Homilía Misa Crismal 2015

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“Participamos de su misma consagración”
(Oración colecta)
Homilía de la Misa Crismal
Catedral de Mar del Plata, 1º de abril de 2015
Queridos sacerdotes y queridos fieles:
Dentro de la Semana Santa es éste un día de profundo significado
sacerdotal y diocesano. Como dicen las rúbricas del Misal Romano: “Esta
Misa, que el obispo concelebra con su presbiterio, expresa la comunión que
existe entre los presbíteros y su obispo” (nº 4). Por eso se celebra en la
catedral, y es un momento esperado, donde se afianzan nuestros vínculos.
En el trascurso de esta Misa el obispo consagra el santo crisma, óleo con
el que son ungidos los recién bautizados y los confirmados son sellados. Con
este óleo se ungen las manos de los presbíteros y la cabeza de los obispos. Se
emplea también en la dedicación de las iglesias y de los altares.
El obispo bendice el óleo de los catecúmenos, con el cual estos se
preparan y disponen al Bautismo. Bendice, además, el óleo de los enfermos,
con el que los presbíteros ungen a los que padecen dolencias graves, para
que reciban fortaleza y alivio en su debilidad.
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Las oraciones propias de esta Misa, así como las lecturas bíblicas, la
renovación de las promesas sacerdotales, y el prefacio, centran la atención
en el sacerdocio de Cristo, el ungido por el Espíritu Santo.
En la sinagoga de Nazaret, al inicio de su ministerio, Jesús se identificó
con aquel de quien habla el profeta Isaías (cf. Is 61,1-2): "El Espíritu del
Señor está sobre mí, porque me ha consagrado por la unción. El me envió a
llevar la Buena Noticia a los pobres, a anunciar la liberación a los cautivos y
la vista a los ciegos, a dar la libertad a los oprimidos y proclamar un año de
gracia del Señor" (Lc 4,18-19).
San Lucas prosigue: “Jesús cerró el Libro, lo devolvió al ayudante y se
sentó. Todos en la sinagoga tenían los ojos fijos en él” (Lc 4,20). Lo mismo
que aquellos compatriotas suyos, también hoy todos nosotros, en esta
celebración, tenemos los ojos fijos en Él. Porque de Él queremos recibir en lo
profundo del corazón una nueva luz sobre nuestra identidad cristiana y
sacerdotal, y un impulso renovado sobre nuestra misión en la Iglesia y en la
sociedad.
En Jesús encontramos la plenitud del don del Espíritu Santo, que unge
su humanidad y hace que sea Cristo, es decir, el Ungido por excelencia. No se
trata de una unción exterior sino del mismo Espíritu que está en Él desde el
principio. Según el testimonio de la Sagrada Escritura toda su vida, desde su
concepción en el seno de María hasta su muerte y su resurrección,
transcurre en relación con el Padre bajo la moción del Espíritu Santo.
La Carta a los Hebreos, afirma que la ofrenda permanente de su vida, en
amor obediente al Padre, que se consuma en el sacrificio redentor, está
sostenida “por el Espíritu eterno” (cf. Heb 9,14). Y en esto está la esencia de
su sacrificio y de su sacerdocio. Jesús no ofrece algo exterior y distinto de sí.
Se ofrece a sí mismo. Él es el que ofrece y lo ofrecido, el sacerdote y la
víctima.
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De la plenitud de Cristo cabeza, ungido con el Espíritu, se deriva hacia la
Iglesia toda gracia. De Él recibimos su misma unción sacerdotal y
participamos de su misma consagración.
En el prefacio de esta Misa oiremos decir: “Él no sólo enriquece con el
sacerdocio real al pueblo de los bautizados, sino también, con amor fraterno,
elige algunos hombres para hacerlos participar de su ministerio mediante la
imposición de las manos”.
