Burdick Nehuén

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Debajo de la Alfombra, por Nehuén
Es curioso que el caso más inusual e indeseado que haya enfrentado en mi carrera como detective privado
ocurriera cuando apenas empezaba y que haya estado creciendo como una semilla que se convierte en una
hermosa flor sin que yo me diera cuenta. En ese momento, yo me encontraba en Londres, atendiendo unos
casos de los más insignificantes y aburridos. Tenía una casa a un par de calles de una vieja estación de
trenes, un lugar bastante acogedor que contaba con un pasillo que conectaba la entrada con la cocina y la
sala de estar. Antes de llegar a la cocina, había una escalera que daba al segundo piso, en el cual se
encontraba mi habitación y mi oficina al lado. La casa era mantenida por mi criada, Jessica, a quien yo
conocía desde que era joven; probablemente una de las personas más confiables, inteligentes y serviciales
que jamás haya existido. En fin, era unas de esas casas a las que uno se sentiría orgulloso de llamar “hogar”.
Eran los primeros días de invierno cuando me encontraba detrás de mi escritorio de la oficina leyendo los
titulares que el periódico tenía para mostrarme esa mañana. Nada de lo que aparecía lograba atraer mi
atención. Ya estaba por encender mi pipa y abocarme a terminar de resolver un caso, cuando escuché que
alguien tocaba la puerta. Momentos después, Jessica le abría paso a mi oficina a alguien que no había visto
en mi vida; un hombre alto como el marco de la puerta, pálido como la nieve, y de facciones similares a las
de un bulldog. No pude ver lo llevaba puesto, más que un sobretodo y unas botas negras. Le pedí que tomara
asiento y pregunté si quería una taza de té. Su mente parecía estar en otro lado, pero su mirada me tenía en la
mira como si tratara de derretirme con ella. Al preguntarle su nombre me dijo con tono amargo: “No estoy
aquí para perder tiempo, aunque aceptaré con gusto su taza de té dadas las condiciones climáticas.”
Por más o menos quince minutos, hubo silencio absoluto en la habitación. El presunto huésped se quedó
sentado mirando por la ventana que se encontraba detrás mío, mientras que yo miraba fijamente para poder
llamar su atención. Cuando éste hubo satisfecho sus necesidades, se levantó de la silla y se puso a examinar
con la vista su entorno: las paredes, el techo y mis muebles. Finalmente, se volvió a sentar. Luego, me tocó a
mí ser examinado, de pies a cabeza, o por lo menos lo visible.
-Señor, ¿Cuál es su nombre y que hace en mi casa?- dije ya con mucho fastidio de tanto bobeo.
-Mi nombre no es de importancia, pero lo que tengo que decirle sí-, contestó.
-Ya lleva bastante tiempo abusando de mi hospitalidad, así que le pido que me diga cuál es el propósito de
esta “visita”.
-Lamento si lo ofendí con algo que haya hecho. Soy abogado, y vengo de parte del señor Edward Fulworth
para darle noticias suyas. Seguramente usted lo recordará, ya que fue su compañero y amigo en el colegio.
En efecto, me acordaba muy bien de Edward. Me acompañó desde muy chico y fue un amigo distinguido e
inigualable. Fue él, de hecho, quien me propuso que fuéramos detectives, que formáramos una asociación o
algo parecido. Pero un día hubo un conflicto entre nosotros y nuestros caminos se separaron, dejando un
doloroso agujero que nunca se llenó. Jamás volví a escuchar de él o de su paradero.
-Vaya al punto, ¿Qué tiene que comunicarme sobre Edward?
El murió. Ha dejado un testamento en el cual usted es nombrado y debe ser informado sobre su contenido,
tal como él hubiera querido.
Lo siento mucho, señor, pero me temo que no estoy de acuerdo con usted. Hace mucho que no me contacto
con Edward y no veo la necesidad ni de que él me haya dejado algo para mí, ni que yo vaya a reclamarla.
El me miró con rostro despectivo y entendí perfectamente lo que yo había hecho. De repente, se me
agruparon todos esos recuerdos que vivimos él y yo juntos todos esos años: las risas, las tardes en casa…
-Está bien. Accederé a ir, pero solo con la condición de que no me vuelva a hablar de él.
-En lo que a mí me concierne, no tengo la necesidad de hacerlo.
El abogado sumergió su mano en uno de sus bolsillos del sobretodo y sacó un sobre negro. De éste sacó el
testamento, el cual me leyó:
Testamento y última voluntad de Edward Fulworth
En caso de muriera o despareciera, yo Edward Fulworth dejo todo mi dinero y propiedad a mi familia. Pero
mi más preciado tesoro se lo cedo a John Gerrideb que, al momento de mi muerte, llegará a él por medios
que están solo a mi disposición.
Atentamente,
Edward Fulworth
Me quedé callado por un rato, tratando de entender lo que acababa de escuchar, pero por más que intentaba,
no entendía a qué se refería Edward con “lo que más aprecio en todo el mundo”.
-Por su rostro, puedo deducir que no tiene idea de a qué se puede referir. Déjeme hacerle unas preguntas.
¿Ha recibido recientemente alguna carta o un paquete del que usted desconozca quién era el remitente?
-No. Hace ya medio año que solo recibo correspondencia obsoleta, excepto por la alfombra que
supuestamente gané en un sorteo, la cual se encuentra en el living.
