una actividad económica que nuestras tecnocracias se han
esforzado por suprimir, la agricultura a pequeña
escala, buscando cada año las mañas para restarle
fuerzas. Aunque consigáis afianzaros, aunque solo
comáis bio y os privéis de todo —y, ojo, los periódicos y los libros ¡cuestan dinero!—, fabriquéis
vuestro propio aceite, vino y pan, contad con que,
desde ahora mismo, hay regiones enteras que van
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a ser «reconducidas a la naturaleza», es decir, parceladas y transformadas en residencias de verano.
No os tragará el desierto, seréis convertidos en suburbios.
Quedaos en la ciudad, amigos, sobre todo en
las grandes ciudades, donde pasan cosas, donde
podréis pasar de un beaubourg a otro, desde este
grande que nació primero a otros más pequeños,
de seis o siete pisos, pero que os están esperando
para crecer. Venid a ayudarnos a emponzoñar la
civilización urbana, en lugar de aislaros en la inactividad forzosa de vuestros matorrales. Solo se
puede vivir intensamente en un sitio como este,
pues el futuro no está en las comunidades de base local, sino en el crisol de las comunidades con
intereses y actividades comunes. Viendo todos los
días las mismas caras, acabaréis por no tener más
que vecinos, mientras que aquí podéis visitar a los
amigos y que ellos os visiten, es una rueda sinfín
y sin promiscuidades forzadas, que favorece los
encuentros, la amistad, el amor, el cambio, la renovación, la no especialización, los vuelos de la
imaginación y la existencia de todo lo posible.
Quizá parezca que quiero hacer propaganda.
Pero lo que es cierto es que, desde que vivo en el
beaubourg, aprecio cada vez más la ciudad. Pero
cuidado: la ciudad vivida desde fuera del Sistema,
haciendo trabajillos que no nos impiden ir en bici
a tomar un poco de sol dos o tres veces por semana, sin prisas, pasear sin rumbo por las avenidas, sin apelotonarse en metros y coches, sin ser
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agresivos, pues nadie está atormentado por pagar
los plazos de la nueva lavadora, donde pasárselo
bien, porque no estás solo y te encuentras amigos
a cada paso, donde no nos aburrimos porque se
puede cambiar de albergue todas las noches y saltar de un lugar y de un taller a otro en los apartamentos en laberintos, y donde no te ves obligado
a echar al tío que se pasa cinco días seguidos sin
trabajar.
Los deportes que se practican aquí son: yoga,
atletismo, gimnasia correctiva y de relajación.
Exceptuando el tiro con arco y un poco de pingpong y tenis, nadie ha seguido el ejemplo de la
moto: los deportes exigen espacios más extensos
y nuestras plantas no han sido concebidas para la
cultura física. Sin darnos cuenta, hemos partido
de una definición parcial de la cultura, ajena al
cuerpo. Hay que tenerlo presente de cara al futuro.
A pesar de que encontrar aparcamiento se vuelve
cada vez más complicado, ahora es menos probable encontrarse una multa colgada en el parabrisas. Cada vez son más los policías que se niegan
a denunciar, ya que las multas no disuaden a los
conductores de aparcar donde mejor les parezca.
Consideran que tienen mejores cosas que hacer
que andar por ahí dando vueltas para cazar a los
infractores. Puede que a largo plazo el Poder acabe por renunciar a intervenir en estas cuestiones.
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Tales hechos, así como los ya mencionados a
propósito del Cheap Food y de los maestros de
Essone, parecen indicar una toma de conciencia
por parte de quien podríamos llamar el último
mono de la cadena laboral, o sea, del tipo que ha
acabado por convencerse a sí mismo —¡de tantas
veces como se lo han repetido!— de que es demasiado estúpido como para tratar de entender las
órdenes que recibe y que todo lo que tiene que
hacer es obedecerlas. La mayoría está además
plenamente satisfecha con esta situación, y entre
ellos, los militares, dispuestos a lanzar alguno de
los muchos misiles nucleares que permanecen
ocultos en bases diseminadas por todo el mundo,
sin un atisbo de duda, convencidos de su propia
inocencia… porque ellos «no son responsables» y
porque las órdenes proceden de arriba; o como
los alguaciles que te embargan las dos o tres cosas
que tienes, amparándose en el respeto a la ley; o
como los carceleros, las ss, los encargados que te
echan la bronca y te mandan de un despacho a
otro… Todos ellos cumplen órdenes.
El auténtico motor del cambio vendrá cuando
los que están en lo más bajo de la escala, toda la
tropa de profesores, productores y oficinistas, se
den cuenta de que ellos también son responsables
de lo que se les hace hacer, y de que por tanto
están en su derecho a cuestionarlo; que el que ejecuta la orden es tan responsable y, llegado el caso,
tan culpable como el que la da. Por supuesto, no
hablo de responsabilidades en lo alto de la escala,
wakarimaska
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donde el poder permite que estas se disuelvan y
esfumen. Pero atención, porque puede que llegue
el día en que esas alimañas que tan alegremente
se protegen tras sus despachos/ministros se encuentren con que se han quedado solos…
al fin podré volver a ver a la tía germaine. Bajo
este titular, el France Soir del 5 de julio de 1982
relata el patético caso de Joseph Beuret, 88 años,
que hace cuarenta años que no ve su pueblo del
Doubs. Gracias al nuevo tipo de huelga practicado por los ferroviarios, monsieur Beuret podrá
viajar gratis, solo tendrá que pagar 28 francos por
la reserva de plaza.
Pasa el tiempo y algunas cosas se repiten insistentemente: como todos los años, los ferroviarios
eligen la semana del comienzo de las vacaciones
de verano para organizar su gran huelga anual.
Para compensar la inflación, exigen una subida
del 24% de todos los salarios. Pero esta vez hay
una novedad: los trenes seguirán circulando y se
pondrá en servicio un mayor número de trenes
suplementarios. Se prevé una afluencia de gente
excepcional porque no se hará ningún control de
billetes y las ventanillas permanecerán cerradas.
Convencidos de la popularidad de su movimiento, los sindicatos no han dicho cuándo acabará
la huelga. Georges Séguy, secretario general de la
cgtu,45 ha declarado que «se corre el riesgo de
cuestionar el equilibrio de gestión de la empresa
nacionalizada, conquista fundamental de la clase
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obrera frente a los grandes monopolios». También
se espera una declaración al respecto de Edgar
Faure.46
…Y nosotros, que hace años que nos conocemos
todos los trucos para viajar gratis, nos alegramos
de que también los demás empiecen a comprender.
22 de julio. Sacamos brillo a los xilófonos y a los
bidones de gasolina, terminamos de poner a punto el equipo eléctrico para soportar el volumen supersonoro de los noxal y los argon,47 y en el barrio
se terminan de montar los andamios y de tender
las cuerdas para payasos, saltimbanquis y funámbulos. El Café de la Gare ya ha ocupado la rue du
Temple para instalar el decorado de lo que será
una pista de baile. Los silenciosos, los jugadores
de gô y los Simones del desierto se repliegan hacia
las plantas inferiores, donde no corren el riesgo
de ser molestados por farándulas y tarantas. Los
burgueses y los rancios del barrio se van de fin de
semana o se atrincheran en casa.
La de esta tarde es la fiesta que los beaubourgs
ofrecen al barrio, a los turistas de visita en la capital y a los cada vez más numerosos ciudadanos
que renuncian a las vacaciones estivales debido
a la contaminación de las playas. También es la
fiesta de fin de año, cuya fecha ha decidido trasladar el Consejo Episcopal de Francia para que la
Navidad de diciembre pueda seguir manteniendo
su carácter de feria del comercio.
chalom
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No queremos cambiar al mundo, pero puede que
el mundo cambie porque nosotros mismos habremos cambiado.
Se está produciendo una evolución curiosa en
materia de sexualidad. En su día, con la creación de los picaderos, se había puesto término
a la sexualidad desenfrenada de los comienzos.
Los picaderos no limitaban la sexualidad, pero
la delimitaban, asignándole el estatus de función
corporal, al mismo nivel que los distribuidores de
alicom en el plano alimenticio. Llevan años funcionando y, aunque el número de mirones y curiosos ha disminuido (incluso entre los Sosos que
bajan de visita dominical), su frecuencia de uso
no lo ha hecho. De todas formas, los altos que solíamos hacer varias veces por semana son ahora
más cortos, lo cual se debe a que nuestras actividades creativas ocupan nuestro tiempo casi por
completo. Mientras que en el universo ordenado
y a medida hacer el amor se deja siempre para
después del trabajo, como una especie de recompensa —o bien antes del trabajo, por la mañana,
que es el único momento del día en que el músculo en cuestión está en condiciones de funcionar—,
aquí cada vez con más frecuencia se interrumpen
las actividades para hacer el amor, al igual que
se interrumpen para comer; y está claro que, como para comer, cada uno para «lo justo y necesario», tan fuerte es la pasión que nos atrae hacia
las cosas que hacemos. Igual que hemos apartado
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la gastronomía en pro de la simple recuperación
energética, así los Gault y los Millau48 del amor
pueden reprocharnos con razón el sacrificar el
gran juego voluptuoso en beneficio del «aquí te
pillo, aquí te mato».
