Subido por Norma Corimayhua Luque

biografia rene descartes

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RENÉ DESCARTES
Vida y obra
René Descartes nació en 1596 en La Haye-en-Touraine (Loire), en el
seno de una familia acomodada de comerciantes y abogados.
Estudiante en el prestigioso Colegio Real de La Flèche, regido por
los jesuitas, Descartes se formó en artes liberales (literatura y
lenguas clásicas, historia y retórica), aunque sobre todo obtuvo una
educación en teología y filosofía escolásticas, disciplinas que incluían
también matemáticas y física de corte aristotélico.
Tras licenciarse en Derecho en 1616, y durante los diez años
siguientes, el joven Descartes se enroló voluntariamente en varios
ejércitos y se dedicó a viajar por Europa, entregándose a la agitada
vida de la época. En el contexto de la Guerra de los Treinta Años
(1618-1648), fue su probable labor como ingeniero militar el que le
permite terminar su ambicioso camino formativo y “no buscar otra
ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo, o bien en el gran libro
del mundo” (Discurso del método, I).
Durante aquellos años de aprendizaje, marcados por el magisterio
inicial junto al científico holandés Isaac Beeckman, surgieron los
primeros tratados sobre música, hidráulica y geometría, así como
posteriores investigaciones sobre la reflexión de la luz o sobre el
sonido. Aunque inacabada, la primera parada de esta actitud,
inspirada tanto en el modelo de la serialización reglada del proceder
matemático como en el simbolismo algebraico-geométrico, fueron
las Reglas para la dirección del espíritu (1628/29), donde se advierte
ya la preocupación cardinal por el método y la unidad del saber.
En 1629 decidió cambiar su residencia a Holanda, país tolerante y
relativamente tranquilo, donde pudo continuar con sus
investigaciones, aupadas sobre todo por sus pioneras contribuciones
en el campo de la geometría analítica. En ese nuevo ambiente, al
tiempo que su prestigio empezaba a crecer entre la comunidad
científica europea, fue desarrollando progresivamente su obra
filosófica, publicada tanto en latín como en francés: el Discurso del
método (1637), las Meditaciones metafísicas (1641), los Principios
de la filosofía (1644) y Las pasiones del alma (1649). Falleció en
1650 en Estocolmo, ciudad a la que había sido invitado como
preceptor por la reina Cristina de Suecia.
Descartes en la Corte de la reina Cristina de Suecia (detalle), Pierre Louis Dumesnil. Museo nacional de Versailles.
Contexto histórico-espiritual: el nacimiento de la ciencia
moderna
Descartes creció en un contexto ya irreversible de resquebrajamiento
del antiguo mundo medieval, que había sido favorecido tanto por el
cambio de paradigma renacentista que se había venido promoviendo
desde Italia como por las consecuencias político-sociales de la
Reforma protestante en Europa y las resultantes guerras religiosas.
En esa decisiva transición histórica para la autocomprensión del
hombre moderno y su nueva imagen del mundo, la reforma integral
del saber proyectada por Descartes estuvo íntimamente vinculada al
surgimiento de la ciencia moderna, a la que, en el fondo, brindó una
sólida legitimación filosófica para aprehender mejor su profundo
sentido y alcance. En esa novedosa fundamentación, su compromiso
intelectual fue pleno e irreprochable.
De hecho, sería un grave error olvidar que el pensador francés fue
un eminente científico además de un gran filósofo y, en este sentido,
resulta natural que el signo de los tiempos fuera el idóneo para que
recogiera y ampliara muchos de los frutos revolucionarios de las
tradiciones científicas surgidas durante el siglo XVI y principios del
siguiente. Así, tras la consolidación teórica de la astronomía
heliocéntrica –en un arco temporal que va desde Copérnico hasta
Galileo, pasando por Kepler–, se había acelerado la destrucción tanto
del orden cosmológico geocéntrico como de la concepción de un
universo cerrado, finito e inmutable dividido en diferentes regiones
heterogéneas. Por otro lado, la simultánea impugnación de la física
aristotélica, que durante siglos había explicado el movimiento de los
fenómenos del mundo natural apelando a acciones a distancia y
cualidades ocultas inherentes a los cuerpos animados (peso, calor,
horror al vacío, etc.), revelaba que la doctrina escolástica ya no podía
dar cuenta del funcionamiento del universo como un organismo vivo
atravesado por una profunda teleología.
