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SOCIOLOGÍA URBANA: DE MARX Y ENGELS A LAS ESCUELAS
POSTMODERNAS, CENTRO DE INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS, MADRID,
2014
Book · December 2014
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1 author:
Francisco javier ullán de la rosa
University of Alicante
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HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA
URBANA: DE MARX Y ENGELS A
LAS ESCUELAS POSTMODERNAS.
FRANCISCO JAVIER ULLÁN DE LA ROSA
PROFESOR TITULAR DE SOCIOLOGÍA
UNIVERSIDAD DE ALICANTE
2
INDICE DE CONTENIDOS
CAPITULO 1. SOCIOLOGÍA URBANA. CONSIDERACIONES EN TORNO A SU OBJETO DE ESTUDIO E IDENTIDAD DISCIPLINAR.
1.1. ¿De qué se ocupa la sociología urbana? Una disciplina de escurridizo objeto de estudio y constante
Infiltración interdisciplinar.
1.2. Tres líneas maestras en la historia de la sociología urbana.
1.3. Algunas propuestas programáticas para una sociología urbana en el siglo xxi.
CAPÍTULO 2. ESTUDIOS SOBRE LO URBANO EN LA EUROPA VICTORIANA Y DE LA BELLE ÉPOQUE.
2.1. El contexto histórico y epistemológico
2.2. La ciudad como variable dependiente: Marx, Engels, Tönnies, Durkheim y Weber.
2.2.1. Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895): la ciudad como expresión del modo de producción.
2.2.2. Ferdinand Tönnies (1855-1936): lo urbano en el contínuum comunidad-sociedad.
2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema funcional superorgánico.
2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno de racionalización.
2.3. La ciudad como variable independiente: Simmel, Sombart, Halbawchs.
2.3.1. Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de una teoría psicosocial y culturalista de la ciudad.
2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora de alta cultura.
2.3.3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico pionero de la sociología urbana?
CAPÍTULO 3. LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES.
3.1. Chicago o el epítome de la nueva modernidad americana.
3.2. La primera generación del Departamento de Sociología de Chicago.
3.3. La Segunda Generación de la Escuela de Chicago. Biologicismo, funcionalismo y culturalismo entre la Ecología Humana y los Community Studies.
3.3.1. Consideraciones Generales
3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad.
3.3.3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: El urbanismo como una forma de vida y los estudios etnográficos de las subculturas de Chicago.
3.3.4. Algunos desarrollos teóricos concretos de la Escuela de Chicago.
3.3.5. La Segunda Generación de Chicago y la acción política. Reformismo y sostenimiento del status quo racial en la ciudad:
entre el Chicago Area Project y la Federal Housing Administration.
3.3.6. El legado científico: La Escuela de Chicago entre los atisbos de la ciudad postmoderna y las rémoras epistemológicas del paradigma moderno.
3.4. Otros aportes del periodo: Sociología urbana en Gran Bretaña 1900-1930.
CAPÍTULO 4. EL PERIODO DE POSTGUERRA: NUEVA ECOLOGIA HUMANA, POSITIVISMO CUALITATIVO Y EL INICIO DE LA RELACIÓN
CON EL URBANISMO.
4.1. Introducción: el desembarco del urbanismo en la sociología urbana.
4.2. El Estado, el capital y los reformadores sociales. Breve síntesis del urbanismo de un siglo (1850-1960).
4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el precedente olvidado. El modelo paradigmático del París hausmanniano. La obra de Ildefonso Cerdà.
4.2.2. La ciudad-jardín.
4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como políticas del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilustrado del urbanismo racionalista.
4.3. Sociología urbana en los 50 y los 60. Los intentos de explicar los efectos del urbanismo racionalista.
4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios sobre el suburb.
4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la sociología urbana en Francia. De las zonas ecológicas de París al estudio de la vida en
los grands ensembles.
4.4. La Escuela de Chicago en los 50 y 60. El declinar de la hegemonía.
6.4.1. La Nueva Ecología Humana
4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis factorial.
CAPÍTULO 5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA (FINALES DE LOS 60, PRINCIPIOS DE LOS 80)
5.1. Sociología urbana y nuevos movimientos sociales urbanos: la necesidad de buscar nuevos marcos teóricos.
5.2. La Escuela neo-weberiana de Sociología Urbana.
5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Ecología Humana y nuevo enfoque neo-weberiano.
5.2.2. Ray Pahl y la teoría del Estado Corporativo como gestor de la ciudad.
5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de Pahl.
5.3. La Sociología Urbana neomarxista en Francia.
5.3.1.Henry Lefebvre (1901-1991) y la corriente marxista humanista
5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista aplicado a los estudios urbanos.
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5.4. La sociología urbana en los Estados Unidos de finales de los 60 y 70.
5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico.
5.4.2. David Harvey. La corriente marxista en los Estados Unidos.
5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos.
CAPÍTULO 6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD POSTMODERNA Y POSTINDUSTRIAL A CABALLO ENTRE EL SIGLO XX Y EL XXI
6.1. Introducción. Algunos rasgos generales de eso que llamamos postmodernidad.
6.2. Historia de la emergencia de la epistemología postmoderna
6.3. El paradigma postmoderno y su proyección en los nuevos movimientos políticos, sociales y culturales.
6.4. La sociedad y la cultura de la postmodernidad como expresión del capitalismo avanzado desde los años 80.
6.5. La encarnación del paradigma cultural postmoderno en el urbanismo y la arquitectura de la ciudad.
6.6. Sociología urbana en la bisagra finisecular (1980-2010): entre el marxismo de la postmodernidad y los enfoques postmodernos.
6.6.1. La reformulación de la sociología neomarxista frente al reto del postmodernismo y la postmodernidad.
6.6.2. La sociología urbana postmoderna hasta los años 80
6.6.3. El protagonismo de la Escuela de Los Ángeles en los 90.
6.6.4. La sociología urbana en el siglo XXI.
REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS
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CAPÍTULO 1. SOCIOLOGÍA URBANA: CONSIDERACIONES EN TORNO A SU OBJETO DE ESTUDIO E IDENTIDAD
DISCIPLINAR.
1.1. ¿De qué se ocupa la sociología urbana? Una disciplina de escurridizo objeto de estudio y constante infiltración
interdisciplinar.
La sociología urbana bien podría paragonarse a un resbaladizo pescado cuya lisa y mojada superficie hace
complicado atraparlo mientras aún está vivo y coleando (es decir, en su contemporaneidad). Quizá se haga más fácil
diseccionarlo cuando ya esté muerto (visto con la lente retrospectiva de la historia), si es que llega a morir algún día (en cualquier
caso, no han sido pocos los que han querido enterrarla). También podría verse como una esponja, porosa y flexible, que se
deforma con los apretones de cada autor y momento y se embebe con los líquidos del entorno académico circundante, es decir,
de otras disciplinas. Estas dos características: objeto de estudio escurridizo y porosidad interdisciplinar, han grabado la
identidad de la sociología urbana. O, mejor dicho, sus dificultades para encontrar una identidad definida y estable en la que
reconocerse. Dificultades que han llevado a algunos hablar de “carácter un poco atípico de la sociología urbana” (Mela
1996:13). La excepción a la regla la encontramos en las tres décadas que van de 1920 a 1950, cuando la disciplina, recién
establecida por la Escuela de Chicago, aún rebosaba de candor y osadía adolescentes que la hacían sentirse segura y capaz de
todo.
Antes de la Escuela de Chicago, y como se verá con más detalle en capítulos posteriores, los padres fundadores de
la sociología no habían reconocido a la ciudad como un objeto de estudio en sí misma (Saunders 1981; Bettin 1982; Savage y
Warde 1993; Merrifield 2002). Aunque los autores habían dedicado muchas páginas a analizar fenómenos que más tarde
recaerían de lleno dentro de la zona de influencia del territorio subdisciplinar, como los problemas derivados de las condiciones
de vida urbanas, lo habían hecho en tanto que fenómenos producidos por la estructura y la dinámica social más abarcante, la del
proceso histórico de modernización/industrialización, considerando a la ciudad como el escenario de dichos procesos (escenario,
eso sí, privilegiado, por ser el lugar donde sus efectos se manifestaban con mayor intensidad) pero no como un factor con
capacidad de generarlos o condicionarlos en sí mismo. Tampoco ninguno de ellos contempló a la ciudad como un subsistema
social dotado de una cierta autonomía, la suficiente como para justificar una atención especializada como objeto de estudio.
Todos los primeros sociólogos se adhirieron al paradigma moderno dominante que incluía en el paquete el evolucionismo
unilineal (Harris 1968; Giddens 1971,1990; Bernman 1982; Bryan 1990; Wehlin 1992; Martinelli 1998; Kennington 2004; Delanty
2007). A partir de ese marco conceptual la ciudad no era más que el lugar donde se manifestaban con mayor intensidad las
consecuencias de un inevitable proceso de evolución histórica: la transformación de las sociedades agrarias tradicionales en
modernas sociedades basadas en la organización racional, el estado, las relaciones contractuales, la industrialización y la ciencia
y la economía monetarizada capitalista. Condición transitoria, está última, para los autores socialistas, en la misma lógica
evolucionista que, por lo demás, abrazaban con entusiasmo. Lo “urbano” no era otra cosa que sinónimo de lo “moderno” y,
cuando el proceso de modernización operado a través de la extensión del capitalismo, del imperialismo o del socialismo se
hubiera inexorablemente completado (otras desembocaduras históricas no eran concebibles en el esquema moderno unilineal) lo
“urbano” cesaría en su condición de vanguardia de la modernidad para acabar siendo sinónimo perfecto de “sociedad” y de
“global”. En otras palabras: El mundo entero acabaría por ser una única sociedad urbana y moderna. A partir de un planteamiento
como este, la ciudad pierde toda especificidad sociológica propia y se hace prácticamente imposible su configuración como
objeto de estudio.
Aquellos pocos autores que, en el rayar del siglo XX, se fijaron en la ciudad como tal y no como simple emanación del
sistema social mayor no llegaron, sin embargo, a establecer un proyecto disciplinar sistemático y coherente. Ni siquiera se lo
plantearon, de hecho. Sus intereses son particulares, sin visión de conjunto, y diferentes: Simmel (1903, 1908) y Sombart (1907)
se dedicarían a estudiar la ciudad en tanto lugar de producción de rasgos culturales y de personalidad específicos (lo cual les da
más méritos para ser considerados padres de la antropología cultural y psicológica (Escuela de Cultura y Personalidad) que de la
sociología urbana strictu sensu) mientras que Halbawchs (1908, 1920) se interesará fundamentalmente por el aspecto material,
el entorno construido, de la ciudad, por la vivienda y el urbanismo, como factores de producción de relaciones sociales. Para este
último, desde sus primeros escritos, el concepto clave es el de morfología: El estudio de la ciudad es el estudio de su forma
espacial y la Sociología debe ocuparse de estudiar las relaciones entre dicha forma y los procesos sociales que tienen lugar en
su interior, analizando los condicionamientos recíprocos entre ambas. Este planteamiento es sólo implícito en sus primeras obras
pero se tornaría explícito en su texto más fundamental, Morphologie du social, de 1935. Para entonces, sin embargo, Halbawchs
ya había viajado a Chicago y había vuelto profundamente influenciado por las teorías ecológicas de aquella escuela, que habían
acabado por definir oficialmente – y desarrollado en una auténtica teoría, la primera – con su obra/manifiesto de 1925, The City ,
el objeto de estudio de la sociología urbana: las relaciones espacio construido/sociedad. Lo que no quita para que podamos
considerar, sin duda, a Halbawchs como uno de los co-constructores del objeto de estudio de la disciplina. Con su decidida
apuesta por los fenómenos socio-espaciales más que por los culturales (que en los de Chicago en cambio alternaban una
articulación/convivencia epistemológica y metodológica) Halbawchs fue, probablemente, quien más precozmente dio en el quid
de la cuestión identitaria de la sociología urbana frente a otras subdisciplinas que también estudiaban (o estudiarían más tarde) la
ciudad, como la antropología. Y es por ello que es necesario reclamarlo como uno de los candidatos con más méritos a ser
considerado pionero de la sociología urbana junto con George Herbert Mead, Charles Cooley y William Thomas, algunos de los
exponentes de la primera generación de la Universidad de Chicago, previa a la fundación de la Escuela de Ecología Humana, o
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Escuela de Chicago. Esta fue la primera en definir explícita y sistemáticamente lo urbano como un objeto de estudio específico,
marcando definitivamente el nacimiento de la sociología urbana pero también de la antropología urbana, como es reconocido por
la gran mayoría de obras sobre la historia de dicha disciplina (Eames y Goode 1977; Hannerz 1980; Low 1999; Cucó 2004).
Sociología y antropología estarían juntas en Chicago el mismo departamento hasta 1929 y aún después de esa fecha las
colaboraciones serán estrechas hasta finales de los 40 (Stocking 1979). La separación entre competencias sociológicas y
antropológicas no estaba dentro del programa inicial de la Escuela de Chicago. La Escuela de Chicago convertiría la ciudad en
objeto de estudio por medio de un aparato teórico que adaptaba los conceptos de la ecología biológica al estudio de los
fenómenos sociales. La sociedad va a ser vista como un ecosistema más, de naturaleza antrópica, cuyas relaciones vienen
determinadas por la adaptación al ambiente y las leyes de la selección natural. Cada ciudad constituye, en esta lógica, un
subsistema ecológico, sus barrios otros tantos nichos. El objeto de los estudios urbanos es, pues, dicho ecosistema, entendido
como un espacio delimitado físicamente (el entorno antrópico construido) y las relaciones sociales que establecen entre sí los
que en él habitan. Relaciones que no son meros productos del sistema social en su conjunto (como las relaciones entre leones y
gacelas no lo son únicamente de la dinámica del planeta Tierra en tanto tal) sino que están condicionados en buena medida por
las características y las lógicas del ecosistema local, de la ciudad. Y, a su vez, lo modifican.
La Escuela de Chicago también recogió las inquietudes de Simmel (1903,1908) y Sombart (1913) sobre la cultura
específicamente urbana y trató de encajarlas (no siempre con completo éxito) dentro del marco general ecológico. Este programa
se encontraba ya presente en el fundador, Robert Ezra Park (1925), que fue discípulo directo de Simmel en Alemania y sobre
quien ejerció también una influencia importante la emergente disciplina de la antropología social, pero quien lo desarrollaría en
plenitud sería Louis Wirth (1938). Para los ecólogos urbanos existen unas formas culturales (comportamientos y valores)
específicamente urbanas, que surgen como consecuencia de la interacción de los colectivos con el medio antrópico particular de
la ciudad. Existen también, a su vez, subculturas urbanas, en estrecha relación con el nicho ecológico de cada barrio. Durante
los años 30 y 40 generaciones sucesivas de investigadores de Chicago se dedicaron a estudiar tanto la una (la forma de vida
urbana como cultura específica) como las otras (las subculturas urbanas) adaptando para ello (y perfeccionándolo) el método
etnográfico tomado de la antropología y dando lugar a la fructífera fábrica de los Community Studies. Sin embargo, buena parte
de la especificidad de esas subculturas venía dada en Chicago (como en la mayoría de las urbes americanas) por el factor étnico
(que era previo a la ocupación de un cierto nicho ecológico, en una ciudad conformada por la inmigración). Los etnógrafos de la
Escuela de Chicago lo sabían y trataron de articular la etnicidad con su teoría ecológica.
El exagerado peso otorgado a los factores ambientales, el darwinismo y funcionalismo que parecían a propósito
diseñados para legitimar el status quo del capitalismo liberal, el chapucero encaje de aquel biologicismo con la vena culturalista
de los estudios de comunidad… todos ellos eran factores que, con el desarrollo de las ciencias sociales que siguió a la Segunda
Guerra Mundial (recuperación de los enfoques marxistas; incipiente crítica al paradigma de la modernidad, incitado por la ruptura
cultural-generacional que provoca el tsunami bélico; expansión de las universidades y sus departamentos por el baby boom y el
crecimiento económico) llevarían a muchos nuevos investigadores a cortar el cordón umbilical con la Escuela de Chicago y
replantear nuevos caminos para el estudio sociológico de la ciudad. La reacción había comenzado en los años 50, incluso dentro
del mismo Departamento de Sociología de Chicago, y acabaría cuajando en nuevas escuelas, que la historia ha agrupado con el
nombre genérico de Nueva Sociología Urbana (Zukin 1980). La necesidad de revisar el deficiente marco teórico de la Ecología
Humana abriría, sin embargo, una caja de Pandora que a punto estaría de liquidar la disciplina como tal porque la furia edípica
contra el padre chicaguense se manifestó en una puesta en cuestionamiento del propio estatuto de la sociología urbana, de su
pertinencia como tal. Y ello desde dos frentes que pueden considerarse como distintos aunque en muchas ocasiones han
actuado en estrecha colaboración, los mismos frentes que están explícitamente recogidos en el encabezado de este capítulo: a)
el epistemológico y b) el interdisciplinar.
El frente epistemológico: la crítica al espacio urbano como factor de causalidad socio-cultural.
Regresando al estructuralismo sistémico de los primeros sociólogos (y a un etnocentrismo parcialmente inconsciente, que
confundía la parte (Occidente) por el todo (mundo)) algunos autores van a negar cualquier papel de causalidad al entorno
construido, rebajándolo de nuevo al rango de variable dependiente del sistema social. La primera en abrir fuego fue quizá Ruth
Glass en 1955 desde Gran Bretaña: “No hay un objeto propio de la sociología urbana con identidad distintiva propia” (Glass
1989 [1955]: 51), escribió. “En un país altamente urbanizado como Gran Bretaña, la etiqueta “urbano” puede aplicarse a casi
cualquier rama de los actuales estudios sociológicos. En esas circunstancias carece absolutamente de sentido aplicarla” (Glass
1989 [1955]: 56). Diez años después Gideon Sjoberg identifica tres problemas fundamentales en la sociología urbana: su fracaso
en especificar sus objetos clave, su dificultad para establecer los límites entre el subsistema ciudad y el sistema social general y,
por último, su fracaso en trasladar una visión de la urbanización que es culturalmente delimitada a lo occidental, en un enfoque
comparativo y/o una teoría general universal (Sjoberg 1965). Imprecisión del objeto y etnocentrismo occidental eran dos escollos
gigantescos que la disciplina debía superar para constituirse como ciencia, so riesgo de perecer.
El ataque más conocido a estas taras provino de la pluma de Manuel Castells, flamante capitán de la nueva sociología
marxista en París, quien, en su primera reflexión sobre el tema, en 1968, se preguntaba "Y a-t-il une sociologie urbaine?”
(¿Existe la sociología urbana?). Pregunta que volvería a formular en su obra ya clásica La quéstion urbaine, de 1972. En ella,
Castells, con el objetivo de salvar la sociología urbana del naufragio en que la percibe su contemporaneidad, elabora un
programa para depurarla de toda traza de determinismo, e incluso causalidad, espacial. Parafraseando la metáfora marxiana del
fetichismo de la mercancía, Castells denuncia la causalidad espacial como pura ideología, “fetichización” del espacio, una
representación imaginaria que impide ver la verdadera realidad: el espacio es siempre una expresión de la estructura social, es
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conformado por el sistema económico, político e ideológico, el modo de producción, la economía política (Castells 1972).
Predominancia de lo relacional sobre lo físico que ya había sido (re)introducida por su maestro en Nanterre, Henri Lefebvre, en
La somme et la reste (1959). En la contemporaneidad esa economía política es la del capitalismo y, al estar sus lógicas
presentes en todo el planeta (campos, ciudades, Primer y Tercer Mundo) no tiene sentido singularizar a la ciudad dentro del
sistema. Si la ciudad fuera una variable independiente habría que suponer que existen ciertas prácticas sociales que sólo se
observan en ciudades. Esto no se sostiene empíricamente, nos dice Castells. Si el objeto de estudio fuera el espacio, habría que
suponer que el compartirlo conduce a cierto tipo distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los tipos de relaciones sociales
entre personas y no su proximidad física los que dan forma a las prácticas sociales. La proximidad con tu vecino puede llevarte a
amarlo u a odiarlo, el tipo de relación no se puede extraer a priori de la variable espacial (Castells 1974).
El debate sobre el objeto de estudio continuó a lo largo de los 80 y 90. Con la llegada de la globalización (tanto como
fenómeno empíricamente observable que como moda e ideología académica) prendieron de nuevo con fuerza las viejas ideas
evolucionistas que veían en la Historia la consumación de un proceso global, inescapable, de urbanización. “Empíricamente –
dice Zukin- si procesos globales de urbanización y “metropolitanización” cubren la faz de todas las sociedades, entonces el
estudio de las ciudades per se se revela superfluo. Metodológicamente, si las ciudades se limitan a reproducir las contradicciones
de una estructura social dada, entonces el estudio de las ciudades es esencialmente idéntico al estudio de la sociedad en su
conjunto” (Zukin 1980: 6)
A mediados de la primera década, el neo-weberiano Saunders, desde un enfoque menos materialista que el de Castells,
volvía de nuevo a subsumir la especificidad de la ciudad en el magma amorfo del sistema social general. En las sociedades
modernas, argumentaba, con su alta movilidad social y geográfica y la permeabilidad capilar de la cultura difundida por los
medios de comunicación de masas, no tiene sentido considerar a la ciudad o al campo como sistemas sociales autocontenidos.
No hay actividades sociales que se produzcan únicamente en la ciudad o en el campo (Saunders 1981). Y unos años más tarde
Sauvage y Warde afirmaban con toda rotundidad que la sociología urbana no tiene objeto teórico y que la etiqueta de “urbano”
es “mayormente una bandera de conveniencia” (Savage and Warde 1993: 2)
El frente interdisciplinar: La Sociología Urbana en el seno de una disciplina urbana más abarcante.
El segundo ataque a la identidad distintiva de la sociología urbana y de su objeto de estudio no provino de aquellos
que ponían en duda la naturaleza causal, estructurante, del entorno antrópico urbano sino, por el contrario, de quienes la
defendían con convicción.
En los años 50, la aplicación a los estudios sobre la ciudad del organigrama metódicamente diseñado por Parsons
(1951) para acotar los objetos de estudio de las distintas disciplinas sociales, había roto la unión mal soldada entre ecología
(espacio) y estudios de comunidad (cultura). El espacio sería desde entonces el feudo “natural” de la sociología urbana mientras
el segundo era entregado a la nueva disciplina que ahora nacía del padre chicaguense: la antropología urbana. Pero hubo
muchos que no estuvieron de acuerdo con este reparto. Muchos académicos concluyeron que si el espacio urbano posee unas
características tan definidas, en otras palabras, es un objeto de estudio tan evidente, se hacía necesario, para poderlo analizar en
toda su complejidad, no dividir sino, al contrario, volver a reunir los distintos enfoques urbanos dispersos transversalmente por
las grandes disciplinas sociales clásicas. El movimiento en pro de crear una nueva “disciplina de disciplinas”, centrada en torno al
núcleo de coalescencia de lo espacial, puede y debe entenderse en el contexto más amplio de la reacción postmoderna al
paradigma de la modernidad y su proyecto de división racional de las esferas del conocimiento (parte de su visión de la identidad
como categorías de confines nítidos y excluyentes (Beck 1992; Khan 2001). Esta reacción acabó desembocando en el
nacimiento de los llamados Urban Studies, considerados ya a principios de los 60 en los Estados Unidos como “un campo
académico emergente” (Woodbury 1960; Gutman y Popenoe 1963). Este movimiento de “ecumenismo urbano” fue protagonizado
fundamentalmente por y desde las universidades anglosajonas, y es en buena parte fruto de su estructura organizacional flexible,
dispuesta ya de entrada a la interdisciplinaridad. Es en este mundo anglosajón donde la nueva disciplina iría progresivamente
tomando cuerpo, con el surgimiento de departamentos, títulos universitarios, revistas especializadas y muchos manuales (Sinha y
Achuta Rao 1968; Walsh 1971; Gloor 1974; Loewenstein 1977; Montero 1978; Phillips y LeGates 1981; Rand Corporation
1986,1995; Steinbacher.y Benson 1997; Paddison 2001; Gottdiener y Budd 2005; Patel y Deb 2009; Hutchison 2010) y en ella
convergieron geógrafos, antropólogos, sociólogos, o urbanistas, entre otros. Uno de los grandes difusores de los Urban Studies
fue la casa editorial Sage, como puede observarse en la cantidad de manuales y obras publicadas bajo ese sello.
En ese mundo anglosajón la convergencia entre disciplinas fue especialmente fuerte, en el caso de la sociología y la
geografía Urbanas. En los años 70 y 80, con la intermediación del neo-marxismo entonces imperante “la distinción entre los dos
campos disciplinarios parece desaparecer casi completamente” (Mela 1996:18). Ejemplo paradigmático son los trabajos del
geógrafo neomarxista David Harvey (1973, 1985a y b, 1987 a y b), prácticamente indistinguibles de los de sus colegas
sociólogos. La interdisciplinariedad recibiría un ulterior empujón cuando la irrupción del paradigma postmoderno en todas las
ciencias sociales conduce a la crítica de la compartimentalización del saber como ideología y a la geografía, la sociología y la
antropología urbanas al enfoque común sobre los aspectos semióticos y subjetivos de la ciudad y su espacio construido. Enfoque
que ha continuado en autores como los de la llamada Escuela de los Ángeles (Scott 1986, Soja 1990, Davis 1990), que son
reclamados respectivamente por la geografía (Racine 1996), la sociología (Dear y Dishman 2001) o la antropología (Cucó 2004)
como “de los nuestros”.
En la Europa continental, sin embargo, una estructura universitaria más rígida hizo prevalecer la inercia de las
compartimentalizaciones académicas ya establecidas. Y es particularmente en Francia, principal foco de la Nueva Sociología
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Urbana en los 60 y 70 y con una aristocracia universitaria particularmente fuerte (magistralmente denunciada por Bourdieu en su
Homo Academicus (Bourdieu 1984)) donde la resistencia a derribar muros ha sido mayor. Y ello a pesar de ser el foco más
fuerte de las corrientes filosóficas y epistemológicas postmodernas, con sus Foucault, Baudrillard, Lyotard, Barthes, Deleuze,
Guattari... Véanse como prueba los siguientes fragmentos que describen el estado de la cuestión en el mundo francófono en los
albores del siglo XXI: “No hay casi comunicación entre los dos grupos de investigadores que se ocupan de la ciudad [o sea, de
una parte los que la estudian como entorno construido y de otra los que lo hacen como colectividad humana]. Los segundos
tienen la impresión de que los primeros hablan de una entidad tratada in absentia, es decir, de un ser sin cuerpo, sin substancia
ni lugar […] A lo que los primeros replican que los otros analizan un cuerpo sin alma, pues la ciudad, siguiendo a Aristóteles y
San Agustín, es un conjunto de hombres antes que ser un conjunto de piedras (Corboz 2001: 25).
También proveniente de Francia es el intento del sociólogo Grafmeyer (1994) de contrarrestar la amenaza de fusión
de la disciplina en unos Estudios Urbanos indiferenciados estableciendo, con loable simplicidad, tres enfoques en el análisis de
los fenómenos urbanos que, en su visión, deben permanecer separados: el morfológico-funcional (terreno de la geografía
urbana), el puramente funcional (feudo de la economía urbana), y el relacional (que sería, finalmente, el de la sociología urbana).
Los tres enfoques tienen un denominador común, el análisis del espacio como factor estructurante de lo humano pero cada uno
de ellos se ocuparía de una dimensión diferente de dicha actividad. La clasificación, sin embargo, despierta dudas importantes:
¿Qué quiere decir exactamente que la economía se ocupa de la función cuando la sociología urbana ha sido hegemónicamente
funcionalista durante la mitad de su historia? ¿Y dónde queda en este reparto la antropología urbana?
Sintetizando: en medio de un océano de orillas imprecisas el barco de la sociología urbana sigue aún
navegando.
Desde aquellos lejanos días de Glass (1955) o Sjoberg (1965) el debate acerca del objeto disciplinar, la negación de
su existencia en los casos más radicales, es una herida abierta en el flanco de la sociología urbana. Pero a pesar de todos esos
ataques a su línea de flotación, a pesar de las dudas de fe de algunos de sus mejores comodoros, y a pesar de la botadura, hace
ya 50 años, de un rival tan fuerte como el proyecto multidisciplinar de los Urban Studies, la Sociología Urbana sigue hoy
existiendo (o más bien co-existiendo, con aquellos) en el seno de la gran familia de las ciencias sociales. Y ello tanto en Europa,
donde los Urban Studies no cuajaron con mucha fuerza (excepto en la universidad británica) como en Norteamérica, donde sí lo
hicieron, y vigorosamente. Su capacidad de resiliencia es sorprendente incluso aunque a veces no tenga muy claro quién es o si
realmente es quien dice ser. Como nos advierte Zukin a propósito de los nuevos sociólogos urbanos que pusieron en duda el
objeto de estudio: “Sin embargo, [todos ellos] – Castells no menos que otros – han continuado generando estudios bajo esa
rúbrica” (Zukin 1980:9). En efecto, la pregunta que se hacía Castells en 1968 no fue nunca otra cosa que retórica para llamar la
atención sobre sus propias tesis en sociología urbana. Sus invectivas contra la “fetichización” del espacio en absoluto suponen
una cancelación del mismo en sus investigaciones sino tan solo una reformulación de su papel. Para Castells, el espacio urbano
si bien quizá no sea estructurante, no deja de estar ahí. La metáfora empleada (un poco confusamente) por él mismo (1974) es
la de un juego de ajedrez que se juega en un tablero abierto y dinámico. Este tablero es el modo de producción, que es el que
establece las reglas del juego, lo que las piezas pueden hacer o no (y no la ciudad). Pero, como en el juego del ajedrez, las
piezas están constantemente en movimiento, redefiniendo a cada turno las relaciones estructurales entre ellas. En cada
momento histórico la sociedad se entiende, no como el tablero, sino como la estructura de relaciones entre sus piezas. Castells
dice estar interesado no es el tablero en sí sino en las piezas, o mejor dicho en sus relaciones de ataque y defensa, es decir, en
sus luchas de clases. Pero aun así la ciudad sigue estando absolutamente presente en sus análisis, como escenario pero
también como actor. Porque Castells no se dedica a estudiar indiscriminadamente las “piezas” del tablero sino que decide posar
su lente sobre un tipo muy concreto: aquellas que ocupan “casillas” urbanas. Así, el estudio de los movimientos sociales que
emprenderá con sus colegas Cherky, Godard y Mehl (1974) es una Sociologie des mouvements sociaux URBAINS. El espacio,
aunque no sea nada más que como factor delimitante y no estructurante está en cualquier caso bien presente. Quizá no fuera en
ese momento una sociología de la ciudad pero nunca dejó de ser una sociología en la ciudad. No serán quizá las relaciones entre
el espacio construido y la sociedad pero son aún las relaciones sociales en el espacio construido. Más tarde, sin embargo, al
desarrollar su teoría de la sociedad-red y del espacio de los flujos, Castells volvería de nuevo a retomar la idea fundante de la
sociología urbana en Chicago: la de la ciudad como subsistema dentro del sistema social. Castells retomará, entre otros, los
trabajos de Berry (“Las ciudades son sistemas dentro de sistemas de ciudades” (Berry 1964:147). En Castells, el sistema social
es la sociedad-red globalizada, mundial, del capitalismo informacional, en la cual las ciudades no son meros escenarios donde
ocurren cosas sino que cumplen una función fundamental en tanto tales: son los nodos del sistema- red, otros tantos corazones y
células al mismo tiempo, desde los que se bombean (producen) y reciben (consumen) los flujos que conforman su sistema
sanguíneo. Por si fuera poco Castells es uno de los impulsores de lo que se ha revelado en las últimas décadas como un objeto
emergente de la sociología urbana, uno que, ya por sí sólo podría justificar su supervivencia disciplinar: el estudio de la
gobernanza y, más concretamente, de la gestión política de los problemas urbanos en las grandes aglomeraciones
metropolitanas fragmentadas municipalmente (Castells y Borja 1998). Esta es, de hecho, la única posibilidad de salvación que le
conceden negacionistas radicales como Savage y Warde para quien la única dimensión de los estudios urbanos que no puede
ser reducida a otras disciplinas es el estudio de los problemas específicos de gestión de estas grandes aglomeraciones de
personas a las que no vinculan relaciones sociales ni personales, porque las ciudades son en sí mismas instituciones políticas
que necesitan información rigurosa y sistematizada para poder gestionar la vida social en su territorio. Lo único que puede
distinguir a la sociología urbana, nos dicen Savage y Warde, es su proyecto de elaboración de un cierto marco teórico para
entender estos problemas. Así, aunque algunos pretendan reducir el rol del sociólogo urbano al de un mero “intermediario entre
la teoría social y los problemas urbanos” (Savage y Warde 1993:2), ni estos, ni Castells, ni la mayoría de los que pusieron
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seriamente en cuestión el futuro de la sociología urbana, se han atrevido a liquidarla del todo e incluso han abierto nuevos
campos de acción futura.