Aquellos de nosotros que tienen formación psiquiátrica, se han preguntado si la nueva cultura
y la pasión creadora no subliman nuestra sexualidad, y han ido escarbando los signos de dicha
sublimación en nuestras creaciones, especialmente en la pintura y la danza, igual que hacen
los historiadores del arte con la Edad Media y
otros periodos de intensa creatividad artística.
Hasta ahora no parecen haber encontrado una
respuesta satisfactoria. En cualquier caso, ¡el libertinaje que los guardianes de la moralidad nos
reprochan se revela ahora de una inesperada
austeridad!
Otros consideran que nuestra alimentación, sin
ser propiamente bromúrica, tiene muy poco de
excitante. Es verdad que las proteínas se dosifican
bastante y que no se dan, ni siquiera entre los no
consumidores de alicom, los abusos de carnaza
y alcohol que la tradición popular asocia con las
grandes cópulas. Aun así, la frecuencia de nuestras visitas a los picaderos demuestra que la necesidad de sexo sigue estando ahí, y la pertenencia
a la especie homo erectus que los jóvenes que han
crecido aquí testimonian frecuentemente en sus
pantalones invalida la hipótesis de una carencia
alimentaria.
anje
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En cuanto a las chicas, los paseíllos y el ligoteo
que practican delante de sus «casas» no dejan duda acerca de la persistencia de la libido.
Construidas a partir de la experiencia frustrante
y mutilante de un mundo para nosotros superado,
estas teorías y explicaciones no están en condiciones de explicar lo que acontece en las situaciones
creadas por la nueva cultura y la nueva libertad.
Una explicación más certera podría basarse en la
noción de equilibrio ecológico entre el individuo
y su entorno: aquí hemos creado un entorno libre, desinhibido, sin las continuas tensiones por
la conquista del poder o del dinero, donde las actividades apelan tanto a la inteligencia como a la
pasión, un ambiente así por fuerza ha de conferir a la sexualidad una espacio simbólico mucho
menor que el que tiene en el mundo crispado de
ahí arriba, donde es ya refugio, ya argumento de
venta y de integración, transgresión, prestigio,
y, en el campo artístico, como ya tuve ocasión
de apuntar, una manera de escandalizar y sacar
provecho, y pornografía con coartada intelectual.
Constantemente reprimida, la sexualidad siempre
está presente, tanto más perversa cuanto más intelectual, y el radicalismo del culo siempre es un
radicalismo de poca monta.
En nuestros bajos fondos ya no hay prohibiciones, toda desviación se considera normal, se
puede satisfacer el deseo cada vez que la pulsión
se hace sentir. Pero todos sabemos que el deseo se
hace sentir sobre todo cuando el trabajo que se hace
now
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exige concentración, cuando nos hallamos encallados en una frase que no se sostiene o en una
combinación cromática que no nos sale. En esos
momentos, como para aflojar una tensión demasiado fuerte, a nuestro organismo le vienen las
ganas de fumar un cigarrillo, de comer una manzana o de echar un polvo. Y entonces, cuando esto
ocurre, satisfacemos nuestro impulso, y todos los
beaubourgs estamos de acuerdo en que los obstáculos que no lográbamos superar un momento
antes se han desvanecido cuando nos ponemos de
nuevo manos a la obra. Así, la sexualidad se ha
convertido en una especie de regulador de la creación, de la que es parte, aunque no necesariamente quede plasmada en el contenido de las obras.
¿No recomendaba el viejo Sócrates a sus discípulos masturbarse cuando su espíritu estaba turbio?
Es justo lo que descubrimos también nosotros, cada uno según sus gustos y deseos personales.
Y todo esto no impide que se manifiesten el
amor loco, las pasiones vivas y jóvenes, tampoco
los celos y la entrega, la ternura y el afecto; estos
sentimientos no son solo exclusivos de los jóvenes, aunque en su conjunto, como es comprensible, las personas de edad más avanzada se quedan atrapadas con más facilidad en los modelos
tradicionales y en las experiencias anteriores. Los
que tienen a sus espaldas una larga vida en pareja
quedan marcados por ella y las uniones sólidas
continúan y se consolidan aún más.
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Beaubourg chic: ceremonia de despedida en honor de Pontus, que vuelve a su tierra para residir
en el beaubourg de Skansen, en Estocolmo, y vivir la cultura en lugar de predicarla en un museocementerio.
A fuerza de prepararnos para vivir mejor mañana,
nos olvidamos de vivir hoy; a fuerza de exaltar la
amistad y el amor, no vivimos ni la una ni el otro;
a fuerza de hablar de revolución, nos olvidamos
de vivir una existencia que haga la revolución
dentro de nosotros.
1984. La planta 84 queda bautizada como «la anti-Orwell».
Todavía no os he hablado de la «conjura de los
uno-de-cada-diez», otro de los grupos que pululan
por aquí, pero que sobre todo hacen discípulos
en ambientes fuera del centro, donde se reúnen y
con los que comparten gran parte de sus valores.
Para hablar de esta asociación es más sencillo dar
algún ejemplo de lo que hacen, y pasar luego a
intentar explicar por qué lo hacen. Muchos de sus
miembros son quiosqueros que regalan el diario a
un cliente de cada diez; otros son camareros que
no cobran la consumición a un cliente de cada
diez. Así es, lo habéis entendido: se trata de hacer
una «buena acción» una de cada diez veces. Y, sin
embargo, el parecido que pudieran guardar con
los Iluminados acaba aquí, porque la frecuencia
gosh
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de sus buenas acciones depende del azar y no de
la cara del beneficiario, un detalle este de extremada importancia.
«Si no se hiciera al azar —declara un cajero de
banco que ha resuelto dar seis francos con veinticinco céntimos de más a los uno-de-cada-diez que
saquen dinero del banco—, tendría la tentación de
escoger a personas de aspecto amable, y que por
tanto no se arriesgarían a denunciarme a la dirección. Ya me han acusado de ser un beaubourg
clandestino, y si me denunciaran otra vez, me metería en problemas… ¿Que por qué seis francos
con veinticinco? Pues porque llama la atención
más que si diese una cifra redonda, cinco francos
o diez francos. De este modo la gente se ve obligada a reaccionar; pero el importe tampoco debe ser
demasiado alto porque, en tal caso, intentarían disimular, felices de quedarse con el botín. He ahí
por qué doy el equivalente a una cerveza o a un
café. El otro día me topé con un baboso al que casi le da una embolia cuando le dije que mi placer
consistía en procurárselo a él. Está claro que era
la primera vez que le ocurría algo parecido».
«La buena acción en sí es del todo secundaria, sobre todo porque no cuesta nada —dice la
acomodadora de un cine; una de cada diez veces
devuelve el doble de la propina que recibe—. Lo
importante es que ese uno de cada diez tome conciencia. ¿De qué? Pues exactamente no lo sé, quizá solo de que delante de él hay otro ser humano,
que cada vez que se da o recibe algo, cada vez que
oggi
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se hace un intercambio cualquiera, lo que hay en
primer lugar son personas.»
«Aunque la cosa les parezca demasiado seria,
inténtenlo, al menos una vez. En primer lugar se
darán cuenta de que no es nada fácil contrariar el
modelo que nos han inculcado desde la infancia.
Y, en seguida, de que es más fácil hacer trampa
en el propio favor que en el de los demás, ese es
el modelo normal, tanto más cuanto que según
nuestras reglas hay que explicar al uno-de-cadadiez que nos da placer darle placer. En fin, se darán cuenta de que la gente se lo toma como una
agresión, una intrusión en su vida. Su vida está
tan falta de gratuidad, de sonrisas, que casi les
hacemos daño con nuestro gesto, porque los dejamos desarmados, derrumbamos sus defensas.
Este gesto nuestro sin importancia les hace tomar
conciencia de la fragilidad de sus propia armaduras y sienten, aunque de manera confusa, que
esas corazas son una idiotez, una idiotez desgraciadamente necesaria para la vida de idiotas que
llevan».
