Subido por Aura Esther Sanler Cabrera

1. Sombra y hueso - Leigh Bardugo-fusionado-páginas-eliminadas

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Alina Starkov no espera mucho de la vida. Se quedó huérfana después de la
guerra y lo único que tiene en el mundo es a su amigo Mal. A raíz de un
ataque que recibe Mal al entrar en La Sombra, una oscuridad antinatural
repleta de monstruos que ha aislado el país, Alina revela un poder latente
que ni ella misma sabía que tenía.
Tras ese episodio, Alina es conducida a la fuerza hasta la corte real para ser
entrenada como un miembro de los Grisha, un grupo de magos de élite
comandado por un individuo misterioso que se hace llamar El Oscuro.
Leigh Bardugo
Sombra y hueso
Grisha - 1
ePub r1.6
Titivillus 14.12.2020
Título original: Shadow and bone
Leigh Bardugo, 2012
Traducción: Miguel Trujillo Fernández
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
A Laura Mixon.
Todos te extrañamos.
os sirvientes los llamaban malenchki, pequeños fantasmas,
porque eran los más jóvenes e insignificantes, y porque con
ellos parecía que la casa del Duque estuviera encantada, llena de
espíritus que se reían, mientras entraban y salían de las
habitaciones a toda velocidad, o cuando se escondían en las
despensas para escuchar a escondidas, o si se colaban en la cocina para
robar los últimos melocotones del verano.
El niño y la niña habían llegado con unas semanas de diferencia, dos
huérfanos más de las guerras fronterizas, refugiados de rostro sucio a los
que habían tenido que sacar de entre los escombros de pueblos lejanos y
llevar a la propiedad del Duque para que aprendieran a leer y escribir, y
también un oficio. El chico era bajito y rechoncho, también tímido, aunque
siempre sonreía. La chica era diferente, y ella lo sabía.
Acuclillada en la despensa de la cocina, escuchando el chismorreo de
los adultos, oyó que el ama de llaves del Duque, Ana Kuya, decía:
—Es muy fea. Ningún niño debería tener ese aspecto. Pálida y agria,
como un vaso de leche echada a perder.
—¡Y tan delgaducha! —respondió la cocinera—. Nunca se termina la
cena.
Agachado tras la chica, el chico se volvió hacia ella y susurró:
—¿Por qué no comes?
—Porque todo lo que cocina sabe a barro.
—A mí me sabe bien.
—Tú te comerías cualquier cosa.
Volvieron a pegar las orejas en la abertura de las puertas de la despensa.
Un momento después, el chico susurró:
—Yo no creo que seas fea.
—¡Shhh! —siseó ella. Pero, oculta por las profundas sombras de la
despensa, sonrió.
En verano, soportaban largas horas de tareas seguidas de horas aún más
largas de clases en aulas sofocantes. Cuando el calor era excesivo, se
escapaban al bosque para robar nidos de pájaros o nadar en un pequeño
arroyo embarrado, o pasaban horas tumbados en el prado, observando el sol
que pasaba sobre ellos lentamente, preguntándose dónde construirían su
granja de leche y si tendría dos vacas blancas o tres. En invierno, el Duque
se marchaba a su casa en Os Alta, y según los días se hacían más cortos y
fríos, los profesores se relajaban en sus tareas, pues preferían sentarse junto
al fuego y jugar a las cartas o beber kvas. Aburridos y atrapados en el
interior, los chicos mayores repartían palizas con mayor frecuencia, por lo
que el niño y la niña se escondían en las habitaciones en desuso de la
propiedad, preparando trampas para los ratones y tratando de mantener el
calor.
El día que llegaron los Examinadores Grisha, el chico y la chica estaban
sentados sobre el marco de la ventana de una habitación polvorienta en el
piso de arriba, esperando echar un vistazo a la diligencia del correo. En su
lugar, vieron un trineo, una troika arrastrada por tres caballos negros, que
entraba en la propiedad a través de las puertas de piedra blanca. Observaron
su avance silencioso a través de la nieve hasta la puerta principal del
Duque.
Emergieron tres figuras con elegantes gorros de piel y pesadas keftas de
lana: una de color carmesí, otra de un azul muy oscuro, y otra de un
vibrante púrpura.
—¡Grisha! —susurró la chica.
—¡Rápido! —dijo el chico.
En un instante, se quitaron los zapatos y salieron corriendo en silencio
por el pasillo. Se deslizaron por la sala de música vacía y se escondieron
tras una columna en una galería con vistas a la sala de estar donde a Ana
Kuya le gustaba recibir a los invitados.
El ama de llaves ya estaba allí, con un vestido negro que le daba aspecto
de pájaro, sirviendo té del samovar, con el largo llavero tintineando en su
cadera.
—Entonces, ¿solo son dos este año? —preguntó una voz grave de
mujer.
Miraron por entre la barandilla del balcón a la estancia que había
debajo. Dos de los Grisha estaban sentados junto al fuego: un apuesto
hombre vestido de azul y una mujer con túnica roja y aspecto altivo y
refinado. El tercero, un joven hombre rubio, se paseaba por la habitación,
estirando las piernas.
—Sí —confirmó Ana Kuya—. Un niño y una niña, los más jóvenes de
aquí con diferencia. Creemos que tienen unos ocho años.
—¿Creemos? —repitió el hombre de azul.
—Cuando los padres han muerto…
—Lo entendemos —replicó la mujer—. Por supuesto, somos grandes
admiradores de su institución. Ojalá más miembros de la nobleza se
interesaran por la gente común.
—Nuestro Duque es un gran hombre —dijo Ana Kuya.
En el balcón, el chico y la chica asintieron sabiamente. Su benefactor, el
Duque Keramsov, era un célebre héroe de guerra y amigo del pueblo. Al
volver del frente, había convertido su propiedad en un orfanato y un hogar
para las viudas de guerra. Les decían que rezaran por él cada noche.
—¿Y cómo son esos niños? —inquirió la mujer.
—La niña tiene talento para dibujar. El niño se siente como en casa en
el prado y en el bosque.
—Pero ¿cómo son? —repitió la mujer.
Ana Kuya apretó sus labios marchitos.
—¿Cómo son? Son indisciplinados, respondones, demasiado
dependientes el uno del otro. Ellos…
—Están escuchando cada palabra que decimos —señaló el hombre
joven de púrpura.
El chico y la chica se estremecieron, sorprendidos. Estaba mirando
directamente hacia su escondite. Se encogieron tras la columna, pero era
demasiado tarde.
La voz de Ana Kuya sonó como un látigo:
—¡Alina Starkov! ¡Malyen Oretsev! ¡Bajad aquí ahora mismo!
A regañadientes, Alina y Mal bajaron por la estrecha escalera en espiral
que había al final de la galería. Al llegar abajo, la mujer de rojo se levantó
de su asiento e hizo un gesto para que se acercaran.
—¿Sabéis quiénes somos? —preguntó. Su cabello era de color gris
acero, y su rostro hermoso a pesar de las arrugas.
—¡Sois brujos! —dijo Mal bruscamente.
—¿Brujos? —gruñó ella. Se giró hacia Ana Kuya—. ¿Es eso lo que
enseñáis en esta escuela? ¿Supersticiones y mentiras?
Ana Kuya se ruborizó, avergonzada. La mujer de rojo se volvió hacia
Mal y Alina, echando chispas por sus oscuros ojos.
—No somos brujos. Somos practicantes de la Pequeña Ciencia.
Mantenemos este país y este reino a salvo.
—Igual que el Primer Ejército —dijo Ana Kuya muy bajo, con un matiz
inconfundible en la voz.
La mujer de rojo se tensó, pero tras un momento añadió:
—Igual que el Ejército del Rey.
El hombre joven de púrpura sonrió y se arrodilló frente a los niños.
—Cuando las hojas cambian de color, ¿lo llamáis magia? —preguntó
amablemente—. ¿Y cuando os cortáis la mano y se cura? Y cuando ponéis
una olla con agua al fuego y esta hierve, ¿también es magia?
Mal sacudió la cabeza, con los ojos muy abiertos.
Sin embargo, Alina frunció el ceño y dijo:
—Cualquiera puede hervir agua.
Ana Kuya suspiró exasperada, pero la mujer de rojo rio.
—Tienes mucha razón. Cualquiera puede hervir agua, pero no todos son
capaces de dominar la Pequeña Ciencia. Por eso hemos venido a
examinaros. —Se giró hacia Ana Kuya—. Ahora, déjanos.
—¡Esperad! —exclamó Mal—. ¿Qué pasará si somos Grisha? ¿Qué nos
pasará?
La mujer de rojo bajó la mirada hacia ellos.
—Si, por algún casual, uno de vosotros es Grisha, entonces el
afortunado irá a una escuela especial donde los Grisha aprenden a usar sus
talentos.
—Tendréis las mejores ropas, la mejor comida, cualquier cosa que
vuestro corazón desee —añadió el hombre de púrpura—. ¿Os gustaría?
—Es la mejor forma de servir a vuestro Rey —dijo Ana Kuya, todavía
merodeando junto a la puerta.
—Eso es muy cierto —afirmó la mujer de rojo, complacida y dispuesta
a hacer las paces.
Los niños se miraron y, como los adultos no les estaban prestando
mucha atención, no se fijaron en que la chica apretó la mano del chico, ni
en la mirada que cruzaron. El Duque hubiera reconocido esa mirada. Había
pasado largos años en las devastadas fronteras del norte, donde las aldeas
eran asediadas constantemente y los campesinos luchaban sin mucha ayuda
ni del Rey ni de nadie. Había visto a una mujer, descalza e impávida en su
puerta, enfrentándose a una fila de bayonetas. Conocía la mirada de una
persona que defendía su hogar sin nada salvo una piedra en la mano.
e pie al borde de una carretera llena de gente, bajé la mirada
hasta los ondulados campos y las granjas abandonadas del Valle
Tula, y vi la Sombra por primera vez. Mi regimiento estaba a
dos semanas de marcha del campamento militar de Poliznaya, y
aunque el sol del otoño era cálido me estremecí dentro de mi
abrigo mientras observaba la niebla que yacía como una mancha sucia en el
horizonte.
Un pesado hombro me golpeó por detrás. Tropecé y casi me caí de cara
sobre el barro de la carretera.
—¡Eh! —gritó el soldado—. ¡Ten cuidado!
—¿Por qué no tienes cuidado tú con tus pies de elefante? —solté, y me
produjo cierta satisfacción el gesto de sorpresa que cruzó su ancho rostro.
La gente, especialmente los hombres grandes con rifles grandes, no esperan
que una flacucha como yo les conteste. Siempre se quedan un poco
aturdidos.
El soldado se recuperó rápidamente y me lanzó una mirada envenenada
mientras se ajustaba la mochila a la espalda. Después desapareció en la
caravana de caballos, hombres, carros y vagones que bajaban desde la cima
de la colina hasta el valle que había abajo.
Aligeré el paso, tratando de mirar por encima del gentío. Había perdido
de vista la bandera amarilla del carro de los cartógrafos hacía horas, y sabía
que me había quedado muy atrás.
Mientras caminaba, aspiré los aromas verdes y dorados del bosque en
otoño, mientras la suave brisa soplaba a mi espalda. Estábamos en la Vy, la
ancha carretera que tiempo atrás conducía desde Os Alta hasta las
acaudaladas ciudades portuarias de la costa occidental de Ravka. Pero eso
era antes de la Sombra.
En algún lugar entre el gentío, alguien estaba cantando. ¿Cantando?
¿Qué idiota se pone a cantar de camino a la Sombra? Volví a echar una
ojeada a esa mancha en el horizonte y tuve que reprimir un escalofrío.
Había visto la Sombra en muchos mapas, un tajo oscuro que había separado
a Ravka de su única salida al mar, dejándola aislada. A veces la mostraban
como una mancha, y otras, como una nube sombría y sin forma. Y luego
estaban los mapas que tan solo mostraban la Sombra como un lago largo y
estrecho, llamándolo por su otro nombre, el Nocéano, un nombre pensado
para tranquilizar a los soldados y mercaderes y así fomentar las travesías.
Resoplé. Puede que lograran engañar a algún mercader seboso, pero a
mí me servía de poco consuelo.
Retiré mi atención de la siniestra neblina que se cernía en la distancia y
bajé la mirada hasta las granjas en ruinas del Tula. El valle había sido una
de las zonas más ricas de Ravka. Un día fue un lugar donde los granjeros
atendían sus cosechas y las ovejas pastaban en verdes campos. Al siguiente,
un tajo negro había aparecido en el paisaje, una franja de oscuridad casi
impenetrable que crecía cada año y estaba infestada de horrores. Nadie
sabía adonde habían ido los granjeros con sus rebaños, sus cosechas, sus
hogares y sus familias.
Para, me dije con firmeza. Solo estás empeorando las cosas. La gente
lleva años cruzando la Sombra… aunque normalmente con muchísimas
bajas. Respiré hondo para calmarme.
—No te desmayes en medio de la carretera —dijo una voz cerca de mi
oreja al tiempo que un fuerte brazo aterrizaba sobre mis hombros y me daba
un apretón. Levanté la mirada para ver el familiar rostro de Mal, cuya
sonrisa alcanzaba sus brillantes ojos azules mientras él se adaptaba a mi
paso—. Vamos. Un pie enfrente del otro. Ya sabes cómo se hace.
—Estás interfiriendo con mi plan.
—Ah, ¿sí?
—Sí. Desmayarme, ser pisoteada y acabar con horribles heridas por
todas partes.
—Parece un plan brillante.
—Ah, pero si estoy horriblemente mutilada no seré capaz de cruzar la
Sombra.
Mal asintió lentamente.
—Ya veo. Puedo tirarte debajo de un carro, si eso ayuda.
—Lo pensaré —refunfuñé, pero me estaba poniendo de mejor humor.
Pese a todos mis esfuerzos, Mal seguía teniendo ese efecto en mí. Y no era
la única. Una rubia muy guapa pasó junto a nosotros y saludó con la mano,
lanzándole a Mal una mirada coqueta por encima del hombro.
—Eh, Ruby —la llamó él—. ¿Nos vemos luego?
La chica se rio y fue corriendo hacia el gentío. Mal esbozó una amplia
sonrisa hasta que me vio poniendo los ojos en blanco.
—¿Qué? Pensaba que Ruby te caía bien.
—Resulta que no tenemos mucho de lo que hablar —dije secamente. En
realidad sí que me había caído bien Ruby, al principio. Cuando Mal y yo
dejamos el orfanato en Keramzin para entrenar en el servicio militar de
Poliznaya, me ponía nerviosa lo de conocer gente nueva, pero a muchas
chicas les emocionaba la idea de ser amigas mías, y Ruby siempre fue una
de las más entusiastas. Esas amistades duraron hasta que me di cuenta de
que el único interés que ellas tenían en mí era mi cercanía con Mal.
Lo observé estirar ampliamente los brazos y levantar la mirada hacia el
cielo otoñal, con aspecto de total satisfacción. Me di cuenta con asco de que
incluso caminaba con más energía.
—¿Qué pasa contigo? —susurré con furia.
—Nada —replicó él, sorprendido—. Me siento genial.
—Pero ¿cómo puedes estar tan… animado?
—¿Animado? No estoy animado. No sé a qué te refieres
—Ah, ¿no? Entonces, ¿de qué va todo esto? —pregunté, agitando una
mano hacia él—. Parece que vas de camino a una cena estupenda en lugar
de a tu posible muerte y desmembramiento.
Mal se rio.
—Te preocupas demasiado. El Rey ha enviado un grupo entero de
pirómanos Grisha para cubrir los esquifes, y también a algunos de esos
espeluznantes Mortificadores. Nosotros tenemos los rifles —añadió,
golpeando el que llevaba a la espalda—. Estaremos bien.
—Un rifle no será de mucha ayuda si el ataque es de los malos.
Mal me miró desconcertado.
—¿Qué te pasa últimamente? Estás aún más gruñona de lo habitual, y
tienes un aspecto horrible.
—Gracias —gemí—. No he estado durmiendo muy bien.
—¿Y cuál es la novedad?
Tenía razón, por supuesto. Nunca había dormido bien, pero esos últimos
días había sido incluso peor. Los Santos sabían que tenía muchas razones
para no querer ni acercarme a la Sombra, razones que compartían todos los
desafortunados miembros de nuestro regimiento que habían sido elegidos
para cruzar. Pero había algo más, un profundo sentimiento de intranquilidad
que no era capaz de expresar con palabras.
Miré a Mal. Hubo un tiempo en el que se lo podía contar todo.
—Tengo… una sensación extraña.
—Deja de preocuparte tanto. Puede que nos pongan con Mikhael en el
esquife. Los volcra en cuanto vean esa enorme barriga sudada nos dejarán
en paz.
De pronto, me asaltó un recuerdo: Mal y yo, sentados codo con codo en
una silla de la biblioteca del Duque, pasando las páginas de un gran libro
encuadernado en piel. Habíamos encontrado la ilustración de un volcra:
garras alargadas y sucias, alas membranosas, e hileras de dientes afilados
como cuchillas listos para darse un festín de carne humana. Eran ciegos por
haber pasado generaciones viviendo y cazando en la Sombra, pero según la
leyenda podían oler la sangre humana a kilómetros de distancia. Yo había
señalado la página para preguntar:
—¿Qué está sujetando?
Aún podía oír el susurro de Mal en mi oreja.
—Creo… Creo que es un pie.
Habíamos cerrado el libro antes de salir corriendo y gritando hacia la
seguridad de la luz del sol.
Sin darme cuenta, había dejado de caminar, congelada en donde estaba,
incapaz de librarme del recuerdo. Cuando Mal se dio cuenta de que no
seguía con él, soltó un gran suspiro de resignación y caminó hacia mí.
Colocó las manos sobre mis hombros y me sacudió un poco.
—Estaba de broma. Nadie va a comerse a Mikhael.
—Lo sé —dije, mirándome las botas—. Eres muy gracioso.
—Venga ya, Alina. Estaremos bien.
—No puedes saberlo.
—Mírame —dijo, y yo me obligué a levantar mis ojos hasta los suyos
—. Sé que tienes miedo, y yo también lo tengo. Pero vamos a conseguirlo,
y vamos a estar bien. Como siempre. ¿Vale?
Sonrió, y mi corazón palpitó con fuerza en mi pecho.
Me froté con el pulgar la cicatriz que cruzaba la palma de mi mano
derecha y tomé aliento, temblorosa.
—Vale —acepté a regañadientes, y sentí que le devolvía la sonrisa de
forma sincera.
—¡Los ánimos de la dama han sido restaurados! —gritó Mal—. ¡El sol
puede volver a brillar!
—Oh, ¿por qué no te callas?
Me giré para darle un puñetazo, pero, antes de poder hacerlo, me cogió
y me levantó del suelo. Un ruido de pezuñas y gritos partió el aire. Mal me
arrastró hasta un lado de la carretera mientras un enorme carruaje negro
pasaba rugiendo, y la gente se dispersó para evitar ser arrollados por las
retumbantes pezuñas de cuatro caballos negros. Junto al cochero que
blandía un látigo se encontraban dos soldados con abrigos de color carbón.
El Oscuro. Su carruaje negro y el uniforme de su guardia personal eran
inconfundibles.
Otro carruaje, esta vez lacado en rojo, pasó retumbando junto a nosotros
a un ritmo mucho más pausado.
Levanté la mirada hacia Mal, con el corazón latiendo frenéticamente por
lo cerca que había estado.
—Gracias —susurré. De pronto, Mal pareció darse cuenta de que sus
brazos seguían rodeándome. Los quitó y retrocedió apresuradamente. Me
limpié el polvo del abrigo, esperando que no se percatara del rubor de mis
mejillas.
Un tercer carruaje pasó junto a nosotros, lacado en azul, y una chica se
asomó por la ventana. Tenía el pelo negro y rizado, y llevaba un gorro de
piel de zorro plateado. Echó un vistazo a la multitud que la observaba y,
como era de esperar, sus ojos se detuvieron en Mal.
Acabas de quedarte embobada con él, me reprendí. ¿Por qué no habría
de hacerlo una hermosa Grisha?
Los labios de la chica se curvaron en una pequeña sonrisa mientras
sostenía la mirada de Mal, observándolo por encima del hombro hasta que
el carruaje se perdió a lo lejos. Él se la quedó mirando como un tonto, y con
la boca ligeramente abierta.
—Cierra la boca antes de que se te meta algún bicho —solté.
Mal pestañeó, aún con aspecto aturdido.
—¿Has visto eso? —bramó una voz. Me giré y vi a Mikhael
acercándose a zancadas, con una expresión de asombro casi cómica.
Mikhael era un enorme pelirrojo de cara ancha y un cuello aún más ancho.
Tras él, Dubrov, esbelto y moreno, se apresuraba a seguirle el paso. Los dos
eran rastreadores de la unidad de Mal y nunca estaban muy lejos de él.
—Pues claro que lo he visto —replicó Mal, cuya expresión de
atontamiento se desvaneció en una sonrisa arrogante. Puse los ojos en
blanco.
—¡Te estaba mirando! —gritó Mikhael, dándole unas palmadas en la
espalda. Mal se encogió de hombros, fingiendo indiferencia, pero su sonrisa
se ensanchó.
—Sí que lo hizo —dijo con suficiencia.
Dubrov se movía con nerviosismo.
—Dicen que las chicas Grisha pueden hechizarte.
Yo resoplé, y Mikhael me miró como si ni siquiera se hubiera dado
cuenta de que estaba allí.
—Eh, Palillo —saludó, y me dio un golpecito en el brazo. Fruncí el
ceño ante el mote, pero ya se había vuelto de nuevo hacia Mal—. ¿Sabes?
La chica se quedará en el campamento —le contó con malicia.
—He oído que la tienda de los Grisha es tan grande como una catedral
—añadió Dubrov.
—Con un montón de recovecos oscuros —dijo Mikhael, y movió las
cejas.
Mal soltó un grito de alegría. Sin mirarme ni una vez más, los tres se
alejaron a grandes pasos, dando voces y empujándose entre ellos.
—Encantada de veros, chicos —murmuré en voz baja. Me ajusté la tira
de la bandolera a los hombros y continué andando por la carretera, hasta
que me uní a los rezagados que bajaban por la colina para ir a Kribirsk. No
me molesté en darme prisa. Probablemente me reprenderían cuando llegara
por fin a la Tienda de los Documentos, pero ya no había nada que pudiera
hacer.
Me froté el brazo donde Mikhael me había golpeado. Palillo. Odiaba
ese mote. No me llamabas Palillo cuando estabas borracho de kvas y
tratando de toquetearme en la fogata de primavera, patán miserable, pensé
con rencor.
No había mucho que ver en Kribirsk. De acuerdo con el Cartógrafo
Jefe, había sido una ciudad dormitorio los días antes de la Sombra, poco
más que una plaza principal polvorienta y una posada para los agotados
viajeros de la Vy. Pero ahora se había convertido en una especie de ciudad
portuaria en ruinas, expandiéndose alrededor de un campamento militar
permanente y los muelles secos donde los esquifes de arena esperaban para
transportar a los pasajeros a través de la oscuridad hacia Ravka Occidental.
Pasé por tabernas, bares y lo que seguramente fueran burdeles destinados a
satisfacer a las tropas del Ejército del Rey. Había tiendas que vendían rifles
y arcos, lámparas y antorchas, todo el equipamiento necesario para un viaje
a través de la Sombra. La pequeña iglesia con sus paredes encaladas y
relucientes cúpulas bulbiformes se encontraba sorprendentemente bien
mantenida. O quizás no sea tan sorprendente, pensé. Cualquiera que
planeara viajar a través de la Sombra haría bien en detenerse a rezar.
Encontré el camino hasta donde se alojaban los topógrafos, deposité mi
equipaje sobre un catre, y me apresuré a ir a la Tienda de los Documentos.
Para mi alivio, no vi por ningún sitio al Cartógrafo Jefe, por lo que pude
colarme dentro sin que nadie se diera cuenta.
Al entrar en la tienda de lona blanca, sentí que me relajaba por primera
vez desde que vi la Sombra. La Tienda de los Documentos era básicamente
la misma en cada campamento que había visto, llena de luces brillantes y
filas de mesas de dibujo donde los artistas y topógrafos se inclinaban sobre
su trabajo. Tras el ruido y los empujones del viaje, había algo reconfortante
en el crujido del papel, el olor de la tinta y los suaves rasguños de los
plumones y pinceles.
Saqué mi cuaderno de bocetos del bolsillo de mi abrigo y me senté en
una mesa de trabajo junto a Alexei, que se giró hacia mí y susurró con
irritación:
—¿Dónde has estado?
—A punto de ser arrollada por el carruaje del Oscuro —respondí
mientras cogía un trozo de papel limpio y hojeaba mis bocetos tratando de
encontrar uno adecuado para copiar. Alexei y yo éramos ayudantes de los
cartógrafos y, como parte de nuestro entrenamiento, teníamos que entregar
dos bocetos o dibujos terminados al final de cada día.
Alexei tomó aliento con brusquedad.
—¿En serio? ¿Lo has visto de verdad?
—En realidad, estuve muy ocupada tratando de no morir.
—Hay formas peores de palmarla —fue su respuesta, y vio el boceto de
un valle rocoso que estaba a punto de comenzar a copiar—. Puf. Ese no. —
Hojeó mi cuaderno hasta llegar a la cresta de una montaña y le dio un
golpecito con el dedo—. Este.
Apenas tuve tiempo de acercar la pluma al papel antes de que el
Cartógrafo Jefe entrara en la tienda y se abalanzara por el pasillo,
observando nuestro trabajo mientras pasaba.
—Espero que ese sea el segundo boceto que empiezas, Alina Starkov.
—Sí —mentí—. Sí, lo es.
En cuanto el Cartógrafo pasó de largo, Alexei susurró:
—Háblame del carruaje.
—Tengo que terminar mis bocetos.
—Toma —dijo exasperado, deslizando hacia mí uno de los suyos.
—Sabrá que es tuyo.
—No es muy bueno. Seguro que puedes hacerlo pasar por uno de los
tuyos.
—Ese es mi Alexei —refunfuñé, pero no le devolví el boceto. Era uno
de los ayudantes con más talento, y él lo sabía.
Alexei me sacó hasta el último detalle sobre los tres carruajes Grisha.
Me sentía agradecida por el boceto, así que hice lo que pude para satisfacer
su curiosidad mientras terminaba el dibujo de la cresta de la montaña y
medía con el pulgar algunos de los picos más altos.
Para cuando terminamos, ya estaba anocheciendo. Entregamos nuestro
trabajo y caminamos hasta la tienda comedor, donde esperamos en fila a
que un cocinero sudoroso nos sirviera unas cucharadas de estofado turbio.
Después nos sentamos junto a algunos de los otros topógrafos.
Me pasé toda la cena en silencio, escuchando a Alexei y los demás
intercambiar cotilleos sobre el campamento y charlar sobre la travesía del
día siguiente. Alexei insistió en que volviera a contar la historia de los
carruajes Grisha, que fue recibida con la mezcla habitual de fascinación y
temor que recibía cualquier mención del Oscuro.
—No es humano —dijo Eva, otra ayudante; tenía unos bonitos ojos
verdes que no lograban apartar la atención de su nariz de cerdito—.
Ninguno de ellos lo es.
Alexei resopló.
—Por favor, Eva, ahórranos tus supersticiones.
—Para empezar, fue un Oscuro el que creó la Sombra.
—¡Eso fue hace cientos de años! —protestó Alexei—. Y ese Oscuro
estaba totalmente loco.
—El de ahora es igual de malo.
—Ignorante —dijo Alexei, desestimando sus palabras con un gesto de
la mano. Eva lo miró ofendida y le dio la espalda pausadamente para hablar
con sus amigos.
Me quedé callada. Yo era más ignorante que Eva, a pesar de sus
supersticiones. Solo sabía leer y escribir gracias a la caridad del Duque,
pero Mal y yo teníamos un acuerdo no verbal por el que no mencionábamos
Keramzin.
Como si hubieran estado esperando, un estruendoso estallido de risas
me sacó de mis pensamientos. Miré por encima del hombro. Mal era el
centro de atención de una ruidosa mesa de rastreadores.
Alexei siguió mi mirada.
—¿Cómo os hicisteis amigos vosotros dos?
—Crecimos juntos.
—No parece que tengáis mucho en común.
Me encogí de hombros.
—Supongo que es fácil tener cosas en común cuando eres un niño.
Como la soledad, el recuerdo de unos padres que estábamos destinados
a olvidar, y el placer de saltarnos las tareas para jugar en nuestro prado.
Alexei parecía tan escéptico que tuve que reírme.
—No siempre fue el Increíble Mal, experto rastreador y seductor de
chicas Grisha.
Alexei se quedó boquiabierto.
—¿Ha seducido a una chica Grisha?
—No, pero estoy segura de que lo hará —murmuré.
—Entonces, ¿cómo era?
—Era bajito y rechoncho, y le daba miedo bañarse —dije con
satisfacción.
Alexei lo miró.
—Supongo que las cosas cambian.
Me froté la cicatriz de la palma con el pulgar.
—Supongo que sí.
Limpiamos los platos y salimos de la tienda comedor a la fría noche.
Dimos un rodeo de camino a los barracones para pasar junto al campamento
de los Grisha. El pabellón Grisha realmente era del tamaño de una catedral,
cubierto de seda negra, con banderines azules, rojos y púrpura ondeando en
las alturas. Escondidas en algún lugar tras él se encontraban las tiendas del
Oscuro, custodiadas por Corporalki Mortificadores y la guardia personal del
Oscuro.
Cuando Alexei se hartó de mirar, nos pusimos en marcha de vuelta a
nuestros aposentos. Él se quedó callado y comenzó a hacer crujir los
nudillos, y yo sabía que ambos estábamos pensando en la travesía del día
siguiente. A juzgar por el humor sombrío de los barracones, no éramos los
únicos. Algunos ya estaban en sus catres, durmiendo (o intentándolo),
mientras que otros estaban apiñados junto a las lámparas, hablando en voz
baja. Algunos estaban sentados sosteniendo a sus iconos, rezando a sus
Santos.
Desenrollé mi petate sobre un catre estrecho, me quité las botas y
colgué el abrigo. Después me metí retorciéndome entre las mantas forradas
de piel y miré hacia el techo, esperando a quedarme dormida. Estuve así
mucho tiempo, hasta que todas las lámparas se extinguieron y los sonidos
de conversación dieron paso a suaves ronquidos y los roces de los cuerpos.
Al día siguiente, si todo iba según lo planeado, cruzaríamos sin peligro
hasta Ravka Occidental, y vería por primera vez el Mar Auténtico. Allí, Mal
y los otros rastreadores cazarían lobos rojos, zorros marinos y otras
preciadas criaturas que solo se encontraban en el oeste. Yo me quedaría con
los cartógrafos en Os Kervo para finalizar mi entrenamiento y ayudar a
registrar mediante dibujos cualquier información que lográramos averiguar
en la Sombra. Después, por supuesto, tendría que volver a atravesar la
Sombra para volver a casa, pero era difícil pensar en algo tan lejano.
Seguía completamente despierta cuando lo oí. Tap, tap. Pausa. Tap. Y
otra vez: tap, tap. Pausa. Tap.
—¿Qué está pasando? —murmuró Alexei, adormilado, desde el catre
más cercano al mío.
—Nada —susurré, levantándome y poniéndome las botas.
Cogí mi abrigo y salí de los barracones tan silenciosamente como pude.
Al abrir la puerta oí una risita, y una voz femenina habló desde algún lugar
de la oscura habitación:
—Si es ese rastreador, dile que entre a darme calor.
—Si quiere contagiarse de algo, estoy segura de que serás su primera
opción —dije con dulzura, y me interné en la noche.
El frío aire me daba punzadas en las mejillas, y enterré la barbilla en el
cuello de mi abrigo, deseando haberme detenido para coger la bufanda y los
guantes. Mal estaba sentado en la desvencijada escalera, dándome la
espalda. Más allá, vi a Mikhael y Dubrov pasándose una botella bajo las
brillantes luces del sendero.
Fruncí el ceño.
—Por favor, dime que no me has despertado para informarme de que
vas a ir a la tienda Grisha. ¿Qué quieres, consejos?
—No estabas durmiendo. Estabas despierta, preocupada.
—Error. Estaba planeando cómo colarme en el pabellón Grisha para
ligarme a algún Corporalnik guapo.
Mal se rio, y yo titubeé junto a la puerta. Esa era la parte más difícil de
estar con él, además de las torpes acrobacias que le obligaba a hacer a mi
corazón. Odiaba esconder cuánto daño me producían las tonterías que
hacía, pero odiaba aún más la idea de que se enterara. Pensé en darme la
vuelta y volver al interior, pero en lugar de eso me tragué los celos y me
senté junto a él.
—Espero que me hayas traído algo bonito —dije—. Los Secretos de
Seducción de Alina no son baratos.
Él sonrió.
—¿Puedes apuntármelo en la cuenta?
—Supongo. Pero solo porque sé que eres de fiar.
Escudriñé la oscuridad y observé a Dubrov mientras bebía de la botella
y después daba un bandazo hacia delante. Mikhael estiró el brazo para
estabilizarlo, y los sonidos de sus risas flotaron hasta nosotros por el aire
nocturno.
Mal sacudió la cabeza y suspiró.
—Siempre intenta seguirle el ritmo a Mikhael. Seguramente acabará
vomitándome en las botas.
—Lo tienes bien merecido —repliqué—. Entonces, ¿qué estás haciendo
aquí?
Cuando comenzamos el servicio militar un año antes, Mal me visitaba
casi cada noche, pero llevaba meses sin venir.
Él se encogió de hombros.
—No sé. Parecías muy abatida en la cena.
Me sorprendía que se hubiera dado cuenta.
—Estaba pensando en la travesía —respondí con cuidado. No era
exactamente una mentira. Me aterrorizaba entrar en la Sombra, y estaba
claro que Mal no tenía que saber que Alexei y yo habíamos estado hablando
de él—. Pero me conmueve que te intereses.
—Eh —dijo él con una sonrisa— me preocupo por ti.
—Si tienes suerte, un volcra me comerá para desayunar mañana y no
tendrás que inquietarte más.
—Sabes que estaría perdido sin ti.
—Tú no has estado perdido en la vida —me burlé. Yo era la que hacía
los mapas, pero Mal era capaz de encontrar el norte con los ojos vendados
sin despeinarse siquiera.
Me golpeó el hombro con el suyo.
—Ya sabes lo que quiero decir.
—Claro —asentí, pero no lo sabía. En realidad no.
Nos sentamos en silencio, observando las vaharadas que producía
nuestro aliento en el aire helado.
Mal se miró la punta de los zapatos y dijo:
—Supongo que yo también estoy nervioso.
Le di un codazo y contesté con una confianza que no sentía:
—Si pudimos con Ana Kuya, podremos con unos cuantos volcra.
—Si no recuerdo mal, la última vez que nos cruzamos con Ana Kuya te
dio un par de bofetones y nos mandó a limpiar los establos.
Hice una mueca de dolor.
—Estoy intentando tranquilizarte. Al menos podrías fingir que lo estoy
consiguiendo.
—¿Sabes qué es lo más raro? —susurró—. A veces la echo de menos.
Hice lo que pude para esconder mi asombro. Habíamos pasado más de
diez años de nuestras vidas en Keramzin, pero normalmente me daba la
impresión de que Mal quería olvidarlo todo sobre ese lugar, tal vez incluso
a mí. Allí había sido otro refugiado perdido, otro huérfano que se sentía
agradecido por cada bocado de comida, cada par de botas usadas. En el
ejército, se había ganado su propio lugar, un lugar donde nadie tenía por qué
saber que había sido un niño abandonado.
—Yo también —admití—. Podríamos escribirle.
—Podríamos —dijo él.
De pronto, estiró el brazo y me cogió la mano. Traté de ignorar la
pequeña sacudida que me atravesó.
—Mañana a esta hora estaremos sentados en el puerto de Os Kervo,
mirando el océano y bebiendo kvas.
Miré a Dubrov, que se balanceaba hacia delante y hacia atrás, y sonreí.
—¿Y Dubrov?
—Solo tú y yo —dijo Mal.
—¿En serio?
—Siempre seremos solo tú y yo, Alina.
Por un momento, parecía que fuera verdad. El mundo era ese escalón,
ese círculo de luz que arrojaba la lámpara, nosotros dos suspendidos en la
oscuridad.
—¡Venga! —bramó Mikhael desde el camino.
Mal se sobresaltó como un hombre al que sacaran de su sueño. Me dio
un último apretón en la mano antes de soltarla.
—Tengo que irme —dijo, con su sonrisa despreocupada ya en su lugar
—. Intenta dormir un poco. —Dio unos saltitos desde las escaleras y salió
corriendo para unirse a sus amigos—. ¡Deséame suerte! —gritó por encima
del hombro.
—Buena suerte —contesté automáticamente, y después quise darme una
patada. ¿Buena suerte? Que te lo pases muy bien, Mal. Espero que
encuentres a una Grisha muy guapa, que os enamoréis perdidamente, y que
tengáis un montón de bebés preciosos y asquerosamente especiales.
Me quedé paralizada en el escalón, observándolos desaparecer por el
sendero, sintiendo aún la cálida presión de la mano de Mal sobre la mía.
Bueno, pensé mientras me ponía en pie. Quizás se caiga a una zanja por el
camino.
Volví con lentitud hasta los barracones, cerré la puerta firmemente, y me
acurruqué agradecida en mi catre.
¿Saldría del pabellón esa chica Grisha de pelo negro para encontrarse
con Mal? Alejé ese pensamiento. No era asunto mío y, en realidad, no
quería saberlo. Mal nunca me había mirado como miró a esa chica, ni
siquiera como miraba a Ruby, y nunca lo haría. Pero el hecho de que
siguiéramos siendo amigos era más importante que todo eso.
¿Durante cuánto tiempo? dijo una voz fastidiosa dentro de mi cabeza.
Alexei tenía razón: las cosas cambian. Mal había cambiado a mejor. Se
había vuelto más guapo, más valiente, más atrevido. Y yo me había
vuelto… más alta. Suspiré y me di la vuelta. Quería creer que Mal y yo
siempre seríamos amigos, pero tenía que enfrentarme al hecho de que
seguíamos caminos distintos. Tumbada en la oscuridad, esperando a que
llegara el sueño, me pregunté si esos caminos simplemente seguirían
alejándonos más y más, y si llegaría el día en que volveríamos a ser
extraños el uno para el otro.
a mañana pasó volando: el desayuno, un viaje breve a la Tienda
de los Documentos para hacerme con más tinta y papel, y
después el caos del muelle seco. Me quedé allí con el resto de
los topógrafos, esperando nuestro turno para embarcar en una
pequeña flota de esquifes de arena. Tras nosotros, Kribirsk se
estaba despertando. Enfrente estaba la extraña y ondulante oscuridad de la
Sombra.
Los animales eran muy ruidosos y se asustaban con demasiada facilidad
como para viajar por el Nocéano, por lo que las travesías se llevaban a cabo
en esquifes de arena, trineos lisos con enormes velas que les permitían
deslizarse casi sin hacer ruido por las grisáceas arenas muertas. Los
esquifes estaban cargados de grano, madera y algodón en bruto, pero en el
viaje de vuelta estarían repletos de azúcar, rifles, y toda clase de bienes
terminados que llegaban a través de los puertos marítimos de Ravka
Occidental. Mirando la cubierta del esquife, equipada con poco más que
una vela y una barandilla desvencijada, lo único que podía pensar era que
no ofrecía ningún lugar donde esconderse.
Junto al mástil de cada trineo, flanqueados por soldados bien armados,
se encontraban dos Etherealki Grisha, la Orden de Invocadores, en keftas de
color azul oscuro. Los bordados plateados de los puños y dobladillos de sus
túnicas indicaban que eran Vendavales, los Grisha que podían elevar o
disminuir la presión del aire e insuflar las velas de los esquifes con viento
para llevarnos por los largos kilómetros de la Sombra.
Junto a las barandillas estaban alineados unos soldados armados con
rifles, supervisados por un oficial de gesto adusto. Entre ellos había más
Etherealki, pero sus túnicas azules llevaban los puños rojos que indicaban
que podían invocar fuego.
A una señal del capitán del esquife, el Cartógrafo Jefe nos llevó a mí, a
Alexei y al resto de ayudantes al esquife para unirnos a los demás pasajeros.
Después ocupó su lugar detrás de los Vendavales junto al mástil, donde los
ayudaría a navegar a través de la oscuridad. Llevaba una brújula en la
mano, pero no le serviría de mucho una vez estuviéramos en la Sombra.
Mientras nos apiñábamos en cubierta, vi a Mal junto a los rastreadores al
otro lado del esquife. Ellos también estaban armados con rifles. Tras ellos
había una hilera de arqueros, que llevaban carcajes a la espalda cargados de
flechas con puntas de acero Grisha. Toqué el mango del cuchillo del ejército
que llevaba en el cinturón. No me daba mucha confianza.
El capataz que se encontraba en el muelle soltó un grito, y un grupo de
hombres fornidos comenzó a empujar los esquifes hacia la arena incolora
que marcaba los límites de la Sombra. Se apresuraron a volver hacia atrás,
como si esa arena pálida y muerta les fuera a quemar los pies.
Entonces llegó nuestro turno, y con una súbita sacudida el esquife se
tambaleó hacia delante, chirriando contra el suelo mientras los trabajadores
portuarios lo empujaban. Me agarré de la barandilla para estabilizarme, con
el corazón latiendo a toda prisa. Los Vendavales alzaron los brazos. Las
velas se hincharon de golpe con un fuerte chasquido, y el esquife salió
disparado en dirección a la Sombra.
Al principio fue como atravesar una gruesa cortina de humo, pero ni
había calor ni olía a fuego. Los sonidos fueron disminuyendo y el mundo
entero pareció quedarse en silencio. Observé los esquifes por delante de
nosotros, deslizándose en la oscuridad, desapareciendo de mi vista, uno tras
otro. Me di cuenta de que ya no podía ver la proa de nuestro esquife, y
luego de que ni siquiera podía ver mi propia mano sobre la barandilla. Miré
por encima del hombro. El mundo viviente había desaparecido. La
oscuridad cayó sobre nosotros, negra, ingrávida y absoluta. Estábamos en la
Sombra.
Era como encontrarse al final de todo. Me sujeté con fuerza a la
barandilla, sintiendo la madera que se clavaba en mi mano, agradecida por
su solidez. Me concentré en eso y en la sensación de mis dedos dentro de
las botas, aferrándose a la cubierta. A mi derecha, oía la respiración de
Alexei.
Traté de pensar en los soldados con sus rifles y en los pyros Grisha de
túnicas azules. Nuestra esperanza de cruzar la Sombra consistía en
atravesarla en silencio y sin que nos descubrieran; así que no sonaría ningún
disparo ni se invocaría ningún fuego, pero su presencia me reconfortaba de
todos modos.
No sé cuánto tiempo estuvimos así, con los esquifes arrastrándose hacia
delante y el rechinar de sus cascos en la arena como único sonido. Pareció
que fueran minutos, pero podían haber sido horas. Vamos a estar bien,
pensé. Vamos a estar bien. Entonces noté la mano de Alexei buscando la
mía. Me agarró la muñeca.
—¡Escucha! —susurró, con la voz ronca por el terror. Al principio solo
oía su respiración entrecortada y el siseo constante del esquife. Entonces, en
algún lugar en la oscuridad, oí otro sonido, débil pero implacable: el rítmico
batir de unas alas.
Cogí el brazo de Alexei con una mano y agarré el mango de mi cuchillo
con la otra. Mi corazón latía con fuerza, y mis ojos se esforzaban por ver
algo en la oscuridad, lo que fuera. Oí que amartillaban pistolas y preparaban
las flechas. Alguien gritó:
—¡Preparaos!
Esperamos, escuchando el sonido de los aleteos en el aire, cada vez más
alto conforme nos acercábamos, como los tambores de un ejército que se
aproximara. Pensé que sentía el viento golpeándome la mejilla según se
acercaban más y más en círculos.
—¡Fuego!
La orden sonó seguida del estallido de los fusiles y un silbido explosivo
cuando las oleadas de fuego Grisha estallaron desde cada uno de los
esquifes.
Entrecerré los ojos ante la repentina claridad, esperando a que se me
ajustara la visión. A la luz del fuego, los vi. Se suponía que los volcra se
movían en bandadas pequeñas, pero eran… no docenas, sino cientos,
cerniéndose en el aire alrededor del esquife, descendiendo en picado. Eran
más terroríficos que nada que hubiera visto en cualquier libro, que cualquier
monstruo que pudiera haber imaginado. Sonaron disparos. Los arqueros
lanzaron sus flechas, y los chillidos de los volcra rasgaron el aire, agudos y
terribles.
Se abalanzaron sobre nosotros. Oí un grito estridente y observé
horrorizada como levantaban a un soldado por los aires mientras pataleaba
y se retorcía. Alexei y yo nos agachamos pegados a la barandilla,
aferrándonos a nuestros endebles cuchillos y murmurando plegarias
mientras el mundo se disolvía en una pesadilla. A nuestro alrededor, los
hombres gritaban, la gente chillaba, los soldados combatían a esas enormes
bestias aladas que se retorcían, y la oscuridad antinatural de la Sombra
quedó rota aquí y allá por las llamaradas de fuego dorado Grisha.
Entonces un chillido desgarró el aire a mi lado. Ahogué un grito cuando
me arrebataron el brazo de Alexei de un tirón. Con la luz de un chorro de
fuego, lo vi aferrándose a la barandilla con una mano. Vi su boca aullando,
sus ojos muy abiertos y aterrorizados, y la monstruosidad que lo sujetaba en
su reluciente abrazo gris, con las alas batiendo el aire mientras lo levantaba
por los pies, con las gruesas garras profundamente clavadas en su espalda,
ya empapadas de su sangre. Los dedos de Alexei se resbalaron sobre la
barandilla. Yo me abalancé hacia él y le agarré el brazo.
—¡Aguanta! —grité.
Entonces la llamarada se desvaneció, y en la oscuridad sentí los dedos
de Alexei separarse de los míos.
—¡Alexei! —grité.
Sus chillidos se desvanecieron en medio de los sonidos de la batalla
mientras el volcra se lo llevaba hacia la oscuridad. Otro brote de fuego
iluminó el cielo, pero ya no estaba.
—¡Alexei! —chillé, inclinándome sobre la barandilla—. ¡Alexei!
La respuesta llegó con un fuerte aleteo cuando otro volcra se abalanzó
hacia mí. Retrocedí bruscamente, esquivando su agarre por los pelos,
aferrando el cuchillo frente a mí con manos temblorosas. El volcra se lanzó
hacia delante, con la luz del fuego reflejándose en sus ojos ciegos y
lechosos, y la enorme boca llena de hileras de dientes negros, afilados y
torcidos. Vi un destello de pólvora por el rabillo del ojo, oí el disparo de un
rifle, y el volcra trastabilló, aullando de furia y dolor.
—¡Muévete!
Era Mal, con el rifle en la mano y la cara manchada de sangre. Me
agarró el brazo y me arrastró tras él.
El volcra seguía persiguiéndonos, desgarrando la cubierta al pasar, con
una de las alas colgando en un ángulo torcido. Mal estaba tratando de
recargar a la luz del fuego, pero el volcra era demasiado rápido. Corrió
hacia nosotros, atacando con las zarpas, y sus uñas desgarraron el pecho de
Mal, que gritó de dolor.
Agarré el ala rota del volcra y le clavé el cuchillo hasta el fondo entre
los hombros. Sentí su carne viscosa bajo mis manos. La criatura chilló y se
revolcó hasta librarse de mí. Caí hacia atrás, golpeando la cubierta con
fuerza. Se lanzó hacia mí en un frenesí de rabia, chascando las enormes
mandíbulas.
Se oyó otro disparo. El volcra tropezó y cayó en una montaña grotesca,
chorreando sangre negra por la boca. A pesar de la escasa luz, vi a Mal
bajar el rifle. Su camisa rota estaba oscura debido a la sangre.
El rifle se le deslizó de entre los dedos mientras él se balanceaba y caía
de rodillas, para después derrumbarse sobre la cubierta.
—¡Mal! —Llegué junto a él en un instante, y presioné su pecho con las
manos en un intento desesperado por detener la hemorragia—. ¡Mal! —
sollocé, con las mejillas llenas de lágrimas.
El aire estaba cargado con el olor de la sangre y la pólvora. A nuestro
alrededor oía disparos de rifles, gente que lloraba… y el obsceno sonido de
algo que se alimentaba. Las llamaradas de los Grisha eran más débiles, más
esporádicas, y, lo peor de todo, me percaté de que el esquife había dejado de
moverse. Ya está, pensé desesperada. Me agaché sobre Mal, sin dejar de
presionar la herida. Respiraba con dificultad.
—Ahí vienen —jadeó.
Alcé la mirada y vi, en el débil resplandor del fuego Grisha, dos volcra
que bajaban en picado hacia nosotros.
Me agaché junto a Mal, protegiendo su cuerpo con el mío. Sabía que era
inútil, pero no podía hacer más. Olí el fétido hedor de los volcra, sentí las
ráfagas de aire provocadas por sus alas. Presioné mi frente junto a la de Mal
y lo oí susurrar:
—Nos vemos en el prado.
Algo brotó dentro de mí, a causa de la furia, la desesperanza, la certeza
de mi propia muerte. Sentí la sangre de Mal bajo mis manos, vi el dolor en
la cara que tanto quería. Un volcra lanzó un chillido de triunfo y hundió las
garras en mi espalda. El dolor laceró mi cuerpo.
Y el mundo se volvió blanco.
Cerré los ojos cuando una repentina explosión de luz cruzó mis ojos.
Parecía llenar mi cabeza, cegándome, ahogándome. De algún lugar por
encima de mí, oí un horrible chillido. Sentí que las garras del volcra
aflojaban su agarre, sentí el golpe cuando caí hacia delante y mi cabeza se
encontró con la cubierta, y después no sentí nada en absoluto.
esperté sobresaltada. Podía sentir una ráfaga de aire sobre mi
piel, y abrí los ojos para ver lo que parecían unas oscuras nubes
de humo. Estaba de espaldas, en la cubierta del esquife. Me
llevó solo un momento darme cuenta de que las nubes se
disipaban, dando paso a unas volutas oscuras, y, entre ellas,
asomaba el brillante sol del otoño. Cerré los ojos de nuevo, sintiendo
oleadas de alivio. Estamos saliendo de la Sombra, pensé. De algún modo,
lo hemos conseguido. ¿De verdad? Los recuerdos del ataque del volcra me
ahogaron de forma terrorífica. ¿Dónde estaba Mal?
Traté de sentarme y noté una punzada de dolor en los hombros. La
ignoré y me levanté. De pronto vi frente a mi cara el cañón de un rifle.
—Aleja esa cosa de mí —solté, apartándolo a un lado.
El soldado volvió a apuntarme con el rifle amenazadoramente.
—Quédate donde estás —ordenó.
Lo observé, aturdida.
—¿Qué pasa contigo?
—¡Está despierta! —gritó por encima del hombro. Se le unieron dos
soldados armados más, el capitán del esquife y una Corporalnik. Sentí
pánico al ver que los puños de su kefta roja estaban bordados en negro.
¿Qué quería de mí una Mortificadora?
Miré a mi alrededor. Un Vendaval seguía junto al mástil, con los brazos
alzados, dirigiéndonos hacia delante con un fuerte viento y un único
soldado a su lado.
En algunos lugares, la cubierta estaba resbaladiza por la sangre. Se me
revolvió el estómago al recordar el horror de la batalla. Un Corporalnik
Sanador se encontraba atendiendo a los heridos. ¿Dónde estaba Mal?
Había soldados y Grisha junto a la barandilla, ensangrentados y
chamuscados, y eran bastantes menos que cuando habíamos salido. Todos
me observaban cautelosamente. Sentí que mi miedo aumentaba, al darme
cuenta de que los soldados y la Corporalnik en realidad estaban
vigilándome. Como a una prisionera.
—Mal Oretsev —dije—. Es un rastreador, le hirieron durante el ataque.
¿Dónde está? —Nadie dijo nada—. Por favor —supliqué—. ¿Dónde está?
El esquife encalló con una sacudida, y el capitán gesticuló hacia mí con
su rifle.
—Levanta.
Pensé en no levantarme hasta que me dijeran lo que le había pasado a
Mal, pero un vistazo a la Mortificadora me hizo reconsiderarlo. Me puse en
pie, haciendo una mueca por el dolor que sentía en el hombro, y me
tambaleé cuando el esquife comenzó a moverse de nuevo, empujado por los
trabajadores del puerto. Instintivamente alargué el brazo para estabilizarme,
pero el soldado al que toqué se encogió y se alejó de mí como si ardiera.
Conseguí equilibrarme, pero mi mente daba vueltas.
El esquife volvió a detenerse.
—En marcha —ordenó el capitán.
Los soldados me apuntaron con el rifle para hacerme salir del esquife.
Pasé junto a los otros supervivientes, plenamente consciente de sus miradas
curiosas y asustadas, y vi que el Cartógrafo Jefe hablaba visiblemente
nervioso con un soldado. Quería parar para contarle lo que le había pasado
a Alexei, pero no me atreví.
Al poner pie en el puerto seco, me sorprendió ver que habíamos vuelto a
Kribirsk. Ni siquiera habíamos atravesado la Sombra. Me estremecí. Mejor
estar cruzando el campamento con un rifle en la espalda que seguir en el
Nocéano.
Pero no mucho mejor, pensé con ansiedad.
Mientras los soldados me conducían por la calle principal, la gente
interrumpía su trabajo para mirarnos boquiabiertos. Mi mente zumbaba en
busca de respuestas, pero no encontraba nada. ¿Había hecho algo mal en la
Sombra? ¿Había roto algún tipo de protocolo militar? Y, sobre todo, ¿cómo
habíamos salido de la Sombra? Me latían las heridas cerca del hombro. Lo
último que recordaba era el terrible dolor de las garras del volcra
atravesándome la espalda, y el potente estallido de luz. ¿Cómo habíamos
sobrevivido?
Esos pensamientos abandonaron mi mente cuando nos acercamos a la
Tienda de los Oficiales. El capitán hizo que los guardias se detuvieran y se
dirigió a la entrada.
La Corporalnik le agarró de un brazo para detenerlo.
—Esto es una pérdida de tiempo. Deberíamos proceder inmediatamente
a…
—Quítame las manos de encima, torturadora —soltó el capitán, y se
liberó de una sacudida.
Por un momento la Corporalnik se lo quedó mirando con ojos
amenazantes, pero después sonrió fríamente e hizo una reverencia.
—Da, kapitan.
Sentí que el vello de los brazos se me erizaba.
El capitán desapareció en el interior de la tienda. Esperamos. Miré
nerviosa a la Corporalnik, que aparentemente había olvidado su conflicto
con el capitán y volvía a escudriñarme. Era joven, puede que más joven que
yo, pero eso no le había impedido enfrentarse a un oficial superior. ¿Por qué
habría de hacerlo? Podía matar al capitán en el acto sin alzar siquiera un
arma. Me froté los brazos, tratando de acabar con el frío que sentía.
La entrada de la tienda se abrió, y quedé horrorizada al ver que el
capitán salía seguido por un adusto Coronel Raevsky. ¿Qué podía haber
hecho yo que requiriera la presencia de un oficial superior?
El coronel me observó con severidad en su ajado rostro.
—¿Qué eres?
—Ayudante Cartógrafa Alina Starkov. Cuerpo Real de Topógrafos…
—¿Qué eres? —me cortó.
Pestañeé.
—Soy… Soy cartógrafa, señor.
Ravesky frunció el ceño. Llamó a uno de los soldados y le susurró algo
que hizo que este fuera corriendo de vuelta al puerto.
—Vamos —dijo lacónicamente.
Sentí el golpe del cañón del rifle en mi espalda y caminé hacia delante.
Tenía un muy mal presentimiento sobre a dónde me llevaban. No puede ser,
pensé desesperada. No tiene sentido. Pero según la enorme tienda negra se
iba alzando más y más grande ante nosotros, no había duda de a dónde nos
dirigíamos.
La entrada a la tienda Grisha estaba custodiada por dos Corporalki
Mortificadores y oprichniki vestidos de color carbón, los soldados de élite
que constituían la guardia personal del Oscuro. Los oprichniki no eran
Grisha, pero daban tanto miedo como ellos.
La Corporalnik del esquife habló con los guardias frente a la tienda, y
después ella y el Coronel Ravesky desaparecieron en su interior. Esperé,
con el corazón latiendo a toda velocidad, consciente de los susurros y las
miradas a mi espalda. Mi ansiedad aumentaba.
En lo alto, cuatro banderas ondeaban en la brisa: una azul, una roja, una
púrpura, y, por encima de ellas, la negra. La noche anterior, Mal y sus
amigos habían estado bromeando sobre intentar meterse en la tienda,
preguntándose qué podrían encontrar en su interior. Y ahora parecía que
sería yo quien lo descubriera. ¿Dónde está Mal? Ese pensamiento seguía
volviendo a mí, el único pensamiento claro en mi cabeza. Tras lo que
pareció una eternidad, la Corporalnik volvió y asintió en dirección al
capitán, que me condujo al interior de la tienda Grisha.
Por un momento, todo mi miedo desapareció, eclipsado por la belleza
que me rodeaba. Las paredes interiores de la tienda estaban cubiertas por
cascadas de seda color bronce que reflejaba la luz de los candelabros que
brillaban en lo alto. Los suelos estaban cubiertos de exquisitas alfombras y
pieles. Junto a las paredes, unas mamparas de seda brillante separaban los
compartimentos donde los Grisha se apiñaban vestidos con sus vibrantes
keftas. Algunos hablaban de pie, otros estaban recostados sobre cojines,
bebiendo té. Dos se inclinaban sobre un tablero de ajedrez. Oí que alguien
punteaba las cuerdas de una balalaika en algún lugar. La casa del Duque era
bonita, pero tenía una melancólica belleza de habitaciones polvorientas y
pintura descascarillada, el eco de algo que alguna vez había sido grande. La
tienda Grisha no se parecía a nada que hubiera visto antes, era un lugar vivo
y lleno de poder y riqueza.
Los soldados me condujeron a través de un largo pasillo alfombrado, al
final pude ver un pabellón negro sobre una tarima alzada. Una oleada de
curiosidad se extendió por la tienda mientras pasábamos. Hombres y
mujeres Grisha dejaban de hablar para mirarme boquiabiertos; algunos
hasta se levantaron para ver mejor.
Cuando llegamos a la tarima, la habitación se quedó en completo
silencio, y yo estaba segura de que todos debían de oír el corazón que me
martilleaba en el pecho. Frente al pabellón negro, unos cuantos ministros
suntuosamente vestidos que llevaban el águila doble del Rey y un grupo de
Corporalki estaban apiñados alrededor de una larga mesa cubierta de
mapas. En la cabecera de la mesa había una silla de respaldo alto, del ébano
más negro y con elaborados tallados. Sobre ella había reclinada una figura
con una kefta negra, con la barbilla descansando sobre una mano pálida.
Solo un Grisha vestía de negro, solo uno tenía permitido vestir de negro. El
Coronel Raevsky estaba junto a él, hablando en voz demasiado baja como
para que yo lo oyera.
Lo miré, dividida entre el miedo y la fascinación. Es muy joven, pensé.
Este Oscuro llevaba dirigiendo a los Grisha desde antes de mi nacimiento,
pero el hombre sentado en la tarima por encima de mí no parecía mucho
mayor que yo. Tenía un rostro afilado y hermoso, un revoltijo de espeso
pelo negro, y unos ojos de color gris claro que brillaban como el cuarzo. Se
contaba que los Grisha más poderosos tenían vidas largas, y los Oscuros
eran los más poderosos de todos. Pero me parecía injusto de algún modo, y
recordé las palabras de Eva: No es humano. Ninguno lo es.
Una risa aguda y tintineante sonó desde la muchedumbre que se había
formado junto a mí en la base de la tarima. Reconocí a la hermosa chica de
azul, la del carruaje de los Etherealki que se había mostrado tan interesada
en Mal. Le susurró algo a su amiga de pelo castaño, y ambas volvieron a
reírse. Me ardieron las mejillas al imaginar el aspecto que debía de tener
con mi abrigo roto y raído, después de un viaje al interior de la Sombra y
una batalla con una bandada de volcra hambrientos. Aun así, alcé la barbilla
y miré a la chica directamente a los ojos. Ríete todo lo que quieras, pensé
sombríamente. Sea lo que sea lo que has dicho, he oído cosas peores. Me
sostuvo la mirada durante un momento, y después desvió los ojos. Disfruté
de un breve instante de satisfacción antes de que la voz del Coronel
Raevsky me devolviera a la realidad de mi situación.
—Traedlos —ordenó. Me giré y vi más soldados que dirigían un grupo
de personas apaleadas y confundidas al interior de la tienda y a través del
pasillo. Entre ellos, distinguí al soldado que había estado junto a mí cuando
los volcra atacaron, y también al Cartógrafo Jefe, cuyo abrigo normalmente
impecable estaba rasgado y sucio. Había miedo en su rostro. Mi angustia
aumentó al darme cuenta de que eran los supervivientes del esquife, a
quienes habían traído ante el Oscuro como testigos. ¿Qué había sucedido en
la Sombra? ¿Qué pensaban que había hecho?
Me quedé sin aliento al reconocer a los rastreadores en el grupo.
Primero vi a Mikhael, cuyo desgreñado pelo rojo se balanceaba por encima
de los demás sobre su grueso cuello. Apoyándose en él, con las vendas
sobresaliendo por debajo de la camisa ensangrentada, se encontraba Mal,
muy pálido y con aspecto de estar muy cansado. Se me aflojaron las piernas
y me llevé la mano a la boca para reprimir un sollozo.
Mal estaba vivo. Quería abrirme camino entre la multitud para rodearlo
con los brazos, pero lo único que podía hacer era permanecer ahí de pie
mientras el alivio me inundaba. Fuera lo que fuera lo que había pasado,
estaríamos bien. Habíamos sobrevivido a la Sombra, y también
sobreviviríamos a esa locura.
Volví a mirar la tarima y mi júbilo se apagó. El Oscuro me estaba
mirando directamente. Seguía escuchando al Coronel Raevsky, en una
postura tan relajada como antes, pero sus ojos estaban fijos en mí de forma
intensa. Dirigió la atención de nuevo al coronel y me di cuenta de que había
estado conteniendo el aliento.
Cuando el sucio grupo de supervivientes alcanzó la base de la tarima, el
Coronel Raevsky ordenó:
—Kapitan, informe.
El capitán se puso firme y respondió con voz inexpresiva:
—Aproximadamente treinta minutos después de iniciar la travesía,
fuimos atacados por una gran bandada de volcra. Nos tenían acorralados, y
estábamos sufriendo numerosas bajas. Yo estaba luchando a estribor. En ese
momento, vi… —El soldado dudó, y cuando volvió a hablar su voz sonaba
menos segura—. No sé qué vi exactamente. Un estallido de luz. Más
brillante que la luz del mediodía, más aún. Era como mirar al sol.
La multitud estalló en murmullos. Los supervivientes del esquife
asentían, y me di cuenta de que yo también lo hacía. Yo también había visto
el estallido de luz. El soldado volvió a ponerse firme antes de continuar.
—Los volcra se dispersaron y la luz desapareció. Ordené que
volviéramos al puerto inmediatamente.
—¿Y la chica? —preguntó el Oscuro.
Con una fría puñalada de miedo, me di cuenta de que hablaba de mí.
—No vi a la chica, moi soverenyi.
El Oscuro alzó una ceja y se volvió hacia los otros supervivientes.
—¿Quién vio lo que pasó? —Su voz era fría, distante, casi sin interés.
Los supervivientes comenzaron a discutir entre susurros. Entonces,
lenta y tímidamente, el Cartógrafo Jefe dio un paso hacia delante. Sentí una
punzada de lástima por él. Nunca lo había visto tan desaliñado. Su escaso
pelo castaño apuntaba en todas direcciones, y sus dedos se aferraban
nerviosamente a su abrigo roto.
—Dinos lo que viste —ordenó Raevsky.
El Cartógrafo se lamió los labios.
—Es… Estábamos siendo atacados —explicó temblorosamente—.
Había luchas por todas partes. Mucho ruido. Mucha sangre… A uno de los
chicos, Alexei, se lo llevaron. Fue terrible, terrible…
Sus manos revoloteaban como dos pájaros asustados. Yo fruncí el ceño.
Si el Cartógrafo había visto que atacaban a Alexei, ¿por qué no había
tratado de ayudar? El anciano se aclaró la garganta.
—Estaban por todas partes. Vi que uno iba tras ella
—¿Quién? —preguntó Raevsky.
—Alina… Alina Starkov, una de mis ayudantes.
La hermosa chica de azul sonrió con suficiencia y se inclinó para
susurrarle algo a su amiga. Apreté la mandíbula. Era bonito saber que los
Grisha seguían manteniendo su esnobismo incluso mientras oían el relato
de un ataque volcra.
—Continúa —presionó Raevsky.
—Vi que iba tras ella y el rastreador —dijo el Cartógrafo, haciendo un
gesto en dirección a Mal.
—¿Dónde estabas tú? —pregunté enfadada. La pregunta salió de mi
boca antes de que pudiera pensarlo mejor. Todos los rostros se giraron hacia
mí, pero no me importó—. Viste al volcra atacándonos. Viste a esa cosa
llevándose a Alexei. ¿Por qué no nos ayudaste?
—No había nada que pudiera hacer —se defendió, con los brazos muy
extendidos—. Estaban por todas partes. ¡Era un caos!
—¡Alexei podría seguir con vida si hubieras movido tu culo huesudo
para ayudarnos!
Hubo un gemido ahogado y unas risitas entre la muchedumbre. El
Cartógrafo enrojeció violentamente y yo me arrepentí al instante. Si me
libraba de esta, iba a estar metida en un buen lío.
—¡Suficiente! —bramó Raevsky—. Díganos lo que vio, Cartógrafo.
La muchedumbre quedó en silencio y el Cartógrafo volvió a lamerse los
labios.
—El rastreador cayó, y ella estaba junto a él. Esa cosa, el volcra, fue
directa a por ellos. Vi que saltaba encima de la chica, y después… ella se
iluminó.
Los Grisha estallaron en exclamaciones de incredulidad y burla.
Algunos se rieron. Si no hubiera estado tan asustada y confusa, podría haber
sentido la tentación de unirme a ellos. Quizás no debería haber sido tan dura
con él, pensé al mirar al desaliñado Cartógrafo. Está claro que el pobre
hombre ha debido darse un golpe en la cabeza durante el ataque.
—¡Lo vi! —gritó por encima del escándalo—. ¡La luz salía de ella!
Algunos de los Grisha lo estaban abucheando abiertamente, pero otros
gritaban que lo dejaran hablar. El Cartógrafo miró desesperado a los otros
supervivientes en busca de apoyo, y, para mi sorpresa, vi que algunos de
ellos asentían. ¿Es que se habían vuelto todos locos? ¿En serio pensaban
que yo había espantado a los volcra?
—¡Eso es absurdo! —dijo una voz entre el gentío. Era la hermosa chica
de azul—. ¿Qué está insinuando, anciano? ¿Qué nos ha encontrado a una
Invocadora de Sol?
—No estoy insinuando nada —protestó él—. ¡Solo estoy diciendo lo
que vi!
—No es imposible —replicó un Grisha fornido. Llevaba la kefta
púrpura de un Materialnik, miembro de la Orden de los Hacedores—. Hay
historias…
—No seas ridículo —rio la chica con voz desdeñosa—. ¡A este hombre
lo han trastornado los volcra!
La multitud estalló en una acalorada discusión.
De pronto, me sentía muy cansada. La espalda me palpitaba donde el
volcra me había clavado las zarpas. No sabía qué creían haber visto el
Cartógrafo o el resto de personas del esquife. Solo sabía que todo era una
especie de error terrible, y que, cuando acabara esa farsa, sería yo quien
quedara como una estúpida. Me estremecí al pensar en las burlas que
aguantaría cuando todo aquello terminara. Y aún así esperaba que terminara
pronto.
—Callaos. —El Oscuro apenas pareció alzar la voz, pero la orden
atravesó la multitud y cayó el silencio.
Reprimí un escalofrío. Quizá todo aquello no le parecía tan divertido.
Tan solo esperaba que no me culpara por ello. El Oscuro no era conocido
por su misericordia. Quizás debía preocuparme menos por las burlas y más
por que me exiliaran a Tsibeya. O peor. Eva dijo que una vez el Oscuro
había ordenado a un Corporalnik Sanador que sellara la boca de un traidor
permanentemente. Los labios del hombre quedaron unidos hasta que murió
de hambre. Entonces, Alexei y yo nos habíamos reído, tomándonoslo como
otra de las absurdas historias de Eva. Pero ya no estaba tan segura.
—Rastreador —dijo suavemente el Oscuro—, ¿qué viste tú?
Todos los presentes se giraron a la vez hacia Mal, que me miró con
inquietud y después volvió a mirar al Oscuro.
—Nada. No vi nada.
—La chica estaba justo a tu lado. —Mal asintió—. Tienes que haber
visto algo.
Mal volvió a mirarme, con la mirada cargada de preocupación y
cansancio. Nunca lo había visto tan pálido, y me pregunté cuánta sangre
habría perdido. Sentí un brote de furia desesperada. Estaba gravemente
herido. Debería estar descansando, y no aquí respondiendo preguntas
ridículas.
—Tan solo dinos lo que recuerdas, rastreador —ordenó Raevsky.
Mal se encogió ligeramente de hombros e hizo una mueca por el dolor
de sus heridas.
—Estaba tirado en cubierta. Alina estaba junto a mí. Vi que el volcra se
lanzaba en picado, y sabía que iba a por nosotros. Dije algo y…
—¿Qué dijiste? —la fría voz del Oscuro atravesó la habitación.
—No me acuerdo —respondió Mal. Reconocí la tensión en sus
mandíbulas y supe que estaba mintiendo. Sí que se acordaba—. Olí al
volcra, lo vi abalanzándose hacia nosotros. Alina gritó y después no pude
ver nada. El mundo de repente estaba… brillando.
—Entonces, ¿no viste de dónde venía la luz? —preguntó Ravesky.
—Alina no… No puede… —Mal sacudió la cabeza—. Venimos del
mismo… pueblo. —Noté la pequeña pausa cuando estuvo a punto de decir
«orfanato»—. Si pudiera hacer algo así, lo sabría.
El Oscuro miró a Mal durante un largo momento y después dirigió los
ojos de nuevo hacia mí.
—Todos tenemos nuestros secretos —dijo.
Mal abrió la boca como para decir algo más, pero el Oscuro alzó una
mano para silenciarlo. La furia cruzó los rasgos de Mal, pero cerró la boca
con los labios apretados en una línea seria. El Oscuro se levantó de su silla.
Hizo un gesto y los soldados retrocedieron para dejarme sola frente a él. La
tienda de pronto parecía siniestramente silenciosa. Lentamente, bajó los
escalones.
Tuve que luchar contra el impulso de alejarme de él cuando se detuvo
frente a mí.
—Y, ¿qué dices tú, Alina Starkov? —preguntó con amabilidad.
Tragué saliva. Tenía la garganta seca y mi corazón latía bruscamente,
pero sabía que tenía que hablar. Tenía que hacerle entender que no tenía
nada que ver con todo aquello.
—Ha habido algún tipo de error —dije con voz ronca—. Yo no he
hecho nada. No sé cómo hemos sobrevivido.
El Oscuro pareció pensar en ello, y después cruzó los brazos e inclinó la
cabeza hacia un lado.
—Bueno —dijo con voz perpleja—, me gusta pensar que estoy al tanto
de todo lo que pasa en Ravka, y creo que si tuviera a una Invocadora del Sol
viviendo en mi propio país, lo sabría. —Unos suaves murmullos de
asentimiento se alzaron desde la multitud, pero él los ignoró, observándome
de cerca—. Pero algo poderoso detuvo a los volcra y salvó los esquifes del
Rey.
Hizo una pausa y esperó, como si pensara que yo iba a resolverle ese
misterio.
Levanté la barbilla tercamente.
—Yo no he hecho nada —dije—. Nada de nada.
La comisura de la boca del Oscuro se crispó, como si estuviera
reprimiendo una sonrisa. Sus ojos me recorrieron de la cabeza a los pies, y
de ahí de nuevo hasta la cabeza. Me sentía como algo extraño y reluciente,
una curiosidad que hubiera aparecido en la orilla de un lago y que él
pudiera apartar a un lado con su bota.
—¿Tu memoria es tan mala como la de tu amigo? —preguntó,
señalando a Mal con la cabeza.
—Yo no… —titubeé. ¿Qué recordaba? Terror. Oscuridad. Dolor. La
sangre de Mal. Su vida escapándosele a través de mis manos. La furia que
me invadió al pensar en mi propia impotencia.
—Extiende el brazo —ordenó el Oscuro.
—¿Qué?
—Ya hemos desperdiciado bastante tiempo. Extiende el brazo.
Una fría puñalada de miedo me atravesó. Miré a mi alrededor, con
pánico, pero nadie iba a ayudarme. Los soldados miraban hacia delante con
rostro pétreo. Los supervivientes del esquife parecían asustados y cansados.
Los Grisha me evaluaban con curiosidad. La chica de azul sonreía con
arrogancia. El rostro pálido de Mal parecía aún más blanco, pero no
encontré ninguna respuesta en sus ojos preocupados.
Temblando, extendí el brazo izquierdo.
—Súbete la manga.
—Yo no he hecho nada.
Pretendía decirlo en alto, proclamarlo, pero mi voz sonó bajita y
asustada. El Oscuro me miró, expectante. Me subí la manga.
Extendió los brazos y sentí una oleada de terror al ver sus palmas
llenándose de algo negro que se arremolinaba y se enroscaba por el aire,
como tinta vertida en agua.
—Ahora —dijo con la misma voz suave y desenfadada, como si
estuviéramos sentados tomando té, como si no estuviera temblando frente a
él—, veamos lo que puedes hacer.
Juntó las manos y hubo un sonido como un trueno. Jadeé al ver la
ondulante oscuridad que surgía de sus manos unidas, derramándose en una
negra oleada sobre mí y la multitud.
Estaba ciega. La habitación había desaparecido. Todo había
desaparecido. Grité de terror al sentir los dedos del Oscuro cerrarse
alrededor de mi muñeca desnuda. De pronto, mi miedo retrocedió. Seguía
ahí, encogiéndose como si fuera un animal en mi interior, pero había sido
arrinconado por algo tranquilizador, firme y poderoso, algo vagamente
familiar.
Sentí que una llamada me atravesaba y, para mi sorpresa, noté que algo
dentro de mí se alzaba para responder. Lo empujé a un lado, aplastándolo.
De algún modo sabía que si esa cosa se liberaba, me destruiría.
—¿No hay nada? —murmuró el Oscuro. Me di cuenta de lo cerca que
estaba de mí en la oscuridad. Mi mente aterrorizada se aferró a sus palabras.
No hay nada. Eso es, nada. Nada de nada. ¡Ahora, déjame!
Y, para mi alivio, la cosa que forcejeaba dentro de mí pareció detenerse,
dejando sin respuesta la llamada del Oscuro.
—No tan rápido —susurró él. Sentí que algo frío presionaba la parte
interior de mi antebrazo. En el momento en que me di cuenta de que era un
cuchillo, el filo me cortó la piel.
El dolor y el miedo me atravesaron. Grité. La cosa que había dentro de
mí fue hasta la superficie, rugiendo, acudiendo rápidamente a la llamada del
Oscuro. No pude detenerme. Respondí. El mundo explotó en una cegadora
luz blanca. La oscuridad quedó hecha añicos como si fuera cristal. Por un
momento, vi las caras de la multitud, con las bocas abiertas por la impresión
mientras la tienda se llenaba de la brillante luz del sol y el aire se ondulaba
debido al calor. Entonces el Oscuro me soltó, y con su tacto se fue esa
peculiar sensación de seguridad que me había poseído. La radiante luz
desapareció, y en su lugar regresó la habitual iluminación de las velas, pero
todavía podía sentir el cálido e inexplicable brillo del sol en mi piel.
Mis piernas fallaron y el Oscuro me atrapó y me sujetó contra su cuerpo
con un brazo sorprendentemente fuerte.
—Supongo que tienes solo aspecto de ratón —susurró en mi oreja, y
después hizo señas a uno de sus guardias personales—. Llévatela —dijo,
entregándome al oprichnik, que extendió el brazo para que me apoyara en
él. Sentí que me sonrojaba ante la indignidad de que me pasaran de uno a
otro como un saco de patatas, pero estaba demasiado agitada y confusa
como para protestar. La sangre corría por mi brazo a causa del corte que me
había hecho el Oscuro.
—¡Iván! —gritó. Un Mortificador muy alto corrió hasta su lado desde la
tarima—. Acompáñala a mi carruaje. La quiero rodeada por una guardia
armada en todo momento. Llévala al Pequeño Palacio y no te detengas para
nada. —Iván asintió—. Y que un Sanador se ocupe de sus heridas.
—¡Espera! —protesté, pero el Oscuro ya se estaba alejando. Le agarré
el brazo, ignorando el jadeo que soltaron los Grisha que nos miraban—. Ha
habido algún error. Yo no… No… —Mi voz se apagó mientras él se giraba
lentamente hacia mí, y sus ojos de piedra se detuvieron en la mano que
agarraba su manga. La solté, pero no me iba a rendir tan fácilmente—. No
soy lo que tú crees —susurré, desesperada.
El Oscuro se acercó a mí.
—Creo que no tienes la menor idea de lo que eres —dijo con voz tan
baja que solo yo pude oírla. Después, asintió en dirección a Iván—.
¡Vamos!
El Oscuro me dio la espalda y caminó rápidamente hasta la tarima,
donde le rodearon consejeros y ministros, todos hablando alto y rápido.
Iván me cogió el brazo bruscamente.
—Venga.
—Iván —le advirtió el Oscuro—, vigila tu tono. Ahora es una Grisha.
El hombre enrojeció ligeramente e hizo una pequeña reverencia, pero
siguió agarrándome el brazo con firmeza mientras me llevaba por el pasillo.
—Tienes que escucharme —jadeé mientras luchaba por seguir el ritmo
de sus grandes zancadas—. No soy Grisha. Soy cartógrafa. Ni siquiera soy
una buena cartógrafa.
Iván me ignoró.
Miré a mi espalda, buscando entre la multitud. Mal estaba discutiendo
con el capitán del esquife. Como si sintiera mis ojos en él, levantó la mirada
y se encontró con la mía. Podía ver mi propio miedo y confusión reflejados
en su pálido rostro. Quería gritarle algo, correr hacia él, pero un instante
después había desaparecido, engullido por el gentío.
ágrimas de frustración anegaron mis ojos mientras Iván me
arrastraba fuera de la tienda, hacia el sol del atardecer. Me
arrastró a través de una colina baja en dirección a la carretera
donde esperaba el carruaje negro del Oscuro, rodeado de un
círculo de Grisha Etherealki a caballo y flanqueado por filas de
caballería armada. Dos de los guardias del Oscuro vestidos de gris
esperaban junto a la puerta del carruaje junto a una mujer y un hombre de
pelo claro. Ambos vestían el rojo de los Corporalki.
—Entra —ordenó Iván. Después, pareciendo recordar las instrucciones
del Oscuro, añadió—: por favor.
—No —contesté.
—¿Qué?
Iván parecía verdaderamente sorprendido. Los otros Corporalki estaban
atónitos.
—¡No! —repetí—. No voy a ir a ningún sitio. Ha habido algún error…
Iván me cortó agarrándome el brazo con más fuerza.
—El Oscuro no comete errores —dijo apretando los dientes—. Entra en
el carruaje.
—No quiero…
Iván bajó la cabeza hasta que su nariz estuvo a tan solo unos
centímetros de la mía y prácticamente escupió:
—¿Crees que me importa lo que tú quieras? En unas horas, todos los
espías fjerdanos y los asesinos Shu Han sabrán lo que sucedió en la
Sombra, y vendrán a por ti. Nuestra única oportunidad es llevarte a Os Alta,
tras los muros del palacio, antes de que se sepa lo que eres. Ahora, entra en
el carruaje.
Me empujó a través de la puerta y me siguió al interior, sentándose
frente a mí, molesto. Los otros Corporalki se le unieron, seguidos por los
guardias oprichniki, que se sentaron junto a mí uno a cada lado.
—Entonces, ¿soy la prisionera del Oscuro?
—Estás bajo su protección.
—¿Qué diferencia hay?
La expresión de Iván era inescrutable.
—Reza por no descubrirlo nunca.
Fruncí el ceño y me desplomé sobre el asiento acolchado, y después
solté un gruñido de dolor. Había olvidado mis heridas.
—Ocúpate de ella —ordenó Iván a la Corporalnik. Sus puños estaban
bordados con el gris de los Sanadores.
La mujer cambió de sitio con uno de los oprichniki para poder sentarse
a mi lado.
Uno de los soldados metió la cabeza por la puerta.
—Estamos listos —dijo.
—Bien —replicó Iván—. Permaneced alerta y en movimiento.
—Solo nos detendremos para cambiar de caballo. Si paramos antes,
sabrás que algo va mal.
El soldado desapareció, cerrando la puerta tras él. El cochero no dudó:
con un grito y el chasquido de un látigo, el carruaje dio una sacudida hacia
delante. Sentí un pánico frío. ¿Qué me estaba pasando? Pensé en abrir la
puerta del carruaje y salir corriendo, pero ¿adónde iría? Estábamos
rodeados de hombres armados en medio de un campamento militar. Y,
aunque no fuera así, ¿adonde podría ir?
—Por favor, quítate el abrigo —dijo la mujer que había junto a mí—.
Tengo que ver tus heridas.
Me planteé negarme, pero ¿de qué serviría? Me quité el abrigo con
cierta incomodidad y dejé que la Sanadora me levantara la camisa con
cuidado por los hombros. Los Corporalki eran la Orden de los Vivos y los
Muertos. Traté de concentrarme en la parte de los vivos, pero nunca me
había curado un Grisha y cada músculo de mi cuerpo estaba tenso por el
miedo.
Sacó algo del pequeño morral que llevaba y un penetrante olor químico
llenó el carruaje. Me encogí de dolor cuando me limpió las heridas y clavé
los dedos en mis rodillas. Cuando terminó, sentí un cálido hormigueo entre
mis hombros. Me mordí el labio con fuerza. La necesidad de rascarme la
espalda era casi insoportable. Finalmente, se detuvo y volvió a colocarme
bien la camisa. Moví los hombros con cautela: el dolor había desaparecido.
—Ahora, el brazo —dijo.
Casi me había olvidado del corte que me había hecho el Oscuro con su
cuchillo, pero tenía la muñeca y la mano pegajosas por la sangre. Limpió el
corte y después levantó mi brazo hacia la luz.
—Intenta permanecer inmóvil —indicó—, o te quedará cicatriz.
Hice lo que pude, pero el bamboleo del carruaje lo ponía difícil. La
sanadora pasó la mano lentamente sobre la herida. Sentí que la piel
palpitaba con el calor. El brazo comenzó a picarme mucho, y, mientras yo
observaba impresionada, mi carne comenzó a brillar y moverse: los dos
lados del corte se soldaron y la piel se selló.
El picor cesó y la Sanadora volvió a sentarse. Me toqué el brazo. Había
una cicatriz ligeramente abultada donde antes estaba el corte, pero eso era
todo.
—Gracias —dije, sobrecogida. La Sanadora asintió.
—Dale tu kefta —le ordenó Iván.
La mujer frunció el ceño, pero dudó tan solo un momento antes de
quitarse la kefta roja y entregármela.
—¿Para qué necesito esto? —pregunté.
—Tú cógela —gruñó Iván.
Tomé la kefta de la Sanadora. Ella mantuvo el rostro impasible, pero yo
sabía que le dolía separarse de ella.
Antes de poder decidir si debía o no ofrecerle mi abrigo manchado de
sangre, Iván dio unos golpecitos en el techo y el carruaje comenzó a reducir
la velocidad. La Sanadora ni siquiera esperó a que se detuviera por
completo antes de abrir la puerta y saltar al exterior.
Iván cerró la puerta. El oprichnik volvió a colocarse a mi lado, y nos
pusimos en marcha una vez más.
—¿Adonde ha ido? —pregunté.
—De vuelta a Kribirsk —respondió Iván—. Iremos más rápido con
menos peso.
—Tú pareces más pesado que ella —murmuré.
—Ponte la kefta —ordenó.
—¿Por qué?
—Porque está hecha de tela acorazada de los Materialki. Puede resistir
el fuego de un rifle.
Me lo quedé mirando. ¿Era eso posible? Había historias de Grisha que
soportaban disparos directos y sobrevivían a lo que deberían haber sido
heridas letales. Nunca me las había tomado en serio, pero quizás la obra de
los Hacedores fuera la explicación de aquellos cuentos de viejas.
—¿Todos lleváis estas cosas? —dije mientras me ponía la kefta.
—Cuando estamos en el campo —respondió un oprichnik. Estuve a
punto de dar un respingo. Era la primera vez que alguno de los guardianes
hablaba.
—Intenta que no te disparen en la cabeza —añadió Iván con una sonrisa
condescendiente.
Lo ignoré. La kefta era demasiado grande para mí. Me producía una
sensación agradable y desconocida, y el forro de piel se ajustaba a mi
cuerpo con calidez. Me mordí el labio. No parecía justo que los oprichniki y
los Grisha llevaran ese tejido y los soldados normales no. ¿Lo llevarían
también nuestros oficiales?
El carruaje cogió velocidad. En el tiempo que le había llevado a la
Sanadora hacer su trabajo, ya había comenzado a anochecer, y ya habíamos
dejado atrás Kribirsk. Me incliné hacia delante, tratando de ver por la
ventana, pero el mundo exterior estaba desdibujado por el crepúsculo. Sentí
que las lágrimas volvían a incordiarme, y pestañeé para librarme de ellas.
Unas horas antes, había sido una chica asustada de camino a lo
desconocido, pero al menos sabía quién y qué era. Con un espasmo, pensé
en la Tienda de los Documentos. Los otros cartógrafos podrían estar
trabajando ahora. ¿Estarían lamentándose por Alexei? ¿Estarían hablando
de mí y de lo que había sucedido en la Sombra?
Me aferré al arrugado abrigo del ejército que había amontonado sobre
mi regazo. Seguro que todo esto era un sueño, alguna demente alucinación
provocada por los terrores de la Sombra. No podía estar llevando de verdad
la kefta de una Grisha, sentada en el carruaje del Oscuro, el mismo carruaje
que casi me había atropellado tan solo un día antes.
Alguien encendió una lámpara en el interior del carruaje, y la titilante
luz me permitió ver mejor el lujoso interior. Los asientos estaban
acolchados con grueso terciopelo negro. En las ventanas de cristal estaba
tallado el símbolo del Oscuro: dos círculos superpuestos, el sol eclipsado.
Frente a mí, los dos Grisha me estudiaban con abierta curiosidad. Sus
keftas rojas eran de la más fina lana, generosamente bordadas en negro y
forradas con pelaje también negro. El Mortificador de pelo rubio era
desgarbado y tenía una cara larga y melancólica. Iván era más alto, más
ancho, con pelo marrón ondulado y la piel bronceada por el sol. Ahora que
me molestaba en mirarlo, tenía que admitir que era guapo. Y, además, lo
sabe. Es un matón grandote y guapo.
Me movía sin parar en mi asiento, incómoda por sus miradas. Miré por
la ventana, pero no había nada que ver salvo la creciente oscuridad y mi
propio reflejo pálido. Volví a mirar a los Grisha y traté de reprimir mi
irritación. Seguían mirándome embobados. Me recordé que esos hombres
podían hacer que me explotara el corazón en el pecho, pero al final no pude
soportarlo.
—No hago trucos de magia, ¿sabéis? —solté.
—Lo de la tienda fue un buen truco —replicó Iván. Yo puse los ojos en
blanco.
—Bueno, prometo que si tengo intención de hacer algo emocionante, os
avisaré primero, así que podéis… echaros una siesta o lo que sea.
Iván parecía ofendido. Sentí una punzada de miedo, pero el Corporalnik
rubio soltó una risotada.
—Soy Fedyor —dijo—, y este es Iván.
—Lo sé —respondí. Después, imaginando la mirada reprobatoria de
Ana Kuya, añadí—: Encantada de conoceros.
Intercambiaron una mirada jocosa. Yo los ignoré y volví a retorcerme en
mi asiento, tratando de ponerme cómoda. No era fácil con dos soldados
bien armados ocupando la mayor parte del espacio.
El carruaje pasó por un bache y dio un bote.
—¿Es seguro viajar por la noche? —pregunté.
—No —replicó Fedyor—, pero sería mucho más peligroso detenernos.
—¿Porque ahora hay gente detrás de mí? —dije con sarcasmo.
—Si no los hay ahora, los habrá pronto.
Resoplé. Fedyor alzó las cejas y dijo:
—Durante cientos de años, la Sombra ha estado haciendo el trabajo de
nuestros
enemigos,
cerrando
nuestros
puertos,
ahogándonos,
debilitándonos. Si de verdad eres una Invocadora del Sol, puede que tu
poder sea la clave para abrir la Sombra… o quizá incluso destruirla. Fjerda
y Shu Han no se quedarán sentados viendo cómo eso sucede.
Lo miré boquiabierta. ¿Qué esperaba de mí esa gente? ¿Y qué me harían
cuando se dieran cuenta de que no podía ayudarlos?
—Esto es ridículo —murmuré.
Fedyor me miró de arriba abajo y sonrió ligeramente.
—Tal vez —dijo.
Fruncí el ceño. Estaba dándome la razón, pero aun así me sentía
insultada.
—¿Cómo lo has escondido? —preguntó Iván abruptamente.
—¿Qué?
—Tu poder —dijo con impaciencia—. ¿Cómo lo has escondido?
—No lo he escondido. No sabía que lo tenía.
—Eso es imposible.
—Pues aquí estamos —dije amargamente.
—¿No te examinaron?
Un débil recuerdo centelleó en mi mente: tres figuras con capa en el
salón de Keramzin, una mujer con frente altiva.
—Claro que me examinaron.
—¿Cuándo?
—Cuando tenía ocho años.
—Eso es muy tarde —comentó Iván—. ¿Por qué tus padres no hicieron
que te examinaran antes?
Porque estaban muertos, pensé, pero no lo dije. Y nadie prestaba mucha
atención a los huérfanos del Duque Keramsov. Me encogí de hombros.
—No tiene ningún sentido —gruñó Iván.
—¡Eso es lo que he estado tratando de deciros! —Me incliné hacia
delante, mirando a Iván y Fedyor con desesperación—. No soy lo que creéis
que soy. No soy Grisha. Lo que pasó en la Sombra… No sé lo que pasó,
pero no fui yo.
—¿Y qué pasó en la tienda Grisha? —preguntó Fedyor con calma.
—No puedo explicarlo, pero no fui yo. El Oscuro hizo algo cuando me
tocó.
Iván se rio.
—Él no hizo nada. Es un amplificador.
—¿Un qué? —Fedyor e Iván intercambiaron otra mirada—. Olvídalo —
solté—. Me da igual.
Iván se metió la mano por el cuello de su vestimenta y sacó algo que
colgaba de una delgada cadena de plata. Me la acercó para que yo la
examinara.
La curiosidad podía conmigo, y me incliné hacia delante para verla
mejor. Parecía un racimo de uñas negras y afiladas.
—¿Qué son?
—Mi amplificador —respondió Iván con orgullo—. Las uñas de la
garra delantera de un oso de Sherborn. Lo maté yo mismo al dejar la
escuela y unirme al servicio del Oscuro. —Volvió a reclinarse en su asiento
y se volvió a meter la cadena por dentro de la ropa.
—Un amplificador aumenta el poder de un Grisha —explicó Fedyor—.
Pero el poder ya tiene que estar allí.
—¿Todos los Grisha lo tienen? —pregunté.
Fedyor se puso rígido.
—No —dijo—. Los amplificadores son poco comunes, y difíciles de
obtener.
—Solo los Grisha preferidos del Oscuro los tienen —añadió Iván con
suficiencia. Me arrepentía de haberlo preguntado.
—El Oscuro es un amplificador viviente —dijo Fedyor—. Eso es lo que
sentiste.
—¿Como las garras? ¿Ese es su poder?
—Uno de sus poderes —corrigió Iván.
Me ceñí más la kefta, sintiendo frío de repente. Recordé la seguridad
que me había inundado cuando me tocó el Oscuro, y la sensación
extrañamente familiar de una llamada que retumbaba dentro de mí, una
llamada que exigía respuesta. Me había dado miedo, pero también había
sido estimulante. En ese momento, todo mi temor y mis dudas habían sido
reemplazados por una especie de certeza absoluta. Yo no era nadie, una
refugiada de una aldea sin nombre, una chica flacucha y patosa que se
precipitaba sola por la creciente oscuridad. Pero cuando el Oscuro cerró los
dedos alrededor de mi muñeca, me sentí diferente, como algo más. Cerré
los ojos y traté de concentrarme, traté de recordar esa sensación de certeza,
traté de que ese poder firme y perfecto cobrara vida con un centelleo. Pero
no sucedió nada.
Suspiré y abrí los ojos. Iván parecía divertirse mucho, y mis ganas de
darle una patada eran casi irresistibles.
—Vais a acabar muy decepcionados —murmuré.
—Por tu bien, espero que te equivoques —replicó Iván.
—Por el bien de todos —añadió Fedyor.
Perdí la noción del tiempo. La noche y el día pasaron al otro lado de las
ventanas del carruaje. Estuve la mayor parte del tiempo mirando el paisaje,
buscando puntos de referencia que resultaran algo familiares. Esperaba que
fuéramos por carreteras secundarias, pero en lugar de eso permanecimos en
la Vy, y Fedyor explicó que el Oscuro había optado por la velocidad en
lugar de por el sigilo. Esperaba que me encontrara a salvo tras los muros
dobles de Os Alta antes de que el rumor de mis poderes se extendiera entre
los espías y asesinos enemigos que trabajaban dentro de las fronteras de
Ravka.
Íbamos a un ritmo brutal. Ocasionalmente nos deteníamos para cambiar
de caballos y se me permitía estirar las piernas. Cuando lograba dormir, mis
sueños estaban plagados de monstruos.
Una vez desperté sobresaltada con el corazón latiéndome muy fuerte, y
me encontré con Fedyor observándome. Iván estaba dormido junto a él,
roncando.
—¿Quién es Mal? —preguntó.
Me di cuenta de que debía de haber estado hablando en sueños.
Avergonzada, miré a los guardias oprichniki que me flanqueaban. Fuera, el
sol de la tarde brillaba a través de un bosquecillo de abedules mientras
pasábamos a su lado.
—Nadie —dije—. Un amigo.
—¿El rastreador?
Asentí.
—Estaba conmigo en la Sombra. Me salvó la vida.
—Y tú se la salvaste a él.
Abrí la boca para protestar, pero me detuve. ¿Había salvado a Mal? El
pensamiento me hacía estremecer.
—Es un gran honor —continuó Fedyor—, salvar una vida. Has salvado
muchas.
—No suficientes —murmuré, pensando en la mirada aterrorizada de
Alexei cuando lo arrastraron a la oscuridad. Si tenía ese poder, ¿por qué no
había sido capaz de salvarlo? ¿O a cualquiera de los otros que habían
muerto en la Sombra? Miré a Fedyor.
—Si realmente crees que salvar una vida es un honor, ¿por qué no te
conviertes en Sanador en lugar de Mortificador?
Fedyor observó el paisaje en movimiento.
—De todos los Grisha, los Corporalki sin duda tienen el adiestramiento
más difícil. Somos los que más tenemos que entrenar y estudiar. Cuando
todo terminó, sentía que podía salvar más vidas como Mortificador.
—¿Como asesino? —pregunté, sorprendida.
—Como soldado —corrigió él, y se encogió de hombros. Después
añadió con una sonrisa triste—: ¿Matar o curar? Todos tenemos nuestros
dones. —Abruptamente, su expresión cambió. Se sentó recto y le dio un
golpe a Iván en un lado—. ¡Despierta!
El carruaje se había detenido. Miré a mi alrededor, confundida.
—¿Estamos…? —comencé, pero el guardia que tenía a mi lado me tapó
la boca con la mano y se llevó un dedo a los labios.
La puerta del carruaje se abrió y un soldado metió la cabeza.
—Hay un árbol caído en medio de la carretera —explicó—, pero podría
ser una trampa. Permaneced alerta y…
No llegó a terminar la frase. Sonó un disparo y cayó hacia delante, con
una bala en la espalda. De pronto, el aire se llenó de gritos de pánico y el
terrible sonido del fuego de rifle cuando una lluvia de balas alcanzó el
carruaje.
—¡Agáchate! —gritó el guardia a mi lado, escudando mi cuerpo con el
suyo mientras Iván quitaba de en medio al soldado muerto y cerraba la
puerta.
—Fjerdanos —dijo el guardia, mirando al exterior.
Iván se giró hacia Fedyor y el guardia junto a mí.
—Fedyor, ve con él. Ocúpate de este lado; nosotros nos ocuparemos del
otro. Defended el carruaje a toda costa.
Fedyor se sacó del cinturón un cuchillo grande y me lo entregó.
—Quédate cerca del suelo y en silencio.
Los Grisha esperaron junto con los guardias, agachados junto a las
ventanas, y a una señal de Iván saltaron de ambos lados del carruaje,
cerrando las puertas tras ellos. Me senté en el suelo, aferrando la pesada
empuñadura del cuchillo, con las rodillas en el pecho y la espalda contra la
base del asiento. Oía sonidos de lucha en el exterior, metal contra metal,
gruñidos y gritos, caballos relinchando. El carruaje tembló cuando un
cuerpo se estampó contra la ventana. Vi con horror que se trataba de uno de
mis guardias. Su cuerpo dejó detrás una mancha roja en el cristal cuando se
deslizó hasta quedar fuera de mi vista.
La puerta del carruaje se abrió de golpe y apareció la cara de un hombre
con una barba salvaje y amarillenta. Me lancé al otro lado del carruaje,
empuñando el cuchillo frente a mí. Le ladró algo a sus compatriotas en su
extraña lengua fjerdana y trató de cogerme la pierna. Mientras le pegaba
una patada, la puerta que tenía detrás se abrió y estuve a punto de caerme
sobre otro hombre barbudo. Me cogió por debajo de los brazos y me sacó
bruscamente del carruaje mientras yo aullaba y lanzaba tajos con el
cuchillo.
Debí de darle, porque soltó una maldición y aflojó el agarre. Luché por
ponerme en pie y salí corriendo. Estábamos en una cañada boscosa donde la
Vy se estrechaba para pasar entre dos colinas inclinadas. A mi alrededor, los
soldados y los Grisha estaban luchando con hombres barbudos. Los árboles
estallaban en llamas al ser alcanzados por el fuego Grisha. Vi a Fedyor
extender las manos y el hombre que tenía delante se desplomó en el suelo,
agarrándose el pecho, con un hilo de sangre saliendo de la boca.
Corrí sin rumbo y comencé a trepar por la colina más cercana, jadeando
mientras los pies me resbalaban por las hojas caídas que cubrían la
superficie. Subí solo hasta la mitad antes de que alguien me placara desde
atrás. Caí hacia delante, y el cuchillo salió volando cuando extendí las
manos para amortiguar la caída.
Me giré y di patadas al hombre de barba amarillenta que me estaba
cogiendo las piernas. Miré hacia el valle con desesperación, pero los
soldados y los Grisha que había abajo estaban luchando por sus vidas,
claramente superados en número e incapaces de acudir en mi ayuda.
Forcejeé y me revolqué, pero el fjerdano era demasiado fuerte. Se subió
encima de mí, utilizando las rodillas para sujetarme los brazos a ambos
lados del cuerpo, y cogió su cuchillo.
—Voy a destriparte aquí mismo, bruja —gruñó con fuerte acento
fjerdano.
En ese momento, oí un ruido de cascos y mi atacante giró la cabeza para
mirar a la carretera. Un grupo de jinetes entraron rugiendo en la cañada, con
keftas rojas y azules, y manos que lanzaban fuego y relámpagos. El jinete
que los lideraba iba vestido de negro.
El Oscuro se bajó de su montura y extendió los brazos, y después los
juntó con un estruendo. Franjas de oscuridad salieron de entre sus manos
unidas, serpenteando por la cañada hasta encontrar a los asesinos fjerdanos,
después, se deslizaron por sus cuerpos para envolver sus caras en sombras
rabiosas. Gritaron. Algunos soltaron las espadas; otros las agitaron a ciegas.
Observé con una mezcla de asombro y temor mientras los luchadores
ravkanos tomaban ventaja, liquidando con facilidad a los hombres ciegos e
indefensos.
El hombre barbudo que tenía encima murmuró algo que no comprendí.
Supuse que sería una plegaria. Estaba mirando paralizado al Oscuro, y su
terror era palpable. Aproveché la oportunidad.
—¡Estoy aquí! —llamé en dirección a la cañada. El Oscuro giró la
cabeza y levantó las manos.
—¡Nej! —gritó el fjerdano, con el cuchillo levantado—. ¡No necesito
ver para clavarte un cuchillo en el corazón!
Contuve el aliento. En la cañada cayó el silencio, roto solo por los
gemidos de los hombres moribundos. El Oscuro bajó las manos.
—Te habrás dado cuenta de que estás rodeado —informó con una voz
calmada que viajaba entre los árboles.
La mirada del asesino fue de derecha a izquierda, y después hacia
arriba, a la cima de la montaña, donde emergían los soldados ravkanos con
los rifles preparados. El fjerdano miró a su alrededor frenéticamente, y el
Oscuro avanzó unos pasos por la cuesta.
—¡Ni un paso más! —chilló el hombre. El Oscuro se detuvo.
—Entrégamela y te dejaré huir hasta tu rey.
El asesino soltó una risita demente.
—Ah, no, ah, no. No lo creo —dijo, sacudiendo la cabeza y
manteniendo en alto sobre mi corazón palpitante el cuchillo, con un filo
cruel que brillaba al sol—. El Oscuro no perdona vidas. —Bajó la mirada
hacia mí. Sus pestañas eran de un rubio claro, casi invisibles—. No te
tendrá —canturreó con suavidad—. No se hará con la bruja. No se hará
también con este poder. —Alzó el cuchillo en alto y gritó—: ¡Skirden
Fjerda!
El cuchillo bajó en un arco brillante. Giré la cabeza y entrecerré los
ojos, aterrorizada, y mientras lo hacía vi que el Oscuro lanzaba el brazo
hacia delante, cortando el aire frente a él. Oí otro ruido como de trueno, y
después… nada.
Abrí los ojos lentamente y contemplé el horror ante mí. Abrí la boca
para gritar, pero no salió sonido alguno. El hombre que tenía encima había
sido cortado en dos. Su cabeza, su hombro derecho y su brazo estaban
tirados sobre el suelo del bosque, y su mano seguía sujetando el cuchillo. El
resto de él se balanceó sobre mí unos segundos, y unas oscuras volutas de
humo se desvanecieron en el aire, junto a la herida que recorría su torso
cercenado. Después, lo que quedaba de él cayó hacia delante.
Encontré mi voz y grité. Me arrastré hacia atrás, alejándome del cuerpo
mutilado, incapaz de ponerme en pie, incapaz de apartar la mirada de la
horrible escena, y mi cuerpo temblaba sin control.
El Oscuro se apresuró a subir la colina y se arrodilló junto a mí, tapando
la vista del cadáver.
—Mírame —indicó. Traté de concentrarme en su cara, pero solo podía
ver el cuerpo cercenado del asesino, su sangre derramándose sobre las hojas
empapadas.
—¿Qué… qué le has hecho? —pregunté con voz temblorosa.
—Lo que tenía que hacer. ¿Puedes ponerte en pie?
Asentí, temblando. Él me cogió las manos y me ayudó a levantarme.
Cuando mi mirada volvió a deslizarse hacia el cadáver, me tomó la barbilla
y dirigió mis ojos hacia él.
—Mírame a mí —ordenó. Asentí y traté de mantener los ojos clavados
en el Oscuro mientras me conducía hacia la base de la colina y les daba
órdenes a sus hombres—. Despejad el camino. Necesito veinte jinetes.
—¿Y la chica? —preguntó Iván.
—Montará conmigo —replicó el Oscuro.
Me dejó junto a su caballo mientras iba a deliberar con Iván y sus
capitanes. Me alivió ver a Fedyor con ellos. Se agarraba el brazo, pero por
lo demás no parecía haber sufrido daños. Le di unas palmadas al caballo en
un flanco sudoroso y aspiré el limpio olor a cuero de la silla, tratando de
reducir el ritmo de mi corazón y de ignorar lo que sabía que yacía detrás de
mí en la colina.
Unos minutos después, los soldados y los Grisha montaron en sus
caballos. Varios hombres habían terminado de apartar el árbol del camino, y
otros estaban marchándose a caballo con el maltrecho carruaje.
—Es un señuelo —explicó el Oscuro, a mi lado—. Nosotros iremos por
los caminos del sur; es lo que deberíamos haber hecho desde el principio.
—Así que cometes errores —solté sin pensar. Él se detuvo mientras se
ponía los guantes y yo apreté los labios, nerviosa—. No quería decir que…
—Por supuesto que cometo errores —dijo. Su boca se curvó en una
media sonrisa—. Pero no a menudo.
Se subió la capucha y me ofreció la mano para ayudarme a subir al
caballo. Dudé un momento. Estaba frente a mí, un jinete oscuro de capa
negra, con los rasgos ocultos por las sombras. La imagen del hombre
mutilado apareció en mi mente, y se me revolvió el estómago.
—Hice lo que tenía que hacer, Alina —repitió, como si me hubiera
leído el pensamiento.
Lo sabía. Me había salvado la vida. Y, ¿qué otra opción tenía? Le di la
mano y dejé que el Oscuro me ayudara a subir a la silla. Él montó detrás de
mí y golpeó al caballo con el pie para que comenzara a trotar.
Mientras dejábamos la cañada, sentí que la realidad de lo que acababa
de suceder me embargaba.
—Estás temblando —dijo.
—No estoy acostumbrada a que la gente intente matarme.
—¿En serio? Yo ya ni llevo la cuenta.
Me giré para mirarlo. El rastro de una sonrisa seguía ahí, pero no estaba
completamente segura de que estuviera bromeando. Me giré y dije:
—Y yo acabo de ver a un hombre cortado por la mitad.
Traté de mantener la voz despreocupada, pero no podía esconder el
hecho de que seguía temblando.
El Oscuro se pasó las riendas a una mano y se quitó uno de los guantes.
Me envaré al sentir que deslizaba su palma desnuda bajo mi pelo y la
dejaba sobre mi nuca. Mi sorpresa dio paso a la calma mientras esa misma
sensación de poder y seguridad fluía a través de mí. Con una mano en mi
cabeza, dio un golpe al caballo para que fuera a medio galope. Cerré los
ojos tratando de no pensar y, enseguida, a pesar del movimiento del caballo,
a pesar de los terrores del día, caí en un sueño inquieto.
os siguientes días pasaron como un borrón de incomodidad y
agotamiento. Permanecimos alejados de la Vy, yendo por
carreteras secundarias y estrechos caminos de caza,
moviéndonos tan rápido como el terreno montañoso y a menudo
traicionero nos permitía. Perdí todo sentido de dónde estábamos
y cuánto habíamos avanzado.
Tras el primer día, el Oscuro y yo habíamos montado por separado, pero
descubrí que siempre sabía dónde se encontraba en la fila de jinetes. No me
dijo ni una palabra y, mientras las horas y los días pasaban, comencé a
preocuparme de haberlo ofendido de algún modo. (Aunque, con lo poco que
habíamos hablado, no estaba segura de cómo había podido hacerlo).
Ocasionalmente lo pillaba mirándome, con ojos fríos e inescrutables.
Nunca había sido una jinete especialmente buena, y el ritmo del Oscuro
estaba comenzando a hacer mella en mí. No importaba hacia qué lado me
moviera en la silla, siempre me dolía alguna parte del cuerpo. Me quedé
mirando lánguidamente las orejas del caballo, que se movían con
nerviosismo, y traté de no pensar en mis piernas ardientes o en la pulsación
que sentía en la parte inferior de la espalda. La quinta noche, cuando nos
detuvimos para acampar en una granja abandonada, quería bajar de mi
caballo saltando de felicidad, pero estaba tan rígida que acabé deslizándome
torpemente hasta el suelo. Le di las gracias al soldado que se ocupó de mi
montura y bajé lentamente por una pequeña colina hasta donde oía el suave
borboteo de un arroyo.
Me arrodillé junto a la orilla con piernas temblorosas y me lavé manos y
cara con el agua fría. El aire había cambiado durante los últimos días, y el
azul brillante del cielo de otoño estaba dando paso a un lúgubre gris. Los
soldados parecían pensar que llegaríamos a Os Alta antes de que el tiempo
cambiara de verdad. ¿Y después, qué? ¿Qué me pasaría cuando llegáramos
al Pequeño Palacio? ¿Qué sucedería cuando no pudiera hacer las cosas que
querían que hiciera? No era sensato decepcionar al Rey, o al Oscuro.
Dudaba que me enviaran de vuelta al regimiento con una palmadita en la
espalda. Me pregunté si Mal seguiría en Kribirsk. Si sus heridas habían
sanado, puede que ya lo hubieran enviado a cruzar la Sombra de nuevo o a
alguna otra misión. Recordé su rostro desapareciendo entre la multitud en la
tienda Grisha. Ni siquiera había tenido la oportunidad de despedirme.
Estaba anocheciendo, y estiré los brazos tratando de librarme del
pesimismo que sentía. Probablemente sea lo mejor, me dije. De todos
modos, ¿cómo me habría despedido de Mal? Gracias por ser mi mejor
amigo y hacer mi vida soportable. Ah, y siento haber estado un tiempo
enamorada de ti. ¡No te olvides de escribir!
—¿De qué te ríes?
Me giré, escudriñando la noche. La voz del Oscuro parecía salir
flotando de entre las sombras. Caminó hasta el arroyo y se agachó en la
orilla para echarse agua en la cara y en su cabello moreno.
—¿Y bien? —preguntó, levantando la mirada hacia mí.
—De mí misma —admití.
—¿Tan graciosa eres?
—Desternillante.
El Oscuro me examinó bajo las luces que quedaban del crepúsculo.
Tenía la inquietante sensación de que me estaba estudiando. Salvo por un
poco de polvo en su kefta, no parecía que nuestro viaje lo hubiera afectado
demasiado. Me picaba la piel de vergüenza al percatarme fuertemente de mi
kefta rota y demasiado larga, mi pelo sucio y el moratón que había dejado
en mi mejilla el asesino fjerdano. ¿Me estaba mirando y lamentándose de su
decisión de haberme llevado con él? ¿Estaba pensando que había cometido
otro de sus errores poco frecuentes?
—No soy Grisha —dije abruptamente.
—La evidencia sugiere lo contrario —replicó él, sin preocupación
alguna—. ¿Qué te hace estar tan segura?
—¡Mírame!
—Te estoy mirando.
—¿Te parezco una Grisha?
Los Grisha eran guapos. No tenían granos, ni aburrido pelo marrón, ni
brazos flacuchos. Él sacudió la cabeza y se levantó.
—No lo entiendes en absoluto —dijo, y comenzó a subir por la colina.
—¿Me lo vas a explicar?
—No, ahora no.
Estaba tan furiosa que quería darle un golpe en la cabeza. Si no lo
hubiera visto cortar a un hombre por la mitad, puede que lo hubiera hecho.
En su lugar, me conformé con fulminar con la mirada el espacio entre sus
hombros mientras lo seguía hacia arriba.
Los hombres del Oscuro habían limpiado el suelo del granero en ruinas
de la granja, y habían encendido una hoguera. Uno de ellos había cazado un
urogallo y lo estaba asando sobre las llamas. No era mucha comida al
compartirla entre todos, pero el Oscuro no quería enviar a sus hombres a
cazar al bosque.
Me senté junto al fuego y me comí en silencio mi pequeña porción. Al
terminar, dudé tan solo un segundo antes de limpiarme los dedos en mi
kefta ya sucia. Probablemente fuera la cosa más bonita que hubiera llevado
y fuera a llevar jamás, y había algo en ver el tejido manchado y roto que me
hacía sentir muy rastrera.
A la luz del fuego, vi a los oprichniki sentados con los Grisha. Algunos
ya se habían alejado del fuego para ir a la cama. Otros se encargaban de la
primera guardia. Los demás estaban sentados hablando mientras las llamas
menguaban, pasándose un frasco. El Oscuro estaba entre ellos. Me fijé en
que no había tomado más que su ración de urogallo, y ahora se sentaba
junto a sus soldados en el frío suelo, un hombre a quien solo el Rey
superaba en poder.
Debió de sentir que lo observaba, porque se giró para mirarme, y sus
ojos de granito resplandecían a la luz del fuego. Enrojecí. Para mi
consternación, se levantó para sentarse junto a mí, y me ofreció el frasco.
Dudé y después tomé un sorbo, haciendo una mueca por el sabor. Nunca me
había gustado el kvas, pero los profesores de Keramzin lo bebían como si
fuera agua. Una vez, Mal y yo habíamos robado una botella. La paliza que
nos llevamos cuando nos pillaron no fue nada en comparación con lo
horriblemente enfermos que estuvimos.
Sin embargo, quemaba al bajar, y la calidez era bienvenida. Tomé otro
sorbo y le devolví el frasco.
—Gracias —dije con una tosecita.
Él bebió mirando al fuego, y después dijo:
—De acuerdo. Pregúntame.
Pestañeé en su dirección, sorprendida. No estaba segura de por dónde
comenzar. Mi agotada mente se hallaba rebosante de preguntas, zumbando
en un estado entre el pánico, el cansancio y la incredulidad desde que
habíamos abandonado Kribirsk. No estaba segura de tener la energía
necesaria para formular un pensamiento, y cuando abrí la boca, la pregunta
que salió de ella me sorprendió.
—¿Cuántos años tienes?
Él me miró, perplejo.
—No lo sé exactamente.
—¿Cómo puedes no saberlo?
El Oscuro se encogió de hombros.
—¿Cuántos años tienes tú exactamente?
Le lancé una mirada de amargura. No sabía la fecha de mi nacimiento.
A todos los huérfanos de Keramzin se nos daba el cumpleaños del Duque
en honor a nuestro benefactor.
—Bueno, entonces, ¿cuántos años tienes, más o menos?
—¿Por qué quieres saberlo?
—Porque he oído historias sobre ti desde que era niña, pero no pareces
mucho mayor que yo —respondí con honestidad.
—¿Qué clase de historias?
—Lo típico —dije, algo enfadada—. Si no quieres responderme, dímelo
y ya está.
—No quiero responderte.
—Ah.
El Oscuro suspiró.
—Ciento veinte —dijo—. Más o menos.
—¿Qué? —chillé. Los soldados que estaban sentados al otro lado nos
miraron—. Eso es imposible —añadí en voz más baja.
Él miró a las llamas.
—Cuando un fuego arde, consume la madera. La devora, y deja solo
ceniza. El poder Grisha no funciona así.
—¿Cómo funciona?
—Usar nuestro poder nos hace más fuertes. Nos alimenta en lugar de
consumirnos. La mayoría de los Grisha tienen vidas largas.
—Pero no ciento veinte años.
—No —admitió—. La duración de la vida de un Grisha es proporcional
a su poder. Cuanto mayor sea este, más larga será su vida. Y cuando el
poder se amplifica…
Dejó de hablar, encogiéndose de hombros.
—Y tú eres un amplificador viviente. Como el oso de Iván.
Una ligera sonrisa se asomó por la comisura de su boca.
—Como el oso de Iván.
Se me ocurrió algo poco agradable.
—Pero, eso significa…
—Que mis huesos o algunos de mis dientes harían muy poderoso a otro
Grisha.
—Pues eso da mucho miedo. ¿No te preocupa ni un poquito?
—No —dijo simplemente—. Ahora, responde tú a mi pregunta. ¿Qué
clase de historias te han contado sobre mí?
Me moví en mi sitio, incómoda.
—Bueno… Nuestros profesores nos dijeron que habías fortalecido el
Segundo Ejército reuniendo Grisha de fuera de Ravka.
—No tuve que reunirlos. Ellos vinieron a mí. Otros países no tratan a
los Grisha tan bien como Ravka —replicó sombríamente—. Los fjerdanos
nos queman como si fuéramos brujas, y los de Kerch nos venden como
esclavos. Los de Shu Han nos cortan en pedacitos tratando de encontrar la
fuente de nuestro poder. ¿Qué más?
—Dijeron que tú eras el Oscuro más fuerte desde hace generaciones.
—No te he pedido que me hagas cumplidos.
Toqueteé un hilo suelto en la manga de mi kefta. Él me observó
expectante.
—Bueno —dije—, había un sirviente anciano que trabajaba en la
propiedad…
—Continúa —indicó—. Cuéntame.
—Dijo… dijo que los Oscuros nacían sin alma. Que solo algo
verdaderamente malvado podría haber creado la Sombra. —Miré su rostro
frío y añadí rápidamente—. Pero Ana Kuya lo envió a hacer las maletas y
nos dijo que solo eran supersticiones de campesinos.
El Oscuro suspiró.
—Dudo que ese sirviente fuera el único que pensara eso.
No dije nada. No todo el mundo pensaba como Eva o aquel anciano
sirviente, pero llevaba en el Primer Ejército bastante tiempo como para
saber que la mayoría de los soldados normales no confiaban en los Grisha
ni sentían ninguna lealtad hacia el Oscuro.
—Mi tátara-tátara-tátara-tatarabuelo fue el Hereje Negro, el Oscuro que
creó la Sombra —dijo tras un momento—. Fue un error, un experimento
nacido de su avaricia, tal vez de su maldad. No lo sé. Pero cada Oscuro que
lo ha sucedido ha tratado de deshacer el daño que le hizo a nuestro país, y
yo no soy distinto. —Se giró hacia mí, con expresión seria, mientras la luz
del fuego jugaba con las líneas perfectas de sus facciones—. Me he pasado
la vida buscando una forma de arreglar las cosas. Tú eres el primer atisbo
de esperanza que he tenido en mucho tiempo.
—¿Yo?
—El mundo está cambiando, Alina. Los mosquetes y los rifles son solo
el principio. He visto las armas que están desarrollando en Kerch y Fjerda.
La época de los Grisha está llegando a su fin.
Era un pensamiento terrible.
—Pero… ¿qué pasa con el Primer Ejército? Tienen rifles, tienen armas.
—¿De dónde crees que vienen sus rifles y su munición? Cada vez que
cruzamos la Sombra, perdemos vidas. Una Ravka dividida no sobrevivirá a
la nueva era. Necesitamos nuestros puertos y nuestros muelles. Y solo tú
puedes devolvérnoslos.
—¿Cómo? —imploré—. ¿Cómo se supone que puedo hacerlo?
—Ayudándome a destruir la Sombra.
Sacudí la cabeza.
—Estás loco. Esto es una locura.
Miré el cielo nocturno a través de las grietas en el techo del granero.
Estaba lleno de estrellas, pero solo podía ver la oscuridad infinita entre
ellas. Me imaginé en el silencio muerto de la Sombra, ciega, asustada, sin
nada que me protegiera salvo mi supuesto poder. Pensé en el Hereje Negro.
Había creado la Sombra, un Oscuro igual que el que estaba observándome
tan de cerca a la luz del fuego.
—¿Y qué pasa con eso que le hiciste? —pregunté antes de que pudiera
perder el valor—. Al fjerdano.
Él volvió a mirar al fuego.
—Se llama el Corte. Requiere un gran poder y una gran concentración,
es algo que pocos Grisha pueden hacer.
Me froté los brazos, tratando de mantener a raya el frío que se había
apoderado de mí. Él me miró, y después volvió a mirar al fuego.
—Si lo hubiera cortado con una espada, ¿hubiera sido mejor?
¿Lo hubiera sido? Había visto incontables horrores los últimos días.
Pero, incluso después de las pesadillas de la Sombra, la imagen que se había
quedado conmigo, que se aparecía en mis sueños y me perseguía hasta que
me despertaba, era la del cuerpo cercenado del hombre barbudo,
balanceándose en la tenue luz antes de desmoronarse sobre mí.
—No lo sé —dije en voz baja.
Algo pasó por su cara, algo que parecía furia, o tal vez incluso dolor.
Sin una palabra más, se levantó para alejarse de mí.
Lo observé desaparecer en la oscuridad y de pronto me sentí culpable.
No seas tonta, me castigué. Es el Oscuro. Es el segundo hombre más
poderoso de Ravka. ¡Tiene ciento veinte años! No has herido sus
sentimientos. Pero me acordé de su mirada, de la vergüenza que había en su
voz al hablar del Hereje Negro, y no pude deshacerme de la sensación de
que había fracasado en alguna clase de prueba.
Dos días más tarde, justo después del amanecer, atravesamos la enorme
puerta y los famosos muros dobles de Os Alta.
Mal y yo habíamos entrenado no muy lejos de allí, en el fuerte militar
de Poliznaya, pero nunca habíamos estado dentro de la ciudad. Os Alta
estaba reservada para los más ricos, para las casas de los militares y
oficiales del gobierno, sus familias, sus mujeres y todos los negocios de los
que se encargaban.
Sentí una punzada de decepción al pasar junto a las tiendas con los
postigos cerrados, un enorme mercado donde unos pocos vendedores ya
estaban organizando sus puestos, y unas filas abarrotadas de casas
estrechas. Llamaban a Os Alta la ciudad de los sueños. Era la capital de
Ravka, hogar de los Grisha y del Gran Palacio del Rey. Pero, en realidad,
parecía tan solo una versión más grande y sucia del pueblo mercantil de
Keramzin.
Todo cambió en cuanto llegamos al puente. Cruzaba un ancho canal
donde unos pequeños botes se mecían en el agua. Al otro lado, alzándose
entre la niebla, blanca y brillante, se encontraba la otra Os Alta. Mientras
cruzábamos el puente vi que este podía levantarse para convertir el canal en
un foso gigante que separaba la ciudad de los sueños que había delante del
habitual caos de la ciudad mercantil que teníamos detrás.
Cuando alcanzamos el otro lado del canal, fue como si hubiéramos
llegado a otro mundo. Dondequiera que mirara veía fuentes y plazas, verdes
parques y anchos bulevares bordeados por filas perfectas de árboles. Aquí y
allá veía luces en los pisos bajos de las enormes casas, donde se encendían
los fuegos de las cocinas y empezaba el trajín del día.
Las calles comenzaron a ascender, y cuanto más subíamos más grandes
e imponentes eran las casas, hasta que finalmente llegamos hasta otro muro
y otras puertas, estas forjadas de oro reluciente y adornadas con el águila
doble del Rey. A lo largo del muro había hombres fuertemente armados en
sus puestos, un sombrío recordatorio de que a pesar de toda su belleza, Os
Alta seguía siendo la capital de un país que llevaba mucho tiempo en
guerra.
Las puertas se abrieron.
Enfilamos un ancho camino pavimentado con grava brillante y
bordeado por filas de árboles elegantes. A izquierda y derecha, perdiéndose
en la distancia, vi ornamentados jardines con ricos tonos verdes y cubiertos
por la niebla de las primeras horas de la mañana. Por encima de todo, sobre
una serie de terrazas de mármol y fuentes de oro, se alzaba el Gran Palacio,
el hogar de invierno del Rey de Ravka.
Cuando finalmente llegamos hasta la enorme fuente de águilas dobles
que se encontraba en su base, el Oscuro dirigió su caballo hacia el mío.
—¿Qué te parece? —preguntó.
Le lancé una ojeada, y después volví a mirar la elaborada fachada. Era
el edificio más grande que había visto en mi vida, con terrazas llenas de
estatuas; sus tres pisos brillaban con una fila tras otra de relucientes
ventanas, cada una bien ornamentada con lo que sospechaba que era oro de
verdad.
—Es muy… ¿grande? —dije con cuidado.
Él me miró, con una sonrisita jugueteando en sus labios.
—A mí me parece el edificio más feo que he visto en la vida —declaró,
e hizo avanzar a su caballo.
Seguimos un camino que se curvaba tras el palacio y se adentraba
profundamente en sus terrenos, pasando por un laberinto de setos, un jardín
con un templo con columnas en el centro, y un enorme invernadero con las
ventanas empañadas por la condensación. Después atravesamos un poblado
grupo de árboles, lo bastante grande como para que pareciera un bosque
pequeño, y pasamos por un largo y oscuro pasillo donde las ramas
formaban un techo denso y entretejido sobre nosotros.
Se me puso el vello de los brazos de punta. Tenía la misma sensación
que cuando cruzamos el canal, la sensación de traspasar la frontera entre
dos mundos.
Cuando salimos del túnel a la débil luz del sol, bajé la mirada por una
suave pendiente y vi un edificio que no se parecía a nada que hubiera visto
jamás.
—Bienvenida al Pequeño Palacio —dijo el Oscuro.
Era un nombre extraño, porque aunque era más pequeño que el Gran
Palacio, el «Pequeño» Palacio seguía siendo enorme. Se alzaba sobre los
árboles que lo rodeaban como algo tallado en un bosque encantado, un
racimo de oscuros muros de madera y cúpulas doradas. Cuando nos
acercamos, vi que cada centímetro estaba cubierto de intrincadas tallas de
pájaros y flores, vides que se enredaban y mágicas bestias.
Un grupo de sirvientes vestidos de color carbón esperaban en las
escaleras. Desmonté, y uno de ellos se apresuró a tomar mi caballo,
mientras que otros abrían unas enormes puertas dobles. Cuando las
atravesamos, no pude resistir la tentación de estirar la mano para tocar las
exquisitas tallas. Tenían incrustaciones de madreperla, de modo que
brillaban a la luz de la mañana. ¿Cuántas manos, cuántos años habían sido
empleados para crear un lugar así?
Atravesamos una cámara de entrada y llegamos a una enorme
habitación hexagonal con cuatro largas mesas dispuestas en forma de
cuadrado en el centro. Nuestras pisadas resonaron en el suelo de piedra, y
una gigantesca cúpula de oro parecía flotar sobre nosotros a una altura
imposible.
El Oscuro llevó a un lado a una de las sirvientas, una mujer mayor con
vestido color carbón, y le habló entre susurros. Después me dirigió una
pequeña reverencia y fue a zancadas hasta el otro lado de la habitación,
seguido por sus hombres.
Sentí un ramalazo de fastidio. El Oscuro no me había dicho mucho tras
aquella noche en el granero, y no me había dado ni una pista de lo que
podía esperar una vez llegáramos. Pero no tenía el valor ni la energía de
correr tras él, así que seguí dócilmente a la mujer de gris por otras puertas
dobles que daban a una de las torres más pequeñas.
Cuando vi todas las escaleras, quise echarme a llorar. Podría preguntar
si puedo quedarme aquí, en medio del pasillo, pensé tristemente. En lugar
de eso, puse la mano sobre la tallada barandilla y me obligué a subir, a pesar
de que mi cuerpo agarrotado se quejaba con cada escalón. Cuando llegamos
arriba, tenía ganas de celebrarlo tirándome en el suelo para echarme una
siesta, pero la sirvienta echó a caminar por el pasillo. Cruzamos una puerta
tras otra, hasta que finalmente llegamos a una cámara donde nos esperaba
otra criada uniformada.
Vi vagamente una habitación grande, con pesadas cortinas doradas, un
fuego ardiendo en una chimenea con hermosos azulejos; pero yo solo tenía
ojos para la enorme cama con dosel.
—¿Necesita algo? ¿Quiere comer? —preguntó la mujer, pero yo sacudí
la cabeza. Solo quería dormir—. Muy bien —dijo, y asintió en dirección a
la criada, que hizo una reverencia y desapareció por el pasillo—. Entonces,
la dejaré descansar. Asegúrese de echar el cerrojo.
Yo pestañeé.
—Como precaución —añadió, y salió por la puerta, que cerró
suavemente tras ella.
¿Precaución contra qué?, me pregunté, pero estaba demasiado cansada
como para pensar en ello. Eché el cerrojo, me despojé de la kefta y las botas
y me desplomé en la cama.
oñé que estaba de nuevo en Keramzin, deslizándome por los
oscuros pasillos con calcetines en los pies, tratando de encontrar
a Mal. Podía oírlo llamándome, pero su voz no parecía
acercarse nunca. Finalmente llegué hasta el piso superior, a la
puerta de la antigua habitación azul donde nos gustaba
sentarnos en la ventana para mirar nuestro prado. Oí que Mal reía. Abrí la
puerta de golpe… y grité. Había sangre por todas partes. El volcra estaba en
la ventana y, mientras se giraba hacia mí y abría sus enormes mandíbulas, vi
que tenía unos ojos grises de cuarzo.
Desperté de golpe, con el corazón palpitándome con fuerza, y miré a mi
alrededor aterrorizada. Por un momento no pude recordar dónde estaba, y
después gruñí y volví a dejarme caer sobre las almohadas.
Estaba empezando a quedarme dormida de nuevo cuando alguien
comenzó a llamar a la puerta.
—Lárgate —murmuré desde debajo de las sábanas, pero el golpeteo
sonó con más fuerza. Me senté, sintiendo que mi cuerpo entero chillaba
rebelándose. Me dolía la cabeza, y cuando traté de ponerme en pie mis
piernas no querían cooperar—. ¡De acuerdo! ¡Ya voy! —grité, y el golpeteo
se detuvo. Fui hasta la puerta dando traspiés y moví la mano hacia el
cerrojo, pero entonces dudé—. ¿Quién es?
—No tengo tiempo para esto —soltó una voz femenina al otro lado de
la puerta—. Abre. ¡Ahora!
Me encogí de hombros. Que me mataran, me secuestraran o lo que
quisieran. Mientras no tuviera que montar a caballo o subir escaleras, no me
quejaría.
Apenas había quitado el cerrojo cuando la puerta se abrió de golpe y
entró una chica alta, inspeccionando la habitación y después a mí con ojo
crítico. Posiblemente fuera la persona más guapa que había visto jamás. Su
cabello ondulado era de un caoba intenso, sus ojos grandes y dorados; y su
piel tan suave e inmaculada que parecía que sus perfectos pómulos hubieran
sido tallados en mármol. Llevaba una kefta de color crema bordada en oro y
decorada con el pelaje rojizo de un zorro.
—Por todos los Santos —dijo, recorriéndome con la mirada—. ¿Te has
bañado alguna vez? ¿Qué le ha pasado a tu cara?
Enrojecí violentamente y mi mano voló hasta el moratón en mi mejilla.
Había pasado casi una semana desde que había dejado el campamento,
y mucho más desde que me había bañado o cepillado el pelo. Estaba
cubierta de suciedad, sangre y olor a caballo.
—Yo…
Pero la chica ya estaba gritando órdenes a las sirvientas que la habían
seguido a la habitación.
—Preparad un baño, que sea caliente. Necesitaré mi equipo y que le
quitéis esas ropas.
Las sirvientas se abalanzaron sobre mí y comenzaron a toquetearme los
botones.
—¡Eh! —grité, apartando sus manos de mí. La Grisha puso los ojos en
blanco.
—Sujetadla si tenéis que hacerlo.
Las sirvientas duplicaron sus esfuerzos.
—¡Parad! —grité, alejándome de ellas. Dudaron, mirándonos a la chica
y a mí. La verdad es que nada sonaba mejor que un baño caliente y un
cambio de ropa, pero no iba a dejar que una tirana pelirroja me mangoneara
—. ¿Qué está pasando? ¿Quién eres?
—No tengo tiem…
—¡Pues saca tiempo! —solté— He viajado más de trescientos
kilómetros a caballo. Llevo una semana sin dormir una noche entera, y han
estado a punto de matarme dos veces. Así que, antes de hacer nada más, me
vas a contar quién eres y por qué es tan importante quitarme la ropa.
La pelirroja tomó aliento profundamente y dijo muy despacio, como si
le estuviera hablando a un niño:
—Me llamo Genya. En menos de una hora serás presentada ante el Rey,
y mi trabajo es hacer que tengas un aspecto decente.
Mi enfado se evaporó. ¿Iba a conocer al Rey?
—Oh —dije dócilmente.
—Sí, «oh». Entonces, ¿empezamos?
Asentí en silencio, y Genya dio una palmada. Las sirvientas entraron en
acción, quitándome la ropa y arrastrándome hasta el baño. La noche
anterior llegué demasiado cansada como para fijarme, pero entonces,
aunque estaba temblando y aterrorizada ante la perspectiva de tener que
conocer a un rey, me maravillé por los pequeños azulejos de bronce que se
extendían sobre cada superficie y por la bañera de cobre que las sirvientas
estaban llenando de agua humeante. Junto a la bañera, la pared estaba
cubierta de un mosaico de conchas y caparazones relucientes.
—¡Dentro, dentro! —dijo una de las sirvientas, dándome un empujón.
Me metí en la bañera. El agua estaba tan caliente que dolía, pero lo aguanté
en lugar de intentar entrar lentamente. La vida militar me había curado
hacía mucho de la mayor parte de mi pudor, pero ser la única persona
desnuda en la habitación era muy distinto, especialmente cuando todas
estaban lanzándome miradas de curiosidad.
Solté un chillido cuando una de las sirvientas me cogió la cabeza y
comenzó a lavarme el pelo con furia. Otra se inclinó sobre la bañera y
comenzó a frotarme las uñas.
Cuando me acostumbré, el calor del agua supuso un agradable alivio
para mi cuerpo dolorido. Llevaba más de un año sin darme un baño
caliente, y jamás había soñado siquiera que pudiera haber una bañera así.
Estaba claro que ser Grisha tenía sus beneficios. Podría haberme pasado
una hora simplemente chapoteando. Pero, en cuanto me remojaron un poco
y me frotaron a fondo, una sirvienta me cogió del brazo y ordenó:
—¡Fuera, fuera!
Salí de la bañera a regañadientes, y dejé que las mujeres me secaran
bruscamente con gruesas toallas. Una de las más jóvenes dio un paso hacia
delante con un pesado albornoz de terciopelo y me llevó hasta la habitación.
Después ella y las otras salieron por la puerta, dejándome sola con Genya.
La observé cautelosamente. Había abierto las cortinas y arrastrado una
mesa y una silla de madera elaboradamente talladas junto a las ventanas.
—Siéntate —ordenó. Su tono me molestaba, pero la obedecí.
Había un pequeño cofre abierto junto a su mano, y el contenido estaba
desparramado por encima de la mesa: tarros de cristal llenos de lo que
parecían bayas, hojas y polvos de colores. No tuve ocasión de investigar
más, pues Genya me tomó de la barbilla, observó mi rostro de cerca y giró
mi mejilla magullada hacia la luz de la ventana. Tomó aliento y paseó los
dedos por mi piel. Noté la misma sensación de picor que había
experimentado cuando la Sanadora se ocupó de mis heridas de la Sombra.
Pasaron unos largos minutos mientras apretaba los puños para evitar
rascarme. Después Genya se alejó y el picor remitió. Me entregó un espejito
de mano dorado: el moratón había desaparecido completamente. Presioné la
piel, vacilante, pero no dolía.
—Gracias —dije, soltando el espejo y comenzando a levantarme, pero
Genya me obligó a sentarme de nuevo.
—¿Adonde te crees que vas? No hemos terminado.
—Pero…
—Si el Oscuro solo quisiera curarte, habría enviado a un Sanador.
—¿No eres Sanadora?
—No voy de rojo, ¿verdad? —replicó ella, con un deje de amargura en
la voz. Hizo un gesto en dirección a sí misma—. Soy Confeccionadora.
Estaba confundida. Me di cuenta de que nunca antes había visto a un
Grisha con kefta blanca.
—¿Vas a hacerme un vestido?
Genya soltó un resoplido de exasperación.
—¡No me refiero a la ropa! Mira —dijo, pasándose sus largos y gráciles
dedos por la cara—. No pensarás que nací con este aspecto, ¿verdad?
Observé la suave perfección marmórea de los rasgos de Genya mientras
lo comprendía con una oleada de indignación.
—¿Quieres cambiarme la cara?
—Cambiarla no. Solo… darte un nuevo toque.
Fruncí el ceño. Sabía qué aspecto tenía. De hecho, era terriblemente
consciente de mis defectos, pero no necesitaba que una Grisha
impresionante me los indicara. Y lo peor era que el Oscuro la hubiera
enviado para eso.
—Olvídalo —dije, poniéndome en pie de un salto—. Si al Oscuro no le
gusta mi aspecto, es su problema.
—¿A ti te gusta tu aspecto? —preguntó Genya con lo que parecía ser
verdadera curiosidad.
—No especialmente —solté—. Pero mi vida se ha vuelto lo bastante
confusa sin necesidad de ver la cara de una extraña en el espejo.
—No es así como funciona —explicó Genya—. No puedo hacer
grandes cambios, solo pequeños. Suavizar tu piel. Hacer algo con ese pelo
castaño que tienes. Yo me he perfeccionado, pero he tenido toda la vida
para hacerlo.
Quise discutir, pero realmente era perfecta.
—Fuera.
Genya inclinó la cabeza hacia un lado, estudiándome.
—¿Por qué te estás tomando esto como si fuera personal?
—¿Tú no lo harías?
—No tengo ni idea. Yo siempre he sido guapa.
—¿Y también humilde?
Se encogió de hombros.
—Sí, soy guapa, pero eso no significa mucho entre los Grisha. Al
Oscuro no le importa tu aspecto, sino lo que seas capaz de hacer.
—Entonces, ¿por qué te ha enviado?
—Porque al Rey le encanta la belleza y el Oscuro lo sabe. En la corte
del Rey, las apariencias lo son todo. Si vas a ser la salvación de toda
Ravka… bueno, te convendría tener el aspecto adecuado para el papel.
Crucé los brazos y miré por la ventana. Fuera, el sol brillaba sobre un
pequeño lago con una diminuta isla en el centro. No tenía ni idea de la hora
que era ni de cuánto había dormido.
Genya caminó hacia mí.
—No eres fea, ¿sabes?
—Gracias —repliqué secamente, todavía mirando hacia los terrenos
boscosos.
—Solo pareces un poco…
—¿Cansada? ¿Enferma? ¿Flacucha?
—Bueno —dijo ella razonablemente—, tú misma has dicho que llevas
días de duro viaje, y…
Suspiré.
—Este es mi aspecto habitual. —Descansé la cabeza sobre el frío
cristal, sintiendo que la rabia y la vergüenza desaparecían. ¿Por qué estaba
luchando? Si era honesta conmigo misma, la perspectiva de lo que ofrecía
Genya era tentadora—. Está bien. Hazlo.
—¡Gracias! —exclamó ella, dando una palmada. La miré con aspereza,
pero no había sarcasmo en su voz ni en su expresión. Me di cuenta de que
estaba aliviada. El Oscuro le había encargado una tarea, y me pregunté lo
que podría haberle pasado si me hubiera negado. Dejé que me condujera de
nuevo a la silla.
—Simplemente, no te pases —pedí.
—No te preocupes —me tranquilizó—. Seguirás pareciendo tú, solo que
con unas pocas horas más de sueño. Soy muy buena.
—Ya lo veo —dije, y cerré los ojos.
—No pasa nada. Puedes mirar. —Me entregó el espejo dorado—. Pero
no hables más. Y quédate quieta.
Alcé el espejo y observé mientras los fríos dedos de Genya descendían
lentamente sobre mi frente. El rostro me picaba, y observé con creciente
asombro mientras sus manos viajaban por mi piel. Cada imperfección, cada
rasguño y cada defecto parecía desaparecer bajo sus dedos. Colocó los
pulgares bajo mis ojos.
—¡Oh! —exclamé con sorpresa cuando los oscuros círculos que me
habían acompañado desde la infancia desaparecieron.
—No te emociones tanto —advirtió Genya—. Es temporal. —Cogió
una de las rosas de la mesa y arrancó un pétalo de un rosa pálido. Lo
sostuvo contra mi mejilla y el color sangró desde el pétalo hasta mi piel,
dejándome con lo que parecía un bonito rubor. Después sostuvo un nuevo
pétalo junto a mis labios y repitió el proceso—. Solo dura unos días —me
informó—. Ahora, el pelo.
Sacó del cofre un largo peine hecho de hueso, junto con un frasco lleno
de algo brillante.
—¿Es oro de verdad? —pregunté, asombrada.
—Pues claro —dijo ella, levantando un mechón de mi soso pelo
castaño. Esparció algunas de las láminas de oro por mi coronilla y, mientras
me pasaba el peine por el pelo, el oro pareció disolverse en hilos
relucientes. Cuando terminaba con cada sección, se enroscaba el pelo entre
los dedos, dejándolo caer en ondas.
Finalmente, dio un paso atrás con una sonrisa petulante.
—Mejor, ¿verdad?
Me examiné en el espejo. Mi pelo brillaba. Mis mejillas tenían un rubor
rosado. Seguía sin ser guapa, pero no podía negar la mejoría. Me
preguntaba qué diría Mal si pudiera verme, pero aparté el pensamiento de
mi mente.
—Sí —admití a regañadientes.
Genya soltó un suspiro lastimero.
—Realmente es lo mejor que puedo hacer por ahora.
—Gracias —dije ásperamente, pero ella me guiñó un ojo y sonrió.
—Además, no quieres atraer demasiado la atención del Rey.
Su voz era ligera, pero sus facciones se ensombrecieron cuando cruzó la
habitación a zancadas y abrió la puerta para que las sirvientas volvieran a
entrar. Me llevaron tras un biombo de ébano con estrellas de madreperla
incrustadas que parecía un cielo nocturno. En un momento, estaba vestida
con una túnica limpia y pantalones, suaves botas de cuero, y un abrigo gris.
Me di cuenta con decepción de que no era más que una versión limpia de
mi uniforme del ejército. Hasta había un pequeño parche de cartógrafo con
una rosa de los vientos en la manga derecha. Mi rostro debió de reflejar lo
que sentía.
—¿No es lo que esperabas? —preguntó Genya, divertida.
—Pensaba…
Pero ¿qué pensaba? ¿En serio pensaba que me merecía las túnicas
Grisha?
—El Rey espera ver a una chica humilde sacada de entre las filas de su
ejército, un diamante en bruto. Si apareces con una kefta, pensará que el
Oscuro te ha estado ocultando.
—¿Por qué iba a ocultarme el Oscuro?
Genya se encogió de hombros.
—Para tener más influencia o algún beneficio. ¿Quién sabe? Pero el
Rey es… Bueno, ya verás cómo es el Rey.
Me dio un vuelco el estómago. Estaba a punto de conocer al Rey. Traté
de recomponerme, pero mientras Genya me sacaba por la puerta y me
conducía por el pasillo, mis piernas temblaban y parecían de plomo.