Las consecuencias científicas de este doble terremoto no se hicieron
esperar. Frente a la vieja física natural medieval basada en el modelo
organicista, el arranque del siglo XVII conoció un nuevo modelo de
investigación, a saber: una física cuantitativa basada en un modelo
mecanicista, de la que Descartes es quizá su más ilustre promotor
tras el monumental esfuerzo de Galileo.
Resultaría simplificador reiterar que el mecanicismo se reduce a la
popular analogía de que la naturaleza sería como una gran
“máquina”, cuyas regularidades y leyes internas podrían ser
investigadas tomándose las porciones de materia como semejantes
a piezas y engranajes móviles en una extensión infinita. Antes bien,
como teoría matemática del movimiento, el hito fundamental del
mecanicismo consistió en presuponer la matematización de la
naturaleza y el carácter matemático del espacio (geométricoeuclidiano), de modo que la naturaleza obedecía a leyes causales
que eran enteramente traducibles a un lenguaje matemático. Con ello
se combinaba una tesis matematicista con otra determinista: el orden
matemático de la naturaleza estaría formado por tramas causales
que convertían a los fenómenos naturales en algo enteramente
predecible y calculable bajo leyes generales, cuyo control se
garantizaba procedimentalmente vía experimentación.
Así, frente a la alquimia, la astrología o la magia, tan prolíficas en el
naturalismo renacentista, el conocimiento del universo no podía tener
para Descartes un lenguaje hermético, oscurantista y esotérico,
dirigido a unos pocos, sino que debía ser plenamente accesible y
claro, nítido y legible como si de un libro se tratara. De ahí su
reivindicación de las matemáticas, pues la certidumbre inmediata
proporcionada por sus principales operaciones –intuición y
deducción–, al trabajar con verdades de validez universal y
necesaria, marcaban la senda del conocimiento verdaderamente
científico, que se extendería solo hasta donde pudiera hacerlo la
aplicación
de
las
matemáticas.
Mucho se ha escrito sobre la defensa cartesiana del carácter unitario
de la ciencia y la universalidad de la sabiduría humana,
fundamentadas ambas por la filosofía, “que se asemeja a un árbol,
cuyas raíces son la Metafísica, el tronco es la Física y las ramas que
brotan de este tronco son todas las otras ciencias que se reducen
principalmente a tres: a saber, la Medicina, la Mecánica y la Moral”
(“Carta del autor al traductor”, en Los principios de la filosofía). Otro
tanto podría decirse sobre la reivindicación del carácter sistemático
de la ciencia, que obligó a Descartes a elaborar –tras el precedente
de Francis Bacon– uno de los primeros análisis del método científico
durante el siglo XVII. La divisa cartesiana era innegociable: sin un
único método universal no habría ciencia alguna; sin una dimensión
metodológica que garantizara su sistematicidad, el saber resultaría
inerme para indagar su verdad.
En ambos momentos –unidad de todas las ciencias y sistematicidad
del método– emerge el momento filosófico de la razón, comprendida
ahora como fuente principal del conocimiento humano. No en vano,
además de padre de la filosofía moderna, Descartes es también
considerado padre del racionalismo moderno. Frente a Bacon, que
había empezado sus investigaciones partiendo de los hechos
empíricos del mundo natural, postulando la preeminencia de la
experiencia y la percepción sensorial como criterio de verdad en la
formación del conocimiento, el racionalismo cartesiano planteó la
necesidad de apostarlo todo por la primacía epistémica de la razón.
Para ello se debía partir de la intuición de principios indubitables
como los de la geometría, para después, mediante deducciones
sucesivas –y no por inducciones lógicas, como reclamaba el
empirismo, o por deducciones lógico-formales, como en la
trasnochada filosofía escolástica–, extraer conclusiones sobre el
mundo.
La
duda
metódica:
del
escepticismo
al
cogito
Las manifestaciones del resquebrajamiento del mundo medieval no
se redujeron sólo al impacto teórico-práctico de las revoluciones
científicas que emergieron a lo largo y ancho del territorio europeo.
Tampoco el mero socavamiento de la autoridad doctrinal de la Iglesia
católica y su metodología de enseñanza, cuya legitimidad en el fondo
Descartes contribuyó a erosionar, solucionaba per se la pregunta de
cómo la razón humana podía autoafirmarse con sólidas certezas en
ese desbordante horizonte de infinitud que se abría en su mundo. En
vista de las numerosas creencias y prácticas supersticiosas del
naturalismo renacentista (magia, alquimia, astrología, etc.), los
paradigmas explicativos alternativos podían perfectamente
incrementar la desconfianza hacia esa terra ignota, amén de la
ignorancia y la estupidez, contra las cuales el talante cartesiano
tendió a mostrarse intolerante.
