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Complementario
Cristo,
la ley y el evangelio
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Para nuestro equilibrio espiritual todos necesitamos a la vez ley y gracia,
disciplina y amor. Es decir, normas que nos orienten en el camino que
hemos de seguir y la posibilidad de recuperar el rumbo cuando nos extraviamos.
Esta doble necesidad fue plasmada por el joven escritor Franz Kafka de modo
sumamente lúcido en su obra titulada El proceso (1925). Este relato simbólico narra
la lucha de un hombre en libertad provisional llamado Josef K que busca hasta su
último aliento eu un mundo mezquino, injusto y corrupto, una instancia suprema,
justa y noble que resuelva su caso. En los tribunales no encuentra solución alguna.
En realidad nadie ayuda a nadie en el mundo sin valores, superficial y siniestro en
el que le ha tocado vivir. La piedad de su propia madre, fruto de su vejez, suscita
en el desorientado joven un sentimiento cercano al desprecio. Lo único que lo
mantiene en su lucha es su necesidad imperiosa de justificación. Porque Josef K
parece presentir la existencia de un tribunal supremo al que no consigue acceder y
cuya justicia necesita.
Su visita fortuita a la catedral no le aporta más que desánimo. Aunque la
buena intención del capellán de la cárcel parecía fuera de dudas, K espera en vano
que el religioso le ayude a salir de la encerrona de su proceso o le ayude a
soslayarla.1 Pero su predicación no le aporta ninguna esperanza. Su extraña
parábola del campesino inmovilizado ante una misteriosa puerta abierta, pone de
manifiesto la dificultad que tiene el ser humano de encontrar por sí solo la salida a
sus problemas aunque nada se lo impida realmente: un centinela parece prohibir
la entrada, pero en realidad se eclipsa ante la puerta, abierta siempre. Si el hombre
no intenta entrar, no puede reprochárselo a nadie. Los obstáculos que le impiden
penetrar en el ámbito
misterioso de la ley se deben a su propia imaginación y a sus temores. La entrada
le está destinada. Su deseo de penetrar en aquel fascinante lugar se acompaña de
una indecisión que roza la complacencia. Paradójicamente, ambos impulsos se
refuerzan entre sí. Pero el hombre no se atreve a enfrentarse con la ley, ni con la
luz que brilla más allá de ella.
K desea acabar de una vez con el proceso que tiene pendiente. Pero como no
sabe si el juicio lo va a absolver o a condenar, difiere constantemente su
comparecencia con reticencias y pretextos desprovistos de fundamento, que lo
encierran sin salida en un túnel de confusión y dudas, a la vez falso y verdadero,
real e imaginario. Así pues, la ley es a la vez buscada y rechazada hasta la muerte,
en un desgarro que revela al mismo tiempo la necesidad de ser justificado y el
miedo a ser condenado. Para K su arresto implica la doble toma de conciencia de
ser a la vez culpable y víctima. Abrumado por esta revelación contradictoria,
persuadido al principio de su inocencia, acabará por aceptar su condena al mismo
tiempo que siente cada vez más fuerte el deseo de ser absuelto. La estructura del
relato consiste en la eliminación progresiva de todas las soluciones que podrían
aliviar la atormentada existencia de K, hasta llegar a la solución de que no tiene
escapatoria. La salida al drama humano está más allá del hombre, velada por un
enigma. Su esperanza estaría en un juicio final, aplazado indefinidamente por
ignorar cómo hacerle frente. ¿Por qué delitos, culpas o pecados va a ser juzgado?
El desconcierto de desconocer exactamente las faltas que se le imputan es parte de
la tortura, ya que K se intuye responsable de acciones y omisiones de las que no
tiene plena conciencia.
Y es que existir en este mundo caído conlleva vivir en medio de un proceso. El
ser humano —como señala Kafka— reconoce que es culpable hasta en el fondo de
su inocencia. Su propia naturaleza está afectada y arrastra en sí misma la
necesidad de asumir la culpa y de recibir la absolución. Para liberarse de esta
angustia bastaría conocer las intenciones del juez supremo. El reo sabría entonces
dónde va y qué camino seguir. En cambio, al ignorar algo tan importante se pasa
la vida huyendo. Juzgado —absuelto o condenado— quedaría libre de la tortura.