Cerca de la base de las escaleras, susurró:
—Si alguien pregunta, solo te he ayudado a vestirte. Se supone que no
debo trabajar con los Grisha.
—¿Por qué no?
—Porque la ridícula Reina y su aún más ridícula corte piensan que no es
justo.
La miré boquiabierta. Insultar a la Reina podría considerarse alta
traición, pero Genya no parecía preocupada.
Cuando entramos en la enorme sala abovedada, vi que estaba repleta de
Grisha con túnicas carmesí, púrpura y azul oscuro. La mayoría de ellos
parecían tener alrededor de mi edad, pero algunos más mayores estaban
reunidos en una esquina. A pesar de sus cabellos plateados y sus rostros
arrugados, todos eran impresionantemente atractivos. De hecho, todos en la
habitación poseían una belleza desconcertante.
—Puede que la Reina tenga razón —murmuré.
—Ah, esto no es obra mía —replicó ella.
Fruncí el ceño. Si estaba diciendo la verdad, era una evidencia más de
que aquel no era mi sitio.
Alguien nos había visto entrar, y el silencio cayó mientras todos los ojos
se clavaban en mí.
Un Grisha alto de pecho amplio, con túnica roja, se adelantó. Tenía la
piel muy bronceada y parecía exudar buena salud. Hizo una amplia
reverencia y dijo:
—Soy Sergei Beznikov.
—Yo soy…
—Ya sé quién eres, por supuesto —me interrumpió, y sus dientes
blancos centellearon—. Ven, te presentaré. Irás con nosotros.
Me cogió por el hombro y comenzó a dirigirme hacia un grupo de
Corporalki.
—Es una Invocadora, Sergei —dijo una chica de kefta azul con rizos
castaños largos y sueltos—. Irá con nosotros.
Hubo murmullos de asentimiento por parte de los otros Etherealki tras
ella.
—Marie —dijo Sergei con una falsa sonrisa—, no es posible que estés
sugiriendo que entre en la sala como una Grisha de una orden menor.
La piel de alabastro de Marie se llenó de manchas repentinamente, y
varios de los Invocadores se pusieron en pie.
—¿Tengo que recordarte que el propio Oscuro es un Invocador?
—¿Así que ahora te consideras a la altura del Oscuro?
Marie balbució y, tratando de que hubiera paz, intervine:
—¿Por qué no voy con Genya y ya está?
Hubo risitas en voz baja.
—¿Con la Confeccionadora? —preguntó Sergei, con aspecto
horrorizado.
Lancé una mirada a Genya, que se limitó a sonreír y sacudir la cabeza.
—Su lugar está entre nosotros —protestó Marie, y todos comenzaron a
discutir a nuestro alrededor.
—Irá conmigo —dijo una voz grave, y el silencio se adueñó de la
habitación.
e giré y vi al Oscuro de pie bajo una arcada, flanqueado por
Iván y algunos otros Grisha a los que reconocí del viaje. Marie
y Sergei se apresuraron a retroceder. El Oscuro inspeccionó la
multitud y dijo:
—Nos esperan.
En un instante, la habitación se llenó de actividad cuando los Grisha se
levantaron y comenzaron a pasar por las grandes puertas dobles que
conducían al exterior. Se colocaron en una larga fila de a dos. Primero los
Materialki, luego los Etherealki y finalmente los Corporalki, de modo que
los Grisha de mayor rango entrarían los últimos en la sala del trono.
Sin saber muy bien qué hacer, me quedé donde estaba, observando a la
multitud. Busqué a Genya con la mirada, pero parecía haber desaparecido.
Un momento después, el Oscuro estaba junto a mí. Miré su pálido perfil, la
mandíbula afilada, los ojos de granito.
—Pareces más descansada —dijo.
Me irrité. No estaba cómoda con lo que Genya había hecho, pero
estando en una habitación llena de hermosos Grisha tenía que admitir que
me sentía agradecida por ello. Seguía sin tener un aspecto como para que
aquel fuera mi sitio, pero hubiera estado mucho peor sin la ayuda de Genya.
—¿Hay otros Confeccionadores? —pregunté.
—Genya es única —respondió, echándome un vistazo—. Como
nosotros.
Ignoré la emoción que me embargó ante la palabra nosotros y dije:
—¿Por qué no va con el resto de los Grisha?
—Genya debe atender a la Reina.
—¿Por qué?
—Cuando las habilidades de Genya comenzaron a manifestarse, podía
haberla hecho elegir entre ser una Hacedora o una Corporalnik. En su lugar,
cultivé su peculiar habilidad y la convertí en un regalo para la Reina.
—¿Un regalo? ¿Entonces un Grisha no es mejor que un sirviente?
—Todos servimos a alguien —dijo, y me sorprendió el tono severo de
su voz. Después añadió—: El Rey esperará una demostración.
Sentí como si me hubieran bañado en agua helada.
—Pero no sé cómo…
—No espero que lo sepas —atajó con calma, adelantándose cuando los
últimos Corporalki de túnicas rojas desaparecieron a través de la puerta.
Salimos al camino de grava, bajo las últimas luces de la tarde. Me
costaba respirar, y me sentía como si estuviera yendo a mi ejecución. Tal
vez sea así, pensé con un brote de temor.
—Esto no es justo —susurré furiosa—. No sé lo que el Rey piensa que
puedo hacer, pero no es justo que me saques ahí y esperes que… logre algo.
—Será mejor que no esperes justicia por mi parte, Alina. No es una de
mis especialidades.
Me lo quedé mirando. ¿Qué se suponía que tenía que interpretar de eso?
Él bajó la mirada hasta mí.
—¿De verdad piensas que te he traído por todo el camino hasta aquí
para dejarte en ridículo? ¿Para dejarnos en ridículo a los dos?
—No —admití.
—Y está completamente fuera de tus manos ahora, ¿verdad? —dijo
mientras atravesábamos el oscuro túnel de ramas. Eso también era verdad,
aunque no resultara particularmente reconfortante. No tenía otra opción
salvo confiar en que él supiera lo que hacía. De pronto tuve un pensamiento
desagradable.
—¿Vas a volver a cortarme? —pregunté.
—Dudo que tenga que hacerlo, pero al final dependerá de ti.
Eso no me tranquilizaba.
Traté de calmarme y de ralentizar el latido de mi corazón, pero, antes de
que pudiera darme cuenta, habíamos atravesado los jardines y estábamos
subiendo los blancos escalones de mármol que llevaban al Gran Palacio.
Mientras atravesábamos un espacioso vestíbulo de entrada y un largo
pasillo lleno de espejos y decorado con oro, pensé en lo distinto que era ese
lugar del Pequeño Palacio. Dondequiera que mirara veía mármol y oro,
altísimas paredes de blanco y azul pálido, relucientes arañas de luces,
criados vestidos de librea, pulidos suelos de parqué dispuestos en
elaborados diseños geométricos. La belleza no faltaba, pero había algo
agotador en la extravagancia que tenía todo. Siempre había asumido que los
campesinos hambrientos de Ravka y los soldados con pocos suministros
eran resultado de la Sombra, pero mientras caminábamos junto a un árbol
de jade embellecido con hojas de diamante, ya no estaba tan segura.
La sala del trono tenía tres pisos de alto, y cada ventana relucía con
águilas dobles de oro. Una alfombra larga de un azul pálido recorría toda la
longitud de la estancia y acababa donde los miembros de la corte
deambulaban junto a un trono en alto. Muchos de los hombres llevaban
trajes militares, pantalones negros y abrigos blancos cargados de medallas y
bandas. Las mujeres estaban relucientes con sus vestidos de seda líquida
con mangas abombadas y escotes pronunciados. Flanqueando el pasillo
alfombrado se encontraban los Grisha, dispuestos según las distintas
órdenes.
El silencio cayó y todos los rostros se giraron hacia mí y el Oscuro.
Caminamos lentamente hasta el trono de oro. Mientras nos acercábamos, el
Rey se enderezó, tenso por la emoción. Parecía tener unos cuarenta y tantos
años, y era esbelto, de hombros redondeados y grandes ojos acuosos,
además lucía un pálido bigote. Llevaba un traje militar completo, con una
delgada espada al lado y el estrecho pecho cubierto de medallas. Junto a él,
en la tarima alzada, había un hombre con una barba larga y oscura. Vestía
toga de sacerdote, pero tenía el pecho adornado por un águila doble dorada.
El Oscuro me apretó suavemente el brazo para advertirme de que
estábamos parando.
—Su alteza, moi tsar —dijo con claridad—. Alina Starkov, la
Invocadora del Sol.
Se oyeron murmullos entre la multitud. No estaba segura de si debía
inclinar la cabeza o hacer una reverencia. Ana Kuya había insistido en que
todos los huérfanos supiéramos cómo recibir a los pocos invitados nobles
del Duque, pero por alguna razón no me parecía correcto hacer una
reverencia con pantalones militares. El Rey me salvó de meter la pata
cuando gesticuló impacientemente para que nos acercáramos.
—¡Venid, venid! ¡Tráemela!
El Oscuro y yo caminamos hasta la base de la tarima.
El Rey me escudriñó. Frunció el ceño, y su labio inferior sobresalió
ligeramente.
—Es muy vulgar —dijo. Enrojecí y me mordí la lengua. El Rey
tampoco es que fuera nada del otro mundo. Prácticamente no tenía barbilla,
y, al mirarlo de cerca, podía ver los capilares rotos de su nariz—.
Muéstramelo —ordenó.
Mi estómago se contrajo. Miré al Oscuro. Había llegado el momento. Él
asintió en mi dirección y extendió los brazos. Cayó un tenso silencio
mientras sus manos se llenaron de oscuridad, remolinos de negrura que
sangraban en el aire. Unió las manos con un resonante estallido, y algunos
miembros de la multitud soltaron gritos nerviosos cuando la oscuridad
cubrió la habitación.
Esa vez estaba mejor preparada para la oscuridad que me engulló, pero
daba miedo de todos modos. Instintivamente estiré el brazo, buscando algo
a lo que agarrarme. El Oscuro me cogió el brazo y deslizó su mano desnuda
sobre la mía. Sentí que me atravesaba la misma certeza poderosa y después
la llamada del Oscuro, pura y persuasiva, exigiendo una respuesta. Con una
mezcla de pánico y alivio, sentí que algo se alzaba dentro de mí. Esa vez no
traté de oponer resistencia, sino que dejé que siguiera su camino.
La luz inundó la sala del trono, empapándonos de calidez y destrozando
la oscuridad como si fuera cristal negro. La corte rompió en aplausos. La
gente lloraba y se abrazaba. Una mujer se desmayó. El Rey aplaudía más
que nadie. Se alzó de su trono y aplaudió fuertemente, con expresión
exultante.
El Oscuro me soltó la mano y la luz se desvaneció.
—¡Magnífico! —exclamó el Rey—. ¡Es un milagro! —Bajó los
escalones de la tarima, con el sacerdote barbudo siguiéndolo en silencio, y
tomó mi mano con la suya para llevársela a los labios húmedos—. Mi
querida muchacha. Mi querida, queridísima muchacha. —Pensé en lo que
había dicho Genya sobre las atenciones del Rey y sentí repelús, pero no me
atrevía a apartar la mano. Sin embargo, pronto me soltó y le dio una
palmada al Oscuro en la espalda—. Milagroso, sencillamente milagroso.
Ven, tenemos que hacer planes inmediatamente.
Mientras el Rey y el Oscuro se alejaban para hablar, el sacerdote se
acercó a mí.
—Un auténtico milagro —dijo, mirándome con alarmante intensidad.
Sus ojos eran tan marrones que casi parecían negros, y despedía un débil
olor a moho e incienso. Como una tumba, pensé con un escalofrío. Me sentí
agradecida cuando se deslizó de nuevo hasta el lado del Rey.
Enseguida me rodearon hombres y mujeres excelentemente vestidos,
todos queriendo conocerme y tocarme la mano o la manga. Se amontonaron
a mi alrededor, empujándose y atropellándose para acercarse más. Justo
cuando sentí que volvía a entrarme el pánico, Genya apareció junto a mí,
pero mi alivio fue breve.
—La Reina desea conocerte —me murmuró al oído. Me condujo a
través de la multitud hasta una estrecha puerta lateral que llevaba al
vestíbulo, y después hasta una enjoyada sala de estar donde se encontraba la
Reina recostada en un diván, acunando en el regazo a un perro que
husmeaba con su cara arrugada.
La Reina era hermosa, con el lustroso cabello rubio en un recogido
perfecto, y sus delicadas facciones eran frías y preciosas. Pero también
había algo un poco extraño en su rostro. Sus iris parecían demasiado azules,
su pelo, demasiado dorado, y su piel demasiado suave. Me pregunté cuánto
habría trabajado Genya en ella.
Estaba rodeada de damas ataviadas con exquisitos vestidos de color rosa
y azul pálido, y sus pronunciados escotes estaban bordados con hilo dorado
y pequeñas perlas de río. Y aun así, todas palidecían frente a Genya con su
sencilla kefta de algodón color crema, y su cabello que ardía como una
llama.
—Moya tsaritsa —dijo Genya, haciendo una pronunciada y grácil
reverencia—. La Invocadora del Sol.
Esta vez, tuve que tomar una decisión. Hice una pequeña reverencia y oí
unas risitas nerviosas de las damas.
—Encantador —dijo la Reina—. Detesto la pretensión. —Me costó toda
mi fuerza de voluntad no resoplar ante eso—. ¿Vienes de una familia
Grisha?
Miré nerviosamente a Genya, que asintió para darme apoyo.
—No —repliqué, y después añadí con rapidez—, moya tsaritsa.
—¿Una campesina, pues? —Asentí—. Tenemos mucha suerte con
nuestra gente —añadió, y las damas asintieron entre murmullos—. Tu
familia debe ser informada de tu nuevo estatus. Genya enviará a un
mensajero.
La Confeccionadora asintió e hizo otra pequeña reverencia. Pensé en
asentir junto a ella, pero no estaba segura de querer comenzar a mentirle a
la realeza.
—De hecho, su alteza, me crié en el orfanato del Duque Keramsov.
Las damas se agitaron por la sorpresa, y hasta Genya parecía
asombrada.
—¡Una huérfana! —exclamó la Reina, que sonó encantada—. ¡Qué
maravilla!
Yo no estaba segura de que la muerte de mis padres fuera ninguna
maravilla, pero a falta de nada mejor que decir, balbucí:
—Gracias, moya tsaritsa.
—Todo esto debe de resultarte muy extraño. Cuida de que la vida en la
corte no te corrompa como ha hecho con otros —dijo, y sus marmóreos
ojos azules se deslizaron hasta Genya. El insulto era inconfundible, pero la
expresión de la Grisha no delató nada, hecho que no pareció complacer a la
Reina. Nos hizo marchar con un movimiento de sus dedos cubiertos de
anillos—. Podéis iros.
Mientras Genya me conducía de vuelta al vestíbulo, me pareció oírla
murmurar «vieja bruja». Pero, antes de que pudiera decidir si preguntarle o
no por lo que había dicho la Reina, el Oscuro apareció y nos condujo por un
pasillo vacío.
—¿Cómo te ha ido con la Reina? —preguntó.
—No tengo ni idea —respondí con honestidad—. Lo decía todo con
mucha amabilidad, pero me miraba todo el tiempo como si fuera algo que
hubiera escupido su perro.
Genya se rio, y los labios del Oscuro se movieron en lo que casi era una
sonrisa.
—Bienvenida a la corte —dijo.
—No estoy segura de si me gusta.
—A nadie le gusta —admitió—. Pero todos fingimos muy bien.
—El Rey parece encantado —señalé.
—El Rey es un crío.
Me quedé boquiabierta y miré a mi alrededor con nerviosismo,
preocupada por si alguien nos había oído. Para esta gente cometer alta
traición eran tan natural como respirar. Genya no parecía ni remotamente
trastornada por las palabras del Oscuro.
El Oscuro debió de percatarse de mi incomodidad, porque dijo:
—Pero hoy, lo has convertido en un crío muy feliz.
—¿Quién era el hombre barbudo que estaba con el Rey? —pregunté,
deseosa de cambiar de tema.
—¿El Apparat?
—¿Es un sacerdote?
—Más o menos. Algunos dicen que es un fanático, y otros que es un
fraude.
—¿Y tú?
—Yo digo que resulta de utilidad. —Se giró hacia Genya—. Creo que
ya le hemos pedido suficiente a Alina por hoy. Llévala de vuelta a sus
aposentos y que le tomen medidas para su kefta. Comenzará con la
instrucción mañana.
Genya hizo una pequeña reverencia y puso la mano en mi brazo para
dirigirme. Yo estaba abrumada por la emoción y el alivio. Mi poder (mi
poder, todavía no parecía real) había vuelto a aparecer, y había evitado que
hiciera el ridículo. Había superado mi presentación ante el Rey y mi
audiencia con la Reina. Y me iban a dar una kefta de Grisha.
—Genya —añadió el Oscuro a nuestra espalda—, la kefta será negra.
Genya tomó aliento tras un sobresalto. Yo miré su cara de impresión y
después al Oscuro, que ya se estaba girando para marcharse.
—¡Espera! —lo llamé antes de poder refrenarme. El Oscuro se detuvo y
clavó sus ojos color pizarra en los míos—. Si… si puede ser, preferiría tener
una túnica azul, el azul de los Invocadores.
—¡Alina! —exclamó Genya, claramente horrorizada, pero el Oscuro
alzó una mano para silenciarla.
—¿Por qué? —preguntó con expresión inescrutable.
—Ya me siento como si no perteneciera a este lugar. Creo que sería más
fácil si no recibiera… tratos especiales.
—¿Tan ansiosa estás de ser como todos los demás?
Levanté la barbilla. Estaba claro que no lo aprobaba, pero no iba a
amedrentarme.
—No quiero llamar aún más la atención.
El Oscuro me miró durante un largo instante. No sabía si estaba
pensando en lo que le había dicho o si estaba tratando de intimidarme, pero
apreté los dientes y le devolví la mirada.
Asintió abruptamente.
—Como desees —concedió—. Tu kefta será azul.
Y, sin una palabra más, nos dio la espalda y desapareció por el pasillo.
Genya me miraba espantada.
—¿Qué? —pregunté a la defensiva.
—Alina —dijo ella lentamente—, a ningún otro Grisha se le ha
permitido jamás llevar los colores del Oscuro.
—¿Crees que está enfadado?
—¡Eso no importa! Hubiera sido una señal de tu posición, de la
consideración del Oscuro. Te hubiera colocado muy por encima de todos los
demás.
—Bueno, pues yo no quiero estar por encima de todos los demás.
Genya levantó las manos con exasperación y me tomó por el codo para
llevarme a través del palacio hasta la entrada principal. Dos sirvientes de
librea abrieron las grandes puertas doradas para nosotros. De golpe me
percaté de que iban de blanco y oro, los mismos colores de la kefta de
Genya, los colores de un sirviente. No era de extrañar que pensara que
estaba loca por rechazar la oferta del Oscuro. Y tal vez tuviera razón.
El pensamiento se quedó conmigo durante el largo camino de vuelta al
Pequeño Palacio a través de los jardines. El crepúsculo estaba cayendo, y
los sirvientes estaban encendiendo las lámparas que bordeaban el camino de
grava. Para cuando subimos las escaleras que llevaban a mi habitación,
sentía nudos en el estómago.
Me senté junto a la ventana y contemplé los jardines. Mientras, Genya
llamó a una sirvienta y le encargó buscar a una modista y pedir una bandeja
con la cena. Pero, antes de hacer marchar a la chica, se giró hacia mí.
—¿Tal vez prefieras esperar y cenar con los Grisha más tarde? —
preguntó.
Yo negué con la cabeza. Estaba demasiado cansada y abrumada como
para pensar siquiera en estar de nuevo entre una multitud de personas.
—¿Podrías quedarte? —le pregunté. Ella dudó—. No tienes que
hacerlo, claro —añadí rápidamente—. Seguro que querrás comer con todos
los demás.
—En absoluto. Cena para dos, entonces —dijo imperiosamente, y la
sirvienta se apresuró a marcharse. Genya cerró la puerta y caminó hasta el
tocador, donde comenzó a colocar los objetos que había encima: un peine,
un cepillo, una pluma y un frasco de tinta. No reconocí ninguno de los
objetos, pero alguien debía de haberlos llevado a la habitación para que los
usara.
Todavía de espaldas a mí, Genya dijo:
—Alina, debes entender que, cuando comiences a entrenar mañana…
Bueno, los Corporalki no comen con los Invocadores. Los Invocadores no
comen con los Hacedores, y…
Me puse a la defensiva inmediatamente.
—Mira, si no quieres quedarte a cenar, te prometo que no me pondré a
llorar sobre la sopa.
—¡No! —exclamó ella—. ¡No es eso, para nada! Solo estoy tratando de
explicarte cómo funcionan las cosas.
—Olvídalo.
Genya soltó un resoplido de frustración.
—No lo entiendes. Es un gran honor que me pidas cenar contigo, pero
los demás Grisha podrían no aprobarlo.
—¿Por qué?
Genya suspiró y se sentó en una de las sillas talladas.
—Porque soy la mascota de la Reina. Porque no consideran que lo que
hago tenga valor alguno. Muchas razones.
Me pregunté cuáles serían las otras razones y también si tendrían algo
que ver con el Rey. Pensé en los sirvientes que había en cada puerta del
Gran Palacio, todos vestidos de blanco y oro. ¿Cómo debía sentirse Genya,
aislada de su propia gente, pero sin ser un verdadero miembro de la corte?
—Es extraño —dije al cabo de un rato—. Siempre he pensado que ser
guapa te hace la vida mucho más fácil.
—Ah, así es —asintió ella, y rio. Yo no pude evitarlo y me reí también.
Nos interrumpió un golpe en la puerta, y pronto la modista nos tuvo
ocupadas con pruebas de ropa y medidas. Cuando hubo terminado y
comenzó a recoger sus telas y sus agujas, Genya susurró:
—Todavía no es demasiado tarde, ¿sabes? Todavía podrías…
Pero yo la corté.
—Azul —dije con firmeza, aunque el estómago volvió a darme un
vuelco.
La modista se marchó y nosotras dirigimos nuestra atención a la cena.
La comida era menos extraña de lo que había supuesto, la clase de cena que
comíamos cuando había alguna celebración en Keramzin: crema dulce de
guisantes, codorniz asada con miel, e higos frescos. Descubrí que estaba
más hambrienta que nunca, y tuve que resistir la tentación de limpiar mi
plato con la lengua.
Genya mantuvo un flujo constante de conversación durante la cena,
principalmente sobre cotilleos de los Grisha. No conocía a ninguna de las
personas de las que hablaba, pero agradecía no tener que hablar yo, así que
asentía y sonreía cuando era necesario. Cuando los últimos sirvientes se
marcharon, llevándose nuestros platos con ellos, no pude reprimir un
bostezo, y Genya se puso en pie.
—Vendré por la mañana para llevarte a desayunar; te costará un poco
aprender a moverte por aquí. El Pequeño Palacio es un poco laberíntico —
explicó, y sus labios perfectos se curvaron en una sonrisa traviesa—.
Deberías tratar de descansar. Mañana conocerás a Baghra.
—¿Baghra?
Genya esbozó una sonrisa malvada.
—Oh, sí. Es una verdadera joya.
Antes de que pudiera preguntarle a qué se refería, se despidió con un
gesto de la mano y salió por la puerta. Me mordí el labio. ¿Qué me esperaba
exactamente al día siguiente?
Cuando la puerta se cerró tras Genya, sentí que me invadía la fatiga. El
entusiasmo de pensar que quizás mi poder fuera real, la emoción de haber
conocido al Rey y a la Reina, y las extrañas maravillas del Gran Palacio y el
Pequeño Palacio habían mantenido mi agotamiento a raya, pero ahora había
regresado… y, con él, una enorme y repetitiva sensación de soledad.
Me desvestí, colgué cuidadosamente mi uniforme en la percha que
había tras el biombo salpicado de estrellas y coloqué mis brillantes botas
nuevas debajo. Froté la cuidada lana del abrigo entre mis dedos, esperando
encontrar alguna sensación de familiaridad, pero algo fallaba: la prenda
estaba demasiado rígida, demasiado nueva. De pronto eché de menos mi
vieja capa sucia.
Me puse un camisón de suave algodón blanco y me lavé la cara.
Mientras me secaba, me vi reflejada en el espejo sobre el lavabo. Quizás
fuera por la luz, pero me pareció que tenía un aspecto mejor que cuando
Genya había terminado de trabajar conmigo. Tras un momento me di cuenta
de que me había quedado boquiabierta observándome en el espejo y tuve
que sonreír. Para ser una chica que odiaba mirarse, corría el riesgo de
volverme vanidosa.
Me subí a la alta cama, me deslicé entre las pesadas sedas y pieles, y
soplé la lámpara para apagarla. En la distancia oí una puerta que se cerraba,
voces que daban las buenas noches, los sonidos del Pequeño Palacio yendo
a dormir. Miré a la oscuridad. Nunca antes había tenido una habitación para
mí sola. En Keramzin dormía en una vieja sala de retratos que habían
reconvertido en dormitorio, rodeada de incontables chicas. En el ejército,
había dormido en los barracones o las tiendas con los demás topógrafos. Mi
nueva habitación parecía enorme y vacía. En el silencio, todos los eventos
del día me vinieron a la mente, y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Quizás me despertaría al día siguiente para encontrarme con que había
sido todo un sueño, que Alexei seguía vivo y Mal no tenía ninguna herida,
que nadie había tratado de matarme, que nunca había conocido al Rey o a la
Reina, ni visto al Apparat, o sentido la mano del Oscuro en mi nuca. Quizás
me despertara con el olor de las hogueras ardiendo, a salvo en mi propia
ropa, en mi pequeño catre, y le podría hablar a Mal de este sueño, extraño y
terrorífico, pero tan bonito.
Me froté el pulgar por la cicatriz que tenía en la palma y oí la voz de
Mal que decía: «Estaremos bien, Alina. Siempre lo estamos».
—Eso espero, Mal —le susurré a mi almohada, y di rienda suelta a las
lágrimas hasta quedarme dormida.
ras una noche inquieta, me desperté temprano y no pude volver
a dormirme. Había olvidado cerrar las cortinas al irme a la
cama, y la luz del sol entraba por las ventanas. Pensé en
levantarme para cerrarlas e intentar volver a dormirme, pero no
tenía la energía suficiente. No estaba segura de si eran el miedo
y la preocupación los que me habían mantenido en movimiento y dando
vueltas, o si era el lujo tan poco familiar de dormir en una cama de verdad
después de tantos meses durmiendo en catres tambaleantes o sin nada salvo
un petate entre el suelo y yo.
Me estiré y alargué el brazo para pasar un dedo por los pájaros y flores
intrincadamente tallados en el poste de la cama. Por encima de mí, el dosel
se abría para revelar un techo pintado de colores llamativos, con un
elaborado patrón de hojas, flores y pájaros volando. Mientras lo miraba,
contando las hojas de una corona de enebro y comenzando a quedarme
dormida de nuevo, alguien golpeó suavemente la puerta. Salí de entre las
pesadas mantas y deslicé los pies en las zapatillas forradas de piel que había
junto a la cama.
Cuando abrí la puerta, una sirvienta estaba esperando con ropa, un par
de botas y una kefta azul oscuro bajo el brazo. Apenas tuve tiempo de darle
las gracias antes de que hiciera una reverencia y desapareciera.
Cerré la puerta y puse las botas y la ropa sobre la cama. Colgué
cuidadosamente la nueva kefta sobre el biombo. Me limité a mirarla durante
un rato. Me había pasado la vida con ropa heredada de huérfanos mayores,
y después con el uniforme reglamentario del Primer Ejército. Desde luego,
nunca había tenido nada hecho solo para mí. Y nunca había soñado siquiera
que llevaría la kefta de un Grisha.
Me lavé la cara y me cepillé el pelo. No estaba segura de cuándo
llegaría Genya, por lo que no sabía si tenía tiempo de darme un baño. Me
moría por una taza de té, pero no tenía el valor de llamar a un sirviente.
Finalmente, me quedé sin nada que hacer.
Comencé por la pila de ropa que había sobre la cama: unos bombachos
de una tela con la que jamás me había encontrado, que parecía ajustarse y
moverse como una segunda piel, una larga blusa de fino algodón con un
ceñidor azul oscuro, y unas botas. Pero llamarlas botas no parecía
adecuado. Yo tenía botas. Estas eran algo completamente distinto, hechas
del cuero negro más suave, y se ceñían perfectamente a mis pantorrillas.
Eran ropas extrañas, similares a lo que llevaban los campesinos y los
granjeros, pero los tejidos eran más finos y caros de lo que cualquier
campesino podía permitirse.
Cuando acabé de vestirme, eché un vistazo a la kefta. ¿De verdad me la
iba a poner? ¿De verdad iba a ser una Grisha? No parecía posible.
Solo es un abrigo, me reprendí.
Tomé aire profundamente, descolgué la kefta del biombo, y me la puse.
Era más ligera de lo que parecía, y, como el resto de la ropa, me encajaba a
la perfección. Abroché los pequeños botones ocultos de la parte delantera y
retrocedí para tratar de mirarme en el espejo de encima del lavabo. La kefta
era de un profundo azul medianoche, y caía casi hasta mis pies. Las mangas
eran anchas, y, aunque se parecía mucho a un abrigo, era tan elegante que
me sentía como si llevara un vestido. Después me fijé en los bordados de
las mangas. Como todos los Grisha, los Etherealki indicaban su
especialidad dentro de su orden mediante el color del bordado: azul pálido
para los Agitamareas, rojo para los Inferni y plata para los Vendavales. Mis
puños estaban bordados en oro. Recorrí los hilos relucientes con los dedos,
sintiendo una punzada de ansiedad, y casi salté cuando oí un golpe en la
puerta.
—Muy guapa —dijo Genya cuando le abrí—. Pero habrías estado mejor
de negro.
Hice lo más elegante que se me ocurrió, le saqué la lengua, y después
me apresuré a seguirla mientras ella se alejaba por el pasillo y bajaba las
escaleras. Me condujo hasta la misma sala abovedada donde nos habíamos
reunido la tarde anterior para la procesión. No estaba ni remotamente igual
de llena, pero aun así había un animado zumbido de conversaciones. En las
esquinas, los Grisha se arremolinaban junto a los samovares y se
apoltronaban en los divanes, al calor de las estufas con elaborados azulejos.
Otros desayunaban en las cuatro largas mesas dispuestas en forma de
cuadrado en el centro de la habitación. Nuevamente, pareció caer el silencio
cuando entramos, pero en esa ocasión la gente al menos fingió seguir con
sus conversaciones mientras pasábamos.
Dos chicas con túnicas de Invocadoras se abalanzaron sobre nosotras.
Reconocí a Marie por su discusión con Sergei el día anterior.
—¡Alina! —dijo—. Ayer no nos presentaron adecuadamente. Soy
Marie, y esta es Nadia. —Hizo un gesto en dirección a la chica de mejillas
rosadas que tenía a su lado, y esta me sonrió enseñando los dientes. Marie
enlazó su brazo con el mío, dándole la espalda a Genya deliberadamente—.
¡Ven a sentarte con nosotras!
Fruncí el ceño y abrí la boca para protestar, pero Genya sacudió la
cabeza y dijo:
—Adelante. Tu lugar está entre los Etherealki. Te recogeré después del
desayuno para enseñarte esto.
—Nosotras podemos enseñarle… —comenzó Marie.
—Para enseñarte esto, tal como ha ordenado el Oscuro —la cortó
Genya. Marie enrojeció.
—¿Quién eres, su criada?
—Algo así —replicó Genya, y se fue para servirse una taza de té.
—Está muy subida —dijo Nadia, inhalando ligeramente.
—Cada día peor —añadió Marie. Después se giró hacia mí y sonrió—.
¡Debes de estar muriéndote de hambre!
Me llevó hasta una de las mesas alargadas, y, cuando nos acercamos,
dos sirvientes se adelantaron para apartarnos las sillas.
—Nosotros nos sentamos aquí, a la derecha del Oscuro —explicó
Marie, con voz orgullosa, haciendo un gesto hacia el resto de la mesa,
donde se encontraban más Grisha con keftas azules—. Los Corporalki se
sientan allí —añadió, mirando desdeñosamente a la mesa que había frente a
la nuestra, donde un Sergei con el ceño fruncido desayunaba junto a otras
personas de túnicas rojas.
Se me ocurrió que si nosotros estábamos a la derecha del Oscuro, los
Corporalki estaban igual de cerca de él pero a la izquierda, aunque no lo
mencioné.
La mesa del Oscuro estaba vacía, y la única señal de su presencia era
una gran silla de ébano. Cuando pregunté si desayunaría con nosotros,
Nadia sacudió la cabeza vigorosamente.
—¡Oh, no! Casi nunca come con nosotros.
Alcé las cejas. Tanto rollo con quién se sentaba más cerca del Oscuro,
¿y después él no se presentaba?
Frente a nosotros había platos con pan de centeno y arenques adobados,
y tuve que reprimir las náuseas. Odiaba el arenque. Afortunadamente, había
bastante pan, y, según vi con asombro, ciruelas partidas que debían de venir
de un invernadero. Un sirviente nos trajo té caliente de uno de los grandes
samovares.
—¡Azúcar! —exclamé cuando colocó un pequeño cuenco frente a mí.
Marie y Nadia intercambiaron una mirada y yo enrojecí. El azúcar había
estado racionado en Ravka durante los últimos cien años, pero al parecer no
era ninguna novedad en el Pequeño Palacio.
Otro grupo de Invocadores se nos unió y, tras unas breves
presentaciones, comenzaron a hacerme preguntas.
¿De dónde era? Del norte. (Mal y yo nunca mentíamos sobre nuestro
lugar de procedencia. Simplemente no contábamos la verdad completa).
¿De verdad era cartógrafa? Sí.
¿En serio me habían atacado los fjerdanos? Sí.
¿A cuántos volcra había matado? Ninguno.
Todos parecieron algo decepcionados por esa última respuesta,
especialmente los chicos.
—¡Pero yo he oído que mataste a cientos de ellos cuando el esquife fue
atacado! —protestó un chico llamado Ivo con las elegantes facciones de un
visón.
—Pues no lo hice —dije, y después reflexioné—. Al menos, creo que
no lo hice. Yo… me desmayé un poquito.
Ivo parecía horrorizado.
—¿Te desmayaste?
Me sentí infinitamente agradecida cuando noté unos golpecitos en el
hombro y vi que Genya había venido a rescatarme.
—¿Vamos? —preguntó, ignorando a los demás. Me despedí entre
balbuceos y escapé con rapidez, consciente de que sus miradas nos seguían
hasta el otro lado de la habitación—. ¿Qué tal el desayuno?
—Horrible.
Genya hizo un sonido de asco.
—¿Arenque y centeno? —preguntó. Yo me refería más bien al
interrogatorio pero me limité a asentir con la cabeza. Ella arrugó la nariz—.
Repugnante.
La miré con sospecha.
—¿Qué has comido tú?
Genya miró hacia atrás para asegurarse de que no había nadie que
pudiera oírla y susurró:
—Una de las cocineras tiene una hija con unos granos horribles. Me
ocupé de ellos, y ahora me envía las mismas pastas que preparan cada
mañana para el Gran Palacio. Están deliciosas.
Sonreí y sacudí la cabeza. Quizá los otros Grisha menospreciaran a
Genya, pero ella tenía su propia clase de poder e influencias.
—Pero no digas nada sobre el tema —añadió—. Al Oscuro le gusta
mucho la idea de que todos comamos los sanos alimentos de los
campesinos, no sea que olvidemos que somos verdaderos ravkanos.
Contuve un resoplido. El Pequeño Palacio era una visión de cuento de
hadas de la vida de un sirviente, y no se parecía a la verdadera Ravka más
que los brillos y el oro de la corte real. Los Grisha parecían obsesionados
con emular la vida de los sirvientes, hasta en la ropa que llevábamos bajo
las keftas. Pero había algo un poco estúpido en comer «los sanos alimentos
de los campesinos» de platos de porcelana bajo una cúpula de oro auténtico.
Y, ¿qué campesino no escogería las pastas por encima del arenque adobado?
—No diré ni una palabra —prometí.
—¡Estupendo! Si te portas bien conmigo, puede que las comparta —
dijo guiñando un ojo—. Bien, estas puertas llevan hasta la biblioteca y las
salas de estudio —explicó, haciendo un gesto hacia unas enormes puertas
dobles que teníamos enfrente—. Puedes ir por ahí para volver a tu
habitación —explicó, señalando a la derecha—, y por ahí para ir al Gran
Palacio —añadió, señalando las puertas dobles de la izquierda. Comenzó a
llevarme en dirección a la biblioteca.
—¿Y qué hay ahí? —pregunté, asintiendo en dirección a las puertas
dobles cerradas que había tras la mesa del Oscuro.
—Si esas puertas se abren, presta atención. Llevan a la sala del consejo
del Oscuro y a sus aposentos.
Al mirar más de cerca las puertas profusamente talladas, distinguí el
símbolo del Oscuro oculto entre la maraña de enredaderas y animales que
corrían. Me obligué a apartar la mirada y me apresuré a seguir a Genya, que
ya estaba yendo hacia la sala abovedada.
La seguí por un pasillo hasta otro par de enormes puertas dobles. Esas
estaban talladas para parecer la cubierta de un libro antiguo, y cuando
Genya las abrió, yo ahogué un grito.
La biblioteca tenía dos pisos de altura, y sus paredes estaban repletas de
libros desde el suelo hasta el techo. Había un balcón por todo el segundo
piso, y la cúpula estaba hecha de cristal, de modo que toda la sala relucía
con la luz de la mañana. Junto a las paredes había algunas sillas de lectura y
pequeñas mesas. En el centro de la habitación, justo debajo de la reluciente
cúpula de cristal, había una mesa redonda rodeada por un banco circular.
—Tendrás que venir aquí para clases de historia y teoría —explicó
Genya, conduciéndome alrededor de la mesa y a lo largo de la habitación—.
Terminé con todo eso hace años… qué aburrimiento. —Rio—. Cierra la
boca. Pareces una trucha.
Cerré la boca, pero eso no me impidió mirar a mi alrededor con
asombro. Siempre creí que la biblioteca del Duque era enorme, pero
comparada con aquel lugar parecía una casucha. Todo Keramzin parecía
desgastado y descolorido comparado con la belleza del Pequeño Palacio,
pero por alguna razón me entristecía pensar así. Me pregunté qué verían los
ojos de Mal.
Bajé el ritmo de mis pasos. ¿Se permitiría a los Grisha tener invitados?
¿Podría venir Mal a visitarme a Os Alta? Tenía labores que cumplir con el
regimiento, pero si pudiera ir… El Pequeño Palacio no parecía tan
intimidante cuando pensaba en recorrer sus pasillos con mi mejor amigo.
Salimos de la biblioteca a través de otro par de puertas dobles y
entramos en un pasillo oscuro. Genya giró hacia la izquierda, pero yo miré a
la derecha del pasillo y vi a dos Corporalki que salían de un enorme par de
puertas lacadas en rojo. Nos miraron con hostilidad antes de desaparecer
entre las sombras.
—Vamos —susurró Genya, agarrándome del brazo para empujarme en
la dirección contraria.
—¿Adonde llevan esas puertas? —pregunté.
—A las salas de anatomía.
Me recorrió un escalofrío. Los Corporalki. Sanadores… y
Mortificadores. Tenían que practicar en algún lugar, pero odiaba pensar lo
que podían conllevar sus prácticas. Me apresuré a alcanzar a Genya. No
quería que me pillaran sola cerca de aquellas puertas rojas.
Al final del pasillo, nos detuvimos frente a unas puertas hechas de
madera clara, exquisitamente talladas con pájaros y flores abiertas. Las
flores tenían diamantes amarillos en el centro, y los pájaros ojos que
parecían de amatista. Los mangos de las puertas estaban forjados de forma
que se asemejaban a dos manos perfectas. Genya tomó una y abrió la
puerta.
Los talleres de los Hacedores estaban posicionados para aprovechar lo
mejor posible la clara luz del este, y las paredes estaban compuestas casi
por completo de ventanas. Las habitaciones brillantemente iluminadas me
recordaban un poco a la Tienda de los Documentos, pero en lugar de atlas,
pilas de papel y frascos de tinta, las grandes mesas de trabajo estaban llenas
de telas, trozos de cristal, finas madejas de oro y acero, y pedazos de roca
extrañamente retorcidos. En una esquina, había terrarios llenos de exóticas
flores, insectos y, como pude ver con un escalofrío, serpientes.
Los Materialki, con sus kefta púrpura oscuro, estaban sentados,
encorvados sobre su trabajo, pero levantaron la mirada para observarme
mientras pasábamos. En una mesa, dos Hacedoras estaban trabajando en
una masa derretida de lo que pensé que podría convertirse en acero Grisha,
y su mesa estaba repleta de trozos de diamantes y tarros llenos de gusanos
de seda. En otra mesa, un Hacedor con un paño atado sobre la nariz y la
boca estaba midiendo un líquido negro y espeso que apestaba a brea. Genya
me condujo pasando de largo junto a todos ellos hasta donde un Hacedor se
encorvaba sobre unos pequeños discos de cristal. Era pálido, delgado como
un junco, y necesitaba un corte de pelo urgentemente.
—Hola, David —dijo Genya. Él alzó la mirada, pestañeó, hizo un
brusco asentimiento y volvió a su trabajo. Genya suspiró—. David, esta es
Alina. —Él gruñó—. La Invocadora del Sol —añadió Genya.
—Son para ti —dijo él sin levantar la mirada. Yo miré los discos.
—Oh, eh… ¿gracias?
No sabía muy bien qué más decir, pero cuando miré a Genya, ella se
encogió de hombros y puso los ojos en blanco.
—Adiós, David —dijo pausadamente. Él gruñó. Genya me tomó del
brazo y me llevó al exterior hasta una galería de madera con forma de arco
que se alzaba sobre el césped—. No te lo tomes como algo personal. David
es un gran herrero. Puede hacer una hoja tan afilada que corte la carne como
si fuera agua, pero si no estás hecha de metal o de cristal, no le interesas.
Su voz era casual, pero tenía un matiz extraño, y, cuando la miré, vi que
tenía unas brillantes manchas de color en sus pómulos perfectos. Miré a
través de las ventanas hasta donde todavía podía ver la espalda huesuda de
David y su pelo marrón revuelto. Sonreí. Si una criatura tan maravillosa
como Genya podía enamorarse de un Hacedor flacucho y aplicado, puede
que yo aún tuviera alguna esperanza.
—¿Qué? —preguntó al fijarse en mi sonrisa.
—Nada, nada.
Ella me miró entornando los ojos con expresión de sospecha, pero yo
mantuve la boca cerrada. Seguimos la galería junto a la pared oriental del
Pequeño Palacio, pasando a través de más ventanas que daban a los talleres
de los Hacedores. Después doblamos una esquina y las ventanas
desaparecieron. Genya aceleró el ritmo.
—¿Por qué no hay ninguna ventana? —pregunté.
Ella miró con nerviosismo los sólidos muros. Eran la única parte del
Pequeño Palacio que había visto que no estaba cubierta de tallados.
—Estamos al otro lado de las salas de anatomía de los Corporalki.
—¿No necesitan luz para… hacer su trabajo?
—Tienen tragaluces en el tejado, como la cúpula de la biblioteca. Lo
prefieren de ese modo, para estar a salvo junto a sus secretos.
—Pero ¿qué hacen ahí? —pregunté, no muy segura de querer saber la
respuesta.
—Solo los Corporalki lo saben. Pero hay rumores de que han estado
trabajando con los Hacedores en unos nuevos… experimentos.
Me estremecí, y sentí alivio cuando doblamos otra esquina y volvieron a
aparecer ventanas. A través de ellas vi habitaciones como la mía, y me di
cuenta de que estaba observando los dormitorios de la parte inferior. Me
sentía agradecida de que me hubieran dado una habitación en el tercer piso.
Habría estado bien no tener que subir todos esos escalones, pero ahora que
tenía mi propia habitación por primera vez, me alegraba que la gente no
pudiera entrar en ella a través de la ventana.
Genya señaló el lago que había visto desde mi habitación.
—Ahí es a donde vamos —explicó, señalando las pequeñas estructuras
blancas que salpicaban la orilla—. Los pabellones de los Invocadores.
—¿Vamos a ir hasta ahí?
—Es el lugar más seguro para que los tuyos practiquen. Lo último que
necesitamos es que un Inferni emocionado queme el palacio entero hasta los
cimientos.
—Ah. No lo había pensado.
—Eso no es nada. Los Hacedores tienen otro lugar lejos de la ciudad
donde trabajan en polvos explosivos. Puedo organizado para llevarte
también hasta ahí —añadió con una sonrisa malévola.
—Paso.
Bajamos por unas escaleras hasta un camino de grava y nos dirigimos al
lago. Mientras nos aproximábamos, otro edificio se hizo visible en la orilla
más alejada. Para mi sorpresa, vi grupos de niños corriendo y gritando a su
alrededor. Niños de rojo, azul y púrpura. Una campana sonó, y todos
dejaron de jugar para volver al interior.
—¿Una escuela? —pregunté. Genya asintió.
—Cuando se descubre el talento de un Grisha, se trae al niño para
entrenarlo. Es donde casi todos nosotros aprendimos la Pequeña Ciencia.
Volví a pensar en las tres figuras que se habían alzado sobre mí en la
sala de estar de Keramzin. ¿Por qué esos Examinadores Grisha no habían
descubierto mis habilidades años atrás? Era difícil imaginar cómo habría
sido mi vida si lo hubieran hecho. Habría sido atendida por los sirvientes en
lugar de trabajar mano a mano con ellos en las tareas. Jamás habría tenido
que convertirme en cartógrafa ni aprender a dibujar un mapa. Y, ¿qué podría
haber significado eso para Ravka? Si hubiera aprendido a utilizar mi poder,
tal vez la Sombra ya fuera una cosa del pasado. Mal y yo jamás habríamos
tenido que enfrentarnos a los volcra. De hecho, era probable que nos
hubiéramos olvidado el uno del otro hacía mucho tiempo.
Miré a la escuela por encima del agua.
—¿Qué pasa cuando terminan?
—Se convierten en miembros del Segundo Ejército. A la mayoría se los
envía a las mansiones a servir a las familias nobles, o a servir al Primer
Ejército en los frentes del norte o del sur, o cerca de la Sombra. Los mejores
son elegidos para permanecer en el Pequeño Palacio, para terminar su
educación y unirse al servicio del Oscuro.
—¿Y qué pasa con sus familias? —pregunté.
—Se les recompensa generosamente. La familia de un Grisha nunca
tiene carencias.
—No me refiero a eso. ¿Nunca vas a tu casa a visitar a los tuyos?
Genya se encogió de hombros.
—No he visto a mis padres desde que tenía cinco años. Este es mi
hogar.
Miré a Genya con su kefta blanca y dorada, no me convencía. Había
vivido en Keramzin casi toda mi vida, pero nunca había sentido que fuera
mi hogar. Y, aunque hubiera pasado un año, me pasó lo mismo con el
Ejército del Rey. Estar junto a Mal, a su lado, era el único hogar auténtico
que había tenido, e incluso ese no había durado. A pesar de su belleza,
puede que Genya y yo no fuéramos tan diferentes después de todo.
Cuando llegamos a la orilla del lago, pasamos junto a los pabellones de
piedra, pero Genya no se detuvo hasta que llegamos a un camino que
comunicaba la orilla con el bosque.
—Ya estamos —dijo.
Miré el camino. Escondida entre las sombras, pude vislumbrar una
pequeña casita de piedra, oculta por los árboles.
—No puedo ir contigo. Tampoco es que quiera —añadió. Volví a mirar
el camino y un pequeño escalofrío me recorrió la columna vertebral. Genya
me miró con lástima—. Baghra no es tan mala una vez te acostumbras a
ella. Pero será mejor que no llegues tarde.
—Vale —repliqué apresuradamente, y me alejé por el camino.
—¡Buena suerte! —gritó Genya detrás de mí.
La cabaña de piedra era redonda, y observé con recelo que no parecía
tener ventanas. Subí los pocos escalones que llevaban hasta la puerta y
llamé. Como nadie contestó, volví a llamar y esperé. No estaba muy segura
de qué hacer. Miré hacia el camino, pero Genya había desaparecido hacía
mucho. Volví a llamar, y después reuní coraje y abrí la puerta.
El calor me golpeó como una ráfaga, y al instante comencé a sudar
dentro de mi ropa nueva. Mientras mis ojos se ajustaban a la escasa
claridad, conseguí distinguir una estrecha cama, una palangana y un fogón
con una tetera encima. En el centro de la habitación había dos sillas y un
fuego que rugía en una estufa.
—Llegas tarde —dijo una voz severa. Miré a mi alrededor, pero no vi a
nadie en la pequeña habitación. Entonces una de las sombras se movió, y a
mi casi me dio un infarto—. Cierra la puerta, niña. Se está escapando el
calor. —Yo obedecí—. Bien, vamos a echarte un vistazo.
Quería darme la vuelta y salir corriendo en dirección contraria, pero me
dije a mí misma que dejara de actuar como una estúpida. Me obligué a
caminar hasta el fuego, y la sombra emergió desde detrás de la estufa para
mirarme a la luz de las llamas.
Mi primera impresión fue que se trataba de una mujer imposiblemente
anciana, pero, al mirarla de cerca, no comprendí por qué había pensado eso.
La piel de Baghra era suave y estaba tensa sobre los afilados ángulos de su
rostro. Tenía la espalda recta, y su cuerpo era enjuto como el de un acróbata
suli. Su cabello, negro como el carbón, no tenía nada de gris. Sin embargo,
la luz del fuego le daba a sus facciones el espeluznante aspecto de una
calavera, todo huesos que sobresalían y profundas cavidades. Llevaba una
vieja kefta de un color indeterminado, y con una mano esquelética sujetaba
un bastón de cabeza plana que parecía haber sido tallado de una madera
plateada y petrificada.
—Así que eres tú la Invocadora del Sol —dijo en una voz baja y gutural
—. La que ha venido a salvarnos a todos. ¿No eres demasiado delgaducha
para salvar a nadie? —Yo me moví en mi sitio, incómoda—. ¿Y bien, niña?
¿Eres muda?
—No —conseguí decir.
—Supongo que ya es algo. ¿Por qué no te examinaron de pequeña?
—Lo hicieron.
—Uhm —dijo, y después su expresión cambió. Me miró con unos ojos
tan sombríos e insondables que un escalofrío se propagó por mi cuerpo, a
pesar del calor de la habitación—. Espero que seas más fuerte de lo que
pareces, niña —añadió severamente. Sacó una mano huesuda de la manga
de su túnica y me sujetó la muñeca con fuerza—. Ahora, veamos lo que
puedes hacer.
ue un completo desastre. Cuando Baghra me agarró la muñeca
con su mano huesuda, me di cuenta al instante de que era una
amplificadora, como el Oscuro. Sentí la misma sacudida de
seguridad que me inundaba, y la luz estalló en la habitación,
brillando sobre las paredes de piedra de la cabaña. Pero, cuando
me liberó y me dijo que invocara el poder por mi cuenta, fue inútil. Me
riñó, me animó, y una vez incluso me golpeó con su bastón.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con una chica que no puede
invocar su propio poder? —gruñó—. Hasta los niños pueden hacer eso.
Deslizó su mano nuevamente hasta mi muñeca, y sentí esa cosa dentro
de mí que se alzaba, forcejeando por salir a la superficie. Accedí a ella, la
abracé, para asegurarme de que podía sentirla. Después Baghra me soltó y
el poder se me escapó de entre las manos, hundiéndose como una roca.
Finalmente, la mujer me echó con un gesto asqueado de la mano.
El día no mejoró. Me pasé el resto de la mañana en la biblioteca, donde
me dieron una enorme pila de libros sobre teoría e historia Grisha, y me
informaron de que solo era una fracción de lo que tenía que leer. Durante el
almuerzo busqué a Genya, pero no la encontraba por ningún sitio. Me senté
en la mesa de los Invocadores, y enseguida se abalanzaron sobre mí.
Picoteé de mi plato mientras Marie y Nadia me atosigaban a preguntas
sobre mi primera lección, dónde estaba mi habitación, si quería ir con ellas
a la banya aquella noche. Cuando se dieron cuenta de que no iban a
sacarme demasiado, se giraron hacia los otros Etherealki para hablar sobre
sus clases. Mientras yo sufría con Baghra, los otros Grisha estudiaban teoría
avanzada, idiomas y estrategia militar. Aparentemente, todo eso era para
prepararlos para cuando abandonaran el Pequeño Palacio el siguiente
verano. La mayoría viajarían hasta la Sombra o a los frentes del norte o del
sur para asumir posiciones de mando en el Segundo Ejército. Pero el mayor
honor era que te pidieran viajar con el Oscuro, como hacía Iván.
Hice lo que pude por prestar atención, pero mi mente no dejaba de
volver a la desastrosa clase con Baghra.
En un momento dado me di cuenta de que Marie debía de haberme
preguntado algo, porque tanto ella como Nadia me estaban mirando.
—Lo siento, ¿qué?
Intercambiaron una mirada.
—¿Quieres venir con nosotras a los establos? —preguntó Marie—.
¿Para el entrenamiento de combate?
¿Entrenamiento de combate? Miré el horario que me había dado Genya.
Tras el almuerzo, estaban las palabras «Entrenamiento de combate, Botkin,
Establos occidentales». Así que ese día aún podía ir a peor.
—Claro —acepté aturdida, y me levanté con ellas. Los sirvientes se
apresuraron a apartarnos las sillas y retirar los platos. Dudaba que alguna
vez fuera a acostumbrarme a que me sirvieran así.
—Ne brinite —dijo Marie con una risita.
—¿Qué? —pregunté, desconcertada.
—To će biti labavno.
Nadia rio.
—Ha dicho: «No te preocupes. Será divertido». Es dialecto suli. Marie
y yo lo estudiamos por si acaso nos envían al oeste.
—Ah.
—Shi si yuyan Suli —dijo Sergei, mientras pasaba a nuestro lado a
grandes zancadas para salir de la sala abovedada—. Significa «El suli es
una lengua muerta» en shu.
Marie frunció el ceño, y Nadia se mordió el labio.
—Sergei está estudiando shu —susurró Nadia.
—Lo he pillado —respondí.
Marie se pasó el resto del camino hasta los establos quejándose sobre
Sergei y los otros Corporalki, y debatiendo acerca de los méritos del suli
sobre el shu. El suli era mejor para las misiones en el noroeste, mientras que
el shu implicaba que tendrías que traducir documentos diplomáticos. Sergei
era un idiota que estaría mejor aprendiendo a comerciar en Kerch. Marie
hizo una breve pausa para señalar la banya, un elaborado sistema de baños
de vapor y piscinas de agua fría cobijado por un bosquecillo de abedules
junto al Pequeño Palacio, y después se lanzó inmediatamente a despotricar
sobre los egoístas Corporalki que acaparaban los baños cada noche.
Puede que el entrenamiento de combate no fuera tan malo. Desde luego,
Marie y Nadia me estaban dando ganas de golpear algo.
Mientras cruzábamos el césped del oeste, tuve la repentina sensación de
que alguien me estaba observando. Levanté la mirada y vi una figura que
estaba de pie lejos del camino, casi escondida entre las sombras de un grupo
de árboles bajos. La larga túnica marrón y la barba negra sucia eran
inconfundibles, y aún desde la distancia pude sentir la espeluznante
intensidad de la mirada del Apparat. Me apresuré a alcanzar a Marie y
Nadia, pero sentí que su mirada me seguía, y cuando volví a mirar hacia
atrás el hombre seguía ahí.
Las salas de entrenamiento estaban cerca de los establos. Eran salas
grandes, vacías y bien iluminadas, con suelos de tierra apisonada y armas
de todo tipo alineadas en las paredes. Nuestro instructor, Botkin YulErdene, no era Grisha, sino un antiguo mercenario de Shu Han que había
luchado en guerras de todos los continentes para cualquier ejército que
pudiera permitirse costear su particular don para la violencia. Tenía pelo
gris desgreñado y una horrorosa cicatriz que le atravesaba el cuello donde
alguien había intentado cortarle la garganta. Me pasé las siguientes dos
horas maldiciendo a esa persona por no haber preparado un entrenamiento
más sencillo.
Botkin comenzó con ejercicios de resistencia, y nos hizo correr por los
terrenos de palacio. Yo hice lo posible por mantener el ritmo, pero seguía
siendo tan débil y patosa como siempre, así que enseguida me quedé atrás.
—¿Esto es lo que enseñan en Primer Ejército? —se burló con su fuerte
acento shu mientras yo subía a traspiés por una colina.
Me faltaba demasiado el aliento como para responder.
Cuando volvimos a las salas de entrenamiento, los otros Invocadores se
pusieron por parejas para combatir, y Botkin insistió en ponerse conmigo.
La siguiente hora fue un borrón de dolorosos golpes y puñetazos.
—¡Bloquea! —gritó, haciéndome retroceder de un golpe— ¡Más
rápido! ¿Tal vez niña gusta que le peguen?
El único consuelo era que no se nos permitía utilizar nuestras
habilidades Grisha en las salas de entrenamiento, por lo que al menos me
libraba de la vergüenza de revelar que no sabía invocar mi poder.
Cuando estaba tan cansada y dolorida que pensé en tumbarme y dejar
que me siguiera pegando, Botkin dio por finalizada la clase. Pero, antes de
que saliéramos por la puerta, dijo:
—Mañana niña viene antes, entrena con Botkin.
Me costó un gran esfuerzo no ponerme a lloriquear.
Para cuando llegué a mi habitación dando traspiés y me bañé, lo único
que quería era meterme entre las sábanas y esconderme, pero me obligué a
volver a la sala abovedada para cenar.
—¿Dónde está Genya? —le pregunté a Marie cuando me senté en la
mesa de los Invocadores.
—Come en el Gran Palacio.
—Y también duerme allí —añadió Nadia—. A la Reina le gusta
asegurarse de que está siempre disponible.
—Y al Rey también.
—¡Marie! —protestó Nadia, pero soltó una risita. Yo las miré
boquiabierta.
—¿Queréis decir que…?
—Es solo un rumor —explicó Marie, pero intercambió una mirada
cómplice con Nadia.
Pensé en los labios húmedos del Rey, en los capilares rotos de su nariz,
y la hermosa Genya con sus colores de sirvienta. Aparté el plato. El poco
apetito que tenía había desaparecido.
La cena pareció durar eternamente. Tomé una taza de té poco a poco y
soporté otra ronda de inacabable charla de los Invocadores. Me estaba
preparando para excusarme y escapar de vuelta a mi habitación cuando las
puertas que había tras la mesa del Oscuro se abrieron y el silencio cayó en
la sala.
Iván salió y caminó hasta la mesa de los Invocadores, al parecer
ignorante de las miradas de los otros Grisha.
Con un vuelco en el estómago, me di cuenta de que estaba caminando
directamente hacia mí.
—Ven conmigo, Starkov —dijo cuando llegó, y después añadió en tono
de burla—: por favor.
Aparté mi silla y me levanté, y de pronto notaba las piernas débiles. ¿Le
había dicho Baghra al Oscuro que no tenía ninguna oportunidad? ¿Le había
dicho Botkin lo mala que había sido en el entrenamiento? Los Grisha me
observaban atentamente, y Nadia estaba literalmente boquiabierta.
Seguí a Iván a través de la sala silenciosa y a través de las puertas de
ébano. Me condujo por un pasillo y a través de otra puerta, adornada con el
símbolo del Oscuro. Era fácil adivinar que me encontraba en la sala de
guerra. No había ventanas, y las paredes estaban cubiertas de enormes
mapas de Ravka. Los mapas habían sido fabricados al modo antiguo, con
tinta caliente sobre pellejo de animal. En otras circunstancias, podría haber
permanecido horas estudiándolos, pasando los dedos por las montañas que
se levantaban y los ríos que se retorcían. En su lugar, me quedé de pie con
las manos apretadas en puños sudorosos mientras el corazón me latía con
fuerza en el pecho.
El Oscuro estaba sentado al final de una mesa alargada, leyendo una
montaña de papeles. Levantó la mirada cuando entramos, y sus ojos de
cuarzo relucieron a la luz de la lámpara.
—Alina —dijo—. Por favor, siéntate.
Hizo un gesto en dirección a la silla que tenía junto a él. Yo dudé. No
sonaba enfadado.
Iván desapareció a través de la puerta y la cerró tras él. Yo tragué saliva
con fuerza y crucé la habitación para sentarme en el asiento que me había
ofrecido el Oscuro.
—¿Cómo ha ido tu primer día?
Yo volví a tragar.
—Bien —grazné.
—¿Seguro? —preguntó, pero sonreía ligeramente—. ¿También Baghra?
Puede ser un poco dura.
—Algo —logré decir.
—¿Estás cansada? —Asentí—. ¿Echas de menos tu hogar?
Me encogí de hombros. Era extraño decir que echaba de menos los
barracones del Primer Ejército.
—Un poco, supongo.
—Mejorará —dijo. Me mordí el labio. Eso esperaba. No estaba segura
de cuántos días más como ese podría soportar—. Para ti será más difícil. Un
Etherealnik rara vez trabaja solo. Los Inferni van en parejas, y los
Vendavales se emparejan con los Agitamareas. Pero tú eres única en tu
especie.
—Cierto —repliqué con cansancio. No estaba de humor para oír lo
especial que era. Él se puso en pie.
—Ven conmigo.
Mi corazón volvió a latir con fuerza, y el Oscuro me guio al exterior de
la sala de guerra y a través de otro pasillo.
Señaló una estrecha puerta poco llamativa en la pared.
—Ve por la derecha y llegarás directamente hasta los dormitorios. Pensé
que querrías evitar el vestíbulo principal.
Me lo quedé mirando.
—¿Eso era todo? —solté abruptamente—. ¿Solo querías preguntarme
por mi día?
Él inclinó la cabeza hacia un lado.
—¿Qué esperabas?
Me sentía tan aliviada que se me escapó una risita.
—No tengo ni idea. ¿Tortura? ¿Interrogatorio? ¿Una reprimenda?
Él frunció el ceño ligeramente.
—No soy un monstruo, Alina, a pesar de lo que hayas oído.
—No quería decir eso —repliqué con rapidez—. Es solo… que no sabía
qué esperar.
—¿Salvo lo peor?
—Es un viejo hábito —expliqué. Sabía que debía detenerme ahí, pero
no podía evitarlo. Tal vez no estaba siendo justa, pero él tampoco—. ¿Por
qué no debería tenerte miedo? Eres el Oscuro. No estoy diciendo que vayas
a tirarme a una zanja o a meterme en un barco a Tsibeya, pero desde luego
que podrías. Puedes cortar a la gente por la mitad. Creo que es justo estar un
poco intimidada.
Me estudió durante un largo momento, y yo deseé fervientemente haber
mantenido la boca cerrada. Pero después una media sonrisa cruzó su cara.
—Puede que tengas razón —dijo, y parte del miedo se esfumó. Después
preguntó repentinamente—: ¿Por qué haces eso?
—¿El qué?
Estiró el brazo y me cogió la mano. Sentí la maravillosa sensación de
seguridad que me invadía.
—Frotarte el pulgar por la palma.
—Oh —reí con nerviosismo. Ni siquiera me había dado cuenta de que
lo estaba haciendo—. Es otro viejo hábito.
Me giró la mano y la examinó a la débil luz del pasillo. Pasó su pulgar
por la pálida cicatriz que me recorría la palma. Sentí un escalofrío.
—¿Dónde te la hiciste?
—Yo… En Keramzin.
—¿Donde creciste?
—Sí.
—¿El rastreador también es un huérfano?
Tomé aliento de golpe. ¿Leer la mente era otro de sus poderes? Pero
entonces recordé que Mal había testificado en la tienda Grisha.
—Sí.
—¿Es bueno?
—¿Qué? —Me estaba costando concentrarme. El pulgar del Oscuro
seguía moviéndose hacia delante y hacia atrás, recorriendo la cicatriz de mi
palma.
—Rastreando. ¿Es bueno?
—El mejor —dije con honestidad—. Los sirvientes de Keramzin decían
que podía sacar conejos de las piedras.
—A veces me pregunto en qué medida entendemos realmente nuestros
propios dones —reflexionó. Después me soltó la mano y abrió la puerta. Se
apartó a un lado y se inclinó ligeramente—. Buenas noches, Alina.
—Buenas noches —logré decir. Crucé el umbral hasta el estrecho
pasillo. Un momento después, oí el sonido de una puerta que se cerraba
detrás de mí.
la mañana siguiente, me dolía tanto el cuerpo que apenas logré
salir de la cama, pero me levanté y volví a repetirlo todo otra
vez. Y otra. Y otra. Cada día era peor y más frustrante que el
anterior, pero no me detuve. No podía. Ya no era cartógrafa, y si
no lograba convertirme en Grisha, ¿qué sería de mí?
Pensé en las palabras del Oscuro aquella noche bajo el techo roto. Tú
eres el primer atisbo de esperanza que he tenido en mucho tiempo.
Creía que yo era la Invocadora del Sol. Creía que podía ayudarlo a
destruir la Sombra. Y si podía, ningún soldado, mercader o rastreador
tendría que volver a cruzar el Nocéano jamás.
Pero, según se arrastraban los días, la idea comenzó a parecerme más y
más absurda.
Pasaba largas horas en la cabaña de Baghra, aprendiendo ejercicios de
respiración y manteniendo dolorosas posturas que supuestamente debían
ayudarme con la concentración. Me dio libros para leer, tés para beber, y
muchos golpes con su bastón, pero nada ayudaba.
—¿Debería cortarte, niña? —gritaba de frustración—. ¿Debería pedirle
a un Inferni que te quemara? ¿Debería hacer que te lanzaran de vuelta a la
Sombra para que sirvieras de comida a esas abominaciones?
Mis fracasos diarios con Baghra solo eran comparables a las torturas a
las que me sometía Botkin. Me hacía correr por todos los terrenos del
palacio, por el bosque, subiendo y bajando colinas hasta que me
derrumbaba. Me obligaba a realizar ejercicios de combate y de caída hasta
que mi cuerpo se llenaba de moratones y las orejas me dolían debido a sus
constantes quejas: demasiado lenta, demasiado débil, demasiado flacucha.
—¡Botkin no puede hacer casa con ramas tan pequeñas! —me gritó,
dándome un apretón en la parte superior del brazo—. ¡Come algo!
Pero no tenía hambre. El apetito que desarrollé tras mi encuentro con la
muerte en la Sombra había desaparecido, y la comida había perdido todo su
sabor. Dormía mal, a pesar de mi lujosa cama, y me sentía como si los días
pasaran entre tropiezos. El trabajo de Genya se había disipado y mis
mejillas volvían a estar cetrinas, mi pelo apagado y débil, y las ojeras
habían vuelto.
Baghra creía que mi falta de apetito e incapacidad de dormir estaban
relacionadas con mi fracaso a la hora de invocar mi poder.
—¿Acaso no es más difícil caminar con los pies atados? ¿O hablar con
una mano tapándote la boca? —decía—. ¿Por qué malgastas toda tu fuerza
en luchar contra tu propia naturaleza?
No lo hacía. O creía que no lo hacía, ya no estaba segura de nada. Había
sido frágil y débil toda mi vida. Cada día había supuesto un esfuerzo. Si
Baghra tenía razón, todo eso cambiaría cuando por fin dominara mi talento
Grisha, asumiendo que alguna vez lo hiciera. Hasta entonces, estaba
encallada.
Sabía que los otros Grisha hablaban sobre mí. A los Etherealki les
gustaba practicar juntos cerca del lago, experimentando nuevas formas de
utilizar el viento, el agua y el fuego. No podía arriesgarme a que
descubrieran que no era capaz siquiera de invocar mi propio poder, así que
ponía excusas para no unirme a ellos, hasta que finalmente dejaron de
invitarme.
Por las tardes se sentaban en la sala abovedada, bebiendo té o kvas,
planeando excursiones a Balakirev o a alguno de los otros pueblos cercanos
a Os Alta para el fin de semana. Pero, como el Oscuro seguía preocupado
por los intentos de asesinato, yo tenía que echarme atrás. Me alegraba tener
esa excusa. Cuanto más tiempo pasara con los Invocadores, más
oportunidades habría de que me descubrieran.
Rara vez veía al Oscuro, y cuando lo veía era desde lejos, yendo o
viniendo, enfrascado en conversaciones con Iván o con los consejeros
militares del Rey. Supe por los otros Grisha que no solía estar en el Pequeño
Palacio, sino que pasaba la mayor parte de su tiempo viajando entre la
Sombra y la frontera del norte, o en el sur, donde los grupos de asalto de
Shu Han atacaban los asentamientos antes de que llegara el invierno.
Cientos de Grisha estaban estacionados por toda Ravka, y él era
responsable de todos ellos.
Jamás me dijo una palabra, y rara vez me miraba. Yo estaba segura de
que era porque sabía que no estaba mostrando ninguna mejoría, que su
Invocadora del Sol podría resultar ser un completo fracaso después de todo.
Cuando no estaba sufriendo en manos de Baghra o Botkin, estaba
sentada en la biblioteca, rodeada de libros de teoría Grisha. Pensaba que
entendía los fundamentos básicos de lo que hacían los Grisha (lo que
hacíamos, me corregí). Cualquier cosa en el mundo podía dividirse en las
mismas partículas diminutas. Lo que parecía magia era realmente un Grisha
manipulando la materia en sus niveles más fundamentales.
Marie no creaba fuego. Invocaba elementos combustibles en el aire a
nuestro alrededor, y necesitaba un pedernal que produjera la chispa que
haría arder ese combustible. El acero Grisha no estaba dotado de magia,
sino de la habilidad de los Hacedores, que no necesitaban calor ni toscas
herramientas para manipular el metal.
Pero, aunque entendiera lo que hiciéramos, no estaba tan segura de
cómo lo hacíamos. El principio fundamental de la Pequeña Ciencia era que
«los iguales se atraen», pero después se complicaba. El odinakovost era la
«esencia» de algo, lo que hacía que fuera igual a todo lo demás. El etovost
era la «disparidad» de algo, lo que hacía que fuera distinto a todo lo demás.
El odinakovost conectaba a los Grisha con el mundo, pero era el etovost lo
que les daba afinidad con algo, como el aire, la sangre o, en mi caso, la luz.
Ahí fue cuando mi cabeza comenzó a dar vueltas.
Otra cosa que se me quedó grabada fue la palabra que utilizaban los
filósofos para describir a la gente que nacía sin dones Grisha: otkazat’sya,
«los abandonados». Era sinónimo de «huérfanos».
Una tarde, me estaba esforzando por leer un pasaje que describía las ayudas
de los Grisha en las rutas de comercio cuando sentí la presencia de alguien
detrás de mí. Levanté la mirada y me encogí en la silla. El Apparat se me
estaba acercando, con sus negras pupilas iluminadas con peculiar
intensidad.
Miré a mi alrededor. La biblioteca estaba vacía a excepción de nosotros
y, a pesar del sol que atravesaba el techo de cristal, sentí un escalofrío.
Se sentó en una silla junto a mí, con un revuelo de su túnica mohosa, y
el húmedo olor a tumba me envolvió. Traté de respirar a través de la boca.
—¿Estás disfrutando de tus estudios, Alina Starkov?
—Mucho —mentí.
—Me alegro. Pero espero que recuerdes alimentar el alma tanto como la
mente. Soy el consejero espiritual de todos los que habitan entre las paredes
de este palacio. Si estás preocupada o afligida, espero que no dudes en
acudir a mí.
—De acuerdo. Lo haré.
—Bien, bien —dijo, y sonrió revelando una boca de dientes amarillos y
torcidos, con encías negras como las de un lobo—. Quiero que seamos
amigos. Es muy importante que seamos amigos.
—Por supuesto.
—Me alegraría mucho que aceptaras un regalo por mi parte —añadió, y
metió la mano entre los pliegues de su túnica marrón para sacar un pequeño
libro encuadernado en cuero rojo.
¿Cómo era posible que fuera tan escalofriante que te regalaran algo?
Con temor, me incliné hacia delante y tomé el libro de su mano larga y
llena de venas azules. El título estaba grabado en oro sobre la cubierta:
Istorii Sankt’ya.
—¿Las vicias de los Santos?
Él asintió.
—Hubo un tiempo en que se regalaba este libro a todos los niños Grisha
cuando venían a estudiar al Pequeño Palacio.
—Gracias —dije, perpleja.
—Los campesinos aman a sus Santos. Ansían milagros. Pero, a pesar de
ello, no aman a los Grisha. ¿A qué crees que se debe?
—No he pensado en ello —respondí. Abrí el libro. Alguien había
escrito mi nombre en la parte interior de la cubierta. Pasé unas cuantas
páginas. Sankt Petyr de Brevno. Sankt Ilya en cadenas. Sankta Lizabeta.
Cada capítulo comenzaba con una ilustración a página completa bellamente
dibujada con tintas de colores brillantes.
—Creo que es porque los Grisha no sufren como sufren los Santos,
como sufre la gente.
—Quizás —dije distraídamente.
—Pero tú has sufrido, ¿verdad, Alina Starkov? Y creo que… sí. Creo
que sufrirás más.
Levanté la cabeza. Pensaba que me estaba amenazando, pero sus ojos
estaban llenos de una extraña simpatía que era aún más terrorífica.
Volví a mirar el libro sobre mi regazo. Mi dedo se había detenido en una
ilustración de Sankta Lizabeta cuando murió, descuartizada en un campo de
rosas. Su sangre formaba un río entre los pétalos. Cerré el libro y me puse
en pie.
—Debería irme.
El Apparat se levantó, y por un momento pensé que intentaría
detenerme.
—No te gusta tu regalo.
—No, no. Es muy bonito. Gracias. No quiero llegar tarde —balbuceé.
Atravesé con rapidez las puertas de la biblioteca, y no respiré con
tranquilidad hasta que estuve de vuelta en la habitación. Metí el libro de los
Santos en el cajón inferior de mi tocador y lo cerré de golpe.
¿Qué quería de mí el Apparat? ¿Eran sus palabras una amenaza? ¿O
alguna clase de advertencia?
Respiré hondo, y una oleada de fatiga y confusión me invadió. Echaba
de menos el sencillo ritmo de la Tienda de los Documentos, la reconfortante
monotonía de mi vida como cartógrafa, cuando no se esperaba de mí más
que unos cuantos dibujos y una mesa de trabajo ordenada. Echaba de menos
el familiar olor de las tintas y el papel.
Y, sobre todo, echaba de menos a Mal.
Le había escrito cada semana, enviando las cartas a nuestro regimiento,
pero no había recibido ninguna respuesta. Sabía que el correo podía ser
poco fiable y que su unidad podría haberse ido de la Sombra o incluso estar
en la Ravka occidental, pero seguía esperando tener noticias de él pronto.
Había desechado la idea de que me visitara en el Pequeño Palacio. Por
mucho que lo echara de menos, no podía soportar el pensamiento de que
supiera que encajaba en mi nueva vida tanto como en la antigua.
Cada noche, mientras subía las escaleras en dirección a mi dormitorio
tras otro día doloroso y sin sentido, me imaginaba la carta que me estaría
esperando sobre el tocador, y aceleraba el paso. Pero los días pasaban y no
llegó ninguna carta.
Ese día no fue distinto. Recorrí con la mano la superficie vacía del
tocador.
—¿Dónde estás, Mal? —susurré. Pero no había nadie que pudiera
responder.
uando pensaba que las cosas no podían ir peor, lo hicieron.
Estaba desayunando en la sala abovedada cuando las puertas
principales se abrieron de golpe y entró un grupo de Grisha
desconocidos. No les presté mucha atención. Los Grisha al
servicio del Oscuro siempre iban y venían por el Pequeño
Palacio, a veces para recuperarse de las heridas recibidas en los frentes del
norte o del sur, y a veces para ir a otras misiones.
Entonces, Nadia jadeó.
—Oh, no —gimió Marie.
Levanté la mirada y el estómago me dio un vuelco al reconocer a la
chica de pelo negro que había encontrado a Mal tan fascinante en Kribirsk.
—¿Quién es? —susurré, observándola deslizarse entre los otros Grisha,
saludando, mientras su aguda risa reverberaba en la bóveda dorada.
—Zoya —murmuró Marie—. Estaba un año por delante de nosotras en
la escuela, y era horrible.
—Piensa que es mejor que nadie —añadió Nadia.
Alcé las cejas. Si el pecado de Zoya era el esnobismo, Marie y Nadia no
tenían ningún derecho a juzgarla.
Marie suspiró.
—Lo peor es que tiene algo de razón. Es una Vendaval increíblemente
poderosa, una gran luchadora, y mírala.
Me fijé en los bordados plateados de los puños de Zoya, la brillante
perfección de su cabello negro, sus grandes ojos azules enmarcados por
pestañas imposiblemente largas. Era casi tan hermosa como Genya. Pensé
en Mal y sentí una punzada de puros celos. Pero después me di cuenta de
que Zoya había estado en la Sombra. Si Mal y ella habían… Bueno, quizás
ella supiera si él seguía allí, si estaba bien. Aparté mi plato. La idea de
preguntarle a Zoya sobre Mal me provocaba náuseas.
Como si pudiera sentir mi mirada, Zoya se fue desde donde estaba
hablando con unos pasmados Corporalki y se deslizó hasta la mesa de los
Invocadores.
—¡Marie! ¡Nadia! ¿Cómo estáis?
Ellas se levantaron para abrazarla, con enormes sonrisas falsas en el
rostro.
—¡Estás increíble, Zoya! ¿Qué tal? —dijo Marie con entusiasmo.
—¡Te hemos echado mucho de menos! —chilló Nadia.
—Y yo a vosotras —replicó Zoya—. Estoy tan contenta de haber vuelto
al Pequeño Palacio. No podéis ni imaginar lo ocupada que me ha mantenido
el Oscuro. Pero estoy siendo maleducada, creo que no conozco a vuestra
amiga.
—¡Oh! —exclamó Marie—. Lo siento mucho. Es Alina Starkov, la
Invocadora del Sol —me presentó con algo de orgullo.
Yo me puse en pie, incómoda, y Zoya me abrazó.
—Es un gran honor conocer por fin a la Invocadora del Sol —dijo en
voz alta. Pero, mientras me abrazaba, susurró—: Apestas a Keramzin.
Me puse rígida, y ella me soltó con una sonrisa en sus labios perfectos.
—Os veré luego —dijo, despidiéndose con la mano—. Me muero por
un baño.
Y, tras eso, salió de la sala abovedada por las puertas dobles que
llevaban a los dormitorios.
Yo me quedé allí, aturdida, con las mejillas ardiendo. Sentía que todos
debían de estar mirándome, pero nadie parecía haber oído lo que había
dicho Zoya.
Sus palabras me acompañaron el resto del día, a través de otra clase
desastrosa con Baghra y un interminable almuerzo durante el que Zoya no
paró de hablar sobre el viaje desde Kribirsk, el estado de los pueblos que
había junto a la Sombra, y los exquisitos grabados lubok que había visto en
una de las aldeas de campesinos. Puede que fuera mi imaginación, pero
parecía que me miraba directamente cada vez que pronunciaba la palabra
«campesino». Mientras hablaba, la luz se reflejaba en el pesado brazalete de
plata que brillaba en su muñeca. Estaba adornado con lo que parecían trozos
de hueso. Me di cuenta de que se trataba de un amplificador.
Las cosas fueron de mal en peor cuando Zoya apareció en nuestra clase
de combate. Botkin le dio un abrazo, la besó en ambas mejillas y empezó a
charlar con ella en shu. ¿Había algo que no supiera hacer aquella chica?
Iba con su amiga de rizos castaños, a quien recordaba de la tienda
Grisha. Se rieron y susurraron mientras yo tropezaba al hacer los ejercicios
con los que Botkin comenzaba cada clase. Cuando nos separamos para
combatir, no me sorprendió que Botkin me emparejara con Zoya.
—Es pupila estrella —dijo él, sonriendo con orgullo—. Ayudará a niña.
—Seguro que la Invocadora del Sol no necesita mi ayuda —replicó
Zoya con una sonrisa petulante.
La observé con cautela. No estaba segura de por qué esa chica me
odiaba tanto, pero ya había tenido suficiente por un día.
Nos colocamos en posición de combate, y Botkin dio la señal para que
empezáramos.
Conseguí bloquear el primer golpe de Zoya, pero no el segundo. Me
golpeó con fuerza en la mandíbula, y mi cabeza cayó hacia atrás, pero
intenté recuperarme.
Se acercó a mí y lanzó un puñetazo hacia mis costillas. Pero algo del
entrenamiento de Botkin debía de habérseme quedado durante las últimas
semanas. Finté hacia la derecha y esquivé el golpe.
Ella flexionó la espalda y se movió en círculos. Por el rabillo del ojo vi
que los otros Invocadores habían dejado de combatir y nos estaban
observando.
No debería haberme distraído. El siguiente puñetazo de Zoya me golpeó
con fuerza en la tripa. Jadeé en busca de aliento, y ella volvió a atacar con
el codo. Logré esquivarlo, más por suerte que por habilidad.
Ella aprovechó su ventaja y se lanzó hacia delante, y ese fue su error. Yo
era débil y lenta, pero Botkin me había enseñado a utilizar la fuerza de mi
oponente. Me aparté a un lado y, cuando se acercó, enganché mi pierna
alrededor de su tobillo. Zoya cayó al suelo con fuerza.
Los otros Invocadores estallaron en aplausos. Pero, antes de que pudiera
siquiera procesar mi victoria, Zoya se sentó, con expresión furiosa, y su
brazo cortó el aire. Sentí que algo me levantaba del suelo y caí hacia atrás
por los aires, hasta golpear la pared de madera de la sala de entrenamiento.
Oí que algo se rompía, y me quedé sin aliento mientras me deslizaba hasta
el suelo.
—¡Zoya! —rugió Botkin—. No usas poder. No en esta sala. ¡Nunca en
esta sala!
Me di cuenta vagamente de que los otros Invocadores se congregaban a
mi alrededor, y Botkin llamó a un Sanador.
—Estoy bien —intenté decir, pero no pude conseguir el aliento
suficiente. Me quedé tumbada sobre la tierra, resollando. Cada vez que
intentaba respirar, el dolor atravesaba mi lado izquierdo. Llegó un grupo de
sirvientes, pero, cuando me subieron a la camilla, me desmayé.
Marie y Nadia me contaron el resto cuando fueron a visitarme a la
enfermería. Un Sanador había disminuido mi ritmo cardíaco hasta que caí
en un sueño profundo, y después me arregló la costilla rota y los moratones
que me había provocado Zoya.
—¡Botkin estaba furioso! —exclamó Marie—. Nunca lo había visto tan
enfadado. Echó a Zoya de la sala de entrenamiento. Parecía que le iba a
pegar él mismo.
—Ivo dice que vio a Iván llevarla a través de la sala abovedada hasta la
sala del consejo del Oscuro, y cuando salió estaba llorando.
Bien, pensé con satisfacción. Pero, cuando me acordé de mí tirada sobre
la tierra, sentí una ardiente oleada de vergüenza.
—¿Por qué lo hizo? —pregunté mientras trataba de sentarme. Mucha
gente me había ignorado o mirado por encima del hombro, pero Zoya
parecía odiarme de verdad.
Marie y Nadia se me quedaron mirando como si me hubiera roto el
cráneo y no las costillas.
—¡Porque está celosa! —explicó Nadia.
—¿De mí? —pregunté con incredulidad.
Marie puso los ojos del blanco.
—No puede soportar la idea de que tú seas la favorita del Oscuro.
Me reí, y después hice una mueca por la punzada de dolor que noté en
el costado.
—Dudo mucho que sea su favorita.
—Pues claro que lo eres. Zoya es poderosa, pero no es más que otra
Vendaval. Tú eres la Invocadora del Sol.
Las mejillas de Nadia enrojecieron mientras lo decía, y sabía que no me
estaba imaginando el matiz de envidia de su voz. Pero ¿hasta dónde llegaba
esa envidia? Marie y Nadia hablaban como si odiaran a Zoya, pero luego le
sonreían. Me pregunté qué dirían de mí cuando yo no estaba cerca.
—¡Quizás la degrade! —chilló Marie.
—¡Quizás la envíe a Tsibeya! —cacareó Nadia.
Un Sanador apareció de entre las sombras para hacerlas callar y echarlas
de ahí. Ellas prometieron visitarme al día siguiente.
Debí de haberme quedado dormida, porque, cuando me desperté unas
horas más tarde, la enfermería se encontraba a oscuras. La habitación estaba
inquietantemente silenciosa, con las otras camas desocupadas, y el único
sonido era el suave tictac de un reloj.
Me levanté. Todavía me sentía dolorida, pero resultaba difícil creer que
me había roto una costilla tan solo unas horas antes. Tenía la boca seca, y
notaba el comienzo de un dolor de cabeza. Me arrastré fuera de la cama
para servirme un vaso de agua de la jarra que había al lado. Después abrí la
ventana y respiré hondamente el aire nocturno.
—Alina Starkov.
Di un salto y me giré.
—¿Quién está ahí? —resollé.
El Apparat emergió de entre las alargadas sombras que había junto a la
puerta.
—¿Te he sobresaltado? —preguntó.
—Un poco —admití. ¿Cuánto tiempo había permanecido ahí de pie?
¿Me había estado observando mientras dormía?
Pareció deslizarse silenciosamente hacia mí a través de la habitación,
arrastrando su andrajosa túnica por el suelo de la enfermería. Retrocedí un
paso involuntariamente.
—Me apenó mucho oír lo de tu accidente —dijo—. El Oscuro debería
vigilar mejor a sus cargos.
—Estoy bien.
—¿Lo estás? —preguntó, examinándome a la luz de la luna—. No
pareces estar bien, Alina Starkov. Y es esencial que estés bien.
—Solo estoy un poco cansada.
Se acercó más. Su peculiar olor flotó sobre mí, esa extraña mezcla de
incienso y moho, y el aroma de la tierra removida. Pensé en el cementerio
de Keramzin, las lápidas torcidas, las campesinas plañendo junto a las
nuevas tumbas. De pronto fui muy consciente de que la enfermería estaba
vacía. ¿Seguía cerca el Corporalnik Sanador? ¿O se había ido en busca de
una copa de kvas y una cama cálida?
—¿Sabías que en algunas de las aldeas fronterizas están haciendo
altares en tu honor? —murmuró el Apparat—. Oh, sí. La gente está sedienta
de esperanza, y los pintores de iconos están haciendo un gran negocio
gracias a ti.
—¡Pero yo no soy una Santa!
—Eres una bendición, Alina Starkov. Una bendición —dijo, y se acercó
aún más. Podía ver los oscuros pelos apelmazados de su barba, su revoltijo
de dientes manchados—. Te estás volviendo peligrosa, y te volverás aún
más peligrosa.
—¿Yo? —susurré—. ¿Para quién?
—Hay algo más poderoso que cualquier ejército. A veces es lo bastante
fuerte como para derrocar reyes, incluso a los Oscuros. ¿Sabes lo que es? —
preguntó. Yo sacudí la cabeza, alejándome de él unos centímetros—. La fe
—dijo soltando aliento, y sus ojos negros brillaban salvajes—. La fe.
Trató de alcanzarme con la mano. Yo toqueteé la mesilla de noche y tiré
al suelo el vaso de agua, que se rompió con gran estrépito. Unos
apresurados pasos se aproximaron por el pasillo. El Apparat retrocedió,
fundiéndose entre las sombras.
La puerta se abrió de golpe y entró un Sanador, con la kefta roja
ondeando tras él.
—¿Estás bien?
Abrí la boca, sin saber qué decir, pero el Apparat ya se había deslizado
silenciosamente por la puerta.
—Yo… Lo siento. He roto un vaso.
El Sanador llamó a un sirviente para que limpiara el desastre. Me llevó
de vuelta a la cama y sugirió que tratara de descansar. Pero, tan pronto
como se hubo ido, me senté y encendí la lámpara que había junto a la cama.
Me temblaban las manos. Quería pensar que lo que había dicho el
Apparat eran tonterías, pero no podía. No si la gente realmente estaba
rezándole a la Invocadora del Sol, no si estaban esperando que los salvara.
Recordé las funestas palabras del Oscuro bajo el techo roto del granero. La
época de los Grisha está llegando a su fin. Pensé en los volcra, en las vidas
que se perdían en la Sombra. Una Ravka dividida no sobrevivirá a la nueva
era. No solo le estaba fallando al Oscuro, a Baghra o a mí misma. Le estaba
fallando a toda Ravka.
Cuando Genya fue a verme a la mañana siguiente, le hablé de la visita
del Apparat, pero ella no parecía preocupada por lo que había dicho ni por
su extraño comportamiento.
—Es espeluznante —admitió—, pero inofensivo.
—No es inofensivo. Deberías haberlo visto. Parecía completamente
loco.
—No es más que un sacerdote.
—Pero ¿por qué estaba aquí?
Genya se encogió de hombros.
—Quizás el Rey le pidió que rezara por ti.
—No pienso quedarme aquí esta noche. Quiero dormir en mi
habitación, tras una puerta con cerradura.
Genya aspiró por la nariz y miró a nuestro alrededor, a la enfermería
vacía.
—Bueno, con eso sí que puedo estar de acuerdo. Yo tampoco querría
quedarme aquí —dijo, y después me miró—. Estás horrible —añadió con su
habitual tacto—. ¿Por qué no me dejas arreglarte un poco?
—No.
—Tan solo déjame librarte de esas ojeras.
—¡No! —repetí obstinadamente—. Pero necesito un favor.
—¿Debería ir a por mi equipo? —preguntó deseosa.
La miré con el ceño fruncido.
—No esa clase de favor. Un amigo mío fue herido en la Sombra. Le…
le he escrito, pero no sé si le habrán llegado mis cartas —expliqué. Sentí
que me ruborizaba y me apresuré a continuar—. ¿Podrías averiguar si está
bien y a dónde lo han mandado? No sé a quién más preguntar, y como
siempre estás en el Gran Palacio, pensé que quizás podrías ayudarme.
—Pues claro, pero… bueno, ¿has estado comprobando las listas de
caídos?
Asentí con un nudo en la garganta. Genya se fue a por papel y pluma
para que pudiera escribirle el nombre de Mal.
Suspiré y me froté los ojos. No sabía cómo interpretar el silencio de
Mal. Comprobaba las listas de caídos cada semana, con el corazón
latiéndome con fuerza y el estómago revuelto, aterrorizada ante la
posibilidad de ver su nombre. Y, cada semana, agradecía a los Santos que
Mal siguiera sano y salvo, aunque no se molestara en escribirme.
¿Qué significaba aquello? El corazón me dio un doloroso vuelco.
Quizás Mal se alegraba de que me hubiera ido, se alegraba de haberse
librado de viejas amistades y obligaciones. O tal vez esté en la cama de
algún hospital y tú te estás comportando como una chiquilla, me reprendí.
Genya regresó y yo escribí el nombre de Mal, su regimiento y el
número de la unidad. Ella dobló el papel y se lo metió en la manga de su
kefta.
—Gracias —dije con voz ronca.
—Estoy segura de que estará bien —replicó, apretándome la mano con
amabilidad—. Ahora, túmbate para que pueda arreglar esas ojeras.
—¡Genya!
—Túmbate o puedes olvidarte del favorcillo.
Me quedé boquiabierta.
—Eres diabólica.
—Soy maravillosa.
La fulminé con la mirada, y después me recosté sobre la almohada.
Cuando Genya se hubo marchado, lo organicé todo para regresar a mi
dormitorio. Al Sanador no le hizo mucha gracia, pero yo insistí. Ya casi no
me dolía nada, y no iba a pasar otra noche en esa enfermería vacía ni de
broma.
Cuando regresé a mi habitación, tomé un baño y traté de leer uno de mis
libros de teoría, pero no podía concentrarme. Temía el momento de volver a
las clases al día siguiente, temía otra lección inútil con Baghra.
Las miradas y los cotilleos sobre mí habían disminuido un poco desde
que había llegado al Pequeño Palacio, pero no tenía ninguna duda de que
tras mi pelea con Zoya habrían vuelto.
Mientras me levantaba y me estiraba, me vi reflejada en el espejo que
había sobre el tocador. Crucé la habitación para examinar mi rostro en él.
Las oscuras ojeras habían desaparecido, pero sabía que volverían en
unos pocos días. Y no había mucha diferencia. Tenía el mismo aspecto de
siempre: cansada, flacucha, enferma. Nada parecido a una auténtica Grisha.
El poder estaba ahí, en algún lugar dentro de mí, pero no podía alcanzarlo, y
no sabía por qué. ¿Por qué era yo diferente? ¿Por qué mi poder había
tardado tanto tiempo en manifestarse? Y, ¿por qué no era capaz de invocarlo
por mi cuenta?
Vi reflejadas en el espejo las pesadas cortinas doradas de las ventanas,
las paredes bellamente decoradas, la luz del fuego que se reflejaba en los
azulejos de la chimenea. Zoya era horrible, pero también tenía razón. No
pertenecía a ese hermoso mundo, y, si no encontraba la forma de utilizar mi
poder, jamás lo haría.
a mañana siguiente no fue tan mala como me esperaba. Zoya ya
se encontraba en la sala abovedada cuando yo entré. Estaba sola
al final de la mesa de los Invocadores, desayunando en silencio.
No levantó la mirada cuando Marie y Nadia me saludaron, y yo
también hice lo que pude por ignorarla.
Saboreé cada paso que me llevaba hasta el lago. El sol brillaba, notaba
el aire frío en mis mejillas, y no tenía ganas de entrar en la sofocante casita
sin ventanas de Baghra. Pero, cuando subí los escalones hasta su puerta, oí
voces alzadas.
Dudé, y después llamé a la puerta con suavidad. Las voces se
silenciaron abruptamente y, tras un momento, abrí la puerta y eché un
vistazo al interior. El Oscuro estaba junto a la estufa de azulejos de Baghra,
con rostro furioso.
—Lo siento —dije, y comencé a salir por la puerta.
—Entra, niña —soltó Baghra—. No dejes que se vaya el calor.
Cuando entré y cerré la puerta, el Oscuro me saludó inclinándose
levemente.
—¿Cómo estás, Alina?
—Bien —logré decir.
—¡Bien! —se carcajeó Baghra—. ¡Que está bien! No puede iluminar ni
un pasillo, pero está bien.
Hice una mueca, deseando que la tierra me tragara.
—Déjala en paz —dijo el Oscuro para mi sorpresa. Los ojos de Baghra
se estrecharon.
—Eso te gustaría, ¿verdad?
El Oscuro suspiró y se pasó las manos por su pelo negro, exasperado.
Cuando me miró, tenía una sonrisa triste en los labios y el pelo revuelto.
—Baghra tiene su propia manera de hacer las cosas.
—¡No seas condescendiente conmigo, chico! —replicó ella, y su voz
restalló como un látigo. Para mi sorpresa, el Oscuro se irguió más y después
frunció el ceño, como si se estuviera controlando.
—No me reprendas, anciana —dijo con voz baja y peligrosa.
Una furiosa energía atravesó la habitación. ¿En dónde me había metido?
Pensé en escabullirme por la puerta y dejar que terminaran la discusión que
había interrumpido, pero Baghra volvió a hablar.
—El chico está pensando en conseguirte un amplificador. ¿Qué piensas
tú de eso, niña?
Era tan extraño que llamaran «chico» al Oscuro que me costó un
momento entender lo que quería decir. Pero, cuando lo hice, me invadieron
la esperanza y el alivio. ¿Un amplificador? ¿Por qué no había pensado antes
en ello? ¿Por qué no habían pensado antes en ello? Baghra y el Oscuro eran
capaces de ayudarme a invocar mi poder porque eran amplificadores
humanos, así que, ¿por qué no tener un amplificador propio, como las uñas
de oso de Iván, o el colmillo de foca que había visto colgando del cuello de
Marie?
—¡Creo que es genial! —exclamé, más alto de lo que pretendía.
Baghra emitió un sonido de indignación. El Oscuro le lanzó una mirada
afilada, pero se giró hacia mí.
—Alina, ¿alguna vez has oído hablar de la manada de Morozova?
—Por supuesto que sí —se burló Baghra—. También habrá oído hablar
de los unicornios y de los dragones de Shu Han.
La furia cruzó las facciones del Oscuro, pero pareció controlarse.
—¿Puedo hablar un momento contigo, Alina? —preguntó amablemente.
—Por… por supuesto —tartamudeé.
Baghra volvió a resoplar, pero el Oscuro la ignoró y me tomó del
hombro para conducirme al exterior de la casita, cerrando la puerta
firmemente tras él. Tras avanzar un poco por el camino, soltó un gran
suspiro y volvió a pasarse las manos por el pelo.
—Esa mujer… —murmuró. Era difícil no reírme—. ¿Qué? —preguntó
cautelosamente.
—Nunca te había visto tan… alterado.
—Baghra tiene ese efecto en la gente.
—¿También fue tu profesora?
Una sombra cruzó su rostro.
—Sí. Entonces, ¿qué sabes acerca de la manada de Morozova?
Me mordí el labio.
—Solo, bueno, ya sabes…
Él suspiró.
—¿Solo historias infantiles? —preguntó. Yo me encogí de hombros en
señal de disculpa—. No pasa nada. ¿Qué recuerdas de esas historias?
Recordé la voz de Ana Kuya en los dormitorios por la noche.
—Eran ciervos blancos, criaturas mágicas que solo aparecían durante el
crepúsculo.
—No son más mágicos que nosotros, pero son antiguos y muy
poderosos.
—¿Son reales? —pregunté con incredulidad. No mencioné que
últimamente no me sentía mágica ni poderosa en absoluto.
—Eso creo.
—Pero Baghra no.
—Normalmente, mis ideas le parecen ridículas. ¿Qué más recuerdas?
—Bueno —dije con una risita—. En las historias de Ana Kuya, podían
hablar, y si un cazador los capturaba y les perdonaba la vida, concedían
deseos.
Él se rio. Era la primera vez que escuchaba su risa, un bonito sonido
oscuro que se propagó por el aire.
—Bueno, esa parte desde luego no es cierta.
—¿Pero el resto sí?
—Los Reyes y los Oscuros han estado buscando la manada de
Morozova durante siglos. Mis cazadores aseguran que han descubierto
señales de su existencia, aunque nunca han visto a las criaturas en sí.
—¿Y los crees?
Su mirada color pizarra era fría y penetrante.
—Mis hombres no me mienten.
Sentí un escalofrío que me recorría la columna. Sabiendo lo que el
Oscuro era capaz de hacer, yo tampoco estaría muy dispuesta a mentirle.
—De acuerdo —dije con inquietud.
—Si se pudiera capturar al ciervo de Morozova, sus astas podrían
convertirse en un amplificador.
Estiró el brazo para tocarme la clavícula, y ese breve contacto bastó
para que sintiera una oleada de seguridad a través de mí.
—¿Un collar? —pregunté, tratando de imaginarlo, notando todavía el
roce de sus dedos en la base de mi garganta.
El asintió.
—El amplificador más poderoso jamás conocido.
Me quedé boquiabierta.
—¿Y quieres dármelo a mí?
Él volvió a asentir.
—¿No sería más fácil conseguir una garra o un colmillo, o, no sé,
cualquier otra cosa?
Él sacudió la cabeza.
—Si queremos tener alguna esperanza de destruir la Sombra,
necesitamos el poder del ciervo.
—Pero, si tuviera uno con el que practicar…
—Sabes que no funciona de ese modo.
—Ah, ¿no?
Él frunció el ceño.
—¿No has estado leyendo tus libros de teoría?
Le lancé una mirada antes de contestar.
—Hay mucha teoría.
Para mi sorpresa, él sonrió.
—Se me olvida que eres nueva en esto.
—Pues a mí no —murmuré.
—¿Es eso malo?
Para mi vergüenza, sentí un nudo en la garganta, y tragué con fuerza.
—Baghra debe de haberte dicho que no puedo invocar ni un rayo de sol
por mi cuenta.
—Sucederá, Alina. Yo no estoy preocupado.
—¿No lo estás?
—No. Y, aunque lo estuviera, una vez tengamos al ciervo, no importará.
Sentí un arrebato de frustración. Si un amplificador podía convertirme
en una Grisha de verdad, no quería esperar por unas astas mitológicas.
Quería uno, y lo quería ya.
—Si nadie ha encontrado la manada de Morozova en todo este tiempo,
¿qué te hace pensar que la encontrarás ahora? —pregunté.
—Porque esto es lo que tenía que pasar. El ciervo estaba destinado a ti,
Alina. Puedo sentirlo. —Me miró. Su pelo seguía revuelto, y bajo la
brillante luz de la mañana parecía más guapo y humano de lo que jamás lo
había visto—. Supongo que te estoy pidiendo que confíes en mí.
¿Qué se suponía que tenía que decir? Realmente, no tenía elección. Si el
Oscuro quería que tuviera paciencia, tendría que tener paciencia.
—Vale —dije finalmente—. Pero que sea rápido.
Volvió a reír, y noté un agradable rubor en las mejillas. Después su
expresión se volvió seria.
—Te he estado esperando durante mucho tiempo, Alina —declaró—.
Tú y yo vamos a cambiar el mundo.
Reí con nerviosismo.
—No soy de las que cambian el mundo.
—Tú espera —replicó con suavidad, y cuando me miró con esos ojos de
cuarzo gris, mi corazón dio un vuelco. Pensaba que iba a decir algo más,
pero retrocedió abruptamente con mirada turbada—. Buena suerte con tus
clases —añadió. Después hizo una pequeña reverencia y giró sobre sus
talones para subir el camino hasta la orilla del lago, pero solo había dado
unos pocos pasos cuando volvió a girarse hacia mí—. Alina. Sobre el
ciervo…
—¿Si?
—Por favor, guárdatelo para ti. La mayoría de la gente cree que es solo
una historia infantil, y odiaría que me tomaran por tonto.
—No diré nada —prometí.
Hizo un asentimiento y, sin una palabra más, se alejó a grandes
zancadas. Contemplé cómo se marchaba. Me sentía un poco aturdida, y no
sabía por qué.
Cuando levanté la mirada, Baghra me estaba observando desde el
porche de su cabaña. Enrojecí sin ninguna razón. Ella resopló y también me
dio la espalda.
Tras mi conversación con el Oscuro, aproveché la primera oportunidad que
tuve para visitar la biblioteca. Ninguno de mis libros de teoría mencionaba
al ciervo, pero encontré una referencia a Ilya Morozova, uno de los
primeros y más poderosos Grisha.
Había mucha información sobre los amplificadores. Los libros dejaban
muy claro el hecho de que un Grisha solo podía tener un amplificador en
toda su vida, y, una vez que un Grisha poseía un amplificador, no podía
pasar a ser propiedad de ningún otro. «El Grisha posee el amplificador,
pero el amplificador también posee al Grisha. Una vez se hace, no puede
haber otro. Se crea una conexión y se forma un lazo».
La razón no me quedaba completamente clara, pero parecía que tenía
que ver con el poder de los Grisha.
«El caballo tiene la velocidad. El oso tiene la fuerza. El pájaro la
capacidad de volar. Ninguna criatura tiene todos estos dones, y así el
mundo se mantiene en equilibrio. Los amplificadores son parte de este
equilibrio, y no una forma de trastocarlo; por lo que todo Grisha hará bien
en recordar esto o se tendrá que enfrentar a las consecuencias».
Otro filósofo había escrito: «¿Por qué un Grisha solo puede poseer un
amplificador? Responderé en su lugar a esta pregunta: ¿Qué es infinito? El
universo y la avaricia de los hombres».
Sentada bajo la cúpula de cristal de la biblioteca, pensé en el Hereje
Negro. El Oscuro había dicho que la Sombra había sido una consecuencia
de la avaricia de su antepasado. ¿Era a eso a lo que se referían los filósofos
al hablar de las consecuencias? Por primera vez, se me ocurrió que la
Sombra era el único lugar donde el Oscuro estaba indefenso, donde sus
poderes no significaban nada. Los descendientes del Hereje Negro habían
sufrido por su ambición. Sin embargo, no podía evitar pensar que era Ravka
quien había sido obligada a pagar con sangre.
El otoño se convirtió en invierno, y los vientos fríos desnudaron las
ramas de los jardines del palacio. Nuestra mesa seguía repleta de fruta
fresca y flores de los invernaderos Grisha, que tenían su propio clima. Pero
ni las jugosas ciruelas ni las moradas uvas sirvieron para mejorar mi apetito.
Había pensado que, de algún modo, mi conversación con el Oscuro
podría cambiar algo dentro de mí. Quería creer en lo que me había dicho, y,
junto al lago, casi lo había hecho. Pero nada había cambiado. Seguía sin
poder invocar sin la ayuda de Baghra. Todavía no era una auténtica Grisha.
Al mismo tiempo, ya no me sentía tan mal por ello. El Oscuro me había
pedido que confiara en él, y si él creía que el ciervo era la respuesta, mi
única opción era esperar que estuviera en lo cierto. Seguía evitando
practicar con los otros Invocadores, pero dejé que Marie y Nadia me
llevaran a la banya un par de veces, y a uno de los ballets del Gran Palacio.
Incluso dejé que Genya me diera algo de color en las mejillas.
Mi nueva actitud enfurecía a Baghra.
—¡Ya ni siquiera lo intentas! —gritaba—. ¿Estás esperando a que un
ciervo mágico venga a salvarte? ¿A tener un bonito collar? Podrías esperar
menos tiempo a que un unicornio pusiera la cabeza en tu regazo, estúpida.
Cuando comenzaba a despotricar contra mí, yo simplemente me encogía
de hombros. Tenía razón. Estaba cansada de intentarlo y fracasar. No era
como los otros Grisha, y ya era hora de que lo aceptara. Además, una
pequeña parte rebelde dentro de mí disfrutaba al ponerla de los nervios.
No sabía qué castigo había recibido Zoya, pero siguió ignorándome. Se
le prohibió la entrada a las salas de entrenamiento, y había oído que
volvería a Kribirsk tras la fiesta de invierno. Ocasionalmente, la pillaba
fulminándome con la mirada o tapándose la boca con la mano mientras se
reía con su grupito de amigas Invocadoras, pero traté de no dejar que me
afectara.
Aun así, no podía deshacerme de la sensación de que estaba fracasando.
Cuando llegaron las primeras nevadas, me encontré al despertar con una
kefta nueva que me esperaba en la puerta. Estaba hecha de una pesada lana
azul medianoche y tenía una capucha forrada con espeso pelaje dorado. Me
la puse, pero era difícil no sentirme como una farsante.
Tras picotear el desayuno, hice el familiar recorrido hasta la casita de
piedra de Baghra. Los caminos de gravilla, libres de nieve gracias a los
Inferni, brillaban bajo el débil sol invernal. Ya casi había llegado hasta el
lago cuando una sirvienta me alcanzó.
Me entregó un trozo de papel doblado e hizo una reverencia antes de
volver a alejarse por el camino. Reconocí la letra de Genya.
La unidad de Malyen Oretsev ha sido destinada a la avanzadilla de
Tsibeya durante seis semanas. Figura como sano. Puedes escribirle a la
atención de su regimiento.
Los embajadores de Kerch están llenando de regalos a la Reina. Ostras,
zarapitos en hielo seco (asquerosos), ¡y dulces de almendras! Te llevaré
algunos por la noche.
G.
Mal estaba en Tsibeya. Estaba a salvo, vivo y lejos de la batalla,
probablemente cazando para el invierno.
Debería sentirme agradecida. Debería estar contenta.
Puedes escribirle a la atención de su regimiento. Llevaba meses
escribiendo a la atención de su regimiento.
Pensé en la última carta que le había enviado.
Querido Mal:
No he tenido noticias tuyas, así que supongo que te habrás casado con
alguna volcra que hayas conocido y que estaréis viviendo felizmente en la
Sombra, donde no hay ni luz ni papel para poder escribir. O puede que tu
nueva esposa se haya comido tus manos.
Había llenado la carta de descripciones de Botkin, el perro que
husmeaba de la Reina, y la curiosa fascinación de los Grisha por las
costumbres de los campesinos. Le había hablado de la hermosa Genya, de
los pabellones junto al lago y de la maravillosa cúpula de cristal de la
biblioteca. Le había hablado de la misteriosa Baghra, de las orquídeas del
invernadero y los pájaros pintados encima de mi cama. Pero no le había
hablado del ciervo de Morozova ni del hecho de que era un verdadero
desastre como Grisha, ni de que seguía echándolo de menos cada día.
Tras terminar, dudé antes de garabatear rápidamente al final: No sé si
habrás recibido mis otras cartas. Este lugar es más bonito de lo que puedo
describir, pero lo cambiaría por pasar una tarde tirando piedras contigo al
estanque de Trivka. Por favor, responde.
Pero, si había recibido mis cartas, ¿qué había hecho con ellas? ¿Se había
molestado siquiera en abrirlas? ¿Había suspirado avergonzado cuando
llegaron la quinta, la sexta y la séptima?
Me encogí. Por favor, responde, Mal. Por favor, Mal, no me olvides.
Patético, pensé, frotándome unas lágrimas furiosas.
Miré el lago, que estaba comenzando a congelarse. Pensé en el arroyo
que atravesaba la propiedad del Duque Keramsov. Cada verano, Mal y yo
habíamos esperado a que el arroyo se congelara para poder patinar sobre él.
Arrugué la nota de Genya en el puño. No quería pensar más en Mal.
Deseaba poder borrar cada recuerdo de Keramzin. Y, sobre todo, deseaba
correr a mi habitación y hartarme de llorar, pero no podía. Tenía que pasar
otra mañana desastrosa y sin sentido con Baghra.
Me tomé mi tiempo en bajar por el camino, y después subí los escalones
hasta la casita de la mujer y abrí la puerta.
Como era habitual, estaba sentada al lado del fuego, calentando su
cuerpo huesudo junto a las llamas. Me senté de golpe en la silla que tenía
enfrente y esperé. Ella soltó una risa que parecía un ladrido.
—¿Así que hoy estás enfadada, niña? ¿Por qué estás enfadada? ¿Estás
harta de esperar por tu ciervo blanco mágico? —preguntó. Yo crucé los
brazos y no dije nada—. Habla, niña.
Otro día, hubiera mentido, le hubiera dicho que estaba bien, que estaba
cansada. Pero supongo que había sobrepasado mi límite, porque solté con
furia:
—Estoy harta de todo esto. Estoy harta de desayunar centeno y arenque.
Estoy harta de llevar esta estúpida kefta. Estoy harta de que Botkin me
apalee, y estoy harta de ti.
Pensaba que se pondría furiosa, pero en lugar de eso se me quedó
mirando. Con la cabeza ladeada y los ojos negros brillando a la luz del
fuego, parecía una especie de gorrión malvado.
—No —dijo lentamente—. No. No es eso. Hay algo más. ¿Qué es? ¿Es
que la pobre niñita echa de menos su casa?
—¿Qué casa? —resoplé.
—Dímelo tú, niña. ¿Qué tiene de malo tu vida aquí? Ropa nueva, una
cama cómoda, comida caliente, la oportunidad de ser el juguete del Oscuro.
—No soy su juguete.
—Pero quieres serlo —se mofó—. No te molestes en tratar de
mentirme. Eres como todos los demás, he visto cómo lo mirabas.
Me ardían las mejillas, y pensé en golpear a Baghra en la cabeza con su
propio bastón.
—Miles de chicas venderían a su propia madre por estar en tu lugar, y tú
mírate, deprimida y enfurruñada como una cría. Así que dime, niña. ¿Por
qué sufre tu triste corazoncito?
Tenía razón, por supuesto. Sabía muy bien que echaba de menos a mi
mejor amigo, pero no se lo iba a decir.
Me puse en pie, apartando la silla hacia atrás con estrépito.
—Esto es una pérdida de tiempo.
—¿Lo es? ¿Qué más tienes que hacer con tu tiempo? ¿Mapas? ¿Ir a por
tinta para algún viejo cartógrafo?
—Ser cartógrafo no tiene nada de malo.
—Claro que no. Y ser un lagarto tampoco tiene nada de malo. Salvo que
hayas nacido para ser un halcón.
—Ya he tenido suficiente —gruñí, y le di la espalda. Estaba al borde de
las lágrimas, y me negaba a llorar frente a esa vieja malvada.
—¿Adonde vas? —llamó con voz burlona—. ¿Qué te espera ahí fuera?
—¡Nada! —le grité—. ¡Nadie!
Tan pronto como lo dije, la verdad de las palabras me golpeó tan fuerte
que me dejó sin respiración. Agarré el pomo de la puerta, de pronto me
sentí mareada.
En ese momento, me llegó el recuerdo de los Examinadores Grisha.
Estoy en la sala de estar de Keramzin. Un fuego arde en la chimenea, y
el fornido hombre de azul me tiene sujeta y me está alejando de Mal. Siento
que los dedos de Mal se desligan cuando separan su mano de la mía.
El hombre joven de púrpura coge a Mal y lo arrastra hasta la
biblioteca, cerrando la puerta tras él. Yo pateo y me revuelco, y puedo oír a
Mal gritando mi nombre.
El otro hombre me sujeta. La mujer de rojo desliza la mano por mi
muñeca, y de pronto siento una oleada de pura certera que me atraviesa.
Dejo de resistirme. Una llamada me atraviesa. Algo en mí se levanta
para responder.
No puedo respirar. Es como estar forcejeando desde el fondo de un
lago, a punto de romper la superficie, con los pulmones doloridos en busca
de aire.
La mujer de rojo me observa de cerca, estrechando los ojos.
Oigo la voz de Mal a través de la puerta de la biblioteca. Alina, Alina.
Entonces lo comprendo. Comprendo que somos distintos el uno del otro.
Terrible e irrevocablemente distintos.
Alina. ¡Alina!
Tomo mi decisión. Me aferró a la cosa que tengo dentro de mí y la
fuerzo a esconderse.
—¡Mal! —grito, y comienzo a forcejear una vez más.
La mujer de rojo intenta seguir sujetándome la muñeca, pero yo me
retuerzo y lloriqueo hasta que finalmente me libera.
Me apoyé contra la puerta de la casita de Baghra, temblando. La mujer
de rojo había sido un amplificador. Por eso la llamada del Oscuro me había
resultado familiar. Pero, de algún modo, había logrado resistirme a ella.
Por fin lo comprendía.
Antes de Mal, Keramzin había sido un lugar de terror, largas noches
llorando en la oscuridad, niños mayores que me ignoraban, habitaciones
frías y vacías. Pero entonces Mal llegó y todo eso cambió. Los oscuros
pasillos se convirtieron en lugares donde esconderse y jugar. Los solitarios
bosques se convirtieron en lugares que explorar. Keramzin se convirtió en
nuestro palacio, en nuestro reino, y yo ya no tenía miedo.
Pero los Examinadores Grisha me habrían sacado de Keramzin. Me
habrían alejado de Mal, y él había sido lo único bueno que tenía en el
mundo. Así que había tomado mi decisión. Había forzado a mi poder a
esconderse y lo mantuve ahí cada día, con toda mi energía y mi voluntad,
sin darme cuenta siquiera. Había utilizado cada parte de mí para mantener
ese secreto.
Recordaba estar junto a la ventana con Mal, observando a los Grisha
marcharse en su troika, lo cansada que me había sentido. A la mañana
siguiente, me desperté con ojeras. Me habían acompañado desde entonces.
¿Y ahora?, me pregunté, presionando la frente contra la fría madera de
la puerta, con todo el cuerpo temblando.
Ahora Mal me había abandonado.
La única persona en el mundo que de verdad me conocía había decidido
que yo no merecía el esfuerzo de unas pocas palabras. Pero seguía
aferrándome a él. A pesar de todos los lujos del Pequeño Palacio, a pesar de
mis poderes recién descubiertos, a pesar de su silencio, seguía aferrándome
a él.
Baghra tenía razón. Pensaba que estaba haciendo un gran esfuerzo,
pero, profundamente, alguna parte de mí solo quería ir a casa con Mal.
Alguna parte de mí esperaba que todo hubiera sido un error, que el Oscuro
se diera cuenta de ello y me enviara de vuelta al regimiento, que Mal se
diera cuenta de cuánto me había echado de menos, que envejeciéramos
juntos en nuestro prado. Mal había avanzado, pero yo seguía estando
asustada de esas tres figuras misteriosas, aferrándome con fuerza a su mano.
Era hora de soltarla. Ese día en la Sombra, Mal me había salvado la
vida, y yo le había salvado la suya. Tal vez ese tenía que ser el final de
nuestra vida juntos.
El pensamiento me llenaba de dolor, dolor por los sueños que habíamos
compartido, por el amor que había sentido, por la chica esperanzada que ya
no sería jamás. El dolor me inundó, disolviendo un nudo que ni siquiera
sabía que estaba ahí. Cerré los ojos, sintiendo las lágrimas que se deslizaban
por mis mejillas, y entré en contacto con la cosa que había mantenido
escondida dentro de mí durante tanto tiempo. Lo siento, le susurré.
Siento haberte dejado tanto tiempo en la oscuridad.
Lo siento, pero ahora estoy preparada.
La llamé, y la luz respondió. La sentí precipitarse hacia mí desde todas
direcciones, por encima del lago, escabullándose sobre las cúpulas doradas
del Pequeño Palacio, bajo la puerta y a través de las paredes de la cabaña de
Baghra. La sentí por todas partes. Abrí las manos y la luz brotó a través de
mí, llenando la habitación, iluminando las paredes de piedra, la vieja estufa
de azulejos, y cada ángulo de la extraña cara de Baghra. Me rodeó, ardiente,
más poderosa y más pura que nunca porque era toda mía. Quería reírme,
cantar, gritar. Por fin había algo que me pertenecía enteramente y por
completo.
—Bien —dijo Baghra, entornando los ojos ante la luz—. Ahora
podemos comenzar.
sa misma tarde, me uní a los otros Etherealki junto al lago e
invoqué mi poder para ellos por primera vez. Envié una capa de
luz destellante a través del agua, dejando que se deslizara sobre
las olas que había invocado Ivo. No tenía aún el mismo control
que los demás, pero me las arreglé. De hecho, fue fácil.
De pronto, muchas cosas parecían fáciles. No estaba cansada todo el
tiempo, ni me quedaba sin aire al subir las escaleras. Dormía
profundamente y sin pesadillas cada noche, y me despertaba como nueva.
La comida fue una revelación: cuencos de gachas con montañas de azúcar y
nata, platos de rayas fritas en mantequilla, gruesas ciruelas y melocotones
del invernadero, el sabor claro y amargo del kvas. Era como si aquel
momento en la casita de Baghra hubiera sido mi primer aliento real y
hubiera despertado a una nueva vida.
Dado que ninguno de los otros Grisha sabía que había tenido tantos
problemas al invocar, todos se quedaron un poco desconcertados por mi
cambio. No di ninguna explicación, y Genya me contó algunos de los
rumores más divertidos.
—Marie e Ivo creen que los fjerdanos te habían pegado alguna
enfermedad.
—Pensaba que los Grisha no enfermaban.
—¡Exacto! Por eso suena tan siniestro. Pero, al parecer, el Oscuro te
curó alimentándote de su propia sangre y un extracto de diamantes.
—Eso es asqueroso —dije, riendo.
—Ah, eso no es nada. De hecho, Zoya intentó hacer correr el rumor de
que estabas poseída.
Me reí aún más fuerte.
Mis clases con Baghra seguían siendo difíciles, y nunca las disfrutaba
realmente. Pero disfrutaba de cualquier oportunidad de utilizar mi poder, y
sentía que estaba haciendo progresos. Al principio, estaba asustada cada vez
que me preparaba para invocar la luz, temerosa de que no se encontrara ahí
y volviera a estar como al principio.
—No es algo ajeno a ti —soltó Baghra—. No es un animal que se oculta
de ti, o que elige si acudirá o no a tu llamada. ¿Le pides a tu corazón que
lata o a tus pulmones que respiren? Tu poder te sirve porque ese es su
propósito, porque no puede hacer nada que no sea servirte.
A veces sentía que había una sombra en las palabras de Baghra, una
segunda intención que quería que entendiera. Pero el trabajo que hacía ya
era lo suficientemente difícil sin tratar de adivinar los secretos de una vieja
amargada.
Me dirigía con fuerza, empujándome a expandir mi alcance y mi
control. Me enseñó a concentrar mi poder en pequeños estallidos brillantes,
penetrantes rayos ardientes, y largas cascadas sostenidas. Me forzaba a
invocar la luz una vez, y otra, y otra, hasta que casi no tenía que buscarla.
Me hizo ir a su casa de noche para practicar cuando era casi imposible que
encontrara ninguna luz que invocar. Cuando finalmente produje con orgullo
un débil hilo de luz, ella golpeó el suelo con el bastón.
—¡No es suficiente! —gritó.
—Estoy haciendo lo que puedo —murmuré, exasperada.
—¡Bah! —escupió—. ¿Te crees que al mundo le importa que hagas lo
que puedas? Vuélvelo a hacer, y hazlo bien.
Mis lecciones con Botkin fueron la auténtica sorpresa. De niña, había
corrido y jugado con Mal en el bosque y en los campos, pero nunca había
sido capaz de mantener su ritmo. Siempre había sido muy enfermiza y
frágil, me cansaba fácilmente. Pero cuando comencé a comer y dormir
regularmente por primera vez en mi vida, todo eso cambió. Botkin me
sometió a brutales entrenamientos de combate y carreras aparentemente
interminables a través de los terrenos del palacio, pero descubrí que
disfrutaba de algunos de los desafíos. Me gustaba aprender lo que podía
hacer ese cuerpo nuevo y más fuerte que tenía.
Dudaba que alguna vez fuera capaz de vencer al viejo mercenario, pero
los Hacedores habían ayudado a allanar el terreno. Habían creado un par de
guantes de cuero sin dedos que estaban cubiertos de espejitos, los
misteriosos discos de cristal que David me había enseñado ese primer día
en los talleres. Con un giro de muñeca, podía deslizar un espejo entre los
dedos y, con el permiso de Botkin, practiqué para hacer que reflejaran
destellos de luz hasta los ojos de mis oponentes. Trabajé con ellos hasta que
casi parecían naturales entre mis manos, como extensiones de mis propios
dedos.
Botkin seguía arisco y criticón, y aprovechaba cualquier oportunidad
para llamarme inútil, pero alguna que otra vez me parecía vislumbrar un
matiz de aprobación en sus curtidas facciones.
Avanzado el invierno, me apartó a un lado tras una larga lección en la
que hasta había conseguido golpearlo en las costillas, y él me lo había
agradecido con un fuerte puñetazo en la mandíbula.
—Toma —dijo, entregándome un pesado cuchillo con una funda de
cuero y acero—. Tenlo siempre contigo.
Impresionada, me di cuenta de que no era un cuchillo corriente: era
acero Grisha.
—Gracias —logré decir.
—«Gracias», no —replicó, dándose unos golpecitos en la fea cicatriz
que tenía en la garganta—. Acero se gana.
El invierno me parecía distinto a como había sido antes. Me pasaba las
tardes soleadas patinando en el lago, o yendo en trineo por los terrenos del
palacio con los otros Invocadores. Las tardes de nieve las pasábamos en la
sala abovedada, agrupados junto a las estufas de azulejos, bebiendo kvas y
atiborrándonos de dulces. Celebramos la fiesta de Sankt Nikolai con
enormes cuencos de sopa con bolitas de masa y kutya hecha con miel y
semillas de amapola. Algunos de los otros Grisha se fueron del palacio para
ir a montar en trineo y hacer excursiones en trineos tirados por perros en los
campos cubiertos de nieve que rodeaban Os Alta, pero por razones de
seguridad yo seguía confinada en los terrenos del palacio.
No me importaba. Ya me sentía más cómoda con los Invocadores, pero
dudaba que alguna vez me lo fuera a pasar bien con Marie y Nadia. Estaba
mucho más contenta sentada en mi habitación con Genya, bebiendo té y
cotilleando junto al fuego. Me encantaba escuchar todos los rumores de la
corte, y las historias de las opulentas fiestas en el Gran Palacio eran aún
mejores. Mi historia favorita era la de la tarta gigantesca que un conde
había regalado al Rey, y el enano que había salido de ella para entregarle a
la tsaritsa un ramo de nomeolvides.
Al final de la estación, el Rey y la Reina organizaban una fiesta formal
para celebrar el fin del invierno a la que asistirían todos los Grisha. Genya
aseguraba que esa era la fiesta más lujosa. Todas las familias de nobles y
altos oficiales de la corte estarían allí, junto a los héroes militares, los
dignatarios extranjeros, y el tsarevitch, el primogénito del Rey y heredero
del trono. Una vez había visto al Príncipe de la Corona montando un
caballo capón blanco del tamaño de una casa por los terrenos del palacio.
Era casi guapo, pero tenía la barbilla débil del Rey y unos ojos de párpados
tan caídos que era difícil saber si estaba cansado, o tan solo sumamente
aburrido.
—Probablemente estuviera borracho —dijo Genya, removiendo su té—.
Se pasa todo el tiempo cazando, con los caballos y bebiendo. Vuelve loca a
la Reina.
—Bueno, Ravka está en guerra. Creo que debería preocuparse más por
los asuntos del estado.
—Oh, a ella le da igual eso. Solo quiere que encuentre una esposa en
lugar de vagar por el mundo, gastando montañas de oro en comprar ponis.
—¿Qué hay del otro? —pregunté. Sabía que el Rey y la Reina tenían un
hijo más joven, pero en realidad nunca lo había visto.
—¿Sobachka?
—No puedes llamar «cachorro» a un príncipe real —reí.
—Así es como lo llama todo el mundo —replicó, y bajó la voz—. Y
hay rumores de que no es hijo legítimo.
Casi me atraganto con el té.
—¡No!
—Solo la Reina lo sabe con seguridad. De todos modos, es una especie
de oveja negra. Insistió en hacer el servicio militar en la infantería, y
después trabajó de aprendiz con un armero.
—¿Nunca está en la corte?
—No desde hace años. Creo que está estudiando construcción naval o
algo igual de aburrido. Probablemente se llevaría bien con David —añadió
amargamente.
—¿Y de qué habláis vosotros dos? —pregunté con curiosidad. Seguía
sin comprender la fascinación de Genya por el Hacedor. Ella suspiró.
—Lo habitual. Vida. Amor. El punto de fundición de la mena de hierro.
—Se enrolló un rizo de brillante pelo rojo en el dedo, y sus mejillas se
ruborizaron con un bonito color rosado—. En realidad es muy gracioso
cuando se relaja.
—¿En serio?
Ella se encogió de hombros.
—Eso creo.
Le di unos golpecitos tranquilizadores en la mano.
—Ya recapacitará. Tan solo es tímido.
—Quizás debería tumbarme sobre una mesa del taller y esperar a ver si
me suelda algo.
—Creo que así es como empiezan la mayoría de las grandes historias de
amor.
Ella se rio, y yo sentí un repentino fogonazo de culpa. Genya hablaba
muy fácilmente de David, pero yo nunca le confiaba nada sobre Mal.
Eso es porque no hay nada que confiarle, me recordé duramente, y
añadí más azúcar a mi té.
Una tarde tranquila, cuando los otros Grisha se habían aventurado fuera de
Os Alta, Genya me convenció para colarnos en el Gran Palacio, y nos
pasamos horas mirando la ropa y los zapatos del vestidor de la Reina.
Genya insistió en que me probara un vestido de seda de color rosa pálido
salpicado de perlas de río, y cuando me vistió y me colocó frente a uno de
los enormes espejos de oro, tuve que mirar dos veces.
Había aprendido a evitar los espejos. Nunca me mostraban lo que quería
ver, pero la chica que había junto a Genya en el reflejo era una extraña.
Tenía mejillas rosadas, pelo brillante y… curvas. Podía haberla mirado
durante horas. De pronto deseé que el viejo Mikhael pudiera verme.
«Palillo», ¿eh?, pensé con suficiencia.
Genya me miró a los ojos a través del reflejo y sonrió.
—¿Para esto me has arrastrado hasta aquí? —pregunté con una ceja
levantada.
—¿Qué quieres decir?
—Sabes lo que quiero decir.
—Tan solo pensaba que querrías echarte un buen vistazo, eso es todo.
Tragué saliva, avergonzada, y le di un abrazo impulsivo.
—Gracias —susurré. Después le di un empujoncito—. Ahora quítate de
en medio. Es imposible que me sienta guapa contigo a mi lado.
Nos pasamos el resto de la tarde probándonos vestidos y mirándonos en
el espejo, dos actividades que nunca hubiera pensado que me gustarían.
Perdimos la noción del tiempo, y Genya tuvo que ayudarme a sacarme un
vestido de baile de color aguamarina para volver a ponerme la kefta y
apresurarme a bajar al lago para mi lección nocturna con Baghra. Llegué
tarde aunque fui corriendo, y ella estaba furiosa.
Mis lecciones nocturnas con Baghra siempre eran las más difíciles, pero
aquella noche fue particularmente dura.
—¡Control! —gritó cuando la débil ola de luz que había invocado
parpadeó sobre la orilla—. ¿Dónde está tu concentración?
En la cena, pensé, pero no lo dije. Genya y yo habíamos estado tan
entretenidas con las distracciones del vestidor de la Reina que se nos había
olvidado comer, y mi estómago estaba rugiendo.
Me centré y la luz brotó con más fuerza, cubriendo el lago helado.
—Mejor —dijo—. Deja que la luz haga el trabajo por ti. Los semejantes
se atraen.
Traté de relajarme y dejar que la luz se atrajera a sí misma. Para mí
sorpresa, explotó por encima del hielo, iluminando la islita que había en el
centro del lago.
—¡Más! —exigió Baghra—. ¿Qué te está deteniendo?
Escarbé con más fuerza y el círculo de luz aumentó hasta pasar la isla y
bañar el lago entero y la escuela que había en la orilla de enfrente de modo
resplandeciente. Aunque había nieve en el suelo, el aire a nuestro alrededor
brillaba con fuerza con el calor pesado del verano. Mi cuerpo vibraba de
poder. Era estimulante, pero sentía que me cansaba, rozando el límite de
mis habilidades.
—¡Más! —gritó Baghra.
—¡No puedo! —protesté.
—¡Más! —repitió, y había una urgencia en su voz que sonaba como una
alarma dentro de mí y hacía flaquear mi concentración. La luz tembló y se
escapó de mi alcance. Traté de recuperarla, pero se alejó de mí,
zambullendo de nuevo en la oscuridad la escuela, después la isla, y después
la orilla.
—No es suficiente. —Su voz me sobresaltó. El Oscuro emergió de entre
las sombras hasta el camino iluminado por las lámparas.
—Podría serlo —replicó Baghra—. Has visto lo fuerte que es. Ni
siquiera la estaba ayudando. Dale un amplificador y verás lo que es capaz
de hacer.
El Oscuro sacudió la cabeza.
—Tendrá el ciervo.
Baghra frunció el ceño.
—Eres un estúpido.
—Me han llamado cosas peores. Y casi siempre has sido tú.
—Esto es un disparate. Debes reconsiderarlo.
El rostro del Oscuro se enfrió.
—¿Debo? Tú ya no me das órdenes, anciana. Sé lo que tengo que hacer.
—Podría sorprenderte —intervine. El Oscuro y Baghra se giraron para
mirarme. Era casi como si hubieran olvidado que estaba ahí—. Baghra tiene
razón. Sé que puedo hacerlo mejor, puedo esforzarme más.
—Has estado en la Sombra, Alina. Sabes a qué te enfrentas.
De pronto me sentía terca.
—Sé que cada día me vuelvo más fuerte. Si me das una oportunidad…
El Oscuro volvió a sacudir la cabeza.
—No puedo correr esa clase de riesgo. No cuando el futuro de Ravka
está en juego.
—Lo entiendo —dije, aturdida.
—¿De verdad?
—Sí —asentí—. Sin el ciervo de Morozova, soy prácticamente inútil.
—Ah, así que no es tan estúpida como parece —se carcajeó Baghra.
—Márchate —ordenó el Oscuro con sorprendente ferocidad.
—Sufriremos todos por tu orgullo, chico.
—No voy a volver a pedírtelo.
Baghra le lanzó una mirada de indignación, y después se giró sobre sus
talones y fue por el camino hasta su cabaña.
Cuando cerró de un portazo, el Oscuro me examinó a la luz de la
lámpara.
—Tienes buen aspecto —comentó.
—Gracias —murmuré, y aparté la mirada. Quizás Genya podría
enseñarme a aceptar un cumplido.
—Si vas a volver al Pequeño Palacio, iré contigo.
Durante un rato, paseamos en silencio junto a la orilla del lago, pasando
por los pabellones de piedra desiertos. Al otro lado del hielo, veía las luces
de la escuela.
—¿Hay alguna noticia sobre el ciervo? —tuve que preguntar
finalmente. Él apretó los labios.
—No. Mis hombres piensan que la manada puede haber cruzado hasta
Fjerda.
—Oh —dije, tratando de ocultar mi decepción.
Él se detuvo abruptamente.
—No creo que seas inútil, Alina.
—Lo sé —dije, mirándome la punta de las botas—. No soy inútil, pero
tampoco soy útil precisamente.
—Ningún Grisha es lo bastante poderoso como para enfrentarse a la
Sombra. Ni siquiera yo.
—Lo entiendo.
—Pero no te gusta.
—¿Debería gustarme? Si no puedo ayudar a destruir la Sombra,
entonces, ¿para qué sirvo exactamente? ¿Para hacer picnics a medianoche?
¿Para calentarte los pies en invierno?
Sus labios se curvaron en una media sonrisa.
—¿Picnics a medianoche?
No pude devolverle la sonrisa.
—Botkin me dijo que el acero Grisha hay que ganárselo. No es que no
agradezca todo esto… lo hago, de verdad. Pero no creo que me haya ganado
nada.
Él suspiró.
—Lo siento, Alina. Te pedí que confiaras en mí, pero no te di motivos.
Parecía tan agotado que sentí remordimientos al instante.
—No es eso…
—Es cierto. —Respiró hondo y se pasó una mano por el cuello—. Tal
vez Baghra tenga razón, por mucho que odie admitirlo.
Incliné la cabeza hacia un lado.
—Casi siempre parece que nada te afecta. ¿Por qué ella te irrita tanto?
—No lo sé.
—En fin, creo que es buena para ti.
Él se sobresaltó por la sorpresa.
—¿Por qué?
—Porque es la única por aquí que no te tiene miedo ni está tratando de
impresionarte constantemente.
—¿Tú estás tratando de impresionarme?
—Por supuesto —me reí.
—¿Siempre dices exactamente lo que estás pensando?
—Ni la mitad de las veces.
Entonces él también se rio, y yo recordé cuánto me gustaba ese sonido.
—Supongo que debo considerarme afortunado entonces.
—De todos modos, ¿cuál es el poder de Baghra? —pregunté, al
ocurrírseme por primera vez. Era una amplificadora como el Oscuro, pero
él también tenía su propio poder.
—No estoy seguro. Creo que era una Agitamareas, pero no hay nadie
por aquí lo bastante viejo como para recordarlo —dijo, y bajó la mirada
hasta mí. El aire frío le había sonrojado las mejillas, y la luz de la lámpara
se reflejaba en sus ojos grises—. Alina, si te dijera que sigo creyendo que
lograremos encontrar al ciervo, ¿pensarías que estoy loco?
—¿Por qué debería importarte lo que pensara?
Él parecía verdaderamente confundido.
—No lo sé. Pero me importa.
Y, entonces, me besó.
Sucedió tan repentinamente que apenas tuve tiempo para reaccionar. Un
instante estaba mirando sus ojos color pizarra, y al siguiente, sus labios
estaban presionando los míos. Sentí que esa familiar sensación de seguridad
fluía a través de mí mientras mi cuerpo cantaba con repentina calidez y mi
corazón latía frenéticamente. Entonces, tan repentinamente como antes, se
alejó de mí. Parecía tan sorprendido como yo.
—No pretendía… —dijo.
En ese momento, oímos pasos e Iván dobló la esquina. Se inclinó ante el
Oscuro y después ante mí, pero capté una sonrisilla de suficiencia en sus
labios.
—El Apparat se está impacientando —declaró.
—Una de sus características menos atractivas —respondió el Oscuro
con suavidad. La expresión de sorpresa se había desvanecido de su rostro.
Se inclinó ante mí, completamente sosegado, y sin una mirada más él e Iván
me dejaron en la nieve.
Me quedé ahí durante un largo momento, y después emprendí el camino
de vuelta al Pequeño Palacio, aturdida. ¿Qué ha pasado? Me toqué los
labios con los dedos. ¿En serio acaba de besarme el Oscuro? Evité la sala
abovedada y fui directamente a mi habitación, pero una vez llegué no sabía
qué hacer. Pedí que me trajeran la cena en una bandeja y me senté a
picotear mi comida. Estaba desesperada por hablar con Genya, pero ella
dormía cada noche en el Gran Palacio, y no tenía el coraje de ir a tratar de
encontrarla. Finalmente, me rendí y decidí bajar a la sala abovedada.
Marie y Nadia habían regresado de su excursión en trineo y estaban
sentadas junto al fuego, bebiendo té. Me conmocionó ver a Sergei sentado
junto a Marie, con el brazo entrelazado al de ella. Tal vez haya algo en el
aire, pensé con asombro.
Me senté a tomar té con ellos, preguntándoles por el día y su viaje al
campo, pero me costaba mantenerme pendiente de la conversación. Mis
pensamientos no dejaban de volar hasta la sensación de los labios del
Oscuro sobre los míos, y el aspecto que tenía a la luz de la lámpara,
espirando vaharadas blancas en el frío aire nocturno, con esa expresión de
aturdimiento en el rostro.
Sabía que no sería capaz de dormir, así que cuando Marie sugirió ir a la
banya, decidí unirme a ellos. Ana Kuya siempre nos había dicho que la
banya era cosa de bárbaros, una excusa para que los campesinos bebieran
kvas y se comportaran lascivamente. Pero estaba comenzando a darme
cuenta que la vieja Ana era un poco esnob.
Me senté donde el vapor tanto tiempo como pude soportar el calor, y
después me lancé a la nieve chillando con los demás, tras lo cual corrí al
interior para repetir otra vez. Me quedé allí hasta bien pasada la
medianoche, riendo y resollando mientras trataba de aclarar mi cabeza.
Cuando llegué hasta mi habitación, caí sobre la cama, con la piel
húmeda y rosada, y el pelo mojado y enredado. Estaba sonrojada y notaba
los huesos como de gelatina, pero mi mente seguía zumbando. Me
concentré e invoqué una oleada de luz cálida, la hice bailar sobre el techo
pintado, y dejé que el firme flujo de poder calmara mis nervios. Entonces el
recuerdo del beso del Oscuro me atravesó y acabó con mi concentración,
dispersando mis pensamientos y haciendo que mi corazón cayera en picado,
como un pájaro llevado por corrientes de aire inciertas.
La luz se hizo añicos, dejándome en la oscuridad.
medida que el invierno iba llegando a su fin, las conversaciones
se fueron centrando en la fiesta del Rey y la Reina en el Gran
Palacio. Se esperaba que los Invocadores Grisha hicieran una
demostración de sus poderes para entretener a los nobles, y se
empleaba mucho tiempo en decidir quién actuaría y qué
espectáculo sería el más impresionante.
—No lo llames «actuar» —advirtió Genya—. El Oscuro no lo soporta.
Piensa que la fiesta de invierno es una gran pérdida de tiempo para los
Grisha.
Pensé que podía tener razón. Los talleres de los Materialki zumbaban
día y noche con pedidos desde el palacio de telas, joyas y fuegos
artificiales. Los Invocadores pasaban horas en los pabellones de piedra
puliendo sus «demostraciones». Dado que Ravka estaba en guerra y lo
había estado desde hacía más de un siglo, todo parecía un poco frívolo. Sin
embargo, como yo no había ido a muchas fiestas, me dejaba enredar en las
conversaciones sobre sedas, bailes y flores.
Baghra no tenía paciencia conmigo. Si perdía la concentración aunque
fuera tan solo un momento, me golpeaba con su bastón y decía: «¿Soñando
con bailar con tu príncipe oscuro?».
Yo la ignoraba, pero muchas veces tenía razón. A pesar de todos mis
esfuerzos, pensaba en el Oscuro. Había vuelto a desaparecer, y Genya me
había contado que se había ido al norte. Los otros Grisha especulaban que
tendría que aparecer en la fiesta de invierno, pero nadie podía estar seguro.
Una y otra vez estuve a punto de contarle a Genya lo del beso, pero siempre
me detenía justo cuando tenía las palabras en la punta de la lengua.
Estás siendo ridícula, me reprendí severamente. No ha significado
nada. Probablemente besará a muchas chicas Grisha. Y, ¿por qué tendría
el Oscuro algún interés en ti cuando hay gente como Genya y Zoya por
aquí? Pero, si todo eso era cierto, no quería saberlo. Mientras mantuviera la
boca cerrada, el beso sería un secreto que compartía con el Oscuro, y quería
que siguiera siendo así. Al mismo tiempo, algunos días me costaba toda mi
fuerza de voluntad no ponerme de pie en medio del desayuno y gritar que el
Oscuro me había besado.
Si Baghra estaba decepcionada conmigo, eso era nada comparado con
mi propia decepción. Por mucho que me esforzara, mis limitaciones estaban
siendo bastante obvias. Al final de cada lección, no dejaba de oír al Oscuro
decir «No es suficiente», y sabía que tenía razón. Él quería destruir el tejido
mismo de la Sombra, hacer desaparecer la marea negra del Nocéano, y yo,
simplemente, no era lo bastante fuerte para lograrlo. Había leído lo
suficiente como para comprender que las cosas eran así. Todos los Grisha
tenían poderes limitados, incluido el Oscuro. Pero él había dicho que yo iba
a cambiar el mundo, y era difícil aceptar que tal vez no estuviera a la altura.
El Oscuro había desaparecido, pero el Apparat parecía estar en todas
partes. Merodeaba por los pasillos y junto al camino que llevaba al lago.
Pensaba que tal vez quisiera volver a acorralarme, pero yo no quería
escucharlo despotricar sobre la fe y el sufrimiento. Tenía cuidado para que
nunca me pillara a solas.
El día de la fiesta del invierno, se me eximió de asistir a clase, pero fui a
ver a Botkin de todos modos. Estaba demasiado nerviosa por mi papel en la
demostración y la posibilidad de volver a ver al Oscuro como para
quedarme sentada en la habitación. Estar con los otros Grisha no ayudaba.
Marie y Nadia hablaban constantemente sobre sus nuevas kefta de seda y
las joyas que tenían intención de llevar, mientras que David y los otros
Hacedores no dejaban de abordarme para hablar de los detalles de la
demostración. Por tanto, evité la sala abovedada y fui a las salas de
entrenamiento junto a los establos.
