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HISTORIA DEL PENSAMIENTO JURIDI - Rufino Cano Gonzalez

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HISTORIA DEL PENSAMIENTO
JURÍDICO
1. De Heráclito a la Revolución francesa
Biblioteca Nueva Universidad
Obras de Referencia
José María Rodríguez Paniagua
HISTORIA DEL PENSAMIENTO
JURÍDICO
1. De Heráclito a la Revolución francesa
BIBLIOTECA NUEVA
Cubierta: Gracia Fernández
© José María Rodríguez Paniagua, 2013
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 2013
Almagro, 38
28010 Madrid
www.bibliotecanueva.es
[email protected]
ISBN: 978-84-9940-579-7
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Índice
Prólogo a la novena edición
Introducción
CAPÍTULO 1.—Los primeros pasos del pensamiento filosófico acerca del Derecho
1.1. HERÁCLITO (FINALES DEL SIGLO VI Y COMIENZOS DEL V A.C.)
1.2. PITÁGORAS Y LOS PITAGÓRICOS
CAPÍTULO 2.—Los sofistas y Sócrates
2.1. LOS SOFISTAS
2.2. SÓCRATES
CAPÍTULO 3.—El Derecho ideal de Platón
CAPÍTULO 4.—Lo «justo por naturaleza» de Aristóteles
CAPÍTULO 5.—Cínicos y cirenaicos, el helenismo. Epicúreos, estoicos y escépticos
5.1. CÍNICOS Y CIRENAICOS
5.2. EL HELENISMO
5.3. EPICÚREOS
5.4. ESTOICOS
5.5. ESCÉPTICOS
CAPÍTULO 6.—El pensamiento jurídico en Roma: Marco Tulio Cicerón
6.1. ADVERTENCIA GENERAL
6.2. MARCO TULIO CICERÓN
CAPÍTULO 7.—La idea de la ley y del Derecho natural en el cristianismo primitivo. San Agustín
7.1. LA POSTURA DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO EN GENERAL
7.2. SAN AGUSTÍN (354-430)
CAPÍTULO 8.—La ley y el Derecho natural en santo Tomás de Aquino
CAPÍTULO 9.—La actitud de Duns Scoto y de Guillermo de Ockham
9.1. DUNS SCOTO (1266 O 1274-1308)
5.2. GUILLERMO DE OCKHAM (1290?-1347)
CAPÍTULO 10.—Ley natural, Derecho natural y Derecho de gentes en los escolásticos españoles del siglo
XVI
CAPÍTULO 11.—El Derecho natural de la Edad Moderna a partir de Grocio
11.1. CARACTERIZACIÓN GENERAL DEL DERECHO NATURAL MODERNO
11.2. GROCIO (1583-1645)
CAPÍTULO 12.—El Derecho y el Estado en Hobbes
CAPÍTULO 13.—El pensamiento filosófico-político de Baruch Spinoza
CAPÍTULO 14.—El Derecho natural de Pufendorf
CAPÍTULO 15.—Estado de naturaleza y estado civil según Locke
CAPÍTULO 16.—Las doctrinas sobre la tolerancia religiosa a finales del siglo XVII y la distinción entre
moral y Derecho a principios del XVIII
CAPÍTULO 17.—El pensamiento jurídico-político de Montesquieu
CAPÍTULO 18.—La filosofía moral, jurídica y política de David Hume
CAPÍTULO 19.—La postura de Jean-Jacques Rousseau: el contrato social
CAPÍTULO 20.—La ética del liberalismo económico en Adam Smith
CAPÍTULO 21.—La moral y el Derecho en Kant
CAPÍTULO 22.—Las ideas (Derecho constitucional y derechos humanos) en la Revolución
norteamericana y en la francesa
Prólogo a la novena edición
¿Qué es el Derecho? ¿Cómo debe ser el Derecho? Casi nadie se pregunta
por lo primero, mientras que casi todos opinamos sobre lo segundo, a veces con
mucha rotundidad, y no solo con palabras, sino también con acciones u
omisiones. Esta diferencia de actitud resulta chocante. Porque ¿cómo podemos
saber lo que debe ser el Derecho sin tener una idea clara de lo que es? No
queremos decir que no se tenga de él una cierta idea, más o menos confusa. Dos
son las concepciones, más o menos ocultas o inconscientes, que parecen
prevalecer: una, que el Derecho es algo equiparable a la moral o ética; otra, que
no es más que el objeto de la política, de la lucha política, ya que en esta de lo
que se trata es de determinar por quién y cómo se han de establecer las leyes y
preceptos que han de regir la sociedad, es decir, el Derecho. Pero ambas lo
desnaturalizan, deforman su verdadero ser, y con fatales consecuencias; porque
dificultan el reconocimiento de los valores que verdaderamente le corresponden,
y de la función que tiene que desempeñar el Derecho.
La respuesta a la doble cuestión a que nos estamos refiriendo nos parece tan
compleja y difícil como importante y trascendente. Esto explica que, para tratar
de responderla, nos parezca adecuado acudir a lo que sobre ella han dicho las
mentes más destacadas o eminentes.
Hasta el siglo XVIII apenas si nos encontramos más que filósofos, o teólogos
que combinan la filosofía con la teología. A partir del siglo XIX en cambio
abundan los juristas cuyas reflexiones no pueden ser dejadas de lado. Para
abarcarlas, no sería apropiado el título de Historia de la Filosofía del Derecho,
especialmente si tenemos en cuenta que alguno de esos juristas (Kelsen)
defiende expresamente que hay que atenerse a una perspectiva pura,
estrictamente jurídica. No es en este sentido (metodológico) como ha de
entenderse en nuestro título el adjetivo de «jurídico»; lo único que indica es el
objeto o materia de que se trata: el Derecho.
Introducción
Dice Hegel, en la Fenomenología del espíritu, que la formación del individuo
singular debe recorrer las mismas fases que ha recorrido previamente el espíritu
universal, si bien se trata simplemente de incorporar y de apropiarse lo que
previamente ha podido costar grandes esfuerzos descubrir y conquistar.
Conformarse con incorporar los últimos resultados de la evolución del espíritu
le parece a Hegel lo mismo que conformarse con incorporar productos muertos.
Además, el resultado no es el «todo real», a no ser que sea considerado en unión
con su devenir, ni las cosas se reducen a su fin o término, sino que consisten
también en su desarrollo. Pero este desarrollo no puede ser captado más que
distinguiendo sus diversas etapas, los diversos momentos que han ido
integrando el resultado final. «La impaciencia se afana en lo que es imposible: en
llegar al fin sin los medios.» Y la ilusión nos lleva a dar por conocido lo que
conocemos solo de una manera abstracta o en términos generales. El verdadero
conocimiento, en cambio, consiste en desmenuzar el todo, en descubrir los
elementos en cuanto elementos, es decir, en cuanto partes que se han ido
añadiendo hasta constituir el todo.
No en todas las ciencias tienen la misma aplicación estas ideas. En las
llamadas «ciencias de la naturaleza» su evolución se concentra en un período
relativamente corto de tiempo: la química no existía como ciencia con
anterioridad a Lavoisier, y apenas si se puede hablar de la ciencia de la física con
anterioridad a Galileo y Newton; además, en ellas cada resultado viene
prácticamente a anular los anteriores. Es distinta la situación en las llamadas
«ciencias sociales» o «ciencias humanas», que continúan alimentándose, por
ejemplo, de las más remotas producciones del pueblo griego, y que no pueden
en modo alguno comprenderse independientemente de su tradición y de su
historia.
Indudablemente, dentro de esta última categoría de ciencias se encuentra la
jurisprudencia o ciencia del Derecho, elaborada sistemáticamente por primera
vez por los romanos pero tributaria a lo largo de su historia y en la actualidad de
las ideas de los distintos pensadores, empezando por los filósofos griegos. Sería
descabellado tratar de comprender las ideas que alimentan y apoyan nuestras
instituciones jurídicas sin tener en cuenta obras como, por ejemplo, La República
de Platón o la Política de Aristóteles.
A esta orientación, de contribuir a la formación del jurista haciéndole tener
en cuenta las diversas ideas que como partes integrantes han ido configurando
nuestra actual manera de pensar sobre el Derecho, es a la que responde esta
sumaria exposición de los momentos clave de la historia del pensamiento
jurídico.
Las ideas acerca del Derecho hasta el siglo XVIII inclusive han girado
fundamentalmente en torno al intento de dar con un ideal de Derecho o un
Derecho ideal (modélico), basado en la realidad (naturaleza) y descubierto por la
razón, independiente, por tanto, de las disposiciones de los gobernantes e
incluso, a veces, capaz de anularlas en caso de estar en contradicción con ellas.
En qué sentido pueda considerarse este intento como válido y en qué sentido
como utópico solo lo podemos comprender a través de la consideración de los
diversos esfuerzos realizados. Pero, además, a través de la consideración de estos
esfuerzos se nos irán descubriendo las diferentes concepciones acerca del
Derecho en general de las diversas épocas hasta esa fecha.
A finales del siglo XVIII deja de ser ese Derecho natural (o ideal) el centro de
gravedad de las ideas acerca del Derecho. Un síntoma de ese cambio de
perspectiva lo constituye la obra publicada en 1798 por Gustavo Hugo: Tratado
de Derecho natural como una filosofía del Derecho positivo. Pero el cambio definitivo de
vertiente lo marca la obra de Hegel (de 1821) que lleva, a doble portada, el doble
título de Derecho natural y ciencia del Estado en esbozo y el de Líneas fundamentales de la
Filosofía del Derecho. Fue este último título, el de Filosofía del Derecho, el que
prevaleció, consagrando lo que ya el otro título anunciaba y la realidad estaba
imponiendo: que el centro de gravedad de la consideración del Derecho estaba
pasando, o había pasado ya, al Derecho establecido o impuesto por el Estado1.
Las ideas acerca del Derecho tenían que agruparse, pues, más coherentemente,
no en torno al título de Derecho natural, sino en torno al título de Filosofía del
Derecho.
Pero también a este título le van a salir pronto muy serios competidores. A
mediados del siglo XIX, el inglés John Austin va a proponer el de Jurisprudencia
general, o comparada, o filosófica (aun cuando también admitía el de Filosofía del
Derecho positivo), en contraposición a la Jurisprudencia particular, que estudia el
Derecho de cada país. Y a finales del siglo (1874) un alemán, Adolf Merkel,
proclamaría abiertamente sus preferencias por la Teoría general del Derecho o Parte
general de la ciencia jurídica.
Como heredera de esta (y de la Teoría pura del Derecho de Kelsen), por un
lado, y de la Jurisprudencia o Ciencia jurídica general de Austin, por otro, se abre hoy
paso la Teoría del Derecho, como denominación poco comprometida, a mitad de
camino entre la Ciencia jurídica y la Filosofía del Derecho, participando, en
mayor o menor grado, de una y de otra, a la vez que en íntima conexión con la
Sociología del Derecho y con la lógica y la metodología jurídicas.
1 Tres tipos de razones son determinantes en este proceso: a) el mayor control del Derecho por parte
del Estado en virtud de la mayor importancia que se da a la legislación escrita (expresión de la voluntad del
pueblo en las democracias) y en virtud también de la codificación de esa legislación; b) la mentalidad
positivista, que lleva a centrar la atención de los que estudian el Derecho en las manifestaciones más
accesibles, tangibles y manejables (más positivas), que son las del Derecho estatal; c) la especialización
creciente, que lleva a que el Derecho sea estudiado sobre todo por juristas, o por filósofos que a la vez son
juristas.
CAPÍTULO 1
Los primeros pasos del pensamiento filosófico acerca del Derecho
En la concepción habitual, al menos hasta hace pocos años, de la historia de
las ideas, se consideraba como el primer período del pensamiento filosófico el
llamado período cosmológico, que se desarrollaría en el siglo VI y comienzos del
V a.C., principalmente en las colonias griegas de las costas de Asia Menor. Sin
embargo, puede parecer extraño que el primer objeto del pensamiento humano
fuera el mundo exterior al hombre y a su vida de sociedad, cuando es
precisamente la realidad humana y social no solo la más próxima al sujeto del
pensamiento, sino también la que más le habría de preocupar, por presentar
problemas más inmediatos para su vida y actuación. A estos dos motivos puede
añadirse un tercero para hacer pensar si no existiría, con anterioridad a ese
período cosmológico, otro período del pensamiento humano que versara sobre
el hombre y la sociedad. Este tercer motivo se refiere al empleo, durante el
período cosmológico, de conceptos como el de ley y el de justicia, que se aplican
indistintamente en ese período al mundo cósmico y al humano pero que parecen
tener su origen más natural y obvio en este último.
La solución no puede estar en la suposición de un período «filosófico»
anterior al período cosmológico, sino en la existencia, con anterioridad al
pensamiento filosófico, de una actividad humana que hacía sus veces, o era en
cierto modo su equivalente o su correlato, a saber: el pensamiento mítico o
mitológico. La conciencia o conocimiento filosófico no surge bruscamente,
como una ruptura repentina con el modo de pensar anterior, sino que «ha
nacido de la conciencia mítica, de la que se ha separado lentamente»1. Ahora
bien, en el pensamiento mítico estaba mezclado no solo lo real con lo fantástico,
sino también lo cósmico con lo antropológico, lo físico con lo moral y lo
político. Así se explica no solo que conceptos como el de ley y justicia puedan
derivar primordialmente de su aplicación al mundo de lo humano y social2, sino
incluso que más bien se apliquen indiferenciadamente al mismo tiempo al orden
cósmico y al humano o moral, durante los períodos en que la filosofía está
todavía en más dependencia y vinculación con el mito.
De aquí han extraído Kelsen y otros la conclusión de que la idea del
Derecho natural se basa en ese primitivismo de la confusión del orden moral
con el cósmico, de la categoría de retribución que rige en el primero con la
categoría de causalidad que se aplica en el segundo. Pero, en primer lugar, esto
se referiría directamente al Derecho natural solo en cuanto basado en la
naturaleza, no en cuanto se basa en la razón. En todo caso, no podemos
detenernos ahora a discutir sobre esta cuestión3, que, en último término,
afectaría a toda la filosofía, porque toda ella está en conexión, como hemos
dicho, con ese «primitivismo» que es el pensamiento mítico, del que se ha ido
desprendiendo poco a poco el pensamiento filosófico. A través de nuestra
exposición histórica podrá verse la parte que el punto de vista de Kelsen tenga
de razón4.
1.1. HERÁCLITO (FINALES DEL SIGLO VI Y COMIENZOS DEL V A.C.)
Es uno de los primeros filósofos en sentido auténtico, es decir, en cuanto la
filosofía se distingue del mito; aun cuando, como hemos dicho, esa
diferenciación dista mucho de ser tajante, sobre todo al comienzo.
Generalmente se lo ha englobado dentro del «período cosmológico», pero ya la
más antigua historia de la filosofía que se conserva, Vidas de los filósofos ilustres de
Diógenes Laercio (siglo III), decía que la doctrina de Heráclito que se conocía
abarcaba tres tratados: Del universo, De política y De teología. Los actuales
investigadores del pensamiento griego reconocen la exactitud de esta
advertencia, siguiendo los testimonios y fragmentos de Heráclito que han
llegado todavía hasta nosotros. Werner Jaeger advierte además que el tema
central es el antropológico o político, si bien su estudio es inseparable del de los
otros dos5. Por eso, aun cuando a nosotros solo nos interese directamente ese
tema antropológico o político, hemos de tener en cuenta también brevemente
las doctrinas cosmológicas y teológicas de Heráclito.
Uno de los puntos que más ha llamado la atención en las doctrinas
cosmológicas de Heráclito es el papel atribuido por él al fuego en la explicación
del universo. Desde luego se trata de un elemento destacado o privilegiado en la
concepción de Heráclito. Así, uno de los fragmentos que se conservan6 dice:
«Este cosmos, uno mismo para todos los seres, no lo hizo ninguno de los dioses
ni de los hombres, sino que siempre ha sido, es y será fuego eternamente
viviente que se enciende según medidas y se apaga según medidas.» Y otro
fragmento (el 90) dice: «Del fuego son cambio todas las cosas y el fuego es
cambio de todas, así como del oro [son cambio] las mercancías y de las
mercancías el oro.»
No obstante, los intérpretes de Heráclito están en general de acuerdo en no
considerar el fuego como el elemento constitutivo propiamente dicho de la
realidad, sino más bien como un medio, o símbolo, de que Heráclito se vale para
expresar otras dos doctrinas suyas más fundamentales y que a su vez están
conectadas entre sí: la del continuo flujo o cambio de la realidad y la de la
identidad de los contrarios. En efecto, el fuego, que es movilidad continua,
transforma siempre las cosas, que de alguna manera siguen siendo las mismas
antes y después de la acción del fuego, que, por otro lado, es al mismo tiempo
benévolo y enemigo, generador y destructor. Dice a este respecto R. Mondolfo:
«Precisamente por ser en sí y por sí unidad de opuesto, discordia concorde,
guerra y paz, armonía y conflicto interno, eros [amor] que es eris [disputa], el
fuego es siempre viviente y genera siempre de sí mismo la multiplicad cósmica de
los opuestos, en lucha incesante y constante vínculo mutuo a un tiempo»7.
La doctrina del continuo fluir está expresada por Heráclito de la manera más
elocuente en este fragmento (el 91): «No es posible ingresar dos veces en el
mismo río, según Heráclito, ni tocar dos veces una sustancia mortal en el mismo
estado.»
Su teoría de la «identidad de los contrarios» tiene distintos matices. Unas
veces se refiere a los aspectos diferentes de una misma cosa. Así el fragmento
60: «El camino hacia arriba [y] hacia abajo [es] uno y el mismo.» Otras se refiere
al aspecto gnoseológico, de poder apreciar mejor las cosas por sus opuestos. Así
el fragmento 111: «La enfermedad suele hacer suave y buena la salud; el hambre,
la saciedad; la fatiga, el reposo.» Otras veces se refiere a la relación de las cosas
con aquello en que se transforman o a la identidad de las cosas a través del
cambio: «Una misma cosa es [en nosotros] lo viviente y lo muerto, y lo despierto
y lo dormido, y lo joven y lo viejo; estos, pues, al cambiar, son aquellos, y
aquellos, inversamente, al cambiar, son estos» (fragmento 88). Otras veces
Heráclito tiene en cuenta la relación o adecuación de unas cosas con otras, de tal
manera que, si no se atiende a ella, puede convertirse lo bueno en malo y lo
malo en bueno: «Mar: el agua más pura y la más impura, potable y saludable para
los peces, impotable y mortal para los hombres» (fragmento 61). Finalmente,
Heráclito se refiere a la complementariedad de los opuestos que da lugar a un
producto, a un resultado final superior: «Pues no habría armonía si no hubiese
agudo y grave, ni animales si no hubiera hembra y macho, que están en
oposición mutua»8.
De esas dos teorías (el cambio y la oposición-identidad de las cosas) es
consecuencia o, más bien, complemento una tercera: la de la guerra (el cambio
por oposición o enfrentamiento). A nosotros lo que más nos interesa es que
Heráclito no solo ensalza ese cambio y esa «oposición-identidad de los
contrarios», gracias a la cual se constituye la variedad y riqueza de la realidad, sin
perder la armonía, sino también la guerra (según nos transmite Aristóteles):
«Heráclito reprocha al poeta [Homero] que dijo: “¡Ojalá se extinguiera la
discordia de entre los dioses y entre los hombres!”» Porque, como dice otro
famoso fragmento de Heráclito (el 53): «Pólemos [la guerra] es el padre de todas
las cosas y el rey de todas, y a unos los revela dioses, a los otros hombres, a los
unos los hace libres, a los otros esclavos»9.
De esta manera se llega a que la «justicia» sea identificada por Heráclito con
esa lucha general de todas las cosas. «Es preciso saber que la guerra es común [a
todos los seres] y la justicia es discordia» (fragmento 80). Se trata, por tanto, de
una justicia cósmica, que Heráclito entiende como lucha y discordia; lucha y
discordia que produce la diferenciación y, a través de ella, da a cada uno su
merecido10. Pero además esa misma lucha está sometida a medida. Ya vimos que
dice del fuego que «se enciende según medidas y se apaga según medidas». Y del
sol —fuego por antonomasia— nos dice Heráclito que «no traspasará sus
medidas; si no, las Erinias, ministras de Dike [justicia], sabrán encontrarlo»
(fragmento 94). Es decir, que la justicia se identifica con el cambio y la discordia,
pero es al mismo tiempo garantía del orden de ese cambio.
Esas medidas que las cosas tienen que observar en su devenir y lucha
continuos vienen dadas por lo que es «común», o «general» (fragmento 2), por lo
que Heráclito llama la Razón (Λόγος). «Conforme a esta —dice Heráclito—
acontecen todas las cosas» (fragmento 1); por tanto, bien puede ser calificada
como Ley, ley que es calificada por Heráclito como «divina» y «común» o
universal, puesto que «impera tanto cuanto quiere y basta a todas las cosas y las
sobrepasa» (fragmen- to 114).
La universalidad de esa ley se refiere por igual a las cosas humanas y a las
cósmicas o inanimadas; no es extraño, pues, que Heráclito ponga en conexión
con esa ley las leyes humanas, que valen en cuanto se derivan de esa ley divina,
«pues todas las leyes humanas son alimentadas por la única ley divina»
(fragmento 114). Así entendida la ley humana, es preciso que el pueblo luche
por ella «como por los muros de su ciudad» (fragmento 44). Puesto que su
fortaleza y su confianza provienen de lo «que es común a todos», es decir, de su
unidad, de su unión, y eso es la ley (fragmento 114).
1.2. PITÁGORAS Y LOS PITAGÓRICOS
Pitágoras fue contemporáneo e incluso algo anterior a Heráclito, quien se
refiere a él como un erudito que sabía muchas cosas pero al que su erudición no
había ayudado a tener inteligencia. Aparte de poseer este carácter de «sabio»,
Pitágoras fue un educador que dio origen a una secta científico-religiosa —los
pitagóricos— que se desenvolvió en las colonias griegas de la Italia meridional
(Magna Grecia) a finales del siglo VI y comienzos del V a.C.11, y que fue disuelta
y perseguida por los descontentos de su control del poder político. En esa secta
había una especie de comunidad de bienes intelectuales y, por consiguiente, no
podemos saber qué es lo que realmente se debe a Pitágoras en el descubrimiento
de la mayor parte de los conocimientos que generalmente se le atribuyen, entre
ellos el famoso teorema que lleva su nombre.
El «descubrimiento» fundamental de los pitagóricos fue el de la constitución
matemática de la realidad o, en otros términos, el de que el elemento
constitutivo básico de las cosas son los números. Parece que el punto de partida
para esta concepción matemática del universo fue la experiencia de la relación
(matemática) entre la altura del sonido y la longitud de la cuerda en los
instrumentos musicales. La generalización de esta experiencia es sin duda
atrevida. No hay que dar a los números de los pitagóricos un sentido meramente
cuantitativo, sino también un sentido cualitativo, en virtud del cual resultaban
diferentes cosas, según la cualidad de los números que entraban en su
composición. Pero esto a su vez nos resulta hoy bastante incomprensible. De
alguna manera nos podemos aproximar a la comprensión de esa atribución de
un carácter cualitativo a los números teniendo en cuenta la tendencia (propia
especialmente de los comienzos de la matemática) a representar gráficamente los
números por puntos u objetos que se les asemejen (guijarros o bolas), que
pueden disponerse o colocarse formando figuras geométricas. Así se llega a
calificar a unos números de triangulares, a otros de cuadrados y a otros de
oblongos. Además, el punto geométrico puede concebirse como equivalente o
correspondiente al número uno; la línea al dos; el plano al tres; el cuatro puede
dar lugar a concebir un cuerpo sólido: un punto (o un guijarro) añadido a una
base de tres da lugar a una pirámide. En todo caso, no podemos aspirar a
obtener una comprensión plenamente satisfactoria, desde el punto de vista
racional, de la doctrina pitagórica. Porque, en ellos, no es solo que, como ya
hemos dicho, la filosofía no se haya desprendido todavía de los elementos
mitológicos, sino que se aspira a cultivarla con un sentido místico-religioso,
como un saber de salvación o liberación del hombre. Si en este sentido místicoreligioso estaba incluida, como parece, la concepción del mundo, de la realidad,
como un cosmos, como un todo ordenado, resulta más fácil comprender que
llegaran a esa conclusión de la concepción matemática del universo. Porque lo
que buscarían (en sus observaciones y en sus consideraciones más o menos
racionales) no sería tanto el elemento constitutivo de la realidad como el
elemento explicativo de su ordenación, la clave de su ser «cósmico»12. Con esta
orientación, la relación matemática entre la longitud de la cuerda y la altura del
sonido no sería propiamente la base de la concepción de toda la realidad como
ordenada, sino más bien su confirmación, un pretexto para reafirmarse en ella. Y
así la aplicaron con decisión, tal como nos parece a nosotros, a todos los
ámbitos. En consecuencia, asignaron a las distancias de las órbitas de los astros
unas relaciones precisas, como las de las longitudes de las cuerdas que dan lugar
a las distintas notas musicales, lo que suponían que tendría que dar origen a una
armonía o música de los astros, o de los cielos (la «música celestial»).
Lo que más nos interesa a nosotros es que esta concepción matemática de la
realidad por parte de los pitagóricos ha tenido una trascendencia enorme; en
primer lugar, en la educación, que se concibe como una tarea de imitación, de
calco, de la armonía y orden del universo13. Parece que en esto la doctrina
pitagórica venía a coincidir con la concepción popular, al menos entre los
griegos, de la educación como moderación y dominio de sí mismo14. Pero no se
ha de pensar que los pitagóricos se limitaran a acomodarse al ambiente, a lo ya
establecido. Con su doctrina proporcionaban nuevas bases, fundamentos
teóricos, para esa concepción. Por tanto, al menos en ese sentido, les
corresponde también un papel original o creador. De hecho las cuatro ciencias
que tuvieron en cuenta los pitagóricos (aritmética, geometría, astronomía y
música) formaron durante siglos una de las bases de la educación del Occidente
europeo: el célebre quadrivium de la Edad Media. Pero, sobre todo, hemos de
destacar el influjo que tuvieron los pitagóricos para que en adelante se tendiera a
ver en la realidad natural, en cuanto constituida matemática, armónicamente, la
norma orientadora de la conducta humana. «Es incalculable —dice Werner
Jaeger— la influencia de la idea de armonía en todos los aspectos de la vida
griega de los tiempos posteriores. Abraza la arquitectura, la poesía y la retórica,
la religión y la ética. En todas partes aparece la conciencia de que existe en la
acción práctica del hombre una norma de lo proporcionado (πρέπον, α’ρμότον)
que, como la del derecho, no puede ser transgredida con impunidad»15. Todas
esas repercusiones y resultados de la idea de la armonía están implícitos en la
concepción básica de los pitagóricos, de la realidad como un conjunto
matemáticamente ordenado, como un cosmos.
1 G. Gusdorf, Mito y metafísica, trad. de N. Moreno, Buenos Aires, Nova, 1960, pág. 10. Cfr. también D.
A. Hyland, Los orígenes de la filosofía en el mito y los presocráticos, trad. de J. L. García Venturi, Buenos Aires, El
Ateneo, 1975; J.-P. Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia antigua, trad. de J. D. López Bonillo, Barcelona,
Ariel, 1983, especialmente págs. 334 y sigs.; W. Nestle, Historia del espíritu griego. Desde Homero hasta Luciano,
trad. de M. Sacristán, Barcelona, Ariel, 1975 (en este libro, aparte de recogerse los resultados de otro
anterior, Vom Mythos zum Logos [1940], que estudiaba las relaciones del mito con la filosofía hasta el siglo V
a.C., se amplía el estudio de estas relaciones hasta el siglo II d.C.). No parece que contradiga la tesis que
sostenemos, sino que en cierto modo la complementa, al fijarse, no en el contenido, sino en aspectos
formales, G. Colli, La nascita della filosofia, Milán, Adelphi, 1975, trad. de C. Manzano, Barcelona, Tusquets,
2000.
2 Burnet explica esta derivación de la siguiente manera: «En los tiempos primitivos se había captado con
mucha mayor claridad la regularidad de la vida humana antes que la permanencia de los procesos naturales.
El hombre vivía en un círculo encantado de ley y costumbre, mientras que el mundo de su alrededor
parecía no tener leyes. Siendo esto así, cuando empezó a observarse la regularidad de los procesos de la
naturaleza, no se pudo encontrar para ellos otra denominación mejor que las de la ley o la justicia (δίκη),
una palabra que significa propiamente la costumbre inalterable que regía la vida humana» (J. Burnet, Greek
Philosophy, Londres, Macmillan, en la reimpresión de 1981, págs. 85-86).
3 Me refiero a ella un poco más ampliamente en ¿Derecho natural o axiología jurídica?, Madrid, Tecnos,
1981, págs. 72 y sigs.
4 Los griegos no tenían un término equivalente al nuestro de Derecho; por eso su pensamiento sobre
este hemos de conocerlo a través de sus ideas acerca de la ley y de la justicia.
5 W. Jaeger, Paideia: los ideales de la cultura griega, trad. de J. Xirau y W. Roces, México, Fondo de Cultura
Económica, 1968, pág. 179.
6 El 30 de la clasificación de Diels-Kranz, Die Fragmente der Vorsokratiker. Utilizo en general la versión
castellana de la obra de R. Mondolfo, Heráclito. Textos y problemas de su interpretación, México, Siglo XXI, 1966,
págs. 30 y sigs. Pero me he valido también de la obra de G. S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos.
Historia crítica con selección de textos, trad. de J. García Fernández, Madrid, Gredos, 1981, págs. 258 y sigs., así
como de la de C. Eggers Lan y V. E. Juliá, Los filósofos presocráticos, I, Madrid, Gredos, 1978, págs. 309 y sigs.
7 R. Mondolfo, ob. cit., pág. 104.
8 Testimonio de Aristóteles en la Ética a Eudemo. Cfr. R. Mondolfo, ob. cit., págs. 26-27 y 31-32; G. S.
Kirk y J. E. Raven, ob. cit., pág. 277. La misma idea en el fragmento 51: «No comprenden cómo lo
divergente converge consigo mismo: armonía de tensiones opuestas, como las del arco y de la lira.» En
efecto, el arco no tiene sentido sino en cuanto la cuerda se opone, se tensa, contra, con respecto a la
madera; ni la lira si no se tensaran, no se forzaran, sus cuerdas (por medio de las clavijas, que se oponen a la
relajación, a la tendencia de las cuerdas).
9 Al atribuir a la guerra los títulos que en la religión griega se aplicaban a Zeus, el dios supremo,
Heráclito está indicando que el verdadero dios supremo es la guerra. Así W. K. C. Guthrie, Historia de la
Filosofía Griega, I, Los primeros presocráticos y los pitagóricos, trad. de A. Medina González, Madrid, Gredos, 1984,
pág. 421.
10 La justicia de Heráclito no es, pues, nada igualitaria, sino todo lo contrario, enemiga de la
uniformidad y la igualdad (la guerra revela y hace prevalecer las desigualdades). Se indignaba con los
conciudadanos, que no podían soportar su superioridad, y por eso lo habían desterrado, de «Hermodoro, el
varón más útil entre los suyos, diciendo: “No haya ni uno [quien sea] el más útil entre nosotros: y si no [tal
sea] en otra parte y entre otros”» (fragmento 121). En cambio, el carácter igualitario de la justicia lo había
afirmado (aproximadamente medio siglo antes) Anaximandro, quien consideraba una «injusticia» la
diferenciación de las cosas a partir de un primer principio indiferenciado o indefinido, injusticia que pagan
o reparan al volver, por su corrupción o disolución, a esa primitiva indiferenciación. Según uno de los
fragmentos de Anaximandro, que al parecer se nos ha transmitido literalmente, «allí de donde las cosas
particulares toman su origen es adonde necesariamente vuelven en su disolución, puesto que pagan la culpa
unas a otras y la reparación de la injusticia, de acuerdo con el ordenamiento del tiempo» (Simpl., Fís., 24,
17). Cfr. C. Eggers Lan y V. E. Juliá, Los filósofos presocráticos, I, Madrid, Gredos, 1978, págs. 105 y sigs., y G.
S. Kirk y J. E. Raven, Los filósofos presocráticos. Historia crítica con selección de textos, trad. de J. García Fernández,
Madrid, Gredos, 1981, págs. 169 y sigs. No todos están de acuerdo en que la frase que nosotros hemos
recogido se refiera al principio indiferenciado o indefinido de que Anaximandro había hablado
anteriormente. En ese caso, en esa interpretación, no estaría tan claro el sentido igualitario de la justicia,
pero, al menos, esta tendría en todo caso el sentido de tendencia a la compensación, al restablecimiento del
equilibrio.
11 En los dos siglos siguientes, y aun en épocas posteriores, subsisten filósofos pitagóricos, pero, a
partir de mediados del siglo V a.C., sin formar ya más que comunidades pequeñas y aisladas. Aun así,
alguno de ellos, como Arquitas, que fue amigo de Platón, ejerció el mando durante bastantes años en
Tarento (siglo IV a.C.). Sobre Arquitas cfr. W. K. F. Guthrie, ob. cit. [nota 9], págs. 316 y sigs.
12 Este aspecto de la doctrina pitagórica está ampliamente expuesto por W. K. C. Guthrie, ob. cit. [nota
9].
13 Dice Guthrie a este respecto: «Así como el universo es un kosmos, es decir, un todo ordenado,
pensaba Pitágoras que cada hombre es un kosmos en miniatura. Somos organismos que reproducen los
principios estructurales del macrocosmos; y estudiando esos principios estructurales, desarrollamos y
estimulamos en nosotros mismos los elementos de la forma y del orden. El filósofo que estudia el kosmos se
hace kosmios —ordenado— en su propia alma» (W. K. C. Guthrie, Los filósofos griegos de Tales a Aristóteles,
trad. de F. M. Torner, México, Fondo de Cultura Económica, 1967, págs. 42-43).
14 En este sentido puede verse F. M. Cornford, Antes y después de Sócrates, trad. de A. Pérez-Ramos,
Barcelona, Ariel, 1980, págs. 127-128.
15 W. Jaeger, Paideia, ob. cit. [nota 5], pág. 163.
CAPÍTULO 2
Los sofistas y Sócrates
Después de las Guerras Médicas, con la victoria sobre los persas, en la que
Atenas tuvo un papel preponderante, se constituye, bajo su hegemonía, una liga
de ciudades griegas. Esta fue una de las causas de su enriquecimiento
económico. Pero, junto con el enriquecimiento económico, se produjo también
una gran prosperidad en todos los órdenes, a la que contribuyó un considerable
número de extranjeros, atraídos por esa misma prosperidad y tal vez por el aire
de libertad que encontraban en Atenas. Es el llamado «siglo de Pericles» (en
realidad los cincuenta años que van del 480 al 430 a.C.). Al florecimiento
literario y artístico se unió un gran deseo de saber, con la consiguiente
divulgación de la ciencia por todas las clases de la sociedad. Además, la
constitución democrática de la República ateniense estimuló a los jóvenes a
cultivar el arte de hablar y de persuadir con el fin de poder intervenir
activamente en la política y obtener y desempeñar cargos públicos. Nuevos
grupos de hombres que participan del esplendor económico aspiran a participar
también en las tareas de la política, aspiración que se había visto especialmente
favorecida por el hecho de que, con el predominio de la guerra marítima, los
deberes militares se habían extendido a todos, con la consiguiente extensión
también a todos (los ciudadanos, no a los metecos o extranjeros, ni a los
esclavos), de los derechos políticos. Pero la política ¿es un arte que se puede
aprender o un don con el que se nace? Los aristócratas siguen manteniendo que
es ante todo un don natural que no se puede aprender propiamente, sino que
más bien se perfecciona en el ambiente en que se nace y en que se nos educa,
pero los nuevos hombres piensan que se pueden adquirir o aprender las dotes de
mando con tal de estar dispuestos a recibir esas enseñanzas. Una buena parte de
los intelectuales de la época se ponen al servicio de esta nueva clase y, mediante
el cobro de ciertas cantidades de dinero, a veces bastante considerables, se
prestan a enseñar a hablar en público, convenciendo al pueblo en las asambleas
democráticas, mediante la oratoria. Por otro lado, los procesos judiciales eran
frecuentes en Atenas, y la actuación en ellos corría a cargo de los propios
particulares. Era, pues, muy importante aprender a hablar también delante de los
tribunales o hacerse con un discurso preparado. A satisfacer todas estas
necesidades se prestaron los sofistas que, desde luego, no constituyeron nunca
una escuela, sino más bien un movimiento, una nueva orientación pedagógica y
cultural.
2.1. LOS SOFISTAS
El nombre de sofistés era antiguamente sinónimo de sofós (sabio), y se aplicaba
a cualquiera que destacara por su destreza en un oficio y especialmente a los que
destacaban en un arte o saber de los más eminentes o apreciados, especialmente
si este tenía una connotación de enseñanza o educación, como era el caso de los
poetas. A partir del siglo V a.C. el término empieza ya a adquirir un matiz crítico
o peyorativo, lo que no impide, sin embargo, a los que se aplican a sí mismos esa
denominación, enlazar su actuación con la de los grandes poetas educadores de
Grecia (Homero, Hesiodo…), a quienes se había dado antes ese apelativo de
sofistas (en el mejor sentido). A partir del siglo IV a.C., y por obra sobre todo de
Platón, el término sofista adquiere un matiz más peyorativo, que persiste hasta
nuestros días, de hombre que no se preocupa de la verdad, sino solo de su
apariencia y de la utilidad que él mismo pueda extraer de ella. Esa acusación por
parte de Platón estaba en concreto dirigida contra ese grupo de intelectuales de
la segunda mitad del siglo V y primera del IV a.C., pero fundamentalmente del
último tercio del siglo V (casi todos extranjeros, es decir, venidos de fuera de
Atenas), que vamos a estudiar aquí. Base para esa acusación: que habían cobrado
por sus enseñanzas, y que enseñaban a convencer independientemente de cuál
fuera la doctrina u opinión que se sustentara. Sin embargo, no podemos aceptar
sin reserva ese juicio sobre los sofistas transmitido por sus enemigos, máxime
cuando no nos ha llegado directamente (al menos completa) ninguna de las
propias obras de aquellos1.
En cuanto a la significación de los sofistas en la historia de la cultura griega,
no cabe duda de que desempeñaron un papel muy importante. Baste pensar que
ellos son al menos una buena parte de los «intelectuales» de aquella época, una
época además que, por la agitación y el sentido crítico que en ella tienen las ideas
y por el entusiasmo que suscita la cultura, ha sido calificada como de la
«Ilustración griega». Por otro lado, hay que tener en cuenta que se produce un
cambio de rumbo en los temas que son objeto preferente de estudio; con ellos
se da ya menos importancia a la investigación cosmológica, para pasar a estudiar
decididamente temas humanos: de teoría del conocimiento, psicología, ética,
política, dando lugar al comienzo de lo que en la historia de la filosofía se ha
denominado «período antropológico»; aun cuando se pueda poner en cuestión si
los sofistas eran filósofos en sentido estricto.
Para la adecuada comprensión de sus teorías, y en concreto de sus doctrinas
sociales y políticas, es imprescindible tener en cuenta el giro experimentado en
su tiempo por el estudio de la naturaleza, que del conjunto del universo pasa a
centrarse en el estudio de la naturaleza humana, debido en gran parte a los
comienzos de la medicina científica, no como una simple colección de
procedimientos y remedios prácticos, sino como una ciencia experimental,
basada en la observación, que relaciona los remedios con el organismo a que se
aplican y con el estado en que se encuentra el organismo en cada momento (es
la medicina hipocrática, de la escuela de Hipócrates). Los sofistas emplean este
mismo método en los problemas morales, sociales y políticos, como lo
emplearán más tarde Sócrates, Platón y Aristóteles. Para la doctrina del Derecho
conforme a la naturaleza, esta similitud con la medicina va a ser decisiva, porque
por naturaleza entenderá en adelante, sobre todo, la naturaleza humana.
En esta línea está la doctrina fundamental del más famoso de todos los
sofistas, Protágoras de Abdera, doctrina que se nos ha transmitido
compendiosamente en la frase «el hombre es la medida de todas las cosas»
(Platón, Cratilo, 385e; Teeteto, 152a; Aristóteles, Met., 1053a-b y 1062b). Su
sentido, sin embargo, está muy lejos de ser del todo claro. En efecto, ¿de qué
hombre se trata? ¿Del hombre ideal, del hombre tal como debería ser, del
hombre perfecto, o del hombre empírico tal como nos lo muestra la
experiencia? No cabe duda de que la mayor parte de los testimonios que
conservamos sobre Protágoras se inclinan a interpretar el hombre a que se
refiere su doctrina no solo como empírico, sino también como individual. Pero
no hay que olvidar que esos testimonios son ante todo de enemigos de los
sofistas, que los acusaban de escépticos y relativistas.
En todo caso, un cierto relativismo es indudable que existe en la doctrina de
Protágoras; pero con respecto a las cuestiones morales y políticas, que son las
que más directamente nos interesan aquí, hay que reconocer que ese relativismo
no es radicalmente individualista, sino referido al grupo social o político, y no es
meramente empírico, sino basado en la razón, aun cuando esta se conciba
también de un modo relativista (o, al menos, perspectivista: con diversidad de
opiniones más o menos valiosas). El mismo Platón nos ha transmitido
testimonios claros en este sentido: «Lo que a cada ciudad le parece justo y recto
lo es en efecto para ella», se dice en un pasaje del Teeteto de Platón, con
referencia a Protágoras; y luego, un poco más abajo: «Tanto en lo justo y lo
injusto, como en lo piadoso y en lo impío, están dispuestos a afirmar que nada
de esto tiene por naturaleza una realidad propia, sino que la opinión de una
comunidad se hace verdadera en el momento en que esta se lo parece y durante
el tiempo que se lo parece»2. Estas expresiones pueden sonar hoy día como
lamentaciones, como la resignada aceptación de que el Estado tiene poder para
imponer en todo caso su voluntad como ley, pero en realidad, en el conjunto de
la doctrina de Protágoras, parecen ser más bien el reconocimiento de que el
pueblo, cada pueblo, tiene sentido y capacidad para darse a sí mismo
democráticamente las leyes más convenientes, puesto que todo el pueblo
participa de lo que les tiene que servir de fundamento: el sentido del respeto a lo
que está bien y de la justicia. Protágoras tiene confianza, como en general los
sofistas, en que las dotes políticas no son patrimonio de unos pocos, sino que
están compartidas por todos los ciudadanos. Esto es lo que significa el mito que
Platón pone en boca de Protágoras en el diálogo que lleva su nombre. Según
este mito, los dioses encargaron a Prometeo y Epimeteo que hicieran la
distribución de los diversos dones o cualidades entre los seres vivientes.
Epimeteo, quien fue el que de hecho se encargó de llevar a cabo la ejecución, se
las arregló para asegurar al menos la subsistencia o pervivencia a todos los
animales, pero fue a costa de agotar todos los dones o cualidades; así, cuando le
llegó el turno al hombre, este quedó desnudo, descalzo y desvalido. Para
remediar sus deficiencias, Prometeo roba a los dioses el fuego y, con él, asociada
con él, la técnica. Pero con esto no acaban las desgracias de los hombres, que,
no teniendo los dones de la política, vivían dispersos, incapaces para defenderse
de los animales y, cuando se agrupaban, se agredían unos a otros. Entonces
Zeus envía a Hermes, el mensajero divino, para evitar que desaparezca la especie
humana, concediendo a los hombres el sentido del respeto y de la justicia. A la
pregunta de Hermes sobre el modo cómo se han de repartir, a quiénes se han de
dar estos dones, Zeus le contesta: «A todos, y que todos sean partícipes. Pues no
habría ciudades, si solo algunos de ellos participaran, como de los otros
conocimientos»3.
Protágoras, por tanto, no era revolucionario. Al contrario, apoyaba con estas
ideas el régimen democrático de la Atenas de su tiempo, cuyo jefe más
destacado era Pericles, amigo de Protágoras. Pero, no obstante, estas doctrinas
minan el prestigio de la autoridad y del Derecho del Estado; este queda
desmitificado, en el sentido de que pierde su carácter trascendente, por encima
de la apreciación racional y de la decisión humana. La ley ya no tiene la elevación
que le atribuía Heráclito, que la hacía derivar del Logos divino, sino que es el
producto de la opinión y de la voluntad contingente de la mayoría de los
ciudadanos.
Esta desmitificación es aún mayor en otro representante de la sofística que
aparece en los Diálogos platónicos, en concreto en el primer libro de La República,
Trasímaco, quien sostiene —según nos lo transmite Platón— que lo justo no es
más que lo que conviene al más fuerte, entendiendo por tal el que tiene el poder,
por lo que puede decirse también que es «lo que conviene al gobierno
establecido».
Sobre estas bases se comprende que surgieran sofistas más radicales y
abiertamente revolucionarios. Tal es el caso de Hipias de Elide, que en el diálogo
Protágoras de Platón, por tanto, con interlocutores no solo atenienses, sino
también venidos de fuera de Atenas, se expresa en estos términos: «Amigos
presentes, considero yo que vosotros sois parientes y familiares y ciudadanos,
todos, por naturaleza, no por convención legal. Pues lo semejante es pariente de
su semejante por naturaleza. Pero la ley, que es tirano de los hombres, les fuerza
a muchas cosas en contra de lo natural»4. Las exigencias o dictados de la
naturaleza, a que aquí se refiere Hipias, no han de identificarse necesariamente
con las «leyes no escritas», que él también admite5 pero no definiéndolas en
razón de su antigüedad6 ni relacionándolas tampoco con la naturaleza7, sino con
los dioses8: esas leyes religiosas no escritas no tienen que caer necesariamente,
pues, de lado de la naturaleza (fýsis)9, sino que pueden ser parte de lo establecido
(nómos) (aun cuando sea nómos no escrito). Pero el nómos aquí aludido por Hipias
no es ese religioso común a todos los griegos y, por tanto, a sus interlocutores,
sino el propio de la ciudad de Atenas (o de cualquier ciudad-Estado). El nómos
religioso (griego) queda más bien asimilado a la naturaleza.
Más abiertamente revolucionario aún es un texto de Antifonte (del que no
sabemos nada seguro, ni de su personalidad, ni de la época en que vivió, aunque
desde luego, al menos en parte, en el último tercio del siglo v a.C.): no solo
especifica que «somos todos naturalmente iguales en todo, tanto griegos como
bárbaros», sino que se queja además no solo de que legalmente, sino también de
que socialmente se hagan distinciones entre las diversas clases sociales: «[Los
que son de padres ilustres] los respetamos y honramos; en cambio a los que
descienden de una casa humilde ni los respetamos ni los honramos. En este
aspecto nos comportamos como bárbaros los unos con los otros»10.
Sin embargo, como advierte W. Jaeger, «desde el punto de vista de la política
realista, las teorías de Antifón y de Hipias, con sus ideas de igualitarismo
abstracto, no representaban por el momento un gran peligro para el Estado
existente. No trataron de hallar ni hallaron resonancia alguna en la masa, puesto
que se dirigían solo a pequeños grupos ilustrados, que en lo político pensaban en
gran parte como Calicles»11.
Calicles es un personaje ficticio o, al menos, no identificado, de los Diálogos
platónicos, cuyos rasgos desde luego parecen estar tomados de algún personaje
importante de la época; de todos modos, lo de menos es que correspondan o no
a un determinado personaje; lo importante es que reflejan la mentalidad de una
parte al menos de la aristocracia conservadora ateniense, y de la política exterior
(imperialista) de Atenas. Incluso esas ideas están expresadas por Platón con
tanta fuerza y elocuencia, que resulta difícil sustraerse a la impresión de que le
resultaban simpáticas (o de que, al menos, ejercían una cierta atracción sobre él),
no solo por su desgarrada sinceridad, sino también porque hacían contraste con
las ideas democráticas de otros sofistas (y esto no solo a efectos de dar
dramatismo al diálogo). Por lo demás, hay que considerar la doctrina de Calicles
como perteneciente también al ámbito de la sofística, y de hecho coincide con
todos los demás sofistas en la desvalorización del Derecho. He aquí algunos de
estos párrafos puestos por Platón en boca de Calicles:
Los que establecen las leyes son los débiles y la multitud. En efecto, mirando a sí mismos y a su
propia utilidad establecen las leyes, disponen las alabanzas y determinan las censuras. Tratando de
atemorizar a los hombres más fuertes y a los capaces de poseer mucho, para que no tengan más que
ellos, dicen que adquirir mucho es feo e injusto y que eso es cometer injusticia: tratar de poseer más
que los otros… Pero, según yo creo, la naturaleza misma demuestra que es justo que el fuerte tenga
más que el débil y el poderoso más que el que no lo es. Y lo demuestra que es así en todas partes,
tanto en los animales como en todas las ciudades y razas humanas… Modelamos a los mejores y
más fuertes de nosotros, tomándolos desde pequeños, como a leones, y por medio de encantos y
hechizos los esclavizamos, diciéndoles que es preciso poseer lo mismo que los demás y que esto es
lo bello y lo justo. Pero yo creo que si llegara a haber un hombre con índole apropiada, sacudiría,
quebraría, y esquivaría todo eso, y pisoteando nuestros escritos, engaños, encantamientos y todas
las leyes contrarias a la naturaleza, se sublevaría y se mostraría dueño este nuestro esclavo, y
entonces resplandecería la justicia de la naturaleza12.
2.2. SÓCRATES
Sócrates, quien vive en Atenas desde el año 469 hasta el 399 a.C., en que es
condenado a muerte, no solo es contemporáneo de los sofistas, sino que
también coincide con ellos en la temática de su doctrina —políticoantropológica— y en ciertos rasgos, externos e internos, de su enseñanza. No
puede, sin embargo, ser confundido con ellos13 o, al menos, se trataría en todo
caso de un sofista excepcional. Se diferencia ya en su porte exterior. Porque está
de acuerdo con los sofistas en que la política se puede enseñar, pero no cobra
por sus enseñanzas, ni se rodea de boato y solemnidad para dar sus lecciones, ni
siquiera da lecciones, sino que simplemente habla con quien quiera ser su
interlocutor, con quien quiera hilvanar una conversación en cualquier escenario
improvisado: las calles o la plaza pública, los gimnasios, el mercado, los talleres
de artesanos o, alguna que otra vez, una comida a la que es invitado con otros
que quieren también hablar. Al igual que la de los sofistas, su doctrina no nos es
conocida directamente, pero no porque sus obras se hayan perdido, sino porque
no las escribió. Y, a diferencia de los sofistas, los autores que nos la han
transmitido (esa doctrina) no eran enemigos suyos, sino discípulos entusiastas;
fundamentalmente dos: Jenofonte y Platón. Esta misma transmisión ha podido
tener parte en la oposición con que generalmente se ha presentado la figura de
Sócrates y la de los sofistas. Pero hay que convenir en que al fin y al cabo
Sócrates era también un intelectual de la llamada «Ilustración griega», y como tal
un crítico de su época y de sus contemporáneos, en especial de los gobernantes,
incluso más radical y mordaz que los sofistas. La vía para esta crítica era su
famosa «ironía», es decir, que se presentaba como no sabiendo nada, mientras
que los que sabrían serían sus interlocutores, que efectivamente pensaban eso de
sí mismos. Los impulsaba así a hablar; de este modo se alumbrarían los
conocimientos que se poseen en el interior (Sócrates decía que imitaba el
proceder de su madre, que era comadrona: método «mayéutico»)14. Pero al
mismo tiempo también queda en evidencia el que cree saber, pero en realidad no
sabe o sabe mucho menos de lo que cree saber. Parece, pues, que lo que
Sócrates pretende no es propiamente criticar las instituciones, sino más bien a
los hombres, sus ideas, convicciones y actitudes o modos de proceder.
A pesar de estar transmitida por discípulos directos, no nos es nada fácil de
conocer la auténtica doctrina socrática. En realidad cabe hablar de una
«transposición» o transformación de la doctrina socrática. Las dos versiones
principales difieren entre sí considerablemente. Mientras la de Jenofonte parece
demasiado parca, atenta sobre todo a destacar la integridad de vida y la pureza
de la doctrina moral de Sócrates, ya desde Aristóteles se viene encontrando la
versión de Platón demasiado rica, superponiéndose sin duda a los elementos
originarios de la doctrina socrática las ideas y el esplendor y abundancia de
expresiones del discípulo. Es imposible distinguir en los escritos platónicos la
parte que corresponde efectivamente a Sócrates, porque lo que Platón pone en
boca de este es simplemente la parte principal de la doctrina del diálogo o del
discurso. Para diferenciar de alguna manera la doctrina platónica de la socrática,
parece que el recurso más adecuado es tomar como punto de referencia de esta
las primeras obras platónicas: Apología de Sócrates, Critón, Laques, Cármides…, así
como, desde luego, la obra Memorables o Recuerdos y otras escritas por Jenofonte.
Una primera impresión, fundamental, que podemos extraer de estos
testimonios es que la doctrina socrática es opuesta al proceso de disolución
iniciado por los sofistas. Mientras estos acentúan el aspecto relativista del
conocimiento, Sócrates busca incansablemente definiciones y conceptos
universales15. Y con la confianza de que estos no solo han de ser compartidos
por todos, sino que incluso ya han de ser conocidos de alguna manera
previamente por todos, trata de que el propio interlocutor se los descubra
(método «mayéutico» o socrático). Por encima de la modestia de los resultados,
buscaba «un ideal de conocimiento no alcanzado»16.
A esta diversidad de posturas en el problema gnoseológico corresponde otra
contraposición similar en el problema jurídico-político. Los sofistas, al menos
algunos sofistas, contraponen la fýsis (naturaleza) al nómos (la ley y el Derecho) y
en general ven en la legalidad de Atenas un caso más de libre decisión del poder
dominante; Sócrates, en cambio, tiende, aspira, a hacer coincidir la legalidad con
la justicia, una justicia no meramente convencional y relativa, sino
universalmente válida, es decir, basada en la naturaleza o, al menos, en la idea, en
el concepto (universalmente compartido); y, en cuanto a la legalidad de la ciudad
de Atenas, Sócrates ve en ella un caso excepcional de sabiduría y poder.
Acerca de la identificación de la legalidad con la justicia, Jenofonte nos ha
transmitido un testimonio muy explícito en la conversación de Sócrates con el
sofista Hipias, que se resume en la frase: «Así que yo de mi parte, Hipias,
manifiesto que lo según ley y lo justo son una misma cosa»17. Esa identificación,
sin embargo, no podía ser plena, en cuanto que Sócrates continuamente estaba
tratando de mejorar la legalidad y, consiguientemente, criticándola. Estas críticas
tenían necesariamente que entrar a veces en graves tensiones con los poderes
públicos, como nos lo describe el propio Jenofonte, por ejemplo, en la
conversación con dos de los Treinta Tiranos y en las amenazas de estos para
obligarlo a abstenerse de «tener conversaciones con los jóvenes»18. Estas
tensiones de la actitud de Sócrates con el poder político, incluido el democrático,
adquieren un tono mucho más patético en Platón, que llega a hacerle decir en la
Apología: «No hay hombre que pueda conservar la vida, si se opone noblemente
a vosotros o a cualquier otro pueblo y si trata de impedir que sucedan en la
ciudad muchas cosas injustas e ilegales»19. La legalidad era, pues, para Sócrates,
sinónimo de justicia, pero entendida, no en el sentido de abarcar cualquier acto
arbitrario de poder: se trata más bien de la legalidad arraigada y profunda,
aceptada como buena por las convicciones generales, pero entendidas, no solo
con referencia al presente, sino más bien dentro del conjunto de una tradición.
Dentro de ellas ha de considerarse también la de respetar los oráculos20.
Se puede decir que el intento de hacer coincidir la actuación del poder con la
legalidad y de elevar esta al mayor grado posible de perfección fue lo que le
costó la vida a Sócrates. El texto de la acusación contra él decía: «Sócrates es
culpable de no reconocer a los dioses en los que cree la ciudad, introduciendo,
en cambio, nuevas divinidades. También es culpable de corromper a la
juventud»21. Jenofonte manifiesta su extrañeza por la acusación de impiedad
contra Sócrates, siendo así que era un hombre notoriamente piadoso, y el hecho
de que Sócrates hablara de que un genio o espíritu divino lo guiaba con sus
avisos no le parece que pueda ser calificado de introducir divinidades o espíritus
extraños22. Sin embargo, bajo el texto de la acusación podemos reconocer
veladamente insinuado el verdadero motivo: Sócrates criticaba la actuación de
los políticos, que, en una democracia como la ateniense, son en último término
todos los ciudadanos, aun cuando especialmente los más activos, los que más
intervenían en la política. Y lo hacía no solo con razones o argumentos en sus
interminables conversaciones con todo el mundo, especialmente con los
jóvenes, sino también invocando a la divinidad y apoyándose en las
inspiraciones de un espíritu o genio (daimon). Esto es lo que se les hacía
insoportable, en especial a esos ciudadanos más activos: que las decisiones
políticas no fueran al mismo tiempo la suprema autoridad doctrinal, y que la
misma autoridad doméstica fuera puesta en cuestión: que sus hijos pudieran
hacer más caso a Sócrates que a ellos.
¿Qué es lo que había hecho que Sócrates se dedicara a esa actividad por la
que tenía que comparecer ante el tribunal? La Apología platónica es muy
terminante en cuanto a los motivos que han de guiar a un hombre que valga
algo, a un hombre de provecho: ha de permanecer «en el puesto en el que uno
se coloca porque considera que es el mejor, o en el que es colocado por un
superior». Y a estos dos motivos responde la actividad educadora de Sócrates:
«Esto lo manda el dios y yo creo que todavía no os ha surgido mayor bien en la
ciudad»23. Platón no es muy explícito en la demostración de que es verdadero,
fundamentado, este motivo de la educación (que es el «mayor bien en la
ciudad»)24. Tampoco lo necesitaba, puesto que, de Sócrates, si algo podía darse
por conocido, sería que se presentaba como experto, como entendido en
educación y que consideraba a esta como la tarea más alta e importante25. El
énfasis lo pone Platón en el mandato divino, que no ha de interpretarse como
los dictados del daimon o genio, puesto que esos dictados están (en Platón)
reducidos a un papel negativo, no impulsivo o positivo26. A lo que se refiere ese
mandato es el oráculo de Delfos, que había proclamado que «nadie era más
sabio» que Sócrates, y a la interpretación que este le había dado, con profunda y
meticulosa atención y dedicación.
Esto es lo que lo capacita y justifica para su actitud de desafío ante el jurado
o tribunal: para no aceptar ni el destierro ni la renuncia a su actividad educativa.
Desde nuestra perspectiva actual podría juzgarse esto como una actitud
meramente religiosa, o moral27. Pero no es así como nos la presenta Platón. Al
igual que sus acusadores lo inculpan a Sócrates de impiedad, de no ser fiel a la
religión oficial, y esto ante un tribunal estatal, así él también puede alegar la
religión oficial, del Estado, como un argumento, como un fundamento jurídico,
para «obedecer al dios más que a vosotros». Y en el plano jurídico arguye que, de
lo contrario, «realmente alguien podría con justicia traerme ante el tribunal
diciendo que no creo que hay dioses, por desobedecer al oráculo»28.
En todo caso esta «desobediencia» socrática, este desafío al tribunal, se
refiere tan solo al ámbito ideológico o doctrinal y a la propia misión especial en
ese terreno, y esto dentro del respeto y acatamiento de la legalidad general y
profunda, de la legalidad fundamental del Estado ateniense. Cuando esta no está
afectada, cuando no se va contra ella, y con más razón aún si no se trata de esa
misión suya «única» (especial y excepcional), en el campo doctrinal y
educacional, la sumisión de Sócrates al Derecho como legalidad, e incluso como
mandatos concretos de los gobernantes y de los jueces, es impresionante. Hay
varios relatos emocionados de sus discípulos referentes a las últimas horas que
precedieron a su ejecución, y todos coinciden en resaltar la aceptación
consciente por parte de Sócrates de la sentencia, no obstante su íntima
convicción de la injusticia en sí de esta. Tal como nos lo refiere Platón en su
diálogo Critón, los discípulos llegan a proponerle seriamente a Sócrates la huida
de la cárcel, y tenían ya incluso comprometidos a los guardianes. Pero Sócrates
rechaza una y otra vez estas proposiciones:
Si escapamos de aquí nosotros sin haber logrado persuadir a la ciudad […], ¿nos mantendremos
en lo que hemos convenido que es justicia o no? […] Supongamos que al pretender nosotros
escapar de aquí, o como haya que llamar a eso, llegándose las leyes y el Estado a nosotros nos
preguntaran: «Dinos, Sócrates, ¿qué es lo que vas a hacer? ¿Qué otra cosa tramas con esta empresa
que intentas, si no es arruinarnos a nosotras las leyes y a la ciudad toda, en lo que de ti depende?
¿Te parece posible que subsista sin arruinarse aquella ciudad en la que las sentencias pronunciadas
nada pueden, sino que son despojadas de su autoridad y destruidas por los particulares?»29.
El núcleo de la enseñanza socrática tendente a elevar el nivel de la legalidad
y de toda la práctica de la vida política es su doctrina sobre la «virtud»30. Esta
«virtud» socrática es única, unitaria, porque cualquiera de sus manifestaciones en
las diversas virtudes cívicas termina por identificarse con todas las demás. Así, la
valentía —que es examinada en el diálogo platónico Laques—, adecuadamente
entendida, tiene que ser valentía, no solo frente al enemigo, sino también frente
a los obstáculos de la vida; y tiene que ver con el conocimiento de lo que se ha
de temer. La piedad —de la que trata el diálogo Eutifrón— ha de entenderse
como una parte de la justicia y del saber.
La «virtud» aparece definida, sobre todo en los testimonios de Jenofonte,
como dominio de sí mismo, como dominio de las pasiones, frente a los placeres
corporales y frente a los bienes exteriores. Se funda o se apoya en el saber. E
incluso consiste en eso: en el conocimiento, en la sabiduría, que es expresión de
toda virtud, de toda la virtud. No solo puede enseñarse, como afirmaban los
sofistas, sino que aquel que aprende, que sabe verdaderamente, no puede obrar
mal: nadie obra mal a sabiendas; siempre que se obra mal, es por ignorancia: el
sabio coincide con el virtuoso31. Para llegar a esta conclusión, Sócrates se fija en
que, para decidirse a obrar, hay que conocer el fin, el objetivo: el saber no
consiste solo en elegir bien los medios, sino también los fines, y el más sabio
será el que opta por los mejores fines, por el mayor bien posible. Pero este
coincide con la meta que se ha de proponer el hombre, con el máximo que
puede alcanzar, que se cifra en último término en la perfección de la naturaleza
humana, la perfección del hombre. Y esta o, más exactamente, lo que conduce,
lo que da lugar a esta, es la virtud. Que no puede concebirse con sentido
meramente privado, sino ante todo público o cívico, y que es, por tanto, al
mismo tiempo que la perfección humana, lo más beneficioso para el Estado. El
más sabio será, pues, al mismo tiempo, el más virtuoso y el mejor ciudadano.
Aparte la asimilación del bien individual al público, o del Estado, tres
presupuestos requiere esta concepción, aun cuando esto no quiere decir que
Sócrates fuera claramente consciente de ellos. Uno es que la naturaleza humana
está jerarquizada, que hay en ella elementos superiores e inferiores, metas y
aspiraciones supremas, y otras que se han de subordinar a ellas. Otro
presupuesto es que la parte superior del hombre es la razón y esta es la que tiene
que dirigir. Finalmente, un tercer presupuesto es que la razón dirige de hecho,
realmente, imponiendo su decisión a todos los demás elementos32.
Difícilmente se podrán encontrar tres puntos, tres proposiciones,
íntimamente conectados entre sí, que hayan sido más decisivos que estos en la
configuración de la filosofía y de toda la mentalidad europea. Solo el
cristianismo es superior en influjo, en la formación de nuestra cultura, a la
filosofía socrática.
1 Los discursos de Lisias y de Isócrates, que pueden considerarse como alineados dentro del
movimiento de los sofistas y sí se nos han conservado en gran parte, tratan temas judiciales o políticos,
pero no filosóficos (de no ser muy incidentalmente). Sobre la historia de los sofistas, Filóstrato, Vidas de los
sofistas, edición de M. C. Giner Soria, Madrid, Gredos, 1982. Sobre la historia griega de este período puede
leerse el atractivo libro de C. M. Bowra, La Atenas de Pericles, trad. de A. Illera, Madrid, Alianza, 1974; con la
atención centrada en las ideas, el de F. Rodríguez Adrados, Ilustración y política en la Grecia clásica, Madrid,
Revista de Occidente, 1966, 2.ª ed., con el título La democracia ateniense, Madrid, Alianza, 1975. Aun cuando
orientado a problemas actuales, es también muy ilustrativo sobre la situación de la Atenas de los siglos V y
IV a.C. el libro de M. I. Finley, Vieja y nueva democracia, trad. de A. Pérez-Ramos, Barcelona, Ariel, 1980.
Sobre la discusión acerca de la parcialidad de Platón en sus testimonios de los sofistas cfr. W. K. C.
Guthrie, Historia de la Filosofía Griega, III. Siglo V. Ilustración, trad. de J. Rodríguez Feo, Madrid, Gredos,
1994, págs. 21 y sigs.; y, sobre las causas de desaparición de los escritos de los sofistas, págs. 61-62.
2 Platón, Teeteto, 167c y 172a-b, trad. de A. Vallejo Campos, en Platón, Diálogos, V, Madrid, Gredos,
págs. 227 y 236-237. Los mismos textos (con distinta traducción) en Sofistas. Testimonios y fragmentos, edición
de A. Melero Bellido, Madrid, Gredos, 1996, pág. 106.
3 Platón, Protágoras, 322d, trad. de C. García Gual, en Platón, Diálogos, I, Madrid, Gredos, 1981, pág. 527.
El mismo texto (con distinta traducción) en Sofistas (cit. nota ant.), pág. 133. El que todos participen no
tiene por qué significar que esa participación tenga que ser igualitaria, en igual medida. Desde el momento
que se admite que las dotes políticas (y, en concreto, ese sentido del respeto y de la justicia) son objeto de
enseñanza y educación (y de progreso en esa enseñanza y educación), es claro que tiene que haber grados, y
que el que está especialmente capacitado para enseñar a los demás (como el propio Protágoras) estará
especialmente dotado, por naturaleza, o por educación y enseñanza, de esas cualidades o dotes políticas.
Cfr. Protágoras, 328a-b (ed. cit., pág. 535) y Teeteto, 166d-167d (ed. cit., págs. 225-227).
4 Platón, Protágoras, 337c-d, trad. cit., pág. 550. El mismo texto (con distinta traducción) en Sofistas, ob.
cit., pág. 324.
5 Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV, IV, 19, edición de A. García Calvo, Madrid, Alianza, 1967, pág. 165.
En la traducción de J. Zaragoza, Madrid, Gredos, 1993, págs. 180-181.
6 Como había hecho en cambio Sófocles: «No son de hoy ni de ayer, sino de siempre», Sófocles,
Antígona, en Tragedias, trad. de A. Alamillo, Madrid, Gredos, 1986, pág. 265.
7 Como hará luego, con respecto a las leyes universales no escritas, Aristóteles, según veremos en el
capítulo 4.
8 Coincidiendo en esto con Sófocles, ibíd..
9 Aun cuando desde luego el contraste entre la naturaleza y lo divino era mucho menos clara para los
antiguos griegos que para nosotros.
10 Sofistas, ob. cit., págs. 362-363.
11 W. Jaeger, Paideia, pág. 299. Mayor influencia les atribuye en cambio F. Rodríguez Adrados, La
democracia ateniense, ob. cit. [nota 1], pág. 313.
12 Platón, Gorgias, 483-484, edición y traducción de J. Calonge, en Platón, Diálogos, II, Madrid, Gredos,
1983, págs. 80-81. La misma opinión expresan los embajadores atenienses, ante los delegados de la isla de
Melos, en Tucídides, Historia de la guerra del Peloponeso, V, 105.
13 Aun cuando sí que lo confundían de hecho algunos de sus contemporáneos, como Aristófanes en su
comedia Las nubes, estrenada el año 423 a.C. (hay traducción castellana en LB de la editorial Alianza y
también en Cátedra), y también en Las aves (año 414) y Las ranas (año 405). En cierto modo en esta línea ha
venido a insistir Nietzsche, al acusar a Sócrates de haber sido el responsable más decisivo de la ruina del
espíritu de la tragedia y de la tradición (griegas). Cfr. F. Nietzsche, El nacimiento de la tragedia, edición de A.
Sánchez Pascual, Madrid, Alianza, 1973, en especial págs. 109 y sigs. y 220 y sigs. (estas últimas páginas
corresponden a la conferencia «Sócrates y la tragedia»).
La
conexión con Aristófanes es más clara y explícita en Hegel. El punto de partida de Nietzsche es
primordialmente estético y cultural, aun cuando desde ahí enlaza con consideraciones de concepción
general de la vida humana. Estas apuntan al valor e importancia de lo estético, de lo vital, lo instintivo, lo
popular, lo mítico… El punto de vista de Hegel es ya en principio filosófico, general. Pero le interesa
especialmente la relación del «pensamiento» humano con la realidad, más en concreto, con la «práctica» de
la vida. Y ahí es donde puede ver una coincidencia fundamental de Sócrates con los sofistas: también él
trata de educar, de orientar para la práctica con la reflexión, con sus disquisiciones, sus interminables
discusiones… Esto le quita al pueblo sus convicciones, la confianza en sus creencias, en las instituciones. Y
esto era precisamente lo que le había reprochado Aristófanes. Cfr. G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die
Geschichte der Philosophie, 1.ª parte, cap. 3.º (guerra del Peloponeso).
Por
otro lado, los llamados «diálogos socráticos» de Platón aparecen tan alejados de cualquier
dogmatismo, de cualquier respuesta tajante y definitiva, que parecen justificar la afirmación de que
«participan del espíritu de la sofística» (E. Lledó, introducción al diálogo Cármides, en Platón, Diálogos, I, ob.
cit. [nota 3], pág. 319).
14 Cfr. Platón, Teeteto, 149 y sigs. (ob. cit. [nota 3], págs. 187 y sigs.).
15 Esto es lo que principalmente le atribuye Aristóteles: «Sócrates, que se dio al estudio de las virtudes
éticas, fue también el primero que buscó acerca de ellas definiciones universales… Dos cosas, en efecto, se
le pueden reconocer a Sócrates con justicia: la argumentación inductiva y la definición universal»,
Aristóteles, Metafísica, 1078b, en edición trilingüe de V. García Yebra, Madrid, Gredos, 1998, págs. 667-668.
16 La expresión es de Hackfoth, recogida por W. K. C. Guthrie, ob. cit. [nota 1], págs. 425-426.
17 Jenofonte, Recuerdos de Sócrates, IV, 18, ed. cit. [nota 5], pág. 165. El mismo texto (con distinta
traducción) en Sofistas, pág. 311.
18 Cfr. Jenofonte, ob. cit., I, II, 31 y sigs., págs. 35 y sigs.
19 Platón, Apología de Sócrates, 31e, trad. de J. Calonge, en Platón, Diálogos, I, ed. cit. [nota 3], pág. 171.
20 Sobre la aceptación general (por sorprendente que hoy nos parezca), y por parte de Sócrates, de los
oráculos de Delfos cfr. E. R. Dodds, Los griegos y lo irracional, trad. de M. Araujo, Madrid, Alianza, 1983,
págs. 80-81 y 96, nota 71.
Que
Sócrates distinguía entre la legalidad propiamente dicha (incluida la amplía, o no escrita, o meramente
tradicional) y los actos arbitrarios de los gobernantes, aparece claro por los actos de desobediencia que cita
en la Apología (32a-d, ed. cit., págs. 171-172) y por todo el diálogo Critón, en el que se termina afirmando
expresamente que Sócrates es «condenado injustamente no por las leyes, sino por los hombres» (54c).
21 Jenofonte, ob. cit., I, I, 1, trad. de J. Zaragoza.Cfr. también Platón, Apología, 24b.
22 Jenofonte, ob. cit., I, I, 2 y sigs. Cfr. también I, III, 1 y IV, III, 16-17 y, del mismo Jenofonte, Apología
de Sócrates, 11 y sigs. E. R. Dodds, ob. cit. [nota 20], pág. 272, hace referencia a que la «creencia de un daimon
que mora en el interior del hombre es muy antigua y extendida» (cfr. también págs. 238, 50 y sigs.). De
todos modos, no podemos dejar de tener en cuenta que, en el último tercio del siglo V a.C., hubo en Atenas
otros juicios por impiedad, además del de Sócrates: el de Anaxágoras, el de Diágoras y, casi con toda
seguridad, el de Protágoras (que se habría librado, al igual que Diágoras, con la huida). La base legal podría
estar en un decreto dado en torno al año 430, posiblemente en conexión con la peste desatada al comienzo
de la guerra del Peloponeso (cfr. E. R. Dodds, ob. cit., págs. 180-181 y notas 62-69 [en págs. 190-191]). Por
lo demás, que la religiosidad de Sócrates no era del todo coincidente con la popular, al menos con la más
popular o integrista, lo podemos vislumbrar por Platón, Eutifrón, 5e-6c, e incluso Rep., 377b-378e.
23 Cfr. Platón, Apología, 28d-30ª, ed. cit. [nota 19], págs. 166-168. Conservar en la traducción el artículo
(«el dios») parece aquí lo adecuado, para indicar la referencia a Apolo y su oráculo. Pero, como indica
Guthrie, Sócrates «en algunos casos parece haber avanzado más allá de la teología popular hasta llegar a la
noción de un único poder divino, para lo cual “Dios” es el equivalente moderno menos descaminado», W.
K. C. Guthrie, ob. cit. [nota 1], pág. 449.
24 En esto parece más explícita y convincente la Apología de Jenofonte. Cfr. Jenofonte, Apología, 16 y
sigs.
25 De todos modos no deja de hacer una especie de resumen de la postura socrática, en contraste con
las opiniones corrientes: «¿[…] no te preocupas ni interesas por la inteligencia, la verdad y por cómo tu
alma va a ser lo mejor posible?»; «voy por todas partes sin hacer otra cosa que intentar persuadiros, a
jóvenes y viejos, a no ocuparos ni de los cuerpos ni de los bienes antes que del alma»; «no sale de las
riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los
privados como los públicos», Platón, Apología, 29e-30b, ed. cit., pág. 168.
26 «Siempre me disuade de lo que voy a hacer, jamás me incita», Platón, Apología, 31d, ed. cit., pág. 170.
Cfr. también 40a, pág. 183. En el Teages (que no se sabe si es de Platón) se insinúa un papel más activo o
positivo con respecto a la educación de los diversos alumnos en concreto.
27 Como meramente moral la interpretaba G. W. F. Hegel, Vorlesungen über die Geschichte der Philosophie,
1.ª parte, cap. 2.º, en Werke, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 18, 1971, especialmente págs. 467 y sigs. Y
desde luego no es él solo. Así, por ejemplo, también F. M. Conford, quien no se mueve precisamente en la
órbita filosófica de Hegel. Puede verse esta postura en F. M. Conford, Antes y después de Sócrates, trad. de A.
Pérez Ramos, Barcelona, Ariel, 1980, págs. 41 y sigs. Y claro es que no les falta fundamento. Porque es
indudable que Sócrates no trataba solo de instruir, y menos de imponer unos determinados
comportamientos, sino de educar y de convencer. Esperaba que los jóvenes, después de su crisis de
adolescencia, y de la crisis de la cultura ateniense de la época de los sofistas, terminarían por reconocer
como buenos los comportamientos e ideales tradicionales de Atenas. Esta aspiración al convencimiento
personal es la que parece asimilar su postura a la de la moral propiamente dicha. Pero en realidad estaba, se
movía en la idea de que las costumbres y convicciones tradicionales eran una expresión de lo objetivamente
bueno. Y eso, el conocimiento y realización de lo objetivamente bueno y justo, era lo que en definitiva le
importaba, no la actitud subjetiva o personal: esto es lo que lo separaría de la moral propiamente dicha, en
el sentido de Kant y en el que tiene en cuenta primordialmente Hegel.
28 Platón, Apología, 29a-d, ed. cit., págs. 167-168.
29 Platón, Critón, 49e y 50a-b, edición de M. Rico, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957, pág. 12;
en Platón, Diálogos, I, ed. cit. [nota 3], págs. 203-204 (con distinta traducción). En definitiva, lo que Platón
está aquí atribuyendo a Sócrates es la distinción, que tan importante resulta en nuestros días, entre la
democracia en el sentido jurídico-político y la democracia en sentido ideológico o de opinión. En este
segundo sentido (si es que se puede hablar de democracia en este aspecto), Sócrates no es demócrata: se
opone a la opinión mayoritaria. Pero sí lo es en el primero: acata y cumple lo que «decide» la mayoría. Aun
cuando él lo «considere» equivocado e injusto, es válido (jurídicamente) lo establecido, mientras subsista
como establecido, es decir, mientras no se convenza a la mayoría para que lo cambie, para que deje de
apoyarlo como establecido.
Esta
distinción está reconocida en nuestra Constitución, al admitir (art. 16) la «libertad ideológica»,
mientras que algo así como una «libertad jurídica» sería un contrasentido (más aún, si cabe, si fuera el
propio ordenamiento jurídico el que la declarara).
No
parece tener en cuenta nada de esto Luri Medrano, cuando presenta como eje de su investigación, por
lo demás muy abundante en bibliografía, «si la transgresión socrática es capaz o no de fundar derecho» (G.
Luri Medrano, El proceso de Sócrates, Madrid, Trotta, 1998, pág. 145). Está claro que la transgresión no puede
«fundar derecho»; lo que sí puede hacer es fundar o apoyar su mejora o perfeccionamiento. Lo que funda o
fundamenta el Derecho es su ejecución o cumplimiento, y la doctrina del deber de su cumplimiento. Y esto
es lo que está en Sócrates (o en la «transposición del socratismo»). En cuanto a la «transgresión», solo es
aceptable para él —como hemos visto— en cuanto evita o se opone a otra más grave y profunda, del
Derecho más general, más profundo, más perdurable, más identificado con el ser del Estado (es decir, del
verdadero Derecho).
30 Este es el término con que suele traducirse la palabra griega areté, aun cuando en este caso se
entendería mejor su sentido si dijéramos «perfección humana».
31 Esto podría dar lugar, o pretexto, a lo que se ha llamado «paradoja socrática»: nadie puede ser malo a
sabiendas, pero, si no es a sabiendas, no se puede ser verdaderamente malo. En realidad esta paradoja surge
de atribuir a Sócrates un sentido de la maldad que él no tenía en cuenta, al menos primordialmente: el de la
maldad propiamente moral o personal, subjetiva. Este sentido no corresponde a la mentalidad griega y,
como hemos visto (nota 27), tampoco parece que se deba atribuir a Sócrates.
32 De estos tres presupuestos, el más difícil de admitir, y el menos compartido, es el tercero. Ya
Aristóteles lo criticaba como contrario a la experiencia. Las cosas mejorarían no poco si, en lugar de razón y
conocimiento racional, habláramos de conocimiento emotivo o emocional, como se ha hablado más
recientemente con respecto al conocimiento de los valores. Esta es la solución que ha propuesto Max
Scheler. Pero en todo caso no está claro que lo que llamamos conocimiento sea la explicación adecuada de
lo que llamamos decisión, y menos de lo que llamamos acción o actuación.
Lo
que sí puede ocurrir es que haya hombres superiores, en los que esas operaciones, si no se identifican,
al menos se aproximen a la coincidencia, a que la una (acción o actuación) siga fielmente a la otra
(conocimiento). Sócrates sin duda sería uno de ellos. Y eso explicaría, aun cuando no justifique plenamente,
su postura en este punto. Sobre esto cfr. W. K. C. Guthrie, ob. cit. [nota 1], págs. 253-254 y 434 (que a su
vez sigue a K. Joel). Cfr. también E. R. Dodds, ob. cit. [nota 20], págs. 176 y sigs. Por lo demás, el propio
Aristóteles había adelantado ya esta solución, al final de la Ética a Nicómaco, X, 9, 1179a-b.
CAPÍTULO 3
El Derecho ideal de Platón
El más genial discípulo de Sócrates fue Platón (427-347 a.C.), que nació en
Atenas, en el seno de una familia aristocrática.
Entre sus obras hay que destacar, en relación con la materia aquí tratada, los
diálogos Protágoras, Gorgias, La República1 y Las Leyes. Asimismo hay que destacar
también las Cartas. Estas han venido considerándose apócrifas durante mucho
tiempo, por ciertos rasgos que no parecen de Platón. Pero hoy se tiene en
general la opinión de que, al menos algunas de ellas, son auténticas, y entre ellas
la más importante, que es la VII, en la que Platón narra su biografía y declara
que la política fue también para él durante algún tiempo, en su juventud, la
ilusión de su vida.
El diálogo Protágoras es el primero con el que empezamos la exposición de la
doctrina de Platón. En él confluyen las enseñanzas expuestas en otros diálogos
menores (Laques, Eutifrón, Cármides) y, por tanto, podríamos haberlo tomado
también como base para la exposición de la doctrina de Sócrates. Pero, por su
mayor grandiosidad, elocuencia y riqueza de desarrollo de las ideas, nos parece
más adecuado referirlo ya directamente al propio Platón, a pesar de que su
época de redacción parece haber sido bastante temprana2.
Según este diálogo, que lleva por título el nombre del príncipe de los
sofistas, el conjunto de virtudes cívicas se reduce a una sola. Esto es
relativamente fácil de convenir por lo que se refiere a la estrecha relación entre
justicia y piedad, y asimismo entre sabiduría y templanza, o sensatez, e incluso
por lo que hace a la relación entre estas dos últimas y la justicia. Pero no es tan
fácil ponerse de acuerdo en que también el valor se reduce al saber y la
prudencia. Para esclarecerlo, se argumenta que la vida que se considera feliz es
una vida de acuerdo con los placeres, pero se puede convenir en que hay que
corregir esa ansia de placeres y no dejarse subyugar por las apariencias del bien
en su forma de placer. Hay que elegir lo que verdaderamente sea el mayor bien,
aun cuando sea en su forma de placer. Sobre estas bases, los interlocutores del
diálogo coinciden en que lo importante es saber seleccionar. Entonces se puede
llegar a la conclusión de que todos buscan lo mejor y huyen de lo malo. En esto
no se diferencia un valiente de un cobarde: ambos buscan lo que ellos
consideran lo mejor y huyen de lo peor. Pero ¿en qué se diferencian? El valiente
entiende por mal algo distinto de lo que entiende el cobarde, pero es el valiente
el que sabe lo que tiene que temer, mientras que, en cambio, el cobarde (como
tampoco el temerario) no sabe lo que verdaderamente debe temer y de qué debe
huir ante todo. El cobarde solo ve el peligro inmediato; pero no el remoto, la
ignominia y el descrédito por huir (mientras que el temerario no ve lo que
realmente es peligroso). El valiente, en cambio, a diferencia de lo que es un
cobarde, ve el peligro remoto, la ignominia, y por eso comprende que no se
puede huir, porque eso sería un mal mayor. El valor, por consiguiente, se
identifica también con el saber.
Hay que advertir que, en el razonamiento de Platón, cuando se habla de «lo
mejor» y «lo peor», se hace referencia a los placeres; se parte de la identificación
de lo placentero con lo bueno, y lo desagradable es el equivalente de lo malo,
pero, aun cuando esta identificación o equivalencia no se rechaza expresamente,
se ve, se entiende, que es el punto de vista corriente, la «opinión» del vulgo, lo
que se tiene en cuenta, de lo que se parte. Pero lo que no se resuelve es cuál es el
bien verdadero, el auténtico. Entonces, la cuestión, que no se soluciona
plenamente en este diálogo, se desplaza a determinar qué es lo verdaderamente
bueno. Eso es lo que viene a constituir el objeto de otro diálogo, llamado
Gorgias, que es paralelo y complementario del anterior3.
Gorgias era el gran representante de la retórica o teoría de la oratoria, y en
esta se centra, al menos en sus comienzos, el interés del diálogo. Sócrates
plantea la cuestión de si la retórica tiene por objeto el conocimiento de lo justo
y, ante las oscilaciones e indecisiones de Gorgias, interviene su discípulo Polo,
para reconocer que no es por eso por lo que se interesa. Entonces argumenta
Sócrates que en realidad esa retórica no merece ser calificada como algo
auténticamente bello o bueno y no se puede representar como una profesión
que merezca los mejores elogios. En efecto, las técnicas o artes pueden referirse
a los bienes del cuerpo o a los del alma; respecto al cuerpo interesan la salud y la
belleza: de la salud cuida la medicina y de la belleza la gimnasia; respecto a los
bienes del alma, cuidan otras técnicas: la legislación y la administración de la
justicia. Puede haber una corrupción de cada una de estas técnicas, por el deseo
de complacer a los ignorantes, y de esto resulta, respecto a la belleza, la
cosmética y, en cuanto a la medicina, su corruptela sería la habilidad para
preparar alimentos agradables en la cocina —hoy diríamos la habilidad para la
repostería, o el pasteleo—; la deformación de la legislación es la sofística
(considerada aquí como distinta de la retórica) y, finalmente, la retórica
(considerada ante todo con referencia a la oratoria judicial o forense) aparece
como la corrupción de la administración de la justicia.
Ninguna de estas deformaciones son verdaderas artes o técnicas, sino rutinas
o chapuzas, porque las verdaderas artes o técnicas tienen que tener un
fundamento (un bien que procurar) y conocer la naturaleza de las cosas; si se
prescinde de esto, no tenemos verdaderas técnicas, sino corrupciones de ellas,
que lo que intentan es halagar los instintos, las pasiones, y de ese modo engañar
a los ignorantes: esto es lo mismo en la corrupción de la legislación y la
administración de justicia que en la cosmética o en la cocina. En contraste con
esto, la doctrina socrática se presenta como el auténtico modelo de la política,
que abarca tanto la legislación como la administración de justicia.
Ante los argumentos de Sócrates, le dicen que en todo caso la retórica es
algo importante, elogiable, cultivable, porque da poder. Pero esto —
contraargumenta Sócrates— no basta; el poder como consecución de lo que uno
se propone no es suficiente: no es lo mismo lo que uno se propone que lo que
uno verdaderamente quiere; así resulta que un tirano puede que tenga mucho
poder en la consecución de sus propósitos, pero, en realidad, ¿son esos su
verdadera voluntad? ¿Es eso lo que quiere? ¿Por qué mata, confisca,
encarcela…? Porque los ciudadanos no están de acuerdo con él, porque no
consigue tenerlos a su merced.
En definitiva, se contraponen dos concepciones de la vida: la de los sofistas,
que ensalzan el poder, incluso haciendo mal a los demás, y la de Sócrates, que
ensalza la buena formación y el sentido de la justicia. El interlocutor de Sócrates
(Polo) le pone el ejemplo del Rey de los Persas: si ni siquiera este le parecerá que
es feliz. Pero Sócrates le responde impertérrito que no lo sabe, mientras no
conozca sus sentimientos y su manera de pensar y de ser. Es preferible padecer
la injusticia a cometerla, porque esto último afecta más al bien esencial del alma.
Así las cosas, Sócrates desborda por completo a Polo, quien termina por
darle la razón. Entonces interviene un nuevo interlocutor, Calicles, quien afirma
que eso le está pasando a Polo por no ir al fondo de la cuestión, por no expresar
claramente que lo que importa en la vida es disfrutar, y para eso hay que dar
satisfacción a las pasiones. Si Sócrates piensa de otra manera, es porque está
metido en sus filosofías, pero los filósofos —dice Calicles— no conocen la vida.
La verdad es, sin embargo, que la vida y la naturaleza nos enseñan que los más
fuertes son también los mejores, y esos son los que tienen derecho a disfrutar
más, aun imponiéndose y sojuzgando a los demás.
El razonamiento se complica en cuanto Sócrates plantea la cuestión de si los
más fuertes y mejores tienen algo que ver con los más sabios. El problema se
centra ahora en determinar cuál es verdaderamente el mejor proceder, es decir,
se vuelve al problema que había quedado pendiente en el Protágoras. Pero ahora
ya se distingue claramente entre lo verdaderamente bueno y lo simplemente
agradable. El buscar simplemente lo agradable es la característica de las diversas
corruptelas de las auténticas artes o técnicas. En concreto, los que cultivan o
practican la política como meros retóricos no hacen sino cultivar un sustitutivo
de la verdadera política. Porque ¿en qué consiste cualquier arte o técnica? En
tener un ideal, una visión de lo que ha de ser la obra una vez terminada,
acomodando a esa previsión todas las operaciones combinando entre sí los
elementos que se emplean, sin tomarlos al azar, de modo que resulte un
conjunto ordenado y determinado. Así también la buena retórica y la buena
política procurarán que la justicia determine el orden y la moderación de los
ciudadanos, es decir, procurarán hacer buenos ciudadanos. Pero no obran así los
políticos, que entienden la oratoria como adulación y tratan de agradar, de
complacer a sus conciudadanos, aun cuando sin procurar el bien de estos, sino el
provecho propio.
Esta última clase de política es la que se practica en general. Incluso los
famosos políticos griegos del pasado siguieron en general este modelo, más que
el de la política bien ordenada. El mismo Pericles, quien fue condenado por
malversación de fondos al final de su vida, no puede aspirar a otro trato. Puesto
que, si la sentencia fue justa, ella misma lo condena; si no fue justa, es señal de
que durante su largo mandato no supo educar a los ciudadanos. La conclusión
que se impone es que solo Sócrates cultiva la verdadera política. Pero está
rodeado de gentes que la entienden de la otra manera. Si estos lo juzgan, la
situación será la misma que si un médico fuera juzgado por unos niños
presididos por un cocinero —o un pastelero.
El diálogo llamado La República4 se abre con un enfoque habitual en Platón.
Considera que la justicia es una virtud cívica o política, la virtud política por
excelencia. Pero el paso del tiempo, la sucesión de regímenes políticos, ha
puesto de manifiesto una diversidad de maneras de entender la justicia. En la
época del criticismo sofista se proclama como característica de la justicia ser lo
que conviene a los que gobiernan. Frente a esta concepción, Sócrates había
tratado de encontrar fundamentos más firmes: con él la justicia se interioriza,
aparece como independiente de las diversas opiniones, como algo radicado en el
alma, que cualquiera puede conocer, descubrir en su interior, y que ha de
coincidir con lo que los demás descubran. La concepción sofística está
representada en este diálogo platónico por Trasímaco. Él es el que dice que la
justicia es lo que los gobernantes establecen para su provecho, y se enfrenta a
Sócrates, al que tacha de ingenuo, por no advertir que eso es lo que piensa todo
el mundo. Trasímaco trata de convencer a Sócrates poniéndole ejemplos, y este
contraargumenta que el gobierno político no se ha de catalogar entre las artes
que se ejercen para el propio provecho, sino entre las que miran al provecho de
aquellos a quienes se aplica, como la medicina, que sirve para dar la salud a los
enfermos. Pero todo esto no es más que el preludio del drama que se expone en
este diálogo.
A continuación intervienen otros dos personajes, Glaucón y Adimanto,
hermanos de Platón, que representan a la juventud ateniense. Estos no asumen
el puesto o el papel de Trasímaco, cuando es desbordado por Sócrates, sino que
le piden a este que prosiga, que profundice en la discusión, ya que sienten dudas,
no se encuentran del todo seguros, cuando oyen hablar de estos temas. Le piden
que demuestre que la justicia es preferible en sí misma a la injusticia, y que es
recomendable independientemente de sus efectos. Glaucón advierte a Sócrates
que no parece que la justicia tenga valor en sí misma, sino que más bien es como
si fuera el fruto de las convenciones humanas: un término medio entre sufrir sin
ningún provecho, que sería el sumo mal, y aprovecharse, obrar impunemente en
contra de los demás, que sería el bien supremo. En efecto, como los hombres se
relacionan entre sí y dependen unos de otros, cayeron en la cuenta de que era
mejor adoptar una postura intermedia: no hacer daño a los demás o, en caso de
hacerlo, sufrir las consecuencias, y así la justicia se establece como un modo de
evitar males mayores. Para ver lo que es la justicia en sí, habría que ver a un justo
y a un injusto en estado puro, es decir, uno completamente justo y otro
completamente injusto, sin que se adviertan las consecuencias, ventajas o males
que se sigan de una conducta u otra. Para hacer más sensible esta situación,
Platón se refiere (por boca de Glaucón) a la fábula de un pastor llamado Giges,
quien poseía un anillo que tenía la virtud de que, cuando se volvía el sello del
mismo hacia el personaje que lo llevaba, este se hacía invisible. De este modo el
pastor logró entrar en el palacio del rey, seducir a su mujer y, casándose con ella,
proclamarse él mismo rey. Así es como veríamos lo que verdaderamente harían
el justo y el injusto, pero es de temer que en ese caso el camino que siguieran
uno y otro fueran muy similares.
Para insistirle más a Sócrates en cómo debe defender la justicia si quiere
quitarle todas las dudas, Adimanto sale en apoyo de Glaucón, para advertir que
todavía no estaba dicho todo. Porque, cuando oímos ponderar la justicia —dice
—, todavía nos descorazonamos más y no parece sino que hay que practicarla
por la ventaja que proporciona. Esto da la razón a los que piensan que la justicia
no es buena en sí misma, sino que es un medio para obtener otros bienes; pero
entonces lo que convendría sería ser hábiles para aparentar la justicia, y lo que
habría que practicar no sería la justicia, sino la habilidad para aparentarla.
Además hay quienes hablan de los castigos de los dioses o de los favores que
dan a los que obran justamente, pero esto —añade— no nos tranquiliza del
todo: valdría más aplacar a los dioses con sacrificios y obtener las ventajas que
proporciona la injusticia. Lo que se pide a Sócrates es, pues, que demuestre que
la justicia es buena por sí misma independientemente de cualquier efecto que
ella produzca.
Ante la dificultad de la empresa, Sócrates siente temor, pero advierte que la
justicia no es propia solamente del hombre particular, sino también de toda una
ciudad o Estado. Esto le permitirá contemplar lo que es la justicia con caracteres
agrandados. Y así se centra el diálogo en su tema principal: la justicia en el
Estado, en la ciudad-Estado. En esta tiene que haber una diversidad y una
división o reparto de trabajos: si todos hicieran lo mismo, sería imposible
organizar un Estado. ¿Qué trabajos habría que suponer como mínimo? Se trata
de un Estado ya desarrollado, evolucionado —no de una «ciudad de cerdos»—
y, por consiguiente, habrá que distinguir como mínimo las siguientes clases de
profesiones: a) las de los que han de atender a las necesidades vitales, b) los
encargados de la defensa, c) los dirigentes o gobernantes. A los componentes de
cada uno de los grupos se les ha de exigir una virtud específica: a los
gobernantes, que deben velar por la buena organización del Estado, la sabiduría
o prudencia; a los defensores y guerreros, la fortaleza o valor; y a todos, tanto a
los que mandan como a los que tienen que obedecer, se les exige la templanza o
moderación. Hasta aquí no aparece la justicia. ¿En qué consistirá esta virtud, si
ya tenemos las virtudes propias de cada una de las clases sociales?
La justicia tiene que ser algo distinto: por lo pronto, como habían señalado
Protágoras y los sofistas en general, algo común a todos, algo que afecta a todos
y de lo que todos participan; pero en un Estado desarrollado eso no puede
consistir, según Platón, en que todos hagan lo mismo: habrá de consistir en que
cada una de las clases o estamentos del Estado tenga lo que le corresponde:
sabiduría y prudencia los gobernantes; fortaleza y valor los guerreros; templanza
y moderación todos los ciudadanos. Como consecuencia, de este conjunto
resultará una armonía, tendrá cada uno lo suyo, se dará un recto orden en todas
las funciones: y esto será la justicia.
Una vez conocida la justicia en el Estado, nos queda aplicar este
macromodelo al hombre individual. En efecto, la justicia es algo similar en el
Estado y en el hombre. En este también hay tres elementos o partes: a) la razón
o parte intelectiva, b) el ánimo o apetito irascible, c) la concupiscencia o apetito
concupiscible. Se aplican entonces al hombre las mismas virtudes que al Estado:
sabiduría y prudencia para la razón; fortaleza para el apetito irascible;
moderación, sobre todo, para el concupiscible. La justicia consistirá, lo mismo
para el hombre que para el Estado, en un orden adecuado, en dar a cada uno lo
que le corresponde, en que cada elemento tenga su virtud y su función
característica, en que haya una armonía en el conjunto. A esto se le podrá llamar
la «salud del alma», y lo mismo que la salud es lo primordial, el bien esencial del
cuerpo, algo que es importante en sí y que se apetece por sí mismo,
independientemente de otros efectos, así también es la justicia en el alma. Eso
era lo que habían pedido a Sócrates que demostrara los jóvenes atenienses
representados por Glaucón y Adimanto, quienes se quejaban de que la justicia
no se les presentara como algo bueno en sí, sino como algo que tenían que
soportar por sus consecuencias.
Pero no acaba aquí el diálogo. Platón, ante el problema de la realización de la
justicia en el Estado, que coincide con el problema de la formación de buenos
hombres, buenos ciudadanos —véase el diálogo Gorgias—, llega a la conclusión
de que tiene que hacer coincidir en el gobierno de los Estados el poder con la
sabiduría. Esto es lo que significa su famosa exigencia de que gobiernen los
filósofos, o se hagan filósofos los que gobiernan, «que los filósofos reinen en los
Estados, o los que ahora son llamados reyes y gobernantes filosofen» (V, 473d).
Ahora bien, ¿quiénes son los filósofos? No los que se han refugiado en esta
profesión de la filosofía como medio de vida, sino los que tengan ansia de saber.
Pero ¿cuál es para Platón el auténtico saber? No el saber de opinión, propio del
vulgo, de los que se contentan con lo inmediato, sino un saber más profundo,
que penetra en lo verdaderamente valioso, por debajo de las apariencias. Es el
saber que buscaba Sócrates con su afán de encontrar definiciones, por encima o
más allá de lo que cada uno opinaba o creía saber, y que, como en Sócrates, es la
base de todas las virtudes. Los que verdaderamente saben no se entusiasman por
el poder, ni por los placeres del cuerpo, ni por las riquezas, porque el verdadero
bien, el bien supremo es otra cosa; por eso mismo no tienen miedo a las
desgracias ni a la muerte; no son vanidosos ni están sometidos a la envidia de los
filósofos profesionales, que se enfrentan entre sí por nimiedades. Todo este
conjunto de cualidades da como resultado la grandeza de ánimo, un hombre
idealmente educado, de alma «bella y buena».
Pero, cuanto más alto lo ponemos, más difícil resulta encontrar a este
hombre ideal, al que Platón designa como «filósofo». La dificultad fundamental
está en la situación misma de las ciudades, que no buscan al verdadero
«filósofo», que sería el buen político y el buen gobernante: si no se le busca, si no
se le desea, si no se le quiere tener, no es extraño que no se le tenga. Platón
describe esta situación con una alegoría: imaginémonos una nave en la que el
patrón es fuerte y corpulento, pero corto de vista y un tanto tardo de oído, y sin
ningún conocimiento náutico. En torno a él, los marineros quieren hacerse con
el timón de la nave, pero sin preocuparse por adquirir conocimientos técnicos
de náutica.Como son muchos los que quieren hacerse con el timón, se enfrentan
entre sí unos con otros y, cuando el patrón se decide por alguno de ellos, los no
escogidos arremeten contra los favorecidos y los quieren tirar por la borda; en
cambio, elogian a los que los ayudan y favorecen a los que son de su bando; a
estos es a los que consideran verdaderos genios de la navegación. El patrón es el
pueblo, que es desde luego el más poderoso, pero, siendo corto de vista, tardo
de oído y nada experto en conocimientos técnicos, es por esto solicitado por
unos y por otros, para que les deje el poder. Los marineros son los políticos
profesionales, que quieren hacerse con el poder, más preocupados de lograrlo
que de prepararse convenientemente para desempeñarlo bien. Mientras tanto,
están los otros hombres, los filósofos socráticos, que podrían ser los auténticos
pilotos, con verdadero conocimiento del arte de la navegación, pero ni siquiera
se los advierte, no se repara en ellos, porque de antemano se los tiene por
inútiles, porque se considera que sus conocimientos no tienen nada que ver con
lo que hace falta para una acertada navegación. Podrían ofrecerse también ellos
mismos, pero esto, aparte de que no tendría éxito, no es propio de ellos, lo
mismo que no es propio del médico buscar a los enfermos, sino que son estos
los que tienen que buscarlo a él.
Así resulta que, a la dificultad de encontrar a hombres con las dotes
naturales necesarias para ser un buen «filósofo», se añade la del cultivo de esas
buenas cualidades; pero es aquí precisamente donde radica el mayor problema,
no solo para que los filósofos gobiernen, sino incluso para su existencia, para
que se logre su desarrollo como filósofos, porque nos encontramos con que el
ambiente no es propicio para esta: precisamente esas buenas dotes que harían
falta para ser un auténtico piloto se convierten en tentaciones para su
corrupción, para desviarse hacia el éxito en ese ambiente corrupto. Por eso, los
jóvenes mejor dotados social y económicamente se lanzan por el camino de la
política vigente.
Existen además ciertos maestros de la filosofía, en el sentido de
profesionales, de vivir de ella, que están dispuestos a enseñar los criterios
predominantes en la política, que lo único que hacen es observar las reacciones
del pueblo, para secundarlas y aprovecharlas, y aprovecharse de ellas. Si esos
maestros se meten a educadores de los jóvenes, difícilmente estos se librarán de
seguir el mismo camino. Por eso pocas naturalezas de «filósofos» podrán
salvarse en este ambiente: tal vez algún exiliado, o alguno que viva como
desterrado en una ciudad pequeña, o alguien a quien sus cualidades físicas lo
retraigan de la política.
Con esto pocas esperanzas cabe albergar para el futuro. No es imposible,
pero sí muy difícil, que se dé la feliz coincidencia que permita plantear sobre
bases sanas la vida política. Según Platón, hay que seguir esperando esa
oportunidad: formando al hombre que sería capaz de constituir una buena
ciudad, un buen Estado y, sobre todo, a los que pudieran ser sus gobernantes.
Aun cuando, en último término, llega a afirmar, importa poco que exista o no
ese Estado en alguna parte. Lo importante es que exista el modelo o «paradigma
para quien quiera verlo y, tras verlo, fundar un Estado en su interior» (IX, 592b).
La educación de los gobernantes se basa sobre todo en la adquisición del
verdadero, del auténtico saber, que es distinto del conocimiento vulgar. En ese
auténtico saber interesa ante todo el conocimiento de las virtudes en sí, de lo
que es la justicia en sí, la valentía en sí, la belleza en sí, independientemente de
sus realizaciones en el mundo sensible, que son solo como sombras o imágenes
de las verdaderas virtudes. A esas virtudes en sí Platón las llama «ideas». Desde
Aristóteles vienen interpretándose las «ideas» platónicas como si fuesen otras
realidades, algo independiente, separado de las cosas, sin tener con ellas más que
cierta semejanza, que permitiría evocar su recuerdo a la vista de las cosas5. Sin
embargo, según otra interpretación, esas «ideas», referidas sobre todo a las
virtudes, vendrían a significar lo que estas son en sí, independientemente de su
realización, lo que es lo justo en sí, lo valeroso en sí, lo bello en sí, pero que de
alguna manera se realiza (imperfectamente) en las cosas, se reparte en las cosas o
actos justos, valerosos, bellos…6 El que tenga conocimiento de lo que son las
«ideas», es decir, las virtudes en sí, ese es el que estará capacitado para regir a los
demás, porque ese es el que podrá señalarles un camino que no será
simplemente el trillado por todos y que viene dando tan malos resultados en la
práctica política. Además, el que tenga ese conocimiento será también, de
acuerdo a la doctrina socrática, virtuoso, tendrá de hecho todas las virtudes.
Pero el adecuado conocimiento de lo que son las virtudes requiere, según
Platón, el conocimiento de la «idea suprema», que es la idea del bien, por la que
las virtudes son virtudes, es decir, algo bueno. Sin embargo, Platón se asusta
ante la tarea de descubrirnos lo que es la «idea» del bien. En su lugar nos da una
alegoría: es como el sol, o la luz en este mundo en que vivimos; como esta nos
hace ver todas las cosas y el sol es la fuente de toda la luz, así el bien es la fuente
de todas las virtudes, de todo lo bueno. Entre el ámbito o reino o dominio de las
ideas y el de las cosas sensibles hay una relación semejante a la que existe entre el
mundo exterior iluminado por el sol y las sombras reflejadas en la pared del
interior de una cueva o caverna iluminada por una luz de antorcha.
Platón no logra, sin embargo, exponernos con claridad lo que es el bien y,
por consiguiente, lo que son las virtudes, cuyo conocimiento era imprescindible
para dar una nueva orientación a la política. En definitiva, la doctrina de Platón
en el diálogo La República termina en una aspiración, en una orientación hacia la
luz, en una esperanza, en una actitud que podemos calificar, al menos en cierto
sentido, de religiosa, porque supone la adhesión al bien, que presenta en algunos
pasajes un carácter divino o próximo a lo divino.
Se ha confirmado, pues, en él la postura inicial de su maestro Sócrates,
quien, al mismo tiempo que confesaba no saber nada, buscaba incansablemente
las definiciones y los conceptos. Lo mismo en uno que en otro lo
verdaderamente decisivo es que, frente a lo superficial y aparente, afirman la
existencia de algo más profundo y más consistente. Y no se puede negar que, de
una forma u otra, ambos comenzaron a descubrir algo, a levantar el velo de eso
que está más allá de nuestros conocimientos inmediatos7.
1 Se entendería hoy mejor el sentido de este diálogo dando por título «El Estado». Y más aquilatado o
exacto sería decir «La constitución (organización) política». Aun así no quedaría suficientemente destacado
su tema principal, que es la justicia y, más exactamente, el hombre justo. Cfr. sobre esto W. K. C. Guthrie,
Historia de la Filosofía Griega, IV, trad. de A. Vallejo Campos y A. Medina González, Madrid, Gredos, 1998,
pág. 416.
2 La razón decisiva que nos mueve a exponerlo aquí es su conexión con el diálogo Gorgias. Sobre las
relaciones entre el Protágoras y el Gorgias, cfr. W. Jaeger, Paideia, págs. 510 y sigs. En cuanto al texto de los
diálogos y sus traducciones, cfr. cap. 2, notas 3 y 12. Un interesante comentario del Protágoras puede verse
en A. Koyré, Introducción a la lectura de Platón, trad. de V. Sánchez de Zabala, Madrid, Alianza, 1966, págs. 46
y sigs.
3 En cuanto al texto y traducción, cfr. cap. 2, nota 12.
4 Hay edición bilingüe a cargo de J. M. Pabón y M. Fernández Galiano, Madrid, Centro de Estudios
Constitucionales, varias ediciones; la traducción también en la editorial Alianza, y hay otra, a cargo de C.
Eggers Lan, en Platón, Diálogos, IV, Madrid, Gredos, 1986 y sucesivas reediciones.
5 Que esta interpretación no es, ni mucho menos, incontrovertible puede verse en W. Jaeger, Paideia, ob.
cit. [cap. 1, nota 5], págs. 553 y sigs., o en W. K. C. Guthrie, ob. cit. [nota 1], pág. 16.
6 En este sentido, por ejemplo, N. Hartmann, Ethik, Berlín, W. De Gruyter, 1949, págs. 120-121; en la
traducción de J. Palacios, Ética, Madrid, Encuentro, 2011, págs. 158-159.
7 Una interesante exposición de los «Logros de Platón» es el capítulo final de R. M. Hare, Platón, trad. de
A. Martínez Lorca, Madrid, Alianza, 1991, págs. 108 y sigs.
CAPÍTULO 4
Lo «justo por naturaleza» de Aristóteles
El objeto de nuestro estudio sobre Aristóteles (384-322 a.C.) se centrará en
dos de sus obras: la Ética a Nicómaco y la Política, si bien su Metafísica es básica
para la comprensión de estas dos1.
Respecto a la Ética a Nicómaco2, nadie duda de que sea una obra de
Aristóteles; sin embargo, no parece que fuera redactada por él mismo, sino por
alguno de sus discípulos, y atribuida la edición a su hijo Nicómaco.
Para Aristóteles, como en general para todos los griegos de su época, no hay
todavía diferencia entre moral y Derecho; pero no porque el Derecho sea
absorbido por la moral, sino más bien a la inversa, porque la moral queda
absorbida por la «justicia política» o justicia del Estado. En la Ética a Nicómaco se
encuentra insinuada una acepción distinta de la justicia, como virtud general, en
cuanto se refiere al trato con otros independientemente de la comunidad
política. En este sentido puede entenderse la expresión de la «simple justicia» y la
afirmación de que «no es lo mismo ser hombre bueno y ser buen ciudadano».
Pero la justicia en la que se centra la atención es la «justicia política», es decir, la
que hace buenos ciudadanos, la determinada por las leyes, instituciones y usos
del Estado, por lo que de hecho rige o se practica en el Estado. Esta es también
llamada «legal», y en todo caso es considerada como virtud total o general, en lo
que se refiere al trato con otros, ya que también para Aristóteles, como había
enseñado ya antes Sócrates y en general toda la tradición griega, obra bien el que
cumple con las leyes y usos de su ciudad (Estado).
Aristóteles habla además de la justicia como virtud particular, en cuanto se
refiere a la observancia, en el trato de unos con otros, de la debida igualdad3. A
este respecto distingue entre la «justicia distributiva» y la «justicia correctiva». La
primera se refiere al reparto de honores, bienes económicos o cualquier otra
cosa que haya que repartir en la comunidad política, y consiste en que cada uno
reciba una parte proporcionada a su mérito. La igualdad que hay que observar
en ella es, pues, una relación proporcional, que Aristóteles define como una
proporción geométrica. Está, pues, en relación (proporcional) con las personas.
La justicia correctiva, en cambio, trata solo de medir impersonalmente la
ganancia o el daño, esto es, las cosas y las acciones, en su valor objetivo,
haciendo que nadie reciba más de lo que da, sin tomar en cuenta los méritos
personales. Esta justicia correctiva puede ser a su vez:
— conmutativa = de los cambios
(que se aplica voluntariamente)
— judicial = impuesta por el juez
(que se aplica de manera involuntaria o forzada).
Por otro lado, Aristóteles habla, dentro también de la justicia «política», de
una «justicia legal» y una «justicia natural». Lo justo legal no es justo en sí, pero
empieza a ser justo cuando está establecido por una ley o disposición de la
autoridad. Lo justo natural es «lo que tiene en todas partes la misma fuerza,
independientemente de que lo parezca o no»4, es decir, es de suyo justo, o justo
por sí mismo. Pero Aristóteles se plantea una objeción: no hay nada que sea
justo así, teniendo en todas partes la misma fuerza (pues la justicia es distinta
según los gobiernos), luego lo justo natural no existe. Aristóteles responde que
esto es cierto de alguna manera, aunque probablemente no lo será para los
dioses; para nosotros las cosas cambian; sin embargo, la mutabilidad de la
justicia natural hace contraste con la de las leyes humanas: es algo que está más
allá de ellas, que no es tan mutable como ellas, incluso en cuanto al
conocimiento, en cuanto nos referimos a lo que es conocido por nosotros.
Estaríamos ante un caso parecido al de la habilidad manual: es natural al hombre
que sea más hábil con la mano derecha, aunque eso no implica que no se pueda
llegar a ser ambidiestro; es decir, que lo natural puede cambiarse en su
realización, pero este cambio no impide que lo veamos como algo que está más
allá de lo que de hecho acontece, es decir, en el caso de las leyes, de lo
meramente convencional o establecido. En el fondo de la argumentación de
Aristóteles puede estar, como ya hemos indicado, la concepción socráticoplatónica de que, independientemente de nuestro conocimiento, de la perfección
de nuestro conocimiento, y de las diversas muestras de su realización, las
virtudes, y entre ellas de manera especialmente señalada la justicia, pueden
concebirse como el caso límite de los diversos grados de perfección, como
modelos perfectos y, por consiguiente, inmutables y universalmente válidos. Una
confirmación de esto es la referencia, a continuación, a las medidas, que, aun
cuando de hecho puedan ser mayores o menores, hacen referencia a una sola,
que sería la verdadera medida, la medida en sí, la medida natural o perfecta5.
En efecto, otro ejemplo propuesto también por Aristóteles es el de que lo
justo legal es similar a las medidas (vasijas y pesas) de los líquidos y de los
granos: el que compra procura que sean más grandes; el que vende, que sean
más pequeñas. Aunque la medida ideal sea una sola.
A la inversa —podría añadirse a lo dicho por Aristóteles—, lo justo natural
es similar a los líquidos mismos y a los granos. La justicia legal es como las
vasijas, o medidas, reales (no la medida ideal); ahora bien, ¿qué es lo que hacen
esas vasijas con los líquidos y granos? Les dan forma y consistencia. Pues así
hace la ley con la justicia (natural). Aun cuando la comparación que insinúa
Aristóteles es la de las monedas acuñadas de curso legal, también podemos decir
nosotros, con un ejemplo de la vida actual, que la justicia legal viene a ser como
los paquetes o bolsas de las mercancías, que indican en sus estuches, envases o
envoltorios la mercancía que contienen y su cantidad (su medida). Esto facilita el
comercio, porque facilita el conocimiento de la mercancía que queremos
comprar y el cálculo de su valor. La justicia natural vendría a ser como la
mercancía, que puede estar envasada, o ser vendida a granel. Nunca puede estar
encerrada en estuches o envases toda la mercancía, porque se supone que sigue
su producción. Mientras no se la envase o, al menos, se la pese o se la mida, no
es fácil conocer su valor; así, la justicia natural, mientras no se la exprese en
fórmulas legales, no es fácil conocer su valor, pero en definitiva es eso, la justicia
natural, lo que tienen que tratar de expresar las fórmulas legales: el valor con
referencia a la medida ideal. Ahora bien, nunca acabarán las fórmulas legales con
la justicia natural, siempre quedará algo de ella que no esté expresado en
fórmulas; pero, si alguien realiza una acción contra la justicia natural, es muy
posible que conozcamos que se atenta contra la justicia, aun cuando no esté esta
expresada en leyes o fórmulas (en las infracciones es más fácil reconocer lo que
exige la justicia natural)6. ¿Cuáles son los preceptos de la justicia natural? No
tienen por qué ser explícitos, ni conocidos. Si lo fueran, ya estarían de alguna
manera formulados, es decir, envasados o estuchados. Es el Derecho positivo,
las disposiciones legales, lo que viene a ser la explicitación y formulación de lo
justo natural por parte de los que tienen autoridad para ello7. Los expositores de
Aristóteles no siempre lo han entendido así. Contribuye a la desorientación
traducir la expresión de Aristóteles «lo justo natural» por Derecho natural,
porque de esa manera parece que se sugiere que las ideas sobre la justicia (lo
justo natural) tuvieran que ser algo similar al Derecho positivo o legal, es decir,
un conjunto, más o menos sistemático, de normas o fórmulas. Aristóteles nunca
habló de Derecho natural, sino de lo justo natural o justo por naturaleza.
Esta doctrina de Aristóteles sobre la justicia natural se complementa con su
doctrina sobre la equidad. Esta —dice Aristóteles— a veces se presenta como
distinta de la justicia; ¿es que lo equitativo no es justo? —se pregunta—.
Responde el propio Aristóteles: no es lo justo legal, ya que lo justo legal, referido
a las leyes propiamente dichas, se expresa en fórmulas generales, que no pueden
tener en cuenta los casos concretos, no pueden regular cada uno de los casos
concretos. Atender a estos es misión de los decretos particulares o
particularizados y, en último término, de la equidad, que no es otra cosa que la
justicia natural, en cuanto que está dotada de plasticidad o flexibilidad para
adaptarse a los casos concretos. Esa función de la equidad la equipara
Aristóteles con la de la «regla de plomo de los arquitectos lesbios, que se adapta
a la forma de la piedra»8.
La Política de Aristóteles consta de ocho libros, de los cuales a nosotros nos
interesan especialmente los libros I-III y VII-VIII, que tratan todos ellos,
después del I, que es de introducción, del problema del Estado ideal. Los libros
IV-VI tratan más bien de la ciencia empírica de la política.
En el libro I, de introducción, Aristóteles insiste en su doctrina de que la
ciudad, la ciudad-Estado (pólis), es, por naturaleza, «una de las cosas naturales», y
el hombre igualmente un animal ciudadano o político por naturaleza. Por debajo
de esta condición están las bestias (que no pueden vivir en este tipo de
comunidad) y los dioses (que no lo necesitan).
Además de la ciudad, Aristóteles distingue la sociedad de la familia, que en
sentido amplio abarca a los esclavos y constituye la casa (oikía), y la aldea, que
corresponde a lo que actualmente es el municipio.
Desde nuestra perspectiva actual, parece obvio que la sociedad más natural
ha de ser la originada por la unión de los sexos (la familia), y luego la aldea o
municipio. Sin embargo, Aristóteles considera más natural, al menos en el
sentido de modelo, de pauta, de punto de referencia, la sociedad política, la
ciudad, por ser esta el fin o término de aquellas y, por consiguiente, la más
natural, puesto que el término «naturaleza» designa «lo que cada cosa es, una vez
acabada su generación», es decir, una vez desarrollada o perfeccionada. La casa y
la aldea son, por tanto, partes, o elementos, o estadios, en la formación de la
ciudad, que es anterior a ellas, no cronológicamente, sino por naturaleza, es
decir, en importancia y constitutivamente, como el todo es anterior a las partes,
porque estas no tienen sentido separadas del todo. Aristóteles expresa a este
propósito la idea de que la naturaleza, en cuanto que es tomada como fin, es «lo
mejor», porque «el fin es lo mejor»; es decir, que para él la naturaleza tiene el
sentido (similar al de las ideas de Platón) de ideal, de modelo. Por tanto, el
problema del Estado ideal podría formularse, para Aristóteles, como el
problema del Estado «natural», y la justicia que correspondería a este Estado
sería la justicia natural (como equivalente a ideal), que representa la medida ideal,
frente a las diversas disposiciones legales, más o menos deformadas.
A propósito de la casa, Aristóteles expone la doctrina de que la esclavitud es
una institución natural. Teniendo en cuenta que para él natural es lo mismo que
ideal, esto nos resulta hoy bastante sorprendente. Pero hay que tener presente
que no se refiere a un ideal abstracto, es decir, sin atender a los
condicionamientos o condiciones de la realidad. Entiende Aristóteles que para la
producción de ciertos bienes necesarios, imprescindibles para la vida, hacen falta
instrumentos; unos inanimados, y otros vivos: los esclavos. La esclavitud podría
suprimirse «si las lanzaderas tejieran solas o los plectros tocaran solos la cítara».
Esta frase, que tenía un sentido totalmente irreal en tiempos de Aristóteles, ha
cobrado una inesperada actualidad ante el reciente proceso de automatización;
por eso la recogen los que piensan que nuestra sociedad actual no está
aprovechando suficientemente, para su disfrute, los progresos técnicos ya
conquistados.
Además, Aristóteles sostiene que la esclavitud es también una institución
natural en el sentido de que algunos hombres son más a propósito para ser
esclavos, es decir, para ejecutar trabajos manuales bajo la dirección de otros;
basándose para afirmar esto en la observación de la diversidad de caracteres
físicos y somáticos, por un lado, y también de los intelectuales y psíquicos, por
otro. No conocía Aristóteles el principio biológico de que «la función crea el
órgano», y por eso no podía darse cuenta de que los esclavos tenían esos
caracteres precisamente por su condición de esclavos, por dedicarse a los
trabajos de esclavos. Su fallo era, pues, científico más que filosófico. Por otra
parte, él quiere y defiende que la esclavitud no sea solo en beneficio del amo,
sino de ambos: del amo y del esclavo. Como entiende que los esclavos no son
capaces de regirse o dirigir su vida por sí mismos, compara la relación del amo
con el esclavo a la que hay entre el alma y el cuerpo; por consiguiente, conviene
y es justo que uno mande y otro obedezca; pero, así como el alma ha de querer
el bien del cuerpo, así también el amo ha de querer el bien del esclavo. Su mal,
en cambio, es perjudicial para ambos, como el de una parte lo es también para el
todo9.
También se refiere Aristóteles a la esclavitud por convención o por derecho
de guerra. Pero la justificación de este tipo de esclavitud no le parece clara,
puesto que se basa en la fuerza, y habría que probar que el más fuerte es también
el más digno de mandar.
En cuanto al problema de la ciudad o Estado ideal, es en esencia el mismo
que había preocupado a Platón. Pero la solución de Aristóteles difiere
considerablemente de la propuesta por Platón en La República, aun cuando tiene
indudablemente una cierta coincidencia con la que Platón propuso en el diálogo
El Político, y sobre todo en Las Leyes. Destaca en Aristóteles, en primer lugar, su
sentido empírico, que le hace indagar un ideal realizable, basado en la
experiencia de las constituciones políticas dadas. En segundo lugar, su sentido
práctico: si propone un nuevo modelo, lo hace porque no le parecen
satisfactorias ninguna de las constituciones políticas anteriores, ni tampoco
ninguna de las teorías propuestas. Exponer doctrinas políticas simplemente por
exponerlas, sin sentido de su realización práctica, le parece a Aristóteles propio
de sofistas. Sobre esas bases él expone su doctrina y analiza las de los otros con
una gran solidez. Pero al mismo tiempo su actitud no es nada dogmática, sino
constantemente dubitativa, abierta a las razones de los demás: reconoce que
todas las otras soluciones tienen que tener alguna razón, desde un determinado
punto de vista. Naturalmente, esto no significa que él no tuviera sus propias
opiniones, o que diera por buenas las aceptadas mayoritariamente, en la
democracia ateniense o en cualquier otro lugar, y expresadas a través del
lenguaje o por cualquier otro medio (difícilmente se puede atribuir esto a quien
se marchó de Atenas por miedo a un proceso ideológico contra él). Tampoco se
puede pensar que equipara el valor de todas las opiniones quien tanta
importancia atribuyó a la educación y a la ciencia y al descubrimiento de la
verdad (cfr., por ejemplo, Metafísica, IX, 5-6, 1061b-1063b).
Coincide con Platón en el diálogo Las Leyes en reconocer la importancia de
las disposiciones generales. Pero Aristóteles no lo hace por resignación, como
una simple concesión impuesta por la fragilidad de los hombres, sino porque
parte originariamente de una posición realista, que le hace tener en cuenta a los
hombres tal como son, tal como nos lo muestra el conocimiento empírico: le
parece que es mejor que se gobiernen por leyes previamente establecidas que
por mandatos libres de los gobernantes, porque así se asegura mejor la libertad y
la igualdad de los gobernados. Ambos aspectos tienen para Aristóteles una gran
importancia. Esas leyes no han de ser necesariamente escritas, sino que también
pueden ser consuetudinarias, a las que incluso hay que atribuir mayor
importancia, ya que vienen a ser la base de las leyes escritas, es decir, están más
próximas, son un elemento más esencial, de lo que Aristóteles entiende por
Constitución. Esta, la Constitución, es lo que determina propiamente la esencia
del Estado, que no puede estar integrada por el territorio ni por los habitantes ni
por las simples leyes escritas, sino por el orden de vida común de los
ciudadanos. El cambio de régimen político o de Constitución, si es efectivo, le
parece a Aristóteles que da origen en realidad al nacimiento de una nueva
ciudad, de un nuevo Estado. Aun cuando (añade con realismo) si se debe
cumplir o no con las obligaciones contraídas (por el anterior), esto es otra
cuestión.
Coincide, por otro lado, Aristóteles con Platón, y anteriormente con
Sócrates, en destacar el sentido del Estado como realidad ética o moral-cultural,
por lo que concede gran importancia a la educación general y a la creación de
hábitos buenos, rechazando, en cambio, la educación espartana, por belicista y
utilitaria: considera equivocado poner como ideal máximo del Estado la riqueza
y, para conseguir esta, hacer uso de la guerra, lo cual significa preferir la riqueza
a la virtud y las acciones útiles a las bellas; cuando es la virtud la que hay que
preferir a la riqueza y las acciones bellas y buenas a las útiles; por eso los
espartanos fueron capaces de ganar las guerras, pero no supieron disfrutar de la
paz. En esta línea, socrático-platónica, proclama como meta de la vida política
(de la vida en la pólis), no un convenio o acuerdo para las mutuas o recíprocas
ventajas, que sería la línea sofística, sino la virtud, o perfección de la vida
humana, lo cual abarca la felicidad (en ese sentido de vida perfecta), y supone la
autarquía o autosuficiencia, que solo se logra con la comunidad política. La
perfección de la vida humana que contempla Aristóteles no es, pues, la de la
vida humana individual o privada (esto no tendría mucho sentido en la Grecia
clásica o, al menos, dice Aristóteles, «no es propio de la teoría política»), sino
que la perfección de la que él se ocupa es la de la vida en colectividad, en
comunidad política.
Esta concepción lleva a Aristóteles a exigir que los ciudadanos tengan
tiempo libre para cultivarse, para cultivar la virtud. Elogia la amistad entre los
ciudadanos, considerándola como el mejor medio para lograr la unidad de la
comunidad política. Pese a que rechaza la comunidad de bienes, propuesta por
Platón para las clases superiores, sostiene que el uso de los mismos, al menos en
ciertos casos, lo mejor es que sea común, como entre amigos, «y ninguno de los
ciudadanos debe carecer de alimentos».
Aristóteles se preocupa de regular también los detalles del Estado que
considera ideal. Así, el número de población, que debe ser suficiente, para
garantizar la independencia o autarquía, pero no excesiva, de modo que los
ciudadanos no se conozcan unos a otros, porque entonces no se podrá
administrar justicia adecuadamente, ni elegir, «distribuir», los cargos «de acuerdo
con los méritos». Se fija en el hecho de la influencia de los factores climáticos y
fisiológicos en la manera de ser los ciudadanos10. Y distingue asimismo los
distintos tipos de ciudadanos y las diferentes clases de virtud que ha de tener
cada uno según la función que desempeñe11. Entiende que el mando del Estado
ha de recaer en los ciudadanos de mayor edad, mientras que los jóvenes se
encargarán de su defensa: ya que ambas funciones han de estar de alguna
manera diferenciadas, pero no del todo, porque, si están del todo separadas, hay
el peligro de que la fuerza se rebele contra el poder; siendo, pues, los mismos los
que en la juventud tienen las armas y los que más adelante han de ejercer el
poder, hay más probabilidades de que se conformen a esperar a recibir el poder
cuando les corresponda. Y así todos participan por turno de las funciones de
obediencia y de mando. Y esto de acuerdo con el mérito, ya que la juventud
tiene la fuerza y los mayores sobre todo la inteligencia y la prudencia.
Respecto a las diversas formas de régimen político, Aristóteles comienza por
distinguir las rectas y las desviadas o injustas, según que procuren el bien común
o general, o se orienten, en cambio, hacia el bien particular de los que ejercen el
poder.
Dentro de cada una de esas clases distingue tres formas de régimen o de
gobierno, según sea uno, una minoría o la mayoría los que ejerzan el poder
supremo. Así tenemos: monarquía, aristocracia y república (democracia), para las
formas rectas, y tiranía, oligarquía y lo que Aristóteles denomina «democracia» y
hoy denominamos «demagogia», o «democracia demagógica», para las formas
desviadas o defectuosas.
