Capítulo 15 LA IDEA DE EUROPA En el siglo X d. C., el famoso geógrafo árabe Mas‘udi describía de la siguiente forma a las gentes de «Urufa», que era como entonces llamaban a Europa los musulmanes: «Carecen de sentido del humor; sus cuerpos son grandes; su carácter, grosero; sus modales, bruscos; su entendimiento, escaso; y sus lenguas, toscas… Cuanto más al norte se encuentran más estúpidos, groseros y brutos son».[1420] Algún tiempo después, su colega, Sa‘id Ibn Ahmad, cadí de la Toledo musulmana, no se mostraba mucho más impresionado. Según Bernard Lewis, en 1068, el gran erudito islámico escribió en árabe un libro sobre las diferentes clases de naciones. El estudioso sostenía en él que existían ocho naciones que habían contribuido al conocimiento humano, entre las que incluía a los indios, a los persas, a los griegos, a los egipcios y, por supuesto, a los árabes. Por otro lado, señalaba que los pueblos del norte de Europa «no han cultivado las ciencias [y] parecen más bestias que hombres… su entendimiento carece de agudeza y su inteligencia, de claridad…».[1421] Incluso en una fecha tan tardía como el siglo XIII, el profesor de Oxford Roger Bacon tenía sus ojos puestos en Oriente. Solicitó al papa Clemente IV que organizara un proyecto de enormes dimensiones: una enciclopedia de los nuevos conocimientos en ciencias naturales. Tenía en mente el gran número de traducciones que entonces se estaban haciendo del árabe, y recomendó el estudio de las lenguas orientales y el islam. Sin embargo, para la época de su casi tocayo, Francis Bacon, el mundo era muy diferente. Entre el año 1000 y el 1500 d. C. Europa había sufrido un gigantesco cambio, y el continente había pasado a tomar la delantera de forma decidida. Francis Bacon creía que era poco lo que había que aprender fuera del continente. ¿Qué era lo que había ocurrido? ¿Por qué «Occidente» había tomado la delantera? ¿Qué características de esa gente «fría», «grosera» y «apática» descrita por Ibn Ahman, se habían modificado para crear la situación que hoy conocemos, en la que Occidente lidera sin discusión al mundo en términos de riqueza, desarrollo tecnológico y libertad política y religiosa? En el ámbito de la historia de las ideas —el principal interés de este libro—, la transformación experimentada por Europa entre, digamos, el año 1000 y 1500, cuando el descubrimiento de América (por los europeos) era ya una realidad, es probablemente una de las cuestiones más fascinantes de todas, capaz de eclipsar la importancia del resto. Ese cambio daría forma a la última época de la historia que conocemos y el hecho de que, aún hoy, no poseamos una verdadera respuesta para explicarlo lo hace todavía más fascinante. Tenemos, sí, muchas teorías, pero todas ellas son de naturaleza más o menos conjetural. Aunque resulta en verdad sorprendente que no haya un mayor número de investigaciones dedicadas a este asunto, las respuestas que nos ofrecen los estudios existentes pueden dividirse en seis teorías. Todas están de acuerdo en que entre el año 1000 y 1500 Europa sufrió un cambio fundamental y en que fue entonces cuando surgió «Occidente». No obstante, esto es lo único en lo que están de acuerdo. Los argumentos a favor de los distintos factores considerados decisivos están todavía a la espera de ser demostrados. Este capítulo, que en cierto sentido funciona como una bisagra del libro, será de algún modo diferente de los demás. Mientras los otros capítulos de este libro describen las ideas a medida que van apareciendo y procuran valorar su importancia y establecer su lugar en la cronología, éste toma distancia y examina el posible contexto de las ideas en un intento de encontrar algún tipo de respuesta a la pregunta sobre por qué, por el resto de la historia, la gran mayoría de las ideas realmente influyentes surgieron en Europa y, en particular, en Europa occidental. Aunque al hacerlo deberemos anticipar algunos de los desarrollos que estudiaremos con más detalle en capítulos posteriores, nuestro objetivo inmediato es entender por qué Europa se convirtió en la cuna de tantas de las ideas que han dominado nuestras vidas durante los últimos mil años. Fernand Braudel, el historiador francés de la escuela de los Annales, buscó ofrecer una respuesta geográfica a nuestra pregunta. En dos libros, El Mediterráneo y el mundo mediterráneo en la época de Felipe II y Civilización material, economía y capitalismo (en especial el primer volumen: Las estructuras de lo cotidiano), intentó explicar por qué Europa adquirió su carácter distintivo. Braudel consideraba, por ejemplo, que existía una inequívoca relación entre los alimentos y las civilizaciones del mundo. El arroz, sostuvo, «conllevaba grandes poblaciones y [por tanto] una estricta disciplina social a las zonas en las que éstas prosperaron» en Asia. Por otro lado, «el maíz es un cultivo que exige poco esfuerzo», lo que permitió que los indígenas americanos tuvieran suficiente tiempo libre que dedicar a la construcción de las gigantescas pirámides que harían famosas a las civilizaciones mesoamericanas. Braudel pensaba que un factor crucial para el éxito de Europa era el tamaño relativamente pequeño del continente, el rendimiento de los cereales y el clima. El hecho de que los europeos pasaran buena parte de su vida en el interior de sus hogares, sostuvo, fomentó el desarrollo del mobiliario, lo que a su vez provocó el desarrollo de las herramientas; el mal clima reducía el número de días en los que era posible trabajar, pero no el número de bocas que había que alimentar, lo que hacía que los costos de la mano de obra en Europa fueran relativamente elevados. Esto creó una gran necesidad de máquinas y dispositivos capaces de ahorrar trabajo lo que, sumado al desarrollo de las herramientas, contribuyó en un primer momento a la revolución científica y, después, a la revolución industrial.[1422] En su libro sobre el Mediterráneo, Braudel intentó ser un poco más específico y buscó identificar esos rasgos fundamentales en el mar que contribuyó al ascenso de Europa. Señaló, por ejemplo, que el mar Mediterráneo es viejo en términos geológicos y profundo, con una reducida plataforma continental. Esta «fatiga» del mar y la ausencia de aguas someras hacen que el Mediterráneo sea relativamente pobre en peces, lo que impulsó el desarrollo del comercio a larga distancia. La cercanía de las montañas, en particular los Alpes, al litoral permitió que habitantes de las aldeas de las tierras altas migraran hacia las costas, llevando consigo nuevas tecnologías. Las migraciones fueron un factor crucial para la difusión de las ideas y el Mediterráneo las facilitaba (a) porque su disposición sobre el eje este-oeste, en línea con los vientos dominantes, hacía que la navegación fuera mucho más fácil; (b) porque las islas y configuración general del Mediterráneo lo dividían en áreas más pequeñas (el mar Tirreno, el Adriático, el Egeo, el Negro, el Jónico, el golfo de Sirte), lo que hacía la navegación todavía más fácil; (c) porque estaba rodeado de un buen número de penínsulas (la Ibérica, la Itálica, la Griega), la cohesión geográfica de las cuales promovió fuertes sentimientos nacionalistas que, a su vez, alimentaron la competición internacional; (d) porque los Alpes centrales eran fuente de tres grandes ríos —el Rin, el Danubio y el Ródano-Saona— que permitían el transporte al corazón mismo de Europa. El tamaño relativamente pequeño del continente, sumado al hecho de que estos tres grandes ríos penetraban de tal manera en su interior, favoreció el desarrollo de las carreteras, lo que completó la fase final de la red de transportes. Las carreteras, sumadas a los mares y grandes ríos navegables, hicieron que el corazón de Europa se abriera como no lo había hecho antes el interior de ningún otro continente, lo que tuvo como consecuencia que los inmigrantes, con sus ideas nuevas y costumbres diferentes, fueran más comunes en Europa que en cualquier otro lugar. Todo esto está muy bien (aunque España, por poner un ejemplo, era menos coherente de lo que Braudel sugiere, con una población mixta compuesta por árabes, bereberes, mozárabes y judíos). Sin embargo, todo lo que hasta aquí se ha dicho sólo «explica» en realidad por qué, en algún momento, Europa tenía que haber despegado. El argumento central de Braudel es que la geografía gobernaba las materias primas, la creación de ciudades (los mercados) y las rutas comerciales. En otras palabras, hay cierta inevitabilidad geográfica en la forma en que las civilizaciones se desarrollan y ello hizo que la cuna de la ciencia y el capitalismo fuera Europa y no Asia, África o América. No obstante, sigue siendo necesario que algo desencadene el proceso: todavía no hemos conseguido aclarar por qué razón la aceleración de Europa ocurrió en el momento en que lo hizo. Y no todo el mundo coincide en que el ascenso de Europa fuera algo inevitable. De hecho, tampoco todos coinciden en que el cambio tuviera lugar, digamos entre 1050 y 1200. En su libro Orígenes de la economía europea. Viajeros y comerciantes en la alta Edad Media (2001), Michael McCormick, profesor de la Universidad de Harvard, sostiene que la transformación del continente se había iniciado ya a finales del siglo VIII y que para el año 1100 Europa vivía ya sus consecuencias, lo que significa que el desarrollo europeo fue tres veces más largo de lo que normalmente se piensa «y tres veces más difícil».