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EJERCITO POLITICA Y REVOLUCION EN CHILE

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EJÉRCITO, POLÍTICA Y REVOLUCIÓN
EN CHILE, 1780-18261
Juan Luis Ossa Santa Cruz
El revolucionario sólo puede considerar su revolución
como progreso en la medida en que es también
un historiador que re-crea auténticamente en su
propio pensamiento histórico la vida que a
pesar de ello rechaza.
R.G. Collingwood2
1
El fin de la Segunda Guerra Mundial supuso no sólo el cese del conflicto
armado entre los países beligerantes, sino también el advenimiento de un
profundo período de reflexión por parte de los historiadores interesados
en la evolución de los ejércitos nacionales y transnacionales. Este ejercicio de reflexión historiográfica fue seguido por variadas escuelas y academias, aunque fue sin duda en Europa y Norteamérica donde se concentró la mayor cantidad de perspectivas originales sobre el fenómeno
de la guerra3. Por supuesto, que este tipo de historiografía se redefiniera
preferentemente en dichas regiones no fue óbice para que, en las últimas
décadas, la inclinación a estudiar la conformación y el papel de los ejércitos se volcara hacia otras zonas geográficas. El caso latinoamericano,
por ejemplo, ha sido fuente de inspiración para diversos intelectuales
internacionales, sobre todo para aquellos abocados a analizar los efectos
político-militares derivados de la decadencia imperial y la posterior revolución4.
Este artículo analiza, de forma abreviada, algunos aspectos clave de mi tesis doctoral. Agradezco el constante apoyo de Alan Knight y los valiosos comentarios y sugerencias
de Iván Jaksic y Álvaro Góngora.
2
Robin G. Collingwood, Idea de la Historia, p. 312.
3
Dentro del amplio espectro de historiadores que han analizado el fenómeno de la
guerra desde 1950 en adelante, tendemos a pensar que John Keegan es quien más ha renovado este campo de estudio. Véase, por ejemplo, su Historia de la Guerra.
4
Tres estudios historiográficos recientes sobre la revolución hispanoamericana son:
John Lynch, “Spanish American Independence in recent historiography”; Alfredo Ávila,
1
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Uno de los puntos de partida de esta renovación historiográfica dice
relación con el trabajo pionero del norteamericano Lyle McAlister sobre
la institución del Fuero Militar en Nueva España5. Aunque su estudio se
concentra en el funcionamiento de los fueros en la segunda mitad del
siglo XVIII –en especial luego de la reconstrucción de las milicias novohispanas como consecuencia de la desastrosa experiencia militar sufrida en
la Guerra de los Siete Años, cuando La Habana pasó a manos inglesas–,
McAlister concluye en su análisis que los abusos cometidos por los habitantes locales, al hacer uso de este privilegio, crearon una poderosa clase
militar que, más temprano que tarde, terminaría desvinculándose del gobierno español. El Plan de Iguala y la responsabilidad de Agustín de Iturbide en su preparación serían, según él, el resultado de un largo proceso
de militarización de la política mexicana y que habría sido auspiciado
por la utilización indiscriminada de los fueros por parte de los oficiales
autonomistas de comienzos del siglo XIX, y que en 1821 devinieron en
independentistas. McAlister, en otras palabras, asigna una responsabilidad hasta entonces poco reconocida al papel paradójico jugado por los
Borbones en el colapso del Antiguo Régimen en México, en el sentido de
que fueron los propios monarcas españoles quienes apoyaron la entrega
de privilegios –como los fueros– a sus colonos americanos a cambio de
su ayuda defensiva.
McAlister acompañó sus argumentos con una serie de casos empíricos que, en efecto, hablan de ciertos abusos cometidos por los militares
novohispanos. Sin embargo, la pregunta que surge al leer su trabajo es
si acaso es posible conectar la caída del régimen español en 1821 con
la supuesta militarización experimentada por los criollos mexicanos a
partir de las últimas décadas del siglo XVIII, Iturbide incluido. Con el fin
de contestar esta y otras interrogantes sobre la conformación del ejército
en Nueva España, uno de los más destacados estudiantes de McAlister,
Christon Archer, se empeñó en comprobar, bastante satisfactoriamente,
que en la práctica dicha militarización no habría existido y que, por el
contrario, tres de las características más sobresalientes de la composición
militar en México fueron la falta de preparación táctica, la extrema insubordinación y la constante deserción de los cuerpos reclutados6. Un Esta-
“Las revoluciones hispanoamericanas vistas desde el siglo XXI”; Gabriel Paquette, “The
dissolution of the Spanish Atlantic Monarchy”.
5
Lyle McAlister, The ‘Fuero Militar’ in New Spain, 1764-1800. También véase su “The
Reorganization of the Army of New Spain, 1763-1766”.
6
Christon Archer, El Ejército en el México Borbónico. También véase su “The role of
the military in Colonial Latin America”.
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do medianamente militarizado, como el que sin duda los Borbones buscaron implementar en Nueva España y otras zonas de Hispanoamérica,
debía contar con una fuerza disciplinada –tanto miliciana como regular–,
lo que, siguiendo el detallado recuento de Archer, estuvo lejos de ocurrir
en México colonial. Incluso la preparación y disciplina de los contingentes militares de un puerto tan relevante para el comercio transatlántico
como Veracruz distaban de asemejarse a los de la península.
Este contraste entre teoría y práctica se repitió en otras regiones del
continente americano. Así queda de manifiesto en un artículo de Allan
Kuethe de 1981, en el cual este historiador norteamericano llega a la
conclusión de que, a diferencia del ejército español en Cuba, gran parte de los cuerpos armados hispanoamericanos no estaba preparado para
mantener el orden interno y aun menos para detener una invasión extranjera. En un rico recuento historiográfico, Kuethe postula que la acertada y bien planificada participación de este ejército colonial en la guerra
de la independencia en las Trece Colonias fue un caso extraordinario,
debido más a los ingentes recursos que la elite económica local inyectó
en las milicias cubanas que a una sólida política reformista proveniente
de la metrópoli. “Christon Archer”, dice Kuethe,
“pintó un [árido] bosquejo del ejército mexicano. Entre las muchas imágenes coloridas de su trabajo, quizás las más memorables
sean las que hacen mención a tropas consumidas por la fiebre en
Veracruz y muriendo en manadas, mientras que los comerciantes
locales se benefician a sus expensas. […] Leon Campbell reveló
que las milicias disciplinadas de las tierras altas del Perú probaron
ser tan ineptas al enfrentar a Túpac Amaru que las autoridades
las disolvieron disgustadas. Mi propio trabajo [el de Kuethe] sobre Nueva Granada mostró que mientras el ejército reformado
registró mejoras en términos de defensa externa y anotó cierto
éxito conteniendo a los Comuneros, falló miserablemente en las
fronteras y, a la larga, probablemente debilitó más que reforzó la
habilidad de España de combatir las disidencias internas”7.
A pesar de que el interés de los historiadores arriba nombrados se ha
concentrado en el eje geográfico Nueva España-Lima-Nueva Granada y
Allan Kuethe, “The development of the Cuban military as a socio-political elite,
1763-1783”, p. 695. Los libros a los que Kuethe hace alusión son: Christon Archer, El
ejército…; Leon Campbell. The military and society in colonial Peru, 1750-1810; y Allan
Kuethe, Military reform and society in New Granada, 1773-1808.
7
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que, de hecho, el resultado del reformismo militar en las periferias no ha
recibido la misma atención que en los centros administrativos, es posible
afirmar que el caso chileno se asemeja bastante al cuadro sombrío presentado por Archer, Campbell y Kuethe. En una investigación preliminar
sobre el tema, pudimos constatar la frecuencia de los juicios por deserción en el Chile de fines del siglo XVIII, como también los intentos infructuosos de gobernadores como Agustín de Jáuregui, Ambrosio Benavides
y Ambrosio O’Higgins para hacer de las milicias locales y del ejército
regular cuerpos medianamente capacitados para frenar las amenazas internas y externas. Las dificultades enfrentadas por estos gobernadores en
la frontera indígena del sur son prueba fidedigna de la debilidad de un
Estado que pretendía cubrir un territorio sin tener las fuerzas necesarias
para hacerlo. Del mismo modo, la impotencia de los gobernadores es
fácilmente reconocible en los diversos planes defensivos preparados con
el fin de neutralizar los ataques ingleses a las costas chilenas. En ellos,
se aprecia la escasez de armas en el reino, al tiempo que se vislumbra la
confusión de una población atemorizada y sin suficiente experiencia para
llevar adelante una acertada estrategia militar8.
Dentro de este panorama de desmilitarización y pobreza hay, sin
embargo, un elemento que matiza los aspectos negativos del ejército
chileno. La crisis económica en la que se vio inmerso el imperio español como consecuencia de su participación en las guerras dieciochescas
produjo una completa redefinición del llamado pacto colonial. En efecto,
debido a la incapacidad de Madrid de continuar enviando contingentes
del “Ejército de Refuerzo” a las colonias americanas, la metrópoli aceptó implícitamente que los criollos ocuparan muchos de los puestos más
relevantes del ejército regular y de las milicias. Así, para la década de
1780 el “Ejército de América” descansaba casi en su totalidad en manos criollas9. Por supuesto, esta situación se dio con mayor fuerza en los
territorios marginales: tanto las distancias geográficas como el relativo
estatus secundario de colonias como la chilena, ponían cortapisas a los
pocos y costosos incentivos que la corona aún tenía por despachar nuevos refuerzos. De ahí que la reestructuración del ejército colonial chileno
en las décadas 1770 y 1780 haya obedecido ante todo a las necesidades
militares locales, y que las autoridades disfrutaran de una relativa auto8
El primer capítulo de mi tesis doctoral, llamado “The reconstruction of the Ejército
de América and the consolidation of a creole army in Chile, 1762-1808”, hace referencia
a estos temas.
9
Véase Juan Marchena, Oficiales y soldados en el Ejército de América y Ejército y milicias en el mundo colonial americano.
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nomía para formar nuevos cuerpos regulares y milicianos. Es más, la autonomía administrativa del ejército colonial chileno fue fomentada por
los últimos monarcas Borbones, quienes, al enfrentarse ante la disyuntiva
de defender el imperio español pero sin contar con suficientes ingresos
fiscales que les permitieran mantener el control militar desde la metrópoli, aceptaron que sus súbditos americanos participaran de la toma de
decisiones y del juego imperial. Lo anterior no sólo se dio en el ejército
sino también en otros escenarios administrativos de fines del siglo XVIII,
como fueron las Intendencias, el Consulado, el Cabildo y la Iglesia10.
¿Debe el ejercicio autónomo del poder por parte de las elites criollas llevarnos a pensar que la crisis de la corona española era inevitable? ¿Puede decirse que la caída de la monarquía fue el resultado de un
largo e inexorable proceso, comenzado en los intentos infructuosos de
Carlos III por “reconquistar” el territorio colonial y concluido de forma
teleológica en la creación de las primeras juntas americanas en 1810? Es
efectivo que, a diferencia de lo que postulan historiadores como David
Brading y John Lynch, los Borbones fracasaron en su intento por retomar
el control de la administración colonial; el hecho de que las áreas administrativas principales de la colonia chilena estuvieran en manos criollas
comprueba la debilidad de una metrópoli que sólo podía ejercer el poder
a distancia11. Pero la misma anuencia de los Borbones de que la práctica
del poder estuviera liderada por criollos explica por qué la junta de Santiago de 1810 no fue un cuerpo pensado para cortar los vínculos con la
metrópoli. En 1810, los chilenos no necesitaban ni deseaban declarar su
independencia, ya que su papel en el juego imperial era suficientemente
protagónico para aspirar a mantenerse como parte sustancial de la monarquía española. Pocos, muy pocos en realidad, estaban dispuestos en
1810 a sumergirse en una empresa emancipadora de resultado incierto;
a lo más, radicales como Juan Martínez de Rozas buscaban reformar el
sistema desde y para el imperio. ¿Obedeció por ello la instalación de la
junta de 1810 a una transacción inminentemente conservadora entre las
elites? A continuación, y con el fin de enfatizar la importancia de volver a
estudiar el papel político de los militares durante este proceso, proponemos la hipótesis de que el espíritu autonomista más que independentista
10
Cfr. Alfredo Jocelyn-Holt, La Independencia de Chile. Tradición, modernización y
mito, p. 76. En mi artículo “La criollización de un Ejército periférico. Chile, 1768-1810”,
pp. 91-128, se comprueba empíricamente la alta presencia de criollos en el ejército colonial chileno a fines del siglo XVIII.
11
El término “reconquista” fue empleado para el caso novohispano por David Brading, Miners and Merchants in Bourbon Mexico, 1763-1810, y extendido para el resto del
continente por John Lynch, Las Revoluciones Hispanoamericanas. 1808-1826.