Una característica destacada de la Política de Aristóteles es, como ya
indicábamos anteriormente, su falta de dogmatismo. Así, ocurre aquí que no va
a favor de ninguna forma de régimen político dentro de las rectas. Se conforma
con rechazar las desviadas, porque tienden a un fin o bien particular, y así no
pueden ser rectas o correctas: un régimen demagógico, que se caracterizaría por
estar al servicio de los pobres, ya que de hecho estos son la mayoría, no podría
ser recto, porque destruiría el Estado; asimismo, la oligarquía, que de hecho se
orientaría hacia el provecho de los ricos, si procediera, de acuerdo con esto, a
esquilmar a la mayoría del pueblo, destruiría igualmente el Estado y, por
consiguiente, no puede ser recta; menos aún puede ser correcta la tiranía o
gobierno despótico de uno solo. Pero ¿cómo elegir entre las otras formas, entre
las formas correctas? A pesar de algunas frases que parecen presentar la
monarquía y la aristocracia como las mejores teóricamente, Aristóteles se
esfuerza, ante todo, por justificar la «república» o democracia. Pero no está claro
si no lo hace por contrarrestar las doctrinas de Platón. En primer lugar,
Aristóteles ensalza, frente al papel de los gobernantes, la importancia de la ley,
que es la «razón sin pasión», que está libre de las pasiones del hombre individual.
Ya por eso resulta que no son tan necesarios los gobernantes «sabios» de Platón;
por consiguiente, que no es tan necesaria la aristocracia. Menos sentido tendría
considerar imprescindible la monarquía, cuando aun «los monarcas se procuran
muchos ojos, oídos […] haciendo que participen con ellos del poder los
amigos»; sería absurdo en efecto pensar «que uno con dos ojos, dos oídos […]
viera, juzgara y obrara mejor que muchos con muchos». Tiene en cuenta
también que es más fácil que se corrompa uno o unos pocos que la mayoría del
pueblo. Pero el argumento de Aristóteles más decisivo a favor de la democracia
es que todos los hombres, si son libres, auténticos ciudadanos, deben tomar
parte en el gobierno, no deben quedar marginados. Es conveniente, pues, que
todos los ciudadanos ejerzan de alguna manera el poder; aunque no todos estén
igualmente capacitados para las funciones de gobierno, ni intelectual ni
moralmente, no se puede descartar al pueblo de las funciones consultivas e
incluso —opina Aristóteles— de las judiciales, especialmente las relativas a la
rendición de cuentas de los magistrados, aun cuando se elijan a ciudadanos
destacados para que ejerzan los cargos que requieran más preparación y
conocimientos. Frente a la insistencia de Platón en que la política debe ser
ejercida por técnicos, lo mismo que la medicina u otras profesiones, Aristóteles
advierte que no es lo mismo saber hacer una cosa que juzgar cómo la hacen
otros: no hace falta ser cocinero para opinar de los alimentos que se sirven en un
banquete, o arquitecto para saber si está bien hecha una casa; no hay
paralelismo, pues, entre las técnicas que mencionaba Platón y la política.
Todavía habría una dificultad contra la democracia: que los simples
ciudadanos resultarían ser considerados superiores a los más escogidos y
selectos, y a los que ejercen los cargos superiores, que suelen ser los ciudadanos
más acaudalados. Aristóteles responde, en primer lugar, que, en los organismos
colectivos, no es el juez, el consejero o el miembro de la asamblea, sino el
tribunal, el consejo o la asamblea en su conjunto los que tienen la autoridad
decisiva y, en segundo lugar, que, aun con respecto a la riqueza, el conjunto tiene
más que cada uno de los individuos, aun los más destacados. Por lo demás, no
hay que olvidar que, según Aristóteles, el control del gobierno está en último
término encomendado a las leyes y a la Constitución y a las costumbres.
Aristóteles no adopta, pues, una actitud cerrada: todas las diversas formas
políticas tienen una cierta razón de ser; incluso la oligarquía, porque los
ciudadanos ricos tienen más que perder y, por consiguiente, tienen más interés
en la defensa y conservación del Estado. Con más facilidad se justifica la
aristocracia, entendiendo por tal el gobierno de las familias más nobles, porque
hay que presuponer que sus miembros serán los más patriotas y honrados (ya
que «nobleza es riqueza y virtud antiguas»). Y, por lo que hace a la monarquía,
dice Aristóteles que, en el «caso de que toda una familia, o también cualquier
individuo entre los demás, descuelle tanto por su virtud que la suya esté por
encima de la de todo el resto, entonces será justo que esa familia sea regia y
ejerza soberanía sobre todos, y que ese individuo sea rey». «No estaría bien, sin
duda —añade Aristóteles—, matar, desterrar ni condenar al ostracismo a un
hombre así, ni exigirle que obedeciera a su vez […]; por tanto, no queda más
alternativa que obedecerle y que ejerza la soberanía»12.
Es posible que en estas expresiones de Aristóteles haya una punta de ironía,
pero desde luego el caso no se presenta como ordinario o corriente, sino más
bien como extraordinario, e incluso como una ficción y, de todos modos, lo que
es evidente es que no hay entusiasmo; tenía demasiada importancia en él, para
que lo hubiera, la igualdad e incluso la participación en el gobierno de todos los
ciudadanos.
La conclusión es, pues, que el régimen político debe estar de acuerdo con la
situación real de cada Estado: encomendar el poder político de preferencia al
elemento que aventaja a todos los otros en virtud y en educación para el mando.
Pero, si se dan simultáneamente, como suele ocurrir, los elementos que
justifican las diversas formas políticas, es decir, que el pueblo tenga una virtud
mediana, que las clases superiores estén más dotadas para el mando y que haya
algún ciudadano que destaque por su prestigio, entonces la solución será una
forma política mixta, que tenga en cuenta las razones de cada uno y reparta de
acuerdo con eso las competencias13.
1 Esto no quiere decir que la iniciación más apropiada del conocimiento de Aristóteles tenga que ser su
Metafísica. Es posible que en el orden pedagógico el lugar más adecuado de esta sea el último, de
culminación. Lo que queremos decir es que la concepción del mundo y la teoría del conocimiento, que
están en la base de toda filosofía, en la de Aristóteles se exponen en la Metafísica. Tenemos en castellano una
excelente edición trilingüe (es decir, también con texto griego y latino) de esta obra: Metafísica de Aristóteles,
edición de V. García Yebra, Madrid, Gredos, 2.ª ed. revisada, 1982.
2 Edición bilingüe por M. Araujo y J. Marías, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, varias
ediciones. Otra traducción es la de J. Palli Bonet, Ética Nicomáquea. Ética Eudemia, Madrid, Gredos, 1985.
3 Aristóteles señala como característica identificativa de la injusticia la codicia, que tiene como móvil
particular el lucro o ganancia, es decir, recibir u obtener más de lo que corresponde, lo cual está en línea
con lo que ya había dicho Platón que era lo peculiar de la justicia y de la injusticia: el referirse a lo que
corresponde a cada uno.
4 La frase parece ser polémica, contra Protágoras y en general contra los sofistas; cfr. supra, págs. 25 y
sigs. Es decir, que, mientras con la noción de lo «justo legal» da la razón a los sofistas, con esta de lo «justo
natural» se la da a Sócrates y Platón. Estos no lograron dar con los conceptos-definiciones verdaderamente
universales, o mostrar el contenido de las «ideas» con esa cualidad. Pero desde luego tampoco se demostró
que no hubiera nada más que opiniones. Si estas podían ser unas mejores que otras, tenía que haber un
punto de referencia, aun cuando este no estuviera del todo claro, ni fuera explícito. Al menos en este
sentido las «ideas» platónicas tenían un fundamento: como representación límite, como modelos o puntos
de referencia de la perfección, de lo que es la belleza, la justicia… en sí, independientemente de las
imperfecciones de su realización.
5 Apoya asimismo esta interpretación un texto de la Retórica, en el que Aristóteles habla del
conocimiento de lo justo y de lo injusto por naturaleza como una adivinación: «Pues existe algo que todos
en cierto modo adivinamos, lo cual por naturaleza es justo e injusto en común, aunque no haya ninguna
mutua comunidad ni acuerdo» (Aristóteles, Retórica, 1373b, edición bilingüe de A. Tovar, Madrid, Instituto
de Estudios Políticos, 1971, pág. 69; hay otras traducciones castellanas de esta obra, entre ellas la de Q.
Racionero Carmona, Madrid, Gredos, 1990).
6 Como ya hemos indicado en el texto, la comparación que insinúa Aristóteles es la de las monedas, en
las que el cuño legal nos sirve de pauta para descubrir la que es verdadera y la que es falsa o falsificada. Ese
cuño legal tiene desde luego un carácter más oficial que el simple etiquetado. Pero Aristóteles tampoco lo
da por definitivo, sino como un medio de averiguar, de conocer, cuál es la auténtica moneda, la que es
verdaderamente de oro o plata…; es decir, aplicando su comparación, la verdadera justicia natural. Cfr.
Retórica, 1375b; Et. Nic., 1133a; Política, 1275a.
7 También las doctrinas pueden hacer formulaciones más o menos concretas de la justicia natural, y las
convicciones y las prácticas sociales pueden ser expresiones más o menos fieles de esa justicia natural. Pero
se trata siempre de intentos, de aproximaciones, o de logros, más o menos felices, pero siempre parciales y
provisionales.
8 En la Retórica se acoge también otra acepción más explícita de las exigencias o consecuencias de la
equidad: la indulgencia y comprensión para las cosas humanas, y así tener en cuenta no (solo) la letra de la
ley, sino la intención del legislador, atender no a la parte, sino al todo de las cosas, preferir la solución por la
palabra más que por la vía de hechos, y por un árbitro (más abierto a la equidad) mejor que por un juez
(más atento a la aplicación estricta de la ley) (Aristóteles, Retórica, 1374b, ed. cit. [nota 5], pág. 72).
9 «Es conveniente para el uno ser esclavo y para el otro dominar, y es justo, y uno debe ser regido y otro
regir según su disposición natural y, por tanto, también dominar. Pero el hacerlo mal es perjudicial para
ambos, pues la parte y el todo, el cuerpo y el alma, tienen los mismos intereses, y el esclavo es una parte del
amo, una especie de parte animada separada del cuerpo» (Aristóteles, Política, 1255b, edición bilingüe de J.
Marías y M. Araujo, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1951, pág. 11. Hay otras traducciones al
castellano de esta obra, entre ellas la de M. García Valdés, Madrid, Gredos, 1988.
10 Lo que ya había hecho Platón, no en La República pero sí en Las Leyes, 747d.
11 Como había hecho también Platón, en este caso especialmente en La República (cfr. supra, cap. 3).
12 Aristóteles, Política, 1288a, ed. cit., pág. 107.
13 Claro está que esta coincidencia entre el ideal y la realidad (que manden los que de hecho son
mejores) no está asegurada. No se ha de confundir esta cuestión con la de la forma de gobierno que haya
de considerarse idealmente la mejor. Ya hemos indicado que en principio, en teoría, Aristóteles expresa a
veces la idea de que la monarquía y la aristocracia son la aplicación, la expresión más directa del concepto
de régimen o Estado ideal, pero esto no quiere decir que él, de hecho, en la realidad las prefiera: no
abandona su posición realista. En particular, lo que de hecho se llama aristocracia es tan solo un caso en
que se puede dar esa coincidencia, un modo de realización de esa exigencia del régimen mejor (que manden
los que de hecho son los mejores). Se dará ese caso (coincidencia del régimen mejor con la aristocracia),
cuando los que se consideran mejores y están en el gobierno (una minoría que se considera selecta) de
hecho lo sean. Aristóteles alude incluso expresamente a que algunos regímenes reciben el nombre de
«aristocracia» simplemente porque, al lado de otros elementos, tienen en cuenta también la virtud (cívica); o
a que, «porque la educación y la nobleza suelen acompañar de preferencia a los más ricos», se da de hecho
ese nombre (de «aristocracia») a las que en realidad no son más que oligarquías. Cfr. Política, 1288a-b y
1293b.
CAPÍTULO 5
Cínicos y cirenaicos, el helenismo. Epicúreos, estoicos y escépticos
5.1. CÍNICOS Y CIRENAICOS
Sócrates no dio origen solamente a las escuelas de Platón y Aristóteles, aun
cuando esa haya sido sin duda la orientación que alcanzó más altura, y también
mayor fama e influencia. Haya otras, llamadas «escuelas socráticas menores». Las
dos más importantes son la de los cínicos y la de los cirenaicos.
Se ha considerado a veces como fundador de la primera a Antístenes (446366 a.C.), que había sido discípulo de Gorgias, y después lo fue de Sócrates. En
todo caso, los caracteres de esa escuela (que es más bien una orientación, una
tendencia) no están aún en él muy definidos. Lo que parece más apropiado es
considerarlo como un enlace entre Sócrates y los propiamente cínicos.
La palabra «cínico» deriva de kýon (= perro). Los cínicos llevaban al máximo
la tendencia ascética de Sócrates, de conformarse con poco, no dejándose llevar
por los placeres y las pasiones, pero se conformaban con tan poco que vivían
como perros (callejeros). De aquí que, cuando se les dio este apelativo, tratando
de motejarlos, no les importó gran cosa, e incluso lo acogieron como una
denominación apropiada, que reflejaba bien su postura: ascética, o de mínimas
exigencias, al mismo tiempo que atrevida o desvergonzada. Frente a la exaltación
de la pólis, los cínicos le volvían la espalda; decían que no la necesitaban. Se
convirtieron en una especie de hippies de nuestro tiempo: eran rebeldes radicales,
pero no especialmente comprometidos con la transformación social, anarquistas,
pero no violentos. Al renunciar a la pólis, se quedaban con la cosmópolis. Eran
cosmopolitas, universalistas, al mismo tiempo que individualistas. Pero (como ya
hemos apuntado), más que una doctrina, se trataba de una orientación, una
actitud. Por eso (por esa ausencia de doctrina elaborada) revisten tanta
importancia las anécdotas, más o menos inventadas, o amañadas, manipuladas,
que nos ha transmitido Diógenes Laercio (siglo III d.C.), aun cuando este
indudablemente trataba de darles esa significación doctrinal, de expresión de una
doctrina a que nos hemos referido, pero en todo caso sería una doctrina
eminentemente práctica y popular. Esas anécdotas, que van con frecuencia
acompañadas de dichos más o menos breves e ingeniosos, manifestaban el
desdén por la sociedad con caracteres llamativos e incluso caricaturescos.
Diógenes «el Cínico» (ca. 404-323 a.C.) llegó a vivir dentro de un tonel, para
mostrar que no necesitaba una vivienda, y encendió a pleno día una lámpara,
diciendo que con ella buscaba a un hombre (al seguir buscándolo, daba a
entender que no lo encontraba). Se cuenta asimismo que, habiendo ido a
visitarlo (en la calle) Alejandro Magno, y habiéndole ofrecido cumplir cualquier
deseo que le manifestase, le dijo inmediatamente: «Pues no me quites el sol» (no
me hagas sombra).
Con caracteres más o menos acusados, proliferaron bastante, y durante
bastantes siglos, primero en Grecia y luego en el Imperio romano, estos tipos de
«ácratas» con aspiraciones intelectuales, que llevaban de hecho una vida de
mendigos.
Los «cirenaicos» derivan su nombre del fundador de la escuela, Aristipo de
Cirene (nacido ca. 435-356 a.C.), que fue discípulo de Sócrates. Propugnaban
que se debía buscar el placer, pero al mismo tiempo, coincidiendo en esto con
Sócrates, que se había de conservar el dominio de uno mismo, no dejándose
dominar por los placeres, sino sometiéndolos a nuestro control. No solo se
abstenían de intervenir en política, sino que preferían no sentirse ciudadanos de
ningún Estado, considerándose extranjeros en cualquier parte. En consecuencia,
prescindían de la pólis; preferían que se los dejara en paz (con todo el mundo): se
sentían más hombres que ciudadanos1.
Si hemos de hacer caso a Diógenes Laercio2, establecieron ya los cirenaicos
dos principios que van a tener luego mucha importancia para Epicuro: que lo
natural (lo que todos los animales y nosotros mismos desde la infancia
procuramos) es buscar el placer y huir del dolor, de modo que, cuando lo
tenemos, no queremos ya otra cosa (primer principio), y que, por tanto, hay que
considerar el placer como nuestro fin, como el bien supremo (segundo
principio)3.
5.2. EL HELENISMO
Aunque habían proliferado bastante por toda Grecia los que se alineaban en
estas dos escuelas o tendencias, llevando con frecuencia una vida más bien
miserable, de vagabundos, sus ideas apenas si habían tenido vigencia ni
influencia. Pero después de la muerte de Alejandro Magno y de Aristóteles esas
ideas cobran una vitalidad inesperada, al entroncar con ellas las dos grandes
escuelas filosóficas de esta época: los estoicos entroncan con los cínicos y los
epicúreos con los cirenaicos.
Alejandro Magno muere en el año 323 y Aristóteles en el 322 a.C. Estas
fechas marcan una nueva etapa en la historia del pensamiento, e incluso de la
humanidad en general, al menos dentro del área geográfica afectada. Señalan el
comienzo del período que se conoce con el nombre de «helenismo»; este, entre
otros caracteres menos relevantes para el Derecho, supone la ruina de la ciudadEstado, pero esta ruina no afecta solo a la situación política, sino a la de toda la
cultura y a la del hombre griego en general. Frente a una ciudad pequeña, en la
que, con mayor o menor corrupción, regía la democracia, el hombre griego se
sentía confiado en sí mismo, en su poder: a partir de ahora se suceden los
monarcas despóticos, que rigen a los súbditos sin que estos sepan de dónde ni
por qué vienen las decisiones. Y no va a suponer una mejora ni un
empeoramiento que el mundo helenizado sea conquistado por los romanos, sino
un simple cambio de dueño.
Los pensadores se apartan de la política, y ante las desgracias de la vida
buscan un refugio, y consuelo, en la filosofía: esta se convierte en «arte de vivir»,
en enseñanza del ideal de vida del «sabio», del hombre que sabe distinguir entre
lo verdaderamente importante y lo meramente aparente y, sobre todo, entre lo
verdaderamente necesario, lo imprescindible, y lo accesorio o lo superfluo; así se
conseguirá la felicidad, al mismo tiempo que la virtud. Continúa, pues, la
identificación que hacía Sócrates entre el saber y la virtud, pero esta no tiene el
mismo carácter cívico o político que tenía tanto en Sócrates como en Platón y
en Aristóteles, al menos en gran parte se ha privatizado.
Al relajarse los vínculos de la sociedad política, por un lado se acentúa el
individualismo, pero, por otro, se abre la visión a toda la humanidad; la idea de
la pólis es sustituida de alguna manera en el pensamiento de esta época por la de
la cosmópolis: la sociedad de todo el género humano.
5.3. EPICÚREOS
Epicuro (341-270 a.C.), nacido en Samos pero hijo de un ateniense allí
establecido, instauró su escuela en Atenas antes de terminar el siglo IV a.C., el
año 306, es decir, un poco antes de que, alrededor del año 300, comenzara el
estoicismo. Pero, a diferencia de este, al menos hasta época reciente, no ha
gozado en general del prestigio de gran escuela filosófica. Se ha visto en cambio
muy atacado por sus enemigos. Una muestra de esos ataques virulentos nos la
proporciona Plutarco, quien, a finales del siglo I, se indignaba con los epicúreos
por su abstencionismo en política, y llegaba a afirmar que merecerían no
proclamarse libres, como pretendían, sino ser azotados con el látigo de los
esclavos4. Sin embargo, Diógenes Laercio, a principios del siglo III, rechazaba las
«falsas» imputaciones contra Epicuro y ensalzaba su ecuanimidad, la multitud de
sus amigos y discípulos, su buen trato con los allegados y con los esclavos5, así
como su piedad para con los dioses y amor a la patria, atribuyendo a su bondad
y mansedumbre que no quisiera entrar en asuntos de gobierno. Durante la Edad
Media son escasas las referencias a Epicuro. Pero en el Renacimiento es
ensalzado por Erasmo, y más tarde (siglo XVII) por Gassendi, quien, a pesar de
ser eclesiástico, era bastante independiente en sus doctrinas. En el siglo XIX,
Marx se ocupó en su tesis doctoral de la diferencia entre la filosofía de
Demócrito y la de Epicuro. Y al final del mismo siglo también manifestó sus
simpatías por él Friedrich Nietzsche.
Una conclusión que podemos extraer es que Epicuro ha suscitado las
simpatías sobre todo de los descontentos con las ideas dominantes o
establecidas. Pero, en lo que se puede entender o designar de esta manera, se
pueden incluir también las tradiciones, convicciones y sentimientos
arraigados…; es decir, lo que Sócrates trató de defender en Atenas frente a la
mayoría de los intelectuales de su época, que eran predominantemente
extranjeros. Esto quiere decir que, por la parte de sus antecedentes, además del
Hedonismo de los cirenaicos y del Atomismo de Demócrito, habrá que conectar
al epicureísmo con los sofistas. Pero, a diferencia de lo que ocurrió con los
escritos de estos, la simpatía de Diógenes Laercio salvó al menos una parte muy
considerable de la doctrina epicúrea: al final de sus Vidas de los Filósofos, dedica a
Epicuro más páginas que a ninguno de los anteriores. Recoge tres cartas, de las
que el propio Diógenes Laercio dice que abarcan en síntesis o compendio toda
la filosofía. Una, dirigida a Herodoto, trata de la física o de la naturaleza en
general; otra, a Pitocles, de los astros y los meteoros, y la dirigida a Meneceo es
la que está dedicada especialmente a temas éticos (esta última la indicaré con la
sigla Men.). Además, en las últimas páginas que cierran su obra, Diógenes
Laercio nos ofrece un repertorio de sentencias, «Máximas Capitales», que
resumen toda la doctrina de Epicuro (sigla MC). Otro repertorio de máximas o
sentencias se descubrió a finales del siglo XIX en un códice del Vaticano (SV). A
esto hemos de añadir los numerosos textos y fragmentos que nos han
transmitido autores de la Antigüedad que pudieron disponer de las obras que a
nosotros no nos han llegado (Fr.)6.
Epicuro coincide con los cirenaicos en proclamar el placer como el bien
supremo, como el último y definitivo fin de la vida humana, al que se
subordinan todos los demás. Comparte también con ellos el punto de partida: el
considerar eso como lo natural o connatural7.
Este término de «natural» o «connatural» no tenía para Epicuro el sentido
más o menos idealista que podíamos ver en Aristóteles, sino el más obvio de
constitutivo o integrante de la naturaleza humana y que podemos observar en
ella de manera general por la experiencia. No consideraba, por tanto, necesario
demostrar o probar con más razonamientos la verdad de ese principio del placer
como bien supremo8. Por lo demás, tanto en tiempos de Epicuro como en los
nuestros se puede hacer referencia a la generalidad de las gentes que piensan, o
al menos sienten, perciben, se comportan, de esa manera: de acuerdo a ese
principio. Ahora bien, como veíamos a propósito de la exposición del diálogo
Protágoras, sus interlocutores, es decir, cualquiera que piense un poco, lo mismo
socráticos que sofistas, podían ponerse de acuerdo en que no hay que perseguir
todos los placeres, sino que es necesario seleccionar y escoger solo los placeres
que no nos impidan disfrutar de otros mayores o más importantes y no nos
acarreen dolores mayores o que nos importan más. En esto Epicuro está
plenamente de acuerdo con los «filósofos» (según la terminología de Platón) o
(según su propia terminología) con los «sabios»9.
Como lo prueba esta misma terminología, Epicuro no se alineaba, pues, sin
más con la gente corriente. Según un fragmento que se nos ha transmitido,
afirmaba expresamente: «Jamás pretendí contentar al vulgo; porque lo que a él le
agrada, yo lo ignoro y lo que yo sé bien lejos está de su comprensión»10. Ahora
bien, afirmar que en cuanto a la «comunicación intelectual entre las gentes y el
filósofo […] la actitud de Epicuro apenas si difiere de la de Platón»11 parece
exagerado. Porque en el «apenas» (guère en el original) habría que incluir
diferencias demasiado importantes como para poder justificar ese adverbio; así,
en primer lugar, la concepción misma del bien supremo. Que en Platón es la
perfección, la asimilación al bien por medio del conocimiento y el amor de las
«ideas», mientras que en Epicuro, ya lo hemos visto, es el placer: podrá luego
hacer múltiples precisiones y diferenciaciones sobre el modo de entenderlo, pero
siempre habrá una coincidencia fundamental con «las gentes», con la generalidad
de las gentes, en el punto de partida. En segundo lugar, el modo de
conocimiento. En Platón, ya lo sabemos, está envuelto en múltiples
complicaciones. En Epicuro se refiere primordialmente a procedimientos
fácilmente comprensibles y aceptables para cualquiera: las sensaciones y las
afecciones de placer o dolor12. Una tercera diferenciación sería que en Epicuro
podemos encontrar expresiones que no solo serán fáciles de comprender, sino
que la gente común oirá con agrado. Así, por ejemplo, las de uno de los
fragmentos: «Por mi parte no sé qué idea puedo hacerme del bien si suprimo los
placeres del gusto, del amor, del oído y los suaves movimientos que de las
formas exteriores recibe la vista»13, o la afirmación que, según algunos, nos
transmite Diógenes Laercio, a pesar de que no sea muy coherente con otras del
propio Epicuro: «Ninguno es más sabio que otro»14. A veces se alinea incluso
con el público o pueblo más procaz y rebelde o contrario a la filosofía,
especialmente a la de Platón: «Escupo sobre lo bello moral y los que vanamente
lo admiran cuando no produce ningún placer»15. Y en este caso sí parece que
hay coherencia con la postura general de Epicuro de no elogiar ni apreciar
ninguna otra filosofía que no fuera la propia16. Así, no es nada sorprendente el
fragmento que dice: «Te estimo dichoso, Apeles, porque limpio de toda cultura
te entregaste a la filosofía»17. La «filosofía» aquí aludida es obviamente la
epicúrea, mientras que en el término «cultura» (paideia en griego) hay que incluir
todas las demás. La misma idea la recalca otro fragmento: «Huye, afortunado, a
velas desplegadas de toda forma de cultura»18.
El punto clave para la oposición entre la filosofía de Epicuro y las grandes
escuelas del pasado era la orientación misma, la finalidad que se proponía. Según
uno de los fragmentos, «Epicuro decía que la filosofía es una actividad que con
discursos y razonamientos procura la vida feliz»19. No es que Platón y
Aristóteles no procuraran también eso. Pero, aparte de entender por felicidad
una cosa muy distinta, se referían primordialmente a la felicidad del individuo en
cuanto enmarcada en la vida colectiva de la pólis, solidaria con ella. Epicuro se
refiere primordialmente a la felicidad privada del individuo. Por eso asimila la
filosofía a la medicina: «Así como no es útil la medicina si no suprime las
enfermedades del cuerpo, así tampoco la filosofía si no suprime las
enfermedades del alma»20. Y habla de la suya como la «verdadera», la auténtica
filosofía21. La prueba de esa autenticidad está en sus efectos reales, no en sus
apariencias o en la aprobación exterior. «Es necesario no fingir que filosofamos,
sino filosofar realmente: no necesitamos, en efecto, aparentar que estamos
sanos, sino estarlo verdaderamente»22.
En consecuencia, el estudio de la naturaleza, que tanta importancia y
extensión tuvo en Epicuro y en alguno de sus discípulos, por ejemplo en
Lucrecio, no tiene sino esa finalidad práctica. Esto recalcan ampliamente las
«Máximas Capitales» 11-13 y está también claramente expresado en otros textos
que nos han llegado directamente23.
Esta finalidad práctica nos explica por qué son estos cuatro los temas
fundamentales de la filosofía epicúrea, a que se refieren cada una de las cuatro
primeras «Máximas Capitales»: la divinidad, la muerte, los placeres y los dolores.
En la concepción de la divinidad, es decir, de la religión, por parte de
Epicuro aparece muy claramente el carácter general de su filosofía, a que ya nos
hemos referido: coincidencia con la generalidad de las gentes en el punto de
partida y divergencia u oposición en los detalles o concreciones. «Los dioses
ciertamente existen, pues el conocimiento que de ellos tenemos es evidente»,
afirma taxativamente24. Pero para añadir inmediatamente: «No son, sin
embargo, tal como los considera el vulgo, porque no los mantiene tal como los
percibe.» Lo que las gentes perciben originariamente, la «común noción de lo
divino», es «la divinidad como un ser viviente incorruptible y feliz»25. Y lo que
no mantienen en esa percepción original son sus consecuencias, lo que deberían
derivar de esa percepción o concepción original. Estas consecuencias, es decir, la
manera propia de Epicuro de entender la divinidad, están claramente expresadas
en la primera MC: «El ser feliz e incorruptible ni tiene él preocupaciones ni se las
causa a otro; de modo que no está sujeto a movimientos de indignación ni de
agradecimiento. Pues todo eso se da solo en el débil»; o, en otros términos,
como resume uno de los fragmentos: la divinidad «es indiferente a los asuntos
humanos»26. Sin embargo, a pesar de eso, no niega Epicuro, coincidiendo de
nuevo con lo que piensa la gente, que «de los dioses provengan los más grandes
daños y ventajas»27. Solo que esos daños no han de entenderse como venganzas,
o castigos, ni las ventajas como agradecimientos, o recompensas, de los dioses.
Se trata simplemente de que la concepción, la idea que de ellos tengamos
extenderá ampliamente sus consecuencias, malignas o benéficas, sobre todas
nuestras vidas. De la misma manera que «la veneración del sabio es un gran bien
para el que lo venera»28, porque es una forma de participar de su sabiduría y de
las ventajas de esta, así también, y en mayor grado, la veneración de la divinidad,
cuando es la adecuada, la ajustada a una correcta percepción o concepción de la
misma, es fuente de las mayores ventajas. Y ante todo, en primer lugar, las
ventajas que se derivan de una apropiada concepción del ideal de la felicidad,
porque este nos lo proporciona la divinidad: en efecto, «hay dos tipos de
felicidad: la más alta, que es la que rodea a la divinidad, no conoce
alternancias»29.
Una vez que se ha prescindido de la divinidad como garante de los premios
o castigos por la totalidad de nuestras vidas, no tiene mucho sentido entender la
muerte como el comienzo de una nueva vida o continuación de la anterior.
Libre de esas complicaciones, religiosas, o filosóficas, Epicuro vuelve una vez
más al punto de partida más obvio, natural y general: asociar la vida humana con
la sensación, de lo que deduce que «la muerte nada es para nosotros, porque […]
la muerte es privación del sentir»30. Así que nada hay que temer de la muerte,
«puesto que mientras nosotros somos, la muerte no está presente y, cuando la
muerte se presenta, entonces no existimos»31. La segunda MC resume: «La
muerte no es nada para nosotros. Porque lo que se ha disuelto es insensible y lo
insensible no es nada para nosotros.»
Nos quedan los otros dos temas primordiales de la filosofía de Epicuro, que
constituyen el objeto de las dos siguientes MC: de la tercera, referente al placer, y
la cuarta, referente al dolor. Empezaremos por esta última. Contiene tres
proposiciones que se refieren al dolor: en concreto, al extremado, al intermedio,
que excede en poco la magnitud del placer, y al leve, aunque prolongado, que
Epicuro entiende que se queda por debajo de la medida o valor del placer
simultáneo o que lo acompaña. Del primero nos dice muy terminantemente:
«No se demora el dolor permanentemente en la carne, sino que el más
extremado perdura el más breve tiempo.» La misma idea se repite en la SV 4:
«Cualquier dolor es fácilmente desdeñable; pues el que entraña intenso
sufrimiento tiene corta duración.» A primera vista, el modo de expresarse de
Epicuro nos hace pensar en los dolores tan intensos o violentos que no pueden
menos de arrancar la vida y, por eso, no pueden ser duraderos. Pero no parece
que se refiera solo a esos. Según otra frase de Epicuro que nos transmite
Diógenes Laercio (118), «Aun si fuera torturado, el sabio será feliz.» Claro que la
tortura puede ser tan extrema que produzca la muerte; pero no necesariamente:
puede mantenerse dentro de este nivel grave o extremado a que nos estamos
refiriendo, sin que se produzca el fallecimiento. Y sin embargo Epicuro sostiene
que ni aun en esos trances el sabio (epicúreo) tiene que dejar de ser feliz. En la
«carta a Idomeneo», a pesar de estar escrita cuando está agonizando, dice que «la
enfermedad del estómago y la vejiga proseguía su curso sin admitir ya
incremento de su habitual agudeza»; es decir, que los dolores eran poco más o
menos como en ocasiones anteriores. Y sin embargo afirma que para él
«transcurría el día feliz»: no porque estuviera ya próximo su fin, sino porque «a
todas estas cosas se oponía el gozo del alma por el recuerdo de nuestras pasadas
conversaciones filosóficas»32. Pueden asaltarnos las dudas de si Epicuro está
siendo sincero, sincero incluso consigo mismo, pero nada nos autoriza a pensar
que está tratando de engañarnos, porque nada en su vida ni en su doctrina nos
hace pensar en eso. Probablemente lo que está haciendo es dar a su lenguaje un
sentido distinto del meramente enunciativo o descriptivo: un sentido más bien
parenético o exhortativo. La filosofía del lenguaje nos ha habituado ya a pensar
que estos «distintos usos del lenguaje» son más frecuentes de lo que se creía en
épocas pasadas33. Y el sentido eminentemente práctico, diríamos incluso más
bien pragmático, de su doctrina (la de Epicuro) estaría avalando esta
interpretación34.
Las otras dos clases de dolor a que Epicuro se refiere en la cuarta MC son el
dolor que apenas excede a la magnitud del placer, y el que se queda por debajo
del valor o montante de este. Al primero de estos, es decir, al intermedio entre
los dos extremos, Epicuro le aplica la fórmula de que «tampoco se mantiene
muchos días». Creo que, en la medida en que la fórmula nos parezca demasiado
optimista y nos plantee dudas sobre su sinceridad o sobre la fidelidad a la
realidad, podemos aplicarle las consideraciones que hemos hecho a propósito
del anterior, del dolor extremo o extremado. En cuanto al otro, el dolor más
suave y prolongado, nos es más fácil aceptar la postura general de Epicuro, su
testimonio respecto al dolor en general como «desdeñable», que parece el
testimonio de un experto, el de un enfermo crónico, aquejado de diversas
dolencias prolongadas en el tiempo, como ya hemos visto. Al fin y al cabo es un
testimonio coincidente con el de otros muchos enfermos crónicos, y el que no
sea coincidente con el de todos tampoco tiene por qué invalidarlo en su
totalidad. A alguno incluso ese le parece un punto de vista privilegiado y digno
de especial encomio. Tal es el caso de Nietzsche, otro enfermo crónico, para
quien la doctrina sobre la felicidad de Epicuro, con la que él se identifica, sería el
resultado del punto de vista de «alguien que padeciera sin cesar»35.
Por lo que hace a la vejez, que al fin y al cabo viene a ser una especie de
enfermedad crónica, Epicuro se indigna con quienes recomiendan verla ya solo
como una antesala de la muerte36. Y mucho más con los que desearían no haber
nacido o, en todo caso, «pasar cuanto antes las puertas del Hades»37. Pero
tampoco es que Epicuro se aferre todo lo posible a la existencia; más bien con lo
que él está de acuerdo es con que «el sabio ni rehúsa la vida ni le teme a la
muerte»38.
Nos queda ahora ya solo uno de los cuatro temas clave, el que es objeto de
la tercera MC: el placer. Pero este, ya lo sabemos, no es solo un tema clave, sino
el tema clave por excelencia de la filosofía de Epicuro: porque el placer es el
bien supremo. Su desarrollo, por consiguiente, tiene que asumir una posición y
un papel destacados.
Por lo pronto, ya sabemos que Epicuro coincidía con los filósofos en
general en que hay que seleccionar, hay que saber escoger los placeres, para
quedarse con el mejor resultado total o global. Pero, a partir de ahí, los filósofos
se dividen. Una parte de ellos, que podemos ver representada por el personaje
de Calicles en el diálogo Gorgias, asume que lo que hay que hacer es disfrutar de
la vida y que para eso la vía es dar satisfacción a las pasiones. El personaje de
Sócrates en cambio sostiene que ese es el camino de una continua insatisfacción,
porque las pasiones siempre exigen más y, por lo tanto, la parte del alma que las
alberga es como «un tonel agujereado», que nunca se podrá llenar, porque es
insaciable39. Es posible que Epicuro se dejase impresionar por este punto de
vista de su antagonista Platón, o que simplemente él lo viera así. Lo cierto es que
los placeres a los que primordialmente se refiere no son los positivos que
proporciona la satisfacción de las pasiones, sino los negativos y estáticos de
carecer de dolor. La carta a Meneceo es muy explícita: «Cuando, por tanto,
decimos que el placer es fin no nos referimos a los placeres de los disolutos o a
los que se dan en el goce, como creen algunos que desconocen o no están de
acuerdo o malinterpretan nuestra doctrina, sino al no sufrir dolor en el cuerpo ni
turbación en el alma» (131). Y la tercera MC afirma muy terminantemente:
«Límite de la magnitud de los placeres es la eliminación de todo dolor»40. Un
nuevo elemento para la comprensión de la postura de Epicuro podemos
encontrarlo en el mismo Platón, quien en el diálogo La República plantea el tema
de «las cosas que dicen los que están enfermos», y contesta: «Que no hay nada
más agradable que estar sanos»41. Podemos recordar lo que hemos dicho de
Epicuro como enfermo crónico. Pero en su misma doctrina encontramos otra
razón. Así en el fragmento que nos ha conservado el célebre «tetrafármaco», o
cuádruple remedio, que corresponde al cuádruple problema de las cuatro
primeras MC, en el tercero, es decir, el que corresponde a la tercera MC, nos
dice sencillamente: «El bien es fácil de procurar.» Y la MC 21 nos explica:
«Quien es consciente de los límites de la vida sabe cuán fácil de obtener es
aquello que calma el dolor por una carencia y lo que hace lograda la vida entera.»
Pero, si queremos profundizar un poco más en la doctrina epicúrea del
placer y su relación con las pasiones, tenemos que tener en cuenta la
clasificación de los deseos humanos que nos presenta la MC 2942. Establece tres
grados con respecto a la necesidad de esos deseos: «Unos son naturales y
necesarios. Otros naturales y no necesarios. Otros no son ni naturales ni
necesarios, sino que nacen de la vana opinión.»
Comenzando por estos últimos, un comentario que se no has transmitido
junto con el texto de Epicuro pone como ejemplo «las coronas y la dedicación
de estatuas». No resulta difícil ampliarlo con otras referencias de Epicuro que se
nos han transmitido. Así la contenida en Diógenes Laercio (120) de que hay que
cuidar de la «buena fama, en la medida precisa para no ser despreciado». O la del
célebre fragmento: «Vive ocultamente»43. A la misma categoría de deseos vanos,
por no ser ni necesarios ni naturales, parecen pertenecer los deseos de destacar
en política. Porque en Diógenes Laercio (119) se recomienda al sabio que «no
hará política», y hay un texto que nos atestigua que «los Epicúreos huyen de la
política como daño y destrucción de la vida dichosa»44. Una de las SV (la 58)
parece asimilar la preocupación por allegar bienes de fortuna con las de la
política: «Hemos de liberarnos de la cárcel, tanto de los intereses que nos
rodean, como de la política.» En todo caso uno de los fragmentos es terminante
con respecto a la vanidad de las riquezas: «Escupo sobre los placeres de la
abundancia, no por sí mismos, sino por las molestias que les siguen»45.
Pasando ahora a la categoría intermedia, es decir, la de los deseos naturales y
no necesarios, Epicuro nos explica que a algunos de ellos «les es propio un
intenso afán»; sin embargo, no han de confundirse con los necesarios, cuando
«no acarrean dolor si no se sacian». Han de asimilarse más bien a los no
naturales, en cuanto que también ellos «proceden de una vana opinión; y si no se
diluyen, no es por su propia naturaleza, sino por la vanidad propia del ser
humano»46. Respecto a cuáles sean en concreto, el comentario a que antes nos
hemos referido señala como ejemplo «los alimentos refinados». Y a eso mismo
parece referirse la SV 59, al hablar de la insaciable avidez por el disfrute de la
comida47. A esta categoría intermedia parece asignar también Epicuro los deseos
de relaciones sexuales, puesto que, tal como nos transmite Diógenes Laercio
(118), «son amables con tal de que no produzcan daño». Y parecen «producir
daño», entre otros casos, cuando son ilegales, porque se recomienda que «el
sabio se abstendrá cuando lo prohíban las leyes». Por ello no es extraño que
Epicuro admita que «el sabio puede incluso casarse y tener hijos» (119). Por lo
demás, parece ser consciente de que este de las relaciones sexuales es uno de los
casos de deseos naturales a los que «les es propio un intenso afán», puesto que
en la SV 18 se nos advierte (y recomienda): «Si se suprime la vista, el trato y el
contacto frecuente, se desvanece la pasión amorosa». En cuanto al
enamoramiento propiamente dicho, los epicúreos eran aún menos entusiastas:
porque, según Diógenes Laercio (118), opinaban «que el sabio no ha de
enamorarse». Lo que ante todo les interesaba en este tema de los deseos
naturales era encontrar el límite de lo verdaderamente suficiente, porque, «para
quien es poco lo suficiente», ya «nada es suficiente»48. Ese límite o nivel de lo
suficiente Epicuro tendía a colocarlo bastante bajo. Así, en la carta a Meneceo,
nos dice: «Los alimentos sencillos proporcionan igual placer que una comida
excelente, una vez que se elimina del todo el dolor de la necesidad, y pan y agua
procuran el máximo placer cuando los consume alguien que los necesita»49. Aun
cuando, como nos advierte en una SV, la 63, «también la frugalidad tiene su
medida; el que no la tiene en cuenta sufre poco más o menos lo mismo que el
que desborda todos los límites por su inmoderación». No abandona, pues,
Epicuro su principio fundamental, del placer como pauta y bien supremo. Como
nos explica en Men. (130), no se trata de que «siempre nos sirvamos de poco»,
sino de que, «si no tenemos mucho, nos contenemos con poco».
La razón fundamental para mantener bajo el nivel de la suficiencia es la
misma que veíamos antes a favor de los placeres negativos y estáticos: la razón
utilitaria de la facilidad para conseguirlos. Por lo pronto, ambas categorías están
íntimamente relacionadas: la de los placeres negativos y la de los deseos
«naturales y necesarios». En efecto, estos los identifica el comentario a que nos
hemos referido (el comentario a la MC 29) con los placeres «que eliminan el
dolor, como beber cuando se tiene sed», es decir, con los placeres negativos. Y
desde luego en esto coinciden los deseos «naturales y necesarios» con los
placeres negativos: en que son fáciles de satisfacer. «Muéstrese gratitud [nos dice
uno de los fragmentos] a la feliz Naturaleza, porque hizo fácil de procurar lo
necesario y difícil de obtener lo innecesario»50. En consecuencia, prosiguiendo
en la misma dirección, Epicuro puede proclamar (aun cuando entendiendo el
término en este caso en un sentido más general) que «la necesidad es un mal,
pero ninguna necesidad hay de vivir en la necesidad»51. Librarse de la necesidad
es la libertad. Por lo tanto, Epicuro la promete a quien se entregue a su
filosofía52, una filosofía que «no forma jactanciosos artífices de la charlatanería
ni ostentadores de la cultura por la que pugnan la mayoría, sino espíritus
independientes, capaces, orgullosos de sus propios bienes y no de los que surgen
de las circunstancias»53. Liberación de la necesidad, libertad (negativa),
independencia de las circunstancias…, todo esto es, con otras palabras,
autosuficiencia, autarquía. Y Epicuro la ensalza una y otra vez. «La
autosuficiencia es la mayor de todas las riquezas», dice uno de los fragmentos54.
Y en la carta a Meneceo (130) se nos explica: «También a la autosuficiencia la
consideramos un gran bien, no para que siempre nos sirvamos de poco, sino
para que, si no tenemos mucho, nos contentemos con poco.» Creo que aquí, en
la autosuficiencia o autarquía y su alta valoración, podemos ver otra clave, la
clave definitiva de la austeridad de Epicuro, sin abandonar su principio
fundamental del placer como bien supremo.
Esta es también la clave que nos explica por qué Epicuro erige como pauta,
como modelo, como ideal de la felicidad humana la de los propios dioses, la de
la divinidad, «el ser vivo incorruptible y feliz, saciado de todos los bienes y
exento de todo mal»55. Como dice la SV 33, «este es el grito de la carne: no
tener hambre, no tener sed, no tener frío; quien tenga y espere tener esto
también podría rivalizar con Zeus en felicidad». Así que la carta a Meneceo (135)
puede terminar expresando el deseo y la esperanza de que vivirá «como un dios
entre los hombres».
Desde este estado de autosuficiencia y falta de necesidad, no es extraño que
el sabio epicúreo tienda más a «dar que tomar para sí»56. Y se explica asimismo
que los epicúreos, los auténticos, estuvieran especialmente dotados para la
amistad. Puede ser cierto que «una generosidad plenamente gratuita no es propia
del epicureísmo»57. Pero para ello, para que sea cierto, el énfasis hay que ponerlo
en el adverbio58. Ese carácter híbrido, de interés y desprendimiento, es fácil de
encontrar en los textos59. Pero la SV 23 nos ofrece una matización decisiva: el
interés, el carácter utilitario de la amistad se refiere a sus orígenes; luego la
amistad se convierte en algo deseable por sí mismo, algo desprendido de sus
orígenes interesados60. Así nos encontramos con que «no sufre más el sabio si es
sometido a tortura que si un amigo es sometido, y por él está dispuesto a
morir»61, o con que «por un amigo llegará a morir, si es preciso»62.
Hay un paralelismo evidente entre esta forma de ver la amistad y la doctrina
epicúrea sobre la virtud o las virtudes. Desde luego se afirma que el origen, el
fundamento de estas no puede ser más que el placer63. Pero una MC, la quinta,
identifica el placer con las virtudes: «No es posible vivir placenteramente sin
vivir sensata, honesta y justamente; ni vivir sensata, honesta y justamente, sin
vivir placenteramente.» Y en la carta a Meneceo (132) se reconoce expresamente
a esas virtudes una fuente o principio o fundamento (arché), que es «el mayor
bien»: la cordura o sabiduría (frónesis); de la que se dice que «es incluso más
apreciable que la filosofía». Por lo que al final (135) se recalca que es «mejor ser
desafortunado con sensatez que afortunado con insensatez».
Cómo es posible, psicológicamente, pasar, de una postura hedonista y, por
consiguiente, egoísta, a una postura desinteresada que pueda calificarse de
honesta o virtuosa, como algo distinto, es un tema que Epicuro no parece
haberse planteado. Pero sí parece haberlo tenido en cuenta Lucrecio, quien lo
resuelve por la vía de los sentimientos (desinteresados) del amor y de la
compasión64.
Llegamos por fin a lo que para nosotros es lo primordial, lo mismo en la
doctrina de Epicuro que en todas las demás: la exposición de sus ideas
referentes al Derecho. Pero sería un error servirnos de este término para esa
exposición. Por dos razones: a) que Epicuro, al igual que los demás griegos de la
Antigüedad, no utilizó un término equivalente al nuestro de Derecho; b) que
nosotros, los juristas, y en especial los filósofos del Derecho, no estamos de
acuerdo sobre el significado que se haya de dar a ese término. Por consiguiente,
introducir el término «Derecho» en los casos en que supongamos que Epicuro
se está refiriendo a él, equivaldría a introducir una determinada manera de
entenderlo, una determinada interpretación, y esto no contribuiría a la claridad,
ni, menos, a la precisión o exactitud de la exposición. Nos atendremos, pues, lo
mismo que en los demás autores hasta aquí, a lo que Epicuro nos diga sobre dos
términos que guardan una indudable conexión con lo que nosotros, todos
nosotros, entendemos por Derecho: esos dos términos son el de justicia y el de
leyes65.
Podemos suponer que, como era habitual en la filosofía desde Platón,
Epicuro entendía la justicia como referida a las relaciones entre los seres,
especialmente los humanos, y que consistía en que se les diera o atribuyera lo
que les correspondía. El fundamento de esta atribución es lo que provoca las
discusiones y las divergencias. La afirmación de Epicuro «la justicia no era desde
el principio algo por sí misma» (MC 33) parece tomar partido contra Platón.
Pero sería un error considerar la expresión «justo según la naturaleza» (MC 31)
como una coincidencia en cambio con Aristóteles: las palabras que siguen (lo
mismo en la MC 31 que en la 33), referentes a un «acuerdo» o «pacto», nos
hablan precisamente del sentido contrario o inverso al de lo «justo por
naturaleza» de Aristóteles; nos hablan de lo justo por ley o por convención. Pero
tampoco puede tratarse de la postura de los sofistas radicales, quienes
contraponían la ley (pacto o convención) a la naturaleza: en Epicuro ambos
términos están unidos. Ni tampoco de la postura moderada de Protágoras, que
consideraba el sentido de respeto y de la justicia como ampliamente compartido
por los humanos, gracias a una generosa concesión por parte de Zeus: este tipo
de intervenciones están excluidas en la filosofía de Epicuro, y tampoco hay lugar
en ella para ese sentido de respeto y de la justicia. Lo que hay como punto de
partida es el principio del placer como bien supremo y, por consiguiente, la
naturaleza humana como orientada individual, egoísticamente, a su consecución.
En la construcción de Lucrecio, después del amor y la compasión inspirados
por las mujeres y los niños66, vendría la amistad entre vecinos, que descubrirían
en eso un modo de evitar los daños y atropellos67. Pero en Epicuro no aparece
en este contexto la amistad y, además, como ya sabemos, para él la propia
amistad «tiene su origen en los beneficios»68; lo que hay que descubrir, lo que en
él, según él, ha de aparecer antes de la amistad, son los beneficios, las ventajas
que llevan a adoptar una actitud, una decisión; en este caso la de acogerse a un
pacto, acuerdo o convenio. No es difícil imaginarse circunstancias en que la
experiencia les mostraría a los humanos los modos de conseguir el placer, sobre
todo en su aspecto primordial de evitar el dolor. En concreto, en las relaciones
de unos con otros, pudieron observar que abstenerse de hacer daño a los demás
en ciertos casos producía el efecto de que también los otros se abstenían de
hacerlo. Surgiría así la idea del pacto o convenio, para prolongar esa situación. El
objeto de ese pacto sería lo conveniente, lo conducente a evitar el daño, es decir,
a evitar el dolor, que es, como sabemos, para Epicuro la forma primordial de
procurar el placer (en su modalidad negativa). Y eso es efectivamente lo que nos
dicen las MC 31 y 33 que es el objeto del pacto: «un acuerdo de lo conveniente
para no hacerse daño unos a otros ni sufrirlo», «un cierto pacto sobre el no
hacer ni sufrir daño» (idea que, ya hemos visto, aparece en Platón como
contrapuesta a la suya). Y eso es lo que la MC 31 califica como «lo justo según la
naturaleza». Es decir, que la naturaleza no es nada contrario a la convención,
sino que esta es el resultado, el producto de la naturaleza: de la naturaleza
hedonista y egoísta, que busca ante todo evitar el dolor. Esa continuidad entre la
naturaleza y los descubrimientos, más o menos espontáneos, o más o menos
elaborados y racionales, es la que corresponde a la propia concepción general de
Epicuro69.
La MC 36 nos dice que en lo justo, o en la justicia, hay algo que es común o
universal. Eso que es común o universal podemos suponer que es su concepto o
parte de su concepto. Pero (como tal) lo que Epicuro nos repite es lo ya dicho:
que «es lo conveniente para el trato de unos con otros». Aun cuando emplea el
término koinonía, este no puede entenderse en el sentido estricto de lo que la
sociología moderna designa como «comunidad», sino más bien en el general de
trato o relación de unos con otros. Pero es lo que, al menos desde Platón, los
griegos suponían que era la justicia: que se refería al trato, a las relaciones de
unos con otros. El interés de esta MC 36 está en que, frente a esa universalidad
del concepto de lo justo, se afirma a continuación que en la justicia hay también
un elemento que es «particular o peculiar de un país y de los asuntos concretos».
Esto va en contra de la doctrina de Aristóteles de que lo justo natural, es decir,
lo justo por antonomasia, es de suyo universal o general. Como en Epicuro lo
justo se identifica con lo conveniente o provechoso, es lógico que esté en más
íntima relación con las circunstancias y, por consiguiente, no sea universal o
general, sino particular, acomodado a las circunstancias. Esto es lo que reafirma
el comienzo de la MC 37: «De las leyes convencionales tan solo la que se
confirma como conveniente para los usos del trato de unos con otros posee el
carácter de lo justo, tanto si resulta ser la misma para todos como si no.» La
segunda parte de esta MC se refiere además al cambio (temporal) de las
circunstancias, lo que hará que empiece a ser justo algo distinto de lo que era
justo hasta entonces, sin que esto sea obstáculo para que hasta entonces lo haya
sido. La siguiente MC, la 38, añade un matiz que podemos considerar de una
notable modernidad, porque se refiere al aspecto gnoseológico: «Cuando, sin
sufrir variaciones en las circunstancias reales, resulta evidente (manifiesto) que
las cosas sancionadas como justas por las leyes no se adecuan en los hechos
mismos a nuestra prenoción de lo justo, es que no eran justas.»
Y, si esto es la justicia, ¿qué será la injusticia? Está claro que simplemente la
violación «de los acuerdos mutuos sobre el no hacer ni sufrir daño» (MC 35).
Pero nada por sí misma: «La injusticia no es por sí misma un mal» (MC 34).
Ahora bien, si no es un mal, ¿por qué evitarla? Epicuro da inmediatamente la
respuesta: «Por el temor ante la sospecha de que no pasará inadvertida a los
destinados a castigar tales actos» (MC 34). Ya Antifonte (siglo V a.C.) había
planteado la hipótesis, nada irreal, de que la transgresión de las normas legales se
realice «sin conocimiento de aquellos que las han convenido», llegando a la
conclusión de que, en la medida en que eso tenga lugar, «está libre de toda
vergüenza y castigo»70. Epicuro parece excluir esa hipótesis, pero en realidad no
se refiere propiamente a ella, a la posibilidad del hecho real, sino a la situación
psicológica del que realiza la transgresión: al «temor ante la sospecha de que no
pasará inadvertida». Y nos lo explica (en la MC siguiente, la 35): «No le es
posible […] confiar en que pasará inadvertido, aunque haya sido así diez mil
veces.» La SV 7 es más terminante y precisa: «Es difícil que el que comete la
injusticia pase inadvertido; que consiga la confianza de pasar inadvertido,
imposible.»
Estas expresiones nos hacen pensar en alguien especialmente interesado por
el valor de la seguridad, la tranquilidad de ánimo, la confianza ante el futuro…;
y, en efecto, hay datos sobrados para saber que este era el caso de Epicuro.
Recordemos que en la carta a Meneceo resumía su concepción del placer en «no
sufrir dolor en el cuerpo ni turbación en el alma» (131). Recordemos también el
sentido práctico de la doctrina sobre la divinidad y sobre la muerte, que estaba
orientada, en ambos casos, a liberarnos de los temores a que está sometido el
común de las gentes. El famoso tetrafármaco, o cuádruple remedio, a que ya
hemos aludido, resumía las dos soluciones en estos términos: «Dios no se ha de
temer, la muerte es insensible.» La misma investigación de la naturaleza estaba
orientada a liberarnos de esos temores, como aparece en la MC 12: «No era
posible liberarse del temor ante las más importantes cuestiones sin conocer cuál
es la naturaleza del universo.» La amistad misma, tan altamente valorada por
Epicuro71, está concebida por él en términos de seguridad o confianza, con
vistas a lograr esa seguridad o confianza de cara al futuro: «La seguridad
consigue su perfección sobre todo por la amistad» (MC 28). Y la SV 34 es aún
más explícita: «No necesitamos tanto de la ayuda de nuestros amigos cuanto de
la confianza en esa ayuda.»
Resulta, pues, lógico que Epicuro enlace la justicia y la injusticia, tal como él
las entiende, con la seguridad (tranquilidad de ánimo) y con la intranquilidad: «El
justo es el más imperturbable, y el injusto está repleto de la mayor perturbación»
(MC 17). Y que uno de los fragmentos proclame solemnemente: «El más grande
fruto de la justicia es la serenidad del alma» (la célebre ataraxía)72. Lo
sorprendente es que esta concepción se apoya en realidad en un supuesto de
hecho, sobre el que, como hemos visto, Epicuro no es muy terminante ni
preciso pero que a todas luces está poniendo en la base de sus razonamientos:
que, al menos alguna vez, la injusticia, es decir, la transgresión de las leyes o de
los pactos, «no pasará inadvertida a los destinados a castigar tales actos» (MC
34). Es sorprendente, porque esto de castigar las infracciones de las leyes y de
los pactos es una actividad política, de la que precisamente los epicúreos
aconsejaban y procuraban abstenerse.
Esto sugiere que en la realidad la felicidad de los sabios epicúreos, quienes
vivían en amistosa relación entre ellos, se apoyaba de hecho en que otros se
encargaban de hacer cumplir y respetar las leyes y los pactos. Esto es lo que
parece reconocer uno de los fragmentos: «Las leyes están establecidas para los
sabios, no para que no cometan injusticia, sino para que no la sufran»73.
Esto no solo los pone en la evidencia de que se aprovechan de una situación
de la que ellos se desentienden, a la que ellos se niegan a contribuir, sino que
además pone en cuestión su amada independencia (libertad), autarquía o
autosuficiencia.
Por ello puede resultar engañoso presentar la filosofía de Epicuro como una
«sabiduría […] del gozo y de la amistad»74, o como basada en la «afirmación de
que la felicidad de la sociedad debe descansar sobre la “amistad”, es decir, sobre
un mutuo acuerdo de no desearse mal unos a otros»75. Esto solo es válido para
los «sabios» epicúreos. Para el resto, para el conjunto de la sociedad, solo si toda
ella se convirtiera en una comunidad de sabios epicúreos, cosa que no parece
haber entrado en los cálculos de Epicuro ni de sus discípulos inmediatos. Nada
hay en su doctrina que haga pensar en eso, y su vida, apartada, en su famoso
«jardín» (que era en realidad un huerto que les proporcionaba los alimentos más
indispensables) sugiere lo contrario.
5.4. ESTOICOS
Alrededor del año 300 a.C., es decir, poco después que las del epicureísmo,
empiezan en Atenas las enseñanzas de los estoicos. Su iniciador es un joven de
familia fenicia, venido de la isla de Chipre, de la ciudad de Citio, nombre con el
que se le va a conocer, Zenón de Citio. El lugar elegido por él fue un pórtico (en
griego stoa), de donde deriva el nombre de estoicos.
Suelen distinguirse en el estoicismo tres etapas: la primera, integrada por el
fundador y sus discípulos inmediatos, entre los que destacan Cleantes y Crisipo,
se extiende a lo largo del siglo III a.C.; la segunda está integrada principalmente
por las figuras de Panecio (siglo II a.C.) y su discípulo Posidonio (muerto a
mediados del siglo I a.C.); la tercera etapa se desenvuelve en Roma, con nombres
tan conocidos como Séneca y Epicteto (siglo I) y Marco Aurelio (siglo II).
Nosotros vamos a limitarnos aquí a la primera etapa, a los que suelen
designarse como los primeros estoicos, o los antiguos estoicos, es decir, a
Zenón, Cleantes y Crisipo. La exclusión de los estoicos romanos es fácil de
comprender, por razones cronológicas, e incluso geográficas, pero son también
decisivas razones de diferencias referentes a las doctrinas: las más claras son las
del distinto modo de transmisión de las mismas y el carácter de su exposición,
que en los romanos es claramente exhortatorio o moralizador, frente al carácter
mucho menos claro o menos destacado en ese aspecto de los estoicos antiguos.
En los estoicos medios ya aparece esta tendencia, más que en Panecio en
Posidonio, pero lo más decisivo para dejar a estos últimos autores fuera de
nuestra exposición son las razones de diferencias en el contenido de las
doctrinas, diferencias que van a determinar a su vez las de los romanos, también
en este campo del contenido, ya que es principalmente a través de Panecio y
Posidonio como el estoicismo se transmite o pasa de Grecia a Roma76.
En lo que sí coinciden los estoicos de la etapa intermedia con los antiguos es
en que, tanto a unos como a otros, no se los pueda conocer hoy día más que a
través de otros autores, a diferencia de los estoicos romanos, cuyos libros sí que
se nos han transmitido. Nos encontramos, pues, ante una grave dificultad para el
conocimiento de los estoicos griegos y, en especial, de los antiguos, que son
precisamente los que nos proponemos exponer. De lo que disponemos es solo
lo que otros autores nos dicen de ellos: bien como exposiciones, más o menos
breves, que es lo que se suele denominar «testimonios», o bien como citas más o
menos literales, que es lo que solemos llamar «fragmentos». El grave
inconveniente de unos y otros es que nos privan del verdadero contexto en que
estaban expresados, que era el de la obra original. Si además los manejamos solo
en antologías o selecciones de esos testimonios y fragmentos, entonces no solo
carecemos de su verdadero contexto, el de la obra original, sino incluso del de la
obra que nos los ha transmitido. No se puede negar la indudable utilidad de
estas colecciones, pero tampoco hay que desconocer u olvidar sus peligros77.
Estos se hacen tanto más visibles, cuanto que las obras de donde se toman
los testimonios o los fragmentos son a veces polémicas, escritas para rebatir a
los estoicos. Tal es el caso de las obras de Plutarco78. Más complicado es el caso
de Cicerón. Este, en efecto, por un lado tiene obras de inspiración claramente
estoica: en concreto, De legibus y De officiis. Pero se trata sobre todo, en este caso,
del estoicismo de Panecio; es decir, del que no entra en el objeto de esta
exposición. Las obras que nos proporcionan más información sobre el
estoicismo antiguo son las escritas en el período asombrosamente corto que va
de mayo del año 45 a junio del 44 a.C.; en concreto, De finibus bonorum et malorum,
Tusculanae disputationes, De natura deorum, De divinatione y De fato79. En estas,
cuando Cicerón habla a través de interlocutores representantes de otras escuelas
o tendencias o en primera persona se muestra claramente crítico. Esta crítica se
refiere sobre todo al modo de argumentación80 o a la terminología rebuscada,
que acude con facilidad a palabras inventadas o neologismos81. Pero a veces
adquiere un tono bastante elevado. Así cuando nos dice: «Y al negarse a permitir
que esta terminología les sea arrancada, consecuentemente acaban siendo más
rudos, más ásperos y más duros, tanto en su lenguaje como en sus
costumbres»82.
Tenemos aquí apuntada otra dificultad u obstáculo que se ha opuesto
siempre, no solo al adecuado conocimiento de los estoicos, sino incluso a que se
los tenga en cuenta: la aversión o antipatía que suscitan. El propio Cicerón había
sido maestro en alimentar esa antipatía. El año 63 a.C. tuvo que defender la
validez de la elección de su sucesor en el consulado Lucio Murena, frente a la
imputación, entre otros, de Catón. Al no poder rebajar el prestigio de este por
motivos personales, optó por atacar la filosofía que profesaba: la del estoicismo
antiguo o más riguroso. El primer motivo era el de la severidad de esta doctrina,
llevada hasta la inhumanidad de querer negar todos los sentimientos o
emociones83. En realidad, la peculiaridad de la terminología de los estoicos les
ha jugado también en este caso una mala pasada. Porque ellos efectivamente
habían dicho que había que eliminar las pasiones o emociones, pero era porque
entendían ese término, páthos, en un sentido diferente de como lo entendía todo
el mundo: en concreto, refiriéndolo solo a las pasiones malas o excesivas, a los
impulsos contrarios a la razón84. Frente al término griego corriente de páthos,
que ellos habían reducido a las malas pasiones, los estoicos hablaban de las
buenas pasiones o afecciones del alma, que sí eran aceptables y recomendables, a
las que denominaban con el término de eupatheía85.
Otro capítulo de aversión o antipatía contra los estoicos es pensar que estos
se consideraban a sí mismos por encima de los demás mortales; es decir, que
eran especialmente orgullosos o soberbios. No es extraño que Cicerón añadiera
este reproche al anterior86. Pero en realidad se cae en el sofisma de pensar que
proclamar un ideal como meta a la que hay que aspirar es lo mismo que estar
persuadido o creer que ya se lo tiene, que ya se está en posesión de ese ideal. De
hecho puede incluso resultar «algo sorprendente que ninguno de los líderes
estoicos pensara en sí mismo como un hombre sabio»87. Se nos hará menos
sorprendente, quizá, si tenemos en cuenta que esas pretensiones orgullosas de
poseer ya la sabiduría era precisamente característica de la escuela rival, la de los
epicúreos88. Y, sobre todo, si tenemos en cuenta que los estoicos tenían como
modelo de su conducta a Sócrates89 (y ya sabemos lo poco inclinado que era
Sócrates a considerarse a sí mismo como sabio).
Con respecto a los orígenes o antecedentes doctrinales de los estoicos, ya
veremos luego su conexión con Heráclito. De momento podemos constatar su
estrecha relación con los cínicos90, lo que, a través de Antístenes, los conectaba
con Sócrates, y con la Academia de Platón91, lo que, a través de este, nos lleva
de nuevo a Sócrates92.
De los ambientes de la Academia procede la división, habitual en los
estoicos, de la filosofía en tres partes: lógica, física y ética93, desde luego con un
sentido muy distinto del que estas palabras tienen para nosotros, porque la
lógica abarca la teoría del conocimiento, la dialéctica, la retórica, e incluso la
gramática, y la física abarcaba también la astronomía, la psicología, la teología…
En cuanto al orden en que las estudiaban y exponían, parece que no había
uniformidad entre los diversos estoicos. Pero lo más probable es que, al menos
en la práctica, las combinaran o mezclaran94.
Nosotros a la que hemos de atender primordialmente es a la ética, y desde
luego en cuanto abarca también la filosofía jurídica o tiene implicaciones
jurídicas. A las otras dos partes nos referiremos en cuanto lo consideremos
imprescindible para entender lo que hayamos de decir con respecto a la ética y al
Derecho.
De la «lógica» lo que primordialmente nos interesa, y lo único que vamos a
tratar, es la teoría del conocimiento. Parece conveniente empezar por un
contraste con la postura de Epicuro. Este, como vimos, tenía plena confianza en
el testimonio inmediato de los sentidos95. En cambio los estoicos, en concreto
Zenón, «decían que algunas visiones eran falsas, pero no todas»96. ¿Cuáles son
esas visiones o sensaciones que se salvan, que no hay que considerar falsas? Los
estoicos, Zenón, encontraron para ellas un término «técnico», especializado:
phantasia katalēptiké. Naturalmente esta expresión (inventada, neologismo) no es
fácil de traducir al lenguaje ordinario, y menos al de otro idioma97. Para no
complicar más las cosas, yo me atendré a la traducción que dan las colecciones
de fragmentos que tenemos actualmente en castellano: «representación
comprensiva»98.
Sin embargo, esas colecciones no recogen el que parece ser99 el texto
fundamental sobre la «representación comprensiva» (Diógenes Laercio, VII, 46):
De la representación hay dos tipos: una comprehensiva (que capta lo real, kataleptiké) y otra
incomprehensiva (akaptálepton). La comprehensiva, de la que afirman que es el criterio de lo real, es
la procedente del objeto, conformada y estampada según el mismo objeto real. Y es
incomprehensiva la que no proviene del objeto, o que proviene de un objeto, pero no es conforme
al objeto mismo. Esta no es distinta ni precisa.
Pero ¿cuándo estamos ante una representación que sea de ese tipo, es decir,
comprensiva? Los primeros requisitos que se nos dan de ella apenas pasan de ser
tautológicos: a) que provenga del objeto y b) que esté impresa y gravada
(«conformada y estampada»). El que parece ser otra cosa es únicamente el c) que
esté en conformidad con el objeto. Nos queda, pues, sobre todo la última
advertencia del texto: la representación incomprensiva, o no comprensiva, no
será «distinta ni precisa» (clara y distinta), lo que quiere decir que la comprensiva
sí lo será o, al menos, que puede serlo. Si interpretamos este último requisito
como «evidencia», podremos beneficiarnos de cuanto se ha dicho sobre esta.
Así, por ejemplo, que
lo «evidente» contiene dos direcciones contrapuestas, y puede, por tanto, pensarse y
denominarse de dos modos o por sus dos caras. Por un lado, lo «evidente» se me impone, me
fuerza y obliga a reconocerlo, me convence. Es la acción de él sobre mí. Por otro, esta imposición o
convicción se presenta con el aspecto de que estoy yo tocando, cogiendo, viendo, la realidad misma;
por tanto, la verdad. Es mi acción sobre el objeto que llamo capturarlo, concebirlo, comprenderlo100.
¿Suscribirían los estoicos antiguos afirmaciones como estas? Yo pienso que
sí. De hecho hay un texto que es similar, y que, aunque referido más bien a sus
inmediatos sucesores, no parece estar modificando la doctrina anterior, sino
defendiéndola, corroborándola101.
Pero hay que tener en cuenta que la «representación comprensiva», o la
«comprensión», como también se la denomina, no es el supremo grado de saber,
ni tampoco el más cierto o seguro: esto corresponde a la ciencia102. Lo contrario
o más opuesto a la ciencia es la ignorancia, a la que aparece asimilada la
«opinión», o juicio vacilante, dudoso. La posición intermedia (solo intermedia) es
la que corresponde a la representación comprensiva o comprensión103.
Sin embargo, hemos visto que los estoicos decían de ella que «es el criterio
de lo real», de la realidad. Es cierto, pero hay que poner el énfasis en que se trata
de la realidad, de las cosas, de los objetos: la representación comprensiva es la
que capta lo real, la que nos pone en contacto con lo real; es el punto de partida,
la que tiene que actuar de intermediaria entre la realidad, los objetos, y la razón,
que es la que elabora la ciencia, el supremo grado de conocimiento.
En este papel de intermediaria y de criterio de la realidad la representación
comprensiva no estaba sola. Al menos Crisipo afirmaba, según Diógenes
Laercio (VII, 54), «que hay dos criterios, que son la sensación y la prenoción
(prolépsis)». Y, si la representación comprensiva puede ser incluida en la
sensación, la prenoción indudablemente es otra cosa, porque se define esa
prenoción o preconcepción (prolépsis) como una «idea natural de contenido
genérico». Es decir, que, más allá de la sensación, que no nos puede
proporcionar más que lo singular o concreto, la prenoción o concepción nos
daría acceso a lo general o común de los objetos. Aun cuando esto no de la
manera elaborada que es ya propia de la ciencia, de la razón, sino como
preconceptos o prenociones: de manera «natural» o espontánea. Que los
estoicos tuvieran confianza en que estas prenociones pudieran ser generales o
compartidas puede basarse en la admisión del «hecho de que las mentes
humanas comparten la misma manera de ser y actúan de manera similar», sin
perjuicio de reconocer que el resultado puede estar afectado por los
«razonamientos erróneos y por la influencia de ideologías externas o
añadidas»104. Pero podemos suponer que en general, es decir, mientras no
hubiera razones en contrario, los estoicos confiaban en el conocimiento
proporcionado por las prenociones o preconcepciones obtenidas en un proceso
«natural», o normal, ordinario.
Veremos luego que este género de conocimiento desempeña un papel
importante en la parte de la filosofía que los estoicos denominan como «ética»;
pero, antes de atender a esa parte, que es la que a nosotros nos interesa
primordialmente, vamos a tener en cuenta lo que consideramos imprescindible
en la que denominan como «física».
De esta lo que más nos importa es lo que hoy día designamos más bien
como «metafísica», es decir, la concepción general de la realidad. De nuevo es un
texto de Diógenes Laercio el que consideramos fundamental (VII, 134). «Les
parece que hay dos causas de todo: lo agente y lo paciente. Así pues, el elemento
paciente es una sustancia sin cualidad, la materia; y lo agente es la razón ínsita en
ella, la divinidad. Pues esta, que es eterna, a través de toda ella modela todas las
cosas»105. Como se ve, el texto, por un lado, nos habla de dos causas o
principios, en cierto sentido distintos e incluso contrapuestos, pero, por otro,
responde al carácter «monístico» de la realidad, que «es como generalmente se
califica el sistema estoico»106. De acuerdo con esta caracterización,
fundamentalmente monística pero al mismo tiempo dualista, se nos dice (en VII,
137-138) que el cosmos, el mundo, puede entenderse en tres sentidos: o bien
como equivalente al lado divino o activo, que es el único que es incorruptible y
persiste o subsiste a través de las diversas transformaciones, o bien atendiendo al
orden observable del conjunto del universo, o bien en cuanto abarca los dos
aspectos o principios o causas.
En cuanto al principio activo, se nos dice (VII, 135 y 147) que recibe
«muchos nombres» o denominaciones; entre ellos, de manera destacada, la de
Zeus107. Pero también otros nombres o denominaciones, «según sus varios
poderes». Esto aparece también en Cicerón, al hablarnos de «los dioses que se
difunden a través de cada naturaleza —Ceres a través de la tierra, Neptuno a
través del mar, y otros dioses a través de otras cosas—»108. De esta manera los
estoicos podrían conectar con el politeísmo de la religión popular. Pero, si,
como ya expusimos109, Epicuro cambiaba o modificaba la concepción o
percepción popular de lo divino, mucho más hay que decir esto de los estoicos.
Ya está esto claro por lo que hemos dicho anteriormente, pero creo que quedará
más claro y confirmado por lo que vamos a decir a continuación.
Un texto particularmente significativo sobre la concepción estoica de la
divinidad es el de Diógenes Laercio, VII, 147: «La divinidad es un ser vivo,
inmortal, razonable, perfecto, e inteligente en su felicidad, incapaz de aceptar
nada malo […]. No obstante, no tiene forma humana.» Y, como se dice en VII,
138, «penetrando la inteligencia en cualquier parte del mismo (del mundo) como
hace en nosotros el alma». Todo esto nos aleja del politeísmo griego tal como
aparece, por ejemplo, en los poemas de Homero; más aún, si tenemos en cuenta
que previamente se nos ha advertido (VII, 135), que «es un único ser dios, la
inteligencia, el destino y Zeus».
Como vemos, a los tres términos que hemos manejado hasta ahora (Dios,
Zeus e inteligencia o razón) se añade aquí un cuarto: el «destino». Su
equiparación en Diógenes Laercio con los tres anteriores aparece clara cuando
se lo define como «la razón según la cual se conduce el universo»110. Esto no
añade nada nuevo. Pero otra definición que aparece junto a esta es la de que «el
destino es la causa encadenada de los entes (o seres)». Aquí la novedad, que se
trata de causalidad, de «causa», o de producción de los seres, va acompañada de
oscuridad o, al menos, de la perplejidad que nos produce, explicable por la
brevedad o concisión de la fórmula. Cicerón le añade unas cuantas palabras más,
y con ellas también un poco más de claridad: «Llamo destino a lo que los griegos
llaman heimarménē, esto es, a una serie ordenada de causas, de tal modo que una
causa, al añadirse a otra que la precede, produce por sí una consecuencia. En
esto consiste, desde el principio de los tiempos, el imperecedero fluir de la
verdad»111. Por «verdad» ha de entenderse la realidad, la «verdad de los
acontecimientos», como se nos dice en otra ocasión112. Se trata, pues, de algo
que es eterno: «desde el principio de los siglos» e «imperecedero». Pero además
universal: «Todo lo que ocurre lo hace por causas precedentes; si es así, todo
ocurre a consecuencia del destino; por tanto, resulta que, cuanto ocurre, llega a
ocurrir a consecuencia del destino»113. Otra cualidad que le corresponde es la de
necesidad, la «necesidad propia del destino»114.
Por esta propiedad de la necesidad el concepto de destino se conecta con el
de «naturaleza». De la que los estoicos dicen (según Diógenes Laercio, VII, 148):
o bien «que es la que mantiene unido al universo», o bien «que hace crecer las
cosas de la tierra. La naturaleza es una fuerza que por sí misma se mueve».
Aparte la mención ocasional de nuestro planeta, que no parece tener el sentido
de restricción, sino el de una referencia especial, las propiedades atribuidas a la
naturaleza corresponden también al destino: mantener unido el universo, hacer
crecer, impulsar, las cosas o los seres (en su nacimiento, desarrollo,
reproducción…). Si es caso, la diferencia estaría en que el «destino» se refiere a
los hechos desde fuera, desde el exterior, como observación, como descripción,
mientras que la «naturaleza» se refiere al proceso interno, a la causa u origen del
impulso, del movimiento o producción de los seres. Así no es extraño que
Crisipo hablara de la naturaleza en términos que parecen propios del destino:
«No es posible que ninguna de las cosas particulares, ni siquiera la más
insignificante, suceda de otro modo que de acuerdo con la Naturaleza Universal
y la Razón que habita en ella»115.
Tenemos, pues, por lo expuesto hasta ahora, no ya cuatro, sino cinco
términos manejados por los estoicos como más o menos equivalentes: Dios,
Zeus, la inteligencia o la razón (que gobierna el mundo), el destino y la
Naturaleza. Pero nos queda otro, y muy importante, que es el de Providencia.
Que los estoicos lo equiparaban a los anteriores es algo que Plutarco nos
comunica con ostentación: «Ni a los antípodas se les oculta que la Naturaleza
Universal y la Razón Universal de la Naturaleza es Destino y Providencia y
Zeus. En efecto, estas palabras han sido repetidas por los estoicos hasta la
extenuación en todas partes»116. Esta misma equiparación de la providencia con
los cinco términos anteriores es la que proclama Cicerón117, a través de su
identificación con uno de esos términos equivalentes: el de la razón o
inteligencia que gobierna el mundo, a la que él designa como «la mente del
mundo». Si bien en alguna ocasión precisa que para los estoicos el término
«providencia» ha de ser entendido como «providencia de los dioses»118, estos a
su vez pueden entenderse en el sentido que anteriormente hemos explicado119:
como poderes o fuerzas de la naturaleza120. Si pretendiera en alguna ocasión
decir algo más y hablar de los dioses en un sentido personal y
antropomórfico121, esto podría ser efecto de una concesión a la religiosidad
popular, o bien de estar siguiendo pautas del estoicismo tardío (medio), o bien
de ambas cosas a la vez122.
En cuanto a los estoicos antiguos reafirmamos, pues, nuestra interpretación
de que la providencia es esencialmente equivalente a los cinco términos
anteriormente mencionados: Dios, Zeus, inteligencia (o razón o mente del
mundo), destino y Naturaleza. Si bien, como todos los otros, indica también un
matiz o aspecto especial: «Dios, en cuanto destino, lo determina todo, y, en cuanto
providencia, es al mismo tiempo intrínsecamente bueno»123. Porque
efectivamente este término lo que denota es el «optimismo cósmico» de los
estoicos, con respecto al «conjunto del orden causal»: «El complicado entramado
causal seguirá siempre las mismas pautas, no porque haya un plan divino
formulado en el cielo, sino porque es el único desarrollo (development) racional
que las cosas pueden adoptar»124.
Tal vez estemos ahora en condiciones de comprender mejor la «ética».
Conviene no olvidar que, aun cuando no damos por supuesto que se funde o
fundamente en la «física», sí nos parece claro que los estoicos buscaban o
procuraban el paralelismo y la coherencia entre ellas125.
También conviene recordar que los estoicos tenían a gala considerarse como
socráticos126. Por consiguiente, lo que Sócrates decía sobre la «virtud»127 nos
puede ayudar a comprender lo que los estoicos nos dicen sobre ella. Por lo
pronto, que «es, en general, una cierta perfección en cualquier cosa, por ejemplo,
en una estatua»128. Y, si es una perfección, es un bien, de modo que, igual que el
bien se puede entender en distintos sentidos, así también la virtud, y de manera
particular pueden entenderse, el bien y la virtud, como «la perfección según la
naturaleza de lo racional en tanto que racional» (VII, 94).
No es extraño, pues, que la virtud aparezca emparejada con la dicha y el
«curso fácil de la vida» (VII, 88), o que se nos diga abiertamente que «en ella
misma está la felicidad» y que «es digna de elegirse por sí misma» (VII, 89). Ni
que se la defina como cualidad, como perfección de la parte superior del ser
racional, «de la parte rectora del alma» y, en concreto, que es una «razón
concordante, segura e inamovible»129. De manera más precisa, Cicerón nos
transmite que es «una disposición coherente y armoniosa del alma, que hace
dignos de elogio a quienes la poseen y es por sí misma laudable
independientemente de su utilidad»130. En definitiva esa cualidad de la
coherencia y armonía es la que aparece como la característica más destacada131.
Y Cicerón explica que en eso era en lo que los estoicos hacían consistir «el
supremo bien, en lo que los estoicos llaman homología y nosotros llamaremos
armonía» (convenientia)132. A través de ese término del «supremo bien», que ya nos
es conocido133, comprenderemos mejor lo que hemos dicho de que los estoicos
buscaban la virtud por ella misma y la equiparaban a la felicidad. Ahora bien, el
que estemos nosotros también dispuestos a entender así la virtud (perfección), y
a ver en eso nuestra máxima aspiración o bien supremo (felicidad), es ya otra
cuestión. Pero, cuando presentamos como prueba de nuestra corrección o
perfección moral la tranquilidad de nuestra conciencia, y cuando manifestamos
que nuestra mayor ansia o aspiración es conseguir la paz del alma, o alardeamos
de obrar de acuerdo con nuestros principios, estamos en realidad adoptando una
posición similar a la de los estoicos.
En todo caso, es fundamental distinguir entre ese estado de concordia,
armonía o paz, como ideal, y las acciones que hemos realizado o vamos a
realizar y que pueden traernos o impedirnos, en la realidad, esa paz, concordia,
armonía… Se nos han transmitido dos fórmulas de los estoicos para orientar
nuestra conducta. La primera dice simplemente «vivir de modo coherente»; la
segunda es «vivir de acuerdo con la naturaleza»134. Aun cuando los especialistas
no llegan a estar convencidos de que la primera fórmula se utilizara realmente, al
menos como independiente o con sentido distinto de la segunda, lo importante
es que nos puede servir para indicarnos lo que podemos considerar propiamente
el fin, o la meta, el ideal, a que se aspira, que ya hemos dicho que para los
estoicos es la virtud (perfección), mientras que la segunda fórmula es más
apropiada para indicarnos el camino, el medio o los medios (métodos) de
conseguirlo135.
Se comprende muy bien que fuera la segunda fórmula la que predominara
con mucho en la tradición estoica, porque era la que podía ayudar a encontrar
las pautas para la conducta, sobre todo si se entiende esta en el sentido de
acción, de actuación sobre el mundo o la realidad. Pero se empleara o no la
primera de manera independiente, no se puede desdeñar su interés en cuanto
nos señala, o recalca, el ideal estoico, que, como todos los ideales, será más o
menos realizable, se convertirá o transformará en realidad en mayor o menor
medida; pero que en todo caso ha de tener una indudable importancia, aun
cuando no fuera más que por su influencia en la actuación, en la realización (o
aproximación a la realización) de ese ideal, en su transformación o conversión
en realidad. De hecho los estoicos sí le dieron una enorme importancia a ese su
ideal de virtud o perfección, como aparece ya en los textos que hemos
transcrito, puesto que nos hablan de esta como lo que hay que buscar por sí
mismo y como el bien supremo.
Pero esos mismos textos hablan de esta virtud o perfección como una
«disposición», o actitud, «del alma»136, es decir, como algo interior. No es
extraño, pues, que ese lado o aspecto (esencial o clave) de la doctrina estoica
captara poco la atención o incluso que fuera desdeñado y criticado por sus
transmisores e intérpretes, sobre todo si eran hombres de acción, como Cicerón,
o entusiastas de los hombres de acción, como Plutarco137. Pero estaba de
acuerdo con sus antecedentes socráticos, en especial con la idea de la virtud o
perfección como dominio de uno mismo, bajo la guía o dirección de la razón.
Por lo que en definitiva todas las virtudes de las que hablamos vienen a ser una
sola, en la que destaca el aspecto del saber o la prudencia, la sabiduría138. Estaba
también en coherencia con el rechazo que los estoicos profesaban a las pasiones
en cuanto irracionales o en cuanto excedan del dominio de la razón: ellas son la
fuente de la perturbación o confusión, mientras que es en cambio de la razón de
donde cabe esperar la tranquilidad y la coherencia o coincidencia (convenientia)
entre los diversos elementos del alma o de la mente.
Con esto podría bastar, si se concibiera a los humanos como seres
totalmente independientes, sin necesidades conectadas con el mundo exterior, ni
preocupaciones por los otros seres. Pero la concepción de los estoicos es
justamente la contraria. Para ellos todo está conectado. Como ya dijimos, para
ellos la realidad tiene predominantemente un carácter unitario o monístico, aun
cuando con la intervención de dos principios. Y, de estos dos principios, el
agente o activo está concebido «penetrando la inteligencia en cualquier parte del
mismo (del mundo) como hace en nosotros el alma» (VII, 138). Nos queda
ahora aclarar que de «esta alma universal» son «partes las almas de los seres
vivos», entre ellas la nuestra, la humana, gracias a la cual «somos nosotros
animados y nos movemos» (VII, 156-157). No es, pues, extraño que el lema que
predominara con mucho entre los estoicos, para orientar la actividad o actuación
humana, fuera el de «vivir de acuerdo con la naturaleza». Pero no podemos
olvidar que para ellos este término era equivalente al menos a otros cuatro: Dios,
Zeus, la inteligencia o la razón (el alma del universo) y el destino. Es lógico, por
tanto, que se nos aclare que «vivir conforme a la naturaleza» es lo mismo que
decir «conforme a la naturaleza propia y la de todas las cosas» (VII, 88). Pero
además, según el testimonio de Diógenes Laercio, «por naturaleza, conforme a la
cual hay que vivir, entiende Crisipo la común y particularmente la humana.
Cleantes, sin embargo, acepta solo la naturaleza común como aquella a la que
hay que seguir, sin añadir luego la naturaleza particular»139.
Si este testimonio fuera del todo fidedigno, estaríamos ante una divergencia
notable entre los estoicos, porque hay una gran diferencia entre fijarse solo en la
naturaleza común o universal o fijarse también en la particular del hombre, para
señalar las pautas de la vida. Pero puede ser que el testimonio se refiera (sin
distinguirlas adecuadamente) a dos cosas diferentes: que lo que se atribuye a
Cleantes sea lo que es más relevante para la actitud general o abstracta ante la
naturaleza, mientras que lo que se atribuye a Crisipo sería lo que es más
relevante o hay que tener más en cuenta para determinar la actuación o actividad
concreta. Trataremos este punto más adelante. De momento el que nos interesa
realzar es el primero, y para este, para la actitud general o abstracta que el
hombre ha de adoptar ante la naturaleza, no cabe duda de que la más relevante
es la naturaleza universal. Esto explicaría que Cleantes se centrara en ella, lo que
nos consta también por otros testimonios y fragmentos, en especial por su
himno a Zeus, que nos ha llegado por diversas vías. Tal vez la más célebre sea la
de Séneca, quien traduce complacido varios versos: «Condúceme, ¡oh padre,
señor del encumbrado cielo!, dondequiera te plazca: nada me retiene para
obedecerte; aquí estoy sin vacilar. Mas suponte que me resista, te acompañaré
entre lamentos y, contrariado, soportaré lo que he podido realizar complacido.
Al que está resuelto los hados lo conducen, al que se resiste lo arrastran»140. De
todos modos, la divergencia de Cleantes y Crisipo no debía de ser muy
profunda; en primer lugar, porque este también se refiere, aunque no en
exclusiva, a la naturaleza universal; en segundo lugar, porque Plutarco le atribuye
pensamientos similares a los de aquel141. Y hay un testimonio referido a Zenón
y a Crisipo que suena parecido a los versos de Cleantes:
También ellos sostienen que todo sucede según el Destino sirviéndose del siguiente ejemplo.
Del modo que un perro atado a un carro, si quiere seguirlo […], junto con la necesidad obra
también su voluntad, pero, si no quiere seguirlo, se verá de todos modos obligado a ello, lo mismo
ocurre en el caso de los hombres: aunque no quieran seguirlo, se verán de todos modos obligados a
avanzar hacia el Destino142.
Parece que los estoicos se sentían especialmente cómodos con estos
pensamientos de sumisión al destino, es decir, al orden de la naturaleza
universal. Puede ser que la clave esté en que esto les permitía resolver
directamente la cuestión que a ellos más les importaba, la de la virtud =
perfección = felicidad, que entendían, según hemos visto, como una actitud o
disposición de la mente concordante, armoniosa y tranquila. Sin duda, la
aceptación resuelta de todo cuanto nos depare el destino nos proporciona una
pauta concordante (universal) para mantener tranquilamente nuestra actitud ante
cualquier acontecimiento. ¿Fue esto lo que los llevó directamente a concebir el
destino como providencia? ¿O fue más bien, a la inversa, la percepción
optimista del orden natural lo que los llevó a aceptar más fácilmente el destino y
calificar a este, en consecuencia, como providencia? En ambos sentidos pueden
actuar e influir estas dos ideas. Y lo más probable es que de hecho así actuaran,
es decir, que se influyeran mutuamente. Esto es lo que nos sugiere el hecho de
que los estoicos no tuvieran muy claro, como ya hemos visto, el orden en que
debían exponer las diversas partes de su doctrina, sino que las mezclaban o
combinaban o cambiaban su orden, en concreto, la ética y lo que ellos
denominaban la «física».
En cualquier caso, ya hemos dicho que los estoicos eran conscientes de las
necesidades que ligaban a los seres humanos con el mundo exterior: estas
necesidades no se resuelven con la simple sumisión y aceptación del destino.
Hace falta tener en cuenta las condiciones de la realidad y actuar en
consecuencia, tanto para satisfacer las propias necesidades, como para atender a
las de los demás. Tal vez sea esto lo que Diógenes Laercio nos quiere transmitir
al advertirnos de que para Crisipo «es igual vivir de acuerdo con la virtud que
vivir de acuerdo con la experiencia de lo adecuado por naturaleza»143. Pero,
como hemos dicho, este punto, esta cuestión, lo vamos a tratar más adelante.
De momento lo que hemos de advertir es que no cabe suponer en los estoicos
una atracción por los conocimientos empíricos, de experiencia, similar a la de
nuestra época.
Esta falta o ausencia de entusiasmo por lo empírico, por lo que podríamos
llamar con terminología actual lo «científico», o lo «tecnológico», influyó sin
duda en los estoicos para que se confiaran de manera general, como actitud
general o abstracta, al curso normal de la naturaleza144, contando, claro está, con
que veían a este como generalmente racional, como penetrado por la razón que
rige el conjunto del universo. Proclaman, pues, este orden natural como «ley
común», equivalente a la «recta razón» que rige el universo: «La ley común, que
es la recta razón, que se halla presente en todo, siendo idéntica a Zeus, que es el
gobernante real de la ordenación de todo lo existente.» Es, pues, a esta razón
que es «ley común» a la que hay que reconocer, a la que nosotros nos debemos
someter, reconociéndola como la orientación general de nuestras acciones.
Siguiendo esta pauta, esta orientación, aun cuando no tan fácil y directamente
como con la sumisión al destino, los estoicos se encuentran de nuevo, también
por esta vía, con lo que consideran que constituye la virtud o perfección, al
mismo tiempo que la felicidad: el equilibrio, o acorde armonioso dentro del
conjunto del universo: «El curso fácil de la vida, cuando todo se hace de acuerdo
con la armonía del espíritu (daímon) de cada uno con el designio de
administración del universo»145.
Podrían haberse conformado los estoicos con estas excelencias que ya
hemos recogido de la virtud o perfección: que ha de buscarse o procurarse por sí
misma, que es equiparable a la felicidad, que es el bien supremo. Pero no se
conformaron; proclamaron abiertamente y de manera llamativa que la virtud «es
autosuficiente»146 o, en otros términos, la consideraron como «el único bien»147.
Esto equivale, expresándolo en términos negativos, a proclamar que todo lo
demás no importa o, dicho de otra manera, que es «indiferente». Y se cuidaron
los estoicos de observar que, cuando ellos utilizaban este término, no se referían
a lo que ni nos atrae ni nos repele, a lo que nos resulta o nos deja indiferentes,
sino a cosas que sí provocan nuestra atracción o rechazo, pero que ellos
consideraban (en contra de la opinión general) que no aprovechan ni perjudican,
que «no contribuyen ni a la felicidad ni a la desdicha» (VII, 104) y, en concreto, a
cosas tales como «la vida, la salud, el placer, la belleza, el vigor, la riqueza, la
buena fama, el nacimiento noble. Y las contrarias a estas: la muerte, la
enfermedad, la fatiga, la fealdad, la debilidad, la pobreza, el deshonor, el origen
bajo…»148.
¿Qué pensar ante este tipo de manifestaciones? La primera reacción puede
ser la de tomarlas simplemente por exageraciones, excesos verbales más o
menos irreflexivos, a los que no hay que dar mayor importancia. Y esta reacción
se ve confirmada o avalada cuando los oímos hablar de que hay cosas que,
aunque no son buenas ni malas, pueden, sin embargo, ser aceptables o
rechazables, estimables o dignas de desprecio, preferibles o dejadas a un lado149.
Pero en cambio no está de acuerdo con la insistencia que los estoicos mostraron
en mantener su terminología y su postura fundamental, incluso con respecto a
esas que ellos accedían a reconocer como preferibles o rechazables150. Por
nuestra parte, nos inclinamos a darles la misma interpretación que ya aplicamos
anteriormente a Epicuro, cuando, ante un punto o cuestión parecida, nos
encontramos también con expresiones similares: que no se trata propiamente de
un lenguaje descriptivo o enunciativo, sino de un sentido más bien parenético o
exhortativo151. Si entonces nos referíamos en general al carácter práctico y
pragmático de su doctrina, ahora, en el caso de los estoicos, podemos referirnos,
para apoyar esta interpretación, a las indecisiones en su manera de entender las
relaciones entre la ética y la «física»152. E incluso contamos con algún texto
explícito a favor de esta interpretación153.
Desde esta perspectiva, no pueden menos de parecernos injustas o, al
menos, excesivamente duras, las críticas de Cicerón: «¿Quién podría soportar a
un hombre [se refiere a Zenón] que trata de presentarse como inventor del arte
de vivir con austeridad y sabiduría, y se limita a cambiar los nombres de las
cosas, y que, pensando como todo el mundo y dando a las cosas la misma
significación, altera solo las palabras sin cambiar en nada las ideas?»154. Más
injusto y descaminado nos parece cuando pretende identificar el pensamiento de
los estoicos con el de Aristóteles155, o cuando, por boca de un aristotélico, los
acusa incluso de plagio156. Lo que ocurre en realidad es que, como ya hemos
indicado157, Cicerón no estaba en las mejores condiciones para comprender el
ideal de vida de los estoicos, la virtud, como una cuestión de mentalidad, de
disposición de ánimo. Lo que estos decían acerca de la virtud o perfección, que
Cicerón traduce por la palabra honestas (= moralidad), lo encuentra vano, inútil y
perjudicial, porque nos aparta de la consideración de lo que verdaderamente nos
interesa: «Se desdeña el cuidado de la salud, la atención a los intereses familiares,
la administración del Estado, la ordenada gestión de los negocios, los deberes de
la vida.» Y, como no es capaz de entender, o no quiere entender, la moralidad
(honestas) más que en esos términos, de actos o acciones, acaba por afirmar,
como resumen de su crítica, también la conclusión de que (partiendo del punto
de vista estoico) «es preciso, incluso, abandonar esa moralidad misma, en la que
lo hacéis consistir todo»158.
Pero Cicerón está actuando aquí mucho más como orador, como retórico (al
servicio de la acción y la política), que como filósofo159. Por lo pronto, es difícil,
insostenible, atribuir a los estoicos que coinciden en la sustancia o el contenido
con Aristóteles y acusarlos solo a ellos de abandonar la moralidad, por no
vincular con ella, no identificar con ella, los actos o acciones a los que tiene que
referirse. En realidad no hay verdadero, suficiente, fundamento, ni para lo uno
ni para lo otro. Que los estoicos no eran unos simples seguidores (más o menos
disimulados) de Aristóteles está claro por lo que ya llevamos expuesto (veremos
luego nuevas e importantes divergencias). Y la acusación de abandonar la
moralidad se debe, en primer lugar, a una incomprensión, a una falta de
capacidad para comprender, los méritos, la importancia, del lado interno de esa
moralidad, como ya hemos dicho. Pero además es engañosa, en cuanto que
parece dar a entender que los estoicos se despreocuparon de todas esas
cuestiones que él menciona. Esto no es cierto. Precisamente porque mantienen
que, aun cuando en el fondo o en definitiva indiferentes, hay cosas que son, que
pueden calificarse de aceptables o rechazables, estimables o dignas de desprecio,
preferibles o desdeñables, pudieron dedicar muchos de sus esfuerzos a explicar
cuáles eran las acciones o las cosas que estaban en una u otra dirección.
Esto no lo desconocía Cicerón. Cuando le da la palabra al interlocutor
representante del estoicismo160, pone en su boca expresiones como estas:
«Dicen [los estoicos] que, entre las [cosas] estimables, algunas tienen bastante
fundamento para ser preferidas a otras, como la salud, la integridad de los
sentidos, la ausencia de dolor, la gloria, las riquezas y cosas semejantes»161. Y
había identificado previamente el criterio de lo «estimable»: «Lo que por sí
mismo está de acuerdo con la naturaleza o produce algo que lo está, de suerte
que es digno de ser elegido porque tiene cierto valor merecedor de estima, que
ellos llaman axía»162.
Lo que sí es cierto es que esas cuestiones referentes a lo estimable, o
preferible, o conveniente, no las derivaban los estoicos de su ideal de virtud o
perfección; no las resolvían de acuerdo con ese ideal y, desde luego, no las
incluían en él. En este sentido sí puede decir Cicerón que (al tratarlas)
abandonan la moralidad (honestas). Más exacto sería decir que no acuden a ella,
que tratan esas cuestiones como algo anterior a ella y, por tanto, como algo
distinto. Así lo afirma expresamente el interlocutor estoico: «La moralidad
misma […] se origina después»163. Por lo tanto, esa naturaleza que hemos visto
como criterio de lo estimable no es la naturaleza asumida en el ideal de la razón
como base para lograr la concordia y armonía; al menos no es la naturaleza tal
como es asumida en ese estadio: es la naturaleza de los instintos, de «los
impulsos primarios» (que era de los que se venía tratando y, por cierto, con
bastante amplitud, de manera que no hay lugar a confusión).
En este contexto se nos ha dicho:
El animal desde el momento en que nace […] se siente unido a sí mismo e inclinado a su propia
conservación y a amar su constitución orgánica y aquello que puede conservarla; por el contrario,
aborrece su propia destrucción y todo lo que parece causarla. Y demuestran [los estoicos] que es así
porque los pequeñuelos, antes de experimentar placer o dolor, apetecen lo saludable y rechazan lo
contrario164.
Claro que los estoicos no se van a quedar en este primer escalón, que es
incluso anterior al nivel de lo instintivo o de los impulsos propios del animal: es
propio de lo vegetativo, que es común a las plantas y de lo que nosotros
participamos con nuestras «funciones vegetativas», como advierte expresamente
Diógenes Laercio. El texto (de Cicerón) continúa aludiendo a las
«preconcepciones» o «prenociones» (a las que nosotros nos hemos ya referido al
exponer la parte de la «lógica»): se las menciona como «nociones o
percepciones», pero poniendo a continuación la palabra griega (katalépseis), para
evitar equívocos con la traducción. Se las presenta como parte del proceso
natural de desarrollo del ser humano y, por tanto, como una ampliación y
perfeccionamiento del nivel de lo vegetativo y del instinto165. Como ya
expusimos, los estoicos las consideraban como una manera «natural» o
espontánea de conocimiento. Por consiguiente, hay que integrarlas entre los
medios de orientar la conducta del ser humano. Sin que esto suponga excluir los
conocimientos más elaborados, que podemos incluir en los diversos tipos de
«ciencias», a las que se refiere expresamente (a continuación) el texto: «También
las ciencias merecen, a nuestro juicio, ser aceptadas por sí mismas, no solo
porque hay en ellas algo digno de aceptación, sino también porque constan de
conocimientos y contienen en sí algo establecido por razonamiento metódico.»
Diógenes Laercio se refiere al parecer a estos dos tipos de conocimiento al
mencionar la razón: «Pero a los [animales] racionales les ha sido dada la razón en
una preeminencia más perfecta, y para estos el vivir de acuerdo con la razón
rectamente resulta lo acorde a su naturaleza. Pues esta es como un artesano que
supervisa el instinto»166.
Si anteriormente decíamos que la naturaleza de la que hablábamos no había
de entenderse en cuanto base o apoyo (inmediato) del ideal de concordia o
armonía (de la virtud), igualmente hemos de decir ahora que esta razón o
naturaleza (naturaleza racional) que en este texto vemos mencionada como
«artesana», o elaboradora o perfeccionadora, como «artesano del instinto», no es
tampoco la razón o la naturaleza del ideal estoico (la razón o la naturaleza
universal), sino la razón particular que se da en los seres racionales: con sus
peculiaridades y limitaciones reales. No debe, pues, confundirnos que lo que de
ella se deriva sea calificado de «acorde con la naturaleza» y, por consiguiente,
«adecuado», o «apropiado», o «conveniente», y que Cicerón empleara en latín la
palabra officium para designar a lo que resulta (para la dirección u orientación del
comportamiento humano) de la aplicación de esos dos criterios a que acabamos
de referirnos: la naturaleza y la razón167. El término griego inventado por Zenón
(uno de sus neologismos) era kathêkon. Pero en él «no hay nada de mágico»168.
Ni tampoco se lo ha de englobar en el ámbito de lo que nosotros entendemos
por moral, o lo que los estoicos entendían por virtud o perfección. Cicerón nos
lo dice muy claramente (en palabras del interlocutor estoico): «Lo conveniente es
del género de cosas que no se deben incluir ni entre los bienes ni entre sus
contrarios»169. Y más extensa y explícitamente:
Pero, como los que he llamado deberes (officia) tienen su origen en los impulsos primarios de la
naturaleza, es necesario referirlos a estos impulsos, de suerte que puede decirse con justicia que
todos los deberes (officia) se ordenan a conseguir los principios de la naturaleza, mas no porque en
esto se encuentre el supremo bien, puesto que en las primeras inclinaciones de la naturaleza esté
presente la acción moral, ya que esta es una consecuencia y, como he dicho, se origina después170.
Diógenes Laercio nos explica en qué consisten los officia (que suelen
traducirse por «deberes»), de los que Cicerón ya nos ha transmitido que
«dimanan de los impulsos primarios de la naturaleza» y que «tienen como
finalidad alcanzar los principios» de la misma. Según Diógenes Laercio, los
estoicos «dicen que el deber (lo adecuado, kathêkon) es el acto que tiene una
defensa razonable, como lo que es adecuado en el curso de la vida […]. Es la
acción que por sí misma es afín (oikeîon) a las disposiciones de la naturaleza»171.
De modo que es la apropiación o adecuación a las distintas naturalezas
particulares (aunque, como ya sabemos, los estoicos antiguos no concebían estas
nunca aisladas del conjunto del universo). Y así previamente se nos había dicho,
a propósito del primer impulso del ser vivo, que «es el de conservarse […]. Así
pues rechaza lo que le es dañino y acepta lo que le es propio». Además, en este
contexto, Diógenes Laercio se había preocupado de advertirnos (más
detalladamente que Cicerón) que los estoicos rechazaban el principio epicúreo
del placer como primer impulso del ser vivo: «Lo que dicen algunos, que el
primer impulso de los seres vivientes está dirigido al placer, lo declaran falso.
Pues el placer dicen que es, si es que lo es, un añadido, una vez que la naturaleza
por sí misma ha buscado y conseguido lo que armoniza con su constitución»172.
Podemos ya ver cuáles son las principales consecuencias de la aplicación al
Derecho de la doctrina estoica. Ante todo, esto que nosotros designamos con el
término «Derecho» no está incluido para ellos en lo que nosotros designamos
como moralidad y ellos como virtud o perfección. Como sabemos, esta la
situaban propiamente en el interior de la mente; es una cuestión de mentalidad o
de disposición de ánimo, mientras que lo que entendemos por Derecho está al
nivel de lo que los estoicos veían como simples «deberes». Estos podrán elevarse
a la categoría de la «virtud», si se realizan con la debida mentalidad, pero en sí no
la implican, no la incluyen; por ejemplo, «entre los deberes habrá que colocar
“restituir un depósito”, pero solo “restituir un depósito por espíritu de justicia”
está entre las acciones rectas»173.
No es, pues, extraño que, aun cuando los estoicos adoptaran en general una
actitud favorable hacia el Derecho, como luego veremos, e incluso a la
participación en la vida política, «a no ser que algo se lo impida» (VII, 121), de
hecho, en la práctica, se quedaran en esa situación de inhibición que Plutarco les
reprochaba174. El Derecho y la política están para ellos solamente a ese nivel de
cosas que se pueden calificar de «aceptables» o «preferibles», pero que no
obstante siguen perteneciendo a la categoría de las «indiferentes» o
insignificantes (comparadas con el verdadero bien, que es el de la virtud o
perfección).
Lo que sí podemos añadir es que consideraban el «Derecho» (lo que
nosotros así designamos) como una de las cosas que eran aceptables o
preferibles por sí mismas, «acordes con la naturaleza» (VII, 107). Porque en
efecto el «Derecho, el que puede decirse y llamarse tal, está, según ellos, fundado
en la Naturaleza»175. Y este es el segundo punto importante en la aplicación al
Derecho de la doctrina estoica, ya que supone una concepción del mismo
opuesta o contrapuesta a la de los epicúreos. Estos, como sabemos, proclaman
como primer principio de la naturaleza el placer, la búsqueda del placer, y evitar
el dolor. Y, si esto es natural, también lo serán las luchas y el conflicto que
surgen al tratar de conseguirlo. El Derecho, que trata de contrarrestar estos
efectos, se debe a una invención de la razón, y tiene el carácter de convención o
pacto, un pacto que es ante todo de no agresión, de respeto mutuo.
Frente a esto los estoicos, por un lado, proclaman de manera abstracta, en
sintonía con Aristóteles, pero quizá yendo más allá, que «lo justo existe por
naturaleza y no por convención»176. Y, por otro, ven en concreto instituciones
que nosotros consideramos jurídicas en línea con la naturaleza, en su trayectoria,
de acuerdo con la naturaleza. Así, en primer lugar, la familia: «Opinan ellos que
hay que honrar a los padres y a los hermanos […]. Afirman […] que el amor a
los hijos es natural» (VII, 120 = SVF, III, 731). Y, desde luego, el matrimonio
con vistas a la procreación es también natural: «Que, para vivir conforme a la
naturaleza, quiera también (el sabio, el hombre de bien) unirse a una esposa y
tener hijos de ella»177.
Como la justicia y la amistad (el trato amistoso) no son admitidas y
aprobadas a causa de su utilidad, tal como pretenden los epicúreos, sino por sí
mismas, puede afirmarse en general que tenemos una predisposición natural a la
sociedad, que somos sociales por naturaleza: «Hemos nacido para unirnos y
asociarnos con otros hombres y para formar con ellos una comunidad natural.»
Y, aun cuando esto haya de entenderse primordialmente respecto a la sociedad
política (o Estado), se nos dice también que «la naturaleza del hombre es tal que
entre él (como individuo) y el género humano está vigente una especie de
Derecho civil»178, es decir, un Derecho parecido al que rige en el interior de los
Estados. Es más, puede entenderse el «mundo existente como si fuera el Estado
o la ciudad de una comunidad»179, y que «el mundo es como una casa común de
dioses y hombres, como la ciudad de unos y otros»180.
Ahora bien, estas ideas, que, como se ve, están más en la línea de lo
desiderativo o normativo que de lo enunciativo o descriptivo, no pueden tener
mucho efecto, no sirven de mucho, si no se las acepta de manera general. Por
eso, no es de extrañar que los sucesores y continuadores de los primeros
estoicos consideraran misión suya defenderlas y propagarlas. Pero ellos (los
estoicos más antiguos) en lo que pusieron el énfasis fue en sostener, frente al
principio epicúreo del placer, que es la «virtud» lo que verdaderamente
constituye el bien supremo y el fin o la meta última que perseguir o procurar. Y
que, en el propio orden natural de los seres vivos, no es el placer lo primordial,
sino la búsqueda de lo que es apropiado a la constitución de cada ser: a su
conservación y desarrollo.
Es, pues, ante todo una concepción general del Derecho y de la sociedad
humana lo que hemos de extraer de los estoicos antiguos, una concepción que
pone al Derecho y a la sociedad humana en conexión con la razón universal y
sobre todo con ese orden concreto que resulta del estudio de la constitución o
naturaleza de cualquier ser vivo, y en especial del ser humano, frente a la
concepción pactista y convencionalista que representaba el epicureísmo.
5.5. ESCÉPTICOS
El escepticismo en el sentido en que aquí lo entendemos, como movimiento
ligado a la época del helenismo, presenta un vivo contraste con el epicureísmo y
el estoicismo. Desde luego no tiene un lugar concreto al que referirse como
sede: un huerto-jardín o un pórtico donde se impartan sus enseñanzas. Pero
además tampoco tiene propiamente enseñanzas, o doctrinas que enseñar, en el
sentido de un sistema o una concepción global más o menos coherente.
Aparte de que tenga múltiples antecedentes en la filosofía griega181, la figura
con la que se le relaciona, hasta el punto de considerarlo como su fundador y
dar origen a una de las denominaciones con las que se le conoce, es la de Pirrón
de Elide (ca. 360-270 a.C.). Pero este, aunque contemporáneo (un poco anterior)
a los fundadores del epicureísmo y del estoicismo, desempeña un papel muy
distinto del que ellos desempeñaron con respecto a sus escuelas. Se hizo famoso
más que nada por su modo de vivir, por su estilo de vida. No dejó ninguna obra
escrita. Y, si conocemos algo de su manera de pensar, es sobre todo gracias a su
discípulo o continuador Timón (ca. 320-230 a.C.), que escribió unas sátiras o
poemas satíricos, sílloi, muy citados en la Antigüedad, entre otros por Diógenes
Laercio. Para poder encontrar otra obra escrita que se haya de adscribir a esta
tendencia escéptica, o «pirrónica», tenemos que aguardar hasta el siglo I a.C., a
Enesidemo de Cnosos (Creta), que escribió las Argumentaciones Pirrónicas182. Pero
las primeras obras pirrónicas o escépticas de las que nosotros disponemos, que
han llegado a nosotros, son las de Sexto Empírico (siglo II), en concreto, Esbozos
Pirrónicos183 y la que se suele citar con el título latino de Adversus Mathematicos184,
que ha de entenderse en el sentido griego, etimológico, del término, como
«contra los enseñantes o profesores».
De Pirrón de Elide ya hemos indicado que, si conocemos algo acerca de su
modo de pensar, es a través de su discípulo Timón. Pues bien, a este atribuye
Diógenes Laercio (IX, 107), dentro de la exposición que se refiere a Pirrón, las
dos ideas clave del escepticismo de que estamos tratando: tanto la de suspender
el juicio, sobre cualquier cuestión, sobre cualquier cosa, como la de la
imperturbabilidad o serenidad de ánimo o espíritu, que se sigue de eso. Pero no
sabemos si lo primero, la suspensión del juicio, ha de entenderse como una
doctrina, es decir, como algo que se sostiene, que se afirma positivamente, o
simplemente como algo en lo que se está, y que podría referirse, aplicarse, a esa
misma suspensión del juicio185. Ni tampoco podemos estar seguros de que esa
alianza, esa conexión, entre la felicidad, vista como tranquilidad o serenidad de
espíritu, y la crítica del conocimiento esté ya en Pirrón, al menos de manera tan
explícita, y de que no se trate más bien de una «inflexión del pensamiento de su
maestro» llevada a cabo por Timón186.
Después de Timón, el escepticismo, en el sentido preciso de pirronismo,
desaparece o lleva una vida lánguida, hasta Enesidemo187. Pero es generalmente
reconocido que, durante los siglos III y II a.C., en la Academia fundada por
Platón se profesaba una manera de pensar similar al escepticismo.
Arcesilao (316-241), contemporáneo de Timón, es el principal representante
«académico» en el siglo III a.C. Sexto Empírico le reconoce una coincidencia o
aproximación fundamental a la tendencia escéptica: «Tiene mucho en común
con los razonamientos pirrónicos; de forma que su orientación y la nuestra son
casi una misma cosa.» Esa coincidencia se refiere a la suspensión del juicio188.
Sin embargo, y como quien no quiere la cosa, sin darle mayor importancia,
expresa luego una diferencia verdaderamente importante: «Nosotros decimos
esas cosas según lo que resulta manifiesto (lo que aparece), mientras que él es
también (lo dice también) en el sentido de “objetivamente”»189. Es decir, que lo
que le atribuye a Arcesilao es precisamente eso que en Pirrón y Timón decíamos
que era dudoso: sostener, mantener (positivamente, «objetivamente») la
suspensión del juicio, excluyéndola, por tanto, de la suspensión general, aplicada
a todo lo demás, a todas las demás cuestiones. No es solo esto, sino que, de
manera en extremo concisa, se expresa otra importante diferencia: «Su objetivo
(su fin) es la suspensión del juicio, a la que (nosotros, los pirrónicos) decíamos
que (le) acompaña la serenidad de espíritu»190. Es decir, que se abandona la
conexión, la alianza, entre felicidad (serenidad de espíritu) y la suspensión del
juicio. Esta pasa a ser la meta, el objetivo final, con lo cual el escepticismo se
haría eminentemente teórico, cognoscitivo, gnoseológico191.
En el siglo II a.C. la gran figura de la Academia es Carnéades (214-129), que
continuó con la orientación próxima a la del pirronismo, aun cuando Sexto
Empírico marca claras diferencias entre la similitud o proximidad (al pirronismo)
de esta «Nueva Academia» y la de la anterior (la de Arcesilao). No solo la
presenta afirmando, positiva u objetivamente, de manera tajante, sus propias
posiciones, sino que además nos transmite la imagen de Carnéades que ha
prevalecido durante muchos siglos: como el campeón, el defensor decidido, del
probabilismo; es decir, como partidario de orientar nuestra vida, nuestras
acciones, de acuerdo con el grado, mayor o menor, de probabilidad que tengan
nuestras representaciones (de la realidad, de las diversas realidades, y de la mayor
o menor bondad o excelencia de las mismas). De manera que vendría a
distinguir entre representaciones meramente «probables», las «contrastadas» o
verificadas, y las que definitivamente se dan por aprobadas o aceptadas, por no
chocar con otros presupuestos que seguimos manteniendo192. Sin embargo, hay
que tener en cuenta que Carnéades no escribió nada, sino que toda su obra
consistió en intervenciones orales, en las que tenía un lugar destacado su crítica
de los estoicos, en particular de Crisipo193. Esas argumentaciones críticas
consistirían indudablemente con frecuencia en argumentos ad hominem, en que se
parte de los puntos de vista, de los supuestos, del adversario, para poder
atacarlo, acusarlo de que no es consecuente con sus propios puntos de partida,
puesto que debería extraer otras conclusiones. Pero no siempre resulta fácil para
los demás distinguir entre las conclusiones que simplemente se derivan de los
supuestos del adversario, que se pueden o deben extraer de esos supuestos, y las
que realmente se querría extraer, las que se está dispuesto a mantener, las que se
sostienen como propias. Por esta razón, y otras más particulares, se duda hoy día
de que lo que nos ha transmitido Sexto Empírico sobre Carnéades sea en
realidad lo correcto, la interpretación correcta de lo que él realmente sostenía194.
El resultado de estas dudas es que hoy se tiende a ver la posición de Carnéades
mucho más próxima al pirronismo de cómo nos la presenta Sexto Empírico. De
hecho las divergencias sobre la interpretación de lo que verdaderamente había
dicho Carnéades (recordemos que no dejó nada escrito) comenzaron ya a raíz de
su muerte.
A finales del siglo II a.C. la dirección de la Academia recayó en Filón de
Larisa (ca. 148-83). Con él hay un indudable alejamiento de las posturas
escépticas radicales y una polarización en la crítica a los estoicos. Sexto Empírico
nos lo revela de manera lacónica: «Los seguidores de Filón afirman que las cosas
son inaprehensibles en cuanto al criterio estoico […]195, pero aprehensibles en
cuanto a la naturaleza de las propias cosas»196.
No tiene, pues, nada de extraño que quien quisiera en esos tiempos expresar
una postura más radical, máxime si quería además rebasar la limitación a
cuestiones de conocimiento, conectando con el tema de la serenidad de espíritu,
no quisiera adscribirse a la Academia. Tal sería el caso de Enesidemo de Cnosos,
quien escribió al parecer en los primeros años del siglo I a.C. (es decir, cuando
Filón de Larisa era el director de la Academia), y del que no sabemos apenas
nada. Si algo sabemos, es eso: que fue el iniciador de un renacer del pirronismo,
lo cual quiere decir que, en lugar de meterse en las discusiones de la Academia,
para tratar de aclarar y exponer desde ellas su postura, prefirió enlazar con la
vieja figura de Pirrón de Elide, aunque probablemente se serviría mucho más de
los elementos intelectuales que podría extraer de la Academia, que de los que
pudiera derivar de la figura, más bien legendaria, de Pirrón197.
Aún más desconocido que Enesidemo es Agripa, quien, sin embargo,
aparece en Sexto Empírico emparejado con el primero. Pues, si uno está aludido
como el autor de los 10 tropos atribuidos a los escépticos más antiguos, el otro
(Agripa) es al que se alude, con la referencia a los «escépticos más recientes»,
como el autor de los «cinco tropos de la suspensión del juicio»198, que
desempeñan un papel no menor que los de Enesidemo en la obra de Sexto
Empírico. Agripa parece haber vivido en los últimos años del siglo I a.C.
Poco más es lo que sabemos acerca de la biografía del propio Sexto
Empírico. No sabemos ni siquiera la fecha en que escribió las obras que nos han
llegado. «Si bien algunos comentaristas han situado a Sexto a principios del siglo
II, los más han opinado que escribió sus obras hacia el final de ese siglo»199. Y,
si, de las fechas, pasamos al lugar donde escribió sus obras, nuestra
desorientación es todavía mayor. Aun cuando Alejandría, Atenas y Roma se han
barajado como posibles sedes, «cualquier ciudad o combinación de ciudades que
se proponga se encontrará inevitablemente con candidaturas alternativas que
tienen un grado similar de probabilidad»200.
En mejor situación nos encontramos en cuanto al conocimiento de su
profesión: podemos afirmar que era médico201. Y además médico de la corriente
o escuela de los «empíricos»202. Sin embargo, hay que reconocer que nos
encontramos con una grave dificultad respecto a esto último. Y es que el propio
Sexto Empírico manifiesta que el escepticismo haría mejor en «abrazar la
llamada “corriente metódica”» (es decir, otra de las corrientes de la Medicina
entonces en boga)203. Ahora bien, como indica a continuación las dos razones
de su afirmación, podríamos limitar a ellas la adhesión de Sexto Empírico a la
escuela «metódica», permaneciendo por lo demás, aun cuando con esas
discrepancias o infidelidades, dentro de la corriente «empírica». Hay que advertir
asimismo que ambas corrientes tenían también sus coincidencias, en concreto,
su oposición a la otra escuela importante, la calificada como «dogmática» y
«racionalista». Esta trataba de explicar las enfermedades descubriendo sus causas
ocultas, y a eso se oponían tanto empíricos como metódicos204. Aunque luego
se diferenciaban en el modo de apreciar o calificar esas pretendidas causas o
realidades ocultas. Y a eso se refiere la primera de las dos diferencias señaladas
por Sexto Empírico: «La corriente empírica se pronuncia afirmativamente en lo
de la inaprehensibilidad de las cosas no manifiestas», mientras que en cambio la
corriente metódica no se aventura «a decir si son aprehensibles o
inaprehensibles». Esta segunda actitud es la que le parece a Sexto Empírico más
propia del escepticismo (y es la primera razón de su aprobación de los
«metódicos»). La segunda razón por la que la corriente metódica le parece
recomendable, desde el punto de vista escéptico, es porque en el tratamiento de
las enfermedades, es decir, en el uso de la experiencia para curarlas, «haciendo
caso de las cosas manifiestas, toma de ellas lo que parece ser conveniente»205.
Creo que puede ser un buen comienzo para la exposición de la postura de
Sexto Empírico recordar lo que nos decía Ortega y Gasset sobre lo evidente: «Se
me impone, me fuerza y obliga a reconocerlo, me convence»206. Sexto Empírico
no se opondría a estas aseveraciones. Es más, tenemos razones para pensar que
las compartía, a juzgar por los textos. Así este que nos advierte que «quienes
dicen que los escépticos invalidan los fenómenos207 me parece a mí que son
desconocedores de lo que entre nosotros se dice. En efecto, nosotros no
echamos abajo las cosas que, según una imagen sensible y sin mediar nuestra
voluntad, nos inducen al asentimiento, como ya dijimos. Y eso precisamente son
los fenómenos»208. En otra ocasión se nos dice: «Tratamos todas las cosas al
modo de los historiadores; según lo que nos resulta evidente y en el momento
actual»209. Y en el mismo sentido parece que se pueden interpretar los textos
que nos dicen: «Basta —creo yo— con que uno viva de acuerdo con su
experiencia y sin dogmatizar, conforme a las observaciones e intuiciones
corrientes»210. Se nos aclara más ese sentido cuando lo vemos conectado con las
exigencias de la vida práctica: «Siguiendo sin dogmatismos los imperativos de la
vida»211.
Estos textos podrían llevarnos a pensar que lo que hace en realidad Sexto
Empírico es renunciar al saber filosófico y confiarse, como cualquier otro, al
conocimiento vulgar o corriente u ordinario. Ya Hegel se indignaba en su
tiempo frente a la pretensión de interpretar el escepticismo en ese sentido212. Y
en el nuestro se han repetido los intentos de reducir a eso el escepticismo213.
Pero no parece ser eso lo que nos dice Sexto Empírico. Él habla con toda
naturalidad de la «filosofía escéptica»214, o de la «orientación filosófica
escéptica»215, y presenta a esta como contrapuesta a las otras dos corrientes
filosóficas principales: la de los académicos y la de los dogmáticos (entre los que
comprende a Aristóteles, Epicuro y los estoicos)216.
Claro que, aun considerándose uno mismo filósofo, ejerciendo la filosofía,
se puede abdicar de ella, renunciando en adelante a ejercerla, remitiéndose al
conocimiento corriente u ordinario, al del sentido común. Pero esto, al menos
por lo que hace a la filosofía especulativa, de conocimiento de la realidad, no
aparece en Sexto Empírico. La remisión a lo evidente, a los fenómenos, que
hemos visto, no es equivalente a eso. Y, además, no se trata propiamente de una
remisión, a la que se llega después de filosofar, sino más bien de una posición de
la que se parte, a la que no se renuncia, que es previa, anterior, en la que se está y
se continúa estando, a pesar de filosofar. En cuanto al conocimiento corriente u
ordinario, el conocimiento común, de la gente corriente, no solo no se remite a
él Sexto Empírico, sino que incluso alguna vez lo incluye o engloba junto con el
conocimiento filosófico, al que, por consiguiente, parece equipararlo en cuanto a
su puesta en cuestión217.
¿Cuál es, pues, la postura de Sexto Empírico en cuanto al conocimiento de
las cosas, de la realidad? ¿Cuál es su posición en la filosofía especulativa, frente a
las otras corrientes u orientaciones? Este es el resumen que él da ya al comienzo
de su exposición: «Sobre las cosas que se investigan desde el punto de vista de la
Filosofía, unos dijeron haber encontrado la verdad, otros declararon que no era
posible que eso se hubiera conseguido y otros aún investigan.» Los primeros son
los dogmáticos; los segundos los académicos (según la interpretación que él da,
como vimos, de Arcesilao y Carneades); los terceros son los escépticos218. Sexto
Empírico subraya este carácter de investigación o búsqueda del escepticismo.
No contento con que ya el mismo término lo denota, porque skopéō es observar,
mirar, Sexto Empírico alude a otras denominaciones que recibe o puede recibir
esta corriente y que corroboran ese mismo sentido: el de Zetética, de zētéō, que
significa buscar o investigar; el de Eféctica, de epéchō, que significa mantener en
suspenso; y Aporética, de aporía, que significa sin camino o sin salida219.
Todo esto ha de entenderse sin perjuicio de lo ya dicho acerca del
asentimiento a los fenómenos, a lo evidente, a lo que aparece o se muestra con
claridad. Aun cuando también esto ha de hacerse «sin dogmatismo» o, como
matiza en una ocasión, «en el sentido de asentir sin vehemencia»220. La postura
que patrocina Sexto Empírico podríamos decir que es similar a la de los médicos
de las corrientes empírica y metódica, frente a la dogmática o racionalista:
atenerse a la experiencia, reconociendo la dificultad de descubrir las causas
ocultas. Así, con respecto a los objetos exteriores, nos dice que «nos
abstendremos de decir cómo son en realidad»221, o que hemos de mantener «la
suspensión del juicio sobre la naturaleza de los objetos exteriores»222.
Tenemos, pues, aquí expresada, con respecto a la filosofía teórica o
especulativa, de conocimiento de la realidad, la primera de las dos ideas clave, o
fundamentales, que hemos señalado como características del escepticismo: la
suspensión del juicio. ¿Cómo y por qué se llega a esta conclusión? A través y en
virtud de los llamados «tropos», o giros, o modalidades de razonamiento, los 10
de Enesidemo223 y los cinco de Agripa224.
De los 10 tropos de Enesidemo, el primero se refiere a la consideración de la
«diferencia entre los animales», con respecto a la diversidad de las estructuras
corporales que les sirven para el conocimiento; el segundo se refiere a la misma
«diferencia entre los hombres»; el tercero a la «diferencia entre los sentidos»,
incluso en una misma persona; el cuarto a la diversidad de «circunstancias», en el
sentido de las distintas «disposiciones en que uno puede hallarse»; el quinto a las
diferentes circunstancias exteriores en que se realiza el acto de conocimiento:
«las posiciones, las distancias y los lugares»; el sexto a «las interferencias» o
elementos que pueden añadirse, mezclarse con ese acto; el séptimo se refiere a
«las cantidades y composiciones de los objetos», ya que eso hace que aparezcan
de manera distinta; el octavo es el que tiene en cuenta de manera general «la
relación», tanto entre el que conoce y el objeto conocido como entre los
diversos objetos, por ejemplo, el estar a la izquierda o a la derecha uno de otro;
el noveno tropo hace referencia a que los sucesos impresionan de distinta
manera y parecen diferentes «según sean frecuentes o raros»; finalmente, del
décimo tropo nos advierte Sexto Empírico que se refiere especialmente a lo
ético, y tiene en cuenta el influjo (en la manera de pensar o conocer) de «las
formas (habituales) de pensar, costumbres, leyes, creencias míticas y opiniones
dogmáticas».