[1423] Para este autor, el punto más bajo lo encontramos en realidad hacia el año 700, cuando, al menos en el caso de Europa occidental, tuvo lugar una drástica reducción de toda actividad comercial, el mercado internacional de especias se desplomó, los papiros dejaron de llegar a las tierras de los francos y se produjeron muy pocos palimpsestos.[1424] McCormick anota que mientras en el año 735 Beda el Venerable regalaba en su lecho de muerte la pimienta y el incienso que conservaba, cuatro generaciones después el comercio de estos productos había crecido hasta tal punto que nadie los hubiera considerado ya obsequios preciosos e inusuales. En el imperio carolingio, la acuñación de moneda estaba mucho más difundida y era bastante más elaborada de lo que hasta ahora se había creído, afirma, y dice tener noticias de cincuenta y cuatro hallazgos de monedas árabes, acuñadas entre los siglos VII y X, en cuarenta y dos lugares distintos del imperio.[1425] De igual forma, sostiene que a mediados del siglo IX aumentó el número de personas que poseían embarcaciones, e identifica en las fuentes a casi setecientos individuos que emprendieron viajes largos y arduos en este período. En el siglo IX había suficiente tráfico en el Danubio como para que hubiera también piratas y cobradores de derechos de tránsito.[1426] Para principios del siglo X había prósperos mercados en la región del Rin y en París, ciudad a la que acudían comerciantes procedentes de España y Provenza para adquirir, en San Denis, artículos de países tan lejanos como Irak. [1427] McCormick señala que un acontecimiento fundamental fue la conversión del reino de Hungría al cristianismo hacia el año 1000, lo que volvió a abrir la ruta terrestre a Constantinopla.[1428] Aunque la argumentación de McCormick es convincente (su libro tiene mil cien páginas y está repleto de detalles), lo que parece haber hecho es identificar un período de gestación en el que Europa estaba conformándose como tal. Los árabes que como Mas‘udi viajaban por Urufa (hecho que reflejan sus monedas) no parecían advertir aún que el continente estaba cambiando. Y si bien es indudable que lo estaba haciendo, el gran paso adelante estaba todavía por producirse. El segundo tipo de explicación para la aceleración de Europa después del siglo X es económico y tiene dos partes. Janet L. Abu-Lughod describe de forma detallada la situación económico-cultural del «Viejo Mundo» en su Before European Hegemony.[1429] Abu-Lughod escribe: «La segunda mitad del siglo XIII fue un extraordinario período en la historia del mundo. Aunque todavía sólo de forma superficial, nunca antes tantas regiones del Viejo Mundo habían estado mutuamente en contacto. Este ciclo alcanza su apogeo entre finales del siglo XIII y las primeras décadas del XIV, momento en el que incluso Europa y China habían establecido contacto directo (aunque limitado) entre ambas».[1430] Este mundo económico, afirma esta autora, no sólo es fascinante en sí mismo, sino que, al carecer de un único poder dominante, contrasta de forma significativa con el sistema mundial al que luego daría lugar: uno al que Europa conformaría según sus propios intereses y dominaría por mucho tiempo. Abu-Lughod resume su argumento de la siguiente forma: «en términos de tiempo, el siglo que va desde 1250 hasta 1350 constituyó un fulcro o un “momento decisivo” crítico de la historia mundial, y en términos de espacio, Oriente Próximo, al unir al Mediterráneo oriental con el océano Índico, constituía un fulcro geográfico sobre el que Occidente y Oriente se mantenían entonces en equilibrio». La tesis de su libro es, en contra de Braudel, que el cambio del sistema que favoreció a Occidente en detrimento de Oriente no obedeció a una necesidad histórica inherente. La autora anota que existían ocho circuitos comerciales básicos agrupados, a su vez, en tres grandes sistemas: el europeo, el de Oriente Próximo y el asiático. Todos ellos tenían varias características en común: la invención del dinero y el crédito; mecanismos para reunir capital y distribuir los riesgos; mercaderes con fortunas independientes. Por tanto, concluye, aunque es cierto que entre los siglos XIII y XVI Europa adelantó a Oriente, ello no se debió a una característica «especial» europea sino a que Oriente atravesó un período de «desorganización». Abu-Lughod dice que hubo una fragmentación de las rutas comerciales terrestres que Gengis Kan había unificado, que los estragos causados por Tamerlán hacia 1400 tuvieron sobre Asia efectos muchísimo peores que las cruzadas y que la peste negra, «que se propagó desde China hasta Europa a mediados de siglo, entre 1348 y 1351, diezmó la mayoría de las ciudades que conformaban la gran ruta del comercio marítimo, lo que perturbó los comportamientos habituales, cambió los términos de los intercambios debidos a las diferentes pérdidas en términos demográficos y creó una situación de incertidumbre en las condiciones mundiales que facilitó las transformaciones radicales, lo que benefició a algunos y afectó negativamente a otros».[1431] Esto puede observarse en Europa, afirma, donde Inglaterra, hasta el momento parte de la periferia mundial, empezó a ocupar un lugar más central después de la plaga, ya que la mortandad fue allí menor que en el continente. Con todo, fueron las galeras de las ciudadesestado italianas las que al abrir el Atlántico norte al comercio a finales del siglo XIII dieron el golpe de gracia a un sistema mundial que se había mantenido durante siglos. Esto condujo al «descubrimiento» portugués de la ruta atlántica hacia las Indias, buena parte de las cuales los mercaderes árabes y chinos ya conocían desde hacía siglos. Sin embargo, las embarcaciones árabes e indias no pudieron hacer mucho frente a los buques de guerra portugueses que aparecieron en sus aguas a comienzos del siglo XIV. Su argumento es que el sistema mundial del siglo XIII era relativamente estable y verdaderamente cosmopolita. Coexistían en él diferentes credos religiosos —cristianismo, islam, budismo, confucianismo, zoroastrismo— y las prácticas comerciales eran bastante complejas: «La organización de la producción textil en Kanchipuram no era diferente de la de Flandes, el estado construía barcos para comerciar tanto en Venecia como en China, los centros comerciales, como El Cairo, Zaytun y Troyes, crecieron de la misma forma y a un ritmo similar hasta el siglo XIII».[1432] Según esta autora, lo que ocurrió en ese siglo fue que ese sistema mundial de comercio que había sido estable durante algún tiempo se deshizo, pero que mientras los centros de los sistemas occidentales —Brujas, Troyes, Génova y Venecia— resultaron relativamente indemnes, los orientales quedaron destruidos; El Cairo, Bagdad, Basora, Samarcanda, Ormuz, Cambay, Calicut, Malasia y la China continental.[1433] Abu-Lughod sostiene que, por lo general, los historiadores no han conseguido «empezar su relato con la suficiente antelación» y que, así pues, han ofrecido siempre una explicación causal del ascenso de Occidente truncada y distorsionada. En realidad, afirma que la época entre los siglos XIII y XVI constituye un período de transición, y que factores geopolíticos en el resto del mundo crearon una oportunidad sin la cual el desarrollo europeo habría sido improbable. Por tanto, Abu-Lughod, considera fundamental que «el ascenso de Occidente» hubiera sido precedido por «la caída de Oriente». Cuando los mongoles, cuyo poder se había visto muy debilitado debido a la peste negra, «perdieron» China en 1386, el mundo perdió el vínculo clave que conectaba la ruta terrestre, que terminaba en Pekín (Beijing), con las rutas marítimas a través de océano Índico y el mar del Sur de China, que terminaban en los puertos del sureste chino. Las repercusiones de esta ruptura en Extremo Oriente se dejaron sentir en todo el mundo comercial.[1434] En particular la nueva situación favoreció a Génova, a costa de Venecia. Venecia, al igual que Génova, era la puerta europea a este sistema mundial. Pero Génova tenía una alternativa ya disponible: el Atlántico. Y con la apertura del Atlántico, las naves que cubrían esa ruta pudieron aprovecharse de la confusión imperante en Oriente. Esta reorientación geográfica desplazó el centro de gravedad mundial de un manera decisiva. La teoría de Joseph Needham, el historiador de Cambridge experto en los orígenes de la ciencia china, es bastante diferente. Needham empieza recordándonos la increíble cantidad de invenciones que surgieron en Oriente antes del año 1000, buena parte de ellas mencionadas en el capítulo anterior. Su opinión es que, en los siglos precedentes, Europa había sido un continente mucho menos estable que China tanto en términos políticos como culturales y sociales, y que ello explica el atraso de la región. No tenía fuentes abundantes de metales preciosos y su configuración geográfica (la serie de penínsulas y archipiélagos a la que ya han hecho alusión otros autores) la hacía más propensa a los nacionalismos, favorecidos por las fronteras naturales. Además de esto, el sistema de escritura alfabético exacerbaba el problema debido precisamente a su flexibilidad, ya que a todas las tribus y grupos les resultaba relativamente fácil desarrollar lenguas mutuamente incomprensibles (a diferencia de China, que contaba con un sistema de escritura unificado). Todo ello mantuvo sumido al continente en conflictos repetitivos y, por tanto, atrasado.