La sociología urbana sigue hoy en día en ese mismo estado de ambigüedad disciplinar que se abrió hace unas
décadas, navegando un océano de márgenes imprecisos, conviviendo universitariamente con disciplinas que reivindican en
distintos grados parte de su territorio y con un proyecto postmoderno multidisciplinar (en su visión positiva) o “imperialista” (en la
de sus críticos) apuntando hacia un Anschluss no sangriento en el seno del Reich de lo urbano. ¿Es esta supervivencia de la
separación académica de las diferentes ciencias de lo urbano una mera consecuencia de reacciones tribales, identitarias, en el
Homo Academicus Urbanologicus? ¿O aún podemos encontrar, en pleno siglo XXI, tras la ruptura de diques provocada por el
tsunami post-estructuralista y post-moderno, una identidad razonablemente diferenciada para la sociología urbana y por ende,
para las otras subdisciplinas de la ciudad? Las reacciones tribales en efecto existen y pueden imputarse a muchas causas. No
son fruto únicamente del nacionalismo o interés político disciplinar: existen también quienes las defienden en aras de un
renovado positivismo que ha resistido a todas las modas postmodernas. Quizá no casualmente muchas de estas reacciones
vienen de Francia, cuna del postmodernismo pero también, no lo olvidemos, del cartesianismo y el positivismo. Un ejemplo en
este sentido es la obra de los geógrafos urbanos Pumain y Robic Théoriser la ville (1996). En este ensayo, tras haber
reconocido, en lo que puede considerarse como un antimanifiesto de la interdisciplinaridad que “no existe, sin embargo, una
teoría unificadora que explique de manera satisfactoria los diversos aspectos del fenómeno urbano” afirman su voluntad de
limitarse “a las teorías de la ciudad que la piensan como un objeto geográfico. Excluimos, por tanto, las interpretaciones que
parten de un enfoque más bien sociológico como, por ejemplo, todas aquellas que definen la ciudad como “el lugar de
maximización de la interacción social” (Pumain y Robic 1996:108). Este planteamiento tan atomizador supone un paso atrás, un
repliegue defensivo hasta cierto punto comprensible, que trata de salvar una identidad propia ante la amenaza de dilución del
objeto de estudio geográfico en el océano de los estudios urbanos (los fenómenos de resistencia a la asimilación cultural
globalizadora tienen también, sin duda, su reflejo y expresión en el ámbito de las identidades y los clanes académicos) pero
también deja traslucir una convicción de cuño modernista.
La geografía urbana atraviesa por procesos muy similares a los de la sociología urbana: dividida entre los defensores
a ultranza de los confines disciplinares y los partidarios de un acercamiento interdisciplinar. Entre los segundos, y sin volver a
mencionar al más conocido Harvey, tenemos, de nuevo en Francia, la geografía humanista de Racine (1996). Pero es de la
primera posición de la que cabe ahora hablar. Esta posición que, por salvar los muebles de la propia disciplina, deriva hacia una
posición extremamente reduccionista está perfectamente ilustrada en la obra colectiva de Derycke et al. Penser la ville: théories
et modèles (1996), en la cual se incluye el citado texto de Pumain y Robic: un volumen que intenta recoger los principales
esfuerzos teorizadores sobre el fenómeno urbano elaborados por una geografía “pura” con tendencia a regresar a paradigmas
puramente espaciales en la tradición de Crystaller (1933). En estos autores (Pumain, Derycke, Baumont y Huriot) no hay ni una
sola mención a la gente, sea como individuos que como grupos. El enfoque es totalmente no-humano, la ciudad estudiada como
si de un glaciar, o de una cuenca hidrográfica se tratara. Lo que se propone es el enfoque ecológico, pero en una versión no
humanista del mismo, muy diferente de la que desarrolló la Ecología Humana de la Escuela de Chicago. Los textos dejan muy
claro que la disciplina se centra en el estudio de la ciudad como organismo físico-espacial y del sistema espacial de ciudades en
el que esta se inserta, sin entrar en su composición social interna. Es como si se estudiara la ciudad como un bosque,
describiendo su forma tal y como se ve desde el aire, sus movimientos en el espacio (es decir, su expansión o contracción a lo
largo del tiempo), su interacción con el entorno y con otros ecosistemas (otros bosques, sabanas, rios, tierras cultivadas) pero sin
decirnos nada de la composición y funcionamiento de los animales y plantas que viven en él y le dan vida. Si la sociología urbana
ha tenido problemas para aprehender la ciudad como un objeto de estudio autónomo, que puede ser estudiado con
independencia del sistema social, esta geografía urbana purista ha encontrado sus señas de identidad, por el contrario, en una
hiperreificación de la ciudad, concentrándose en estudiarla como un organismo físico (o biológico) con existencia propia al
margen de sus elementos constituyentes.
El reduccionismo geográfico de los Derycke y compañía es un ejercicio de hiperespecialización disciplinar que intenta
levantar barreras rígidas para detener el trasvase interdisciplinar. Otros autores franceses como Racine (1996) o Kauffman (2001,
2009) abogan en cambio por una Tercera Vía para la sociología urbana, a medio camino entre el aislacionismo numantino y la
absorción gestáltica en el Nirvana de los Urban Studies. Una Tercera Vía que, partiendo de una definición razonable de un objeto
de estudio propio, relativiza dicho objeto de estudio reconociendo su naturaleza puramente instrumental, heurística, no absoluta y
plantea a partir de ahí la necesidad ineludible de construir una confederación (que no absorción centralista) de disciplinas
urbanas para caminar, juntos todos, pero desde una eficiente división académica del trabajo, hacia el futuro. Estos principios
confederales permiten disipar los temores de los clanes académicos a perder su identidad y su “lugar en el mundo” al mismo
tiempo que los hacen mutuamente interdependientes, inseparables entre sí. Una forma de salvar los muebles de los palacios
académicos sin salirse de lo epistemológicamente razonable.
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Un enésimo intento de definición de la Sociología Urbana.
“La organización espacial de un territorio no es más que la forma concreta, o material,
de la organización social de una sociedad dada” (Ledrut 1976).
Para restituir a la sociología urbana la identidad puesta bajo sospecha debemos partir del necesario cumplimento de
dos condiciones que son la piedra angular de la sociología urbana:
1) La separación analítica de la ciudad de los procesos sistémicos generales y la superación del mito de un planeta
totalmente urbanizado. Dicho de otro modo: si la ciudad puede observarse como un objeto de análisis en sí mismo es porque
existen límites, diferencias, entre esta y otras formas de organizar a las personas en el espacio. La ciudad debe entenderse como
un territorio antrópico “urbanamente” construido que se diferencia de otras formas de transformación antrópica del espacio,
como las rurales o las de la vida nómada). Como han señalado Arnould et al. (2009) la predominancia de lo urbano no quiere
decir que no exista ya lo rural. Lo que ocurre es que no hay separación dicotómica, sino un continuum (algo que, por cierto, ya
decía Tönnies (1887). Lo rural y lo urbano se entremezclan de forma dinámica para dar lugar a innumerables combinaciones que
no en todos los casos caminan en el sentido unilineal del evolucionismo moderno. Y al mismo tiempo que hay urbanización, se
observa, en los países más centrales del sistema-mundo una creciente vuelta al campo, a la agricultura ecológica, por ejemplo.
2) La aceptación sin ambages de la recíproca relación, estructurada y estructurante a la vez, entre espacio urbano
construido y procesos sociales (actores y relaciones entre ellos). Así ha sido reconocido implícita o explícitamente, hasta la
saciedad, por la mayoría de los grandes sociólogos urbanos (Frey 2003). La sociología urbana encuentra su razón básica de ser
en el estudio de los procesos sociales que dan forma a la morfología física del espacio construido y en el estudio de las formas
en que dicho espacio construido condiciona las relaciones sociales que se desarrollan en su seno. Es decir, en relación sistémica
de retroalimentación entre espacio y sociedad.
Una definición razonable de sociología urbana debe saber combinar y cultivar estas dos dimensiones (estudio de los
subsistemas sociales urbanos en el sistema social general y estudio de las relaciones sistémicas entre espacio construido y
sociedad) refrenando sus tentaciones de zapar también en otros huertos. A los sociólogos urbanos, evidentemente, no escapa
que la ciudad tiene una morfología visible (sus edificios, la distribución espacial de su población) e invisible (sus representaciones
imaginarias, ideologías). Aunque el sociólogo no puede ni debe ignorar las segundas una sociología urbana con identidad debe
dejar el estudio de estas a la antropología urbana. Lo mismo se debe decir de algunas otras temáticas que a veces figuran en los
catálogos de la sociología urbana, tales como si existe una experiencia, valores o estilos de vida urbana universales o cuáles son
los imaginarios culturales que construyen las identidades idiosincráticas de barrios y ciudades. La sociología urbana se apoya en
los estudios culturales que hace la antropología así como en los estudios más puramente espaciales de la geografía, pero debe
resistir a la tentación de convertirlos en sus objetivos de investigación. La sociología urbana es la disciplina que se centra en la
dimensión sistémica y estructural de la ciudad: en el rol de las ciudades en el sistema social mundial (siguiendo la estela de
Castells o Sassen); en el estudio de la relación sistémica entre la forma espacial y la estructura social analizando cómo diferentes
estructuras espaciales generan (o no) diferentes estructuras de relaciones sociales y modos de interacción social. La sociología
urbana es aquella que continua en la senda ecológica, estudiando la distribución de los varios grupos y actividades en el espacio
y las relaciones entre estos; y debe añadir a todo ello una dimensión práctica que le dé reconocimiento y sentido en la sociedad,
estudiando las causas, consecuencias y posibles soluciones de los problemas urbanos (congestión, contaminación, desigualdad,
pobreza, crimen, vivienda) siguiendo la estela de los fundadores de la sociología. Esta última dimensión aplicada la conduce
inexorablemente también al estudio de la política urbana, aún a riesgo de romper, parcialmente, el juramento confederal y meter
un pie en el huerto de la ciencia política. El compromiso de colaboración interdisciplinar es ineludible y acecha en cada curva del
camino, recordando que un cierto solapamiento será siempre ineludible.
La sociología urbana es un frágil bajel que, desde el mismo momento en que inició su singladura, ha visto zarandeado su
rumbo y amenazado su casco por las fuerzas de numerosos elementos que actuaban contemporáneamente y en meteorológico
desorden: por el propio océano (la Sociología) que amenaza constantemente con engullirla; por otros buques que insisten en
abordarla y tomar el mando, haciendo converger su rumbo con el suyo; por su propia tripulación que a veces abandona la nave y
se pasa a otras; por último, por aquellos armadores que, con criterios de eficiencia y racionalidad, querrían llevar al desguace esa
flotilla de pequeños navíos y sustituirla por un único buque de mayor tonelaje, más potente y eficaz, capaz de dar cobijo y rancho
a todas las tripulaciones bajo las órdenes de un sólo capitán. Pero a pesar de todas las fuerzas que operan en su contra, el barco
de la Sociología Urbana ha seguido y sigue navegando, a veces cambiando de rumbo, a veces tornando momentáneamente
sobre la espuma de su propia estela, e incursionando, con el pasar de las décadas, en nuevos mares, compartidos o no con otras
flotas. Como vimos en el capítulo precedente, la Sociología Urbana, a pesar de su labilidad, ha sabido encontrar, al menos para
quienes aún creen en su existencia, una rada propia donde echar anclas. Ello no quita para que sus fronteras sigan siendo
imprecisas, preñadas de yuxtaposiciones y de intersticios por los que se cuelan los vientos de otras disciplinas. Esa será siempre
una de sus señas de identidad, inevitable. Una marca al hierro que emerge de su nacimiento en un territorio de frontera: en el
confín entre lo espacial (la ciudad como realidad física, que le da su raison d’être) y lo estructural-sistémico (los procesos del
sistema social que se manifiestan en la ciudad pero no son sólo un producto de la ciudad). Trazar los límites entre estas dos
esferas, lo espacial concreto y lo sistémico supraespacial, será siempre una tarea espinosa y, en muchos casos, imposible, lo
cual deja a la sociología urbana en una situación de ambigüedad crónica que se adivina difícil de superar. Y aún más en un futuro
mayoritariamente urbanizado y rururbanizado.
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2.1. Tres líneas maestras en la historia de la Sociología Urbana.
Si el objeto de estudio de la Sociología Urbana ha tenido desde sus inicios problemas de definición, inmerso en un
debate intra e interdisciplinar que no parece por el momento dar señales de remitir definitivamente, de ello ha de seguirse, con
meridiana lógica, que tampoco la historia de la disciplina presentará un cuerpo teórico de nítida silueta, resultante de un
perfeccionamiento progresivo y sistemático de marcos teóricos y registros empíricos. En efecto, hasta un cierto punto, así es. “La
historia de la sociología urbana es discontinua, imposible de reducir a una evolución lineal alrededor de un único tema” (Saunders
1981: 10), nos dice uno de sus más conocidos exponentes. Y citando las palabras de otro, esta característica convierte a la
producción sociológica urbana en “un agregado heterogéneo de resultados de investigación que giran en torno a cuestiones y
problemas formulados de manera diversa en el curso de debates surgidos en momentos históricamente diferentes y en contextos
nacionales con problemas sociales y territoriales no siempre comparables” (Mela 1996: 16).
Punto de partida que no debe descorazonar a quien pretende, como es el caso, realizar una crónica histórica de la
disciplina sino que debe, haciendo de los harapos de la dificultad los atavíos elegantes de la virtud, funcionar, en cambio, como
acicate intelectual (cuanto más complejo el reto, más estimulante) que nos conduzca a diseñar herramientas heurísticas siempre
más refinadas y eficaces. Una disciplina tan fragmentada como esta (en escuelas, estudios regionales, autores individuales
difíciles de colocar en cajones categoriales) constituye, sin duda, no sólo un reto para la historia de las ciencias sino una
necesidad, pues es absolutamente obligado ofrecer al público (sea especialista o general) instrumentos de navegación, algún tipo
de mapa cognitivo, que le permitan orientarse y navegar por sus turbulentas aguas. Todo fluye”, reza el famoso aforismo
atribuido popularmente a Heráclito. Pero no todo fluye siempre de forma lineal. En el Πάντα ῥεῖ heraclídeo que es cualquier
disciplina científica, y en especial las ciencias sociales, la sociología urbana es más bien una cuenca hidrológica que un único
curso de agua: una intrincada red fluvial de autores y escuelas que serpentean y se entrecruzan a lo largo ya de tres siglos
distintos, de canales que se intercomunican, de lobos solitarios que trazan sus propias sendas por los brazos más cerrados y
palúdicos, o nadan contra la corriente regresando al nacimiento del río. Sin embargo nadie, ni siquiera esos últimos que
pretenden tornar a los orígenes, “se baña de nuevo en el mismo río”, porque el río, la ciudad, ha ya cambiado, nunca es la
misma. Este libro trata de presentar un ejercicio clasificatorio y descriptivo que reduzca la diversidad fenomenológica que
presenta la producción sociológica sobre la ciudad a unos mínimos esquemas panorámicos que ayuden a comprender los
principales debates, propuestas teórico-metodológicas, líneas de investigación y resultados obtenidos por la disciplina desde
mediados del siglo XIX hasta nuestros días.
El libro ofrece un recorrido por la historia de la subdisciplina que nos llevará desde Marx y Engels hasta el siglo XXI.
Una historia de la que quizá convenga señalar algunas líneas maestras a modo de introducción, iluminando con esa bengala de
amplio alcance los contornos gruesos del relieve que vamos a atravesar. Es importante dejar claro de entrada que se trata de
líneas maestras de la historia de la disciplina, no de su objeto, cuyo alcance venimos ya de discutir, aunque historia y objeto
puedan estar y, de hecho, estén íntimamente relacionados. La historia de la sociología urbana como tal, en todos sus detalles,
como obra de actores históricos, como cualquier otra historia, es única e irrepetible, mientras que el objeto de estudio es una
realidad epistemológica que se presta a intentos de universalización más abstractos. Ello no quiere decir que la historia no se
ajuste a ciertos corsés estructurales (este ensayo es, de hecho, un intento de dar razón de la misma, insertándola en el contexto
académico, social y cultural de cada una de sus etapas) pero no es menos cierto que, dentro de esos límites de lo que era
posible en cada momento, esta habría podido ser bastante diferente. Aunque repitiéramos la historia mil veces sería difícil
producir un escenario que viera a la sociología urbana nacer en Mongolia, o en Burkina Fasso (o incluso en España), pero sin
duda nos resultarían historias paralelas en las que esta habría nacido antes (o después) o lo habría hecho en Nueva York o
Berlín en lugar de en Chicago y París. Por lo tanto, las líneas maestras que vamos a describir son, en buena medida, las de esta
particular historia de la sociología urbana y no las de la disciplina en sí misma, considerada en su realidad epistemológica. Una
historia que es lo que el conjunto de las acciones de quienes la escribieron y divulgaron hicieron de ella, pero que podría haber
sido de otro modo, construida por otros actores, irradiada desde centros de investigación diferentes.
Primera línea maestra: una historia en un territorio de confines imprecisos y solapados.
La sociología urbana, lo hemos ya visto, ha nacido y crecido en un territorio de fronteras porosas y no definidas, hasta
el punto de que este podría definirse más que como una “nación disciplinar” como un “área de influencia”, un hinterland
difuminado en su perímetro, cuya extensión ha ido variando dependiendo de las épocas, los países, las corrientes teóricas, los
organigramas universitarios, las alianzas con otras disciplinas. Y si indefinido es su territorio también lo son, en buena parte, los
habitantes que en él habitan. Por más que algunos hayan tratado y aún sigan intentando establecerlas, la tribu de los sociólogos
urbanos no tiene reglas de filiación muy estrictas: a sus clanes se han afiliado (y aún siguen haciéndolo) académicos procedentes
de otras disciplinas afines: de la sociología general, de la filosofía, de la arquitectura. Y lo mismo que entran, salen, atraídos
luego por enfoques más geográficos, más económicos, más semióticos… Todo ello deriva, sin duda, de los problemas seculares
de la disciplina para definir nítidamente su objeto de estudio, la carta de naturaleza de sus ciudadanos. Una de las señas de
identidad de la sociología urbana es su carácter extremadamente lábil y policéntrico. Hay muchos ejemplos de ambigüedad
interdisciplinaria: David Harvey, oficialmente geógrafo urbano – y reclamado como tal por los suyos- pero oficialmente también
incluido, por manuales e historias de la sociología urbana, entre los principales exponentes de la disciplina; Henri Lefebvre o
Raymond Ledrut, que alternaron su condición de filósofos con la de sociólogos urbanos más importantes de Francia. Hoy en día
encontramos investigadores que se reclaman de esta tribu repartidos por una variopinta diversidad de departamentos, desde las
facultades de arquitectura o ingeniería hasta las de historia, a veces formando departamentos propios, otras subsumidos en los
de Urban Studies. Las combinaciones son incontables, comenzando con la del patriarca Castells, que por tantos años ocupó
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cátedra en el Department of City and Regional Planning (oficialmente más adecuado para urbanistas) de la Universidad de
California en Berkeley.
Segunda línea maestra: un aparato teórico excesivamente influido por los procesos sociales del “aquí y el
ahora”.
“La evolución de la manera de estudiar y dar testimonio de la ciudad traduce de entrada, parcialmente en todo caso,
la evolución de la ciudad misma”. Son las palabras del geógrafo urbano Jean-Bérnard Racine (1996:201). Y esta es,
efectivamente, una constante que encontraremos subyaciendo por debajo de textos y autores en todo este recorrido por la
historia de la sociología urbana. Pero una constante cuyo verdadero alcance es necesario comprender en toda su plenitud. La
historia de la sociología urbana, como la de la propia sociología o la de cualquier ciencia social, se entreteje con la de la propia
historia de la sociedad que observan y de la que forman parte los autores que la fueron forjando. Teorías y objetos de estudio
fueron, en efecto, como en otras disciplinas, fuertemente influenciados, por las ideas políticas y tradiciones académico-culturales
de los diferentes autores, países y escuelas. También por el contexto histórico de la sociedad en su conjunto. En resumidas
cuentas: por el zeigeist de la época. En ese sentido, la sociología urbana no es diferente del resto de las disciplinas. Así, por
ejemplo, todos los estudios sobre la ciudad hasta mediados de los años 60, tanto los marxistas como los funcionalistas, incluso
aquellos que son críticos con los indeseables efectos secundarios de la urbanización, dejan traslucir sin excepciones el entero
paquete axiológico del paradigma occidental de la modernidad (Harris 1968; Berman 1979, 1982; Giddens 1971, 1990, 1998;
Turner 1990; Wehling 1992; Przeworski y Limongi 1997; Martinelli 1998; Kennington, Kraus y Hunt 2004; Finkielkraut 2006;
Delanty 2007) en especial, su metadiscurso central del progreso racional como ley universal que gobierna el cambio histórico, lo
que se ha dado en llamar evolucionismo unilineal (Harris 1968): “Tanto el proceso de urbanización como los modelos concretos
de urbanismo eran considerados características universales, inexorables del cambio social; un cambio que era inherentemente
tan racional que su deseabilidad y, por tanto, su inevitabilidad no podían ser puestos en cuestión” (Zukin 1980: 580). Una visión
que la sociología urbana postmoderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica y apriorística y demostrando
su afirmación con hechos, al encontrar innumerables rasgos “premodernos” (sistemas de salud chamánicos, liderazgos
carismáticos cuasi-feudales, estructuras clánicas, xenofobia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno) gozando de
muy buena salud en el hábitat urbano. De una forma parecida, en otro orden de cosas, el paradigma político keynesiano y
socialdemócrata que domina la Europa de 1945-75, influyó fuertísimamente sobre la sociología urbana de esos años en el
continente hasta el punto de haber suscitado elaboraciones teóricas con pretensiones generalizadoras que sus mismos
defensores habrían de tirar a la papelera apenas una década después, cuando empezaron a vislumbrarse las transformaciones
sistémicas iniciadas con la subida al poder del tándem Reagan-Thatcher, es decir, el regreso del liberalismo político y económico.
Así, tanto la escuela neo-weberiana inglesa como la neo-marxista francesa pretendieron refundar la disciplina centrándola en
torno al estudio de las relaciones sociales y de poder generadas por la provisión cuasi-monopolística de los servicios urbanos
(vivienda, urbanismo, transporte, escuelas, hospitales, recreación) por parte del Estado. Un Estado que algunos incluso (Winkler
1976; Pahl 1977a, 1977b, 1977c) consideraron había entrado en una nueva fase evolutiva: la del Estado corporativo, una
especie de tercera vía entre capitalismo y comunismo soviético. Como un mismo exponente de aquella corriente reconoce
(Saunders 1981) todo el planteamiento se derrumbó como un castillo de naipes cuando uno a uno, los diferentes gobiernos
europeos (y de otros continentes, como el latinoamericano) empezaron a privatizar masivamente la provisión de aquellos
servicios públicos, pero sus pretensiones permanecen hoy en día como la ilustración perfecta de una ciencia cegada por la
inmediatez de lo que observa y de los propios valores dominantes de su tiempo (y lugar).
Más allá de esta relación entre contexto social contemporáneo y ciencia, común a todas las disciplinas y factor de
erosión de la objetividad científica, desenterrada gracias al tesón de la patrística post-estructuralista (la estirpe de los Kuhn,
Foucault, Derrida, Bourdieu etc), la sociología urbana se distingue ulteriormente por su relación con un contexto más estrecho y
localista aún si cabe: el de los procesos que contemporáneamente estaban sucediendo en las ciudades concretas que
constituían los escenarios de observación e investigación de los autores (Chicago, para la Ecología Humana; Londres y las
ciudades industriales de los Midlands, para los neoweberianos británicos; París para la nueva sociología urbana marxista; Los
Ángeles, en la postmodernidad de los 90) y que eran, en muchos casos, es importante no olvidarlo, los propios escenarios de
vida de los investigadores, los lugares en los que transcurría su existencia cotidiana. Hecho este que añade un componente de
vinculación afectiva e identificación inconsciente entre sujeto investigador y objeto investigado que ahonda las carencias de
objetividad de la disciplina. Este componente es claramente identificable, por ejemplo, en los escritos de Debord (1967) o
Lefebvre (1974) cuando arremeten contra los procesos de gentifricación y museificación del centro de París (concretamente del
plano Les Halles-Centre Pompidou). Aunque pretendan presentarlos como un simple ejemplo que ilustraría su teoría general
sobre los mecanismos de articulación entre poder, modo de producción y urbanismo, no debemos menospreciar la dimensión
personal que todo ello tiene: ¡Se trataba del barrio en el que vivían! ¡Y estaban muy disgustados porque algún otro había decidido
transformarlo a partir de criterios estéticos que no se ajustaban a sus gustos, sin pedirles siquiera su opinión!
Muy pocas disciplinas han estado sometidas, al menos durante buena parte de su historia (a pesar del ejemplo de Los
Ángeles, la afirmación es menos sostenible en la actualidad), a una relación tan estrecha con la inmediatez del contexto que los
investigadores observaban y vivían. El rumbo de nuestra nave venía así dictado por la dirección en que soplaban los vientos de
cada estación y las corrientes marinas que reinaban en las aguas que iba surcando. La sociología urbana nace con una tara, un
pecado original, que le costará mucho tiempo expiar: el de su fuerte localismo. La sociología urbana puede y debe ser analizada,
en ese sentido, con las propias armas del pragmatismo y del interaccionismo simbólico que nacieron en Chicago (Shalin 1986) y
de sus evoluciones posteriores en la fenomenología sociológica (Schutz 1953, 1967) y la etnometodología (Garfinkel 1967): es
decir, no es entendible sin alusión al contexto social en que nace y al conjunto de significados que ese contexto social (y urbano
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concreto) inviste sobre la reflexión sociológica. Un contexto social y cultural que atrapa como una tela de araña al objeto de
estudio y a los sujetos que lo estudian impidiendo observarlo desde fuera. Es por eso, que cualquier síntesis tentativa de la
historia de la sociología urbana tiene que analizar también, aunque sea brevemente, los principales rasgos del contexto histórico
general y, en concreto, del telón de fondo de los desarrollos urbanos. La Historia de la Sociología Urbana debe ser, así, también,
hasta cierto punto, una Historia de la Ciudad. Esa ha sido, precisamente, mi apuesta en este ensayo.
El localismo de la sociología urbana pone en cuestión el carácter y la validez científica de la disciplina misma, como ya
señalada Sjoberg (1965). De Weber a Lefebvre, pasando por Park o Burgess, el método comparativo de amplio espectro está
significativamente ausente o es infrautilizado entre los sociólogos urbanos. Y, sin embargo, ninguno de ellos renuncia a sus
pretensiones de ofrecer explicaciones de gran aliento ni parece reconocer las limitaciones de su base empírica. Cuando Weber
analiza el papel de la ciudad en la Edad Media (en este caso la limitación empírica es histórica y no contemporánea pero
igualmente reducida al radio de lo local), lo hace a partir de ejemplos de ciudades de Alemania, las ciudades de la Hansa en
concreto, todo lo más otras realidades del norte de Europa, sin realizar una comparación exhaustiva del fenómeno urbano en
todo el territorio de la Europa medieval. Si lo hubiera hecho se habría visto obligado a modificar sus conclusiones porque habría
encontrado casos que no se ajustaban a su generalización: ciudades que no eran en absoluto cuerpos extraños en el organismo
feudal - lenta pero inexorablemente gestando un nuevo mundo al interior del antiguo- sino partes integrantes e integradas del
mismo. De la misma manera, Park, Burgess o McKenzie, y muchos de sus discípulos, desarrollarían una teoría de pretensiones
universalizantes que trataba de explicar el funcionamiento de cualquier ecosistema urbano a partir del estudio singular de
Chicago. ¡Un gigante con pies de barro! Como muy pronto empezaron a notar incluso otros investigadores de la misma escuela
(Hoyt 1939; Harris y Ullman 1945), modelos como el de las áreas concéntricas de Burgess (1925) eran extremamente
reduccionistas incluso como tipos ideales, precisamente porque estaban construidos a partir de observaciones empíricas muy
concretas (las del Chicago de los años 20) no plenamente generalizables ni siquiera para otras grandes urbes norteamericanas.
Igualmente, la mayor parte de los estudios de la Nueva Sociología Urbana francesa (Lefebvre, Castells) están basados en los
procesos observados en París, todo lo más alguna que otra gran ciudad de Francia; los de los neoweberianos ingleses (Rex,
Moore, Pahl, Saunders) en los centros fabriles ingleses.
De todos los grandes padres de la Sociología Urbana es quizá Castells, reconocido trazador de nuevas sendas en los
estudios sociológicos, quien, con la visión de conjunto que le caracteriza introdujo por primera vez de forma exhaustiva el
enfoque comparativo en los estudios urbanos. Lo hace como resultado de aplicar al estudio de la ciudad los marcos de la teoría
de la dependencia y del sistema-mundo, entonces en plena floración (Frank 1966, 1967; Cardoso 1967; Cardoso y Faletto 1969;
Caputo y Pizarro 1970; Bodenheimer 1971; Galtung 1972; Wallerstein 1974a, 1974b). Trasvase teórico este que le lleva a
estudiar las características de las ciudades del Segundo y Tercer Mundo como productos de la estructura de relaciones de la
economía política mundial. En Castells, sin embargo, esa comparación permanece aún fundamentalmente confinada al nivel de
lo macroestructural. Un estudio comparativo sobre las sociedades urbanas a nivel mundial, basado en datos empíricoetnográficos exhaustivos y no en meros modelos macrosistémicos, un estudio que determine de una vez por todas qué facetas
de las relaciones sociales generadas en y por la ciudad son universales (si es que las hay) y cuáles obedecen en cambio a
factores idiosincráticos de cada contexto local y temporal, es aún una asignatura pendiente de la sociología urbana. El localismo
tiñe a la disciplina, sin lugar a dudas, de un intenso tono etnocéntrico, valga decir, occidental. La historia de la sociología urbana
es, hasta ahora y prevalentemente, una historia de la ciudad occidental.
La sociología urbana nació, pues, con un defecto, hasta ahora no resuelto, de miopía: veía con extremo detalle los
objetos cercanos, como siluetas borrosas los más alejados. A esta cortedad de miras se le añadió otra de efectos no menos
reduccionistas: en todos los casos sin excepción la lente de observación se concentró, con fuerte efecto de zoom, sobre ciertos
fenómenos concretos, en perjuicio de muchos otros. El enfoque de los sociólogos urbanos no sólo era miope sino tubular. Un
enfoque que se concentraba en el centro del espectro visible dejando de percibir el entorno periférico. Que, muchas veces, de
periférico tenía sólo el nombre. Como si se estuviera escrutando un paisaje nocturno con una linterna. De esa manera, a la
fuertísima impronta dejada en la disciplina por su tendencia localista se le añaden unas anteojeras temáticas que reducen la
potencial agenda de investigación (amplísima) a una selección más o menos rica de procesos específicos. En cada época, en
cada autor o escuela, algunos fenómenos sociales contemporáneos o históricos han cautivado la atención de forma mucho más
poderosa que otros, porque más visibles, más moralmente sensibles, más políticamente estratégicos (o correctos). Quizá por
todas estas razones a la vez y por otras muchas. El tema estrella para la generación de los precursores a caballo entre el XIX y el
XX fue el proceso de industrio-modernización y sus efectos colaterales de degradación de las condiciones de vida; en el Chicago
interbélico el foco se centro en el flujo migratorio masivo y su articulación con la cuestión étnico-racial, dos factores que
transformaban a velocidades de vértigo la composición sociocultural de la ciudad norteamericana; luego, en el periodo postbélico,
con una Escuela de Chicago abriendo sucursales a lo largo y ancho de Norteamérica, el protagonista fue el suburbio (Pearson
1951; Dobriner 1958; Berger 1960; Gans 1963, 1968; Chinitz 1964) mientras en la sociología urbana europea de los Gloriosos
Treinta lo serían las luchas (de clase o de grupos de interés) por el acceso a los servicios urbanos suministrados por un
expansivo y omnipresente Estado desarrollista y de Bienestar. Es, por último, la problemática de la identidad y el sentido
generados por y en la ciudad y la ciudad en sí misma como producto consumible en un mercado mundial (la ciudad-espectáculo)
lo que mayormente ha preocupado a la sociología urbana postmoderna desde los 80.
