Subido por Marcos Aguero

01-Radiana Esther Cross

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F u e r a
d e
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s e r i e
Cross, Esther
Radiana / Esther Cross ; editado por Ana Ojeda. - 1a ed . - Ciudad Autonoma de
Buenos Aires : El 8vo. Loco ; Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Tren en Movimiento Ediciones, 2017.
98 p. ; 24 x 16 cm. - (Fuera de serie ; 6)
ISBN 978-987-4074-02-7
1. Literatura Argentina. 2. Ciencia Ficción. 3. Narrativa Argentina Contemporánea.
I. Ojeda, Ana, ed. II. Título.
CDD A860
Coordinación general: Ana Ojeda y Alejandro Schmied
Edición: Ana Ojeda
Interiores y tapas: Alejandro Schmied
Diseño original de tapa: Laura Ojeda Bär ([email protected])
Imagen de tapa: www.hubblesite.org
© 2007, 2017, Esther Cross
Published in arrangement with the official agent Mariana E. Califano, Studio Grimorio: [email protected]
Este libro puede leerse y descargarse de manera gratuita de: www.el8voloco.com.ar
y de: www.trenenmovimiento.com.ar
© 2017, El 8vo. loco ediciones
fb: /el8vo.loco
[email protected]
© 2017, Tren en movimiento ediciones
fb: /trenenmovimiento.ediciones
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Se terminó de imprimir en
Bonus Print, Luna 261, CABA
en el mes de marzo de 2017
Impreso en Argentina – Printed in Argentina
Para Ricardo
¶1
Yo, Rita Lavenza, dejo esta carta como testamento único y universal. Las regalías de mis discos son para mi marido, mis cosas en general
son para mi marido; el piano también.
Mi marido dispondrá de mis restos mortales. Sinceramente
No firma. Le parece que una carta manuscrita es, de por sí, una
firma. Ve que tiene un poco de sangre en el dedo. Le arde. La piel se
levantó y su ausencia se hace sentir. Al centro, al fondo, cuando entorna los ojos, brilla la carne en estado puro. El pájaro de madera del
reloj grita un par de veces. Piensa en lo feo que es el reloj y se apura.
Falta poco para que llegue la hora, entonces se para y camina el
cuarto como si fuera una calle con vidrieras y todo. Frente al espejo,
no se da cuenta de que a sus espaldas se asoma una forma un poco
torpe y humana.
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¶2
–Rita –dijo Elmer Dus, profesor en Ciencias Eléctricas, a la foto
de su mujer.
Rita Lavenza sonreía en primer plano. Su firma se cortaba en donde empezaba el marco. Decía Rita Laven, con esa letra que él había
aprendido. Una letra de caligrafía, intachable y clásica, igual a la de
casi todo el mundo; una letra que él puso empeño en copiar durante
tardes completas, hasta que un día descubrió que podía hacerlo bien,
que su letra era ahora idéntica a la de ella.
–Puedo escribirte las cartas para que ensayes tranquila –le comentaba Elmer Dus, contento con sus logros–. Puedo firmar los contratos, puedo darte una mano. Nadie va a darse cuenta, Rita. Esta ola
de éxito vino con las cartas para responder y las fotos para firmar, sé
que lleva tiempo y que eso te duele. Sé cuánto te cuestan las tardes
sin ensayar. Hay que hacer algo. Vale la pena –decía, con los dedos
enganchados en el cinturón de cuero, mientras miraba la punta de sus
zapatos, con ese gesto que le restaba años. Después se concentraba,
como un chico, frente al cuaderno de caligrafía, hasta que las palabras que formaban sus pilas de apuntes, hasta que las palabras que
nombraban sus ideas (robot, energía radiante) empezaron a salir con
la letra de ella. Las cosas sonaban más convincentes, era como si ella
las leyera con su voz especial. Salían cada vez mejor y más rápido. Era
un bebop escrito.
Cuando la aprendió hasta el punto de que le salía sin querer, pudo
reemplazar a su mujer en la firma de fotos y de cartas, con tal de que
ella tocara el piano y no perdiera el tiempo en esos trámites, en los
fans, a quienes se debía. Con tal de que ella pudiera tocar el piano y
dejara de quejarse. Tanto se habituó a firmar las fotos de su mujer
para los admiradores del mundo, mientras sacaba cuentas y perfeccionaba los circuitos dibujados en los planos, que se convirtió en un
reflejo automático –llegaban cientos de cartas y pedidos de fotos– y
una vez firmó un balance con el nombre de su mujer y tuvieron un
problema. Y otra vez, cuando un conocido le mostró una foto de su
hijo recién nacido, no pudo contenerse y la firmó como Rita Lavenza.
Ni hablar de cuando Rita murió y le pidieron que firmara el recibo
del certificado de defunción que le entregó el forense, y él, en vez de
Elmer Dus, firmó Rita Lavenza.
El profesor en Ciencias Eléctricas escribió la firma de su mujer en
la foto que un fan desinformado, a quien no quería decepcionar con
la noticia de la muerte de Rita, había pedido a vuelta de correo.
Cuando pasó la lengua por el pegamento del sobre, puso cara de
recuerdo.
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¶3
Hacía un par de años había ido a un concierto de piano. Sentado en la platea, había arrancado de un tirón la etiqueta que colgaba
del smoking alquilado. Había pensado que la vida no era ni buena
ni mala, ni corta ni larga, ni rápida ni lenta. Que era, en fin, lo que
era. Había ido al concierto para acercarse, en el intervalo, a la señora
Bárbara Astor, que esa noche organizaba un beneficio. Al acercarse intentaría conseguir su subvención porque quería concretar algo
que venía planeando hacía tiempo. Una revolución científica, y si era
científica era todo. Pero no lo hizo. Algo más importante se cruzó en
su camino. No más importante. Algo de la misma importancia pero
que revistió también carácter de urgencia y prioridad. Una mujer,
poco llamativa, se sentó frente al piano y empezó a tocar un nocturno
que era igual a ella, algo que parecía insignificante, para insistir, una y
otra vez, en una clave perdida, en la respuesta para todo, que era esa
forma que tomaba el nocturno en una y otra dirección y las manos,
sí, las manos que tocaban esa música.
Al profesor se le prendió la lamparita. Leyó el programa que tenía
entre las manos. Conoció el nombre de la pianista, y el de la música
que oía. Había encontrado algo que le faltaba y de lo que ni se había dado cuenta. Pero ahora también sentía que su ausencia podía
convertirse en un infierno. Entonces sí que la vida podía ser buena
o mala, corta o larga, fácil o difícil, todo eso a la vez, más su red de
asociaciones. Es decir que esa mujer le había gustado realmente.
Pero estamos hablando de una persona sofisticada. Y la sofisticación es materia de detalles. El profesor Elmer Dus tenía gustos de-
finidos. No era que le gustara como loco la señorita Rita Lavenza.
Era eso pero menos pero más. Era eso considerado bajo la lupa de
un verdadero detallista. Le encantaba Rita Lavenza sentada frente al
piano. Zoom. Las manos de Rita Lavenza tocando el piano. Primerísimo primer plano: las manos de Rita Lavenza tocando ese nocturno
de Chopin. Más: tocando el Nocturno en mi bemol de Chopin. Así
de definido y fácil y difícil. Salió corriendo de la sala y tropezó con
el acomodador que le mostró una cara diferente y para mal a la luz
de la linterna. Compró flores. Dio propinas. No le importó cancelar
la cita con Bárbara Astor para equipar su nuevo laboratorio. En ese
momento supo que iba a conseguirlo. Y que este nuevo fin que había
aparecido en su vida, las manos de esa mujer mientras tocaban esa
música –y realmente la tocaban–, había convertido su otra prioridad,
cuestión de vida o muerte, su gran experimento, en un medio para
conquistar las manos de Rita Lavenza. Porque el fin justificaba, como
siempre, los medios.
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¶4
Era una persona sofisticada. Consiguió una cita para conocer a
Rita Lavenza. Pero al verla y sentir que explotaba de alegría, se despeñó en picada hasta el abismo de la decepción. Supo que el silencio
que dominaba el encuentro era un signo inequívoco de fracaso. La
mujer era culta, ya sabía que le gustaba, y no vestía mal, tenía un
pelo –pensó– de muy buena calidad. Pero la suma de las partes no
era igual al todo y Rita Lavenza se dio cuenta. El profesor insistía en
decirle que la iluminación de su camarín era muy mala. Incómoda, se
puso a tocar el piano que tenía ahí para entrar en calor. Tocó un poco
del Nocturno en mi bemol de Chopin y entonces el profesor no pudo
contenerse. Y le pidió la mano.
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Mi mano os doy. Campanas, velas, música y anillos, gente bailando como loca el tap y el mambo, canapés, concierto en la pagoda,
helados de cereza. Ella era una persona dócil –por eso tocaba tan bien
esa música– y aceptaba algunas sorpresas con la misma naturalidad
con que ignoraba el pentagrama. Así con todo.
Su carrera, por ejemplo. Meteórica. A los 6 años su madre le dijo
que tenía manos de pianista, invirtió causa por efecto, la enroló en el
conservatorio y ya se había echado a andar la historia. Poco conforme
con iniciarla en el camino al que sin duda estaba predestinada, su
madre también le había mostrado la forma más segura de seguirlo,
aunque fuera, le aclaraba, interminable. Convencida de que su hija
tenía eso que llamaba don, la obligó a dedicarse a tocar ese nocturno
de Chopin. Y nada más que eso.
Lo hacía muy bien, le aseguraba, con un dedo en la oreja, porque
tenía buen oído. Pero esa música, agregaba, tenía magia, es decir que,
conocido el truco, que podían seguir muchos, Rita tenía que superarlo para llegar más lejos, hasta convertirlo en algo más, en otra cosa
que solamente ella podría hacer. En nada menos.
–Hasta que un día –decía su madre cuando tomaba una copa de
más– la gente hable del Nocturno en mi bemol, de Chopin y de Lavenza. Del Nocturno en mi bemol de Chopin de Lavenza –decía, con
una sonrisa que se tragaba el futuro.
Siempre tenía que tocar el nocturno. ¿Por qué no le pedían Scriabin? A ella le hubiera gustado eso. ¿Por qué no podía probar con Satie? Si le encantaba. O Igor Stravinsky, que era el favorito de Bárbara
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Astor. Nada de eso para ella. A ella el Nocturno para siempre. Primero
se había tomado en serio el desafío y ensayaba y ensayaba hasta que
le ardían los huesos de los dedos. Después vinieron las sorpresas y
las mañas. Pero eso era aburrido. Lo más difícil era hacerlo siempre igual, no variar nunca, de manera idéntica, repetida. Aprenderlo
de memoria hasta ganarle a la memoria. Llegó a practicar una rutina inalterable porque sabía muy bien, lo había pensado mucho: hay
ciertas cosas que solamente nacen en el lugar apropiado y bajo muy
determinadas circunstancias. Iba a tocar ese nocturno una y otra vez
y muchas veces más.
Cuando su madre estaba viva, porque su madre estaba viva y le
decía que su traición podía llevarla a la tumba. Cuando su madre
murió a pesar de su obediencia, porque su madre estaba muerta, y las
promesas con que los muertos gravan a los vivos, pesan un poco pero
son, al mismo tiempo, la raíz que los liga a la tierra. Rita había alcanzado la fama con ese nocturno y era una persona fiel a sus orígenes.
Se debía a su público que, al igual que su madre, le pedía sólo una
cosa: ese nocturno de Chopin. Era mezquino, pensaba Rita, negarse a
complacer un pedido tan simple y definido como ése.
Cada tanto se hartaba, disconforme, atenta y crítica a algunas cosas: esas venas azules como anguilas que se hinchaban en sus manos
cada mañana, una gota de perfume condensada en un frasco, y el
trabajo del tiempo en general. Sabía que algo no andaba bien pero
insistía. Después de todo, si esa música era su vida y ella la dejaba,
entonces, de pensarlo, se moría.
Era para agarrarse la cabeza. Se daba cuenta de que cada minuto
era el resumen de su vida. Cuando conoció al profesor pensó que se
había cruzado a alguien con quien pasar buenos momentos, alguien
a quien ella, en realidad, no le importaba demasiado. Un Profesor en
Ciencias Eléctricas, que un día iba a hacer un robot, un hombre bueno y fuerte, enamorado de sus manos cuando tocaban el Nocturno en
mi bemol de Chopin. Ella también estaba enamorada de sus manos y
no les tenía celos. Al contrario. Ella y el profesor compartían la misma causa y el amor era un efecto. Pero algo salió mal.
¶6
En la boda de Rita y Elmer Dus, una tragedia casera conmovió al
personal doméstico. Y también, de rebote, a ellos. Norma, la mucama, se lastimó con un tirabuzón, le dolía muchísimo. La culpa fue de
Hugo, el cocinero del profesor Dus. La miró y pensó que sus piernas
eran muy bonitas, que esas piernas no podían estar solas, que la soledad de esas piernas era una injusticia. Hugo era un caballero y no iba
a tolerar semejante afrenta a una dama, así que corrió para abrazarla
por la espalda. Y lo hizo. Lástima que ella justo destapaba una botella
de Châteaux de Pleyel con un tirabuzón de acero. Norma reaccionó
a la altura de las circunstancias. Su grito dio la nota, aguda y fuera de
lugar, en la función nupcial del Nocturno en mi bemol de Chopin, que
era el regalo de Rita a su flamante marido. Que siempre fue flamante.
Rita Lavenza retrocedió espantada. Se oyó el zumbido de una mosca
inexacta.
El grito de Norma le recordó que seguía al pie de la letra cada nota
de la partitura. Que en su memoria podía anidar el desconcierto. El
grito salió de la boca de Norma, que no tenía freno. Atravesó la cocina. Cruzó en ráfaga la sala y la puerta que daba a la fiesta en el jardín.
Siguió derecho por el camino de grava que llevaba a la pagoda. Espantó a los pájaros, pasó al bies entre los invitados. Llegó hasta Rita.
Rita dejó de tocar. Rita no pudo seguir. Se dio cuenta de que hacía lo
que hacía porque dejó de hacerlo.
Elmer Dus dio un respingo en el asiento. Hizo lo que pudo. Juntó las piernas, las cruzó, las estiró, se aferró al apoyabrazos, se echó
hacia atrás, después a un lado, al otro, hasta probó con el Pensador
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pero fue inútil. Probó con todas las fuerzas de la urbanidad. Inútil.
Se paró porque no sabía qué hacer. Desde el escenario improvisado
en la pagoda, Rita lo miraba con ojos de pescado. El profesor tosió a
propósito. Trató de calmar a los invitados, que estaban lo más bien.
Le hizo una mueca a uno, de 8 años, que miraba a los grandes que
se hacían preguntas con los ojos. Un hombre ensayó un aplauso. El
profesor siguió de largo. Calculó la distancia que lo separaba de la
entrada a la casa. De ahí había venido ese grito que le había pulsado
la sangre con la fuerza de un rayo. Dio un paso, dos, tres. Contó hasta
treinta. A medio camino, le hizo honor a su ansiedad y dio dos pasos
juntos en el aire. Algunos invitados quisieron ayudarlo. El profesor
no llegó al piso.