[1435] Pero luego surgieron dos invenciones, ambas procedentes de China. En primer lugar, el estribo, que añadió muchísimo más poder a la clase caballeresca y contribuyó a dar origen al feudalismo. En segundo lugar, la pólvora, que ayudó a destruir el feudalismo (al menos en Europa) al reducir de forma notable el poder de la clase caballeresca. La decadencia del feudalismo en Occidente, señala Needham, coincide con el ascenso de la clase mercantil, un proceso estrechamente vinculado al desarrollo de la ciencia. En China, sin embargo, esto no ocurrió. A pesar de todos los inventos que nacieron en su suelo, China era un continente bastante más estable, que contaba con una historia imperial unificada muy afianzada, y el feudalismo fue allí reemplazado por un «feudalismo burocrático» o «mandarinato», gracias a la formación, como hemos visto, de una élite intelectual que resultaba especialmente apropiada para controlar y administrar un país grande, con un gobierno centralizado en la figura del emperador. El problema era que en un sistema semejante la importancia de la clase mercantil se ve muy reducida: los mercaderes eran el cuarto estrato de la sociedad china, después de los funcionarios, los agricultores y los artesanos. Además de sofocar la creatividad, esta organización hizo que en China nunca surgieran ciudades-estado: en lugar de ello, la ciudades estaban bajo el dominio de representantes del emperador, por lo que no había en ellas alcaldes, gremios o concejales. Las ciudades chinas eran gobernadas de forma vertical y no eran lugares de movilidad social. Como consecuencia de ello, y pese a la larga lista de descubrimientos que certifican su ingenio, los chinos nunca desarrollaron unos métodos comerciales y una ciencia modernos. Según Needham, esto al final resultaría fatal.[1436] Dejando de lado si la ciudad-estado surgió, o no, en China, las investigaciones recientes unas veces apoyan y otras refutan el resto de la argumentación de Needham (de hecho, se han dedicado congresos enteros al denominado «factor Needham»). En primer lugar, hay muchas dudas sobre la utilidad del feudalismo como concepto, no sólo porque el término es una invención posterior sino porque la idea de un nexo tierra-ley-fidelidad no da cuenta en realidad de la experiencia medieval. El poder del señor sobre los campesinos no provenía de los caballos y los estribos, sino de un sistema sociopolítico más amplio que dividía el mundo en tres órdenes (el de los que rezan, el de los que pelean y el de los que trabajan) y mantenía un sistema legal que ratificaba el poder de los pocos sobre los muchos. Además, este sistema no surgiría hasta aproximadamente el año 1000, por lo que no tiene sentido hablar de «feudalismo» en la alta Edad Media. Y lo que al final hizo que el poder de los señores sobre los campesinos se desmoronara no estuvo muy relacionado con el destino de los caballeros, sino con la crisis demográfica del siglo XIV, cuando la peste y el hambre redujeron el número de campesinos, lo que hizo que aumentara la demanda de trabajadores y, con ello, sus salarios y su libertad, lo que acabó con la «servidumbre». Al mismo tiempo, otros historiadores han insistido en las diferencias entre las concepciones occidental y oriental del estudio y la ciencia. En un capítulo anterior (página 203) nos hemos referido a las ideas e investigaciones de Geoffrey Lloyd y Nathan Sivin sobre las diferencias estructurales entre la antigua ciencia china y la antigua ciencia griega. Más recientemente, Toby Huff ha asegurado que una diferencia relevante entre Oriente y Occidente en este contexto la encontramos en la forma en que se determinaban las aptitudes de los estudiantes. En China y el mundo islámico esta tarea estaba a cargo del estado o de los maestros, dos sistemas que no fomentaban precisamente el pensamiento independiente. Huff calcula que en los siglos XII y XIII Europa, China y el mundo islámico tenían aproximadamente el mismo número de académicos, pero que en Oriente éstos nunca llegaron a desarrollar una identidad corporativa; y por tanto, en China y el mundo islámico, el estudio nunca se convirtió en un poder independiente como sí ocurriría en Europa.[1437] Una razón para que éste se desarrollara en Occidente, asegura, fue el redescubrimiento del código de Justiniano, el Corpus iuris civilis hacia finales del siglo XI. Esto reintrodujo la noción de sistema jurídico, de una ciencia del derecho, lo que condujo a la idea de conocimiento compartido, sobre el que es posible discutir y debatir. La idea de un saber corporativo, afirma Huff, estaba en la base de la idea europea de universidad, algo que no ocurrió en China o en el mundo islámico.[1438] Como consecuencia de ello Oriente no tuvo un escepticismo organizado. Este autor muestra, por ejemplo, que los astrónomos árabes sabían lo que Kepler sabía, pero que debido a que carecían del concepto del Corpus astronomicum, un conjunto de saberes astronómicos de dominio público que podía ser cuestionado, nunca desarrollaron una visión copernicana del universo heliocéntrico.[1439] Una interpretación económica algo diferente retoma la idea de Braudel de que Europa es un continente relativamente pequeño. En su The Rise of the Western World, Douglas North y Robert Thomas sostienen que entre los años 1000 y 1300, Europa se transformó y dejó de ser una enorme extensión de tierra salvaje para convertirse en una región bien colonizada. Hubo un marcado aumento de población que hizo que, de hecho, Europa fuera la primera región de la historia mundial «repleta» de gente. A ello contribuyó la configuración de sus principales ríos —el Danubio, el Rin y el Ródano-Saona— que se adentraban en el interior del continente. En su conjunto, estos factores dieron lugar a una serie de consecuencias, y el que empezara a cambiar la vieja estructura feudal, así como el que cada vez más gente se interesara en la propiedad y la posesión de la tierra, no fueron las menos importantes de ellas.[1440] Fue esta tenencia de la tierra más generalizada la que, antes de que pasara mucho tiempo, condujo a un aumento de la especialización (en primera instancia en el cultivo de las distintas cosechas, luego en los servicios que prestaban apoyo a tal especialización), luego a un aumento del comercio, a la difusión de los mercados y al desarrollo de una economía monetaria, tan necesaria para la creación de un excedente de riqueza, que fueron las circunstancias a partir de las cuales surgió el auténtico capitalismo. [1441] Como parte de las pruebas que respaldan su argumentación, North y Thomas señalan que en estos años se introdujo en Europa un nuevo sistema de agricultura, a saber, el cambio del sistema de dos cultivos por el de tres. En el sistema de dos cultivos toda la tierra cultivable se araba, pero sólo en una mitad se sembraba, ya que la otra se dejaba en barbecho para que recuperara su fertilidad. El sistema de tres cultivos dividía los terrazgos en tres partes. Por lo general, el primer campo se araba para sembrar trigo durante el otoño, el segundo se empleaba para cultivar avena, cebada o legumbres como guisantes o judías durante la primavera, y el tercero se dejaba en barbecho. Al año siguiente se rotaban los cultivos. Esto condujo a un incremento del 50 por 100 en la productividad, al mismo tiempo que extendió el trabajo agrícola a lo largo de todo el año y redujo las posibilidades de que el fracaso de los cultivos se tradujera en hambrunas.