Subido por Aide Hernandez

leyendas mexicas

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Cuentos mexicanos
El conejo en la luna
Hace mucho tiempo no había astros en el cielo. Todo estaba oscuro. No
existía el día. No había ni sol ni luna ni estrellas. Entonces se reunieron los
dioses en el lugar que se llama Teotihuacan y dijeron: —¿Quién se
encargará de dar luz al mundo? A esas palabras respondió un dios que se
llamaba Tecuci. El dios dijo: Yo me encargo de dar luz al mundo. Luego
hablaron los dioses otra vez y dijeron: —¿Quién quiere ayudarlo? Al instante
se miraron los unos a los otros y ninguno quería ofrecerse para hacer
aquella tarea. Todos tenían miedo. Entre los dioses había uno llamado
Nanahuatzin, a quien nadie hacía caso. Era pequeño, muy feo y tenía una
desagradable enfermedad de la piel, que algunos creen que era lepra.
Además, casi nunca hablaba. Sólo oía lo que los otros dioses decían y casi
nunca daba su opinión. No le gustaba intervenir en las conversaciones de
los otros dioses. Pero esa vez, uno de ellos le habló y le dijo: —Tú,
Nanahuatzin, debes de ser el otro dios que se encargue de dar luz al
mundo. Y Nanahuatzin respondió: —Obedezco de buena voluntad lo que
me ordenan. Yo seré el otro dios. Yo también me encargaré de dar luz al
mundo.Tecusi y Nanahuatzin comenzaron a prepararse haciendo
penitencia. Los otros dioses encendieron un gran fuego, pues ya habían
creado la lumbre. El dios Tecuci, como era rico, ofreció cosas muy valiosas
como oro, plata, plumas de quetzal de muchos colores. y varias preciosas
joyas, entre las que resaltaban las apreciadas piedras verdes. Cuentos
Mexicanos – De los orígenes a la Revolución 17 Nanahuatzin, como era
pobre, sólo ofreció flores del campo, ramas que tomaba de los árboles y
algunas legumbres. Cuando acabaron de hacer la penitencia, los dos
dioses comenzaron la ceremonia para dar luz al mundo. Los otros dioses
vistieron a Tecuci con una chaqueta muy fina y le adornaron la cabeza
con plumas de quetzal de ricos colores. A Nanahuatzin le pusieron una
corona de papel mate y una simple camisa de algodón. Luego todos los
dioses se sentaron en círculo alrededor del fuego. Tecuci y Nanahuatzin se
colocaron enfrente con la cara hacia el fuego. Entonces los otros dioses
dijeron: —¡Adelante, Tecuci! ¡Entra en el fuego! Inmediátamente Tecuci se
preparó para entrar en el fuego. Pero como el fuego era grande y estaba
ardiendo, sintió un gran calor y tuvo miedo. Otra vez trató de entrar en el
fuego, pero otra vez tuvo miedo. Cuatro veces probó, y cuatro veces se
detuvo y no pudo entrar. Según las reglas establecidas por los dioses, nadie
podía probar más de cuatro veces. Así, los dioses hablaron a Nanahuatzin
y le dijeron: —¡Nanahuatzin, ahora te toca a ti!. Nanahuatzin cerró los ojos,
corrió y entró en el fuego. Y cuando Tecuci vio a su rival entrar en el fuego,
él también cerró los ojos y entró en el fuego. Cuando los dos dioses se
quemaron, los otros con gran ansiedad esperaban a ver qué pasaba.
Depués de algún tiempo, el cielo comenzó a ponerse rojo, y en todas
partes apareció la luz. Dicen que después de esto los dioses escudriñaban
en el cielo para ver por dónde vendría Nanahuatzin a traer la luz al mundo.