Yo le digo que tiene pinta de ser el teórico del
grupo, lo que le hace saltar:
«Usted me toma el pelo, no hay ningún teórico
en nuestro grupo, lo que le estoy contando es muy
simple. Por otro lado, los intelectuales nos miran
con superioridad, nos encuentran banales… pero
cuando les toca a ellos ser el uno-de-cada-diez,
son igual de idiotas y están igual de desarmados
que los demás. Pues no, mire usted, en nuestro
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grupo no hay intelectuales, generalmente los intelectuales son nuestros clientes. Nosotros somos
vendedores o dependientes, y por lo general sin
grandes responsabilidades, razón de más para
que no haya intelectuales entre nosotros. Pero el que
no hayamos estudiado no significa que no nos
demos cuenta todos los días de que los clientes
nos ven como una especie de distribuidores más o
menos automáticos: dispensadores de periódicos,
de aperitivos, de cambio... en definitiva, una especie de grandes olvidados de la automatización.
Actualmente somos casi doscientos en nuestra
asociación: cajeros, quiosqueros, vendedores ambulantes, camareros, en fin, vendedores de todo
tipo, pero siempre de cosas de poco valor».
Y entonces me cuenta la aventura de un alto funcionario soviético de paso por París que provocó
un escándalo diplomático como consecuencia de
un encuentro galante en la rue Tronchet. Como
él era su cliente uno-de-cada-diez, su compañera
ocasional no quiso que le pagase de ninguna de
las maneras. Esto exasperó al ruso de tal manera
que acabó acusando a nuestro servicio de inteligencia de haber puesto agentes a su servicio para
que le vigilasen.
Resulta fácil decir que la gente es víctima del
Sistema, y que si queremos cambiar a la gente
primero hay que cambiar el Sistema. ¿Pero quién
cambiará al Sistema si todos son criaturas del
Sistema?
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Beaubourg
Quisiera rebatir una vez más la acusación lanzada en nuestra contra a propósito del asesinato de
Pedro Sánchez. Es verdad que dos beaubourgs
formaban parte del grupo de cinco ancianos que
solicitaron audiencia con el único propósito de
acercarse a él lo suficiente y hacerle volar por los
aires junto con ellos. De ahí a acusarnos de alentar a nuestros ancianos a aprovechar su despedida voluntaria para llevarse de paso por delante a
tiranos y explotadores, hay un límite que nunca hemos sobrepasado. Estamos del todo de acuerdo
con la teoría del suicidio útil, pero la felicidad de
ver desaparecer de la faz de la tierra a un tirano
no compensa la tristeza por la muerte de dos de
nuestros amigos, aunque supiésemos que habían
decidido quitarse la vida. En lugar de lanzar acusaciones, los Envarados harían bien en enmendarse y librarse de sus alienaciones y, ya que tanto les
importa la vida, en librar al mundo de las estructuras de dominación generadas por los opresores.
En la entrada, en caracteres enormes, estos versos de Balzac:
¡por los clavos de cristo!
yo no tengo
ni fe ni ley,
ni casa ni asilo,
ni rey ni dios*
* Notre-Dame de París, canto xxiv.49
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Una utopía subterránea
«El punto de partida de toda búsqueda de una
nueva cultura es dejar que los hombres concernidos por esta la construyan ellos mismos». Este es
el tipo de grafitis que os encontraréis a la entrada
de los subterráneos culturales del beaubourg. En
materia de creación cultural, aquí, a diferencia de
Roma, donde estas cosas les eran ofrecidas, es el
pueblo mismo el que produce su propio panem et
circenses. No voy a volver a insistir sobre la algarabía de estas catacumbas, donde ni el pan ni
los juegos son de calidad, y donde incluso lo que
pudiera serlo, como ciertos glissandos que escuché el otro día procedentes sin duda de una pieza
de Xénakis, se ven constantemente menoscabados
por su cercanía con actividades profanas o vulgarmente utilitarias, del tipo fabricación de cestas o
composición floral. No niego la fascinación de estos pasatiempos algo femeninos —aunque he visto
participar en ellos a tíos bien grandotes, de esos
que tanto necesita nuestra industria nacional, pero esta es otra cuestión… En verdad, la confusión
y el caos me chocan menos que el sincretismo
entusiasta e ingenuo derivado del encuentro con
otras culturas. Entiendo que la composición floral
a la que me acabo de referir sea una amable costumbre japonesa, también comprendo que los objetos esculpidos por los esquimales supervivientes
de la bahía del Hudson son simpáticos recuerdos
de viaje, o que las canastillas de fibra trenzada de
Gondar resulten encantadoras, pero que todo esto se agrupe en una misma planta dedicada a la
frío
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etnología de los pueblos de ultramar, y que, por
favor, no se intenten imitar ni las técnicas, ni los
materiales, ni los temas.
«Nuestra cultura occidental es lo bastante rica
para no necesitar de las aportaciones de pueblos,
cuando no de tribus, que solo han entrado en la
historia tras haber sido descubiertos por nosotros
y que solo después han desarrollado una historia
propia. Los años que vieron la emancipación de
los pueblos coloniales quedan ya muy lejos como
para que, ahora, nosotros los europeos cultos osemos levantar cabeza y reafirmar la jerarquía de
las civilizaciones.
»Y, por favor, que no se lleve tan lejos el cosmopolitismo como para copiar algunas de sus costumbres, como parece que la gente del beaubourg
se complace en hacer. No me interesa escuchar
que las dependencias de estos jóvenes, verdaderos antros de iniciación al sexo, son una institución congoleña (o zaireña, como se dice hoy en
día), el así llamado Ndalo o casa de los solteros,
reservada a los juegos amorosos y abierta a todo
el mundo, sin límites de edad. El lector entenderá
que no tengo nada en contra de dicho país y que
el hombre que lo dirige con la necesaria energía
se merece todo nuestro respeto de Occidentales,
pero en cuanto a tomar costumbres de un país al
que tanto hemos aportado… Alguien podría replicar que también nosotros hemos aceptado el jazz,
pero es bueno recordar, a tal propósito, que sin
los dos siglos y medio de desembrutecimiento del
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que los negros se beneficiaron en Nueva Orleans,
el jazz nunca se habría emancipado del primitivo
tam-tam africano». (Défense de l’Occident, mayo
de 1984).
Finalmente, la Federación de los Trabajadores
Aislados ha ganado la causa. De ahora en adelante todos los trabajadores que, a causa de las
tareas que desempeñan, se vean obligados a estar
separados del resto, obligándoles a trabajar solos,
es decir aislados, tendrán el derecho de hacerse
acompañar por un alguien. Estos compañeros de
palabra,50 como se les llama, no están remunerados, aunque la Federación no pierde la esperanza
de hacer algún avance también sobre este punto.
La ley no solo se aplica a vigilantes nocturnos,
guardianes, gruistas, carceleros y similares, para
los que el aislamiento y el silencio ambiente resultan particularmente penosos, sino también a
los conductores del transporte público. Para esta
categoría han sido decisivas las investigaciones
desarrolladas por el Instituto de Medicina del
Trabajo, que han revelado que los taxistas, que
pueden charlar amablemente con sus clientes,
tienen una esperanza de vida significativamente
mayor que los conductores de autobús, quienes
tienen prohibido conversar.* Los casos de intelectuales, correctores de exámenes e investigadores
* Differential Mortality Rates in the City of Paris, France,
Annales de l’Académie de Médicine, vol.lxxii, enero de 1984,
pp. 212-215.
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científicos aún están en estudio y serán objeto de
disposiciones adicionales.
Nosotros los beaubourgs, por nuestra parte,
nos sentimos satisfechos de dichas innovaciones,
pues gracias a ellas el pasajero que dé conversación al conductor del autobús podrá viajar gratis.
La conversación no entrañará ningún riesgo para la seguridad, y estará prohibido (ya están los
carteles pegados) estrechar la mano al conductor.
De todas formas, esto no es lo esencial (aunque
espero que convendréis conmigo en la necesidad
de airear de tanto en tanto mi largo testimonio
con detalles menos pesados), lo esencial, decía,
es la constatación de que la gente vuelve a descubrir poco a poco el arte de la conversación y
de que ya no se contentan con el ruido de fondo
y las suaves melodías de la radio. La gente ya no
quiere limitarse a escuchar, quiere hablar, mantener un intercambio con un ser concreto, cara
a cara, y no escuchar pasivamente a los cursis
de los locutores. Creo que se trata de una evolución profunda y no cabe duda de que esta pesa
sobre una opinión pública claramente favorable a
un reforzamiento del control del Estado sobre la
radiotelevisión, cuya privatización ha puesto en
entredicho su rol primario de interlocutor de la
Nación.
Se está imponiendo una curiosa costumbre: en los
edificios aledaños, la gente abre pasajes de una casa
a otra, comunicando los sótanos (frecuentemente
tchlaff
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inutilizados y más asequibles) y sobre todo los
apartamentos, y ello a pesar de los desniveles entre unos edificios y otros.