[1442] Este período también fue testigo del cambio de los bueyes como bestias de tiro por los caballos, que eran entre un 50 y un 90 por 100 más eficientes en términos biológicos. A su vez, el siglo XI fue testigo de un incremento en el uso de molinos de agua. La idea había comenzado fuera de Europa, pero tras su introducción ésta se difundió con rapidez en el nuevo contexto, pese a los altos gastos que ello suponía: en 1086 el Domesday Book señalaba que había 5624 molinos para las 3000 comunidades que entonces tenía Inglaterra. No hay razones para suponer que este país fuera en aquella época más avanzado tecnológicamente que el resto del Europa, si bien es cierto que los molinos de agua tendían a multiplicarse casi de forma natural allí debido a la abundancia de ríos en un área reducida. La manufactura de lana y paños se convirtió, así, en una de las principales características de Inglaterra y Flandes. El significativo incremento del número de personas interesadas en la tierra y la idea de que no había más tuvieron, según North y Thomas, dos importantes efectos psicológicos. Por un lado, hicieron a la gente más individualista: dado que ahora podía interesarse por algo propio, la identidad de una persona dejaba de estar definida sólo por su pertenencia a una congregación o por la relación de servidumbre que la vinculaba al señor feudal. Por otro, introdujo (o reintrodujo) la idea de eficiencia, pues se empezó a advertir que los recursos eran limitados. En conjunción con la creciente especialización que se estaba desarrollando y el florecimiento de los mercados (que ofrecían codiciados productos de lugares lejanos), esto supuso una profunda revolución psicológica y social que en su momento conduciría al Renacimiento. Esta idea también ha tenido que soportar los embates de investigaciones más recientes, que subrayan que siempre hubo una enorme proporción de la población, entre un 40 y un 50 por 100, no ligada a relaciones de servidumbre (en el sentido de no ser libres) y que poseían su propia tierra. Carlo M. Cipolla, experto en historia económica, añade además que no hubo escasez de tierra en Europa sino que más bien ocurrió lo contrario: la tierra abundaba. Cipolla señala que Europa pudo haberse diferenciado de Oriente en que contaba con una proporción de la población no casada mucho mayor, lo que habría contribuido a evitar la fragmentación del patrimonio y redujo el número de familias grandes, factores que ayudaron a aliviar la pobreza. Cipolla también apoya los argumentos de McCormick al mostrar un desarrollo tecnológico constante: el molino de agua desde el siglo VI; el arado desde el VII; la rotación de cultivos desde el VIII; la herradura y los arneses desde el IX. De igual forma, proliferó el uso del molino para otras actividades, desde la fabricación de cerveza en el año 861 hasta los curtidos en 1138, la elaboración de papel en 1276 y el alto horno en 1284.[1443] Todo esto apoya la idea de un despegue progresivo de Europa más que la de un salto súbito. Cipolla coincide con North y Thomas en que desde el siglo XI surgieron nuevas técnicas comerciales, momento en el que se observa un paso del ahorro por acumulación (que tiene efectos deflacionarios) a la inversión de «capital». Un caso en particular es el del contratto di commenda.[1444] En este contrato una de las partes prestaba a las otras un capital para financiar operaciones comerciales en el exterior; el capital tenía que ser reintegrado (con intereses) a partir de los beneficios. Cipolla también señala que desde el siglo X hubo una creciente demanda de dinero (monedas) y proporciona mapas de las muchas cecas fundadas en esa época. Los términos «banco» y «banquero», anota, aparecieron por primera vez en el siglo XII. Las monedas de oro surgieron en Venecia, Génova y Florencia entre 1252 y 1284 y pronto se convirtieron en patrones de valor estándares.[1445] Una explicación completamente diferente del ascenso de Europa, a la que se han dedicado muchísimas investigaciones, lo relaciona con la Iglesia cristiana y el papel que desempeñó en la unificación del continente. En esa época, el nombre de Europa se utilizaba muy poco. Se trataba de un término clásico que se remontaba a Herodoto, y aunque Carlomagno se había autoproclamado pater Europea, el padre de Europa, para el siglo XI el término más común era Christianitas, cristiandad. Los objetivos iniciales de la Iglesia habían sido, en primer lugar, la expansión territorial y, después, la reforma monástica, cuando los monasterios, dispersos por toda la cristiandad, pasaron a liderar la batalla por las mentes de los conversos. De todo ello surgió un tercer capítulo en la historia eclesiástica, en el que el localismo y la dispersión fueron sustituidos por un control centralizado, el papado. Hacia los años 1000-1100 d. C. la cristiandad entró en una nueva fase, en parte debido a que el milenio se había revelado incapaz de proporcionar nada espectacular (apocalíptico) en el ámbito religioso, en parte como consecuencia de las cruzadas, que al identificar un enemigo común en el islam, actuaron también como una fuerza unificadora entre los cristianos. Todo esto llegó a su punto culminante en el siglo XIII cuando encontramos a los papas compitiendo con reyes y emperadores por el control supremo, llegando al extremo de excomulgar monarcas (conflicto que trataremos con más detalle en el próximo capítulo).[1446] Sin embargo, en medio de todas estas circunstancias, se desarrolló una cierta mentalidad que es la que en este momento nos interesa especialmente. Los problemas que planteaban la vasta organización de la Iglesia continental y las complejas relaciones entre Iglesia y estado, pusieron en primer plano distintas cuestiones doctrinales y jurídicas. Dado que tales cuestiones se expusieron y debatieron en los monasterios y las escuelas establecidas en esa época, se las conoció con el nombre de escolástica. El historiador británico R. W. Southern ha sido uno de los investigadores que más se ha preocupado por mostrar cómo los estudiosos, en tanto «entidad supranacional», contribuyeron a la unificación de Europa. Las siguientes páginas se inspiran en buena medida en su trabajo. El papel de los estudiosos resulta evidente de forma inmediata en la lengua que empleaban, el latín. Por toda Europa, en los monasterios y en las escuelas, en las universidades que entonces se estaban estableciendo y en los palacios arzobispales, los legados y nuncios apostólicos intercambiaban opiniones y mensajes en la misma lengua. Los enemigos de Pedro Abelardo consideraban que sus libros eran peligrosos no sólo por su contenido, sino también por su alcance: «Pasan de una raza a otra y de un reino a otro… atraviesan los océanos, cruzan los Alpes… se difunden por las provincias y los reinos».[1447] Debido a esto, la carrera de quienes estaban vinculados al papado era muy cosmopolita. Los franceses podían ser enviados a España, los alemanes a Venecia, los italianos a Grecia e Inglaterra y luego a Croacia y Hungría, como le ocurrió a Giles de Verraccio entre 1218 y 1230. De esta forma entre los años 1000 y 1300 se unificaron en Europa el pensamiento, las reglas de debate, las formas de discutir y acordar lo que era importante, como no había ocurrido en ningún otro lugar. Y esto sucedió no sólo en el ámbito de los asuntos estrictamente teológicos, sino también en la arquitectura, las leyes y las artes liberales. La teología, el derecho y las artes liberales fueron, según Southern, los tres puntales sobre los que se construyeron la civilización y el orden europeos durante los siglo XII y XIII, «es decir, durante el período anterior al siglo XIX en el que la población, la riqueza y las aspiraciones mundiales de Europa aumentaron con mayor rapidez». Estas tres áreas del pensamiento deben su coherencia y su influencia mundial al desarrollo de escuelas reconocidas en todo el continente. Tanto maestros como discípulos acudían a ellas procedentes de todas las regiones de Europa y regresaban a casa con los conocimientos y saberes que allí habían aprendido.[1448] Para el año 1250 todavía había muy pocas universidades en Europa: Bolonia en Italia septentrional, París y Montpellier en el norte y el sur de Francia respectivamente, y Oxford en Inglaterra. Pero todas ellas eran realmente internacionales. En épocas posteriores, las universidades se convertirían en instituciones muy nacionalistas, pero no fue así en sus comienzos, y no sólo porque el latín fuera la lengua internacional.[1449] Los principales cimientos del pensamiento escolásticos fueron establecidos en la primera mitad del siglo XII, cuando surgió una nueva concepción del mundo natural y de la organización de la sociedad cristiana.[1450] Su meta, aunque hoy pueda resultarnos extraña, era crear una visión coherente de la Creación, la Caída y la Redención de la humanidad, y de los sacramentos, «a través de los cuales el proceso de redención podía extenderse a los individuos». La coherencia se logró porque todos los hombres que crearon el sistema emplearon un mismo corpus de textos que crecía de forma constante, estaban familiarizados con rutinas académicas similares y compartían la creencia en que era posible elaborar una presentación sistemática y autorizada del cristianismo.[1451] La herencia del mundo antiguo carecía en gran parte de coordinación. El propósito de los estudiosos era restaurar «para la humanidad caída, y en la medida en que fuera posible, el perfecto sistema de conocimientos que el hombre había poseído o tenido a su alcance en el momento de la Creación».[1452] Este corpus de saberes, se creía, se había perdido por completo en los siglos transcurridos entre la Caída y el Diluvio, pero había sido recuperado lenta pero progresivamente gracias a la inspiración de los profetas del Antiguo Testamento y el esfuerzo de un gran abanico de pensadores del mundo grecorromano. Por desgracia, sus logros se habían perdido una vez más durante las invasiones bárbaras que habían arrasado la cristiandad durante la alta Edad Media. No obstante, muchos de los textos que contenían el saber de los antiguos habían sobrevivido, en particular los de Aristóteles, si bien en traducciones y glosas árabes, como vimos en los capítulos 11 y 12. Desde aproximadamente 1050, se pensaba que la tarea de los nuevos estudiosos era continuar recuperando el conocimiento perdido en la Caída.