Botkin me hizo ensayar y entrenar con los espejos. Sin ellos, estaba
prácticamente indefensa contra él. Pero, con los guantes puestos, casi podía
valerme por mí misma. O eso creía. Cuando la lección terminó, Botkin
admitió que había estado conteniéndose.
—No debo golpear a chica en cara cuando va a fiesta —dijo,
encogiéndose de hombros—. Botkin será más justo mañana.
Gruñí ante la perspectiva.
Cené rápidamente en la sala abovedada y después, antes de que nadie
pudiera acorralarme, me apresuré a subir a mi habitación, pensando en mi
preciosa bañera. La banya era divertida, pero ya había tenido suficientes
baños comunitarios en el ejército, y la privacidad seguía pareciéndome todo
un descubrimiento.
Cuando acabé de darme un baño largo y lujoso, me senté junto a las
ventanas para que se me secara el pelo mientras observaba la noche caer
sobre el lago. Pronto, las lámparas que bordeaban el largo camino hasta el
palacio quedarían iluminadas, y los nobles llegarían en sus espléndidos
carruajes, cada uno más ornamentado que el anterior. Sentí un pequeño
cosquilleo de emoción. Unos meses antes, habría aborrecido una noche
como esta: una actuación, jugar a los disfraces con cientos de personas
guapas con ropa bonita. Seguía estando nerviosa, pero pensaba que hasta
podría ser… divertido.
Miré el pequeño reloj que había sobre la chimenea y fruncí el ceño. Se
suponía que una sirvienta tenía que venir a llevarme mi nueva kefta de seda,
pero si no llegaba pronto iba a tener que llevar la de lana, o pedirle algo
prestado a Marie.
En cuanto pensé eso, oí un golpe en la puerta. Pero era Genya, cuya alta
figura estaba envuelta en seda color crema con recargados bordados
dorados. Su pelo rojo estaba recogido en un alto moño sobre su cabeza, para
mostrar mejor los enormes diamantes que colgaban de sus orejas y la grácil
forma de su cuello.
—¿Y bien? —preguntó, girando de un lado a otro.
—Te odio —declaré con una sonrisa.
—La verdad es que estoy increíble —dijo, admirándose a sí misma en el
espejo que había sobre el lavabo.
—Estarías aún mejor con un poco de humildad.
—Lo dudo. ¿Por qué no estás vestida? —preguntó, dejando de
maravillarse ante su propio reflejo para ver que seguía en bata.
—Mi kefta todavía no ha llegado.
—Ah, bueno, los Hacedores han estado un poco desbordados con las
peticiones de la Reina. Estoy segura de que llegará. Ahora siéntate frente al
espejo para que te arregle el pelo
Casi chillé de emoción, pero me las arreglé para contenerme. Esperaba
que Genya se ofreciera a arreglarme el pelo, pero no quería pedírselo.
—Pensaba que estarías ayudando a la Reina —dije mientras Genya
ponía a trabajar sus hábiles manos. Ella puso en blanco sus ojos color
ámbar.
—Mis habilidades tienen un límite. Su alteza ha decidido que no asistirá
al baile esta noche. Le duele la cabeza. ¡Ja! Fui yo quien se pasó una hora
quitándole las patas de gallo.
—¿Así que no asistirá?
—¡Por supuesto que asistirá! Solo quiere que sus damas se lo supliquen
para poder sentirse aún más importante. Este es el mayor evento de la
temporada: no se lo perdería por nada del mundo.
El mayor evento de la temporada. Solté el aliento temblorosamente.
—¿Nerviosa? —preguntó Genya.
—Un poco. No sé por qué.
—Tal vez porque unos cuantos centenares de nobles están esperando a
verte por primera vez.
—Gracias. Eso ayuda muchísimo.
—Oh, no hay de qué —replicó, dándome un fuerte tirón en el pelo—.
Ya deberías estar acostumbrada a que te miren boquiabiertos.
—Pues no lo estoy.
—Bueno, si es demasiado para ti, hazme una señal y yo me levantaré de
la mesa del banquete, me subiré la falda hasta la cabeza y bailaré un poco.
Así nadie te mirará.
Reí y noté que me relajaba un poco. Tras un momento, procurando que
mi voz sonara casual, pregunté:
—¿Ha regresado el Oscuro?
—Oh, sí. Regresó ayer, vi su carruaje.
Mi corazón dio un vuelco. Llevaba un día entero en el palacio y no
había venido a verme ni me había mandado llamar.
—Supongo que estará muy ocupado —añadió Genya.
—Por supuesto.
Tras un momento, dijo con suavidad:
—Todos lo sentimos, ¿sabes?
—¿Sentir el qué?
—La atracción. Hacia el Oscuro. Pero él no es como nosotros, Alina.
Me puse tensa, y Genya mantuvo la mirada cuidadosamente en los
bucles de mi pelo.
—¿Qué quieres decir? —pregunté. Incluso en mis propios oídos, mi voz
sonaba extrañamente aguda.
—Su poder, su aspecto. Tendrías que estar loca o ciega para no haberte
fijado.
No quería preguntar, pero no pude evitarlo.
—¿Alguna vez ha…? Quiero decir, ¿alguna vez habéis…?
—¡No! ¡Nunca! —dijo, y sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa
—. Pero lo haría.
—¿En serio?
—¿Quién no? —Sus ojos se encontraron con los míos en el espejo—.
Pero nunca dejaría que mi corazón se interpusiera.
Me encogí de hombros con lo que esperaba que fuera indiferencia.
—Claro que no —dije. Genya alzó sus cejas perfectas y me tiró con
fuerza del pelo—. ¡Au! ¿Vendrá David esta noche?
Ella suspiró.
—No, no le gustan las fiestas. Pero acabo de pasarme por los talleres
para que pueda ver lo que va a perderse. Apenas me ha mirado.
—Eso lo dudo —repliqué para reconfortarla.
Genya colocó un último mechón de pelo en su sitio y lo fijó con una
horquilla dorada.
—¡Ya está! —exclamó triunfante. Me entregó mi espejito y me giró
para que pudiera ver su trabajo. Había hecho un elaborado moño con la
mitad de mi pelo, y el resto caía en cascada sobre mis hombros en ondas
brillantes. Sonreí y le di un abrazo rápido.
—¡Gracias! —dije—. Eres fantástica.
—Pues no me sirve de mucho —gruñó.
¿Cómo era posible que Genya se hubiera enamorado tanto de alguien
tan serio, tan silencioso y tan aparentemente inconsciente de su belleza? ¿O
era eso precisamente lo que había hecho que se enamorara de David?
Un golpe en la puerta me sacó de mis pensamientos, y prácticamente fui
corriendo a abrirla. Me invadió el alivio cuando vi a dos sirvientas en el
umbral, cada una con varias cajas. Hasta ese momento, no me había dado
cuenta de lo preocupada que estaba por la llegada de mi kefta. Puse la caja
más grande sobre la cama y levanté la tapa.
Genya soltó un chillido, y yo me quedé mirando el contenido
embelesada. Como no me moví, ella metió la mano en la caja y sacó un
montón de seda negra ondeante. Las mangas y el cuello estaban
delicadamente bordadas en oro y centelleaban con pequeñas cuentas de
azabache.
—Negro —susurró Genya. Su color. ¿Qué significaba?—. ¡Mira! —
resolló.
El cuello del traje estaba ribeteado con una cinta de terciopelo negro, y
de ella colgaba un pequeño adorno dorado: el sol eclipsado, el símbolo del
Oscuro.
Me mordí el labio. Esta vez, el Oscuro había decidido diferenciarme, y
no había nada que pudiera hacer al respecto. Sentí un pinchazo de
resentimiento, pero me sentía ahogada por la emoción. ¿Había elegido esos
colores para mí antes o después de la noche junto al lago? ¿Se arrepentiría
de verme con ellos esta noche?
No podía pensar en eso. Salvo que quisiera ir al baile desnuda, no tenía
muchas opciones. Me oculté tras el biombo y me puse la nueva kefta. Noté
la seda fría contra mi piel mientras me abrochaba torpemente los
botoncitos. Cuando salí, Genya me dedicó una enorme sonrisa.
—¡Ooh! Sabía que te sentaría bien el negro —dijo, y me cogió del
brazo—. ¡Vamos!
—¡Ni siquiera me he puesto los zapatos!
—¡Tú ven!
Me arrastró por el pasillo, y después abrió una puerta de golpe, sin
llamar.
Zoya gritó. Estaba de pie en medio de su habitación con una kefta de
seda azul medianoche y un cepillo en la mano.
—¡Discúlpanos! —anunció Genya—. Pero necesitamos esta cámara.
¡Órdenes del Oscuro!
Los bonitos ojos azules de Zoya se entrecerraron peligrosamente.
—Si te crees que… —comenzó, pero entonces se fijó en mí. Se quedó
boquiabierta y empalideció de repente.
—¡Fuera! —ordenó Genya.
Zoya cerró la boca y, para mi sorpresa, salió de la habitación sin decir
nada más. Genya cerró la puerta tras ella.
—¿Qué estás haciendo? —pregunté con recelo.
—Pensé que era importante que te vieras en un espejo de verdad, y no
en ese minúsculo trozo de cristal que tienes sobre el tocador. Pero, sobre
todo, quería ver la cara de esa zorra al descubrir que vistes el color del
Oscuro.
No pude reprimir una sonrisa.
—Ha sido genial.
—¿A que sí? —dijo Genya, con voz soñadora.
Me giré hacia el espejo, pero Genya me agarró para sentarme en el
tocador de Zoya, y comenzó a rebuscar entre sus cajones.
—¡Genya!
—Tú espera… ¡ajá! ¡Sabía que se estaba oscureciendo las pestañas! —
exclamó, y sacó un frasquito de antimonio negro del cajón de Zoya—.
¿Podrías invocar un poco de luz para que pueda trabajar?
Invoqué un bonito y cálido resplandor para que Genya viera mejor y
traté de ser paciente mientras ella me hacía mirar hacia arriba, hacia abajo,
hacia la izquierda y hacia la derecha.
—¡Perfecto! —dijo cuando terminó—. Oh, Alina, pareces una auténtica
seductora.
—Seguro —repliqué, y le quité el espejo. Pero entonces tuve que
sonreír. La chica triste, enfermiza, de mejillas hundidas y hombros
huesudos había desaparecido. En su lugar había una Grisha de ojos
brillantes y relucientes ondas de cabello color bronce. La seda negra se
ajustaba a mi nueva forma, cambiante y deslizante como sombras cosidas.
Y Genya le había hecho algo maravilloso a mis ojos para que parecieran
oscuros y casi gatunos.
—¡Joyas! —gritó, y corrimos de vuelta a mi habitación, cruzándonos
por el pasillo con Zoya, que estaba furiosa.
—¿Habéis terminado? —soltó.
—Por ahora —repliqué airadamente, y Genya resopló de forma muy
poco femenina.
En las otras cajas que había sobre mi cama, encontramos unas sandalias
de seda dorada, relucientes pendientes de azabache y oro, y un grueso
manguito de piel. Cuando estuve lista, me examiné en el espejito que había
sobre el lavabo. Me sentía exótica y misteriosa, como si llevara la ropa de
otra chica, mucho más glamurosa.
Alcé la mirada y vi que Genya me observaba con expresión turbada.
—¿Qué pasa? —pregunté, repentinamente cohibida de nuevo.
—Nada —dijo con una sonrisa—. Estás preciosa. De verdad. Pero… —
Su sonrisa vaciló, y estiró el brazo para levantar el pequeño adorno dorado
que llevaba al cuello—. Alina, el Oscuro no se fija en la mayoría de
nosotros. Somos momentos que olvidará en su larga vida. No estoy segura
de que eso sea algo tan malo, pero… ten cuidado.
Me la quedé mirando, confundida.
—¿De qué?
—De los hombres poderosos.
—Genya, ¿qué pasó entre el Rey y tú? —pregunté, antes de que pudiera
acobardarme.
Ella examinó la punta de sus sandalias de raso.
—El Rey se sale con la suya con muchas sirvientas —dijo, y después se
encogió de hombros—. Al menos conseguí unas cuantas joyas.
—No lo dices en serio.
—No —admitió, y jugueteó con uno de sus pendientes—. Lo peor es
que todo el mundo lo sabe.
La rodeé con el brazo.
—Ellos dan igual. Tú vales más que todos ellos juntos.
Hizo una débil imitación de su sonrisa confiada.
—Ah, ya lo sé.
—El Oscuro debería haber hecho algo —dije—. Debería haberte
protegido.
—Lo ha hecho, Alina, más de lo que piensas. Además, él es tan esclavo
de los antojos del Rey como todos nosotros. Al menos, por ahora.
—¿Por ahora?
Me dio un rápido apretón.
—Mejor no hablemos de cosas deprimentes hoy. Vamos —dijo, y su
hermoso rostro se iluminó con una sonrisa deslumbrante—. ¡Me muero por
un poco de champán!
Y, tras decir eso, salió con calma de la habitación. Quería saber algo
más, preguntarle lo que había querido decir con lo del Oscuro. Quería darle
un martillazo en la cabeza al Rey. Eché un último vistazo al espejito y me
apresuré a salir al pasillo, dejando detrás mis preocupaciones y las
advertencias de Genya.
Mi kefta negra provocó bastante revuelo en la sala abovedada, y Marie,
Nadia y un grupo de otros Etherealki vestidos de seda y terciopelo azul se
arremolinaron alrededor de mí y de Genya. Ella intentó escabullirse como
solía hacer, pero yo le agarré el brazo con fuerza. Si llevaba el color del
Oscuro, tenía intención de aprovecharme de ello completamente y llevar a
mi amiga a mi lado.
—Sabes que no puedo entrar contigo en el salón de baile —me susurró
al oído—. A la Reina le daría un ataque.
—Vale, pero todavía puedes ir conmigo.
Ella sonrió.
Mientras bajábamos por el camino de gravilla hasta el túnel de madera,
me fijé en que Sergei y algunos otros Mortificadores nos seguían el ritmo, y
me di cuenta con un sobresalto de que estaban ahí para protegernos o,
probablemente, para protegerme a mí. Supuse que tenía sentido con todos
los extraños que habría en los terrenos del palacio para la fiesta, pero seguía
siendo desconcertante, un recordatorio de que había mucha gente en el
mundo que me quería muerta.
Los terrenos que rodeaban el Gran Palacio habían sido iluminados para
exhibir unos escenarios donde había actores y pequeñas troupes de
acróbatas actuando para los invitados que deambulaban por ahí. Unos
músicos enmascarados se paseaban por los caminos. Un hombre con un
mono en la espalda nos pasó de largo, y dos hombres cubiertos de la cabeza
a los pies de láminas doradas pasaron montados en cebras, lanzando joyas
en forma de flores a todo el que pasara. Unos coros con traje cantaban en
los árboles. Un trío de bailarines pelirrojos salpicaban agua en la fuente del
águila doble, llevando poco más que conchas marinas y coral, y ofrecían
platos llenos de ostras a los invitados.
Acabábamos de comenzar a subir los escalones de mármol cuando un
sirviente apareció con un mensaje para Genya. Ella leyó la nota y suspiró.
—El dolor de cabeza de la Reina ha desaparecido milagrosamente, y ha
decidido asistir al baile después de todo.
Me dio un abrazo, prometió buscarme antes de la demostración, y se
escabulló.
La primavera apenas había comenzado a manifestarse, pero era
imposible decir eso en el Gran Palacio. La música flotaba por los vestíbulos
de mármol. El aire estaba curiosamente cálido, y perfumado con el aroma
de miles de flores blancas, cultivadas en los invernaderos Grisha. Cubrían
las mesas y colgaban de las balaustradas en gruesos racimos.
Marie, Nadia y yo nos dejamos llevar entre grupos de nobles que
fingían ignorarnos, pero susurraban cuando pasábamos junto a ellos con
nuestra guardia Corporalki. Alcé la cabeza y hasta sonreí a uno de los
jóvenes nobles que estaban de pie junto a la entrada del salón de baile. Me
sorprendió ver que se ruborizaba y bajaba la mirada hasta sus zapatos.
Lancé una mirada a Marie y Nadia para ver si se habían dado cuenta, pero
estaban parloteando sobre algunos de los platos que se servían a los nobles
durante la cena: lince estofado, melocotones salados, cisne asado con
azafrán. Me alegró haber comido antes.
El salón de baile era incluso más grande y amplio que la sala del trono,
iluminado por una fila tras otra de relucientes lámparas de araña, y lleno de
personas que bebían y bailaban al son de la música de la orquesta, cuyos
músicos enmascarados estaban sentados a lo largo de la pared más alejada.
Los vestidos, las joyas, los cristales que colgaban de las arañas, incluso el
suelo bajo nuestros pies parecían centellear, y me pregunté cuánto se
debería al arte de los Hacedores.
Los Grisha se entremezclaban con los demás y bailaban, pero era fácil
distinguirlos por sus audaces colores: púrpura, rojo y azul medianoche,
reluciendo bajo las lámparas de araña como flores exóticas que hubieran
brotado en algún jardín insulso.
La siguiente hora pasó volando. Me presentaron a incontables nobles y
a sus mujeres, oficiales militares de alto rango, cortesanos, e incluso a
algunos Grisha de familias nobles que habían sido invitados al baile.
Enseguida me rendí en mi intento de recordar los nombres, y me limité a
sonreír, asentir e inclinar la cabeza. Y traté de aguantarme las ganas de
examinar la muchedumbre en busca de la figura vestida de negro del
Oscuro. También probé el champán por primera vez, y descubrí que me
gustaba mucho más que el kvas.
Hubo un momento en que me encontré cara a cara con un noble de
aspecto cansado que se apoyaba en un bastón.
—¡Duque Keramsov! —exclamé. Llevaba su viejo uniforme de oficial,
con el ancho pecho cubierto de medallas. El anciano me miró con una
chispa de interés, claramente sorprendido de que supiera su nombre—. Soy
yo. ¿Alina Starkov?
—Sí… sí. ¡Por supuesto! —dijo con una débil sonrisa.
Lo miré a los ojos. No me recordaba en absoluto.
Y, ¿por qué debería hacerlo? Yo era una huérfana más, y una muy fácil
de olvidar. Sin embargo, me sorprendió comprobar cuánto me dolía.
Hablé con él educadamente el tiempo necesario y después aproveché la
primera oportunidad que tuve para escapar.
Me apoyé sobre una columna y le cogí otra copa de champán a un
sirviente que pasaba. La sala estaba incómodamente cálida. Mientras
miraba a mi alrededor, me sentí muy sola de repente. Pensé en Mal y, por
primera vez desde hacía semanas, mi corazón dio ese viejo vuelco tan
familiar. Deseaba que estuviera allí para ver ese sitio. Deseaba que pudiera
verme con mi kefta de seda y oro en el pelo. Sobre todo, deseaba que
estuviera allí junto a mí. Aparté el pensamiento y tomé un gran trago de
champán. ¿Qué importaba que un hombre viejo y borracho no me
reconociera? Me alegraba que no reconociera a la niña flacucha y miserable
que había sido.
Vi que Genya se deslizaba hacia mí entre la multitud. Condes, duques y
mercaderes acaudalados se giraban para mirarla mientras pasaba, pero ella
los ignoró a todos. No perdáis el tiempo, quise decirles. Su corazón
pertenece a un Hacedor desgarbado al que no le gustan las fiestas.
—Es la hora del espectáculo… es decir, la demostración —dijo cuando
llegó hasta mí—. ¿Por qué estás aquí sola?
—Tan solo necesitaba un pequeño descanso.
—¿Demasiado champán?
—Tal vez.
—Chica tonta —dijo, entrelazando su brazo con el mío—. Nunca hay
demasiado champán, aunque seguramente tu cabeza te dirá lo contrario
mañana.
Me condujo entre la multitud, esquivando grácilmente a la gente que
quería conocerme o que la miraba lascivamente, hasta que llegamos detrás
del escenario que habían instalado a lo largo de la pared más alejada del
salón de baile. Nos quedamos junto a la orquesta, y observamos a un
hombre vestido con un elaborado conjunto plateado que subía al escenario
para presentar a los Grisha.
La orquesta tocó un acorde dramático, y muy pronto los invitados
comenzaron a jadear y aplaudir cuando los Inferni dispararon arcos de
fuego por encima de la multitud y los Vendavales lanzaron remolinos de
purpurina por toda la habitación. Pronto se les unió un gran grupo de
Agitamareas que, con la ayuda de los Vendavales, formaron una enorme ola
que golpeó el balcón y se quedó flotando unos centímetros por encima de
las cabezas de la audiencia. Vi manos que se alzaban para tocar la brillante
capa de agua. Después, los Inferni alzaron los brazos y, con un silbido, la
ola explotó en una masa de neblina que se arremolinaba. Oculta a un lado
del escenario, me vino una inspiración repentina y envié una cascada de luz
a través de la niebla, creando un arcoíris que brilló brevemente en el aire.
—Alina.
Di un salto. La luz vaciló y el arcoíris desapareció. El Oscuro estaba
junto a mí y, como de costumbre, llevaba una kefta negra, aunque esta
estaba hecha de seda cruda y terciopelo. La luz de las velas se reflejaba en
su pelo oscuro. Tragué saliva y miré a mi alrededor, pero Genya había
desaparecido.
—Hola —logré decir.
—¿Estás lista?
Asentí, y él me condujo hasta la base de los escalones que llevaban a la
plataforma. Mientras la multitud aplaudía y los Grisha salían del escenario,
Ivo me dio un golpe en el hombro.
—¡Buen toque, Alina! Ese arcoíris ha sido perfecto.
Le di las gracias y después dirigí mi atención a la multitud. De pronto
me sentí nerviosa. Vi rostros expectantes y a la Reina, rodeada por sus
damas, con expresión de aburrimiento. Junto a ella el Rey se balanceaba
sobre su trono, claramente con unas copas de más, y el Apparat estaba a su
lado. Si los príncipes reales se habían molestado en aparecer, no se veía por
ningún sitio. Me sobresalté al darme cuenta de que el Apparat me estaba
mirando directamente, y me apresuré a apartar la vista.
Esperamos mientras la orquesta comenzaba a tamborilear
ominosamente una melodía que incrementaba de volumen, y el hombre
vestido de plata subió al escenario una vez más para presentarnos.
De pronto, Iván estaba junto a nosotros diciéndole algo al oído al
Oscuro.
—Llévalos a la sala de guerra —respondió él—. Estaré allí en breve.
Iván se fue como una flecha, ignorándome por completo. Cuando el
Oscuro se giró hacia mí, estaba sonriendo, y sus ojos brillaban de emoción.
La noticia que había recibido debía de ser buena.
Un estallido de aplausos nos indicó que era hora de subir al escenario.
El Oscuro me tomó del brazo y dijo:
—Démosles lo que quieren.
Asentí, con la garganta seca mientras me guiaba por los escalones hasta
el centro del escenario. Oí un entusiasmado alboroto desde la multitud, y
miré sus rostros expectantes. El Oscuro me hizo un pequeño asentimiento.
Sin ningún preámbulo, dio una palmada y un trueno resonó por la
habitación mientras una oleada de oscuridad caía sobre la fiesta.
Esperó, dejando que la expectación de la gente creciera. Puede que al
Oscuro no le gustara que los Grisha actuaran, pero desde luego sabía cómo
montar un espectáculo. Solo cuando la habitación estaba prácticamente
vibrando por la tensión, se inclinó hacia mí y susurró suavemente para que
solo yo lo oyera:
—Ahora.
Con el corazón retumbando, extendí el brazo con la palma hacia arriba.
Inspiré profundamente e invoqué ese sentimiento de seguridad, la sensación
de la luz que se abalanzaba hacia mí y a través de mí, y la concentré en mi
mano. Una brillante columna de luz salió disparada de mi palma,
resplandeciendo en la oscuridad del salón de baile. El público jadeó.
—¡Es cierto! —gritó alguien.
Giré la mano ligeramente, en dirección a lo que esperaba que fuera el
punto exacto en el balcón que me había descrito antes David.
—Tú asegúrate de que apuntas lo bastante alto, y te encontraremos —
había dicho.
Supe que lo había logrado cuando el haz de luz que surgía de mi palma
salió disparado desde el balcón, haciendo zigzag por toda la habitación
mientras la luz rebotaba de un gran espejo creado por los Hacedores al
siguiente, hasta que el oscuro salón de baile quedó lleno de torrentes
cruzados de resplandeciente luz solar. El público murmuraba, emocionado.
Cerré la palma y la luz desapareció, y después, rápidamente, dejé que la luz
brotara alrededor del Oscuro y de mí, envolviéndonos en una brillante
esfera que nos rodeó como un halo dorado.
Él me miró y extendió la mano, enviando negros remolinos de
oscuridad que ascendieron por la esfera, girando y retorciéndose. Aumenté
la luz y su intensidad, sintiendo el placentero poder que me atravesaba,
dejando que jugara en la punta de mis dedos mientras él enviaba negros
rizos de oscuridad a través de la luz y los hacía bailar.
El público aplaudió y el Oscuro murmuró con suavidad:
—Ahora, lúcete.
Sonreí e hice lo me habían enseñado, abriendo ampliamente los brazos
y sintiendo que mi ser entero también se abría, y después di una palmada y
un fuerte retumbo sacudió el salón de baile. Una brillante luz blanca explotó
entre el público con un silbido y los invitados soltaron un «¡Aaaah!»
colectivo y cerraron los ojos, protegiéndoselos de la claridad con las manos.
Aguanté durante unos largos segundos y después separé las manos,
dejando que la luz se desvaneciera. El público comenzó a aplaudir furiosa y
salvajemente, al tiempo que zapateaban. Hicimos sendas reverencias
mientras la orquesta comenzaba a tocar y los aplausos dieron paso a un
parloteo emocionado. El Oscuro me llevó a un lado del escenario y susurró:
—¿Los oyes? ¿Los ves bailando y abrazándose? Ahora saben que los
rumores son ciertos, que todo está a punto de cambiar.
Mi euforia decayó ligeramente y noté una sensación de inseguridad.
—Pero ¿no le estamos dando falsas esperanzas a esta gente? —
pregunté.
—No, Alina. Te dije que tú eras mi respuesta, y lo eres.
—Pero después de lo que pasó junto al lago… —Me sonrojé
violentamente y me apresuré a dejarlo claro—. Me refiero a cuando dijiste
que no era lo bastante fuerte.
La boca del Oscuro se torció en el fantasma de una sonrisa, pero sus
ojos estaban serios.
—¿De verdad pensabas que había acabado contigo?
Me invadió un estremecimiento. Él me observó, y su media sonrisa se
desvaneció. Después, abruptamente, me tomó del brazo y me llevó desde el
escenario hasta el público. La gente nos daba la enhorabuena, extendía los
brazos para tocarnos, pero él invocó una oleada de oscuridad que se
extendió entre el público y se desvaneció tan pronto hubimos pasado. Era
casi como ser invisible. Podía oír fragmentos de conversación mientras nos
deslizábamos entre los grupos de gente.
—No me lo creía…
—… ¡Un milagro!
—… Nunca había confiado en él, pero…
—¡Se ha acabado! ¡Se ha acabado!
Oí que la gente reía y lloraba, y esa sensación de inquietud volvió a
atravesarme. Esa gente creía que yo podía salvarlos. ¿Qué dirían cuando
supieran que solo servía para hacer trucos de salón? Pero esos pensamientos
eran tenues. Era difícil pensar en nada que no fuera el hecho de que, tras
semanas ignorándome, el Oscuro me había cogido la mano y me estaba
llevando a través de una puerta estrecha y por un pasillo desierto.
Se me escapó una risa atolondrada cuando nos colamos en una
habitación vacía, iluminada únicamente por la luz de la luna que entraba por
la ventana. Apenas tuve tiempo de darme cuenta de que era la sala donde
me habían llevado a conocer a la Reina porque, en cuanto se cerró la puerta,
él comenzó a besarme y ya no pude pensar en nada más.
Me habían besado antes, errores estando borracha, torpes e incómodos.
Aquello no se le parecía en absoluto. Era algo firme y poderoso, y parecía
que mi cuerpo entero acabara de despertarse. Sentía el latido de mi corazón,
la presión de la seda sobre mi piel, la fuerza de sus brazos a mi alrededor,
una mano enterrada profundamente en mi pelo, y la otra en mi espalda,
atrayéndome hacia él. Cuando sus labios se encontraron con los míos, la
conexión entre nosotros se abrió y sentí que su poder me inundaba. Sentí
cuánto me deseaba, pero, detrás de ese deseo, sentía algo más, algo que
parecía ira.
Me aparté, sobresaltada.
—No quieres hacer esto.
—Esto es lo único que quiero hacer —gruñó, y pude oír la amargura y
el deseo, entrelazados en su voz.
—Y lo odias —dije, comprendiéndolo de repente.
Él suspiró y se inclinó sobre mí, apartándome el pelo del cuello.
—Tal vez —murmuró, y sus labios rozaron mi oreja, mi garganta, mis
clavículas.
Me estremecí e incliné la cabeza hacia atrás, pero tuve que preguntarlo.
—¿Por qué?
—¿Por qué? —repitió, todavía rozando mi piel con sus labios,
deslizando los dedos por las cintas que recorrían mi escote—. Alina, ¿sabes
lo que me dijo Iván antes de que subiéramos al escenario? Esta noche nos
han comunicado que mis hombres han avistado la manada de Morozova. La
clave para destruir la Sombra está por fin a nuestro alcance y, ahora mismo,
debería estar en la sala de guerra, escuchando su informe y planeando el
viaje hacia el norte. Pero no lo estoy, ¿verdad?
Mi mente se había bloqueado, rindiéndose al placer que me atravesaba y
la expectación por saber dónde caería su siguiente beso.
—¿Verdad? —repitió, y me mordisqueó el cuello. Jadeé y sacudí la
cabeza, incapaz de pensar. Me tenía acorralada contra la puerta, y sus labios
eran firmes sobre los míos—. El problema de querer —dijo, y su boca me
recorrió la mandíbula hasta quedarse sobre mis labios—, es que nos hace
débiles.
Y entonces, por fin, cuando pensaba que no podría soportarlo más, me
volvió a besar.
Esta vez me besó con más fuerza, debido a la ira que podía sentir
todavía en su interior. No me importaba. No me importaba que me hubiera
ignorado, o que me confundiera, o las vagas advertencias de Genya. Había
encontrado el ciervo. Había tenido razón sobre mí. Había tenido razón en
todo.
Su mano se deslizó hasta mi cadera. Sentí algo de pánico cuando me
levantó la falda y sus dedos se cerraron sobre mi muslo desnudo, pero, en
lugar de apartarme, me acerqué más a él.
No sé lo que hubiera pasado después, porque en ese momento oímos un
gran clamor de voces desde fuera de la sala. Un grupo de gente muy ruidosa
y borracha estaba corriendo por el pasillo, y alguien chocó contra la puerta,
haciendo sonar el picaporte. Nos quedamos paralizados. El Oscuro puso la
espalda contra la puerta para que no se abriera, y el grupo siguió avanzando,
gritando y riendo.
En el silencio que prosiguió, nos quedamos mirándonos. Después
suspiró y bajó la mano, dejando que la seda de mi falda volviera a caer a su
sitio.
—Debería irme —murmuró—. Iván y los demás me están esperando.
Asentí con la cabeza, sin atreverme a hablar.
Él se alejó de mí. Me hice a un lado, y él abrió un poco la puerta y echó
un vistazo al pasillo para asegurarse de que se encontraba vacío.
—No voy a volver a la fiesta —dijo—, pero tú deberías, al menos un
rato.
Volví a asentir. De pronto era fuertemente consciente del hecho de que
estaba en una habitación a oscuras con alguien que era prácticamente un
desconocido, y que tan solo unos momentos antes había estado a punto de
subirme la falda hasta la cintura. El rostro adusto de Ana Kuya acudió a mi
mente, aleccionándome sobre los estúpidos errores que cometían las
campesinas, y enrojecí por la vergüenza.
El Oscuro se deslizó a través de la puerta, pero entonces se giró hacia
mí.
—Alina —dijo, y pude ver que estaba luchando contra sí mismo—,
¿puedo ir a verte esta noche?
Dudé. Sabía que si decía que sí no habría vuelta atrás. Me seguía
quemando la piel donde me había tocado, pero la emoción del momento
estaba desvaneciéndose, y estaba recobrando parte de la sensatez. No estaba
segura de lo que quería. Ya no estaba segura de nada. Esperé durante
demasiado tiempo. Oímos más voces que venían de fuera. El Oscuro cerró
la puerta y salió al pasillo mientras yo retrocedía hacia la oscuridad. Esperé
con nerviosismo, tratando de pensar en una excusa que justificara por qué
estaba escondida en una habitación vacía.
Las voces pasaron de largo y solté el aliento temblorosamente. No había
tenido oportunidad de decirle al Oscuro ni que sí ni que no. ¿Iría de todos
modos? ¿Quería yo que lo hiciera? Mi mente estaba zumbando. Tenía que
recobrar la compostura y volver a la fiesta. Quizá el Oscuro pudiera
desaparecer sin más, pero yo no podía permitirme ese lujo.
Eché un vistazo al pasillo y me apresuré a volver al salón de baile,
deteniéndome para comprobar mi aspecto en uno de los espejos dorados.
No estaba tan mal como había temido. Tenía las mejillas sonrosadas y los
labios algo amoratados, pero no había nada que pudiera hacer al respecto.
Me alisé el pelo y la kefta. Justo cuando me disponía a entrar en el salón de
baile, oí que una puerta se abría al otro extremo del pasillo. El Apparat se
apresuró a acercarse a mí, con la túnica marrón ondeando tras él. Por favor,
ahora no.
—¡Alina! —llamó.
—Tengo que volver al baile —repliqué alegremente, y le di la espalda.
—¡Debo hablar contigo! Las cosas están avanzando mucho más rápido
de…
Volví a entrar en la fiesta con lo que esperaba que fuera una expresión
serena. Casi al momento, quedé rodeada de nobles que esperaban
conocerme y felicitarme por la demostración. Sergei se acercó rápidamente
con mis otros guardias Mortificadores, murmurando disculpas por haberme
perdido entre el gentío. Miré hacia atrás y me alivió ver que la figura
harapienta del Apparat era tragada por la marea de asistentes a la fiesta.
Hice lo que pude por conversar educadamente y responder a las
preguntas de los invitados. Una mujer me pidió que la bendijera con
lágrimas en los ojos. Yo no tenía ni idea de qué hacer, así que le di unas
palmadas en la mano, esperando que resultara reconfortante. Lo único que
quería era estar sola para pensar, para aclarar el confuso lío de emociones
de mi cabeza. El champán no ayudaba.
Cuando un grupo de invitados siguió su camino para ser reemplazado
por otro, reconocí la cara alargada y melancólica del Corporalnik que había
ido con Iván y conmigo en el carruaje del Oscuro y nos había ayudado a
luchar contra los asesinos fjerdanos. Me esforcé por recordar su nombre.
Él fue a rescatarme, hizo una profunda reverencia y dijo:
—Fedyor Kaminsky.
—Perdóname —me disculpé—. Ha sido una noche muy larga.
—Me lo puedo imaginar.
Espero que no, pensé con una punzada de vergüenza.
—Parece que el Oscuro tenía razón después de todo —añadió con una
sonrisa.
—¿Disculpa?
—Estabas muy segura de que no había manera de que fueras una
Grisha.
Le devolví la sonrisa.
—Tengo el hábito de equivocarme sin remedio.
Fedyor apenas tuvo tiempo de hablarme de su nueva misión cerca de la
frontera del sur antes de que lo alejara otra oleada de invitados impacientes
por tener un momento con la Invocadora del Sol. Ni siquiera le había dado
las gracias por haberme protegido aquel día en el valle.
Me las arreglé para seguir hablando y sonriendo durante alrededor de
una hora, pero en cuanto tuve un momento libre, le dije a mis guardias que
quería marcharme y fuimos directamente hacia las puertas.
En cuanto estuve fuera, me sentí mejor. El aire nocturno estaba
maravillosamente frío, y las estrellas brillaban en el cielo. Respiré
profundamente. Estaba mareada y exhausta, y mis pensamientos brincaban
desde la emoción hasta la ansiedad, y vuelta a empezar. Si el Oscuro iba a
mi habitación, ¿qué significaría eso? La idea de ser suya me sacudió. No
pensaba que estuviera enamorado de mí, y yo no tenía ni idea de lo que
sentía por él, pero me deseaba, y tal vez eso fuera suficiente.
Sacudí la cabeza, tratando de hallarle sentido a todo. Los hombres del
Oscuro habían encontrado al ciervo. Debería estar pensando en eso, en mi
destino, en el hecho de que tendría que matar a una criatura ancestral, en el
poder que me daría y la responsabilidad que eso implicaba, pero tan solo
podía pensar en sus manos en mis caderas, sus labios en mi cuello, la
sensación de su cuerpo esbelto y firme en la oscuridad. Volví a tomar otra
profunda bocanada de aire nocturno. Lo sensato sería cerrar la puerta con
llave e irme a dormir, pero no estaba segura de que quisiera ser sensata.
Cuando llegamos al Pequeño Palacio, Sergei y los otros me dejaron para
regresar al baile. La sala abovedada estaba en silencio, el fuego bailoteaba
en las estufas de azulejos, y las lámparas emitían un tenue resplandor
dorado. Cuando estaba a punto de atravesar la puerta hacia la escalera
principal, se abrieron las puertas talladas tras la mesa del Oscuro.
Apresuradamente, me oculté entre las sombras. No quería que el Oscuro
supiera que me había ido pronto de la fiesta, y de todos modos todavía no
estaba lista para volver a verlo. Pero era solamente un grupo de soldados
atravesando el vestíbulo de entrada de camino al exterior del Pequeño
Palacio. Me pregunté si eran los hombres que habían ido a informar del
paradero del ciervo. Cuando la luz de una de las lámparas cayó sobre el
último soldado del grupo, casi se me para el corazón.
—¡Mal!
Él se giró, y pensé que me iba a disolver de felicidad al ver su familiar
rostro. En algún lugar de mi mente me percaté de su expresión adusta, pero
estaba perdida en la pura felicidad que sentía. Corrí a través del vestíbulo y
me lancé a abrazarlo. Estuve a punto de tirarlo al suelo, pero él se estabilizó
y después soltó mis brazos de alrededor de su cuello mientras miraba a los
demás soldados, que se habían detenido para observarnos. Sabía que
probablemente lo había avergonzado, pero me daba exactamente igual.
Estaba dando saltitos sobre los talones, prácticamente bailando de felicidad.
—Continuad —les dijo—. Ya os alcanzaré.
Algunos de los soldados alzaron las cejas, pero desaparecieron por la
entrada principal y nos dejaron a solas. Abrí la boca para hablar, pero no
estaba muy segura de por dónde empezar, así que dije lo primero que se me
ocurrió.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Y yo qué sé —respondió él con un agotamiento que me sorprendió—.
Tenía que informar de algo a tu amo.
—Mi… ¿qué? —Entonces lo comprendí, y sonreí ampliamente—. ¡Tú
fuiste el que encontró la manada de Morozova! Debería haberlo sabido.
Él no me devolvió la sonrisa. Ni siquiera me miró a los ojos, sino que
apartó la mirada y dijo:
—Debería irme.
Me lo quedé mirando, incrédula, mientras mi euforia se desvanecía.
Había estado en lo cierto: ya no le importaba a Mal. Volví a sentir de golpe
toda la furia y la vergüenza que había sentido durante los últimos meses.
—Lo siento —dije fríamente—. No me había dado cuenta de que estaba
haciéndote perder el tiempo.
—Yo no he dicho eso.
—No, no. Lo comprendo. Ni siquiera te molestas en responderme las
cartas. ¿Por qué querrías estar aquí hablando conmigo cuando tus
verdaderos amigos te están esperando?
Él frunció el ceño.
—Yo no he recibido ninguna carta.
—Claro —repliqué con furia.
Él suspiró y se pasó una mano por la cara.
—Tenemos que movernos constantemente para rastrear la manada. Mi
unidad ya no tiene prácticamente ningún contacto con el regimiento.
Había un gran agotamiento en su voz. Por primera vez lo miré, lo miré
de verdad, y vi cuánto había cambiado. Tenía sombras bajo sus ojos azules.
Una cicatriz dentada recorría el contorno de su mandíbula sin afeitar.
Seguía siendo Mal, pero había algo duro en él, algo frío y desconocido.
—¿No has recibido ninguna de mis cartas?
Él sacudió la cabeza, todavía con la misma expresión distante.
No sabía qué pensar. Mal nunca me había mentido antes, y, a pesar de la
furia que sentía, no pensaba que me estuviera mintiendo. Dudé.
—Mal, yo… ¿podrías quedarte un poco más? —Oí la súplica en mi voz.
La odié, pero odiaba aún más la idea de que se marchara—. No puedes ni
imaginar cómo ha sido esto.
Soltó una áspera risa que pareció un ladrido.
—No tengo que imaginármelo, ya vi tu pequeña demostración en el
salón de baile. Muy impactante.
—¿Me viste?
—Pues claro —replicó duramente—. ¿Sabes lo preocupado que he
estado por ti? Nadie sabía lo que te había pasado, lo que te habían hecho.
No había modo de ponerse en contacto contigo. Incluso se rumoreaba que te
estaban torturando. Cuando el capitán necesitó hombres que informaran al
Oscuro, viajé hasta aquí como un idiota solo por si tenía la oportunidad de
encontrarte.
—¿En serio?
Me resultaba difícil creerlo. Ya me había hecho demasiado a la idea de
que le resultaba indiferente.
—Sí —siseó—. Y aquí estás, sana y salva, bailando y coqueteando
como una princesita mimada.
—No estés tan decepcionado —solté—. Estoy segura de que el Oscuro
podría encontrarme un potro de tortura o algunos carbones al rojo vivo si
eso te hace sentir mejor.
Mal frunció el ceño y se alejó de mí.
Unas lágrimas de frustración se acumularon en mis ojos. ¿Por qué
estábamos peleando? Desesperada, extendí el brazo para colocar mi mano
sobre el suyo. Sus músculos se tensaron, pero no se apartó.
—Mal, no puedo evitar que las cosas aquí sean así. Yo no he pedido
nada de esto.
Él me miró y acto seguido apartó la vista. Sentí que parte de la tensión
desaparecía.
—Ya sé que no —dijo finalmente.
Volví a oír ese terrible agotamiento en su voz.
—¿Qué te ha pasado, Mal? —susurré. Él no dijo nada, tan solo se quedó
mirando la oscuridad del vestíbulo. Alcé la mano y la apoyé en su mejilla
sin afeitar, girando su rostro hacia el mío suavemente—. Dímelo.
Cerró los ojos.
—No puedo.
Recorrí con los dedos la piel abultada de la cicatriz que tenía en la
mandíbula.
—Genya podría arreglar esto. Puede…
Al momento supe que no debería haber dicho eso. Sus ojos se abrieron
de golpe.
—No necesito que me arreglen —soltó.
—No quería decir que…
Me cogió la mano de la cara, la sujetó firmemente, y sus ojos azules
buscaron los míos.
—¿Eres feliz aquí, Alina?
La pregunta me cogió por sorpresa.
—No… No lo sé. A veces.
—¿Eres feliz aquí con él?
No tenía que preguntarle a quién se refería. Abrí la boca para responder,
pero no sabía qué decir.
—Llevas su símbolo —observó, echando un vistazo al pequeño adorno
dorado que llevaba al cuello—. Su símbolo y su color.
—Es solo ropa.
Sus labios se torcieron en una sonrisa cínica, una sonrisa tan diferente
de la que conocía y amaba que estuve a punto de estremecerme.
—Tú no crees eso.
—¿Qué diferencia supone lo que lleve?
—La ropa, las joyas, incluso tu aspecto. Lo tienes por todas partes.
Sus palabras me golpearon como una bofetada. En la oscuridad del
pasillo, sentí un feo rubor que me cubría las mejillas. Aparté mi mano de la
suya y crucé los brazos sobre mi pecho.
—No es eso —susurré, pero no le devolví la mirada. Era como si Mal
pudiera ver a través de mí, como si pudiera arrancarme de la cabeza cada
pensamiento febril que había tenido alguna vez sobre el Oscuro. Pero, junto
a esa vergüenza, también había ira. ¿Qué importaba que lo supiera? ¿Qué
derecho tenía a juzgarme? ¿A cuántas chicas había abrazado él en la
oscuridad?
—He visto cómo te miraba —dijo.
—¡A mí me gusta cómo me mira! —respondí, casi gritando.
Él sacudió la cabeza, todavía con esa sonrisa amarga en los labios.
Quería quitársela de la cara de una bofetada.
—Admítelo —se burló—. Eres de su propiedad.
—Tú también eres de su propiedad, Mal —solté—. Todos somos de su
propiedad.
Eso le borró la sonrisa.
—No, no lo soy —replicó con fiereza—. Yo no. Jamás.
—Ah, ¿no? ¿No tienes que estar en ningún sitio? ¿No tienes órdenes
que seguir?
Él se enderezó con expresión helada.
—Sí. Sí, las tengo.
Se giró bruscamente y salió por la puerta.
Me quedé ahí durante un momento, temblando de furia, y después corrí
hasta la puerta. Bajé todos los escalones, y entonces me detuve. Las
lágrimas que habían estado amenazando con derramarse finalmente lo
hicieron, deslizándose por mis mejillas. Quería correr tras él, retirar lo que
había dicho, rogarle que se quedara, pero me había pasado la vida corriendo
tras Mal. En lugar de eso, me quedé ahí en silencio y lo dejé marchar.
asta que no estuve en mi habitación, con la puerta firmemente
cerrada detrás de mí, no me dejé llevar por los sollozos. Me
deslicé hasta el suelo, con la espalda pegada a la cama y los
brazos alrededor de mis rodillas, tratando de recobrarme.
En esos momentos, Mal debía de estar abandonando el
palacio para viajar de vuelta a Tsibeya, donde se uniría al resto de
rastreadores que estaban cazando la manada de Morozova. La distancia
cada vez mayor entre nosotros parecía palpable. Me sentí más lejos de él
que durante los largos meses anteriores. Me froté la cicatriz de la palma con
el pulgar.
—Vuelve —susurré, con el cuerpo temblando por los sollozos—.
Vuelve.
Pero no lo haría. Prácticamente le había ordenado que se marchara.
Sabía que probablemente no lo volvería a ver, y eso me dolía.
No sé cuánto tiempo permanecí ahí sentada en la oscuridad. En algún
momento me di cuenta de que alguien estaba llamando a la puerta
suavemente. Me puse recta, tratando de sofocar mi moqueo. ¿Y si era el
Oscuro? No podría soportar verlo en ese momento, explicarle la razón de
mis lágrimas, pero tenía que hacer algo. Me obligué a ponerme en pie y abrí
la puerta.
Una mano huesuda me sujetó férreamente la muñeca.
—¿Baghra? —pregunté, tratando de ver a la mujer que había en mi
puerta.
—Ven —dijo, tirándome del brazo y mirando hacia atrás.
—Déjame en paz, Baghra.
Traté de soltarme, pero la mujer era sorprendentemente fuerte.
—Ven conmigo ahora mismo, niña —escupió—. ¡Ahora!
Tal vez fuera la intensidad de su mirada o la impresión de ver miedo en
sus ojos, o tal vez era tan solo que estaba acostumbrada a hacer lo que
Baghra decía, pero salí de la habitación detrás de ella, cerrando la puerta
después de salir, todavía sujetándome la muñeca.
—¿Qué pasa? ¿Adonde vamos?
—Silencio.
En lugar de girar a la derecha y dirigirnos hacia la escalera principal, me
arrastró en dirección contraria, al otro extremo del pasillo. Presionó un
panel en la pared y una puerta oculta se abrió. Me dio un empujón. No tenía
ganas de pelearme con ella, así que bajé a traspiés la estrecha escalera de
caracol. Cada vez que miraba hacia atrás, ella me daba otro empujoncito.
Cuando llegamos al final de las escaleras, Baghra se situó frente a mí y me
condujo por un estrecho pasillo con suelos descubiertos de piedra y
sencillas paredes de madera. Casi parecía desnudo en comparación con el
resto del Pequeño Palacio, y pensé que podría ser la zona de los sirvientes.
Baghra volvió a cogerme la muñeca y me arrastró hasta una cámara
oscura y vacía. Encendió una única vela, cerró la puerta con llave y echó el
pestillo, y después cruzó la habitación y se puso de puntillas para correr la
cortina de la pequeña ventana del sótano. La habitación estaba escasamente
amueblada con una estrecha cama, una simple silla y un lavabo.
—Toma —dijo, lanzándome un montoncito de ropa—. Ponte esto.
—Estoy demasiado cansada para lecciones, Baghra.
—Se acabaron las lecciones. Debes irte de aquí. Esta noche.
Pestañeé.
—¿De qué estás hablando?
—Estoy tratando de evitar que pases el resto de tu vida como una
esclava. Ahora, vístete.
—Baghra, ¿qué está pasando? ¿Por qué me has traído aquí abajo?
—No tenemos mucho tiempo. El Oscuro está cerca de encontrar la
manada de Morozova. Pronto tendrá al ciervo.
—Lo sé —repliqué, pensando en Mal. Me dolía el corazón, pero al
mismo tiempo no pude resistir un sentimiento de arrogancia—. Pensaba que
no creías en el ciervo de Morozova.
Ella agitó el brazo como para apartar mis palabras.
—Eso es lo que le dije. Esperaba que se rindiera en la búsqueda del
ciervo si pensaba que no era más que un cuento de campesinos. Pero,
cuando lo tenga, nada podrá detenerlo.
Levanté las manos, exasperada.
—¿Detenerlo?
—Para que no utilice la Sombra como arma.
—Sí, claro —dije—. ¿También está pensando en construirse allí una
casa de verano?
Baghra me aferró el brazo.
—¡Esto no es una broma!
Su voz tenía un matiz desesperado que me resultaba desconocido, y su
agarre en mi brazo casi dolía. ¿Qué le pasaba?
—Baghra, tal vez deberíamos ir a la enfermería…
—Ni estoy enferma ni estoy loca —escupió—. Tienes que escucharme.
—Entonces di algo que tenga sentido. ¿Cómo podría nadie utilizar la
Sombra como un arma?
Ella se inclinó hacia mí, clavándome los dedos en la carne.
—Expandiéndola.
—Claro —dije lentamente, tratando de librarme de su agarre.
—La tierra cubierta por el Nocéano fue una vez verde y buena, fértil y
rica. Ahora está muerta y estéril, infestada de abominaciones. El Oscuro
ampliará sus límites por el norte hasta Fjerda, y por el sur hasta Shu Han.
Aquellos que no se inclinen ante él verán sus reinos convertidos en
desolados páramos, y a sus gentes devoradas por famélicos volcra.
La miré boquiabierta, horrorizada e impresionada por las imágenes que
había evocado. Estaba claro que la anciana había perdido la cabeza.
—Baghra —dije con amabilidad—, creo que tienes algún tipo de fiebre.
—O estás completamente senil—. Encontrar al ciervo es bueno. Significa
que puedo ayudar al Oscuro a destruir la Sombra.
—¡No! —gritó, y fue casi un aullido—. Nunca ha tenido intención de
destruirla. La Sombra es su creación.
Suspiré. ¿Por qué habría elegido Baghra aquella noche para perder toda
noción de la realidad?
—La Sombra fue creada hace cientos de años por el Hereje Negro. El
Oscuro…
—Él es el Hereje Negro —replicó ella furiosamente, con el rostro a
unos pocos centímetros del mío.
—Por supuesto que sí. —Con algo de esfuerzo, me libré de sus dedos y
pasé junto a ella en dirección a la puerta—. Voy a buscarte un Sanador y
después volveré a la cama.
—Mírame, niña.
Respiré profundamente y me giré, a punto de perder la paciencia. Lo
sentía por ella, pero ya era demasiado.
—Baghra…
Las palabras murieron en mis labios.
La oscuridad se estaba amontonando en las palmas de la mujer, y los
negros remolinos de tinieblas flotaban en el aire.
—Tú no lo conoces, Alina. —Era la primera vez que utilizaba mi
nombre—. Pero yo sí.
Me quedé ahí mirando las oscuras espirales que se desplegaban a su
alrededor, tratando de comprender lo que estaba viendo. Buscando en las
extrañas facciones de Baghra, vi que la explicación estaba claramente
escrita ahí. Vi el fantasma de lo que una vez debió de haber sido una mujer
hermosa, una mujer hermosa que dio a luz a un hijo hermoso.
—Eres su madre —susurré, aturdida.
Ella asintió.
—No estoy loca. Soy la única persona que sabe lo que es realmente, lo
que quiere hacer realmente. Y te digo que debes huir.
El Oscuro me aseguró que no sabía cuál era el poder de Baghra. ¿Me
había mentido?
Sacudí la cabeza, tratando de aclarar mis pensamientos, tratando de
encontrarle sentido a lo que me estaba diciendo la anciana.
—No es posible. El Hereje Negro vivió hace cientos de años.
—Ha servido a incontables reyes, fingido incontables muertes,
aguardando pacientemente, esperándote a ti. Una vez tome control de la
Sombra, nadie será capaz de enfrentarse a él.
Me recorrió un escalofrío.
—No. Me dijo que la Sombra había sido un error. Dijo que el Hereje
Negro era malvado.
—La Sombra no fue ningún error —explicó ella, y bajó las manos de
forma que los remolinos de oscuridad a su alrededor se desvanecieron—. El
único error fueron los volcra. Él no se los esperaba, no se detuvo a pensar
en lo que un poder de esa magnitud podía hacerles a unos simples hombres.
Se me revolvió el estómago.
—¿Los volcra eran hombres?
—Oh, sí. Hace generaciones. Granjeros, sus esposas, sus hijos. Le
advertí de que habría un precio, pero él no me escuchó. Estaba cegado por
su sed de poder. Igual que ahora.
—Te equivocas —repliqué, frotándome los brazos, tratando de librarme
del frío que me estaba calando los huesos—. Estás mintiendo.
—Los volcra son lo único que ha impedido que el Oscuro utilizara la
Sombra contra sus enemigos. Son su castigo, un testimonio viviente de su
arrogancia. Pero tú lo cambiarás todo. Esos monstruos no toleran la luz del
sol. Cuando el Oscuro haya utilizado tu poder para someter a los volcra,
finalmente podrá entrar en la Sombra sin peligro. Finalmente obtendrá lo
que quiere, y su poder no tendrá límites.
Sacudí la cabeza.
—Él no haría eso. Él jamás haría eso. —Recordé la noche que me había
hablado junto al fuego del granero en ruinas, la vergüenza y la tristeza en su
voz. Me he pasado la vida buscando una forma de arreglar las cosas. Tú
eres el primer atisbo de esperanza que he tenido en mucho tiempo—. Dijo
que quería que Ravka se recobrara. Dijo que…
—¡Basta ya de tonterías! —gruñó—. Es viejísimo. Ha vivido el tiempo
suficiente como para aprender a mentirle a una niña solitaria e ingenua. —
Caminó hacia mí, con los negros ojos ardiendo—. Piensa, Alina. Si Ravka
se recobra, el Segundo Ejército ya no será vital para su supervivencia. El
Oscuro no será más que otro sirviente del Rey. ¿Es ese su futuro soñado?
Estaba comenzando a temblar.
—Por favor, para.
—Pero con la Sombra bajo su poder, extenderá la destrucción.
Devastará el mundo, y jamás tendrá que volver a arrodillarse ante otro Rey.
—No.
—Y todo gracias a ti.
—¡No! —le grité—. ¡Yo no haría eso! Incluso aunque lo que dices fuera
verdad, jamás lo ayudaría a algo así.
—No tendrás elección. El poder del ciervo pertenece a aquel que lo
mate.
—Pero él no puede utilizar un amplificador —protesté débilmente.
—Puede utilizarte a ti —dijo Baghra suavemente—. El ciervo de
Morozova no es un amplificador corriente. Lo cazará. Lo matará. Le quitará
las astas y, cuando las coloque alrededor de tu cuello, le pertenecerás
completamente. Serás la Grisha más poderosa que jamás haya existido, y
todos esos nuevos poderes estarán bajo su control. Estarás atada a él para
siempre, y no tendrás el poder de resistirte.
Fue la lástima en su voz lo que me desarmó. Lástima de la mujer que
jamás me permitía un momento de debilidad, un momento de descanso.
Mis piernas se rindieron y me deslicé hasta el suelo. Me cubrí la cabeza
con las manos, tratando de bloquear la voz de Baghra. Pero no podía evitar
que las palabras del Oscuro resonaran en mi cabeza.
Todos servimos a alguien.
El Rey es un crío.
Tú y yo vamos a cambiar el mundo.
Me había mentido sobre Baghra. Me había mentido sobre el Hereje
Negro. ¿Me había mentido también sobre el ciervo?
Te estoy pidiendo que confíes en mí.
Baghra le había rogado que me diera otro amplificador, pero él había
insistido en que tenían que ser las astas del ciervo. Un colgante… no, un
collar, de hueso. Y cuando quise saber más, me besó y yo me olvidé del
ciervo, los amplificadores y todo lo demás. Recordé su rostro perfecto a la
luz de las lámparas, su expresión aturdida, su pelo revuelto.
¿Había sido todo deliberado? ¿El beso junto a la orilla del lago, la
sombra de dolor en su rostro aquella noche en el granero, cada gesto
humano, cada confidencia susurrada, incluso lo que había pasado entre
nosotros esa misma noche?
Me estremecí ante tal pensamiento. Todavía sentía su aliento cálido en
mi cuello, y oía su susurro en mi oído. El problema de querer es que nos
hace débiles.
Cuánta razón tenía. Estaba demasiado ansiosa de pertenecer a un lugar,
cualquier lugar. Había estado tan deseosa de complacerlo, tan orgullosa de
guardarle sus secretos, que nunca me había detenido a cuestionarme qué
podría querer realmente, cuáles podrían ser sus verdaderas intenciones.
Había estado demasiado ocupada imaginándome a su lado, la salvadora de
Ravka, la más valiosa, la más deseada, como una especie de reina. Se lo
había puesto demasiado fácil.
Tú y yo vamos a cambiar el mundo. Espera y verás.
Ponte la ropa bonita y espera por el siguiente beso, por la siguiente
palabra amable. Espera por el ciervo. Espera por el collar. Espera a
convertirte en una asesina y una esclava.
Me había advertido de que la era de los Grisha estaba llegando a su fin.
Debería haber sabido que jamás hubiera dejado que eso pasara.
Tomé aliento, nerviosa, y traté de controlar mi temblor. Pensé en el
pobre Alexei y en todos los demás que habían sido abandonados para morir
en la negra extensión de la Sombra. Pensé en la arena cenicienta que una
vez había sido suave tierra marrón. Pensé en los volcra, las primeras
víctimas de la codicia del Hereje Negro.
¿De verdad pensabas que había terminado contigo?
El Oscuro quería utilizarme. Quería quitarme la única cosa que de
verdad me había pertenecido, el único poder que jamás había tenido.
Me puse en pie. No iba a seguir poniéndoselo fácil.
—De acuerdo —dije, cogiendo el montoncito de ropa que Baghra me
había traído—. ¿Qué tengo que hacer?
l alivio de Baghra fue inconfundible, pero no perdió el tiempo.
—Puedes escabullirte entre los artistas esta noche. Ir al
oeste. Cuando llegues a Os Kervo, busca el Verloren. Es un
barco comerciante de Kerch. Tu pasaje ya ha sido pagado.
Mis dedos se congelaron sobre los botones de mi kefta.
—¿Quieres que vaya al oeste de Ravka? ¿Que cruce la Sombra sola?
—Quiero que desaparezcas, niña. Ahora eres lo suficientemente fuerte
como para viajar por la Sombra por tu cuenta. Debería resultarte fácil. ¿Por
qué te crees que he pasado tanto tiempo entrenándote?
Otra cosa que no me había molestado en cuestionarme. El Oscuro le
había dicho a Baghra que me dejara en paz. Yo pensaba que me estaba
defendiendo, pero tal vez solo quería mantenerme débil.
Me quité la kefta y me pasé por la cabeza una áspera túnica de lana.
—Sabías lo que pretendía todo el tiempo. ¿Por qué me lo cuentas ahora?
—le pregunté—. ¿Por qué esta noche?
—Nos hemos quedado sin tiempo. Realmente nunca pensé que
encontraría la manada de Morozova. Son criaturas esquivas, parte de la
ciencia más antigua, la creación en el corazón del mundo. Pero subestimé a
sus hombres.
No, pensé mientras me ponía los bombachos y las botas de cuero,
subestimaste a Mal. Mal, que podía cazar y rastrear como ningún otro. Mal,
que podía sacar conejos de las rocas. Mal, que podía encontrar al ciervo y
llevarme a mí, llevarnos a todos, a los pies del Oscuro sin tan siquiera
saberlo. La mujer me pasó un grueso abrigo de viaje marrón forrado de piel,
un pesado gorro también de piel, y un ancho cinturón. Mientras me lo ataba
a la cintura encontré una bolsa de dinero unida a él, junto a mi cuchillo y
una bolsita donde se encontraban mis guantes de cuero, con los espejos a
salvo en su interior.
Me condujo a través de una puerta pequeña y me entregó una mochila
de viaje de cuero que me colgué a la espalda. Señaló a través de los terrenos
hacia donde las luces del Gran Palacio parpadeaban en la distancia. Oía la
música que tocaban. Me sorprendió darme cuenta de que la fiesta seguía en
pleno auge. Parecía que habían pasado años desde que había abandonado el
salón de baile, pero no podía haber sido mucho más de una hora.
—Ve hacia el laberinto de setos y gira a la izquierda. Permanece alejada
de los caminos iluminados. Algunos de los artistas ya se están marchando.
Busca uno de los carromatos que se vayan. Solo los registran al entrar en
palacio, así que deberías estar a salvo.
—¿Debería?
Baghra me ignoró.
—Cuando salgas de Os Alta, procura evitar las carreteras principales.
—Me entregó un sobre sellado—. Eres una sirvienta ebanista de camino a
Ravka Occidental para conocer a tu nuevo amo. ¿Entendido?
—Sí. —Asentí con la cabeza, y el corazón me comenzó a palpitar con
fuerza en el pecho—. ¿Por qué me estás ayudando? —pregunté
repentinamente—. ¿Por qué traicionarías a tu propio hijo?
Por un momento, se quedó en silencio y con la espalda recta bajo la
sombra del Pequeño Palacio. Después se giró hacia mí, y yo retrocedí
sobresaltada, porque lo vi, tan claramente como si hubiera estado en el
borde: el abismo. Incesante, negro y ancho, el vacío infinito de una vida
demasiado larga.
—Hace muchos años —dijo con suavidad—, antes de que él soñara con
el Segundo Ejército, antes de que abandonara su nombre para convertirse en
el Oscuro, no era más que un chico brillante y con mucho potencial. Yo le
di su ambición, le di su orgullo. Cuando llegó el momento, yo debí ser
quien lo detuviera. —Entonces sonrió, una pequeña sonrisa con una tristeza
tan dolorosa que era difícil mirarla—. Piensas que no quiero a mi hijo, pero
no es así. Precisamente porque lo quiero no voy a dejar que vaya más allá
de la redención.
Echó un vistazo al Pequeño Palacio.
—Mandaré a un sirviente a tu puerta mañana por la mañana para que
diga que estás enferma. Trataré de conseguirte todo el tiempo posible.
Me mordí el labio.
—Esta noche. Tendrás que mandar al sirviente esta noche. El Oscuro
podría… podría ir a mi habitación.
Esperaba que Baghra volviera a reírse de mí, pero en lugar de eso
sacudió la cabeza y dijo con suavidad:
—Niña estúpida.
Su desprecio hubiera sido más fácil de soportar.
Mirando los terrenos, pensé en lo que me esperaba. ¿En serio iba a
hacerlo? Tuve que contener el pánico.
—Gracias, Baghra —dije, tragando saliva—. Por todo.
—Umf. Vete ya, niña. Sé rápida y ten cuidado.
Le di la espalda y salí corriendo.
Los interminables días de entrenamiento con Botkin me ayudaron a
conocer bien los terrenos. Me sentí agradecida por cada hora de sudor
mientras corría por el césped y entre los árboles. Baghra envió delgados
remolinos negros a mi alrededor, envolviéndome en la oscuridad mientras
me acercaba a la parte posterior del Gran Palacio. ¿Seguirían Marie y Nadia
bailando en su interior? ¿Estaría Genya preguntándose adonde había ido?
Aparté esos pensamientos de mi mente. Me asustaba pensar demasiado en
lo que estaba haciendo, en todo lo que estaba dejando atrás.
Una troupe de actores estaba cargando un carromato con decorados y
disfraces, y el conductor ya estaba tomando las riendas y gritándoles para
que se apresuraran. Uno de ellos se subió a su lado, y los otros se
amontonaron en un pequeño carro tirado por un poni, que salió con un
tintineo de campanas. Me lancé a la parte trasera del vagón, me abrí camino
entre fragmentos de escenario, y utilicé una lona de arpillera para cubrirme.
Contuve el aliento mientras bajábamos retumbando por el largo camino
de gravilla y atravesábamos las puertas del palacio. Estaba segura de que en
cualquier momento alguien daría la alarma y nos detendrían. Me sacarían
de la parte trasera del carromato y sería un escándalo. Pero las ruedas
siguieron rebotando hacia delante, y atravesamos traqueteando las calles
adoquinadas de Os Alta.
Traté de recordar la ruta que había seguido con el Oscuro cuando me
había llevado a través de la ciudad tantos meses antes, pero en aquel
entonces había estado tan cansada y abrumada que mis recuerdos eran un
borrón inútil de mansiones y calles neblinosas. No podía ver demasiado
desde mi escondite, y no me atrevía a echar un vistazo. Con mi suerte,
alguien estaría pasando por ahí justo en ese instante y me vería.
Mi única esperanza era distanciarme todo lo posible del palacio antes de
que se percataran de mi ausencia. No sabía cuánto tiempo podría
conseguirme Baghra, y deseé que el conductor del vagón fuera más rápido.
Cuando cruzamos el puente y llegamos a la zona del mercado, me permití
soltar un suspiro de alivio.
El aire frío se colaba por entre los listones de madera del carro, y me
sentí agradecida por el grueso abrigo que me había proporcionado Baghra.
Me sentía agotada e incómoda, pero principalmente tenía miedo. Estaba
huyendo del hombre más poderoso de Ravka. Los Grisha, el Primer
Ejército, y puede que también Mal y sus rastreadores serían enviados a
buscarme. ¿Qué oportunidad tenía de llegar hasta la Sombra por mi cuenta?
Y si conseguía llegar al oeste de Ravka y hasta el Verloren, ¿después qué?
Estaría sola en una tierra extraña cuyo idioma no hablaba y donde no
conocía a nadie. Las lágrimas me quemaron los ojos y me las limpié
furiosamente. Si comenzaba a llorar, no creía que fuera capaz de detenerme.
Viajamos durante las primeras horas de la mañana, dejamos atrás las
calles de piedra de Os Alta y llegamos al ancho camino de tierra de la Vy.
El amanecer llegó y se fue. De vez en cuando me quedaba adormilada, pero
mi miedo y mi incomodidad me mantuvieron despierta durante la mayor
parte del camino. Cuando el sol estaba alto en el cielo y había comenzado a
sudar en mi grueso abrigo, el vagón se detuvo.
Me arriesgué a echar un vistazo por un lado del carro. Estábamos detrás
de algo que parecía una taberna o una posada.
Estiré las piernas. Se me habían dormido los dos pies, e hice un gesto de
dolor mientras la sangre corría dolorosamente hacia los dedos de mis pies.
Esperé hasta que el conductor y los otros miembros de la troupe entraron
antes de salir de mi escondite.
Supuse que atraería más atención si parecía que iba a hurtadillas, así que
me puse recta y rodeé el edificio rápidamente para unirme al bullicio de
carros y gente en la calle principal del pueblo.
Tuve que escuchar un poco a escondidas, pero pronto me di cuenta de
que estaba en Balakirev. Era un pequeño pueblo al oeste de Os Alta. Había
tenido suerte; iba en la dirección correcta.
Durante el camino, conté el dinero que me había dado Baghra y traté de
hacer un plan. Sabía que la forma más rápida de viajar era a caballo, pero
también sabía que una chica sola con suficiente dinero como para comprar
una montura atraería la atención. Lo que realmente necesitaba era robar un
caballo, pero no tenía ni idea de cómo hacerlo, así que decidí seguir
moviéndome.
De camino a las afueras del pueblo, me paré en un puesto del mercado
para comprar un suministro de queso duro, pan y carne seca.
—Estás hambrienta, ¿eh? —dijo el viejo vendedor desdentado,
mirándome demasiado de cerca mientras metía la comida en la mochila.
—Mi hermano lo está. Come como un cerdo —repliqué, y fingí saludar
con la mano a alguien de la multitud—. ¡Ya voy! —grité, y me di prisa en
alejarme. Tan solo esperaba que el hombre recordara a una chica que
viajaba con su familia o, mejor aún, que no me recordara en absoluto.
Pasé la noche durmiendo en el prolijo pajar de una granja lechera justo
al lado de la Vy. Suponía una gran diferencia respecto a mi hermosa cama
en el Pequeño Palacio, pero estaba agradecida por el cobijo y por los
sonidos de los animales a mi alrededor. Los suaves mugidos y pisadas de
las vacas me hacían sentir menos sola mientras me enroscaba con la
mochila y el gorro de piel a modo de almohada improvisada.
¿Y si Baghra se equivocaba? Me pregunté mientras permanecía allí
tumbada. ¿Y si había mentido? ¿Y si simplemente había cometido un error?
Podría volver al Pequeño Palacio. Podría dormir en mi propia cama, ir a las
clases de Botkin y charlar con Genya. Era un pensamiento muy tentador. Si
volvía, ¿me perdonaría el Oscuro?
¿Perdonarme? ¿Qué me pasaba? Él era el que quería ponerme un collar
para convertirme en su esclava, ¿y a mí me preocupaba que me perdonara?
Me di la vuelta hacia el otro lado, furiosa conmigo misma.
En mi corazón, sabía que Baghra tenía razón. Recordé mis propias
palabras: Todos somos de su propiedad. Lo había dicho enfadada, sin
pensar, porque quería herir el orgullo de Mal. Pero había dicho la verdad
con tanta seguridad como Baghra. Sabía que el Oscuro era implacable y
peligroso, pero lo había ignorado todo, feliz al creer en mi supuesto gran
destino, emocionada al pensar que yo era todo lo que él quería.
¿Por qué no admites que querías ser suya?, dijo una voz en mi cabeza.
¿Por qué no admites que parte de ti sigue queriendo?
Alejé el pensamiento. Traté de pensar en lo que me podría traer el día
siguiente, en cuál sería la ruta más segura hacia el oeste. Traté de pensar en
cualquier cosa salvo el color tormentoso de sus ojos.
Pasé el día y la noche siguientes viajando por la Vy, mezclándome con el
tráfico que iba y venía en el camino hacia Os Alta. Pero sabía que el tiempo
que me había conseguido Baghra era limitado, y las carreteras principales
eran demasiado arriesgadas. Desde ese momento, me limité a los bosques y
campos, utilizando sendas de cazadores y los caminos de las granjas. Iba
lenta andando. Me dolían las piernas, y tenía ampollas en los pies, pero me
obligué a seguir caminando hacia el oeste, siguiendo la trayectoria del sol
en el cielo.
Por la noche, me bajé el gorro de piel para cubrirme las orejas y me
acurruqué en mi abrigo temblando, mientras escuchaba el rugido de mi
estómago y hacía mapas mentales en mi cabeza, los mapas en los que había
trabajado hacía tanto tiempo en la comodidad de la Tienda de Documentos.
Imaginé mi lento progreso desde Os Alta hasta Balakirev, rodeando las
pequeñas aldeas de Chernitsyn, Kerskii y Polvost, y tratando de no perder la
esperanza. Tenía un largo camino que recorrer hasta la Sombra, pero lo
único que podía hacer era continuar moviéndome y esperar que siguiera
sonriéndome la suerte.
—Sigues estando viva —me susurré a mí misma en la oscuridad—.
Sigues siendo libre.
Ocasionalmente me encontraba con granjeros u otros viajeros. Llevaba
los guantes y mantenía la mano sobre el cuchillo por si hubiera algún
problema, pero ninguno se fijó mucho en mí. Tenía hambre constantemente.
Siempre había sido una pésima cazadora, por lo que subsistía a base de las
escasas provisiones que había comprado en Balakirev, de agua de los
arroyos, o de algún huevo o manzana que robaba de vez en cuando de
alguna granja solitaria.
No tenía ni idea de lo que me traería el futuro o lo que me esperaba al
final de ese agotador viaje, y aun así, de algún modo, no me sentía abatida.
Me había sentido sola durante toda mi vida, pero nunca antes lo había
estado realmente, y no daba ni de cerca tanto miedo como me había
imaginado.
Sin embargo, cuando una mañana llegué a una pequeña iglesia de
paredes encaladas, no pude resistirme a colarme en el interior para escuchar
al sacerdote dar misa. Cuando terminó, ofreció plegarias para los asistentes:
por el hijo de una mujer, que había sido herido en batalla, por un niño que
estaba enfermo de fiebre, y por la salud de Alina Starkov. Me encogí.
—Que los Santos protejan a la Invocadora del Sol —entonó el sacerdote
—, aquella que fue enviada para librarnos de los males de la Sombra y
volver a recomponer esta nación.
Tragué con fuerza y me escabullí rápidamente de la iglesia. Ahora rezan
por ti, pensé, desolada. Pero, si el Oscuro consigue lo que quiere,
comenzarán a odiarte. Y tal vez deberían. ¿Acaso no estaba abandonando
Ravka y a toda la gente que creía en mí? Solo mi poder podía destruir la
Sombra, y estaba huyendo.
Sacudí la cabeza. No podía permitirme pensar en eso. Era una traidora y
una fugitiva. En cuanto me hubiera librado del Oscuro, podría preocuparme
por el futuro de Ravka.
Caminé veloz por el camino y hasta el bosque, y subí la colina mientras
sonaban las campanas de la iglesia.
Imaginé el mapa en mi cabeza y me di cuenta de que pronto llegaría
hasta Ryevost, y eso significaba que tenía que decidir cuál era la mejor
forma de llegar hasta la Sombra. Podía seguir el camino del río o
adentrarme en las Petrazoi, las montañas rocosas que se alzaban al noroeste.
Por el río sería más fácil viajar, pero tendría que pasar por zonas altamente
pobladas. Las montañas eran una ruta más directa, pero mucho más difícil
de atravesar.
Me debatí conmigo misma hasta que llegué a la intersección de Shura, y
al final elegí la ruta de las montañas. Tendría que detenerme en Ryevost
antes de llegar hasta allí. Era la ciudad más grande junto al río, y sabía que
estaba corriendo un riesgo, pero también sabía que no lograría atravesar las
Petrazoi sin más comida y sin alguna clase de tienda o saco de dormir.
Tras tantos días por mi cuenta, el ruido y el ajetreo de las abarrotadas
calles y canales de Ryevost me resultaba extraño. Mantuve la cabeza gacha
y el gorro bajo, segura de que encontraría carteles con mi rostro en todas las
lámparas y ventanas de las tiendas. Pero, cuanto más me adentraba en la
ciudad, más comencé a relajarme. Quizás las noticias de mi desaparición no
se hubieran extendido tan lejos ni tan rápido como yo había supuesto.
Se me hizo la boca agua con los olores del cordero asado y el pan
fresco, y me di el capricho de una manzana mientras renovaba mis
provisiones de queso duro y carne seca.
Estaba atando mi nuevo saco de dormir a la mochila de viaje y tratando
de averiguar cómo iba a arrastrar todo ese peso extra por la ladera de la
montaña cuando doblé una esquina y casi choco contra un grupo de
soldados.
Mi corazón comenzó a galopar al ver sus largos abrigos color oliva y los
rifles que llevaban a la espalda. Quería girarme sobre mis talones y salir
corriendo en dirección contraria, pero mantuve la cabeza baja y me obligué
a seguir caminando a un ritmo normal. Cuando pasé junto a ellos, me
arriesgué a mirar. Ni siquiera se fijaron en mí. De hecho, parecían bastante
distraídos. Estaban hablando y bromeando, y uno de ellos le gritaba a una
chica que estaba tendiendo la ropa.
Llegué hasta una calle lateral y esperé a que el latido de mi corazón
volviera a la normalidad. ¿Qué estaba pasando? Había escapado del
Pequeño Palacio hacía más de una semana. Ya deberían de haber dado la
alarma. Estaba convencida de que el Oscuro enviaría jinetes a cada
regimiento de cada ciudad. Para entonces, cada miembro del Primer y el
Segundo Ejército ya debería estar buscándome.
Mientras me dirigía hacia las afueras de Ryevost, vi a más soldados.
Algunos estaban de permiso, otros estaban de servicio, pero ninguno
parecía estar buscándome. No sabía qué pensar de ello. Me pregunté si tenía
que agradecérselo a Baghra. Tal vez se las había arreglado para convencer
al Oscuro de que había sido secuestrada o incluso asesinada por los
fjerdanos. O tal vez él pensaba que ya había llegado más al oeste. Decidí no
tentar a la suerte y me apresuré a salir de la ciudad.
Me llevó más de lo que había esperado, y no llegué hasta las afueras del
lado occidental hasta bien caída la noche. Las calles estaban oscuras y
vacías, a excepción de unas pocas tabernas con aspecto de no tener muy
buena reputación y un viejo borracho que se encontraba apoyado sobre un
edificio, cantando suavemente para sí mismo. Mientras me apresuraba a
pasar junto a una ruidosa posada, una puerta se abrió de golpe y un hombre
fornido salió a la calle en un estallido de luz y música.
Me agarró del abrigo y me abrazó.
—¡Hola, preciosa! ¿Has venido a hacerme entrar en calor? —Traté de
librarme de él—. Eres fuerte para ser tan pequeña.
Podía oler el hedor de la cerveza rancia en su cálido aliento.
—Suéltame —dije en voz baja.
—No seas así, lapushka —canturreó—. Podríamos divertirnos tú y yo.
—¡He dicho que me sueltes! —grité, dándole un empujón en el pecho.
—Todavía no —rio él, arrastrándome hasta las sombras de un callejón
junto a la taberna—. Quiero enseñarte algo.
Giré la muñeca y noté el reconfortante peso del espejo que se deslizó
entre mis dedos. Extendí velozmente la mano y la luz estalló en sus ojos en
un rápido destello.
Cuando la luz lo cegó, gruñó, lanzó las manos hacia arriba y me soltó.
Hice lo que Botkin me había enseñado: le pegué un fuerte pisotón en el
empeine y después enganché mi pierna por detrás de su tobillo. Sus piernas
salieron volando y cayó al suelo con un golpe seco.
En ese momento, la puerta lateral de la taberna se abrió de golpe. Un
soldado uniformado salió de ella, con una botella de kvas en una mano y
una mujer escasamente vestida aferrada a la otra. Con una oleada de temor,
vi que estaba ataviado con el uniforme color carbón de la guardia del
Oscuro. Su mirada empañada se fijó en la escena: el hombre en el suelo y
yo sobre él.
—¿Qué es esto? —masculló. La mujer que llevaba al brazo soltó una
risita nerviosa.
—¡Estoy ciego! —gimió el hombre del suelo—. ¡Me ha cegado!
El oprichnik lo miró y después me echó un vistazo. Sus ojos se
encontraron con los míos, y el reconocimiento se reflejó en su rostro. Se me
había acabado la suerte. Aunque nadie más me estuviera buscando, los
guardias del Oscuro sí lo hacían.
—Tú… —susurró.
Salí corriendo.
Me lancé por un callejón hasta un laberinto de calles estrechas, con el
corazón latiéndome frenéticamente en el pecho. En cuanto dejé atrás los
últimos edificios deslucidos de Ryevost, me lancé a la carretera y me
interné en la maleza. Las ramas me arañaban las mejillas y la frente
mientras me adentraba dando traspiés en el bosque.
Detrás de mí se alzaron los sonidos de la persecución: hombres que se
gritaban entre ellos, pesados pisotones entre los árboles. Quería correr a
ciegas, pero me obligué a detenerme para escuchar.
Estaban al este de donde yo me encontraba, buscando cerca de la
carretera. No sabría decir cuántos había.
Acallé mi respiración y me di cuenta de que oía agua corriendo. Debía
de haber un arroyo cerca, algún afluente del río. Si lograba llegar hasta el
agua podría esconder mi rastro, y les costaría mucho encontrarme en la
oscuridad.
Me dirigí hacia los sonidos del arroyo, deteniéndome de vez en cuando
para corregir mi trayectoria. Luché por subir una colina tan escarpada que
estaba casi arrastrándome, agarrándome a las ramas y las raíces expuestas
de los árboles.
—¡Ahí!
La voz sonó desde debajo de mí y, al mirar hacia atrás, vi unas luces que
se movían entre los árboles hacia la base de la colina. Seguí subiendo como
pude, con la tierra resbaladiza bajo mis manos, y cada aliento me quemaba
los pulmones. Cuando llegué hasta la cima, me arrastré hasta el borde y
miré hacia abajo. Sentí un arrebato de esperanza al ver la luz de la luna
reflejándose en la superficie del arroyo.
Me deslicé por la escarpada pendiente, inclinándome hacia atrás para
tratar de mantener el equilibrio y moviéndome tan rápido como me atrevía.
Oía gritos y, cuando miré de nuevo hacia atrás, vi las siluetas de mis
perseguidores que se recortaban contra el cielo nocturno. Habían llegado a
la cima de la colina.
El pánico sacó lo mejor de mí, y comencé a correr por la pendiente,
enviando una lluvia de piedrecillas repiqueteando desde la colina hasta el
arroyo que había debajo. La pendiente era demasiado pronunciada: perdí
apoyo y caí hacia delante, arañándome ambas manos al golpear el suelo con
fuerza. No fui capaz de detener el impulso y caí rodando por la colina hasta
zambullirme en el agua helada.
Por un momento pensé que se me había parado el corazón. El frío era
como una mano helada e implacable que me aferraba el cuerpo mientras el
agua me arrastraba. Entonces mi cabeza rompió la superficie y jadeé,
tomando una bocanada de preciado aire antes de que la corriente volviera a
apresarme y sumergirme. No sé cuánto me arrastró el agua, tan solo
pensaba en mi próximo aliento y el creciente entumecimiento de mis
miembros.
Finalmente, cuando pensaba que no lograría llegar hasta la superficie
una vez más, la corriente me llevó hasta una charca de agua lenta y
silenciosa. Me agarré a una roca para impulsarme hasta la parte menos
profunda, me puse en pie costosamente, y mis botas resbalaron sobre las
pulidas piedras del río mientras tropezaba bajo el peso de mi capa
empapada.
No sé cómo lo hice, pero logré abrirme camino hasta el bosque y me
cobijé bajo unos gruesos arbustos antes de permitirme derrumbarme,
temblando de frío y todavía tosiendo agua.
Fue la peor noche de mi vida. Mi abrigo estaba completamente
empapado. Tenía los pies entumecidos en las botas. Me sobresaltaba por
cualquier sonido, convencida de que me habían encontrado. Había perdido
el gorro, la mochila llena de comida y mi nuevo saco de dormir en la
corriente, por lo que mi desastrosa excursión a Ryevost no había servido
para nada. La bolsita de dinero había desaparecido. Al menos mi cuchillo
seguía firmemente envainado junto a mi cadera.
En algún momento cerca del amanecer, me permití invocar un poco de
luz para secarme las botas y calentar mis manos húmedas. Dormité y soñé
con Baghra sujetando mi propio cuchillo junto a mi garganta, y su risa seca
sonaba junto a mi oído.
Me desperté con el corazón latiéndome con fuerza y sonidos de
movimiento entre los árboles a mi alrededor. Me había quedado dormida
junto a un árbol, oculta (esperaba) entre los arbustos. Desde donde me
encontraba no veía a nadie, pero podía oír voces en la distancia.
Dudé, inmóvil en mi sitio, sin saber qué hacer. Si me movía, me
arriesgaba a revelar mi posición, pero si me quedaba en silencio, sería
cuestión de tiempo que me encontraran.
Mi corazón comenzó a latir aún con más fuerza cuando los sonidos se
aproximaron. A través de las hojas vislumbré a un soldado bajo y fornido,
con barba. Llevaba un rifle en las manos, pero sabía que no me iban a
matar. Era demasiado valiosa. Eso me daba ventaja si estaba dispuesta a
morir.
No van a cogerme. El pensamiento me llegó con absoluta y repentina
claridad. No voy a volver.
Giré la muñeca y un espejo se deslizó hasta mi mano izquierda. Con la
otra mano saqué el cuchillo, sintiendo el peso del acero Grisha en la palma.
Silenciosamente, me agaché y esperé, escuchando. Estaba asustada, pero
me sorprendió descubrir que alguna parte de mí se sentía ansiosa.
Observé al soldado barbudo entre las hojas, caminando en círculos hasta
que estuvo a menos de medio metro de mí. Podía ver una gota de sudor
bajando por su cuello, la luz matinal que se reflejaba en el cañón de su rifle
y, por un momento, pensé que me estaba mirando directamente. Alguien
gritó desde la profundidad del bosque.
—¡Nichyevo! —le respondió el soldado gritando. Nada.
Y entonces, para mi asombro, dio media vuelta y se alejó de mí.
Me quedé quieta mientras los sonidos se desvanecían, las voces cada
vez más distantes, las pisadas más débiles. ¿Era posible que tuviera tanta
suerte? ¿Habrían confundido el rastro de algún animal o de otro viajero con
el mío? ¿O era alguna clase de truco? Esperé, temblando, hasta que todo lo
que pude oír fue la relativa tranquilidad del bosque, los ruidos de los
insectos y los pájaros, el susurro del viento en los árboles.
Finalmente, volví a introducir el espejo en el guante y respiré
profundamente, temblorosa. Volví a meter el cuchillo en su vaina y me
levanté lentamente. Estiré el brazo para coger mi abrigo todavía empapado,
que estaba en una montaña arrugada sobre el suelo, y me quedé paralizada
ante el inconfundible sonido de unos suaves pasos detrás de mí.
Me giré sobre mis talones, con el corazón en la garganta, y vi una figura
parcialmente oculta por las ramas, a tan solo unos metros de donde yo me
encontraba. Había estado tan concentrada en el soldado barbudo que no me
había dado cuenta de que había alguien detrás de mí. En un instante el
cuchillo estaba de nuevo en mi mano, y tenía el espejo en alto mientras la
figura emergía silenciosamente de entre los árboles. Me lo quedé mirando,
segura de que tenía que ser una alucinación.
Mal.
Abrí la boca para hablar, pero él se llevó el dedo a los labios en señal de
advertencia, clavando sus ojos en los míos. Esperó un momento,
escuchando, y después hizo un gesto para indicarme que lo siguiera y
volvió a meterse entre los árboles. Cogí mi abrigo y me apresuré a seguirlo,
haciendo lo que pude por mantener el ritmo. No fue tarea fácil. Se movía
silenciosamente, deslizándose como una sombra a través de las ramas,
como si pudiera ver caminos invisibles a los ojos de cualquier otro.
Me llevó de vuelta hasta el arroyo, hasta una curva poco profunda que
logramos cruzar con esfuerzo. Me encogí cuando el agua helada me caló
nuevamente las botas. Cuando salimos al otro lado, él volvió hacia atrás
para cubrir nuestro rastro.
Estaba llena de preguntas, y mi mente no dejaba de saltar de un
pensamiento al siguiente. ¿Cómo me había encontrado Mal? ¿Me había
estado buscando con el resto de soldados? ¿Qué significaba que me
estuviera ayudando? Quería extender la mano y tocarlo para asegurarme de
que era real. Quería lanzarme a sus brazos, agradecida. Quería pegarle un
puñetazo en el ojo por las cosas que me había dicho aquella noche en el
Pequeño Palacio.
Caminamos durante horas en completo silencio. De vez en cuando, me
hacía un gesto para que me detuviera, y yo esperaba mientras él desaparecía
entre la maleza para ocultar nuestro rastro. En algún momento de la tarde,
comenzamos a subir un camino rocoso. No sabía dónde me había escupido
el arroyo, pero estaba bastante segura de me estaba conduciendo hasta las
Petrazoi.
Cada paso era una agonía. Mis botas seguían mojadas, y me salieron
nuevas ampollas en los talones y los dedos. Mi horrible noche en el bosque
me había dejado con un fuerte dolor de cabeza, y estaba mareada por la
falta de comida, pero no me iba a quejar. Me mantuve en silencio mientras
seguía subiendo la montaña, guiada por él. Después nos alejamos del
camino, escarbando entre las rocas hasta que mis piernas me temblaron por
la fatiga y la garganta me quemaba de sed. Cuando finalmente se detuvo,
estábamos a mucha altura en la montaña, ocultos por un enorme saliente
rocoso y algunos pinos ralos.
—Aquí —dijo, soltando la mochila. Bajó la montaña con paso firme, y
supe que iba a tratar de cubrir el rastro de mi torpe progreso sobre las rocas.
Agradecida, me dejé caer en el suelo y cerré los ojos. Los pies me
palpitaban, pero me preocupaba no poder ponerme las botas de nuevo si me
las quitaba. Se me caía la cabeza, pero no podía permitirme dormir. Todavía
no. Tenía mil preguntas, pero había una que no podía esperar hasta el día
siguiente.
El crepúsculo estaba cayendo cuando regresó Mal, moviéndose
silenciosamente por el terreno. Se sentó frente a mí y sacó una cantimplora
de la mochila. Tras dar un trago, se secó la boca con la mano y me pasó el
agua. Bebí con ganas.
—Para un poco —dijo—. Tiene que durarnos hasta mañana.
—Lo siento —me disculpé, y le devolví la cantimplora.
—No podemos arriesgarnos a encender un fuego —señaló, mirando la
oscuridad creciente—. Tal vez mañana.
Asentí con la cabeza. Mi abrigo se había secado durante nuestra
caminata por la montaña, aunque las mangas seguían un poco húmedas.
Estaba destrozada, sucia y con frío. Y, sobre todo, estaba sorprendida por el
milagro que tenía delante, pero eso tendría que esperar. Me aterrorizaba la
respuesta, pero tenía que preguntar.
—Mal. —Esperé a que me mirara—. ¿Encontrasteis la manada?
¿Capturasteis el ciervo de Morozova?
Se dio unos golpecitos en la rodilla con la mano.
—¿Por qué es tan importante?
—Es una larga historia. Necesito saberlo, ¿tiene él al ciervo?
—No.
—Pero ¿está cerca?
Él asintió.
—Pero…
—Pero ¿qué?
Mal dudó. Con las últimas luces del atardecer, pude ver el fantasma de
la sonrisa arrogante que conocía tan bien jugando en sus labios.
—No creo que lo encuentren sin mí.
Alcé las cejas.
—¿Porque tú eres el mejor?
—No —replicó, poniéndose serio de nuevo—. Tal vez. No me
malinterpretes. Son buenos rastreadores, los mejores del Primer Ejército,
pero… tienes que tener intuición para rastrear a la manada. No son animales
ordinarios.
Y tú no eres un rastreador ordinario, pensé, pero no lo dije. Lo observé,
pensando en lo que había dicho una vez el Oscuro sobre no entender
nuestros propios dones. ¿Podría ser que el talento de Mal fuera más que
simplemente suerte o práctica? Desde luego, nunca le había faltado
confianza, pero no creía que aquello fuera soberbia.
—Espero que tengas razón —murmuré.
—Ahora, respóndeme tú a esto —dijo, con un matiz afilado en su voz
—. ¿Por qué has huido?
Por primera vez me di cuenta de que Mal no tenía ni idea de por qué
había abandonado el Pequeño Palacio, por qué me estaba buscando el
Oscuro. La última vez que lo había visto, prácticamente le había ordenado
que se largara, y a pesar de ello él lo había dejado todo atrás para ir a por
mí. Se merecía una explicación, pero no sabía por dónde empezar. Suspiré y
me pasé una mano por la cara. ¿En qué lío le había metido?
—Si te dijera que estoy tratando de salvar el mundo, ¿me creerías?
Él se me quedó mirando duramente.
—Entonces, ¿esto no es una especie de pelea de enamorados tras la cual
volverás corriendo a sus brazos?
—¡No! —exclamé, sorprendida—. No es… no somos… —Me quedé
sin palabras, y entonces tuve que reírme—. Ojalá fuera algo parecido a eso.
Él permaneció en silencio mucho tiempo.
—De acuerdo —dijo finalmente, como si hubiera tomado alguna clase
de decisión. Se puso en pie, se estiró, y se colocó el rifle a la espalda.
Después sacó una gruesa manta de lana de su mochila y me la lanzó—.
Descansa un poco. Yo haré la primera guardia.
Me dio la espalda, mirando la luna que se alzaba sobre el valle que
habíamos dejado atrás. Me aovillé sobre el duro suelo, envolviéndome
firmemente con la manta para entrar en calor. A pesar de la incomodidad,
tenía los párpados pesados, y sentía que el agotamiento me arrastraba.
—Mal —susurré en la noche.
—¿Qué?
—Gracias por encontrarme.
No sabía si estaba soñando, pero, en algún lugar en la oscuridad, pensé
que lo oí susurrar:
—Siempre.
Dejé que el sueño me venciera.
al hizo las dos guardias y me dejó dormir la noche entera. Por la
mañana, me dio una tira de carne seca y dijo simplemente:
—Habla.
No sabía por dónde comenzar, así que empecé por lo peor.
—El Oscuro planea utilizar la Sombra como arma.
Él ni siquiera pestañeó.
—¿Cómo?
—Va a expandirla por Ravka y Fjerda, y cualquier otro lugar donde
encuentre resistencia. Pero no puede hacerlo sin que yo mantenga a los
volcra a raya. ¿Cuánto sabes del ciervo de Morozova?
—No mucho. Solo que es valioso. —Miró por encima del valle—. Y
que era para ti. Se suponía que teníamos que localizar a la manada y
capturar o acorralar al ciervo, pero no dañarlo.
Asentí y traté de explicar lo poquito que sabía sobre el funcionamiento
de los amplificadores, cómo Iván había tenido que cazar al oso de Sherborn,
y Marie había matado a la foca del norte.
—Un Grisha tiene que ganarse su amplificador —terminé—. Lo mismo
se aplica al ciervo, pero realmente no era para mí.
—Caminemos —dijo Mal abruptamente—. Puedes contarme el resto
mientras andamos. Quiero que nos internemos más en las montañas.
Metió la manta en su mochila e hizo lo que pudo por esconder cualquier
señal de que habíamos acampado ahí.
Después me dirigió hacia arriba, por un sendero escarpado y rocoso. Su
arco estaba atado a la mochila, pero mantenía el rifle preparado.
Mis pies protestaron a cada paso, pero lo seguí e hice lo que pude por
contarle el resto de la historia. Le conté todo lo que me había dicho Baghra
sobre los orígenes de la Sombra, sobre el collar que el Oscuro tenía
intención de crear para controlar mi poder, y, finalmente, sobre el barco que
nos esperaba en Os Kervo.
—No deberías haber escuchado a Baghra —opinó cuando terminé.
—¿Cómo puedes decir eso? —pregunté, indignada.
Se giró de pronto y estuve a punto de chocar contra él.
—¿Qué crees que pasará si llegas hasta la Sombra? ¿Si llegas hasta ese
barco? ¿Crees que su poder acaba en la orilla del Mar Auténtico?
—No, pero…
—Solo es cuestión de tiempo que te atrape y te ponga ese collar.
Se giró de nuevo sobre los talones y siguió subiendo por el camino,
dejándome aturdida detrás de él. Obligué a mis piernas a moverse y me
apresuré a darle alcance.
Tal vez el plan de Baghra fuera imperfecto, pero ¿qué elección teníamos
ninguno de nosotros? Recordé su fiero agarre, el miedo en sus ojos febriles.
Realmente nunca había esperado que el Oscuro localizara a la manada de
Morozova. La noche de la fiesta de invierno estaba verdaderamente
aterrorizada, pero había tratado de ayudarme. Si hubiera sido tan
despiadada como su hijo, podría haber evitado cualquier riesgo cortándome
la garganta. Tal vez hubiera sido lo mejor para todos, pensé sombríamente.
Caminamos en silencio durante mucho tiempo, subiendo la montaña
lentamente en zigzag. En algunos puntos, el camino era tan estrecho que no
podía hacer mucho más que agarrarme a la ladera, avanzar a pasos cortos
arrastrando los pies, y esperar que los Santos fueran bondadosos. Alrededor
del mediodía, descendimos la primera pendiente y comenzamos a subir la
segunda, que, para mi desgracia, era aún más alta y pronunciada que la
primera.
Miré el camino que tenía enfrente, poniendo un pie delante del otro,
tratando de librarme de mi desesperanza. Cuanto más pensaba en ello, más
me preocupaba que Mal pudiera estar en lo cierto. No podía evitar la
sensación de que mi huida nos había condenado a los dos. El Oscuro me
necesitaba con vida, pero ¿qué le haría a Mal? Había estado tan concentrada
en mi propio miedo y mi propio futuro que no me había parado a pensar en
lo que había hecho Mal o por qué había decidido rendirse. Nunca podría
regresar al ejército, con sus amigos, donde era un rastreador condecorado.
Peor aún, era culpable de deserción, tal vez incluso de traición, y el castigo
por ello era la muerte.
A la hora del crepúsculo, habíamos subido tanto que los pocos árboles
ralos habían desaparecido, y en algunos lugares todavía quedaba escarcha
del invierno en el suelo. Tomamos una escasa cena de queso duro y fibrosa
carne de res seca. Mal seguía pensando que aún no era seguro hacer un
fuego, así que nos apiñamos bajo la manta en silencio, temblando contra el
viento huracanado, nuestros hombros apenas tocándose.
Casi me había quedado dormida cuando Mal dijo de pronto:
—Mañana nos dirigiremos hacia el norte.
Abrí los ojos de golpe.
—¿Hacia el norte?
—A Tsibeya.
—¿Quieres ir detrás del ciervo? —pregunté, incrédula.
—Sé que puedo encontrarlo.
—¡Si es que el Oscuro no lo ha encontrado todavía!
—No —dijo, y noté que sacudía la cabeza—. Sigue ahí fuera. Puedo
sentirlo.
Sus palabras me recordaron de forma espeluznante a lo que había dicho
el Oscuro en el camino hacia la cabaña de Baghra. El ciervo estaba
destinado a ti, Alina. Puedo sentirlo.
—¿Y si el Oscuro nos encuentra a nosotros primero? —pregunté.
—No puedes pasarte el resto de la vida huyendo, Alina. Has dicho que
el ciervo podría hacerte poderosa. ¿Lo bastante poderosa como para luchar
contra él?
—Tal vez.
—Entonces tendremos que intentarlo.
—Si nos atrapa, te matará.
—Lo sé.
—Por todos los Santos, Mal. ¿Por qué has venido a por mí? ¿En qué
estabas pensando?
Él suspiró y se pasó una mano por el pelo corto.
—No estaba pensando. Estábamos a medio camino de Tsibeya cuando
nos dieron órdenes de dar la vuelta para cazarte a ti. Y eso fue lo que hice.
Lo difícil fue alejar a los otros de ti, sobre todo después de que
prácticamente anunciaras que estabas en Ryevost.
—Y ahora eres un desertor.
—Sí.
—Por mi culpa.
—Sí.
Me dolía la garganta por las lágrimas sin derramar, pero me las arreglé
para que no me temblara la voz.
—No quería que nada de esto pasara.
—No me da miedo morir, Alina —dijo con esa voz fría y firme que me
resultaba tan extraña—. Pero me gustaría que tuviéramos la oportunidad de
luchar. Tenemos que ir a por el ciervo.
Pensé en sus palabras durante mucho rato.
—Vale —susurré finalmente.
La única respuesta fue un ronquido. Mal estaba dormido.
Mantuvo un ritmo brutal durante los siguientes días, pero mi orgullo, y tal
vez mi miedo, no me permitían pedirle que fuera más lento. De vez en
cuando veíamos alguna cabra que se escabullía por la ladera sobre nosotros,
y pasamos una noche acampando junto a un brillante lago azul de montaña,
pero esos eran escasos descansos en la monotonía de roca plomiza y cielo
sombrío.
Los adustos silencios de Mal no ayudaban. Quería saber cómo había
acabado rastreando al ciervo para el Oscuro, y cómo había sido su vida los
últimos cinco meses, pero mis preguntas obtuvieron concisas respuestas de
una palabra, y a veces me ignoraba por completo. Cuando me sentía
particularmente cansada o hambrienta, le fulminaba la espalda con la
mirada, resentida, y pensaba en darle un buen porrazo en la cabeza para
captar su atención. La mayor parte del tiempo, me limitaba a preocuparme.
Me preocupaba que Mal se arrepintiera de su decisión de ir a por mí. Me
preocupaba lo difícil que sería encontrar al ciervo en la inmensidad de
Tsibeya. Pero, más que nada, me preocupaba lo que el Oscuro podría
hacerle a Mal si nos capturaban.
Cuando finalmente comenzamos a descender por la parte noroeste de
las Petrazoi, me entusiasmó dejar atrás las desérticas montañas y sus
vientos helados. Mi corazón se aligeró mientras descendíamos por debajo
de la línea de los árboles hasta llegar al acogedor bosque. Tras varios días
de luchar contra el duro suelo, era un placer caminar sobre los suaves
lechos de las agujas de pino, escuchar los susurros de los animales entre la
maleza y respirar el aire denso por el olor de la savia.
Acampamos junto a un riachuelo borboteante y, cuando Mal comenzó a
reunir ramitas para hacer una hoguera, casi me puse a cantar. Invoqué un
rayo de luz pequeño y concentrado para encender el fuego, pero Mal no
pareció muy impresionado. Desapareció entre los árboles y regresó con un
conejo que limpiamos y asamos para la cena. Con expresión perpleja, me
observó mientras engullía mi porción y después suspiraba, todavía
hambrienta.
—Serías más fácil de alimentar si no te hubieras vuelto tan tragona —se
quejó, terminando de comer y estirándose sobre la espalda, utilizando el
brazo a modo de almohada.
Lo ignoré. Notaba calor por primera vez desde que había huido del
Pequeño Palacio, y nada podía estropearme esa felicidad. Ni siquiera los
ronquidos de Mal.
Necesitábamos reabastecernos de provisiones antes de dirigirnos más al
norte hacia Tsibeya, pero nos costó otro día y medio encontrar un camino de
caza que nos llevó hasta una de las aldeas que había en el lado noroeste de
las Petrazoi. Cuanto más nos acercábamos a la civilización, más nervioso se
ponía Mal. Desaparecía durante largos periodos de tiempo, explorando por
delante, manteniéndonos en paralelo a la calle principal de la aldea. Durante
las primeras horas de la tarde, apareció con un feo abrigo marrón y un gorro
marrón de ardilla.
—¿Dónde has encontrado eso? —pregunté.
—Los cogí de una casa con la puerta abierta —dijo con aires de
culpabilidad—, aunque dejé unas monedas. Pero es inquietante… las casas
están todas vacías. Ni siquiera vi a nadie en la calle.
—Tal vez sea domingo —sugerí. Había perdido la cuenta de los días
desde que había dejado el Pequeño Palacio—. Podrían estar todos en la
iglesia.
—Tal vez —asintió, pero parecía afligido mientras enterraba su viejo
abrigo del ejército y su gorro junto a un árbol.
Estábamos a casi un kilómetro de la aldea cuando oímos los tambores.
Sonaron con más fuerza mientras nos acercábamos lentamente a la calle, y
pronto oímos las campanas y los violines, los aplausos y los vítores. Mal
trepó por un árbol para ver mejor, y cuando salió, parte de la preocupación
había desaparecido de su rostro.
—Hay gente por todas partes. Debe de haber cientos por la calle, y he
visto el carro dom.
—¡Es la semana de la mantequilla! —exclamé.
La semana antes del ayuno de primavera, cada noble se paseaba entre su
gente en un carro dom, un carro cargado de dulces, quesos y panes
horneados. El desfile iría desde la iglesia de la aldea hasta la propiedad del
noble, donde las habitaciones públicas se abrirían para los campesinos y
sirvientes, a quienes se les daba té y blini para comer. Las chicas locales
llevaban sarafan de color rojo y flores en el pelo para celebrar la llegada de
la primavera.
La semana de la mantequilla había sido la mejor época en el orfanato,
pues las clases eran más cortas para que pudiéramos limpiar la casa y
ayudar a hornear. El Duque Keramsov siempre programaba su regreso
desde Os Alta para coincidir con ella. Todos nos montábamos en el carro
dom y nos deteníamos en cada granja para beber kvas y dar pasteles y
dulces. Sentados junto al Duque, saludando a los aldeanos que nos
vitoreaban, casi nos sentíamos como si también fuéramos nobles.
—¿Podemos ir a mirar, Mal? —pregunté ansiosamente.
Él frunció el ceño, y supe que su cautela estaba luchando contra algunos
de nuestros recuerdos más felices de Keramzin. Después, una sonrisita
apareció en sus labios.
—De acuerdo. Hay suficiente gente como para que podamos pasar
desapercibidos.
Nos unimos a la multitud que desfilaba por la calle, deslizándonos entre
los violinistas y los tamborileros, las niñas pequeñas que sostenían ramas
con brillantes lazos rojos. Mientras atravesábamos la calle principal de la
aldea, los tenderos permanecían en sus puertas haciendo sonar las campanas
y dando palmadas con los músicos. Mal se detuvo para comprar pieles y
abastecernos de provisiones, pero, cuando lo vi meter una cuña de queso
curado en la mochila, le saqué la lengua. No veía la hora de perder el queso
de vista para siempre.
Antes de que Mal pudiera decirme que no, me apresuré a mezclarme
entre la multitud, serpenteando entre la gente que seguía el carro dom,
donde un hombre de mejillas rojas estaba ahí sentado con una botella de
kvas en su mano rechoncha, balanceándose de un lado a otro, cantando y
lanzando pan a los campesinos que se arremolinaban alrededor del carro.
Estiré el brazo y cogí un bollito caliente.
—¡Para ti, guapa! —gritó el hombre, a punto de caerse.
El bollito dulce olía divinamente. Le di las gracias al hombre y volví
junto a Mal brincando y sintiéndome muy satisfecha conmigo misma.
Él me agarró el brazo y me llevó por un camino embarrado entre dos
casas.
—¿Qué te crees que estás haciendo?
—No me ha visto nadie. Pensó que no era más que otra campesina.
—No podemos correr riesgos así.
—Entonces, ¿no quieres un bocado?
Él dudó.
—Yo no he dicho eso.
—Te iba a dar un bocado, pero ya que no lo quieres, me lo tendré que
comer entero yo sola.
Mal fue a coger el bollito, pero yo bailoteé para alejarme, fintando a
izquierda y derecha para esquivar sus manos. Podía ver su sorpresa, y me
encantaba. Ya no era la misma chica torpe que recordaba.
—Eres una niñata —refunfuñó, y volvió a atacar.
—Ah, pero soy una niñata con un bollito.
No sé quién de los dos lo oyó primero, pero ambos nos pusimos rectos,
repentinamente conscientes de que teníamos compañía. Dos hombres nos
habían seguido por el vacío callejón. Antes de que Mal pudiera siquiera
girarse, uno de los hombres le había puesto en la garganta un cuchillo de
aspecto sucio, y el otro me había tapado la boca con una mano maloliente.
—Silencio —gruñó el hombre con el cuchillo—, u os rajaré la garganta
a los dos.
Tenía el pelo grasiento y una cara cómicamente alargada.
Miré la hoja junto al cuello de Mal y asentí ligeramente. La mano del
otro hombre me destapó la boca, pero siguió agarrándome firmemente el
brazo.
—Dinero —dijo Caralarga.
—¿Nos estáis robando? —solté.
—Eso es —siseó el hombre que me sujetaba, zarandeándome.
No pude evitarlo. Estaba tan aliviada y sorprendida de que no nos
estuvieran capturando que se me escapó una risita.
Los ladrones y Mal me miraron como si estuviera loca.
—Un poco tonta, ¿no? —preguntó el hombre que me sujetaba.
—Sí —dijo Mal, mirándome con unos ojos que decían claramente que
me callara—. Un poco.
—Dinero —dijo Caralarga—. Ahora.
Mal rebuscó en su abrigo y sacó su bolsita de dinero. Se la entregó a
Caralarga, que gruñó y frunció el ceño por lo poco que pesaba.
—¿Eso es todo? ¿Qué hay en la mochila?
—No mucho, solo unas pieles y comida —respondió Mal.
—Enséñamelo.
Lentamente, Mal se quitó la mochila y la abrió, mostrándoles el
contenido a los ladrones. Su rifle, envuelto en una manta de lana, era
claramente visible en la parte superior.
—Ah —dijo Caralarga—. Ese sí que es un buen rifle. ¿Verdad, Lev?
El hombre que me sujetaba mantuvo una gruesa mano firmemente
alrededor de mi muñeca y pescó el rifle con la otra.
—Muy bueno —gruñó—. Y la mochila parece militar.
El corazón me dio un vuelco.
—¿Y qué? —preguntó Caralarga.
—Que Rikov dice que un soldado de la avanzadilla de Chernast ha
desaparecido. Se cuenta que fue hacia el sur y jamás volvió. Puede que
hayamos capturado a un desertor.
Caralarga estudió a Mal, intrigado, y supe que ya estaba pensando en la
recompensa que le aguardaba. No tenía ni idea.
—¿Qué dices tú, chico? No estarás huyendo, ¿verdad?
—La mochila es de mi hermano —replicó Mal con ligereza.
—Tal vez. Y tal vez dejemos que el capitán de Chernast le eche un
vistazo a ella y a ti.
Mal se encogió de hombros.
—Vale. Me alegrará decirle que habéis intentado robarnos.
A Lev no pareció gustarle aquella idea.
—Mejor cojamos el dinero y larguémonos.
—Nah —dijo Caralarga, todavía mirando a Mal con los ojos
entrecerrados—. O es un desertor o se la ha quitado a algún otro soldado.
De cualquier modo, el capitán nos pagará bien por contárselo.
—¿Qué pasa con ella? —preguntó Lev, zarandeándome otra vez.
—No puede tramar nada bueno si está viajando con este. Puede que ella
también haya huido. Y, si no, nos servirá para divertirnos un poco. ¿Verdad,
preciosa?
—No la toquéis —escupió Mal, dando un paso hacia delante.
Con un rápido movimiento, Caralarga golpeó a Mal en la cabeza con el
mango de su cuchillo. Él tropezó y cayó sobre una rodilla, y de su frente
comenzó a manar sangre.
—¡No! —grité. El hombre que me sujetó me tapó la boca con la mano,
soltándome el brazo. Eso era todo lo que necesitaba. Giré la muñeca y el
espejo se deslizó entre mis dedos.
Caralarga observó a Mal desde arriba, con el cuchillo en la mano.
—Puede que para la recompensa dé igual vivo o muerto.
Se abalanzó sobre él. Yo giré el espejo y lancé un centelleante rayo de
luz a sus ojos. Él dudó, levantando la mano para bloquear el resplandor.
Mal aprovechó la oportunidad, saltó a sus pies y sujetó a Caralarga,
estampándolo con fuerza contra la pared. Lev aflojó su agarre sobre mí para
levantar el rifle de Mal, pero yo giré y levanté el espejo, cegándolo.
—¿Qué co…? —gruñó, entornando los ojos. Antes de que pudiera
recuperarse, le clavé la rodilla en la entrepierna. Mientras él se doblaba,
puse las manos en la parte trasera de su cabeza y levanté la rodilla con
fuerza. Se oyó un asqueroso crujido, y retrocedí mientras él caía al suelo
aferrándose la nariz, con la sangre cayendo a chorro entre sus dedos.
—¡Lo he conseguido! —exclamé. Oh, si Botkin me hubiera visto.
—¡Vamos! —dijo Mal, desviando mi atención de mi propio regocijo.
Me giré y vi que Caralarga estaba inconsciente en el suelo.
Mal recuperó su mochila y corrió hasta el otro extremo del callejón,
lejos del ruido del desfile. Lev estaba gimiendo, pero seguía sujetando el
rifle. Le di una buena patada en el estómago y salí corriendo tras Mal.
Pasamos como un rayo junto a tiendas y casas vacías hasta volver a la
calle principal embarrada, y después nos metimos en el bosque, entre la
seguridad de los árboles. Mal iba a un ritmo furioso, y nos guio a través de
un pequeño arroyo y después por encima de una cresta, avanzando más y
más durante lo que parecieron kilómetros. Personalmente no creía que los
ladrones estuvieran en condiciones de perseguirnos, pero estaba demasiado
sin aliento como para decir nada. Finalmente, Mal redujo la velocidad y se
detuvo, doblándose sobre sí mismo y apoyando las manos sobre las rodillas,
respirando entrecortadamente. Yo caí al suelo, con el corazón palpitándome
con fuerza contra las costillas, y me desplomé sobre mi espalda. Me quedé
ahí tumbada mientras la sangre me rugía en las orejas, bebiendo la luz del
atardecer que se colaba entre las copas de los árboles, tratando de recuperar
el aliento. Cuando sentí que podía hablar, me incorporé un poco sobre los
hombros y pregunté:
—¿Estás bien?
Él se tocó la herida de la cabeza con cuidado. Había dejado de sangrar,
pero hizo una mueca de dolor.
—Sí
—¿Crees que dirán algo?
—Claro que sí. Intentarán conseguir alguna moneda a cambio de
información.
—Por todos los Santos.
—No hay nada que podamos hacer al respecto —dijo, y después, para
mi sorpresa, sonrió—. ¿Dónde has aprendido a pelear así?
—Entrenamiento Grisha —suspiré teatralmente—. Los ancestrales
secretos del rodillazo en la entrepierna.
—Mientras funcione…
Me reí.
—Eso es lo que siempre decía Botkin. «Nada espectacular, solo hacer
sufrir» —dije, imitando el fuerte acento del mercenario.
—Un tipo listo.
—El Oscuro piensa que los Grisha no deben depender solo de sus
poderes para defenderse.
Me arrepentí al momento de haberlo dicho, y la sonrisa de Mal
desapareció.
—Otro tipo listo —dijo fríamente, mirando los árboles—. Sabrá que no
has ido directamente hacia la Sombra —continuó tras un minuto—. Sabrá
que estamos cazando al ciervo. —Se sentó pesadamente a mi lado, con
expresión adusta. Teníamos muy pocas ventajas en nuestra lucha, y
acabábamos de perder una de ellas—. No debería haberte llevado a la aldea
—añadió sombríamente.
Le di un golpecito en el hombro.
—No podíamos saber que alguien iba a tratar de robarnos. O sea, ¿cómo
es posible tener tan mala suerte?
—Fue un riesgo estúpido. Debería haber sido más sensato.
Cogió una ramita del suelo y la lanzó a lo lejos, enfadado.
—Sigo teniendo el bollito —dije débilmente, sacándome del bolsillo el
bulto aplastado y cubierto de pelusas. Lo habían horneado con forma de
pájaro, para celebrar las bandadas de la primavera, pero parecía más bien un
calcetín enrollado.
Mal dejó caer la cabeza y se la cubrió con las manos, descansando los
codos sobre las rodillas. Sus hombros comenzaron a temblar, y por un
terrible momento pensé que estaba llorando, pero después me di cuenta de
que se estaba riendo en silencio. Su cuerpo entero se movía, respirando con
dificultad, y le empezaron a caer lágrimas de los ojos.
—Espero que ese bollito esté de muerte —resolló.
Me lo quedé mirando durante un segundo, temerosa de que se hubiera
vuelto completamente loco, y después yo también comencé a reír. Me cubrí
la boca con la mano para acallar el sonido, pero eso me hizo reír con más
fuerza. Era como si todo el miedo y la tensión de los últimos días me
hubieran superado.
—¡Shhhh! —dijo Mal exageradamente, llevándose un dedo a los labios,
y yo volví a derrumbarme en una nueva oleada de risas—. Creo que le has
roto la nariz a ese tío —resopló.
—Eso no es bueno. No soy buena.
—No, no lo eres —asintió él, y comenzamos a reír de nuevo.
—¿Recuerdas cuando el hijo de ese granjero te rompió la nariz en
Keramzin? —resollé entre carcajadas—. No se lo dijiste a nadie y llenaste
de sangre el mantel favorito de Ana Kuya.
—Te lo estás inventando.
—¡No es verdad!
—¡Sí lo es! Rompes narices y cuentas mentiras.
Reímos hasta que nos quedamos sin respiración, hasta que nos dolió el
costado y la cabeza nos daba vueltas. No podía recordar la última vez que
me había reído así.
Nos comimos el bollito. Estaba cubierto de azúcar y sabía igual que los
bollitos dulces que habíamos disfrutado de niños.
—Ese bollito estaba buenísimo —dijo Mal cuando terminamos, y
volvimos a reír a carcajadas.
Finalmente, suspiró, se puso en pie y me ofreció una mano para
ayudarme a levantarme.
Caminamos hasta el anochecer y acampamos junto a una cabaña en
ruinas. Con lo cerca que habíamos estado Mal no quiso arriesgarse a hacer
un fuego esa noche, así que comimos de las provisiones que habíamos
comprado en la aldea. Mientras mordisqueábamos carne seca y ese
miserable queso, él me preguntó sobre Botkin y los otros profesores del
Pequeño Palacio. No me había dado cuenta de lo mucho que había deseado
compartir mis historias con él hasta que comencé a hablar. No se reía con
tanta facilidad como antes, pero, cuando lo hacía, perdía parte de esa
sombría frialdad y se parecía un poco más al Mal que yo conocía. Me daba
esperanzas de que tal vez no lo hubiera perdido para siempre.
Cuando llegó la hora de ir a dormir, Mal recorrió el perímetro del
campamento, asegurándose de que estuviéramos a salvo, mientras yo volvía
a guardar la comida. Había mucho espacio libre después de haber perdido
su rifle y la manta de lana. Me sentía agradecida de seguir teniendo el arco.
Me puse el gorro de piel de ardilla bajo la cabeza y le dejé la mochila a
Mal para que la utilizara como almohada. Después me ajusté bien el abrigo
y me cubrí con las nuevas pieles. Comenzaba a cabecear cuando oí que Mal
regresaba y se tumbaba a mi lado, presionando su espalda contra la mía
reconfortantemente.
Mientras me dejaba llevar por el sueño, sentí como si aún pudiera
saborear el azúcar del bollito en mi lengua, sentir el placer de la risa
recorriéndome. Nos habían robado. Casi nos habían matado. El hombre más
poderoso de Ravka nos perseguía. Pero volvíamos a ser amigos, y el sueño
llegó mucho más fácilmente de lo que lo había hecho en mucho tiempo.
En algún momento de la noche, desperté por los ronquidos de Mal. Le
di un golpe en la espalda con el codo. Él se dio la vuelta, murmuró algo en
sueños y me pasó el brazo por encima. Un minuto más tarde comenzó a
roncar de nuevo, pero esa vez no lo desperté.
eguíamos viendo nuevos brotes de hierba e incluso algunas
flores silvestres, pero había menos señales de la primavera a
medida que nos dirigíamos hacia el norte en dirección a Tsibeya
y los salvajes páramos donde Mal creía que encontraríamos al
ciervo. Los densos pinos dieron paso a ralos bosques de
abedules, y después a enormes extensiones de pastizales.
Aunque Mal se arrepentía de nuestro viaje a la aldea, pronto tuvo que
admitir que había sido una necesidad. Las noches se volvieron más frías
conforme viajábamos hacia el norte, y las hogueras no eran una opción
cuanto más nos acercábamos a la avanzadilla de Chernast. Tampoco
queríamos perder tiempo cazando o buscando comida cada día, así que
dependíamos de nuestras provisiones y las observamos menguar
nerviosamente.
Algo parecía haberse relajado entre nosotros, y en lugar del frío silencio
de las Petrazoi, hablábamos mientras seguíamos caminando. Él sentía
curiosidad por la vida en el Pequeño Palacio, las extrañas costumbres de la
corte, e incluso la teoría Grisha.
No le sorprendió en absoluto oír el desprecio con que la mayoría de los
Grisha hablaban del Rey. Aparentemente, los rastreadores habían estado
refunfuñando cada vez más entre ellos sobre la incompetencia del Rey.
—Los fjerdanos tienen un rifle de retrocarga que puede disparar
veintiocho veces por minuto, y nuestros soldados también deberían tenerlos.
Si el Rey se molestara en interesarse por el Primer Ejército, no
dependeríamos tanto de los Grisha. Pero eso no va a pasar —añadió.
Después, murmuró—: Todos sabemos quién dirige el país.
Yo no dije nada. Procuraba hablar sobre el Oscuro lo menos posible.
Cuando le pregunté por el tiempo que había pasado rastreando al ciervo,
siempre parecía encontrar una forma de que la conversación volviera a mí.
Yo no lo presioné. Sabía que la unidad de Mal había cruzado la frontera
hasta Fjerda. Sospechaba que habían tenido que salir luchando y ahí era
donde se había hecho la cicatriz de la mandíbula, pero él se negó a decir
nada más.
Mientras caminábamos a través de un grupo de sauces secos, con la
escarcha crujiendo bajo nuestras botas, Mal señaló un nido de gavilanes, y
de pronto deseé que pudiéramos seguir caminando eternamente. Por mucho
que quisiera una comida caliente y una cama cálida, tenía miedo de lo que
nos traería el final de nuestro viaje. ¿Qué pasaba si encontraba al ciervo y
me llevaba sus astas? ¿Cómo me cambiaría un amplificador tan poderoso?
¿Sería suficiente como para librarnos del Oscuro? Ojalá pudiéramos seguir
así, caminando juntos, durmiendo acurrucados bajo las estrellas. Quizás
esas vacías llanuras y esos tranquilos bosquecillos nos guarecerían como lo
habían hecho con la manada de Morozova y nos mantendrían a salvo de los
hombres que nos buscaban.
Eran pensamientos absurdos. Tsibeya era un lugar inhóspito, un mundo
salvaje y vacío de implacables inviernos y extenuantes veranos. Y nosotros
no éramos extrañas y ancestrales criaturas que vagaban por la tierra durante
el crepúsculo. Tan solo éramos Mal y Alina, y no podíamos llevar la
delantera a nuestros perseguidores eternamente. Un oscuro pensamiento que
había revoloteado por mi cabeza durante días por fin tomó forma. Suspiré,
sabiendo que había postergado la conversación con Mal sobre ese problema
durante demasiado tiempo. Era una irresponsabilidad, y con todo lo que nos
habíamos arriesgado los dos, no podía permitir que continuara así.
Esa noche Mal estaba casi dormido, respirando profunda y
regularmente, cuando reuní el coraje para hablar.
—Mal —comencé. Él se despertó al momento, y la tensión inundó su
cuerpo mientras se sentaba y cogía su cuchillo—. No —dije, poniendo una
mano sobre su brazo—. Todo va bien. Pero necesito hablar contigo.
—¿Ahora? —gruñó, tumbándose de nuevo y volviendo a rodearme con
el brazo.
Suspiré. Quería quedarme ahí tumbada en la oscuridad, escuchando el
susurro del viento sobre la hierba, abrigada y con cierta sensación de
seguridad, por ilusoria que fuera. Pero sabía que no podía.
—Necesito que hagas algo por mí.
Él resopló.
—¿Algo aparte de desertar del ejército, escalar montañas y congelarme
el culo en el suelo frío cada noche?
—Sí.
—Uhm —gruñó sin comprometerse, y su respiración volvió al ritmo
profundo y regular del sueño.
—Mal —dije claramente—, si no lo logramos… si nos atrapan antes de
que encontremos al ciervo, no puedes dejar que me lleve.
Se quedó completamente quieto. Hasta podía escuchar el latido de su
corazón. Permaneció en silencio durante tanto tiempo que comencé a pensar
que se había vuelto a dormir.
Después dijo:
—No puedes pedirme eso.
—Tengo que hacerlo.
Se sentó, alejándose de mí, y se pasó una mano por la cara. Yo también
me senté, ajustándome más las pieles a los hombros, y lo observé a la luz de
la luna.
—No.
—No puedes decir que no, Mal.
—Tú me has pedido algo, y yo he respondido. No.
Se puso en pie y se alejó unos pasos.
—Si me pone ese collar, ya sabes lo que significará, cuánta gente morirá
por mi culpa. No puedo dejar que eso pase. No puedo ser responsable de
algo así.
—No.
—Tenías que saber que esto era una posibilidad cuando nos dirigimos
hacia el norte, Mal.
Se giró, volvió a zancadas y se agachó frente a mí para mirarme
directamente a los ojos.
—No voy a matarte, Alina.
—Tal vez tengas que hacerlo.
—No —repitió, sacudiendo la cabeza y desviando la mirada de mí—.
No, no, no.
Le cogí la cara con las manos frías y le giré la cabeza hasta que tuvo
que encontrarse con mi mirada.
—Sí.
—No puedo, Alina. No puedo.
—Mal, esa noche en el Pequeño Palacio dijiste que yo era propiedad del
Oscuro.
Él hizo una mueca.
—Estaba enfadado. No quería decir que…
—Si consigue ese collar, seré realmente de su propiedad. Por completo.
Y me convertirá en un monstruo. Por favor, Mal. Necesito saber que no
dejarás que me pase eso.
—¿Cómo puedes pedirme que…?
—¿A quién más podría pedírselo?
Él me miró, con el rostro lleno de desesperación, furia y algo más que
no era capaz de definir. Finalmente, asintió una vez.
—Prométemelo, Mal. —Su boca se cerró en una línea seria, y un
músculo se movió en su mandíbula. Odiaba hacerle eso, pero tenía que
asegurarme—. Prométemelo.
—Te lo prometo —dijo con voz ronca.
Solté un largo suspiro, sintiendo el alivio que me inundaba. Me incliné
hacia delante, apoyé mi frente contra la suya y cerré los ojos.
—Gracias.
Nos quedamos así durante un buen rato, y después él se inclinó hacia
atrás. Cuando abrí los ojos, me estaba mirando. Su cara estaba a unos
centímetros de la mía, lo suficientemente cerca como para sentir su cálido
aliento. Quité las manos de sus mejillas sin afeitar, repentinamente
consciente de lo cerca que estábamos. Él se me quedó mirando por un
momento y después se levantó abruptamente y caminó hacia la oscuridad.
Me quedé despierta durante mucho tiempo, sintiéndome helada y triste,
escrutando la noche. Sabía que estaba ahí, caminando en silencio sobre la
hierba fresca, llevando el peso de la carga que le había dado. Lo sentía por
él, pero me alegraba de haberlo hecho. Esperé a que regresara, pero
finalmente me quedé dormida, sola bajo las estrellas.
Pasamos los siguientes días en las zonas que rodeaban Chernast, explorando
kilómetros de terreno en busca de señales de la manada de Morozova,
acercándonos al puesto de avanzada tanto como nos atrevíamos. Con cada
día que pasaba, el humor de Mal empeoraba. Dormía intranquilo y apenas
comía. A veces, me despertaba y lo encontraba dando vueltas en sueños,
murmurando bajo las pieles: «¿Dónde estás? ¿Dónde estás?».
Vio señales de otra gente (ramas rotas, rocas removidas, huellas que me
resultaban invisibles hasta que él las señalaba), pero ninguna del ciervo.
Entonces, una mañana, me zarandeó para despertarme antes del
amanecer.
—Levántate —dijo—. Están cerca, puedo sentirlo.
Me estaba quitando las pieles de encima para meterlas en la mochila.
—¡Eh! —me quejé, apenas despierta, tratando de volver a taparme sin
éxito—. ¿Y el desayuno?
Él me lanzó una galleta.
—Come mientras caminas. Hoy quiero ir por los caminos occidentales.
Tengo un presentimiento.
—Pero ayer pensabas que deberíamos ir hacia el este.
—Eso fue ayer —replicó él, colocándose la mochila sobre los hombros
e internándose a zancadas en la hierba alta—. En marcha. Debemos
encontrar al ciervo para no tener que cortarte la cabeza.
—Yo no he dicho que tuvieras que cortarme la cabeza —refunfuñé,
frotándome los ojos por el sueño y siguiéndolo renqueante.
—Entonces, ¿debería clavarte una espada? ¿Llamar a un pelotón de
fusilamiento?
—Estaba pensando en algo más sutil, un poco de veneno, quizás.
—Has dicho que tenía que matarte, pero no dijiste cómo.
Le saqué la lengua aunque estaba de espaldas, pero me alegraba verlo
con tanta energía, y supuse que era bueno que bromeara sobre el tema. Al
menos, esperaba que estuviera bromeando.
Los caminos occidentales nos llevaron por bosquecillos de alerces y
prados llenos de adelfillas y líquenes rojos. Mal avanzaba con decisión, y su
paso era tan ligero como siempre.
El aire estaba frío y húmedo, y algunas veces lo vi mirar con
nerviosismo el cielo nublado, pero siguió caminando. Ya avanzada la tarde,
llegamos hasta una colina baja que se inclinaba suavemente sobre una
ancha meseta cubierta de hierba pálida. Mal caminó por la cima, primero
hacia el oeste, después hacia el este. Nos hizo bajar, subir y bajar otra vez,
hasta que pensé que iba a ponerme a gritar. Finalmente, nos llevó hasta el
lateral a sotavento de un gran grupo de rocas, se quitó la mochila y dijo:
—Aquí.
Extendí una piel sobre el frío suelo y me senté a esperar, observando a
Mal pasearse con inquietud de un lado a otro. Finalmente, se sentó junto a
mí, con los ojos fijos en la meseta y una mano descansando con ligereza en
su arco. Sabía que los estaba imaginando ahí, imaginando que la manada
emergía desde el horizonte, con los cuerpos blancos brillando a la luz del
crepúsculo, con su aliento formando hilillos. Tal vez estaba intentando que
aparecieran mediante su fuerza de voluntad. Aquel parecía el lugar
apropiado para un ciervo: fresco por la nueva hierba y moteado de
pequeños lagos azules que brillaban como monedas bajo el sol del
atardecer.
El sol se fundió en el horizonte y la meseta se volvió añil a la luz del
crepúsculo. Esperamos, escuchando el sonido de nuestra propia respiración
y el viento que gemía sobre la inmensidad de Tsibeya. Pero, mientras las
luces se desvanecían, la meseta permaneció vacía.
La luna se alzó, cubierta por las nubes. Mal no se movió. Estaba
sentado, tan quieto como una estatua, mirando la extensión de la meseta, y
sus ojos azules estaban distantes. Saqué la otra piel de la mochila y la
envolví alrededor de sus hombros y los míos. Allí, en la roca a sotavento,
estábamos a salvo de la peor parte del viento, pero no era un gran refugio.
Entonces, Mal suspiró y echó un vistazo al cielo nocturno.
—Va a nevar. Deberíamos haber ido al bosque, pero pensé que… —
Sacudió la cabeza—. Estaba muy seguro.
—No pasa nada —dije, apoyando la cabeza sobre su hombro—. Tal vez
mañana.
—Las provisiones no nos van a durar eternamente, y cada día que
pasemos aquí es una posibilidad más de que nos atrapen.
—Mañana —repetí.
—Por lo que sabemos, él ya puede haber encontrado la manada. Habrá
matado al ciervo y ahora estarán todos dándonos caza.
—Yo no lo creo.
Mal no dijo nada. Subí las pieles e hice que de mi mano brotara una
pequeña luz.
—¿Qué estás haciendo?
—Tengo frío.
—No es seguro —replicó, levantando las pieles para ocultar la luz que
brillaba cálida y dorada en su cara.
—No hemos visto un alma desde hace más de una semana. Y
permanecer ocultos no nos servirá de mucho si morimos congelados.
Frunció el ceño, pero después estiró la mano y dejó que sus dedos
jugaran con la luz.
—Esto está muy bien.
—Gracias —dije sonriendo.
—Mikhael está muerto.
La luz chisporroteó en mi mano.
—Está muerto. Lo mataron en Fjerda. A Dubrov también.
Me quedé paralizada por la impresión. Nunca me habían caído bien
Mikhael ni Dubrov, pero eso ya no importaba.
—No me di cuenta de… —Dudé—. ¿Cómo sucedió?
Por un momento, pensé que no contestaría, e incluso que tal vez no
tenía que haberlo preguntado. Se quedó mirando la luz que seguía brillando
en mi mano. Sus pensamientos se encontraban ya muy lejos.
—Estábamos muy al norte, cerca de la zona de permafrost, muy pasado
el puesto de avanzada de Chernast —dijo quedamente—. Habíamos
perseguido al ciervo casi hasta llegar a Fjerda. Al capitán se le ocurrió la
idea de que algunos debíamos cruzar la frontera disfrazados de fjerdanos
para seguir rastreando a la manada. Fue estúpido, de hecho, fue ridículo.
Incluso si nos las arreglábamos para cruzar la frontera del país sin que nos
descubrieran, ¿qué se suponía que teníamos que hacer si encontrábamos a la
manada? Teníamos órdenes de no matar al ciervo, así que tendríamos que
capturarlo y después llevarlo de algún modo hasta la frontera con Ravka.
Era una locura. —Yo asentí. Sí que era una locura—. Así que esa noche,
Mikhael, Dubrov y yo nos reímos sobre el tema, hablando de que era una
misión suicida y de que el capitán era un completo idiota, y brindamos por
los pobres cabrones a los que les endosaran el trabajo. Y, a la mañana
siguiente, me presenté voluntario.
—¿Por qué? —pregunté sobresaltada.
Mal se quedó en silencio de nuevo.
—Me salvaste la vida en la Sombra, Alina —dijo finalmente.
—Y tú me salvaste la mía —contraataqué, sin saber muy bien qué tenía
que ver nada de aquello con una misión suicida en Fjerda. Pero Mal no
pareció haberme oído.
—Me salvaste la vida, y después, en la tienda Grisha, no hice nada
cuando se te llevaron. No hice nada. Me quedé ahí y dejé que te llevaran.
—¿Qué ibas a hacer, Mal?
—Algo. Cualquier cosa.
—Mal…
Él se pasó una mano por el pelo, frustrado.
—Sé que no tiene sentido, pero es como me sentía. No podía comer. No
podía dormir. Te veía alejándote todo el tiempo, te veía desaparecer.
Pensé en todas las noches que había permanecido despierta en el
Pequeño Palacio, recordando mi último vistazo al rostro de Mal
desapareciendo entre la multitud mientras los guardias del Oscuro me
conducían lejos de allí, preguntándome si volvería a verlo. Lo había echado
muchísimo de menos, pero realmente nunca había creído que él me
estuviera echando de menos tanto como yo.
—Sabía que estábamos dando caza al ciervo para el Oscuro —continuó
Mal—. Pensé… Tenía la impresión de que, si encontraba a la manada,
podría ayudarte. Podría ayudar a arreglar las cosas. —Me miró, y entre
nosotros se posó la certeza de lo equivocadísimo que había estado—.
Mikhael no sabía nada de eso, pero era mi amigo, así que él también se
ofreció voluntario como un imbécil. Y después, por supuesto, Dubrov tuvo
que apuntarse. Les dije que no lo hicieran, pero Mikhael se rio y dijo que no
iba a permitir que me llevara toda la gloria.
—¿Qué sucedió?
—Fuimos nueve los que cruzamos la frontera, seis soldados y tres
rastreadores. Regresamos dos.
Sus palabras permanecieron flotando en el aire, frías y fatídicas. Siete
hombres habían muerto en la búsqueda del ciervo. Y, ¿cuántos más de los
que no sabía nada? Pero, mientras lo pensaba, una idea alarmante se me
pasó por la mente: ¿cuántas vidas podría salvar el poder del ciervo? Mal y
yo éramos refugiados, nacidos de las guerras que habían arrasado las
fronteras de Ravka desde hacía demasiado tiempo. ¿Y si el Oscuro y el
terrible poder de la Sombra podían ponerle fin a todo eso? ¿Acabar con los
enemigos de Ravka y mantenernos a salvo para siempre?
No solo con los enemigos de Ravka, me recordé. Con cualquiera que se
enfrente al Oscuro, con cualquiera que se atreva a resistirse a él. El Oscuro
convertiría el mundo en un erial antes de ceder una pizca de poder.
Mal se frotó su cansada cara con una mano.
—En cualquier caso, no sirvió de nada. La manada regresó a Ravka
cuando cambió el tiempo. Podríamos haber esperado a que el ciervo
volviera a nosotros.
Miré a Mal, a sus ojos distantes y su firme mandíbula, cruzada por la
cicatriz. No se parecía en nada al chico que había conocido. Había estado
tratando de ayudarme al ir tras el ciervo. Eso significaba que yo era
parcialmente responsable de su cambio, y me destrozaba el corazón pensar
en ello.
—Lo siento, Mal. Lo siento mucho.
—No es culpa tuya, Alina. Yo tomé mis propias decisiones. Pero mis
amigos murieron por culpa de esas decisiones.
Quería lanzarle los brazos por encima y abrazarlo fuerte. Pero no podía,
no con ese nuevo Mal. Tal vez tampoco con el viejo, me admití a mí misma.
Ya no éramos niños. Lo cómodo que había sido estar cerca era cosa del
pasado. Puse la mano sobre su brazo.
—Si no es mi culpa, entonces tampoco es la tuya, Mal. Mikhael y
Dubrov también tomaron sus propias decisiones. Mikhael quería ser un
buen amigo para ti. Y, por lo que sabes, puede que él tuviera sus propias
razones para querer rastrear al ciervo. No era un niño, y no querría que lo
recordaran como uno.
Mal no me miró, pero tras un momento colocó su mano sobre la mía.
Seguíamos así sentados cuando los primeros copos de nieve comenzaron a
caer.
i luz nos mantuvo calientes durante la noche en la roca a
sotavento. A veces me quedaba adormilada, y Mal tenía que
darme un codazo para que me despertara y pudiera invocar el
sol en la oscura extensión salpicada de estrellas de Tsibeya para
que nos calentara bajo las pieles.
Cuando salimos a la mañana siguiente, el sol relucía sobre un mundo
cubierto de blanco. Tan al norte, la nieve era común bien avanzada la
primavera, pero era difícil no pensar que aquel tiempo formaba parte de
nuestra mala suerte. Mal echó un vistazo a la prístina extensión del prado y
sacudió la cabeza con fastidio. No tenía que preguntarle lo que pensaba. Si
la manada había estado cerca, cualquier señal que hubieran dejado estaría
cubierta por la nieve. Pero nosotros dejaríamos suficientes señales como
para que cualquiera las siguiera.
Sin decir palabra, nos quitamos las pieles y las guardamos. Mal ató el
arco a su mochila y comenzamos la caminata por la meseta. Íbamos
despacio. Mal hacía lo que podía por ocultar nuestro rastro, pero estaba
claro que teníamos graves problemas.
Sabía que Mal se culpaba por no haber sido capaz de encontrar al
ciervo, pero no se me ocurrió cómo solucionarlo. De algún modo, Tsibeya
parecía más grande que el día anterior. O tal vez era simplemente que yo me
sentía más pequeña.
Finalmente, la pradera dio paso a unos bosquecillos de abedules
plateados y densos grupos de pinos, con las ramas llenas de nieve. Mal
aflojó el ritmo. Parecía exhausto, y tenía sombras oscuras bajo los ojos
azules. Impulsivamente, deslicé mi mano enguantada con la suya. Pensaba
que la retiraría, pero en lugar de eso me apretó los dedos. Seguimos
caminando así, mano con mano hasta bien avanzada la tarde. Las ramas de
los pinos formaban un toldo sobre nosotros mientras nos internábamos más
en el oscuro corazón del bosque.
Alrededor de la puesta de sol, salimos de los árboles a un pequeño claro
donde la nieve se apilaba en perfectas y pesadas montañitas que
centelleaban bajo la débil luz. Nos internamos en la quietud, y la nieve
amortiguó nuestras pisadas. Era tarde. Sabía que deberíamos estar
acampando, buscando refugio. Sin embargo, nos quedamos allí en silencio,
con las manos unidas, observando cómo el día desaparecía.
—¿Alina? —dijo quedamente—. Lo siento. Lo que dije esa noche en el
Pequeño Palacio.
Lo miré sorprendida. De algún modo, parecía que aquello había pasado
hacía muchísimo tiempo.
—Yo también lo siento.
—Y también siento todo lo demás.
Le apreté la mano.
—Ya sabía que no teníamos muchas posibilidades de encontrar al
ciervo.
—No —replicó, desviando la mirada—. No, no me refiero a eso. Yo…
Cuando vine a por ti, pensaba que lo hacía porque me habías salvado la
vida, porque te debía algo.
Mi corazón dio un vuelco. La idea de que Mal hubiera ido detrás de mí
para pagar alguna clase de deuda imaginaria era más dolorosa de lo que
había esperado.
—¿Y ahora?
—Ahora no sé qué pensar. Solo sé que todo es diferente.
Mi corazón dio otro vuelco desagradable.
—Lo sé —susurré.
—¿Lo sabes? Aquella noche en el palacio, cuando te vi en el escenario
con él, parecías muy contenta. Como si tu lugar estuviera a su lado. No
puedo sacarme esa imagen de la cabeza.
—Estaba contenta —admití—. En aquel momento, estaba contenta. Yo
no soy como tú, Mal. Realmente, nunca encajé del mismo modo que tú.
Nunca encajé en ningún sitio.
—Encajabas conmigo —dijo en voz baja.
—No, Mal. Realmente no. No durante mucho tiempo.
Entonces me miró, y sus ojos eran de un azul profundo a la luz del
crepúsculo.
—¿Me echabas de menos, Alina? ¿Me echabas de menos cuando no
estabas?
—Cada día —respondí con honestidad.
—Yo te echaba de menos cada hora. Y, ¿sabes qué fue lo peor? Me pilló
completamente por sorpresa. A veces me descubría buscándote, sin ninguna
razón, solo por hábito, porque había visto algo que quería contarte, o porque
quería oír tu voz. Y entonces me daba cuenta de que ya no estabas ahí, y
cada vez, absolutamente cada vez, era como quedarme sin aliento. He
arriesgado mi vida por ti. He recorrido a pie media Ravka por ti, y lo haría
otra vez, y otra, y otra, solo para estar contigo, solo para morirme de
hambre contigo, y congelarme contigo, y oírte quejarte del queso cada día.
Así que no me digas que no encajas conmigo —añadió fieramente. Estaba
muy cerca, y de pronto el corazón comenzó a latirme con fuerza en el pecho
—. Siento que me costara tanto tiempo verte, Alina. Pero ahora te veo.
Bajó la cabeza, y sentí sus labios en los míos. El mundo pareció
quedarse en silencio, y solo fui consciente de la sensación de su mano sobre
la mía mientras me hacía acercarme más a él. Y luego de la cálida presión
de su boca.