Como hemos vuelto a colocar el trabajo en el lugar que le corresponde, es decir, al mismo nivel
que el juego, el amor o la conversación, la división
del trabajo entre sexos ha desaparecido. Hacemos
las cosas todos juntos, sin distinción de sexo o de
edad, y la «producción», si puede llamarse así a la
actividad que desarrollamos en nuestros talleres,
no es obligatoria, sino un medio como otro cualquiera para crecer y ampliar los horizontes personales. Naturalmente, en el exterior hay trabajos
en los que nos vemos obligados a tener en cuenta
los deseos de nuestros patrones; pero estos trabajos son marginales en nuestra existencia, y si un
patrón tarado nos toca las pelotas porque nuestra
chica nos viene a ver al trabajo, simplemente nos
piramos.
Como lo hacemos todo juntos, nunca pasa que
los chicos estén por un lado y las chicas por otro
(como tampoco hay nunca niños o viejos solos),
y como por otro lado el trabajo ha dejado de ser
una maldición para convertirse a un tiempo en una
distracción y en una actividad útil, las relaciones
entre hombres y mujeres son distintas, y se han
transformado en algo parecido a la ternura mezclada con el erotismo —más ternura hacia viejos
y niños, más erotización entre las personas de la
misma edad (aunque no necesariamente de distinto sexo).
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No lo sé explicar bien, es algo más que la amabilidad, algo más que el sentimiento de seguridad,
porque nadie se reirá o se burlará si dices alguna
estupidez. Tampoco se trata únicamente de la serenidad de la gente que se siente a gusto porque
hay más calor humano, manos que se rozan, miradas que se buscan y se encuentran. Es todo esto
a la vez, y es maravilloso.
Pequeño roce con el Ministerio de la Instrucción
Pública, que quiere agrupar en una nueva universidad algunas de las enseñanzas que se dan aquí
abajo, obligando en consecuencia a los profesores a utilizar locales «más apropiados». La postura ministerial se explica por el éxito conseguido
por este tipo de enseñanzas y el abandono de los
locales tradicionales por parte tanto de los estudiantes como de los profesores. Esto nos recuerda a la campaña denigratoria contra el profesor
Cavauna,51 el primer docente universitario en impartir regularmente en el centro su curso de semántica populista. Fue acusado de atentar contra
la dignidad de la Cultura porque su seminario de
tercer ciclo se desarrollaba al lado de un grupo
de filatelia.
Nadie puede entender lo que está pasando con los
ejecutivos de la Renault. Tanto los sindicatos como
la dirección se encuentran desarmados, periodistas y observadores se pierden en conjeturas: desde
hace ya quince días, una treintena de ingenieros
murlafa
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de producción, gente muy valorada por otra parte, se niega a dar órdenes, afirmando que sus funciones se limitan a poner a disposición de la empresa sus capacidades y conocimientos, y que si
el personal es indisciplinado o incapaz de aceptar
sus responsabilidades, la culpa la tiene la política
de contratación y que no entra dentro de sus atribuciones el tener que soportar las consecuencias.
Puesto en cuestión, el comandante Arnaud de
Castelmignon-Solutré* (jefe de personal y padre
del plan de cogestión de la Renault)** se ha escudado en los resultados de los test de contratación,
que según él descartan a cualquier candidato desprovisto de sentido de la responsabilidad y de disposición suficiente para colaborar. Igualmente ha
estigmatizado, en términos muy duros, el llamado «espíritu beaubourg» que estaría en el origen
de estas «dimisiones» del equipo directivo. Por su
parte, los jefes de departamento dependientes de
los directivos objetores de conciencia se han reunido para decidir las medidas a tomar para hacer
frente a la situación. En su mayoría, parecen favorables a las decisiones tomadas por sus superiores
y proponen que, a su nivel, el común acuerdo pase
a sustituir las órdenes que vienen «de arriba»…
Se espera una declaración de la Asociación
Nacional de Directivos Industriales en condena de la postura de los ejecutivos, en nombre
* Que no forma parte de mi club de canasta.
** Este caso se produjo en 1984, razón por la que ya no se
habla de autogestión.
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del principio de la Jerarquía y del concepto de
Autoridad tradicionalmente defendidos por esta
asociación.
A día de hoy (el señor Chapel, nuestro «consejero
económico», facilitó ayer a la asamblea la cifra),
el número de personas que cada mes transfieren
completa o parcialmente su salario en la cuenta
corriente del centro es de 23.590, con lo que tenemos un saldo disponible siete veces superior
al importe de los gastos fijos mensuales. Lo hemos conseguido: nuestro sistema de financiación
funciona, sin personal fijo, sin organigramas, sin
cuotas obligatorias.
El señor Chapel se preguntaba incluso si no
convendría fichar a una secretaria para llevar las
cuentas detalladas de cada ingreso, pero la asamblea lo rechaza a carcajada limpia: puesto que en
cada operación la administración postal comunica el saldo, ¿para qué ser tan quisquillosos con los
detalles?
No hase falta forzase a ecrivir azí para demostrar que no se da la más mínima importancia a la
gramática o a la ortografía; estas señoras se están
muriendo de muerte natural, y solo los espíritus
rancios y los catecumenizadores del pasado indefinido podrán lamentarse de nuestra suprema indiferencia. Hay un test sencillo: si con cada falta
no podéis evitar torcer la nariz, significa que os
habéis convertido en perros guardianes, y que por
007
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tanto estáis perfectamente condicionados dentro del rol que el sistema gramático-represivo os
ha reservado, vuestros procesos mentales se han
adecuado ortopédicamente a este y la insistencia en un lenguaje pulido revela al castrado que
han hecho de ti. Así Petrificado, no eres más que
un cadáver condenado a la extinción, y nosotros
esperamos que todos los sacrilegios que seguiremos cometiendo contra lo que vuestra Cultura de
apóstrofes y circunflejos ha hecho del «genio de la
lengua» acaben por haceros reventar.
Entre nosotros se oyen hablar todas las lenguas y
todos los dialectos. Los «arigatós» se mezclan continuamente con los «ketal» y los «okey», aunque
predomina el franglés. Of course, no es el franglés
de los técnicos y de los jóvenes ejecutivos llenos
de arrogancia, neo-lengua de la organización de
la propiedad y de las jerarquías multinacionales,
sino más bien el franglés de los marginales, de los
exiliados, la jerga de la amistad. Incluye también
un buen número de palabras españolas, wólof y
japonesas; y bonitos giros italianos, eslavos y de
Quebec. Mezclar las lenguas está de moda y cada día se inventan palabra nuevas, sobre todo en
los certámenes de poesía, que entre nosotros han
vuelto con fuerza. Algunas de estas palabras no
tienen más utilidad que el placer de haberlas inventado, y no hay nuevo tipo de plato que nuestros
alfareros no bauticen con nombres encantadores.
Los gagulús, un crusulpur, los papanoles... Llevo
well!
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aquí ya diez años y aún me pregunto qué pueden
significar ciertas palabras muy comunes en nuestras charlas. Pero son palabras simpáticas, y me
pregunto a santo de qué los Normalizadores y los
a-mayor-gloria de la literatura emperejilada habrían de impedirnos jugar con ellas. Después de
todo, también la patafísica debe democratizarse.
Las cosas se complican con los mensajes en los
muros y las proclamas, que muchas veces requieren un tiempo para poder descifrarlos. Pero, bueno, ¿es que no tenemos tiempo para dar y regalar?
Y ni se os ocurra hablarnos de la destrucción de
nuestra bonita lengua-madre y de que, de seguir
así, acabaremos por no ser capaces de leer nuestros grandes clásicos. ¿Qué nos importa a nosotros
una lengua fijada y petrificada desde hace siglos,
que la Escuela y la Academia no han dejado de
empobrecer, frenando y ridiculizando la creatividad popular en materia de expresiones y de
nuevos giros? De todas formas, ningún ser con
la cabeza debidamente amueblada, con la única
excepción de los sádicos dictadorzuelos de instituto lo bastante sádicos como para obligar a los
futuros Integrados a degustar Cinna y el Arte poética, es capaz de disfrutar con la lectura de esos
cadáveres literarios. Por otro lado, al igual que
Tarzán, Robinson y Lenin, ya hace tiempo que El
Zorro, Flash Gordon y Manon Lescaux han sido
reinventados y representados en sus distintas versiones. Ahora, el pueblo crea lo que consume y ya
puduskin
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no espera de sus gramáticos que le digan lo que es
bello y bueno, es decir, aquello que tendrá que ser
reprimido en el seno de las clases inferiores y respetuosas. A lo largo de muchos siglos, nos habéis
hecho creer que la Ciencia (=vuestra Ciencia) y
el Conocimiento (=vuestro Conocimiento) nos liberarían y conducirían a la humanidad hacia una
estado más Justo, Harmonioso y etceteroso. De
ahora en adelante, crearemos nosotros mismos
según nuestros usos y para nuestro placer.