De los cinco tropos de Agripa, el primero tiene en cuenta «el desacuerdo» o
«divergencia de opiniones», «tanto entre la gente corriente como entre los
filósofos». El segundo afirma «que lo que se presenta como garantía de la
cuestión propuesta necesita de una nueva garantía; y esto de otra; y así hasta el
infinito». El tercero lo denomina Sexto Empírico el de «con relación a algo», y lo
explica diciendo que «el objeto aparece de tal o cual forma, según el que juzga y
según lo que acompaña su observación». El cuarto, que hace referencia a la
«hipótesis», «se da cuando […] los dogmáticos parten de algo que no justifican».
Finalmente el quinto, el del «círculo vicioso», tiene lugar «cuando lo que debe ser
demostrado, dentro del tema que se está investigando, tiene necesidad de una
garantía derivada de lo que se está estudiando»225.
Llama la atención la escasa coincidencia entre una y otra serie. Solo el
tercero de los cinco tropos de Agripa puede considerarse que está incluido en
los de Enesidemo (cuarto-sexto). Los demás son distintos. En cuanto a la
postura del propio Sexto Empírico, no cabe duda de que son los de Agripa los
que tiene en más estima y los que más utiliza, aun cuando «lo más frecuente es
que los utilice conjuntamente, por grupos de dos o de tres»226. Él mismo nos
insinúa que debe hacerse así, al relacionar el segundo con el cuarto, diciéndonos
que, para evitar «caer en una recurrencia ad infinitum, los dogmáticos parten de
algo que no justifican» (PH, I, 168); es decir, que se atienen a una hipótesis, de la
que parten. Y, en cuanto al quinto, el del «círculo vicioso», podemos decir que
está a su vez relacionado con estos dos (segundo y cuarto), porque «en realidad
no viene a ser más que la hipótesis con una mayor complicación»227.
En cuanto al valor en sí de estos argumentos, es clásica la objeción que se
expresa en un dilema: una de dos, o estos argumentos son válidos o no lo son; si
son válidos, entonces ya tenemos algo demostrado y, por consiguiente, no se
puede admitir la conclusión de que hay que suspender el juicio sobre todo, sobre
cualquier cuestión, habría que admitir al menos esto; y, si no son válidos, no hay
por qué hacerles caso. La respuesta que parece dar Sexto Empírico es, en primer
lugar, que son válidos frente a los dogmáticos, es decir, como argumentos ad
hominem, porque en realidad son modos de argumentación que ellos mismos
utilizan, solo que no con el suficiente rigor. Así el escéptico sería como el sabio
estoico perfeccionado, que cede o se deja llevar por las evidencias, por lo que
aparece con irresistible fuerza de evidencia, solo que (el escéptico) no aspira a
conservar o mantener también la capacidad para juzgar sobre eso mismo con
seguridad, con certeza; suspende el juicio, si este se entiende en el sentido
riguroso o estricto, como algo definitivo. Pero además eso no es más que algo
provisional. Porque, en segundo lugar, lo que Sexto Empírico nos dice es que,
una vez que esos argumentos han surtido su efecto, deben ellos mismos ser
desechados, rechazados como válidos, en el sentido de definitivos: «Los
razonamientos —lo mismo que los medicamentos para las purgaciones se
expulsan a sí mismos junto con las sustancias que se hallan en el cuerpo—
pueden también ellos aplicarse a sí mismos a la vez que a los demás
razonamientos que dicen ser demostrativos»228. La metáfora que emplea en otra
ocasión es la de una escalera móvil o portátil, que se usa para subir a una cierta
altura y, una vez que se está arriba, se la tira o desecha229.
De este modo Sexto Empírico responde también a la objeción clásica contra
el escepticismo, que se puede expresar de una manera más sencilla, sin referirla a
los tropos o argumentos, sino a la postura escéptica misma: si nada se afirma, si
nada es verdadero, entonces tampoco eso mismo puede afirmarse; tampoco eso
será verdadero. Como hemos visto, esta es precisamente la posición de Sexto
Empírico: la suspensión del juicio es total o universal, incluso con respecto a
esta misma suspensión, si el juicio se entiende en el sentido de los sistemas
filosóficos, de los dogmáticos, porque ellos efectivamente entienden así sus
doctrinas, sus juicios, como dogmas, reconociendo que «dogma es la aceptación
en ciertas cuestiones, después de analizadas científicamente, de cosas no
manifiestas»230. El escéptico, en cambio, no dogmatiza en ese sentido, ni
siquiera cuando se refiere al propio escepticismo, «tampoco dogmatiza al
enunciar expresiones escépticas»231.
Por eso parecen injustificados reproches como este: que Sexto Empírico
«afirmó casi en todas las páginas de sus libros que no estaba asegurando nada, y
sin embargo no hay un solo párrafo en el que, después de todo, no dogmatice
sobre alguna materia. El escepticismo total es contrario a las leyes fundamentales
del lenguaje, puesto que cualquier empleo de los verbos incluye una
afirmación»232. Parecen injustos estos reproches, por lo expuesto, y también
porque Sexto Empírico se refiere expresamente a esta cuestión de las leyes del
lenguaje advirtiendo: «Si […] el escéptico presenta sus expresiones de forma que
implícitamente se autolimitan, no se diga que el escéptico dogmatiza»233. Y
asimismo: «Cuando el escéptico dice que “todo está (es) indeterminado” toma el
“está” (“es”) en lugar del “a él le parece”; y no dice todos los seres, sino cuantas
cosas examinó de las no manifiestas que se estudian entre los dogmáticos»234.
En cuanto a la serenidad de ánimo o espíritu, que es, al lado de la suspensión
del juicio, la otra idea clave o fundamental del escepticismo, Sexto Empírico
sigue una vía o procedimiento similar al que hemos visto (en el tema de la
suspensión del juicio): distinguiendo entre una primera fase o provisional, la del
escéptico novicio, o novato, o en formación, y la definitiva, la del escéptico
maduro o consumado. Desde luego los comienzos son el debatir y argumentar
con los dogmáticos; pero, una vez que por esta vía se llega a la suspensión del
juicio, incluso esta pasa a un segundo plano, queda reducida a algo secundario.
Sexto Empírico es claro y terminante en cuanto a cuál es el fin o el objetivo
último del escepticismo235: «La serenidad de espíritu en las cosas que dependen
de la opinión de uno y el control del sufrimiento en las que se padecen por
necesidad»236. En este caso no se sirve de metáforas, sino de una anécdota: «Al
escéptico le ocurrió lo que se cuenta del pintor Apeles. Dicen, en efecto, que —
estando pintando un caballo y queriendo imitar en la pintura la baba del caballo
— tenía tan poco éxito en ello que desistió del empeño y arrojó contra el cuadro
la esponja donde mezclaba los colores del pincel, y que cuando esta chocó
contra él plasmó la forma de la baba del caballo»237.
Como puede observarse ya por lo expuesto, nos encontramos en este tema
igual que en el del conocimiento, con dos estratos o niveles: uno, en que las
cosas nos fuerzan o se nos imponen (por evidencia o «por necesidad»); otro, que
está más en nuestro poder o a nuestra disposición (la suspensión del juicio a la
que acompaña «la serenidad de espíritu, lo mismo que la sombra sigue al
cuerpo»)238. La conexión entre la situación del primer escalón o estrato en este
caso y la del primer escalón o nivel en el tema del conocimiento se pone de
manifiesto por la similitud de expresiones utilizadas en uno y otro caso.
Recuérdese lo que se nos decía a propósito de los fenómenos o de lo evidente:
que nos inducen «sin mediar nuestra voluntad», «siguiendo los imperativos de la
vida»… Lo que ahora nos dice Sexto Empírico, respecto al primer escalón en
este tema del bienestar o de la satisfacción, es que el escéptico «se turba con las
necesidades; pues estamos de acuerdo en que también él experimenta a veces
frío, igual que sed y otras cosas por el estilo»239. La conexión entre el segundo
estrato o nivel en el tema del conocimiento (la suspensión del juicio acerca de las
cosas ocultas o no manifiestas sobre las que se pronuncian los «dogmáticos») y
la serenidad de espíritu es más clara, puesto que el propio Sexto Empírico nos
dice que esta acompaña a la suspensión del juicio «lo mismo que la sombra sigue
al cuerpo». Pero en este caso no se renuncia a que el segundo escalón influya en
el primero: a un cierto «control del sufrimiento». No se podrá lograr «que el
escéptico esté inmune por completo de la turbación», pero incluso en ese campo
de las necesidades él está en otra situación que la gente corriente: los no
escépticos, sean filósofos («dogmáticos») o ajenos a la filosofía; estos se
atormentan «por partida doble: por sus sufrimientos y —no menos— por el
hecho de creer que esas situaciones son objetivamente malas; mientras que el
escéptico, al evitar pensar que cada una de esas cosas es objetivamente mala,
incluso en ellas se maneja con más mesura»240.
Pero con esto ya estamos dentro de la Ética, es decir, la tercera de las tres
partes en que era habitual dividir la Filosofía241. En ella ya no se trata
propiamente del pensamiento humano en general (como en la Lógica), ni de la
realidad en general (como en la [Meta]Física), sino de lo bueno y de lo malo o,
para decirlo con las palabras de Sexto Empírico, «de la distinción entre lo bueno,
lo malo y lo indiferente»242.
Y lo primero que habrá que hacer será explicar de qué se trata, «exponiendo
antes el concepto de cada cosa»243. Sin embargo, no deja de haber aquí una
cierta ambigüedad. Porque, aunque la frase que hemos recogido y el
razonamiento que hace a su favor244 hacen pensar que Sexto Empírico está
exponiendo sus propios conceptos, o al menos conceptos que él acepta, lo
cierto es que en todo el capítulo que les dedica245 no hace sino servirse de los
conceptos de otros, principalmente los estoicos, aunque no deja de aplicarles
ciertas críticas. Pero parece que, al menos cuando nos dice «en eso convienen
seguramente todos», se incluye él mismo e incluye en general a todos los
escépticos. Como el párrafo en cuestión es una especie de resumen de todo el
capítulo, podemos tomarlo como expresión del propio concepto de Sexto
Empírico sobre el bien (y correlativamente sobre el mal y lo indiferente): «En
que el Bien es útil y en que es elegible por sí mismo —[…] “Bien” se dice casi lo
mismo que “envidiable”— y en que es capaz de hacer la felicidad, en eso
convienen seguramente todos»246. A favor de esta interpretación está el que las
críticas comienzan luego y se refieren a que, «cuando se preguntan (los
dogmáticos) qué es aquello en lo que esas cosas se dan […], caen en una
polémica sin tregua, diciendo unos que la virtud, otros que el placer […]». Está
asimismo de acuerdo (esta interpretación) con lo que hemos venido exponiendo
como la postura fundamental de Sexto Empírico en el tema del conocimiento:
aceptar lo que todos admiten, lo que es evidente o manifiesto, y suspender el
juicio (o la sentencia definitiva), sobre todo lo que es controvertido, sobre las
realidades ocultas o poco claras, que pretenden sostener o afirmar los filósofos
no escépticos: los dogmáticos, o cualquiera que pretenda adoctrinar o teorizar
sobre estas cosas.
Por lo demás, que Sexto Empírico conciba así el bien, acentuando su
dimensión de utilidad y de logro de la felicidad, nos explica el modo como
entiende la serenidad de espíritu (y el control del sufrimiento en lo que no hay
más remedio que sufrir por necesidad): como el fin y objetivo último del
escepticismo. Porque esa serenidad (y el control del sufrimiento) está vista por él
como equivalente a la felicidad, que a su vez equivale al bien, que a su vez es
equivalente al fin u objetivo247.
El resto de la Ética de Sexto Empírico está dedicado fundamentalmente a
dos grandes temas o cuestiones: el primero es el de la refutación de las doctrinas
que sostienen que hay algo en sí bueno, malo o indiferente; el segundo es la
exposición de las diversidades existentes en la apreciación de lo que se considera
vergonzoso o ilícito, de lo que está mal o bien visto248. A estos dos grandes
temas les sigue una conclusión general249, y luego un amplio escolio o
complemento sobre si se puede admitir que exista un arte de vivir, una ciencia o
doctrina de la vida, de cómo hay que vivir.
La primera de las dos grandes cuestiones es, como hemos dicho, la
refutación de las doctrinas éticas. Pero en ella podemos distinguir a su vez dos
aspectos o modalidades. El primero está orientado a consideraciones
metodológicas o, en todo caso, abstractas, sobre si es posible que exista algo que
hayamos de considerar en sí bueno (o malo o indiferente); algo que lo sea por
naturaleza, y que, por consiguiente, se manifieste siempre como tal. La segunda
modalidad o aspecto consiste en refutaciones concretas de la doctrina epicúrea
del placer y de la doctrina estoica acerca de las acciones preferibles. Del primero
de estos dos aspectos, lo menos que hay que decir es que resulta poco claro. Y
una de las razones parece ser que no distingue entre la cuestión general, de si se
puede decir que es buena (o mala o indiferente) una clase (general) de realidad, y
la cuestión de cuándo estamos en concreto en un caso de esa realidad, de logro
o verificación de esa realidad. Una cosa es que el placer sea bueno en general,
como dicen los epicúreos, y otra muy distinta que podamos decir en concreto
que ciertas cosas o acciones produzcan (tal vez por naturaleza y, por
consiguiente, siempre) esa clase de realidad que es el placer. Una cosa es que la
virtud, en cuanto actitud o disposición de ánimo de conformidad con la
naturaleza y el destino sea buena, como dicen los estoicos, y otra muy distinta
determinar qué cosas o acciones realizan eso y, por consiguiente, se han de
declarar como buenas o virtuosas.
Libre ya de esa confusión está la refutación de la doctrina estoica de las
acciones preferibles o preferidas. Lo que de ellas nos dice Sexto Empírico es que
«algunos argumentan que nada de lo indiferente es apreciado o despreciado por
naturaleza, pues según las distintas circunstancias cada una de las cosas
indiferentes aparece unas veces como apreciada y otras como despreciada»250.
Pero, donde este texto (de los Esbozos Pirrónicos) pone «algunos», el texto
correspondiente o paralelo (de Adversus Mathematicos, XI, 64-65) pone «Aristón
de Quios» y, efectivamente, de él es esa postura, que nos es conocida también a
través de otros autores. Aristón (quien es posterior a Cleantes y anterior a
Crisipo), aun cuando coincidente en parte con uno y otro, es considerado un
estoico independiente o disidente, con respecto a los estoicos más
representativos251. Y su disidencia consiste precisamente en eso, en su postura
con respecto a la doctrina estoica de las acciones preferibles252. Pero, en cuanto
a fidelidad a los principios, Aristón era más estoico que ninguno, al sostener a
rajatabla el principio de que no hay nada bueno más que la virtud, y de ahí
derivaba su desviación o disidencia con respecto a la rama más representativa o
predominante del estoicismo: su radicalismo. Decía que, puesto que lo único
bueno es la virtud, todo lo demás es indiferente y no puede ser considerado más
que como indiferente: sin cabida, por tanto, para hablar de cosas preferibles o
preferidas. La cuestión tenía mucha importancia y trascendencia, porque, como
ya vimos, los estoicos montaban sobre esa distinción (entre las cosas preferibles
y las meramente indiferentes) su doctrina de los deberes u obligaciones. Aristón
no quería que se hablara de eso en filosofía, porque sería una tarea interminable
e inabarcable: «Todos los casos particulares no los podemos prever, y cada uno
tiene sus propias exigencias, ahora bien, las leyes de la filosofía son concisas y
vinculan a todos»253.
Puesto que en el rechazo de la doctrina estoica de las acciones indiferentes
coinciden Sexto Empírico y Aristón, este no tendría por qué asustarse ante la
enorme diversidad de apreciaciones sobre lo lícito y lo ilícito, lo bien y lo mal
visto, que aquel acumula y nos presenta. Diría que eso son cuestiones que no
son competencia de la filosofía. Lo mismo que podría suscribir el largo alegato
para demostrar que no puede haber propiamente un arte o ciencia de la vida.
Pero esto no quiere decir que Aristón abandone o deje la vida humana a
merced de la anarquía o del desenfreno. Lo que ocurre es que, según él, quien
tiene una formación adecuada en los principios de la filosofía (estoica) no
necesita esos preceptos o consejos concretos para la vida: «Quien tiene un juicio
preciso sobre lo que conviene evitar o desear sabe lo que debe hacer aunque no
se lo digas»254. Los demás, para esa tarea de la educación u orientación para la
vida, tienen a los pedagogos y a la familia255.
Pero, aunque haya alguna coincidencia entre ellos, no deja de haber una gran
diferencia entre Sexto Empírico y Aristón de Quios. Este salva la virtud, lo que
hoy podríamos llamar la moralidad, gracias a que la identifica con la actitud o
disposición de ánimo. Sexto Empírico no quiere saber nada de eso256; concibe la
Ética en términos de lo bueno y de lo malo, pero con referencia a los actos o
realidades: acciones o cosas que puedan ser calificadas de buenas o malas. Y,
como no encuentra actos o realidades que tengan esa naturaleza, que por
naturaleza (y, por consiguiente, de manera constante) puedan ser calificados de
buenos o malos, niega que pueda haber ningún conocimiento ético, una ciencia
o arte de vivir, que tenga fundamento objetivo, que nos lleve a dejar de
suspender el juicio257. Todo lo dicho anteriormente, a propósito del
conocimiento teórico o especulativo de la realidad, que nos llevaba a suspender
el juicio, será de aplicación también aquí, en este terreno de la tercera parte de la
Filosofía, el del conocimiento práctico, que es el de la Ética.
Además Sexto Empírico no deja de servirse de la refutación ad hominem, tan
del gusto de los escépticos, referida a las pretendidas teorías, o artes de vivir, de
los dogmáticos. Esta refutación tiene dos partes: una referida a lo que se puede
considerar el contenido habitual u ordinario en el arte de vivir que generalmente
se admite o se propone; la otra referida a doctrinas particulares más o menos
originales y peculiares. Con respecto a lo primero, lo que nos dice Sexto
Empírico es que no hay diferencia entre el modo de conducta o de vivir de los
teóricos y el modo de actuar y pensar de la gente corriente o normal: «Pues
cualquier conducta que uno pueda decir que es específica de ese arte aparece
también como común entre la gente normal; por ejemplo, honrar a los padres,
devolver los prestamos, etcétera.»258. En cuanto a las opiniones más o menos
originales, no le resulta difícil a Sexto Empírico encontrar suficientes
aberraciones, como para justificar el comentario de que son «cosas que dicen los
filósofos; cosas que (ellos mismos) no osarían poner en práctica»259.
Ahora bien, hay una pregunta que puede asaltarnos: si no hay un arte o
ciencia de la vida en general y ni siquiera podemos saber si existe algo que sea
bueno o malo, ¿qué piensa Sexto Empírico que hemos de hacer de nuestras
vidas?, puesto que estas consisten en ir eligiendo entre lo que consideramos
bueno y evitando lo que consideramos malo. Parece que hemos de estar
inexorablemente condenados, o a la inactividad, si nos quedamos sin hacer nada,
o a la incoherencia, si optamos por preferir una u otra cosa, una u otra conducta.
La respuesta que cabe esperar de Sexto Empírico, por lo que dijimos ya al
principio de nuestra exposición, es que la suspensión del juicio (filosófico) no se
produce en la nada o el vacío, sino sobre un sustrato previo: lo que se nos
impone como evidente y manifiesto, la experiencia y las necesidades de la vida.
Por consiguiente, no es preciso esperar al razonamiento o teorización filosófica
(esto más bien nos paralizaría, advierte el propio Sexto Empírico), sino que cada
uno ha de vivir «de acuerdo con su experiencia», «siguiendo sin dogmatismos los
imperativos de la vida».
Pero hay además una serie de textos en que se nos indican las pautas que,
dentro de ese estadio prefilosófico, por consiguiente, común o general para toda
la gente, orientarán nuestra conducta. Uno de ellos está especialmente conectado
con esa doble objeción de inactividad o incoherencia a que acabamos de
referirnos. Pone el ejemplo de alguien que se vea obligado por un tirano a
realizar una acción incalificable. En ese caso el problema no será el de la
inactividad, sino el de la incoherencia del escéptico, que se verá forzado
inevitablemente a emitir un juicio, escogiendo la muerte, o bien la sumisión al
tirano. La solución que da Sexto Empírico es que no es preciso llegar a una
decisión filosófica, de emitir un juicio sobre lo que se considera bueno o malo,
preferible o rechazable, sino que, «tal vez por su percepción (prolépsis) de lo que
es conforme a las costumbres y leyes ancestrales, elegirá una cosa y evitará la
otra»260. Como se ve, aquí la única pauta expresamente mencionada es la de las
«costumbres y leyes ancestrales», lo que podría ser visto como una excesiva
simplificación. Porque indudablemente se puede pensar en una serie de factores
que influirán en la decisión: «las previas relaciones personales con el tirano, la
particular capacidad para el sufrimiento, la mayor o menor propensión a
someterse a las órdenes de otro, las especiales consecuencias del caso para otras
personas […]»261. Pero no hemos de olvidar el contexto: se trata de dar
respuesta a una objeción, en concreto la de incoherencia del escéptico, porque
en ese caso no tendrá más remedio que emitir un juicio sobre lo bueno y lo
malo. Para responder a la objeción, le basta a Sexto Empírico con indicar una
salida, una solución262. De todos modos, es relevante, es significativo, que la
salida o solución indicada sea la de «las leyes y las costumbres». Como también
lo es que esta pauta aparezca siempre en los otros textos que mencionan además
otras.
El primero de ellos dice: «Seguimos en efecto un tipo de razonamiento
acorde con lo manifiesto, que nos enseña a vivir según las costumbres patrias,
las leyes, las enseñanzas recibidas y los sentimientos naturales»263. Como vemos,
hay conexión entre esta cuestión de las pautas de comportamiento y la postura
escéptica en la materia del conocimiento en general: atenerse a lo evidente, a lo
manifiesto, a lo innegable o que se nos impone. Y así son; eso son las leyes y
costumbres vigentes, mientras están vigentes, y más si están consolidadas por el
hábito y la tradición. Lo mismo hay que decir de las enseñanzas: no son las
elucubraciones y el resultado de las disputas entre los filósofos lo que se nos
impone como evidente o manifiesto, sino lo que no se discute, lo que hemos
aceptado como indiscutible, las enseñanzas «recibidas». En cuanto a los
sentimientos, no se trata de cualquier sentimiento más o menos coyuntural y
caprichoso, sino de los sentimientos «naturales», a los que ya se habían referido
ampliamente tanto los epicúreos como los estoicos.
Similar es el texto que, frente a las pretensiones de los «académicos» de
descubrir lo probable, lo más probable, para regirse por esa doctrina, afirma la
posición de los escépticos: «Nosotros vivimos haciendo caso sin dogmatismos
de las leyes, las costumbres y los instintos naturales»264. Aquí falta la referencia a
las enseñanzas, posiblemente para hacer más contraste con la pretensión de los
académicos (Carnéades, en la interpretación de Sexto Empírico) de regirse por
su doctrina (o enseñanza) de lo más probable.
El texto más extenso enlaza también con la postura escéptica sobre el
conocimiento en general, porque viene después de decirnos que, «atendiendo,
pues, a los fenómenos, vivimos sin dogmatismos, en la observancia de las
exigencias vitales». Dice así: «Y parece que esa observancia de las exigencias
vitales es de cuatro clases y que una consiste en la guía natural, otra en el
apremio de las pasiones, otra en el legado de leyes y costumbres, otra en el
aprendizaje de las artes.» El propio Sexto Empírico nos da acto seguido la
interpretación. De la «guía natural» nos dice que, de acuerdo con ella, «somos
por naturaleza capaces de sentir y pensar». Por consiguiente, engloba los
«sentimientos naturales», que encontrábamos en un texto anterior. Y no sería
forzar mucho las cosas incluir en esos sentimientos los «instintos naturales» en
general, que hemos visto también mencionados, pero en todo caso estos estarían
incluidos en el «apremio de las pasiones», porque este está entendido en el
sentido de que «el hambre nos incita a la comida y la sed a la bebida»265. Sobre el
«legado de leyes y costumbres», la explicación que se nos da es que, de acuerdo
con él, «asumimos en la vida como bueno el ser piadosos y como malo el ser
impíos». Por último, con respecto al «aprendizaje de las artes», nos dice que,
gracias a él, «no somos inútiles en aquellas artes para las que nos instruimos»266.
Puede llamar la atención que se nos hable ahora de «aprendizaje de las
artes», cuando previamente se había rechazado la posibilidad de un arte o ciencia
de vivir. Pero indudablemente se trata de cosas distintas. Este arte o ciencia de
vivir se entendía como universal o general, como una ciencia universal de lo
bueno y de lo malo, mientras que ahora se nos habla de artes en plural, de artes
o ciencias en particular: no referentes a todo lo bueno y lo malo, sino a
determinadas necesidades y actividades humanas. Además aquella era un saber
fundado en la filosofía, en las filosofías dogmáticas, especialmente la estoica,
mientras que ahora se trata de conocimientos y prácticas que se desarrollan en
un estrato previo al filosófico.
Otra cuestión que parece necesario aclarar es qué relación tienen estos
fundamentos de nuestra conducta, estas exigencias vitales, con lo bueno y lo
malo en el sentido de lo permitido o prohibido, de lo lícito o ilícito, de lo
aprobado y ensalzado o rechazado y reprobado. Parece claro que no es este el
aspecto que atrae más la atención de Sexto Empírico, que no es eso en lo que
fundamentalmente se fija, sino más bien el aspecto de lo bueno y de lo malo en
cuanto objeto de deseo o aversión, en cuanto causa o fundamento efectivo de
nuestra conducta. Está esto de acuerdo con lo que hemos considerado el
concepto del bien (y del mal y de lo indiferente) del propio Sexto Empírico,
primordialmente atento al aspecto utilitario y de producción de la felicidad. Pero
tampoco se puede decir que esté del todo ausente de su consideración el otro
aspecto. Está presente en la larga exposición que hace de las divergencias
existentes en lo que se considera vergonzoso o ilícito267, y en la refutación de las
doctrinas éticas, que se basa en las aberraciones particulares de algunas de
ellas268. Y está sobre todo presente en que, dentro de la enumeración de las
exigencias vitales o fundamentos de nuestra conducta a que nos hemos venido
refiriendo, se mencionan siempre «las leyes y las costumbres». Estas
inevitablemente incluyen la referencia a lo permitido o prohibido; pero también
a lo lícito o ilícito, a lo que está bien visto y aprobado o mal visto y reprobado.
Sexto Empírico nos lo da a entender, cuando, en su interpretación del factor o
exigencia de las «leyes y costumbres», el único ejemplo de aplicación que nos
pone es el de que «asumimos en la vida como bueno el ser piadosos y como
malo el ser impíos». Es indudable que en este caso estamos más allá de un
simple factor causal de nuestra conducta; pero incluso más allá de una simple
permisión o prohibición: se trata de una aprobación o un reproche. Y esto, que
es especialmente claro en materias religiosas, suele ocurrir también en otras
materias a que se refieren las costumbres e incluso las leyes, en materias que
afectan solamente a las relaciones humanas. Pero esto ya no está explícito en
Sexto Empírico, aunque podemos suponer que está implícito. De todos modos,
no hay que olvidar que nos estamos moviendo dentro de la remisión al estrato o
nivel prefilosófico.
Pero también es ocasión de recordar que, en el concepto del bien (y
correlativamente del mal y de lo indiferente) que Sexto Empírico parece
compartir con todos los demás, incluso a nivel filosófico (al decirnos que «en
eso convienen seguramente todos»), parece estar incluido ese aspecto a que
ahora nos estamos refiriendo. En efecto, el segundo de los tres elementos que
comprende ese concepto es el de que «es elegible por sí mismo», y se recordaba
a ese propósito la semejanza entre el término griego de «bien» (agathón) y
«envidiable» o «admirable» (agastón). A favor de que ese segundo elemento haya
de interpretarse en el sentido de lo bueno a que ahora nos estamos refiriendo
está el hecho de que esa conexión (entre agathón y agastón) ya la había hecho
Platón269, y de la predilección de este por ese sentido de lo bueno como
admirable, como digno de elogio… no cabe ninguna duda. Si nosotros nos
fijamos antes en los otros dos elementos del concepto, que destacan más el
aspecto utilitario, que parece ser el preferido por Sexto Empírico, esto no debe
impedir tener también en cuenta el otro aspecto.
En esta cuestión de la concepción del bien por parte de los escépticos, tal
vez lo más importante es el testimonio que nos ha llegado sobre la posición de
Carnéades; mejor dicho, sobre la posición de Carnéades en una de las dos
conferencias que dio en Roma, con ocasión de haber sido enviado allí por los
atenienses, en una delegación o embajada270. Hay que destacar que el testimonio
explana solo el contenido de la segunda de las dos conferencias, y que la postura
de Carnéades habría que verla en el conjunto de las dos, tanto más cuanto que
hoy día se tiende a ver a Carnéades mucho más próximo o similar al pirronismo,
o escepticismo estricto, que como se le veía en la Antigüedad. Como se sabe, el
punto fundamental de esta doctrina es la suspensión del juicio y, para llegar a
ella, echaban mano (los pirrónicos o escépticos) ante todo de las contradicciones
entre las diversas teorías u opiniones. Por consiguiente, es probable que la
postura de Carnéades estuviera en el conjunto, en la consideración simultánea,
de las dos conferencias, que desde luego eran contrapuestas, contradictorias: la
primera estaba inspirada sobre todo en Platón y Aristóteles, y la segunda estaba
orientada a refutar la anterior. Pero la que llamó más la atención de los romanos
fue la segunda, y esa es la que recogió Cicerón en su diálogo Sobre la República,
desgraciadamente en una parte que solo nos ha llegado de manera muy
fragmentaria: nos es conocida principalmente a través de Lactancio, un autor
cristiano (converso) de finales del siglo II-comienzos del III271.
Por la importancia de estas doctrinas dentro de las de Platón y Aristóteles, y
por lo que Lactancio nos indica a propósito de la segunda conferencia, podemos
suponer o conjeturar el contenido nuclear de la primera. Así, de Platón
expondría al menos la doctrina de que el bien, al igual que la justicia, es algo
admirable y elogiable por sí mismo; que, como la salud, consiste en una armonía
o equilibrio de los diversos elementos, de modo que cada uno esté en su sitio y
tenga lo que le corresponde. Y, como la salud es el supremo entre los bienes del
cuerpo, así la justicia, salud del alma, será el bien supremo en absoluto, lo que se
ha de procurar sobre todo, y lo que procurará de hecho cualquiera que sea
verdaderamente sabio, es decir, que sepa conocer los auténticos, los verdaderos
bienes, y su orden de preferencia. De Aristóteles, podemos suponer que en la
primera conferencia Carnéades expondría al menos la doctrina de que, aparte de
la justicia legal o convencional, existe una justicia natural, que es independiente
de la decisión o del parecer humanos y, por consiguiente, tiene universalidad e
inmutabilidad.
Frente a estas doctrinas, la segunda conferencia de Carnéades, tal como
Lactancio nos dice expresamente, estaba orientada a «refutar a Aristóteles y
Platón». Lo primero que se recoge de ella es la refutación de la doctrina de
Aristóteles sobre la justicia natural (a la que, con una impropiedad que
probablemente proviene de Cicerón, se designa como «Derecho natural»). Pero
se fuerza el sentido del término «natural» y, a diferencia de lo que había hecho
Aristóteles, se entiende su universalidad e inmutabilidad de una manera absoluta,
y tampoco se tiene en cuenta la parte o elemento convencional o coyuntural
(«legal») que Aristóteles reconoce (junto con el «natural») en el orden positivo o
vigente de las diversas sociedades políticas. Así resulta que toda la variabilidad
que hay en estos órdenes se utiliza en contra de la existencia de una justicia
natural, independiente del arbitrio y las decisiones humanas. Eso refuerza el
punto de partida (de la segunda conferencia), de que no es la justicia, sino la
utilidad, lo que ha dado origen a las leyes, a todas las leyes, que están vistas
como algo «establecido» por los hombres, con lo cual se entra también en
conflicto con la concepción de Platón de que el bien y la justicia pueden verse
como algo por encima de las ventajas o utilidad de los individuos particulares.
Ese es claramente el punto de vista que prevalece en la segunda conferencia:
«Que todos los hombres y demás seres animados se mueven en función de su
interés.» Así se llega a la conclusión general: «Que no existe justicia alguna y que,
si existe, consiste en la mayor necedad, ya que, al preocuparse por el bienestar de
los demás, los justos se perjudican a sí mismos.»
A probar esta conclusión general se orientan los diversos argumentos, que
desde luego son muy impresionantes o efectistas. El primero se refiere a lo que
hoy llamamos las relaciones internacionales. «Todos los pueblos que llegan al
máximo de poderío, y, entre ellos, los romanos, que se han apoderado de todo el
mundo, si quieren ser justos, es decir, si devuelven lo que es de otros, tendrán
necesariamente que volver a sus chozas y vivir en la indigencia y miseria.» Como
se ve, en lugar de orientar el problema de la justicia al interior de las
comunidades políticas, como habían hecho Platón y Aristóteles, Carnéades se
fija en las relaciones de las comunidades políticas entre sí. Esto sucedía en un
mundo (siglo II a.C.) en que apenas los estoicos habían comenzado a vislumbrar
la comunidad internacional, y eso a un nivel filosófico, muy alejado, como
vimos, de las realidades políticas, con las que no se mezclaron los estoicos
antiguos, según les reprochaba Plutarco. No cabe duda de que ese ambiente de
las relaciones entre las diversas comunidades políticas era el más apropiado para
destacar el elemento de lucha de intereses en las relaciones humanas.
Otro ambiente apropiado para esto era el de los negocios. Carnéades ponía
(según el testimonio de Lactancio) dos ejemplos. El primero se refiere a alguien
que quiere vender «un siervo fugitivo o una casa insalubre». ¿Declarará estos
vicios o defectos, en el caso de que sean ocultos? Si lo hace, «será sin duda
considerado como un necio, porque vende a poco precio o ni siquiera vende».
El otro ejemplo se refiere a alguien que puede comprar algo que es oro o plata, a
pesar de que quien lo vende no lo sabe. «¿Se callará, para comprarlo a menos
precio, o se lo indicará, para comprarlo más caro? Sin duda dará la impresión de
ser un necio si prefiere comprarlo caro.»
Finalmente un ambiente especialmente propicio para destacar la importancia
del interés egoísta en las relaciones humanas es el de la lucha por la
supervivencia. De nuevo hay un par de ejemplos. El primero es el del que se
encuentra en un naufragio y «alguien, más débil que él, está agarrado a una tabla.
¿No va a echar de la tabla a ese, para subirse él mismo y salvarse…?». El otro
ejemplo es el de un soldado que huye tras la derrota de su ejército y «alcanza a
alguien, ya herido, que va a caballo, ¿le dejará, para terminar muriendo él mismo,
o le arrojará del caballo, para poder huir él del enemigo?». El texto se concluye
remachando lo que ya hemos visto que era la segunda parte de la tesis general, la
segunda alternativa: «Si existe la justicia, consiste en la mayor necedad», es decir,
afirmando la oposición, la incompatibilidad, entre sabiduría y justicia, en contra
de la postura de Sócrates y Platón. Se nos dice que, si el huido «hace esto último
(arrojar al herido del caballo), será listo, pero también malvado; si no lo hace,
será justo, pero también necesariamente necio».
Como se ve, queda bastante claro que no es el conflicto de intereses lo que
lleva más fácilmente a hablar de la justicia como norma válida de las relaciones
entre los hombres, como veíamos también ya al final de la exposición del
epicureísmo272.
1 Una deliciosa exposición de esta postura (y de los reparos de Sócrates) se puede ver en Jenofonte,
Recuerdos de Sócrates, II, I, en la traducción de J. Zaragoza, Madrid, Gredos, 1993, págs. 62-65. La otra idea, la
idea anterior, del control en los placeres, puede ilustrarse por la frase que atribuye Diógenes Laercio a
Aristipo a propósito de sus relaciones sexuales: «Yo la tengo a ella (la hetera Lais), pero no ella a mí. Porque
lo mejor es el dominar y no ser sometido en los placeres.»
2 Que coincide con Cicerón, Del supremo bien y del supremo mal, I, 23 y II, 39-40, trad. de V. J. Herrero
Llorente, Madrid, Gredos, 2002, págs. 63 y 121.
3 Los textos de Diógenes Laercio están en la correspondiente exposición del libro II: el que hemos
llamado segundo principio en la exposición de Aristipo (al final), tanto ese como el que hemos llamado
primer principio en la exposición de sus discípulos (al principio). En español la única traducción completa
que ha existido durante muchos años (desde finales del siglo XVIII), aunque con numerosas reediciones, ha
sido Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos más ilustres, trad. de J. Ortiz y Sanz. En la actualidad hay varias (al
menos dos) traducciones recientes. La que yo utilizaré será Diógenes Laercio, Vidas de los filósofos ilustres,
trad. de C. García Gual, Madrid, Alianza, 2007. Tengo también muy en cuenta la traducción francesa, de
M.-O. Goulet-Caze et al., Vies et doctrines des philosophes illustres, Librairie Générale Française, 1999.
4 Sobre las relaciones de Plutarco con el epicureísmo cfr. Plutarco, Obras morales y de costumbres, XII,
Tratados antiepicúreos, edición de J. F. Martos Montiel, Madrid, Gredos, 2004. El pasaje aludido en «Contra
Colotes», 31-33, págs. 118-129.
5 A quienes liberó en su testamento, que el propio Diógenes Laercio nos ha transmitido.
6 Las cuatro siglas indicadas entre paréntesis corresponden a textos incluidos en la obra de C. García
Gual y E. Acosta, Epicuro. Ética, texto bilingüe, Barcelona, Barral, 1974, de la que me serviré también para
las traducciones, aun cuando sin dejar de tener en cuenta, aparte del texto original, también la obra de C.
García Gual, Epicuro, Madrid, Alianza, 1981. Las cifras entre paréntesis sin ninguna otra indicación se
refieren al libro X de la obra de Diógenes Laercio a la que me he referido en la nota 3.
7 Todas estas ideas están contenidas en la carta a Meneceo, que, como ya hemos indicado, es la síntesis
de las ideas éticas de Epicuro: «El placer es principio y fin de la vida feliz. Al placer, en efecto,
reconocemos como el bien primero, a nosotros connatural, de él partimos para toda elección y rechazo»,
Men. 128-129. Uno de los textos de obras antiguas que se considera que nos han transmitido la doctrina de
Epicuro resume lapidariamente: «Epicuro y los cirenaicos dicen que el placer es el bien primero y natural»,
Fr. 40 (corresponde al número 509 en la extensa obra de H. Usener, Epicurea, 1.ª ed., Leipzig, Teubner,
1887). También Cicerón es terminante: «Tratamos de saber cuál es el supremo y el último de los bienes, que
a juicio de todos los filósofos debe ser tal que todos los demás tengan que referirse a él, pero él a ningún
otro. Epicuro lo pone en el placer, al que considera como el supremo bien, y como supremo mal al dolor»,
Cicerón, ob. cit. [nota 2], I, 9, págs. 67-68.
8 Esto es al menos lo que podemos deducir, aparte unas leves insinuaciones de Diógenes Laercio, de los
restos de la producción literaria de Epicuro que han llegado hasta nosotros y del testimonio expreso que
nos da Cicerón: «Por lo tanto, afirma Epicuro, no hay necesidad de razonamiento ni de discusión para
comprender por qué debe buscarse el placer y rechazarse el dolor. Piensa que esto se percibe por los
sentidos, como el hecho de que el fuego calienta, la nieve es blanca y la miel es dulce, todo lo cual no hace
falta demostrarlo con sutiles razonamientos, porque basta simplemente con advertirlo», Cicerón, ob. cit., I,
30, pág. 68.
9 «No elegimos todos los placeres, sino que hay ocasiones en que soslayamos muchos, cuando de ellos
se sigue para nosotros una molestia mayor», Men. 129. «Ningún placer por sí mismo es un mal. Pero las
cosas que producen ciertos placeres acarrean muchas más perturbaciones que placeres», MC 8. «Es mejor
soportar algunos determinados dolores para gozar de placeres mayores. Conviene privarse de algunos
determinados placeres para no sufrir dolores más penosos», Fr. 34 (corresponde a Fr. 442 Us.).
10 En el Fr. 45 (que corresponde al 187 Us.). Lo podemos ver también en Séneca, Epístolas morales a
Lucilio, 29, 10, trad. de I. Roca Meliá, I, Madrid, Gredos, 2000, pág. 220. La idea se confirma por otros
textos. Por ejemplo, en esta misma obra de Séneca, en la epístola 25, 6; en las SV, la 45 y la 54.
11 Así G. Rodis-Lewis, Epicure et son école, Gallimard, 1975, pág. 198.
12 Puede verse confirmada esta afirmación por la propia exposición de la autora citada en la nota
anterior, ob. cit., págs. 91 y sigs. Si se prefiere la confrontación con los textos, cfr. Men. 129
(inmediatamente después del texto citado en nota 7) y 124; Carta a Herodoto, 38, 63 y 82; Carta a Pitocles, 87 y
93; MC 23 y 24. Una ulterior matización, con la confirmación esencial de lo dicho, puede verse en la
introducción de J. F. Balaude al libro X de Diógenes Laercio, en la traducción francesa citada [nota 3], págs.
1165-1167, 1178-1189 y 1216-1217.
13 Fr. 28 (67 Us.).
14 (120). La frase puede ser también entendida en el sentido de que quien es verdaderamente sabio no
puede ser aventajado por otro porque la sabiduría es siempre la misma, consiste en lo mismo: por eso, el
que la tiene ya no puede ser superado. Este es el sentido de la traducción francesa, de J. F. Balaude, ob. cit.
[notas 3 y 12] y desde luego tiene la ventaja de ser más coherente con la postura de Epicuro con respecto al
vulgo. Con el «algunos» del texto aludo al menos a C. García Gual, que es quien da la traducción que recojo
entre comillas. La traducción francesa aludida es: «Il n’est pas de sage qui soit plus sage qu’un autre.»
15 Fr. 36 (512 Us.).
16 Cfr. en este sentido C. García Gual, Epicuro, Madrid, Alianza, 1981, págs. 49-50; Plutarco: «Sobre la
imposibilidad de vivir placenteramente según Epicuro», en ob. cit. [nota 4], págs. 216-217.
17 Fr. 10 (117 Us.).
18 Fr. 9 (163 Us.).
19 Fr. 1 (219 Us.).
20 Fr. 2 (221 Us.).
21 Fr. 3 (457 Us.).
22 SV 54.
23 Así en la carta a Pitocles: «En primer lugar, hay que creer que la única finalidad del conocimiento de
los fenómenos celestes, tanto si se tratan en relación con otros, como independientemente, es la
tranquilidad y la confianza del alma, y este mismo fin es el de cualquier otra investigación» (85-86). Cfr.
también SV 45.
24 Men. 123.
25 Men. ibíd..
26 Fr. 13 (361 Us.).
27 Men. 124.
28 SV 32.
29 (121).
30 (124).
31 (125).
32 A una carta muy similar, aun cuando dirigida a Hermarco, se refiere Cicerón, ob. cit. [no- ta 2], II, 30,
pág. 159.
33 «La gente ha adoptado un nuevo slogan, el slogan de los “diferentes usos del lenguaje”. La vieja
postura, la vieja postura enunciativa, es incluso llamada a veces una falacia, la falacia descriptiva», J. L.
Austin, Ensayos filosóficos, trad. de A. García Suárez, Madrid, Revista de Occidente, 1975, pág. 218.
34 Cfr. supra, págs. 63-64 y nota 23.
35 F. Nietzsche, La Gaya Ciencia, 45, trad. de P. González Blanco, Palma de Mallorca, J. J. De Olañeta
Editor, 1984, pág. 52.
36 «Quien recomienda al joven vivir bien y al viejo morir bien es necio», Men. 126.
37 Evoca unos versos de Teognis, que pueden verse en la Antología de la poesía lírica griega (siglos VII-IV
a.C.), selección y traducción de C. García Gual, Madrid, Alianza, 1980 (425-439), pág. 57.
38 Men. 126.
39 Platón, Gorgias, 491-493, ed. cit. [cap. 2, nota 12], págs. 91-95.
40 Asimismo la MC 18 nos dice: «No se acrecienta el placer en la carne, una vez que se ha extirpado el
dolor por alguna carencia, sino que solo se colorea.»
41 Platón, La República, IX, 583c.
42 En Men, 127, se hace, más que una clasificación, una división, más lógica, de los deseos, por lo demás
en términos semejantes, pero nos parece menos ilustrativa que esta clasificación a que nos estamos
refiriendo.
43 Fr. 46 (551 Us.). Le hace eco el epicúreo Horacio en una de sus Epístolas: «Nec vixit male, qui natus
moriensque fefellit» («No vivió mal el que, tanto al nacer como al morir, pasó desapercibido»).
44 Fr. 44 (552 Us.).
45 Fr. 35 (181 Us.). En la misma idea abundan los Fr. 21 y 22 (480 y 479 Us.) y la SV 67.
46 MC 30. Recalca también su categoría o calidad intermedia la SV 21.
47 «No es insaciable el vientre, como suele decir el vulgo, sino la falsa opinión acerca de la ilimitada
avidez del vientre.»
48 SV 68.
49 130-131. Igualmente en uno de los fragmentos: «Reboso de placer en el cuerpo cuando dispongo de
pan y agua», Fr. 35 (181 Us.).
50 Fr. 19 (469 Us.).
51 SV 9. El mismo texto aparece en Séneca, ob. cit. [nota 10], 12, 10 (en la traducción citada pág. 140).
Séneca lo explica en el sentido (que a él tanto le agradaba) de que siempre será posible liberarse de la
necesidad renunciando a la vida, pero esto no quiere decir que esa sea la auténtica mente de Epicuro, el
sentido que este le daba.
52 «Philosophiae servias oportet, ut tibi contingat vera libertas», Fr. 4 (199 Us.). El texto puede verse
también en Séneca, ob. cit. [nota 10], 8, 7 (en la traducción citada pág. 120). Esta afirmación la explican y
corroboran los Fr. 3, 5 y 6 (457, 548 y 202 Us.).
53 SV 45.
54 Fr. 23 (476 Us.).
55 Fr. 13 (361 Us.).
56 SV 44.
57 Así G. Rodis-Lewis, ob. cit. [nota 11], pág. 141.
58 Igual que ocurría en la anterior cita que dábamos de esta autora (cfr. supra, nota 11).
59 Por ejemplo, SV 39 y 34; MC 27.
60 «Toda amistad es deseable por sí misma; pero tiene su origen en los beneficios», SV 23.
61 SV 56-57.
62 (120).
63 Fr. 30 y 39 (70 y 504 Us.).
64 «Luego, una vez que dispusieron de cabañas, pieles y fuego, y la mujer unida a varón se limitó a uno
solo que bien la frecuentaba, y vieron que su prole de ellos nacía, entonces el género humano vino por vez
primera a ablandarse […], el amor hizo menguar las fuerzas y con sus lisonjas los niños quebrantaron sin
dificultad el talante arisco de los padres», Lucrecio, La naturaleza, V, 1010-1017, trad. de F. Socas, Madrid,
Gredos, 2003, pág. 377.
65 Según advertimos ya en cap. 1, nota 4.
66 Cfr. supra, nota 64.
67 «También entonces empezaron a trabar amistad vecinos ansiosos de no recibir del otro daño ni
atropello», Lucrecio, ob. cit., V, 1018-1020, pág. 377.
68 Cfr. supra, nota 60.
69 Tal como aparece en la carta a Heródoto (75): «Por lo demás hay que suponer que la naturaleza fue
muy adiestrada y de mil modos por los hechos mismos y que se vio forzada por ellos. Pero luego el
razonamiento perfeccionó y añadió sus invenciones a lo ya avalado por esta (por la naturaleza).»
70 En Sofistas. Testimonios y fragmentos, edición de A. Melero Bellido, Madrid, Gredos, 1996, pág. 359.
71 Así la MC 27 nos dice expresamente: «De los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de la
vida entera, el mayor con mucho es la adquisición de la amistad.»
72 Fr. 41 (519 Us.).
73 Fr. 42 (530 Us.).
74 Así el título de un libro de E. Lledó, El epicureísmo, una sabiduría del cuerpo, del gozo y de la amistad,
Barcelona, Montesinos, 1984.
75 B. Farrington, La rebelión de Epicuro, trad. de J. Cano Vázquez, Barcelona, Ediciones de Cultura
Popular, 1968, pág. 11.
76 Sobre estas diferencias puede verse J. M. Rist, La filosofía estoica, cap. 10, «Las innovaciones de
Panecio», y cap. 11, «La huella de Posidonio», trad. de D. Casacuberta, Barcelona, Crítica, 1995, págs. 182 y
sigs. y 211 y sigs.
77 La fundamental sigue siendo la de Hans von Armin, Stoicorum Veterum Fragmenta (sigla SVF),
publicada a principios del siglo XX en sus tres primeros volúmenes, a los que se les añadió un cuarto (de
índices) en 1924; se han hecho luego varias reimpresiones. En español hay una traducción incompleta del
volumen III, Crisipo, Fragmentos Morales, edición de F. Maldonado, Madrid, Ediciones Clásicas, 1999 (al
coincidir su numeración con la de Von Armin, utilizaré para las citas la misma sigla: SVF, III). Aun cuando
no es propiamente una traducción, sí toma como base primordial el volumen I de Von Armin la edición de
A. J. Capelletti de Los estoicos antiguos, Madrid, Gredos, 1996 (sigla EA). Con más independencia de Von
Armin, tratando de seleccionar los fragmentos que se deben propiamente a Crisipo, e incluso de
adscribirlos a sus diversas obras concretas, Crisipo de Solos, Testimonios y fragmentos (2 vols.), edición de F. J.
Campos Daroca y M. Nava Contreras, Madrid, Gredos, 2006 (las abreviaturas que utilizaré son Cris. I o
Cris. II). Siempre que se trate del mismo texto griego, doy preferencia a esta traducción sobre la de
Maldonado. Cuando el texto proceda de Diógenes Laercio, citaré a este en primer lugar, indicando tan solo
el número del libro (en romanos), que será el VII, y el número del párrafo. Utilizaré la traducción de García
Gual, ob. cit. [nota 3].
78 Tenemos traducción española de los «Tratados antiestoicos», a cargo de R. Caballero, en Plutarco,
Obras morales y de costumbres (Moralia), XI, Madrid, Gredos, 2004.
79 Tenemos traducciones castellanas de todas estas obras, publicadas por la editorial Gredos,
respectivamente, en los años 1987, 2005 y las tres últimas en 1999; a la primera ya he hecho referencia más
arriba [nota 2]; la citaré en adelante con la abreviatura de su título en latín: Fin. Para la segunda de las obras
mencionadas usaré la abreviatura Tusc., para la tercera la sigla ND, para la cuarta la abreviatura Div. y para la
quinta Fat.
80 Así en Tusc., II, 29, o en Fin., III, 3.
81 Así en Tusc., V, 34, donde llama a Zenón «oscuro artesano de palabras».
82 Fin., IV, 78.
83 «Pues hubo un hombre de gran talento, Zenón, a los seguidores de cuya doctrina se les llama
estoicos. Sus máximas y preceptos son de este tenor: “que el sabio nunca se mueve por simpatía ni
condesciende con el delito de nadie; que ningún hombre, sino el necio e inconstante, es compasivo; que no
es propio de un hombre dejarse ablandar o aplacar con súplicas”», Cicerón, Pro Murena, 61, en Discursos, V,
edición de J. Aspa Cereza, Madrid, Gredos, 1995, pág. 446.
84 El propio Cicerón lo reconoce así en Tusc., IV, 11: «He aquí la definición de Zenón: la perturbación,
lo que él denomina páthos, es un movimiento del alma contrario a la naturaleza, que se desvía de la razón.»
Otros textos en EA, 327-328 y en SVF, III, 377-420.
85 Cfr. sobre ellas SVF, III, 431-442.
86 «El sabio no emite opiniones, no se arrepiente de nada, en nada se equivoca, nunca cambia de
parecer», Cicerón, ob. cit. [nota 83], ibíd..
87 La expresión es de J. M. Rist, ob. cit. [nota 76], pág. 33. Pero lo mismo está afirmado expresamente
de Crisipo en Plutarco, «Las contradicciones…», 1048E, en ob. cit. [nota 78], pág. 293, y de todos los
grandes estoicos por Sexto Empírico, Adversus Mathematicos (citado en adelante con la sigla M), VII, 433.
88 Según Plutarco, Epicuro «afirmaba que no había existido ningún sabio salvo él y sus discípulos»,
Plutarco, «Sobre la imposibilidad de vivir…», 1100ª, en ob. cit. [nota 4], pág. 216.
89 Sobre todo el tema cfr. M. Schofield, The Stoic Idea of the City, Chicago, University of Chicago Press,
1999, págs. 147-156.
90 Diógenes Laercio documenta ampliamente esta relación, refiriéndonos con detalle que Zenón recibió
las enseñanzas de Crates, uno de los principales cínicos, después de Diógenes (el Cínico): VII, 2-4.
91 Sobre el magisterio de Polemón, quien estaba por entonces al frente de la Academia, insiste también
Diógenes Laercio (VII, 2 y 25).
92 Además, como ya hemos insinuado, «nos consta que los estoicos tenían una especial complacencia en
considerarse a sí mismos y en que los demás los consideraran como “socráticos”». Así D. Sedley, «The
School, from Zeno to Arius Didymus», en B. Inwood (ed.), The Cambridge Companion to the Stoics, Cambridge,
Cambridge University Press, 2003 (citada en adelante como CCS), pág. 11.
93 Aun cuando Diógenes Laercio se la atribuye directamente a Zenón (VII, 39), se sabe que es anterior.
Cicerón habla de los «antiguos discípulos de Platón», en Fin., IV, 3-4 y V, 9. E incluso al propio Platón se la
atribuye Sexto Empírico, M, VII, 16.
94 Como nos dice Diógenes Laercio de «algunos de ellos en general» (VII, 40), y es lo mismo que
Plutarco le atribuye a Crisipo, aunque reprochándole que no está de acuerdo con lo manifestado por él en
alguna ocasión (Plutarco, «Las contradicciones…», 1035A-D, ob. cit. [nota 78], págs. 224-227). La cuestión
no carece de importancia, porque está relacionada con la de si apoyaban la ética en la «física», la basaban en
ella, o consideraban posible hablar de la ética antes e independientemente de la «física» (tal como ellos la
entendían); es decir, está relacionada con lo que en términos modernos podríamos denominar el primado o
preferencia de la razón práctica (sobre la teorética o especulativa).
95 ND, I, 70.
96 Ibíd. Cfr. también Sexto Empírico, M, VII, 401-435.
97 Probablemente eso es lo que quiere decir Ortega al hablar de la «fantasía cataléptica» de los estoicos.
Porque como traducción en castellano, tanto por lo que inmediatamente sugieren como por lo que nos dice
de ellas el Diccionario de la RAE, esas dos palabras nos llevan lejos del sentido de los estoicos. Cfr. J. Ortega
y Gasset, La idea del principio en Leibniz y la evolución de la teoría deductiva (obra póstuma), en Obras completas, IX,
Madrid, Taurus, 2009, págs. 1096-1104.
98 Me refiero a las colecciones citadas en nota 77. A mí me gustaría más emplear el adjetivo
«aprehensiva» o, al menos, escribir «comprehensiva», porque así se reflejaría mejor el sentido del verbo
griego (katalambanein), que significa coger o agarrar. Cuando cito la traducción de Diógenes Laercio de C.
García Gual, esta es la grafía que, como él, utilizo.
99 Sigo en esto a R. J. Hakinson, «Stoic Epistemology», en CCS, págs. 59 y sigs.
100 J. Ortega y Gasset, ob. cit. [nota 97], pág. 1100, nota.
101 Frente a los ataques de los escépticos (académicos). Cfr. Sexto Empírico, M, VII, 257.
102 Cfr. EA, 89-93, y también Plutarco, «Sobre las nociones comunes…», 1085B, ob. cit. [nota 78], pág.
500.
103 Cfr. EA, 94-95.
104 K. Algra, «Stoic Theology», en CCS, pág. 157.
105 Este texto está recogido en EA con el número 128 y también con el número 617 (el primero
referido a Zenón y el segundo a Cleantes), con traducciones ligeramente distintas; yo he preferido tomarlo
directamente de Diógenes Laercio (VII, 134), con la traducción de García Gual. Como el texto no se refiere
solo a Zenón y a Cleantes, sino también a Crisipo, está asimismo reproducido en Cris. I, 259. En
concordancia con él EA, 129-132.
106 K. Algra, ob. cit. [nota 104], pág. 167.
107 Lo que no deja de suscitar el recuerdo de uno de los fragmentos de Heráclito (el 32): «Uno, lo único
sabio, quiere y no quiere ser llamado con el nombre de Zeus.» Más importante es la concordancia de lo que
hemos recogido en los estoicos acerca del principio agente o activo, que «es la razón», y que «modela todas
las cosas», con lo que se dice en el fragmento 1 (de Heráclito): «Todo sucede según esta razón.» Pueden
verse ambos fragmentos en C. Eggers Lan y V. E. Julia, Los filósofos presocráticos, I, Madrid, Gredos, 1978,
págs. 385 y 380.
108 ND, II, 71.
109 Cfr. supra, pág. 64.
110 Diógenes Laercio, VII, 149 = EA, 281.
111 Div., I, 125.
112 Precisamente en una cita de Crisipo acerca del destino, en ND, I, 40.
113 Fat., 21.
114 ND, I, 55. Así también en I, 40: «A la necesidad propia del destino la llama también (Crisipo)
“imperecedera verdad de los acontecimientos futuros”»; y en Tusc., V, 70: «Las cosas están estrechamente
unidas entre sí y encadenadas por la necesidad.»
115 Según se nos informa en Plutarco, «Las contradicciones de los estoicos», 1050A, ob. cit. [nota 78],
pág. 300 (= Cris. I, 250).
116 Ibíd.
117 Por boca del interlocutor estoico, en ND, II, 58: «Siendo así la mente del mundo, y pudiendo
llamarse de manera correcta, por esta causa, “prudencia” o “providencia” (porque en griego se le dice
prónoia), esta se encarga, esencialmente, de proveer.»
118 Así ND, II, 74-75; Fin., III, 64; Div., I, 117.
119 Cfr. supra, págs. 81-82 y nota 108.
120 De hecho así suena alguno de los textos: «Finalmente, una vez que hemos enseñado de manera
suficiente que aquellos, cuya insigne fuerza e ilustre faz vemos, son dioses (me refiero al sol, a la luna y a las
estrellas…), se deduce que todo se dirige mediante la mente y la prudencia divinas», ND, II, 80.
121 Esto es lo que podrían indicar expresiones como «voluntad de los dioses», o «deliberan acerca de los
asuntos humanos», que encontramos en los textos citados en la nota 118.
122 Sobre esta última posibilidad, coincidencia del estoicismo medio con las concesiones a la religión
popular, cfr. J. M. Rist, ob. cit. [nota 76], pág. 188, nota 26.
123 K. Algra, ob. cit. [nota 104], pág. 170.
124 D. Frede, «Stoic Determisme», en CCS, pág. 205.
125 Cfr. supra, nota 94.
126 Cr. supra, págs. 177-178 y nota 92.
127 Recuérdese en especial lo que decíamos en cap. 2, nota 30, sobre su equivalencia, más bien que con
lo que hoy solemos entender por virtud o virtudes, con el término «perfección humana».
128 Diógenes Laercio, VII, 90.
129 Plutarco, «Sobre la virtud moral», 441B, en Obras morales y de costumbres, VII, trad. de R. M. Aguilar,
Madrid, Gredos, 1995, pág. 39.
130 Tusc., V, 34 = SVF, III, 198.
131 Diógenes Laercio, VII, 89.
132 Fin., III, 21.
133 Cfr. supra, págs. 61-62 y nota 7.
134 EA, 287 y 286 (respectivamente).
135 Sigo en esto a M. Schofield, «Stoic Ethics», en CCS, especialmente pág. 242.
136 Cfr. especialmente los textos de las notas 130 y 131.
137 De que Cicerón no solo era hombre de acción, sino también entusiasta de los hombres de acción,
tenemos buenas muestras, entre otras, en su De re publica, I, 2-3, 12; III, 6; en ND, I, 7; Div., II, 6; De officiis,
II, 2-3. En cuanto a Plutarco, sus preferencias por la acción las manifiesta en concreto frente a los estoicos.
En efecto, parece iniciar con sorna el principal de sus tratados antiestoicos, aludiendo al ideal de
«coherencia» (en el que, como hemos visto, cifraban los estoicos la virtud o perfección): «Soy partidario, en
primer lugar, de examinar en las vidas la coherencia de las doctrinas […].» Y un poco más adelante nos
dice: «Pues bien, es el caso que el propio Zenón, aun dentro de su parquedad, ha escrito mucho —igual que
Cleantes ha escrito mucho y Crisipo muchísimo— sobre el sistema de gobierno, sobre el modo de mandar
y ser mandado, de impartir justicia y practicar la oratoria. Sin embargo, no es posible encontrar en la vida de
ninguno ni un cargo de estratego, ni una actividad legislativa, ni un ingreso en el Consejo, ni un alegato ante
los tribunales, ni una expedición por la patria, ni una embajada […]», Plutarco, «Contradicciones…»,
1033A-C, ob. cit. [nota 78], págs. 212-213. Como se ve, la incoherencia que Plutarco reprocha a los estoicos
no es la de mentalidad o disposición interior, ni siquiera la incoherencia de sus doctrinas, sino que la que les
atribuye es la falta de correspondencia entre estas y la vida práctica que llevaban, sin tener en cuenta que las
doctrinas estoicas, a diferencia de las de Plutarco, no les incitaban precisamente a esas actividades que él
menciona.
138 Sobre estos antecedentes cfr. supra, págs. 177-178, y en especial nota 92.
139 Diógenes Laercio, VII, 89 = EA, 705.
140 Séneca, Ep., 107, 10-11 = EA, 666; en ob. cit. [nota 10], pág. 294. Aun cuando el final parece más
bien un añadido de Séneca, no se aparta del sentido de Cleantes, e incluso lo resume o sintetiza; se ha
hecho famoso en su versión latina: «Ducunt volentem fata, nolentem trahunt.» Los (cuatro) primeros
versos, los que parecen más indudablemente de Cleantes, están recogidos también en el Manual de
Epicteto, 53 = EA, 665. Una transcripción más amplia del himno la tenemos en EA, 679.
141 Plutarco, «Las contradicciones…», 1050, y «Sobre las nociones…», 1076E, ob. cit. [nota 78], págs.
299 y sigs. y 459.
142 Cris. II, 463. El que sí pudo acentuar la divergencia con Cleantes es Panecio, quien «parece haber
renunciado a reconciliar los órdenes humano y cósmico, o al menos haber pensado que el orden cósmico es
demasiado remoto para requerir énfasis». Así J. M. Rist, ob. cit. [nota 76], pág. 196.
143 Diógenes Laercio, VII, 87 = Cris. I, 243 = SVF, III, 4.
144 Esta conexión o influencia está de alguna manera expresada en una cita de Crisipo que recoge
Epicteto, a la vez que se alude al otro aspecto, el de que eso permite más fácilmente ligar al orden natural la
adecuada disposición de ánimo, es decir, la sumisión al destino: «Mientras me parezcan inciertas las
consecuencias sigo siempre lo más adecuado para conseguir lo acorde con la naturaleza», Epicteto,
Disertaciones, II, 9-10, trad. de P. Ortiz García, Madrid, Gredos, 1993, pág. 173 (= Cris. II, 513 = SVF, III,
191).
145 Diógenes Laercio, VII, 88 = Cris. I, 243 = SVF, III, 4. Cfr. También EA, 262 y 259-261.
146 Diógenes Laercio, VII, 127 = EA, 302 = Fin., V, 79 =EA, 303. Cfr. también SVF, III, 49-61.
147 Fin., III, 10, 29, 41-50… Cfr. también EA, 306-307.
148 Diógenes Laercio, VII, 102 = SVF, III, 117. Cfr. también en el mismo sentido EA, 309 y 314;
SVF, III, 119, 122 y 123.
149 Cfr. sobre esto SVF, III, 124-138.
150 Cfr. SVF, III, 139 = Cris. I, 236-238.
151 Cfr. supra, págs. 65-66 y nota 33.
152 Cfr. supra, pág. 78 y nota 94.
153 El más explícito que conozco es este de Epicteto: «Y si hiciera falta estar engañado para aprender
que lo exterior e independiente del albedrío no nos concierne, yo bien quisiera ese engaño, con el que
podría vivir sereno e imperturbable; vosotros, ya veréis qué queréis.» Aun cuando no podamos estar
seguros de que los antiguos estoicos suscribirían estas afirmaciones, Epicteto desde luego las relaciona con
ellos, porque continúa inmediatamente con una cita de Crisipo. Epicteto, Disertaciones, I, IV, 27-29, ed. cit.
[nota 144], pág. 70 (= SVF, III, 144 = Cris. II, 543). Para la confrontación con el texto griego (también con
traducción castellana) puede verse Epicteto, Pláticas por Arriano, I, edición de P. Jordán de Urries y Azara,
Barcelona, Ediciones Alma Mater, 1957, pág. 36.
154 Fin., IV, 21. En el mismo sentido IV, 57 y 72, y Tusc., II, 29-30.
155 «¿No ves, pues, que tu Zenón […] piensa como Aristóteles y los suyos, pero discrepa en las
palabras?», Fin., IV, 72.
156 «Y, así como los demás ladrones cambian las señales de las cosas que robaron, así también ellos,
para usar nuestras teorías como suyas, cambiaron los nombres, que son como las marcas de las cosas», Fin.,
V, 74. En sentido similar V, 22.
157 Cfr. supra, pág. 85 y nota 137.
158 Fin., IV, 68.
159 No creo que haya mayor inconveniente en admitir esto. Hoy día se reconoce que «Cicerón no era
un purista en filosofía. Sus intereses y sus juicios filosóficos estaban constantemente influenciados por su
identidad romana como orador, político y fiel defensor del mos maiorum», A. A. Long, «Cicero’s Plato and
Aristotle», en J. G. F. Powell (ed.), Cicero the Philosopher, Oxford, Clarendon Press, 2002 [1.ª ed., 1995], pág.
38.
160 El mismo al que había tratado de ridiculizar en el Pro Murena, Catón el Joven, o el Menor, bisnieto
de Catón el Censor.
161 Fin., III, 50-51. Coincide fundamentalmente con Diógenes Laercio (que es más extenso y detallado):
VII, 106.
162 Fin., III, 20 (= SVF, III, 143). Fundamentalmente coincide con Diógenes Laercio, VII, 107.
163 Fin., III, 21 y 22.
164 Fin., III, 16 (= SVF, III, 182). De manera similar se expresa Diógenes Laercio, VII, 85 (= Cris. I,
242 = SVF, III, 178).
165 «En cuanto a los actos de conocimiento que podemos llamar nociones o percepciones o, si estos
términos gustan menos o se corresponden peor, pueden también llamarse katalē´pseis, creemos, sin duda,
que se los debe aceptar por sí mismos porque tienen en sí algo que abraza, por decirlo así, y contiene la
verdad. Y esto puede observarse en los niños», Fin., III, 17 (= SVF, III, 189).
166 Diógenes Laercio, VII, 86 (= Cris. I, 242 = SVF, III, 178). Cfr. También Cris. I, 166 (= SVF, III,
314).
167 Así en Fin., III, 20 (= SVF, III, 188), 22 (= SVF, III, 947), 23 (= SVF, III, 186), 58 (= SVF, III,
498); Diógenes Laercio, VII, 107-110 (= SVF, III, 493, 495 y 496).
168 La expresión es de T. Brennan, quien se basa en Epicteto, «de cuya ortodoxia en este punto no
tenemos ninguna razón para dudar», según nos dice; para concluir, por el uso que de él hace Epicteto, que
el término viene a ser equivalente a los de «apropiado», «razonable» y «ventajoso». T. Brennan, «Stoic Moral
Psicology», en CCS, ob. cit. [nota 92], pág. 268.
169 Fin., III, 58 (= SVF, III, 498).
170 Fin., III, 22 (= SVF, III, 497).
171 Diógenes Laercio, VII, 107-108 (= SVF, III, 493). Hay también en Cicerón un texto similar, en
Fin., III, 58.
172 Diógenes Laercio, VII, 85-86 (= Cris. I, 242 = SVF, III, 178).
173 Fin., III, 59 (= SVF, III, 498).
174 Cfr. supra, nota 137. Cfr. también, del propio Plutarco, «Contradicciones…» 1034B, ob. cit. [nota
78], págs. 217-218 (= Cris. I, 41 = SVF, III, 698).
175 Fin., III, 71. Aun cuando los griegos carecían de un término equivalente al nuestro de Derecho y,
por eso, procuramos evitarlo en la exposición de sus doctrinas (cfr. cap. 1, nota 4), los latinos sí lo tenían,
ius, y Cicerón lo empleaba, incluso en la exposición de los autores griegos, por lo que, al utilizar sus textos,
nos vemos a veces obligados a emplearlo.
176 Diógenes Laercio, VII, 128 (= SVF, III, 308). Igualmente SVF, III, 611. Decimos que tal vez vayan
más allá de Aristóteles, porque, como se recordará, este hablaba también, junto a lo justo por naturaleza, de
lo justo legal o justo por convención; pero se estaba refiriendo a la justicia política, o sea, a la vigente, a la
que se aplica de hecho en las colectividades políticas. Si los estoicos se refirieran a esto mismo, estarían
yendo más allá de Aristóteles, al no admitir más que lo justo natural; es decir, que no considerarían justicia
la que simplemente derivara de una ley o convención. Pero es posible que ellos se estén refiriendo solo a lo
que es considerado justo por la razón, y a la ley en ese mismo sentido: la ley de la razón. En ese caso, decir
que lo justo (todo lo justo) es justo por naturaleza, o que la ley de la razón es válida por naturaleza, no sería
otra cosa que decir que son válidos por sí mismos, o en sí mismos, sin necesidad de que se les añada una
disposición o convención. Esto no estaría en contradicción, ni iría más allá, con respecto a la postura de
Aristóteles. Aun cuando este planteamiento, sin tener en cuenta la justicia «política» o vigente, estaría
indicando una posición distante, alejada, con respecto a la política y al Derecho positivo. En este sentido
cfr. Plutarco, «Contradicciones…», 1033F y SVF, III, 324 (= Cris. II, 548).
177 Fin., III, 68. En el mismo sentido Diógenes Laercio, VII, 121.
178 Fin., III, 65, 67 y 70. Cfr. también Diógenes Laercio, VII, 124.
179 ND, II, 78. De manera similar en Fin., III, 64.
180 ND, II, 154.
181 Tal vez el más claro, sobre todo si nos referimos a las posturas hasta aquí expuestas, sea el de los
sofistas, en especial el de Protágoras. Pero los vínculos teóricos que los propios escépticos se atribuyen u
otros les atribuyen son mucho más amplios. Cfr. sobre esto (brevemente) M. L. Chiesara, Historia del
escepticismo griego, trad. de P. Badenas de la Peña, Madrid, Siruela, 2007, págs. 36-37.
182 El famoso Patriarca de Constantinoplia Focio (siglo IX) hizo un amplio resumen, y eso es
fundamentalmente lo que se nos conserva.
183 Tenemos en castellano dos traducciones, una con ese título, Esbozos Pirrónicos, de A. Gallego Cao y
T. Muñoz Diego, Madrid, Gredos, 1993, y otra con el título, más apegado al del original griego, de
Hipotiposis Pirrónicas, de L. Gil Fagoaga, Madrid, Reus, 1926. Se la suele citar como PH, y así lo haremos
nosotros, aunque normalmente nos referiremos a la primera de estas dos traducciones.
184 Ya la hemos mencionado varias veces a propósito de los estoicos, y hemos utilizado ya la sigla
habitual, M, considerándola como una sola obra con 11 libros. Pero en realidad se trata al menos de dos. La
primera abarca los seis primeros, y está traducida al castellano con el título, equivalente al general de
Adversus Mathematicos (entendiendo «Mathematicos» en el sentido griego, etimológico, de enseñantes), Contra
los profesores, trad. de J. Bergua Cavero, Madrid, Gredos, 1997. Los cinco libros restantes se refieren a los
«lógicos» (libros VII y VIII), a los «físicos» (IX y X) y a los «éticos» (libro XI).
185 Puede verse una discusión sobre esto en A. Bailey, Sextus Empiricus and Phyrrhonean Scepticism,
Oxford, Clarendon Press, 2002, págs. 25 y sigs.
186 Sobre esto puede verse J. Brunschwig, «Escepticismo», en J. Brunschwig y G. Lloyd (eds.), El saber
griego. Diccionario crítico, trad. esp., Madrid, Akal, 2000, pág. 663.
187 El hecho de que Diógenes Laercio (IX, 115-116), por lo demás remitiéndose a la opinión de otros,
dé una lista de «sucesores», no hace más que confirmarlo, puesto que se trata de nombres desconocidos
(hasta llegar a Enesidemo).
188 «Ni aparece, en efecto, pronunciándose sobre la realidad o no realidad de cosa alguna ni antepone
una cosa a otra en cuanto a credibilidad o no credibilidad, sino que mantiene el juicio suspenso en todas las
cosas», PH, I, 232.
189 PH, I, 233.
190 PH, I, 232.
191 No está claro si puramente gnoseológico, porque apunta también Sexto Empírico que para
Arcesilao la suspensión del juicio es buena y debe procurarse. Pero esta característica resulta más dudosa y
puede deberse a una mala interpretación, por parte de Sexto Empírico, o de otros, de las argumentaciones
ad hominem de Arcesilao contra los estoicos: puede ser que se trate simplemente de una conclusión que se
derivaría de los supuestos del adversario, es decir, que sería propio de los estoicos, algo que deberían
apropiarse los estoicos, no algo sostenido por el mismo Arcesilao. Esto también ha de decirse, y aun con
más razón, de otra opinión que se le atribuye en M, VII, 158: que recomienda (Arcesilao) orientar nuestra
vida y nuestras acciones por el criterio de lo «razonable». Cfr. una amplia discusión sobre estas dos posturas
u opiniones como propias de Arcesilao en A. Bailey, ob. cit. [nota 185], págs. 44 y sigs.
192 Cfr. PH, I, 226-231 y M, VII, 166-189.
193 Diógenes Laercio (IV, 62) recoge la anécdota de que Carnéades bromeaba acerca de que, gracias a
ellos, a que le proporcionaban materia para sus críticas, se había hecho famoso. En concreto aludía al dicho
corriente de que «sin Crisipo no habría Estoa», añadiendo: y yo tampoco sería nada sin Crisipo, «de no
haber existido Crisipo, tampoco existiría yo».
194 «¿Carnéades asumía su “probabilismo”, o este no se debe interpretar más que en términos de
dialéctica antiestoica?» Así C. Levy, «Academia», en El saber griego. Diccionario crítico, ob. cit. [nota 186], pág.
629. Una discusión más amplia en A. Bailey, ob. cit. [nota 185], págs. 62 y sigs. Ambos autores hacen
referencia a las principales investigaciones que han llevado a estas dudas actuales.
195 Se refiere a la «representación comprensiva», de la que hemos hablado con cierta amplitud en la
exposición de los estoicos.
196 PH, I, 235.
197 Esto es lo que se desprende de todos los testimonios de que disponemos, incluidos los escritos del
propio Sexto Empírico. En particular es lo que se desprende del hecho de que Enesidemo fuera el gran
teórico del escepticismo: «Diógenes Laercio, Aristocles y Focio nos presentan a Enesidemo como el gran
teórico de la Escuela Escéptica. De hecho, los Esbozos Pirrónicos de Sexto deben muchas de sus ideas
fundamentales a la formulación que Enesidemo había dado al Escepticismo.» Así A. Gallego Gao y T.
Muñoz Diego, «Introducción» a Esbozos Pirrónicos, ob. cit. [nota 183], pág. 28. Entre esas «ideas
fundamentales» aludidas destacan los 10 «tropos», o modos, o tipos de argumentación, que llevan a la
suspensión del juicio, que ocupan gran parte del libro I de los Esbozos, es decir, del que se dedica a la
exposición general del escepticismo. En esta obra Sexto Empírico no se los atribuye expresamente a
Enesidemo, pero sí lo hace en M, VII, 345 (como lo hace también Diógenes Laercio, IX, 78 y sigs.). La
relación de Sexto Empírico con Enesidemo presenta sin embargo problemas: no solo por esa falta de
mención expresa (en PH, I, 36-163), sino también porque en cambio Sexto Empírico lo conecta
expresamente con la filosofía de Heráclito, a la que él no está dispuesto a reconocer como escéptica (PH; I,
210-212 y múltiples referencias en Adversus Mathematicos). Esto lleva a los autores que acabamos de citar a
hablar de «la paradoja que se plantea al intentar reconstruir el pensamiento de Enesidemo» (Esbozos…, pág.
28). Otros califican esa conexión con Heráclito simplemente de «muy sorprendente»; así R. Bett, en Sextus
Empiricus, Against the Logicians, Cambridge, Cambridge University Press, 2005, pág. 69, nota.
198 PH, I, 36 y 164. La identificación de Agripa como autor de esos tropos, si bien no aparece en Sexto
Empírico, ni siquiera en otra obra suya, se la debemos a Diógenes Laercio (IX, 88-89).
199 Así se expresa A. Bailey, ob. cit., pág. 109, y cita a los autores partidarios de una y otra postura; él
por su parte se declara a favor de la hipótesis de que Sexto Empírico escribió sus obras a principios del
siglo III (así en págs. 110 y sigs.).
200 A. Bailey, ob. cit., págs. 115-116.
201 Y no era un caso aislado entre los filósofos; también otros, y en particular de la corriente escéptica,
fueron médicos. Cfr. sobre esto A. Bailey, ob. cit., págs. 86 y sigs. El propio Sexto Empírico (PH, I, 236)
afirma que «algunos dicen que la filosofía escéptica es idéntica a la corriente empírica, una de las corrientes
de la Medicina». En cuanto a que él era médico, hay múltiples textos que lo indican. Cfr. especialmente PH,
II, 236-240; M, XI, 47; Contra los profesores, ob. cit. [nota 184], I, 61 y 260.
202 Esto lo afirma expresamente Diógenes Laercio (IX, 116), tanto de Sexto, como de un discípulo
suyo. La denominación de «Empírico» junto al nombre de Sexto aparece en este pasaje de Diógenes
Laercio, y es posible que esto haya sido decisivo para que prevaleciera en la posteridad.
203 PH, I, 236-237.
204 «Al igual que los empíricos, los metódicos piensan que el médico debe prescindir de explicar los
estados mórbidos infiriendo realidades ocultas a partir de realidades evidentes», P. Pellegrin, «Medicina», en
El saber griego, ob. cit. [nota 186], pág. 340.
205 PH, I, 236-237. Para la aclaración del sentido de esta segunda diferencia cfr. PH, 237-240. Pero hay
que tener en cuenta que estos párrafos están al final de la exposición general del escepticismo, y es natural,
es lógico, pensar que se comprenderán mejor si se tiene en cuenta esa exposición general. Pero espero que
ya empiecen a aclararse por lo que vamos a decir a continuación.
206 Es un texto que hemos citado ya anteriormente a propósito de los estoicos. Cfr. supra, pág. 79 y
nota 100. Como decíamos allí, se trata de algo que puede ser entendido como compartido por los estoicos y
que de hecho coincide con un texto referido a ellos. El asentimiento de los escépticos no sería del mismo
tipo que el de los estoicos, sino más bien a título provisional, previo a la (posible) adhesión filosófica, como
luego veremos.
207 Recuérdese el sentido griego, etimológico, del término «fenómeno»: lo que aparece, lo que se
manifiesta.
208 PH, I, 19.
209 PH, I, 4. Cfr. También I, 13; II, 10…
210 PH, II, 246.
211 PH, I, 226. En sentido similar M, VIII, 158.
212 En un artículo juvenil (publicado en 1802) y que ha sido traducido al castellano y publicado como
libro, G. W. F. Hegel, Relación del escepticismo con la filosofía, edición de M. C. Paredes, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2006.
213 De varios de ellos se ha ocupado A. Bailey, ob. cit., págs. 175 y sigs.
214 PH, II, 9.
215 PH, I, 4.
216 PH, I, 3-4.
217 Así, por ejemplo, en PH, I, 165 y M, IX, 50-51.
218 PH, I, 2-3.
219 PH, I, 7.
220 PH, I, 230.
221 PH, I, 59. En el mismo sentido I, 78, 87, 93, 123…
222 PH, I, 117.
223 Según explicamos ya en nota 197.
224 Según queda explicado en nota 198.
225 La exposición de estos tropos ocupa gran parte del libro I de PH; del número 36 al 163 los de
Enesidemo, y del número 164 al 177 los de Agripa. Los mismos tropos están recogidos también, sin
grandes cambios, por Diógenes Laercio (IX, 79-88 los de Enesidemo; 88-89 los de Agripa).
226 J. Barnes, The Toils of Scepticism, Cambridge, Cambridge University Press, 1994, pág. 113.
227 Así A. Bailey, ob. cit., pág. 135.
228 PH, II, 188.
229 M, VIII, 481.
230 PH, I, 13.
231 PH, I, 14.
232 M. M. Patrick, Sextus Empiricus and Greek Scepticism, Boston, IndyPublish.com, 1.ª ed., 1899, pág. 73.
233 PH, I, 15.
234 PH, I, 198. En el mismo sentido M, XI, 19-20.
235 Preocupándose por aclarar previamente que «un fin es “aquello en función de lo cual se hacen o
consideran todas las cosas y él en función de ninguna” o bien “el término de las cosas a las que se aspira”»,
PH, I, 25.
236 PH, I, 25 y PH, I, 30.
237 PH, I, 28. El texto continúa así: «También los escépticos, en efecto, esperaban recobrar la serenidad
de espíritu a base de enjuiciar la disparidad de los fenómenos y de las consideraciones teóricas; pero no
siendo capaces de hacer eso suspendieron sus juicios y, al suspender sus juicios, les acompañó como por
azar la serenidad de espíritu, lo mismo que la sombra sigue al cuerpo», PH, I, 29.
238 PH, I, 29 y 30.
239 PH, I, 29. En el mismo sentido M, XI, 148-149.
240 PH, I, 29-30. Más ampliamente sobre esto en III, 235-238 y en M, XI, 150-161.
241 Sobre esta división cfr. supra, nota 93.
242 PH, III, 168.
243 PH, ibíd..
244 En M, XI, 21.
245 Lo mismo en PH, III, 169-178, que en M, XI, 21-41.
246 PH, III, 175. Lo mismo en M, XI, 35.
247 Cfr. supra, pág. 106 y notas 235-237. Que la serenidad de espíritu está vista por Sexto Empírico
como equivalente a la felicidad está avalado, aparte de por otros en que parece presuponerlo, por un texto
que indica expresa y simultáneamente de ambos que son lo propio, la finalidad del escepticismo: M, XI,
140.
248 Este no está en M, XI pero sí en PH, y ampliamente desarrollado: III, 198-232.
249 Es la que nosotros hemos recogido más arriba como enlace entre la exposición general del
escepticismo y la de su parte ética. Cfr. supra, pág. 107 y nota 240.
250 PH, III, 192.
251 Por esta razón, no lo expusimos al hablar de los estoicos antiguos.
252 Así aparece repetidas veces en Cicerón, Fin., II, 43; IV, 78; V, 73; De legibus, I, 55…
253 Esto nos lo transmite Séneca, ob. cit. [nota 10], Ep. 94, 15.
254 Séneca, ob. cit., Ep. 94, 12.
255 Séneca, ob. cit., Ep. 94, 9; Ep. 89, 13. Aun cuando Séneca repite la referencia a las abuelas, hay que
tener en cuenta que su actitud es crítica, frente a Aristón, y que, por tanto, bien se puede suponer que este
no se referiría solo a las abuelas, sino a la familia en general.
256 Decimos que no quiere saber nada de eso, porque sí lo conoce y lo discute, pero lo rechaza. Cfr. M,
XI, 200-206.
257 «Si tal arte existe está en relación con la teoría de lo bueno, lo malo y lo indiferente; por lo cual, al
ser irreales esas cosas, también será irreal lo del arte de vivir», PH, III, 239. Una vez puesta la ética en este
ámbito, de ciencia o conocimiento de la realidad, puede Sexto Empírico acudir a todos los argumentos
encaminados a refutar el conocimiento objetivo, con pretensiones dogmáticas, de la realidad en general. Y
así le vemos acudir a una refutación de la «representación aprensiva» de los estoicos como medio de
conocer la realidad (PH, III, 241-242; M, XI, 182-183).
258 PH, III, 243; M, XI, 197-199.
259 PH, III, 249. En cuanto a la aseveración de que «tales son la mayoría de las cosas que dicen […]»,
creo que se puede tomar como una exageración retórica.
260 M, XI, 162-166.
261 Así R. Bett, Sextus Empiricus: Against the Ethicists (Aversus Mathematicos XI), Oxford, Clarendon Press,
2000, pág. 178.
262 Esta interpretación se refuerza por el uso de la locución adverbial «tal vez» (tyjòn) que aparece en el
texto: indica que se trata de un ejemplo, de uno de los casos posibles.
263 PH, I, 17.
264 PH,I, 231.
265 Ya hicimos referencia a que sobre los sentimientos naturales habían hablado ampliamente los
epicúreos y los estoicos; lo mismo hay que decir de los instintos, tanto si se los considera incluidos en los
anteriores como si no. Pero también hay que advertir que diferían en la interpretación que daban de ellos
(sentimientos e instintos). Por ello podemos pensar que esa «guía natural» a la que se está refiriendo Sexto
Empírico no es tan evidente o poco problemática (en el nivel al que él se refiere) como parece estar
suponiendo.
266 PH, I, 23-24. En otra ocasión se refiere a estos párrafos repitiendo brevemente las cuatro exigencias
o fundamentos de la conducta (PH, I, 237).
267 Cfr. supra, pág. 108 y nota 248.
268 PH, III, 245-249. Cfr. también supra, nota 259.
269 «En cuanto a lo “bueno” (agathón), este nombre suele aplicarse a todo lo “admirable” (agastón)»,
Platón, Crátilo, 412b, trad. de J. L. Calvo, en Diálogos, II, Madrid, Gredos, 1983, pág. 415.
270 El año 155 a.C., junto con el aristotélico Critolao y el estoico Diógenes de Babilonia.
271 En una obra que tenemos actualmente traducida al castellano: Lactancio, Instituciones Divinas, trad. de
E. Sánchez Salor, Madrid, Gredos, 1990. El testimonio a que aludimos (V, 14-16) se encuentra en el vol. II,
págs. 143 y sigs. Una referencia a esa embajada o delegación de los filósofos atenienses (y más bien en
términos elogiosos) la había ya hecho Cicerón, De oratore, II, 155. Hay traducción castellana de esta obra,
Sobre el orador, trad. de J. Javier Iso, Madrid, Gredos, 2002. El texto aludido está en la pág. 272.
272 Solo la amistad, propia de los sabios, es decir, la ausencia, o neutralización, anulación, del conflicto
de intereses, es para los epicúreos garantía del comportamiento adecuado (justo), sin necesidad de coacción.
En
cuanto a las cuestiones planteadas por Carnéades, no cabe duda de que presentan casos de una
especial dificultad. Los propios estoicos mantenían discusiones sobre los derechos que correspondían a
cada una de las partes en situaciones de ese tipo, según nos atestigua Cicerón, De officiis, III, 89-92.
CAPÍTULO 6
El pensamiento jurídico en Roma: Marco Tulio Cicerón
6.1. ADVERTENCIA GENERAL
El estudio del pensamiento jurídico en Roma, desde el punto de vista
filosófico, ofrece el especial interés de que en él el pensamiento griego sufre una
inflexión. Los romanos, que estaban extraordinariamente dotados para el
Derecho, no fueron, sin embargo, capaces de elaborar una filosofía, ni siquiera
con respecto al Derecho, ni fueron tampoco capaces de comprender, de asimilar
adecuadamente la que habían elaborado los griegos. En la distorsión que en
manos de los romanos sufren las ideas filosóficas de los griegos cuenta como un
elemento importante el hecho de utilizar una lengua distinta. Como ha señalado
Heidegger con referencia al término alemán que significa traducción (Übersetzung:
de über, sobre, y Setzung, posición), esta incluye siempre una superposición de la
mentalidad del traductor a las ideas que se traducen. Los griegos no habían
hablado nunca del Derecho en el sentido que este tuvo para los romanos; ni
siquiera tenían una palabra equivalente a la latina ius o a la castellana «Derecho».
Sus ideas acerca de este las hemos tenido que exponer en torno a los conceptos
de justicia, ley, Estado… Los romanos, en cambio, no solo tenían una palabra
para designar el Derecho, ius, sino que además esta polarizaba de tal manera su
interés, ejercía tal influjo en su manera de pensar, que convertían en jurídico
incluso lo que no lo era.
Esto es lo que ocurre con la doctrina de los griegos sobre lo justo natural.
Los romanos buscaban ante todo encontrar un orden, una pauta práctica de la
conducta de relación entre los hombres, y en las doctrinas de los griegos sobre la
justicia y la ley natural vieron un medio de completar su propio Derecho, aun
cuando eran en general demasiado prácticos y demasiado entusiastas de sus
instituciones como para abandonarlas o anularlas en aras de las exigencias de las
ideas de los griegos. Pero sí aplicaron la palabra «Derecho» (ius) también a veces
a lo que en la doctrina griega está concebido más bien como la materia o
ambiente de donde se extraen o derivan las regulaciones o conductas que de
hecho rigen en las comunidades políticas. Esa materia, según hemos visto en la
exposición de Aristóteles, podía incluso ser aplicada directamente, en estado
puro, natural, en ausencia de regulaciones convencionales o legales, o cuando
estas se manifestasen claramente incorrectas. En esto coincide la doctrina de los
griegos, en concreto la de Aristóteles, con el papel que a veces le iban a atribuir
los romanos, e incluso estos se quedaron cortos con respecto a las posibilidades
de aquella1. Pero para los griegos, aun en esos casos de aplicación práctica
directa, esa materia permanecía con sus cualidades plásticas o fluidas, sin esa
consistencia o rigidez que dan los moldes o formulaciones, y que
inevitablemente sugiere la palabra ius o la palabra «Derecho». Esto es lo que se
perdió con el giro que los romanos dieron a la doctrina griega de lo justo o la
justicia natural, al aplicarle la denominación de ius naturae o ius naturale. Y esta
denominación iba a ser decisiva para la orientación y el significado de su
doctrina a lo largo de toda la historia del pensamiento occidental.
6.2. MARCO TULIO CICERÓN
Es el más destacado intermediario entre la filosofía griega y el pensamiento
del Occidente cristiano. Extraordinariamente dotado, fue el principal orador
romano, un político más que notable y un asombroso conocedor de la filosofía y
la cultura de su tiempo. Esto, unido a la época en que le tocó vivir, los últimos
años de la República romana, han hecho de él una de las personalidades más
interesantes de la historia humana y, por consiguiente, una de las más estudiadas.
Uno de los temas de estudio ha sido el de su propia vida. Una biografía reciente2
menciona, solo en el siglo XX y en lo que va hasta ella del siglo XXI, 61 biografías
anteriores3. Con el interés ha ido unida la polémica, que empieza también por la
valoración general de su personalidad. Los elogios no han sido unánimes4. Pero,
por encima de todas las críticas y todas las dudas acerca de su valía personal y de
la valoración que merezca su obra, siempre queda que sus numerosos escritos, a
pesar de algunos períodos en que se les ha otorgado una menor consideración,
«han continuado siendo de gran interés para muchos a través de los siglos, hasta
la época presente»5. En nuestro caso, su especial atención a los temas jurídicopolíticos hace más imprescindible su estudio y toma en consideración6.
Nació el año 106 a.C. (el mismo que Pompeyo, cinco años antes que Julio
César) en la población de Arpino, a unos cien kilómetros al sudeste de Roma. Su
padre era un hacendado agricultor, ciudadano romano, perteneciente al orden o
rango de los equites (caballeros). Pero debía de pretender un porvenir más
ambicioso para sus hijos, porque los trasladó a ambos (Marco y Quinto) siendo
aún unos niños, para que se educaran en Roma bajo la dirección del que era
entonces el más célebre orador: Lucio Licinio Craso (pariente del que iba a ser
luego el más famoso de los Crasos, triunviro con Pompeyo y César). La retórica
y la filosofía eran el objeto primordial de esa educación. Pero Marco además se
aplicó también por esos años al estudio del Derecho, escuchando las respuestas
que daba a sus clientes el famoso jurista Quinto Mucio Escévola (el Augur).
Muerto este, también se acogió al magisterio de otro Escévola (el Pontífice). A
esta época corresponde la primera obra de Cicerón que nos ha llegado: un
tratado de retórica, sobre una parte de la retórica, De inventione o De inventione
rhetorica7. Aun cuando su fecha de redacción es incierta, y probablemente se llevó
a cabo en varias etapas, desde luego no es posterior al año 81 (se entiende «antes
de Cristo»; en adelante prescindiré de esta advertencia, que se sobrentenderá
generalmente en las fechas).
Por el año 88 había llegado a Roma un grupo de intelectuales procedentes de
Grecia, que venían huyendo de la guerra de Mitrídates. Entre ellos estaba nada
menos que Filón de Larisa, a la sazón director de la Academia, de la que tenía
como referencia a Carnéades, y se conocía como «Nueva Academia»8. Según
Cicerón reconocerá más tarde, se entregó por completo a él «animado por una
extraordinaria pasión por la filosofía».
En el año 81 y el siguiente Cicerón se dedica a la oratoria forense. Es en el
siguiente (el año 80) cuando se produce su primer éxito resonante: la defensa de
Sexto Roscio Amerino, quien era acusado por un liberto y hombre de confianza
del dictador Sila.
No es preciso pensar en el miedo a las represalias del dictador (aun cuando
eso es lo que afirma expresamente Plutarco), para explicar el viaje y estancia de
dos años (79 y 78) en Grecia. Era un viaje que solían hacer entonces los jóvenes
romanos con aspiraciones, para completar su formación, y desde luego Cicerón
era uno de ellos. Lo que a él le interesaba perfeccionar era ante todo su oratoria
y sus conocimientos filosóficos. Con respecto a estos últimos tenemos su
testimonio expreso de que estuvo en Atenas «seis meses con Antíoco». Se trata
de Antíoco de Ascalón, quien contraponía a la Nueva Academia de Carnéades y
Filón la que él denominaba la Antigua Academia, es decir, la de Platón; pero que
abarcaba, según él, no solo a los propiamente platónicos, sino también a los
aristotélicos, puesto que estos eran también continuadores de Platón; y
asimismo a los estoicos, que, si se diferenciaban de los anteriores, era por sus
expresiones y en apariencia, más que en realidad9.
A la vuelta de Grecia podría empezar su carrera política (cursus honorum)
cuando contara con la edad mínima para ello: treinta años, que cumplía al año
siguiente, el 76. Y en efecto ese año fue elegido cuestor, para Sicilia en el año 75.
Esto daría ocasión a que más tarde los sicilianos le encargaran la defensa de sus
intereses contra Verres, quien había sido nombrado gobernador allí para el año
73 pero que, por causa de la revolución de Espartaco, había visto prolongado su
mandato para otros dos años. El éxito, esta vez como acusador, contra Verres
por el delito de concusión, fue rotundo. Y, para quien no contaba con
antecesores ilustres en la política (homo novus),la fama que estos éxitos en los
tribunales le reportaban sería sin duda decisiva. El caso es que culminó su
carrera política con el consulado (a la edad mínima de cuarenta y tres años) en el
año 63. Durante él se produjo la conjuración de Catilina. Cicerón no solo tuvo
ocasión para sus discursos políticos más brillantes, los cuatro contra Catilina,
sino que mostró unas extraordinarias dotes como gobernante, al descubrir y
derrotar la conjuración. Pero tal vez se excedió en la represión, al mandar
ejecutar a varios ilustres conjurados que habían sido apresados. Aun cuando
contaba para ello con una decisión del Senado, prescindió de un juicio legal,
entendiendo (tal como explicaría más tarde) que enemigos declarados del Estado
no tenían por qué ser tratados como ciudadanos romanos, sino como enemigos
extraños (hostes).
Esto marcaría toda su vida futura. Ante el auge por algún tiempo del partido
de la plebe, que en cierto modo era un renacer del movimiento de los
catilinarios, Cicerón se ve obligado al exilio, durante más de un año. A su
regreso (año 57), aparte de su actividad para recuperar sus bienes y su prestigio,
trata de ejercer un papel protagonista, o al menos destacado, en la política. Pero
se ve impedido por la existencia (desde el año 60, y reafirmada en el 56) del
llamado «primer triunvirato», que en realidad no era más que un pacto entre
Pompeyo, Craso y César. Esta es la época de redacción de la primera serie de
grandes obras: De oratore, De re publica y De legibus10.
En el año 52, como consecuencia de un enfrentamiento entre la bandaescolta de Clodio (líder del partido de la plebe y enemigo acérrimo de Cicerón) y
la de Milón (partidario del Senado y amigo de Cicerón), aquel es herido y luego
rematado11. Cicerón se encarga, esta vez sin éxito, de la defensa de Milón, quien
es condenado al exilio12.
Al año siguiente tuvo que aceptar, aunque no le agradaba ausentarse de
Roma, el gobierno de la provincia de Cilicia. A su vuelta de ese gobierno, muy
pronto empieza (año 49) la guerra civil entre César y Pompeyo. Cicerón se ve
obligado a alinearse con Pompeyo. Pero, tras la victoria de César, este le otorga
su perdón. Y aquí se sitúa la segunda gran época de la producción escrita:
primero, en el año 46, Brutus13 y Orator14; y, en el año 45 y comienzos del 44, De
finibus bonorum et malorum, Tusculanae disputationes, De natura deorum, De divinatione,
De fato15…
Después de la muerte de César (marzo del 44) se redacta la última obra
doctrinal que nos parece imprescindible destacar: De officiis16. El 7 de diciembre
del año 43 se produce la muerte de Cicerón, a manos de los soldados de Marco
Antonio, contra el que había hecho públicas sus Filípicas, la segunda serie de sus
discursos políticos más famosos (junto con los cuatro contra Catilina, a los que
ya hemos aludido).
Estos apuntes pueden bastar para advertir la complejidad de la vida de
Cicerón, pero su obra, su producción intelectual, no es menos compleja. Aparte
de las cartas, comprende dos grandes bloques: por un lado, los discursos; por
otro, las obras más o menos filosóficas, o doctrinales.
Los discursos están orientados a la defensa de una causa o, con menos
frecuencia, a una acusación, ante los tribunales; o bien a la defensa o
recomendación de una opción política, ante el Senado o el pueblo. Ya se
entiende que en ellos los elementos partidistas o propagandísticos no pueden
estar muy ausentes. De hecho Cicerón llegaba a veces a verdaderas caricaturas,
como es el caso de la caracterización del estoicismo en el discurso Pro Murena17.
La otra serie de obras es la que hemos calificado de doctrinales y más o
menos filosóficas18. Están escritas generalmente en forma de diálogo, y no
siempre interviene personalmente Cicerón o una clara representación de su
persona. Aun en los casos en que interviene, puede esta intervención ser muy
reducida. Extraer su pensamiento de lo que diga cualquiera de sus personajes sin
diferenciarlos adecuadamente es una simplificación inaceptable, en la que sin
embargo se incurre con frecuencia.
Otra simplificación, a la que también se acude para facilitar la exposición del
pensamiento ciceroniano, es adscribirlo a la corriente estoica, e interpretarlo
dentro de ella, valiéndose de las concepciones generales de esa doctrina. Esta
adscripción tiene un fundamento: en cuanto que a veces se inspira en el
estoicismo o sigue claramente a Panecio, representante del estoicismo medio.
Pero de manera general, y en especial con referencia al estoicismo antiguo, es
infundada. Como ya vimos en el capítulo anterior, dedica al estoicismo (se
entiende el antiguo) múltiples críticas, a veces bastante acerbas. Y la adscripción
general que hace de sí mismo y que con frecuencia le atribuyen también sus
interlocutores en los diálogos es al escepticismo de la Academia Nueva (de
Arcesilao y Carnéades), por lo demás en la versión del probabilismo, que ha
predominado, al menos hasta época reciente, en la interpretación de
Carnéades19. También puede inducir a error calificar a Cicerón simplemente
como ecléctico. En primer lugar, porque eso puede suponer que acogía las ideas
ajenas sin someterlas a su propio juicio y sin añadirles ninguna aportación
personal: esto es difícilmente concebible en quien tenía una idea tan elevada de
sí mismo20. Y, en segundo lugar, puede inducir a error, en cuanto suponga
confundir la simple acumulación o agregación de doctrinas con lo que es
propiamente el escepticismo antiguo en sus distintas versiones21, una de las
cuales sería la del propio Cicerón.
Conforme a la orientación indicada, de evitar las excesivas simplificaciones
(las que dan lugar a confusiones considerables), procederemos a continuación a
exponer por separado las obras más importantes para conocer el pensamiento
jurídico de Cicerón. Esto no supone desconocer o negar que haya en definitiva
una íntima unión o unidad en la personalidad de Cicerón y, por consiguiente,
también en todas sus obras22. Por ello es adecuado completar y aclarar unas con
otras, incluso las doctrinales también con los discursos. Pero esto no puede
hacernos olvidar que se trata de obras de clase diferente ya por su propio
carácter general, o bien de obras singulares que se diferencian por la diversa
finalidad de cada una de ellas, por la diversidad de circunstancias en que se
producen y por los distintos destinatarios a que se dirigen. Así que es natural que
también se diferencien en los medios o procedimientos de que se sirven.
Empezaremos por la obra juvenil De inventione rhetorica, que desde luego ha
sido objeto de una de esas simplificaciones a que nos hemos referido: al
equipararla o asimilarla al resto de las obras. No es equiparable, aparte de su
carácter juvenil, porque el propio Cicerón como tal la desautorizó: «Aquellos
balbuceos y rudimentos que siendo muchacho o jovencito irreflexivamente di a
conocer a partir de mis apuntes de clase apenas son dignos de esta época y de
esta experiencia que he acumulado»23. Pero nosotros no podemos prescindir de
ella; en primer lugar, por esa misma asimilación (que se ha hecho) al resto de la
producción ciceroniana, lo que ha dado lugar a que desempeñe un importante
papel como autoridad, y especialmente en el campo que a nosotros más nos
interesa, el del pensamiento jurídico, y también porque nos sirve para conocer
un poco las ideas que predominaban en el ambiente de los Escévolas24 y, por
eso mismo, el ambiente jurídico en el que se educó Cicerón.
Se la conoce en general con el título abreviado de De inventione, pero es desde
luego una obra de Retórica, y esta es, como se sabe, el arte o disciplina del buen
decir, con referencia sobre todo a los discursos. Siguiendo una tradición que se
había impuesto desde Aristóteles, Cicerón distingue tres clases de discursos (I,
7): el demostrativo, el deliberativo y el judicial. El sentido del primero se
entiende mejor por sus dos ramas, que son la de alabanza u homenaje y la de
censura o recriminación. El deliberativo se propone llegar a una recomendación
o proposición, y tiene lugar ante todo en las asambleas políticas. El tercero es el
judicial, y se refiere, o bien a la acusación (querella) y a la defensa, o bien a la
petición (demanda) y su denegación o desestimación. Más tarde (II, 13) Cicerón
advertirá que él se refiere al discurso judicial, aun cuando muchas de las cosas
que se dicen con respecto a él puedan acomodarse también a las otras dos clases
de discurso25.
La invención es desde luego solo una parte de la retórica. Y Cicerón la
define expresamente (I, 9): «La búsqueda de las cosas verdaderas o verosímiles
que hacen aceptable la causa (el asunto judicial).» Esas cosas son, claro está, los
argumentos e ideas que puedan inclinar a esa aceptación. Y lo que tiene que
hacer la retórica (en su parte o fase de invención) es facilitar esos argumentos e
ideas, para lo que recurre a las canteras o «lugares» en que se los puede
encontrar, especialmente los argumentos e ideas que no son propios o
particulares de una determinada causa, sino que se pueden aplicar a diversas
causas o asuntos. Por lo tanto, serán las canteras o «lugares comunes» los que
fundamentalmente interesan (II, 47-48).
Es dentro de este contexto general de los «lugares comunes», es decir, de las
canteras para los argumentos, donde se sitúa el principal pasaje de la obra
referente a las distintas clases de Derecho. Pero, antes de exponerlo, hemos de
precisar o estrechar más el contexto. Cicerón distingue los diversos problemas o
cuestiones que se pueden plantear ante el juez o tribunal. La primera es la
cuestión de hecho: si este se ha realizado y por quién. La segunda es la del
nombre o denominación que se ha de dar a ese hecho. La tercera es la cuestión
de procedimiento: si los que litigan son los que tienen que litigar, y el tribunal el
que tiene que juzgar, y si la ley, o la pena, o el delito invocados son los que
corresponden, y el tiempo es el adecuado. Finalmente está la cuestión que
Cicerón denomina «general», pero que, dados los caracteres que le asigna,
podemos entender como calificativa o de calificación. Es en esta donde Cicerón
habla de las distintas clases de Derecho. Pero todavía distingue en ella dos
partes: una es la que llama «negocial» (negotialis), es decir, la que investiga el acto
o negocio jurídico, y otra la que llama «jurídica» (juridicialis), que define como la
que «investiga la naturaleza de lo que es justo y de lo que es injusto y los
fundamentos de la pena» (II, 69). Podríamos esperar que fuera en esta segunda,
al hablar de esta, donde Cicerón colocara las clases de Derecho que se pueden
invocar como argumentos. Pero no es así, sino que es en la primera, al hablar de
la «negotialis», cuando nos da su enumeración o exposición, si bien advierte
luego, al hablar de la «iuridicialis» (II, 70): «Los argumentos de que hemos
hablado se han de tomar en esta de los mismos lugares que en la negocial.»
Veamos, pues, ya cómo llega Cicerón a hablar de las diversas clases de
Derecho. Es, como hemos dicho, a propósito de la cuestión «negocial», que
define como la que «en el mismo acto o negocio del Derecho positivo (iuris
civilis) envuelve una controversia» (II, 62). Y la explica con un ejemplo: el de un
pupilo nombrado heredero y que muere antes de llegar a su emancipación. El
litigio surge entre los parientes del pupilo y los parientes del testador. Cicerón
termina esa explicación advirtiendo: «Por lo tanto, se habrá entendido cómo es
que en una sola cuestión se hagan diversos (plures) raciocinios e impugnaciones
de esos raciocinios y, por consiguiente, diversos enjuiciamientos (iudicationes)» (II,
64). Es ahora, inmediatamente a continuación, cuando nos dice: «Veamos los
preceptos de esta clase», es decir, los que sirven de base a los distintos
enjuiciamientos. Y continúa:
Por ambas partes, o por todas si son más de dos, se ha de considerar de qué cosas consta el
Derecho (ius ex quibus rebus constet). Su comienzo (initium) parece derivado de la naturaleza; y que
algunas cosas han venido a convertirse en costumbre por razón de su utilidad, que puede ser clara
para nosotros o permanecer oscura; que luego, no obstante, algunas cosas, bien ya aprobadas por la
costumbre o que en todo caso (vero) parecieron útiles, fueron confirmadas por las leyes; y
ciertamente (parece) que es Derecho de la naturaleza lo que nos venga no de la opinión, sino de
cierta fuerza innata, como es el caso de la religión, el respeto (pietatem), la gratitud, el sentido de la
retribución (vindicationem), la consideración mutua, la veracidad (II, 65).
Hemos empleado la palabra «cosas» siguiendo la terminología de Cicerón,
quien al principio del párrafo nos ha invitado a considerar «de qué cosas consta
el Derecho», es decir, qué cosas son las que constituyen el Derecho. Pero las
cosas de que consta o que constituyen el Derecho bien pueden designarse como
sus partes integrantes, sus elementos. La consecuencia bien clara es, pues, que
Cicerón no nos habla propiamente de distintos Derechos, ni siquiera de distintas
clases de Derecho, sino de un solo Derecho, que puede estar constituido por
diversas partes integrantes, diversos elementos.
De acuerdo con esto, el «Derecho de la naturaleza» de que Cicerón nos
habla no sería un Derecho independiente, sino un elemento más que tener en
cuenta dentro del conjunto que aplicamos como Derecho, del conjunto que
constituye lo que llamamos Derecho. Y, si con esa terminología de naturae ius se
está refiriendo, como parece, a lo mismo que al principio del párrafo se ha
designado como «derivado de la naturaleza» (ab natura ductum), no cabe duda,
porque se ha dicho expresamente que eso es solo el «comienzo» (initium) del
Derecho.
Esta interpretación se confirma por la comparación o confrontación de este
pasaje con el otro en que dentro de esta misma obra se habla del Derecho
natural (II, 160-161). Allí se define este de manera similar: «Lo que no engendró
la opinión, sino que lo implantó una cierta fuerza que hay en la naturaleza»; y a
continuación se mencionan los mismos ejemplos o derivaciones del Derecho de
la naturaleza: «religionem, pietatem, gratiam, vindicationem, observantiam,
veritatem». Pero inmediatamente antes, en el párrafo anterior, hablando de la
justicia, está lo siguiente: «Su comienzo (initium) surge de la naturaleza; después
algunas cosas vinieron a convertirse en costumbre por razón de su utilidad;
luego algunas cosas surgidas (profectas) de la naturaleza y aprobadas por la
costumbre las sancionó el miedo de las leyes y la religión.» Fuera de que la
palabra initium está referida a la justicia, el paralelismo de todo el pasaje con el
anterior (el de II, 65) es indudable. Pero aquí está quizá más claro que lo que
surge de la naturaleza, lo que aprueba la costumbre y lo que sancionan las leyes
es lo mismo; que pasa por diversas fases o etapas; pero que se integra en un
mismo conjunto. Y este conjunto es lo que en el pasaje anterior (II, 65) era
tenido en cuenta como fundamento de Derecho para resolver cualquier caso,
para el enjuiciamiento de cualquier acto o negocio jurídico.
Resulta así que la postura de Cicerón (en esta obra) no es en realidad muy
distante de la de Aristóteles sobre la «justicia natural»: en ambos se trata de algo
que está considerado como válido en la sociedad política, que puede alegarse
como argumento en los juicios; pero que no se deriva de la imposición de una
autoridad o de la expresión de una opinión, ni simplemente de la práctica de una
costumbre, sino que tiene un fundamento más profundo: en la naturaleza, en
una fuerza o propiedad de la naturaleza26. Solo que Cicerón, para expresar eso,
pudo utilizar, y creyó que no había inconveniente en utilizar, aparte de la palabra
«justicia», otra que no tenía equivalente en griego, la palabra latina ius. Esta,
como ya indicábamos al principio del capítulo, sugiere inevitablemente la idea de
una mayor independencia para lo justo natural: como si se tratara de algo que no
solo surge de la naturaleza, que tiene su origen en la naturaleza, sino que
también puede subsistir, puede concebirse, por sí mismo como Derecho, que
puede constituir Derecho, sin más apoyo que el de la naturaleza; como un
sistema válido por sí mismo, paralelo, al lado, del consuetudinario y del legal.
Para que esta concepción se afianzara y extendiera, no hubiera bastado
solamente con el empleo de la palabra ius (y sus correspondientes traducciones).
Un nuevo elemento que se añadió fue que se creyó que se podía contar con el
apoyo de la autoridad de algunas doctrinas. A eso también contribuyeron
precisamente los textos de esta obra juvenil de Cicerón27: sus definiciones del
naturae ius se repitieron una y otra vez aisladas del contexto, con lo que ese ius
parecía estar dotado de una cierta consistencia, como un Derecho
independiente.
Si de todas las obras de Cicerón hemos dicho que hay que tener en cuenta
también su repercusión o influjo posterior, en el caso de la De re publica esta
cuestión se complica o se mezcla con la de su transmisión. Muy apreciada en la
Antigüedad, debió de dejar de interesar en la Edad Media, puesto que
desapareció: cuando volvió el interés por ella en el Renacimiento, no se
encontró ningún manuscrito. Y así hasta el año 1819, en que apareció en un
palimpsesto, es decir, en un manuscrito raspado, para escribir sobre él otro
texto; pero, no nos engañemos, muy incompleto: casi todo pertenece a los dos
primeros libros; de los otros cuatro de que consta la obra, entre los escasos
restos del manuscrito y las abundantes citas y testimonios en obras de la
Antigüedad que sí nos han llegado, se considera que en todos ellos hay algo
digno de figurar en las numerosas ediciones que posteriormente se han hecho.
En cuanto a su carácter, Cicerón trata de asimilarla a sus obras más
filosóficas, pero el argumento que insinúa, que el tema ha sido tratado por los
grandes filósofos28, lo más que prueba es que puede ser filosófica. Que de hecho
lo sea no nos resulta fácil de aceptar, puesto que en dos preámbulos que se nos
conservan (a los libros I y III) Cicerón exalta sobre todo al hombre de acción, es
decir, al político, si bien en su dimensión más noble, como hombre de Estado,
es decir, como legislador y como gobernante. Es cierto que el segundo de estos
preámbulos nos dice (III, 5) que a quien hay que preferir sobre todos los demás
es a quien haya decidido añadir a sus dotes naturales y a las que deba a las
instituciones cívicas, otros «estudios (doctrinas) y un más amplio conocimiento de
las cosas». Pero no nos tranquiliza demasiado ver que esto se aplica a los tres
principales interlocutores del diálogo: Publio Escipión (Emiliano), Gayo Lelio y
Lucio Filo. Porque del primero sabemos que fue el implacable destructor de
Cartago y de Numancia; del segundo que fue íntimo amigo del primero y su
compañero en la guerra contra Cartago (aludido en I, 18), y del tercero que,
siendo cónsul (año 136), promovió que su predecesor en el consulado fuera
entregado a los numantinos, antes que cumplir el tratado que este había hecho
con ellos (aludido en III, 28). Todavía podemos sin embargo hacer algunas
reflexiones que contrarrestan todo eso. Así que Filo debía este apelativo a su
«amor» por la cultura griega, y que «hablaba un latín perfecto y más erudito que
los demás»29. Que Lelio no solo era famoso por su amistad con Escipión, sino
también porque era amigo del filósofo Panecio, y que era reconocido como
«sabio»30. Que Escipión era un gran protector y amigo de los más destacados
intelectuales de su época, entre ellos Panecio y Polibio31. Y que a los tres se los
elogia, no solo por su honorabilidad y gloria política, sino también por su
cultura32.
Claro que podría alegarse que lo que nos interesa en definitiva es la
personalidad y actitud del propio Cicerón. A esto hay que contestar dos cosas:
en primer lugar, que no es nada fácil resolver directamente esta cuestión, porque
con lo que nos encontramos es con toda la complejidad de su personalidad y la
variedad de sus posturas o actitudes. Resumiendo, podríamos decir que en la
segunda gran época de su producción literaria (años 46-44) predomina en él la
actitud filosófica, mientras que en los años de redacción de La república
predomina todavía la actitud del político y una cierta obsesión por la defensa de
su actuación en el consulado33. Dadas las dificultades para actuar ahora
directamente, por la existencia del llamado primer triunvirato, su pasión política
se vuelca en obras con esa temática: De re publica y De legibus. Esta última es más
sosegada y está más vinculada con la filosofía, mientras que la primera se
encontraba destinada a una publicación inmediata, aun cuando, tal como se
expresa el mismo Cicerón, se trata de «una obra amplia, difícil y que necesita
mucho tiempo»34. Ahora bien, ¿hasta qué punto va a ser expresión de la propia
actitud de Cicerón? Esto es lo que tenemos que contestar, en segundo lugar, a
continuación.
Según nos atestigua en una carta a su hermano Quinto, tuvo vacilaciones
con respecto a la ubicación en el tiempo del diálogo y a si debía intervenir él
mismo. Había comenzado por situarlo poco antes de la muerte de Escipión (año
129), con los personajes a los que ya hemos hecho alusión, pero dudaba si
ponerlo en su propia época, para hablar él personalmente. A favor de la primera
opción estaba que «la dignidad de los personajes daba cierto peso al discurso»,
mientras que a favor de la segunda que él también era «un consular y alguien que
anda metido en los más altos asuntos del Estado»35. Finalmente se impuso la
primera opción, como ya sabemos. Pero, además de los tres personajes
principales que ya hemos mencionado, hemos de llamar la atención sobre otro,
que aparece (I, 18) como yerno y acompañante de Lelio. Se trata de Quinto
Escévola (el Augur). Este puede servir para dar verosimilitud al diálogo, puesto
que había sido maestro de Cicerón en sus años jóvenes y pudo relatarle los
coloquios de su suegro con Escipión y los otros miembros de su círculo36.
Resulta así que no solo son históricos y reales los personajes, sino que además
sus opiniones pueden ser también reales, propias de los personajes a los que se
atribuyen. Naturalmente puede suponerse que Cicerón de algún modo las
comparte, puesto que las expone y desarrolla. Pero esto también podría
obedecer a un interés histórico, al deseo de reproducir el pensamiento de una
parte de la aristocracia romana, en los tiempos en que todavía conservaba su
esplendor y empezaban sus dificultades. Recuérdese que también Platón
reproducía, a través del personaje de Calicles, el pensamiento de la aristocracia
ateniense más reaccionaria, sin que tengamos que suponer que se identificaba
con ella37. En todo caso lo que no puede darse por supuesto es que Cicerón se
identifique completamente, al 100 por 100, con las ideas de los diversos
personajes que expone, ni siquiera con las del conjunto de todos, cuando a estos
los muestra de acuerdo, lo que ocurre de vez en cuando.
La primera ocasión en que aparece esa unanimidad es en la oposición a los
partidarios de Tiberio Graco. Lógicamente, en una reunión de personas
importantes e interesadas por la política, que tiene lugar el año 129, tenía que ser
objeto de preocupación y de conversación la muerte violenta de T. Graco (año
133), y la consiguiente división del Senado y del pueblo romano (I, 31). Los
partidarios de Graco son (a los ojos de Lelio) «detractores y envidiosos de
Escipión» y, por consiguiente, se los presenta como la «otra parte», el otro
partido dentro del Senado: el que se opone a todos ellos con Escipión a la
cabeza; aunque es este «el único que puede hacer frente a cosas tan peligrosas»38.
Entre las cosas peligrosas a que hay que hacer frente, se menciona expresamente
que están «angustiadas las personas honradas y en buena posición económica».
No cabe, pues, duda de que todo el grupo de interlocutores aparecen claramente
como conservadores39.
Se comprende así fácilmente que el primero, de los tres grandes temas que
van a ocupar todo el diálogo, sea el de «cuál es el mejor régimen político» (I, 33),
máxime teniendo en cuenta que Polibio (a quien se menciona poco después) ya
había sostenido que el mejor era el romano40. Lelio lo recoge con énfasis: «Que
el régimen político que nos han dejado nuestros mayores es con mucho (longe) el
mejor» (I, 34). Pero Polibio había elogiado, al lado del romano, el régimen de
Esparta y había llamado la atención sobre la sabiduría de su legislador Licurgo.
Los romanos, aquí Escipión, siguiendo a Catón (en II, 2), no van a presumir de
legisladores singulares, sino más bien de que su constitución política es el
producto del talento de muchos y no se ha establecido en una sola generación,
sino a través de los siglos. Y, si Polibio había insinuado que los romanos debían
también en este campo mucho a los griegos41, ellos replican que «incluso las
cosas tomadas del exterior se han realizado aquí mucho mejor» (II, 30).
Asimismo Polibio había dicho que, si los romanos habían llegado a una
situación parecida a la de Esparta, no había sido «por alguna previsión», sino
más bien por azar, reflexionando sobre sus múltiples peripecias y peligros42; el
punto de vista de la aristocracia romana (Escipión) es: «Que el pueblo romano
se ha consolidado no por azar, sino por saber (consilio) y disciplina, aun cuando
contando también con una fortuna que no les ha sido adversa» (II, 30).
En la interpretación o explicación de en qué consiste la superioridad o
excelencia de la constitución romana, hay una coincidencia fundamental entre
Polibio y Cicerón43: se debe (esa excelencia) a que, en lugar de ser una forma
simple (monarquía, aristocracia o democracia), es una forma mixta o compuesta
de todas ellas44. Pero, en lo que había insistido Polibio para explicar a su vez que
esa forma mixta o compuesta es la mejor, era en las variaciones naturales de las
constituciones simples, en la tendencia natural de cada forma simple para
degenerar en su forma corrupta correspondiente (tiranía, oligarquía,
demagogia)45.
Cicerón va a estar también fundamentalmente de acuerdo en resaltar este
aspecto, de la evolución o transformación de las constituciones; un aspecto que,
desde la perspectiva conservadora (que, como hemos visto, aparece muy pronto
en el diálogo), reviste la mayor importancia. «No hay ninguna —nos dice— de
aquellas formas políticas (las simples) que no tenga un camino resbaladizo que
se precipita hacia un determinado mal inmediato» (I, 44). Frente a ellas, la forma
mixta presenta una mayor firmeza o estabilidad (I, 69). Cicerón, como veremos,
no se conforma con este análisis, que pudiéramos llamar dinámico; analiza
también cada una de las formas en sí mismas, en su contenido. Pero, aparte de
este otro análisis (en cierto modo estático), de que nos ocuparemos luego, no
está de acuerdo con la explicación simplista que da Polibio de la evolución de las
formas políticas: cada una degenera en su corrupción inmediata y esta da lugar a
la forma siguiente (de la tiranía, que es corrupción de la monarquía, se pasa a la
aristocracia y así sucesivamente). Para Cicerón el tirano puede ser derrocado, no
solo por la aristocracia, sino también directamente por el pueblo, y este
asimismo puede rebelarse contra un rey justo y, más fácilmente, contra los
aristócratas (I, 65). Y pueden desde luego considerarse otras posibilidades: como
la sucesión de una tiranía por una oligarquía, o incluso la transformación de un
tirano en un monarca moderado… De modo que puede decirse que «son
sorprendentes los círculos, y pudiéramos decir también circuitos, de los cambios
y transformaciones en las formaciones políticas» (I, 45). Se deja así de lado la
concepción biologista y en cierto modo fatalista que está en el fondo de la
explicación de Polibio, con lo cual el análisis que hemos denominado dinámico,
que basa la superioridad de la forma mixta en el modo como evolucionan las
simples, pierde también importancia, porque Polibio había visto en él la clave
para determinar el futuro46, y sin esa base (biologista y fatalista) pierde
consistencia.
Resulta así que en Cicerón pasa a primer término, tiene más importancia, el
análisis de las formas políticas en sí mismas. Estas a su vez pueden ser
consideradas en su significado o concepto, o bien en su realización. En ambos
campos muestra su superioridad la forma mixta o compuesta, por las
deficiencias que lleva consigo cada una de las simples. Así, atendiendo a su
concepto, podemos ya advertir que
en las monarquías los demás (que no son el monarca) quedan demasiado ajenos a la comunidad
(falta de igualdad) en el Derecho y en las deliberaciones; bajo el dominio de los aristócratas, de la
mayoría de la gente apenas sí cabe decir que participa de la libertad, puesto que carece de toda
capacidad de deliberación y de mando; y cuando todo está en manos del pueblo, aun cuando este
sea justo y moderado, la misma igualdad resulta injusta, al no reconocer (en su concepto) ninguna
distinción de grados en el mérito o rango (dignitatis) (I, 43).
No es esto, sin embargo, lo más decisivo, ni lo más importante. Lo más
importante es observar cómo se realizan las diversas formas simples, lo cual
implica atender también a sus formas degeneradas o corruptas. Porque en
definitiva «cada formación política será tal cual sea la naturaleza o la voluntad del
que gobierna» (I, 47).
Cicerón estudia ampliamente este tema de la realización de las diversas
formas políticas, aun cuando a propósito o bajo el manto de la discusión acerca
de cuál de ellas sería la preferible (aparte de la mixta, de no contar con la mixta).
Escipión se muestra claramente reacio a tratar esta cuestión, por lo que son
necesarios dos ruegos para que la trate (I, 46 y I, 55). De hecho lo hace
mostrando un evidente distanciamiento de los argumentos a favor y en contra
de cada una de las formas simples, y son necesarias dos tandas, dos oleadas de
argumentos para que aparezca suficientemente clara la preferencia personal por
la forma monárquica (siempre después de la mixta, en el caso de no contar con
esta). Son esos mismos argumentos los que nos muestran las deficiencias de
cada una de las formas simples y en definitiva la superioridad de la mixta,
porque, aunque sean a favor y en contra, adquieren mayor relevancia los
negativos; estos se basan ante todo en las dificultades para su realización, para la
realización de cada una de las formas simples.
Así, empezando por la democracia, ya veíamos que esta aspira sobre todo a
lograr la igualdad en la libertad, sin reconocer siquiera distinción de rangos o
dignidades, pero en la práctica no tiene más remedio que admitirla. Porque lo
que se hace es emitir votos y conferir mandos y magistraturas. Todos son
cortejados y solicitados, pero «dan lo que no hay más remedio que dar y que
ellos mismos no tienen, aunque sea a ellos a quienes se les pide» (I, 47). La
dificultad de la monarquía es la de distinguir entre un rey y un tirano, porque
este puede ser afable y un rey puede ser molesto, y en definitiva poco les
importa a los pueblos «servir a un señor amable o a uno duro, si de todos modos
no pueden escapar de ser siervos» (I, 50). El inconveniente de la aristocracia es
que no hay ningún medio apropiado para reconocer a los «mejores» en talento y
virtud, porque, como estas dotes escasean, también son escasos los que pueden
identificar a los que las tienen; así resulta que son opiniones pervertidas o
erróneas las que «juzgan que son los mejores los opulentos, los ricos, o bien los
de noble linaje», pero «no hay modelo político más deforme que ese en que los
más ricos son identificados como los mejores» (I, 51).
La primera tanda de argumentos termina tan en tablas, que le tienen que
preguntar de nuevo a Escipión qué forma simple es la que en definitiva prefiere.
Al confesar él que la monárquica (I, 54), se inicia la segunda tanda, que esta vez
ya tiene que estar más orientada a probar o recomendar esa preferencia (I, 5667). Pero la culminación, el clímax de la argumentación, se alcanza cuando
Cicerón (en este caso más bien que Escipión) acude a Platón (Rep., VIII, 562c-
563d), para criticar la forma más opuesta a la monarquía: la forma corrupta o
degradada de democracia, es decir, la demagogia. Si en algo se aparta de Platón,
es para reforzar o agudizar la crítica. Así, cuando, a propósito de que la anarquía
se introduce incluso en los hogares, de modo que los padres temen a los hijos y
los hijos desprecian a los padres, introduce la expresión «desaparece todo
sentimiento de vergüenza (absit omnis pudor)» (I, 67). En general, puede decirse
que «Cicerón mantiene las expresiones, pero se puede adivinar una mayor
indignación» que en Platón47.
Es posible que lo que esto nos sugiera a nosotros (en nuestro propio estadio
actual) es que Cicerón en realidad no era demócrata. A lo cual me parece que
hay que responder al menos tres cosas: a) como ya hemos indicado48, no se
puede identificar a Cicerón con lo que ponga en boca de sus personajes, ni
siquiera en el caso de Escipión, y ni siquiera cuando les preste su propia
erudición y entusiasmo; b) una cosa es la falsa democracia, es decir, la
demagogia, y otra la auténtica o verdadera democracia; c) en cuanto a esta, no
cabe duda de que Cicerón era fundamentalmente democrático, no solo en esta
obra, sino en general49.