Pensaba que me había dado por vencida con Mal. Pensaba que el amor
que había sentido por él era cosa del pasado, de la chica tonta y solitaria que
no quería volver a ser. Había tratado de enterrar a esa chica y el amor que
sentía, al igual que había tratado de enterrar mi poder. Pero no volvería a
cometer el mismo error. Lo que fuera aquello que ardía entre nosotros era
igual de resplandeciente, igual de innegable. En el momento en que
nuestros labios se encontraron, supe con una certeza pura y penetrante que
hubiera esperado por él eternamente.
Se alejó de mí, y yo abrí los ojos. Alzó una mano enguantada para
ponerla en mi cara, y su mirada buscó la mía. Entonces, por el rabillo del
ojo, capté un movimiento.
—Mal —susurré suavemente, mirando por encima de su hombro—,
mira.
Varios cuerpos blancos salieron de entre los árboles, doblando los
gráciles cuellos para mordisquear la hierba que había al borde del claro
nevado. En medio de la manada de Morozova se alzaba un enorme ciervo
blanco. Nos miró con grandes ojos oscuros, y sus astas plateadas
centellearon en la penumbra.
En un rápido movimiento, Mal cogió el arco del lateral de su mochila.
—Yo lo abatiré, Alina. Tú tendrás que matarlo.
—Espera —susurré, colocando una mano sobre su brazo.
El ciervo caminó lentamente hacia delante y se detuvo a tan solo unos
metros de nosotros. Pude ver su costado que subía y bajaba, sus narinas
ensanchándose, la niebla que formaba su aliento en el aire frío.
Nos observó con ojos oscuros y húmedos. Caminé hacia él.
—¡Alina! —susurró Mal.
El ciervo no se movió cuando llegué a su lado, ni siquiera cuando
extendí el brazo para colocar la mano sobre su cálido hocico. Movió las
orejas ligeramente, y su piel brilló pálida en la oscuridad creciente. Pensé
en todo lo que habíamos sacrificado Mal y yo, los riesgos que habíamos
corrido. Pensé en las semanas que habíamos pasado rastreando a la manada,
las noches frías, los miserables días de caminata incesante, y me alegré por
todo ello. Me alegré de estar allí y viva en esa fría noche. Me alegré de que
Mal estuviera junto a mí. Miré a los ojos oscuros del ciervo y noté la
sensación de la tierra bajo sus firmes pezuñas, el olor del pino en sus
narinas, el poderoso latido de su corazón. Supe que no podía ser yo quien
acabara con su vida.
—Alina —murmuró Mal con urgencia—, no tenemos mucho tiempo.
Ya sabes lo que tienes que hacer.
Sacudí la cabeza. No podía apartar la mirada de los ojos oscuros del
ciervo.
—No, Mal. Encontraremos otra forma.
Se oyó un sonido como de un suave silbido en el aire seguido de un
golpe sordo cuando la flecha encontró su blanco. El ciervo bramó y se
levantó sobre sus patas traseras, con una flecha saliéndole del pecho, y
después se desplomó sobre sus patas delanteras. Me tambaleé hacia atrás
mientras el resto de la manada salía huyendo, dispersándose por el bosque.
Mal apareció junto a mí en un momento, con el arco preparado, mientras el
claro se llenaba de oprichniki vestidos de color carbón y Grisha con capas
azules y rojas.
—Deberías haberlo escuchado, Alina. —La voz salió de entre las
sombras, clara y fría, y el Oscuro entró en el claro con una sonrisa lúgubre
en los labios y su kefta negra flotando tras él como un rastro de ébano.
El ciervo había caído sobre un costado y yacía en la nieve, respirando
con pesadez, con los ojos negros muy abiertos y llenos de pánico.
Sentí a Mal moverse antes de verlo. Giró el arco hacia el ciervo y
disparó, pero un Vendaval vestido de azul dio un paso adelante y trazó un
arco en el aire. La flecha viró hacia la izquierda y cayó inofensivamente
sobre la nieve.
Mal fue a coger otra flecha, y en ese momento el Oscuro lanzó la mano
hacia delante, lanzando un negro remolino de oscuridad hacia nosotros.
Alcé las manos y la luz brotó de mis dedos, diluyendo la oscuridad
fácilmente.
Pero solo había sido una distracción. El Oscuro se giró hacia el ciervo,
alzando el brazo en un gesto que conocía demasiado bien.
—¡No! —grité y, sin pensar, me lancé delante del ciervo. Cerré los ojos,
lista para sentir cómo el Corte me desgarraba por la mitad, pero el Oscuro
debió de haberse movido en el último momento. El árbol que había junto a
mí quedó desgarrado con un sonoro crujido, y unos zarcillos de oscuridad
brotaron de la herida. Me había perdonado la vida, pero también había
perdonado la del ciervo.
Todo humor había desaparecido del rostro del Oscuro cuando dio una
palmada y una enorme pared de ondeante oscuridad salió disparada hacia
delante, engulléndonos junto al ciervo. No tuve que pensar. La luz brotó en
una esfera reluciente y palpitante, rodeándonos a Mal y a mí, manteniendo
la oscuridad a raya y cegando a nuestros atacantes. Por un momento,
estuvimos en punto muerto. Ellos no podían vernos, y nosotros no
podíamos verlos a ellos. La oscuridad se arremolinó alrededor de la burbuja
de luz, luchando por entrar.
—Impresionante —dijo el Oscuro, y su voz nos llegaba como si
estuviera muy lejos—. Baghra te enseñó demasiado bien. Pero no eres lo
bastante fuerte para esto, Alina.
Sabía que estaba tratando de distraerme, y lo ignoré.
—¡Tú! ¡Rastreador! ¿Tan preparado estás para morir por ella? —
continuó. La expresión de Mal no cambió. Permaneció con el arco listo y la
flecha preparada, girando en un círculo lento, buscando la voz del Oscuro
—. Hemos presenciado una escena muy conmovedora —se burló él—. ¿Se
lo has contado, Alina? ¿Sabe el chico lo deseosa que estabas de entregarte a
mí? ¿Le has contado lo que te enseñé en la oscuridad?
Una oleada de vergüenza me sacudió y la brillante luz tembló. El
Oscuro rio.
Miré a Mal. Tenía la mandíbula apretada, e irradiaba la misma ira
helada que había visto la noche de la fiesta de invierno. Sentí que mi control
sobre la luz fallaba, y me esforcé por recuperarlo. La esfera centelleó con
un nuevo resplandor, pero ya sentía que estaba rozando los límites de lo que
era capaz de hacer. La oscuridad comenzó a colarse por los bordes de la
burbuja como si fuera tinta. Sabía lo que debía hacerse. El Oscuro tenía
razón; no era lo bastante fuerte. Y no tendríamos otra oportunidad.
—Hazlo, Mal —susurré—. Sabes lo que tiene que pasar.
Mal me miró, y el pánico brilló en sus ojos. Sacudió la cabeza. La
oscuridad cargó contra la burbuja, y yo me tambaleé ligeramente.
—¡Rápido, Mal! Antes de que sea demasiado tarde.
En un veloz movimiento, Mal soltó el arco y cogió su cuchillo.
—¡Hazlo, Mal! ¡Hazlo ya!
Su mano estaba temblando, y yo sentí que mi propia fuerza flaqueaba.
—No puedo —susurró miserablemente—. No puedo.
Soltó el cuchillo, que cayó silenciosamente sobre la nieve. La oscuridad
nos engulló.
Mal desapareció. El claro desapareció. Había caído en la sofocante
oscuridad. Oí que Mal gritaba y me moví en dirección a su voz, pero, de
pronto, unos fuertes brazos me sujetaron por ambos lados. Pataleé y
forcejeé furiosamente.
La oscuridad se desvaneció, y así de rápido vi que todo había acabado.
Dos de los guardias del Oscuro me habían apresado, mientras que Mal
forcejeaba con otros dos.
—Quédate quieto o te mataré aquí mismo —le gruñó Iván.
—¡Déjalo en paz! —grité.
—Shhhhh. —El Oscuro caminó hacia mí, con un dedo en los labios, que
estaban curvados en una sonrisa burlona—. Silencio, o dejaré que Iván lo
mate. Lentamente.
Las lágrimas se derramaron por mis mejillas, congelándose por el frío
aire nocturno.
—Antorchas —dijo. Oí el sonido de los pedernales y dos antorchas
estallaron en llamas, iluminando el claro, a los soldados y al ciervo, que
yacía resollando en el suelo. El Oscuro se sacó del cinturón un pesado
cuchillo, y la luz del fuego se reflejó en el acero Grisha—. Ya hemos
perdido demasiado tiempo aquí.
Avanzó a zancadas y sin dudar le cortó la garganta al ciervo.
La sangre manó a borbotones sobre la nieve, formando un charco
alrededor del cuerpo del animal. Lo observé mientras la vida abandonaba
sus ojos oscuros, y un sollozo estalló en mi pecho.
—Coge sus astas —dijo el Oscuro a uno de los oprichnik—. Corta un
pedazo de cada una.
El oprichnik avanzó y se inclinó sobre el cuerpo del ciervo, con una
hoja serrada en la mano.
Aparté la mirada, con el estómago revuelto mientras escuchaba un
sonido de sierra que llenaba la quietud del claro. Permanecimos en silencio,
con el aliento formando hilillos de vaho en el aire helado, mientras el
sonido siguió y siguió. Incluso cuando se detuvo, todavía podía sentirlo
vibrando en mi mandíbula apretada.
El oprichnik cruzó el claro y le entregó los dos trozos de asta al Oscuro.
Eran casi iguales, y los dos terminaban en puntas dobles de
aproximadamente el mismo tamaño. El Oscuro sujetó los trozos en las
manos, recorriendo el hueso áspero y plateado con el pulgar. Después hizo
un gesto, y me sorprendió ver a David salir de entre las sombras con su
kefta púrpura.
Por supuesto. El Oscuro querría que su mejor hacedor le fabricara el
collar. David no me devolvió la mirada. Me pregunté si Genya sabría dónde
se encontraba y lo que estaba haciendo. Tal vez se sintiera orgullosa. Tal
vez ella también pensaba que yo era una traidora.
—David —dije con suavidad—, no lo hagas.
Él me echó un vistazo y se apresuró a apartar la mirada.
—David entiende el futuro —explicó el Oscuro, con un deje de
amenaza en su voz—. Y es lo bastante listo como para no luchar contra él.
David se acercó a mí y se colocó tras mi hombro derecho. El Oscuro me
estudió a la luz de la antorcha. Por un momento, todo fue silencio. El
crepúsculo había desaparecido y la luna se había alzado, llena y brillante. El
claro parecía estar sumido en la calma.
—Abre tu abrigo —ordenó el Oscuro. Yo no me moví. El Oscuro le
lanzó una mirada a Iván y asintió con la cabeza. Mal gritó y se aferró el
pecho mientras se desplomaba en el suelo.
—¡No! —grité. Traté de correr junto a Mal, pero los guardias que tenía
a cada lado me sujetaron los brazos con fuerza—. Por favor —le supliqué al
Oscuro—. ¡Haz que pare!
El Oscuro volvió a asentir, y los gritos de Mal cesaron. Se quedó tirado
en la nieve, respirando con fuerza, con la mirada fija en la mueca arrogante
de Iván y los ojos llenos de odio.
El Oscuro me observó, expectante, con el rostro impasible. Casi parecía
estar aburrido. Me sacudí a los oprichniki de encima. Con manos
temblorosas, me limpié las lágrimas de los ojos y me desabotoné el abrigo,
dejando que se deslizara por encima de mis hombros. Era consciente del
frío que se filtraba por mi túnica de lana, de los ojos curiosos de los
soldados y los Grisha. Mi mundo se había estrechado hasta convertirse en
trozos de hueso curvo en las manos del Oscuro, y sentí una oleada de terror.
—Apártate el pelo —murmuró. Me quité el pelo del cuello con ambas
manos.
El Oscuro avanzó hacia mí y apartó también la tela de mi túnica.
Cuando las puntas de sus dedos me rozaron la piel, me encogí. Un destello
de furia cruzó su rostro.
Colocó los trozos curvos de asta alrededor de mi garganta, uno a cada
lado, dejándolos descansar sobre mis clavículas con infinito cuidado. Hizo
un asentimiento en dirección a David, y sentí que el Hacedor tomaba las
astas. Imaginé mentalmente a David de pie tras de mí, con la misma
expresión de concentración que había visto aquel primer día en los talleres
del Pequeño Palacio. Vi que los trozos de hueso se movían y se fusionaban.
Sin cierre, sin bisagra. Llevaría el collar eternamente.
—Ya está —susurró David. Soltó el collar, y sentí que su peso se
asentaba en mi cuello. Apreté los puños, expectante.
No sucedió nada. Sentí una imprudente oleada de esperanza. ¿Y si el
Oscuro se había equivocado? ¿Y si el collar no hacía nada en absoluto?
Entonces el Oscuro cerró los dedos en mi hombro y una orden
silenciosa reverberó en mi interior: Luz. Sentí como si una mano invisible
se me metiera en el pecho.
La luz dorada estalló a través de mí, inundando el claro. Vi que el
Oscuro entrecerraba los ojos por la claridad, con las facciones iluminadas
de triunfo y exultación.
No, pensé, tratando de proteger la luz, enviarla lejos. Pero, tan pronto
como se formó la idea de resistirme, esa mano invisible la apartó como si
nada.
Otra orden resonó a través de mí: Más. Un nuevo arrebato de poder
rugió por mi cuerpo, más salvaje y fuerte que nada que hubiera sentido
jamás. No tenía fin. El control que había aprendido y la comprensión que
había adquirido se derrumbaron frente a él. Las casas que había construido,
frágiles e imperfectas, quedaron convertidas en astillas por la marea del
poder del ciervo. La luz explotó desde mi interior en una oleada reluciente
tras otra, arrasando el cielo nocturno en un torrente fulgurante. No sentí ni
la euforia ni el júbilo que me había acostumbrado a experimentar cuando
utilizaba mi poder. Ya no era mío, y me estaba ahogando, indefensa,
atrapada en ese agarre horrible e invisible.
El Oscuro me mantuvo ahí, probando mis nuevos límites, durante no
sabría decir cuánto tiempo. Al fin sentí que la mano invisible me soltaba.
La oscuridad volvió a caer en el claro. Tomé aliento, cansada, tratando
de recobrarme, de recuperarme. La parpadeante luz de las antorchas
iluminaba las expresiones de asombro de los guardias y de los Grisha, e
incluso de Mal, todavía tirado en el suelo, con rostro abatido y los ojos
llenos de arrepentimiento.
Cuando volví a mirar al Oscuro, él me estaba observando de cerca, con
los ojos entrecerrados. Apartó la mirada de mí hacia Mal, y después se giró
hacia sus hombres.
—Encadenadlo.
Abrí la boca para protestar, pero una mirada de Mal me hizo cerrarla.
—Acamparemos esta noche y partiremos hacia la Sombra al amanecer
—continuó el Oscuro—. Enviad un mensaje al Apparat para que esté
preparado. —Se volvió hacia mí—. Si intentas hacerte daño, el rastreador
sufrirá las consecuencias.
—¿Qué pasa con el ciervo? —preguntó Iván.
—Quemadlo.
Uno de los Etherealki levantó su mano hacia una antorcha, y la llama
salió disparada en un amplio arco para rodear el cuerpo sin vida del ciervo.
Mientras nos conducían fuera del claro, el único sonido era el de nuestras
propias pisadas y el crepitar de las llamas a nuestras espaldas. No se oía
ningún susurro desde los árboles, ni el zumbido de ningún insecto o el
chillido de ningún pájaro. El bosque se mantuvo silencioso en su aflicción.
aminamos en silencio durante más de una hora. Me quedé
mirando mis pies, aturdida, observando mis botas moverse a
través de la nieve, pensando en el ciervo y el precio de mi
debilidad. Finalmente, vi la luz de un fuego que parpadeaba a
través de los árboles, y emergimos en un claro donde había un
pequeño campamento alrededor de un fuego rugiente. Me fijé en que había
varias tiendas pequeñas y un grupo de caballos atados entre los árboles. Dos
oprichniki estaban cenando sentados junto al fuego.
Unos guardias llevaron a Mal hasta una de las tiendas, lo empujaron al
interior y entraron tras él. Traté de captar su mirada, pero desapareció
demasiado rápido.
Iván me arrastró a través del campamento hasta otra tienda y me dio un
empujón. Dentro, vi varios sacos de dormir extendidos. Me empujó hacia
delante e hizo una señal hacia el poste que había en el centro de la tienda.
—Siéntate —ordenó. Me senté de espaldas al poste, e Iván me ató a él,
amarrando mis manos tras mi espalda e inmovilizando mis tobillos—.
¿Cómoda?
—Sabes lo que planea hacer, Iván.
—Planea traernos la paz.
—¿A qué precio? —pregunté con desesperación—. Sabes que esto es
una locura.
—¿Sabías que tuve dos hermanos? —preguntó abruptamente. La
familiar arrogancia había desaparecido de su hermoso rostro—. Por
supuesto que no. No nacieron Grisha. Eran soldados, y ambos murieron
luchando en las guerras del Rey. Al igual que mi padre. Al igual que mi tío.
—Lo siento.
—Sí, todo el mundo lo siente. El Rey lo siente. La Reina lo siente. Yo lo
siento. Pero solo el Oscuro va a hacer algo al respecto.
—No tiene por qué ser así, Iván. Mi poder puede utilizarse para destruir
la Sombra.
Él sacudió la cabeza.
—El Oscuro sabe lo que tiene que hacer.
—¡Nunca se detendrá! Ya lo sabes. No cuando haya probado esa clase
de poder. Yo soy quien lleva el collar ahora. Pero, con el tiempo, seréis
todos vosotros. Y no habrá nada ni nadie que sea lo bastante fuerte como
para interponerse en su camino.
Un músculo se movió en la mandíbula de Iván.
—Sigue hablando de traición y te amordazaré —advirtió y, sin más
palabra, salió a zancadas de la tienda.
Un rato después entraron un Invocador y un Mortificador. No los
reconocí a ninguno de los dos. Evitando mi mirada, se envolvieron en sus
pieles y soplaron la lámpara.
Me quedé sentada y despierta en la oscuridad, observando la
parpadeante luz del fuego jugar sobre las paredes de lona de la tienda.
Sentía el peso del collar contra mi cuello, y mis manos atadas me picaban
por las ganas de arañarlo. Pensé en Mal, a tan solo unos metros de distancia,
en otra tienda.
Yo había causado aquello. Si hubiera tomado la vida del ciervo, su
poder hubiera sido mío. Había sabido lo que podría costamos mi
misericordia. Mi libertad. La vida de Mal. Las vidas de incontables
personas. Y, aun así, había sido demasiado débil como para hacer lo que
tenía que hacer.
Aquella noche soñé con el ciervo. Vi al Oscuro rajándole la garganta
una y otra vez. Vi la vida desaparecer de sus ojos oscuros. Pero, al bajar la
mirada, era mi sangre la que se derramaba, roja sobre la nieve.
Con un jadeo, me desperté entre los sonidos del campamento cobrando
vida a mi alrededor. La entrada de la tienda se abrió y apareció una
Mortificadora. Cortó mis ataduras y me obligó a levantarme. Mi cuerpo
rechinó en señal de protesta, rígido de haber pasado la noche sentada en esa
posición.
La Mortificadora me condujo hacia donde los caballos ya estaban
ensillados y el Oscuro permanecía hablando en voz baja con Iván y los
otros Grisha. Miré a mi alrededor en busca de Mal y sentí un repentino
ramalazo de pánico al no poder encontrarlo, pero entonces vi que un
oprichnik lo sacaba de la otra tienda.
—¿Qué hacemos con él? —le preguntó el guardia a Iván.
—Deja que el traidor vaya a pie —respondió él—. Y cuando esté
demasiado cansado, que lo arrastren los caballos.
Abrí la boca para protestar, pero el Oscuro habló antes de que pudiera
decir una palabra.
—No —dijo, montando grácilmente en su caballo—. Lo quiero vivo
cuando lleguemos a la Sombra.
El guardia se encogió de hombros y ayudó a Mal a montar a su caballo.
Después ató sus manos encadenadas al pomo de montura. Sentí una oleada
de alivio seguida de un agudo pinchazo de miedo. ¿Pensaba el Oscuro
someter a juicio a Mal? ¿O tenía en mente algo mucho peor para él? Sigue
vivo, me dije, y eso significa que sigue habiendo una posibilidad de
salvarlo.
—Monta con ella —le ordenó el Oscuro a Iván—. Asegúrate de que no
haga nada estúpido.
No me dirigió ni una mirada más antes de darle una patada a su caballo
para que trotara.
Montamos durante horas por el bosque, más allá de la meseta donde
Mal y yo habíamos esperado por la manada. Vi las rocas donde habíamos
pasado la noche, y me pregunté si la luz que nos había mantenido con vida
durante la tormenta de nieve había sido precisamente lo que había
conducido al Oscuro hacia nosotros.
Sabía que nos estaba llevando de vuelta a Kribirsk, pero odiaba pensar
en lo que me estaría esperando allí. ¿A quién decidiría atacar primero el
Oscuro? ¿Enviaría una flota de esquifes de arena al norte, hacia Fjerda? ¿O
tenía intención de ir hacia el sur para llevar la Sombra hasta Shu Han? ¿Qué
muertes estarían en mis manos?
Nos llevó otra noche y otro día de viaje alcanzar las anchas carreteras
que nos llevarían hacia el sur, hasta la Vy. En una intersección nos
encontramos con enormes contingentes de hombres armados, la mayoría de
ellos ataviados con el gris de los oprichniki. Nos trajeron nuevos caballos y
el carruaje del Oscuro. Iván me dejó sobre los cojines de terciopelo sin
mucha ceremonia, y entró en el interior detrás de mí. Después, con un
chasquido de las riendas, estuvimos en movimiento de nuevo.
Iván insistió en que mantuviéramos las cortinas bajadas, pero eché un
vistazo al exterior y vi que estábamos flanqueados por jinetes fuertemente
armados. Era difícil no recordar el primer viaje que había hecho con Iván en
el mismo vehículo.
Los soldados acamparon por la noche, pero a mí se me mantuvo aislada,
confinada en el carruaje del Oscuro. Iván me trajo las comidas, claramente
fastidiado por tener que hacer de niñera. Se negaba a hablarme mientras
viajábamos, y me amenazó con ralentizar mi pulso lo suficiente como para
dejarme inconsciente si insistía en preguntar sobre Mal. Pero yo preguntaba
cada día de todos modos, y mantuve los ojos fijos en la pequeña grieta de la
ventana visible entre la cortina y el carruaje, esperando captar un vistazo de
él.
Dormí mal. Cada noche soñaba con el claro nevado y los ojos oscuros
del ciervo, mirándome en silencio. Era un recuerdo nocturno de mi error y
del dolor que había cosechado mi misericordia. El ciervo había muerto de
todos modos, y ahora Mal y yo estábamos condenados. Cada mañana
despertaba con un nuevo sentimiento de culpa y vergüenza, pero también
con la frustrante sensación de que me estaba olvidando de algo, de algún
mensaje que había estado claro y obvio en el sueño, pero permanecía
planeando justo al otro lado de mi entendimiento cuando despertaba.
No volví a ver al Oscuro hasta que alcanzamos la periferia de Kribirsk,
cuando la puerta del carruaje se abrió de repente y se deslizó al asiento que
tenía enfrente. Iván desapareció sin decir palabra.
—¿Dónde está Mal? —pregunté en cuanto se cerró la puerta.
Los dedos de su mano enguantada se tensaron, pero cuando habló su
voz era tan fría y suave como siempre.
—Estamos entrando en Kribirsk —dijo—. Cuando nos saluden los
demás Grisha, no dirás ni una palabra sobre tu pequeña excursión.
Me quedé boquiabierta.
—¿No lo saben?
—Lo único que saben es que has estado recluida, preparándote para tu
cruce por la Sombra con oraciones y descanso.
Se me escapó un seco ladrido de risa.
—Desde luego, parece que haya descansado bien.
—Diré que has estado ayunando.
—Por eso es por lo que ninguno de los soldados de Ryevost me estaba
buscando —dije, comprendiéndolo—. No se lo dijiste al Rey.
—Si se hubieran filtrado las noticias de tu desaparición, los asesinos
fjerdanos te hubieran cazado y asesinado en cuestión de días.
—Y tú serías el responsable de haber perdido a la única Invocadora del
Sol del reino.
El Oscuro me estudió durante un largo momento.
—¿Qué clase de vida crees que podrías tener con él, Alina? Es un
otkazat’sya. No puede aspirar a entender tu poder y, si lo hiciera, te temería.
No hay vidas corrientes para la gente como tú y como yo.
—Yo no soy como tú en absoluto —repliqué rotundamente.
Sus labios se curvaron en una sonrisa tensa y amarga.
—Por supuesto que no —dijo cortésmente. Después dio un golpe en el
techo del carruaje, que se detuvo—. Cuando lleguemos, saludarás,
declararás que estás exhausta y te retirarás a tu tienda. Y si tratas de hacer
algo imprudente, torturaré al rastreador hasta que me suplique que le quite
la vida.
Y desapareció.
Seguí sola durante el resto del camino hasta Kribirsk, procurando dejar
de temblar. Mal está vivo, me dije. Eso es todo lo que importa. Pero se me
ocurrió otro pensamiento. Tal vez el Oscuro está dejando que creas que
sigue con vida para mantenerte a raya. Me rodeé con los brazos, rogando
que no fuera cierto.
Abrí las cortinas mientras íbamos por Kribirsk, y sentí un pinchazo de
tristeza al recordar cuando había estado caminando por esa misma carretera
hacía tantos meses. Casi había sido arrollada por el mismo carruaje en que
me encontraba. Mal me había salvado, y Zoya lo había mirado desde la
ventana del carruaje de los Invocadores. Yo había deseado ser como ella,
una chica hermosa con una kefta azul.
Cuando finalmente nos detuvimos junto a la inmensa tienda de tela
negra, una multitud de Grisha se arremolinaron junto al carruaje. Marie, Ivo
y Sergei se apresuraron a acercarse para saludarme. Me sorprendió lo bien
que me sentaba verlos de nuevo.
Cuando me vieron, su emoción se desvaneció, reemplazada por la
preocupación. Habían esperado a una triunfante Invocadora del Sol con el
mayor amplificador jamás conocido, radiante de poder y del favor del
Oscuro. En su lugar vieron a una chica pálida y cansada, rota por la tristeza.
—¿Estás bien? —susurró Marie cuando me abrazó.
—Sí —le prometí—. Solo estoy agotada por el viaje.
Hice lo que pude por sonreír convincentemente para tranquilizarlos.
Traté de fingir entusiasmo cuando se maravillaron ante el collar de
Morozova y lo tocaron.
El Oscuro nunca se alejaba demasiado, con una advertencia en los ojos,
y yo seguí avanzando entre el gentío, sonriendo hasta que me dolieron las
mejillas.
Mientras atravesábamos el pabellón Grisha, vi a Zoya con expresión
taciturna sobre una pila de cojines. Observó codiciosamente mi collar
mientras pasaba junto a ella. Te lo daría encantada, pensé amargamente, y
aligeré el paso.
Iván me condujo a una tienda privada cerca de los aposentos del
Oscuro. Me esperaba ropa nueva sobre mi cama de campamento, junto a
una bañera de agua caliente y mi kefta azul. Solo habían pasado unas
semanas, pero me resultó extraño volver a llevar los colores de los
Invocadores.
Los guardias del Oscuro se encontraban estacionados por todo el
perímetro de mi tienda, solo que yo sabía que estaban ahí para vigilarme
aparte de para protegerme. La tienda estaba lujosamente decorada con
montañas de pieles, una mesa pintada y sillas, y un espejo de los Hacedores,
claro como el agua y con incrustaciones de oro. Lo hubiera cambiado todo
en un momento por temblar junto a Mal sobre una manta andrajosa.
No tuve ninguna visita, y pasé los días caminado de un lado a otro sin
nada que hacer salvo preocuparme e imaginar lo peor. No sabía por qué el
Oscuro estaba esperando para entrar en la Sombra o qué podría estar
planeando, y mis guardias desde luego no estaban interesados en hablar de
ello.
La cuarta noche, cuando la solapa de mi tienda se abrió, casi me caí de
la cama. Ahí estaba Genya, con la bandeja de mi cena e imposiblemente
hermosa. Me senté, sin saber qué decir. Ella entró, soltó la bandeja y se
quedó cerca de la mesa.
—No debería estar aquí —dijo.
—Probablemente no —admití—. No sé si puedo tener invitados.
—No, me refería a que no debería estar aquí. Está increíblemente sucio.
Me reí, alegrándome mucho de repente por verla. Ella sonrió
ligeramente y se sentó grácilmente en el borde de la silla pintada.
—Dicen que has estado recluida, preparándote para tu prueba —dijo.
Examiné su rostro, tratando de averiguar cuánto sabía.
—No tuve oportunidad de despedirme antes de… irme —respondí con
cuidado.
—Si lo hubieras hecho, te habría detenido.
Así que sabía que había huido.
—¿Cómo está Baghra?
—Nadie la ha visto desde que te marchaste. Parece que ella también se
ha recluido.
Me estremecí. Esperaba que Baghra hubiera escapado, pero sabía que
era poco probable. ¿Qué precio exigiría el Oscuro por su traición?
Me mordí el labio, dudando, y después decidí aprovechar la que podría
ser mi única oportunidad.
—Genya, si pudiera hacerle llegar un mensaje al Rey. Estoy segura de
que no sabe lo que el Oscuro está planeando. Él…
—Alina —interrumpió Genya—, el Rey está enfermo. El Apparat es
quien está reinando en su lugar.
El corazón me dio un vuelco. Recordé lo que me había dicho el Oscuro
el día que conocí al Apparat: Resulta de utilidad.
Y aun así, el sacerdote no había hablado solo de derrocar Reyes, sino
también Oscuros. ¿Había estado tratando de advertirme? Si hubiera tenido
menos miedo… Si hubiera estado más dispuesta a escuchar… Más
remordimientos que añadir a mi larga lista. No sabía si el Apparat era
realmente leal al Oscuro o si estaba jugando a algo más profundo. Y ya no
había forma de descubrirlo.
La esperanza de que el Rey pudiera tener el deseo o la voluntad de
oponerse al Oscuro había sido exigua, pero me había dado algo a lo que
aferrarme durante los últimos días. Pero esa esperanza ya no existía.
—¿Qué hay de la Reina? —pregunté con débil optimismo.
Una fiera sonrisita curvó los labios de Genya.
—La Reina está confinada en sus aposentos. Por su propia seguridad,
por supuesto. Ya sabes, el contagio.
Ahí fue cuando me di cuenta de lo que estaba llevando Genya. Había
estado tan sorprendida de verla, tan ensimismada en mis propios
pensamientos, que no me había fijado realmente. Genya iba de rojo. El rojo
de los Corporalki. Sus puños estaban bordados de azul, una combinación
que nunca antes había visto. Un escalofrío me recorrió la columna. ¿Qué
papel había jugado Genya en la repentina enfermedad del rey? ¿A cambio
de qué llevaba los colores completos de un Grisha?
—Ya veo —dije en voz baja.
—Traté de advertirte —respondió ella con tristeza.
—Y, ¿sabes lo que planea hacer el Oscuro?
—Hay rumores —dijo con incomodidad.
—Son todos ciertos.
—Entonces tiene que hacerse.
Me la quedé mirando. Tras un momento, bajó la mirada hasta su regazo.
Sus dedos plegaban y desplegaban el tejido de su kefta.
—David se siente fatal —susurró—. Cree que ha destruido toda Ravka.
—No es su culpa —repliqué con una risa vacía—. Todos hemos
contribuido a traer el fin del mundo.
Ella alzó la mirada bruscamente.
—No crees eso en serio.
Llevaba la angustia escrita en la cara. ¿Era eso también una
advertencia?
Pensé en Mal y en las amenazas del Oscuro.
—No —dije con voz hueca—. Claro que no.
Sabía que no me creía, pero desarrugó el ceño y me dirigió su sonrisa
suave y hermosa. Parecía el icono pintado de una Santa, con el pelo como
un halo de cobre bruñido. Se puso en pie y, mientras caminaba junto a ella
hasta la solapa de la tienda, los ojos oscuros del ciervo se alzaron
amenazadores en mi mente, los ojos que veía cada noche en mis sueños.
—Por si sirve de algo —añadí—, dile a David que lo perdono. —Y a ti
también te perdono, añadí silenciosamente. Lo pensaba de veras. Sabía lo
que era querer encajar en algún sitio.
—Lo haré —prometió en voz baja. Se giró y desapareció en la noche,
pero no antes de ver que sus preciosos ojos estaban llenos de lágrimas.
icoteé de mi cena y después volví a tumbarme en la cama,
dando vueltas a las cosas que había dicho Genya. Ella había
pasado casi toda su vida enclaustrada en Os Alta, con una
existencia que se debatía entre el mundo de los Grisha y las
intrigas de la corte. El Oscuro la había puesto en esa posición
por su propio beneficio, y ahora la había sacado de allí. Ya no tendría que
inclinarse ante los antojos del Rey y la Reina, ni llevar los colores de los
sirvientes. Pero David sentía remordimientos. Y, si él los sentía, puede que
otros también lo hicieran. Tal vez habría más cuando el Oscuro desatara el
poder de la Sombra. Aunque, para entonces, puede que fuera demasiado
tarde.
Mis pensamientos fueron interrumpidos por la llegada de Iván a la
entrada de mi tienda.
—Arriba —ordenó—. Quiere verte.
Se me retorció el estómago por los nervios, pero me levanté y lo seguí.
En cuanto salimos de la tienda, fuimos flanqueados por guardias que nos
escoltaron el corto trayecto hasta los aposentos del Oscuro.
Cuando vieron a Iván, los oprichniki de la entrada se apartaron a un
lado. Iván asintió en dirección a la tienda.
—Entra —dijo con una sonrisita de suficiencia. Quería quitarle a golpes
esa mirada de sabelotodo de la cara desesperadamente. En su lugar, levanté
la barbilla y me alejé de él a zancadas.
Las pesadas sedas se cerraron detrás de mí, y di unos pocos pasos hacia
delante y después me detuve para situarme. La tienda era grande y estaba
iluminada por lámparas que brillaban débilmente. El suelo estaba cubierto
de alfombras y pieles, y en el centro ardía un fuego que chisporroteaba en
una gran bandeja plateada. Muy por encima, una abertura en el techo de la
tienda dejaba escapar el humo y mostraba un pedazo de cielo nocturno.
El Oscuro estaba sentado en una gran butaca, con las largas piernas
extendidas frente a él, mirando el fuego, con una copa en la mano y una
botella de kvas en la mesa junto a él.
Sin mirarme, hizo un gesto en dirección a la silla que tenía enfrente.
Caminé hasta el fuego, pero no me senté. Él me echó una mirada de débil
exasperación y después volvió a mirar las llamas.
—Siéntate, Alina.
Me posé en el borde de la silla, observándolo cautelosamente.
—Habla —ordenó. Comenzaba a sentirme como un perro.
—No tengo nada que decir.
—Creo que tienes mucho que decir.
—Si te digo que pares, no lo harás. Si te digo que estás loco, no me
creerás. ¿Por qué debería molestarme?
—Tal vez porque quieres que el chico siga vivo.
Me quedé completamente sin aliento y tuve que reprimir un sollozo.
Mal estaba vivo. Puede que el Oscuro estuviera mintiendo, pero no lo creía.
Amaba el poder, y la vida de Mal le daba poder sobre mí.
—Dime lo que tengo que decir para salvarlo —susurré, inclinándome
hacia delante—. Dímelo, y lo diré.
—Es un traidor y un desertor.
—Es el mejor rastreador que tienes y tendrás jamás.
—Posiblemente —replicó él, encogiéndose de hombros con
indiferencia. Pero yo ya lo conocía mejor, y vi el parpadeo de codicia en sus
ojos mientras inclinaba la cabeza hacia atrás para vaciar su copa de kvas.
Sabía que le costaba pensar en destruir algo que podía obtener y utilizar.
Aproveché esa pequeña ventaja.
—Podrías exiliarlo, enviarlo al norte al permafrost hasta que lo
necesites.
—¿Dejarías que pasara el resto de su vida en un campo de trabajo o en
prisión?
Tragué saliva.
—Sí.
—Crees que encontrarás una forma de salvarlo, ¿verdad? —preguntó
con voz desconcertada—. Crees que, si está vivo, de algún modo
encontrarás la forma. —Sacudió la cabeza y soltó una corta risa—. Te he
dado un poder que jamás podrías soñar, y no puedes esperar para huir y
mantener la casa de tu rastreador.
Sabía que debía permanecer en silencio, ser diplomática, pero no pude
evitarlo.
—No me has dado nada. Me has convertido en una esclava.
—Esa no fue jamás mi intención, Alina. —Se pasó una mano por la
mandíbula, con expresión fatigada, frustrada, humana. Pero ¿cuánto era real
y cuánto era fingido?—. No podía correr riesgos. No con el poder del
ciervo, no con el futuro de Ravka pendiendo de un hilo.
—No finjas que esto es por el bienestar de Ravka. Me has mentido. Me
has estado mintiendo desde que te conocí.
Sus largos dedos se tensaron alrededor de la copa.
—¿Te merecías mi confianza? —preguntó y, por una vez, su voz no era
del todo firme y fría—. Baghra te susurra unas acusaciones al oído, y tú te
vas. ¿Te paraste a pensar en lo que significaría para mí y para toda Ravka si
desaparecías?
—No me dejaste otra opción.
—Por supuesto que tenías opciones. Y elegiste dar la espalda a tu país, a
todo lo que eres.
—Eso no es justo.
—¡Justicia! —se rio él—. Y todavía habla de justicia. ¿Qué tiene que
ver la justicia con nada de esto? La gente maldice mi nombre y reza por ti,
pero eres tú la que los abandona. Yo soy el que les dará poder sobre sus
enemigos. Yo soy el que los librará de la tiranía del Rey.
—Y les darás tu tiranía en su lugar.
—Alguien tiene que reinar, Alina. Alguien tiene que acabar con esto.
Créeme, desearía que hubiera otra forma.
Sonaba muy sincero, muy razonable, no tanto una criatura de ambición
implacable como un hombre que creía que estaba haciendo lo correcto para
su gente. A pesar de todo lo que había hecho y lo que pretendía hacer, casi
le creí. Casi.
Sacudí una sola vez la cabeza. Él se desplomó sobre su butaca.
—De acuerdo —replicó, encogiéndose con agotamiento—.
Conviérteme en tu villano. —Dejó la copa vacía sobre la mesa y se puso en
pie—. Ven aquí.
El miedo me atravesó, pero me obligué a levantarme y acercarme a él.
Me estudió a la luz del fuego. Estiró el brazo y tocó el collar de Morozova,
recorriendo con sus largos dedos el áspero hueso, y después levantó la
mano para acunarme la cara con ella.
Sentí un ramalazo de repulsión, pero también sentí su fuerza firme y
embriagadora. Odiaba que siguiera teniendo aquel efecto en mí.
—Me has traicionado —dijo con suavidad.
Quería reírme. ¿Qué yo lo había traicionado a él? Me había utilizado,
me había seducido, incluso me había esclavizado, ¿y yo era la traidora?
Pero pensé en Mal y me tragué mi furia y mi orgullo.
—Sí. Lo siento.
Él se rio.
—No lo sientes en absoluto. Tan solo piensas en ese chico y en su
miserable vida.
No dije nada.
—Dímelo —continuó, apretando la punta de los dedos dolorosamente
contra mi piel. A la luz del fuego, su mirada era inconmensurablemente
sombría—. Dime cuánto lo amas. Suplícame por su vida.
—Por favor —susurré, luchando contra las lágrimas que se acumulaban
en mis ojos—. Por favor, perdónale la vida.
—¿Por qué?
—Porque el collar no te dará lo que quieres —dije temerariamente. Solo
tenía una cosa con la que negociar y era algo muy pequeño, pero seguí
presionando—. No tengo más opción que servirte, pero si Mal sufre algún
daño jamás te lo perdonaré. Lucharé contra ti de cada forma que pueda.
Pasaré cada minuto buscando una forma de acabar con mi vida, y
finalmente acabaré consiguiéndolo. Pero, si le muestras misericordia, si lo
dejas vivir, te serviré gustosamente. Me pasaré el resto de mis días
probando mi gratitud.
Casi me atraganté con la última palabra.
Él inclinó la cabeza hacia un lado, con una sonrisita escéptica en los
labios. Después la sonrisa desapareció, reemplazada por algo que no
reconocí, algo que casi parecía anhelo.
—Misericordia. —Pronunció la palabra como si estuviera saboreando
algo desconocido—. Podría ser misericordioso.
Levantó la otra mano hasta mi cara y me besó con suavidad, con
gentileza, y yo lo dejé a pesar de que todo mi ser se rebelaba. Lo odiaba. Lo
temía. Pero seguía sintiendo el extraño tirón de su poder, y no podía detener
la hambrienta respuesta de mi propio corazón traicionero.
Él se apartó y me miró. Después, con los ojos todavía clavados en los
míos, llamó a Iván.
—Llévala a las celdas —ordenó cuando Iván apareció en la entrada de
la tienda—. Deja que vea a su rastreador.
Una chispa de esperanza se encendió en mi corazón.
—Sí, Alina —dijo, acariciándome la mejilla—. Puedo ser
misericordioso. —Se inclinó hacia delante, me acercó a él, y sus labios
rozaron mi oreja—. Mañana entraremos en la Sombra —susurró, y su voz
era como una caricia—. Y, cuando lo hagamos, alimentaré a los volcra con
tu amigo, y tú lo observarás morir.
—¡No! —grité, retrocediendo horrorizada. Traté de librarme de él, pero
me sujetaba férreamente, y sus dedos se clavaban en mi cráneo—. Has
dicho que…
—Podréis despediros esta noche. Esa es toda la misericordia que se
merecen los traidores.
Algo se liberó dentro de mí. Arremetí contra él, arañándolo, gritando de
odio. Iván apareció junto a mí en un instante y me sujetó con fuerza
mientras yo me retorcía en sus brazos.
—¡Asesino! —exclamé—. ¡Monstruo!
—Todo eso.
—Te odio —escupí. Él se encogió de hombros.
—Te cansarás de odiarme muy pronto. Te cansarás de todo. —Después
sonrió, y detrás de sus ojos vi el mismo abismo profundo y sombrío que
había visto en la antigua mirada de Baghra—. Llevarás el collar durante el
resto de tu larga, larga vida, Alina. Enfréntate a mí mientras puedas.
Descubrirás que tengo mucha más práctica con la eternidad.
Agitó la mano con desdén, e Iván me sacó de la tienda y me condujo
por el camino, todavía retorciéndome. Se me escapó un sollozo de la
garganta. Las lágrimas que había luchado por contener durante mi
conversación con el Oscuro se derramaron sin control por mis mejillas.
—Para —susurró Iván con furia—. Te verá alguien.
—Me da igual.
El Oscuro iba a matar a Mal de todos modos. ¿Qué diferencia suponía
que alguien viera mi tristeza? La realidad de la muerte de Mal y la crueldad
del Oscuro me estaban mirando a los ojos, y vi la horrible y cruel silueta de
las cosas que estaban por llegar.
Iván me metió en mi tienda y me zarandeó bruscamente.
—¿Quieres ver al rastreador o no? No voy a llevar a una niña llorando
por el campamento.
Me apreté las manos contra los ojos y reprimí mis sollozos.
—Mejor —dijo—. Ponte esto —añadió, y me dio una larga capa
marrón. Me la puso sobre la kefta, y él subió la gran capucha—. Mantén la
cabeza baja y permanece en silencio, o te juro que te traeré de vuelta hasta
aquí y te despedirás de él en la Sombra. ¿Entendido?
Asentí con la cabeza.
Seguimos un camino a oscuras que rodeaba el perímetro del
campamento. Mis guardias mantuvieron la distancia, caminando muy por
delante y muy por detrás de nosotros, y enseguida me di cuenta de que Iván
no quería que nadie me reconociera ni supiera que estaba visitando la
prisión.
Mientras caminábamos entre las barracas y las tiendas, pude sentir una
extraña tensión que crepitaba por el campamento. Los soldados junto a los
que pasábamos parecían nerviosos, y algunos miraron a Iván con evidente
hostilidad. Me preguntaba qué pensaría el Primer Ejército del repentino
ascenso al poder del Apparat.
La cárcel estaba situada en el lado más apartado del campamento. Era
un edificio viejo, claramente de un tiempo anterior a las barracas que lo
rodeaban. Unos guardias aburridos flanqueaban la entrada.
—¿Un nuevo prisionero? —le preguntó a Iván uno de ellos.
—Un visitante.
—¿Desde cuándo escoltas a los visitantes a las celdas?
—Desde hoy —replicó Iván, con un matiz peligroso en la voz.
Los guardias intercambiaron una mirada nerviosa y se hicieron a un
lado.
—No tienes que ponerte nervioso, desangrador.
Iván me condujo por un pasillo con celdas a cada lado, casi todas
vacías. Vi a algunos hombres harapientos y a un borracho que roncaba
sonoramente en el suelo de su celda. Al final del pasillo, Iván abrió el
cerrojo de una puerta y descendimos por unas escaleras desvencijadas hasta
una habitación oscura y sin ventanas, iluminada por una lámpara a punto de
extinguirse. En la penumbra, distinguí los gruesos barrotes de hierro de la
única celda de la habitación y, desplomado en la pared más lejana, a su
único prisionero.
—¿Mal? —susurré.
En unos segundos se puso en pie y nos aferramos el uno al otro a través
de los barrotes de hierro, con las manos firmemente agarradas. No podía
detener los sollozos que me sacudían.
—Shhh. No pasa nada, Alina. No pasa nada.
—Tienes esta noche —dijo Iván, y desapareció por las escaleras.
Cuando oímos cerrarse la puerta de entrada, Mal se giró hacia mí.
Sus ojos recorrieron mi cara.
—No puedo creer que te haya dejado venir.
Nuevas lágrimas se derramaron por mis mejillas.
—Mal, me ha dejado venir porque…
—¿Cuándo? —preguntó con voz ronca.
—Mañana. En la Sombra.
Tragó saliva y pude ver que estaba forcejeando con la idea, pero lo
único que dijo fue:
—Está bien.
Produje un sonido que era mitad risa, mitad sollozo.
—Solo tú podrías contemplar una muerte inminente y decir que está
bien.
Él me sonrió y me apartó el pelo de la cara llena de lágrimas.
—¿Qué tal «oh, no»?
—Mal, si hubiera sido más fuerte…
—Si yo hubiera sido más fuerte, te habría clavado un cuchillo en el
corazón.
—Ojalá lo hubieras hecho —murmuré.
—Bueno, pues no lo hice.
Bajé la mirada hasta nuestras manos entrelazadas.
—Mal, lo que dijo el Oscuro en el claro sobre… sobre él y yo. Yo no…
Yo nunca…
—No importa.
Levanté la mirada hacia él.
—¿No importa?
—No —dijo, con demasiada intensidad.
—Me parece que no te creo.
—Puede que yo tampoco lo crea todavía, no por completo, pero es la
verdad. —Apretó mis manos con más fuerza, sujetándolas cerca de su
corazón—. No me importa si has bailado desnuda sobre el tejado del
Pequeño Palacio con él. Te quiero, Alina, incluso a la parte de ti que lo
quería a él.
Deseaba negarlo, borrarlo, pero no podía. Otro sollozo me sacudió.
—Odio haber pensado… haber…
—¿Me culpas por cada error que he cometido? ¿Por cada chica con la
que he estado? ¿Por cada estupidez que he dicho? Porque si nos ponemos a
contabilizar estupideces, ya sabes quién va a salir ganando.
—No, no te culpo. —Me las arreglé para sonreír un poco—. No
demasiado.
Él sonrió, y mi corazón dio un vuelco como siempre hacía.
—Encontraremos la forma de volver a estar juntos, Alina. Eso es todo
lo que importa.
Me besó a través de los barrotes, y el frío hierro me presionó la mejilla
cuando sus labios se encontraron con los míos.
Permanecimos juntos esa última noche. Hablamos del orfanato, del
enfadado tono áspero de la voz de Ana Kuya, del sabor del licor de cereza
robado, el olor de la hierba recién segada de nuestro prado, cómo habíamos
sufrido el calor del verano y buscando el reconfortante frescor de los suelos
de mármol de la sala de música, el viaje que habíamos hecho juntos de
camino al servicio militar, el violín suli que habíamos oído durante nuestra
primera noche lejos del único hogar que ninguno de los dos podía recordar.
Le conté la historia del día que había estado arreglando cerámica con
una de las doncellas en la cocina de Keramzin, esperando a que regresara de
uno de los viajes para cazar que lo alejaban de la casa cada vez más
frecuentemente. Tenía quince años, y estaba junto a la encimera, tratando de
pegar en vano los trozos dentados de una taza azul. Cuando lo vi cruzar los
campos, corrí hasta la puerta y lo saludé con el brazo. Él me vio y echó a
correr.
Crucé el patio hasta él lentamente, observándolo acercarse,
desconcertada por la forma en que el corazón me latía en el pecho. Después
él me había levantado para hacerme girar en círculo, y yo me había aferrado
a él, respirando su olor dulce y familiar, conmocionada por lo mucho que lo
había extrañado. Era vagamente consciente de que seguía teniendo un
pedazo de taza azul en la mano, clavándose en mi palma, pero no quería
soltarme.
Cuando finalmente me dejó en el suelo y fue hasta la cocina para buscar
su almuerzo, yo me había quedado allí, con la palma goteando sangre y la
cabeza todavía dando vueltas, sabiendo que todo había cambiado.
Ana Kuya me había regañado por manchar de sangre el suelo limpio de
la cocina. Me había vendado la mano y me había dicho que sanaría. Pero yo
sabía que seguiría doliendo.
En el silencio salpicado de crujidos de la celda, Mal besó la cicatriz de
mi palma, la herida que me había hecho hacía tanto tiempo con el borde de
esa taza rota, algo tan frágil que no tenía arreglo posible.
Nos quedamos dormidos en el suelo, con las mejillas apretadas a través
de las barras, las manos firmemente sujetas. Yo no quería dormir. Quería
saborear cada último momento con él. Pero debí de haberme adormilado,
porque volví a soñar con el ciervo. Esa vez, Mal estaba junto a mí en el
claro, y era su sangre la que se derramaba sobre la nieve.
Lo siguiente que supe fue que estaba despertando por el sonido de la
puerta que se abría sobre nosotros y las pisadas de Iván en las escaleras.
Mal me había hecho prometer que no lloraría. Había dicho que solo se
lo pondría más difícil, así que me tragué mis lágrimas. Lo besé una última
vez y dejé que Iván me sacara de allí.
l amanecer se cernía sobre Kribirsk mientras Iván me llevaba de
vuelta a mi tienda. Me senté en la cama y me quedé mirando la
habitación sin verla realmente. Sentía los miembros
extrañamente pesados, y tenía la mente en blanco. Seguía allí
sentada cuando Genya llegó.
Me ayudó a lavarme la cara y a ponerme la kefta negra que había
llevado durante la fiesta de invierno. Bajé la mirada hasta la seda y pensé en
hacerla trizas, pero por algún motivo no era capaz de moverme. Mis manos
permanecieron inmóviles a cada lado.
Genya me condujo hasta la silla pintada. Me senté y me quedé quieta
mientras ella me arreglaba el pelo, apilándolo sobre mi cabeza en bucles y
rizos que aseguraba con broches dorados, para exhibir mejor el collar de
Morozova.
Cuando hubo terminado, presionó su mejilla contra la mía y me llevó
hasta Iván, colocando mi mano sobre su brazo como si fuera una novia. No
dijimos ni una palabra.
Iván me condujo hasta la tienda de los Grisha, donde ocupé mi lugar
junto al Oscuro. Sabía que mis amigos me estaban observando, susurrando,
preguntándose qué iba mal. Probablemente pensaban que estaba nerviosa
por entrar en la Sombra. Se equivocaban. No estaba nerviosa ni asustada.
Ya no estaba de ningún modo.
Los Grisha nos siguieron en una procesión ordenada todo el camino
hasta los puertos secos. Allí, solo unos pocos elegidos tuvieron permitido
embarcar en el esquife de arena. Era más grande que ninguno que hubiera
visto antes, y estaba equipado con tres enormes velas adornadas con el
símbolo del Oscuro. Examiné la multitud de soldados y Grisha sobre el
esquife. Sabía que Mal debía de estar a bordo en algún sitio, pero no podía
verlo.
El Oscuro y yo fuimos escoltados hasta la parte frontal del esquife,
donde me presentaron a un grupo de hombres elaboradamente vestidos, con
barbas rubias y penetrantes ojos azules. Me di cuenta con un sobresalto de
que se trataba de embajadores fjerdanos. Junto a ellos, vestidos de seda
carmesí, había una delegación proveniente de Shu Han y, a su lado, un
grupo de comerciantes de Kerch vestidos con abrigos cortos que tenían unas
curiosas mangas con cascabeles. Un enviado del Rey se encontraba junto a
ellos con un traje militar completo. Su banda de un azul pálido llevaba un
águila doble dorada, y tenía expresión adusta en su semblante curtido.
Los examiné con curiosidad. Esa debía de ser la razón por la que el
Oscuro había retrasado nuestro viaje hasta la Sombra. Necesitaba tiempo
para congregar la audiencia adecuada, los testigos que darían fe del nuevo
poder que había encontrado. Pero ¿hasta dónde tenía intención de llegar?
Un presentimiento se agitó en mi interior, perturbando el agradable
entumecimiento que me había tenido atrapada toda la mañana.
El esquife se estremeció y comenzó a deslizarse sobre la hierba hasta la
inquietante niebla negra de la Sombra. Tres Invocadores alzaron sus brazos
y las grandes velas dieron un chasquido hacia delante, hinchándose con el
viento.
La primera vez que entré en la Sombra tuve miedo de la oscuridad y mi
propia muerte. Ahora, la oscuridad no significaba nada para mí, y sabía que
pronto la muerte comenzaría a parecer un regalo. Siempre había sabido que
tendría que regresar al Nocéano, pero, al rememorar el pasado, me di cuenta
de que alguna parte de mí lo había estado esperando. Le había dado la
bienvenida a la oportunidad de probarme y (me avergonzó pensarlo) de
complacer al Oscuro. Había soñado con ese momento, de pie junto a él.
Había querido creer en el destino que él me había preparado, que la
huérfana a la que nadie quería iba a cambiar el mundo y sería adorada por
ello.
El Oscuro miró hacia delante, irradiando confianza y seguridad. El sol
parpadeó y comenzó a desaparecer de la vista. Un momento después,
estábamos sumidos en la oscuridad.
Fuimos a la deriva por las tinieblas durante un rato, mientras los
Vendavales Grisha empujaban los esquifes hacia delante sobre la arena.
Entonces sonó la voz del Oscuro.
—Fuego.
Enormes llamaradas surgieron de los Inferni que había a cada lado del
esquife, iluminando brevemente el cielo oscuro. Los embajadores e incluso
los guardias a mi alrededor se revolvieron con nerviosismo. El Oscuro
estaba anunciando nuestra ubicación, convocando a los volcra directamente
hasta nosotros.
No tardaron mucho en contestar, y un temblor me recorrió la columna
cuando oí el batido distante de las alas coriáceas. Sentí que el miedo se
extendía entre los pasajeros del esquife y oí que los fjerdanos comenzaron a
rezar en su lengua cantarina. En el resplandor del fuego Grisha, vi las
tenues siluetas de los cuerpos oscuros que volaban hacia nosotros. Los
chillidos de los volcra rasgaron el aire.
Los guardias cogieron sus rifles. Alguien comenzó a llorar. Pero, aun
así, el Oscuro esperó a que los volcra se acercaran más.
Baghra me había asegurado que los volcra habían sido una vez hombres
y mujeres, víctimas del poder antinatural que había desatado la codicia del
Oscuro. Puede que no fuera más que mi mente jugándome una mala pasada,
pero pensé que oí en sus gritos algo no solo terrible, sino también humano.
Cuando estuvieron casi sobre nosotros, el Oscuro me agarró el brazo y
dijo simplemente:
—Ahora.
La mano invisible tomó posesión del poder en mi interior, y sentí que se
estiraba, extendiéndose por la oscuridad de la Sombra, en busca de la luz.
Acudió a mí con una velocidad y una furia que casi me tira al suelo,
rompiéndose sobre mí en un torrente resplandeciente y cálido.
La Sombra quedó iluminada, brillando como si fuera el mediodía, como
si su impenetrable oscuridad jamás hubiera existido. Vi una amplia
extensión de arena pálida, armatostes de lo que parecían barcos naufragados
salpicando el paisaje muerto y, por encima de todo, una bandada de volcra
sobrevolándonos. Gritaron aterrorizados, y sus cuerpos grises y retorcidos
resultaban aún más horribles en la brillante luz. Esta es la verdad sobre él,
pensé mientras bizqueaba ante la luz cegadora. Los semejantes se atraen.
Aquella era su alma hecha carne, la verdad sobre él al descubierto bajo el
sol abrasador, esquilada del misterio y la sombra. Aquella era la verdad tras
su hermoso rostro y los poderes milagrosos, la verdad sobre el espacio
muerto y vacío entre las estrellas, un erial habitado por monstruos
asustados.
Haz un camino. No estaba segura de si había hablado o si solo estaba
pensando la orden que reverberó a través de mí. Indefensa, dejé que la
Sombra se cerrara a nuestro alrededor mientras concentraba la luz,
formando un canal a través del cual podría pasar el esquife, flanqueado a
ambos lados por paredes de ondeante oscuridad. Los volcra volaron hacia la
oscuridad, y los oí chillar de rabia y confusión como si se encontraran
detrás de una cortina impenetrable.
Avanzamos velozmente sobre las arenas incoloras, y la luz del sol se
extendía en olas relucientes ante nosotros. A lo lejos vi un destello de verde,
y me di cuenta de que estaba viendo el otro lado de la Sombra. Estábamos
mirando Ravka Occidental, y, mientras nos acercábamos, vi su pradera, sus
puertos secos, la ciudad de Novokribirsk refugiada tras ellos. Las torres de
Os Kervo relucían en la distancia. Era mi imaginación, ¿o podía oler la
penetrante sal del Mar Auténtico en el aire?
La gente salía en masa de la ciudad y se arremolinaba en los puertos
secos, señalando la luz que había dividido la Sombra frente a ellos. Vi niños
jugando en la hierba. Podía oír a los estibadores llamándose entre ellos.
A una señal del Oscuro, el esquife se ralentizó, y él levantó los brazos.
Sentí un pinchazo de terror cuando comprendí lo que estaba a punto de
suceder.
—¡Son tu propia gente! —grité con desesperación.
Él me ignoró y dio una palmada que sonó como un trueno.
Todo pareció pasar con lentitud. La oscuridad ondeó desde sus manos.
Cuando se unió a la oscuridad de la Sombra, un sonido retumbante se alzó
desde las arenas muertas. Las negras paredes del camino que había creado
latieron y crecieron. Es como si estuviera respirando, pensé aterrorizada.
El retumbo se convirtió en un rugido. La Sombra se sacudió y tembló a
nuestro alrededor, y después estalló hacia delante en un terrible torrente.
Se oyó un gemido asustado desde la multitud del muelle cuando la
oscuridad se abalanzó sobre ellos. Corrieron, y vi su miedo y oí sus gritos
mientras el negro tejido de la Sombra se estrellaba sobre los puertos y la
ciudad como una enorme ola. La oscuridad los envolvió, y los volcra se
abalanzaron sobre sus nuevas presas. Una mujer que llevaba a un niño
pequeño tropezó tratando de dejar atrás la avariciosa oscuridad, pero ésta
también se la tragó.
Busqué en mi interior desesperadamente, tratando de expandir la luz, de
ahuyentar a los volcra, de ofrecer alguna clase de protección. Pero no podía
hacer nada. Mi poder se deslizó fuera de mi alcance, conducido por esa
mano invisible y burlona. Deseé tener un cuchillo para clavarlo en el
corazón del Oscuro, o en mi propio corazón, cualquier cosa que hiciera que
aquello terminase.
El Oscuro se giró para mirar a los embajadores y al enviado del Rey.
Sus rostros eran máscaras idénticas de terror y conmoción. Lo que vio en
ellos debió de satisfacerlo, porque separó las manos y la oscuridad dejó de
avanzar. El rugido se desvaneció.
Oía los gritos angustiados de aquellos perdidos en la oscuridad, los
chillidos de los volcra, los sonidos de los rifles. El puerto había
desaparecido. La ciudad de Novokribirsk había desaparecido. Estábamos
contemplando la nueva extensión de la Sombra.
El mensaje estaba claro: ese día había sido Ravka Occidental. Al día
siguiente, el Oscuro podía, con la misma facilidad, empujar la Sombra al
norte hasta Fjerda, o al sur hasta Shu Han. Devoraría países enteros y
enviaría a los enemigos del Oscuro al mar. ¿Cuántas muertes acababa de
ayudar a provocar? ¿De cuántas más sería responsable?
Cierra el camino, ordenó el Oscuro. No tenía otra opción salvo
obedecer. Atraje la luz hasta que se quedó descansando alrededor del
esquife como una cúpula reluciente.
—¿Qué has hecho? —susurró el enviado con voz temblorosa.
El Oscuro se giró hacia él.
—¿Quieres ver más?
—Se suponía que tenías que detener esta abominación, ¡no aumentarla!
¡Has masacrado ravkanos! ¡El Rey no tolerará…!
—El Rey hará lo que yo le diga, o extenderé la Sombra hasta los
mismísimos muros de Os Alta.
El enviado balbuceó y abrió y cerró la boca sin emitir ningún sonido. El
Oscuro se giró hacia los embajadores.
—Creo que ahora me entendéis. No hay ravkanos ni fjerdanos, ni gente
de Kerch ni de Shu Han. Ya no hay más fronteras, y no habrá más guerras.
De ahora en adelante, solo existe la tierra en el interior de la Sombra y en el
exterior, y habrá paz.
—Paz según tus términos —dijo con enfado uno de los Shu Han.
—No lo toleraré —bramó un fjerdano.
El Oscuro les echó una ojeada y replicó muy calmado:
—Paz según mis términos. Si no, vuestras preciosas montañas y vuestra
preciosa tundra dejada de la mano de los Santos simplemente dejarán de
existir.
Con aplastante certeza, comprendí que cada palabra iba en serio. Los
embajadores podían esperar que fuera una amenaza vacía, creer que su
hambre tenía límites, pero muy pronto lo descubrirían. El Oscuro no
dudaría. No se sentiría afligido. Su oscuridad consumiría el mundo, y él no
vacilaría.
El Oscuro dio la espalda a sus rostros enfadados y conmocionados y se
dirigió a los Grisha y a los soldados del esquife.
—Contad lo que habéis presenciado hoy. Contad a todo el mundo que
los días de miedo e incertidumbre han terminado. Los días de lucha
inacabable han terminado. Contad que habéis presenciado el comienzo de
una nueva era.
La multitud comenzó a vitorear. Vi algunos soldados murmurando entre
ellos, e incluso algunos de los Grisha parecían desconcertados. Pero la
mayoría de sus rostros estaban entusiasmados, triunfantes, resplandecientes.
Están hambrientos de todo esto, comprendí. Incluso después de haber
contemplado lo que era capaz de hacer, incluso después de haber visto a su
propia gente morir. El Oscuro no solo estaba ofreciéndoles el final de una
guerra, sino el final de una debilidad. Después de todos esos largos años de
terror y sufrimiento, les daría algo que había parecido permanentemente
fuera de su alcance: la victoria. Y, a pesar de su miedo, lo querían por ello.
El Oscuro le hizo una señal a Iván, que permanecía de pie junto a él,
esperando órdenes.
—Tráeme al prisionero.
Levanté la mirada bruscamente, y el miedo volvió a sacudirme cuando
Mal fue conducido a través de la multitud hasta la barandilla, con las manos
atadas.
—Regresaremos a Ravka —dijo el Oscuro—, pero el traidor se queda.
Antes de que pudiera saber lo que estaba pasando, Iván empujó a Mal
por el borde del esquife. Los volcra chillaron y batieron las alas. Corrí hasta
la barandilla. Mal estaba tirado de lado en la arena, todavía dentro del
círculo protector de mi luz. Escupió arena y se puso en pie con ayuda de sus
manos atadas.
—¡Mal! —grité. Sin pensar, me giré hacia Iván y le di un fuerte
puñetazo en la mandíbula. Él tropezó contra la barandilla, aturdido, y
después se lanzó sobre mí. Bien, pensé mientras me agarraba. Lánzame a mí
también.
—Para —ordenó el Oscuro con voz gélida. Iván frunció el ceño, con la
cara roja de vergüenza e ira. Relajó su agarre, pero no me soltó.
Pude ver la confusión de la gente en el esquife. No sabían a qué se debía
ese espectáculo, por qué el Oscuro se estaba tomando molestias con un
desertor, ni por qué su Grisha más valiosa acababa de golpear a su segundo
al mando.
Retírala. La orden resonó a través de mí y lo miré aterrorizada.
—¡No! —dije. Pero no pude detenerla; la cúpula de luz comenzó a
contraerse. Mal me miró mientras el círculo se encogía más cerca del
esquife, y, si Iván no me hubiera estado sujetando, la mirada de
arrepentimiento y amor en sus ojos azules me habría hecho caer de rodillas.
Luché con todo lo que tenía dentro, cada gramo de fuerza que poseía, con
todo lo que Baghra me había enseñado, pero nada sirvió para contrarrestar
el poder que tenía el Oscuro sobre mí. La luz se acercó más al esquife.
Me agarré a la barandilla y grité de rabia, de tristeza, y las lágrimas se
derramaron por mis mejillas. Mal estaba ahora en el borde del círculo de
luz. Podía ver las siluetas de los volcra en la turbulenta oscuridad, sentir el
batir de sus alas. Podría haber corrido, podría haber llorado, podría haberse
aferrado a los laterales del esquife hasta que la oscuridad lo atrapara, pero
no hizo nada de eso. Permaneció impávido frente a la creciente oscuridad.
Solo yo tenía el poder de salvarlo… y era incapaz de usarlo. Durante mi
siguiente aliento la oscuridad se lo tragó. Lo oí gritar. El recuerdo del ciervo
apareció ante mí, tan vivido que durante un momento pude ver el claro
nevado, la imagen de él superpuesta sobre el desértico paisaje de la Sombra.
Olí los pinos, sentí el aire frío contra mis mejillas. Recordé los ojos oscuros
y líquidos del ciervo, el hilillo que formaba su aliento en la noche fría, el
momento en que supe que no podría quitarle la vida. Y, finalmente,
comprendí por qué el ciervo había acudido a mí en sueños cada noche.
Pensaba que el ciervo me estaba persiguiendo, como un recordatorio de
mi error y del precio que pagaría por mi debilidad. Pero me equivocaba.
El ciervo me había estado mostrando mi fuerza: no solo el precio de la
misericordia, sino el poder que me otorgaba. Y la misericordia era algo que
el Oscuro jamás comprendería.
Le había perdonado la vida al ciervo. El poder de esa vida me
pertenecía a mí tanto como le pertenecía al hombre que se la había
arrebatado.
Jadeé cuando el entendimiento me inundó, y sentí que ese agarre
invisible flaqueaba. Mi poder volvió a deslizarse hasta mis manos. Volvía a
estar en la cabaña de Baghra, llamando a la luz por primera vez, sintiéndola
correr hacia mí, tomando posesión de lo que era mío por derecho. Para eso
había nacido. No dejaría que nada me volviera a separar de ella jamás.
La luz explotó desde mi interior, pura e inquebrantable, inundando la
oscuridad donde Mal había estado tan solo unos momentos antes. El volcra
que lo había atrapado chilló y lo soltó. Mal cayó de rodillas, con la sangre
manando de sus heridas mientras mi luz lo envolvía y empujaba al volcra de
vuelta a las tinieblas.
El Oscuro pareció momentáneamente confuso. Entrecerró los ojos y
sentí que volvía a agarrarme con esa mano invisible. Me la sacudí de
encima. No era nada. Él no era nada.
—¿Qué es esto? —siseó. Alzó las manos y unas madejas de oscuridad
se desenrollaron hacia mí, pero con un giro de mi muñeca ardieron y se
disolvieron como niebla.
El Oscuro avanzó hacia mí, con sus hermosas facciones contraídas por
la furia. Mi mente trabajaba frenéticamente. Sabía que le hubiera gustado
matarme ahí mismo, pero no podía, no con los volcra rodeando la luz que
solo yo podía proporcionar.
—¡Sujetadla! —gritó a los guardias que nos rodeaban. Iván estiró el
brazo.
Sentí el peso del collar sobre mi cuello, el ritmo constante del ancestral
corazón del ciervo latiendo a la par con el mío. Mi poder se alzó dentro de
mí, sólido y certero, una espada en mi mano.
Levanté la mano y ataqué. Con un crujido ensordecedor, uno de los
mástiles del esquife se partió en dos. La gente gritó, aterrorizada, y se
dispersó cuando el mástil roto cayó sobre la cubierta. La gruesa madera
resplandecía con luz ardiente. El rostro del Oscuro estaba conmocionado.
—¡El Corte! —jadeó Iván, dando un paso hacia atrás.
—No os mováis —advertí.
—No eres una asesina —dijo el Oscuro.
—Creo que los ravkanos que te he ayudado a matar no estarían de
acuerdo.
El pánico se extendía por el esquife. Los oprichniki parecían recelosos,
pero se estaban dispersando para rodearme de todos modos.
—¡Habéis visto lo que le hizo a esa gente! —grité a los guardias y a los
Grisha a mi alrededor—. ¿Es ese el futuro que queréis? ¿Un mundo de
oscuridad? ¿Un mundo reconstruido a su propia imagen? —Vi su
confusión, su furia y su miedo—. ¡No es demasiado tarde para detenerlo!
Ayudadme —supliqué—. Por favor, ayudadme.
Pero nadie se movió. Tanto los soldados como los Grisha
permanecieron paralizados en la cubierta. Estaban todos demasiado
asustados, asustados de él y asustados de un mundo sin su protección.
Los oprichniki se aproximaron. Tenía que tomar una decisión. Mal y yo
no tendríamos otra oportunidad.
Que así sea, pensé.
Miré hacia atrás, esperando que Mal lo comprendiera, y después me
lancé hacia el lateral del esquife.
—¡No dejéis que alcance la barandilla! —gritó el Oscuro.
Los guardias se abalanzaron sobre mí. Y yo apagué la luz.
Quedamos inmersos en la oscuridad. La gente gimió y, sobre nosotros,
oí los chillidos de los volcra. Mis manos extendidas dieron con la
barandilla. Me metí por debajo y me arrojé a la arena; después, me puse en
pie y corrí a ciegas hacia Mal, lanzando luz por encima de mí en forma de
arco.
Detrás de mí oí los sonidos de la matanza en el esquife mientras los
volcra atacaban y las llamaradas de fuego Grisha explotaban en la
oscuridad. Pero no podía pararme a pensar en la gente que había dejado allí.
Mi arco de luz iluminó a Mal, agazapado en la arena. El volcra que se
cernía sobre él chilló y volvió hacia la oscuridad. Corrí hacia él y lo ayudé a
levantarse.
Una bala rebotó contra la arena cerca de nosotros y volví a cubrirnos de
oscuridad.
—¡No disparéis! —oí que gritaba el Oscuro por encima del caos del
esquife—. ¡La necesitamos con vida!
Lancé otro arco de luz, dispersando a los volcra que revoloteaban sobre
nosotros.
—¡No puedes huir de mí, Alina! —gritó el Oscuro.
No podía dejar que viniera tras nosotros. No podía correr el riesgo de
que pudiera sobrevivir. Pero odiaba lo que tenía que hacer. El resto de
personas del esquife no me habían ayudado, pero ¿se merecían que los
abandonara con los volcra?
—¡No puedes dejarnos aquí para morir, Alina! —gritó el Oscuro—. Si
das ese paso, ya sabes a dónde te conducirá.
Sentí una risa histérica que borboteaba en mi interior. Lo sabía. Sabía
que me haría parecerme más a él.
—Una vez me rogaste clemencia —gritó sobre la muerta extensión de la
Sombra, sobre los chillidos hambrientos de los horrores que él había creado
—. ¿Es esta tu idea de la misericordia?
Otra bala golpeó la arena a solo unos centímetros de nosotros.
Sí, pensé mientras el poder se acumulaba en mi interior, es la
misericordia que tú me has enseñado.
Levanté la mano y la bajé en un arco centelleante, cortando a través del
aire. Un crujido que sacudió la tierra reverberó por la Sombra cuando el
esquife se partió por la mitad. El aire se llenó de gritos y los volcra
chillaron frenéticos.
Cogí el brazo de Mal y alcé una cúpula de luz a nuestro alrededor.
Corrimos, tropezando en la oscuridad, y pronto los sonidos de la batalla se
desvanecieron cuando dejamos atrás a los monstruos.
Salimos de la Sombra en algún lugar al sur de Novokribirsk y dimos
nuestros primeros pasos en Ravka Occidental. El sol de la tarde brillaba y la
hierba de la pradera era verde y dulce, pero no nos detuvimos para disfrutar
nada de eso. Estábamos cansados, hambrientos y heridos, pero nuestros
enemigos no descansarían, y nosotros tampoco podíamos.
Caminamos hasta que encontramos cobijo en un huerto y nos
escondimos ahí hasta que oscureció, temerosos de que alguien nos viera y
nos recordara. El aire era pesado por el olor de las flores de manzana, pero
la fruta estaba demasiado verde y pequeña como para comerla.
Había un cubo lleno de fétida agua de lluvia debajo de nuestro árbol, y
lo utilizamos para lavar las peores manchas de la camisa ensangrentada de
Mal. Él intentó no doblarse de dolor al sacarse por la cabeza la tela
destrozada, pero no había forma de ocultar las profundas heridas que las
garras de los volcra habían dejado en la suave piel de su espalda y sus
hombros.
Cuando llegó la noche, comenzamos nuestro viaje hacia la costa. Me
preocupó momentáneamente que pudiéramos estar perdidos, pero Mal supo
encontrar el camino a pesar de hallarse en tierra desconocida.
Poco antes del amanecer, subimos por una colina y nos encontramos
con la amplia extensión de la Bahía Alkhem y las relucientes luces de Os
Kervo bajo nosotros. Sabíamos que debíamos apartarnos de la carretera.
Pronto estaría llena de comerciantes y viajeros, que con toda probabilidad
se fijarían en un rastreador herido y una chica con kefta negra. Pero no
pudimos resistirnos a echar nuestro primer vistazo al Mar Auténtico.
El sol se alzaba sobre nuestras espaldas, y la luz rosada se reflejaba en
las delgadas torres para teñir de dorado las aguas de la bahía. Vi la
extensión del puerto, los grandes barcos que oscilaban en el muelle. Y, más
allá, azul, azul y más azul. El mar parecía continuar eternamente, hasta un
horizonte imposiblemente distante. Había visto multitud de mapas. Sabía
que más allá había tierra en algún sitio, tras largas semanas de viaje y
kilómetros de océano, pero aun así tenía la mareante sensación de que nos
encontrábamos en el borde del mundo. Una brisa nos alcanzó desde el agua,
llevándonos el olor de la sal y la humedad, los débiles chillidos de las
gaviotas.
—Hay demasiada —dije finalmente. Mal asintió. Después se giró hacia
mí y sonrió.
—Es un buen lugar para escondernos.
Estiró el brazo y pasó la mano por mi pelo. Me quitó uno de los broches
de oro del pelo enredado. Sentí que uno de los mechones quedaba libre y se
deslizaba por mi cuello.
—Para comprar ropa —añadió, metiéndose el broche en el bolsillo.
Un día antes, Genya me había puesto esos broches de oro en el pelo.
Jamás la volvería a ver, jamás volvería a ver a nadie. El corazón me dio un
vuelco. No sabía si Genya había sido realmente mi amiga, pero la echaría
de menos igualmente.
Mal me dejó esperando algo alejada de la carretera, oculta entre un
grupo de árboles. Habíamos acordado que sería más seguro que él entrara
en Os Kervo solo, pero era difícil verlo marchar. Me había dicho que
descansara, pero, en cuanto se fue, no fui capaz de conciliar el sueño.
Todavía sentía el poder que bombeaba por mi cuerpo, el eco de lo que había
hecho en la Sombra. Mi mano fue hasta el collar que llevaba al cuello.
Nunca había sentido nada parecido, y una parte de mí quería volver a
sentirlo.
¿Qué hay de la gente que has dejado ahí?, dijo una voz en mi cabeza
que quería ignorar desesperadamente. Embajadores, soldados, Grisha.
Prácticamente los había condenado a todos, y ni siquiera podía estar segura
de que el Oscuro estuviera muerto. ¿Lo habrían destrozado los volcra? ¿Los
hombres y mujeres perdidos del valle Tula se habrían vengado por fin del
Hereje Negro? ¿O estaba persiguiéndome en ese preciso momento por la
muerta extensión del Nocéano, listo para ajustarme las cuentas?
Me estremecí y me quedé caminando de un lado a otro,
sobresaltándome con cada sonido.
Hacia el final de la tarde, estaba convencida de que Mal había sido
identificado y capturado. Cuando oí pasos y vi su familiar silueta emerger
de entre los árboles, estuve a punto de sollozar de alivio.
—¿Algún problema? —pregunté temblorosa, tratando de ocultar mis
nervios.
—Ninguno —replicó—. Nunca había visto una ciudad tan llena de
gente. Nadie me miró dos veces.
Llevaba puestos una camisa nueva y un abrigo que no era de su talla, y
en los brazos tenía ropa para mí: un vestido que parecía un saco de un rojo
tan desteñido que casi parecía naranja, y un abrigo rugoso color mostaza.
Me los entregó, y después se giró con mucho tacto para dejar que me
cambiara.
Forcejeé con los botoncitos negros de la kefta. Parecía que hubiera
cientos. Cuando finalmente la seda se deslizó por mi espalda y cayó a mis
pies, sentí que me quitaba un enorme peso de encima. El aire frío de la
primavera me pellizcaba la piel desnuda y, por primera vez, me atreví a
tener la esperanza de que realmente pudiéramos ser libres. Aplasté ese
pensamiento. Hasta que no supiera que el Oscuro estaba muerto, jamás
respiraría tranquila.
Me puse el áspero vestido de lana y el abrigo amarillo.
—¿Compraste a propósito la ropa más fea que pudiste encontrar?
Mal se giró para mirarme y no pudo reprimir una sonrisa.
—Compré la primera ropa que pude encontrar —dijo. Después, su
sonrisa se desvaneció. Me tocó la mejilla ligeramente, y cuando volvió a
hablar su voz sonó grave y cruda—. No quiero volver a verte de negro
jamás.
Le mantuve la mirada.
—Jamás —susurré.
Se metió la mano en el bolsillo del abrigo y sacó una larga bufanda roja.
Me envolvió el cuello con ella cuidadosamente, ocultando el collar de
Morozova.
—Así —dijo, volviendo a sonreír—. Perfecto.
—¿Qué voy a hacer cuando llegue el verano? —me reí.
—Para entonces habremos encontrado el modo de librarnos de él.
—¡No! —repliqué bruscamente, sorprendida por cuánto me molestaba
la idea. Mal retrocedió, desprevenido—. No podemos librarnos de él —
expliqué—. Es la única posibilidad de librar a Ravka de la Sombra.
Era la verdad… aunque no toda. Sí que necesitábamos el collar. Era un
seguro contra la fuerza del Oscuro, y una promesa de que algún día
regresaríamos a Ravka y buscaríamos el modo de arreglar las cosas. Pero lo
que no podía contarle a Mal era que el collar me pertenecía, que ahora
sentía el poder del ciervo como una parte de mí, y no estaba segura de que
quisiera dejarlo marchar.
Mal me examinó con el ceño fruncido. Pensé en las advertencias del
Oscuro, en la mirada sombría que había visto en su rostro y en el de Baghra.
—Alina…
Procuré esbozar una sonrisa tranquilizadora.
—Nos libraremos de él —prometí—. Tan pronto como podamos.
Pasaron unos segundos.
—De acuerdo —dijo finamente, pero seguía teniendo expresión
recelosa. Después empujó la kefta arrugada con la punta de su bota—. ¿Qué
vamos a hacer con esto?
Bajé la mirada hasta la pila de seda andrajosa y sentí una oleada de furia
y vergüenza.
—Quemarlo —dije. Y eso hicimos.
Mientras las llamas consumían la seda, Mal me quitó el resto de broches
dorados, uno por uno, hasta que el pelo me cayó por los hombros. Con
suavidad, apartó mi cabello a un lado y me besó el cuello, justo encima del
collar. Cuando llegaron las lágrimas, me acercó a él y me abrazó hasta que
no quedó nada excepto cenizas.
l chico y la chica están junto a la barandilla del barco, un barco
auténtico que navega y se mece sobre las agitadas aguas del
Mar Auténtico.
—¡Goed morgen, fentomen! —les grita un marinero de
cubierta que pasa a su lado con los brazos llenos de cuerdas.
Todos los miembros de la tripulación los llaman fentomen. Es la palabra
kerch para «fantasmas».
Cuando la chica le pregunta por qué al intendente, este se ríe y dice que
es porque son muy pálidos y por el modo en que permanecen en silencio
junto a la barandilla del barco, mirando el mar durante horas, como si nunca
antes hubieran visto el agua. Ella sonríe y no le dice la verdad: que deben
mantener los ojos en el horizonte. Están vigilando por si ven un navío de
velas negras.
El Verloren de Baghra se había ido hacía mucho, por lo que se habían
ocultado en los barrios pobres de Os Kervo hasta que el chico pudo utilizar
los broches de oro para reservar billetes para otro barco. La ciudad estaba
alborotada por el horror de lo que había sucedido en Novokribirsk. Algunos
culpaban al Oscuro. Otros culpaban a los Shu Han o a los fjerdanos. Unos
pocos incluso aseguraban que se trataba del pertinente trabajo de los Santos
enfurecidos.
Comenzaron a llegarles rumores de extraños sucesos que tenían lugar en
Ravka. Oyeron que el Apparat había desaparecido, que las tropas
extranjeras se aglomeraban en las fronteras, que el Primer y el Segundo
Ejército amenazaban con entrar en guerra entre ellos, que la Invocadora del
Sol había muerto. Esperaron por si recibían noticias de la muerte del Oscuro
en la Sombra, pero jamás llegaron.
De noche, el chico y la chica se enroscan juntos en las tripas del barco.
Él la abraza fuerte cuando ella se despierta de otra pesadilla, con los dientes
castañeteando y las orejas pitando por los gritos aterrorizados de los
hombres y mujeres que había dejado atrás en el esquife roto. Sus miembros
tiemblan al recordar el poder.
—No pasa nada —susurra él en la oscuridad—. No pasa nada
Ella quiere creerlo, pero tiene miedo de cerrar los ojos.
El viento chirría en las velas. La nave susurra a su alrededor. Vuelven a
estar solos, como lo estaban cuando eran jóvenes, escondiéndose de los
otros niños, del genio de Ana Kuya, de las cosas que parecían moverse y
deslizarse en la oscuridad.
Vuelven a ser huérfanos, sin ningún hogar verdadero que no sea el
regazo del otro y la vida que puedan construir juntos al otro lado del
océano.
AGRADECIMIENTOS
Gracias a mi agente y defensora, Joanna Stampfel-Volpe. Me siento
afortunada cada día por tenerla a mi lado, al igual que al maravilloso equipo
de Nancy Coffey Literary: Nancy, Sara Kendall, Kathleen Ortiz, Jacqueline
Murphy y Pouya Shahbazian.
A mi editora intuitiva y de vista aguda, Noa Wheeler, que creyó en esta
historia y sabía exactamente cómo mejorarla. Muchas gracias a las
extraordinarias personas de Holt Children’s y Macmillan: Laura Godwin,
Jean Feiwel, Rich Deas y April Ward en diseño, y Karen Frangipane,
Kathryn Bhirud y Lizzy Masón en marketing y publicidad. También me
gustaría dar las gracias a Dan Farley y Joy Dallanegra-Sanger. Sombra y
hueso no podría haber encontrado un hogar mejor.
A mis generosos lectores, Michelle Chihara y Josh Kamensky, que me
prestaron sus brillantes cerebros y me animaron con su entusiasmo y su
paciencia incesante. Gracias también a mi hermano Shem, por sus dibujos y
sus abrazos a distancias a Miriam «Sis» Pastan, Heather Joy Kamensky,
Peter Bibring, Tracey Taylor, los Apocalipsis (especialmente Lynne Kelly,
Gretchen McNeil y Sarah J. Maas, que escribió mi primera reseña), mi
compañera de WOART Leslie Blanco, y Dan Moulder, que se perdió en el
río.
Culpo a Gamynne Guillote por fomentar mi megalomanía y estimular
mi amor por los villanos, a Josh Minuto por meterme en la fantasía épica y
hacerme creer en los héroes, y a Rachel Tejada por demasiadas películas
nocturnas. A Hedwig Aerts, mi compañera reina pirata, por aguantar las
largas horas de tecleo en la madrugada. A Erdene Ukhaasai, por traducir
diligentemente ruso y mongol para mí a través de Facebook. A Morgan
Fahey, por proveerme de cócteles, conversación y deliciosa ficción. A Dan
Braun y Michael Pessah por mantener el ritmo.
Muchos libros me inspiraron para crear Ravka y darle vida, entre los
que se encuentran El baile de Natacha: Una historia cultural Rusa, de
Orlando Figes; Land of the Firebird: The Beauty of Old Russia, de Suzanne
Massie; y Russian Folk Belief, de Linda J. Ivánits.
Y, finalmente, muchísimas gracias a mi familia: a mi madre, Judy, cuya
fe jamás flaqueó, y quien fue la primera de la cola para pedir su kefta; a mi
padre, Harve, que era mi roca y a quien echo de menos cada día; y a mi
abuelo Mel Seder, que me enseñó a amar la poesía, a buscar la aventura y a
pegar un buen puñetazo.
LA OSCURIDAD NUNCA MUERE. Perseguida a través del Mar
Auténtico, atormentada por las vidas con las que acabó en la Sombra, Alina
trata de sobrevivir junto a Mal en una tierra extraña, a la vez que mantiene
en secreto su identidad como Invocadora del Sol. Pero no podrá huir
durante mucho tiempo ni de su pasado ni de su destino.
El Oscuro ha emergido de la Sombra con un terrorífico poder nuevo, y con
un peligroso plan que pondrá a prueba los mismísimos límites del mundo
natural. Con la ayuda de un carismático corsario, Alina volverá al país que
trató de abandonar, decidida a luchar contra las fuerzas que amenazan a
Ravka. Pero a medida que su poder crece, Alina se pierde cada vez más en
el juego de magia prohibida del Oscuro, y se aleja de Mal. Pronto tendrá
que elegir entre su país, su poder y el amor que siempre pensó que la
guiaría, o arriesgarse a perderlo todo en la tormenta que se avecina.
Leigh Bardugo
Asedio y tormenta
Grisha - 2
ePub r1.6
Titivillus 14.12.2020
Título original: Siege and storm
Leigh Bardugo, 2013
Traducción: Miguel Trujillo Fernández
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
Para mi madre, que creyó
en mí incluso cuando yo no lo hacía.
l chico y la chica habían soñado con barcos hacía mucho
tiempo, antes de que hubieran visto siquiera el Mar Auténtico.
Soñaron con navíos de leyenda, barcos mágicos con mástiles
tallados de cedro dulce y velas tejidas por doncellas con hilo de
oro puro. Sus tripulaciones eran ratones blancos que cantaban canciones y
fregaban las cubiertas con sus colas rosadas.
El Verrhader no era un barco mágico. Era un barco de mercancías
kerch, con la bodega cargada de mijo y melaza. Apestaba a cuerpos sin
lavar y cebollas crudas que según los marineros ayudaban a prevenir el
escorbuto. Su tripulación escupía, maldecía y apostaba por raciones de ron.
El pan que les daban al chico y a la chica estaba lleno de gorgojos, y su
camarote era un cuartito estrecho que se veían obligados a compartir con
otros dos pasajeros y un barril de bacalao en salazón.
No les importaba. Se acostumbraron al sonido metálico de las campanas
cada hora, al ruido de las gaviotas, al parloteo ininteligible de los kerch. El
barco era su reino, y el mar un vasto foso que mantenía a raya a sus
enemigos.
El chico se acostumbró a la vida a bordo del navío con la misma
facilidad con la que se acostumbraba a cualquier otra cosa. Aprendió a
hacer nudos y reparar velas, y cuando sus heridas sanaron comenzó a
trabajar junto a la tripulación. Abandonó los zapatos para trepar descalzo e
impávido por las jarcias. Los marineros se maravillaban al ver cómo
localizaba delfines, bancos de rayas y brillantes peces tigre; cómo sentía el
lugar donde aparecería una ballena un momento antes de que su lomo ancho
y rugoso emergiera entre las olas. Aseguraban que serían ricos si tan solo
tuvieran un poquito de su suerte.
La chica los ponía nerviosos.
A los tres días de zarpar, el capitán le pidió que permaneciera bajo
cubierta tanto como pudiera. Culpaba de ello a las supersticiones de la
tripulación, y aseguró que pensaban que tener una mujer a bordo atraería
malos vientos. Esto era en parte cierto, pero los marineros hubieran dado la
bienvenida a una chica feliz y risueña, una chica que bromeara o probara a
soplar el silbato de hojalata.
Pero esa chica permanecía quieta y en silencio junto a la barandilla,
ajustándose la bufanda al cuello, inmóvil como un mascarón tallado en
madera blanca. Esa chica gritaba en sueños y despertaba a los hombres que
dormitaban arriba.
Así que la chica pasaba sus días vagando por las oscuras entrañas del
barco. Contaba los barriles de melaza, estudiaba los diagramas del capitán.
De noche, se refugiaba en los brazos del chico y permanecían juntos en
cubierta, señalando constelaciones del vasto manto de estrellas: el Cazador,
el Erudito, los Tres Hijos Insensatos, los brillantes radios de la Rueca, el
Palacio del Sur, con sus seis agujas torcidas.
Ella lo mantenía allí tanto como podía, contando historias, haciendo
preguntas. Sabía que en cuanto durmiera, soñaría. A veces soñaba con
esquifes rotos de velas negras y cubiertas resbaladizas por la sangre, con la
gente que gritaba en la oscuridad. Pero los peores eran los sueños de un
príncipe pálido que posaba los labios en su cuello, que colocaba las manos
en el colgante que rodeaba su cuello e invocaba su poder en un resplandor
de brillante luz solar.
Cuando soñaba con él, se despertaba temblando, con el eco de su poder
todavía vibrando a través de ella, la calidez de la luz todavía impregnada en
su piel.
El chico la abrazaba con más fuerza y susurraba palabras suaves para
calmarla.
—Solo es una pesadilla —susurraba—. Los sueños pararán.
Él no lo entendía. Los sueños eran el único lugar donde era seguro
utilizar su poder, y ella lo anhelaba.
El día que el Verrhader llegó a tierra, el chico y la chica permanecieron
junto a la barandilla juntos, observando cómo se acercaba la costa de Novyi
Zem.
Fueron hasta el puerto a través de una arboleda de mástiles envejecidos
y velas atadas. Había elegantes balandras y pequeños barcos de juncos de
las costas rocosas de Shu Han, barcos de guerra armados y goletas de
recreo, enormes mercantes y balleneros fjerdanos. Una galera prisión de
madera hinchada que se encontraba amarrada para las colonias del sur tenía
el estandarte de punta roja que advertía de que había asesinos a bordo.
Mientras flotaban junto a la galera, la chica podría haber jurado que oía el
tintineo de las cadenas.
El Verrhader llegó hasta su amarradero. Bajaron la pasarela. Los
estibadores y la tripulación soltaron gritos de bienvenida, desataron cuerdas
y prepararon el cargamento.
El chico y la chica examinaron el muelle, buscando entre la multitud el
carmesí de los Mortificadores o el azul de los Invocadores, o el reflejo del
sol en las pistolas ravkanas.
Era la hora. El chico deslizó la mano en la de la chica. Tenía la palma
áspera y callosa de los días que había pasado trabajando en el barco.
Cuando pisaron los tablones del muelle, parecía que el suelo se moviera y
diera sacudidas bajo sus pies.
Los marineros se rieron.
—¡Vaarwel, fentomen! —gritaron.
El chico y la chica avanzaron y dieron sus primeros e inseguros pasos
en el nuevo mundo.
Por favor, rezó la chica en silencio a cualquier Santo que pudiera estar
escuchando, que podamos estar seguros aquí. Que encontremos un hogar.
levaba dos semanas en Cofton y seguía perdiéndome. La ciudad
estaba en el interior, al oeste de la costa de Novyi Zem, a
kilómetros de distancia del puerto en el que desembarcamos.
Pronto nos alejaríamos más, a las regiones agrestes de la
frontera de Zemeni. Tal vez entonces comenzaríamos a sentirnos a salvo.
Comprobé el pequeño mapa que me había dibujado y rehíce mis pasos.
Mal y yo quedábamos cada día después del trabajo para volver juntos a la
pensión, pero ese día me había perdido completamente al desviarme para
comprar la cena. Los pasteles de ternera y berzas estaban metidos en mi
morral, despidiendo un olor muy peculiar. El tendero había asegurado que
eran una exquisitez de Zemeni, pero yo tenía mis dudas. Tampoco
importaba demasiado. Últimamente, todo me sabía a ceniza.
Mal y yo habíamos ido a Cofton a buscar un trabajo que nos financiara
el viaje al oeste. Cofton, el centro del comercio jurda, estaba rodeado de
campos de unas florecillas anaranjadas que la gente mascaba a puñados.
Eran estimulantes, y se consideraban todo un lujo en Ravka, pero algunos
de los marineros a bordo del Verrhader las habían empleado para
permanecer despiertos durante las guardias largas. A los hombres zemeni
les gustaba meterse las flores secas entre los labios y las encías, e incluso
las mujeres las llevaban en las bolsitas bordadas que colgaban de sus
muñecas. En cada escaparate por el que pasaba se anunciaban distintas
variedades: Hojas brillantes, Sombra, Dhoka, Fuertes. Vi a una chica
vestida con unas preciosas enaguas que se inclinaba y escupía un chorro de
jugo de color óxido en una de las escupideras de latón que había en el
exterior de cada tienda. Reprimí las náuseas: esa era una costumbre zemeni
a la que no creía que pudiera acostumbrarme.
Con un suspiro de alivio, llegué hasta la calle principal de la ciudad. Al
menos ya sabía dónde me encontraba. Cofton todavía no me parecía real.
Daba la sensación de ser algo crudo, sin terminar. La mayoría de las calles
no estaban pavimentadas, y siempre me parecía que los edificios de tejados
planos, con sus delgadas paredes de madera, se desmoronarían en cualquier
momento. Y aun así, todos tenían ventanas de cristal. Las mujeres se
vestían de terciopelo y encaje. Las tiendas estaban inundadas de dulces,
chucherías y toda clase de ropas elegantes en lugar de rifles, cuchillos y
ollas de latón. Allí, hasta los mendigos llevaban zapatos. Ese era el aspecto
de un país que no estaba asediado.
Mientras pasaba junto a una tienda de ginebra, vi un destello de color
carmesí por el rabillo del ojo. Corporalki. Retrocedí al instante y me
escondí en el espacio en sombras que había entre dos edificios, con el
corazón latiéndome con fuerza y colocando la mano sobre la pistola que
llevaba en la cadera.
Primero la daga, me recordé, haciendo que se deslizara desde debajo de
mi manga. Procura no llamar la atención. La pistola solo si es necesario.
El poder como último recurso. Eché de menos los guantes fabricados por
los Hacedores que había dejado atrás en Ravka, y no era la primera vez.
Estaban llenos de espejitos que me proporcionaban una manera sencilla de
cegar a mis oponentes en un combate cuerpo a cuerpo… y una buena
alternativa a partir a alguien por la mitad con el Corte. Pero si había visto a
un Corporalnik Mortificador, tal vez no tuviera elección. Eran los soldados
favoritos del Oscuro, y podían pararme el corazón o aplastarme los
pulmones sin necesidad de golpearme siquiera.
Esperé con la mano en el mango de la daga, y finalmente me atreví a
echar un vistazo al otro lado de la pared. Vi un carro con una montaña de
barriles. El conductor se había detenido para hablar con una mujer cuya hija
bailoteaba con impaciencia junto a ella, revoloteando y dando piruetas con
su vestido de un rojo oscuro.
Tan solo era una niña. No había ningún Corporalnik a la vista. Volví a
recostarme sobre la pared y respiré hondo, tratando de calmarme.
No va a ser siempre así, me dije. Cuanto más tiempo pases libre, más
fácil será.
Algún día despertaría sin haber tenido pesadillas, caminaría por la calle
sin miedo. Hasta entonces, mantendría cerca mi endeble daga, anhelando el
peso firme del acero Grisha en mi mano.
Volví a la calle abarrotada y me ajusté la bufanda que llevaba al cuello,
apretándola más. Se había convertido en un hábito nervioso. Bajo la
bufanda se encontraba el collar de Morozova, el amplificador más poderoso
jamás creado, así como la única forma de identificarme. Sin él, no era más
que otra refugiada ravkana, sucia y desnutrida.
No estaba segura de lo que haría cuando cambiara el tiempo. No podría
caminar por ahí con bufanda y abrigos de cuello alto cuando llegara el
verano. Pero, para entonces, con suerte Mal y yo estaríamos lejos de las
ciudades abarrotadas y las preguntas indiscretas. Estaríamos solos por
primera vez desde que huimos de Ravka. El pensamiento hizo que me
recorriera un temblor nervioso.
Crucé la calle, esquivando carretas y caballos, todavía examinando la
multitud con la seguridad de que en cualquier momento vería una tropa de
Grisha u oprichniki viniendo a por mí. O tal vez serían mercenarios Shu
Han, o asesinos fjerdanos, o los soldados del Rey de Ravka, o incluso el
mismísimo Oscuro. Había demasiada gente que podía estar
persiguiéndonos. Persiguiéndome, me corregí. De no ser por mí, Mal
todavía sería un rastreador en el Primer Ejército, y no un desertor que huía
para seguir con vida.
Un recuerdo indeseado apareció en mi mente: pelo negro, ojos de color
pizarra, el rostro del Oscuro exultante por la victoria mientras desataba el
poder de la Sombra. Antes de que yo le hubiera arrebatado esa victoria.
Era fácil enterarse de noticias en Novyi Zem, pero ninguna era buena.
Había rumores de que el Oscuro había sobrevivido a la batalla en la Sombra
de algún modo, de que se había recluido para reunir fuerzas antes de
intentar hacerse de nuevo con el trono de Ravka. Habría preferido creer que
era del todo imposible, pero lo conocía lo suficiente como para no
subestimarlo. Las otras historias resultaban igual de inquietantes: que la
Sombra había comenzado inundar las costas, llevando a los refugiados al
este y al oeste; que había surgido un culto alrededor de una Santa que podía
invocar el sol. No quería pensar en ello. Mal y yo teníamos una nueva vida
ahora. Habíamos dejado atrás Ravka.
Me apresuré, y no tardé en llegar a la plaza donde Mal y yo nos
encontrábamos cada tarde. Lo distinguí recostado contra el borde de una
fuente, hablando con un amigo zemeni que había conocido trabajando en el
almacén. No recordaba su nombre… ¿Jep, tal vez? ¿Jef?
Alimentada por cuatro enormes grifos, la fuente era más útil que
decorativa; una gran pila donde las chicas y las sirvientas acudían a lavar la
ropa. Sin embargo, ninguna de las lavanderas estaba prestando demasiada
atención a la colada. Todas miraban a Mal, boquiabiertas. Era difícil no
hacerlo. El pelo le había crecido desde su corte militar, y comenzaba a
rizársele en la nuca. La fuente le había rociado la camiseta, dejándosela
húmeda y adherida a la piel bronceada por los largos días en el mar. Echó la
cabeza hacia atrás, riéndose por algo que había dicho su amigo,
aparentemente inconscientes de las sonrisas furtivas que le lanzaban.
Probablemente está tan acostumbrado que ya ni se da cuenta, pensé
con irritación.
Cuando me vio, sonrió y me saludó con la mano. Las lavanderas se
giraron para ver a quién saludaba e intercambiaron miradas de incredulidad.
Sabía lo que veían: una chica flacucha con pelo ralo de un soso color
castaño, las mejillas cetrinas y los dedos teñidos de naranja por empaquetar
jurda. Nunca había sido gran cosa, y las semanas que llevaba sin utilizar mi
poder me habían pasado factura. No comía ni dormía bien, y las pesadillas
no ayudaban. Las caras de todas las mujeres decían lo mismo: ¿qué hacía
un chico como Mal con una chica como yo?
Enderecé la espalda y traté de ignorarlas mientras Mal me rodeaba con
un brazo para acercarme a él.
—¿Dónde estabas? —preguntó—. Comenzaba a preocuparme.
—Una banda de osos furiosos me tendieron una emboscada —murmuré
junto a su hombro.
—¿Te has vuelto a perder?
—No sé de dónde sacas esas ideas.
—Recuerdas a Jes, ¿verdad? —preguntó, asintiendo en dirección a su
amigo.
—¿Cómo va? —preguntó con su ravkano chapurreado mientras me
ofrecía la mano. Su expresión era exageradamente seria.
—Muy bien, gracias —respondí en zemeni. Él no me devolvió la
sonrisa, pero me palmeó la mano suavemente. Desde luego, Jes era un
rarito.
Hablamos un poco más, pero sabía que Mal notaba que comenzaba a
ponerme nerviosa. No me gustaba estar en público durante tanto tiempo.
Nos despedimos y, antes de marcharse, Jes me lanzó otra seria mirada y se
inclinó para susurrarle algo a Mal.
—¿Qué ha dicho? —pregunté mientras lo observábamos alejarse por la
plaza.
—¿Eh? Ah, nada. ¿Sabías que tienes polen en las cejas? —Estiró la
mano para quitármelo con suavidad.
—A lo mejor es que me gustan así.
—Perdone usted.
Mientras nos alejábamos de la fuente, una de las lavanderas se inclinó
hacia delante, prácticamente saliéndose de su vestido.
—Si te cansas de piel y huesos —dijo en dirección a Mal—, tengo algo
que podría gustarte.
Me puse rígida, y Mal echó un vistazo por encima del hombro. La miró
de arriba abajo lentamente.
—No —dijo con rotundidad—. No tienes nada.
El rostro de la chica se tiñó de un feo color rojo mientras las otras se
burlaban y se reían a carcajadas, echándole agua. Intenté poner una
expresión de arrogancia, pero era difícil reprimir la sonrisa bobalicona que
tiraba de las comisuras de mi boca.
—Gracias —murmuré mientras cruzábamos la plaza en dirección a la
pensión.
—¿Por qué?
Puse los ojos en blanco.
—Por defender mi honor, tonto.
Él me arrastró bajo la sombra de un toldo. Tuve un momento de pánico
al pensar que había avistado problemas, pero entonces me rodeó con los
brazos y presionó sus labios contra los míos.
Cuando finalmente se apartó, notaba mis mejillas cálidas y mis piernas
temblorosas.
—Solo para que quede claro —dijo—, no tengo interés alguno en
defender tu honor.
—Comprendido —logré decir, esperando no parecer ridícula por mi
falta de aliento.
—Además —añadió— tengo que robar cada minuto que pueda antes de
que volvamos al Hoyo.
El Hoyo era como Mal llamaba a nuestra pensión. Estaba abarrotada y
sucia, y no nos permitía privacidad alguna, pero era barata. Sonrió con la
arrogancia de siempre y me arrastró de nuevo hasta la multitud de la calle.
A pesar de mi agotamiento, mis pasos eran decididamente más ligeros.
Todavía no me había hecho a la idea de que estuviéramos juntos. Volví a
temblar. En la frontera no habría pensionistas curiosos ni interrupciones
inoportunas. Se me aceleró el pulso, pero no estaba segura de si se debía a
los nervios o a la emoción.
—Entonces, ¿qué ha dicho Jes? —volví a preguntar cuando tuve el
cerebro menos embotado.
—Dijo que debería cuidar bien de ti.
—¿Eso es todo?
Mal se aclaró la garganta.
—Y… dijo que rezaría al Dios del Trabajo para que curara tu aflicción.
—¿Mi qué?
—Tal vez le haya dicho que tienes bocio.
Tropecé.
—¿Disculpa?
—Bueno, era difícil explicar por qué te aferras siempre a esa bufanda.
Solté la mano. Había estado haciéndolo de nuevo sin darme cuenta
siquiera.
—¿Así que le dijiste que tenía bocio? —susurré con incredulidad.
—Tenía que decir algo. Y te convierte en una figura trágica. Ya sabes,
una chica guapa, una gran hinchazón…
Le golpeé en el brazo con fuerza.
—¡Au! Oye, que en algunos países, el bocio está muy de moda.
—¿También les gustan los eunucos? Porque puedo encargarme de eso.
—¡Estás sedienta de sangre!
—El bocio me pone de mal humor.
Mal se rio, pero me di cuenta de que su mano seguía sobre la pistola. El
Hoyo se encontraba en una de las partes más peligrosas de Cofton, y
llevábamos encima muchas monedas, los salarios que habíamos ahorrado
para comenzar nuestra nueva vida. Unos cuantos días más y tendríamos
suficiente como para dejar atrás la ciudad: el ruido, el aire lleno de polen, el
miedo constante. Estaríamos a salvo en un lugar donde a nadie le importara
lo que sucediera en Ravka, donde los Grisha fueran escasos y nadie hubiera
oído jamás de la Invocadora del Sol.
Y donde nadie la necesite. El pensamiento estropeó mi buen humor,
pero últimamente cada vez acudía a mí más a menudo. ¿Para qué valía yo
en este país extraño? Mal podía cazar, rastrear, manejar una pistola. Lo
único que se me había dado bien a mí era ser Grisha. Echaba de menos
invocar la luz, y cada día que no utilizaba mi poder me ponía más débil y
enferma. Tan solo caminar junto a Mal me dejaba sin aire, y tenía que
luchar contra el peso de mi morral. Era tan frágil y patosa que apenas había
logrado conservar mi trabajo de empaquetar jurda. No ganaba más que unos
céntimos, pero había insistido en trabajar, en tratar de ayudar. Me sentía
como cuando éramos niños: el competente Mal y la inútil Alina.
Aparté ese pensamiento. Puede que ya no fuera la Invocadora del Sol,
pero tampoco era esa niña triste y pequeña. Encontraría la forma de ser útil.
Ver nuestra pensión no me levantaba el ánimo precisamente. Tenía dos
pisos de altura, y necesitaba urgentemente una capa nueva de pintura. El
cartel de la ventana anunciaba baños calientes y camas sin garrapatas en
cinco idiomas diferentes. Tras haber probado la bañera y la cama, sabía que
el cartel mentía sin importar cómo lo tradujeras. Sin embargo, con Mal
junto a mí no parecía tan malo.
Subimos los escalones del porche hundido y entramos en la taberna que
ocupaba la mayor parte del piso inferior. Parecía fría y silenciosa después
del clamor polvoriento de la calle. A esa hora normalmente había unos
cuantos trabajadores bebiéndose el salario de la jornada en aquellas mesas
carcomidas, pero aquel día se encontraba vacía, a excepción del hosco
propietario detrás de la barra.
Era un inmigrante kerch, y daba la impresión de que no le gustaban los
ravkanos. O tal vez solo pensaba que éramos ladrones. Habíamos aparecido
dos semanas antes, harapientos y sucios, sin equipaje alguno ni nada para
pagar nuestro alojamiento a excepción de un broche de oro que
probablemente pensara que habíamos robado. Pero eso no le impidió
cogerlo para intercambiarlo por una cama estrecha en una habitación que
compartíamos con otros seis huéspedes.
Cuando nos aproximamos a la barra, puso la llave de la habitación sobre
ella y la empujó hacia nosotros sin que se lo pidiéramos. Estaba atada a un
trozo tallado de hueso de pollo. Otro detalle encantador.
Con el kerch rudimentario que había aprendido a bordo del Verrhader,
Mal solicitó un jarro de agua caliente para lavarnos.
—Extra —gruñó el dueño. Era un hombre fornido de pelo escaso, con
los dientes teñidos de naranja típicos de aquellos que mascaban jurda. Me
di cuenta de que estaba sudando. Aunque no era un día particularmente
cálido, tenía unas gotas de sudor sobre el labio superior.
Le eché un vistazo mientras nos dirigíamos a la escalera al otro lado de
la taberna desierta. Seguía observándonos, con los brazos cruzados encima
del pecho, estrechando sus pequeños y brillantes ojos. Había algo en su
expresión que me ponía de los nervios.
Dudé al pie de la escalera.
—A ese tío no le gustamos nada.
Mal ya estaba subiendo.
—No, pero nuestro dinero sí que le gusta. Y en unos días habremos
salido de aquí.
Me sacudí mi nerviosismo de encima. Había estado inquieta toda la
tarde.
—Vale —refunfuñé mientras seguía a Mal—. Pero, para estar
preparada, ¿cómo se dice «eres gilipollas» en kerch?
—Jer ven azel.
—¿En serio?
Mal se rio.
—Lo primero que te enseñan los marineros son palabrotas.
El segundo piso de la pensión se encontraba en un estado
considerablemente peor que el local de abajo. La alfombra estaba desteñida
y andrajosa, y el sombrío pasillo apestaba a col y a tabaco. Las puertas de
las habitaciones privadas estaban todas cerradas, y ningún sonido salía de
ellas cuando pasamos. El silencio resultaba inquietante. Tal vez todos
habían salido durante el día.
La única luz provenía de una ventana mugrienta al final del pasillo.
Mientras Mal forcejeaba con la llave, miré abajo a través del cristal
manchado a los carros y carruajes que pasaban retumbando. Al otro lado de
la calle había un hombre de pie bajo un balcón, observando la pensión. Se
tiraba del cuello y las mangas, como si su ropa fuera nueva y no le quedara
del todo bien. Sus ojos se encontraron con los míos a través de la ventana y
los retiró rápidamente.
Sentí una súbita punzada de pánico.
—Mal —susurré, acercándome a él.
Pero era demasiado tarde. La puerta se abrió de golpe.
—¡No! —grité. Alcé los brazos y la luz explotó a través del pasillo en
una cascada cegadora. Después, unas manos ásperas me sujetaron y
colocaron mis brazos detrás de mi espalda. Me arrastraron al interior de la
habitación mientras yo lanzaba patadas y golpes.
—Calma —dijo una voz fría desde algún lugar en la esquina—. Odiaría
tener que destripar a tu amigo tan pronto.
El tiempo pareció ralentizarse. Vi la estropeada habitación de techo
bajo, la palangana rajada que se encontraba sobre la mesa maltrecha, las
motas de polvo que revoloteaban en un delgado rayo de sol, el borde
brillante del cuchillo contra la garganta de Mal. La mueca del hombre que
lo sujetaba me resultaba familiar. Iván. Había otros, hombres y mujeres.
Todos llevaban los abrigos ajustados y los bombachos de los mercaderes y
trabajadores zemeni, pero reconocí algunas de sus caras de mi tiempo en el
Segundo Ejército. Eran Grisha.
Tras ellos, oculto entre las sombras, apoltronado en una silla
desvencijada como si se tratara de un trono, estaba el Oscuro.
Por un momento, todo en la habitación se quedó en silencio e inmóvil.
Podía oír la respiración de Mal, el susurro de los pies. Oí a un hombre que
saludaba abajo, en la calle. No podía dejar de mirar las manos del Oscuro;
con sus largos dedos blancos reposando con indiferencia sobre los brazos de
la silla. Tuve la estúpida idea de que nunca lo había visto antes con ropa
normal.
Entonces la realidad me golpeó. ¿Así era como iba a terminar? ¿Sin una
pelea? ¿Sin siquiera un disparo o un grito? Un gemido de pura rabia y
frustración se me escapó del pecho.
—Coged su pistola y buscad si tiene otras armas —dijo el Oscuro con
suavidad. Sentí que me quitaban de la cadera el reconfortante peso de mi
arma de fuego, y que me sacaban la daga de la vaina que llevaba en la
muñeca—. Voy a decirles que te suelten —añadió cuando terminaron—;
pero sé consciente de que si levantas las manos siquiera, Iván acabará con
el rastreador. ¿Lo comprendes?
Asentí con rigidez.
Él alzó un dedo y los hombres que me sujetaban me soltaron. Tropecé y
me quedé inmóvil en el centro de la habitación, con las manos apretadas en
puños.
Podía cortar en dos al Oscuro con mi poder. Podía rajar ese edificio
dejado de la mano de los Santos justo por la mitad. Pero no antes de que
Iván le cortara el cuello a Mal.
—¿Cómo nos has encontrado? —pregunté con voz ronca.
—Dejas un rastro muy caro —respondió, y lanzó algo a la mesa
perezosamente. Aterrizó con un tintineo junto a la palangana, y reconocí
uno de los broches de oro que Genya me había puesto en el pelo hacía
tantas semanas. Lo habíamos utilizado para pagar el pasaje a través del Mar
Auténtico, la carreta hasta Cofton, y nuestra cama miserable y no
precisamente libre de garrapatas.
El Oscuro se puso en pie y una extraña inquietud recorrió la habitación.
Era como si todos los Grisha estuvieran conteniendo el aliento, expectantes.
Podía sentir el miedo que emanaba de ellos y que enviaba una señal de
alarma hacia mí. Los subordinados del Oscuro siempre lo habían tratado
con temor y respeto, pero aquello era algo nuevo. Hasta Iván parecía un
poco alterado.
El Oscuro salió a la luz, y pude ver el débil rastro de las cicatrices sobre
su cara. Habían sido sanadas por un Corporalnik, pero seguían siendo
visibles. Así que los volcra habían dejado su marca. Bien, pensé con algo de
satisfacción. Era un consuelo pequeño, pero al menos ya no era tan perfecto
como antes.
Hizo una pausa, examinándome.
—¿Qué tal la vida de fugitiva, Alina? No tienes buen aspecto.
—Tú tampoco —repliqué. No era solo por las cicatrices. Llevaba su
agotamiento como si se tratara de una capa elegante, pero este seguía ahí.
Había unas débiles sombras bajo sus ojos, y los huecos de sus afilados
pómulos eran un poco más profundos.
—Un precio pequeño que pagar —dijo, torciendo los labios en una
media sonrisa.
Un escalofrío me recorrió la espalda. ¿A cambio de qué?
Extendió la mano y me costó todo lo que tenía no retroceder. Pero lo
único que hizo fue tomar uno de los extremos de mi bufanda. Tiró de ella
con suavidad y la áspera lana quedó libre, deslizándose por mi cuello y
revoloteando hasta el suelo.
—Ya veo que vuelves a fingir ser menos de lo que eres. No deberías.
Noté una punzada de incomodidad. ¿Acaso no había pensado yo algo
parecido tan solo unos minutos antes?
—Gracias por tu preocupación —murmuré.
Sus dedos recorrieron el collar.
—Es tan mío como tuyo, Alina.
Le aparté los dedos de un manotazo, y un susurro nervioso surgió de
entre los Grisha.
—Entonces no deberías habérmelo puesto al cuello —solté—. ¿Qué
quieres?
Por supuesto, ya lo sabía. Lo quería todo: Ravka, el mundo, el poder de
la Sombra. Su respuesta no importaba. Tan solo necesitaba que siguiera
hablando. Sabía que ese momento podía llegar, y me había preparado para
ello. No iba a dejar que me volviera a capturar. Eché un vistazo en dirección
a Mal, esperando que entendiera lo que me proponía.
—Quiero darte las gracias —declaró el Oscuro.
Eso sí que no me lo esperaba.
—¿Darme las gracias?
—Por el don que me has otorgado.
Mis ojos fueron rápidamente a las cicatrices de su pálida mejilla.
—No —dijo con una pequeña sonrisa—, no por eso. Aunque son un
buen recordatorio.
—¿De qué? —pregunté, curiosa a pesar de todo.
Su mirada era de roca gris.
—De que todos los hombres pueden quedar en ridículo. No, Alina, el
don que me has otorgado es mucho mayor.
Se giró y yo le lancé otra mirada a Mal.
—A diferencia de ti —continuó—, yo comprendo la gratitud, y me
gustaría expresarla.
Alzó las manos y la oscuridad cayó sobre la habitación.
—¡Ahora! —grité.
Mal clavó el codo en el costado de Iván. Al mismo tiempo, levanté las
manos y la luz apareció, resplandeciente, cegando a los hombres a nuestro
alrededor. Concentré mi poder, formando una guadaña de pura luz. Solo
tenía un objetivo. No iba a dejar al Oscuro en pie. Escudriñé la vibrante
negrura, tratando de encontrar mi objetivo. Pero algo iba mal.
Había visto al Oscuro utilizar su poder incontables veces antes. Aquello
era diferente. Las sombras se arremolinaban alrededor del círculo de mi luz,
girando cada vez más rápido, una nube que se retorcía con chasquidos y
zumbidos, como si se tratara de un enjambre de insectos hambrientos. Las
empujé con mi poder, pero se retorcieron y se acercaron aún más.
Mal se encontraba junto a mí. De algún modo, había conseguido el
cuchillo de Iván.
—Permanece cerca —dije. Mejor aprovechar la oportunidad y abrir un
agujero en el suelo que quedarme ahí plantada sin hacer nada. Me concentré
y sentí el poder del Corte vibrar en mi interior. Alcé el brazo… y algo salió
de la oscuridad.
Es un truco, pensé mientras la cosa se acercaba a nosotros. Tiene que
ser algún tipo de ilusión.
Era una criatura formada de sombras, con el rostro inexpresivo y
desprovisto de facciones. Su cuerpo temblaba y se emborronaba, y después
volvía a formarse: brazos, piernas, largas manos que terminaban en algo
vagamente parecido a unas garras, una ancha espalda con alas que se
agitaban fluctuantes mientras se desplegaban como una mancha negra. Casi
parecía un volcra, pero la forma era más humana. Y no temía a la luz. No
me temía a mí.
Es un truco, insistió mi mente aterrorizada. No es posible. Era una
violación de todo lo que sabía sobre el poder de los Grisha. No podíamos
crear materia. No podíamos crear vida. Pero la criatura iba hacia nosotros, y
los Grisha del Oscuro se encogían contra las paredes con un terror muy real.
Eso era lo que tanto los asustaba.
Me tragué mi terror para concentrarme de nuevo en mi poder. Balanceé
el brazo y lo hice caer en un arco brillante e implacable. La luz atravesó a la
criatura. Por un momento pensé que seguiría avanzando, pero entonces
titubeó, brillando como una nube iluminada por un rayo, y se desvaneció en
la nada. Tuve tiempo para un mínimo arrebato de alivio antes de que el
Oscuro levantara la mano y otro monstruo ocupara su lugar, seguido por
otro, y otro más.
—Este es el don que me has otorgado —explicó el Oscuro—. El don
que conseguí en la Sombra.
Su rostro cobró nueva vida por el poder y alguna clase de terrible
alegría. Pero también podía ver su esfuerzo. Lo que quiera que estuviera
haciendo se estaba cobrando su precio.
Mal y yo retrocedimos en dirección a la puerta mientras las criaturas
nos acechaban más de cerca. De pronto, una de ellas se lanzó hacia delante
con extraordinaria velocidad. Mal atacó con su cuchillo. La cosa titubeó un
momento, y después lo agarró y lo lanzó a un lado como si se tratara de un
muñeco. Aquello no era ninguna ilusión.
—¡Mal! —chillé.
Lancé el Corte y la criatura se consumió en la nada, pero el siguiente
monstruo saltó sobre mí en cuestión de segundos. Me agarró y la repulsión
hizo que me estremeciera. Su contacto era como un millar de insectos que
reptaran y se arremolinaran por mis brazos.
Me levantó de los pies, y vi lo muy equivocada que había estado. Sí que
tenía una boca, un agujero ancho y retorcido que se extendió para mostrar
una fila tras otra de dientes. Los sentí todos cuando me los clavó
profundamente en el hombro.
El dolor no se parecía a nada que hubiera sentido antes. Reverberó
dentro de mí, multiplicándose sobre sí mismo, abriéndome en dos y
rasgándome los huesos. Desde la distancia, oí a Mal gritar mi nombre. Me
oí a mí misma gritar.
La criatura me soltó y yo caí al suelo. Estaba boca arriba, y el dolor
seguía reverberando en mi interior en oleadas infinitas. Podía ver el techo
con manchas de humedad, la criatura de sombras acechando arriba, la cara
pálida de Mal mientras se arrodillaba junto a mí. Sus labios formaron mi
nombre, pero no podía oírlo. Ya me estaba desvaneciendo.
Lo último que oí fue la voz del Oscuro, tan clara como si estuviera
tumbado junto a mí, con los labios en mi oído, susurrando para que solo yo
pudiera oírlo: Gracias.
tra vez la oscuridad. Algo bulle dentro de mí. Busco la luz, pero
está fuera de mi alcance.
—Bebe.
Abro los ojos y enfoco el rostro de Iván, con el ceño
fruncido.
—Hazlo tú —le gruñe a alguien.
Entonces Genya se inclina sobre mí, más hermosa que nunca, incluso
con la kefta roja hecha un desastre. ¿Estoy soñando?
Me presiona algo contra los labios.
—Bebe, Alina.
Intento apartar la taza de un golpe, pero no puedo mover las manos.
Me aprietan la nariz y me obligan a abrir la boca. Algún tipo de caldo se
desliza por mi garganta. Toso y escupo.
—¿Dónde estoy? —intento decir.
Otra voz, fría y pura:
—Lleváosla.
Estoy en el carro tirado por el poni, volviendo de la aldea con Ana Kuya. Su
codo huesudo se me clava en las costillas mientras vamos botando por el
camino que nos llevará a casa, a Keramzin. Mal está a su otro lado, riendo y
señalando a todo lo que vemos.
El poni pequeño y rechoncho avanza lentamente, sacudiendo su melena
desgreñada mientras subimos la última colina. A mitad de trayecto pasamos
junto a un hombre y una mujer a un lado del camino. Él silba al andar,
agitando su bastón al ritmo de la música. La mujer camina fatigosamente a
su lado, con la cabeza gacha y un bloque de sal atado a la espalda.
—¿Son muy pobres? —le pregunto a Ana Kuya.
—No tan pobres como otros.
—Entonces, ¿por qué no compra un burro ese hombre?
—No necesita un burro —dice Ana Kuya—. Tiene a su mujer.
—Yo me voy a casar con Alina —dice Mal.
El carro pasa junto a ellos. El hombre se quita el gorro y saluda con
alegría.
Mal contesta felizmente, saludando con la mano y sonriendo, a punto de
caerse de su asiento.
Miro hacia atrás por encima del hombro, estirando el cuello para
observar a la mujer que se esfuerza por seguir a su marido. En realidad no
es más que una chica, pero sus ojos parecen viejos y gastados.
A Ana Kuya no se le escapa nada.
—Eso es lo que les pasa a las campesinas que no se benefician de la
amabilidad del Duque. Por eso debes ser agradecida y acordarte de él cada
noche al rezar tus plegarias.
El tintineo de las cadenas.
La cara de preocupación de Genya.
—No es seguro seguir haciéndole esto.
—No me digas cómo hacer mi trabajo —escupe Iván.
El Oscuro, de negro y de pie entre las sombras. El balanceo del mar
debajo de mí. La comprensión me golpea como un puñetazo: estamos en un
barco.
Por favor, que esto sea solo un sueño.
Vuelvo a estar en el camino a Keramzin, observando el cuello inclinado del
poni mientras sube la colina trabajosamente. Cuando miro hacia abajo, la
chica que se esfuerza bajo el peso del bloque de sal tiene mi cara. Baghra
está sentada junto a mí en el carro.
—El buey siente el yugo —dice—, pero ¿siente el pájaro el peso de sus
alas?
Sus ojos negros son como la noche. «Sé agradecida», dicen. «Sé
agradecida». Hace chasquear las riendas.
—Bebe.
Más caldo. Esta vez no forcejeo. No quiero volver a ahogarme. Caigo
hacia atrás y dejo que se cierren mis párpados, alejándome a la deriva,
demasiado débil como para luchar. Una mano en mi mejilla.
—Mal —consigo susurrar.
La mano se aparta.
Nada.
—Despierta. —Esta vez, no reconozco la voz—. Sácala de ahí.
Consigo abrir los párpados. ¿Sigo soñando? Un chico se inclina sobre
mí: pelo rojizo, nariz rota. Me recuerda al zorro demasiado listo, otra de las
historias de Ana Kuya, lo bastante listo como para salir de una trampa, pero
demasiado tonto como para darse cuenta de que no escapará de una
segunda. Hay otro chico de pie tras él, pero este es enorme, una de las
personas más grandes que he visto jamás. Sus ojos dorados tienen la
inclinación de los Shu.
—Alina —dice el zorro. ¿Cómo conoce mi nombre?
La puerta se abre y veo otra cara extraña, una chica con pelo corto de
color negro y la misma mirada dorada del gigante.
—Ya vienen —advierte.
El zorro suelta una maldición.
—Vuélvela a acostar.
El gigante se acerca. La oscuridad vuelve a desangrarse sobre mí.
—No, por favor…
Demasiado tarde. La oscuridad me atrapa.
Soy una niña que sube fatigosamente por una colina. Mis botas chapotean
en el barro y la espalda me duele por el peso del bloque de sal. Cuando
pienso que no puedo dar un paso más, siento que me levantan del suelo. La
sal cae de mis hombros, y la veo esparcirse en el camino. Floto alto, más
alto. Debajo de mí, puedo ver el carro del poni, los tres pasajeros que
levantan la mirada hacia mí, con la boca abierta por la sorpresa. Puedo ver
mi sombra pasando sobre ellos, más allá del camino y los yermos campos
invernales, la forma oscura de una chica, flotando alto gracias a sus propias
alas desplegadas.
Lo primero que supe que era real fue el balanceo del barco: el crujido de las
jarcias, el agua que salpicaba el casco.
Cuando traté de darme la vuelta, una punzada de dolor me atravesó el
hombro. Jadeé y me incorporé de golpe, abriendo mucho los ojos con el
corazón latiendo a toda velocidad, completamente despierta. Una oleada de
náuseas me atravesó, y tuve que pestañear para eliminar las estrellas que
flotaban en mi campo de visión. Estaba en el pulcro camarote de un barco,
tumbada sobre un catre estrecho. La luz del sol se derramaba por un ojo de
buey.
Genya estaba sentada en el borde de mi cama. Así que ella no había sido
un sueño. ¿O estaba soñando todavía? Traté de sacudirme las telarañas que
tenía en la mente y recibí otra oleada de náuseas como recompensa. El olor
desagradable que flotaba en el aire no estaba ayudando a que se me asentara
el estómago. Me forcé a inspirar de modo largo y tembloroso.
Genya llevaba una kefta roja bordada de azul, una combinación que
nunca había visto en ningún otro Grisha. La prenda estaba sucia y algo
raída, pero su pelo se encontraba recogido en unos rizos inmaculados, y
parecía más hermosa que cualquier reina. Me llevó una tacita a los labios.
—Bebe —dijo.
—¿Qué es? —pregunté con cautela.
—Solo agua.
Traté de coger la taza de sus manos y me percaté de que mis muñecas
llevaban esposas. Alcé las manos incómodamente. El agua tenía un regusto
metálico, pero estaba sedienta. Di un sorbo, tosí, y después bebí con avidez.
—Más lento —advirtió ella, retirándome el pelo de la cara—, o vas a
vomitar.
—¿Cuánto? —pregunté, echando un vistazo a Iván, que se encontraba
recostado contra la puerta vigilándome—. ¿Cuánto tiempo he estado
inconsciente?
—Algo más de una semana —respondió Genya.
—¿Una semana?
El pánico se apoderó de mí. Una semana con Iván ralentizando mi ritmo
cardiaco para mantenerme inconsciente.
Me levanté de golpe y se me fue la sangre a la cabeza. Me habría caído
si Genya no me hubiera ayudado a estabilizarme. Me esforcé por librarme
del mareo, me la saqué de encima, y fui a traspiés hasta el ojo de buey para
mirar por el neblinoso círculo de cristal. Nada. Nada salvo el mar azul.
Ningún puerto. Ninguna costa. Novyi Zem había desaparecido hacía
mucho. Me esforcé por contener las lágrimas que se me agolparon en los
ojos.
—¿Dónde está Mal? —pregunté. Cuando nadie respondió, me di la
vuelta—. ¿Dónde está Mal? —le exigí a Iván.
—El Oscuro quiere verte —replicó él—. ¿Estás lo bastante fuerte como
para caminar o tengo que llevarte en brazos?
—Dale un momento —intervino Genya—. Al menos déjala que coma y
se lave la cara.
—No. Llévame con él. —Genya frunció el ceño—. Estoy bien —insistí.
En realidad, me sentía débil, atontada y aterrorizada. Pero no iba a
quedarme tumbada en aquel catre, y lo que necesitaba eran respuestas, no
comida.
Cuando abandonamos el camarote nos vimos envueltos en un horrible
hedor, no los olores habituales de un barco a agua sucia, pescado y cuerpos
sudorosos que recordaba de nuestro viaje a bordo del Verrhader, sino algo
mucho peor. Sentí arcadas y me cubrí la boca con las manos. De pronto, me
alegraba no haber comido.
—¿Qué es eso?
—Sangre, huesos, grasa de ballena derretida —explicó Iván—. Estamos
a bordo de un ballenero. Te acostumbras —añadió.
—Tú te acostumbras —replicó Genya, arrugando la nariz.
Me llevaron hasta una escotilla que conducía a la cubierta que había
arriba. Iván trepó por la escalerilla y yo lo seguí tan rápido como pude,
deseando salir de las oscuras entrañas del barco y librarme de ese terrible
olor. Era difícil subir con las muñecas esposadas, e Iván enseguida perdió la
paciencia. Me tomó de las muñecas para arrastrarme el último trecho. Tomé
grandes bocanadas de aire fresco y pestañeé ante la deslumbrante luz.
El ballenero avanzaba a toda vela, impulsado por tres Vendavales
Grisha que se encontraban junto a los mástiles con los brazos en alto y las
keftas azules agitándose alrededor de sus piernas. Etherealki, la Orden de
los Invocadores. Tan solo unos pocos meses antes, yo había sido una de
ellos.
La tripulación iba vestida con telas ásperas y muchos estaban descalzos
para tener mejor sujeción sobre la cubierta resbaladiza del barco. Me di
cuenta de que no llevaban uniformes. Eso significaba que no eran militares,
y tampoco había banderas a la vista.
Los demás Grisha del Oscuro eran fáciles de distinguir entre la
tripulación, no solo por sus keftas de colores brillantes, sino porque
permanecían ociosamente junto a las barandillas, mirando el mar o
hablando mientras los marineros trabajaban. Hasta vi a un Hacedor con su
kefta púrpura que leía apoyado en un rollo de cuerda.
Mientras pasábamos por dos enormes hervidores de hierro fundido
colocados sobre la cubierta, capté una violenta oleada del hedor que había
sido tan fuerte abajo.
—Allí es donde derriten la grasa —explicó Genya—. No los han
utilizado en este viaje, pero el olor no desaparece nunca.
Tanto los Grisha como los miembros de la tripulación se turnaban para
mirarme mientras recorríamos el barco. Cuando pasamos bajo el palo de
mesana, levanté la mirada y vi que el chico de pelo oscuro y la chica de mi
sueño estaban ahí sobre nosotros. Se encontraban colgados de las jarcias
como aves de rapiña, observándonos con sus ojos dorados a juego.
Así que no había sido un sueño en absoluto. Habían estado en mi
camarote.
Iván me llevó hasta la proa del barco, donde esperaba el Oscuro. Nos
daba la espalda, mirando más allá del bauprés hasta el lejano horizonte azul,
con la kefta negra hinchándose a su alrededor como un negro estandarte de
guerra.
Genya e Iván hicieron sendas reverencias y se fueron.
—¿Dónde está Mal? —dije con voz ronca. Todavía me dolía la
garganta.
El Oscuro no se giró, sino que sacudió la cabeza antes de hablar.
—Al menos, eres predecible.
—Siento aburrirte. ¿Dónde está?
—¿Cómo sabes que no está muerto?
Me dio un vuelco el estómago.
—Porque te conozco —dije con más confianza de la que sentía.
—¿Y si lo estuviera? ¿Te lanzarías al mar?
—No, a menos que pudiera llevarte conmigo.
—¿Dónde está?
—Mira detrás de ti.
Me di la vuelta. Más abajo, en la cubierta principal, vi a Mal a través del
revoltijo de cuerdas y jarcias. Estaba flanqueado por guardias Corporalki,
pero mantenía la mirada fija en mí. Había estado observándome, esperando
a que me girara. Di un paso hacia delante, pero el Oscuro me agarró el
brazo.
—No te alejes —advirtió.
—Déjame hablar con él —supliqué. Odiaba la desesperación en mi voz.
—Ni hablar. Tenéis el mal hábito de actuar como idiotas pensando que
es heroico.
El Oscuro levantó la mano, y los guardias de Mal comenzaron a
llevárselo.
—¡Alina! —gritó, y después gruñó cuando uno de los guardias le dio un
fuerte bofetón.
—¡Mal! —chillé mientras se lo llevaban a rastras y forcejeando bajo
cubierta—. ¡Mal!
Me libré del agarre del Oscuro, con la garganta cerrada por la ira.
—Si le haces algo…
—No voy a hacerle nada —aseguró—. Al menos, no mientras pueda
serme de utilidad.
—No quiero que le hagas daño.
—Está a salvo por ahora, Alina. Pero no me pongas a prueba. Si alguno
de los dos se pasa de la raya, el otro sufrirá. A él le he dicho lo mismo.
Cerré los ojos, tratando de hacer retroceder la furia y la desesperanza
que sentía. Volvíamos a estar justo donde habíamos empezado. Asentí.
El Oscuro volvió a sacudir la cabeza.
—Me lo ponéis demasiado fácil. Si lo pincho a él, tú sangras.
—Y alguien como tú no puede comprender eso, ¿verdad?
Estiró la mano y dio unos golpecitos al collar de Morozova, rozando
con los dedos la piel de mi garganta. Incluso ese débil toque abría la
conexión entre nosotros, y una oleada de poder vibró a través de mí como si
hubieran golpeado una campana.
—Comprendo lo suficiente —dijo con suavidad.
—Quiero verle —logré decir—. Cada día. Quiero saber que está a
salvo.
—Por supuesto. No soy cruel, Alina. Tan solo cauteloso.
Casi me reí.
—¿Fue por eso por lo que hiciste que uno de tus monstruos me
mordiera?
—No fue por eso —replicó, con la mirada firme. Echó un vistazo a mi
hombro—. ¿Te duele?
—No —mentí.
El débil asomo de una sonrisa tocó sus labios.
—Mejorará —aseguró—. Pero la herida jamás podrá sanar por
completo. Ni siquiera mediante los Grisha.
—Esas criaturas…
—Los nichevo’ya.
Nadas. Me estremecí, recordando los sonidos de chasquidos que hacían,
los enormes agujeros que eran sus bocas. Me palpitó el hombro.
—¿Qué son?
Sus labios temblaron. El débil rastro de cicatrices de su rostro apenas
resultaba visible, como el fantasma de un mapa. Una se encontraba
peligrosamente cerca de su ojo derecho; había estado a punto de perderlo.
Me puso la mano en la mejilla y, cuando habló, su voz casi resultaba tierna.
—Son solo el comienzo —susurró.
Me dejó ahí, en la cubierta de proa, con la piel todavía estremecida por
el roce de sus dedos, la cabeza inundada de preguntas. Antes de que pudiera
comenzar a planteármelas, Iván apareció y comenzó a arrastrarme de vuelta
a la cubierta principal.
—Más despacio —protesté, pero él se limitó a darme otro tirón de la
manga. Perdí el equilibrio y me abalancé hacia delante. Me golpeé las
rodillas dolorosamente sobre la cubierta, y apenas tuve tiempo de poner por
delante mis manos encadenadas para frenar la caída. Me retorcí cuando una
astilla se me hundió en la carne.
—Muévete —ordenó Iván. Me esforcé por ponerme de rodillas. Él me
dio un empujón con la punta de su bota, mi rodilla se deslizó y volví a caer
sobre la cubierta con un fuerte golpe—. He dicho que te muevas.
Entonces, una enorme mano me alzó y me puso en pie. Cuando me giré,
me sorprendió ver al gigante y a la chica de pelo negro.
—¿Estás bien? —preguntó ella.
—Esto no es asunto vuestro —dijo Iván, enfadado.
—Es prisionera de Sturmhond —replicó la chica—. Debería ser tratada
como corresponde.
Sturmhond. El nombre me resultaba familiar. Entonces, ¿era aquel su
barco? ¿Y su tripulación? Habían hablado de él a bordo del Verrhader. Era
un corsario y traficante ravkano, infame por haberse enfrentado a los
fjerdanos y por la fortuna que había conseguido capturando naves
enemigas. Pero no llevaba la bandera del águila doble.
—Es la prisionera del Oscuro —puntualizó Iván—, y una traidora.
—Tal vez en tierra —soltó la chica.
Iván chapurreó algo en shu que no comprendí. El gigante se limitó a
reírse.
—Hablas shu como un turista —replicó.
—Y no seguiremos órdenes tuyas en ningún idioma —añadió la chica.
Iván sonrió con suficiencia.
—Ah, ¿no? —Crispó la mano, y la chica se aferró el pecho y cayó sobre
una rodilla.
Antes de que pudiera pestañear, el gigante tenía una hoja retorcidamente
curvada en la mano y arremetió contra Iván. Perezosamente, él movió la
otra mano, y el gigante hizo una mueca. Sin embargo, siguió avanzando.
—Déjalos en paz —protesté, forcejeando impotentemente con mis
esposas. Podía invocar la luz aun estando esposada, pero no tenía forma de
concentrarla.
Iván me ignoró y apretó el puño. El gigante se detuvo y la espada se le
cayó de entre los dedos. La frente comenzó a sudarle mientras Iván le
arrancaba la vida del corazón.
—No nos pasemos de la raya, ye zho —lo amonestó Iván.
—¡Lo estás matando! —grité en un ataque de pánico. Lo golpeé con
fuerza con el hombro, tratando de derribarlo.
En ese momento, sonó un doble chasquido muy alto.
Iván se detuvo y su sonrisa de suficiencia se evaporó. Tras él había un
chico alto de más o menos mi edad, tal vez unos años más… cabello
cobrizo, la nariz rota. El zorro demasiado listo.
Tenía una pistola amartillada en la mano, con el cañón apuntando al
cuello de Iván.
—Soy un anfitrión amable, desangrador. Pero toda casa tiene sus reglas.
Anfitrión. Así que ese debía de ser Sturmhond. Parecía demasiado joven
como para ser capitán de nada.
Iván bajó las manos. El gigante tragó aire. La chica se puso en pie,
todavía aferrándose el pecho. Respiraban trabajosamente, y sus ojos ardían
de odio.
—Buen chico —le dijo Sturmhond a Iván—. Ahora, me llevaré a la
prisionera de vuelta a su habitación, y tú puedes irte a hacer… lo que sea
que hagas cuando los demás están trabajando.
Iván frunció el ceño.
—No pienso…
—Eso está claro. ¿Por qué ibas a empezar a pensar ahora?
El rostro de Iván enrojeció de ira.
—Tú no…
Sturmhond se inclinó hacia él, ya sin rastro de humor en la voz, y su
comportamiento relajado fue reemplazado por algo como el filo de una
espada.
—No me importa quién seas en tierra. En este barco, no eres más que
lastre. Salvo que te lance por la borda, en cuyo caso serás cebo para los
tiburones. Me gustan los tiburones. Su carne es dura, pero están bien para
variar. Recuerda eso la próxima vez que se te ocurra amenazar a alguien a
bordo de esta nave. —Dio un paso hacia atrás y volvió a tono jocoso—.
Venga, cebo de tiburones. Huye junto a tu amo.
—No voy a olvidar esto, Sturmhond —escupió Iván.
El capitán puso los ojos en blanco.
—Esa es la idea.
Iván se giró sobre sus talones y se alejó pisando fuerte.
Sturmhond enfundó su arma y sonrió cordialmente.
—Es increíble lo rápido que se puede llenar un barco, ¿no? —Se estiró
para darle al gigante y a la chica sendas palmadas en la espalda—. Lo
habéis hecho bien —dijo quedamente.
Seguían con la atención puesta en Iván. Los puños de la chica
permanecían apretados.
—No quiero problemas —advirtió el capitán—. ¿Entendido? —Ellos
intercambiaron una mirada, y después asintieron a regañadientes—. Bien.
Ahora, volved a trabajar. Yo la llevaré bajo cubierta.
Ellos volvieron a asentir y, para mi sorpresa, ambos me hicieron una
pequeña reverencia antes de marcharse.
—¿Están emparentados? —pregunté mientras los observaba irse.
—Mellizos —dijo—. Tolya y Tamar.
—Y tú eres Sturmhond.
—En mis días buenos —replicó él. Llevaba bombachos de cuero, un par
de pistolas en las caderas, y una levita de un brillante verde azulado con
llamativos botones de oro y unos puños enormes. Su lugar estaba en una
sala de baile o en el escenario de una ópera, no en la cubierta de un barco.
—¿Qué hace un pirata en un ballenero? —pregunté.
—Corsario —me corrigió él—. Tengo varios barcos. El Oscuro quería
un ballenero, así que le conseguí uno.
—Quieres decir que lo robaste.
—Lo adquirí.
—Estuviste en mi camarote.
—Muchas mujeres sueñan conmigo —dijo suavemente mientras me
conducía bajo la cubierta.
—Te vi al despertar —insistí—. Necesito…
Él alzó una mano.
—No malgastes tu aliento, preciosa.
—Pero si ni siquiera sabes lo que iba a decir.
—Estabas a punto de implorarme, de decirme que necesitas mi ayuda,
que no puedes pagarme pero que tu corazón es sincero, lo típico.
Pestañeé. Eso era exactamente lo que estaba a punto de hacer.
—Pero…
—No malgastes tu aliento, no malgastes tu tiempo, y no malgastes una
buena tarde —dijo—. No me gusta que traten mal a los prisioneros, pero ahí
es hasta donde llega mi interés.
—Tú…
Sacudió la cabeza.
—Y soy notoriamente inmune a las desgracias. Así que, salvo que tu
historia tenga que ver con un perro parlante, no quiero oírla. ¿Es así?
—¿Es así, qué?
—¿Tiene que ver con un perro parlante?
—No —solté—. Tiene que ver con el futuro de un reino y todos los que
hay en él.
—Lástima —dijo, y me tomó del brazo para llevarme a la escotilla de
popa.
—Pensaba que trabajabas para Ravka —repliqué enfadada.
—Trabajo para la bolsa más abultada.
—¿Así que venderías tu país al Oscuro por un poco de oro?
