Retiro 5. Marzo 2015. El amor en la pasión de Cristo

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Parroquia de La Merced
Retiro 5. 28 de marzo 2015
El amor en la pasión de Cristo1
1. Introducción
El Papa Francisco, comienza su carta para la Cuaresma de 2015 diciendo: “La Cuaresma es
un tiempo de renovación para la Iglesia, para las comunidades y para cada creyente. Pero
sobre todo es un «tiempo de gracia» (2 Cor 6,2). Dios no nos pide nada que no nos haya dado
antes: «Nosotros amemos a Dios porque Él nos amó primero» (1 Jn 4,19).” Fijémonos, habla
de renovación, de gracia y de amor. Está diciendo que nos renovemos, que nos convirtamos,
por la gracia que nos da el Señor. Porque, Francisco lo resalta muy bien: “Él nos amó
primero.”
La Real Academia de la Lengua dice del término amor, en su primera acepción:
“Sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y
busca el encuentro y la unión con otro ser.” Es decir, el amor habla de encuentro con el otro
para llegar a ser pleno. Esta acepción de la RAE nos presenta como seres intensamente
necesitados, por nuestra insuficiencia natural, de unirnos a otro ser.
Ese ser que nos puede llevar a la plenitud es la persona amada. Por ello, por ser perfecta
como persona, el ser que nos puede llenar de plenitud es Jesús, el Cristo, Hijo de Dios Padre.
Las personas humanas pueden llegar a hacernos felices, muy felices incluso, pero no
plenamente felices; su humanidad limitada impide que encontremos en ellos todo lo que
ansiamos. Esa ansia profunda solo nos la puede otorgar y colmar el Señor, Cristo muerto y
resucitado.
2. La salvación en Cristo
Muchas veces nos fijamos en la belleza de los detalles, pero no vemos, nos perdemos, la
hermosura del conjunto. Así, la Sagrada Escritura, nos muestra abundantes detalles
relacionados con la salvación, con el amor que Dios tiene al hombre. Pero no siempre
llegamos a comprender el conjunto que se nos ofrece, lo que supone el amor del Padre.
La oferta de salvación, no está ligada básicamente a un mensaje, ni tiene su fundamento
en unas verdades de fe o en una profesión de fe. La oferta de salvación tiene su fundamento
en una persona, que es origen de todas las cosas: Jesús. Por eso canta el salmista: “La piedra
que desecharon los arquitectos se ha convertido en la piedra angular” (Sal 117,22) y dice
Lucas refiriéndose a Cristo: “No hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que
podamos salvarnos” (Hch 4,12). Porque solo en Cristo hay salvación.
La oferta de salvación, en la que creemos, no es otra que la verdad de Cristo. Que ha
venido para que la humanidad tenga “vida y la tenga en abundancia” (Jn 10,10); que “ha
venido […] a dar la vida como rescate por todos” (Mc 10,45)
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Extraído y condensado de LUIS F. LADARIA. Jesucristo, salvación de todos. San Pablo-Comillas, 2007. 79-118.
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La salvación de Dios se hace presente en Jesús desde el primer momento de su
humanidad, de su existencia terrena: “Dará a luz a un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús,
porque Él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1,21), dice el ángel a José, para que no
repudie a María. La salvación aparece y está vinculada a Jesús desde su Encarnación. Jesús es
la salvación y, por ello, es el salvador. En Jesús está vinculada la oferta de salvación y el
hecho de ser salvados. Ambos conceptos relacionan íntimamente nuestra humanidad con la
humanidad de Jesús, y ser llamados a divinizarnos por la divinidad de Cristo.
Más aún, la oferta salvadora de Cristo no procede Él, sino que procede, en última
instancia, del Padre. Pero el hecho de la salvación pasa, inexorablemente, por Jesús, el Cristo,
el Ungido por el Padre. No hay salvación sino la que tiene lugar en Cristo. Porque, Cristo Jesús
no se ha contentado con mostrarnos, mediante sus obras, cual la salvación a la que estamos
llamados, sino que ha realizado la salvación a través de su propia persona; de su entrega en la
cruz. Entrega que tiene dos dimensiones: nuestro perdón, pues con pecados nunca
entraríamos en el Reino de los Cielos; y el ser salvados, limpios ya de nuestras miserias. Cristo,
en la cruz, lleva a la plenitud la humanidad, al hombre en general. Cristo hace posible nuestra
salvación individual. Salvación que nos es donada por el Padre en Cristo; nunca conseguida
por nuestros méritos, pero posible por nuestro anhelo de ser salvados.