No sólo descuidaron los sociólogos urbanos otras realidades urbanas ajenas al territorio occidental: al concentrarse
mayoritariamente sobre ciertos fenómenos en detrimento del resto ofrecieron, además, como una constante que se repite a lo
largo de toda la historia de la disciplina, una concatenación de descripciones mutiladas, incompletas, de las propias ciudades
occidentales. Nada mencionan, por ejemplo, los Marx, Tönnies, Durkheim y compañía - obsesionados por la explotación, la
degradación ambiental o la anomia de los slums industriales- de la ciudad-espectáculo, parque temático avant la lettre, de
exagerado barroquismo kitsch, hecha para ser consumida y no vivida, que eran ya entonces las Exposiciones Universales, un
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fenómeno ya maduro y masivo (la primera fue en 1851) que estaba transformando radicalmente el tejido urbano (y la identidad
cultural) de muchas ciudades en las décadas de la Belle Époque, de París a Barcelona pasando por San Francisco y Londres.
Para los ecólogos de Chicago, por su lado, la lucha de clases en la arena de la economía política parece no existir: tan sólo
poblaciones (grupos étnicos) naturales, compitiendo por los recursos de un mismo nicho ecológico. Mientras, para los marxistas,
todo parecía poderse explicar por las relaciones generadas por el modo de producción: la semiótica de la ciudad y las
motivaciones no materiales (sean estas étnicas, religiosas, biológicas o estéticas) como causa gestadora de movimientos
urbanos se encuentran ausentes de sus análisis. Sólo los introducirán a partir de los años 90 (las etapas maduras de Castells y
de Harvey, como veremos) dando lugar así a la necesitada síntesis que la disciplina necesitaba para alcanzar su plena
consolidación científica. Por último, la sociología urbana postmoderna, que algunos han definido como una moda más que como
un verdadero enfoque teórico (Hutcheon 1988; Alvesson 1995), parece en ocasiones olvidar, entre otras cosas, que la ciudad
sigue siendo materia y no sólo símbolo, que las ciudades siguen siendo centros fabriles, que en ellas siguen habitando obreros y
empresarios, o que no todas las relaciones y luchas urbanas se agotan en el derecho a la identidad.
Tercera línea maestra: el predominio de unos pocos focos de producción académica.
Arriesgo con pretender inventar de nuevo la rueda si recuerdo a los lectores que la ciencia en la Edad Contemporánea
es históricamente cosa de pocos. De los países centrales del sistema mundo-capitalista, en concreto, y, más en particular aún,
de los países capitalistas de grandes dimensiones. Es decir, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y Alemania. Hagamos
memoria bibliográfica y veremos cómo pocas veces se citan autores holandeses, suizos o de Luxemburgo, por ejemplo, aunque
sus universidades exhiban niveles de excelencia semejantes o superiores a las de aquellos otros países. Lo mismo puede
predicarse de las ciencias sociales en general y en esto la sociología urbana no constituye ninguna excepción. Dicho lo cual es
relevante señalar que, en el caso que nos ocupa, la producción científica y, sobre todo, los núcleos de irradiación de las grandes
teorías, se concentran fuertemente en un área geográfica aún más reducida: la de unas pocas grandes metrópolis mundiales. En
efecto, las grandes escuelas forjadoras de la sociología urbana presentan un vínculo indisoluble con una metrópolis en concreto,
que sirve a la vez de sede a su equipo humano, y a las estructuras universitarias que lo sustentan, y de laboratorio de
investigación en el que se generan y testan las teorías que luego se expanden por los cuatro suyos del mundo académico
internacional. En uno de los casos se trata de un conjunto policéntrico de metrópolis y no de una sola (la gran zona urbanizada
de los Midlands ingleses, incluyendo en estos, por motivos heurísticos que excusan la imprecisión geográfica, la metrópolis
londinense), pero los efectos serán, para lo que nos atañe, muy parecidos: se trata de un fenómeno que acrecienta aún más la
tara localista y reduccionista de la disciplina que ya se denunciaba en las páginas precedentes. La historia de la sociología
urbana es, así, no sólo mayoritariamente la de las ciudades occidentales y la de los fenómenos socialmente más evidentes en
cada momento histórico, sino, además y fundamentalmente, una historia de las grandes metrópolis en la que, con honrosas y
notables excepciones (piénsese en los estudios sobre la pequeña ciudad norteamericana (Muncie, Indiana, 50.000 habitantes en
aquella fecha) que se ocultaba tras el apodo de Middletown, de Robert y Helen Lynd (1929; 1937) poca atención se ha prestado
(hasta hace un par de décadas al menos) a las ciudades medias y pequeñas.
Esta relación de identidad e interdependencia entre las principales escuelas y sus metrópolis-sede permite observar la
historia de la sociología urbana como la de la alternancia diacrónica de un puñado de hegemonías metropolitanas y la
correspondiente descripción de sus procesos sociales y espaciales. Interesante ironía, teniendo en cuenta que se trata de la
disciplina que estudia la ciudad. Esa metrópoli hegemónica fue la conurbación fabril del centro de Inglaterra para los padres
fundadores de la Sociología, incluso si, como Tönnies o Durkheim, muchos de ellos no vivían allí, por ser este el lugar donde de
forma más radical e intensa se experimentaban los fenómenos de la urbanización industrial. A la región inglesa la acompañaba,
si bien en un segundo plano, la conurbación parisina y la capital emergente que era Berlín tras la unificación alemana (allí
vivieron y enseñaron Weber, Simmel y Sombart) también centros industriales de primera magnitud. Esta hegemonía europea
sería sustituida tras la Primera Guerra Mundial por Chicago. ¿Y por qué Chicago? Un vaticinio basado en la lógica de las
probabilidades habría probablemente apostado por Nueva York, entonces la metrópolis más grande de los Estados Unidos
como cuna de los estudios urbanos en aquel país y en el mundo. ¿No se considera desde hace casi un siglo oficiosamente a
Nueva York como capital del mundo y, sobre todo, del mundo capitalista? Un reconocimiento ratificado tanto por el sistema
estatal internacional (es sede de la Asamblea General de las Naciones Unidas) como del terrorismo internacional (11 de
Septiembre, aviones contra las Torres Gemelas…). Y, sin embargo, el protagonismo de Chicago no es uno de esos caprichos
inescrutables de la historia sino un hecho que puede ser explicado con satisfactoria claridad: a principios de los años 20 Chicago
era la segunda ciudad más populosa de Norteamérica después de Nueva York y junto con esta epítome del nuevo tipo de urbe
que sólo allí (por el momento) se estaba gestando, la que impresionó a Federico García Lorca, la de los rascacielos y el
capitalismo liberal del automóvil y la electricidad, preñado de promesas futuristas. La metrópolis americana había superado a la
europea como la encarnación del mito del progreso moderno y el traslado del primado sociológico a la otra orilla del Atlántico no
podía sino ser algo casi inevitable. En ese proceso de representación mítica Chicago tenía dos características que no poseía
Nueva York y que la hacían más merecedora de llevar la bandera: 1) era una ciudad nueva, que se había elevado desde la
condición de aldea fronteriza a la de segunda metrópolis del país en el tiempo récord de media centuria; al contrario de la nueva
inglesa Nueva York no tenía pasado, sólo presente y futuro, era, pues, pura esencia de modernidad, una potentísima ilustración
de su Destino Manifiesto, que era el de conquistar la naturaleza y transformar los territorios salvajes en fábricas y graneros 2)
incrustada como centro financiero e industrial en medio de la llanura interminable del Midwest, Chicago no tenía apenas
hinterland; a diferencia de Nueva York cuyos confines se difuminaban en una densamente poblada campaña y en la cercanía de
otras grandes ciudades de pasado colonial, los límites de Chicago terminaban abruptamente en los campos de cereal: más allá
se extendía el reino de lo rural y de la naturaleza. En unas circunstancias así era más fácil observar la ciudad como un sistema
social autocontenido y autónomo y convertirlo en objeto de estudio. El periodo de Chicago refleja, pues, el ascenso de los
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Estados Unidos a la cúspide de la ciencia internacional y al puesto de primera potencia mundial y es en Chicago donde la
sociología, como tal, y la sociología urbana como campo específico, se consolidan metodológica y académicamente. La
hegemonía de la Escuela de Chicago, que se prolonga por más de cuatro décadas (de los años 20 a los 60) tuvo también una
consecuencia muy importante: la casi total depuración de los enfoques marxistas de los estudios sociales (tarea que ya habían
iniciado Durkheim y Weber en el viejo continente) y su sustitución por un nuevo marco teórico, el funcionalismo, adecuadamente
acomodado a la cosmovisión del capitalismo liberal.
Pero ninguna teoría sociológica, por muy hegemónica que fuera, podía maquillar para siempre las contradicciones
generadas por el sistema capitalista, el conflicto que convivía con aquella visión académica de un sistema social autorregulado
que no requería de grandes intervenciones de ingeniería social. La reacción había de llegar más tarde o más temprano y lo haría
devolviendo el protagonismo académico al viejo continente. Tenía que ser allí, donde el espíritu crítico estaba más vivo,
mantenido por el vigor de unos partidos marxistas fuertes y de una sociedad menos rica que la norteamericana en la que los
conflictos de clase eran más evidentes (en los Estados Unidos quedaban ideológicamente ocultos como conflictos raciales),
donde surgiría la contestación a la nave funcionalista y ecológica que se tripulaba desde Chicago. Y de nuevo en los dos focos
hegemónicos previos, Inglaterra y Francia, si bien invirtiendo esta vez los roles protagónicos: los Midlands ingleses albergarían a
la importante, pero en cualquier caso segundona, escuela neoweberiana mientras París vería surgir, contemporánea de las
revueltas estudiantiles del 68, la mucho más influyente escuela neomarxista, con monstruos de la talla de Lefebvre y Castells
(probablemente, el sociólogo urbano más citado y leído de todos los tiempos), cabezas de cartel de toda una constelación de
renovadores de los estudios urbanos. De repente, París se convierte en el laboratorio en el que estudiar los procesos de
metropolitanización del mundo. La sociología y la historia de la ciudad se convierten en la sociología y la historia de París: el
nacimiento del urbanismo racionalista moderno se analiza en el proyecto hausmanniano, los movimientos sociales urbanos en la
Comuna de 1870-71, los grandes ensembles de la banlieu de l’Île de France son el epítome de toda la suburbanización del
proletariado europeo en polígonos de viviendas; el fenómeno de la gentifricación es el de Les Halles y el Centro Pompidou; la
cuna de los llamados Nuevos Movimientos Sociales se ubica oficialmente en el sorbonnino mayo del 68; un postmoderno precoz
como Guy Debord construye la imagen de París, la ville lumière, como la de la ciudad-espectáculo postindustrial por excelencia
(Debord 1967)… Incluso los investigadores anglosajones, como David Harvey, se desplazan desde Estados Unidos para estudiar
los procesos sociales de París. No había sucedido nunca antes.
El primado de París duró, sin embargo, mucho menos que el de Chicago, apenas una década y media. Desde
mediados de los años 80 la expansión de la sociología urbana por el mundo - hasta entonces confinada a los países centrales del
sistema-mundo capitalista - ha sido imparable y con ella la inevitable descentralización de focos emisores y de intereses
temáticos, dictados por otras agendas locales esta vez mucho más diversas. Aún así, todavía se puede identificar en nuestro
recorrido diacrónico una última escuela con fuerte personalidad y mucha influencia, si bien no pueda ya calificarse plenamente de
hegemónica como las antecesoras: se trata de la llamada Escuela de los Ángeles, constituida en torno a las figuras de Edward
Soja, Mike Davis y Allen Scott entre otros (Dear y Dishman 2001). Una escuela que convierte la megalópolis sudcalifornania,
históricamente considerada en los Estados Unidos como una anomalía urbanística (porque no encajaba en el modelo de la
ciudad moderna industrial elaborado por la Escuela de Chicago) en todo lo contrario: la precursora y paradigma de una nueva
forma de ciudad destinada a hacerse hegemónica en el siglo XXI: la ciudad postinstrial y postmoderna (Dear 2002). Mezclando la
tradición epistemológica marxista con todo el aparataje crítico del post-estructuralismo postmoderno (una mezcla en sí misma
muy postmoderna), esta escuela representa, junto con grandes figuras como los maduros Harvey, Sassen o Castells (el mismo
también emigrado a California desde 1979), de alguna manera, la última fase, hasta ahora, de la sociología urbana, la que se
impone como tarea el estudio de la ciudad actual, de economía política postindustrial y de cultura postmoderna.
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CAPÍTULO 2. ESTUDIOS SOBRE LO URBANO EN LA EUROPA VICTORIANA Y DE LA BELLE ÉPOQUE.
2.1. El contexto histórico y epistemológico.
El estudio de la ciudad en el contexto de los problemas provocados por la industrialización capitalista.
Como es de sobras conocido, la sociología como disciplina científica surge, con ese nombre (es Auguste Comte, el
padre del positivismo, quien lo acuña) en el intento de comprender las enormes transformaciones que el capitalismo y los
paralelos procesos de modernización estaban operando sobre el tejido social, económico, político y cultural de los países
industrializados. El espectacular crecimiento de las ciudades desde mediados del siglo XIX era, sin duda, una de las más
evidentes. En la cuna por excelencia del capitalismo industrial, Gran Bretaña, la población urbana triplicó su número entre 1850 y
1900, para cuando constituía ya el 77% de la población total del país (Hall et al 1973:61).
En el punto de mira de los estudiosos se situaron también los problemas sociales que dichas transformaciones
conllevaban y que tenían sus expresiones más agudas en las ciudades: a) contaminación ambiental de las industrias, situadas en
muchas ocasiones en las cercanías de los centros urbanos; b) aparición de barrios de tugurios – conocidos desde entonces con
el término anglosajón de slum por ser en Gran Bretaña donde adquirieron más precoz y maduro desarrollo-, disfuncionalidad y
congestión del sistema de transportes en una ciudad cada vez más grande donde los desplazamientos a pie resultaban ya, en
muchas ocasiones, espacio-temporalmente irrealizables); c) insalubridad (fruto de la propia contaminación y deficiencias en
infraestructuras -sistemas de alcantarillado y eliminación de basuras- y vivienda –hacinamiento, infravivienda- pero también de
las condiciones durísimas de trabajo en las fábricas, de la malnutrición y de una ciencia médica que ni llegaba a todos ni aún
había atravesado el umbral de la eficacia verdaderamente significativa); d) mutaciones sociales y culturales (desintegración de
las estructuras familiares tradicionales –la familia extendida e incluso la familia nuclear- y de los valores culturales heredados del
pasado (sustituidos por secularización, agnosticismo, ateísmo, hedonismo…); e) y, last but not least, las disfuncionalidades
psicosociales que afectaban al comportamiento de una buena parte de la masa social (aumento de la depresión, suicidio, stress,
angustia, ansiedad, alcoholismo, prostitución, malos tratos y abusos sexuales, criminalidad). Problemas todos ellos localizados
principalmente en las grandes ciudades y que preocuparon a los autores de todas las tendencias políticas. Pioneras en este
sentido fueron las obras del alemán (afincado en Inglaterra) Engels The condition of the Working Class in England in 1844 (1845),
desde la izquierda, y la monumental obra comparativa, desde la derecha, Ouvriers européens. Études sur les travaux, la vie
domestique et la condition morale des populations ouvrières de l’Europe (1855), del francés Fréderick Le Play (considerado uno
de los decanos de la sociología en Francia, tiene incluso estatua en los Jardines de Luxemburgo en París) (Brooke 1970).
El estudio de lo
modernización/industrialización.
urbano
queda
subsumido
en
el
estudio
general
del
proceso
de
Sin embargo, ninguno de los primeros analistas sociales consideró necesario desarrollar una teoría específica para
explicar todos estos fenómenos desde la variable causal de lo urbano (Saunders 1981; Bettin 1982; Savage y Warde 1993;
Merrifield 2002). Aunque un puñado de ellos, como Simmel, Sombart o Halbawchs se atrevió a considerar a la ciudad en sí
misma, en tanto realidad de poblamiento espacial, como un factor explicativo de los procesos sociales, bien que fuera parcial, lo
cierto es que ni siquiera estos fueron capaces de desarrollar ese punto de partida sobre un armazón teórico-metodológico
riguroso. En cuanto a los demás (que son, por otra parte, los cabezas de cartel de la sociología de la época) se observa un cuasi
general consenso en torno a la tesis de que la cuestión urbana no es otra cosa más que una manifestación de procesos
históricos y/o estructurales mucho más amplios: para los socialistas, como Marx, Engels o Tönnies, el de las lógicas del modo de
producción capitalista, para los liberales el del desarrollo de procesos de modernización racionalizadora (Small y la primera
generación de la Escuela de Chicago, Weber) o complejidad funcional creciente del superorganismo social (Spencer, Durkheim),
por citar solamente los autores más significativos y los que encarnan, hasta cierto punto, enfoques teóricos distintos.
El único caso en que los grandes padres de la Sociología parecen haber apreciado la ciudad como un objeto de
estudio en sí mismo es cuando hacen retrospección histórica en busca de los orígenes del mundo moderno. Se encuentran
entonces con la ciudad medieval europea y la reconocen, a esta sí, como un sujeto autónomo que merece ser estudiado como
tal. Weber (1958) analizó la ciudad medieval con todo detalle, por considerarla actor decisivo en la ruptura del orden político y
económico feudal y en la generación de los procesos racionales que conducen a la moderna sociedad capitalista. Durkheim
(1893, 1895), otro de los padres de la sociología, también buscará el proceso de división del trabajo que conduce al desarrollo de
la “solidaridad orgánica” en las ciudades medievales y Marx y Engels (1998 [1848]) pondrán sus ojos en la ciudad de la Edad
Media como lugar insular, específico y único, donde se gesta, en medio del océano feudal, su antítesis capitalista. Pero ese
protagonismo que le conceden a la ciudad medieval se apaga a la hora de estudiar la fase histórica siguiente, marcada por el
triunfo de los sistemas burocrático/racionalistas (en Weber) o del modo de producción capitalista (en Marx y Engels). Ahora, en el
siglo XIX, o a principios del XX, la ciudad ya no es ni el lugar que produce en sí mismo la división social del trabajo ni la expresión
de un específico modo de producción, pues estos se han extendido por todo el territorio. Son concomitantes con el sistema social
en su conjunto y, por ello, no se considerará útil estudiar la ciudad por sí misma. Y lo que vale para la ciudad contemporánea se
predica también de otras formaciones urbanas en épocas pasadas de la historia, como la ciudad antigua, por ejemplo. Sólo la
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ciudad medieval, autónoma políticamente y lugar de creación de un sistema económico propio, distinto del resto del territorio, es
analizada como un sujeto específico de estudio.
No se consideró necesaria, pues, elaborar una teoría de la ciudad, un estudio de las ciudades en sí mismas y, en este
sentido, no se puede hablar aún de una existencia de la sociología urbana como tal, como subdisciplina con estatuto propio
dentro de la gran familia de la sociología. El tema urbano está, de hecho, completamente ausente de los manuales escritos por
algunos de los considerados fundadores de la sociología, como el italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) (Pareto 1916). Sin
embargo, en el caso de otros, como Marx, Engels, Durkheim, Tönnies o Weber no sería del todo correcto, ni justo, decir que no
hicieron sociología urbana, pues todos estos autores estudiaron fenómenos y procesos que más tarde serían centrales para esta
subdisciplina. Lo que ocurre más bien es que se trata de una sociología urbana avant la lettre, que hay que rebuscar en el fondo
del armario del que no se ha atrevido a salir (porque, en buena medida, no es ni siquiera consciente de que está dentro de dicho
armario o que el armario existe). Una sociología urbana, en suma, no sistematizada ni dotada de herramientas teóricometodológicas propias, que hay que ir descubriendo y filtrando, como pepitas auríferas en el torrente arenoso de la prolija
producción sociológica de estos autores.
Los marcos epistemológicos e ideológicos finiseculares y el estudio de la ciudad.
Los estudios urbanos en esta época se inscriben en los marcos teóricos generales con los que empezaba a analizarse
la sociedad y quedan atrapados en los debates disciplinares más generales. Estos debates alineaban a los autores, grosso
modo, en dos grandes bandos epistemológicos: el positivista (en el cual debemos incluir al tándem Marx/Engels, a Durkheim, a
Halbawchs y a Small en los Estados Unidos) y el no-positivista de la llamada verstehen o sociología interpretativa en el que
meteríamos a toda la escuela alemana (que podríamos casi considerar como una Escuela de Berlín pues todos excepto Tönnies
enseñan en dicha universidad: Simmel, Tönnies, Sombart y Weber) y a la corriente del Pragmatismo en Chicago (Mead, Dewey,
hasta cierto punto Thomas y Znaniecki). Dentro del bando positivista se desarrollaba una segunda división no menos importante
entre los marcos teóricos del materialismo histórico de los Marx y Engels y el funcionalismo de los Spencer (a quien no
trataremos aquí directamente por apenas haberse ocupado de la ciudad) y Durkheim). De manera transversal al debate
epistemológico se situaba el político-ideológico, que separaba a socialistas (Marx/Engels, Tönnies, Sombart, Halbawchs) de
liberales (Simmel, Durkheim, Weber, los de Chicago). Es decir, ya en estos momentos están presentes las posiciones que se
contenderán la arena de las ciencias sociales durante todo el siglo XX.
Aún a riesgo de no satisfacer a los muy exigentes de rigor teórico, me permito, a continuación, repartir el grupúsculo
de autores más significativos en dos grandes compartimentos de acuerdo a su posicionamiento epistemológico con
respecto a la ciudad. Todo ello con el propósito de hacer heurísticamente más accesible la abigarrada y diseminada producción
de estudios y reflexiones sobre lo urbano que se generan en este periodo a caballo entre los dos siglos, pero advirtiendo que
dichos compartimentos no son de ninguna manera estancos y que existen filtraciones, influencias entre ellos, así como,
acabamos de decirlo, principios teóricos e ideológicos compartidos. La clasificación se ha realizado en base al cruzamiento de
varios principios: epistemológicos los unos, de orientación política los otros. Como resultado de ello obtenemos las siguientes
categorías (pero, repito, no son las únicas posibles):
1. Autores que no reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo: porque para ellos el espacio urbano
es una variable dependiente, un mero reflejo de otros mecanismos sociales. Grupo en el que tendríamos que distinguir entre los
materialistas históricos adscritos al socialismo político (Marx, Engels, Tönnies) y los protofuncionalistas más o menos declarados
(como Durkheim) o no (como Weber) de tendencia liberal.
2. Autores que sí reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo: porque para ellos el espacio urbano
es una variable independiente, un factor de causalidad que determina o condiciona otros procesos sociales. Es en este grupo
donde tenemos que buscar a los verdaderos precursores de la sociología urbana y en él podemos distinguir entre culturalistas
(Simmel, Sombart), de orientación política liberal y un ecléctico metodológico como Maurice Halbawchs, cercano al socialismo,
que incorpora aspectos marxistas, funcionalistas e incluso ecológicos y a quien los franceses consideran, tanto por su rigor
metodológico como por sus temas de estudio, el padre de la sociología urbana en Francia (Amiot 1986; Fijalkow 2002).
En este segundo grupo es necesario resaltar especialmente a quienes sin duda merecen el título de primeros padres
de la sociología urbana en Norteamérica y en el mundo, por lo temprano de sus trabajos (los primeros se anticipan a los de
Halbawchs en casi dos décadas): me refiero a la primera generación del Departamento de Sociología de Chicago, la anterior a la
Ecología Humana, fundada por Albion Small en 1892. Bajo la guía de Small los investigadores de Chicago se aplicaron
tenazmente a expurgar la enorme montaña de datos estadísticos oficiales de la ciudad de Chicago (censos, registros catastrales,
de la seguridad social, estadísticas de criminalidad, etc.) cruzándolos espacialmente con diferentes áreas geográficas de la
ciudad para elaborar los primeros modelos relacionales entre espacio urbano y procesos sociales. El cogollo, como hemos visto,
del objeto de estudio de la sociología urbana. De todos esos trabajos quizá el que merezca en estos momentos una glosa
individual sea el de Charles Cooley, quien alternaría su militancia en el Pragmatismo culturalista con el positivismo. Sello de
identidad, por cierto, que distinguiría a buena parte de los chicagüenses hasta los años 50 y que acabaría por plasmarse en el
proyecto ecológico de los 20 y 30. Con su The Theory of Transportation (1894) Cooley dio el primer paso de gigante en el
tratamiento de temáticas específicamente urbanas (en este caso los efectos de las redes de transporte urbanos sobre la
estructura social y económica), que serían después ampliamente desarrolladas por todas las subdisciplinas del ramo (sociología,
geografía y economía urbanas). La primera generación de Chicago merece, más que ningún otro grupo de autores, un amplio
desarrollo como precursores de la sociología urbana. Sin embargo, he considerado más apropiado describir la sociología de
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Chicago como un conjunto, tanto para no separar a esta primera generación de su contexto general cuanto que entre la primera y
la segunda generación se observa un claro continuismo. El criterio unitarista es el que ha acabado prevaleciendo y por ello será
en el siguiente capítulo cuando trataremos más en profundidad a los Small, Cooley, Mead y otros.
Por otro lado,y por encima de las diferencias señaladas, todos los autores presentan un denominador común
epistemológico e ideológico fundamental: todos abrazan con entusiasmo el paradigma de la modernidad, la cosmovisión
predominante en el Occidente de la época, y ello se refleja en el estudio de la ciudad. El paradigma de la modernidad hace de la
ciudad, sin que ello sea reconocido explícitamente, un objeto privilegiado de estudio, al menosde dos maneras diferentes:
a.
La ciudad es estudiada como escenario del avance de la modernidad.
Las formas complejas de organización social y sus complejos productos culturales (sean éticos o tecnológicos) son,
como lo indica la propia etimología de la palabra civilización, intrínsecamente urbanos. Así, sin haberlo en realidad reconocido
nunca (e incluso algunos como Marx y Engels habiéndolo negado explícitamente) todos los autores colocan a la ciudad (y la
ciudad occidental en concreto) en el centro de sus esquemas teóricos al presentar una correlación entre el proceso histórico de
modernización y el de urbanización. El proceso de urbanización y la ciudad como construcción histórica son colocados en el
punto de llegada de la teleología evolucionista a la que todos los autores adhieren y convertido a la vez en causa y consecuencia
de los “logros” occidentales: el progreso, la complejidad, la racionalidad creciente, la conquista de la naturaleza… En ese
planteamiento la ciudad no es vista como un objeto en sí mismo, sino como parte de un proceso histórico general. Una ciencia de
lo urbano no es necesaria puesto que el proceso de modernización conducirá finalmente, por la lógica inexorable del sistema,
socialista o liberal es indiferente, a la total urbanización (industrialización/modernización, en resumidas cuenta, occidentalización)
del planeta. Es de esta premisa que surge indefectiblemente la famosa dicotomía rural/urbano. Porque la convicción en el
inexorable futuro urbano de la humanidad hacía de los rasgos rurales trasplantados a la ciudad (vía emigración) elementos
destinados a desaparecer eventualmente por incompatibilidad funcional con la modernidad urbana. Una visión que la sociología
urbana postmoderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica y apriorística y demostrando su afirmación con
hechos, al encontrar innumerables rasgos “premodernos” (sistemas de salud chamánicos, liderazgos carismáticos cuasifeudales, estructuras clánicas, xenofobia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno) gozando de muy buena salud en el
hábitat urbano.
b.
Los problemas urbanos son percibidos como un desafío al paradigma moderno.
La ciudad industrial debía ser, de acuerdo con este paradigma moderno, el epítome del progreso obtenido a través de
la ciencia, la tecnología y la administración racional-burocrática. Y, sin embargo, la realidad de la vida urbana, con su degrado
ambiental y su miseria social y moral no se ajustaba en absoluto a dicho paradigma. La ciudad era el escaparate más
espectacular de los efectos colaterales de la economía de mercado de la primera y segunda revolución industrial, que entraban
en trayectoria frontal de colisión con su ideología triunfalista, con el optimismo del progreso. La racionalidad del progreso parecía
engendrar en sus propias entrañas un monstruo de irracionalidad que la roía por dentro. Esta contradicción se había convertido
en el tema inspirador de muchos literatos y otros artistas desde el principio de la industrialización, dando lugar al nacimiento de
algunos de nuestros más conocidos tópicos modernos. Había iniciado Goya en 1799 advirtiendo que “El Sueño de la Razón
Produce Monstruos”, había continuado Goethe con su Fausto en 1806 (el sueño moderno de dominio absoluto de la naturaleza
no puede venir sino de un pacto diabólico), poco después seguido del Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley
(1818) en el que se recuperaba el viejo mito clásico (que también era, a fin de cuentas, el del Génesis): imitar a Prometeo,
aspirar al control de la naturaleza a través de la ciencia, sólo puede volverse en nuestra contra. El control de la naturaleza es
prerrogativa de la divinidad. Solo ella puede hacer las cosas bien. El ser humano sólo puede producir monstruos. El mito había
sido finalmente completado, con mayor refinamiento psicológico, en el ombligo de todas las pesadillas urbano-industriales de la
época, la Inglaterra Victoriana, a través de memorables metáforas de la sociedad como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886) o El
retrato de Dorian Grey (1890), tras cuyas civilizadas epidermis se ocultaba todo el horror de la miseria de su tiempo: el personaje
antisocial, en que la ciencia transformaba al afable doctor; el retrato escondido en un desván que se hacía cada día más
repugnante como precio a pagar por la deslumbrante belleza del dandy Grey. Un horror que el Occidente había exportado al
resto del mundo y que Conrad retrataría magistralmente en El Corazón de las Tinieblas (1899).
Pero los sociólogos no podían contentarse con metáforas poéticas que estaban, además, impregnadas de un
romanticismo en el fondo no muy comprometido con la razón. Los sociólogos no eran poetas, eran hombres de ciencia, y, en ese
sentido, apóstoles convencidos del racionalismo. Un racionalismo que era epistemológico y axiológico al mismo tiempo: que
afirmaba la existencia de una explicación objetiva para todos los fenómenos y saludaba el triunfo del progreso, del orden frente al
caos y la entropía y creía firmemente en un futuro más feliz para el género humano a través de la ciencia. Bajo esas premisas,
los efectos perversos de la industrialización, entre ellos los llamados problemas urbanos, se convirtieron en una obsesión para la
sociología, hasta el punto de ser en buena parte los causantes de su nacimiento. El objetivo era desmentir las alegorías
literarias: demostrar que la modernidad no era un monstruo esquizofrénico con dos cabezas y que no estaba destinado a producir
horror para siempre. Optimistas convencidos, todos nos dirán que aquellos aspectos oscuros eran sólo fases transitorias de la
evolución de la sociedad, desajustes temporales del sistema el cual, por la propia lógica interna a su funcionamiento, tiende a la
armonía (porque si no desaparecería). Si bien los autores difieren en su percepción acerca de cómo se producirá esto (por el
propio mercado, para los unos, por la sociedad socialista sin propiedad privada, para los otros) todos confían finalmente en el
reajuste del sistema. La paradoja se muestra así como un mero espejismo: la realidad funciona por parámetros racionales, no es
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un sistema caótico, y, conocidos racionalmente sus mecanismos, puede ser racionalmente reconducida por la senda del
progreso.
2.2. La ciudad como variable dependiente: Marx, Engels, Tönnies, Durkheim y Weber.
2.2.1. Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895): la ciudad como expresión del modo de producción.
En la antigüedad, las ciudades nunca llegaron a ser el espacio generador de un nuevo modo de producción. Los
grandes latifundistas, el poder político de base tributaria, vivía, ciertamente, en las ciudades pero la economía era básicamente
agraria y la existencia material de la ciudad, con su división social del trabajo y su estructura de clases, descansaba
completamente en la obtención de la plusvalía agrícola. La ciudad no era otra cosa que un centro administrativo para gestionar el
modo de producción agrario y sus relaciones sociales (una articulación de pequeños propietarios, latifundistas, aparceros,
arrendatarios, clientes y esclavos cuyas características, composición concreta y relaciones estructurales variaron
significativamente a lo largo del tiempo y del espacio). La ciudad nunca generó un modo de producción propio. Con el desplome
de la estructura política del Imperio Romano, el latifundio y sus relaciones de producción simplemente se hicieron insostenibles y
la sociedad regresó al modo de producción agrario basado en las relaciones de parentesco o se reconstituyó en las nuevas
formas de dominación feudal. La Edad Media comienza con la hegemonía de lo rural como lugar de la historia pero ve poco a
poco crecer en su seno una nueva lógica económica basada en una nueva división del trabajo (Marx y Engels 1998 [1848]). Es
en la Edad Media el momento en que la división entre ciudad y campo tiene una verdadera existencia estructural, es la expresión
de una contradicción esencial entre dos modos de producción distintos. Y como bien advierte Lefebvre (1972:71) “para Marx, la
disolución del modo de producción feudal y la transición al capitalismo se encuentran ligada a un sujeto, la ciudad”.