Ya dentro de la casa, cerró la puerta, suspiró aliviado al apoyarse
contra el marco. Miró para la izquierda, la derecha y la izquierda. Su
sombra lo guió hasta el salón, donde casi tiró un balde granizado de
caviar. Fue a la cocina. Empujó la puerta. Vio a Hugo con una servilleta ensangrentada en la mano. Y a Norma con el brazo ensangrentado. Subió las escaleras. Al entrar en su escritorio, chocó contra un invitado que quiso cortarle la cola de su frac con una tijera. Forcejearon
y el profesor zafó y siguió de largo. Había olor a cigarro. Le importó
poco. Oía, por la ventana, la fiesta del jardín. Le importó menos. Lo
que había pasado había convertido su pasado en un sueño, bastante
malo, y estaba despertando. El profesor entendió todo. Rita Lavenza
había tenido un crac. Rita había tenido un lapso. Rita Lavenza había
tenido pánico escénico. Y ahora, cada vez que tocara el Nocturno, ese
momento iba a planear sobre sus manos; ese momento sería la madre
de la equivocación. No volvería a ser lo mismo.
–Never more –pensó el profesor, mientras sentía que los años que
faltaban de su vida salían hechos agua de sus ojos.
Cuando se fueron los últimos invitados, el profesor despidió al
cocinero.
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A pesar del desconcierto que había llegado para quedarse entre
los dos, Rita Lavenza y Elmer Dus se entendían. Cancelaron la luna
de miel sin ponerse de acuerdo y los primeros meses de matrimonio
se contaron en días de a ratos divertidos. Un día ella estaba parada en
lo alto de la escalera y vio a Norma en la planta baja, le pareció que
lloraba y se puso nerviosa. El profesor le preguntó:
–¿Qué pasa? ¿Qué? ¡Dios santo! –y agitó bajo su nariz un frasco de
sales. Ella no respondió y eso estuvo muy bien.
Hablaban y hablaban del día de la boda, recordando cada cosa
en sus mínimos detalles. La llovizna que cedió a un sol débil, la casa
que marchaba al compás de los preparativos. Trataban de recordar
el número exacto de ramos de flores que habían llegado, el vestido
turquesa de la señora que tocó la marcha nupcial con su organito
desde lo alto de la escalera. Recordaban hasta las palabras que se dijeron cuando el profesor golpeó la puerta de la habitación para ver si
estaba lista y las cajas llenas de comida que Hugo inspeccionaba con
su humor afilado y excelente. Recordaban que los invitados dijeron
oh al verla bajar las escaleras, y el jardín lleno de autos lustrados que
un chico de la calle cuidaba por monedas. Recordaban todo al detalle
pero a medida que avanzaban en la secuencia de ese recuerdo, cuando llegaban a la parte en que por culpa del grito de Norma ella había
dejado de tocar, no podían seguir adelante. Para salvar el silencio,
para alejarse de esa zona de necrosis, se dedicaban a detalles hasta
entonces olvidados, detalles que activaban la máquina de asociar: el
señor que los felicitó por el jardín era el primo de tal o el amigo de
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ésa, la peluca de Bárbara Astor fue comentario por días enteros. Era
increíble que todo eso hubiera pasado en tan poco tiempo cuando
a ellos las sobremesas no les alcanzaban para armarlo en sus piezas
de juego en expansión. Se miraban con una sonrisa que al mismo
tiempo que tentaba daba miedo. Con la vista pegada a las fotos del
álbum que abrían cada tarde, advertían deslices sin importancia que
podrían haber hecho grandes diferencias: si la lluvia no hubiera parado todo habría sido distinto, las bochas de helado salían disparadas
como proyectiles desde las cucharas pero de no haber sido por eso no
hubiera sido una boda auténtica, la señora que cayó en la pista de baile por suerte no se había roto una pierna. Algunas veces se miraban
con un dejo de desconfianza: ¿estaban seguros de que había sido así o
ya estaban inventando? Era un deporte de pareja que practicaban con
soltura. Era una boda interrumpida y continuada.
Cuando cerraban la puerta de la habitación cada noche, los detalles incómodos del día se perdían en la calle y los cajones de los
muebles. Las deudas que de día llevaban al profesor del escritorio al
teléfono y del teléfono al banco y del banco a los bares oscuros del
puerto, quedaban en suspenso en el abrazo que se daban con ese orgullo que nace de la timidez. Y el peso que flotaba en el pecho de Rita
durante todo el día se iba a pique, lento y seguro como un ancla. Una
mañana el profesor anunció que desde ese día:
–No más jugo de naranjas –y condenaron las naranjas con una
cara de asco que después ella apenas podía reprimir cada vez que
alguien las nombraba, cosa que afortunadamente no pasaba con frecuencia.
El profesor se decía que la quería, cuando la veía despertarse de
una pesadilla.
–Tengo que admitirlo.
Se decía que la quería cuando se cruzaban en el pasillo. Con una
velocidad que no podía medirse, esa mujer joven y un poco despeinada, que cantaba en voz baja, era enseguida la misma que se acomodaba el pelo, cerraba la boca y conseguía convencerlo de que le sonreía.
–Así es –se decía el profesor, y hundía la cabeza entre los hombros.
Se decía que la quería cuando ella le daba uno de esos disgustos,
que siempre empezaban la noche anterior.
–Si no la quisiera.
Los días –casi todos– en que al llegar a casa la encontraba tirada
en un sillón con los ojos hinchados de tanto llorar porque no po-
día tocar el Nocturno como antes, el profesor hacía todo lo posible
para insuflarle confianza: le decía que iba a estar bien, le cambiaba
de tema, la escuchaba y aceptaba su silencio cargado como un arma.
Se decía que la quería aunque estuviera en un mal momento y se lo
hacía saber aunque ella no le creyera. Elmer Dus cursaba su propia
educación sentimental haciendo de maestro. Que las razones de ese
amor fueran ajenas a su entendimiento era algo que no le preocupaba
cuando la recordaba al piano esa noche en la ópera, aunque pasaba
sus buenos momentos preguntándose por qué ella se había fijado en
él. Justamente ella.
Una tarde oían un programa de radio. Un crítico popular iba a
comentar la carrera de Rita. Antes de que el hombre hablara, leyeron
en voz alta las noticias.
–Del exterior: un colectivo cayó desde un puente en la India –dijo
una mujer con voz que prometía pechos importantes.
–El transporte se precipitó desde lo alto del puente y cayó al río
–leyó la voz impasible de un hombre.
Cuando oyeron que un preso había escapado de la cárcel, el profesor y su mujer suspiraron a coro.
Acto seguido se guiñaron el ojo al oír a una mujer que decía fumar cigarrillos rubios Narguile. El profesor prendió uno. El otro lo
prendió Rita. El profesor de golpe tuvo una idea, que lo distrajo de la
siguiente noticia. Habían encontrado un bebé muerto en una zanja
de las afueras de la ciudad. Cuando el profesor volvió de su idea, las
voces de los locutores se fundían con la música de una publicidad de
jabón. Las manos de Rita caminaban en el brazo del sillón. Sus ojos
eran lágrimas.
¿En qué momento?, pensó el profesor. Le pasó la mano por la cara.
Conocía su cara de memoria y los gestos especiales que tanto le gustaban: cuando ella decía Elmer y su boca se abría en un beso de película, cuando lo miraba y sus ojos hacían una pregunta. La cara de su
mujer era la única cara que recordaba cada noche cuando se dormía,
con ella al lado. La cara de su mujer estaba mojada. ¿Por qué estaba
triste?
–Por qué, por qué, por qué –se torturó pensando el profesor, que
en su cabeza hamacaba a su mujer en una cuna. Sufrió tanto al no
encontrar la respuesta que la olvidó a propósito y de inmediato. Esa
noche fue a dormirse tarde. La idea que se le había ocurrido mientras
oían el noticiero había ganado fuerza mientras pensaba en su mujer.
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Y salía dibujada en el plano que tenía sobre el tablero, un plano hecho
de flechas que visto desde afuera –tal como lo veía él mismo en ese
momento– era bastante raro. Cuando llegó a la habitación, Rita ya estaba dormida. Sus dedos caminaban como locos encima de la sábana.
¶8
Bajo la lluvia y sin paraguas, el cocinero Hugo buscaba trabajo.
Compró el diario pero ahí no encontró nada. Ofreció sus servicios en
un restaurante pero no los aceptaron. Probó en otro.
–¿De qué está hablando? –le preguntó el dueño del lugar, vestido
de mozo. Sus brazos largos abarcaban el salón, lleno de mesas vacías.
A sus espaldas, la patrona le señaló con la cabeza el camino hasta la
puerta. En la feria, les pidió a los vendedores que le dieran una mano.
El del puesto de pollos se la dio con una sonrisa. El de la verdulería
asintió con desgano. El carnicero le aseguró que no podía prometerle
nada.
Vio la fachada del Palace Hotel y entró por la puerta de adelante
para salir por la de atrás sin mayor trámite. Los hoteles de lujo se llamaban Palace Hotel y Plaza Hotel, y los baratos Hotel Palace y Hotel
Plaza. Después de fracasar en los más caros, el cocinero probó en el
Piamonte.
El jefe de personal lo atendió con una sonrisa gentil y apurada.
Lamentó comunicarle que no había vacantes y que, dado el estado de
cosas, le aconsejaba que no las esperara.
Sentado a una mesa de la cocina, tomó la sopa que le dieron, llena
de unas burbujas con biología inclusa, y hasta oyó las sugerencias que
uno de los mozos le cantaba al oído. No había que darse por vencido, lo alentaba, mientras fumaba un cigarrillo largo como un lápiz
y hojeaba una revista. Había cantinas en los bajos fondos, le dijo el
mozo con gesto conocedor. Comedores en el hospital, el asilo Edén y
la clínica privada.
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–¿Qué tal los trenes de pasajeros? –dijo el mozo que, al ver que el
jefe de personal se acercaba, apagó el cigarrillo en el cenicero, hizo
fondo blanco con el vino del ex cocinero del profesor, empujó la
puerta de dos hojas que llevaba al salón y desapareció de su vista para
siempre.
Cuando salió del hotel, vio personas mojadas que corrían por
la calle. Un perro dormía en la entrada del cine. Pasó por una calle
cortada en el momento exacto en que una pandilla de chicos altos y
difíciles se enfrentaba con su Doppelgänger. Pasó por la mueblería.
El vendedor de limonada negaba con la cabeza, camino a casa. El
vendedor de paraguas estaba en su esplendor.
Pagó el último día de pensión y, atento a los consejos del mozo, fue
al hospital. Nada. A la clínica privada. Menos. A las cantinas de los
bajos fondos. A las pensiones, que tenían esas puertas gruesas que se
cerraban tan rápido en su cara. Habló con el vendedor de limonada,
pero el hombre le dijo que apenas tenía trabajo. Y con el vendedor de
maní, que le dijo lo mismo pero en italiano. En la farmacia no necesitaban cadetes. Y en el correo, los puestos de vendedor de estampillas
y cartero estaban tomados.
El cocinero no se dio por vencido. Era un hombre trabajador. En
la flor de la vida. Y de buena presencia, se dijo al ver el reflejo de
su altura y la forma de su cuerpo en la vidriera de una agencia de
empleos. El empleado comía un sándwich y tomaba cerveza. Se secó
la boca con la manga del traje a rayas y lo invitó a sentarse. Pero no
pudo porque no había sillas.
Como bien sabía el cocinero, la gente, en esos días, tendía más a
reducir el personal que a aumentarlo.
–La cosa está difícil –le dijo el hombre, con gesto conocedor–.
Muy difícil –agregó, mientras hojeaba un fichero. Sacó una ficha que
puso boca abajo sobre la mesa.
El cocinero esperó. El empleado de la agencia de empleos, no.
Lo miró. Dio vuelta la ficha y habló.
–Hay un inventor en la ciudad. Es el señor Ganz. ¿Conoce el Tónico Capilar Perlmutter?
Aunque no lo conocía, porque a él no se le caía el pelo, el cocinero
asintió.
–¿Alguna vez oyó hablar de la Faja Reductora Atlantis?
El cocinero nunca había oído hablar de la Faja Reductora Atlantis
pero de todas maneras asintió.
–¿Le suena familiar el Audífono Auditon? ¿Ha visto la publicidad
de la pasta de dientes Blanqueza, que deja los dientes como la nieve
después de un mes de cepilladas con el cepillo especial que trae de
regalo? –le preguntó, mientras le miraba los dientes.
No conocía el audífono, ni la pasta de dientes ni el cepillo especial
pero igual dijo sí en voz baja.
–Entonces conoce, seguro, la tintura Juvenal, la única que, además
de cubrir las canas, viene con un pomo de brillantina de regalo.
A esta afirmación el cocinero no tuvo que asentir porque el empleado de la agencia de empleos lo daba por sentado.
–Todos estos grandes inventos son obra del señor Ganz. El señor Ganz necesita –dijo el empleado rascándose la cabeza– a alguien
como usted. La comida es buena. La paga es excelente. El trabajo es
fácil. Tiene el techo asegurado. No quieren otra referencia que la del
buen aspecto, y usted cuenta con eso.
Fue así como, de un día para el otro, Hugo, el ex cocinero del profesor, se convirtió en modelo.
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¶9
Rita se despidió de su marido en lo alto de la escalera. Aunque
tenía tiempo, estaba apurado. Y se había peinado de una manera que
la hizo acordar a la palabra regimiento.
Después de besarla bajó las escaleras, seguido por su nube de colonia. Rita oyó los pasos del profesor que bajaba a los saltos. Vio su
pelo de charol y la etiqueta que colgaba del pantalón del traje nuevo.
Siempre el mismo. A pocos meses de casados, ya podía decir eso.
En el hall de entrada, Norma recibió de manos del profesor el fajo
de sobres para despachar en el correo. Lo guardó en el bolsillo del
delantal junto al dinero que el profesor contó delante de ella. Antes
de cerrar la puerta, el profesor Dus se dio vuelta. Saludó con la mano
a su mujer. Rita, desde la altura, empató el gesto y dijo suerte al mismo tiempo que se cerraba la puerta. Norma la miró desde el hall de
entrada. Rita la saludó con la cabeza.
El Profesor en Ciencias Eléctricas apretaba el maletín bajo el brazo. Llevaba unos planos enrollados en la mano y jugaba con la alianza
que brillaba en su dedo. Pasó por la florería y saludó con la cabeza a la
vendedora. Una maestra seguida por una fila de chicos transformaba
la ciudad en un museo. El vendedor de plumeros caminaba la cuadra.
Un hombre sándwich daba vueltas en la esquina, casi tapado por la
cartelera que llevaba a cuestas y anunciaba las ofertas de ese día en las
tiendas Grandes Tiendas. El sol rebotó en los anteojos negros de una
mujer con resaca. Pasó por la feria. En el camino, le ganó un hombre
disfrazado de detective privado. El vendedor de maní discutía con el
de limonada. Una nena envuelta en harapos le sonrió con cara de madre. Cuando alcanzó el barrio residencial, el profesor apuró el paso.
Frente a la casona de Bárbara Astor, no aminoró la marcha –todo
lo contrario–, mientras se daba cuenta de que los ruidos de la ciudad
retrocedían cuesta abajo. Golpeó la puerta con un llamador que tenía
forma de garra de león y para su sorpresa sonó el timbre.
Le abrió el mayordomo, que tenía cara de antiguo chico-problema.
Estiró la mano con una bandeja de plata sobre la que el profesor dejó
su tarjeta. Dos perros falderos llegaron ladrando hasta sus pies. Por
alguna razón incomprensible, se peleaban. Cuando el mayordomo los
separó con una patada, uno de ellos, que respondía al nombre de Ringo, tenía la etiqueta del traje del profesor entre los dientes.
Sentado en un sillón rosa y profundo, Elmer Dus miró las fotos de
Bárbara Astor, a bordo de un yate y debajo de un puente, encima de
un poni y al lado de una pirámide, al frente de un grupo, a punto de
cometer una falta en el Golf Club, vestida de novia en una fiesta de
disfraces y de nena en una comida en el Palacio de Gobierno.