[1453] Ellos tenían la responsabilidad de clarificar ese conocimiento, corregir los errores provocados bien fuera por la corrupción de los textos o por el entendimiento parcial de los autores antiguos y, por último, sistematizar el nuevo saber de manera que toda la cristiandad occidental pudiera tener acceso a él. «El conocimiento completo que los primeros padres habían tenido antes de la Caída estaba más allá del alcance humano, y había un profundo sentimiento de que pretender saberlo todo era caer en el pecado de la curiosidad. Sin embargo, lo que era legítimo buscar era el grado de conocimiento necesario para ofrecer una visión adecuada de Dios, de la naturaleza y de la conducta humana, que permitiera fomentar la causa de la salvación humana… Concebida de esta forma, la empresa tenía la vista puesta en una época no muy distante, en la que el doble programa de retorno al legado de los primeros padres de la raza humana habría culminado hasta donde era posible para la humanidad caída».[1454] En el contexto teológico de la época, la restauración del conocimiento constituía una meta bastante práctica.[1455] «El mundo probablemente llegaría a su fin al cabo de unas cuantas décadas o, máximo, de unos cuantos siglos, con certeza antes de que se completara un nuevo milenio. En cualquier caso, el mundo terminaría cuando se alcanzara el número perfecto, pero para nosotros desconocido, de los redimidos, y el propósito de las escuelas, así como de la Iglesia en general, era preparar al mundo para este acontecimiento y, de ser posible, adelantarlo». [1456] Southern también nos recuerda que la síntesis escolástica no tenía en la época las abrumadoras proporciones que tendría hoy un proyecto similar, pues la cantidad de textos básicos a tener en cuenta en todas las áreas era bastante reducida de acuerdo con los estándares modernos: tres o cuatro centenares de volúmenes de tamaño moderado habrían bastado para reunir todo el material básico.[1457] La esperanza de una síntesis final no sobreviviría al siglo XIV, pero para entonces ya existían las primeras universidades y, dada su naturaleza internacional, habían producido un número suficiente de maestros y discípulos con enfoques y valores similares como para crear a lo largo de Europa una clase entera de hombres educados, formados con los mismos textos y comentarios y que consideraban importantes las mismas cuestiones. Como se ha señalado, todos compartían la idea de que la teología, las artes liberales y el derecho eran fundamentales.[1458] Además de esto, la teoría del conocimiento en la que la escolástica se fundaba —esto es, que todo conocimiento era reconquista de un saber que el hombre había poseído antes de la Caída— conllevaba la idea de que, con el paso de los años, surgiría un corpus de doctrinas autorizadas.[1459] Para el año 1175 los estudiosos se veían a sí mismos no sólo como transmisores de un conocimiento antiguo, sino como participantes activos en el desarrollo de un cuerpo de conocimientos integrado y multifacético que «con rapidez estaba llegando a su cúspide».[1460] Al estabilizar y fomentar el estudio de la teología y el derecho, los estudiosos contribuyeron a crear una sociedad bastante ordenada e innovadora. Europa en su conjunto fue la beneficiaria de este proceso. Además de los teólogos, tres estudiosos en particular merecen que se los destaque por su contribución a la idea de Occidente. El primero es el monje boloñés Graciano, antes del cual el derecho canónico no existía como un corpus sistemático. Hasta entonces, la mayoría de las decisiones se tomaban de forma local por los obispos, y es razonable decir que hacia el año 1100 el desorden del sistema era completo. Por tanto, cuando el tratado de Graciano Concordancia de los cánones discordantes, conocido también como el Decretum, apareció en 1140 fue recibido con gran entusiasmo en todo el continente.[1461] Graciano se propuso repensar, reorganizar y racionalizar la ley eclesiástica (que, como es evidente, era la principal forma de ley en una sociedad totalmente religiosa) y acabar con el simple seguimiento de la costumbre. Aunque no siempre tuvo éxito, después de su obra, la ley estuvo más sujeta a pruebas de sensatez, de manera que tanto los papas como los obispos y sacerdotes locales pudieran aceptarlas con más o menos idéntico entusiasmo. La obra de Graciano fue en este sentido liberadora y unificadora al mismo tiempo. El segundo estudioso que debemos mencionar fue Roberto Grosseteste (c. 1186-1253). Graduado en la Universidad de Oxford, aunque también estudió teología en París, a Grosseteste se le conoce especialmente por haber sido canciller de Oxford. Traductor de los clásicos, estudioso de la Biblia y obispo de Lincoln, el principal mérito de Grosseteste quizá resida en haber sido el inventor del método experimental.[*] En su Compendium Studii, Roger Bacon fue el primero que señaló que «antes que otros hombres, Grosseteste escribió sobre ciencia».[1462] Unos cincuenta años antes del nacimiento de Grosseteste, los estudiosos occidentales habían empezado a traducir las obras científicas griegas e islámicas del árabe al latín, algo que también podemos considerar entre los elementos fundadores de Occidente. Como hemos anotado, Grosseteste también participó en esta empresa de traducción, pero fue él quien advirtió que si se quería avanzar en el conocimiento más allá de los clásicos había que resolver la cuestión del método científico. Desde el siglo IX, cuando se introdujeron el arado de ruedas y nuevos métodos para arrear los animales de tiro, el avance técnico de Occidente había sido considerable. Además, los molinos de agua y de viento habían transformado el tratamiento de los granos y la metalurgia, se mejoraron la brújula y el astrolabio, y se inventaron los anteojos y el reloj. Pero al igual que ocurría con el derecho antes de la intervención de Graciano, se trataba de avances prácticos ad hoc y no había en la época noción de cómo generalizar los argumentos, así como tampoco un modo de establecer las pruebas, generar explicaciones y proporcionar medidas y respuestas más exactas. El principal mérito de Grosseteste fue desarrollar, a partir de Aristóteles, un modelo de «inducción» y pruebas sistemáticas. Afirmaba que el primer paso de una indagación era descomponer el fenómeno estudiado en principios o elementos, esto era inducción. Tras haber separado estos principios o elementos, es necesario recombinarlos de forma sistemática para ampliar el conocimiento del fenómeno. Grosseteste empezó con el arco iris, observando que aparece en el cielo, en el rocío producido por las ruedas de los molinos y los remos de los botes, lanzando un chorro de agua por la boca o bien haciendo pasar un rayo de luz a través de un frasco de vidrio lleno de agua. Esto llevaría finalmente a la idea de Teodorico de Friburgo de la refracción de la luz en gotas de agua individuales y en este sentido es el primer ejemplo de enfoque experimental.[1463] La innovación de Grosseteste, con la que comienza el interés por la exactitud, condujo a una preocupación por la medición, algo que también tuvo profundos efectos psicológicos y sociales y provocó un cambio que se advierte por primera vez en Occidente entre los siglos XIII y XIV. Por la misma época se inventó el reloj (en la década de 1270). Hasta entonces el tiempo había sido considerado como un flujo (algo a lo que contribuía la clepsidra o reloj de agua) y los relojes se ajustaban a las estaciones, de tal manera que las doce horas de luz diurna del verano eran más largas que las doce horas de luz diurna del invierno. Los relojes de torre empezaron a aparecer en las ciudades y pueblos, y en el campo los trabajadores contaban las horas según las campanadas. Aquí se combinaban la exactitud y la eficiencia. La actitud de los europeos hacia el tiempo cambió en consecuencia, y lo mismo ocurrió con su forma de entender el espacio, un ámbito en el que ser exactos fue cada vez más posible. Volveremos sobre estos cambios en el capítulo 17. El tercer estudioso que contribuyó a poner los cimientos de Occidente fue Tomás de Aquino (c. 1225-1274). Su intento de reconciliar el cristianismo con Aristóteles y los clásicos en general fue una hazaña intelectual de gran creatividad que rompió todos los moldes, y también volveremos sobre ella en el capítulo 17. Antes de Aquino el mundo no tenía significado ni orden excepto en relación con Dios. Lo que conocemos como revolución tomista creó, al menos en un principio, la posibilidad de una perspectiva natural y secular al distinguir, como señala Colin Morris, «entre los ámbitos de lo natural y lo sobrenatural, de la naturaleza y la gracia, de la razón y la revelación. Desde [Aquino] en adelante, el estudio objetivo del orden natural fue posible, al igual que la idea de un estado secular». Tomás de Aquino insistió en que existía un orden natural de las cosas, lo que parecía negar el poder de Dios para realizar milagros. Había, afirmaba, una «ley natural» que podía captarse a través de la razón.