Por ahora lo que nos interesa destacar es que la conclusión que se extrae de
toda la serie de argumentaciones no es tanto la superioridad de la monarquía,
sobre la que se pasa muy apresuradamente, como, una vez más, la de la forma
mixta, que aquí está caracterizada como «equilibrada y moderada con la
combinación de las tres primeras» (I, 69). Y luego se pasa (I, 70) a la afirmación
solemne de que ninguna otra formación política es comparable a la romana, es
decir, que esta es la mejor, lo que implica que será, que se identificará con, esa
combinación «equilibrada y moderada» que se acaba de proclamar como la
preferible a cualquier otra. La demostración de que efectivamente la constitución
romana es la adecuada combinación de las tres formas simples y, por
consiguiente, es la mejor, es lo que es objeto del libro II. En realidad ese era ya,
como hemos visto, el punto de partida de todo el diálogo; pero un punto de
partida determinado por la condición de sus personajes: próceres romanos,
patriotas y conservadores, inquietos por las revueltas y divisiones que han
venido a provocar los intentos de innovaciones radicales. Y ese mismo punto de
vista y en realidad punto de partida sigue estando presente en algún pasaje del
libro II que ya hemos tenido en cuenta, en concreto, en el referente a la
superioridad de la constitución romana «incluso en las cosas tomadas del
exterior», y eso no por simple «azar, sino por saber y disciplina» (II, 30). O bien
cuando se alardea (II, 2) de que esa constitución no es el producto de un talento
singular, sino del de muchos, a través de los siglos.
Pero hay que demostrar (y eso es lo que se propone el libro II) esa
superioridad de la constitución romana, con una elaboración doctrinal semejante
a las de los griegos, a quienes reiteradamente se hace referencia (II, 3, 21-22,
52…). Incluso se trata de una elaboración doctrinal superior a las de los griegos.
Porque Platón «eligió un terreno en que poder construir una ciudad(-Estado) a
su gusto: ciertamente magnífica, pero alejada de la vida real. Y los demás
disertaron sobre las distintas clases y organizaciones de las ciudades sin tener en
cuenta un modelo ejemplar de Estado»50. Mientras que lo que aquí se va a hacer
es reunir ambas cosas (II, 21-22). En efecto, no se trata de definir o dar el
concepto del mejor régimen político, lo que se puede hacer sin tener en cuenta
un modelo, y ya se ha hecho en el libro I. Ni tampoco solo de describir lo que
acontece en la vida real de un determinado Estado. Sino de mostrar en el
modelo de Estado que ha adquirido la máxima perfección eso mismo que la
razón y el discurso describen como ideal y ejemplar (cfr. especialmente II, 6566).
Para hacerlo más visible, nada mejor que «observar el proceso de desarrollo
de ese Estado hasta llegar a la perfección por un camino y una trayectoria
natural» (II, 30). Se entiende que lo que aquí se designa como «natural» es lo
mismo que la razón y el discurso van a aprobar y encontrar como bueno. Esto
es lo que tiene que ser objeto de discusión doctrinal. Solo que ya contamos con
una base, que es el concepto, la clase de Estado que se considera la mejor: la que
combina con equilibrio y moderación los tres elementos de las formas simples
(el monárquico, el aristocrático y el democrático). No hace falta sino mostrar
históricamente cómo Roma fue incorporando a su constitución esos tres
elementos.
En la etapa monárquica no hace falta insistir en el primero. La presencia del
segundo, el aristocrático, se hace notar ya desde el fundador, Rómulo, que
«eligió a los principales para constituir un consejo regio, y se les designó con el
nombre de padres», con cuya «autoridad y consejo» gobernó, sobre todo en sus
últimos años (II, 14). De esta manera pudo comprobar que «los Estados que
cuentan con un mando personal y un poder real se rigen y gobiernan mejor, si a
la fuerza de este dominio se añade la autoridad de los mejores», quedando así
«protegido y defendido por este consejo que podemos designar ya como un
senado» (II, 15). Posteriormente otro rey (Lucio Tarquinio) «duplicó el número
de los “padres”; a los antiguos los designó como “padres de las gentes mayores”
y a esos preguntaba su opinión en primer lugar; a los nombrados por él (los
designó) “padres de las gentes menores”; y asimismo instituyó los caballeros de
la forma que todavía hoy se mantienen» (II, 35).
Más complicado es comprobar que en la monarquía estaba también ya
presente el elemento democrático. Sin embargo, al penúltimo de los reyes
(Servio Tulio) se atribuye el establecimiento de las asambleas por centurias
(comitia centuriata), es decir, las que iban a tener mayor importancia política. No
debieron de quedar entonces ya muy organizados ni ser muy efectivos estos
comicios, al menos en su tarea legislativa51. Y se reconoce que estaban
dispuestos de tal forma que «los votos no tuviesen su poder determinante en la
multitud, sino en los ricos». Porque el principio que rige es: que la multitud, con
mucho más numerosa, no ha de ser «excluida de las votaciones, lo que sería
despótico, ni contar demasiado, lo que sería peligroso» (II, 39). El
procedimiento seguido es que la votación definitiva sea la de los grupos o
centurias y que los grupos de la multitud no sean mucho más de la mitad, es
decir, que cada uno de ellos será muy numeroso, mientras que los grupos de los
ricos se constituirán con menos individuos, de modo que sus centurias se
aproximarán a la mitad del número total: de este modo, con pocas centurias de
la multitud que se les unan, tendrán la mayoría. El fundamento justificativo que
se da es el de atribuir «mucho valor en los votos a los que tienen mucho interés
en que se mantenga bien el Estado» (II, 40).
Con la caída de la monarquía el elemento democrático se acentúa; pero no
hasta el punto de romper el equilibrio y moderación, que ya se había logrado al
final del período anterior. En lo que ante todo se insiste es en la protección de
los ciudadanos frente a los abusos del poder, y así lo que se destaca es una
disposición, que ya existía en la época anterior pero que ahora se confirma y
refuerza: que «ningún magistrado pudiera matar o azotar a un ciudadano
romano sin tener en cuenta la apelación al pueblo» (II, 53-54). Fuera de esto, se
da importancia a detalles simbólicos, como abatir las fasces (haces de varas) que
acompañaban al magistrado supremo, cuando este comenzaba a hablar ante una
asamblea popular (II, 53): así el símbolo del poder mostraba que este no existía
ante el pueblo, que el pueblo era realmente el máximo poder; otro detalle
simbólico fue retirar las hachas de las fasces (II, 55): dando a entender que el
poder de vida y muerte, con la ley de apelación al pueblo, había dejado de ser
atributo del magistrado supremo.
El elemento aristocrático, representado por el Senado, también se consolidó,
de manera que se dice que este fue el que «en esos tiempos mantuvo la
república». Porque, en efecto, aun «siendo libre el pueblo, pocas eran las cosas
que este gestionaba, la mayoría se gestionaban por la autoridad, decisión y
tradición del senado» (II, 56). El elemento monárquico también se mantuvo,
gracias al poder de los cónsules. Porque, aunque este «en cuanto al tiempo fuera
solo anual, en cuanto a su naturaleza y su Derecho era como el de los reyes» (II,
56). Más parecido aún al de los reyes era el poder del dictador, que se instituyó
poco después que el de los cónsules, aun cuando fuera solo para casos
excepcionales (II, 56).
Todo esto le debe parecer a Escipión racional y, por consiguiente, como
algo que pertenece al curso «natural» de desarrollo de ese Estado que puede
considerarse como modélico. Porque en cambio lo que trata a continuación lo
considera como algo a lo que «forzaba la naturaleza misma de las cosas: que el
pueblo se arrogase un excesillo (plusculum) de Derecho, poco después de verse
libre de los reyes»; algo en lo que «tal vez estuvo ausente la racionalidad», pero
que se impuso, porque «con frecuencia la naturaleza de la política (rerum
publicarum) vence a la razón» (II, 57). Así comienza a exponerse la institución de
los tribunos de la plebe, a la que, sin embargo, no hay que ver desprovista de
toda razón de ser, ni de toda racionalidad, porque surgió por un fallo, por una
disfuncionalidad del sistema. Este, para actuar adecuadamente y mantenerse,
tiene que lograr «un constante equilibrio de derechos, deberes y funciones; de
modo que haya suficiente poder en los magistrados, autoridad en el consejo de
los principales y libertad en el pueblo» (II, 57). Este equilibrio se rompió por una
situación de hecho, por una situación de grave y general endeudamiento: «Al
haber una conmoción en la ciudad por la cuestión de las deudas, la plebe ocupó
primero el monte Sacro, y después el Aventino» (II, 58). Por consiguiente,
había quizás alguna razón para poner remedio en esa cuestión de las deudas […]; de hecho
siempre se ha buscado, por el bien de todos, algún alivio y medicina para esa carga, cuando la plebe
se haya visto debilitada en sus recursos y abatida por alguna calamidad pública. Al faltar este saber
en aquella ocasión, el pueblo se encontró con una causa para disminuir el poder y la autoridad del
senado, con la creación sediciosa de dos tribunos de la plebe (II, 59).
Parece, pues, claro que la institución de los tribunos de la plebe está vista
como un apéndice, como un añadido al sistema desarrollado en el curso naturalracional. Su fundamento está también en la naturaleza, pero no en la naturaleza
en cuanto coincidente con la razón, con el orden racional, sino en cuanto
naturaleza de los acontecimientos, en cuanto expresión de las exigencias y
deficiencias de la realidad. No obstante, el sistema quedó a salvo; continuó
siendo el modelo de forma política, mixta pero además equilibrada y moderada,
que Cicerón trata de proponer. Solo que, tal como ahora se nos presenta, la
clave y el sostén principal está en el Senado, «cuya autoridad continuaba siendo
grande e importante, porque sus componentes eran los más sabios y fuertes y
defendían la ciudad con sus armas y su saber; su autoridad florecía ante todo
porque, siendo muy superiores a los demás en honorabilidad, eran inferiores en
los placeres y apenas superiores en riquezas» (II, 59)52.
Como se ve, hay aquí, aparte de una referencia al papel del Senado, una
referencia también a las cualidades de los senadores. Desde luego no es la época
del propio Cicerón la que se tiene en cuenta, sino las épocas anteriores a la
muerte de Escipión53. Pero, aun así, no cabe duda de que, más que una
descripción, estamos ante una idealización, ante la expresión de un desideratum, lo
cual significaría que nos estamos acercando al procedimiento seguido por Platón
de «construir una ciudad(-Estado) a su gusto», alejándonos de la realidad. Esto
se hace más visible al final del libro II, por ejemplo, cuando se nos habla de
«buscar» a un hombre sabio, prudente (II, 67). Es curioso que la imagen de que
se sirve Cicerón para representarlo, la del que dirige una «bestia impresionante y
gigantesca» (un elefante), sea una imagen ya utilizada por Platón54. Pero hay
otros datos más importantes que nos hacen pensar en ese acercamiento a que
nos estamos refiriendo. Así el que se nos hable del «hombre esperado», o
apropiado, con respecto a un «deber y una función», porque, tal como se nos
describe, esta consiste en educarse y observarse a sí mismo, en atraer a otros
para que lo imiten, en ofrecerse a los ciudadanos como espejo, por el brillo de su
espíritu y de su conducta… (II, 69). Todo esto no puede menos de hacernos
pensar en los gobernantes filósofos de Platón. Lo mismo que la insistencia en la
metáfora de la armonía musical, que tiene su correlato en la concordia de las
distintas clases o estamentos, que se logra por la moderación racional55. El
acercamiento a Platón es aún más evidente cuando se nos dice que esa
concordia «en modo alguno puede existir sin la justicia» (II, 67). Porque este
tema o, más ampliamente expresado, el de si la política, el gobierno del Estado,
requiere la justicia, no puede darse sin la justicia (se entiende para que sea
aceptable), es ya una cuestión suficientemente grave, como para tener que
discutirla aparte, en una nueva jornada, y es objeto de un nuevo libro, el III.
Cicerón parece reconocer que estamos también ante una cuestión distinta, ante
un nuevo planteamiento: que lo dicho hasta ahora, sobre la base del modelo, del
ejemplo, de la república romana, queda rebasado, necesita un complemento
(distinto) al tratar de la justicia, tal como ahora se plantea la cuestión56.
Esta diferenciación y el acercamiento a Platón a que nos referimos es sobre
todo en cuanto al método, al procedimiento de pensar en la justicia: como un
ideal, como algo con lo que hay que confrontar la realidad, y no como algo que
podamos encontrar y mostrar en ella, como ya realizado, en concreto, en los
tiempos de esplendor de la república romana. Este último método o
procedimiento se ha podido seguir hasta ahora porque el objeto primordial era
el externo y formal, de organización del Estado. Si se quiere profundizar en
cómo tiene que ser la vida, lo que se hace, el contenido de la actuación política,
del gobierno del Estado, hay que rebasar la perspectiva histórica que ha
prevalecido hasta ahora. Pero Cicerón se resiste a encomendarse a la filosofía,
con lo cual ya se diferencia esencialmente de Platón. En el prólogo al libro III
elogia una y otra vez a los grandes gobernantes y se encomienda ante todo a la
«razón pública o civil (ratio civilis)» y a la «sabiduría de los pueblos (disciplina
populorum)»57. Claro que lo mejor con lo que podemos contar es lo que se tiene
cuando, a las dotes naturales y a lo que se deba a las instituciones, se haya
añadido «estudios (doctrina) y un amplio conocimiento de las cosas», como ocurre
en los interlocutores del diálogo, que también aplican la filosofía que procede de
Sócrates, pero como «doctrina importada (adventitia) que se añade a la tradición
nacional de los antepasados» (III, 5). La diferencia de postura con respecto a
Platón es, pues, bastante clara58.
Pero hay un nuevo dato por el que Cicerón se diferencia de Platón, en
concreto en esta obra y en especial en el libro III, en el tema de la justicia. Y es
que los posibles contradictores, con quienes hay que debatir, no son los sofistas,
sino los posibles partidarios de la segunda conferencia que Carnéades había
dado en Roma, con ocasión de la célebre embajada del año 155. Téngase en
cuenta que el diálogo tiene lugar el año 129, y que Carnéades había atacado no
solo las ideas de la justicia, sino también, en relación con ella, la práctica de la
política romana. Puede uno hacerse idea de la actualidad del tema, e incluso de la
conmoción que tenía que provocar el suscitarlo en una reunión de destacados
políticos romanos conservadores. En realidad es más bien Cicerón el que, cien
años después, está conmovido. Por desgracia, lo que en este caso nos ha llegado
directamente a través del manuscrito es muy incompleto. Nuestra principal
fuente informativa (de lo que contenía la obra original) es Lactancio, como ya
expusimos al final del capítulo anterior. Podemos prescindir ahora de la
exposición del contenido de esa segunda conferencia, puesto que ya lo
recogimos allí. Añadiremos únicamente que en el diálogo corre a cargo de uno
de los principales interlocutores, que ya hemos mencionado: Lucio Furio Filo, y
que acepta hacerse cargo de la tarea, pero advirtiendo que se servirá de las
palabras de otro (las de Carnéades) y lamentando no poder servirse también de
una boca ajena (ore alieno), para no contaminarse con ellas.
La respuesta corre a cargo de otro personaje también conocido: Gayo Lelio.
Pero de su discurso nos ha llegado directamente aún menos que del de Filo, por
lo que para su exposición tenemos que servirnos fundamentalmente de
testimonios y de fragmentos. El más célebre de estos es el que nos transmite
Lactancio (Inst., VI, 8, 6-9 = Rep., III, 33). El texto ha tenido una enorme
repercusión y aceptación en el ámbito de la cultura cristiana59. Se trata de
fórmulas absolutas, tajantes, a modo de tesis, lo que suscita la hipótesis, la
suposición, de que debían de ser el comienzo del discurso60. Desde luego, como
utopía, y en la prosa de Cicerón, esas expresiones suenan muy atractivas.
Hay ciertamente una verdadera ley, que es la recta razón, acorde con la naturaleza, participada
por todos, invariable y sempiterna; que, así como llama con sus preceptos al cumplimiento del
deber, aparta con sus prohibiciones de infringirlo; y aun cuando no son vanos sus preceptos y
prohibiciones para los buenos, no conmueve a los malos, ya sea que mande, ya sea que prohíba.
Tanto el tono como el adverbio de afirmación puesto al principio (quidem)
parecen indicar que se trata de una respuesta; según la suposición insinuada, una
primera respuesta, de carácter general, al discurso de Filo-Carnéades: que no hay
una verdadera justicia, una justicia natural. De esta tesis tenemos constancia, aun
cuando con la terminología preferida por Cicerón, utilizando la palabra
«Derecho» (ius) en lugar de justicia: «El Derecho no tiene nada de natural» (III,
18); así como de su prueba principal: «La naturaleza no admite variaciones», en
contraste con las variedades y mutaciones que se han advertido previamente en
el Derecho (III, 17). Contra esta prueba parecen estar dirigidas las calificaciones
de esa ley como invariable (constans) y sempiterna. En cuanto a la definición
como «recta razón», parece clara la inspiración estoica61. Pero, a diferencia de lo
que ocurre en De legibus62, aquí no se distingue entre la razón como universal,
como atributo de la naturaleza universal, y la razón como particular, como
propia de los individuos humanos, dentro de la cual distinguían los estoicos una
parte o un aspecto, una función, que los llevaba a hablar de la razón como
«artesano del instinto»63 y que les servía para determinar los «deberes»
(humanos)64. En consecuencia, las expresiones «acorde con la naturaleza (naturae
congruens)» y «participada por todos (diffusa in omnes)» son ambiguas: no se sabe si
se refieren a la naturaleza universal y a todos los seres, o a todos los seres
racionales (dioses y hombres), o bien a la naturaleza humana y a los seres
humanos. A estos desde luego sí, puesto que se habla de cumplimiento e
infracción del «deber» (por parte de los buenos y de los malos). Pero, si la ley de
que se trata está referida a la razón humana en cuanto determina los deberes, no
puede calificarse siempre de «recta», ni es fácil conocer cuándo lo es: habría que
reconocer sus limitaciones65. En este caso las expresiones de «constans»,
«sempiterna»… no quedarían muy justificadas. De hecho aquí no parecen estar
reconocidas estas limitaciones: se supone que esa ley o «recta razón» está
participada por todos (los seres humanos), es decir, que está en todos y es
conocida por todos; por lo que puede hablarse de «buenos», los que le hagan
caso, y «malos», los que no le hagan caso.
Por lo dicho hasta ahora, podría pensarse que esta ley se refiere a lo que hoy
designamos en general como moral. Pero, si tenemos en cuenta que nos
movemos en una obra sobre política, en un diálogo entre políticos y que su
autor estaba especialmente interesado por los problemas políticos, nos será fácil
llegar a sospechar que también se refiere a este aspecto, que incluso es este
aspecto el primordial, el que más interesa. Y, por consiguiente, esa ley estará
vista, no solo como moral, sino también como jurídica, como Derecho. Un
indicio lo teníamos ya en que la que hemos designado como tesis fundamental
en el discurso de Filo-Carnéades está expresada, no con la terminología de
Aristóteles, que es de suponer sería la empleada por Carnéades, es decir, la
referida a la justicia, sino que está expresada con referencia al Derecho, en
términos de Derecho: «El Derecho no tiene nada de natural.» Pero el texto que
ahora estamos comentando (del discurso de Lelio) no deja lugar a dudas.
Porque, tras las expresiones que ya hemos transcrito, continúa reforzando la
invariabilidad de la ley, que es la recta razón, en términos jurídicos (obrogari,
derogari, abrogari: nada de eso puede hacerse, ni estaría de acuerdo con el carácter
sagrado de esa ley). Además se alude a las máximas autoridades legislativas, el
Senado y el pueblo, para negar asimismo que estas puedan dispensarnos de su
cumplimiento, y se menciona a un famoso jurisconsulto, para advertirnos de que
no es posible soslayarla mediante la escapatoria de una hábil interpretación o
teoría66.
Este carácter jurídico-político de la ley acentúa las consecuencias de las
ambigüedades a las que nos hemos referido. Porque, mientras nos mantengamos
en el terreno de la moral propiamente dicha, podemos seguir hablando, en
abstracto, de la ley en general, ya que esta puede reducir su contenido
simplemente al deber de aceptarla, de acatar la razón o la norma de «vivir de
acuerdo a la naturaleza». No es necesario precisar más su contenido, si la moral
se reduce a eso: a una actitud de aceptación (de la razón, de la naturaleza…)67.
Pero, si nos movemos en el terreno jurídico-político, no nos podemos
conformar con eso: es esencial determinar lo que nos corresponde, lo que
podemos y lo que no podemos hacer, es decir, nuestros «deberes»68. Ahora bien,
decir de estos deberes, ni siquiera de los que se pueda determinar directamente
por la razón, que son los mismos en todas partes y que son invariables o
inmutables en el tiempo, parece una exageración manifiesta. Y, sin embargo,
Lelio (Cicerón) continúa hablando de la invariabilidad geográfica o en el espacio:
«No será una ley en Roma y otra distinta en Atenas»; e insistiendo en su
inmutabilidad: «Ni será una ahora y otra después»; para terminar remachando
tanto la invariabilidad en el espacio como en el tiempo: «Abarcará con su
vínculo a todas las gentes en todos los tiempos y será una ley única, sempiterna e
inmutable.» Lo que permitiría entender mejor que se hable en esos términos
sería interpretar la ley como razón o naturaleza universal, la que sí puede bastar
para determinar una actitud o disposición moral general (de acatamiento a esa
ley, que, hablando en términos estoicos, es igual a razón = naturaleza = Destino
= Providencia). Pero así no podría determinar los deberes jurídico-políticos
concretos. Otro argumento a favor de que la ley está entendida como razón o
naturaleza universal podría ser que Cicerón le atribuye otro de los sinónimos que
le aplicaban los estoicos, el de Dios: «Y será como un único y común maestro y
comandante supremo de todos, Dios»69. Pero, como hemos dicho, no parece
caber duda de que lo que pretende Cicerón es ante todo tener en cuenta los
deberes jurídico-políticos y, para hablar de estos, no basta con la razón o la
naturaleza universal.
El resto de lo que podemos pensar que pertenece al discurso de Lelio que
nos ha llegado es muy fragmentario. Pero parece confirmar que estaba orientado
a rebatir la teoría de Carnéades. Uno de los puntos más destacados de esta
doctrina era que los hombres solo se mueven por la utilidad, no por la justicia y,
si lo hicieran, serían unos insensatos. Pues bien, es el propio Cicerón el que
recuerda, en una carta a Ático, que en esa obra (De re publica) se sostiene el punto
de vista contrario (no dice el pasaje, pero bien puede ser el discurso de Lelio);
ese punto de vista es «que nada es bueno excepto lo honorable (honestum), nada
malo excepto lo deshonroso (turpe)»70.
Asimismo es el propio Cicerón el que parece evocar el discurso de Lelio,
esta vez mencionando a Carnéades, aparte de hacer referencia al De re publica y a
Lelio, en su obra De finibus. Dirigiéndose al interlocutor epicúreo, le pregunta
con énfasis: «¿Acaso no ves el triunfo de la naturaleza en el hecho de que
vosotros mismos, que todo lo referías a vuestro interés y, según decís, al placer,
sin embargo realizáis acciones de las que se deduce claramente que no obedecéis
al placer, sino al deber, y que es más fuerte la rectitud natural que una doctrina
perversa?»71.
La obra De legibus está en conexión con la De re publica. Esto aparece ya a
primera vista, no solo por la conexión de los temas, sino también por el
paralelismo con los títulos de las dos obras que Platón les había dedicado72.
Pero esta conexión no es solo de continuación o de complemento, sino también
de contraste, empezando ya por su disposición o planteamiento. Se recordará
que con respecto a De re publica Cicerón había dudado entre encomendar el
desarrollo del diálogo a personajes ilustres anteriores a su generación o
intervenir él personalmente, acompañado por alguno de sus íntimos, entre los
que no podía faltar su hermano Quinto73. Como sabemos, fue la primera opción
la que finalmente se impuso, mientras que en esta ocasión es la segunda la
escogida, añadiéndose como interlocutor, junto con su hermano, su íntimo
amigo: Tito Pomponio Ático. El contraste se refiere también al destino o
historia de ambas obras. De re publica se editó por su autor el año 51 (antes de su
partida para Cilicia), mientras que De legibus no se editó hasta después de la
muerte del autor, quien, probablemente, no llegó a terminarla. La primera tuvo
un gran éxito en la Antigüedad (se ha de destacar la atención que le prestó san
Agustín), pero, como sabemos, se perdió en la Edad Media; la segunda apenas si
tuvo eco en la Antigüedad, pero sobrevivió a la Edad Media: han llegado a
nosotros abundantes códices de esa época, aun cuando completos solo los dos
primeros libros (con lagunas y bastantes lecturas dudosas) y el tercero no
completo. Sabemos que Cicerón había escrito por lo menos cinco libros, porque
hay una cita del quinto en Macrobio (principios del siglo V). La redacción de la
obra se supone hoy en general que es de los años 52 y 51, es decir,
inmediatamente posterior a De re publica.
El hecho de que Cicerón no llegara a publicarla, y probablemente ni siquiera
a terminarla, explica, al menos en parte, que no encontremos referencias a ella ni
en la correspondencia ni en el resto de sus obras. Esto, unido a un cierto
carácter misterioso que podemos observar en ella, ha hecho difícil determinar
qué es lo que Cicerón se proponía con esta obra, cuáles eran sus intenciones.
Los intérpretes se han dividido en dos direcciones. La primera niega que
Cicerón tuviera un propósito político-práctico, y la considera, por tanto, una
obra doctrinal. En esta línea hay quien habla de «utopía», y hay quien prefiere
apuntar a un idealismo de sentido «nostálgico», y desde luego han abundado las
interpretaciones que la han visto como una doctrina del Derecho natural. La
otra dirección sostiene, en cambio, que Cicerón «pretendía presentar un
verdadero programa de reforma política», aun cuando naturalmente no adoptara
ninguna de las fórmulas actuales, de «carta abierta», de un «manifiesto», o de
«programa» de un partido político. Dentro de esta orientación, hay quien habla
de una propuesta de legislación real, que podría ponerse en práctica,
promulgarse como una especie de constitución, en el caso de contar con las
circunstancias suficientemente favorables, por parte de Cicerón, o de sus
partidarios, o colaboradores, o continuadores políticos; mientras hay quien niega
esa intención política directa, y sostiene que lo que pretendía era tan solo influir
«indirectamente», para que esa reforma política tuviera lugar74.
No es desde luego mi propósito entrar en esta discusión, pero me parece
conveniente tenerla en cuenta, para evitar la unilateralidad, que de hecho se ha
dado con frecuencia, de interpretar toda la obra desde la perspectiva exclusiva
de la primera parte (libro I y comienzos del II), que desde luego es
primordialmente doctrinal. Si se piensa que ahí está lo esencial, lo
verdaderamente importante, es fácil concebir todo lo demás (las leyes que se
proponen y sus comentarios) como algo accesorio, como simples consecuencias,
aplicaciones o derivados (de la doctrina). A esto ayuda el modo como ha llegado
a nosotros el texto: solo hasta el libro III (incompleto), lo que hace que la
primera parte (la doctrinal) ocupe aproximadamente la mitad del conjunto. Pero,
si se tiene en cuenta que Cicerón escribió al menos hasta el libro V y
posiblemente su planificación era incluso más amplia, no es fácil aceptar esa
idea, de que la obra está sustancialmente contenida en la primera parte y el resto
no es más que un apéndice del que se puede prescindir. Nuestra exposición se
limitará también a esa primera parte, doctrinal, pero por considerar que es la que
sigue teniendo mayor interés, sin prejuzgar la cuestión de la importancia del
resto, en la intención del autor y en la interpretación de toda la obra. De
momento me parece que podemos partir de entender la parte doctrinal como
una presentación o introducción general del conjunto.
El contenido de ella se refiere al concepto de la ley y del Derecho o, si se
prefiere, la concepción de la ley y del Derecho; con palabras de Cicerón, a «la
explicación de la naturaleza del Derecho» (I, 17); lo que ciertamente parece
adecuado como tema de introducción a una obra que desde luego trata de eso:
de leyes y de Derecho.
A esa formulación se llega por pasos. A la propuesta de sus interlocutores de
que se hable de «Derecho civil», Cicerón contesta, en primer lugar, entendiendo
esta expresión, no en el sentido habitual de los juristas, sino en el etimológico y
más amplio de Derecho de las ciudades o Estados (ius civitatis) (I, 14). Pero, para
que quede claro que no se trata solo de una determinada ciudad o Estado
(Roma), emplea a continuación repetidas veces la expresión de «todo el
Derecho» (I, 14, 17), con lo cual ya puede utilizar el término «Derecho» con ese
sentido total o general. Y en consecuencia nos dice también que el objetivo de
su conversación han de ser los Estados y los pueblos en general.
Ya tenemos, pues, enunciado el objeto de la parte más doctrinal: el concepto
o concepción del Derecho o, con la terminología de Cicerón, «la naturaleza del
Derecho», es decir, su esencia. Ahora bien, esta terminología nos denota que nos
estamos moviendo en el campo de la filosofía. En efecto, Cicerón la emplea
cuando está asintiendo y razonando a favor de la proposición de su amigo Ático:
que el conocimento del Derecho que los va a ocupar «se ha de extraer del fondo
de la filosofía (ex intima philosophia)» (I, 17).
Pero ¿qué filosofía? ¿Qué corriente o corrientes van a estar en la base de ese
conocimiento? Cicerón tarda en plantear esta cuestión, y en realidad podría no
plantearla y dejar al lector que juzgara por sí mismo. De hecho la plantea y la
responde bastante clara y explícitamente (I, 37-39). A la Academia Nueva, de
Arcesilao y Carnéades, es decir, los escépticos, se le suplica silencio (exoremus ut
sileat) (I, 39). No es necesario cuestionar aquí si ese silencio es solo provisional,
por el momento, y si Cicerón antes, o después, o antes y después, de cuando
está escribiendo esta obra, ha sido, o va a ser, o seguirá siendo, partidario de esa
escuela75. Lo que nos importa es que en ella quiere que se calle, que no
intervenga. Aun cuando parece que se lo pide solo de una manera provisional,
porque así es como pide inmediatamente antes a otra escuela, la de los
epicúreos, que se mantenga aparte: por un poco de tiempo (paulisper)76.
Eliminados el epicureísmo y el escepticismo, las otras tres escuelas a las que en
la época se prestaba atención son la de Platón, la de Aristóteles y la de los
estoicos. Pero estas son precisamente las tres que salvaba Antíoco de Ascalón, y
que trataba de coordinar o unificar englobándolas en la denominación de
Antigua Academia. Es difícil saber hasta qué punto es este maestro de su
juventud el que está siguiendo Cicerón, o si lo que hace es apoyarse
directamente en las doctrinas de las tres escuelas seleccionadas. En todo caso, la
que se hace notar predominantemente es la de los estoicos.
Así se pone de manifiesto cuando, al pedir a su amigo Ático que prescinda
del dogma, fundamental en el epicureísmo, de que los dioses no se preocupan de
nada, le propone, como punto básico de partida, «que toda la naturaleza está
gobernada por la fuerza, la naturaleza, la razón, el poder, la inteligencia, la
providencia (numine) […] de los dioses inmortales» (I, 21).
Es asimismo indudable el sabor estoico del punto de arranque para elucidar
«los principios del Derecho»: «la ley» entendida como «la razón suprema inserta
en la naturaleza, que manda lo que se ha de hacer y prohíbe lo contrario». Esto,
si «lo que se ha de hacer» no se entiende en un sentido concreto, no solo es
estoico, sino que podemos decir que es el corazón del estoicismo ético, en
cuanto que de ahí extraían los estoicos su principio fundamental, de adhesión al
orden natural, lo que constituía tanto la perfección, la virtud suprema, como la
felicidad77. Para los estoicos antiguos la naturaleza humana es parte de ese orden
y, por lo tanto, también la razón humana, cuya mayor virtud consiste en
considerarse como tal, integrarse en ese orden. Lo que se pueda añadir a esto, la
determinación concreta de lo que debemos hacer, con nuestra actuación y
actividades, es accidental y secundario (aun cuando se le pueda dar la
denominación de lo «conveniente», o «adecuado», o «apropiado»). Esto es lo que
ya no puede satisfacer a Cicerón, quien, como hemos dicho reiteradamente, era
sobre todo un hombre de acción y exaltaba a los hombres de acción,
especialmente en este período en que redactaba De re publica y De legibus. Al tratar
de las cuestiones de política y de legislación, no tiene más remedio que
distanciarse de ellos. En esta misma obra más tarde aludirá a eso: «Los antiguos
(estoicos) incluso disertaban teóricamente con agudeza sobre las cuestiones del
Estado, pero no de esta manera acomodada a la utilidad práctica del pueblo y la
sociedad política» (III, 14). Por eso no es de extrañar que, ya en el pasaje que
estamos comentando (I, 18), se pase inmediatamente a considerar la razón, no
como el alma y principio activo del universo, sino como razón humana, tal
como existe en la mente humana, en la que puede estar «comprobada y
perfeccionada» (confirmata et perfecta) y, en ese caso, es también ley (lex est); parece
que (para Cicerón) en un sentido equiparable al de la ley común o universal78.
Esta razón humana «perfecta» puede sugerir la «sabiduría» de los estoicos; de
hecho Cicerón la conecta con ella explícitamente (I, 22). Pero al menos los
antiguos estoicos estaban muy lejos de darle a esa razón equiparable a la
sabiduría las aplicaciones prácticas que pretende Cicerón. Por eso este
inmediatamente pasa a hablar de la «prudencia», que es una palabra de
pretensiones más modestas79; pero suficientemente elevadas (para Cicerón, no
para los antiguos estoicos), como para proclamarla también ley (itaque arbitramur
prudentiam esse legem) (I, 19).
El giro o desplazamiento, desde el orden cósmico o universal, al
antropológico o humano como primordial en la consideración de la razón como
ley, parece, pues, claro80. Por eso no es de extrañar que, ya cuando se planteaba
el objeto de la primera parte, de la doctrinal, «la explicación de la naturaleza del
Derecho», se añadiera inmediatamente: «Y esta hay que extraerla de la naturaleza
humana» (I, 17). Desde luego no es que se deje de conectar a esta con el orden
cósmico. Pero se hace primordialmente a través de los dioses: puesto que estos
indudablemente están dotados de razón, que «es lo más divino», y nosotros
tampoco carecemos de ella, se da ya por esto «una primera asociación del
hombre con la divinidad por medio de la razón» (I, 22-23). Cicerón continúa
argumentando que, si se da esta común participación en la razón, también se
dará en la «recta razón» y, puesto que esta es ley, tendremos también una ulterior
asociación por medio de la ley y, como esta da lugar al Derecho, tendremos (con
los dioses) «una comunidad de Derecho (communio iuris)», lo que equivale ya a
tener una común ciudadanía (civitatis eiusdem habendi sunt). No se trata ahora de
seguir o analizar este razonamiento, sino de señalar qué es lo que destaca en la
conexión del hombre con el resto del universo. Porque por ahora de lo que se
trata es de precisar un poco más qué es lo que Cicerón se propone en esta parte
doctrinal, que es la que estamos estudiando.
Ya dijimos que Cicerón resumía su objeto en la fórmula de la «explicación
de la naturaleza del Derecho». Pero en su exposición o desarrollo comienza con
un objetivo más reducido, que expresa con diversas fórmulas. Una de ellas ya la
hemos visto: «los principios del Derecho». Era precisamente a propósito de
estos por lo que Cicerón nos hablaba de la ley como principio, como punto de
arranque, para estudiar el Derecho, y que se remontara a la ley común o
universal de que hablaban los estoicos; otras fórmulas, que parecen equivalentes,
son las de «comienzo del Derecho (iuris exordium)» (I, 19); «origen desde su
fuente», «raíz del Derecho (stirpem iuris)» (I, 20). En este terreno Cicerón se
mueve todavía dentro de los temas genuinamente estoicos, y viene a coincidir
con ellos en la conclusión general: «extraer la raíz del Derecho de la naturaleza»
(I, 20). Es decir, que el Derecho tiene su origen en la naturaleza, que es algo
natural o connatural al hombre, dentro del conjunto del universo. Esto lo
afirmaban en general los estoicos (como ya vimos en el capítulo
correspondiente). Por eso Cicerón lo da por suficientemente razonado o
fundamentado con solo pedirle a Ático la adhesión a los principios básicos del
estoicismo (I, 21). Aun cuando él (ya lo hemos visto), incluso en esta fase
primera, ha comenzado a apuntar una orientación diferente, en cuanto se le ve
llamando especialmente la atención sobre la razón (la razón divina y humana);
pero al fin y al cabo también la razón es naturaleza, en el hombre naturaleza
humana, una parte de la naturaleza universal81.
Ahora bien, Cicerón no se va a conformar con esto. Y menos en una obra
en la que se propone «considerar las leyes por las que deben regirse los Estados»
(I, 17), y esto como tarea principal, si hemos de juzgar por la extensión que
ocupa este tema en el conjunto de lo que escribió, e incluso en el conjunto de lo
que nos ha llegado, a pesar de que no «va a exponer esas leyes de manera
exhaustiva (porque sería cosa de nunca acabar), sino tan solo resúmenes y
fórmulas sentenciosas» (II, 18). A Cicerón le interesaba sobre todo, como ya
sabemos, precisar lo que se ha de hacer y lo que no se ha de hacer, las
actuaciones y actividades, no las actitudes, a diferencia de lo que ocurría en los
antiguos estoicos. Por eso está interesado en ponderar las excelencias de la
mente humana, sobre todo en cuanto a sus capacidades de conocimiento. Una
muestra ya la hemos visto en esa equiparación y comunidad con los dioses, que
surge precisamente de la común participación de la razón. Pero a esta no solo se
la exalta en sí («nada hay más divino», «nada hay mejor»), sino en cuanto
existente, en cuanto realidad humana, como cualidad propia del hombre: «Este
animal previsor, sagaz, versátil, sutil, dotado de memoria y colmado de razón y
capacidad reflexiva» (I, 22). En esta línea se celebra también que se hayan
«descubierto innumerables artes (o técnicas) bajo la guía de la naturaleza, a la
que ha imitado la razón para conseguir hábilmente las cosas necesarias para la
vida» (I, 26).
Trata de aprovechar al máximo las prenociones o preconcepciones (prolépseis)
de que habían hablado los estoicos, presentándolas como próximas a la ciencia:
«algo así como ciertos fundamentos (o rudimentos) de la ciencia» (I, 26), o como
«impresas de manera similar en todas las mentes» (I, 30), o como
«conocimientos comunes de que nos dotó la naturaleza y dejó esbozados en
nuestras mentes» (I, 44), o como «conocimientos (conceptos) de todas las cosas,
aun cuando al principio aún oscuros»; pero que, «una vez aclarados, bajo la guía
de la sabiduría, se reconocerá un hombre bueno y por eso mismo feliz» (I, 59)82.
Con esto llegamos a lo mismo que ya se ha mencionado como garante de las
leyes y el Derecho: la sabiduría y su colaboradora o aproximación que es la
prudencia. Pero, si esta mira ante todo al lado intelectual de la sabiduría, no hay
que olvidar que esta a su vez implica un lado práctico o afectivo: «Una vez
conocidas y apreciadas las virtudes», el espíritu ha de apartarse de la
«complacencia y sumisión al cuerpo» y someter «el placer, como una especie de
mancha poco decorosa […]» (I, 60)83. Y todo esto viene a cuento de que se está
tratando ya de pasar al libro II, donde se va a empezar a exponer las leyes
humanas que Cicerón propondrá, con la anuencia de sus interlocutores (II, 14).
Porque esas leyes han de ser, a imitación de la ley común o divina, «la razón y la
mente de un sabio capacitada para mandar y prohibir» (II, 8)84.
No es extraño que eso se prepare, no solo con una alabanza «solemne»
(graviter) de la sabiduría (I, 58-62), sino también con una alusión a la capacidad
del mismo Cicerón, por su compromiso con ella: «De la que estoy prendado y
que ha hecho de mí lo que soy» (I, 63)85.
Pero no se trata de suplantar a los legisladores, a los que en el Estado tienen
asignada esa tarea de legislar. Ya vimos que en De re publica se refería con
aprobación a la función legislativa de los comitia centuriata, y aquí (III, 28) se
refiere lacónicamente a la función legislativa del Senado: «Sus decretos tengan
fuerza de ley (eius decreta rata sunto)». De lo que se trata es de mejorar en la
medida de lo posible la realización de esa tarea. Y para eso ha de servir, aparte
de la posible aplicación directa de las leyes que se proponen, y de su carácter de
ejemplares o muestras, la doctrina general sobre la ley y el Derecho (que es lo
que se da en el libro I y comienzos del II).
Ahora bien, uno de los principales capítulos de esta doctrina es que no basta
con que las disposiciones provengan de los legisladores, de los reconocidos
como tales, para que alcancen la categoría de «leyes»; de la misma manera que no
merecen el nombre de «prescripciones médicas» las que provengan de algún
médico insensato e ignorante que prescriba, en lugar de algo saludable, un
veneno mortífero (II, 13). Así que tampoco pueden aspirar a la categoría de
Derecho todos los «mandatos de los pueblos, o decretos de los gobernantes, o
sentencias de los jueces». Si fuera eso lo que da lugar al Derecho, lo que
constituye el Derecho, entonces «sería Derecho robar, cometer adulterio,
falsificar testamentos, siempre que esas acciones se aprobasen por los votos o
decisiones de la muchedumbre» (I, 43).
Pero esto, que, en términos actuales, podemos decir que equivale al rechazo
del positivismo legalista, plantea el grave problema de cómo identificar las
verdaderas leyes y diferenciarlas de las que no lo son. Cicerón va a seguir la línea
de identificarlas por su contenido. Precisando un poco más, podríamos decir,
con terminología actual, que por los valores que realizan. Si queremos prescindir
de esta terminología, digamos simplemente: por su orientación a la realización
de la justicia y la utilidad. Cicerón a veces se refiere a una o a otra por separado,
pero con frecuencia las reúne como características o exigencias simultáneas del
Derecho86. No puede caber duda de que también la utilidad, no solo la justicia,
es una de esas dos características o exigencias esenciales. En efecto, proclama
enfáticamente: «Con razón Sócrates solía maldecir al primero que hubiese
separado la utilidad del Derecho, porque se quejaba de que esa era la raíz de
todos los desastres» (I, 33).
Naturalmente no se trata de la utilidad particularista. A esta se la rechaza
expresamente como posible fundamento de la justicia y del Derecho. Porque, si
ese fuese su fundamento, lo mismo se pondría que se quitaría. Efectivamente,
sobre esa base de la utilidad particular, «despreciará y violará las leyes siempre
que le sea posible el que juzgara que eso le va a resultar ventajoso» (I, 42)87. Se
trata, pues, de la utilidad colectiva y, más en concreto, la del Estado o
comunidad política. Con respecto a esta, no regatea Cicerón sacrificios ni
esfuerzos: «Por ella debemos morir y entregarnos a ella por completo; poner en
ella, y yo diría que consagrarle, todo lo nuestro» (II, 5). No es extraño que, como
ley que ha de presidir la actuación de los cónsules, se proclame: «La utilidad o
bienestar (salus) del pueblo sea su ley suprema» (III, 8). Desde luego estas
afirmaciones son muy claras, y nada desdeñables en cuanto a su importancia o
trascendencia, aun cuando, aparte del problema de la relación entre la utilidad y
la justicia, deben completarse o complementarse con la doctrina ciceroniana de
un Estado universal, ya que, según él, «todo el universo hay que considerarlo
como una comunidad política (civitas) común, de los dioses y de los hombres» (I,
23)88.
Pero toda esta teoría de que las leyes no han de ser identificadas por su
procedencia (de los legisladores), sino por su contenido (realización de la justicia
y la utilidad pública), no deja de plantear serias dificultades. Por lo pronto, el
presupuesto fundamental de que proceden de la mente de un sabio, que son la
expresión de la mente de un sabio (y, por consiguiente, de la misma sabiduría),
presenta la dificultad de encontrar a quien pueda ser candidato a semejante
pretensión (ya vimos que las grandes figuras del estoicismo no se atrevían a eso).
Pero además ese presupuesto tiene que otorgar a tales leyes un rango, una
categoría especial, muy por encima de las que consideramos habitualmente
como leyes, las leyes en el sentido ordinario. Cicerón no deja de advertirlo
expresamente: «Pero esa otra ley cuyo sentido o esencia (vim) he explicado, ni se
la puede suprimir ni se la puede abrogar» (II, 14). Esto nos hace pensar que se
trata de una réplica o, al menos, una concreción, aplicación, desarrollo o
derivación de aquella ley «invariable y sempiterna», que «es la recta razón», de la
que en términos abstractos se nos ha hablado ya en De re publica89. De hecho
Cicerón procede con moderación y prudencia, limitándose a recoger
fundamentalmente las mismas leyes que se habían ido imponiendo en el Estado
romano. Así se lo advierte expresamente su hermano Quinto, al terminar la
exposición de las leyes religiosas (las que se exponen en el libro II): «No se
diferencia mucho esta constitución religiosa de las leyes de Numa y de nuestras
costumbres» (II, 23). Cicerón (Marco) lo acepta, pero explicando que eso sucede
porque precisamente esas leyes son la expresión de la sabiduría que había ido
plasmando en el Estado romano (cfr. Rep., II, 66): «¿No piensas que, habiendo al
parecer demostrado […] que de todas las formas políticas la nuestra tradicional
es la mejor, resulta necesario dar leyes acordes con esa forma que es la mejor?»
(II, 23). Es muy posible que hoy día no nos resulte tan evidente que el Estado
romano haya sido la forma política más perfecta que haya existido; menos
probable resulta aún que nos parezca un canon o patrón fundamental para
seguir orientando nuestro Derecho. Nos quedaría, sin embargo, como
alternativa, considerar como equivalente o sustituta de la romana la propia
constitución, el propio Derecho, o la propia historia; es decir, una opción
conservadora, al menos como preferible, como mal menor.
Fuera de esos presupuestos u opciones, renace, se nos presenta con toda su
fuerza el primer problema: ¿cómo encontrar al genio que nos descubra o, al
menos, nos identifique, las leyes que son encarnación de la sabiduría, de la recta
razón?
Pero las dificultades no han hecho más que empezar. Porque el Derecho es
un orden práctico de conducta, algo que se debe realizar en general y, si se trata
de un orden libre, democrático, como se supone que es al que nos estamos
refiriendo, hace falta que los destinatarios de sus leyes no solo las cumplan en
general, sino que también las reconozcan como válidas, lo que, en la postura de
Cicerón, implica reconocerlas como racionales, es decir, como realizaciones de
la justicia y de la utilidad pública. Ahora bien, ¿en qué grado se ha de exigir esta
realización? ¿Cómo se relacionan entre sí la justicia y la utilidad? ¿Es la utilidad
pública la medida, la determinante de la justicia? ¿O es necesario, prerrequisito,
para considerar útil una ley que sea reconocida como justa? Y, en cuanto al
conocimiento de la justicia, ya sabemos cuál es el principal argumento escéptico:
la variedad y discrepancia de las opiniones. Cicerón lo recoge (I, 47): «Nos
perturba la variedad de opiniones y las disensiones humanas.» Y trata de darle
respuesta, en primer lugar, explicando esa variedad por la mala educación y, en
segundo lugar, por el influjo de las pasiones, singularmente el «placer, que está
profundamente instalado en cada uno de los sentidos, y que es un simulacro del
bien, pero origen de todos los males; los que se pervierten por sus delicias no
son suficientemente capaces de ver lo que es bueno por naturaleza, porque
echan de menos ese dulzor y atractivo».
Frente a esto, Cicerón ha tratado de reforzar todo lo posible los optimismos:
a la adhesión previa a la optimista concepción del mundo de los estoicos, se
añade la exaltación de la naturaleza humana y, en particular, de la razón (de la
razón en general y también como existente, como realidad en los seres
humanos), y se ensalza y se aprovecha al máximo la teoría estoica de las
prenociones o preconcepciones (prolépseis)… Se llega así a la conclusión de que el
conocimiento del Derecho, del auténtico o verdadero Derecho, es un proceso
natural: «Que el Derecho está apoyado (positum) en la naturaleza» (I, 34), «y no
solo el Derecho y su negación se disciernen naturalmente, sino en general todo
lo que es bueno y lo que es malvado» (I, 44).
En cuanto a la fuerza que puedan seguir teniendo los argumentos de los
escépticos, recordemos que a estos se les ha pedido callar, al menos de
momento, mientras durara la discusión, tal vez a la espera de los resultados,
hasta ver qué se obtiene por la otra vía, estoico-platónico-aristotélica. Pero el
argumento que da Cicerón para pedir ese silencio es en realidad aplicable
también a esos resultados; incluso la redacción que utiliza parece que está
pensada para ellos: «A esta Nueva Academia de Arcesilao y Carnéades, tan
perturbadora en todas estas cuestiones, supliquémosla que se calle; porque, si
penetrara en esto que a nuestro parecer está construido y dispuesto con bastante
habilidad (satis scite), provocaría demasiados estragos (nimias edet ruinas)» (I, 39).
En vista de esto, puede uno sentirse tentado a pensar que en realidad lo que
está prevaleciendo es el hombre de acción, el hombre práctico. Pero no parece
muy adecuada esta interpretación: la perspectiva de un hombre de acción (en el
caso de Cicerón sería especialmente la de un gobernante) difícilmente puede ser,
como ocurre en esta obra, la de considerar las leyes primordialmente atendiendo
a su contenido, no a su origen o a la autoridad (poder) de que procedan.
Además, los temas que se desarrollan en la última parte del libro I, es decir,
después de esa petición de silencio a los escépticos, hacen aún más incongruente
e insostenible esa interpretación. En efecto, se pone especial empeño en
demostrar que no ha de ser la pena, o el temor a la pena, lo que nos aparte de
cometer injusticias (I, 40); es más, se afirma que «hay que buscar la realización
del Derecho y de todo lo que está bien (honestum) por su propio valor (sua sponte)»
(I, 48-52); lo que a su vez se conecta con el tema de que lo que está bien (decus),
si no es el único bien, es al menos el bien supremo (I, 52-56). Con lo cual se
viene a desembocar en una concepción de la ley que ve como máxima aspiración
«dar normas de conducta y educación, tanto a los individuos particulares, como
a los pueblos»; es decir, que «la ley ha de corregir los vicios y favorecer las
virtudes» (I, 57-62).
Tampoco parecen satisfactorias las interpretaciones que ven en la postura de
Cicerón una muestra, una manifestación fiel de la filosofía estoica. Coincide con
ellos en partir de una ley racional o natural que rige el universo, pero para los
estoicos (antiguos) lo esencial es el acatamiento o aceptación general de esa ley u
orden del universo; eso es lo que constituye la virtud, que es el único bien (o, al
menos, con mucho, el bien superior o supremo), y que en definitiva consiste en
una actitud general, en un estado general, en una disposición de ánimo; las
demás cosas serán más o menos estimables o convenientes, pero (comparadas
con el bien único o, al menos, con mucho, el supremo) hay que considerarlas
indiferentes o irrelevantes. Cicerón no se conforma con eso: estas cosas
estimables o convenientes son buenas; forman parte del bien y, por tanto, son
también exigencias de la ley racional o natural y, como se las puede conocer, se
las puede también exigir como norma de conducta, en forma de leyes,
propuestas por quien tenga suficiente capacidad para ello, en concreto, las leyes
que él expone a partir del libro II.
La relación entre Cicerón y los estoicos la veremos con mayor detalle y
claridad en la exposición de la última obra que nos queda pendiente: De officiis.
La traducción castellana de officium por «deber» o, en plural, officia por «deberes»
no es exacta. No cabe duda de que lo que Cicerón quería expresar con esa
palabra era el concepto estoico de kathêkon90. Pero este, ya lo hemos visto,
abarca todo lo que es apropiado, adecuado, conveniente… Puede decirse que el
término latino escogido por Cicerón para designarlo es un arreglo o apaño más
o menos equivalente, e incluso que no es malo91. Pero el término castellano
«deber», o su sinónimo de «obligación», no es equivalente al término griego
kathêkon, ni al latino officium, ni se corresponde con lo que Cicerón expone en
esta obra. Lo primero lo podemos dar ya por conocido. Lo segundo nos lo
muestra cualquier diccionario, al indicarnos como significado de la palabra
officium no solo algo estrictamente obligatorio, sino también un «servicio», una
«tarea», que pueden ser más o menos obsequiosos o amables, más allá de lo
estrictamente exigible. Pero lo que más importa es lo que hemos dicho en tercer
lugar: «Ni se corresponde con lo que Cicerón expone en esta obra.»
Esto, el contenido de lo que va a exponer, nos lo resume Cicerón diciendo
que «en primer lugar se ha de tratar sobre lo que está bien o es honorable (de
honesto) […] luego de lo útil […] y finalmente de la comparación o confrontación
entre lo uno y lo otro» (I, 10). Pero, al tratar de lo primero, es decir, en el libro I,
dedica una amplia consideración al decorum (I, 93 y sigs.), es decir, lo que
nosotros podemos traducir por lo decoroso, lo que está bien visto, las reglas o
normas del trato social… Esto desde luego envuelve una cierta normatividad u
obligatoriedad, pero no es la misma que la de la moral o la del Derecho, que es a
lo que nuestra palabra «deber» está especialmente referida. Por esto, su empleo
puede dar lugar a confusión: a pensar que se trata solo de lo que nosotros
consideramos como moral o como Derecho; cuando no es así, cuando en
realidad se trata también de otra normatividad que es distinta. Además, se trata
(todo el libro II) de lo útil, y no parece adecuado, para expresar las exigencias de
lo útil, emplear la palabra «deber». Aquí lo que favorece más la confusión es que
gran parte de la exposición referente a lo útil está dedicada a conseguir la
benevolencia o amor de los demás (II, 29 y sigs.). Esto puede verse como una
cosa digna de elogio e incluso como un deber, pero en esta ocasión no se trata
de eso, sino de que su «fuerza o poder es grande, mientras la del miedo es débil
o pequeña, por lo que es lógico que se expongan los medios con los que
podamos conseguir más fácilmente ese amor o benevolencia» (II, 29).
La redacción de la obra tiene lugar el año 44, después del 15 de marzo, en
que acaece la muerte de César, a la que se hacen múltiples referencias. Y debió
de estar terminada antes del 20 de diciembre, fecha de pronunciación de la
tercera «Filípica», que marca el comienzo de una nueva etapa en la vida de
Cicerón, de intensa dedicación a la actividad política92. Está dirigida a su hijo
Marco, quien contaba a la sazón veintiún años y estaba en Atenas ampliando
estudios bajo la dirección del filósofo aristotélico Cratipo. Esto da lugar a que se
aluda, no solo a la dedicación, nada desdeñable, de Cicerón a la filosofía, sino
también a su propia posición, que él considera próxima, y desde luego no
incompatible con el aristotelismo (I, 2, II, 7-8). Para esto podía servir de apoyo
su maestro de juventud (también durante su estancia en Atenas), Antíoco de
Ascalón, quien consideraba como académicos (de la Academia Antigua) a los
aristotélicos. La Academia a la que en realidad Cicerón se adhiere es a la
Academia Nueva (de Carnéades), si bien en su interpretación probabilística93.
Pero esto no le impide mantener, al menos como probables, las mismas cosas
que otros mantienen como ciertas (II, 7-8), mientras que, en cambio, frente al
escepticismo radical (Pirrón), Cicerón se muestra no solo contrario, sino incluso
desdeñoso, al considerarlo obsoleto (I, 6). Más detenidamente se ocupa de la
exclusión del epicureísmo (I, 5; II, 37-38). Con todo lo cual nos estamos
aproximando a la postura adoptada en De legibus, que, como veíamos allí, era
coincidente con la de Antíoco; más aún, si tenemos en cuenta que, de acuerdo
con este, se acoge en general, junto con platónicos y aristotélicos, también a los
estoicos. Esto lo hace aquí Cicerón, incluso con énfasis: «En esta ocasión y en
esta materia sigo sobre todo a los estoicos, si bien no como un simple intérprete,
sino según lo que suelo hacer, tomando de sus fuentes lo que me parezca bien,
de acuerdo a mi propio juicio y arbitrio» (I, 6). Sin embargo, ya hemos advertido
anteriormente que, cuando Cicerón dice que sigue a los estoicos, no hay que
entender precisamente los estoicos antiguos, sino más bien el estoicismo
llamado «medio», y especialmente a Panecio. En este caso está así expresamente
confesado (II, 60; III, 7…). Con más detalle en una carta a Ático:
Hasta donde llega Panecio, lo despaché en dos (libros). Los de aquel son tres, pero tras
dividirlos al principio señalando que son tres los tipos de investigación del deber, uno, cuando
deliberamos si algo es honesto o vergonzoso; dos, si útil o inútil; y tres, cómo hay que juzgar
cuando los otros dos parecen pugnar entre sí […], diserta brillantemente sobre los dos primeros y
promete que escribirá sobre el tercero más tarde, pero nada escribió94.
Tenemos aquí bastante claramente confesada la dependencia de Panecio en
los dos primeros libros, mientras que el tercero sería el más personal. En cuanto
al contenido de cada uno de ellos, tenemos confirmado lo que ya habíamos
adelantado. De acuerdo con esto, el segundo trata de si algo es «útil o inútil».
Con lo cual tenemos, no solo que difícilmente nos encontraremos con lo que
nosotros entendemos propiamente por «deber», según ya advertimos, sino
también que lo que en él se trata está especialmente sujeto a las variaciones de
las circunstancias y es, por tanto, menos apto para seguir interesando en épocas
muy lejanas y circunstancias muy diversas. Nuestra exposición se centrará, pues,
en el primero y en el tercer libro, teniendo en cuenta, naturalmente, también el
segundo.
Las expresiones castellanas que nosotros hemos utilizado, así como la
original de Cicerón (de honesto), para expresar el contenido del primer libro,
sugieren que trata de moral; impresión que se acentúa, si tenemos en cuenta el
contraste con la expresión que designa el contenido del segundo: de utili; y más
aún cuando advertimos que el desarrollo del contenido, de ese primer libro, se
hace en torno a las cuatro «virtudes» que se han considerado como cardinales o
fundamentales en la vida moral: prudencia, justicia, fortaleza y templanza o
moderación. Pero ya dijimos que gran parte del libro primero se refiere a lo
«decoroso», y que eso no pertenece propiamente a la moral. Cicerón lo expone a
propósito de la templanza o moderación, pero hace notar que también puede
advertirse su presencia en las otras tres partes, en las otras tres virtudes
anteriores (I, 94). En cuanto a la justicia, no aparece distinguida del Derecho, y
se emplea incluso a veces para designarla la palabra ius. Por este lado, pues, por
el lado del Derecho, del que también se trata (junto con la justicia) en el libro
primero, tenemos que hay otra parte o porción de este libro que tampoco se
corresponde con lo que nosotros hoy día solemos entender por moral.
Este sector indeferenciado de justicia y Derecho es el que principalmente
nos interesa. Y el propio Cicerón lo destaca. Empieza por afirmar que ese
«orden por el que se mantiene la sociedad entre los hombres, e incluso una
especie de comunidad de vida entre ellos, es el que tiene mayor trascendencia o
extensión» como fuente de los «deberes» (I, 20). Acto seguido, nos dice que ese
orden tiene dos partes: justicia y beneficiencia (o benignidad o generosidad).
Pero el interés y los elogios se concentran en la primera: «En la que está el
mayor lustre o esplendor de la virtud, y es la que da lugar a que los hombres
puedan ser calificados como buenos»95.
Ahora bien, ¿en qué consiste esa virtud?; ¿qué es lo que exige?; ¿cuáles son
sus deberes? Cicerón distingue dos campos: uno es el de las personas y otro el
de los bienes o cosas. En el primero está más la exigencia primordial, esencial de
la justicia: «Que nadie haga daño a otro, a no ser que sea acosado injustamente»
(es decir, en legítima defensa) (I, 20). En este campo Cicerón parece tener
confianza en el conocimiento natural, por medio de la razón, de lo que es justo,
es decir, en la aplicación de la ley natural como recta razón, cuyas excelencias
había ponderado en De re publica y en De legibus. Porque, cuando se refiere al
establecimiento de la autoridad política y de las leyes estatales, es al
afianzamiento y disfrute de esa justicia, que se supone conocida pero no
respetada, a lo que se está refiriendo. Es con este fin con el que «parece se
establecieron antiguamente reyes de buenas costumbres». En efecto, la situación
era que «la multitud estaba oprimida por los más poderosos», por lo que es
lógico que esta «acudiera a la protección de alguien que destacara por su virtud,
quien, impidiendo esa injusta inferioridad, establecería una situación equitativa,
manteniendo a todos, a los más altos o elevados y a los más bajos, dentro de un
mismo Derecho. Y esa misma fue la causa del establecimiento de las leyes» (II,
41). Puesto que se habla de una situación de «injusta» inferioridad o debilidad, y
del reconocimiento de «buenas costumbres» y de que se busca como protectores
a los que «destacaran por su virtud», parece claro que se presupone ya el
conocimiento de lo que es justo o injusto, y asimismo de lo que es bueno o es
malo, de la virtud y el vicio96. Son, pues, motivos, no de conocimiento, sino de
seguridad, de acatamiento y sometimiento a lo que es considerado como justo,
lo que lleva al establecimiento, primero de la autoridad regia, y luego de las leyes
y, en ambos casos, a la imposición y vigencia de lo que podemos designar como
el Derecho.
Muy distinto es lo que ocurre con respecto a los bienes o cosas. Porque,
aunque se formula como segundo deber de la justicia «que se use las cosas
comunes en calidad de comunes y las privadas como propias» (I, 20), acto
seguido se pasa a explicar el fundamento de que haya cosas privadas, de la
propiedad privada, y esta no nos la ha dado establecida la naturaleza; «no hay
cosas privadas por naturaleza» (I, 21). Entonces ¿cuál es el fundamento de que
existan y podamos utilizarlas como tales? Cicerón menciona diversos
fundamentos: «Una primera ocupación, como ocurre cuando alguien se apodera
de algo que no tiene dueño; o la victoria, en el caso de los que se apoderan de
algo en una guerra; o la ley, o un pacto, o un acuerdo (más o menos tácito), o un
sorteo» (I, 21). Como se ve, en esta serie hay fundamentos que lo son
meramente de hecho, que aparecen como meras explicaciones de que las cosas
estén así, en el poder o dominio de alguien: de este tipo parecen ser los dos
primeros, pero los otros aluden a una voluntad, un acuerdo previo más o menos
explícito, una decisión de establecer el reparto de las cosas; y esto ya puede ser,
no solo una explicación, sino una verdadera fundamentación, una justificación
(siempre partiendo de que las cosas están ahí para que el hombre las aproveche,
y de que entren en el acuerdo o en el sorteo todos los que puedan estar
interesados); incluso a los dos primeros puede aplicárseles un acuerdo o
consentimiento más o menos explícito, o simplemente tácito y, por
consiguiente, reconocerlos en cierto sentido como válidos.
Cicerón da por buena esta fundamentación y, por consiguiente, está a favor
de que se la respete, de que se respete lo que haya correspondido a cada uno.
Porque de otro modo sería imposible la paz y la sociedad humana (si no se
respetara lo pactado o acordado) (I, 21). Por lo tanto, el derecho de propiedad y,
podemos decir, con más exactitud, todo el Derecho sobre las cosas o bienes
externos a los individuos, está establecido, no por la naturaleza o la ley natural,
sino por las decisiones de los hombres, lo que nosotros podemos designar como
Derecho positivo. Y, de acuerdo con la confusión que en Cicerón se da entre
Derecho y justicia, esta misma, por lo que se refiere al reparto y disfrute de los
bienes privados externos, está fundada en las disposiciones o decisiones
humanas: en los pactos o acuerdos en que se ha convenido. De aquí que se
proclame como «fundamento de la justicia la lealtad (fides), es decir, la firmeza y
veracidad en lo prometido y convenido» (I, 23)97. Aun cuando no conviene
olvidar que en el fondo, como fundamento a su vez de esto, del valor de la
lealtad, está el bien de la paz y la sociedad humana (I, 21-22). Asimismo se
declara como decisivo lo establecido por el Derecho (en estas materias): «Lo que
está expuesto en las leyes y el Derecho civil ha de cumplirse tal como está
establecido por esas mismas leyes» (I, 51). Por ello no es de extrañar que, en la
determinación de los deberes concretos, se nos remita en general al Derecho
positivo: «Con respecto a las cosas que se hacen de acuerdo con la costumbre y
las instituciones civiles, no tenemos por qué dar ningún precepto, puesto que
ellas mismas son los preceptos» (I, 148). Y, por si quedaba alguna duda sobre el
respeto de Cicerón por el Derecho positivo (especialmente el tradicional o
firmemente establecido), nos añade esta advertencia: «No conviene que nadie
caiga en el error de creer que, porque Sócrates o Aristipo actuaran o hablaran
contra la costumbre y las usanzas del Estado, ellos pueden hacer lo mismo;
porque aquellos se ganaron ese derecho gracias a sus grandes y extraordinarias
cualidades.»
Esta posición ante el Derecho positivo es sin duda uno de los puntos en que
más claramente se ve la diferencia entre Cicerón y los estoicos, al menos los
antiguos98. Pero puede servirnos además para confirmar la interpretación ya
apuntada de su obra De legibus99: que en ella no se trata de proponer un Derecho
separado o independiente, que se pueda confrontar con el positivo, sino de
proponer unas leyes destinadas a ser positivizadas o refrendadas. Por esto la
parte doctrinal (libro I y comienzos del II) ha de verse primordialmente como
una introducción, que explica los fundamentos de esas leyes que se proponen en
el libro II y sucesivos: qué son, de dónde se derivan, cuáles son los fines o
ideales que han de aspirar a realizar… Estos fines o ideales veíamos en De legibus
que eran la justicia y la utilidad (pública o colectiva), pero aquí, en De officiis, se
nos destaca otro fin o ideal característico o propio del Derecho, y que le
corresponde especialmente por ser positivo: la seguridad. Lo hemos visto ya
claramente proclamado a propósito del Derecho de las personas (II, 41). Con
respecto al Derecho sobre los bienes o cosas, lo hemos podido apreciar también
a través de los elogios a la lealtad y la insistencia en que se respete lo convenido
o pactado, y en especial lo establecido «en las leyes y el Derecho civil» (I, 51).
Pero lo podemos ver más claramente afirmado, y con énfasis: «Es sobre todo
por este fin, de que cada uno conserve lo suyo, por lo que se han establecido
Estados» (II, 73); «lo propio de un Estado o de una urbe es que el dominio de
cada uno sobre las cosas sea libre y sin inquietud» (II, 78).
Resulta, pues, que esta obra es un valioso complemento para poder conocer
el pensamiento de Cicerón sobre el Derecho. Pero no lo es solo en este tema o
aspecto que acabamos de considerar. Lo es también en el de la relación entre
justicia y utilidad, que veíamos era uno de los temas más claramente pendientes,
imperfectamente resueltos, en De legibus. Ahora, como ya sabemos, ese es
precisamente el objeto del libro III (el más personal, por no contar ya con la
plantilla o apoyo de lo previamente escrito por Panecio): cómo hay que juzgar,
cuando lo bueno (honestum) y lo útil parecen pugnar entre sí.
Al escoger como tema principal de su obra el de lo kathêkon, Cicerón ya se
distanciaba de los estoicos antiguos, que lo consideraban como accidental o
secundario, respecto al gran tema de la virtud = sabiduría. Pero además, y en
consecuencia, ellos lo estudiaban como subordinado al de la virtud; no solo en
cuanto su realización no estaba en oposición a ella, sino también en cuanto esa
realización podía coincidir con ella, con su elemento esencial, es decir, la actitud
o disposición del ánimo, que es donde reside para ellos esencialmente la
virtud100. Y la actitud o disposición de ánimo que principalmente interesaba a
los estoicos, a la que siempre aspiraban y siempre iban buscando, era la del
sabio, es decir, la del hombre perfecto. También en esto Cicerón se aparta de
ellos. No va a ser esa perfección absoluta, ideal, la que primordialmente le
interese, sino la que está al alcance de los comunes mortales: «En quienes no hay
una sabiduría perfecta, es verdad que no hay tampoco algo perfectamente bueno
(honestum), pero sí puede haber reflejos o imágenes de esa bondad.» Son esas
realizaciones pálidas, reflejas, del ideal estoico las que a él lo ocupan, las que son
objeto de su estudio (en especial en este libro III). «Porque estos deberes (officia)
de que tratamos son los que los estoicos llaman “medios” (o simples deberes);
que son comunes y se extienden ampliamente; son muchos los que consiguen
cumplirlos, gracias a la bondad de su carácter y al progreso en su aprendizaje»
(III, 13-14)101.
Pero, si son muchos los que consiguen cumplirlos, no todos reflejan o
representan igualmente la imagen de la bondad; no todos son igualmente
«ejemplares». Los que pueden presentarse como tales son ilustres personalidades
de la historia romana: los dos Escipiones o los dos Decios102, famosos por su
valentía; Fabricio103, ejemplo de justicia; M. Catón y C. Lelio104, que fueron
«tenidos y calificados como sabios». Ninguno de estos puede ser considerado
como auténtico sabio en el sentido de los estoicos, pero sí podemos decir que
«tenían cierta semejanza y parecido con esos sabios» (III, 16). Como ocurría en
De re publica, vemos aquí a Cicerón, en este pasaje, desprendiéndose de la
fidelidad a la filosofía y a los filósofos (veremos no obstante que luego acudirá
insistentemente a ellos) y apoyándose en personalidades que podrán tener más o
menos de cultura y sabiduría, pero que desde luego no son modelos de filósofos.
Le basta con estos «que aspiran a ser considerados como hombres buenos», para
poder afirmar que «ni siquiera eso que comúnmente llamamos bueno ha de ser
puesto en comparación nunca con las ventajas o provecho» (utilidad) (III, 17).
Puede parecer sorprenderte, e incluso simplista, escoger esta vía o
procedimiento para resolver un problema tan grave como el de la relación entre
la utilidad y la justicia o, en general, entre la utilidad y la honradez o la bondad.
Pero en realidad está haciendo lo mismo que le hemos visto hacer en las dos
obras anteriores, especialmente en De re publica: aliarse con la tradición romana,
con la «buena», y enfrentarse a la desviación, a la tendencia decadente, cómoda y
suicida, que está llevando al Estado romano a su ruina. En efecto, estos otros
«no hacen más que medirlo todo por las ventajas y facilidades y no admiten que
a eso se sobreponga la honradez; estos son los que suelen comparar en sus
deliberaciones lo que es justo u honrado (honestum) con lo que ellos consideran
que es útil» (III, 18). Para Cicerón no cabe duda: «No solo es del todo
vergonzoso juzgar de más valor lo que parece útil que lo que sea honrado, sino
incluso hacer estas comparaciones y mantener estas dudas» (III, 18); «porque en
las mismas dudas está ya el delito (facinus), aun cuando este no llegue a realizarse»
(III, 37).
El contraste entre las expresiones «lo que parece útil» y «lo que sea honrado»
no es un descuido de redacción, ni un mero truco retórico para atraer más
fácilmente el asentimiento. Se trata de un contraste entre el conocimiento de lo
bueno, lo que es verdaderamente bueno, el bien moral o de la virtud, que es un
conocimiento fiable, y el conocimiento de lo útil o de lo agradable, que tiene
todos los peligros del conocimiento fácil, superficial y atrayente. Aparte los
antecedentes socrático-platónicos, Cicerón puede contar para este punto de
partida, para esta presuposición, con lo expuesto por él en obras anteriores,
especialmente en De legibus. En esta misma obra que ahora estamos exponiendo
había aludido a esos presupuestos: «Podremos juzgar fácilmente lo que sea
obligatorio en cada circunstancia, a no ser que nos amemos en demasía a
nosotros mismos» (I, 30). En cambio, explica el error de los viciosos, porque,
«tan pronto como los arrebata algo que les ha parecido útil, acto seguido dejan a
un lado la consideración de lo que es honrado» (III, 36): «Porque todos
ansiamos la utilidad y nos dejamos arrebatar por ella» (III, 101).
Esto no quiere decir que no puedan surgir dudas acerca de lo que es
verdaderamente bueno y debemos hacer en un determinado caso. Eso ocurre
principalmente por el paso del tiempo y el consiguiente cambio de las
circunstancias. Por ejemplo, si alguien deposita un arma o una cantidad de
dinero, y luego lo reclama cuando ha perdido la razón o se ha puesto en guerra
contra el Estado, ¿será obligatorio cumplir con el deber general de devolver los
depósitos o, en este caso, habrá que hacer lo contrario? Está claro que lo
segundo es lo correcto (III, 94-95; cfr. también I, 31-32). Pero ¿cuál es la razón?
No otra, sino que cumplir el precepto general se ha hecho perjudicial; es por
esto por lo que, en este caso, «devolver lo depositado, cuando se ha alterado o
transformado la utilidad, se ha convertido en inmoral» (III, 95). Ahora bien, no
se trata de la utilidad particular egoísta, sino de la utilidad general, y
especialmente de la utilidad colectiva del Estado. ¿Habrá que decir, entonces,
que «la utilidad venció a la bondad moral? Más bien, que la bondad moral es
consecuencia de la utilidad» (III, 40)105. Pero la bondad, la honradez, la justicia
han de mantener siempre la primacía y la preeminencia. Por eso Cicerón
abomina de quienes contraponen la utilidad pública a la justicia, para optar luego
por la utilidad, declarando: «Prevalezca la utilidad.» Más bien lo que deberían
hacer siempre es mirar si acaso esa causa, que parece justa, puede no serlo «por
ser perjudicial para el Estado» (III, 88).
Lo que los anteriores ejemplos muestran, pues, es que la utilidad puede ser
decisiva en la determinación de lo que es bueno y justo. Por eso es natural que
Cicerón aconseje que, al tratar de cumplir con nuestros deberes, lo hagamos
siempre teniendo en cuenta la utilidad, en especial la común o colectiva: «la
utilidad de los hombres y de la sociedad humana» (III, 31), por lo que «es lógico
e inevitable que, si se nos presenta alguna apariencia de utilidad, esto nos afecte»
(III, 35). Pero lo que no se puede hacer es dejar que eso sea lo que determine
siempre nuestra decisión, porque la bondad y la justicia están por encima de la
utilidad. Esto se pone especialmente de relieve cuando conseguir lo que se
considera útil envuelve una vergüenza (dedecus) y una ignominia (flagitium)106. Así
es que, «si, una vez que hayas prestado suficiente atención, descubres que eso
que te parece útil lleva aneja una inmoralidad (turpitudinem), no es que se tenga
que dejar de tener en cuenta la utilidad, pero hay que entender que, donde haya
inmoralidad, no puede haber utilidad» (III, 35). El fundamento de esto es que
«hemos nacido para ser honrados (ad honestatem nati sumus)», y «nada hay tan
contrario a la naturaleza como la indecencia (turpitudo)», por lo que «solo hay que
buscar la honradez, según el parecer de Zenón; o, por lo menos, hay que
considerarla como la cosa de mayor valor, que es lo que le parece bien a
Aristóteles» (III, 35).
Si se sigue el parecer de Zenón y sus estoicos, eso equivale a proclamar que
no hay más bien que la virtud o la honradez (bondad moral). Cicerón se siente
inclinado a seguirlos, porque «disertan con más brillantez sobre estas cosas» (III,
20). Pero no se compromete demasiado con ellos. En primer lugar, advierte que
él se encuadra en la Academia (nostra Academia), se entiende en la Nueva, y, por
lo tanto, goza de una «gran libertad para defender a su manera lo que parezca
más probable» (III, 20). Conviene no pasar por alto que dice solo «más
probable» (cfr. más ampliamente II, 7-8). Luego, propone la defensa del
principio estoico; pero no como una verdad incontrovertible, como un axioma,
ni tampoco como un teorema o una tesis que haya que defender o demostrar,
sino como un postulado: «Igual que los geómetras no suelen demostrarlo todo,
sino postular que algunas cosas se les den por concedidas, para explicar con más
facilidad de esta manera lo que se proponen, así yo, hijo mío, te pido que me
concedas, si te es posible, que nada más que lo que es honrado ha de ser
apetecido por sí mismo» (III, 33). El texto continúa declarándole abiertamente a
su hijo que, si eso no le parece bien, lo que es explicable, dado que está
estudiando con un aristotélico, asienta al menos al principio de Aristóteles: que
«lo que es honrado es lo que más ha de ser apetecido por sí mismo». Y añade:
«A mí me basta con cualquiera de los dos» (principios)107.
Esto no es todo. Si se sigue plenamente el principio estoico, hasta entender
que la virtud o la honradez (bondad moral) consiste esencialmente en la actitud
o disposición de ánimo de sumisión o conformidad con la naturaleza = destino
= providencia = inteligencia universal = recta razón…, habría que admitir
también que todo lo demás es en definitiva indiferente, aunque se pueda
conceder que se lo considere apropiado, adecuado, conforme con la naturaleza,
conveniente… Esto es lo que Cicerón ya no puede admitir, porque eso es
precisamente lo que más le interesa y lo que es objeto de esta obra: lo que los
estoicos denominaban kathêkon y Cicerón traduce por officium.
Sin embargo, no deja de estar influido también por esta postura estoica, de
que la virtud u honradez consiste esencialmente en una actitud o disposición de
ánimo. Ya lo hemos visto anteriormente, cuando establecía la característica
diferencial entre los depravados o viciosos y los honrados: los primeros «no
hacen más que medirlo todo por las ventajas y facilidades […]; estos son los que
suelen comparar en sus deliberaciones lo que es justo u honrado con lo que ellos
consideran útil», mientras que para los honrados «es del todo vergonzoso […]
incluso hacer estas comparaciones». Lo mismo observamos cuando trata de dar
una fórmula general para conocer cuáles son nuestros deberes (officia). Se refiere
ante todo a la mentalidad que hay que tener:
Sustraer algo a alguien y que un hombre aumente su beneficio a costa del daño a otro es más
contrario a la naturaleza que la muerte, la pobreza, el dolor… Pues en principio suprime la
convivencia y la sociedad humana. Porque, si alimentamos estos sentimientos (sic erimus adfecti), de
que por la propia ventaja cualquiera puede despojar o violentar a otro, no puede menos de
arruinarse esa sociedad del género humano, que es lo más conforme con la naturaleza (III, 21).
Podríamos decir, resumiendo, que Cicerón está de acuerdo con los estoicos
en que la pauta para orientar la conducta humana es seguir a la naturaleza, la
conformidad con la naturaleza. Pero esta para él, de acuerdo con Panecio108, es
ante todo la naturaleza humana. Y, como esta a su vez es social y la sociedad la
hacen los hombres, han de hacerla los hombres, todo ello se traduce en la
exigencia, el deber fundamental, de admitir y hacer realidad lo que sea necesario
para establecer y mantener la sociedad; es decir, cumplir los diversos deberes
que se manifiestan en el ámbito de la sociedad humana. Lo más esencial de esos
deberes es lo que hemos tratado de recoger en nuestra exposición: primero,
respetar a los demás y no hacerles daño en sus personas; luego, admitir y
establecer la autoridad política, y también las leyes y costumbres que constituyen
el Derecho; luego, aceptar la «ejemplaridad» de algunas personalidades
destacadas; finalmente, adoptar la mentalidad de las gentes «buenas» o todavía
sanas (en medio del desastre y de la ruina a la que tanto han contribuido
personajes como Sila, César, Marco Antonio…).
1 Aun cuando no hay que pensar que los filósofos o los juristas romanos tuvieran ante sí precisamente
los mismos textos griegos que nosotros tenemos como básicos o como más importantes, en concreto, los
de la Ética a Nicómaco de Aristóteles. Eso, sin embargo, es lo que da a entender (no es que lo afirme
expresamente) un libro que se ha reeditado recientemente en España, de E. Costa, Cicerone giureconsulto,
Bolonia, Zanichelli, 1927; reimpresión facsímil, Pamplona, Analecta Ediciones y Libros, 2007. Cfr.
especialmente págs. 16-17 y 21. Cfr. también el índice, pág. IX. Las insinuaciones del índice consisten en
poner epígrafes con la terminología de la Ética a Nicómaco. Pero en realidad no hay ningún texto ni
testimonio que avale el conocimiento directo por parte de Cicerón de esa obra. En cuanto a la originalidad
del pensamiento de este, una defensa de la misma puede verse en la introducción al libro de K. Büchner
(ed.), Das neue Cicerobild, Darmstadt, Wissenschaftliche Buchgesellschaft, 1971, págs. VII-XXV. Esa
introducción lleva como subtítulo «Der Denker Cicero» («Cicerón como pensador»), es decir, no
propiamente filósofo, pero tampoco un simple expositor o recopilador, un mero ecléctico. Y desde luego
múltiples argumentos a favor de esa originalidad pueden verse a lo largo de esta obra a que nos estamos
refiriendo.
2 F. Pina Polo, Marco Tulio Cicerón, Barcelona, Ariel, 2005, págs. 433-435. De las vidas escritas en la
Antigüedad, solo nos ha llegado la de Plutarco; de sus diversas ediciones y traducciones, destacaremos la
reciente en Plutarco, Vidas Paralelas, VIII, trad. de M. González González, Madrid, Gredos, 2010.
3 Uno de los alicientes de esas biografías (que a la vez las puede hacer más fiables) es que Cicerón nos
ha suministrado muchos datos sobre él, especialmente a través de sus cartas. La práctica totalidad de las que
se conservan las tenemos traducidas al castellano, en Cicerón, Cartas, I y II, Cartas a Ático, trad. y notas de
M. Rodríguez-Pantoja Márquez, Madrid, Gredos, 1996, y Cartas, III y IV, Cartas a los familiares, trad. y notas,
respectivamente, de J. A. Beltrán y A. I. Magallón García, Madrid, Gredos, 2008. También tenemos
Correspondencia con su hermano Quinto, trad. de T. Hernández Cabrera, Madrid, Alianza, 2003.
4 Tal vez la crítica más famosa sea la de T. Mommsen. Puede verse una muestra en su Historia de Roma,
libro V, trad. de A. García Moreno, Madrid, Turner, 2003 (la obra original es de 1856), vol. 4, págs. 626629. Para comprenderla mejor, conviene tener en cuenta los elogios que en cambio dedica a César (págs.
470-475); y comparar esos reproches y elogios con los similares de G. W. F. Hegel, Lecciones sobre la filosofía
de la historia universal, trad. de J. Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1974, págs. 536-538. Una exposición y
discusión interesante de algunos de los reproches que se han hecho a Cicerón es la de K. Kumaniecki,
«Cicero, Mensch-Politiker-Schriftsteller», en K. Büchner (ed.), Das neue Cicerobild, ed. cit. [nota 1], págs. 348370.
5 Así J. M. May en el prólogo a J. M. May (ed.), Brill’s Companion to Cicero. Oratory and Rhetoric, Leiden,
Brill, 2002, pág. IX.
6 Y el hecho de que algunos hayan visto en él una muestra o manifestación, más aproximada que
ninguna otra anterior, a lo que pudiéramos llamar la «típica doctrina del Derecho natural clásico». En este
sentido L. Strauss, Natural Right and History, Chicago, Chicago University Press, 1953, pág. 154. Más allá va
Sabine al hablar de la importancia de Cicerón para la historia del pensamiento político: «Dio a la doctrina
estoica del Derecho natural la formulación en que ha sido universalmente conocida en toda la Europa
occidental desde su época hasta el siglo XIX. De él pasó a los jurisconsultos romanos y en no menor medida
a los Padres de la Iglesia. Los pasajes más importantes se citaron innumerables veces en la Edad Media», G.
H. Sabine, Historia de la teoría política, trad. de V. Herrero, México-Buenos Aires, Fondo de Cultura
Económica, 1965, pág. 129. Para completar la visión de la importancia de Cicerón en la historia del
pensamiento jurídico-político, hay que hacer referencia a que su influjo en el Renacimiento y en la época
moderna fue también decisivo: «Anticipó, más que ningún otro pensador de la Antigüedad, algunas de las
ideas que habían de ser fundamentales para la concepción del Estado en los comienzos de la Edad
Moderna», N. Wood, Cicero’s Social and Political Thought, Berkeley-Los Ángeles-Oxford, University of
California Press, 1991, pág. 11.
7 Hay edición castellana, La invención retórica, trad. de S. Núñez, Madrid, Gredos, 1997. La he tenido en
cuenta, pero me atendré sobre todo al texto latino de la edición de H. M. Hubbell, en la Loeb Classical
Library, Londres-Cambridge, Mass., 1960. La citaré con la abreviatura Inv.
8 Ya me he referido a Filón de Larisa en el capítulo anterior (pág. 99 y notas 195 y 196).
9 Un resumen de la doctrina de Antíoco nos lo da el propio Cicerón en Fin., V.
10 De la primera, Sobre el orador, ya hemos dicho en el capítulo anterior (nota 271) que hay traducción
castellana reciente. De las dos últimas hay varias traducciones, unas por separado y otras conjuntas. Las he
tenido en cuenta, pero en mi exposición me atendré sobre todo al texto latino de la edición conjunta de
ambas de J. G. F. Powell, Oxford, Clarendon, 2006. Las citaré con las abreviaturas habituales: Rep. y Leg.
Asimismo he prestado especial atención a las advertencias (me refiero aquí a las advertencias sobre el texto)
de K. Büchner, en su obra M. Tullius Cicero: De re publica. Kommentar, Heidelberg, Carl Winter, 1984.
De
esta época posterior a su exilio es también un poema autobiográfico, De temporimbus meis (años 55-54),
insistiendo en una actividad, la poética, que ya había cultivado en sus años de juventud, con varias
composiciones, entre ellas un poema de elogio a su paisano Mario, y también, en el año 60, con un poema
sobre su consulado.
11 Doy por buena la versión, el testimonio, de Q. Asconio Pediano, recogido en M. Tulio Cicerón,
Discursos, IV, trad., introd. y notas de M. Baños, Madrid, Gredos, 1994, págs. 461 y sigs.; cfr. especialmente
pág. 464.
12 El discurso en defensa de T. Anio Milón puede verse en el volumen citado en la nota anterior, págs.
479 y sigs. Aunque se sabe que el texto publicado por Cicerón mejoraba notablemente el que había
pronunciado.
13 Bruto, trad. de M. Mañas Núñez, Madrid, Alianza, 2000.
14 El orador, trad. de E. Sánchez Salor, Madrid, Alianza, 2006.
15 De las traducciones de estas cinco obras ya he dado cuenta en el capítulo anterior: de la primera en la
nota 2; de las otras cuatro en la nota 79.
16 Sobre los deberes, trad. de J. Guillén Cabañero, Madrid, Alianza, 2001 y varias reimpresiones. La he
tenido en cuenta, pero me atendré sobre todo a la edición latina de M. Winterbottom, Oxford, Clarendon,
1994. La citaré con la abreviatura Off.
17 Cfr. supra, cap. 5, pág. 77 y nota 83.
18 La diferenciación y especial consideración de estas obras es del propio Cicerón. Cfr. Div., II, 1-4.
19 Entre los textos más claros, Div., 150; Tusc., IV, 7 y V, 11; Off., II, 7-8. También puede ser muy
ilustrativo tener en cuenta el final de la obra ND: «Cuando se dijo esto, nos separamos, de modo que la
intervención de Cota (crítico del estoicismo) le parecía más verdadera (verior) a Veleyo, mientras que a mí
me parecía la de Balbo (el interlocutor estoico) más próxima a lo verosímil (mihi Balbi ad veritatis similitudinem
videretur esse propensior)», ND, III, 95. Más amplia y expresamente expone su adscripción al escepticismo
académico en la obra ND, I, 6 y 11-13. Conviene asimismo no olvidar la referencia a Filón de Larisa a la
que ya aludimos, y que procede de Brutus, 306.
20 En De legibus nos dice expresamente, con respecto a Platón: «Interpretar las frases es muy fácil; y yo
sin duda es lo que haría, si no fuera porque lo que desde luego quiero es ser yo mismo; porque ¿qué objeto
tendría decir las mismas cosas traducidas casi con las mismas palabras?», Leg., II, 17. Cfr. también Fin., I, 6
y Off., I, 6. Sobre la originalidad de Cicerón en general cfr. nota 1.
21 Sobre estas cfr. supra, cap. 5.
22 En este sentido K. Büchner, «Cicero. Grundzüge seines Wesens», en Das neue Cicerobild, ob. cit. [nota
1], págs. 419-445.
23 Así De oratore, I, 5, ed. cit., págs. 87-88.
24 Se entiende de los dos mencionados más arriba (el Augur y el Pontífice), no de su pariente conocido
como el Jurisconsulto. Este apelativo dado a su pariente no excluye que los dos anteriores fueran también
expertos jurisconsultos. Del Augur nos dice expresamente Cicerón: «Sobresalió por su dominio del
Derecho civil y en todo tipo de saberes» (Bruto, 102).
25 Con lo que estaba siguiendo una larga tradición retórica, de poner el énfasis en la oratoria forense o
judicial. Cfr. en este sentido J. Wisse, «The intellectual Background of Cicero’s Rhetorical Works», en J. M.
May (ed.), Brill’s Companion to Cicero. Oratory and Rhetoric, ob. cit. [nota 5], pág. 348.
26 Ya dijimos [nota 1] que no hay ninguna base para pensar que Cicerón conociera la Ética a Nicómaco de
Aristóteles; eso no ocurre con respecto a la Retórica, aun cuando «es poco probable que la conociera de
primera mano». Así A. Corbeill, «Rhetorical Education in Cicero’s Youth», en J. M. May, ob. cit. [nota
anterior], pág. 36.
27 Sobre su difusión y aceptación, especialmente en la Edad Media, puede verse la introducción a la
edición española citada [en nota 7], págs. 52 y sigs. A la equiparación con las obras de la madurez, y la falta
de fundamento de esa equiparación, ya nos hemos referido más arriba.
28 Div., II, 3.
29 Bruto, 108.
30 Fin., IV, 23 y II, 24. Cfr. también el diálogo De amicitia, al que se le conoce asimismo con el título de
Laelius de amicitia, o bien simplemente con el de Laelius, por ser él quien aparece como protagonista.
31 A ello se alude en I, 15 y 34.
32 No solo aquí (III, 5), sino también en De oratore, II, 154.
33 Cfr. sobre esto al final de la nota 10 y F. Pina Polo, ob. cit. [nota 2], págs. 27-34.
34 Cartas, I, ob. cit. [nota 3], 89 (IV, 16), 2.
35 En Correspondencia con su hermano Quinto, ob. cit. [nota 3], XXV, 1.
36 De hecho esto es lo que se deriva de lo que nos dice Cicerón al comienzo del diálogo De amicitia;
pero aquí la transmisión se la atribuye a otro de los personajes jóvenes: Publio Rutilio Rufo (I, 13).
37 Cfr. supra, cap. 2, pág. 28.
38 De que Escipión aprobó la muerte de T. Graco, a manos de un grupo de senadores y sus secuaces,
acaudillados por Escipión Nasica, tenemos constancia por el propio Cicerón, en De oratore, II, 106. Que
fuera la persona que mejor podía hacer frente a la revolución que suponía la propuesta de reforma agraria
de Graco, es fácil de comprender, dada la relevancia de su figura. Y así debía de ser la opinión general,
puesto que a su muerte se extendieron los rumores de que había muerto envenenado por los partidarios de
Graco. A esto alude Cicerón en De amicitia, 12.
39 La tentación de equipararlos a los optimates de que se habla en el discurso Pro Sestio es casi irresistible,
sobre todo teniendo en cuenta que también allí la honradez aparece claramente asociada a la situación
económica; por ejemplo, cuando se los caracteriza, a esos optimates, como «los que no son criminales ni
malvados por naturaleza ni desenfrenados ni están acuciados por dificultades domésticas», Sest., 97, en
Discursos, IV, ed. cit. [nota 11], pág. 350. Sin embargo, creo que esa tentación debe rechazarse, no solo
porque mantengo la distinción entre lo que dice Cicerón y lo que dicen los personajes de sus diálogos, sino
ante todo porque hay que distinguir entre los discursos y las obras con más altas aspiraciones o
pretensiones, como es el caso de La república.
40 Puede comprobarse en Polibio, Historias; en concreto, VI, 18, 1: «Resulta imposible encontrar una
constitución superior a esta.» Sigo la edición de Polibio, Historias. Libros V-XV, trad. de M. Balasch Recort,
Madrid, Gredos, 1996.
41 «Más que cualquier otro pueblo, cambian fácilmente sus costumbres e imitan lo que es mejor que lo
suyo», Historias, VI, 25, 11.
42 Historias, VI, 10, 12.
43 Hablo aquí directamente de Cicerón, porque parece más apropiado pensar que estos raciocinios y
elaboraciones son obra suya, más que expresión de las opiniones de sus personajes. Esta advertencia vale
también para otras ocasiones similares.
44 Historias, VI, 11-18.
45 Historias, VI, 4-10.
46 «Este es el ciclo de las constituciones y su orden natural, según se cambian y transforman para
retornar a su punto de origen. Quien domine el tema con profundidad puede que se equivoque en cuanto al
tiempo que durará un régimen político, pero en cuanto al crecimiento de cada uno, a sus transformaciones
y a su desaparición es difícil que yerre», Historias, VI, 9, 10-11.
47 La frase es de K. Büchner, ob. cit. [nota 10], pág. 160. Ya me referí a la atención que he prestado a
esta obra en la determinación del texto; debo añadir ahora que también en su interpretación la tengo
especialmente en cuenta.
48 Al principio de nuestra exposición, cuando nos referíamos a las simplificaciones en que se incurre en
la interpretación de sus obras en general, y también al principio de la exposición de esta obra en particular.
49 Me parece oportuno invocar aquí la autoridad de un especialista en el tema: «Uno de los aspectos
“democráticos” de la ideología política de Cicerón es el principio de la soberanía del pueblo, que acoge sin
ninguna discusión. El principio estaba incluido en la constitución romana, que emparejaba al pueblo con el
Senado en la fórmula populus senatusque Romanus, en la que por lo demás también el senatus era
originariamente parte del populus. La misma definición ciceroniana de la res publica como res populi prueba
que el populus es el elemento básico de la comunidad estatal», L. Perelli, Il pensiero político di Cicerone. Tra
filosofia greca e ideología aristocratica romana, Florencia, La Nuova Italia, 1990, pág. 73. La autoridad de
especialista a que me refiero viene en este caso reforzada por el hecho de que no se trata precisamente de
un gran entusiasta de Cicerón.
50 Puesto que en «los demás» (griegos) habrá que incluir también a Aristóteles, la afirmación puede
parecer exagerada e injusta, dado que este sí que trató el problema del Estado ejemplar o ideal. Pero, en
primer lugar, hay que advertir que «Cicerón probablemente no conoció la Política». Así Büchner, ob. cit.
[nota 10], pág. 188. Y, en segundo lugar, hemos de tener en cuenta que Aristóteles no fue muy explícito en
referir su exposición a un ideal, sino que lo que destaca más en él es su sentido práctico y empírico.
51 El propio Cicerón se refiere a que «la primera ley que se llevó a los comicios centuriados» lo fue ya en
la época de la república (II, 53).
52 Esta caracterización parece coincidir con la de los «líderes de los optimates y garantes y salvadores
del Estado», en el discurso Pro Sestio, 138-139. Sobre el tribunado de la plebe se expresa Cicerón más
ampliamente en Leg., III, 19-26, y sobre el Senado en Leg., III, 27-32.
53 De la distancia que Cicerón veía entre las épocas de esplendor de la república y la suya nos dan una
idea los fragmentos que nos han llegado de la introducción al libro V (V, 1-2).
54 Aun cuando el sentido, el significado de la metáfora no es el mismo: en Cicerón es favorable, es
positivo, mientras que Platón se refiere al manejo habilidoso o interesado de la «bestia», que para él es la
«abigarrada multitud reunida»; Cicerón en cambio parece referirse al pueblo en general. Cfr. Platón, Rep.,
VI, 493.
55 Cfr. Platón, Rep., IV, 430d-432a.
56 «Estoy de acuerdo (habla Escipión) y reconozco ante vosotros, que nada de lo que hayamos dicho
hasta ahora o podamos decir en adelante sobre la república valga nada, si no se confirma lo siguiente: no ya
que es falso que no se la puede gobernar sin injusticia, sino que es completamente cierto que no se la puede
gobernar sin una suprema (summa) justicia» (II, 70).
57 Para comprender el sentido y la importancia de estas dos expresiones, y de su unión o conjunción,
conviene tener en cuenta I, 2-3.
58 Cfr. también III, 6.
59 Que se haya visto en él «la expresión por excelencia de la doctrina del Derecho natural» es algo que
lamenta vivamente M. Villey, «Rückkehr zur Rechtsphilosophie», en K. Büchner, ob. cit. [nota 1], págs.
276-277.
60 Pero tampoco hay que pensar que fueran luego objeto de una verdadera demostración. De hecho
Lactancio nos dice expresamente que Cicerón no pudo refutar los argumentos de Carnéades: «Deja estos
argumentos sin refutar, como si se tratase de una fosa» (Inst., V, 13). Sin embargo, lo cierto es que sí
podemos encontrar en las obras de Cicerón ciertos pasajes que pueden interpretarse como refutaciones,
concretas y empíricas, pero nada desdeñables, del discurso de Filo-Carnéades. Las recogeremos al final de
nuestra exposición. Cfr. infra, pág. 143.
61 Cfr. Diógenes Laercio, VII, 88 = Cris. I, 243 = SVF, III, 4, y cap. anterior, págs. 88-89.
62 Cfr. Leg., I, 18. Allí se distingue entre «ratio summa insita in natura» y «eadem ratio cum est in
hominis mente».
63 Cfr. Diógenes Laercio, VII, 86 = Cris. I, 242 = SVF, III, 178.
64 Acerca de que en los estoicos sea esta razón la que determina lo apropiado o conveniente cfr. cap.
anterior, págs. 92-93.
65 En Leg., I, 18 se dice de la razón humana, de la que está en la mente humana, que es ley en cuanto
que está «confirmata et perfecta», es decir, comprobada, contrastada, y perfeccionada.
66 Le sobra, pues, razón a M. Villey cuando, después de lamentar que se haya visto en este texto «la
expresión por excelencia de la doctrina del Derecho natural», reconoce que «tal vez haya que hacer
responsable de eso en primer lugar al propio Cicerón», M. Villey, ob. cit. [nota 59], pág. 277.
67 Cfr. cap. anterior, págs. 86 y 89.
68 Cfr. cap. anterior, págs. 91-94.
69 Cfr. en este mismo sentido Leg., II, 10: «Lex vera atque princeps, apta ad iubendum et ad vetandum,
ratio est summi Iovis.» Cfr. también Leg., II, 8-9.
70 Cartas a Ático, 195 (X, 4), 4, en Cartas, II, ob. cit. [nota 3], págs. 92-93.
71 Fin., II, 58-59.
72 Aun cuando no hay que tomar demasiado en serio ni este paralelismo ni la correspondencia con cada
una de las dos obras platónicas. De las diferencias de la primera con la de Platón ya hemos dicho algo;
sobre la escasa vinculación en el contenido con la correspondiente obra platónica en De legibus; cfr. Leg., II,
17.
73 Cfr. Correspondencia con su hermano Quinto, ob. cit. [nota 3], XXV, 1-2.
74 Sobre toda esta polémica cfr. K. M. Girardet, Die Ordnung der Welt. Ein Beitrag zur philosophischen und
politischen Interpretation von Ciceros Schrift De legibus, Wiesbaden, F. Steiner, 1983, págs. 5-11.
75 Sobre toda esta cuestión cfr. W. Görler, «Silencing the Troublemaker: De Legibus I. 39 and the
Continuity of Cicero’s Scepticism», en J. G. F. Powell (ed.), Cicero the Philosopher, Oxford, Clarendon, 2002,
págs. 85 y sigs.
76 Así como la anterior afectaba especialmente a Cicerón, esta escuela es la preferida por su amigo
Ático, quien ya se había mostrado dispuesto anteriormente (I, 21) a prescindir de las doctrinas de Epicuro
mientras dure el diálogo: «Porque con el concierto de los pájaros y el murmullo de los ríos no tengo miedo
de que escuche alguno de mis condiscípulos.»
77 Cfr. supra, cap. anterior, especialmente los textos correspondientes a la nota 145.
78 Esta especie de autonomía o semiindependencia de la naturaleza humana (y, por consiguiente, de la
razón), con respecto a la consideración del orden cósmico, universal, puede ser una muestra más de que
Cicerón está siguiendo sobre todo al «estoicismo medio», en especial a Panecio, de quien ya dijimos que
parece haber trasladado el énfasis, desde la consideración del orden cósmico al humano. Cfr. cap. anterior,
nota 142. Puede ser interesante, a la hora de calibrar el influjo de Panecio sobre Cicerón, tener en cuenta
también los elogios que este le dedica, no solo en esta obra (III, 14), sino también en Fin., IV, 79.
79 Aun cuando Cicerón trata de exaltarla todo lo posible; así en I, 60, habla de «la mirada penetrante de
la mente, similar a la de la vista, para elegir lo bueno y rechazar lo contrario (virtud esta que se llama
prudencia por su conexión con prever (providendo)».
80 En II, 8, se insiste más en el orden cósmico, pero se termina también por fijar la atención en el
antropológico: «La ley que dieron los dioses al género humano»; y se la define en último término como «la
razón y la mente de un sabio».
81 En esta línea reiterará de diversas formas la misma idea. «No es por la opinión, sino por la naturaleza,
por lo que se ha establecido el Derecho» (I, 28). «La naturaleza nos ha hecho para participar unos con otros
y tener todos en común el Derecho» (I, 33).
82 Todo esto no puede menos de hacernos pensar si Cicerón no estará aceptando, o al menos
sugiriendo, la doctrina o teoría de las «ideas innatas», que desde luego no había profesado el estoicismo
antiguo.
83 Que Cicerón daba mucha importancia, incluso para el conocimiento, a la disposición o preparación
práctica del espíritu, se nos confirma con expresiones como estas que encontramos en Tusc., II, 11 y 15: «Su
eficacia (de la filosofía) es grande cuando se encuentra con una naturaleza idónea»; «necesito (para seguir
tratando de convencerte) que tu espíritu no me oponga ninguna resistencia».
84 El paralelismo entre ambas leyes podría quizá estar más claramente expresado en II, 11, pero hay
dificultades con el texto.
85 No es la única vez que en el diálogo se alude a la especial preparación de nuestro autor para tratar
estos temas y, en particular, para proponer leyes apropiadas. Así, al comienzo del libro III (III, 14), sus
interlocutores lo colocan, no solo entre los hombres destacados políticamente, o solo entre los más doctos,
sino entre los que destacan en ambos campos, por su excelencia en ambos: «en los estudios teóricos y en el
gobierno del Estado».
86 Así en II, 11 y 13.
87 Llama la atención la brevedad de esta argumentación, que puede interpretarse como una crítica del
epicureísmo: se explica teniendo en cuenta que su amigo Ático (uno de los interlocutores) era un
reconocido simpatizante de esta doctrina y que previamente (I, 39) se ha acordado ya dejar aparte los
puntos de vista, tanto del epicureísmo, como los del escepticismo. Pero, en el conjunto de su obra, las
críticas de Cicerón contra los epicúreos no fueron breves ni escasas, hasta el punto de que parece «claro que
los vio como sus principales adversarios filosóficos». Así J. G. F. Powell, en «Introducción» a Cicero the
Philosopher, Oxford, Clarendon, 2002, pág. 30.
88 La exposición de esta doctrina está más ampliamente desarrollada en Fin., III, 64 y Nat., II, 154; pero
allí está expuesta por un interlocutor estoico y, por consiguiente, se refiere a los estoicos, a la doctrina
estoica, mientras que aquí, en el pasaje citado, Leg., I, 23, es el propio Cicerón el que habla y su propia
doctrina la que se expone. Más adelante (en I, 61) señala como fruto de la sabiduría, propio del sabio, que
«se reconozca a sí mismo como ciudadano del mundo, y como si este fuera una sola gran ciudad».
89 Aun cuando el libro de Girardet, ob. cit. [nota 74], me ha sido de gran utilidad, no me ha parecido
conveniente seguir su terminología de aplicarles (a estas leyes de que estamos hablando) la denominación
de «leyes naturales» y de «Derecho natural» (cfr. especialmente págs. 54 y sigs.). Creo que esta terminología
podría producir más confusión que claridad. Recuérdense los reparos de M. Villey a equiparar la «verdadera
ley, que es la recta razón […]» con el Derecho natural (cfr. supra, nota 66). Que en De legibus se hable de la
naturaleza (especialmente la humana) como «comienzo», «origen», «raíz del Derecho»… no me parece
argumento decisivo para aplicar la denominación de «Derecho natural» (con todas las complicaciones que el
significado de este término trae consigo). Ni siquiera que, como veremos un poco más adelante, Cicerón
llegue a decir que se conoce naturalmente el Derecho (natura diiudicatur): lo que predomina en él es la razón
y, por consiguiente, para designar su postura, habría que preferir, en todo caso, la denominación de
«racional» a la de Derecho «natural».
En
lo que sí estoy de acuerdo con Girardet es en que Cicerón no admite una concepción dualista del
Derecho: Derecho «natural» por un lado, Derecho positivo por otro: su teoría se refiere a todo el Derecho,
al Derecho en general, más exactamente, al Derecho propiamente dicho, al que merece verdadera,
propiamente, el nombre de Derecho. Esto por lo que hace a De legibus. Que en De inventione tampoco
admitía esa concepción dualista lo hemos visto ya anteriormente.
90 No cabe duda, porque él mismo nos dejó constancia en una carta a Ático: «En cuanto a tu pregunta
relativa al título, no dudo que kathêkon es “officium”, salvo corrección por tu parte; y el título más completo
De officiis», Cartas, II, 420 (XVI, 11), 4. Y en una carta posterior: «Lo que los griegos kathêkon, nosotros
“officium”», Cartas, II, 425 (XVI, 14), 3.
91 Así J. G. F. Powell, ob. cit. [nota 87], pág. XVI.
92 Conforme a lo que promete en esa misma «Filípica»: «Puesto que se me ha ofrecido esta posibilidad,
no dejaré, senadores, pasar ni un momento ni de día ni de noche sin pensar en lo que exigen la libertad del
pueblo romano y vuestra dignidad, y, en cuanto a lo que sea preciso preparar y hacer, no solo no me
desentenderé de ello, sino que incluso lo buscaré y reclamaré», «Filípica», III, 33, en Discursos, VI, Filípicas,
trad. de M. J. Muñoz Jiménez, Madrid, Gredos, 2006, págs. 200-201.
93 Cfr. II, 7-8, y supra, nota 19.
94 Cartas, II, 420 (XVI, 11), 4.
95 En el mismo sentido II, 38, y III, 28: «Esta (la justicia) es la única virtud que es reina y señora de
todas ellas.» Cfr. también II, 71; III, 21-22…
96 Aun cuando no en este contexto, sí se menciona varias veces esa ley natural o «de la recta razón» que
se había expuesto en De re publica y en De legibus: «Naturae ratio, quae est lex divina et humana» (III, 23);
«una continemur omnes et eadem lege naturae» (III, 27); «nec rationi parent, cui sunt subiecti lege naturae»
(I, 102).
97 En otro lugar (II, 84) se declara además que «no hay nada que mantenga al Estado con más fuerza
que la lealtad».
98 Estos, de acuerdo con su postura general de inhibición en la política (que tanto les reprochaba
Plutarco), no confiaban en las leyes y demás disposiciones positivas, sino en la razón y en la filosofía. Por lo
demás, todo lo que se refería al Derecho estaba incluido entre las cosas que ellos accedían a calificar de
«aceptables» o «preferibles»; pero sin dejar de insistir en que pertenecían a la categoría de las «indiferentes»
o insignificantes (comparadas con el verdadero bien, que es la virtud).
99 Cfr. sobre todo, al comienzo de la exposición, págs. 144-145, y nota 89.
100 Cfr. cap. anterior, págs. 91-94 y nota 173.
101 Cfr. en el mismo sentido I, 46 y I, 8, así como III, 15.
102 Los dos Escipiones son de sobra conocidos; en cuanto a los Decios, Cicerón se refiere a la hazaña
del padre (imitada luego por el hijo) en Fin., II, 61.
103 A él se ha referido anteriormente (en I, 40) y se referirá más tarde (en III, 86-87).
104 El Catón aludido no es desde luego el contemporáneo y amigo de Cicerón, sino el bisabuelo,
llamado «el Censor»; en cuanto a Lelio, ya nos es conocido como interlocutor en el diálogo De re publica. A
todos ellos (excepto a Lelio) los menciona también, en un contexto y con un sentido parecidos, en Paradoxa
Stoicorum, I, 12, edición de J. Pimentel Álvarez, México, UNAM, 2000, págs. 5-6.
105 Cicerón pone también el ejemplo del tiranicidio; pero, como este es más discutible y envuelve
muchas más complicaciones, me ha parecido conveniente, no silenciarlo, sino apartarlo de la línea central
de la argumentación. De todos modos, lo principal, también en este caso, es la conclusión doctrinal que se
extrae: que el principio general de que es abominable matar a un hombre se convierte en un hecho glorioso,
y esto no puede ser más que por la utilidad general (III, 19). Esta conclusión sí la hemos recogido en el
texto.
106 Se refiere en concreto al caso de un hombre de confianza del rey Pirro, quien se ofreció a los
romanos para matar a su rey, envenenándolo. Cicerón elogia al cónsul Fabricio (al que ya nos hemos
referido) y al Senado romano, que lo rechazaron: por no separar «la utilidad de la dignidad» (III, 86-87).
107 En De finibus Catón, el interlocutor estoico, defiende larga y reiteradamente el principio estoico
(libro III), mientras que el personaje del propio Cicerón aparece como crítico y reacio a admitirlo (IV, 43).
En Tusc. (V, 34-45) lo defiende claramente. Creo que se puede considerar un avance en la clarificación de su
postura y una ayuda para entender sus anteriores vaivenes que aquí (Off., III, 33) se nos presente el
principio como un «postulado». Aun cuando esta terminología pueda sugerir a los conocedores de la
filosofía kantiana un adelanto de su primado de la «razón práctica», creo que será más útil, para comprender
su sentido, acudir a algunos textos de las Tusculanae. Por ejemplo, a la advertencia de su interlocutor de que
prefiere «errar con Platón […] que estar en lo cierto con estos», responde el propio Cicerón: «Bien hecho, a
mí tampoco me desagradaría en absoluto equivocarme con Platón» (Tusc., I, 39-40). Para la interpretación
de estos textos conviene a su vez confrontarlos con otros similares de los estoicos, en especial de Epicteto.
Cfr. cap. anterior, nota 153.
108 Cfr. cap. anterior, nota 142.
CAPÍTULO 7
La idea de la ley y del Derecho natural en el cristianismo primitivo.
San Agustín
7.1. LA POSTURA DEL CRISTIANISMO PRIMITIVO EN GENERAL
El ambiente cultural en que comienza a propagarse el cristianismo es un
ambiente helenizado y el idioma que en él se usa es el griego. La aplicación a la
vida social y al Derecho de las teorías de la filosofía griega no planteaba, por
tanto, el problema de la traducción, como en el caso de los autores latinos. Por
lo demás, ya se había propuesto en este ambiente helenizado el problema de la
equivalencia entre el Decálogo o Ley mosaica y la ley natural de que hablaba la
filosofía griega.
En concreto, Filón de Alejandría, judío helenizado que vivió
aproximadamente desde el año 20 a.C. al 50 d.C., se propuso armonizar la Biblia
con la filosofía griega. Sostenía con respecto a la ley natural que esta era
equivalente a la del Decálogo y, por eso, con anterioridad a este, la Sagrada
Escritura contenía libros que se referían a la historia de los Patriarcas del pueblo
judío: según Filón, esas historias muestran que, independientemente de la ley
revelada por Dios a Moisés, con anterioridad a ella, los hombres podían ser
«sabios» y mostrarse como ejemplos vivientes, «como leyes no escritas», lo que
supone que el contenido de esa ley puede ser conocido por la razón natural1.
Nada tendría de extraño que san Pablo, educado helenísticamente, aunque a
la manera judía, en la ciudad de Tarso, tuviera conocimiento de la doctrina de
Filón. Lo cierto es que en una de sus cartas, en concreto la dirigida a los
romanos, por tanto a conversos al cristianismo que provenían, al menos en gran
parte, del paganismo, tiene unas frases en que parece sostener esa doctrina de la
equivalencia entre la ley natural y la Ley mosaica: «En verdad, cuando los
gentiles, guiados por la razón natural, sin Ley, cumplen los preceptos de la Ley,
ellos mismos, sin tenerla, son para sí mismos Ley. Y con esto muestran que los
preceptos de la Ley están escritos en sus corazones, siendo testigo su conciencia
y las sentencias con que entre sí unos y otros se acusan o se excusan»2.
Respecto a la recepción de la idea de la ley y del Derecho natural en el
cristianismo primitivo, las opiniones pueden reducirse a dos: una que sostiene
que el cristianismo tomó esa doctrina tal como la encontró elaborada ya por los
filósofos griegos y especialmente por los estoicos; otra que afirma que fue en el
seno mismo del cristianismo donde nació una doctrina acerca de la ley y de lo
justo natural que era equivalente o similar a la de los filósofos griegos, aun
cuando luego algunos autores cristianos se valieran de los conceptos de la
filosofía griega para dar expresión a su propia doctrina. Según Ernesto
Troeltsch, quien es uno de los más típicos representantes de la primera
tendencia, el cristianismo no contaba con ninguna doctrina para relacionarse con
el mundo; por eso tuvo que valerse de la de los estoicos, que por lo demás se
acomodaba muy bien a la postura de inhibición y retraimiento frente a la vida
política y social que el cristianismo adoptó en los primeros siglos.
Pero en todo caso hemos de mantener que la doctrina cristiana de la ley y
del Derecho natural, aun cuando conserve algunos rasgos de la griega, es
profundamente diversa de ella. La naturaleza y la razón siguen siendo las pautas
para la conducta, pero lo son de otra manera; en concreto la naturaleza lo es en
cuanto reflejo de la voluntad de Dios, Dios personal, Creador de esa naturaleza,
muy distinto, por tanto, del de la concepción (panteísta) de los estoicos. Se
supone que Dios, al crear la naturaleza, la ha creado de acuerdo a su voluntad, a
sus designios; por consiguiente, estos se han de expresar, han de quedar
expresados, de alguna manera en ella. En cuanto a la razón, se supone que
actuará, no sola, sino ayudada por la Revelación. Además, el cristianismo tiene el
dogma del pecado original, que no podía menos de afectar a la doctrina a que
nos venimos refiriendo. Según la interpretación protestante, el pecado original
borra y destruye la naturaleza humana, tal como había sido creada por Dios, y
altera de tal forma las fuerzas de su razón que es imposible, o muy difícil, fundar
sobre la naturaleza y la razón naturales una doctrina de la ley y del Derecho.
Según la interpretación católica, los efectos del pecado original no son tan
radicales: la naturaleza, aun cuando herida, lesionada, por el pecado, se conserva
sustancialmente, y es posible, incluso con las simples fuerzas de la razón natural,
llegar a establecer las bases de una ley y de un Derecho natural válidos para
todos los hombres. No hay que suponer que estos puntos de vista religiosos
configuraran desde el principio la doctrina de los pensadores cristianos acerca
del Derecho. Más bien habrá que pensar que se fue perfilando esta poco a poco,
integrando los diversos elementos. Pero al menos habrá que suponer la doctrina
más suave con respecto a los efectos del pecado original, que es la católica y, aun
con esta postura más suave o moderada, la concepción cristiana de la naturaleza
y la razón está muy alejada de la exaltación de estas por los griegos (y en especial
por los autores que más han influido en la doctrina del Derecho natural).
En ese perfilamiento o configuración de la doctrina del pensamiento
cristiano acerca de la ley y el Derecho natural, a que hemos aludido, aparece ya
en los escritos de los llamados Padres de la Iglesia (escritores de los primeros
siglos destacados por su ciencia y virtud) la distinción entre Derecho natural
primario y secundario. El primario es el que se deriva de la naturaleza humana
tal como fue creada por Dios, con anterioridad al pecado original. El secundario
se deriva de la naturaleza humana teniendo en cuenta las circunstancias
establecidas por el pecado original3.
7.2. SAN AGUSTÍN (354-430)
Aun cuando hay diversos Padres de la Iglesia que tienen ideas interesantes
acerca del Derecho, descuella entre ellos san Agustín, por su riqueza y
profundidad de pensamiento y por la trascendencia del influjo de su obra a lo
largo de todo el pensamiento cristiano.
En él aparece ya la división de la ley (con antecedentes en Cicerón y en los
estoicos y, más remotamente, en Heráclito) que va a configurar el esquema de
toda la doctrina del Derecho en el pensamiento cristiano posterior:
a) Ley eterna.
b) Ley natural.
c) Ley humana o temporal (Derecho positivo).
La ley eterna en san Agustín no es lo mismo que la ley divina de los estoicos,
para los que era una misma cosa con el orden del universo. En san Agustín
aparece referida a Dios y es definida así: «La razón o la voluntad de Dios que
manda conservar el orden natural y prohíbe perturbarlo»4. Sorprende que esta
definición empiece por una alternativa: ¿es la «razón»?, ¿o es la «voluntad» de
Dios?, ¿o es que es lo mismo una que otra? Esto último es en realidad lo cierto,
puesto que en Dios hay que pensar que todas las perfecciones se identifican.
Pero se diferencian en cuanto a nuestro conocimiento: si no, no habría por qué
mencionar las perfecciones divinas, y en concreto aquí la razón y la voluntad,
con distintos nombres. Suárez dirá luego que en la fórmula de san Agustín la
partícula «o» (vel) puede ser interpretada no como disyuntiva, sino como
copulativa5, equivalente a la partícula «y» (et). Pero, entonces, ¿por qué san
Agustín no empleó expresamente una partícula copulativa? Diríamos más bien
que san Agustín lo que hace es expresar la duda sobre cuál de los dos aspectos,
razón o voluntad, es más importante en la ley eterna, y en la duda no se decide
por ninguna de las dos partes de la alternativa. Por un lado, la razón es
importante, ya que es la que tiene que discernir qué es lo bueno y qué es lo malo.
Pero, por otro lado, la voluntad también lo es, ya que en último término es la
que establece lo que hay que hacer; es la verdadera fuente de los preceptos, de la
imposición de una obligación. ¿Cuál de las dos es más importante? Es cuestión
que se disputará en la Edad Media y que será decisiva para diferenciar en dos
vertientes el pensamiento cristiano acerca de la moral y del Derecho: la
intelectualista y la voluntarista. Esta última significa, en definitiva, la eliminación
del papel de la razón en la determinación de lo que es bueno y lo que es malo y,
por consiguiente, la eliminación de la filosofía como competente en estas
materias (de moral y de Derecho): serán, por un lado, cuestión de Revelación
por parte de Dios, es decir, de teología y, por otro, cuestión de decisión por
parte de las autoridades humanas. Pero en san Agustín se mantiene el equilibrio
y el papel de la razón.
Como referida directamente a Dios, la ley eterna es inmutable, y es universal,
es decir, referida a todos los seres del universo. Pero, según san Agustín, la ley
eterna no es directamente conocida por los hombres, sino a través de su reflejo,
que es la ley natural.
La ley natural, según san Agustín, es reflejo de la eterna, porque expresa el
orden del universo, que ha sido creado y es conservado por Dios y que, por
tanto, ha de responder o corresponder a la razón y voluntad divinas. De esa ley
natural se puede decir, pues, que está impresa en los seres de la naturaleza; es
como una impresión de la ley eterna en las creaturas y en concreto en el hombre:
san Agustín dice que «está escrita en el corazón del hombre». Aun cuando esta
expresión es de origen bíblico, del Antiguo Testamento, y la hemos visto
también recogida por san Pablo, podemos ver en ella una muestra del
reconocimiento, que de hecho se da en san Agustín, del aspecto emocional, de
«corazonada», que tiene el conocimiento por parte del hombre de lo que es
bueno y lo que es malo, de la ley natural, que en concreto, con respecto al
hombre, es la ley moral.
La ley humano-positiva o «ley temporal» está entendida por san Agustín
como una derivación de la ley eterna a través de la ley natural; solo así se
entiende que sea obligatoria, es decir, verdadera ley: como derivada de la
voluntad o de los planes de Dios. De aquí que la ley temporal, cuando se aparte
de la ley eterna, no será verdadera ley y, por tanto, no podrá constituir Derecho.
El Derecho verdadero siempre ha de derivar de la ley eterna. Ahora bien, el
problema está en que la ley eterna es inmutable y la temporal no lo puede ser. La
solución que da san Agustín es que el legislador humano lo que tiene que hacer
es intentar plasmar la ley eterna en disposiciones que dirijan la conducta de los
hombres acomodando la ley eterna a las circunstancias concretas. La ley
humano-positiva cambia según los tiempos, pero siempre es una derivación de
la ley eterna, porque esta abarca también las reglas que regulan ese cambio. De
todos modos, las exigencias de la ley natural (a través de la cual se conoce la
eterna) se hacen más explícitas y claras gracias a la ley temporal.
San Agustín llama la atención sobre el fin primordial de la ley humanopositiva, que es procurar el orden y la tranquilidad de la vida social, es decir, la
paz, que san Agustín define como «tranquilidad del orden»6. Como consecuencia
de su doctrina, de que el fin primordial de la ley humana es la paz social, es
decir, el orden y la tranquilidad, advierte expresamente san Agustín que esta ley
no se refiere a la represión de todos los vicios, sino tan solo de los que
perturben ese orden y esa tranquilidad. Podemos ver en esto ya un esbozo de la
distinción entre moral y Derecho, que iba a tardar tantos siglos en abrirse
camino (y a la que el propio san Agustín no se iba a mantener del todo fiel, al
admitir después la intervención del Estado en asuntos religiosos, en concreto, la
represión de los herejes).
La doctrina de san Agustín acerca del Estado ha sido objeto de mucha
discusión. Según algunos autores, por ejemplo, G. Jellinek7, san Agustín
consideraba el Estado como una obra del mal, un producto del pecado original.
Sin embargo, estos autores parece que no interpretan acertadamente a san
Agustín. Hay que reconocer que, en efecto, no siente gran entusiasmo por el
Estado, al que, de acuerdo con la distinción a que antes nos hemos referido
entre Derecho natural primario y secundario, considera como una necesidad
impuesta por las circunstancias surgidas del pecado original, y al que, por
consiguiente, contempla ante todo como orden de coacción, como aparato
coactivo8. Pero esto no quiere decir que lo considere como directamente malo,
como obra del mal. Hay además toda una serie de razones que nos explican por
qué san Agustín tenía poco entusiasmo por el Estado, sin necesidad de tener que
acudir a la solución radical de que lo considerara esencialmente malo. Así el
hecho de que san Agustín sea ante todo un hombre religioso, interesado por la
paz espiritual, la salvación y la santificación del hombre; desde esta perspectiva,
el Estado tenía que presentársele como algo accidental, como un instrumento
para asegurar la existencia pacífica de lo temporal, que a su vez es conveniente,
favorable para el logro de la paz y del bien en lo religioso-espiritual. Otra razón
más es que san Agustín tiene en cuenta la realización concreta del Estado, que
para él no podía ser otra que la del Estado pagano y singularmente la del
Imperio romano. Con respecto a este dice expresamente san Agustín que no se
puede considerar que fuera un orden basado en la justicia, ya que, si se dice que
no es justo el que roba, tampoco se puede decir que sea justo el que quita a Dios
lo que le corresponde, y en tal caso se encontraba el Estado pagano, que se
había sustraído al dominio del verdadero Dios y sometido al servicio de los
«espíritus malignos»9. En realidad no merecía ni siquiera el nombre de Estado,
porque el Estado es «república», cosa del pueblo, y pueblo, dice san Agustín,
siguiendo a Cicerón, no es cualquier agrupación de hombres, sino la que está
basada en un vínculo de Derecho, y este presupone la justicia.
La justicia es puesta directamente por san Agustín como el elemento
diferenciador del Estado frente a una mera asociación de hombres para realizar
fechorías. «Si se prescinde de la justicia —pregunta enfáticamente san Agustín
—, ¿qué son los Estados sino grandes bandas de ladrones?»10.
El Estado, pues, no puede identificarse sin más con lo que san Agustín llama
la «ciudad terrestre» o «ciudad del diablo». Esta es la comunidad de hombres
malos, y no puede coincidir con el Estado por una doble razón: porque abarca
los hombres malos de todos los Estados y porque en estos hay hombres buenos
que no pertenecen a la «ciudad del diablo». Pero, aun cuando el Estado no es la
«ciudad terrestre», es cierto que para san Agustín se le asemeja y la recuerda, al
menos en su realización del Estado pagano, de la que, como hemos visto, decía
que no merecía en realidad el nombre de Estado.
A la inversa, lo que san Agustín llama la «ciudad celeste» o «ciudad de Dios»
tampoco se identifica plenamente con la Iglesia. Es la comunidad de hombres
buenos; por consiguiente, no puede coincidir con la Iglesia, porque dentro de
esta hay también hombres malos y, por otro lado, los hombres buenos
pertenecen también al Estado, a los diversos Estados. Además, la ciudad celeste
abarca también a los bienaventurados que están en el cielo, no solo a los buenos
que peregrinan por la tierra.
No se puede identificar, pues, ni el Estado con la ciudad terrestre, ni la
Iglesia con la ciudad de Dios. Aun cuando haya cierta conexión entre las dos
parejas de conceptos: el Estado, en especial el pagano, es una representación o
una imagen de la ciudad terrestre; la Iglesia una representación o una imagen de
la ciudad de Dios; y además la Iglesia tiene como finalidad hacer a los hombres
buenos, es decir, hacerlos ciudadanos de la ciudad de Dios.
La razón fundamental de que no se puedan identificar con la Iglesia y el
Estado la «ciudad de Dios» y la «ciudad del diablo» de que habla san Agustín es
que estas son entidades místicas o simbólicas, cuyos límites, por tanto, no se
pueden definir, mientras que aquellas son entidades reales. No puede haber,
pues, ninguna verdadera identificación entre ellas.
1 Cfr. Filón de Alejandría, De Decálogo, especialmente 1 y 87, en la edición de F. Calabi, Pisa, ETS, 2005,
págs. 29-31 y 89-91.