Pero como no puede evitar temer al juicio, intenta escapar con mil artimañas y
excusas, sabiendo a la vez, que sin juicio no hay reposo. Solo queda la angustia y
el deseo atormentado de la gracia.
Todo el mundo ha reconocido en la obsesión de K, el propio drama de Kafka,
su dificultad de asumirse, de absolverse, su necesidad existencial de justificación.
El proceso es la historia trágica, turbia, de la vida convertida
por el propio ser humano en cárcel abierta, de la que no tiene ninguna posibilidad
de escapar por sí mismo. Su indiscutible mérito es relatar con una clarividencia
dolorosa y con una honradez tan lúcida como desesperada, su propio drama ante
los grandes interrogantes de la existencia. Enfermo, solitario, desarraigado de los
suyos y de su tradición, perdido entre los laberintos de un mundo cruel, su arte
radica en haber sabido sacar de sus problemas personales una parábola viva de la
condición humana. Su drama es el de toda la humanidad.2 Al contar su propio
destino, cuenta a la vez el del enfermo desahuciado, el desterrado de guerra, el
inocente perseguido, el criminal fugitivo, el de todo ser humano en busca a la vez
de justicia y de perdón, expresando a gritos, sin saberlo, su necesidad de gracia.
Oposición discutible
En el contexto bíblico, la relación entre ley y gracia es también una cuestión
compleja que se presenta a primera vista como antagónica, (rival, incompatible,
competidor, opuesto ) ya que enfrenta las exigencias divinas para con nosotros y
la obra del propio Dios en favor de nuestra salvación. La cuestión teológica es
tradicionalmente polémica, ya que estas nociones de «ley» y «gracia» no designan
lo mismo para todo el mundo. Por consiguiente, la percepción de esta relación
será distinta para quienes entienden por ley el conjunto de toda la revelación (en
ese caso ley y gracia son compatibles) que para quienes asocian el código mosaico
al legalismo (en ese caso ley y gracia se oponen).
Dejando de lado las controversias sobre el tema en la historia de la iglesia, nos
ceñiremos a la relación entre la ley y la gracia en la Biblia para volver finalmente a
la vida cotidiana. De todos los autores bíblicos, el que nos habla de modo más
directo del conflicto entre ley y gracia es el apóstol Pablo, que suele contraponer
estas dos realidades para resaltar las funciones diferentes que tienen la ley y la
gracia en el plan de la salvación. Como sabemos, para muchos de sus
correligionarios fariseos el centro de gravedad de la vida religiosa se había
desplazado de la comunión con el Dios libertador a la preocupación por el
cumplimiento de la ley. Los escribas habían elaborado en torno a la ley de Moisés
un espeso cerco de disposiciones suplementarias que intentaban reglamentarlo
todo, convirtiendo las normas divinas, establecidas para nuestro bien, en una
pesada carga. De una ley dada para la felicidad humana, estaban haciendo una
finalidad en sí, capaz de amargar la vida de quienes no entendían su sentido.
En primer lugar, debemos decir que el planteamiento que opone ley y gracia
como si fuesen dos realidades antitéticas, no corresponde a la perspectiva bíblica.
Aunque el Antiguo Testamento parece situarse bajo el signo de la ley, en realidad,
una lectura atenta nos permite descubrir que la ley forma ya parte de la revelación
de la gracia, puesto que su objetivo es la liberación y la calidad de vida del ser
humano. El Salmo 119:29 dice: «Dame la gracia de tu ley» (BLP; cf. 119: 127),
identificando ley y gracia como expresiones del amor de Dios que quiere, a través
de sus preceptos, ayudarnos a vivir más y mejor, aquí y siempre. La ley, como
cuidadoso educador, debía conducir al ser humano durante los años de su
minoría de edad espiritual hasta la libertad de una alianza renovada (Gál. 3:
24-29).