Se trata, eso sí, de la ciudad occidental. Al igual que Weber, para Marx y Engels la asociación entre capitalismo y
urbanismo es un fenómeno que ocurre solamente en Occidente. En el resto de los estados agrarios se desarrolla otra modalidad
de economía política, basada en el control despótico del Estado sobre poblaciones campesinas organizadas en torno a
estructuras comunitarias de parentesco, el llamado modo de producción asiático al que Marx dedicaría sobre todo los Grundrisse
(1973 [1857]), y cuyas características inhibirían el nacimiento de una burguesía capitalista. Mientras, en Occidente, el germen del
nuevo modo de producción rápidamente empezaría a crecer gracias al establecimiento de una red de relaciones entre los
distintos centros urbanos, que da incluso lugar a relaciones de división espacial del trabajo: especialización de ciertas ciudades
en la producción de artículos o de servicios comerciales o financieros concretos. Sin embargo, el “océano feudal” que lamía las
murallas de las ciudades por sus cuatro costados, impidió durante mucho tiempo, tanto desde dentro como desde fuera, el
despegue del incipiente sistema económico y su transformación en un moderno capitalismo industrial. Desde fuera, la sujeción de
las masas campesinas a la servidumbre de la gleba y, desde dentro, la regulación del trabajo y la producción operada por unos
gremios corporativos que imitaban las relaciones jerárquico-paternalistas de la aristocracia feudal, obstaculizaron durante siglos
la que Marx y Engels consideraban condición sine qua non para la aparición del moderno capitalismo industrial (Marx y Engels
1998 [1848]): la conversión de la fuerza de trabajo en una mercancía que pudiera venderse y comprarse libremente en un
mercado supralocal de dimensiones suficientemente grandes. Los siglos XV al XVIII pueden resumirse como la historia del
surgimiento y consolidación, en el marco de los Estados-nación modernos, de dicho mercado de trabajo, que disuelve y
sustituye progresivamente las rígidas relaciones de producción feudales, personalizadas, cargadas de valores y emociones, y las
sustituye por relaciones monetarizadas, anónimas, utilitaristas y racionales. Dicha sustitución se había operado completamente a
mediados del siglo XIX, cuando Engels y Marx escriben sus obras. Por entonces la agricultura, en la Europa Occidental, es ya
plenamente una actividad capitalista, dominada por las relaciones sociales de mercado, y es en ese sentido que Marx y Engels
negarán que campo y ciudad, en tanto cuales, sean sujetos reales de análisis. Serán considerados sólo dos dimensiones de la
misma formación social (Katznelson 1993), la conformada por la hegemonía del modo de producción capitalista, y la ciudad
estudiada únicamente en cuanto lugar donde se concentran con mayor intensidad sus efectos y contradicciones.
Sin embargo, como nos recuerdan, entre otros, Saunders (1981) o Merrifield (2002) no es exacto que Marx y Engels
negaran completamente a la ciudad un papel en su esquema de análisis del modo de producción capitalista (o en su programa
político para superarlo por medio de la lucha de clases). Marx y Engels considerarán las ciudades como catalizadores de la
evolución del propio modo de producción capitalista, es decir, como factores de causalidad. Y ello, en su doble circunstancia
espacial de lugar de intensa concentración demográfica de trabajadores y de vector físico que agudiza sus condiciones de
explotación por causa de las deficiencias de su espacio construido. Las ciudades fomentan en su seno - gracias a procesos
sistémicos de sinergia- fenómenos como el avance científico-técnico, procesos de concentración monopolística del capital y
mayores cotas de división del trabajo (producto a su vez de los propios avances técnicos, de la necesidad de resolver problemas
derivados de la densidad de población urbana y de la propia heterogeneidad social que la densidad demográfica produce). Ese
efecto catalizador conducirá, sin embargo, a la profundización de las contradicciones del sistema, que acabarán por destruirlo y
sustituirlo por un nuevo modo de producción: el socialismo. El proletariado que deberá dar inicio a la lucha por el socialismo será,
de acuerdo con esta lógica, un proletariado urbano. Es en la ciudad, gracias a su concentración espacial de proletarios
explotados y a las condiciones de precariedad de su vida material cotidiana, donde se están gestando los procesos de aparición
de una conciencia de clase y movilización obrera. La urbanización es así, para Marx y Engels, una condición necesaria para la
construcción del socialismo, que es la última, la más perfecta, humana y racional etapa de la evolución social.
Es en ese sentido que hay que apuntar algunos trabajos realizados en solitario por Engels y que trataron propiamente
de problemas específicamente urbanos, como el precoz The condition of the Working Class in England in 1844 (1845) y el
posterior The Housing Question (1872). Trabajos ambos que supusieron un notable esfuerzo de documentación empírica de las
condiciones de vida de la clase obrera en las ciudades. Engels fue el primer marxista en ligar explícitamente las lógicas del modo
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de producción capitalista con los procesos de desarrollo urbano y fue, en ese sentido, el primer sociólogo urbano marxista,
aunque fuera avant la lettre. Y, sin embargo, Engels no profundizó mucho más allá de lo puramente material: nunca se interesó
por la cultura urbana, por sus formas específicas de vida (Merrifield 2002). La razón de esta ausencia debe achacarse de nuevo
al planteamiento estructuralista de partida: para Engels es el capitalismo el determinante último de los estilos de vida urbanos,
en este caso de la miseria material y moral del proletariado de los slums, no la ciudad en cuanto tal. En los dos trabajos
mencionados, Engels deja clara su convicción, mensaje en la botella lanzado a los reformistas liberales de su época, de que la
miseria urbana únicamente se podrá superar mediante la transformación de la sociedad en su totalidad. Su enfoque, como el de
sus discípulos marxistas del siglo XX, era clara y profundamente estructuralista: es el sistema capitalista en sí mismo, y no las
acciones individuales de los individuos “capitalistas” el que causa la pobreza y la cochambre en la que vive el proletariado
urbano. Por eso, aunque la burguesía haya intentado puntualmente mejorar las condiciones de vida de los slums (los programas
reformistas que mencionábamos más arriba), incluso en ocasiones - por qué no admitirlo- con un loable y desinteresado espíritu
filantrópico, estas experiencias estarán siempre inexorablemente condenadas al fracaso mientras la lógica de las relaciones de
producción no cambie: por cada slum que se derribe para construir un barrio más humano surgirá más pronto que tarde otro en
otra parte. O dos. O muchos más, pues el capitalismo tiende con velocidad siempre creciente a expandir sus lógicas a más y más
sociedades del planeta, atrapando siempre más poblaciones en la telaraña de sus relaciones de explotación. El tiempo no hizo
otra cosa más que corroborar esta afirmación, sembrando slums por toda la tierra: de Yakarta a Rio de Janeiro, de Kabul a
Ciudad del Cabo, en un proceso de dimensiones tan globales que probablemente haya superado la estimación más atrevida del
viejo Engels. Un proceso que Mike Davis documenta magistralmente en su reciente libro Planet of Slums (2006), de título muy
evocador.
2.2.2. Ferdinand Tönnies (1855-1936): lo urbano en el contínuum comunidad-sociedad.
Tönnies fue uno de los padres de la sociología académica en Alemania, co-fundador de la Asociación Alemana de
Sociología en 1909. Hombre de ideas y preocupaciones socialistas, escribió una biografía sobre Marx en 1921 y llegó incluso a
militar políticamente en el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) si bien ya casi al final de su vida, en 1932 (Merz-Benz 2005).
Como muchos otros intelectuales de su época, Tönnies mostró un gran interés y preocupación, teñida de inquietudes sociales,
morales y políticas, por los efectos negativos de aquel capitalismo industrial que le tocó vivir en primera persona. En Alemania,
país de industrialización algo más tardía que el Reino Unido, ese proceso coincide, de hecho, casi de forma exacta, con su propia
andadura biográfica e intelectual, el despegue más fuerte produciéndose en los años que van desde la unificación (1870) hasta la
Primera Guerra Mundial. Por ello dedicó la mayor parte de su obra (1905; 1931; 1935), siguiendo la senda de Marx, al estudio de
las transformaciones estructurales de aquel proceso histórico de cambio dentro de un marco teórico más o menos materialista y
evolucionista. Su interés fundamental está, por tanto, en la estructura, en el proceso general, y no en su dimensión espacial, sea
esta urbana o no. Tönnies no dedica, de hecho, ningún libro a tratar de la ciudad como tal y sin embargo, su figura dejó una
huella profunda en al menos dos de los debates que tendrían ocupados a los estudios urbanos en la primera mitad del siglo XX:
1) el debate en torno a la definición de las categorías de rural y urbano y 2) el debate ideológico en torno a las valoraciones
morales de las formas de vida por ellas sustentadas, es decir, el debate entre los anti-urbanitas y los pro-urbanitas.
Esos dos debates que hilvanarán la reflexión sobre la ciudad (y sobre el campo) en las soirées sociológicas de casi un
siglo de historia de la disciplina tienen su punto de partida, en buena medida, en el primer trabajo de Tönnies, la famosa
Gemeinschaft und gesellschaft (1887), la única conocida por la mayoría de los sociólogos más allá del reducido círculo de
exégetas dedicados a su obra. Dado que el alemán no era una lengua de fácil acceso para ninguna de las otras grandes
academias, la anglosajona y la francófona, el pensamiento de Tönnies se difundió inicialmente a través de intermediarios. El
principal de ellos, por el peso que tienen a su vez sus escritos en la escena sociológica mundial, es Émile Durkheim. Durkheim
realizó una estancia académica en Alemania precisamente en el año en que se publicaba la obra de Tönnies y comenzó desde
entonces a dar a conocer al sociólogo alemán fuera de sus fronteras. El mismo Durkheim le debe, de hecho, mucho a Tönnies:
su esquema evolucionista que explica el cambio histórico de la sociedad preindustrial a la industrial a través del paso de una
solidaridad mecánica a otra orgánica vía la división social del trabajo, es, además de una continuación del funcionalismo de
Spencer, una reelaboración de las categorías tönnianas de gemeinschaft y gessellschaft. El libro no sería traducido al inglés
hasta 1940, primero como Fundamental Principles of Sociology (1940) más tarde como Community and Association (1955)
(Comunidad y Sociedad en la versión española de 1947) aunque un resumen de sus tesis había sido publicado en 1905 en el
American Journal of Sociology con el título de “The Present Problems of Social Structure” (Tönnies 1905).
Por gemeinschaft (comunidad) Tönnies entiende el sistema social de las sociedades tradicionales, valga decir
preindustriales. Una forma de vida eminentemente rural, con economía poco o nada orientada al mercado, bajo nivel de división
social del trabajo y, por tanto, alto grado de homogeneidad social y cultural, cuya expresión espacial por excelencia es la aldea
que se organiza a través de relaciones de parentesco o de vecindad, marcadas por vínculos sociales directos, no mediados por
las instituciones, de naturaleza en buena parte afectiva, moral y adscrita. La gesellschaft (sociedad), por su parte, parece ser el
exacto reverso dicotómico de aquella otra: es el sistema social de las modernas sociedades industriales, una forma de vida
eminentemente urbana, con una economía orientada al mercado, alto nivel de división social del trabajo, de gran heterogeneidad
sociocultural y cuya expresión por excelencia es la ciudad y, más concretamente, la gran metrópoli contemporánea, que se
organiza, socialmente, a través de relaciones basadas en el contrato legal entre desconocidos, de naturaleza puramente
instrumental, mediadas por instituciones, públicas o privadas, de carácter burocrático-racional (Tönnies 1955 [1887]). Pero se
notará que he decidido utilizar y he resaltado en cursiva los términos “en buena parte”, “parece”, “eminentemente”, y “por
excelencia”. La intención es la de dejar patente que Tönnies no utiliza su descripción en un sentido radicalmente dicotómico y,
con ello, deshacer un entuerto que ha hecho del sociólogo alemán el presunto padre de la famosa y popularizada dicotomía
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campo/ciudad. En contra de lo que muchos piensan, las categorías tönnianas no son absolutas y completamente excluyentes.
Esa ha sido la lectura vulgar, o ideológicamente interesada, que se ha hecho o se ha querido hacer del autor alemán en el siglo
XX, especialmente por parte de una izquierda anti-urbanita que veía en la ciudad la encarnación de todos los males del
capitalismo y que abogaba por una agenda política comunitarista y ruralizante(Deflem 2001). Un anti-urbanismo cuyas raíces, si
acaso, hay que buscarlas, como veremos unas páginas más adelante, en su contemporáneo y paisano Georg Simmel (1909).
Para Tönnies aquellas categorías eran solamente conceptos heurísticos, lo que más tarde Weber denominaría tipos ideales.
Gemeinschaft y gesellschaft representan para Tönnies las dos formas estructuralmente puras de un proceso de cambio social
muy complejo que se presenta empíricamente como un contínuum de situaciones concretas en las que cada sociedad, país,
localidad, presenta
grados variables
de
preindustrialización/tradicionalidad/ruralidad
y de
industrialización/modernización/urbanismo. Sin negar que puedan existir sociedades que se ajusten casi completamente a los tipos ideales,
estos son fundamentalmente puntos de referencia que nos ayudan a entender cuál es la tendencia de los cambios históricos y en
qué punto del proceso se encuentra cada sociedad en concreto. En ese sentido, nos dice Tönnies, es perfectamente posible
observar empíricamente la presencia de rasgos “urbanos” o “societales” en el medio rural así como constatar, al contrario, la
sobrevivencia de características “rurales” o “comunitarios” en la gran metrópoli (Tönnies 1955 [1887])..
Este contínuum existe porque el capitalismo aún no ha terminado su proceso de transformación del mundo. Y, como
buen socialista que adhiere al mismo tiempo al paradigma moderno y evolucionista, lo que Tönnies desea es modificar la forma
en que ese proceso evolutivo se está produciendo. Es ahí donde el concepto de gemeinschaft adquiere en Tönnies una
importancia capital. Porque Tönnies se va a inspirar en su tipo ideal de la gemeinshaft, con sus bajos niveles de desigualdad
social, para proponer un programa socialista de sustitución del capitalismo. No era, en realidad, ninguna novedad. Tönnies no
hacía más que seguir la senda comunitarista que ya habían abierto los socialistas utópicos medio siglo antes. Se ha tachado a
Tönnies por esto de visionario (Adair-Toteff 1996) y de romántico (Bond 2011) y, sin embargo, de nuevo, estas lecturas parecen
salir de la imagen vulgarizada que del autor se creó a posteriori más que de sus propios escritos. Tönnies nunca abogó, como
algunos le achacan, por el restablecimiento del tipo ideal de la gemeinschaft como solución a las injusticias del capitalismo. En la
estela de Marx, Tönnies afirma (1955: 120) que la gesellschaft capitalista lleva en su seno el germen del socialismo y que ese
socialismo no puede ser ni será nunca una vuelta al pasado. Tönnies era consciente, como buen materialista, de que una
regresión evolutiva a una gemeinschaft pura era estructuralmente imposible en aquella sociedad de masas dependiente de la
industria para su propia supervivencia (Saunders 1981: 133). Y éticamente indeseable, podríamos añadir, para un hijo de su
época, ferviente feligrés de la religión del progreso. El tipo ideal de la gemeinschaft puede servir más bien, también en lo político
como en lo científico, como punto de referencia, valga decir de inspiración, para domesticar la gesellschaft capitalista,
desarrollando una forma de sociedad más cohesionada, más igualitaria, menos alienante, a través, por ejemplo, de la creación de
cooperativas de trabajadores y otras estructuras similares, basadas (que no trasplantadas literalmente) en los modelos de
reciprocidad aldeanos. Todo con el objetivo de trascender el puro individualismo competitivo del capitalismo. En resumidas
cuentas, su teoría de la gemeinschaft refleja las ideas socialdemócratas de su faceta de hombre político.
2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema funcional superorgánico.
Émile Durkheim, fundador del primer departamento de sociología en Europa, en la Universidad de Burdeos en 1895,
es el primer gran adalid del positivismo empirista en sociología (Giddens 1974, 1978). Para reducir la enorme multiplicidad de los
datos empíricos a una realidad aprehensible recurre al método de la inducción estadística, que desarrolló en sus Reglas del
método sociológico (1895). Así, Durkheim será uno de los primeros sociólogos, junto con la primera generación de Chicago, en
hacer uso intensivo de los datos estadísticos (datos empíricos reducibles a expresión matemática) para extraer de ellos teorías
generales sobre fenómenos sociales. La primera aplicación de este método, y probablemente la más conocida, la constituye su
obra El suicidio (1898): uno de aquellos problemas que parecía haberse agudizado en las modernas ciudades y que
atormentaba a los apóstoles del progreso. En ella intentará explicar a partir de leyes sociológicas lo que aparentemente se
presenta como una acción motivada por razones puramente personales. Para llegar a descubrir dichas leyes procederá por
observación de un número reducido de casos (reducido pero no etnográfico, es decir, se trata de datos cuantitativos,
proporcionados por la estadística) que cruzará con otros tipos de datos (clase social, religión, sexo, edad, estado civil, nivel
educativo, nacionalidad) en busca de patrones que él había denominado “variaciones concomitantes” (Durkheim 2000 [1895]).
Sin embargo no introduce la variable residencial, lo que habría hecho del estudio un verdadero ejemplo de sociología urbana. El
resultado es de sobras conocido: mayores tasas de suicidio entre hombres que entre mujeres, entre solteros que entre casados,
entre protestantes que entre católicos y, lo más interesante, la clasificación del suicidio en cuatro tipologías (altruista, fatalista,
egoísta y anómico).
Estas leyes sociológicas universales remiten finalmente a una realidad estructural y sistémica que existe más allá de
las acciones particulares de los individuos (en esto coincide con Marx). Esta realidad estructural es lo que Durkheim había
llamado “hechos sociales” ya en su tesis doctoral, La división del trabajo social, de 1893. Estos “hechos sociales” son fenómenos
colectivos, materiales o inmateriales (valores, sentimientos), que no son reducibles a la suma de sus partes, es decir, que son
autónomos de las acciones o voluntades individuales, impulsados por su propia “lógica”, y que como tales condicionan (aunque
no determinan) las acciones de los individuos (Durkheim 1995 [1893]). La concepción del sistema social como una realidad
dotada de existencia ontológica convierte a Durkheim en continuador del protofuncionalismo que había comenzado con el
“Social Statics” de Spencer en 1851 (Perrin 1995). Ambos pueden considerarse, con todo mérito, abuelo y padre,
respectivamente, del funcionalismo que a partir de los años 20 y durante medio siglo dominaría la sociología desde sus cuarteles
generales en el mundo anglosajón (y más concretamente desde Chicago). Pero mientras en el primero este funcionalismo quedó
en sus obras posteriores articulado con un evolucionismo biologicista, el de Durkheim es plenamente sociológico y, si bien el
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inevitable substrato evolucionista nunca desaparece del todo, presenta fuertes tendencias al enfoque sincrónico, como después
el norteamericano. También como aquel, su visión sistémica está exenta de la causalidad economicista propia del materialismo
histórico o de alguna alusión a la lucha de clases y, en cambio, su concepto del “hecho social” subscribe los dos principios
básicos de la posterior teoría funcionalista: el del super-organismo sistémico que se autorregula para mantenerse siempre en
equilibrio con independencia de las acciones individuales o colectivas de los actores sociales; y el de la mutua interdependencia
de todos los subsistemas o partes del sistema, igualmente importantes para su funcionamiento (Parsons 1951).
Aunque fue amigo (compañero de escuela) de Jean Jaurès, el fundador del Partido Socialista Francés, Durkheim
nunca se implicó en los movimientos políticos de izquierda y sus tesis pueden considerarse más bien reformistas y no
beligerantes con el status quo (Poggi 2000). Exactamente igual que las del funcionalismo anglosajón. Esto puede verse
perfectamente en algunas de sus preocupaciones principales, en las que se recortan al trasluz temáticas implícitamente urbanas.
Sus conceptos de la “solidaridad mecánica” y la “solidaridad orgánica” son claramente funcionalistas. Con el segundo de ellos, la
“solidaridad orgánica”, Durkheim pretendía contrarrestar, implícita o explícitamente, la teoría marxista que vinculaba la creciente
división social del trabajo en la sociedad capitalista contemporánea con el recrudecimiento del conflicto entre los grupos humanos
(clases) que ella misma iba conformando. Durkheim sustituye en cambio esta visión negativa de la transformación histórica por
una optimista, en lo que parece una clara defensa de la modernización y la sociedad urbano-industrial: las diferencias
complementarias entre las clases (como la interdependencia, también complementaria de los subsistemas en la metáfora
funcionalista) no generan tensión sino, por el contrario, una unidad cooperativa positiva, una solidaridad “orgánica” (orgánica
porque deriva de la lógica externa del funcionamiento de un “organismo” social (léase “sistema” si no gusta la analogía biológica)
del que las clases sociales son órganos no independientes) (Durkheim 1995 [1893]: 207). La defensa de la sociedad urbanoindustrial se combina en Durkheim con el historicismo evolucionista y etnocéntrico (ineluctable en todos los intelectuales de la
época) al comparar dicho organismo armónico con otro que también lo era (y, de nuevo, esto es funcionalismo) y al que ha
sucedido en el tiempo: la sociedad pre-industrial o pre-moderna, cuya lógica de autorregulación se basaría, en cambio, en la
“solidaridad mecánica”1. Pues bien, nos dice Durkheim, distanciándose en esto de románticos comunitaristas como Tönnies: la
sociedad moderna basada en la heterogeneidad y la división social del trabajo no sólo es funcional sino que genera una
solidaridad más fuerte que la mecánica, permitiendo combinar el orden con un elemento muy positivo del que carecían la
sociedades agrarias pre-industriales: la libertad individual (Durkheim 1995 [1893]: 210). Con ello nos quería decir que la sociedad
industrial supone una evolución positiva, que la historia evoluciona siguiendo una senda de progreso y que la sociedad urbana
occidental es la cúspide solitaria (al menos en aquel momento) de ese progreso, avanzadilla en un mundo aún dominado en
buena parte por las sociedades de solidaridad mecánica.
Como buen reformista, no están exentas de sus escritos las referencias a los problemas (disfuncionalidades)
generados por la brusca y acelerada transformación histórica que vivía su tiempo, periodo de transición entre sistemas basados
en lógicas de funcionamiento (solidaridades) diferentes. La preocupación por los efectos negativos de la modernización, que
Durkheim necesita reintegrar en una explicación racional y positiva de la modernización que salve el dogma del progreso, había
estado presente desde el principio de su carrera académica. A uno de estos efectos, el suicidio, le había dedicado, como vimos,
todo un estudio en profundidad. En él quería, entre otras cosas, romper una lanza a favor de la sociedad moderna, que podía
ciertamente aparecer ante sus contemporáneos como una sociedad que generaba infelicidad profunda, hasta el punto de
impulsar al suicidio. Durkheim pretendía demostrar que el suicidio se encuentra presente en todas las sociedades, que
simplemente cambia su forma de acuerdo a la lógica de funcionamiento de cada sistema y que en algunas de sus formas podía,
incluso, ser funcional2. En sus siguientes trabajos, y siguiendo la senda abierta por aquel primero centraría su atención en
elaborar una teoría abarcante que pudiera explicar la mayor parte de estas disfuncionalidades, de las que el suicidio era sólo una
posible manifestación. Esta teoría la encontró en el fenómeno que denominó con el término de anomia, neologismo que acabaría
alcanzando una enorme popularidad. La anomia es la situación que se produce cuando, en ciertas condiciones particulares, el
sistema no consigue cumplir su misión de regular la vida de los individuos, acomodándolos en roles funcionales para el sistema
(y que sean generadores de sentido para quienes los desempeñan), todo lo cual se traduce en una panoplia de posibles
comportamientos “antisociales”: abulia, dejación de las responsabilidades laborales (absentismo), familiares (abandono familiar) o
ciudadanas (abstencionismo electoral, vandalismo, suicidio anómico), criminalidad, prostitución, drogadicción y alcoholismo,
violencia intrafamiliar, entre los principales). Pero estos comportamientos, aunque preocupantes y necesitados de atención y
solución, no invalidan su tesis: son considerados por Durkheim como “anormalidades” (anomalías disfuncionales del sistema,
podríamos decir en léxico funcionalista) que no impiden el funcionamiento del sistema, es decir, no ponen en peligro la cohesión
El juego de adjetivos empleado por Durkheim tiende a confundir a los lectores que se acercan a su obra por primera vez, quizás porque el
imaginario colectivo conduce a asociar el término “mecánico” con lo industrial y el “orgánico” con lo agrario.
2 La tipología de suicidios elaborada por Durkheim encajaba perfectamente, de hecho, en su dualismo evolucionista más amplio que oponía
sociedad tradicional a sociedad moderna. Así los tipos altruista y fatalista son provocados por las lógicas imperantes en un sistema social
tradicional, donde el individuo es sometido completamente al control social y cultural de la colectividad: el primero sucede cuando el sistema
solicita el sacrificio del individuo en beneficio de la sociedad (como los ancianos entre los indios de las praderas norteamericanas que se dejan
morir para no ser una carga), el segundo cuando la opresión de un sistema totalitario sobre el individuo provoca que este prefiera la muerte a la
conformidad (los esclavos que se quitan la vida para escapar al yugo del trabajo forzado). Los tipos egoísta y anómico son, por el contrario,
producto de las transformaciones llegadas con la modernidad y no se observan en sociedades tradicionales: el primero es fruto de la liberación
del individuo de aquel control total de la colectividad y en ese sentido es saludado como un fenómeno, hasta cierto punto, positivo, como un
ejercicio de la libertad humana (mi vida es mía y hago con ella lo que quiero), solo el segundo es visto como una verdadera disfuncionalidad del
sistema, producto de su incapacidad para producir sentido en ciertos individuos, para encajarlos de manera correcta en el engranaje social, lo
cual provoca un sentimiento de alienación, de vacío, de no pertenencia que conduce a la depresión y a la solución escapista del suicidio
(Durkheim 1989 [1898]).
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social en su conjunto. Esta cohesión social es muy fuerte porque se basa en una interiorización de dicha solidaridad en los
propios individuos, operada por el propio sistema a través del proceso de socialización. Dicha interiorización de las normas de
funcionamiento del sistema es tan fuerte que puede llevar, como ya había intentado demostrar en El suicidio, al sacrificio altruista
del propio individuo en aras de la funcionalidad del todo. Es por ello que la anomia es entendida por Durkheim básica y
fundamentalmente en términos de una falta de autorregulación interna de los individuos. Premisa que lleva implícita una
conclusión muy clara: el problema se puede desactivar a través de la resocialización, que es un mecanismo de control social. La
lucha de clases queda así arrinconada por innecesaria, muy lejos del horizonte durkheimiano.
Por lo demás, y en la línea de Marx o de Weber, una sociología estrictamente urbana está ausente de los escritos de
Durkheim. Para el padre de la sociología francesa la distinción entre sociedad y ciudad en el mundo contemporáneo no tiene
sentido. Para Durkheim como dice Saunders (1981: 86) “la sociedad no es otra cosa que una gran ciudad”. El proceso de
urbanización es concomitante con el de modernización y lo único que hará Durkheim, como antes Marx y luego Weber, es dar su
propia versión de este proceso cuyo escenario, pero no su causa, es la ciudad. Durkheim explicará cómo la “densidad moral o
dinámica” de la ciudad (con la que él quiere referirse al intenso grado de interrelación y el elevado número de las relaciones
sociales que se dan en el espacio urbano) (Durkheim 1995 [1893]: 300) mina, junto con el anonimato, el control social tradicional
(basado en la solidaridad mecánica) y la colectividad encuentra problemas para imponer un código único de conducta moral. Esto
desemboca en mayor libertad para el individuo pero también en la anomia (los dos procesos divergentes que también identificaría
Simmel) y en el mantenimiento de pequeñas comunidades morales (subculturas urbanas) en el seno de la sociedad mayor, sin
que por ello estas puedan poner en peligro la supervivencia del sistema social en su conjunto, pues su influencia sobre los
individuos queda circunscrita sólo a ciertas dimensiones de la vida (prácticas familiares, religiosas, estéticas) y es contrarrestada
por la existencia de otras comunidades con las que se ve forzosamente obligada a coexistir en un marco de relaciones común.
Nacido en una devota familia judía en Francia (Poggio 2000), Durkheim hablaba, en este caso, por experiencia propia. Este
último tipo de reflexión estaría preanunciando la Escuela de Chicago con sus estudios de comunidad. La Ecología Humana de los
chicagüenses, el primero de los brotes del funcionalismo norteamericano, le debe mucho al protofuncionalismo de Durkheim.
2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno de racionalización.
La única obra que Max Weber dedicó propiamente al estudio de la ciudad, Der stadt (La Ciudad) es, de hecho, un
tratado sobre la ciudad medieval y su papel protagónico en el alumbramiento del capitalismo. Pero, como una ilustración casi
ejemplar de la dimensión secundaria otorgada a la ciudad en estos albores de la sociología, Der stadt fue publicada sólo
póstumamente, en 1921 (aunque sabemos que fue escrita en la década anterior), como si el propio Weber, en vida, hubiera
renegado de su propia obra. Der stadt sería rápidamente refundida en su siguiente edición, la de 1924, con otros textos,
“sepultada” al interior de su magnus opus, Wirtschaft und gesellschaf (Economía y sociedad), donde su especificidad urbana se
diluiría en favor de un análisis más panorámico del conjunto del proceso de modernización (Weber 1969 [1924]). No sería hasta
mucho más tarde, con su publicación en inglés en 1958, en su forma original separada del Wirtschaft, que se sacaría a flote de
manera más evidente la dimensión urbana del pensamiento de Weber.
El enfoque weberiano puede, de alguna manera, considerarse la respuesta intelectual más potente ofrecida por la
clase burguesa de anteguerra al materialismo histórico marxista. Su sociología es, si se me permite la analogía con las
posiciones espaciales del lenguaje político, una sociología de centro, o de centro-derecha, según se quiera interpretar su obra de
forma más o menos crítica. Todo ello se refleja en la centralidad que para él tiene el individuo, la acción individual y sus
motivaciones subjetivas, guiadas por códigos de valores morales. Sus posiciones académicas se reflejan, de hecho, en sus
paralelas implicaciones políticas: Weber fue uno de los fundadores, en 1918, del Partido Democrático Alemán, el Deutsche
Demokratische Partei (DDP), de orientación liberal (Kaesler 1996) (la mayoría de sus miembros acabarían, tras el paréntesis de
la dictadura nazi que llevó a la disolución de la formación, por integrarse en la Democracia Cristiana (Frye 1963)). Participó
también como asesor en la redacción de la nueva constitución de la República de Weimar. Sin embargo, su prematura muerte en
1920, víctima de la Gran Gripe, en los albores de su carrera política, hace que dicha dimensión pase casi desapercibida en el
conjunto de su biografía. Sin duda la imagen global de Weber habría sido hoy diferente si esa carrera política no se hubiera visto
truncada en status nascendi.
Weber, al contrario que Marx y Engels, era un hombre profundamente religioso (protestante) y un crítico tanto del
estructuralismo marxista como del positivismo radical (Kaesler 1996). Para Weber, la compresión holística de una realidad que
existe más allá de las acciones humanas (el sistema, la estructura, a los que el materialismo histórico da el nombre de modo de
producción o formación social) era algo que le costaba trabajo asimilar. La base del análisis sociológico deben constituirla las
acciones individuales y las motivaciones de los individuos que de ninguna manera pueden reducirse, como Weber
– erróneamente - siente que pretende Marx, a meras personificaciones de relaciones estructurales objetivas. Los individuos no
son marionetas de las estructuras, tienen independencia de acción. No son la clase o el Estado los que actúan, sino los
individuos que los componen. La tarea de la explicación sociológica es la de intentar comprender las acciones de los individuos
por medio de la comprensión de los significados que estos les confieren a las mismas. Pero las acciones de los individuos no
están predeterminadas, lo cual introduce un elemento de incertidumbre insalvable en la explicación sociológica. La sociología no
puede establecer leyes universales, sólo marcos de probabilidad típica. Lo máximo a lo que puede aspirar como ciencia es a
elaborar generalizaciones que den cuenta del grado de probabilidad de que determinadas situaciones produzcan determinadas
acciones (Hekman 1983; Freund 1998). Estas generalizaciones son lo que Weber denomina los tipos ideales que pueden ser, a
su vez, históricos (cuando se trata de generalizaciones solamente aplicables a un contexto histórico particular, como, por
ejemplo, el calvinismo o el capitalismo) o generales (aplicables en cualquier sociedad y época histórica) (Weber 1969 [1924]).