Bárbara Astor entró en la sala seguida por una mucama, que parecía la melliza del mayordomo y traía una bandeja con cosas que
hacían ruido y daban hambre. Bárbara Astor agarró un sándwich del
plato, le sacó el pan y tiró el jamón a los perros. Ganó Ringo.
–Profesor en Ciencias Eléctricas, qué cosa rara –dijo la señora Astor, mientras se llevaba una mano a la cintura–. Es la Faja Reductora
Atlantis –comentó, disculpándose–. Todo el mundo la usa. Tengo varias.
Tirada en la otomana, Bárbara Astor era una persona de carne y
hueso. De más carne que hueso. Tenía un perfil formidable aunque
no podía decirse lo mismo de su cara completa. Y los ojos que tanto
ponderaban en los sociales del diario le hicieron pensar al profesor
en la palabra china.
Elmer Dus habló de la vida en general, y de algunos detalles de la
vida en general que siempre venían bien. Mientras Bárbara Astor le
ofrecía algo para tomar –no, muchas gracias– le contó cuánto tiempo
venía dedicando a su proyecto. Le habló de los autómatas de los reyes
del Renacimiento de Europa Oriental, de la complejidad exquisita de
las máquinas. Bárbara Astor jugaba con su perrito Ringo.
–¿Y para qué quiere un robot? –preguntó la señora Astor.
El Profesor en Ciencias Eléctricas abrió el plano que tenía enrollado a un lado en el sillón. Con un lápiz rojo, trazó una línea que iba
desde un brazo de robot hasta una palanca dibujada en un extremo,
mientras decía la palabra circuito, y enlazaba esa línea con otro punto
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del dibujo y su boca se poblaba de operaciones motrices y el mundo
avanzaba hacia un futuro que él pudo resumir en pocas frases.
–Haremos historia –dijo el profesor, y sus ojos hojearon las páginas de una enciclopedia del futuro, mientras su lápiz seguía yendo de
aquí para allá por todo el plano, hasta que el dibujo original quedó
tapado por un nudo de líneas y de círculos. Bárbara Astor miró la
hoja y bostezó.
–Sé que parece complicado, como todo –dijo el profesor–. Si dibujo ahora mismo un cuerpo humano, y trazo conexiones de lápiz en
su interior para demostrarle que el cuerpo es una máquina perfecta,
pasaría lo mismo. Si en este mismo momento hiciera un dibujo en
que se nos viera a los dos, sería muy parecido al caos. Una flecha saldría de sus ojos al perro, que le reclama algo. Otra saldría de mi boca
a sus oídos. Y de sus oídos a mi boca. Al mismo tiempo, otra flecha
tendría que dar cuenta de la conexión entre lo que pienso y lo que
digo, y otra más entre lo que usted piensa de lo que digo yo, en caso de
que piense algo. Eso no sería nada. Tendría que dibujar una línea, que
fuera de mi cerebro a mi mano, de mi mano al lápiz, del lápiz al plano,
del plano a mi cerebro. En el medio habría que dibujar también todo
lo que interrumpe y completa el momento. Desde la ventana, tendría
que venir una flecha que llegara a nosotros por culpa de la armónica
del afilador. El dibujo de nosotros dos hablando quedaría igual a este
plano. Así es la vida, Bárbara. Y yo quiero dar vida artificial.
–Qué curioso, Elmer–dijo la señora Astor–. Yo prefiero no pensar
en esas cosas y, por otro lado, qué puedo hacer por usted. No entiendo.
Sus ojos se entornaron con la sombra del poder y la sospecha. Enfocaron, al abrirse, la pila de correspondencia que tenía sobre la falda.
El profesor Elmer Dus no estaba preparado para una pregunta tan
directa. Había ensayado la explicación de su proyecto, había caminado por su laboratorio hablándole a una señora Astor callada y atenta, casi muerta de entusiasmo y curiosidad, para terminar por decir
dos frases sueltas: conexiones con gente importante, una suma difícil
para él y fácil para ella. Pero Bárbara Astor lo había interrumpido con
su estilo de birome. Con las piernas cruzadas y los brazos también, el
profesor trató de mantener la calma. Tendría que recordarle, se dijo, la
fortuna invertida en esas obras de arte que no entendía nadie. Tendría
que recordarle adónde iban a parar los fondos que mensualmente le
entregaba a la Fundación Amigos No Más Penas. Qué era todo eso
comparado con la construcción de un robot. Elmer Dus se dio cuenta
de que le faltaba el aire. Maldijo la hora en que se había comprado ese
traje tan caro. Guardó el lápiz rojo en el bolsillo del saco. Enrolló el
plano, que a él también le pareció un lío, y con los ojos clavados en el
piso, negó con la cabeza. En ese momento se operó el milagro.
–No se vaya –le dijo la señora Astor. El profesor Elmer Dus le hizo
caso. Miró a Bárbara Astor, que volvió a llevarse la mano a la cintura.
–Es la Faja Reductora Atlantis –le dijo, señalándose la cintura con
la cabeza–. Dicen que es muy buena pero la verdad es que también
es incómoda.
–Usted –dijo el profesor Dus–, usted –repitió mientras pensaba en
Rita– no necesita ninguna faja reductora, señora.
Bárbara Astor lo miró complacida. Fue entonces cuando decidió
darle una mano firmando uno de sus generosos cheques. Y lo admitió
en su círculo.
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¶ 10
–Un regalo –dijo Elmer Dus. Le había traído a casa un pote de
crema para manos Hands, de los laboratorios Ganz. Había visto el
aviso en el diario.
Rita abrió el regalo. Y él, el que le dio ella.
–Almas gemelas –se dijeron, paquetes en mano. Era la goma de
borrar Soma, de los laboratorios Ganz. Podía usarla para sus planos.
Los dos sonrieron a cara completa.
Sentado en una esquina del sillón de tres cuerpos, con el suyo a
punto de despegar por la inquietud, Elmer Dus hizo chocar los cubos
de hielo en el vaso de ginebra. Como otras tantas tardes, hablaba con
su mujer.
–Es increíble –decía ella–. Ahora me llaman de todos lados desde
el día en que me equivoqué.
–Famosa –dijo Dus.
–No fue para tanto. ¿Verdad que no?
–Verdad que no, exactamente –repitió Elmer Dus.
–Es cierto –dijo ella.
Se quedaron callados. Norma entró en el estudio, sin llamar a la
puerta, para avisar que la cena estaba servida.
Comieron como reyes y hablaron como nunca. Cuando terminaron de comer, Elmer Dus fue a la cocina y le dijo a Norma que la
próxima vez que entrara sin llamar a la puerta iba a despedirla.
¶ 11
El señor Ganz preguntó:
–Después de todo, ¿qué es el tiempo?
Se apuró a hablar antes de que el ex cocinero de Dus dijera que ni
idea.
–Pasado, presente, futuro. Antes, ahora, después. Palabras –dijo
el señor Ganz, y se le cayó al piso el vaso lleno de vino que tenía en
la mano.
Hugo no llegó a ayudarlo porque el señor Ganz le dijo que no era
necesario.
–No se vuelca, ¿ve? –agregó, señalando el vaso caído y lleno en la
alfombra.
El señor Ganz le dijo que, una vez perfeccionada la técnica, iba a
aplicarla a un juego de copas de Bohemia. Pero faltaba para eso y el
vaso goteaba, lento y seguro, en la alfombra.
–No importa –dijo el señor Ganz–. Mire –y borró la aureola de inmediato con el Quitamanchas Concepción. Después volvió al tema–.
Conoce nuestros productos.
Abrió el cajón del escritorio y sacó recortes de diarios y revistas.
En todos, un modelo, más bien desmejorado en el recuadro que decía
antes, sonreía, conforme con su aspecto, en el de al lado, que decía
después.
–La gente cree en los milagros pero también exige pruebas. Las
dos cosas a la vez. Los milagros no existen. Pero las pruebas sí. Su
trabajo es simple, dejarse fotografiar. Ahora, después. Eso es todo.
Necesito su tiempo.
Hugo firmó el contrato y le dio la mano al señor Ganz.
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Al rato estaba sentado en una silla, frente a la cámara de fotos.
Atento a las instrucciones del señor Ganz, sonreía.
¶ 12
Sentada al piano, Rita Lavenza miraba su foto antes de firmarla,
con una dedicatoria –Todo mi cariño– para uno de sus fans. Las cartas
llovían como deudas. Responder y firmar fotografías la ayudaba a invertir el tiempo que perdía sin poder tocar. Su marido entró en la sala
chasqueando los dedos. Rita avaló la interrupción con una sonrisa.
Parado a su derecha, le dijo que mirara lo que estaba por hacer.
Tomó una de las fotos y con una letra idéntica a la de ella escribió
la dedicatoria –Todo mi cariño– y estampó una firma que decía Rita
Lavenza.
–Puedo escribirte las cartas para que ensayes tranquila –le comentó Elmer Dus, contento con sus logros–. Puedo firmar los contratos,
puedo darte una mano. Nadie va a darse cuenta, Rita. Esta ola de
éxito vino con las cartas para responder y las fotos para firmar, sé
que lleva tiempo y que eso te duele. Sé cuánto te cuestan las tardes
sin ensayar. Hay que hacer algo. Vale la pena –le dijo, con los dedos
enganchados en el cinturón de cuero, mientras miraba la punta de sus
zapatos, con ese gesto que le restaba años.
Norma entró en la sala sin llamar a la puerta y Dus le dijo que esperaba que fuera la última vez que interrumpía de esa manera.
–La próxima vez, la despido –le dijo Elmer a Rita, pero firmó una
foto con el nombre y la letra de Rita, y volvió al tema que le parecía
importante.
Desde ese día, se concentró frente al cuaderno de caligrafía, hasta
que las palabras que formaban sus pilas de apuntes, hasta que las palabras que formaban sus ideas –robot, energía radiante– empezaron
a salir con la letra de ella. Las cosas sonaban más convincentes, era
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como si ella las leyera con su voz. Salían cada vez mejor y más rápido.
Era un bebop escrito.
Cuando la aprendió hasta el punto de que le salía sin querer, pudo
reemplazar a su mujer en la firma de fotos y de cartas, con tal de que
ella tocara el piano y no perdiera el tiempo en esos trámites, en los
fans, a quienes se debía. Con tal de que ella pudiera tocar el piano y
dejara de quejarse. Tanto se habituó a firmar las fotos de su mujer
para los admiradores del mundo, mientras sacaba cuentas y perfeccionaba los circuitos dibujados en los planos, que se convirtió en un
reflejo automático –llegaban cientos de cartas y pedidos de fotos– y
una vez firmó un balance con el nombre de su mujer y tuvieron un
problema. Y otra vez, cuando un conocido le mostró una foto de su
hijo recién nacido, no pudo contenerse y la firmó como Rita Lavenza.
¶ 13
Era la primera vez que Norma recibía una carta. La bendijo guardándola en el escote. Corrió a su cuarto y la apretó entre las manos.
Era una carta del cocinero. Había conseguido un buen trabajo, aunque mucho no podía contarle; había firmado un contrato.
Norma mordió la manzana que había secado con el delantal y
pensó que sus dientes eran jóvenes. Entornó los ojos para seguir la
carta. Hugo escribía entusiasmado. Y ella leía de la misma manera.
Además de la paga, su patrón le daba regalos modernos, útiles
y caros que hacían en la fábrica y que iban a gustarle. Norma dejó
correr una película de preguntas en cámara rápida –¿joyas, monedas,
pieles, autos con ruedas de color marfil, una heladera?– pero no quiso
seguir porque la carta la llamaba mientras un dedo independiente
trabajaba feliz entre sus piernas.
Con la carta en una mano y otra mano en lo suyo, siguió leyendo.
Ya iba a saber sobre él. Lo prometía. Cuando fuera un hombre de
fortuna, iba a ir por ella.
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¶ 14
Después del día de su boda, para Rita Lavenza las cosas habían
cambiado. Las cosas habían cambiado aunque ella fuera veloz para
adaptarse a los cambios más rápidos de su época de vértigo. Había
cambiado, de hecho, lo único que nunca había cambiado en su vida.
Porque en su vida habían pasado cosas pero ella siempre había sostenido una rutina de ensayos y funciones, a veces excelentes, a veces
buenas y otras correctas.
Muerta su madre, ella mujer –un día, de muy joven, empezaron a
decirle señora y eso nunca la dejó– cursó de refilón las noticias de una
guerra y su convalecencia, la inflación y la locura de las amas de casa
en los mercados, el malestar de su época de luces, las lluvias que inundaron la ciudad y el sismo en las montañas del Oeste, la compañía
bienvenida de Elmer Dus, la moda de la pollera larga y después mucho más corta. Cuando no era famosa pero ya era una curiosidad, se
pusieron de moda las sesiones de espiritismo y fue a varias que organizó Bárbara Astor –que ahora, sin embargo, la saludaba como a una
extraña– y su madre le hizo el favor de no comparecer en ninguna.
Si miraba su álbum de fotos, le costaba reconocerse pero entonces se
acordaba del eje de sus años que operaba seguro, como un salvavidas.
Durante mucho tiempo había entendido, aunque no se diera
cuenta, que todo podía darse vuelta, que el hallazgo de hoy era el
problema de mañana, que hasta el mismo dolor podía llegar a ser
un buen recuerdo, pero eso no le preocupaba. Los malos podían ser
los buenos y los buenos ser los malos en el sube y baja de la vida. En
medio de tanto cambio inconsulto, había avanzado por los días y los
meses y la guerra y la inflación y el bienestar y su caída sin volverse
loca como todos, con sólo insistir en la empresa de su vida, con tocar
la misma música de siempre.
Desde el día de la boda, eso que siempre estaba con ella, hasta el
grado de definirla, no estaba más. Se había ido al mundo de los objetos perdidos, como esos nombres que pese a los esfuerzos no podía
recordar. Al día siguiente de la boda quiso seguir con su rutina al piano y no pudo. El miedo a equivocarse planeaba con sus dedos encima
de los de ella. Y al llegar a la nota que el grito de Norma había partido
en dos, ella sabía que podía equivocarse. El sacrificio de su marido,
que renunciaba a buen rato de su trabajo para firmar fotos y cartas en
su nombre, más que una solución se había convertido en una nueva
fuente de problemas. Se daba cuenta de que ya no podía culpar a
la demanda del público por sus interrupciones, y encima se sentía
incapaz de confesarle a Elmer que su ayuda era inútil y hasta contraproducente. Al menos la hubiera ayudado a explicarle por qué a veces
su presencia la enojaba un poco, aunque eso era algo que le parecía
mejor no comentar. Sentada en la banqueta, cuando nadie la veía,
imaginaba historias diferentes a la suya pero fracasaba en el intento.
Miraba la tapa del piano, en donde estaban las cartas que le llegaban todos los días. La historia de su pánico escénico había ganado la
ciudad con patas de jirafa. Había despertado la curiosidad de la gente.
Elmer le había dicho que en todas las fiestas que daba en su casa, Bárbara Astor ponía en el tocadiscos el Nocturno que se repetía y repetía.
La música funcional de las tiendas Grandes Tiendas era el nocturno
que pasaban como fondo de las compras de los hombres y mujeres.
En los music halls las bandas aceleraban el Nocturno de acuerdo con
el paso de moda. Gordon Fuentes, su representante artístico, tenía
una teoría al respecto:
–Es la famosa popularidad. Se vienen las batas blancas, Rita. Se
vienen contratos hasta para películas. Un escritor quiere escribir tu
biografía. Tu lapsus se ha convertido en un objeto de análisis que hará
historia. La gente te oye todo el tiempo, y espera con ganas tu próximo concierto. Es el momento de tu vida.