Miraron por todas partes, pero no se atrevían a decir por dónde saldría la
luz. Algunos pensaban que saldría por el sur. Otros decían que saldría por el
norte; otros miraban hacía el oeste, y otros hacía el este. Por fin salió el sol
por el este. Estaba tan brillante con rayos de luz por todas partes, que
nadie podía mirarlo. Y poco después salió la luna por la misma parte por
donde había salido el sol. Nanahuatzin, que entró primero en el fuego, salió
primero, convertido en sol. Y Tecusi, que entró después, se convirtió en la
luna. Y dicen que los dos, el sol y la luna, tenían la misma luz, brillaban 18
Luis Leal de la misma manera. Y cuando los dioses vieron que los dos
brillaban igual, hablaron entre sí otra vez y dijeron: —¡Oh, dioses! ¿Cómo
puede ser esto? ¿Está bien que los dos, el sol y la luna, den la misma luz? Y
los dioses decidieron unánimemente: —No, no está bien. Tecuci debe dar
menos luz. Uno de ellos, corriendo, le dio un golpe a Tecuci en la cara con
un conejo y se la oscureció. Y así quedó la luna como está ahora, con la
figura de un conejo en la cara. Un día el sol se detuvo. No quería moverse.
Otra vez, los dioses se reunieron en Teotihuacan, donde habían construido
dos pirámides, una para el sol y otra más pequeña para la luna. Uno de los
dioses exclamó: —El sol tiene que seguir su camino. ¿Qué vamos a hacer?
Si el sol no se mueve, todos moriremos. Entonces otro dios tuvo una idea. —
Cuando a uno le pican los mosquitos, no se puede estar quieto. ¿Por qué
no le envíamos un mosquito para que le pique? Y así lo hicieron. El
mosquito voló hasta donde el sol estaba detenido y le picó.
Inmediátamente el sol comenzó a moverse y siguió su camino. Hasta hoy
no se ha detenido, ya que tiene miedo que el mosquito vuelva a picarle.
Suceso extraño...
Tuvo Gil González cuatro hijos, tres varones y una hija, y todos tuvieron
desastradísimos fines... La hermana, que tenían sobre los ojos y muy
guardada para casarla, conforme a su calidad, vino el diablo, y solicitó
con ella y con un mozo mestizo y bajo en tanto estremo que aun paje no
merecía ser, y enrrédalos en unos muy tiernos amores, metiendo cada uno
prenda para perpetuarse en ellos, con notable despojo que se hizo al
honor de sus padres, dándose palabra de casamiento. No fue negocio tan
secreto que no se vino a entender y saberlo el Alonso de Ávila y sus
deudos; y sabido, con el mayor secreto que fue posible, no queriendo
matar al mozo (el cual se llamaba Arrutia), y por no acabar de derramar
por el lugar la infamia, le llamaron en cierta parte muy a solas y le dijeron,
que a su noticia había venido que él había imaginado negocio, que si
como lo sabían de cierto supieran, le hicieran pedazos, mas que por su
seguridad le mandaban que luego se fuese a España, y llevase cierta
cantidad de ducados (que oí decir fueron como cuatro mil) y que
sabiendo estaba en España, y vivía como hombre de bien, siempre le
acudirían, y que si no se iba le matarían cuando más descuidado
estuviese; y que luego desde allí se fuese, y con él un deudo hasta dejarlo
embarcado, y nadie lo supiese, y que el dinero ellos se lo enviarían tras él.