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Weber advierte en innumerables ocasiones de que estos tipos ideales no deben entenderse como explicaciones
totalizantes de la realidad sino como aproximaciones siempre parciales. En ello Weber demuestra la huella dejada en él por la
filosofía neo-kantiana de su antiguo profesor Rickert (Saunders 1981): para los neo-kantianos, como para Kant mismo, la realidad
empírica es esencialmente caótica e inaprehensible. Para comprenderla racionalmente la mente debe ordenarla de acuerdo a
una serie de categorías. Estas categorías, en el caso de Weber, son los tipos ideales. Con ellos Weber se alejaba tanto del
marxismo como del positivismo más radical pues parte de la base de que la realidad no puede entenderse únicamente por el
análisis de los datos empíricos: estos son caóticos, hay que ordenarlos y, al ordenarlos los transformamos en categorías
establecidas de acuerdo a una cierta lógica preestablecida. Esta transformación no sólo la opera el académico que analiza la
realidad sino todos y cada uno de los seres humanos que actúan en sociedad. Es por ello que Weber insiste tanto en que el
estudio de la acción social debe ser sobre todo y ante todo el estudio de las categorías que las personas utilizan para dar sentido
al mundo, para orientarse y actuar sobre él. Es lo que Hindess (1977) ha denominado un “relativismo epistemológico
sistemático”.
Son esas líneas maestras las que conducirán a Weber a estudiar el surgimiento del capitalismo en términos de
racionalización, secularización y “desencantamiento” de la sociedad pero también a contrarrestar lo que podría parecer como una
apuntalamiento desde la academia de la agenda cultural de la izquierda laica y/o atea (en la que quizá sea su obra más popular,
La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1903)), señalando el papel que también juegan ciertos valores religiosos y
espirituales en el proceso de construcción de la modernidad. En ese marco teórico la ciudad medieval, la única a la que Weber
dedica un esfuerzo analítico deliberado, la única que reconoce como ontológicamente autónoma, es analizada y concebida como
un tipo ideal. Una categoría que no se construye a partir del principio geográfico/demográfico de la dimensión (en esto diferirá de
Simmel) sino de acuerdo a principios económico-políticos (y en esto se acerca a Marx). La ciudad emerge como sujeto histórico
autónomo (y, consecuentemente, como objeto de estudio en sí mismo) sólo en la Edad Media y en una doble dimensión: como el
lugar exclusivo del mercado y de la industria, por un lado, y como sede de un poder político autónomo que, en su forma ideal
pura es incluso militar, por el otro. En su particular versión del evolucionismo de la época Weber ve en el surgimiento de esta
ciudad el “eslabón perdido” que une feudalismo y capitalismo. Es en ella donde se produce el particular conjunto de condiciones
que conducen a la erosión de los valores tradicionales y al surgimiento del individualismo y con él de la ciudad (después
sociedad) como cuna de la democracia burguesa y de la organización racional-burocrática como lógica dominante de las
relaciones sociales. Es decir, a la modernidad. Esto solamente ocurrió en las ciudades occidentales. Es un atributo único y
exclusivo de la civilización nacida en Europa. Solamente aquí, durante la Edad Media, las personas se unieron por primera vez
como individuos, por encima de y eliminando las pertenencias tribales o familiares. La obra de Weber es una constante
vindicación retroactiva de los valores del individualismo y la racionalidad liberales que defendería en su propia vida académica y
política y que asocia así mismo con el capitalismo. Es interesante analizar cómo se conjugan esas teorías de la racionalización
con el papel protagonista y benéfico que atribuye a la religión cristiana en todo este proceso de formación capitalista.
En Der stadt Weber sitúa explícitamente las raíces del individualismo en el cristianismo, por su contribución, como
“asociación confesional de individuos” (Weber 1958: 103) a la disolución de las estructuras de parentesco tradicionales. Todo lo
contrario que otras religiones, como el islam o el confucianismo, que han reforzado dichas estructuras clánicas y de linaje. Lo
que aparece como una contradicción en el plano epistemológico (el cristianismo, con sus oscuros dogmas teosóficos y sus
guerras de religión presentado como vehículo de “racionalización”; el cristianismo, que triunfó en el individualista y
protocapitalista mundo romano precisamente por su potente mensaje de fraternidad y comunidad) no lo es en el plano político
ideológico. Max Weber simplemente refleja la cosmovisión de las élites burguesas dominantes de la época, inconsistente y
plagada de contradicciones, como todas las cosmovisiones históricas, con su evolucionismo unilineal y su etnocentrismo
incluidos en el paquete. Sólo hay un camino, nos dice, por el que evolucionar del estadio tradicional al estadio moderno y este
sólo ha sido caminado una vez en la historia: en la ciudad medieval occidental. Todas las demás sociedades son
automáticamente relegadas al vertedero de la evolución, como fósiles premodernos, sin haberse siquiera detenido a considerar
sus características en detalle. Mientras el cristianismo es tratado con laxa indulgencia, iluminando sólo aquellas facetas que
encajan en su hipótesis apriorística, nada se nos dice de fenómenos no cristianos que se ajustan mucho más a ese argumento,
como el estoicismo en el Imperio Romano o la filosofía cívico-racionalista que nació de la mano de la escuela confuciana en las
ciudades chinas del periodo de los Estados Combatientes (siglo IV a III a.C.). Esos dos ejemplos, a los que podríamos añadir
otros, encarnan de manera mucho más perfecta ese proceso de racionalización e individualismo (¡incluso de burocratización, en
el caso chino!) que el caso occidental, donde esas tendencias tuvieron siempre que negociar su paso con resistencias premodernas que nunca cedieron del todo su poder e incluso se incrustaron en las formaciones modernas (Weber ilustra el caso
para el cristianismo pero lo mismo podríamos decir de la extraña e indisoluble pareja que forman Ilustración y masonería,
organización esta última a la que perteneció el propio Weber (Kaesler 1996) y que, como es bien sabido, no es sólo un lobby
liberal de poder sino además una secta esotérica con creencias y prácticas místicas).
2.3. La ciudad como variable independiente: Simmel, Sombart, Halbawchs.
2.3.1. Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de una teoría psicosocial y culturalista de la ciudad.
Tomando el testigo de Tönnies, este otro padre fundador de la sociología alemana será, junto con Durkheim, el
primero en desarrollar el tema de la alienación psicológica en la ciudad. Simmel tampoco era socialista. Era un burgués heredero
de una fortuna industrial y amigo de Max Weber. Su concepto de alienación es un concepto en el que tienen más peso las
dimensiones cultural y psicológica que la estructural. Sin embargo, sería incorrecto afirmar que Simmel es un culturalista radical
que no presta atención a los aspectos estructurales. Aunque preocupado fundamentalmente por el mundo de los valores y las
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emociones, es cierto, su obra aborda el análisis de la mutua relación entre estos y el mundo material, entre la cultura como
producción puramente autónoma y la cultura como producto del mundo material y como transformadora del mundo material
(Levine 1971; Ritzer 1992; Watier 2003). Así, de alguna manera, Simmel supera el debate entre materialistas e idealistas
acercándose a posiciones más contemporáneas, las que hoy suscriben todos los científicos sociales. La gran debilidad de
Simmel, sin embargo, es que esta visión sistémica no viene acompañada de rigor metodológico y de investigaciones empíricas
sino que se queda fundamentalmente en el terreno de la especulación. Su obra reviste un carácter más filosófico que científico.
Convencido anti-positivista y neo-kantiano, Simmel no basa sus argumentos en ningún dato empírico o marco teórico sistemático
sino en categorías apriorísticas, profundamente contaminadas por juicios de valor. Sus estudios parecen, más bien, el resultado
de reflexiones basadas en su propia percepción de la realidad. Esta falta de solidez científica lo conduciría, de hecho, a la
marginalidad dentro de la comunidad universitaria alemana, donde le costó mucho encontrar un hueco profesional, a pesar de las
recomendaciones de algunos buenos y poderosos amigos como Max Weber, Rainer María Rilke o Edmund Husserl. La fortuna
personal de que disponía le permitió, sin embargo, soslayar todas esas dificultades y dedicarse a su obra sin excesivas
perturbaciones: aunque pudiera importarle el reconocimiento, no dependía de un salario para vivir o para escribir (Levine 1971;
Watier 2003; Ritzer 1992).
Esta relación de retroalimentación entre cultura, personalidad y base material aparece plenamente desarrollada en su
primera gran obra sociológica Philosophie des geldes (Filosofía del dinero), de 1900. En ella nos muestra cómo el dinero tiene
una doble realidad, material e ideal en constante retroalimentación: el dinero es una creación mental (cultural) del ser humano
que obedece a necesidades materiales (ordenar las transacciones de mercancías). Una vez aparecido como realidad material y
estructural el dinero modifica la existencia de las personas (genera anonimato en las relaciones, actitudes como la codicia, etc.)
pero a su vez las personas invisten el dinero de valores, emociones, rituales, símbolos (por ejemplo los estampados en el papel
moneda) modificando la forma de su práctica e impidiendo para siempre que esta pueda reducirse a sus meras funcionalidades
económicas (Simmel 2004 [1900]). Y así en un círculo de retroalimentación infinito. En esta obra está ya presente la ciudad
como factor causal de procesos en si misma, pues para Simmel es la concentración de personas desconocidas, no ligadas por
vínculos de parentesco en la ciudad lo que habría acelerado el proceso de monetarización (Levine 1971).
Esta misma lógica sistémica la aplicaría unos años después al estudio de la cultura urbana en sus siguientes trabajos
Die grosstädte und das geistesleben (1903), que no fue traducida hasta 1950, como The Metropolis and Mental Life, en un texto
recopilatorio sobre su obra (Wolff 1950). En ella Simmel elaboraba, contemporáneamente con Durkheim, el tema de los
aparentes efectos contradictorios que provoca la gran ciudad sobre la personalidad. La ciudad será considerada por Simmel
como un tipo particular de entorno, un ambiente antrópico, factor causal de un modo de vida, de una cultura y de sus
correspondientes complejos psicológicos específicamente urbanos, exclusivos de dicho entorno construido. Cultura que, a su
vez, modifica el entorno. Este acercamiento a la ciudad como factor de causalidad social en sí misma, a la ciudad en tanto tal, en
su dimensión espacio-demográfica, como lugar de concentración de grandes cantidades de gente, y, por lo tanto, objeto de
estudio autónomo y no mero reflejo de procesos generales, convierten al autor en una excepción en este grupo de antecesores
de los estudios urbanos.
La vida urbana, afirma Simmel, hace a los individuos libres y alienados al mismo tiempo. Libres, en la medida en que
los ciudadanos se encuentran en la intersección de varios círculos sociales, intersección que les permite, en cierta medida,
escapar al control de todos ellos y conducir una vida más individual, incluso secreta. Y alienados, en el sentido en que quedan
desprotegidos de sus redes sociales en un mundo que no los necesita (Simmel 1903: 57). La vida urbana es al mismo tiempo
más personal y más impersonal. La metáfora es la del extranjero: Ese es, de hecho, el título de un capítulo en su obra
miscelánea de 1908 Exkurs über den fremden (volcado al español como Digresión sobre el extranjero (1977)). El individuo es un
extraño, un extranjero, en la ciudad. La ciudad es un mundo que nunca penetrará en el interior de su espíritu.
Simmel oscilará constantemente, con no demasiada congruencia, entre ambas consecuencias de la vida urbana sin al
final construir una teoría unificada que diera explicación a esos fenómenos que él mismo parece presentar como contradictorios.
La estética burguesa de Simmel, el habitus individualista de su clase, no puede evitar sentir cierta aprensión por la emergencia
de la sociedad de masas en las ciudades. A la masa Simmel la culpabilizará de erosionar la inteligencia del individuo, de rebajar
su creatividad con la dictatorial ramplonería de la mediocridad, de someter la racionalidad individual a una burda emotividad
colectiva. Pero al mismo tiempo - nos advierte - frente a este ataque a su individualidad los habitantes de la metrópolis tienden a
enfatizar su propia subjetividad exagerando comportamientos particulares, inventando nuevas formas de comportamiento y
productos culturales, a veces, incluso, extravagantes, para distanciarse de los demás y reafirmar su propia personalidad. Así
pues, esa misma ciudad de la dictadura de las masas, estimula la aparición de fenómenos culturales nuevos, es un crisol de
heterogeneidad cultural. El revoltijo impreciso del análisis simmeliano se acrecentará aún más cuando en otros pasajes, con un
nuevo golpe de timón, nos dirá cosas como que la gran cantidad de estímulos a la que está sometido el urbanita y su rápida
mutación en el tiempo provocan un estado de agitación nerviosa que es típico del habitante metropolitano y que puede
desembocar en un estado de apatía o de abulia como mecanismo psicológico de defensa ante la abrumadora cantidad de
novedades, tecnologías, descubrimientos científicos, vanguardias artísticas con que es bombardeado en su cotidianeidad
(Simmel en Wolf 1950) Esta apatía tiene ciertas concomitancias con la anomia de Durkheim, si bien aquella es básicamente
estructural mientras que esta es fundamentalmente psicológica, subjetiva.
En efecto, está ausente en Simmel cualquier intento de resolver esta aparente contradicción de la vida moderna a
partir de la isostasia funcionalista como proponía Durkheim. Ello no quiere decir que Simmel nos deje flotando completamente en
el vacío de la ambigüedad. El enigma de la vida moderna puede resolverse, de alguna manera, a partir del enfoque psicologista.
Lo que Simmel describe, con el toque impresionista de su pincel más ensayístico que sociológico, es la ciudad como experiencia
subjetiva que emana de su enorme heterogeneidad cultural y del debilitamiento de los muros que hasta entonces mantenían las
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subculturas urbanas (que han existido desde siempre) separadas e inaccesibles unas de otras (pensemos en las juderías
medievales o en la rígida separación, cultural y espacial, entre aristócratas y plebeyos). Una heterogeneidad que entonces, en
los albores del siglo XX, cada individuo a fin de cuentas vivía de forma personal y única (recordemos al hidalgo ToulousseLautrec confraternizando con cabareteras y apaches y retratando en sus lienzos una sociedad de burgueses atraídos como él por
la fascinación de la cultura popular). En esa liberalización subjetiva de la experiencia cultural, unos individuos oscilarán hacia el
polo de la alienación o la anulación en el anonimato de la masa y otros, en cambio, se deslizarán hacia cotas más elevadas de
autoexpresión y realización personal (Ritzer 1992).
En cualquier caso, y con todas sus ambigüedades, la importancia del enfoque de Simmel no radica tanto en su obra
en sí sino en la influencia que tendrá sobre autores posteriores. Con su psico-culturalismo Simmel distorsionó el continuum
rural/urbano establecido por Tönnies y lo convirtió en una distinción realmente dicotómica, en un par categorial y axiológicamente
enfrentado, abriendo el camino a su vulgarización y su uso ideológico posterior. Por otro lado, al establecer una relación
sistémica entre ambiente, cultura y personalidad Simmel, se convierte, reconocido o no por aquellos (su texto no fue traducido
hasta 1950), en precursor de subdisciplinas sociales que verían la luz unas décadas más tarde en los Estados Unidos: a) la
escuela antropológica de Cultura y Personalidad (o antropología psicológica), que aplicaría la idea pergeñada por Simmel para
las gesellschafts urbanas occidentales al estudio de las gemeinschafts primitivas (Mead 1928, 1935; Benedict 1934, Linton
1939; Sapir 1949, este último también alemán, posible introductor de la obra de Simmel en Norteamérica) b) La psicología social
(su padre fundador oficial, Kurt Lewin, otro alemán trasplantado a los Estados Unidos, la había inicialmente llamado “Psicología
Topológica” (Lewin et al. 1936), dejando patente el protagonismo otorgado a la variable espacial en la conformación de la
personalidad individual y colectiva).
Aparte de su posible influencia sobre estas incursiones disciplinares nuevas su herencia se deja notar especialmente
en los estudios posteriores sobre la moderna cultura urbana de masas y sobre los efectos alienantes de la gran ciudad (Simmel,
por otra parte, era ya a su vez continuador de la senda abierta por Nietzsche (Kellner 1999)). Las reflexiones sobre dicha cultura
de masas generada en y por la ciudad (aunque en muchas ocasiones esta no sea nombrada explícitamente por los autores)
serán retomadas, en los mismos tonos críticos y pesimistas, por filósofos alemanes de la talla de Spengler (1918), y por la
Escuela de Frankfurt en los años 30 y siguientes décadas (Adorno, Horkheimer, Marcuse, entre otros (Jay 1996)) Su idea de la
alienación como experiencia subjetiva pero central en la personalidad moderna es también seminal para el Existencialismo
francés (recordemos el título de la famosa novela de Albert Camus, L’étranger (1942) - ¿el título se inspiró quizá en el homónimo
de Simmel?). Más importante para la sociología urbana, y desde un punto de vista más teorético su idea de la densidad
demográfica como factor causal de los modos de vida urbanos será una de las piedras angulares de la Ecología Humana de
Robert Ezra Park. Ello no es en ningún modo casual, puesto que Park, antes de recalar a orillas del lago Michigan, había sido
discípulo de Simmel en Alemania. El argumento culturalista sería desarrollado ulteriormente por uno de los principales
exponentes de la segunda generación chicagüense: Louis Wirth, cuyo origen alemán le permitió también acceder a los textos de
Simmel.
2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora de alta cultura.
Aunque se trata de una figura oscurecida por las grandes vacas sagradas de su tiempo (y también por la mancha en
su expediente que supuso su giro del socialismo al nacional-socialismo en los años 30) el sociólogo alemán merece una breve
reseña en cuanto aportó algunos puntos interesantes para el estudio de la ciudad. De él destacaremos dos obras: Der begriff der
stadt und als wesen der städtebildung (1907), nunca volcada a otra lengua y que podría traducirse por El concepto de ciudad y la
naturaleza de la ciudadanía, y Die juden und das wirtschaftsleben (1911), traducida al inglés en 1913 como The Jews and
Modern Capitalism. En la primera Sombart trata de encontrar las características definitorias de la cultura urbana desde una
perspectiva muy diferente a la de Simmel, lejos de sus tonos apocalípticos y decididamente con una visión positiva de la ciudad
como sujeto fundamental de la civilización. El caso empírico que analizará Sombart, a pesar de ser alemán (y esto ilustra lo dicho
acerca de la hegemonía de ciertas metrópolis en la historia de la sociología urbana) será el de París. Lo que caracteriza a la
ciudad es, fundamentalmente, que en ella se produce una concentración de los mecanismos de producción y reproducción de la
alta cultura de una sociedad, de sus manufacturas culturales más sofisticadas y de las clases sociales que las elaboran y
consumen (mercados de lujo, las profesiones más especializadas y minoritarias, el conocimiento y la innovación, el arte oficial y
de vanguardia) (Sombart 1907 en Voyé 2001).
La segunda obra citada puede considerarse una secuela y un trabajo complementario al de Weber sobre las
relaciones entre capitalismo y ética protestante. En él Sombart explora el papel jugado por los judíos en el nacimiento del
moderno capitalismo en las ciudades medievales. Excluidos, por el particular apartheid religioso de la época, de la propiedad de
la tierra e incluso de la red parternalista de protección/explotación feudal basada en la servidumbre, los judíos fueron desde la
Alta Edad Media una casta eminentemente urbana. Sombart trata de demostrar cómo su marginalidad dentro de la sociedad y del
propio seno de la ciudad, donde el mismo sistema de segregación religiosa les cerraba las puertas de los gremios, se acabaría
convirtiendo en una insospechada ventaja al forzarles a desarrollar un capitalismo independiente, de naturaleza financiera y
comercial, mucho más flexible que el capitalismo manufacturero corporativo de las organizaciones gremiales. Exactamente la
variedad capitalista que a la postre se acabaría imponiendo como dominante. Así, para Sombart, la marginación de los judíos es
una de las causas mismas del nacimiento del capitalismo y de la sociedad urbana en sí misma (Sombart 1911).
2.3.3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico padre de la sociología urbana?
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Nos desplazamos ahora de Alemania otra vez hacia Francia (aunque el apellido siga siendo germánico) para concluir
este capítulo analizando brevemente la figura de quien merece el reconocimiento de padre de la sociología urbana en ese país
(Amiot 1986; Fijalkow 2002). Fue, efectivamente Halbwachs, francés de padre alemán, miembro del equipo de L’Année
sociologique de Durkheim desde 1904, quien por primera vez exploraría fenómenos sociales relacionados directamente con la
espacialidad de la ciudad. La tesis fundamental de Halbawchs es la que, como ya hemos visto, constituye la piedra angular de la
sociología urbana: la organización espacial condiciona las relaciones sociales. Será esta una tesis que no elaboraría en todo su
alcance hasta su obra más madura y reconocida, Morphologie du sociale (1935) pero que ya subyacía en toda su obra
precedente. Halbawchs fue quizá el primer autor socialista (en 1909 aprovechó su conocimiento del alemán para marchar un año
a la Universidad de Berlín a estudiar la obra de Marx y Engels) en sacar los pies del cubo estrictamente estructuralista y empezar
a valorar a la ciudad por sí misma, como objeto socio-espacial. Y esto es así porque el socialismo de Halbwachs (que lo llevaría a
morir de disentería en 1945 en el campo de concentración de Buchenwald) fue más político que epistemológico, mostrándose en
este último terreno, en cambio, bastante ecléctico, con influencias no sólo del marxismo, o de su colega y maestro Durkheim, sino
también, en su última época, de la Escuela de Chicago (pasaría un año en la universidad norteamericana como profesor visitante
en 1934).
Halbawchs es, en ese sentido, entre todos los autores aquí considerados, una auténtica excepción, el pionero de la
verdadera sociología urbana metodológica y empírica, más allá del culturalismo ensayístico de un Simmel o un Sombart. Un
explorador solitario de una de las que después sería veta fundamental de la sociología urbana: el tema de las relaciones entre el
precio del suelo urbano, la economía política, la ideología, y la estratificación social. Un filón que Halbawchs descubre ya en su
exhaustiva tesis doctoral en la Facultad de Derecho de la Sorbonne (una muestra más de la naturaleza fluida de las divisiones
disciplinares en una época en la que el organigrama universitario aún estaba en fase temprana), Les expropriations et les prix
des terrains à Paris (1860-1900), de 1908. Halbawchs fue quizás el primer sociólogo en señalar cómo el precio del suelo se
repercute sobre el de las viviendas y los alquileres y ese sobre la distribución de las clases sociales en el espacio por medio de
mecanismos que no siguen las simples leyes de la economía clásica (la oferta y la demanda) y en los que influyen también otros
muchos factores, a saber: políticos (entre otros la intervención del Estado y la acción de las colectividades locales) y culturales (la
representación que los autores tienen del espacio como, por ejemplo, las expectativas futuras de transformación de tal o cual
distrito urbano). Halbawchs estudiaría estos mecanismos a través del análisis de la remodelación haussmaniana de París, un
fenómeno que obsesionará desde entonces a los sociólogos urbanos franceses (por ejemplo Lefebvre (1968; 1970)) y también a
algunos anglosajones, como David Harvey (1985).
Siguiendo un enfoque durkheimiano, Halbwachs contrasta la motivaciones conscientes de la reestructuración del París
del Segundo Imperio, tal y como fueron explícitamente expuestas por el barón Haussman en sus Mémoires (mejorar el tráfico y la
higiene, facilitar la represión de las manifestaciones obreras, favorecer el retorno de la burguesía al centro de la capital) con
causas estructurales que no son necesariamente conscientes (porque obedecen a una lógica colectiva, la del funcionamiento del
superorganismo). En su estudio llega a la conclusión de que los factores demográficos tienen tanta importancia, consciente o no,
como las motivaciones políticas o económicas. Para demostrarlo clasifica los nuevos bulevares en dos tipos: vías de circulación y
vías de poblamiento (Halbawchs 1908:167) y muestra cómo las primeras fueron abiertas para comunicar dos barrios cuya
población había crecido en los años previos, las segundas, como prolongación de barrios en expansión. Su introducción de
factores físicos ajenos a la economía política (o a la cultura) lo hace precursor, paradójicamente, de la misma Escuela de
Chicago que después influiría sobre su obra tardía. En otra obra, con una agudeza que se adelanta en medio siglo a los estudios
que acometerá sobre el tema la sociología urbana neo-marxista, Halbwachs (1920) llama la atención sobre la figura del
especulador urbano, que surge precisamente a mediados del siglo XIX en aquellos grandes proyectos urbanísticos, como factor
fundamental en la conformación del espacio físico (y social) de la ciudad.
Halbwachs fue también pionero en promover la implicación de la sociología en la planificación urbanística, participando
activamente en el movimiento que emerge en Francia tras la Primera Guerra Mundial para reclamar al Estado que conceda
competencias urbanísticas a los municipios para que puedan atajar la cuestión de los llamados mal-lotis: un primer y grave
problema de ocupación ilegal del suelo y chabolismo en las zonas periféricas en torno a París (Fijalkow 2002).
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CAPÍTULO 3. LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES.
3.1. Chicago o el epítome de la nueva modernidad americana.
A principios del siglo XX Chicago, más quizá que ninguna otra ciudad en el mundo, aparecía a sus contemporáneos
como la encarnación del Destino Manifiesto de la moderna religión del Progreso, de la nietzscheana voluntad de poder
desencadenada por la civilización industrial, ya en su fase superior del petróleo y la electricidad, ese momento histórico volcado a
la transformación frenética de la naturaleza y de la sociedad bajo el credo olímpico del citius, altius, fortius (“más rápido, más
alto, más fuerte") que hacía de la existencia social un sprint lanzado hacia el porvenir. Una civilización, en efecto, que, como
ninguna otra hasta entonces, vivía más en el futuro que en el pasado o incluso en el presente (Giddens 1998), experimentando
una especie de vértigo que Marx o Simmel habían ya intuido y que ha sido genialmente sintetizado de esta manera por Marshall
Berman: “Ser moderno es experimentar la vida personal y social como un remolino, encontrar el propio mundo y a uno mismo en
desintegración y renovación, problematización, angustia, ambigüedad y contradicción perpetuas: formar parte de un universo en
el que todo lo que es sólido se disuelve en el aire” (la cursiva, que es también el título del libro de Berman, es una cita literal del
Manifiesto Comunista) (Berman 1982: 15).
Chicago era una ciudad surgida en un tiempo record en medio de la naturaleza, el epítome de la conquista del Salvaje
Oeste, una auténtica tabula rasa sin pasado, con un presente preñado de proezas y un futuro que se adivinaba rutilante. La
ciudad había pasado de ser una poblachón de unos pocos miles de habitantes (fundada en 1834) a la segunda metrópoli de
Norteamérica en tan solo 35 años (Mayer y Wade 1969; Pacyga 2009). Todo había comenzado con una gran obra de ingeniería,
el Canal de Illinois y Michigan, en 1848, que había comunicado fluvialmente la minúscula Chicago con las grandes ciudades
industriales de Nueva Inglaterra. Muy pronto llegaron el ferrocarril y el telégrafo. En 1870 era ya la segunda ciudad del país, con
300.000 habitantes. Luego vendría el gran incendio de 1871 que dejó sin hogar a un tercio de sus moradores, un bautismo de
fuego del que la ciudad saldría renacida, construida de nuevo desde cero, eliminando incluso el poco pasado que tenía,
sustituyendo los viejos edificios y aceras de madera por la verticalidad futurística del hormigón y el acero, que fue inventada aquí.
El primer rascacielos de la historia, en estructura de acero, fue el Home Insurance Building, construido en el centro financiero de
Chicago en 1884. Desde entonces la ciudad se erigió en líder de la arquitectura moderna, estableciendo el modelo, más tarde
reproducido en todos los Estados Unidos, de los CBTs (Central Business Districts) rascacielizados (Mayer 1969). El empuje de
esta modernidad, guiada por un capitalismo de muy escasos frenos, era tal que devoraba los propios símbolos arquitectónicos
de la ciudad, sacrificados a la vorágine del ciego culto al futuro. Cuando los futuristas italianos por aquellas mismas fechas,
publicaban sus manifiestos y llamaban a una revolución cultural integral, tenían sin duda en mente la imagen de Chicago. Se
había pasado de una civilización que veneraba la tradición a otra que no solo la ignoraba sino que la destruía conscientemente.
Bajo esa lógica, ni siquiera las canas del patriarca de los rascacielos del CBT fueron respetadas: en 1931 el Home Insurance
sería, en efecto, derribado para dar paso a otros aún más altos. Todo parecía haberse rendido a la dinámica del flujo incesante,
de lo efímero. Efímera era la arquitectura de las exposiciones universales que se celebraron en Chicago (en 1893 y en 1934,
para el centenario) y que pusieron a la ciudad de las praderas en el mapamundi, a la par de París o Londres. Sólo la primera de
ellas atrajo a las orillas del lago a 27,5 millones de visitantes (Appelbaum 1980) subyugados por las feromonas de un futuro
conquistado por la ciencia y el maquinismo que se exhalaban desde sus pabellones. Chicago se convirtió también, junto con
Nueva York, en el centro de una nueva industria, la publicidad, absolutamente necesaria en aquellos años en que el sistema
capitalista empezaba a trasladar su peso estratégico de la producción en masa al consumo de masa. Albert Lasker, el “padre de
la moderna publicidad”, hizo de Chicago su cuartel general en 1898, desarrollando las técnicas modernas que apelaban
directamente a la psicología del consumidor y cambiando así la cultura popular urbana.
Para 1910 la población excedía de los dos millones y la mayoría de ellos, como no podía ser de otra manera, no
habían nacido en la ciudad (Pacyga 2009). La extrema labilidad de su arquitectura sólo era paragonable a la fluidez de su tejido
social. Chicago constituía un tipo de sociedad como el mundo no había conocido hasta la fecha: sin pasado, sin identidad o
mecanismos de cohesión social compartidos y definidos, más allá de los que procuraba la división social del trabajo industrial.
Durante todo el siglo XIX los inmigrantes llegaron en un torrente incesante, primero de Gran Bretaña y los países del norte de
Europa, luego de Europa oriental, central y del sur. Las dos guerras y leyes migratorias más restrictivas (como la de 1924)
cortaron el flujo pero la emigración no se detuvo: la ventana de oportunidad fue rellenada por poblaciones rurales de los
Apalaches (fundamentalmente blancos) y del sur (afroamericanos) (Pacyga 2009).
Todo aquel dinamismo constituía una liberación de energías sin precedentes que provocó espectaculares
transformaciones de efectos muy positivos pero que muy pronto empezó a mostrar también síntomas de disfuncionalidad. Así,
los fervientes adoradores ciudadanos del mito del progreso pronto se vieron confrontados, como lo habían estado en décadas
precedentes los europeos, al desafío de comprender y domesticar al monstruo de Frankenstein que la ciudad estaba gestando
más allá de sus soberbios rascacielos y recintos feriales. Este retrato de Dorian Grey tenía algunas características comunes con
el que ya había despertado el interés sociológico de los académicos europeos (personas sin hogar, slums de infraviviendas…)
pero presentaba también características únicas que agudizaban los problemas psicosociales y de cohesión derivados de una
situación de rápida y masiva migración: mientras que en Europa los nuevos habitantes urbanos eran población rural
perteneciente por lo general al mismo grupo étnico de la población urbana originaria (misma religión, lengua, rasgos somáticos),
en los Estados Unidos estos provenían de grupos culturales y raciales muy diversos. La población rural de las grandes urbes
industriales europeas era sin duda culturalmente diversa de la urbana pero esas diferencias resultaban a la postre pequeñas en
comparación con la gran urbe americana en la que habían convergido -y se veían obligados a convivir- judíos centroeuropeos
con católicos sicilianos u ortodoxos griegos, mediterráneos con irlandeses, germanos con eslavos, negros del sur con blancos
racistas del sur (y del norte), y todos ellos con la (supuesta) cultura central dominante de los WASPs (White Anglo-Saxon
28
Protestants) a la que, en teoría, estaban abocados a asimilarse. Este cocktail multicultural podía ser, sin duda, muy estimulante,
fuente de mucha creatividad, pero era también un polvorín muy inestable. Así, a la preocupación de las luchas de clase (Chicago
fue testigo de una huelga salvaje de camioneros que paralizó sus calles en 1905, enfrentando sindicalistas con comerciantes
(Witwer 2000)) los sociólogos y políticos tuvieron que añadir la cuestión étnica y racial. En 1919, en lo que se conocería más
tarde como el “Verano Rojo”, Chicago se vio violentamente sacudida por sangrientos disturbios raciales que tuvieron como
desencadenante la competición laboral desencadenada por el regreso de los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Muchos
no pudieron digerir que el trabajo hubiera sido ocupado en el ínterim por los afroamericanos y se movilizaron para reconquistar el
territorio (Pacyga 2009).