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de los chilenos no le resta características revolucionarias al proceso comenzado en 181012. Veremos que, en el periodo 1810-1814, se podía ser
revolucionario (y autonomista) sin ser necesariamente independentista13.
2
La invasión napoleónica a la península ibérica reconfiguró por completo
el mapa político y militar del imperio español. Conocidas son las reacciones patrióticas que el ataque de Napoleón suscitó tanto en España como
en Hispanoamérica; conocido es también el debate político que se generó a partir de la creación de las primeras Juntas españolas, especialmente
en relación con el papel que las posesiones ultramarinas debían jugar en
este nuevo escenario de acefalía política14. Menos estudiadas han sido, no
obstante, las reformas militares implementadas en los reinos americanos
como consecuencia de la estratagema del emperador francés.
Una vez arribadas a Chile las noticias de la invasión napoleónica,
tanto el Cabildo de Santiago como el gobernador se concentraron en
definir un plan de acción en caso de que las fuerzas francesas se decidieran a emprender un ataque a las costas sudamericanas. Considerando
las preocupaciones europeas de Napoleón, las aprensiones criollas eran
más producto de la incertidumbre que de la realidad, aunque bien podían pensar algunos que el ejército local no contaba con la preparación
suficiente ni con los elementos indispensables para defender el territorio.
En un plan defensivo presentado por Judas Tadeo Reyes en septiembre
de 1806, se había concluido que el reino poseía sólo cinco cañones, dos
12
Como bien señala Jaime E. Rodríguez O. La Independencia de la América española,
p. 15, en 1808 los hispanoamericanos demandaron “igualdad más que independencia. Buscaron la autonomía y no la separación de España. Esta distinción resulta fundamental,
porque cuando los documentos utilizan la palabra independencia, por lo general quieren
decir autonomía”.
13
Como bien dice Patricia Marks, los historiadores han tendido con demasiada frecuencia a definir un acontecimiento como revolucionario siguiendo únicamente el modelo popular y sanguinario de la revolución francesa. Esta visión es una transportación
conceptual que no dice relación con realidades locales y, por ello, debe ser considerada
con cierto escepticismo. Véase Marks, Deconstructing legitimacy. Viceroys, merchants and the
military in late colonial Peru, p. 1. Para una crítica de aquellos historiadores que rechazan
las características revolucionarias de las revoluciones hispanoamericanas porque supuestamente no alcanzaron el radicalismo de las europeas, como la francesa, véase FrançoisXavier Guerra, “De lo uno a lo múltiple: dimensiones y lógicas de la Independencia”, p. 48.
14
Véase Raymond Carr, Spain 1808-1939, pp. 81-92; y François Xavier Guerra, Modernidad e Independencias. Ensayos sobre las Revoluciones hispánicas.
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mil quinientos fusiles, el mismo número de lanzas y unos pocos pares
de pistolas, cuestión que hacía inferir a Reyes “que haciendo el último
esfuerzo, cuando más podríamos juntar menos de dos mil hombres de
fusil, municionados y otros tantos de lanza de caballo”15. Tres años después, la situación no había mejorado mayormente. Lo que parecía estar
cambiando era la posición de los criollos respecto a cómo enfrentar la
crisis imperial: por primera vez, vecinos como Juan Martínez de Rozas
y José Antonio de Rojas comenzaban a pensar que la ayuda económica
enviada a España debía ir acompañada de una defensa explícita de los
intereses criollos16.
La correspondencia entre Rozas y Rojas da cuenta del origen de un
dilema que coparía la agenda local hasta principios de 1814, a saber, en
qué cuerpo o figura debían descansar la legitimidad política y la soberanía administrativa del reino. La seguidilla de conflictos entre el gobernador Francisco Antonio García Carrasco y los vecinos representados en
el Cabildo de Santiago durante 1810 tuvo por objeto dar respuesta a
dicha disyuntiva, la cual por supuesto no podía estar desvinculada de
temas tan relevantes como los defensivos17. La mayoría de las decisiones tomadas durante ese año por el Cabildo consideraban de una u otra
forma los aspectos militares. Así, por ejemplo, tenemos que en julio de
1810 los miembros del Cabildo de la capital amenazaron con armar a
sus inquilinos en caso de que García Carrasco continuara con su postura
confrontacional. A pesar de que el gobernador fue tomado prisionero sin
necesidad de que los hacendados llegaran hasta ese punto, la formulación
de la amenaza hablaba por sí sola y los militares eran conscientes de
ello18. De otro modo, no se explica el repentino protagonismo alcanzado
por los oficiales regulares y milicianos entre los meses de julio y septiembre de 1810; protagonismo que, en todo caso, se dio en un plano político
más que netamente militar, como quedó de manifiesto en septiembre de
1810, cuando, en su calidad de garantes de la seguridad interna del reino,
la mayor parte de los oficiales apoyó la resolución política que implicó la
conformación de una junta de gobierno.
Judas Tadeo Reyes, “Explanación del Plan de Defensa redactado por Judas Tadeo de
Reyes, hecha por el presidente Muñoz de Guzmán”, p. 26.
16
Juan Martínez de Rozas, “Carta de Don Juan Martínez de Rozas, 3 de septiembre
de 1809”, p. 29. Para un análisis de la correspondencia entre Rozas y Rojas, véase Sergio
Villalobos, Tradición y Reforma en 1810, p. 179.
17
Véase Sol Serrano y Juan Luis Ossa, “1810 en Chile: autonomía, soberanía popular
y territorio”, pp. 95-117.
18
Véase Néstor Meza Villalobos, La actividad política del Reino de Chile entre 1806
y 1810, p. 121.
15
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No obstante, que los hombres de armas hayan actuado política más
que militarmente, no significa que su papel haya sido ensombrecido por
los civiles. Ambos grupos reaccionaron a los eventos de 1810 de una forma similar: salvo quizás un reducido número de políticos y militares, los
vecinos de Santiago que concurrieron a la plaza del Consulado de Santiago ese martes 18 de septiembre, lo hicieron para enfatizar la idea de que
era posible administrar de forma autónoma –no todavía independiente– el
territorio chileno hasta que Fernando VII regresara de su cautiverio. Es
importante señalar, sin embargo, que la declaración de principios más bien
moderada de los juntistas de 1810 no resta elementos revolucionarios a
la creación de la junta. Efectivamente, el hecho de proscribir unilateralmente un régimen que hasta entonces descansaba en la figura del Capitán
General por uno que, por lo menos en apariencia, representaba a los “pueblos” trajo como consecuencia un cambio revolucionario en la convivencia
política local19. Lo anterior se confirmó cuando el Acta de la junta prometió, también, la reunión de las provincias del reino en un futuro Congreso.
3
La reunión del primer Congreso Nacional en julio de 1811 fue más difícil y engorrosa de lo que los juntistas probablemente pensaron20. Los
conflictos entre Santiago y Concepción, despuntados en una fecha tan
temprana como marzo de 181121, impidieron que las negociaciones entre los dos principales centros urbanos llegaran a buen puerto, con lo cual
la conformación de un sistema que agrupara los intereses de todas las
provincias chilenas fue perdiendo solvencia e incluso razón de ser. Como
líder de Concepción, Juan Martínez de Rozas se enfrentó en una “guerra política” contra las fuerzas del líder santiaguino José Miguel Carrera,
cuyo regreso desde la península confundió el ambiente hasta el punto
de que, ya en noviembre de ese año, los intentos para que penquistas y
santiaguinos mantuvieran una relación pacífica y armoniosa parecían una
quimera.
19
Para una discusión del significado de los términos “pueblo” y “pueblos”, véase Julio
Pinto y Verónica Valdivia Ortíz de Zárate, ¿Chilenos todos? La construcción de la nación
(1810-1840), pp. 21-40.
20
Las implicancias de las elecciones para el primer Congreso Nacional han recobrado
importancia en el último tiempo. Véase, por ejemplo, Sol Serrano, “La representación en
el Reino de Chile: 1808-1814”, pp. 500-504.
21
Los primeros indicios del conflicto entre Santiago y Concepción pueden seguirse
en Archivo General de Indias (en adelante AGI), Buenos Aires, vol. 40.
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Aunque las diferencias entre Santiago y Concepción fueron generalmente resueltas en términos políticos antes que en el campo de batalla, en
el periodo 1811-1812 los militares fueron actores principales. La presencia
de Carrera en Chile militarizó la política de una forma hasta entonces
desconocida, en el sentido de que forzó a un número importante de jefes
militares a hacerse parte de las decisiones administrativas más relevantes
de la época. Ciertas características de la personalidad de Carrera recuerdan
al joven e impetuoso Napoleón de la década de 1790, cuando los militares
actuaban como “agentes de la revolución” y lideraban el proceso de construcción del llamado binomio ciudadano-soldado22. Dicho binomio, como
se sabe, debe su origen al mundo antiguo23. No obstante, fue en el momento más álgido de la Revolución Francesa –1792-1793, durante la denominada levée en masse– que se consagró la idea de que todo ciudadano debía
ser un soldado de su patria24. Para fines de 1811, el debate sobre el binomio
ciudadano-soldado había sobrepasado las barreras europeas y comenzaba a
internarse en diversas zonas de Hispanoamérica25, Chile entre ellas.
Una de las primeras fuentes que hace alusión, al menos de forma
implícita, a la institucionalización del ciudadano-soldado en Chile es el
Catecismo Patriotico para instruccion de la juventud del Reyno de Chile, el
cual es muy probable que se haya dado a conocer en Santiago en 181126.
En la pregunta sobre cómo debía pagarse a la tropa, el autor del Catecismo respondía lo siguiente:
22
Véase el iluminador artículo de Claudio Rolle, “Los militares como agentes de la
revolución”.
23
Véase Keegan, op. cit., pp. 291-342. A principios del siglo XVI, Nicolás Maquiavelo,
El Príncipe, pp. 60-70, hizo una defensa de las tropas “propias”, las cuales, a diferencia de
las “mercenarias” y “auxiliares”, eran más confiables, pues estaban compuestas por “súbditos, o por ciudadanos, o por criados tuyos”. Para un análisis de la recepción del republicanismo clásico en Chile en las décadas de 1810 y 1820, véase Vasco Castillo, La creación de
la República. La filosofía pública en Chile, 1810-1830, sobre todo la primera parte. También
véase Susana Gazmuri, La función de la antigüedad greco-romana y el republicanismo clásico
en Chile en el período de los ensayos constitucionales.
24
Jean-Paul Bertaud, The Army of the French Revolution. From citizen-soldiers to instrument of power; y Keegan, op. cit., p. 417, refuerzan la idea de que los “ciudadanos de
la República”, tanto en Francia como en Las Trece Colonias dos décadas antes, debieron
“recurrir a las armas”.
25
Véase, por ejemplo, Véronique Hebrard, “Ciudadanía y participación política en
Venezuela, 1810-1830”, pp. 136-144; y Clément Thibaud, Repúblicas en Armas. Los ejércitos bolivarianos en la guerra de Independencia en Colombia y Venezuela, pp. 430-431.
26
Esta suposición nace del hecho de que la copia que hemos encontrado de este
Catecismo se encuentra junto a otros papeles personales del Virrey Abascal y que están
fechados en 1811. Agradezco a Andrés Baeza haberme informado sobre la existencia de
este documento. Véase AGI, Diversos, vol. 2.
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“Las [tropas] que hay [h]oy pagadas en los diversos puntos del
Reyno se consideran bastantes, en tiempo de paz: para los de
Guerra, diciplinense las Milicias[,] no haya un hombre que no sea
un Soldado[,] todos reconoscan sus respectivos cuerpos, y quando
llegue el caso de una invacion extrangera, la Patria se salvará en
los brasos de cien mil Ciudadanos que animados del entuciasmo
que inspira la propia conservacion dejará burladas las tentativas
de todo el poder de la Europa, y para entonces los caudales de
los Pueblos se derramaran para defenderse, y defenderos de sus
Enemigos”27.
Poco tiempo después, Camilo Henríquez apoyó este proyecto a través
de una serie de artículos aparecidos en La Aurora de Chile. En ellos, Henríquez se preguntaba qué fuerzas debían estar a cargo de la defensa del
territorio: las tropas regulares o las milicias. En su opinión, si la “opinion,
el amor de la patria, y todas las virtudes sociales llegasen á tal punto que
cada ciudadano fuese un soldado, y cado [sic] soldado un heroe; si una
educacion militar huviese formado grandes oficiales, que poseyesen la
doctrina terrible y sublime de la guerra; en fin si la opinion, los continuos
exercisios, la vida militar y la virtud huviesen convertido á todos los ciudadanos en Lacedemonios”, entonces la seguridad del Estado podría descansar únicamente en las milicias. Sin embargo, Henríquez continuaba:
“¿es este acaso el estado presente de las cosas? Mientras las potencias, que
pueden atacar, mantienen en pie exercitos formidables, que unen la tactica al valor, que han sufrido los riesgos, y sentido el furor de los convates
¿será prudencia exponerse á resistirles con tropas colecticias y bisoñas?