[1464] La razón estaba por fin resurgiendo de entre las sombras de la revelación. Aquino fue también una figura «bisagra» ya que, por un lado, representa el punto culminante de determinada corriente de pensamiento y, por otro, es el comienzo de un forma totalmente nueva de entender el mundo. La corriente de pensamiento de la que Tomás es figura culminante fue explicitada por primera vez por Hugo de Saint-Victor (por la abadía agustiniana del París del siglo XII), quien propuso que el estudio secular, centrado en la realidad del mundo natural, era una base fundamental para la contemplación religiosa. Su lema era: «Apréndelo todo, después verás que nada es superfluo». De esta actitud surgió la práctica medieval de escribir summae, tratados enciclopédicos preocupados por sintetizar todo el conocimiento. Hugo escribió la primera summa y Aquino, probablemente, la mejor. A esta actitud también contribuyó Abelardo con su Sic et Non (Sí y no), una compilación de afirmaciones en apariencia contradictorias de autoridades religiosas. Aunque con un enfoque ostensiblemente negativo, su aspecto positivo era que llamaba la atención sobre el hecho de que la argumentación lógica, al cuestionar las contradicciones y explorar los silogismos, puede indagar más allá de la superficie del conocimiento.[1465] La recuperación de los clásicos no podía dejar de ejercer una gran influencia, incluso aunque ésta ocurriera en un contexto en el que la creencia en Dios era un don. Anselmo resumió este cambio de actitud hacia el creciente poder de la razón cuando sostuvo que le parecía una negligencia «si, después de afianzarnos en nuestra fe, no nos esforzamos por entender aquello en lo que creemos». Más o menos por la misma época, un antiguo conflicto entre las autoridades políticas y religiosas llegó a su clímax cuando en 1215 garantizó mediante un estatuto escrito la independencia intelectual de la Universidad de París en su búsqueda del saber. Y el primer pensador medieval que distinguió con claridad entre el conocimiento producto de la teología y el conocimiento derivado de la ciencia fue un académico de París, Alberto Magno, maestro de Tomás de Aquino. Al afirmar el valor del saber secular y la necesidad de observaciones empíricas, Alberto inició un cambio mundial cuyos efectos estaba lejos de poder imaginar. Tomás aceptó la distinción establecida por su maestro y coincidió con él en que la filosofía de Aristóteles era el mayor logro de la razón humana conseguido sin la ayuda de la inspiración cristiana. A esto, añadió su idea de que la naturaleza, tal y como la describe Aristóteles, era valiosa porque Dios la había creado. Esto implicaba que la filosofía ya no era una simple sirvienta de la teología. «La inteligencia y la libertad humana reciben su realidad de Dios mismo».[1466] El hombre sólo puede comprenderse a sí mismo si es libre de buscar el conocimiento allí donde éste lo lleve. No debe temer o condenar su búsqueda, como muchos parecen hacer, decía Aquino, porque Dios lo ha creado todo, y lo único que hace el conocimiento secular sólo es revelar esta creación con más detalle, con lo que ayuda al hombre a conocer a Dios de forma más profunda. «Al ampliar su propio conocimiento, el hombre se parece más a Dios».[1467] En un primer momento la Iglesia condenó la firme creencia de Tomás en que la fe y la razón podían unirse, pero luego la respaldó. Sin embargo, al igual que su maestro, Tomás había liberado una idea que era mucho más poderosa de lo que pensaba. En París, otros contemporáneos suyos, como Sigerio de Brabante, sostuvieron que la filosofía y la fe no podían ser reconciliadas, de hecho, afirmaron que se contradecían mutuamente y que, en tales circunstancias, «el ámbito de la razón y la ciencia quedaba en este sentido fuera de la esfera de la teología».[1468] Durante un tiempo este debate se «resolvió» (si es que ésta es la palabra apropiada) postulando un universo dotado de una «doble verdad». Sin embargo, la Iglesia se negó a aceptar esta solución y la comunicación entre los teólogos tradicionales y los pensadores científicos se cortó. No obstante, era demasiado tarde. Incluso en nuestros días encontramos filósofos y científicos de mentalidad independiente que tienen fe, pero que no por ello están menos comprometidos con seguir a la razón a dondequiera que ésta los lleve. Aquino había conseguido conciliar parcialmente a Aristóteles con el cristianismo. Esto logró que el filósofo fuera aceptado allí donde antes no lo había sido. Al cristianizar a Aristóteles, Aquino también aristotelizó el cristianismo. Y de esta forma, introdujo una manera de pensar secular que, finalmente, cambiaría de forma definitiva el modo en el que el hombre entendía el mundo. Éste es el tema dominante de la siguiente sección de este libro. El método científico, la medición exacta, un mundo secular eficiente e intelectualmente unificado: cualquier definición de la modernidad occidental incluiría sin duda estos elementos como fundamentales. Menos tangible que todo ello, pero acaso más fascinante, es la idea de que en algún momento entre los años 1050 y 1200 tuvo lugar en Europa un cambio psicológico básico con el surgimiento de cierta forma de individualidad, y que es éste el que explica en buena medida la mentalidad occidental y su rápido avance en las cuestiones mencionadas antes. Si la individualidad es en verdad lo que cuenta, entonces todos los demás avances —en las ciencias, en los estudios académicos, en la exactitud, en la vida secular, etc.— quizá fueran síntomas y no ya causas. Hay tres candidatos principales a causa de este cambio en la sensibilidad. Uno es el crecimiento de las ciudades, que fomentó el desarrollo de distintas profesiones fuera de la Iglesia: abogados, dependientes, maestros. De repente hubo más posibilidades de elegir de las que nunca había habido. Un segundo candidato es la propiedad de la tierra, que promovió la tendencia a favorecer a los primogénitos para evitar la división de las heredades, lo que las habría hecho vulnerables a los ataques. Un importante efecto colateral de esto fue que los hijos más jóvenes, a quienes se negaba su derecho de nacimiento, se veían obligados a buscar fortuna en otro lado. Con mucha frecuencia, esto los llevaba a vincularse a otras cortes como guerreros. Esta sociedad pronto desarrolló el gusto por la literatura heroica (hijos jóvenes en búsqueda de su destino) y en este contexto surgieron las ideas de la caballería y el amor cortés (aunque había otras razones para ello). Súbitamente las emociones íntimas pasaron a ocupar el centro del escenario. Por ejemplo, la atención prestada al amor estimuló el interés en la apariencia personal, con lo que el siglo XII fue testigo de atrevidas innovaciones en el vestido, otra de las formas en que se expresaba la creciente individualidad.[1469] Un tercer elemento que favoreció el cambio fue el renacimiento del siglo XII, el redescubrimiento de la antigüedad clásica, que entre otras cosas obligó a la gente a reconocer la precariedad del pasado inmediato y a aceptar que los autores clásicos habían mostrado que los motivos de los hombres y la forma en que resuelven sus problemas comunes pueden variar e, incluso, que era posible llevar una vida plena fuera de la Iglesia. [1470] No menos importante fue el hecho de que la nueva escolástica mostrara que las grandes autoridades del pasado no siempre coincidían y que en ocasiones su desacuerdo era profundo. Esto forzó a los estudiosos a buscar nuevas soluciones, las suyas propias, y a concebir una nueva doctrina. Y esto condujo a la que quizá fuera la idea más revolucionaria del período, la de la fe individual.[1471] Algo que, sostiene Richard Southern, se resumió en la frase: «Conócete a ti mismo como camino hacia Dios». La idea básica era que cada alma tenía características propias según la mente del individuo, y que aunque todos los hombres tenían mucho en común, se diferenciaban en la forma en que se acercaban a Dios.[1472] En cualquier caso, las implicaciones de este cambio no deben exagerarse, pues en principio afectó principalmente a la élite. El culto y la oración se enriquecieron efectivamente para unos pocos, pero las masas todavía siguieron viéndose a sí mismas como grupos, congregaciones. Vinculado a ello está la llegada, y el paso, del milenio, el año 1000 d. C. Aunque para esas fechas todavía había quienes esperaban un cambio de proporciones apocalípticas en la vida terrena, a medida que avanzaba el siglo XI sin que nada similar ocurriera, continuar creyendo en la resurrección de los cuerpos resultó cada vez más difícil. Como consecuencia de ello, el pensamiento místico aumentó, así como la denominada literatura jerosolimitana, compuesta principalmente de nuevos himnos. Esto implicó un cambio en el significado de Jerusalén. Dejó de pensarse que la ciudad descendería de los cielos para constituirse en paraíso terrenal y, en su lugar, los cristianos tuvieron como meta alcanzar la Nueva Jerusalén en el cielo. Esto suponía un cambio de gran envergadura pues significaba que no todos podrían salvarse, sino sólo aquellos que lo merecieran. A su vez esto promovió la idea de salvación individual.