La nueva hermenéutica y el uso de la Biblia en ejercicios Juan Manuel Martín-Moreno González, SJ Hace años visitando un grupo carismático de Granollers escuché un bonito testimonio de una hermana del grupo. La semana anterior necesitaba una exploración del estómago y tenía que someterse a un sondaje en una clínica. La idea de que le introdujeran la sonda le provocaba un terrible miedo y angustia. Nos explicó que, llegado el día de ir a la clínica, oró en su casa antes de salir, y se le abrió la Biblia por el salmo que dice: “Tú me sondeas y me conoces” (Salmo 139). En un instante desapareció toda su ansiedad. Sintió que eran las manos del Señor las que le iban a introducir la sonda, y se abandonó con plena confianza, entrando en un estado de relajación profunda que continuó todo el tiempo que duró la intervención. Alguno de los avezados lectores habrá esbozado una sonrisa, al escuchar esta “florecilla”. Se trata de una exégesis muy subjetiva del salmo, apoyada meramente en la similitud de la palabra “sonda nasogástrica” y el verbo sondear” que aparece en el salmo. El original hebreo dice haqartani de la raíz hebrea HQR, que significa efectivamente escrutar, examinar en profundidad. En hebreo moderno es la raíz usada para la “investigación” académica. Probablemente si en lugar de usar la traducción litúrgica y su verbo “sondear”, la hermana hubiese usado la Biblia de Jerusalén que pone “escrutar”, o la Biblia Latinoamericana que pone “examinar”, habría desaparecido todo el encanto del verbo “sondear” y el texto bíblico no habría conseguido producir esa sanación de su ansiedad. ¿Es legítimo ese tipo de exégesis “subjetiva”, que tan frecuentemente nos ha calentado el alma y ha sido vehículo de consolación? De novicios nos referíamos a ellas de un modo despectivo como “bigotes espirituales”. Pero nos consolaban e iluminaban mucho. Nos sucede a veces que la escucha de un texto bíblico resuena en nosotros, pero luego cuando vamos a otra Biblia y leemos otra traducción distinta, desaparece todo el encanto, toda la magia, como cuando se pincha un hermoso globo. La carga positiva venía de la traducción más bien que del autor inspirado. Por eso hay quien dice que “una traducción es siempre la producción de un texto original”.1 En ejercicios cada vez es más frecuente utilizar textos bíblicos para profundizar en los temas sugeridos por San Ignacio. El director de ejercicios tiene miedo de que sus exégesis y sus aplicaciones prácticas susciten en los exegetas curtidos este tipo de sonrisa que acabamos de describir. Evidentemente, si el sentido principal del salmo 139 es el sentido literal, de ningún modo podemos suponer que el salmista estuviese refiriéndose a la introducción de una sonda gástrica por la nariz. ¿Cabe encontrar otros sentidos en la Escritura más flexibles? Hoy día estamos en una situación de incertidumbre. Existe la impresión general de que la exégesis científica ha restringido mucho la posibilidad de actualizar los textos bíblicos y hacerlos relevantes para las necesidades y las preguntas del hombre de hoy. En efecto, los métodos histórico-críticos, utilizados preferentemente por los exegetas, se centran en una hermenéutica de autor, en el sentido objetivo que el autor quiso dar a sus textos. 1.- Hermenéutica de autor: los métodos histórico-críticos y sus límites Nunca podremos negar la necesidad de los métodos histórico-críticos en la interpretación de la Biblia. Es ya imposible regresar a la exégesis pre-crítica anterior al siglo XX. Aunque la Iglesia se mostró reticente frente a estos métodos al principio, y dejó un reguero de “mártires” entre los precursores de esta investigación, hoy día habla elogiosamente sobre ellos y exhorta a los exegetas a que sean rigurosos en su uso. Podíamos citar muchos documentos al respecto, pero basta con citar un documento extraordinario de la Pontificia Comisión bíblica en 1993, conocido como “La interpretación de la Biblia en la Iglesia”. Dice al respecto: 1 F. BOYER, “¿Por qué no comprendéis mi lenguaje?”, en Concilium 335 (2010), p. 241. 