En este contexto, la reconfiguración tardorenacentista de pluralismos
culturales en medio de los nuevos paisajes políticos, sociales y
religiosos del viejo continente había favorecido en Francia el
resurgimiento de un escepticismo abanderado por grandes escritores
como Michel de Montaigne, Pierre Charron o el portugués Francisco
Sánchez. Así, Descartes advirtió en estas sintomáticas tendencias
intelectuales una recaída amenazante en el relativismo y en la
perplejidad, así como una ambigüedad ínsita en la propia razón, por
ejemplo, a la hora de garantizar los contenidos de las ciencias.
Romper con la tradición escolástica para terminar sumido en esa
insegura ambivalencia debía evitarse a toda costa, de ahí que el
humanismo cartesiano se mostrara aquí tan optimista como radical:
¿acaso se le puede negar a la razón humana la posibilidad y su
derecho de alcanzar por sí misma la verdad?
Frente a esta actitud escéptica, la genialidad de Descartes consistió
en darle la vuelta en el sentido de que, debidamente encarado como
método, el escepticismo podía tener una función positiva de
liberación de la duda. No se trataba tanto de dudar por dudar cuanto
de plantear una duda estratégica y provisional, mejor aún: una duda
metódica que, por un lado, luchase contra el saber falso o dudoso
mediante el uso de la luz natural o bon sens de la razón, y, por el
otro, al mismo tiempo, mostrase ese método de reglas matemáticas
(evidencia, análisis, síntesis, enumeración) que revelaba el orden de
los razonamientos adecuados para alcanzar la verdad fuera de toda
duda.
La aplicación cartesiana del método es uno de los mayores hitos de
la historia del pensamiento moderno, ocupando en él un lugar único
por mérito propio. Al mismo tiempo, representa uno de los ejercicios
literarios de escritura y comunicación filosóficas más influyentes de
toda nuestra cultura, realizado, además, en una lengua como lo fue
el francés, gesto intelectualmente rebelde e innovador en una época
dominada todavía por el latín.
Tal como reza la conocida exposición de ese yo autobiográfico en
el Discurso del método, de lo primero que debemos dudar es de los
datos de los sentidos. ¿Por qué? Las razones para dudar de la
información que nos proporcionan provienen de las ilusiones
inherentes a toda percepción basada en la experiencia inmediata,
porque muchas veces los sentidos nos engañan acerca del tamaño,
figura o posición de los objetos. Por otro lado, recurriendo a un
imaginario barroco muy extendido –que encontramos en la bella idea
del theatrum mundi de coetáneos como Shakespeare y Calderón–, el
pensador galo sugiere también que lo que experimentamos en la
vigilia podría no ser más que un momento de un sueño mientras
dormimos.
Así pues, excluidos los sentidos, y fijándonos seguidamente en las
ideas que poseemos, ¿habría algunas que pudieran ser más seguras
que otras? En principio, podría argüirse que dos y tres sumarán
siempre cinco, o bien que un cuadrado no tendrá más de cuatro
lados, estemos soñando o despiertos. Sin embargo, por más ciertas
y evidentes que sean tales demostraciones matemáticas, Descartes
recurrirá a otro recurso dialéctico para sustentar la posibilidad de la
duda extrema: la hipótesis de un genio maligno y burlón que, aunque
improbable, pudiera estar engañándonos siempre. Al invocar a este
geniecillo tunante, la duda es radicalizada hasta sus últimas
consecuencias epistemológicas:
Ya estoy persuadido de que nada hay en el mundo; […] Cierto que
hay no sé qué engañador todopoderoso y astutísimo, que emplea
toda su industria en burlarme. Pero entonces no cabe duda de que,
si me engaña, es que yo soy; y, engáñeme cuanto quiera, nunca
podrá hacer que yo no sea nada, mientras yo esté pensando que soy
algo. De manera que, tras pensarlo bien y examinarlo todo
cuidadosamente, resulta que es preciso concluir y dar como cosa
cierta que esta proposición: yo soy, yo existo, es necesariamente
verdadera, cuantas veces la pronuncio o la concibo en mi espíritu
(Meditaciones metafísicas, II).