En casa, Elmer Dus le pasaba el brazo sobre los hombros después
de cada nuevo fracaso, y la felicitaba por no ceder al pesimismo,
mientras le decía: Así se hace.
El público no iba a rechazarla si volvía a pasar. Hasta era probable
que quisieran verlo con sus propios ojos. Lo importante no era que
cayera o no, sino que estuviera a punto de caerse todo el tiempo.
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Se sentaba a ensayar y llegado el momento no podía seguir. No
podía seguir y eso era todo. Afuera, en la calle, la gente seguía con su
tiempo.
Mataba el suyo diciéndose que esta vez iba a hacerlo mejor, iba a
volver. Iba a volver a no darse cuenta de las cosas. Iba a andar por los
días con paso seguro. En el reloj cada hora que pasaba traía alivio.
Después hacía tiempo hasta que llegaba la siguiente.
Cuando se dio cuenta de que habían pasado meses sin que realmente pudiera ensayar mientras Dus –pensaba en él en esos términos– se encerraba en su nuevo laboratorio, le pareció un egoísmo
interrumpirlo con su queja. Tomó un trago y prendió un cigarrillo.
Sus manos apretaron el vaso que antes de caer al piso se hizo vidrios.
¶ 15
La segunda carta de Hugo dejó a Norma intranquila. Algo temblaba un poco en los renglones. Todo estaba muy bien, le aseguraba
el ex cocinero. Pero su letra se había reducido. Y la distancia entre
palabras era extensa. Ya no firmaba con su firma completa, sino con
un resumen que casi no entendía.
Norma pasó la mano por el revés de la carta y sus dedos palparon la presión de las líneas de tinta. Hugo le escribía cosas lindas. Le
prometía una vida clara y divertida al mismo tiempo. Esperaba que
el ramo de flores, que le había dejado en la feria con el vendedor de
maní, le hubiera gustado. Se interesaba por su salud y su trabajo y
preguntaba también por su familia porque no había tenido tiempo de
enterarse de que no tenía ninguna. En cuanto a él, las cosas marchaban. Y la verdad es que no podía quejarse de nada. Aunque no estaba
habituado a esa vida de lujo, ahora le costaba imaginarse viviendo
de otra manera. Después de una infancia con demasiados hermanos
para su madre en receso, después de una vida marcada al ritmo de
sueldos que nunca alcanzaban, este descanso sin sobresaltos era un
acto de justicia. Había ganado unos kilos pero estaba seguro de que
iba a perderlos en cuanto empezara con el tratamiento para adelgazar
de su patrón.
–No se preocupe, amigo –le dijo el señor Ganz con los dedos colgando de su chaleco–. En menos de un año, puedo patentar mi… –y
en ese momento miró el techo– Adelgazante Dante.
Norma oyó la campana, Rita Lavenza la llamaba desde la sala.
Dejó la carta y con ella la inquietud de leer al ex cocinero aburrido
y cansado. No le gustó ver su perfil en el espejo del hall de entrada.
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Cuando llegó a la sala y asintió con la cabeza, Rita Lavenza lloraba.
Sus dedos parecían animales excitados.
–Volvió a pasarme. Pero esta vez fue más largo, Norma. No puedo
tocar.
¶ 16
Laboratorio del profesor Elmer Dus. Una mesa sostenida con caballetes. Bollos de papel por todos lados. Cables como para alumbrar un
castillo. Palancas de hierro oscuro empotradas en la pared. Sus guantes
negros de hule. Los signos de positivo y negativo dibujados en tiza por
todos lados. Una lupa. Lámparas eléctricas. Un panel de control con
bombitas sobre varas de metal. Medio sándwich de la semana pasada.
Una botella de cerveza de circa tres meses. Globos de vidrio. Una camilla. Y sobre la camilla el profesor, y sobre el profesor, el peso de la duda.
Estiró los brazos hasta sentir los músculos tensados y quedó así
mientras pensaba. En su escritorio, la foto de su mujer. Parado en
una esquina, el humanoide del profesor Elmer Dus parecía, más que
nada, un robotoide mal logrado. Se daba cuenta. Se agarró la cabeza
con las manos, fuerte, como para que la evidencia de su error no saliera del secreto de su mente.
La verdad era que ahora que había hecho su robot, más que contento, estaba terminado. Cruzó los brazos y en seguida se dio de puños contra las piernas. Se incorporó. Levantó una rodilla y ahí apoyó
su codo. Apoyó el pie en el borde de la camilla, la mirada clavada en el
blanco de su error. Dio de espaldas contra un estante con libros. Una
manzana cayó de la biblioteca y casi le dio de lleno en la cabeza. Se
bajó de la camilla para patearla pero lo pensó un poco y la levantó del
suelo. Encendió las perillas y después de un calentamiento prolongado –tuvo tiempo de darse cuenta de que tenía que cortarse el pelo y
eso lo hizo pensar en una cuenta pendiente con alguien del pasado–,
el robot de Dus levantó un brazo y agarró la manzana con un encanto
que empataba el de un dibujo egipcio.
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Estiró el cuello y se dijo, aunque no quería escucharlo, que su robot dejaba mucho que desear. No lo hacía feliz y ésa era su medida.
Dio media vuelta. Chocó zapatos. Miró a la derecha y la izquierda y
abajo y arriba vio el techo de hormigón. Un ratón hizo ruido en su
escritorio y miró para ese lado. Caminando de costado, bailó un tap
melancólico hasta la mesa. La foto de su mujer lo hacía feliz. Su mujer
sentada frente al piano. Ella sabía hacer las cosas bien, pensó el profesor, mientras se acordaba del nocturno de Chopin.
Dus pensó en la cara de Bárbara Astor cuando viera el monstruo
de juguete, y también en la cara de Rita cuando él le contara. La seguridad de que su mujer iba a encontrar la manera de consolarlo le
dio alivio y en seguida, pena. Con sólo oírla tocar podría sentirse
mejor, pero se dio cuenta de que hacía tiempo que no la oía tocar y
esa ocurrencia filosa abrió paso a otra idea, a la seguridad de que las
mujeres –no entendía por qué– hacían que todo –hasta sus secretos
más dolorosos, hasta no poder tocar, por ejemplo– pareciera un poco
mejor. Miró a su robot, al que en proyectos había llamado robot a
secas, y se dio un golpe en la frente mientras pensaba la palabra error.
Si en vez de un robot fuera una robot. Repasó en voz baja la ropa de
su mujer, colgada en los roperos de la habitación. Se la probó con su
imaginación al robot que tenía parado enfrente. Agarró la bufanda de
lana que colgaba del picaporte y en menos de un minuto improvisó
un turbante de señora en la cabeza de su robot. Su robot que radiaba energía. Donde había hecho un humanoide cortó de tajo el error
diciéndose que sería una robot. Una robot radiante. Radiana, pensó.
Radiana le tendió la mano fea con manzana y todo.
Parado frente a la mesa de comando, el profesor apagó las perillas
y los rayos eléctricos se cortaron con ruido de sartenes en el aire.
En segundos, se deshizo el contacto. El panel quedó apagado. Nada
que ver con su cabeza. Dijo ser o no ser, pero se arrepintió en el acto.
Dijo si pudiera pero no pudo. En el cine de su mente, vio la historia
de su vida y en la historia de su vida vio a su mujer tal como la había
conocido. Pensó en ella y pensó en que ya no había manera de volver
el tiempo atrás.
Dio una palmada correctora en el aire. Y después de horas de encierro, seguro de que estaba en el camino correcto con su nueva idea,
dejó la ocurrencia flotando en el laboratorio cuando cerró la puerta.
Afuera la noche estaba estrellada y en su habitación estaba Rita. Corrió a acostarse a su lado y se dio cuenta de que no dormía. Soñó lo
que iba a hacer al otro día. Tomar prestada un poco de ropa de su mujer para vestir a Radiana. Robarle un sombrero. Y algunos cosméticos
que era mejor que nadie lo viera comprar.
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Salió de debajo de la tela con una sonrisa y en sus ojos brillaban
las luces del éxito. Se acercó hasta el cocinero con los brazos abiertos:
–Perfecto, amigo, perfecto. Empecemos con las fotos, hoy no hace
falta que sonría.
¶ 17
Inmenso fue el disgusto de Hugo la mañana en que no pudo cerrarse la camisa. Estaba gordo como un chancho. Las mangas le apretaban hasta el punto del embutido. Su panza era la envidia de Buda.
Con pasos pesados, fue hasta el baño, mientras se decía que desde ese
mismo momento iba a rechazar las bandejas con comida que el señor
Ganz le enviaba a cada rato. Iba a dejar los bombones. Iba a dejar el
alcohol. Iba a dejar de dejarse estar.
Malas noticias lo esperaban en el espejo del botiquín. No supo si
había pasado de noche, no supo si había sido por el disgusto de verse
gordo para siempre, pero lo cierto es que había encanecido de un momento a otro y que sus dientes parecían amarillos por contraste con
su pelo; estaba idéntico a su abuelo. Bajó la vista con cabeza y todo.
En la ventana del baño, molestaba una paloma. Sus pies eran enanos
en contraste con su cuerpo visto desde arriba. Buscó otra ropa para
ponerse, pero todo le ajustaba. Pensó que el señor Ganz ya no iba a
quererlo para las publicidades de su fábrica. Y estaban a punto de
empezar a publicar los primeros avisos.
–Falta poco, amigo –le decía siempre el señor Ganz cuando él le
preguntaba al terminar las sesiones de fotos. Quería enviarle a Norma
el recorte del diario por correo.
Bajó los escalones como si fueran planetas. La forma de sus pies
se calcaba en el cuero de sus zapatos de marca. Abrió la puerta del
estudio de fotos. El señor Ganz estaba parado detrás de la máquina.
Medio cuerpo tapado con la tela negra y pesada que caía desde la cámara sobre su espalda. Lo enfocó con la lente mientras le decía:
–Quince minutos de atraso, ¿qué pasó esta mañana?
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¶ 18
Rita Lavenza se despertaba cansada. La demora más leve de la mañana aplazaba todo el día en efecto dominó. Era como salir de un
cine a la luz de la calle. Estaba todo dado vuelta. Pero ella circulaba
por las venas de la casa llevando su ánimo caído aunque innegable a
todos lados.
Cursaba noches negras. Tenía pesadillas que consagraban el insomnio como una bendición. A veces, cuando se le daba por ordenar
los roperos y no encontraba algunos vestidos –un día se dio cuenta
de que le faltaba un pañuelo– llegaba sin escalas a la mala conclusión
de que ya se había vuelto loca y de que nadie se daba cuenta. Daba
vueltas por la casa, convencida de que tenía que hacer esto o lo otro,
pero lo único que conseguía era resignarse. Pasaba de refilón al lado
del piano y miraba para abajo, como buscando algo. Dus entraba y
salía de su laboratorio. Dus entraba y salía de la casa. Dus salía todo
el tiempo.
¶ 19
El día de gloria de Elmer Dus la línea de mercurio tocó fondo en
los termómetros del Servicio Meteorológico y la ciudad olió a lana mojada. En el laboratorio del profesor había una neblina que subía desde
el suelo. Con los guantes negros de goma, el profesor Elmer Dus hizo
contacto en su panel de control. A unos pasos, la robot se encendió.
La robot, quieta pero lista para entrar en acción, lo llenó de un
orgullo que, aunque modesto, lo colmó. La robot hizo algo parecido
a un saludo con su torso de metales y de cables, invisibles debajo de
la ropa de Rita Lavenza. El profesor caminó a su alrededor, observándola con atención. Escribió:
Gira para la derecha. Gira para la izquierda.
Da toda la vuelta entera. Puede desplazarse unos centímetros para
adelante y a veces a un costado. Uno, dos, tres, cuatro; uno, dos, tres,
cuatro. Las manos tienen guantes blancos. Pueden saludar. Hacer gestos. Mandar al diablo. Tocar el tambor. Afeitar. Juegan al Dígalo con
mímica. Baten las claras a nieve. También hacen karate. Chasquean
los dedos.
Sí, cómo los chasquean. Mueve la cabeza sin cuello. Y no tiene piernas, como las reinas.
Guardó el cuaderno en un cajón con llave y cerró de un golpe el
que se abrió por su cuenta. Las manos de la robot eran torpes y eran
feas pero estaba seguro de que, con el tiempo, eso iba a solucionarse.
Fue al panel de control mientras se decía, preocupado: mejorar esas
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manos, mejorar esas manos. Apretó las perillas para apagar los comandos. El profesor se acercó a la robot y la cubrió con una sábana.
No estaba hecha a imagen de Rita pero había sido concebida a su
entera semejanza.
¶ 20
–Al final hicimos bien en despedirlo –dijo Elmer Dus, un día,
mientras tomaba el desayuno, sin jugo de naranjas, en el comedor
con su mujer.
Norma daba vuelta a la mesa con la cafetera en la mano. Dus pasó
las hojas del diario hasta que dio en el blanco. Apoyó el dedo sobre
una foto y dijo:
–Ahora es modelo –una palmada redondeó su frase. Y la sonrisa
vino a confirmarla.
Le entregó a Norma el diario para que se lo alcanzara a su mujer.
Y a Norma se le fueron los ojos. Se le fueron y quedaron ahí, mientras
daba pasos torpes, de memoria, hacia la otra cabecera de la mesa. No
podía creer lo que veía pero a los dos segundos, y sonriente, lo creyó.
Toda una página de los laboratorios Ganz con tiras de fotos, que
decían antes y después, y se veía al cocinero tal como habría sido en el
pasado. Un hombre deprimido, gordo, canoso, de feos dientes, en las
fotos que decían antes. Y después el cocinero tal como ella lo conocía.
Alto y atlético y sonriente con esa piel tan joven. Se arrepintió de haber
tensado demasiado la cuerda de la paciencia de ese hombre, de haber
perdido la oportunidad de ser algo más que su compañera de trabajo.
La noticia de que ese hombre, que con regularidad le enviaba todo tipo
de regalos por medio del vendedor de maní de la feria, había tenido un
pasado triste y doloroso, la noticia de que había salido triunfal –lo imaginó luchando contra la fealdad y la tristeza– le encendió la cara de orgullo. Quería correr a sus brazos. Por eso se le cayó un poco de café que
borró en seguida de la alfombra, con el Quitamanchas Concepción.
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¶ 21
El doctor Lázaro Salvo era traumatólogo y forense. Parado frente
a su escritorio, miraba con una lupa una radiografía de dos manos,
apoyada a contraluz sobre el vidrio de la mesa que era una pantalla
iluminada. Negó con la cabeza.
Del otro lado del escritorio, Rita Lavenza lo miraba. Se sinceró
con el doctor:
–Estoy perdida. Mi marido me dice que tenga paciencia cuando
le cuento. Pero él no sabe que en realidad ya no puedo tocar más.
No quiero que lo sepa, le arruinaría la vida. Hasta la semana pasada
podía tocar y al llegar a esa nota ya no podía seguir. Pero esta semana
empecé a asustarme tanto cuando me acercaba a esa parte que me
detuve un poco antes. Y cuando volví a intentarlo, me quedé helada
un poco antes todavía. Ahora resulta que me siento al piano y nada.
Todo por culpa del miedo.
El profesor Lázaro Salvo negó con la cabeza y gesto paternal.
–La situación reviste cierta gravedad pero tiene solución –el doctor apoyó sus manos cuidadas sobre la radiografía de las manos de
Rita. La luz del lector de rayos, que venía de debajo del escritorio, las
traspasó sin problemas. Se proyectaron, más grandes, en el techo.
