Subido por Nerina Romero Mascaró

Sobre Todorov

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LA NACIÓN
Pensar para vivir
Nacido en Bulgaria, residente en París, el prolífico filósofo Tzvetan Todorov habla de las formas de
totalitarismo y de su desdén por el relativismo del todo es igual, y el maniqueísmo del blanco o
negro
Diana Fernández Irusta
Tzvetan Todorov nació en Sofía, Bulgaria, en 1939. Pero vive en París desde 1963. Conoció el
desarraigo y el contraste cultural (no debe de haber sido poca la conmoción de cambiar, a principios
de los años 60, la rigidez de la Europa del Este por la efervescente vida parisiense). Conoció
también la extraña mutación de quien conserva la lengua materna y, al mismo tiempo, habla, escribe
y piensa en un idioma que alguna vez consideró extranjero.
Estudió con Roland Barthes, profundizó en el trabajo de los formalistas rusos, escribió obras como
Los géneros del discurso o Introducción a la literatura fantástica (hoy clásicos en los estudios de
Literatura o Comunicación), y se convirtió en director del Centro de Investigaciones sobre las Artes
y el Lenguaje, en el Centro Nacional de Investigaciones Científicas de París.
Un prolífico crítico literario, lingüista y filósofo del lenguaje en cuya piel siempre habitó, también,
la del riguroso observador de la era contemporánea. La niñez y juventud vividas del otro lado de la
Cortina de Hierro le imprimieron una enorme sensibilidad frente a los regímenes totalitarios,
cualquiera que fuera su signo. Por eso, a partir de los años 80, su trabajo comenzó a dirigirse cada
vez con mayor intensidad a la reflexión sobre los desastres que asolaron el siglo XX, la catástrofe
de los campos de concentración, los diversos usos de la memoria y la necesidad de defender un
modelo democrático que hoy, a nivel global, atraviesa una considerable crisis de legitimidad.
"Mi traslado de un país a otro me enseñó a la vez lo relativo y lo absoluto –escribió en El hombre
desplazado, suerte de autobiografía intelectual–. Lo relativo, pues no podía ignorar ya que no todo
debía ocurrir en todas partes como en mi país de origen. Lo absoluto también, pues el régimen
totalitario en el que había crecido podía servirme, en cualquier circunstancia, de unidad de medida
del mal. De ahí sin duda mi aversión simultánea hacia estos dos hermanos enemigos que son el
relativismo del todo es igual y el maniqueísmo del blanco o negro." Desde esta particular matriz de
pensamiento, el pensador aceptó compartir, vía e-mail, algunas de sus reflexiones con la Revista.
¿El totalitarismo es una cuestión del pasado?
El conflicto entre democracia y totalitarismo ha dominado la historia de Europa en el siglo XX,
pero ha dejado también un fuerte trazo en otros continentes: Asia, América e incluso África (la
lucha contra el comunismo fue una de las grandes justificaciones que esgrimió el apartheid).
Actualmente, los regímenes totalitarios no se mantienen más que marginalmente, como en Corea
del Norte. En China o Vietnam, donde todavía sólo el Partido Comunista posee el poder político, la
situación ha evolucionado, dado que la vida económica escapa al control del Estado. Me parece que
esta evolución es irreversible, y no podemos más que congratularnos de que se produzca de manera
pacífica, sin derramamiento de sangre. El desmoronamiento de los regímenes totalitarios es un
hecho incontestablemente positivo.
Entonces, ¿qué es lo que pone en riesgo a las actuales democracias?
¡No es el totalitarismo! No lo es tampoco, a mi parecer, ese otro peligro del que hablamos a veces
en Europa y los Estados Unidos, el terrorismo islámico. Algo que constituye una amenaza real en
ciertas situaciones, pero no un peligro global sobre los países que aspiran a vivir en un régimen
democrático; combatir el terrorismo es una cuestión de la policía, no del ejército. Como intenté
demostrar en mi último libro, Los enemigos íntimos de la democracia, los más grandes peligros
para la democracia hoy provienen de ciertas perversiones de los principios democráticos mismos.