Así, en el epicentro desconcertante de la duda, en esa tierra baldía
de certezas que esta deja tras de sí, me doy cuenta de que dudo, de
mi acto de dudar. Tal es el calculado desenlace de la tensión
dramática, pues si dudo de todo, al menos es cierta una cosa: que
dudo, esto es, que pienso. Cogito, ergo sum, es decir, “pienso, luego
existo”. Con ello, el cogito cartesiano se convierte en el primer
principio irrefutable y apodíctico, absolutamente claro y distinto, pues
contiene en sí la garantía de lo que afirma. Pues cuando quiero dudar
de la verdad de semejante proposición, lo único que consigo es
confirmar su verdad. Y es que puedo dudar de la existencia de lo que
veo, imagino, etc., y sin embargo no puedo dudar que lo estoy
pensando y que, para pensarlo, tengo que existir.
Solo sé que soy, sugiere Descartes, pero aún no sé qué cosa soy.
Con todo, hay algo que no puedo separar de mí: el puro pensamiento.
Yo no soy más (ni menos) que una sustancia cuyo atributo esencial
es el pensamiento. O expresado en términos menos técnicos: una
cosa que piensa (res cogitans), comprendiendo aquí no solo la
actividad del entendimiento en sentido estricto, sino también los
modos del pensar propios de la vida emocional, sentimental y volitiva:
“¿Qué es una cosa que piensa? Es una cosa que duda, que entiende,
que afirma, que niega, que quiere, que no quiere, que imagina
también, y que siente. Sin duda no es poco, si todo eso pertenece a
mi naturaleza” (Meditaciones metafísicas, II).
René Descartes
Del cogito a las ideas: el idealismo cartesiano
Llegados a este primer punto resolutivo de la duda metódica,
conviene subrayar con meridiana claridad que nos encontramos ante
un momento fundacional de la filosofía moderna. A fin de cuentas, en
su desenlace desembocamos en el acto puramente subjetivo de la
autoconciencia, esto es, un saber que se sabe cuanto tal. Es esta
una conquista capital de reflexividad filosófica que emerge de la
propia mente, y de la que, para bien o para mal, el pensamiento
moderno ya nunca podrá desprenderse. Pues en la medida en que
no es un conocimiento objetivo ni deducido, sino la condición de
posibilidad de ellos – pues en el mismo acto de saber algo, incluso
que dudo, tengo intuitivamente que saber que sé para constituirlo
como saber–, Descartes resitúa el punto arquimédico de la metafísica
en el sujeto de conocimiento: por primera vez en la historia de la
filosofía, la objetividad del conocimiento podrá fundamentarse en y
desde la subjetividad cognoscente, llamémosle “yo”, “sujeto” o
“conciencia”.
Es desde este nuevo punto de apoyo, cuyo alcance resulta imposible
de minimizar, que debemos encuadrarlo como pensador idealista que
admite como verdad primera la existencia de su propio yo y de sus
ideas y no la de la realidad de los objetos como criterio de
conocimiento, tal como había defendido el realismo metafísico
medieval. En términos generales, el idealismo representa la tradición
filosófica que identifica el objeto real con la idea y que, en
consecuencia, sostiene que el objeto conocido depende, para su
realidad, de la actividad de la mente que conoce. Por tanto, lo que el
entendimiento conoce no son ya los objetos, sino las ideas, de ahí
que todo examen de la realidad deba partir de la conciencia de estas.
Ahora bien, ¿qué son las ideas que tengo en mi mente? Según el
pensador galo, son como imágenes que representan las cosas,
aunque no conozca las cosas en sí mismas, sino el modo cómo se
me ofrecen. En su realidad material son siempre obras de la mente o
modos del cogito, distinguiendo en ello tres clases según su origen
(Meditaciones metafísicas, III): las ideas innatas, que parecen haber
nacido con nosotros y no provienen ni de la experiencia ni de nuestra
imaginación, como la facultad de aprehender qué es la verdad o el
pensamiento; las ideas adventicias, provenientes de la percepción
sensible y resultantes de la influencia del mundo exterior sobre
nuestros sentidos, como la idea de Sol, los animales, etc.; las ideas
ficticias, inventadas por uno mismo, como las ideas de sirena,
centauro y demás ficciones de la imaginación.
La existencia de Dios como idea innata
Para Descartes, una de las cuestiones prioritarias que se seguía de
la primera verdad del cogito era cómo escapar, precisamente, de esa
cárcel del yo para transitar con mejores garantías el camino
cognoscitivo hacia el mundo exterior que la duda metódica había
convertido en problemático. En efecto, tras una duda inicial sobre
todo tipo de conocimientos, ¿cómo recuperar la confianza en la
posibilidad de adquirirlo de nuevo?