Si analizamos en detalle el contenido y las funciones de la ley en el marco de la
Biblia, veremos que el centro de esta es la gracia, es decir, la voluntad divina de
salvarnos y los medios puestos en acción para conseguirlo.3 Las Escrituras hablan,
sobre todo, de los indicativos de Dios, de lo que ha hecho, hace y hará en nuestro
favor, para salvarnos. Sus no tan numerosos imperativos —es decir, sus normas y
leyes— expresan lo que Dios nos propone, pero no para llegar al más allá sino
para vivir en el «más acá» cotidiano.
Los textos bíblicos dejan bien claro que la salvación es una empresa divina:
«Porque por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es
don de Dios. No por obras, para que nadie se gloríe» (Efe. 2:8-9). Mediante la fe no
«obtenemos» la salvación, sino que manifestamos, al contrario, que aceptamos la
salvación que se nos ofrece sin merecerla. Dios viene a nuestro encuentro sin antes
exigir que nos «portemos bien». Primero nos acoge y después nos enseña cómo
vivir. Esta verdad básica se denomina teológicamente «justificación por la fe».
Como reconoce un gran teólogo católico, «las obras de la ley mosaica no pueden
garantizar la salvación eterna; los judíos estaban al respecto en un pernicioso
error. Tratándose de la salvación fundamental, todo esfuerzo humano es vano e
insensato; el hombre solo puede recibir».4
Los primeros cristianos, israelitas fieles, aunque habían aceptado la salvación
en Cristo, seguían observando todos los preceptos de la Tora, porque eso
respondía al estilo de vida que entendían que Dios esperaba de ellos. El conflicto
surgió al plantearse la cuestión de la continuidad de ciertos mandamientos
—especialmente relativos a aspectos ceremoniales— y, con ella, la cuestión de la
función de la ley en una teología de la gracia. Así, la polémica entre los
judeocristianos de Jerusalén y los cristianos gentiles de Antioquía sobre la
necesidad de la circuncisión (Hech. 15: 1-35), plan
teaba crudamente una cuestión esencial, que debía ser aclarada para unos y otros:
¿Cómo se obtiene la salvación, observando la ley o acogiendo la gracia?
La gran ruptura entre la iglesia y la sinagoga, iniciada con el ministerio de
Jesús, se consumó sobre ese punto a partir de la predicación de Pablo. El debate
entre la ley y la fe no hubiese provocado jamás este cisma si se hubiera tratado
simplemente de escoger entre legalismo y espiritualidad. Pero no se trataba solo
de eso, y ahí aparece el problema. El judaismo ortodoxo sabía desde siempre que
la ley es más que un texto jurídico, y que su contenido espiritual requiere una
interiorización sin la cual corre el riesgo de convertirse en una parodia grotesca de
la voluntad de Dios. Las enseñanzas de Jesús y Pablo se sitúan, pues, plenamente
en armonía con el judaismo bíblico más auténtico. Sin embargo, el fariseísmo
rabínico estaba empezando a enseñar que la justificación del hombre se encuentra
«entre los cuatro codos del cumplimiento de la Tora» (Talmud, Brajot 8). Ahí se
sitúa el punto de litigio. Para los cristianos la salvación es obra exclusiva del Mesías: no procede de la observancia de una ley redentora sino de la gracia del
Redentor.
Triple liberación
La Epístola a los Gálatas aparece en medio de este primer debate que
amenazaba con dividir la iglesia (Gál. 2:11-14). Pablo resalta, con poderosa
argumentación teológica, la fuerza liberadora del evangelio de Jesús frente a la
reinante —aunque indeseada— esclavitud de la ley en la que vivían algunos
creyentes (Gál. 4:1-25). En la Epístola a los Romanos, vuelve a abordar la esencia
del evangelio con más serenidad y de modo más matizado. En ambos escritos
Pablo explica que la obra de Cristo aporta una triple liberación: del pecado, de la
ley y de la muerte.
1. El objetivo primero de Cristo es liberar al creyente de la esclavitud del pecado.
Como el ser humano está metido ya en tantos problemas de los que no puede
salir por sí mismo, la solución solo es posible por gracia, es decir, por la vía de
una amnistía, de un perdón global. Ese es el sentido de la palabra traducida a
menudo por «justificación» (dikaiosyne).5 Esa gracia constituye el centro del
evangelio.