En fin[,] en las circunstancias actuales [¿] estará el estado tan seguro con
tropas permanentes, como sin ellas?”28. Una semana más tarde, Henríquez
reafirmaba su postura señalando “que no habrá libertad solida y durable,
y sobre todo, menores incomodidades y mayor felicidad, sino por medio
de tropas regladas y permanentes”29. Por ello, era misión del gobierno proporcionar “á los ciudadanos una educacion, no solo civil, sino militar”30.
La aspiración de hacer de cada ciudadano un defensor de su patria
estaba en sintonía con las necesidades de la autoridades de reunir nuevos
AGI, Diversos, vol. 2. El énfasis es nuestro.
La Aurora de Chile, N° 5, pp. 23-24. Se puede encontrar otra referencia a los Lacedemonios en Archivo Nacional Histórico (Santiago), fondo José Ignacio Víctor Eyzaguirre, vol. 19, 3 de mayo de 1813, fs 82-82v.
29
La Aurora de Chile, N° 6, p. 29.
30
La Aurora de Chile, N° 5, p. 24.
27
28
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contingentes. Primero fueron santiaguinos y penquistas quienes se vieron
en la necesidad de reclutar soldados para sus respectivos ejércitos. Luego,
cuando el virrey del Perú, José Fernando de Abascal, se decidió a combatir el radicalismo de los autonomistas chilenos en su propio territorio,
el reclutamiento tomó proporciones nunca antes vistas. Durante los años
1810-1812, Abascal no envió fuerzas expedicionarias a Chile porque,
aun cuando la expulsión de García Carrasco y la instalación de la junta
habían sido actos revolucionarios, en comparación con Buenos Aires y los
revolucionarios en el Alto Perú, los chilenos eran, para el virrey, bastante
más moderados31. Las cosas cambiaron en 1812, año en que José Miguel
Carrera publicó un Reglamento Constitucional en el que se afirmaba que
“ningún decreto, providencia u orden, que emane de cualquier autoridad
o tribunales de fuera del territorio de Chile, tendrá efecto alguno”32. El
Reglamento no cortaba por completo con la metrópoli, pero sí desconocía el derecho del virrey a ejercer cualquier tipo de soberanía en suelo
chileno. El virrey respondió despachando una fuerza a Chile al mando de
Antonio Pareja, cuyo ataque al puerto de Talcahuano en marzo de 1813
obligó a santiaguinos y penquistas a abandonar sus diferencias políticas
con el fin de enfrentar de forma conjunta un ejército que, en apariencia,
parecía suficientemente preparado para aguar los objetivos del lado más
radical de la revolución. Comenzó así una larga y sangrienta guerra entre
revolucionarios y realistas o monarquistas, en la que, de una u otra forma,
la sociedad chilena en su totalidad se vio inmersa. Las características “totales” de la guerra quedaron de manifiesto a principios de 1814, cuando
el gobierno de Carrera declaró que “todo habitante de Santiago es un
militar”33. Con ello, Carrera dio sentido a su objetivo de militarizar el
mundo civil y politizar el ejército, tal como los revolucionarios franceses,
pero sobre todo Napoleón, lo habían realizado unas décadas antes.
Aquí la pregunta de si acaso los soldados rasos –inquilinos, mineros,
esclavos, vagabundos– se enrolaban en el ejército voluntariamente y por
las mismas razones que los oficiales, es de vital importancia para comprender las principales características del reclutamiento. Según Leonardo
León, “la tarea de engrosar las filas de los regimientos era para el peonaje
no más que eso: una tarea, nunca la defensa de un principio ni de una
concepción doctrinaria”. En el ejército, León continúa, “reaparecía […]
31
AGI, Diversos, vol. 2. Esta opinión aparece en un borrador a Evaristo Pérez de
Castro.
32
Reglamento constitucional provisorio del 27 de octubre de 1812.
33
Citado en Leonardo León, “Reclutas forzados y desertores de la patria: el bajo pueblo chileno en la Guerra de la Independencia, 1810-1814”, p. 273.
343
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la vieja relación de patrones y dependientes bajo la nueva nomenclatura
de oficiales y soldados”34. Un ejemplo de esta clase de relación fue dado
por Bernardo O’Higgins a Juan Mackenna en una fecha tan temprana
como enero de 1811, cuando le comunicó al ingeniero irlandés que el
“Regimiento No 2 de La Laja […] estaba compuesto por sus ‘propios
inquilinos’”35. En los años siguientes, O’Higgins confiaría parte importante de sus ejércitos a los trabajadores de su hacienda Las Canteras; no
obstante, sucesivas deserciones, además de la constante publicación de
nuevos y más duros castigos y leyes de reclutamiento, serían, en realidad,
la tónica del periodo 1813-1814.
La reticencia de los soldados a unirse al ejército se hizo patente inmediatamente después del inicio de la guerra en 1813. Ambos lados combatientes –revolucionarios y realistas– enfrentaron esta situación, aunque
fueron los primeros los que desarrollaron una política sistemática para
detener las deserciones. Los realistas no introdujeron una metodología
organizada para sancionar a los desertores, entre otras cosas porque los
ejércitos del rey contaron con la ayuda de la mayoría de las comunidades
indígenas del sur del territorio y, por ende, el número de desertores en
sus filas solía ser menor. Los revolucionarios, por el contrario, se vieron
en la obligación de hacerlo, como un oficio fechado en marzo de 1814
lo ejemplifica: de acuerdo con este documento, “todo individuo que se
oculte ó fugue debe ser castigado como traydor, confiscado sus bienes,
y entregadas sus poseciones, y Haciendas al fuego, y á la devastación”36.
Este tipo de castigos habla de un proceso de radicalización provocado
por la invasión de Pareja en marzo de 1813, y que no estuvo presente en
los años previos, cuando Santiago y Concepción se disputaban la supremacía del poder político-militar. Parafraseando la teoría militar de Clausewitz, los conflictos protagonizados por Rozas y Carrera reflejaron no
“una guerra de exterminio” sino una “simple observación armada”.37 La
invasión de Pareja, por el contrario, trajo como consecuencia un cambio
revolucionario en la forma de comprender y llevar adelante el conflicto
armado38. En otras palabras, si en una primera etapa las diferencias entre
Op. cit., p. 259.
Citado en op. cit., p. 264.
36
Archivo Nacional Histórico (Santiago), Ministerio de Guerra, vol. 1, 31 de marzo, 1814.
37
Carl von Clausewitz, On War, p. 21.
38
De acuerdo con John Lynn, “International rivalry and warfare”, p. 190, las guerras
durante el Antiguo Régimen europeo eran luchadas como “procesos”, es decir, se caracterizaban por “el carácter indeciso de las batallas y los sitios, el ritmo pausado de las operaciones, la tendencia a tener múltiples frentes de guerra, la gran necesidad de hacer que
la guerra mantuviera a la guerra, y el considerable énfasis en las negociaciones diplomá34
35
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los autonomistas chilenos fueron zanjadas más bien de forma moderada,
el ataque de Pareja al puerto de Talcahuano radicalizó el uso de las armas.
Ahora bien, ¿puede decirse que la radicalización del enfrentamiento dio
pie a una guerra entre “naciones”? ¿Cuán “civil” era, en efecto, esta lucha
cuyos actores principales decían representar dos sistemas políticos tan
disímiles como el monárquico y el revolucionario?
4
No cabe duda de que uno de los objetivos de los líderes revolucionarios
fue legitimar sus derechos mediante la división de ambos lados combatientes entre “españoles” y “americanos”. En Chile, luego de la invasión
de Pareja, el significado de la palabra “patria” comenzó a relacionarse con
“América” más que con la “nación española”. Este tránsito fue paulatino y
a veces un tanto confuso para el público lego. El 7 de abril de 1813, por
ejemplo, El Monitor Araucano informó a sus lectores que “el Gobierno
no distingue en los ciudadanos su suelo nativo, sino sus virtudes y amor
público, que son el verdadero patriotismo, y las únicas bases que sostienen el Estado”39. En ese mismo número, sin embargo, el mismo periódico
publicaba una proclama de los miembros del Cabildo de Santiago en la
que aplaudía la “inalterable unión y confianza, que existe felizmente entre el Gobierno y el pueblo”, agregando que dicha unión salvaría “a toda
la América Meridional, amenazada en nuestro territorio”40.
El significado de “América” en este documento no era muy diferente
al utilizado por Simón Bolívar en junio de 1813 en su declaración de
la Guerra a Muerte: en ambos casos, la intención de los rebeldes era
diferenciar “América” de “España”, argumentando para ello en términos
políticos más que demográficos. De hecho, considerando que tanto el
ejército revolucionario como el realista en Chile –y, en esa época, tam-
ticas”. Las guerras “revolucionarias”, por el contrario, eran luchadas como “eventos”, tal
como quedó de manifiesto en las campañas directas, decisivas y veloces de la Revolución
Francesa y la época napoleónica (traducción del autor). Otros, como Alfred Vagts, extenderían el origen de la guerra “revolucionaria” a la Independencia Norteamericana. Véase
Alfred Vagts, A History of Militarism, pp. 96-97. Guardando las proporciones y diferencias,
podríamos decir que el conflicto entre Santiago y Concepción respondió más bien a la
fórmula del Antiguo Régimen de hacer la guerra, mientras que el conflicto comenzado en
marzo de 1813, al modelo revolucionario.
39
El Monitor Araucano, N° 2.
40
Ibid.
345
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bién en Venezuela–41 estaban conformados preferentemente por personas nacidas en el Nuevo Mundo42, se hacía difícil clasificar a los enemigos
de acuerdo con su lugar de nacimiento43. Mucho más apegado a la realidad era aceptar que aquellos que luchaban en las filas de Fernando VII
lo hacían como “realistas”, mientras que los que combatían en el ejército
enemigo lo hacían enarbolando las banderas “revolucionarias”.
Con todo, no es aventurado plantear la hipótesis de que, a medida
que fue pasando el tiempo, la lucha en el campo de batalla no sólo dividió a la sociedad chilena en dos lados políticamente irreconciliables, sino
también fue adquiriendo ciertos elementos de una guerra internacional.
El Tratado de Lircay, mediante el cual revolucionarios y realistas firmaron
en mayo de 1814 un armisticio, trajo como consecuencia una aceptación
por lo menos implícita de que las diferencias debían ser zanjadas por razón del derecho de gentes (hoy derecho internacional)44. Conviene señalar que, luego de que Carrera publicara su Reglamento Constitucional de
1812, los agentes del virrey Abascal tuvieron carta blanca para perseguir
y castigar a los revolucionarios chilenos a través del derecho penal, esto
es, como criminales políticos. El estallido de la guerra en marzo de 1813
profundizó esta situación, al tiempo que legitimó en alguna medida la
radicalización de los insurgentes (más de alguno de los cuales comenzaba, ya, a adoptar posturas independentistas). No obstante, cuando un año
después el brigadier español Gabino Gaínza se reunió con los representantes de “Chile”, Bernardo O’Higgins y Juan Mackenna, a orillas del río
Lircay, lo hizo a sabiendas de que su contraparte representaba un componente administrativo diferente con el que se podía y necesitaba llegar a
41
Es decir, previo a la invasión de Pablo Morillo enviada desde la península. Para la
expedición de Morillo véanse los trabajos de Rebecca Earle, “Popular participation in the
wars of independence in New Granada”.
42
Aunque Pareja arribó desde el Perú, su ejército estaba conformado sobre todo por
soldados reclutados en Chiloé y Valdivia.
43
Para las causas y consecuencias de la Guerra a Muerte, véase Thibaud, op. cit., p.
130: “Bolívar intenta […] fundar la identidad de los dos beligerantes, e instituirlos en
naciones distintas. Para hacerlo, va a crear una ambigua ficción identitaria, donde la figura
del ‘español’ es el chivo expiatorio de la Guerra. Mediante este acto de designación del
enemigo ‘español’ en el sentido político del término, el partido ‘americano’ va a adquirir
sentido y consistencia en contrapartida. El objetivo de Bolívar es crear una división en
la antigua nación […] con el fin de forjar un nuevo cuerpo político. Todo el problema
proviene de que la gesta bolivariana es una declaración de guerra civil, lo cual es, forzosamente, inconfesable”. John Lynch. Simón Bolívar. A life, p. 73, comparte esta impresión:
“esta fue una guerra civil, en la que los americanos predominaban en ambos lados” (traducción del autor).
44
Una copia no muy bien conservada del Tratado de Lircay se encuentra en el Archivo Nacional Histórico (Santiago), fondo Varios, vol. 812.
346
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un acuerdo. Es decir, por lo menos por el lapso que estuvo en vigencia el
Tratado, el conflicto entre realistas y revolucionarios pareció solucionarse
gracias a la connivencia de ambos lados combatientes de representar a
dos “Estados” soberanos45.