Así lo hizo, que luego éste partió y llegó al puerto, y allí se embarcó y se fue
con el dinero que le habían dado, y todos los años, o los más, le enviaban
socorro. Como no se despidió de la señora, ni ella supo de él, estaba con
grandísima pena, y un día, cuando más descuidada, le dijo su hermano
Alonso de Ávila —Andad acá, hermana, al monasterio de las monjas, que
quiero, y nos conviene, que seáis monja (y habéislo de hacer), donde seréis
de Cuentos Mexicanos – De los orígenes a la Revolución 21 mí y de todos
vuestros parientes muy regalada y servida; y en esto no ha de haber
réplica, porque conviene. Ella, sabe Nuestro Señor como lo aceptó, y luego
la llevó a hancas de una mula, su hermano, y la puso y entregó a las
monjas, las cuales dieron el hábito, y le tuvo muchos años, que no quería
profesar, con la esperanza que tenía de ver a su mozo. Visto y entendido
de ella esto, fingieron cartas que era muerto, y dijéronselo, y sintiólo
gravemente, y luego hizo profesión y vivía una vida tristísima. Pasados más
de qunce o veinte años, el Arrutia, harto de vivir en España, y deseoso de
volver a su tierra (y ya no le daban nada, y ella era monja profesa),
determina de venir a las Indías y a México, y pone en esecución su víaje, y
llega al puerto y a la Veracruz, ochenta leguas de México, y allí determinó
estar unos días hasta saber cómo estaban los negocios, y la seguridad que
podía tener en su venida. Como dice el proverbio antiguo que, «quien bien
ama, tarde olvida o nunca», así él, que todavía tenía el ascua del fuego
del amor viva, determina escribir a un amigo, que avisase a aquella señora
como era vivo y estaba en la tierra; y luego la avisaron, y como ella oyó tal
nueva, dicen cayó amortecida en el suelo, que le duró gran rato, y ella no
dijo cosa, sino empezó a llorar y sentir con menoscabo de su vida verse
monja y profesa, y que no podía gozar del que tanto quería. Con estas
imaginaciones y otras, dicen perdió el juicio, y se fue a la huerta del
monasterio, y allí escogió un árbol donde la hallaron ahorcada. Las monjas
la tomaron e hicieron sus averiguaciones y hallaron que estaba loca: y así
lo creo y se debe de creer.
EL PERRO Y EL COYOTE
EL PERRO Y EL COYOTE
Cuento kiliwa
Una vez, en el monte, se encontraron un perro y un coyote. Saludarse fue
un gran gusto para ellos, pues a pesar de ser primos, no se conocían. Cada
cual se puso entonces a contar su vida. El perro se quejó primero de todo
lo que debía hacer para ganarse el sustento. Luego, al escuchar el relato
del coyote, se maravilló de su libertad de poder ir de un sitio a otro,
durmiendo donde lo sorprendiera la noche, sin tener que cuidar a nadie.
-Eso es ser feliz, primo .suspiró el perro.
-Ya lo creo –contestó el coyote, que llevaba varios días sin probar bocado
y desfallecía de hambre-. En el monte se está seguro y tranquilo, y nunca
faltan la comida y los buenos amigos.
El perro empezó a sentir una gran tristeza por ser perro y no coyote.
-Qué bueno sería vivir como tú primo –le dijo-. Pero un perro no puede vivir
como un coyote, y tampoco mis amos me lo permitirían.
-No te preocupes por ellos –lo alentó el coyote-. Si deseas conocer lo que
es la vida de un coyote yo te puedo ayudar. Para que tus amos no se den
cuenta de tu ausencia me prestas tu piel de perro y yo ocuparé tu lugar en
la casa. Tú te pones mi piel de coyote y te vas a hacer la prueba.
El perro acogió con inmensa alegría tal propuesta, sin hallar la forma de
agradecer a su primo el favor que se disponía a hacerle. Pronto se puso la
piel del coyote y se internó en el monte, ansioso por vivir la experiencia de
la libertad. El coyote, a su vez, se colocó la piel del perro y partió al trote
hacia la ranchería.
No tardó mucho en comprender el perro que la vida en el monte era
bastante dura. Todo le parecía hostil, lleno de peligros y sobresaltos. No
halló amigos, y ni siquiera un momento de tranquilidad. La comida era
también muy escasa. Había que estar siempre atento para comer, y esto
sucedía no más de dos veces por semana. Comprendió que en esas
condiciones la soñada libertad carecía de valor alguno.