[1473] Estas nuevas ideas se reflejaron en la representación artística del crucifijo, que también cambió en esta época. En la alta Edad Media había una iconografía más o menos estándar en la que el Cristo triunfante, clavado en la cruz, miraba a María y a Juan. Cristo está vivo y mantiene una postura erguida, con los pies uno al lado de otro sobre un apoyo. Con los ojos abiertos y los brazos extendidos, la imagen no evidencia signo alguno de sufrimiento. Su rostro es lampiño y juvenil. Resulta sorprendente que en los primeros mil años de la historia de la Iglesia, años en los que la muerte era omnipresente y especialmente amenazadora, a Cristo casi nunca se lo haya representado muerto. «El crucifijo se concebía como una expresión del triunfo de Cristo, Señor de todas las cosas» (pantocrátor).[1474] La tradición cristiana no se sentía cómoda imaginando a Cristo como un hombre que sufría, y prefería verlo como manifestación del poder divino. En el siglo XI, en cambio, encontramos de repente a Jesús sumido en la agonía, o muerto, y vestido sólo con un pobre taparrabos, demasiado humano en su degradación. El interés se había desplazado hacia el dolor de Jesús, su sufrimiento interior. La antigua mentalidad era especialmente evidente en la liturgia de la Iglesia.[1475] Tal era el interés de los reyes y aristócratas en mantener el ritual monástico que el gobierno de la época ha sido calificado, con razón, de «estado litúrgico». Por ejemplo, en Cluny, el más grande e influyente centro monástico de los siglos XI y XII, la liturgia creció hasta alcanzar tal grado de complejidad que consumía el tiempo dedicado antes al estudio y el trabajo manual. La liturgia ampulosa y la proliferación de edificios enormes en un momento en el que por lo general los campesinos no podían satisfacer las necesidades básicas de la vida, así como un ritual que se llevaba a cabo en un idioma incomprensible para la mayoría de los laicos, todo ello subrayaba la falta de individualidad, como también lo hacía la idea monástica de renunciar al mundo.[1476] En medio de todo esto, al individuo laico común y corriente se le permitía sólo contemplar la reconstrucción de la victoria de Dios en la persona de Cristo, no participar en ella.[1477] La violencia y brutalidad de la Edad Media también favorecían esto, pues apartarse del mundo de desgracias que era Europa en el siglo X le parecía a muchos una forma de salvación.[1478] Esta psicología tan diferente estaba reforzada por el hecho de que, hasta 1100, los cristianos creyeron que el hombre había sido creado con el objetivo de compensar el número de ángeles caídos. En otras palabras, la finalidad del hombre no era humana sino angélica. Se esperaba no que el hombre desarrollara su propia naturaleza, «sino que se convirtiera en algo bastante diferente».[1479] Los himnos en esta etapa eran comunales, no personales. Colin Morris señala que, en la literatura de la alta Edad Media, en especial en la poesía épica, las historias que se cuentan tratan invariablemente de conflictos alrededor de la lealtad y las obligaciones formales en el rígido contexto de una sociedad aristocrática y jerárquica, en la que prácticamente no hay lugar para la iniciativa personal o para la representación de las emociones más íntimas del ser humano.[1480] Pero esto también cambió en el siglo XI, en el que encontramos un creciente deseo de expresión propia. Por ejemplo, en el período entre 1050 y 1200 se aprecia un aumento increíble tanto en la predicación de sermones como en el nivel permitido de interpretación individual de los evangelios. He aquí las palabra de Guibert de Nogent: «Quienquiera que tenga el deber de enseñar, si desea estar perfectamente preparado, puede primero aprender por sí mismo, y luego enseñar con provecho a otros, lo que la experiencia de sus conflictos interiores le ha enseñado…».[1481] En cualquier caso es importante señalar que, aunque Guibert se considerara a sí mismo como alguien intelectualmente rebelde, sólo lo era dentro de unos límites definidos de forma estricta. De forma paralela se advierten cambios en las disposiciones disciplinarias de la Iglesia. Hasta la primera mitad del siglo XI, quienes pecaban eran perdonados delante de todos los fieles y, en el caso de delitos graves, se excluía a los infractores temporalmente de la comunidad. Esto se sustituyó luego por penitencias específicas. Southern cita como ejemplo de esto las penitencias impuestas al ejército de Guillermo el Conquistador tras la batalla de Hastings en 1066. Cualquiera que hubiera matado a un hombre tenía que hacer penitencia durante un año por cada hombre que hubiera matado. Los hombres que habían herido a otros tenían que hacer penitencia durante cuarenta días por cada persona que hubieran golpeado. Aquellos que ignoraban a cuántos habían matado o herido tenían que hacer penitencia un día de la semana durante el resto de su vida. La cuestión es que aquí no se tomaba en consideración los motivos o el arrepentimiento de los soldados, esto es, sus sentimientos interiores. Y fue esto lo que cambió en el siglo XII.[1482] Encontramos entonces cierta conciencia de que la penitencia externa es menos importante que el arrepentimiento interno. Este desplazamiento hacia la pena interior conduciría finalmente a la adopción de la confesión individual. Al principio, la confesión era algo inusual, un asunto para el lecho de muerte o una peregrinación, por ejemplo. Sin embargo, en 1215, en el Cuarto Concilio de Letrán se decidió que todos los miembros de la Iglesia debían por lo menos confesarse una vez al año de tal forma que los fieles pudieran escuchar la «voz del alma». En este punto la búsqueda de una religión interior había traspasado los límites de la élite y se había extendido a todos los cristianos.[1483] Estos cambios se reflejaron también fuera del ámbito religioso. Según Georges Duby, en las pinturas de la época, y por primera vez en la historia italiana, las figuras «revelan sus sentimientos más profundos»: ternura, veneración, desesperación.[1484] Aumentó la literatura escrita en primera persona, el verbo «anhelar» se hizo de uso común y, «al parecer, en algún momento entre 1125 y 1135, los responsables de la iconografía ordenaron a los talladores que trabajaban en el porche de la iglesia de San Lázaro en Autun que prescindieran de la abstracción y proporcionaran a cada una de las figuras una expresión individual».[1485] Se desarrolló entonces una obsesión por el aseo personal, afirma Duby, y luego con el baño y la desnudez, lo que hizo que las personas fueran mucho más conscientes de sus propios cuerpos. Para aquellos que podían permitírselo, las casas empezaron a contar con habitaciones que ofrecían privacidad, como los estudios, por ejemplo.[1486] Cada vez más gente tenía nombres personales y, en particular, apodos que subrayaban sus características individuales. Por ejemplo, en la década de 1140 tres canónigos de la catedral de Troyes se llamaban Pedro y cada uno tenía su apodo identificador (en latín, por supuesto): Pedro el Bizco, Pedro el Bebedor y Pedro el Glotón. [1487] La autobiografía, un género casi desconocido en el mundo antiguo, también aumentó desde finales del siglo XI.[1488] Y lo mismo ocurrió con la biografía y los epistolarios, que con frecuencia exploraban la vida interior de los corresponsales, cómo reaccionaban el uno ante el otro y los exámenes que realizaban de sus propios actos, un fenómeno comparable a lo que estaba ocurriendo con la confesión en el ámbito religioso.[1489] (O al menos, eso es lo que nos parece a nosotros). Por otro lado, encontramos un fuerte contraste con la actitud de los artistas bizantinos al descubrir artistas que, por primera vez, se enorgullecen de sus obras.[1490] Por ejemplo, he aquí las palabras de Eadwine, el escriba o diseñador de un salterio elaborado en Canterbury hacia 1150: «Soy el príncipe de los escritores; ni mi fama ni mi elogio desaparecerán pronto… La fama te proclamará en tu escritura por siempre, Eadwine, a ti a quien podemos ver aquí en la pintura».[1491] El arte también estaba cambiando de otras formas. Después del año 1000 observamos un incremento en los detalles personales recogidos en los retratos. Colin Morris sostiene que, en realidad, los retratos tal y como los entendemos hoy, dejaron de producirse hacia el siglo II d. C. y sólo reaparecerían entre los siglos XI y XII «para crear un nuevo concepto». [1492] Por ejemplo, los retratos reales y las esculturas de las tumbas se volvieron más explícitas, menos idealizadas y cada vez fue menos frecuente el uso de figuras que representaban las virtudes, algo que fue sustituido por una forma mucho más moderna de apreciar la figura humana.[1493] «La Eva grabada en Autun antes de mediados de siglo por el escultor Gislebert ha sido considerada la primera mujer seductora del arte occidental después de la caída de Roma».