Porque estos principios son múltiples y mantienen entre sí un equilibrio precario, ejercen uno sobre
el otro una acción moderadora: cuando el equilibrio se rompe, alguno de estos principios crece de
manera desmesurada y termina tomado por lo que llamamos la hubris [término ligado con la
desmesura del poder]. Un primer ejemplo: lo que ocurre cuando la convicción de que poseemos los
mejores valores del mundo nos impulsa a aventuras militares que llevan desolación a las
poblaciones que las sufren (por ejemplo, la guerra de Irak). O la erosión de las prácticas
democráticas dentro de las mismas naciones que defienden esos valores occidentales (como ocurre
con la tortura legalizada y sistematizada en los Estados Unidos). La adhesión legítima a los valores
democráticos termina pervertida en lo que se parece a un mesianismo secular. Un segundo ejemplo
sería el neoliberalismo contemporáneo, esta doctrina que parece haber sido adoptada tanto por los
partidos de izquierda como por los de derecha; en nombre de la libertad individual, ciertamente
necesaria, se descuida el interés por el bien común, no menos indispensable. El poder económico
ilimitado, resultante tanto de la globalización como de una evolución de la legislación propia de
cada país, goza de una libertad que recuerda a la del zorro dentro del gallinero: la libertad de uno
anula la de los otros. Un tercer ejemplo, presente en muchos países europeos, sería el populismo
xenófobo, movimiento que no es extraño a los principios democráticos, pero que los desvía de su
destino. Los demagogos que practican este populismo consiguen convencer a los ciudadanos de que
todos los males que sufren provienen de la presencia de extranjeros entre ellos. Todos estos enemigo
íntimos, como yo los llamo, son muy difíciles de combatir porque se presentan como encarnación
de la democracia.
En este sentido, ¿qué opina sobre movimientos como Occupy Wall Street, indignados o la
primavera árabe? ¿Podría vinculárselos con las manifestaciones de ciudadanos que, en enero y
febrero de este año, se sucedieron en la plaza de la Independencia de Kiev?
Son movimientos con similitudes, pero también con diferencias importantes. Algunos, como los
indignados españoles o Occupy Wall Street, aparecen en países donde las instituciones
democráticas existen, pero se encuentran esterilizadas: en los Estados Unidos, por el control que los
poderes económicos ejercen sobre el proceso democrático; en España (y también en mi país natal,
Bulgaria), por la uniformización del discurso político y el sentimiento extendido de que nadie se
reconoce en los programas de los partidos políticos existentes. Los cuestionamientos de estos
movimientos son serios y legítimos, pero como no circularon por las formas establecidas de la
democracia, no es seguro que puedan influir de forma duradera el destino de un país; tal vez se
revelaron, sobre todo, como un laboratorio fecundo de ideas nuevas. La llamada primavera árabe se
produjo en países que no sólo no eran democracias, sino que estaban sometidos a regímenes
autoritarios. Por eso no había otro modo de expresar el desacuerdo que no fueran las
manifestaciones. El movimiento de protesta tomó rápidamente un giro más violento, con una
represión brutal y muertos. El desenlace de estos movimientos es ambiguo: esperanzador en Túnez,
decepcionante en Egipto, dramático en Siria. La situación en Ucrania es algo diferente. Este país
formaba parte de otro más grande (la Unión Soviética), la población es por esta razón muy
heterogénea, y los grupos sociales no alimentan las mismas aspiraciones políticas. El gobierno
precedente era, decimos hoy, corrupto. Pero era el resultado de elecciones consideradas legales. ¿El
objetivo de las manifestaciones de Kiev fue más legítimo? ¿Corresponde a la opinión de la mayoría
del país? En todo caso, habría que organizar rápidamente elecciones y garantizar la legalidad. En
resumen: estas diversas manifestaciones atestiguan ciertas debilidades de las instituciones
democráticas, pero no hay ninguna garantía en cuanto al resultado final. Democracia no rima con
revolución.