La cara de Rita Lavenza le sonrió como una foto. Y si alguien
hubiera sacado esa foto habría salido también, apoyada sobre el escritorio del doctor Salvo, la calavera sin tapa de la que salían varios
papeles. El búho embalsamado sobre la rama del árbol disecado.
El violín con las cuerdas cortadas. Pero Rita solamente miraba al
doctor Salvo.
Desde su puesto, el doctor Salvo la miró. Se sentó. Unió las manos
en el aire y la enfocó a través de ellas.
–Lo que natura non da, o si lo da se gasta, Salamanca lo presta.
–¿Salamanca lo presta? –preguntó Rita, mirándose las manos.
–Lo presta a un precio justo y con la condición del más absoluto secreto. El más absoluto de todos. La ciencia siempre va un paso
delante de la sociedad y la sociedad demora un tiempo en entenderla. Los huesos de sus dedos tienen las enfermedades propias de una
persona totalmente dedicada al piano. Las coyunturas se están calcificando, tiene tendinitis. Usted puede imputarlo al miedo. Pero la
verdadera explicación es ésta.
–Sus palabras me duelen, doctor –dijo Rita, ofendida. Se miró las
manos, que tenía apoyadas y abiertas sobre la falda. Unos reflejos de
sol brillaron en su pelo. Cerró los puños–. Esto es peor de lo que
pensaba –se echó atrás en la silla que, como tenía ruedas, la alejó del
escritorio.
–Tengo la solución –repitió Lázaro Salvo–. Sus huesos se arruinaron por hacer en pocos años todos los movimientos que pueden
hacer unas manos a lo largo de una vida larga. Es la jaqueca de los
pianistas y los croupiers y los carteristas. No hay vuelta atrás. Pero su
efecto puede revertirse. Porque podemos reemplazarlos. Huesos perfectos hechos de metal –la palabra metal salió de sus labios dividida
en sílabas, y chasqueó los dedos. Le dio la espalda y atacó de frente
al segundo–. Piénselo un poco. Tendría que usar guantes por las ínfimas, le prometo, cicatrices. Suspender sus conciertos por un par de
meses. Decir en casa que está deprimida. Que se somete a algún tratamiento con vendas. Todos van a creerle. Venir a consulta para que
la ayude a entrenar estos huesos nuevos bajo las órdenes de su cabeza,
que sabe música de memoria. Es una cirugía delicada. A cambio de
mis servicios, le solicito que me deje los huesos de sus manos, para
estudiarlos.
Rita Lavenza lo pensó un poco. En su dedo, la alianza bailaba aunque quedaba atorada al llegar al nudillo. Ya no se la podía quitar.
–Ni siquiera a su marido –decía el profesor Salvo desde su lugar,
dando la espalda a la ventana–. Lo sabremos usted, yo y mi asistente,
que es necesaria y de total confianza.
Cerraron el trato. Rita firmó un documento extenso, que el doctor
Lázaro Salvo tenía guardado en un cajón. Firmó con su firma que, ya
a esa altura, era idéntica a la de Elmer Dus cuando imitaba la de ella.
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El doctor, por su parte, estampó su firma complicada de médico. Rita
guardó el duplicado que el doctor tenía preparado (una formalidad,
le dijo) en su cartera. Cuando se fue, el doctor Salvo le dio un beso
al contrato, que enrolló y guardó en una caja fuerte. Se despeinó de
alegría metiendo los dedos entre sus pelos blancos y largos. Fue hasta
el botiquín que tenía en una esquina de su estudio. Se miró y se dio
cuenta de que la vida tenía extrañas formas de demostrar que era
perfecta.
¶ 22
Frente al espejo de su tocador, Bárbara Astor leía en voz alta la
necrológica que le había llevado, en borrador, un escritor amigo. Después de pagarle la edición de esos diez libros de poemas que hablaban
su idioma en forma incomprensible, a manera de reconocimiento el
escritor amigo había escrito una necrológica para cuando Bárbara
muriera. Ella iba a ocuparse de que fuera la única que publicaran en
los diarios. Carraspeó y leyó:
–Un profundo pesar embarga a la sociedad, con todas sus clases,
por la muerte de la inolvidable Bárbara Astor.
Dejó la hoja sobre el tocador, miró al escritor amigo por el espejo.
Estaba sentado, muy cómodo, en el sillón; había estado escribiendo
toda la noche, con un cigarrillo en una mano y el vaso de whisky en
la otra. Sonreía, contento con sus logros.
–Eso me gusta –dijo Bárbara Astor–. Me suena conocido y me
parece original.
–Las grandes emociones –dijo el escritor amigo– sólo pueden expresarse con lugares comunes. Fuera, Ringo –le dijo al perro.
Bárbara Astor siguió con la lectura.
–De renombrada belleza, una mujer elegante, capaz de actuar con
igual inteligencia en las clases más altas y en las clases más bajas, aunque nunca en la media.
Bárbara Astor suspiró. Una chispa de gracia le atacó los ojos. Asintió mientras miraba al escritor amigo que en ese momento le guiñó
un ojo, después dio un trago. Levantó el vaso, chocaron los hielos,
hizo una seña para que prosiguiera. En el pecho de Bárbara Astor,
brillaba la Cruz Eléctrica di Volta, de los laboratorios Ganz, que reforzaba los nervios y renovaba la sangre. Siguió leyendo.
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–Su presencia era una fiesta en todas las fiestas. Bárbara Astor era
una mujer devota a la ciencia, el arte y la danza.
Bárbara Astor hundió la cabeza entre los hombros y encaró a su
amigo escritor desde el espejo.
–Eso es mentira. En el ballet me aburro como una ostra.
–Me pediste que no hable de tus padres y tus romances; tenía que
rellenar con algo, Bárbara.
Siguió leyendo.
–Viajera incansable, estuvo en África –apoyó los codos en el tocador–. Apuesto a que estabas borracho.
–Dale su tiempo, será verdad –dijo su amigo escritor, y levantó la
copa para brindar solo en el aire.
Ella siguió:
–Su vida amorosa fue intensa.
Bárbara Astor dudó. Pero siguió leyendo.
–Alma inquieta y curiosa, fue mecenas de su tiempo. Entre sus
protegidos pueden contarse personalidades del calibre de Manfreda
Taba, Dimitri Burmaboff…
La lista era larga.
Bárbara Astor le dijo a su amigo:
–Hay que poner al profesor Elmer Dus.
Su amigo escritor estaba de espaldas mirando un grabado japonés
que en realidad le parecía de mal gusto, y cuando oyó el nombre del
profesor se dio vuelta.
–¿Elmer Dus, Bárbara?
Desde su silla, Bárbara Astor entornó los ojos y vio la cara larga y
graciosa de su amigo escritor mientras le decía:
–Va a hacer una persona automática.
¶ 23
En casa, Rita Lavenza se encerró en su habitación. Se sonó la nariz
porque estaba resfriada y abrió la cartera porque estaba nerviosa. El
contrato que había firmado con el doctor Salvo estaba en el fondo.
Lo guardó en el cajón de su mesa de luz. Sentada en la cama, dejó los
ojos libres por el cuarto. Oyó pasos en la escalera. El profesor golpeó
la puerta. Ella dijo sí y se movió apenas para recibirlo con una sonrisa
de esas de ella. Estaba radiante.
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¶ 24
Rita se hacía la dormida y el profesor estaba inspirado. En la escalera, camino a la habitación, después de otra visita fallida a la señora
Astor –el mayordomo le había dicho que no se encontraba–, se le
había ocurrido algo que tenía que decirle a su mujer, y pensó en escribirle una carta, que ya imaginó con la letra de ella.
Primero el sobrenombre entre amantes, después querida.
Tres oraciones.
No importa que no puedas ahora. Me doy cuenta de que te es imposible. Pero vale la pena que diga que verte una vez fue suficiente para
que te quiera toda la vida.
Tirado en la cama, al lado de Rita, cerró los ojos pensando en la
carta plegada adentro de un sobre dirigido a su mujer. Pero como
pasa con todas las cartas que dicen algo importante, la que no le escribió esa noche también llegó tarde. Mientras se quedaba dormido
le pareció que su mujer se daba vuelta y lo llamaba. Y eso fue lo que
pasó aunque no pudo darse cuenta. Lo había vencido el sueño.
¶ 25
El ex cocinero Hugo no podía creer lo que veía. En la página
central del diario, su foto en doble versión. Las letras inmensas que
decían: ¿Tiene insomnio? Neurotónico Pericles. Debajo, la foto de su
cara cuando había bajado de la cama hacía unos días y el señor Ganz
quiso sacarle una foto recién levantado y en pijama. Le habían dado
el mismo pijama que tuvo que ponerse cuando, hacía ya meses, había
entrado al servicio del señor Ganz y también lo llamaron de urgencia
una mañana porque el señor Ganz –se acordó Hugo– quería sacarle una foto recién despierto. Su cuerpo había crecido y el pijama lo
mataba de incomodidad. Como siempre, habían invertido el orden
de las fotos, y donde se lo veía bien y fuerte como estaba antes decía
después. Y donde se lo veía fatigado, nervioso, canoso como ahora,
decía antes.
Cerró el diario y con el diario le dio un golpe a la cama. Miró la
carta que tenía en la mesa de luz. La carta que leía cada noche hasta
volverse loco. La carta que Norma le había dejado con el vendedor de
maní. Esa carta en la que le decía que era un héroe, un hombre fuerte
y triunfal, quería verlo. Pensó en el día en que Norma le había escrito
la carta. Pensó que se habría sentado en algún rato libre, y que habría
escrito con su letra, elemental pero exenta de dudas. Se imaginó la
forma de sus piernas cruzadas. Se imaginó que cada tanto Norma
había rizado su pelo con el lápiz. Le pareció que podía ver sus manos
escribiendo despacio. Sus brazos. Sonó un timbre. El señor Ganz lo
necesitaba en el estudio de fotografía. Se miró en el espejo para convencerse una vez más de que lo mejor era no responder esa carta.
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Se imaginó a Norma caída por la casa, lenta entre los pasos de loca
en carrera que daba la señora, muerta de miedo, cuando a la noche
iba de una habitación a otra. Cuando volvió a mirarse en el espejo,
mientras se cerraba la bata de seda con las manos, el ex cocinero dijo
Ganz. Maldijo al mundo.
¶ 26
Esa mañana cuando la gente se despertó había una tormenta en
formación. En la feria, los puesteros se auguraban un mal día. La palabra paraguas alcanzaba la cabeza de todas las personas. Rita Lavenza esperaba el taxi que la llevaría a casa del doctor Salvo. En la mano
tenía una valijita en la que había guardado cosas para un largo viaje.
Sabía que no iba a necesitarlas pero igual las había guardado, junto a
la foto ínfima de su madre en un portarretratos de cuero. Elmer Dus
la despidió en el cuarto. Cuando quiso levantarse de la cama, Rita le
cubrió la boca con la mano y sobre ella dio un beso. Dus cerró los ojos
para volver a dormirse mientras ella salía del cuarto en puntas de pie.
Al bajar la escalera, oyó sus pisadas que se agravaban de peldaño en
peldaño. Después la puerta.
El taxi la esperaba. El conductor se apuró a bajar del coche para
abrirle, y en el camino miró el cielo por la ventanilla y después a ella
por el espejo retrovisor:
–Ya empieza.
Las hojas caídas de los árboles pasaban en ráfaga delante del parabrisas y el olor de la lluvia dio paso a un momento de duda. Cuando
Rita entró en casa del doctor Salvo, la oscuridad se hizo honda contra
una lámpara. Rita siguió a la asistente del doctor por un pasillo en
descenso. Cuando el doctor Salvo la recibió en su consultorio, le dio
una palmada en la espalda mientras le aseguraba que era un gran día.
Se oyó un trueno después de un relámpago sellado en los ojos de
quienes lo miraron. Con los suyos cerrados, Rita Lavenza yacía en la
camilla del quirófano privado del doctor Salvo. En una mesa sobre
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ruedas, a un lado, las tijeras y la jeringa de acero y la aguja ya usada
de la que pendía una gota de morfina.
De su boca salía un tubo que le insuflaba oxígeno.
Cuando el relámpago la iluminó, Rita Lavenza movió las manos.
La asistente del doctor Salvo le acarició la frente y aunque no estaba
segura de que la Lavenza la oyera se acercó a su oído y dijo un par de
palabras de aliento. El doctor Salvo la hizo a un lado, aprovechó el
pase para decirle algo picante al oído, y se sentó junto a Rita Lavenza,
su dedo pulgar apoyado en la muñeca que transmitía un pulso lento
pero seguro. Tomó el plumón embebido en yodo y dibujó el plano
de la operación en las manos de Rita. La asistente del doctor miró las
palmas de las suyas, mientras se lavaba con el desinfectante. La línea
de la vida cambiaba inopinadamente de dirección, como los rayos de
luz que se prendían en el cielo.
–Bisturí –dijo el doctor Salvo. Y su mano derecha quedó a la espera en el aire. La luz del quirófano se apagó por un segundo, para
encenderse con potencia redoblada. Las primeras gotas de lluvia cayeron sobre el patio, al que daba la ínfima ventana.
La asistente le alcanzó el bisturí mientras fruncía los labios detrás
de su barbijo. Ella suspiró y el doctor Salvo le guiñó un ojo.
–Qué manos –dijo el doctor Salvo, bisturí en mano.
–Ajá –dijo la enfermera.
El doctor Lázaro Salvo la miró con cariño hasta que el cariño se
transformó en otra cosa. Parecía un castor con esa linterna que se
había enganchado detrás de las orejas.
En la camilla, Rita.
–Gasa. Pinzas.
La asistente se tapó los oídos mientras el doctor trabajaba. A un
lado de la camilla, el tubo con ese resorte que subía y bajaba con la
respiración de la paciente, que cerraba los ojos con demasiada fuerza.
Miró el reloj.
–Lima.
Le pasó la otra lima al doctor. Se aferró a la mesa con el instrumental. En la caja de acero, los dedos de metal. Parecían alhajas.
¶ 27
–Elmer –dijo Bárbara Astor–. ¿Una robot?
Dus asintió, sentado en el sillón, el perrito Ringo sentado encima.
Elmer Dus dejó a Ringo en el piso. Se puso de pie, enrolló el plano
que tenía sobre la mesa de la sala. Las flechas de Dus saltaron de la
hoja. Y sobre el dibujo de su proyecto un nombre, Radiana.
–Radiana –dijo Bárbara Astor–. Una robot. ¿Qué van a decir las
del Círculo de Feministas? Radiana, me gusta.
Con el plano enrollado debajo del brazo, Elmer Dus asintió. Una
vez más, Bárbara Astor. Lo había recibido vestida de safari, probándose el vestuario para su viaje a África. Iba a dejar en la nada a Tarzán
y Karen Blixen. A pesar de que la noticia de Radiana la había entusiasmado –se tapaba la mano con la boca, muerta de risa, y hacía
planes en voz alta que herían de enojo al profesor– le dijo que para
presentar a la robot en sociedad –iría todo el mundo, quizá hasta un
ministro– tendría que esperar su regreso de África. Le aconsejó que
mientras tanto se tomara un descanso. Elmer Dus le dio las gracias
y al salir de la casa de Bárbara Astor chocó de frente con un hombre
que entraba seguido por una fila de chicos negros que respondían
veloces al mando de boys.