—No, por un montón de oro —dijo él—. Te lo aseguro, no soy barato.
—Hizo un gesto en dirección a la escotilla—. Detrás de ti.
Con la ayuda de Sturmhond, volví hasta mi camarote, donde dos
guardianes Grisha estaban esperando para encerrarme en su interior. El
capitán hizo una reverencia y me dejó sin decir palabra. Me senté sobre el
catre, descansando la cabeza sobre las manos. Sturmhond podía hacerse el
tonto todo lo que quisiera, pero yo sabía que había estado en mi camarote, y
tenía que haber una razón.
O tal vez solo me estaba aferrando a cualquier resquicio de esperanza.
Cuando Genya me trajo la bandeja de la cena, me encontró aovillada en
el catre, mirando la pared.
—Deberías comer —dijo.
—Déjame en paz.
—Si te enfurruñas te saldrán arrugas.
—Bueno, y si mientes te saldrán verrugas —repliqué amargamente. Ella
se rio, y después entró y dejó la bandeja. Fue hasta el ojo de buey y
contempló su reflejo en el cristal.
—Tal vez debería ponerme rubia. El rojo de los Corporalki queda fatal
con mi pelo.
Le eché un vistazo por encima del hombro.
—Sabes que podrías llevar barro cocido y eclipsar a todas las chicas de
dos continentes.
—Cierto —dijo con una sonrisa que yo no le devolví. Suspiró y se
examinó la punta de las botas—. Te he echado de menos.
Me sorprendí por cuánto dolían esas palabras. Yo también la había
echado de menos, y me había sentido como una idiota por ello.
—¿Realmente eras mi amiga? —pregunté.
Ella se sentó en el borde del catre.
—¿Supondría alguna diferencia?
—Tan solo me gustaría saber cómo de estúpida he sido.
—Me encantaba ser tu amiga, Alina. Pero no me arrepiento de lo que
hice.
—¿Y de lo que hizo el Oscuro? ¿Te arrepientes de eso?
—Sé que piensas que es un monstruo, pero está tratando de hacer lo
correcto por Ravka, por todos nosotros.
Me apoyé sobre los codos. Había vivido al tanto de las mentiras del
Oscuro durante tanto tiempo que era fácil olvidar que muy poca gente sabía
quién era realmente.
—Genya, él creó la Sombra.
—El Hereje Negro…
—No hay ningún Hereje Negro —interrumpí, revelando la verdad que
Baghra me había confiado tantos meses antes en el Pequeño Palacio—.
Culpó a su antepasado por la Sombra, pero solo ha habido un Oscuro, y lo
único que le importa es el poder.
—Eso es imposible. El Oscuro se ha pasado la vida tratando de liberar
Ravka de la Sombra.
—¿Cómo puedes decir eso después de lo que le hizo a Novokribirsk?
El Oscuro había utilizado el poder del Nocéano para destruir una ciudad
entera, una muestra de fuerza para acobardar a sus enemigos y marcar el
comienzo de su reinado. Y yo lo había hecho posible.
—Sé que hubo un… incidente.
—¿Un incidente? Mató a cientos de personas, tal vez miles.
—¿Y qué pasa con la gente del esquife? —dijo con expresión seria.
Tomé aliento atropelladamente y me tumbé. Por un largo momento,
estudié los tablones que había sobre mí. No quería preguntar, pero sabía que
iba a hacerlo. La pregunta me había atormentado durante largas semanas y
kilómetros de océano.
—¿Hubo…? ¿Hubo más supervivientes?
—¿Aparte de Iván y del Oscuro? —Yo asentí con la cabeza, expectante
—. Dos Inferni que los ayudaron a escapar. Unos cuantos soldados del
Primer Ejército lograron regresar, y una Vendaval llamada Nathalia también
se libró pero murió a causa de las heridas unos cuantos días más tarde.
Cerré los ojos. ¿Cuántas personas había a bordo de aquel esquife de
arena? ¿Treinta? ¿Cuarenta? Me entraron ganas de vomitar. Podía oír los
gritos, los aullidos de los volcra. Podía oler la pólvora y la sangre. Había
sacrificado a esa gente a cambio de la vida de Mal, de mi libertad, y al final
habían muerto para nada. Volvíamos a estar a merced del Oscuro, que era
más poderoso que nunca.
Genya puso una mano sobre la mía.
—Hiciste lo que tenías que hacer, Alina.
Solté una risa semejante a un ladrido áspero y aparté la mano.
—¿Eso es lo que te dice el Oscuro, Genya? ¿Hace que sea más fácil?
—No, en realidad no. —Miró hacia abajo, a su regazo, alisando y
arrugando los pliegues de su kefta—. Me liberó, Alina. ¿Qué se supone que
tengo que hacer? ¿Volver corriendo al palacio? ¿Volver junto al Rey? —
negó con la cabeza violentamente—. No. He tomado mi decisión.
—¿Qué pasa con los otros Grisha? —pregunté—. No pueden estar todos
de parte del Oscuro. ¿Cuántos se han quedado en Ravka?
Genya se puso rígida.
—Se supone que no puedo hablar de eso contigo…
—Genya…
—Come, Alina. Intenta descansar un poco. Pronto llegaremos al hielo.
El hielo. Entonces, no íbamos de vuelta a Ravka. Debíamos de estar
viajando hacia el norte.
Se puso en pie y se sacudió el polvo de la kefta. Puede que bromeara
acerca del color, pero yo sabía lo mucho que significaba para ella.
Demostraba que era realmente una Grisha: ya no era una sirvienta, sino que
estaba protegida, amparada. Recordé la misteriosa enfermedad que había
debilitado al Rey justo antes del golpe de Estado del Oscuro. Genya había
sido de los pocos Grisha con acceso a la familia real, y había utilizado ese
acceso para ganarse el derecho a vestir de rojo.
—Genya —dije cuando se disponía a abrir la puerta—. Una pregunta
más.
Hizo una pausa, con la mano en el pomo.
Parecía tan poco importante, tan tonto mencionarlo después de todo este
tiempo. Pero era algo que me había estado preocupando desde hacía mucho.
—Las cartas que le escribí a Mal cuando estaba en el Pequeño Palacio.
Me dijo que nunca las llegó a recibir.
No se giró hacia mí, pero vi que sus hombros se hundían.
—Jamás las enviaron —susurró—. El Oscuro dijo que necesitabas dejar
atrás tu antigua vida.
Cerró la puerta y oí el chasquido del cerrojo.
Todas esas horas que había pasado hablando y riéndome con Genya,
bebiendo té y probándome vestidos. Me había estado mintiendo todo el
tiempo. Lo peor era que el Oscuro había tenido razón. Si hubiera seguido
aferrándome a Mal y al recuerdo de mi amor por él, tal vez nunca habría
llegado a dominar mi poder. Pero Genya no sabía eso. Ella tan solo seguía
órdenes, sin importarle que mi corazón se rompiera. No sabía qué era eso,
pero no era amistad.
Me giré hacia un lado, sintiendo el suave movimiento del barco debajo
de mí. ¿Eso era lo que se sentía cuando tu madre te mecía entre sus brazos
hasta que te dormías? No podía recordarlo. Ana Kuya a veces tarareaba, en
voz baja, mientras apagaba las lámparas y cerraba las habitaciones de
Keramzin por la noche. Eso era lo más cerca que habíamos estado Mal y yo
de una nana.
En algún lugar en la parte superior, oí que un marinero gritaba algo por
encima del viento. La campana sonó para señalar el cambio de guardia.
Estamos vivos, me recordé. Hemos escapado de él antes. Podemos volver a
hacerlo. Pero no me sirvió de nada, y al final me rendí y dejé que salieran
las lágrimas. A Sturmhond lo habían comprado. Genya había elegido al
Oscuro. Mal y yo estábamos tan solos como siempre, sin amigos ni aliados,
rodeados por nada a excepción del despiadado mar. Esa vez, incluso aunque
escapáramos, no había ningún sitio a donde huir.
enos de una semana después, divisé los primeros bloques de
hielo flotante. Estábamos muy al norte, donde el mar se
oscurecía y el hielo emergía desde las profundidades en forma
de peligrosos picos. Aunque estábamos a principios del verano,
el viento nos mordía la piel. Por la mañana, las cuerdas estaban rígidas por
el hielo.
Me pasaba horas paseándome por mi camarote, mirando el mar infinito.
Cada mañana me llevaban a la cubierta, donde tenía la oportunidad de
estirar las piernas y ver a Mal desde lejos. El Oscuro siempre permanecía
junto a la barandilla, examinando el horizonte, en busca de algo. Sturmhond
y su tripulación mantenían las distancias.
El séptimo día, pasamos entre dos islas de pizarra que reconocí de mi
tiempo como cartógrafa: Jelka y Vilki, el Tenedor y el Cuchillo. Habíamos
llegado hasta el Paso de los Huesos, la larga extensión de aguas negras
donde incontables barcos habían naufragado en unas islas sin nombre que
aparecían y desaparecían entre la niebla. En los mapas, se marcaba con
calaveras de marineros, monstruos de enormes bocas, sirenas de pelo
blanco como el hielo y los profundos ojos negros de las focas. Solo los
cazadores fjerdanos más experimentados se aventuraban hasta allí, en busca
de pieles, arriesgándose a morir para conseguir premios suculentos. Pero
¿qué premio buscábamos nosotros?
Sturmhond ordenó que se recogieran las velas, y nuestro ritmo se
ralentizó mientras nos deslizábamos a través de la niebla. Un silencio
inquieto cubría el barco. Estudié las barcazas del ballenero, los montones de
arpones con puntas de acero Grisha. No resultaba difícil adivinar para qué
eran. El Oscuro iba detrás de algún tipo de amplificador. Examiné las filas
de los Grisha y me pregunté quién podía ser el elegido para otro de los
«regalos» del Oscuro. Pero una terrible sospecha había arraigado en mi
interior.
Es una locura, me dije. No se atrevería a intentarlo. El pensamiento no
resultaba demasiado reconfortante. Él siempre se atrevía a todo.
Al día siguiente, el Oscuro ordenó que me llevaran ante él.
—¿Para quién es? —pregunté mientras Iván me dejaba junto a la
barandilla de estribor.
El Oscuro se limitó a seguir mirando las olas, y me planteé tirarlo por el
otro lado de la barandilla. Sí, tenía cientos de años, pero ¿sabría nadar?
—Dime que no estás considerando lo que pienso —dije—. Dime que el
amplificador es para otra chica estúpida e ingenua.
—¿Alguien menos terca? ¿Menos egoísta? ¿Menos ansiosa por llevar la
vida de un ratón? Créeme —replicó—, ojalá pudiera.
Tenía ganas de vomitar.
—Un Grisha solo puede tener un amplificador. Tú mismo me lo dijiste.
—Los amplificadores de Morozova son diferentes.
Lo miré boquiabierta.
—¿Hay otro como el ciervo?
—Estaban hechos para ser utilizados juntos, Alina. Son únicos, al igual
que nosotros.
Pensé en los libros que había leído sobre la teoría Grisha. Todos
aseguraban lo mismo: el poder de los Grisha no era infinito; debía
mantenerse bajo control.
—No —dije—. No quiero eso. Quiero…
—Quiero —se burló el Oscuro—. Yo quiero ver a tu rastreador
muriendo lentamente con mi puñal en el corazón. Quiero que el mar os
trague a los dos. Pero nuestros destinos están ahora entrelazados, Alina, y
no hay nada que ninguno de los dos podamos hacer para evitarlo.
—Estás loco.
—Sé que te complace pensar eso —señaló—, pero los amplificadores
deben ser utilizados juntos. Si tenemos alguna esperanza de controlar la
Sombra…
—No se puede controlar la Sombra. Hay que destruirla.
—Cuidado, Alina —advirtió con una pequeña sonrisa—. Yo he pensado
lo mismo sobre ti. —Hizo un gesto en dirección a Iván, que estaba
esperando a una distancia respetuosa—. Tráeme al chico.
El corazón me saltó hasta la garganta.
—Espera —dije—. Me prometiste que no le harías daño.
Me ignoró. Como una idiota, miré a mi alrededor, como si alguien en
ese barco dejado de la mano de los Santos fuera a atender mis súplicas.
Sturmhond estaba junto al timón, observándonos, con el rostro impasible.
Tiré de la manga del Oscuro.
—Teníamos un trato. No he hecho nada. Dijiste…
El me miró con sus fríos ojos de cuarzo, y las palabras murieron en mis
labios.
Un momento después, Iván apareció arrastrando a Mal y lo condujo
hasta la barandilla. Ahí estaba, entornando los ojos ante la luz, con las
manos atadas. Era lo más cerca que habíamos estado desde hacía semanas.
Aunque estaba pálido y cansado, no parecía que le hubieran hecho daño. Vi
la pregunta en su expresión cautelosa, pero no tenía respuesta.
—Muy bien, rastreador —dijo el Oscuro—. Rastrea.
Mal miró del Oscuro hacia mí y luego otra vez a él.
—¿Que rastree qué? Estamos en mitad del océano.
—Alina me dijo una vez que podías sacar conejos de las rocas. Yo
mismo pregunté a la tripulación del Verrhader, y aseguraron que eras igual
de hábil en el mar. Parecían pensar que podías hacer muy rico a algún
capitán afortunado gracias a tu pericia.
Mal frunció el ceño.
—¿Quieres que cace ballenas?
—No —replicó el Oscuro—. Quiero que caces al azote marino.
Nos lo quedamos mirando, conmocionados. Casi me reí.
—¿Estás buscando un dragón? —preguntó Mal con incredulidad.
—El dragón de hielo —confirmó el Oscuro—. Rusalye.
Rusalye. En las historias, el azote marino era un príncipe maldito,
forzado a tomar la forma de una serpiente marina y custodiar las gélidas
aguas del Paso de los Huesos. ¿Aquel era el segundo amplificador de
Morozova?
—Es un cuento de hadas —dijo Mal, expresando mis propios
pensamientos—. Un cuento para niños. No existe realmente.
—Ha habido avistamientos del azote marino en estas aguas durante
años —replicó el Oscuro.
—Y también de sirenas y de selkies blancos. Es un mito.
El Oscuro alzó una ceja.
—¿Como el ciervo?
Mal me miró, y yo sacudí ligerísimamente la cabeza. Fuera lo que fuera
lo que se proponía el Oscuro, no íbamos a ayudarlo.
Mal echó un vistazo a las olas.
—No sabría por dónde empezar.
—Por el bien de la chica, espero que eso no sea verdad. —El Oscuro
sacó un delgado puñal de entre los pliegues de su kefta—. Porque cada día
que no encontremos al azote marino, le arrancaré un trozo de piel.
Lentamente. Después Iván la curará, y al día siguiente volveremos a hacerlo
otra vez.
Sentí que se me iba toda la sangre de la cara.
—No vas a hacerle daño —dijo Mal, pero pude oír el miedo en su voz.
—No quiero hacerle daño —replicó el Oscuro—. Quiero que hagas lo
que te pido.
—Me llevó meses encontrar al ciervo —señaló Mal con desesperación
—. Sigo sin saber cómo lo hicimos.
Sturmhond dio un paso hacia delante. Había estado tan concentrada en
Mal y el Oscuro que casi me había olvidado de él.
—No voy a dejar que torturen a una chica en mi barco.
El Oscuro dirigió su fría mirada hacia el corsario.
—Trabajas para mí, Sturmhond. Si no haces tu trabajo, que te pague
será la menor de tus preocupaciones.
Una desagradable oleada de inquietud recorrió el barco. La tripulación
de Sturmhond estaba evaluando a los Grisha, y sus expresiones no eran
amistosas. Genya tenía una mano sobre la boca, pero no dijo ni una palabra.
—Dale algo de tiempo al rastreador —dijo quedamente Sturmhond—.
Una semana. Al menos unos días.
El Oscuro deslizó los dedos por mi brazo, subiéndome la manga para
dejar al descubierto mi blanca piel.
—¿Debería empezar por el brazo? —preguntó. Soltó la manga y me
recorrió la mejilla con los nudillos—. ¿O por su cara? —Asintió en
dirección a Iván—. Sujétala.
Él me sujetó la parte posterior de la cabeza, y el Oscuro levantó el
puñal. Lo vi brillar por el rabillo del ojo. Traté de encogerme, pero Iván me
tenía bien sujeta. La hoja rozó mi mejilla. Tomé aliento, asustada.
—¡Para! —gritó Mal. El Oscuro esperó—. Puedo… Puedo hacerlo.
—Mal, no —dije con más valor del que sentía.
Él tragó saliva antes de responder.
—Id hacia el suroeste. Por donde hemos venido.
Me quedé muy quieta. ¿Había visto algo? ¿O tan solo estaba intentando
evitar que me hicieran daño?
El Oscuro inclinó la cabeza hacia un lado y lo examinó.
—Creo que eres lo suficientemente listo como para no intentar jugar
conmigo, rastreador.
Mal asintió bruscamente.
—Puedo hacerlo. Puedo encontrarlo. Solo… Solo dame tiempo.
El Oscuro envainó su puñal. Solté aire lentamente y traté de reprimir un
escalofrío.
—Tienes una semana —dijo, dándose la vuelta y desapareciendo por la
escotilla—. Tráela —le gritó a Iván.
—Mal… —comencé mientras Iván me agarraba del brazo. Él levantó
sus manos atadas, tratando de alcanzarme. Sus dedos rozaron los míos
brevemente, y después Iván me arrastró en dirección a la escotilla.
Mi mente iba a toda velocidad mientras descendíamos al frío y húmedo
estómago del navío. Caminé dando traspiés detrás de Iván, tratando de
encontrarle el sentido a todo lo que había pasado. El Oscuro había dicho
que no le haría daño a Mal mientras lo necesitara. Había asumido que
simplemente quería utilizarlo para mantenerme a raya, pero ahora quedaba
claro que se trataba de algo más que eso. ¿De verdad pensaba Mal que
podía encontrar al azote marino, o tan solo estaba tratando de conseguir
tiempo? No estaba segura de lo que prefería que fuera verdad. No me
gustaba la idea de que me torturaran, pero ¿y si encontrábamos realmente al
dragón de hielo? ¿Qué supondría tener un segundo amplificador?
Iván me llevó hasta un camarote espacioso que tenía el aspecto de la
habitación de un capitán. Probablemente habían relegado a Sturmhond con
el resto de su tripulación. Había una cama en una esquina, y la curvada
pared de popa estaba llena de ventanas de cristales gruesos. Derramaban
una luz acuosa sobre un escritorio tras el cual se sentaba el Oscuro.
Iván hizo una reverencia y se apresuró a salir de la habitación, cerrando
la puerta tras él.
—No puede esperar a alejarse de ti —dije, todavía junto a la puerta—.
Tiene miedo de en lo que te has convertido. Todos lo tienen.
—¿Me temes tú, Alina?
—Eso es lo que querrías, ¿verdad?
El Oscuro se encogió de hombros.
—El miedo es un aliado poderoso —replicó—. Y leal.
Me estaba observando de esa forma fría y examinadora que siempre me
hacía sentir como si me estuviera leyendo igual que las palabras de una
página, con los dedos moviéndose sobre el texto para averiguar algún
secreto que yo solo podía tratar de adivinar. Traté de mantenerme inmóvil,
pero las esposas me hacían daño en las muñecas.
—Me gustaría liberarte —dijo muy serio.
—Liberarme, despellejarme. Hay tantas opciones. —Todavía sentía la
presión del puñal sobre la mejilla.
Él suspiró.
—Era una amenaza, Alina. Y ha cumplido con su objetivo.
—¿Así que no me hubieras cortado?
—Yo no he dicho eso. —Su voz era agradable y calmada, como
siempre. Podría haber estado amenazando con cortarme en pedazos o
pidiendo la cena.
En la tenue luz apenas podía distinguir el delgado rastro de las
cicatrices. Sabía que debía permanecer en silencio, forzarlo a hablar
primero, pero mi curiosidad era demasiado grande.
—¿Cómo sobreviviste?
Se pasó la mano por la marcada línea de su mandíbula.
—Parece que a los volcra no les gustaba el sabor de mi carne —dijo,
casi con pereza—. ¿Te has dado cuenta alguna vez de que no se comen
entre ellos?
Me estremecí. Eran sus creaciones, al igual que la cosa que había
hundido sus dientes en mi hombro. La piel de la herida todavía me latía.
—Los similares se atraen.
—No es una experiencia que quiera repetir. Ya he tenido suficiente de la
misericordia de los volcra. Y de la tuya.
Crucé la habitación y me quedé delante del escritorio.
—Entonces, ¿por qué darme un segundo amplificador? —pregunté con
desesperación, deseando encontrar un argumento que de algún modo hiciera
que entrara en razón—. Por si lo has olvidado, traté de matarte.
—Y fracasaste.
—Siempre puede haber una segunda oportunidad. ¿Por qué hacerme
más fuerte?
Él volvió a encogerse de hombros.
—Sin los amplificadores de Morozova, Ravka está perdida. Estás
destinada a tenerlos, al igual que yo estaba destinado a reinar. No puede ser
de otro modo.
—Qué conveniente para ti.
Él se inclinó hacia atrás y cruzó los brazos.
—Has sido de todo menos conveniente, Alina.
—No es posible combinar amplificadores. Todos los libros dicen lo
mismo…
—No todos los libros.
Quería gritar de frustración.
—Baghra me lo advirtió. Dijo que eras arrogante, que estabas cegado
por tu ambición.
—Ah, ¿sí? —Su voz era de hielo—. ¿Qué más traiciones te susurró al
oído?
—Que te quería —repliqué enfadada—. Que creía que podías redimirte.
Entonces él apartó la mirada, pero no antes de que viera un destello de
dolor en su cara. ¿Qué le había hecho a Baghra? Y, ¿qué precio había
pagado por ello?
—Redención —murmuró—. Salvación. Penitencia. Las pintorescas
ideas de mi madre. Tal vez debería haber prestado más atención. —Metió la
mano en el escritorio y sacó un esbelto volumen de color rojo. Mientras lo
sostenía, la luz se reflejó en las letras doradas de la cubierta: Istorii
Sankt’ya—. ¿Sabes lo que es esto?
Fruncí el ceño. Las vidas de los Santos. Me volvió un recuerdo borroso.
El Apparat me había dado un ejemplar meses antes en el Pequeño Palacio.
Lo había metido en el cajón de mi tocador y no había vuelto a pensar en él.
—Es un libro para niños —dije.
—¿Lo has leído?
—No —admití, deseando repentinamente haberlo hecho. El Oscuro me
estaba observando muy de cerca. ¿Qué podía haber que fuera tan
importante en una vieja colección de dibujos religiosos?
—Superstición —dijo, bajando la mirada hasta la cubierta—.
Propaganda de campesinos, o eso pensaba yo. Morozova era un hombre
extraño. Era un poco como tú, se sentía atraído por la gente corriente y
débil.
—Mal no es débil.
—Tiene sus dones, lo admito, pero no es un Grisha. Jamás podrá ser tu
igual.
—Es mi igual y más —repliqué.
Él sacudió la cabeza. Si no lo conociera mejor, habría confundido la
expresión de su rostro por lástima.
—Crees que podrás formar una familia con él. Crees que podréis tener
un futuro. Pero tú te harás más poderosa, y él se hará más viejo. Vivirá su
corta vida de otkazat’sya, y tú lo verás morir.
—Cállate.
Sonrió.
—Adelante, ponte a patalear, lucha contra tu verdadera naturaleza.
Mientras tanto, tu país sufre.
—¡Sufre por tu culpa!
—Sufre porque deposité mi confianza en una chica que no puede
soportar la idea de su propio potencial. —Se puso en pie y rodeó el
escritorio. A pesar de mi furia, di un paso hacia atrás y choqué contra la
silla que tenía a mi espalda—. Sé lo que sientes cuando estás con el
rastreador —añadió.
—Lo dudo.
Él sacudió la mano de forma desdeñosa.
—No, no me refiero a ese anhelo estúpido que aún no has superado.
Conozco el temor que anida en tu corazón. La soledad. La creciente
consciencia de que eres distinta. —Se inclinó hacia mí—. El dolor que eso
conlleva.
Traté de esconder la sacudida que me atravesó.
—No sé de qué estás hablando —dije, pero las palabras me sonaban
falsas.
—Nunca desaparecerá, Alina, tan solo empeorará. No importa tras
cuántas bufandas te escondas o las mentiras que digas, no importa lo rápido
o lo lejos que huyas. —Traté de darme la vuelta, pero él estiró el brazo y me
agarró la barbilla, forzándome a mirarlo. Estaba tan cerca que podía sentir
su aliento—. No hay más como nosotros, Alina —susurró—. Y jamás los
habrá.
Me libré de él bruscamente, derribando la silla y a punto de perder el
equilibrio. Golpeé la puerta con mis manos esposadas, llamando a Iván
mientras el Oscuro observaba. No vino hasta que él se lo ordenó.
Noté vagamente la mano de Iván en mi espalda, el hedor del pasillo, un
marinero que nos dejaba pasar, y después la tranquilidad de mi estrecho
camarote, la puerta que se cerraba detrás de mí, el catre, la tela áspera y
rasposa mientras apretaba la cara contra la colcha, temblando, tratando de
sacar de mi cabeza las palabras del Oscuro. La muerte de Mal. La larga vida
que tenía por delante. El dolor de la soledad que jamás cesaría. Cada miedo
se hundía dentro de mí, una garra punzante que escarbaba en lo más
profundo de mi corazón.
Sabía que era un mentiroso experimentado. Podía fingir cualquier
emoción, aprovecharse de cualquier debilidad humana. Pero yo no podía
negar lo que había sentido en Novyi Zem, ni la verdad de lo que me había
mostrado el Oscuro: mi propia tristeza, mi propio anhelo, reflejados en sus
sombríos ojos grises.
El humor había cambiado a bordo del ballenero. La tripulación estaba
inquieta y vigilante, el desaire a su capitán seguía fresco en sus mentes. Los
Grisha murmuraban entre ellos, nerviosos a causa de nuestro lento avance
por las aguas del Paso de los Huesos.
Cada día, el Oscuro hacía que me llevaran a cubierta para tenerme junto
a él en la proa. Mal permanecía bien vigilado al otro extremo del barco. A
veces lo oía gritar algún rumbo a Sturmhond, o lo veía gesticular a lo que
parecían profundos arañazos justo por encima del nivel del agua en los
largos bloques de hielo junto a los que pasábamos.
Observé las muescas irregulares. Podrían ser marcas de garras. Podrían
no ser nada en absoluto. Sin embargo, había visto de lo que Mal era capaz
en Tsibeya. Cuando estábamos rastreando al ciervo, me había mostrado
ramas rotas, hierba pisoteada; señales que parecían obvias cuando las
señalaba pero que habían resultado invisibles unos momentos antes. Los
miembros de la tripulación parecían escépticos. Los Grisha directamente lo
despreciaban.
Al ocaso, después de que otro día hubiera llegado y se hubiera ido, el
Oscuro me llevaba en procesión por la cubierta y a través de la escotilla,
justo enfrente de Mal. No me permitía hablar con él. Traté de captar su
mirada, de decirle en silencio que estaba bien, pero podía ver que su furia y
su desesperación crecían, y era incapaz de tranquilizarle.
Una vez, cuando tropecé junto a la escotilla, el Oscuro me sujetó y me
sostuvo contra él. Podría haberme soltado, pero se quedó ahí y, antes de que
pudiera apartarme, su mano recorrió la parte baja de mi espalda.
Mal salió disparado hacia delante, pero los Grisha que lo vigilaban lo
sujetaron e impidieron que cargara contra el Oscuro.
—Tres días más, rastreador.
—Déjala en paz —gruñó él.
—Yo he mantenido mi promesa. No le he hecho ningún daño todavía.
¿Tal vez no es eso lo que temes?
Mal parecía a punto de explotar. Tenía la cara pálida, su boca formaba
una línea tensa, y los músculos de sus antebrazos estaban hinchados
mientras forcejeaba contra sus ataduras. No podía soportarlo.
—Estoy bien —dije suavemente, arriesgándome al puñal del Oscuro—.
No puede hacerme daño.
Era mentira, pero sonaba bien en mis labios.
El Oscuro me miró a mí y luego a Mal, y vi ese pozo ancho y profundo
que había en su interior.
—No te preocupes, rastreador. Cuando termine nuestro trato, lo sabrás.
—Me empujó bajo cubierta, pero no antes de que pudiera oír lo último que
le dijo a Mal antes de irse—: Me aseguraré de que la escuches cuando la
haga gritar.
La semana siguió avanzando, y el sexto día Genya me despertó temprano.
Mientras me espabilaba, me di cuenta de que apenas había amanecido. Sentí
una punzada de pánico. Tal vez el Oscuro había decidido acabar con las
prórrogas y comenzar a cumplir sus amenazas.
Pero Genya estaba sonriendo.
—¡Ha encontrado algo! —gritó, balanceándose sobre las plantas de los
pies, prácticamente bailando mientras me ayudaba a levantarme del catre—.
¡El rastreador dice que estamos cerca!
—Se llama Mal —murmuré, alejándome de ella. Ignoré su mirada de
aflicción.
¿Es posible?, me pregunté mientras Genya me conducía hasta arriba.
¿O quizá Mal tan solo esperaba conseguirme más tiempo?
Salimos a la tenue luz grisácea de la mañana. La cubierta estaba
abarrotada de Grisha que miraban el agua mientras los Vendavales
controlaban los vientos y la tripulación de Sturmhond manejaba las velas en
lo alto.
La niebla era más densa que el día anterior. Se aferraba al agua, espesa,
y recorría en húmedos zarcillos el casco del barco. El silencio solo se
quebraba por las indicaciones de Mal y las órdenes que daba Sturmhond.
Cuando llegamos a una ancha extensión de mar abierto, Mal se giró
hacia el Oscuro y dijo:
—Creo que estamos cerca.
—¿Crees?
Mal asintió.
El Oscuro lo observó. Si Mal lo estaba engañando, sus esfuerzos no
durarían mucho, y el precio sería alto.
Tras lo que pareció una eternidad, el Oscuro hizo una señal en dirección
a Sturmhond.
—Recoged velas —ordenó el corsario, y sus hombres se apresuraron a
obedecer.
Iván dio unos golpecitos en el hombro del Oscuro e hizo un gesto en
dirección al sur, al horizonte.
—Un barco, moi soverenyi.
Bizqueé para ver la pequeña mancha.
—¿Llevan alguna bandera? —le preguntó el Oscuro a Sturmhond.
—Seguramente serán pescadores —respondió él—. Pero estaremos
pendientes de ellos por si acaso.
Hizo un gesto hacia uno de sus tripulantes, que se apresuró a subir al
mástil con un largo catalejo en la mano.
Las barcazas estaban preparadas, y en unos minutos las bajaron por
estribor, cargadas de los hombres de Sturmhond y llenas de arpones. Los
Grisha del Oscuro se agolparon junto a la barandilla para ver cómo
avanzaban las barcas. La niebla parecía aumentar el sonido del golpeteo
regular de los remos contra las olas.
Di un paso en dirección a Mal. La atención de todos se concentraba en
los hombres que había en el agua, y solo Genya me estaba observando.
Dudó, y después se giró deliberadamente para unirse a los demás en la
barandilla.
Mal y yo estábamos mirando hacia delante, pero lo bastante cerca como
para que nuestros hombros se rozaran.
—Dime que estás bien —murmuró con la voz ronca.
Asentí con la cabeza, tragándome el nudo que tenía en la garganta.
—Estoy bien —dije con suavidad—. ¿Está ahí fuera?
—No lo sé. Quizás. Cuando estaba rastreando al ciervo había veces que
pensaba que nos encontrábamos cerca y… Alina, si me equivoco…
Entonces me giré, sin importarme quién nos viera ni el castigo que
pudiéramos recibir. La niebla estaba subiendo desde el agua, reptando por la
cubierta. Levanté la mirada hacia él, observando cada detalle de su rostro:
el azul brillante de sus iris, la curva de sus labios, la cicatriz que le recorría
la mandíbula. Detrás de él vi que Tamar iba a toda prisa por las jarcias, con
un farol en las manos.
—Nada de esto es culpa tuya, Mal. Nada.
Él bajó la cabeza, presionando su frente contra la mía.
—No dejaré que te haga daño.
Ambos sabíamos que él no sería capaz de detenerlo, pero esa era una
verdad demasiado dolorosa, así que me limité a decir:
—Lo sé.
—Me estás siguiendo la corriente —dijo, con el asomo de una sonrisa.
—Necesitas que te consientan mucho.
Presionó los labios sobre la parte superior de mi cabeza.
—Encontraremos la forma de salir de esta, Alina. Siempre lo hacemos.
Dejé descansar mis manos esposadas contra su pecho y cerré los ojos.
Estábamos solos en un mar helado, prisioneros de un hombre que podía
crear monstruos, literalmente, y sin embargo, de algún modo, le creí. Me
apoyé sobre él y por primera vez desde hacía días me permití tener
esperanza.
Sonó un grito:
—¡A las dos desde la proa, a estribor!
Como una, nuestras cabezas se giraron, y me quedé quieta. Algo se
estaba moviendo en la niebla, una forma blanca resplandeciente y
ondulante.
—Por todos los Santos —resopló Mal.
En ese momento, el lomo de la criatura rompió las olas y su cuerpo
cortó el agua en un arco sinuoso, con todos los colores del arcoíris
reflejados en sus escamas iridiscentes.
Rusalye.
usalye era un mito, un cuento de hadas, una criatura de fantasía
que moraba en los límites de los mapas. Pero no había duda
alguna: el dragón de hielo era real y Mal lo había encontrado, al
igual que había encontrado al ciervo. Tenía la sensación de que
algo no iba bien, como si todo estuviera sucediendo demasiado rápido,
como si nos estuviéramos precipitando hacia algo que no comprendíamos.
Un grito desde las barcazas me llamó la atención. Un hombre en la más
cercana al azote marino se puso de pie, apuntando con el arpón en la mano.
Pero la cola blanca del dragón restalló en el mar, rompiendo las olas, y
envió una oleada de agua contra el casco de la embarcación. El hombre del
arpón se sentó rápidamente mientras la barca se tambaleaba precariamente,
para estabilizarse en el último momento.
Bien, pensé. Enfréntate a ellos.
Entonces, los de la otra barcaza lanzaron sus arpones. El primero se
desvió demasiado y cayó dócilmente en el agua con un salpicón. El segundo
se clavó en la parte trasera del azote marino.
La criatura comenzó a dar sacudidas, golpeando con la cola de un lado a
otro, y después se alzó como una serpiente, sacando el cuerpo del agua. Por
un momento se quedó suspendida en el aire: translúcidas aletas con aspecto
de alas, escamas relucientes y furiosos ojos rojos. De su melena volaban
gotas de agua, y cuando el dragón abrió la boca reveló una lengua rosada y
varias filas de dientes brillantes. Atacó la barca más cercana. Con un fuerte
golpe de madera destrozándose, la esbelta embarcación se partió en dos, y
los hombres cayeron al mar. Las fauces de la criatura se cerraron en las
piernas de uno de los marineros, que desapareció gritando bajo las olas.
Con furiosas brazadas, el resto de los tripulantes nadaron por el agua teñida
de sangre en dirección a la barcaza restante, desde donde tiraron de ellos
para ayudarlos a subir.
Eché la mirada hacia atrás, a las jarcias del ballenero. La parte superior
de los mástiles estaba envuelta en niebla, pero podía distinguir la luz del
farol de Tamar que ardía sobre el palo mayor.
Otro arpón encontró su objetivo y el azote marino comenzó a cantar, un
sonido más bonito que cualquiera que hubiera escuchado jamás, un coro de
voces que se alzaban en una lastimera canción sin palabras. No, me percaté,
no es una canción. El azote marino estaba gritando, retorciéndose y
revolcándose entre las olas mientras las barcas le daban caza, luchando por
librarse de las puntas retorcidas de los arpones. Lucha, supliqué en silencio.
Cuando te tenga, jamás te dejará escapar.
Pero ya podía ver al dragón ralentizándose, sus movimientos cada vez
más vagos mientras sus gritos flaqueaban, apenados; su música sombría y
débil. Una parte de mí deseaba que el Oscuro pusiera fin a su vida. ¿Por qué
no lo hacía? ¿Por qué no utilizaba el Corte con el azote marino y me ataba a
él como había hecho con el ciervo?
—¡Redes! —gritó Sturmhond, aunque la niebla se había vuelto tan
espesa que no sabía a ciencia cierta de dónde venía su voz. Oí una serie de
golpes sordos que provenían de algún lugar de la barandilla de estribor.
—Despejad la niebla —ordenó el Oscuro—. Estamos perdiendo la
barcaza.
Escuché que los Grisha se llamaban entre ellos y después sentí los
vientos de los Vendavales que agitaban los dobladillos de mi abrigo.
La niebla desapareció y me quedé con la boca abierta. El Oscuro y sus
Grisha seguían a estribor, con la atención concentrada en la barcaza que
ahora parecía estar alejándose del ballenero. Pero a babor, otro barco había
aparecido como de la nada, una elegante goleta con mástiles relucientes y
una bandera que mostraba un perro rojo sobre un campo verde azulado… y,
bajo él, de un azul pálido y oro, el águila doble de Ravka.
Oí otra serie de golpes y vi unos ganchos de acero que aparecían en la
barandilla de babor del ballenero. Me di cuenta de que eran garfios.
Y después, todo pareció pasar al mismo tiempo. Un aullido se alzó
desde algún lugar, como el de un lobo suplicándole a la luna. Unos hombres
saltaron desde la barandilla hasta la cubierta del ballenero, con pistolas
sujetas a las correas que llevaban en el pecho y alfanjes en las manos,
aullando y ladrando como una manada de perros salvajes. Vi que el Oscuro
se giraba, y en su rostro había confusión e ira.
—¿Qué demonios está pasando? —preguntó Mal, poniéndose frente a
mí mientras nos acercábamos lentamente a la exigua protección del palo de
mesana.
—No lo sé —contesté—. Algo muy bueno o algo muy muy malo.
Permanecimos espalda con espalda, mis manos todavía esposadas, las
suyas todavía atadas; incapaces de defendernos mientras las peleas
estallaban en cubierta. Oímos pistolas. El aire cobró vida con el fuego de
los Inferni.
—¡A mí, perros! —gritó Sturmhond, y se lanzó a la acción con un sable
en las manos.
Hombres que ladraban, gritaban y gruñían se abalanzaban sobre los
Grisha del Oscuro desde todas partes; no solo desde la barandilla de la
goleta, sino también desde la del ballenero. Los hombres de Sturmhond. Se
estaba poniendo en contra del Oscuro.
Estaba claro que el corsario había perdido la cabeza. Sí, superaban a los
Grisha en número, pero los números no importaban en una lucha contra el
Oscuro.
—¡Mira! —gritó Mal.
Abajo, en el agua, los hombres que había en la barcaza restante estaban
remolcando al azote marino, que forcejeaba contra ellos. Habían alzado una
vela y avanzaban gracias a un viento rápido, pero no en dirección al
ballenero, sino a la goleta. El fuerte viento que los empujaba parecía no
venir de ningún sitio. Miré con más atención y vi a un tripulante de pie en la
barcaza, con los brazos en alto. No había confusión posible: Sturmhond
tenía a un Vendaval que trabajaba para él.
De pronto, un brazo me agarró por la cintura y me levantó del suelo. El
mundo pareció volcarse, y grité mientras me lanzaban sobre una enorme
espalda.
Levanté la cabeza, forcejeando contra el brazo que me sujetaba como si
fuera de hierro, y vi que Tamar se precipitaba contra Mal, con un cuchillo
centelleando en las manos.
—¡No! —grité—. ¡Mal!
Él levantó las manos para defenderse, pero ella se limitó a cortarle las
ataduras.
—¡Vamos! —gritó, entregándole el cuchillo y sacando una espada de la
vaina que llevaba en la cadera.
Tolya me agarró con fuerza mientras corría por la cubierta, mientras que
Tamar y Mal nos seguían muy de cerca.
—¿Qué estáis haciendo? —grazné, mientras mi cabeza rebotaba contra
la espalda del gigante.
—¡Tú corre! —replicó Tamar, clavándole la espada a un Corporalnik
que se puso en su camino.
—¡No puedo correr! —grité—. ¡El idiota de tu hermano me tiene
colgada a la espalda como si fuera un jamón!
—¿Quieres que te rescatemos o no?
No tenía tiempo para responder.
—Agárrate fuerte —dijo Tolya—. Vamos a saltar.
Cerré los ojos, preparándome para caer en las gélidas aguas. Pero Tolya
no había avanzado más que un par de pasos cuando soltó un gruñido
repentino y se derrumbó golpeando el suelo con una rodilla, aflojando su
agarre sobre mí. Caí sobre la cubierta y me giré torpemente hacia un lado.
Al levantar la mirada, vi a Iván y a un Inferni vestido de azul de pie ante
nosotros.
Iván había extendido la mano. Estaba aplastándole el corazón a Tolya, y
esa vez Sturmhond no se encontraba allí para detenerlo.
El Inferni avanzaba hacia Tamar y hacia mí, con un pedernal en la
mano, y el brazo moviéndose en un arco de llamas. Se ha acabado antes de
que empiece, pensé tristemente. Pero al momento siguiente, el Inferni se
detuvo y jadeó. Sus llamas murieron en el aire.
—¿A qué estás esperando? —gruñó Iván.
La única respuesta del Inferni fue un siseo ahogado. Se le salían los ojos
de las órbitas, y se llevó la mano a la garganta.
Tamar llevaba la espada en la mano derecha, pero tenía el puño
izquierdo cerrado.
—Buen truco —dijo, apartando el pedernal del paralizado Inferni—. Yo
también conozco uno muy bueno.
Alzó la hoja y, mientras el Inferni permanecía ahí indefenso y
desesperado por conseguir aire, lo atravesó con un feroz golpe.
El Inferni se desplomó sobre la cubierta. Iván se quedó mirando confuso
a Tamar, que se encontraba de pie sobre el cuerpo sin vida, con la espada
llena de sangre. Su concentración debió de flaquear, porque en ese
momento Tolya se puso en pie con un terrorífico rugido.
Iván apretó el puño, reconcentrando sus esfuerzos. Tolya hizo una
mueca, pero no cayó. Entonces su enorme mano salió disparada hacia
delante, y la cara de Iván sufrió un espasmo de dolor y desconcierto.
Miré a Tolya y a Tamar, y me di cuenta. Eran Grisha. Mortificadores.
—¿Te gusta eso, hombrecito? —preguntó Tolya mientras avanzaba
hacia Iván. Desesperado, este extendió la otra mano. Temblaba, y pude ver
que estaba luchando por respirar. Tolya se estremeció un poco, pero siguió
avanzando—. Ahora veremos quién tiene el corazón más fuerte —gruñó.
Se acercó a él lentamente a zancadas, como si se encontrara frente a un
fuerte viento, con el rostro bañado en sudor y los dientes descubiertos en
una mueca de feroz regocijo. Me pregunté si tanto él como Iván caerían
muertos.
Entonces los dedos de la mano extendida de Tolya se cerraron en un
puño, e Iván se convulsionó y se le pusieron los ojos en blanco. Una
burbuja de sangre floreció en sus labios y explotó. Se derrumbó sobre la
cubierta.
Era vagamente consciente del caos que surgió a mi alrededor. Tamar
estaba forcejeando con un Vendaval. Otros dos Grisha habían saltado sobre
Tolya. Oí un disparo y me percaté de que Mal había conseguido una pistola.
Pero lo único que podía ver era el cuerpo sin vida de Iván.
Estaba muerto. La mano derecha del Oscuro. Uno de los mortificadores
más poderosos del Segundo Ejército. Había sobrevivido a la Sombra y a los
volcra, y ahora estaba muerto.
Un débil sollozo me sacó de mi ensueño. Genya estaba mirando a Iván,
cubriéndose la boca con las manos.
—Genya… —dije.
—¡Detenlos! —El grito provenía del otro lado de la cubierta. Me giré y
vi que el Oscuro estaba luchando contra un marinero armado.
Genya estaba temblando. Metió la mano en el bolsillo de su kefta y sacó
una pistola. Tolya se lanzó contra ella.
—¡No! —grité, poniéndome entre ellos. No iba a quedarme mirando
cómo mataba a Genya.
La pesada pistola tembló en su mano.
—Genya —dije en voz baja—, ¿de verdad vas a dispararme?
Ella miró a su alrededor salvajemente, sin saber muy bien a dónde
apuntar. Coloqué una mano sobre su manga, y ella se encogió y me apuntó
con el cañón.
Un chasquido como un trueno desgarró el aire, y supe que el Oscuro se
había liberado. Miré hacia atrás y vi una oleada de oscuridad que avanzaba
hacia nosotros. Ya está, pensé. Ha terminado. Pero un instante después vi
un destello y escuché un disparo. La masa de oscuridad se disolvió en la
nada, y vi que el Oscuro se estaba agarrando el brazo, con el rostro
contorsionado de furia y dolor. Me di cuenta con incredulidad de que le
habían disparado.
Sturmhond corría hacia nosotros, con pistolas en las manos.
—¡Corred! —gritó.
—¡Vamos, Alina! —chilló Mal, cogiéndome del brazo.
—Genya —dije con desesperación—, ven con nosotros.
Su mano estaba temblando tanto que pensé que la pistola se le caería.
Las lágrimas se le derramaron por las mejillas.
—No puedo —sollozó angustiada, y bajó el arma—. Vete, Alina —
añadió—. Vete.
Un momento después Tolya me había vuelto a lanzar sobre su espalda.
Lo golpeé inútilmente.
—¡No! —chillé—. ¡Espera!
Pero nadie me hizo ningún caso. Tolya echó a correr y se lanzó sobre la
barandilla. Grité mientras caíamos hacia el agua helada, preparándome para
el impacto. En lugar de eso, fuimos elevados por lo que solo podía ser el
viento de un Vendaval, que nos depositó sobre la cubierta de la goleta
atacante con un golpe que hizo que me temblaran los huesos. Tamar y Mal
nos siguieron, con Sturmhond muy de cerca.
—Dad la señal —gritó Sturmhond, poniéndose en pie. Sonó un
penetrante silbido—. Privyet —llamó a un tripulante que no reconocí—,
¿cuántos tenemos?
—Han caído ocho hombres —replicó él—. Quedan ocho en el
ballenero. El cargamento está llegando.
—Por todos los Santos —soltó Sturmhond. Miró hacia el ballenero,
debatiéndose consigo mismo—. ¡Mosqueteros! —gritó a los hombres que
había en la cofa de la goleta—. ¡Cubridlos!
Los mosqueteros comenzaron a disparar los rifles en dirección a la
cubierta del ballenero. Tolya le lanzó un rifle a Mal y se puso otro sobre la
espalda. Saltó a la barandilla y comenzó a trepar. Tamar cogió una pistola
que llevaba en la cadera. Yo seguía espatarrada indignamente sobre la
cubierta, con las manos inutilizadas por las esposas.
—¡El azote marino está a salvo, kapitan! —gritó Privyet.
Dos hombres más de Sturmhond saltaron por la barandilla del ballenero
y volaron por los aires, agitando los brazos salvajemente, hasta caer uno
encima del otro sobre la cubierta de la goleta. Uno tenía una herida en el
brazo que sangraba mucho.
Entonces llegó otra vez, el estallido del trueno.
—¡Se ha levantado! —gritó Tamar.
La oscuridad avanzó hasta nosotros, engullendo la goleta, haciendo
desaparecer todo a su paso.
—¡Liberadme! —supliqué—. ¡Dejadme ayudar!
Sturmhond le lanzó las llaves a Tamar y gritó:
—¡Hazlo!
Tamar me cogió las muñecas, forcejeando con la llave mientras la
oscuridad nos envolvía.
Estábamos ciegos. Oí que alguien gritaba, y después la cerradura se
abrió con un chasquido. Los hierros cayeron de mis muñecas y golpearon la
cubierta con un ruido sordo.
Levanté las manos y la luz resplandeció en la oscuridad, empujando la
negrura de vuelta al ballenero. La tripulación de Sturmhond vitoreó, pero
los gritos murieron en sus labios cuando otro sonido llenó el aire: un
chillido áspero, de una maldad penetrante; el crujido de una puerta que se
abría, una puerta que debería haber permanecido cerrada para siempre. La
herida de mi hombro palpitó agudamente. Nichevo’ya.
Me giré hacia Sturmhond.
—Tenemos que salir de aquí —dije—. Ahora.
Él dudó, debatiéndose consigo mismo. Dos de sus hombres seguían a
bordo del ballenero. Su expresión se endureció.
—¡Soltad las velas! —gritó—. ¡Vendavales, hacia el este!
Vi una fila de marineros junto a los mástiles que alzaron los brazos, y
escuché un ruido cuando las velas se hincharon con un fuerte viento.
¿Cuántos Grisha tenía el corsario en su tripulación?
Pero los Vendavales del Oscuro se habían colocado en la cubierta del
ballenero y estaban enviando sus propios vientos contra nosotros. La goleta
se balanceó.
—¡Cañones de babor! —rugió Sturmhond—. Colocadlos de lado. ¡A mi
señal!
Escuché dos silbidos agudos. Un estallido ensordecedor sacudió el
barco, y después otro y otro, mientras los cañones de la goleta abrían un
agujero cada vez mayor en el casco del ballenero. Se oyó un grito de pánico
desde el barco del Oscuro. Los Vendavales de Sturmhond aprovecharon la
ventaja y la goleta quedó libre.
Mientras se disipaba el humo de los cañones, vi una figura de negro
junto a la barandilla del ballenero destrozado. Otra oleada de oscuridad se
precipitó hacia nosotros, pero esta era distinta. Se retorcía sobre el agua
como si estuviera avanzando a zarpazos, y con ella llegaron los
escalofriantes chasquidos de un millar de insectos furiosos.
La oscuridad creó espuma, como una ola al romper sobre una roca, y
comenzó a separarse en formas. Junto a mí, Mal murmuró una plegaria y se
puso el rifle sobre el hombro. Concentré mi poder y golpeé con el Corte,
atravesando la nube negra, tratando de destruir a los nichevo’ya antes de
que pudieran formarse completamente. Pero no podía detenerlos a todos.
Llegaron en una horda quejumbrosa de dientes y garras negros.
La tripulación de Sturmhond abrió fuego.
Los nichevo’ya llegaron hasta los mástiles de la goleta, arremolinándose
alrededor de las velas, cogiendo a los marineros de la barandilla como si
fueran fruta. Después se escabulleron hasta la cubierta. Mal disparó una y
otra vez mientras los tripulantes sacaban sus sables, pero las balas y las
hojas solo parecían ralentizar a los monstruos. Sus cuerpos de sombras
vacilaban y volvían a formarse para seguir atacando.
La goleta seguía avanzando, aumentando la distancia entre ella y el
ballenero, pero no iba lo bastante rápido. Oí ese bramido otra vez, y una
nueva oleada de oscuridad apareció deslizándose hacia nosotros,
separándose en cuerpos alados, refuerzos para los soldados de las sombras.
Sturmhond también lo vio. Señaló a uno de los Vendavales que seguían
invocando el viento para las velas.
—¡Rayo! —gritó.
Me encogí. No podía decirlo en serio. Los Vendavales no tenían
permitido invocar rayos. Era demasiado impredecible, demasiado
peligroso… Y encima, ¿en mar abierto? ¿Con barcos de madera? Pero los
Grisha de Sturmhond no titubearon. Los Vendavales unieron las manos,
frotándose las palmas. Se me taponaron las orejas cuando la presión cayó en
picado; el aire chisporroteaba por la electricidad.
Tuvimos el tiempo justo para lanzarnos a cubierta mientras los
relámpagos comenzaban a zigzaguear por el cielo. La nueva oleada de
nichevo’ya se dispersó en una confusión momentánea.
—¡Vamos! —bramó Sturmhond—. ¡Vendavales a máxima potencia!
Mal y yo caímos de golpe contra la barandilla mientras la goleta se
precipitaba hacia delante. La elegante nave parecía volar sobre las olas.
Vi otra oleada negra que salía desde el lateral del ballenero. Me puse en
pie y me preparé, reuniendo mis fuerzas para enfrentarme a otro ataque.
Pero no llegó. Al parecer el poder del Oscuro tenía un límite, y nos
encontrábamos fuera de su alcance.
Me incliné por encima de la barandilla. El viento y la espuma del mar
me punzaron la piel mientras el barco del Oscuro y sus monstruos
desaparecían de la vista. Algo a medio camino entre una risa y un sollozo se
retorció en mi pecho.
Mal me rodeó con los brazos y yo lo abracé con fuerza, sintiendo la
húmeda presión de su camiseta contra la mejilla, escuchando el latido de su
corazón, aferrándome a la increíble realidad de que seguíamos vivos.
Entonces, a pesar de la sangre que habían derramado y los amigos que
habían perdido, la tripulación de la goleta rompió en vítores. Vociferaron y
lanzaron vivas, y gritaron, y rugieron. En la barandilla, Tolya levantó el rifle
con una mano y echó la cabeza hacia atrás, soltando un aullido de triunfo
que me erizó el vello de los brazos.
Mal y yo nos alejamos, mirando a los tripulantes que chillaban y reían a
nuestro alrededor. Sabía que estábamos pensando lo mismo: ¿en dónde nos
habíamos metido?
os desplomamos sobre la barandilla y nos dejamos caer hasta
quedar sentados el uno junto al otro, exhaustos y aturdidos.
Habíamos escapado del Oscuro, pero nos encontrábamos en un
barco extraño, rodeados de un montón de Grisha enloquecidos
que vestían como marineros y aullaban como perros histéricos.
—¿Estás bien? —preguntó Mal.
Yo asentí con la cabeza. Sentía que me ardía la herida del hombro, pero
no me habían hecho daño y mi cuerpo entero estaba vibrando por haber
vuelto a utilizar mi poder.
—¿Y tú?
—Ni un rasguño —respondió con incredulidad.
El barco navegaba sobre las olas a una velocidad aparentemente
imposible, impulsada por los Vendavales y quienes descubrí que eran
Agitamareas. Mientras desaparecían el terror y la emoción de la batalla, me
di cuenta de que estaba empapada. Mis dientes comenzaron a castañear.
Mal me rodeó con el brazo, y en algún momento uno de los tripulantes nos
puso una manta por encima.
Finalmente, Sturmhond ordenó que recogieran las velas y detuvieran el
barco. Los Vendavales y los Agitamareas bajaron los brazos y se
desplomaron los unos sobre los otros, completamente agotados. El poder
había dejado sus rostros iluminados y sus ojos brillantes.
La goleta ralentizó el ritmo hasta quedarse balanceándose suavemente
en lo que de pronto parecía un silencio abrumador.
—Mantened la guardia —ordenó Sturmhond, y Privyet envió a un
soldado con un catalejo al obenque. Mal y yo nos pusimos en pie con
lentitud.
Sturmhond caminó junto a los exhaustos Etherealki, dándoles palmadas
en la espalda y murmurando algunas palabras a algunos de ellos. Lo vi
mandar a los heridos bajo cubierta, donde supuse que se ocuparía de ellos
algún médico a bordo o tal vez un Corporalnik Sanador. El corsario parecía
tener todo tipo de Grisha bajo su mando.
Después Sturmhond fue hacia mí a zancadas, sacándose un puñal del
cinto. Levanté la mano y Mal se puso delante de mí, apuntándolo en el
pecho con el rifle. Al instante oí el sonido de las espadas y las pistolas
amartillándose cuando la tripulación a nuestro alrededor sacó sus armas.
—Tranquilo, Oretsev —dijo Sturmhond, caminando más despacio—.
Me ha costado mucho traeros a mi barco. Sería una pena llenaros de
agujeros ahora. —Le dio la vuelta al puñal y me ofreció el mango—. Esto
es para la bestia.
El azote marino. Con la agitación de la batalla, casi me había olvidado
de él.
Mal dudó y después bajó el rifle cautelosamente.
—Guardad las armas —indicó Sturmhond a su tripulación. Ellos
enfundaron las pistolas y envainaron las espadas. Después el corsario hizo
un asentimiento en dirección a Tamar—. Traedlo hasta aquí.
Siguiendo las órdenes de Tamar, un grupo de marineros se inclinó por la
barandilla de estribor para coger una compleja red de cuerdas. Tiraron con
esfuerzo, y levantaron lentamente el cuerpo del azote marino por el lateral
de la goleta. Cayó sobre la cubierta con un golpe sordo, todavía forcejeando
débilmente en los confines plateados de la red. Se movió violentamente,
dando enormes dentelladas. Todos saltamos hacia atrás.
—Según tengo entendido, tienes que ser tú —dijo Sturmhond,
tendiéndome nuevamente el cuchillo. Miré al corsario, preguntándome
cuánto sabría de los amplificadores, y de ese amplificador en particular—.
Vamos. Tenemos que seguir moviéndonos. El barco del Oscuro está
inutilizado, pero no será por mucho tiempo.
La hoja en la mano de Sturmhond relució débilmente al sol. Acero
Grisha. Por algún motivo, no me sorprendía.
Sin embargo, dudé.
—Acabo de perder a trece buenos hombres —dijo Sturmhond en voz
baja—. No me digas que ha sido para nada.
Miré al azote marino. Estaba tirado sobre la cubierta, retorciéndose, con
el aire atravesando sus agallas, los ojos rojos nublados, pero todavía lleno
de ira. Recordé la mirada oscura y firme del ciervo, el pánico silencioso de
sus últimos momentos.
El ciervo había vivido tanto tiempo en mi imaginación que cuando
finalmente salió de entre los árboles al claro nevado, casi me había
resultado familiar, conocido. El azote marino me resultaba desconocido,
más mito que realidad, a pesar de la triste y sólida certeza de su cuerpo
herido.
—De cualquier modo, no sobrevivirá —dijo el corsario.
Cogí el mango del puñal. Me pesaba en la mano. ¿Es esto misericordia?
Desde luego, no era la misma misericordia que le había mostrado al ciervo
de Morozova.
Rusalye. El príncipe maldito, guardián del Paso de los Huesos. En las
historias, atrapaba a las doncellas solitarias y se las llevaba sobre la espalda,
riendo sobre las olas, hasta que se encontraban demasiado lejos de la orilla
como para pedir ayuda. Después se zambullía y las arrastraba bajo la
superficie hasta su palacio submarino. Las chicas iban muriendo, pues no
tenían nada para comer salvo corales y perlas. Rusalye lloraba y cantaba su
apenada canción sobre sus cuerpos, y después volvía a la superficie a por
otra reina.
Son solo historias, me dije. No es un príncipe, solo un animal que sufre.
El azote marino se estremeció. Lanzó inútiles dentelladas al aire. Tenía
dos arpones clavados en el lomo, y de sus heridas goteaba sangre aguada.
Levanté el puñal, sin saber muy bien qué hacer, dónde clavarlo. Me
temblaron los brazos. El azote marino soltó un ruidoso suspiro lastimero, un
débil eco de aquel coro mágico.
Mal avanzó a zancadas.
—Acaba con él, Alina —dijo con voz ronca—. Por todos los Santos.
Me quitó el cuchillo y lo tiró a la cubierta. Me agarró las manos y las
cerró sobre uno de los arpones. Con un empujón limpio, lo clavamos hasta
el fondo.
El azote marino se estremeció y después se quedó quieto, llenando de
sangre la cubierta.
Mal se miró las manos, y después se las limpió en la camisa destrozada
y se alejó.
Tolya y Tamar se adelantaron. Se me revolvió el estómago: sabía lo que
venía después. Eso no es cierto, dijo una voz en mi cabeza. Puedes irte.
Déjalo estar. Nuevamente, tenía la sensación de que las cosas iban
demasiado rápido, pero no podía lanzar un amplificador como ese de vuelta
al mar. El dragón ya había dado su vida, y tomar el amplificador no
significaba necesariamente que fuera a utilizarlo.
Las escamas del azote marino eran de un blanco iridiscente que relucía
con suaves arcoíris, a excepción de una franja que comenzaba entre sus
enormes ojos y recorría su cráneo hasta su suave melena. Esas eran de color
dorado.
Tamar sacó una daga de su cinto y, con ayuda de Tolya, arrancó las
escamas. No me permití apartar la mirada. Cuando terminaron, me
entregaron siete escamas perfectas, todavía húmedas por la sangre.
—Inclinemos la cabeza por los hombres que hemos perdido hoy —dijo
Sturmhond—. Buenos marineros. Buenos soldados. Que el mar los lleve a
puerto seguro, y que los Santos los reciban en mejores orillas.
Repitió la Plegaria del Marinero en kerch, y después Tamar murmuró
las palabras en shu. Por un momento nos quedamos sobre el barco
balanceante, con las cabezas gachas. Tenía un nudo en la garganta.
Más hombres muertos y otra criatura mágica y ancestral fallecida, su
cuerpo profanado por el acero Grisha. Puse la mano sobre la piel reluciente
del azote marino. Estaba fría y resbaladiza bajo mis dedos. Sus ojos rojos
estaban nublados e inexpresivos. Apreté en la palma las escamas doradas,
sintiendo que los bordes se me clavaban en la carne. ¿Qué esperaban los
Santos de criaturas como aquella?
Pasó un largo minuto, y después Sturmhond murmuró:
—Que los Santos los reciban.
—Que los Santos los reciban —repitió la tripulación.
—Tenemos que movernos —dijo Sturmhond con voz queda—. El casco
del ballenero quedó roto, pero el Oscuro tiene Vendavales y uno o dos
Hacedores, y por todo lo que sabemos podría entrenar a esos monstruos
para que aprendan a utilizar clavos y martillos. No podemos arriesgarnos.
—Se giró hacia Privyet—. Dale a los Vendavales unos minutos para
descansar, hazme un informe de los daños y después suelta las velas.
—Da, kapitan —respondió claramente. Después dudó—. Kapitan… tal
vez paguen bien por las escamas del dragón, sin importar el color.
Sturmhond frunció el ceño, pero después asintió bruscamente.
—Tomad lo que queráis, y después despejad la cubierta y pongámonos
en marcha. Tenéis las coordenadas.
Muchos de los tripulantes se arrodillaron junto al cuerpo del azote
marino para arrancarle las escamas. Eso no podía observarlo, así que les di
la espalda con las tripas revueltas.
Sturmhond se acercó a mí.
—No los juzgues muy duramente —pidió, mirando por encima del
hombro.
—No es a ellos a quien juzgo —repliqué—. Tú eres el capitán.
—Y ellos tienen bolsas que llenar, padres y hermanos que alimentar.
Acabamos de perder casi la mitad de nuestra tripulación sin ningún premio
que mitigue el dolor. No es que tú no seas un encanto.
—¿Qué estoy haciendo aquí? —pregunté—. ¿Por qué nos has ayudado?
—¿Estás segura de que lo he hecho?
—Responde, Sturmhond —intervino Mal, uniéndose a nosotros—. ¿Por
qué cazar el azote marino si solo querías dárselo a Alina?
—No estaba cazando al azote marino. Te estaba cazando a ti.
—¿Por eso te amotinaste contra el Oscuro? —pregunté—. ¿Para
conseguirme a mí?
—No puedes amotinarte en tu propio navío.
—Llámalo como quieras —repliqué exasperada—. Tan solo explícate.
Sturmhond se inclinó hacia atrás y apoyó los codos sobre la barandilla,
examinando la cubierta.
—Como le hubiera explicado al Oscuro si se hubiera molestado en
preguntarme, cosa que por suerte no hizo, el problema de contratar a un
hombre que vende su honor es que siempre puede haber alguien que puje
más alto.
Me lo quedé mirando boquiabierta.
—¿Has traicionado al Oscuro por dinero?
—«Traicionado» es una palabra muy fuerte. Apenas conozco a ese tipo.
—Estás loco —dije—. Sabes lo que puede hacer. Ningún botín vale eso.
Sturmhond sonrió.
—Eso está por ver.
—El Oscuro te perseguirá por el resto de tus días.
—Entonces, tú y yo tenemos algo en común, ¿verdad? Además, me
gusta tener enemigos poderosos. Me hace sentir importante.
Mal cruzó los brazos y sopesó al corsario.
—No soy capaz de decidir si estás loco o eres estúpido.
—Tengo muchas buenas cualidades —replicó él—. Puede ser difícil
elegir.
Sacudí la cabeza. El corsario estaba chiflado.
—Si pujaron más alto que el Oscuro, ¿quién te contrató? ¿Adonde nos
llevas?
—Primero respóndeme una cosa —dijo Sturmhond, metiendo la mano
en su levita. Sacó del bolsillo un pequeño volumen de color rojo y me lo
lanzó—. ¿Por qué llevaba esto con él el Oscuro? No me parece un tipo
religioso.
Lo cogí y le di la vuelta, pero ya sabía lo que era. Las letras doradas
centelleaban bajo el sol.
—¿Lo has robado? —pregunté.
—Y unos cuantos documentos más de su camarote. Aunque, ya que
técnicamente se trataba de mi camarote, no sé si podrías considerarlo como
un robo.
—Técnicamente —observé irritada—, el camarote pertenece al capitán
a quien le robaste el ballenero.
—Me parece justo —admitió Sturmhond—. Si todo eso de la
Invocadora del Sol no funciona, podrías considerar una carrera como
abogada. Pareces tener predisposición a criticar. Pero debería señalar que
esto en realidad te pertenece.
Extendió la mano y abrió el libro. Mi nombre estaba inscrito en el
interior de la cubierta: Alina Starkov.
Traté de mantener el rostro inexpresivo, pero mi mente iba a toda
velocidad de repente. Era mi Istorii Sankt’ya, el mismo ejemplar que el
Apparat me había dado meses antes en la biblioteca del Pequeño Palacio. El
Oscuro había registrado mi habitación después de que huyera de Os Alta,
pero ¿por qué se había llevado ese libro? ¿Y por qué estaba tan preocupado
de que lo hubiera leído?
Lo hojeé. El tomo estaba bellamente ilustrado, aunque teniendo en
cuenta que era para niños, resultaba extremadamente horripilante. Algunos
de los Santos estaban representados realizando milagros o actos de caridad:
Sankt Feliks entre las ramas de los manzanos, Sankta Anastasia librando
Arkesk de la plaga. Pero la mayoría de las páginas mostraban a los Santos
en sus martirios: Sankta Lizabeta siendo descuartizada, la decapitación de
Sankt Lubov, Sankt Ilya en cadenas. Me quedé paralizada. Esa vez no pude
disimular mi reacción.
—Interesante, ¿verdad? —dijo Sturmhond. Dio unos golpecitos a la
página con un largo dedo—. O mucho me equivoco, o esa es la criatura que
acabamos de capturar.
No había forma de ocultarlo: detrás de Sankt Ilya, chapoteando entre las
olas de un lago o un océano, se encontraba la distintiva forma del azote
marino. Pero eso no era todo. De algún modo, conseguí no llevarme la
mano al collar que llevaba al cuello.
Cerré el libro y me encogí de hombros.
—Es solo una historia más.
Mal me miró, desconcertado. No sabía si había visto lo que había en esa
página.
No quería devolverle el Istorii Sankt’ya a Sturmhond, pero ya estaba lo
bastante receloso. Me obligué a tendérselo, esperando que no notara el
temblor de mi mano.
Él me observó, y después se puso recto y se sacudió los puños.
—Quédatelo. Después de todo, es tuyo, y estoy seguro de que te habrás
dado cuenta de que siento un profundo respeto por la propiedad privada.
Además, necesitarás algo que te mantenga ocupada hasta que lleguemos a
Os Kervo.
Mal y yo nos sobresaltamos.
—¿Nos estás llevando a Ravka Occidental? —pregunté.
—Os estoy llevando a conocer a mi cliente, y eso es todo lo que puedo
deciros.
—¿Quién es? ¿Qué quiere ese hombre de mí?
—¿Estás segura de que es un hombre? A lo mejor te estoy llevando a la
Reina de Fjerda.
—¿En serio?
—No. Pero siempre es sensato mantener una mente abierta.
Solté aliento, frustrada.
—¿Alguna vez respondes una pregunta directamente?
—Es difícil decirlo. Ah, mira, acabo de hacerlo otra vez.
Me giré hacia Mal, apretando los puños.
—Me lo voy a cargar.
—Respóndenos, Sturmhond —gruñó mi amigo.
Sturmhond alzó una ceja.
—Hay dos cosas que deberíais saber —dijo, y esta vez capté un matiz
acerado en su voz—. Primero, a un capitán no le gusta que le den órdenes
en su propio navío. Y segundo, me gustaría ofreceros un trato.
Mal resopló.
—¿Por qué deberíamos confiar en ti?
—No tenéis muchas opciones —replicó Sturmhond amablemente—.
Soy muy consciente de que podríais hundir este barco y mandarnos a todos
al fondo del mar, pero espero que le deis una oportunidad a mi cliente.
Escuchad lo que tiene que decir. Si no os gusta lo que propone, juro que os
ayudaré a escapar. Os llevaré a cualquier parte del mundo.
No podía creer lo que estaba escuchando.
—Así que se la has jugado al Oscuro, ¿y ahora también vas a traicionar
a tu nuevo cliente?
—En absoluto —dijo él, que parecía genuinamente agraviado—. Mi
cliente me pagó para llevaros a Ravka, no para manteneros allí. Eso
conllevaría un coste extra.
Miré a Mal. Él levantó un hombro y dijo:
—Es un mentiroso y probablemente está loco, pero también tiene razón.
No tenemos muchas opciones.
Me froté las sienes. Sentía que se acercaba un dolor de cabeza. Estaba
cansada y confundida, y la forma de hablar de Sturmhond hacía que
quisiera disparar a alguien. Preferiblemente, a él. Pero nos había liberado
del Oscuro, y una vez Mal y yo hubiéramos salido de su barco,
encontraríamos la forma de escapar. Por el momento, no podía pensar
mucho más que eso.
—De acuerdo —dije.
Sonrió.
—Es bueno saber que no vas a ahogarnos a todos. —Hizo una seña a un
marinero de cubierta que había estado merodeando cerca de nosotros—. Ve
a Tamar y dile que compartirá su habitación con la Invocadora —instruyó.
Después señaló a Mal—. Él puede quedarse con Tolya.
Antes de que Mal pudiera abrir la boca para protestar, Sturmhond se le
adelantó.
—Así es como se hacen las cosas en este barco. Os estoy dando libertad
de movimiento en el Volkvolny hasta que lleguemos a Ravka, pero os
suplico que no juguéis con mi naturaleza generosa. Este barco tiene sus
reglas, y yo tengo mis límites.
—Y yo también los tengo —dijo Mal con los dientes apretados.
Puse una mano sobre su brazo. Me hubiera sentido más segura si nos
quedáramos juntos, pero no era el momento de discutir con el corsario.
—Déjalo —le dije—. No pasa nada.
Mal frunció el ceño y después se giró sobre sus talones para alejarse a
zancadas por la cubierta, desapareciendo entre el caos de cuerdas y velas.
Di un paso en su dirección.
—Tal vez quieras dejarlo solo —sugirió Sturmhond—. Ese tipo necesita
mucho tiempo libre para amargarse y auto recriminarse. Si no, se ponen de
mal humor.
—¿Alguna vez te tomas algo en serio?
—No si puedo evitarlo. Hace que la vida sea demasiado tediosa.
Sacudí la cabeza.
—Ese cliente…
—Ni te molestes en preguntar. No hace falta decir que ha habido
muchos postores: estás enormemente demandada desde que desapareciste
de la Sombra. Por supuesto, la mayoría piensa que estás muerta, y eso
tiende a bajar los precios. Intenta no tomártelo de forma personal.
Miré al otro lado de la cubierta, donde la tripulación estaba levantando
el cuerpo del azote marino por la barandilla del barco. Con un dificultoso
empujón, lo tiraron por el lateral de la goleta, y golpeó el agua con un fuerte
salpicón. Así de rápido desapareció Rusalye, engullido por el mar.
Sonó un largo silbido. Los tripulantes se dispersaron a sus puestos de
trabajo, y los Vendavales ocuparon su lugar. Unos segundos después, las
velas estaban hinchadas como enormes flores blancas. La goleta volvía a
estar de camino, hacia el sureste, hacia Ravka, hacia mi hogar.
—¿Qué vas a hacer con esas escamas? —preguntó Sturmhond.
—No lo sé.
—¿No? A pesar de mi deslumbrante belleza, soy más que el loco guapo
que aparento ser. El Oscuro tenía la intención de que llevaras las escamas
del azote marino.
Entonces, ¿por qué no lo mató? Cuando el Oscuro había asesinado al
ciervo para colocar el collar de Morozova alrededor de mi cuello, nos había
atado para siempre. Me estremecí, recordando cómo había utilizado esa
conexión, aferrándose a mi poder, mientras yo permanecía ahí impotente.
¿Le habrían dado las escamas del dragón el mismo control? Y si era así,
¿por qué no lo había hecho?
—Ya tengo un amplificador —dije.
—Uno poderoso, si las historias son ciertas.
El amplificador más poderoso que hubiera conocido el mundo. Eso me
había dicho el Oscuro, y yo me lo había creído. Pero ¿y si había más? ¿Y si
tan solo había rozado el poder del ciervo? Sacudí la cabeza. Aquello era una
locura.
—Los amplificadores no pueden combinarse.
—He visto el libro —replicó él—. Desde luego, parece que sí se puede.
Sentí el peso del Istorii Sankt’ya en el bolsillo. ¿Había temido el Oscuro
que aprendiera los secretos de Morozova de las páginas de un libro infantil?
—No entiendes lo que estás diciendo —le dije a Sturmhond—. Ningún
Grisha ha utilizado jamás un segundo amplificador. Los riesgos…
—Esa es una palabra que no deberías utilizar cerca de mí. Tiendo a
encariñarme demasiado con el riesgo.
—No el de esta clase —aseguré denodadamente.
—Lástima —murmuró él—. Si el Oscuro nos alcanza, dudo que este
barco o su tripulación sobrevivan a otra batalla. Un segundo amplificador
podría equilibrar la balanza; incluso podría darnos ventaja. Odio demasiado
las peleas justas.
—O podría matarme, o hundir el barco, o crear otra Sombra, o algo
peor.
—Desde luego, tienes talento para ponerte en lo peor.
Metí la mano en el bolsillo, buscando con los dedos las húmedas
escamas. Tenía muy poca información, y mis conocimientos sobre la teoría
Grisha eran como mucho escasos. Pero esta regla siempre había parecido
estar muy clara: un Grisha, un amplificador. Recordaba las palabras de uno
de los enrevesados textos filosóficos que me habían obligado a leer: «¿Por
qué un Grisha solo puede poseer un amplificador? Responderé en su lugar
a esta pregunta: ¿Qué es infinito? El universo y la avaricia de los
hombres». Necesitaba tiempo para pensar.
—¿Mantendrás tu palabra? —pregunté al fin—. ¿Nos ayudarás a
escapar?
No sabía por qué me molestaba en preguntar. Si tenía intención de
traicionarnos, desde luego no me lo diría.
Esperaba que respondiera con algún tipo de broma, así que me quedé
sorprendida cuando dijo:
—¿Tan deseosa estás de dejar atrás a tu país una vez más?
Me quedé rígida. Mientras tanto, tu país sufre. El Oscuro me había
acusado de abandonar Ravka. Se había equivocado con muchas cosas, pero
no podía evitar creer que tenía razón en eso. Había dejado a mi país a
merced de la Sombra, de un rey débil y de avariciosos tiranos como el
Oscuro y el Apparat. Ahora, si los rumores eran ciertos, la Sombra se estaba
expandiendo y Ravka se estaba desmoronando. Por culpa del Oscuro. Por
culpa del collar. Por mi culpa.
Levanté la cara hacia el sol, sintiendo el aire marino sobre mi piel, y
dije:
—Lo que deseo es ser libre.
—Mientras el Oscuro viva, jamás serás libre. Y tu país tampoco. Lo
sabes.
Había considerado la posibilidad de que Sturmhond fuera codicioso o
estúpido, pero no se me había ocurrido que realmente tal vez fuera un
patriota. Era ravkano, después de todo, e incluso aunque sus hazañas le
hubieran abultado los bolsillos, probablemente hubiera hecho más para
ayudar a su país que las débiles fuerzas navales ravkanas.
—Quiero tener elección —dije.
—La tendrás —replicó él—. Te doy mi palabra de mentiroso y asesino.
—Comenzó a alejarse por la cubierta, pero después se volvió hacia mí—.
Tienes razón sobre una cosa, Invocadora. El Oscuro es un enemigo
poderoso. Tal vez deberías pensar en hacer algunos amigos poderosos.
No deseaba otra cosa más que sacarme del bolsillo mi ejemplar de Istorii
Sankt’ya y pasarme horas examinando la ilustración de Sankt Ilya, pero
Tamar ya estaba esperando para escoltarme hasta su habitación.
La goleta de Sturmhond no era en absoluto como el robusto buque
mercante que nos había llevado a Mal y a mí hasta Novyi Zem, o el burdo
ballenero que acabábamos de dejar atrás. Era elegante, construido con gran
belleza, y estaba enormemente armado. Tamar me dijo que Sturmhond
había capturado la goleta de un pirata zemeni que estaba derribando naves
ravkanas cerca de los puertos de la costa sureña. Al corsario le había
gustado tanto la embarcación que lo había tomado como su buque insignia
y lo había renombrado Volkvolny, Lobo de las Olas.
Lobos. Sturmhond, el sabueso de la tormenta. El perro rojo en la
bandera del barco. Al menos sabía por qué la tripulación estaba siempre
aullando y ladrando.
Cada centímetro de espacio de la goleta tenía una utilidad. La
tripulación dormía en la cubierta de los cañones. En caso de batalla, podían
apartar rápidamente las hamacas y colocar los cañones en su lugar. Había
acertado al pensar que, con Corporalki a bordo, no tendrían necesidad de
tener un médico otkazat’sya, por lo que la consulta del médico y el almacén
habían sido convertidos en la habitación de Tamar. El camarote era
pequeño, con apenas espacio suficiente para dos hamacas y un baúl. Las
paredes estaban cubiertas de alacenas llenas de ungüentos y bálsamos sin
utilizar, polvo de arsénico y tinturas de plomo y antimonio.
Me subí con cuidado a una de las hamacas manteniendo el equilibrio,
con los pies descansando en el suelo, intensamente consciente del libro rojo
que llevaba dentro del abrigo mientras observaba a Tamar abrir la tapa del
baúl y despojarse de armas: las correas de pistolas que le cruzaban el pecho,
dos finas hachas que llevaba al cinto, una daga de su bota, y otra de la vaina
que llevaba atada al muslo. Parecía una armería andante.
—Lo siento por tu amigo —dijo mientras se sacaba de uno de los
bolsillos lo que parecía un calcetín lleno de cojinetes. Cayó al fondo del
baúl con un fuerte golpe.
—¿Por qué? —pregunté, haciendo círculos sobre las tablas con la punta
de la bota.
—Mi hermano ronca como un oso borracho.
Me reí.
—Mal también ronca.
—Entonces pueden hacer un dueto. —Desapareció y volvió un
momento después con un cubo—. Los Agitamareas han llenado los barriles
de lluvia. Siéntete libre de lavarte si quieres.
El agua fresca normalmente era un lujo a bordo de un barco, pero
supuse que con Grisha entre la tripulación, no habría necesidad de
racionarla.
Metió la cabeza en el cubo y se pasó las manos por el pelo negro y
corto.
—Es guapo ese rastreador.
Puse los ojos en blanco.
—No me digas.
—No es mi tipo, pero es guapo.
Alcé las cejas. Por mi experiencia, Mal era el tipo de todo el mundo.
Pero no iba ponerme a hacerle preguntas personales a Tamar. Si no se podía
confiar en Sturmhond, tampoco en su tripulación, y no tenía necesidad de
estrechar lazos con ninguno de ellos. Había aprendido la lección con Genya,
y una amistad rota era suficiente. En lugar de eso, dije:
—Hay gente kerch en la tripulación de Sturmhond. ¿No les preocupan
las supersticiones de tener una chica a bordo?
—Sturmhond hace las cosas a su manera.
—¿Y ellos no… te molestan?
Tamar sonrió, y sus dientes blancos resplandecieron en contraste con su
piel bronceada. Dio unos golpecitos al reluciente colmillo de tiburón que
llevaba colgado al cuello, y me percaté de que se trataba de un amplificador.
—No —dijo simplemente.
—Ah.
Antes de que pudiera pestañear, se sacó un puñal más de la manga.
—Esto también resulta útil —añadió.
—¿Cómo eliges cuál utilizar? —exhalé débilmente.
—Depende de mi humor —explicó, y después hizo girar el puñal en su
mano y me lo ofreció—. Sturmhond ha dado órdenes de que te dejen en
paz, pero por si alguien se emborracha y se le olvida… ¿sabes cómo cuidar
de ti misma?
Asentí con la cabeza. No quería ir por ahí con treinta cuchillos
escondidos en mi cuerpo, pero tampoco era del todo incompetente.
Volvió a mojarse la cabeza, y dijo:
—Están jugando a los dados en cubierta, y estoy lista para mi ración.
Puedes venir si te apetece.
Me daban igual tanto el juego como el ron, pero me sentí tentada de
todos modos. Mi cuerpo entero estaba crepitando por la sensación de haber
utilizado mi poder contra los nichevo’ya. Estaba nerviosa y verdaderamente
hambrienta por primera vez en varias semanas, pero sacudí la cabeza.
—No, gracias.
—Como quieras. Yo tengo deudas que cobrar: Privyet apostó que no
regresaríamos. Te juro que tenía cara de estar en un funeral cuando saltamos
por la barandilla.
—¿Apostó a que os matarían? —pregunté, espantada. Ella se rio.
—No lo culpo. ¿Enfrentarnos al Oscuro y sus Grisha? Todo el mundo
sabía que era un suicidio. La tripulación acabó echándolo a suertes para ver
quién tenía que sufrir ese honor.
—Entonces, ¿tu hermano y tú habéis tenido mala suerte?
—¿Nosotros? —Tamar hizo una pausa en el umbral de la puerta. Tenía
el pelo húmedo, y la luz de la lámpara centelleaba en su sonrisa de
Mortificadora—. Nosotros no lo echamos a suertes —dijo mientras
salíamos por la puerta—. Nos presentamos voluntarios.
No tuve oportunidad de hablar a solas con Mal hasta más tarde aquella
noche. Se nos había invitado a cenar con Sturmhond en su camarote, y
había sido una cena extraña. La comida fue servida por el camarero, un
sirviente de modales impecables, que era varios años mayor que cualquier
otra persona en el barco. Comimos mejor que en varias semanas: pan recién
hecho, eglefino asado, rábanos adobados, y un vino dulce y helado que hizo
que la cabeza me diera vueltas tras unos pocos sorbos.
Tenía un apetito voraz, como siempre que utilizaba mi poder, pero Mal
comió poco y dijo aún menos hasta que Sturmhond mencionó el
cargamento de armas que estaba llevando a Ravka. Entonces pareció
espabilarse y se pasaron el resto de la comida hablando de pistolas,
granadas y formas emocionantes de hacer volar las cosas. No les presté
atención. Mientras ellos berreaban sobre los rifles de repetición utilizados
en la frontera zemeni, yo solo podía pensar en las escamas que llevaba en el
bolsillo y lo que haría con ellas.
¿Me atrevería a hacerme con un segundo amplificador? Yo le había
quitado la vida al azote marino; eso significaba que su poder me pertenecía.
Pero, si las escamas funcionaban como el collar de Morozova, entonces
también podía otorgarle a alguien el poder del dragón. Podía darle las
escamas a uno de los Mortificadores de Sturmhond, tal vez incluso a Tolya,
y tratar de controlarlo del mismo modo que el Oscuro me había controlado
una vez a mí. Tal vez pudiera forzar al corsario a que nos llevara de vuelta a
Novyi Zem. Pero tenía que admitir que eso no era lo que quería.
Tomé otro sorbo de vino. Necesitaba hablar con Mal.
Para distraerme, catalogué los adornos del camarote de Sturmhond.
Todo era de madera reluciente y latón pulido. El escritorio estaba plagado
de cartas de navegación, las piezas de un sextante desmontado, y extraños
dibujos de lo que parecía el ala con bisagras de un pájaro metálico. La mesa
relucía con porcelana y cristal kerch. Los vinos llevaban etiquetas en un
idioma que no reconocí. Me di cuenta de que todo lo habían saqueado:
Sturmhond sabía hacer las cosas.
En cuanto al capitán, aproveché la oportunidad de mirarlo bien por
primera vez. Tenía probablemente cuatro o cinco años más que yo, y había
algo muy extraño en su cara. Su barbilla era excesivamente puntiaguda. Sus
ojos eran de un verde turbio, y su pelo, de un peculiar tono de rojo. Su nariz
tenía el aspecto de habérsele roto y curado mal varias veces. Hubo un
momento en que me pilló examinándolo, y podría haber jurado que retiró su
rostro de la luz.
Cuando finalmente salimos del camarote de Sturmhond, ya había
pasado la medianoche. Conduje a Mal hasta la cubierta, a un rincón
apartado en la proa del barco. Sabía que había hombres vigilando en la cofa
de vigía sobre nosotros, pero no sabía cuándo volvería a tener la
oportunidad de estar con él a solas.
—Me cae bien —estaba diciendo, con los pies algo inestables a causa
del vino—. Bueno, habla demasiado, y probablemente sería capaz de
robarte los botones de las botas, pero no es un mal tío, y parece saber
mucho sobre…
—¿Te callas? —le susurré—. Quiero enseñarte algo.
Mal se me quedó mirando, soñoliento.
—No tienes que ser tan brusca.
Lo ignoré y me saqué el libro rojo del bolsillo.
—Mira —dije, mostrándole una página e iluminando con mi poder el
rostro exultante de Sankt Ilya.
Mal se quedó quieto.
—El ciervo —dijo—. Y Rusalye. —Lo observé mientras examinaba la
ilustración, y vi el momento en que se dio cuenta—. Por todos los Santos —
exhaló—. Hay un tercero.
ankt Ilya se encontraba descalzo, de pie en la orilla de un mar
oscuro. Llevaba los restos andrajosos de una túnica púrpura y
tenía los brazos extendidos, con las manos hacia arriba. Su cara
tenía la expresión dichosa y plácida que los Santos siempre
parecían tener en los dibujos, normalmente antes de que los asesinaran de
alguna forma horrible. Alrededor del cuello llevaba un collar de hierro que
había estado unido por unas gruesas cadenas a los pesados grilletes que
llevaba alrededor de las muñecas. Ahora las cadenas le colgaban rotas a
cada costado.
Detrás de Sankt Ilya, una sinuosa serpiente blanca chapoteaba en el
agua.
Un ciervo blanco se encontraba a sus pies, mirándonos con ojos oscuros
y firmes. Pero ninguna de las dos criaturas mantuvo nuestra atención. El
fondo tras el hombro izquierdo del Santo estaba lleno de montañas, y allí,
apenas visible en la distancia, un pájaro volaba en círculos alrededor de un
elevado arco de piedra. Los dedos de Mal recorrieron las largas plumas de
su cola, pintadas de color blanco y el mismo oro pálido que iluminaba el
halo de Sankt Ilya.
—No puede ser —dijo.
—El ciervo era real. Y también el azote marino.
—Pero esto es… diferente.
Tenía razón. El pájaro de fuego no era parte de una historia, sino de mil.
Estaba en el corazón de cada mito ravkano, era la inspiración de incontables
obras y baladas, novelas y óperas. Se decía que las fronteras de Ravka
habían sido marcadas por el vuelo del pájaro de fuego. Sus ríos corrían con
las lágrimas del pájaro de fuego. Se decía que su capital se fundó cuando
una pluma del pájaro de fuego cayó a la tierra. Un joven guerrero la había
recogido y se la había llevado a la batalla. Ningún ejército fue capaz de
vencerlo, y se convirtió en el primer rey de Ravka… o eso decía la leyenda.
El pájaro de fuego era Ravka. Su destino no era caer por la flecha de un
rastreador, ni que una huérfana presuntuosa llevara sus huesos para mayor
gloria.
—Sankt Ilya —dijo Mal.
—Ilya Morozova.
—¿Un Santo Grisha?
Toqué la página con la punta del dedo, toqué el collar, los grilletes de
las muñecas de Morozova.
—Tres amplificadores. Tres criaturas. Y tenemos dos de ellas.
Mal sacudió la cabeza firmemente, probablemente tratando de librarse
de la neblina del vino. Cerró el libro abruptamente y por un segundo pensé
que iba a lanzarlo al mar, pero después me lo entregó.
—¿Qué se supone que vamos a hacer con esto? —preguntó. Sonaba casi
enfadado.
Llevaba toda la tarde pensando en ello, toda la noche, durante esa cena
interminable, tocando con los dedos las escamas del azote marino una y otra
vez, como si estuviera ansiosa por sentirlas.
—Mal, Sturmhond tiene Hacedores en su tripulación. Piensa que
debería utilizar las escamas… y yo creo que podría tener razón.
Él giró la cabeza de golpe.
Tragué con nerviosismo y me lancé.
—El poder del ciervo no es suficiente. No para luchar contra el Oscuro.
No para destruir la Sombra.
—¿Y tu respuesta es un segundo amplificador?
—Por ahora.
—¿Por ahora? —Se pasó una mano por el pelo—. Por todos los Santos.
Quieres los tres. Quieres cazar al pájaro de fuego.
De pronto me sentí estúpida, codiciosa, incluso un poco ridícula.
—La ilustración…
—¡Solo es un dibujo, Alina! —susurró furiosamente—. Es el dibujo de
algún monje muerto.
—¿Y si es más que eso? El Oscuro dijo que los amplificadores de
Morozova eran diferentes, que estaban destinados a utilizarse juntos.
—¿Así que ahora sigues el consejo de un asesino?
—No, pero…
—¿Hiciste algún otro plan con él cuando os refugiabais juntos bajo
cubierta?
—No nos refugiábamos juntos —repliqué bruscamente—. Solo estaba
tratando de provocarte.
—Bueno, pues funcionaba. —Se aferró a la barandilla del barco, y tenía
los nudillos blancos—. Algún día voy a clavarle una flecha en el cuello a
ese cabrón.
Escuché el eco de la voz del Oscuro. No hay más como nosotros. Lo
aparté a un lado y estiré la mano para colocarla sobre el brazo de Mal.
—Has encontrado al ciervo, y encontraste al azote marino. Tal vez
también estabas destinado a encontrar el pájaro de fuego.
Él se rio a carcajadas, un sonido triste, pero me alivió ver que el matiz
de amargura había desaparecido.
—Soy buen rastreador, Alina, pero no tan bueno. Necesitamos algún
sitio donde empezar. El pájaro de fuego podría estar en cualquier parte del
mundo.
—Puedes hacerlo. Sé que puedes.
Finalmente, suspiró y me cubrió la mano con la suya.
—No recuerdo nada sobre Sankt Ilya.
Eso no era ninguna sorpresa. Había cientos de Santos, uno por cada
pueblo y aldea apartada de Ravka. Además, en Keramzin, la religión se
consideraba una preocupación de campesinos, y tan solo íbamos a la iglesia
una o dos veces al año. Mis pensamientos fueron hacia el Apparat. Me
había dado el Istorii Sankt’ya, pero no tenía forma de saber cuáles eran sus
intenciones al hacerlo, ni si sabía siquiera el secreto que contenía.
—Yo tampoco —admití—. Pero ese arco debe de significar algo.
—¿Lo reconoces?
Cuando había observado la ilustración por primera vez, el arco me había
parecido casi familiar, pero había visto incontables atlas durante mi
formación como cartógrafa. Mis recuerdos eran un borrón de valles y
monumentos de Ravka y más allá. Sacudí la cabeza.
—No.
—Pues claro que no. Eso sería demasiado fácil. —Soltó un largo
suspiro y después me acercó a él, observando mi rostro bajo la luz de la
luna. Tocó el collar que llevaba al cuello—. Alina —dijo—, ¿cómo
sabemos lo que te harán estas cosas?
—No lo sabemos —reconocí.
—Pero las quieres de todos modos. El ciervo. El azote marino. El pájaro
de fuego.
Pensé en el arrebato de exultación que me había producido utilizar mi
poder en la batalla contra la horda del Oscuro, el modo en que mi cuerpo
burbujeó y tamborileó cuando hice uso del Corte. ¿Qué sentiría al tener el
doble de ese poder? ¿El triple? El pensamiento resultaba mareante.
Levanté la mirada hasta el cielo lleno de estrellas. La noche era de un
negro aterciopelado forrado de joyas. De pronto me golpeó el ansia. Las
quiero, pensé. Toda esa luz, todo ese poder. Lo quiero todo.
Un escalofrío nervioso me recorrió. Recorrí el lomo del Istorii Sankt’ya
con el pulgar. ¿Estaba mi codicia haciéndome ver lo que quería ver? A lo
mejor esa misma codicia era lo que había impulsado al Oscuro tantos años
antes, la codicia que lo había convertido en el Hereje Negro y dividió
Ravka en dos. Pero no podía escapar de la certeza de que, sin los
amplificadores, no tenía ninguna oportunidad contra él. Mal y yo no
teníamos demasiadas opciones.
—Los necesitamos —dije—. Los tres. Si queremos dejar de huir alguna
vez. Si queremos ser libres alguna vez.
Mal recorrió la línea de mi garganta, la curva de mi mejilla y, mientras
tanto, me sostuvo la mirada. Sentía que estaba buscando una respuesta allí,
pero, cuando finalmente habló, se limitó a decir:
—De acuerdo.
Me besó una vez, suavemente, y aunque traté de ignorarlo, había algo
triste en el roce de sus labios.
No sabía si era porque estaba impaciente o porque temía perder el valor,
pero ignoramos lo tarde que era y fuimos a ver a Sturmhond. El corsario
recibió nuestra petición con su buen humor habitual, y Mal y yo volvimos a
cubierta para esperar bajo el palo de mesana. Unos minutos después
apareció el capitán, acompañado por una Materialnik. Con el pelo en
trenzas y bostezando como si se tratara de una niña soñolienta no parecía
muy impresionante, pero si Sturmhond decía que era su mejor Hacedora,
tenía que fiarme de su palabra. Tolya y Tamar los seguían, con faroles que
ayudaran a la Hacedora en su trabajo. Si sobrevivíamos a lo que viniera
después, todos a bordo del Volkvolny sabrían acerca del segundo
amplificador. No me gustaba la idea, pero tampoco podía hacer nada.
—Buenas noches a todos —dijo Sturmhond, dando una palmada, al
parecer inconsciente de nuestro humor sombrío—. Hace una noche perfecta
para abrir un agujero en el universo, ¿verdad?
Fruncí el ceño en su dirección y saqué las escamas de mi bolsillo. Las
había enjuagado en un cubo de agua de mar, y brillaban doradas a la luz de
los faroles.
—¿Sabes lo que hacer? —pregunté a la Hacedora.
Ella hizo que me girara para mostrarle la parte posterior del collar. Tan
solo lo había visto en espejos, pero sabía que la superficie debía de ser casi
perfecta. Desde luego, mis dedos nunca habían sido capaces de detectar
ninguna señal del lugar donde David había unido los dos trozos de asta.
Le entregué las escamas a Mal, que tendió una a la Hacedora.
—¿Estás segura de que es una buena idea? —preguntó ella. Se estaba
mordiendo tanto el labio que pensé que se haría sangre.
—Por supuesto que no —dijo Sturmhond—. Todas las cosas que
merece la pena hacer empiezan siempre por una mala idea.
La Hacedora cogió la escama de los dedos de Mal y la dejó sobre mi
muñeca, y después extendió la mano para que le diera otra. Se inclinó para
hacer su trabajo.
Primero sentí el calor, radiando desde las escamas mientras sus bordes
comenzaban a derretirse y después a reformarse. Uno tras otro, quedaron
unidos, fusionados en un grillete que crecía alrededor de mi muñeca. La
Hacedora trabajaba en silencio, y sus manos apenas se movían unos
milímetros. Tolya y Tamar mantenían firmes los faroles, y sus rostros
estaban tan inmóviles y solemnes que ellos mismos parecían iconos. Incluso
Sturmhond se había quedado en silencio.
Finalmente, los dos extremos de la argolla estaban casi tocándose, y tan
solo quedaba una escama. Mal se la quedó mirando, allí en su mano.
—¿Mal? —dije.
No me miró, pero tocó la piel desnuda de mi muñeca con un dedo, el
lugar donde me latía el pulso, donde se cerraría el grillete. Después le
entregó a la Hacedora la última escama.
En unos momentos, todo había terminado. Sturmhond observó el
reluciente grillete de escamas.
—Vaya —murmuró—. Pensaba que el fin del mundo sería más
emocionante.
—Alejaos —ordené.
El grupo se fue junto a la barandilla.
—Tú también —le dije a Mal, que me obedeció de mala gana.
Vi que Privyet nos observaba desde su lugar junto al timón. Por encima,
las cuerdas crujieron mientras los vigías estiraban el cuello para ver mejor.
Respiré profundamente. Tenía que ser cuidadosa. Nada de calor: solo
luz. Me sequé las palmas húmedas en el abrigo y extendí los brazos. Casi
antes de que la hubiera llamado, la luz ya corría hacia mí.
Llegó desde todas las direcciones, desde un millón de estrellas, desde el
sol que todavía se escondía bajo el horizonte. Llegó con implacable
velocidad y una furiosa firmeza.
—Por todos los Santos —logré susurrar. Después la luz resplandeció a
través de mí y destrozó la noche. El cielo explotó en un dorado brillante. La
superficie del agua centelleaba como un enorme diamante, reflejando
penetrantes esquirlas blancas de luz solar. A pesar de mis intenciones, el
aire estaba fluctuante por el calor.
Cerré los ojos para protegerme del resplandor, tratando de
concentrarme, de recuperar el control. Oí la voz severa de Baghra en mi
cabeza, exigiendo que confiara en mi poder: No es un animal que se oculta
de ti, o que elige si acudirá o no a tu llamada. Pero esto era distinto a
cualquier cosa que hubiera sentido antes. Sí que era un animal, una criatura
de fuego infinito que respiraba con la fuerza del ciervo y la ira del azote
marino. Fluía a través de mí, robándome el aliento, deshaciéndome,
disolviendo los contornos de mi cuerpo, hasta que lo único que conocí era
la luz.
Es demasiado, pensé con desesperación. Al mismo tiempo, solo podía
pensar en una cosa. Más.
Desde algún lugar muy lejano, oí voces que gritaban. Sentí el calor que
se expandía a mi alrededor, alzando mi abrigo, chamuscando el vello de mis
brazos. No me importaba.
—¡Alina!
Sentí el barco que se balanceaba mientras el mar comenzaba a crepitar y
sisear.
—¡Alina!
De pronto los brazos de Mal estaban a mi alrededor, trayéndome de
vuelta. Me abrazó con fuerza aplastante, y tenía los ojos cerrados contra el
resplandor que nos rodeaba. Olí la sal del mar, el sudor y, tras todo eso, su
aroma familiar: Keramzin, la hierba del prado, el corazón verde oscuro del
bosque.
Recordé mis brazos, mis piernas y la presión de mis costillas mientras él
me abrazaba con más fuerza, volviendo a recomponerme. Reconocí mis
labios, mis dientes, mi lengua, mi corazón, y esas cosas nuevas que eran
parte de mí: el collar y el grillete. Eran hueso y aliento, músculo y carne.
Eran mías.
¿Siente el pájaro el peso de sus alas?
Inhalé y sentí que recobraba el sentido. No tenía que aferrarme al poder:
él se aferraba a mí, como si se sintiera agradecido por estar en casa. En un
único y glorioso estallido, liberé la luz. El cielo brillante quedó roto,
dejando que la noche volviera a descender, y a nuestro alrededor cayeron
unas chispas como restos de fuegos artificiales, un sueño de pétalos
brillantes arrastrados por el viento desde un millar de flores.
El calor se suavizó, y el mar se calmó. Tomé los últimos fragmentos de
luz y la entretejí en un suave resplandor que palpitaba sobre la cubierta del
barco. Sturmhond y los demás estaban acuclillados junto a la barandilla,
con las bocas abiertas en lo que podía haber sido admiración o temor. Mal
me tenía aplastada contra su pecho, presionando el rostro contra mi pelo,
respirando entrecortadamente.
—Mal —dije en voz baja. Él me aferró con más fuerza, y yo chillé—.
Mal, no puedo respirar.
Lentamente, abrió los ojos y me observó. Dejé caer las manos y la luz
desapareció por completo. Solo entonces me soltó. Tolya encendió un farol
y los otros se pusieron en pie. Sturmhond se sacudió el polvo de los
llamativos pliegues de su levita. La Hacedora parecía estar a punto de
vomitar, pero era más difícil leer los rostros de los gemelos. Sus ojos
dorados estaban iluminados con algo que no era capaz de nombrar.
—Bueno, Invocadora —dijo Sturmhond, con la voz ligeramente
temblorosa—, está claro que sabes cómo montar un espectáculo.
Mal me cogió la cara con las manos. Me besó en la frente, la nariz, los
labios, el pelo, y después volvió a aferrarme junto a él.
—¿Estás bien? —preguntó. Tenía la voz ronca.
—Sí —respondí.
Pero no era cierto del todo. Sentía el collar en mi garganta, la presión
del grillete en mi muñeca, pero sentía el otro brazo desnudo. Estaba
incompleta.
Sturmhond despertó a su tripulación, y ya llevábamos bastante en camino
cuando rompió el alba. No podíamos estar seguros de cuánto se habría
extendido la luz que había creado, pero había muchas opciones de que
hubiera delatado nuestra posición. Teníamos que movernos rápido.
Todos los tripulantes querían mirar el segundo amplificador. Algunos
parecían recelosos, otros, tan solo curiosos, pero era Mal quien me
preocupaba. Me observaba constantemente, como si le preocupara que en
cualquier momento fuera a perder el control. Cuando la noche cayó y
fuimos bajo cubierta, lo arrinconé en uno de los estrechos pasillos.
—Estoy bien —dije—. De verdad.
—¿Cómo lo sabes?
—Simplemente lo sé. Puedo sentirlo.
—Tú no viste lo que yo vi. Fue…
—Se me escapó. No sabía qué esperar.
Él sacudió la cabeza.
—Parecías otra persona, Alina. Hermosa —dijo—. Terrible.
—No volverá a suceder. Ahora el grillete es parte de mí, al igual que
mis pulmones o mi corazón.
—Tu corazón —dijo inexpresivamente.
Tomé su mano con la mía y la presioné contra mi pecho.
—Sigue siendo el mismo corazón, Mal. Sigue siendo tuyo.
Levanté la otra mano e invoqué una suave oleada de luz sobre su cara.
Él se encogió. No puede aspirar a entender tu poder y, si lo hiciera, te
temería. Aparté la Voz del Oscuro de mi mente. Mal tenía todo el derecho a
estar asustado.
—Puedo hacerlo —aseguré con suavidad.
Él cerró los ojos y volvió la cara hacia la luz que radiaba de mi mano.
Después inclinó la cabeza y descansó la mejilla sobre mi palma. La luz
brillaba cálida contra su piel.
Nos quedamos así, en silencio, hasta que sonó la campana de vigía.
os vientos se volvieron más cálidos y las aguas pasaron de gris a
azul mientras el Volkvolny nos llevaba hacia el sureste, hacia
Ravka. La tripulación de Sturmhond estaba formada por
marineros y Grisha rebeldes que trabajaban juntos para que el
barco funcionara correctamente. A pesar de las historias que se habían
propagado sobre el poder del segundo amplificador, no nos prestaban
demasiada atención a Mal ni a mí, aunque ocasionalmente acudían a verme
practicar en la popa de la goleta. Fui cuidadosa, sin esforzarme demasiado,
invocando siempre al mediodía, cuando el sol estaba alto en el cielo y no
había posibilidades de que mis esfuerzos nos delataran. Mal seguía
receloso, pero yo había dicho la verdad: el poder del azote marino era parte
de mí ahora. Me emocionaba. Me alentaba. No le tenía miedo.
Los rebeldes me fascinaban. Todos tenían historias diferentes. Uno tenía
una tía que se lo había llevado antes de dejar que lo entregaran al Oscuro.
Otro era un desertor del Segundo Ejército. Otra se había escondido en una
bodega de verduras cuando los Examinadores Grisha llegaron para
examinarla.
—Mi madre les dijo que había muerto en la fiebre que había barrido la
aldea la primavera anterior —dijo la Agitamareas—. Los vecinos me
cortaron el pelo y me hicieron pasar por su hijo otkazat’sya muerto hasta
que fui lo bastante mayor como para marcharme.
La madre de Tolya y Tamar había sido una Grisha apostada en la
frontera sureña de Ravka cuando conoció a su padre, un mercenario de Shu
Han.
—Al morir —explicó Tamar—, hizo que mi padre le prometiera que no
dejaría que nos metieran en el Segundo Ejército. Nos marchamos a Novyi
Zem al día siguiente.
La mayoría de los Grisha rebeldes acababan en Novyi Zem. Además de
Ravka, era el único lugar donde no tenían que temer los experimentos de
los doctores shu ni que los cazadores de brujas fjerdanos los quemaran.
Incluso entonces, debían ser cautelosos mostrando su poder. Los Grisha
eran esclavos valiosos, y los comerciantes kerch menos escrupulosos eran
conocidos por atraparlos y venderlos en subastas secretas.
Esas eran las amenazas que habían llevado a tantos Grisha a refugiarse
en Ravka y unirse al Segundo Ejército. Pero los rebeldes pensaban de otra
forma. Para ellos, pasarse la vida mirando por encima del hombro y
moviéndose de un lugar a otro para que no los descubrieran era preferible a
una vida al servicio del Oscuro y del Rey de Ravka. Era una elección que
comprendía.
Tras unos cuantos días monótonos a bordo de la goleta, Mal y yo
preguntamos a Tamar si nos enseñaría algunas técnicas de combate zemeni.
Ayudaba a aliviar el tedio de la vida a bordo y la horrible ansiedad de
regresar a Ravka Occidental.
La tripulación de Sturmhond había confirmado los perturbadores
rumores que habíamos escuchado en Novyi Zem. Los cruces de la Sombra
prácticamente habían cesado, y los refugiados huían de sus orillas en
expansión. El Primer Ejército se encontraba cerca de un levantamiento, y el
Segundo Ejército estaba destrozado. Lo que más me asustaba era la noticia
de que el culto del Apparat a la Santa del Sol estaba creciendo. Nadie sabía
cómo había logrado escapar del Gran Palacio después del golpe de Estado
fallido del Oscuro, pero había resurgido en algún lugar en la red de
monasterios que se extendían por toda Ravka.
Estaba haciendo correr la historia de que yo había muerto en la Sombra
y resucitado como Santa. Parte de mí quería reírse, pero mientras hojeaba
las sangrientas páginas del Istorii Sankt’ya más tarde aquella noche, no era
capaz siquiera de soltar una risita. Recordaba el olor del Apparat, esa
desagradable combinación de incienso y moho, y me ajusté más el abrigo.
Me había dado el libro rojo, y tenía que saber por qué.
A pesar de los moratones y de los golpes, mi entrenamiento con Tamar
ayudó a que mi preocupación constante se desvaneciera un poco. Llevaban
a las chicas al Ejército del Rey tanto como a los chicos cuando cumplían la
mayoría de edad, así que había visto a muchas chicas pelear y había
entrenado junto a ellas. Pero jamás había visto a nadie, hombre o mujer,
pelear como lo hacía Tamar. Tenía la gracilidad de una bailarina y un
instinto aparentemente infalible para adivinar lo que haría su oponente
después. Sus armas predilectas eran dos hachas de doble filo que blandía
juntas, con las hojas centelleando como luz reflejada en el agua; pero era
casi igual de peligrosa con un sable, una pistola o sus manos desnudas. Solo
Tolya era capaz de igualarla, y cuando peleaban toda la tripulación se
detenía para observarlos.
El gigante hablaba poco y pasaba la mayor parte de su tiempo
trabajando, o bien se quedaba de pie con aspecto intimidante. Pero, en
ocasiones, nos ayudaba con nuestras lecciones. No era muy buen profesor.
Lo máximo que le podíamos sacar era «Más rápido». Tamar era una
instructora mucho mejor, pero mis lecciones se volvieron menos exigentes
cuando Sturmhond nos pilló entrenando en la cubierta principal.
—Tamar —la reprendió el corsario—, no dañes la mercancía, por favor.
De inmediato Tamar se puso alerta y soltó un brusco:
—Da, kapitan.
Yo le lancé una mirada severa.
—No soy un paquete que vayas a entregar, Sturmhond.
—Y es una pena —replicó él, alejándose tranquilamente—. Los
paquetes no hablan, y se quedan donde los pones.
Pero cuando Tamar comenzó con los floretes y los sables, hasta el
corsario se nos unió. Mal mejoraba cada día, aunque Sturmhond seguía
derrotándolo fácilmente cada vez. Y, sin embargo, a Mal no parecía
importarle. Se tomaba los golpes con un buen humor que yo nunca había
sido capaz de mostrar. Perder me volvía irritable, mientras que Mal tan solo
se reía.
—¿Cómo habéis aprendido Tolya y tú a utilizar vuestros poderes? —le
pregunté a Tamar una tarde mientras observábamos a Mal y Sturmhond
luchar en cubierta con unas espadas sin afilar. Me había encontrado un
pasador, y cuando no estaba aporreándome, trataba de enseñarme a hacer
nudos y uniones.
—¡Pega los brazos! —reprendió Sturmhond a Mal—. ¡Deja de agitarlos
como si fueras una gallina!
Mal soltó un cacareo perturbadoramente convincente.
Tamar alzó una ceja.
—Parece que tu amigo se lo está pasando bien.
Me encogí de hombros.
—Mal siempre ha sido así. Podrías soltarlo en un campo lleno de
asesinos fjerdanos y lo traerían de vuelta sobre los hombros. Florece donde
quiera que lo plantes.
—¿Y tú?
—Yo soy más como un hierbajo —dije secamente.
Tamar sonrió. En el combate era un fuego frío y silencioso, pero cuando
no estaba luchando sonreía fácilmente.
—A mí me gustan los hierbajos —dijo, alejándose de la barandilla y
reuniendo sus trozos de cuerda desperdigados—. Son supervivientes.
Me di cuenta de que le había devuelto la sonrisa, y me apresuré a seguir
trabajando en el nudo que estaba tratando de atar. El problema era que me
gustaba estar a bordo del barco de Sturmhond. Me gustaban Tolya, Tamar y
el resto de la tripulación. Me gustaba sentarme a comer con ellos, y la voz
cantarina de tenor de Privyet. Me gustaban las tardes en las que
practicábamos tiro, poniendo botellas de vino vacías en fila sobre la popa
para dispararles mientras hacíamos apuestas inocentes.
Era un poco como estar en el Pequeño Palacio, pero sin la turbia política
ni la competición constante por subir de estatus. Los miembros de la
tripulación eran abiertos y se trataban bien entre ellos. Todos eran jóvenes,
y pobres, y habían pasado la mayor parte de sus vidas huyendo. En ese
barco habían encontrado un hogar, y nos habían dado la bienvenida a Mal y
a mí sin protestar.
No sabía lo que nos esperaba en Ravka Occidental, y estaba segura de
que el simple hecho de volver era una locura. Pero a bordo del Volkvolny,
con el viento soplando y las blancas velas cortando líneas definidas en un
ancho cielo azul, podía olvidarme del futuro y de mi miedo.
Y tenía que admitir que Sturmhond también me caía bien. Era arrogante
y descarado, y siempre utilizaba diez palabras cuando bastaban dos, pero
me impresionaba cómo dirigía a su tripulación. No se molestaba en utilizar
ninguno de los trucos que había visto emplear al Oscuro, y sin embargo lo
seguían sin dudar. Tenía el respeto de sus tripulantes, no su miedo.
—¿Cuál es el nombre real de Sturmhond? —pregunté a Tamar—. Su
nombre ravkano.
—Ni idea.
—¿No se lo has preguntado nunca?
—¿Por qué habría de hacerlo?
—Pero ¿de qué parte de Ravka viene?
Ella miró al cielo entrecerrando los ojos.
—¿Te apetece otra ronda con los sables? —preguntó—. Tenemos
tiempo antes de que empiece mi guardia.
Siempre cambiaba de tema cuando yo hablaba de Sturmhond.
—No cayó a un barco desde el cielo, Tamar. ¿No te preocupa saber de
dónde viene?
Tamar recogió las espadas y se las entregó a Tolya, que hacía las veces
de maestro de armas del barco.
—No especialmente. Nos deja navegar y nos deja luchar.
—Y no nos hace vestirnos de seda roja para hacer de su perrito faldero
—añadió Tolya, abriendo el armario de las armas con la llave que colgaba
de su grueso cuello.
—Serías un perrito faldero lamentable —se rio Tamar.
—Cualquier cosa es mejor que seguir las órdenes de un tipo engreído
vestido de negro —gruñó Tolya.
—Sigues las órdenes de Sturmhond —señalé.
—Solo cuando le apetece. —Di un salto. Sturmhond estaba justo detrás
de mí—. Intenta decirle a ese buey lo que tiene que hacer y ya verás lo que
pasa —añadió el corsario.
Tamar resopló y ayudó a Tolya a guardar el resto de las armas.
Sturmhond se inclinó hacia mí y murmuró:
—Si quieres saber algo de mí, preciosa, tan solo tienes que preguntar.
—Solamente me preguntaba de dónde venías —dije a la defensiva—.
Eso es todo.
—¿De dónde vienes tú?
—De Keramzin. Ya lo sabes.
—Pero ¿de dónde eres?
Unos cuantos recuerdos débiles me acudieron a la mente. Un plato
medio vacío de remolachas cocidas, la sensación resbaladiza que me
producían entre los dedos mientras teñían mis manos de rojo. El olor de las
gachas con huevo. Estar sobre los hombros de alguien —tal vez mi padre—
mientras bajábamos por una carretera polvorienta. En Keramzin, hasta
mencionar a nuestros padres se consideraba una traición a la amabilidad del
Duque y una señal de ingratitud. Se nos había enseñado a no hablar nunca
de nuestras vidas antes de llegar a la casa, y con el tiempo la mayoría de los
recuerdos simplemente desaparecieron.
—De ningún sitio —repliqué—. La aldea donde nací era demasiado
pequeña como para merecer un nombre. ¿Y tú qué, Sturmhond? ¿De dónde
eres?
El corsario sonrió. Nuevamente tuve la sensación de que había algo
extraño en sus facciones.
—Mi madre era una ostra —dijo guiñando un ojo—. Y yo soy la perla.
Se alejó mientras silbaba una melodía desafinada.
Dos noches después, me desperté para encontrarme a Tamar cerniéndose
sobre mí, sacudiendo mi hombro bueno.
—Es hora de irnos —dijo.
—¿Ahora? —pregunté adormilada—. ¿Qué hora es?
—Tercera campanada.
—¿De la mañana? —Bostecé y pasé las piernas por un lado de la
hamaca—. ¿Dónde estamos?
—A quince millas de la costa de Ravka Occidental. Vamos, Sturmhond
está esperando.
Estaba vestida y tenía la bolsa de lona encima del hombro. Yo no tenía
pertenencias que recoger, así que me calcé las botas, palpé el bolsillo
interno de mi abrigo para asegurarme de que tenía el libro rojo, y la seguí a
través de la puerta.
En cubierta, Mal se encontraba al lado de la barandilla de estribor, junto
a un pequeño grupo de tripulantes. Tuve un momento de confusión al darme
cuenta de que Privyet llevaba la llamativa levita de un verde turquesa de
Sturmhond. No hubiera reconocido al propio Sturmhond de no haberse
encontrado dando órdenes. Estaba metido en un enorme abrigo con el
cuello levantado y un gorro de lana que le cubría las orejas.
Soplaba un viento frío. Las estrellas relucían en el cielo, y una luna con
forma de hoz estaba baja en el horizonte. Miré por encima de las olas
iluminadas por la luna, escuchando el suspiro constante del mar. Si había
tierra cerca, no era capaz de verla.
Mal me frotó los brazos para tratar de darme calor.
—¿Qué está pasando?
—Vamos hacia tierra.
Podía oír el recelo en su voz.
—¿En mitad de la noche?
—El Volkvolny mostrará mis colores cerca de la costa fjerdana —dijo
Sturmhond—. El Oscuro no necesita saber todavía que vuelves a estar en
suelo ravkano.
Sturmhond inclinó la cabeza para hablar con Privyet, y Mal me condujo
a la barandilla de babor.
—¿Estás segura de esto?
—Para nada —admití.
Él puso las manos sobre mis hombros y dijo:
—Hay muchas opciones de que me arresten si nos encuentran, Alina.
Puede que tú seas la Invocadora del Sol, pero yo no soy más que un soldado
que desafió órdenes.
—Las órdenes del Oscuro.
—Tal vez eso no importe.
—Yo haré que importe. Además, no nos van a encontrar. Iremos a
Ravka Occidental, nos encontraremos con el cliente de Sturmhond, y
decidiremos qué queremos hacer.
Mal me acercó más a él.
—¿Siempre has causado tantos problemas?
—Me gusta pensar que soy deliciosamente compleja.
Mientras se inclinaba para besarme, la voz de Sturmhond cortó la
oscuridad.
—¿Podemos dejar los arrumacos para más tarde? Quiero llegar a tierra
antes del amanecer.
Mal suspiró.
—Algún día le daré un puñetazo.
—Yo te apoyaré en esa tarea.
Me tomó de la mano y volvimos al grupo.
Sturmhond entregó a Privyet un sobre sellado con una gota de cera de
un azul pálido, y después le palmeó la espalda. Tal vez fuera por la luz de la
luna, pero el primer oficial parecía a punto de llorar. Tolya y Tamar pasaron
al otro lado de la barandilla y se aferraron a la escalerilla de la goleta. Miré
al otro lado. Esperaba ver un bote corriente, así que me sorprendió ver la
pequeña embarcación que se mecía junto al Volkvolny. No se parecía a
ningún barco que hubiera visto antes. Sus dos cascos parecían un par de
zapatos vacíos, y estaban sujetos por una cubierta con un enorme agujero en
el centro.
Mal y yo los seguimos, y pisamos cautelosamente uno de los cascos
curvados de la embarcación. Lo atravesamos y descendimos a la cubierta
central, donde había una cabina de mando baja entre dos mástiles.
Sturmhond saltó tras nosotros, y después se balanceó hasta una plataforma
alzada detrás de la cabina de mando y ocupó su lugar tras el timón.
—¿Qué es esta cosa? —preguntó.
—Lo llamo el Colibrí —contestó mientras consultaba alguna carta de
navegación que yo no podía ver—, aunque estoy pensando en cambiárselo
por Pájaro de fuego. —Tomé aire bruscamente, pero él tan solo sonrió y
ordenó—: ¡Quitad el ancla!
Tamar y Tolya desataron los nudos que nos mantenían unidos al
Volkvolny. Vi que el ancla se deslizaba como una serpiente por la popa del
Colibrí y caía silenciosamente al mar. Pensaba que necesitaríamos un ancla
cuando llegáramos a puerto, pero supuse que Sturmhond sabría lo que
estaba haciendo.
—Levantad las velas —ordenó.
Las velas se desplegaron. Aunque los mástiles del Colibrí eran
considerablemente más pequeños que los de la goleta, sus velas dobles eran
enormes y rectangulares, e hizo falta que dos tripulantes colocaran cada una
en su posición.
Una brisa ligera empujó las velas y nos alejó del Volkvolny. Levanté la
mirada y vi que Sturmhond observaba la goleta que desaparecía. No podía
verle la cara, pero tuve la clara sensación de que estaba despidiéndose.
Después se recompuso y gritó:
—¡Vendavales!
Un Grisha se colocó en cada casco. Alzaron los brazos y el viento se
arremolinó a nuestro alrededor, hinchando las velas. El corsario ajustó
nuestro rumbo y pidió más velocidad. Los Vendavales obedecieron y el
extraño barco avanzó con rapidez.
—Tomad esto —dijo Sturmhond, y dejó caer unas gafas protectoras
sobre mi regazo y le lanzó otras a Mal. Eran parecidas a las que llevaban los
Hacedores en los talleres del Pequeño Palacio. Miré a mi alrededor. Todos
los tripulantes las llevaban, incluido Sturmhond. Nos las colocamos sobre
las cabezas.
Di las gracias por ellas unos segundos después, cuando Sturmhond pidió
aún más velocidad. Las velas se agitaban por encima de nosotros, y sentí
una punzada de nerviosismo. ¿Por qué tenía tanta prisa?
El Colibrí navegó a toda velocidad, y sus cascos dobles vacíos se
deslizaban sobre las olas, apenas tocando la superficie del mar. Me aferré a
mi asiento, y el estómago me daba un vuelco con cada bote.
—De acuerdo, Vendavales —dijo el corsario—, vamos arriba.
Marineros a las alas, a mi señal.
Me giré hacia Mal.
—¿Qué quiere decir con que «vamos arriba»?
—¡Cinco! —gritó Sturmhond.
Los tripulantes comenzaron a moverse en sentido contrario a las agujas
del reloj, tirando de las cuerdas.
—¡Cuatro!
Los Vendavales abrieron más aún los brazos.
—¡Tres!
Se oyó un estallido entre los dos mástiles, y las velas se deslizaron a lo
largo de ellos.
—¡Dos!
—¡Tirad! —gritaron los marineros. Los Vendavales levantaron los
brazos muy alto.
—¡Uno! —gritó Sturmhond.
Las velas se hincharon hacia arriba y hacia fuera, y se colocaron en su
lugar por encima de la cubierta, como dos enormes alas. Mi estómago dio
una sacudida y sucedió lo imposible: El Colibrí alzó el vuelo.
Me aferré a mi asiento, murmurando viejas plegarias en voz baja,
cerrando los ojos con fuerza mientras el viento me azotaba el rostro y nos
elevábamos en el cielo nocturno.
Sturmhond reía como un loco. Los Vendavales se llamaban entre ellos
para asegurarse de que mantenían la corriente constante. Pensé que se me
iba a salir el corazón del pecho.
Por todos los Santos, pensé, mareada. Esto no puede estar pasando.
—¿Alina? —gritó Mal por encima del rugido del viento.
—¿Qué? —me esforcé por decir entre mis labios fuertemente cerrados.
—Alina, abre los ojos. Tienes que ver esto. —Yo sacudí la cabeza
bruscamente. Eso era precisamente lo que no tenía que hacer. Él me cogió
de la mano, sujetando mis dedos congelados—. Tan solo inténtalo.
Tomé aliento temblorosamente y me forcé a abrir los párpados.
Estábamos rodeados de estrellas. Sobre nosotros, la lona blanca se extendía
en dos anchas curvas, como si se tratara de un arco.
Sabía que no debía, pero no pude evitar estirar el cuello sobre el borde
de la cabina de mando. El rugido del viento resultaba ensordecedor. Abajo
—muy abajo—, las olas iluminadas por la luna ondeaban como las escamas
brillantes de una serpiente que se moviera con lentitud. Si caíamos, sabía
que nos romperíamos sobre su lomo.
Se me escapó una risita, en algún punto entre la euforia y la histeria.
Estábamos volando. Volando.
Mal me apretó la mano y soltó un grito de regocijo.
—¡Esto es imposible! —chillé.
Sturmhond gritó de alegría.
—Cuando la gente dice que algo es imposible, normalmente se refieren
a que es improbable.
Con la luz de la luna reflejándose en los cristales de sus gafas y el
abrigo ondeando a su alrededor, parecía estar completamente loco.
Traté de respirar. El viento seguía firme. Los Vendavales y la tripulación
parecían concentrados, pero en calma. Lentamente, muy lentamente, se me
aflojó el nudo del pecho y comencé a relajarme.
—¿De dónde ha salido esto? —le grité a Sturmhond.
—Yo lo diseñé. Yo lo construí. Y también estrellé unos cuantos
prototipos.
Tragué saliva. La última palabra que quería oír era «estrellar».
Mal se inclinó por el borde de la cabina de mando, tratando de ver
mejor las armas situadas en la parte frontal de los cascos.
—Esas armas —dijo—. Tienen varios cañones.
—Y se alimentan de la gravedad. No es necesario parar para recargar.
Disparan doscientas veces por minuto.
—Eso es…
—¿Imposible? El único problema es el sobrecalentamiento, pero no es
demasiado fuerte en este modelo. Tengo un armero zemeni tratando de
arreglar los fallos. Son unos cabroncetes bárbaros, pero saben de armas. Los
asientos de popa giran para que puedas disparar desde cualquier ángulo.
—Y atacar desde arriba al enemigo —gritó Mal, casi aturdido—. Si
Ravka tuviera una flota de estos…
—Menuda ventaja, ¿verdad? Pero el Primer y el Segundo Ejército
tendrían que trabajar juntos.
Pensé en lo que me había dicho el Oscuro hacía tanto tiempo. La edad
del poder de los Grisha está llegando a su fin. Su respuesta había sido
convertir la Sombra en un arma. Pero ¿y si el poder de los Grisha podía ser
transformado por hombres como Sturmhond? Miré la cubierta del Colibrí, a
los marineros y Vendavales que trabajaban codo con codo, a Tolya y Tamar
sentados tras esas terroríficas armas. No era imposible.
Es un corsario, me recordé. Y se convertiría en un especulador de
guerra en un segundo. Las armas de Sturmhond podrían darle una ventaja a
Ravka, pero los enemigos del país podrían utilizarlas con la misma
facilidad.
Me sacó de mis pensamientos una luz brillante que vi a babor, en el lado
de la proa. El gran faro de la Bahía de Alkhem: ya estábamos cerca. Si
estiraba el cuello, podía distinguir las torres relucientes del puerto de Os
Kervo.
Sturmhond no se dirigió hacia allí directamente, sino que fue hacia el
suroeste, por lo que asumí que nos detendríamos en algún lugar alejado del
puerto. La idea de aterrizar me mareaba, así que decidí mantener los ojos
cerrados, sin importar lo que dijera Mal.
Pronto perdí de vista la luz del faro. ¿Cuánto hacia el sur pensaba
llevarnos Sturmhond? Había dicho que quería llegar a la costa antes del
amanecer, y no podía faltar más de una o dos horas.
Mis pensamientos fueron a la deriva, perdidos en las estrellas a nuestro
alrededor y las nubes que se desplazaban rápidamente por el ancho cielo. El
aire nocturno me mordió las mejillas, y parecía atravesar el delgado tejido
de mi abrigo.
Miré hacia abajo y me tragué un grito. Ya no estábamos sobre el agua:
estábamos sobre tierra. Tierra sólida e implacable.
Tiré de la manga de Mal y gesticulé frenéticamente a la campiña bajo
nosotros, pintada por la luz de la luna de distintos matices de negro y plata.
—¡Sturmhond! —grité aterrorizada—. ¿Qué estás haciendo?
—¡Dijiste que nos llevabas a Os Kervo! —chilló Mal.
—Dije que os llevaba a ver a mi cliente.
—Eso da igual —gemí—. ¿Dónde vamos a aterrizar?
—No os preocupéis —dijo el corsario—. Tengo una encantadora laguna
en mente.
—¿Cómo es de grande? —chillé, pero entonces vi que Mal estaba
saliendo de la cabina de mando, con el rostro furioso—. Mal, ¡siéntate!
—¡Mentiroso, ladrón…!
—Yo me quedaría donde estás. No creo que quieras estar haciendo el
tonto cuando entremos en la Sombra.
Mal se quedó paralizado. Sturmhond comenzó a silbar la misma
melodía desafinada, y el viento la arrastraba lejos.
—No puedes decirlo en serio —dije.
—Normalmente, no —replicó él—. Hay un rifle bajo tu asiento,
Oretsev. Quizás quieras cogerlo, solo por si acaso.
—¡No puedes llevar esta cosa hasta la Sombra! —exclamó Mal.
—¿Por qué no? Por lo que tengo entendido, estoy viajando con la única
persona que puede garantizar un pasaje seguro.
Apreté los puños, y de pronto la furia alejó el miedo de mi mente.
—¡A lo mejor dejo que los volcra te coman a ti y a tu tripulación como
un tentempié nocturno!
Sturmhond mantuvo una mano en el timón y consultó su reloj.
—Más bien como un desayuno temprano, vamos muy atrasados.
Además —añadió—, estamos demasiado alto. Incluso para una Invocadora
del Sol.
Miré a Mal y supe que su furia debía de estar reflejada en mi propio
rostro.
El paisaje pasaba bajo nosotros a un ritmo terrorífico. Me puse en pie,
tratando de averiguar dónde estábamos.
—Por todos los Santos.
Tras nosotros se encontraban las estrellas, la luz de la luna, el mundo
vivo. Delante de nosotros, la nada. Realmente iba a hacerlo. Nos iba a llevar
a la Sombra.
—Artilleros, a vuestros puestos —ordenó el corsario—. Vendavales,
manteneos firmes.
—¡Sturmhond, voy a matarte! —grité—. ¡Da la vuelta a esta cosa ahora
mismo!
—Me gustaría poder complacerte, pero me temo que si quieres
matarme, vas a tener que esperar a que aterricemos. ¿Preparada?
—¡No! —chillé.
Pero un momento después nos adentramos en la oscuridad. Era como
una noche que jamás se hubiera conocido: una oscuridad perfecta, profunda
y antinatural que parecía cerrarse a nuestro alrededor en un abrazo
sofocante. Estábamos en la Sombra.
upe que algo había cambiado en el momento que entramos en el
Nocéano.
Apresuradamente, me aferré a la cubierta con los pies y abrí
los brazos, invocando una ancha esfera de luz solar alrededor
del Colibrí. Por muy enfadada que estuviera con Sturmhond, no iba a dejar
que una bandada de volcra nos derribaran solo para salirme con la mía.
Con el poder de los dos amplificadores, casi no tenía que pensar para
invocar la luz. Probé sus límites cuidadosamente, sin sentir nada de la
salvaje perturbación que me había abrumado la primera vez que había
utilizado el grillete, pero algo iba muy mal. Sentía que la Sombra era
diferente. Me dije que solo era mi imaginación, pero parecía que la
oscuridad tuviera una especie de textura. Casi la podía sentir moviéndose
sobre mi piel. Los bordes de la herida de mi hombro comenzaron a picarme
y dar tirones, como si la carne estuviera nerviosa.
Había estado en el Nocéano dos veces antes, y en ambas me había
sentido como una extraña, como una intrusa vulnerable en un mundo
peligroso y antinatural que no me quería allí. Pero ahora era como si la
Sombra estuviera tratando de alcanzarme, de darme la bienvenida. Sabía
que no tenía sentido: la Sombra era un lugar muerto y vacío, no algo vivo.
Me conoce, pensé. Los similares se atraen.
Estaba siendo ridícula. Me aclaré la cabeza y extendí más la luz,
dejando que el poder latiera cálido y reconfortante a mi alrededor. Aquello
era lo que era, no la oscuridad.
—Ahí vienen —dijo Mal junto a mí—. Escucha.
Por encima del rugido del viento, oí un chillido que retumbaba a través
de la Sombra, y después el aleteo constante de las alas de los volcra. Nos
habían encontrado con facilidad, atraídos por el olor de las presas humanas.
Sus alas batían el aire alrededor del círculo de luz que había creado,
empujando la oscuridad hacia nosotros en ondas que revoloteaban. Ahora
que se habían detenido los cruces de la Sombra llevaban mucho tiempo sin
comida, y el hambre los volvía audaces.
Extendí los brazos y dejé que la luz brillara con más fuerza, alejándolos.
—No —dijo Sturmhond—. Que se acerquen.
—¿Qué? ¿Por qué? —pregunté. Los volcra eran puros depredadores. No
se debía jugar con ellos.
—Ellos nos dan caza a nosotros —dijo, alzando la voz para que todos
pudieran oírlo—. Tal vez es hora de que nosotros les demos caza a ellos.
Un grito beligerante se alzó desde la tripulación, seguido por una serie
de ladridos y aullidos.
—Retira la luz —me pidió el corsario.
—Se ha vuelto loco —le dije a Mal—. Dile que se ha vuelto loco.
Pero Mal dudó.
—Bueno…
—Bueno, ¿qué? —pregunté—. En caso de que te hayas olvidado, ¡una
de esas cosas trató de comerte!
Él se encogió de hombros y sonrió levemente.
—A lo mejor es por eso por lo que quiero ver lo que pueden hacer esos
cañones.
Sacudí la cabeza. No me gustaba aquello. No me gustaba nada.
—Solo un momento —presionó el corsario—. Dame el gusto.
Que le diera el gusto. Como si estuviera pidiendo otro pedazo de tarta.
La tripulación estaba esperando. Tolya y Tamar se encorvaban sobre los
protuberantes cañones de sus armas; parecían insectos con lomos de cuero.
—De acuerdo —acepté—. Pero no digas que no te lo advertí.
Mal se puso el rifle sobre el hombro.
—Vamos allá —murmuré. Curvé los dedos y el círculo de luz
empequeñeció, contrayéndose alrededor del barco.
Los volcra chillaron de emoción.
—¡Del todo! —ordenó Sturmhond.
Apreté los dientes, frustrada, y después hice lo que me pedía. El Colibrí
quedó a oscuras.
Oí el crujido de las alas. Los volcra se lanzaron hacia nosotros.
—¡Ahora, Alina! —gritó el corsario—. ¡Extiéndela del todo!
No me detuve a pensar. Extendí una oleada llameante que mostró el
horror que nos rodeaba en la luz penetrante e implacable del sol del
mediodía. Había volcra por todas partes, suspendidos en el aire alrededor
del barco, una masa de cuerpos grises, alados y retorcidos; ojos lechosos y
ciegos, mandíbulas repletas de dientes. Su parecido con los nichevo’ya era
indiscutible, y sin embargo resultaban mucho más grotescos, mucho más
burdos.
—¡Fuego! —gritó Sturmhond.
Tolya y Tamar abrieron fuego. Era un sonido que nunca había oído
antes, un tronar incesante que me destrozaba el cráneo, agitaba el aire a
nuestro alrededor y repiqueteaba en nuestros huesos.
Fue una masacre. Los volcra cayeron en picado desde el cielo a nuestro
alrededor, con los pechos abiertos y las alas arrancadas del cuerpo. Los
cartuchos gastados cayeron sobre cubierta con un ruido metálico, y el
penetrante olor a quemado de la pólvora llenó el aire.
Doscientos disparos por minuto. Así que aquello era lo que podía hacer
un ejército moderno.
Los monstruos no parecían saber lo que estaba pasando. Daban vueltas
batiendo el aire, agitados por la sed de sangre, el hambre y el miedo;
desgarrándose entre ellos en su confusión y su deseo de escapar. Sus
gritos… Baghra me había dicho una vez que los antepasados de los volcra
eran humanos. Podía haber jurado que lo oía en sus gritos.
Los disparos se extinguieron. Me pitaban los oídos. Miré hacia arriba y
vi manchas de sangre negra y trozos de carne en las velas de lona. Un sudor
frío me cubría la frente, como si estuviera enferma.
El silencio solo duró unos momentos, hasta que Tolya echó la cabeza
hacia atrás y soltó un aullido de triunfo. El resto de la tripulación se le unió,
ladrando y chillando. Quise gritarles que se callaran.
—¿Crees que podríamos acabar con otra bandada? —preguntó uno de
los Vendavales.
—Tal vez —dijo Sturmhond—. Pero deberíamos dirigirnos hacia el
este. Casi ha amanecido, y no quiero que nadie nos vea.
Sí, pensé. Vayamos hacia el este. Salgamos de aquí. Me temblaban las
manos. La herida de mi hombro me quemaba y palpitaba. ¿Qué me pasaba?
Los volcra eran monstruos. Nos hubieran hecho pedazos sin pensarlo, y yo
lo sabía. Y, sin embargo, todavía podía escuchar los gritos.
—Hay más —dijo Mal de repente—. Muchos más.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó el corsario.
—Simplemente lo sé.
Sturmhond dudó. Entre las gafas, el sombrero y el cuello alto, era
imposible leer su expresión.
—¿Dónde? —preguntó finalmente.
—Un poco hacia el norte —explicó Mal—. Por ahí. —Señaló hacia la
oscuridad, y sentí la urgencia de darle un golpe en la mano. Que pudiera
rastrear a los volcra no significaba que tuviera que hacerlo.
Sturmhond indicó el rumbo. Mi corazón dio un vuelco.
El Colibrí bajó las alas y giró mientras Mal daba indicaciones y el
corsario corregía nuestra trayectoria. Traté de concentrarme en la luz, en la
reconfortante presencia de mi poder; traté de ignorar la sensación enfermiza
que notaba en las tripas.
Sturmhond nos hizo descender. Mi luz brilló sobre la arena incolora de
la Sombra y rozó la forma sombría de un esquife de arena destrozado.
Un escalofrío me recorrió cuando nos acercamos. El esquife estaba roto
por la mitad. Uno de los mástiles se había partido en dos, y pude distinguir
los restos de tres velas negras andrajosas. Mal nos había llevado hasta las
ruinas del esquife del Oscuro.
La poca calma que había conseguido reunir se desvaneció.
El Colibrí bajó aún más, y nuestra sombra cruzó la cubierta destrozada.
Sentí un ligerísimo alivio. Por ilógico que fuera, había esperado ver los
cuerpos de los Grisha que había dejado atrás desperdigados por la cubierta,
los esqueletos del emisario del Rey y los embajadores extranjeros apiñados
en una esquina. Pero, por supuesto, habían desaparecido hacía mucho.
Habían servido de comida para los volcra, y sus huesos habían quedado
dispersados por la estéril extensión de la Sombra.
El Colibrí se ladeó a estribor. Mi luz atravesó las oscuras profundidades
del casco roto, y los gritos comenzaron.
—Por todos los Santos —dijo Mal, y alzó su rifle.
Tres enormes volcra se encogieron bajo el casco del esquife, dándonos
la espalda y con las alas completamente extendidas. Pero lo que hizo que
me atravesara una oleada de miedo y repulsión fue ver lo que estaban
tratando de proteger con sus cuerpos: un mar de formas retorcidas, brazos
pequeños y brillantes, pequeños lomos partidos por las membranas
transparentes de alas apenas formadas. Gimoteaban y lloriqueaban,
deslizándose los unos sobre los otros, tratando de alejarse de la luz.
Habíamos descubierto un nido.
La tripulación se quedó en silencio. Ya no había ladridos ni chillidos.
Sturmhond hizo girar el barco en otro arco bajo. Después gritó:
—Tolya, Tamar, ¡grenatki!
Los mellizos sacaron dos obuses de hierro fundido y los arrastraron
hasta el borde de la barandilla.
Otra oleada de pavor me recorrió. Son volcra, me recordé. Míralos. Son
monstruos.
—¡Vendavales, a mi señal! —dijo el corsario con voz seria. Después,
gritó—: ¡Explosivos! ¡Lanzadlos con fuerza! —Luego, cuando hubieron
lanzado los obuses, rugió—: ¡Ahora!
Giró el timón con fuerza hacia la derecha.
Los Vendavales levantaron los brazos, y el Colibrí se lanzó hacia el
cielo.
Pasó un segundo de silencio, y después sonó un enorme estallido bajo
nosotros. El calor y la fuerza de la explosión golpearon la nave con fuerza.
—¡Manteneos firmes! —bramó Sturmhond.
El artefacto se tambaleó salvajemente, girando como un péndulo bajo
sus alas de lona. Mal me puso una mano en cada lado, protegiendo mi
cuerpo con el suyo mientras yo luchaba por mantener el equilibrio y
mantener viva la luz que nos rodeaba.
Finalmente, el barco dejó de balancearse y comenzó a moverse en arco,
dibujando un círculo suave por encima de los restos en llamas del esquife.
Estaba temblando con fuerza. El aire apestaba a carne quemada. Notaba
los pulmones chamuscados, y cada aliento me abrasaba el pecho. La
tripulación había vuelto a aullar y ladrar y Mal se unió, alzando el rifle en
alto en señal de triunfo. Por encima de los vítores, oí los gritos de los
volcra, indefensos y humanos a mis oídos, los chillidos de madres que
lloraban a sus hijos.
Cerré los ojos. Era todo lo que podía hacer para evitar taparme las
orejas con las manos y desplomarme sobre la cubierta.
—Ya basta —susurré, pero nadie parecía oírme—. Por favor —añadí
con voz ronca—. Mal…
—Estás hecha toda una asesina, Alina.
Esa voz fría. Abrí los ojos de golpe.
El Oscuro estaba de pie junto a mí, y su kefta negra ondeaba sobre la
cubierta del Colibrí. Jadeé y retrocedí, mirando a mi alrededor
frenéticamente, pero nadie estaba mirando. Estaban gritando de alegría,
mirando las llamas.
—No te preocupes —dijo amablemente el Oscuro—. Cada vez es más
sencillo. Mira, te lo enseñaré.
Se sacó un puñal de la manga de la kefta y, antes de que pudiera gritar,
se lanzó hacia mi cara. Levanté las manos para defenderme y, un grito me
desgarró la garganta. La luz se desvaneció y la oscuridad se tragó el barco.
Caí de rodillas, apiñada sobre la cubierta, preparada para sentir el
penetrante pinchazo del acero Grisha.
No llegó. La gente estaba chillando en la oscuridad a mi alrededor.
Sturmhond estaba gritando mi nombre. Oí el retumbante graznido de un
volcra. Cerca. Demasiado cerca.
Alguien gimió, y el barco se ladeó violentamente. Oí el ruido de las
botas mientras la tripulación se esforzaba por mantenerse en pie.
—¡Alina! —Esta vez era la voz de Mal.
Lo sentí avanzando hacia mí torpemente en la oscuridad. Recuperé algo
de sensatez y volví a extender la luz en una brillante cascada.
El volcra que nos había atacado aulló y volvió a zambullirse en la
oscuridad, pero uno de los Vendavales yacía sangrando sobre la cubierta,
con el brazo casi arrancado de cuajo. La vela que había sobre él aleteó
inútilmente. El Colibrí se inclinó violentamente a estribor, perdiendo altura
rápidamente.
—¡Tamar, ayúdalo! —ordenó Sturmhond, pero Tolya y Tamar ya
estaban corriendo hacia el Vendaval caído.
La otra Vendaval tenía las dos manos en alto, con el rostro rígido por el
esfuerzo mientras trataba de invocar una corriente lo suficientemente fuerte
como para mantenernos a flote. El barco se tambaleaba. Sturmhond se
aferró al timón, gritando órdenes a los tripulantes que trabajaban en las
velas.
El corazón me martilleaba en el pecho. Miré frenéticamente sobre la
cubierta, dividida entre el terror y la confusión. Había visto al Oscuro. Lo
había visto.
—¿Estás bien? —preguntó Mal junto a mí—. ¿Estás herida?
No podía mirarlo. Temblaba tanto que pensé que iba a hacerme pedazos.
Concentré todo mi esfuerzo en mantener la luz brillando a nuestro
alrededor.
—¿Está herida? —gritó Sturmhond.
—¡Tú sácanos de aquí! —respondió Mal.