Respecto de los crímenes contra la humanidad, ¿de qué modo el trabajo con la memoria
puede ayudar a prevenirlos?
El conocimiento del pasado es necesario para toda nación, pero a condición de que este
conocimiento preserve toda la complejidad de los acontecimientos que se produjeron. Lo cual no
siempre ocurre: cada grupo político en el poder prefiere interpretar el pasado atribuyéndose el rol de
héroe o víctima, y describe a los otros grupos como puros malhechores. Semejante memoria
maniquea no aporta ninguna lección útil para el presente, sólo sirve para que cada grupo se
confirme en sus convicciones. En lo que concierne a los crímenes contra la humanidad, es
importante ver que no fueron cometidos por monstruos inhumanos, sino por personas que, si lo
miramos bien, se nos parecen. No es seguro que esto alcance para evitar nuevos crímenes de este
tipo, porque cada situación implica circunstancias diferentes, que nos dan la impresión de una
novedad integral. Pero leer las páginas del pasado como un modo de interrogarnos sobre nosotros
mismos, más que como un modo de condenar decididamente a los otros, es un primer paso en esta
dirección.
La tradición iluminista, tan asociada a la cultura occidental, pero cuyo surgimiento nos queda
muy alejado en el tiempo, ¿puede seguir siendo una inspiración para la ciudadanía y los
líderes políticos actuales?
El pensamiento de las Luces está en la base de nuestra modernidad; puede ser útil recordar que no
se reduce a una exigencia única, sino que preserva la complejidad del mundo. Decimos, por
ejemplo, que el Iluminismo es racionalista porque impone el reino de la razón, olvidando que hace
sus análisis impulsado por las pasiones humanas e incluso en los márgenes de la normalidad (El
sueño de la razón produce monstruos, decía Goya, el gran pintor de las Luces). Decimos que el
Iluminismo afirma la doctrina del progreso, aunque Jean-Jacques Rousseau, su más grande
representante en Francia, más bien veía la historia humana como una degradación, o más
exactamente, como un movimiento necesariamente ambivalente, donde cada progreso se paga con
una regresión. Decimos que las Luces impusieron la idea de una civilización única, encarnada por
los países europeos, pero al mismo tiempo es este pensamiento el que supo hacer lugar a la
pluralidad de culturas. Ese pluralismo del pensamiento es, tal vez, la más preciosa herencia del
Siglo de las Luces.
En La conquista de América: el problema del Otro usted describe algunos mecanismos
relacionados con la dominación y el colonialismo. ¿Existen resabios de estas concepciones en
la cultura globalizada?
La conquista de América en el siglo XVI no estuvo motivada por las ideas que existían en Europa
acerca de estas poblaciones lejanas. Lo que impulsó a los conquistadores a partir hacia América
eran más bien el ansia de riqueza y el deseo de poder. La justificación que se hacía en los
documentos oficiales se refería a la promoción de la religión cristiana y las monarquías europeas,
que se consideraban fundadas en el derecho divino. En nuestros días, el ansia de riquezas sigue
siendo una motivación muy fuerte, pero los europeos (o los norteamericanos) ya no poseen una
superioridad tecnológica clara, y se confrontan, sobre todo en Asia y América latina, a los
conquistadores económicos locales. En principio, no se considera más que los habitantes de otros
continentes sean de una especie diferente o una raza inferior, ni que sea legítimo reducirlos a la
esclavitud. Sin embargo, ciertas acciones emprendidas por los Estados occidentales indican que sí
se consideran superiores a los otros: como mencioné anteriormente, nosotros nos posicionamos
como la encarnación de los derechos humanos y la democracia, nosotros juzgamos tener el derecho
de deponer a los gobernantes de otros países. Así lo demuestran las guerras humanitarias en Irak,
Afganistán, Libia, o los llamados a la intervención militar en Siria.
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