Dicho esto, si queréis aprender el bretón o el
bengalí, el alsaciano o el suajili, si queréis conversar en lengua d’oc o en lenguas de gato al estilo
de Quercy, no lo dudéis. Con un poco de suerte,
seguro que encontraréis a alguien aquí abajo encantado de poder enseñaros lo que sabe.
Nacen beaubourgs por doquier. Los últimos hasta la fecha son los de Marsella y de Tours. En el
extranjero está el ch 1007 (Lausanne) y el gb rg9
3au (Oxford), y también, por cierto, el barrio de
San Vito en Milán,52 enteramente beaubourgizado, Corte de los Milagros de nuestros tiempos
modernos. También en Francia, en numerosas
ciudades de provincia, cuyas zonas industriales
ilustran mejor las buenas relaciones existentes
entre los candidatos electos y los propietarios de
las zonas urbanizables que una demanda concreta por parte de industriales deseosos de establecerse allí, las administraciones locales ceden con
facilidad terrenos y naves. Buscamos también
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Beaubourg
viejas fábricas y viviendas de protección oficial
que ya nadie quiere y las bodegas cooperativas
abandonadas, cuyos interiores se pueden reformar fácilmente (las fachadas, que dan al mundo
exterior, no son de nuestra incumbencia). Incluso
en París, la excavación de la línea de metro nortesur y la construcción del gran intercambiador de
doble sentido sobre los puentes del Sena, así como el uso obligatorio del casco para los peatones
por las grandes arterias de la ciudad asquean a
la gente, lo que favorece la creación de pequeños
beaubourgs en los barrios periféricos y los suburbios.
Empezamos a darnos cuenta de que, para el engranaje perfecto de las galerías, de los artistas con
contrato, de los mercaderes de colores y de los
críticos, hemos sido un factor de desorden. Como
ya he dicho, nada de lo que sale de aquí va firmado, ni telas, ni ballets, ni cerámicas, esculturas,
películas o fotografías. Y aun no siendo obras colectivas, las creaciones siempre son anónimas. Lo
único que se sabe es que proceden del beaubourg,
eso es todo. Nadie se ocupa de la comercialización, de los circuitos o del marketing. Además, la
reproducción y la multiplicación de las obras han
transformado los museos en centros de almacenamiento de los originales no destruidos, donde
solo los eruditos van a documentarse. Por supuesto, hay un montón de traficantes al acecho ante
las puertas del beaubourg, haciendo su agosto y
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echando mano de todo lo que sale. Pero qué más
da, no estamos aquí para controlar o reformar un
sistema no reformable. También es verdad que los
más honestos o los que se ven obligados a ello por
alguno del centro (pues sobre este punto no acabamos de ponernos de acuerdo, y hay quien dice
que habría que pegarles una buena paliza) a veces
hacen donaciones sustanciosas.
En cuanto a los artistas que aspiran a vivir como burgueses de sus producciones vendiéndolas
individualmente a galerías de arte, así como los
que hablaban de acercar el arte a las masas al
tiempo que ajustaban un nuevo lienzo en su caballete, hace tiempo que se han ido a engrosar
las listas del mercado tradicional. Por otro lado,
dicho mercado está en crisis, más que nada porque nosotros representamos una producción importante que escapa a su control y que le hace
competencia «desleal» al no someterse a su sistema de precios y márgenes.* Nótese que incluso
el mercado de antigüedades y de segunda mano
sufre también una crisis desde que las personas
se han acostumbrado a cambiar o vender directamente sus recuerdos, antiguallas y cosas viejas
directamente en los mercados de fin de semana
del boulevard Richard-Lenoir o de la avenue de la
Grande Armée.
* Dieses Buch enhält die für Sie wichtige Gebrauchsanweisung
und den Garantieshein. Bitte lesen Sie beides aufmerksam
durch und bewahren sie es gut auf. 53
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La transformación de las relaciones sexuales que
se ha producido con el paso del tiempo se debe en
parte al número cada vez mayor de jóvenes que
han pasado aquí toda su adolescencia y que por
ello han vivido una sexualidad equilibrada y libre
de restricciones. Quedan fuera tan solo los más
ancianos, los de más de sesenta años. Para ellos,
la liberación ha llegado demasiado tarde y no han
podido desembarazarse de inhibiciones que se
remontan demasiado lejos o de desviaciones (o
perversiones, como las llaman los Higienistas) resultado de represiones durante su infancia. Ya solo ellos se abandonan a las curvas de los putones
felinianos de las películas para adultos.
Igual que en otros ámbitos, ha sido necesario
el exceso para alcanzar la liberación. Al principio
de todo, los cuerpos enloquecían, y no solo los de
las chicas al ver a un tipo bien dotado (había bastantes Dallesandros que disfrutaban paseándose
por las plantas, mascarón de proa al viento). Era
el periodo del gran fucking, la apoteosis de las
nalgas, de los Cristos pajilleros, de una planta a
otra del Beaubourg (superior e inferior), la época
de los picaderos abarrotados que se prolongaban
hasta los talleres. Por no hablar de los Integrados
que venían aquí de safari a pillar su dosis de
sexo. Pero este periodo bulímico ha durado poco.
Pronto fue sustituido por una sexualidad que consideramos más equilibrada, o mejor dicho, más
satisfecha. Por supuesto, todo sigue estando permitido, y es justo esta gran libertad, junto con los
gagaorum
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polvos exprés de los que ya hablé antes, la que ha
promovido tanto el desarrollo de la bisexualidad
(lo unisex como fin de la división entre los sexos),
como el desarrollo de una sexualidad que se podría calificar de espiritualizada, en la que el apareamiento recuerda al coito tántrico, esmerado,
no necesariamente intimista, sino precedido de
un periodo de relajación del cuerpo y del espíritu
(en ocasiones también de un periodo de ayuno,
entre los más espiritualistas). Me parece que este
es el tipo de relación que tiende a predominar hoy
entre nosotros, una relación en la que el amor se
disuelve en el todo y que se corresponde con la
erotización de la vida, en la que todo se vuelve
amor.
Incluso en su época bulímica, la relativa infrecuencia de la sexualidad en grupo, siempre nos ha
sorprendido. A pesar de estar ocupados casi siempre por muchas personas a la vez, solo de vez en
cuando ofrecían los picaderos la ocasión de juegos colectivos o de intercambio de pareja. Todo
lo que los periódicos escribieron en su día sobre
este tema era una idiotez supina. Releyendo hoy
algunos recortes de periódico que he conservado,
resulta fácil darse cuenta de cómo las ideas acerca de la sexualidad estaban entonces dominadas,
tanto en la derecha como en la izquierda, por las
categorías del capitalismo: se abordaba siempre
el tema de la comunidad de las mujeres, lo que es
muy revelador de la interiorización de la concepción de la mujer como mercancía.
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De este modo, si bien entre nosotros también
tienden a estabilizarse las parejas, ya no son el
mismo tipo de parejas que vemos en el mundo
corroído. Aquí las parejas están tanto más unidas
cuanto que la idea de perder a su partenaire es
menos angustiosa, pues todos nos sentimos respaldados y queridos por el resto. La exigencia de
fidelidad no ha desaparecido, sin duda, pero ya
no es tiránica y sobre todo no funciona en un único
sentido, únicamente para las mujeres. Como cada uno de nosotros se ha desembarazado de su
aislamiento personal y de sus inhibiciones, y han
desaparecido las presiones, antaño intolerables,
del trabajo y de la familia, y debido también a esta
especie de erotización de todos los aspectos de la
vida cotidiana, las relaciones entre los individuos
son a un tiempo más estables y más libres. Nos
sentimos a la vez más seguros de nosotros mismos
y más libres, por tanto, menos dependientes del
otro, y a la vez más unidos al resto. El afecto, el
placer, la ternura tiñen las relaciones de todos, de
modo que la relación con una sola persona es simplemente una relación un poco más privilegiada,
pero, por eso mismo, preciosa, única.