La clave, por la cual Cristo es nuestro salvador, es la pasión de Jesús. Entendiendo como
pasión toda su vida humana, con sus necesidades, persecuciones y humanidad. Culminada
sangrienta y dolorosamente en su Pasión y muerte. Fue precisa la prueba doliente y sufriente
a la que voluntariamente se sometió Jesús, en docilidad amante al Padre, pues mediante ella
alcanzó la definitiva transformación que le hizo pasar de la fragilidad humana a la perfección
divina. La obediencia de Jesús, el haber superado la prueba final, es lo que abre la puerta de la
salvación para nosotros.
En esta perfección de Cristo, que es causa de salvación para todos, se relacionan
íntimamente la perfección del hombre y la del mediador, Cristo; cual si fueran las dos caras de
una misma moneda. Por la acción del Padre y por su obediencia, Cristo hace posible su
perfecta unión con el Padre, haciendo que llegue a la perfección su unión con los hombres.
Por eso pide Jesús al Padre: “Glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes
que el mundo existiese” (Jn 17,5), y continúa pidiendo: “Padre, deseo que los que tú me has
dado estén también conmigo allí donde yo esté, para que contemplen la gloria que me has
dado” (Jn 17,24). La resurrección de Cristo lleva a la plenitud estas dos peticiones de Jesús.
Pero antes, está por medio la prueba: la Pasión. No hay purificación sin prueba, no hay
plenitud hasta que nuestra voluntad es probada; hasta que el seguimiento no se reafirme
por el sufrimiento de la prueba. Solo entonces, una vez probados, nuestra fe es una
esperanza cierta y nuestro amor es verdadero.
3. Encuentro entre Dios y el hombre
Al enfrentarnos al tema de la salvación, desde la perspectiva de la fe, se entrecruzan dos
expectativas: la del hombre frágil y necesitado, que piensa en su bien y en su plenitud, como
algo necesario, pero que no tiene, ni puede conseguir, todo lo que ansía, y la del don que Dios
nos hace en Cristo, como oferta salvadora.
Ante la inquietante proximidad de la muerte, todos necesitamos liberarnos de los
aspectos negativos de nuestra vida. Todos deseamos y buscamos la salvación, como
superación de esa muerte humana inevitable. Nuestro deseo de plenitud conlleva,
implícitamente, el reconocimiento de nuestras debilidades, de nuestra imperfección humana;
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que deseamos superar, pero que sabemos insuperable. Ansiamos una plenitud que nunca es
inseparable de lo que somos, vivimos y concebimos. Pero, hay una evidencia, como dice el
Concilio Vaticano II: “El hombre, enfermo y pecador, no raramente hace lo que no quiere y
deja de hacer lo que querría llevar a cabo. Por ello, siente en sí mismo la división, que tan
graves discordias provoca” (GS 10). Es por ello que, el hombre, esté acompañado
perennemente de la experiencia frecuente del fracaso, en sus tentativas de alcanzar la
plenitud. Es decir, el hombre está lleno de ambigüedades y de incongruencias. Porque no
siempre comprendemos y hacemos nuestra la certeza de que: “Cristo, muerto y resucitado
por todos, es la clave, el centro y el fin de toda la historia humana” (GS 10)
Solamente en el encuentro con Cristo podremos ver con claridad nuestra pobreza y la
salvación que nos trae. No cabe un encuentro con Cristo sin conversión: “El tiempo se ha
cumplido, el Reino de Dios ha llegado, convertíos y creed en el Evangelio” (Mc 1,15). Es por
ello que tenemos que cambiar nuestra mente, nuestra forma de ser, para recibir la salvación
que Dios nos ofrece. Que no se trata tanto que nosotros la queramos recibir, sino que Él nos
la ofrece primero. Es Dios, mediante Cristo, quien se pone en el centro de nuestra vida, para
ofrecernos su salvación.
