https://www.lanacion.com.ar/lifestyle/pensar-para-vivir-nid1678173/ LA NACIÓN Pensar para vivir Nacido en Bulgaria, residente en París, el prolífico filósofo Tzvetan Todorov habla de las formas de totalitarismo y de su desdén por el relativismo del todo es igual, y el maniqueísmo del blanco o negro Diana Fernández Irusta Tzvetan Todorov nació en Sofía, Bulgaria, en 1939. Pero vive en París desde 1963. Conoció el desarraigo y el contraste cultural (no debe de haber sido poca la conmoción de cambiar, a principios de los años 60, la rigidez de la Europa del Este por la efervescente vida parisiense). Conoció también la extraña mutación de quien conserva la lengua materna y, al mismo tiempo, habla, escribe y piensa en un idioma que alguna vez consideró extranjero. Estudió con Roland Barthes, profundizó en el trabajo de los formalistas rusos, escribió obras como Los géneros del discurso o Introducción a la literatura fantástica (hoy clásicos en los estudios de Literatura o Comunicación), y se convirtió en director del Centro de Investigaciones sobre las Artes y el Lenguaje, en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas de París. Un prolífico crítico literario, lingüista y filósofo del lenguaje en cuya piel siempre habitó, también, la del riguroso observador de la era contemporánea. La niñez y juventud vividas del otro lado de la Cortina de Hierro le imprimieron una enorme sensibilidad frente a los regímenes totalitarios, cualquiera que fuera su signo. Por eso, a partir de los años 80, su trabajo comenzó a dirigirse cada vez con mayor intensidad a la reflexión sobre los desastres que asolaron el siglo XX, la catástrofe de los campos de concentración, los diversos usos de la memoria y la necesidad de defender un modelo democrático que hoy, a nivel global, atraviesa una considerable crisis de legitimidad. "Mi traslado de un país a otro me enseñó a la vez lo relativo y lo absoluto –escribió en El hombre desplazado, suerte de autobiografía intelectual–. Lo relativo, pues no podía ignorar ya que no todo debía ocurrir en todas partes como en mi país de origen. Lo absoluto también, pues el régimen totalitario en el que había crecido podía servirme, en cualquier circunstancia, de unidad de medida del mal. De ahí sin duda mi aversión simultánea hacia estos dos hermanos enemigos que son el relativismo del todo es igual y el maniqueísmo del blanco o negro." Desde esta particular matriz de pensamiento, el pensador aceptó compartir, vía e-mail, algunas de sus reflexiones con la Revista. ¿El totalitarismo es una cuestión del pasado? El conflicto entre democracia y totalitarismo ha dominado la historia de Europa en el siglo XX, pero ha dejado también un fuerte trazo en otros continentes: Asia, América e incluso África (la lucha contra el comunismo fue una de las grandes justificaciones que esgrimió el apartheid). Actualmente, los regímenes totalitarios no se mantienen más que marginalmente, como en Corea del Norte. En China o Vietnam, donde todavía sólo el Partido Comunista posee el poder político, la situación ha evolucionado, dado que la vida económica escapa al control del Estado. Me parece que esta evolución es irreversible, y no podemos más que congratularnos de que se produzca de manera pacífica, sin derramamiento de sangre. El desmoronamiento de los regímenes totalitarios es un hecho incontestablemente positivo. Entonces, ¿qué es lo que pone en riesgo a las actuales democracias? ¡No es el totalitarismo! No lo es tampoco, a mi parecer, ese otro peligro del que hablamos a veces en Europa y los Estados Unidos, el terrorismo islámico. Algo que constituye una amenaza real en ciertas situaciones, pero no un peligro global sobre los países que aspiran a vivir en un régimen democrático; combatir el terrorismo es una cuestión de la policía, no del ejército. Como intenté demostrar en mi último libro, Los enemigos íntimos de la democracia, los más grandes peligros para la democracia hoy provienen de ciertas perversiones de los principios democráticos mismos. Porque estos principios son múltiples y mantienen entre sí un equilibrio precario, ejercen uno sobre el otro una acción moderadora: cuando el equilibrio se rompe, alguno de estos principios crece de manera desmesurada y termina tomado por lo que llamamos la hubris [término ligado con la desmesura del poder]. Un primer ejemplo: lo que ocurre cuando la convicción de que poseemos los mejores valores del mundo nos impulsa a aventuras militares que llevan desolación a las poblaciones que las sufren (por ejemplo, la guerra de Irak). O la erosión de las prácticas democráticas dentro de las mismas naciones que defienden esos valores occidentales (como ocurre con la tortura legalizada y sistematizada en los Estados Unidos). La adhesión legítima a los valores democráticos termina pervertida en lo que se parece a un mesianismo secular. Un segundo ejemplo sería el neoliberalismo contemporáneo, esta doctrina que parece haber sido adoptada tanto por los partidos de izquierda como por los de derecha; en nombre de la libertad individual, ciertamente necesaria, se descuida el interés por el bien común, no menos indispensable. El poder económico ilimitado, resultante tanto de la globalización como de una evolución de la legislación propia de cada país, goza de una libertad que recuerda a la del zorro dentro del gallinero: la libertad de uno anula la de los otros. Un tercer ejemplo, presente en muchos países europeos, sería el populismo xenófobo, movimiento que no es extraño a los principios democráticos, pero que los desvía de su destino. Los demagogos que practican este populismo consiguen convencer a los ciudadanos de que todos los males que sufren provienen de la presencia de extranjeros entre ellos. Todos estos enemigo íntimos, como yo los llamo, son muy difíciles de combatir porque se presentan como encarnación de la democracia. En este sentido, ¿qué opina sobre movimientos como Occupy Wall Street, indignados o la primavera árabe? ¿Podría vinculárselos con las manifestaciones de