Cada vez son más los consejos municipales que
dimiten en la región de París (27 desde principios
de año, 56 en tres años). Estas dimisiones preocupan al Ministerio del Interior, pues parece cada
vez más evidente que las dimisiones afectan también a los municipios favorables a la mayoría en
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el poder. Según un estudio del Nouvel Observateur
(15 agosto de 1985), «la política de centralización
a ultranza practicada por el gobierno desde hace
más de un cuarto de siglo ha llegado a su lógica
consecuencia: una falta absoluta de interés por
parte de la población en lo que respecta a las funciones municipales. Durante años, el orgullo de
vestir la faja tricolor pudo alentar a los candidatos
a pesar de la progresiva desaparición del poder de
decisión y de la reducción drástica de los recursos
municipales. Hoy, mientras se extiende el espíritu
de rechazo, la ilusión de poder ya no basta para
motivar una candidatura a la alcaldía, sean cuales
sean los partidos y las ideologías».
Parece que en el exterior los beaubourgs son fácilmente reconocibles, y no por su ropa —¡todavía
sabemos llevar chaqueta y corbata si hace falta!
No, la gente nos reconoce por pequeños signos de
los que nosotros no nos damos ni cuenta: somos
más flexibles, más libres de movimiento, más seguros, menos indecisos, pero a la vez más previsores, más receptivos, sin agresividad en los gestos o en la mirada. Es la señal de una liberación
interior, de la parte creciente de lo no verbal, del
desarrollo de nuestra sensibilidad. En nosotros todo
funciona mejor, como no se cansan de repetir los
viejos, ya que les resulta más fácil constatarlo en
sus motores ya algo gastados: el sueño, el apetito, las heces, pero también los ojos, la mirada, las
orejas, los cojones.
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Hoy me han invitado al nuevo beaubourg de la
rue de Lisbonne. Edificio burgués, con una agencia inmobiliaria y un laboratorio médico en la
planta baja. Basta con subir a la quinta planta
para que cambie el estilo. El piso de cuatro habitaciones con balcón ha sido liberado de su respetabilidad y de las divisiones internas. Es el caos
amable al que ya estoy acostumbrado. La sala
grande sirve de living, sleeping y working a la vez.
De hecho, hay unos cincuenta niños jugando, la
mitad del beaubourg y la otra mitad del barrio.
Atravesamos, subimos unas cuantas escaleras y
entramos en un gran estudio del edificio de al lado. Las buhardillas de la sexta planta han sido
transformadas en galerías, a las que se accede
mediante una escalera de carpintero. Acaba de
comenzar un seminario (aunque transformado,
el piso sigue alquilado a la Universidad de París
xxii) y no podemos pasar debido a la gran multitud. Anda, pero si está hablando Edgar Morin.
Razón de más para sentarse y escuchar un rato
las geniales divagaciones del calvo pulposo. Me
quedo allí más de dos horas, luego sigo con la
visita y alcanzo el inmueble cercano a través de
una gran apertura que lleva directamente a las
escaleras. Aquí hay tres pisos completamente
beaubourgizados y nos sentimos todavía más como en casa. Hay que atravesar un gran picadero,
en mi opinión demasiado iluminado (deberían
haberlo instalado en la zona norte), pero que manifiesta claramente la primera fase de la vida de
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este nuevo beaubourg: la fase del gran desbordamiento, en la que hay que acabar en masa con los
muros interiores de las censuras e inhibiciones,
la fase en que todavía tienen éxito las fiestas pegajosas. No me he equivocado: las paredes de las
letrinas son de vidrio.
La visita se alargará mucho, interrumpida continuamente por una taza de té, por los gritos de
alegría de los reencuentros o las producciones
dignas de admiración. Las idas y venidas de un
edificio a otro son incesantes (a pesar de las dos
o tres capas de moqueta, los vecinos de abajo deben de estar cabreadísimos). En efecto, me cuentan que han tenido algunos problemas, que sin
duda se resolverán con la marcha paulatina de
los Integrados, que tienen la mala suerte de vivir
demasiado cerca de nosotros. A menos que también ellos tiren sus tabiques y caven sus túneles
hacia nosotros —no sería la primera vez que esto
ocurre, lo que explica que las recriminaciones del
resto de vecinos no hayan desembocado en abierta hostilidad.
De momento el nuevo beaubourg cuenta con nueve pisos comunicados, en cinco edificios distintos,
y «se está estudiando» una posible ampliación a
otros seis pisos. En cuanto a la población de los
que viven allí de manera estable, está claro que no
se pueden dar cifras precisas —y, aunque pudiera, no las daría, pues cualquier información sobre
la vida privada de los individuos siempre corre el
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riesgo de ser utilizada en su contra. Desde el punto de vista legal, cuatro pisos son aún privados,
mientras que los demás han sido donados a una
asociación de la que es tesorero uno de nuestros
sabios.
La tarde toca a su fin. A pesar del sunshine,
nadie ha sentido la necesidad de salir. Es el defecto de todos los nuevos beaubourgs: se pasa
tanto tiempo descubriéndose y redescubriéndose
unos a otros que ya no se piensa en salir a tomar
el aire. Además, nos da la impresión de que los
Avinagrados que nos encontramos por la calle,
de los que sin embargo formábamos parte hace
no tanto, son tan feos… Plan de combate: alguien
acaba de anunciar que el organizador de recepciones Battendier necesita treinta camareros
para mañana por la tarde en la Conciergerie. Si
he entendido bien, es una recepción del Comité
Confederal del Partido Comunista, damas incluidas. Ni me lo pienso, sobre todo porque habrá
que vestirse de moujiks (es la nueva moda, en las
recepciones chic los camareros sirven en traje
de época). Decido dormir aquí esta noche, pues
mañana dedicaremos todo el día a preparar los
disfraces. Así tendremos la oportunidad de dar
una vuelta por los sótanos; parece que allí hay varias cajas de disfraces recuperados del Casino de
París. Nos pagarán muy bien por el curro, con eso
podremos aprovisionar de alicom al nuevo beaubourg para todo el mes.
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Imposible disociar la acción militante de la vida.
Ya seas obrero o estudiante, trabajador en las fábricas del Sistema o aspirante a dirigirlas en el
futuro, estás pillado en el engranaje y siempre habrá una separación entre tus horas de militancia
y tu trabajo, y una mayor entre tu actividad revolucionaria y tu vida familiar, fuera del curro, con
tu familia, en tu apartamentito bien amueblado,
durante tu tiempo libre (si es que te queda). Lo
que tiene que ser diferente es tu vida privada, pues
la acción revolucionaria es la vida misma, es ella la
que tiene que transformarse. Si algún día llega,
la gran Revolución no será más que una consecuencia de esta transformación. Además, está clara la trampa: no se puede ser revolucionario unas
horas al día, entre la salida de la fábrica o de la
facultad y la hora de irse a la cama. La revolución
no es un chorizo que se pueda cortar en rodajas,
la Revolución, tu revolución, hazla empezando
por comer distinto, por follar distinto, por alojarte
distinto, por reírte distinto.
Le Monde, 4 de julio de 1986: «Las recientes subidas de los gastos de distribución y de los costes de
producción nos obligan una vez más a un reajuste
en nuestras tarifas. A partir de hoy el precio del
ejemplar pasa a costar 8,50 francos (recordamos
que la última subida se remonta al pasado mes
de marzo). Por otro lado, como ya saben nuestros
lectores, a los que siempre hemos tenido bien informados, ayer tarde se dieron por terminadas las
s.o.s.
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Una utopía subterránea
deliberaciones en la asociación de redactores de
Le Monde con la decisión de renunciar a la periodicidad diaria. De ahora en adelante, Le Monde
saldrá cuando la cantidad y la calidad de las noticias así lo requieran, si bien se prevé que no más
de tres veces por semana. Esta reducción del ritmo de publicación nos permitirá seguir mejorando la calidad del diario, algo que nuestros lectores
apreciarán con toda seguridad. Animados por este
espíritu, damos comienzo desde esta entrega a la
publicación de una nueva sección: El arte de vivir.
Para «cubrir» mejor la actualidad de este sector,
sin por ello dejar de respetar las actividades y aficiones de nuestros colaboradores, esta sección será redactada en común con nuestros compañeros
de La Nation* y L’Humanité, en las que aparecerá
simultáneamente.
Todas nuestras campañas de amabilidad, todos
los autobuses que se desvían de su ruta para parar
donde les venga mejor a los pasajeros, todos las
mamparas que se han tenido que modificar para
poder estrecharle la mano al cajero, todas las ventanillas que se han abierto para atender a todos
los que rechazan pagar por transferencia y pagan
al contado sus facturas de la luz y sus impuestos,
porque quieren volver a establecer contactos directos, y finalmente todos aquellos que charlan y
se entretienen en saludarse y felicitarse... todas
* Sí, aparece de nuevo (n. del e.).
s.o.b.
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Beaubourg
estas campañas a pie de campo tenían que tener
algún efecto a largo plazo sobre la calidad de vida
en el mundo de los Severos y de los Indexados.