Desilusionado y hambriento el perro decidió regresar a su casa, rogando
que sus amos no se hubieran dado cuenta del cambio. Le sorprendió no
encontrar al coyote al llegar. Lo buscó por los alrededores, y cuando se
daba ya por vencido vio su piel oculta en un rincón de la enramada. Esto
le devolvió el ánimo, pues no aguantaba más andar con la piel del
coyote.
Ya con su verdadera piel ladró fuerte para que sus amos salieran a
recibirlo. Estaba soplando un viento frío y deseaba calentarse junto al
fogón. Se preparaba a entrar en la casa cuando apareció el amo. Pero al
verlo, en vez de alegrarse éste se puso furioso.
-Perro desgraciado… ¡ladrón!, mal compañero –le gritó- ¿Así pagaste el
cariño que te teníamos?
El perro se asustó mucho, no entendiendo lo que sucedía. Cuando el
hombre recogió un palo y se vino a pegarle le preguntó qué pasaba, cuál
era la causa de su enojo.
-¿Quieres engañarme ahora? –dijo el amo-. ¿Acaso crees que no sabemos
que te comiste las gallinas y las chivitas?
-¿Yo? –se asombró aún más el perro.
Estaba por pedir que le explicara cuando vio a su primo el coyote llegar a
la enramada, tomar su piel y huir rápidamente hacia el monte.
El murciélago.
Una vez existió un hermoso murciélago. Era la criatura más bella de la
creación, ya que en su afán por parecerse al resto de las aves, subió al
cielo y solicitó al creador poseer plumas. Éste le contestó que podía
solicitar a otras aves sus mejores plumas. Y así lo hizo.
Tras un tiempo de recolección, el murciélago lucía, ufano, su nuevo y
espectacular aspecto. Revoloteaba por toda la tierra recreándose en su
imagen. Incluso, en una ocasión, con el eco de su vuelo provocó un
maravilloso arcoiris.
Todos los animales lo observaban fascinados por su deslumbrante imagen.
No obstante, los halagos comenzaron a hacer mella en él. La soberbia se
apoderó de su raciocinio. Miraba con desprecio al resto de las aves, a las
que consideraba inferiores a él por su belleza.
Percibía que ningún otro animal estaba a su altura. Consideraba que no
existía otra cualidad más importante que no fuera el aspecto físico. El resto
de aves se sentían humilladas ante el vuelo del murciélago. Su continuo
pavoneo se hizo insoportable para todo el reino animal, y sus ofensas
llegaron a oídos del creador. Éste decidió intervenir.
Tras observar la actitud del bello murciélago, lo hizo llamar y subir al cielo.
Ante la presencia del creador, comenzó a aletear con una alegría
desbordada. Aleteó una y otra vez, desprendiéndose, inconscientemente,
de todas sus bellas plumas.
De pronto, se descubrió desnudo, como al principio de los tiempos.
Avergonzado, descendió a la tierra, refugiándose en las cuevas y
negándose la visión. Durante días, llovieron plumas de colores que éste no
quiso observar, procurando olvidar lo hermoso que un día fue. Desde
entonces, el murciélago vivió recluido en la oscuridad, lamentando
su egoísta actitud.
El cuento mexicano de 'Las Posadas'
Era la época del emperador romano Augusto. Este emperador, un día,
decidió hacer un censo de la población, y anotar el nombre y apellido de
cada uno de los habitantes. Así que toda la gente tuvo que acudir al
pueblo en donde había nacido. La Virgen María por entonces estaba
embarazada y tuvo que partir junto a su marido, San José, hacia Belén,
pueblo de nacimiento de ambos.
María estaba a punto de dar a luz, y llegaron a Belén una fría noche del 24
de diciembre. A su marido, San José, le preocupaba el estado de su mujer,
así que llamó a la posada más rica de todo Belén.