—¡Oh, eso es lo que debería intentar hacer! —le ladró el corsario.
Los volcra chillaban y se arremolinaban, batiendo las alas contra el
círculo de luz. Puede que fueran monstruos, pero me pregunté si
comprendían la venganza. El Colibrí se sacudió y tembló. Miré hacia abajo
y vi arenas grises que se acercaban a nosotros a toda velocidad.
Y de pronto salimos de la oscuridad, emergiendo desde las últimas
volutas negras de la Sombra mientras salíamos disparados hacia la luz azul
del amanecer.
El suelo se encontraba terroríficamente cerca bajo nosotros.
—¡Luces fuera! —ordenó Sturmhond.
Dejé caer las manos y me agarré desesperada a la barandilla de la cabina
de mando. Podía ver una larga extensión de carretera, las luces de un pueblo
que brillaban en la distancia, y allí, tras un grupo de colinas bajas, un
pequeño lago azul, reflejando en su superficie la luz de la mañana.
—¡Solo un poco más! —gritó el corsario.
La Vendaval soltó un gemido de esfuerzo, con los brazos temblorosos.
Las velas se hundieron, y el Colibrí siguió cayendo. Las ramas arañaron el
casco mientras volábamos al ras de los árboles.
—¡Agachaos todos y sujetaos! —exclamó Sturmhond. Mal y yo nos
agachamos en la cabina de mando, sujetándonos con brazos y piernas,
cogidos de la mano. El barco tembló y se agitó.
—No vamos a conseguirlo —dije con voz ronca.
Él no contestó, sino que me apretó los dedos con más fuerza.
—¡Preparaos! —rugió Sturmhond.
En el último segundo, se lanzó a la cabina de mando en un revoltijo de
brazos y piernas.
—Esto es muy cómodo —tuvo tiempo de decir antes de que cayéramos
a tierra con un golpe que nos sacudió los huesos.
Mal y yo caímos hasta el morro de la cabina de mando mientras el barco
destrozaba el suelo con un gran estrépito, rompiéndose el casco. Hubo una
fuerte salpicadura, y de pronto estuvimos sobre el agua. Oí un terrible ruido
y supe que uno de los cascos se había soltado. Rebotamos bruscamente
sobre la superficie, y después, milagrosamente, la nave tembló hasta
detenerse.
Traté de recobrar la compostura. Me encontraba sobre mi espalda,
contra un lateral de la cabina de mando. Alguien respiraba trabajosamente
junto a mí.
Me moví con cautela. Me había dado un fuerte golpe en la cabeza y me
había abierto las dos palmas, pero parecía seguir de una pieza.
El agua estaba entrando desde el suelo de la cabina de mando. Oí
salpicaduras y personas que se llamaban entre ellas.
—¿Mal? —me atreví a decir con un tembloroso chillido.
—Estoy bien —respondió. Se encontraba en algún lugar a mi izquierda
—. Tenemos que salir de aquí.
Miré a mi alrededor, pero no veía a Sturmhond por ninguna parte.
Mientras trepábamos para salir de la cabina de mando, el barco
destrozado comenzó a inclinarse alarmantemente. Oímos un crujido y uno
de los mástiles cedió, derrumbándose en el lago bajo el peso de sus velas.
Nos lanzamos al agua, pataleando con fuerza mientras el lago trataba de
tragarnos junto con el barco.
Uno de los miembros de la tripulación se había enredado entre las
cuerdas. Mal se sumergió para liberarlo, y casi lloré de alivio cuando ambos
salieron a la superficie.
Vi a Tolya y Tamar nadando al estilo perrito, seguidos por el resto de la
tripulación. Tolya arrastraba al Vendaval herido y Sturmhond nadaba tras
ellos, llevando a un marinero inconsciente bajo el brazo. Nos dirigimos
hacia la orilla.
Mis miembros amoratados pesaban, empujados hacia abajo por mis
ropas empapadas, pero finalmente llegamos hasta la zona de poca
profundidad. Nos arrastramos fuera del agua, esforzándonos por avanzar
entre los juncos lodosos, y nos dejamos caer sobre la ancha playa en forma
de media luna.
Me quedé ahí jadeando, escuchando los sonidos extrañamente normales
del amanecer: los grillos en la hierba, los pájaros que cantaban desde algún
lugar en el bosque, el croar grave y vacilante de una rana. Tolya estaba
atendiendo al Vendaval herido, terminando de sanarle el brazo, indicándole
que flexionara los dedos y doblara el codo. Oí que Sturmhond llegaba hasta
la orilla y ponía al último marinero al cuidado de Tamar.
—No respira —dijo—, y no le encuentro el pulso.
Me forcé a sentarme. El sol se alzaba tras nosotros, calentándome la
espalda y bañando de oro el lago y los bordes de los árboles. Tamar había
presionado las manos al pecho del marinero, utilizando su poder para sacar
el agua de sus pulmones e insuflar vida en su corazón. Los minutos se
arrastraban mientras el marinero yacía inmóvil sobre la arena. Entonces,
jadeó, abrió los ojos y escupió agua sobre su camisa.
Solté un suspiro de alivio. Una muerte menos sobre mi conciencia.
Otro de los tripulantes estaba apretándole el costado para comprobar
que no se hubiera roto ninguna costilla, y Mal tenía un feo tajo que le
cruzaba la frente. Pero estábamos todos allí. Lo habíamos logrado.
Sturmhond volvió al agua y comenzó a andar. Se quedó ahí de pie,
metido hasta la rodilla, contemplando la suave superficie del lago mientras
su abrigo flotaba detrás de él. A excepción de una franja de tierra levantada
a un lado de la orilla, no había señales de que el Colibrí hubiera existido
jamás.
La Vendaval que había salido ilesa se giró hacia mí.
—¿Qué ha pasado antes? —escupió—. Casi matan a Kovu. ¡Casi nos
matan a todos!
—No lo sé —respondí, apoyando la cabeza sobre las rodillas.
Mal me rodeó con el brazo, pero no quería consuelo. Quería una
explicación para lo que había visto.
—¿No lo sabes? —preguntó con incredulidad.
—No lo sé —repetí, sorprendida por el arrebato de ira que vino con las
palabras—. Yo no pedí que me empujaran a la Sombra. Yo no fui quien
quiso ir a buscar pelea con los volcra. ¿Por qué no le preguntas a tu capitán
lo que ha pasado?
—Tiene razón —dijo Sturmhond, saliendo del agua fatigosamente y
avanzando por la orilla hasta nosotros mientras se quitaba los guantes
destrozados—. Debería haberle advertido, y no tendría que haber ido tras el
nido.
Por algún motivo, el hecho de que estuviera de acuerdo conmigo tan
solo me enfadó más. Entonces se quitó el sombrero y las gafas, y mi furia
desapareció, reemplazada por un total y absoluto desconcierto.
Mal se puso en pie en un instante.
—¿Qué demonios es esto? —dijo, con voz grave y peligrosa.
Yo me quedé sentada, paralizada, y mi dolor y mi cansancio quedaron
eclipsados por la disparatada imagen que tenía delante. No sabía qué estaba
viendo exactamente, pero me alegraba que Mal también lo viera. Después
de lo que había sucedido en la Sombra, no confiaba en mí misma.
Sturmhond suspiró y se pasó la mano por la cara… la cara de un
extraño.
Su barbilla había perdido la punta pronunciada. Su nariz seguía
ligeramente torcida, pero nada como el bulto quebrado que había sido. Su
pelo ya no era de un castaño rojizo, sino de un dorado oscuro, con un
cuidadoso corte militar, y esos extraños ojos de un verde turbio eran ahora
de un avellana claro y brillante. Parecía alguien completamente distinto,
pero sin duda seguía siendo Sturmhond.
Y es guapo, pensé con una desconcertante punzada de resentimiento.
Mal y yo éramos los únicos que lo mirábamos. Ninguno de los
miembros de la tripulación del corsario parecía remotamente sorprendido.
—Tienes a un Confeccionador —comprendí.
Sturmhond hizo una mueca.
—Yo no soy un Confeccionador —dijo Tolya, enfadado.
—No, Tolya, tus dones pertenecen a otra categoría —replicó Sturmhond
con suavidad—. Principalmente, en los célebres campos del asesinato y la
mutilación.
—¿Por qué has hecho esto? —pregunté, aun tratándo de adaptarme a la
chirriante experiencia de que la voz de Sturmhond proviniera de una boca
diferente.
—Era esencial que el Oscuro no me reconociera. No me ha visto desde
que tenía catorce años, pero no quería correr el riesgo.
—¿Quién eres? —preguntó Mal, furioso.
—Esa es una pregunta complicada.
—En realidad, es bastante directa —dije yo, poniéndome en pie—. Pero
para responderla hace falta decir la verdad, algo de lo que pareces ser
incapaz.
—Ah, sí, puedo hacerlo —replicó el corsario, sacudiendo el agua de una
de sus botas—. Es solo que no se me da muy bien.
—Sturmhond —gruñó Mal, yendo hacia él—, tienes exactamente diez
segundos para explicarte, o Tolya va a tener que hacerte una cara nueva.
Entonces Tamar se puso en pie bruscamente.
—Viene alguien.
Nos quedamos todos en silencio, escuchando. Los sonidos venían desde
el otro lado del bosque que rodeaba el lago: cascos, muchos cascos, y el
chasquido y el crujido de las ramas rotas mientras los hombres avanzaban
hacia nosotros entre los árboles.
Sturmhond gimió.
—Sabía que nos habían visto. Pasamos demasiado tiempo en la Sombra.
—Soltó un suspiro de cansancio—. Un barco destrozado y una tripulación
que parece un puñado de comadrejas ahogadas. Esto no es lo que tenía en
mente.
Quería saber qué era lo que tenía en mente exactamente, pero no había
tiempo de preguntárselo.
Los árboles se abrieron y un grupo de hombres a caballo cargó hacia la
playa. Diez… veinte… treinta soldados del Primer Ejército. Hombres del
Rey, muy armados. ¿De dónde habían salido?
Tras la masacre de los volcra y la colisión, no pensaba que me quedara
ningún miedo, pero me equivocaba. El pánico me recorrió mientras
recordaba lo que Mal había dicho de haber desertado. ¿Estábamos a punto
de ser arrestados como traidores? Retorcí los dedos. No iban a hacerme
prisionera otra vez.
—Tranquila, Invocadora —susurró el corsario—. Deja que yo me
ocupe.
—¿Porque te has ocupado tan bien de todo, Sturmhond?
—Sería sensato que no me llamaras así durante un tiempo.
—¿Y eso por qué? —solté.
—Porque no me llamo así.
Los soldados se detuvieron frente a nosotros, y la luz matinal se
reflejaba en sus rifles y sables. Un joven capitán extendió su arma.
—En nombre del Rey de Ravka, soltad vuestras armas.
Sturmhond avanzó, colocándose entre el enemigo y su tripulación
herida. Levantó los brazos en señal de rendición.
—Nuestras armas están en el fondo del lago. Estamos indefensos.
Sabiendo lo que sabía del corsario y los mellizos, lo dudaba muchísimo.
—Expón tu nombre y tus intenciones aquí —ordenó el joven capitán.
Lentamente, Sturmhond se quitó el abrigo empapado y se lo dio a Tolya.
Una agitación incómoda recorrió a los soldados: Sturmhond llevaba un
traje militar ravkano. Se encontraba totalmente empapado, pero era
imposible confundir el verde militar y los botones de latón del Primer
Ejército ravkano; ni el águila doble que indicaba un rango de oficial. ¿A
qué estaba jugando?
Un hombre mayor rompió filas, y avanzó en su caballo hacia
Sturmhond. Con un sobresalto, reconocí al Coronel Raevsky, el comandante
del campamento militar de Kribirsk. ¿Tanto nos habíamos acercado? ¿Por
eso habían llegado tan rápido los soldados?
—¡Explícate, chico! —ordenó el coronel—. Expón tu nombre y tus
intenciones antes de que te quitemos ese uniforme y lo colguemos de un
árbol.
Sturmhond no parecía preocupado. Cuando habló, su voz tenía un tono
que nunca había escuchado jamás en ella.
—Soy Nikolai Lantsov, Comandante del Vigésimo Segundo
Regimiento, Soldado del Ejército del Rey, Gran Duque de Udova, y
segundo hijo de su Alteza Real, el Rey Alexander Tercero, Gobernante del
Trono del Águila Doble, largos sean su vida y su reinado.
Me quedé boquiabierta. La conmoción sacudió a los soldados, y una
risita nerviosa se alzó de algún lugar entre ellos. No sabía qué broma
pensaba que estaba haciendo ese loco, pero Raevsky no parecía encontrarla
divertida. Saltó de su caballo y entregó las riendas a un soldado.
—Escúchame, chaval maleducado —dijo, con la mano en la
empuñadura de su espada, y sus erosionadas facciones contorsionadas en
líneas de furia mientras caminaba a zancadas en dirección a Sturmhond—.
Nikolai Lantsov sirvió bajo mi mando en la frontera del norte y…
Su voz se desvaneció. Estaba ya nariz con nariz con el corsario, pero
este no pestañeó. El coronel abrió la boca y después la cerró. Dio un paso
hacia atrás y examinó el rostro de Sturmhond. Vi que su expresión
cambiaba del desdén a la incredulidad, y después a lo que solo podía ser
reconocimiento.
Abruptamente, hincó una rodilla y agachó la cabeza.
—Perdonadme, moi tsarevich —dijo, con la mirada fija en el suelo—.
Bienvenido.
Los soldados intercambiaron miradas de confusión.
Sturmhond los miró con ojos fríos y expectantes. Irradiaba autoridad.
Un pulso pareció recorrer las filas, y después, uno a uno, los soldados se
bajaron de sus caballos e hincaron las rodillas, con las cabezas gachas.
Por todos los Santos.
—Tiene que ser una broma —murmuró Mal.
Había cazado un ciervo mágico. Llevaba alrededor de la muñeca las
escamas de un dragón de hielo asesinado. Había visto una ciudad entera
tragada por la oscuridad. Pero aquello era la cosa más extraña que había
presenciado jamás. Tenía que ser otro de los engaños de Sturmhond, uno
que probablemente haría que nos mataran.
Me lo quedé mirando. ¿Era posible siquiera? No conseguía que mi
mente funcionara; estaba demasiado cansada, demasiado agotada por el
pánico. Busqué entre mis recuerdos lo poquito que sabía sobre los dos hijos
del Rey. Había conocido al mayor brevemente en el Pequeño Palacio, pero
hacía años que nadie veía al joven en la corte. Se suponía que estaba fuera
en algún sitio, trabajando como aprendiz de un armero o estudiando
construcción naval.
O tal vez había hecho ambas cosas.
Me sentí mareada. Genya lo había llamado sobachka. Cachorro. Insistió
en hacer el servicio militar en la infantería.
Sturmhond. Sabueso de la tormenta. El Lobo de las Olas.
Sobachka. No podía ser. No era posible.
—Levantaos —ordenó Sturmhond o quienquiera que fuese. Su porte
parecía haber cambiado completamente. Los soldados se pusieron en pie y
quedaron expectantes—. Hace mucho que no vuelvo a casa —tronó el
corsario—. Pero no lo he hecho con las manos vacías.
Se hizo a un lado, y después extendió un brazo en mi dirección. Todas
las caras se giraron hacia mí, esperando con expectación.
—Hermanos —dijo—, he traído a la Invocadora del Sol de vuelta a
Ravka.
No pude evitarlo. Me lancé hacia delante y le di un puñetazo en la cara.
ienes suerte de que no te hayan disparado —dijo Mal, enfadado.
Estaba caminando de un lado a otro en una tienda
sencillamente amueblada, una de las pocas que quedaban en el
campamento Grisha próximo a Kribirsk. Habían derribado el
glorioso pabellón de seda negro del Oscuro. Lo único que quedaba era una
ancha franja de hierba muerta, llena de clavos torcidos y los restos rotos de
lo que había sido un suelo de madera pulida.
Tomé asiento junto a la tosca mesa y miré al exterior, donde Tolya y
Tamar flanqueaban la entrada de la tienda. No estaba segura de si se
encontraban ahí para protegernos o para evitar que escapáramos.
—Mereció la pena —respondí—. Además, nadie va a disparar a la
Invocadora del Sol.
—Acabas de pegarle un puñetazo a un príncipe, Alina. Supongo que
podemos añadir un acto más de traición a nuestra lista.
Sacudí la mano dañada. Me dolían los nudillos.
—Primero, ¿podemos estar seguros de que es un príncipe? Y segundo,
lo que te pasa es que estás celoso.
—Pues claro que estoy celoso. Pensaba que sería yo quien le pegaría un
puñetazo. Pero no se trata de eso.
Se había desatado el caos tras mi estallido, y las rápidas palabras de
Sturmhond y la agresividad de Tolya para controlar a la multitud fueron lo
único que evitaron que me llevaran encadenada, o algo peor.
Sturmhond nos había escoltado a través de Kribirsk hasta el
campamento militar. Cuando nos dejó en la tienda, había dicho en voz baja:
—Lo único que os pido es que os quedéis lo suficiente como para que
me explique. Si no os gusta lo que oís, sois libres para marcharos.
—¿Así, por las buenas? —me burlé.
—Confiad en mí.
—Cada vez que dices que confiemos en ti, confío en ti un poco menos
—siseé.
Pero Mal y yo nos quedamos ahí, sin saber cuál sería nuestro próximo
movimiento. Sturmhond no nos había atado ni nos había puesto un montón
de guardias. Nos había dado ropa limpia y seca. Si queríamos, podíamos
tratar de burlar a Tolya y Tamar y escapar cruzando la Sombra… no es
como si hubiera alguien capaz de seguirnos. Podríamos salir por donde
quisiéramos de la orilla occidental. Pero ¿qué haríamos después?
Sturmhond había cambiado, pero nuestra situación no. No teníamos dinero
ni aliados, y el Oscuro seguía persiguiéndonos. Y no tenía muchas ganas de
volver a la Sombra, no después de lo que había pasado a bordo del Colibrí.
Reprimí una risotada sombría. Si de verdad estaba pensando en
refugiarme en el Nocéano, era porque las cosas iban muy mal.
Entró un sirviente con una gran bandeja. Colocó una jarra de agua, una
botella de kvas y unos vasos, y varios platos pequeños de zakuski. Cada uno
de ellos tenía el borde de oro y estaba adornado con un águila doble.
Sopesé la comida: espadines ahumados sobre pan negro, remolachas
adobadas, huevos rellenos. No comíamos desde la noche anterior a bordo
del Volkvolny y usar mi poder me había dejado famélica, pero estaba
demasiado nerviosa para comer.
—¿Qué pasó allí? —preguntó Mal en cuanto el sirviente se marchó.
Volví a sacudir los nudillos.
—Perdí los nervios.
—No me refería a eso. ¿Qué pasó en la Sombra?
Examiné un pequeño bote de mantequilla de hierbas, haciéndolo girar
entre mis manos. Lo he visto.
—Tan solo estaba cansada —dije con ligereza.
—Utilizaste mucho más poder cuando escapamos de los nichevo’ya, y
no flaqueaste. ¿Es por el grillete?
—El grillete me hace más fuerte —repliqué, tirando de la manga para
cubrir las escamas del azote marino. Además, llevaba semanas llevándolo.
No le pasaba nada malo a mi poder, pero tal vez me pasara algo malo a mí.
Dibujé un patrón invisible por encima de la mesa—. Cuando estábamos
luchando contra los volcra, ¿te sonaron diferentes? —pregunté.
—¿Cómo que diferentes?
—Más… humanos.
Mal frunció el ceño.
—No, sonaban básicamente como siempre. Como monstruos que
quieren comernos. —Puso una mano sobre la mí—. ¿Qué pasó, Alina?
Lo he visto.
—Te lo he dicho: estaba cansada. Perdí la concentración.
Él se apartó.
—Si quieres mentirme, adelante. Pero no voy a fingir que te creo.
—¿Por qué no? —preguntó Sturmhond, entrando en la tienda—. Es de
buena educación.
Nos pusimos en pie al instante, listos para luchar.
Él se detuvo y alzó las manos en señal de paz. Se había puesto un
uniforme seco. Comenzaba a formársele un moratón en la mejilla. Con
cautela, se quitó la espada y la colgó de un poste junto a la entrada de la
tienda.
—Solo estoy aquí para hablar —dijo.
—Pues habla —replicó Mal—. ¿Quién eres, y a qué estás jugando?
—Soy Nikolai Lantsov, pero por favor, no me hagas volver a recitar mis
títulos. No es divertido para nadie, y el único que importa es «príncipe».
—¿Y qué pasa con Sturmhond? —pregunté.
—También soy Sturmhond, comandante del Volkvolny, el flagelo del
Mar Auténtico.
—¿Flagelo?
—Bueno, como mínimo resulto bastante molesto.
Sacudí la cabeza.
—Es imposible.
—Improbable.
—Este no es el momento de andar con bromas.
—Por favor —dijo con tono conciliatorio—, sentaos. No sé vosotros,
pero a mí las cosas me resultan mucho más comprensibles cuando estoy
sentado. Supongo que tiene que ver con la circulación. Por supuesto, es
preferible si os reclináis, pero no creo que nos encontremos en esos
términos todavía.
No me moví. Mal cruzó los brazos.
—Bueno, pues yo voy a sentarme. Jugar a ser el héroe que regresa es
una tarea más que agotadora, y estoy francamente agotado. —Fue hasta la
mesa, se sirvió un vaso de kvas, y se sentó en una silla con un suspiro de
satisfacción. Tomó un sorbo e hizo una mueca—. Qué asco. Nunca me ha
gustado.
—Entonces pida algo de brandy, su alteza —repliqué con irritación—.
Estoy segura de que traerán lo que les pidas.
Su rostro se iluminó.
—Muy cierto. Supongo que podría bañarme en él. Tal vez lo haga.
Mal lanzó las manos hacia arriba, exasperado, y caminó hasta la entrada
para mirar el campamento.
—No puedes esperar realmente que nos creamos nada de esto —dije.
Sturmhond movió los dedos para mostrarnos su anillo.
—Tengo el sello real.
Resoplé.
—Probablemente se lo habrás robado al auténtico Príncipe Nikolai.
—Serví con Raevsky. Me conoce.
—Tal vez también le robaste la cara al príncipe.
Él suspiró.
—Tienes que entender que el único lugar donde podía revelar mi
identidad sin riesgos era aquí en Ravka. Solo los miembros de mi
tripulación en los que más confío saben quién soy realmente: Tolya, Tamar,
Privyet, algunos de los Etherealki. El resto… Bueno, no son malos
hombres, pero son mercenarios y piratas.
—¿Así que engañaste a tu propia tripulación?
—En los mares, Nikolai Lantsov es más útil como rehén que como
capitán. Es difícil dirigir un barco si estás preocupado constantemente de
que te den un golpe en la cabeza en mitad de la noche para pedir un rescate
a tu papá real.
Sacudí la cabeza.
—Nada de esto tiene sentido. Se supone que el príncipe Nikolai está en
algún sitio estudiando barcos o…
—Fui aprendiz de un constructor naval fjerdano. Y un ingeniero civil de
la provincia han de Bolh. Probé suerte con la poesía durante un tiempo,
aunque los resultados fueron… desafortunados. Estos días, ser Sturmhond
requiere la mayor parte de mi atención.
Mal se apoyó contra el poste de la tienda, con los brazos cruzados.
—¿Así que un día decidiste dejar atrás una vida de lujos y probar suerte
jugando a ser pirata?
—Corsario —le corrigió—. Y no estaba jugando a nada. Sabía que
podía hacer más por Ravka como Sturmhond que holgazaneando en la
corte.
—¿Y dónde creen los Reyes que te encuentras? —pregunté.
—En la Universidad de Ketterdam —respondió—. Un lugar encantador,
muy noble. Mientras hablamos hay un cargador extremadamente bien
pagado que asiste a mis clases de filosofía. Saca notas aceptables, responde
al nombre de Nikolai, y bebe copiosamente y a menudo para que nadie
sospeche nada.
¿Es que aquello no tenía fin?
—¿Por qué?
—Lo intenté, de verdad, pero nunca se me ha dado bien quedarme
quieto. Volvía loca a mi niñera. Bueno, a mis niñeras. Según recuerdo, eran
un ejército.
Debería haberle golpeado con más fuerza.
—Quiero decir que por qué has pasado por toda esta farsa.
—Soy el segundo en la línea al trono de Ravka. Casi tuve que huir para
hacer el servicio militar. No creo que mis padres aprobaran que luchara
contra los piratas zemeni y me enfrentara a los fjerdanos. Sin embargo, le
tienen mucho cariño a Sturmhond.
—Vale —dijo Mal desde la puerta—. Eres un príncipe. Eres un corsario.
Eres un imbécil. ¿Qué quieres de nosotros?
Sturmhond dio otro sorbo vacilante al kvas y se estremeció.
—Vuestra ayuda —dijo—. El juego ha cambiado, y la Sombra se está
expandiendo. El Primer Ejército está al borde de la revolución. Puede que el
golpe de Estado del Oscuro haya fallado, pero ha quebrado el Segundo
Ejército, y Ravka está a punto de desmoronarse.
Noté una sensación de ansiedad.
—Déjame adivinarlo: eres tú quien va a arreglar las cosas, ¿verdad?
Sturmhond se inclinó hacia delante.
—¿Conociste a mi hermano Vasily cuando estabas en la corte? Se
preocupa más por los caballos y su próximo trago de whiskey que por su
gente. Mi padre nunca ha tenido más que un interés pasajero en gobernar
Ravka, y según se dice hasta eso lo ha perdido. El país se está cayendo a
pedazos, y alguien tiene que volver a juntarlo antes de que sea demasiado
tarde.
—Vasily es el heredero —observé.
—Creo que será fácil convencerlo para que se aparte.
—¿Por eso nos has traído hasta aquí? —dije asqueada—. ¿Porque
quieres ser rey?
—Os he traído hasta aquí porque el Apparat te ha convertido
prácticamente en una Santa viviente, y la gente te adora. Os he traído hasta
aquí porque tu poder es la clave de la supervivencia de Ravka.
Golpeé la mesa con las manos.
—¡Me has traído hasta aquí para poder hacer una entrada triunfal con la
Invocadora del Sol y robar el trono de tu hermano!
Sturmhond se inclinó hacia atrás.
—No voy a disculparme por ser ambicioso. Eso no cambia el hecho de
que soy el mejor hombre para el puesto.
—Por supuesto que lo eres.
—Ven conmigo a Os Alta.
—¿Por qué? ¿Para que puedas presumir de mí como si fuera un premio
que no mereces?
—Sé que no confías en mí, y no tienes razones para hacerlo, pero
cumpliré lo que te prometí a bordo del Volkvolny. Escucha lo que puedo
ofrecerte, y si aun así no estás interesada, los barcos de Sturmhond te
llevarán a cualquier parte del mundo. Yo creo que te quedarás. Creo que
puedo darte algo que nadie más puede.
—Esto debería ser bueno —murmuró Mal.
—Puedo ofrecerte la oportunidad de cambiar Ravka —dijo Sturmhond
—. Puedo ofrecerte la oportunidad de dar esperanza a tu gente.
—Ah, ¿eso es todo? —pregunté agriamente—. ¿Y cómo se supone que
voy a hacer eso?
—Ayudándome a unir el Primer y el Segundo Ejército. Convirtiéndote
en mi reina.
Antes de que pudiera pestañear, Mal había apartado la mesa a un lado y
había levantado a Sturmhond del suelo, golpeándolo contra el poste de la
tienda. El príncipe hizo una mueca, pero no se movió para defenderse.
—Tranquilo. No me llenes de sangre el uniforme. Déjame explicar…
—A ver si puedes explicarlo con mi puño en tu boca.
Sturmhond se retorció y, en un instante, se libró de Mal. Tenía un puñal
en la mano, extraído de algún lugar del interior de su manga.
—Retrocede, Oretsev. Estoy manteniendo la compostura por el bien de
ella, pero me encantaría destriparte como una carpa.
—Inténtalo —gruñó Mal.
—¡Basta ya! —Invoqué una brillante esquirla de luz que los cegó a los
dos. Levantaron las manos para protegerse del resplandor,
momentáneamente distraídos—. Sturmhond, envaina eso o serás tú quien
acabe destripado. Mal, apártate.
Esperé hasta que Sturmhond guardara el puñal, con los puños todavía
apretados. Se observaban cautelosamente. Tan solo unas horas antes habían
sido amigos. Por supuesto, entonces Sturmhond había sido una persona
completamente diferente.
El príncipe se alisó las mangas del uniforme.
—No estoy proponiendo un emparejamiento amoroso, patán
romanticón, tan solo una alianza política. Si te paras a pensarlo un
momento, verás que tiene mucho sentido para el país.
Mal soltó una risotada semejante a un ladrido.
—Quieres decir que tiene mucho sentido para ti.
—¿No pueden ser ciertas ambas cosas? He servido en el ejército. Sé de
la guerra, y sé de armas. Sé que el Primer Ejército me seguirá. Puede que
sea el segundo en la línea, pero sigo teniendo derecho de sangre al trono.
Mal lo golpeó en la cara con un dedo.
—No tienes derecho a ella.
Sturmhond pareció perder parte de su compostura.
—¿Qué pensabas que iba a pasar? ¿Pensabas que podías arrastrar por el
mundo a una de las Grisha más poderosas como si fuera una campesina con
la que te hubieras dado un revolcón en un granero? ¿Así es como pensabas
que acabaría esta historia? Estoy intentando que el país no se venga abajo,
no robarte a tu chica.
—Basta ya —dije en voz baja.
—Puedes quedarte en el palacio —continuó Nikolai—. ¿Tal vez como
capitán de su guardia personal? No sería la primera vez que se realizan
acuerdos similares.
Un músculo se tensó en la mandíbula de Mal.
—Me pones enfermo.
Sturmhond agitó la mano con desdén.
—Soy un monstruo depravado, lo sé. Tan solo piensa un momento en lo
que estoy diciendo.
—No tengo que pensar en nada —gritó Mal—. Y ella tampoco. No va a
suceder.
—Sería un matrimonio solo de nombre —insistió Sturmhond. Después,
como si no pudiera evitarlo, le dedicó a Mal una sonrisa burlona—. Salvo
en el asunto de producir herederos.
Mal se lanzó hacia delante y Sturmhond se llevó la mano al puñal, pero
vi lo que estaba a punto de suceder y me metí en medio.
—¡Parad! —grité—. Parad ya. ¡Y dejad de hablar de mí como si no
estuviera aquí!
Mal soltó un gruñido de frustración y comenzó a pasearse por la tienda.
Sturmhond levantó la silla que habían derribado y volvió a sentarse,
tomándose su tiempo en estirar las piernas y servirse otro vaso de kvas.
Tomé aliento.
—Su alteza…
—Nikolai —me corrigió él—. Aunque también respondo cuando me
llaman «cielo» o «guapo».
Mal intentó hablar, pero lo silencié con una mirada suplicante.
—Tienes que dejar de hacer eso, Nikolai —dije—. O te arrancaré esos
dientes principescos yo misma.
Nikolai se frotó el moratón.
—Sé que se te da bien.
—Pues sí —repliqué con firmeza—. Y no voy a casarme contigo.
Mal soltó aliento, y perdió parte de la rigidez en los hombros. Me
preocupaba que hubiera pensado que había alguna posibilidad de que
aceptara la oferta de Nikolai, y sabía que no le gustaría lo que iba a decir
después.
Me armé de valor antes de hablar.
—Pero regresaré a Os Alta contigo.
Mal levantó la cabeza de golpe.
—Alina…
—Mal, siempre dijimos que encontraríamos la forma de regresar a
Ravka, que encontraríamos la forma de ayudar. Si no hacemos algo, puede
que no tengamos una Ravka a la que regresar. —Él sacudió la cabeza, pero
yo me giré hacia Nikolai y me lancé—: Regresaré a Os Alta contigo, y
consideraré la posibilidad de ayudarte a hacerte con el trono. —Respiré
profundamente—. Pero quiero el Segundo Ejército.
La tienda se quedó en silencio. Los dos me miraban como si estuviera
loca y, a decir verdad, no me sentía cuerda del todo. Pero ya estaba harta de
ser arrastrada a través del Mar Auténtico y por media Ravka por gente que
trataba de utilizarme a mí y a mi poder.
Nikolai soltó una risa nerviosa.
—La gente te adora, Alina, pero estaba pensando en un título algo más
simbólico…
—No soy un símbolo —solté—. Y estoy cansada de ser un peón.
—No —dijo Mal—. Es demasiado peligroso. Sería como pintarte una
diana en la espalda.
—Ya llevo una diana en la espalda —repliqué—. Y ninguno de nosotros
estará jamás a salvo hasta que el Oscuro sea derrotado.
—¿Alguna vez has estado al mando de algo? —preguntó Nikolai.
Una vez había estado al mando de un seminario de aprendices
cartógrafos, pero no creía que se refiriera a eso.
—No —admití.
—No tienes ni experiencia, ni precedente, ni derecho —dijo—. El
Segundo Ejército ha estado dirigido por los Oscuros desde su fundación.
Por un Oscuro. Pero aquel no era el momento de explicárselo.
—La edad y el derecho de nacimiento no importan a los Grisha. Lo
único que les importa es el poder. Yo soy la única Grisha que ha llevado
jamás dos amplificadores. Y soy la única Grisha con vida lo
suficientemente poderosa como para enfrentarme al Oscuro o a sus
soldados de sombras. Nadie más puede hacer lo que hago yo.
Procuré que mi voz sonara confiada, incluso aunque no sabía a qué
venía todo eso. Tan solo sabía que estaba cansada de vivir con miedo.
Estaba cansada de huir. Y si Mal y yo queríamos alguna esperanza de
encontrar al pájaro de fuego, necesitábamos respuestas. El Pequeño Palacio
podría ser el único lugar donde las encontráramos.
Por un largo momento, los tres nos quedamos ahí de pie.
—Bien —dijo Nikolai—. Bien.
Tamborileó con los dedos sobre la mesa, sopesando mis palabras.
Después se levantó y me ofreció la mano.
—De acuerdo, Invocadora —dijo—. Ayúdame a ganarme a la gente, y
los Grisha son tuyos.
—¿En serio? —solté abruptamente.
Nikolai se rio.
—Si planeas liderar un ejército, será mejor que aprendas a interpretar tu
papel. La respuesta adecuada es: «sabía que entrarías en razón».
Tomé su mano. Era áspera y callosa: la mano de un pirata, no de un
príncipe. Se la sacudí.
—En cuanto a mi propuesta… —comenzó.
—No tientes a tu suerte —atajé, retirando la mano—. Dije que iría
contigo a Os Alta, y eso es todo.
—¿Y dónde iré yo? —preguntó Mal en voz baja.
Nos observaba con sus ojos azules fijos, con los brazos cruzados. Tenía
sangre en la frente por la colisión del Colibrí. Parecía cansado y muy muy
lejos de allí.
—Yo… pensaba que vendrías conmigo —tartamudeé.
—¿Como qué? —preguntó—. ¿El capitán de tu guardia personal?
Enrojecí.
Nikolai se aclaró la garganta.
—Aunque me encantaría ver cómo se resuelve esto, tengo algunas
disposiciones que hacer. Salvo que, por supuesto…
—Lárgate —ordenó Mal.
—De acuerdo entonces. Os dejaré a ello.
Se apresuró a salir, deteniéndose solo para recuperar su espada.
El silencio en la tienda pareció estirarse y expandirse.
—¿Adonde quieres ir a parar con todo esto, Alina? —preguntó Mal—.
Hemos luchado por salir de este lugar dejado de la mano de los Santos, y
ahora volvemos a empantanarnos.
Me dejé caer en el catre y apoyé la cabeza sobre las manos. Estaba
exhausta, y me dolía cada hueso del cuerpo.
—¿Qué se supone que tengo que hacer? —imploré—. Lo que está
pasando aquí, lo que le está pasando a Ravka… parte de la culpa es mía.
—Eso no es cierto.
Solté una risa hueca.
—Oh, sí que lo es. De no ser por mí, la Sombra no se estaría
expandiendo. Novokribirsk seguiría en pie.
—Alina —dijo Mal, acuclillándose frente a mí y colocando las manos
sobre mis rodillas—, incluso con todos los Grisha y un millar de las pistolas
de Sturmhond, no eres lo bastante fuerte como para detenerlo.
—Si tuviéramos el tercer amplificador…
—¡Pero no lo tenemos!
Le cogí las manos.
—Lo tendremos.
Él me sostuvo la mirada.
—¿Y se te ha ocurrido que yo podría decir que no?
Me dio un vuelco el estómago. No. No se me había pasado por la mente
que Mal podría negarse, y de pronto me sentí avergonzada. Lo había dado
todo para estar conmigo, pero eso no significaba que estuviera feliz de
hacerlo. Tal vez se había cansado de luchar, del miedo y de la
incertidumbre. Tal vez se había cansado de mí.
—Pensaba… Pensaba que los dos queríamos ayudar a Ravka.
—¿Eso es lo que los dos queríamos? —preguntó.
Se levantó y me dio la espalda. Tragué saliva con fuerza, tratando de
eliminar el dolor repentino que sentía en la garganta.
—Entonces, ¿no quieres ir a Os Alta?
Él se detuvo en la entrada de la tienda.
—Querías llevar el segundo amplificador. Lo tienes. ¿Quieres ir a Os
Alta? Vale, iremos. Dices que necesitas el pájaro de fuego. Encontraré la
forma de conseguírtelo. Pero cuando esto acabe, Alina, me pregunto si me
seguirás queriendo para algo.
Me puse en pie de golpe.
—¡Por supuesto que sí! Mal…
Pero él no esperó a oír lo que pudiera decir. Salió a la luz del sol y
desapareció.
Me apreté los ojos con las manos, tratando de eliminar las lágrimas que
me amenazaban. ¿Qué estaba haciendo? No era una reina. No era una santa.
Y desde luego no sabía cómo dirigir un ejército.
Capté un vistazo de mí en el espejo de afeitar que había sobre la mesilla
de noche. Me eché el abrigo y la camisa a un lado, desnudando la herida de
mi hombro. Las marcas de las garras del nichevo’ya destacaban arrugadas y
negras contra mi piel. El Oscuro había dicho que jamás sanarían
completamente.
¿Qué herida no podía ser curada por el poder de los Grisha? Una
provocada por algo que no debería haber existido en primer lugar.
Lo he visto. El rostro del Oscuro, pálido y hermoso, el ataque de su
puñal. Había sido tan real. ¿Qué había sucedido en la Sombra?
Volver a Os Alta y tomar el control del Segundo Ejército era
prácticamente una declaración de guerra. El Oscuro sabría dónde
encontrarme, y cuando fuera lo bastante fuerte, iría a por mí. Estuviéramos
preparados o no, no tendríamos más opción que enfrentarnos a él. Era un
pensamiento terrible, pero me sorprendió descubrir que también me
aliviaba.
Me enfrentaría a él. Y de un modo u otro, esto terminaría.
o nos marchamos enseguida a Os Alta, sino que pasamos los
siguientes tres días transportando cargamentos de bienes a
través de la Sombra. Operábamos con lo que había quedado del
campamento militar en Kribirsk, ya que la mayoría de las tropas
se habían retirado cuando la Sombra comenzó a expandirse. Se había
levantado una nueva torre de observación para vigilar las orillas negras del
Nocéano, y en los puertos secos solo trabajaba el número imprescindible de
personas.
No quedaba ni un solo Grisha en el campamento. Después del golpe de
Estado fallido del Oscuro y la destrucción de Novokribirsk, una oleada de
sentimiento antigrisha se había propagado por Ravka y las filas del Primer
Ejército. No me sorprendía. Una aldea entera había desaparecido, y su gente
había acabado como comida para los monstruos. Ravka no lo olvidaría
pronto. Y yo tampoco.
Algunos Grisha habían huido a Os Alta para buscar la protección del
Rey. Otros se habían ocultado. Nikolai sospechaba que la mayoría había
buscado al Oscuro para huir junto a él. Pero con la ayuda de los Vendavales
rebeldes del príncipe, logramos hacer dos viajes a través de la Sombra el
primer día, tres el segundo y cuatro el último. Los esquifes de arena
viajaban vacíos hasta Ravka Occidental y volvían con enormes cargamentos
de rifles zemeni, cajas llenas de munición, piezas para armas de repetición
como las que Nikolai había utilizado a bordo del Colibrí, y unas pocas
toneladas de azúcar y jurda: todo ello cortesía del contrabando de
Sturmhond.
—Sobornos —dijo Mal mientras observábamos a los aturdidos soldados
que rebuscaban en un cargamento que estaban descargando en el puerto,
riendo y maravillándose ante la reluciente selección de armas.
—Regalos —corrigió Nikolai—. Descubrirás que las balas funcionan,
independientemente de mis motivos. —Se giró hacia mí—. Creo que
podríamos hacer un viaje más hoy. ¿Te apetece?
No me apetecía, pero asentí con la cabeza.
Él sonrió y me palmeó la espalda.
—Daré las órdenes.
Podía sentir a Mal observándome mientras me giraba para mirar la
fluctuante oscuridad de la Sombra. El incidente del Colibrí no había vuelto
a suceder. Fuera lo que fuera lo que había visto aquel día (visión o
alucinación, no lo sabía), no había vuelto a suceder. Sin embargo, pasaba
cada momento en el Nocéano alerta y recelosa, tratando de ocultar lo
asustada que me sentía realmente.
Nikolai quería utilizar los cruces para cazar volcra, pero me negué. Le
dije que todavía me encontraba débil y que no estaba segura de que tuviera
suficiente poder como para garantizar nuestra seguridad. Mi miedo era real,
pero el resto era mentira: mi poder era más fuerte que nunca. Fluía desde mí
en oleadas puras y vibrantes, radiantes con la fuerza del ciervo y las
escamas, pero no podía soportar la idea de volver a escuchar esos gritos.
Mantuve la luz en una cúpula ancha y reluciente alrededor de los esquifes, y
aunque los volcra chillaban y batían las alas, mantenían la distancia.
Mal nos acompañó en todos los cruces, cerca de mí, con el rifle
preparado. Sabía que era capaz de sentir mi ansiedad, pero no me presionó
para que explicara nada. De hecho, no había dicho prácticamente nada
desde nuestra discusión en la tienda. Tenía miedo de que cuando empezara
a hablar no me gustara lo que tuviera que decir. Yo no había cambiado de
idea sobre regresar a Os Alta, pero me preocupaba que él sí lo hiciera.
La mañana que levantamos el campamento para volver a la capital, lo
busqué entre la multitud, temerosa de que hubiera decidido no aparecer.
Dije una pequeña plegaria de agradecimiento cuando lo vi, silencioso sobre
su montura y con la espalda recta, esperando para unirse al grupo de jinetes.
Salimos antes del amanecer, una serpenteante procesión de caballos y
vagones que avanzaban por la ancha carretera conocida como la Vy. Nikolai
había conseguido una kefta sencilla de color azul para mí, pero se hallaba
metida en mi equipaje. Hasta que tuviera a más de sus hombres
protegiéndome, yo no era más que otro soldado en el séquito del príncipe.
Mientras el sol aparecía en el horizonte, sentí un leve aleteo de
esperanza. La idea de ocupar el lugar del Oscuro, de tratar de reorganizar a
los Grisha y dirigir el Segundo Ejército todavía me resultaba abrumadora,
pero al menos estaba haciendo algo que no fuera huir del Oscuro o esperar a
que él me atrapara. Tenía dos de los amplificadores de Morozova, y me
dirigía a un lugar donde podría encontrar respuestas que me llevaran al
tercero. Mal no estaba contento, pero mientras observaba la luz de la
mañana que atravesaba las copas de los árboles, estaba segura de que lo
haría entrar en razón.
Mi buen humor no sobrevivió al viaje a través de Kribirsk. Habíamos
atravesado la ciudad portuaria en ruinas tras el accidente del lago, pero
había estado demasiado alterada y distraída como para darme cuenta
realmente de cómo había cambiado el lugar. Esta vez, fue inevitable.
Aunque Kribirsk nunca había sido demasiado bonita, sus aceras siempre
habían estado repletas de viajantes y mercaderes, los hombres del Rey y
estibadores. Sus abarrotadas calles habían estado llenas de tiendas
ajetreadas listas para equipar expediciones a la Sombra, además de bares y
burdeles que abastecían a los soldados del campamento. Pero las calles
estaban silenciosas y casi vacías. La mayoría de las posadas y tiendas
habían sido entabladas.
La verdadera revelación ocurrió cuando llegamos a la iglesia. La
recordaba como un pulcro edificio coronado por brillantes cúpulas azules.
Ahora, las paredes encaladas estaban cubiertas de letras, fila tras fila de
nombres escritos en pintura roja que al secarse habían quedado del color de
la sangre. Los escalones estaban llenos de ramos de flores marchitas,
pequeños iconos pintados y restos de velas fundidas. Vi botellas de kvas,
montañas de caramelos, el cuerpo abandonado de una muñeca. Regalos
para los muertos.
Recorrí la lista de nombres:
Stepan Ruschkin, 57
Anya Sirenka, 13
Mikah Lasky, 44
Petyr Ozerov, 22
Marina Koska, 19
Valentín Yomki, 72
Sasha Penkin, 8 meses
Continuaba y continuaba. Mis dedos se aferraron a las riendas mientras
una garra helada me atenazaba el corazón. Los recuerdos acudieron a mí sin
ser invitados: una madre que corría con su hijo en brazos, un hombre que
tropezaba cuando la oscuridad lo atrapó, con la boca abierta en un grito, una
mujer mayor, confusa y asustada, tragada por la multitud aterrorizada. Yo lo
había visto todo. Yo lo había hecho posible.
Eran la gente de Novokribirsk, la ciudad que se había encontrado justo
enfrente de Kribirsk, al otro lado de la Sombra. Una ciudad hermana llena
de familiares, amigos, compañeros de negocios. Gente que había trabajado
en los puertos y se había encargado de los esquifes, algunos que debían
haber sobrevivido a múltiples cruces. Habían vivido en los límites del
horror, pensando que se encontraban a salvo en sus propias casas,
caminando las calles de su pequeña ciudad portuaria. Y ahora todos habían
desaparecido porque yo no había conseguido detener al Oscuro. Mal
condujo a su caballo junto al mío.
—Alina —dijo con suavidad—. Vámonos.
Sacudí la cabeza. Quería recordarlos. Tasha Stol, Andrei Bazin, Shura
Rychenko. Tantos como pudiera. Habían sido asesinados por el Oscuro. ¿Lo
atormentaban en sueños tanto como me atormentaban a mí?
—Tenemos que detenerlo, Mal —dije con voz ronca—. Tenemos que
encontrar una forma.
No sé qué esperaba que dijera, pero permaneció en silencio. No estaba
segura de que Mal quisiera hacerme más promesas.
Finalmente se alejó, pero me forcé a leer cada uno de los nombres, y
solo entonces me giré para marcharme, guiando a mi caballo de vuelta a la
calle desierta.
Algo de vida pareció regresar a Kribirsk mientras nos alejábamos de la
Sombra. Unas cuantas tiendas estaban abiertas, y todavía había mercaderes
que exponían sus mercancías en la franja de la Vy conocida como el
Camino del Vendedor. Había mesas desvencijadas bordeando el camino,
con las superficies cubiertas de telas de colores brillantes y llenas de
mercancías revueltas: botas y chales de oración, juguetes de madera,
cuchillos de mala calidad en vainas hechas a mano. Muchas de las mesas
estaban llenas de lo que parecían pedazos de roca y huesos de pollo.
—¡Provinye osti! —gritaban los vendedores—. ¡Autchen’ye osti! Hueso
real. Hueso auténtico.
Mientras me inclinaba sobre la cabeza del caballo para ver mejor, un
hombre mayor gritó mi nombre.
Levanté la mirada, sorprendida. ¿Me conocía?
Nikolai apareció de pronto junto a mí. Empujó su caballo cerca del mío
y me cogió las riendas, dándoles un fuerte tirón para alejarme de la mesa.
—Net, spasibo —le dijo al hombre mayor.
—¡Alina! —gritó el vendedor—. ¡Autchen’ye Alina!
—Espera —dije, girándome en mi montura para ver mejor la cara del
hombre. Estaba ordenando lo que había expuesto en la mesa. Si no podía
vender, parecía haber perdido todo interés en nosotros.
—Espera —insistí—. Me conocía.
—No, no te conocía.
—Sabía mi nombre —dije, recuperando mis riendas con enfado.
—Estaba tratando de venderte reliquias. Huesos de dedos. Sankta Alina
auténtica.
Me quedé paralizada, y un escalofrío recorrió todo mi cuerpo. Mi
caballo, distraído, siguió avanzando.
—Alina auténtica —repetí, aturdida.
Nikolai se movió sobre su montura con inquietud.
—Hay rumores de que moriste en la Sombra. La gente lleva meses
vendiendo partes de ti por toda Ravka y Ravka Occidental. Eres un
verdadero amuleto de la buena suerte.
—¿Se supone que eso eran mis huesos?
—Nudillos, dedos de los pies, fragmentos de costilla.
Tenía ganas de vomitar. Miré a mi alrededor esperando ver a Mal.
Necesitaba ver algo familiar.
—Por supuesto —continuó Nikolai—, si tan solo la mitad fueran
realmente tus dedos, tendrías unos cien pies. Pero la superstición es algo
poderoso.
—Y la fe también —dijo una voz detrás de mí, y cuando me giré, me
sorprendió ver allí a Tolya, montado en un enorme caballo de guerra negro,
con el ancho rostro solemne.
Era demasiado. El optimismo que había sentido tan solo una hora antes
se había desvanecido. De pronto parecía como si el cielo estuviera
cerniéndose sobre mí, cerrándose como una trampa. Di una patada a mi
caballo para que fuera a medio galope. Siempre había sido una mala jinete,
pero me agarré fuerte y no me detuve hasta que Kribirsk quedó muy atrás y
ya no oía el ruido de los huesos.
Aquella noche nos quedamos en una posada en la aldea de Vernost, donde
nos encontramos con un grupo de soldados fuertemente armados del Primer
Ejército. Pronto aprendí que muchos eran del Vigésimo Segundo, el
regimiento con el que había servido Nikolai y que acabó ayudando a dirigir
en la campaña militar del norte. Aparentemente, el príncipe quería estar
rodeado de amigos cuando entrara en Os Alta. No podía culparlo.
Pareció relajarse en su presencia y, una vez más, su comportamiento
cambió. Se movía sin esfuerzo entre el papel del aventurero superficial y el
del príncipe arrogante, y ahora se había convertido en un amado
comandante, un soldado que reía fácilmente con sus compañeros y sabía los
nombres de todos.
Los soldados llevaban un espléndido carruaje, lacado en el azul pálido
de Ravka y decorado con el águila doble del Rey en un lado. El príncipe
había pedido que añadieran un sol dorado al otro. El carruaje estaba tirado
por seis caballos blancos a juego. Mientras el reluciente artilugio entraba
retumbando en el patio de la posada, tuve que poner los ojos en blanco,
recordando los excesos del Gran Palacio. Tal vez el mal gusto fuera
hereditario.
Había esperado cenar a solas con Mal en mi habitación, pero Nikolai
insistió en que cenáramos todos juntos en la sala común de la posada. Así
que en lugar de relajarme en paz junto al fuego, nos embutieron codo con
codo en una mesa ruidosa llena de oficiales. Mal no había dicho ni una
palabra en toda la comida, pero Nikolai hablaba suficiente por los tres.
Mientras atacaba un plato de rabo de buey estofado, relató la
aparentemente interminable lista de lugares donde tenía intención de
detenerse de camino a Os Alta. El simple hecho de escucharlo me agotaba.
—No me había dado cuenta de que «ganarse a la gente» significaba
conocer a todos y cada uno —gruñí—. ¿No tenemos prisa?
—Ravka necesita saber que su Invocadora del Sol ha regresado.
—¿Y su caprichoso príncipe?
—Él también. Los cotilleos ayudarán más que los anuncios reales. Y
eso me recuerda —añadió, bajando la voz—, que de ahora en adelante
deberás comportarte como si alguien te estuviera observando en todo
momento. —Nos señaló a Mal y a mí con el tenedor—. Lo que hagas en
privado es asunto tuyo, tan solo sé discreta.
Casi me atraganté con el vino.
—¿Qué? —balbuceé.
—Una cosa es que te relacionen con un príncipe real, y otra muy
distinta es que piensen que te estés revolcando con un campesino.
—No me… ¡Eso no es asunto de nadie! —susurré con furia. Le lancé
una mirada a Mal, que tenía los dientes apretados y sujetaba su cuchillo un
poco más fuerte de lo necesario.
—El poder está en las alianzas —dijo Nikolai—. Es asunto de todos. —
Tomó otro sorbo de vino mientras yo lo miraba con incredulidad—. Y
deberías llevar tus propios colores.
Sacudí la cabeza, confundida por el cambio de tema.
—¿Ahora me vas a elegir la ropa?
Llevaba la kefta azul, pero estaba claro que eso no bastaba para
satisfacer a Nikolai.
—Si tienes intención de dirigir el Segundo Ejército y ocupar el lugar del
Oscuro, tienes que dar el pego.
—Los Invocadores van de azul —repliqué con irritabilidad.
—No subestimes el poder de la grandilocuencia, Alina: a la gente le
gusta el espectáculo. El Oscuro comprendía eso.
—Pensaré en ello.
—Yo sugeriría el dorado —continuó Nikolai—. Muy regio, muy
apropiado…
—¿Muy hortera?
—Dorado y negro sería lo mejor. El simbolismo perfecto, y…
—Nada de negro —intervino Mal. Se alejó de la mesa y, sin una palabra
más, desapareció en la sala abarrotada.
Coloqué el tenedor sobre la mesa.
—No sé si buscas problemas deliberadamente o si tan solo eres un
gilipollas.
El príncipe tomó otro bocado de su cena.
—¿No le gusta el negro?
—Es el color del hombre que trató de matarlo y me secuestra de vez en
cuando. ¿Mi enemigo jurado?
—Más razón aún para reclamar ese color como el tuyo.
Estiré el cuello para ver adonde había ido Mal. Lo vi a través de la
puerta abierta, tomando asiento él solo junto a la barra.
—No —dije—. Nada de negro.
—Como gustes —replicó Nikolai—. Pero elige algo para ti y para tus
guardias.
Suspiré.
—¿De verdad necesito guardias?
Nikolai se reclinó sobre la silla y me examinó, con el rostro
repentinamente serio.
—¿Sabes cómo me gané el nombre de Sturmhond? —preguntó.
—Pensaba que era algún tipo de broma, un juego con Sobachka.
—No. Es un nombre que me gané. El primer barco enemigo que abordé
fue un mercader fjerdano fuera de Djerholm. Cuando le dije al capitán que
tirara su espada, él se rio en mi cara y me dijo que corriera a casa con mi
madre. Dijo que los hombres fjerdanos hacían pan con los huesos de los
flacuchos chicos ravkanos.
—¿Así que lo mataste?
—No. Le dije que los capitanes viejos y estúpidos no eran buena
comida para los hombres ravkanos. Después le corté los dedos y se los di de
comer a mi perro mientras él observaba.
—Que tú… ¿qué?
La habitación estaba repleta de soldados ruidosos que cantaban,
gritaban, contaban historias, pero todo desapareció cuando me quedé
mirando a Nikolai en silencio, aturdida. Era como si lo estuviera viendo
transformarse otra vez, como si la encantadora máscara hubiera cambiado
para revelar a un hombre muy peligroso.
—Ya me has oído. Mis enemigos comprendían la brutalidad, y mi
tripulación también. Cuando todo acabó, bebí con mis hombres y repartí el
botín. Después volví a mi camarote, vomité la buena cena que había
preparado el camarero, y lloré hasta quedarme dormido. Pero ese fue el día
que me convertí en un auténtico corsario, y ese fue el día que nació
Sturmhond.
—Pues menudo cachorro —dije, sintiendo náuseas.
—Era un muchacho tratando de dirigir una tripulación indisciplinada de
ladrones y rebeldes contra enemigos que eran más viejos, más sabios y más
duros. Necesitaba que me temieran. Todos. Y si no lo hubieran hecho,
habría muerto más gente.
Aparté mi plato.
—¿Los dedos de quién me estás diciendo que corte?
—Lo que te estoy diciendo es que si quieres ser un líder, es hora de que
comiences a pensar y actuar como uno.
—Ya he oído esto, ¿sabes? del Oscuro y sus seguidores. Sé brutal. Sé
cruel. Más vidas se salvarán a la larga.
—¿Piensas que soy como el Oscuro?
Lo examiné: el pelo dorado, el elegante uniforme, aquellos ojos color
avellana demasiado inteligentes.
—No —dije lentamente—. No creo que lo seas. —Me levanté para
unirme a Mal—. Pero me he equivocado antes.
El viaje a Os Alta no fue tanto una marcha como un desfile lento e
insoportable. Nos deteníamos en cada pueblo a lo largo de la Vy, en granjas,
escuelas, iglesias y lecherías. Saludábamos a los dignatarios locales y
visitábamos los hospitales. Cenábamos con veteranos de guerra y
aplaudíamos a los coros femeninos.
Era difícil no darse cuenta de que la mayoría de las aldeas estaban
habitadas principalmente por gente muy joven o muy vieja. Cada persona
capaz había sido llamada a filas para servir en el Ejército del Rey y luchar
en las guerras interminables de Ravka. Los cementerios eran tan grandes
como los pueblos.
Nikolai entregaba monedas de oro y sacos de azúcar. Aceptaba
apretones de manos de los mercaderes y besos en la mejilla de las matronas
que lo llamaban Sobachka, y encandilaba a cualquiera que se acercara a
menos de un metro. No parecía cansarse ni flaquear nunca. Sin importar
cuantos kilómetros hubiéramos recorrido ni cuánta gente hubiéramos
conocido, él siempre estaba listo para conocer a alguien más.
Siempre parecía saber lo que la gente quería de él, cuándo ser el chico
que se reía, el príncipe azul, el soldado agotado. Suponía que era el
entrenamiento que implicaba haber nacido como parte de la realeza y
haberse criado en la corte, pero resultaba desconcertante de observar.
No había estado bromeando con lo del espectáculo. Siempre intentaba
que llegáramos al amanecer o al ocaso, y si no, detenía nuestra procesión en
las profundas sombras de una iglesia o la plaza del pueblo, todo para
exhibir mejor a la Invocadora del Sol.
Cuando me pilló poniendo los ojos en blanco, se limitó a guiñar un ojo
y decir:
—Todo el mundo piensa que estás muerta, preciosa. Es importante que
te vean bien.
Así que me ceñí a mi parte del trato e interpreté mi papel. Sonreí
gentilmente e invoqué a la luz para que brillara por encima de los tejados y
los campanarios, para que bañara con su calidez los rostros atónitos. La
gente lloraba. Las madres me llevaban a sus hijos para que los besara, y los
ancianos se inclinaban ante mí, con las mejillas húmedas por las lágrimas.
Me sentía como un completo fraude, y eso fue lo que le dije a Nikolai.
—¿Qué quieres decir? —preguntó, genuinamente desconcertado—. La
gente te adora.
—Quieres decir que adoran lo que tú les has vendido —gruñí mientras
salíamos de un pueblo.
—¿Acaso tú has vendido algo alguna vez?
—No tiene gracia —susurré con furia—. Has visto lo que puede hacer
el Oscuro. Esta gente va a enviar a sus hijos a luchar con los nichevo’ya, y
yo no voy a poder salvarlos. Les estás contando una mentira.
—Les estamos dando esperanza. Eso es mejor que nada.
—Hablas como si nunca hubieras tenido nada —dije, y me alejé con mi
caballo.
Estábamos en la época más bonita del verano en Ravka, con los campos
llenos de verde y dorado, el aire aromático y dulce con el olor del heno
cálido. A pesar de las protestas de Nikolai, insistí en privarme de las
comodidades del carruaje. Tenía el trasero dolorido, y mis muslos se
quejaban en voz alta cuando bajaba de mi montura cada noche, pero montar
mi propio caballo significaba aire fresco y la oportunidad de buscar a Mal
cada día. No hablaba mucho, pero parecía estarse ablandando un poco.
El príncipe había hecho correr la historia de cómo el Oscuro había
tratado de ejecutar a Mal en la Sombra. Eso le proporcionó confianza
instantánea entre los soldados, incluso cierto estatus de celebridad. En
ocasiones, iba a explorar con los rastreadores de la unidad, y también
trataba de enseñar a cazar a Tolya, aunque al enorme Grisha no se le daba
muy bien eso de acechar con sigilo en el bosque.
En el camino de salida de Sala, estábamos pasando junto a un grupo de
olmos blancos cuando Mal se aclaró la garganta y dijo:
—Estaba pensando…
Me senté recta y le dediqué toda mi atención. Era la primera vez que
había iniciado una conversación desde que habíamos salido de Kribirsk.
Él se movió sobre su silla, sin cruzarme la mirada.
—Estaba pensando en quién podíamos utilizar para la guardia.
Fruncí el ceño.
—¿La guardia?
Él se aclaró la garganta.
—Para ti. Algunos de los hombres de Nikolai parecen buena gente, y
creo que deberíamos considerar a Tolya y Tamar. Son shu, pero también son
Grisha, así que no debería ser un problema. Y luego… bueno, estoy yo.
Creo que nunca antes había visto sonrojarse a Mal.
Sonreí.
—¿Estás diciendo que quieres ser el capitán de mi guardia personal?
Él me miró, con una sonrisita en los labios.
—¿Podré llevar un sombrero bonito?
—El más bonito —dije—. Y posiblemente una capa.
—¿Tendré penachos?
—Oh, sí. Muchos.
—Entonces, cuenta conmigo.
Quería dejarlo ahí, pero no pude evitarlo.
—Pensaba… pensaba que querrías volver a tu unidad, para volver a ser
un rastreador.
Mal examinó el nudo de sus riendas.
—No puedo volver. Con suerte, Nikolai evitará que me cuelguen…
—¿Con suerte? —chillé.
—Soy un desertor, Alina. Ni siquiera el Rey puede volver a convertirme
en rastreador.
Su voz era firme, despreocupada.
Se adapta, pensé. Pero sabía que alguna parte de él siempre se
lamentaría por la vida que debería haber tenido, la vida que hubiera tenido
de no ser por mí.
Asintió hacia delante, donde la espalda de Nikolai apenas resultaba
visible entre los jinetes.
—Y ni de broma voy a dejarte sola con el Príncipe Perfecto.
—¿Así que no confías en que pueda resistirme a sus encantos?
—Ni siquiera confío en mí. Nunca había visto a nadie manejar una
multitud como lo hace él. Estoy seguro de que las rocas y los árboles se
están preparando para jurarle fidelidad.
Me reí y me incliné hacia atrás, sintiendo el sol que calentaba mi piel a
través de las sombras moteadas de las copas de los árboles que teníamos
encima. Toqué con los dedos el grillete del azote marino, cuidadosamente
oculto por mi manga. Por el momento, quería que el segundo amplificador
fuera un secreto. Los Grisha de Nikolai habían jurado mantener el silencio,
y tan solo podía esperar que contuvieran sus lenguas.
Mis pensamientos se dirigieron al pájaro de fuego. Alguna parte de mí
todavía no podía creer que fuera real. ¿Tendría el aspecto que tenía en las
páginas del libro rojo, con las plumas de color blanco y dorado? ¿O estarían
las puntas de sus alas en llamas? ¿Y qué clase de monstruo lo abatiría con
una flecha?
Me había negado a tomar la vida del ciervo, y eso había provocado la
muerte de incontables personas: los ciudadanos de Novokribirsk, los
soldados y los Grisha que había abandonado en el esquife del Oscuro. Pensé
en esos altos muros de las iglesias cubiertos con los nombres de los
muertos.
El ciervo de Morozova. Rusalye. El pájaro de fuego. Las leyendas
cobraban vida delante de mis ojos, solo para morir enfrente de mí. Recordé
los costados jadeantes del azote marino, el débil silbido de sus últimos
alientos. Había estado al borde de la muerte, y aun así había dudado.
No quiero ser una asesina. Pero tal vez la misericordia era un lujo que
la Invocadora del Sol no podía permitirse. Me estremecí. Primero teníamos
que encontrar al pájaro de fuego. Hasta entonces, todas nuestras esperanzas
se hallaban en un príncipe que no era de fiar.
Al día siguiente aparecieron los primeros peregrinos. Parecían como
cualquier otro aldeano, esperando junto al camino para ver pasar la
procesión real, pero llevaban brazaletes y estandartes decorados con un sol
naciente. Sucios de los largos días de viaje, cargaban con morrales y sacos
que contenían sus pocas pertenencias, y cuando me veían con mi kefta azul
y el collar del ciervo alrededor del cuello, corrían hacia mi caballo,
murmurando «Sankta, Sankta», y trataban de agarrarme la manga o el
dobladillo. A veces caían de rodillas, y tenía que tener cuidado de que mi
caballo no los pisoteara.
Pensaba que me había acostumbrado a toda la atención, incluso a que
los extraños me toquetearan, pero aquello era diferente. No me gustaba que
me llamaran «Santa», y había una ansiedad en sus rostros que me ponía de
los nervios.
Mientras nos internábamos más en Ravka, las multitudes crecían.
Venían de todas direcciones, de ciudades, pueblos y puertos. Se apiñaban en
las plazas de las aldeas y a los lados de la Vy, hombres y mujeres, mayores
y jóvenes, algunos a pie, otros sobre burros o carros de heno. Dondequiera
que fuéramos, gritaban mi nombre.
A veces era Sankta Alina; otras, Alina la Justa, o la Radiante, o la
Misericordiosa. Hija de Keramzin, gritaban, Hija de Ravka. Hija de la
Sombra. Rebe Dva Stolba, me llamaban, Hija de los Dos Molinos, por el
valle que daba hogar al asentamiento sin nombre donde había nacido. Tenía
un vaguísimo recuerdo de las ruinas que habían dado nombre al valle, dos
husos rocosos a cada lado de un camino polvoriento. El Apparat había
estado ocupado investigando sobre mi pasado, revolviendo entre los
escombros para construir la historia de una Santa.
Las expectativas de los peregrinos me aterrorizaban. Por lo que ellos
sabían, yo había venido para librar a Ravka de sus enemigos, de la Sombra,
del Oscuro, de la pobreza, del hambre, de los pies doloridos, de los
mosquitos y de cualquier otra cosa que pudiera preocuparlos. Me rogaban
que los bendijera, que los curara, pero yo solo podía invocar la luz, saludar
y dejar que me tocaran la mano. Todo era parte del espectáculo de Nikolai.
Los peregrinos no habían acudido solo a verme, sino a seguirme. Se
unían a la procesión real, y el grupo harapiento crecía con cada día que
pasaba. Nos seguían de pueblo a pueblo, acampaban en los campos en
barbecho, mantenían vigilias al amanecer en las que rezaban por mi
seguridad y la salvación de Ravka. Estaban a punto de sobrepasar en
número a los soldados de Nikolai.
—Esto es por culpa del Apparat —me quejé a Tamar una noche, durante
la cena.
Nos alojábamos en una posada de carretera aquella noche. A través de
las ventanas podía ver las luces de los fuegos de los peregrinos, y los oía
cantar canciones de campesinos.
—Esta gente debería estar en sus casas, trabajando sus campos y
cuidando de sus hijos, no siguiendo a una Santa falsa.
Tamar empujó en su plato un trozo de patata demasiado cocida y dijo:
—Mi madre me decía que el poder Grisha era un don divino.
—¿Y tú la creías?
—No tengo una explicación mejor.
Solté el tenedor.
—Tamar, no tenemos un don divino. El poder Grisha es tan solo algo
con lo que nacemos, como tener los pies grandes o una buena voz para
cantar.
—Eso es lo que piensan los shu. Que es algo físico, enterrado en tu
corazón o en tu bazo, algo que puede ser aislado y diseccionado. —Miró
por la ventana hacia el campamento de los peregrinos—. No creo que esa
gente esté de acuerdo.
—Por favor, no me digas que piensas que soy una Santa.
—No importa lo que seas. Lo que importa es lo que puedes hacer.
—Tamar…
—Esa gente piensa que puedes salvar Ravka — continuó—. Es obvio
que tú también lo piensas, o de lo contrario no estaríamos yendo a Os Alta.
—Estoy yendo a Os Alta para reconstruir el Segundo Ejército.
—¿Y buscar el tercer amplificador?
Casi se me cayó el tenedor.
—Baja la voz —balbuceé.
—Vimos el Istorii Sankt’ya.
Así que Sturmhond no había mantenido en secreto el libro.
—¿Quién más lo sabe? —pregunté, tratando de recobrar la compostura.
—No se lo vamos a decir a nadie, Alina. Sabemos lo que está en juego.
—El vaso de Tamar había dejado un círculo húmedo sobre la mesa. Lo
recorrió con el dedo y dijo—: ¿Sabes? Hay gente que piensa que los
primeros Santos fueron Grisha.
Fruncí el ceño.
—¿Qué gente?
Ella se encogió de hombros.
—La suficiente como para que excomulgaran a sus líderes. A algunos
incluso los quemaron en la pira.
—Nunca había oído eso.
—Fue hace mucho tiempo. No entiendo por qué esa idea enfada tanto a
la gente. Incluso si los Santos fueran Grisha, eso no convierte lo que
hicieron en menos milagroso.
Me retorcí en mi silla.
—No quiero ser una Santa, Tamar. No estoy tratando de salvar el
mundo, tan solo quiero encontrar la manera de derrotar al Oscuro.
—Reconstruir el Segundo Ejército. Derrotar al Oscuro. Destruir la
Sombra. Liberar Ravka. Llámalo como quieras, pero suena
sospechosamente a salvar el mundo.
Bueno, si lo ponía así, sí que parecía un poco ambicioso. Tomé un sorbo
de vino. Estaba amargo comparado con el que había a bordo del Volkvolny.
—Mal va a pediros a ti y a Tolya que seáis parte de mi guardia personal.
Una hermosa sonrisa atravesó el rostro de Tamar.
—¿De verdad?
—Prácticamente hacéis ya el trabajo de todos modos. Pero si vais a
estar protegiéndome día y noche, tienes que prometerme una cosa.
—Lo que sea —dijo ella, sonriendo.
—Nada de hablar más de Santos.
egún iban creciendo las multitudes de peregrinos, cada vez eran
más difíciles de controlar, y pronto me vi forzada a viajar en el
carruaje. Algunos días Mal me acompañaba, pero normalmente
prefería montar fuera, escoltando el vehículo junto a Tolya y
Tamar. Por mucho que deseara su compañía, sabía que era lo mejor. Estar
atrapado en aquel joyero lacado siempre parecía ponerlo de mal humor.
Nikolai solo se me unía cuando entrábamos o salíamos de alguna aldea,
para que nos vieran llegar e irnos juntos. Hablaba todo el tiempo. Siempre
estaba pensando en cosas nuevas que construir: un artilugio para
pavimentar caminos, un nuevo sistema de irrigación, un barco que pudiera
remarse a sí mismo. Dibujaba bocetos en cualquier trozo de papel que
pudiera encontrar, y cada día parecía tener una nueva idea para mejorar la
siguiente versión del Colibrí.
Por muy nerviosa que me pusiera, también estaba dispuesto a hablar del
tercer amplificador y del Oscuro. Él tampoco reconocía el arco de piedra de
la ilustración, y por mucho que entrecerráramos los ojos mirando la página
Sankt Ilya no nos iba a revelar sus secretos. Pero eso no evitó que Nikolai
especulara sin fin sobre los posibles lugares donde podríamos comenzar a
cazar al pájaro de fuego; o que me preguntara sobre el nuevo poder del
Oscuro.
—Estamos a punto de ir a la guerra juntos —dijo—. Por si lo has
olvidado, el Oscuro no siente mucho aprecio por mí. Me gustaría tener
todas las ventajas que podamos conseguir.
No había mucho que pudiera decirle. Apenas comprendía lo que estaba
haciendo el Oscuro.
—Los Grisha solo podemos utilizar y alterar lo que ya existe. Crear de
verdad es una clase distinta de poder. Baghra lo llamaba «la creación en el
corazón del mundo».
—¿Y crees que eso es lo que busca el Oscuro?
—Tal vez, no lo sé. Todos tenemos límites, y si los forzamos, nos
cansamos. Pero a largo plazo, utilizar nuestro poder nos hace más fuertes.
Pero cuando el Oscuro invoca a los nichevo’ya, es diferente. Creo que le
cuesta. —Describí el esfuerzo que había mostrado el rostro del Oscuro, su
fatiga—. El poder no lo está alimentando. Se está alimentando de él.
—Bueno, eso lo explica —dijo Nikolai, tamborileando con los dedos
sobre su muslo, con una oleada de posibilidades en la mente.
—¿Qué explica?
—Que sigamos vivos, y que mi padre siga en el trono. Si el Oscuro
pudiera invocar a un ejército de sombras, ya las habría lanzado contra
nosotros. Esto es bueno —añadió con decisión—. Nos da tiempo.
La pregunta era cuánto. Pensé en el deseo que había sentido mientras
miraba las estrellas a bordo del Volkvolny. El ansia de poder había
corrompido al Oscuro. Por lo que sabía, podía haber corrompido también a
Morozova. Unir los amplificadores podía desatar un dolor de una clase que
el mundo no hubiera conocido jamás.
Me froté los brazos, tratando de deshacerme del frío que había caído
sobre mí. No podía contarle esas dudas al príncipe, y Mal ya era lo bastante
reacio al camino que habíamos elegido.
—Sabes a lo que nos enfrentamos —dije—. Tal vez el tiempo no sea
suficiente.
—Os Alta está enormemente fortificada. Se encuentra cerca de la base
de Poliznaya y, más importante aún, está lejos de las fronteras del norte y
del sur.
—¿Eso nos ayuda?
—El alcance del Oscuro es limitado. Cuando destrozamos su barco, no
fue capaz de enviar a los nichevo’ya a que nos persiguieran. Eso significa
que tendrá que entrar en Ravka con sus monstruos. Las montañas del este
son intransitables, y no puede cruzar la Sombra sin ti, así que tendrá que
venir desde Fjerda o Shu Han. En cualquier caso, tendremos suficientes
advertencias.
—¿Y el Rey y la Reina se quedarán?
—Si mi padre abandonara la capital, sería como entregarle el país al
Oscuro. Además, no creo que esté lo bastante fuerte como para viajar.
Pensé en la kefta roja de Genya.
—¿No se ha recuperado?
—Han evitado que las noticias se extiendan, pero no, no lo ha hecho, y
dudo que lo haga. —Cruzó los brazos e inclinó la cabeza hacia un lado—.
Tu amiga es impresionante. Para ser una envenenadora.
—No es mi amiga —repliqué, aunque las palabras sonaban infantiles a
mis oídos y parecían una traición. Culpaba a Genya por muchas cosas, pero
no por lo que le había hecho al Rey. Nikolai parecía tener espías en todas
partes, y me pregunté si sabía qué clase de hombre era realmente su padre
—. Y dudo que utilizara veneno.
—Le hizo algo. Ninguno de sus doctores puede encontrar una cura, y mi
madre no deja que se le acerque ningún Corporalnik Sanador. —Se quedó
en silencio un momento, y después dijo—: En realidad, fue una jugada
inteligente.
Alcé las cejas.
—¿Tratar de matar a tu padre?
—El Oscuro podría haber asesinado fácilmente a mi padre, pero se
hubiera arriesgado a una rebelión de los campesinos y el Primer Ejército.
Con el Rey vivo y aislado, nadie sabía qué estaba pasando realmente. El
Apparat se encontraba allí, jugando a ser el consejero de confianza, dando
órdenes. Vasily estaba fuera en algún sitio, comprando caballos y putas. —
Hizo una pausa, miró por la ventana y recorrió con el dedo su borde dorado
—. Yo estaba en el mar. No me enteré de las noticias hasta varias semanas
después de que todo hubiera acabado.
Esperé, sin saber si debería hablar. Sus ojos estaban fijos en el paisaje
que pasaba, pero su expresión era distante.
—Cuando se propagó la noticia de la masacre en Novokribirsk y la
desaparición del Oscuro, se desató el infierno. Un grupo de ministros reales
y la guardia del palacio lucharon por entrar en el Gran Palacio y exigieron
ver al Rey. ¿Sabes lo que encontraron? A mi madre encogida de miedo en
su salita, aferrándose a ese perrillo suyo. Y el Rey de Ravka, Alexander
Tercero, solo en su dormitorio, sin apenas respirar, sobre su propia
porquería. Yo dejé que eso sucediera.
—No podías haber sabido lo que estaba planeando el Oscuro, Nikolai.
Nadie podía.
No pareció oírme.
—Los Grisha y los oprichniki que custodiaban el palacio siguiendo las
órdenes del Oscuro fueron apresados en la ciudad, tratando de escapar.
Fueron ejecutados.
Traté de reprimir un escalofrío.
—¿Qué pasó con el Apparat?
El sacerdote había conspirado con el Oscuro, y podía seguir trabajando
con él. Pero había intentado acercarse a mí antes del golpe de Estado, y
siempre había pensado que estaba jugando a algo que iba mucho más allá.
—Escapó, nadie sabe cómo —dijo con voz dura—. Pero responderá por
sus actos cuando llegue el momento.
Volví a vislumbrar la faceta despiadada que se ocultaba bajo sus
refinados modales. ¿Era ese el auténtico Nikolai Lantsov? ¿O tan solo otro
disfraz?
—Dejaste que Genya se fuera —dije.
—Ella era un peón, y tú eras el premio. Tenía que mantenerme centrado.
—Entonces sonrió, y su humor oscuro se desvaneció como si nunca hubiera
existido—. Además —añadió con un guiño—, era demasiado hermosa para
los tiburones.
Viajar en el carruaje me dejaba nerviosa, frustrada por el ritmo que llevaba
Nikolai, y deseosa de llegar al Pequeño Palacio. Sin embargo, el viaje le dio
la oportunidad de ayudarme a prepararme para nuestra llegada a Os Alta.
Nikolai tenía un interés considerable en mi éxito como líder del Segundo
Ejército, y siempre parecía tener nuevos conocimientos que quisiera
impartirme. Era abrumador, pero no me parecía que pudiera permitirme
ignorar sus consejos, y comencé a sentirme como si estuviera de nuevo en
la biblioteca del Pequeño Palacio, llenando la cabeza de teoría Grisha.
Cuanto menos digas, más peso tendrán tus palabras.
No discutas. No te rebajes a desmentir nada. Ríete de los insultos.
—Tú no te reíste del capitán fjerdano —observé.
—Eso no era un insulto —replicó—. Era un desafío. Tienes que
aprender la diferencia.
La debilidad es un disfraz. Póntelo cuando necesiten saber que eres
humana, pero nunca cuando la sientas.
No anheles ladrillos cuando puedes construir con piedra. Utiliza lo que
sea o a quien sea que se encuentre delante de ti.
Ser un líder significa que siempre habrá alguien observándote.
Consigue que sigan las órdenes pequeñas, y seguirán las grandes.
Está bien despreciar las expectativas, pero nunca las defraudes.
—¿Cómo se supone que tengo que recordar todo esto? —pregunté
exasperada.
—No tienes que pensar mucho en ello, simplemente hacerlo.
—Para ti es fácil decirlo, te han preparado para esto desde el día que
naciste.
—Me prepararon para los campos de tenis y las fiestas con champán —
replicó él—. El resto llegó con la práctica.
—¡No tengo tiempo para la práctica!
—Lo harás bien —dijo—. Tú cálmate.
Solté un graznido de frustración. Tenía tantas ganas de estrangularlo que
me dolían los dedos.
—Ah, y la forma más sencilla de hacer que alguien se enfurezca es
decirle que se calme.
No sabía si reírme o lanzarle un zapato.
Fuera del carruaje, el comportamiento de Nikolai era cada vez más
inquietante. Era lo suficientemente inteligente como para no volver a
proponerme matrimonio, pero estaba claro que quería que la gente creyera
que había algo entre nosotros. Con cada parada se volvía más atrevido, se
acercaba demasiado, me besaba la mano, me colocaba el pelo tras la oreja
cuando lo atrapaba la brisa.
En Tashta, Nikolai saludó a la enorme multitud de aldeanos y peregrinos
que se había congregado junto a la estatua del fundador de la ciudad.
Mientras me ayudaba a volver al carruaje, me rodeó la cintura con el brazo.
—Por favor, no me pegues —susurró. Después me apretó con fuerza
contra su pecho y presionó los labios sobre los míos.
La multitud estalló en salvajes vítores, y sus voces nos golpearon con un
rugido de exultación. Antes de que pudiera siquiera reaccionar, el príncipe
me empujó al interior en sombras del carruaje y entró detrás. Cerró la
puerta tras él, pero todavía podía oír a los aldeanos que gritaban fuera.
Mezclado con los gritos de «¡Nikolai!» y «¡Sankta Alina!», había un nuevo
cántico: Sol Koroleva, gritaban. Reina del Sol.
Pude ver a Mal a través de la ventana del carruaje. Se hallaba a lomos
de su caballo, manteniendo a raya a la multitud para asegurarse de que
permanecieran alejados del camino. Por su expresión turbulenta quedaba
claro que lo había visto todo. Me giré y le pegué una fuerte patada en la
espinilla a Nikolai. Él aulló, pero no fue lo bastante satisfactorio, así que le
pegué otra patada.
—¿Te sientes mejor? —preguntó.
—La próxima vez que intentes algo parecido, no te pegaré —dije con
furia—. Te cortaré por la mitad.
Él se sacudió una pelusa de los pantalones.
—No creo que eso fuera muy inteligente. Me temo que la gente no ve el
regicidio con buenos ojos.
—Todavía no eres rey, Sobachka —repliqué con voz afilada—. Así que
no me tientes.
—No entiendo por qué estás tan enfadada. A la gente le encantó.
—Pero a mí no me encantó.
Él alzó una ceja.
—Tampoco lo odiaste.
Volví a golpearle. Esta vez, su mano salió disparada y me cogió del
tobillo. Si hubiera sido invierno, estaría llevando botas, pero llevaba unas
sandalias veraniegas y sus dedos se cerraron sobre mi pierna desnuda. Mis
mejillas se encendieron.
—Prométeme que no volverás a pegarme una patada, y yo prometeré no
volver a besarte —dijo.
—¡Solo lo he hecho porque tú me has besado!
Intenté retirar la pierna, pero él la sujetaba firmemente.
—Prométemelo —insistió.
—De acuerdo —escupí—. Te lo prometo.
—Entonces, tenemos un trato.
Soltó mi pie y yo volví a meterlo bajo la kefta, esperando que no se
fijara en mi estúpido rubor.
—Estupendo —dije—. Ahora, lárgate.
—Es mi carruaje.
—El trato era solo para pegarte una patada. No prohibía darte un
bofetón o un puñetazo, morderte o cortarte por la mitad.
Él sonrió.
—¿Te asusta que Oretsev se pregunte qué hemos estado haciendo?
Eso era exactamente lo que me preocupaba.
—Me preocupa que si me veo obligada a pasar un minuto más contigo
vaya a vomitar sobre mi kefta.
—Es teatro, Alina. Cuanto más fuerte sea nuestra alianza, mejor será
para nosotros. Lo siento si eso molesta a Mal, pero es necesario.
—Ese beso no era necesario.
—Estaba improvisando —dijo—. Me dejé llevar.
—Tú nunca improvisas —repliqué yo—. Todo lo que haces está
calculado siempre, cambias de personalidad del mismo modo que otra gente
cambia de sombrero. Y, ¿sabes qué? Es repulsivo. ¿Alguna vez eres tú
mismo?
—Soy un príncipe, Alina. No me puedo permitir ser yo mismo.
Solté aire, enfadada. Él permaneció en silencio durante un momento, y
después dijo:
—Yo… ¿De verdad piensas que soy repulsivo?
Era la primera vez que no había sonado del todo seguro de sí mismo. A
pesar de lo que había hecho, sentí lástima por él.
—A veces —admití.
Se pasó una mano por la nuca, con aspecto claramente incómodo.
Después suspiró y se encogió de hombros.
—Soy el hijo menor, probablemente bastardo, y llevo casi siete años
lejos de la corte. Voy a hacer todo lo que pueda para aumentar mis
posibilidades de acceder al trono, y si eso significa cortejar a una nación
entera o mirarte con ojos de corderito, eso es lo que haré.
Me lo quedé mirando con los ojos desorbitados. No había escuchado
realmente nada después de la palabra «bastardo». Genya me había dado a
entender que había rumores acerca del linaje de Nikolai, pero me había
impresionado que él hablara de ellos. Se rio.
—Jamás sobrevivirás en la corte si no aprendes a esconder mejor lo que
piensas. Parece que te acabaras de sentar en un cuenco de gachas frías.
Cierra la boca.
La cerré de golpe y traté de poner una expresión agradable. Eso solo
hizo que Nikolai se riera más aún.
—Ahora parece que has bebido demasiado vino.
Me rendí y volví a reclinarme sobre mi asiento.
—¿Cómo puedes bromear con algo como eso?
—He oído rumores desde que era un niño. No quiero que esto se repita
fuera del carruaje, y lo negaré si lo haces, pero me da exactamente igual
tener o no sangre Lantsov. De hecho, teniendo en cuenta la endogamia real,
lo más probable es que ser un hijo bastardo sea un punto a mi favor.
Sacudí la cabeza. Era completamente desconcertante. Resultaba difícil
saber qué había que tomarse en serio en lo que respectaba a Nikolai.
—¿Por qué te importa tanto la corona? —pregunté—. ¿Por qué pasas
por todo esto?
—¿Es tan difícil creer que realmente me importa lo que le pase a este
país?
—¿Honestamente? Sí.
Examinó la punta de sus pulidas botas. Nunca conseguía averiguar
cómo las mantenía tan brillantes.
—Supongo que me gusta arreglar las cosas —respondió—. Siempre me
ha gustado.
No era una respuesta muy buena, pero de algún modo parecía cierta.
—¿De verdad piensas que tu hermano se apartará?
—Eso espero. Sabe que el Primer Ejército me seguirá, y no creo que
tenga estómago para una guerra civil. Además, Vasily ha heredado la
aversión al trabajo duro de nuestro padre. En cuanto se dé cuenta de lo que
hace falta realmente para dirigir un país, dudo que sea capaz de huir de la
capital lo bastante rápido.
—¿Y si no se rinde tan fácilmente?
—Es tan solo una cuestión de encontrar el incentivo adecuado. Sea
pobre o sea príncipe, cualquier hombre puede comprarse.
Más sabiduría de la boca de Nikolai Lantsov. Miré por la ventana del
carruaje y vi a Mal sobre su montura, manteniendo nuestro ritmo.
—No cualquier hombre —murmuré.
El príncipe siguió mi mirada.
—Sí, Alina, incluso tu paladín incondicional tiene su precio. —Se
volvió hacia mí, con los ojos color avellana pensativos—. Y sospecho que
lo estoy mirando ahora mismo.
Me removí incómoda en mi asiento.
—Siempre estás tan seguro de todo —señalé agriamente—. A lo mejor
decido que yo quiero el trono y te asfixio mientras duermes.
Nikolai se limitó a sonreír.
—Por fin —dijo—, comienzas a pensar como un político.
Finalmente, Nikolai cedió y salió del carruaje, pero pasaron horas antes de
nos detuviéramos aquella noche. No tuve que buscar a Mal: cuando se abrió
la puerta del carruaje él se encontraba ahí, ofreciéndome la mano para
ayudarme a bajar. La plaza se hallaba abarrotada de peregrinos y otros
viajeros, todos estirando el cuello para ver mejor a la Invocadora del Sol,
pero no estaba segura de que fuera a tener otra oportunidad para hablar con
él.
—¿Estás enfadado? —susurré mientras me conducía a través del suelo
adoquinado. Podía ver a Nikolai al otro lado de la plaza, charlando con un
grupo de dignatarios locales.
—¿Contigo? No. Pero Nikolai y yo vamos a tener que hablar cuando no
esté rodeado por una guardia armada.
—Por si te hace sentir mejor, le pegué una patada.
Mal se rio.
—¿En serio?
—Dos, en realidad. ¿Eso ayuda?
—De hecho, sí.
—Esta noche le daré un pisotón durante la cena.
Eso no contaba como romper nuestro acuerdo sobre las patadas.
—Entonces, ¿nada de corazones palpitando ni desmayarse en los brazos
de un príncipe real?
Se estaba metiendo conmigo, pero escuché la incertidumbre que había
tras sus palabras.
—Parece que soy inmune —respondí—. Y, por suerte, sé lo que se
siente con un beso de verdad.
Lo dejé ahí de pie en medio de la plaza. Podría acostumbrarme a ver a
Mal sonrojándose.
La noche antes de entrar en Os Alta, nos quedamos en la dacha de un noble
de bajo rango que vivía tan solo a unos kilómetros de los muros de la
ciudad. Me recordaba un poco a Keramzin: las enormes puertas de hierro, el
largo y recto camino que conducía a la elegante casa con sus dos alas de
ladrillos pálidos. Al parecer el Conde Minkoff era conocido por cultivar
árboles frutales enanos, y los pasillos de la dacha estaban llenos de arbolitos
podados en formas ingeniosas que llenaban las habitaciones con el dulce
aroma de los melocotones y las ciruelas.
Me proporcionaron una elegante habitación en el segundo piso. Tamar
ocupó la habitación contigua, mientras que Tolya y Mal se alojaron al otro
lado del pasillo. Una caja grande me esperaba encima de la cama, y en su
interior se hallaba la kefta que finalmente me había decidido a solicitar la
semana anterior. Nikolai había enviado órdenes al Pequeño Palacio, y
reconocí el trabajo de los Hacedores Grisha en la seda azul oscuro recorrida
por hilo dorado. Esperaba que fuera pesada, pero resultaba muy ligera
gracias al arte de los Materialki. Cuando me la deslicé por la cabeza, relució
y se movió como si se tratara de luz vista a través del agua. Los broches
eran pequeños soles dorados. Era hermosa, y un tanto ostentosa: el príncipe
la aprobaría.
La señora de la casa había enviado a una doncella para que se ocupara
de mi cabello. Me sentó en el tocador y comenzó a cacarear y a quejarse de
mis nudos mientras me hacía un moño flojo sujeto por broches. Tenía una
mano mucho más gentil que Genya, pero sus resultados no eran ni de cerca
igual de espectaculares. Aparté el pensamiento de mi mente. No me gustaba
pensar en Genya, en lo que podía haberle pasado después de haber
abandonado el ballenero, en lo sola que me sentiría en el Pequeño Palacio
sin ella.
Di las gracias a la doncella y, antes de salir de la habitación, tomé el
saquito de terciopelo negro que había en la caja de la kefta. Me lo metí en el
bolsillo, me aseguré de que el grillete quedara oculto bajo la manga, y fui
escaleras abajo.
La charla durante la cena se centró en las últimas jugadas, los posibles
paraderos del Oscuro, y lo que sucedía en Os Alta. La ciudad había quedado
inundada de refugiados, pero a los recién llegados se les negaba la entrada,
y había rumores de que en la parte baja de la ciudad había disturbios por
motivo de la comida. Parecía que me encontrara imposiblemente lejos de
aquel lugar reluciente.
El Conde y su mujer, una señora regordeta con rizos grisáceos y un
alarmante escote, prepararon una espléndida mesa. Tomamos sopa fría de
unos cuencos enjoyados con forma de calabazas, cordero asado con salsa de
grosellas, setas cocidas en crema, y un plato del que solo probé un poco y
que más tarde descubrí que era cuclillo al coñac. Cada plato y cada copa
tenían el borde de plata y llevaban el escudo de los Minkoff. Pero lo más
impresionante era el centro de mesa que la recorría entera: un bosque real
en miniatura, con arboledas de pequeños pinos, una vid que trepaba con
unas flores no mayores que una uña, y una pequeña cabaña que ocultaba el
salero.
Me senté entre Nikolai y el Coronel Raevsky, escuchando mientras los
nobles invitados reían, charlaban y brindaban una y otra vez por el regreso
del joven príncipe y la salud de la Invocadora del Sol. Le había pedido a
Mal que se uniera a nosotros, pero él se había negado y había preferido en
su lugar patrullar los terrenos junto a Tamar y Tolya. Por mucho que tratara
de concentrarme en la conversación, no dejaba de mirar a la terraza,
esperando echarle un vistazo.
El príncipe debió haberse dado cuenta, porque dijo:
—No tienes que prestar atención, pero sí que tiene que parecer que
prestas atención.
Hice lo que pude, aunque no tenía mucho que decir. Incluso aunque
estuviera ataviada con una kefta reluciente y sentada junto a un príncipe,
seguía siendo una campesina de una ciudad sin nombre. Mi lugar no estaba
con esa gente, y yo tampoco lo quería. Sin embargo, recé una plegaria
silenciosa de agradecimiento por que Ana Kuya hubiera enseñado a sus
huérfanos cómo sentarse en una mesa y qué tenedor utilizar para comer
caracoles.
Después de la cena, nos condujeron a una salita donde el Conde y la
Condesa cantaron un dueto acompañados por su hija al arpa. Habían
servido el postre en la mesa lateral: mousse de miel, una compota de nuez y
melón, y una torre de pastas cubiertas de nubes de azúcar hilado que eran
más para comerlas con los ojos que con la boca. Hubo más vino, más
cotilleos. Me pidieron que invocara luz, y lancé un cálido resplandor por el
techo abovedado que provocó un aplauso entusiasta. Cuando algunos de los
invitados se sentaron para jugar a las cartas, fingí que me dolía la cabeza
para escapar silenciosamente.
Nikolai me pilló en las puertas de la terraza.
—Deberías quedarte —sugirió—. Te vendrá muy bien practicar para la
monotonía de la corte.
—Los Santos necesitan descansar.
—¿Estás planeando dormir bajo un rosal? —preguntó, bajando la
mirada hasta el jardín.
—He sido un buen oso amaestrado, Nikolai. He hecho mis trucos, y
ahora es el momento de dar las buenas noches.
El príncipe suspiró.
—Tal vez es solo que me gustaría poder irme contigo. La Condesa no
dejaba de apretarme la rodilla por debajo de la mesa durante la cena, y odio
jugar a las cartas.
—Pensaba que eras un político consumado.
—Te dije que no se me daba bien quedarme quieto.
—Entonces, tendrás que pedirle a la Condesa que baile contigo —sugerí
con una sonrisa, y me deslicé al aire nocturno.
Mientras bajaba los escalones de la terraza, miré hacia atrás por encima
del hombro. Nikolai seguía merodeando en el umbral. Llevaba un traje
militar completo, con una franja azul pálido que le cruzaba el pecho. La luz
de la salita hacía relucir sus medallas y su cabello dorado. Esa noche
interpretaba el papel del príncipe refinado, pero estando allí de pie no
parecía más que un chico solitario que no quería volver solo a la fiesta.
Di la vuelta y tomé la escalera curva que bajaba hasta el jardín bajo.
No me costó demasiado encontrar a Mal. Estaba reclinado sobre el
tronco de un roble grande, examinando los cuidados terrenos.
—¿Hay alguien acechando en la oscuridad? —pregunté.
—Solo yo.
Me coloqué contra el tronco junto a él.
—Deberías haber cenado con nosotros.
El resopló.
—No, gracias. Por lo que pude ver, parecías bastante deprimida, y
Nikolai tampoco parecía mucho más feliz. Además —añadió, echando un
vistazo a mi kefta—, ¿qué podía haberme puesto?
—¿La odias?
—Es un encanto. Un perfecto añadido para tu ajuar. —Antes de que
pudiera siquiera poner los ojos en blanco, me tomó de la mano—. No lo
decía en serio —aseguró—. Estás preciosa. Llevo queriéndotelo decir desde
la primera vez que te vi esta noche.
Me sonrojé.
—Gracias. Utilizar mi poder cada día ayuda.
—Estabas preciosa en Cofton con polen de jurda en las cejas.
Tiré de un mechón de mi pelo, algo cohibida.
—Este lugar me recuerda a Keramzin —dije.
—Un poco, aunque es mucho más remilgado. ¿Para qué quieren unas
frutitas tan pequeñitas?
—Es para gente con manitas muy pequeñitas. Les hace sentir mejor con
ellos mismos.
Él se rio, una risa de verdad. Metí la mano en el bolsillo y rebusqué en
el interior del saquito de terciopelo negro.
—Tengo algo para ti —dije.
—¿Qué es?
Extendí el puño cerrado.
—Adivina —le reté. Era un juego al que jugábamos de niños.
—Está claro que es un jersey.
Sacudí la cabeza.
—¿Un poni de exhibición?
—No.
Él estiró el brazo y me cogió la mano, la giró y abrió mis dedos
suavemente.
Esperé por su reacción.
Levantó una de las comisuras de su boca mientras tomaba el sol dorado
de mi mano. El roce áspero de sus dedos sobre mi palma me provocó un
escalofrío en la espalda.
—¿Para el capitán de tu guardia personal? —preguntó.
Me aclaré la garganta con nerviosismo.
—No… No quería uniformes. No quería nada que se pareciera a los
oprichniki del Oscuro.
Por un largo momento, permanecimos en silencio mientras Mal miraba
el sol. Después me lo devolvió. El corazón me dio un vuelco, pero traté de
ocultar mi decepción.
—¿Me lo pones? —pidió.
Solté aliento, aliviada. Tomé el broche entre los dedos y lo presioné
contra los pliegues del lado izquierdo de su camisa. Me llevó un par de
intentos engancharlo. Cuando terminé y retrocedí, él me tomó de la mano y
la presionó sobre el sol, sobre su corazón.
—¿Eso es todo? —dijo.
Estábamos muy cerca ahora, solos en la cálida oscuridad del jardín. Era
el primer momento que habíamos tenido para nosotros en semanas.
—¿Todo? —repetí. Mi voz era poco más que un suspiro.
—Creo que me habías prometido una capa y un sombrero bonito.
—Te lo compensaré —dije.
—¿Estás coqueteando conmigo?
—Estoy negociando.
—Bien —dijo—. Me cobraré ahora mi primer pago.
Su tono era ligero, pero cuando sus labios se encontraron con los míos
no había nada de juguetón en su beso. Sabía a calor y a las peras recién
maduradas del jardín del Duque. Noté el ansia en el movimiento firme de su
boca, un matiz desconocido en su necesidad que hizo arder unas chispas
nerviosas a través de mí.
Me puse de puntillas, rodeándole el cuello con los brazos, sintiendo la
longitud de mi cuerpo fundirse con el suyo. Tenía la fuerza de un soldado, y
la sentí en los duros músculos de sus brazos, la presión de sus dedos
mientras su mano aferraba la parte inferior de mi espalda y me acercaba
más a él. Había algo feroz y casi desesperado en la forma que me abrazaba,
como si no pudiera tenerme lo bastante cerca.
La cabeza me daba vueltas. Mis pensamientos se habían vuelto lentos y
líquidos, pero oí pasos en algún sitio. Al momento siguiente, Tamar llegó
corriendo por el camino.
—Tenemos compañía —comunicó.
Mal se alejó de mí y se descolgó el rifle en un único movimiento fluido.
—¿Quién es?
—Hay un grupo de personas en las verjas que exigen la entrada.
Quieren ver a la Invocadora del Sol.
—¿Peregrinos? —pregunté, tratando que mi cerebro desconcertado por
el beso funcionara correctamente.
Tamar sacudió la cabeza.
—Aseguran que son Grisha.
—¿Aquí?
Mal colocó una mano sobre mi brazo.
—Alina, espera dentro, al menos mientras veamos de qué trata esto.
Dudé. Una parte de mí odiaba que me dijeran que huyera y escondiera
la cabeza, pero tampoco quería ser estúpida. Se alzó un grito desde algún
lugar cerca de las puertas.
—No —dije, librándome del agarre de Mal—. Si realmente son Grisha,
podríais necesitarme.
Ni Tamar ni Mal parecían complacidos, pero ocuparon sus posiciones a
ambos lados de mí y nos apresuramos por el camino de gravilla.
Una multitud se había congregado junto a las verjas de hierro de la
dacha. Tolya era fácil de distinguir, por encima de todos los demás. Nikolai
se encontraba enfrente, rodeado por soldados con las armas fuera, además
de los sirvientes armados del Conde. Un grupo pequeño de personas estaba
reunido al otro lado de los barrotes, pero no podía ver más que eso.
Alguien agitó la verja furiosamente, y oí un clamor de voces alzadas.
—Llevadme hasta allí —dije. Tamar miró a Mal con preocupación, y yo
levanté la barbilla. Si iban a ser mis guardias, tenían que seguir mis órdenes
—. Ahora. Tengo que ver lo que está pasando antes de que las cosas se nos
vayan de las manos.
Tamar hizo una señal a Tolya, y el gigante se colocó frente a nosotros,
abriéndonos camino fácilmente entre la multitud hasta las verjas. Siempre
había sido pequeña, y metida entre Mal y los mellizos, con soldados
inquietos que nos empujaban desde todos los lados, de pronto me costó
mucho respirar. Aparté el pánico, mirando más allá de los cuerpos y las
espaldas hasta donde pude ver a Nikolai discutiendo con alguien junto a la
entrada.
—Si quisiéramos hablar con el lacayo del Rey, estaríamos a las puertas
del Gran Palacio —dijo una voz impaciente—. Hemos venido a por la
Invocadora del Sol.
—Muestra algo de respeto, desangrador —ladró un soldado al que no
reconocí—. Estás hablando con un Príncipe de Ravka y un oficial del
Primer Ejército.
Aquello no iba bien. Me acerqué más al frente de la multitud, pero me
detuve cuando vi al Corporalnik que había tras las barras de hierro.
—¿Fedyor?
Una sonrisa atravesó su ancha cara, e hizo una profunda reverencia.
—Alina Starkov —dijo—. Esperaba que los rumores fueran ciertos.
Examiné a Fedyor con cautela. Estaba rodeado por un grupo de Grisha
con keftas cubiertas de polvo, la mayoría del rojo de los Corporalki, pero
había algunos Etherealki de azul y unos pocos Materialki de púrpura.
—¿Lo conoces? —preguntó Nikolai.
—Sí —dije—. Me salvó la vida.
Una vez, Fedyor se había puesto en medio de mí y una multitud de
asesinos fjerdanos. Volvió a inclinar la cabeza.
—Fue un gran honor.
El príncipe no parecía impresionado.
—¿Podemos confiar en él?
—Es un desertor —señaló el soldado que tenía al lado.
Hubo quejas a ambos lados de la verja.
Nikolai señaló a Tolya.
—Llévatelos a todos y asegúrate de que ninguno de los sirvientes meta
la cabeza para tratar de disparar. Sospecho que les faltan emociones aquí
entre los árboles frutales. —Volvió a girarse hacia la verja—. Fedyor,
¿verdad? Danos un momento. —Me alejó un poco de la multitud y dijo en
voz baja—: ¿Y bien? ¿Podemos confiar en él?
—No lo sé.
La última vez que había visto a Fedyor había sido en una fiesta en el
Gran Palacio, tan solo unas horas antes de descubrir los planes del Oscuro y
huir en la parte trasera de una carreta. Me estrujé el cerebro, tratando de
recordar lo que me había dicho.
—Creo que estaba estacionado en la frontera del sur. Era un
Mortificador de alto rango, pero no uno de los favoritos del Oscuro.
—Nevsky tiene razón —replicó él, asintiendo en dirección al soldado
enfadado—. Grisha o no, su primera lealtad debería haber sido para el Rey.
Abandonaron sus puestos. Técnicamente, son desertores.
—Eso no los convierte en traidores.
—La verdadera cuestión es si son espías.
—Entonces, ¿qué hacemos con ellos?
—Podríamos arrestarlos e interrogarlos.
Jugueteé con mi manga, pensando.
—Háblame —dijo Nikolai.
—¿No queremos que vuelvan los Grisha? —pregunté—. Si arrestamos
a todos los que vuelvan, no tendré un ejército que dirigir.
—Recuerda que comerás con ellos, trabajarás con ellos y dormirás bajo
el mismo techo que ellos.
—Y podrían estar todos trabajando con el Oscuro. —Miré por encima
del hombro a Fedyor, que esperaba pacientemente junto a la verja—. ¿Qué
piensas tú?
—No creo que estos Grisha sean más o menos fiables que los que
esperan en el Pequeño Palacio.
—Eso no resulta muy alentador.
—En cuanto estemos tras los muros de palacio, todas las
comunicaciones estarán vigiladas muy de cerca. Veo difícil que el Oscuro
utilice a sus espías si no puede alcanzarlos.
Resistí el ansia de tocarme las cicatrices que se estaban formando en mi
espalda. Tomé aliento.
—De acuerdo —dije—. Abre las puertas. Hablaré con Fedyor y solo
con él. Los demás pueden acampar esta noche en el exterior de la dacha y
unirse a nuestro viaje a Os Alta mañana.
—¿Estás segura?
—No creo que vuelva a estar segura de nada jamás, pero mi ejército
necesita soldados.
—Muy bien —dijo Nikolai con un breve asentimiento—. Tan solo sé
cuidadosa depositando tus confianzas.
Le lancé una mirada llena de intención.
—Lo seré.
edyor y yo hablamos hasta bien entrada la noche, aunque nunca
nos dejaron a solas. Mal, Tolya o Tamar se encontraban siempre
allí, manteniendo la guardia.
Fedyor había estado sirviendo cerca de Sikursk, en la
frontera del sureste. Cuando llegaron noticias de la destrucción de
Novokribirsk al puesto de avanzadilla, los soldados del Rey se volvieron
contra los Grisha, los sacaron de sus camas en mitad de la noche y
montaron juicios falsos para determinar su lealtad. Fedyor había ayudado a
planear la huida.
—Podríamos haberlos matado a todos —dijo—. En vez de eso, cogimos
a nuestros heridos y huimos.
Algunos Grisha no habían sido tan indulgentes. Habían ocurrido
masacres en Chernast y Ulensk cuando los soldados de allí habían tratado
de atacar a los miembros del Segundo Ejército. Mientras tanto, Mal y yo
habíamos estado a bordo del Verrhader, en dirección al oeste, a salvo del
caos que habíamos ayudado a desatar.
—Hace unas semanas —continuó—, comenzó a correr el rumor de que
habías regresado a Ravka. Puedes esperar que más Grisha acudan en tu
busca.
—¿Cuántos?
—No hay forma de saberlo.
Como Nikolai, Fedyor creía que algunos Grisha se habían ocultado,
esperando a que se restaurara el orden, pero sospechaba que la mayoría
había ido a buscar al Oscuro.
—Él es fuerza —explicó Fedyor—. Es seguridad. Eso es lo que ellos
entienden.
O a lo mejor tan solo piensan que han escogido el bando vencedor,
pensé sombríamente. Pero sabía que era más que eso: había sentido la
atracción del poder del Oscuro. ¿No era por eso por lo que los peregrinos
acudían en manada a ver a una falsa Santa? ¿Por lo que el Primer Ejército
todavía obedecía a un rey incompetente? A veces, lo más fácil era seguir al
rebaño.
Cuando Fedyor terminó su relato, pedí que le llevaran la cena y le avisé
de que debería estar preparado para viajar a Os Alta al amanecer.
—No sé qué clase de bienvenida podemos esperar —le advertí.
—Estaremos preparados, moi soverenyi —dijo, e hizo una reverencia.
Me sobresaltó el título. En mi mente, todavía pertenecía al Oscuro.
—Fedyor… —comencé mientras lo acompañaba hasta la puerta.
Después dudé. No podía creer lo que estaba a punto de decir, pero al
parecer Nikolai se iba a salir con la suya conmigo… para bien o para mal
—. Sé que habéis estado viajando, pero arreglaos un poco antes de mañana.
Es importante que causemos una buena impresión.
Él ni siquiera pestañeó, sino que volvió a inclinarse y respondió:
—Da, soverenyi.
Y desapareció en la noche.
Genial, pensé. Una orden dada, ahora solo faltan unos cuantos de
miles.
A la mañana siguiente, me vestí con mi elaborada kefta y bajé los escalones
de la dacha con Mal y los gemelos. Los soles dorados relucían en sus
pechos, pero todavía llevaban ásperos ropajes de campesinos. Puede que a
Nikolai no le gustara, pero quería borrar las líneas que se habían dibujado
entre los Grisha y el resto de ravkanos.
Aunque nos habían advertido de que Os Alta estaba rebosante de
refugiados y peregrinos, por una vez Nikolai no insistió para que fuera en el
carruaje. Quería que me vieran entrando en la ciudad, aunque eso no
significaba que no fuera a montar un espectáculo. Mis guardias y yo
montábamos hermosos caballos blancos, y los hombres de su regimiento
nos flanqueaban a cada lado, todos con el águila doble de Ravka y banderas
con soles dorados.
—Sutil, como siempre —suspiré.
—La sutileza está sobrevalorada —replicó él, mientras montaba sobre
un caballo moteado de gris—. Ahora, ¿visitamos el pintoresco hogar de mi
infancia?
Era una mañana cálida, y los estandartes de nuestra procesión colgaban
inmóviles en el aire en calma mientras nos poníamos en marcha por la Vy
en dirección a la capital. Normalmente, la familia real hubiera pasado los
meses de calor en su palacio de verano en el distrito de los lagos. Pero Os
Alta resultaba más fácil de defender, y habían decidido resguardarse tras sus
famosos muros dobles.
Comencé a divagar mientras viajábamos. No había dormido demasiado
y, a pesar de mis nervios, la calidez de la mañana combinada con el
balanceo constante del caballo y el zumbido de los insectos hacía que se me
cayera la barbilla. Pero cuando subimos la colina de las afueras de la
ciudad, desperté rápidamente.
En la distancia vi Os Alta, la ciudad de los sueños, con sus agujas
blancas que destacaban contra el cielo sin nubes. Pero entre nosotros y la
capital, dispuestos en perfecta formación militar, había una fila tras otra de
hombres armados. Cientos de soldados del primer ejército, tal vez un millar:
infantería, caballería y oficiales. La luz del sol se reflejaba en las
empuñaduras de sus espadas, y llevaban rifles sobre las espaldas.
Un hombre avanzó ante ellos. Llevaba un traje de oficial cubierto de
medallas y montaba uno de los caballos más grandes que había visto jamás.
Hubiera podido llevar a dos Tolyas.
Nikolai observó al jinete que galopaba por delante de las filas y suspiró.
—Ah —dijo—. Parece que mi hermano ha venido a darnos la
bienvenida.
Bajamos la pendiente con lentitud, hasta detenernos frente a las masas
de hombres reunidos. A pesar de los caballos blancos y los estandartes
relucientes, nuestra procesión de Grisha descarriados y peregrinos
harapientos ya no parecía tan grande. Nikolai hizo avanzar a su caballo, y
su hermano fue a medio galope para encontrarse con él.
Había visto a Vasily Lantsov unas cuantas veces en Os Alta. Era
bastante guapo, aunque había tenido la mala suerte de heredar la barbilla
débil de su padre, y sus ojos tenían los párpados tan caídos que parecía que
siempre estuviera muy aburrido o ligeramente borracho. Pero ahora parecía
haber salido de su perpetuo estupor y se sentaba recto sobre su montura,
irradiando arrogancia y nobleza. A su lado, Nikolai parecía imposiblemente
joven.
Sentí una punzada de miedo. Nikolai siempre parecía controlar tanto
cada situación que resultaba fácil olvidar que tan solo era unos pocos años
mayor que Mal y que yo, un muchacho capitán que esperaba convertirse en
un muchacho rey.
Habían pasado siete años desde que se había visto en la corte al joven
príncipe, y no creía que hubiera visto a Vasily en todo ese tiempo, pero no
hubo lágrimas ni saludos a gritos. Los dos príncipes simplemente
desmontaron de sus caballos y se abrazaron brevemente. Vasily observó
nuestra comitiva y se detuvo significativamente en mí.
—¿Así que aseguras que esta chica es la Invocadora del Sol?
Nikolai alzó las cejas. Su hermano no le podía haber dado una
oportunidad mejor.
—Es muy fácil demostrar lo que aseguro.
Asintió en mi dirección.
La sutileza está sobrevalorada. Levanté las manos e invoqué una
resplandeciente oleada de luz que golpeó a los soldados en una cascada de
calor. Ellos se protegieron con las manos, y algunos retrocedieron mientras
sus caballos se asustaban y se quejaban. Dejé que la luz se desvaneciera, y
Vasily aspiró por la nariz.
—Has estado ocupado, hermanito.
—No tienes ni idea, Vasya —respondió Nikolai cordialmente. Vasily
arrugó la boca ante el uso del diminutivo por parte de su hermano. Tenía
aspecto de estirado—. Me sorprende encontrarte en Os Alta —continuó
Nikolai—. Pensaba que estarías en Caryeva para las carreras.
—Estaba ahí —afirmó Vasily—. Mi ruano azul consiguió una
clasificación excelente. Pero cuando oí que estabas regresando a casa, quise
estar aquí para recibirte.
—Es muy amable por tu parte que te tomaras todas estas molestias.
—El regreso de un príncipe real no es algo baladí —respondió Vasily—.
Aunque se trate del hijo menor.
Su énfasis estaba claro, y el miedo que sentía en mi interior creció. Tal
vez Nikolai había subestimado el interés de Vasily por conservar su lugar en
la línea de sucesión. No quería imaginar lo que podrían significar para
nosotros sus otros fallos o errores de cálculo.
Pero Nikolai se limitó a sonreír. Recordé su consejo: Ríete de los
insultos.
—Los hijos menores aprendemos a apreciar lo que podemos conseguir
—dijo. Después llamó a un soldado que permanecía firme en las filas—.
Sargento Pechkin, te recuerdo de la campaña de Halmhend. Debe de
habérsete curado bien la pierna si eres capaz de permanecer de pie como un
bloque de piedra.
El rostro del sargento mostró sorpresa.
—Da, moi tsarevich —dijo respetuosamente.
—Con «señor» es suficiente, sargento. Soy un oficial cuando llevo este
uniforme, no un príncipe. —Los labios de Vasily volvieron a crisparse.
Como muchos hijos de la nobleza, había tomado un cargo honorario y
hecho su servicio militar en la comodidad de las tiendas de los oficiales,
muy lejos de las filas enemigas. Pero Nikolai había servido en la infantería:
se había ganado sus medallas y su rango.
—Sí, señor —dijo el sargento—. Solo me molesta cuando llueve.
—Entonces, imagino que los fjerdanos rezarán cada día para que haya
tormenta. Si no recuerdo mal, libraste de sus miserias a más de uno.
—Creo recordar que usted hizo lo mismo, señor —dijo el soldado con
una sonrisa.
Casi me reí. Con una simple conversación, Nikolai le había arrebatado a
su hermano el control del campo. Por la noche, cuando los soldados se
reunieran en las tabernas de Os Alta o jugaran a las cartas en sus
barracones, sería de eso de lo que hablarían: el príncipe que recordaba el
nombre de un soldado corriente, el príncipe que había luchado lado a lado
con ellos sin preocuparse por la riqueza o el linaje.
—Hermano —dijo Nikolai a Vasily—. Vayamos a palacio para que
podamos continuar con los recibimientos. Tengo una caja de whiskey kerch
que debemos beber, y me gustaría pedirte consejo sobre un potro que divisé
en Ketterdam. Me dijeron que Dagrenner era su amo, pero tengo mis dudas.
Vasily trató de disfrazar su interés, pero era como si no pudiera
resistirse.
—¿Dagrenner? ¿Tenían papeles?
—Ven a mirar.
Aunque su rostro seguía cauteloso, Vasily dirigió unas pocas palabras a
uno de los oficiales y saltó a su montura con experimentada facilidad. Los
hermanos ocuparon su lugar a la cabeza de la fila, y nuestra procesión
volvió a ponerse en marcha.
—Muy bien hecho —murmuró Mal mientras atravesábamos las filas de
soldados—. Nikolai no es ningún idiota.
—Espero que no —dije—. Por el bien de los dos.
Mientras nos acercábamos a la capital, vi de lo que habían hablado los
huéspedes del Conde Minkoff. Una ciudad de tiendas había aparecido
alrededor de los muros, y una larga fila de personas esperaba junto a las
puertas. Muchos de ellos estaban discutiendo con los guardias, sin duda
solicitando la entrada. Unos soldados armados mantenían la guardia desde
las viejas almenas; una buena precaución para un país en guerra, y un buen
recordatorio para que la gente de abajo mantuviera el orden.
Por supuesto, las puertas de la ciudad se abrieron para los príncipes de
Ravka, y la procesión continuó sin pausa entre la multitud.
Muchos de los vagones y tiendas estaban marcados con soles
toscamente dibujados, y mientras cabalgábamos por el improvisado
campamento, oí los ya familiares gritos de «Sankta Alina».
Me sentí una idiota haciéndolo, pero me forcé a levantar la mano y
saludar, decidida a hacer al menos un esfuerzo. Los peregrinos vitorearon y
saludaron también, y muchos corrieron para mantener nuestro ritmo. Pero
algunos de los otros refugiados permanecieron en silencio junto al camino,
con los brazos cruzados y expresiones escépticas o incluso abiertamente
hostiles.
¿Qué es lo que verán?, me pregunté. ¿Otra Grisha privilegiada que
vuelve a su palacio seguro y lujoso sobre la colina, donde cocinarán en el
fuego y podrá dormir en la sombra de una ciudad que les niega cobijo? ¿O
algo peor? ¿Una mentirosa? ¿Un fraude? ¿Una chica que se atreve a
vestirse de Santa viviente?
Me sentí agradecida cuando entramos en la protección de los muros de
la ciudad.
Una vez en el interior, la procesión comenzó a avanzar a paso de
tortuga. La parte baja de la ciudad estaba abarrotada, las aceras llenas de
personas que se derramaban por las calles e interrumpían el tráfico. Las
ventanas de las tiendas estaban cubiertas de señales que indicaban los
bienes disponibles, y unas largas colas salían de cada puerta. El hedor de la
orina y la basura lo cubría todo. Quería enterrar la nariz en la manga, pero
tuve que conformarme con respirar por la boca.
La multitud lanzaba vítores y se nos quedaba mirando boquiabiertos,
pero eran decididamente más sutiles que los que estaban al otro lado de las
puertas.
—Ningún peregrino —observé.
—No se les permite cruzar los muros de la ciudad —dijo Tamar—. El
Rey declaró apóstata al Apparat, y sus seguidores tienen prohibida la
entrada a Os Alta.
El Apparat había conspirado con el Oscuro contra el trono. Incluso
aunque hubieran cortado lazos desde entonces, el Rey no tenía razones para
fiarse del sacerdote y su culto. Ni de ti, de hecho, me recordé. Tan solo eres
la única lo bastante tonta como para entrar en el Gran Palacio y esperar
clemencia.
Cruzamos el ancho canal y dejamos atrás el ruido y el tumulto de la
parte baja de la ciudad. Me di cuenta de que la entrada al puente había sido
enormemente fortificada, pero cuando llegamos a la otra orilla no parecía
que nada hubiera cambiado en la parte alta de la ciudad. Los anchos
bulevares se encontraban inmaculados y serenos, y las majestuosas casas
estaban cuidadosamente mantenidas. Pasamos junto a un parque donde
hombres y mujeres ataviados con ropajes modernos se paseaban por los
cuidados caminos o tomaban el aire en sus carruajes abiertos. Los niños
jugaban en las babki, vigilados por sus niñeras, y un chico con un sombrero
de paja montaba un poni con lazos en su trenzada melena, con las riendas
en las manos de un sirviente de uniforme.
Todos se giraron para mirar mientras pasábamos, levantando los
sombreros, susurrando tras las manos, inclinándose y haciendo reverencias
cuando vieron a Vasily y Nikolai. ¿De verdad estaban tan tranquilos y libres
de preocupaciones como parecía? Era difícil comprender que podían ser tan
inconscientes del peligro que amenazaba Ravka, o de la agitación al otro
lado del puente, pero me resultaba aún más difícil creer que confiaran en su
Rey para que los mantuviera a salvo.
Antes de lo que me hubiera gustado, llegamos hasta las puertas doradas
del Gran Palacio. El sonido metálico que produjeron al cerrarse me hizo
sentir una punzada de pánico. La última vez que había atravesado esas
puertas lo había hecho de polizón entre las piezas de escenario de un carro,
huyendo del Oscuro, sola y a la fuga.
¿Y si es una trampa?, pensé de repente. ¿Y si no había perdón? ¿Y si
Nikolai nunca tuvo la intención de que dirigiera el Segundo Ejército? ¿Y si
nos encadenaban a Mal y a mí y nos abandonaban en alguna celda húmeda?
Para, me reprendí. Ya no eres una niñita asustada que tiembla en sus
botas del ejército. Eres una Grisha, la Invocadora del Sol. Te necesitan. Y
podrías hacer que todos en este palacio te obedezcan si quisieras. Enderecé
la espalda y traté de estabilizar el ritmo de mi corazón.
Cuando llegamos a la fuente del águila doble, Tolya me ayudó a bajar
del caballo. Entorné los ojos mirando al Gran Palacio, con sus relucientes
terrazas blancas cubiertas de una capa tras otra de adornos de oro y estatuas.
Era tan feo e intimidante como recordaba.
Vasily entregó las riendas de su montura a un sirviente que esperaba allí
y subió los escalones de mármol sin mirar atrás.
Nikolai cuadró los hombros.
—Manteneos en silencio y procurad parecer arrepentidos —nos
murmuró. Después subió las escaleras para unirse a su hermano.
El rostro de Mal estaba pálido. Me sequé las manos sudorosas en la
kefta y seguimos a los príncipes, dejando atrás al resto de nuestra comitiva.
En el interior, los pasillos del palacio estaban silenciosos mientras
pasábamos una sala reluciente tras otra. Nuestras pisadas reverberaban en el
parqué pulido, y mi ansiedad crecía con cada paso. A las puertas de la sala
del trono, vi que Nikolai tomaba un profundo aliento. Su uniforme estaba
inmaculado, y su hermoso rostro era el de un príncipe de cuento de hadas.
De pronto eché de menos el bulto que tenía Sturmhond por nariz y sus
turbios ojos verdes.
Las puertas se abrieron y un lacayo declaró:
—Tsesarevich Vasily Lantsov y el Gran Duque Nikolai Lantsov.
Nikolai nos había dicho que no se nos anunciaría, pero debíamos
seguirlo a él y a Vasily. Con pasos dubitativos lo obedecimos, manteniendo
una distancia respetuosa con los príncipes.
Una larga alfombra azul claro se extendía por toda la sala. Al final,
había un grupo de cortesanos elegantemente ataviados y consejeros que
deambulaban junto a una tarima levantada. Por encima de todos se sentaban
el Rey y la Reina de Ravka, en tronos dorados a juego.
Mientras nos acercábamos me di cuenta de que el Apparat no estaba. El
sacerdote siempre parecía estar merodeando en algún lugar tras el Rey, pero
ahora su ausencia era notable. No parecía haber sido reemplazado por otro
consejero espiritual.
El Rey parecía mucho más frágil y débil que la última vez que lo había
visto. Su estrecho pecho parecía haber cedido sobre sí mismo, y su bigote
caído era grisáceo. Pero el mayor cambio se había dado en la Reina. Sin
Genya allí para que modificara su rostro, parecía haber envejecido veinte
años en tan solo unos pocos meses. Su piel había perdido la firmeza
cremosa. Unas profundas arrugas comenzaban a formarse alrededor de su
nariz y su boca, y sus iris demasiado brillantes se habían desvanecido en un
azul más natural, pero menos cautivador. Cualquier lástima que pudiera
haber sentido por ella quedaba eclipsada por el recuerdo de cómo había
tratado a Genya. Tal vez si no hubiera tratado a su sirvienta con tanto
desprecio, Genya no se habría visto obligada a unirse al Oscuro. Muchas
cosas podrían haber sido diferentes.
Cuando llegamos a la base de la tarima, Nikolai hizo una profunda
reverencia.
—Moi tsar —dijo—. Moya tsaritsa.
Por un momento largo y ansioso, el Rey y la Reina contemplaron a su
hijo. Después, algo frágil pareció romperse dentro de la Reina. Saltó de su
trono y bajó los escalones en un revoltijo de seda y perlas.
—¡Nikolai! —gritó, y abrazó a su hijo contra ella.
—Madraya —dijo él con una sonrisa, devolviéndole el abrazo.
Hubo murmullos de los cortesanos y algunos aplausos. Las lágrimas se
derramaban de los ojos de la Reina. Era la primera emoción real que le
había visto mostrar.
El Rey se puso en pie lentamente, ayudado por un lacayo que se
apresuró a acercarse a él y lo guio por los escalones de la tarima. Estaba
claro que no se encontraba bien. Comenzaba a ver que la sucesión podría
ser un asunto del que ocuparse antes de lo que había pensado.
—Ven, Nikolai —dijo el Rey, extendiendo el brazo hacia su hijo—.
Ven.
Nikolai le ofreció el codo a su padre mientras su madre se aferraba a su
otro brazo y, sin saludarnos siquiera, salieron de la sala del trono. Vasily los
siguió. Su rostro estaba impasible, pero no se me escapó que sus labios
estaban reveladoramente fruncidos.
Mal y yo nos quedamos ahí, sin saber qué hacer después. Estaba muy
bien que la familia real hubiera desaparecido para una reunión privada, pero
¿dónde nos dejaba eso? No nos habían dicho que nos fuéramos, pero
tampoco que nos quedáramos. Los consejeros del Rey nos examinaban con
evidente curiosidad, mientras que los cortesanos se reían con nerviosismo y
susurraban. Resistí el deseo de moverme y mantuve lo que esperaba que
fuera una inclinación altiva de la cabeza.
Los minutos se arrastraron. Tenía hambre, estaba cansada y bastante
segura de que se me había dormido un pie, pero nos quedamos ahí
esperando. En un momento dado, me pareció oír un grito que llegaba desde
el pasillo. Tal vez estaban discutiendo cuánto tiempo dejarnos ahí.
Finalmente, tras lo que debió haber sido casi una hora, la familia real
regresó. El Rey estaba sonriendo. La cara de la Reina estaba pálida, y
Vasily estaba lívido. Pero el cambio más notable se había dado en Nikolai.
Parecía más tranquilo, y había recuperado el pavoneo que reconocía de mi
tiempo a bordo del Volkvolny.
Lo saben, comprendí. Les ha dicho que él es Sturmhond.
El Rey y la Reina volvieron a sentarse en sus tronos. Vasily se colocó de
pie detrás del Rey, mientras que Nikolai ocupó su lugar detrás de la Reina.
Ella levantó la mano, buscando la de su hijo, y este la colocó sobre su
hombro. Ese es el aspecto que tiene una madre con su hijo. Era demasiado
mayor como para ponerme triste por unos padres que nunca había conocido,
pero el gesto me conmovió igualmente.
Mis pensamientos sentimentales se alejaron de mi cabeza cuando el Rey
dijo:
—Eres demasiado joven para dirigir el Segundo Ejército.
Ni siquiera se había dirigido a mí. Incliné la cabeza en reconocimiento.
—Sí, moi tsar.
—Estoy tentado a ejecutarte inmediatamente, pero mi hijo dice que eso
tan solo te convertirá en una mártir.
Me puse rígida. Al Apparat le encantaría, pensé mientras el miedo me
atravesaba. Una encantadora ilustración más para el libro rojo: Sankta
Alina del Patíbulo.
—Piensa que podemos confiar en ti —gorjeó el Rey—. Yo no estoy tan
seguro. Tu huida del Oscuro parece una historia muy poco probable, pero
no puedo negar que Ravka necesita de tus servicios.
Lo hizo sonar como si fuera una jardinera o una secretaria. Arrepentida,
me recordé, y me tragué una respuesta sarcástica.
—Sería un gran honor para mí servir al Rey de Ravka —dije.
O el Rey adoraba los cumplidos, o Nikolai había hecho un trabajo
extraordinario al defenderme, pues el Rey gruñó y dijo:
—Muy bien. Al menos temporalmente, serás la comandante de los
Grisha.
¿De verdad podía ser tan fácil?
—Yo… Gracias, moi tsar —tartamudeé confundida y agradecida.
—Pero recuerda esto —dijo, moviendo un dedo hacia mí—; si
encuentro evidencia alguna de que estás instigando acciones contra mí o de
que tienes algún contacto con el apóstata, te colgaré sin alegato ni juicio. —
Su voz se había alzado a un lamento quejumbroso—. La gente piensa que
eres una Santa, pero yo creo que no eres más que otra refugiada harapienta.
¿Lo entiendes?
Otra refugiada harapienta y tu mejor opción de conservar ese trono
reluciente, pensé con un sorprendente arrebato de ira, pero me tragué el
orgullo e hice una reverencia tan profunda como pude. ¿Así era como se
había sentido el Oscuro? ¿Obligado a inclinarse ante un idiota depravado?
El Rey hizo un gesto perezoso con su mano de venas azules. Nos
estaban dejando marchar. Miré a Mal.
Nikolai se aclaró la garganta.
—Padre —dijo—, también está el asunto del rastreador.
—¿Eh? —preguntó, mirando hacia arriba como si hubiera estado
echando una cabezada—. ¿El…? Ah, sí. —Dirigió su mirada acuosa a Mal
y dijo con tono aburrido—. Has desertado de tu puesto y desobedecido
directamente las órdenes de un oficial al mando. Eso está penado con la
horca.
Tomé aliento bruscamente. Junto a mí, Mal se quedó muy quieto. Un
horrible pensamiento se me metió en la cabeza: si Nikolai quería librarse de
Mal, aquella era desde luego una forma fácil de hacerlo.
Un murmullo de emoción se alzó desde el grupo alrededor de la tarima.
¿En dónde nos había metido? Abrí la boca, pero Nikolai habló antes de que
pudiera decir una palabra.
—Moi tsar —dijo humildemente—, perdonadme, pero el rastreador
ayudó a la Invocadora del Sol a eludir lo que hubiera sido una captura
segura por un enemigo de la Corona.
—Suponiendo que realmente hubiera estado en peligro.
—Yo mismo lo vi enfrentarse al Oscuro. Es un amigo de confianza, y
estoy seguro de que actuó en favor del mejor interés de Ravka. —El labio
inferior del Rey sobresalió, pero Nikolai siguió presionando—. Me sentiría
mejor sabiendo que se encuentra en el Pequeño Palacio.
El Rey frunció el ceño. Probablemente ya está pensando en el almuerzo
y echarse una siesta, pensé.
—¿Qué tienes que decir en tu favor, muchacho? —preguntó.
—Solo que hice lo que pensaba que era lo correcto —dijo él con voz
firme.
—Mi hijo parece creer que tenías buenas razones.
—Imagino que todo hombre piensa que sus razones son buenas —
replicó Mal—. Fue deserción de todos modos.
Nikolai puso los ojos en blanco, y sentí la necesidad de darle una buena
sacudida a Mal. ¿Es que no podía ser directo por una vez?
El Rey frunció aún más el ceño. Esperamos.
—Muy bien —dijo finalmente—. ¿Qué es una víbora más en el nido?
Serás dado de baja por conducta deshonrosa.
—¿Deshonrosa? —solté sin pensar.
Mal simplemente se inclinó y dijo:
—Gracias, moi tsar.
El Rey levantó la mano con un gesto perezoso.
—Marchaos —dijo petulantemente.
Me sentí tentada a quedarme y discutir, pero Nikolai me estaba
lanzando una advertencia con la mirada, y Mal ya se había girado para
marcharse. Tuve que apresurarme para alcanzarlo mientras marchaba por el
pasillo cubierto por la alfombra azul.
—Hablaremos con Nikolai —dije en cuanto abandonamos la sala del
trono y las puertas se cerraron tras nosotros—. Conseguiremos que haga
una petición al Rey.
Mal ni siquiera redujo el paso.
—No servirá de nada. Sabía que pasaría esto.
A pesar de sus palabras, noté en sus hombros caídos que una parte de él
había tenido esperanzas de todos modos. Quise agarrarle el brazo, hacer que
se detuviera, decirle que lo sentía, que de algún modo encontraríamos la
forma de arreglar las cosas. En lugar de eso, caminé rápido junto a él,
esforzándome por mantener su ritmo, profundamente consciente de los
lacayos que nos observaban desde cada puerta.
Desanduvimos nuestros pasos a través de los relucientes pasillos del
palacio y bajamos la escalera de mármol. Fedyor y sus Grisha estaban
esperando junto a sus caballos. Se habían arreglado lo mejor que habían
podido, pero sus keftas de colores brillantes todavía tenían un aspecto algo
desaliñado. Tamar y Tolya estaban ligeramente alejados de ellos, y los soles
dorados que les había dado relucían en sus ásperas túnicas. Tomé aliento
profundamente. Nikolai había hecho lo que había podido. Ahora era mi
turno.
l serpenteante camino de gravilla blanca nos llevó por los
terrenos del palacio, más allá de los pastos y de las altas paredes
de un laberinto de setos. Tolya, normalmente tan quieto y
silencioso, se retorcía sobre su montura, con la boca en una
línea hosca.
—¿Pasa algo? —pregunté.
Pensé que no respondería, pero entonces dijo:
—Huele a debilidad por aquí. A gente cada vez más blanda.
Le lancé una mirada al gigantesco guerrero.
—Todo el mundo es blando comparado contigo, Tolya.
Normalmente podía contar con Tamar para que se riera del humor de su
hermano, pero me sorprendió al decir:
—Tiene razón. Parece que este lugar se estuviera muriendo.
No me estaban ayudando a calmar los nervios. La audiencia en la sala
del trono me había dejado agitada, y todavía estaba sorprendida por la furia
que había sentido hacia el Rey, aunque los Santos sabían que se la merecía.
Era un viejo apestoso y lujurioso a quien le gustaba arrinconar a las
sirvientas, por no mencionar el hecho de que era un pésimo líder y había
amenazado con ejecutarnos tanto a Mal como a mí en el espacio de unos
pocos minutos. Solo de pensar en ello sentí otra punzada de amargo
resentimiento.
Mi corazón latió con más fuerza mientras entramos en el túnel de
madera. Los árboles se cerraban sobre nuestras cabezas y las ramas se
fundían en un toldo verde. La última vez que los había visto, estaban
desnudos.
Salimos a la brillante luz del sol. Bajo nosotros se encontraba el
Pequeño Palacio.
Me di cuenta de que lo había echado de menos. Había echado de menos
el brillo de sus cúpulas doradas, esas extrañas paredes esculpidas con toda
clase de bestias, reales e imaginarias. Había echado de menos el lago azul
que relucía como un pedazo de cielo, la pequeña isla que no se encontraba
exactamente en el centro, las manchitas blancas de los pabellones de los
Invocadores en la orilla. Era un lugar como ningún otro, y me sorprendió
descubrir lo mucho que lo sentía como mi hogar.
Pero no todo era como antes. Había soldados del Primer Ejército
apostados en los terrenos, con sus rifles a la espalda. Dudaba que sirvieran
mucho contra un grupo de Mortificadores, Vendavales e Inferni
determinados, pero el mensaje quedaba claro: no se confiaba en los Grisha.
Un grupo de sirvientes vestidos de gris esperaba junto a los escalones
para ocuparse de nuestros caballos.
—¿Preparada? —susurró Mal mientras me ayudaba a desmontar.
—Me gustaría que la gente dejara de preguntarme eso. ¿No tengo cara
de estar preparada?
—Tienes la misma cara que cuando te metí un renacuajo en la sopa y te
lo tragaste sin querer.
Reprimí una risa, sintiendo que parte de mi preocupación se desvanecía.
—Gracias por el recordatorio —dije—. Creo que nunca me vengué por
ello.
Hice una pausa para alisar los pliegues de mi kefta, tomándome mi
tiempo con la esperanza de que mis piernas dejaran de temblar. Después
subí los escalones, y los otros me siguieron. Los sirvientes abrieron las
puertas por completo para que entráramos. Atravesamos la fría oscuridad de
la cámara de entrada y entramos en la sala de la cúpula dorada.
La habitación era un hexágono gigante del tamaño de una catedral. Sus
paredes talladas tenían incrustaciones de madreperla y estaban coronadas
por una enorme cúpula dorada que parecía flotar sobre nosotros a una altura
imposible. Había cuatro mesas dispuestas en forma de cuadrado en el centro
de la habitación, y ahí era donde esperaban los Grisha. A pesar de su
reducido número habían mantenido sus Órdenes, y estaban sentados o de
pie en grupitos de rojo, púrpura y azul.
—Sí que les gustan los colores bonitos —gruñó Tolya.
—No me des ideas —susurré—. A lo mejor decido que mi guardia
personal debería llevar bombachos amarillo chillón.
Por primera vez vi que una expresión muy parecida al miedo cruzaba su
rostro.
Avanzamos, y la mayoría de los Grisha se pusieron en pie. Era un grupo
joven, y me di cuenta con un pinchazo de incomodidad de que la mayoría
de los Grisha de mayor edad y más experimentados habían elegido al
Oscuro. O a lo mejor tan solo habían sido lo suficientemente inteligentes
como para huir.
Había supuesto que no quedarían demasiados Corporalki. Eran los
Grisha de mayor rango, los luchadores más valiosos, y los más cercanos al
Oscuro.
Sin embargo, había unos cuantos rostros familiares. Sergei era uno de
los pocos Mortificadores que habían decidido quedarse. Marie y Nadia se
encontraban junto a los Etherealki. Me sorprendió ver a David
encorvándose en la mesa de los Materialki. Sabía que había tenido sus
dudas con el Oscuro, pero eso no le había impedido sellar el collar del
ciervo alrededor de mi cuello. Tal vez era por eso por lo que no me miraba,
o tal vez solo estaba deseando volver a su taller.
Habían retirado la silla de ébano del Oscuro. Su mesa permanecía vacía.
Sergei fue el primero en dar un paso adelante.
—Alina Starkov —dijo firmemente—. Me complace darte la bienvenida
al Pequeño Palacio.
Me di cuenta de que no se inclinaba.
La tensión creció y latió por la habitación como si se tratara de algo
vivo. Una parte de mí deseaba romperla. Hubiera sido fácil. Podía sonreír,
reírme, abrazar a Marie y Nadia. Aunque ese nunca había sido realmente mi
sitio, no se me había dado mal fingir, y sería un alivio fingir que volvía a ser
una de ellos. Pero recordé las advertencias de Nikolai y me contuve. La
debilidad es un disfraz.
—Gracias, Sergei —dije, deliberadamente informal—. Me alegra estar
aquí.
—Ha habido rumores de tu regreso —dijo—. Pero también de tu
muerte.
—Como puedes ver, estoy viva y tan bien como podría esperarse
después de varias semanas de viaje por la Vy.
—Se dice que has llegado en la compañía del segundo hijo del Rey —
añadió Sergei.
Ahí estaba. El primer desafío.
—Es cierto —dije amablemente—. Me ayudó en mi batalla contra el
Oscuro.
Hubo un revuelo en la habitación.
—¿En la Sombra? —preguntó Sergei, algo confundido.
—En el Mar Auténtico —lo corregí. Un murmullo se alzó desde la
multitud. Levanté la mano y, para mi alivio, quedaron en silencio. Consigue
que sigan las órdenes pequeñas, y seguirán las grandes—. Tengo muchas
cosas que contar e información que dar —dije—. Pero eso puede esperar.
He regresado a Os Alta con un propósito.
—La gente está hablando de una boda —añadió Sergei.
Bueno, Nikolai no iba a estar contento.
—No he vuelto aquí para convertirme en una esposa —repliqué—. He
regresado por una sola razón. —Aquello no era del todo cierto, pero no me
iba a poner a hablar del tercer amplificador en una sala llena de Grisha de
dudosa lealtad. Tomé aliento. Era el momento—. He regresado para dirigir
el Segundo Ejército.
Todos comenzaron a hablar a la vez. Hubo unos pocos vítores, algunos
gritos de enfado, y vi que Sergei intercambiaba una mirada con Marie.
Cuando la sala quedó en silencio, dijo:
—Eso esperábamos.
—El Rey está de acuerdo en que quede yo al mando.
Temporalmente, pensé, aunque no lo dije.
Hubo otra oleada de gritos y charloteo.
Sergei se aclaró la garganta.
—Alina, eres la Invocadora del Sol, y nos alegra que hayas regresado
sana y salva, pero no estás cualificada para dirigir una campaña militar.
—Cualificada o no, tengo la bendición del Rey.
—Entonces haremos una petición al Rey. Los Corporalki son los Grisha
de mayor rango y deberían dirigir el Segundo Ejército.
—Según tú, desangrador.
En cuanto oí aquella voz sedosa supe a quién pertenecía, pero mi
corazón dio un vuelco de todos modos cuando vi su cabello oscuro como el
ala de un cuervo. Zoya salió de entre el grupo de Etherealki, y su pequeña
figura estaba envuelta en la veraniega seda azul que hacía que sus ojos
brillaran como gemas… gemas con unas pestañas desagradablemente
largas.
Me costó todo mi esfuerzo no darme la vuelta para ver la reacción de
Mal. Zoya era la Grisha que había hecho todo lo que había podido para que
mi vida en el Pequeño Palacio fuera una miseria. Se había burlado de mí,
había cotilleado sobre mí, e incluso me había roto dos costillas. Pero
también era la chica en la que Mal se había interesado hacía tanto tiempo en
Kribirsk. No estaba segura de lo que había sucedido entre ellos, pero
dudaba que hubiera sido solo una conversación animada.
—Hablo por los Etherealki —continuó Zoya—. Y seguiremos a la
Invocadora del Sol.
Me esforcé por no mostrar mi sorpresa. Era la última persona que
hubiera esperado que me apoyara. ¿A qué estaría jugando?
—No todos —intervino Marie con voz débil. Sabía que no debía
sorprenderme, pero dolía de todos modos.
Zoya soltó una risa desdeñosa.
—Sí, ya sabemos que apoyas a Sergei en todo lo que haga, Marie. Pero
esto no es una cita nocturna junto a la banya. Estamos hablando del futuro
de los Grisha y de toda Ravka.
Unas risitas siguieron la declaración de Zoya, y Marie se puso de un
rojo intenso.
—Basta ya, Zoya —soltó Sergei.
Un Etherealnik a quien no reconocí dio un paso hacia adelante. Tenía la
piel oscura y una cicatriz apenas visible en el pómulo izquierdo. Llevaba los
bordados de un Inferni.
—Marie tiene razón —dijo—. No puedes hablar por todos, Zoya.
Preferiría ver a un Etherealnik a la cabeza del Segundo Ejército, pero no
debería ser ella. —Me señaló con un dedo acusatorio—. Ni siquiera se crio
aquí.
—¡Es cierto! —gritó un Corporalnik—. ¡Lleva menos de un año siendo
Grisha!
—Los Grisha nacen, no se hacen —gruñó Tolya.
Por supuesto, pensé con un suspiro interno. Ahora decide salir de su
caparazón.
—¿Y quién eres tú? —preguntó Sergei, mostrando su arrogancia
natural.
La mano de Tolya fue a su espada curva.