Nuestra imagen está cambiando y los sarcasmos y
las hostilidades van menguando. Han transcurrido diez años y las protestas parecen haber dejado
paso a cierta tolerancia; el gran público va reconociendo que otra vida es posible.
Coca-Cola cierra una de sus fábricas francesas de
embotellado. A pesar de los esfuerzos hechos por
la empresa para mejorar la calidad de su producto,
la desafección parece ya irreversible.
Todos los pueblos tienen una historia, pero también se dice que los pueblos felices no tienen historia. Por tal motivo, nosotros somos un grupo feliz que ya tiene una bonita historia a sus espaldas,
pero donde nadie se inventa historias, las únicas
que tenemos son las que se han montado sobre
nosotros los de ahí fuera.
Si es verdad que todos los pueblos tienen un arte, puede que la creatividad se estimule más entre
los pueblos que tienen historias. ¿Cuáles son las
artes desarrolladas preferentemente por estas dos
categorías de pueblos? Entre los pueblos que tienen historia —y en el ámbito de los pueblos esto
significa guerras, tensiones, revoluciones—, las
artes corren el riesgo de reflejar dichos conflictos y se alimentarán continuamente de las contradicciones ambientes. Las escuelas, las iglesias,
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Una utopía subterránea
los movimientos se levantarán unos contra otros
en una voluntad de dominación. Los creadores se
dejan la piel, pero al menos quedarán sus creaciones.
Por el contrario, el clima social pacífico y distendido de los pueblos felices corre el riesgo de
favorecer las artes del bienestar, las que antaño
conocíamos como artes sociales, la conversación,
los juegos y las artes decorativas, a imagen de la
afabilidad y de la tranquilidad de la vida cotidiana. Nada autoriza a calificar tales artes de menores, porque, precisamente, son las sociedades
en conflicto las que inventaron la clasificación,
para menospreciar la serenidad y evitar el anhelo
de sus súbditos por un mundo más armonioso. Al
mismo tiempo, estas sociedades en conflicto desencajaban la integridad humana inventando la
aberrante separación entre cuerpo y espíritu, lo
que condujo inevitablemente a la primacía de las
artes del intelecto sobre las artes predominantemente manuales. De esta forma se abrió el camino a las imposiciones de los espíritus elevados y
a la tiranía de los gramáticos de todo tipo. Desde
ese momento, la distancia que separaba a artistas
de artesanos iría siempre en aumento, reflejando
así el conflicto entre una minoría dirigente, inteligente e informada y un pueblo sometido, ignaro,
apto solo para tornear jarros o distraerse en su
folclore.
Al rechazar estructurarse y organizarse, nuestro beaubourg ha evitado cualquier posibilidad
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Beaubourg
de emergencia de una minoría de dirigentes, que,
bajo la apariencia de una no-dirección bienintencionada, hubiese llegado a gobernar por sí sola
todo el cotarro, reafirmando, por supuesto, la separación entre mano y espíritu, entre inferiores y
Superiores. Sin poderes que conquistar, sin presupuesto que controlar, sin abonos ni derechos
de entrada, somos un mini-pueblo feliz, con una
bella historia, pero sin Historia. Y las artes que se
han desarrollado aquí abajo reflejan indiscutiblemente el cambio que se ha producido en nuestras
vidas.
Porque, más allá de las artes, de cuya calidad y
originalidad podéis discutir hasta que os canséis,
lo que hemos producido es un arte de vivir. Para
nosotros, el viejo arte ha muerto junto con el viejo
hombre. Nosotros hemos remodelado la vida misma y nos damos perfecta cuenta de que nuestros
talleres, nuestros escenarios, nuestros estudios y
nuestros picaderos no han sido más que pretextos para transformar la pálida y triste vida de esa
pretenciosa civilización así llamada moderna. En
lugar de ser una pantalla que separa de la vida, a
imagen y semejanza de la de las casas donde la
enclaustráis, la cultura se ha convertido en una
búsqueda sobre la misma vida; y las artes, que te
impiden vivir al mismo tiempo que te ayudan a
existir (cuando no a subsistir) se han convertido
en las realizaciones prácticas del arte de vivir, el
único Arte importante. La cultura deja de ser
el sustituto del arte de vivir, empieza la Historia.
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Una utopía subterránea
En cuanto a saber si nuestra felicidad es poco
propicia a la superación, si la creación no está
fundamentalmente ligada a las tensiones y al sufrimiento, hija de la desmesura y de una percepción aguda de lo efímero, en definitiva: a saber si
nos quedaremos dormidos en nuestro nuevo arte
de vivir… bueno, todas esas cuestiones dejémoselas a aquellos que, a fuerza de buscar razones
para vivir en el futuro, han olvidado vivir en el
presente. Y en lo que a mí respecta, ya no hay razón para seguir con este testimonio; además, me
están llamando para que pruebe las mermeladas.
... .- .-.. ..- -..
-.-. --- -- .--. .- . .-. --- ...
stop
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notas y bibliografía
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Notas:
La primera parte de esta dedicatoria está escrita en japonés, la segunda en italiano. La traducción completa es: «Por
favor, por favor… como te había prometido».
1
Club Méditerranée: Empresa francesa especializada en
ofrecer paquetes de viajes con todos los extras incluidos, preferentemente a destinos exóticos.
2
Charles Piaget: sindicalista y figura emblemática del
movimiento autogestionario francés. Se hizo especialmente
famoso por su admirable lucha en las fábricas de relojes de la
marca Lip, durante los años setenta. «Su tío Jean de Ginebra»
es sin duda Jean Piaget (1886–1980), reconocido psicólogo
especializado en el comportamiento infantil, si bien no está en
modo alguno verificado el parentesco entre ambos.
3
4
Karl Gunnar Pontus Hultén: (1924–2006), historiador del
rte sueco director del Centro Georges Pompidou de París
entre 1977 y 1981.
Jean Royer: (1920–2011), político conservador francés.
Fue nombrado ministro dos veces en los gabinetes de Pierre
Messmer, entre 1973 y 1974.
5
6
En «castellano» en el original.
7
Action Catholique Ouvrière (aco): grupo católico de inspiración obrerista fundado en 1950.
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Notas
Yvon Bourdet (1920–2005): sociólogo francés especializado
en autogestión. Publicó varios estudios sobre el tema y artículos, entre otras revistas, en Socialisme ou Barbarie. Su obra
clave es L’espace de l’autogestion (París, Galilée, 1978).
8
Al aparecer este libro en su primera edición bajo el seudónimo de Gustave Auffeulpin, se entiende el malévolo placer
que pudo experimentar Meister al citarse a sí mismo como
autoridad.
9
10
Se refiere a la película Moi y’en a vouloir des sous (Jean
Yanne, 1973), nunca estrenada en España.
11
Sennelier es una famosa marca francesa de pigmentos de
alta calidad para artistas y pintores profesionales.
12
Michel Rocard (1930): político socialista francés, primer
ministro de Francia entre 1988 y 1991.
13
Ambassade d´Auvergne: famoso restaurante de cocina
francesa muy cercano al Centro Beaubourg.
14
Jacques Borel (1927): gran industrial francés, inventor del
modelo de restaurante de autopista. Igualmente, fue el principal introductor de las hamburguesas en Francia.
15
«La Reynière» fue uno de los seudónimos de Robert Julien
Courtine (1910–1998): crítico gastronómico y escritor francés. De posiciones conservadoras, fue condenado por colaborar con los alemanes durante la ocupación. También escribió
bajo el seudónimo de «Savarin».
16
Anne Gaillard (1939): periodista francesa famosa por sus
reportajes en profundidad sobre temas controvertidos. André
Soubiran (1910–1999): médico y escritor francés de gran
prestigio popular.
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Notas
17
François Maspero (1932): editor, autor y periodista francés, conocido especialmente por haber sido editor de autores
de izquierda durante los años setenta.
Los llamados Katangueses fueron un grupo político que,
durante la ocupación de la Sorbona en Mayo del 68, se
caracterizaron por su actitud radical y, en ocasiones, intimidatoria hacia otros grupos de estudiantes. Según los definió
René Viénet, se trataba de un grupo heterogéneo de «exmercenarios, parados y desclasificados» (René Viénet: Enragés y
situacionistas en el movimiento de las ocupaciones, Madrid,
Castellote editor, 1978, pág 186). En los últimos días de la
ocupación fueron expulsados de la Sorbona por los estudiantes que, hartos de sus intimidaciones, esperaban que aquella
demostración de «buena voluntad» retrasara en lo posible la
entrada de la policía en las aulas.
18
El Bread and Puppet Theatre es una compañía de teatro
de marionetas estadounidense creada en 1963 que se caracteriza por combinar en sus espectáculos actores y marionetas
gigantes.