Para un lector contemporáneo, tal vez resulte sorprendente que la
solución a este atolladero pasara por recurrir a la idea de Dios como
fundamento del conocimiento. Encerrado en su propia conciencia
solipsista, cercado por el muro de sus ideas, Descartes decidió
apoyarse en Dios, comprendido como sustancia infinita, para probar
la existencia del mundo exterior y material, fundamentado por esta
vía la adecuación del conocimiento con la realidad. La inversión con
la tradición medieval es innegable: en vez de apoyar el conocimiento
de Dios en el conocimiento del mundo, sustenta el mundo en el
conocimiento de Dios, a fin de que nuestro conocimiento sea
absolutamente seguro, también en el ámbito de las matemáticas y
las
ciencias
empíricas.
De ahí que el filósofo francés necesite establecer la existencia de
Dios como ente absolutamente perfecto y por ello benevolente –esto
es, no engañador– que garantice, en última instancia, los criterios de
claridad y distinción que definen la verdad. El Dios cartesiano sigue
siendo, en efecto, un dios veraz. Así, haciendo gala de su formación
escolástica, recurrirá a una serie de argumentos para probarla,
“siendo así que sólo dos vías hay para probar que existe Dios, a
saber: una por sus efectos, y la otra por su misma esencia o
naturaleza (“Respuestas del autor a las Primeras Objeciones”,
en Meditaciones metafísicas). En el primer caso, su existencia será
demostrada recurriendo a la extensión del principio de causalidad a
Dios; en el segundo, a una reformulación del clásico argumento
ontológico de san Anselmo.
¿Nos encontramos ante una concesión a las autoridades religiosas
de la época? Pese a las polémicas que suscitó en vida, Descartes
fue siempre un hombre prudente que intentó sortear acusaciones de
heterodoxia, lo cual no evitó que su cautela argumentativa sobre el
papel de Dios no derrochase importantes ríos de tinta, empezando
por su conocida circularidad argumentativa. Sea como fuere, su
posición refleja las ambigüedades propias de un pensador que, en
parte, recoge herencias de la tradición escolástica, pero anuncia, a
su vez, inminentes desplazamientos en la figura de un dios más
filosófico y menos cristiano, como bien advirtió Pascal. Tal es la
tensión inherente a un antropocentrismo de raíz todavía teocéntrica,
donde la acción de la subjetividad que trata de autoafirmarse en el
mundo y las exigencias reflexivas de la razón precisan aún de un
fundamento externo que, sólo más tarde, con Hume y Kant,
empezará a erosionarse de un modo ya definitivo.
Cuerpo y alma, o sobre el dualismo cartesiano
Una vez que Descartes demostró la existencia del yo como sustancia
pensante (res cogitans) y la existencia de Dios como sustancia
infinita (res infinita), el último eslabón de la estructura tripartita de la
realidad pasó por probar la existencia del mundo exterior y las cosas
materiales. ¿Cuál fue el camino para demostrar la existencia de esa
última sustancia corpórea, la llamada res extensa?
El hecho de que Dios no pueda engañarnos respecto de las ideas
que tenemos de las cosas físicas del mundo material implica, para
Descartes, que son estas cosas sensibles las que provocan tales
ideas, siendo así que existen sustancias extensas fuera del yo
(Meditaciones metafísicas, VI), pura materia extendida en el espacio.
Así, concebidos a la manera mecanicista, la esencia de tales cuerpos
es la pura extensión geométrica, que es infinitamente divisible en
partes distintas que poseen magnitud, figura y movimientos propios.
Con ello, como ya señalara Alexander Koyré, la identificación de la
sustancia o materia con la extensión o espacio indefinidos resultó
plena y preludió enormes repercusiones.
El resultante dualismo ontológico, que moderniza la tradicional
imagen dualista del ser humano heredera de Platón y toda la filosofía
cristiana –descargándola en parte de connotaciones negativas
religiosas o morales–, es de sobra conocido. Pues aprehendidas
ambas con claridad y distinción, las ideas de sustancia pensante y
sustancia extensa son enteramente distintas entre sí: sus respectivos
objetos son separables y pueden subsistir el uno sin el otro,
pudiéndose afirmar la real y substancial distinción entre alma (mente)
y cuerpo (Meditaciones metafísicas, VI). Y, sin embargo, pese a su
autonomía, ambas sustancias forman una misteriosa unidad a la que
llamamos “hombre”, y que de hecho nos conduce al corazón del
dualismo antropológico cartesiano y a su enigmática interacción:
Es preciso saber que el alma está realmente unida a todo el cuerpo
y que no se puede decir con propiedad que esté en alguna de sus
partes con exclusión de las otras; porque él es uno, y de alguna
manera indivisible, en razón de la disposición de sus órganos, los
cuales se relacionan de tal modo el uno con el otro que, cuando se
suprime alguno de ellos, todo el cuerpo se torna defectuoso; y porque
ella es de una naturaleza que no tiene relación alguna con la
extensión, ni con las dimensiones u otras propiedades de la materia
de las que el cuerpo se compone, sino sólo con la ensambladura toda
de sus órganos (Las pasiones del alma, I, § XXX).