Pero, como es sabido, tanto el virrey Abascal como el gobierno revolucionario desatendieron más temprano que tarde los acuerdos firmados
en Lircay. La guerra continuó su curso, y en octubre de 1814 la campaña
contrarrevolucionaria encabezada por Mariano Osorio logró hacerse del
control del valle central del territorio (de Valparaíso a Concepción). En
la batalla de Rancagua (cuyo resultado obligó a los revolucionarios a buscar refugio en Mendoza, al otro lado de la cordillera), las fuerzas realistas
mostraron mayor cohesión y, al menos para aquellos descontentos con las
requisiciones impuestas por los revolucionarios en los últimos meses, significó una posibilidad de volver a los días de 1810. Comenzó, así, un periodo de redefiniciones políticas y militares, además de una reevaluación
de la importancia de construir alianzas en un ambiente de incertidumbre
y múltiples desconfianzas.
El estudio de los años 1814-1817 ha recobrado interés en el último
tiempo gracias a la acabada investigación de Cristián Guerrero Lira sobre
los gobiernos realistas de Osorio y Francisco Casimiro Marcó del Pont46.
Tradicionalmente, se ha conocido esta época con el nombre de “Reconquista”, término acuñado en el siglo XIX y utilizado de forma más bien
peyorativa por importantes intelectuales, como los hermanos Miguel
Luis y Gregorio Víctor Amunátegui y Alberto Blest Gana47. La posición
de estos autores se enfoca en las características supuestamente despóticas
de la contrarrevolución, para lo cual, ya sea en trabajos históricos o novelescos, presentan las malas prácticas, castigos y abusos cometidos por
Osorio y Marcó del Pont. Esta perspectiva se ha incubado en el pensar
general de la sociedad chilena, asumiéndose que los exilios, vindicaciones
y juicios políticos eran consustanciales a la “tiranía” española y sus agentes coloniales. Guerrero Lira, por otro lado, propone una visión distinta
y, a nuestro entender, más acertada de este periodo. En su libro, Guerrero
afirma que el análisis de la política contrarrevolucionaria no puede des45
A juzgar por los artículos del Tratado de Lircay, ambos lados combatientes pretendían institucionalizar en Chile una monarquía constitucional, para lo cual era imperioso
aceptar que éste era parte consustancial del imperio español, pero, al mismo tiempo, un
ente autónomo y soberano en materia de administración interna.
46
Cristián Guerrero Lira, La contrarrevolución de la Independencia en Chile.
47
Véase Miguel Luis y Gregorio Víctor Amunátegui, La Reconquista española,. Sobre
Blest Gana, véase la hermosa edición preparada por Iván Jaksic y Juan Durán de Alberto
de su Durante la Reconquista.
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vincularse del contexto bélico imperante, ya que este explicaría muchas
de las decisiones tomadas por el grupo realista desde 1813 en adelante:
“La situación de guerra que se vivía desde 1813 y que, a pesar del
triunfo realista de octubre de 1814, seguía siendo real y condicionaba las actuaciones de los gobernadores, obligándolos a adoptar
medidas conducentes a cautelar por la tranquilidad pública y la
seguridad militar. Aquellos años no fueron de normalidad y, por
tanto, no es de extrañar que se decretaran ciertas restricciones”.
Y lo cierto es que la “adopción e imposición de medidas que tendían
a afianzar a un grupo en el poder […] fue común tanto al régimen monarquista como al revolucionario en toda América”. Para confirmar esta
hipótesis, Guerrero Lira señala que el hispanoamericano no era un ejemplo aislado y que en la guerra de independencia en las Trece Colonias (y
nosotros podríamos agregar, también en la Francia revolucionaria, sobre
todo en La Vendée) aquellos que no prestaban “juramento de fidelidad
al nuevo país” eran severamente castigados48. En otras palabras, las persecuciones políticas no eran una exclusividad de los gobiernos contrarrevolucionarios, cuestión que en el caso chileno queda de manifiesto
haciendo una lista incluso aleatoria de los Bandos, Oficios y Reglamentos
publicados, tanto entre 1811 y 1814 como con posteridad a la Batalla
de Chacabuco (12 de febrero de 1817), con el fin de penalizar las “infidelidades antipatrióticas” cometidas por “sarracenos”, “monarquistas” y
“europeos”49.
Con lo anterior, no pretendemos olvidar o aminorar los excesos cometidos por Osorio y Marcó del Pont durante sus mandatos respectivos.
No obstante, cabe preguntarse si acaso fueron estos excesos los que llevaron a los chilenos a desconfiar del régimen contrarrevolucionario o si,
por el contrario, otras razones, relacionadas con la política cotidiana y con
el fenómeno de la guerra, jugaron un papel más preponderante en la fría
relación del ejército realista con los habitantes del país. Ya que tanto revolucionarios como realistas cometieron abusos y exageraciones, la caída
de los realistas debe explicarse, en primer lugar, considerando la incapacidad de Osorio y Marcó del Pont de hacer alianzas estratégicas con las
Guerrero Lira, op. cit., p. 200. Sobre La Vendé, véase Charles Tilly, The Vendée.
Algunos ejemplos de castigos contra realistas (entre 1811 y 1817) pueden encontrarse en AGI, fondo Chile, vol. 207, 10 de junio de 1811; León, op. cit., p. 265; Colección
de Historiadores y de Documentos relativos a la Independencia de Chile, vol. VII, p. 99; y
Guerrero Lira, op. cit., pp. 176-177.
48
49
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elites locales. A esas alturas, lograr un acuerdo con los radicales chilenos
(v.g. O’Higgins, Carrera o Gaspar Marín) era un imposible. Sin embargo,
la expulsión de autonomistas moderados a la isla de Juan Fernández fue
un error político que alienó a gran parte de las elites; un acercamiento,
o directamente una alianza con hombres como Manuel de Salas y Juan
Egaña habría dado pie, quizás, a una mejor relación entre los gobernantes
españoles y los sectores más acaudalados e informados de la capital. Por
otro lado, el uso de la represión por parte de los agentes monarquistas
no prueba, como podría pensarse, su poderío sino, más bien, cuán precaria era la posición contrarrevolucionaria. Los gobiernos suelen reprimir
cuando su política es de suyo inestable e ilegítima, y los de Osorio y
Marcó del Pont no fueron la excepción. Así, pues, el colapso del régimen
realista se explicaría también por la ilegitimidad del proyecto político
contrarrevolucionario.
Pero ¿por qué habríamos de considerar al gobierno contrarrevolucionario como “ilegítimo”? ¿No fueron acaso las administraciones revolucionarias también “ilegítimas”? En su estudio sobre la caída del Antiguo
Régimen en Ciudad de México, Timothy Anna se extiende en el significado de los conceptos “legitimidad” y “autoridad”, palabras ambas que
pueden ayudar a explicar la inestabilidad de los gobiernos de Osorio y
Marcó del Pont (como también la de los gobiernos chilenos anteriores
a 1814). Anna propone que el imperio español perdió “su autoridad en
Nueva España en torno a 1816 –como resultado de los eventos de los
ocho años anteriores–, pero esto no se manifestó sino hasta 1821, toda
vez que, con anterioridad a la aparición en escena de [Agustín de] Iturbide, no había nadie en quien la nación pudiera descansar su autoridad.
‘Autoridad’, como es utilizado en este estudio, es de ese modo similar al
más comúnmente reconocido de ‘legitimidad’, a pesar de que es un tanto
más amplio”. […] “La autoridad”, continúa Anna, “es dada por la nación, aunque inconscientemente, al Estado o régimen. Es el derecho para
ejercer soberanía, el derecho de gobernar”. En ese sentido, “en el caso
mexicano es esencial distinguir entre autoridad y legitimidad, ya que el
régimen realista se mantuvo como único régimen legítimo por algunos
años después de que dejó de poseer autoridad [1816]”50.
Podría decirse que, en Chile, la metrópoli perdió su “autoridad” en
1810 pero que la “legitimidad” del rey cautivo perduró por varios años.
Cuando Osorio intentó re-implementar la “autoridad” del régimen realista, se encontró con que las elites políticas habían ido abandonando la
idea de que la España imperial representaba “legítimamente” sus intere50
Timothy Anna, The fall of the royal government in Mexico City.
349
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ses, aun cuando eran conscientes de que las administraciones revolucionarias previas a 1814 no eran tampoco del todo “legítimas”. Esto quiere
decir que, además de un conflicto armado, la invasión de Pareja en 1813
produjo un vacío de “legitimidad” y “autoridad” políticas. Diríamos que
fue sólo meses después del triunfo de O’Higgins y San Martín en 1817
que tanto la “autoridad” como la “legitimidad” del gobierno local –en este
caso, el revolucionario y, con el paso del tiempo, independiente– volvieron a funcionar en forma conjunta. Sin duda, la negativa de Abascal de
aceptar las aspiraciones de autogobierno de los criollos chilenos –más
todavía una vez que Fernando VII regresó al trono– distanció a los súbditos que, como Manuel de Salas, se habían opuesto a quebrar los vínculos
con España en el periodo 1813-1814. Así, la diferencia entre el régimen
contrarrevolucionario y el independentista que lo sucedió estribaría en
que, por lo menos en el papel, el programa de O’Higgins y San Martín a
partir de 1817 era, al igual que el Plan de Iguala de Iturbide en México,
“políticamente más aceptable” que el de Abascal51.
En corto, Osorio y Marcó del Pont no contaron con el apoyo irrestricto de las elites locales, ni siquiera con el de los revolucionarios más
moderados. El regreso absolutista de Fernando VII en 1814 chocó con
los derechos conseguidos por los americanos en el último tiempo52. Incluso, muchos de los aliados más conservadores del régimen fernandino
vieron con malos ojos volver a fojas cero, esto es, borrar de una vez y para
siempre los logros criollos en materia de autogobierno. La creación de
una monarquía constitucional podía contar con el favor de ciertos intelectuales y hacendados, pero una vuelta regresiva al Antiguo Régimen no
era una posibilidad53. Ahí fue donde falló Fernando VII; ahí fue donde la
postura intransigente del virrey Abascal comenzó a perderse entre una
nebulosa de incertidumbres sobre cómo enfrentar el hecho inevitable de
que las elites americanas celebraban orgullosas sus triunfos políticos. La
independencia definitiva pasó, así, de ser un proyecto encabezado por un
reducido número de radicales a una aspiración cada vez más extendida
entre las elites chilenas.
Op. cit., p. 187.
La decisión en 1816 de Fernando VII de desoír la petición del Consejo de Indias de
cambiar el lema de las medallas conmemorativas de la “reconquista” de Santiago por el de
“Santiago pacificada” debe haber influido en el malestar de una elite local no muy dispuesta a aceptar que los territorios americanos habían sido siquiera alguna vez “conquistados”.
Véase Timothy Anna, Spain and the loss of America, p. 155.
53
Esta es una idea trabajada para el caso venezolano por Jeremy Adelman, “An Age
of Imperial Revolutions”, p. 335.
51
52
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5
Por supuesto, la derrota de Marcó del Pont no puede explicarse sólo a
partir de cuestiones políticas. La estrategia planeada por José de San
Martín en Mendoza durante los años 1814-1816 es tan relevante para
comprender la caída del régimen contrarrevolucionario como las razones
más propiamente administrativas. El exilio de revolucionarios a Mendoza después de la Batalla de Rancagua cambió por completo el escenario
militar en el Cono Sur americano. Esto, por dos motivos: en primer lugar,
permitió que, por primera vez desde 1810, la división más occidental del
ejército revolucionario del Río de la Plata y los remanentes del chileno
actuaran al unísono. El viejo sueño de que los santiaguinos adoptaran el
radicalismo rioplatense se hizo realidad gracias a la alianza firmada por
O’Higgins y San Martín a fines de 1814. En segundo lugar, y bastante
conectado con lo anterior, el cruce de la cordillera hacia Mendoza fue el
puntapié inicial de un largo proceso cuyo objetivo era aunar el esfuerzo
bélico. El plan de San Martín de ocupar suelo chileno como una plataforma militar para atacar Lima, por lejos la ciudad más preciada por los
realistas sudamericanos, obedecía al deseo de “americanizar” la lucha por
la “libertad”.
Hasta entonces el radio de acción del primer ejército revolucionario
chileno se había concentrado en el valle central. Cuando San Martín
comenzó a intervenir la política de Osorio –ya fuera a través de espías
o emisarios formales– el contacto entre los revolucionarios de Chile y
Mendoza se hizo más intenso, lo que obviamente favoreció su estrategia
continental. El problema de San Martín no era, pues, tanto convencer a
los emigrados chilenos de americanizar la contienda militar como formar
un ejército a la altura de las circunstancias. Las maltrechas fuerzas chilenas que llegaron a Mendoza a fines de octubre de 1814 sumaban un poco
más de 700 hombres, divididos en fuerzas de artillería, infantería, caballería e ingenieros54. A estos habría que agregar los que arribaron con posterioridad a la ciudad, como también los que se asentaron en Cuyo (según Guerrero Lira, a esta última habrían llegado unos 400 emigrados)55.