Aquella situación de fluidez y de extrema heterogeneidad tenía también otro efecto colateral indeseable, mucho más
constante e insidioso que la violenta, pero efímera, erupción de los disturbios raciales: unas altas tasas de criminalidad en
general y de criminalidad organizada en particular, a partir de las solidaridades primarias que ofrecía la etnicidad. Durante las
décadas a caballo entre el XIX y el XX la tasa de homicidios domésticos se triplicó (Adler 2003) y lo mismo puede decirse del
resto de los delitos de sangre. Tres cuartas partes de dichos delitos, incluso cuando llegaban a la justicia, no resultaban en
sentencias firmes, al parecer debido, en parte, a mecanismos de solidaridad étnica al interior de la policía, judicatura y los jurados
populares (Adler 2006). A partir de los años 20 la imagen de la gran metrópoli norteamericana, y de Chicago, feudo de Al
Capone, en particular, quedó asociada con la inseguridad y el crimen. Un crimen que incluso se teñía, en el caso de los grandes
bosses de la mafia, investidos por el cine de la época de un protagonismo que nunca antes había tenido ningún bandido
tradicional, de un cierto glamour. Era el reverso oscuro del American Dream.
Todos aquellos brotes de “irracionalidad” asustaban y preocupaban, por obvias razones, a las clases dominantes de la
época. Eran un desafío al credo racionalista del progreso encarnado en el Sueño Americano. El Sueño Americano que, como el
de la razón de Goya, producía monstruos. Era necesario diseccionar aquellas anomalías monstruosas para entender su
comportamiento y poder eventualmente controlarlo, salvando así el proyecto de progreso de la modernidad. Chicago adoptaría
un papel preponderante en dicho esfuerzo liderando, por ejemplo, las reformas en el sistema judicial norteamericano a partir de
1900. El Departamento de Sociología de Chicago había nacido unos años antes y también se remangaría la camisa para aportar
su granito de arena.
3.2. La primera generación del Departamento de Sociología de Chicago.
El Departamento de Sociología de Chicago fue fundado en 1892 por Albion Woodbury Small (1854-1926). Muy pocos
años después, en 1895, el departamento empezaría a publicar el American Journal of Sociology, la revista de sociología decana
en los EE.UU. y desde entonces uno de los órganos fundamentales de difusión del pensamiento sociológico mundial (ya en 1905,
como hemos visto, publicaba, por ejemplo, un artículo de Tönnies). Bajo su guía, una constelación de brillantes científicos
sociales convertiría la bulliciosa urbe en un laboratorio social en el que se desarrollaron buena parte de las metodologías y los
marcos teóricos de la sociología. En unas décadas la potencia que adquirió el Departamento lo elevaría a la posición de think
tank hegemónico en las ciencias sociales estadounidenses (y, más tarde, mundiales)3. Y hablamos de la sociología en general, y
no únicamente de la sociología urbana. En este primer momento, y hasta el desarrollo de la teoría de la Ecología Humana en los
años 20, no existe la sociología urbana como tal: el estudio de Chicago es simplemente el de los procesos sociales de la
sociedad moderna. Lo cual no es óbice para que los investigadores de Chicago abrieran la senda de lo que serían en el futuro
los estudios sociológicos de temática más genuinamente urbana.
Las antologías nos recuerdan que Small fundó el primer departamento de sociología de los Estados Unidos pero
muchas de ellas se olvidan de precisar que hasta 1929 (Stocking 1979), fecha en que se produjo la escisión, se trataba en
realidad del Departamento de Sociología y Antropología. Esta precisión no es banal porque, como más tarde se verá, la
influencia recíproca de ambos enfoques es muy grande en la Escuela de Chicago. Su Ecología Humana puede considerarse, de
hecho, como un proyecto para subsumir ambos en una ciencia social más holística. La doble raíz sociológica/antropológica del
departamento quizá sea una de las razones que explican la coexistencia desde un principio de los enfoques nomotético e
ideográfico en Chicago.
Esta hegemonía se ilustra y refleja perfectamente en la lista de presidentes de la American Sociological Association, puesto que desde 1916 se
renueva anualmente: de los 103 presidentes que ha tenido la ASA desde su fundación en 1906, 21 eran profesores del Departamento de
Chicago, 2 habían estudiado el doctorado allí y otros tres están estrechamente ligados, biográfica y académicamente, a dicho departamento. En
total 27 (o lo que es lo mismo, el 25%). Pero si tomamos sólo los primeros 50 años de la ASA, que corresponden aproximadamente a la mitad del
siglo XX (1906-1956), el periodo de hegemonía propiamente dicho, la proporción es aún más abrumadora: 19 de 46 (el 41%). Prácticamente
todos los representantes de la Escuela de Chicago accedieron a dicho cargo honorífico máximo de la academia norteamericana: Albion W. Small
(1912–1913), George E. Vincent (1916), George E. Howard (1917), Charles H. Cooley (1918), Robert E. Park (1925), W. I. Thomas (1927),
Ernest W. Burgess (1934), Ellsworth Faris (1937), Edwin Sutherland (1939), Louis Wirth (1947), E. Franklin Frazier (1948), Samuel A. Stouffer
(1953), Florian Znaniecki (1954), Herbert Blumer (1956), Everett C. Hughes (1963), Philip M. Hauser (1968), Reinhard Bendix (1970), Lewis A.
Coser (1975), Amos H. Hawley(1978), Erving Goffman (1982), Kai T. Erikson (1985). A ellos añadiré los nombres de Edward C. Hayes (1921) y
Emory S. Bogardus (1931) (doctorados en Chicago) y Talcott Parsons (1949), Leonard S. Cottrell Jr. (1950) y Dorothy Swaine Thomas (1952)
(estrechos colaboradores de fundadores de la Escuela de Chicago) (“American Sociologícal Association”, en Wikipedia
http://en.wikipedia.org/wiki/American_Sociological_Association).
3
29
Así, si bajo la guía de Small los investigadores de Chicago se aplicaron a desarrollar el método empírico más
decididamente cuantitativo, por otro lado profesores como George Herbert Mead o John Dewey (docente en Chicago de 1894 a
1904) aplicaban el Pragmatismo filosófico, muy próximo a la Fenomenología (Shalin 1986), y dos autores como William I.
Thomas (1863-1947) y Florian Znaniecki, trasladaban por primera vez estos enfoques culturalistas4 a la realización de un estudio
cualitativo de gran rigor metodológico, usando las mismas técnicas etnográficas que los antropólogos estaban desarrollando por
los mismos años para el estudio de pequeñas sociedades tribales al análisis de comunidades étnicas urbanas. Enfoque
culturalista y cualitativo que anunciaba ya la corriente de los Community Studies que desarrollaría la siguiente generación de
Chicago. Muchos de estos primeros sociólogos chicagüenses (entre ellos Small, Mead y Thomas), como también los de la
Ecología Humana, habían realizado estudios en Alemania y estaban fuertemente influidos por el historicismo y la verstehen que
se estaban elaborando en aquel país (Bulmer 1984).
De 1908 a 1918 Thomas realizó una fantástica investigación de campo sobre los polacos de Chicago, uno de los
grupos étnicos más numerosos y visibles de la ciudad. Ello le condujo a aprender la lengua, realizar innumerables entrevistas e
historias de vida a miembros de la comunidad, observación participante, análisis de documentos (periódicos polacos publicados
en Chicago, correspondencia personal de los inmigrantes con sus familiares en Europa) y un buen número de viajes a Polonia
para conocer el contexto social y cultural de los inmigrantes. En uno de estos viajes conocería al sociólogo polaco Florian
Znaniecki (1882-1958), entonces editor del periódico Wychodźca polski ("El emigrante polaco”") y director de una organización
que representaba a los inmigrantes polacos en Varsovia. Znaniecki se convirtió en un informante de primer orden y más tarde, al
estallar la Primera Guerra Mundial y quedar Polonia repartida entre los bandos combatientes, en su asistente en Chicago, más
tarde profesor del departamento. El fruto de todo aquel monumental trabajo es la obra publicada entre 1918 y 1920 en coautoría
The Polish Peasant in Europe and America, considerado por algunos como una de los grandes hitos de la investigación
sociológica en América (Coser 1977).
Los sociólogos de esta primera generación no se limitaron a investigar las transformaciones sociales que
experimentaba su ciudad. Quisieron también colaborar en la reforma de sus instituciones y en la resolución de los problemas
urbanos. George Herbert Mead, por ejemplo, colaboró durante toda su vida con el City Club de Chicago, una organización no
partidista fundada en 1903 con el objetivo de fomentar la responsabilidad cívica, debatir y proponer soluciones sobre políticas
públicas urbanas5. Una de sus misiones, en la que Mead fue muy activo, fue la de realizar investigaciones y elaborar informes
sobre aspectos de gobernanza local. Aquella implicación en política se desarrolló desde los principios de un espíritu liberalreformista que, a pesar de carecer del filo cortante del marxismo, encontró virulenta oposición por parte de un establishment muy
conservador (y parcialmente corrupto), del que formaba parte también la cúpula dirigente de la universidad. El City Club tuvo que
abrirse paso a codazos en un entorno político hostil aquejado por la plaga de la corrupción. Y el entorno académico no era un
santuario en el que los académicos-reformistas pudieran siempre buscar refugio: las desavenencias entre el “demasiado”
progresista Dewey y las autoridades de Chicago forzaron la salida de este en 1904. Catorce años después le tocaría el turno a
Thomas, expulsado de la Universidad en medio de un turbulento proceso que revistió tintes de novela negra. Desde siempre mal
visto por la jerarquía universitaria por su vida demasiado “bohemia” Thomas sería arrestado en 1918 por el FBI cuando salía del
estado de Illinois en compañía de la joven esposa de un oficial del ejército destinado en Francia, supuestamente su amante, bajo
la acusación de haber infringido la Ley Mann que prohibía “el traslado interestatal de mujeres con propósitos inmorales”. La
universidad lo expulsó inmediatamente, sin esperar la sentencia. Aunque Thomas fue absuelto de los cargos, su reputación
quedó seriamente dañada: el Chicago Tribune lo atacó duramente, la editorial de la universidad, que ya había publicado sus dos
primeros volúmenes del The Polish Peasant rescindió su contrato. Es por ello que la obra se publica en dos fechas sucesivas (la
segunda parte vería la luz en Boston) y otra obra suya, Old World Traits Transplanted, tuvo que ser publicada en 1921 bajo la
firma de sus discípulos Robert Ezra Park y Herbert Miller (quienes sólo habían colaborado a una pequeña parte de la misma) por
la negativa de la Carnegie Corporation (que era la comisionaria del trabajo) a publicarlo con su nombre (su autoría no sería
restituida hasta 1951). Como apunta Bulmer (1984) los motivos de un tal encarnizamiento no tenían nada que ver con la
inmoralidad del supuesto adulterio sino con cuestiones políticas, e incluso sugiere que el FBI le tendió una trampa. Los ojos del
establishment hacía tiempo que estaban encima de Thomas y de su mujer Dorothy por sus inconvenientes planteamientos
izquierdistas. La relación con la mujer del militar probablemente se debía a las actividades pacifistas que conducía Dorothy por
aquellas fechas del final del conflicto mundial. Thomas había tenido ya varios choques violentos con el aparato más conservador
de la máquina política de Chicago, de cuya Comisión para la Criminalidad formaba parte. Su estudio de la delincuencia entre los
polacos de Chicago le había llevado a conclusiones que se alejaban de las explicaciones moralistas de la mayoría de la
comisión. Bulmer sugiere que todo fue una venganza de algunos de los miembros de esta después de un sonoro incidente
protagonizado por Thomas en el debate sobre la prohibición de la prostitución. Thomas defendió fervientemente que la clausura
del “distrito rojo” de Chicago sólo empeoraría la situación y al no conseguir convencer a nadie abandonó asqueado la sesión. Al
día siguiente era titular de todos los periódicos y se había ganado la feroz animadversión de la comisión. Los casos de Dewey y
Thomas, los dos únicos miembros de aquella primera generación de Chicago que abandonaron el departamento antes de la
jubilación, ilustran el clima existente en la academia norteamericana de la época, dominada por conservadores. Autores que no
sólo fueron vanguardia del conocimiento sino punta de lanza de una batalla cultural y política contra el paradigma moral
victoriano que se hubo también de combatir en el propio seno de la academia, como una verdadera guerra civil. Guerra civil, en
4 Thomas es conocido, entre otras cosas por haber elaborado junto con su mujer Dorothy el teorema que lleva su nombre y que él mismo enunció
de esta manera: “Si el ser humano define una situación como real, esta es real en sus consecuencias” (Thomas y Thomas 1928: 572). Germen
de lo que sería toda una línea de investigación en sociología y que llevaría al “descubrimiento”de otros mecanismos psicosociales que se
basaban en este más general, entre otros el clásico de la profecía auto-cumplida (Merton 1948)
5 El City Club sigue existiendo hoy en día y entre sus miembros recientes más destacados se cuenta el presidente norteamericano Barack
Obama que, como es sabido, inició su carrera como abogado y activista social precisamente en Chicago (ver el sitio web del Chicago City Club
en www.cityclub-chicago.com.)
30
parte generacional, que se reveló nítidamente en la reunión de la ASA de 1927 en la cual la nueva generación emergente de
sociólogos, entre los que se contaba Park, consiguió el nombramiento de Thomas como presidente de la asociación para ese año
frente a la oposición de la mayoría del gran profesorado. Volveremos sobre este asunto al analizar la dimensión política de la
segunda generación de la escuela.
A la salida de Thomas le siguió en 1925 la de Small, por jubilación, y su recambio al frente del Departamento por
Ellsworth Faris (1874-1953), investigador de pasado y corazón antropológico (había sido misionero en África y sus primeras
obras recogen sus experiencias de campo en aquel continente) que dirigiría el doble departamento hasta 1936. La salida de
Small vino sucedida por la llegada de toda una nueva generación de investigadores más jóvenes, entre los que se contaban
Robert Ezra Park (1864-1944), Ernest W. Burgess (1886-1966) y Roderick D. Mackenzie (1885-1940). Juntos, si bien Park
asume un rol decididamente más protagónico, lanzarían a la Escuela de Chicago hacia su segunda, más madura y más
influyente etapa, en la que los caminos ya iniciados (enfoque y metodologías cuantitativas y cualitativas) se verían sujetos a un
intento de sistematización teórica bajo el paraguas más amplio de la Ecología Humana. Ese mismo año de 1925 veía la luz el
manifiesto de aquella nueva etapa, The City, escrito por los tres autores. Con él, la sociología subía un peldaño en su
construcción como disciplina científica y la sociología urbana se dotaba de su primer paradigma teórico específico, naciendo
finalmente como tal. En los años siguientes aquel paradigma produciría una de las generaciones de sociólogos más prolífica y
marcante de la historia de la disciplina. Intentemos en las páginas que siguen resumir sus logros y citar algunos de los nombres y
contribuciones más significativas.
3.3. La Segunda Generación de la Escuela de Chicago. Biologicismo, funcionalismo y culturalismo entre la Ecología
Humana y los Community Studies.
3.3.1. Consideraciones Generales
El paradigma teórico que salió de los hornos del Departamento de Sociología (y Antropología) de Chicago a partir de
la década de los 20 y hasta bien entrados los 40 es producto de un trabajo colectivo y acumulativo. A veces se le imputa a Park
un protagonismo excesivo que no le corresponde. Sin negar su condición de iniciador y figura de más peso del movimiento un
análisis más ajustado a la realidad debe tratar a la Escuela de Chicago como un conjunto, sin diseccionar su análisis autor por
autor, aunque, como no puede ser de otra manera, se harán alusiones concretas a todos ellos cuando se trate de delimitar
algunas de sus contribuciones más personales.
El trabajo que más tarde desembocaría en la primera elaboración de la Ecología Humana es el artículo de Robert E.
Park “The City: Suggestions for the Investigation of Human Behaviour in an Urban Enviroment”, fechado en 1915, cuyo título es
de por sí todo un manifiesto de lo que será la futura agenda de investigación. La obra convierte, sin duda, a Park en el padre de
la Ecología Humana. Pero su trabajo pionero no empezaría a tomar verdadero cuerpo hasta que no encontró, diez años más
tarde, el refuerzo de otros dos profesores de Chicago, Ernest W. Burgess y Roderick D. MacKenzie. Los tres juntos co-editarán el
que puede considerarse verdadero manifiesto fundacional de la escuela, su The City (1925), cuyo subtítulo recuperaba también
el del artículo de Park. La obra recogía el seminal artículo de aquel pero desarrollaba ulteriormente otras elaboraciones previas
realizadas por los tres autores (Park y Burgess 1921; McKenzie 1924). También incluía un capítulo de uno de los alumnos del
departamento, Louis Wirth, lo que le hace acreedor de formar parte de este grupo iniciador de la escuela.
El proyecto de la Ecología Humana es, en su esencia, el del establecimiento de una disciplina holística cuyo objeto de
estudio se centrara en explicar todos los fenómenos humanos como producto, en última instancia, de los procesos de adaptación
de las poblaciones al entorno ecológico. Es decir, la interrelación comportamiento-medio, y sociedad/cultura-medio. La intención
última de la Ecología Humana era sin duda la aplicación de su enfoque al estudio de cualquier proceso social y cultural. Nunca
se pretendió crear una sociología urbana como disciplina (Mela 1996) pero al hacer de Chicago el laboratorio donde estudiar
esas interrelaciones los ecólogos humanos elaboraron, quizá sin querer, la que es considerada como “la primera teoría
sistemática de la ciudad” (Reissman 1964:93) analizando el entorno urbano como un ecosistema dotado de un alto grado de
autonomía que podía ser estudiado de acuerdo a sus propias lógicas internas. Esta doble dimensión general-particular de la
Ecología Humana tiñó a la producción de la escuela de una ambigüedad que se refleja en los propios títulos de sus obras
teóricas fundamentales: mientras unas (Park 1915; Park, Burgess y McKenzie 1925) inciden sobre el término “ciudad” otras (Park
y Burgess 1921, McKenzie 1924) dejan más claras sus aspiraciones generalistas. Esta ambigüedad podría haber sido evitada y
no se resolverá sino en una segunda fase de la Ecología, dirigida por una Tercera Generación de Chicago después de la
Segunda Guerra Mundial, que separaría nítidamente la Ecología Humana de los estudios urbanos.
La Ecología Humana nacía con el propósito de constituirse en la ciencia social más abarcante de todas, la que ofrecía
el marco teórico más holístico en el que cabrían, en un segundo momento, estudios económicos, políticos, sociales y culturales
más concretos. “La Ecología Humana […] no era una rama de la sociología sino una perspectiva, un método y un aparato de
conocimiento para el estudio de la vida social […] era una disciplina general, fundamental para todas las ciencias sociales”, diría
Louis Wirth, otro de los exponentes de la escuela (Wirth 1945:484). Lo que se proponía era, en resumidas cuentas, un proyecto
que se parecía mucho al que recorría desde el siglo XIX la antropología con su intento de dar explicación transcultural al
comportamiento humano a partir de leyes evolutivas naturales y universales (Harris 1968). La mutua influencia entre antropología
(o antropología cultural, como comenzaba a denominarse en EE.UU. para distinguirla de la antropología física dedicada sólo al
estudio somático y de fósiles humanos) y Ecología Humana es, en efecto, enorme, como no podía ser de otra manera en un
31
departamento dirigido por un Ellsworth Faris de clara formación e intereses antropológicos6. Durante los años 20 el departamento
añadió a su plantel “gigantes” de la antropología como Edward Sapir y Robert Redfield, que sin duda retroalimentaron a los
sociólogos. Allí también se doctoró el padre de la Ecología Cultural, el antropólogo Leslie White (Stocking 1979). En el American
Journal of Sociology, a pesar de su título, no se hacía una distinción excluyente entre ambas disciplinas y en ella publicaron,
hasta bien tarde, los grandes antropólogos de la época (Malinowsky 1943; Mead 1943, etc.) En su artículo de 1915 Park
reclamaba la necesidad de llevar el enfoque de la antropología, “la ciencia del hombre”, como él la llama, fuertemente
autoexiliada en el territorio de los pueblos primitivos, al estudio del “hombre civilizado” (Park 1915: 3).
Las concomitancias con la antropología no se limitaron a la adopción de un enfoque holístico de matriz más o menos
biologicista, inspirado, en el naturalismo de Spencer y Darwin y que acabaría desembocando en aquella disciplina en el
desarrollo de las corrientes de la Ecología Cultural (White 1943; Steward y Shimkin 1961) y el Materialismo Cultural (Harris
1968). Estas pueden encontrarse también en la segunda gran trocha que abre la Escuela de Chicago y que la llevará a transitar
por los caminos del psicologismo y el culturalismo. De manera bastante análoga a como estaba haciendo la antropología con los
pueblos no industrializados desde los tiempos de Boas (1901, 1911), la Escuela de Chicago se embarcará en el estudio de la
vida mental de las poblaciones urbano-industriales, es decir, de su universo cultural. Y ello a partir de dos enfoques que ellos
considerarán, de manera aún no del todo clara, como autónomos pero articulados entre sí: por un lado, el propio enfoque
ecológico que no es determinista sino sistémico, con el que tratan de entender cómo la cultura de los individuos es el producto de
las constricciones del medio y cómo a su vez esta lo modifica; por el otro, un culturalismo que les lleva a entender cada cultura
(o subcultura urbana) como un producto histórico contingente, que no se explica por leyes sistémicas universales sino que
genera su propio universo autónomo de significados, no menos reales que la realidad, como decían Thomas y Thomas (1928), y
al que la ciencia puede, todo lo más, aspirar a comprender. Están presentes, pues, en la Ecología Humana,
contemporáneamente, las dos grandes ramas epistemológicas del pensamiento sociológico, el positivismo y la verstehen, lo
nomotético y lo ideográfico, enfoques hasta entonces teóricamente enfrentados y para los que esta, como la misma antropología
cultural, trató de ofrecer una reconciliación en el seno de un marco teórico-metodológico riguroso. Es importante recordar que los
vínculos discipulares con autores no positivistas eran fuertes en la escuela: Park había estudiado filosofía con John Dewey en
Michigan y más tarde fue discípulo de Simmel en Berlín. El resultado, en el caso de la Escuela de Chicago se resume en la
elaboración, por un lado, de la teoría de la Ecología Humana (retomando la teoría de la selección natural y los primeros estudios
de Ecología no humana de Eugen Warming, J. Paul Goode o Frederic Clemens (Ehrlich 1987)) y, por el otro, de los llamados
Community Studies, un proyecto nunca concluido de levantar un registro etnográfico, basado en lo que podríamos llamar una
“descripción densa” avant la lettre a la manera de Geertz (1973), de las distintas subculturas urbano-industriales, empezando por
la ciudad de Chicago. Es a partir de este doble enfoque que debe entenderse también el empleo del término “comunidad”
término que porta a veces a confusión pues los autores lo usan de forma indistinta para referirse a dos cosas muy diferentes:
“comunidad” es empleado como sinónimo de sistema ecológico por un lado (la ciudad, así, por ejemplo, en el The Metropolitan
Community de McKenzie (1933)) y , por otro, como sinónimo de subgrupo humano específico con características (sociales,
culturales y espaciales) específicas al interno de dicho sistema ecológico (tal o cual barrio o distrito al interior de la ciudad) (Park
1952).
Al contrario de lo que afirma Mathews (1989), mi punto de vista es que ambos enfoques quedan razonablemente bien
articulados en la Escuela de Chicago. El problema fundamental de la Escuela de Chicago no está ahí, sino en su casi total
ausencia de atención (sin duda calculada) a los factores de la economía política. La doble dimensión es el intento de combinar el
determinismo natural con la libertad individual, a la que aquellos liberales norteamericanos no podían renunciar por meros
principios. Pero también una apuesta muy lúcida por dejar atrás todo reduccionismo epistemológico. Juegos malabares entre
libertad y determinismo, agencia y estructura, idea y materia, en los que podemos entrever la sombra de aquellos otros que, de
forma substancialmente semejante, practicaban, entre otros, Weber y Simmel. Como ya vimos Simmel otorga a la cultura y a la
vida mental un cierto grado de autonomía pero también afirma la relación de mutua retroalimentación entre esta y la base
material. Esa base material, que era fundamentalmente económica en Simmel (como en Marx) Chicago la teñirá de tonos
ecológicos. Finalmente, la escuela tomará la teoría de la selección natural ya adaptada por Spencer al mundo social y la
despojará de cualquier resabio evolucionista explícito (los implícitos seguirán estando ahí, la civilización urbano-industrial seguirá
siempre siendo la cima del progreso histórico) aplicándole en cambio el funcionalismo del Social Statics pasado por Durkheim
para hacer del ecosistema un super-organismo que tiende, por encima de la lucha por la supervivencia de los individuos y
grupos, siempre al estado de equilibrio (Saunders 1981) . La Ecología Humana puede considerarse, bajo este aspecto, como la
primera elaboración del funcionalismo sociológico (despojado más tarde de su inicial biologicismo) que habría de dominar las
ciencias sociales (Chapouli 2001), desde Estados Unidos, durante medio siglo (entre otras, con figuras estrechamente ligadas a
la Escuela de Chicago como Talcott Parsons). Como vemos, el legado de la escuela es enorme.
La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más complejo de la historia y por ello debía ser colocada por
la nueva ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio de otros ecosistemas humanos. Es a partir de ese
punto de partida que la Segunda Generación de Chicago se dedicaría simplemente a estudiar el ecosistema espacialmente
localizado que tenía más cerca: la propia metrópolis de Illinois. Y ello no sólo porque facilitaba la siempre de por sí complicada y
costosa investigación (sólo había que salir de casa por la mañana, recoger datos y regresar por la tarde para cenar) sino
también porque en ella, como ya hemos dicho, veían el epítome de la nueva urbe industrial del siglo XX: nacida de la nada desde
bases humanas heterogéneas, crecida hasta las dimensiones metropolitanas en un tiempo récord, necesitada urgentemente de
una orientación y de una identidad propia. Park y sus compañeros amaban sinceramente esa ciudad y ese amor nutría una
sincera voluntad reformista de contribuir a aliviar los problemas sociales que en ella se manifestaban. No consideraron necesario,
en aquellos momentos, ir más lejos. La aventura de Thomas y Znaniecki, con su etnografía transatlántica, permaneció como un
6
Los títulos de algunas de sus obras dan fiel testimonio de ello: The mental capacity of savages (1918) y The Nature of Human Nature (1937).
32
precedente aislado durante mucho tiempo (por otro lado la recesión, el ascenso del nazismo y la guerra dificultaron enormemente
en aquellos años ese tipo de investigaciones). Veamos ahora estas dos grandes ramas de la Escuela de Chicago, Ecología
Humana y enfoque culturalista, con todo el detalle que merecen.
3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad.
La lucha por la supervivencia determina la regulación demográfica de las diversas especies y su distribución en
diferentes hábitats, y la población humana no es una excepción a esta regla. Pero las especies y, en este caso, el hombre –
continua la tesis - no se adaptan al hábitat solamente luchando entre sí (esa será, en cambio, la lectura que el fascismo hará de
la teoría darwinista) sino también cooperando entre sí. Darwin (1958 [1859], 1970 [1871]) ya lo había dejado dicho. El
funcionamiento del sistema ecológico es mucho más complejo de lo que deja entrever su síntesis vulgar en la expresión
“supervivencia de los más aptos”: los más aptos no son siempre los que saben matar mejor sino los que saben cooperar mejor,
los que saben ahorrar energía mejor, los que saben organizarse mejor, los que saben dotarse de mejores mecanismos de
evitación o defensa; o los más bellos, o los que tienen más hijos o, al contrario, dependiendo del momento o del hábitat, los que
tienen menos, etc. La naturaleza real funciona a través de innumerables mecanismos de selección (Darwin 1958 [1859], 1970
[1871]). Darwin no necesitó esperar a los desarrollos de la moderna biología para darse cuenta de que la complejidad de
mecanismos de adaptación es enorme, pero ningún científico social hizo nunca una lectura realmente profunda su obra. Fue
Spencer quien inventó el término de “los más aptos” (Hofstadter 1955) y el spencerismo es sólo una burda aproximación a la
complejidad de la realidad natural. También lo es, en ese sentido, la de los primeros ecólogos humanos, aunque comparada con
la del Darwinismo Social sea ya un gran avance. La Ecología Humana, si bien aún no reconoce toda esa multiplicidad de
estrategias de adaptación, al introducir la cooperación como una de las posibles al menos acaba con el insufrible reduccionismo
que suponía contemplar la naturaleza sólo como lucha y competición. El ecosistema funciona según ellos a través de la
“coexistencia en tensión” (¿resabios de una concepción dialéctica?) de la cooperación y la competición: a veces los humanos
recurrirán más a la primera, a veces a la segunda, y en otras ocasiones a una tercera estrategia que es una combinación de las
dos. Esa combinación es la competencia cooperativa: distintos individuos deciden cooperar entre sí para competir mejor frente a
otros grupos. En realidad se trata de una renovada versión del spencerismo bien entendido7, adaptada a la realidad multiétnica
de la urbe americana. La cooperación se produce siempre al interior del grupo étnico mientras que las relaciones entre grupos se
ven siempre como impulsadas por el principio de la competición. En las modernas sociedades humanas capitalistas esa
cooperación competitiva se realiza a través de la diferenciación de funciones en el sistema, es decir, de la división social del
trabajo, y de la distribución espacial ordenada de tales funciones en las áreas más adecuadas para cada una. Así, la
“comunidad” (entendida en su primera acepción parkiana, como ecosistema) es un sistema funcional localizado en el espacio.
El objetivo de todo ello es que el sistema ecológico permanezca siempre en equilibrio y el mecanismo por el que se
mantiene este equilibrio es la cooperación competitiva. La cooperación competitiva por los recursos desemboca en la adaptación
de las distintas especies, de una forma espontánea, no regulada, sea al nicho ecológico concreto que ocupan, que
recíprocamente entre ellas (lo que hoy en día los biólogos llaman co-evolución) (Park y Burgess 1921; Park, Burgess y McKenzie
1925; Park 1952) y tiene consecuencias importantísimas tanto en su arquitectura teórica como política. Es en este funcionalismo
basado en la interdependencia complementaria de funciones (así como en el espíritu reformista liberal y pequeño-burgués del
que se tratará más tarde) donde los de Chicago demuestran la fuerte influencia de Durkheim. Partiendo del biologismo de
Darwin el Homo Ecologicus es un ser naturalmente individualista (la selección natural es una selección de individuos, aunque
estos puedan cooperar entre sí para maximizar sus posibilidades de supervivencia (Darwin 1958 [1859]) pero debe y puede ser
controlado por el sistema social que, como para Durkheim, tiene una existencia autónoma y propia, independiente de los
individuos. La sociedad (comunidad ecológica) es un sistema autorregulado, un “mecanismo sin mecánico” (Kauffman 2009), y
esta autorregulación pasa por la conformación de los individuos por la autoridad moral (valga decir los valores culturales) de la
sociedad. Esa es la única manera de conseguir la estabilidad y la cohesión social (el mantenimiento en equilibrio y armonía del
sistema). Pero los chicagüenses, como Durkheim, no son pensadores totalitarios. En ellos, como en su maestro francés, está
siempre presente la necesidad de resolver la tensión entre libertad individual y control social. Así, si bien encuentran un motivo
de preocupación en la relajación del control social que se estaba operando en las ciudades debido a la disolución de los valores
culturales tradicionales (la famosa anomia de Durkheim), y se dedican a estudiar exhaustivamente el proceso en sus desarrollos
concretos en Chicago, por otro lado saludan el nacimiento de la metrópolis como un espacio que posibilita la libertad individual.
La desorganización es vista como un simple proceso de reajuste del sistema que dará paso, más tarde o más temprano, a una
nueva organización, en la que el sistema recuperará totalmente su equilibrio.