2. A esta medida de gracia se añade la liberación de la condenación de la ley. La
ley reprueba el pecado y lo condena, pero no proporciona la fuerza
necesaria para evitarlo. En nuestro estado actual, esta condición de «caída
crónica» suscita en nosotros unas veces desánimo y otras rebelión.6 Cristo nos
«libera de la ley» de dos modos: en el sentido de dar salida a la conciencia de
nuestro fracaso, para que no nos dejemos hundir en ella, y en el sentido de
apartarnos de un cumplimiento de la ley como pretexto de justicia propia,
mostrándonos en su gracia la vía de escape ante estos dos peligros. 3.
Finalmente, Cristo nos promete la liberación de la muerte, consecuencia última
del pecado, dándonos acceso a la vida eterna7 gracias a una reinserción o
regeneración definitiva, obra del Espíritu Santo, que opera en nosotros una
obra de santificación, y que culminará en la segunda venida de Cristo con
nuestra glorificación.
Esta triple liberación, esencia del evangelio, se realiza en tres fases:
• En una primera fase, que podríamos llamar histórica, Cristo, el Hijo encarnado
de Dios, asume la naturaleza humana y entrega su vida por la humanidad
caída hasta más allá de los límites de la muerte, abriendo así misteriosamente la
vía de nuestra redención.8 Nuestra salvación queda marcada definitivamente
por el signo de su cruz.
• En una segunda fase, que podríamos llamar personal o existencial, el creyente
hace suyo el triunfo obtenido por Cristo, y experimenta así por fe un auténtico
nuevo nacimiento simbolizado por el bautismo.
• En una última fase, que podríamos llamar espiritual y que dura el resto de la
existencia, el Espíritu Santo produce en nosotros sus frutos de liberación
progresiva del pecado y, como consecuencia, de la ley que nos condena (Gál. 5:
16-25; cf Fil. 4: 13).
Este proceso de liberación trasciende esta vida. Aquí, nuestra libertad es
siempre precaria y provisional, en espera de la libertad definitiva. A esta obra de
liberación del pecado, se la llama en la Biblia «santificación» (Gál. 2:19). Si bien
Dios desea ya y ahora liberación y obediencia, promete, sobre todo, una liberación
y una obediencia más plenas en el futuro. La ley estipula lo que pide hoy, a la vez
que anuncia lo que promete para mañana. Remitiéndonos al poder de la gracia,
las propuestas divinas a optar por lo mejor actúan ya, en realidad, como medios
de gracia. Nuestras buenas obras son los frutos visibles de la acción divina en la
dirección de nuestra salvación. Como dice la pluma inspirada: «Si bien es cierto
que las buenas obras no salvarán ni a una sola alma, sin embargo, es imposible
que una sola alma sea salvada sin buenas obras».9
Ley y gracia pues, como letra y espíritu, fondo y forma, no se oponen ni
excluyen ontológicamente, sino que se complementan, formando orgánicamente
un todo inseparable. Los que oponen ley y gracia olvidan que «la letra que mata»
y «el espíritu que da vida» (2 Cor. 3: 6), se refieren originalmente a la misma ley.
La primera aludiendo a su frialdad jurídica y la segunda a su dinámica espiritual.
Ver la ley en oposición absoluta a la gracia es teológicamente absurdo, porque
ambas vienen de Dios. Este da su ley a su pueblo liberado para ayudarle a
permanecer libre en su camino hacia la tierra prometida, y llevarlo cada vez más
cerca de su ideal. Es una visión pervertida deducir que la ley nos dificulta la vida o
nos impone una nueva esclavitud. La gracia, lejos de oponerse a la ley, nos enseña
a vivir en este mundo correctamente, para rescatarnos de toda maldad y preparar
un pueblo deseoso de practicar el bien (verTit. 2:11-14). Como dijo Agustín: «La
ley, pues, fue dada para que la gracia se buscase; la gracia concedida para que la
ley se practicase».10
Transgresión y gracia
Una faceta esencial de la ley divina, que demuestra hasta qué punto está
impregnada de gracia, es que una parte de la misma legislación se anticipa a
nuestras transgresiones. Teniendo en cuenta la fragilidad de nuestra naturaleza
caída, el egoísmo y la cobardía que echan a perder reiteradamente nuestros
buenos propósitos, Dios no se limitó a indicar con unas leyes el camino de la
libertad. Como vimos ya a través del ritual del santuario, anticipo de la salvación
anunciada, nos mostró además cómo superar nuestras recaídas, y superando las
inercias que nos amenazan, volver a levantarnos a pesar de nuestros fracasos.