Es decir, el número de chilenos al otro lado de la Cordillera estaba lejos
de representar una tropa poderosa, por lo que San Martín se vio en la
obligación de formar un ejército prácticamente desde las cenizas.
Sólo dos meses después de que el primer contingente de emigrados
chilenos se instalara en Mendoza, San Martín señalaba al Secretario de
54
55
Archivo Nacional Histórico (Santiago), fondo Vicuña Mackenna (en adelante VM).
Véase Guerrero Lira, op. cit., pp. 297-299.
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Guerra de Buenos Aires que, además de “vagos, y desertores”, el ejército
necesitaba contar con “un número considerable de reclutas” y que estos
debían ser enviados por los “Tenientes Governadores” de la provincia56.
Con el paso del tiempo, los esclavos de la región también pasaron a formar parte de este ejército incipiente. Otra vez en comunicación con el
Secretario de Guerra de la capital porteña, San Martín informaba en
febrero de 1815 que “romperá su marcha el Teniente del Batallon No 11
Don Juan José Ruiz, conduciendo en Carretas de Don Manuel Lemos,
cien Reclutas recividos de la ciudad de San Juan; é igualmente veinte y
tres Libertos de los entregados por los Europeos Españoles, en virtud del
vando publicado en 26 del pasado [enero de 1815]; y lleva ordenes de
recoger al paso por la de San Luis, los que de esta ultima clase hubiere
en esta Ciudad, á cuyo Teniente Governador asi se le previ[e]ne con esta
fecha para su apronto”57. Según el cálculo de O’Higgins, en septiembre
de 1816 el número de esclavos en el ejército había ascendido al considerable número de 600 hombres58.
Con estas medidas, San Martín buscaba militarizar la hasta entonces
sibilina ciudad de Mendoza, ya que su objetivo era hacer de lo civil una
extensión relativamente subordinada a lo militar. Gracias a esta postura
y a sus cualidades como estratega, San Martín fue ganando la confianza
del gobierno porteño. La ubicación de San Martín en el mapa rioplatense
lo posicionaba como un agente de noticias, además de como un militar
entrenado para detener posibles ataques enemigos. No es de extrañar,
entonces, que ya en marzo de 1815 San Martín informara a Buenos Aires sobre la posibilidad de que Osorio “intente á Cordillera cerrada pasar alguna Division á dar un golpe de mano”, una preocupación que, en
todo caso, podía paralizarse con “la brabura de las Compañias de Civicos
Pardos”59.
Confrontar una futura invasión realista y reclutar nuevas fuerzas no
eran, empero, las únicas preocupaciones de San Martín. La falta de recursos agobiaba a las autoridades mendocinas, hasta el punto de que las
solicitudes a Buenos Aires de armamento, mulas, vestuario y los más diversos implementos bélicos fueron aumentando con el paso del tiempo.
56
San Martín al Secretario de la Guerra de Buenos Aires, 26 de diciembre de 1814.
Archivo General de la Nación de Buenos Aires (en adelante AGN), Sala X, 4-2-5, f. 50.
57
San Martín al Secretario de la Guerra de Buenos Aires, 4 de febrero de 1815. AGN,
Sala X, 4-2-5, f. 85.
58
O’Higgins al Secretario de la Guerra de Buenos Aires, 14 de septiembre de 1816.
AGN, Sala X, 4-2-7, f. 57.
59
San Martín al Secretario de la Guerra de Buenos Aires, 27 de marzo de 1815. AGN,
Sala X, 4-2-5, f. 77.
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El 3 de noviembre de 1814, se enviaron a San Martín cañones de bronce,
cureñas, “atacadores escobillones”, “cucharas enhastadas”, “sacatrapos”,
“botafuegos”, “clabos arponados”, “martillos de oreja”, “bolsas de suela”,
“faroles de talco”, “linternas”, cartuchos con pólvora, cuchillos, piedras
de chispa de fusil, chuzas y machetes60. Seis meses después, esta lista
se complementó con otra compuesta por “400 gorras de cuartel azules
con vivos grana”, “piezas de paño”, “camisas de hilo”, “chaquetas de paño
azul” y “pantalones de brin”61. La carencia de vestuario era una constante
preocupación de San Martín, como queda demostrado en esta carta escrita el 2 de mayo de 1816:
“Con data 14 de Marzo ultimo tubo avien VS. comunicarme de
Superior orden haverse dado las respectivas para la construccion
de trescientos Vestuarios para estas Tropas, de que ciento veinte devian corresponder a los Artilleros. Su falta en medio de la
rigides del invierno demasiado riguroso en este Paiz subandino,
expone al Soldado á enfermedades que ya se dejan aparecer, y le
exita a la deserción, para buscar un abrigo, que no halla en el servicio. El Comandante general de Artilleria reclama justamente.
[…] Esperando se digne el Gobierno ordenar la remicion de los
ciento ochenta Vestuarios que pide sobre los ciento veinte mandados ya construir, atento a la fuerza actual del Piquete, y que ella
ha de arrivar muy en breve a trescientas plazas”62.
El tono cada vez más perentorio de las comunicaciones de San Martín trasluce cuán estrechos eran los recursos en la provincia de Cuyo.
En octubre de 1816, tres meses después de que el gobierno porteño se
decidiera a secundar la invasión de Chile63, San Martín ordenó que para
el 10 de diciembre de ese año estuvieran “de regreso en esta Ciudad
[Mendoza], y la de San Juan todas las Tropas de mulas que alli [Buenos
Aires] huviesen, co[n]minando á los dueños, poderistas [¿], ó capatases
á su mas exacto cumplimiento, vajo la multa pecuniaria y demas penas
que S.E. tubiese á bien dictar”. Esta medida era “urgentisima”, ya que
“sin ella no hay Expedicion. Tendremos un Exercito pronto, y decidido á
AGN, Sala X, 44-7-26, 3 de noviembre de 1814.
AGN, Sala X, 44-7-26, 17 de mayo de 1815.
62
San Martín al Secretario de la Guerra de Buenos Aires, 2 de mayo de 1816. AGN,
Sala X, 4-2-6, sin foja exacta.
63
San Martín fue nombado general en jefe del Ejército de Los Andes el 1 de agosto de
1816. Véase John Lynch, San Martín. Argentine soldier, American hero, p. 86.
60
61
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obrar, pero incapaz de moverse, y perderemos á nuestro disgusto la Estacion mas oportuna, y acaso la mejor ocacion”64. El 4 de enero de 1817,
en tanto, San Martín aseguraba que aún se necesitaban 400 “sables de
cavalleria vaina de laton”65, un dato bastante significativo considerando
lo próximo que se encontraba el Ejército de Los Andes de emprender su
marcha hacia Chile.
¿Cómo se explica que un ejército tan pobremente abastecido derrotara a las fuerzas realistas en Chacabuco el 12 de febrero de 1817? Sin
ánimo de exagerar las condiciones como estratega de San Martín, creemos que esta pregunta debe responderse tomando en cuenta los aspectos
estratégicos –más que cotidianos– de la preparación y posterior expedición del Ejército de Los Andes, especialmente en lo referente al sistema
de espionaje creado por San Martín y a la “guerra irregular” propiciada
por sus aliados en Chile; ambas, lograron desestabilizar al gobierno contrarrevolucionario de una manera quizás más efectiva que el enfrentamiento armado directo.
La actividad de los espías enviados por San Martín a Chile facilitó
que los oficiales en Mendoza se hicieran una idea más o menos fidedigna
del estado del ejército enemigo y sus posibles pasos a seguir en materia
ofensiva y defensiva. Una de las primeras noticias que hemos encontrado
sobre el uso de espías por parte de San Martín data de mayo de 1815.
En ella, San Martín informaba al Director Supremo en Buenos Aires que
“acabo de saber en este momento por uno de mis espias en Chile que
los 300 hombres que anuncié á V.E. en mi oficio de 9 del pasado [abril
de 1815] se habian embarcado en Balparayso á Puertos intermedios con
destino á reforzar al Exercito del General Pezuela, a[s]cienden al numero
de 1500 y que la ultima Division sarpó de dicho puerto el 19 [de abril
de 1815]”66. En pocos años, la región de Intermedios (litoral ubicado al
sur de Lima) se convertiría en uno de los principales escenarios bélicos
de la guerra, por lo que las palabras de San Martín tienen una doble importancia.
Respecto a la información recabada por los espías sobre la situación
en Chile, cabe destacar la ocasión en que San Martín se enteró de las
fuerzas con que, a fines de 1815, contaba el gobierno de Osorio. De
San Martín al Secretario de la Guerra de Buenos Aires, 21 de octubre de 1816.
AGN, Sala X, 4-2-7, fs. 199-199v.
65
San Martín al Secretario de la Guerra de Buenos Aires, 4 de enero de 1817. AGN,
Sala X, 4-2-8, f. 21.
66
San Martín al Director Supremo de Buenos Aires, 3 de mayo de 1815. AGN, Sala
X, 5-5-5, f. 304.
64
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acuerdo a “las noticias recividas de Chile en todo el mes de Noviembre
[de 1815] […] aparece que el General Osorio tiene vajo su mando un
exercito de 3500 hombres de linea en las tres armas”, de los cuales el
Cuerpo de Talavera, que alcanzaba 530 hombres, era el más preparado y
sobresaliente. El ejército contrarrevolucionario estaba dividido entre “la
Capital, Valparaiso, Rancagua, y Concepcion”, es decir, cuidaba los principales centros administrativos del valle central67. Ahora bien, el envío
de espías al otro lado de la Cordillera no era la única forma de conseguir
detalles sobre el enemigo; también se recurría a las noticias publicadas
por la prensa, las cuales, dependiendo de la reacción de quienes las leían,
podían servir para medir el grado de compromiso de los habitantes de
Mendoza con la revolución. En una nota dirigida por San Martín a Buenos Aires el 12 de junio de 1816 encontramos lo siguiente:
“Tengo el honor de remitir a VE la comunicación original de Chile, como igualmente los impresos adjuntos que he recivido de
uno de mis corresponsales: yo espero el que VE me debuelba estos ultimos luego que los halla leido, pues me son de la mayor necesidad, para dar mas balor a un Plan que tengo puesto en planta,
con el objeto de conoser las opiniones berdaderas de nuestros
Enemigos domesticos, y sin este ausilio no puede realizarse”68.
Esta carta comprueba que a mediados de 1816 San Martín todavía
temía que los realistas afianzaran su presencia en la ciudad. Para eliminar dicha aprensión, el gobierno porteño recomendó a San Martín que
interceptara la correspondencia que “baxo cubierta del admnistrador de
esta Aduana don Manuel Lavalle remiten [desde Chile] los enemigos
del Pais”. Para ello, se pedía a San Martín que dispusiera “con la mayor
cautela, y bajo [sic] un sigilo inviolable que antes de cerrarse los paquetes de correspondencia en los tres inmediatos correos, se abran por el
Administrador General de aquella Ciudad [Mendoza] las que se hallen
rotuladas para dicho Administrador [de] Aduana, y caso de encontrarse
algunas sospechosas, se saque de ellas una copia certificada, remitiendo
los originales á este Gobierno por la via reservada”69. En esta misma línea,
AGN, Sala X, 4-2-5, sin fecha exacta ni destinatario conocido, f. 461. Esta fuente
se encuentra en los papeles fechados en noviembre de 1815; de ahí nuestra suposición de
que haya sido escrita en ese mes y año.
68
San Martín al Director Supremo de Buenos Aires, 12 de junio de 1816. AGN, Sala
X, 4-2-6, f. 311.
69
Dirigido a San Martín, 7 de octubre de 1816. AGN, Sala X, 4-2-7, f. 172.
67
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dos meses después el gobierno mendocino decidía expulsar a “José Antonio, y Jose [sic] Lisama naturales de Chile indicados de haber aportado
á ese Pueblo [Chile] en calidad de espias”, cuestión que confirma que
utilizar este tipo de confidentes era cosa común tanto para realistas como
revolucionarios70.
Habría que señalar, no obstante, que el ejército revolucionario contaba con una ventaja que podríamos denominar “geográfica” respecto de
su enemigo. Los espías en Chile –ya sea los enviados por San Martín o los
que, burlando la policía contrarrevolucionaria, habían logrado mantenerse en suelo chileno– conocían el territorio de mejor forma que, por ejemplo, los talaveras españoles (llegados a Chile a mediados de 1814 con
Mariano Osorio). Así se lo reconocía a Abascal el propio Marcó del Pont
tan sólo dos semanas antes de la trascendental batalla de Chacabuco. En
un detallado recuento sobre las principales características de la “guerra
irregular” que se había apoderado de Chile en el último tiempo, Marcó
del Pont comentaba que había apresado a “tres confidentes del Gobernador de Mendoza San Martin, todos chilenos, encargados de fomentar la
revolucion, y comunicarle noticias del estado de este Exercito, disciplina
y armamentos, puntos que ocupaba, y demas conducente al buen éxito
de sus proyectos de invasion en este Reyno”.