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¶ 28
Rápidos fueron el ascenso y caída de Hugo, el ex cocinero del profesor Dus. Tenía una carta de Norma en la mano, y la firma eran sus
labios pintados de rouge. Norma lo quería, Norma lo esperaba. Norma
tenía un poco de miedo de que ahora, que era famoso, se olvidara de
ella cuando otras mujeres, tal vez importantes, quisieran compartir
buenos momentos con él. Hugo había esperado este momento durante
mucho tiempo. Pero a la vez que sentía que la suerte por fin estaba de
su lado, se miró en el espejo, que le contestó con un hombre venido a
menos, sin voluntad para levantarse. Sobre su mesa de luz, los frascos
con tónicos y lociones. Esa mañana se había confundido y se había
untado el pelo con la loción tranquilizante y se había tomado el Tónico Capilar Perlmutter de un trago. Era importante que Norma no lo
viera así. Una vez más, se dijo que lo mejor era desilusionarla, para venir tiempo después a buscarla y explicarle todo: la forma casi marcial
en que se habría sometido al tratamiento de la mejoría, la lucha por
el bien común de conquistarla para siempre. No sabía cuánto tiempo
podría resistir si seguía recibiendo esas cartas que lo amigaban con
todo, cuánto tiempo sin correr a buscarla bajo el riesgo de que al verlo
la matara de tristeza, que era la versión más benigna del rechazo. Con
la pasta de dientes Blanqueza, cepilló sus muelas apretadas en las encías que se habían hinchado con el tiempo. Tenía la cara muy grande.
Había leído en el diario que la señora Rita Lavenza había suspendido
sus conciertos en la ópera y también que prometían un reestreno formidable en una fecha a convenir. Pensó en Elmer Dus el día entero.
¶ 29
Lo primero que vio Rita fue la cara de la asistente del doctor Salvo
que con un dedo le acariciaba la frente. Era muy joven.
Miró para los costados y se acordó de su nombre. Sentía las manos
de plomo, hizo un esfuerzo para mirarlas levantando la cabeza. Estaban vendadas, con fundas de yeso.
La asistente del doctor Salvo le mojó los labios con un algodón
empapado. Pensó en el desierto.
El doctor Salvo apareció desde laterales. La miraba contento como
un padre.
Le refrescaron la memoria. Le contaron lo rápido y fácil que había
sido todo, sin entrar en detalles. Una paciente de lujo.
La cuidaron por horas, le pusieron música, la despertaron cuando
la lluvia ya se perdía por las alcantarillas de la ciudad. Al vendedor de
maní se le había quedado el carro en el barro de la plaza, y el vendedor de limonada se había empantanado con el suyo por ir a ayudarlo
y se peleaban con los dedos.
Las ventanas de las casas se abrían a ese momento en que la lluvia
se agotaba, y aunque los relámpagos seguían ahí, daba la impresión
de que, como todo en la vida, la lluvia también había alcanzado su
clímax para apagarse. La llevaron en taxi hasta la casa. Norma esperaba en la puerta.
Abrió la puerta del taxi y agarró a Rita con cuidado. Al verla en
ese estado miró al doctor Salvo con cara de pocos amigos. El doctor
Salvo y su asistente le dijeron que era natural –piénselo un poco, había dicho el doctor–, que no había que molestarla y se fueron. Antes
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de cerrar la puerta de entrada, Norma vio el coche que se alejaba por
la calle.
Rita le dijo que se sentía mal. Entraron juntas. Norma cerró la
puerta. Llevó a Rita escaleras arriba y la metió en la cama antes de que
el profesor llegara a casa.
¶ 30
Tirada en la cama con las manos vendadas, Rita Lavenza miraba
a su marido, que caminaba, con las manos cruzadas detrás de la espalda, por la habitación. Su perfil rebotaba contra la pared en la luz
de la lámpara. Rita Lavenza estaba fría como el hielo, quieta como el
mar. Tenía cara de sueño. Estaba a punto de quedarse dormida. Pero
su cuerpo rodó por el sueño de una escalera que no existía. Abrió los
ojos. Reconoció la habitación y también el dolor que electrizaba uno
por uno todos sus dedos.
Le contó a su marido que la primera sesión del tratamiento había
sido agotadora. Le dijo que por eso mismo no iba a entrar en detalles.
Se sentía mal. Estaba cansada, repitió, mientras se daba cuenta de que
el cansancio no bastaba para explicar las ganas de llorar. Elmer Dus se
sentó en la cama. Miró a otro lado y le acarició las piernas. Le dio un
beso en la frente y bajó al laboratorio para seguir trabajando. Cuando
cerró la puerta, Rita Lavenza se puso a llorar.
En el sótano de su casa y consultorio, el doctor Lázaro Salvo le
entregaba a su asistente una caja con los huesos de las manos de Rita
Lavenza y le hablaba en secreto. A pocas cuadras, la casa del señor
Ganz era una zona minada de dolores para el ex cocinero –estaba incómodo en la cama, solo en la habitación, inmenso en la ropa, hostil
en el espejo. Por la calle pasaba una camioneta que tenía un altavoz en
el techo y anunciaba amenazas de guerra, la kermesse y un escándalo
y la llegada del circo. El afilador silbaba su tonada de pájaro loco en
la vereda. El frío de la mañana entraba en el cuarto y congelaba la
sonrisa de las fotos.
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¶ 31
La Bolsa hizo crac y sonaron disparos de suicidio en despachos de
madera. Rita recibía noticias de boca de su marido. Le habían comentado que había llegado un oso polar al zoológico. Y que en los barrios
bajos habían descubierto el arsenal de un anarquista. La gente rica
vendía antigüedades al precio de los lujos que aún quería darse y la
gente riquísima seguía todavía como si nada mientras afuera en la feria
los vendedores se amargaban como siempre aunque con una sonrisa vengativa. Rita Lavenza negaba con la cabeza sobre la almohada.
Habían arrestado a un escultor que se propasaba con sus modelos
pero Rita no podía oír del todo bien cuando su marido le hablaba de
eso. Estaba en otro mundo.
Hasta ahí quería llegar por cualquier medio el profesor. Ella se
daba cuenta de que le sacaba ropa de la cómoda y los cajones del ropero. Desde que estaba en cama era inevitable y lo pescaba. Sentado a
su lado, con las manos alrededor de uno de los inmensos guantes de
yeso que tenía su mujer, el profesor bajó la cabeza y el peso de la vida
se le vino a los ojos. Después de días enteros sin decir una palabra,
Rita lo llamó por su nombre:
–Elmer.
Su voz sonó lejana desde la convalecencia. Su sonrisa incompleta
tenía la ironía de un secreto. En un acto reflejo quiso acariciar la cabeza de su marido, pero sus manos vendadas lo peinaron con torpeza
aunque el profesor cerró los ojos, resignado, y optó por quedarse con
la parte benigna del mensaje: el gesto de cariño de su mujer. La voz de
Rita había bajado un tono y sus palabras ganaban consistencia.
–Ya falta poco –le dijo.
Y el profesor, confiado, seguro de que ese poco iba a pasar en ese
momento, levantó la cabeza, la miró a los ojos, quiso revivir la forma
en que la había mirado la primera vez que la había visto –a lo mejor,
pensó, para que ella se viera como entonces. Rita miraba para abajo.
Sin encararlo, abrió la boca.
–Lo siento.
Lo que sentía quedó en la incógnita porque se abrió la puerta.
Para dar paso a Norma que, una vez más, había entrado sin llamar.
Rita le guiñó un ojo a su marido de manera conciliadora y cuando él
le dio la espalda para mirar a Norma de arriba abajo, le hizo un gesto
tranquilizador a Norma. Pero era tarde. El profesor le dijo a Norma
que cerrara la puerta y lo esperara abajo porque tenía que hablar con
ella. Le dio un beso a su mujer que ya volvía a quedarse dormida y
salió de la habitación.
Bajó con paso lento y seguro la escalera. Con el brazo apoyado en
la saliente de la chimenea de la sala, pensó en lo que estaba por hacer.
Asintió con la cabeza. Se apartó del fuego. Vio su sombra cambiante
en las cortinas. Fue a la cocina. Vio una hoja de papel con la letra de
Norma, que decía querido Hugo, sobre la mesada. Y oyó el ruido del
agua que hervía en la olla. Miró a Norma, que lo miraba con las manos cruzadas sobre el delantal. Y le anunció que estaba despedida. Le
señaló la puerta y corrió escaleras arriba. Su mujer dijo:
–Quiero tocar.
El profesor en Ciencias Eléctricas le siguió la corriente y la llevó
del brazo hasta el estudio en donde estaba el piano velado por un
paño negro.
Sentó a Rita en la banqueta y le dio un beso en la frente y vio las
manos grandes y blancas que pellizcaron el aire encima de las teclas.
Rita tocaba como los dioses. Mientras el Nocturno salía solo y simple
de sus dedos, le dijo a su marido:
–Estoy lista.
Con una bolsa con ropa, Norma caminaba hasta la puerta. Al cerrar oyó los primeros acordes. Se sonrió, pensando en Rita. Esa música sonaba como el cielo. Salió a la calle. Caía la primera nieve del año.
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¶ 32
Grande fue la sorpresa de Hugo la mañana en que el señor Ganz lo
llamó por el interno para decirle que tenía algo que decirle.
–Creo que hemos cumplido un ciclo. Voy a darle un descanso.
El cocinero asintió.
–Puede quedarse si quiere, amigo –el señor Ganz apretó el rociador del Desodorante de Ambientes Lumen de los laboratorios Ganz.
El cocinero estaba quieto en su silla.
–Lo noto caído –dijo el señor Ganz–. Puedo recomendarle nuestro Tónico Pillow Pink–se permitió decir.
El ex cocinero le dio las gracias y subió a su cuarto. Lo esperaban
malas noticias. El vendedor del puesto de maní le había enviado con
el afilador una nota, escrita con letra mala y clara, que le contaba que
Norma había sido despedida. Estaba en la calle.
¶ 33
El mundo para el que Dus había creado a Radiana ya no era el
mismo. En la sección científica de los diarios, los expertos consagraban su atención a combatir enfermedades inauditas. Un sismo había
cruzado el mar de punta a punta con la velocidad de un telegrama.
Las mesas de espiritismo convocaban a través de los médium a los
muertos de la guerra. La moneda, en su curva descendente, tenía
peso pluma en los bolsillos. Alguien juraba haber visto unos platos
voladores que eran idénticos a aviones biplaza. Grandes fortunas
caían al primer silbido de las cajas registradoras después de años de
suerte. Se corrió la voz de que las voces se corrían en el ánimo de
todo el mundo. Y la gente se hablaba con una cortesía exagerada. Tres
meses después de su partida, la señora Bárbara Astor había desaparecido. La última vez que la habían visto, corría como loca detrás de
unos impalas que escapaban de unos hombres que, evidentemente,
la apuntaban con sus lanzas a ella. En un poblado cercano, el perro
Ringo se había convertido en objeto de adoración y modelo de figuras
rupestres. En una tribu cerca del Kilimandjaro, fueron encontrados
algunos rastros de la dama. En otra, las mujeres aseguraban que la
habían visto y hasta habían conseguido comunicarse con ella. Unos
cazadores mataron un león que tenía un sombrero idéntico al de ella
en el estómago. El escritor amigo repasó la necrológica de Bárbara
antes de llevarla corriendo al diario. Leyó:
Un profundo pesar embarga a la sociedad, con todas sus clases, por
la muerte de la inolvidable Bárbara Astor. De renombrada belleza, una
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mujer elegante, capaz de actuar con igual inteligencia en las clases más
altas y en las clases más bajas, aunque nunca en la media. Su presencia
era una fiesta en todas las fiestas. Bárbara Astor era una mujer devota
a la ciencia, el arte y la danza. Estuvo en África.
Ahí dejó de leer y aprovechó el punto y aparte para doblar la hoja,
aplastar el doblez con el dedo y cortarla, cada mano tirando de una
de las partes.
¶ 34
Norma estaba en la calle y sin esperanza de encontrar trabajo. En
el bolso que cargaba con la mano derecha llevaba sus cosas y algunos
de los vestidos que la señora le había regalado esa tarde en que, a punto de empezar el tratamiento con el doctor Salvo, se le había dado por
–Poner orden, Norma. Hacer espacio –el recuerdo de la señora la
detuvo en una esquina.
En la tienda de empeños, los vestidos, junto a la pulsera de su
madre, le aportaron una suma que le ganó una sonrisa. Sacó cuentas
y supo que la sonrisa iba a durarle dos días. El vendedor de paraguas
ahora vendía guantes de lana y bufandas. El vendedor de limonada se
peleó con el de maní y la ligó un chico desgarbado que estaba cerca.
Quería lavarse las manos y la cara pero se negaba a gastar lo que había
ahorrado –parte del sueldo, alguna propina, el dinero de la tienda de
empeños– en una habitación alquilada. Se ofreció en casas de familia
y de no familia también. En la farmacia no necesitaban gente para
limpieza. Y en los hoteles le pidieron un teléfono, que no pudo dar
porque no tenía. Saludó al vendedor de maní y le preguntó si el ex
cocinero le había dejado una carta. El hombre se limitó a darle un
sobre que tenía algunos billetes y a decirle por señas que no esperara
más noticias de su enamorado. Pasó el chico que vendía el diario. Vio
en los titulares la noticia del debut de un transatlántico. También la
franja inferior con el aviso del Adelgazante Dante de los Laboratorios
Ganz, con las fotos del cocinero. También vio la gente que hacía cola
para comprar entradas para el concierto de Rita Lavenza. Tenía las
piernas hinchadas de tanto caminar y al pasar al lado de un mendigo
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aceleró el paso. Sus amigas de la feria la encontraron desmejorada
pero se negó a aceptar las ofertas de pasar de contrabando alguna
noche en casa de sus patrones. Desde un restaurante, un mozo le guiñó el ojo entre las letras pintadas en el vidrio que decían Menú fijo.
Miró su reflejo caído en la entrada de un banco. Se vio encorvada,
tomó aire y sacó pecho, en una postura que le daba fuerza. Le gustó
verse en la siguiente vidriera. Cuando pasó por la agencia de empleos,
siguió de largo. Pero al llegar a la esquina dio media vuelta y retrocedió sobre sus pasos. El empleado tenía un traje a rayas y la invitó a
sentarse aunque no había sillas. Claro que conocía los productos de
los laboratorios Ganz. A cada uno que nombraba el empleado, ella
asentía como si ganara un juego. Juntos repasaron la lista que incluía
el Rizador Bucler, la base de maquillaje Sèvres, el colirio para ojos
Taylor. Fue así como de la noche para la mañana Norma se convirtió
en modelo.
¶ 35
Gordon Fuentes, el representante artístico de Rita Lavenza, tenía
un anillo de oro colorado con un ónix rectangular en el centro. Sentado en una silla, oyó a Rita. Su cabeza pesada marcaba el ritmo del
nocturno.
–Otra vez, Rita –dijo cuando ella terminó. Y miró con una mezcla
de aprobación y desconfianza sus dedos vendados. Las manos de Rita
Lavenza se movían todo el tiempo. Gordon Fuentes repitió:
–Otra vez, Rita.
Rita Lavenza volvió a la carga. Veía, de refilón, la cara de Gordon Fuentes. El cigarro que el hombre se llevaba a la boca largaba un
humo espeso y dulce. Rita tocó.
Gordon Fuentes aplaudió tres veces y dio un hurra. Se puso de
pie y su sombra envolvió el cuerpo de Rita. Rita lo miraba desde el
piano y escondió las manos debajo del teclado. Gordon Fuentes se
dio cuenta de que sus dedos se movían sin parar y para hacerla sentir
mejor empezó a hablar haciendo lo mismo. Sus manos proyectaban
sombras chinas contra la pared y Rita Lavenza pensó en las suyas y
se imaginó corriendo hasta la habitación, los dedos ya metidos en las
argollas de la tijera, las vendas cayendo secas sobre la alfombra y sus
dedos libres, hundidos en agua fría, y su cuerpo entero en paz.