Nosotros somos capaces de acercarnos a Dios porque Él se acercó primero a nosotros. Lo
que de Él conocemos, lo conocemos porque Él nos lo ha querido mostrar. En Dios está
siempre ese primer movimiento descendente que nos lleva a su conocimiento, a la búsqueda
de nuestra plenitud en Él. Lo buscamos porque Dios ha puesto en lo más profundo de nuestro
ser, en nuestros corazones, el deseo de encontrarlo.
Nuestro conocimiento de Dios, a través de los sentidos y de las cosas creadas, nos lleva a
la fe. Una fe fundamentada en Su conocimiento, en Su acción primera. En Su donación al
hombre dándole la capacidad para comprenderlo. Esta acción de Dios, mostrada a través de
Jesucristo, que nos capacita para ser salvados, debe ser tenida en cuenta siempre. Perder este
contenido es perder el sentido de ser de Cristo, su vida, su Pasión y su Resucitación; sería
perder el sentido que tiene el ser salvados. Sería buscar la salvación extramuros de Cristo.
Porque, la salvación, contiene, en sí misma, tres dimensiones fundamentales:
1. La liberación del pecado. Porque, sin liberarnos de nuestros pecados, no podríamos
acceder al Reino de Dios.
2. La liberación de las ataduras humanas. Porque mientras estemos atados al mundo
estamos sometidos a la muerte.
3. La redención. Que tampoco nosotros podemos ejercer sobre nosotros mismos, sino
que hemos ser rescatados por Cristo.
La salvación es siempre dada como don; nunca merecida. El hombre, por sus pecados,
siempre está preso de su humanidad. Nunca nos podremos salvar a nosotros mismos; hemos
de ser salvados. Por ello, solo cuando caigamos en la cuenta y comprendamos la
profundidad de nuestros pecados, comprenderemos la magnitud que supone ser salvados.
Es el reconocimiento que tiene Pedro tras la pesca milagrosa: “Aléjate de mí, Señor, que soy
un hombre pecador” (Lc 5,8). Pedro comprendió la grandeza de Dios, al comprender la miseria
de su pecado. La proximidad de Cristo, en el que Dios se manifiesta de manera definitiva, nos
hace más conscientes de nuestra debilidad y de la grandeza de su don; de la necesidad de ser
salvados.
Solo desde el pecado somos capaces de comprender la gravedad de nuestros pecados;
y del amor que hemos rechazado. Porque la oferta de acción salvadora de Dios, a través de
Cristo, es una oferta de amor. Dios nos redime en Cristo por amor. Por este amor nos limpia
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de nuestros pecados, nos libera de las ataduras del mundo y nos redime; para que podamos ir
hacia Él.
Por ello, la Buena Noticia del Evangelio solo la reconoce quien se deja configurar con ella
en Cristo; quien acepta libremente la salvación que Dios ofrece en Cristo. El anuncio de la
Nueva Buena es una oferta de amor, una invitación a acogerla con fe. Es la propuesta de
salvación que Dios nos hace a todos: “Porque, si confiesas con tu boca que Jesús es el Señor y
crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos, serás salvado. Pues con el
corazón se cree para conseguir la justicia [de Dios], y con la boca se confiesa para conseguir la
salvación” (Rm 10,9-10). Salvación que brota, en último término, del amor que Dios da al
mundo en su Hijo único, para que el que crea en Él, en Cristo, tenga vida eterna (cf. Jn 3,16).
El encuentro con Cristo nos invita a recapitular en Él todas las cosas, las del cielo y las de
la tierra (cf. Ef 1,10). Mas, la oferta de salvación no es certeza, sino posibilidad. Solo será
certeza cuando nuestra salvación haya sido realizada. Mientras estemos en este mundo, la
oferta de amor de Cristo estará siempre sujeta a nuestra libertad. Libertad que es inviolable
por Dios. Aunque Dios, por su amor, busca siempre nuestra salvación. Dios nunca es
indiferente a nuestra decisión. Su invitación es siempre oferta de salvación. La cruz es la
manifestación del amor del Padre en el Hijo, a quien no se reservó para abrirnos los ojos y
que nos convirtamos.