La atención de los ecólogos de Chicago se va a centrar en la gran ciudad porque consideran que en ella se agudizan,
como consecuencia de la propia densidad de población, los procesos de división social y espacial de funciones (Chapouli 2001).
La ciudad se convierte, pues, para la Ecología Humana, como ya lo había sido para Simmel, en un factor causal, una variable
independiente, de otros procesos sociales. La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más complejo de la historia
y por ello debe ser colocada por la nueva ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio de otros
ecosistemas humanos. La diferenciación social en ese ecosistema humano no sólo se expresa en diferenciación de funciones
sino también en diferenciación funcional de espacios. La competición cooperativa entre grupos no estimula solamente la división
del trabajo sino que distribuye a los diferentes grupos en diferentes hábitats en el seno del ecosistema urbano. Este ecosistema
7 Spencerismo que también fue vulgarizado. En su particular predicción evolucionista de la historia Spencer estaba convencido de que la
agresión tendría siempre una función menos determinante en la historia hasta desaparecer por completo en una futura sociedad en perfecta
armonía regulada por la racionalidad del mercado (Carneiro y Pickering 2002)
33
no es ni puede de ninguna manera ser “igualitario” sino que está jerarquizado de acuerdo al principio ecológico de “dominación”,
el primero de una batería de conceptos analíticos que la Escuela de Chicago va a tomar de la ecología biológica para aplicarlos a
la ciudad. Este principio implica que en cada ecosistema existen especies dominantes que ocupan los mejores nichos, los que
concentran los mejores recursos. En el caso humano esta dominación se opera por medio del mecanismo de la economía (que
sería el punto de articulación entre las leyes biológicas y las normas culturales, es decir, una economía naturalizada). En el caso
de la ciudad, la diferencia en el precio del suelo es la sintaxis concreta a través de la cual los diversos grupos funcionales se
distribuyen en el espacio de manera jerárquica (Park y Burgess 1921; Park, Burgess y McKenzie 1925; McKenzie 1933; Park
1952). Con esta elaboración la Escuela de Chicago refutaba claramente las tesis marxistas que veían el futuro de la humanidad
como una sociedad sin clases. Tal sociedad no puede existir, dirán ellos, porque el ecosistema humano estará siempre y
naturalmente jerarquizado. Muchos autores han insistido, por esta razón, sobre su posicionamiento legitimador del status quo
(Meyers 1984; Zukin 1980; Shalin 1986; Merrifield 2002; Lin y Mele 2005).
Pero si nos atenemos ahora a las premisas de su marco teórico veremos que la Ecología Humana concibe el sistema
social como jerarquizado pero no como estático. Su teoría presenta una combinación de estatismo y dinamismo, la misma
presente en Spencer y Durkheim. Que no es otra que la que auspiciaba la propia cosmovisión burguesa y que se recoge en el
lema del padre del positivismo, Comte: orden y progreso. Es decir, de nuevo el juego de malabares: cambio sí, y cuanto más
rápido mejor (estaba inscrito en el algoritmo de la modernidad) pero sin alterar la “armonía” y la “paz” social (eufemismos por los
que la clase dominante capitalista entendía, por supuesto, la conservación de los equilibrios de poder y sus correspondientes
privilegios). Algunas burguesías nacionales (como la brasileña) lo tenían tan claro que incluso llegaron a estampar aquel lema
comtiano en su recién estrenada bandera republicana de 1889.
Por un lado el sistema tiende siempre a estar en equilibrio, ese es su modo natural, la única manera en que puede
funcionar eficientemente. Los sistemas que presentan desequilibrios constantes y graves colapsan y desaparecen. Pero por otro
lado, el sistema es constantemente susceptible al movimiento debido al propio principio de la selección de los más aptos a
través de la competencia cooperativa. Y este movimiento es deseable, porque es una fuerza positiva de progreso. En la lucha por
la supervivencia los individuos y los grupos introducen cada cierto tiempo factores de adaptación nuevos, o aparecen nuevos
individuos y grupos venidos desde fuera del sistema que rompen la situación de equilibrio. Esta ruptura induce al cambio, una
situación de temporal inestabilidad que concluye con el reajuste “natural” del ecosistema para volver a una nueva situación de
equilibrio, un nuevo status quo (siempre, en aquella visión optimista, mejorado). La visión ecológica del cambio histórico es, pues,
una visión en espiral, contrapuesta a la metáfora historicista e iluminista del progreso como una línea recta pero de ninguna
manera un paradigma que niegue el cambio. Es más, este concepto de cambio, como no es de extrañar en una corriente que se
reclama heredera de Darwin, no es otra cosa que otro evolucionismo encubierto, una nueva versión más sofisticada del viejo
evolucionismo de siempre: cada reajuste del sistema ecológico humano implica un aumento de su complejidad, en la dirección de
una mayor división de funciones y del aumento de las relaciones de interdependencia entre ellas (es decir, de nuevo Durkheim).
Quizá quién teorizó y describió con más detalle esta sucesión de ciclos de equilibrio/cambio para el ecosistema
urbano capitalista fue Robert D. McKenzie. McKenzie llama clímax a la posición en la que la población y su distribución espacial
en los distintos sectores urbanos se encuentran en equilibrio: las clases industriales y comerciales, en este caso, ocupando los
espacios jerárquicamente dominantes. En el clímax el número de habitantes de la ciudad y cada uno de sus sectores es el
óptimo en relación con la capacidad de la base económica (es decir, no hay superpoblación). La ciudad permanecerá en esta
posición hasta que aparezca algún elemento nuevo (nuevas tecnologías, recursos naturales, nuevas poblaciones) que altere el
status quo. En el laboratorio social que era Chicago, nuevos elementos entraban en el sistema constantemente provocando una
sucesión en cadena de ciclos de ruptura del clímax/desequilibrio y conflicto/ajustes estructurales/recuperación del equilibrio
(McKenzie 1924, 1933).
En su dimensión espacial esos ajustes estructurales se producen por medio de los principios ecológicos de “invasión”
y “sucesión” (dos más de los conceptos que toman en préstamo de la biología). Del mismo modo que en la naturaleza una
especie, individuo o grupo sucede a otros como forma de vida dominante en un determinado nicho, así en el ecosistema
(comunidad) humana el modelo de uso de un área determinada cambia si esta viene ocupada por competidores que se adaptan
mejor a los cambios introducidos en el entorno. En el mundo urbano capitalista estos procesos toman una forma externa
económica: el acceso a los puestos de trabajo y a las zonas de la ciudad más deseables (por su valor funcional, su centralidad,
sus características construidas y/o naturales), deseabilidad que se regula a través del mecanismo del mercado, del valor de los
terrenos y de los inmuebles. Estas luchas acaban expulsando a aquellos que no pueden adaptarse y abriendo el camino a
competidores más fuertes que “invaden” el área y “suceden” al grupo anterior como especie dominante.
Los ecólogos de Chicago se lanzarían durante un par de décadas a la tarea de modelizar esos procesos de sucesión
espacial. El primero de esos intentos resultó en el famosísimo modelo concéntrico de Burgess quien pretendió elevar el patrón
que creyó identificar en Chicago a la categoría de explicación de todos los fenómenos de sucesión y distribución espacial urbana
al menos en los Estados Unidos. Este modelo distinguía cinco zonas con características ecológicas diferenciadas y
homogeneidad funcional y social dispuestas de forma concéntrica: 1) el CBD y las áreas industriales , 2) la zona de transición,
ocupada por comunidades de inmigrantes pobres (guetto judío, Little Sicily, Chinatown), 3) La zona de los obreros cualificados y
comerciantes que han abandonado la segunda zona por su deterioro pero quieren seguir cerca de sus trabajos en el CBD; 4)
Una zona residencial de clases medias, 5) los suburbios de commuters, clases medias y altas propietarias de viviendas
individuales que han optado por el modelo de vida rururbano. El modelo concéntrico es también un modelo de movilidad social:
los actores sociales, a través de los mencionados procesos de invasión y sucesión, se van mudando desde el centro a los
suburbios a medida que cambian estatus o profesión (normalmente de una generación a otra) (Park, Burgess y McKenzie 1925).
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Este proceso de invasión y sucesión comportaba inestabilidad y desorganización, fenómenos que no remitían hasta
que no se establecía por completo el dominio del nuevo grupo. En ningún lugar era esta desorganización tan evidente y agudadetectó Burgess- como en la llamada “zona de transición”, o zona 2, entre el CBD y el inicio de la periferia residencial: en ella se
concentraban los edificios más viejos, los menos deseables, y eran por ello una zona mayoritariamente ocupada por las minorías
étnicas de inmigrantes recién llegados: primero irlandeses, luego judíos, polacos, italianos, asiáticos, afroamericanos a partir de
los años 10 y mexicanos a partir de los 40. Las tensiones raciales (lucha, competencia) que se producían como consecuencia de
la baja calidad de vida urbana, la precariedad económica y la heterogeneidad cultural retroalimentaban la desorganización social
y deterioro de la zona donde se libraba una lucha encarnizada entre grupos étnicos (de los años 20 a 40 blancos de clase baja
contra no-blancos quienes, a su vez, luchaban entre sí (negros contra asiáticos contra mexicanos) por el acceso a los puestos de
trabajo no cualificados (Lohman 1947). Un deterioro al que también contribuía otro mecanismo ecológico (es decir natural) que
Park y Burgess ya identifican en 1921: el de la expansión inmobiliaria del capital desde el Central Business District. Los
especuladores se reservaban grandes cantidades de terreno en las zonas límitrofes al CBD en previsión de una futura expansión
del mismo: ello elevaba la escasez de vivienda, aumentaba los precios y parcheaba el área de zonas muertas: los solares vacíos
y edificios abandonados (Park y Burgess 1921). El resultado era la expulsión de la población con posibilidades de marchar a otra
zona (los blancos) y la concentración desproporcionada de aquellos grupos que no podían ir a otro lugar (los no blancos, por la
convergencia de su mayor debilidad económica con mecanismos de segregación espacial positivos, como veremos más
adelante). Es en estas zonas donde aparecen los guettos étnicos (Park, Burgess y McKenzie 1925).
Los chicagüenses fueron los primeros en hacer estudios sistemáticos y exhaustivos de aquellos guettos que
empezaban a emerger en los años 20 en lo que más tarde se conocería con el término de inner cities (para contraponerlas a la
gentrificada periferia), inaugurando así uno de los filones más prolíficos de la sociología urbana, tanto en los Estados Unidos
como fuera de ellos. La movilidad, el estado de inestabilidad prolongado en el tiempo que sufrían estas zonas de transición era,
para los ecólogos de Chicago, la explicación crucial de las especiales características disfuncionales que afectaban a sus
habitantes tanto individual como colectivamente. Y se atreven, incluso, a formular una ley: la desestructuración social y la
emergencia de comportamientos disfuncionales (asociales o desviados, de acuerdo a una terminología menos aséptica y más
cargada de tonos moralizantes que la de Durkheim) es directamente proporcional a la intensidad de los movimientos de invasión
y sucesión de grupos étnicamente heterogéneos (Park, Burgess y McKenzie 1925).
Por supuesto con su modelo espacial Burgess nunca pretendió otra cosa más que diseñar un tipo-ideal. Nunca
quiso hacer de él la fotografía real de ninguna ciudad concreta, ni siquiera la de Chicago. Pero incluso como esquema heurístico
o tipo ideal el modelo burgessiano era a todas luces excesivamente simplista y clamaba a gritos una revisión inmediata. Esa
revisión tardaría, sin embargo, más de una década en llegar y la realizarían, en etapas sucesivas, algunos de los discípulos de
Burgess. El resultado son los siguientes dos modelos espaciales:
1) La ciudad sectorial de Homer Hoyt (1939): El modelo de Burgess, dice Hoyt, es demasiado simple. Burgess
ignora el poder de muchos otros factores para estructurar a la población espacialmente como la existencia de los ejes de
transporte, de accidentes naturales del relieve o el poder de seducción simbólica de las clases altas, y su efecto
estructurante sobre las zonas aledañas. Según Hoyt, las áreas de la zona de transición situadas a lo largo de las vías de
comunicación radiales tienen una ventaja comparativa y no se degradan sino que, por el contrario, experimentan un fuerte
desarrollo. También lo hacen las zonas cercanas a las residencias de los líderes de la comunidad, por ejemplo. Ello da
lugar a una ciudad organizada en sectores radiales que se diferencian económicamente según la proximidad o no al centro
pero también a estos otros factores. Hoyt introdujo, por otro lado, una corrección al modelo de Burgess que contradecía, al
menos parcialmente, su tesis central de la formación de guettos en la zona de transición. Esta corrección reflejaba las
observaciones empíricas de un proceso incipiente cuyo verdadero alcance no se percibiría hasta muchas décadas después
pero que ya estaba presente en la Chicago prebélica y que convivía con el de la guettoización, de signo opuesto: el proceso
de gentrificación (o reconquista residencial por las clases altas y medias) de las zonas cercanas al CBD. Hoyt observa ya
ese proceso (que luego identificaremos con la ciudad postindustrial) en Chicago al mismo tiempo que advierte que el poder
de los agentes inmobiliarios para doblegar un área de la ciudad a sus planes es limitado.
2) La ciudad multicéntrica de Harris y Ulman (1945): trabajando sobre el modelo sectorial de Hoyt y no ya
directamente sobre el de Burgess, estos dos autores consideran que lo que verdaderamente muestra ese modelo es una
ciudad organizada en múltiples centros de atracción situados a lo largo de las grandes arterias. El desarrollo de centros
independientes genera una ciudad multicéntrica, entorno a economías de aglomeración, rompiendo el esquema modernista
de Burgess (claramente centralista, que refleja el paradigma moderno al que le resulta difícil concebir realidades
multívocas) y acercándose a modelos mucho más recientes (postmodernos) sobre las grandes metrópolis
contemporáneas. La ciudad no es concebida ya con un solo centro sino con muchos “minicentros” en los que se duplican
las actividades, creando muchas “miniciudades” dentro de la ciudad más grande. En 1945 Harris y Ulman ya habían
detectado fenómenos empíricos que después se harían mucho más intensos y que darían lugar a la conceptualización del
fenómeno que Garreau (1991) denominó edge cities (ciudades-borde, es decir, en las que las funcionalidades económicas
y de gestión antes concentradas en el CBD se han trasladado a y dispersado por la periferia urbana).
Las dinámicas de “invasión” y “sucesión” en una ciudad bombardeada por oleadas “sucesivas” de inmigración, se
veían básicamente como una circulación de grupos étnicos por el territorio (Cressey 1938). Luego, una vez distribuidos de
manera funcional sobre el mismo, y en situaciones de equilibrio con una duración razonablemente prolongada, los diferentes
grupos humanos pueden desarrollar (como en el caso de los afroamericanos) o reproducir (como en el de poblaciones
inmigrantes europeas que llegaban ya constituidas culturalmente) vínculos de cohesión no fundados sobre la división del trabajo,
es decir, sobre las necesidades funcionales del sistema, sino de naturaleza “moral”, valga decir, en un lenguaje más moderno,
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“cultural” y, en ese sentido, contingentes, únicos, no explicables estructuralmente. Estos vínculos constituyen una esfera que se
retroalimenta con la de la dimensión ecológica. De la relación recíproca entre comunidades culturales y grupos funcionales
espacialmente localizados (cada grupo funcional portador de su propia cultura o subcultura) nacerá el concepto de “área natural”.
La ciudad se entiende así como dividida en varias “áreas naturales” que son al mismo tiempo “áreas étnicas y culturales”: zonas
que no son producto de la planificación sino de los procesos de selección natural entre grupos humanos creadas por la división
funcional del trabajo vía cooperación intragrupal/competición intergrupal pero caracterizadas por un “consenso moral”
(homogeneidad cultural) y un código interno de comunicación (una red propia de relaciones sociales no necesariamente
institucionalizadas, es decir, algo parecido a una gemeinshaft tönniana 8). Al afirmar la relación entre espacio y comportamiento
cultural la Ecología Humana “naturalizaba” hasta cierto punto las subculturas humanas y las trataba como si fueran especies
naturales ocupando nichos determinados. Aunque su posición, como veremos después, fue crítica frente al racismo genético,
este naturalismo establecía un vínculo que conducía, sin quizá pretenderlo conscientemente, a otro tipo de racismo, geográficocultural, al asociar determinados comportamientos (desviados, disfuncionales o criminales) con los guettos de la zona de
transición ocupados mayoritariamente por ciertos grupos étnicos.
Estas áreas o comunidades, así objetivizadas y naturalizadas, se van a convertir en un objeto concreto de estudio de
la Escuela de Chicago que se convierte así también en pionera en este campo de los estudios urbanos en los que el barrio como
subunidad de la ciudad recibe una atención especial. Se las estudiará, por un lado, nomotéticamente, como áreas naturales que
obedecen a las leyes ecológicas universales, como zonas en las que la gente comparte características sociales similares porque
están sometidas a las mismas presiones ecológicas (Savage 1993). Por otro lado, serán tratadas como áreas culturales únicas y
estudiadas de manera ideográfica, descriptiva, a través del método etnográfico como analizaremos en el siguiente apartado.
En el enfoque ecológico se recurrirá al empleo protagonista de la estadística para dilucidar patrones y modelos
universales: así, tal o cual guetto marginal, por ejemplo, no será analizado por sus características idiosincráticas sino como un
laboratorio para entender y testar el proceso de formación y las propiedades universales de todos los guettos. En palabras de
una de los miembros de la escuela: "Los estudios ecológicos consistían en hacer mapas de Chicago que identificaran el grado
de ocurrencia de determinados comportamientos, entre los que se incluían el alcoholismo, homicidios, suicidios, psicosis y
pobreza, basados en datos censales. Una comparación visual de los mapas podría identificar luego la concentración de ciertos
tipos de comportamiento en algunas áreas” (Cavan 1983: 415).
3.3.3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: El urbanismo como una forma de vida y los estudios
etnográficos de las subculturas de Chicago.
Dos son las dimensiones en que la Escuela de Chicago aplicó a la ciudad sus estrechos vínculos con la antropología
cultural y su pedigree culturalista forjado por el Pragmatismo y la influencia de la verstehen alemana: una dimensión general que
pretendió, siguiendo la estela de Simmel, identificar una cultura, una forma de vida, específicamente urbana definida por
comparación a otras (rurales); y una dimensión particular que pretendía la descripción etnográfica de grupos culturales concretos
dentro de la ciudad, siguiendo el camino abierto por Thomas y Znaniecki con la comunidad polaca.
Louis Wirth y Robert Redfield: el contínuum cultural urbano/rural.
En la primera dimensión, destaca en solitario la obra del judío alemán Louis Wirth (1897-1952), quien había iniciado su
andadura con el estudio de una comunidad concreta, la de los judíos de Chicago (Wirth 1927, 1928). Saunders considera el
artículo de Wirth de 1938 “Urbanism as a Way of Life” como el “más famoso que se haya publicado jamás en una revista
sociológica” (Saunders 1981:145). Sin caer en exageraciones, este artículo constituye un loable intento por conciliar la Ecología
Humana de Park con los análisis culturalistas y psicosociales de Simmel que merece la pena analizar. Wirth estaba convencido
de que tal conciliación era posible.
En el artículo, Wirth desarrolla, con los útiles de la etnografía sistemática (de los que nunca hizo uso Simmel), temas
de tonos claramente simmelianos como el dualismo rural/urbano o la experiencia subjetiva de la vida urbana. Sin embargo, dicho
dualismo, como en el caso de Tönnies, se ha interpretado muchas veces de una manera rígida y criticado injustamente con
ferocidad (Young y Willmott 1957; Abu-Lughod 1961; Gans 1962). Lo que Wirth elabora es una tipología de tipos ideales de
personalidad, con una personalidad urbana y una personalidad rural, que él denomina “folk”, a los extremos de un continuum que
es espacial y temporal a la misma manera de Tönnies. “No debemos esperar encontrar variaciones bruscas y discontinuas entre
el tipo de personalidad urbana y el rural” (Wirth 1938:3). Es decir, podemos encontrar modos de vida “folk” en la ciudad así como
comportamientos y valores urbanos más allá de sus confines, en su hinterland. En efecto, en su famosa obra previa The Guetto
(1927) Wirth ya se había afanado en demostrar cómo el barrio judío de Chicago exhibía formas de vida comunitarias. Pero la
existencia de estas comunidades (de estas gemeinschafts en el sentido tönniano) en el seno de la ciudad no invalidaba la
hegemonía en ella del otro tipo de personalidad caracterizado por el anonimato, la indiferencia y la distancia social. En una gran
ciudad el individuo interactúa de manera afectiva y personal solo con unos pocos individuos, de manera instrumental e
impersonal con la mayoría.
Es probable que no sea casualidad el que Park las denomine con el nombre alternativo de comunidades; después de todo recordemos que
Tönnies había publicado una síntesis de sus ideas en la revista del departamento
8
36
La teoría del continuum rural/urbano de Wirth fue complementada, también a partir de investigaciones etnográficas
sistemáticas y exhaustivas, por otro miembro del departamento, igualmente alumno de Park: el antropólogo cultural Robert
Redfield quien, partiendo del extremo opuesto, la pequeña aldea rural preindustrial, llegaba a la misma conclusión. Redfield
estudió en 1941 cuatro localidades de la península de Yucatán que, de acuerdo a esta teoría, se colocaban en un gradiente
rural/urbano progresivo, desde la aldea de indígenas mayas de Tusik hasta la capital mexicana del estado, Mérida. La etnografía
mostró una correlación ascendente de la heterogeidad cultural, la secularización y el individualismo desde la aldea maya hasta la
ciudad criolla, apoyando el modelo de Wirth. En 1947 Redfield elaboraría, como colofón, un tipo ideal de “folk society” que era el
complemento al tipo urbano de Wirth.
Comparando las formas de relación social en el campo y en la ciudad desde diferencias empíricamente mensurables
(Wirth, es, ante todo, un profesor de Chicago y no de Berlín) Wirth identifica el paso del estilo de vida rural al urbano con la
sustitución de una lógica estructural por otra: sustitución de relaciones directas por mediadas, debilitamiento de las estructuras
de parentesco, debilitamiento de las bases comunitarias, de solidaridad social, todo lo cual conduce a los ya conocidos síntomas
de desorganización de la personalidad, mayores tasas de suicidio, alcoholismo, criminalidad, etc. Wirth ofrece también rasgos de
la forma de vida urbana que podrían considerarse inicialmente como moralmente “neutros” (la urbanización provoca una
reducción de las tasas de fertilidad y un aumento de la edad media de matrimonio (Wirth 1938; Salerno 1987) ) pero que acaban
por generar efectos desintegradores de la solidaridad social (más gente sin redes de apoyo familiar, más alienación). Sus
descripciones del estilo de vida urbano arrojaron nueva leña al fuego de aquella rama de la teoría social y política virulentamente
antiurbana e ingenuamente nostálgica de la vida rural. Y, sin embargo, Luis Wirth nunca fue un defensor de la vida en el campo y
a la de cal ofrece también la de arena, como antes lo había hecho Simmel y como lo habían hecho, en realidad, todos los
sociólogos sin excepción (pues para ellos la vida urbana era sinónimo de vida moderna). Wirth alaba la cultura urbana occidental,
tanto en su artículo de 1938 como en todas sus obras posteriores, como el motor de la civilización más racional de la historia
(Salerno 1987). Las ideas de Wirth no eran, seguramente, desprovistas de intencionalidad política y de sesgo etnocéntrico:
reflejaban en el fondo la preferencia cultural de las clases medias norteamericanas y de la clase política de su tiempo por el estilo
de vida rururbano de los suburbios, que, siguiendo las directrices del City Garden Movement (Howard 1902) surgido en la
Inglaterra de finales del XIX, defendía esta forma de urbanismo como la síntesis perfecta que conservaba las ventajas y
eliminaba los inconvenientes de los dos extremos del continuum tönniano.
Los Community Studies.
Los llamados Community Studies son, sin duda, la segunda gran aportación de la Escuela de Chicago a las ciencias
sociales: el término comunidad es aquí utilizado en su sentido antropológico, como un subsistema cultural y social formado por
un contingente humano de reducidas proporciones donde predominan los vínculos sociales no contractuales. Este enfoque
etnográfico y culturalista los convierte, como ya se comentó, además de en una etapa de la sociología urbana, en la piedra
angular de fundación de la antropología urbana (Hannerz 1980). Entre los años 20 y 40 la Universidad de Chicago desplegaría
por toda la ya entonces inmensa ciudad a sus investigadores, profesores y estudiantes (muchos de los cuales se convertirían en
nueva savia para el cuerpo docente) con el objetivo de retratarla culturalmente, perfeccionando las herramientas cualitativas de
investigación para describir y analizar las formas de vida y los imaginarios de algunos de sus colectivos étnicos. El enfoque
etnográfico común ejercido sobre la ciudad de Chicago tendió un robusto puente, o, si lo preferimos, una zona de yuxtaposición,
entre los departamentos de Sociología y Antropología, escindidos en 1929 (Stocking 1979). El enfoque reunía a mitad de camino
a los sociólogos que realizaban etnografía con los antropólogos que estudiaban la ciudad y se mencionarán aquí los trabajos más
significativos sin atender a la adscripción institucional de sus autores.
El antecedente es, por supuesto, el estudio sobre la comunidad polaca de Thomas y Znaniecki (1918-20). A este le
seguirían los trabajos de Wirth sobre los judíos (1927,1928), los de Edward Franklin Frazier (1929, 1932), Harvey (1929),
Warner, Juncker y Adams (antropólogos) en 1941, y Drake y Cayton (antropólogos) en 1945 sobre los afroamericanos9 el de
William Foote White (también antropólogo) sobre los italianos (1943), los de la sino-americana Rose Hum Lee sobre los chinos
(1941,1949), y el de Jones (1948) sobre los mexicanos, los recién llegados de los 40.
Pero aquel impulso se quedó en realidad muy corto y en ningún caso llegó a agotar sus propias potencialidades, que
eran enormes, por no decir infinitas, y que habrían debido conducir como mínimo al establecimiento de una descripción completa
y exhaustiva de todos los grupos culturales espacial y/o culturalmente delimitados que conformaban la ciudad de Chicago (y por
extensión, la gran urbe y la sociedad americana). Eso nunca ocurrió. Así, la Escuela de Chicago nunca produjo, por ejemplo, una
etnografía sobre la comunidad griega, irlandesa o alemana (a pesar de que esta última constituía, por ejemplo entre el 25 y el
30% de la población en 1900 (Keil y Jentz 1988:1)), y tampoco sobre la anglosajona. Las razones de estas enormes lagunas hay
que buscarlas en los sesgos ideológicos que subyacían, de manera más o menos implícita, en aquellos intelectuales que
seguían atrapados, como sus antecesores, en las redes epistemológicas del paradigma moderno y que, también como las
generaciones de sociólogos precedentes, no ocultaban sus inclinaciones e intenciones políticas, las cuales giraban en torno a
las preocupaciones suscitadas por los problemas sociales de la ciudad (Smith 1988). Así, al igual que Durkheim o Marx, los
sociólogos de la Escuela de Chicago apuntaron preferentemente su lente analítica sobre aquellos fenómenos que parecían
contradecir el paradigma moderno, ansiosos por encontrarles una explicación que redujera la ansiedad con que la racionalista
sociedad burguesa–y ellos mismos como parte de esta- los percibían. Era necesario encontrar el sentido a la existencia de las
Frazier fue, por cierto, uno de los primeros sociólogos afroamericanos y el primero en llegar tan arriba en la academia (sería nombrado
presidente de la American Sociological Association en 1948).
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37
aberraciones que se obstinaban en parecer “irracionales” para, en un segundo momento, poder corregirlas o, al menos,
contenerlas o confinarlas a niveles o espacios que no amenazaran los dos sacrosantos principios del credo burgués: orden (es
decir la estabilidad del sistema, de acuerdo al paradigma orgánico-funcionalista) y progreso (el avance continuado de la parte
“apta” de la sociedad hacia cotas siempre mayores de racionalidad, productividad, complejidad, felicidad). Estas aberraciones
eran, de acuerdo con el principio funcionalista, todas aquellas conductas y códigos culturales que causaban disfunciones en el
mecanismo del sistema social, precisamente porque “desviados” de los códigos normativos dominantes, los de la democracia
burguesa capitalista y, si se me apura, cristiana y norteamericana: es decir, cosas como el crimen, las adicciones, la prostitución,
las psicopatías, la violencia intrafamiliar, el divorcio, el suicidio, el fracaso escolar, el vandalismo, el abstencionismo electoral, el
vagabundaje y la mendicidad, la propia pobreza (considerada aún, en una óptica claramente spenceriana, como parcialmente
causada por los propios individuos) y también, en el caso de la urbe norteamericana, los conflictos étnicos y raciales y, a fin de
cuentas, la propia multiculturalidad en sí misma. La Escuela de Chicago consideraba en última instancia la diversidad étnica
como un factor desestabilizador y disfuncional, debilitador de la cohesión social, del funcional sentido patriótico y cívico, y
generador de marginalidad social y de crimen. Como buenos modernistas no podían sino ser fieles creyentes en las identidades
unívocas, claramente separadas. Les costaba mucho trabajo concebir la posibilidad de identidades múltiples funcionando en
armonía. Eran fervientes defensores del credo asimilacionista, como proceso de amalgama, de todas aquellas diferencias
inmanejables en una identidad americana única vehiculada por el inglés, el famoso melting pot construido a partir del núcleo
mayoritario de la tradición anglosajona. Esta posición es particularmente evidente en buena parte de la producción de Park,
quien dedicó muchas páginas al tema étnico y cultural. Su interés no se centra en las subculturas étnicas en tanto tales, como
habría debido desprenderse del enfoque culturalista de los Community Studies, sino de las relaciones (conflictivas) entre ellas
(Park y Thompson 1939; Park 1950). Obsesionados por comprender y modificar aquellas disfuncionalidades del sistema social
los chicagüenses van a concentrar espacialmente sus estudios a aquellas zonas y aquellos grupos étnicos que presentaban una
concentración más elevada de aquellos comportamientos: los slums, los guettos no anglosajones, no blancos, no cristianos, que
salpicaban la zona ecológica de transición (según el esquema de Burgess), prácticamente ignorando las demás.
Así, por ejemplo, como se deduce de su propio título, el Street Corner’s Society de Whyte no es propiamente hablando un
estudio de la comunidad italiana sino de la subcultura y estructura social de sus bandas de delincuentes (Whyte 1943). La
atención está fijada en el estudio de Mr. Hyde, de todo lo que se considera una anomalía (por fortuna minoritaria) del sistema
social. El enfoque, como el de la antropología a la que tanto le debe, está en la periferia “salvaje” del sistema, en el “hombre
marginal” que entra en “conflicto cultural” con la sociedad moderna (ese el título de una obra de Park de 1937). Las ausencias
dicen tanto como las presencias: no encontramos entre las etnografías de aquella generación ninguna dedicada a los suburbios
de clase media o alta. Habrá que esperar a los años 50, con el definitivo boom de la residencia suburbial en los EE.UU. para que
la sociología dirija su lente hacia ellos. En estos momentos, la única sociedad que parecía interesar a los sociólogos era la de los
marginados sociales y/o raciales. Para intentar explicar sus comportamientos, la Escuela de Chicago elaboraría a lo largo de
aquellas décadas otras teorías que siguen manteniendo buena parte de su vigencia en la actualidad. Se analizarán en los
siguientes apartados algunos de los aportes más significativos.
3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de Chicago.
1.
Las Teorías de la Desorganización Social y de la Asociación Diferencial.
Esta teoría retomaba el concepto durkheimiano de anomia pero complejizaba la explicación, incorporando en ella los
factores del ambiente (el nicho ecológico), la cuestión del conflicto interétnico (completamente ausente en la sociología europea)
y la cultura (a través de las elaboraciones culturalistas iniciadas por Thomas y Znaniecki y que acabarían por ser etiquetadas por
Blumer como “interaccionismo simbólico”.
El punto de partida era el concepto de anomia de Durkheim. Para el sociólogo francés esta venía producida como un efecto
colateral del proceso de modernización tal y como se desarrollaba en las grandes ciudades: la ciudad aceleraba la producción de
relaciones sociales anónimas y transitorias, el debilitamiento de los lazos sociales primarios de familia y comunidad y debilitaba
la capacidad de las instituciones sociales, tanto a nivel de barrio (familia, escuela) como de la sociedad urbana en su conjunto
(ayuntamiento, policía, empresas) para ejercer un adecuado control social y moral de los ciudadanos. Siguiendo esa
estela Thomas y Znaniecki (1918-20:2) definieron formalmente la desorganización social como un "debilitamiento de la
influencia de los roles sociales en el comportamiento de miembros individuales del grupo" y uno de los pocos miembros
femeninos de la escuela, Ruth Shonle Cavan, retomó el clásico tema durkheimiano del suicidio en su obra de homónimo título
Suicide (1928).