[1494] Las esculturas conmemorativas, un tipo de obra prácticamente desconocido antes de finales del siglo XI, se vuelven cada vez más comunes. Un último elemento de este conjunto de cambios que vinculan al individualismo, la psicología y la Iglesia, lo constituye lo que un historiador denominó «la Revolución del Amor». El siglo XI fue testigo de una explosión de literatura amorosa no menos lograda (y acaso superior) a la de los grandes poetas romanos. Más de un historiador ha sostenido que toda la poesía europea se deriva de la poesía amorosa de la baja Edad Media. Lo que era nuevo entre los trovadores, que son sobre quienes más sabemos, era la sumisión (en extremo estilizada) del hombre a la mujer. Si no en la vida real, al menos en el papel los poetas se esforzaron por diferenciarse de todos los demás en sus reacciones, y el amor no correspondido se convirtió, si no en un ideal, sí en una preocupación generalizada. Un motivo importante para ello era lo diferente que era del amor de Dios. En esta vida, uno nunca podía saber cuánto amaba a Dios en relación con lo que otros le amaban; no hasta el Día del Juicio. Por otro lado, el amor no correspondido de una mujer obligaba a los hombre a volverse sobre sí mismos y preguntarse por qué habían fracasado y en qué podían mejorar. [1495] ¿Hemos prestado suficiente atención a los monasterios? Aunque los cimientos del renacimiento monástico se establecieron entre los años 910 y 940, es entre 1050 y 1150 cuando se observa un crecimiento desmesurado del mundo monástico. En Inglaterra, país del que se conocen cifras bastante exactas, el número de monasterios masculinos aumentó desde algo menos de cincuenta en 1066 a cerca de quinientos en 1154 (el año del ascenso al trono de Enrique II); y Christopher Brooke calcula que el número de monjes y monjas se multiplicó por siete u ocho en sólo un centenar de años.[1496] Sólo la orden cisterciense construyó 498 monasterios entre 1098 y 1170.[1497] En Alemania, las cifras de las casas religiosas para mujeres pasó de aproximadamente setenta en el año 900 a quinientas en 1250.[1498] Este renacimiento tuvo un tremendo impacto en la arquitectura y el arte, en particular en las vidrieras, los libros ilustrados y, por encima de todo, en la escultura y en las actitudes hacia la mujer y el sexo femenino en general. El gran período de construcción de monasterios y, luego, de catedrales (que estudiaremos en los próximos dos capítulos) fomentó un florecimiento de la escultura que, además de producir obras grandiosas en sí mismas, dio origen al interés por la perspectiva, que se convertiría en un elemento fundamental para la modernización del arte.[1499] En los monasterios de los siglos XI y XII fue donde se estableció y desarrolló el culto a la Virgen María. Además de proporcionar un ideal femenino (concebido por hombres), la veneración de la Virgen fue una de las nuevas formas de culto disponibles para los fieles en este período. «Hay abundantes pruebas… de que en los siglos XII y XIII aumentó la exigencia de mayores oportunidades para la mujer en la vida religiosa».[1500] Al igual que los hombres, las mujeres también se volvieron sobre sí mismas. «El descubrimiento del individuo», sostiene Colin Morris, «fue uno de los desarrollos culturales más importantes ocurridos entre 1050 y 1200».[1501] No obstante, la cuestión es si contribuyó al surgimiento de una concepción del individuo que pueda considerarse característica de Occidente. De lo que al parecer no hay duda es de que fue una causa o un síntoma de un cambio fundamental en el cristianismo, que por sí solo ya había hecho mucho por unificar el continente. Las nuevas órdenes religiosas de la baja Edad Media, los franciscanos más que los benedictinos, hicieron hincapié en la vocación y no tanto en la organización, y la conciencia pasó a ser más importante que la jerarquía. «Si cualquiera de los ministros ordenaba a sus hermanos algo contrario a las reglas o a la conciencia, éstos no estaban obligados a obedecerle».[1502] John Benton ha afirmado que si los hombre y las mujeres efectivamente se volvieron sobre sí mismos entre 1050 y 1200, debieron de poseer más autoestima que sus predecesores, y que fue este cambio de mentalidad, sumado a un mayor vocabulario (verbal y visual) para pensar el yo, lo que finalmente daría origen a una mayor confianza de Occidente en sí mismo, a la era de los descubrimientos y al Renacimiento. Aunque no está demostrado que haya sido por ello, el cambio sí tuvo lugar. Los siglos XI y XII fueron un período bisagra, en los que empezó la gran aceleración europea. Desde entonces, las nuevas ideas surgirían principalmente en lo que en la actualidad denominamos Occidente. Cualquiera que fuera la razón para ello, resulta imposible exagerar la trascendencia de semejante cambio. CUARTA PARTE DE AQUINO A JEFFERSON: EL ATAQUE A LA AUTORIDAD, LA IDEA DE LO SECULAR Y EL NACIMIENTO DEL INDIVIDUALISMO MODERNO Capítulo 16 «A MITAD DE CAMINO ENTRE DIOS Y EL HOMBRE»: LAS TÉCNICAS PAPALES DE CONTROL DEL PENSAMIENTO Hacia finales de enero de 1077, en mitad de un crudo invierno, el Sacro Emperador Romano Enrique IV llegó a Canossa, unos treinta y dos kilómetros al sureste de Parma, en el norte de Italia. En esa época, Enrique tenía apenas veintitrés años, era un hombre alto y lleno de energía, de ojos azules y pelo rubio, un típico teutón. Había viajado hasta Canossa para ver al papa, Gregorio VII, «el Julio César del papado», que se alojaba en la fortaleza del lugar. Gregorio, que entonces superaba los cincuenta años, sería luego canonizado, sin embargo, como sostiene el historiador de la Iglesia William Barry, era en realidad «lo que todo el mundo llama un fanático». A principios de ese mismo mes había llegado incluso a excomulgar al emperador, aparentemente por haberse atrevido a nombrar obispos en Alemania y no haber emprendido acciones de ningún tipo para erradicar la extendida práctica de la simonía, la compra de cargos, o la práctica igualmente común de permitir que el clero, obispos incluidos, contrajeran matrimonio.[1503] El 25 de enero, se permitió a Enrique acceder al recinto del castillo. Allí, según la leyenda, el emperador tuvo que esperar durante tres días antes de que Gregorio accediera a verle y concederle la absolución, descalzo, vestido sólo con una larga camisa, ayunando en medio del frío y la nieve. Esta humillación pública fue un espectacular punto de inflexión en una disputa que llevaba años cocinándose y que se prolongaría durante dos siglos más. A finales del año anterior, en una obra redactada para su propio uso y conocida como Dictatus papae (Dictámenes del papa), Gregorio había proclamado que «la Iglesia Romana no ha errado nunca y no errará por toda la eternidad» y sostenido que el papa mismo «no puede ser juzgado por nadie» y que «toda sentencia dictada por él no puede ser revocada por ningún otro». En este mismo documento Gregorio consideraba además que el papa «puede liberar a los súbditos de sus votos de fidelidad hacia hombres malvados», y que «únicamente del papa todos los príncipes besarán los pies», que al papa «le está permitido deponer a los emperadores» y que «sólo él puede usar la insignia imperial».[1504] Esta gran disputa, que sería conocida como la Querella de las Investiduras, fue un prolongado conflicto entre la Iglesia y las autoridades seculares por el control de los cargos eclesiásticos, y Gregorio no fue más que el primero de una larga sucesión de papas que siguieron su ejemplo.[1505] El proceso que había iniciado culminó en 1122 con el Concordato de Worms (durante el reinado del papa francés Calixto II, 1119-1124), por el que el emperador renunciaba a la investidura espiritual y garantizaba la libertad de las elecciones eclesiásticas. Para los historiadores, la querella o guerra de las investiduras formó parte de un movimiento mucho más amplio al que denominan, de manera muy apropiada, la revolución papal.[1506] Su consecuencia más inmediata fue que liberó al clero del dominio de los emperadores, los reyes y la nobleza feudal. Teniendo el control sobre sus propios clérigos, el papado no tardó en convertirse en lo que un estudioso describió como una «impresionante fuente de poder, burocrática y centralizada», una institución que concentraba una de las herramientas más formidables de la Edad Media, la alfabetización. [1507] El papado alcanzó el pináculo de su poderío más de un siglo después, durante el pontificado de Inocencio III (1198-1216), acaso el más poderoso de los papas medievales y quizá de todos los papas en general, quien proclamó con franqueza que «así como Dios, el creador del universo, ha puesto en el firmamento celeste dos grandes luceros, el grande para el dominio del día y el pequeño para el dominio de la noche [Génesis 1,15-16], así Él ha establecido dos dignidades en el firmamento de la iglesia universal… el grande para gobernar el día, esto es, las almas, y el pequeño para gobernar la noche, esto es, los cuerpos. Estas dignidades son la autoridad papal y el poder real. Y de la misma forma en que la luna recibe su luz del sol, y es inferior a éste en cualidad, cantidad, posición y efecto, así el poder real recibe el esplendor de su dignidad de la autoridad papal».[1508] Éstas eran palabras incendiarias, pero, evidentemente, no fueron las únicas. Entre 1076