—Soy Tolya Yul-Baatar. Me crie lejos de este palacio decadente, y me
encantaría demostrar que puedo pararte el corazón.
—¿Eres Grisha? —preguntó Sergei con incredulidad.
—Tanto como tú —replicó Tamar, con los ojos dorados centelleando.
—¿Y qué hay de ti? —le preguntó a Mal.
—Yo solo soy un soldado —respondió él, acercándose a mí—. Su
soldado.
—Al igual que nosotros —añadió Fedyor—. Hemos regresado a Os
Alta a servir a la Invocadora del Sol, no a un muchacho engreído.
Otro Corporalnik se puso en pie.
—No eres más que otro cobarde que huyó cuando el Oscuro cayó. No
tienes derecho a venir aquí e insultarlos.
—¿Y qué pasa con ella? —gritó otro Vendaval—. ¿Cómo sabemos que
no está trabajando con el Oscuro? Lo ayudó a destruir Novokribirsk.
—¡Y compartió su cama! —gritó otro.
No te rebajes a desmentir nada, dijo la voz de Nikolai en mi cabeza.
—¿Qué relación tienes con Nikolai Lantsov? —exigió un Hacedor.
—¿Cuál era tu relación con el Oscuro? —añadió una voz aguda.
—¿Importa? —pregunté fríamente, pero sentía que estaba perdiendo el
control.
—Por supuesto que importa —dijo Sergei—. ¿Cómo podemos estar
seguros de tu lealtad?
—¡No tienes derecho a cuestionarla! —gritó uno de los Invocadores.
—¿Por qué? —replicó un Sanador—. ¿Porque es una Santa viviente?
—¡Llevadla a una capilla, donde pertenece! —chilló alguien—.
¡Sacadlas a ella y a su chusma del Pequeño Palacio!
Tolya se llevó la mano a la espada. Tamar y Sergei alzaron las manos.
Vi que Marie sacaba el pedernal y sentí el remolino de los vientos de los
Invocadores, que me levantaba los bordes de la kefta. Pensaba que había
estado preparada para enfrentarme a ellos, pero no estaba preparada para la
oleada de ira que me atravesaba. Me palpitó la herida del hombro, y algo
dentro de mí quedó en libertad.
Miré el rostro burlón de Sergei y mi poder se alzó con un propósito
claro y fiero. Levanté el brazo. Si necesitaban una lección, yo se la daría:
podrían discutir sobre los trozos del cuerpo de Sergei. Mi mano trazó un
arco en el aire, cortando en su dirección. La luz era una hoja afilada por mi
furia.
En el último segundo, una esquirla de cordura atravesó la confusa
neblina de mi furia. No, pensé aterrorizada al darme cuenta de lo que estaba
a punto de hacer. Mi mente asustada daba vueltas. Me giré y lancé el Corte
hacia arriba.
Un ruido resonante sacudió la habitación. Los Grisha gritaron y
retrocedieron, apiñándose contra las paredes.
La luz del día se derramó por la dentada fisura sobre nosotros. Había
abierto la cúpula dorada como si se tratara de un huevo gigante.
Hubo un profundo silencio mientras todos los Grisha se giraban hacia
mí, con aterrada incredulidad. Tragué saliva, asombrada por lo que había
hecho, aterrorizada por lo que casi había hecho. Recordé el consejo de
Nikolai y endurecí mi corazón: no debían ver mi miedo.
—¿Pensáis que el Oscuro es poderoso? —pregunté, sorprendida por la
helada claridad de mi voz—. No tenéis ni idea de lo que es capaz. Solo yo
he visto lo que es capaz de hacer. Solo yo me he enfrentado a él y vivido
para contarlo.
Sonaba como una extraña a mis propios oídos, pero sentí el eco de mi
poder vibrando a través de mí y continué. Me giré lentamente, clavando los
ojos en cada mirada impresionada.
—No me importa si pensáis que soy una Santa, una idiota, o la puta del
Oscuro. Si queréis seguir en el Pequeño Palacio, me seguiréis, y si no os
gusta, os marcharéis antes de esta noche u os encadenaré. Soy un soldado.
Soy la Invocadora del Sol. Y soy la única oportunidad que tenéis.
Crucé la habitación a zancadas y abrí las puertas de las habitaciones del
Oscuro, agradeciendo en silencio que no estuvieran cerradas con llave.
Bajé a ciegas por el pasillo, sin saber bien adónde iba, pero deseando
alejarme de la sala abovedada antes de que nadie viera que estaba
temblando.
Por suerte, encontré el camino hasta la sala de guerra. Mal entró detrás
de mí, y antes de que cerrara la puerta vi que Tolya y Tamar ocupaban sus
puestos. Fedyor y los demás debían de haberse quedado atrás. Con suerte
harían las paces con el resto de los Grisha, o tal vez se matarían unos a
otros.
Me paseé de un lado a otro frente al antiguo mapa de Ravka que
ocupaba la pared trasera entera.
Mal se aclaró la garganta.
—Creo que ha ido bien.
Un hipido de risa histérica se me escapó de los labios.
—Salvo que quisieras tirarnos el techo sobre la cabeza —añadió—. En
ese caso, creo que solo fue un éxito parcial.
Me mordisqueé el pulgar y continué caminando.
—Tenía que conseguir su atención.
—¿Así que lo hiciste a propósito?
Casi maté a alguien. Quería matar a alguien. Era la cúpula o Sergei, y
Sergei hubiera sido mucho más difícil de arreglar.
—No exactamente —admití, y de pronto perdí toda la energía. Me
derrumbé sobre una silla junto a la larga tabla y descansé la cabeza sobre las
manos—. Van a irse todos —gemí.
—Tal vez —dijo él—, pero lo dudo.
Enterré la cara en los brazos.
—¿A quién quiero engañar? No puedo hacer esto. Parece algún tipo de
broma mala.
—Yo no vi que nadie se riera —replicó Mal—. Para ser alguien que no
tiene ni idea de lo que está haciendo, te las estás arreglando muy bien.
Le eché un vistazo. Estaba reclinado contra la mesa, con los brazos
cruzados y el fantasma de una sonrisa en los labios.
—Mal, he abierto un agujero en el techo.
—Un agujero muy dramático.
Solté un resoplido a medio camino entre una risa y un sollozo.
—¿Qué vamos a hacer cuando llueva?
—Lo que hacemos siempre —dijo—. Mantenernos secos.
Hubo un golpe en la puerta y Tamar metió la cabeza dentro.
—Uno de los sirvientes quiere saber si dormirás en las habitaciones del
Oscuro.
Sabía que debía hacerlo, pero no me emocionaba la idea. Me pasé las
manos por la cara y me levanté de la silla. Llevaba menos de una hora en el
Pequeño Palacio y ya me sentía exhausta.
—Vayamos a mirar.
Las habitaciones del Oscuro se encontraban justo al otro lado del pasillo
de la sala de guerra.
Un sirviente ataviado de negro nos condujo a una sala común grande y
de aspecto formal, amueblada con una mesa alargada y unas cuantas sillas
de aspecto incómodo.
Cada pared tenía un par de puertas dobles.
—Estas conducen a un pasadizo que la llevará fuera del Pequeño
Palacio, moi soverenyi —dijo el sirviente, haciendo un gesto hacia la
derecha. Después señaló las puertas de la izquierda y dijo—: Estas llevan a
las habitaciones de los guardias.
Las puertas de ébano que teníamos justo enfrente no necesitaban
explicación. Iban desde el suelo hasta el techo, y tenían tallado el símbolo
del Oscuro, un sol eclipsado.
No me sentía preparada todavía para enfrentarme a ello, así que caminé
hasta las habitaciones de los guardias y miré en el interior. Su sala común
era considerablemente más acogedora. Tenía una mesa redonda para jugar a
las cartas y varias sillas mullidas alrededor de una estufa de azulejos para
mantener el calor en invierno. A través de otra puerta vi varias filas de
literas.
—Supongo que el Oscuro tenía más guardias —dijo Tamar.
—Muchos más —respondí.
—Podríamos traer más.
—He pensado en ello —dijo Mal—. Pero no sé si es necesario, y no
estoy seguro de en quién podemos confiar.
Tenía que darle la razón. Había puesto parte de mi fe en Tolya y Tamar,
pero la única persona de la que me sentía segura era Mal.
—Tal vez podríamos considerar elegir a algunos de los peregrinos —
sugirió Tamar—. Algunos de ellos eran militares antes. Debe de haber unos
cuantos buenos luchadores entre ellos, y está claro que darían la vida por ti.
—Ni de broma —repliqué—. Si el Rey escucha algún susurro de
«Sankta Alina», me mandará a la horca. Además, me parece que no quiero
poner mi vida en las manos de alguien que cree que puedo levantarme de
entre los muertos.
—Con nosotros bastará —dijo Mal, y yo asentí con la cabeza.
—Muy bien. Y… ¿puede alguien encargarse de que arreglen el techo?
Idénticas sonrisas se dibujaron en los rostros de Tolya y Tamar.
—¿No podemos dejarlo así unos pocos días?
—No —reí—. No quiero que se nos caiga todo el edificio encima.
Hablad con los Hacedores; ellos sabrán qué hacer. —Me pasé el pulgar por
el bulto que me recorría la palma de la mano—. Pero que no la dejen
demasiado perfecta —añadí. Las cicatrices eran buenos recordatorios.
Volví a la sala común principal y me dirigí al sirviente que permanecía
junto a la entrada.
—Comeremos aquí esta noche —dije—. ¿Podrías encargarte de la
comida?
Él alzó las cejas, hizo una reverencia y se alejó. Hice una mueca. Se
suponía que tenía que dar órdenes, no pedir nada.
Dejé a Mal y a los mellizos organizando el horario para la guardia y
crucé las puertas de ébano. Los pomos eran dos delgadas lunas crecientes
hechas de lo que parecía hueso. Cuando los agarré y tiré de ellos, no hubo
ningún crujido ni chirrido de las bisagras. Las puertas se abrieron en
silencio.
Un sirviente había encendido las lámparas de la habitación del Oscuro.
Examiné la sala y solté un largo suspiro. ¿Qué había estado esperando?
¿Una mazmorra? ¿Un foso? ¿Que el Oscuro durmiera colgado de las ramas
de un árbol?
La habitación era hexagonal, y sus paredes de madera oscura habían
sido talladas para provocar la ilusión de que se trataba de un bosque lleno
de árboles delgados. Sobre la enorme cama con dosel, el techo abovedado
estaba hecho de obsidiana negra pulida y cubierto de trozos de madreperla
dispuestos en forma de constelaciones. Era una habitación inusual, y desde
luego era lujosa, pero seguía siendo solo una habitación.
No había ningún libro en los estantes, y tanto el escritorio como el
tocador estaban vacíos. Debían de haberse llevado todas sus posesiones, y
probablemente las habrían quemado o hecho pedazos. Supuse que tenía que
alegrarme de que el Rey no hubiera tirado abajo el Pequeño Palacio.
Caminé hasta la cama y pasé la mano por el frío tejido de las
almohadas. Era bueno saber que una parte de él seguía siendo humana, que
reposaba la cabeza para descansar por la noche al igual que todos los
demás. Pero ¿realmente podría yo dormir en su cama, bajo su techo?
Con un sobresalto, me di cuenta de que la habitación olía a él. Nunca
me había dado cuenta de que tuviera un olor. Cerré los ojos e inhalé
profundamente. ¿Qué era? El viento cortante y frío del invierno. Las ramas
desnudas. El olor de la ausencia, el olor de la noche.
Me picaba la herida del hombro, y abrí los ojos. Las puertas de la
habitación estaban cerradas. No las había oído cerrarse.
—Alina.
Me giré y vi al Oscuro de pie al otro lado de la cama. Me llevé las
manos a la boca para detener el grito.
Esto no es real, me dije. Es solo una alucinación más. Igual que en la
Sombra.
—Mi Alina —dijo con suavidad. Su rostro era hermoso, sin cicatrices.
Perfecto.
No voy a gritar, porque esto no es real, y cuando vengan corriendo, no
habrá nada que ver.
Rodeó la cama lentamente. Sus pisadas no producían ningún sonido.
Cerré los ojos, presioné las palmas contra ellos y conté hasta tres. Pero
cuando volví a abrirlos, seguía frente a mí. No voy a gritar.
Di un paso hacia atrás y sentí la presión de la pared detrás de mí. Se me
escapó un chillido ahogado de la garganta.
No voy a gritar.
Extendió el brazo. No puede tocarme, me dije. Su mano me atravesará
como un fantasma. No es real.
—No puedes huir de mí —susurró.
Sus dedos rozaron mis mejillas. Sólidos. Reales. Los sentí.
El terror me atravesó. Alcé las manos y la luz resplandeció en la
habitación con una cascada gigante que temblaba de calor. El Oscuro se
desvaneció.
Oí unos pasos en la habitación del otro lado y las puertas se abrieron.
Mal y los mellizos entraron corriendo, con las armas en la mano.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Tamar, examinando la habitación vacía.
—Nada —dije, obligándome a pronunciar la palabra, esperando que mi
voz sonara normal. Enterré las manos entre los pliegues de mi kefta para
esconder su temblor—. ¿Por qué?
—Hemos visto la luz y…
—Está un poco sombrío aquí —dije—. Todo el negro.
Se me quedaron mirando durante un largo momento, y después, Tamar
miró a su alrededor.
—Sí que está muy oscuro. Tal vez quieras pensar en redecorar.
—Está en mi lista, desde luego.
Los mellizos volvieron a mirar la habitación y se dirigieron a la puerta.
Tolya ya estaba hablando sobre la cena con su hermana, pero Mal se quedó
en el umbral, esperando.
—Estás temblando —observó.
Sabía que esa vez no me pediría que me explicara. No debería tener que
hacerlo: yo tendría que haberle dicho la verdad sin que me preguntara. Pero
¿qué podría decirle? ¿Que estaba viendo cosas? ¿Que estaba loca? ¿Que
nunca estaríamos a salvo, sin importar lo lejos que huyéramos? ¿Que estaba
igual de rota que la cúpula dorada, pero algo mucho peor que la luz del día
se había metido dentro de mí?
Permanecí en silencio.
Mal sacudió una vez la cabeza, y después simplemente se alejó.
Llámalo, pensé desesperada. Dile algo. Cuéntaselo todo.
Mal se encontraba a tan solo unos metros, al otro lado de esa pared.
Podía decir su nombre, que volviera y contárselo todo: lo que había
sucedido en la Sombra, lo que casi le había hecho a Sergei, lo que acababa
de ver unos momentos antes. Abrí la boca, pero las mismas palabras
vinieron a mí una y otra vez.
No voy a gritar. No voy a gritar. No voy a gritar.
esperté al día siguiente con el sonido de unas voces enfadadas.
Por un momento, no tenía ni idea de dónde me encontraba. La
oscuridad era casi perfecta, rota solamente por una estrecha
franja de luz debajo de la puerta.
Entonces volví a la realidad. Me senté y busqué la lámpara en la pared
junto a la cama. Encendí la llama e inspeccioné los cortinajes de seda
oscura de la cama, el suelo de pizarra, las paredes de ébano tallado.
Realmente tendría que hacer algunos cambios; esa habitación era
demasiado deprimente como para despertar en ella. Era extraño pensar que
de verdad me encontraba en la habitación del Oscuro, que había pasado la
noche en su cama. Que lo había visto en esa misma habitación.
Basta ya. Aparté las sábanas y bajé las piernas por un lado de la cama.
No sabía si las visiones eran un producto de mi imaginación o algún intento
real por parte del Oscuro de manipularme, pero tenía que haber una
explicación racional para ellas. Tal vez el mordisco de los nichevo’ya me
había infectado con algo. Si era ese el caso, tan solo tendría que encontrar
una forma de curarlo. O tal vez los efectos se disiparan con el tiempo.
El volumen de la discusión al otro lado de la puerta aumentó. Me
pareció reconocer a Sergei y la voz enfadada y retumbante de Tolya. Me
puse la bata bordada que habían dejado para mí a los pies de la cama,
comprobé que el grillete de mi muñeca siguiera oculto, y me apresuré a
salir a la sala común.
Casi me choqué contra los gemelos. Tolya y Tamar se encontraban
hombro con hombro, impidiendo a un grupo de Grisha furiosos la entrada a
mi habitación. Tolya tenía los brazos cruzados, y Tamar sacudía la cabeza
mientras Sergei y Fedyor exponían sus argumentos en voz alta. Me angustió
ver a Zoya junto a ellos, acompañada por el Inferni de piel oscura que me
había desafiado el día anterior. Todos parecían estar hablando al mismo
tiempo.
—¿Qué está pasando? —pregunté.
Sergei avanzó hacia mí en cuanto me vio, aferrando un pedazo de papel
en la mano. Tamar se movió para impedirle el paso, pero yo hice un gesto
para que se apartara.
—No pasa nada —dije—. ¿Cuál es el problema?
Pero me pareció que ya lo sabía. Reconocí mi propia escritura y los
restos del sello del sol dorado que Nikolai me había proporcionado en el
papel que Sergei estaba sacudiendo frente a mi cara.
—Esto es inaceptable —resopló.
Había comunicado la noche anterior que iba a convocar un concilio de
guerra, y cada Orden Grisha debía seleccionar dos representantes para que
asistieran. Me complació ver que habían elegido tanto a Fedyor como a
Sergei, aunque parte de mi buena voluntad se desvaneció cuando el primero
intervino.
—Tiene razón —dijo Fedyor—. Los Corporalki son la primera línea de
defensa de los Grisha. Estamos más experimentados en asuntos militares y
deberían representarnos más justamente.
—Somos igual de valiosos para la guerra —declaró Zoya, exhibiendo
bien su color. Incluso irritada, estaba impresionante. Había sospechado que
la elegirían para representar a los Etherealki, pero desde luego no me
alegraba por ello—. Si va a haber tres Corporalki en el concilio —continuó
—, entonces también debería haber tres Invocadores.
Todos comenzaron a gritar otra vez. Me di cuenta de que los Materialki
no se habían presentado para protestar. Al ser la Orden más baja de los
Grisha, probablemente tan solo se alegraban de que los hubiera incluido, o
posiblemente se encontraban demasiado ocupados con su trabajo como para
molestarse.
Todavía no estaba despierta del todo. Quería el desayuno, no una
discusión. Pero sabía que debía ocuparme de ello. Tenía la intención de
hacer las cosas de forma diferente; y tal vez deberían saber cómo de
diferentes, o mis esfuerzos se desmoronarían antes de comenzar siquiera.
Alcé la mano y ellos se callaron al instante; estaba claro que ya
dominaba ese truco. Tal vez tenían miedo de que fuera a cargarme otro
techo.
—Habrá dos Grisha de cada Orden —dije—. Ni más, ni menos.
—Pero… —comenzó Sergei.
—El Oscuro ha cambiado. Si queremos tener alguna esperanza de
derrotarlo, nosotros también tenemos que cambiar. Dos Grisha de cada
Orden —repetí—. Y las Órdenes ya no se sentarán separadas: os sentaréis
juntos, comeréis juntos y lucharéis juntos. —Al menos había conseguido
que se callaran. Se me quedaron mirando boquiabiertos—. Y los Hacedores
comenzarán a entrenar para el combate esta semana —terminé.
Contemplé sus expresiones horrorizadas; parecía como si les hubiera
dicho que irían a la batalla desnudos. Los Hacedores no eran considerados
guerreros, así que nadie se había molestado en enseñarles a luchar. Me
parecía una oportunidad desperdiciada. Utiliza lo que sea o a quien sea que
se encuentre delante de ti.
—Veo que estáis todos emocionados —dije con un suspiro.
Desesperada por un poco de té, caminé hasta la mesa donde había una
bandeja del desayuno con los platos cubiertos. Levanté una de las tapas:
arenque y centeno. La mañana no estaba empezando muy bien.
—Pero… pero siempre ha sido así —tartamudeó Sergei.
—No puedes cargarte cientos de años de tradición —protestó el Inferni.
—¿En serio vamos a discutir también sobre esto? —pregunté con
irritación—. Estamos en guerra con un antiguo poder que supera todo lo
que conozcamos, ¿y queréis pelearos por quién se sienta a vuestro lado para
comer?
—Ese no es el tema —dijo Zoya—. Las cosas tienen un orden, un modo
de hacerlas que…
Comenzaron a parlotear otra vez, sobre la tradición, sobre la forma de
hacer las cosas, sobre la necesidad de una estructura y de que la gente
conociera su lugar.
Volví a poner la tapa en su sitio con un fuerte ruido metálico.
—Así es como lo vamos a hacer —dije, perdiendo la paciencia
rápidamente—. Se acabó el esnobismo de los Corporalki. Se acabó la
exclusividad de los Etherealki. Y se acabó el arenque.
Zoya abrió la boca, pero después lo pensó mejor y volvió a cerrarla.
—Ahora, marchaos —ladré—. Quiero desayunar en paz.
Por un momento, se quedaron ahí, pero después Tamar y Tolya dieron
un paso hacia delante y, para mi continuo asombro, los Grisha hicieron lo
que les decía. Zoya parecía molesta, y Sergei tenía el rostro turbulento, pero
todos salieron de la habitación arrastrando dócilmente los pies.
Unos segundos después de que se marcharan Nikolai apareció en el
umbral de la puerta, y me di cuenta de que había estado espiando en el
pasillo.
—Bien hecho —dijo—. El día de hoy será recordado eternamente como
el día del Gran Decreto del Arenque. —Entró y cerró la puerta tras él—.
Aunque el comunicado no ha sido el más elegante.
—No tengo tu don para parecer «entretenido y distante» —dije,
sentándome a la mesa y mordiendo un rollito con ansia—. Pero «gruñona»
parece funcionarme.
Un sirviente se apresuró a traerme una taza de té del samovar. Estaba
deliciosamente caliente, y cargado de azúcar. Nikolai tomó una silla y se
sentó sin que se lo pidiera.
—¿De verdad no vas a comértelos? —dijo, amontonando arenques en
su plato.
—Es asqueroso —dije sucintamente.
Nikolai tomó un gran bocado.
—No puedes sobrevivir en el mar si no eres capaz de comer pescado.
—No juegues a ser el pobre marinero conmigo. Comí en tu barco,
¿recuerdas? El chef de Sturmhond no servía bacalao en salazón y galletas
precisamente.
Él soltó un suspiro de lamentación.
—Ojalá hubiera podido traer a Burgos conmigo. Al parecer, en las
cocinas de la corte piensan que una comida no está completa si no está
bañada de mantequilla.
—Solo un príncipe se quejaría de tener demasiada mantequilla.
—Uhm —dijo pensativo, palmeándose el estómago plano—. Tal vez
una barriga real me daría más autoridad.
Me reí, y después casi salté de mi asiento cuando la puerta se abrió y
entró Mal. Se detuvo cuando vio a Nikolai.
—No sabía que comeríais en el Pequeño Palacio, moi tsarevich. —Hizo
una rígida reverencia a Nikolai, y después a mí.
—No tienes que hacer eso —señalé.
—Sí que tiene que hacerlo.
—Ya has oído al Príncipe Perfecto —replicó Mal, y se unió a nosotros
en la mesa.
Nikolai sonrió.
—He tenido muchos motes, pero ese es probablemente el más acertado.
—No sabía que estuvieras despierto —le dije a Mal.
—Llevo horas despierto por ahí, buscando algo que hacer.
—Excelente —dijo Nikolai—. He venido a traer una invitación.
—¿Es a un baile? —preguntó Mal, robándome el resto del rollito del
plato—. Espero muy fervientemente que se trate de un baile.
—Aunque estoy seguro de que eres capaz de bailar el vals
maravillosamente, no. Han visto jabalíes en los bosques cerca de Balakirev.
Una partida de caza saldrá mañana, y me gustaría que fueras.
—¿Pocos amigos, su alteza?
—Y muchos enemigos —respondió Nikolai—. Pero yo no iré, mis
padres todavía no están preparados para dejarme fuera de su vista. He
hablado con uno de los generales, y está de acuerdo en llevarte como su
invitado.
Mal se recostó sobre su silla y cruzó los brazos.
—Ya veo. Así que yo me voy a socializar al bosque durante unos días y
tú te quedas aquí —dijo, lanzándome una mirada significativa.
Me revolví en la silla. No me gustaban las implicaciones, pero parecía
una estratagema muy obvia. En realidad, demasiado obvia para Nikolai.
—¿Sabes? para dos personas que están eternamente enamoradas, eres
terriblemente inseguro —replicó Nikolai—. Algunos de los miembros de
mayor rango del Primer Ejército estarán en la partida de caza, y mi hermano
también. Es un ávido cazador, y yo mismo he comprobado que eres el mejor
rastreador de Ravka.
—Se supone que tenía que proteger a Alina —dijo Mal—. No ir por ahí
con un puñado de consentidos de la realeza.
—Tolya y Tamar pueden arreglárselas mientras estés fuera. Y es una
oportunidad para que seas de utilidad.
Genial, pensé mientras observaba a Mal entrecerrando los ojos.
Perfecto.
—¿Y qué estáis haciendo vos para ser de utilidad, su alteza?
—Soy un príncipe —dijo Nikolai—. Ser útil no formaba parte de la
descripción del trabajo. Sin embargo —añadió—, cuando no estoy
holgazaneando por ahí siendo guapo, me dedico a equipar mejor al Primer
Ejército y reunir información sobre el paradero del Oscuro. Se dice que ha
entrado en las Sikurzoi.
Mal y yo nos espabilamos de golpe ante eso. Las Sikurzoi eran las
montañas que recorrían buena parte de la frontera entre Ravka y Shu Han.
—¿Crees que está en el sur? —pregunté.
Nikolai se metió en la boca otro pedazo de arenque.
—Es posible —dijo—. Habría pensado que tenía más posibilidades de
aliarse con los fjerdanos. La frontera del norte es mucho más vulnerable,
pero las Sikurzoi son un buen lugar para esconderse. Si los informes son
ciertos, necesitamos movernos y forjar una alianza con los shu lo antes
posible para que podamos marchar contra él desde dos frentes.
—¿Quieres declararle la guerra? —pregunté sorprendida.
—Es mejor que esperar a que sea lo bastante fuerte como para
declarárnosla él.
—Me gusta —dijo Mal con resentida admiración—. El Oscuro no se lo
esperaría.
Recordé que, aunque Mal y Nikolai tuvieran sus diferencias, Mal y
Sturmhond habían estado en camino de hacerse amigos. Nikolai tomó un
sorbo de té y dijo:
—También hay noticias perturbadoras del Primer Ejército. Parece que
cierto número de soldados han encontrado la religión y han desertado.
Fruncí el ceño.
—¿Quieres decir que…?
Nikolai asintió con la cabeza.
—Se están refugiando en los monasterios, uniéndose al culto del
Apparat de la Santa del Sol. El sacerdote asegura que la corrupta monarquía
te ha tomado como su prisionera.
—Eso es ridículo —repliqué.
—De hecho, es perfectamente plausible, y supone una historia muy
satisfactoria. No necesito decir que mi padre no está contento. Anoche se
puso bastante furioso, y ha doblado el precio sobre la cabeza del Apparat.
Gruñí.
—Eso es malo.
—Lo es —admitió Nikolai—. Puedes ver por qué podría ser inteligente
que el capitán de tu guardia personal comenzara a forjar alianzas dentro del
Gran Palacio. —Dirigió su aguda mirada hacia Mal—. Y así, Oretsev, es
como puedes ser de utilidad. Recuerdo que conquistaste a mi tripulación,
así que tal vez podrías coger el arco y jugar a ser diplomático y no un
amante celoso.
—Pensaré en ello.
—Buen chico —dijo Nikolai.
Por todos los Santos. No podía haberlo dejado así, ¿verdad?
—Cuidado, Nikolai —replicó Mal con suavidad—. Los príncipes
sangran como cualquier otro hombre.
Nikolai se limpió una mota invisible de polvo de la manga.
—Sí —convino—. Tan solo lo hacen en ropas mejores.
—Mal…
Él se levantó, y su silla chirrió contra el suelo.
—Necesito algo de aire.
Salió por la puerta a zancadas, olvidando toda la farsa de las reverencias
y los títulos.
Tiré la servilleta a la mesa.
—¿Por qué has hecho eso? —le pregunté al príncipe, enfadada—. ¿Por
qué lo provocas así?
—¿Lo he hecho? —preguntó él, estirando el brazo para coger otro
rollito. Pensé en clavarle un tenedor en la mano.
—No sigas presionándolo, Nikolai. Si pierdes a Mal, también me
pierdes a mí.
—Necesita aprender cuáles son las normas aquí. Si no es capaz de
hacerlo, se convierte en un lastre. Corremos un riesgo demasiado alto como
para andarnos con medias tintas.
Me estremecí y me froté los brazos con las manos.
—Odio cuando hablas así. Suenas igual que el Oscuro.
—Si alguna vez te cuesta diferenciarnos, busca a la persona que no esté
torturándote o tratando de matar a Mal. Ese seré yo.
—¿Tan seguro estás de que no lo harías? —ataqué—. Si te acercara más
a lo que quieres, al trono y a tu gran oportunidad de salvar Ravka, ¿estás
seguro de que no me llevarías tú mismo a la horca?
Esperé otra de sus respuestas habituales dándole la vuelta a las cosas,
pero tenía aspecto de que le hubiera pegado un puñetazo en las tripas.
Comenzó a hablar, se detuvo, y después sacudió la cabeza.
—Por todos los Santos —dijo, y su tono estaba a medio camino entre la
perplejidad y la repulsión—. En realidad, no lo sé.
Me desplomé sobre mi silla otra vez. Su confesión debería haberme
puesto furiosa, pero en lugar de eso sentí que la ira desaparecía. Tal vez
fuera su honestidad, o tal vez fuera porque había comenzado a preocuparme
por lo que yo misma podría ser capaz de hacer.
Nos sentamos ahí, en silencio, durante un largo minuto. Él se frotó la
nuca con la mano y se puso lentamente en pie. Hizo una pausa en el umbral
de la puerta.
—Soy ambicioso, Alina. Soy determinado. Pero espero… Espero
conocer todavía la diferencia entre lo que está bien y lo que está mal. —
Dudó—. Te ofrecí la libertad, y lo decía en serio. Si mañana decidieras
volver a huir a Novyi Zem con Mal, te metería en un barco y dejaría que el
mar te llevara. —Me sostuvo la mirada, y sus ojos color avellana eran
firmes—. Pero no me gustaría verte marchar.
Desapareció por el pasillo, y sus pisadas reverberaron en el suelo de
piedra.
Me quedé ahí sentada durante un rato, tomando bocados de mi
desayuno, rumiando las palabras de despedida de Nikolai. Después me
reprendí. No tenía tiempo de averiguar sus motivos. En tan solo unas horas,
el concilio de guerra se reuniría para hablar de estrategias y cuál sería la
mejor forma de levantar una defensa contra el Oscuro. Tenía mucho que
hacer para prepararme, pero primero tenía que hacer una visita.
Mientras me abrochaba los botones con forma de sol de mi kefta azul y
dorada, sacudí la cabeza con tristeza. Baghra no perdería ni un momento
para burlarse de mis nuevas pretensiones. Me cepillé el pelo y después me
escabullí del Pequeño Palacio por la entrada del Oscuro y crucé los terrenos
hasta el lago.
La sirvienta con la que había hablado me había dicho que Baghra había
caído enferma poco después de la fiesta de primavera, y que desde entonces
había dejado de aceptar estudiantes. Por supuesto, yo conocía la verdad. La
noche de la fiesta, Baghra me había revelado los planes del Oscuro y me
había ayudado a escapar del Pequeño Palacio. Después intentó comprarme
tiempo ocultando mi ausencia. Pensar en la ira del Oscuro cuando descubrió
su engaño era como tener una piedra en el estómago.
Cuando traté de presionar a la temblorosa doncella para que me diera
detalles, ella hizo una torpe reverencia y se fue de la habitación. Sin
embargo, Baghra seguía viva, y seguía allí. El Oscuro podía destruir una
ciudad entera, pero parecía que incluso él había trazado el límite en asesinar
a su propia madre.
El camino hacia la cabaña de Baghra estaba lleno de zarzas, y el bosque
en verano estaba enmarañado y acre por el olor de las hojas y la tierra
húmeda. Apresuré mis pasos, sorprendida por lo deseosa que estaba de
verla. Había sido una maestra dura y una mujer desagradable en sus mejores
días, pero había tratado de ayudarme cuando nadie más lo había hecho, y
sabía que era mi mejor opción de resolver el enigma del tercer amplificador
de Morozova.
Subí los tres escalones de la parte frontal de la cabaña y di unos golpes
en la puerta, pero nadie respondió. Volví a golpearla y abrí la puerta,
haciendo una mueca ante la familiar oleada de calor. Baghra siempre
parecía tener frío, y entrar en su cabaña era como entrar en un horno.
La pequeña habitación a oscuras se encontraba tal como la recordaba:
escasamente amueblada con solo las necesidades mínimas, un fuego que
crepitaba en una estufa de azulejos, y Baghra junto a él con su kefta
desteñida. Me sorprendió ver que no estaba sola. Había un sirviente sentado
junto a ella, un niño vestido de gris. Se puso en pie en cuanto entré,
mirándome a través de la penumbra.
—Nada de visitas —dijo.
—¿Por orden de quién?
Baghra levantó la mirada bruscamente ante el sonido de mi voz. Golpeó
el suelo con su bastón.
—Vete, niño —ordenó.
—Pero…
—¡Vete! —gruñó.
Tan encantadora como siempre, pensé cautelosamente.
El niño cruzó la habitación y salió de la cabaña sin otra palabra.
La puerta apenas se había cerrado cuando Baghra dijo:
—Me preguntaba cuándo volverías aquí, pequeña Santa.
Por supuesto, Baghra tenía que llamarme por el único nombre que no
quería escuchar.
Ya estaba sudando y no quería acercarme más al fuego, pero lo hice de
todos modos y crucé la habitación para sentarme en la silla que había
dejado vacía el sirviente.
Ella se giró hacia las llamas mientras me aproximaba, dándome la
espalda. No se encontraba en buena forma ese día. Ignoré el insulto.
Me senté en silencio por un momento, sin saber muy bien por dónde
empezar.
—Me dijeron que enfermaste después de que me marchara.
—Hum.
No quería saberlo, pero me obligué a preguntarlo.
—¿Qué te hizo?
Ella soltó una risa seca.
—Menos de lo que podría haber hecho. Más de lo que debería.
—Baghra…
—Tenías que ir a Novyi Zem. Tenías que desaparecer.
—Lo intenté.
—No, te fuiste de caza —se burló con un golpe de su bastón en el suelo
—. ¿Y qué has encontrado? ¿Un collar bonito que llevar durante el resto de
su vida? Acércate —dijo—. Quiero saber lo que he comprado con mis
esfuerzos.
Me incliné hacia ella, complaciente. Cuando se giró hacia mí ahogué un
grito.
Baghra había envejecido una vida desde la última vez que la había visto.
Su pelo negro era escaso y grisáceo. Sus afiladas facciones se habían
difuminado. Su boca burlona parecía hundida y fofa.
Pero no era eso por lo que había retrocedido. Los ojos de Baghra ya no
estaban. Donde deberían haberse encontrado había dos pozos negros, con
sombras que se retorcían en sus insondables profundidades.
—Baghra —logré decir. Traté de cogerle la mano, pero ella se apartó de
mí.
—Ahórrate tu lástima, niña.
—¿Qué… qué te hizo?
Mi voz era poco más que un susurro. Ella soltó otra risa afilada.
—Me dejó en la oscuridad.
Su voz era fuerte, pero allí junto al fuego me di cuenta de que era la
única parte de ella que había permanecido intacta. Había sido esbelta y
dura, con la postura cuidada de un acróbata. Ahora había un ligero temor en
sus manos ancianas, y su cuerpo antes enjuto parecía lastimero y frágil.
—Muéstramelo —dijo, extendiendo las manos. Me quedé quieta y dejé
que recorriera mi rostro con las manos. Los dedos retorcidos se movían
como dos arañas blancas, pasando sin interés por mis lágrimas,
arrastrándose por mi mandíbula hasta la base de mi garganta, donde se
quedaron descansando sobre el collar—. Ah —suspiró, y recorrió con la
punta de los dedos los ásperos trozos de cornamenta de mi cuello. Su voz
era suave, casi anhelante—. Me hubiera gustado ver a su ciervo.
Quería girar la cabeza, apartar la mirada de los pozos rebosantes de
oscuridad de sus ojos. En lugar de eso, me levanté la manga y tomé una de
sus manos. Ella intentó apartarse, pero yo la aferré con fuerza y coloqué sus
dedos sobre el grillete de mis muñecas. Ella se quedó rígida.
—No —dijo—. No puede ser.
Palpó los bordes de las escamas del azote marino.
—Rusalye —susurró—. ¿Qué has hecho, niña?
Sus palabras me dieron esperanza.
—Sabes lo de los otros amplificadores.
Hice una mueca cuando sus dedos se clavaron en mi muñeca.
—¿Es cierto? —preguntó abruptamente—. ¿Lo que dicen, que puede
dar vida a las sombras?
—Sí —admití.
Su espalda corcovada se hundió aún más. Después apartó mi brazo
como si se tratara de algo sucio.
—Vete.
—Baghra, necesito tu ayuda.
—He dicho que te vayas.
—Por favor. Necesito saber dónde encontrar el pájaro de fuego.
Su boca hundida tembló ligeramente.
—Ya traicioné a mi hijo una vez, pequeña Santa. ¿Qué te hace pensar
que volvería a hacerlo?
—Querías detenerlo —dije dudosa—. Querías…
Baghra golpeó el suelo con su bastón.
—¡Quería evitar que se convirtiera en un monstruo! Pero ya es
demasiado tarde para eso, ¿verdad? Gracias a ti, está más lejos de ser
humano de lo que nunca ha estado. Ya está muy lejos de cualquier
redención posible.
—Tal vez —admití—. Pero Ravka todavía puede salvarse.
—¿Y a mí qué me importa lo que le pase a este desgraciado país? ¿Tan
bueno es el mundo que crees que vale la pena salvarlo?
—Sí —repliqué—. Y sé que tú también lo crees.
—No podrías hacer ni un pastel con lo que sabes, niña.
—¡Vale! —dije, y mi desesperación superó a mi culpabilidad—. Soy
una idiota. Soy una estúpida. No tengo esperanzas. Por eso necesito tu
ayuda.
—No puedo ayudarte. Tu única esperanza era huir.
—Dime lo que sepas sobre Morozova —supliqué—. Ayúdame a
encontrar el tercer amplificador.
—No podría siquiera tratar de averiguar dónde encontrar al pájaro de
fuego, y no te lo diría si pudiera. Lo único que quiero ahora es una
habitación cálida y que me dejen morir en paz.
—Podría quitarte esta habitación —dije enfadada—. Tu fuego, tu
disciplinado sirviente. Tal vez entonces estés más dispuesta a hablar.
Quise retirar las palabras tan pronto salieron de mi boca. Una enfermiza
oleada de vergüenza me inundó. ¿De verdad acababa de amenazar a una
mujer ciega y anciana?
Baghra soltó esa risa feroz y temblorosa.
—Veo que llevas bien el poder. Cuando crezca, estará sediento de más.
Los similares se atraen, niña.
Sus palabras hicieron que me atravesara una punzada de miedo.
—No lo decía en serio —dije débilmente.
—No puedes violar las reglas de este mundo sin un precio. Esos
amplificadores nunca debieron existir. Ningún Grisha debería tener jamás
ese poder. Ya estás cambiando. Busca el tercero, úsalo, y te perderás
completamente, parte por parte. ¿Quieres mi ayuda? ¿Quieres saber qué
hacer? Olvídate del pájaro de fuego. Olvídate de Morozova y su locura.
Sacudí la cabeza.
—No puedo hacer eso. No lo haré.
Ella volvió a girarse hacia el fuego.
—Entonces haz lo que quieras, niña. Estoy harta de esta vida, y estoy
harta de ti.
¿Qué había esperado? ¿Qué me recibiría como si fuera su hija? ¿Qué
me daría la bienvenida como si fuera una amiga? Había perdido el amor de
su hijo y sacrificado su visión y, al final, yo le había fallado. Quería
quedarme ahí plantada y exigir su ayuda. Quería amenazarla, adularla, caer
de rodillas y rogarle su perdón por todo lo que ella había perdido y todos los
errores que yo había cometido. En lugar de eso, hice lo que había querido
que hiciera todo el tiempo: me di la vuelta y salí corriendo.
Casi perdí el equilibrio en los escalones cuando salí a trompicones de la
cabaña, pero el sirviente estaba esperando abajo y me sujetó antes de que
pudiera caerme.
Tomé unos tragos de aire fresco, agradecida, mientras sentía que el
sudor se enfriaba sobre mi piel.
—¿Es cierto? —preguntó—. ¿Realmente eres la Invocadora del Sol?
Miré su cara esperanzada y sentí el dolor de las lágrimas en mi garganta.
Asentí con la cabeza y traté de sonreír.
—Mi madre dice que eres una Santa.
¿Qué otros cuentos de hadas se cree?, pensé amargamente.
Antes de que pudiera avergonzarme a mí misma rompiendo a llorar
sobre sus hombros flacuchos, pasé junto a él y me apresuré a caminar por el
estrecho camino.
Cuando llegué hasta la orilla del lago, fui hacia uno de los pabellones de
piedra blanca de los Invocadores. Realmente no eran edificios, tan solo
refugios abovedados donde los jóvenes Invocadores podían practicar sus
dones sin miedo de hacer volar el tejado de la escuela o prender fuego al
Pequeño Palacio. Me senté a la sombra de los escalones del pabellón y
hundí la cara en las manos, deseando que mis lágrimas desaparecieran,
tratando de recuperar el aliento. Había estado tan segura de que Baghra
sabría algo acerca del pájaro de fuego, tan convencida de que estaría
dispuesta a ayudarme. No me había percatado de cuántas esperanzas había
puesto en ella hasta que desaparecieron.
Alisé los pliegues relucientes de mi kefta sobre mi regazo y tuve que
tragarme un sollozo. Pensaba que Baghra se reiría de mí, se burlaría de la
pequeña Santa ataviada con sus ropas elegantes. ¿Por qué había creído que
el Oscuro mostraría misericordia con su madre?
¿Y por qué había actuado yo así? ¿Cómo podía haberla amenazado con
quitarle sus pocas comodidades? Era tan horrible que me ponía enferma.
Podía culpar a mi desesperación, pero eso no aliviaba la vergüenza que
sentía. Ni cambiaba la realidad de que alguna parte de mí quería volver a su
cabaña y cumplir esas amenazas, arrastrarla hasta la luz y forzarla a soltar
respuestas por su boca amarga y hundida. ¿Qué me estaba pasando?
Saqué mi ejemplar del Istorii Sankt’ya del bolsillo y recorrí con las
manos la gastada cubierta de cuero rojo. La había mirado tantas veces que
se abrió por la ilustración de Sankt Ilya, aunque ahora las páginas estaban
empapadas por la colisión del Colibrí.
¿Un Santo Grisha? ¿U otro idiota codicioso que no podía resistir la
tentación del poder? Un idiota codicioso como yo. Olvídate de Morozova y
su locura. Recorrí la curva del arco con los dedos. Podría no significar
nada. Podía ser alguna referencia al pasado de Ilya que no tuviera nada que
ver con los amplificadores, o tan solo un adorno del artista. Incluso si
estábamos en lo cierto y se trataba de una especie de señal, podría estar en
cualquier lugar. Nikolai había viajado por buena parte de Ravka y no lo
había visto. Por todo lo que sabíamos, podía haberse desmoronado hacía
cientos de años.
Sonó una campana en la escuela al otro lado del lago, y una manada de
niños Grisha salieron corriendo de sus puertas, gritando, riendo, deseosos
de salir a la luz veraniega. La escuela había seguido funcionando, a pesar de
los desastres de los últimos meses. Pero si el Oscuro iba hacia allí, tendría
que evacuarla. No quería tener niños en el camino de los nichevo’ya.
El buey siente el yugo, pero ¿siente el pájaro el peso de sus alas?
¿De verdad me había dicho Baghra esas palabras? ¿O tan solo las había
escuchado en sueños?
Me puse en pie y me sacudí el polvo de la kefta. No sabía qué era lo que
me había alterado más, si era la negativa de Baghra de ayudarme, o lo rota
que parecía. Ya no era solo una anciana. Era una anciana sin esperanza, y yo
había ayudado a arrebatársela.
pesar de su nombre, me encantaba la sala de guerra. La
cartógrafa que tenía dentro no podía resistirse a los antiguos
mapas hechos con pellejos de animales y embellecidos con
detalles caprichosos: el faro dorado de Os Kervo, los templos en
las montañas de Shu Han, las sirenas que nadaban en los bordes de los
mares.
Miré a lo largo de la mesa a las caras de los Grisha, algunas familiares,
otras nuevas. Cualquiera de ellos podría ser un espía del Oscuro, el Rey o el
Apparat. Cualquiera de ellos podría estar buscando la oportunidad de
quitarme de su camino y asumir el poder.
Tolya y Tamar permanecieron fuera, a un grito de distancia por si
hubiera algún problema, pero era la presencia de Mal lo que me
reconfortaba. Se sentaba a mi derecha con sus ásperos ropajes y el sol sobre
su corazón. Odiaba pensar que se iría a cazar tan pronto, pero tenía que
admitir que la distracción podría ser buena. Mal se había enorgullecido de
ser un soldado y, aunque había tratado de ocultarlo, sabía que el mandato
del Rey suponía un duro peso para él. Que supusiera que le estaba
ocultando algo tampoco ayudaba.
Sergei se sentaba a la derecha de Mal, con los brazos cruzados
hoscamente sobre su pecho. No le alegraba estar sentado junto a un guardia
otkazat’sya, y le gustaba aún menos que yo hubiera insistido en tener una
Hacedora a mi izquierda, en lo que se consideraba una posición de honor.
Era una chica suli llamada Peja a quien no conocía anteriormente. Tenía el
pelo oscuro y ojos casi negros, y los bordados rojos de las muñecas de su
kefta púrpura indicaban que se trataba de una de los Alkemi, los Hacedores
que se especializaban en químicos como polvos explosivos y venenos.
David se sentaba más allá, con las muñecas bordadas de gris. Trabajaba
con cristal, acero, madera, piedra; cualquier cosa sólida. David era un
Durast, y sabía que era el mejor de todos porque el Oscuro lo había
escogido a él para forjar mi collar. Después estaba Fedyor, y Zoya junto a
él, impresionante como siempre con el azul de los Etherealki.
Frente a Zoya se encontraba Pavel, el Inferni de piel oscura que había
hablado tan furiosamente en mi contra el día anterior. Tenía facciones
delgadas y un diente partido que silbaba ligeramente cuando hablaba.
La primera parte de la reunión la dedicamos a discutir el número de
Grisha en los distintos puestos de avanzada de Ravka y los que podían estar
escondiéndose. Zoya sugirió enviar mensajeros que extendieran las noticias
de mi regreso y ofrecieran indulto total a aquellos que juraran su lealtad a la
Invocadora del Sol. Pasamos cerca de una hora debatiendo los términos y
las palabras del indulto. Sabía que tendría que llevárselo a Nikolai para que
el Rey lo aprobaba, y quería ser cuidadosa. Finalmente nos pusimos de
acuerdo con «lealtad al trono de Ravka y el Segundo Ejército». Ninguno
parecía contento, así que estaba bastante segura de que lo habíamos hecho
bien.
Fue Fedyor quien sacó el asunto del Apparat.
—Es preocupante que haya eludido la captura durante tanto tiempo.
—¿Ha tratado de contactarte? —me preguntó Pavel.
—No —dije, y vi el escepticismo en su rostro.
—Lo han visto en Kerskii y Ryevost —dijo Fedyor—. Aparece de la
nada para predicar, y después se desvanece antes de que aparezcan los
soldados del Rey.
—Deberíamos pensar en un asesinato —dijo Sergei—. Se está
volviendo demasiado poderoso, y todavía podría estar conspirando con el
Oscuro.
—Primero tendremos que encontrarlo —observó Peja.
Zoya sacudió la mano grácilmente.
—¿Qué sentido tendría? Parece empeñado en extender las noticias sobre
la Invocadora del Sol e insistir en que es una Santa. Ya es hora de que la
gente tenga algo de aprecio por los Grisha.
—Por los Grisha no —replicó Pavel, señalándome agresivamente con la
barbilla—. Por ella.
Zoya levantó un hombro elegante.
—Mejor eso a que nos denigren como si fuéramos brujas y traidores.
—Que el Rey haga el trabajo sucio —dijo Fedyor—. Que él encuentre
al Apparat y lo ejecute, y que él sufra la ira del pueblo.
No podía creer que estuviéramos debatiendo con tanta calma el
asesinato de un hombre. Y no estaba segura de que quisiera que el Apparat
muriera. El sacerdote tenía mucho por lo que responder, pero no creía que
siguiera trabajando con el Oscuro. Además, él me había dado el Istorii
Sankt’ya, y eso significaba que era una posible fuente de información. Si lo
capturaban, tan solo podía esperar que el Rey lo mantuviera con vida lo
suficiente como para interrogarlo.
—¿Piensas que lo cree realmente? —preguntó Zoya, examinándome—.
¿Que eres una Santa que se ha levantado de entre los muertos?
—No creo que suponga mucha diferencia.
—Ayudaría a saber lo loco que está.
—Preferiría enfrentarme a un traidor que a un fanático —dijo Mal
quedamente. Era la primera vez que hablaba—. Puede que tenga algunos
viejos contactos en el Primer Ejército que hablen conmigo. Hay rumores de
soldados que han desertado para unirse a él, y si ese es el caso, deben de
saber dónde se encuentra.
Lancé una mirada furtiva a Zoya, que observaba a Mal con esos ojos
imposiblemente azules. Parecía haberse pasado media reunión batiendo las
pestañas en su dirección. O tal vez estaba imaginando cosas. Era una
Vendaval poderosa y, potencialmente, una aliada poderosa, pero también
había sido una de las favoritas del Oscuro, y eso hacía que fuera difícil
confiar en ella.
Casi me reí en voz alta. ¿A quién estaba engañando? Odiaba hasta estar
en la misma habitación que ella. Ella sí que parecía una Santa: huesos
delicados, sedoso cabello negro, piel perfecta. Tan solo le faltaba el halo.
Mal no le prestaba atención alguna, pero un retortijón en las tripas me hizo
pensar que la estaba ignorando demasiado deliberadamente. Sabía que tenía
cosas más importantes de las que preocuparme que Zoya. Tenía un ejército
que dirigir y enemigos a cada lado, pero no era capaz de parar.
Tomé aliento y traté de concentrarme. La parte más difícil de la reunión
todavía estaba por llegar. Por mucho que quisiera acurrucarme en algún
sitio silencioso y oscuro, había cosas de las que tenía que hablar.
Miré a todos los de la mesa y dije:
—Necesitáis saber a qué nos enfrentamos.
La sala quedó en silencio. Fue como si hubiera sonado una campana,
como si todo lo que había pasado antes no fuera más que una farsa y ahora
hubiera comenzado la verdadera reunión.
Parte por parte, expliqué todo lo que sabía acerca de los nichevo’ya, su
fuerza y su tamaño, que resultaban prácticamente inmunes a las balas o a
las espadas y, lo más importante de todo, el hecho de que no temían la luz
del sol.
—Pero tú escapaste —dijo Peja, vacilante—, así que deben de ser
mortales.
—Mi poder puede destruirlos. Es lo único de lo que no parecen ser
capaces de recuperarse. Pero no es fácil. Hace falta el Corte, y no sé de
cuántos podría encargarme al mismo tiempo. —No mencioné el segundo
amplificador. Incluso con él, sabía que no podría soportar la embestida de
un ejército de sombras completamente formadas, y el grillete era un secreto
que tenía intención de guardar, al menos por el momento—. Solo conseguí
escapar porque el Príncipe Nikolai nos llevó fuera del alcance del Oscuro
—continué—. Al parecer, necesitan estar cerca de su amo.
—¿Cómo de cerca? —preguntó Pavel.
Miré a Mal.
—Es difícil decirlo —respondió él—. Un par de kilómetros, tal vez tres.
—Así que su poder tiene algún límite —dijo Fedyor, con no poco alivio.
—Desde luego. —Me alegraba poder decir algo que no fuera
completamente nefasto—. Tendrá que entrar en Ravka con su ejército para
llegar hasta nosotros. Esto significa que estaremos advertidos y que él será
vulnerable. No puede invocarlos del mismo modo que invoca la oscuridad.
Parece costarle un gran esfuerzo.
—Porque no es poder Grisha —señaló David—. Es merzost.
En ravkano, la palabra para «magia» y «abominación» era la misma. La
teoría Grisha básica indicaba que no podía crearse materia de la nada, pero
ese era un principio de la Pequeña Ciencia. El merzost era diferente, una
corrupción de la creación en el corazón del mundo.
David jugueteó con un hilo suelto de su manga.
—Esa energía, esa sustancia, tiene que venir de algún sitio. Debe de
venir de él.
—Pero ¿cómo lo está haciendo? —preguntó Zoya—. ¿Ha habido alguna
vez un Grisha con esa clase de poder?
—La verdadera cuestión es cómo enfrentarnos a ellos —replicó Fedyor.
La charla pasó a tratar sobre la defensa del Pequeño Palacio y las
posibles ventajas de enfrentarnos al Oscuro en el campo. Pero yo estaba
observando a David. Cuando Zoya había preguntado sobre los demás
Grisha, me había mirado a mí directamente por primera vez desde su
llegada al Pequeño Palacio. Bueno, no a mí exactamente, sino a mi collar.
Había vuelto a mirar la mesa enseguida, pero parecía aún más incómodo
que antes, si es que eso era posible. Me pregunté lo que podría saber sobre
Morozova. Y también quería una respuesta para la pregunta de Zoya. No
sabía si tenía el entrenamiento ni el valor para intentar algo parecido, pero
¿habría una forma de invocar soldados de luz para luchar contra el ejército
de sombras del Oscuro? ¿Era ese el poder que podrían darme los tres
amplificadores?
Quería hablar con David a solas tras la reunión, pero en cuanto esta
terminó él salió disparado a través de la puerta. Cualquier idea que pudiera
tener de arrinconarlo en los talleres de los Materialki aquella tarde quedó
aplastada por la pila de papeles que me esperaba en mis habitaciones. Pasé
horas preparando el indulto de los Grisha y firmando incontables
documentos que garantizaban fondos y provisiones para los puestos de
avanzada que el Segundo Ejército esperaba restablecer en las fronteras de
Ravka. Sergei había tratado de ocuparse de algunos de los deberes del
Oscuro, pero la mayor parte del trabajo había quedado desatendida.
Todo parecía estar redactado de la forma más confusa posible. Tenía que
leer y releer lo que deberían haber sido peticiones simples. Para cuando
conseguí reducir un poco la pila de papeles, ya llegaba tarde a la cena… mi
primera comida en la sala abovedada. Hubiera preferido que me llevaran
una bandeja a la habitación, pero era importante que reivindicara mi
presencia en el Pequeño Palacio. También quería asegurarme de que se
seguían mis peticiones y que los Grisha estuvieran mezclando las Órdenes
realmente.
Me senté a la mesa del Oscuro. En un esfuerzo por conocer a algunos de
los Grisha desconocidos y para evitar darles una excusa de formar una
nueva élite, decidí que cada noche comería gente distinta conmigo. Era una
buena idea, pero no tenía ni la facilidad de Mal ni el encanto de Nikolai, por
lo que la conversación resultó poco natural y marcada por incómodos
momentos de silencio.
Las cosas no parecían ir mucho mejor en las otras mesas. Los Grisha se
sentaban unos junto a otros en un revoltijo de rojo, púrpura y azul, sin
hablar apenas. El ruido metálico de los cubiertos reverberaba en la cúpula
rajada. Los Hacedores aún no habían comenzado con su reparación.
No sabía si reírme o gritar. Era como si les hubiera pedido cenar junto a
un volcra. Al menos Sergei y Marie parecían contentos, aunque Nadia tenía
aspecto de querer desaparecer en su plato de mantequilla mientras ellos se
abrazaban y se hacían arrumacos junto a ella. Supuse que me alegraba por
ellos. Y también estaba un poco celosa.
Conté en silencio: cuarenta Grisha, quizás cincuenta, y la mayoría de
ellos apenas acababa de salir de la escuela. Menudo ejército, pensé con un
suspiro. Mi glorioso reinado estaba comenzando de una forma lamentable.
Mal había accedido a unirse a la partida de caza, y me levanté temprano a la
mañana siguiente para despedirme de él. Comenzaba a darme cuenta de que
tendríamos menos privacidad en el Pequeño Palacio de la que habíamos
tenido durante el camino. Entre Tolya, Tamar y los sirvientes que siempre
merodeaban por ahí, comenzaba a pensar que tal vez no volviéramos a tener
un momento a solas.
Me había quedado despierta la noche anterior en la cama del Oscuro,
recordando cómo me había besado Mal en la dacha, preguntándome si lo
oiría llamar a la puerta. Hasta me había planteado cruzar la sala común y
llamar a la habitación de los guardias, pero no sabía quién estaba de
servicio, y la idea de que Tolya o Tamar respondieran me resultaba muy
vergonzosa. Al final, la fatiga del día debió de tomar la decisión por mí,
porque lo siguiente que supe fue que era de día.
Para cuando llegué hasta la fuente del águila doble, el camino al palacio
se encontraba inundado de personas y caballos: Vasily y sus amigos
aristócratas con sus elaboradas ropas formales para montar, oficiales del
Primer Ejército con sus elegantes uniformes, y tras ellos, una legión de
sirvientes que vestían de blanco y dorado.
Encontré a Mal comprobando su montura cerca de un grupo de
rastreadores reales. Era fácil de distinguir por sus toscos ropajes de
campesino. Tenía un arco nuevo y reluciente a la espalda y un carcaj con
flechas cuyas plumas eran del azul pálido y el dorado del rey de Ravka. La
caza formal de Ravka prohibía el uso de las armas de fuego, pero me
percaté de que varios de los sirvientes llevaban rifles a la espalda, por si
acaso los animales resultaban ser demasiado para sus nobles amos.
—Menudo espectáculo —dije, acercándome a él—. ¿Cuántas personas
hacen falta para abatir a unos pocos jabalíes?
Él resopló.
—Esto no es nada. Otro grupo de sirvientes partió antes del amanecer
para preparar el campamento. Que los Santos no quieran que un príncipe de
Ravka se quede esperando por una taza de té caliente.
Sonó un cuerno y los jinetes comenzaron a colocarse en su lugar con un
repiqueteo de cascos y estribos. Mal sacudió la cabeza y tiró firmemente de
la cincha.
—Espero que esos jabalíes sean sordos —gruñó.
Miré a mi alrededor, a los uniformes relucientes y las botas pulidas.
—Tal vez debería haber pedido que te dieran un traje algo más…
brillante.
—Hay una razón por la que los pavos reales no son pájaros de caza —
dijo con una sonrisa. Era una sonrisa fácil y abierta, la primera que había
visto en mucho tiempo.
Se alegra de ir, me percaté. Aunque gruña, se alegra de ir. Traté de no
tomármelo de forma personal.
—¿Y tú eres como un halcón pardo? —pregunté.
—Exactamente.
—¿O una enorme paloma?
—Dejémoslo en el halcón.
Los otros estaban montando, haciendo virar a sus caballos para unirse al
resto de la partida mientras bajaban por el camino de gravilla.
—Vamos, Oretsev —lo llamó un rastreador de cabello arenoso.
De pronto me sentí extraña, intensamente consciente de la gente que nos
rodeaba, de sus miradas inquisitivas. Probablemente había roto alguna clase
de protocolo solo por haber ido a despedirme.
—Bueno —dije, dando unas palmadas en el lomo de su caballo—,
diviértete. Intenta no disparar a nadie.
—De acuerdo. Espera, ¿que no dispare a nadie?
Sonreí, aunque parecía un poco forzado.
Nos quedamos ahí durante un momento, mientras el silencio se extendía
entre nosotros. Quería rodearlo con los brazos, enterrar la cara en su cuello
y obligarlo a prometer que estaría bien. Pero no lo hice.
Una sonrisa triste rozó sus labios. Se inclinó.
—Moi soverenyi —dijo, y el corazón se me retorció en el pecho.
Se montó en el caballo y le dio una patada para que avanzara,
desapareciendo entre el mar de jinetes que se dirigían hasta las puertas
doradas.
Volví al Pequeño Palacio con la moral baja.
Era temprano, pero ya empezaba a hacer calor. Tamar me estaba
esperando cuando salí del túnel de madera.
—Volverá enseguida —dijo—. No tienes que estar tan triste.
—Lo sé —respondí, sintiéndome estúpida. Conseguí reír mientras
cruzábamos el césped de camino a los establos—. En Keramzin, tenía un
muñeco que hice con un calcetín viejo. Solía hablar con él cuando Mal se
iba a cazar. Tal vez eso me hiciera sentir mejor.
—Eras una niña extraña.
—No tienes ni idea. ¿Con qué jugabais tú y Tolya?
—Con los cráneos de nuestros enemigos.
Vi el brillo en sus ojos y ambas rompimos a reír.
Abajo, en las salas de entrenamiento, Tamar y yo nos reunimos
brevemente con Botkin, el instructor encargado de la tarea de preparar a los
Grisha para el combate físico. El viejo mercenario quedó encantado al
instante con Tamar, y comenzaron a berrear en shu durante casi diez
minutos antes de que yo consiguiera sacar el asunto del entrenamiento de
los Hacedores.
—Botkin puede enseñar lucha a cualquiera —dijo con su fuerte acento.
La débil luz daba un brillo perlado a la cicatriz de su garganta—. Enseñó
lucha a la niña, ¿no?
—Sí —asentí, haciendo una mueca ante el recuerdo de los agotadores
entrenamientos de Botkin y las palizas que había sufrido a sus manos.
—Pero la niña ya no es tan niña —dijo, fijándose en el dorado de mi
kefta— Vuelve entrenar con Botkin. Pego niña grande igual que niña
pequeña.
—Eso es muy igualitario por tu parte —repliqué, y me apresuré a salir
con Tamar de los establos antes de que Botkin decidiera demostrarme lo
justo que podía llegar a ser.
Fui derecha desde los establos a otra reunión del concilio de guerra, y
después tuve el tiempo justo de arreglarme el pelo y sacudirme la kefta
antes de volver a dirigirme al Pequeño Palacio para unirme a Nikolai
mientras los consejeros del Rey lo informaban de las defensas de Os Alta.
Me sentía un poco como si fuéramos niños que se hubieran metido entre
los adultos. Los consejeros dejaron claro que pensaban que estábamos
malgastando su tiempo, pero Nikolai permaneció impertérrito. Hizo
preguntas cuidadosas acerca del armamento, el número de tropas
estacionadas alrededor de los muros de la ciudad, el sistema de advertencia
que se había dispuesto en caso de que hubiera algún ataque. Pronto los
consejeros perdieron su aire condescendiente y conversaron con él
seriamente, preguntándole por el armamento que había traído a través de la
Sombra y cuál sería la mejor forma de emplearlo.
Me hizo darles una breve descripción de los nichevo’ya para apoyar sus
argumentos de que los Grisha también deberían recibir nuevas armas. Los
consejeros todavía tenían profundas sospechas sobre el Segundo Ejército,
pero en nuestro camino de vuelta al Pequeño Palacio, Nikolai no parecía
preocupado.
—Entrarán en razón con el tiempo —dijo—. Por eso es por lo que
tienes que estar ahí, para darles seguridad y ayudarlos a comprender que el
Oscuro no es como otros enemigos.
—¿Piensas que no lo saben? —pregunté con incredulidad.
—No quieren saberlo. Si son capaces de mantener la creencia de que
pueden negociar con el Oscuro o conseguir que se rinda, no tienen que
enfrentarse a la realidad de la situación.
—No puedo decir que los culpe —repliqué sombríamente. Estaba muy
bien hablar sobre tropas, muros y advertencias, pero dudaba que supusiera
mucha diferencia contra los soldados de sombras del Oscuro.
—¿Vienes conmigo al lago? —dijo Nikolai cuando salimos del túnel.
Yo dudé—. Prometo no ponerme sobre una rodilla y comenzar a componer
baladas sobre tu belleza. Tan solo quiero enseñarte algo.
Mis mejillas se pusieron rojas, y Nikolai sonrió.
—Deberías mirar si los Corporalki pueden hacer algo con ese rubor —
dijo, y se dirigió al lago por un lateral del Pequeño Palacio.
Estaba tentada de seguirle solo por el placer de empujarlo dentro. Sin
embargo… ¿podían los Corporalki arreglar mi sonrojamiento? Aparté la
ridícula idea de mi cabeza. El día que pidiera a un Corporalnik que se
encargara de mi rubor sería el día que me echarían del Pequeño Palacio
mientras se reían de mí.
Nikolai se había detenido sobre la gravilla, a medio camino hasta el
lago, y me uní a él allí. Señaló una franja de playa en la orilla más alejada, a
una corta distancia de la escuela.
—Quiero montar ahí un puerto —dijo.
—¿Por qué?
—Para reconstruir el Colibrí.
—No puedes quedarte quieto, ¿eh? ¿No tienes suficiente con lo tuyo?
Miró con los ojos entrecerrados la reluciente superficie del lago.
—Alina, espero encontrar una forma de derrotar al Oscuro. Pero si no
podemos, necesitamos una forma de sacarte de aquí.
Me lo quedé mirando.
—¿Qué pasa con los demás Grisha?
—No hay nada que pueda hacer por ellos.
No podía creer lo que estaba sugiriendo.
—No voy a huir.
—Suponía que dirías eso —dijo con un suspiro.
—¿Y tú? —pregunté enfadada—. ¿Te largarás de aquí y dejarás que los
demás nos quedemos aquí para enfrentarnos al Oscuro?
—Venga ya —dijo—. Sabes que siempre he querido un funeral de
héroe. —Volvió a mirar al lago—. Me parece bien morir luchando, pero no
quiero dejar a mis padres a merced del Oscuro. ¿Me darás dos Vendavales
para entrenarlos?
—No son regalos, Nikolai —dije, pensando en cómo el Oscuro había
convertido a Genya en un regalo para la Reina—. Pero preguntaré si hay
voluntarios. Tan solo no les digas para qué los quieres, no quiero que los
demás se desanimen. —O que comiencen a competir por plazas a bordo del
artefacto—. Y una cosa más —dije—. Quiero que hagas hueco para
Baghra. No tendría que volver a enfrentarse al Oscuro, ya ha pasado por
demasiadas cosas.
—Por supuesto —dijo, y después añadió—: Sigo creyendo que
podemos ganar, Alina.
Me alegra que alguien lo haga, pensé sombríamente, y me giré para
volver al interior.
avid se las había arreglado para escaparse de nuevo tras la
última reunión del consejo, y hasta bien avanzada la tarde
siguiente no tuve un momento libre para arrinconarlo en los
talleres de los Hacedores. Me lo encontré encorvado sobre una
pila de hojas de proyectos, con los dedos manchados de tinta.
Me senté en un taburete junto a él y me aclaré la garganta. Él levantó la
mirada y pestañeó solemnemente. Estaba tan pálido que podía ver la red
azulada de sus venas a través de su piel, y alguien le había cortado muy mal
el pelo.
Probablemente lo hizo él mismo, pensé, sacudiendo la cabeza
internamente. Era difícil creer que ese era el chico de quien Genya se había
enamorado tanto.
Sus ojos fueron a mi collar. Comenzó a juguetear con los objetos de su
mesa de trabajo, moviéndolos por ahí y organizándolos en líneas
cuidadosas: un compás, lápices de grafito, plumas y botes de tinta de
diferentes colores, fragmentos de cristal transparentes y espejados, un
huevo cocido que supuse que era su cena, y una página tras otra de dibujos
y planos de los que no podía comenzar a sacar sentido.
—¿En qué estás trabajando? —pregunté. Él volvió a pestañear.
—Platos.
—Ah.
—Cuencos reflectantes —añadió—, basados en una parábola.
—Qué… ¿interesante? —logré decir.
Él se rascó la nariz, dejando una enorme mancha azul por el puente.
—Podría ser una forma de magnificar tu poder.
—¿Como los espejos de mis guantes?
Había pedido a los Durasts que volvieran a hacérmelos. Con el poder de
dos amplificadores, probablemente no los necesitara, pero los espejos me
permitían concentrar con precisión la luz, y el control que me daban
resultaba reconfortante.
—Más o menos. Si me salen bien, será una forma mucho mayor de
utilizar el Corte.
—¿Y si te salen mal?
—Pues no sucederá nada, o la persona que los está utilizando explotará
en pedazos.
—Suena prometedor.
—Yo también pensé eso —dijo sin una pizca de humor, y volvió a
inclinarse sobre su trabajo.
—David —dije. Él levantó la mirada, sobresaltado, como si hubiera
olvidado completamente que me encontraba ahí—. Tengo que preguntarte
algo.
Sus ojos volvieron al collar, y después de nuevo a su mesa de trabajo.
—¿Qué puedes contarme acerca de Ilya Morozova?
David se retorció un poco, mirando a su alrededor a la sala casi vacía.
La mayoría de los Hacedores seguían cenando. Estaba claramente nervioso,
tal vez incluso asustado.
Miró a la mesa, cogió su compás y volvió a soltarlo.
Finalmente, susurró:
—Lo llamaban el Forjador de Huesos.
Me recorrió un escalofrío. Pensé en los dedos y vértebras que había
sobre las mesas de los vendedores ambulantes de Kribirsk.
—¿Por qué? —pregunté—. ¿Por los amplificadores que descubrió?
David levantó la mirada, sorprendido.
—No los descubrió. Los hizo.
No quería creer lo que estaba escuchando.
—¿Merzost?
Él asintió. Así que por eso David había mirado el collar de Morozova
cuando Zoya preguntó si algún Grisha había tenido alguna vez esa clase de
poder. Morozova había estado jugando con las mismas fuerzas que el
Oscuro. Magia. Abominación.
—¿Cómo? —pregunté.
—Nadie lo sabe —replicó él, volviendo a mirar por encima del hombro
—. Después de que el Hereje Negro muriera en el accidente que creó la
Sombra, su hijo volvió desde donde se escondía para ocuparse del Segundo
Ejército. Mandó destruir todos los cuadernos de Morozova.
¿Su hijo? Nuevamente, me encontré con el hecho de que muy poca
gente conocía el secreto del Oscuro. El Hereje Negro nunca había muerto:
solo había habido un Oscuro, un único y poderoso Grisha que llevaba
generaciones dirigiendo el Segundo Ejército, ocultando su verdadera
identidad. Por lo que sabía, no había tenido ningún hijo. Y de ningún modo
hubiera destruido algo tan valioso como los cuadernos de Morozova. A
bordo del ballenero había dicho que no todos los libros prohibían la
combinación de amplificadores. Tal vez se estaba refiriendo a los escritos
del propio Morozova.
—¿Por qué se escondía su hijo? —pregunté, curiosa por saber cómo
habría montado tal engaño el Oscuro. Esa vez, David frunció el ceño como
si la respuesta fuera obvia.
—Un Oscuro y su heredero nunca viven en el Pequeño Palacio al
mismo tiempo. El riesgo de asesinato es demasiado grande.
—Ya veo —dije. Resultaba convincente, y después de cientos de años,
dudaba que nadie fuera a cuestionar esa historia. A los Grisha les
encantaban sus tradiciones, y Genya no podía haber sido la primera
Confeccionadora que el Oscuro había tenido bajo su mando—. ¿Por qué
mandó destruir todos los cuadernos?
—Documentaban los experimentos de Morozova con amplificadores. El
Hereje Negro estaba tratando de recrear esos experimentos cuando algo
salió mal.
Se me erizó el vello de los brazos.
—Y el resultado fue la Sombra.
David asintió.
—Su hijo hizo que quemaran todos los cuadernos y papeles de
Morozova. Dijo que eran demasiado peligrosos, demasiado tentadores para
cualquier Grisha. Por eso no dije nada en la reunión, ni siquiera debería
saber que existieron alguna vez.
—Entonces, ¿por qué lo sabes?
David volvió a mirar al taller casi vacío.
—Morozova era un Hacedor, tal vez el primero, y desde luego el más
poderoso. Hacía cosas que nadie había soñado jamás, ni antes de él ni desde
entonces. —Se encogió de hombros con timidez—. Para nosotros, es una
especie de héroe.
—¿Sabes algo más acerca de los amplificadores que creó?
David sacudió la cabeza.
—Había rumores de otros, pero el ciervo es el único del que he oído
hablar.
Era posible que David no hubiera visto jamás el Istorii Sankt’ya. El
Apparat había dicho que antes daban el libro a todos los niños Grisha
cuando llegaban al Pequeño Palacio, pero eso había sido hacía mucho
tiempo. Los Grisha depositaban su fe en la Pequeña Ciencia, y nunca los
había visto preocuparse por la religión. El Oscuro había dicho que el libro
rojo era una superstición. Propaganda de campesinos. Estaba claro que
David no había hecho la conexión entre Sankt Ilya e Ilya Morozova. O tenía
algo que esconder.
—David —dije—, ¿por qué estás aquí? Tú hiciste el collar. Debías de
haber sabido lo que pretendía.
Tragó saliva.
—Sabía que sería capaz de controlarte, que el collar le permitiría
utilizar tu poder. Pero nunca pensé, nunca creí… toda esa gente… —Se
esforzó por encontrar las palabras. Finalmente, extendió sus manos
manchadas de tinta y dijo, casi de forma suplicante—: Yo hago cosas. No
las destruyo.
Quería creer que había subestimado la crueldad del Oscuro. Desde
luego, yo había cometido el mismo error. Pero tal vez estuviera mintiendo,
o tal vez solo fuera débil. ¿Qué es peor?, preguntó una voz severa en mi
cabeza. Si puede cambiar de bando una vez, puede volverlo a hacer. ¿Era la
voz de Nikolai? ¿La del Oscuro? ¿O tan solo se trataba de la parte de mí
que había aprendido a no confiar en nadie?
—Buena suerte con los platos —dije mientras me levantaba para
marcharme.
David se encorvó sobre sus papeles.
—No creo en la suerte.
Es una lástima, pensé. Vamos a necesitar un poco.
Fui directa desde los talleres de los Hacedores hasta la biblioteca, y pasé allí
la mayor parte de la noche. Fue un ejercicio de frustración. Las historias
Grisha que había buscado solo tenían la información más básica acerca de
Ilya Morozova, a pesar de que se lo consideraba el mayor Hacedor que
hubiera vivido jamás. Había inventado el acero Grisha, un método para
fabricar cristal indestructible, y un compuesto de fuego líquido tan
peligroso que destruyó la fórmula tan solo doce horas después de crearla.
Pero cualquier mención de los amplificadores o del Forjador de Huesos
había sido eliminada.
Eso no me impidió volver a la noche siguiente para enterrarme en textos
religiosos y cualquier referencia que pudiera encontrar sobre Sankt Ilya.
Como la mayoría de los relatos de los Santos, la historia de su martirio era
deprimentemente brutal: un día, un arado se había volcado en los campos
detrás de su casa. Escuchando los gritos, Ilya había corrido a ayudar, pero
se encontró con un hombre llorando sobre su hijo muerto. El cuerpo del
chico había quedado abierto por las cuchillas, y el suelo empapado por su
sangre. Ilya devolvió la vida al chico… y los aldeanos se lo agradecieron
envolviéndolo en hierro y lanzándolo al río para que se hundiera bajo el
peso de sus cadenas.
Los detalles resultaban desesperanzadoramente confusos. A veces Ilya
era un granjero, otras, un constructor o un carpintero. Tenía dos hijas, o un
hijo, o ninguno. Cien aldeas diferentes aseguraban ser el lugar de su
martirio. Después, estaba el pequeño problema del milagro que había
obrado. No tenía ningún problema en creer que Sankt Ilya pudiera ser un
Corporalnik Sanador, pero se suponía que Ilya Morozova era un Hacedor.
¿Y si no eran la misma persona en absoluto?
De noche, la sala con la bóveda de cristal estaba iluminada solo por
lámparas de aceite, y el silencio era tan profundo que podía oírme respirar.
Sola en la oscuridad, rodeada de libros, era difícil no sentirme abrumada.
Pero la biblioteca parecía mi mejor esperanza, así que seguí en ello. Tolya
me encontró ahí una tarde, acurrucada en mi silla favorita, esforzándome
por encontrarle sentido a un texto en ravkano antiguo.
—No deberías venir aquí de noche sin uno de nosotros —dijo
gruñonamente.
Bostecé y me estiré. Probablemente había más peligro de que se me
cayera una estantería encima que de cualquier otra cosa, pero estaba
demasiado cansada para discutir.
—No volverá a suceder —aseguré.
—¿Qué es eso? —preguntó Tolya, agachándose para ver mejor el libro
que tenía sobre el regazo. Era tan grande que parecía que un oso se me
hubiera unido para una sesión de estudio.
—No estoy segura. Vi el nombre de Ilya en el índice, así que lo cogí,
pero no logro entenderlo.
—Es una lista de títulos.
—¿Puedes leerlo? —pregunté sorprendida.
—Nos criamos yendo a la iglesia —replicó él, pasando la página.
Lo miré. Muchos niños se criaban en hogares religiosos, pero eso no
significaba que pudieran leer ravkano litúrgico.
—¿Qué dice?
Pasó un dedo por las palabras bajo el nombre de Morozova. Sus
enormes manos estaban cubiertas de cicatrices. Bajo su manga de tejido
áspero, pude ver el borde de un tatuaje que se asomaba.
—No mucho —dijo—. San Ilya el Amado, San Ilya el Atesorado. Pero
hay unas cuantas aldeas, lugares donde se dice que obró milagros.
Me senté más recta.
Ese podría ser un lugar donde empezar.
—Deberías explorar la capilla. Creo que hay algunos libros en la
sacristía.
Había pasado junto a la capilla real muchas veces, pero nunca había
entrado. Siempre había pensado en ella como en los dominios del Apparat,
y aunque él ya no estuviera ahí, no estaba segura de que quisiera ir.
—¿Cómo es?
Tolya levantó sus enormes hombros.
—Como cualquier capilla.
—Tolya —dije, repentinamente curiosa—, ¿alguna vez llegaste a
considerar unirte al Segundo Ejército?
Pareció ofendido.
—No he nacido para servir al Oscuro. —Quería preguntar para qué
había nacido, pero él dio un golpecito a la página y dijo—: Puedo traducirte
esto, si quieres. —Sonrió—. O puedo hacer que Tamar se encargue.
—De acuerdo —acepté—. Gracias.
Él inclinó la cabeza. Era solo una reverencia, pero seguía estando de
rodillas detrás de mí, y había algo en su pose que me provocó un escalofrío
a lo largo de la espalda.
Parecía que estuviera esperando por algo. Extendí el brazo con
vacilación y coloqué la mano sobre su hombro. En cuanto mis dedos lo
rozaron, él soltó aire. Fue casi un suspiro.
Nos quedamos ahí durante un momento, silenciosos en el halo de la luz
de la lámpara. Después se puso en pie y volvió a inclinarse.
—Estaré al otro lado de la puerta —dijo, y salió a la oscuridad.
Mal regresó de cazar a la mañana siguiente, y estaba deseosa de contárselo
todo: lo que me había revelado David, los planes para el nuevo Colibrí, mi
extraño encuentro con Tolya.
—Es un tipo raro —coincidió Mal—. Pero no nos hará daño echar un
vistazo a la capilla.
Decidimos ir juntos hasta allí, y durante el camino lo presioné para que
me hablara de la caza.
—Pasábamos más tiempo jugando a las cartas y bebiendo kvas que
haciendo cualquier otra cosa. Y un duque se emborrachó tanto que se
desmayó en el río. Casi se ahoga. Sus sirvientes lo sacaron de allí
arrastrándolo por las botas, pero no dejaba de intentar meterse en el agua de
nuevo, murmurando sobre la mejor forma de atrapar truchas.
—¿Tan terrible fue? —pregunté entre risas.
—Estuvo bien. —Dio una patada a una piedrecilla del camino con la
bota—. Sienten mucha curiosidad por ti.
—¿Por qué creo que no me va a gustar nada de esto?
—Uno de los rastreadores reales está seguro de que tus poderes son
falsos.
—¿Y cómo lo hago entonces?
—Creo que hay teorías acerca de un elaborado sistema de espejos,
poleas, y posiblemente hipnotismo. Me perdí un poco.
Comencé a reírme.
—No todo fue divertido, Alina. Después de haber bebido un poco,
algunos de los nobles dejaron claro que pensaban que todos los Grisha
debían ser atrapados y ejecutados.
—Por todos los Santos —resoplé.
—Están asustados.
—Eso no es excusa —repliqué, sintiendo que mi ira aumentaba—.
Nosotros también somos ravkanos. Es como si olvidaran todo lo que el
Segundo Ejército ha hecho por ellos.
Mal levantó las manos.
—No he dicho que estuviera de acuerdo con ellos.
Suspiré y golpeé una rama inocente.
—Lo sé.
—En cualquier caso, creo que he hecho algunos progresos.
—¿Cómo lo has conseguido?
—Bueno, les gustó que hayas servido en el Primer Ejército, y que
hubieras salvado la vida del príncipe.
—¿Después de que él la hubiera arriesgado al rescatarnos?
—Tal vez me haya tomado algunas libertades con los detalles.
—Oh, a Nikolai le va a encantar eso. ¿Hay más?
—Les dije que odiabas el arenque.
—¿Por qué?
—Y que te encanta el pastel de ciruelas. Y que Ana Kuya se enfadó
contigo cuando estropeaste tus sandalias de primavera por saltar en los
charcos.
Hice una mueca.
—¿Por qué les has contado eso?
—Quería hacerte humana —dijo—. Todo lo que ven cuando te miran es
a la Invocadora del Sol. Ven una amenaza, otra Grisha poderosa como el
Oscuro. Quiero que vean a una hija, una hermana o una amiga. Quiero que
vean a Alina.
Noté un nudo en la garganta.
—¿Practicas para ser maravilloso?
—Cada día —dijo él con una sonrisa. Después, me guiñó un ojo—.
Aunque prefiero ser útil.
La capilla era el único edificio restante de un monasterio que se había
alzado una vez en Os Alta, y se decía que era donde habían coronado al
primer Rey de Ravka. Comparado con las otras estructuras de los terrenos
del palacio, se trataba de un edificio humilde, con paredes encaladas y una
única cúpula de un azul brillante.
Se encontraba vacía y le vendría bien una buena limpieza. Los bancos
estaban cubiertos de polvo, y había palomas en los aleros. Mientras
avanzábamos por el pasillo, Mal me tomó de la mano, y mi corazón dio un
extraño saltito.
No perdimos mucho tiempo en la sacristía. Los pocos libros en sus
estanterías eran una decepción, tan solo un puñado de himnarios con
páginas estropeadas y amarillentas. Lo único que resultaba de verdadero
interés era el enorme tríptico detrás del altar. Era un caos de colores, y sus
tres enormes paneles mostraban a trece santos de rostros benevolentes.
Reconocí a algunos del Istorii Sankt’ya: Lizabeta con sus rosas sangrientas,
Petyr con sus flechas todavía ardientes. Y ahí estaba Sankt Ilya, con su
collar y sus grilletes y sus cadenas rotas.
—No hay ningún animal —observó Mal.
—Por lo que he visto, nunca lo representan con los amplificadores, solo
con las cadenas. Salvo en el Istorii Sankt’ya.
Pero no sabía por qué.
La mayor parte del tríptico estaba en una condición bastante buena, pero
el panel de Ilya había sufrido graves daños ocasionados por el agua. Los
rostros de los Santos eran apenas visibles detrás del moho, y el olor húmedo
resultaba casi abrumador. Me apreté la manga contra la nariz.
—Debe de haber una filtración por algún sitio —dijo Mal—. Este lugar
es un desastre.
Mis ojos recorrieron la forma del rostro de Ilya bajo la mugre. Otro
punto muerto. No me gustaba admitirlo, pero me había sentido esperanzada.
Nuevamente sentí ese tirón, ese vacío en mi muñeca. ¿Dónde estaba el
pájaro de fuego?
—Podemos quedarnos aquí todo el día, pero no va a ponerse a hablar —
señaló Mal.
Sabía que lo decía de broma, pero sentí una punzada de ira, aunque no
estaba seguro de si era por él o por mí misma.
Nos giramos para volver por el pasillo y me detuve en seco. El Oscuro
estaba esperando en la penumbra junto a la entrada, sentado en un banco en
sombras.
—¿Qué pasa? —preguntó Mal, siguiendo mi mirada.
Aguardé, completamente inmóvil. Que lo vea, rogué en silencio. Por
favor, que lo vea.
—¿Alina? ¿Pasa algo?
Me clavé los dedos en la palma.
—No —dije—. ¿Piensas que deberíamos volver a buscar en la sacristía?
—No parecía muy prometedor.
Me obligué a sonreír y a caminar.
—Creo que tienes razón. Solo me estaba haciendo ilusiones.
Cuando pasamos junto al Oscuro, él giró la cabeza para observarnos. Se
llevó un dedo a los labios, y después inclinó la cabeza para hacer como que
rezaba burlonamente.
Me sentí mejor cuando salimos al aire fresco, lejos del olor a moho de la
capilla, pero mi mente iba a toda velocidad. Había vuelto a pasar.
El rostro del Oscuro no tenía cicatrices, y Mal no lo había visto. Eso
debía de significar que no era real, solo una especie de visión. Pero me
había tocado aquella noche en su habitación, había sentido sus dedos en mi
mejilla. ¿Qué clase de alucinación podía hacer eso?
Me estremecí mientras entrábamos en el bosque. ¿Era aquello alguna
manifestación de los nuevos poderes del Oscuro? Me aterrorizaba la
perspectiva de que de algún modo hubiera encontrado una forma de meterse
en mis pensamientos, pero la otra posibilidad era mucho peor.
No puedes violar las reglas de este mundo sin un precio. Presioné un
brazo contra mi costado, sintiendo las escamas del azote marino raspando
mi piel. Olvídate de Morozova y su locura. Tal vez aquello no tuviera nada
que ver con el Oscuro en absoluto. Tal vez tan solo me estaba volviendo
loca.
—Mal —comencé, no muy segura de lo que quería decir—, el tercer
amp…
Se llevó un dedo a los labios, y el gesto era tan parecido al Oscuro que
casi tropecé, pero al segundo siguiente escuché un susurro de hojas y Vasily
salió de entre los árboles.
No estaba acostumbrada a ver al príncipe en ningún lugar que no fuera
el Gran Palacio, y por un momento me quedé ahí quieta. Después me
recuperé de mi sorpresa e hice una reverencia.
Vasily me respondió con un asentimiento, ignorando completamente a
Mal.
—Moi tsarevich —dije a modo de saludo.
—Alina Starkov —respondió él con una sonrisa—. Esperaba que me
concedieras un momento de tu tiempo.
—Por supuesto —respondí.
—Estaré al otro lado del camino —dijo Mal, lanzando a Vasily una
mirada de sospecha. El príncipe lo observó mientras se marchaba.
—El desertor todavía no ha aprendido cuál es su lugar, ¿verdad?
Me tragué mi ira.
—¿Qué puedo hacer por vos, moi tsarevich?
—Por favor —dijo—, preferiría que me tutearas, al menos en privado.
Pestañeé. Nunca antes había estado a solas con el príncipe, y no quería
estarlo.
—¿Cómo te estás adaptando al Pequeño Palacio? —preguntó.
—Muy bien, gracias, moi tsarevich.
—Vasily.
—No sé si sería apropiado hablarte de una forma tan informal —
repliqué remilgadamente.
—A mi hermano lo tuteas.
—Lo conocí en circunstancias… especiales.
—Sé que puede resultar encantador —dijo Vasily—. Pero deberías
saber que también puede resultar muy engañoso, y muy inteligente.
Desde luego, eso es cierto, pensé, pero me limité a decir:
—Tiene una mente inusual.
Vasily sofocó una risita.
—¡Qué diplomática te has vuelto! Resultas ciertamente refrescante. Con
el tiempo, no tengo dudas de que, a pesar de tus humildes antecedentes,
aprenderás a comportarte con el autocontrol y la elegancia de una noble.
—¿Quieres decir que aprenderé a cerrar la boca?
Vasily resopló con desaprobación. Tenía que huir de la conversación
antes de que lo ofendiera realmente. Puede que Vasily fuera un necio, pero
seguía siendo un príncipe.
—Por supuesto que no —dijo con una risa forzada—. Tu honestidad
resulta deliciosa.
—Gracias —farfullé—. Si me excusas, alteza…
Vasily se puso en mi camino.
—No sé qué trato habrás hecho con mi hermano, pero debes darte
cuenta de que él es el segundo hijo. Independientemente de sus ambiciones,
eso es todo lo que será jamás. Solo yo puedo convertirte en Reina.
Ahí estaba. Suspiré internamente.
—Solo un rey puede convertir a alguien en reina —le recordé.
Vasily hizo un gesto desestimatorio.
—Mi padre no vivirá mucho más. Yo soy quien dirige Ravka ahora
prácticamente.
¿Así es como lo llamas?, pensé con un arrebato de irritación. Dudaba
que Vasily estuviera siquiera en Os Alta si Nikolai no hubiera supuesto una
amenaza para su corona, pero esa vez logré refrenar mi lengua.
—Te has alzado mucho para ser una huérfana de Keramzin —continuó
—, pero podrías alzarte aún más alto.
—Puedo asegurar, moi tsarevich —dije con completa honestidad—, que
no tengo tales ambiciones.
—Entonces, ¿qué es lo que quieres, Invocadora del Sol?
—¿Ahora mismo? Me gustaría almorzar.
Su labio inferior sobresalió en señal de disgusto, y por un momento
pareció igual que su padre. Después, sonrió.
—Eres una chica lista —dijo—, y creo que demostrarás ser muy útil.
Estoy deseando profundizar en nuestras relaciones.
—Nada me gustaría más que eso —mentí.
Me tomó de la mano y presionó su boca húmeda sobre mis nudillos.
—Hasta entonces, Alina Starkov.
Reprimí una respuesta mordaz. Mientras se acercaba, me limpié la
mano a escondidas en mi kefta.
Mal me estaba esperando junto a los árboles.
—¿De qué iba todo eso? —preguntó con el rostro preocupado.
—Ah, ya sabes —respondí—. Otro príncipe, otra propuesta de
matrimonio.
—No puedes decirlo en serio —dijo con una risa incrédula—. No pierde
el tiempo.
—El poder está en las alianzas —entoné, imitando a Nikolai.
—¿Debería ofrecerte mis felicitaciones? —preguntó Mal, pero no había
segundas intenciones en su voz, tan solo diversión. Al parecer, el heredero
al trono de Ravka no resultaba tan amenazador como un corsario arrogante.
—¿Piensas que el Oscuro tendría que tratar con cortejos indeseados de
nobles de labios húmedos? —pregunté con aire sombrío. Mal soltó una
risita— ¿Qué es tan gracioso?
—Acabo de imaginarme al Oscuro acorralado por una duquesa sudorosa
tratando de seducirlo.
Resoplé y comencé a reírme a carcajadas. Nikolai y Vasily eran tan
diferentes que resultaba difícil creer que compartieran sangre alguna.
Recordé de pronto el beso de Nikolai, la sensación áspera de su boca contra
la mía mientras me abrazaba a él. Sacudí la cabeza.
Puede que sean diferentes, me recordé mientras nos dirigíamos al
palacio, pero los dos quieren utilizarte del mismo modo.
l verano aumentó, trayendo oleadas de intenso calor a Os Alta.
El único alivio que podía encontrar era en el lago, o en las frías
piscinas de la banya que había a la sombra oscura de un
bosquecillo de abedules junto al Pequeño Palacio. Por muy
hostiles que fueran en la corte ravkana con los Grisha, eso no les impidió
llamar Vendavales y Agitamareas al Gran Palacio para que invocaran brisas
y formaran enormes bloques de hielo que enfriaran las sofocantes
habitaciones. No era en absoluto un uso digno del talento de los Grisha,
pero deseaba mantener contentos al Rey y a la Reina, y ya les había privado
de muchos Hacedores valiosos que estaban trabajando duramente con los
misteriosos platos espejados de David.
Cada mañana me reunía con mi consejo de Grisha, a veces unos pocos
minutos, otras durante horas; para hablar de los informes de inteligencia,
movimientos de las tropas, las noticias que nos llegaban desde las fronteras
del norte y del sur.
Nikolai seguía esperando declararle la guerra al Oscuro antes de que
reuniera las fuerzas completas de su ejército de sombras, pero hasta el
momento la red de espías e informantes de Ravka no habían sido capaces de
descubrir su localización. Parecía cada vez más probable que tendríamos
que defender nuestra posición en Os Alta. Nuestra única ventaja era que el
Oscuro no podía simplemente enviar a los nichevo’ya contra nosotros.
Tenía que permanecer cerca de sus criaturas, y eso significaría que tendría
que ir a la capital con ellos. La gran pregunta era si entraría en Ravka desde
Fjerda o desde Shu Han.
De pie en la sala de guerra ante el consejo de los Grisha, Nikolai
gesticulaba hacia uno de los enormes mapas que recorrían la pared.
—Recuperamos la mayor parte de este territorio en la última campaña
—explicó, señalando a la frontera del norte con Fjerda—. Es un bosque
denso, casi imposible de cruzar cuando los ríos no están congelados, y
todos los caminos de acceso han sido bloqueados.
—¿Hay Grisha estacionados allí? —preguntó Zoya.
—No —replicó Nikolai—. Pero hay muchos exploradores con base
cerca de Ulensk. Si viene por ahí, tendremos suficientes advertencias.
—Y tendría que ocuparse de las Petrazoi —señaló Peja—. Tanto si las
cruza como si las rodea, nos dará mucho tiempo.
Había ganado confianza durante las últimas semanas. Aunque David
permanecía silencioso y nervioso, ella parecía realmente contenta de pasar
un tiempo alejada de los talleres.
—A mí me preocupa más el permafrost —dijo Nikolai, pasando la
mano por la franja de la frontera que recorría Tsibeya—. Está enormemente
fortificado, pero eso es mucho territorio que cubrir.
Asentí con la cabeza. Mal y yo habíamos recorrido juntos esas tierras
salvajes, y recordaba lo enormes que me habían parecido. Me descubrí
mirando por la habitación, buscándolo, incluso aunque sabía que había ido a
cazar otra vez, esta vez con un grupo de tiradores kerch y diplomáticos
ravkanos.
—¿Y si viene desde el sur? —preguntó Zoya.
Nikolai señaló a Fedyor, que se levantó y comenzó a instruir a los
Grisha acerca de los puntos débiles de la frontera del sur. Como había
estado estacionado en Sikursk, el Corporalnik conocía bien la zona.
—Es casi imposible patrullar todos los pasos montañosos que salen de
las Sikurzoi —observó gravemente—. Los grupos de ataque shu llevan años
aprovechándose de esa ventaja. Sería muy fácil para el Oscuro colarse por
ahí.
—Después es un camino directo hasta Os Alta —dijo Sergei.
—Pasando por la base militar de Poliznaya —señaló Nikolai—. Eso
podría proporcionarnos una ventaja. De cualquier modo, cuando venga,
estaremos preparados.
—¿Preparados? —resopló Pavel—. ¿Para un ejército de monstruos
indestructibles?
—No son indestructibles —dijo Nikolai, asintiendo en mi dirección—.
Y el Oscuro tampoco lo es. Lo sé. Yo le disparé.
Zoya abrió mucho los ojos.
—¿Le disparaste?
—Sí —afirmó él—. Desafortunadamente, no lo hice demasiado bien,
pero estoy seguro de que mejoraré con la práctica. —Contempló a los
Grisha, deteniéndose en cada rostro preocupado antes de volver a hablar—.
El Oscuro es poderoso, pero nosotros también lo somos. Nunca se ha
enfrentado al poder del Primer y el Segundo Ejército trabajando juntos, ni a
la clase de armas que tengo intención de proporcionar. Nos enfrentamos a
él. Lo rodeamos. Ya veremos qué bala es la afortunada.
Cuando la horda de sombras del Oscuro estuviera concentrada en el
Pequeño Palacio, sería vulnerable. Pequeñas unidades enormemente
armadas de Grisha y soldados estarían estacionadas en intervalos de tres
kilómetros alrededor de la capital. Cuando comenzara la batalla, rodearían
al Oscuro y desatarían toda la potencia de fuego que Nikolai pudiera reunir.
De algún modo, era lo que el Oscuro siempre había temido. Volví a
recordar cómo había descrito las nuevas armas que habían creado más allá
de las fronteras de Ravka, y lo que me había dicho hacía tanto tiempo. La
edad del poder de los Grisha está llegando a su fin.
Peja se aclaró la garganta.
—¿Sabemos lo que le ocurrirá a los soldados de sombras cuando
matemos al Oscuro?
Quise abrazarla. No sabía lo que les pasaría a los nichevo’ya si
lográbamos derrotar al Oscuro. Podrían desvanecerse en la nada, o podrían
entrar en un frenesí enloquecido, o algo peor, pero ella lo había dicho:
cuando matemos al Oscuro. Lo había dicho con timidez, asustada, pero
todavía se parecía sospechosamente a la esperanza.
Concentramos la mayoría de nuestros esfuerzos en la defensa de Os Alta.
La ciudad tenía un antiguo sistema de campanas de advertencia que
alertaban al palacio cuando había algún enemigo a la vista. Con el permiso
de su padre, Nikolai había instalado pesadas armas como las que había a
bordo del Colibrí sobre los muros de la ciudad y del palacio. A pesar de los
gruñidos de los Grisha, yo había apostado a varios en el tejado del Pequeño
Palacio. Puede que no detuvieran a los nichevo’ya, pero los ralentizarían.
Poco a poco, los demás Grisha habían comenzado a aceptar el valor de
los Hacedores. Con la ayuda de los Inferni, los Materialki estaban tratando
de crear grenatki que podrían producir un estallido de luz lo suficientemente
poderoso como para detener o aturdir a los soldados de sombras. El
problema era hacerlo sin utilizar pólvora que destrozara todo y a todos a su
alrededor. A veces me preocupaba que hicieran estallar el Pequeño Palacio
entero e hicieran el trabajo del Oscuro por él. Más de una vez vi a los
Grisha en el comedor con los puños quemados y cejas chamuscadas. Los
animé a hacer el trabajo más peligroso junto al lago, con los Agitamareas a
mano en caso de emergencia.
Nikolai estaba lo bastante intrigado por el proyecto como para insistir
en colaborar en el diseño. Los Hacedores trataron de ignorarlo, y después
fingieron estar complaciéndolo, pero pronto aprendieron que Nikolai era
más que un príncipe aburrido a quien le gustaba coquetear. No solo
comprendía las ideas de David, sino que había trabajado con los Grisha
rebeldes el tiempo suficiente como para utilizar fácilmente el lenguaje de la
Pequeña Ciencia. Pronto parecieron olvidarse de su rango y su estatus de
otkazat’sya, y frecuentemente se encontraba encorvado sobre una mesa de
los talleres de los Materialki.
Me perturbaban los experimentos que tenían lugar detrás de las puertas
barnizadas de rojo de las salas de anatomía de los Corporalki, donde
colaboraban con los Hacedores para tratar de fusionar el acero Grisha con
hueso humano. La idea era hacer posible que un soldado pudiera soportar el
ataque de los nichevo’ya, pero el proceso era doloroso e imperfecto, y a
menudo el cuerpo del sujeto simplemente rechazaba el metal. Los
Sanadores hacían lo que podían, pero los gritos desgarradores de los
voluntarios del Primer Ejército a veces se oían reverberando en los pasillos
del Pequeño Palacio.
Las tardes quedaban ocupadas por reuniones interminables del Gran
Palacio. El poder de la Invocadora del Sol era una buena moneda de cambio
en los intentos de Ravka de forjar alianzas con otros países, y a menudo me
solicitaban que apareciera en reuniones diplomáticas para demostrar mi
poder y probar que estaba viva realmente. La Reina organizaba reuniones
para tomar el té y cenas donde tenía que desfilar para actuar. Nikolai se
presentaba a menudo para repartir cumplidos, flirtear desvergonzadamente,
y rondar protectoramente junto a mi silla como un pretendiente enamorado.
Pero nada resultaba tan tedioso como las «sesiones de estrategia» con
los consejeros y comandantes del Rey. Este raramente asistía: prefería
pasarse los días cojeando detrás de las sirvientas y durmiendo al sol como
un gato viejo y mujeriego. En su ausencia, los consejeros hablaban en
círculos infinitos. Discutían sobre si debíamos hacer las paces con el
Oscuro o declararle la guerra. Discutían por aliarnos con los shu, y después
por asociarnos con Fjerda. Discutían sobre cada línea de todos los
presupuestos, desde las cantidades de munición hasta lo que comerían las
tropas para desayunar. Y, aun así, era raro que se hiciera o decidiera algo.
Cuando Vasily descubrió que Nikolai y yo estábamos asistiendo a las
reuniones, dejó atrás los años de ignorar sus deberes como heredero de los
Lantsov e insistió en estar también allí. Para mi sorpresa, Nikolai le dio la
bienvenida con entusiasmo.
—Qué alivio —dijo—. Por favor, dime que tú entiendes todo esto.
Lanzó una alta pila de papeles al otro lado de la mesa.
—¿Qué es esto? —preguntó Vasily.
—Una propuesta para reparar un acueducto a las afueras de Chernitsyn.
—¿Todo esto por un acueducto?
—No te preocupes —replicó Nikolai—. Haré que te envíen el resto a tu
habitación.
—¿Hay más? ¿No puede uno de los ministros…?
—Ya viste lo que pasó cuando nuestro padre dejó que otros se
encargaran de gobernar Ravka. Debemos permanecer vigilantes.
Cautelosamente, Vasily tomó el papel que se encontraba encima del
todo como si estuviera cogiendo un trapo sucio. Me costó todo mi
autocontrol no romper a reír.
—Vasily piensa que puede gobernar igual que nuestro padre —me
confió Nikolai aquella tarde—, organizando banquetes y dando discursos de
vez en cuando. Voy a asegurarme de que sepa lo que significa gobernar sin
que el Oscuro o el Apparat estén ahí para tomar las riendas.
Parecía un buen plan, pero no tardé mucho en maldecir por lo bajo a
ambos príncipes. La presencia de Vasily significaba que las reuniones
duraban el doble. Hacía poses y se pavoneaba, sopesaba cada asunto, no
paraba de hablar con profundidad del patriotismo, la estrategia y los
mejores aspectos de la diplomacia.
—Jamás he conocido a un hombre que pueda decir tanto sin decir nada
en absoluto —le dije enojada a Nikolai, que me acompañaba al Pequeño
Palacio después de una sesión particularmente penosa—. Tiene que haber
algo que puedas hacer.
—¿Como qué?
—Consigue que uno de sus ponis lo patee en la cabeza.
—Estoy seguro de que se sienten tentados a menudo —replicó él—.
Vasily es holgazán y superficial, y le gusta tomar atajos, pero no hay una
forma sencilla de gobernar un país. Créeme, se cansará de todo muy pronto.
—Tal vez —dije—. Pero probablemente me moriré de aburrimiento
antes de que lo haga.
Nikolai se rio.
—La próxima vez, lleva una petaca. Toma un sorbo cada vez que
cambie de opinión.
Gruñí.
—Caería desmayada al suelo antes de que terminara la hora.
Con la ayuda de Nikolai, había traído de Poliznaya expertos en armamento
para que los Grisha se familiarizaran con las armas modernas y recibieran
entrenamiento con armas de fuego. Aunque las sesiones habían comenzado
de forma tensa, parecían ir mejor ahora, y esperábamos que se forjaran unas
cuantas amistades entre el Primer y el Segundo Ejército. Las unidades de
Grisha y soldados que habíamos montado para dar caza al Oscuro cuando
se aproximara a Os Alta eran las que progresaban más rápidamente.
Regresaban de las misiones de entrenamiento llenos de bromas privadas y
nueva camaradería. Incluso comenzaron a llamarse nolniki entre ellos,
ceros, porque ya no eran estrictamente del Primer o el Segundo Ejército.
Me preocupaba cómo podría responder Botkin a todos esos cambios.
Pero el hombre parecía tener un don para matar, sin importar el método, y le
encantaba tener cualquier excusa para pasar tiempo hablando con Tolya y
Tamar.
Como los shu tenían el mal hábito de explotar a sus Grisha, pocos
sobrevivían hasta llegar a las filas del Segundo Ejército. A Botkin le
encantaba poder hablar en su lengua materna, pero también le encantaba la
ferocidad de los mellizos. No dependían solo de sus habilidades de
Corporalki, tal como solían hacer los Grisha criados en el Pequeño Palacio.
En lugar de eso, Mortificar era tan solo un arma más en su impresionante
arsenal.
—Chico peligroso. Chica peligrosa —comentó Botkin, observando a los
mellizos que peleaban con un grupo de Corporalki una mañana mientras un
grupo de nerviosos Invocadores esperaban su turno. Marie y Sergei estaban
allí, con Nadia tras ellos, como siempre.
—Ella es peor que él —se quejó Sergei. Tamar le había partido el labio,
y tenía problemas para hablar—. Fiento láftima por fu marido.
—No casará —dijo Botkin mientras Tamar lanzaba a un desafortunado
Inferni contra el suelo.
—¿Por qué no? —pregunté, sorprendida.
—Ella no. Hermano tampoco —dijo el mercenario—. Son como
Botkin. Nacidos para batalla. Hechos para guerra.
Tres Corporalki se lanzaron a por Tolya. En un momento, todos
quedaron gimiendo en el suelo. Pensé en lo que había dicho Tolya en la
biblioteca, que no había nacido para servir al Oscuro. Como tantos shu,
había tomado el camino del soldado de alquiler, viajando por el mundo
como mercenario y corsario. Pero había terminado en el Pequeño Palacio de
todos modos. ¿Cuánto tiempo se quedarían él y su hermana?
—Me gusta —dijo Nadia, mirando tristemente a Tamar—. Es valiente.
Botkin rio.
—«Valiente» es otra palabra para «estúpido».
—Yo no le diría efo a la cara —gruñó Sergei, mientras Marie le
limpiaba el labio con un paño húmedo.
Me descubrí a punto de sonreír y me giré hacia un lado. No había
olvidado cómo me habían recibido los tres en el Pequeño Palacio. Ellos no
eran quienes me habían llamado puta ni tratado de echarme, pero desde
luego no habían hablado para defenderme, y la idea de fingir amistad era
demasiado. Además, no sabía muy bien cómo comportarme a su alrededor.
Nunca habíamos estado demasiado unidos, y ahora nuestras diferencias de
estatus parecían un vacío infranqueable.
A Genya no le importaría, pensé de repente. Genya me había conocido.
Se había reído conmigo y confiado en mí, y ninguna kefta reluciente ni
ningún título le hubiera impedido que me dijera exactamente lo que
pensaba, o que entrelazara el brazo con el mío para compartir algunos
cotilleos. A pesar de las mentiras que había dicho, la echaba de menos.
Como si se tratara de una respuesta a mis pensamientos, noté un tirón en
la manga, y una trémula voz dijo:
—¿Moi soverenyi?
Nadia estaba cambiando el peso de un pie a otro.
—Esperaba…
—¿Qué pasa?
Se giró hacia una esquina a oscuras de los establos e hizo un gesto hacia
un chico joven con el azul de los Etherealki a quien no había visto antes.
Unos cuantos Grisha habían comenzado a llegar después de que hubiéramos
enviado el indulto, pero aquel chico parecía demasiado joven como para
haber servido en el campo. Se aproximó con nerviosismo, retorciendo los
dedos en su kefta.
—Este es Adrik —dijo Nadia, colocando su brazo alrededor de él—. Mi
hermano. —El parecido estaba ahí, aunque había que buscarlo—. Hemos
oído que planeas evacuar la escuela.
—Es cierto. —Estaba enviando a los estudiantes al único lugar que
conocía con dormitorios y espacio suficiente como para albergarlos, un
lugar lejos de la lucha: Keramzin. Botkin también iría con ellos. Odiaba
perder un soldado tan capacitado, pero de ese modo los Grisha más jóvenes
también podrían aprender de él, y él podría echarles un ojo. Ya que Baghra
no quería verme, le había enviado un sirviente con el mismo ofrecimiento.
No había respondido. A pesar de mis mejores intentos de ignorar sus
menosprecios, todavía me dolía que no dejara de rechazarme.
—¿Eres un estudiante? —le pregunté a Adrik, apartando de mi mente
los pensamientos sobre Baghra. Él asintió una vez y noté que tenía la
barbilla alta, con determinación.
—Adrik se preguntaba… nos preguntábamos si…
—Quiero quedarme —dijo ferozmente.
Alcé las cejas.
—¿Qué edad tienes?
—La suficiente para luchar.
—Se hubiera graduado este año —añadió Nadia.
Fruncí el ceño. Solo tenía un par de años menos que yo, pero era todo
huesos y pelo revuelto.
—Ve con los demás a Keramzin —dije—. Si todavía quieres, podrás
unirte a nosotros dentro de un año.
Si todavía estamos aquí.
—Soy bueno —replicó él—. Soy un Vendaval, y soy tan fuerte como
Nadia, aunque no tenga amplificador.
—Es demasiado peligroso…
—Este es mi hogar. No voy a marcharme.
—¡Adrik! —lo reprendió Nadia.
—No pasa nada —dije. Adrik parecía casi febril. Sus manos estaban
cerradas en puños. Miré a Nadia—. ¿Estás segura de que quieres que se
quede?
—Yo… —comenzó Adrik.
—Estoy hablando con tu hermana. Si caes ante el ejército del Oscuro,
será ella quien tenga que llorarte.
Nadia empalideció ligeramente ante aquello, pero Adrik no se encogió.
Tenía que admitir que tenía entereza. La chica se mordía el labio por dentro,
mirando de mí hacia Adrik.
—Si tienes miedo de decepcionarlo, piensa cómo será enterrarlo —dije.
Sabía que estaba siendo dura, pero quería que ambos comprendieran lo que
me estaban pidiendo.
Ella dudó, pero después puso los hombros firmes.
—Que luche —dijo—. Yo digo que se quede. Si lo envías lejos, volverá
a estar a las puertas de aquí una semana después.
Suspiré, y después dirigí mi atención de nuevo hasta Adrik, que ya
estaba sonriendo.
—Ni una palabra a los demás estudiantes —advertí—. No quiero que se
les ocurra ninguna idea. —Señalé a Nadia con un dedo—. Y es
responsabilidad tuya.
—Gracias, moi soverenyi —dijo Adrik, inclinándose tanto que pensé
que caería.
Ya estaba arrepintiéndome de mi decisión.
—Llévatelo de vuelta a sus clases.
Los observé subir la colina en dirección al lago, y después me limpié el
polvo y me encaminé hacia una de las salas de entrenamiento más
pequeñas, donde encontré a Mal luchando contra Pavel. Mal cada vez
pasaba menos tiempo en el Pequeño Palacio últimamente. Las invitaciones
habían comenzado a llegar la tarde que regresó de Balakirev: sesiones de
caza y de pesca, fiestas, partidas de cartas. Cada noble y oficial parecía
quererlo en su próximo evento.
A veces tan solo se iba durante una tarde, otras, durante unos pocos
días. Me recordaba a cuando estábamos en Keramzin, cuando lo observaba
marcharse y esperaba cada día junto a la ventana de la cocina a que
regresara. Pero si era honesta conmigo misma, los días que no estaba eran
casi más fáciles. Cuando se encontraba en el Pequeño Palacio, me sentía
culpable por no poder pasar más tiempo con él, y odiaba la forma que
tenían los Grisha de ignorarlo o hablarle de forma condescendiente como si
fuera un sirviente. Por mucho que lo echara de menos, lo animaba a irse.
Es mejor así, me dije. Antes de que desertara para ayudarme, Mal había
sido un rastreador con un futuro brillante, rodeado de amigos y
admiradores. Su lugar no estaba en una puerta haciendo guardia, o
merodeando en las esquinas de las habitaciones, interpretando el papel de
mi diligente sombra mientras iba de una reunión a la siguiente.
—Podría mirarlo todo el día —dijo una voz detrás de mí, y me puse
rígida. Zoya estaba allí. Incluso con el calor, jamás parecía sudar.
—¿No piensas que apesta a Keramzin? —le pregunté, recordando las
feroces palabras que me había dicho una vez.
—Me parece que las clases más bajas tienen cierto atractivo tosco. Me
avisarás cuando acabes con él, ¿verdad?
—¿Disculpa?
—Oh, ¿lo he entendido mal? Parecéis tan… cercanos. Pero estoy segura
de que tus objetivos son mayores estos días.
Me giré para mirarla.
—¿Qué es lo que estás haciendo aquí, Zoya?
—He venido para la sesión de entrenamiento.
—Sabes lo que quiero decir. ¿Qué haces en el Pequeño Palacio?
—Soy un soldado del Segundo Ejército. Este es mi lugar.
Me crucé de brazos. Ya era hora de que Zoya y yo tuviéramos esa
conversación.
—No te caigo bien, y no has desaprovechado ninguna oportunidad de
hacérmelo saber. ¿Por qué me sigues ahora?
—¿Qué elección tengo?
—Estoy segura de que el Oscuro te recibiría alegremente a su lado.
—¿Me estás ordenando que me marche? —Se esforzaba por utilizar su
tono altivo habitual, pero me di cuenta de que estaba asustada. Eso me
entusiasmó y me hizo sentir algo culpable.
—Quiero saber por qué estás tan decidida a quedarte.
—Porque no quiero vivir en la oscuridad —dijo—. Porque eres nuestra
mayor esperanza.
Sacudí la cabeza.
—Demasiado fácil.
Enrojeció.
—¿Se supone que debo rogarte?
¿Debía hacerlo? Descubrí que no me desagradaba la idea.
—Eres superficial. Eres ambiciosa. Habrías hecho cualquier cosa por la
atención del Oscuro. ¿Qué ha cambiado?
—¿Qué ha cambiado? —repitió con voz ahogada. Estrechó los labios y
apretó los puños a los costados—. Tenía una tía que vivía en Novokribirsk,
y una sobrina. El Oscuro podría haberme dicho lo que se proponía hacer. Si
hubiera podido advertirlas…
Se le rompió la voz, y me sentí avergonzada al instante por el placer que
había sentido al verla sufrir.
La voz de Baghra resonó en mis oídos: Veo que llevas bien el poder…
Cuando crezca, estará sediento de más. Y, sin embargo, ¿creía a Zoya? ¿La
humedad de sus ojos era real o una farsa? Pestañeó para tragarse las
lágrimas y me observó con furia.
—Sigues sin caerme bien, Starkov. Nunca me caerás bien. Eres
ordinaria y torpe, y no sé por qué has nacido con ese poder. Pero eres la
Invocadora del Sol, y si puedes liberar a Ravka, entonces lucharé por ti.
La observé, sopesándola, y me fijé en los dos puntos brillantes de color
que llameaban en sus mejillas, el temblor de su labio.
—¿Y bien? —preguntó y pude ver cuánto le costaba hacerlo—. ¿Vas a
enviarme fuera de aquí?
Esperé un momento más.
—Puedes quedarte —dije—. Por ahora.
—¿Va todo bien? —preguntó Mal. Ni siquiera nos habíamos dado
cuenta de que había dejado de luchar.
En un instante, la inseguridad de Zoya desapareció y le dedicó una
sonrisa deslumbrante.
—He oído que eres maravilloso con un arco y una flecha. Había
pensado que podrías darme clases.
Mal miró de Zoya hacia mí.
—Tal vez más tarde.
—Me muero de ganas —dijo, y se alejó con un suave susurro de seda.
—¿De qué iba eso? —preguntó él mientras comenzamos a subir la
colina hasta el Pequeño Palacio.
—No confío en ella.
Él no dijo nada durante un largo minuto.
—Alina —comenzó con preocupación—, lo que pasó en Kribirsk…
Lo corté rápidamente. No quería saber lo que podía haber hecho con
Zoya en el campamento de los Grisha, y ese no era el tema realmente.
—Era una de las favoritas del Oscuro, y siempre me ha odiado.
—Probablemente estuviera celosa de ti.
—Me rompió dos costillas.
—¿Que qué?
—Fue un accidente. Más o menos. —Nunca le había contado a Mal
exactamente lo malo que había sido todo antes de que hubiera aprendido a
utilizar mi poder, los interminables y solitarios días de fracaso—. No puedo
estar segura de dónde se encuentra su verdadera lealtad. —Me froté la nuca,
donde habían comenzado a montárseme los músculos—. No puedo estar
segura de nadie, ni de los Grisha, ni de los sirvientes. Cualquiera de ellos
podría estar trabajando para el Oscuro.
Mal miró a su alrededor. Por una vez, no parecía que hubiera nadie
observando. Me tomó de la mano impulsivamente.
—Gritzki va a celebrar una fiesta de adivinación en la parte alta de la
ciudad dentro de dos días. Ven conmigo.
—¿Gritzki?
—Su padre es Stepan Gritzki, el rey de los pepinillos. Un nuevo rico —
dijo en una muy buena imitación de un noble engreído—. Pero su familia
tiene un palacio junto al canal.
—No puedo —dije, pensando en las reuniones, los platos espejados de
David y la evacuación de la escuela. Me parecía mal ir a una fiesta cuando
podíamos entrar en guerra en cuestión de días o semanas.
—Sí que puedes —replicó él—. Solo una o dos horas.
Resultaba tan tentador… robar unos momentos con Mal lejos de las
presiones del Pequeño Palacio.
Debió de haber sentido que titubeaba.
—Te disfrazaremos como una de los artistas —dijo—. Nadie sabrá
siquiera que la Invocadora del Sol está allí.
Una fiesta por la noche, después de que hubiera terminado el trabajo del
día. Me perdería una noche de inútil búsqueda en la biblioteca. ¿Qué daño
podría hacer?
—De acuerdo —acepté—. Vayamos.
Su rostro se iluminó por una sonrisa que me dejó sin aliento. No sabía si
alguna vez me acostumbraría a la idea de que una sonrisa como aquella
podría ser para mí realmente.
—A Tolya y Tamar no les gustará —advirtió.
—Son mis guardias. Seguirán mis órdenes.
Mal se puso firme e hizo una elaborada reverencia.
—Da, moi soverenyi —dijo con tono serio—. Vivimos para servir.
Puse los ojos en blanco, pero mientras me apresuraba a ir a los talleres
de los Materialki me sentí más ligera de lo que me había sentido en
semanas.
a mansión Gritzki estaba en el distrito del canal, considerado la
zona menos de moda de la parte alta de la ciudad por su
proximidad al puente y la muchedumbre que había al otro lado.
Era un edificio pequeño y espléndido, rodeado por un
monumento en memoria de la guerra a un lado y los jardines del Convento
de Sankta Lizabeta al otro.
Mal se las había arreglado para conseguir un carruaje prestado para la
velada, y nos encontramos en sus estrechos confines junto a una Tamar de
muy mal humor. Ella y Tolya habían gruñido mucho y muy alto sobre la
fiesta, pero yo había dejado claro que no iba a echarme atrás. También les
había hecho jurar que mantendrían el secreto; no quería que las noticias de
mi pequeña expedición más allá de las puertas del palacio llegaran a
Nikolai.
Nos vestimos al estilo de los adivinos suri, con capas de seda de un
vibrante color naranja, y máscaras lacadas en rojo talladas con forma de
chacales. Tolya se había quedado atrás. Incluso aunque estuviera cubierto
de la cabeza a los pies, su tamaño llamaría demasiado la atención.
Mal me apretó la mano, y sentí un arrebato de aturdida emoción. Mi
capa resultaba incómodamente calurosa y la cara comenzaba a picarme bajo
la máscara, pero no me importaba. Me sentía como si hubiera vuelto a
Keramzin, y estuviéramos dejando a un lado nuestras tareas y
escabulléndonos a nuestro prado. Podíamos tumbarnos en la fresca hierba y
escuchar el zumbido de los insectos, ver las nubes que flotaban sobre
nuestras cabezas. Esa clase de paz parecía ya demasiado lejana.
La calle que llevaba a la mansión del rey de los pepinillos estaba repleta
de carruajes. Giramos en un callejón cerca del convento para poder
mezclarnos mejor con los artistas junto a la entrada de los sirvientes.
Tamar se ajustó la capa cuidadosamente mientras bajaba del carruaje.
Tanto ella como Mal llevaban pistolas ocultas, y sabía que bajo toda la seda
naranja tenía sus hachas gemelas sujetas con cintas en los muslos.
—¿Qué pasa si alguien quiere que le adivinemos el futuro? —pregunté,
tensando los lazos de mi máscara y subiéndome la capucha.
—Le contamos las tonterías habituales —replicó Mal—. Mujeres
hermosas, fortuna inesperada. Cuidado con el número ocho.
La entrada de los sirvientes iba más allá de una cocina llena de vapor
hasta las habitaciones traseras de la casa. En cuanto entramos, un hombre
vestido con lo que debía de ser el uniforme de los Gritzki me agarró del
brazo.
—¿Qué crees que estás haciendo? —dijo, sacudiéndome. Vi que Tamar
se llevaba la mano a la cadera.
—Yo…
—Ya tendríais que estar en marcha. —Nos empujó hasta las
habitaciones principales de la casa—. No paséis demasiado tiempo con un
único invitado. ¡Y que no os pille bebiendo!
Asentí con la cabeza, procurando que mi corazón dejara de
martillearme, y nos apresuramos a entrar en el salón de baile. El rey de los
pepinillos no había escatimado recursos. La mansión había sido decorada
para asemejarse al campamento suli más decadente que se pudiera imaginar.
Del techo colgaban un millar de faroles con forma de estrella. Unos carros
cubiertos de seda se encontraban aparcados en los extremos de la habitación
formando una caravana reluciente, y unas hogueras falsas brillaban con
luces danzantes de colores. Habían abierto las puertas de la terraza, y el aire
nocturno zumbaba con el rítmico sonido de los timbales y el gemido de los
violines.
Vi a los verdaderos adivinos suli esparcidos entre la multitud y me di
cuenta de lo espeluznantes que debíamos parecer con nuestras máscaras de
chacales, pero a los invitados no parecía importarle. La mayoría estaban
bebiendo ya bastante, riendo y gritando en grupos bulliciosos, mirando
boquiabiertos a los acróbatas que hacían piruetas en la seda que colgaba
sobre sus cabezas. Algunos se mecían en sus sillas mientras les adivinaban
el futuro sobre unas jarras doradas de café. Otros comían junto a la larga
mesa que habían instalado en la terraza, atiborrándose de higos rellenos y
semillas de granada, aplaudiendo al ritmo de la música.
Mal me pasó a escondidas un vaso de kvas, y encontramos un banco en
una esquina en sombras de la terraza mientras Tamar ocupaba su puesto a
una distancia discreta. Descansé la cabeza contra el hombro de Mal, feliz de
estar simplemente sentada junto a él, escuchando el ruido de la música. El
aire estaba denso por el aroma de alguna flor que florecía por la noche, y,
debajo de todo aquello, notaba el olor fuerte de los limones. Respiré
profundamente, sintiendo que parte del cansancio y el miedo de las últimas
semanas se desvanecía. Saqué un pie de la sandalia y enterré los dedos en la
fría gravilla.
Mal se ajustó la capucha para esconder mejor su cara y se levantó la
máscara de chacal, y después hizo lo mismo con la mía. Los hocicos de
nuestras máscaras se chocaron.
Comencé a reír.
—La próxima vez utilizaremos disfraces distintos —gruñó.
—¿Sombreros más grandes?
—Tal vez podríamos simplemente llevar cestas sobre la cabeza.
Dos chicas se acercaron a nosotros a trompicones. Tamar apareció junto
a mí en un instante. Nos colocamos las máscaras de nuevo en su sitio.
—¡Leednos el futuro! —exigió la chica más alta, casi derribando a su
amiga.
Tamar sacudió la cabeza, pero Mal hizo un gesto hacia una de las
mesitas que había dispuestas con tazas de esmalte azul y una jarra dorada.
La chica chilló y se sirvió una pequeña cantidad de un café lodoso. Los
suli adivinaban el futuro leyendo los posos que quedaban en el fondo de la
taza. Se bebió el café e hizo una mueca.
Le di un codazo en el costado a Mal. ¿Ahora qué?
Se puso en pie y caminó hasta la mesa.
—Uhm… —dijo, mirando dentro de la taza—. Uhm…
La chica lo agarró del brazo.
—¿Qué pasa?
Él me hizo un gesto para que me acercara. Apreté los dientes y me
incliné sobre la taza.
—¿Es malo? —gimió la chica.
—Eeez… buenooo… —dijo Mal con el acento suli más horrible que
hubiera oído jamás. La chica suspiró, aliviada—. Conocerráaaz a un
apuezto eztranjero.
Las chicas soltaron unas risitas y se agarraron de las manos. No pude
resistirme.
—Cerrá un hombrre muy malo —intervine. Mi acento era aún peor que
el de Mal. Si algún suli me escuchaba, probablemente acabaría con un ojo
morado—. Debez huirr de ece hombrre.
—Oh —suspiraron las chicas, decepcionadas.
—Debez cazarrte hombrre feo —continué—. Muy gorrdo. —Extendí
los brazos frente a mí, como si tuviera una enorme barriga—. Él te harrá
feliz.
Oí que Mal bufaba tras su máscara. La chica resopló.
—No me gusta este futuro —declaró—. Vayamos a buscar otro.
Mientas se alejaban haciendo aspavientos, dos nobles bastante bebidos
ocuparon su lugar. Uno tenía la nariz ganchuda y unos carrillos que se
tambaleaban. El otro se tragó el café como si fuera kvas y golpeó la mesa
con la taza.
—Bien —farfulló, retorciendo su puntiagudo bigote pelirrojo—. ¿Qué
me espera? Que sea bueno.
Mal fingió examinar la taza.
—Te encontrarráz con una enorrme fortuna.
—Ya tengo una enorme fortuna. ¿Qué más?
—Eh… —dudó Mal—. Tu ezpoza te dará trres apueztoz hijoz.
Su compañero de nariz ganchuda rompió a reír.
—¡Así sabrás que no son tuyos! —bramó. Pensaba que el otro noble se
mostraría ofendido, pero en lugar de eso rio a carcajadas y su rostro se
volvió aún más rojo.
—¡Tendré que felicitar al criado! —rugió.
—He oído que todas las buenas familias tienen hijos bastardos —
replicó su amigo entre risas ahogadas.
—También tenemos perros, ¡pero no dejamos que se sienten a la mesa!
Hice una mueca bajo mi máscara. Tenía la sospecha de que estaban
hablando de Nikolai.
—Oh, querrido —dije, quitándole la taza a Mal de la mano—. Oh,
querrido, qué láftima.
—¿Qué pasa? —preguntó el noble.
—Te quedarráz calvo —respondí—. Muuy calvo.
Dejó de reír, y su mano regordeta fue hasta su escaso pelo rojo.
—Y tú —añadí, señalando a su amigo. Mal me golpeó el pie en señal de
advertencia, pero yo lo ignoré—. Tú pillarráz la korpa.
—¿La qué?
—¡La korpa! —repetí con voz seria—. ¡Tuz parrtez prrivadas ce
encogerrán hazta dezaparrecerr!
Se puso pálido y tragó saliva.
—Pero…
En ese momento hubo gritos desde el interior de la sala de baile y un
fuerte golpe, como si alguien hubiera volcado una mesa. Vi dos hombres
que se empujaban.
—Creo que es hora de marcharse —dijo Tamar, alejándonos de la
conmoción.
Estaba a punto de protestar cuando la pelea comenzó en serio. La gente
comenzó a darse empujones, abarrotando las puertas de la terraza. La
música se había detenido, y parecía como si algunos de los adivinos se
encontraran entre el tumulto. Por encima del gentío, vi que uno de los
carros cubiertos de seda se había estrellado. Alguien se precipitó contra
nosotros y chocó contra los nobles. La jarra del café cayó de la mesa, y las
tacitas azules la siguieron.
—Vámonos —dijo Mal, llevando la mano a su pistola—. Salgamos por
detrás.
Tamar nos dirigió, con las hachas en las manos. Bajé las escaleras tras
ellas, pero mientras salíamos de la terraza escuché otro horrible golpe y una
mujer que gritaba. Había quedado atrapada bajo la mesa del banquete.
Mal enfundó la pistola.
—Llévala al carruaje —gritó a Tamar—. Yo os alcanzaré.
—Mal…
—¡Marchaos! Estaré justo detrás.
Se metió entre la multitud, hacia la mujer atrapada.
Tamar me arrastró por las escaleras de los jardines y me condujo por un
camino que llegaba hasta la calle por un lateral de la mansión. Estaba
oscuro lejos de los relucientes faroles de la fiesta, así que emití una suave
luz que guiara nuestros pasos.
—No lo hagas —dijo Tamar—. Esto podría ser una distracción.
Delatarás nuestra posición.
Dejé que la luz se desvaneciera, y unos segundos después escuché una
refriega, un fuerte «uf», y después… silencio.
—¿Tamar?
Volví la vista hacia la fiesta, esperando ver a Mal acercándose.
El corazón comenzó a latirme con fuerza y levanté las manos. No me
importaba delatar nuestra posición, no iba a quedarme ahí en la oscuridad.
Entonces oí una puerta que chirriaba, y unas manos fuertes me sujetaron y
me arrastraron entre los setos.
Invoqué una luz que ardió calurosamente. Me hallaba en un patio de
piedra alejado del jardín principal, rodeado por todos lados por setos de
tejos, y no estaba sola.
Lo olí antes de verlo: tierra removida, incienso, moho. El olor de una
tumba. Alcé las manos mientras el Apparat salía de entre las sombras. El
sacerdote seguía igual que como lo recordaba, con su barba negra y áspera
y su mirada implacable. Llevaba la misma túnica marrón, pero el águila
doble del Rey había desaparecido de su pecho para ser reemplazada por un
sol bordado en hilo dorado.
—Quédate donde estás —advertí. El hizo una pronunciada reverencia.
—Alina Starkov, Sol Koroleva. No pretendo haceros daño.
—¿Dónde está Tamar? Si la has herido…
—Vuestros guardias no serán dañados, pero os ruego que me escuchéis.
—¿Qué quieres? ¿Cómo sabías que estaría aquí?
—Los fieles están en todas partes, Sol Koroleva.
—¡No me llames así!
—Cada día vuestro sagrado ejército crece, atraídos por la promesa de
vuestra luz. Solo esperan a que vos los guieis.
—¿Mi ejército? He visto a los peregrinos que acampan fuera de los
muros de la ciudad… pobres, débiles, hambrientos. Están desesperados por
las migajas de esperanza que les das.
—Hay más. Soldados.
—¿Más gente que cree que soy una Santa porque les has vendido una
mentira?
—No es una mentira, Alina Starkov. Sois la Hija de Keramzin,
Renacida de la Sombra.
—¡No morí! —repliqué con furia—. Sobreviví porque escapé del
Oscuro, y asesiné un esquife entero de soldados y Grisha para hacerlo. ¿Le
cuentas eso a tus seguidores?
—Vuestra gente está sufriendo. Solo vos podéis hacer que amanezca
una nueva era, una era consagrada en el fuego celestial.
Sus ojos estaban enloquecidos, y el negro era tan profundo que no podía
ver sus pupilas. Pero ¿su locura era real o formaba parte de una elaborada
actuación?
—¿Y quién gobernará en esta nueva era?
—Vos, por supuesto. Sol Koroleva, Sankta Alina.
—¿Contigo como mi mano derecha? He leído el libro que me diste. Los
Santos no tienen vidas largas.
—Venid conmigo, Alina Starkov.
—No voy a ir a ningún sitio contigo.
—Aún no sois lo bastante fuerte para enfrentaros al Oscuro. Yo puedo
cambiar eso.
Me puse rígida.
—Dime lo que sabes.
—Uníos a mí y todo será revelado.
Avancé en su dirección, sorprendida por la punzada de avidez y furia
que me atravesó.
—¿Dónde está el pájaro de fuego? —Pensé que me respondería de
forma confusa, que fingiría ignorancia. En lugar de eso, sonrió, mostrando
sus encías negras y sus dientes torcidos—. Dímelo, sacerdote —ordené—, o
te cortaré aquí mismo y tus seguidores podrán intentar rezar para
recomponerte.
Me di cuenta con un sobresalto de que lo decía en serio.
Por primera vez, parecía nervioso. Bien. ¿Había esperado a una Santa
dócil?
Levantó las manos en señal apaciguadora.
—No lo sé —aseguró—. Lo juro. Pero cuando el Oscuro abandonó el
Pequeño Palacio, no sabía que sería la última vez. Dejó atrás muchas cosas
valiosas, cosas que otros creían que habían sido destruidas hacía mucho.
Otra explosión de avidez crepitó dentro de mí.
—¿Los cuadernos de Morozova? ¿Los tienes tú?
—Venid conmigo, Alina Starkov. Hay secretos profundamente
enterrados.
¿Era posible que estuviera diciendo la verdad? ¿O simplemente me
entregaría al Oscuro?
—¡Alina! —sonó la voz de Mal desde algún lugar al otro lado del seto.
—¡Estoy aquí! —grité. Mal entró en el patio con la pistola en la mano.
Tamar estaba justo detrás de él. Había perdido una de sus hachas, y tenía la
parte frontal de su capa manchada de sangre.
El Apparat se giró en un remolino de tela con olor a humedad y se coló
entre los arbustos.
—¡Espera! —grité, moviéndome para seguirle. Tamar pasó a mi lado
con un rugido furioso, metiéndose entre los setos para darle caza.
—¡Lo necesito con vida! —le grité a su espalda antes de que
desapareciera.
—¿Estás bien? —resolló Mal mientras me alcanzaba.
Lo cogí de la manga.
—Mal, creo que tiene los cuadernos de Morozova.
—¿Te ha hecho daño?
—Puedo ocuparme de un sacerdote viejo —dije con impaciencia—.
¿Has oído lo que he dicho?
Él se apartó.
—Sí, lo he oído. Pensaba que estabas en peligro.
—No lo estaba. Yo…
Pero Tamar ya estaba volviendo junto a nosotros, y su rostro era una
máscara de frustración.
—No lo entiendo —dijo, sacudiendo la cabeza—. Estaba ahí y después
desapareció.
—Por todos los Santos —solté.
Ella agachó la cabeza.
—Perdóname.
Nunca la había visto tan abatida.
—No pasa nada —dije, con la mente todavía revuelta. Una parte de mí
quería volver por ese callejón y llamar a gritos al Apparat, exigir que
apareciera, darle caza por las calles de la ciudad hasta que lo encontrara y
sacara la verdad de su boca embustera. Miré la fila de setos. Todavía oía los
gritos de la fiesta lejos de allí, y en algún lugar en la oscuridad, las
campanas del convento comenzaron a sonar. Suspiré.
—Vayámonos de aquí.
Encontramos a nuestro cochero esperando en la estrecha calle lateral
donde lo habíamos dejado. El viaje de vuelta al palacio fue tenso.
—Esa refriega no ha sido ninguna coincidencia —dijo Mal.
—No —coincidió Tamar, palpándose el feo corte de la barbilla—. Sabía
que estaríamos allí.
—¿Cómo? —quiso saber Mal—. Nadie más sabía adonde nos
dirigíamos. ¿Se lo contaste a Nikolai?
—Nikolai no tiene nada que ver con esto —repliqué.
—¿Cómo puedes estar tan segura?
—Porque no tiene nada que ganar. —Me presioné las sienes con los
dedos—. Tal vez alguien nos vio saliendo del palacio.
—¿Cómo consiguió el Apparat entrar en Os Alta sin ser visto? ¿Cómo
sabía siquiera que estaríamos en esa fiesta?
—No lo sé —respondí con cautela—. Dijo que los fieles están por todas
partes. Tal vez uno de los sirvientes nos escuchó.
—Hemos tenido suerte esta noche —dijo Tamar—. Podría haber sido
mucho peor.
—Nunca estuve realmente en peligro —insistí—. Tan solo quería
hablar.
—¿Qué te contó?
Se lo describí brevemente, pero no mencioné los cuadernos de
Morozova. No había hablado con nadie de ellos, salvo con Mal, y Tamar ya
sabía demasiado acerca de los amplificadores.
—Está montando alguna clase de ejército —terminé—. Gente que
piensa que me he levantado de entre los muertos, que piensa que tengo
alguna especie de poder sagrado.
—¿Cuántos? —preguntó Mal.
—No lo sé. Y tampoco sé lo que pretende hacer con ellos. ¿Que ataquen
al Rey? ¿Enviarlos a luchar contra la horda del Oscuro? Yo ya soy
responsable de los Grisha. No quiero la carga de un ejército de otkazat’sya
indefensos.
—No todos somos tan débiles —replicó Mal, con voz afilada.
—Yo no… Solo quería decir que está utilizando a esa gente. Está
explotando su esperanza.
—¿Qué diferencia hay con Nikolai llevándote en procesión de una aldea
a otra?
—Nikolai no le está diciendo a la gente que soy inmortal y puedo obrar
milagros.
—No —dijo él—, tan solo está dejando que lo crean.
—¿Por qué estás tan dispuesto a atacarlo?
—¿Por qué estás tan dispuesta a defenderlo?
Me di la vuelta, cansada, exasperada e incapaz de pensar en nada más
allá de los pensamientos que zumbaban en mi cabeza. Las calles iluminadas
por la luz de las lámparas de la parte alta de la ciudad pasaron junto a las
ventanas del carruaje. Permanecimos en silencio el resto del viaje.
De vuelta en el Pequeño Palacio, me cambié de ropa mientras Mal y Tamar
informaban a Tolya de lo que había pasado. Estaba sentada en la cama
cuando Mal llamó a la puerta. Cerró la puerta tras él y se apoyó contra ella,
mirando a su alrededor.
—Esta habitación es muy deprimente. Pensaba que ibas a redecorarla.
Me encogí de hombros. Tenía tantas otras cosas de las que preocuparme
que casi me había acostumbrado a la silenciosa penumbra de la habitación.
—¿Crees que tiene los cuadernos? —preguntó.
—Me sorprendió incluso que supiera que existen.
Fue hasta la cama y doblé las rodillas para dejarle sitio.
—Tamar tiene razón —dijo, sentándose a mis pies—. Podía haber ido
mucho peor.
Suspiré.
—Menuda noche fuera.
—No debería haberlo sugerido.
—Yo no debería haberte seguido el juego.
Él asintió y pasó la punta de la bota por el suelo.
—Te echo de menos —dijo en voz baja. Eran palabras suaves, pero
hicieron que me atravesara un temblor doloroso y bienvenido. ¿Lo había
dudado alguna parte de mí? Había estado fuera muy a menudo.
Le toqué la mano.
—Yo también te echo de menos.
—Ven a las prácticas de tiro conmigo mañana —dijo—. Abajo, junto al
lago.
—No puedo. Nikolai y yo vamos a encontrarnos con una delegación de
banqueros kerch. Quieren ver a la Invocadora del Sol antes de dar un
préstamo a la Corona.
—Diles que estás enferma.
—Los Grisha no se ponen enfermos.
—Bueno, pues diles que estás ocupada —dijo.
—No puedo.
—Otros Grisha se toman su tiempo para…
—No soy como los otros Grisha —repliqué, más severamente de lo que
pretendía.
—Lo sé —dijo con cautela, y después soltó un largo aliento—. Por
todos los Santos, odio este lugar.
Pestañeé, sobresaltada por la vehemencia de su voz.
—Odio las fiestas. Odio a la gente. Lo odio todo.
—Pensaba… parecías… no feliz exactamente, pero…
—Este no es mi lugar, Alina. No me digas que no te has dado cuenta.
Eso no me lo creí. Mal encajaba en cualquier parte.
—Nikolai dice que todo el mundo te adora.
—Les resulto entretenido —dijo él—. No es lo mismo. —Hizo girar mi
mano, recorriendo la cicatriz que recorría mi palma—. ¿Sabes que
realmente echo de menos estar huyendo? Incluso esa apestosa casa de
huéspedes de Cofton, y trabajar en el almacén. Al menos allí me sentía
como si estuviera haciendo algo, no perdiendo el tiempo y acumulando
cotilleos.
Me removí con incomodidad, sintiéndome de pronto a la defensiva.
—Aprovechas cualquier oportunidad para irte. No tienes que aceptar
todas las invitaciones.
El se me quedó mirando.
—Me voy para protegerte, Alina.
—¿De qué? —pregunté con incredulidad.
Él se levantó y comenzó a pasearse con inquietud por la habitación.
—¿Qué crees que es lo que la gente me preguntaba en la caza real? ¿Lo
primero que me preguntaban? Querían saber sobre tú y yo. —Se giró hacia
mí, y habló con voz cruel y burlona—. ¿Es verdad que te estás tirando a la
Invocadora del Sol? ¿Cómo es hacerlo con una Santa? ¿Le gustan los
rastreadores, o se lleva a la cama a todos los sirvientes? —Cruzó los brazos
—. Me voy para poner distancia entre nosotros, para acallar los rumores.
Probablemente no debería estar aquí siquiera.
Me rodeé las rodillas con los brazos, acercándolas más a mi pecho. Me
ardían las mejillas.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—¿Qué iba a decir? ¿Y cuándo? Prácticamente no te veo ya.
—Pensaba que querías irte.
—Quería que me pidieras que me quedara.
Tenía la garganta seca. Abrí la boca, lista para decirle que no estaba
siendo justo, que no podía haberlo sabido. Pero ¿era esa la verdad? Tal vez
había creído realmente que Mal estaba más feliz lejos del Pequeño Palacio.
O tal vez solo me había dicho eso porque era más fácil si él no estaba,
porque significaba que habría una persona menos que me observara y
quisiera algo de mí.
—Lo siento —dije con voz ronca.
Él levantó las manos como para suplicar algo, y después las dejó caer
con impotencia.
—Siento que te estás escapando de entre mis manos, y no sé cómo
pararlo.
Unas lágrimas acudieron a mis ojos.
—Encontraremos la forma —dije—. Buscaremos más tiempo…
—No es solo eso. Desde que te pusiste ese segundo amplificador has
estado diferente. —Mi mano fue hasta el grillete—. Cuando partiste la
cúpula, la forma en la que hablas del pájaro de fuego… Te oí hablar con
Zoya el otro día. Estaba asustada, Alina. Y a ti te gustó.
—Tal vez sí —repliqué, sintiendo que mi furia crecía. Era mucho mejor
que la culpa o la vergüenza—. ¿Y qué? No tienes ni idea de cómo es, de
cómo ha sido este lugar para mí. El miedo, la responsabilidad…
—Ya lo sé. Lo sé, y veo el daño que está causando, pero tú elegiste esto.
Tú tienes un propósito. Yo ni siquiera sé ya lo que estoy haciendo aquí.