- En nombre del cielo,- dijo al posadero- pido posada, porque ya no puede
andar más mi mujer amada.
El posadero le miró de arriba a abajo y respondió:
- Aquí no es mesón, sigan adelante. Yo no puedo abrirle, no vaya a ser un
buen tunante.
- No seas inhumano - insistió San José - Ten caridad. El reino de los cielos te
lo premiará.
- Ya se pueden ir y dejar de molestar - contestó más enfadado el posadero
- Si me enfado más, les voy a apalear.
Así que San José y la Virgen se pusieron en marcha, en busca de otro lugar
en donde cobijarse. Así es como llegaron a la posada de los peregrinos.
San José llamó a la puerta:
- Soy carpintero y me llamo José. Venimos rendidos desde Nazaret.
- No me importa su nombre. Lárguense de aquí. Yo lo que quiero es dormir.
Tuvieron que buscar otra posada. Esta vez llegaron hasta el albergue de los
pobres. Este albergue estaba junto a un establo, en donde solo había un
buey. San José llamó a la puerta:
- Pido cobijo, mi buen amigo, por solo una noche. Mi esposa es María,
la Reina del Cielo, y madre va a ser del divino Verbo.
- ¿Eres José? ¿Tu mujer, María? Entren, peregrinos.
- Dios le pague esta caridad y le colme el cielo de felicidad.
Y como el albergue esa noche estaba llena, José y María tuvieron que
conformarse con el establo. Como compañeros de morada, el buey que
dormitaba allí y la mula en la que había viajado María.
Fábulas de pensadores mexicanos
fábulas de Fernández de Lizardi
LA ARAÑA Y EL CHICHICUILOTE
Fábula XVIII
Una Araña cualquiera
enredaba una mosca, cuidadosa
de que no se le fuera,
teniéndola por útil y sabrosa
para obsequiar con gusto a una arañita
que esperaba a la noche de visita.
Con un hilo y otro hilo
al insectillo ataba diligente,
cuando un buen Chichicuilo
a observarla llegó por accidente,
y haciendo del sensible y compasivo,
así le dijo con acento altivo:
—Araña cruel, tirana;
monstruo de las arañas, fementida;
Araña vil, insana,
¿por qué a esa mosca privas de la vida?
¿Qué te ha hecho la infeliz, en qué te daña,
para que no se libre de tu saña?
¡Ay! ¡pobre animalito!
¡triste de ti, que sufres y padeces
la muerte sin delito!
¡Cuánto en tu situación me compadeces!
¡Quién gavilán o girifalte fuera
para librarte de esa bestia fiera!
—Señor Chichicuilote
—dijo la Araña en tono malicioso—,
admiro que me note
que yo una mosca enrede. Es muy piadoso.
Mas si en mí coger una me condenas,
¿tú por qué te las comes en docenas?
Miróse convencido
de más tirano el Chichicuilo. Calla,
se retira fruncido,
y dice: —No hay qué hacer: aquel que se
halla
plagado de delitos criminales
no debe reprehender faltas veniales.
EL TIGRE HIPÓCRITA Y EL LEOPARDO
Fábula XXXVII
—Yo tengo un corazón muy compasivo.
Me atormenta la suerte de ese pobre;
es Tigre como yo, Júpiter haga
que haya alivio y consuelo en sus dolores.
De este hipócrita modo lamentaba
un Tigre avaro y rico los rigores
que afligían a otro Tigre, que yacía
enfermo, pobre y solo dentro el monte.
Algunos animales lo escuchaban,
entre ellos un Leopardo de buen nombre,
quien al oír a este falso, así le dijo:
—Sí, Tigre, eres piadoso; se conoce.
Muy mucho te lastimas del enfermo;
su triste situación no se te esconde;
compasión manifiestan tus palabras;
pero después de todo, ¿lo socorres?