La comunicación entre el yo-alma y el cuerpo-máquina fue, cuando
menos, problemática y obligó a Descartes a aportar numerosas
explicaciones y matices adicionales. Ya el hecho de que dicha unión
fuera fijada en las distintas funciones ejercidas por el alma en la
pequeña glándula pineal situada en el epitálamo nos muestra que la
solución cartesiana distó de ser satisfactoria. Aun introduciendo
nuevas dimensiones explicativas en la laberíntica relación mentecuerpo, Descartes no estuvo en condiciones de resolver las
contradicciones de la sustancialización del pensamiento. Antes bien,
su inmenso legado las plantea y problematiza por primera vez en su
innegable complejidad y actualidad. Pues, por ejemplo, ¿cómo podía
lo inmaterial influir en lo puramente material? Y, a la inversa, ¿cómo
la materia podía producir algo así como pensamiento?
Por último, al insertar el modelo de la máquina en el cuerpo animado,
Descartes sí supo modelar las experiencias anatómicas y fisiológicas
en el cuerpo humano como un todo explicativo coherente,
arriesgando una sugerente hipótesis para el surgimiento, descripción
y clasificación de las pasiones según el más puro mecanicismo
corporal. Pese a su aparente carácter rudimentario, tal fisiología de
las pasiones conserva su rabiosa originalidad y merecería no
desatenderse. Haciéndose eco de los avances científicos sobre la
circulación de la sangre –anticipada por Miguel Servet y William
Harvey–, el pensador galo elaboró una explicación de tales
emociones humanas en términos de movimientos orgánicos
causados por los espíritus animales a su paso por el cerebro, donde
ejercerían presión sobre la glándula pineal, que respondería a la
sensación en forma de movimiento corporal.
La moral provisional
Descartes nunca llegaría a desarrollar de manera exhaustiva una
teoría moral, a pesar de proclamar en no pocas ocasiones que esta
sería la culminación de su saber. Para él, como para los filósofos
antiguos, el ejercicio de la razón nunca podía reducirse a un fin en sí
mismo que estuviera desligado de la búsqueda virtuosa de una vida
buena en comunidad. Antes bien, como medio práctico de
autodeterminación personal, debía servir para alcanzar lo que desde
tiempos inmemoriales aspiró a ser de hecho la filosofía: una
incansable persecución de la sabiduría, entendida como aquella
alianza entre la ciencia y la virtud que hiciera mejor la vida de los
hombres.
Desde estas coordenadas, que recogen tanto la herencia del
intelectualismo socrático como las mejores aspiraciones del
humanismo renacentista, Descartes sí que llegó a proyectar un
programa personal de moral al que bautizó con el nombre de “moral
provisional”. Como esbozo tentativo y parcial, representó una especie
de moral de mínimos, entendida como “vivienda donde estar
cómodamente alojado”. Así, el proyecto ético cartesiano quiso
apuntar a una línea de conducta individual práctica basada, entre
otros aspectos, en la autonomía intelectual, la resolución y firmeza
de espíritu, no menos que prudencia, la templanza y un moderado
conservadurismo en relación con asuntos políticos y religiosos.
Construida a partir de un conjunto de máximas reducibles
básicamente a tres (Discurso del método, III), el ideal moral
cartesiano abogó, de entrada, por ajustarse a las leyes y costumbres
del país donde se vivía, respetando la práctica de la religión en la que
uno había sido educado; asimismo, invitó a actuar con resolución y
firmeza, perseverando en las decisiones una vez adoptadas; por
último, respaldó la práctica del autodominio para aceptar el destino y
los acontecimientos por venir, una máxima de innegables
resonancias estoicas que apuesta por el gobierno de sí mismo,
trabajando en favor de los propios deseos y la configuración libre de
la propia subjetividad.
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