ciudadanos que, en enero y febrero de este año, se sucedieron en la plaza de la Independencia de Kiev? Son movimientos con similitudes, pero también con diferencias importantes. Algunos, como los indignados españoles o Occupy Wall Street, aparecen en países donde las instituciones democráticas existen, pero se encuentran esterilizadas: en los Estados Unidos, por el control que los poderes económicos ejercen sobre el proceso democrático; en España (y también en mi país natal, Bulgaria), por la uniformización del discurso político y el sentimiento extendido de que nadie se reconoce en los programas de los partidos políticos existentes. Los cuestionamientos de estos movimientos son serios y legítimos, pero como no circularon por las formas establecidas de la democracia, no es seguro que puedan influir de forma duradera el destino de un país; tal vez se revelaron, sobre todo, como un laboratorio fecundo de ideas nuevas. La llamada primavera árabe se produjo en países que no sólo no eran democracias, sino que estaban sometidos a regímenes autoritarios. Por eso no había otro modo de expresar el desacuerdo que no fueran las manifestaciones. El movimiento de protesta tomó rápidamente un giro más violento, con una represión brutal y muertos. El desenlace de estos movimientos es ambiguo: esperanzador en Túnez, decepcionante en Egipto, dramático en Siria. La situación en Ucrania es algo diferente. Este país formaba parte de otro más grande (la Unión Soviética), la población es por esta razón muy heterogénea, y los grupos sociales no alimentan las mismas aspiraciones políticas. El gobierno precedente era, decimos hoy, corrupto. Pero era el resultado de elecciones consideradas legales. ¿El objetivo de las manifestaciones de Kiev fue más legítimo? ¿Corresponde a la opinión de la mayoría del país? En todo caso, habría que organizar rápidamente elecciones y garantizar la legalidad. En resumen: estas diversas manifestaciones atestiguan ciertas debilidades de las instituciones democráticas, pero no hay ninguna garantía en cuanto al resultado final. Democracia no rima con revolución. Respecto de los crímenes contra la humanidad, ¿de qué modo el trabajo con la memoria puede ayudar a prevenirlos? El conocimiento del pasado es necesario para toda nación, pero a condición de que este conocimiento preserve toda la complejidad de los acontecimientos que se produjeron. Lo cual no siempre ocurre: cada grupo político en el poder prefiere interpretar el pasado atribuyéndose el rol de héroe o víctima, y describe a los otros grupos como puros malhechores. Semejante memoria maniquea no aporta ninguna lección útil para el presente, sólo sirve para que cada grupo se confirme en sus convicciones. En lo que concierne a los crímenes contra la humanidad, es importante ver que no fueron cometidos por monstruos inhumanos, sino por personas que, si lo miramos bien, se nos parecen. No es seguro que esto alcance para evitar nuevos crímenes de este tipo, porque cada situación implica circunstancias diferentes, que nos dan la impresión de una novedad integral. Pero leer las páginas del pasado como un modo de interrogarnos sobre nosotros mismos, más que como un modo de condenar decididamente a los otros, es un primer paso en esta dirección. La tradición iluminista, tan asociada a la cultura occidental, pero cuyo surgimiento nos queda muy alejado en el tiempo, ¿puede seguir siendo una inspiración para la ciudadanía y los líderes políticos actuales? El pensamiento de las Luces está en la base de nuestra modernidad; puede ser útil recordar que no se reduce a una exigencia única, sino que preserva la complejidad del mundo. Decimos, por ejemplo, que el Iluminismo es racionalista porque impone el reino de la razón, olvidando que hace sus análisis impulsado por las pasiones humanas e incluso en los márgenes de la normalidad (El sueño de la razón produce monstruos, decía Goya, el gran pintor de las Luces). Decimos que el Iluminismo afirma la doctrina del progreso, aunque Jean-Jacques Rousseau, su más grande representante en Francia, más bien veía la historia humana como una degradación, o más exactamente, como un movimiento necesariamente ambivalente, donde cada progreso se paga con una regresión. Decimos que las Luces impusieron la idea de una civilización única, encarnada por los países europeos, pero al mismo tiempo es este pensamiento el que supo hacer lugar a la pluralidad de culturas. Ese pluralismo del pensamiento es, tal vez, la más preciosa herencia del Siglo de las Luces. En La conquista de América: el problema del Otro usted describe algunos mecanismos relacionados con la dominación y el colonialismo. ¿Existen resabios de estas concepciones en la cultura globalizada? La conquista de América en el siglo XVI no estuvo motivada por las ideas que existían en Europa acerca de estas poblaciones lejanas. Lo que impulsó a los conquistadores a partir hacia América eran más bien el ansia de riqueza y el deseo de poder. La justificación que se hacía en los documentos oficiales se refería a la promoción de la religión cristiana y las monarquías europeas, que se consideraban fundadas en el derecho divino. En nuestros días, el ansia de riquezas sigue siendo una motivación muy fuerte, pero los europeos (o los norteamericanos) ya no poseen una superioridad tecnológica clara, y se confrontan, sobre todo en Asia y América latina, a los conquistadores económicos locales. En principio, no se considera más que los habitantes de otros continentes sean de una especie diferente o una raza inferior, ni que sea legítimo reducirlos a la esclavitud. Sin embargo, ciertas acciones emprendidas por los Estados occidentales indican que sí se consideran superiores a los otros: como mencioné anteriormente, nosotros nos posicionamos como la encarnación de los derechos humanos y la democracia, nosotros juzgamos tener el derecho de deponer a los gobernantes de otros países. Así lo demuestran las guerras humanitarias en Irak, Afganistán, Libia, o los llamados a la intervención militar en Siria.