1 El método histórico-crítico es el método indispensable para el estudio científico del sentido de los textos antiguos. Puesto que la Sagrada Escritura, en cuanto "palabra de Dios en lenguaje humano", ha sido compuesta por autores humanos en todas sus partes y todas sus fuentes, su justa comprensión no solamente admite como legítima, sino que requiere la utilización de este método.2 Reconoce este documento los límites de estos métodos y las posibles desviaciones ideológicas con las que se han utilizado, pero aun así afirma su validez y su utilidad. “Ciertamente, el uso clásico del método histórico-crítico manifiesta límites, porque se restringe a la búsqueda del sentido del texto bíblico en las circunstancias históricas de su producción, y no se interesa por las otras posibilidades de sentido que se manifiestan en el curso de las épocas posteriores de la revelación bíblica y de la historia de la Iglesia. Sin embargo, este método ha contribuido a la producción de obras de exégesis y de teología bíblica de gran valor”3. ¿A qué métodos se refiere? Dentro de las disciplinas incluidas cita el documento la crítica textual, el análisis lingüístico, la crítica literaria, la crítica de los géneros y tradiciones, y la crítica de la redacción. De cada una de ellas va haciendo una breve exposición y una evaluación positiva de sus posibilidades, señalando también sus límites. No es el momento para explicar la naturaleza de estos métodos que puede encontrarse en cualquier manual. Seguidamente el documento pasa a revista a los nuevos métodos derivados de las ciencias sociales y la antropología cultural, los diversos análisis (retórico, narrativo, semiótico), los métodos derivados de la tradición como puede ser el acercamiento canónico y el recurso a las tradiciones judías. Alude también a los acercamientos más ideológicos como puede ser el psicoanálisis, el liberacionismo o el feminismo. De todos tiene algo bueno que decir, aunque denuncie la unilateralidad con que algunos los usan. El único método del que no tiene nada bueno que decir es el fundamentalismo, por su acercamiento no solo literal, sino literalista. Tarde y con resistencias se apuntó la exégesis católica al uso de los nuevos instrumentos de la exégesis moderna, que conocemos con el nombre de métodos histórico críticos. Buscan fundamentalmente encontrar lo que suele llamarse el sentido literal del texto, es decir lo que al autor intentó expresar en su escrito y lo que pretendió comunicar a sus lectores y a su comunidad en el contexto concreto en el que le tocó escribir. Determinar este sentido literal requiere una inmensa erudición que desborda las posibilidades del cristiano medio y aun del exegeta no especializado. Hay que conocer a la perfección la lengua en la que se escribió el texto y otras lenguas afines. Pongamos un ejemplo. Quiero interpretar cómo entendió Lucas la expresión: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y hasta su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc 14,26). El cristiano en ejercicios se pregunta: “¿Tengo que “odiar” a mi padre y a mi madre para ser discípulo de Jesús? Según la opinión mayoritaria, este es un texto que Lucas encontró en la fuente Q. Si tomamos distintas traducciones españolas de la Biblia, veremos cómo los traductores se las han visto y se las han deseado para traducirlo. Unos, como la Biblia de Jerusalén, traducen a la letra el verbo griego miseo –odiar-, y lo interpretan luego en la nota al pie de página. Otros como la Biblia latinoamericana tratan de resolver la dificultad en el propio texto y traducen miseo por “posponer”, con lo que desaparece la dificultad. Algo parecido hizo ya Mateo que cambió el odioso verbo “odiar” de Q, y puso la frase en positivo con la expresión “amar más” –philein hyper- (Mt 10,37). “El que ama a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí”. Eliminó así la sospecha de que Jesús nos pida algo tan escandaloso como “odiar” a nuestros familiares o a nosotros mismos. Pero la cosa no para ahí. En ese momento nos surge la cuestión no ya de lo que Mateo o Lucas quisieron decir, sino de cómo sonaría la frase en labios de Jesús cuando la pronunció. Para eso no basta con saber griego. Hay que rastrear el verbo arameo pronunciado por Jesús. Sabemos que 2 3 PONTIFICIA COMISIÓN BÍBLICA, La interpretación de la Biblia en la Iglesia, Párrafo introductorio. Ibid., A 4. 2 luego la fuente Q lo tradujo por miseo. Más tarde Lucas lo conservó y Mateo cambió. La cosa se complica más. No basta con saber griego, hay que saber también lenguas semíticas. Los expertos nos dirán que no existe en ellas la posibilidad de decir “amar menos”, y se usa el verbo odiar que en estos casos equivaldría a “posponer”. Es solo un ejemplo de las muchas habilidades y conocimientos lingüísticos necesarios para interpretar un texto bíblico. Pero no basta conocer bien las lenguas, hay que conocer las costumbres de la época: cómo estaba constituida la familia palestina, cuál era el rol que los familiares tenían en ella, qué dificultades familiares tuvieron los primeros discípulos a la hora de seguir a Jesús. Hay que cotejar este dicho con otros en los que Jesús habla sobre la relación del discípulo con su familia. Si