19
20
Grand Magic Circus: cabaret de vanguardia francés fundado en 1963 bajo el nombre de Grand Magic Circus et ses
animaux tristes (el Gran Circo Mágico y sus animales tristes). Delta Phi: fraternidad de estudiantes francófonos proveniente de Estados Unidos, con delegación en París. The Living
Theatre es una compañía de teatro estadounidense, creada en
1947 en la ciudad de Nueva York.
21
Jean Daniélou (1905–1969), fue un sacerdote jesuita francés muy renombrado en su época como teólogo y creador de
comunidades juveniles. Su figura pasó a otro grado de celebridad cuando, al morir víctima de un infarto, su cuerpo fue
encontrado en casa de una conocida prostituta. Meister añade
una «p» al final de su apellido con la intención de modificarlo
y acercarlo a la palabra loup (lobo).
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Notas
22
Maurice Clavel (1920–1979): escritor, periodista y filósofo
francés. Vinculado al trotskismo, fue especialmente crítico
con el estalinismo.
Péchiney: grupo industrial francés, activo en los sectores
del aluminio, la metalurgia, el embalaje, la química y el combustible nuclear.
23
24
Referencia a los Jack Daniel’s Grill, establecimientos franquicia de la conocida marca de bourbon. La palabra barrel,
barril en inglés, aparece en algunas etiquetas de esta marca.
Le Point: revista francesa de información general fundada
en 1972, de línea conservadora.
25
ratp: Régie Autonome des Transports Parisiens. Compañía
arrendataria de los servicios de transporte público de París.
26
Longo Mai es una red de cooperativas agrícolas alternativas de carácter laico, rural y anticapitalista. La primera fue
fundada en 1973 en Limans (Francia) y posteriormente se ha
extendido por Europa.
27
Michel Poniatowski (1922–2002): político democristiano
francés, muy cercano a Valéry Giscard d’Estaing.
28
29
Roger Garaudy o Ragaa Garaudy (1913–2012) fue un filósofo y político marxista, autor de una cincuentena de libros.
En 1968 se convirtió al catolicismo y en 1982 al Islam. En
1995 publicó Los mitos fundadores de la política israelí, donde
defendió las tesis negacionistas del Holocausto, lo que le valió
una condena a seis meses de cárcel, que no llegó a cumplir.
Rhône-Poulenc (rp) era un grupo farmacéutico francés
muy poderoso sobre todo en los años sesenta. Con el tiempo
fue fusionándose con diversas compañías hasta la creación
de la actual Aventis. Por su parte, Olida era una marca líder
30
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Notas
en charcuterías muy presente en la industria de la carne en
conserva hasta los años noventa. La creación de esta marca
doble es fruto, en esta ocasión, del humor ciertamente negro
de Meister.
31
René Dumont (1904–2001): ingeniero agrónomo francés,
conocido por su lucha en favor del desarrollo rural en los países
pobres. Su obra más conocida es L’Utopie ou la mort! (1973).
32
En castellano en el original.
33
Roux y Combaluzier: dos de las marcas más frecuentes de
ascensores en Francia.
34
Marcel Achard, pseudónimo de Marcel-Auguste Ferréol
(1899–1974): dramaturgo y guionista de comedias sentimentales. En 1959 fue elegido miembro de la Academia Francesa.
35
Este nombre posiblemente sea una mistificación de
Meister. La traducción al castellano de su apellido (Adroite: a
derechas) así lo sugiere.
36
Meister se refiere aquí a sir Lord Robert Cecil Stephenson
Smith Baden-Powell of Gilwell, barón de Gilwell, (1857–
1941); fundador de los Boy-Scouts. «El guitarrista» es el
famoso músico Baden-Powell de Aquino (1937–2000), clave
en el surgimiento de la bossa nova brasileña y conocido popularmente como Baden-Powell. Ambos solo tenían en común
la admiración del padre del segundo por la obra del primero.
37
Mistinguett fue el nombre artístico de Jeanne Bourgeois
(1875–1956), vedette, cantante y actriz francesa, recordada
especialmente, además de por sus bellas canciones, por su
particular «divismo».
38
Meister se refiere aquí a tres personajes concretos, de
cuya conjunción obtiene destellos de un humor particular:
291
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Notas
Raymond Aron (1905–1983), famoso filósofo, sociólogo
y comentarista político francés; y los payasos Choron y
Matagron, populares estrellas de los programas infantiles de
televisión en Francia.
39
Se refiere aquí a Fred Lipmann, conocido popularmente
como Fred Lip, creador de la empresa francesa de relojes Lip
y director de la misma hasta 1971.
Jean-Louis Bory y Henri Agel fueron dos conocidos críticos de cine franceses, que desarrollaron su labor principalmente durante los años setenta.
40
41
Tanto en este párrafo como en el anterior, Meister nombra
a conocidos directores de cine, filósofos, artistas, músicos,
periodistas, políticos y cantantes de variedades suficientemente famosos (al menos en los años setenta) como para que
consideremos algo redundante su especificación individual.
42
No se ha localizado ninguna información fiable referente a
este crítico. Es posible que se trate de una mistificación.
43
Henri Lefebvre (1901–1991): filósofo marxista heterodoxo
francés. Destacó por sus investigaciones sobre la ciudad capitalista y por ser el creador del concepto «crítica de la vida
cotidiana», muy apreciado, entre otros, por Guy Debord y los
situacionistas.
44
En castellano en el original
45
La Confédération générale du travail unitaire (cgtu) fue un
sindicato que existió entre 1921 y 1936 muy relacionado con
el partido Comunista Francés pero igualmente abierto a ideas
anarquistas. Meister lo resucita expresamente para la ocasión, y nombra secretario general a Georges Séguy, famoso
sindicalista francés, miembro histórico de la cgt.
292
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Notas
46
Edgar Faure, (1908–1988): fue un político y escritor francés, vinculado principalmente a los socialistas. Varias veces
ministro, fue igualmente presidente del Consejo de Gobierno
y presidente de la Asamblea Nacional. También fue miembro
de la Academia Francesa.
47
Tanto el noxal como el argón son gases utilizados para realizar soldaduras. Meister se refiere aquí a los bidones que los
contienen.
48
Henri Gault y Christian Millau fueron una pareja de críticos gastronómicos célebres por su trabajo de divulgación de
la nouvelle cuisine francesa en los años sesenta y setenta.
49
Parece poco probable que Meister confundiera a Balzac
con Victor Hugo. Se trata, una vez más, en nuestra opinión,
de una lúdica mistificación.
50
En castellano en el original.
A pesar de que en el original figura claramente la palabra Cavauna, no podemos evitar sospechar que en realidad
Meister se refiere a François Cavanna, fundador de la revista
satírica «Charlie Hebdo».
51
52
Un barrio con este nombre no ha existido nunca en Milán.
Traducción: «Este manual contiene instrucciones importantes para usted. Por favor léalo atentamente y manténgalo
en buen estado».
53
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Bibliografía esencial
de Albert meister:
Associations coopératives et groupes de loisirs en
milieu rural, París, Editions de Minuit, 1957.
Coopération d´habitation et sociologie du voisinage, París, Editions de Minuit, 1957.
Les communautés de travail, París, Entente communautaire, 1958. (Ed. cast.: Los sistemas cooperativos ¿democracia o tecnocracia?, Barcelona,
Nova Terra,1969).
Socialisme et autogestion: l´expérience yougoslave, París, Le Seuil, 1964. (Ed. cast.: Socialismo y
autogestión: la experiencia yugoslava, Barcelona,
Nova Terra, 1965).
Le développement économique de l´Afrique orientale, París, Presses Universitaires de France, 1968.
L´Afrique peut-elle partir? Changement social et
développement en Afrique orientale, París, Le Seuil,
1969.
295
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Bibliografía
Participation, animation et dévelopement, París,
Anthropos, 1969. (Ed. cast.: Participación social y
cambio social: Materiales para una sociología del
asociacionismo, Caracas, Monte Ávila, 1971).
Le Système mexicain, París, Anthropos, 1971. (Ed.
cast.: El sistema mexicano, México D. F., Editorial
extemporáneos, 1973).
Vers une sociologie des associations, París, Les éditions ouvrières, 1972.
La participation dans les associations, París, Les
éditions ouvrières, 1972.
L´inflation créatrice, París, Presses Universitaires
de France, 1975 (Ed. cast.: La inflación creadora,
Madrid, Planeta, 1977).
L´autogestion en uniforme, París, Privat, 1981.
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La presente edición de Beaubourg, una utopía
subterránea de Albert Meister se terminó de
imprimir en Madrid en abril de 2014.
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