A
partir del año 2009 ha comenzado en España la publicación (prevista en ocho volúmenes) de la
traducción castellana de las Obras completas de Filón de Alejandría, en edición dirigida por J. P. Martín,
Madrid, Trotta, vols. I y V, 2009; vol. II, 2010. De la extensa introducción que encabeza el volumen I, me
parece oportuno destacar la referencia a la incorporación o «absorción del esquema estoico, dominante en
la sociedad greco-romana de la época»: «El texto del Pentateuco despliega el logos divino —lógica— que es
la fuente de la producción de la naturaleza —física— a la que debe conformarse la conducta del hombre —
ética—» (vol. I, pág. 36). Sin embargo, esa incorporación o absorción del esquema estoico, o de otras
doctrinas de la filosofía griega en general, no ha de entenderse como un reconocimiento de superioridad de
esa filosofía. En numerosos pasajes de las obras de Filón aparece con claridad la primacía o superioridad de
la Biblia, como revelación divina, especialmente a Moisés. Así se habla de este como «el mejor de todos los
legisladores» y de la «verdadera filosofía» (que es la basada en esa revelación), a diferencia de las que se
enfrentan unas contra otras (Vida de Moisés, I, 12 y II, 212, Obras completas, ed. cit., vol. V, págs. 91 y 129).
Otra advertencia que hay que hacer es que en los estoicos el «logos divino», es decir, la razón o inteligencia
universal, se compenetra e identifica con el mundo, con la naturaleza, mientras que en Filón es la mente de
Dios, separado y distinto del mundo al que «creó, no como un simple artesano, sino como el Creador»
(Sobre los sueños, I, 76, en Filón de Alejandría, Sobre los sueños. Sobre José, trad. de S. Torallas Tovar, Madrid,
Gredos, pág. 75).
2 Rom 2, 14-15. Cito por la versión castellana de la edición de Nácar-Colunga, Madrid, Biblioteca de
Autores Cristianos.
3 Sobre esto, cfr. A. Verdross, La filosofía del Derecho del mundo occidental, trad. de M. de la Cueva, México,
UNAM, 1962, págs. 100 y sigs., y Derecho natural primario y Derecho natural secundario, trad. de E. Garzón
Valdés, Córdoba/Argentina, Universidad Nacional, 1973.
4 Agustín, Contra Faustum Manichaeum, XXII, 27.
5 F. Suárez, De legibus, II, 6, 13.
6 Agustín, De civitate Dei, XIX, 13, 1. Pero el orden es la justicia; por eso, la ley temporal ha de mostrar la
justicia que se ha de observar a los que no tendrían facilidad para descubrirla por sí mismos.
7 Cfr. G. Jellinek, Teoría general del Estado, trad. de F. de los Ríos, Buenos Aires, Albatros, 1954, págs.
139-140.
8 Por consiguiente, la ley humana positiva, o ley temporal, al menos en cuanto deriva del Estado, no
tiene solo por objeto mostrar la justicia a los que tengan dificultad en conocerla por sí mismos, sino
también hacer que la cumplan, incluso los que no estén bien dispuestos o se nieguen a ello.
9 Agustín, De civitate Dei, XIX, 21. Aun cuando san Agustín pudiera referirse especialmente al culto
debido al Dios verdadero, se pueden entender comprendidas aquí todas las injusticias, especialmente las
graves, que abundaban en el Imperio romano, que atentan también contra Dios, contra el respeto que le es
debido, ya que son ofensas a la ley natural, que a su vez es derivación y expresión de la eterna o divina.
10 Agustín, De civitate Dei, IV, 4. Pero hemos de tener en cuenta que, si se niega la condición de Estado
al que está desprovisto de justicia, esto se ha apoyado también anteriormente en que el pueblo del Estado
tiene que estar unido por un vínculo de Derecho y en que este no puede darse si no se da la justicia, es
decir, que esta argumentación incluye que sin justicia tampoco hay Derecho.
CAPÍTULO 8
La ley y el Derecho natural en santo Tomás de Aquino
Santo Tomás nace en 1224 y muere en 1274. Vive, por tanto, en el centro
del siglo XIII, el del máximo esplendor del pontificado, aun cuando durante su
vida ha pasado ya la época de apogeo, la del pontificado de Inocencio III.
Coincide con la época de expansión de las Órdenes mendicantes (franciscanos y
dominicos) y del auge de las universidades medievales, al que contribuye
también el magisterio de algunos miembros de esas Órdenes mendicantes.
Tomás de Aquino fue uno de estos: dominico y profesor universitario.
Otra circunstancia decisiva en su obra es que en su tiempo se conoce
directamente en Occidente la obra de Aristóteles. Aun cuando santo Tomás no
leía el griego, se procuró traducciones directas de Aristóteles (hechas por su
compañero de Orden Guillermo de Moerbeke) e incorporó en gran parte su
pensamiento; tuvo en cuenta también el de Cicerón y el de varios autores
neoplatónicos. Todos estos elementos entran en la llamada «síntesis tomista»,
aun cuando, por su importancia y por ser especialmente discutido, ha quedado
destacado el factor aristotélico. Por parte del pensamiento cristiano integran esa
síntesis, además de la Revelación, los escritos de los Santos Padres, en especial
los de san Agustín.
Santo Tomás estaba persuadido de que tanto la vía de la razón como la de la
Revelación nos llevan al conocimiento de la verdad. Confía en la armonía entre
la razón y la fe y, más ampliamente, entre la naturaleza y la gracia. En este
sentido puede ser considerado como un representante del llamado «humanismo
cristiano» y también como un precursor del Renacimiento, como lo presenta,
por ejemplo, Gilson.
Su obra más importante es la Summa Theologica, que está dividida en tres
partes, pero la segunda de ellas dividida en dos subpartes, de donde resultan en
total cuatro partes.
Pero no deben interpretarse desgajadas del contexto, en especial de las
cuestiones que les preceden1.
También interesa especialmente para el Derecho la obra De regno, o De
regimine principum (Del régimen monárquico), que santo Tomás dejó incompleta y
completó un discípulo suyo.
Al igual que san Agustín, santo Tomás divide la ley y el Derecho en tres
partes o miembros o, tal vez mejor, en tres aspectos o estadios: ley eterna, ley
natural y ley humano-positiva.
La ley eterna la define como «el plan de la divina sabiduría en cuanto dirige
todas las acciones y movimientos». Para el gobierno del mundo nos es necesario
presuponer en Dios un orden previsto, una disposición de lo que Él quiere que
ocurra: esto es el plan de Dios con respecto a las acciones y acontecimientos que
se verifican en el mundo. La ley eterna es una ley universal que existe en Dios,
ordenador y gobernador de todo el universo. Santo Tomás se fija más en el
aspecto de la razón que en el de la voluntad: esta pasa al segundo término,
porque es más bien un aspecto derivado o consecuente al de la razón. La ley
eterna no puede ser conocida directamente por el hombre, sino que ha de ser
conocida por la revelación divina o por la manifestación en el mundo de la ley
eterna: esta manifestación es la ley natural.
La ley natural rige los movimientos de cada uno de los seres del mundo de
acuerdo con la ley eterna. La ley natural es también una ley universal, puesto que
afecta a todos y a cada uno de los seres del universo. Pero lo que interesa más a
santo Tomás es el sector de la ley natural que se refiere a los actos de los seres
libres, capaces de obrar bien o mal, es decir, capaces de obrar humana y
moralmente, o sea, la ley natural ética o moral. A esta es a la que
primordialmente se refiere santo Tomás, e incluso la designa simplemente como
la ley natural. La define así: «Es la participación de la ley eterna en la creatura
racional.» La ley natural es, pues, una derivación de la ley eterna. Se manifiesta
de dos maneras: a) por la naturaleza humana, por sus inclinaciones y tendencias,
mostrando así el orden querido por Dios; b) por la razón natural, conociendo el
hombre lo que es bueno y lo que es malo. Aun cuando a veces santo Tomás
habla como si esta segunda forma bastara, lo que en él prevalece es la
combinación de ambas: la razón se apoya en el orden natural, en las
inclinaciones naturales, para derivar de ahí el orden debido, el orden dispuesto
por Dios2.
Santo Tomás señala como propiedades de la ley natural su inmutabilidad y
su indelebilidad. La inmutabilidad no excluye la mutación por aumento o
adición, en cuanto que no pueda conocerse como perteneciente a la ley natural
un precepto que antes no se tenía como tal, sino que se refiere tan solo a la
mutación por sustracción, en cuanto que los preceptos de la ley natural no
pueden nunca dejar de serlo, de pertenecer a la ley natural; por tanto, si hemos
descubierto algo como perteneciente a la ley natural, tiene que seguir
perteneciendo. Pero varía su aplicación según las circunstancias, y tanto más
cuanto más concretos sean los preceptos. La indelebilidad quiere decir que no se
puede borrar, que no puede desaparecer de la mente humana. Pero esto, según
santo Tomás, solo es válido en general y con referencia a los primeros
principios. Con respecto a lo que santo Tomás llama «conclusiones de los
principios» o «preceptos secundarios», la ley natural puede desaparecer de la
mente humana; como causas santo Tomás se refiere a razones de tipo intelectual
y también a las costumbres y pasiones.
La ley natural no es, pues, un código que pueda conocerse fácilmente,
dándonos la solución para todos los casos previstos. Santo Tomás, quien ama
ante todo la verdad, reconoce esto y, como consecuencia, la necesidad del
Derecho positivo, es decir, de las leyes impuestas por las autoridades humanas,
lo que santo Tomás llama la «ley humana». Si el conocimiento de la ley natural
solo está asegurado en cuanto a los principios más comunes y generales, para
resolver los casos más concretos es preciso acudir a una autoridad que resuelva
las dudas y nebulosidades que pueden rodear a la ley natural. Esto unas veces se
resolverá por simple derivación (lógica) de lo que se conoce como contenido de
la ley natural, pero otras muchas habrá que proceder a una determinación o
decisión más allá de lo que se deriva lógicamente de la ley natural.
Además, a veces es necesaria la coacción, porque solo por la fuerza cumplen
la ley algunos individuos, y entonces solo por la fuerza se puede mantener el
orden y la justicia; ahora bien, la imposición por la fuerza y la coacción es propia
de la ley positiva.
La ley humano-positiva tiene que estar en consonancia con la ley natural y
en último término con la eterna. Si no estuviera de acuerdo con ellas, entonces
no sería propiamente ley, sino apariencia de ley. Pero las apariencias también
tienen su importancia y sus exigencias: mientras no se sepa que es mera
apariencia, hay que acatar la ley positiva, y aun, a veces, aunque se conozca que
es solo apariencia, para evitar un posible escándalo o desorden que fuera mayor
mal que el de la injusticia misma que implica la ley. Si la ley injusta fuera en
contra del bien divino o de la ley divina, entonces no se puede cumplir en
ningún caso, porque hay que obedecer antes a Dios que a los hombres.
¿Cuál es la relación que hay entre la ley natural y el Derecho? Santo Tomás
nos dice que el Derecho es el objeto sobre el que versa la justicia, el objeto de la
justicia, es decir, lo que la justicia manda que se ha de dar a cada uno (según la
célebre definición de Ulpiano: «La justicia es la constante y duradera voluntad de
dar a cada uno su derecho»). Ahora bien, la justicia es una virtud moral,
perteneciente a la ley natural; ¿es de esta justicia de la que se trata? Aristóteles
había dejado de lado esa justicia, la justicia simple o sin más, y se había
concentrado en la justicia política o legal; dentro de esta había hablado de la
justicia distributiva y de la correctiva, subdividiendo esta en conmutativa y
judicial. Santo Tomás prescinde de esta última y, al quedar la subdivisión de la
justicia correctiva con un solo miembro, la conmutativa, pone esta en la división
principal, al lado de la distributiva, y prescindiendo de la denominación de la
justicia correctiva. Antepone además en esta división la categoría de justicia legal
o general. La división queda, pues, así:
Ahora podemos preguntar de nuevo: ¿a qué justicia se refiere santo Tomás
cuando dice que el Derecho es el objeto de la justicia? Desde luego a la
distributiva sola no; ni a la conmutativa sola tampoco; a la distributiva y a la
conmutativa juntas pudiera ser; pero santo Tomás no lo entiende así, sino que
refiere el Derecho directamente a la justicia legal e indirectamente, en cuanto
esta las abarca o las informa de alguna manera, a la distributiva y a la
conmutativa3. La justicia a la que está referido directamente, primordialmente, el
Derecho está, pues, vinculada a la idea del bien común, del bien de la
comunidad, entendiendo por tal primordialmente la comunidad política.
Con esto santo Tomás apunta ya la diferencia entre Derecho y moral, aun
cuando en su tiempo no había todavía conciencia de esa diferencia y aun cuando
en el nuestro algunos de sus seguidores no han visto más distinción entre ellos
que la que media entre la parte y el todo. Desde luego esta diferencia se da, pero
no es solo esta la que vemos apuntada en santo Tomás de Aquino. Aparte de
referir el Derecho a la justicia legal y, por consiguiente, al bien de la comunidad
(política), señala que la moral en general exige el cumplimiento de las
obligaciones teniendo en cuenta el modo como las ejecuta el agente4, mientras
que, en cambio, la justicia a la que se refiere el Derecho solo se fija en el
cumplimiento (objetivo) de la acción (exigida), sin tener en cuenta cómo la
realiza el agente5.
La ley natural y el Derecho no tienen, pues, ni el mismo ámbito, ni el mismo
fin, ni el mismo modo de aplicación. La ley natural no abarca solo el ámbito del
Derecho, sino el de toda la moral. Y, cuando se aplica en el campo o sector del
Derecho, es decir, en el orientado primordialmente al bien de la comunidad
(política), no deja de experimentar una cierta inflexión o modificación, no en
cuanto moral, sino en cuanto Derecho, en cuanto aplicación o cumplimiento
jurídico de la obligación.
Todo esto dicho en general para el Derecho es válido para el Derecho
natural, que no está ya entendido simplemente como lo justo, a la manera de los
griegos, sino como verdadero Derecho, de acuerdo al giro dado por los autores
latinos. La diferencia entre el Derecho natural y el positivo está, para santo
Tomás, en que el primero no necesita de la intervención de una autoridad
humana que dicte una ley, una sentencia, etc., sino que es conocido directamente
por la razón natural. El Derecho natural es, pues, como Derecho, el sector de la
ley natural que se refiere a la justicia legal, e indirectamente a la distributiva y a la
conmutativa.
Sin embargo, santo Tomás nunca expuso de esta manera el concepto de
Derecho natural. Cuando santo Tomás trata de exponer directamente el
concepto de Derecho natural se encuentra con una doble división:
Santo Tomás quiere armonizar ambas divisiones, y por eso en alguna
ocasión reduce las dos primeras categorías de los juristas romanos a la primera
de Aristóteles. Pero, queriendo a su vez distinguir entre esas dos categorías
(Derecho natural y Derecho de gentes), llega a aceptar para el Derecho natural la
definición de Ulpiano: lo que la naturaleza enseñó a todos los animales. De este
modo, santo Tomás se mete en un callejón sin salida y se pone en contradicción
con sus propias afirmaciones en otros lugares, en que vincula el Derecho con la
razón, con lo específicamente humano. Por eso hemos preferido exponer el
concepto de Derecho natural en santo Tomás de Aquino con cierta
independencia de su propia exposición, fijándonos en el conjunto de su
doctrina. De esta manera hemos llegado a esa conclusión de que el Derecho
natural es el sector de la ley natural que se refiere a la justicia, y más
concretamente a la justicia legal.
En cuanto a la sociabilidad del hombre, santo Tomás expone que los demás
animales cuentan con ciertas ventajas para subsistir, incluso aisladamente,
ventajas que el hombre tiene que suplir con la razón; por eso esta le impulsa a
asociarse, como medio de subsistir y desarrollarse. En este sentido, el hombre es
social por naturaleza: en cuanto que tiene una «necesidad natural» de la sociedad,
necesidad que la razón no hace más que reconocer y sacar de ella las
consecuencias.
Si en esa teoría de la sociabilidad natural santo Tomás se aparta no poco de
Aristóteles, y coincide más bien con el estoicismo medio, probablemente a
través de Cicerón, sí coincide con Aristóteles en cuanto a que es mejor el
gobierno de leyes que el de magistrados (en contra de la postura de Platón en el
diálogo La República). Le parece que es más fácil y conveniente gobernar por
leyes o disposiciones generales que por sentencias de los jueces o disposiciones
concretas de los magistrados. La razón fundamental es la misma que daba
Aristóteles: que la ley es la razón sin pasión. Pero en la aplicación de la ley
positiva da una amplia cabida a la equidad, que al fin y al cabo no viene a ser
más que la misma justicia natural aplicada al caso concreto (como ya había
señalado Aristóteles). En efecto, las leyes humanas positivas se expresan en
términos generales, atendiendo a lo que se considera válido en general; pero
puede ocurrir que en un caso concreto la aplicación de esa fórmula general
resulte evidentemente injusta, contra la justicia natural. En ese caso, es esta (la
justicia natural, es decir, la equidad) la que hay que aplicar, lo cual no es ir en
contra de la ley positiva, porque se supone que esta misma quiere eso: que se
interpreten sus palabras en el mejor sentido, teniendo en cuenta las
circunstancias, para que la solución sea lo más justa posible. El ejemplo que
pone santo Tomás es el de la ley que ordena devolver los depósitos: si el que
reclama la devolución de lo depositado se ha vuelto loco, no habrá que
devolvérselo (a él mismo), máxime si lo reclama para hacer mal uso, como, por
ejemplo, si lo depositado era un arma, y la reclama para matar a alguien.
Acoge también con gran fidelidad la clasificación aristotélica de las formas
de régimen político. Empieza por distinguir entre las formas justas y las injustas,
según que se ordenen al bien general o al privado de los que gobiernan. Dentro
de las justas señala, al igual que Aristóteles, la monarquía, la aristocracia y la
república (en el sentido en que hoy hablamos de democracia). En las injustas la
tiranía, la oligarquía y la democracia (en el sentido en que hoy hablamos de
demagogia, aun cuando este término puede referirse también a las otras formas,
aparte de la que es corrupción de la democracia).
Se aparta un tanto santo Tomás de Aristóteles en cuanto a que en teoría
prefiere claramente la monarquía a las otras formas de gobierno, aun cuando en
la práctica coincide con él en encomendar la solución a las circunstancias
concretas. Con su inclinación por la monarquía se corresponde su aversión por
la forma depravada correspondiente: la tiranía. Llama la atención que santo
Tomás, siguiendo la línea de Sócrates, Platón y Aristóteles, concentre las críticas
a ese régimen en el aspecto antropológico y educacional, del tipo de hombre que
engendra, en consonancia con el tipo de hombre que es el tirano. Dice así santo
Tomás en la obra De regimine principum:
Y no solo oprime a los súbditos en lo corporal, sino que impide también el bien espiritual;
porque los que aspiran más a mandar que a ser útiles se oponen a cualquier tipo de ventajas para los
súbditos, siempre sospechando que cuanto más destaquen los súbditos más peligro pueden suponer
para ellos. En efecto, resulta que a los tiranos les parecen más sospechosos los buenos que los
malos y toda virtud en los otros les parece que es afectada. Para que los súbditos no se hagan
virtuosos y magnánimos, con el peligro de que no soporten más su tiranía, procuran que no se
consoliden entre ellos los lazos de la amistad y que no disfruten de paz en sus relaciones mutuas; y
de este modo logran que, mientras desconfían unos de otros, no puedan acometer nada juntos
contra sus dominadores. Por eso siembran las discordias entre ellos y fomentan las ya surgidas […].
Como ellos utilizan el poder y los medios económicos para hacer daño, tienen miedo que el poder y
los medios económicos de los súbditos les resulten perjudiciales. Por lo que se dice en el libro de
Job, XV, 21, a propósito del tirano: no se quita de sus oídos el sonido del terror y cuando hay paz (sin que
nadie intente hacerle daño) no es capaz de vivir sin sospechas. Y por esto mismo ocurre que, en lugar de
inducir a los ciudadanos a la virtud, los gobernantes la miran con malos ojos y procuran impedirla
en la medida que les es posible, y así suele ser escaso en las tiranías el número de los buenos6.
En cuanto a la actitud que hay que adoptar frente a un gobernante tiránico,
santo Tomás comienza por advertir que no hay que hacerse demasiadas
ilusiones, pensando que todo se va a arreglar con la eliminación del tirano. Con
ironía y amargura se refiere al caso del tirano Dionisio de Siracusa: sus súbditos
habían deseado intensamente la desaparición de otro tirano antecesor suyo, pero
este tirano fue sustituido por otro peor, y finalmente el tercero, Dionisio,
aventajó en maldades a los dos anteriores. No obstante, santo Tomás
comprende que en ciertos casos la situación se hace intolerable, y entonces hay
que buscar una solución. Esta no puede consistir en recomendar que cualquier
particular pueda quitar la vida al gobernante que considere tiránico (tiranicidio):
con realismo, reconoce santo Tomás que entonces habrá mayor peligro para los
buenos que para los malos gobernantes. En consecuencia, se inclina por
recomendar que sea la sociedad en cuanto tal, el conjunto de los gobernados,
con toda la mayoría posible y con las estructuras y jerarquías que esa sociedad
pueda tener, independientemente del poder político, la que se encargue de
deponer o eliminar al tirano; puesto que, actuando así, ya no lo hace con carácter
privado, sino con autoridad pública superior a la del gobernante. Es decir, santo
Tomás está presuponiendo que la soberanía o supremo poder político radica en
el pueblo: es a él al que pertenece fundamentalmente y de él se deriva a los que
lo ejercen; por consiguiente, cuando el pueblo se ve forzado a ejercerlo
directamente, no lo usurpa o se subleva: lo ejerce o administra directamente,
como algo que le pertenece.
1 Como con toda razón ha advertido A. Macintyre, Tres versiones rivales de la ética, trad. de R. Rovira,
Madrid, Rialp, 1992, págs. 174 y sigs.
2 J. Finnis ha puesto especial empeño en sostener la prioridad (en santo Tomás) de esta segunda forma,
es decir, del conocimiento moral directo por medio de la razón. Parece que hay que afirmar esa
predominancia de la segunda forma al menos en cuanto que esta ha de determinar en definitiva cuáles son
las inclinaciones verdadera o auténticamente «naturales». Cfr. especialmente J. Finnis, Aquinas. Moral,
Political and Legal Theory, Oxford, Oxford University Press, 1998, págs. 90 y sigs.
3 De esto, con más amplitud, me ocupo en ¿Derecho natural o axiología jurídica?, Madrid, Tecnos, 1981,
págs. 37-38 y 41-42, donde se prueban estos asertos.
4 Sin embargo, hay que reconocer que esto en cierto modo lo había adelantado ya Aristóteles, que en la
Ética a Nicómaco dice expresamente: «Las acciones conforme a las virtudes no están hechas justa o
sabiamente si son de cierta manera, sino en el caso de que también el que las realice sea al realizarlas de
cierta manera: en primer lugar, consciente; en segundo lugar, eligiéndolas, y eligiéndolas por ellas mismas; y,
en tercer lugar, realizándolas con firmeza e inconmovilidad» (Aristóteles, Ética a Nicómaco, 2, 4, 1105a). Más
clara aún es esta dimensión subjetiva o personal en la Gran Ética (Magna Moralia) que en general se piensa
que es posterior a Aristóteles, aun cuando sí se atribuye a su escuela. En cuanto a la Ética Eudemia,
encontramos en ella textos como estos: «Juzgamos del carácter de un hombre por su elección, es decir, no
por lo que hace, sino por qué causa lo hace […]. Alabamos y censuramos a todos los hombres
considerando su intención más que sus obras» (Aristóteles, Etica Eudemia, 2, 11, 1227b-1228a. La
traducción es de J. Palli Bonet, Madrid, Gredos, 1985, págs. 465-466).
5 Lo segundo se basa en lo primero: precisamente porque la justicia (tal como la entiende en general
santo Tomás) es propia de la comunidad civil o política y esta se limita a «relacionar a los hombres entre sí
por actos exteriores» es por lo que no puede entrar a controlar el modo (interior) como esos actos
(exteriores) se realizan. La frase entre comillas está tomada de S. Theologica, 1-2, q. 100, a. 2c.
6 Santo Tomás de Aquino, De regimine principum, I, 3 (hay traducción española de la parte atribuida a
santo Tomás, con el título La monarquía, trad. de L. Robles y A. Chueca, Madrid, Tecnos, 1989; en esta
traducción el pasaje citado en págs. 19-20).
CAPÍTULO 9
La actitud de Duns Scoto y de Guillermo de Ockham
9.1. DUNS SCOTO (1266 O 1274-1308)
Aun cuando escolástico y aristotélico, con Duns Scoto tenemos la sensación
de movernos en una nueva tierra o de ser impulsados por nuevos vientos. Por
un lado, parece volver atrás, a la tradición agustiniana, que había prevalecido
antes de santo Tomás de Aquino, con san Anselmo y san Buenaventura. Pero,
por otro, esa vuelta a la tradición teológica significa ya un anticipo de la
modernidad, un repliegue de la confianza en las posibilidades de la razón (que
había caracterizado la obra de santo Tomás de Aquino) para escrutar las más
sublimes realidades, los atributos de la divinidad, que estudia la teología dirigida
por la razón, la teología natural. El repliegue de la razón y el anticipo de la
modernidad tiene lugar también en otro plano: el de la acentuación del
individuo, de lo singular, frente a lo universal —que había sido considerado
siempre como el objeto más propio del entendimiento—. El fundamento o
principio de individuación y la explicación de por qué es conocido el individuo
no habrá que buscarla, según Duns Scoto, en un principio general o en algo
extrínseco al individuo, sino en el mismo objeto individual o singular. No solo la
ciencia experimental y el empirismo, también el nominalismo podía encontrar
aquí un punto de apoyo, aun cuando el nominalismo está explícitamente
rechazado por Duns, que se adhiere a la tesis del realismo de los universales.
Tampoco el voluntarismo, que acompaña al nominalismo como su sombra,
formando una unidad con él, se da todavía propiamente en Duns Scoto pero sí
una acentuación del papel de la voluntad. Podemos decir que este rasgo es más
visible que el referente a la acentuación de lo individual y, en todo caso. es el que
más nos interesa, por su repercusión para el Derecho.
Dos raíces se pueden señalar a esa acentuación de la voluntad: una teológica,
en la línea paulino-agustiniana, que destaca la inescrutabilidad de los designios
de Dios y la dependencia del hombre de la complacencia y de la ayuda divina;
otra raíz podemos decir que es ante todo antropológica: el mérito de la acción
supone la libertad, y esta es atributo de la voluntad. Es cierto que la voluntad —
reconoce Scoto— está íntimamente vinculada con el entendimiento, pero la
decisión de la misma es irreductible a los actos del entendimiento, inexplicable
desde ellos solos. Si no fuera así, no se explicaría la libertad del hombre y,
consiguientemente, el mérito moral, porque el entendimiento no es una facultad
libre; por tanto, «hay que decir —afirma Scoto— que con el acto del
entendimiento no se tiene la causa total del acto de la voluntad, sino que la causa
principal de este es la misma voluntad, que es la única que es libre»1. Pero esta
doctrina, pudiéramos decir antropológica o psicológica, repercute en la
concepción de Dios, fuente de todas las perfecciones de las creaturas, y que ha
de ser conocido a través de ellas, como a su vez esa concepción de Dios
repercutirá de manera decisiva en la manera de entender la ley y el Derecho.
Hemos visto que san Agustín oscilaba en la atribución de la ley eterna a la
razón o a la voluntad de Dios. Santo Tomás se había inclinado decididamente
del lado de la razón. Duns Scoto se inclina tanto del lado de la voluntad, que
propiamente ya no se puede hablar de ley eterna; porque de la potestad de Dios
depende no solo la ley, cualquier ley, sino su rectitud, de tal modo que no es
recta una ley sino en cuanto establecida por Él, que puede establecer otra ley, de
acuerdo con la cual será recto lo que no lo era con la anterior2. Así resulta que la
distinción entre el poder absoluto y el ordenado en Dios no es sino muy relativa,
muy distinta de la que se aplica a las creaturas, donde se puede entender
fácilmente por la referencia a la distinción, equivalente, que hacen los juristas
entre lo que se puede hacer de facto y lo que se puede hacer de iure.
Consiguientemente, se refiere Duns Scoto a otras leyes establecidas por
Dios, distintas de la eterna, pero que versan también acerca de lo que se ha de
hacer, como «fijadas por la voluntad y no por el entendimiento divino en cuanto
precede al acto de la voluntad […] porque no se da en esas leyes necesidad
intrínseca»3.
Sin embargo, estas afirmaciones de Duns Scoto tienen límites claros. El
poder absoluto de Dios no puede extenderse a lo que incluye contradicción. Así
puede salvar a Judas, incluso después de ya condenado, pero en ningún caso
puede conceder la salvación o bienaventuranza a una piedra, ni siquiera con su
poder absoluto, no ya con el ordenado, que, como hemos dicho, apenas si tiene
sentido con referencia a Dios, según Duns Scoto.
Por lo demás, hay ciertas leyes establecidas acerca de lo que se ha de hacer
que tienen en sí necesidad intrínseca. Aun cuando son reducidísimas: tan solo
los dos primeros preceptos del Decálogo, y eso si son entendidos
negativamente. Porque, en efecto, si Dios existe, como es el sumo bien, se sigue
necesariamente que ha de ser amado, al menos que no se le puede odiar y que
no se ha de adorar ningún otro objeto como Dios, y que no se le ha de tratar
irreverentemente. El tercer mandamiento del Decálogo ya es dudoso que tenga
necesidad intrínseca, sobre todo por lo que se refiere al culto que se ha de
tributar a Dios en un tiempo determinado.
En cambio, los otros preceptos del Decálogo, los de la segunda tabla,
referentes al prójimo, ni tienen en sí necesidad intrínseca ni son conclusiones
necesarias de otras proposiciones que la tengan. ¿Puede entonces decirse que
sean de ley natural? No, si se entiende esto en sentido estricto; pero sí, si se
entiende en sentido amplio. Porque también se puede decir que son de ley
natural los preceptos que están «muy en consonancia con esa ley […]; de este
modo es cierto que todos los preceptos, incluso los de la segunda tabla, son de
ley natural, porque su rectitud es muy concordante con los primeros principios
prácticos necesariamente conocidos»4. En efecto, si Dios es un ser que ama y
que debe ser amado, también parece que es natural, que es lógico, que quiera
que los hombres se amen unos a otros.
El ámbito de la ley natural queda, pues, muy restringido. Lógicamente tenía
que cobrar mayor interés el Derecho positivo, un Derecho positivo que está
además afectado por la actitud fundamental de Duns Scoto acerca de la ley y del
Derecho: cargado de matiz voluntarista.
5.2. GUILLERMO DE OCKHAM (1290?-1347)
Con mucho menos vigor intelectual que Duns Scoto, Guillermo de Ockham
se hizo pronto famoso por su agitada vida de polemista, a favor del emperador
Luis de Baviera y en contra del papa Juan XXII y sus sucesores, y por su audacia
en mantener doctrinas innovadoras, que en Duns Scoto estaban solo insinuadas,
o en germen, o contrapesadas por otras que las moderaban. De aquí que el título
de «iniciador» (Venerabilis inceptor) haya recaído sobre Ockham.
La acentuación de los límites de la razón adquiere ahora caracteres extremos,
hasta dar como resultado una auténtica escisión de la filosofía y de la teología.
La inclinación al reconocimiento de la primacía del individuo desemboca, si no
en un verdadero terminismo o nominalismo —aun cuando de hecho es esta
denominación la que se emplea para distinguir la postura de Ockham—, sí al
menos en un conceptualismo, que excluye terminantemente la existencia de los
universales fuera de su concepto (extra animam).
Más explícito es aún el voluntarismo con referencia a Dios y la acentuación
de la omnipotencia divina, hasta el punto de pasar esta a convertirse en la «tesis
básica», y clave de toda la doctrina filosófica de Ockham.
Así resulta que, si ya en Duns Scoto no se podía hablar propiamente de ley
eterna, mucho menos tendría esto sentido en Guillermo de Ockham. Es cierto
que, como advierte H. Welzel, «tampoco para Ockham es la voluntad divina
simple arbitrariedad y falta de sentido»5. También Ockham reconoce como
límite, incluso para el poder absoluto de Dios, el principio de contradicción.
Pero la eficacia de esta limitación está mucho más debilitada en Ockham que en
Duns Scoto. Porque Ockham admite explícitamente la posibilidad lógica de que
Dios ordenara que se le odiase, y en ese caso el odio a Dios sería la acción
virtuosa. Poco importa que luego Ockham reconozca que el odiar a Dios porque
Él lo manda equivale a amarlo, porque «¿qué otra cosa es amar a Dios sobre
todas las cosas —dice—, sino amar lo que Él quiere que se ame?». Esto se
refiere al orden fáctico, psicológico, y no anula para nada la anterior afirmación
de que el odio a Dios es lógicamente posible, sin atentar contra el principio de
contradicción; ni anula tampoco la significación, el valor significativo, de esa
afirmación, para conocer la postura de Ockham respecto al papel que
desempeña la voluntad divina, en orden a la determinación de lo que es bueno y
lo que es malo, y respecto a los límites que le podemos racionalmente asignar a
esa voluntad.
Si para Duns Scoto solo de los preceptos de la primera tabla del Decálogo
podía decirse que eran de ley natural propiamente dicha, ahora en Ockham esa
posibilidad también queda excluida, puesto que ni siquiera nos es conocida
racionalmente la necesidad del amor a Dios, ni siquiera en su forma negativa de
prohibición de odiarlo. Mucho menos sentido tendrá hablar de la pertenencia a
la ley natural de los preceptos de la segunda tabla, referentes al amor al prójimo.
Pero, si Duns Scoto decía de estos que se podían considerar como
pertenecientes a la ley natural en sentido amplio, Ockham encuentra otra salida
para seguir hablando de la ley y del Derecho natural: «Todo el Derecho natural
se contiene explícita o implícitamente en las Sagradas Escrituras.» La ley y el
Derecho natural se identifican así con la Revelación divina, que nos manifiesta,
nos descubre, la voluntad o decisión de Dios. Pero Dios no ha decidido muchas
cosas de las que afectan a la vida de convivencia: nada de extraño, pues, que para
Ockham el Derecho positivo cobre aún más importancia que para Duns Scoto.
Y esta sin duda fue una de las razones, aparte las ocasionales y personales, que
llevaron a Ockham a defender los derechos del emperador, es decir, los del
poder civil, frente al papado6.
1 Duns Scoto, Commentaria in quatuor libros Sententiarum (Commentaria Oxoniensia), IV, dist. XLIX, quaest.
lateralis.
2 Duns Scoto, ob. cit., I, XLVI, q. unica.
3 Duns Scoto, ob. cit., ibíd.
4 Duns Scoto, ob. cit., III, dist. XXXVII, q. 1.
5 H. Welzel, Introducción a la filosofía del Derecho, trad. de F. González Vicén, Madrid, Aguilar, 1971, pág.
83.
6 Una muestra de esa polémica puede verse en G. de Ockham, Sobre el poder de los emperadores y los papas,
trad. de J. C. Utrera García, Madrid, Marcial Pons, 2007.
CAPÍTULO 10
Ley natural, Derecho natural y Derecho de gentes en los escolásticos
españoles del siglo XVI
Duns Scoto muere a principios y Guillermo de Ockham a mediados del
siglo XIV. A finales de ese siglo se impone la corriente nominalista, que extiende
su dominio por toda la centuria siguiente. Pero a finales del siglo XV comienza
en Europa la renovación tomista. En España esta renovación adquiere singular
esplendor durante todo el siglo XVI y primeros años del XVII, por lo que el
estudio de la escolástica de esa época puede reducirse al de la escolástica
española, dado el número y calidad de sus representantes.
Francisco de Vitoria es el iniciador de este florecimiento de la escolástica en
España. Se forma en la Universidad de París en contacto con el nominalismo;
posteriormente es catedrático en la Universidad de Salamanca con una
orientación claramente tomista. El movimiento escolástico, de orientación
tomista, iniciado por Vitoria lo siguen después los también dominicos Soto y
Báñez, así como los jesuitas Luis de Molina, Gabriel Vázquez, Juan Salas y
Francisco Suárez, el franciscano Alfonso de Castro, el obispo Diego de
Covarrubias, el clérigo secular Martín de Azpilicueta y el laico (jurista) Fernando
Vázquez de Menchaca. Estos autores, escolásticos todos y eclesiásticos casi
todos, manifiestan preocupación no solo por los problemas teológicos, sino
también por los filosóficos y jurídicos (la teología tenía entonces una proyección
muy amplia: abarcaba incluso en cierto modo todo lo que hoy denominamos
ciencias sociales).
Se recordará que en la concepción de la ley y del Derecho san Agustín
mantenía una postura equilibrada entre la razón y la voluntad; en santo Tomás
predomina la razón; en Duns Scoto y en Guillermo de Ockham hay un
predominio claro de la voluntad. Los autores españoles de la renovación tomista
del Siglo de Oro vuelven a inclinarse a favor de la razón. Pero no todos tienen la
misma postura. Así, Fernando Vázquez de Menchaca sostiene que «el Derecho
natural no es otra cosa que la recta razón innata en el género humano por
intervención de Dios […] y, por consiguiente, si el mismo Dios nos imbuyera en
nuestras mentes desde nuestro origen una razón contraria, eso sería igualmente
el Derecho natural […] y este, del que usamos y a veces abusamos, es bueno
porque Dios nos lo ha infundido»1. Estas expresiones, que muestran también un
claro influjo de Cicerón y de la teoría del innatismo moral, están sin duda
inspiradas por la corriente nominalista de Guillermo de Ockham, al que
Vázquez de Menchaca menciona expresamente. En la práctica, pues, la postura
de Vázquez de Menchaca conserva el Derecho natural, en cuanto dictado de la
razón humana. Pero, en cuanto que lo hace reposar en una decisión divina, que
podría haber sido distinta, lo priva de su carácter de necesidad y de la posibilidad
de un fundamento distinto del de la voluntad divina.
Su homónimo Gabriel Vázquez, en cambio, llega al extremo del
intelectualismo. Dice que, cuando Dios crea el mundo, lo hace de acuerdo a
ciertas nociones, ideas o esencias de las cosas, las cuales son posibles en cuanto
sus notas son armonizables entre sí: no son posibles en cuanto Dios las conoce
como tales, sino, a la inversa, Dios las conoce como posibles porque lo son. De
igual manera hay acciones que en sí mismas son buenas o malas,
independientemente de la decisión divina: las buenas lo serán por su
conveniencia o conformidad con la naturaleza humana y las malas por su
inconveniencia o disconformidad2. Puede decirse que esto tiene validez con
anterioridad a cualquier mandato divino, e incluso con anterioridad a cualquier
juicio, o cualquier acto de conocimiento divino. «En el supuesto, imposible —
dice Gabriel Vázquez—, de que Dios se equivocara, si nosotros continuamos
con el uso de la razón podríamos todavía pecar»3. Y además sostiene Gabriel
Vázquez que «con anterioridad a cualquier mandato, a cualquier voluntad, es
más, aun antes de cualquier juicio tiene que haber una cierta regla de las acciones
[…] y esta no puede ser otra que la misma naturaleza racional en cuanto que no
implica contradicción»4.
Esto radicaliza la concepción intelectualista o racionalista hasta límites que
ya no se compaginan muy bien con los principios básicos de la escuela, porque
lleva consigo independizar de Dios el fundamento de la ley natural, desprenderla
de su fundamentación divina o religiosa. Esta es la línea en la que iba a proseguir
luego el Derecho natural racionalista, y en especial H. Grocio y Montesquieu,
como veremos; pero dentro de la escolástica no se podía ya ir más allá. Además,
en la postura de Vázquez no solo hay intelectualismo; hay también ontologismo,
en cuanto identifica la ley (perteneciente al orden del debe ser) con la naturaleza
(perteneciente al orden del ser). Esto facilita la refutación por parte de su
compañero de orden, el padre Francisco Suárez. Según Suárez, no se puede
entender que la naturaleza humana sin más constituya la ley natural, porque la
ley tiene dos momentos o elementos: uno indicativo de lo que es bueno y de lo
que es malo, otro preceptivo o imperativo; pero ninguno de estos dos
momentos está contenido en la naturaleza humana en sí misma considerada. «La
naturaleza racional considerada en sí misma, en cuanto tal —dice Suárez— es
una esencia, y ni manda nada, ni manifiesta la honestidad o malicia, ni dirige o
ilumina, ni tiene ningún otro efecto propio de ley»5. Para que podamos hablar
propiamente de ley natural, y de bondad o malicia de las acciones, hay que
acudir a una fuerza que se encuentra en la naturaleza humana, la fuerza de la
razón natural, que nos descubre las acciones convenientes o inconvenientes con
esa naturaleza y, en último término, hay que suponer un poder superior al
hombre que mande o prohíba esas acciones; aun cuando ese poder tiene que
seguir a la razón, acomodarse a lo que es razonable. Suárez, por tanto, acoge y
coordina las dos posturas: la intelectualista y la voluntarista; y al mismo tiempo
se opone al ontologismo (o falacia naturalista), que incluye la confusión entre el
ser y el deber ser (cfr., posteriormente, cap. 18, nota 29).
Otro punto que hay que destacar en estos autores es su contribución a la
delimitación del campo que abarca el Derecho natural. Santo Tomás había
fluctuado, al querer armonizar lo «justo por naturaleza» de Aristóteles con el
concepto de «Derecho natural» de los juristas romanos. Sus discípulos del siglo
XVI se encuentran, pues, con este problema y le dan una solución neta,
perfilando los confines del Derecho natural con respecto a su categoría más afín,
que es la del Derecho de gentes. Al Derecho natural, según ellos, pertenecen no
solo los primeros principios más evidentes, sino también algunas conclusiones
que se derivan de ellos, pero tan solo las que se derivan con absoluta necesidad,
las que son conclusiones absolutamente necesarias. Al Derecho de gentes, en
cambio, pertenecen las conclusiones que se derivan de esos principios sin
absoluta necesidad, las conclusiones que no son estrictamente necesarias, o cuya
necesidad no es conocida con evidencia. Esta mayor decisión en la delimitación
del campo del Derecho natural y su diferenciación del concepto de Derecho de
gentes se logra, pues, a partir de una diferencia en el modo de derivación lógica,
por la necesidad y evidencia de esa derivación, según que sea una necesidad
estricta y absoluta o que no lo sea. Con esto ya se advierte en estos autores una
mayor conciencia del aspecto gnoseológico que en santo Tomás de Aquino.
Pero con más claridad aún se ve la importancia de esta mayor conciencia
gnoseológica en la solución de otro problema que había quedado también un
tanto vacilante en santo Tomás: el problema de la inmutabilidad de la ley
natural. Santo Tomás había expresado, por lo demás siguiendo a Aristóteles, que
esa inmutabilidad, sobre todo en las conclusiones o segundos preceptos, no era
absoluta, y se había referido a la necesidad de cambiar su aplicación por razón
de la variación de las circunstancias. Los autores españoles, desde luego, tienen
en cuenta esa mutabilidad por razón de las circunstancias o de la materia a que
se aplica la ley natural. Pero, además, Francisco Suárez explica la mutabilidad de
la ley natural por razón de nuestro conocimiento respecto a ella. Santo Tomás
había admitido también esta posibilidad de la ley natural, pero solo para el caso
de su aumento o adición. Suárez la refiere también a lo que santo Tomás
denominaba sustracción, es decir, a los preceptos ya formulados. «A veces —
dice Suárez— hablamos de estos preceptos (de la ley natural) como si estuviesen
expresados en términos absolutos dentro de los cuales caben excepciones,
porque no declaran suficientemente el precepto mismo de la ley natural tal como
es en sí»6. Hay, por tanto, expresamente en Suárez el reconocimiento de dos
tipos de cambio o mutación de la ley natural: a) por el cambio de circunstancias
o de la materia de la ley natural, b) por deficiencia en la formulación de la ley
natural. Pero, además, el segundo sirve de explicación o de fundamento al
primero; porque, si modificamos o alteramos la ley natural por las circunstancias
concretas, es porque ante ellas nos damos cuenta de que la formulación general
de la ley natural era incorrecta o, al menos, inadecuada.
Hemos dicho ya que estos autores propusieron una diferenciación neta entre
el concepto de Derecho natural y el de Derecho de gentes. Pero además
prestaron una especial atención a este último y trataron en conexión con él
algunas cuestiones de Derecho internacional; singularmente, F. de Vitoria, en
dos de sus célebres Relectiones (o lecciones solemnes), trató el problema de la
guerra y colonización de los españoles en América. Este tratamiento de las
cuestiones internacionales, que eran entonces de la máxima actualidad, y sobre
todo el modo desprendido y elevado como lo hicieron, constituye sin duda uno
de los motivos de gloria de los autores de esta escuela. Pero, en cambio, el
intento de atribuirles la primera definición o noción del Derecho internacional
en el sentido moderno, a costa de identificar con este el Derecho de gentes, es
decir, suprimiendo el carácter general del concepto de Derecho de gentes y
reduciéndolo solo a las cuestiones internacionales, parece infundado y además
desafortunado o desenfocado, en el sentido de que redundaría, de ser fundado,
tal como vemos las cosas hoy día, más en detrimento que a favor del aumento
de su prestigio.
La tesis de la identificación por estos autores del Derecho de gentes con el
Derecho internacional parte, al parecer, de Ernest Nys, quien a finales del siglo
XIX, en su obra sobre Los orígenes del Derecho internacional, escribe: «Fue un español
el que lo definió (el Derecho internacional). Francisco de Vitoria dice que el
Derecho de gentes es el Derecho que la razón natural ha establecido entre las
naciones: Quod naturalis ratio inter omnes gentes constituit vocatur jus gentium»7. Es
decir, que Nys da como definición del Derecho internacional, en el sentido que
este tenía en el siglo XIX, de Derecho entre naciones o Estados, la definición que
Vitoria, siguiendo a Gayo, con la única modificación de sustituir la palabra
homines por gentes, refiere directamente al Derecho de gentes. Sin embargo, no
está nada claro ni que la palabra inter ni que la palabra gentes, subrayadas por Nys
en la definición de Vitoria, estén tomadas por este en sentido estricto. Y
precisamente ahí residiría la clave de la cuestión. No es suficiente con observar
que la palabra gentes sustituye a la palabra homines de la definición de Gayo, ya que
esta sustitución pudo hacerse inadvertidamente, al citar de memoria; tanto más
cuanto que, como el mismo profesor belga advierte, la palabra gentes significa
frecuentemente en el latín vulgar lo mismo que personas u hombres. La única
prueba que Nys aduce es que Vitoria tiene una visión clara y precisa de la
interdependencia de los Estados, de sus derechos y de sus deberes recíprocos,
así como que los desarrollos que da a su pensamiento y los ejemplos que aduce
se refieren a las relaciones de las naciones entre sí. Pero esto es mezclar dos
cuestiones: porque es posible tener una noción precisa de la interdependencia de
los Estados y de sus relaciones simplemente con el concepto de Derecho natural
y el de Derecho de gentes en el sentido en el que hasta entonces se venía
empleando, sin necesidad de modificar su significación en el sentido de que sea
el que se refiere a las relaciones entre naciones. Indudablemente, si el Derecho
natural, y lo mismo el Derecho de gentes, regulan las relaciones entre los
hombres, no hay por qué entender que estos hombres hayan de ser
considerados siempre como individuos aislados.
Después de Nys, seguramente ha sido el célebre internacionalista
norteamericano Brown Scott quien más decisivamente ha influido a favor de la
tesis del giro dado por Vitoria al concepto de Derecho de gentes y, en España, el
discípulo de ambos, don Camilo Barcia Trelles. Pero ni uno ni otro dan una
prueba más convincente que las de Nys, como tampoco la han dado después los
autores que se han adherido a esa tesis.
Aparte de Vitoria, se ha señalado a otros autores españoles de esta época
como punto de arranque de la transformación del Derecho de gentes en
Derecho internacional, y especialmente al padre Francisco Suárez. El texto de
Suárez que sirve de base fundamental a esta postura presenta mucha más
claridad y solidez que el de Vitoria:
Para mayor claridad —según se deduce de san Isidoro y otros juristas— se han de distinguir
dos modos según los cuales una cosa se dice que es de Derecho de gentes: uno, en cuanto es el
Derecho que todos los diversos pueblos y gentes deben observar entre sí; otro, en cuanto es el
Derecho que cada una de las ciudades o reinos observan dentro de ellos, pero que por su semejanza
y coincidencia se llama Derecho de gentes. El primero es el que me parece que contiene el Derecho
de gentes de la manera más propia8.
Como se ve, Suárez distingue bien claramente dos clases de Derecho de
gentes, y en la segunda no cabe duda de que los sujetos de ese Derecho son los
individuos y no los grupos de tipo nacional o estatal, puesto que se verifica
«dentro de ellos». Sin embargo, ha habido la tendencia a destacar la importancia
de la primera clase de Derecho de gentes, no solo dejando desatendido y como
olvidado el Derecho de gentes que se observa en el interior de las ciudades o
reinos, sino también relegándolo a veces a la categoría de impropio e
inauténtico, aunque por lo general sin atreverse a ello directamente, sino de
manera encubierta, al llamar al Derecho de gentes internacional o interestatal el
«auténtico» o el «propiamente dicho». Pero no es esto lo que Suárez dice, sino
«el más propiamente dicho» (proprissime), y aun esto de una manera modesta y
poco decidida: con la fórmula «me parece» (videtur mihi)9.
Hemos de hacer referencia, por otro lado, a que la concepción
internacionalista, que con insistencia venimos rechazando en la interpretación
del Derecho de gentes de Vitoria y Suárez, y por supuesto en el resto de los
escolásticos españoles, parece incompatible con su doctrina del Derecho en
general y con su concepción del Derecho natural en particular, así como con su
manera de entender las relaciones internacionales. En efecto, la concepción que
limita el campo del Derecho internacional a las relaciones entre Estados parte en
el fondo del supuesto de que estos son la única fuente del Derecho y, por
consiguiente, los únicos sujetos del Derecho internacional, mientras que los
hombres serían solo objeto de él; su presencia en la sociedad internacional
naturalmente no se niega: ellos han de soportar el peso de las cargas colectivas,
por ejemplo, la guerra; pero se entiende que siempre han de estar mediatizados
por los Estados. En cuanto se reconociera a los individuos la capacidad de
descubrir en sí mismos lo que es Derecho, Derecho natural, quebraría la
concepción estatista o interestatista del Derecho internacional. Pero no es esta la
concepción de los autores españoles. En efecto, para estos existe un Derecho
natural que puede aplicarse a la regulación de las relaciones internacionales, pero
de manera que estas puedan referirse también a las relaciones de individuos de
distintos Estados o a las relaciones entre los individuos y otros Estados. Y el
Derecho de gentes, que se deriva del natural y participa de la racionalidad y
universalidad propia del Derecho natural, también las regula con esa amplitud o
diversidad de modalidades. Es cierto que los autores españoles califican el
Derecho de gentes de positivo, pero es una positividad que no deriva de los
Estados, sino de la sanción o aprobación por parte de la sociedad, nacional o
internacional.
Precisamente en esta misma línea está la evolución reciente del Derecho
internacional, que está desplazando al mismo tiempo el rígido positivismo
jurídico y el exclusivismo del Estado como sujeto de Derecho internacional. Así
en el terreno doctrinal se habla de un «Derecho transnacional», como régimen
jurídico de todas las situaciones que desbordan o sobrepasan el marco de las
fronteras nacionales, y asimismo de un «Derecho común de la humanidad», que
no tiene necesariamente por presupuesto la voluntad de los Estados10. En el
plano de la realización se ha hecho hoy día plenamente visible la participación
efectiva en la vida internacional de intereses humanos no estatales. Esto ocurre,
por ejemplo, a través de los grupos de presión internacionales, que no tienen por
qué ser exclusivamente económicos, o a través de partidos políticos de carácter
supranacional, como la democracia cristiana, el socialismo, el comunismo… Más
significativa aún, en orden a caracterizar la regulación jurídica actual de las
relaciones humanas por encima del marco de los Estados, es la preocupación
por establecer una protección internacional de la persona humana: Carta de la
ONU, Declaración Universal de los Derechos del Hombre y, sobre todo, en el
marco europeo, la Convención de Roma de 1950, que ha dado paso a la
protección jurídica efectiva de la persona por encima de la jurisdicción de los
Estados y aun en contra del propio Estado11.
Pero, si nos hemos detenido tanto en defender cuál fue realmente el
concepto de Derecho de gentes que expusieron los autores españoles, no ha
sido solo por mostrarlo coincidente, en su aplicación al Derecho internacional,
con estas nuevas tendencias, sino ante todo por la trascendencia que encierra
como categoría jurídica general, aplicable a las diversas ramas del Derecho. En
efecto, el Derecho estatal no puede regular, ni aun cuando se lo propusiera,
todas las relaciones jurídicas, porque ni siquiera puede prever las distintas
situaciones a que tendría que aplicar su regulación, y el Derecho natural, por
otro lado, se refiere más bien a principios y orientaciones generales; entre uno y
otro hay múltiples regulaciones de las relaciones humanas, incluso de carácter
jurídico, que se consideran en general como razonables y que generalmente se
acatan, que unen, por consiguiente, a su razonabilidad, o a su presunción de
justicia y de conveniencia social, una cierta aprobación o sanción por parte de la
sociedad, bien sea esta la sociedad internacional, bien la sociedad de cada uno de
los Estados: este tipo de regulaciones eran las que estaban significadas, al menos
en parte, por el concepto de Derecho de gentes que expusieron los autores
españoles, de acuerdo con la tradición anterior de la escolástica y con el
concepto que habían dado ya los juristas romanos. Hoy día no se puede por
menos de reconocer la importancia de ese sector del Derecho, que podemos
denominar como social, en contraposición al Derecho propiamente estatal, y
lamentar la desaparición del concepto que, al menos parcialmente, lo significaba,
por su identificación con el Derecho internacional, aun cuando esa
identificación —más bien posterior a los autores españoles del siglo XVI—
impulsara, por otro lado, el desarrollo del Derecho internacional.
1 F. Vázquez de Menchaca, Controversiarum illustrium aliarumque usu frequentium libri tres, I, cap. XXVII.
Sobre F. Vázquez de Menchaca hay una muy apreciable monografía de F. Carpintero Benítez, Del Derecho
natural medieval al Derecho natural moderno: Fernando Vázquez de Menchaca, Salamanca, Universidad de
Salamanca, 1977.
2 G. Vázquez, Commentariorum ac disputationum in primam secundae Sti. Thomae, disp. 179, cap. II.
3 G. Vázquez, ob. cit., disp. 97, cap. I.
4 G. Vázquez, ob. cit., disp. 150, cap. III.
5 F. Suárez, De legibus, II, cap. V.
6 F. Suárez, ob. cit., II, cap. XIV.
7 E. Nys, Les Origines du Droit International, Bruselas-París, 1894, pág. 11.
8 F. Suárez, ob. cit., II, cap. XIX.
9 Mayores precisiones sobre el sentido del texto de Suárez, y en general sobre toda esta cuestión,
pueden verse en mi «Estudio preliminar» al libro de A. Dempf, Filosofía cristiana del Estado en España, Madrid,
Rialp, 1961, págs. 13-72.
10 Cfr. Ph. C. Jessup, Derecho transnacional, trad. revisada por E. Vilalta, México, Edit. F. Trillas, 1967; C.
Wilfred Jenks, El derecho común de la humanidad, trad. de M. T. Ramírez de Arellano, revisión de M. Medina,
Madrid, Tecnos, 1968.
11 N. Bobbio ha llamado reiteradamente la atención sobre esta nueva concepción de los derechos
humanos, relacionándola con el Derecho de gentes, pero incurre en la inexactitud de afirmar que es
también nueva la relación de este con los individuos: «El Derecho de gentes ha sido transformado en
Derecho de gentes y de los individuos» (N. Bobbio, El tiempo de los derechos, trad. de R. de Asís Roig, Madrid,
Sistema, 1991, págs. 114 y 148). Por lo que acabamos de exponer en las páginas anteriores, ha podido verse
que el Derecho de gentes ya se refería (directamente) también a los individuos, al menos en los grandes
escolásticos españoles.
CAPÍTULO 11
El Derecho natural de la Edad Moderna a partir de Grocio
11.1. CARACTERIZACIÓN GENERAL DEL DERECHO NATURAL MODERNO
Hablamos aquí del Derecho natural de la Edad Moderna, o del Derecho
natural moderno, no en sentido cronológico, sino en el que tiene ese adjetivo
cuando hablamos de la filosofía moderna, entendiendo por tal la que arranca de
Descartes, en pleno siglo XVII. Aquí, el punto de partida de este Derecho natural
moderno de que estamos hablando podemos situarlo en el tercer decenio del
siglo XVII, cuando Grocio publica su obra principal.
Las características de este Derecho natural moderno podrían resumirse así,
con respecto al anterior:
1. El área geográfica donde se desarrolla es el norte y centro de Europa. En
la época inmediatamente anterior, en el siglo XVI y comienzos del XVII, el
área geográfica donde se desarrollaba principalmente el Derecho natural
era la Península Ibérica, pero ahora, en este «nuevo» Derecho natural, los
autores españoles pierden su protagonismo a escala europea, a pesar de
que la cultura española sigue todavía en pleno esplendor en otras
materias: en la literatura (con nombres como Quevedo, Gracián,
Calderón, que mueren, respectivamente, en 1645, 1658 y 1681), en la
pintura (Velázquez muere en el año 1660 y Murillo en 1682), en la
escultura (con los grandes imagineros del Barroco)…
2. Sus autores no son clérigos, sino laicos. Tampoco son teólogos, y a veces
tampoco filósofos, sino simples juristas, o interesados por las cuestiones
jurídicas y políticas. Tampoco son profesores universitarios, a excepción
de Pufendorf. Como consecuencia, no es extraño que el centro de
gravedad de su interés se desplace a las cuestiones más prácticas y más
candentes, a veces con pérdida de profundidad filosófica, y desde luego
con mucha menos preocupación por la problemática teológica.
3. Se acentúa y confirma la separación entre el Derecho natural y la
fundamentación religiosa del mismo, que ya había asomado en algunos
escolásticos; pero los escolásticos, en general, pensaban que el Derecho
natural era un Derecho divino, que deriva de Dios (de la ley eterna),
como una parte de la ley natural; ahora, en cambio, lo que preocupa no
es ese entronque con la ley eterna, sino que lo que se quiere es
reemplazar la revelación y el fundamento religioso por la razón natural.
Se estudia el Derecho natural como solución a los contrastes entre las
diversas confesiones o creencias religiosas, o entre los diversos modos
de vivir, y se ve en él un puente que se puede tender por encima de esas
diferencias.
4. No tiene sentido histórico, de reverencia a la autoridad del pasado
(tradicional). Al principio de este período, es decir, hasta comienzos del
siglo XVIII, predomina el «pirronismo histórico» (escepticismo respecto a
la historia); por eso no es extraño que se aspire a presentar el Derecho
natural más bien como un producto de la época, como «moderno»; pero
no es eso solo: se trata de una época que tiene confianza en la razón, y
en general en las posibilidades del hombre para configurar su vida, e
incluso su mundo, el mundo en que vive, y que, desde esta posición, da
también acogida a la idea de apreciar lo nuevo como nuevo, por el mero
hecho de ser nuevo. Luego esta pasión por lo nuevo se convertirá en
pasión por la crítica de lo tradicional dominante y en ansias de
revolución1.
11.2. GROCIO (1583-1645)
El punto de arranque de esta tendencia del Derecho natural «moderno» hay
que colocarlo en el holandés Hughes de Groot, más conocido entre nosotros
por su nombre latinizado de Hugo Grocio, aun cuando en él esta última
característica que hemos señalado solo se da de una manera incipiente.
La popularidad de Hugo Grocio ha experimentado sin duda en nuestros días
un considerable descenso. En el siglo XVII Pufendorf lo exaltaba como «hombre
extraordinario»; en el siglo XVIII Vico lo menciona como «el jurisconsulto del
género humano»; en el siglo XIX se veía en él al creador del Derecho
internacional. Pero en el siglo XX ha decrecido su prestigio en este aspecto, en
favor de los escolásticos españoles del siglo XVI, y también ha disminuido su
prestigio en otros órdenes; se le considera en general un autor poco profundo y
con escasa originalidad.
Esta se había visto ante todo en haber fundado un Derecho natural
independiente de la religión, simplemente basado en la naturaleza y en la razón,
y se cifraba la demostración de esa originalidad en la hipótesis que Grocio
formula en el prólogo de su obra fundamental, De iure belli ac pacis (1625): «Estas
cosas de que hablamos tendrían también lugar de algún modo aun cuando
supusiéramos —lo que no puede hacerse sin una gran maldad— que Dios no
existe o que no se preocupa de los asuntos humanos.» Esta postura se apoya a
su vez en una concepción intelectualista de la ley y del Derecho, y así define el
Derecho natural como «el dictamen de la recta razón que indica que a una
determinada acción le corresponde la necesidad o la torpeza moral, por su
conveniencia o disconformidad con la misma naturaleza racional»2. Pero esta
definición, al igual que aquella hipótesis, las hemos visto formuladas en términos
parecidos, aunque referidas a la ley natural (no al Derecho pero incluyendo este),
por el jesuita Gabriel Vázquez, y no solo la definición, sino también la hipótesis,
se remontan a otros escolásticos muy anteriores, incluso de alguna manera a
santo Tomás de Aquino. Aun así, hay que darle la razón a Passerin d’Entrèves
cuando dice que el mérito de Grocio está en que «triunfó donde otros habían
fracasado»3. En efecto, no cabe duda de que a partir de él asistimos al comienzo
de una nueva etapa del Derecho natural; que se pretende utilizar este como
puente por encima de las escisiones religiosas y salvar una cierta unidad de los
países europeos, sobre las ruinas del pontificado y del imperio, adquiriendo así
un sentido práctico en la regulación de las relaciones entre los hombres y los
pueblos que no había tenido hasta entonces.
Grocio depende ante todo —al menos expresamente— de Aristóteles y de
los estoicos; pero también pueden observarse de hecho muy profundas huellas
de los escolásticos españoles, a los que por lo demás también menciona. La
fundamentación doctrinal que da del Derecho natural es predominantemente
estoica, aun cuando en la versión ciceroniana, o del estoicismo medio4.
Siguiendo esta orientación, basa el Derecho natural en la naturaleza en un doble
sentido: a) en cuanto tal naturaleza, con sus inclinaciones y sus exigencias
naturales, entre las que Grocio menciona, con expresa y directa inspiración
estoica, la «tendencia (appetitus) a la sociedad, es decir, a la comunidad, y no de
cualquier clase, sino pacífica y ordenada, de acuerdo con el dictado del
entendimiento humano»5; b) en cuanto razón, que es un aspecto de la naturaleza,
el característico del hombre, un aspecto peculiar que nos descubre lo que es
bueno y lo que es malo, justo o injusto. Grocio pone el acento ante todo en este
segundo aspecto, de la razón, pero presuponiendo el orden de la naturaleza y sus
exigencias.
Sin embargo, estos principios no hubieran bastado por sí mismos para
constituir un sistema, que es lo que Grocio pretende hacer, con el fin de que
sirva, ante todo, para la resolución de los conflictos entre los diversos pueblos y
gobiernos. Por eso Grocio se apoya no solo en la razón, sino también sobre las
doctrinas generalmente aceptadas y sobre lo que de hecho se practica de manera
general. Este procedimiento tiene sin duda alguna razón de ser, algún
fundamento, en cuanto que, como Grocio advierte terminantemente, «lo
primero es indicio de Derecho natural, lo segundo de Derecho de gentes»,
puesto que, si una doctrina es generalmente aceptada, será porque se deriva de la
razón natural y, si una práctica se generaliza, será al menos porque cuenta con
un cierto consentimiento general, que lo acredita como Derecho de gentes.
Pero, si este último criterio se presta a considerar también como Derecho de
gentes las prácticas viciosas, con tal de que estén generalizadas, por lo que se
refiere al Derecho natural, tampoco es nada seguro ese indicio señalado por
Grocio y, aun cuando él lo reconoce y coloca, por eso, este procedimiento en un
lugar secundario, de hecho lo utilizó para asignar la categoría de Derecho natural
a instituciones que no la merecían. Y, sobre todo, el tratamiento conjunto del
Derecho natural y del Derecho de gentes, aun cuando doctrinalmente los
diferencia en un sentido similar al de los escolásticos españoles, sirvió a Grocio
de escalera para elevar a la categoría de «Derecho de la razón», o algo próximo a
él, lo que no eran más que prácticas viciosas generalizadas.
Por otro lado, Grocio se refiere también a un Derecho natural
impropiamente dicho, al que podría «reducirse» todo lo que no es contrario al
Derecho natural; del mismo modo que a veces se llama justo a lo que no es
injusto, así «también —dice— a veces por un abuso del lenguaje se dice que es
de Derecho natural lo que la razón natural indica que es bueno o mejor que su
contrario, aun cuando no sea debido»6. A esto hay que añadir la importancia
capital que cobra en Grocio el principio de fidelidad a lo pactado: el principio en
sí puede ser considerado como de Derecho natural, pero no lo que resulta de él,
aun cuando, como Grocio advierte con razón, a eso que resulta de la voluntad
humana, que es Derecho positivo, se le pueden aplicar prescripciones de
Derecho natural (así, por ejemplo, una vez introducida la propiedad privada, por
Derecho positivo, hay que comportarse en ese régimen de acuerdo a las
exigencias del Derecho natural; por ejemplo, el robo sería en todo caso contrario
al Derecho natural); pero lo cierto es que también de este modo el sistema
grociano se enriquece más de adherencias y apariencias de Derecho natural que
de desarrollos del Derecho natural propiamente dicho (tal como él mismo lo
entiende).
En cuanto a la aplicación misma de este principio, de fidelidad a lo pactado,
hay que señalar al menos un uso poco correcto, por parte de Grocio, en el
campo del Derecho político: supuso que el origen de cada comunidad política se
debía de hecho a un pacto, que había tenido lugar históricamente y que obliga a
los sucesores de los que lo celebraron. Esta doctrina, así expuesta, se presta a
todos los reparos. En primer lugar, carece de fundamento, ya que no se puede
probar. Además habría que probar, para que ese pacto fuera válido, que obliga a
los sucesores, que no había sido realizado por coacción, o por engaño, y que no
tenía un contenido inmoral o ilícito7. Sin embargo, Grocio apoya en su doctrina
del pacto, no solo la obligación de obediencia de los súbditos a sus gobiernos,
sino también la negación del supremo derecho del pueblo a controlar el ejercicio
del poder; así como la restricción del derecho de resistencia a unos supuestos
muy determinados; en contra, en ambos casos, de lo que habían admitido los
escolásticos. En su razonamiento, Grocio se apoya no solo en la posibilidad,
validez y efectividad del pacto con ese contenido entre gobernantes y
gobernados; también hace alusión a la dificultad de juzgar rectamente en
cuestiones políticas, lo cual no parece que se compagine muy bien con la
confianza y el entusiasmo que Grocio muestra por el «Derecho de la razón» en
los prolegómenos de su obra.
Podemos concluir, de acuerdo con la crítica que prevalece hoy respecto a
Grocio, afirmando que en general no se muestra ni muy coherente en las
aplicaciones de la doctrina ni muy profundo en la fundamentación de esta, pero
que su labor fue de una eficacia extraordinaria, sobre todo en el impulso y
desarrollo que dio al Derecho internacional.
1 Sobre todas estas características, cfr. P. Hazard, La crisis de la conciencia europea (1680-1715), trad. de J.
Marías, Madrid, Ediciones Pegaso, 1952 (editada posteriormente por Alianza).
2 «Ius naturale est dictatum rectae rationis indicans actui alicui, ex eius convenientia aut disconvenientia
cum ipsa natura rationali, inesse moralem turpitudinem aut necessitatem moralem, ac consequenter ab
auctore naturae Deo talem actum aut vetari aut praecipi» (H. Grocio, De iure belli ac pacis, I, I, 10).
3 A. Passerin D’Entrèves, Derecho natural, trad. de M. Hurtado Bautista, Madrid, Aguilar, 1972, pág. 91.
Naturalmente este triunfo no es nada casual. Se trata en realidad de un cambio profundo de mentalidad, no
solo en Grocio, sino en el ambiente. En Grocio, porque, como jurista, trata de hacer práctico el Derecho
natural. En el ambiente, porque, desde el Renacimiento, el hombre «moderno» trata de tomar el destino en
sus manos y configurar él mismo su futuro, de acuerdo con los dictados de su razón, y no con los del orden
establecido o derivado del establecido, ni siquiera del establecido por Dios.
4 Sobre la influencia de Cicerón en Grocio cfr. N. Wood, ob. cit. [cap. 6, nota 6], págs. 2, 11, 55, 125…
5 H. Grocio, «Prolegomena», De iure belli ac pacis. Para los intentos de Grocio de desarrollar un sistema
de Derecho capaz de regular, no solo las relaciones entre los Estados, sino también las relaciones entre los
hombres dentro de los Estados, las exigencias de la sociedad, de la vida en sociedad, tenían que ser
particularmente aprovechables y fecundas.
6 H. Grocio, De iure belli ac pacis, I, I, 10.
7 Cfr. G. del Vecchio, Filosofía del Derecho, Barcelona, Bosch, 1964, pág. 54, y Persona, Estado y Derecho,
Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1957, págs. 225 y sigs.
CAPÍTULO 12
El Derecho y el Estado en Hobbes
Contemporáneo de Descartes (1596-1650), un poco posterior a Galileo
(1564-1642), Thomas Hobbes (1588-1679) enlaza con la línea voluntaristanominalista-empirista del pensamiento medieval, que había tenido en Inglaterra
sus grandes progenitores y había pervivido en la tradición de la Universidad de
Oxford. En esta estudia Hobbes, con quien, después del preludio de Francisco
Bacon (1561-1626), se inicia la etapa más brillante de la filosofía en Inglaterra: la
del llamado «empirismo inglés».
Hobbes es el primer nominalista propiamente dicho, al menos dentro de los
grandes autores: el primero que reduce los universales a meros nombres o
vocablos, no ya a conceptos, como Ockham. Hobbes es además materialista y
no encuentra por eso ningún obstáculo para aplicar al estudio de los
comportamientos humanos los mismos métodos que Galileo y Descartes
aplicaban a la mecánica de los cuerpos. Ha sido precisamente en este campo de
los temas antropológicos y políticos donde más ha descollado la filosofía de
Hobbes. Su obra más famosa lleva por título Leviatán, o la materia, forma y poder de
una república eclesiástica y civil, publicada el año 1651. Unos años antes (1642) había
publicado otra obra que era como un anticipo, De cive (El ciudadano), mientras
que el Leviatán, al decir de J. J. Chevalier, «es la síntesis del hobbismo»1.
Es dudoso si se puede catalogar hoy día a Hobbes como un iusnaturalista2.
Desde luego, tampoco puede equiparárselo sin más con los positivistas, ya que
estos identifican el Derecho con el positivo, sin preocuparse gran cosa por el
problema de su fundamentación, mientras que, en cambio, Hobbes se plantea
este problema, coincidiendo así con uno de los temas, el primordial, de la
doctrina iusnaturalista. Tal vez lo más acertado sea considerarlo, con Welzel,
como un representante del Derecho natural «existencial», entroncando con los
sofistas y con la metafísica voluntarista de Duns Scoto y Guillermo de
Ockham3; pero hay que tener en cuenta que esta versión del Derecho natural lo
que en realidad apoya o fundamenta es una concepción positivista del Derecho.
La época en que vivió Hobbes es una época de grandes convulsiones
político-religiosas en toda Europa, y singularmente en Inglaterra. Pretende atajar
esas luchas y la anarquía que han desatado. Esa situación parece también
decisiva para inspirarle una visión pesimista del hombre. Hobbes señala tres
raíces de las luchas humanas: la codicia o competencia por los bienes materiales,
el temor o desconfianza mutua de unos hacia otros y la vanagloria o deseo de
sobresalir unos sobre otros. Estas cualidades, unidas a la igualdad fundamental
de todos los hombres en sus capacidades físicas y mentales, tienen que provocar
la lucha entre ellos; más aún si se tiene en cuenta que ni siquiera esa igualdad es
reconocida, sino que, por vanagloria, cada uno tiende a creerse superior a los
demás. A quien se resista a aceptar esta visión pesimista que resulta del análisis
de la naturaleza humana, le propone Hobbes confrontarla con el método
sintético de la prueba de la experiencia: «Que se considere a sí mismo; cuando
emprende un viaje, se procura armas y trata de ir bien acompañado; cuando va a
dormir, cierra las puertas; cuando se halla en su propia casa, echa la llave a sus
arcas»4.
Podemos imaginarnos entonces lo que sería la situación del hombre en
estado de naturaleza. Independientemente de que existiera de hecho alguna vez
ese estado —Hobbes piensa que de manera general nunca existió—, podemos
imaginárnoslo, como medio o recurso, para contemplar lo que es en sí la
naturaleza humana, prescindiendo de lo que ha recibido de la constitución de la
sociedad. Además, lo que sería ese estado podemos inferirlo de alguna manera
de una cierta supervivencia del mismo que queda entre los Estados o entre los
reyes y personas revestidas de autoridad soberana: «Celosos de su
independencia, se hallan en estado de continua enemistad, en la situación y
postura de los gladiadores, con las armas asestadas y los ojos fijos uno en otro;
es decir, con sus fuertes, guarniciones y cañones en guardia en las fronteras de
sus vecinos, todo lo cual implica una actitud de guerra»5. Por eso dice Hobbes
que la frase de que «el hombre es un lobo para el hombre» es cierta con respecto
a los diversos Estados6.
El estado de naturaleza sería, pues, un estado de guerra, de lucha de unos
con otros, de todos contra todos. Y el Derecho natural, que Hobbes concibe en
sentido subjetivo, es decir, como derecho de cada uno o, en otros términos,
como el derecho o los derechos del hombre en su estado de naturaleza, sería,
según las propias palabras de Hobbes, «la libertad que cada hombre tiene de usar
su propio poder como quiera, para la conservación de su propia naturaleza, es
decir, de su propia vida, y, por consiguiente, para hacer todo aquello que su
propio juicio y razón considere como los medios más aptos para lograr ese fin»7.
Sin embargo, ese estado de naturaleza no se puede mantener, ya que es un
estado de lucha y de destrucción. Los hombres tienen necesariamente que desear
salir de él, llegar a un acuerdo, para evitar esa lucha y destrucción mutua. Las
pasiones que impulsan a los hombres en este sentido son el temor a la muerte
(unos a manos de otros), el deseo de las cosas que son necesarias para una vida
confortable y la esperanza de obtenerlas con más tranquilidad y seguridad por
medio del trabajo. Entonces hay que pensar que los hombres se proponen crear
un estado de paz. El conjunto de medios que la razón les inspira como
necesarios para ello constituye lo que Hobbes llama la «ley natural», que es,
según él, opuesta al derecho natural. Esa ley entraña el tránsito del estado de
naturaleza al estado pacífico de sociedad civil.
La ley natural tiene que incluir en su contenido como primer principio
general procurar la paz en la medida de lo posible. De aquí se deriva la necesidad
de aceptar el condicionamiento, la restricción, de la propia libertad, por las
posibilidades de garantizársela también a los demás, y la necesidad de aceptar y
respetar los pactos que se propongan para ello. El primer principio se deriva de
la propia noción de ley natural, y a su vez de él se derivan las otras dos
exigencias.
Así, pues, la ley natural está entendida como ley de la razón, como un
conjunto de dictados de la razón. Pero con todo esto no pretende Hobbes
imponer ninguna obligación moral, ni que se obre por motivos altruistas. Dado
que la naturaleza humana es egoísta, esa ley de la naturaleza, o de la razón, viene
determinada por ese egoísmo, o por la conveniencia de cada uno. Y así los
pactos no habrá por qué cumplirlos más que cuando haya motivos para pensar
que también los demás los cumplirán y que resultarán así eficaces, en pro de la
propia tranquilidad y seguridad vital, ya que, si el hombre quiere salir del estado
de naturaleza, no es para perder su vida, sino para asegurarla, al menos en
cuanto a lograr una mayor tranquilidad y armonía.
La consecución de esta finalidad exige la renuncia a la libertad incontrolada
de cada uno y al ejercicio de la propia fuerza o poder particular: que haya una
sola persona o grupo de personas que tenga todo el poder y lo ejerza, «conferir
todo su poder y fortaleza a un hombre o a una asamblea de hombres, todos los
cuales, por pluralidad de votos, puedan reducir sus voluntades a una voluntad.
Esto equivale a decir: elegir a un hombre o una asamblea de hombres que
represente su personalidad, y que cada uno considere como propio y se
reconozca a sí mismo como autor de cualquier cosa que haga o promueva quien
representa su persona, en aquellas cosas que conciernen a la paz y a la seguridad
comunes; que, además, sometan sus voluntades cada uno a la voluntad de aquel
y sus juicios a su juicio. Esto es algo más que consentimiento o concordia; es
una unidad real de todos ellos en una y la misma persona, instituida por pacto de
cada hombre con los demás, en forma tal como si cada uno dijera a todos:
“Autorizo y transfiero a este hombre o asamblea de hombres mi derecho de
gobernarme a mí mismo, con la condición de que vosotros transferiréis a él
vuestro derecho y autorizaréis todos sus actos de la misma manera”»8.
Este pacto podríamos pensar que está provocado por el miedo y que, por
consiguiente, no es válido. Pero Hobbes sostiene que el miedo, en realidad, no
anula la validez del pacto, ni siquiera impide la libertad, ya que el que pacta por
miedo elige o escoge él mismo lo que le parece el mejor camino.
Una vez establecido el pacto que da origen a la constitución de la sociedad,
con garantía de su cumplimiento, obliga; y en esto consiste en general la justicia:
en que se respeten los pactos. Pero esa obligación y esa justicia han de
entenderse en el sentido de Hobbes, de necesidad o conveniencia; por eso
razona diciendo que el eximirse unilateralmente del cumplimiento del pacto
supondría la regresión al estado de naturaleza, es decir, de guerra, donde se
estaría expuesto a ser aniquilado por cualquiera; no sería, por tanto, razonable e
iría contra la ley natural.
En caso de que no haya unanimidad en los pactos o convenios, las
decisiones de la mayoría se imponen a la minoría, y esto basta para que sean
válidos. Para Hobbes se trata, pues, de un puro cálculo mecánico de fuerzas, y se
explica que sea así, porque él no pretende establecer lo que debe ser, sino
explicar simplemente lo que tiene que ser (como consecuencia del egoísmo o del
interés particular de cada uno). Así se comprende también fácilmente que los
medios por los que se constituye o alcanza el poder supremo o soberano puedan
ser: o bien la constitución propiamente dicha, o sea, el pacto, o bien la fuerza,
que puede ser natural, ejercida sobre los más allegados, como la de los padres
sobre los hijos y demás descendientes, o referida a actos de guerra y de
conquista sobre otros grupos extraños. Todas estas doctrinas básicas tienen
como consecuencia un absolutismo total, aun cuando no en el sentido de los
totalitarismos de nuestros días; porque en Hobbes tiene preeminencia el interés
propio de los individuos. Ese absolutismo se manifiesta en los siguientes puntos:
1. El poder supremo es irrevocable; en efecto, aparte de que en general no se
pueda quitar lo que previamente se ha entregado, y de que, en caso
contrario, no se lograría la paz, el que detenta ese poder supremo y
absoluto representa toda la fuerza y las decisiones de los gobernados;
por consiguiente, estos no tienen medios para pedir o reclamar esa
revocación. En realidad, sin la entrega o sumisión al soberano, Hobbes
entiende que ni siquiera existe el pueblo como tal, como unidad o
persona moral o sujeto de derechos: mal puede entonces pedir o
reclamar nada.
2. El pacto lo han hecho los particulares, no el soberano; por consiguiente,
este no puede quebrantarlo.
3. El soberano tiene que tener poder para someter a los disidentes, y no
puede cometer injuria o injusticia contra ninguno de sus súbditos, ya que
los representa a todos; aunque sí puede cometer iniquidad, es decir,
obrar mal moralmente (pero esto último no tiene mucha relevancia para
Hobbes, sobre todo en el ámbito del Estado y del Derecho).
4. El soberano no puede ser ni castigado ni juzgado por sus súbditos, puesto
que él los representa y es el único juez de todo lo que conviene para el
Estado.
5. Ha de controlar también las opiniones, porque «los actos de los hombres
—dice Hobbes— proceden de sus opiniones»; y el punto de vista que ha
de prevalecer para juzgar la «verdad» de las doctrinas es que favorezcan
o no la paz del Estado. Por tanto, también han de estar sometidas al
control del poder supremo las ideas religiosas.
6. La propiedad de los súbditos está sometida a las disposiciones del
soberano; en efecto, en el estado de naturaleza no había propiedad
privada, ya que todo estaba expuesto al saqueo, todos se consideraban
autorizados a apoderarse de cualquier cosa; la propiedad surge del estado
civil: es competencia, pues, de su poder soberano.
7. Aparte de la más fundamental, de establecer las leyes (lo que en Hobbes
equivale a establecer el Derecho, lo que en él equivale a su vez a
establecer la justicia), corresponden también al poder supremo o
soberano otras facultades, como la de ser intérprete y custodio de las
leyes, tener el derecho de hacer la guerra y la paz (teniendo, por
consiguiente, el control del ejército), elegir a los funcionarios y
recompensar o castigar a cualquier ciudadano.
Todas estas atribuciones, sin embargo, tienen un límite, un término, y esto es
lo que diferencia decisivamente la postura de Hobbes de los totalitarismos de
nuestros días: esas facultades están establecidas para la protección de los
súbditos, de los individuos y, por consiguiente, cuando el soberano ya no es
capaz de proporcionársela, desaparecen también sus competencias.
La obligación de los súbditos con respecto al soberano —dice Hobbes— se comprende que no
ha de durar ni más ni menos que lo que dure el poder mediante el cual tiene capacidad para
protegerlos. En efecto, el derecho que los hombres tienen por naturaleza a protegerse a sí mismos,
cuando ninguno puede protegerlos, no puede ser renunciado por ningún pacto. La soberanía es el
alma del Estado, y una vez que se separa del cuerpo, los miembros ya no reciben movimiento de
ella. El fin de la obediencia es la protección, y cuando un hombre la ve, sea en su propia espada o
en la de otro, por naturaleza sitúa allí su obediencia y su propósito de mantenerla. Y aunque la
soberanía, en la intención de quienes la crean, sea inmortal, no solo está sujeta, por su propia
naturaleza, a una muerte violenta a causa de una guerra con el extranjero, sino que, por la ignorancia
y pasiones de los hombres, tiene en sí, desde el momento de su institución, muchas semillas de
mortalidad natural, por las discordias intestinas9.
¿Es lógica toda esta construcción? Lógica, desde luego, sí y, por
consiguiente, también verdadera, si se parte del supuesto de la verdad de las
premisas: la concepción pesimista de la naturaleza humana y la valoración de la
vida y de la paz como el bien supremo. Por eso, Rousseau afirmará contra
Hobbes —combatiendo este segundo supuesto— que «también se vive
tranquilo en los calabozos». Enfrentando, pues, la crítica de la postura de
Hobbes de manera más general, habría que preguntarse: ¿es aceptable su
solución a la organización del Estado?; ¿es incluso preferible a cualquier otra? Es
posible que sí, como dirá luego Leibniz, «en el caso de que el soberano sea
Dios». Para los demás casos, hemos de escuchar todavía a Locke y a Rousseau10.
1 J. J. Chevalier, Los grandes textos políticos desde Maquiavelo a nuestros días, trad. de A. Rodríguez Huéscar,
Madrid, Aguilar, 1967, pág. 53.
2 Cfr. sobre esto mi artículo «Derecho natural y norma de la moralidad», en Anuario de Filosofía del
Derecho, XIII (1967-1968), págs. 11 y sigs.
3 H. Welzel, Introducción a la Filosofía del Derecho, ob. cit., pág. 117.
4 T. Hobbes, Leviathan, XIII, Londres, Dent-Everyman’s Library, 1976, pág. 65. Me he servido, para la
transcripción de los textos en castellano, de la traducción de M. Sánchez Sarto. He empleado, sin embargo,
la palabra «viaje» en lugar de «jornada». Además de esa traducción castellana, publicada en México (Fondo
de Cultura Económica), varias ediciones, hay otra, T. Hobbes, Leviatán o la materia, forma y poder de un Estado
eclesiástico y civil, trad., prólogo y notas de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1989. Del De cive hay una traducción
de J. Rodríguez Feo, Tratdo sobre el ciudadano, Madrid, Trotta, 1999, y otra de C. Mellizo, Madrid, Alianza,
2000. También se ha publicado en español una obra que es como un borrador o anticipación tanto del De
cive como de Leviatán, poco conocida hasta que la publicó F. Tönnies en 1889: T. Hobbes, Elementos de
Derecho natural y político, trad. de D. Negro Pavón, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1979 (hay
edición posterior en la editorial Alianza).
5 T. Hobbes, ibíd.
6 En la dedicatoria del De cive, dirigida al conde de Devonshire, en T. Hobbes, Opera latina, 2, edición de
G. Molesworth, Aalen, 1966, pág. 135; en la edición española de la editorial Trotta, ob. cit. [nota 4], pág. 2.
Originariamente la frase se encuentra en Plauto, Asinaria, II, 4; y se refiere, también allí, a hombres extraños
o desconocidos.
7 T. Hobbes, ob. cit., XIV.
8 T. Hobbes, ob. cit., XVII.
9 T. Hobbes, ob. cit., XXI.
10 Cfr. sobre Hobbes el número monográfico que le dedicó la revista Anales de la Cátedra Francisco Suárez
(1974), en el que se incluye un trabajo de F. J. Valls referente a «Bibliografía sobre Hobbes, 1960-1974».
Con posterioridad a estas fechas, y también con una amplia información bibliográfica, S. Goyard-Fabre, Le
Droit et la loi dans la philosophie de Thomas Hobbes, París, Klincksieck, 1975; B. Willms, Der Weg des Leviathan.
Die Hobbes-Forschungen von 1968-1978, Bh. 3 de la revista Der Staat, Berlín, Duncker-Humblot, 1979; y
Hobbes, Bibliographie internationale de 1620 à 1986, Centre de Publications de l’Université de Caen.
CAPÍTULO 13
El pensamiento filosófico-político de Baruch Spinoza
Baruch Spinoza (cuyo nombre hebreo él mismo tradujo al latín por
Benedictus = Benito) nació en Ámsterdam el año 1632, en una familia de judíos
procedentes de la península Ibérica (siendo seguramente «Espinosa», por tanto,
su apellido originario). Murió en La Haya el año 1677. Otra fecha importante es
la de 1656, en que fue excomulgado por la sinagoga de Ámsterdam, cuando
contaba veinticuatro años. Este hecho no pudo por menos de marcar su vida,
porque suponía una tercera exclusión o segregación, que se añadía a las dos
anteriores: la de judío y la de emigrado. Sin embargo, no careció de amigos:
fundamentalmente un grupo de admiradores de signo cristiano liberal. Su
profesión fue la de óptico: tallaba a mano las lentes, al mismo tiempo que tenía
altos conocimientos de óptica. La única obra que Spinoza publicó en vida con
su nombre fue una exposición del pensamiento de otro autor: Los principios de la
filosofía de Descartes, con un apéndice titulado «Pensamientos metafísicos».
Aparecida en 1663, es esta obra la que hace que diez años más tarde (en 1673) se
le ofrezca una cátedra en la Universidad de Heidelberg, que Spinoza rechaza,
por no comprometer su independencia. Para entonces ya había aparecido, en
1670, la otra obra que Spinoza publicó en vida, sin que figurara su nombre en
ella, aunque no tardó en adivinarse de quién procedía: Tractatus theologico-politicus
(Tratado teológico-político, trad. de E. Reus Bahamonde, reeditada en Salamanca,
Ediciones Sígueme, 1976, y otra de A. Domínguez, Madrid, Alianza, 1986). El
mismo año de su muerte aparecen como obras póstumas Ethica ordine geometrico
demonstrata (Ética demostrada según el orden geométrico; la mejor traducción parece ser
la de V. Peña, Madrid, Editora Nacional, 1975; la misma traducción en Alianza,
1987; nueva edición en Tecnos, 2007) y Tractatus politicus, que Spinoza dejó
incompleto (Tratado político, trad. de E. Tierno Galván, que se ha publicado,
junto con una selección de la traducción señalada en primer lugar del Tratado
teológico-político, Madrid, Tecnos, 1966, y otra de A. Domínguez, Madrid, Alianza,
1986). A estas obras hay que añadir, para mejor comprensión de las anteriores,
sobre todo de la Ética, otra inconclusa, Tractatus de intellectus emendatione (Tratado de
la reforma del entendimiento, trad. de J. F. Soriano Gamazo, Río Piedras,
Universidad de Puerto Rico, 1967, y otra de A. Domínguez, junto con Principios
de filosofía de Descartes, Madrid, Alianza, 1988, y asimismo la de L. Fernández y J.
P. Margot, Tratado de la reforma del entendimiento y otros escritos, Madrid, Tecnos,
1989) y una colección de cartas, de, o dirigidas a, Spinoza, de las que se conocen
al menos 85, y alguna de las cuales tiene gran importancia para el conocimiento
de su personalidad y de su pensamiento (trad. de J. D. Sánchez Estop,
Correspondencia completa, Madrid, Hiperión, 1988, y otra de A. Domínguez,
Correspondencia, Madrid, Alianza, 1988). Mencionaremos también una pequeña
obra anticipo de la Ética, conocida como Tratado breve (trad. de A. Domínguez,
Madrid, Alianza, 1990).
La personalidad y pensamiento de Spinoza han estado siempre bajo el signo
de la contradicción: detestado o ignorado deliberadamente por unos, Spinoza es
exaltado por otros como símbolo de la libertad, frente a los modos de vida y las
doctrinas dominantes; en otros tiempos fueron los liberales, especialmente los
llamados radicales1; luego fueron los marxistas revolucionarios y los
contestatarios de la sociedad actual2 los que lo escogen como patrón. La verdad
es que no solo adelantó ideas liberales, sino también algunas de las que mejor
pueden servir para la crítica de los valores en que pretende ampararse la
sociedad de hoy3.
A pesar de su fama como metafísico, la filosofía de Spinoza gravita toda ella
hacia la práctica, como lo muestran los mismos títulos de sus obras principales.
Lo que ocurre es que él supone, al igual que cualquiera de su tiempo, que «la
ética se debe fundamentar en la metafísica»4, y como fundamento de la ética
expone esta Spinoza. Pero estaba llamada a concentrar sobre sí la atención, y no
era para menos. El rasgo más llamativo de esa metafísica spinoziana es la
identificación entre Dios y la naturaleza (Deus seu Natura), que se repite como
expresión en el prefacio a la parte IV de la Ética, pero que estaba dada a
entender mucho antes y había sido ya objeto de demostración en la parte
primera. El otro rasgo más llamativo, no ya de la metafísica, sino de toda la obra
de la Ética, en la que aquella se expone, es el estilo u orden geométrico o
matemático de la argumentación. En realidad este método es la consecuencia, o
la aplicación consecuente, del principio de Descartes de proceder siempre en el
conocimiento por «ideas claras y distintas»: ninguna fórmula mejor para ello que
admitir solo lo que se deriva de definiciones, axiomas y postulados
anteriormente establecidos con claridad y evidencia5.
Ambos rasgos, este formal o metodológico y el otro referente al contenido,
están íntimamente relacionados. El concepto de Dios es la clave para la
explicación de toda la realidad. En esto coincide Spinoza con el pensamiento
cristiano, tal como puede verse en particular en las obras de santo Tomás de
Aquino; pero mientras que este parte de la experiencia, del conocimiento de los
seres naturales, y busca la explicación en Dios, «causa primera» de todos los
seres, Spinoza parte de Dios, de su concepto, clave de la explicación de toda la
realidad, puesto que es un ser que existe por sí mismo (causa sui: causa de sí
mismo lo llama Spinoza)6: el camino es el mismo, pero a la inversa, en sentido
contrario. Una vez establecido este concepto, del ser que existe por sí mismo, y
el de la «sustancia» como ser absolutamente independiente, que no necesita de
otro ni para ser ni para ser entendido7, se llega a la conclusión de que no puede
haber más sustancia, es decir, más realidad independiente, que la del ser que
existe por sí mismo. Si se escoge este concepto como clave de la explicación de
la realidad, entonces toda la realidad tiene que estar contenida de alguna manera
en la de ese ser que existe por sí mismo: en esto coincide también Spinoza con
Tomás de Aquino, quien afirma expresamente que en Dios están «las
perfecciones de todas las cosas», aunque matizando que «de un modo más
eminente»8. Difícilmente podía tener acogida esta matización en el método de la
idea matemáticamente clara y distinta: para Spinoza, Dios es infinito
(coincidiendo aquí con el pensamiento cristiano); pero, si es infinito, tiene que
contener toda la realidad. Que esta se pueda distinguir en una realidad que da el
ser y lo explica (natura naturans) y una realidad que lo recibe y es explicada o
entendida (natura naturata)9 es algo que puede admitir Spinoza, pero solo como
modos de hablar, como maneras de entendernos o ficciones de que nos valemos
en nuestro conocimiento; sin embargo, la realidad es única, porque no puede
haber más que una sustancia y esa sustancia es infinita y, si es infinita, lo tiene
todo. Y, una vez que ese ser lo tiene todo, incluso la existencia por sí mismo,
por su misma esencia, ya puede servir de punto de partida para la explicación
deductiva, geométrica, de todo10. Las dificultades vendrán de la experiencia, del
conocimiento de los sentidos; pero la experiencia (y esto no es prejuzgar nada
con respecto a lo que ocurra en la filosofía política ni en las otras partes de la
Ética) no tiene cabida en la metafísica general de Spinoza, en la primera parte de
la Ética («De Deo»). Otra dificultad pudiera ser la de que esa concepción no
coincida con la de la Sagrada Escritura; pero Spinoza ha llegado a la conclusión
de que «la Escritura deja a la razón completamente libre, y no tiene nada que ver
con la filosofía», sino que lo que enseña es simplemente que «hay que obedecer a
Dios, practicando la justicia y la caridad»11.
Pero aun en este terreno de la metafísica general surgen dificultades, porque
parece que la concepción de Spinoza atribuye a Dios también el mal y quita al
hombre no solo la cualidad de sustancia o ser independiente, sino también la
libertad. Son objeciones que ya vieron sus contemporáneos y con las que
Spinoza se debate en sus cartas apelando a diversos argumentos. Uno de ellos,
no nuevo, sino ya ampliamente utilizado antes de él, es el de que al mal no
corresponde ninguna realidad, sino que somos nosotros los que lo concebimos
como tal, como una realidad, al imaginarlo como la privación de algo, cuando en
realidad se trata de una simple negación o carencia de algo, lo que de suyo no es
más imperfección, por ejemplo, la ceguera, que si dijéramos que la piedra es
imperfecta porque carece de vista12. Aun así, se explica que podamos hablar de
mal en el sentido humano, de un error o de un crimen, porque estos no
consisten propiamente en una entidad, en la acción en sí, sino en una modalidad,
en una forma de ser o de hacerse esa acción, que no hay necesidad de atribuir a
Dios, puesto que no tiene, no es, ninguna entidad, ninguna realidad13. En cuanto
a la libertad, que resulta negada al hombre, Spinoza advierte que no en otro
sentido, sino en el mismo en que ya ocurría anteriormente eso con referencia a
Dios, puesto que todos reconocen que Dios tiene que conocerse necesariamente
a sí mismo y, sin embargo, no se niega que Dios sea libre, en eso como en las
demás acciones que realiza necesariamente. La solución a la que hay que llegar es
a no contraponer la necesidad a la libertad, sino a lo fortuito o accidental y a la
fuerza exterior o coacción14. Lejos de contraponerse la libertad a la necesidad,
hay que definirla por la capacidad de obrar de acuerdo con la propia
naturaleza15. Además, los hombres creen que son libres (en el sentido que
generalmente se da a esta expresión) solo por una ilusión, porque desconocen
realmente las causas que de hecho los determinan a obrar de una manera u
otra16.
Así, pues, no es de extrañar que Spinoza trate las cuestiones humanas dentro
del conjunto de toda la naturaleza, y no como si el hombre fuera un caso aparte,
«un imperio dentro de otro imperio»17. Esto no quiere decir que Spinoza niegue
la existencia de cosas o seres singulares: la niega tan solo en cuanto seres
independientes, es decir, como sustancias, pero la admite en cuanto modos o
afecciones o modificaciones de la única sustancia18. Es más, esos seres
singulares están concebidos de una manera dinámica, como dotados de una
potencia, o conato o esfuerzo por afianzarse o «perseverar en su ser»; y, en
último término, su esencia o naturaleza en cuanto existentes o actuales se
identifica con ese esfuerzo o potencia19. En esto se asimila también el hombre a
los demás seres, pero, como con respecto al hombre ya se le reconoce en
general esa tendencia o potencia, en cuanto dotado de voluntad, Spinoza se
cuida de advertir que esta se refiere tan solo al alma, mientras que, en cuanto la
naturaleza o potencia se refiere «a la vez al alma y al cuerpo, se llama apetito» y,
en cuanto este es consciente, Spinoza lo designa como deseo (pero referido a
todo el hombre y no solo a la voluntad)20.
A partir de este esfuerzo o conato, es decir, a partir de la esencia de las cosas
entendidas como causas eficientes, es como hay que explicar la conducta o
actuaciones de los diversos seres21. El hombre no ha de ser excepción, porque
«la naturaleza es siempre la misma, y es siempre la misma en todas partes su
eficacia y potencia de obrar»22. Por consiguiente, no son los fines o bienes o
causas finales los que hay que tener en cuenta. Estos conceptos no han podido
surgir sino a través de una abstracción y una ilusión; una abstracción, porque
proceden mediante la formación de ideas universales que no son más que eso:
una abstracción o simplificación o representación abreviada de experiencias
singulares23; una ilusión, porque «lo que se llama “causa final” no es otra cosa en
realidad que el apetito humano mismo, en cuanto considerado como el principio
o la causa primera de alguna cosa»24.
Esto no quiere decir que todas las actuaciones o acontecimientos puedan
explicarse, de manera inmediata, atendiendo a una sola cosa o esencia o causa
eficiente, sino que, dentro de la sustancia única, sus distintos modos o
afecciones interactúan entre sí. Ahora bien, solo puede decirse que una cosa
obra en cuanto que es ella misma la causa adecuada (inmediata, se entiende) de
lo que acontece; de lo contrario, si solo es causa inadecuada o parcial, puede
decirse que padece25. Este último es el caso, con respecto al hombre, de las
llamadas pasiones26. Porque el hombre solo es causa adecuada, dentro de su
dependencia o inclusión en la sustancia divina o conjunto de la naturaleza, de las
ideas adecuadas: solo estas se explican adecuadamente por la esencia o potencia
humana, porque, aunque deriven de otras ideas adecuadas, en último término
estas no tienen otra causa que el alma humana, o, más en concreto, la razón, que
«no es sino nuestra alma, en cuanto que conoce con claridad y distinción»27. En
la medida en que el hombre no conoce de este modo, su alma no obra, sino que
padece y está expuesta a las pasiones28. Como además el hombre es una parte de
la naturaleza y ha de sufrir otros cambios distintos de aquellos de los que él es
causa adecuada, «de aquí se sigue que el hombre está sujeto siempre,
necesariamente, a las pasiones»29. Naturalmente no solo a las pasiones, puesto
que también cuenta con la razón, pero no puede ser entendido exclusivamente
por esta, ya que, aparte de lo que padecemos, es decir, de lo que no puede
explicarse por nuestra propia esencia, tenemos que esta, en el hombre, coincide
con lo que llamamos apetito, y este se refiere a todo el hombre, o sea, al alma y
al cuerpo.
Entre apetito y razón hay armonía: «La razón no exige nada que sea
contrario a la naturaleza»30. Pero, como la esencia o naturaleza del hombre
consiste precisamente en su apetito, es decir, en su esfuerzo o conato por
«perseverar en su ser», en su propio ser, lo primero que exige la razón es que
«cada cual se ame a sí mismo, busque su utilidad propia», lo cual indudablemente
no puede hacerse más que siguiendo las leyes de su propia naturaleza31. Ahora
bien, esto concuerda con la definición que Spinoza ha dado de la virtud32; y
desde luego esas leyes no han de ser entendidas en sentido teleológico, o
valorativo o normativo, sino como «las leyes y reglas naturales según las cuales
ocurren las cosas y pasan de unas formas a otras»33; es decir, que son leyes de
producción o de causalidad (en el sentido de la causalidad eficiente). En
consecuencia, «cuanto más se esfuerza cada cual en buscar su utilidad, esto es,
en conservar su ser, y cuanto más lo consigue, tanto más dotado de virtud
está»34. Sin embargo, esto no significa que la esencia o naturaleza humana sea
igual a la de los otros seres: a la esencia del hombre pertenece también la razón,
de donde resulta que, «en nosotros, actuar absolutamente según la virtud no es
otra cosa que obrar, vivir o conservar su ser (estas tres cosas significan lo
mismo) bajo la guía de la razón»35; es decir, que al anterior elemento o estrato
constitutivo de la virtud humana hemos de añadir otro nuevo estrato o escalón.
Si al primero podríamos calificarlo de «egoísmo biológico», a este segundo
podríamos denominarlo «utilitarismo racional». Pero Spinoza reconoce todavía
en el hombre, y en la virtud humana, un nuevo escalón, que constituye su
«intelectualismo»36. De acuerdo con este nuevo y supremo estadio, no solo es
que vayamos a la búsqueda de la propia utilidad bajo la guía de la razón y que no
obremos o actuemos (en sentido spinoziano) sino «en la medida en que
entendemos»37, sino que además «todo esfuerzo que realizamos según la razón
no es otra cosa que conocimiento, y el alma, en la medida en que usa la razón,
no juzga útil nada más que lo que la lleva al conocimiento»38. Y, dada la
concepción general de la realidad que tiene Spinoza, es decir, dada su metafísica
general, así como su teoría del conocimiento, según la cual no podemos tener
auténtico conocimiento, dotado de certeza, más que en el orden de las ideas, en
la medida en que tenemos ideas adecuadas39, es lógico que Spinoza llegue a la
afirmación de que «el supremo bien del alma es el conocimiento de Dios, y su
suprema virtud la de conocer a Dios»40, puesto que, como vimos, su idea es la
clave de la explicación de todo, de toda la realidad, la suprema y primera verdad.
Sobre estas bases ya podemos comprender cómo concibe Spinoza la
formación de la sociedad humana, la integración de los hombres en la sociedad.
Esta integración se produce, por ejemplo, a través de la conmiseración, que es «una
tristeza surgida del daño de otro»41. También a través de la emulación, que es «el
deseo de alguna cosa, engendrado en nosotros en virtud del hecho de imaginar
que otros, semejantes a nosotros, tienen el mismo deseo»42. Ambas son formas
de lo que Spinoza llama «imitación de los afectos», que viene a ser una especie
de contagio o de asociación de esos afectos43. Pero esta imitación o asociación
da lugar también a otro afecto que tiene aún mayor importancia en la formación
o constitución de la sociedad entre los hombres: la ambición. Esta, en principio,
nos la define Spinoza, un tanto sorprendentemente, como el «esfuerzo por hacer
algo (y también por omitirlo) a causa solamente de complacer a los hombres»44.
Pero, como ese esfuerzo nuestro no puede menos de provocar alabanza,
especialmente por parte de aquellos a quienes se complace45, eso quiere decir
que la ambición no es simplemente complacer a los demás, sino conseguir
también por nuestra parte lo que Spinoza denomina gloria, que define como «una
alegría, acompañada por la idea de una acción nuestra que imaginamos alabada
por lo demás»46. Tenemos, pues, ahí un intercambio mutuo de servicios que no
puede menos de ser decisivo en la constitución o formación de la sociedad o
asociación humana. Ese deseo de complacer a los demás y, por consiguiente, de
gloria puede ser inmoderado, en concreto, cuando «nos esforzamos por agradar
al vulgo con tal celo que hacemos u omitimos ciertas cosas en daño nuestro o
ajeno», que es cuando se llama propiamente ambición47; pero este exceso puede
evitarse, especialmente gracias a la intervención de la razón48, que es la vía por
excelencia para la integración de los hombres en sociedad, ya que estos, en
cuanto sometidos a las pasiones, «pueden ser contrarios entre sí», pero, «en la
medida en que viven bajo la guía de la razón», «concuerdan siempre
necesariamente en naturaleza»49. De manera que se llega a la conclusión de que
«nada es más útil al hombre que el hombre», o de que «no hay cosa que sea más
útil al hombre que un hombre que vive bajo la guía de la razón»50. Y esto aun al
nivel del «utilitarismo racional» porque, «cuanto más busca cada hombre su
propia utilidad, tanto más útiles son los hombres mutuamente»51, dice Spinoza,
anticipando ideas liberales, en este caso del liberalismo económico. Al nivel del
«intelectualismo», la integración, concordancia y armonía de los hombres entre sí
es mucho mayor. Porque a ese nivel ya no se trata de intercambiar servicios, de
los que resulta una utilidad común, sino de participar juntos en un bien común a
todos y del que todos pueden gozar igualmente, el del conocimiento. Y, como
en esa línea es Dios la verdad suprema, de aquí que «el supremo bien de los que
siguen la virtud consiste en conocer a Dios, es decir, un bien que es común a
todos los hombres, y que puede ser poseído igualmente por todos»52. Pero,
como además el hombre ama más fácil y constantemente lo que ve que otros
también aman, se esforzará porque los demás hombres aprecien y amen ese
supremo bien53.
Sobre estas coordenadas, en este punto de la exposición, enmarca Spinoza,
dentro de la Ética, los grandes trazos de sus ideas jurídico-políticas. Pero a estas
ideas dedicó además, como sabemos, otras dos de sus obras principales, si bien
una de ellas con amplias implicaciones teológicas, el Tratado teológico-político, y la
otra quedó sin terminar, el Tratado político. Ambas se diferencian entre sí
notablemente, aunque no está claro que esta diferencia se deba a un cambio o
evolución de su pensamiento54. Esta evolución pudo darse, y es probable que se
diera, pero en todo caso no parece que fuera tan profunda como para que pueda
hablarse de una ruptura en su pensamiento político55. Más bien las explicaciones
de las indudables diferencias entre los dos tratados parece que han de buscarse
en el distinto carácter de ambas obras, debido sobre todo a la diferente finalidad
de una y otra. En efecto, aunque sería excesivo calificar la primera de ellas como
una obra de propaganda56, sí que hay que reconocer al menos que «es la
expresión de un pensamiento comprometido y militante»57, lo cual no significa
que se trate de una simple obra de circunstancias, y menos que Spinoza falsee en
ella su pensamiento en aras de la eficacia58. Merece, pues, que le dediquemos
nuestra atención, aun cuando sea más seguro ver en el segundo tratado la
expresión definitiva del pensamiento político de Spinoza. Por las razones
apuntadas, haré por separado la exposición de una y otra obra.
De acuerdo con el enmarque, dentro del conjunto de su pensamiento, que el
propio Spinoza asigna, según vimos, a sus ideas jurídico-políticas, estas no
pueden entenderse sino subordinadas al bien supremo del conocimiento, en
especial del conocimiento de Dios, a ser posible, compartido, en una comunidad
de sabios. No es extraño, pues, que el TTP estuviera motivado por la defensa de
la «libertad de filosofar y de expresar lo que pensamos»59. Es esta una diferencia
muy significativa y decisiva respecto al pensamiento político de Hobbes, del que
con frecuencia se quiere hacer derivar, como si fuera un simple apéndice o
continuación, el de Spinoza, sobre todo por parte de aquellos que lo exponen
desconectado del conjunto de su filosofía60.
El esquema de la exposición de las ideas jurídico-políticas en el TTP es
similar al seguido en general por los tratadistas del Derecho natural de toda esa
época: estado de naturaleza, pacto social, consecuencias para la organización de
la sociedad política.
El estado de naturaleza está concebido desde luego mucho más como un
recurso o procedimiento metodológico, para señalar los elementos originarios de
la naturaleza humana, que no derivan de la vida en la sociedad política, que para
designar una situación histórica de la que los hombres hayan salido de hecho a
través del pacto. Ahora bien, así como Hobbes, que también concebía de ese
modo el estado de naturaleza, encontraba puntos de referencia para ese
concepto en ciertas situaciones reales, como la de las relaciones entre los
Estados, así también Spinoza ve como puntos de referencia en la realidad la
situación de barbarie, todavía subsistente en algunos casos, y la del nacimiento y
primeros años de la vida. En contraste con el modo de vivir propio de la
sociedad política, lo que corresponde a la naturaleza humana, al estado natural,
es la ausencia de la guía o cultivo de la razón y la situación de igualdad y de
libertad61. A pesar de esta igualdad y libertad (naturales u originarias), ese estado
no puede ser considerado ni como apetecible, ni siquiera como soportable, ya
que el hombre carecería no solo de seguridad frente a los enemigos, sino
también de las cosas más elementales, necesarias para la subsistencia. La
sociedad, en cambio, gracias a la división del trabajo, no solo nos proporciona
esas ventajas, sino también las artes y las ciencias, que son tan importantes para
la perfección y la felicidad humanas62.
Podemos decir que la situación no se presenta tan desesperada como en
Hobbes, ya que no se insiste en el aspecto del peligro inminente de muerte a
manos de los otros hombres, pero no deja de ser un estado miserable, dado que
incluso el peligro de muerte sigue acechando, aunque no sea más que por
inanición. Además, tampoco en Spinoza falta la conflictividad como
característica de la naturaleza humana: junto a la codicia y el deseo de gloria, ya
señaladas por Hobbes, Spinoza insiste en la envidia y otras pasiones como
fuentes de conflictividad. Pero además esta anida en la fuente misma, en la raíz
de las relaciones humanas, de la vida social, que es, como recordaremos, la
tendencia a la «imitación de los efectos»63. Esta nos lleva a querer que los demás
hombres amen y odien lo mismo que nosotros amamos y odiamos: si no es así,
estamos en conflicto con ellos y, si aman y odian lo mismo que nosotros, se
convierten en nuestros competidores: por conseguir lo que todos amamos o por
evitar lo que todos odiamos y queremos evitar64.
La conflictividad humana afirmada por Spinoza es, pues, menos brutal que
la afirmada por Hobbes, es más refinida, está a un nivel más psicológico, pero es
incluso más profunda y no menos inevitable, ni menos inherente a la misma
naturaleza humana, mientras se permanezca fuera de la guía de la razón, en el
dominio de las pasiones. Pero esto mismo nos está indicando, puesto que la
configuración del estado de naturaleza siempre se corresponde con la solución a
que se va a llegar en la organización de la sociedad, que esta ha de tener en
Spinoza unos caracteres distintos de los exigidos por Hobbes, quien se
conformaba con la simple subsistencia o permanencia, con que simplemente la
vida quedara salvaguardada: aquí no se trata solo de eso, sino de aproximar todo
lo posible al hombre a la guía y al dominio de la razón (según adelantábamos ya
al hablar de la motivación principal del TTP).
Para la comprensión del estado de naturaleza hay que tener también en
cuenta el Derecho que lo rige, o que rige en él: el Derecho natural. Si tenemos
presente que Spinoza ha contrapuesto el estado de naturaleza al dominio o
cultivo de la razón y que la naturaleza de cada ser viene definida por el esfuerzo,
conato o tendencia a preservar su propio ser, lo que en el hombre se llama
«apetito» y, en cuanto este es consciente, «deseo», ya podemos adivinar que la
definición que da Spinoza del Derecho natural está determinada en función del
deseo, sin más límites que los del poder o posibilidades de satisfacerlo. Y no hay
distinción alguna entre el Derecho y las leyes que rigen el estado de naturaleza,
porque estas no son otras que las que se siguen de la esencia de cada individuo;
pero (recordemos) no con sentido teleológico o finalista, sino en el sentido de la
causalidad eficiente, las leyes por las que se rige su modo de existir y de obrar, y
que determinan, por tanto, el poder o las posibilidades de cada cosa. De acuerdo
con estas leyes, «los peces, por ejemplo, están determinados por la naturaleza a
nadar y los grandes a comerse los pequeños; en consecuencia, tienen un
supremo derecho natural a disfrutar del agua y a comer los grandes a los
pequeños». Esto es igualmente aplicable a los hombres que a los peces o a las
demás cosas de la naturaleza, de donde se sigue que el Derecho natural no nos
prohíbe sino «lo que nadie desea o nadie puede realizar; no se opone a las
disensiones, los odios, la ira o los engaños ni absolutamente a nada de lo que
dictamine el apetito»65.
Ahora bien es precisamente esta permisibilidad del Derecho natural, junto
con la miseria del estado de naturaleza, lo que nos impulsa a superar esa
situación. Porque no hay nadie que no quiera librarse del miedo en la medida de
lo posible, y desde luego eso no se logrará, ese no será el caso, «mientras se deje
a cada uno hacer a su capricho lo que le apetezca y no se concedan más
derechos a la razón que al odio y a la ira». Por ello, tanto por razones de
seguridad como por las ventajas resultantes en orden a la comodidad, tenemos
que pensar que los hombres «necesariamente tuvieron que ponerse de acuerdo y
establecer en consecuencia poseer colectivamente los derechos que la naturaleza
atribuía a cada uno», lo cual es lo mismo que renunciar a seguir viviendo de
acuerdo con la fuerza y apetito de cada uno y determinar lo que se ha de hacer
«en virtud del poder y de la voluntad de todos en conjunto» (ex omnium simul
potentia et voluntate). Esto a su vez sería imposible si no se quisiera seguir más
dictámenes que los del apetito, dado que este impulsa a los hombres en distintas
direcciones. Por tanto, estos «tuvieron que establecer y pactar con toda firmeza
regirlo todo por los dictámenes de la razón». Pero, como es evidente que no
todos se rigen siempre fácilmente por la guía de la razón, es imprescindible
establecer un procedimiento que fuerce a los hombres a ser fieles a este pacto.
Es inútil invocar aquí el Derecho natural, porque este permite también los
fraudes o los engaños y, por consiguiente, quebrantar los pactos. Lo único que
puede sujetar a los hombres, de acuerdo con su naturaleza y de acuerdo con su
razón, que están en armonía (como recordaremos), es la utilidad: que quebrantar
el pacto traiga mayores males o desventajas que cumplirlo. Esto, a su vez, no se
puede lograr más que atribuyendo a la sociedad el poder supremo de disponer
de la vida y de la muerte de cada uno. Ahora bien, eso no ofrece mayor
dificultad, ya que el derecho y el poder de cada uno se identifican, tienen la
misma extensión; por consiguiente, poner en común los derechos es lo mismo
que poner en común los poderes o las fuerzas de cada uno, y así el poder de la
sociedad será supremo e irresistible, puesto que está integrado por la suma de
todos los poderes de los individuos66.
Este resultado del pacto no es el de Hobbes, por más que a primera vista
pudiera parecerlo67, porque el poder y los derechos naturales de los individuos
permanecen en ellos, en el conjunto de ellos, que constituyen la sociedad68.
Sociedad que es democrática, es decir, integrada por «un conjunto de hombres
que tiene colectivamente un derecho supremo a todas las cosas que están en su
poder». Pero esta democracia de Spinoza no tiene nada de débil, porque la
razón, que hemos escogido (en el pacto) como guía, no solo nos pide obedecer,
sino también «defender al mando supremo con todas nuestras fuerzas» y, en
cuanto a la obediencia a los mandatos del poder soberano, estamos obligados a
obedecerlos todos, por más absurdos que sean. La razón que da Spinoza para
esto es que de dos males hay que elegir el menor, y parece suponer que la
desobediencia siempre supone un mayor mal que atenerse al mandato. Por lo
demás, nos tranquiliza un poco de este peligro que supone «someterse
absolutamente al imperio y voluntad de otro», por el hecho de que en realidad
no pertenece a nadie este poder supremo más que en la medida que pueda
mantenerlo. Y, como el mando no se puede mantener durante mucho tiempo
por la fuerza, de manera violenta, son los mismos gobernantes los primeros
interesados en no mandar cosas muy absurdas, si quieren mantenerse en el
poder, «a lo que se añade que en un gobierno democrático son menos de temer
los absurdos. Porque es casi imposible que la mayor parte de un conjunto de
hombres, si este es grande, se pongan de acuerdo en un absurdo»69.
¿Habían desaparecido estos pocos optimismos que encontramos en el TTP
cuando Spinoza se puso a redactar el Tratado político? Si por optimismos
entendemos afirmaciones que no se corresponden con la realidad, con lo que
realmente sucede, sino con la voluntad, con el deseo de que suceda, hay que
reconocer que, si no habían desaparecido esos optimismos al ponerse a redactar
el TP, Spinoza hizo lo posible porque desaparecieran. En efecto, comienza este
tratado criticando a los filósofos por incurrir precisamente en estos optimismos,
porque, al tratar las cuestiones éticas y políticas, «conciben a los hombres no
como son, sino como ellos quisieran que fueran». Por eso encuentra preferible el
proceder de los escritores políticos, quienes tomaron como guía la experiencia.
Con esta orientación se dedica Spinoza al estudio de la política, a la que
aplica el nombre de «ciencia»; pero añadiendo a la experiencia la demostración y
la deducción, es decir, a la síntesis, el análisis, o sea, utilizando el método
compositivo-resolutivo, que tan buenos resultados venía dando en la física desde
Galileo y que ya Hobbes había aplicado a la política. Para lograr esa
equiparación, en estas cuestiones, con el tratamiento auténticamente científico,
piensa Spinoza que es necesario tratarlas con la «libertad», es decir, con la
frialdad con que solemos tratar las cuestiones matemáticas y, por tanto, no
«ridiculizar, ni lamentar, ni detestar las acciones humanas, sino entenderlas». Así,
pues, los afectos y emociones humanas no han de ser vistos como vicios de la
naturaleza humana, sino como propiedades de la misma, al igual que «el calor, el
frío, la tempestad, el trueno y otras cosas por el estilo son propiedades de la
atmósfera […] con cuya contemplación, si es verdadera, la mente disfruta lo
mismo que con el conocimiento de las cosas que son agradables a los
sentidos»70.
Si por optimismo se entendiera la confianza en la realización de lo deseable y
por tal se tuviera el que los hombres se guiaran más por la razón que por las
pasiones, y que estas llevaran al hombre más a la concordia y al entendimiento
mutuo que a la discordia y al enfrentamiento, tampoco en este sentido es
optimista el punto de partida del TP (en realidad, este punto de partida no hace
sino recoger las conclusiones de la Ética, que, si bien había admitido la
posibilidad de que la razón moderara y guiara los afectos71, al mismo tiempo
había reconocido las dificultades del camino de la razón, puesto que se termina
con la expresión: «Todo lo excelso es tan difícil como raro»). Por lo que hace a
la índole de los afectos, se reconoce que los hombres se compadecen de aquellos
a quienes va mal, pero tienen envidia a los que les va bien; son más inclinados a
la venganza que a la misericordia, y cada cual apetece que «los demás vivan
como si tuvieran un carácter igual al suyo y que aprueben lo que él aprueba y
repudien lo que él repudia; pero, como todos quieren ser los primeros, entran en
competencia y tratan de sobreponerse unos a otros, de tal manera que el que sale
victorioso se gloria más de haber perjudicado al otro que de haberse
aprovechado él mismo»72.
Así, resulta que «los hombres son, por naturaleza, enemigos» y, por cierto,
los mayores enemigos unos de otros, porque por tales hay que tener a los más
temibles y a aquellos de quienes más hay que precaverse; pero estos son los
hombres, los otros hombres, ya que «son tanto más de temer cuanto más
pueden y cuanto más superan en habilidad y astucia a los otros animales»73.
Ahora bien, en estas condiciones, el estado natural o de naturaleza, más que
lamentable, es imposible, y el Derecho natural, en cuanto correspondiente a ese
estado, nulo e inconcebible como realidad. Porque ¿cómo podrían por su
cuenta, aisladamente, precaverse unos hombres de otros? Y, si el Derecho
natural coincide con el poder de cada uno, entonces ese derecho más sería una
ficción que una realidad, puesto que «no hay ninguna seguridad de lograrlo». Por
ello tenemos que el Derecho natural que corresponde al género humano no hay
que referirlo tanto al estado de naturaleza como más bien a la situación en que
los hombres «tengan en común sus derechos y puedan simultánea o
colectivamente reclamar para sí las tierras que habitan y cultivan, protegerse
mediante fortificaciones, rechazar todo ataque violento y vivir de acuerdo a un
parecer compartido por todos»74.
Puestas así las cosas, se comprende perfectamente que Spinoza afirme que,
para él, el Derecho natural continúa en el estado de sociedad civil, destacando
así su diferencia con Hobbes75. Pero además se comprende también que aquí, en
el TP, desaparezca la construcción del pacto social como paso del estado natural
al estado civil76. En realidad, esta construcción, si no sobraba ya en el TTP,
estaba al menos en falso, sobre una base poco sólida, puesto que se reconocía
que «no podía tener ninguna fuerza sino por razón de su utilidad», y que, por
consiguiente, era inútil e insensato exigir o esperar la fidelidad de alguien a dicho
pacto si al mismo tiempo no se procuraba que el que lo rompiera se encontrara
con más daño que ventaja77. Expresiones de este tipo, con referencia a la validez
de los pactos en general, de cualquier pacto, se repiten en el TP con mayor
rudeza, si cabe78. No tiene, pues, nada de extraño que se prescinda de la
construcción del pacto social como explicación del surgimiento de la sociedad79.
Pero es que además de estas razones, que convierten el pacto en insuficiente e
inútil como explicación del surgimiento de la sociedad, en el TP ya no hay nada
que explicar con respecto a este surgimiento, puesto que, como hemos visto, es
la naturaleza misma, la necesidad, la que impone la sociedad civil sin escapatoria
posible80.
De acuerdo con este modo de surgir la sociedad civil o política está la
concepción que Spinoza tiene de ella y del poder que le corresponde, el poder
político. Este no surge enajenado ni hipotecado a nadie, porque, como ya
ocurría en el TTP, se debe a la suma o agregación de los diversos poderes o
derechos (naturales) de los individuos; por consiguiente, es a estos, solo que
colectivamente, a los que corresponde. Originariamente, pues, el poder político
es democrático, y esto es lo que le valía a la democracia en el TTP el calificativo
de ser «la más natural» de todas las formas de gobierno, y el papel destacado que
desempeñaba como forma fundamental, puesto que allí se trataba de explicar la
sociedad y el poder político dentro de un marco de explicación y legitimación
racional81. Esto pasa ahora a segundo término, puesto que queda
suficientemente claro que el origen natural, necesario y sin ruptura del estado de
sociedad, aparte de hacer innecesaria la función explicativa y legitimadora del
pacto social, a lo que tiene que dar paso, en principio, no puede ser más que a
un poder colectivo y, en ese sentido, democrático. «Si dos se ponen de acuerdo
—dice sencillamente Spinoza— en juntar sus fuerzas, podrán más juntos, y,
consiguientemente, más derecho tendrán sobre la naturaleza, y cuantos más sean
los que junten así sus situaciones de necesidad tanto más derecho tendrán todos
en común»82.
Ahora bien, a medida que los individuos van poniendo en común sus
fuerzas y, por consiguiente, sus derechos, van disminuyendo las fuerzas y, por
consiguiente, los derechos de cada individuo con respecto al todo, por lo que, al
menos en el límite, cuando todos hayan entregado sus derechos, el poder
político o colectivo se habrá hecho absoluto, es decir, irresistible como poder, y
total como Derecho, de modo que el individuo particular ya no tendrá ningún
derecho natural «fuera del que le conceda el Derecho común o colectivo». Ese
caso límite del poder absoluto viene representado precisamente por el régimen
democrático en sentido estricto, es decir, por el caso en que sea todo el pueblo
el que tenga efectivamente todo el poder83. Esto no quiere decir que el poder
político haya de ser opresivo. Spinoza da por supuesto que el poder político ha
sido establecido por un pueblo libre, no por la imposición de una conquista
bélica84. En consecuencia, piensa que el Estado «debe guiarse como por una sola
mente», lo cual, a su vez, no sería posible, ni se podría «concebir de ningún
modo esta unión de los ánimos, a no ser que el Estado pretenda sobre todo lo
mismo que la sana razón enseña que es útil para todos los hombres»85. Los
modos de lograr esto pertenecen a la organización de las diversas formas de
gobierno, materia en la que Spinoza no se muestra a veces muy distante de los
optimismos (con respecto a las decisiones tomadas por los conjuntos o
agrupaciones humanas amplias o numerosas) a que nos referíamos al final de la
exposición del TTP86.
Por otro lado, aun cuando en principio todo ciudadano tiene que cumplir
todos los mandatos del Estado, sin posibilidad siquiera de aplicarles una
interpretación propia, sin embargo, esos mandatos o preceptos tienen unos
límites o fronteras naturales: lo que se puede conseguir por medio de premios o
amenazas de castigo. Fuera de esos límites están, por ejemplo, nuestras
facultades de conocimiento, que de ningún modo pueden dirigirse por premios
o castigos, e igualmente ciertos sentimientos, contra los cuales sería inútil dictar
sanciones87. Además hay que tener en cuenta las limitaciones del poder político,
que Spinoza establece atendiendo a las exigencias del interés y del buen
desempeño o ejercicio del mismo, exigencias que se derivan no solo de la
naturaleza del propio poder político, sino también de la de los seres sobre los
que se ejerce88.
El que los actos de conocimiento queden fuera de la competencia del
Estado es de la máxima importancia; porque, habiendo quedado bien claro en la
Ética que en esos actos consiste el supremo bien, esto significa que ni el Estado
ni la política forman parte del mismo ni conducen directamente a él. Spinoza
reconoce abiertamente que el fin del Estado «no es otro que la paz y la seguridad
de la vida»89; por consiguiente, su fin solo puede ser intermedio o subordinado
al bien supremo, es decir, que si, por un lado, este no es competencia ni
incumbencia del Estado, por otro, no puede ser impedido u obstaculizado por
él. De hecho, Spinoza reconoce incluso abiertamente que ese bien del
conocimiento, que en la Ética está equiparado a la libertad90, se consigue mejor
dentro del Estado. De acuerdo con la última proposición de la parte IV de la
Ética, «el hombre que se guía por la razón es más libre en el Estado, donde vive
según leyes que obligan a todos, que en la soledad, donde solo se obedece a sí
mismo»91.
Hasta aquí la exposición del pensamiento de Spinoza. Aun cuando la
atención primordial a su dimensión política permite aliviar un poco el terror que
suscita esta tarea, al concluirla se siente uno obligado a pedir disculpas, quizá
más que al terminar la exposición de cualquier otra filosofía. No ha sido la
audacia, sino la necesidad de acercarnos a las cumbres del pensamiento humano,
si queremos participar de sus riquezas, la que nos ha llevado a ello. Pero es
posible que esa necesidad no sirva ya para cubrir nuestra disculpa a la hora de
formular críticas o juicios. De nuevo es esto especialmente aplicable al caso de
Spinoza. Por un lado, se yergue ante nosotros, todavía hoy, el tremendo dilema
que, para su tiempo, formulara Hegel: o Spinoza o no hay filosofía (Entweder
Spinozismus oder keine Philosophie)92; por otro, comprobamos que nos es más fácil
tributarle nuestra admiración, que aceptar plenamente su doctrina. Si nos
quedáramos en el primero de los tres escalones que hemos señalado, el del
«egoísmo biológico», la doctrina de Spinoza actuaría como apoyo de actitudes
como la de Calicles o Hobbes, es decir, de una especie de «Derecho natural
existencial». En el caso de llegar al segundo escalón, el del «utilitarismo racional»
(lo que tampoco parece especialmente difícil), al no contar entonces con la meta
o bien supremo del propio Spinoza, habría que buscar el equivalente, o el
sustitutivo, por otro lado, puesto que su doctrina no es apta para la búsqueda de
los fines. A lo que sí nos ayudaría en ese caso sería a compatibilizar al máximo
los fines deseables y a emplear de la manera más adecuada los medios para
conseguirlos, dado su énfasis en el estudio de la causalidad eficiente y en el rigor
del método racional con que ha de realizarse: racional y matemático. Finalmente,
si fuéramos capaces de identificarnos plenamente con su doctrina,
disfrutaríamos del «bien supremo» señalado por Spinoza: el conocimiento y el
amor de Dios, en armonía y concordia con los demás y con todo el universo.