Apenas podía entender lo que su representante decía mientras se
inclinaba sobre ella y sonreía. La palabra función navegó la cabeza de
Rita hasta llevarla a anticipar las cabezas oscuras y sin rasgos de la gente
que vería en la platea mientras fuera hasta el piano. La palabra reventa
la llevó al futuro de apenas un par de noches, cuando Dus bajaría
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corriendo del coche para abrirle la puerta y la tomaría del brazo para
avanzar a su lado por el pasillo de sogas en un mundo de gente. Supo
que vería a las mujeres con sus estolas y su moda de peluquería. Que
el flash de una cámara iba a encandilarla y que al empujar la puerta
del teatro Elmer Dus la dejaría pasar como a un secreto. Con su cara
redonda y completa mirando a la suya, Gordon Fuentes arqueó las
cejas y dijo la palabra guantes, mientras le miraba los brazos, y las
palabras suave iluminación mientras le miraba la cara. Rita Lavenza
cerró los ojos y oyó la palabra éxito. Sus dedos seguían en carrera y
Gordon Fuentes le dio la espalda. Era verdad que su ausencia de las
salas había valido la pena. Y levantó las manos que enmarcaron su
voz diciendo localidades agotadas. Rita Lavenza sonrió encantada. Al
mismo tiempo sentía que su cuerpo recibía una descarga de dolor
que había crecido solo entre sus manos. Se quedó dura como una piedra. De la cabeza de Gordon Fuentes saltaban chispas de entusiasmo.
Dijo leyenda y habló del programa. Nombró el palco presidencial y la
Academia de Música. Le anunció el lanzamiento de su nueva compañía discográfica, que tendría el honor de contarla como primera estrella. Cuando se dio vuelta y le preguntó si estaba bien, Rita Lavenza
asintió. Se despidieron. El hombre se agachó y le dio la mano. Vio su
anillo de oro colorado con el ónix rectangular y plano en el centro.
¶ 36
Parada frente al señor Ganz, Norma apretaba sus manos de novia.
–¿Después de todo, qué es el tiempo? –le preguntó el señor Ganz.
Norma asintió y le pareció un mal signo que fuera un viejo tan
venido a menos, con las cosas que inventaba. Asintió con una sonrisa
cuando el hombre dijo:
–Palabras.
Norma repitió. Palabras. El señor Ganz abrió el cajón del escritorio y sacó fotos de revistas y de diarios. Después le contó, con el dedo
yendo de una a otra foto, la dinámica del trabajo.
–Dejarse fotografiar, necesito su tiempo. El trabajo es excelente.
La paga es buena. Tiene el techo asegurado –le dijo, mientras Norma
miraba el escritorio de Ganz, lleno de todos sus productos.
De entre el cortinado de la ventana, salió una mano inflada como
un globo. Era la mano de un bebé descomunal.
El señor Ganz le tendió el contrato y ella lo leyó aunque sin prestar demasiada atención. El ruido de la ventana la distrajo un minuto.
Ahora la cortina se había abierto un poco y asomaba una pierna de
elefante con pantalón a rayas. El señor Ganz hacía olas con las manos.
Puras formalidades, los derechos del trabajador, le decía.
Norma escuchó los derechos del trabajador y se inclinó sobre el
escritorio para firmar.
Agarró la lapicera. Sintió un paso que venía desde lejos.
Cuando escribió la N de Norma, de detrás de la cortina salió un
hombre, un hombre desproporcionado qsue, al ver que el señor Ganz
lo había descubierto, apuró el paso.
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Estiró la mano y agarró el contrato y lo rompió. Norma dio un
grito. El hombre la miró a los ojos y cuando el señor Ganz le apoyó
una mano en el brazo para llamarlo a calma, se soltó y empujó a Ganz
contra la silla.
Norma, con la cara entre las manos, cerró los ojos pero cedió a la
curiosidad para arrepentirse en seguida. El hombre sacudía al señor
Ganz por las solapas. La cabeza del señor Ganz daba contra el piso.
Norma oyó un ruido que se negó a definir.
El hombre tomó la Faja Reductora Atlantis que estaba sobre el
escritorio para enfundar en ella al señor Ganz, que yacía inconsciente
en el piso. Un hilo de sangre oscura resbalaba por la madera. Después
le abrió la boca y le hizo tragar el frasco entero de Adelgazante Dante,
le colgó la Cruz Eléctrica di Volta del pecho, le vació un frasco de Tónico Capilar Perlmutter en la cabeza. El señor Ganz decía sus últimas
palabras, que eran incomprensibles. La vida del señor Ganz dio en
el blanco de la nada, su cabeza colgaba entre las manos del hombre.
Norma gritó basta. El hombre miró lo que había hecho y después la
miró a ella, que retrocedió, como en la palma de una mano inmensa.
No pudo seguir porque se dio la espalda contra la biblioteca. Iba a
gritar otra vez cuando el hombre hizo que lo mirara a los ojos. Norma
reconoció al ex cocinero. No le importó tener que hacerlo entre esas
facciones, que eran una ruina. El cocinero se llevó la mano al corazón, en donde estaba el bolsillo de su camisa. Le enseñó a Norma la
carta que ella había escrito, con su letra tosca pero exenta de dudas,
y sus labios de firma. Norma y el ex cocinero se dieron un beso de
película.
¶ 37
Elmer Dus alternaba los momentos en su laboratorio con largas
sesiones de paciencia dedicadas a su mujer. Atendía en persona la
puerta cada vez que tocaban el timbre. Y, con los guantes negros
de goma y el delantal blanco, recibía los ramos de flores de Gordon
Fuentes y de los fans de su mujer, el vestido negro de pana, el sombrero que a último momento había enviado Fuentes con tal de que no se
notara la desmejoría en la cara de Rita. Tiraba sobre el escritorio la
pila de cartas y pedidos de fotos que dejaba en la puerta el cartero. Y
lo oía alejarse con su carretilla cargada de noticias mientras se aseguraba de que Gordon Fuentes no arreglara ningún compromiso para
después del concierto. En el laboratorio, confiaba a su robot todo tipo
de tareas y le cambiaba la ropa. Ahora quería que ejecutara movimientos más sofisticados. En el intento de enhebrar una aguja y tocar
una escala en un organito, Radiana era tan torpe que hasta pensó en
no exigirle nada. En el estudio de la planta baja, Rita Lavenza ensayaba sin parar y a la noche en la cama mientras dormía sus manos
se movían en patrones de ritmo que Dus podía reconocer muy bien.
Había adelgazado y vivía muerta de frío y de fiebre.
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¶ 38
Grande fue la alegría de Hugo y de Norma el día en que se casaron.
El juez, flanqueado por dos cisnes de yeso, leyó el Acta Matrimonial
ante los novios y los testigos. De lado del novio, el vendedor de maní.
Del lado de la novia, el vendedor de limonada, que tenía olor a detergente. Una mujer se había colado en la ceremonia y lloraba emocionada. Bajo la lluvia de granos de arroz hicieron carrerita de la mano a
la salida del juzgado. El vendedor de limonada les dio su regalo, que
era un cupón para una cena en el Piamonte y les preguntó adónde
iban. Norma y Hugo se miraron y el vendedor de maní comprendió
la respuesta. En los ojos de Hugo brillaban, con igual intensidad, la
palabra alegría y la palabra venganza.
El vendedor de limonada y el vendedor de maní le dieron la mano,
besaron a la novia y se alejaron camino a la taberna, abrazados, bailando.
¶ 39
El día de la función, Rita Lavenza se despertó a las seis de la tarde.
Tenía los ojos hinchados y le ardía la cabeza. En el espejo, su cara
parecía la cara que tenía en una foto de cuando era chica. Después de
ensayar, ya oía, en el cuarto de al lado, el ir y venir de Dus, que hacía
tiempo y la esperaba para salir. Se ató el pelo con una cinta y se bañó,
estuvo un buen rato metida en la bañadera diciendo jabón. Hasta que
el agua se puso fría y blanca y no había toalla que alcanzara y cuando
se vestía para ir al teatro pensó que tenía que comprarse un perfume
nuevo. Se miró las manos enfundadas en bolsas de plástico y las vendas elásticas que el doctor Lázaro Salvo se negaba a reemplazar –falta
poco– por unas nuevas. No lo pensó dos veces y de un mordisco rompió la cinta que ataba las bolsas. Con toda la delicadeza de la que era
capaz, agarró la tijera. El filo hizo chas al cortar primero una venda.
Al mirarse las manos, Rita Lavenza ahogó un grito de espanto. Salió
corriendo del baño precedida por sus manos que no podían dejar de
moverse. Y como pudo abrió la caja en que guardaba los guantes largos de raso para la función. Se los puso y la operación la demoró más
de la cuenta. Cuando entró en la habitación, Dus la encontró desnuda
y con los guantes puestos.
Cuando llegaron al teatro, Elmer Dus bajó corriendo del coche
para abrirle la puerta y la llevó del brazo por el pasillo enmarcado con
sogas que dividían un mundo de gente. Rita Lavenza vio a las mujeres
con sus estolas y su moda de peluquería. Al pasar entre la gente oyó
que alguien decía que ya había llegado la Primera Dama. Elmer Dus
empujó la puerta del teatro y la dejó pasar como a un secreto. En el
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camarín, sentada al lado de su marido, Rita Lavenza ensayaba en el
pianito que le habían llevado esa mañana. Elmer Dus insistía en decirle que la iluminación de su camarín era muy mala. Alguien golpeó
la puerta y preguntó si estaba lista. Dus la llevó del brazo.
Oyó el apagón de las luces que iluminaban la sala, la tos de alguien
a destiempo, las voces que se iban. Debajo del telón, la luz del escenario. Sin decirle una palabra, Elmer Dus le dio un beso. Dio un paso,
después dos, después tres. Miró el piano que brillaba en la luz del
escenario. Vio el cuero hinchado de la banqueta. Oyó los primeros
aplausos que no se extinguieron hasta que saludó a las cabezas oscuras y sin rasgos del público en la platea. Con una mano, que casi no
podía dominar, barrió a un lado el vestido. Y se sentó en la banqueta,
frente al atril sin partitura.
Se dio cuenta de que no le había dado tiempo a la gente para que
la esperara. Y prefirió no pensar en el hecho de que el Nocturno salía
impecable aunque en cámara rápida. Estaba haciéndolo bien. Faltaba
poco para que llegara el momento, llegaba a campo traviesa hasta la
nota del día de la boda. Tenía que tomarla para llegar al otro lado.
Abrir los ojos sin mirar. Dejar que el Nocturno en serie fuera a buscarla. Oyó el terror de la gente que no se movía. No pudo. No siguió.
Pero esta vez no retrocedió espantada. No podía retroceder porque
tampoco podía seguir, ni siquiera podía detenerse. Oyó la voz de su
marido que desde atrás del escenario gritaba un médico.
Sentada frente al piano e incapaz de moverse, Rita vio que el profesor Lázaro Salvo se levantaba de la primera fila y subía los escalones
que llevaban al escenario.
En el gallinero, los estudiantes de música se agarraban de las manos. Se oyó un grito agudo al fondo de la cazuela. Norma había reconocido al doctor Salvo y gritaba como loca. A su lado, Hugo la
tomaba de la mano para salir corriendo del teatro.
Cuando el doctor Lázaro Salvo le tomó el pulso y negó con la cabeza, Rita Lavenza oyó a lo lejos la voz secreta de su marido. Se dio
cuenta de que Elmer estaba a punto de largarse a llorar y de que ella
no podía consolarlo. Estaba muerta. Quieta como una momia, dura
como una piedra.
Horas después, el doctor Lázaro Salvo, que era también forense, le
entregó a Elmer Dus, profesor en Ciencias Eléctricas, el certificado de
defunción de Rita Lavenza junto al informe de la autopsia, que decía
muerte natural. Elmer Dus firmó el recibo y el doctor Lázaro Salvo
se dio cuenta de que había firmado Rita Lavenza. Elmer Dus fue a
casa, corrió al laboratorio, abrió la puerta y miró a su robot apagada.
Estaba solo en la casa con ella.
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¶ 40
Fuego. Una campana, otra, otra. Había sol en el cementerio. Dus no
pudo ir al entierro de su mujer porque no pudo. Encontraba mil razones. ¿Desoír las indirectas de su depresión? ¿Caer en la farsa de pronunciar unas palabras en el entierro cuando la muerte de Rita lo había
dejado sin palabras, duro como ella? ¿Ser uno más en el cortejo cuando
en verdad era el único? ¿Por qué ir a su entierro si no quería enterrarla?
No podía. Le parecía mentira. Se daba cuenta, sentado en su sillón de siempre, los dedos en revólver sosteniendo la cabeza. Otra
campana. Las oía desde casa. El cortejo se detenía a cada campanada.
Otra. Después los pasos hacían sonar más pasos en las calles del cementerio. Otra más. El movimiento grave del sepulturero. Se pellizcó
el brazo. Parecía mentira.
Si cerraba los ojos la veía como el último día. Sus guantes largos
y claros de raso. La había sorprendido así y sin ropa cuando entró en
la habitación. Estaba incómoda, eso era evidente. Él la miró hacer lo
que hacía. Frente al espejo, hacía una v con una mano y otra v con la
otra y las cruzaba hasta que el guante y la mano eran casi lo mismo.
Si no eran lo mismo era porque hay cosas que son imposibles. Crac.
Había hecho crac delante de todo el mundo. Ya con el rictus puesto en
la agonía, que fue instantánea. Así se había muerto.
Debajo de su ventana, un vendedor de limonada se peleaba a los
gritos y baldazos con un vendedor de maní que era rubio y cada tanto
sacaba una tijera de su bolsillo. Hacía una v con la mano, metía los
dedos en la tijera, juntaba los dedos y adiós ese pedazo de corbata.
Ese sombrero tan bueno, hasta luego.
¶ 41
Mientras Norma y el ex cocinero de Dus vivían la vida de la calle a
todo trapo, el escritor amigo de Bárbara Astor supo por unos conocidos que Bárbara estaba en perfectas condiciones de salud, encabezando el harén de un rey de facciones cortantes en un lugar improbable
del mapa.
En su casa, Elmer Dus revisaba los roperos de su mujer en busca
de vestidos y arreglos para Radiana. En el camino, los recuerdos de
Rita saltaban para todos lados. Conoció algunos secretos que le mostraban a su mujer de una manera diferente. En la mesa de luz, vio el
libro que Rita leía antes de someterse a ese tratamiento del que casi
no quiso hablar. Y leyó entera la página que su mujer había marcado
doblando la punta de la hoja en triángulo. En el cajón de la mesa miró
con curiosidad los frascos con píldoras de todos los colores. Encontró
un papel que le había escrito él hacía mucho tiempo con un lista de
cosas que comprar para la casa. El monedero vacío. La tapa de una
lapicera fantasma. La foto de su madre. Y un papel doblado en dos
que desplegó y era un contrato de letra chica, que leyó con lupa hasta
sentir que la furia ganaba su cuerpo. Leyó la firma incomprensible
que le sonaba conocida. Llegó veloz al recuerdo de la firma del doctor
Lázaro Salvo en el acta de defunción. Y acto seguido miró la foto de
su mujer y dijo gracias.