el sentido literal fuera el único, la interpretación bíblica quedaría exclusivamente en manos de expertos. Además en muchos casos el sentido literal garantizado por los exegetas, sobre todo en textos del Antiguo Testamento, poco tiene que decir al cristiano de hoy. Puede resultar irrelevante. Los directores de ejercicios se acercarían a la Biblia por una parte con temor y temblor, y al mismo tiempo no sabrían bien qué hacer con los resultados exegéticos que le ofrecen los expertos. Además en exégesis “la mera objetividad del método histórico no existe. Es sencillamente imposible excluir del todo la filosofía, o sea la precomprensión hermenéutica”.4 Todo lector, también el exegeta, se acerca al texto con una precomprensión de la cual no puede despojarse. Sospechamos agendas ocultas en los demás, pero no somos capaces de descubrir las nuestras. Y normalmente hay en el exegeta una “agenda oculta”, motivaciones subconscientes que nos cuesta reconocer y condicionan el resultado de nuestro trabajo. Puedo ir buscando a priori un sentido en el texto que favorezca mi ortodoxia, o mi pietismo, pero igual puedo ir buscando un sentido que favorezca mi ideología favorita feminista o liberacionista. En ocasiones busco encontrar razones para atacar a mis adversarios, o para redondear una tesis propia original, o para encontrar un ejemplo más que encaje en una lista que me gustaría que fuera lo más larga posible, o para sacarme una espina contra un autor que me hizo una recensión muy negativa, o para quedar bien con el editor y con la línea editorial de los que preveo que podrían publicar mi libro. Resulta más sincero reconocer las propias agendas ocultas que presumir de una objetividad académica siempre sospechosa. 2.- El sentido “pleno” como prolongación del sentido literal En cualquier caso, el sentido literal no es el único sentido legítimo a la hora de interpretar un texto. Considero una bendición el que la nueva hermenéutica postmoderna nos haya abierto caminos de interpretación que desbordan el sentido literal de cualquier texto.5 Mi intención en este artículo es mostrar todas las posibilidades de esa hermenéutica para una exégesis espiritual relevante de los textos bíblicos, sin que nos puedan acusar de “pietismo”. Eso es precisamente lo que necesita hoy el director de ejercicios, y en general todos los predicadores y pastoralistas, y todos los que se acercan al texto sagrado en actitud orante. Porque si esta nueva hermenéutica puede practicarse con cualquier texto literario, mucho más con los textos inspirados. Dice al respecto la Dei Verbum: Habiendo, pues, hablado Dios en la Sagrada Escritura por hombres y a la manera humana, para que el intérprete de la Sagrada Escritura comprenda lo que Él quiso comunicarnos, debe investigar con atención qué pretendieron expresar realmente los hagiógrafos y plugo a Dios manifestar con las palabras de ellos.6 Distingue el concilio lo que “pretendieron expresar realmente los hagiógrafos” –sentido literal- y “lo que Dios quiso comunicarnos con las palabras de ellos” –sentido pleno-. Qué tipo de re- J. RATZINGER, “La relación entre el magisterio de la iglesia y la exégesis”, en AA. VV., Escritura e interpretación. Los fundamentos de la interpretación bíblica, Palabra, Madrid 2003. 5 Para el lector que quiera profundizar más en este tema le aconsejo sobre todo la lectura de L. ALONSO SCHÖKEL y J. M. BRAVO, Apuntes de hermenéutica, Trotta, Madrid 1994. 6 Dei Verbum, n.12. 4 3 lación hay entre estos dos sentidos es lo que tratamos al hablar del “sentido pleno” de la Escritura, que claramente va más allá de su sentido literal. La dimensión divina de la Biblia añade un plus de sentido a su dimensión humana. El autor bíblico habló solo para los hombres de su generación. Ellos eran los únicos que estaban en su horizonte humano. En cambio en la intención divina estaban los hombres de todos los tiempos. San Pedro nos dice que las profecías del AT se escribieron para nosotros. “A los profetas les fue revelado que no administraban en beneficio propio, sin a favor vuestro, este mensaje que ahora os anuncian quienes os predican el evangelio en el Espíritu santo” (1 Pe 1,17). Nosotros somos los destinatarios de las profecías de Isaías, e Oseas o de Jeremías. Tenemos el derecho de aplicarlas a nuestro tiempo y a nuestras circunstancias. El propio San Pablo no desdeña hacer interpretaciones alegóricas de la Escritura que podríamos tildar de “bigotes espirituales”. Por ejemplo, la primera Corintios trae una cita del Deuteronomio: “No pondrás bozal al buey que trilla” (Dt 25,4). El sentido literal es permitir a los animales que coman