La pena de muerte asignada a estos espías no había sido, sin embargo, “bastante para que el 4 del corriente [enero de 1817] dexase
de imbadir á Melipilla una partida de insurgentes armados, capitaneada por el Abogado don Manuel Rodriguez, natural de aquí, Secretario del Gobierno de los Carreras, y el principal agente de San
Martin para disponer el espiritu publico dentro de la Capital donde
há estado oculto mucho tiempo, y en todos los Partidos del Sur desde
el Maipo hasta el Maule, por los quales há divagado incesantemente
”. Gracias tanto a la ayuda recibida por Rodríguez “de un famoso
vandido Jose Miguel Neira, y otros chilenos emigrados, que hán hecho muchas vexaciones y violencias en las Haciendas y transeúntes”,
como al conocimiento de “todos los senderos de aquellos impenetrables bosques” de las personas “nacidas y criadas alli”, las guerrillas
revolucionarias habían hecho estragos en las zonas más habitadas del
valle central. Incluso, continúa Marcó del Pont, los soldados irregulares “están protegidos, y auxiliados de Caballos, Viveres y quanto necesitan por los Hacendados de aquellos contornos, todos sus adictos y
partidarios”. Y, en una frase que resume su desesperación, Marcó del
70
Toribio de Luzuriaga al Director Supremo de Buenos Aires, 12 de diciembre de
1816. AGN, Sala X, 4-2-7, f. 399.
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Pont concluía que “este modo de hostilizarnos es conforme á las instrucciones de San Martin, quien, entre otras cosas, previene á Rodríguez que procure juntar muchos Caballos, y conservarlos en pequeñas quadrillas en las quebradas de la Cordillera hasta su llegada”71.
Las palabras del gobernador realista vienen a comprobar la debilidad política del régimen realista a la que hacíamos mención arriba,
aunque también lo acertada de la estrategia sanmartiniana. Las privaciones del Ejército de Los Andes no eran mayor obstáculo al lado
de la nueva perspectiva política y militar que podía abrirse en caso
de que las fuerzas regulares e irregulares lograran combinar sus objetivos. El cruce de la cordillera, comenzado a principios de enero de
1817 con relativa pompa y bajo ningún secretismo72, confirmó que
los preparativos militares en Mendoza habían ayudado a construir
un “ejército en buena forma”73, cuyo efectivo se acercaba a los 4.000
hombres74. Finalmente, el 12 de febrero ambos lados combatientes se
encontraron frente a frente en los campos de Chacabuco, los cuales
fueron testigos ya no sólo de la impotencia política del gobierno de
Marcó del Pont sino, más relevante todavía, del decaimiento de sus
tropas.
Marcó del Pont a Abascal, 28 de enero de 1817. AGI, Diversos, vol. 5.
De acuerdo con John Lynch, San Martín, p. 91, “después de tres años planeando y
entrenando [al Ejército de Los Andes], San Martín no pretendía que su ejército abandonara Mendoza en silencio. San Martín era consciente de la importancia del espectáculo y
la liturgia. […] En un agradable clima veraniego sus tropas abandonaron el campamento
de El Plumerillo, sus uniformes ordenados, sus botones resplandecientes, sus armas relucientes; y mientras marchaban por las calles de Mendoza los tambores sonaban, los pífanos
tocaban y la multitud gritaba” (traducción del autor).
73
Op. cit., p. 92.
74
La cifra dada por Lynch. San Martín, p. 92, es de 5.000 hombres y proviene de
una carta del comodoro Bowles recopilada por Gerald S. Graham y R.A. Humphreys
(eds.), The Navy and South America, 1807-1823: Correspondence of the Commanders-inChief on the South American Station, p. 180; los hermanos Amunátegui, op. cit., p. 442,
hablan de una tropa de 3.960 hombres, aunque no entregan su fuente; Barros Arana, op.
cit., t. X, p. 372, cita un estado de la fuerza del Ejército de los Andes del 31 de diciembre
de 1816 y que reúne a 3.988 hombres. Sin embargo, ya para el 21 de enero de 1817 “se
puede apreciar en 400 hombres la disminución de sus tropas entre desertores, enfermos y
estropeados que era necesario dejar en Mendoza. Puede, por tanto, decirse que el ejército
de los Andes abrió la campaña con un efectivo de 3.600 hombres”. Lo más probable es
que Barros Arana esté en lo correcto, pues las cuatrocientas pérdidas a las que se refiere
provienen de un dato entregado por el propio San Martín a Juan Martín de Pueyrredón.
Barros Arana, op. cit., vol. X, p. 419, señala que “al total de las tropas realistas que alcanzaron a llegar a Chacabuco no se le puede hacer subir de 1.650 hombres, ni se le puede
hacer bajar de 1600”.
71
72
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6
El triunfo del Ejército de Los Andes en la batalla de Chacabuco no acabó de una vez y para siempre con la presencia realista en Chile; por el
contrario, la guerra continuó su curso por varios años, terminando sólo
en 1826 con la caída en Chiloé de uno de los últimos enclaves realistas
en Sudamérica. A pesar de que es posible argumentar que, después de
Chacabuco, la situación política se balanceó casi por completo a favor
de los revolucionarios, quienes proclamaron la independencia de Chile
un año después y ratificaron su supremacía militar en la batalla de Maipú el 5 de abril de 1818, lo cierto es que los preparativos militares no
disminuyeron. Decíamos que el proyecto de San Martín consideraba la
reconquista de Chile como un paso hacia un fin más importante: la toma
de Lima. Esto explica por qué San Martín no aceptó ser el gobernador
de Chile, un puesto que indudablemente lo habría desconcentrado de su
objetivo principal, y por qué, por ende, se mostró a favor de que su aliado
más cercano ocupara el puesto de Director Supremo.
O’Higgins, por su parte, aceptó gustoso la misión de conducir al nuevo Estado independiente hacia su reconstrucción política y militar. Ambos pilares –el político y el militar– eran difícilmente separables, entre
otras cosas porque a los ciudadanos chilenos les cabía un papel principal
en la defensa de su territorio. La propia figura de O’Higgins resumía
ese vínculo inalienable entre lo castrense y el mundo civil. Decir que
O’Higgins siguió al pie de la letra el modelo napoleónico o bolivariano
del culto al líder militar sería una exageración. No obstante, obviar el
hecho de que el Director Supremo fue quien retomó la idea de Carrera
de militarizar a la sociedad chilena sería desconocer uno de los principios
rectores de su política de esos años. Durante su gobierno se consolidó
la influencia del Ejecutivo por sobre los otros poderes del Estado, y en
este proceso el apoyo recibido por O’Higgins de la oficialidad revolucionaria fue de suma importancia, por lo menos hasta fines de 1822.
Ahora bien, cabe diferenciar la militarización de la política interna de
la estrategia geopolítica externa de San Martín y O’Higgins; no porque
ambas sean antitéticas, sino porque en ciertos casos manifiestan intereses
contrapuestos.
En el ámbito interno habría que comenzar haciendo alusión al primer documento constitucional presentado por el gobierno de O’Higgins
en 1818, el cual da cuenta de cuán interesado estaba éste en militarizar
las facultades del cargo de Director Supremo. Consciente de que la provincia de Concepción todavía estaba en manos enemigas, en sus palabras
preliminares O’Higgins aceptó que la Constitución de ese año tenía un
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carácter transitorio y que únicamente la reunión de todos los “pueblos”
en un Congreso Nacional podía dar legitimidad a un nuevo marco constitucional. Aun así, en los artículos de este reglamento pueden vislumbrarse algunos elementos interesantes que conviene tener en mente. En
primer lugar, y a la usanza de los ilustrados dieciochescos, la Constitución
de 1818 dedica un capítulo entero a los “derechos del hombre en sociedad”. En el apartado noveno de dicha sección se establece que el Estado
podía “privar” a una persona de “la propiedad y libre uso de sus bienes”
siempre y cuando fuera para solventar “la defensa de la Patria”; y esto, con
“la indispensable condición de un rateo proporcionado a las facultades
de cada individuo, y nunca con tropelías e insultos” (título I, capítulo I,
artículo 9). Con ello, se pretendía poner fin a los abusos cometidos por
ambos lados combatientes al momento de exigir donaciones extraordinarias a los habitantes para pagar los gastos de guerra.
Al “hombre social” le cabía también cumplir ciertas obligaciones, la
más importante de las cuales sostenía que “todo individuo que se gloríe
de verdadero patriota, debe llenar las obligaciones que tiene para con
Dios y los hombres, siendo virtuoso, honrado, benéfico, buen padre de
familia, buen hijo, buen amigo, buen soldado, obediente a la ley y funcionario fiel, desinteresado y celoso” (título I, capítulo II, artículo 5). La
alusión a que todo individuo debía ser, además de un hombre virtuoso,
un soldado de su patria, demuestra la relevancia asignada por el gobierno
de O’Higgins a la idea de la Revolución Francesa de hacer de cada ciudadano un defensor de su territorio. Al igual que en la época de Napoleón,
el “mando y organización de los ejércitos, armada y milicias” correspondía al poder Ejecutivo. A su vez, la dirección suprema podía “confirmar
o revocar con arreglo a ordenanza, en último grado, las sentencias dadas
contra los militares en los consejos de guerra” (título IV, capítulo primero,
artículo 5), además de nombrar a los gobernadores militares de Valparaíso, Talcahuano y Valdivia, los tres principales puertos chilenos (título
IV, capítulo V, artículo 2). En otras palabras, el Director Supremo tenía
potestad absoluta para formar nuevos cuerpos armados, nombrar jefes
militares y exigir de los ciudadanos un compromiso total con la defensa
nacional.
Pero quizás más interesante que lo anterior sea el precepto que llamaba a “mantener la más estrecha alianza con el Gobierno Supremo de
las Provincias Unidas del Río de la Plata, a que concurrirá eficazmente el
Senado por la importancia de nuestra recíproca unión” (título IV, capítulo I, artículo 8)75. En un claro intento por mezclar la contingencia interna
75
Constitución provisoria para el Estado de Chile, 8 de agosto de 1818.
359
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con las metas externas exigidas por San Martín, O’Higgins llamaba a las
elites a no olvidar que la reconquista de Chile había sido sólo el primer
paso de un objetivo mayor. O’Higgins creía que la consolidación de su
gobierno pasaba por derrotar a los limeños, por lo que no dudó en dar su
total apoyo al plan continental de San Martín, incluso a costa de la tranquilidad política chilena. En efecto, debido a que el ataque a la capital
peruana suponía que el erario fuera utilizado para financiar las exigencias
del Ejército Libertador del Perú, O’Higgins fue relegando a un segundo
plano la lucha que con tanto ahínco libraban hombres como Ramón Freire en el sur del país contra las guerrillas realistas. Con el paso del tiempo,
la opción de O’Higgins de reforzar el flanco externo de la revolución
terminaría desarticulando por completo su proyecto político interno.
De acuerdo con Simon Collier, “los chilenos estuvieron muy vívidamente conscientes de que su propia causa se hallaba ligada a un movimiento más generalizado”, que podríamos denominar, siguiendo al
historiador inglés, como “americanismo”76. Más que en términos administrativos (los planes por celebrar congresos “continentales” nunca fueron
considerados demasiado en serio por los políticos nacionales), este deseo
se planteó sobre todo en términos militares y, por lo menos durante los
primeros años de la guerra en el Perú, no tuvo grandes detractores. El primer contingente de la Expedición Libertadora del Perú zarpó del puerto
de Valparaíso el 20 de agosto de 1820, en medio de una “muchedumbre
de gente que, llena de entusiasmo y de contento” aclamaba y bendecía a
los más de cuatro mil soldados que componían sus filas77. Ese mismo día,
el gobierno nombró a San Martín capitán general del ejército de Chile,
designándolo, además, jefe de las operaciones terrestres y navales sobre
el Perú. Esto último, con el objeto de que la escuadra recientemente formada por el británico Thomas Cochrane estuviera siempre subordinada
a las órdenes de San Martín78.
Los soldados y oficiales chilenos, entre los que se contaba Francisco
Antonio Pinto, se encontraron en el Perú con oficiales –como el virrey
Pezuela y su sucesor, el virrey de la Serna– más dispuestos que Abascal a
pactar con los revolucionarios una salida pacífica al conflicto. El advenimiento en 1820 del Trienio Liberal acercó las posiciones entre el imperio
Simon Collier, Ideas y política de la Independencia de Chile, p. 204.