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¶ 42
El doctor Lázaro Salvo era médico traumatólogo y forense. Juntaba huesos, que escondía en el sótano de su casa, ligado por un túnel
con el sótano de la casa del sepulturero. El doctor Salvo contaba con
el respeto de sus colegas por su lucidez para resolver un caso difícil,
su generosidad como maestro y su rigor científico. Pero la fama se la
debía a ese secreto a voces. El doctor Salvo coleccionaba huesos. Era
un rumor, era una fija y era cierto.
Como muchos escépticos, el señor Elmer Dus, Profesor en Ciencias Eléctricas, no subestimaba las habladurías y entonces se dejó
llevar por ellas. Si el camino al Infierno estaba empedrado de buenas intenciones, lo lógico era que las malas, pronunciadas en filosos
chismes, condujeran directamente al Paraíso. El profesor Dus quería
los huesos de las manos de su mujer porque esas manos habían sido
para él un Paraíso. El profesor en Ciencias Eléctricas era un hombre
inteligente. Sabía que lo primero que hay que hacer con el Paraíso,
aún antes de llegar a él, es ubicarlo.
El Paraíso del señor Dus, Profesor en Ciencias Eléctricas, eran las
manos de la pianista Rita Lavenza. Así que, al tiempo de su muerte, el
profesor se dejó llevar por los chismes y derivó en su corriente polifónica, hasta que tocó el timbre de la casa del doctor Salvo y le pidió, le
reclamó, los huesos de las manos de su mujer.
El amor es impuntual por donde se lo mire. Siempre es peor de lo
que esperábamos o mejor de lo que creímos. Siempre temprano o tan
tarde. Ninguno de éstos era el caso de Dus quien, una vez muerta la
pianista, pudo llegar a la cita de la vida con puntualidad. Pudo juntar
en un momento lo que para él era importante. Las manos de Rita
por un lado, aunque Rita estuviera muerta. Su robot Radiana con las
manos hechas con los huesos de Rita por el otro, aunque faltara para
eso. Ese día sus dos grandes pasiones estaban próximas a convertirse
en una, conformada por Rita Lavenza por un lado y por el perfeccionamiento de la robot, ya entonces, por el mismo.
El profesor Dus tomó un té y se las arregló para que, en menos
de una hora, el doctor Salvo reconociera que las tenía –las manos
troqueladas sobre un almohadón de terciopelo–, que se tomara su
tiempo, que se fumara un cigarrillo, que finalmente accediera a entregárselas a cambio de discreción, y que gloriosamente se las diera.
Fue entonces cuando el profesor Dus, tomando entre sus manos
los huesos de las manos de su mujer, dijo:
–Polvo no serás.
Y estaba decidido a cumplir con su promesa.
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¶ 43
Si toda una pasión, de esas verdaderas, pudo nacer como una necesidad, como una fuerza, a partir de unas manos, ¿por qué sería imposible formar una robot a partir de esas mismas manos? Por otro
lado, Dus no quería una robot cualquiera. El profesor había llegado
en nave rápida a la solución. Guardó los metacarpos en su maletín
porque con esos huesos haría las manos de su robot. La cara del doctor Lázaro Salvo brillaba de rencor en el espejo pero no le importó.
Después saludó al doctor Salvo y a su amante, que era también su
secretaria, y volvió derecho a casa, en donde tenía el laboratorio para
la práctica de sus experimentos.
¶ 44
El ex cocinero ayudó a Norma a meterse en el jardín de la casa
de Dus y quedó en esperarla detrás de un ciprés mientras ella entraba por la ventana entornada. Tenían que reconocer el terreno.
Norma entró por la ventana en la casa apagada. Entornó los ojos
cuando vio un rayo de luz que se filtraba debajo de la puerta del
laboratorio del profesor Dus. Y también a través de la cerradura
que parecía una mezquita al proyectarse en la oscuridad. Cedió a
la curiosidad que iba y venía como un rayo. Sentía relámpagos en
la cabeza.
Se inclinó al llegar a la puerta blindada de acero. La cerradura era
grande. Norma miró a través de la cerradura. Y vio.
Dus caminaba de la mano.
De la mano de quién.
De la mano de la mano.
Parecía mentira y era cierto. Caminaba de la mano de la mano y
no había forma de negarlo, pero tampoco había otra forma de decirlo.
Aunque cuando uno camina de la mano, lo hace porque hay alguien a quien la mano pertenece, éste no era el caso.
Aunque cuando uno camina de la mano, camina de la mano de alguien, sus ojos no le daban la razón. Por eso se los frotó hasta que le
dolieron, contó hasta tres y entonces volvió a abrirlos, y vio, una vez
más, que Dus caminaba de la mano de una mano. Una mano que probablemente había sido de alguien. Era una mano hecha de huesos, el
esqueleto de una mano. Y además Dus, que siempre andaba contrariado, parecía contento.
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En la taberna el ex cocinero invitó a Norma una cazuela y un vaso
de vino. Fumaba como loco con tal de comer menos. La oía contar
todo al detalle. La acarició cuando le dijo que había dejado abierta la
puerta de la despensa.
–Por la despensa –dijo el ex cocinero.
–Por la despensa–repitió Norma, que levantó el vaso porque pensó que era un brindis aunque en seguida se dio cuenta de su error.
El ex cocinero le hizo un gesto para que bajara la voz. La miró y dijo:
–Esta noche.
¶ 45
Como el trabajo es un antídoto contra el dolor y él no podía tolerar la pérdida de su mujer –a quien quería cada día más aunque
estuviera muerta–, Dus trabajaba con Radiana tendida en la camilla.
Falange por falange, reemplazaba los tubos de acero de las manos de
Radiana por los huesos de las manos de Rita. Se lastimó el dedo con
el bisturí, que traspasó el guante negro de goma. El dolor, que se hacía
notar pero era poco importante, no lo detuvo en su operación. Tenía
que seguir.
Pensó que en poco tiempo estarían listos. Imaginó una sonada y
sobria presentación en sociedad. Con una sonrisa controlada, pensó
en las preguntas que harían sus colegas y decidió que la mejor mentira era la verdad. Eran los huesos auténticos de las manos de su mujer.
Podía decirlo sin problemas. Pero supo que no iba a faltar el que soltara una pregunta cargada de malas intenciones. También podía anticiparse a eso. Antes que nada, él había sido el marido de Rita Lavenza
y, después de todo, lo que había hecho –quizá porque era la primera
vez en la historia que a alguien se le ocurría hacerlo– no estaba prohibido. Con la verdad podría calmar la curiosidad de sus colegas y
rendirle pleitesía a las manos siempre imponderables de Rita. Diría
la verdad, porque había sido una idea genial y porque él era sincero
pero –pensó mientras sentía que el corte del bisturí le ardía cada vez
más– sabía muy bien que la verdad no es siempre del todo cierta.
Que podía darle una ayudita para que el mundo la aceptara. Para
que todos la entendieran. Cubrió a la robot con una sábana. Llamó al
escribano para que fuera corriendo a su casa. El escribano le dijo que
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llegaría en una hora. Claro que Rita había dejado todo arreglado, le
dijo Dus, en voz baja, con los ojos cerrados. Leer el testamento, repitió Dus antes de cortar. Oyó ruidos provenientes de la despensa pero
no les prestó atención porque tenía poco tiempo. Se sentó al lado de
la robot. Abrió su bloc, sacó una hoja y la lapicera.
Yo, Rita Lavenza, dejo esta carta como testamento único y universal. Las regalías de mis discos son para mi marido, mis cosas en general
son para mi marido; el piano también.
Mi marido dispondrá de mis restos mortales. Sinceramente
No firma. Le parece que una carta manuscrita es de por sí una
firma. Ve que tiene un poco de sangre en el dedo. Le arde. La piel
se levantó y su ausencia se hace sentir. Al centro, al fondo, cuando
entorna los ojos, brilla la brasa de carne en estado puro. El pájaro de
madera del reloj grita un par de veces. Piensa en lo feo que es el reloj
y se apura.
Falta poco para que llegue la hora, entonces se para y camina el
cuarto como si fuera una calle con vidrieras y todo. Frente al espejo,
no se da cuenta de que a sus espaldas se asoma una forma un poco
torpe y humana.
En memoria del escritor Karel Kapek (Bohemia, 1890 - Praga, 1938) y
su hermano Joseph (Bohemia, 1893 - Bergen Belsen, 1945), que inventaron la palabra robot.
Sobre la autora
Esther Cross nació en Buenos Aires en 1961. Es escritora y traductora. Publicó Bioy Casares a la hora de escribir y Borges, sobre la escritura, libros de entrevistas con los autores, escritos en colaboración con
Félix della Paolera. Sus libros de cuentos y novelas recibieron premios
nacionales e internacionales, entre ellos: la beca Fulbright-Fondo Nacional de las Artes, la beca Civitella Ranieri y el Premio Internacional
de Narrativa Siglo XXI de México. Es autora de Crónicas de alados
y aprendices, La inundación, La divina proporción, El banquete de la
araña, Kavanagh, Radiana, La señorita Porcel y La mujer que escribió
Frankenstein. Su último libro es Tres hermanos (Tusquets, 2016).
Fotografía: Ricardo Coler
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Sobre Radiana, de Esther Cross
Esther Cross y los robots
Radiana existió de verdad. En cable y hueso. Esther Cross no llegó
a conocerla, pero vio una foto. Estaba en un libro que hojeó distraídamente, una nevada tarde de enero del ‘99, en la librería del Museo de
Bellas Artes de Boston. “El profesor Popjie muestra su maravilloso invento, ‘Radiana’, 1925”, decía el epígrafe. Radiana estaba hecha de un
par de manos mecánicas que contenían huesos humanos, que según
aseguraba el profesor respondían a los impulsos eléctricos.
A Esther esa foto le provocó como un flechazo. “Sobre todo porque esa muñeca horrible se llamaba Radiana y porque el señor que la
manejaba era profesor en Ciencias Eléctricas.” Por razones un poco de
copyright y otro poco de iconofobia (somos de los que aún preferimos
el rodeo de las mil palabras), mejor que imprimir lo que cualquiera
puede rastrear en Internet es dejar constancia de la impresión que
dejó en quien tuvo la dicha de descubrirla: “Es cero robot, más bien es
una muñeca a control remoto, que el profesor éste manejaba a través
de un panel lleno de bombitas eléctricas”.
Aunque en ese momento estaba corrigiendo El banquete de la araña (saldría ese mismo año) y aún le faltaba escribir Kavanagh (publicado en 2004), la foto ya había disparado la resurrección literaria de
aquella robot. “La novela iba en paralelo, en subterráneo, sin relación
directa, como un libro más delirante, aunque al final todo es muy lógico. Es que la foto esa tenía todo: me gustaba la época, me gustaban
los robots, lo bizarro del asunto.”
Las muñecas, en cambio, nunca le gustaron. De chica incluso le
daban un poco miedo, cosa que la frustraba bastante. “Pero los robots
me gustaron siempre, desde que tengo memoria. ¿Cómo –o en todo
caso por qué– zafar de la invasión de imágenes de robots de primera,
o medio pelo, que vivimos los que fuimos chicos en mi generación?
Si viste Sábados de súper acción, viste robots.”
El profesor Popjie muestra su maravilloso invento, Radiana (1925).
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Esther Cross se define al respecto como “una escéptica que cree en
el futuro, de una manera poco mesiánica”. Sabe que los robots siempre fueron una fantasía del hombre, incluso una necesidad, como por
ejemplo la fotografía, y que si se demoraron en llegar fue sólo por
falta de recursos técnicos. Pero esa espera es parte de la historia, quizá
la más interesante. “Ese futuro eterno tiene algo fascinante, de tiempo
fuera del tiempo, para entrar a contar.”
En ese compás de espera entre lo que imaginamos y lo que estamos capacitados para hacer proliferan los pseudoinventores como el
profesor Popjie (que era como se iba a llamar Elmer Dus, su desinteresado alter ego en la novela). “Creo que lo atractivo es ese momento
donde todos los científicos son puestos en duda, el momento del que
el chanta saca provecho, porque es el momento en el que juega la
credulidad, la necesidad de creer de las personas. También porque en
esas historias locas se ve desfilar la ciencia de la mano del espectáculo.
Finalmente, el chanta es siempre un personaje atrapante, como un
gran deportista solitario.”
Con su deliberado retrofuturismo (y sus delicadas comparaciones),
Radiana saluda la inocencia de aquella época, “que a lo mejor una misma le proyecta a ese pasado inventado cuando lo mira”. Entre las tareas literarias que se propuso Esther, una de las principales fue rehacer,
al modo de una precuela, la historia de cómo el Profesor en Ciencias
Eléctricas llegó a la idea de construir su robot con partes humanas, y
de género femenino. “El inventor llega a la conclusión de que si el invento fuera femenino sería mejor. Eso para la novela. Fuera del libro
chocamos con las limitaciones de la imaginación humana, que ve todo
a imagen y semejanza suya. Así como se antropomorfiza a los animales
–pobres animales–, que no tienen por qué ser astutos o, peor, amorosos
o tiernos, se termina haciendo lo mismo con las máquinas, por ejemplo, al aplicarle género a los robots. ¿Los juzgarán en el futuro como se
juzgaban –y a veces aún se juzgan– a los animales?”
–¿Es responsabilidad del escritor pensar en esos futuros posibles?
–Henry Miller dijo en una entrevista que un escritor es una persona que capta lo que está en el aire, como si tuviera antenas. Aplicaba
la definición también a los científicos. Dijo que por eso los grandes
inventos se dan al mismo tiempo en distintos lugares. Pensaba que
un escritor le da voz a eso que está en el aire, lo interpreta. A veces se
adelanta, como si tradujera más rápido o captara señales muy difu-
sas. Si escribir es captar lo que está en el aire, todavía en potencia, y
darle voz, entonces la respuesta es sí: la responsabilidad imaginativa
del escritor con el futuro es inevitable.
–¿Cómo te parece que fueron cambiando los robots desde Radiana,
o desde tu infancia?
–Hoy los robots no son ingenuos ni “humanos” como los de antes. Tampoco ridículos en su fallida monumentalidad, a la manera
de Tobor, el Grande. Hoy se sabe que para ser como un hombre, un
robot tiene que hacer cosas que parecen simples y son terriblemente
complejas, como caminar por un bosque sin caerse. O cayéndose y
levantándose. Entonces aparecen esos robots, cruza de grúas chicas
con patas de langosta, que hacen pruebas en un bosque y es la torpeza
con que van, la velocidad cortada por una piedra, lo que más impresiona, y lo que paradójicamente los humaniza.
–¿Qué robot, en esa línea, te gustaría inventar?
–El robot que ordena la casa. Ordenar la casa implica muchas
funciones complejas de reconocimiento, programación, hasta movimientos físicos coordinados muy difíciles para un robot. Y en ciertas
casas, para un humano también...
–¿Te gustaría vivir el momento en que los humanoides como Radiana al fin sean reales?
–¡Me encantaría! Tengo en alerta del Times las noticias de robots.
También los brazos biónicos, etc. Uno de mis libros preferidos es
Flesh and Machines, How Will Robots Change Us,1 de Rodney Brooks,
el genio de los robots, entrevistado además en uno de los documentales que más me gustan: Cheap, Fast, and Out of Control [Barato,
rápido y fuera de control] (1997). Uno de mis escritores más queridos
es Karel Kapek, el de la Guerra de las Salamandras (1936), que es el
que inventó la palabra robot. A él, precisamente, le dediqué este libro.
Ariel Magnus
Buenos Aires, agosto 2016
1. Traducido como Cuerpos y máquinas: de los robots humanos a los hombres robot (Barcelona, Ediciones B, 2003).
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www.el8voloco.com.ar
www.trenenmovimiento.com.ar
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