1 Valga como muestra el libro de Alain, Spinoza, Gallimard-Idées, reeditado en 1972 (la primera edición
es de 1949).
2 Es todo un símbolo el amplio libro escrito desde la cárcel por A. Negri, L’anomalia selvaggia. Saggio su
potere e potenza in Baruch Spinoza, Milán, Feltrinelli, 1981 (La anomalía salvaje. Ensayo sobre poder y potencia en
Baruch Spinoza, trad. de G. de Pablo, Barcelona, Anthropos, 1993).
3 Pueden verse referencias a las anticipaciones de ideas de Marx y Freud, los dos grandes profetasexterminadores, en P.-F. Moreau, Spinoza, París, Seuil, 1975, págs. 88, 99 y sigs., 127-128 y 183-184. Sobre
la «doble imagen» de Spinoza puede verse una breve referencia en A. Negri, ob. cit. [nota 2], págs. 21 y sigs.
Sobre la recepción de Spinoza en Francia en los siglos XVII y XVIII hay una obra clásica, la de P. Vernière,
Spinoza et la pensée française avant la Révolution, París, Presses Universitaires de France, 1954, 2 vols.
4 Según él mismo lo expresa, carta XXVII, dirigida a Blyenbergh, en Spinoza, Opera, edición de C.
Gebhardt, Heidelberg, C. Winters Universitätsbuchhandlung, 1925 (edición que citaré en adelante como
Opera), IV, págs. 160-161.
5 Spinoza ya lo había empleado, precisamente en su exposición de Descartes, en la obra publicada el
año 1663: Renati Descartes Principiorum philosophiae pars I. et II. more geometrico demonstratae.
6 En las primeras palabras de su Ética.
7 Ética, I, def. III.
8 S. Th., 1, q. 4, a. 2. Por lo demás, hay que tener en cuenta que, tanto para santo Tomás como para
Spinoza, decir perfecciones es lo mismo que decir realidades, como veremos a continuación.
9 Véase, por ejemplo, Prop. XXXI de la parte I de la Ética.
10 Como nos explica en el Tractatus de intellectus emendatione, para tener ideas claras y distintas de las cosas,
es preciso atender a su origen, a la causa de donde proceden; es decir, que la mejor definición es la genética,
tal como se practica en la geometría: explicando las figuras por el modo como se originan o pueden
formarse. Cfr. Opera, II, especialmente págs. 34-35.
11 Así en Tractatus theologico-politicus, «Praefatio», Opera, III, pág. 10; de modo similar, en otros pasajes de
esta misma obra y en múltiples cartas; cfr., por ejemplo, Opera, IV, págs. 133, 147-148 y 327-328.
12 Opera, IV, págs. 90-92 y 128-129.
13 Opera, IV, pág. 147.
14 Opera, IV, pág. 259.
15 «Ergo eam liberam esse dico, quae ex sola suae naturae necessitate existit et agit» (Opera, IV, pág.
265).
16 «Así, el niño cree que apetece libremente la leche; el muchacho irritado, que quiere libremente la
venganza, y el tímido, la fuga. También el ebrio cree decir por libre decisión de su alma lo que, ya sobrio,
quisiera haber callado, y, asimismo, el que delira, la charlatana, el niño y otros muchos de esta laya creen
hablar por libre decisión del alma, siendo así que no pueden reprimir el impulso que les hace hablar. De
modo que la experiencia misma, no menos claramente que la razón, enseña que los hombres creen ser
libres solo a causa de que son conscientes de sus acciones e ignorantes de las causas que las determinan» (B.
Spinoza, Ética, III, prop. II, trad. de V. Peña, Madrid, Editora Nacional, 1975, pág. 188. La primera parte
del texto se encuentra idéntica en la carta LVIII, a Schuller, Opera, IV, pág. 266).
17 Cfr. Ética, III, prefacio.
18 «Las cosas particulares no son sino afecciones de los atributos de Dios, o sea, modos por los cuales
los atributos de Dios se expresan de cierta y determinada manera» (Ética, I, prop. XXV, corolario). En el
mismo sentido, Ética, III, prop. VI, dem., trad. cit. [nota 16], págs. 80 y 192.
19 Ética, III, prop. VI y VII; IV, prop. XXII.
20 Ética, III, prop. IX, esc., prop. LVII y LVIII.
21 Una vez más observamos en Spinoza la equivalencia entre causalidad y explicación por ideas claras y
distintas; es decir, para él, por el orden lógico-matemático (cfr. supra, nota 10).
22 Ética, III, prefacio.
23 El nominalismo de Spinoza es generalmente reconocido. Como muestra, entre otras, dentro de la
misma Ética, puede verse II, prop. XL, esc. I, trad. cit., págs. 155-156. En cuanto a la derivación de la idea
de fines, y de los «modelos ideales» o arquetipos o «conceptos ideales», a partir de las ideas universales, cfr.
Ética, IV, prefacio.
24 «Por ejemplo, cuando decimos que la “causa final” de tal o cual casa ha sido el habitarla, no
queremos decir nada más que esto: un hombre ha tenido el apetito de edificar una casa, porque se ha
imaginado las ventajas de la vida doméstica» (Ética, IV, prefacio, trad. cit., pág. 265).
25 Ética, III, def. II; IV, prop. II.
26 Ética, III, def. III; IV, prop. IV.
27 Ética, IV, prop. XXVI.
28 Ética, III, prop. I y III.
29 Ética, IV, prop. IV.
30 Ética, IV, prop. XVIII, esc.
31 Ética, IV, prop. XVIII, esc.
32 «Por virtud entiendo lo mismo que por potencia; esto es, la virtud, en cuanto referida al hombre, es la
misma esencia o naturaleza del hombre, en cuanto que tiene la potestad de llevar a cabo ciertas cosas que
pueden entenderse a través de las solas leyes de su naturaleza» (Ética, IV, def. VIII, trad. cit., pág. 269).
33 Ética, III, prefacio.
34 Ética, IV, prop. XX.
35 Ética, IV, prop. XXIV.
36 Según la terminología de A. Matheron, a quien sigo fundamentalmente en este punto, así como en el
párrafo siguiente, cfr. A. Matheron, Individualité et relations interhumaines chez Spinoza, París, Éditions de
Minuit, 1969, págs. 243 y sigs. Nueva edición en 1988, con el título Individu et communauté chez Spinoza.
37 Ética, IV, prop. XXIV, dem.
38 Ética, IV, prop. XXVII, trad. cit., pág. 290.
39 Ética, IV, prop. XXVII.
40 Ética, IV, prop. XXVIII, trad. cit., pág. 291.
41 Ética, IV, prop. XXII, esc., trad. cit., pág. 205, prop. XXVII, esc., y III, «Definiciones de los afectos»,
XVIII.
42 Ética, IV, prop. XXVII, esc., trad. cit., pág. 209, y III, «Definiciones de los afectos», XXXIII.
43 A la que él da gran importancia y que desarrolla ampliamente. Cfr. Ética, III, prop. XIV y sigs.
44 Ética, III, prop. XXIX, esc., trad. cit., pág. 211.
45 Ibíd.
46 Ética, III, «Definiciones de los afectos», XXX, trad. cit., pág. 254. La conexión entre la ambición y la
gloria está expresamente afirmada por Spinoza en la def. XLIV.
47 Ética, III, prop. XXIX, esc., trad. cit., págs. 211-212.
48 Cfr. Ética, IV, prop. XXXVII, esc. I, V, prop. IV.
49 Cfr. Ética, IV, prop. XXXIV-XXXV.
50 Ética, IV, prop. XVIII y XXXV, corol. I.
51 Ética, IV, prop. XXXV, corol. II.
52 Ética, IV, prop. XXXVI, trad. cit., pág. 299.
53 Ética, IV, prop. XXXVII, dem. II.
54 No dejan de tener fuerza las razones que, siguiendo a Menzel (principal representante de la tesis del
cambio), alega Meinecke como explicación de que el pensamiento político de Spinoza evolucionara en los
últimos años: su trato con el político Juan de Witt (jefe del Partido Republicano y presidente algún tiempo
de los Estados Generales), el asesinato de este en 1672 y, finalmente, la configuración definitiva del
pensamiento metafísico de Spinoza. Cfr. F. Meinecke, La idea de la razón de Estado en la Edad Moderna, trad.
de F. González Vicén, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1959, pág. 225. Sin embargo, aparte de que
las explicaciones no son pruebas de los hechos, la última es discutible, ya que, como observa Appuhn,
cuando Spinoza redactó el Tratado teológico-político, «la Ética estaba casi acabada» y, por consiguiente,
elaborada ya la concepción metafísica de Spinoza. Véase C. Appuhn, «Notice sur le “Traité théologicopolitique”», en Spinoza, OEuvres, 2, París, Garnier-Flammarion, 1971, pág. 11.
55 Sigo en esto a G. Solari, «La dottrina del contratto sociale in Spinoza», en Studi storici di Filosofia del
Diritto, Turín, Giappichelli, 1949, especialmente págs. 128 y sigs.
56 Según insinúa S. Hampshire, Spinoza, trad. de V. Peña, Madrid, Alianza, 1982, pág. 129.
57 Así, S. Zac, «Le chapitre XVI du “Traité théologico-politique”», en Philosophie, Théologie, Politique dans
l’oeuvre de Spinoza, París, Vrin, 1979, pág. 206. El propio Spinoza nos ha dejado testimonio de los fines
prácticos que se proponía con esta obra, en su carta XXX, dirigida a Oldenburg, en Opera, IV, pág. 166.
58 Difícilmente se concibe esto en un hombre que proclama como lema, como la gran aspiración de su
vida: pro vero vivere («vivir para la verdad»), según se expresa en la misma carta citada en la nota anterior.
59 La expresión está tomada de la misma carta a que nos referimos en las dos notas anteriores; pero en
el prólogo al TTP se afirma además que ese es el objetivo «principal» que se ha propuesto demostrar (TTP,
«Prefatio», Opera, III, pág. 7). Aun cuando en el cap. XIV se aluda a la separación de la fe y la filosofía
como el «principal intento de toda la obra», no parece que esto tenga otro sentido que el de afirmar que esa
separación era la condición en la que había que poner más empeño para lograr la libertad de pensamiento y
de expresión a que se aspira, como se desprende de la mención, en la carta citada, de los «prejuicios de los
teólogos» como el primer motivo de la redacción del tratado, por ser esos prejuicios el «máximo» obstáculo
para que los hombres «puedan dedicarse a la filosofía».
60 Defecto en el que parecen haber incurrido especialmente los ingleses; es, en cambio, muy digno de
destacarse, tanto por exponer el pensamiento político en conexión con el resto de la filosofía de Spinoza
como por llamar la atención sobre su originalidad y mérito y por señalar, al mismo tiempo que las
coincidencias, las discrepancias con Hobbes, el libro de R. J. McShea, The Political Philosophy of Spinoza,
Nueva York-Londres, Columbia University Press, 1968; cfr. especialmente págs. 137 y sigs. La doble
conexión de la política con el resto de la filosofía de Spinoza (en cuanto basada en la metafísica y en cuanto
«mediación» para su «proyecto de vida racional») es destacada entre nosotros por J. Peña Echevarría, La
filosofía política de Espinosa, Valladolid, Secretariado de Publicaciones de la Universidad, 1989.
61 TTP, V y XVI, Opera, III, págs. 73, 190, 191 y 198-199.
62 TTP, V, Opera, III, pág. 73.
63 Aun cuando la ambición, que Spinoza pone en la base de la asociación humana (cfr. supra, págs. 211212), no sea un simple caso de realización de la imitación de los afectos, está relacionada y complicada con
ella: tiene que tener en cuenta, el que obra movido por ella, que lo que agrada o complace a los hombres es
lo que concuerda con lo que ellos sienten, es decir, tiene que tener en cuenta la imitación de los afectos,
para lograr sus fines, de conseguir la aprobación y la gloria.
64 «Cada cual se esfuerza, cuanto puede, en que todos amen lo que él ama y odien lo que él odia.» «Cada
cual, por su naturaleza, apetece que los demás vivan como él lo haría según su índole propia, y como todos
apetecen lo mismo, se estorban los unos a los otros y, queriendo todos ser amados o alabados por todos,
resulta que se odian entre sí» (Ética, IV, prop. XXXI, corol. y esc., trad. cit., págs. 214-215). Cfr. la
repetición de estas ideas al comienzo del TP (infra, nota 72).
65 TTP, XVI, Opera, III, págs. 189-190.
66 TTP, XVI, Opera, III, págs. 191-194.
67 Es más bien una sorprendente anticipación del de Rousseau. Véase, por ejemplo, este texto: «Puesto
que la obediencia consiste en cumplir los mandatos en virtud únicamente de la autoridad del que manda,
resulta que no hay lugar para ella en una sociedad en la que el mando lo tienen todos y las leyes se
sancionan por el consentimiento general (“ex communi consensu”); y, tanto si aumentan, como si
disminuyen las leyes, en esa sociedad, el pueblo continúa siendo igualmente libre, porque no actúa en virtud
de la autoridad de otro, sino por su propio consentimiento» (TTP, V, Opera, III, pág. 74).
68 Este parece ser el sentido de las palabras de Spinoza en la carta L, dirigida a J. Jelles, cuando explica
su diferencia con respecto a Hobbes en la teoría política diciendo que consiste en que él mantiene el
Derecho natural subsistente en el estado de sociedad y, en consecuencia, el derecho de esta sobre los
súbditos no puede tener otra medida que la misma en que su poder exceda al (subsistente) de los diversos
súbditos. Cfr. Opera, IV, págs. 238-239.
69 TTP, XVI, Opera, III, págs. 194-195.
70 TP, I, 4, Opera, III, págs. 274-275. Expresiones parecidas encontramos en la Ética, III, prefacio, trad.
cit., pág. 182.
71 Ética, V, IV, esc.
72 TP, I, 5, Opera, III, pág. 275. Cfr. más arriba lo dicho en la Ética (nota 64).
73 TP, II, 14, Opera, III, pág. 281.
74 TP, II, 15, Opera, III, pág. 281.
75 Cfr. supra, nota 68. Esta pervivencia del Derecho natural está expresamente afirmada en el TP, no ya
solo por lo dicho, sino mediante la frase «Jus Naturae uniuscujusque (si recte rem perpendamus) in statu
civili non cessat» (TP, III, 3, Opera, III, pág. 285).
76 Spinoza menciona una vez en el TP la palabra contractus, pero poniéndola como equivalente de leges y
refiriendo ambas a la transferencia o delegación del poder, que es un derecho originario del pueblo, en una
asamblea o un hombre particular (TP, IV, 6, Opera, III, pág. 294).
77 TTP, XVI, Opera, III, pág. 192.
78 «La fidelidad […] permanece válida mientras el que la prometió no cambie de voluntad. Porque el
que tiene el poder de no cumplir con ella en realidad no cedió su derecho, sino que tan solo dio palabras»
(TP, II, Opera, III, pág. 280).
79 Al hacerlo, por las razones apuntadas, Spinoza no haría sino recorrer, con cien años de adelanto, el
camino que luego iba a recorrer Hume. Cfr. cap. 18.
80 En realidad, puesto que el pacto social aparecía en el TTP como expresión del dictamen de la razón,
esta conclusión o consecuencia de prescindir de él ya estaba adelantada en el cap. I del TP, al afirmar que,
«puesto que todos los hombres, tanto los bárbaros como los cultos, establecen en todas partes ciertos usos
o costumbres y constituyen alguna forma de estado civil, no hay que buscar las causas y fundamentos
naturales del poder político en las enseñanzas de la razón, sino que se deducen de la naturaleza o manera de
ser común a todos los hombres» (TP, I, 7, Opera, III, págs. 275-276; en el mismo sentido, III, 18, Opera, III,
pág. 291).
81 Cfr. TTP, XVI, Opera, III, pág. 195.
82 TP, II, 13, Opera, III, pág. 281.
83 TP, II, 16, VIII, 3; XI, 1, Opera, III, págs. 281-282, 325 y 358.
84 TP, V, 6, Opera, III, pág. 296.
85 TP, III, 7, Opera, III, pág. 287. Cfr. también Ética, IV, prop. XVIII, esc.
86 Véase, por ejemplo, TP, VIII, 6, Opera, III, pág. 326, donde Spinoza anticipa de alguna manera la
teoría de la formación de la «voluntad general» de Rousseau y, por consiguiente, también, hasta cierto
punto, la idea de Hegel de la astucia o «ardid de la razón».
87 TP, III, 4-8, Opera, III, págs. 285-288.
88 Cfr. TP, IV, 4, Opera, III, págs. 292-293.
89 TP, V, 2, Opera, III, pág. 295.
90 Ética, IV, prop. LXVI, dem.
91 Ética, IV, prop. LXXIII.
92 G. W. F. Hegel, Werke, Fráncfort del Meno, Suhrkamp, 20, 1975, pág. 164.
CAPÍTULO 14
El Derecho natural de Pufendorf
Samuel Pufendorf (1632-1694), que ocupa un puesto destacado en el campo
de la historiografía y que ofrece el interés de haber sido el titular de la primera
cátedra de Derecho natural y de gentes existente en Europa, a partir del año
1661, en la Universidad de Heidelberg, está colocado en una posición decisiva
con respecto a la trayectoria de la teoría del Derecho natural. Después de
Grocio, el programa propuesto por este, y ejecutado por él con la pobreza y
deficiencias que hemos visto, era un reto para la vieja doctrina iusnaturalista,
cuya eficiencia se reclamaba con urgencia en el campo de la práctica. Por otro
lado, la actitud de Hobbes, dando de lado la más venerable tradición de esa
doctrina y enlazando con las figuras más detonantes, constituía por sí misma
otro reto, por la lógica implacable y por la audacia de sus consecuencias.
Pufendorf asumió sobre todo la tarea de ser el continuador de Hugo Grocio.
Pero ser el continuador es estar situado en una perspectiva distinta, porque el
tiempo ha pasado y el panorama ha cambiado también por obra del antecesor.
El humanismo y la inspiración estoica, de sabor renacentista, de Grocio quedan
ya muy lejos. Aristóteles ha dejado de ser el autor intocable que era todavía para
Grocio. Los grandes escolásticos están «vulgarizados» por sus epígonos
alemanes, contra los que le tocará polemizar a Pufendorf, con lo que se agriará
aún más su enemiga contra aquellos. Entre tanto, las nuevas filosofías, de
Descartes y de Hobbes, se abrían paso de manera irresistible, y en el campo de
las ciencias naturales la aplicación de los métodos patrocinados por esas
filosofías, el racionalista-matemático y el empirista, empezaban a conseguir
resultados deslumbrantes. Pufendorf se vio sometido a todo este nuevo juego de
influencias; pero, dada su orientación al cultivo de la ciencia y la doctrina
jurídica, Grocio y Hobbes fueron los elementos básicos con los que tuvo que
contar, y que trató de asimilar en «una nueva concepción», que «no es artificial y
ecléctica», como en ocasiones se ha afirmado1.
Entre las obras de Derecho natural de Pufendorf hay que mencionar al
menos, como más destacadas, las siguientes: una obra de juventud que lleva por
título Elementorum iurisprudentiae universalis libri duo (Elementos de jurisprudencia
universal); su obra fundamental, De iure naturae et gentium (Derecho natural y de gentes);
y un resumen didáctico de toda su doctrina, escrito al año siguiente de la obra
anterior, De officio hominis et civis juxta legem naturalem (Los deberes del hombre y del
ciudadano según la ley natural).
La tarea propuesta por Grocio de elaborar un Derecho natural con
independencia de las creencias religiosas encontró en su realización por parte de
Pufendorf violentos contradictores, lo que le dio ocasión para afianzar y aclarar
más su postura. Pufendorf insiste ante todo en la universalidad del Derecho
natural y, como esta no se puede basar en la fe religiosa, que es diferente, sino en
la razón, que es común a todos los hombres, «solo la razón y la observación
racional son sus fuentes de conocimiento»2.
Sin embargo, Pufendorf no compartía el supuesto que más fácilmente
hubiera podido servir de base a esa postura y que el propio Grocio había
recogido de toda la línea intelectualista de la escolástica, a saber: que las acciones
sobre las que recae un dictado de Derecho natural son buenas o malas por sí
mismas, por su propia naturaleza y, consiguientemente, Dios tiene que
preceptuarlas o prohibirlas, sin que tengamos, por tanto, que esperar nosotros a
conocer este mandato o esta prohibición, puesto que nos basta el análisis de las
nociones o naturalezas o esencias de las cosas, que son inmutables y pueden ser
conocidas racionalmente. Pufendorf no se adhiere a esta doctrina, bien porque
su fe luterana no le permite llegar hasta este extremo de contemplar a Dios
actuando, según él lo expresa, conforme a una «legalidad exterior», bien porque
sus contradictores, de inspiración escolástica, hacían un uso superficial de la
doctrina, ahorrándose con ella el cuidadoso trabajo de razonar por qué unas
acciones son buenas o malas en general o en determinadas circunstancias, bien
porque le inspirara repugnancia una construcción metafísica tan sutil y un tanto
complicada, o más bien, sin menospreciar el peso de las otras razones, porque
compartiera el punto de vista, ya expresado por Suárez, y que se remonta por lo
menos a san Agustín, de que toda ley, incluida la ley natural, además del
indicativo, tiene que contener un elemento o momento preceptivo, que proviene
de un superior, y que en el caso de la ley y del Derecho natural no puede ser más
que Dios. De hecho, Pufendorf no solo no se adhiere a esa doctrina, sino que
sostiene la contraria (la de que la ley y el Derecho natural descansan en último
término en la libre voluntad de Dios) con argumentos metafísicos:
La verdadera esencia está siempre vinculada a la existencia y no constituye más que un
momento, un aspecto de lo existente; si se la separa de este es solo un concepto inadecuado, que no
tiene ningún ser que subsista por sí mismo, un ser ideal. La separación de esencia y existencia no
consiste más que en la consideración, con la que ciertos aspectos del objeto son elevados a un cierto
tipo de conocimiento en que las verdades afirmadas quedan independizadas de los objetos […]. Al
mismo tiempo carece de fundamento el dogma racionalista de que las esencias sean absolutamente
necesarias. Son solo necesarias con relación a la existencia, pero consideradas en sí mismas son tan
cambiantes como esta3.
En consecuencia, concluye Welzel: «El último fundamento de ser y del
modo de ser es la arracional voluntad de Dios. Con toda lógica reduce también
Pufendorf su supremo principio racional del Derecho natural, la “naturaleza”
del hombre […] a la arracional y cambiante voluntad de Dios: la razón de por
qué es como es descansa en último término en la voluntad impenetrable de
Dios.»
Pero esto no priva de seguridad y fijeza a la construcción del Derecho
natural de Pufendorf. Tampoco los científicos de la naturaleza necesitaban de
esa doctrina metafísica que Pufendorf rechazaba, sino tan solo de la confianza
en la constancia del orden existencial, para investigar las leyes por las que esa
naturaleza se regía e incluso para tratar de expresarlas en fórmulas matemáticas,
porque, como había dicho Galileo, el libro de la naturaleza está escrito en
lenguaje matemático. Pufendorf entiende igualmente que la naturaleza humana
permanece constante, una vez creada por Dios, tal como ha sido creada, y que,
por consiguiente, también los preceptos de la ley o del Derecho natural que de
ella se derivan permanecen inmutables4.
Con un espíritu similar al de las ciencias naturales se dedica, pues, Pufendorf
a estudiar empíricamente esa naturaleza humana existencial tal cual de hecho
existe. En ella encuentra, junto al instinto de conservación común con los otros
animales, y que suele ser la aspiración máxima también en el hombre, una
debilidad o fragilidad mayor en general que la de otro cualquier animal. Para
comprobarlo, propone Pufendorf la ficción de un hombre aislado, no solo
como el Robinson de la novela de Defoe, sino, con más radicalidad, desprovisto
de todos los conocimientos, medios e instrumentos que le pudieran venir de los
demás hombres: «Apenas se podría encontrar un animal más miserable.» A estas
dos cualidades (instinto de conservación y debilidad o fragilidad especial) se
añade una tercera: una mayor propensión a hacer daño y una serie de motivos
casi ilimitada para intentarlo, junto con una capacidad física y mental para
lograrlo, de modo que, abandonado el hombre a sus inclinaciones y
posibilidades como ser individual, sería para sus congéneres uno de los animales
más peligrosos. «De donde se desprende —concluye Pufendorf— que para que
el hombre esté a salvo es necesario que sea sociable, es decir, que se una con sus
semejantes y se comporte con ellos de manera que estos no tengan razón para
hacerle daño, sino que, al contrario, estén dispuestos más bien a promover y
conservar lo que le es útil.» De aquí puede ya desprenderse todo el contenido del
Derecho natural: «Todo lo que sea necesario universalmente para esa sociedad
se ha de entender como preceptuado por el Derecho natural: lo que, en cambio,
la impida o la perturbe, como prohibido. Todos los demás preceptos no son
más que conclusiones de esta ley general»5.
Por lo que acabamos de exponer, no parece sino que Pufendorf construya
su Derecho natural por el estilo del de Hobbes, de acuerdo con las leyes de la
causalidad eficiente, en orden a obtener la mayor ventaja. Sus mismas
expresiones —«para que el hombre esté a salvo», «promover y conservar lo que
le es útil»— parecen confirmarlo. Pero Pufendorf sale abiertamente al paso de
esta posible interpretación: «Aun cuando estos preceptos tienen una manifiesta
utilidad, para que tengan el sentido y la fuerza de ley es necesario presuponer
que Dios existe y que rige todas las cosas con su Providencia y ha impuesto al
género humano que estos dictámenes de la razón tengan que observarlos como
leyes.» Una nueva objeción tiene que prevenir aquí Pufendorf: ¿cómo es posible
conocer esa existencia y Providencia divina y esa imposición de leyes por parte
de Dios? Respuesta: «Por medio de la razón natural se demuestra la existencia de
Dios (como) autor de la ley natural.»
Con esto, no cabe duda, Pufendorf se sumerge de nuevo en complicaciones,
si no religiosas, en el sentido de la religión revelada, sí al menos metafísicas. Pero
no parece que pueda darse otra interpretación de la postura de Pufendorf, ni
siquiera acudiendo a la diversidad de sus obras. Porque también en su obra
fundamental aparece como central esta doctrina de la derivación de la
honestidad o malicia de las acciones de su conveniencia o disconveniencia con la
ley divina6, y en general los que Pufendorf llama «entes morales» deben su
origen a la «imposición» por parte de un superior7.
El pilar básico en que se apoya todo el edificio del Derecho natural de
Pufendorf es, pues, la sociedad humana (o la naturaleza social del hombre) y sus
exigencias, que reciben a su vez su sentido valorativo o preceptivo y, por
consiguiente, obligacional y moral, de la voluntad de Dios expresada en la ley
natural. Pero ese pilar fundamental de la sociedad está asimismo apoyado en las
múltiples cualidades antropológicas que el análisis descubre y que confirma la
experiencia, entre las cuales destaca sin duda la de la debilidad, fragilidad o
indigencia del hombre con respecto a los demás animales. De este modo se
enriquece el contenido, se llenan de sentido esas exigencias de la sociedad:
permiten más fácilmente apoyar en ellas la serie de conclusiones en que se
desenvuelve o desarrolla el sistema de Pufendorf.
Pero no son estos los únicos apoyos suplementarios de la construcción. El
hombre está entendido por Pufendorf como objeto de «estimación», no de
«precio», precisamente porque es capaz de ordenar su vida de acuerdo con una
ley, de donde resulta que esa vida queda adornada con un «insigne decoro» y
«dignidad»8, dignidad que —como Pufendorf gusta de repetir— «parece que va
inherente al mismo nombre de hombre». Con razón ha recalcado Welzel el
importante papel que esta concepción antropológica desempeña en el sistema de
Pufendorf: ella podría servir de fundamento independiente a la obligación, sin
pasar por el expediente de la voluntad divina, ya que daría al concepto de
naturaleza humana un sentido valorativo; pero no parece que haya sido
claramente probado por Welzel que ocupe realmente una posición central en la
doctrina de Pufendorf. Más bien parece que este le asigna un papel subsidiario y
supletorio, como «último argumento», aun cuando «eficacísimo al mismo
tiempo»9, y «presuponiendo necesariamente que Dios existe y que todas las
cosas, especialmente el género humano, se gobiernan por su Providencia»10. En
todo caso, es cierto que esta concepción le sirve de hecho a Pufendorf para
extraer de ella una deducción importante: puesto que la dignidad es atributo
común de la naturaleza humana y no estamos en general dispuestos a sacrificarlo
a ningún otro, es preciso que la sociedad política o civil se establezca sobre la
base del reconocimiento de esta igualdad fundamental de todos los hombres; es
decir, que este reconocimiento forma parte de los preceptos más fundamentales
del Derecho natural.
Como la debilidad e indigencia humanas quedaban patentes de la manera
más clara con la ficción del hombre radicalmente aislado de sus semejantes, así
también esta igualdad fundamental queda realzada con la ficción del estado de
naturaleza, entendido aquí como ausencia de sociedad política (no de cualquier
sociedad). En su sentido absoluto u originario, esta construcción no tiene ya el
carácter de hecho histórico que en Grocio, sino el de un expediente para
comprobar lo que le corresponde al hombre independientemente de lo que se le
ha atribuido por convenio o por Derecho positivo. La igualdad que queda
realzada o destacada en esta hipótesis es la igualdad de independencia, la
igualdad de libertad o en la libertad: la libertad natural, la libertad originaria de
todo hombre. Pero, aun cuando sin los tintes tan sombríos como en Hobbes, el
estado de naturaleza tiene que parecerle bien poco apetecible a quien ha
descubierto la debilidad y miseria radical del hombre aislado; aun suponiendo la
sociedad de las diversas familias, el estado «de libertad» estaría muy por debajo
de las ventajas que ofrece el estado de sociedad civil. De donde resulta esta a su
vez una exigencia consagrada por el Derecho natural: lo ya dicho anteriormente
con respecto a cualquier sociedad se confirma ahora con respecto a la sociedad
civil o política, si bien se requerirá en todo caso el consentimiento de los
individuos, que son libres en su estado originario. Se trata de un consentimiento
que, según Pufendorf, tiene que ser unánime por parte de los que van a formar o
constituir esa sociedad civil o política: «Todos y cada uno —dice expresamente
— han de dar su consentimiento»11.
Resulta interesante preguntarse si con todos estos elementos o fundamentos
expresamente confesados, y con el solo instrumental de la razón y de la
experiencia, logra Pufendorf dar remate con limpieza a la construcción de su
sistema. Wieacker ha señalado que, en cuanto al contenido, el sistema de
Pufendorf es también de los que vacían «la materia usual en nuevos moldes»,
aun cuando ese contenido quede condicionado y enriquecido dentro del
sistema12. No es extraño, puesto que la ingenua confianza en su propia razón,
característica por lo demás de su época, le hacía a Pufendorf particularmente
propenso a esta debilidad de tomar los elementos sociológicos de su ambiente
sin advertirlo siquiera, considerándolos descubrimientos o conclusiones propias.
Por su parte, Brufau Prats ha subrayado la «transposición» de elementos del
Derecho positivo, «especialmente en sus módulos romanos», en la construcción
iusnaturalista de Pufendorf13. Igualmente se podrán tal vez señalar, y de hecho
se han señalado, otras «transcripciones» de doctrinas de otros autores no
suficientemente asimiladas o incorporadas por el sistema. Todo esto parece
explicable, natural y hasta cierto punto inevitable, dada la mentalidad de la
época; por eso no debe ser especial motivo para la crítica.
Más criticable, en cambio, parece que Pufendorf haya seguido a Grocio en la
acumulación, e incluso confusión, del Derecho natural y del de gentes, cuando
ya desde los autores españoles estaban bien perfiladas estas dos categorías. Aun
cuando también aquellos trataban a veces simultáneamente de las dos clases de
Derecho, no elaboraban ningún sistema conjunto de uno y otro y, por tanto, no
solo evitaban la confusión desde el punto de vista doctrinal —cosa que por lo
demás también se evita en Grocio y Pufendorf—, sino incluso esa confusión de
impresión, de apariencia —que sí se da en estos—, esa dignificación por
concomitancia o adherencia que experimenta el Derecho de gentes por su
acumulación con el natural, mientras que este, en cambio, queda como
degradado o aguado, rebajado de su prestigio.
Igualmente criticable hay que encontrar que, a través del concepto del
Derecho natural «reductivo» o «abusivo», tomado de Grocio14, Pufendorf
incluyera en su sistema el tratamiento de obligaciones o instituciones que eran de
Derecho natural solo en el sentido de permitidas, o simplemente mejores que
sus opuestas.
En el capítulo de los méritos de Pufendorf hay que anotar la ayuda que su
obra supuso a la hora de la codificación, y en general el impulso al estudio
sistemático del Derecho15, así como el influjo que ejercieron sus doctrinas sobre
la igualdad y libertad humanas, singularmente en algunas de las figuras de la
independencia norteamericana y, por consiguiente, en las declaraciones de
derechos que acompañaron a esa independencia16.
1 C. J. Friedrich, La filosofía del Derecho, trad. de M. Álvarez Franco, México, Fondo de Cultura
Económica, 1964, pág. 167.
2 H. Welzel, Die Naturrechtslehre Samuel Pufendorf, Berlín, De Gruyter, 1958, pág. 34.
3 H. Welzel, ob. cit. [nota anterior], págs. 36-37.
4 S. Pufendorf, De iure naturae et gentium, II, III, 5.
5 S. Pufendorf, De officio hominis et civis, I, III.
6 S. Pufendorf, De iure naturae et gentium, I, II, 6.
7 S. Pufendorf, De iure naturae et gentium, I, I, 4.
8 S. Pufendorf, De iure naturae et gentium, I, I, 22 y 2; II, I, 5.
9 Cfr. S. Pufendorf, De officio hominis et civis, I, VII, 1.
10 S. Pufendorf, De iure naturae et gentium, II, III, 19.
11 S. Pufendorf, De iure naturae et gentium, VII, II, 7.
12 F. Wieacker, Historia del Derecho privado de la Edad Moderna, trad. de F. Fernández Jardón, Madrid,
Aguilar, 1957, pág. 217.
13 J. Brufau Prats, La actitud metódica de Pufendorf, Madrid, Instituto de Estudios Políticos, 1968, pág. 148.
14 S. Pufendorf, De iure naturae et gentium, II, III, 22.
15 Cfr. también sobre esto F. Wieacker, ob. cit., págs. 271-272.
16 Cfr. H. Welzel, Introducción a la Filosofía del Derecho, págs. 146-149.
CAPÍTULO 15
Estado de naturaleza y estado civil según Locke
Las luchas políticas que Hobbes contempló en su madurez fueron para John
Locke (1632-1704) experiencias de su niñez y juventud y, apenas sosegada la
tempestad, la lucha comenzó de nuevo tras la restauración de los Estuardos. Sin
embargo, el pensamiento de Hobbes y el de Locke son dos mundos distintos,
como lo fue Inglaterra antes y después de la Revolución. En realidad, como dice
H. J. Laski, eran dos revoluciones las que se agitaban en la Inglaterra del siglo
XVII: una política y otra social; pero la social no encontró las circunstancias aptas
para triunfar y no lo logró; solo triunfó la política (1649), con Cromwell como
protagonista, y solo definitivamente el año 16881.
Los motivos de la revolución política eran de diverso tipo: por una parte, y
enfrentándose ya con las ideas liberales, la concepción absolutista de la
monarquía y los abusos de poder que de hecho se producían; por otra, en el
aspecto económico, el desfase entre el sistema proteccionista (mercantilismo) y
las nuevas maneras de entender la industria y el comercio, a lo que se añadía que
los desaprensivos reyes Estuardos se rodearon de colaboradores poco capaces,
lo que hacía aún más pesados esos abusos y ese proteccionismo. Así, las ideas de
Hobbes, que podrían haber servido de ayuda y apoyo ideológico al poder
absoluto, de hecho no servían de nada ante el descrédito de las personas que lo
encarnaban (y la falta de prestigio, por entonces, del propio Hobbes). Por otro
lado, esas ideas, que estaban en principio pensadas para la monarquía absoluta,
podían en realidad aplicarse a cualquier otro poder, puesto que lo que importa es
la espada protectora que ampara, la maneje quien la maneje: un monarca
absoluto o un Cromwell.
Tras la Restauración (1660), Carlos II es apoyado por un amigo destacado de
Locke: lord Ashley, luego conde de Shaftesbury; pero unos años más tarde este
es procesado, y Locke, quien ya había residido antes dos años en Francia, se
exilia ahora (1683) a Holanda. Desde Holanda irá el monarca, Guillermo de
Orange, que acabará con la dinastía de los Estuardos, representada desde 1685
por Jacobo II, e impondrá definitivamente el triunfo de la Revolución liberal
(1688). En el mismo barco que la nueva reina, la reina Mary, viajará a Inglaterra
John Locke, quien publicará solo dos años más tarde, en 1690, sus dos obras
principales, preparadas durante el exilio (y aun antes): Ensayo sobre el entendimiento
humano y Dos tratados sobre el gobierno civil. La que más directamente nos interesa es
esta segunda obra; pero, de los dos tratados, el primero es meramente polémico,
contra Filmer, y en la actualidad ni siquiera se suele editar; el que nos interesa,
pues, primordialmente es el segundo, que se conoce a veces con el nombre de
Ensayo sobre el gobierno civil. De este pequeño libro dice J. J. Chevalier: «Hay,
comenzando por el Leviathan, obras políticas más potentes que el Ensayo, pero
apenas hay una cuya influencia haya sido tan profunda y tan durable sobre el
pensamiento político»2.
El estilo de esta obra es menos vigoroso, más difuminado que el de Hobbes,
pero, en definitiva, más persuasivo; nos dejamos llevar más fácilmente por este
tono apacible, que revelaba el carácter del propio Locke, que por los golpes
acerados de Hobbes, aun cuando estos nos impresionen más. Su estructura es
similar a la de todas las doctrinas del Derecho natural de esta corriente (de esta
época) que venimos estudiando:
a) Descripción del estado de naturaleza o del hombre desde ese punto de
vista de la naturaleza humana.
b) Exposición del tránsito al estado de sociedad civil (por medio de un
pacto).
c) Consecuencias jurídico-políticas de esas doctrinas.
No hay clara conciencia en Locke de si el estado de naturaleza y el pacto
para constituir la sociedad civil han de entenderse históricamente, o si, tanto el
estado de naturaleza como el pacto, son meras hipótesis para justificar la
sociedad. Cree que de hecho el hombre estuvo en estado de naturaleza, pero
junto a esa creencia alienta la convicción de que ese es el único modo razonable
de explicar cómo y con qué sentido surge la sociedad civil. Es más: se puede
pensar, y de hecho parece pensar Locke, que el estado de naturaleza subsiste en
nosotros, aunque no sea fácil distinguir claramente qué es en el hombre lo
natural y qué lo añadido por la sociedad.
El estado de naturaleza, o el hombre en ese sentido, es entendido por Locke
de manera distinta a la de Hobbes. No es un estado de guerra, sino que la
naturaleza humana está inclinada hacia la paz y la concordia, a trabajar y obtener
así lo necesario para vivir, e incluso a establecer la propiedad privada; todo bajo
la garantía de la ley natural, es decir, de la razón, que es la ley que rige en ese
estado, como en el de sociedad rige la ley civil.
En virtud de esta ley natural, cada uno tiene los mismos derechos que los
demás. ¿Por qué? Una razón es que Locke es cristiano y piensa que es lógico
que, al crear Dios a los hombres, les otorgue a todos los mismos derechos;
además, la experiencia los muestra a todos como seres de la misma especie, de
una misma naturaleza: por consiguiente, se ha de partir del supuesto de una
igualdad fundamental entre ellos. Pero, si todos son fundamentalmente iguales,
nadie puede someter o mandar a los demás; por consiguiente, en principio todos
son libres, con la misma libertad y, si todos son libres e independientes unos de
otros, a nadie le puede estar permitido hacer daño a otro, en su vida, salud,
libertad o posesiones. El precepto primordial de la ley natural es, pues, que se
han de respetar «la vida, salud, libertad o posesiones» de cada cual.
Tan seguro está Locke de la existencia y conocimiento de esa ley en el
estado natural, que confiere a cada individuo la facultad de ser juez y ejecutor de
las sentencias emanadas de su aplicación. «Esa ley existe —dice Locke— y es tan
evidente para un ser racional que la estudie como lo son las leyes positivas de los
Estados»3. Pero luego Locke se da cuenta de haber exagerado al comparar la ley
natural con las leyes positivas. Duda de su correcta aplicación, al tener que ser
juez y parte uno mismo cuando se trata de juzgar los actos propios o que afectan
a uno directamente, y en todo caso es consciente de que las pasiones pueden
llevarnos a juzgar con poca ecuanimidad y justicia. Reconociendo el peso de
estas objeciones, admite que no es tan fácil aplicar la ley natural como la ley civil.
Luego, en definitiva y en conjunto, la ley civil es mejor que la natural, y el
estado de sociedad civil o política mejor que el estado de naturaleza, aunque no
lo sería bajo el modelo de la monarquía absoluta propuesto por Hobbes. La base
para el enfrentamiento de ambas doctrinas está, pues, ya aquí, en su distinta
concepción del estado de naturaleza. Para Hobbes, hay que salir a toda costa del
estado de naturaleza. Para Locke, en cambio, esa salida está condicionada: solo
es aceptable si se sale mejorado, porque en el estado de naturaleza también se
puede vivir, dado que en ese estado los hombres vivirían ya, legítima y
legalmente, en libertad y podrían adquirir el derecho de propiedad. En concreto
este último es recalcado especialmente por Locke4. Razona a este respecto que,
aunque la tierra fuera en un principio una comunidad absoluta de bienes, Dios
querría que las cosas se usaran de la manera más ventajosa y, si la más ventajosa
es, como parece, el reparto de la tierra a unos y a otros, entonces hay que admitir
como preferible el sistema de propiedad privada. Y, como ese sistema es el más
razonable, hay que suponer que los hombres lo quieren, que consienten en él,
aun cuando sea tal vez de una manera tácita o implícita. A la vez, por otro lado,
el trabajo es de propiedad de cada uno, y ¿qué ocurrirá si ese trabajo se aplica a
los bienes comunes? ¿Se perderá el trabajo aplicado a los bienes colectivos o
pasarán estos a ser propiedad particular en cuanto tienen trabajo incorporado?
Locke se decide por el trabajo, entendiendo que la aplicación de este a cosas
comunes es título suficiente para apropiárselas. Así, el que coge agua de un río
metiéndola en un cántaro se la apropia. De la misma manera, el que siega hierba
o recoge bellotas de un campo público se las apropia también. El fundamento
último para sustentar esta posición está en que Locke parte, al parecer, por un
lado, del asentimiento o aceptación general respecto al sistema de apropiación
privada, como hemos indicado y, por otro, considera que el valor de las cosas
útiles para el uso humano se debe al trabajo que tienen incorporado: un 90 por
100, e incluso en algunas de ellas hasta un 99 por 100. Esta última idea influirá
luego en la teoría del valor de David Ricardo, de quien pasa a Karl Marx.
Partiendo, pues, de su concepción del estado de naturaleza, es lógico que
para Locke las monarquías absolutas no representen un caso de sociedad civil
preferible al estado de naturaleza; además ni siquiera se dan en ellas los
requisitos mínimos para que exista la sociedad civil. Se dan respecto a los
súbditos, pero no en el monarca absoluto, quien continúa en el estado de
naturaleza; y esto es lo inexplicable e inaceptable, que él continúe en tal estado
mientras los demás se someten plenamente. No hay razón para pensar que el
monarca vaya a ser un individuo excepcional o que vaya a ser mejor por el
hecho de que se le coloque en un trono; más bien será peor, al estar situado en
posición más peligrosa, con aduladores que tratarán de halagarlo y le dirán que
todo lo hace bien y nunca se equivoca: de hecho, la experiencia está a favor de
esta suposición, con los abusos del poder absoluto.
En cuanto al carácter del pacto por el que se pasa del estado de naturaleza al
estado civil, ya hemos indicado que, al igual que el estado de naturaleza, Locke
lo ve ante todo como hecho histórico, suponiendo que tuvo que ocurrir. Hoy
día, en cambio, nos parece que, si la validez de sus teorías tuviera que depender
de esto, habría que descalificarlas. Pero Locke no le da al pacto solo ese sentido
empírico: a la vez le da el carácter de construcción doctrinal, como hipótesis
explicativa de la sociedad con la distinción entre gobernantes y gobernados. No
ocurrió, pues, el pacto —tal como pensamos hoy día—, ni siquiera tácitamente;
no tuvo lugar un acontecimiento que pueda ser interpretado como pacto, pero
tampoco es necesario suponerlo, sino que basta, para salvar lo esencial de la
teoría de Locke, presuponer que tiene que haber un consentimiento general para
que exista esa organización de la sociedad con gobernantes y gobernados; pues
sin consentimiento por parte de estos no puede haber nadie constituido en
autoridad: atendiendo a la pura naturaleza humana, no lo hay.
Locke, por otro lado, piensa que el pacto, así entendido, como
consentimiento, ha de haber sido y seguir siendo real y que, por consiguiente, ha
de ser renovado para que siga siendo válido. Pero, para suponer que se renueva,
no considera necesario que se diga expresamente al llegar a la mayoría de edad:
basta con que no se manifieste expresamente lo contrario, por ejemplo,
marchándose al extranjero.
Veamos ahora las consecuencias de la doctrina de Locke con respecto a la
organización de la sociedad civil o Estado.
La primera es que, para que haya sociedad (política), es necesaria la
existencia del poder legislativo y el poder ejecutivo: el primero para establecer lo
que se ha de hacer y el segundo para imponerlo o hacerlo cumplir.
El poder legislativo es el más importante: el primordial, el fundamental, ya
que establece lo que se debe hacer y por quién; es decir, que establece incluso lo
que tiene que hacer el poder ejecutivo. Por consiguiente, ha de estar en manos
de los representantes de la comunidad y ha de ser el poder supremo. Tiene que
ser intransferible y permanecer donde la colectividad lo ha colocado, ya que no
se entrega definitivamente, sino que se delega por la comunidad y debe ser
ejercido por aquellas personas a quienes se les encomienda. Además no ha de
entenderse que tal poder sea absoluto, sino que Locke pretende que sea un
poder limitado, regulado, razonable, que no abuse, que no sea arbitrario. Por eso
el poder legislativo no debe proceder por decretos particulares, sino por
disposiciones de tipo general. Uno de los puntos en los que Locke tiene interés
especial en subrayar las limitaciones del poder legislativo es la propiedad. Esta
no puede ser tocada, pues ya existía en el estado de naturaleza, y la sociedad civil
perfecciona lo que hubiera en el estado de naturaleza: tiene, pues, que respetar y
proteger la propiedad; este es uno de los fines por los que se establece la
sociedad civil. Es más, si por propiedad se entiende el conjunto de bienes de
vida, libertad y hacienda (como generalmente la entiende Locke), a eso se reduce
la finalidad de la sociedad: a la conservación y protección de esos bienes.
El poder legislativo y el ejecutivo, que comprende el judicial, deben estar
separados. En primer lugar, como garantía de que el poder legislativo, que es
superior, no abuse, ya que, si fueran los mismos los que hacen las leyes y los que
las interpretan y aplican, cabría el peligro de que las hiciesen para su provecho;
así como, por el otro lado, con la separación tampoco se permite que abuse el
poder ejecutivo al aplicar las leyes, sino que, como tiene el control del
sometimiento a la ley, aun tratando de forzar la interpretación, tendrá que
mantenerse dentro del marco legal. También da Locke como argumento a favor
de la separación de poderes que el poder legislativo no actúa continuamente y sí
el ejecutivo, aunque esta razón es, claro está, de poco peso.
A estos dos poderes añade Locke un tercero, al que llama federativo, que es
el que representa a toda la comunidad. Locke mismo no era entusiasta de esta
denominación, y de hecho no ha prevalecido, sino que se le llama más bien
representativo o de representación, o jefatura del Estado. Tal como Locke lo
entendía, llevaba inherente la jefatura del poder ejecutivo o de gobierno, y
ambos poderes residían en el rey, constituyendo la «prerrogativa regia» o
derechos inherentes a la Corona. Esta prerrogativa necesariamente tiene que
tener un cierto carácter discrecional, ya que no puede ser regulada con la misma
precisión que los otros poderes y supone un amplio margen de confianza en el
rey.
Así, pues, Locke, aun siendo avanzado o progresista —para su tiempo—, no
era radical, sino más bien un moderado, transigiendo con la monarquía, como
los ingleses han seguido haciendo después de él. Puede ser que Locke se viera
influido por sus vínculos personales con la monarquía instaurada entonces en
Inglaterra, pero su actitud tenía una sólida justificación objetiva, como de hecho
ha demostrado la experiencia política inglesa.
Un punto importante, tal vez el más importante, de la doctrina de Locke
sobre la organización jurídico-política del Estado es que, en definitiva, el poder
supremo radica siempre en el pueblo, pues los poderes legislativo y ejecutivo son
delegados de la comunidad, que puede revocar, en caso necesario, tales poderes.
Y, no habiendo juez en la tierra que pueda juzgar esa necesidad, no habrá más
remedio, en esos casos, que «apelar al cielo», es decir, invocar la ley natural, que
es expresión de la voluntad divina.
Pero además la reversión de poderes a la comunidad se produce de manera
que pudiéramos llamar automática siempre que, por una u otra causa, se disuelva
el régimen establecido o, en otros términos, cuando no se cumplen o realizan las
condiciones o consecuencias del pacto. Puede ser que tal disolución se produzca
por alteración del poder legislativo, ya que, si no se respeta en quien lo delegó el
pueblo (por ejemplo, atribuyéndose el monarca a sí mismo ese poder),
desaparece la legitimidad del régimen. Pero las formas de alteración pueden ser
múltiples: así, puesto que dentro de la «prerrogativa regia» está el poder de
convocar al poder legislativo, este queda alterado si de hecho no se le convoca o
si, una vez convocado, pretendiera el monarca imponerle su voluntad; otra
forma evidente de alteración del poder legislativo y, por consiguiente, de
disolución del régimen es la modificación de la composición del mismo; pero
esta desde luego se produce también en el caso de que el pueblo no pueda
nombrar libremente a sus representantes, sino que alguien se interfiera en esa
elección.
Asimismo, se disuelve el régimen político y el poder debe volver al pueblo, si
el país fuese traicionado por venta o entrega a un poder extranjero, pues la
colectividad no puede consentir que los poderes sean usados en contra del
propósito por el que se instituyeron. Y, si las leyes se dan, pero no se cumplen,
queda rota la validez del pacto constitutivo de la sociedad civil; porque en
realidad eso sería una anarquía. Como asimismo siempre que se actúe en contra
de la finalidad por la que se instituyó la sociedad y el poder, es decir, si este actúa
en contra de la misión que tiene encomendada.
Locke responde a las objeciones que se pueden poner a su doctrina. En
efecto, puede parecer a primera vista que su doctrina sea subversiva. Pero Locke
responde que es más fácil que el pueblo se conforme con las injusticias que el
que se rebele; por lo demás, añade, lo definitivo es el trato que el pueblo recibe,
no las doctrinas políticas que se le enseñen: el pueblo se conformará con
cualquier régimen que lo trate soportablemente, sea cual sea la doctrina política
que se tenga por verdadera. Tampoco hay que olvidar que no puede ser rebelión
el que el pueblo trate de deponer a sus gobernantes, ya que, al radicar en él en
último término los poderes, cuando los reclama para sí, no hace sino ejercer sus
derechos o facultades. Y, en todo caso, ¿qué otro remedio cabe pensar? No se
puede exigir al pueblo que se conforme siempre con las injurias e injusticias a
que se le someta, por miedo a perturbar la paz:
Con la misma razón —expone Locke— podría entonces sostenerse que las gentes honradas no
tienen derecho a ofrecer resistencia a los ladrones y a los piratas, ya que esto puede dar lugar a
desórdenes y derramamiento de sangre. Cuando en casos semejantes ocurren desgracias, no hay que
culpar de ellas a quienes defienden su derecho, sino a quienes atropellan el de su vecino. Si el
hombre inocente y honrado tiene que entregar por amor a la paz todo cuanto posee y no ofrecer
resistencia a quien le pone violentamente las manos encima, yo aconsejo que quienes tales cosas
dicen piensen en qué clase de paz sería la que reinaría en el mundo, si la paz consiste en la violencia
y rapiña y ha de ser mantenida únicamente en favor de los ladrones y de los opresores. ¿Verdad que
sería una paz admirable la que reinaría entre el fuerte y el débil, si el cordero presentase sin la menor
resistencia su cuerpo para que lo degollase el prepotente lobo? Un cuadro perfecto de esa paz
podemos contemplarlo en la caverna de Polifemo, donde ni Ulises ni sus compañeros tenían que
hacer otra cosa que esperar tranquilamente que les llegase el momento de ser devorados5.
La doctrina política de Locke, si se la reduce a lo esencial (que el poder
político no puede tener otro fundamento legítimo que el consentimiento del
pueblo, ni otra finalidad que el bien del pueblo), sigue siendo hoy ampliamente
compartida, al menos en los países de democracia liberal. Sin embargo, el
análisis de su validez exigiría dilucidar, aparte de otras cuestiones, como la de las
diversas interpretaciones posibles del bien público o del pueblo: a) si el
consentimiento ha de referirse al poder político existente, es decir, a cada
gobierno actual, o solo al poder político, al gobierno en general (parece que
habría que diferenciar los casos en que se refiera a uno u a otro); b) si ese
consentimiento tiene que ser positivo o basta con que sea negativo o resignado
(a falta de otra posibilidad mejor).
1 H. J. Laski, El liberalismo europeo, trad de V. Miguélez, México, Fondo de Cultura Económica, 1961,
págs. 98 y ss. Para el estudio de los comienzos de la Revolución inglesa, cfr. también L. Stone, The Causes of
the English Revolution 1529-1642, Londres-Nueva York, Routledge-Kegan Paul/Ark Paperbacks, 1986.
2 J. J. Chevalier, Los grandes textos políticos, ob. cit. [cap. 12, nota 1], pág. 87. Sin embargo, sería un error
considerar la obra de Locke como un caso aislado, ligada únicamente a la Revolución inglesa. En realidad
representa la continuidad de una teoría política que se había expresado ya teórica y prácticamente (con
condicionamientos y limitaciones) desde la Antigüedad y la Edad Media (en santo Tomás de Aquino, por
ejemplo), y que había tenido una prolongación nada desdeñable ni oculta en autores como los grandes
escolásticos del siglo XVI en España, Hooker en Inglaterra o Altusio en Alemania. Cfr. sobre esto A. J.
Carlyle, La libertad política. Historia de su concepto en la Edad Media y los tiempos modernos, trad. de V. Herrero,
México, Fondo de Cultura Económica, 1942; reimp., 1982. La vinculación de Locke con estas doctrinas es
mucho más visible en la obra de juventud Ensayos sobre la ley natural (que no se publicó hasta el año 1954).
3 J. Locke, The Second Treatise of Government, II, 12, edición de J. W. Gough, Oxford, B. Blackwell, 1966,
pág. 4. Me sirvo, para la transcripción de los textos, de la traducción castellana de A. Lázaro Ros, Ensayo
sobre el gobierno civil, Madrid, Aguilar, diversas reimpresiones (hay otra traducción: J. Locke, Segundo tratado
sobre el gobierno civil, trad. de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1990; y otra de F. Giménez Gracia, con el título
Dos ensayos sobre el gobierno civil, Madrid, Espasa Calpe, 1991).
4 Sobre la importancia y el sentido de la teoría de Locke acerca del derecho de propiedad, cfr. C. B.
Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo (de Hobbes a Locke), trad. de J. R. Capella, Barcelona,
Fontanella, 1970, págs. 172 y sigs. Se resiste, sin embargo, a tomar del todo en serio las expresiones de
Locke en que repetidamente advierte este que por propiedad entiende «vida, libertad y posesiones»,
insistiendo por su parte en que «no siempre usa el término en un sentido tan amplio». Incurre además en el
error de interpretar esa propiedad en sentido «capitalista», o de «acumulación de capital», lo que no se da
todavía en Locke, como ha advertido G. Sartori, Teoría de la democracia, trad. de S. Sánchez González,
Madrid, Alianza, 1987, 2, págs. 457 y sigs. Asimismo, y más allá ya del ámbito del tema de la propiedad
privada, incurre también en el error de equiparar al Derecho natural lo establecido o acordado por pacto.
Esto es un error, porque una cosa es que se considere perteneciente al Derecho natural, o al «orden
natural», la posibilidad de hacer pactos y el principio de que hay que respetarlos, lo que sí se puede atribuir
a Locke, y otra cosa es que el resultado de esos pactos, lo estipulado en ellos, tenga que ser considerado
también de Derecho natural: lo que es producto de la voluntad, de la decisión humana, del acuerdo entre
los hombres, no es ya por eso Derecho natural, sino, en su caso, cuando se estipule como Derecho,
Derecho positivo.
5 J. Locke, ob. cit., XIX, 228, págs. 113-114.
CAPÍTULO 16
Las doctrinas sobre la tolerancia religiosa a finales del siglo XVII y la
distinción entre moral y Derecho a principios del XVIII
Desde una perspectiva actual, la intolerancia religiosa, es decir, la
persecución o represión por la fuerza de los disidentes religiosos, es una de las
páginas más negras de la historia de la humanidad y, sin duda, la más negra de la
historia del cristianismo. Sin embargo, no podemos traspasar este enjuiciamiento
desde nuestra propia perspectiva a las conciencias de quienes practicaron o
ejercieron esa represión. Un indicio de que estos estaban muy lejos de juzgar la
intolerancia de manera parecida a la nuestra es que no podemos
representárnoslos como inquisidores solitarios, seguidos tan solo de un cortejo
de sicarios, frente a un pueblo atemorizado y hostil. La verdad es que también el
pueblo, en sus diversos estratos o niveles, estaba implicado en esa práctica y en
esa actitud de intolerancia. Todavía a finales del siglo XVII la revocación del
edicto de Nantes (1685), que restablecía la persecución de los protestantes en
Francia, fue allí «muy bien acogida […] en medio del aplauso general de los
católicos franceses»1. Y cerca ya de finales del siglo XVIII (en 1762), la
persecución por motivos religiosos contra la familia Calas está alimentada por el
fanatismo popular2. En cambio, en el mundo del pensamiento, a nivel doctrinal,
escasean las justificaciones o fundamentaciones de la intolerancia. Tal vez sea
esto un síntoma de que se trataba más de una práctica, derivada de los instintos,
que de una postura adoptada racional y coherentemente. Pero acaso sea esta a su
vez una conclusión apresurada, porque esa escasez de elaboraciones doctrinales
podría deberse a que no se las juzgara necesarias, por existir una coincidencia
general, un consenso, más o menos amplio. De todos modos, se trata de
escasez, no de falta o ausencia absoluta.
No deja de ser significativo, sin embargo, que la defensa doctrinal al parecer
más importante de la revocación del edicto de Nantes consistiera en la reedición
de dos cartas de san Agustín, a las que se les antepone un prólogo, publicadas
con el título «Conformidad de la conducta de la Iglesia de Francia, para
convertir a los protestantes, con la de la Iglesia de África para convertir a los
donatistas a la Iglesia católica». Estas son las ideas que se propone refutar Pierre
Bayle (1647-1706), en la tercera parte de una de las obras más importantes y
decisivas sobre la tolerancia, su Comentario filosófico… (primera y segunda partes,
1686; tercera parte, 1687)3, que, junto con la Carta sobre la tolerancia (1689) de J.
Locke, la doctrina de Thomasius sobre el mismo tema y la distinción por parte
de este entre la moral y el Derecho, va a ser objeto de nuestra exposición.
La adecuada comprensión, tanto de la tolerancia como de la intolerancia,
requiere tener en cuenta el conjunto de condiciones sociopolíticas de la situación
en que se producen y manifiestan. Entre esas condiciones están los factores
psicológicos de todo tipo, entre los que cuentan los instintos, a los que ya hemos
aludido. Pero lo que a nosotros nos interesa directamente son los factores
ideológicos o doctrinales: las ideas u opiniones que influyen en la tolerancia o
intolerancia. Estas a su vez pueden entenderse como actitudes psicológicas de
los individuos o de los grupos, pero a lo que nosotros nos referimos
primordialmente es a la configuración de los sistemas políticos, a la disposición
del Estado con respecto a la religión en todos sus aspectos, incluidos los
meramente internos o de pensamiento o de conciencia. La tolerancia en este
sentido será la neutralidad del Estado ante las diversas posturas religiosas, que
no son objeto ni de imposición ni de prohibición por parte de sus disposiciones
jurídicas4. Naturalmente, la tolerancia así entendida admite distintos grados, y en
los más altos puede calificarse con más propiedad de libertad religiosa, pero
nosotros no haremos esta distinción, porque los autores que vamos a estudiar
no la hacen. El concepto de tolerancia que utilizamos abarca, pues, la libertad
religiosa y, si advirtiéramos igualmente que esta última puede entenderse en
diversos grados, empezando por los que podrían calificarse, con más propiedad,
de simple tolerancia, no habría gran inconveniente en invertir la terminología y
hablar de libertad religiosa, incluyendo (en sus grados inferiores) la simple
tolerancia.
Como hemos dicho, nuestra exposición se centrará en varias obras sobre la
tolerancia de finales del siglo XVII, pero empezaremos por recoger las ideas de
san Agustín que se propone refutar expresamente en la tercera parte de su obra
Pierre Bayle, y que en cierto modo son el contrapunto de toda ella. Si bien,
frente a los que las publicaron en Francia en el siglo XVII, nos parece que se
debía haber tenido más en cuenta la diferenciación de las condiciones
históricas5. Hay que tener también en cuenta cómo era el movimiento cuya
represión (estatal) termina por aprobar san Agustín: los donatistas. Se trataba de
una herejía, en cuanto que se negaban a reconocer la validez del bautismo
administrado por los que habían traicionado a la fe, pero ante todo se trataba de
un cisma, en cuanto que negaban su obediencia a la Iglesia católica, y al mismo
tiempo los donatistas representaban un movimiento de protesta y agitación
social. San Agustín se resistió durante mucho tiempo a aceptar el parecer de los
que eran partidarios de acogerse a la coacción del Estado para reducirlos,
opinando que «no había que forzar a nadie a la unidad, que había que proceder
por medio de la palabra, luchar con la discusión y vencer gracias a la razón»6. Lo
que acaba por doblegar la postura de san Agustín son los resultados que se
estaban viendo de esa política coactiva: muchas ciudades que habían sido
donatistas ahora eran católicas y detestaban con vehemencia la anterior
separación7. Naturalmente, si no hubiera pasado de esta declaración, podríamos
alabar tal vez su sinceridad, de la que ya había dado muestras en sus famosas
Confesiones, pero nos hubiéramos quedado sin saber las razones en que apoyaba
la justificación de su nueva postura.
La parte positiva de esta justificación es muy simple: el cisma es un mal, no
solo para la Iglesia en general, sino para los mismos cismáticos. Estos no se dan
cuenta, pero ese mal es tan evidente, que sin duda ellos mismos terminarán por
reconocerlo: su situación es semejante a la del loco frenético que está a punto de
despeñarse, o a la del que está dentro de una casa cuando esta está a punto de
hundirse; para librarlos de ese peligro, ¿no habrá que servirse incluso de la
fuerza?8 Tanto más, cuanto que podemos encontrar en la Sagrada Escritura
testimonios de que el mismo Dios nos recomienda acudir a este procedimiento,
cuando sea necesario; por ejemplo, en la parábola del convite, que simboliza la
Iglesia, en la que el padre de familia termina por decir a su criado: «Fuerza a
entrar a todos los que encuentres» (Lc 14,23)9. Claro está que, si se quiere
entender algo en todo este razonamiento, hay que tener en cuenta que san
Agustín está partiendo de un pleno convencimiento, no solo de la verdad del
cristianismo, sino también de la razón de la Iglesia católica frente al cisma
donatista10. Y otro elemento que es imprescindible tener en cuenta es el
principio formulado siglo y medio antes por un Padre de la Iglesia bien
conocido por san Agustín, san Cipriano de Cartago: «No hay salvación fuera de
la Iglesia» («Salus extra Ecclesiam non est»)11.
Pero el peso principal en la justificación de su postura está para san Agustín
en la parte negativa, en la respuesta a las dificultades u objeciones, ante todo la
de que la fe, que es esencial para pertenecer a la Iglesia, no puede lograrse por la
fuerza; esta lo único que puede hacer es convertir en «católicos hipócritas o
fingidos a los que anteriormente eran herejes manifiestos»12. San Agustín es muy
consciente de esta dificultad, del carácter no forzado, sino voluntario de la fe.
Por los mismos años de las cartas que estamos comentando formula este
principio, repetido luego por otros, entre ellos santo Tomás de Aquino, de que
«nadie puede creer si no es queriendo»13. La respuesta de san Agustín es, en
primer lugar, que los donatistas han hecho necesaria la intervención del Estado,
porque no solo acudieron, ellos los primeros, a las autoridades estatales, sino
que luego han realizado por su cuenta múltiples violencias14. Frente a estas, está
justificado acudir a la coacción estatal, a favor de la fe y de la verdad, para
contrarrestar el efecto del temor que impedía a muchos abrazarlas, a pesar de
que estaban ya bien dispuestos. En otros casos era necesaria la intervención de
esa coacción para vencer «la torpeza, la aversión y la pereza que, para conocer la
verdad católica, les daba la seguridad en que estaban», así como para conmover a
los que estaban tan tranquilos, «pensando que no importa nada en qué partido
religioso se milite, con tal de que sea cristiano»15. A pesar de estas
consideraciones, no parece habérsele escapado a san Agustín que muchas
conversiones serían fingidas o hipócritas, porque insiste en que a muchos
convertidos los ha visto muy contentos de que se les haya dado ocasión de
conocer la verdad; en cuanto a los otros, prefiere dejar al «juicio de Dios si son
sinceros o no»16. Por otro lado, no desdeña tampoco la importancia del
ambiente, por lo que incluso las conversiones fingidas pueden ser un bien, dado
que «los que infundían temor se ven obligados a temer y, gracias a ese temor, o
se corrigen ellos mismos o, al menos, al aparentar que se han corregido, dejan en
paz a los que efectivamente lo están, a quienes antes infundían temor»17.
Frente a la objeción de los que dicen que los apóstoles no acudieron a los
gobernantes para que los ayudaran con su intervención, san Agustín responde
que los tiempos son otros y que cada cosa debe realizarse a su tiempo. Entonces
no se había convertido al cristianismo ningún emperador. Pero, una vez que se
han convertido, es natural que sirvan a Cristo los gobernantes del modo que
ellos le pueden servir: «Sirven a Dios los gobernantes en cuanto gobernantes,
cuando para ello hacen lo que no pueden hacer más que los gobernantes»18.
No creo que sea preciso recordar que, durante siglos, estas ideas estuvieron
vigentes en los ambientes eclesiásticos de la Iglesia católica y con frecuencia en
los de los gobiernos, que a veces, en un grado o en otro, con mayor o menor
sinceridad, trataron de ponerlas en práctica, aun cuando en realidad su actuación
probablemente estaba más impulsada por motivos estrictamente políticos, como
el de evitar los desórdenes, mantener la unidad nacional, garantizar la lealtad de
los súbditos… Tal vez sea más necesario llamar la atención sobre el hecho de
que esas ideas experimentaron incluso una cierta revigorización con la Reforma
protestante, cuando esta se vio necesitada del apoyo de los príncipes y de las
ciudades que le eran favorables19.
Las mismas ideas continuaban prevaleciendo a finales del siglo XVII en el
ambiente de los protestantes franceses exiliados en Holanda, que era el de Bayle.
Si se lamentaban de la revocación del edicto de Nantes, era ante todo porque
ellos eran los perseguidos, en lugar de ser los perseguidores. Por eso el
Comentario filosófico, que, en palabras de su autor, no negaba el derecho de
perseguir a las demás a una u otra religión, sino «absolutamente a todas»20, no
podía caer bien en ese ambiente. Uno de sus dirigentes más destacados, el
teólogo Jurieu, escribió muy pronto un escrito de refutación; y, no contento con
eso, movilizó la opinión hasta el punto de que un sínodo condenó en
Ámsterdam (1690) la teoría de que «el magistrado no tiene derecho a emplear su
autoridad […] para impedir el avance de la herejía»21.
Como ya hemos señalado, es este sentido de la tolerancia, que el Estado no
intervenga con sus medidas de fuerza, el que por nuestra parte tenemos en
cuenta de manera primordial. Pero está claro que cualquier doctrina sobre este
punto puede ser puesta en relación con la actitud personal respecto a la religión.
Esto es lo que ha ocurrido con la doctrina de Bayle. En su tiempo se la atribuyó
a una actitud de indiferencia ante las diversas confesiones religiosas. Hoy día es
natural conectarla con el escepticismo, al que se asocia generalmente el nombre
de su autor22. Sin embargo, no puede reducirse todo el problema de la tolerancia
(o de la libertad) religiosa por parte del Estado a la actitud que se adopte, o que
se considere que hay que adoptar, con respecto a la religión, en especial con
respecto a su valor o a su verdad. Esto podría implicar la idea de que solo se
puede defender la tolerancia (o la libertad) religiosa desde una actitud de
indiferencia o de escepticismo, lo cual sería muy grave: luchar por la tolerancia
sería entonces luchar por la indiferencia o por el escepticismo, lo cual vendría a
ser el procedimiento de resolver un problema suprimiendo los elementos o
datos que lo originan o plantean. El problema de la tolerancia está en la
convivencia, pacífica, sin interferencias hostiles (con los que tienen otras ideas)
desde las propias ideas y convicciones, y esto es aplicable lo mismo a las
religiosas que a cualesquiera otras ideas y convicciones que tengan importancia
para la convivencia. Lograr, pues, la tolerancia, no solo la religiosa, sino en
general, por la vía de la indiferencia o el escepticismo exigiría la indiferencia o el
escepticismo con respecto a todas ellas. ¿Sigue Bayle este camino? Al menos en
la obra a la que aquí nos referimos, creemos que no; o, al menos, no del todo23.
Por lo pronto, comienza por establecer con firmeza su confianza en el
conocimiento, especialmente el moral, gracias a una luz natural que nos hace
capaces de una convicción plena, si prestamos la suficiente atención. Esta misma
luz es la que siguen de hecho como guía suprema los teólogos, aun cuando de
palabra no lo reconozcan expresamente; por lo que hay que proclamar que «el
tribunal supremo y que juzga en última instancia y sin apelación de todo lo que
se nos propone es la razón»24, de donde se deduce que la religión misma es ante
todo convicción o persuasión en ciertos juicios u opiniones que formamos con
respecto a Dios, y los actos de la voluntad, tales como el amor, el respeto y el
temor que se deben al Ser supremo, derivan de esa convicción o persuasión,
como a su vez de esta y de la correspondiente disposición de la voluntad derivan
los actos externos que están en concordancia con ellas. Esto es lo que da lugar al
primer argumento en contra de la coacción estatal en materia religiosa, porque
esa coacción solo se puede ejercer sobre los actos externos; pero si estos, que se
presentan como signos de un estado interior del alma, no se corresponden con
ese estado interior, o incluso se dan con un estado interior contrario a ellos,
entonces esos actos externos se convierten en «actos de hipocresía, y de mala fe,
o de infidelidad e insubordinación contra la conciencia»25.
El segundo argumento está tomado del carácter del Evangelio y del
cristianismo. Este se contrapone al judaísmo en cuanto que es mucho más
espiritual y atiende mucho más a la condición racional del hombre. Además, «la
característica principal de Jesucristo, y la cualidad dominante, por decirlo así, de
su persona, ha sido la humildad, la paciencia, la mansedumbre […]. Sus
apóstoles han seguido el ejemplo de su mansedumbre y nos han inculcado que
los imitemos a ellos y a su Maestro»26. ¿Qué puede haber, por tanto, más
contrario a este espíritu que «las prisiones, los destierros, el pillaje, las galeras, la
insolencia de los soldados, los suplicios y las torturas?»27.
Pero Bayle no se olvida de advertir que su obra es filosófica, que él «actúa
como filósofo». Desde esta perspectiva, la justificación de esos actos de
persecución no se puede basar en un fin sobrenatural, tal como, por ejemplo, la
salvación del alma, o la expansión de la Iglesia como institución divina
establecida para procurar bienes o fines superiores a los meramente naturales.
Por consiguiente, a la luz de la razón, árbitro supremo, esos procedimientos
aparecen como «crímenes», «destructivos de toda la Moral divina y humana»28.
Con esto ya tiene Bayle asegurada la fundamentación del rechazo de la
coacción, como procedimiento apropiado para infundir la religión. Como se ve,
con argumentos nada escépticos, a no ser con respecto a la Revelación, es decir,
con respecto a la religión en cuanto revelada o positiva; que, por lo demás,
tampoco es negada o rechazada, sino simplemente puesta bajo la guía o tutela de
la razón. Luego propone una serie de argumentos que podemos calificar de
menores, en cuanto que son ad hominem, dirigidos al cristianismo en general,
frente a los no cristianos o infieles, frente a los mahometanos en particular y
frente a los perseguidores de los primeros cristianos; se tiene en cuenta también
que durante mucho tiempo los Padres de la Iglesia no pensaron en la coacción
como procedimiento de favorecer la religión, en concreto hasta «el siglo de
Teodosio y de San Agustín», y que por sí solos los edictos reales no pueden ser
una justificación suficiente para perseguir a los herejes. Se termina la
argumentación por un último argumento ad hominem; pero enfrentando ahora a
las diversas sectas o partidos o religiones cristianas entre sí: si el texto del
Evangelio (Lc 14,23) «fuérzales a entrar» hubiera de entenderse en sentido
literal, todo el mundo cristiano tendría que convertirse en un campo de batalla,
entre las naciones de distintos sentimientos religiosos y, dentro de cada nación,
entre los que se adscribieran a distintas sectas u orientaciones. Porque, «como
cada una de ellas se cree ortodoxa, es claro que, si Jesucristo hubiera prescrito la
persecución, cada secta se creería obligada a obedecerle, persiguiendo a ultranza
a todas las demás»29. No cabe duda de que aparece aquí la argumentación
escéptica frente a las diversas fracciones dentro del cristianismo. Pero aun este
escepticismo, referido tan solo a la diversidad de confesiones cristianas, se
reduce aún más, incluso con respecto a esta diversidad, por esta advertencia:
«Las oscuridades de la Escritura apenas si recaen más que sobre los dogmas
especulativos; los referentes a la Moral, al ser más necesarios para el
mantenimiento de las sociedades y para que el vicio no acabe de extinguir lo que
queda de virtud, resultan más inteligibles para todos»30.
A lo que principalmente tiene que hacer ahora frente Bayle es a las
objeciones o dificultades que se pueden presentar a su postura. La primera es la
de que la coacción no trata de infundir directamente las convicciones religiosas,
sino de facilitar indirectamente la acción de la predicación, de la enseñanza y de
la exposición de las ideas. Bayle no niega la eficacia de las medidas de fuerza,
pero niega que esa eficacia sea buena, en el sentido de la convicción interior, que
es lo que importa: los que sinceramente amen la verdad y la prefieran a las
comodidades de la vida no harán más que confirmarse en sus convicciones; en
cambio, los que abandonarán estas con facilidad, al menos externamente, serán
los más débiles y más apegados al mundo y a sus comodidades. Frente al
optimismo de san Agustín, que creía en las manifestaciones de entusiasmo de los
recién convertidos y dejaba al juicio de Dios decidir de la sinceridad de los casos
dudosos, Bayle tiene las más duras palabras para los recién convertidos al
catolicismo en Francia bajo la presión de la fuerza:
Han sucumbido casi todos a la tentación; unos siguiendo convencidos de que su religión era
buena y la de Roma detestable; otros dejándose llevar poco a poco a la indiferencia religiosa […].
Los que aparentan ser devotos e incluso pasar a ejercer la persecución son todavía peores, porque la
mayor parte no actúan más que por vanidad y por avaricia; no quieren que se sospeche de ellos que
han cambiado sin estar persuadidos, y además aspiran a las pensiones y Beneficios, lo cual significa,
en otras palabras, que no creen en Dios más que a beneficio de inventario31.
Otra observación, que Bayle propone como argumento a su favor pero que
se comprende mejor como objeción, es la referente a si los edictos reales pueden
considerarse suficientes para justificar, al ser infringidos, la coacción a los
disidentes religiosos. Bayle responde, en buen iusnaturalismo, siguiendo a santo
Tomás de Aquino, que los edictos no bastan por sí mismos para justificar una
sanción, porque pueden ser nulos, y lo serán en el caso de que el que los da se
haya excedido en su poder. Bayle parece que va demasiado lejos (respecto a sus
propias pretensiones) cuando afirma que este exceso en el poder se da en los
casos de los edictos contrarios a la conciencia de los súbditos32 y que, por tanto,
esos edictos o leyes que afectan a la conciencia carecen de autoridad y son
absolutamente nulos. Pero luego resulta que esa nulidad queda reducida a los
casos estrictamente referentes a la conciencia, es decir, que tengan por objeto la
conciencia misma, cuestiones de conciencia, como las de «creer ciertas cosas o
de servir a Dios según ciertos ritos». Porque todos los demás casos parecen estar
cubiertos por «una excepción», suficientemente amplia, como para abarcar
incluso las doctrinas que perturben la paz pública33. Entre estas doctrinas se
incluyen las negadoras de toda religión, es decir, la de los ateos; porque,
al estar obligados los magistrados por la ley eterna a mantener la paz pública y la seguridad de
todos los miembros de la sociedad que gobiernan, pueden y deben castigar a todos aquellos que
vayan en contra de las leyes fundamentales del Estado, y entre ellos se acostumbra a incluir a todos
aquellos que suprimen la Providencia y todo el temor de la justicia divina34.
Como «la conciencia es la voz y la ley de Dios con respecto a cada
hombre»35, los ateos no pueden apoyarse en ella, alegando el principio de que
«hay que obedecer a Dios antes que a los hombres», que es el que se puede
considerar como «una barrera impenetrable para todo juez secular y como el
asilo inviolable de la conciencia». Similar a la de los ateos es la situación que
Bayle asigna a los que defiendan y quieran enseñar doctrinas favorables a «la
sodomía, el adulterio, el asesinato…»: «Como atacan las leyes políticas de la
sociedad, se colocan en el caso en el que los soberanos no respetan la alegación
de la conciencia»36. Tampoco tienen derecho a la tolerancia, según Bayle, las
opiniones que sean «por su naturaleza y directamente contrarias a la tranquilidad
de los Estados y seguridad de los soberanos», y a este propósito le parece bien
que se tenga cuidado con los «papistas», quitándoles, «por medio de buenas y
severas reglamentaciones», la posibilidad de hacer daño37. En concreto le
parecen peligrosos los católicos en el punto de la seguridad de obediencia a los
soberanos, porque disponen de un «jefe espiritual» que los puede desvincular del
juramento de fidelidad a esos soberanos38.
Es, pues, en la defensa de la conciencia en lo que se concentra Bayle y, más
en concreto, en la defensa de la conciencia religiosa, con respecto a las cosas que
hay que creer y con respecto al modo como se ha de honrar y servir a Dios. Esta
conciencia no es solo un derecho que se puede defender; es una obligación que
Dios nos ha impuesto, la manera, adecuada a nuestras posibilidades, de
satisfacer nuestro deber de «buscar sincera y diligentemente la verdad»39. Dios
no ha podido imponernos sino «una carga proporcionada a nuestras fuerzas, que
consiste en buscar la verdad y pararnos en lo que nos parece que lo es, después
de haberla buscado sinceramente, en amar esta aparente verdad y en regirnos
por sus preceptos, por muy difíciles que sean»40. En este contexto es en el que
hay que interpretar las expresiones que Bayle gusta de repetir: que «el error
disfrazado de verdad está en posesión de todos los derechos de la verdad», que
«estamos obligados a tener los mismos respetos por la verdad putativa que por
la real», que «esta verdad putativa ocupa para nosotros el lugar de la verdad real»,
porque «la conciencia es lo que se nos ha dado como piedra de toque de la
verdad, cuyo conocimiento y amor se nos ha impuesto». Y es en este mismo
contexto donde hay que situar la afirmación de que «nos es imposible, en la
situación en que nos encontramos, conocer con certeza que lo que nos parece
verdad es la verdad absoluta». Todo lo que el hombre puede hacer es que
«algunas cosas de las que examina le parezcan verdaderas y otras falsas. Lo que
hay que mandarle, pues, es que procure que las que son verdaderas se lo
parezcan; pero, sea que tenga éxito, sea que las cosas que son falsas le parezcan
verdaderas, lo que tiene que hacer después de todo esto es seguir su
convicción»41.
En su Carta sobre la tolerancia Locke parte de ciertos supuestos comunes con
Bayle, como son los de referirse a la tolerancia mutua entre las diversas
confesiones cristianas y la afirmación de que cada una de estas se considera a sí
misma como ortodoxa, teniendo por tanto a las demás como heréticas42. Hay
también múltiples coincidencias en la argumentación a favor de la tolerancia; así,
por ejemplo, en el argumento que se basa en la doctrina de Cristo y de sus
apóstoles, aun cuando en Locke está destacado, al pasar al primer lugar, y
aprovechado a fondo, para argumentar ad hominem, frente a los que se ensañan
con los herejes y se muestran en cambio claramente tolerantes respecto a los
pecadores; que también se colocan en una situación contraria a su salvación y
actúan en contra de la gloria de Dios43.
Pero el argumento principal a favor de la tolerancia (en el sentido en que
aquí la estamos entendiendo primordialmente, de exención de sanciones
estatales) lo toma Locke de la distinción entre la Iglesia y el Estado, tanto por
sus fines como por los medios de que se valen. El Estado es «una sociedad
humana establecida solamente para conservar y promover los bienes civiles,
entendiendo por tales la vida, la libertad, la integridad y bienestar del cuerpo, y la
posesión de cosas externas, tales como tierras, dinero, mobiliario, etc.»44. La
jurisdicción del magistrado estatal está, pues, orientada a garantizar la posesión
de estos bienes, tanto al pueblo en general como a los diversos ciudadanos en
particular. No puede extenderse, por tanto, a procurar la salvación del alma. Y
esto se prueba en particular porque esta salvación se ha de conseguir ante todo
por la fe, que no se puede lograr por prescripción del magistrado, sino que ha de
consistir en la íntima persuasión de la mente, sin la cual no valen nada los actos
religiosos externos; antes al contrario, se convierten en actos de hipocresía y de
desprecio a la divinidad45. Pero todavía se ve esto más claro si tenemos en
cuenta los medios propios del Estado y de los magistrados estatales, que no
pueden ser otros que la imposición de penas a los transgresores de sus leyes y
mandatos, para lo que disponen del uso de la fuerza; es más, «todo su poder
consiste en el uso de la fuerza», así como «pierden todo su vigor las leyes que no
llevan aneja ninguna pena»46. Está claro, pues, que por estos medios no se puede
infundir la religión, ya que el entendimiento humano es precisamente de tal
naturaleza, que no se le puede obligar por medio de una fuerza externa: el juicio
interno de la mente queda al margen de esos procedimientos, que no tienen
nada que ver con la persuasión; lo que esta necesita es luz para ver, porque,
mientras no vea otra cosa, la mente no puede cambiar de opinión, y esa luz no la
pueden proporcionar los sufrimientos del cuerpo.
Puede sorprender esta concepción del poder estatal y de sus leyes, frente al
aparente «iusnaturalismo» de los Tratados sobre el gobierno civil. Sin embargo, en esa
misma obra se insinúa una concepción semejante, al indicar que «la ley natural, al
igual que todas las demás leyes que afectan al hombre en este mundo, sería inútil
si no hubiera quien tuviera el poder de ejecutarla, defendiendo así a los
cumplidores y reprimiendo a los infractores»47. De manera más clara se expresa
esta concepción, de toda norma de la conducta humana, en el Ensayo sobre el
entendimiento humano, al advertir que, «puesto que sería totalmente inútil suponer
una norma de los actos libres del hombre sin añadirle la aplicación de un bien o
un mal, para determinar su voluntad, hemos de suponer, dondequiera que
supongamos una ley, también un premio o un castigo anejo a esa ley», en esta o
en «otra vida»48; idea que el propio Locke conecta con su concepción
hedonista49.
Lo que no debe sorprendernos ya, después de esto, es que la propia Iglesia
esté concebida por Locke como un medio de conseguir, gracias a la salvación
del alma, la felicidad: se la define como «una sociedad voluntaria de hombres
que libremente se reúnen para rendir públicamente culto a Dios, del modo que
creen grato a la divinidad, en orden a la consecución de la salvación de sus
almas». Y, así como esta es la «única causa de entrar en la Iglesia, así también es
la única pauta para decidir la permanencia en ella»; no puede haber otros
vínculos, sino los que «procedan de la certeza de la expectativa de la vida
eterna»50.
A pesar de las expresiones referentes a la publicidad del culto, no tenemos
que olvidar el carácter voluntario y libre que para Locke tiene la Iglesia como
sociedad, dependiente de la libre decisión de cada uno. Por consiguiente, tiene
también carácter privado, e incluso no llega a lo que pudiéramos llamar con
cierta propiedad «institución». El único texto del Evangelio que Locke destaca es
el de Mt 18, 20: «Dondequiera que dos o tres se reúnan en mi nombre, allí estoy
yo en medio de ellos.» Puede decirse que la pertenencia a la Iglesia está
concebida como un negocio privado, a cambio de la expectativa de la vida
eterna; incluso con Dios esta expectativa juega como la contraprestación que se
espera por el culto que se le rinde51.
Sobre estas bases se establecen los diversos deberes de tolerancia que
corresponden a las distintas Iglesias, a los ciudadanos particulares, a los que
tienen un cargo eclesiástico y finalmente a los magistrados estatales: «Si alguien
se aparta del camino correcto, allá él con su desgracia; a ti no te hace ningún
daño»; «corresponde a cada uno juzgar en suprema y última instancia de su
propia salvación, porque se trata solamente de un asunto suyo, sin que los ajenos
puedan experimentar por eso ningún detrimento»52. No cabe duda de que todo
esto manifiesta un talante y una ideología liberal, pero también se pone de
manifiesto una actitud «burguesa», que no resulta nada atractiva, y menos en
materia de religión. En todo caso, el espíritu cristiano y evangélico, que parecía
ser un supuesto claro, del que se partía al principio con decisión, es difícil de
reconocer en estas actitudes, si no es precisamente partiendo de interpretaciones
«burguesas» del propio cristianismo. Parecen más afortunados los textos que
insisten en el carácter interior, de convencimiento, propio de los actos religiosos,
y en la incapacidad de los poderes del Estado para resolver nada en ese
terreno53, aun cuando solo se gana en la expresión, no en la profundización, con
respecto a P. Bayle.
Muy próximo a este está también Locke en las exclusiones de la tolerancia:
en primer lugar, las doctrinas contrarias a la sociedad o a las «buenas costumbres
que son necesarias para mantener la sociedad civil»; en segundo lugar se
menciona, de manera encubierta pero inequívoca, a los católicos, al referirse a
los que, no cruda y claramente pero sí con otras palabras, vienen a decir que no
hay que mantener las promesas de fidelidad, que se puede destituir a los
príncipes de distinta religión…; finalmente los ateos, porque no pueden quedar a
salvo con estos «ni la fidelidad, ni los pactos, ni los juramentos»54.
Por estas exclusiones, que, como hemos indicado, son similares a las de
Bayle, así como por el modo general de razonar ambos a favor de la tolerancia,
se ve el puesto que para ellos ocupa realmente la religión: el de una parte o
sección de la moral, el sector de esta referente a nuestras obligaciones para con
Dios; y como estas se deducen racionalmente, se trata de la religión natural, no
de una religión revelada o positiva, y si se trata de esta, es en cuanto se la
compara con el dictamen de la razón, árbitro supremo y «tribunal que juzga en
última instancia»55; la religión no viene a ser, pues, más que una parte, y como
tal subordinada al conjunto, de la moralidad (esta a su vez está orientada ante
todo al servicio del bien público, entendiendo por tal, al menos
primordialmente, el del Estado).
Esa misma subordinación es la que se advierte en la disertación sobre el
tema de la tolerancia, pocos años posterior a los escritos de Bayle y Locke, del
alemán Christian Thomasius (1655-1728): An haeresis sit crimen? (Sobre si la herejía
es un delito penal), del año 1697. Con una desconfianza similar a la de Bayle con
respecto a las cuestiones especulativas de la religión56, concentra su interés por
la misma en el «amor de Dios y del prójimo»57.
Llevado además de su antiintelectualismo, contrario al «error pestilente y
común a todos los filósofos paganos, de que el entendimiento es el que puede
corregir a la voluntad»58, Thomasius piensa que son los actos de esta los que
realizan esencialmente la religión59, con lo cual se complica la tarea de demostrar
que la herejía no puede ser delito, es decir, que tiene que estar exenta de la
imposición de cualquier pena por parte del Estado. Y, sin embargo, para probar
esta exención, no solo de la herejía, sino también de la predicación o divulgación
de las doctrinas que puedan ser consideradas como heréticas, Thomasius razona
en términos que parecen presuponer que se trata de cuestiones intelectuales. De
manera semejante a Bayle o Locke, nos dice: «Convencer no es forzar a confesar
que algo es verdad, valiéndose de la autoridad judicial o de actos que atemoricen,
sino demostrar el error amistosamente, por el peso de las razones o por medio
de la eficacia y la influencia espirituales, por medio del discurso y de preguntas
sin malicia»60. Para razonar así, parece apoyarse en un doble fundamento: por un
lado, la opinión general, que ve en la herejía efectivamente una cuestión
intelectual (se trataría, por tanto, de una argumentación más bien ad hominem)61;
por otro, la coincidencia por parte de Thomasius con esa opinión general, en
que las cuestiones de herejía, aun cuando tengan por «causa primaria y moral» a
la voluntad, «sin embargo, de manera inmediata, consisten secundaria y
físicamente en actos del entendimiento»62.
Pero la argumentación fundamental de Thomasius, y más peculiar suya, es la
que se refiere a la «diferencia entre el simple vicio moral y el delito que lleva
consigo una pena». Porque «hay muchos vicios incluso de la voluntad que están
exentos de toda pena humana». En especial, está exenta de toda pena la mera
intención o planificación interna, incluso del delito (Thomasius recuerda aquí el
adagio «cogitationis poenam nemo patitur»). Por consiguiente, «con mucha más
razón estará exenta de pena la intención o planificación de un error»63. Se trata
de una argumentación que por lo demás se apoya en supuestos comunes a
Thomasius con Bayle y Locke: que la competencia de los gobernantes no se
refiere más que a la seguridad externa (orden público) y que esta no se altera por
las diferencias de opinión en materia religiosa, ni siquiera por la predicación o
divulgación de esas doctrinas, sino más bien por la oposición de quienes se
niegan a tolerarlas64; aun cuando, en los casos de Bayle y Locke, con las
exclusiones indicadas.
Sobre estas bases se puede entender mejor la doctrina de Thomasius
referente a la distinción entre Moral y Derecho, ya que el ideal que en ella
persigue, como en general a través de toda su vida, se puede decir que es
precisamente el de «constituir una esfera de subjetividad sustraída a la coacción»
y, por consiguiente, «no se comprende su filosofía del Derecho en la distinción
de Moral y Derecho sin tener en cuenta la premisa de la tolerancia»65.
Se comprende también que, llevado de ese ideal, use a veces Thomasius
expresiones demasiado tajantes, como cuando atribuye a la Moral las «acciones
internas»; al Derecho, en cambio, las «externas»66. De sobra debía saber
Thomasius que es muy difícil, si no imposible, que una acción se quede en
meramente interna, puesto que se refirió ampliamente a las manifestaciones o
signos exteriores de las facultades internas, advirtiendo que a veces es posible
conocer infaliblemente por el aspecto de la cara, e incluso por la sola mirada, las
pasiones y afectos interiores, sobre todo los viciosos, porque los buenos o
virtuosos es más frecuente que sean simulados67. Todavía más claro debía serle
que las acciones externas son manifestación de actos internos de voluntad68.
Íntimamente vinculado con ese capítulo de diferenciación está el de la
diversidad de bienes a que se orientan la Moral y el Derecho. La primera lo hace
hacia el bien de la paz interior, es decir, de las pasiones, dominando las
concupiscencias, en especial las tres fundamentales: el ansia de placer corporal,
la avaricia y la ambición de mando69. El Derecho, en cambio, se orienta hacia el
mantenimiento de la paz exterior, o hacia su restablecimiento, en caso de que
haya sido perturbada70.
Por lo mismo que el Derecho se orienta hacia la finalidad de la paz exterior,
es decir, entre los diversos individuos humanos, está claro que siempre
presupone por lo menos dos sujetos, dos individuos humanos71. En contraste, la
Moral ha de suponerse que se puede dar con referencia a un solo sujeto y que, a
diferencia del Derecho, puede implicar deberes u obligaciones para con uno
mismo72.
Otra diferencia que podemos señalar entre la Moral y el Derecho es que este
responde a un criterio negativo: «No hagas a otro lo que no quieras que te hagan
a ti»; mientras que la Moral responde a una regla positiva: «Haz con respecto a ti
lo que quieras que los demás hagan con respecto a sí mismos»73. De nuevo
parece que el afán de diferenciación lo ha llevado a Thomasius demasiado lejos
en las expresiones, porque, aun cuando en el Derecho prevalecen con mucho los
deberes negativos, no pueden descartarse del todo en él los deberes positivos.
Pero la característica más importante de las que Thomasius señala para
diferenciar el Derecho de la Moral es la de la coacción: no es solo la que tiene en
él mayor relieve, sino también la que más iba a llamar la atención en su época
(especialmente sensibilizada por los problemas de la tolerancia) y en las
posteriores. Thomasius se encuentra aquí con graves dificultades. En primer
lugar, está el significado habitual en su tiempo del término «Derecho» (ius), que
abarcaba el natural, junto con el de gentes y el civil o estrictamente positivo; y a
su vez, al mismo tiempo, el natural podía entenderse en un sentido amplio,
referido a «todos los preceptos morales que dimanan de la razón», abarcando,
por tanto, también los de la Moral en general. Thomasius contrapone a este
concepto amplio otro estricto: el que se refiere a lo jurídico propiamente dicho.
Pero la verdad es que la característica de la coacción no puede aplicarse al
Derecho natural, que es definido en general (es decir, referido simultáneamente
al sentido amplio y al estricto) como «el que se conoce por el razonamiento de la
mente tranquila», sin necesidad de revelación o anuncio por parte de una
autoridad74. Por eso los intérpretes están de acuerdo en que para Thomasius el
Derecho natural deja de ser Derecho o, en otros términos, que se deja a un lado
el sentido estricto del mismo75.
Pero hay otra dificultad más grave, en cuanto más de fondo: que Thomasius,
siguiendo en esto a Locke, sobre todo al Locke del Ensayo sobre el entendimiento
humano, no concibe una acción humana voluntaria que no esté inspirada por la
esperanza (de un bien) o el miedo (de un mal)76. Resultaría entonces que la
coacción sería también aplicable a la Moral, no solo al Derecho o, más
exactamente, sería inseparable tanto de la Moral como del Derecho. Thomasius
adopta aquí la postura de distinguir entre una obligación externa, propia del
Derecho, y una obligación interna, propia de la Moral. La primera estaría
movida o inspirada por «la esperanza de un beneficio o el miedo de un peligro
que no son ciertos, por depender del arbitrio humano, que puede ser burlado
con astucia o por cualquier otro medio», mientras que, en cambio, la obligación
interna, propia de la Moral, estaría movida por la conciencia de un peligro o de
un beneficio naturales, es decir, dispuestos por Dios mismo, y que, por
consiguiente, hay que considerar como insoslayables, como inevitablemente
conectados con la acción misma77. Thomasius no sigue a Locke en conectar el
mal o el beneficio que se esperan de la acción mala o buena moralmente con la
otra vida, con la idea de la salvación del alma78; el mal o el bien a los que él se
refiere son los que se siguen de la acción misma en esta vida: mal o bien que
pueden no ser inmediatos, o pueden estar ocultos, pero que sin embargo se
seguirán naturalmente, por la propia naturaleza de las cosas, de la acción que se
realiza; es, pues, cuestión de cálculo, de prudencia o sabiduría de la vida79; se
trata de moderar los afectos, apetitos o pasiones, en orden a conseguir la mayor
felicidad en esta vida. Thomasius no deja dudas a este respecto; como norma
suprema del Derecho natural en sentido amplio, es decir, en cuanto abarca
también la Moral, establece: «Hay que hacer lo que da por resultado una vida
más larga y más feliz; y hay que evitar lo que nos hace desgraciados y lo que nos
acelera la muerte»80.
Los problemas que en general provoca esta postura son los mismos que
provoca el epicureísmo o cualquier otra postura hedonista81. Pero en particular
el problema que plantea para una adecuada comprensión del concepto de
obligación, tanto de la moral como de la jurídica, ha sido sin duda una fuerte
hipoteca que Thomasius nos dejó, junto con su valiosa herencia.
1 H. Kamen, Nacimiento y desarrollo de la tolerancia en la Europa moderna, trad. de M. J. del Río, Madrid,
Alianza, 1987, pág. 189.
2 Según atestigua Voltaire en su Tratado sobre la tolerancia (1763), escrito precisamente «con ocasión de la
muerte de Jean Calas».
3 La obra de P. Bayle en su primera edición se atribuía a un autor inglés y llevaba un largo título, que
comienza así: Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ, contrain-les d’entrer… (Comentario filosófico
sobre las palabras de Jesucristo «fuérzales a entrar»…).
4 Cfr. L. Kolakowski, «Toleranz und Absolutheitsansprüche», en Enzyklopädische Bibliothek, Christlicher
Glaube in moderner Gesellschaft, t. 26, Friburgo de Brisgovia, Herder, 1981, págs. 7 y sigs., en especial pág. 9.
5 Destacaremos entre ellas el hecho de que a principios del siglo V se vivía todavía en el ambiente
político del Imperio romano y de la concepción griega y romana del Estado. En concreto, con respecto a la
religión, se pueden suscribir estas afirmaciones: «La unión íntima de la religión y del Estado está tan
arraigada en las tradiciones del mundo antiguo, que el triunfo del cristianismo no pudo traer sobre este
punto transformaciones radicales. En lo que respecta a los cristianos, fácilmente se les podía persuadir de
que la separación de la Iglesia y del imperio, en tiempos de persecución, era un estado violento, anormal,
que debía acabar con la conversión de los emperadores. Y en cuanto a los jefes del imperio, se persuadían
fácilmente de que los asuntos religiosos continuaban siendo de competencia del Estado. Así,
progresivamente, se desarrolló el cesaropapismo, réplica cristiana del antiguo cesarismo religioso» (J. Lecler,
Historia de la tolerancia en el siglo de la Reforma, trad. de A. Molina Meliá, Alcoy, Marfil, 1969, t. I, págs. 83-84.
6 San Agustín, carta 93, a Vicente, donatista (año 408), V, 17, en Obras, ed. bilingüe, VIII, Cartas, trad.
de L. Cilleruelo, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1951, pág. 612 (en este, como en todos los
demás casos, la cita se refiere únicamente a la página del texto latino, porque la traducción es propia). Una
buena muestra de esa actitud paciente y dialogante la podemos observar en la carta 23, a Maximino, obispo
donatista (año 392), 7, en Obras, VIII, págs. 104-106. Cfr. también la carta 185, a Bonifacio (año 417), VII,
25, en Obras, XIa, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1972, pág. 472. Esta carta, la 185, junto con la
93, son las dos cartas publicadas en Francia en el siglo XVII, con ocasión de la revocación del edicto de
Nantes. A ellas nos referimos de manera especial.
7 San Agustín, Obras, VIII, pág. 612. Sobre la evolución de san Agustín a este respecto, cfr. P. Brown,
Biografía de Agustín de Hipona, trad. de S. y M. R. Tovar, Madrid, Revista de Occidente, 1970, págs. 307 y sigs.
8 Cfr. carta 87, 7; carta 93, 2, y carta 185, 33, en san Agustín, Obras, VIII, págs. 544 y 594, y XIa, pág.
479. Esto parece indicar un cambio en la idea sobre la finalidad de la ley humana positiva, a la que san
Agustín había asignado solamente la de «mantener la paz». Cfr. supra, pág. 169.
9 Carta 93, 5, y carta 185, 24, en san Agustín, Obras, VIII, pág. 596, y XIa, págs. 470-471.
10 He aquí algunas muestras o manifestaciones de ese convencimiento: «Los mártires no los hace el
sufrimiento, sino la causa»; «lo que hay que tener en cuenta no es si se fuerza a alguien, sino a qué se le
fuerza»; «cuando las autoridades favorecen a la verdad, hacen digno de alabanza al que se enmienda; pero
cuando son enemigas de la verdad y persiguen a alguien, hacen digno de alabanza al que sale de la prueba
coronado como vencedor»; «hay una persecución injusta, que es la que hacen los impíos a la Iglesia de
Cristo, y una justa, que es la que hace a los impíos la Iglesia de Cristo» (cartas 89, 2; 93, 16 y 20; 185, 11, en
san Agustín, Obras, VIII, págs. 564, 612 y 616, y XIa, págs. 456-457).
11 San Cipriano, carta a Jubaianus (año 256), XXI, en Migne, Patrol. Lat., 3, col. 1123. El mismo
principio en carta 62, a Pomponius, IV, en Migne, Patrol. Lat., 4, col. 371.
12 Carta 93, 17, en san Agustín, Obras, VIII, pág. 612.
13 «Alguien puede entrar en el templo a despecho suyo y puede acercarse al altar y recibir el sacramento
muy a pesar suyo; lo que no puede es creer no queriendo» (san Agustín, Tratados sobre el Evangelio de san Juan,
26,2, en Obras, XIII, trad. de T. Prieto, Madrid, Biblioteca de Autores Cristianos, 1968, pág. 575; santo
Tomás de Aquino recoge este texto en S. Th., II-II, q. 10, a. 8). Una frase semejante, y referida a la moral en
general, en Confesiones (I, 12, 19): «Nadie que obra contra su voluntad obra bien, aun cuando sea bueno lo
que hace.»
14 Sobre esas violencias es especialmente explícita la carta 185. Tenemos que prescindir, naturalmente,
del relato de los casos concretos, pero podemos recoger este párrafo, de carácter más general: «¿Qué señor
no se ha visto obligado a tener miedo de su siervo, en el caso de que este hubiera recurrido al patrocinio de
aquellos? ¿Quién se atrevía siquiera a amenazar al que venía a destruir? ¿Quién podía exigir nada al que se
llevaba los géneros de las tiendas, ni a cualquier deudor que les pidiera su ayuda y defensa? Por temor a las
palizas, a los incendios y a la misma muerte se rompían las tablas de los siervos peores y se los dejaba libres.
Por la fuerza se devolvían a los deudores los títulos de sus deudas. Los que no hacían caso de sus duras
palabras se veían obligados a hacerlo de los golpes, aún más duros, y a hacer lo que les mandaban. Las casas
de los inocentes que los ofendían eran arrasadas hasta los cimientos o se las incendiaba» (carta 185, 15, en
san Agustín, Obras, XIa, pág. 461).
15 Carta 93, 17, en san Agustín, Obras, VIII, págs. 612-614.
16 Carta 89, 7, en san Agustín, Obras, VIII, págs. 570-572.
17 Carta 185, 13, en san Agustín, Obras, XIa, pág. 459.
18 Carta 185, 19, en san Agustín, Obras, XIa, págs. 464-465.
19 Sobre este tema de la intolerancia protestante, cfr. H. Kamen, ob. cit. [nota 1], especialmente el
capítulo 2, págs. 22 y sigs. Con más amplitud está tratado el tema en J. Lecler, ob. cit. [nota 5].
20 Cfr. P. Bayle, Commentaire philosophique sur ces paroles de Jésus-Christ, contrain-les d’entrer…, «Preface», en
OEuvres diverses, Hildesheim, G. Olms, II, 1965 (reproduce la edición de La Haya de 1727), pág. 360.
21 H. Kamen, ob. cit. [nota 1], pág. 229.
22 Así, al parecer, G. Peces-Barba, «Notas para la historia de la tolerancia en Francia, en los siglos XVI y
en Anuario de Derechos Humanos, 3, Madrid, Universidad Complutense de Madrid, 1985, pág. 250 («el
propio Bayle, en la misma obra ya citada, parte de una posición escéptica para defender no solo la
tolerancia, sino incluso los derechos de la conciencia errónea»).
XVII»,
23 Por lo demás, el que parece ser el más autorizado comentarista de Bayle pone en cuestión esa
atribución general de escepticismo: «A Bayle se lo clasifica tradicionalmente entre los filósofos escépticos, y
esta adscripción es aceptable, a condición de que se designe únicamente con ese vocablo a un hombre que
examina antes de afirmar, y no afirma sino en el caso de que ese examen haya eliminado todas sus dudas
[…]. En realidad, si se quiere designar a Bayle con un nombre que caracterice realmente la forma de su
pensamiento, es preciso renunciar al término ambiguo y gastado de escéptico: Bayle es un crítico en el
sentido moderno del término.» Esto es especialmente aplicable, según el mismo comentarista, al campo de
la práctica: «La razón no tiene la función única de juzgar de lo verdadero y de lo falso, sino que juzga
también de lo bueno y de lo malo. Si se mira de cerca, se distingue en Bayle una separación muy neta de
estos dos usos de la razón. Y esa separación tiene una importancia fundamental para entender sus
doctrinas. Si en cuestiones especulativas la razón queda estéril al limitarse a los axiomas lógicos, y se
extravía y contradice al aplicarse a los grandes problemas de la metafísica, en cambio en los axiomas
prácticos aparece como la norma inmutable de la verdad moral. Las religiones, los sistemas metafísicos
varían con las latitudes, se sustituyen y se destruyen mutuamente: pero en todos los tiempos y en todos los
países la verdad práctica es la misma» (J. Devolve, Religion, critique et philosophie positive chez Pierre Bayle,
Ginebra, Slatkine Reprints, 1970 [es una reimpresión de la edición de París del año 1906], págs. 86 y 99100).
24 P. Bayle, Commentaire…, I, I, pág. 368.
25 P. Bayle, Commentaire…, I, II, pág. 371.
26 P. Bayle, Commentaire…, I, III, págs. 373-374.
27 P. Bayle, Commentaire…, I, III, pág. 374.
28 P. Bayle, Commentaire…, I, I, pág. 367, y I, IV, pág. 374.
29 P. Bayle, Commentaire…, I, X, pág. 391.
30 P. Bayle, ibíd.
31 P. Bayle, Commentaire…, II, II, pág. 399.
32 P. Bayle, Commentaire…, I, VI, pág. 384.
33 P. Bayle, Commentaire…, II, V, pág. 412.
34 P. Bayle, Commentaire…, II, IX, pág. 431.
35 P. Bayle, Commentaire…, I, VI, pág. 384.
36 P. Bayle, Commentaire…, II, IX, pág. 431.
37 P. Bayle, Commentaire…, II, V, pág. 412.
38 P. Bayle, Suplément du Commentaire…, XXI, en OEuvres diverses, II, ob. cit. [nota 20], pág. 560.
39 P. Bayle, Commentaire…, II, X, pág. 441.
40 P. Bayle, Commentaire…, II, X, pág. 437.
41 P. Bayle, Commentaire…, II, X, pág. 433.
42 J. Locke, A Letter Concerning Toleration, edición bilingüe (latín e inglés) de M. Montuori, La Haya, M.
Nijhoff, 1963, págs. 6-7. Esta obra de Locke, quien coincidía con Bayle en estar exiliado también en
Holanda, se publicó primero en latín (en 1689, aun cuando había comenzado a elaborarse en 1685, es decir,
antes que la obra de Bayle, que es de 1686), y se tradujo inmediatamente al inglés, aparte del francés y el
holandés. Posteriormente, Locke escribió otras tres cartas sobre el mismo tema (la cuarta sin terminar)
aclarando y ampliando las ideas de la primera. De esta hay varias traducciones recientes al español.
43 J. Locke, A Letter Concerning Toleration, págs. 8-13. La mayor tolerancia para con los pecadores que
con los herejes o cismáticos se remonta, por lo menos, a san Agustín, que se apoyaba en las parábolas de
Cristo que comparan a la Iglesia con un campo de trigo entre el que se ha mezclado cizaña y con una red
echada al agua y que coge peces malos y buenos. Siguiendo la explicación que da el mismo Evangelio (Mt
13,36-43 y 47-50), san Agustín recomienda en este caso de los pecadores tratarlos con tolerancia, para no
arrancar el trigo, tomándolo confundido como cizaña, y para no romper las redes, al pretender apartar de
ellas los peces malos: es mejor esperar al tiempo de la recolección, cuando ya se siega el trigo, o a llegar a la
orilla, para seleccionar con calma los peces buenos de los malos. La disparidad de la situación de los
pecadores con la de los herejes estaría en que estos no están dentro del campo o de la red, es decir, de la
Iglesia. La visión que tiene de esta san Agustín es, pues, institucional, mientras que la que tiene Locke ya
veremos que no es nada institucional. En consecuencia, mientras que para este no se puede ni siquiera
saber quién está dentro y quién está fuera, para san Agustín no solo se puede saber eso, sino que el mero
hecho de estar dentro implica ventajas, al menos en el sentido de posibilidades o expectativas de ventajas.
San Agustín, Obras, VIII, ob. cit. [nota 6], pág. 776.
44 J. Locke, A Letter Concerning Toleration, pág. 14.
45 Con esto hemos desembocado, como se ve, en el principal argumento de Bayle.
46 «Tota illius potestas consistit in coactione» (pág. 18); «Si nullae adjunctae sint poenae, legum vis perit»
(pág. 20).
47 J. Locke, The Second Treatise of Government, II, 7, Oxford, Basil Blackwell, 1966, pág. 6.
48 J. Locke, Of Human Understanding, II, 28 (6) y (8), en Works, Aalen, Scientia, 1963, II, págs. 97 y 98.
Los textos de la Carta referentes al poder y a las leyes estatales pueden ser, pues, nuevos argumentos a favor
de una interpretación de Locke en sentido hobbesiano, añadidos a los ya propuestos, entre otros, por L.
Strauss, Natural Right and History, Chicago-Londres, University of Chicago Press, 1971, págs. 202 y sigs.
49 Cfr. J. Locke, ob. cit. [nota anterior], II, 20 (2) y 21 (42), en Works, I, págs. 231 y 262.
50 J. Locke, A Letter Concerning Toleration, págs. 22-23.
51 «Finis societatis religiosae (uti dictum) est cultus Dei publicus et per eum vitae aeternae acquisitio» (J.
Locke, A Letter Concerning Toleration, pág. 28).
52 «Si a recto tramite aberrat, sibi soli errat miser, tibi innocuus» (pág. 32); «suum cuique de sua salute
supremum et ultimum judicium est; quia ipsius solum res agitur, aliena inde nihil detrimenti capere potest»
(pág. 80). Véanse, también, los textos (más amplios) de las págs. 42 y 44.
53 Cfr. págs. 54-55 y 78-79.
54 J. Locke, A Letter Concerning Toleration, págs. 88-93.
55 Cfr. supra, notas 24 y 28. Un estudio global, amplio y documentado de la tolerancia en Locke es el de
J. I. Solar Cayón, La teoría de la tolerancia en John Locke, Madrid, Dykinson, 1996.
56 «Scio quidem, quid error sit, nescio vero, quid sit error in mysteriis divinis fidei speculativae» (C.
Thomasius, An haeresis sit crimen?, VII, en Catalogus scriptorum thomasianorum, Halae, Litteris Salfedianis, 1714,
pág. 19 [de la disertación]).
57 «Statuo fundamentum fidei esse amorem Dei ac proximi, et odium ac contemptum sui ipsius. Qui
haec impugnant errores, fundamentum fidei meae petunt, reliqui et praeprimis de mysteriis essentiae
divinae ad fundamentum fidei meae et aliorum etiam Christianorum ac Evangelicorum non pertinent» (C.
Thomasius, ob. cit., III, pág. 12).
58 C. Thomasius, ob. cit., V, pág. 15.
59 Cfr. C. Thomasius, ob. cit., V, pág. 16.
60 C. Thomasius, ob. cit., VI, pág. 18.
61 Así, por ejemplo, cuando resume tajantemente: «Haeresis non est crimen, quia error est» (ob. cit., IX,
pág. 26).
62 C. Thomasius, ob. cit., IX, pág. 28.
63 C. Thomasius, ibíd.
64 C. Thomasius, ob. cit., XI, págs. 33 y sigs.
65 F. Battaglia, Cristiano Thomasio, filosofo e giurista, Bolonia, Clueb, 1982 (reproduce la edición de 1936),
págs. 232 y 123-124.
66 «Honestum dirigit actiones insipientium internas… justum externas» (C. Thomasius, Fundamenta Juris
Naturae et Gentium ex sensu communi deducta, in quibus ubique secernuntur principia honesti, justi ac decori, HalaeLipsiae, Typis Ch. Salfedii, 1718, [1.ª ed., 1705] 4.ª ed., I, 4, 90, pág. 141; en adelante, las citas que no lleven
otra indicación irán referidas a esta obra y edición. (Hay traducción española, Fundamentos de Derecho natural y
de gentes, estudio preliminar de J. J. Gil Cremades, trad. y notas de S. Rus Rufino y M. Á. Sánchez Manzano,
Madrid, Tecnos, 1994).
67 I, 1, 107 y sigs., págs. 56 y sigs.
68 «Voluntates illas, quae per hominum actiones indicantur» (I, 1, 120, pág. 60).
69 I, 4, 87-90, pág. 141, y I, 1, 127-142, págs. 61-70.
70 I, 4, 87-90, pág. 141.
71 I, 5, 16, pág. 148.
72 I, 5, 18, pág. 149.
73 I, 6, 40-42, pág. 147.
74 I, 5, 28-30, pág. 151.
75 Cfr. H. Welzel, Introducción a la Filosofía del Derecho, trad. de F. González Vicén, Madrid, Aguilar, 1971,
pág. 172; H. L. Schreiber, Der Begriff der Rechtspflicht, Berlín, De Gruyter, 1966, págs. 19 y sigs.; F. Battaglia,
ob. cit. [nota 65], págs. 275 y sigs. Por otro lado, Thomasius no resuelve la cuestión de qué acciones han de
quedar excluidas de la coacción estatal. Se puede dar por resuelto esto con respecto a las creencias u
opiniones meramente internas, ya que por su misma naturaleza o estructura escapan a esa coacción (en
cuanto quepa hablar de creencias u opiniones meramente internas). Pero la propaganda, incluso la simple
manifestación de esas ideas, es ya susceptible de coacción. Es más, dado que es natural, connatural, la
manifestación de las ideas o convicciones, resulta de aquí la posibilidad de coacción, al menos indirecta, de
las mismas creencias u opiniones internas, en cuanto quedaría coartada o restringida esa su tendencia
natural a la manifestación exterior.
76 I, 2, 95, pág. 94.
77 I, 4, 61, pág. 135.
78 Cfr. supra, págs. 248-249 y notas 48 y 50.
79 I, 4, 53, pág. 134.
80 I, 6, 21, pág. 172.
81 Especialmente si el hedonismo es entendido en el sentido del hedonismo individualista o egoísta.
CAPÍTULO 17
El pensamiento jurídico-político de Montesquieu
Charles-Louis de Secondat, barón de La Brède, y luego también de
Montesquieu, es conocido generalmente por este su segundo título. Nació en La
Brède en 1689; murió en París en 1755. Fue jurista de formación y también de
profesión, ya que ejerció (de 1716 a 1725) el cargo de presidente (pero no de
primer presidente, que era de designación real) en el Parlamento de Burdeos
(institución que tenía funciones primordialmente judiciales). Gracias a su
nacimiento, talento y aficiones, estuvo en contacto con gran parte de los
personajes más influyentes de su época: los de toda Europa (por la que viajó
ampliamente, deteniéndose más en Italia y, especialmente, en Inglaterra) pero
sobre todo, claro está, los de Francia. Aun así, no desempeñó ningún cargo
político, ni siquiera diplomático, aun cuando por esto último sí manifestó interés
en alguna ocasión y realizó alguna gestión para alcanzarlo. Permaneció, pues,
como un escritor independiente, que repartía su tiempo entre París y sus
posesiones de La Brède: todo un símbolo de su personalidad, indecisa entre el
pasado histórico, de cuyos encantos continúa prendado, y los nuevos tiempos,
que lo atraen y que él contribuye consciente y decisivamente a impulsar1.
Montesquieu sentía inclinación no solo por la literatura y el arte, sino
también por las ciencias naturales, pero el foco de su atención está
indudablemente en los temas jurídico-políticos. Hemos de ocuparnos, pues, de
sus tres obras principales; aun cuando la primera tiene una apariencia
primordialmente literaria y la segunda una apariencia primordialmente histórica.
Nos referimos a Lettres persanes, 1721 (Cartas persas, trad. de J. Marchena, Madrid,
Tecnos, 1986; también Madrid, Alianza, 2000); Considérations sur les causes de la
grandeur des Romains et de leur décadence, 1734 (trad. de M. Huici, con el título
Grandeza y decadencia de los romanos, Madrid, Espasa Calpe, sucesivas ediciones); y,
finalmente, De l’Esprit des Lois, 1748 (Del espíritu de las leyes, trad. de M. Blázquez y
P. de Vega, Madrid, Tecnos, 1972; también Madrid, Alianza; otra traducción es
la de D. Castro Alfín, Madrid, Istmo, 2002). Otros escritos de Montesquieu
también tienen interés para los temas jurídico-políticos, no solo por su
contenido, sino también porque ayudan a comprender mejor el conjunto de su
obra2.
Las Cartas persas están constituidas fundamentalmente por las que escriben
dos viajeros persas (Usbek y su amigo Rica) llegados a París en las postrimerías
del reinado de Luis XIV y que van a contemplar la vida francesa de los finales de
ese reinado, los años de la regencia y los comienzos del reinado de Luis XV.
Corresponden a la afición entonces en boga por los libros de viajes, pero
cultivada en este caso con singular fortuna. Los dos amigos están animados por
el deseo de saber, dispuestos a ampliar el horizonte de sus conocimientos más
allá de los límites del reino que los ha visto nacer. Se sitúan así en la posición de
observadores exteriores a la sociedad francesa y, por consiguiente, sus usos y
costumbres no los pueden recibir sin crítica, sino que, al contrario, ante ellos se
admiran y se sorprenden, y ya solo con eso provocan la reflexión sobre su
fundamento, con lo que este queda removido, en cierto modo eliminado, puesto
que solo si se los admite sin crítica los usos y las costumbres son sociales, tienen
validez social. Con su presencia en medio de la sociedad francesa, son una
permanente invitación a esa reflexión; la pregunta que los franceses se hacen al
verlos, «¿cómo se puede ser persa?», se convierte inevitablemente en su inversa:
«¿cómo se puede ser francés?»
El relativismo geográfico así introducido se ve reforzado por el cronológico,
especialmente sorprendente en aquellos años de la transición: del régimen de un
viejo monarca al de un joven rey. Porque «los franceses cambian de costumbres
según la edad que tenga su rey […]. La manera de ser de este se transmite a la
corte, de esta a la capital, de la capital a las provincias. El alma del soberano es
como un molde que da la forma a todas las otras»3. Estos dos relativismos se
ven además cruzados por un relativismo interior, ya que las leyes, el Derecho, no
siempre están de acuerdo con los usos y costumbres; así ocurre, por ejemplo,
con los lances de honor: si se siguen las leyes del honor batiéndose en duelo, se
corre también el riesgo de morir en el patíbulo; si se siguen las del Derecho, el
de ser excluido para siempre del trato con los demás4.
El centro de la atención se dirige naturalmente a la figura del rey; primero a
la del viejo monarca, que encarna el régimen político del absolutismo, con
ciertos ribetes de despotismo. Esto no se expresa directamente, pero se sugiere
por vía indirecta. Primero, se llama la atención sobre sus «grandes dotes para
hacerse obedecer», que se aplican «lo mismo a su familia que a su corte y su
Estado». Pero además «se le ha oído decir con frecuencia que, de todos los
gobiernos del mundo, el que más le agradaría sería el de los turcos o el de
nuestro augusto Sultán»5. Con esto las relaciones entre la sociedad francesa y la
cultura oriental pasan a ser no solo de contraste, sino también de semejanza, de
paralelismo. Dada la predilección del monarca francés por el gobierno oriental y
la conexión que se establece entre el gobierno estatal o político y el doméstico
(lo que es un signo más de despotismo), el relato y crítica de lo que ocurre en
Francia tiene su correlato y su representación simbólica (y exagerada,
caricaturizada) en el relato de lo que ocurre en el hogar dejado en Persia, y
especialmente en el harén, gobernado por el gran eunuco, que viene a ser la
representación del gran visir, o primer ministro, típico del gobierno turco o
persa, y del despotismo en general. Ahora bien, según las cartas que llegan de
allá, en ausencia del amo y señor, en el harén las cosas marchan de mal en peor.
¿Qué ocurre mientras tanto en Francia? También aquí hay un ministro,
especie de gran visir (o de gran eunuco). Y, como lo que rige, ya desde los
tiempos del viejo monarca, en el gobierno de la sociedad francesa es el
favoritismo, como este, el favor, es la «gran divinidad de los franceses», el
ministro actúa de «gran sacerdote», que le ofrece sacrificios abundantes, rodeado
de otros colaboradores o ayudantes, que pueden, unas veces, actuar de
sacerdotes, de sacrificadores, y otras servir de víctimas6. Todo esto tiene su
doble o réplica femenina, por parte de las mujeres, porque «no hay nadie que
tenga un cargo del gobierno, en París o en las provincias, que no tenga una
mujer por cuyas manos pasen todas las gracias, y a veces las injusticias, que él
pueda hacer»7. El soberano (monarca o regente) queda discretamente soslayado
por el protagonismo de los ministros. Pero su responsabilidad está latente, ya
que la fuerza y el poder del ministro derivan del soberano. A veces este pasa al
primer plano, pero siempre con acompañamiento del ministro porque, «si hace
alguna mala acción, casi siempre le ha sido sugerida; de modo que la ambición
de los príncipes nunca es tan peligrosa como la bajeza de alma de sus consejeros
[…]. Si un príncipe tiene pasiones, es el ministro el que se encarga de ponerlas
en movimiento»8. La responsabilidad es compartida también por los encargados
de legislar, esos «hombres limitados a quienes el azar ha puesto al frente de los
otros», y que en su mayoría, sin consultar apenas más que sus prejuicios y sus
fantasías, se lanzan a dar nuevas leyes en lugar de las establecidas; cosa que a
veces es necesaria; pero que aun entonces tendría que hacerse temblando de
miedo9.
Las consecuencias que cabe esperar no pueden ser buenas. Montesquieu,
quien al principio de la obra ha puesto de relieve la conexión entre la virtud, el
buen gobierno y la felicidad colectiva (mediante la historia del pueblo de los
trogloditas), no puede esperar buen resultado de la situación que describe. Esta
es de corrupción general, ya que a la del gobierno hacen coro las corrupciones
particulares de los diversos tipos sociales que completan la escena: el predicadordirector de conciencia, el casuista, el petit-maître, el hombre de sociedad, el
periodista, el escritor… En cuanto a los mismos ministros, el mayor mal que
pueden hacer a los pueblos no es el de arruinarlos económicamente, sino el del
mal ejemplo que les dan. «¿Qué crimen mayor puede cometer un ministro que
corromper las costumbres de toda una nación, degradar las almas más
generosas, deslucir el brillo de los honores, oscurecer la misma virtud […]?»10.
No es extraño que, en el correlato simbólico (exagerado y caricaturizado) del
harén persa, el relato termine en tragedia: primero nos enteramos de que todas
las mujeres, menos una, se han sublevado y no guardan ya ningún recato11;
luego resulta que esa única mujer que ha guardado el recato lo ha utilizado como
velo para ocultar su infidelidad; una vez descubierta, mata a sus guardianes y
decide suicidarse, proclamando que era una ingenuidad sin fundamento creer
que podía ser fiel y sumisa. «No. Yo he podido vivir en la servidumbre, pero he
sido siempre libre: he corregido tus leyes para acomodarlas a las de la
Naturaleza, y mi espíritu ha permanecido siempre independiente»12.
Podría pensarse, por esta invocación final, en la última de las Cartas, a las
leyes de la naturaleza, que Montesquieu se adhiere a las doctrinas iusnaturalistas
que son corrientes, que están de actualidad en su época. Sin embargo, cuando se
refiere a ellas con anterioridad, critica lo que era pieza esencial de esas doctrinas:
la teoría del pacto. Le parece ridículo tratar de explicar por esas vías el origen de
la sociedad, cuando esta es una realidad evidente, que está ahí y que se impone
por sí misma, dado que los hombres nacen ya dentro de la sociedad, con
vínculos naturales entre ellos y sin ansias de alejarse, de huir unos de otros. Si, a
pesar de eso, no formasen sociedad, esto sería lo que habría que explicar13; el
que la formen es la cosa más natural del mundo. Sí coincide, en cambio, con
esas doctrinas, con la tendencia dominante de esas doctrinas, en afirmar que «la
justicia es eterna y no depende de las convenciones humanas»14.
Pocos años después (en 1725) tenía Montesquieu redactado un Tratado de los
deberes, en el que se ocupa más detenidamente de estas cuestiones. De los restos
que nos quedan de ese Tratado (una reseña en una revista y varios fragmentos),
lo más llamativo es la crítica encendida que hace de Spinoza15 y de Hobbes16. La
crítica de este coincide esencialmente con las ideas expresadas en las Cartas
persas, tanto en la afirmación de una justicia previa a la constitución de las
sociedades, como en el rechazo de la concepción de la sociedad como producto
artificial, para evitar la guerra mutua o la disgregación de los hombres17. Por lo
demás, el conjunto de lo que conocemos de este Tratado, aun cuando inspirado
en principio por el de Cicerón del mismo título, muestra ante todo una fuerte
influencia, e incluso coincidencia, con la doctrina de Pufendorf18.