El ritual de los sacrificios era un recordatorio constantemente repetido de que
la reconciliación con Dios y el perdón de nuestros pecados son todavía posibles.
Que reparar las faltas no se obtiene negando nuestros errores o reprimiéndolos en
el fondo del subconsciente, ni culpabilizándonos sin fin intentando compensar
nuestras equivocaciones con sacrificios y penitencias, ni siquiera suicidándonos,
aplastados por el peso del remordimiento. La reparación de nuestros fallos la hace
Dios, tras confesar nuestras rebeliones e insuficiencias, desprendernos del lastre de
nuestras caídas, tomar en serio el poder liberador del Espíritu y aceptar, con el
perdón, un futuro nuevo.
El evangelio no nos promete liberarnos existencialmente de nuestro pasado, ni
hacerlo desaparecer, como si nada hubiese ocurrido. Sino que nos asegura que
incluso el tiempo perdido puede convertirse en tiempo salvado, cuando Dios se
hace cargo de él. Todo lo negativo de nuestra historia queda en manos de su
misericordia y no en el infierno de nuestro subconsciente, definitivamente fuera
de nuestro alcance. Aceptar la gracia es comprender que necesitamos
arrepentimos de nuestros errores, pero sin necesidad de torturarnos
indefinidamente. Eso sería tomar el perdón divino a la ligera, olvidando el alcance
infinito de la gracia. Si Dios nos ha liberado del peso aplastante del pasado,
también puede liberamos de sus consecuencias espirituales y psicológicas
presentes y futuras. Gracias a nuestra nueva libertad en Cristo, podemos
proseguir nuestro camino con fuerzas renovadas, sabiendo que nuestra vida
puede volver a empezar, sobre mejores bases.
El evangelio de la gracia de Dios —es decir, de su amor en acción— se revela
no solo en el hecho de perdonar nuestros errores pasados, sino también en el de
ayudarnos a superarlos. Respetar su ley no es un medio de ganar la salvación,
sino el resultado de aceptarla hasta sus últimas consecuencias.
La ley es parte integrante de la alianza de Dios con su pueblo liberado, lina
alianza basada en la gracia absoluta, y casi absurda, de un Dios que toma a su
cargo un pueblo de esclavos para convertirlo en depositario de su revelación, de
modo que el Salvador se convierta a su vez en el dueño y Señor de los liberados.
Podríamos decir que a través de su ley y de su gracia Dios divide nuestra historia
humana en dos partes y con dos posibles finales: «Antes de que yo interviniese en
tu vida, eras esclavo; ahora, si dejo de intervenir, seguirás siéndolo. En cambio si
me aceptas en tu vida, un día serás por fin verdaderamente libre».
Así pues, para aceptar la gracia no es necesario abandonar la ley sino nuestro
concepto equivocado de nuestra relación con esta. Su viejo texto podemos verlo
como un código penal o como una carta de manumisión y de esperanza; como
una obligación imposible o como una promesa alentadora; como una restricción
impuesta o como un programa liberador. Lo importante es la perspectiva, y esta
dependerá de si hemos comprendido que quien nos ha liberado de Egipto, el
único capaz de liberamos de las demás esclavitudes, no exige nada que no dé. Al
contrario, dice textualmente: «Separados de mí nada podéis hacer» (Juan 15: 5).
Quien fue capaz de dar su vida por nosotros, jamás puede querer que nos
separemos de él. Habiendo pasado por la experiencia de la humanidad, sabe
hasta qué punto somos vulnerables a las presiones de nuestros propios instintos,
afectos, pasiones y relaciones.