—No digas eso. —Puse las piernas en el suelo y me levanté—. Sí que
tenemos un propósito. Hemos venido aquí por Ravka. Hemos…
—No, Alina. Tú has venido aquí por Ravka. Por el pájaro de fuego.
Para dirigir el Segundo Ejército. —Dio un golpecito al sol sobre su corazón
—. Yo he venido aquí por ti. Tú eres mi bandera. Tú eres mi nación. Pero
eso no parece importar ya. ¿Te das cuenta de que esta es la primera vez en
semanas que hemos estado realmente solos?
La certeza de sus palabras descendió sobre nosotros. La habitación
parecía antinaturalmente silenciosa. Mal dio un único paso vacilante en mi
dirección. Después cruzó el espacio entre nosotros en dos grandes zancadas.
Una mano se deslizó alrededor de mi cintura, y la otra tomó mi cara. Inclinó
suavemente mi boca hasta la suya.
—Vuelve a mí —dijo con suavidad. Me acercó a él, pero mientras sus
labios se encontraban con los míos, vi algo por el rabillo del ojo.
El Oscuro se encontraba junto a Mal. Me puse rígida.
Mal se apartó.
—¿Qué? —dijo.
—Nada. Tan solo…
Me callé. No sabía qué decir.
El Oscuro seguía ahí.
—Dile que me ves cuando te toma entre sus brazos —dijo.
Cerré los ojos.
Mal bajó las manos y se alejó de mí, cerrando los puños.
—Supongo que eso es todo lo que necesitaba saber.
—Mal…
—Deberías haberme detenido. Todo este tiempo he estado ahí como un
idiota. Si no me querías, deberías habérmelo dicho.
—No te sientas tan mal, rastreador —dijo el Oscuro—. Todo hombre
puede quedar en ridículo.
—No es eso… —protesté.
—¿Es Nikolai?
—¿Qué? ¡No!
—¿Otro otkazat’sya, Alina? —se burló el Oscuro.
Mal sacudió la cabeza, asqueado.
—Dejé que me alejara. Las reuniones, las sesiones del consejo, las
cenas. Dejé que me apartara. Estaba esperando, deseando que me echarías
de menos lo suficiente como para mandarlos a todos al infierno.
Tragué saliva, tratando de bloquear la visión de la fría sonrisa del
Oscuro.
—Mal, el Oscuro…
—¡No quiero oír nada más sobre el Oscuro! Ni de Ravka, ni de los
amplificadores, ni de nada. —Lanzó las manos al aire—. Se acabó.
Giró sobre sus talones y avanzó a zancadas hacia la puerta.
—¡Espera! —me apresuré a seguirlo y lo cogí del brazo.
Él se giró tan rápido que casi nos chocamos.
—No, Alina.
—No lo entiendes… —dije.
—Te encogiste. Dime que no lo hiciste.
—¡No fue por ti!
Él rio de forma desagradable.
—Sé que no tienes demasiada experiencia. Pero he besado suficientes
chicas como para saber lo que eso significa. No te preocupes. No volverá a
suceder.
Las palabras me golpearon como un bofetón. Cerró la puerta de un
portazo.
Me quedé allí, mirando las puertas cerradas. Extendí la mano y toqué el
pomo de hueso.
Puedes arreglarlo, me dije. Puedes conseguirlo. Pero me quedé ahí,
paralizada, con las palabras de Mal resonando en mis oídos. Me mordí el
labio con fuerza para silenciar el sollozo que sacudió mi pecho. No pasa
nada, pensé mientras las lágrimas se derramaban. Así los sirvientes no me
oirán. Notaba un dolor entre las costillas, un dolor fuerte y punzante
alojado tras mi esternón, presionándome con fuerza el corazón.
No oí al Oscuro moverse; solo lo supe cuando se encontró junto a mí.
Sus largos dedos me apartaron el pelo del cuello y se posaron sobre el
collar. Cuando me besó la mejilla, sus labios estaban fríos.
la mañana siguiente, temprano, busqué a David en el tejado del
Pequeño Palacio, donde había comenzado la construcción de
sus gigantescos platos espejados. Había dispuesto un espacio de
trabajo improvisado a la sombra de una de las cúpulas, y ya
estaba cubierto de restos brillantes y dibujos descartados. Una débil brisa
soplaba a su alrededor, arrugándolos. Reconocí los garabatos de Nikolai en
uno de los márgenes.
—¿Cómo va? —pregunté.
—Mejor —respondió él, examinando la resbaladiza superficie del plato
más cercano—. Creo que he hecho bien la curvatura. Deberíamos estar
preparados para utilizarlos pronto.
—¿Cómo de pronto?
Seguíamos recibiendo informes opuestos sobre la localización del
Oscuro, pero si aún no había terminado de formar su ejército, no le faltaría
demasiado.
—Un par de semanas —dijo David.
—¿Tanto tiempo?
—Puedes tenerlo pronto, o puedes tenerlo bien hecho —gruñó.
—David, necesito saber…
—Ya te he dicho todo lo que sé sobre Morozova.
—No sobre él —dije—. No exactamente. Si… Si quisiera quitarme el
collar… ¿cómo podría hacerlo?
—No puedes.
—Ahora no. Pero después de que…
—No —insistió David, sin mirarme—. No es como los otros
amplificadores. No puedes quitártelo y ya está. Tendrías que romperlo,
violar su estructura. Los resultados serían catastróficos.
—¿Cómo de catastróficos?
—No puedo saberlo a ciencia cierta —admitió—. Pero sí que estoy
seguro de que a su lado la Sombra parecería un corte con un papel.
—Oh —dije con suavidad. Entonces pasaría lo mismo con el grillete.
Fuera lo que fuera aquello en lo que me estaba convirtiendo, no habría
vuelta atrás. Esperaba que las visiones fueran el resultado del mordisco de
los nichevo’ya, que los efectos disminuirían de algún modo mientras la
herida sanaba lentamente, pero no parecía que estuviera pasando eso. E
incluso si lo hiciera, siempre estaría atada al Oscuro a través del collar.
Volví a preguntarme por qué no habría decidido matar él mismo al azote
marino para atarnos aún más.
David tomó un frasquito de tinta y comenzó a hacerlo girar entre sus
dedos. Parecía abatido. No solo abatido, pensé. Culpable. Él había forjado
esa conexión, había colocado esa cadena alrededor de mi cuello para toda la
eternidad.
Tomé el frasquito de tinta de sus manos suavemente.
—Si tú no lo hubieras hecho, el Oscuro habría encontrado a alguien
más.
Hizo un movimiento extraño, a medio camino entre un asentimiento y
un encogimiento de hombros. Deposité la tinta en el extremo más lejano de
la tabla, donde sus dedos temblorosos no la alcanzaran, y me giré para
marcharme.
—¿Alina…?
Me detuve y volví a mirarlo. Sus mejillas se habían puesto de un rojo
intenso. La cálida brisa levantaba los bordes de su pelo desgreñado. Al
menos ya le estaba creciendo ese corte horrible.
—Oí… Oí que Genya estaba en ese barco. Con el Oscuro.
Sentí una punzada de tristeza por Genya. Así que David no había sido
del todo inconsciente.
—Sí —dije.
—¿Está bien? —preguntó esperanzado.
—No lo sé —admití—. Lo estaba cuando escapamos. —Pero si el
Oscuro supiera que prácticamente nos había dejado escapar, no sé cómo la
habría castigado. Dudé—. Le rogué que viniera con nosotros.
Puso mala cara.
—Pero ¿se quedó?
—No creo que tuviera elección —dije. No podía creer que estuviera
inventando excusas para Genya, pero no me gustaba la idea de que David
pensara mal de ella.
—Debí haber… —No parecía saber cómo terminar.
Quise decir algo reconfortante, algo que lo tranquilizara. Pero había
cometido tantos errores en mi propio pasado que no se me ocurría nada que
no fuera a sonar falso.
—Hacemos lo que podemos —dije sin convicción.
Entonces David me miró, y el remordimiento resultaba evidente en su
rostro. Sin importar lo que yo dijera, ambos conocíamos la dura verdad.
Hacemos lo que podemos. Lo intentamos. Y, normalmente, no supone
ninguna diferencia en absoluto.
Me llevé mi mal humor conmigo a la siguiente reunión en el Gran Palacio.
El plan de Nikolai parecía estar funcionando. Aunque Vasily todavía se
obligaba a asistir a la cámara del consejo para nuestras reuniones con los
ministros, cada vez llegaba más tarde, y alguna vez lo pillé cabeceando. La
única vez que no apareció, Nikolai lo sacó de la cama, insistiendo
alegremente en que se vistiera y que no podíamos continuar sin él. Un
Vasily claramente resacoso había logrado aguantar hasta la mitad de la
reunión, meciéndose en la parte frontal de la mesa, hasta que salió
corriendo al pasillo para vomitar ruidosamente en un jarrón lacado.
Aquel día, hasta yo tenía problemas para mantenerme despierta. La
escasa brisa se había desvanecido y, a pesar de las ventanas abiertas, la
abarrotada cámara del consejo resultaba insoportablemente sofocante. La
reunión se arrastró hasta que uno de los generales anunció los menguantes
números de las tropas del Primer Ejército. Las filas habían disminuido a
causa de la muerte, la deserción y los años de brutal guerra, y teniendo en
cuenta que Ravka iba a volver a luchar desde al menos un frente, la
situación era desesperada.
Vasily hizo un gesto perezoso con la mano y dijo:
—¿Por qué estáis tan preocupados? Bajamos la edad de llamada a filas
y ya está.
Me enderecé en mi asiento.
—¿A cuánto? —pregunté.
—¿Catorce? ¿Quince? —sugirió él—. ¿Qué más da?
Pensé en todas las aldeas por las que Nikolai y yo habíamos pasado, los
cementerios que se extendían durante kilómetros.
—¿Y por qué no la bajamos a doce y ya? —solté.
—Uno nunca es demasiado joven para servir a su país —declaró Vasily.
No sé si era por el cansancio o por la furia, pero las palabras salieron de
mi boca antes de que pudiera pensarlas mejor.
—En ese caso, ¿por qué parar a los doce? He oído que los bebés son
una carne de cañón excelente.
Un murmullo desaprobatorio se alzó de entre los consejeros del Rey.
Bajo la mesa, Nikolai dio un apretón de advertencia a mi mano.
—Hermano, que vayan más jóvenes no evitará que deserten —le dijo a
Vasily.
—Entonces, busquemos a algunos desertores y utilicémoslos como
ejemplo.
Nikolai alzó una ceja.
—¿Estás seguro de que morir en el pelotón de fusilamiento es más
terrorífico que la perspectiva de que los nichevo’ya los hagan pedazos?
—Si es que existen —se burló Vasily.
No podía creer lo que estaba escuchando, pero Nikolai se limitó a
sonreír de forma agradable.
—Yo mismo los vi a bordo del Volkvolny. No creo que me estés
llamando mentiroso.
—No creo que estés sugiriendo que la traición es preferible a un
servicio honesto en el Ejército del Rey.
—Estoy sugiriendo que tal vez a esa gente le gusta tanto la vida como
tú. Están mal equipados, con pocos suministros y escasos de esperanza. Si
leyeras los informes, sabrías que los oficiales están teniendo problemas para
mantener el orden en las filas.
—Deberían establecer castigos más duros —replicó Vasily—. Es lo que
entienden los campesinos.
Ya había pegado a un príncipe. ¿Qué importaba uno más? Casi me había
levantado de la silla antes de que Nikolai me forzara a sentarme de nuevo.
—Entienden de estómagos vacíos y órdenes claras —dijo—. Si me
dejaras implementar los cambios que he sugerido y utilizar los fondos
para…
—No siempre puedes salirte con la tuya, hermanito.
La tensión chisporroteó a través de la habitación.
—El mundo está cambiando —señaló Nikolai, con voz acerada—. Si no
cambiamos con él, no quedará nada de nosotros para recordarnos, salvo
polvo.
Vasily rio.
—No sabría decir si eres un instigador o un cobarde.
—Y yo no sabría decir si eres un idiota o un idiota.
La cara de Vasily se puso púrpura.
Se puso en pie y golpeó la mesa con las manos.
—El Oscuro es un hombre. Si tienes miedo de enfrentarte a él…
—Ya me he enfrentado a él. Si no tienes miedo, si ninguno de vosotros
tiene miedo, es porque carecéis del sentido común para comprender a qué
nos enfrentamos.
Algunos de los generales asintieron con la cabeza. Pero los consejeros
del Rey, los nobles y burócratas de Os Alta, parecían escépticos y hoscos.
Para ellos las guerras eran desfiles, teoría militar, muñequitos que se
movían sobre un mapa. Si llegaba el momento, serían ellos los hombres que
se aliarían con Vasily.
Nikolai cuadró los hombros, y su máscara de actor volvió a cubrir sus
facciones.
—Paz, hermano —dijo—. Ambos queremos lo que es mejor para
Ravka.
Pero Vasily no quería que lo calmaran.
—Lo que es mejor para Ravka es que haya un Lantsov en el trono.
Tomé aliento bruscamente. Una enorme quietud descendió sobre la
habitación. Vasily prácticamente había dicho que Nikolai era un hijo
bastardo.
Pero Nikolai mantuvo la compostura, y ahora nada podría romperla.
—Entonces, recemos una plegaria por el Rey legítimo de Ravka —dijo
—. Ahora, ¿podemos acabar con esto?
La reunión renqueó durante unos pocos minutos más, hasta que por fin
terminó. Durante nuestro camino de vuelta al Pequeño Palacio, Nikolai
estaba inusualmente silencioso.
Cuando llegamos a los jardines junto a los pilares, hizo una pausa para
arrancar una hoja de un seto y dijo:
—No debería haber perdido así la compostura. Hace que le duela el
orgullo, que se vuelva obstinado.
—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —pregunté, verdaderamente curiosa.
Era raro que las emociones de Nikolai lo dominaran.
—No lo sé —dijo, destrozando la hoja—. Tú te enfadaste. Yo me
enfadé. Hacía un calor de mil demonios.
—No creo que fuera por eso.
—¿Indigestión? —sugirió.
Pero no me iba a convencer con una broma. A pesar de las objeciones
de Vasily y la reticencia del consejo a hacer nada, con alguna mágica
combinación de paciencia y presión Nikolai se las había arreglado para
llevar a cabo algunos de sus planes. Había conseguido que aprobaran la
asistencia a los refugiados que huían de las orillas de la Sombra, y había
solicitado tela acorazada de los Materialki para equipar a algunos
regimientos clave del Primer Ejército. Incluso había conseguido que
destinaran fondos a un plan para modernizar los equipamientos de las
granjas para que los campesinos pudieran hacer algo más que subsistir. Eran
cosas pequeñas, pero también eran mejoras que podrían suponer una
diferencia con el tiempo.
—Es porque realmente te importa lo que le suceda a este país —dije—.
El trono es solo un premio para Vasily, algo por lo que quiere pelearse como
si fuera su juguete favorito. Tú no eres así. Serías un buen rey.
El príncipe se quedó inmóvil.
—Yo… —Por una vez, las palabras parecieron abandonarlo. Después
una sonrisa torcida y avergonzada cruzó su rostro. Estaba muy lejos de su
sonrisa normalmente confiada—. Gracias —dijo.
Suspiré y volvimos a caminar.
—Ahora vas a ponerte insufrible, ¿verdad?
Él se rio.
—Ya soy insufrible.
Los días se alargaron. El sol se mantuvo cerca del horizonte, y el festival de
la Belyanoch comenzó en Os Alta. Incluso a medianoche, los cielos nunca
estaban oscuros realmente, y a pesar del miedo de la guerra y la amenaza
inminente de la Sombra, la ciudad celebró las interminables horas del
crepúsculo. En la parte alta de la ciudad, las noches estaban repletas de
óperas, mascaradas y espléndidos ballets. Al otro lado del puente, ruidosas
carreras de caballos y bailes al exterior sacudían las calles de la parte baja
de la ciudad. Una interminable oleada de barcos de recreo flotaban por el
canal, y bajo el ocaso reluciente, el agua que se movía lentamente rodeaba
la capital como una pulsera enjoyada, iluminada por los faroles que
colgaban desde un millar de proas.
El calor había disminuido ligeramente. Tras los muros del palacio, todos
parecían estar de mejor humor. Había seguido insistiendo en que los Grisha
mezclaran sus Órdenes, y en algún momento, no estaba muy segura de
cómo, el silencio incómodo había abierto camino a las risas y las
conversaciones ruidosas. Todavía había grupitos y conflictos, pero también
había algo cómodo y bullicioso en la sala que no había estado ahí antes.
Me alegraba (incluso me enorgullecía un poco) ver a los Hacedores y
Etherealki bebiendo té alrededor de uno de los samovares, o Fedyor
debatiendo algo con Pavel durante el desayuno, o al hermano pequeño de
Nadia tratando de camelar a Peja, que era mayor y estaba decididamente
desinteresada. Pero me sentía como si lo estuviera observando desde una
gran distancia.
Había tratado de hablar con Mal varias veces desde la noche de nuestra
discusión, pero siempre encontraba alguna excusa para alejarse de mí. Si no
estaba cazando, estaba jugando a las cartas en el Gran Palacio o en alguna
taberna de la parte baja de la ciudad con sus nuevos amigos. Me di cuenta
de que estaba bebiendo más. Algunas mañanas tenía los ojos nublados, y
aparecía con cardenales y cortes, como si hubiera estado en una pelea, pero
era completamente puntual, implacablemente cortés. Se limitaba a cumplir
sus deberes como guardia, permanecía en silencio junto a los umbrales de
las puertas, y mantenía una distancia respetuosa mientras me seguía por los
terrenos.
El Pequeño Palacio se había convertido en un lugar muy solitario.
Estaba rodeada de gente, pero casi me sentía como si no pudieran verme,
solo lo que necesitaban de mí. Tenía miedo de mostrar dudas o indecisión, y
había días en los que me sentía como si estuviera quedando reducida a la
nada por el peso constante de la responsabilidad y las expectativas.
Iba a mis reuniones. Entrenaba con Botkin. Pasaba largas horas junto al
lago tratando de perfeccionar mi uso del Corte. Incluso me tragué el orgullo
e hice otro intento de visitar a Baghra, esperando que, por lo menos, me
ayudaría a desarrollar más mi poder. Pero se negó a verme.
Nada era suficiente. El barco que Nikolai estaba construyendo en el
lago era un recordatorio de que todo lo que estábamos haciendo
probablemente resultara inútil. En algún lugar ahí fuera, el Oscuro estaba
reuniendo sus fuerzas, formando su ejército, y cuando vinieran, ningún
cañón, bomba, soldado o Grisha conseguiría detenerlos. Ni siquiera yo. Si
la batalla iba mal, nos retiraríamos a la sala abovedada a la espera de la
ayuda de Poliznaya. Las puertas estaban reforzadas con acero Grisha, y los
Hacedores habían comenzado a sellar grietas y agujeros para impedir la
entrada de los nichevo’ya.
No pensaba que se fuera a dar el caso. Había llegado a un punto muerto
en mis intentos de localizar al pájaro de fuego. Si David no conseguía que
esos platos funcionaran, entonces cuando el Oscuro finalmente llegara a
Ravka no tendríamos más opción que evacuar. Huir y seguir huyendo.
Utilizar mi poder no me daba nada del consuelo que solía darme. Cada
vez que invocaba la luz en los talleres de los Materialki o en la orilla del
lago, sentía la desnudez de mi muñeca derecha como si se tratara de una
marca. Incluso con todo lo que sabía acerca de los amplificadores, la
destrucción que podrían traer, el modo permanente en que podrían
cambiarme, no podía escapar de mi avidez por el pájaro de fuego.
Mal tenía razón. Se había convertido en una obsesión. Por las noches
me quedaba tumbada en la cama, imaginando que el Oscuro ya había
encontrado la última pieza del puzle de Morozova. Tal vez tenía al pájaro de
fuego cautivo en una jaula de oro forjado. ¿Cantaría para él? Ni siquiera
sabía si un pájaro de fuego podía cantar. Algunas de las historias decían que
sí. Otra aseguraba que el canto del pájaro de fuego podía poner a dormir
ejércitos enteros. Cuando lo oían, los soldados dejaban de luchar, bajaban
sus armas y cabeceaban pacíficamente en los brazos de sus enemigos.
Ya conocía todas las historias. El pájaro de fuego lloraba lágrimas de
diamante, sus plumas podían curar heridas mortales, podía adivinarse el
futuro en el batir de sus alas. Había examinado libro tras libro de folclore,
poesía épica y colecciones de cuentos de campesinos, buscando algún
patrón o alguna pista. Las leyendas del azote marino se centraban en las
aguas heladas del Paso de los Huesos, pero las historias del pájaro de fuego
llegaban desde todos los rincones de Ravka y más allá, y ninguna conectaba
a la criatura con un Santo. Peor todavía, las visiones se estaban volviendo
más claras y frecuentes. El Oscuro se me aparecía casi todos los días,
normalmente en sus habitaciones o en los pasillos de la biblioteca, a veces
en la sala de guerra durante las reuniones del consejo o mientras volvía
desde el Gran Palacio a la hora del ocaso.
—¿Por qué no me dejas en paz? —susurré una noche mientras él
merodeaba detrás de mí cuando yo trataba de trabajar en mi escritorio.
Pasaron unos largos minutos. No pensaba que fuera a responderme.
Incluso tuve tiempo de esperar que se hubiera ido, hasta que sentí su mano
en mi espalda.
—Porque entonces yo también estaría solo —dijo, y se quedó ahí toda
la noche, hasta que las lámparas se consumieron.
Me acostumbré a verlo esperándome al final de los pasillos, o
sentándose al borde de mi cama cuando me quedaba dormida por la noche.
Cuando no aparecía, a veces me encontraba buscándolo o preguntándome
por qué no había aparecido, y eso era lo que más me asustaba.
Lo único bueno fue la decisión de Vasily de abandonar Os Alta para ir a
las subastas de potros en Caryeva. Casi cacareé de placer cuando Nikolai
me dio la noticia en uno de nuestros paseos.
—Hizo las maletas en mitad de la noche —explicó—. Dice que volverá
a tiempo para mi cumpleaños, pero no me sorprendería que encontrara
alguna excusa para permanecer lejos.
—No deberías parecer tan petulante —dije—. No es muy majestuoso.
—Seguro que se me permite una pequeña exención para regodearme —
replicó con una risa. Silbó la misma melodía desafinada que recordaba del
Volkvolny mientras caminábamos. Después se aclaró la garganta—. Alina,
no es que no estés siempre preciosa, pero… ¿estás durmiendo?
—No demasiado —admití.
—¿Pesadillas?
Seguía soñando con el esquife partido, con la gente que huía de la
oscuridad de la Sombra, pero eso no era lo que me mantenía despierta por la
noche.
—No exactamente.
—Ah —dijo el príncipe, y unió las manos detrás de su espalda—. He
visto que tu amigo está muy dispuesto a trabajar últimamente. Está muy
solicitado.
—Bueno —repliqué con voz ligera—, así es Mal.
—¿Dónde aprendió a rastrear? Nadie parece ser capaz de decidir si es
suerte o habilidad.
—No aprendió. Siempre ha sido capaz de hacerlo.
—Eso está muy bien —dijo Nikolai—. Yo nunca he tenido ningún
talento nato para nada.
—Eres un actor espectacular —señalé secamente.
—¿Eso piensas? —preguntó. Después se inclinó hacia mí y susurró—:
Ahora estoy interpretando el papel de humilde.
Sacudí la cabeza, exasperada, pero me sentía agradecida por el animado
charloteo de Nikolai, e incluso más agradecida cuando dejó el tema.
Le costó a David casi dos semanas más conseguir que sus platos
funcionaran, pero cuando finalmente estuvo listo, hice que los Grisha se
reunieran en el tejado del Pequeño Palacio para observar la demostración.
Tolya y Tamar se encontraban allí, alerta como siempre, examinando la
multitud. No veía a Mal por ningún sitio. Había permanecido despierta la
noche anterior en la sala común, esperando verlo para pedirle
personalmente que asistiera. Fue mucho después de la medianoche cuando
me rendí y me fui a la cama.
Los dos enormes platos estaban situados en extremos opuestos del
tejado, en la zona llana que se extendía entre las cúpulas del ala este y el ala
oeste. Podían rotarse mediante un sistema de poleas, y cada una estaba
manejada por un Materialnik y un Vendaval, equipados con gafas de
seguridad que los protegiera de la luz. Vi que Zoya y Peja formaban uno de
los equipos, y Nadia estaba emparejada con un Durast en el segundo plato.
Incluso si esto es un fracaso total, pensé con ansiedad, al menos están
trabajando juntos. No hay nada como una explosión para formar
camaradería.
Ocupé mi lugar en el centro del tejado, directamente entre los platos.
Con una sacudida de nerviosismo, vi que Nikolai había invitado al
capitán de la guardia palaciega para que observara, junto a dos generales y
varios de los consejeros del Rey. Deseaba que no esperaran nada drástico.
Mi poder solía exhibirse mejor en la completa oscuridad, y los largos días
de la Belyanoch hacían que eso fuera imposible. Le pregunté a David si
debíamos organizar la demostración para más de noche, pero él había
sacudido la cabeza.
—Si funciona, será lo bastante drástico. Y supongo que si no funciona
será aún más drástico con la explosión.
—David, creo que acabas de hacer una broma.
El frunció el ceño, completamente perplejo.
—Ah, ¿sí?
Por sugerencia de Nikolai, David había decidido hacer la señal desde el
Volkvolny con un silbato. Dio un estridente silbido y los espectadores se
retiraron contra las cúpulas, dejándonos bastante espacio. Levanté las
manos, y David volvió a soplar el silbato. Invoqué a la luz.
Entró dentro de mí con un torrente dorado y brotó desde mis manos en
dos firmes haces. Golpearon los platos, reflejándose en ellos con un
resplandor cegador. Era impresionante, pero nada espectacular.
Entonces David volvió a soplar su silbato y los platos rotaron
ligeramente. La luz rebotó de sus superficies espejadas, multiplicándose
sobre sí misma y concentrándose en dos focos de un blanco abrasador que
perforó el crepúsculo.
Se oyó un «¡aaah!» desde la multitud mientras se protegían los ojos.
Supuse que no tenía que preocuparme por el drama.
Los haces de luz rompieron el aire, enviando oleadas de calor radiante
en cascadas, como si estuvieran haciendo arder el propio cielo. David dio
otro silbido corto y los haces de luz se fusionaron en una única hoja de luz.
Era imposible mirarla directamente. Si el Corte era como un cuchillo en mi
mano, aquello era como un sable.
Los platos se inclinaron y el rayo descendió. La multitud jadeó,
impresionada, mientras la luz cortaba el borde del bosque que había debajo,
nivelando las copas de los árboles.
Los platos se inclinaron aún más. El rayo abrasó la orilla del lago y
después el propio lago. Una oleada de vapor se infló en el aire con un
silbido audible, y por un momento la superficie entera del lago pareció
hervir.
David dio un silbido asustado con el silbato. Me apresuré a bajar las
manos y la luz se desvaneció.
Corrimos hasta el borde del tejado y miramos boquiabiertos lo que
teníamos debajo.
Es como si alguien hubiera tomado una cuchilla para cortar las copas de
los árboles con un limpio corte en diagonal desde el extremo del bosque
hasta la orilla. Donde el haz de luz había tocado el suelo, este quedó
marcado por una zanja resplandeciente que recorría todo el camino hasta el
agua.
—Ha funcionado —dijo David con voz aturdida—. De verdad ha
funcionado.
Hubo una pausa y Zoya rompió a reír. Sergei se unió a ella, y después
Marie y Nadia. De pronto, todos estábamos riendo y vitoreando, incluso el
malhumorado Tolya, que se subió a un aturdido David sobre los enormes
hombros. Los soldados abrazaban a los Grisha, los consejeros del Rey
abrazaban a los generales, Nikolai bailaba con Peja por el tejado, y el
capitán de la guardia me abrazó atolondrado.
Lanzamos gritos de alegría, saltando de arriba abajo, hasta que el
palacio entero pareció temblar. Cuando el Oscuro decidiera atacarnos, los
nichevo’ya se encontrarían con una sorpresa esperándolos.
—¡Vayamos a verlo! —gritó alguien, y bajamos las escaleras corriendo
como si fuéramos niños al sonido de la campana de la escuela, riendo y
pasando junto a las paredes a toda prisa.
Corrimos a través de la sala de la cúpula dorada y abrimos la puerta de
golpe, saltando los escalones para salir al exterior. Mientras los demás iban
a toda velocidad hacia el lago, me detuve de repente.
Mal venía por el camino desde el túnel de árboles.
—Continúa —dije a Nikolai—. Ya os alcanzaré.
Mal observó el camino mientras se acercaba sin mirarme a los ojos.
Mientras se acercaba, vi que tenía los ojos inyectados en sangre y un feo
cardenal en el pómulo.
—¿Qué ha pasado? —pregunté, llevando una mano a su cara. Él se
apartó, lanzando una mirada a los sirvientes que permanecían junto a las
puertas del Pequeño Palacio.
—Me tropecé con una botella de kvas —dijo—. ¿Necesitas algo?
—Te has perdido la demostración.
—No estaba de servicio.
Ignoré la dolorosa punzada de mi pecho e insistí.
—Estamos yendo al lago. ¿Quieres venir?
Pareció dudar por un momento, pero después sacudió la cabeza.
—Solo he venido a por unas monedas. Hay una partida de cartas en el
Gran Palacio.
La punzada se retorció.
—Tal vez quieras cambiarte —sugerí—. Parece que hayas dormido con
esa ropa.
Me arrepentí al momento de haberlo dicho, pero a Mal no pareció
importarle.
—A lo mejor es porque lo he hecho —dijo—. ¿Algo más?
—No.
—Moi soverenyi. —Se inclinó bruscamente y subió los escalones como
si no pudiera esperar a alejarse de mí.
Me tomé mi tiempo en llegar hasta el lago, esperando que el dolor de mi
corazón se aliviara de algún modo. Mi alegría ante el éxito en el tejado se
había desvanecido, dejándome vacía, como un pozo en el que alguien
podría gritar sin que le respondiera más que el eco.
Junto a la orilla, había un grupo de Grisha recorriendo la zanja, gritando
medidas con un triunfo y una euforia crecientes. Tenía alrededor de medio
metro de ancho y la misma profundidad, un surco de tierra chamuscada que
se extendía hasta el borde del agua. En el bosque, las copas caídas de los
árboles se encontraban en una montaña de ramas y corteza. Estiré la mano
para recorrer uno de los troncos cortados. La madera estaba suave,
limpiamente cortada, y todavía permanecía cálida al tacto. Hubo dos
pequeños incendios, pero los Agitamareas los habían apagado rápidamente.
Nikolai ordenó que trajeran junto al lago comida y champán, y pasamos
el resto de la tarde en la orilla. Los generales y los consejeros se retiraron
temprano, pero el capitán y parte de su guardia permanecieron allí. Se
quitaron las chaquetas y los zapatos y se metieron en el agua, y no pasó
demasiado tiempo antes de que todos decidieran que no les importaban las
ropas húmedas y se zambulleran en el agua, salpicando y mojándose los
unos a los otros, y después haciendo carreras hasta la isla. No fue una
sorpresa para nadie que los Agitamareas ganaran siempre, impulsados por
las olas.
Nikolai y sus Vendavales se ofrecieron a llevar a la gente a su recién
completado artefacto, al que había llamado el Reyezuelo. Al principio
parecían cautelosos, pero cuando el primer grupo de valientes regresó
batiendo los brazos y balbuceando sobre volar de verdad, todo el mundo
pidió turno. Había jurado que mis pies no volverían a dejar el suelo jamás,
pero finalmente me rendí y me uní a ellos.
Tal vez era el champán, o tan solo que sabía qué esperar, pero el
Reyezuelo parecía más ligero y grácil que el Colibrí. Aunque volví a
agarrarme a la cabina de mando con ambas manos, sentí que mi buen
humor aumentaba mientras nos alzábamos suavemente en el aire.
Reuní coraje y miré hacia abajo. Los terrenos del Gran Palacio se
extendían bajo nosotros, cruzados por caminos de gravilla blanca. Vi el
tejado del invernadero Grisha, el círculo perfecto de la fuente del águila
doble, el resplandor dorado de las puertas del palacio. Después
comenzamos a volar sobre las mansiones y los largos y rectos bulevares de
la parte alta de la ciudad. Las calles estaban llenas de gente celebrando la
Belyanoch. Vi malabaristas y gente que caminaba sobre zancos en la
propiedad de Gersky, bailarines que giraban en el escenario iluminado de
uno de los parques. La música se elevaba desde las barcas del canal.
Quería quedarme ahí para siempre, rodeada por el viento, observando el
mundo pequeño y perfecto que había bajo nosotros. Pero finalmente Nikolai
hizo girar el timón y nos llevó de vuelta al lago en un arco lento y
descendente.
El crepúsculo se profundizó en un púrpura intenso. Los Inferni
encendieron fuegos junto a la orilla del lago, y en algún lugar en la
penumbra alguien tocó una balalaika. Desde la ciudad de abajo oía el
silbido y los estallidos de los fuegos artificiales.
Nikolai y yo nos sentamos al final del puerto improvisado, con los
pantalones subidos y los pies colgando sobre el agua. El Reyezuelo se mecía
junto a nosotros, con las velas blancas recogidas.
El príncipe golpeó el agua con el pie, produciendo una pequeña
salpicadura.
—Los platos lo cambian todo —dijo—. Si puedes mantener a los
nichevo’ya ocupados el tiempo suficiente, tendremos tiempo de localizar y
atacar al Oscuro.
Me dejé caer sobre el muelle, extendiendo los brazos por encima de mi
cabeza y observando el floreciente violeta del cielo nocturno. Cuando giré
la cabeza, pude distinguir la forma del edificio de la escuela, ahora vacío,
con las ventanas a oscuras. Me hubiera gustado que los estudiantes vieran lo
que podían hacer los platos, darles esa pequeña esperanza. La perspectiva
de una batalla seguía resultando terrorífica, especialmente cuando pensaba
en todas las vidas que podrían perderse, pero al menos no estábamos
sentados sobre una colina esperando a la muerte.
—Puede que realmente tengamos una oportunidad de combatir —dije,
asombrada.
—Intenta que la emoción no te abrume, pero tengo más buenas noticias.
Gruñí. Conocía ese tono de su voz.
—Vasily ha vuelto de Caryeva.
—Podrías ser amable y ahogarme ahora.
—¿Y sufrir solo? Creo que no.
—Tal vez por tu cumpleaños podrías pedir que le pusieran un bozal real
—sugerí.
—Pero entonces nos perderíamos todas sus emocionantes historias
sobre las subastas del verano. Te fascina la superioridad de crianza del
caballo de carreras ravkano, ¿verdad?
Solté un gemido. Se suponía que Mal estaría de servicio para la cena de
cumpleaños de Nikolai a la noche siguiente. Tal vez pudiera lograr que
Tolya o Tamar ocuparan su lugar. Por el momento, no pensaba que pudiera
soportar verlo firme y con el rostro pétreo durante toda la noche, sobre todo
con Vasily vociferando por ahí.
—Anímate —dijo el príncipe—. A lo mejor vuelve a proponerte
matrimonio.
Me senté.
—¿Cómo sabes eso?
—Si recuerdas, yo hice básicamente lo mismo. Tan solo me sorprende
que no lo haya intentado una segunda vez.
—Al parecer es difícil encontrarme a solas.
—Lo sé —replicó él—. ¿Por qué te crees que te acompaño en el camino
de vuelta del Gran Palacio después de cada reunión?
—¿Por mi maravillosa compañía? —dije amargamente, enfadada por el
toque de decepción que sentí en sus palabras. Nikolai era demasiado bueno
en hacerme olvidar que todo lo que hacía estaba calculado.
—Eso también —dijo. Sacó el pie del agua y se quedó mirando sus
dedos en movimiento—. Se hará a la idea con el tiempo.
Suspiré con exagerada aflicción.
—¿Cómo le dices que no a un príncipe?
—Ya lo has hecho antes —me recordó él, observándose el pie—. ¿Tan
segura estás de que quieres hacerlo?
—No puedes hablar en serio.
Nikolai se revolvió, incómodo.
—Bueno, es el primero en la línea por el trono, de sangre real pura y
todo eso.
—No me casaría con Vasily ni aunque tuviera un pájaro de fuego de
mascota llamado Ludmilla, y su sangre real no podría importarme menos.
—Me lo quedé mirando—. Dijiste que los rumores sobre tu linaje no te
preocupaban.
—Puede que no haya sido del todo honesto sobre eso.
—¿Tú? ¿Siendo algo menos que honesto? Estoy aturdida, Nikolai.
Aturdida y aterrorizada.
Se rio.
—Supongo que es fácil decir que no importa cuando estás lejos de la
corte. Pero aquí nadie parece querer que lo olvide, especialmente mi
hermano. —Se encogió de hombros—. Siempre ha sido así. Había rumores
sobre mí incluso antes de que naciera. Por eso mi madre nunca me llama
Sobachka. Dice que es como si fuera un chucho.
Noté una punzada en el corazón ante eso. A mí me habían llamado de
muchas formas mientras crecía.
—A mí me gustan los chuchos —dije—. Tienen orejas colgantes muy
monas.
—Mis orejas son muy dignas.
Pasé un dedo por uno de los elegantes tablones del puerto.
—¿Por eso permaneciste lejos durante tanto tiempo? ¿Por eso te
convertiste en Sturmhond?
—No sé si había una sola razón. Supongo que nunca sentí que este fuera
mi hogar, así que traté de buscar un lugar donde encajara.
—Yo tampoco he sentido nunca que encajara en ningún sitio —admití.
Salvo con Mal. Aparté el pensamiento de mi cabeza. Después fruncí el ceño
—. ¿Sabes lo que odio de ti?
Él pestañeó, sobresaltado.
—No.
—Siempre dices lo correcto.
—¿Y odias eso?
—He visto cómo cambias de papel, Nikolai. Siempre eres lo que los
demás necesitan que seas. Tal vez nunca te has sentido como si encajaras en
ningún sitio, o tal vez solo lo estás diciendo para caerle mejor a la pobre
huérfana solitaria.
—¿Así que te caigo bien?
Puse los ojos en blanco.
—Sí, cuando no quiero apuñalarte.
—Es un comienzo.
—No, no lo es.
Se giró hacia mí. En la penumbra, sus ojos color avellana parecían
trocitos de ámbar.
—Soy un corsario, Alina —dijo en voz baja—. Tomaré lo que pueda
conseguir.
De pronto fui consciente de su hombro descansando contra el mío, de la
presión de su muslo. El aire estaba cálido y olía dulce con el aroma del
verano y el humo de los árboles.
—Quiero besarte —dijo.
—Ya me has besado —le recordé con una risa nerviosa.
Una sonrisa estiró sus labios.
—Quiero besarte otra vez —puntualizó.
—Ah —suspiré. Su boca estaba a unos centímetros de la mía. Mi
corazón comenzó a latir al galope. Es Nikolai, me recordé. Puro cálculo. Ni
siquiera estaba segura de que quisiera que me besara. Pero todavía me dolía
el orgullo por el rechazo de Mal. ¿Acaso no había dicho que había besado a
muchas otras chicas?
—Quiero besarte —repitió—. Pero no lo haré. No hasta que pienses en
mí en lugar de en tratar de olvidarlo.
Me eché hacia atrás y me puse en pie incómodamente, sintiéndome
ruborizada y avergonzada.
—Alina…
—Al menos ahora sé que no siempre dices lo correcto —murmuré.
Cogí mis zapatos y escapé por el puerto.
ermanecí alejada de las hogueras de los Grisha mientras
caminaba a zancadas por la orilla del lago. No quería ver ni
hablar con nadie.
¿Qué había esperado de Nikolai? ¿Una distracción?
¿Coqueteo? ¿Algo que liberara a mi corazón de su dolor? Tal vez solo
quería una forma mezquina de vengarme de Mal. O tal vez me sentía tan
desesperada por conectar con alguien que me conformaría con un beso falso
de un príncipe poco fiable.
La idea de la cena de cumpleaños del día siguiente me llenaba de temor.
Mientras caminaba con paso firme por los terrenos pensé que tal vez podría
inventar alguna excusa. Podía enviar una bonita nota al Gran Palacio
sellada con cera y adornada con el sello oficial de la Invocadora del Sol:
A sus Majestades Reales, el Rey y la Reina de Ravka:
Debo ofrecer mis más sentidas disculpas e informaros con el corazón
compungido de que no podré asistir a las festividades en celebración del
nacimiento del Príncipe Nikolai Lantsov, Gran Duque de Udova.
Han surgido circunstancias desafortunadas, a saber, que mi mejor
amigo no parece ser capaz de soportar mi presencia, y vuestro hijo no me
besó cuando yo deseaba que lo hiciera. O deseaba que no lo hiciera. O
todavía no estoy segura de lo que deseo, pero hay muchas posibilidades de
que si me veo obligada a asistir a su estúpida cena de cumpleaños, acabaré
llorando sobre mi trozo de tarta.
Con mis mejores deseos en esta fecha tan celebrada,
Alina Starkov, Idiota
Cuando llegué a las habitaciones del Oscuro, Tamar se encontraba
leyendo en la sala común. Levantó la mirada cuando entré, pero mi humor
debía de estar reflejado en mi rostro, ya que no dijo una palabra.
Sabía que no sería capaz de dormir, así que me metí en la cama con uno
de los libros que había sacado de la biblioteca, una vieja guía de viajes que
señalaba los monumentos más famosos de Ravka. Tenía una débil
esperanza de que me señalaría la dirección hasta el arco.
Traté de concentrarme, pero me encontré leyendo la misma frase una y
otra vez. Tenía la cabeza confusa por el champán, y mis pies seguían fríos y
húmedos del lago. Puede que Mal hubiera regresado de su partida de cartas.
Si llamaba a su puerta y respondía, ¿qué podía decirle?
Aparté el libro a un lado. No sabía qué decirle a Mal. Nunca lo sabía
esos días. Pero tal vez pudiera comenzar con la verdad: que estaba perdida
y confundida, y tal vez volviéndome loca, que a veces me asustaba a mí
misma, y que lo echaba tanto de menos que era como un dolor físico.
Necesitaba al menos tratar de curar el desgarramiento entre nosotros antes
de que fuera completamente imposible repararlo. No importaba lo que
pensara de mí después, la cosa no podía ponerse mucho peor. Podía
sobrevivir a otro rechazo, pero no podría soportar la idea de que no había
tratado de arreglarlo.
Eché un vistazo en la sala común.
—¿Está aquí Mal? —pregunté a Tamar. Ella sacudió la cabeza. Me
tragué el orgullo y dije—: ¿Sabes adonde ha ido?
Tamar suspiró.
—Ponte los zapatos. Te llevaré con él.
—¿Dónde está?
—En los establos.
Inquieta, volví a meterme en la habitación y me puse los zapatos
rápidamente. Seguí a Tamar fuera del Pequeño Palacio y a través del
césped.
—¿Estás segura de que quieres hacer esto? —preguntó, pero no
respondí. Sabía que no me iba a gustar lo que tuviera que enseñarme, pero
me negaba a volver a mi habitación y enterrar la cabeza bajo las sábanas.
Llegamos hasta la suave cuesta que llevaba más allá de la banya. Unos
caballos relinchaban en los establos. Se hallaban a oscuras, pero las salas de
entrenamiento estaban iluminadas. Escuché gritos.
La sala de entrenamiento más grande era poco más que un granero con
suelo de tierra y las paredes cubiertas por cualquier arma imaginable.
Normalmente era ahí donde Botkin repartía castigos a los estudiantes
Grisha y llevaba a cabo los entrenamientos. Pero esa noche estaba llena de
gente, la mayoría soldados, algunos Grisha, e incluso unos pocos sirvientes.
Todos estaban gritando y vitoreando, dándose empujones para tratar de ver
mejor lo que fuera que estaba pasando en el centro del a habitación.
Sin ser vistas, Tamar y yo nos colamos entre la masa de cuerpos. Vi a
dos rastreadores reales, varios miembros del regimiento de Nikolai, un
grupo de Corporalki, y a Zoya, que estaba gritando y aplaudiendo con los
demás.
Casi había llegado al frente de la multitud cuando vi a un Vendaval con
los puños en alto y el pecho desnudo, recorriendo el círculo de espectadores
que se había formado. Recordé que se trataba de Eskil, uno de los Grisha
que habían estado viajando con Fedyor. Era fjerdano, y se notaba: ojos
azules, pelo de un rubio blanquecino, alto y tan ancho que prácticamente
me bloqueaba la visión.
No es demasiado tarde, pensé. Todavía puedes darte la vuelta y fingir
que nunca has estado aquí.
Me quedé firmemente anclada en mi sitio. Sabía lo que iba a ver, pero
me conmocionó de todos modos cuando Eskil se hizo a un lado y pude ver
por primera vez a Mal. Como el Vendaval, estaba desnudo de cintura para
arriba, y su torso musculoso manchado de tierra y sudor. Tenía cardenales
en los nudillos. Un hilillo de sangre bajaba por su mejilla desde un corte
debajo del ojo, aunque no parecía darse cuenta de ello.
Eskil atacó. Mal bloqueó el primer puñetazo, pero el siguiente lo golpeó
bajo los riñones. Gruñó, bajó el codo, y lanzó un fuerte golpe a la
mandíbula del Vendaval.
Eskil se apartó del alcance de Mal y lanzó el brazo a través del aire con
un arco descendente. Me di cuenta con una punzada de pánico de que
estaba invocando. La ráfaga me revolvió el pelo, y un segundo después Mal
salió volando por el viento Etherealnik. El Vendaval lanzó su otro brazo
hacia delante y el cuerpo de Mal se elevó y chocó contra el techo del
granero. Se quedó ahí durante un momento, pegado a las vigas de madera
por el poder Grisha. Después Eskil lo dejó caer. Golpeó el suelo de tierra
con un traqueteo de huesos.
Grité, pero el sonido se perdió en el rugido de la multitud. Un
Corporalnik gritaba apoyando a Eskil, mientras que otro le gritaba a Mal
que se levantara.
Fui hacia delante, comenzando a invocar luz en mis manos, pero Tamar
me agarró de la manga.
—No quiere tu ayuda —dijo.
—¡Me da igual! —grité—. Esto no es una pelea justa. ¡No está
permitido!
A los Grisha jamás se les permitía emplear sus poderes en las salas de
entrenamiento.
—Las reglas de Botkin no se aplican después de que oscurezca. Mal
está en medio de una pelea, no en una clase.
Me aparté de ella de un tirón. Era mejor un Mal enfadado que un Mal
muerto.
Estaba a cuatro patas, tratando de levantarse. Me impresionó que fuera
capaz de moverse siquiera después del ataque del Vendaval. Eskil volvió a
levantar los brazos. Se levantó una ráfaga de aire y polvo. Llamé a la luz,
sin importarme lo que Tamar o Mal pudieran decirme al respecto. Pero esa
vez Mal rodó, esquivó la corriente y se puso en pie con sorprendente
velocidad.
Eskil frunció el ceño y examinó el perímetro, sopesando sus opciones.
Sabía lo que se estaba planteando. No podía desatar su poder sin arriesgarse
a dañarnos a todos, y probablemente también parte de los establos. Esperé,
sujetando débilmente la luz, sin saber qué hacer.
Mal respiraba con fuerza, doblado por la cintura y con las manos
descansando sobre los muslos. Probablemente se habría roto al menos una
costilla. Tenía suerte de no haberse roto la columna. Deseé que volviera al
suelo y se quedara ahí. En lugar de eso, se forzó a ponerse erguido, siseando
por el dolor. Cuadró los hombros, soltó una maldición y escupió sangre.
Después, para mi horror, movió los dedos e hizo señas al Vendaval para que
avanzara. La multitud soltó vítores.
—¿Qué está haciendo? —gemí—. Va a conseguir que lo maten.
—Estará bien —replicó Tamar—. Lo he visto soportar cosas peores—.
Lucha aquí cada noche cuando está lo bastante sobrio. A veces cuando no
lo está.
—¿Lucha contra los Grisha?
Tamar se encogió de hombros.
—En realidad, es bastante bueno.
¿Eso era lo que hacía Mal cada noche? Recordé todas las mañanas que
había aparecido con cardenales y arañazos. ¿Qué estaba tratando de
demostrar? Recordé mis descuidadas palabras cuando regresábamos de la
fiesta de adivinación. No quiero la carga de un ejército de otkazat’sya
indefensos.
Deseé poder retirarlas.
El Vendaval hizo una finta hacia la izquierda, y después alzó las manos
para lanzar otro ataque. El viento sopló dentro del círculo, y vi que los pies
de Mal perdían el contacto con el suelo. Apreté los dientes, segura de que
estaba a punto de verlo estamparse contra la pared más cercana, pero en el
último segundo giró para apartarse de la ráfaga de aire y atacó al
sobresaltado Vendaval.
Eskil soltó un sonoro «uf» mientras Mal lo rodeaba con fuerza con los
brazos, manteniendo los miembros del Grisha sujetos para que no pudiera
invocar su poder. El enorme fjerdano gruñó, con los músculos tensos y
enseñando los dientes mientras trataba de liberarse del agarre de Mal.
Sabía que debía de estar costándole mucho, pero Mal lo agarró aún más
fuerte. Se movió y después estampó la frente contra la nariz de su oponente
con un crujido repugnante. Antes de que pudiera pestañear, liberó a Eskil y
lo aporreó con una ráfaga de puñetazos en la tripa y los costados.
Eskil se encorvó, tratando de protegerse, esforzándose por respirar
mientras la sangre corría por su boca abierta. Mal giró y lanzó una brutal
patada a la parte trasera de las piernas del Vendaval. Este cayó de rodillas,
balanceándose, pero de algún modo seguía recto.
Mal se apartó, examinando su trabajo. La multitud zapateaba y lanzaba
vivas, con gritos frenéticos, pero los ojos cautelosos de Mal permanecían
fijos en el Vendaval arrodillado.
Examinó a su oponente y después bajó los puños.
—Vamos —le dijo al Grisha. El aspecto de su rostro me provocó un
escalofrío. Había desafío y una especie de sombría satisfacción. ¿Qué veía
cuando miraba a Eskil arrodillado?
El Vendaval tenía los ojos vidriosos. Con esfuerzo, levantó las palmas.
Una débil brisa revoloteó hasta Mal y desde el gentío se elevó un coro de
abucheos.
Mal dejó que la brisa lo acariciara y después avanzó hacia Eskil. Su
débil ráfaga ganó velocidad. Mal plantó la mano en el centro del pecho del
Vendaval y le dio un empujón desdeñoso.
Eskil se derrumbó. Su enorme cuerpo golpeó el suelo, y se aovilló
gimiendo.
A nuestro alrededor estallaron abucheos y gritos eufóricos. Un alegre
soldado tomó la muñeca de Mal y la levantó sobre su cabeza en señal de
triunfo mientras el dinero comenzaba a correr de una mano a otra. La
multitud avanzó hacia Mal, llevándome con ella. Todos comenzaron a
hablar al mismo tiempo. La gente le daba palmadas en la espalda, le ponía
dinero en las manos. Entonces Zoya apareció frente a él, le rodeó el cuello
con los brazos y presionó los labios contra los de Mal. Vi que se ponía
rígido.
Un sonido como de torrente me llenó las orejas, ahogando el ruido del
gentío.
Apártala, rogué en silencio. Apártala.
Y, por un momento, pensé que lo haría. Pero entonces sus brazos se
cerraron alrededor de ella, y él le devolvió el beso mientras la multitud
lanzaba gritos y vítores.
Se me encogió el estómago. Era como colocar mal el pie sobre un
arroyo congelado, escuchar el crujido del hielo, la caída repentina, saber
que no había nada debajo salvo agua oscura. Se apartó de ella, sonriendo,
con la mejilla todavía sangrienta, y fue entonces cuando sus ojos se
encontraron con los míos. Se puso blanco.
Zoya siguió su mirada y alzó una ceja en señal de desafío cuando me
vio.
Me giré y comencé a caminar a empujones entre la multitud. Tamar me
siguió.
—Alina —dijo.
—Déjame en paz.
Me separé de ella. Tenía que salir al exterior, tenía que alejarme de todo
el mundo. Las lágrimas estaban comenzando a empañar mi visión. No sabía
si era por el beso o por lo que había sucedido antes de él, pero no podía
permitir que las vieran. La Invocadora del Sol no lloraba, y menos por uno
de sus guardias otkazat’sya.
Y, ¿qué derecho tenía? ¿Acaso yo no había estado a punto de besar a
Nikolai? Tal vez pudiera encontrarlo ahora, convencerlo para que me besara
sin importar en quién estuviera pensando yo.
Salí de los establos a la penumbra. El aire era cálido y denso, y tenía la
sensación de que no podía respirar. Me alejé a zancadas del camino bien
iluminado junto a los establos y me dirigí al refugio del bosquecillo de
abedules.
Alguien me tiró del brazo.
—Alina —dijo Mal.
Me lo sacudí de encima y apresuré mis pasos, prácticamente corriendo
ya.
—Alina, para —dijo, siguiendo mi ritmo fácilmente a pesar de las
heridas que había sufrido.
Lo ignoré y me metí en el bosque. Podía oler los manantiales calientes
que alimentaban la banya, el afilado aroma de las hojas de abedules bajo
mis pies. Me dolía la garganta. Lo único que quería era que me dejaran sola
para llorar o vomitar, o tal vez las dos cosas.
—Maldita sea, Alina, ¿podrías parar?
No podía rendirme a mi dolor, así que me rendí a mi furia.
—Eres el capitán de mi guardia —repliqué, resbalando entre los árboles
—. ¡No puedes andar metiéndote en peleas como si fueras un plebeyo!
Mal me cogió del brazo y me obligó a girarme.
—Soy un plebeyo —gruñó—. No uno de tus peregrinos, o de tus
Grisha, o un perro guardián mimado que se sienta al otro lado de tu puerta
por la noche esperando que puedas necesitarme.
—Por supuesto que no —dije—. Tienes cosas mucho mejores que hacer
con tu tiempo. Como emborracharte y meterle la lengua hasta la garganta a
Zoya.
—Al menos ella no se encoge cuando la toco —escupió—. Si no me
quieres, ¿por qué te importa que ella lo haga?
—No me importa —respondí, pero las palabras salieron como un
sollozo.
Mal me liberó tan repentinamente que casi me caí hacia atrás. Se alejó
de mí, pasándose las manos por el pelo. El movimiento le hizo poner una
mueca. Sus dedos examinaron la carne de su costado. Quería gritarle que
fuera a buscar a un Sanador. Quería lanzar el puño a la rotura para que le
doliera aún más.
—Por todos los Santos —soltó—. Ojalá nunca hubiera venido aquí.
—Entonces, vayámonos —dije salvajemente. Sabía que no tenía sentido
alguno pero no me importaba—. Huyamos esta noche y olvidemos que
alguna vez hemos visto este lugar.
Soltó una risotada semejante a un ladrido de amargura.
—¿Sabes cuánto deseo eso? ¿Estar contigo sin rangos, ni paredes ni
nada que se interponga entre nosotros? ¿Solo ser normales otra vez, juntos?
—Sacudió la cabeza—. Pero no vas a hacerlo.
—Sí lo haré —repliqué, con las lágrimas derramándose por mis
mejillas.
—No te engañes a ti misma. Encontrarías una forma de volver.
—No sé cómo arreglar esto —dije con desesperación.
—¡No puedes arreglarlo! —gritó—. Así es como son las cosas. ¿Alguna
vez se te ha ocurrido que tal vez tu destino era ser reina y el mío no ser nada
en absoluto?
—Eso no es cierto.
Caminó hacia mí, y las ramas de los árboles dibujaron extrañas sombras
fluctuantes sobre su rostro en el crepúsculo.
—Ya no soy un soldado —dijo—. No soy un príncipe y, por todos los
demonios, está claro que no soy un Santo. Entonces, ¿qué soy, Alina?
—Yo…
—¿Qué soy? —susurró.
Estaba ya cerca de mí. El aroma que conocía tan bien, ese aroma verde
oscuro del prado, estaba perdido bajo el olor del sudor y la sangre.
—¿Soy tu guardián? —preguntó.
Pasó la mano lentamente por mi brazo, desde el hombro hasta la punta
de los dedos.
—¿Tu amigo?
Su mano izquierda recorrió mi otro brazo.
—¿Tu sirviente?
Sentía su aliento sobre mis labios. Mi corazón sonaba atronador en mis
oídos.
—Dime lo que soy. —Me acercó a su cuerpo, rodeando mi cintura con
las manos.
Cuando sus dedos se rozaron, una afilada sacudida me atravesó,
haciéndome doblar las rodillas. El mundo se inclinó y yo jadeé. Mal soltó
mi mano como si lo hubiera quemado.
Se alejó de mí, aturdido.
—¿Qué ha sido eso?
Pestañeé, tratando de sacudirme el mareo que sentía.
—¿Qué demonios ha sido eso? —repitió.
—No lo sé.
Los dedos todavía me hormigueaban. Una sonrisa carente de humor
retorció sus labios.
—Nunca es fácil con nosotros, ¿verdad?
Me puse en pie, repentinamente enfadada.
—No, Mal, no lo es. Nunca va a ser fácil, ni dulce ni cómodo conmigo.
No puedo dejar el Pequeño Palacio y ya está. No puedo huir ni fingir que
esto no es lo que soy, porque si lo hago, más gente morirá. No puedo volver
a ser Alina. Esa chica ha desaparecido.
—Quiero que vuelva —dijo ásperamente.
—¡No puedo volver! —grité, sin importarme quién pudiera oírme—.
Incluso aunque me quitaras este collar y las escamas del azote marino, no
puedes sacar este poder de mi interior.
—¿Y si pudiera? ¿Lo dejarías marchar? ¿Lo abandonarías?
—Jamás.
La verdad de la palabra permaneció entre nosotros. Nos quedamos ahí
de pie, en la oscuridad del bosque, y sentía que la esquirla de mi corazón se
removía. Sabía lo que dejaría atrás cuando desapareciera el dolor: la
soledad, la nada, una profunda fisura que no se arreglaría, el borde
desesperado del abismo que había vislumbrado una vez en los ojos del
Oscuro.
—Vamos —dijo Mal finalmente.
—¿Adonde?
—De vuelta al Pequeño Palacio. No voy a dejarte en el bosque.
Subimos la colina en silencio y entramos en el palacio por las
habitaciones del Oscuro. Afortunadamente, la sala común se encontraba
vacía.
En la puerta de mi habitación me giré hacia Mal.
—Lo veo —dije—. Veo al Oscuro. En la biblioteca. En la capilla.
Aquella vez en la Sombra, cuando casi se estrelló el Colibrí. En mi
habitación, la noche que trataste de besarme.
Se me quedó mirando.
—No sé si son visiones o visitas. No te lo dije porque creía que me
estaba volviendo loca. Y porque creía que ya estabas un poco asustado de
mí.
Mal abrió la boca, la cerró y volvió a intentarlo. Incluso entonces,
esperaba que fuera a negarlo. En lugar de eso, me dio la espalda y fue hasta
las habitaciones de los guardias, deteniéndose solo para tomar de la mesa
una botella de kvas, y cerró suavemente la puerta tras él.
Me preparé para irme a la cama y me metí entre las sábanas, pero hacía
demasiado calor. Las aparté y dejé el revoltijo a los pies de la cama. Me
quedé boca arriba, mirando la cúpula de obsidiana llena de constelaciones.
Quería llamar a la puerta de Mal, decirle que lo sentía, que había hecho un
desastre horrible, que deberíamos haber entrado en Os Alta el primer día de
la mano. Pero ¿hubiera servido para algo?
No hay vidas corrientes para la gente como tú y como yo.
No hay vidas corrientes. Solo batallas, y miedos, y misteriosas
sacudidas que nos hacía estremecernos sobre nuestros pies. Había pasado
demasiados años queriendo ser la clase de chica que Mal pudiera desear. Tal
vez eso ya no era posible.
No hay más como nosotros, Alina. Y jamás los habrá.
Cuando llegaron las lágrimas, eran ardientes y furiosas. Giré la cara
contra la almohada para que nadie me oyera llorar. Lloré, y cuando no
quedó nada más, caí en un sueño inquieto.
—Alina.
Desperté con el suave roce de los labios de Mal sobre los míos, el
delicado toque en mis sienes, mis párpados, mi frente. La luz de la llama
que había junto a mi cama se reflejaba en su pelo castaño mientras se
inclinaba para besar la curva de mi garganta.
Dudé durante un momento, confusa, no del todo despierta todavía, y
después lo rodeé con los brazos para acercarlo más a mí. No me importaba
que nos hubiéramos peleado, que hubiera besado a Zoya, que se hubiera
alejado de mí, que todo pareciera tan imposible. Lo único que importaba era
que había cambiado de opinión. Había vuelto, y no estaba sola.
—Te he echado de menos, Mal —murmuré contra su oreja—. Te he
echado muchísimo de menos.
Mis brazos se deslizaron por su espalda y se entrelazaron alrededor de
su cuello. Volvió a besarme, y suspiré ante la bienvenida presión de su boca.
Sentí su peso encima de mí y recorrí los duros músculos de sus brazos con
las manos. Si Mal seguía conmigo, si todavía podía quererme, entonces
había esperanza. El corazón me latía con fuerza en el pecho mientras la
calidez se extendía a través de mí. No había ningún sonido salvo el de
nuestra respiración y el movimiento de nuestros cuerpos unidos. Me besó la
garganta, la clavícula, bebió de mi piel. Me estremecí y me apreté más a él.
Eso era lo que quería, ¿verdad? ¿Encontrar alguna forma de curar la
brecha entre nosotros? Sin embargo, una astilla de pánico me atravesó.
Necesitaba ver su rostro, saber que estábamos bien. Le cogí la cara con las
manos, inclinando su barbilla, y cuando mi mirada se encontró con la suya,
me encogí de terror.
Lo miré a los ojos, esos familiares ojos azules que conocía incluso
mejor que los míos. Pero no eran azules. En la moribunda luz de la lámpara,
brillaban con un gris cuarzo.
Entonces sonrió, una sonrisa fría e inteligente que nunca había visto en
sus labios.
—Yo también te he echado de menos, Alina.
Esa voz. Fría y suave como el cristal.
Las facciones de Mal se fundieron en sombras y después volvieron a
formarse como una cara surgida de la niebla. Pálida, hermosa, esa mata de
pelo negro y espeso, la curva perfecta de su mandíbula.
El Oscuro depositó la mano con suavidad sobre mi mejilla.
—Pronto —susurró.
Grité. Se desvaneció entre las sombras y desapareció.
Salí de la cama, rodeándome a mí misma con los brazos. Me picaba la
piel, mi cuerpo se sacudía con el terror y el recuerdo del deseo. Esperaba
que Tamar o Tolya entraran corriendo por mi puerta. Ya tenía una mentira
preparada en los labios.
Diría que había sido una pesadilla. Y la palabra saldría firme y
convincente, a pesar del martilleo de mi corazón en el pecho y el nuevo
grito que sentía formándose en mi garganta.
Pero la habitación permaneció en silencio. No vino nadie. Me quedé ahí
de pie, temblando en la oscuridad casi total.
Tomé un aliento superficial y tembloroso. Después otro.
Cuando noté las piernas lo bastante firmes, me puse la bata y eché un
vistazo en la sala común. Se encontraba vacía.
Cerré la puerta y apoyé la espalda contra ella, mirando las sábanas
revueltas de mi cama. No iba a volverme a dormir, tal vez nunca volvería a
dormir. Miré el reloj sobre la repisa de la chimenea. El sol salía temprano
durante la Belyanoch, pero pasarían horas antes de que el palacio
despertara.
Rebusqué entre la pila de ropa que había conservado de nuestro viaje en
el Volkvolny y me puse un apagado abrigo marrón y una larga bufanda.
Hacía demasiado calor para ambas cosas, pero no me importaba. Me puse el
abrigo sobre el pijama, me envolví la bufanda alrededor de la cabeza y el
cuello, y me calcé los zapatos.
Mientras atravesaba a hurtadillas la sala común, vi que la puerta de las
habitaciones de los guardias estaba cerrada. Si Mal o los mellizos estaban
dentro, debían de estar durmiendo profundamente. O tal vez Mal se
encontrara en algún otro sitio bajo las cúpulas del Pequeño Palacio,
enredado entre los brazos de Zoya. Mi corazón dio un vuelco desagradable.
Salí por la puerta, giré hacia la izquierda, y me apresuré a través de los
pasillos a oscuras hasta los silenciosos terrenos.
nduve sin rumbo en la penumbra, más allá de los silenciosos
prados cubiertos de niebla y las ventanas empañadas del
invernadero. El único sonido era el suave crujido de mis zapatos
sobre el camino de gravilla. Las entregas matinales de pan y
otros productos estaban teniendo lugar en el Gran Palacio, y seguí la
caravana de carros que salía de las puertas y atravesaba las calles
adoquinadas de la parte alta de la ciudad. Todavía había algunos juerguistas
por ahí, disfrutando del crepúsculo. Vi a dos personas con vestidos de fiesta
dando una cabezada en el banco de un parque. Un grupo de chicas reían y
salpicaban en una fuente, con las faldas subidas hasta las rodillas. Un
hombre que llevaba una guirnalda de amapolas estaba sentado en un
bordillo con la cabeza entre las manos mientras una chica con una corona
de papel le daba palmadas en la espalda. Pasé junto a todos ellos sin ser
vista, una chica invisible con un abrigo de un marrón apagado.
Sabía que estaba siendo estúpida. Los espías del Apparat podían estar
observando, o los del Oscuro. Podían atraparme y llevarme lejos de allí en
cualquier momento. No sabía a ciencia cierta si me importaba siquiera.
Necesitaba seguir caminando, llenar mis pulmones de aire fresco, quitarme
de encima la sensación de las manos del Oscuro sobre mi piel
Me toqué la cicatriz del hombro. Incluso a través de la tela del abrigo
podía notar sus bordes levantados. A bordo del ballenero había preguntado
al Oscuro por qué había dejado que su monstruo me mordiera. Pensaba que
había sido por rencor, para que siempre llevara su marca. Tal vez era algo
más.
¿Había sido real la visión? ¿Estaba realmente allí, o era algo que había
evocado mi mente? ¿Qué clase de enfermedad tenía dentro que me hiciera
soñar con algo así?
Pero no quería pensar. Tan solo quería caminar.
Crucé el canal donde las barquitas flotaban en el agua. De algún lugar
bajo el puente, oí el resuello de un acordeón.
Pasé a través de los guardias y llegué hasta las calles estrechas y el
tumulto del mercado de la ciudad. Parecía incluso más abarrotado que
antes. La gente atestaba las escaleras de entrada y los porches. Algunos
jugaban a las cartas en mesas improvisadas hechas de cajas. Otros dormían
apoyados entre ellos. Una pareja se balanceaba lentamente en el porche de
una taberna al ritmo de una música que solo ellos eran capaces de escuchar.
Cuando llegué a los muros de la ciudad me dije que debía detenerme,
dar la vuelta y volver a casa. Casi me reí. El Pequeño Palacio no era
realmente mi casa.
No hay vidas corrientes para la gente como tú y como yo.
Mi vida sería lealtad en lugar de amor, fidelidad en lugar de amistad.
Tendría que sopesar cada decisión, considerar cada acción, no confiar en
nadie. Sería una vida que observaría desde la distancia.
Sabía que debía volver atrás, pero seguí caminando, y un momento
después me encontraba al otro lado del muro. En un abrir y cerrar de ojos
había dejado atrás Os Alta.
El campamento había crecido. Había cientos de personas acampadas
tras los muros, tal vez miles. No era difícil encontrar a los peregrinos, y me
sorprendió lo mucho que había crecido su número. Se apiñaban cerca de
una gran tienda blanca, todos mirando al este, esperando la salida del sol.
El sonido comenzó como una serie de susurros que revoloteaban en el
aire como las alas de los pájaros, y creció hasta formar un bajo cántico
mientras el sol se asomaba por el horizonte e iluminaba el pálido cielo azul.
Solo entonces comencé a distinguir las palabras.
Sankta. Sankta Alina. Sankta. Sankta Alina.
Los peregrinos observaron el creciente amanecer, y yo los observé a
ellos, incapaz de apartar la mirada de su esperanza, de su expectación.
Tenían los rostros exultantes y, mientras los primeros rayos del sol caían
sobre ellos, algunos comenzaron a llorar.
El cántico creció y se multiplicó, subiendo y bajando, aumentando hasta
formar un lamento que me erizó el vello de los brazos. Era un arroyo que
inundaba sus orillas, una colmena de abejas tirada de un árbol.
Sankta. Sankta Alina. Hija de Ravka.
Cerré los ojos mientras el sol jugaba sobre mi piel, rezando para sentir
algo, lo que fuera.
Sankta Alina. Hija de Keramzin.
Alzaron los brazos hacia el cielo, y sus voces crecieron en un frenesí,
ahora gritando, chillando. Caras jóvenes, caras ancianas, los enfermos y los
débiles, los sanos y los fuertes. Todos extraños.
Miré a mi alrededor. Esto no es esperanza, pensé. Es una locura. Es
hambre, necesidad, desesperación. Sentí como si estuviera despertando de
un trance. ¿Por qué había ido hasta allí? Estaba más sola entre esa gente que
tras los muros del palacio. No tenían nada que darme, y yo no tenía nada
que ofrecerles.
Me dolían los pies, y me di cuenta de lo cansada que estaba. Me giré y
comencé a abrirme camino entre la multitud hasta las puertas de la ciudad,
mientras el cántico se convertía en un clamor rugiente.
Sankta, gritaban. Sol Koroleva. Rebe Dva Stolba.
Hija de los Dos Molinos. Ya había oído eso antes en el viaje a Os Alta,
un valle llamado así por unas ruinas antiguas, hogar de una serie de
asentamientos pequeños y carentes de importancia en la frontera sureña.
Mal también había nacido cerca de allí, pero nunca habíamos tenido la
oportunidad de volver. ¿Y de qué habría servido? Cualquier familia que
pudiéramos haber tenido había sido enterrada o quemada hacía mucho.
Sankta Alina.
Volví a pensar en mis pocos recuerdos anteriores a Keramzin, en el
plato de remolachas cocidas, mis dedos manchados de rojo por ellas.
Recordé el camino polvoriento, visto desde los anchos hombros de alguien,
el balanceo de las colas de los bueyes, nuestras sombras en el suelo. Una
mano que señalaba las ruinas de los molinos, dos estrechos dedos de piedra,
desgastados a meras columnas por el viento, la lluvia y el tiempo. Eso era
todo lo que quedaba en mi memoria. El resto era Keramzin. El resto era
Mal.
Sankta Alina.
Me abrí camino entre la masa de cuerpos, apretándome más la bufanda
alrededor de las orejas y tratando de bloquear el sonido. Una vieja peregrina
se puso en mi camino y casi la derribé. Estiré el brazo para estabilizarla y
ella se aferró a mí, apenas capaz de mantener el equilibrio.
—Perdóneme, babya —dije formalmente. Que nadie dijera nunca que
Ana Kuya no nos había enseñado modales. La puse sobre sus pies de nuevo
—. ¿Se encuentra bien?
Pero no estaba mirando a mi cara: estaba mirando a mi garganta. Me
llevé la mano al cuello. Era demasiado tarde. La bufanda se había deslizado.
—Sankta —gimió la mujer—. ¡Sankta! —Cayó sobre sus rodillas y me
tomó de la mano, presionándola sobre su mejilla arrugada—. ¡Sankta Alina!
De pronto estaba rodeada de manos que me cogían de las mangas y los
dobladillos del abrigo.
—Por favor —dije, tratando de apartarme de ellos.
Sankta Alina. Lo murmuraban, lo susurraban, lo gemían, lo lloraban. Mi
nombre me resultaba extraño, dicho como una plegaria, un extraño
encantamiento para mantener la oscuridad alejada.
Se arremolinaron a mi alrededor, cada vez más cerca, empujándose para
acercarse más, estirándose para tocar mi pelo, mi piel. Oí que algo se
desgarraba y me di cuenta de que era la tela de mi abrigo.
Sankta. Sankta Alina.
Los cuerpos se apretaron entre ellos, empujándose, gritándose entre
ellos, todos queriendo acercarse más. Mis pies perdieron el contacto con el
suelo. Grité cuando alguien me arrancó un mechón de pelo. Iban a
destrozarme.
Que lo hagan, pensé con repentina claridad. Podía acabar así de fácil.
Terminarían el miedo y las responsabilidades, las pesadillas de esquifes
rotos y niños devorados por la Sombra, las visiones. Estaría libre del collar,
del grillete, del aplastante peso de su esperanza. Que lo hagan.
Cerré los ojos. Así sería mi fin. Podían darme una página en el Istorii
Sankt’ya y ponerme un halo dorado alrededor de la cabeza. Alina la
Descorazonada, Alina la Insignificante, Alina la Loca, Hija de Dva Stolba,
hecha pedazos una mañana a la sombra de los muros de la ciudad. Podrían
vender mis huesos a un lado de la carretera.
Alguien gritó. Oí un grito enfadado. Unas enormes manos me sujetaron
y me levantaron en el aire.
Abrí los ojos y vi el rostro adusto de Tolya. Me tenía entre sus brazos.
Tamar se encontraba junto a él, con las palmas hacia arriba, girando en
un arco lento.
—Quedaos atrás —advirtió a la multitud. Vi que algunos de los
peregrinos pestañeaban adormilados, y otros simplemente se sentaron.
Estaba ralentizando su ritmo cardíaco, tratando de calmarlos, pero eran
demasiados. Un hombre se lanzó hacia delante. En un segundo, Tamar sacó
las hachas. El hombre vociferó mientras una franja roja aparecía en su
brazo.
—Acércate más y lo perderás —soltó ella.
Los rostros de los peregrinos estaban salvajes.
—Déjame ayudar —protesté.
Tolya me ignoró, abriéndose camino entre la multitud, con Tamar
haciendo círculos a su alrededor moviendo sus armas, ensanchando el
camino. Los peregrinos gruñían y gemían, con los brazos extendidos,
tratando de alcanzarme.
—Ahora —gritó Tolya. Después, más alto—: ¡Ahora!
Salió disparado. Mi cabeza golpeó su pecho mientras corríamos hacia la
seguridad de los muros de la ciudad, con Tamar pisándonos los talones. Los
guardias habían visto la agitación que se había formado y estaban
comenzando a cerrar las puertas.
Tolya se lanzó hacia delante, derribando a las personas que se ponían en
su camino, cargando a través de la estrecha abertura entre las puertas de
hierro. Tamar se coló tras nosotros, segundos antes de que las puertas se
cerraran con un sonido metálico. Al otro lado, oí el ruido de los cuerpos que
chocaban contra las puertas, las manos que arañaban, las voces que gritaban
con avidez. Seguía oyendo mi nombre. Sankta Alina.
—¿Qué demonios estabas pensando? —bramó Tolya mientras me
colocaba en el suelo.
—Más tarde —dijo Tamar secamente.
Los guardias de la ciudad me estaban mirando con furia.
—Sacadla de aquí —gritó uno de ellos, enfadado—. Tendremos suerte
si no se monta una revuelta en toda regla.
Los mellizos tenían caballos esperándolos. Tamar cogió una manta de
un puesto del mercado y me cubrió los hombros con ella.
Me la aferré al cuello, ocultando el collar. Saltó sobre su montura, y
Tolya me subió bruscamente tras ella.
Montamos en un silencio agobiante durante todo el camino hasta las
puertas del palacio. La agitación fuera de los muros de la ciudad todavía no
se había extendido al interior, y lo único que nos encontramos fueron unas
cuantas miradas inquisitivas.
Los mellizos no dijeron una palabra, pero notaba que estaban furiosos.
Tenían todo el derecho a estarlo. Me había comportado como un idiota, y
ahora tan solo podía esperar que los guardias de abajo pudieran restaurar el
orden sin tener que recurrir a la violencia.
Sin embargo, bajo el pánico y el arrepentimiento, una idea había entrado
en mi mente. Me dije que no tenía sentido, que me estaba haciendo
ilusiones, pero no pude sacudírmela de encima.
Cuando llegamos de vuelta al Pequeño Palacio, los mellizos querían
escoltarme directamente a las habitaciones del Oscuro, pero me negué.
—Ya estoy a salvo —señalé—. Tengo que hacer algo.
Insistieron en seguirme hasta la biblioteca.
No me llevó mucho tiempo encontrar lo que buscaba. Después de todo,
había sido cartógrafa. Me puse el libro bajo el brazo y volví a mi habitación
con mis ceñudos guardias detrás de mí.
Para mi sorpresa, Mal estaba esperando en la sala común. Estaba
sentado a la mesa, con una taza de té entre las manos.
—¿Dónde esta…? —comenzó, pero Tolya lo sacó de la silla y lo
estampó contra la pared antes de que pudiera pestañear siquiera.
—¿Dónde estabas tú? —le gruñó a la cara.
—¡Tolya! —grité alarmada. Traté de apartar su mano de la garganta de
Mal, pero era como tratar de doblar una barra de acero. Me giré hacia
Tamar en busca de ayuda, pero ella permaneció atrás con los brazos
cruzados, tan enfadada como su hermano.
Mal produjo un sonido ahogado. No se había cambiado la ropa desde la
noche anterior. Tenía una barba incipiente, y el olor de la sangre y el kvas se
aferraba a él como un abrigo sucio.
—¡Por todos los Santos, Tolya! ¿Podrías bajarlo?
Por un momento pareció que Tolya tenía intención de cargárselo, pero
después relajó los dedos y Mal se deslizó por la pared, tosiendo y tragando
aire a bocanadas.
—Era tu turno —rugió Tolya, golpeándolo en pecho con un dedo—.
Tendrías que haber estado con ella.
—Lo siento —dijo Mal con voz ronca, frotándose la garganta—. Debo
de haberme quedado dormido. Estaba justo…
—Estabas justo en el fondo de una botella —gruñó Tolya—. Puedo
olerla en ti.
—Lo siento —repitió Mal con tono lamentable.
—¿Que lo sientes? —Tolya cerró los puños—. Debería hacerte pedazos.
—Podrás desmembrarlo más tarde —intervine—. Ahora necesito que
vayas a buscar a Nikolai y le digas que vaya a la sala de guerra. Voy a
cambiarme.
Fui hasta mi habitación y cerré las puertas detrás de mí, tratando de
recomponerme. En lo que llevaba de día había estado a punto de morir y tal
vez hubiera comenzado una revuelta. Tal vez consiguiera incendiar algo
antes del desayuno.
Me lavé la cara, me puse la kefta y me apresuré a ir a la sala de guerra.
Mal estaba esperando allí desplomado sobre una silla, aunque yo no lo
había invitado. Se había cambiado de ropa, pero seguía aturdido y con los
ojos rojos. Había nuevos cardenales en su rostro de la noche anterior.
Levantó la mirada hacia mí cuando entré, pero no dijo nada. ¿Llegaría
alguna vez el momento en que no doliera mirarlo?
Coloqué el atlas sobre la larga mesa y fui hacia el antiguo mapa de
Ravka que recorría la extensión de la pared más alejada.
De todos los mapas de la sala de guerra, aquel era con mucho el más
antiguo y el más hermoso. Recorrí con los dedos las crestas elevadas de las
Sikurzoi, las montañas que señalaban la frontera sureña de Ravka con Shu
Han, y después las seguí hasta las laderas occidentales. El valle de Dva
Stolba era demasiado pequeño como para aparecer en el mapa.
—¿Recuerdas algo? —pregunté a Mal sin mirarlo—. ¿De antes de
Keramzin?
Mal no había sido mucho mayor que yo cuando llegó al orfanato.
Todavía recordaba el día que había llegado. Había oído que vendría otro
refugiado, y esperaba que fuera otra niña con la que jugar. En su lugar,
había llegado un chico rechoncho de ojos azules que haría cualquier cosa si
lo retabas.
—No. —Su voz seguía áspera por haber sido casi estrangulado por las
manos de Tolya.
—¿Nada?
—Solía soñar con una mujer con un largo pelo dorado en trenza. Lo
balanceaba delante de mí como si fuera un juguete.
—¿Tu madre?
—Madre, tía, vecina. ¿Cómo voy a saberlo? Alina, sobre lo que ha
pasado…
—¿Algo más?
Me observó durante un largo momento, y después suspiró y dijo:
—Cada vez que huelo regaliz recuerdo estar sentado en un porche con
una silla pintada de rojo frente a mí. Eso es todo. Todo lo demás…
Se calló y se encogió los hombros.
No necesitaba explicarlo. Los recuerdos eran un lujo destinado a otros
niños, no los huérfanos de Keramzin. Sé agradecida. Sé agradecida.
—Alina —volvió a probar Mal—, lo que dijiste del Oscuro…
Pero en ese momento entró Nikolai. A pesar de lo temprano que era
tenía todo el aspecto de un príncipe, con el pelo rubio brillando, y las botas
pulidas y resplandecientes. Se fijó en los cardenales de Mal y su barba
incipiente, alzó las cejas y dijo:
—¿A alguien le apetece un té?
Se sentó y estiró sus largas piernas frente a él. Tolya y Tamar habían
ocupado sus puestos, pero les pedí que cerraran la puerta y se unieran a
nosotros.
Cuando estuvieron todos situados alrededor de la puerta, dije:
—Fui entre los peregrinos esta mañana.
Nikolai movió la cabeza hacia delante. En un instante, el príncipe
despreocupado había desaparecido.
—Creo que te he oído mal.
—Estoy bien.
—Casi la matan —intervino Tamar.
—Pero no lo hicieron —añadí yo.
—¿Te has vuelto completamente loca? —preguntó Nikolai—. Esas
personas son fanáticos. —Se giró hacia Tamar—. ¿Cómo has podido
permitir que hiciera algo así?
—No lo hice —replicó Tamar.
—No me digas que fuiste sola —me dijo el príncipe.
—No fui sola.
—Sí fue sola.
—Tamar, cállate. Nikolai, te lo he dicho, estoy bien.
—Solo porque nosotros llegamos allí a tiempo —señaló Tamar.
—¿Cómo llegasteis hasta ahí? —preguntó Mal en voz baja—. ¿Cómo la
encontrasteis?
El rostro de Tolya se ensombreció, y golpeó la mesa con uno de sus
puños gigantes.
—No debíamos haber tenido que encontrarla —dijo—. Te tocaba a ti
hacer guardia.
—Déjalo en paz, Tolya —repliqué con aspereza—. Mal no estaba donde
debería haber estado, y yo soy perfectamente capaz de hacer estupideces
por mi cuenta.
Tomé aliento. Mal parecía desolado. Tolya tenía aspecto de estar a
punto de destrozar algunos de los muebles. El rostro de Tamar estaba
pétreo, y Nikolai estaba más enfadado de lo que lo hubiera visto jamás.
Pero al menos tenía su atención.
Empujé el atlas hasta el centro de la mesa.
—Hay un nombre que los peregrinos utilizan a veces para mí —
expliqué—. Hija de Dva Stolba.
—¿Dos Molinos? —preguntó Nikolai.
—Es un valle, llamado así por las ruinas de su entrada.
Abrí el atlas por la página que había marcado. Ahí había un detallado
mapa de la frontera del suroeste.
—Mal y yo somos de algún lugar de por aquí —dije, pasando el dedo
por el borde del mapa—. Los asentamientos se extienden por esta zona.
Giré la página hasta una ilustración de una carretera que llevaba a un
valle salpicado de aldeas. En cada lado del camino había una delgada
columna de roca.
—No parecen gran cosa —gruñó Tolya.
—Exacto —dije—. Esas ruinas son antiquísimas. ¿Quién sabe cuánto
tiempo llevan ahí, o qué es lo que eran antes? El valle se llama Dos
Molinos, pero tal vez fueran parte de una puerta o un acueducto. —Curvé
los dedos por encima de las columnas—. O un arco.
Un silencio repentino cayó sobre la habitación. Con el arco en primer
plano y las montañas en la distancia, las ruinas parecían exactamente
iguales a las vistas detrás de Sankt Ilya en el Istorii Sankt’ya. Lo único que
faltaba era el pájaro de fuego.
Nikolai se acercó el atlas.
—¿Estamos viendo lo que queremos ver?
—Tal vez —admití—. Pero es difícil creer que sea una coincidencia.
—Enviemos exploradores —sugirió.
—No —repliqué—. Quiero ir yo.
—Si te marchas ahora, todo lo que has logrado con el Segundo Ejército
habrá sido inútil. Iré yo. Si Vasily puede ir a Caryeva a comprar ponis, a
nadie le importará que yo vaya a un pequeño viaje de caza.
Sacudí la cabeza.
—Tengo que ser yo quien mate al pájaro de fuego.
—Ni siquiera sabemos si estará allí.
—¿Por qué lo estamos debatiendo siquiera? —preguntó Mal—. Todos
sabemos que voy a ser yo.
Tamar y Tolya intercambiaron una mirada incómoda.
Nikolai se aclaró la garganta.
—Con todo el respeto, Oretsev, no pareces estar en muy buenas
condiciones.
—Estoy bien.
—¿Te has mirado en el espejo últimamente?
—Creo que tú ya lo haces lo suficiente por los dos —soltó Mal.
Después se pasó una mano por la cara, con aspecto de estar más agotado
que nunca—. Estoy demasiado cansado y resacoso como para discutir esto.
Yo soy el único que puede encontrar al pájaro de fuego. Tengo que ser yo.
—Yo iré contigo —insistí.
—No —dijo con una fuerza sorprendente—. Yo le daré caza. Lo
capturaré. Te lo traeré hasta aquí. Pero tú no vendrás conmigo.
—Es demasiado arriesgado —protesté—. Incluso aunque lo atraparas,
¿cómo ibas a traerlo hasta aquí?
—Que uno de tus Hacedores me construya algo —sugirió—. Esto es lo
mejor para todos. Tú consigues el pájaro de fuego, y yo me libro de este
palacio dejado de la mano de los Santos.
—No puedes viajar solo. Tú…
—Pues que Tolya o Tamar vengan conmigo. Viajaremos más deprisa y
atraeremos menos atención por nuestra cuenta. —Mal empujó la silla hacia
atrás y se puso en pie—. Soluciónalo. Haz las disposiciones que necesites.
—No me miró antes de decir lo siguiente—: Tan solo dime cuándo puedo
marcharme.
Desapareció antes de que pudiera volverme a negar.
Aparté la mirada, esforzándome por contener las lágrimas que me
amenazaban. Detrás de mí, vi que Nikolai murmuraba unas instrucciones a
los mellizos mientras se marchaban.
Examiné el mapa. Poliznaya, donde habíamos hecho el servicio militar.
Ryevost, donde había comenzado nuestro viaje hasta las Petrazoi. Tsibeya,
donde me había besado por primera vez.
Nikolai puso una mano sobre mi hombro. No sabía si quería apartarla de
un manotazo o girarme y caer entre sus brazos. ¿Qué haría él si lo hiciera?
¿Palmearme la espalda? ¿Besarme? ¿Proponerme matrimonio?
—Es lo mejor, Alina.
Reí amargamente.
—¿Te has dado cuenta de que la gente solo dice eso cuando no es
cierto?
Dejó caer la mano.
—Este no es su lugar.
Su lugar está conmigo, quise gritar. Pero sabía que eso no era cierto.
Pensé en la cara amoratada de Mal, en él paseándose de un lado a otro
como un animal enjaulado, en él escupiendo sangre y haciendo señas a
Eskil para que avanzara. Vamos. Pensé en él abrazándome mientras
cruzábamos el Mar Auténtico. El mapa se emborronó mientras mis ojos se
llenaban de lágrimas.
—Deja que se vaya —dijo Nikolai.
—¿Adonde? ¿Detrás de una criatura mitológica que podría no existir
siquiera? ¿En alguna misión imposible en unas montañas repletas de shu?
—Alina —dijo Nikolai con suavidad—, eso es lo que hacen los héroes.
—¡No quiero que sea un héroe!
—No puede cambiar quién es más de lo que tú puedes parar de ser
Grisha.
Era un eco de lo que yo había dicho tan solo unas horas antes, pero no
quería oírlo.
—No te importa lo que le suceda a Mal —solté, enfadada—. Solo
quieres librarte de él.
—Si quisiera que te desenamoraras de Mal, haría que se quedara aquí.
Dejaría que siguiera ahogando sus problemas en kvas y actuando como un
imbécil herido. Pero ¿es esta la vida que realmente quieres para él?
Tomé aliento, temblorosa. No lo era. Lo sabía. Mal se sentía abatido
estando allí. Había estado sufriendo desde el momento que llegamos, pero
yo me había negado a verlo. Me había enfadado porque quisiera que fuera
algo que no era, y todo el tiempo yo le había exigido lo mismo a él. Me
limpié las lágrimas de las mejillas. No tenía sentido discutir con Nikolai.
Mal había sido un soldado. Necesitaba un propósito. Ahí estaba, si yo se lo
permitía.
Y, ¿por qué no admitirlo? Incluso mientras protestaba, había otra voz
dentro de mí, una avidez codiciosa y vergonzosa que exigía estar completa,
que clamaba para que Mal fuera y encontrara el pájaro de fuego, que
insistía en que me lo trajera, sin importar lo que costara. Le había dicho a
Mal que la chica que había conocido ya no existía. Sería mejor que se
marchara antes de que viera lo cierto que era aquello.
Pasé los dedos sobre la ilustración de Dva Stolba. Dos molinos, ¿o algo
más? ¿Quién podría saberlo si lo único que quedaba eran ruinas?
—¿Sabes cuál es el problema de los héroes y los santos, Nikolai? —
pregunté mientras cerraba la cubierta del libro y me dirigía hacia la puerta
—. Siempre acaban muertos.
al me evitó durante toda la tarde, así que me sorprendió cuando
apareció junto a Tamar para escoltarme hasta la cena de
cumpleaños de Nikolai.
Había supuesto que Tolya ocuparía su lugar. Tal vez estaba
tratando de compensar por haberse perdido el anterior turno.
Había pensado seriamente en no asistir a la cena, pero no iba a servir de
mucho. No podía pensar en ninguna excusa creíble, y mi ausencia solo
serviría para ofender al Rey y a la Reina.
Me había vestido con una kefta ligera hecha de capas relucientes de
pura seda dorada. El corpiño estaba engalanado con zafiros de un intenso
azul Etherealnik que combinaba con las joyas de mi pelo.
Los ojos de Mal fueron hasta mí cuando entré en la sala común, y se me
ocurrió que los colores le hubieran sentado mejor a Zoya. Entonces me
asombré. Por impresionante que fuera, Zoya no era el problema. Mal iba a
marcharse, iba a dejarlo marchar. No podía culpar a nadie por el
distanciamiento entre nosotros.
La cena tuvo lugar en uno de los suntuosos comedores del Gran Palacio,
una sala conocida como el Nido del Águila por el enorme friso en el techo
que mostraba el águila doble coronada, con un cetro en una garra y un
grupo de flechas negras con lazos rojos, azules y púrpuras en la otra. Sus
plumas estaban hechas de oro auténtico, y no pude evitar acordarme del
pájaro de fuego.
La mesa estaba llena de generales de alto rango del Primer Ejército y
sus mujeres, así como los tíos y primos Lantsov más prominentes.
La Reina estaba sentada a un extremo de la mesa con el aspecto de una
flor arrugada envuelta en seda de un rosa pálido.
En el extremo opuesto, Vasily se encontraba sentado junto al Rey,
fingiendo no darse cuenta de que su padre miraba con ojos lujuriosos a la
joven esposa de un oficial. Nikolai se encontraba en el centro de la mesa,
conmigo a su lado, encantador como siempre.
Había pedido que no se celebrara ningún baile en su honor. No le
parecía adecuado con tantos refugiados muriéndose de hambre al otro lado
de los muros de la ciudad. Pero era la Belyanoch, y el Rey y la Reina
parecían no haber sido capaces de contenerse. La comida consistió en trece
platos, incluyendo un lechón entero y una gelatina con la forma y el tamaño
de un cervatillo.
Cuando llegó la hora de los regalos, el padre de Nikolai le dio un
enorme huevo bañado de un azul pálido. Al abrirse, en su interior había una
exquisita miniatura de un barco sobre un mar de lapislázuli. La bandera del
perro rojo de Sturmhond colgaba del mástil del barco, y su pequeño cañón
disparaba un pequeño estallido de humo blanco.
Durante la comida, atendía a la conversación con una oreja mientras
examinaba a Mal. Los guardias del Rey se encontraban situados a intervalos
por todas las paredes. Sabía que Tamar se encontraba en algún lugar detrás
de mí, pero Mal estaba justo enfrente, bien firme, con las manos detrás de la
espalda y los ojos fijos en los anónimos sirvientes que tenía delante. Era
una especie de tortura verlo así. Solo estábamos a unos metros de distancia,
pero parecía que fueran kilómetros. ¿Y no había sido todo así desde que
habíamos llegado a Os Alta? Notaba un nudo en el estómago que parecía
apretarse más cada vez que lo mirada. Se había afeitado y cortado el pelo.
Su uniforme estaba cuidadosamente planchado. Parecía cansado y distante,
pero volvía a parecer Mal.
Los nobles brindaron por la salud de Nikolai. Los generales alabaron su
liderazgo militar y su coraje. Esperaba que Vasily hiciera una mueca ante
los halagos que caían sobre su hermano, pero parecía realmente contento.
Tenía el rostro rosado por el vino, y sus labios estaban curvados en lo que
solo podía describirse como una sonrisa engreída. Parecía que el viaje a
Caryeva lo había dejado de buen humor.
Mis ojos se dirigieron nuevamente a Mal. No sabía si quería llorar o
ponerme de pie y comenzar a lanzar platos contra la pared. Hacía mucho
calor en la habitación, y la herida de mi hombro había comenzado a picar y
tirarme de nuevo. Tuve que resistir la urgencia de rascármela.
Genial, pensé sombríamente. Tal vez tendré otra alucinación en mitad
del comedor y el Oscuro saldrá de la sopera.
Nikolai inclinó la cabeza y susurró:
—Sé que mi compañía no es demasiado, pero ¿podrías intentarlo al
menos? Parece que estés a punto de echarte a llorar.
—Lo siento —murmuré—. Tan solo…
—Lo sé —dijo, y me apretó la mano por debajo de la mesa—. Pero ese
ciervo de gelatina ha dado la vida por ti.
Traté de sonreír, e hice un esfuerzo. Reí y charlé con el general de rostro
redondo y rojo que tenía a la derecha, y fingí interés mientras el chico
Lantsov con pecas que tenía enfrente divagaba sobre las reparaciones de la
dacha que había heredado.
Cuando se sirvieron los helados, Vasily se puso en pie y levantó una
copa de champán.
—Hermano —dijo—, es bueno poder brindar este día por tu nacimiento
y celebrarlo contigo cuando has pasado tanto tiempo en otras costas. Te
rindo homenaje y bebo en tu honor. ¡Por tu salud, hermanito!
—¡Ne zalost! —corearon los invitados, dando un buen trago de sus
copas y volviendo a sus conversaciones.
Pero Vasily no había terminado. Dio un golpecito a su copa con el
tenedor, con un fuerte sonido metálico que atrajo la atención de la gente.
—Hoy —continuó—, tenemos más cosas que celebrar aparte del noble
nacimiento de mi hermano.
Si su énfasis no era suficiente, su sonrisa de suficiencia lo hubiera sido.
Nikolai continuó sonriendo cordialmente.
—Como todos sabéis, he estado viajando estas últimas semanas.
—Y gastando, sin duda —dijo el general de la cara roja sofocando la
risa—. Sospecho que tendrás que construir pronto un nuevo establo.
La mirada de Vasily se volvió helada.
—No he ido a Caryeva. En lugar de eso, viajé hacia el norte en una
misión autorizada por nuestro querido padre.
Junto a mí, Nikolai se puso muy rígido.
—Después de largas y arduas negociaciones, me complace anunciar que
Fjerda ha aceptado unirse a nosotros en nuestra lucha contra el Oscuro. Han
prometido tropas y recursos para nuestra causa.
—¿Es eso cierto? —preguntó uno de los nobles.
El pecho de Vasily se hinchó de orgullo.
—Lo es. Después de tanto tiempo y no pocos esfuerzos, nuestro
enemigo más peligroso se ha convertido en nuestro aliado más poderoso.
Los invitados comenzaron a hablar, emocionados. El Rey sonrió y
abrazó a su hijo mayor.
—¡Ne Ravka! —gritó, levantando su copa de champán.
—¡Ne Ravka! —canturrearon los invitados.
Me sorprendió ver que Nikolai fruncía el ceño. Había dicho que a su
hermano le gustaban los atajos, y parecía que Vasily había encontrado uno.
Sin embargo, no era propio de Nikolai mostrar su decepción o su
frustración.
—Un logro extraordinario, hermano. Por tu salud —dijo Nikolai,
alzando la copa—. ¿Podría preguntar qué es lo que querían a cambio de su
ayuda?
—Son ciertamente unos negociadores duros de roer —replicó Vasily
con una risa indulgente—. Pero no han pedido nada oneroso. Querían
acceso a nuestros puertos en Ravka Occidental y pidieron nuestra ayuda
para vigilar las rutas de comercio del sur contra los piratas zemeni. Imagino
que serás de ayuda con ello, hermano —añadió con otra cálida risotada—.
Querían que se reabrieran las rutas de explotación forestal del norte, y una
vez que el Oscuro haya sido derrotado, esperan que la Invocadora del Sol
coopere en nuestros esfuerzos conjuntos de destruir la Sombra.
Me dirigió una ancha sonrisa. Me refrené ante su presunción, pero era
una petición obvia y razonable, y hasta el líder del Segundo Ejército era un
súbdito del Rey. Asentí con lo que esperé que fuera solemnidad.
—¿Qué rutas? —preguntó Nikolai.
Vasily sacudió la mano con desdén.
—Están en algún lugar al sur de Halmhend, al oeste del permafrost.
Están lo bastante defendidas por el fuerte de Ulensk por si a los fjerdanos se
les ocurre alguna idea.
Nikolai se puso en pie, y su silla chirrió ruidosamente contra el suelo de
parqué.
—¿Cuándo levantaste el fuerte? ¿Cuánto hace que están abiertas las
rutas?
Vasily se encogió de hombros.
—¿Qué impor…?
—¿Cuánto tiempo?
La herida de mi espalda palpitó.
—Poco más de una semana —dijo Vasily—. No te preocupará que los
fjerdanos vayan a atacarnos desde Ulensk, ¿verdad? Los ríos no se
congelarán hasta dentro de unos meses, y hasta entonces…
—¿Te has parado a pensar por qué podrían preocuparse por unas rutas
de explotación forestal?
Vasily hizo un gesto de desinterés.
—Supongo que es porque necesitan madera —dijo—. O tal vez es
sagrado para uno de sus ridículos duendecillos de los bosques.
Hubo una risa nerviosa alrededor de la mesa.
—Está defendido por un único fuerte —gruñó Nikolai.
—Porque el pasaje es demasiado estrecho como para hospedar ninguna
fuerza real.
—Estás luchando en una guerra antigua, hermano. El Oscuro no
necesita un batallón de soldados a pie ni pesados cañones. Lo único que
necesita son sus Grisha y sus nichevo’ya. Tenemos que evacuar el palacio
inmediatamente.
—¡No seas absurdo!
—Nuestra única ventaja era una advertencia temprana, y nuestros
centinelas de esos fuertes eran nuestra primera defensa. Eran nuestros ojos,
y tú nos has cegado. El Oscuro podría estar a unos pocos kilómetros de
nosotros ahora mismo.
Vasily sacudió la cabeza tristemente.
—Estás haciendo el ridículo.
Nikolai golpeó la mesa con las manos. Los platos saltaron con un fuerte
traqueteo.
—¿Por qué no hay aquí una delegación de fjerdanos para compartir tu
gloria? ¿Para brindar por esta alianza sin precedentes?
—Envían sus disculpas. No han podido viajar de inmediato, ya que…
—No están aquí porque estamos a punto de sufrir una masacre. Han
hecho un pacto con el Oscuro.
—Todos nuestros espías lo sitúan en el sur, con los shu.
—¿Crees que él no tiene espías? ¿Que no tiene operativos dentro de
nuestra red? Ha preparado una trampa que cualquier niño podría reconocer,
y tú te adentraste directamente en ella.
El rostro de Vasily se volvió púrpura.
—Nikolai, seguro que… —objetó su madre.
—El fuerte de Ulensk está defendido por un regimiento completo —
añadió uno de los generales.
—¿Ves? —dijo Vasily—. Estás instigando el miedo de la peor forma
posible, y no voy a tolerarlo.
—¿Un regimiento contra un ejército de nichevo’ya? Todos en ese fuerte
ya están muertos —señaló Nikolai—, sacrificados por tu orgullo y tu
estupidez.
La mano de Vasily fue a la empuñadura de su espada.
—Te estás pasando, pequeño bastardo.
La Reina jadeó.
Nikolai soltó una risa estridente.
—Sí, insúltame, hermano, que te servirá de mucho. Mira esta mesa —
añadió—. Todos los generales, todos los nobles de alto rango, la mayoría
del linaje Lantsov, y la Invocadora del Sol. Todos en un único lugar la
misma noche.
Varios rostros palidecieron.
—Tal vez —dijo el chico pecoso que tenía enfrente—, deberíamos
considerar…
-—¡No! —lo atajó Vasily, con el labio tembloroso—. ¡No son más que
celos! No soporta que tenga éxito. No…
Las campanas de advertencia comenzaron a sonar, distantes al principio,
cerca de los muros de la ciudad, y después una tras otra, uniéndose en un
creciente coro de alarma que reverberó por las calles de Os Alta, a través de
la parte alta de la ciudad, y sobre los muros del Gran Palacio.
—Le has entregado Ravka —dijo Nikolai.
Los invitados se pusieron en pie, apartándose de la mesa aterrorizados.
Mal apareció a mi lado de inmediato, con el sable ya fuera.
—Tenemos que salir del Pequeño Palacio —dije, pensando en los platos
espejados que había sobre el tejado—. ¿Dónde está Tamar?
Las ventanas explotaron.
El cristal llovió sobre nosotros. Levanté los brazos para protegerme la
cara y los invitados gritaron, apiñándose entre ellos.
Los nichevo’ya entraron en enjambre en la habitación con alas de
sombra fundida, llenando el aire con el zumbido de los insectos.
—¡Llevad al Rey a un lugar seguro! —gritó Nikolai, desenvainando la
espada y corriendo junto a su madre.
Los guardias del palacio se quedaron paralizados por el terror.
Una sombra levantó de sus pies al chico pecoso y lo lanzó contra la
pared. Se deslizó hasta el suelo con el cuello roto.
Alcé los brazos, pero la habitación estaba demasiado llena como para
arriesgarme a utilizar el Corte.
Vasily seguía de pie junto a la mesa, con el Rey encogido de miedo
junto a él.
—¡Es culpa tuya! —gritó a Nikolai—. ¡Tuya y de la bruja!
Levantó el sable bien alto y cargó hacia mí, gritando de ira. Mal se puso
frente a mí, levantando la espada para bloquear el golpe.
Pero antes de que Vasily pudiera bajar su arma, un nichevo’ya lo atrapó
y le arrancó el brazo, con espada y todo. Se quedó ahí durante un momento,
balanceándose, con la sangre manando de la herida, y después se derrumbó
en el suelo, sin vida.
La Reina comenzó a chillar de forma histérica. Fue hacia delante,
tratando de llegar hasta el cuerpo de su hijo, resbalándose en su sangre
mientras Nikolai la sujetaba.
—No —rogó él, envolviéndola con sus brazos—. Se ha ido, Madraya.
Se ha ido.
Otra bandada de nichevo’ya descendió desde las ventanas, arremetiendo
contra Nikolai y su madre.
Tenía que arriesgarme. Invoqué la luz en dos arcos relucientes, cortando
a un monstruo tras otro, y estuve a punto de dañar a uno de los generales
que se encogía aterrorizado en el suelo. La gente gritaba y lloraba mientras
los nichevo’ya caían sobre ellos.
—¡Conmigo! —gritó Nikolai, conduciendo a sus padres hacia la puerta.
Los seguimos junto a los guardias, salimos al pasillo y corrimos.
El caos había estallado en el Gran Palacio. Sirvientes y lacayos
aterrorizados abarrotaban los pasillos, algunos buscando la entrada, otros
escondiéndose en las habitaciones. Oí llantos y el ruido del cristal roto. Oí
un estallido en algún lugar en el exterior.
Que sean los Hacedores, pensé con desesperación.
Mal y yo salimos del palacio y bajamos corriendo los escalones de
mármol. Un chirrido de metal retorcido desgarró el aire. Miré atrás por el
camino de gravilla blanca a tiempo de ver las puertas doradas del Gran
Palacio arrancadas de sus goznes por una ráfaga de viento Etherealnik. Los
Grisha del Oscuro invadieron los terrenos con sus keftas de colores
brillantes.
Corrimos a toda velocidad hasta el Pequeño Palacio. Nikolai y la
guardia real nos seguían, ralentizados por su frágil padre.
En la entrada del túnel de madera el Rey se dobló, resollando con fuerza
mientras la Reina lloraba y se aferraba a su brazo.
—Tengo que llevarlos al Reyezuelo —dijo Nikolai.
—Toma el camino largo —sugerí—. El Oscuro irá directo al Pequeño
Palacio primero. Irá a por mí.
—Alina, si te captura…
—Ve —ordené—. Sálvalos, salva a Baghra. No dejaré atrás a los
Grisha.
—Los sacaré de aquí y volveré. Te lo prometo.
—¿Una promesa de un asesino y un pirata?
Me tocó brevemente la mejilla una sola vez.
—Corsario.
Otra explosión sacudió los terrenos.
—¡Vamos! —gritó Mal.
Mientras corríamos por el túnel, miré hacia atrás y vi la silueta de
Nikolai recortada contra el crepúsculo púrpura. Me pregunté si volvería a
verlo alguna vez.
La herida de mi hombro quemaba y palpitaba, haciéndome ir más rápido
mientras corríamos por el camino. Mi mente daba vueltas: si pudieran
ocultarse en la sala principal, si tuvieran tiempo de llegar hasta los
cañones del tejado, si pudiera llegar hasta los platos. Todos nuestros planes
habían quedado destrozados por la arrogancia de Vasily.
Salimos del túnel y mis pies resbalaron sobre la gravilla, que salió
volando cuando me detuve en seco. No sabía si era por el impulso o por lo
que veía frente a mí, pero caí de rodillas.
El Pequeño Palacio estaba envuelto en sombras que se retorcían.
Producían chasquidos y zumbidos mientras subían por las paredes y
bajaban en picado por el tejado. Había cuerpos tirados en los escalones,
cuerpos retorcidos sobre los terrenos. Las puertas principales estaban
abiertas del todo.
El camino frente a los escalones estaba lleno de fragmentos de espejo
roto. Uno de los platos espejados de David estaba ahí, de lado y roto, con el
cuerpo de una chica aplastado bajo él con las gafas de protección torcidas.
Peja. Dos nichevo’ya estaban agachados ante el plato, mirando sus reflejos
rotos.
Solté un aullido de pura rabia y envié una llameante ráfaga de luz
ardiente que los atravesó a los dos. Se rompió en los bordes del plato
mientras los nichevo’ya desaparecían.
Oí el ruido de los disparos en el tejado. Alguien seguía con vida.
Alguien seguía luchando. Y todavía quedaba un plato. No era demasiado,
pero era todo lo que teníamos.
—Por aquí —dijo Mal.
Atravesamos el prado y entramos por la puerta que llevaba hasta las
habitaciones del Oscuro. Al pie de las escalera un nichevo’ya se lanzó
contra nosotros chillando desde una puerta y me derribó, pero Mal lo
atravesó con el sable. La criatura tembló y después volvió a formarse.
—¡Apártate! —grité. Él se agachó, y yo atravesé al soldado de sombras
con el Corte. Subí los escalones de dos en dos, con el corazón latiendo con
fuerza y Mal pisándome los talones. El aire estaba denso por el olor de la
sangre y el ruido retumbante de los disparos.
Mientras salíamos del tejado, oí que alguien gritaba:
—¡Apartaos!
Tuvimos el tiempo justo de agacharnos antes de que las grenatki
explotaran muy alto sobre nosotros, con una luz que nos abrasó los
párpados y dejándonos con un pitido en las orejas. Los Corporalki
manejaban las armas de Nikolai, enviando torrentes de balas contra la masa
de sombras mientras los Hacedores les proporcionaban munición. El plato
restante estaba rodeado por Grisha armados que se esforzaban por mantener
a raya a los nichevo’ya. David estaba ahí, aferrando un rifle con
incomodidad y tratando de mantener su posición. Lancé la luz hacia arriba
en un latigazo abrasador que partió el cielo sobre nuestras cabezas y nos
proporcionó unos cuantos segundos preciosos.
—¡David!
Él sopló con fuerza dos veces el silbato que llevaba alrededor del cuello.
Nadia se puso sus gafas protectoras y el Durast que manejaba el plato se
colocó en posición. No esperé: alcé los brazos y envié un torrente de luz
hacia el plato. Sonó el silbato. El plato se inclinó. Un único haz de pura luz
estalló desde la superficie espejada. Incluso sin el segundo plato, atravesó el
cielo cortando a los nichevo’ya, que ardían hasta quedar reducidos a la
nada.
El haz de luz barrió el aire en un arco resplandeciente, disolviendo a los
cuerpos negros ante él, menguando la horda hasta que pudimos ver el
profundo crepúsculo de la Belyanoch. Se elevaron vítores desde los Grisha
cuando volvieron a ver las estrellas, y una delgada esquirla de esperanza
atravesó mi terror.
Entonces uno de los nichevo’ya se abrió camino, esquivando el haz de
luz, y se arrojó contra el plato, haciéndolo balancear sobre sus anclajes.
Mal se lanzó contra la criatura en un instante, atacando con su arma. Un
grupo de Grisha trató de aferrar sus piernas musculosas, pero la cosa se
retorció y se escabulló de ellos. Entonces, los nichevo’ya descendieron
sobre nosotros por todas partes. Vi que uno pasaba junto al haz de luz y
golpeaba directamente la parte posterior del plato. El espejo se balanceó
hacia delante. La luz titubeó y después se apagó.
—¡Nadia! —grité. Ella y el Durast saltaron del plato justo a tiempo. Se
derrumbó sobre un costado con un tremendo estrépito de cristal roto
mientras los nichevo’ya volvían a atacar.
Lancé un arco de luz tras otro.
—¡Id a la sala abovedada! —ordené—. ¡Sellad las puertas!
Los Grisha corrieron, pero no fueron lo bastante rápidos. Oí un grito y
vi brevemente el rostro de Fedyor mientras lo levantaban de sus pies y lo
lanzaban del tejado. Provoqué una lluvia de luz resplandeciente, pero los
nichevo’ya siguieron atacando. Si hubiéramos tenido los dos platos. Si
hubiéramos tenido un poco más de tiempo.
Mal apareció junto a mí de repente una vez más, con el rifle en la mano.
—No sirve de nada —dijo—. Vamos a tener que salir de aquí.
Asentí con la cabeza y fuimos hasta las escaleras mientras el cielo se
volvía cada vez más denso por las formas que se retorcían. Mi pie golpeó
algo blando debajo de mí y tropecé.
Sergei estaba apiñado junto a la cúpula. Sostenía a Marie entre sus
brazos. La habían abierto desde el cuello hasta el ombligo.
—No queda nadie —sollozó, con las lágrimas corriendo por sus mejillas
—. No queda nadie.
Se mecía de atrás hacia delante, sujetando con más fuerza a Marie. No
podía soportar mirarla. La tonta y risueña Marie, con sus encantadores rizos
castaños.
Los nichevo’ya avanzaban por el tejado, aproximándose a nosotros en
una marea negra.
—¡Mal, cógelo! —grité. Lancé el Corte a la multitud de sombras que
corría hacía nosotros.
Mal sujetó a Sergei y lo apartó de Marie. Él forcejeó y se resistió, pero
logramos llevarlo al interior y cerrar la puerta tras nosotros. Le hicimos
bajar las escaleras llevándolo y empujándolo. En el segundo tramo, oímos
que el tejado se partía sobre nosotros. Lancé otro Corte desgarrador hacia
arriba, esperando golpear algo que no fuera la escalera, y bajamos el último
tramo.
Nos metimos en la sala principal y las puertas se cerraron de golpe tras
nosotros mientras los Grisha colocaban los cierres en su sitio. Hubo un
fuerte ruido sordo, y después otro, mientras los nichevo’ya trataban de
abrirse camino a través de la puerta.
—¡Alina! —gritó Mal. Me giré y vi que las otras puertas seguían
selladas, pero todavía había nichevo’ya dentro. Zoya y el hermano de Nadia
estaban contra una pared, utilizando los vientos de Vendaval para lanzar
tablas, sillas y pedazos de muebles a una bandada de soldados de las
sombras que se aproximaban.
Levanté las manos y la luz brotó en hilos chisporroteantes que
atravesaron a los nichevo’ya uno por uno, hasta que desaparecieron. Zoya
bajó las manos y un samovar cayó con un fuerte ruido metálico.
Oíamos golpes y arañazos en cada puerta. Los nichevo’ya estaban
desgarrando la madera, tratando de entrar, buscando algún agujero o grieta
por donde colarse. Los zumbidos y chasquidos parecían venir de todas
partes.
Pero los Hacedores habían hecho bien su trabajo. Seguirían a raya, al
menos por el momento.
Entonces miré a mi alrededor. La sala estaba bañada de sangre. Las
paredes estaban manchadas de ella, y el suelo de piedra húmedo con ella.
Había cuerpos por todas partes, montoncitos púrpuras, rojos y azules.
—¿Hay más? —pregunté. No pude reprimir el temblor de mi voz.
Zoya sacudió la cabeza una vez, aturdida. Tenía la mejilla salpicada de
sangre.
—Estábamos cenando —explicó—. Oímos las campanas, pero no
tuvimos tiempo de sellar las puertas. Estaban… por todas partes.
Sergei sollozaba en silencio. David estaba pálido, pero en calma. Nadia
había logrado llegar hasta la sala. Tenía el brazo alrededor de Adrik, que
seguía teniendo esa inclinación obstinada de la barbilla, aunque estaba
temblando. Había tres Inferni y otros dos Corporalki: un Sanador y un
Mortificador. Eran todo lo que quedaba del Segundo Ejército.
—¿Alguien ha visto a Tolya y Tamar? —pregunté, pero nadie
respondió. Podrían estar muertos. O tal vez habían formado parte de aquel
desastre. Tamar había desaparecido del comedor. Por lo que yo sabía,
podían haber estado trabajando con el Oscuro todo el tiempo.
—Tal vez Nikolai no se haya marchado todavía —señaló Mal—.
Podríamos tratar de llegar hasta el Reyezuelo.
Sacudí la cabeza. Si Nikolai no se había ido todavía, entonces él y el
resto de su familia estaban muertos, y posiblemente también Baghra. Tuve
una visión repentina del cuerpo de Nikolai flotando cara abajo en el lago
junto a los restos destrozados del Reyezuelo.
No. No podía pensar así. Recordé lo que había pensado de Nikolai
cuando lo conocí. Tenía que creer que el zorro inteligente lograría escapar
también de aquella trampa.
—El Oscuro ha concentrado sus fuerzas aquí —dije—. Podemos huir a
la parte alta de la ciudad y tratar de escapar luchando desde ahí.
—Jamás lo conseguiremos —dijo Sergei, desesperanzado—. Son
demasiados.
Era cierto. Sabíamos que podía darse esa situación, pero habíamos
supuesto que tendríamos más efectivos, y los refuerzos desde Poliznaya.
Desde algún lugar en la distancia, oímos el rugido de un trueno.
—Viene hacia aquí —gimió uno de los Inferni—. Por todos los Santos,
viene hacia aquí.
—Nos matará a todos —susurró Sergei.
—Si tenemos suerte —replicó Zoya.
No es que ayudara mucho que lo dijera, pero tenía razón. Había visto la
verdad de cómo trataba el Oscuro a los traidores en las profundidades
sombrías de los ojos de su madre, y sospechaba que a Zoya y los demás los
trataría mucho más duramente.
Zoya trató de limpiarse la sangre de la cara, pero solo consiguió dejarse
una mancha en la mejilla.
—Yo digo que intentemos llegar a la parte alta de la ciudad. Prefiero
enfrentarme con los monstruos fuera que sentarme aquí a esperar por el
Oscuro.
—No tenemos muchas posibilidades —advertí, odiando no tener
ninguna esperanza que ofrecer—. No soy lo bastante fuerte como para
detenerlos a todos.
—Al menos con los nichevo’ya será relativamente rápido —dijo David
—. Yo digo que luchemos hasta el final. —Todos nos giramos para mirarlo.
Él mismo parecía un poco sorprendido, y se encogió de hombros. Cruzó su
mirada con la mía y dijo—: Hacemos lo que podemos.
Miré a mi alrededor, en círculo. Uno por uno, asintieron. Tomé aliento.
—David, ¿te quedan algunas grenatki?
Él sacó dos cilindros de hierro de su kefta.
—Estas son las últimas.
—Utiliza una y reserva la otra. Yo os daré la señal. Cuando abra las
puertas, corred hasta las puertas del palacio.
—Yo me quedo contigo —dijo Mal.
Abrí la boca para discutir, pero una mirada me bastó para saber que no
serviría para nada.
—No nos esperéis —dije a los demás—. Os daré tanta protección como
pueda.
Otro trueno partió el aire.
Los Grisha tomaron rifles de los brazos de los muertos y se reunieron a
mi alrededor junto a la puerta.
—De acuerdo —dije. Me giré y coloqué las manos sobre los pomos
tallados. A través de las palmas sentí los golpes de los cuerpos de los
nichevo’ya que se lanzaban contra la madera. Mi herida palpitó, ardiente.
Asentí en dirección a Zoya. La cerradura hizo un clic.
Abrí la puerta de golpe y grité:
—¡Ahora!
David tiró la bomba hacia arriba, al crepúsculo, mientras Zoya lanzaba
los brazos por el aire, elevando el cilindro aún más con una ráfaga de
Vendaval.
—¡Agachaos! —chilló David. Nos refugiamos en la sala, con los ojos
bien cerrados y las manos sobre las cabezas para protegernos de la
explosión.
El estallido sacudió el suelo de piedra bajo nuestros pies, y vi un
resplandor rojizo que ardía a través de mis párpados cerrados.
Corrimos. Los nichevo’ya se habían dispersado, sobresaltados por el
estallido de luz y sonido, pero tan solo unos segundos después volvieron a
atacarnos.
—¡Corred! —grité. Levanté los brazos y bajé los brazos en llameantes
guadañas de luz, cortando el cielo violeta y atravesando un nichevo’ya tras
otro mientras Mal abría fuego. Los Grisha corrieron por el túnel de madera.
Invoqué todo el poder del ciervo, la fuerza del azote marino, todos los
trucos que Baghra me había enseñado. Atraje la luz y la lancé en arcos
ardientes que atravesaron con el ejército de sombras dejando rastros
luminosos.
Pero eran demasiados. ¿Cuánto le había costado al Oscuro invocar a esa
multitud? Se lanzaron hacia delante, con los cuerpos fluctuando y
retorciéndose como una nube resplandeciente de escarabajos, con los brazos
extendidos hacia delante y las afiladas garras desnudas. Empujaron a los
Grisha del túnel, batiendo el aire con sus alas negras, abriendo los
retorcidos y anchos agujeros de sus bocas.
Después el aire cobró vida con el rugido de los disparos. Los soldados
salían del bosque a mi izquierda, disparando mientras corrían. Lanzaban
gritos de guerra que me ponían el vello de los brazos de punta. Sankta
Alina.
Se abalanzaron contra los nichevo’ya, sacando espadas y sables,
atacando a los monstruos con terrorífica ferocidad. Algunos estaban
vestidos como granjeros, otros llevaban raídos uniformes del Primer
Ejército, pero todos llevaban tatuajes idénticos: mi sol, grabado con tinta en
los laterales de las caras.
Solo dos estaban sin marcar. Tolya y Tamar lideraban el ataque, con
ojos salvajes y las espadas brillando, rugiendo mi nombre.
os soldados del sol se abalanzaron contra la horda de las
sombras, cortando y empujando a los nichevo’ya,
conteniéndolos mientras los hombres de los rifles disparaban
una y otra vez. Pero, a pesar de su ferocidad, solo eran
humanos, carne y acero que se enfrentaban a las sombras vivientes. Uno a
uno, los nichevo’ya comenzaron a derribarlos.
—¡Id a la capilla! —gritó Tamar.
¿La capilla? ¿Pensaba ponerse a lanzar himnos contra el Oscuro?
—¡Quedaremos atrapados! —gritó Sergei, corriendo hacia mí.
—¡Ya estamos atrapados! —replicó Mal, colgándose el rifle a la espalda
y sujetándome el brazo—. ¡Vamos!
No sabía qué pensar, pero nos estábamos quedando sin opciones.
—¡David! —chillé—. ¡La segunda bomba!
La lanzó contra los nichevo’ya. Su puntería no era muy buena, pero
Zoya estaba ahí para ayudarlo.
Nos metimos en el bosque, con los soldados del sol siguiéndonos. El
estallido atravesó los árboles con un resplandor de luz blanca.
Habían encendido lámparas en la capilla, y la puerta estaba abierta.
Corrimos al interior, y los ecos de nuestras pisadas reverberaban en los
bancos y la bóveda azul.
—¿Adonde vamos? —gritó Sergei con pánico.
Ya podía oír el zumbido y los chasquidos desde el exterior. Tolya cerró
la puerta de golpe y la atrancó con un pesado tablón de madera. Los
soldados del sol tomaron sus posiciones junto a las ventanas, con los rifles
en las manos.
Tamar saltó sobre un banco y pasó corriendo junto a mí por el pasillo.
—¡Vamos!
La miré, confundida. ¿Adonde se suponía que íbamos?
Pasó junto al altar y agarró una esquina de madera dorada del tríptico.
Me quedé boquiabierta al ver que el panel dañado por el agua se abría,
revelando la boca oscura de un pasillo. Así era como los soldados del sol
habían llegado a los terrenos. Y así era como había escapado el Apparat del
Gran Palacio.
—¿Adonde va? —preguntó David.
—¿Qué importa? —soltó Zoya.
El edificio sufrió una sacudida cuando un estridente trueno partió el aire
y la puerta de la capilla se hizo pedazos. Tolya cayó volando hacia atrás, y
la oscuridad entró por la puerta.
El Oscuro llegó flotando sobre una marea de sombras, mantenido en
alto por monstruos que colocaron sus pies sobre el suelo de la capilla con
infinito cuidado.
—¡Fuego! —gritó Tamar.
Sonaron los disparos. Los nichevo’ya se retorcieron y se arremolinaron
alrededor del Oscuro, fluctuando y reformándose mientras las balas
golpeaban sus cuerpos, cada uno tomando el lugar del anterior en una
continua oleada de sombras. Él ni siquiera se movió.
Los nichevo’ya entraban en torrente por la puerta de la capilla. Tolya ya
estaba de pie y corriendo hacia mí con las pistolas fuera. Tamar y Mal me
flanqueaban, y los Grisha se encontraban detrás de nosotros. Levanté las
manos e invoqué la luz, preparándome para el ataque.
—Ríndete, Alina —dijo el Oscuro. Su fría voz reverberó a través de la
capilla, atravesando el ruido y el caos—. Ríndete y les perdonaré la vida.
Como respuesta, Tamar frotó las hachas entre ellas, produciendo un
horrible chirrido de metal sobre metal. Los soldados del sol levantaron los
rifles, y oí el sonido de los pedernales de los Inferni.
—Mira a tu alrededor, Alina —dijo el Oscuro—. No puedes ganar. Tan
solo puedes verlos morir. Ven conmigo ahora y no les haré ningún daño; ni
a tus soldados fanáticos, ni siquiera a los traidores Grisha.
Observé la pesadilla que tenía ante mis ojos. Los nichevo’ya formaban
un enjambre sobre nosotros, apiñándose contra la bóveda. Se arremolinaban
alrededor del Oscuro en una densa nube de cuerpos y alas. Vi más a través
de las ventanas, flotando en el cielo crepuscular.
Las caras de los soldados del sol estaban decididas, pero habían perdido
muchos efectivos. Uno de ellos tenía granos en la barbilla. Bajo su tatuaje,
no parecía mucho mayor de doce años. Necesitaban un milagro de su Santa,
uno que yo no podía llevar a cabo.
Tolya amartilló sus pistolas.
—Esperad —dije.
—Alina —susurró Tamar—, todavía podemos sacarte de aquí.
—Esperad —repetí.
Los soldados del sol bajaron sus rifles. Tamar llevó sus hachas hasta las
caderas, pero mantuvo un agarre firme.
—¿Cuáles son tus condiciones? —pregunté.
Mal frunció el ceño. Tolya sacudió la cabeza. No me importaba. Sabía
que podía ser una trampa, pero si había alguna oportunidad de salvarles la
vida, tenía que aprovecharla.
—Ríndete —dijo el Oscuro—. Y todos quedarán libres. Pueden bajar
por su madriguera de conejos y desaparecer para siempre.
—¿Libres? —susurró Sergei.
—Está mintiendo —replicó Mal—. Es lo que hace siempre.
—No necesito mentir —aseguró el Oscuro—. Alina quiere venir
conmigo.
—No quiere nada de ti —escupió Mal.
—¿No? —preguntó el Oscuro. Su pelo negro brillaba bajo la luz de las
lámparas de la capilla. Invocar su ejército de sombras se había cobrado su
precio. Estaba más delgado, más pálido, pero de algún modo los ángulos
afilados de su rostro tan solo se habían vuelto más hermosos—. Te advertí
de que tu otkazat’sya jamás podría comprenderte, Alina. Te dije que te
temería a ti y a tu poder. Dime que me equivocaba.
—Te equivocabas. —Mi voz sonaba firme, pero había dudas en mi
corazón.
El Oscuro sacudió la cabeza.
—No puedes mentirme. ¿Crees que podría haber acudido a ti una y otra
vez si no hubieras estado tan sola? Tú me llamaste, y yo respondí.
No podía creer lo que estaba escuchando.
—¿Es… estabas ahí?
—En la Sombra. En el palacio. Anoche.
Enrojecí mientras recordaba su cuerpo sobre el mío. La vergüenza me
inundó, pero con ella llegó un alivio abrumador: no me lo había imaginado
todo.
—Eso no es posible —dijo Mal.
—No tienes ni idea de lo que puedo hacer, rastreador.
Cerré los ojos.
—Alina…
—He visto lo que eres realmente —continuó el Oscuro—, y nunca me
he apartado. Nunca lo haré. ¿Puede él decir lo mismo?
—No sabes nada sobre ella —dijo Mal con fiereza.
—Ven conmigo ahora, y todo parará: el miedo, la incertidumbre, el
derramamiento de sangre. Déjalo atrás, Alina. Déjalos atrás.
—No —dije. Pero, incluso mientras sacudía la cabeza, algo en mí
lloraba: sí.
El Oscuro suspiró y miró por encima de su hombro.
—Traedla —dijo.
Una figura se acercó arrastrando los pies, envuelta en un pesado
mantón, encorvada y moviéndose con lentitud, como si cada paso doliera.
Baghra.
Mi estómago dio una enfermiza sacudida. ¿Por qué tenía que ser tan
terca? ¿Por qué no podía haberse ido con Nikolai? Salvo que Nikolai no
hubiera logrado escapar.
El Oscuro puso una mano sobre el hombro de Baghra, y ella se encogió.
—Déjala en paz —dije enfadada.
—Muéstrate —ordenó el Oscuro.
Ella se quitó el mantón de encima. Tomé aliento bruscamente y oí que
alguien detrás de mí jadeaba.
No era Baghra. No sabía lo que era. Tenía mordiscos por todas partes,
trozos negros de carne levantada, bultos retorcidos de tejido que jamás
sanaría, ni por la mano de los Grisha ni por ninguna otra, las marcas
inconfundibles de los nichevo’ya. Entonces vi el fuego descolorido de su
pelo, el precioso tono ámbar del ojo que le quedaba.
—Genya —jadeé.
Nos quedamos ahí en un silencio terrible. Di un paso hacia ella.
Entonces David pasó junto a mí y bajó los escalones del altar. Genya se
encogió para apartarse de él, se puso el mantón por encima y se giró para
esconder su cara.
David fue más lento y dudó. Suavemente, estiró el brazo para tocarle el
hombro. Vi que la espalda de Genya subía y bajaba, y supe que estaba
llorando.
Me cubrí la boca con las manos mientas un sollozo se escapaba de mi
garganta.
Había visto un millar de horrores durante ese largo día, pero ese fue el
que me destrozó, Genya encogiéndose de David como un animal asustado.
La luminosa Genya, con su piel de alabastro y sus gráciles manos. La fuerte
Genya, que había soportado incontables humillaciones e insultos, pero
siempre había mantenido su preciosa cabeza bien alta. La insensata Genya,
que había tratado de ser mi amiga, que se había atrevido a mostrarme
misericordia.
David pasó el brazo alrededor de los hombros de Genya y la condujo
lentamente por el pasillo. El Oscuro no los detuvo.
—Solo he desatado la guerra que me has obligado, Alina —dijo el
Oscuro—. Si no hubieras huido de mí, el Segundo Ejército seguiría intacto.
Todos esos Grisha seguirían con vida, y tu rastreador estaría a salvo y feliz
con su regimiento. ¿Cuándo tendrás suficiente? ¿Cuándo me dejarás parar?
No puedo ayudarte. Tu única esperanza, era huir. Baghra tenía razón.
Había sido una estúpida pensando que podría enfrentarme a él. Lo había
intentado, e incontables personas habían perdido la vida por ello.
—Te lamentas por la gente que murió en Novokribirsk —continuó el
Oscuro—, la gente perdida en la Sombra. Pero ¿qué pasa con los miles que
vinieron antes que ellos, sacrificados en las guerras interminables? ¿Qué
pasa con los que hay muriendo ahora en costas distantes? Juntos, podríamos
acabar con todo.
Razonable. Lógico. Por primera vez, consideré sus palabras. Acabar con
todo.
Ha terminado.
Debería haberme sentido abatida por la idea, derrotada, pero en lugar de
eso me llenó de una curiosa ligereza. ¿Acaso no había sabido una parte de
mí todo el tiempo que terminaría así?
El momento en que el Oscuro puso la mano sobre mi brazo en el
pabellón Grisha hacía tanto tiempo, había tomado posesión de mí. Pero yo
no me había dado cuenta.
—Está bien —susurré.
—¡Alina, no! —dijo Mal con furia.
—¿Los dejarás marchar? —pregunté—. ¿A todos?
—Necesitamos al rastreador —señaló el Oscuro—. Para el pájaro de
fuego.
—Él quedará libre. No puedes tenernos a los dos.
El Oscuro hizo una pausa, y después asintió una vez. Sabía que pensaba
que encontraría la forma de conseguir a Mal. Que lo creyera. Jamás dejaría
que pasara.
—No voy a irme a ningún sitio —dijo Mal entre dientes.
Me giré hacia Tolya y Tamar.
—Lleváoslo de aquí. Incluso aunque sea a rastras.
—Alina…
—No nos iremos —dijo Tamar—. Lo hemos jurado.
—Lo haréis.
Tolya sacudió su enorme cabeza.
—Hemos jurado que daríamos la vida por ti. Todos nosotros.
Me giré para mirarlo.
—Entonces haced lo que ordeno —dije—. Tolya Yul-Baatar, Tamar KirBaatar, pondréis a salvo a esta gente. —Invoqué la luz, dejándola
resplandecer en un glorioso halo a mi alrededor. Un truco barato, pero
efectivo. Nikolai hubiera estado orgulloso—. No me falléis.
Tamar tenía lágrimas en los ojos, pero tanto ella como su hermano
hicieron una reverencia.
Mal me cogió del brazo y me dio la vuelta bruscamente.
—¿Qué estás haciendo?
—Es lo que quiero.
Lo que necesito. Sacrificio o egoísmo, ya no importaba.
—No te creo.
—No puedo escapar de lo que soy, Mal, de lo que me estoy
convirtiendo. No puedo devolverte a la Alina que conocías, pero puedo
liberarte.
—No puedes… no puedes elegirlo a él.
—Esto no es ninguna elección. Esto es lo que tiene que pasar.
Era cierto. Lo sentía en el collar, en el peso del grillete. Por primera vez
en semanas, me sentí fuerte.
Sacudió la cabeza.
—Esto está mal. —La expresión de su cara casi me desarmó. Estaba
perdido, asustado, como un niño pequeño en las ruinas de una aldea en
llamas—. Por favor, Alina —dijo suavemente—. Por favor. No puede
terminar así.
Posé la mano en su mejilla, esperando que todavía hubiera suficiente
entre nosotros para que lo entendiera. Me puse de puntillas y besé la cicatriz
de su mandíbula.
—Te he querido toda mi vida —susurré entre las lágrimas—. Nuestra
historia no tiene fin.
Retrocedí, memorizando cada facción de su rostro. Después me giré y
avancé por el pasillo con paso seguro. Mal tendría una vida. Encontraría su
propósito. Yo tenía que buscar el mío. Nikolai me había prometido una
oportunidad de salvar Ravka, de enmendar lo que yo había hecho. Lo había
intentado, pero era el Oscuro quien tenía la facultad de entregar ese don.
—¡Alina! —gritó Mal. Lo oí forcejear detrás de mí, y supe que Tolya lo
había sujetado—. ¡Alina!
Su voz era madera blanca, arrancada del corazón de un árbol. No me
giré.
El Oscuro permanecía expectante, y su guardia de sombras se retorcían
y flotaban a su alrededor.
Estaba asustada, pero debajo del miedo, estaba impaciente.
—Somos similares —dijo—, y no hay nadie como nosotros, y nunca los
habrá.
La verdad de sus palabras resonó a través de mí. Los similares se
atraen.
Extendió la mano y me metí entre sus brazos.
Le toqué la nuca, sintiendo el roce sedoso de su pelo en la punta de mis
dedos. Sabía que Mal estaba observando. Necesitaba que se girara.
Necesitaba que se fuera. Acerqué mi cara a la del Oscuro.
—Mi poder es tuyo —susurré.
Vi la euforia y el triunfo en sus ojos mientras bajaba su boca a la mía.
Nuestros labios se encontraron y se abrió la conexión entre nosotros. No era
así como me había tocado en mis visiones, cuando había acudido a mí como
una sombra. Esta vez era real, y podía ahogarme en ella.
El poder fluyó a través de mí: el poder del ciervo, su fuerte corazón
latiendo en nuestros cuerpos, la vida que él había tomado, la vida que yo
había tratado de salvar. Pero también sentí el poder del Hereje Negro, el
poder de la Sombra.
Los similares se atraen. Lo había sentido cuando el Colibrí entró en el
Nocéano, pero estaba demasiado asustada como para aceptarlo. Esta vez no
me opuse. Me liberé de mi miedo, mi culpa, mi vergüenza. Había oscuridad
en mi interior. Él la había puesto allí, y yo ya no la negaría. Los volcra, los
nichevo’ya, eran mis monstruos, todos ellos. Y él también era mi monstruo.
—Mi poder es tuyo —repetí. Sus brazos se tensaron a mi alrededor—.
Y el tuyo es mío —susurré contra sus labios.
Mío. La palabra reverberó dentro de mí, dentro de los dos.
Los soldados de las sombras se retorcieron y zumbaron.
Recordé cómo me había sentido en el claro nevado, cuando el Oscuro
había colocado el collar alrededor de mi cuello y tomado posesión de mi
poder. Examiné la conexión entre nosotros.
Él se apartó.
—¿Qué estás haciendo?
Supe por qué nunca había tenido intención de matar él mismo al azote
marino, por qué nunca había querido formar esa segunda conexión. Tenía
miedo.
Mío.
Avancé a la fuerza por el lazo forjado por el collar de Morozova y me
aferré al poder del Oscuro.
La oscuridad se derramó desde él, tinta negra desde sus palmas,
hinchándose y retorciéndose, cobrando la forma de un nichevo’ya,
formando manos, cabeza, garras, alas. La primera de mis abominaciones.
El Oscuro trató de apartarse de mí, pero yo lo aferré con más fuerza,
invocando su poder, invocando a la oscuridad como él había utilizado una
vez el collar para invocar mi luz.
Otra criatura emergió, y después otra. El Oscuro gritó mientras las
arrancaba de él. Yo también lo sentí, sentí mi corazón constriñéndose
mientras cada soldado de sombras arrancaba un pedazo de mí, cobrándose
el precio de su creación.
—Para —dijo con voz ronca.
Los nichevo’ya zumbaron con nerviosismo a nuestro alrededor,
produciendo chasquidos, más y más rápido. Uno tras otro, di vida a mis
soldados oscuros, y mi ejército se alzó a nuestro alrededor.
El Oscuro gimió, y yo también. Nos desplomamos el uno sobre el otro,
pero aun así no me rendí.
—¡Nos matarás a los dos! —gritó.
—Sí —respondí.
Las piernas del Oscuro se desplomaron y caímos de rodillas.
Aquello no era la Pequeña Ciencia. Aquello era magia, algo ancestral, la
creación en el corazón del mundo. Era terrorífico, sin límites. No me
extrañaba que el Oscuro estuviera sediento de más.
La oscuridad zumbó y repiqueteó, un millar de langostas, escarabajos,
moscas hambrientas, haciendo chasquidos con las piernas, batiendo las alas.
Los nichevo’ya temblaron y se reformaron, zumbando con frenesí,
impulsado por la rabia del Oscuro y mi exultación.
Otro monstruo. Otro. Salía sangre de la nariz del Oscuro. La habitación
pareció balancearse, y me di cuenta de que me estaba convulsionando.
Estaba muriendo, poco a poco, con cada monstruo que se liberaba.
Solo un poco más, pensé. Solo unos pocos más. Suficientes como para
saber que lo he enviado al otro mundo antes de seguirlo.
—¡Alina! —oí que Mal me llamaba, como si fuera desde una gran
distancia. Estaba tirando de mí, apartándome.
—¡No! —grité—. Déjame acabar con esto.
—¡Alina!
Mal me agarró la muñeca, y me recorrió una sacudida. A través de la
neblina de sangre y sombra vislumbré algo hermoso, como si fuera a través
de una puerta dorada.
Me alejó del Oscuro, pero no antes de que llamara a mis hijos en una
última exhortación: Derribadlo.
El Oscuro se desplomó sobre el suelo. Los monstruos se alzaron en una
columna negra que se retorcía alrededor de él, y después se estamparon
contra los muros de la capilla, haciendo temblar los cimientos del pequeño
edificio.
Mal me tenía entre sus brazos y corría por el pasillo. Los nichevo’ya se
abalanzaban contra las paredes de la capilla. Unos bloques de yeso
comenzaron a destrozarse contra el suelo. La bóveda azul se tambaleó
cuando sus soportes comenzaron a ceder.
Mal saltó al altar y se metió en el pasadizo. El olor de la tierra húmeda y
el moho me llenó la nariz, mezclándose con el dulce aroma a incienso de la
capilla. Corrió, huyendo del desastre que yo había desatado.
Sonó un estampido desde algún lugar muy detrás de nosotros cuando la
capilla se derrumbó. El impacto rugió a través del pasadizo. Una nube de
polvo y escombros nos golpeó con la fuerza de una ola. Mal cayó hacia
delante. Caí de sus brazos y el mundo se desplomó a nuestro alrededor.
Lo primero que oí fue la voz grave y retumbante de Tolya. No podía hablar,
no podía gritar. Todo lo que sentía era dolor y el implacable peso de la
tierra. Más tarde descubriría que habían estado trabajando sobre mí durante
horas, insuflando aire en mis pulmones, haciendo que mi sangre siguiera
fluyendo, tratando de arreglar las peores roturas de mis huesos.
Perdía y retomaba la conciencia. Tenía la boca seca e hinchada. Estaba
bastante segura de que me había mordido la lengua. Oí a Tamar dando
órdenes.
—Derribad el resto del túnel. Tenemos que alejarnos de aquí tanto como
podamos.
Mal.
¿Estaba ahí? ¿Enterrado bajo los escombros? No podía permitir que lo
dejaran atrás. Obligué a mis labios a pronunciar su nombre.
—Mal.
¿Podían oírme siquiera? Mi voz sonaba amortiguada y extraña.
—Está sufriendo. ¿Deberíamos dormirla? —preguntó Tamar.
—No quiero arriesgarme a que su corazón vuelva a pararse —respondió
Tolya.
—Mal —repetí.
—Dejad abierto el pasadizo hasta el convento —le dijo Tamar a alguien
—. Con suerte, pensará que hemos ido allí.
El convento. Sankta Lizabeta. Los jardines junto a la mansión Gritzki.
No podía poner en orden mis pensamientos. Traté de decir el nombre de
Mal de nuevo pero no conseguía que mi boca funcionara. El dolor me
estaba abrumando. ¿Y si lo había perdido? Si hubiera tenido fuerzas, habría
gritado. Habría luchado. En lugar de eso, me hundí en la oscuridad.
Cuando recobré el conocimiento, el mundo se balanceaba debajo de mí.
Recordé cuando había despertado a bordo del ballenero, y por un terrorífico
momento pensé que podría estar en un barco.
Abrí los ojos y vi tierra y roca encima de mí. Estábamos avanzando por
una enorme caverna. Yo estaba de espaldas sobre alguna especie de camilla,
sobre los hombros de dos hombres.
Me esforcé por mantenerme consciente. Había pasado la mayor parte de
mi vida sintiéndome enferma y débil, pero nunca había conocido una fatiga
como esa. Era un cascarón vacío y rebañado. Si alguna brisa nos hubiera
alcanzado tan profundamente bajo la tierra, me hubiera desvanecido en la
nada.
Aunque cada hueso y músculo de mi cuerpo protestó a gritos, me las
arreglé para girar la cabeza.
Mal se encontraba allí, sobre otra camilla, y lo llevaban a solo un metro
detrás de mí. Me estaba observando, como si hubiera estado esperando a
que me despertara. Estiró el brazo.
Encontré alguna reserva de fuerza y estiré el brazo más allá del borde de
la camilla. Cuando nuestros dedos se encontraron, oí un sollozo y me di
cuenta de que estaba llorando. Lloraba de alivio porque no tendría que vivir
con la carga de su muerte. Pero, en mi gratitud, sentí una reluciente espina
de resentimiento. Lloraba de rabia porque tendría que vivir.
Viajamos durante kilómetros, a través de pasadizos tan estrechos que
tuvieron que bajar mi camilla hasta el suelo y deslizarme sobre la roca, a
través de túneles tan altos y anchos como para alojar diez carros de heno.
No sé cuánto tiempo seguimos avanzando. No había noches ni días bajo
tierra.
Mal se recobró antes que yo y fue cojeando junto a la camilla. Había
sido he
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