mientras trabajan. Pero de ahí salta Pablo acrobáticamente a una aplicación novedosa: “¿Es que se preocupa Dios de los bueyes? O bien, ¿no lo dice por nosotros? Por nosotros ciertamente escribió” (1 Cor 9,9-11). De ahí pasa a justificar el derecho que tienen los predicadores de ser sustentados por sus comunidades, es decir, de comer de lo mismo que trabajan. Podríamos esbozar la misma sonrisita que ya ensayamos con el testimonio de la hermana de Granollers. Al referirnos a este “plus” de sentido que supera el sentido literal, es común hablar del “sentido pleno”, en latín sensus plenior. Esto es precisamente lo que queremos investigar, qué es exactamente este “sentido pleno” y en qué modo ayuda a buscar una relevancia y una actualidad mayor a los textos bíblicos, liberándolos de la cárcel de unos métodos histórico-críticos entendidos de un modo excesivamente cerrado. En la búsqueda de objetividad académica, a fuerza de evitar prejuicios, pasiones o fantasías, el exegeta llega a convertir el texto en algo puramente teórico. Esta exégesis aséptica no afecta vitalmente al quehacer de la Iglesia. Cuando el biblista termina su tarea, llega el director de ejercicios, o el catequista y no saben qué hacer con sus resultados. Al creyente lo que le interesa últimamente no es lo que dijo Pablo o Lucas, sino lo que le quiere decir Dios a él ahora. Y aunque el conocimiento de la intención divina esté mediado por el sentido que el autor quiso dar, no se agota en él. La exégesis católica no tiene el derecho de asemejarse a una corriente de agua que se pierde en la arena de un análisis hipercrítico. Tiene que cumplir en la Iglesia y en este mundo, una función vital, la de contribuir a una trasmisión más auténtica del contenido de la Escritura inspirada.7 Por supuesto que el sentido pleno nunca puede afirmarse contra el sentido literal. Nunca Dios querrá utilizar un texto de Isaías para comunicarnos un mensaje contrario a lo que Isaías tenía en mente al escribir. Por eso el sentido literal debe seguir siendo siempre “una conciencia y un control”8 sobre los otros sentidos posibles. Ayuda a descartar al menos aquellos que sean contradictorios o irreconciliables. Por muy flexibles que seamos, un texto no puede significar cualquier cosa que le queramos hacer significar. Suelen decir que el sentido pleno es una prolongación del sentido literal en la misma dirección. Supongamos un ojo que mira dentro de un determinado campo visual. Del ojo salen dos líneas oblicuas que se abren en ángulo. Si ponemos un cartón cerca del ojo, veremos solo hasta donde alcanza el cartón que nos tapa todo lo que hay detrás. Si el cartón lo desplazamos más lejos, el campo visual se ensancha, y veremos las cosas que ocultaba al cartón. Lo que el ojo ve está determinado por el horizonte concreto hasta donde alcanza la mirada. Pues bien, como dice Schökel, el último horizonte de los textos bíblicos es la apertura humana radical a la salvación ofrecida en ellos y la totalidad de la vida cristiana. 7 8 J. M. CABALLERO, Hermenéutica y Biblia, Verbo divino, Estella 1994. R. BROWN, “The Meaning of the Bible”, Theology Digest 28 (1980) p. 311. 4 Si uno entra en una habitación en penumbra puede describir los objetos que ve de un modo muy vago. Si luego otro entra en la misma habitación a plena luz, podrá distinguir muchísimos más detalles. Si leemos las reseñas de los dos visitantes sobre lo que vieron en la habitación, no coinciden; una es más detallada que la otra. Pero nunca podrán ser contradictorias, porque se trata de la misma habitación. Algo parecido pasa en diferentes lecturas de un mismo texto. El autor vio el sentido de su escrito a una cierta luz. Después puede venir un lector a plena luz del día y descubrir sentidos ocultos en el texto que el propio autor no captó. Si le preguntásemos al autor si es eso lo que quiso decirnos responderá que no pensó en ello explícitamente, pero que está muy en línea con lo que quiso decir. Algo parecido hacen los psicoanalistas cuando analizan las afirmaciones de la persona analizada. Precisamente buscan sentidos de los que el paciente no es consciente, pero que están ahí, y pueden ser descubiertos por un analista experimentado. Son, por ejemplo, los famosos lapsus linguae, enormemente significativos para que el intérprete penetre en el subconsciente del analizado. Otro bonito ejemplo es el del policía de barrio que investiga un crimen. Llega a la escena del crimen con su bloc de notas, y detalla todo lo que vio y que pueda ser importante para resolver el caso. El propio policía puede no relacionar bien esos detalles y no captar que de algún modo tiene allí todos los datos necesarios para descubrir lo que en realidad pasó. Luego llega Poirot, y sin necesidad de más investigaciones pone dos y dos juntos y le salen cuatro. O a veces, se necesita un nuevo dato añadido a los reseñados por el policía de barrio. Ese nuevo dato sirve como catalizador y hace que ya todo encaje. Diríamos que el Antiguo Testamento leído a la luz del misterio de Cristo descubre tesoros que ya estaban allí pero solo se hacen obvios cuando la nueva luz se proyecta sobre ellos. 