En 1734 se publica Consideraciones sobre las causas de la grandeza de los romanos,
así como de su decadencia. Montesquieu había sido ya elegido miembro de la
Academia Francesa y había realizado sus viajes por Europa. La obra es muy
distinta de las Cartas persas y causa una cierta decepción: se echa de menos la
ligereza y la gracia picante de su obra anterior; hay quien habla de la
«decadencia» de Montesquieu. Por otro lado, en cuanto obra histórica seria,
tampoco acaba de convencer; hay quien le reprocha la falta de suficiente
documentación. No se cae en la cuenta de que en realidad no se trata de una
obra histórica propiamente dicha; en ella el elemento narrativo no es más que el
cañamazo o la armazón donde apoyar lo que ya dice el título: Consideraciones sobre
las causas… Es una nueva manera de entender la historia, por sus causas, que
implicará también, como veremos, una nueva manera de entender la sociedad y,
por consiguiente, también la política y el Derecho, que son siempre para
Montesquieu causas destacadas en el proceso histórico y social, pero dentro de
un conjunto más amplio.
Esas causas son bien de orden físico, bien de orden moral; pero en todo
caso generales, no de tipo accidental o particular: «Si el azar de una batalla, es
decir, una causa particular, ha destruido un Estado, es que había una causa
general que hacía que ese Estado debía perecer por una sola batalla»19. Esto es
lo que se ejemplifica con el caso del desarrollo de la historia de Roma, tanto en
su engrandecimiento como en su hundimiento posterior.
Batallas perdieron muchas los romanos, y muy importantes, en el proceso de
su engrandecimiento; pero «no suele ser la pérdida real, es decir, de unos
cuantos miles de hombres, lo que es decisivo, sino la pérdida imaginaria y el
desaliento, que privan al Estado del resto de las fuerzas que le han quedado»20.
Lo que hizo engrandecerse a los romanos fue que nunca se dieron por perdidos,
sino que, con una constancia admirable, estaban en guerra continuamente; una
nación así tenía necesariamente que perecer o ponerse a la cabeza de todas las
demás. Lo que hacía posible esa constancia eran, por un lado, las instituciones;
por otro, el ánimo o los principios que presidían las actuaciones. Entre las
instituciones se puede destacar el consulado, por un solo año, que obligaba a los
cónsules, si querían hacer algo señalado y que les diera nombre para ocupar
nuevas magistraturas, a comprometer al Senado para que propusiera al pueblo
nuevas guerras. El Senado, a su vez, tenía interés en las guerras, para evitar que
el pueblo lo comprometiera con otro tipo de complicaciones y exigencias, y el
pueblo también lo tenía, porque había descubierto en la guerra y en la violencia
exterior su mejor medio de vida. Ahora bien, era necesario, para que las cosas
funcionaran así, que el ejército estuviera compuesto por los propios ciudadanos,
que estos estuvieran contentos con la distribución del botín y la gestión de los
asuntos por parte del Senado, y que tuvieran ambición suficiente para no darse
pronto por satisfechos. Para que esta situación se prolongara, era necesario que
las instituciones fueran capaces de corregirse por sí mismas, evitando en todo
caso, o al menos corrigiendo, los abusos de poder. Esto a su vez era posible, al
mismo tiempo que lo favorecía o fomentaba, por el espíritu o ánimo que
presidía las actuaciones, tanto del pueblo como de los magistrados. Ese espíritu
no era otro que el de respeto a las leyes y a las costumbres y el interés por el bien
público.
Lo mismo que su engrandecimiento, también la decadencia de Roma se
explica por causas generales. Estas se pueden reducir a una sola: el tamaño o
amplitud, es decir, el engrandecimiento mismo, tanto del Imperio como de la
urbe o capital. Lo primero hizo que los ejércitos, alejados de la ciudad de Roma,
se sintieran más vinculados a sus jefes que al Senado y al pueblo romanos. Lo
segundo hizo que los numerosos extranjeros y libertos que adquirieron la
ciudadanía romana no fueran capaces de seguir rigiéndose por los mismos
principios por los que se habían regido los antiguos ciudadanos romanos, y que
estos tampoco fueran capaces de conservarlos. En lugar de confiar en el Senado,
se empezó a confiar y esperar la protección de determinados individuos aislados:
primero fue Sila, luego Pompeyo, César… Pero el proceso era necesario: la
República tenía que perecer y «la única cuestión era saber cómo y a manos de
quién»; «si César y Pompeyo hubieran pensado como Catón, otros hubieran
pensado como ellos»21. Así se vio, después del triunfo de César, que tanto sus
amigos como sus enemigos rivalizaban en ofrecerle honores y poderes y en
quitar los límites que las leyes habían puesto a estos: por ese medio «unos
trataban de agradarle, otros de hacerle odioso»22. Las faltas que cometen los
hombres de Estado no son, pues, siempre libres: «A menudo no son más que las
consecuencias necesarias de la situación»23. Por tanto, no tiene mucho sentido
condenar la ambición de determinados individuos; en todo caso, al que habría
que condenar sería al hombre mismo, que, «cuanto más tiene, más ansioso es de
poder»24. Que no era cuestión de individuos determinados se vio bien claro en el
tiempo en que no había nadie que tuviera dominada la República y, sin embargo,
no había libertad25.
Hubiera sido necesario, pues, antes de que la ruina de la República se
precipitara y la decadencia se enseñoreara de Roma, haber cambiado las
instituciones, es decir, el gobierno y las leyes. Porque las que son buenas para el
engrandecimiento no son necesariamente las que convienen cuando ese
engrandecimiento ya se ha producido. Si el proceso hubiera sido más lento,
insinúa Montesquieu, esa labor se podría haber llevado a cabo y haber
preservado la libertad. Como fue demasiado rápido, la decadencia se hizo
inevitable, al caer en un régimen político corrupto, negador del imperio de las
leyes y de la libertad: la tiranía o despotismo. Este adquirió en Roma caracteres
espantosos, porque se estableció a través de guerras civiles y se aplicaron al
interior los mismos procedimientos que se habían seguido en las luchas con los
otros pueblos26.
Lo que realiza Montesquieu es, pues, un estudio de la causalidad histórica en
un caso concreto: el del pueblo romano. Se trata de un estudio «científico», en
cuanto opuesto a filosófico: las conclusiones no se derivan de valoraciones ni de
concepciones generales, sino de consideraciones hechas sobre la realidad (lo que
se tiene por realidad), es decir, son observaciones empíricas, o de base empírica.
Pero al mismo tiempo se trata de un estudio «científico», en cuanto que no se
renuncia a extraer conclusiones generales o leyes expresivas del acontecer
histórico, de la causalidad histórica. Esas leyes son aplicables también a otros
pueblos, a otros casos distintos del estudiado, de acuerdo con la comunidad de
naturaleza, con que la naturaleza humana es la misma en los diversos pueblos;
las mismas causas, en las mismas circunstancias, producirán los mismos efectos.
Como Montesquieu no tiene mucho sentido histórico, una gran sensibilidad por
la peculiaridad de cada pueblo y de su acontecer histórico, ese tránsito a leyes o
proposiciones generales le resulta tanto más fácil. En realidad, lo que hace es
partir de esas proposiciones generales como hipótesis y confrontarlas con los
hechos, verificarlas en la realidad: la historia romana le sirve, pues, como un
experimento, cumple la función que en las ciencias empíricas corresponde a los
experimentos27.
No es extraño, pues, que a través del estudio de la causalidad histórica se
llegue, como indicábamos al principio de la exposición, al esbozo de una
concepción de la causalidad social y, por consiguiente, de la sociedad misma.
Esto es lo que viene implicado en la expresión del «espíritu general», que se
recoge en el último capítulo, después de haberla aludido de pasada en alguna
otra ocasión28. Tampoco en esta se explaya mucho su concepto: se nos presenta
como un límite del poder político, por muy grande y despótico que sea, y como
fundamento de ese mismo poder político. Pero en el Tratado de los deberes había
aparecido ya el concepto, aunque no la expresión, al hablarnos de un «carácter
común» que se forma en cada una de las sociedades, de una «manera de pensar
que es efecto de una cadena infinita de causas», de un «tono» que, una vez que es
acogido, se impone en esa sociedad, de tal manera que «todo lo que los
soberanos, los magistrados, los pueblos pueden hacer o imaginar, tanto cuando
parecen ir en contra como cuando parecen seguirlo, siempre tiene relación con
ese tono dominante»29. La indeterminación de las causas que aparece en ese
texto, propia de una primera intuición o tentativa de determinación, se resuelve,
en un texto también anterior a las Consideraciones…, en una enumeración taxativa
de «cosas que gobiernan los Estados»: la religión, las máximas generales del
gobierno, las leyes particulares, las costumbres y los usos sociales. Todavía en
otro texto, que puede ser anterior a las Consideraciones…, pero en todo caso
próximo a ellas, se nos habla también de cinco cosas que actúan como causas,
pero introduciendo el clima y unificando a su vez las máximas generales de
gobierno y las leyes particulares bajo el término único de «leyes»30. Si en el texto
anterior se nos decía que «todas esas cosas tienen una relación mutua», en este
último se nos especifica que, «en la medida en que una causa actúa con más
fuerza, las otras ceden en proporción ante ella», y se nos declara que en Roma, al
igual que en Lacedemonia, eran las costumbres las que «daban el tono».
A la vista de estos textos, conectados con el del último capítulo de las
Consideraciones…, aparece claro que hay en estas ya esbozada o implícita una
concepción de la sociedad, más desarrollada y explícita en otros textos de la
misma época. Esta concepción se caracteriza por la diversidad de elementos o
factores que tiene en cuenta, por la conexión o solidaridad afirmada entre ellos y
por la variabilidad de su importancia según las diversas sociedades. No parecen
nada desdeñables, ni siquiera hoy día, estas características como expresión de
nuestro conocimiento de la sociedad y como medios o instrumentos para mejor
lograr su comprensión31. Más en concreto, parece esta una buena vía para
comprender la política y el Derecho y sus conexiones con el resto de la vida
social. Pero a nosotros lo que nos interesa ahora subrayar es que precisamente
esa vía es la seguida por Montesquieu en su obra principal, para la que venía a
ser una preparación, y una iniciación, esta que hasta aquí hemos expuesto y
comentado.
El espíritu de las leyes se publica en 1748, y en diversas ocasiones Montesquieu
manifestó que había empleado veinte años en la elaboración de esa obra32. Eso
significa que considera la anterior simplemente como una parte de la misma o
un estadio, un escalón en su elaboración. En efecto, puede decirse que el estudio
hecho sobre los romanos es el que se trata de ampliar a todos los pueblos y a
todos los tiempos, si bien, como consecuencia de esa ampliación, las
conclusiones pueden ser ahora más generales y definitivas y proyectarse mejor
hacia el futuro; por otro lado, el objeto de estudio se centra ahora más decidida y
claramente en el Derecho, en las leyes. Pero no son estas propiamente las que
constituyen el objeto directo de estudio, sino el «espíritu» de las mismas33. Y lo
que se entiende por «espíritu de las leyes» consiste en «las diversas relaciones que
pueden tener con diversas cosas»34. Estas son ante todo aquellas de las que ya se
nos ha dicho que gobiernan los Estados, o los hombres, y que constituyen el
«espíritu general», concepción que es también clave en esta obra. Pero a las cinco
ya mencionadas (seis, si se tienen en cuenta las dos enumeraciones) se añaden
aquí «los ejemplos de las cosas pasadas»35, con lo que en total tenemos para
considerar seis (o siete) elementos. Ahora bien, o esas enumeraciones no son
expresivas de todas las cosas con las que hay que relacionar las leyes para que
tengamos su «espíritu», o no habrá que interpretarlas más que como una
abreviación o compendio. Así, por ejemplo, el clima podría entenderse como
una expresión abreviada, significativa de todas las causas físicas asimilables a él:
la cualidad del terreno, su situación, su tamaño… De hecho, Montesquieu trata
también de estos aspectos como «cosas» con las que se han de relacionar las
leyes al estudiar su «espíritu», así como también de otros aspectos que
difícilmente se pueden comprender en los elementos del «espíritu general», de
no ser que se los interprete de una manera muy extensiva: las inclinaciones
naturales de los habitantes de los diversos territorios, sus riquezas, su número,
su comercio36. En todo caso esta diversidad de elementos desempeña un papel
muy distinto que en el estudio de los romanos, donde, por un lado, se prescindía
de la religión37 y, por otro, no se podía dar tampoco importancia a las causas
físicas, ya que permanecían siendo siempre fundamentalmente las mismas.
En lo que sí coinciden las dos obras es en el carácter predominantemente
«científico» que se pretende dar a ambas (en el sentido ya anteriormente
explicado)38. Teniendo, pues, esto en cuenta, al mismo tiempo que la ampliación
del panorama y la concentración del objeto de estudio en el Derecho, se
comprenderá que El espíritu de las leyes pueda ser considerado como una
iniciación de la historia y de la sociología del Derecho. Pero, como rebasa
ampliamente la temática de esas dos ramas particulares, se trata más bien de una
obra de ciencia jurídica general39, que, en cuanto que estudia las leyes tal como
han de ser, habida cuenta de las circunstancias o de las cosas con las que tienen
relación, puede ser considerada también como una obra de ciencia política.
Ahora bien, el sentido que Montesquieu quiere dar a esa ciencia general del
Derecho y de la política se nos expone en una obertura filosófica, que se
desarrolla en los tres capítulos del libro primero. Comienza por esta
sorprendente definición: «Las leyes, en su significación más amplia, son las
relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas.» Parece que esta
definición puede aplicarse sin mayores dificultades a las leyes físicas del mundo
material, e incluso al comportamiento de las plantas y animales: en todos esos
casos el enlace entre los efectos y las causas o condiciones que los determinan o
producen podría calificarse como de «relaciones necesarias». Pero ¿cómo
aplicarla al comportamiento humano? Si se tratara simplemente del
comportamiento histórico, del ya acontecido, podría hablarse de leyes en cuanto
expresión del modo de producirse ese acontecer histórico, y se podría también
calificar de «relaciones necesarias» el enlace entre los acontecimientos y las
condiciones o circunstancias que dieron lugar a ellos. Con las debidas reservas,
podría decirse algo similar de las leyes expresivas de la actuación social o
colectiva (de las leyes sociológicas). Ahora bien, una obra escrita por un jurista, y
que trata de las leyes, parece que tiene que referirse principalmente a las leyes en
sentido jurídico, a las leyes en cuanto normas, es decir, en cuanto imperativos o
mandatos, que imponen una obligación. ¿Qué sentido tiene la definición con
respecto a ellas?
Hablar de Derecho o de leyes en tiempos de Montesquieu era
indudablemente algo distinto que en el nuestro. Entonces la doctrina del
Derecho natural formaba parte de la cultura viva, especialmente de un jurista40.
Por consiguiente, cuando se nos dice en el capítulo primero del libro primero
que los seres inteligentes, además de las leyes que ellos han hecho, «tienen
también otras no hechas por ellos», aludiendo así a las «leyes naturales», y
cuando se dedica a estas todo el capítulo segundo, antes de dedicar el tercero a
las leyes positivas, no podemos pasar por alto esas alusiones y explicaciones.
Solo en relación con las «leyes naturales» podemos entender el sentido en que
Montesquieu estudia las leyes positivas. Ahora bien, la aplicación a las «leyes
naturales» de la definición de Montesquieu no es tan sorprendente. Ya Grocio
había definido el Derecho natural por la conveniencia o disconformidad de las
acciones con la naturaleza racional, y antes que él había definido en términos
parecidos Gabriel Vázquez la ley natural41. Si en lugar de conveniencia o
disconformidad ponemos, de manera más abstracta y general, «relaciones» y, en
lugar de acciones y naturaleza humana «cosas» o «naturaleza de las cosas»,
tenemos la definición de Montesquieu, ya que las relaciones entre «naturalezas»
o esencias tienen que ser necesarias. Lo único que hemos de hacer, si queremos
ser consecuentes, es entender entonces el Derecho natural, o las leyes naturales,
de manera intelectualista, es decir, descriptiva o indicativa, a no ser que
conectemos el orden natural, las relaciones que derivan de la naturaleza de las
cosas, con el orden querido por Dios. Esto era lo que no quería hacer Vázquez,
encontrándose, por consecuencia, con los reproches de Suárez. Grocio hizo esa
conexión y, de manera aún más explícita y clara, Pufendorf, con lo que en ellos
la ley y el Derecho natural tienen un sentido claramente prescriptivo, normativo
o de mandato. ¿Qué es lo que hace Montesquieu? En lugar de derivar las leyes
naturales de la voluntad de Dios, somete a Dios mismo a esas leyes naturales,
que son anteriores (en el orden lógico) a la actuación o voluntad de Dios e
incluso a su misma existencia: «Antes de que hubiera seres inteligentes, estos
eran posibles; tenían, por tanto, entre ellos relaciones posibles […]. Decir que no
hay nada justo o injusto más que lo que ordenen o prohíban las leyes positivas
es lo mismo que decir que, antes de dibujar un círculo, los radios de este no eran
iguales»42. Las «leyes naturales» son, pues, para Montesquieu «relaciones
necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas», independientes de la
voluntad de Dios y, por consiguiente, no tienen sentido prescriptivo, sino
solamente descriptivo, o expresivo del ser o, más exactamente, del orden
racional.
¿Qué ocurre con las leyes positivas? Estas no tienen que ser más que
derivaciones o aplicaciones de las «leyes naturales» (en esto, Montesquieu
coincide con las doctrinas iusnaturalistas), en concreto, de la ley natural que nos
lleva a vivir en sociedad y de la que establece que, «en caso de que hubiera
sociedades, lo justo sería conformarse a sus leyes»43. El orden racional coincide
con el orden de las leyes. Las leyes humanas (en general) son «la razón humana
en cuanto que rige todos los pueblos de la tierra», y las leyes positivas «no deben
ser más que los casos particulares en los que se aplica esta razón humana»44.
Pero esto es lo difícil: conocer en concreto las aplicaciones de la razón en que
tienen que consistir las leyes positivas. Porque estas tienen que ser, deben ser,
también «relaciones necesarias que derivan de la naturaleza de las cosas» y, como
estas cosas son muy diversas y están además sometidas a variación, a cambio, es
muy difícil saber cuáles son las relaciones necesarias que derivan de ellas, es
decir, las leyes. Esta es la tarea enorme, inmensa, que se propone Montesquieu y
que le hace exclamar al terminarla que no sabe si eso es lo que lo ha abrumado o
lo que le ha sostenido en su trabajo: por un lado, estaba su magnitud; por otro,
su grandiosidad45.
Las «relaciones necesarias» que corresponden a las «leyes naturales» son,
pues, estrictamente lógicas; las que corresponden a las leyes positivas son a su
vez exigencias de la lógica: si se establecen, deben respetar esas exigencias. De
esa manera serán convenientes, las que convienen, en un doble sentido: el de la
coherencia lógica y el de la eficacia o utilidad. Este es el «deber ser» que procura
Montesquieu para las leyes (positivas): de adecuación a la lógica y a la realidad.
En el fondo estará, se supone que está, la idea del deber moral, y de vez en
cuando esta idea aflora en manifestaciones expresas, en valoraciones morales, en
tomas de postura políticas: en el aborrecimiento del despotismo, en la condena
de la esclavitud… Pero el eje principal no es ese. Ya lo vio así D’Alembert en su
Elogio de Montesquieu: «Se ocupa menos de lo que nos exige el deber que de los
medios por los que se nos puede obligar a cumplirlo; menos de la perfección
metafísica de las leyes que de la que es compatible con la naturaleza humana»46.
Las consideraciones sobre la causalidad histórica o sociológica no son, pues,
tampoco, el eje principal de esta obra de Montesquieu. Las «relaciones
necesarias» que él busca aquí no son las de causalidad o producción de los
fenómenos; no tienen nada que ver con el determinismo47. Todos los estudios
que Montesquieu hace en ese campo no son más que presupuestos, las bases o
fundamentos para tender el puente de las relaciones correspondientes, que son
las leyes, y que han de estar de acuerdo, en coherencia, con esas bases, con esos
presupuestos.
El pilar principal sobre el que descansan las leyes de cada Estado, y con el
que han de estar en concordancia, es su propia forma de gobierno. Montesquieu
nos sorprende una vez más al ofrecernos una tipología48 de las formas de
gobierno que se aparta de la clasificación tradicional, la dada por Aristóteles.
Recoge las que Aristóteles había dado como rectas: democracia, aristocracia (aun
cuando estas dos las agrupa a su vez bajo la denominación de república) y
monarquía, pero les añade una de las formas que aquel había presentado como
corrupciones de las rectas: la tiranía o despotismo. La explicación, en parte,
puede estar en que para Montesquieu tiene menos relevancia aún que para
Aristóteles el aspecto valorativo; pero el hecho de que no recoja las otras dos
formas corruptas lleva a pensar que la razón decisiva para adoptar esta tipología
es de orden práctico, porque le interesa destacar la importancia del despotismo,
no solo por su extensión49, sino también por el peligro, sobre el que le interesa
llamar la atención, de que las monarquías europeas, y en especial la francesa,
caigan en el despotismo50.
Montesquieu distingue entre lo que llama la naturaleza y lo que llama el
principio de las diversas formas de gobierno. La naturaleza es lo que las hace ser
una u otra; el principio es lo que las mueve o hace actuar (podríamos decir, pues,
que es su motor). En la república, el pueblo en su totalidad (democracia), o una
parte del mismo (aristocracia), tiene el poder soberano; en la monarquía
gobierna uno solo, pero por medio de leyes fijas previamente establecidas,
mientras que en el despotismo «uno solo lo arrastra todo por su voluntad y por
sus caprichos, sin ley ni regla previa»51. En cuanto a los principios (motores), la
virtud, en el sentido de los griegos, de virtud cívica o política, es el de la
democracia; el honor, el de la monarquía; y el del despotismo es el temor
(dejamos a un lado la aristocracia, que tiene menos importancia, para
Montesquieu y para nosotros). De esta doble fuente, pero sobre todo de la
consideración de los diversos principios, que tienen para él «una influencia
suprema», extrae Montesquieu multitud de conclusiones acerca de cómo tienen
que ser las leyes, de acuerdo con esos principios52. No nos es posible seguirlo en
detalle, al mismo tiempo que hay que reconocer que es en el detalle donde está
su mérito (sobre todo en el aspecto metodológico y científico), en su
determinación del modo cómo tienen que ser las leyes, cómo tiene que ser su
contenido. Pero no podemos renunciar a exponer, al menos brevemente, el libro
XI, que ha sido siempre el que más ha atraído a los lectores y el que ha sido
objeto de más comentarios.
Lleva por título: «Las leyes que dan lugar a la libertad política en relación con
la Constitución», mientras que el siguiente trata de la libertad política con
respecto a los mismos ciudadanos. Esto es ya una primera restricción al
entusiasmo espontáneo que se pueda tener por la libertad de que aquí, en el libro
XI, se trata. Pero además se nos advierte que la libertad puede ser entendida
todavía de otras muchas maneras: «No hay palabra que haya tenido significados
más diferentes e impresionado a los espíritus de modos más distintos que esta
de libertad.» Consciente de la tendencia a interpretarla en el sentido de hacer cada
uno lo que le parezca, Montesquieu insiste en que es preciso distinguir la libertad
de la independencia. La define como «el derecho de hacer todo lo que las leyes
permiten», y añade a continuación:
Si un ciudadano pudiera hacer lo que las leyes prohíben, ya no habría libertad, porque los demás
tendrían el mismo poder, y de la independencia de cada uno resultaría «la opresión de todos». Pero,
si se quiere evitar a su vez que el poder conferido por las leyes pueda ser empleado abusivamente,
es necesario limitarlo, porque «es una experiencia eterna que todo hombre que tiene poder tiende a
abusar de él». Es preciso, pues, para evitar esto y lograr la libertad en relación con la Constitución,
que «las cosas estén dispuestas de tal modo que el poder detenga al poder».
Con estas ideas se dispone Montesquieu a estudiar la Constitución inglesa,
que tiene precisamente por fin específico el de preservar la libertad. Si esta se
realiza en ella, podemos contemplarla en la realidad, sin necesidad de ir a
descubrirla de otra manera. Pero no parece que Montesquieu se preocupe
demasiado por ser del todo fiel en la descripción; lo que le importa es no
especular en el vacío, sino tener un punto de referencia en la realidad, una
especie de espejo en que poder contemplar reflejada su propia teoría, sus
propias ideas.
Empieza siguiendo a Locke en la distinción de tres poderes: legislativo,
ejecutivo y federativo (al que Montesquieu llama ejecutivo en los asuntos del
Derecho internacional). Pero luego se aparta de Locke al diferenciar claramente
el poder judicial del ejecutivo (que ahora abarcaría también los asuntos del
Derecho internacional). Y de este modo ha quedado definitivamente
configurada la teoría de los tres poderes (legislativo, ejecutivo y judicial), así
como, en lo que va a exponer a continuación, va a quedar configurada la de su
división, ya que los propios ingleses contemplarán en adelante su Constitución,
mucho más que a través de Locke, a través de la exposición de Montesquieu.
Ahora bien, ¿cómo entendía este esa división? No es fácil de determinar. Que
no puede ser absoluta, en el sentido de que se trate de una separación por
materias o de una asignación de competencias distribuidas entre los tres poderes,
esto sí parece que está claro que no puede ser53. De acuerdo con la
interpretación hoy más aceptada, no se trata de una teoría jurídica, de una
asignación de derechos a los distintos titulares de los tres poderes, sino de una
teoría política. Es cierto que se habla de que los poderes no pueden estar
reunidos en una misma persona o en una misma corporación, pero todo eso no
tiene más finalidad que la política, de asegurar la libertad, de garantizársela al
ciudadano frente a la posibilidad de la opresión por parte de los magistrados que
poseyeran simultáneamente esos poderes; y, como se refieren a esa finalidad,
esas expresiones tienen el mismo significado que las anteriormente utilizadas
con referencia a esa finalidad: las de «limitar», «detener». Por eso mismo, la
solución no es tajante, absoluta, sino más bien relativa, gradual: no hay libertad
si están reunidos dos poderes, pero se reconoce que en la mayor parte de
Europa los gobiernos son moderados, porque los reyes, aunque tienen los dos
primeros poderes, dejan al menos a sus súbditos ejercer el poder judicial.
Cuando todo estaría perdido sería si los tres poderes se reunieran en «una misma
persona, o una misma corporación de notables, o de nobles, o del pueblo»; tal es
el caso de Turquía, donde los tres poderes están reunidos en la persona del
sultán: allí «reina un horrible despotismo». En las repúblicas (aristocráticas)
italianas la situación no es tan espantosa como en Turquía; pero Montesquieu
piensa que en ellas la libertad es menor que en la mayoría de las monarquías
europeas, precisamente porque allí los tres poderes están reunidos en una misma
corporación de notables.
¿A quién debe encomendarse, pues, el ejercicio de cada uno de los poderes?
El judicial propiamente a nadie determinado, sino a «personas designadas de
entre el pueblo en determinadas épocas del año». De esa manera este poder, tan
terrible, según Montesquieu, podría hacerse, por así decirlo, «invisible y nulo».
Ahora bien, a ese tipo de tribunales es lógico que no se les dejen muchas
atribuciones, sobre todo que no se les deje mucha libertad de decisión: «Si los
tribunales no deben ser fijos, las sentencias sí que lo deben ser, y hasta tal punto,
que no vengan a ser más que la expresión de un texto preciso de la ley». De
donde se deduce que los jueces no tienen que ser otra cosa que «la boca que
pronuncia las palabras de la ley; seres inanimados que no pueden suavizar su
fuerza ni su rigor». Por ello en definitiva este poder queda «en cierto modo
anulado», como quería Montesquieu, para que se tema «a la magistratura, pero
no a los magistrados».
A los que hay que señalar soportes fijos, órganos permanentes para su
ejercicio, son, pues, los otros dos poderes. Pero Montesquieu, de acuerdo con la
Constitución inglesa, no señala dos, sino tres soportes: el monarca, para el poder
ejecutivo; y, para el legislativo, dos Cámaras (la de los Comunes y la de los
Lores). No deja de indicar expresamente su solidaridad con la solución. En
cuanto a la atribución al monarca del poder ejecutivo, porque este necesita casi
siempre de una acción inmediata y, por tanto, está mejor en las manos de uno
que de varios. Respecto a la justificación de la existencia de la Cámara Alta,
Montesquieu se expresa en estos términos:
Hay siempre en los Estados personas distinguidas por su nacimiento, sus riquezas o sus
honores que, si estuvieran confundidas con el pueblo y no tuvieran más que un voto como los
demás, la libertad común sería esclavitud para ellas y no tendrían ningún interés en defenderla, ya
que la mayor parte de las resoluciones irían en contra suya. La parte que tomen en la legislación
debe ser, pues, proporcionada a las demás ventajas que poseen en el Estado, lo cual ocurrirá si
forman un cuerpo que tenga derecho a oponerse a las tentativas del pueblo, de igual forma que el
pueblo tiene derecho a oponerse a las suyas54.
No cabe duda de que Montesquieu en este texto no se muestra
revolucionario; se acomoda, como en la asignación anterior del poder ejecutivo
al monarca, a la realidad existente, pero no olvidemos que esa realidad era la de
Inglaterra, que había hecho su revolución, un siglo antes de la francesa, y que en
aquellos momentos, de mediados del siglo XVIII, representaba en Francia el
símbolo del progreso. En cuanto al otro soporte del poder legislativo, está claro
quién es su titular originario: «Dado que, en un Estado libre, todo hombre que
sea considerado poseedor de un alma libre debe gobernarse por sí mismo, la
consecuencia que habría que extraer sería la de que el pueblo como tal tuviera el
poder legislativo.» Pero «esto —añade Montesquieu— es imposible en los
grandes Estados, y está sometido a multitud de inconvenientes en los
pequeños». No hay, pues, otro remedio sino que «el pueblo haga por medio de
sus representantes lo que no puede hacer por sí mismo». No se trata, por tanto,
de sustraerle al pueblo más que lo que resulta imprescindible: los representantes
populares pueden discutir los asuntos; el pueblo no lo puede hacer bien; y
Montesquieu no deja de expresar que eso «constituye uno de los grandes
inconvenientes de la democracia». Pero, a propósito de esta forma de gobierno,
ya había manifestado que «el pueblo es admirable para elegir aquellos a quienes
ha de confiar alguna parte de su poder»55, y ahora confirma su convicción de
que, en cuanto a elegir a sus representantes, esto sí que «está perfectamente a su
alcance».
En cuanto a los representantes populares mismos, Montesquieu no parece
manifestar la misma confianza en ellos. Porque, aparte de las tres delegaciones
de funciones judiciales en la Cámara Alta (como «tres excepciones» las califica
Montesquieu), donde más claramente aparece la interferencia de las diversas
funciones de un poder en las de otro es en las restricciones que se establecen al
poder legislativo en beneficio del ejecutivo: este es el encargado de convocar a
aquel y de decidir el tiempo que tiene que estar reunido y además tiene el poder
de veto sobre sus decisiones. No ocurre lo mismo a la inversa: el poder
legislativo no tiene poder de veto sobre las decisiones del ejecutivo, sino tan solo
la «facultad de examinar de qué modo se han ejecutado las leyes que él ha dado»;
y no tiene tampoco el poder de juzgar al monarca, sino tan solo a los ministros.
Estos (como ya se deriva de lo expuesto) no han de ser extraídos del cuerpo
legislativo: en ese caso —dice Montesquieu— no habría división de poderes y,
por consiguiente, «no habría ya libertad». De la misma manera que el legislativo
se convertiría en «despótico», si el poder ejecutivo no tuviera el derecho de vetar
sus iniciativas.
Puede resultar tentador, a la vista de estos y otros rasgos de la concepción y
de la personalidad de Montesquieu, y desde nuestra perspectiva actual, que nos
permite contemplar lo que de hecho se ha impuesto después de él, calificarlo de
conservador e incluso acusarlo de reaccionario. Esto puede ser una equivocación
provocada por lo que el mismo Montesquieu calificó como «la más fecunda
fuente» de nuestros errores: «transportar a los siglos pasados todas las ideas del
siglo en que vivimos»56. Pero puede ser también una injusticia que se comete, tal
vez no por simple error, sino también por partidismo, es decir, por uno de los
rasgos que se ha creído (o querido) ver en Montesquieu como fundamento para
ese tipo de acusaciones57. Vistas en su conjunto su obra y su personalidad,
parece que, si tuvo un partidismo y una pasión, fue ante todo a favor de la
libertad y en contra del despotismo58. Quizá no estuvo tan equivocado cuando,
al examinar la Constitución inglesa, advirtió que, en adelante, el despotismo
podía tener otras modalidades distintas de la que él había perfilado: como el
gobierno de uno solo sin ley ni regla previa; puesto que puede ejercerse también
por varios, o por muchos, e incluso al amparo de las leyes.
1 Cfr. F. Meinecke, El historicismo y su génesis, trad de J. Mingarro y San Martín y T. Muñoz Molina,
México-Madrid-Buenos Aires, Fondo de Cultura Económica, 1983 (1.ª ed. alemana, 1936), págs. 107-108;
S. Goyard-Fabre, La Philosophie du Droit de Montesquieu, París, Klincksieck, 1979, págs. 39 y sigs.
2 Con razón ha llamado la atención sobre este aspecto S. Cotta, Montesquieu e la scienza della società, Turín,
Ramella, 1953 (reimpresión en Arno Press, con nota introductoria, nueva, 1979). El mismo Montesquieu
nos lo da a entender al consignar en uno de sus Pensamientos: «No está mal que se escriba sobre todos los
asuntos y en todos los estilos. La filosofía no debe quedar aislada: con todo tiene relación» (Montesquieu,
Mes Pensées, 612 [numeración de Barckhausen], en Montesquieu, OEuvres complètes, París, Seuil, 1964 [citada
en adelante como OC], pág. 941). Sobre la conexión entre los conocimientos y aficiones de Montesquieu en
el campo de las ciencias naturales y sus ideas político-sociales tenemos ahora una monografía española muy
destacable de M. C. Iglesias, El pensamiento de Montesquieu. Política y ciencia natural, Madrid, Alianza, 1984;
nueva edición con el subtítulo Ciencia y filosofía en el siglo XVIII, Barcelona, Galaxia Gutenberg-Círculo de
Lectores, 2005.
3 Lettres persanes (citado en adelante como LP), XCIX.
4 LP, XC.
5 LP, XXXVII.
6 LP, LXXXVIII.
7 «Estas mujeres tienen todas relaciones entre sí y forman una especie de república, cuyos miembros,
continuamente activos, se ayudan mutuamente: es como un nuevo estado dentro del Estado […]; el que
vea actuar a los ministros, a los magistrados, a los prelados, si no conoce a las mujeres que los gobiernan a
ellos, está como el que vea funcionar una máquina, pero no sepa los resortes que la mueven» (LP, CVII).
8 LP, CXXVII.
9 LP, CXXIX.
10 LP, CXLVI.
11 LP, CLI.
12 LP, CLIX-CLXI.
13 LP, XCIV.
14 LP, LXXXIII.
15 No parece, sin embargo, que lo conociera directamente, al menos por entonces. Cfr. P. Vernière,
Spinoza et la pensée française avant la Révolution, II, París, PUF, 1954, págs. 450 y sigs.
16 A este sí parece que lo conocía directamente. Cfr. S. Goyard-Fabre, Montesquieu adversaire de Hobbes,
París, Lettres Modernes, 1980, pág. 5.
17 Cfr. Mes Pensées, 615 (Barckhausen), en OC, ob. cit. [nota 2], págs. 942-943. La crítica a Spinoza se
centra en su materialismo y en su negación de la libertad.
18 El influjo de Pufendorf es deducible no solo de las semejanzas de contenido, sino también del hecho
de que Montesquieu poseyera en su biblioteca las dos principales obras de ese autor. Cfr. R. Shackleton,
Montesquieu. A Critical Biography, Oxford, Oxford University Press, 1961, pág. 72.
19 Montesquieu, Considérations sur les causes de la grandeur des Romains et de leur décadence (citado en adelante
como Considérations…), XVIII.
20 Considérations…, IV.
21 Considérations…, XI.
22 Considérations…, XIV.
23 Considérations…, XVIII.
24 Considérations…, XI.
25 Considérations…, XII.
26 «Esta espantosa tiranía de los emperadores procedía del espíritu general de los romanos. Como
cayeron de repente en un gobierno arbitrario, sin que hubiera apenas espacio de tiempo intermedio entre
mandar y ser siervos, no estaban preparados para este cambio por medio de costumbres suaves; subsistió el
ánimo feroz, los ciudadanos fueron tratados como ellos habían tratado a sus enemigos» (Considérations…,
XV).
27 Cfr. S. Cotta, ob. cit. [nota 2], pág. 238.
28 Cfr. nota 26.
29 OC, pág. 173.
30 Mes Pensées, 645 y 1903 (Barckhausen), en OC, págs. 948 y 1044. En cuanto a la cronología de estos
textos, cfr. R. Shackleton, ob. cit. [nota 18], pág. 316. Que se trata de lo que Montesquieu entiende por
«espíritu general» se pone de manifiesto en que estas enumeraciones son recogidas de nuevo en De l’Esprit
des Lois, XIX, 4, declarando ahí expresamente que de esa forma se produce «un espíritu general» como
resultado.
31 Cfr. R. Aron, Dieciocho lecciones sobre la sociedad industrial, trad. de A. Valiente, Barcelona, Seix-Barral,
1971, págs. 52 y sigs.
32 Mes Pensées, 202-204 (Barckhausen), en OC, pág. 875.
33 Montesquieu nos ha dejado expresamente constancia de sus intenciones a este respecto: Mes Pensées,
398 (Barckhausen), en OC, pág. 895.
34 De l’Esprit des Lois (citado en adelante como EL), I, 3.
35 EL, XIX, 4.
36 Y en Défense de l’Esprit des Lois, bajo el rótulo «Climat», se refiere expresamente al «clima y las otras
causas físicas», en OC, pág. 815.
37 Sobre las razones o explicaciones de esto, cfr. R. Shackleton, ob. cit. [nota 18], págs. 159 y sigs.
38 Montesquieu hace referencia a que, en cuanto leyó algunos libros sobre Derecho, comprendió que su
estudio tenía que ser «un país donde la razón quería habitar sin la filosofía» (Mes Pensées, 201 [Barckhausen],
en OC, pág. 875). En la Défense de l’Esprit des Lois (frente a un crítico teólogo jansenista) aparece también
recalcado por Montesquieu este carácter científico de su estudio del Derecho, hecho por un «jurista» y no
con las perspectivas propias de un teólogo o de un filósofo, mencionando en cambio la ciencia jurídica y la
política conjuntamente con la física. Cfr. OC, especialmente págs. 815 y sigs. Y en el prólogo mismo
advierte: «No escribo para censurar lo que está establecido» (EL, «Préface»).
39 Con un sentido que curiosamente se podría expresar bastante bien por la célebre definición del
Digesto: «Divinarum atque humanarum rerum notitia, iusti atque iniusti scientia» («Conocimiento de las
cosas divinas y humanas, ciencia de lo justo y de lo injusto»).
40 Justo un año antes que el libro de Montesquieu se había publicado por la misma editorial el libro de
J.-J. Burlamaqui, Principes du droit naturel; medio siglo antes se había publicado en París la gran obra jurídica,
de inspiración iusnaturalista, de J. Domat, Les Lois civiles dans leur ordre naturel, que Montesquieu poseía y
había leído y estudiado. Cfr. sobre esto R. Shackleton, ob. cit. [nota 18], págs. 240-241 y 247-248. Por lo
demás, ya hemos visto que conocía a Hobbes y a Pufendorf (cfr. notas 16 y 18), así como conocía y
apreciaba también a Grocio; cfr. Mes Pensées, 191 (Barckhausen), en OC, pág. 874.
41 Cfr. supra, págs. 186-187 y 194-195.
42 EL, I, 1. De manera parecida había argumentado G. Vázquez, pero no parece que fuera de él de
donde le venía a Montesquieu ese intelectualismo o racionalismo, sino más bien de Descartes, sobre todo a
través de Malebranche. Cfr. R. Shackleton, ob. cit. [nota 18], págs. 25, 246, 258 y sigs.
43 EL, I, 2 y 1. Aparte de esta ley, formulada todavía en sentido hipotético en el capítulo primero, y de
otras proposiciones generales referentes a la reciprocidad que ha de reinar en el trato de los seres
inteligentes, Montesquieu señala expresamente en el capítulo segundo cinco leyes naturales: por un lado, el
reconocimiento y acatamiento de Dios en cuanto creador, de la que advierte que no puede ser la primera en
el orden lógico o de conocimiento, y, por otro, las cuatro primeras, en este orden: la primera (frente a
Hobbes) es la paz, derivada del deseo de la propia conservación; la segunda es el procurarse alimentos; la
tercera, la mutua atracción de los sexos; y, finalmente, la cuarta es el deseo de vivir en sociedad.
44 EL, I, 3.
45 Mes Pensées, 201 (Barckhausen), en OC, pág. 875.
46 D’Alembert, «Eloge de Montesquieu», en OC, ob. cit. [nota 2], pág. 25.
47 Este, que a veces se le atribuye, no puede tener esa base de su concepción de las leyes. Difícilmente
puede tener tampoco otras, dada su concepción de la causalidad o producción múltiple, de múltiples
factores, en el orden histórico y en el sociológico, multiplicidad que parece ser abierta, es decir, no
exhaustiva, y dado también su rechazo del spinozismo, en concreto en este punto. Cfr. nota 17 y Défense de
l’Esprit des Lois, en OC, págs. 808 y sigs.
48 Tipología y no propiamente clasificación. «Se puede decir de él que es el primer pensador que ha
concebido la idea del “tipo ideal” histórico y la ha acuñado de manera clara y segura. El Espíritu de las leyes es
una tipología política y sociológica. Se trata de demostrar que las estructuras políticas que conocemos con el
nombre de república, aristocracia, monarquía y despotismo no son puros agregados compuestos
abigarradamente, sino que cada uno de ellos viene a ser como la expresión de una determinada estructura y
se halla preformada en ella» (E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración, trad. de E. Imaz, México, Fondo de
Cultura Económica, 1975, pág. 236). Para una breve orientación de lo que es el método tipológico, puede
servir tal vez mi exposición en Derecho y sociedad, Madrid, Tecnos, 1979, págs. 45 y sigs.
49 «Después de todo lo que acabamos de decir, parecería que la naturaleza humana se tendría que
revelar continuamente contra el gobierno despótico. Pero, a pesar del amor de los hombres por la libertad,
a pesar de su odio contra la violencia, la mayor parte de los pueblos están sometidos a él» (EL, V, 14).
50 «Los ríos corren a mezclarse con el mar: las monarquías van a perderse en el despotismo» (EL, VIII,
17).
51 EL, II, 1 y 2.
52 EL, I, 3. En el libro II expone las consecuencias de las diversas formas de gobierno consideradas
desde el punto de vista de su naturaleza; en los libros III-VIII, las que se siguen de los principios; a partir
del IX hasta el XIV, en el que comienza a hablar del clima, no distingue claramente entre ambos aspectos.
53 En este sentido, se puede hablar, como lo hace Althusser, siguiendo a Eisenmann, del «mito de la
separación de poderes» (L. Althusser, Montesquieu: la política y la historia, trad. de M. E. Benítez, Barcelona,
Ariel, 1974, págs. 117 y sigs.). Sobre las dos interpretaciones fundamentales de esta doctrina de
Montesquieu, cfr. S. Goyard-Fabre, ob. cit. [nota 1], págs. 316 y sigs.
54 He transcrito en este caso el texto de la edición española: Del espíritu de las leyes, trad. de M. Blázquez y
P. de Vega, Madrid, Tecnos, 1972, pág. 154.
55 EL, II, 2.
56 EL, XXX, 14.
57 Estoy aludiendo en particular a la interpretación de L. Althusser, ob. cit. [nota 53]. Entre nosotros ha
tenido muy buena acogida este pequeño libro sobre Montesquieu, a juzgar por su difusión, en varias
ediciones (de bolsillo), y por la relevancia que le ha dado una obra como la de A. Truyol y Serra, Historia de
la Filosofía del Derecho y del Estado, 2: Del Renacimiento a Kant, Madrid, Alianza, 1982, págs. 233-234 y 237. Sin
embargo, me parece que era más justo el juicio de Voltaire cuando reconocía en El espíritu de las leyes «el
amor al Derecho que reina en esta obra, y (que) este amor está basado en el amor al género humano»
(Voltaire, Le Siècle de Louis XIV, 2, París, Garnier-Flammarion, 1966, pág. 258). En uno de sus
«Pensamientos» afirma Montesquieu: «Si supiera que una cosa útil para mí perjudicaría a mi familia, la
apartaría de mi ánimo. Si supiera que una cosa útil para mi familia distaría de serlo para mi patria, trataría de
olvidarla. Si supiera que una cosa útil para mi patria sería perjudicial para Europa, o bien que sería útil para
Europa, pero perjudicial para el género humano, la miraría como un delito» (Mes Pensées, 11 [Barckhausen],
en OC, pág. 855).
58 En esta línea el documentado libro de L. Landi, L’Inghilterra e il pensiero politico di Montesquieu, Padua,
Cedam, 1981. Si Montesquieu atribuyó un importante papel a la nobleza, parece que esto puede explicarse
perfectamente porque en su tiempo era el baluarte institucional más obvio frente al despotismo.
CAPÍTULO 18
La filosofía moral, jurídica y política de David Hume
David Hume (1711-1776) nació y murió en Edimburgo, pero pasó diversos
períodos de estancia en Francia. Durante el primero de ellos, con una edad
comprendida entre los veintitrés y veintiséis años, compuso un Tratado de la
naturaleza humana, que se publicó en 1739 (los dos primeros libros) y 1740 (el
tercero). Hoy se la considera como su obra fundamental y más importante. Sin
embargo, el poco éxito que tuvo al principio y el hecho de que se concentraran
en ella las críticas a su filosofía llevaron a Hume, aun cuando lo que este
reconoce como defectos son más bien «algunas negligencias en el razonamiento
y sobre todo en la expresión», a prescindir de esta obra, sustituyéndola por
diversas reelaboraciones ulteriores1. El resultado de la reelaboración del libro I
es la Investigación sobre el entendimiento humano, publicada por primera vez en 1748, y
la que corresponde al libro III es la Investigación sobre los principios de la moral,
publicada por primera vez en 1751 o 1752, de la que el propio Hume dice: «Es,
sin comparación, el mejor de mis escritos»2. Aparte de estas tres obras, sin duda
las más importantes desde el punto de vista filosófico, nos interesa también
tener en cuenta los Ensayos morales y políticos, que se publican en 1741 y 1742,
obteniendo éxito desde el principio, y mayor aún lo obtuvieron los Discursos
políticos, publicados en 1752. Hay que mencionar también la Historia de Inglaterra,
publicada entre 1754 y 1762; las Cuatro disertaciones, de las cuales la primera es
«Historia natural de la religión», y los Diálogos sobre la religión natural, que, aun
cuando preparados mucho antes, se publicaron solo póstumamente, en 1779.
Desde luego, la fama y la influencia de Hume han tenido como base
principalmente sus doctrinas sobre el conocimiento humano, es decir, los temas
del libro I del Tratado de la naturaleza humana y de la primera Investigación. Sin
embargo, no faltan autores que afirman que «Hume es ante todo un moralista,
un pensador político, un historiador»3. Y la verdad es que esta interpretación no
parece estar nada desprovista de fundamentos: aparte de otros más profundos, y
de la considerable extensión que ocupan las cuestiones morales y políticas
dentro del conjunto de sus escritos, el de las expresas afirmaciones de Hume;
por ejemplo, prescindiendo de otras en que Hume emplea el término de
«filosofía moral» en sentido distinto del actual, la del comienzo del libro III del
Tratado: «La moral es un asunto que nos interesa por encima de todos los
demás»4. Desde esta perspectiva, un aspecto tan destacado y significativo en la
teoría del conocimiento de Hume como es su escepticismo no pasaría de ser un
medio (remedio) contra la intolerancia, el fanatismo y el despotismo. Pero habría
que aclarar si esta postura ético-religioso-política de Hume, a favor de la
tolerancia, el agnosticismo religioso y el liberalismo político, es efectivamente
anterior y determinante de su escepticismo5, o a la inversa. Lo más probable es
que se trate de dos posturas coherentes entre sí, que se han ido elaborando y
fundamentando simultáneamente, con mutuos influjos entre ellas.
En cuanto al otro rasgo más señalado de su doctrina acerca del
conocimiento, el empirismo, Hume nos lo presenta, en la «Introducción general»
al Tratado, como una característica suya y como «la única fundamentación sólida»
de la «ciencia del hombre», que es a su vez «la única fundamentación sólida de
todas las demás», porque hay que dar por cierto, en general, que «no podemos ir
más allá de la experiencia»; y advierte que «no es una reflexión que cause
asombro el considerar que la aplicación de la filosofía experimental a los asuntos
morales deba venir después de su aplicación a los problemas de la naturaleza»,
citando a algunos filósofos que en Inglaterra han comenzado ya a caminar por
esas vías6. Se trata, pues, de un empirismo aplicable por igual a las cuestiones
propiamente morales y políticas (tratadas en el libro III) que a las
epistemológicas y psicológicas (de los libros I y II).
Pero ¿se reduce este empirismo a la experiencia de los sentidos externos? —
ya la mención, entre los filósofos ingleses que han comenzado a recorrer las
nuevas vías de la aplicación de la experiencia a los asuntos morales, de autores
como Shaftesbury y Hutcheson, sugiere otra cosa; porque, en efecto, estos
habían hablado de un sentido (interno), o sentimiento, moral, similar al estético,
por el que no solo sentimos o advertimos, sino que discernimos, los afectos,
pasiones y acciones, buenas o malas, como sentimos y discernimos los objetos
bellos o feos—. Pero, aparte de esta sugerencia, Hume proclama libremente, con
toda decisión, que «la moral y la crítica estética no son tanto objeto del
entendimiento como del gusto y el sentimiento. La belleza, tanto la moral como
la natural, más bien que percibirse, se la siente»7.
El empirismo de Hume está relacionado con su escepticismo, porque este se
refiere no solo a la razón, sino también a los sentidos8, con lo cual su filosofía se
encuentra en una delicada y difícil situación: ¿cómo desenvolverse y desarrollar
un sistema sobre esas bases escépticas? Pero el escepticismo de Hume no es
pirrónico o radical, sino más moderado, porque se aplica a sus propias dudas y
elucubraciones9 y porque «la naturaleza es siempre demasiado fuerte», como
para dejarnos sumidos en ese estéril y destructivo escepticismo radical, en que
«toda vida humana tiene que perecer», y en el que «todo discurso, toda acción
cesaría inmediatamente; y los hombres se quedarían en un total letargo, hasta
que las necesidades de la naturaleza sin satisfacer pusieran un fin a su miserable
existencia»10. Hume espera, pues, más de su naturaleza que de su propia razón, y
su filosofía «espera salir victoriosa gracias, más al retorno de una disposición
serenamente jovial, que a la fuerza de la razón y la convicción»11. Porque la
verdad es que, a pesar de todas las dificultades que nos presenta el escepticismo,
no podemos dejar de interesarnos por cuestiones tales como «los principios del
bien y el mal morales, la naturaleza y fundamento del gobierno y la causa de las
distintas pasiones e inclinaciones». Si renunciáramos a ellas, nos perderíamos
incluso un placer; y, si abandonáramos la filosofía, no encontraríamos tampoco
otra guía «más segura y agradable»12. Con esta jovialidad invita Hume al lector a
que lo siga, «si se encuentra en la misma favorable disposición», al mismo
tiempo que proclama que «la naturaleza humana es la única ciencia del
hombre»13.
El significado de esta última frase no puede ser el de seguir las inclinaciones
o reacciones espontáneas, ni siquiera en el campo de las ideas u opiniones, ya
que se ha elegido la filosofía como «la guía más segura» frente a la limitación a
ese estrecho círculo de objetos sobre que versan la conversación y la acción
cotidianas, y frente a las opiniones populares que se apoderan con más fuerza de
la mente humana14. Es más, como resultado de las razones del escepticismo,
Hume encuentra aconsejable que en cualquier escrutinio y decisión nos
acompañe «un cierto grado de duda, de precaución y de modestia»15. Pero, por
otro lado, las enseñanzas de ese escepticismo que, si es moderado, puede ser útil
y duradero, nos llevan a «limitar nuestras investigaciones a las cuestiones que se
adaptan mejor a la estrecha capacidad del entendimiento humano», entre las
cuales no se encuentran, desde luego, las cuestiones metafísicas16. Por
consiguiente, expresiones como esa de que «la naturaleza es la única ciencia del
hombre», o la anterior de que «la ciencia del hombre es la única fundamentación
sólida de todas las demás»17, no pueden tener tampoco el sentido de que la
ciencia de la Moral se base en la naturaleza humana estudiada por la Metafísica,
como había pretendido la doctrina del Derecho natural. Para Hume, «nada es
menos filosófico que esos sistemas según los cuales la virtud es algo idéntico a lo
natural, y el vicio, a lo no natural»18. Lo que esas expresiones significan, pues,
con respecto al conocimiento moral es que el sentido (interno) o sentimiento, en
el que reside, o consiste, en último término ese conocimiento, es una cualidad
natural, determinada por la constitución misma de nuestra naturaleza19, depende
del modo como la Suprema Voluntad ha decidido constituir la «naturaleza
peculiar» de cada ser20. Pero podemos advertir que esa naturaleza de la que
estamos dotados es universal o uniforme en todos los hombres21, por lo que
también podemos decir que ese sentido (interno) o sentimiento moral «la
naturaleza lo ha hecho universal en toda la especie»22. De este modo, incluso las
leyes de la justicia, de las que Hume dice que, «aunque sean artificiales, no son
arbitrarias», podemos denominarlas «Leyes Naturales, si entendemos por natural lo
común a una especie»23.
A pesar de consistir esencialmente en un sentido interno o sentimiento (tal
vez haya que decir que precisamente por eso), Hume tiene una plena confianza
en el conocimiento moral (tal vez mayor que la proporcionada por los mismos
sentidos externos y la razón). A quienes niegan la posibilidad de distinguir entre
lo bueno y lo malo en sentido moral los tiene Hume por pertenecientes a ese
grupo de «personas, absolutamente desprovistas de ingenio, que en realidad no
creen ellas mismas las opiniones que defienden», porque «no se concibe que
ninguna creatura humana haya podido nunca creer seriamente que todas las
acciones y todas las personalidades tienen los mismos títulos para merecer el
afecto y la consideración de los demás»24.
El papel de la razón en este conocimiento moral es solamente secundario o
previo y preparatorio. Es secundario, en cuanto que, una vez distinguidas, por el
sentido o sentimiento moral, las cualidades buenas y las malas, las dignas de
elogio y de reproche, tarea en la que el propio lenguaje nos ha podido servir de
guía «casi infalible», la razón lo que tiene que hacer es descubrir las
circunstancias propias de las dos series que acompañan a estas cualidades,
observar las particularidades en las que coinciden las cualidades estimables por
una parte y las reprochables por otra: «Y llegar de ese modo a la fundamentación
de la ética y a descubrir los principios universales de los que se deriva en último
término toda aprobación o censura»25. En cuanto al papel previo o preparatorio
de la razón, puede ejercerse de dos maneras: o señalando los objetos o
cualidades que excitarán nuestra pasión o sentimiento (en el caso del
conocimiento moral nuestra aprobación o desaprobación), o bien descubriendo
la conexión de causas y efectos, descubriendo los medios para realizar, llevar a la
práctica o desahogar nuestra pasión o sentimiento26.
Este papel subordinado y auxiliar de la razón, con respecto a nuestra vida
práctica y activa, es un motivo más para que Hume no le asigne una posición
decisiva o determinante en la Moral. La sola razón no puede producir nunca una
acción o dar origen a una volición, «la razón es, y solo debe ser, esclava de las
pasiones» y, si a veces parece otra cosa y que tiene un efecto directo sobre las
voliciones o las pasiones, principalmente en cuanto que parece que las
contrarresta o puede contrarrestarlas, es porque se confunden sus efectos con
los de ciertas pasiones que actúan «con la misma calma y tranquilidad» que ella,
con ciertos «deseos y tendencias que, a pesar de ser verdaderas pasiones,
producen poca emoción en el alma»27. Puesto que, en cambio, «la moral influye
en las acciones y afecciones, se sigue que no podrá derivarse de la razón […]. La
moral suscita las pasiones y produce o impide las acciones. Pero la razón es de
suyo absolutamente impotente en este caso particular. Luego las reglas de
moralidad no son conclusiones de nuestra razón»28.
De este modo Hume evita la llamada «falacia naturalista», que consiste en
confundir, y, por consiguiente, derivar unas de otras, las cualidades morales con
otras de otro tipo, pertenecientes al orden de los hechos o de la realidad y que
son el objeto de la razón; mientras que, en cambio, la moralidad es otra cosa29.
Si Hume dijera, como a veces parece querer decir30, que la moralidad consiste en
un determinado sentimiento de placer que nos producen ciertos objetos,
incurriría en la «falacia naturalista»31, puesto que estaría identificando la
moralidad con una entidad real de otro tipo32. Pero parece que lo que en
realidad quiere decir es, no que la moralidad se identifique con el sentimiento
que está en nuestro interior, sino que este sentimiento es el producto, el
resultado de ella y un indicador de la misma, de que estamos ante ella.
Este sentimiento, tal como nos lo describe Hume, es simultáneamente de
gozo o placer y aprobación, en el caso de la virtud, y de disgusto o malestar y
desaprobación, en el caso del vicio. Pero al mismo tiempo hay que tener en
cuenta que se trata de un placer o de un malestar peculiares, que nos afectan de
un modo peculiar: en concreto, que son desinteresados, o que nos afectan «sin
referencia a nuestro interés particular»33. Esto lo pone a Hume ante la necesidad
de tener que demostrar que, efectivamente, somos capaces, los hombres en
general, puesto que el conocimiento moral es común o general a toda la
humanidad34, de esos sentimientos desinteresados: nada le parecería a Hume
menos satisfactorio que el que resultara que su postura era meramente teórica,
sin aplicabilidad práctica35; y, por otro lado, la fuerza de los argumentos de
Hobbes, quien reducía toda la vida afectiva humana al egoísmo, tenía demasiado
vigor como para poder desdeñarla. Pero esta cuestión de los sentimientos
desinteresados, o de la no exclusividad del egoísmo, se conecta a su vez con la
de la esencia o constitutivo de la moralidad misma. Puesto que, como el propio
Hume advierte, «no hay cualidades con más títulos para suscitar la buena
voluntad general y la aprobación de la humanidad que la beneficencia y el
humanitarismo, la amistad y la gratitud […]»36; es decir, las que son contrarias o
contrapuestas al egoísmo.
Ambas cuestiones, la del conocimiento moral y la de la esencia o
constitutivo de la moralidad, están tratadas por Hume en íntima conexión,
porque las considera efectivamente como íntimamente conectadas entre sí, al
menos en cuanto coinciden en una raíz, fundamento, origen o principio común,
que Hume estima al menos como básico o primordial. Ese principio común es,
en el Tratado, el de la simpatía, que está entendida en su sentido etimológico, de
participación en unas mismas pasiones o afecciones37.
No resulta demasiado difícil comprender cómo la simpatía, entendida en ese
sentido, pueda servir de medio, o de intermediario, en el conocimiento moral,
sobre todo si se tienen en cuenta las leyes de asociación de ideas, propuestas por
Hume y que tanta importancia tienen en su teoría del conocimiento y en su
psicología (asociación por semejanza, por contigüidad en tiempo o lugar, por
causa y efecto). De lo que nos hemos de ocupar aquí es más bien de las
objeciones que pueden presentarse a ese medio de conocimiento, porque es
evidente que la simpatía nos afecta con muy distinta intensidad, según se trate de
personas próximas o lejanas, y nos produce muy distintas reacciones, según se
trate de intereses más propios o cercanos a nosotros o más extraños. A lo cual
Hume responde que podemos introducir la debida corrección en esas
impresiones derivadas de la simpatía, si procuramos mirar cualquier asunto
buscando «algún punto de vista estable y general», o teniendo en cuenta nuestra
proximidad o lejanía respecto de la persona o de los intereses en cuestión, de la
misma manera que también corregimos en la visión la impresión de que los
objetos se hacen más pequeños a medida que nos alejamos de ellos; en especial,
«la comunicación de los sentimientos que se establece cuando conversamos y
estamos en compañía es lo que nos lleva a formar algún criterio general e
inalterable de aprobación o desaprobación»38.
Más difícil resulta comprender cómo, a partir de las cualidades o
mecanismos de la simpatía, puede esta, a través de sucesivas ampliaciones o
desarrollos, llegar a convertirse en el principio fundamental, en el motor u
origen primordial de la moralidad, en cuanto entendida como «una simpatía
extensiva a toda la humanidad»39. En todo caso podemos ver una razón
(extrínseca), que lo pudo llevar a escoger esa solución, en la poca confianza que
el joven Hume parecía tener en la influencia de otro principio, al que luego va a
dar mucha importancia: el de amor a la humanidad en general40.
En cambio, en su edad madura, al escribir la segunda Investigación, Hume
muestra una confianza mucho mayor en eso que llama el amor o la «amistad
para con el género humano», el «principio» o «sentimiento de humanidad», la
«benevolencia general», la «benevolencia desinteresada», el «partido de la
humanidad». Distingue también ahora con más claridad entre el aspecto
cognoscitivo y el de eficacia o influencia de ese principio, advirtiendo que, aun
cuando no se salvase el segundo aspecto, se salvaría, no obstante, el primero:
«Suponiendo que estos generosos sentimientos fueran tan débiles, tan
insuficientes, como para no poder hacer mover un dedo de la mano,
continuarían, no obstante, dirigiendo las determinaciones de nuestra mente»41.
Pero no es solo en el aspecto cognoscitivo, sino tal vez más especialmente en el
de eficacia o influencia, donde Hume muestra con claridad un mayor
optimismo, sirviéndose para ello de una idea similar a otra que va a cobrar
mucha importancia a partir de Hegel42: es la idea (en Hume) de que en los
intereses generales, que favorecen a toda la humanidad, no chocamos unos con
otros, sino que nuestras posturas se refuerzan mutuamente, llegando a formar
los que trabajan en esta dirección lo que podría denominarse «el partido de la
humanidad»43. Entiende además Hume que este «partido» tiene que verse
reforzado por el amor a la fama, que es característico de los espíritus nobles44,
porque se supone que la buena fama favorecerá más a los que más trabajen a
favor de la humanidad.
Ahora bien, con todo esto Hume no ha entrado propiamente en la cuestión
del constitutivo o la esencia de la moralidad. Y la verdad es que esta cuestión la
trata Hume muy de pasada y como sobre ascuas. Así, se aproxima a ella, pero no
la resuelve directamente cuando, resumiendo, en el Tratado afirma: «Diremos que
toda cualidad mental es denominada virtuosa cuando su mera contemplación
causa placer, y que toda cualidad que ocasiona dolor es considerada viciosa»45.
Pero esto no es propiamente una definición ni nos descubre o describe
propiamente la esencia de la virtud o del vicio: lo único que Hume nos dice es
que el placer o el dolor se dan simultáneamente con la virtud o el vicio, e incluso
que son producidos u ocasionados, respectivamente, por la virtud o el vicio. Y
hace bien en mantenerse discretamente dentro de estos límites, porque, como ya
indicamos anteriormente46, de no hacerlo así, incurriría en la «falacia naturalista».
Menos precavido parece estar en una nota de la segunda Investigación, en que llega
a hablar de «naturaleza» y de «definición de la virtud», para darnos la siguiente:
«Una cualidad de la mente agradable para o aprobada por cualquiera que la
considere o la contemple»47. Pero la realidad es que esto tampoco es una
definición, porque la cualidad aludida queda indefinida: no se nos dice en qué
consiste esa cualidad o cuáles son esas cualidades agradables o aprobadas por
cualquiera. Lo que hace Hume, a continuación y en otros lugares, es indicarnos
algunas cualidades que «producen» ese placer o agrado, pero esto ya es otra cosa
distinta de exponer o declarar directamente la naturaleza o esencia de la virtud.
Como dice Hume correctamente en alguna ocasión, se trata de
«circunstancias»48, es decir, de datos que acompañan o se dan o se presentan
cuando se da o se presenta la virtud.
En la descripción de esas cualidades que se dan con y dan lugar a la virtud
(moral) aparecen expresiones como «apta para ser útil a otras personas o a quien
la posee, o cuando agrada a otras personas o a quien la posee»49; «útiles para la
sociedad o útiles o agradables para la persona que las posee», o «inmediatamente
agradables para otros»50, o bien «utilidad pública», «interés de la humanidad»,
«felicidad de la humanidad», «bienestar de nuestros congéneres», «bienestar y
ventajas de la humanidad», o bien simplemente «útil» y «utilidad»51. No falta,
pues, razón para considerar a Hume como «utilitarista» o incluso como el
fundador del llamado «utilitarismo británico», dado que con anterioridad a él
solo breves sugerencias de esta doctrina se pueden señalar en otros autores. Pero
tales denominaciones no dejan de ser peligrosas, en cuanto que se prestan a
confusión y a una excesiva simplificación.
Si por utilitarismo se entendiera un hedonismo egoísta, es decir, una doctrina
que admitiera como bueno (se entiende que por no poder esperar otra cosa) que
el hombre procure solamente satisfacer su propia aspiración al placer y obtener
los medios útiles para ello, Hume no sería un utilitarista, según hemos visto
anteriormente (puesto que no lo reduce todo al egoísmo). Si se entendiera que el
utilitarismo iguala simplemente la bondad moral con la utilidad propiamente
dicha (bondad instrumental o de medio para algo), estaría aún menos justificada
la atribución de esta doctrina a Hume, puesto que este proclama también como
buenas cualidades directamente agradables para la persona misma que las posee o
para otros. Finalmente, si por utilitarismo se entiende que solo se puede dar por
bueno (moralmente) lo que resulta agradable o placentero, o útil para producir
ese agrado o placer, en este caso sí que parece que hay que considerar a Hume
como utilitarista; porque, aun cuando en los razonamientos o argumentaciones
emplee con frecuencia expresiones restrictivas, como «principalmente», «en gran
medida», «parte principal», «en proporción»…, lo cierto es que termina
afirmando en las conclusiones: «No puedo ahora estar más seguro de ninguna
otra verdad que haya aprendido del razonamiento y de la argumentación que de
esta, de que el mérito moral consiste enteramente en la utilidad o en el agrado de
las cualidades para la persona que las posee o para las otras que tengan alguna
relación con ella»52.
Esto por lo que se refiere a la moralidad en general o a las otras virtudes
distintas de la justicia; por lo que se refiere a esta, Hume afirma, rotundamente y
desde el principio, que deriva totalmente, solamente, de la utilidad, entendida en ese
sentido amplio de abarcar lo agradable o placentero y los medios que lo
proporcionan53. La razón de esto está en que la justicia no es una virtud natural,
en cuanto que pueda ser conocida directamente, por una facultad o sentido
inherente en la naturaleza humana, como las otras virtudes, que «ejercen su
influencia inmediatamente por una tendencia directa o instinto»54, sino que es
una virtud «artificial», «inventada», pudiéramos decir incluso convencional, es
decir, positiva o establecida por los hombres; y lo que lleva a los hombres a
inventarla o establecerla es precisamente su utilidad, las ventajas que obtienen de
ella. La necesidad de esta invención o establecimiento (artificial) de la justicia
viene dada precisamente por esa falta de un instinto o sentido (natural) de la
justicia, porque «naturalmente somos parciales con respecto a nosotros mismos
y a nuestros allegados»55. Por ello el remedio no puede venir de la naturaleza,
sino del artificio o, en otros términos, del juicio y entendimiento humanos, que
los llevan a los hombres a establecer un remedio contra esa parcialidad: el de
dejar de pelearse por la posesión de los bienes externos, respetando que «cada
uno disfrute pacíficamente de aquello que pudo conseguir gracias a su
laboriosidad o suerte»56. Se puede denominar a esto una «convención», pero por
tal se ha de entender únicamente en este caso «un sentimiento general de interés
común»: lo mismo que «cuando dos hombres impulsan un bote a fuerza de
remos lo hacen en virtud de un acuerdo o convención, a pesar de que nunca se
hayan prometido nada mutuamente»57. Es una vez implantada esta convención
concerniente a la abstención de las posesiones ajenas, y cuando ya todo el
mundo ha adquirido la estabilidad de las posesiones, cuando surgen, según
Hume, «las ideas de justicia e injusticia, como también las de propiedad, derecho y
obligación»58. Pero «resulta imposible —añade Hume— que pueda existir algo así
como un derecho o propiedad establecidos mientras las pasiones opuestas de los
hombres les empujen en direcciones contrarias y no se vean restringidas por una
convención o acuerdo»59.
Esta misma idea, de que no se puede hablar de un derecho de propiedad
propiamente dicho, ni de derechos, ni de justicia en general, mientras no haya un
convenio o acuerdo establecido y respetado por el interés o utilidad que reporta,
la desarrolla Hume con ejemplos de casos de extrema necesidad, en que el
sentido de la propiedad y del Derecho o de la justicia desaparece, porque cesa su
utilidad: el caso de un naufragio, en que se trata de salvarse acudiendo a
cualquier medio o instrumento, sea de nuestra propiedad o no, o el caso de
necesidad urgente de alimentos, en que nos serviremos de los que podamos
conseguir, sean propios o ajenos60. Pero, si a la inversa, el caso no fuera de
extrema necesidad, sino de extrema abundancia, desapareciendo la escasez de los
bienes externos, de los que cada cual pudiera abastecerse según le apeteciera,
desaparecería también la distinción de propiedades, y con ella la idea de justicia,
porque ya no tendría ninguna utilidad. Es más, aun cuando los bienes no se den
con tal abundancia, desaparecería también la idea de la justicia, si no son las
pasiones del propio interés las que dominan, sino las de la benevolencia mutua o
del amor desinteresado, como de alguna manera se puede ver en el caso de las
familias, en que desaparece el sentido de la propiedad y con él el de la justicia, en
la medida en que sean esos sentimientos de amor y benevolencia los que
prevalezcan61.
Con estas consideraciones y razonamientos se ha probado, o se ha tratado
de probar, simultáneamente que la justicia es una virtud «artificial» y que se basa
en la utilidad pública o general que proporciona; pero bastaría que hubiera
quedado probado lo primero para que lo segundo pudiera probarse, o
confirmarse, a su vez por consideraciones o razones referentes al Derecho
establecido. En efecto, basta suponer lo primero, que la justicia se debe a una
convención o acuerdo aceptado por los hombres, no a un conocimiento directo
de sus dictados o preceptos, para que se pueda considerar las leyes del Derecho
vigente como «leyes particulares, por las que se dirige la justicia y se determina la
propiedad»62. Una vez esto supuesto, los argumentos a favor de que es la
utilidad el elemento determinante de la justicia fluyen con facilidad, puesto que
las consideraciones de utilidad pueden verse fácilmente como determinantes en
las disposiciones del Derecho establecido.
Así, es este criterio de la utilidad el que explica el modo general como se
regula el derecho de propiedad. Teóricamente podrían aplicarse otros criterios
que a primera vista pueden parecer mejores; por ejemplo, el de que cada cual
tuviera lo que resultara «más conveniente y apropiado para su uso», es decir, lo
que se acomodara mejor a sus necesidades. Sin embargo, en la práctica la
determinación de los derechos de propiedad de acuerdo a ese criterio daría lugar
a tantas controversias, que «sería absolutamente incompatible con la paz de la
sociedad humana»63. De aquí que sean otras normas, más de acuerdo con este
principio de la utilidad práctica, las que se aplican. Por razones similares se
rechaza el criterio de que se repartan las propiedades de acuerdo al mérito o la
virtud de cada uno, que tendría además a su favor la presunción de que así las
propiedades serían mejor empleadas. Otro criterio que, de no ser el de la utilidad
pública el decisivo, se presentaría como plausible, es el propuesto en el siglo XVII
en Inglaterra por los llamados levellers o «niveladores»: el de repartir las
propiedades a todos por igual. Tampoco este criterio resiste la prueba de la
utilidad práctica; porque, una de dos: o se permite que los distintos grados de
habilidad, cuidado y laboriosidad rompan esa igualdad o, si se controlan y
limitan esas virtudes, se reducirá la sociedad a la más extremada indigencia «y, en
lugar de prevenir la necesidad y la miseria de unos pocos, se las hace inevitables
para toda la comunidad»64.
Son, pues, las reglas derivadas del criterio de utilidad pública las que se
imponen en la determinación del derecho de propiedad, que es para Hume casi
tanto como decir: en la determinación de lo que en justicia corresponde a cada
uno. Por ejemplo, la que establece que quede para el propio uso y provecho, e
incluso de los hijos y allegados, lo que se consiga con la propia habilidad y
esfuerzo, «a fin de fomentar tan útiles hábitos y realizaciones». Lo mismo ocurre
con la norma de que la propiedad pueda ser enajenada por consentimiento, que
es la que da lugar al comercio y al intercambio, «que son tan beneficiosos para la
sociedad humana», y con la de que los contratos y promesas deben cumplirse
fielmente, ya que esto asegura la confianza mutua, que tanto «promueve el interés
general de la humanidad». Todas estas y otras normas más concretas tienen
siempre como última razón «la conveniencia y las necesidades de la humanidad»,
y es esta misma razón la que lleva a las leyes a establecer ciertos plazos para la
adquisición de la propiedad (por prescripción) que en sí no tienen ningún
fundamento natural o racional65.
La consideración de estas normas y de su finalidad nos descubre una nueva
diferencia entre la justicia y otras virtudes, incluso las sociales que provienen del
principio del humanitarismo y de la benevolencia. Todas estas virtudes, guiadas
directamente por el sentido o instinto moral, se orientan hacia un determinado
caso concreto, hacia una determinada necesidad que se trata de remediar o hacia
un bien concreto que se trata de realizar. La orientación de la justicia es distinta:
no se refiere al bien particular de un individuo o de unos cuantos individuos,
sino a un plan o sistema general o de conjunto, en el que tiene que concurrir
«toda o la mayor parte de la sociedad». «Son la paz y el orden los que
constituyen las consecuencias de la justicia.» En cambio, «una atención particular
al derecho particular de un ciudadano determinado puede con frecuencia, si se
lo considera aisladamente, ser la causa de perniciosas consecuencias»66.
La felicidad y la prosperidad de la humanidad que resultan de la virtud social de la benevolencia
y sus subdivisiones pueden compararse con una valla o pared, construida por muchas manos, que
crece con cada piedra que se coloca sobre ella, y va creciendo en proporción a la diligencia y
cuidado de cada uno de los operarios. La felicidad que resulta de la virtud social de la justicia y sus
subdivisiones puede compararse con la edificación de una bóveda, en la que cada piedra colocada
por separado se caería irremisiblemente, y en la que toda la construcción no se sostiene más que por
el apoyo mutuo y la combinación de las distintas partes correspondientes67.
Con lo dicho sobre la justicia tenemos preparado el camino para la
exposición de la filosofía política de Hume, puesto que existe un paralelismo
entre lo que ocurre con el fundamento de la justicia y lo que ocurre con el
fundamento del gobierno y la autoridad: son los intereses o utilidad a que
responden, e incluso la necesidad, lo que lleva a los hombres, guiados por la
reflexión, tanto a admitir la validez de la justicia como al acatamiento de la
autoridad política68. Pero no solo hay paralelismo; hay también subordinación
de la institución del gobierno y la autoridad política al cumplimiento de los
deberes de justicia69. Y se comprende fácilmente; porque, siendo la justicia un
plan de conjunto de toda la sociedad, cuya realización no puede quedar
encomendada a la libre voluntad y decisión de cada uno, es imprescindible la
existencia de alguien que asegure y vigile la ejecución de esa tarea. A esa función
y necesidad primordial responde la institución de los gobiernos.
En efecto, la naturaleza humana es tal, que solo se mueve con facilidad por
las ventajas o bienes inmediatos; pero los proporcionados por la justicia no son
de este tipo, sino que son mediatos y lejanos: solo a través de la realización del
plan de conjunto llegan a los individuos particulares. Como esta naturaleza no la
podemos cambiar, lo único que podemos hacer es ponerla en unas condiciones
y circunstancias en que las ventajas lejanas se conviertan en inmediatas. Pero no
se puede lograr esto con respecto a todos; lo más que se puede intentar es
lograrlo con respecto a unos pocos, a los que podemos colocar en una situación
tal, que su mayor interés, incluso inmediato, sea el de la ejecución de la justicia.
Estas personas así situadas es de esperar que no solo sigan las normas de la
justicia en su propia conducta, sino que obliguen también a los demás a hacer
eso mismo, y que inculquen los dictados de la justicia en toda la sociedad. Tal es
la condición de los magistrados y gobernantes, de los que dice Hume, con cierto
optimismo, que
hallan un interés inmediato en el interés de cualquier parte considerable de sus súbditos. No
necesitan consultar sino consigo mismos para formarse un plan que promueva ese interés; y como
el fallo de cualquier miembro en la ejecución está conectado, aunque no inmediatamente, con un
fallo en el conjunto, los gobernantes evitan tal cosa, dado que ellos no tienen interés particular
alguno, ni inmediato ni remoto. De este modo se construyen puentes, se abren puertos […]70.
La doctrina política de Hume viene condicionada por la de la justicia
también en otro aspecto. Puesto que esta es una virtud artificial o arbitrada (no
arbitraria) y sus deberes son inventados, descubiertos, ideados, no pueden servir
de base última para la fundamentación del gobierno o poder político. Esto
quiere decir que no se puede admitir como válida la teoría del pacto o contrato
social como fundamentación última, ya que la obligación de obedecer a los
pactos o contratos es una obligación de justicia, una de las obligaciones que
abarca o comprende la justicia, que se basa, por eso, como todas las de la
justicia, en la utilidad o necesidad a que responden, y que nos ha descubierto la
reflexión de la razón. ¿Para qué, pues, dar el rodeo de fundar el poder político
en la obligación del pacto o contrato, si al final hay que fundar este de modo
semejante a como se puede fundar directamente el poder político?71
Lo que Hume niega no es que haya podido surgir el gobierno por pacto o
contrato; lo que niega es que valga esa construcción como solución definitiva
para el problema de la fundamentación del gobierno o poder político72.
Sin embargo, los filósofos que se han unido a un partido (si es que ello no constituye una
contradicción en los términos) no se contentan con estas concesiones. Afirman, no solo que el
gobierno, en su primera infancia, surgió del consentimiento, o más bien de la aquiescencia
voluntaria del pueblo, sino también que, incluso en la actualidad, cuando ha alcanzado su plena
madurez, no se funda en ninguna otra base. Aseguran que todos los hombres nacen todavía iguales,
y no deben obediencia a ningún príncipe ni gobierno, a menos que los vincule la obligación y
sanción de una promesa. Y como nadie, sin algo equivalente a cambio, renunciaría a las ventajas de su
innata libertad y se sometería a la voluntad de otro, se sobrentiende en todo momento que esta
promesa es condicional73.
Aun cuando Hume admite, desde luego, el derecho de «resistencia en los
casos más flagrantes de tiranía y opresión»74, esa forma de dejar en manos del
pueblo la decisión de seguir obedeciendo o no, según que se cumplan o no
(según que se juzgue que se cumplen o no), las condiciones del pacto, le parece a
Hume totalmente inadmisible, porque arruinaría toda la concepción de la justicia
y del poder político y porque tampoco se la puede dar por válidamente fundada,
con fundamentación última o definitiva, según hemos expuesto.
Habría, sin duda, que admitirla como tal, si efectivamente se probara que los
hombres apoyan en esa razón su obediencia, encontrándola como válida,
apoyándose definitivamente en ella. Pero esto tampoco se puede probar. Si el
pacto ha sido actual, ¿dónde está el testimonio de su realización o la conciencia
de la prestación de ese consentimiento? Y, si ha sido realizado por nuestros
antepasados, ¿por qué ha de obligarnos a nosotros? Frente a la consideración de
Locke de que aceptamos el pacto implícitamente, al no marcharnos al
extranjero, Hume contraargumenta: «¿Podemos decir con seriedad que un pobre
campesino o artesano tiene la libre opción de abandonar su país cuando no
conoce la lengua ni las costumbres de ningún otro?» No es que se excluya «el
consentimiento del pueblo como justo fundamento del gobierno allí donde se
dé. Es, con toda seguridad, el fundamento mejor y más sagrado». Aun cuando
parece referirse aquí al consentimiento como causa próxima o inmediata, no
como fundamentación última (según lo que hemos visto, la fundamentación
última estaría en el convencimiento de la necesidad, o incluso en esta necesidad
misma, de prestar ese consentimiento). No obstante, aun en ese sentido, Hume,
con referencia a su tiempo, afirma que el consentimiento «rara vez se ha
producido en alguna medida, y casi nunca de manera plena»75. El caso más
favorable es el de la elección. Pero con respecto a la suprema magistratura, y
desde luego con referencia a su tiempo, se pregunta Hume: «¿Qué es esta tan
ensalzada elección? Es la asociación de unos pocos grandes hombres que
deciden por todos los demás y que no toleran ninguna oposición. O es la furia
de una multitud que sigue a un cabecilla sedicioso, al que apenas conocen una
docena, y que debe su ascenso meramente a su propia impudicia o al
momentáneo capricho de sus seguidores»76.
Y, sin embargo, Hume afirma rotundamente y en general que
los gobernantes no tienen nada en lo que apoyarse salvo la opinión. La opinión es, así pues,
aquello en lo que se fundamenta el gobierno, y esta máxima se extiende a los gobiernos más
despóticos y más militares, tanto como a los más libres y populares. Puede que el sultán de Egipto o
el emperador de Roma condujeran a sus inofensivos súbditos como a bestias, contra sus
sentimientos e inclinaciones. Pero a sus mamelucos, o a su guardia pretoriana, tendría que saberlos
llevar como a personas, teniendo en cuenta su opinión77.
Indudablemente Hume se refiere a la opinión solamente como fundamento
próximo o inmediato del gobierno o dominación política, como se deriva no
solo de lo expuesto, sino también de que a continuación nos habla de los
motivos o razones en que tiene que apoyarse esa opinión. Pero podemos
también preguntarnos: ¿qué concepto tiene Hume de esa opinión, de esa
opinión pública, como decimos hoy? Desde luego no muy elevado por lo que se
refiere a la de los mamelucos y a la guardia pretoriana; pero tampoco por lo que
se refiere a los súbditos o ciudadanos en general: más bien el concepto de una
aceptación «interesada», de un «sometimiento», de una «implícita sumisión».
1 Así se expresa en una «advertencia» de la edición (póstuma) de 1777 de Essays and Treatises on Several
Subjects (reproducida también en la edición de Enquiries…, ob. cit., infra [nota 4]).
2 En su My Own Life, publicada también póstumamente en 1777; recogida en D. Hume, The Philosophical
Works, Aalen, Scientia, 1964, vol. 3, págs. 1-8 (la cita en la pág. 4); y en D. Hume, Mi vida. Cartas de un
caballero a su amigo de Edimburgo, trad. de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1985 (la cita en la pág. 18).
3 Así G. Deleuze, Empirismo y subjetividad, trad. de H. Acevedo, Barcelona, Granica, 1977, pág. 25. Tal
vez el autor que más ha subrayado el papel central y decisivo de la moral en la obra de Hume sea Norman
Kemp Smith, The Philosophy of David Hume. A Critical Study of its Origins and Central Doctrines, Londres,
Macmillan, 1941.
4 D. Hume, Tratado de la naturaleza humana (citado en adelante como T), pág. 455. Aun cuando empleo la
edición española preparada por Félix Duque, Madrid, Editora Nacional, 1977 (reeditada por la editorial
Tecnos en 1988), los números de las páginas se refieren a los de la edición inglesa de Selby-Bigge (la más
comúnmente empleada), que figuran en los márgenes de la traducción española. Tanto para la primera
como para la segunda Investigación (citadas como E1 y E2) sigo la edición inglesa del propio Selby-Bigge,
Enquiries Concerning Human Understanding and Concerning the Principles of Morals, Oxford, Clarendon Press, 3.ª
ed., 1975. De ambas hay edición española: Investigación sobre el conocimiento humano, traducción, prólogo y
notas de J. de Salas Ortueta, Madrid, Alianza, 1980; e Investigación sobre los principios de la moral, edición y trad.
de G. López Sastre, Madrid, Espasa Calpe, 1991, así como Investigación sobre los principios de la moral, trad. y
notas de C. Mellizo, Madrid, Alianza, 1993.
5 Cfr. el resumen de la polémica sobre esta cuestión en el «Estudio preliminar» de la edición castellana
del Tratado (citado en la nota anterior), págs. 26 y sigs. Podemos advertir, sin embargo, que el papel
determinante que se asigna a la postura religiosa de Hume en la interpretación de A. G. N. Flew, con base en
la obra de este Hume’s Philosophy of Belief, no concuerda exactamente con lo que este autor expresa en su
exposición general de Hume (posterior a la obra citada) en D. J. O’Connor (comp.): Historia crítica de la
filosofía occidental, IV: El empirismo inglés, trad de N. Mínguez, Buenos Aires, Paidós, 1968, pág. 235: «Kemp
Smith ha sostenido convincentemente, basándose en datos biográficos y en evidencias internas de su obra,
“que fue por las puertas de la moral (cursiva mía) por donde Hume llegó a su filosofía”.»
6 Los autores que Hume cita en concreto son: Locke, Shaftesbury, Mandeville, Hutcheson y Butler.
7 Así al final de la Investigación sobre el entendimiento humano, E1, pág. 165. De manera más matizada se
expresa al comienzo de la Investigación sobre los principios de la moral: «Es probable que la sentencia que se
pronuncia en último término sobre las personalidades y acciones amables u odiosas, dignas de encomio o
de reproche […], es probable, digo, que esa última sentencia dependa de cierto sentido o sentimiento
interno» (E2, págs. 172-173).
8 «Yo había comenzado este asunto sentando como premisa que debemos confiar implícitamente en
nuestros sentidos y que esta sería la conclusión que se desprendería del conjunto de mis razonamientos. Sin
embargo, si he de ser sincero, me siento en este momento de opinión totalmente contraria y más inclinado a
no conceder fe en absoluto a mis sentidos o, más bien, a mi imaginación, que a poner en ellos esa implícita
confianza» (T, pág. 217). Cfr. también E2, págs. 180 y sigs., y E1, págs. 156 y sigs.
9 «El verdadero escéptico desconfiará lo mismo de sus dudas filosóficas que de sus convicciones» (T,
pág. 273). Cfr. también E1, págs. 157 y sigs.
10 E1, pág. 160.
11 T, pág. 270.
12 T, pág. 271.
13 T, pág. 273.
14 T, pág. 271.
15 E1, pág. 162.
16 E1, págs. 162 y sigs.
17 Cfr. anteriormente, págs. 274-275.
18 T, pág. 475.
19 T, pág. 469.
20 E1, pág. 294.
21 «Es evidente que la naturaleza ha preservado una gran semejanza entre todas las distintas criaturas
humanas y que nos es imposible advertir en los demás una pasión o principio cuyo paralelo no
encontremos en nosotros mismos» (T, pág. 318).
22 E2, pág. 173.
23 T, pág. 484. «La humanidad es una especie inventiva —razona Hume—, y cuando una invención es
obvia y absolutamente necesaria puede decirse con propiedad que es natural, igual que lo es cualquier cosa
procedente directamente de principios originarios, sin intervención de pensamiento o reflexión» (T, ibíd.).
24 «La diferencia —continúa— que la naturaleza ha establecido entre un hombre y otro es tan grande, y
esta diferencia aumenta además tanto por la educación, el ejemplo y la costumbre, que, cuando se nos
presentan al mismo tiempo los extremos opuestos, no hay escepticismo tan escrupuloso, y difícilmente un
ansia de seguridad tan decidida, como para negar toda distinción entre ellos» (E2, págs. 169-170).
25 E2, pág. 174.
26 T, págs. 416-417, 459 y 470.
27 T, págs. 415 y sigs.
28 T, pág. 457. Cfr. también, en sentido similar, E2, pág. 172.
29 La falacia naturalista, tal como la formula G. E. Moore, que es quien más conocida y famosa la ha
hecho, consiste en lo siguiente: «Puede ser verdad que todas las cosas que son buenas son también algo más,
tal como es verdad que todas las cosas amarillas producen una cierta clase de vibración lumínica. Y es un
hecho que la ética pretende descubrir cuáles son aquellas otras propiedades que pertenecen a todas las
cosas buenas. Pero un enorme número de filósofos han pensado que cuando nombran esas otras
propiedades están definiendo “bueno” realmente y que no son de hecho “otras”, sino absoluta y
enteramente iguales a la bondad» (G. E. Moore, Principia Ethica, trad. de S. García Díez, México, UNAM,
1959, pág. 9).
Hume,
al que Moore no alude, la había formulado de manera algo distinta: «En todo sistema moral de que
haya tenido noticia, hasta ahora, he podido siempre observar que el autor sigue durante cierto tiempo el
modo de hablar ordinario, estableciendo la existencia de Dios o realizando observaciones sobre los
quehaceres humanos, y de pronto me encuentro con la sorpresa de que, en vez de las cópulas habituales de
las proposiciones: es y no es, no veo ninguna proposición que no esté conectada con un debe. Este cambio es
imperceptible, pero resulta, sin embargo, de la mayor importancia. En efecto, en cuanto que este debe o no
debe expresa alguna nueva relación o afirmación, es necesario que esta sea observada y explicada y que al
mismo tiempo se dé razón de algo que parece absolutamente inconcebible, a saber: cómo es posible que
esta nueva relación se deduzca de otras totalmente diferentes» (T, pág. 469).
30 Cfr., por ejemplo, la pág. 614 del Tratado…, o la misma 469, que acabamos de citar, cuando,
refiriéndose al vicio, afirma: «Está en vosotros mismos, no en el objeto.»
31 Al menos en el sentido de Moore.
32 Cfr. J. Plamenatz, The English Utilitarians, Oxford, Basil Blackwell, 1966, págs. 4 y sigs. y 163 y sigs.
33 Cfr. especialmente T, págs. 470 y sigs.
34 Aun cuando Hume distingue entre el modo de ver las cosas un hombre salvaje o inculto y un
hombre civilizado o más cultivado. Cfr. E2, pág. 274, nota.
35 Cfr., por ejemplo, E2, págs. 172 y 279.
36 E2, pág. 178.
37 «Las mentes de los hombres son similares en sentimientos y operaciones y no hay ninguna que sea
movida por una afección de la que, en algún grado, estén libres las demás. Del mismo modo que cuando se
pulsan por igual las cuerdas de un instrumento el movimiento de una se comunica a las restantes, así pasan
fácilmente de una persona a otra las afecciones, originando los movimientos correspondientes en toda
criatura humana» (T, pág. 576).
38 T, págs. 581 y sigs., 590-591 y 602 y sigs. Cfr. también E2, págs. 228-229.
39 Cfr. T, págs. 575 y sigs.
40 «En general, puede afirmarse que en la mente de los hombres no existe una posición tal como el
amor a la humanidad, considerada simplemente en cuanto tal y con independencia de las cualidades de las
personas, de los favores que nos hagan o de la relación que tengan con nosotros» (T, pág. 481).
41 E2, pág. 271.
42 Quien la denomina «la astucia» o «el ardid de la razón» (List der Vernunft); cfr., más adelante, vol. II,
cap. 23.
43 E2, pág. 274.
44 E2, pág. 276.
45 T, pág. 591.
46 Cfr. págs. 278-279 y notas 29 y 31.
47 E2, pág. 261.
48 Cfr., por ejemplo, E2, págs. 180, 231…
49 T, pág. 591.
50 E2, pág. 261.
51 Cfr. E2, págs. 180, 181, 206, 218, 260 y 277.
52 E2, pág. 278.
53 E2, pág. 183.
54 E2, pág. 303.
55 E2, pág. 188; T., págs. 488-489.
56 T, pág. 489.
57 T, pág. 490; E2, pág. 306.
58 T, pág. 490.
59 T, pág. 491. Puede observarse aquí una aproximación bastante notable a la concepción de Hobbes de
la naturaleza humana y de su situación anterior al pacto social.
60 E2, pág. 186.
61 E2, págs. 183 y sigs.; T, págs. 494-495.
62 E2, pág. 192.
63 T, pág. 502.
64 E2, págs. 193-194.
65 E2, págs. 192 y sigs.; cfr. también págs. 308 y sigs., y T, págs. 503 y sigs.
66 E2, pág. 304.
67 E2, pág. 305.
68 D. Hume, «Of the Original Contract», en Political Essays (edición de C. W. Hendel), IndianápolisNueva York, Bobbs-Merril-The Library of Liberal Arts, 1953, pág. 55, en Ensayos morales, políticos y literarios,
trad. de C. Martín Ramírez, Madrid, Trotta, 2011, págs. 416-417.
69 D. Hume, «Of the Original Contract», en Political Essays, ed. cit., pág. 39; trad. española citada [nota
anterior], pág. 70: «Vamos en consecuencia a contemplar todo el vasto aparato de nuestro gobierno como
si no tuviera en última instancia otro objeto que la administración de justicia […]. Reyes y parlamentos,
ejércitos y armadas, funcionarios de la corte y de la hacienda, embajadores, ministros y miembros del
consejo privado, quedan todos subordinados en su finalidad a esta parte de la administración.»
70 T, págs. 538-539.
71 «Si se preguntara la razón de esa obediencia que estamos obligados a prestar al gobierno, no dudo un
instante en responder: porque, de otro modo, la sociedad no podría subsistir. Y esta es una respuesta clara e
inteligible para toda la humanidad. La respuesta que vosotros ofrecéis es: porque debemos hacer honor a nuestra
palabra. Pero, aparte de que nadie que carezca de formación en un sistema filosófico puede entender esta
respuesta o apreciarla, además, digo, sentís gran embarazo cuando se os pregunta por qué estamos obligados a
hacer honor a nuestra palabra. Y no podéis ofrecer otra respuesta que la que de manera inmediata, sin
circunloquio alguno, ha explicado nuestra obligación de lealtad», D. Hume, «Of the Original Contract», en
la trad. esp. cit., pág. 418; en la edición de Hendel, pág. 56.
72 T, pág. 542; Political Essays, edición de Hendel, págs. 44-45; trad. española, págs. 407-408.
73 D. Hume, Political Essays, trad. española, pág. 408; edición de Hendel, págs. 45-46.
74 T, pág. 552; «in extraordinary emergencies», dice en «Of Passive Obedience», en Political Essays, ob.
cit., pág. 65; trad. española, pág. 424.
75 Political Essays, pág. 50; trad. española citada, pág. 412.
76 Political Essays, pág. 48; trad. española citada, pág. 410.
77 D. Hume, «Of the First Principles of Government», en Political Essays (edición de Hendel), pág. 24;
trad. española citada, pág. 66.
CAPÍTULO 19
La postura de Jean-Jacques Rousseau: el contrato social
Si grande ha sido la influencia de Locke, no tanto la de Hume, seguramente
no ha sido menor la de Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), y tal vez su vigencia
actual sea aún mayor que la de los dos anteriores. Desde el punto de vista de las
ideas, se le ha agrupado con los enciclopedistas, explicándose su enfrentamiento
con ellos por motivos de temperamento (de hecho, Rousseau se enfrentó no
solo con los enciclopedistas, sino también con Hume, quien había sido su
protector, y llegó a pensar que había una especie de complot generalizado
tramado contra él). Hoy puede darse por cierto que también en las ideas había
motivos para el enfrentamiento: los enciclopedistas criticaban la sociedad de su
tiempo; Rousseau no solo la criticaba, sino que ponía en cuestión sus mismos
fundamentos; los enciclopedistas aspiraban a corregir y mejorar la situación con
reformas; Rousseau quería en realidad una revolución; los primeros ponían
como base simplemente consideraciones intelectuales y morales, mientras que
Rousseau veía la raíz de los males y de su remedio en la organización política1.
Pero desde luego no puede descartarse el influjo de su personalidad, de los
factores personales, en su enfrentamiento con Diderot, que había sido su amigo
durante varios años, y con otras figuras de su tiempo: de origen humilde (hijo de
un relojero de Ginebra) y aficionado a la vida en el campo, aun cuando tuvo
relaciones elevadas, no se movió a gusto entre ellas, ni siquiera cuando se trataba
de personas del mundo de «las letras»; puede decirse que estas fueron las que
terminaron por producirle un mayor disgusto. Esto es lo que se desprende de su
principal obra autobiográfica, Las confesiones, libro singular, en el que Rousseau
combina una desgarradora sinceridad o, tal vez, un cierto exhibicionismo, con
un intenso deseo de autojustificación y un afán no menor por ocultárselo
incluso a sí mismo.
No es esta obra autobiográfica la única de Rousseau que es singular: todas
las suyas son sorprendentes, sorprendentemente originales, incluso cada una de
ellas respecto a las demás, de tal manera que pueden prestarse a interpretaciones
contradictorias (a veces aun dentro de la misma obra). Sin embargo, lo que
provoca esta impresión no es la falta de una coherencia fundamental, sino más
bien la expresión atrevida, producto tal vez de los arrebatos sentimentales
propios de su carácter y de la continua recreación del pensamiento; o tal vez se
trate, como piensan algunos, de un hábil y sutil arte de exposición, que acentúa
la contraposición de los diversos puntos de vista (complementarios entre sí),
para dejar al lector la posibilidad de su armonización. Por otro lado, no hay por
qué negar a Rousseau lo que suele reconocérsele a cualquier autor: una cierta
evolución.
Así, entre las dos obras que más nos interesan, el Discurso sobre el origen y
fundamento de la desigualdad entre los hombres (1755) y El contrato social (1762), media
una distancia de siete años2 y responden a una muy distinta motivación. No es
extraño, por consiguiente, que aparezcan como de una orientación un tanto
diferente. Sin embargo, aun reconociendo las diferencias de matiz y orientación,
las dos obras forman una unidad; su temática, aun cuando Rousseau no se lo
propusiera, coincide con la de los autores típicos del Derecho natural
«moderno»: descripción del estado de naturaleza, explicación del tránsito a la
sociedad civil, consecuencias jurídico-políticas3.
El Discurso estudia el estado primigenio del hombre, el estado natural, de
naturaleza, y el origen de las diferencias entre los diversos hombres: cómo
comienzan a distinguirse entre sí, cómo estas diferencias van evolucionando y
aumentando, y cómo comienzan a constituir la sociedad civil o política. Pero en
él manifiesta ya Rousseau con toda conciencia la idea de que el estado de
naturaleza no ha de entenderse primordialmente de manera empírica, como una
época de la humanidad: «A lo mejor nunca existió y probablemente nunca
existirá», dice expresamente4. Ese estado es, pues, la expresión de la idea que
tiene el propio Rousseau de la naturaleza humana.
El estado de naturaleza es entendido además por Rousseau de una manera
muy distinta a la de los demás autores anteriores; difiere de la idea de Hobbes de
que el hombre era naturalmente malo, pero discrepa también de la de Locke,
quien opinaba que era laborioso y vivía pacíficamente, organizando la
cooperación bajo la dirección de la ley natural, es decir, de la razón.
La naturaleza está en Rousseau contrapuesta a la razón: esta es un producto
de la sociedad5. Pero, si reducimos el hombre a la naturaleza así entendida, nos
queda un animal, tal vez un poco más distinguido que los otros; pero menos
fuerte que algunos, menos ágil que otros… El hombre así entendido se rige,
como los demás animales, por sus instintos. En concreto se dan en él el instinto
de conservación y el horror al padecimiento, no solo propio, sino también al de
los demás semejantes: resulta así que procura el mayor bien para sí mismo, pero
procurando al mismo tiempo causar el menor mal posible6. No es, pues, el
hombre un puro egoísta, un egoísta sin límites, como Hobbes lo había
imaginado.
Pero tampoco se puede decir que considere Rousseau como perfecto o
idílico el estado de naturaleza; lo que sí se puede decir es que tiene una cierta
nostalgia del mismo, porque piensa que la explicación, la razón de todos los
males, está en la sociedad7.
El estado de naturaleza no es un estado de lucha por codicia, miedo o
vanagloria, como había sustentado Hobbes. No es posible que se pelee por
codicia, puesto que en el estado de naturaleza no había propiedad privada: la
naturaleza solventaba directamente las necesidades del hombre. Tampoco era
posible que se luchara por vanagloria, ya que esta no tiene sentido más que en la
vida de sociedad: al vivir los hombres como animales selváticos no tenía por qué
surgir la competencia para destacarse entre ellos. En cuanto a luchar por
venganza, esta solo daría lugar a un estado de guerra si fuera premeditada; pero
en el estado de naturaleza sería algo espontáneo e instintivo, como la acción del
perro al que se tira una piedra y la coge con los dientes. El sexo tampoco podía
dar lugar a un estado de guerra, ya que en él hay que distinguir dos aspectos:
primero, el aspecto físico, y segundo, el aspecto psíquico, propio del hombre,
que corresponde ya a la evolución social; ahora bien, solo en este sentido el
amor da lugar a reyertas; no en el primero, de no ser que haya dificultades o
escasez de hembras para satisfacerlo, pero no era este el caso en el estado de
naturaleza.
El estado de naturaleza es, pues, un estado de felicidad relativa, aun cuando,
desde luego, no de felicidad perfecta. Es asimismo un estado de igualdad, que se
caracteriza por la imposibilidad de que unos hombres opriman a otros; es, por
tanto, también un estado de libertad. Esta visión es indudablemente punto de
partida para la teoría del contrato social. Pero no su fundamento, ya que esta
visión se refiere a la realidad (aun cuando sea de una manera más o menos
ficticia), mientras que la teoría del contrato social, como veremos, es otra cosa;
se presenta en otro plano: el del deber ser o el ideal.
En cuanto al orden de la realidad, Rousseau no deja de reconocer que el
estado de naturaleza evoluciona necesariamente hacia el estado civil, aun cuando
de este modo se dé paso también a las pasiones que Hobbes había atribuido al
estado de naturaleza. Los hombres comienzan a utilizar instrumentos para la
caza, pesca, etc., dando origen así a la propiedad privada: empezarán, pues, a
darse las condiciones que se prestan a la codicia. Además, los hombres
comienzan a sentirse superiores a los otros animales y a sentir orgullo de poder
dominarlos: empiezan, pues, a existir los gérmenes de la vanagloria. Descubren
asimismo que les resultará útil asociarse con otros hombres para realizar ciertas
tareas. Una vez que la colaboración es un hecho, construyen chozas y viven en
común, con trato permanente entre ellos; unos se revelan como más hábiles que
los otros, o más fuertes, o más guapos: esto da lugar a la presunción y la
arrogancia, por un lado, y al odio y la envidia, por otro.
Llega un momento en que las propiedades se agotan, que ya no es posible
extenderlas, porque los límites de una tocan con los límites de las del vecino:
surge entonces la reyerta por la propiedad, y la situación se hace insostenible.
Para salir de ella, los poseedores invitan a los que no tienen nada a realizar un
pacto, que, naturalmente, resulta ventajoso para los primeros, que así se hacen
con el mando sobre otros hombres8. Una vez que da esto comienzo, los
hombres empiezan a sentir más placer en el mando que por ser dueños de las
cosas. Se da origen así al surgimiento del Estado o sociedad civil y a unas
desigualdades que luego se multiplican. Además, después volverán a surgir
nuevamente los problemas del enfrentamiento, entre los diversos Estados o
sociedades civiles que así se han formado.
La obra El contrato social comienza advirtiendo que quiere considerar a los
hombres «tal como son», tema que, como hemos visto, ha sido objeto del
Discurso, pero su objeto propio es el problema de cómo deben ser las relaciones
entre los hombres: se propone como lema «formular justas leyes». La intención
de la obra es, pues, hallar un orden justo de la sociedad política y el fundamento
de ese orden. Este fundamento, como ya hemos dicho, no es propiamente el
estado de naturaleza. Pero este condiciona la solución: si el estado de naturaleza
es de libertad y de igualdad y estas son en principio bienes apreciables, habrá que
tratar de salvaguardarlas en el orden social9. Pero «el hombre ha nacido libre, y
en todas partes está encadenado». Con estas palabras del primer capítulo ya nos
indica Rousseau que ese orden justo que busca no lo encuentra realizado, es
decir, que su propósito es revolucionario. Trata de legitimar el orden social, de la
sociedad política, pero no el existente.
Desde luego Rousseau no está de acuerdo con las soluciones propuestas por
Grocio o Hobbes. Grocio y Hobbes fundamentan el Estado en un pacto
irrevocable y abren paso así a una situación de esclavitud (en sentido político).
Rousseau no admite esto: el pacto debe ser revocable, y además el pacto de
sumisión total no es lícito; su materia no puede ser objeto de un pacto, ya que
incluye la renuncia de la libertad y esta no se puede renunciar, dado que es el
fundamento de la moralidad y, por tanto, la base más noble de la personalidad
humana.
En cuanto a la guerra, no puede ser el fundamento del orden social, ni en
general el fundamento de ningún derecho. El derecho del más fuerte, advierte
Rousseau, se trueca al cambiar la situación y ser otro el más fuerte, y así una
situación de hecho e incidental no se puede presentar como un fundamento de
derecho. Además, la guerra —como había expuesto en el Discurso— no puede
decirse que sea, en cuanto situación permanente o prolongada, propia del estado
de naturaleza y, por tanto, no ha podido surgir así la sociedad.
El único fundamento legítimo posible del Estado es el consentimiento
unánime de todos los ciudadanos. Este consentimiento debe dar lugar, según
Rousseau, a «una forma de asociación que defienda y proteja con toda la fuerza
común a la persona y los bienes de cada asociado, y por la cual, uniéndose cada
uno a todos, no obedezca, sin embargo, más que a sí mismo y permanezca tan
libre como antes»10. El «sí mismo» de la fórmula no puede entenderse sino
corporativa o colectivamente, y veremos confirmada esta interpretación por otra
fórmula de Rousseau que recogemos más adelante. La posibilidad de que cada
uno «no obedezca más que a sí mismo y permanezca tan libre como antes» ha de
entenderse, pues, referida a la única posibilidad que tiene sentido en el estado
civil: de una libertad sujeta a leyes; solo que estas derivan de los propios
individuos que se someten a ellas. Se trata, pues, de una libertad «alterada» con
respecto a la del estado de naturaleza, según expresa el propio Rousseau.
Cada uno tiene que entregarse «todo entero», «con todos sus derechos», a la
comunidad: es la única manera, piensa Rousseau, de resolver el problema de lo
que tiene que aportar cada uno. ¿Es esto un totalitarismo? No está del todo
claro, ya que el «todo entero» de la fórmula de Rousseau no tiene por qué ser
referido necesariamente más que a lo que realmente interesa a la comunidad.
Ahora bien, el propio Rousseau nos advierte que «solo el soberano (es decir, el
pueblo) es árbitro de ese interés»11. Las cosas cambiarían, si se diera por válida la
interpretación iusnaturalista de Rousseau. En ese caso evidentemente el poder
del Estado estaría limitado al menos por el Derecho natural (y los derechos que
de él se derivan: los derechos naturales o humanos)12. En todo caso (es decir,
aun dando por válida esta interpretación iusnaturalista), lo que sí está claro es
que, al menos a partir de la redacción definitiva de El contrato social, Rousseau
excluye expresa y terminantemente la posibilidad de que el poder soberano (del
pueblo) esté limitado (de manera decisiva) por leyes fundamentales o
constitucionales.
La fórmula en que Rousseau expresa el contenido esencial del pacto dice así:
«Cada uno de nosotros pone en común su persona y todo su poder bajo la
suprema dirección de la voluntad general; y recibimos en corporación a cada
miembro como parte indivisible del todo»13. La expresión «en corporación» o
corporativamente pone de manifiesto el desdoblamiento que efectúa Rousseau
cuando habla de «nosotros» o, como en la fórmula que vimos anteriormente, de
«sí mismo». La clave de esta fórmula que ahora estamos considerando está sin
duda en el término la voluntad general. Esta no se identifica con la voluntad
particular de cada uno, ni tampoco con la suma de las voluntades individuales (la
simple «voluntad de todos»). Para Rousseau, la voluntad general se identifica con
lo justo, con lo bueno, con lo que debe ser, puesto que es lo que todos
corporativamente deben querer: es su bien social, o común o colectivo; pero no
tanto en sí, como en cuanto ha de ser considerado como deseado; es como el
deseo último de la asociación y agrupación de los individuos y, por consiguiente,
es también expresión de su libertad14.
La voluntad general se constituye en virtud de que todos los ciudadanos
tienen que tener una aspiración a lo que es bueno para todos, y esto se
impondrá, por encima de las diversas aspiraciones particulares, que mutuamente
se opondrán y así se contrarrestarán, anulándose unas a otras. Esto presupone
que, efectivamente, los ciudadanos tengan interés por el bien general o colectivo.
De lo contrario, se derrumba toda la construcción de Rousseau, carece de
sentido. «Cuando el Estado, cerca de su ruina, ya no subsiste más que en una
forma ilusoria y vana, cuando se ha roto en todos los corazones el vínculo
social, cuando el más vil interés toma descaradamente el sagrado nombre de
bien público, entonces la voluntad general enmudece»15.
Sin embargo, puede haber disidentes, porque, fuera del acto de constitución
de la sociedad, el consentimiento no tiene por qué ser unánime. En ese caso, la
voluntad general puede ser impuesta a cualquier disidente, «lo cual no significa
otra cosa —dice Rousseau—, sino que se le obligará a ser libre»16. De nuevo nos
encontramos con una fórmula que puede parecer paradójica, pero que, sin
embargo, no tiene nada de contradictoria, si se tiene en cuenta que, como hemos
expuesto antes, la voluntad general lo que quiere salvar es la libertad posible,
«alterada», del estado civil o de la sociedad política, no la libertad individual o del
estado de naturaleza. Ahora bien, como hemos indicado, decir que hay
disidentes es equivalente a decir que la voluntad general no se ha expresado por
unanimidad, es decir, que se ha expresado por mayoría. Esta voluntad, resultado
de la mayoría, es considerada, sin embargo, como la voluntad general: esto solo
tiene sentido, solo se explica, si esa mayoría tiene en cuenta el interés general,
busca de alguna manera el interés general; no si solo busca su propio interés, su
interés como grupo particular (aun cuando sea mayoritario); este interés nunca
puede coincidir con la voluntad general.
Pero ¿qué hacer cuando no se dan los presupuestos de que parte Rousseau?
El expresó en una ocasión (en una carta de 26 de julio de 1767 al marqués de
Mirabeau) que no veía «término medio soportable entre la más austera
democracia y el hobbismo más perfecto»17. Sin embargo, tal vez sea más realista
y sensato considerar el problema como una cuestión de grado, y contentarse con
afirmar que la democracia será tanto mejor cuanto más se tenga en cuenta el
bien común, y tanto peor cuanto menos. Si apenas se lo tiene en cuenta, o no se
lo tiene en cuenta en absoluto, la democracia se disolverá por sí misma. En ese
caso, no serán pocos los que preferirán cualquier otra forma de gobierno,
incluido el hobbismo. Otro problema que plantea la teoría de Rousseau es que
presupone que en la formación de la voluntad general (o de la que es su
sucedáneo, es decir, la voluntad de la mayoría) los individuos actúan sueltos, sin
la mediación de grupos o partidos políticos, que, en cambio, se consideran
imprescindibles en la democracia actual. Asimismo, hoy, en general, se considera
como irrealizable, al menos por lo que se refiere a los grandes Estados actuales,
la forma de democracia que tiene primordialmente en cuenta Rousseau, es decir,
la democracia directa. No obstante, independientemente de esas posibilidades de
realización, esta teoría ha ejercido de hecho un poderoso influjo como ideal. La
construcción de Rousseau expresa además una concepción de la democracia más
noble, más impregnada de sentido moral, que las exposiciones habituales de la
doctrina de esta forma de gobierno y, por supuesto, que sus realizaciones
concretas. Estas añadieron al fallo fundamental que hay que reconocer en
Rousseau, el de considerar siempre justa la voluntad general, el de considerar
como equivalente a esta la voluntad de la mayoría sin más. No era esta, como
hemos visto, la posición de Rousseau. Y, sin embargo, a pesar de todas estas
diferencias, se tiende a considerar la democracia actual como si fuera aplicación
o realización de la teoría de Rousseau. De ese modo esta actúa no solo como
una utopía (ideal que se quiere conseguir), sino también como ideología (en el
sentido de justificación de la realidad, como si el ideal estuviera ya conseguido).
Por lo demás, los intentos de realización de la democracia directa no podrían
por menos de resultar peligrosos, por la facilidad con que una parte más activa y
decidida podría sustituir, o arrastrar, o imponerse, a la totalidad del pueblo, tal
vez pretextando que es ella la que representa la verdadera voluntad general. No
faltan de hecho ejemplos en la historia18.
1 Cfr. E. Cassirer, Filosofía de la Ilustración, trad. de E. Imaz, México, Fondo de Cultura Económica, 1975,
especialmente págs. 295 y sigs., y L. Colletti, «Rousseau, crítico de la “sociedad civil”», en Ideología y sociedad,
trad. de A. A. Bozzo y J.-R. Capella, Barcelona, Fontanella, 1975, págs. 207-277.
2 Sobre la cronología de las obras de Rousseau, y en especial de las ideas expuestas en El contrato social,
cfr. R. Derathé, Rousseau et la science politique de son temps, París, Vrin, 1988 (1.ª ed., 1950), págs. 52 y sigs., así
como las importantes observaciones de la pág. 338.
3 Para comprender mejor estas dos obras que constituyen el objeto fundamental de nuestra exposición,
conviene tener también en cuenta todas las demás obras de Rousseau, incluidas las novelas Julie ou la nouvelle
Héloïse y Emile ou de l’éducation.
4 J.-J. Rousseau, «Préface», Discours sur l’origine et les fondements de l’inegalité parmi les hommes, en OEuvres
complètes, Gallimard-Pléiade (citado en adelante como OC), III, 1979, 123. Asimismo advierte, en Emile, que,
«al darle la formación de hombre de la naturaleza, no se trata de hacer de él un salvaje y de reducirlo al
interior de los bosques» (J.-J. Rousseau, Emile ou de l’éducation, en OC, IV, 1969, pág. 551).
5 Esta adscripción de la razón a la sociedad se corresponde con el paralelismo que hay en la valoración
(desvalorización) de ambas. En Emile, precisamente en su sección más doctrinal, en la «Profesión de fe del
vicario saboyano», se pone en boca de este: «Sometido a una continua lucha por parte de mis sentimientos,
que hablaban a favor del interés común, y por parte de mi razón, que lo refería todo a mí»; y pocas líneas
más abajo se expresa la fórmula distintiva entre el hombre bueno y el malvado emparejando al bueno con el
papel asignado a los sentimientos y al malo con el asignado a la razón: «La diferencia está en que el bueno
se ordena él mismo con referencia al todo, y el malvado lo ordena todo con referencia a sí mismo» (J.-J.
Rousseau, Emile, en OC, IV, pág. 602).
6 Es fácil imaginar por qué llega Rousseau a esta conclusión: comparando a las gentes más sencillas o
primitivas (tal como él las ve, por ejemplo, en La nouvelle Héloïse) con las más refinadas o civilizadas,
encuentra a aquellas más sentimentales y compasivas; por lo que pudo asignar al hombre absolutamente
primitivo o primigenio, al hombre natural, ese instinto fundamental del sentimiento de compasión.
7 Así, en Emile se recomienda expresamente: «que sepa que el hombre es naturalmente bueno […], pero
que vea cómo la sociedad lo deprava y pervierte» (J.-J. Rousseau, Emile, en OC, IV, pág. 525). Y en el
borrador de El contrato social (Manuscrito de Ginebra) se dice que los hombres «al hacerse sociables se hacen
desgraciados y malvados» (OC, III, pág. 288).
8 Este pacto no se ha de confundir con el pacto o contrato de que nos va a hablar luego en su obra
sobre El contrato social: son distintos, como son distintos los planteamientos de las dos obras en que se
exponen uno y otro.
9 El condicionamiento por el estado de naturaleza va más allá (de la aspiración a la libertad y a la
igualdad): puesto que en ese estado el hombre busca su propio bien, procurando al mismo tiempo hacer el
menor daño posible a los demás, esto ha de ser también una pauta para la organización del orden social.
10 J.-J. Rousseau, Du contrat social (citado en adelante como CS), I, VI, en OC, III, pág. 360.
11 J.-J. Rousseau, CS, II, IV, en OC, III, pág. 373. Sobre la interpretación de Rousseau en sentido
totalitario, cfr. S. Cotta, «Philosophie et politique dans l’oeuvre de Rousseau», en Archiv für Rechts- und
Socialphilosophie, XLIX (1963) 2-3, págs. 171 y sigs. Anteriormente habían dado esa misma interpretación
autores como B. Constant, G. Jellinek… o, más recientemente, J. L. Talmon, B. Russell… Llegan a la
misma o parecida conclusión los que aproximan la postura política de Rousseau a la de Hobbes o a la de
Spinoza. Sobre la conexión con Hobbes puede verse E. Doumergue, «Los orígenes históricos de la
declaración de derechos del hombre y del ciudadano», trad. de J. González Amuchástegui, en Anuario de
Derechos Humanos, 2 (1983), Madrid, Universidad Complutense de Madrid, especialmente págs. 190 y sigs.
Sobre la conexión con Spinoza, P. Vernière, Spinoza et la pensée française avant la Révolution, París, PUF, 1954,
págs. 481 y sigs.
12 La interpretación iusnaturalista de Rousseau no es, ni mucho menos, desdeñable; aun cuando no se le
ha prestado hasta el momento demasiada atención. Indudablemente ha sido decisivo para esto que los
apoyos más claros para esa interpretación iusnaturalista no se encuentran en El contrato social, sino más bien
en otros escritos mucho menos leídos, y el más claro en un escrito solo muy tardíamente conocido. Se trata
de una carta de fecha 15 de octubre de 1758, pero que no se había publicado hasta el año 1925; está dirigida
a unos abogados franceses que le habían escrito a propósito de otra carta del propio Rousseau dirigida a
D’Alembert: se mostraban sorprendidos, entre otras cosas, de que Rousseau «no parece razonar en buena
política al admitir que haya en un Estado una autoridad superior a la soberana, o, al menos, independiente
de ella». Rousseau responde terminantemente: «Yo no admito más que tres. En primer lugar, la autoridad
de Dios, luego la de la ley natural, que deriva de la manera de ser del hombre, y luego la del honor […], y
no solo independientes, sino superiores. Si en algún caso la autoridad soberana pudiera entrar en conflicto
con alguna de ellas, sería preciso que cediera en este punto» (en Correspondance générale de J.-J. Rousseau,
edición de T. Dufour, París, Armand Colin, 1924-1934, t. IV, págs. 87-88). Esta carta que, como hemos
dicho, se ha publicado por primera vez en 1925, merece la máxima atención. Se conserva el borrador
manuscrito del propio Rousseau, con múltiples correcciones, lo que denota que está muy pensada y
elaborada. Además, Rousseau escribió, indudablemente en una fecha posterior, que el editor cree que puede
ser de 1764, en el ángulo superior de la izquierda: «Este breve escrito es muy bueno; hay que aprovecharlo.»
Pero este texto no está solo. Así, en Lettres écrites de la Montagne, nos dice en la carta VI: «No se puede
infringir las leyes naturales por parte del contrato social, lo mismo que no se puede infringir las leyes
positivas por los contratos de los particulares» (en OC, III, pág. 807). Hay además otros textos, también
simultáneos o posteriores al Contrato social (pueden verse, al igual que los dos anteriores, en R. Derathé, ob.
cit. [nota 2], págs. 157 y sigs. y 341 y sigs.).
Sin
embargo, no podemos estar del todo seguros de que no se trata de oscilaciones o vacilaciones del
pensamiento de Rousseau, consciente de que, si negaba autoridad a la ley natural, su construcción del
contrato social quedaba sin apoyo, sin fundamento para obligar (en cuanto a que Rousseau era consciente
de esto, cfr. también R. Derathé, ob. cit., págs. 245 y sigs.) Estas oscilaciones o variaciones o, si se prefiere,
esa ambigüedad, pueden explicarse a su vez por la doble vertiente o dimensión que para Rousseau (como
para otros) presenta la ley o el Derecho natural. Por un lado, es lo bueno en sí, o la justicia en sí, la justicia
natural, independientemente de lo que hayan dispuesto o establecido los hombres, y punto de referencia
obligado para juzgar de la bondad o la justicia (relativas), de esas mismas disposiciones y en general (en
último término) de todas las acciones humanas. Por otro lado, la ley y el Derecho natural son el conjunto
de proposiciones o fórmulas que pretenden dar expresión a esa bondad, y en especial (el Derecho natural) a
esa justicia en sí o justicia natural. Rousseau niega la ley y el Derecho natural en este segundo sentido (niega
que ya tengamos una expresión válida del contenido de la justicia natural); pero los admite y los reconoce
en el primero: «Lo que es bueno y ordenado lo es por la naturaleza de las cosas e independientemente de
las convenciones humanas […]. Hay indudablemente una justicia universal que emana de la sola razón»
(CS, II, VI, en OC, III, p. 378). Esta interpretación se confirma por el texto del borrador (Manuscrito de
Ginebra) que contrapone a «las reglas del Derecho natural razonado» el «Derecho natural propiamente
dicho, que no se funda más que en un sentimiento, verdadero, pero muy vago y con frecuencia ahogado
por el amor a nosotros mismos» (OC, III, pág. 329). Es esta vaguedad y esta falta de eficacia de la justicia
natural, de nuestro conocimiento de la justicia natural, lo que le lleva a Rousseau a prescindir del Derecho
natural en la organización y gobierno de las sociedades humanas, y a sustituirlo por «las convenciones y las
leyes» (cfr. CS, ibíd.). Ahora bien, era precisamente aquí, en la organización y gobierno de las sociedades
humanas, donde nos interesaba el Derecho natural, como límite del poder político, para evitar el
totalitarismo. Todo parece indicar que en la concepción de Rousseau el Derecho natural no nos sirve para
esto, porque se queda más bien en una posición de reserva, en el arsenal doctrinal, como un recurso del que
se puede echar mano en caso necesario, pero sobre todo para fines teóricos, y especialmente los polémicos.
13 J.-J. Rousseau, CS, I, VI, en OC, III, pág. 361.
14 Todo esto no está referido directamente más que a lo político: a la sociedad política, al Estado. Si se
puede aplicar a la bondad moral, a la moralidad en general, es cuestión que está en conexión con el
problema del totalitarismo, en particular con el tema de si se extiende también a la moral la competencia del
Estado (cfr. supra, notas 11 y 12). En todo caso, la exaltación de lo político por parte de Rousseau es
indudable. Pueden ser ilustrativos a este respecto los elogios del patriotismo y su aproximación, e incluso
equiparación a la virtud en general, ya en 1755, en el Discurso sobre economía política, en OC, III, especialmente
págs. 254-255.
En
relación con este tema del totalitarismo y el Derecho natural en Rousseau, hay todavía que añadir que,
concibiendo, como es su caso, la sociedad política como el origen y fundamento, no solo del derecho de
propiedad, sino también de la moralidad misma (cfr. también sobre esto R. Derathe, ob. cit., págs. 378 y
sigs.), lo lógico es pensar que todos esos aspectos, incluso el de la moralidad, caen dentro de la competencia
de lo político. Así se puede comprender que la religión, que, desde la perspectiva de la Ilustración, está vista
ante todo como moral, como una parte de la moral, pase a convertirse en un asunto de Estado, en «religión
civil», es decir, política o estatal.
15 J.-J. Rousseau, CS, IV, I, en OC, III, pág. 438.
16 J.-J. Rousseau, CS, I, VII, en OC, III, pág. 364.
17 En Correspondance générale de J.-J. Rousseau, ob. cit. [nota 12], t. 17, pág. 157.
18 Cfr. infra, final del cap. 22.
CAPÍTULO 20
La ética del liberalismo económico en Adam Smith
Adam Smith (1723-1790) fue catedrático de Filosofía Moral en la
Universidad de Glasgow desde 1752 hasta 1764. Tal como nos lo ha transmitido
uno de sus discípulos1, las explicaciones de A. Smith en esa cátedra
comprendían cuatro partes: la primera referente a Teología Natural; la segunda,
a la «Ética propiamente dicha»; la tercera, a la «rama de la moralidad que trata de
la justicia»; y la cuarta y última, a «las regulaciones políticas que se fundan no en
los principios de la justicia, sino en la conveniencia y que están pensadas con el
fin de acrecentar las riquezas, el poder y la prosperidad de un Estado». A la
segunda y a la cuarta de estas cuatro partes corresponden, respectivamente, las
dos obras fundamentales de A. Smith: The Theory of Moral Sentiments (1.ª ed.,
1759; 6.ª ed., 1790) y An Inquiry into the Nature and Causes of the Wealth of Nations
(1.ª ed., 1776; 5.ª ed., 1789). Las lecciones correspondientes a la tercera parte han
llegado a nosotros a través de dos series de apuntes, que parecen corresponder a
los dos últimos cursos que A. Smith explicó en la universidad (1762-1763 y
1763-1764), una de ellas publicada ya en 1896 y la otra publicada por primera
vez en 1978 en una edición conjunta de las dos series, con el título de Lectures on
Jurisprudence2.
Puede llamar la atención que, habiendo sido A. Smith profesor de Filosofía
Moral y habiendo tenido éxito, en vida y posteriormente, con la primera de sus
obras, dedicada a la Ética propiamente dicha, su fama en este campo haya
quedado luego casi del todo eclipsada (al menos por algún tiempo). Esto se debe
sin duda en gran parte al éxito aún mayor que obtuvo como economista. Pero
no hubiera bastado esta razón, si no se hubiera añadido otra: la idea, bastante
difundida, de que en sus últimos años A. Smith habría abandonado sus teorías
morales, para quedarse simplemente con sus doctrinas económicas y con la
postura que les servía de base, incompatible con la que inspiraba sus ideas éticas.
En cierto modo ya sugiere esta explicación el testimonio de su discípulo, que
hemos recogido al principio, al contraponer la «Ética propiamente dicha» y la
«rama de la moralidad que trata de la justicia» a las cuestiones que tienen su
fundamento en la «conveniencia». Esta misma interpretación está sugerida más
claramente por el autor de una obra muy difundida e influyente titulada Historia
de la civilización en Inglaterra, que, al mismo tiempo que proclamaba a Smith como
«el más grande de todos los pensadores escoceses», afirmaba que en su obra de
ética Smith había investigado la parte de la naturaleza humana correspondiente a
la simpatía, y en su obra de economía la parte de la naturaleza humana
correspondiente al egoísmo, como principios explicativos del origen de la
conducta humana3. Pero ni estas ni otras interpretaciones en la misma línea
hubieran bastado para imponer la tesis de la «ruptura» y el abandono de las
doctrinas éticas por parte de A. Smith, si no se hubieran añadido otras
circunstancias, entre las que podemos citar como más decisivas: a) el comienzo
de la nueva ciencia especializada de la economía, basada sobre la abstracción del
Homo oeconomicus, que obra solo llevado por motivos del propio interés; b) el
predominio, principalmente en el área de la cultura inglesa, de la ética utilitarista,
lo que llevaba, o bien a quitar importancia a esa «ruptura», en el caso de que se
interpretara a Smith como utilitarista, y a dejar sus doctrinas morales en un lugar
secundario, frente a otros más decididos utilitaristas, o bien a dejar
absolutamente a un lado esas doctrinas, en cuanto que no encajaban del todo en
la tendencia dominante; c) el interés de los partidarios y entusiastas del
capitalismo por liberar a este de las trabas éticas, que coincidía con el que tenían
en reprochárselo sus enemigos marxistas: ambas tendencias coincidían en dejar a
la economía del liberalismo económico con su descarnado Homo oeconomicus, libre
de los condicionamientos éticos.