Por eso insiste: «Un día descubrirás la libertad maravillosa que supone respetar y
amar. Lo conseguirás cuando aceptes vivir esa relación profunda que yo quisiera
compartir contigo, como compañero de viaje y amigo».
El evangelio deja patente que Dios tiene más fe en nosotros que nosotros en él.
Por eso, en nombre de su ley —a la vez barrera y camino—, y de su gracia, que es
a la vez don y promesa, Dios, que es a la vez abogado y juez, padre celoso y novio
amante, nos invita a compartir su vida eterna (Juan 3:16). Como se ha dicho: «La
ley por sí sola nos habla del perdón de Dios tal y como es necesario que hable de
él; por sí sola proclama la completa gratuidad de la salvación. Quien no haya
pasado por las miserias de la condenación, no podrá jamás comprender y sentir
realmente lo que es la obra del Salvador, hasta qué punto somos nosotros
incapaces de añadir lo más mínimo a la gracia divina».11
El justo vivirá por la fe
El mensaje del evangelio de Cristo nos enseña que la fe es algo más que
adhesión intelectual, o convicción,12 ya que los demonios «creen» que Dios existe
(Sant. 2: 19) y son el ejemplo perfecto de la «antife». La fe verdadera comporta
además una dimensión afectiva que podríamos traducir por confianza o fidelidad,
y una dimensión espiritual que implica la unión profunda de una vida con otra.13
La fe de la que hablamos supone, aparte de de estar de acuerdo con Cristo, una
adhesión total a su ser, mezcla de convicción, confianza y comunión. Podríamos
definirla como identificación, compromiso e incluso obediencia. Se ha comparado
la fe a la «convicción» y las obras a la «militancia»,14 pretendiendo que es posible
mantener nuestro compromiso sin militancia del mismo modo que se pueden
hacer buenas obras sin fe. Pero eso no es lo que la Escritura llama «la fe que actúa
por amor». La fe verdadera conlleva, necesariamente, el deseo de hacer la
voluntad divina.
En su exposición de la necesidad de pasar de la esfera de la ley a la de la fe,
Pablo se anticipa al pensamiento de su tiempo, explicando lo que significa vivir de
la fe. Sin duda el más hermoso pasaje del Talmud a este respecto dice lo siguiente:
«Rabí Simlai enseña que seiscientos trece mandamientos fueron formulados por Moisés:
trescientos sesenta y cinco negativos, como los días del año, y doscientos cuarenta y ocho
positivos, como los miembros del cuerpo humano. David los redujo a once, como está escrito:
"Jehová, ¿quién habitará en tu tabernáculo?
¿Quién morará en tu monte santo? El que anda en integridad y hace justicia, y habla verdad en
su corazón. El que no calumnia en su lengua, ni hace mal a su prójimo, ni hace agravio alguno
a su vecino. El que desprecia al que Dios desaprueba pero honra a los fieles del Señor. El que
aún jurando en daño suyo, no por eso cambia, quien su dinero no dio a usura, ni contra el
¡nocente admitió cohecho. El que hace estas cosas no resbalará jamás" (Sal. 15).
Después Isaías los resumió en seis, como está escrito: "¿Quién de nosotros morará con el
fuego consumidor? ¿Quién de nosotros puede subsistir ante el fuego eterno? El que camina
en justicia y habla con rectitud, el que rehúsa las ganancias de la violencia, el que sacude sus
manos para rechazar el soborno, el que tapa sus oídos a propuestas sanguinarias, el que
cierra los ojos para no ver cosas malas, éste habitará en las alturas: baluarte de rocas serán
su refugio, con abasto de pan y aguas seguras" (Isa. 33:14-16).
Miqueas, por su parte, redujo los preceptos a tres, como está escrito: "Oh hombre, te ha sido
declarado lo que es bueno, lo que el Señor pide de ti: solamente hacer justicia, amar
misericordia y cambiar humildemente ante tu Dios"(Miq. 6: 8).
Isaías los redujo de nuevo a dos, como está escrito: "Así dice el Señor: Guardad el derecho,
practicad la justicia, porque mi salvación está a punto de llegar y mi justicia, de manifestarse"
(Isa. 56: 1).