3.- La hermenéutica de lector Junto con la hermenéutica de autor, se insiste hoy mucho en la hermenéutica de lector. Es muy importante saber a qué lector está dirigido cada texto, porque esto nos ayudará a determinar más cuidadosamente el alcance de lo que se dice en él. Es claro que el autor influye sobre el lector. Un texto no se limita a informar, sino que busca convencer, agradar, conmover… El texto leído influye en el lector implícito y le lleva a un cambio. Llamamos lector implícito a la persona o personas que el autor tuvo en mente cuando escribió, y en quienes quiso influir con sus escritos. Vemos que el lector implícito ejerce un influjo sobre el autor y le condiciona. Para entender lo que Pablo responde a los corintios, hay que saber cuáles eran las preguntas que estos le hicieron y cuáles eran las situaciones vitales en las que vivían. El autor de algún modo lleva al lector cargado sobre sus hombros y eso le hace medir el alcance de sus palabras, prever cómo reaccionará, cómo motivarle. Tiene que saber lo que le interesa y lo que le disgusta; calcular lo que sabe y lo que ignora. Es necesario conocer a este lector implícito a la hora de determinar el tenor de las expresiones que vamos a usar. Preguntemos a un experto en publicidad. Antes de empezar a trabajar decide quién es el público a quien dirige su anuncio. El formato de un spot de coches depende básicamente de si el coche está pensado para profesionales bien situados, o para jóvenes con bajo nivel adquisitivo, o es un segundo coche para esposas de ejecutivos que ya tienen un coche más grande. Yo no hablo igual cuando me dirijo a niños, o a un grupo de profesores de Universidad, o a compañeros jesuitas, o a carismáticos entusiastas, o a un público escandalizable. Un exegeta que quiera descubrir el alcance de mis textos tendrá que saber a quiénes me dirigía en esa ocasión, cuál era su nivel intelectual, qué predisposición tenían hacia lo que yo trataba de decirles, cuáles eran los problemas que más les preocupaban, qué reacciones podría yo temer por parte de ellos. Por ejemplo, yo no me expreso igual hablando con alguien que es más conservador que yo, o cuando hablo con alguien que a quien considero más progresista. En el primer caso me muestro más agresivo con sus tesis más conservadoras, y en el segundo con sus tesis más liberales. 5 Por eso se insiste hoy tanto en conocer cómo era la comunidad concreta a la que iban dirigidos los textos bíblicos. ¿Por qué a Pablo no le gustaba que las mujeres fueran al culto con la cabeza descubierta? Solo lo sabremos si conocemos qué significado se atribuía a esta costumbre en la ciudad de Corinto. En un segundo momento tendremos que preguntarnos si eso tiene el mismo significado en nuestra cultura de hoy. Si descubrimos que no, no hay por qué forzar esta costumbre sobre las creyentes de hoy. El mismo San Pablo no habría obligado a las mujeres de hoy a llevar velo. Imponer el velo a las mujeres en la iglesia de hoy es un clarísimo caso de “fundamentalismo bíblico”. Escribir es siempre “escribir a”, asumir la alteridad del lector. En el género literario “diatriba”, el autor expresa y anticipa las posibles objeciones del lector. “Todo me está permitido. Sí, pero no todo aprovecha”. “La comida es para el estómago y el estómago para la comida… Sí, pero el cuerpo no es para la lujuria, sino para el Señor… (1 Co 6,12).” A partir de estos ejemplos Schökel nos hace ver cómo los lectores implícitos se le hacen presentes a Pablo con tanta fuerza que incluso se hacen oír. Pero hay otro modo como el lector tiene poder sobre un texto. Ahora ya no hablamos del lector implícito para quien el autor escribió, sino de cualquier lector de cualquier época que se enfrenta con un libro, los lectores a quienes el autor no pudo ni imaginar. En el diálogo entre el lector y el texto no solo el texto influye sobre el lector, sino que el lector influye también sobre el texto. Una obra de teatro, por ejemplo, es un sistema de estructuras en parte actualizado, y en parte en espera de una actualización. Tal como la conservamos en su notación escrita, tiene una dimensión objetiva; pero necesita