Es difícil calcular la trascendencia, las consecuencias que esta interpretación
haya podido tener. Lo que nos interesa subrayar es que, por lo que hace a Adam
Smith, es falsa e infundada. Posiblemente se hubiera evitado semejante
interpretación de haberse conocido desde el principio sus ideas sobre el
Derecho y el Estado, es decir, lo que él denominaba Jurisprudence, ya que esta
aparece claramente como el punto de enlace entre las otras dos ramas objeto de
su estudio preferente y que dieron lugar a sus dos obras principales: por un lado,
se presenta como una parte de la ética o la moralidad, puesto que es la parte
correspondiente a la justicia; por otro, es la teoría del poder político y del
Derecho, entre cuyos fines se cuenta «promover la riqueza del Estado» y «la
abundancia de comodidades», es decir, lo que constituye el objeto de La riqueza
de las naciones. Pero igualmente se podía haber evitado esa interpretación
atendiendo solamente a las obras publicadas por el propio Smith. En efecto, en
una «advertencia» que precede a la sexta edición de La teoría de los sentimientos
morales, es decir, la publicada el último año de su vida, Smith se refiere al párrafo
con que había terminado la obra desde la primera edición:
En otra ocasión trataré de dar una explicación de los principios generales del Derecho y del
poder político, y de sus diferentes transformaciones a lo largo de las diferentes épocas y períodos de
la sociedad, no solo por lo que se refiere a la justicia, sino también por lo que se refiere a la
Administración del Estado, a sus recursos, al ejército y todo lo demás que es objeto del Derecho,
y añade a continuación: «En la Investigación sobre la naturaleza y causas de la
riqueza de las naciones he realizado en parte esta promesa.» Desde luego no es esta
la manera de hablar de un autor que ha introducido una ruptura entre dos de sus
obras y que, consiguientemente, tendría que haber abandonado la idea de un
desarrollo unitario, de un plan de conjunto, que abarcaba a ambas. Tienen, pues,
toda la razón los que se indignan contra la tesis de la «ruptura»4.
Otra de las circunstancias que han influido en el eclipse de A. Smith como
filósofo de la Moral, aparte de su propia fama como economista, es la mayor
notoriedad que como filósofo adquirió pronto su paisano y amigo D. Hume, de
quien era fácil considerarlo además como un continuador, por el hecho de
emplear ambos los mismos términos en dos puntos que para ambos son
esenciales: el término de «utilidad», como elemento constitutivo de la moralidad,
y el de «simpatía», como elemento que interviene en el conocimiento moral.
Veremos luego, a lo largo de la exposición, que en ambos puntos los dos autores
difieren esencialmente; aquí haremos solo alusión al hecho curioso de que en la
notoriedad de Hume corresponde una buena parte al propio Smith. Este no solo
se encargó de publicar después de la muerte de su amigo la Autobiografía que este
había dejado inédita, sino que además acompañaba esa publicación con una
carta propia, que terminaba con la afirmación de que Hume se había
aproximado «a la idea de un hombre perfecto y virtuoso quizá todo lo que
permite la fragilidad humana»5; en La riqueza de las naciones se refiere a él como
«el más ilustre filósofo e historiador de los tiempos actuales»6 y, en La teoría de los
sentimientos morales, al polemizar con él, lo hace en los términos más amables y
elogiosos7.
Por lo demás, hay que reconocer que Smith se muestra tolerante, e incluso
pudiéramos decir que complaciente, con los casos que, aun cuando no muestren
un ánimo virtuoso, es decir, aun cuando no sean propiamente morales, resulten,
sin embargo, beneficiosos para la humanidad o una parte de ella. Así ocurre, por
ejemplo, en uno de los pasajes más famosos de La riqueza de las naciones:
Ninguno se propone, por lo general, promover el interés público ni sabe hasta qué punto lo
promueve. Cuando prefiere la actividad económica de su país a la extranjera, únicamente considera
su seguridad, y cuando dirige la primera de tal forma que su producto represente el mayor valor
posible, solo piensa en su ganancia propia; pero en este como en otros muchos casos, es conducido
por una mano invisible a promover un fin que no entraba en sus intenciones. Mas no implica mal
alguno para la sociedad que tal fin no entre a formar parte de sus propósitos, pues al perseguir su
propio interés, promueve el de la sociedad de una manera más efectiva que si esto entrara en sus
designios8.
Ahora bien, expresiones semejantes, incluida la de la famosa «mano
invisible», aparecen también en la Teoría de los sentimientos morales9, sin que se
pueda pensar que anulan sus doctrinas éticas fundamentales10. Ahora bien, lo
que sí ocurre en todo caso es que ambas obras responden a propósitos distintos
y, por consiguiente, tienen también distintas perspectivas11.
Empezando ya con la exposición de sus ideas éticas, uno de los puntos
clave, como ya hemos indicado y como señala el propio Smith, es el del
constitutivo o esencia de la bondad moral. En esta cuestión confronta o
contrasta su teoría con otras tres posturas o tendencias: una primera que ve
representada por Platón, Aristóteles y los estoicos; una segunda, que asocia al
nombre de Epicuro, y una tercera, que ve representada por Hutchenson, su
antiguo profesor y predecesor suyo en la cátedra de Filosofía Moral de Glasgow
(desde 1730 hasta 1746). La primera de estas tres tendencias hace consistir la
bondad moral o, como Smith prefiere decir, la virtud, en lo que él denomina
propriety, que podríamos traducir por «corrección» y explicar de alguna manera
con otros términos, que con frecuencia acompañan a esa palabra en la
exposición, tales como decencia, adecuación, justeza (en el sentido de lo que es
apropiado); pero tiene también relación con la belleza y la elegancia, con lo que
gusta por sí mismo. La postura de Smith a este respecto es clara: «No hay virtud
sin corrección, y se debe un cierto grado de aprobación a cualquier
manifestación de la corrección. Pero […] aunque la corrección es un ingrediente
esencial en toda acción virtuosa, no es el único»12. Las afirmaciones de que «no
hay virtud sin corrección» y de que «la corrección es un ingrediente esencial de
toda acción virtuosa» son de la máxima importancia, porque colocan
decididamente a A. Smith frente al utilitarismo, que pone el criterio y la medida
de la bondad moral en la utilidad o provecho que producen las acciones. Para él
hay que rechazar, «aunque el beneficio para uno vaya a ser mucho mayor que el
perjuicio o la injuria para otro, el perjudicar o injuriar (por eso) a ese otro»13.
Ahora bien, como hemos visto, la corrección no es el único ingrediente
constitutivo de la virtud o bondad moral, como, a su vez, tampoco la
incorrección es el único ingrediente o elemento constitutivo del vicio o de la
maldad moral. El otro elemento constitutivo es precisamente la utilidad o
beneficio que puedan producir las acciones. Smith diferencia entre el beneficio
para uno mismo y el beneficio para los demás, y conecta la teoría de que la
virtud consiste en el beneficio para uno mismo con la doctrina de Epicuro. Esta
doctrina hay que rechazarla ya por el hecho de no tener en cuenta el primer
elemento de la moralidad: la decencia o corrección en sí de las acciones. Pero en
particular por no tener en cuenta que el propio beneficio, utilidad o bienestar,
depende del juicio que merezcan nuestras acciones. Ahora bien, este juicio a que
se hacen acreedoras nuestras acciones se presenta característicamente en A.
Smith con una doble cara o vertiente o, más exactamente, con un doble nivel:
por un lado, el juicio que reciben de los demás, que, de hecho, se dicta sobre
ellas; por otro, el que de suyo merecen o que en verdad les corresponde. Smith
no desdeña ninguno de los dos aspectos. Así como hay que reconocer una base
cierta a la doctrina de Epicuro de reducir la virtud al propio beneficio, en cuanto
que, efectivamente, hay una coincidencia en la mayoría de los casos, así también
se ha de admitir en general que las acciones virtuosas reciben juicios favorables y
que el mejor medio de asegurarnos estos juicios es merecerlos, y por esto mismo
podemos fundamentar la virtud en este tipo de argumentos e incitar con ellos a
los que no sean capaces de otra clase de razones14. Pero en todo caso hay que
distinguir, según Smith, entre «ser respetado y ser respetable»15, entre «ser
querido y ser digno de serlo, es decir, ser el objeto natural y propio del amor»16;
entre el amor, el respeto y la estima reales, con los buenos efectos que de hecho
puedan producir, y el «ser amable, respetable y el objeto propio de la estima»17.
Él se inclina en definitiva a favor de la segunda parte de estas distinciones, y por
eso resultan incorrectas y parciales las interpretaciones que aprovechan los
textos que hablan del beneficio que reporta la virtud, para interpretar
mercantilísticamente la ética de Smith, desde la perspectiva de La riqueza de las
naciones18.
La tercera de las tendencias que Smith tiene en cuenta, en la discusión de lo
que es la esencia o constitutivo de la bondad moral, es la de Hutcheson, quien
representaba el utilitarismo en la dimensión que aparecía entonces como más
interesante y actual, al mismo tiempo que con más unilateralidad o simplicidad
que en la versión de Hume. En efecto, Hutcheson reducía la bondad moral de
las acciones a los efectos beneficiosos que producían, para lo cual suponía que
tenían que proceder, no del egoísmo, sino de la benevolencia para con los
demás. Smith le reconoce que de este modo se explica la «suprema virtud», pero
en cambio no se explica suficientemente «de dónde proviene nuestra aprobación
de las virtudes inferiores de la prudencia, vigilancia, circunspección, templanza,
constancia, firmeza»19. Para explicar estas virtudes, hay que tener en cuenta los
otros dos elementos de la bondad moral: la corrección y la atención al propio
interés. En efecto, Smith no tiene ningún inconveniente en afirmar de este,
cuando no es exagerado o egoísta, es decir, cuando no sofoca o impide el debido
desarrollo de la benevolencia, que puede ser también un principio o motivo de la
bondad moral.
La consideración de nuestra felicidad e interés privado aparecen también en muchas ocasiones
como principios de la acción verdaderamente laudables. Los hábitos del ahorro, de la laboriosidad,
la discreción, la atención y la aplicación al estudio se supone generalmente que están cultivados por
motivos de interés propio, y al mismo tiempo se considera esas cualidades como verdaderamente
dignas de elogio y merecedoras de la estima y aprobación de cualquiera20.
Es más, el orden debido exige que tengamos en cuenta en primer lugar
nuestro propio interés, y luego el de nuestros más próximos allegados, y así
sucesivamente en diversos círculos concéntricos, puesto que es de los intereses
más próximos de los que podemos tener un mejor conocimiento, y es
atendiendo a ellos primordialmente como nuestras acciones pueden ser más
eficaces y beneficiosas21. Este mismo orden de preferencia es aplicable a las
diversas sociedades, según que sean más o menos próximas a nosotros, y puede
servir de fundamento al patriotismo22.
Hay un punto, sin embargo, en que la discrepancia de Smith con el
utilitarismo se refiere más al de Hume que al de Hutcheson, y él no deja de
advertirlo y señalarlo expresamente. Se trata de un punto importante para la
caracterización de la moralidad, y en el que, desde la actualidad, es decir, desde la
luz que en esta cuestión nos han proporcionado doctrinas posteriores, parece
que hay que reconocer que Hutcheson y Smith están más acertados que Hume:
la moralidad en su dimensión tanto positiva como negativa, es decir, tanto en
cuanto bondad como en cuanto maldad moral, no depende primordialmente de
los efectos buenos o malos, beneficiosos o perjudiciales de las acciones mismas,
sino de los motivos o principios psicológicos de esas acciones. Como dice
Smith, «parece imposible que la aprobación de la virtud deba ser un sentimiento
de la misma clase que el que tenemos cuando aprobamos un edificio útil y bien
construido; o que no debamos tener otra razón para elogiar a un hombre que la
que tenemos para encomiar un mueble, por ejemplo, una cómoda»23.
Y no se trata de un punto a que Smith se refiera ocasionalmente, para
rectificar a Hume, sino de una cuestión que considera con todo detenimiento,
para precisar que es «a la intención o afección del corazón, por consiguiente, a la
corrección o incorrección y a la benevolencia o malevolencia del propósito a la
que, en último término, tiene que corresponder todo el elogio o el reproche,
toda la aprobación o desaprobación de todo tipo que se pueda tributar a una
acción»24. Reconoce, sin embargo, que, en concreto, en los casos particulares,
nos resistimos a valorar las acciones solo por los propósitos, intenciones o
afectos de que procedan. Advierte que esto tiene un fundamento en el hecho de
que, en realidad, son distintos esos afectos cuando solo pensamos o planeamos
esas acciones y cuando, efectivamente, las ejecutamos o realizamos25. Pero
reconoce también que no se trata de un fundamento adecuado o suficiente, para
explicar todos los casos, sino que hay, en último término, aquí una
«irregularidad», una reacción que podemos calificar de «animal», por la que, en
definitiva, no valoramos lo mismo las acciones que tienen distintos resultados o
consecuencias, aun cuando respondan a unos mismos afectos o intenciones. Lo
cual, en definitiva, no deja de tener su utilidad, porque «el hombre está hecho
para la acción, para promover por el ejercicio de sus facultades los cambios en
las circunstancias exteriores de él mismo y de los demás que puedan parecer más
favorables para la felicidad de todos»26; y, para estimularlo en este sentido, es
bueno que la valoración de nuestras acciones dependa en gran parte del éxito o
del resultado27.
Pasando ahora al otro gran tema de la teoría ética de Smith (y de cualquier
otra teoría ética), el del conocimiento moral o discernimiento entre el bien y el
mal moral, entre la virtud y el vicio, hemos de advertir que para él no se trata de
una tarea u operación neutra, sino de una toma de postura, de una aprobación o
desaprobación, según se trate del bien o del mal, respectivamente; lo que
resuelve, al mismo tiempo que el problema del conocimiento moral, el de su
eficacia28, y convierte su doctrina en una estimativa o axiología, libre, por
consiguiente, de la llamada «falacia naturalista». No puede, pues, apoyarse en
último término en la razón, que tan solo nos puede ilustrar en las relaciones de
medio a fin, pero no decidir sobre la elección de los fines en sí mismos. La
«virtud es agradable por sí misma», del mismo modo que, a la inversa, el vicio
desagrada por sí mismo; por tanto, «no puede ser la razón, sino un sentido o
sentimiento inmediato el que nos reconcilie de la misma manera con la una y
nos aleje o libere del otro»29. En esto A. Smith coincide con Hume30; pero, sin
embargo, el conocimiento de lo bueno y de lo malo, que, tanto para Hume
como para Smith, es un sentimiento y, al mismo tiempo que conocimiento,
aprobación o desaprobación, es distinto en uno y otro. Y es natural que así sea,
puesto que la realidad de la moralidad también está entendida por ambos de
manera diferente, según hemos visto. El conocimiento y la aprobación o
desaprobación moral va más allá en la explicación de Smith, puesto que tiene
que referirse también a los motivos de la acción o, más exactamente, a los
afectos o sentimientos que presiden la acción, entre los que puede comprenderse
también la intención31.
La base para ese conocimiento (aprobación-desaprobación) está en la
«simpatía»; pero, a pesar de la coincidencia de terminología, no puede ser
identificado el concepto que de ella tienen Hume y Smith. En ambos puede
decirse que está entendida en su sentido etimológico, en cuanto que se refiere a
la participación de diversos individuos en unas mismas pasiones o afecciones.
Pero se diferencia el concepto que de ella tiene uno y otro, por la insistencia de
Smith en referirse a las circunstancias que dan origen u ocasión a esas pasiones,
afecciones o sentimientos, a sus causas, a sus motivos, incluso a la
proporcionalidad entre estos y las reacciones provocadas por ellos32. Así se
explica mejor, teniendo en cuenta que la simpatía no es solo participación o
coincidencia en unas mismas pasiones o sentimientos, sino también en las causas
o fundamentos que les dan origen, que sirva de base al conocimiento moral y a
la aprobación-desaprobación inherente al mismo, y que Smith la ponga en
conexión con la coincidencia de convicción que resulta de encontrar suficientes
unos mismos argumentos33. Y así se explica también que, más que de
coincidencia, Smith hable de «correspondencia» entre los diversos sentimientos,
y que no aspire a que los mismos sean «unísonos», sino tan solo a que sean
acordes o «concordes»34. Por ello el término inglés que utiliza como sinónimo
de «simpatía», fellow-feeling, habrá de traducirse por «consentimiento» o
«consenso», o sentimiento correspondiente o armónico o paralelo35.
Para que ese sentimiento se produzca, no solo hemos de «intercambiar la
posición» con el principal afectado, «ponernos nosotros mismos en su
situación», ver desde su propio punto de vista, sino ver «con sus propios ojos»,
con su propia manera de ver; «meternos, por decirlo así, en su propia piel y
convertirnos en alguna medida en su propia persona»36. Esta identificación no
es demasiado difícil en cuestiones que no nos afectan personalmente de una
manera particular, como en cuestiones de arte o de ciencia. Las diferencias de
apreciación suelen surgir aquí de la diferente penetración, de la diversidad de
preparación y capacidades para comprender mejor o peor esas realidades. Pero,
cuando se trata de cosas que nos afectan de manera particular a cada uno, esa
identificación es mucho más difícil. La sociedad, sin embargo, y sobre todo el
trato agradable, no se puede mantener sin una cierta aproximación de posiciones
y de sentimientos, por lo que es de esperar que esa aproximación se procure por
parte del que no se ve especialmente afectado. Pero a Smith le parece tan difícil
que por esta vía se llegue a una aproximación aceptable, a una suficiente
«concordia», que considera necesario que el principal afectado recorra a su vez
un camino inverso, tratando de ponerse en la situación de los espectadores y de
ver las cosas con esa luz «blanca e imparcial». Se llega así a una manera de ver las
cosas objetiva, o al menos no del todo subjetiva, abandonando el punto de vista
y el modo de ver de cada uno de los sujetos, para verlas como las vería un
«espectador imparcial». En esta operación de aproximar posiciones, Smith
parece tener mucha más confianza en la posibilidad de acomodación del
principal afectado, que en la de los espectadores en general. Y así llega a
proponer nada menos que una inversión del «gran precepto del cristianismo»,
«amar al prójimo como a nosotros mismos», que implicaría poder esperar que
los demás lleguen a amarnos como nosotros nos amamos a nosotros mismos,
por este otro, más moderado, que él califica de «el gran precepto de la
naturaleza»: «Amarnos a nosotros mismos tan solo como amamos a nuestro
prójimo o, lo que viene a ser lo mismo, como nuestro prójimo es capaz de
amarnos a nosotros»37.
No cabe duda de que el concepto de «el espectador imparcial» es del
máximo interés e importancia, en cuanto que nos muestra un camino para
acercarnos a la objetividad, o al menos para neutralizar la subjetividad, en las
cosas que más directamente nos conciernen, como pueden ser las cuestiones
morales y políticas. Parece asimismo claro que, aparte de algunos atisbos
anteriores, por ejemplo en Hume38, le corresponde a Smith la originalidad de
este concepto. En él desempeña un papel importante; una de las razones de esa
importancia es que resulta el indicador del origen, social, de los juicios morales
sobre nosotros mismos: si el hombre viviera en plena soledad, sin comunicación
con los otros individuos de su especie, no se preocuparía de la bondad o maldad
moral de sus sentimientos y de sus actuaciones, como tampoco tendría por qué
preocuparse de la belleza o fealdad de su rostro; es la sociedad, las reacciones
que observa producen en los demás sus acciones y actitudes, lo que le hace
reflexionar, lo que le hace advertir que ciertas inclinaciones y pasiones suyas lo
llevan a actuaciones que provocan el disgusto y el reproche, mientras que otras
le proporcionan la aprobación y el apoyo de los demás. Empezamos por advertir
nosotros mismos lo que nos disgusta de los demás, pero inevitablemente
terminamos por observar lo que disgusta y lo que agrada de nuestra propia
conducta. La sociedad es, pues, «el espejo» que necesitamos para reflexionar
sobre nuestra conducta. Gracias a ella podemos mirarnos a nosotros mismos,
convertirnos en el objeto de nuestra mirada, ser a la vez objeto y sujeto. Pero
naturalmente no nos interesa vernos caprichosamente, sino como los demás nos
ven y, si advertimos diferentes apreciaciones, tratamos de encontrar cuál es la
justa, cuál es la que verdaderamente merecemos; así es como «tenemos que
convertirnos en espectadores imparciales de nuestra propia personalidad y
conducta»39.
Pero de acuerdo con la distinción a que antes nos hemos referido, entre ser
respetado y ser respetable, ser amado y ser digno de serlo, ser estimado y ser
digno de estima40, Smith diferencia también diversos grados en la configuración
del «espectador imparcial», según se independice más o menos de los diversos
juicios reales de los diversos espectadores exteriores. Smith no desprecia estos
juicios o apreciaciones reales; pero, en primer lugar, les atribuye «mayor o menor
importancia, de acuerdo con la mayor o menor certeza que tengamos sobre la
corrección de nuestros propios sentimientos y sobre la exactitud de nuestros
propios juicios»41 y, en definitiva, proclama que se trata de juicios «en primera
instancia, y que hay la posibilidad de una apelación de esta sentencia ante un
tribunal muy superior, el tribunal de la propia conciencia, el del espectador que
se supone imparcial y bien informado, el hombre interior, el gran juez y árbitro
de su conducta. La jurisdicción de estos dos tribunales está fundada sobre
principios que, aun cuando en ciertos aspectos semejantes y próximos entre sí,
son, sin embargo, en realidad diferentes y distintos. La jurisdicción del hombre
exterior se funda, en definitiva, en el deseo del elogio real y en la aversión a la
reprobación real o efectiva. La jurisdicción del hombre interior se funda, en
cambio, en el deseo de merecer el elogio y en la aversión por merecer la
reprobación o condena»42. Es a este alto tribunal al que Smith concede también
la máxima importancia en orden a la eficacia o influjo práctico sobre nuestra
voluntad. Porque
él es el que nos muestra el valor (propriety) de renunciar a nuestros más vivos intereses en favor
de los intereses más fuertes de los demás, y la fealdad de hacer a otro la más mínima injusticia para
obtener nosotros el mayor provecho. No es el amor a nuestro prójimo, no es el amor a la
humanidad el que nos dispone en la mayor parte de las ocasiones para la práctica de estas divinas
virtudes; sino que es un amor más fuerte, un sentimiento más poderoso el que generalmente tiene
lugar en tales ocasiones: el amor de lo que es honorable y noble, de la grandeza, la dignidad y
preeminencia de nuestra propia manera de ser43.
No se ha de pensar, sin embargo, que, con el expediente del «espectador
imparcial», deja ya tranquilamente Smith que cada uno oriente su vida desde el
punto de vista moral, en la confianza de que encontrará por esa vía la
objetividad, o al menos la transubjetividad y, por consiguiente, la paz, en las
relaciones con los demás. Al contrario, con una perspicacia llamativa para su
tiempo, se da cuenta de los engaños a que con facilidad está sometida nuestra
conciencia, sobre todo en los momentos en que sería más necesaria su
objetividad: en la deliberación previa para obrar; porque, como dice, citando una
frase de Malebranche, «todas las pasiones se justifican a sí mismas y parecen
razonables y proporcionadas a sus objetos mientras continuamos
sintiéndolas»44. El remedio que Smith propone para contrarrestar estos engaños
es atenerse a «ciertas reglas generales», que se van formando poco a poco, sobre
la base de nuestra continua observación de la conducta de los otros y de
nuestras reacciones sobre ella45. Una vez que estas reglas se han formulado y se
las reconoce y confirma por el asentimiento general, podemos apelar a ellas
como pautas del juicio sobre nuestras acciones. Pero, en realidad, según Smith,
han surgido «por inducción», a partir de nuestros juicios o apreciaciones sobre
casos particulares46. La mayor parte de la humanidad solo es capaz de orientar
sus acciones gracias a ellas, e incluso se puede decir en general que «por ellas es
por las que regulamos la mayor parte de nuestros juicios morales, que habrían de
ser extremadamente inciertos y precarios si dependieran por completo de lo que
está sujeto a tantas variaciones como el sentimiento o sentir inmediato, que
puede ser alterado tan esencialmente por los diferentes estados de humor y de
salud»47. Tan decisivas son estas reglas, que son ellas las que determinan «la
diferencia más esencial entre un hombre de principios y de honor y un individuo
sin dignidad. El uno se adhiere en todas las ocasiones, con constancia y
resolución, a estas máximas […]. El otro actúa con veleidad y caprichosamente,
según resulte predominante el humor, la inclinación o el interés»48.
Esas reglas son de dos tipos: unas más flexibles y abiertas, que admiten
tantas excepciones y requieren tantas modificaciones en su aplicación, que
resulta difícil regular nuestra conducta solo por ellas; las otras son más exactas, y
no admiten más excepciones o modificaciones que las que pueden preverse con
una exactitud similar a la de las mismas reglas. La mayor parte de las virtudes
solo pueden regirse por la primera clase de reglas, pero las acciones externas
requeridas por la virtud de la justicia pueden regirse por las de la segunda49. De
aquí el interés que Smith muestra por los autores que en los dos últimos siglos
(XVII y XVIII) han tratado del Derecho natural (natural jurisprudence), porque han
tratado de dar expresión a esas reglas de la justicia, empezando por Grocio, «a
pesar de todas las imperfecciones» de su obra50. Piensa Smith que es por la
tardanza con que se ha empezado a pensar en ese sistema de reglas, o principios
referentes a la justicia, y con que la filosofía del Derecho ha empezado a tratarse
con independencia, por lo que está tan atrasado el conocimiento de las «reglas
naturales de la justicia independientes de las instituciones positivas», y el del
«sistema de lo que podría llamarse doctrina del Derecho natural (natural
jurisprudence), o una teoría de los principios generales que deberían penetrar en las
leyes de todas las naciones y servirles de fundamento». Es cierto que «cualquier
sistema de Derecho positivo puede considerarse como un intento más o menos
imperfecto de llegar a un sistema de Derecho natural», pero, sin embargo,
«nunca podemos ver esos sistemas como expresión exacta de las reglas de la
justicia natural». Porque «a veces lo que se llama la constitución del Estado, es
decir, el interés del gobierno, y otras veces el interés de estamentos particulares
que tiranizan al gobierno, desvían a las leyes positivas del país de lo que
prescribiría la justicia natural»51.
A primera vista pudiera parecer que esta doctrina de Smith, respecto a la
precisión o exactitud de las reglas de la justicia y a la concepción de esta como
«natural», es totalmente opuesta o contradictoria de la de Hume sobre la justicia
como virtud «artificial»52. Sin embargo, hay que advertir que Hume se refiere
ante todo al conocimiento directo de la justicia, por un instinto o sentido
natural, que, al no darse, es lo que lo lleva a confiar en una convención o
acuerdo de base utilitaria, cuya administración (la administración de la justicia, de
esa convención sobre la justicia) queda, en definitiva, en manos de los
gobernantes y magistrados estatales. Es tal vez esta conclusión la que Smith
quiere evitar con su construcción de las «reglas» de la justicia que, aun cuando
puedan derivar también de los gobernantes y magistrados, son ante todo de
carácter social, es decir, anteriores, o al menos independientes, con respecto a la
intervención del poder político53; su mayor optimismo con respecto al
conocimiento (su menor escepticismo) le permite a Smith dar una cierta
consistencia a esas reglas previas, o al menos independientes, respecto del poder
político, y concebir, en contra de Hume, la justicia como una virtud natural,
derivada de la naturaleza a través del sentido o sentimiento moral, que, como en
Hume con respecto a otras virtudes distintas de la justicia, es común o general a
todos los hombres, a todo el género humano.
Smith coincide, sin embargo, con Hume en la afirmación del carácter
necesario, imprescindible para la sociedad, de la justicia. De esta no se puede
esperar el mérito positivo, el elogio o encomio, las excelencias que se pueden
atribuir a la benevolencia, al amor, la amistad, la gratitud y la mutua estima.
Cuando estas virtudes prevalecen, la sociedad «florece y es feliz»; todos sus
miembros están ligados por vínculos agradables y parecen «atraídos hacia un
centro común de sus mutuos beneficios». Pero la sociedad puede subsistir sin
estas bases, aunque tenga que ser «menos feliz y agradable», aunque tenga que
asemejarse a la que se da «entre distintos comerciantes, sobre la base de su
mutua utilidad», con tal de que subsista al menos la justicia. Esta se conforma
con ser «una virtud negativa», que únicamente nos exige no ofender a los demás,
abstenernos de injuriarlos en su persona o sus bienes, no violar las reglas del
juego (fair play). Con tal de no obstaculizar o derribar a nadie, cada cual «puede
correr con toda la fuerza de que sea capaz en la competición por la riqueza,
honores y preeminencias». Ahora bien, sin ellas, sin esas exigencias mínimas y
negativas, la sociedad no podría sostenerse, porque «la justicia es la columna
principal que sostiene todo el edificio». Así se explica que la obligación de
someterse a la justicia sea «más estricta», y que incluso «se pueda hacer uso de la
fuerza» para imponernos su cumplimiento54.
Podríamos continuar exponiendo otras ideas interesantes de Adam Smith,
en especial las referentes a su filosofía política; pero, por un lado, se trata de un
aspecto más conocido, en cuanto más conectado con su obra La riqueza de las
naciones y, por otro, más discutible (en cuanto ha llegado a nosotros a través de
los apuntes de sus discípulos, discutible incluso en cuanto al texto mismo). Con
lo dicho creemos haber hecho justicia a Smith en cuanto filósofo moral, y
esperamos contribuir a facilitar el conocimiento de un aspecto de su
pensamiento menos divulgado, al menos en nuestro idioma55, y en general
menos atendido, en cuanto más apartado de su dimensión de economista, dando
lugar, según ya indicábamos al principio, a una mala comprensión de esa misma
dimensión de economista.
1 John Millar, cuyo testimonio fue recogido por Dugald Stewart en un informe leído en 1793 en la Royal
Society de Edimburgo y publicado luego con el título «Account of the Life and Writings of Adam Smith»,
recogido ahora en A. Smith, Essays on Philosophical Subjects, que es el vol. III de la Glasgow Edition of the Works
and Correspondence of Adam Smith, Oxford, Clarendon Press, 1980.
2 Es el tomo V de la Glasgow Edition of the Works and Correspondence of Adam Smith», Lectures on Jurisprudence,
edición de R. L. Meek, D. D. Raphael y P. G. Stein, Oxford, Clarendon Press, 1978. De la primera serie hay
traducción española: Lecciones sobre jurisprudencia (Curso 1762-1763), trad. de M. Escamilla Castillo y J. J.
Jiménez Sánchez, Granada, Comares, 1995.
3 H. T. Buckle, History of Civilization in England, nueva edición, Londres, Longmans, Green and Co.,
1873, vol. III, págs. 304-305.
4 Así los que han preparado recientemente la edición de A. Smith, The Theory of Moral Sentiments, edición
de D. D. Raphael y A. L. Macfie, Oxford, Clarendon Press, 1976, págs. 20 y sigs. de la introducción. Citaré
en adelante esta obra como TMS, poniendo a continuación los números correspondientes a la parte,
sección, capítulo y párrafo (todo esto en lugar de las páginas, para facilitar la confrontación con otras
ediciones; faltará uno de los números en los casos con una sola sección o un solo capítulo). En castellano,
aparte de un breve extracto o selección de la obra, publicado en 1941 por el Colegio de México y, en 1979,
por el Fondo de Cultura Económica, con el mismo título de la obra completa: Teoría de los sentimientos
morales, trad. de E. O’Gorman, hay traducción (completa) de C. Rodríguez Braun, La teoría de los sentimientos
morales, Madrid, Alianza, 1997.
Sobre
la cuestión de la unidad de orientación ética de A. Smith a través de sus diversas obras, cfr. también
J. R. Lindgren, The Social Philosophy of Adam Smith, La Haya, M. Nijhoff, 1973; L. Billet, «The Just Economy:
The Moral Basis of “The Wealth of Nations”», Review of Social Economy, XXXIV/3 (diciembre de 1976), The
Social Economics Adam Smith, págs. 295-315, y A. S. Skinner, «Introduction», en A. S. Skinner y T. Wilson
(eds.), Essays on Adam Smith, Oxford, Clarendon Press, 1975, págs. 4 y sigs. Asimismo, el estar libre de esa
tesis de la ruptura es uno de los méritos de la obra de E. G. West, Adam Smith. El hombre y sus obras, trad. de
J. H. Cole, Madrid, Unión Editorial, 1989.
5 La carta puede verse en The Correspondence of Adam Smith, edición de E. C. Mossner e I. S. Ross,
Oxford, Clarendon Press, 1977, págs. 217-221 y, junto con la Autobiografía de Hume, en la edición de sus
Philosophical Works, Aalen, Scientia, 1964, vol. 3, págs. 9 y sigs. (la cita está en la pág. 14); ahora también en
castellano, en D. Hume, Mi vida. Cartas de un caballero a su amigo de Edimburgo, trad. de C. Mellizo, Madrid,
Alianza, 1985 (la cita en la pág. 72).
6 A. Smith, Investigación sobre la naturaleza y causas de la riqueza de las naciones, trad. de G. Franco, México,
Fondo de Cultura Económica, 1979, pág. 694. Citaré esta edición como RN.
7 Cfr. TMS, I, 3,1,9, nota, y IV, 1, 2, y 2, 3.
8 A. Smith, RN, pág. 402.
9 TMS, IV, 1, 10.
10 Aun cuando sí puedan interpretarse tal vez estas «irregularidades», o desviaciones, o mitigaciones, en
la suprema valoración de la virtud estricta o de la moralidad en sí, como «concesiones» por parte de Smith a
otra concepción de la moralidad distinta de la suya (en concreto, a la utilitarista de Hume). Cfr. sobre esto J.
Cropsey, «Adam Smith and Political Philosophy», en A. S. Skinner y T. Wilson (eds.), Essays on Adam Smith,
ob. cit. [nota 4], especialmente págs. 136 y sigs. Cfr. infra, pág. 306 y notas 25-27.
11 Dice a este respecto E. G. West: «Hay muchas motivaciones en la vida, algunas más fuertes que
otras, y algunas más nobles. En los asuntos cotidianos relacionados con el problema de ganarse la vida, las
generalizaciones sobre el comportamiento humano deben basarse, no en las motivaciones que en sí son las
más nobles, sino en las que de hecho son las más fuertes. Nadie conoce mejor que Smith cuán
exquisitamente se expresan las motivaciones superiores en otras facetas de la vida. Su obra total examina al
hombre en todas sus dimensiones. La riqueza de las naciones se ocupa principalmente de las motivaciones más
fuertes» (E. G. West, ob. cit. [nota 4], pág. 89).
12 TMS, VII, 2, 1, 50; cfr. también II, 1, 3, 1; II, 1, 4, 1-4.
13 TMS, III, 3, 6. Sobre la relación de A. Smith con el utilitarismo, cfr. E. R. Gill, «Justice in Adam
Smith: The Right and the Good», Review of Social Economy, XXXIV/3 (diciembre de 1976), The Social
Economics Adam Smith, págs. 275-294.
14 TMS, VII, 2, 2, 13; VI, concl., 3-6; II, 2, 3, 8.
15 TMS, I, 3, 3, 2.
16 TMS, III, 2, 1.
17 TMS, VII, 2, 2, 12.
18 Cfr., por ejemplo, P. L. Danner, «Sympathy and Exchangeable value: Keys to Adam Smith’s Social
Philosophy», Review of Social Economy, XXXIV/3 (diciembre de 1976), The Social Economics Adam Smith, págs.
317-331. A favor de la interpretación recogida en el texto pueden verse, en cambio, por ejemplo, T. D.
Campbell, «Scientific Explanation and Ethical Justification in the “Moral Sentiments”», y D. D. Raphael,
«The Impartial Spectator», ambos trabajos en A. S. Skinner y T. Wilson (eds.), Essays on Adam Smith, ob. cit.
[nota 4], págs. 68 y sigs. y 83 y sigs., respectivamente.
19 TMS, VII, 2, 3, 15.
20 TMS, VII, 2, 3, 16.
21 TMS, VI, 2, 1, 1-19.
22 TMS, VI, 2, 2, 1-6.
23 TMS, IV, 2, 3-4. Hume trata de dar contestación a una objeción de este tipo en una nota de An
Enquiry Concerning the Principles of Morals, sec. V, parte I.
24 TMS, II, 3, intr., 3.
25 TMS, II, 3, 2, 4.
26 TMS, II, 3, 3, 3. Cfr. supra, nota 10.
27 TMS, II, 3, 3, 2-5. Adam Smith además hace una distinción en lo que, en el texto, hemos venido
tratando conjuntamente: la afección del corazón o el sentimiento y la intención. Porque podemos tener en
cuenta ante todo los motivos de la acción, la causa y circunstancias que la provocan, o bien los efectos o el
resultado que se quiere obtener con ella. El primero de estos dos elementos es el decisivo para el primero de
los dos elementos constitutivos de la moralidad: el de la corrección; el segundo, para el segundo: su carácter
beneficioso o provechoso (TMS, I, 1, 3, 5-10). Por lo demás, hay que advertir, como ya hemos indicado,
que para Smith no puede darse la bondad moral sin el primero de estos dos elementos: sí puede darse, en
cambio, en ciertas condiciones y en cierto grado, sin el segundo, tan solo con el primero (cfr. TMS, I, 1, 5,
6-10).
28 En este sentido, T. A. Campbell, ob. cit. [nota 18].
29 TMS, VII, 3, 2, 7.
30 Cfr. supra, págs. 277-281, donde aparecen citados los textos de Hume que avalan esta aserción.
31 Esto lo advierte expresamente Smith. Cfr. TMS, VII, 3, 3, 17.
32 Cfr. TMS, I, 1, 1, 7-13; I, 1, 2, 6.
33 TMS, I, 1, 3, 2.
34 TMS, I, 1, 4, 7.
35 Y tiene razón Smith cuando, en respuesta a una objeción de Hume, advierte que «en el sentimiento
de aprobación hay dos cosas que hay que tener en cuenta: la primera son los sentimientos originados por
simpatía en el espectador, y la segunda es la emoción que surge de la observancia de esta perfecta
coincidencia entre los sentimientos originados por simpatía y los primeros u originarios en la persona
principalmente afectada. Esta emoción (es) en la que consiste propiamente el sentimiento de aprobación»
(TMS, I, 3, 1, 9, nota).
36 TMS, I, 1, 1, 2-3.
37 TMS, I, 1, 4, 1-9; I, 1, 5, 1-5. Sobre la importancia de esta postura o posición de Smith para la
construcción de un «pacífico orden social», véase H. Mizuta, «Moral, Philosophy and Civil Society», en A. S.
Skinner y T. Wilson (eds.), Essays on Adam Smith, ob. cit. [nota 4], especialmente págs. 120 y sigs.
38 Cfr. supra, págs. 279-280, donde se citan los pasajes correspondientes en la obra de Hume.
39 TMS, III, 1, 2-7; 2, 1-3. Sobre el «espectador imparcial», véase D. D. Raphael, ob. cit. [nota 18].
40 Cfr. supra, pág. 304, notas 13-17.
41 TMS, III, 2, 16.
42 TMS, III, 2, 32.
43 TMS, III, 3, 4.
44 TMS, III, 4, 3.
45 TMS, III, 4, 7; VII, 3, 2, 6.
46 TMS, III, 4, 11; VII, 3, 2, 6.
47 TMS, III, 5, 1; VII, 3, 2, 6.
48 TMS, III, 5, 2.
49 TMS, III, 6,8-10; VII, 4, 2.
50 TMS, VII, 4, 7 y 37.
51 TMS, VII, 4, 36-37.
52 Cfr. supra, págs. 282 y sigs.
53 Sobre el contraste en este aspecto entre Smith y los filósofos griegos (Platón y Aristóteles), cfr. J.
Cropsey, ob. cit. [nota 10], especialmente págs. 144-146.
54 TMS, II, 2, 1, 5 y 9; II, 2, 2, 1; II, 2, 3, 1-4.
55 Se ha de mencionar, no obstante, al menos el artículo de un profesor español de Economía Política,
M. Martín Rodríguez: «De cómo Adam Smith no llegó a ser Homo oeconomicus. Una interpretación general de
la conducta humana en el sistema moral de Adam Smith», Revista de Economía Política, 84 (1980), págs. 117 y
sigs.
CAPÍTULO 21
La moral y el Derecho en Kant
Las obras de Immanuel Kant (1724-1804) que más directamente nos
interesan son Fundamentación de la metafísica de las costumbres (1785), Crítica de la
razón práctica (1788), Metafísica de las costumbres (1797), así como el opúsculo Para
la paz perpetua (1795). Pero hay que tener en cuenta también las otras obras de
Kant, y singularmente la más famosa de todas: la Crítica de la razón pura, 1.ª ed.,
1781; 2.ª ed., corregida, 1787).
La postura fundamental de Kant respecto a la moral podríamos resumirla de
alguna manera en el siguiente silogismo: la moral es algo absoluto e
incondicionado, pero la experiencia no puede dar nada absoluto e
incondicionado; luego la moral no consiste en algo empírico o de experiencia.
La primera proposición se prueba, en primer lugar, por el modo como se
entiende la moral corrientemente: no como algo que se abandona al cálculo de
las conveniencias en cada caso, sino como una cuestión de principios. Se apoya
además, por otro lado, en la concepción que Kant tiene del hombre como
orientado hacia la moralidad, cuyo fin supremo, al menos en esta vida, no es el
procurarse la felicidad, sino el obrar rectamente. Si nuestra finalidad fuera ante
todo la de procurarnos la felicidad, la naturaleza humana, dice Kant, estaría
entonces mal organizada: porque la razón, que es la facultad suprema del
hombre, no está precisamente al servicio de ese fin, sino que incluso más bien a
veces nos entorpece su consecución, en virtud de los obstáculos que le opone,
por motivos distintos, de otra índole, que los utilitarios de atender a la
consecución de la felicidad. La moral, pues, ha de entenderse como algo que está
por encima del cálculo del momento o de las conveniencias1.
La segunda proposición se basa en un supuesto fundamental kantiano (de la
Crítica de la razón pura): la universalidad y necesidad de nuestros conocimientos
no puede provenir de la experiencia, sino que tiene que provenir de elementos a
priori: «categorías» del entendimiento, formas a priori de la sensibilidad… Pero en
sí misma, es decir, fuera de la peculiar argumentación kantiana, esta proposición
tampoco resulta difícil de admitir, desde otros supuestos distintos de los de la
filosofía especulativa de Kant. Él por su parte, aun cuando, en el campo de la
moral, la razón a la que se refiere es fundamentalmente la «razón práctica», es
decir, en cuanto toma decisiones, da por supuesto que esos caracteres, de
universalidad, necesidad… los comparte con la razón especulativa.
En cuanto a la conclusión, su sentido es que la moralidad no puede medirse
por los resultados que se consigan con las acciones, que no ha de depender del
éxito de estas: de otro modo, habría que poner en juego la experiencia para
saber lo que es bueno o lo que es malo, según que tenga éxito o constituya un
fracaso. También quiere decir que la moralidad no puede basarse en la
inclinación natural hacia el gusto o placer; la moralidad no está en esa línea; no
consiste en eso; eso está en el campo de las pasiones, al que es habitual oponer
el dominio de la razón como lo propio de la moral. Además, si consistiera en eso
la moralidad, perdería su carácter incondicionado y absoluto, igual que si
consistiera en el cálculo egoísta de la ventaja o utilidad; ya que es imposible saber
de antemano qué acción nos va a dar gusto o placer o nos va a ser útil porque
nos va a proporcionar una ventaja; sería necesario, para saberlo, acudir a la
experiencia2.
Para conocer lo que es la moralidad, conviene, según Kant, fijarse en el deber
moral: cuando la voluntad, para ser buena, encuentra obstáculos o restricciones.
Por el contrario, cuando la bondad de la voluntad coincide con el cálculo de las
ventajas, o con la inclinación natural, es más difícil identificar lo que es
propiamente lo moral, la moralidad. Cuando el comerciante es honrado porque
piensa que la honradez es el mejor medio de asegurar su negocio, obra
correctamente, pero no necesariamente con moralidad; igual que las personas
que son complacientes sin esfuerzo, por su carácter: nadie les va a reprochar por
esto, pero no se puede decir sin más que tengan mérito moral. En cambio, las
personas a quienes cuesta hacer el bien, que encuentran obstáculos para ello y
continúan haciéndolo, sí se puede decir que obran claramente con moralidad3.
La moralidad no corresponde, pues, propiamente a las acciones del hombre,
que son las que proporcionan los resultados o ventajas en el exterior, sino solo a
su voluntad; es un atributo interior: «No hay nada absolutamente bueno en el
mundo —dice Kant—, sino una buena voluntad»4. Pero, además, no solo no
consiste la moralidad en el éxito de las acciones ni en estas mismas, sino que
tampoco consiste en lo que se quiere lograr con ellas, en la intención: si el
mérito moral no está en la línea de lo que se consigue o de lo que se hace,
¿cómo va a consistir en lo que se intenta conseguir o hacer?5 Tampoco tiene por
qué coincidir con eso.
La moralidad no está, pues, en el resultado de las acciones, ni tampoco en la
intención, en el resultado intentado, sino que es algo independiente de todo
esto, algo anterior: está en la postura, la actitud, de la voluntad, pero en cuanto
esta acata la ley moral y está dispuesta a obrar por respeto a la ley moral, pase lo
que pase: esto es la moralidad6.
¿Es el hombre así? ¿Obra alguna vez de esta manera? Tal vez, dice Kant,
nunca ningún acto del hombre se ha producido así, es decir, ha sido un acto
moral puro, puramente moral. Pero puede haber grados; puede haber una mayor
o menor participación en la moralidad7.
El principio de obrar moral (de la actitud o disposición moral) es lo que
Kant llama el «imperativo categórico». El «imperativo categórico» se diferencia
de los «hipotéticos» o condicionales. Estos no tienen que ver con la moralidad,
sino con la habilidad, sagacidad o prudencia para obtener determinados
resultados. Dependen de la experiencia, son empíricos y, por consiguiente, no
pueden proporcionar algo absoluto e incondicionado, como tiene que ser la
moralidad. La fórmula del imperativo categórico dice que, para obrar
moralmente, «has de obrar solo de acuerdo a una máxima (o principio de la
acción) que puedas querer al mismo tiempo que se convierta en ley general»8.
De este modo se logra que el principio de la acción sea absoluto o
incondicionado.
Esa ley universal o general a que se refiere el imperativo categórico no es
ninguna ley determinada; es la proposición general o universal que se puede
formular a partir del principio o motivo que rige nuestra acción, en el caso de
que sea correcto y, por consiguiente, universalizable (la capacidad para ser
universal es expresión, manifestación, de su corrección); es decir, ni siquiera es
una ley que tenga que tener un contenido determinado: es la ley misma en
cuanto universal o general, la universalidad o generalidad misma de los motivos
de las acciones, es esa conformidad con la ley, la «legalidad» sin más9. Le parece
a Kant que en el fondo esta doctrina suya sobre la moralidad es generalmente
compartida, que es aceptada por la razón vulgar, en la que Kant tiene tanta más
confianza en el terreno moral, cuanto más la ha despreciado en el especulativo.
En concreto, vendría a coincidir con la llamada «regla de oro» de la moralidad:
«Haz a los demás lo que quieras que los demás te hagan a ti» (aun cuando esta se
refiere solo al trato con los demás y la moral no se refiere solo a eso)10. Pero
además Kant trata de probar esa doctrina con algunos ejemplos: así, el motivo
del suicidio, de la promesa sin intención de cumplirla… jamás pueden
convertirse en una ley general, generalizarse como motivo de la acción de
cualquiera11.
Para que haya moralidad propiamente dicha, sin embargo, como ya se ha
expuesto antes, no basta, según Kant, con esta legalidad del principio de las
acciones, sino que es preciso además que ese principio, el motivo concreto que
impulsa a la voluntad sea el respeto a esa ley general o universal de la moralidad12.
Este sentimiento de «respeto» es de la máxima importancia en la filosofía
práctica de Kant, porque no solo es el elemento decisivo en la caracterización de
la moralidad, sino que además es el que explica su eficacia. Desde luego, para
Kant no se trata de una eficacia irresistible o que tenga éxito en todo caso; al
contrario, se tata más bien de una posibilidad de eficacia, de una presión, que
puede tener más o menos fuerza en cada caso. Este influjo o presión del
sentimiento de respeto tiene ante todo un sentido negativo, de oposición a las
inclinaciones que están orientadas hacia la consecución del placer y de la propia
felicidad; por eso, puede decirse incluso que el sentimiento de respeto a la
moralidad lo que produce es dolor. Y, sin embargo, ahí está (o ahí puede estar)
contrarrestando las pasiones del egoísmo, que pueden diferenciarse a su vez en
tendencia hacia el propio placer o bienestar y tendencia a la presunción o a la
arrogancia. A la primera de estas dos tendencias la contrarresta el respeto por la
moralidad, procurando reducirla a sus justos límites; a la segunda, en cambio, se
puede decir que la abate o destruye, en cuanto que muestra la inanidad o
vacuidad de la arrogancia o tendencia a la presunción que no tenga en cuenta la
moralidad, porque esta es la raíz auténtica, el fundamento insoslayable, del valor
de la persona13.
En el fondo de la doctrina moral de Kant hay sin duda una tradición, que se
remonta a la filosofía griega, de mirar con prevención las inclinaciones naturales
y preferir la razón: esta es la que debe orientar y marcar lo que se debe hacer.
Por otro lado, influye en esa doctrina la exaltación, de signo cristiano, por parte
de Kant, del valor de la persona humana, que queda elevada muy por encima de
cualquier otro ser de este mundo. Esta elevación se la debe el hombre a la
moralidad, lo mismo que la que distingue a unos hombres sobre otros: frente a
un hombre poderoso, o rico, o sabio podemos sentir admiración; pero el
verdadero respeto y acatamiento a un hombre no se lo tributamos sino cuando
sabemos que es honrado14. De acuerdo con esto, todas las cosas tienen un precio,
pero, según Kant, el hombre no, sino que lo que le corresponde, en lugar del
precio, es dignidad. Ya en la Crítica de la razón pura aparece la exaltación por parte
de Kant del mundo moral: frente al mundo de la naturaleza, regido por el
principio de la causalidad, está el «mundo de la libertad», que no está
encadenado a la concatenación de causa y efecto, sino que decide lo que ha de
hacer independientemente de lo que pase en el exterior. De entre los seres que
conocemos solo el hombre es capaz de obrar conforme a este principio de
libertad15. Esta manera de entender la libertad, como sinónimo de dignidad y de
moralidad, puede parecer sorprendente, pero desde luego no tiene nada de
arbitraria, sino que, al contrario, tiene una profunda motivación. Piensa Kant
que por libertad no puede entenderse meramente la externa, de obrar sin
violencia exterior, sino que la libertad tiene que ser también interna; ahora bien,
no hay libertad interna en el que obra llevado por su inclinación natural al goce
o por el cálculo de la mayor utilidad: mientras el hombre obra así, está
determinado a obrar por el mayor goce o por la mayor utilidad; puede decirse
que no ha abandonado el engranaje de causas y efectos del orden de la
naturaleza, que está simplemente sometido al principio o la categoría de la
causalidad. En cambio, el hombre se libera de ese orden, de esa sucesión
encadenada de causas y efectos, cuando el motivo de su obrar no procede de la
inclinación más fuerte, al mayor goce posible, o del cálculo de las ventajas, para
el mayor disfrute o la mayor felicidad posible: y esto es lo que sucede cuando el
principio subjetivo de su obrar, el motivo que dirige su acción, es moral. La
acción, en el exterior, sigue estando sometida a la ley de la causalidad, pero el
hombre en su interior, en su voluntad, se ha liberado, porque el determinante de
su actitud está fuera del orden causal, al margen de la sucesión de causas y
efectos, está en su interior, en su decisión, en su voluntad. Se da, pues, la
libertad, no solo en sentido negativo, de liberación de los motivos encadenantes
o esclavizantes, sino también la libertad en sentido positivo, en cuanto que el
determinante del obrar moral, el determinante moral de la actitud de la voluntad,
está en el interior del hombre, en la propia razón: esto es lo que Kant llama
autonomía de la voluntad y libertad en sentido positivo.
Esta concepción antropológica de Kant y el influjo decisivo que ejerce en su
doctrina moral se ve, más claro que en la primera, en la segunda fórmula con
que se expresa el imperativo categórico: «Obra de manera que no trates nunca a
la humanidad, tanto en tu persona como en la de cualquier otro, solo como
medio, sino siempre al mismo tiempo como fin»16.
De esta concepción de la moralidad puede resultar sin duda una solución al
ideal o utopía rousseauniana de la libertad, contenida en el famoso lema de «cada
uno, uniéndose a todos, no obedezca más que a sí mismo y permanezca tan libre
como antes». De hecho, Kant habla de una «legislación universal» y de un «reino
de los fines», es decir, del conjunto de los seres racionales en cuanto fines en sí
mismos y guiados por leyes comunes; leyes que en este caso serían al mismo
tiempo leyes personales, queridas por cada uno, o sea, metas, aspiraciones o
fines de cada uno y, por consiguiente, expresión de su libertad17.
El Derecho cae, para Kant, del lado del mundo de la libertad. Es, por
consiguiente, al menos, próximo a la moralidad. De la moralidad propiamente
dicha no se diferencia por el elemento que pudiéramos llamar objetivo de la
moralidad, la legalidad del principio de las acciones, sino por el elemento
subjetivo, de la postura de la voluntad, que en la moralidad propiamente dicha
tiene que ser necesariamente de respeto a la ley moral. En consecuencia, los
deberes del Derecho pueden ser solamente externos, mientras que los deberes
de la moral no pueden ser solamente externos, sino que tienen que ser también
internos, ya que la moralidad está necesariamente anclada en un motivo interior,
que vincula desde dentro al individuo, y consiste fundamentalmente en eso. Por
la misma razón, las leyes que rigen el Derecho pueden ser exteriores, mientras
que las leyes que rigen las acciones morales tienen que ser interiores o
interiorizadas, tienen que aceptarse con convencimiento interno18. Por esto la
moral no puede ser coaccionada, impuesta por coacción, mientras que el
Derecho sí puede ser impuesto por la coacción19; incluso el Derecho «estricto»,
es decir, en cuanto contrapuesto a la moral y referido solo al aspecto exterior de
las acciones, puede decirse que consiste, al menos para el titular de un derecho
subjetivo, precisamente en eso, en poder exigir su cumplimiento por medio de la
coacción; de modo que, en ese caso, «derecho y capacidad de coacción significan
una misma cosa»20. Pero de ningún modo puede reducirse a estas afirmaciones
la doctrina de Kant sobre la diferenciación entre moral y Derecho. La verdadera
raíz de la diferenciación entre ellos está en la exigencia para la moralidad de un
motivo interno, de una actitud interior que, en cambio, no se exige para el
Derecho; todas las demás diferencias derivan de ahí y son menos radicales.
Por lo demás, en Kant el Derecho y la moral están íntimamente
relacionados: no solo porque coinciden en esa característica, común a ambos, de
la legalidad, sino también porque la moral exige en general que se acate el
Derecho, con lo que los deberes jurídicos se convierten en indirectamente
morales; pero además algunos deberes jurídicos son a la vez directamente
morales, porque la moral exige también por su parte al mismo tiempo esa acción
que preceptúa el Derecho21.
Kant entiende por Derecho, desde un punto de vista racional, «el conjunto
de las condiciones en virtud de las cuales la libertad particular de cada uno
(Willkür) puede coordinarse con la libertad particular (Willkür) de los demás,
según una ley general de libertad (Freiheit)»22. Esta fórmula escogida para
definirlo sugiere, como se ve, que para Kant el Derecho está entendido como un
trasunto o correlato de la moralidad. Pero Kant tiene que reconocer, en primer
lugar, que el Derecho se refiere a la relación exterior de las personas; por lo que,
en segundo lugar, lo que el Derecho tiene que tener en cuenta (al menos de
manera primordial) son las acciones o actos de las mismas en cuanto pueden
producir un mutuo influjo entre ellas; y, por consiguiente, tiene que admitir
también Kant que el Derecho va unido con la posibilidad de coacción, según
vimos ya anteriormente. Con esto la correlación entre el Derecho y la moralidad
se hace problemática, puesto que para esta última lo esencial es la actitud de la
voluntad, y su universalidad o necesidad misma se refiere a la máxima o
principio subjetivo de obrar, que reside en esa misma voluntad (interior);
finalmente, la libertad propia del «reino de los fines», que resultaba de la
moralidad, se esfuma en el Derecho, puesto que este puede ser aplicado por
coacción. Cabe, pues, pensar que Kant concibe el Derecho como una
decadencia o deficiencia respecto de la moralidad y que, por tanto, lo que
encuentra deseable es su eliminación final o absorción por la moral. Es decir,
que aquí Kant anticiparía la utopía o aspiración de la teoría marxista a la
eliminación del Derecho y del Estado cuando la educación del hombre y las
circunstancias estén preparadas para ello. Esta interpretación parece tanto más
plausible, cuanto que también para Kant el Estado educa, y en concreto educa
para la moralidad; de tal modo que, en la medida en que esa educación se
perfeccione, Kant llega a afirmar expresamente el tránsito «de la teoría del
Derecho a la teoría de la virtud»23.
Podríamos considerar a Kant como «iusnaturalista», en cuanto admite leyes
jurídicas que son anteriores al Derecho positivo. Son leyes «naturales», que
obligan a priori antes de cualquier imposición por parte de una autoridad
humana24 (aun cuando no hasta el punto de anular las disposiciones del Derecho
estatal que sean contrarias). Pero estas leyes no deben ser entendidas como
naturales en el sentido de que se refieran a la naturaleza y, por consiguiente,
dependan del principio de causalidad y puedan ser conocidas por experiencia: se
trata de leyes válidas a priori, en virtud de un principio, de una razón moral. Por
tanto, Kant no es «iusnaturalista» en el sentido de que para él el Derecho se base
en la naturaleza: para él, se basa en la metafísica de las costumbres, en la razón
práctica.
Sin embargo, puede ser útil y conveniente el conocimiento de la naturaleza, y
en especial de la humana; pero no para basar en ese conocimiento los principios
del Derecho, que son a priori, sino para saber qué condiciones van a favorecer la
aplicación de los principios, no solo los del Derecho, sino también los morales, y
para ver cuál será el resultado de la aplicación en la práctica de esos principios,
en particular, para ver qué efectos va a producir esa aplicación de los principios
en la práctica sobre la actitud moral propiamente dicha, es decir, en la educación
para la moralidad, o en la moralidad misma25. Y puesto que los deberes de la
moral coinciden en general con los del Derecho, la realización de este, según
Kant, sirve de base para dar directrices a la acción moral y contribuir a la
formación de los principios morales y a su robustecimiento. Pero en ningún
caso hay que confundir todas estas consideraciones con los verdaderos
principios de la moral (y del Derecho), que se derivan de la razón práctica y que
son independientes de los resultados.
En cuanto a los principios de la razón que inspiran el Derecho, pueden ser
generales e inmutables o particulares y concretos. Los primeros deben cumplirse
o aplicarse en toda legislación, y la ciencia del Derecho tiene que tener en
cuenta, por consiguiente, esa fundamentación previa del Derecho. El jurista que
se conformara con un conocimiento empírico de lo que se impone como
Derecho sería semejante a quien se conformara con la belleza de un busto de
madera26.
1 I. Kant, Grundlegung zur Metaphysik der Sitten, edición de K. Vorländer, Leipzig, F. Meiner, 1906 (citada
en adelante como GMS), «Vorrede», pág. 5 y I, págs, 12-13. Hay traducción castellana de M. García
Morente, Fundamentación de la metafísica de las costumbres, Madrid, Espasa Calpe, y otra, más reciente, de R. R.
Aramayo, Madrid, Alianza, 2002.
2 GMS, I, págs. 16-18, y también I. Kant, Kritik der praktischen Vernunft, edición de K. Vorländer, Leipzig,
F. Meiner, 1929 (citada en adelante como KpV), I, I, 1, 2, págs. 23-24. Hay traducción castellana de E.
Miñana y Villagrasa y M. García Morente, Crítica de la razón práctica, Madrid, Espasa Calpe; la misma
traducción en la editorial Sígueme (varias ediciones); otra, de R. R. Aramayo, Madrid, Alianza, 2000.
3 GMS, I, págs. 14-17.
4 GMS, I, pág. 10.
5 GMS, I, págs. 17-18.
6 GMS, I, págs. 18-19.
7 GMS, II, págs. 27 y sigs.
8 GMS, II, págs. 34 y sigs., en especial pág. 44.
9 GMS, I, págs. 20 y 44.
10 Kant trata (en una nota de GMS, II, pág. 55) de distanciarse de la «regla de oro». En primer lugar,
porque la califica de «trivial» y de «derivada» de la suya (la de la universalidad) (pero esto último viene a ser
un reconocimiento de su relación o parentesco). En segundo lugar, porque se refiere solo a las relaciones
con los demás, mientras que la moral (y su doctrina sobre ella) se refiere también a las obligaciones con uno
mismo (pero hemos de convenir en que las relaciones con los demás son al menos la parte más importante
de la moral). En tercer lugar, reprocha a la «regla de oro» no abarcar los deberes positivos, de caridad (sin
embargo, esto es porque él la recoge solo en su versión negativa [tal como aparece en el libro de Tobías], no
en su versión positiva [tal como aparece en el Evangelio, Mt 7, 12, o Lc 6, 31]). En cuarto lugar, advierte
que se presta a consecuencias inaceptables, como la de que el reo exigiera que el juez la aplicara en relación
consigo mismo (ahora bien, en este caso se trataría de una falsa interpretación, que también podría darse
con respecto a la fórmula kantiana, aun cuando hay que reconocer que la «regla de oro» no es muy
matizada, ni orientada especialmente hacia el Derecho).
11 GMS, II, págs. 45 y sigs.; KpV, I, I, 1, I, pág. 52; I, I, 2, págs. 81-82.
12 GMS, I, págs. 18-19; KpV, I, I, 3, págs. 95 y sigs.
13 KpV, I, I, 3, págs. 84 y sigs.
14 GMS, II, págs. 60-61; KpV, I, I, 3, págs. 89 y sigs.
15 I. Kant, Kritik der reinen Vernunft, edición de R. Schmidt, Hamburgo, F. Meiner, 1956, I, II, II, II, 9,
III, págs. 533 y sigs.; KpV, I, I, 3, págs. 110 y sigs.; GMS, II, págs. 56 y sigs.
16 GMS, II, pág. 54.
17 GMS, II, págs. 56 y sigs.
18 I. Kant, Metaphysik der Sitten, edición de K. Vorländer, Hamburgo, F. Meiner, 1959 (citada en adelante
como MS), «Einleitung», I, pág. 15; III, págs. 20-21; IV, pág. 29. Hay traducción castellana de A. Cortina y
J. Conill, La metafísica de las costumbres, Madrid, Tecnos, 1989.
19 MS, «Einleitung in die Rechtslehre», pág. 36.
20 MS, «Einleitung in die Rechtslehre», pág. 37. Estas frases parecen querer ser un tributo de
reconocimiento a lo que, por parte de Kant, se encuentra aceptable dentro de la teoría de C. Thomasius
sobre la diferenciación entre moral y Derecho, que desde comienzos del siglo XVIII venía encontrando un
amplio eco, sobre todo en Alemania. Pero la caracterización del Derecho por parte de Kant es muy
diferente de la propuesta por Thomasius: en concreto la coacción en la caracterización de Kant es desde
luego una cualidad compatible con el Derecho, pero no constituye su esencia, ni es propiamente un rasgo
esencial del mismo; es algo que se deriva de su esencia en cuanto compatibilidad, en cuanto posibilidad, no
en cuanto deba darse necesariamente con el Derecho. En cuanto a la moralidad, el contraste entre la
concepción de Kant y la de Thomasius es mucho más acusado; puede decirse que se trata de dos
concepciones contrapuestas o antagónicas: la de Thomasius es hedonista, la de Kant es todo lo contrario
del hedonismo, es la negación del hedonismo, la eliminación del hedonismo del campo de la ética, del
concepto de la moralidad. Si al hablar de Thomasius dijimos que nos había dejado una fuerte hipoteca para
la adecuada comprensión del concepto de obligación (tanto la moral como la jurídica), puede decirse, en
cambio, que ha sido ante todo Kant quien nos ha liberado de esa hipoteca.
21 MS, «Einleitung in die Rechtslehre», III, págs. 22-23.
22 MS, «Einleitung in die Rechtslehre», III, págs. 34-35.
23 Cfr. K. Lisser, El concepto del Derecho en Kant, trad. de A. Rossi, México, UNAM, 1959, págs. 51-52.
24 MS, «Einleitung in die Rechtslehre», IV, pág. 28.
25 MS, «Einleitung in die Rechtslehre», II, págs. 18-19.
26 MS, «Einleitung in die Rechtslehre», A, pág. 33, y B, pág. 34.
CAPÍTULO 22
Las ideas (Derecho constitucional y derechos humanos) en la
Revolución norteamericana y en la francesa
Puede parecer desproporcionado tratar en orden de igualdad la Revolución
norteamericana y la francesa. Esta ha adquirido una fama incomparablemente
mayor que la primera, e incluso se ha convertido en el prototipo o arquetipo de
las revoluciones, de la revolución en general. Sin embargo, esa fama se debe, por
un lado, a los acontecimientos convulsivos, y a veces sangrientos, que la
acompañaron y, por otro, a que se la ve con frecuencia como una consecuencia
de la Ilustración francesa, con representantes tan gloriosos como Montesquieu,
Voltaire y Rousseau. Ahora bien, esos acontecimientos no constituyen la esencia
de la Revolución francesa, ni de ninguna revolución propiamente dicha1, y la
calificación que merecen es al menos la de que es triste y lamentable que
tuvieran que acompañarla. En cuanto a la derivación de las más altas instancias
intelectuales del siglo XVIII francés, es más discutida y más reducida de lo que en
general se piensa2. En cambio, se ha hecho cada vez más claro el influjo decisivo
que sobre la francesa ejerció la norteamericana3, de modo que esta puede alegar,
para compensar los mayores títulos de aquella en fama e influencia posterior, al
menos el de la prioridad. Así que no carece de todo fundamento el lema, un
tanto pretencioso, del reverso del escudo de los Estados Unidos, que atribuye a
estos el nuevo orden de nuestros tiempos: «Novus Ordo Saeclorum.»
Una de las razones que han contribuido (aparte de la mayor fama de la
francesa) a que haya quedado eclipsada la importancia de la Revolución
norteamericana ha sido la coincidencia de esta con una guerra de independencia.
Pero pocas dudas pueden caber de que ambas se superponen: guerra de
independencia y revolución. Lo que ocurre es que la primera es más aparente,
más espectacular, mientras que la segunda consiste más bien en un cambio de
mentalidad. Pero de que ese cambio tenga sentido revolucionario pocas dudas
pueden caber, cuando se lee el más célebre de los panfletos de esa época, el
Common Sense, de T. Paine, quien quince años más tarde se convertirá también en
el más famoso defensor (literario) de la Revolución francesa. En ese folleto,
publicado pocos meses antes de la Declaración de Independencia, se ataca no
solo a la monarquía inglesa, sino a la monarquía en general, o, como en él
también se dice, simultáneamente «a la tiranía y al tirano»4, y se trata de un
escrito del que a la pocas semanas se habían vendido, según los cálculos más
prudentes, más de 100.000 ejemplares, y del que el propio G. Washington decía
que estaba produciendo un profundo cambio en las mentes de mucha gente5.
Otra de las razones que han influido para disminuir la atención que se ha
prestado a la Revolución norteamericana ha sido que esta en realidad se produjo
en un proceso lento, de más de siglo y medio, desde la fundación de las primeras
colonias. De las tres primeras colonias inglesas en Norteamérica, dos deben su
fundación a sociedades mercantiles: la de Virginia (en 1607) se debe a una
compañía con sede en Londres; la de la colonia de la bahía de Massachusetts (en
1630), a la compañía con ese nombre que trasladó allí mismo su sede.
Lógicamente, la democracia propia de una sociedad comercial con diversos
dueños no podía menos de influir en la organización de esas colonias. Pero entre
una y otra (en 1620) tuvo lugar la fundación de la colonia de Plymouth (más
tarde fusionada con la de Massachusetts), que, aunque emprendida
primordialmente por motivos religiosos, también contó con ayudas de
comerciantes londinenses y en concreto con una concesión para establecerse en
el territorio de Virginia. Por causas que no están muy claras, tal vez por un mero
percance de navegación, los peregrinos se encontraron más allá de los límites de
Virginia, al norte del cabo Cod, y antes de desembarcar del Mayflower hicieron la
mayoría de los varones adultos un pacto de constituir una sociedad política que
se regiría democráticamente6. Aparte de las condiciones geográficas, que iban a
ser especialmente duras, por el lugar en que desembarcaron, su situación de
aislamiento y de necesidad de organizar su vida en grupo reducido sobre la base
de un contrato no suponía para ellos una absoluta novedad, ya que la mayor
parte de ellos pertenecían a los congregacionalistas independientes, o separados, de la
Iglesia oficial de Inglaterra, y habían vivido exiliados en Holanda. A su vez, la
mayoría de los que llegaron a la bahía de Massachusetts en la década de 1630 a
1640 (unos veinte mil) eran puritanos. Como tales estaban interesados sobre
todo por imitar a los cristianos primitivos y, si organizaron democráticamente
sus comunidades religiosas, parece que fue, más que por amor a la democracia,
porque pensaban que así habían estado organizadas las primitivas iglesias
cristianas7.
La democracia es, pues, por diversos motivos, un hecho desde los
comienzos mismos de las colonias inglesas en Norteamérica. Para organizar el
gobierno de Virginia, dio la compañía desde Londres una ordenanza (1621), que
está claramente en esa línea8. En ella se dispone que haya dos consejos o
asambleas: un consejo para asistir al gobernador, nombrado (al igual que este)
por la propia compañía, y una asamblea general, compuesta por dos burgueses
elegidos por cada población u otras agrupaciones de cierta consideración. Esta
organización democrática era general a todas las colonias; también se aplicaba en
las de concesión real; así, en la de Maryland (que comienza en 1634) se habían
otorgado amplios poderes a su propietario, el católico lord Baltimore, pero con
la cláusula de que habrían de dictarse leyes con el consentimiento de los
hombres libres o sus representantes9; y el cuáquero W. Penn, en su Santo
experimento de Pensilvania (1682), «organizó su pequeño consejo, elegido por los
contribuyentes entre los propietarios “más reputados por su sabiduría, virtud y
competencia”, para proponer las leyes, y una gran asamblea electiva para
aceptarlas o rechazarlas»10. En la colonia de la bahía de Massachusetts, como
residían allí mismo los accionistas, la elección comprendía también al
gobernador, subgobernador y sus auxiliares y, como no resultaba práctico acudir
personalmente a las asambleas, se ideó un sistema representativo, y ya «hacia
1644 los diputados y auxiliares se habían dividido en dos cámaras». Este sistema
se imitó en general en las otras colonias que fueron surgiendo de la primitiva de
Massachusetts, e incluso en otras colonias inglesas de Norteamérica11. De modo
que parece que puede decirse que, «poco tiempo después de su nacimiento, cada
una de las colonias podía hacer alarde de contar con una asamblea popular
elegida por votantes que gozaban de los requisitos de propiedad previamente
establecidos»12. El desarrollo de esta democracia continuó ininterrumpidamente
hasta la crisis de la independencia, mientras en Inglaterra se vio sometido a dos
revoluciones y al menos tres retrocesos: en tiempos de Carlos I, de Jacobo II y
en tiempos del rey Jorge III, quien es el monarca de la crisis americana.
Sería demasiado simplista explicar esta en términos de antagonismo con las
tendencias de Jorge III a aumentar su influencia personal en el gobierno,
apoyado por sus partidarios tories. Una y otra vez se ha tratado de centrar en él la
responsabilidad de la crisis, destacando, al par que esas tendencias, su poca
habilidad política. Pero esa visión parece responder más al ansia de encontrar
una cabeza de turco que a los hechos. La verdad es que todas las principales
medidas fueron tomadas por el Parlamento, con el apoyo de whigs y no solo de
tories. En cambio, la propuesta de Burke para una conciliación con las colonias,
antes de que comenzara la guerra, fue rechazada por 270 votos contra 7813.
¿Cuáles fueron entonces las causas del enfrentamiento? El historiador
norteamericano Charles A. Beard, quien ya se había hecho famoso por su
interpretación económica de la Constitución de los Estados Unidos14, no se ha
recatado, en el libro sobre la historia norteamericana escrito en colaboración con
su mujer, de seguir destacando, también en el conflicto con la metrópoli, los
factores de intereses. El principal habría sido que, al terminar la guerra de los
Siete Años, con la victoria de Inglaterra y la eliminación de las colonias francesas
de los contornos de las colonias inglesas de Norteamérica, estas ya no
necesitaban la protección inglesa: «Como ya no había vecinos poderosos que
llenaran de truenos el ambiente que las rodeaba, las clases gobernantes de las
trece colonias norteamericanas quedaron en libertad para medir sus fuerzas con
las clases gobernantes de Inglaterra»15. A esto se añadía que, aparte de ser ya
bastante numerosas (unos dos millones), gracias precisamente a su participación
en esa guerra contra Francia las colonias norteamericanas disponían de un
conjunto bastante numeroso de veteranos, oficiales y soldados, capaces de
enfrentarse a los ingleses16. Mientras tanto, Inglaterra necesitaba reparar sus
exhaustas finanzas, en gran parte por esa guerra, que se pensaba había
favorecido especialmente a las colonias americanas: ¿por qué no hacerles pagar
una parte también a ellas?
Si los norteamericanos no hubieran tenido en sus mentes más argumentos
que los del tipo que hemos mencionado, habrían tratado de llegar a un acuerdo
con la metrópoli por medio de negociaciones y en caso necesario le habrían
hecho la guerra; a sus conciudadanos más remisos y a los de otras naciones
habrían tratado de convencerlos con cualquier clase de medios, es decir, habrían
hecho propaganda. Pero no hicieron esto solo, aunque también lo hicieron.
Como creían en las ideas y en la justicia, pero no estaban convencidos de la
justicia de las reclamaciones británicas, desarrollaron todo un cuerpo de doctrina
para tratar de esclarecer la justicia de su propia causa. Y es precisamente en estas
teorías donde tenemos que analizar nosotros el contenido y sentido de la
Revolución americana. Si fueran pura propaganda, no nos interesarían más que
como expresión de las convicciones de ciertos hombres que realizaron
actuaciones importantes: no se trata solo de eso, pero tampoco tenemos por qué
desecharlas por el hecho de que hayan surgido espoleadas por intereses: si se
desecharan todas las ideas que han surgido de esa manera, es posible que lo que
nos quedara en el mundo intelectual fuera un desierto. Lo que nos interesa en
definitiva es, por un lado, su validez, independientemente de la ocasión o el
estímulo de que brotaron, y, por otro, su valor en cuanto expresión de las ideas
o convicciones que presidieron o acompañaron a determinadas actuaciones y
acontecimientos. Desde luego no se trataba de obras muy importantes, ni por su
originalidad, ni por su profundidad, ni por su tamaño. Se trata más bien de
folletos, pero fueron muy numerosos: el año 1776 se habían publicado ya más
de cuatrocientos, y en su conjunto pueden considerarse como la expresión de la
ideología de la Revolución americana17. Su interés radica especialmente en la
aplicación que hacen a sus problemas prácticos concretos de las doctrinas de los
grandes autores: los clásicos de la Antigüedad, los de la Ilustración europea
(Locke, Montesquieu, Voltaire, Rousseau, Beccaria y también Grocio y
Pufendorf, así como Burlamaqui y Vattel), los grandes juristas ingleses, en
especial los del siglo XVII (Coke) y en los últimos años Blackstone; aun cuando
de manera más decisiva influyen en ellos los escritores radicales ingleses del siglo
XVII (Milton, Harrington, Sidney) y más aún los de la primera mitad del XVIII
(Trenchard, Gordon…).
El primer problema práctico con que tienen que enfrentarse es el de la
legitimidad de los nuevos impuestos y la autoridad del Parlamento británico para
aprobarlos, lo que desemboca en el problema de la representación, porque unos
y otros, ingleses y norteamericanos, están de acuerdo, siguiendo a Locke, en que
el poder ejecutivo no puede tocar la propiedad privada, ni siquiera por la vía de
los impuestos, si no es con consentimiento de los representantes del pueblo.
Pero ¿cómo se ha de entender esa representación? Para entonces la práctica del
gobierno inglés ya ha abandonado el principio del mandato imperativo, que
sujetaba al representante a la voluntad de sus electores; los miembros del
Parlamento inglés actúan como representantes de la totalidad del pueblo y no
del distrito que los ha elegido, por lo que han de formarse una idea por su
cuenta de cuál es el interés de esa totalidad. Como razonara magistralmente
Burke (en 1774, el mismo año que había presentado su propuesta de
conciliación con las colonias americanas),
el gobierno y la legislación son problemas de razón y juicio y no de inclinación, y ¿qué clase de
razón es esa en la cual la determinación precede a la discusión, en la que un grupo de hombres
delibera y otro decide y en la que quienes adoptan las conclusiones están acaso a trescientas millas
de quienes oyen los argumentos […]? El Parlamento no es un congreso de embajadores que
defienden intereses distintos y hostiles, intereses que cada uno de sus miembros debe sostener,
como agente y abogado, contra otros agentes y abogados, sino una asamblea deliberante de una
nación, con un interés: el de la totalidad18.
Esto es lo que los norteamericanos no están dispuestos a admitir. En primer
lugar, porque se dan cuenta de que sus intereses son precisamente los opuestos a
los intereses de los residentes en Gran Bretaña, y ¿cómo sentirse representados
por aquellos a quienes han elegido los que tienen intereses contrapuestos? Por la
misma razón podrían considerarse los miembros del Parlamento británico
representantes del mundo entero, ya que los norteamericanos ni han intervenido
en su elección ni tienen los mismos intereses que los que los han elegido. En
segundo lugar, porque ellos tienen otro concepto de representación: ligado a
asambleas locales, en íntimo contacto con sus electores, que son pocos y, al
menos algunos de ellos, muy activos, lo cual lleva en definitiva a un concepto
específico de la democracia: como gobierno no solo para el pueblo, sino por el
pueblo, una especie de democracia directa o, mejor, semidirecta, representativa,
pero con limitaciones.
La preocupación de los autores norteamericanos a los que nos estamos
refiriendo por las limitaciones del poder, no solo del ejecutivo, sino también del
legislativo, les viene, no propiamente de su prevención con respecto al poder
mismo, que saben necesario, sino más bien con respecto al hombre en el poder,
sus posibilidades de corrupción y su tendencia a la presunción y al
enorgullecimiento. Por supuesto que, cuando los débiles e ignorantes se ven
investidos de poder, se hacen atolondrados y vacíos y pierden el poco
entendimiento que pudieran tener, con el consiguiente desorden y confusión
para todos. Pero cualquier hombre, piensan, siempre y en cualquier
circunstancia, se puede ver expuesto al efecto maligno y corruptor del poder.
Este «convierte a un hombre, honrado en su vida privada, en un tirano cuando
tiene un cargo».
Las posibilidades de establecer limitaciones del poder, incluso el legislativo,
no plantea dificultades teóricas para estos autores, porque consideran sus
derechos como derivados, en palabras de Jefferson, «de las leyes de la naturaleza
y no de la concesión de un supremo magistrado»19. Por consiguiente, el Derecho
ideal es anterior al real y ha de ser entendido como superior a él, controlándolo y
limitándolo. Ahora bien, ¿cuál es el Derecho ideal?; ¿cuáles son los derechos
ideales del hombre? Cualquiera puede estar de acuerdo en que de alguna manera
estos son la vida, la libertad y la propiedad. Pero ¿no se pueden precisar más?;
¿no es necesario especificarlos, enumerarlos, codificarlos, para que puedan servir
de limitaciones efectivas a las actuaciones de los jueces y de los legisladores? Al
menos desde el año 1768 se va abriendo paso la idea de que es necesario
redactar una petición de derechos y de que no se ha de parar hasta que no se la
vea convertida en un reconocimiento de derechos. La idea de llevar este
reconocimiento de los derechos a una declaración constitucional tenía que
resultar fácil en un ambiente que se venía desenvolviendo desde el principio en
marcos constitucionales. Porque las cartas y ordenanzas de las compañías
comerciales, las concesiones reales y el mismo pacto del Mayflower podían ser
considerados como Constituciones más o menos rudimentarias. Y con mucha
más razón pueden ser consideradas como tales otras disposiciones posteriores,
como las que adoptaron los fundadores de la colonia de Connecticut, para
regirse con independencia de Massachusetts, las Órdenes Fundamentales de
Connecticut, de 163920.
Puede comprenderse, pues, fácilmente, sobre la base de todas estas ideas,
que la declaración misma de Independencia, redactada por Jefferson y aprobada
definitivamente por el Congreso de todas las colonias el 4 de julio de 1776,
contenga una brevísima Declaración de Derechos: «Sostenemos que son
evidentes estas verdades: que todos los hombres han sido creados iguales y que
han sido dotados por su Creador con ciertos derechos inalienables, entre los que
se cuentan la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad.» Es más, esos
derechos se proclaman como la finalidad y fundamento de todo gobierno,
puesto que la Declaración de Independencia continúa: «Que para asegurar estos
derechos establecen los hombres los gobiernos, derivándose los poderes justos
de estos del consentimiento de los gobernados. Y cuando una forma de
gobierno resulta destructora de estos fines, es derecho del pueblo cambiarla o
abolirla y establecer un nuevo gobierno, poniendo sus fundamentos sobre estos
principios»21.
Se comprende también que las diversas colonias, que a instancias del mismo
Congreso estaban procediendo a organizarse como Estados, con sus propios
gobiernos y sus propias Constituciones, iniciaran estas en la mayor parte de los
casos con sus respectivas Declaraciones de Derechos. Fue la primera y marcó la
pauta de otras, en mayor o menor medida, la de Virginia, que contiene una
amplia Declaración de Derechos22.
El artículo I de esta Declaración de Derechos de Virginia anticipa (puesto
que es algo anterior) el resumen de la Declaración de Independencia, y en
términos parecidos: «Que todos los hombres son por naturaleza igualmente
libres e independientes, y tienen ciertos derechos que les son inherentes y de los
que no pueden privarse ni desposeer a su posterioridad por ningún pacto,
cuando entran en el estado de sociedad: el goce de la vida y de la libertad, con
los medios de adquirir y poseer propiedades y de procurar y obtener la felicidad
y la seguridad.» El artículo II recoge la aspiración a esa democracia semidirecta a
que nos hemos referido anteriormente como uno de los elementos de la
ideología de la revolución americana: «Que todo poder reside en el pueblo y, por
consiguiente, de él se deriva; que los magistrados son sus mandatarios y
servidores y en todo tiempo sujetos (amenable) a él.» El artículo V se preocupa de
asegurar el mantenimiento de esa democracia semidirecta, estableciendo no solo
la división de poderes, sino también que, para que los que los ejercen,
puedan ser apartados de la opresión (may be restrained from oppression), experimentando y
participando de las cargas del pueblo, deben quedar reducidos cada cierto tiempo a la situación de
personas privadas y volver al cuerpo del que originalmente salieron, cubriéndose las vacantes por
medio de elecciones frecuentes, ciertas y regulares, en las que, según lo determinen las leyes, todos o
una parte de los antiguos miembros (de esos poderes) serán elegibles o no.
Naturalmente, no es extraño que tanta desconfianza en los órganos de
ejercicio del poder y tanto peso y responsabilidad atribuidos al pueblo tengan
que compensarse con exigencias respecto al modo como se ha de entender este
último. El artículo siguiente (el VI) reduce la capacidad de ser electores a los
«hombres con suficientes pruebas (evidence) de un permanente interés común con
(with), y adhesión (attachment) a, la comunidad».
Cómo entendieron de hecho los virginianos, y en general los
norteamericanos, esa cualificación especial para ser elector, así como las
condiciones que exigieron a los candidatos a los cargos para ser elegibles, es otra
cuestión que aquí podemos dispensarnos de tratar, puesto que excede
ampliamente del terreno de las ideas y del período pre y revolucionario, al que
nos hemos limitado. Como podemos también prescindir de las consecuencias a
que dio lugar esa concepción del poder que hemos dicho que se podría calificar
como de democracia semidirecta, y que provocaron a su vez un movimiento
favorable al reforzamiento del poder y a su concentración23.
Hablar de las ideas de la Revolución francesa es mucho más complicado que en
el caso de la Revolución norteamericana; en primer lugar, por lo mucho que se
ha hablado y escrito sobre ello24. Pero también porque en realidad no se trata de
una sola revolución, sino que mas bien, en lo que se designa como Revolución
francesa, confluyen varias revoluciones: la aristocrática o de los Parlamentos
frente al despotismo, la institucional o constitucional llevada a cabo por los
representantes populares en los Estados Generales al proclamarse como
Asamblea Nacional, la popular o comunal, a cargo especialmente del pueblo de
París (su símbolo, el 14 de julio y la toma de la Bastilla), la revolución campesina
por todo el territorio francés y, finalmente, la revolución comunista o igualitaria
de Babeuf.
Podemos prescindir de los dos extremos. Una razón para ello puede ser que
caen fuera de los límites cronológicos más estrictos de lo que se considera como
Revolución francesa (1789-1794); pero otra razón más decisiva es que ninguna
de las dos tuvo éxito. La de Babeuf fue abortada o, mejor, abortó ella misma,
puesto que no era una concepción viable, al menos en aquellas circunstancias.
La aristocrática fue absorbida, en lo que tenía de oposición al despotismo, por
los otros movimientos revolucionarios subsiguientes y, en cuanto tenía de
peculiar, su encarnación en la nobleza y en las instituciones aristocráticas, se
convirtió más bien en el blanco y objetivo primordial que abatir de esos otros
movimientos.
Esto es especialmente cierto de la revolución campesina, cuya ideología, en
el caso de que se pueda hablar de ella, se resumiría precisamente en ese objetivo:
la supresión o eliminación del régimen señorial o feudal.
Podemos centrarnos, pues, en los dos movimientos o corrientes
representados por la Asamblea Nacional y por la revolución popular (parisiense).
Estos dos movimientos se complementan y se amalgaman entre sí, al mismo
tiempo que incorporan las aspiraciones de la revolución campesina, por lo que
se explica que se hable de la Revolución francesa como proceso unitario. Pero a
efectos de análisis y de comprensión, sobre todo con referencia a las ideas, es
necesario tener en cuenta los diversos movimientos que hemos diferenciado. Es
más, hemos de tener en cuenta su propia complejidad interna. Así, por lo que
hace a los representantes populares de la Asamblea Nacional, convertida en
Asamblea Constituyente, hemos de diferenciar, aparte de los representantes del
clero y de la nobleza, al menos, por un lado, los representantes propiamente
burgueses, principalmente comerciantes o gentes de negocios (no hay ningún
representante campesino ni asalariado) y los que, con terminología actual,
pudiéramos llamar los intelectuales o universitarios o representantes de las
profesiones liberales, entre los que destacaban con mucho los abogados o
licenciados en Derecho. Dentro del movimiento popular habría que distinguir,
por un lado, a los burgueses acomodados y, por otro, a los que, con
terminología actual, podríamos designar como las clases populares25, en el
sentido de comprender no solo a los indigentes y asalariados, sino también a los
pequeños propietarios. Durante lo que podemos considerar como el primer
período de la Revolución francesa (junio de 1789-mayo de 1793), los
representantes populares de la Asamblea (primero Constituyente, luego
Legislativa, luego Convención) tienen un claro predominio en la determinación
de lo que se impone y establece, aun cuando tengan que hacer concesiones a las
aspiraciones del movimiento campesino y sobre todo del popular (parisiense),
que son los que les sirvieron de apoyo y de brazo ejecutor (aunque actúan por su
cuenta) dando a la Asamblea la fuerza que necesitaba frente al rey y al orden
anterior. Durante el segundo período (junio de 1793-julio de 1794) tiene mayor
predominio el movimiento popular e incluso, dentro de él, las que podemos
denominar clases populares, es decir, el pueblo llano, las capas menos
acomodadas, que habían llevado, y continúan llevando en este período, el peso
de la ejecución de los golpes de fuerza.
Las ideas del primer período encontraron su manifestación más destacada en
la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano del año 1789, que fue
calificada ya entonces de «catecismo nacional», y solo dos años más tarde, frente
a los que pretendían revisarla, de «credo político». Es dudoso que esa
Declaración se hubiera proclamado, al menos como se hizo, con anterioridad y
por separado del resto de la Constitución, de no haber sido por la presión
popular. Las discusiones sobre esta cuestión, así como sobre la conveniencia de
unir a esa declaración otra de deberes, se zanjaron solo el 4 de agosto, cuando la
Asamblea se había enterado de que la revolución (campesina) se había impuesto,
victoriosa, en todas partes. Solo entonces se dejó de prestar oídos a las
objeciones y se decidió, «consagrando la victoria popular», hacer una
Declaración de Derechos, sin esperar a la elaboración de la de deberes26. Como
una anticipación, como una declaración de urgencia, esa misma noche la
Asamblea decidió la abolición del régimen feudal27.
A pesar de este influjo de la presión popular, las concesiones a las
aspiraciones que sustentaban esa presión fueron más aparentes que reales, lo
mismo en la Declaración que en la abolición del feudalismo: en esta última,
porque los derechos feudales de carácter patrimonial eran declarados como
propiedades que debían ser indemnizadas o compensadas y, por cierto, con una
capitalización, o cálculo de su valor, bastante elevada; en la Declaración, porque,
tras una prosa atractiva, que por su concisión y vaguedad se prestaba a ser
interpretada en diversos sentidos, lo que realmente se concedía o declaraba no
correspondía exactamente a las aspiraciones populares.
Así ocurre con la primera frase (después del preámbulo), la más famosa y tal
vez la clave de toda la Declaración: «Los hombres nacen y permanecen libres e
iguales en derechos.» Lo que primero suena y que todo el mundo capta es la
proclamación de la libertad y de la igualdad: esto a todo el mundo le gusta; la
coletilla, «en derechos», queda en penumbra y, sin embargo, es la que determina
el sentido de la igualdad reconocida. Esta no es otra que la supresión de los
estamentos privilegiados (clero y nobleza), es decir, la abolición del régimen
feudal, ya reconocida la noche del 4 de agosto y de hecho impuesta en la
práctica por la revolución campesina e incluso antes; porque puede decirse que,
antes de la revolución, los franceses eran mucho más desiguales en derechos que
en la realidad, mientras que con la revolución se suprime la desigualdad en los
derechos, pero no en la realidad. De modo que en este aspecto bien puede
decirse que la Declaración se limita a levantar acta de la defunción del Antiguo
Régimen28.
El artículo 2 afirma que «la finalidad de toda asociación política es la
conservación de los derechos del hombre, naturales e imprescriptibles. Estos
derechos son la libertad, la propiedad, la seguridad y la resistencia a la opresión».
Entendiendo el de la seguridad en el sentido de seguridad personal (puesto que
la seguridad en la libertad y en la propiedad ya está comprendida en esos
derechos), puede considerárselo como equivalente al de «goce de la vida»; los
tres primeros serían así los mismos de la Declaración de Virginia, y se
corresponden con la doctrina de Locke. El añadido por la Declaración francesa,
«la resistencia a la opresión», parece responder a la necesidad por parte de la
Asamblea de afirmar su propia legitimación, y en especial la legitimación de los
hechos que le habían asegurado su permanencia: los sucesos del 14 de julio.
En cuanto a la libertad, si se entiende frente al absolutismo monárquico,
estaba también ya lograda, del mismo modo que la igualdad; en el caso de la
libertad, por la revolución de la Asamblea y por la popular (campesina y
parisiense): en este aspecto se trataría, pues, también de su consagración oficial o
jurídica. Respecto al futuro, su sentido está precisado por el artículo 4: «La
libertad consiste en poder hacer todo lo que no hace daño a otros»; así que, al
igual que los otros derechos naturales, tiene sus límites; «estos límites no pueden
ser establecidos más que por la ley». Esta, a su vez, tiene sus propios límites,
como lo declara el artículo 5: «La Ley no tiene el derecho de prohibir más que
las acciones perjudiciales a la sociedad.» Son límites, como se ve, bastante
imprecisos. La autoridad de la ley queda reforzada además por el artículo 6, que
la define como «la expresión de la voluntad general». Esta expresión,
típicamente rousseauniana, no puede hacer más que aumentar nuestra
preocupación por todos los miedos que suscita la interpretación totalitaria de
Rousseau29. Pero no es solo Rousseau el que entiende así la voluntad general:
Sieyès, uno de los miembros más influyentes de la Asamblea, había dicho en un
folleto escrito pocos meses antes de la Declaración: «De cualquier manera que
una nación quiera, basta que quiera; todas las formas son buenas, y su voluntad
es siempre la ley suprema»; y pocas líneas antes: «Cualquiera que sea su voluntad,
no puede perder el derecho a cambiarla.» Es cierto que anteriormente había
reconocido también que «por encima solo existe el Derecho natural»30. Pero,
aun dando por supuesta la sinceridad de este reconocimiento del Derecho
natural, no es precisamente el fuerte de este la cuestión de la determinación de
los límites. Y en todo caso en la Declaración el Derecho natural no está
invocado a estos efectos. Así, pues, nos encontramos con que, si los límites de la
libertad, al igual que los de los otros derechos naturales, son los establecidos por
la ley, entendida como voluntad general o nacional, las competencias de esta, a
su vez, están tan poco limitadas, que todo el sentido de la Declaración en cuanto
texto jurídico queda en entredicho; la idea del Derecho constitucional como
marco (distinto) de la legislación ordinaria, que hemos podido advertir en el
ambiente de las colonias norteamericanas, queda aquí desdibujada. Pero, si no es
para limitar la ley desde el punto de vista jurídico, ¿para qué sirve esa
Declaración de Derechos? Como nos dicen sus propios autores, lo que los lleva
a exponerlos en una declaración solemne es la consideración de que «la
ignorancia, el olvido o el desprecio de los derechos del hombre son las únicas
causas de las desgracias públicas y de la corrupción de los gobiernos». Su
finalidad parece, pues, ser más que nada didáctica y educacional.
Se nos ha dicho una y mil veces que la Revolución francesa ha sido una
revolución burguesa y que la Declaración de Derechos es la expresión (más o
menos camuflada) de los intereses y aspiraciones del hombre burgués31. Pero se
trata como mínimo de una simplificación: ni la revolución ni la Declaración son
solo eso. La revolución fue como mínimo también un cambio político
administrativo, que tendía a establecer «un orden social y político más uniforme
y más simple», y que suponía una innovación menor de lo que se piensa con
frecuencia, porque en realidad venía a continuar y culminar un trabajo empezado
mucho antes y una obra emprendida ya por las generaciones anteriores. Su
resultado en este campo fue el de «acrecentar el poder y los derechos de la
autoridad pública», especialmente en el aspecto de la centralización, de la que
puede decirse incluso que fue «el punto de arranque y el signo distintivo de esta
revolución»32.
En cuanto a la Declaración misma, no fue obra especialmente de los
representantes burgueses, sino más bien de los nobles y clérigos ilustrados33.
Tampoco puede decirse que sus artículos sean representativos de las
aspiraciones características de la burguesía: «Seguramente es la libertad
económica a lo que tiende la burguesía por encima de todo, pero la buscaremos
en vano» en la Declaración34. Si podemos encontrar en ella la marca distintiva de
algún grupo social, sería la de los intelectuales, que tan importante papel
desempeñaron sin duda en la Revolución francesa35. Pero ¿de qué intelectuales
se trata? Desde luego, no de los que han dejado su propia huella en la historia
del pensamiento humano36. De estos ya se había reído Voltaire (en 1766),
diciendo de ellos (después de citar a dos de sus preferidos: Spinoza y Bayle), que
«ningún filósofo ha influido ni siquiera en las costumbres de la calle en que
vivía»37. Los que le parecían a Voltaire verdaderamente influyentes eran los que
se movían y hacían propaganda de sus ideas, como Lutero, como Calvino, como
Mahoma…38, tal vez él mismo. Pero por aquellos años ya estaban compartiendo
la influencia e incluso los honores de «filósofos» otros personajes menores, a
quienes se daba ese título simplemente porque tenían cierta cultura, sobre todo
si esta estaba en la línea de la libertad de pensamiento39. Venían a coincidir,
pues, con los que se llamaban, de manera más general, hombres de letras (hommes
de lettres). De estos sí que se puede decir que se convirtieron en los verdaderos
protagonistas de la política en la época de la revolución.
¿Cómo fue esto posible? Tal vez nadie mejor que Tocqueville ha tratado de
explicarlo en pocas palabras:
Por encima de la sociedad real, cuya constitución continuaba siendo tradicional, confusa e
irregular, en la que las leyes seguían siendo diversas y contradictorias, las diferencias sociales
tajantes, fija la condición de cada uno y los cargos desigualmente repartidos, se iba construyendo
poco a poco una sociedad imaginaria, en la que todo parecía sencillo y coordinado, uniforme,
equitativo y conforme a la razón. Progresivamente, la imaginación popular fue desertando de la
primera y se refugió en la segunda. La gente se desinteresó de lo que había, para preocuparse por lo
que podía haber, y se terminó por vivir mentalmente en este Estado ideal que habían levantado los
escritores40.
A estos escritores políticos, «filósofos» gobernantes, literatos con ansias de
dictar leyes, les iba admirablemente una Declaración de Derechos, y a su espíritu
corresponde la de 1789: abstracta y vaga en su generalidad, magnífica en su
prosa y en su idealismo (aun cuando no en el mejor sentido que puede tener esta
palabra).
La realidad quedaba bastante distante, porque para la mayor parte de la
población esa realidad tenía un «factor esencial»: el hambre41. Este «factor
esencial» explica y determina uno de los caracteres más llamativos de la
Revolución francesa: «Que han sido las clases más civilizadas de la nación las
que la prepararon, pero han sido las más sencillas y rudas las que la ejecutaron»,
lo que a su vez da origen al «contraste entre la benignidad de sus teorías y la
violencia de sus actos»42. En el invierno de 1792-1793, después de tres años y
medio de revolución, y a pesar de que la cosecha había sido buena, la escasez y
el elevado precio de los víveres, especialmente el pan, su alimento básico,
acuciaba a las clases populares. El 12 de febrero de 1793 una delegación de
distintas secciones o distritos de París presenta ante la Asamblea, entonces ya
llamada Convención, los puntos de vista de esas clases populares: «No es
suficiente que hayamos declarado que somos republicanos franceses, sino que
hace falta además que el pueblo sea feliz, que tenga pan; porque donde no hay
pan tampoco hay leyes ni libertad»43.
Al añadirse a la carestía los reveses de la guerra y las sublevaciones interiores,
el movimiento popular tenía suficiente fuerza como para que el sector radical de
la Convención (la Montaña) y su soporte ideológico y organizativo exterior (el
Club de los Jacobinos) pensaran que una alianza con las clases populares podía
darles el poder frente al sector moderado (la Gironda). En abril, Robespierre
proponía una nueva Declaración de Derechos, en la que la propiedad dejaba de
ser uno de los derechos naturales para pasar a ser una «institución social», objeto
directo de la regulación legal: «Es el derecho que tiene cada individuo a disfrutar
y disponer de la porción de bienes que le garantiza la ley»44. A finales de mayo
propugna abiertamente la insurrección popular. Aceptada esta por los jacobinos,
se lleva a cabo en las jornadas del 31 de mayo a 2 de junio: en esta última, 80.000
hombres de la Guardia Nacional, bajo el control de las secciones de París,
cercan la Convención e imponen la detención de los dos ministros y de 29
diputados girondinos. Naturalmente, con toda razón se ha podido llamar a esto
una revolución45: una más de las que integran el conjunto de lo que se denomina
como «Revolución francesa».
A pesar de este «apoyo» decisivo, la Montaña, dueña del gobierno y de la
Convención, no correspondía a las aspiraciones populares; estas se hacen oír de
nuevo por boca de J. Roux ante la Convención, dentro del propio mes de junio:
«La libertad no es más que un vano fantasma cuando unos hombres pueden
impunemente hacer morir de hambre a otros. La igualdad no es más que un
vano fantasma cuando los ricos, por medio del monopolio, ejercen el derecho
de vida y muerte sobre sus semejantes»46. Pero, naturalmente, no bastaba con
exponer los propios puntos de vista; a principios de septiembre las exigencias
populares se hacen más precisas: fijación de los precios de los productos, sobre
todo de los de primera necesidad, determinación de los salarios, del patrimonio
que como máximo pueda poseer cada uno…47. Y luego también medidas para
que las exigencias se hagan efectivas: creación de un ejército revolucionario
«para asegurar la requisa de cereales en el campo y su traslado a París», la
detención de los sospechosos y la depuración de los mismos comités
revolucionarios encargados de esa detención. La Convención no pudo esquivar
la adopción de este tipo de medidas, tan precisas, y las adoptó. Esto significa
poner en marcha el terror, lo cual a su vez iba a significar el reforzamiento de los
comités de gobierno, del gobierno revolucionario. Aunque, montado sobre esas
bases, los mismos que lo ejercieron, y ejercieron el terror, no tardarían en ser
también ellos sus víctimas48.
Esas exigencias y actuaciones se correspondían con determinadas
concepciones o ideas sociopolíticas, más o menos claras y más o menos
conscientes, en las mentes de las clases populares. Algunas de ellas han llegado a
quedar recogidas en la Declaración de Derechos que precede a la Constitución
de 1793. Así, al comienzo del artículo 1, se proclama como la finalidad de la
sociedad el bienestar o felicidad común (le bonheur commun). Y que esta felicidad
ha de empezar por la satisfacción de las necesidades más apremiantes lo pone de
manifiesto el artículo 21: «Los subsidios públicos son una deuda sagrada. La
sociedad tiene el deber de asegurar la subsistencia a los ciudadanos desgraciados,
sea procurándoles trabajo, sea asegurándoles los medios de subsistencia a los
que no puedan trabajar.» El artículo siguiente (el 22) se refiere a la educación, de
la que dice que es una «necesidad para todos». Como consecuencia, establece
que la sociedad la debe «poner al alcance de todos los ciudadanos». Con toda
razón puede atribuirse, pues, a esta Constitución el mérito de haber proclamado
(por primera vez en una Constitución) los «derechos sociales»; ¡lástima que
nunca entrara en vigor! Inmediatamente después de su aprobación «se la
depositó en una suntuosa “arca” de madera de cedro y se la colocó en la
Convención […], donde debía permanecer “hasta el advenimiento de la paz”»49.
Otro principio consagrado por la Constitución de 1793, y que ya había sido
conseguido en la práctica por las clases populares parisienses, es el del sufragio
universal (masculino), desapareciendo la discriminación por razones económicas
para ser elector, así como para ser elegido.
El papel del simple ciudadano queda reforzado además por el hecho de que
todas las leyes propiamente dichas (no los decretos) han de ser sometidos a la
aprobación del pueblo. Hay aquí una correspondencia con la doctrina de
Rousseau, quien había afirmado expresamente que «cualquier ley que el pueblo
no haya ratificado personalmente es nula»50. Pero las coincidencias con
Rousseau son mucho más amplias, o mucho más básicas, en la Constitución de
1793 y en la mentalidad de las clases populares, porque en último término se
refieren a la concepción misma de la soberanía o supremo poder político, que se
concibe o tiende a concebirse como indelegable51. Otra de las manifestaciones
de esta concepción, aparte de la ratificación popular de la leyes, es el
reconocimiento expreso del derecho del pueblo a la insurrección (art. 35 de la
Declaración de Derechos). Aprobado esto el 24 de junio por la Convención,
tenía todas las trazas de ser una aprobación o consagración de las jornadas
populares del 31 de mayo a 2 de junio. Al igual que era una confirmación de las
prácticas populares el artículo 32, que advertía: «El derecho de presentar
peticiones a los depositarios de la autoridad pública no puede prohibirse,
suspenderse o limitarse en ningún caso.»
No se reconoce, en cambio, el mandato imperativo, ya que el artículo 29 (de
la Constitución) establece que «cada diputado pertenece a la nación entera», y el
artículo 7 que «el pueblo soberano es la universalidad de los ciudadanos
franceses», para decir a continuación (art. 8) que «nombra inmediatamente sus
diputados». No coincide esto exactamente con la visión popular, que pone el
énfasis en la soberanía del pueblo mismo, que la puede ejercer directamente,
sobre todo en los casos de crisis o de especial peligro. Dándose cuenta de que
este ejercicio no puede llevarlo a cabo la totalidad del pueblo, tiende a pensar
que puede correr a cargo de cualquier «porción del soberano». No se satisface
sino con «una concepción concreta de la soberanía: la que residía en las
asambleas generales de cada sección». «El soberano era de carne y hueso, es
decir, el pueblo ejerciendo él mismo sus derechos.» Así se explica que cuando,
después de la ejecución de Robespierre, las clases populares se dan cuenta de
que la Convención ha tomado un giro que no les satisface, se presenten de
nuevo ante ella y alguien grite con toda naturalidad e ingenuidad a los diputados:
«Marcharos todos; vamos a formar la Convención nosotros mismos»52.
1 Sobre el significado del término «revolución», cfr. H. Arendt, Sobre la revolución, trad. de P. Bravo,
Madrid, Revista de Occidente, 1967, especialmente págs. 15 y sigs. y 27 y sigs. Hay edición posterior en la
editorial Alianza.
2 Como se desprende de los amplios y minuciosos estudios llevados a cabo por D. Mornet, Los orígenes
intelectuales de la Revolución francesa, trad. de C. A. Fayard, Buenos Aires, Paidós, 1969. Entre las obras de esos
grandes autores tampoco corresponde el mayor influjo a las que se consideran hoy más importantes, por
ejemplo, entre las de Rousseau, no al Contrato social, sino a La Nouvelle Héloïse (cfr. ob. cit., pág. 94). Mucho
más crítico con la postura «clásica» se muestra R. Chartier: «Al afirmar, como hace la interpretación clásica,
que la Ilustración es la que ha engendrado la Revolución, ¿no se está invirtiendo el orden de los términos, y
no sería necesario considerar más bien que es la Revolución la que ha inventado la Ilustración, al querer
buscar las raíces de su legitimidad en un corpus de textos y autores fundadores? […] Acudiendo a la
constitución, aunque no sin problemas, de un panteón de antepasados […] a la asignación de una función
radicalmente crítica a la filosofía, ya que no a todos los filósofos, los revolucionarios han elaborado una
continuidad, que es ante todo una obra de justificación y de investigación de la paternidad» (R. Chartier, Les
Origines culturelles de la Révolution française, París, Seuil, 1990, págs. 14-15).
3 A principios del siglo XX hubo una polémica sobre ese influjo, centrada especialmente sobre el origen
de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano. Los elementos esenciales de esa polémica han
sido recogidos en G. Robles, Epistemología y Derecho, Madrid, Pirámide, 1982, págs. 219 y sigs.; y de manera
más completa en G. Jellinek, E. Boutmy, E. Doumergue y A. Posada, Orígenes de la Declaración de Derechos del
Hombre y del Ciudadano, edición de J. G. Amuchástegui, Madrid, Editora Nacional, 1984. Otros puntos de
referencia más recientes para la afirmación de ese influjo pueden ser diversas obras de B. Fay, en especial
L’Esprit révolutionnaire en France et aux Etats Unis a la fin du XVIII siècle, París, Champion, 1925, y J.
Godechot, Las revoluciones (1770-1799), trad. de P. Jofre, Barcelona, Labor, diversas ediciones a partir de
1969 (la primera francesa es de 1963).
4 T. Paine, Basic Writings, Nueva York, Willey Book Co., 1942, especialmente págs. 7 y sigs. y 42. Hay
traducción castellana de Common Sense, en El sentido común y otros escritos, edición de R. Soriano y E. Bocardo,
Madrid, Tecnos, 1990. Cfr. en esta edición especialmente págs. 9 y sigs. y 43-44.
5 Cfr. H. Collins, «Introduccion» a T. Paine, Rights of Man, Penguin, 1979, pág. 20.
6 Puede verse ese pacto en J. J. Hernández Alonso, Los Estados Unidos de América. Introducciones y
documentos históricos, Salamanca, Universidad de Salamanca, 1984, pág. 127.
7 S. E. Morison, The Oxford History of the American People, Londres-Nueva York, Oxford University Press,
1965, págs. 61-62.
8 Puede verse en la obra citada en la nota 6.
9 C. A. y Mary Beard, Historia de la civilización de los Estados Unidos de Norteamérica, trad. de R. Darío (hijo),
Buenos Aires, Kraft, I, 1946, pág. 107.
10 S. E. Morison, H. S. Commarger y W. E. Leuchtenburg, Breve historia de los Estados Unidos (7.ª ed. en
inglés, 1977), trad. de O. Durán d’Oion, F. Ballvé y J. J. Utrilla, México, Fondo de Cultura Económica,
1980, págs. 54-55.
11 Ob. cit. en nota anterior, pág. 41.
12 C. A. y Mary Beard, ob. cit. [ nota 9], pág. 180.
13 Cfr. E. Burke, Textos políticos, trad. de V. Herrero, México, Fondo de Cultura Económica, 1984, pág.
349.
14 C. A. y Mary Beard, An Economic Interpretation of the Constitution of the United States, Nueva York,
Macmillan, 1.ª ed., 1913; 2.ª ed., 1935, y numerosas reimpresiones.
15 C. A. y Mary Beard, ob. cit. [nota 9], pág. 197.
16 Argumento que fue manejado ya con bastante desparpajo por T. Paine en el apéndice añadido a su
Common Sense, ob. cit. [nota 4], págs. 60-61.
17 B. Bailyn, The Ideological Origins of the American Revolution, Cambridge, Mass., Harvard University Press,
1967, págs. V y 8. Me baso fundamentalmente en esta obra, por lo que no me parece necesario en adelante
hacer expresa referencia a ella en cada uno de los casos. Sin embargo, esto no significa que comparta su
opinión de que «la Revolución americana fue ante todo una lucha ideológica, constitucional y política, y no
primordialmente una contienda entre grupos sociales, con la intención de imponer cambios en la
organización de la sociedad o de la economía» (así en pág. VI). Pero sí creo que al menos hay que
reconocer que «la filosofía de los colonos que se rebelaron fue uno de los factores causales que
determinaron en su conjunto la revolución y que no podremos explicar esta, a menos que entendamos esa
filosofía» (M. White, The Philosophy of the American Revolution, Oxford, Oxford University Press, 1981, pág. 6).
En cuanto a los análisis de este, no es fácil recogerlos sin alargar excesivamente la exposición. Por lo demás,
se centran en la Declaración de Independencia y, en cuanto a la ideología que le precede y prepara, solo en
muy contadas ocasiones contradicen a los de Bailyn, por lo que, en general, pueden considerarse más bien
como una confirmación indirecta de los mismos.
18 E. Burke, ob. cit. [nota 13], págs. 312-313.
19 T. Jefferson, «A Summary View of the Rights of British America» (1884), en The Life and Selected
Writings, Nueva York, The Modern Library, 1944, pág. 310; trad. española, «Visión sucinta de los derechos
de la América británica», en T. Jefferson, Autobiografía y otros escritos, trad. de A. Escohotado y M. Sáenz de
Heredia, Madrid, Tecnos, 1987; la cita corresponde a la pág. 319.
20 Pueden verse en la obra citada en la nota 6, págs. 128-129.
21 Hemos recogido los párrafos que nos parecen más significativos de la Declaración de Independencia
en su redacción definitiva. Pero no podemos dejar de señalar algunas diferencias, que pueden considerarse
muy importantes, con respecto al primer borrador, de Jefferson. Estas diferencias se refieren a una
concepción distinta de los derechos humanos. La de la redacción definitiva es la que ha prevalecido, pero la
anterior, reflejada en el borrador, parece más correcta. En este las «verdades» afirmadas no se declaraban
evidentes por sí mismas (self-evident), sino tan solo innegables (undeniable), lo cual, al contraponerse a
«evidentes por sí mismas», quiere decir que se las reconocía como demostradas o probadas, es decir,
deducidas o derivadas de otras verdades. Esto es lo que se pone más de manifiesto con la segunda variante:
en lugar de decir que «todos los hombres […] han sido dotados por su Creador con ciertos derechos», se
decía que esos derechos «derivan de la igual creación» («that from that equal creation they derive rights»).
Esta «igual creación» significa indudablemente lo mismo que ser «creados iguales», pero lo decisivo es que
los derechos se «derivan» de esa igualdad, que de hecho es afirmada de todos los hombres, y que puede
reconocerse como consecuencia de la creación, o simplemente de la constatación de lo que es su naturaleza.
Ahora bien, que de esa igualdad de naturaleza deriven derechos no se concibe sino a través de deberes u
obligaciones: dado que todos los hombres somos iguales, todos tenemos que abstenernos de dominar o
someter a otro, y por eso cada uno tiene el derecho de libertad. Porque «todos son iguales e independientes,
la ley de la naturaleza enseña a toda la humanidad que nadie puede dañar la vida de otro, ni su salud,
libertad o posesiones». Así había argumentado Locke (The Second Treatise of Government, II, 6), y esa misma
argumentación está aludida con la fórmula del borrador de Jefferson, buen conocedor de esa doctrina, que
en 1774 (es decir, solo dos años antes) había afirmado expresamente que los derechos (naturales o
humanos) derivan «de las leyes de la naturaleza». Y, por derivar de esas leyes, no se pueden entender esos
derechos sino en conjunción con los deberes u obligaciones, lo cual explica a su vez que esos derechos se
proclamen «inalienables». Y así se explica también, y es la tercera diferencia entre la redacción definitiva y el
borrador, que en este la enunciación de los derechos vaya precedida de la palabra preservation: «Preservation
of life, liberty…», indicando, al igual que indicaba en Locke, la obligación de hacer algo, de procurar lo que
asegura la realización de esos derechos. Se señala la primera diferencia, pero no las otras dos, en A. Aparisi
Miralles, La Revolución norteamericana. Aproximación a sus orígenes ideológicos, Madrid, CEC-BOE, 1995, pág. 383.
22 El texto de la Declaración de Derechos de Virginia puede verse en castellano en diversas
publicaciones fácilmente accesibles, por ejemplo, en G. Peces-Barba y otros: Derecho positivo de los derechos
humanos, Madrid, Debate, 1987, págs. 101 y sigs.; en Jellinek, Boutmy, Doumergue y Posada, Orígenes de la
Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano, ob. cit. [nota 3], págs. 263-266; en inglés y castellano, en J.
Jellinek, La Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, trad. de A. Posada, Madrid, Victoriano
Suárez, 1908, págs. 229 y sigs.
23 Una expresión muy destacable de este movimiento es la serie de artículos, escritos por A. Hamilton,
S. Madison y J. Jay, que desde su publicación como libro se conoce con la denominación de The Federalist.
Hay traducción castellana, El Federalista, de G. R. Velasco, México, Fondo de Cultura Económica, 1943 (3.ª
reimpresión, 1982).
24 Son especialmente célebres las observaciones de Hegel: Lecciones sobre la filosofía de la historia universal,
trad. de J. Gaos, Madrid, Revista de Occidente, 1974, págs. 688 y sigs. En cuanto a Marx, sus reflexiones
sobre la Revolución francesa parecen haber sido decisivas en la génesis de su materialismo histórico:
«Cuando Marx creyó ver después en la lucha de clases una fuerza impulsora unitaria de la historia, esto fue
para él únicamente una clarificación de la impresión obtenida de la Revolución francesa, de que existe un
destino inaccesible a la razón y a la voluntad de los individuos» (P. Kägi, La génesis del materialismo histórico,
trad. de U. Moulines, Barcelona, Península, 1974, pág. 152).
25 Traduzco con esta expresión el término sans-culottes: siendo la culotte el calzón ajustado que utilizaban
los aristócratas y los estratos más altos de la burguesía, mientras que los demás usaban pantalón, los sansculottes abarcarán todos los estratos sociales a excepción de esos mencionados.
26 A. Aulard, Histoire politique de la Révolution française, París, A. Colin, 1926, 6.ª ed., pág. 42.
27 La iniciativa de esta decisión corrió a cargo del vizconde de Noailles, excombatiente de la guerra de
América y cuñado de Lafayette, y del duque de Aiguillon, uno de los más ricos propietarios de Francia.
Extractos de los discursos de ambos pueden verse en J. Godechot (ed.), La Pensée révolutionnaire en France et
en Europe 1780-1799, París, A. Colin, 1969, págs. 109 y sigs.
28 Esta vertiente o dimensión de la Declaración ha sido subrayada por A. Aulard, ob. cit. [nota 26], pág.
45, y, después de él, por G. Lefèbvre, 1789: Revolución francesa, trad. de R. Bueno, Barcelona, Laia, 1981, pág.
227, y por J. Godechot, Les Constitutions de la France depuis 1789, París, Garnier-Flammarion, 1970, pág. 27.
29 Cfr. supra, págs. 293-295. Más en concreto, a propósito de estos límites de la ley, basados en el
concepto de lo perjudicial para la sociedad, interesa tener en cuenta el siguiente texto: «Un pueblo es
siempre dueño de cambiar en todo momento sus leyes, incluso las mejores; porque, si quiere hacerse daño
a sí mismo, ¿quién tendrá derecho a impedírselo?» (J.-J. Rousseau, Du Contrat Social, II, 12).
30 Sieyès, ¿Qué es el tercer estado?, trad. de F. Ayala, Madrid, Aguilar, 1973, págs. 80, 79 y 75.
31 Con frecuencia siguiendo a Marx, o pretendiéndolo, pero a veces dando a sus textos un sentido
infundado; por ejemplo, a estos: «A diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los
droits de l’homme no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa.» «Ninguno de los
llamados derechos humanos va, por tanto, más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la
sociedad burguesa» (Obras de Marx y Engels, OME, 5, Barcelona, Crítica-Grijalbo, 1978, págs. 195 y 196).
Pero, donde esa traducción dice «sociedad burguesa», el texto alemán utiliza bürgerliche Gesellschaft («sociedad
civil»), que es un concepto de la filosofía hegeliana muy distinto del de sociedad burguesa en sentido
histórico, como realidad histórica. Cfr. más adelante, vol. II, cap. 23. Los textos alemanes en Marx-Engels,
Werke, MEW, 1, Berlín, Dietz, 1970, págs. 364 y 366.
32 A. de Tocqueville, L’Ancien Régime et la Révolution, París, Gallimard, 1983, págs. 79-81 y 131. Hay
diversas traducciones castellanas de esta obra: El Antiguo Régimen y la Revolución, entre ellas la de la editorial
Alianza.
33 Aparte de la intervención de Lafayette, que parece haber sido decisiva o muy importante en la idea
misma de llevar a cabo la Declaración, y de la presentación por su parte de un proyecto, se puede tener en
cuenta que el que se toma como base de discusión y es en gran parte recogido en el texto definitivo es
apoyado por el arzobispo de Burdeos, Champion de Cicé; así como también quedan en él trazas del de
Lafayette y del clérigo Sieyès. Asimismo hay que tener en cuenta que en la discusión intervienen
decisivamente Duport, quien era el jefe indiscutible de la fracción aristocrática liberal, y el conde de
Castellane. Sobre esto, cfr. S. Rials, La déclaration des droits de l’homme et du citoyen, París, Hachette, 1988,
especialmente págs. 123, 133 y sigs., 183-184…
34 G. Lefèbvre, ob. cit. [nota 28], pág. 228.
35 Esta importancia no presupone el protagonismo de la idea o de la razón en la Revolución francesa;
protagonismo afirmado por muchos, y al frente de ellos Hegel, quien se expresa en estos términos: «Desde
que el sol está en el firmamento y los planetas giran en torno a él, no se había visto que el hombre se
apoyase sobre su cabeza, esto es, sobre el pensamiento, y edificase la realidad conforme al pensamiento»
(G. W. F. Hegel, ob. cit. [nota 24], pág. 692). Marx, en cambio, afirmaba que el método de Hegel para
explicar la historia caminaba de cabeza y había que darle la vuelta, es decir, ponerlo de pie (cfr. vol. II, cap.
30), proponiendo por su parte el materialismo histórico, en conexión, al parecer, según hemos indicado,
con sus estudios de la Revolución francesa. Apoyándose en esta, afirma ya en una de sus obras juveniles
que «las ideas han hecho siempre el ridículo en la medida en que se han diferenciado de los intereses» (K.
Marx, Die Heilige Familie, en MEW, 2, pág. 85). Ortega y Gasset, por su parte, ha enlazado, en general, el
protagonismo de las ideas con el protagonismo de los intelectuales: «Cuando el racionalismo se ha
convertido en el modo general de funcionar las almas, el proceso revolucionario se dispara
automáticamente, ineludiblemente […]. El filósofo, el intelectual, anda siempre entre los bastidores
revolucionarios» (J. Ortega y Gasset, Obras completas, Madrid, Rev. de Occidente, III, 1966, págs. 225 y 227).
El influjo de las ideas en la Revolución francesa ha sido expuesto de manera más matizada por Taine,
refiriéndose a las circunstancias y al estilo («el espíritu clásico») con que se desenvolvía el pensamiento
francés en la época revolucionaria (H. Taine, Les Origines de la France contemporaine, I: L’Ancien Régime, I, París,
Hachette, 1900). En la misma línea, de conectar la revolución con las condiciones formales del
pensamiento revolucionario, ha añadido importantes sugerencias A. Cochin, L’Esprit du jacobinisme. Une
interprétation sociologique de la Révolution française, edición de J. Baechler, París, PUF, 1979. La importancia de
los intelectuales en la Revolución francesa es reconocida también por historiadores marxistas; así, por
ejemplo, A. Soboul, La Revolución francesa. Principios ideológicos y protagonistas colectivos, trad. de P. Bordoxaba,
Barcelona, Crítica-Grijalbo, 1987, pág. 40. Pero indudablemente han estado más abiertos al estudio de ese
influjo y de sus formas o matizaciones los historiadores no marxistas, por ejemplo, F. Furet, Penser la
Révolution française, París, Gallimard, 1983, 2.ª ed. R. Chartier ha introducido nuevas matizaciones, tratando
sobre todo de completar y de rectificar (en parte) la obra de D. Mornet. El meollo de esas rectificaciones
está expresado por los respectivos títulos de los dos libros: Los orígenes culturales de la Revolución francesa, frente
a Los orígenes intelectuales de la Revolución francesa (citados ambos supra, nota 2). Es decir, que el centro de
atención se desplaza de las ideas a los modos de vida (que abarcan también los modos de sentir y de ver las
cosas).
36 Tal vez el único superviviente de estos que se podría mencionar en la época revolucionaria sería
Condorcet; pero tuvo poca influencia durante el primer período de los dos que hemos distinguido, y
después de junio de 1793 anduvo perseguido, huido y finalmente fue encarcelado, muriendo en prisión en
1794.
37 Voltaire, Opúsculos satíricos y filosóficos, trad. de C. R. Dampierre, Madrid, Alfaguara, 1978, pág. 130.
38 «No fue el Corán el que hizo triunfar a Mahoma; fue Mahoma quien hizo el éxito del Corán»
(Voltaire, ob. cit. [nota anterior], pág. 302).
39 Así lo manifiesta la célebre Enciclopedia de Diderot, en la explicación de la palabra philosophe, t. XII
(1765) (puede verse ahora en Artículos políticos de la «Enciclopedia», edición de R. Soriano y A. Porras, Madrid,
Tecnos, 1986).
40 A. de Tocqueville, ob. cit. [nota 32], págs. 238-239. De los progresos que los puntos de vista de los
escritores fueron haciendo en la opinión pública francesa, a lo largo del siglo XVIII, con anterioridad al
comienzo de la revolución, puede dar una idea la obra de D. Mornet citada en la nota 2.
41 El hambre como realidad fundamental de la Revolución francesa es destacada no solo por algunos
teóricos, como H. Arendt, ob. cit. [nota 1], sino también por eminentes historiadores actuales. Aparte de su
libro Las revoluciones (1770-1799), ob. cit. [nota 2], cfr. de J. Godechot, Los orígenes de la Revolución francesa. La
toma de la Bastilla (14 de julio de 1789), trad. de M. L. y R. M. Feliu, Barcelona, Península, 1974; de A. Soboul,
Les Sans-culottes parisiens en l’an II. Mouvement populaire et gouvernement révolutionnaire (1793-1794), París, Seuil,
1968 (las palabras que en el texto van entre comillas son de esta obra, pág. 46), y Précis de histoire de la
Révolution française, París, Éditions Sociales, 1962; hay traducción en castellano de ambas obras: Los sansculottes. Movimiento popular y gobierno republicano, Madrid, Alianza, 1987, y Compendio de la historia de la
Revolución francesa, trad. de E. Tierno Galván, Madrid, Tecnos, 3.ª reimp. revisada y corregida de 1979, 4.ª
reimp. de 1983. Esta última obra está editada (en francés) posteriormente con un título ligeramente distinto,
Histoire de la Révolution française, 2 vols., París, Gallimard, 1979 y 1983.
42 A. de Tocqueville, ob. cit. [nota 32], págs.. 315-316.
43 A. Soboul, Histoire de la Révolution française, París, Gallimard, I, 1983, pág. 345.
44 Robespierre, Textes choisis, edición de J. Poperen, París, Éditions Sociales, 1973, II, págs. 132 y sigs.,
especialmente págs. 135 y 138. El texto citado puede verse también en castellano, por ejemplo, en
Robespierre, La revolución jacobina, trad. y prólogo de J. Fuster, Barcelona, Península, 1973, págs. 100-101 y
103.
45 G. Lefèbvre, La Revolución francesa y el Imperio (1787-1815), trad. de M. T. Silva, México, Fondo de
Cultura Económica, 1966, pág. 104; y le da la razón A. Soboul, Histoire de la Révolution française, ob. cit. [nota
43], I, pág. 367.
46 Puede verse este texto en A. Soboul, ob. cit. [notas 41, 43 y 45], II, pág. 20.
47 Amplios extractos de esta petición en J. Godechot, La pensée révolutionnaire…, ob. cit. [nota 27]. págs.
234 y sigs.
48 Cfr. A. Soboul, ob. cit. [nota 46], II, págs. 34 y sigs.
49 J. Godechot, Les Constitutions de la France…, ob. cit. [nota 28], pág. 76.
50 J.-J. Rousseau, Du Contrat Social, III, 15.
51 A pesar de que muchos militantes del movimiento popular, incluso de los que ocuparon cargos en las
secciones parisienses, no supieran leer ni escribir, «estaban impregnados de ciertas ideas que, como por
ósmosis, iban circulando desde las categorías más cultivadas a las más humildes: así se explica que las
teorías de Rousseau, en la cuestión de la soberanía popular, hayan sido compartidas vagamente por gentes
que no habían leído nunca el Contrato Social» (A. Soboul, Les Sans-culottes.., ob. cit. [nota 41], pág. 226).
52 A. Soboul, ob. cit. [nota anterior], págs. 108-110.
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