De la carne que tienes cecinada,
la mayor parte al año se corrompe
y a nadie participas; antes dices:
perezcan todos como a mí me sobre.
Pues, hipócrita vil, si tan cruel eres,
si te ha cogido la avaricia torpe,
no con labio falaz así profanes
de la tierna piedad el sacro nombre.
Y pues tu corazón no es susceptible
de esta augusta virtud que ni conoces,
a la vista del mísero enmudece
y con hipocresías no lo incomodes.
Así en el Tigre reprendió el Leopardo
a muchos que, teniendo proporciones,
afectan compasión al desdichado,
pero crueles al fin no lo socorren.
LA TORTUGA Y LA HORMIGA
Fábula III
Una Tortuga en un pozo
a una Hormiga así decía:
—En este mezquino invierno,
dime, ¿qué comes, amiga?
—Como trigo —la responde—,
como maíz y otras semillas,
de las que dejo en otoño
mis bodegas bien provistas.
—¡Ay! ¡Dichosa tú! —exclamaba
la Tortuga muy fruncida—;
¡qué vida te pasas!
¡Oh, quién fuera tú, sobrina!
y no yo, ¡infeliz de mí!
que en este pozo metida
todo el año, apenas como
una que otra sabandija.
—¿Pero en todo el año qué haces?
—preguntaba la Hormiguilla—,
y la Tortuga responde:
—Yo, la verdad, todo el día
me estoy durmiendo en el fondo
de este pantano o sentina,
y de cuando en cuando salgo
a asolearme la barriga.
—Pues entonces no te quejes
—la Hormiguilla respondía —
de las hambres que padeces
ni de tu suerte mezquina;
porque es pena natural,
y aun al hombre prevenida,
que a aquel que en nada trabaja
la necesidad persiga.
EL HERRADOR Y EL ZAPATERO
Fábula XII
—¡Ah, señor Herrador! —Soy Zapatero,
indecente y grosero,
tenga más cortesía.
—Señor don Herrador, para otro día.
—¿No echa de ver el mísero malcriado
que su oficio es tan vil como el mío honrado?
—Señor, en mi conciencia
no encuentro yo ninguna diferencia,
salvo sólo los nombres,
entre ser Zapatero de los hombres
o calzador de bestias. —Mentecato,
¿qué va que la nariz te desbarato?
¿Qué piensas, insolente,
que se puede con sólidas razones
ésta destruir y mil preocupaciones
que los hombres abrazan tenazmente?
—Cierto que es disparate, no replico
—respondió el Zapatero—, y calló el pico.
LA PALOMA CELOSA
Fábula XX
Un Palomo bebía
alegre en un arroyo cristalino.
Su Paloma lo vía
desde la copa de un frondoso encino,
porque ya días andaba recelosa
y lo acechaba oculta y cuidadosa.
Mas quiso serlo tanto,
que la necia, engañada por sus ojos
llenos de amargo llanto,
vido con celos mil y mil enojos
que su querido con amor besaba
a una Paloma que en el agua estaba.
Pero en el mismo instante,
del alto encino la atalaya deja.
Vuela do está su amante,
le reconviene triste y se le queja.
El Palomo, confuso y aturdido,
la jura que la es fiel ni la ha ofendido.
—Oye —dice a su amada—,
es mi figura la rival temida
que viste retratada
en el arroyo. ¿Crees que sumergida
Paloma alguna en él vivir pudiera?
Depón tu desconfianza, que es quimera.
—¿Quimera? ¡Voto a Cristo!
—responde la Paloma envuelta en ira—.
¡Quimera lo que he visto!...
Dijo, y desesperada se retira,
perseguida por doquiera de su celo,
y al fin pierde la vida sin consuelo.
Mujeres desdichadas
que os dejáis dominar de un celo necio:
sed más consideradas;
no hagáis de las sospechas tanto aprecio,
que el celo que no rige la prudencia
pinta una realidad de una apariencia.
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