Por eso, en esta Misa, no sólo honramos el sacerdocio ministerial
instituido por Cristo, sino que el Pueblo de Dios toma más conciencia de esta
verdad que hemos escuchado en la lectura del Apocalipsis y que está
atestiguada en varios textos del Nuevo Testamento: “Él hizo de nosotros un
Reino sacerdotal para Dios, su Padre” (Apoc 1,6). La Iglesia en su conjunto y
cada uno de los bautizados constituimos un Pueblo sacerdotal. Se trata de la
misma verdad que el apóstol San Pedro enseña en su primera Carta, cuando
compara a los cristianos con las piedras de un templo y dice que somos
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“edificados como una casa espiritual, para ejercer un sacerdocio santo y
ofrecer sacrificios espirituales, agradables a Dios por Jesucristo” (1Ped 2,5).
En la medida en que los fieles laicos asumen los asuntos temporales y
los deberes y ocupaciones de la vida cotidiana en el mundo, según la
voluntad de Dios, están consagrando este mundo a Dios y ejerciendo su
sacerdocio bautismal. Si la vida conyugal y familiar, el trabajo y el descanso,
la oración, las obras de caridad y el apostolado, son vividos según el Espíritu
de Cristo, están ofreciendo sacrificios espirituales que en la Eucaristía son
presentados al Padre, en unión con el Cuerpo del Señor (cf. LG 34).
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Pero en la Misa crismal, la liturgia honra en especial el sacerdocio
ministerial de los presbíteros, que por el sacramento del Orden Sagrado, han
sido configurados con Cristo de forma cualitativamente distinta para actuar
en su nombre, y enseñar, santificar y gobernar al Pueblo de Dios, en
comunión con el obispo y entre sí.
A ustedes, queridos sacerdotes diocesanos, religiosos y miembros de
diversos institutos, deseo hoy felicitarlos, anticipando en esta víspera del
Jueves Santo el día del sacerdocio, y quiero alentarlos en su tarea. Ustedes
cumplen una misión vital e insustituible dentro de la Iglesia.
A todos invito a una renovada gratitud por el don inmerecido que se
nos ha confiado y a un mayor entusiasmo por la misión. Sé que muchas veces
ejercen su oficio en condiciones de gran exigencia espiritual y física. Las
pruebas y tentaciones no faltan Por eso mismo, los exhorto a poner siempre
los medios que nos fortalecen en la fidelidad y en la perseverancia, como son
la oración constante y prolongada, la celebración cotidiana de la Misa (aun
en los días de legítimo descanso), la confesión sacramental, una entrañable
devoción a la Virgen María, el alimento de la lectura …
Con alegría compruebo que ha ido mejorando la integración entre los
sacerdotes diocesanos y los que pertenecen a órdenes, congregaciones e
institutos de vida consagrada. En este año de la vida consagrada deberemos
seguir trabajando en ese sentido. Hay un solo presbiterio, no lo olvidemos
nunca.
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Junto con la unción sacerdotal de Cristo y nuestra participación su
sacerdocio, la Misa crismal destaca la necesidad del testimonio y el
compromiso de la misión.
Jesús presenta el efecto de la unción del Espíritu Santo en estos
términos de Isaías: “Él me envió a llevar la Buena Noticia a los pobres” (Lc 4,
18). Sabemos que éste fue su programa. Nunca excluyó a nadie de la
salvación, pero privilegió a los pobres y con ellos se identificó.
Aparecimos en la historia como un pueblo de pobres, despreciados y
perseguidos. Nuestra pobreza fue la ocasión para que Dios hiciera brillar su
poder.
Sabemos que aquí está también hoy nuestro campo privilegiado de
testimonio y de misión, no exclusivo ni excluyente. Aquí está también
nuestro programa y nuestro futuro. Ante nuestra ausencia, nuestras ovejas
son apacentadas por otros.
Hoy como ayer, comprobamos con frecuencia que, en medio de la
sociedad secularizada, son ellos quienes demuestran mayor apertura al
mensaje del Evangelio. Alcanzar esta conciencia de misión nos lleva a crecer.
Como dice el Santo Padre: “Si queremos crecer en la vida espiritual, no
podemos dejar de ser misioneros” (EG 272).
A María, Madre de Cristo Sacerdote y Madre de la Iglesia en misión, le
pedimos que nos acompañe con su ejemplo y nos ayude con su intercesión.
 ANTONIO MARINO
Obispo de Mar del Plata
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