ser representada en la escena. Solo se actualiza cuando un actor o un lector la vuelve a recrear. Sucede también con una pieza musical; no existe en el pentagrama, sino en la interpretación. El pentagrama es sólo un papel manchado con puntitos. La música no existe sobre el papel, sino sólo cuando suena. Pero, ¡cómo cambia una sinfonía según sea el director de la orquesta! ¡Cómo cambia un personaje de Shakespeare según sea el actor que lo interpreta o el director que lo escenifica! En todos estos casos, los intérpretes diversos no están malinterpretando el texto, sino que están dando vida a la polifonía de múltiples interpretaciones posibles, válidas muchas de ellas. Lo cual no quiere decir que cualquier texto sea susceptible de cualquier interpretación. Los textos tienen un reducto de objetividad que no se somete a los subjetivismos caprichosos del lector o del intérprete, del actor o del director de orquesta. Aunque un texto admita muchas lecturas, no las admite “todas”. Hay casos en los que el lector claramente malinterpreta la obra y falsea su sentido con interpretaciones ilegítimas que no han sabido leer la “verdad” del texto, y traicionan tanto la mente del autor como la realidad objetiva del texto. Hay muchas interpretaciones posibles del Otelo de Shakespeare, pero no todas hacen justicia a la verdad profunda de esta obra. Si el intérprete no sintoniza con el autor, el público protesta y patalea. Ahora bien, salvando este núcleo de objetividad, por muchas y detalladas que sean las acotaciones del autor, una obra puede ser interpretada de maneras diferentes por distintos actores, o por distintos cantantes o por distintos directores de orquesta. Cada uno de ellos penetra en alguna de las múltiples posibilidades que están allí latentes esperando a ser descubiertas. Por eso la obra necesita un lector y es distinta para cada lector. Precisamente porque admite muchas lecturas, necesita un lector inteligente y sensible. Él es quien actualiza la obra, la interpreta y la reproduce. Esta subjetividad es inevitable, y no es necesariamente negativa. Reconocemos, por supuesto, que el lector debe ser lo más objetivo posible. No debe manipular el texto con sus prejuicios, sus agendas ocultas, sus condicionamientos culturales, sus modas… Manipular un texto es convertirlo en un mero telón de fondo donde proyectar las propias ideas y certezas preconcebidas. Entonces la lectura no enseña nada, no fecunda, no nos abre a otra subjetividad. Se convierte en un espejo más que en una ventana, y nos devuelve nuestra propia imagen sin revelarnos nada que ya no supiéramos. Es solo un plácido eco de nuestros prejuicios favoritos. Sin embargo, la depuración de subjetividades y prejuicios tiene un límite. De algún modo todo lector tiene un cierto poder sobre el texto. Se coloca frente a él en una determinada actitud, y lo coloca en una determinada posición. El texto siempre se lee desde un ángulo determinado, lo 6 mismo que una pintura. No se puede mirar desde ningún sitio. Para poder ver es necesaria la angulación. Me tengo que colocar frente al objeto observado, y al colocarme yo, lo coloco también en una determinada posición. Heisenberg nos habló ya del principio de indeterminación que hace que los procesos se vean alterados por el simple hecho de observarlos. Desde ángulos distintos se ven estructuras distintas. Las vidrieras góticas de las catedrales están hechas para ser vistas desde dentro, no desde fuera.9 Si se las mira desde fuera, no se capta toda su belleza. La pura objetividad es una abstracción absurda. El que se mantiene indiferente no experimenta nada; la participación es un presupuesto de todo conocimiento. Nos queda solo preguntarnos cómo se puede llegar a una participación en la que el yo no sofoque la voz de los otros, en la que se produzca una ‘conformidad’ interior con el pasado que purifique los oídos para oír su palabra”.10 Son muchas las maneras como yo, lector, puedo cambiar el texto e influir sobre él. Puedo cambiarlo, incluso sin tocarlo. Según sean las preguntas que le hago o las cosas que me preocupan al leerlo, el texto me responderá de manera distinta. Todo depende mucho también del uso que quiero hacer de la lectura: si leo para entretenerme, para preparar un examen, para preparar una homilía, para sacar argumentos a favor de algo, para comunicarme con Dios… Puede variar mi percepción de un texto según sea mi sensibilidad a determinado tipo de vocabulario que me atrae o me repele; según sea mi actitud para con el autor, positiva o negativa; según que lea predispuesto a dejarme convencer, o predispuesto a buscar peros; según que hoy esté