La realización de la obra de Cristo y la salvación del hombre están en íntima conexión: no
puede reinar Dios en la tierra sin que el hombre acepte ser salvado. Estamos predestinados a
la salvación. Dios lo quiere y nos busca. Su amor desea que nos salvemos. Nuestra, y solo
nuestra, es la decisión de aceptar su oferta o rechazarla.
4. Conclusiones y reflexiones
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La oferta de salvación de Dios es eterna; nunca podrá dejar de ofrecérnosla. Porque Dios
es amor; amor infinito y absoluto, pleno.
La salvación solo puede alcanzarse a través de Cristo. Fuera de Cristo no hay salvación
posible.
Cristo es el mensajero de amor del Padre. Cristo es amor, en donación, a la voluntad del
Padre.
La Pasión, muerte y Resurrección de Cristo es el acto supremo de amor. Es decir, es el
acto pleno de la oferta de salvación que Dios nos hace.
En Cristo se realiza la triple función sanadora: liberarnos de los pecados, liberarnos de
nuestras ataduras humanas y redimirnos en el Padre. Acciones que siempre son donadas
por Dios, que son externas a nosotros y, por ello, muestra del amor que Dios nos tiene.
Precisamos reconocer nuestros pecados, hasta el fondo de nuestro ser, para ser capaces
de comprender el sentido sanador que tiene la oferta salvadora de Dios en Cristo.
En la rememoración del sacrificio único de Cristo, en la consagración Eucarística, se
realiza el momento supremo de nuestra transformación; donde se produce nuestra
divinización en el Padre.
Por ello, la Plegaria eucarística es el momento supremo para convertirnos y
transformarnos hasta ser cristos vivientes en Cristo único: sanador, redentor y
resucitador.
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Oración introductoria
¡Oh cruz fiel, árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y en fruto.
¡Dulces clavos! ¡Dulce árbol donde la Vida empieza
con un peso tan dulce en su corteza!
Vinagre y sed la boca, apenas gime;
y, al golpe de los clavos y la lanza,
un mar de sangre fluye, inunda, avanza
por tierra, mar y cielo, y los redime.
Ablándate, madero, tronco abrupto
de duro corazón y fibra inerte;
doblégate a este peso y a esta muerte
que cuelga de tus ramas como un fruto.
Tú, solo entre los árboles, crecido
para tender a Cristo en tu regazo;
tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo
de Dios con los verdugos del Ungido.
Al Dios de los designios de la historia,
que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza;
al que en la cruz devuelve la esperanza
de toda salvación, honor y gloria. Amén.
(Himno de Laudes de Semana Santa)
Oremos:
Mira, Señor de bondad, a tu familia santa, por la cual Jesucristo, nuestro
Señor, aceptó el tormento de la cruz, entregándose a sus propios enemigos,
para nuestra salvación. Por Jesucristo, nuestro Señor. Amén.
(Oración de Laudes de Viernes Santo)
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Oración final
Salmo 62
Oh Dios, tu eres mi Dios, por ti madrugo,
mi alma está sedienta de ti;
mi carne tiene ansia de ti,
como tierra reseca, agostada, sin agua.
¡Cómo te contemplaba en el santuario
viendo tu fuerza y tu gloria!
Tu gracia vale más que la vida,
te alabarán mis labios.
Toda mi vida te bendeciré
y alzaré las manos invocándote.
Me saciaré como de enjundia y de manteca,
y mis labios te aclamarán jubilosos.
En el lecho me cuerdo de ti
y velando medito en ti,
porque fuiste mi auxilio,
y a la sombra de tus alas canto con júbilo;
mi alma está unida a ti
y tu diestra me sostiene. Gloria…
(Himno de Laudes del Domingo de Pascua)
Oremos:
Señor Dios, que en estos días nos abres las puertas de la Vida, por medio del
sacrificio de tu Hijo, vencedor de la muerte, concede, a los que vamos a asistir
a su Pasión y a celebrar la Resurrección de Jesucristo, ser renovados por tu
Espíritu; para resucitar en el Reino de la Luz y de la Vida. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es
Dios por los siglo de los siglos. Amén.
(Oración, adaptada, de Laudes del Domingo de Pascua)
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