Subido por Tomá Enrique Hadandoniou Carnelli

AMELIA SOLA

Anuncio
AMELIA SOLA
Seudónimo: JORGE AGÜERO
Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal
y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba.
¿Sola? Necesita ayuda para cuidar la huerta precaria y los animales. ¿Con un niño
pequeño? Requiere una figura paterna firme y con autoridad. Así que espoleó el caballo
y cruzó el canal de riego por el puentecito endeble. Parada con energía y sosteniendo aún
el balde con leche de cabra, Amelia lo mira avanzar con paso tranquilo. Detrás de sus
ropas humildes y sólo sucias por el barro de los chanchos, las pajas de la huerta y algunos
afrechos para las gallinas, está una vida de esfuerzo, un largo recorrido que se le hace
presente en este momento. Ha bajado de la montaña, en su Villa del Ande original, cuando
corría entre los arroyos serranos y se acariciaba con las mariposas, ajena al mundo
complejo, diverso y adelantado en trenes y guerras. Esas estribaciones montañosas y el
valle le dieron cátedra de alegría, con juguetes muy elementales como esa muñeca de
trapo, con un pelo lacio de pajas del corral que lleva ahora para ver los patos de la laguna.
Corre libre, con una paz duradera entre manos y que se suelta con la cinta roja que la
madre le puso para sostener el largo pelo enrulado. Se juntó con un gaucho que andaba
disparando de la partida y que aprovechó el lugar, la policía escasa y amuró el caballo
para aquerenciarse, como ellos dicen. La encontró sola porque a sus padres les habían
entregado una casita de los primeros planes del Gobierno. Mejor oportunidad, imposible.
Además, Hilarión, vuelto paisano era bueno, cultivaba y mantenía limpio el terreno
inmenso. Ella vendía en el mercado la verdura y si venía algún camión del Oeste, hacía
una buena diferencia. Vino el chango y los tiempos felices. Duró poco, porque un juez de
paz desempolvó el expediente del hombre y una tarde de borrasca lo vinieron a buscar.
1
El pobre, desesperado se escapó y justo antes del canal lo alcanzaron las balas. Desde ese
momento decidió mantener siempre afilado el facón que heredara de su padre, ajustado
por detrás del cinto que sostuviera su delantal o su ropa. Y aquí está Amelia con toda la
carga de su historia que se hace evidente en nacientes arrugas, su porte imponente y esos
músculos que entrena con las tareas diarias. Un chico de unos diez años viene corriendo
a conocer al visitante y lo saluda cubriéndose con la mano el sol que ahora da de lleno.
El gaucho, como tantos otros, siguió de largo, no sin antes recibir un buen trago de vino
que le ofreciera en atención al cansancio del camino y del sol, para que pudiera continuar
su viaje. Muy parca al hablar y sorda a cualquier insinuación, el facón que reservaba
detrás de la cintura, disparaba una advertencia, cuando giró para buscar la damajuana del
elixir esperado.
Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal
y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba.
¿Se quedó sola? Aunque uno aguce la vista, las ruinas se yerguen escondiendo todo. Un
ratón sale de su cueva husmeando si alguien viene a tirar un poco de comida en la basura,
pero se vuelve desalentado por el ruido de ramas secas y la visión de una bota de potro
curtida de andanzas. No se sabe bien si añora los tiempos borrados por el reloj de la vida
que gira sin descanso o trata de hacer un negocio, que le han pedido por mail desde la
Capital. Aquí vendría bien un supermercado. El barrio se va poblando y todas son parejas
jóvenes. Pensar que era un niño cuando corrían por estos baldíos. Amelia, discretamente,
los observaba. Alguna vez les alcanzó una botella de agua, después del barrio contra
barrio. ¡Qué linda era! Un suspiro se le escapa y ahora se da cuenta que en la puerta está
parada, piernas abiertas y secándose el sudor del cuello. La boca entreabierta deja resbalar
una lengua filosa y carnal. No dice una palabra pero te llama a gritos. Los muchachos se
han ido a descansar al otro lado del paredón que da a la calle de tierra. De tanto en tanto
se levanta una polvareda. Ya le habían dicho Carlitos y Panchito de las bondades de la
mujer. Nunca les había creído, pero cuando se da vuelta, un leve vientecillo le levanta la
pollera y él se larga con todo hacia la promesa libidinosa. Todos saben que aunque
madura, acepta con placer todos los beneficios del rubor adolescente. Ella los ama de una
manera maternal y a la vez iniciática. Su hijo se ha ido a la cosecha en Mendoza y por
unos meses no vendrá. Así que le entrega es total y ella le tapa la boca para que no lo
2
escuchen los otros, si aparecen de nuevo. Ese despertar es inolvidable. Los que ayer
perseguían con sus gomeras caseras cualquier pájaro que se presentara o quisiera volar su
libertad, ahora se arroban en cualquier mísero canto y sueñan un paraíso de ruiseñores y
calandrias. El desarrollo urbanístico ha extendido sus tentáculos hacia todos los puntos
cardinales. Los que hace una década eran canales, hoy no existen o se transformaron en
desagües pluviales. El asfalto se deslizó por tramos y hoy cubre las huellas de ayer y los
tortuosos caminos de tierra. Hoy, ni una mariposa asoma por esta zona, cuando abundaban
casi todo el año. Autos veloces suplantaron las caballadas y a los carros que hoy yacen
en un museo destartalado como ellos mismos. Las que fueran huertas fecundas que
proveían todo el Oeste de la región ni siquiera son recuerdo de los más viejos. Ahora las
verdulerías y supermercados se proveen de lo que traen atestados camiones pesados que
justamente llegan del Oeste. ¿Y Amelia?
Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal
y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba.
¿Seguiría sola? Y después de una caminata electoral, el último de la lista, el Dr. Ricardo
Martino, se puso de acuerdo en visitarla. ¡Es hermosa! Claro que era hermosa y con el
tiempo, alguna cana le teñía el largo pelo que probablemente nunca había cortado.
Alguien la vio lavándose con una palangana en el patio abierto de la propiedad que poco
a poco se va acercando al resto de la ciudad. Los hombres que hacen el asfalto de la calle
que da al canal no dejan de mirarla, tirarle besos y decirle esas cosas que los machos rudos
dicen, aunque después en la cama arruguen como ninguno. Ella sonreía y revoleaba el
pelo para irse adentro a secarse como corresponde. Algunas mariposas se le acercaban ya
sea por sus caléndulas famosas o por el aroma de su piel. A la noche, más de una vez se
ha visto un auto blanco detenerse una cuadra antes y entonces desciende, impecablemente
vestido el caminador aludido. Una noche, le llama la atención un libro que Amelia deja a
mano, como si lo estuviese leyendo o fuera el anzuelo para él. Hace años, su padre había
dejado parte de su biblioteca, limitada pero con libros de tapas marrones, duras y
fileteadas de dorado. La duda se responde con una sonrisa de picardía. La cara adusta de
la Amelia que todos conocen se desintegra por su amor oculto. Es el “Kama Sutra” en
una edición en inglés y con ilustraciones hindúes. Ella no le da importancia y lo arrebata
de un solo abrazo, tirándolo sobre la cama. Esa noche está sola, su hijo ha ido a un
3
campamento con los compañeros de yudo. Cuando Martino vuelve de los placeres, busca
ese libro extraño. Amelia le sonríe y le cuenta una historia que –como buen político –
cree a medias. El padre de la mujer habría sido, en un tiempo lejano, hombre de campo,
con varias propiedades y unos amigos ingleses se descolgaban de tanto en tanto para cazar
jabalíes en la zona. No pocas veces los había acompañado hacia el sur. Dicen los que los
vieron que venían de blancos Britches y sombreros de cazadores. Ella le muestra uno, con
manchas de tierra que evidencian su antigüedad. Ricardo lo mira, lo hace girar y ella
concluye: yo era muy chica, pero no sé cómo se apropiaron de unas cuantas hectáreas,
probablemente una noche de borrachera, después que muriera de una gangrena mi
madre. El libro se lo regalaron ellos. Mi padre cosió, con esos procedimientos que usan
en los tribunales, una parte con ilustraciones. Decía que eran obscenas y que lo
importante estaba en los consejos que leía, subrayaba y le hacía anotaciones. En broma,
yo le decía que los corregía. En cuanto a la práctica… ya te habrás dado cuenta.
Cuando vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal
y la fila de álamos, se preguntó si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba.
¿Estaría sola? Como buena maestra, golpeó las manos, desde la vereda, de impecable
guardapolvo blanco, el registro bajo el brazo y un peinado discreto pero atractivo. Amelia
salió después de la segunda llamada y se acercó al portón virtual del que quedaban
solamente unos hierros testigos del que hubiera sido alguna vez. Se había abrigado
apurada con un saquito de lana percudido por el tiempo, recuerdo de una tía que no veía
desde hace años. Se trataba del habitual censo de la escuela más cercana. Marina, en
realidad, solía exagerar sus recorridos y no se limitaba a las manzanas asignadas,
considerando que los barrios más alejados no tenían más escuela que la 428, del Superior
Gobierno de la Nación. Puede decirse que se conectaron desde el primer momento. Una
extraña magia las envolvió y, con una justificación o la excusa de mantener integrada la
familia al colegio, no dejaron de verse. Como Amelia siempre estaba atenta a la huerta y
a sus famosas caléndulas que previenen las plagas, la maestra le llevaba unos plantines y
se traía algunas caricias. Aunque se saben todos los detalles, nadie quiere declarar a favor
de una u otra parte. Pero se vieron en un hotel de mala muerte y en la calle, en la casa de
una y de otra. El misterio las rodeó en aquella década de botas largas y pensamientos
cortos. Como siempre pasa, alguno informó de la extraña relación totalmente contraria a
4
nuestra forma de vida, agregándole algunos matices rojos, con martillo y hoz para tomar
fuerza, crear dudas y señalar por lo bajo lo que nadie se animaba de comentar a la luz del
día. El caso es que como somos “Humanos y Derechos”, según las pegatinas que
empezaron a aparecer por todos lados, Celeste Montesinos tuvo que emigrar una noche
que le avisaron sobre listas negras que se iban limpiando. ¡Cuánto tiempo ha pasado!
Volvió el Congreso de la Nación, las elecciones y los avances tecnológicos. La maestra
se doctoró en Europa, dictó cátedras por el mundo y se hizo famosa por un célebre
discurso que introdujo por primera vez el término desarrollo sostenible. Su pensamiento,
refrendado por filósofos del más alto nivel, se fundamentaba en pocas tesis y un contexto
de valoración por el esfuerzo de quienes pueden elevarse desde una huerta familiar a las
más altas regiones del espíritu. Siempre se le notaba un toque de nostalgia y esa mirada
perdida que ahora regresa a las calles totalmente desconocidas. El taxi la espera, mientras
ella se baja y desde la vereda del frente observa el cierre perimetral y un enorme cartel de
obra. No se anima ni a preguntar. Ahora se da cuenta que debió haberse quedado, cuando
vio por primera vez el rancho en medio del descampado que lindaba con el canal y la fila
de álamos, y se preguntara si eran ciertos los rumores sobre la mujer que lo habitaba.
2022 palabras
5
Descargar