triste o alegre. El texto no es el texto sólo, sino el texto más su relación al lector. Yo mismo puedo leer el mismo texto en circunstancias distintas, y encontrarme con dos textos diversos. Un texto nunca es igual cuando lo leo dos veces distintas. Al estilo de Heráclito, podemos decir que uno no entra dos veces en el mismo río, ni lee dos veces el mismo texto. Después de una experiencia espiritual intensa, puedo volver a leer la Biblia de manera distinta. Textos que antes no me decían nada, ahora me dicen muchísimo. Después de haber leído un texto la primera vez, estoy mejor preparado para entenderlo mejor en una segunda lectura, porque el texto me ha interpelado, me ha hecho reaccionar, y me ha preparado para otra lectura nueva desde un ángulo en el que puedo descubrir cosas que no pude percibir la primera vez. Uno descubre muchas cosas nuevas en una novela o en una película, cuando la vuelve a ver sabiendo ya el final. Pensemos en películas como “Los otros” o “El sexto sentido”. 4.- La hermenéutica de texto Cuando se elaboró la Dei Verbum, predominaba la hermenéutica de autor. Por eso se corría el peligro de que el concilio canonizase esta hermenéutica crítica. Gracias a Dios no sucedió así. El concilio ciertamente valora la hermenéutica de autor, pero no cayó en la trampa de encerrarse en ella. Como vimos en nuestra primera cita, el concilio también se refiere a “lo que Dios ha querido decir mediante las palabras de los autores humanos”. Abre así una puerta a una interpretación más amplia. Se considera la posibilidad de que Dios quiera decir cosas que el autor no acabó de entender o de las que no era consciente de una manera refleja. Cuando lo que nos interesa es la obra más que su autor, pasamos a considerar la obra como una realidad autónoma y adulta. Es el caso de la hermenéutica de texto. Este enfoque es más objetivo y más actual. El texto desborda la intencionalidad del autor. Como hemos visto, han podido actuar sobre él motivos subconscientes, o condicionamientos psicológicos, sociológicos y lingüísticos en los que no ha caído en la cuenta, y que afectan a lo que quiere decir, limitando el tenor de su mensaje, obligándonos a matizar sus afirmaciones. 9 El ejemplo está tomado de L. ALONSO SCHÖKEL y J. M. BRAVO, op. cit., p. 35. J. RATZINGER, “La interpretación bíblica en conflicto”, en AA. VV., op. cit., p. 29. 10 7 Si suponemos que el texto, y no el autor, es el objeto de la inspiración divina, todo este significado extra ha sido querido por Dios y por tanto es objeto de la inspiración para el exegeta creyente. Schökel nos explica el proceso de cómo la obra va condicionando al autor, y se va haciendo, por así decirlo, autónoma con respecto a él.11 Primero hay una intuición. Viene el deseo de escribir una novela sobre… Antes de existir la obra, el autor la proyecta, anticipando una visión de la misma. Esta visión condiciona al autor y empieza a actuar sobre él, guiándole en las importantes decisiones que hay que ir tomando sobre la marcha. A veces el autor puede sentirse dominado por la obra. Julien Green y Kundera han narrado el proceso de elaboración de sus novelas, expresando cómo el autor va perdiendo progresivamente el control sobre ellas. Después de concebir una idea germinal, empieza un juego entre el autor y la obra. El autor no es plenamente soberano, no puede hacer lo que quiera. Si un autor hace una afirmación, lo que ya está escrito en la obra le pone objeciones, le obliga a matizar, a adecuarse, a ser coherente. El autor que crea unos personajes tiene que respetarlos. El personaje cobra vida propia; no deja que el autor le ponga en su boca cosas que no están de acuerdo con el carácter que ya se ha ido perfilando. La obra terminada vuelve sobre su autor. En cierto modo el texto ha hecho al autor. Por tanto, la intención consciente del autor no puede ser el único y exclusivo principio hermenéutico. Lo que pasó por la conciencia refleja y la voluntad del autor no constituye el sentido total de un escrito. En todo texto hay también reflejos del deseo y la fantasía subconscientes. Uno siempre dice más de lo que sabe. Como dice Schökel, reducir al autor al mecanismo de su intención consciente es un minimalismo intolerable. Muchas veces un autor, al leer la recensión que le hace un buen crítico, se queda admirado de todo lo que este crítico ha sido capaz de encontrar en su obra. El crítico ha descubierto asociaciones originalísimas en las que el autor nunca había pensado. “A veces el autor no es el mejor intérprete de su obra”.12 Pero al leer la recensión del crítico, el autor se da cuenta de que es expresión auténtica de su pensamiento