Finalmente, Habacuc lo resumió todo en un solo precepto: "El justo vivirá por la fe" (Hab. 2: 4».
Impresionante recorrido, en el que la masa de los preceptos de la ley se va
decantando hasta quedar condensada en los principios básicos de justicia, bondad
y fidelidad, y estos quedan finalmente resumidos en uno solo: la fe (entuna), es
decir, la adhesión a Dios, contenido esencial de la alianza. Aquí tenemos la ley
resumida en el evangelio. En este, todos los mandamientos, observancias,
prescripciones y normas, se resumen e interiorizan en una sola actitud espiritual,
base de toda experiencia religiosa profunda: el encuentro con Dios y la búsqueda
de su voluntad (Rom. 1: 16, 17). En ese punto de encuentro la ley y el evangelio no
pueden por menos que coincidir. Porque, como dice la pluma inspirada: «Nadie
puede presentar correctamente la ley de Dios sin el evangelio, ni el evangelio sin
la ley. La ley es el evangelio sintetizado, y el evangelio es la ley desarrollada. La
ley es la raíz, el evangelio su fragranté flor y fruto».15
1 F. Kafka, El proceso (1925), p. 306.
2 M. Brod ve en El proceso el eterno problema de Job (Franz Kafka, [Idées, NRF], p. 285). Y Paul Claudel ve «la expresión de un Kafka judío que en el
umbral del cristianismo, tropieza y cae, ciego, sin comprender lo que busca», Fígaro littéraire [Fígaro literario] (18 de octubre de 1971), p. 12.
3 Ver Roberto Badenas, Mas allá de la Ley (Madrid: Editorial Safeliz, 1998), pp. 223-232.
4 Otto Kuss, Comentario de Ratisbona al Nuevo Testamento (Barcelona: Herder, 1976), p. 66.
5 Ver Rom. 1:18, 6:1-4,14, 20-23, etc.
6 Rom. 7: 2-25; 8:2; Gál 2-4; 4:21-31; 5:1-15; Rom. 10: 3.
7 Rom. 6: 8-11,13.1 Cor 15: 20-22, 55-57.
8 Gál. 5: 1. Que una sola acción de un solo hombre pueda cambiar el destino de la humanidad es una idea profundamente arraigada en la tradición
bíblica. Ver Rom. 5:12-21.
9 Elena G. de White, Mensajes selectos (Boise: Pacific Press, 1971), tomo 1, p. 144.
10 Agustín de Hipona, El espíritu y la letra, 19:34;cf. Gotdieb Sóhngen, La ley y el Evangelio (Barcelona: Herder, 1966),pp. 109-137.
11 Agénor de Gasparin, Paroles de vérité [Palabras de verdad] (París: Gallica, 1876), p 28.
12 La noción de fe en hebreo es tan rica y compleja que resulta difícil traducirla a nuestras lenguas, André Chouraqui, intentando devolver a nuestras
nociones teológicas, desgastadas por el uso, la resonancia que tenían en tiempos bíblicos, recuerda que «fe» y «creer» proceden de la raíz emuna (la
misma que para «amén»), que significa a la vez «estar de acuerdo», «concordar«, pero también «comprometerse» y «adherirse» a algo. En consecuencia,
traduce fe por adhesión. La Bible, traduite et présentée par André Chouraqui [La Biblia, traducida por André Chouraqui] (Desclée de Brouwer, 1986). Se trata de
la primera traducción del Nuevo Testamento hecha por un judío.
13 En castellano «creer» se ha devaluado tanto que ha llegado a significar «no estar seguro», es decir, casi lo contrario de su sentido original
(—¿Lloverá mañana?, —Creo que sí. Es decir, no estoy seguro), mientras que la palabra «amén» (emuna) significa la adhesión total, sin reservas. En la
noción de fe, como en otras, Pablo retiene el sentido hebraico, haciendo la síntesis entre la cultura griega y la hebrea.
14 Cf. R. Parmentier, Actualisations de la Bible [Actualización de la Biblia] (París: Karthala), pp. 103-104.
15 Elena G. de White. Palabras de vida del gran Maestro (Boise: Pacific Press, 1971), p. 99.
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