Citado en Barros Arana, op. cit., t. XII, p. 463.
78
Este y los siguientes párrafos están basados en el análisis que sobre esta materia
hiciéramos en la tesis de Licenciatura Francisco Antonio Pinto en los albores de la República,
1785-1828. Según Barros Arana, op. cit., t. XII, p. 456, la escuadra chilena estaba formada
por 1.928 hombres de tripulación.
76
77
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español y los territorios americanos. Sin necesariamente mostrarse abiertos a aceptar la independencia de las regiones ultramarinas, la nueva generación de políticos “liberales” españoles intentó volver a los preceptos
de la Constitución de Cádiz de 1812 y otorgar derechos constitucionales
a los americanos. San Martín, de hecho, pensó en la posibilidad de crear
una monarquía constitucional en el extremo sur del continente, aunque
sin definir claramente sus propósitos ni quién sería su titular79. No cabe
duda de que la falta de claridad del proyecto de San Martín impidió que
las negociaciones entre revolucionarios y realistas llegaran a buen puerto.
Así, la guerra continuó su curso y, ya para julio de 1821, las fuerzas sanmartinianas lograban hacerse del control de Lima. Por lo menos en teoría,
el paso político siguiente llamaba a concretizar la independencia peruana.
Decimos en teoría, pues la independencia del Perú, aunque firmada
el 28 de julio de 1821, aún estaba lejos de consolidarse en el campo
de batalla. A pesar de las auspiciosas victorias políticas conseguidas por
San Martín, las rencillas entre los miembros del ejército revolucionario
no demoraron en aparecer, cuestión que perjudicó sus pretensiones estratégicas tanto o más que las amenazas realistas. De acuerdo con algunos oficiales chilenos, dichos conflictos obedecían al trato preferencial
que, en su criterio, recibían los soldados rioplatenses por parte de San
Martín; diferencias que, vistas desde hoy, denotan los primeros pasos de
un incipiente sentimiento “nacional”, distinto del “americanismo” de los
años 1810. Francisco Antonio Pinto, oficial chileno en el Perú, escribió
su impresión sobre el tema en un prolífico documento de 185380. A su
juicio, el problema de las “nacionalidades” se debía a tres razones: una
promesa incumplida de San Martín sobre la remuneración de la tropa; el
descontento por no haber encontrado en Lima el botín que esperaban; y
el desapego que cercaba a San Martín por encontrarse sin el apoyo de un
gobierno que representara las aspiraciones revolucionarias. Es decir, para
Pinto, gran parte de la culpa recaía sobre el propio San Martín, tanto por
sus ideas monarquistas como porque los chilenos consideraban que sus
remuneraciones eran inferiores a las prometidas81.
A esas alturas, el proyecto político-militar de San Martín se desvanecía en una nebulosa de conflictos internos y malas decisiones admi79
Barros Arana, op. cit., t. XIII, pp. 178-184. Para las ideas monarquistas de San Martín,
véase Lynch, San Martín, capítulo 7.
80
Este documento se encuentra en Guillermo Feliú Cruz, “San Martín y la campaña
libertadora del Perú. (Un documento del general don Francisco Antonio Pinto)”, pp. 5-49
y corresponde a un cuestionario de once preguntas formuladas por Alejandro Reyes Cotapos a Francisco Antonio Pinto sobre su participación en la expedición libertadora del Perú.
81
Véase Op. cit., pp. 32-33.
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nistrativas. La guerra en el Perú se alargaba más de lo necesario, y sus
relaciones con Simón Bolívar, entonces comandante en jefe del ejército
neogranadino, revestían sendas complicaciones para los objetivos geopolíticos del Ejército Libertador. Luego de la denominada “entrevista de
Guayaquil”82, la relación entre ambos líderes independentistas alcanzó
un cariz evidentemente desfavorable para el rioplatense, hasta el punto
de que en septiembre de 1822, y a sabiendas de que su ascendencia en
Lima había desminuido demasiado para continuar al mando del gobierno, San Martín decidió renunciar a todos sus cargos y poderes, entre ellos
al de “Protector”83. Las divisiones chilenas en el Perú, sin embargo, fueron
compelidas a seguir su participación en la guerra, específicamente en la
zona de Intermedios, al sur del territorio, estando su jefatura a cargo del
general Rudecindo Alvarado. A Pinto se le encargó el Estado Mayor y a
Luis de la Cruz, el mando de la división chilena84.
La expedición, que se embarcó rumbo al puerto de Arica en octubre
de 1822, contó con cerca de cuatro mil hombres, de los cuales unos mil
doscientos eran chilenos y el resto, peruanos y rioplatenses85. Lo extenuante del viaje –demoró setenta días86– como también la falta de víveres y de agua impidieron que las fuerzas llegaran en buen estado. Esta
fue la primera señal de que las cosas no irían bien para los revolucionarios. El 12 de diciembre, días después de llegar a Arica, Pinto relataba a
O’Higgins el estado ruinoso del ejército:
“El exercito de Chile desde que se embarcó en Valparayso hasta
el dia ha recibido por todo vestuario el paño para una chaqueta y
gorra de cuartel, y dos pantalones de brin. [...] Aunque en el boletin que le acompaño se diga que hemos encontrado recursos, el
hecho es que toda la costa está desolada, y que hasta la fecha casi
todo el exercito está comiendo de los víveres que sacó del Callao. No podemos movernos hasta que nos lleguen los caballos de
Chile, pues con dificultad hemos podido montar un escuadron en
caballos. Entre mulas de carga y de silla tenemos como 350: pero
Existe una vasta literatura sobre la “Entrevista de Guayaquil”, por lo que aquí recomendamos sólo dos trabajos publicados recientemente sobre el tema. Véase John Lynch,
Bolívar, pp. 171-175 y John Lynch, San Martín, pp. 185-190.
83
Véase, entre otros, a Diego Barros Arana, op. cit., t. XIII, pp. 482-490; Gonzalo
Bulnes, Historia de la Expedición Libertadora del Perú, vol. II, capítulo XII; y John Lynch,
Las Revoluciones…, pp. 210-212.
84
Véase Gonzalo Bulnes, Últimas campañas de la independencia del Perú, p. 60.
85
Véase Op. cit., p. 59.
86
Véase Feliú Cruz, op. cit., p. 34.
82
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lo que mas nos aflige son las subsistencias. Luego que el enemigo supó [sic] nuestro desembarco en Arica, ha situado la mayor
parte de sus fuerzas en Torata, cuyo pueblo mora cuatro leguas
de Moquegua. Lo mas sensible es que por falta de mobilidad en
nuestro exercito le estamos dando todo el tiempo suficiente para
que reuna cuantas fuerzas pueda y destruya lo que crea pueda
aprovecharnos”87.
La carta arriba citada es la primera que hace mención a las penurias
que vivían los chilenos, pero no la última. En una epístola de 30 de diciembre de 1822, Pinto manifestaba a O’Higgins la dependencia de la
división chilena respecto a sus aliados peruanos y rioplatenses, señalando
que el descontento de la tropa aumentaba a medida que pasaban los días.
Pinto intentaba demostrar que al interior del Ejército Libertador se vivía
un conflicto de “nacionalidades”, en el que sus compatriotas no querían
subordinarse a oficiales extranjeros, como tampoco continuar luchando
por una causa que, en esos momentos, les era ajena:
“Ayer hemos recivido comunicaciones de Lima, y tenemos el
sentimiento de ver frustrado nuestro plan de operaciones por la
inveterada arbitrariedad de todos aquellos Gobiernos de hacer
y desacer de todo lo que pertenece á Chile. Han ordenado los
cuatrocientos hombres que V. mandaba para el exercito de Chile,
y les han hecho marchar á Lurin á incorporarse con una fuerza
que se hallaba acantonada en ese punto; Ojalá no sea mas que
esto, y que á la fecha no hayan cambiado la mitad de la gente
por otra que para nada nos sirve! Este abuso no lo hemos podido
evitar, y hasta los momentos de salir ha hecho el General Cruz
reclamaciones sin fruto sobre el particular. El exercito de Chile
no puede subsistir sin una caballeria propia en campaña, por ese
motivo ha estado siempre dependiente y como pegado al de los
Andes, por que la influencia de esta arma y los recursos que ella
subministra no lo permiten este estado e independencia, ni el de
poder proveer por si á su servicio y subsistencia. Nadie mejor que
V. puede penetrar la existencia precaria que deben tener cuerpos
de Infanteria haciendo movimientos con caballeria prestada”88.
Pinto a O’Higgins, 30 de diciembre de 1822. Archivo Histórico Nacional, fondo
Vicuña Mackenna (en adelante VM), vol. 92, fs. 94-95v. Esta carta también se encuentra
en Gonzalo Bulnes, Últimas campañas…, pp. 61-63, nota 5.
88
Pinto a O’Higgins, 30 de diciembre de 1822. VM, vol. 92, fs. 92-92v.
87
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Nadie parecía saber por qué los antiguos triunfos del Ejército Libertador se habían transformado repentinamente en una seguidilla de infortunios. Desde Chile, además, no llegaban noticias demasiado alentadoras:
a fines de enero de 1823, y debido a una serie de revueltas organizadas
en Concepción, Bernardo O’Higgins se veía en la obligación de abdicar
su cargo de Director Supremo, dando paso al decidido Ramón Freire.
Así, quien se había transformado en el mentor de la Expedición Libertadora del Perú, era obligado a abandonar a sus hombres a merced de las
fuerzas enemigas y también de las aliadas. Obviamente, en el Perú las
repercusiones de la renuncia de O’Higgins no se hicieron esperar. Esta
vez, las críticas provinieron del propio Pinto, quien, en un largo y sentido
informe de 23 de febrero de 1823, se refería al completo abandono de los
soldados por parte del gobierno chileno, como también a cómo el abuso
de poder de los aliados se había incrementado luego de las derrotas en las
localidades de Moquegua y Torata:
“Desde que el ejército de Chile zarpó de las playas de Valparaíso, se ha mantenido constantemente a discreción del jeneral San
Martin i de otros jefes, cuyo interes ha sido presentarlo al Perú
en un pié tan insignificante i subalterno, que siempre por la nulidad de sus esfuerzos todo el mundo le ha considerado como una
parte accesoria al ejército de los Andes i destinado a llenar con
sus soldados los vacíos de las filas de los otros ejércitos. Jamas se
han dado reclutas suficientes a los cuerpos de Chile ni aun para
mantener dos batallones completos, miéntras que sus vacantes
resultaban de los soldados que estraian para el ejército de los Andes i el del Perú. [...] No se podría conseguir el infame plan de
deprimir los sacrificios de Chile practicados en favor del Perú, si
no se hubiesen presentado sus fuerzas en un estado tan insignificante a los ojos de los peruanos. Lamentábamos en silencio la
humillación de nuestra bandera, i dirijíamos nuestros esfuerzos a
conservar las débiles reliquias de lo que pertenecía a Chile, i es
un milagro debido solamente a la constancia i virtudes de nuestros oficiales que a la fecha exista un hombre con la escarapela
tricolor”89.
Pinto sabía que este informe podía causar alguna repercusión en los
gobernantes de Santiago; aunque también no es errado presumir que, a tra89
El informe completo se encuentra en Gonzalo Bulnes, Últimas campañas…, pp.
48-52, notas al pie.
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vés de sus palabras, intentara explicar las razones de la derrota en Intermedios y, por lo tanto, comenzar a planificar y justificar una próxima retirada
de la división chilena si no variaba el trato que, hasta ese momento, habían
recibido sus hombres. En una carta dirigida a O’Higgins a principios de
marzo de 1823, Pinto planteaba la necesidad de salvar las “reliquias” de las
tropas chilenas, pues, de otro modo, “se nos despojará de la poca jente que
nos queda” y a los “que no queramos abandonar la escarapela tricolor, nos
arrojarán ignominiosamente en compensación de los sacrificios de Chile”.
Agregaba que no eran los riesgos de servir en el ejército lo que lo movía a
tener estas ideas, sino los “insultos i vejaciones que hemos probado i que
de golpe van otra vez a precipitarse sobre nosotros”90.