Eso no ayuda. Desde que lo conozco, siempre hablaba bien de usted. Pero últimamente, apenas lo podía
reconocer. Incluso su rostro había cambiado. Veo que ya no tengo nada más que hacer aquí. Si me disculpa,
debo retirarme. Espero que lo que sea que mi cliente le haya dejado llegue a usted pronto.
Sin decir una palabra más, el abogado se fue de la habitación, luego escuché cuando cerró la puerta de la
entrada. Jessica, quien se encontraba desconcertada sobre lo que había pasado en este tiempo, me preguntó
qué había sucedido.
-Jess, procura que ese hombre no atraviese el umbral de la casa sin mi permiso si es que vuelve.
-Sí, señor ¿Quiere que le prepare algo para tomar?
-No te molestes. En un rato me iré a comprar cortinas para esta ventana.
Pasaron los días y no aparecieron indicios ni del abogado ni de aquella “cosa” que decía el testamento. Ya
empezaba a olvidarme sobre aquel tema y todo empezaba a darme lo mismo otra vez. Luego, pasó lo
inimaginable.
Estaba caminando por la casa, esperando recibir cualquier tipo de caso. Ya habían pasado varios meses sin
que apareciera un cliente, y últimamente empezaba a escasear el dinero. Pasaba por delante de la sala de
estar cuando, de repente, dirigí mi vista hacia la alfombra que me había regalado Edward. Simplemente
había algo en ella: un enorme bulto.
Me froté los ojos, con la esperanza de que fuera fruto de mi imaginación, pero el bulto seguía allí. Me
acerqué lentamente, y al pisar la alfombra, el bulto se movió.
Corrí a la cocina a buscar a Jessica, y al regresar con ella de mi mano, el bulto ya no estaba. Me dijo que era
producto de mi imaginación, que solo estaba en mi cabeza. Traté de convencerme de ello, pero por dentro,
yo sabía que lo que había visto era real y había estado en mi casa.
Pasaron dos semanas y volvió a suceder, en el mismo lugar, y de la misma forma. Jess, ya un tanto atrofiada,
removió la alfombra y me demostró que no había nada. Cuando volvió a ocurrir, me recomendó que se lo
dijera a alguien más para ver si me “podía” ayudar, que intentara hablar con un oficial acerca del tema. Pero
me negué, un poco fastidiado de que ella no me tomara en serio. Al día siguiente, sucedió lo mismo, nada
más que esta vez yo me “exalté” un poco, y Jessica empezó a tener un poco de miedo y precaución ante mi
estado mental. Fue entonces cuando mi mirada se posó en un anuncio sobre un psicólogo con un estudio no
muy lejos de casa. En mi cabeza, sonaba muy lógico, y serviría para demostrarle a Jess de que todavía no
me había vuelto un viejo decrépito demente. Aunque por otra parte, me hubiera gustado recurrir a la policía
en vez de sufrir una pérdida tan grande de dinero (que no me sobraba) en un doctor.
Acudí a éste unos días más tarde, ya sin importarme si aparecía el bulto o no. Me resultó extraño que tuviera
una cara conocida para mí, pero eso era un dato menor en mi mente. Le conté todo lo sucedido, y como era
de esperarse, también me dijo que era producto de mi mente, que a veces, la mente inventa cosas y que
solamente había que ignorarlo. Aun así me dijo que si volvía a suceder, le hiciera saber inmediatamente.
Esto ya era el colmo. ¡Ni siquiera un profesional me creía! Ya enojado, me fui muy fastidiado, pisando
fuerte y con muy mala cara. Decidí investigar y llegar a una conclusión por mi propia cuenta, ya que a los
ojos de los demás, me estaba volviendo loco.
Sin perder tiempo, volví a casa, y al asomarme a la sal de estar, sentí escalofríos en mi cuerpo: Jessica estaba
tirada en el medio de la sala de estar. Corrí hacia ella, y al tomarle el pulso, descubrí que estaba muerta.
Una hora más tarde, la casa estaba llena de policías y forenses. Me interrogaron y también a los vecinos de
la zona. Luego, interrogaron al psicólogo. Después, llegó el inspector y habló con él también. En su rostro
parecía haber preocupación, aunque yo sentía que algo andaba mal. Al cabo de unos minutos, una furgoneta
policial arribó a la puerta, y varios oficiales descendieron. Dos de ellos se me acercaron con rostro
imperativo.
John Gerrideb, debe acompañarnos.
Me agarraron de los hombros y me esposaron en segundos. Luego, me escoltaron a la furgoneta junto con
otros oficiales armados, pero antes se subir, el psicólogo los detuvo, se me acercó y me dijo al oído
-Espero que hayas gozado de mi regalo, John.
Lo miré con peculiaridad, y me sonrió. Los oficiales me subieron a la furgoneta. Al arrancar el motor, todo
se me hizo claro en mi cabeza: el bulto, la alfombra, Jessica, el psicólogo. Todo podía significar solo una
cosa: venganza.
-
Tú, maldito. Fuiste tú. Eres un…
Antes de que siguiera hablando, me inyectaron un sedante que me durmió al instante. Pero antes de cerrar
los ojos, logré ver como ese rostro que me resultaba familiar me saludaba a la distancia por última vez, feliz
de haber cumplido su plan que venía tramando hacía tanto tiempo.
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