inconsciente; ve allí un legítimo desarrollo de su pensamiento. Pero ¿cómo decidir si el autor había pensado o no determinado sentido que entrevemos en su texto? Como estamos seguros de que hacemos exégesis y no eiségesis?13 En este punto caben dos actitudes: la maximalista y la minimalista. Los maximalistas exigen pruebas contundentes de que el propio autor percibió ese sentido. Los minimalistas se contentan con que no pueda probarse que no lo percibiera. Vamos a poner un ejemplo del evangelio de San Juan. Nos preguntamos si el evangelista cayó siempre en la cuenta de posibles referencias de sus palabras a citas del Antiguo Testamento. Juan continuamente usa personajes e instituciones del Antiguo Testamento para ver en Jesús el cumplimiento de lo que significaban. En algunos casos la referencia es explícita. Es el caso de la relación entre la serpiente de bronce y el Crucificado. El autor dice expresamente que el Hijo del hombre tiene que ser elevado como Moisés elevó la serpiente en el desierto (Jn 3,14). En otros casos la referencia es obvia, aunque no sea explícita. Por ejemplo, cuando el evangelista nos dice que “El Verbo puso su tienda entre nosotros”, es obvio que aludía a la “tienda del encuentro”. Pero en otros casos la alusión es discutible. ¿Pensaba Juan en los dos querubines del arca cuando nos habla de los dos ángeles en la cabecera y los pies del nicho sepulcral? ¿Pensaba en el sueño de Jacob cuando Jesús le habla a Natanael de los ángeles que suben y bajan por el Hijo del Hombre? Los minimalistas se conforman con que no pueda excluirse necesariamente que Juan se esté refiriendo a esa escena. Personalmente en este punto yo soy minimalista. Mi conocimiento de Juan me dice que difícilmente se me ocurrirá a mí alguna alusión al Antiguo Testamento, que no se le haya ocurrido antes al evangelista. Juan es más imaginativo que todos sus intérpretes. 11 En este punto hemos resumido el análisis en el libro ya citado de L. ALONSO SCHÖKEL y J. M. BRAVO, pp. 55-56. L. ALONSO SCHÖKEL y J. M. BRAVO, op. cit., p.34. 13 Juego de palabras con las preposiciones griegas. La exégesis es la acción de sacar algo que ya estaba dentro del texto. La eiségesis es el acto de meter de contrabando algo que no estaba allí. 12 8 5.- La oración como clave hermenéutica Una de las grandes orientaciones del Vaticano II tiene aquí relevancia. Nos dice que hay que leer e interpretar la Escritura con el mismo Espíritu con el que fue escrita,14 y añade inspirándose en una cita de San Jerónimo:15 “La oración debe acompañar la lectura de la Sagrada Escritura para que haya un diálogo entre Dios y el hombre.16” Es últimamente la oración la que abre el cofre de los tesoros de la Palabra. Solo en actitud orante la Escritura exhala su perfume más secreto. Los métodos histórico-críticos nos ayudan a romper la cáscara de la nuez, pero es solo la lectura creyente la que degusta su fruto. El antiguo método de la lectio divina o lectura orante conserva todas las dimensiones que van desde el sentido literal hasta la contemplación. De este método nos hablan en otro de los artículos de este número de Manresa. La lectura orante comienza considerando lo que dice el texto (lectura), para pasar a lo que Dios me quiere decir hoy con ese texto (meditación), y a lo que le digo yo hoy a Dios a propósito del texto (oración). Volvamos a nuestra hermana de Granollers, de la que hablábamos al principio de este artículo. ¿Está justificada la sonrisa suficiente con la que reaccionábamos a su exégesis ingenua del término “sondear”? Yo confieso que a través de esa exégesis ingenua, aquella hermana penetró en lo más dulce del fruto de la nuez del salmo 139. Este salmo invita al creyente a recuperar la confianza en el ser al saberse profundamente conocido por Dios. Esa mirada de Dios que nos penetra no es una mirada amenazante, sino una mirada que da el ser y pacifica. Penetra como una sonda también en el interior de nuestro cuerpo, de nuestros huesos, de nuestros órganos. “No desconocías mis huesos. Cuando, en lo oculto, me iba formando, y entretejiendo en lo profundo de la tierra, tus ojos veían mi embrión” (Sal 139,15-16). Saberse sondeado por Dios no es causa de ansiedad, sino de pacificación, de relajación. La metáfora de la sonda no era conocida para el autor sagrado, pero quizás si la hubiese conocido la habría utilizado para describir la experiencia de quien se siente profundamente observado y conocido por Dios y entra así en un profundo estado de relajación. Tal fue la sanación de su ansiedad que la hermana atribuyó a su lectura del salmo. 14 Dei Verbum, 12. In Gal. 5,19-21. 16 Dei Verbum, 25. 15 9