Así las cosas, durante 1823 las fuerzas de Pinto –para entonces acantonadas en El Callao– se enfrentaron a la disyuntiva de obedecer las misiones encargadas por el jefe militar neogranadino en el Perú, Antonio
José de Sucre, o tomar un camino que fuera más conveniente para las
pretensiones de Chile. La administración de Freire compartía las aprensiones de Pinto, por lo que, en octubre de ese año, despachó una expedición de ayuda a cargo del coronel José María Benavente con el objeto
de ponerse a disposición de Pinto y entregarle, en nombre del gobierno,
nuevas instrucciones. Cuando a fines de octubre Benavente arribó a Arica, los conflictos internos en el Perú arreciaban. Ingenuamente, el coronel
chileno cayó en las redes de la intriga, haciendo una alianza no demasiado estratégica ni duradera con Andrés de Santa Cruz, quien hacía intentos desesperados por potenciar a José de la Riva Agüero en desmedro
de Bolívar. Al enterarse de los planes de Santa Cruz, Pinto reaccionó
indignado, señalando que los chilenos no debían tomar partido alguno
en las divisiones internas generadas por los conflictos personales entre
Bolívar y Riva Agüero. Por ello, en Cobija –lugar este último al que había
llegado luego de ser enviado por Sucre con el fin de distraer al enemigo
por el lado sur del territorio peruano– Pinto tomó la decisión de dirigirse a Coquimbo y establecerse en Chile. En Coquimbo, Pinto “esperaba
reconcentrar sus fuerzas, procurarse los auxilios necesarios y ponerse en
situación de volver a operar en el Perú bajo mejores condiciones”91. Pinto
dio cuenta de su resolución a Sucre, quien, confiando en que el gobierno
chileno volvería a entregar su apoyo, se manifestó a favor del plan92. A su
vez, el 1 de diciembre Pinto escribía a O’Higgins que
Citado en Gonzalo Bulnes, Historia de la Expedición…, vol. II, p. 425.
Barros Arana, op. cit., vol. XIV, pp. 190-191. También véase Gonzalo Bulnes, Últimas
campañas…, pp. 302-308.
92
Véase Barros Arana, op. cit., t. XIV, p. 191.
90
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“El estado presente del Peru, y la indispensable necesidad de organizar y reunir nuestra division dispersa me han decidido á marchar á un puerto del Norte de Chile, y este partido es el unico
prudente que en mi concepto se podia adoptar”93.
Y lo cierto es que, a juzgar por el desmembramiento y las penurias
de la división chilena, la decisión de Pinto fue acertada94. Obviamente, las críticas no demoraron en aparecer entre los políticos santiaguinos
que miraban desde lejos la situación de sus compatriotas95; no obstante,
ninguno de los militares que se encontraban en el lugar de los hechos
cuestionó a Pinto. Incluso el propio Bolívar consideró que la estrategia
había sido bien pensada y, cuando solicitó al gobierno de Freire que la
división auxiliar de Chile volviera al Perú, pidió que fuese mandada “por
sus mismos acreditados jefes”96. Pese a esto, aquella ayuda nunca volvió
a concretarse; no porque Pinto no lo deseara, sino porque los conflictos
internos de Chile obligaron al gobierno de Freire a concentrar todos sus
esfuerzos en expulsar las tropas realistas que todavía operaban en la isla
de Chiloé.
7
Decíamos que los combatientes chilenos en el Perú se enteraron del alzamiento de Freire y la posterior abdicación de O’Higgins cuando los
conflictos en el Ejército Libertador llegaban a su punto cúlmine. En sus
informes, los oficiales chilenos acusaban diferencias sustanciales en el
trato recibido por sus compatriotas de parte de la oficialidad mayor del
ejército, enfatizando sobre todo cuestiones relativas al pago de la tropa.
No es fácil asegurar que San Martín y los continuadores de su política
abusaran de sus prerrogativas con el fin de pasar a llevar a los miembros
chilenos del Ejército Libertador. Sin embargo, más importante es rescatar
el hecho de que dichas críticas hayan, por un lado, existido y, por otro,
obligado a las autoridades de Santiago a tomar cartas en el asunto. Lo
primero, demuestra que los oficiales comenzaban tímida pero crecientemente a referirse a ellos mismos como chilenos, es decir, como individuos
pertenecientes a una comunidad que poco a poco cambiaba las abstracPinto a O’Higgins, 1 de diciembre de 1823. VM, vol. 92, f. 99.
Para el desembarco chileno en Coquimbo, véase Ferdinand B. Tupper, Memorias del
Coronel Tupper, pp. 101-104.
95
Véase Barros Arana, op. cit., t. XIV, p. 193.
96
Citado en Bulnes, Últimas campañas…, pp. 308.
93
94
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ciones del plan “americanista” de San Martín por un proyecto focalizado
en lo que para ellos era la patria.
Es probable que en esta mutación de pareceres la tropa haya jugado
un papel destacado. En efecto, por lo menos Pinto parece haber hablado
en nombre de cada uno de los soldados nacidos en Chile; de otra forma,
no habría solicitado a su gobierno que hiciera cuanto estuviera a su alcance para “que el ejército perteneciente a Chile se mantenga unido, i
no pueda diseminarse en destacamentos, esceptuándose solamente los
cuerpos que se tuviere por conveniente destinar a la vanguardia, luego
que todo el ejército rompa su movimiento sobre el enemigo”97. Ahora
bien, los documentos arriba citados provienen de la mano de quien era,
para entonces, el oficial chileno más instruido de las divisiones luchando en el Perú, por lo que difícilmente podemos otorgar a sus palabras
una carga demasiado “popular”. Mientras el soldado común y corriente
deseaba regresar a casa sin considerar mayormente cuestiones de índole
política, detrás de las palabras de Pinto encontramos ideas similares a
las formuladas por la oficialidad penquista que se enfrentó a O’Higgins
cuando constató con impotencia cómo gran parte del erario era gastado
en el Perú en vez de utilizarse para detener los ataques de las guerrillas
realistas en territorio local. No es de extrañar que Freire nombrara, poco
tiempo después, a Pinto como intendente de Coquimbo, como tampoco
que ambos se convirtieran en los dos principales líderes político-militares
de la segunda mitad de la década de 1820.
Después del retiro de los hombres de Pinto del campo de batalla
peruano, la consolidación de la independencia chilena se concentró tanto
en el plano militar como en el político. En octubre de 1825, en su calidad de intendente de Coquimbo, Pinto negoció un empréstito inglés
para solventar los gastos de una expedición a Chiloé liderada por Freire,
y cuyo fin era expulsar a los contingentes realistas que todavía pululaban
en suelo chilote98. Desde 1818 en adelante, el conflicto armado en Chile
se había llevado a cabo sobre todo en las zonas rurales del sur del país. El
período denominado como “Guerra a Muerte” tuvo como protagonistas
a un no muy ordenado ni bien remunerado ejército revolucionario y a
una serie de grupos irregulares luchando en nombre del rey99. Luego de
arduas confrontaciones, los primeros lograron hacerse de las principales
Op. cit., pp. 51-52.
Sobre este empréstito, véase Juan Luis Ossa, “La actividad política de Francisco
Antonio Pinto: 1823-1828. Notas para una revisión biográfica”, pp. 109-112.
99
Véase Benjamín Vicuña Mackenna, La Guerra a Muerte, Buenos Aires, Editorial
Francisco de Aguirre, 1972.
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ciudades de la región y acorralar a los estertores del ejército monárquico
en Chiloé. Una primera expedición a la isla en 1824 fracasó estrepitosamente debido a las inclemencias climáticas, obligando a los revolucionarios a abandonar la empresa y a dirigirse al puerto de Talcahuano con las
manos vacías100. Dos años después, y en gran medida gracias al empréstito firmado por Pinto y Carlos Lambert en Coquimbo, aquella derrota
sicológica fue reemplazada por una victoria. En lo que dice relación con
la lucha contra las tropas realistas regulares, los revolucionarios podían
respirar tranquilos.
¿Puede decirse lo mismo del ámbito político? Uno de los argumentos
centrales de la historiografía tradicional plantea que las guerras revolucionarias trajeron como consecuencia una inestabilidad política estructural, manifestada no sólo en la seguidilla de intentos fallidos por mantener
al país en orden sino también por la falta de coherencia y unidad argumentativa de la mayoría de los proyectos constitucionales presentados a
partir de 1818101. El problema no estaba en el tipo de régimen político
a implementar, toda vez que de una u otra forma las elites en su totalidad tenían puestas sus esperanzas en la construcción de un régimen
medianamente representativo y republicano. Más bien, las diferencias
estribaban en los medios utilizados para implementar dicho régimen y
en los objetivos específicos de las distintas corrientes de pensamiento
surgidas a raíz de la emancipación. No obstante, plantear, como lo hace la
historiografía clásica, que las discrepancias políticas de la década de 1820
reflejan tendencias “anárquicas” nos parece una exageración. Como bien
dijera Julio Heise, el periodo en cuestión debe ser comprendido como
un proceso de “formación y aprendizaje” político, caracterizado, es cierto,
por altos grados de inestabilidad pero también por la consolidación de la
independencia y el desarrollo de un Estado republicano102.
Dentro de los diversos grupos de poder que jugaron un papel preponderante en la política de esta época, los militares comparten una posición
destacada junto a intelectuales, polemistas y congresistas. Es más, una
vez concluida la etapa más radical de la revolución, muchos de los oficiales revolucionarios se convirtieron en administradores civiles del nuevo
régimen. El caso de Pinto es paradigmático, en el sentido de que, a difeVéase Juan Luis Ossa, “La actividad política…”, p. 95.
Véase, por ejemplo, Alberto Edwards, La fronda aristocrática, pp. 57-60, quien
habla de “interregno anárquico”; y Francisco Antonio Encina, Historia de Chile. Desde la
prehistoria hasta 1891, t. IX, en el que el periodo 1823-1830 recibe el nombre de “Los
ensayos de organización política democrática y la anarquía”.
102
Véase Julio Heise, Años de formación y aprendizaje políticos 1810-1833, sobre todo
la tercera parte.
100
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rencia de Carrera y O’Higgins, su base de poder descansaba más en sus
conocimientos políticos e intelectuales que en sus cualidades militares.
Al igual como lo plasmara Juan Egaña en su Constitución de 1823, Pinto
creía que “la fuerza pública” debía ser “esencialmente obediente” y que
“ningun cuerpo armado puede deliberar”103. Así, su ejemplo, sumado al
de otros militares como Freire, José Manuel Borgoño y Jorge Beauchef,104
muestra que la revolución produjo una generación de hombres entrenados en los campos de batalla pero que, al mismo tiempo, se formó bajo
la rama civilista de las revoluciones transatlánticas de fines del siglo XVIII.
En efecto, la revolución hispanoamericana en general y la chilena en
particular pueden contarse dentro de las revoluciones transatlánticas del
periodo. Por supuesto, sería un error concluir que el proceso emancipador obedeció a una continuación monolítica de las “revoluciones democráticas” norteamericana y francesa; sin embargo, también lo sería negar
cualquier tipo de vinculación entre estos eventos105. Lo anterior, no necesariamente porque el tránsito de un sistema colonial a uno republicano
haya producido cambios “revolucionarios” en la rígida estructura social
chilena, sino más bien porque, al ser una guerra “total”, la lucha independentista revolucionó, al igual que la Revolución francesa, el sentido mismo de la convivencia política. La revolución introdujo profundos
cambios en el sistema político chileno, dando pie a que nuevos actores
participaran del nuevo régimen republicano. Ese fue el caso de los veteranos de las guerras, quienes fueron exceptuados del requerimiento
constitucional que obligaba a los electores a demostrar un ingreso de103
Artículo 226 de la Constitución Política del Estado de Chile, 29 de diciembre de
1823, en Foreign Office (Reino Unido) 16/1 fs 151-183. El artículo 227 señalaba que
“cada año decreta el Senado la fuerza del egército permanente, y ésta es la única del Estado”, mientras que el 229 disponía que la fuerza militar “no puede hacer requisiciones ni
exigir alguna clase de auxilios, sino por medio de las autoridades civiles y con expreso decreto de éstas”. Es decir, Egaña, uno de los intelectuales y civiles más connotados de la época, llamaba a desmilitarizar a la sociedad chilena y así evitar caer en el caudillismo militar.
104
Véase Gabriel Salazar, Construcción de Estado en Chile (1800-1837). Democracia
de los “pueblos”. Militarismo ciudadano. Golpismo oligárquico, pp. 455-490.
105
Para la perspectiva atlántica, véase Robert R. Palmer, The age of the Democratic
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Anthony Pagden, Lords of all the world. Ideologies of Empire in Spain, Britain and France,
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hispánico: puntos de referencia e historiografía contemporánea”.
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terminado y ciertos conocimientos literarios para poder sufragar en las
múltiples elecciones desde 1823 en adelante. Del mismo modo, grupos
de artesanos, de pequeños comerciantes y de la guardia nacional solían
ser parte de las contiendas electorales, ya fuera formalmente (gracias a
su capacidad para demostrar que sus ingresos eran iguales o superiores
a las exigidas por la Constitución de 1833) o informalmente (mediante
su participación en los procesos electorales en su calidad de seguidores
u opositores de algún candidato en específico)106. Así, pues, los orígenes
del sistema representativo chileno deberían sus inicios a este periodo de
“formación y aprendizaje”; periodo en que, como hemos visto, los militares jugaron un papel central, tanto en el campo de batalla como en el
terreno político.
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