Los estudios conducirían a estudiar un variado número de colectivos y comportamientos que se percibían como no
conformes a esa regulación social y moral del sistema. Así, Cavan (1929) y Cressey (1932) analizaron el mundo de la
prostitución, Thomas et al. (1923) el extendido fenómeno de la promiscuidad sexual en las jóvenes de familias obreras y
Andersen (1923) el de un tipo muy particular de vagabundo, el hobo, al que se dedicarán algunas líneas en mayor profundidad en
el siguiente apartado.
Pero el foco de atención principal se fijaría en los años sucesivos en un tipo particular de comportamiento desviado, quizá
por ser el de efectos más amenazadores para el “armónico” funcionamiento del sistema: la delincuencia y, en concreto, la
38
delincuencia organizada en bandas que campaban a sus anchas por amplios sectores de la ciudad, tratando de imponer su
propia ley y de constituirse en micropoderes alternativos al de las instituciones estatales, en muchas ocasiones sumiendo a los
barrios en el caos con sus propias luchas intestinas por el control del territorio.
La Teoría de la Desorganización Social se alejaba de las explicaciones del fenómeno que entonces imperaban:
individualistas (la causa de la delincuencia son comportamientos aislados de individuos delincuentes), psicologicistas (algunas de
esos comportamientos están asociados a psicopatologías concretas) o racistas (algunos grupos raciales, véase sobre todo los
negros, tienen una predisposición genética hacia la agresividad y el crimen) y establecía un nexo causal directo entre ciertos
tipos de comportamiento desviado, en especial la criminalidad de bandas y el vandalismo con las características ecológicas de
ciertos barrios, y de las subculturas que en ellos se producían y reproducían. La idea central de la teoría era articular la tríada
comportamiento-constricciones espaciales-socialización/aculturación. El lugar y el tipo de relaciones sociales y valores culturales
que se daban en él eran tan importantes o más cuanto las características personales de los individuos para establecer las
probabilidades de que estos se embarcaran en comportamientos asociales. Hemos ya visto que, a partir del cruce de datos
estadísticos, los ecólogos humanos habían identificado los barrios de la zona de transición fuertemente habitados por grupos
étnicos no pertenecientes a la cepa dominante anglo-nórdica como aquellos con más alta incidencia de criminalidad y de
comportamientos disfuncionales. La teoría de la desorganización social pretendió explicar esta asociación, estableciendo una
relación entre aquellos comportamientos y la conjunción de factores como el ambiente degradado, la heterogeneidad
sociocultural, los procesos de socialización y los conflictos y prejuicios étnicos. La importancia concedida al estudio del crimen
mantuvo al Departamento de Sociología en una relación muy estrecha con la naciente ciencia criminológica y ayudó
decisivamente a su desarrollo. La Teoría de la Desorganización Social fue dominante en criminología durante casi todo el siglo
XX (Kubrin y Weitzer 2003).
Los estudios sobre el crimen en los guettos étnicos fueron innumerables. Podemos destacar títulos como Principles of
Criminology (Sutherland 1924, 1947), The Gang: a Study of 1313 Gangs in Chicago (Thrasher 1927), Delinquency Areas (Shaw
et al. 1929), Vice in Chicago (Reckless 1933), Criminal Behavior (Reckless 1940), Juvenile Delinquency in Urban Areas (Shaw
and McKay 1942), Criminology (Cavan 1948). Todos ellos adhieren al mismo posicionamiento teórico:
Las características ecológico-espaciales de la zona de transición provocan una anomia (desorganización social)
diferencialmente mucho más alta que en el resto de la ciudad. Así Shaw y McKay (1942) observaron después de haber mapeado
toda la ciudad y cruzado innumerables datos estadísticos a lo largo de varias décadas que los barrios estudiados en la zona de
transición siempre eran los que presentaban las tasas de delincuencia más altas, con independencia de la composición étnica de
los mismos, que había ido variando con las décadas. La causa no podía explicarse, pues, por motivaciones individuales o
raciales, sino en los procesos que se operaban en aquella zona ecológica. Estos eran básicamente tres: a) La pobreza: unos
recursos inadecuados mermaban las capacidades de la comunidad de poder gestionar y resolver los problemas locales. La gente
estaba concentrada en la supervivencia del día a día- muchas veces en una lucha contra los vecinos por el acceso a los recursos
escasos- y su objetivo era el de abandonar el barrio apenas tuvieran ocasión. b) La inestabilidad y movilidad residencial: este
objetivo de abandonar el barrio se iba cumpliendo conforme el sueño americano producía el ascenso social. La población no era
permanente ni se identificaba emocionalmente con el entorno lo cual llevaba a una falta de preocupación y de movilización para
resolver sus problemas (nadie invierte en una comunidad que se ve como una fase transitoria de la vida). c) La heterogeneidad
racial y étnica: la mezcla de grupos con valores y lenguas distintas es vista como una barrera que dificulta la comunicación y por
lo tanto la coordinación y cooperación para regular la convivencia en el barrio. Es por ello que los de Chicago eran
mayoritariamente favorables a la asimilación cultural y veían el multiculturalismo como un aspecto negativo y disfuncional. Dichas
dificultades vendrán agravadas por el mecanismo de los prejuicios que conducen a la desconfianza cuando no a la abierta
hostilidad entre grupos, en un proceso de retroalimentación que refuerza las fronteras étnicas y que es terreno fértil para el
crecimiento de bandas que movilizan la solidaridad defensiva de dichas identidades. Park y Burgess ya habían advertido en
1921 que la solidaridad de grupo se relaciona en gran medida con la animosidad hacia otros grupos externos.
Es a partir de esta tercera dimensión, la de las identidades y prejuicios étnico-culturales, que la Teoría de la
Desorganización Social introduce las elaboraciones culturalistas del interaccionismo simbólico. El comportamiento debe siempre
entenderse en interacción con el otro, individual o colectivo, pero no sólo en relación a las acciones del otro sino a las imágenes
que el otro tiene de ti. No importa si esas imágenes son prejuicios o estereotipos negativos que no se corresponden con la
realidad empírica. De acuerdo al teorema de Thomas, como ya se ha visto, si una situación es considerada real para alguien,
tendrá consecuencias reales (evitaré o despreciaré a los negros porque pienso que son todos delincuentes, no les daré trabajo
porque pienso que son vagos, no les alquilaré mi piso porque temo que no me vayan a pagar). La interacción con el otro no sólo
tiene consecuencias sobre quien opera el juicio de valor sino sobre quien lo recibe, ya que se convierte en una parte
estructurante de su yo (Sutherland 1924, 1947). Así individuos y colectivos a quienes se les atribuyen, estereotipadamente,
determinadas características pueden acabar asumiéndolas como propias a través de un proceso inconsciente de aculturación
(volviendo al ejemplo de las poblaciones negras, el más evidente en la sociedad norteamericana, los propios negros pueden
llegar a verse como los ven los blancos: menos inteligentes, no aptos para determinados trabajos de cuello blanco y, por lo tanto,
condenados al inmovilismo de una posición fija en la estructura social). Los sociólogos de Chicago ya habían desarrollado así el
concepto que poco después Robert K. Merton bautizaría como “profecía autocumplida” (Merton 1948).
En los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos de Chicago ese proceso de construcción del yo, la identidad y los
valores culturales a través de la interacción, había cristalizado en la aparición de una “subcultura urbana de la delincuencia”. En
una parte de aquellas clases bajas inmigrantes la interiorización de los prejuicios (raciales, de clase o una combinación de
ambos) que la sociedad dominante lanzaba sobre ellos había llevado a la formación de complejos subculturales que, a partir de
las identificaciones primarias étnicas que se reforzaban en un bucle de interacción defensiva con las otras, construían su propio
mundo de valores alternativos a los de la sociedad dominante. Un mundo de valores alternativos que se oponía al credo oficial
39
del ascenso social por el trabajo productivo duro y honesto y de los valores victorianos de la moderación y la gratificación diferida,
precisamente porque los individuos habían interiorizado al mismo tiempo, y en contradicción con el mito meritocrático del
American Dream, la creencia general que tendía a verlos como escoria, como buenos para nada, como losers congénitos. La
conclusión a este conflicto cultural interno era, obviamente, muy clara: nunca saldremos de este agujero por la vía legal
(adecuándonos al sistema), ergo construyamos nuestro propio camino. Si no valemos para ser Rockefellers convirtámonos en
empresarios del crimen. En ese proceso de resistencia los colectivos de delincuentes crean un remedo de subsistema políticosocial y cultural propio, con sus propios valores y metas culturales: exaltación de la violencia como forma de adquirir prestigio y
estatus, antintelectualismo, hedonismo y satisfacción inmediata de las pulsiones volitivas, percepción de la vida como efímera,
etc. Pero, mucho más que eso, el pertenecer a una banda se convierte no sólo en un medio para obtener un fin sino en un fin en
sí mismo: a través de la banda se satisfacen las necesidades de status y de pertenencia, la vida en banda y la lucha frente a
otras confiere sentido a la vida. Arrebatar una calle a los italianos es ya un triunfo que vale una vida para un gangster negro de
Harlem.
Frederick Thrasher (1927) en su estudio comparativo de 1313 bandas de Chicago (el número exacto ha sido escogido a
propósito por su potencia simbólica) fue quizás el primero en avanzar este giro copernicano en el estudio de la delincuencia
organizada. La delincuencia había dejado de entenderse como un comportamiento individualizado o simplemente como una
disfuncionalidad del sistema para pasar a ser concebido como un subsistema social y cultural semiautónomo incrustado (o
enquistado) en el seno del sistema mayor. Para evidenciar claramente este revolucionario enfoque Sutherland propuso en la 4º
edición de su Principles of Criminology (1947) la sustitución de la etiqueta Teoría de la Desorganización Social por la de Teoría
de la Asociación Diferencial. Con ello quería subrayar que el enfoque funcionalista simple no bastaba para explicar la
delincuencia organizada: aunque pudiera tener sus raíces en la anomia, una vez echado a andar el fenómeno este había
adquirido una autonomía interna propia. Era una nueva forma de organización social, con su propia lógica interna. E igual que en
el marco del sistema más general se aprendía a ser ciudadano a través del proceso de socialización, también se aprendía a ser
delincuente en un proceso de socialización paralela. La Escuela de Chicago identificó dichos mecanismos de producción y
reproducción de la cultura de banda en los mecanismos de socialización callejera: las bandas se formaban a partir de la
socialización de niños y adolescentes por otros chicos un poco más mayores, en la calle, como consecuencia, sin duda, del
fracaso de las instituciones de la sociedad (familia, escuela, iglesia) para socializar a los jóvenes. La socialización en las calles
transmitía de generación en generación, como cualquier otro complejo de rasgos culturales, los valores, actitudes, técnicas y
motivaciones de la cultura de banda10. “Abandonados” a su suerte por los adultos y la sociedad, la influencia del comportamiento
delictivo de los jefes carismáticos y la fuerte compulsión a conformar su comportamiento con el de sus pares, atraía a un número
enorme de jóvenes a las bandas. En resumidas cuentas, una teoría que validaba los aforismos populares del “Dime con quién
andas y te diré quién eres” y aquello de “Las malas compañías nunca fueron buenas”. Una vez iniciado el fenómeno este tendía a
incrementarse con efecto bola de nieve o, por decirlo con el término más técnico utilizado por Shaw y McKay, “una tendencia de
gradiente”: la incapacidad del entorno social para frenar la formación de bandas aceleraba el ritmo de su crecimiento. Ello
degradaba aún más la cohesión social, el entorno espacial y deprimía las esperanzas de una mejora de la vida por la vía legal,
haciendo más atractiva aún la entrada en una banda e incrementando sus capacidades delictivas. La escalada condujo, en
efecto, a la transformación de las primeras bandas de pilluelos con capacidad delictiva y niveles de agresividad limitados, a las
potentes y violentísimas organizaciones mafiosas que controlaban buena parte de la economía de Chicago (y otras grandes
ciudades americanas) en los años 20 y 30.
Las consecuencias políticas de este enfoque interaccionista eran, como se puede imaginar, revolucionarias. La teoría
echaba por tierra la idea, arraigada en el establishment, de que la criminalidad se combatía únicamente desde el frente policial.
El descubrimiento de la dimensión sistémica y cultural de la delincuencia hacía de la solución punitiva una vía a todas luces
insuficiente y, en muchos aspectos, incluso contraproducente: la actuación policial étnicamente sesgada (por el efecto de
retroalimentación delincuencia-prejuicios) aumentaba la simpatía por las bandas, que podían llegar a adquirir, a ojos de la
población general del guetto, un áura carismática como “resistentes” a la represión racista; los altos niveles de encarcelamiento
agudizaban la desintegración familiar que a su vez alimentaba el papel socializador de las bandas (los padres no estaban ahí
para educar a sus hijos porque estaban en la cárcel). Armados con las conclusiones de sus estudios los sociólogos de Chicago
abogaban por medidas de fondo para romper el círculo sistémico de la socialización en la delincuencia: inversión en mejora de
las infraestructuras urbanas (los de Chicago también observaron un efecto de bola de nieve entre el deterioro físico urbano y el
grado de vandalismo y falta de civismo11) en educación y en programas que ofrecieran a la juventud valores y modelos sociales
alternativos (a través, por ejemplo del deporte). No se limitaron a solicitarlo sino que se involucraron activamente en un proyecto
para aplicar sus propias teorías a la transformación urbana. De este interés nació el Chicago Area Project, del que hablaremos
más tarde.
2.
Los análisis sobre las tipologías sociales liminales: biculturalismo y vagabundos.
10 La Teoría de la Asociación Diferencial fue corroborada por muchos studios sociológicos. Opp, por ejemplo, afirma que dicha teoría explica el
51% de la varianza del comportamiento colectivo y muestra cómo la intensidad del contacto que los jóvenes tienen con el grupo de pares es
directamente proporcional al impacto que tienen en ellos los comportamientos desviados de dichas amistades (Opp 1989).
11 Por una especie de mecanismo de aceptación de los hechos cuanto más degradado iba volviéndose el ambiente menor era la valoración de la
limpieza o la estética urbana por parte de la comunidad en su conjunto, así hasta llegar al punto de acabar colaborando activamente en un
degrado que al inicio era sólo la obra de unos pocos. En una calle tapizada de cacas de perro o llena de basura la gente pierde la motivación
para recoger los excrementos de su propia mascota o tirar la lata a la papelera. Este fenómeno sería bautizado muchos años después como
Teoría de las Ventanas Rotas (Wilson y Kelling 1982). Willson y Kelling también pensaban, como los de Chicago antes, que sólo una
recuperación integral del entorno urbano mediante una intervención externa podía romper este círculo vicioso de la cultura de la cutrez.
40
Dentro de la tipología de seres marginales al gran sistema social, los sociólogos experimentaron una especial
fascinación por las tipologías sociales liminales, que se encontraban a caballo entre varias culturas y entre varias sociedades.
Esta era una aberración que desafiaba el paradigma moderno de las identidades excluyentes construido y reflejado en el
nacionalismo burgués de la época. La masiva inmigración a los Estados Unidos habían puesto bajo asedio una concepción
básicamente nacida en Europa en una época previa a las grandes migraciones y para unas sociedades homogeneizadas
culturalmente por Estados que protegían celosamente sus fronteras de infiltraciones externas ¿Cómo explicar ahora que uno
pudiera ser polaco y americano al mismo tiempo? La racionalidad moderna conducía a los de Chicago a pensar que una
situación bicultural sólo podía generar disfuncionalidad y alienación. Park dedicaría dos trabajos (1928, 1937) a describir el
conflicto al que estaba sometido el hombre bicultural, aún más extranjero en la urbe americana de lo que el inmigrante rural lo
había sido para Simmel en la ciudad europea “El hombre marginal [...] es aquel cuyo destino le ha condenado a vivir en dos
sociedades y en dos culturas que no son meramente diferentes sino antagonistas (Park 1937: 10). Para el asimilacionista Park,
aquella situación claramente disfuncional no tenía otra solución más que la del retorno a un nuevo monoculturalismo: el del
melting pot angloamericano que se iba produciendo de una forma “natural” como un ajuste del propio sistema social.
Otros miembros de la escuela centrarían su atención en otro tipo de inadaptado, en este caso interno, una categoría
cuyos números se habían inflado con la Gran Depresión: el vagabundo. Sin techo, sin familia, desempleado, mendigo o sin
trabajo fijo. Más aún que los delincuentes, las prostitutas o las chicas de moral sexual disipada, aquella tipología humana
representaba al individuo más liminal de todos, al mismo tiempo dentro y fuera del sistema, liberado o alienado (según se
quisiera ver) de las constricciones y responsabilidades sociales de este y, por lo tanto, la ilustración patente del fracaso del
mismo en sus objetivos de normalización. Era un enigma cuyo código los ecólogos funcionalistas necesitaban descubrir pues
ponía sobre la mesa la incómoda pregunta de si la vida fuera de algún tipo de sociedad era posible.
El establishment venía mostrando preocupación por el fenómeno desde al menos 1906, cuando un estudio de Layal
Shafee había estimado el número de vagabundos en los Estados Unidos en 500.000, cifra que parecía haber aumentado en
1911 a 700.000, cuando un artículo del New York Telegraph se interrogaba "¿Cuánto le cuestan los vagabundos a la
nación?”(Conover 1984). Sutherland y Locke (1936) dedicaron una etnografía a los “24.000 sin techo” (una cifra que quería, sin
duda, incidir sobre la seriedad de la pandemia), pero la obra más recordada en las antologías de la sociología urbana posterior es
sin duda el The Hobo de Nels Anderson (1923).
Por aquel término de hobo se conocía en Norteamérica a un tipo muy concreto de vagabundo, que no hay que confundir con
el sin techo o el mendigo. Se trataba de trabajadores itinerantes, ocasionales, sin familia ni vínculos sociales estables, que
recorrían el país de punta a punta subiéndose de polizones en los trenes de carga. El término parece haber surgido en el inglés
norteamericano hacia 1890 y para los años 20 era ya usado corrientemente (Mencken 1921). El hobo atrajo la atención de los
sociólogos porque se trataba de una tipología que no parecía encajar bien en sus teorías: como en el caso de los gangsters no
se trataba simplemente de desajustados sino de un colectivo con una subcultura propia. La imagen de desesperados
desplazados incesantemente por culpa de la precariedad del trabajo encubría debajo la de un colectivo que viajaba por decisión
propia, como un estilo de vida, aceptando y dejando trabajos más o menos a voluntad, rehacios a adoptar una forma de vida
sedentaria. Este tipo de vida errante, bohemia, podía ser una opción temporal o convertirse en una forma de vida definitiva.
Muchos escritores de la época la practicaron por un tiempo y sus experiencias, autobiográficas o noveladas, se plasmaron en
obras maestras de la literatura de la época y de todos los tiempos (pueden citarse, entre otros, el decano The Road de Jack
London (1907) al que siguieron Tramping on Life: An Autobiographical Narrative de Harry Hibbard Kemp (1922), Beggars of
Life de Jim Tully (1924), Of Mice and Men de Steinbeck (1936) y On the Road (1957) de Jack Kerouac).
Al igual que los gitanos, aquellos nómadas contémporaneos vivían fuera de la sociedad pero aprovechando los
espacios intersticiales que esta dejaba (en su caso, la necesidad de la economía de trabajos temporales poco cualificados). Pero
a diferencia de los gitanos, que conformaban una sociedad marginal con vínculos sociales e identidad cultural muy fuertes, el
hobo era un destilado casi puro de perfecto individualismo: los hobos no formaban familias ni estaban ligados los unos a los otros
salvo por un débil reconocimiento en la identidad de un estilo de vida constantemente transitorio. Por lo demás el hobo es puro
flujo, pura libertad sin ataduras sociales, personalidad y rol social en constante movimiento. Su única regla es “Decide tu propia
vida”. Aunque sus actividades no caían en absoluto en la ilegalidad es comprensible que aquellos personajes líquidos intrigaran
a los sociólogos creyentes en la omnipresencia del superorganismo social tanto o más que las bandas criminales las cuales, a
fin de cuentas, podían entenderse como formas alternativas de satisfacer lo que se consideraba una necesidad universal de
socialización.
3.
Primeros estudios sobre política local.
A la escuela de Chicago también puede considerársela pionera en el estudio de las maquinarias políticas municipales
y de la gobernanza de la ciudad, uno de los temas que conformarán el objeto de estudio de la sociología urbana. Su interés
arranca de nuevo de su funcionalismo y la necesidad de explicar comportamientos disruptivos de un correcto funcionamiento del
gobierno urbano. También sus preocupaciones reformistas que los conducirían, como se analizará en el último apartado, a
involucrarse en la política municipal. Así, por ejemplo, es necesario citar los trabajos de Gosnell (1924) y Gosnell y Gill (1935)
sobre la participación electoral de los habitantes de Chicago en los que se trata de dar explicación a las altas tasas de
abstencionismo en Norteamerica en comparación con las sociedades europeas, y los trabajos de Merriam (1928) y Merriam y
Parrat (1933) sobre los problemas de gobernanza que planteaba una zona metropolitana tan enorme como la de Chicago, con
más habitantes que algunos estados-nación de pequeñas dimensiones. Por su parte North (1931) se dedicaba a estudiar los
41
efectos de las políticas del Estado de Bienestar, que el New Deal rooseveltiano había empezado a aplicar, en los barrios de
Chicago.
3.3.5. La Segunda Generación de Chicago y la acción política. Reformismo y sostenimiento del status quo
racial en la ciudad: entre el Chicago Area Project y la Federal Housing Administration.
Los ecólogos humanos han sido acusados de sostenedores del status quo (Meyers 1984; Zukin 1980; Shalin 1986;
Merrifield 2002; Lin y Mele 2005) y de personajes obsesionados con el control social y la normalización12. Sin embargo, hacer un
balance completamente objetivo e imparcial de su posicionamiento político no resulta tarea fácil. No es fácil, en primer lugar,
porque los exponentes de la escuela son muchos, y entre ellos observamos variaciones significativas en su grado de compromiso
social y político: desde los que se remangarán la camisa para intervenir personalmente en los barrios negros (como Shaw) a los
que se limitarán a una acción académica (Park) o los que adoptarán posiciones más proactivamente reaccionarias (Hoyt). Otras
dificultades provienen de ciertas ambigüedades inherentes al marco teórico de la Ecología Humana.
Todo ello no quita para que hubiera posiciones aún más a la derecha en la academia norteamericana. Para entender
en todas sus dimensiones el posicionamiento y las intenciones de las teorías de la Ecología Humana y sus consecuencias
históricas es necesario entender cuál era el clima ideológico que se respiraba en aquellos años, tanto en la sociedad y la política
como en la academia misma. El país aún no había salido de los años conocidos en la historiografía americana como “el nadir de
las relaciones raciales” (Logan 1954), el periodo de mayor intensidad de las actitudes racistas de la historia norteamericana postesclavista. Desde 1876 y hasta los años 60 los congresos estatales, especialmente en el Sur, produjeron un copioso corpus legal
para privar a los negros de sus derechos civiles y establecer una segregación social y espacial de iure, las llamadas Jim Crow
Laws (Klarman 2004).
Las primeras décadas del siglo XX también habían visto recrudecerse el debate, que era académico y político al mismo
tiempo, en torno a los procesos de heterogeneidad cultural generados por las nuevas oleadas de migraciones, especialmente en
las ciudades industriales del norte, punto de destino de la mayoría de los inmigrantes. Hasta las décadas de los 70-80 del siglo
XIX, los inmigrantes habían sido fundamentalmente del norte de la Europa Occidental (británicos, irlandeses, alemanes,
holandeses, escandinavos). Una mezcla cultural y racial relativamente homogénea y fácil de asimilar por parte del núcleo
mayoritario anglosajón de los “Old Stock Americans”. A partir de esas fechas, con el difundirse y perfeccionarse de la tecnología
del transporte transatlántico, el boom demográfico y con acontecimientos como la violenta anexión del Mezzogiorno por el estado
unitario italiano, la inestabilidad y violencia constante en los Balcanes otomanos, los progroms contra los judíos y la represión
zarista en las tierras controladas por Rusia (entre las que se contaba Polonia) provocaron una oleada de inmigración
mediterránea, eslava y judía. A ello se unió la migración de los afroamericanos del Sur, que huían de la segregación racista
impuesta tras la Guerra de Secesión y el comienzo de la urbanización de los indios norteamericanos, consecuencia en buena
parte de la concesión de ciudadanía en 1924. El resultado fue un abigarramiento cultural que empezó a ser percibido por muchos
en el establishment WASP como una amenaza a la cohesión del país y al sentido de identidad nacional (recordemos que nos
encontramos en plena era del nacionalismo, y de las identidades excluyentes (Khan 2001). Intelectuales y políticos se dividieron
en tres grandes bandos:
1) Por un lado, los nativistas, afirmaban que la identidad basilar de los Estados Unidos estaba en las poblaciones del
Noroeste de Europa y presionaban para que se controlara la inmigración de todos aquellos grupos étnicos que no provinieran de
estas zonas, incluidos los eslavos o los mediterráneos. El ala más extremista del nativismo estaba constituida por los defensores
de posiciones racistas y eugenésicas.
2) En el centro del espectro político e ideológico los defensores del llamado modelo del melting pot o crucible (crisol), es
decir, de la asimilación. La metáfora del caldero en el que todas las diferencias culturales acababan fundiéndose en un potaje
único circulaba en la cultura americana desde finales del XVIII (Hirschman 1983; Gerstle 2001; Hollinger 2003) pero fue en 1908,
con el estreno de una obra de teatro sobre el tema y con ese mismo nombre, The Melting Pot, cuando se popularizó. La obra
había sido escrita por el judío-ruso-americano Israel Zangwill (Nashon 2006). La fusión por la que abogaba no era, sin embargo,
un potaje indefinido sino básicamente un plato en el que siguiera reconociéndose el sabor de su ingrediente principal, a saber, la
cultura anglosajona.
3) Al otro extremo del espectro político-ideológico se encontraban los defensores del pluralismo cultural como Horace Kallen
y su Democracy Versus the Melting-Pot (1915), Randolph Bourne (Trans-National America (1916)) o el expulsado de Chicago
John Dewey, que abogaban entre otras cosas, por programas de educación bilingües. Un gran centro de difusión de estas ideas
era la New School of New York, una universidad alternativa y progresista fundada en 1919 y que había dado un foro a muchos de
los autores considerados indeseables por un establishment universitario inclinado masivamente hacia la derecha. Entre sus
profesores se contaban los propios Kallen o Dewey o el famoso economista Thornstein Veblen (Hollinger 1995).
Esta obsesión es observable en los propios títulos de sus obras: Non-voting: Causes and methods of control (Gosnell 1924) o la póstuma de
Park On Social Control and Collective Behavior (Park 1967).
12
42
La paternidad del movimiento eugenésico, una rama del racismo biológico, se imputa a Francis Galton, primo de
Darwin, quien aplicó en un sentido racista (ausente en aquel) la teoría de la selección natural. Creían que la industrialización y el
éxito capitalista eran el producto de una superior inteligencia y de este principio extraían la conclusión de que las razas nórdicas y
las clases altas dentro de estos, eran genéticamente superiores. La pobreza de las clases bajas era asociada con niveles
menores de capacidad intelectual/racionalidad y, estos, con mayores niveles de corrupción moral, violencia y psicopatías. En las
ciudades de Estados Unidos la coincidencia estadística entre raza, comportamientos desviados y clase social era entendida
como una confirmación empírica de este postulado. Además de creer en la superioridad racial los eugenesistas estaban
convencidos de que la especie humana podía perfeccionarse artificialmente mediante una calculada selección de los genes
mejores y el filtrado de los peores. Cuando mayor fuera la calidad del pool genético mayor sería la racionalidad del sistema
social y menores los factores disfuncionales (Black 2004; McWhorter 2009; Bashford y Levine 2010). Los eugenesistas
norteamericanos percibían el crecimiento de la población negra y las oleadas de inmigrantes no nórdicos como una amenaza a
sus objetivos de progreso evolutivo (la mayor amenaza inmigrante constituida, en su particular jerarquía racial, por los orientales
como chinos, japoneses y filipinos, seguidos de los mestizos latinos) y para protegerse de sus posibles efectos deletéreos (la
versión más apocalíptica era la de un futuro “suicidio racial”, con el precioso caudal de genes arios diluido en una informe y
mediocre mezcla) la eugenesia entró en política, abogando por el establecimiento de leyes de segregación racial más duras aún
de las existentes: prohibición de los matrimonios mixtos, campañas de esterilización a mujeres de clases bajas (especialmente
negras) y leyes migratorias restrictivas contra las poblaciones no arias. Para esto último se fundó la Inmmigration Restriction
League en 1894(Black 2004; McWhorter 2009; Bashford y Levine 2010).
Es muy importante entender que el movimiento eugenésico no era una elucubración de unos pocos racistas radicales.
Una parte importante de la sociedad, entre la que se contaban sectores muy influyentes, apoyaba activamente sus ideas, porque
una parte decididamente muy grande del establishment era racista. Entre ellos pueden contarse presidentes que simpatizaban
con algunos de sus principios: republicanos como Theodore Roosevelt (1901-1909) (Dyer 1992) o demócratas como Woodrow
Wilson (1913-1921)13. El movimiento recibió copiosa financiación por parte de algunas de las grandes fortunas del país, como los
Carnegie (acero), los Rockefeller (banca), los Harriman (ferrocarriles) o los Kellog (alimentación). La academia no era una
excepción en este sentido: el número de profesores que simpatizaban con todas o algunas de las tesis eugenésicas es
impresionante y se concentraba sobre todo en las cumbres de la Ivy League: A. Lawrence Lowell y David Starr Jordan,
respectivamente rectores de Harvard y Stanford, y un sinfín más (McWhorter 2009). En el mundo de la sociología destacaron
dos personajes de relevancia: Edward Alsworth Ross (1866–1951) y Henry Pratt Fairchild (1880–1956). Como muestra del apoyo
y consenso de que gozaban entre una parte importante del colectivo de los sociólogos, a los dos les fue conferido el honor de
presidir la American Sociological Association (el primero en 1914-15, el segundo en 1936, cuando era, para más inri, el
presidente de la American Eugenics Society). Fue Ross quien acuñó el término “suicidio racial” en su obra The Old World in the
New: The Significance of Past and Present Immigration to the American People (1914) (Baltzell 1964). El bando racista se apuntó
un gran tanto con dos leyes migratorias sucesivas, la Emergency Quota Act (1921) y la Jonhson-Reed Act (1924), diseñadas
expresamente para restringir la inmigración con origen en la Europa del Este y del Sur (Zolberg 2006).
Los ecológos humanos de Chicago parecen haber abogado en mayoría por la opción asimilacionista. Una ilustración
de esta tesis la constituye el artículo de Carol Aronovici Americanization: Its Meaning and Function, aparecido en 1920 en el
American Journal of Sociology. Aunque el autor no pertenece a la Escuela el Departamento le da voz a través de su órgano de
difusión. No sólo defendieron el asimilacionismo: con sus estudios se aplicaron a demostrar que el debate era, en realidad,
estéril, pues la asimilación era el resultado final natural del proceso de sucesión ecológica. Lo que con los Community Studies
parecía sellar una inclinación multilineal de los procesos históricos (a nivel urbano) se revela al final como una nueva edición del
moderno evolucionismo unilineal. Las subculturas urbanas no eran realidades permanentes. No sólo porque todo estaba, como la
naturaleza, en constante flujo, sino porque las culturas étnicas de barrio eran sólo un estadio transitorio en un ciclo más general
que afectaba a las relaciones raciales y étnicas: el mismo ciclo ecológico de invasión y sucesión ya descrito. Así, si la primera
fase de ese ciclo era el contacto del nuevo grupo étnico inmigrante con los grupos “nativos” previamente establecidos. A esta le
seguía una segunda fase de conflicto por el espacio y los recursos. Cuando el conflicto no se concluye con la expulsión de uno
de los grupos a esta fase le sucede una tercera en la que ambos grupos (simplificamos el modelo a dos pero en la realidad los
grupos pueden ser muchos más) se ven obligados forzosamente a acomodarse el uno al otro, en una co-existencia inestable,
nunca exenta de tensiones. Finalmente esta dinámica se combina con la del movimiento espacial centro-periferia. Con el
transcurso del tiempo y las generaciones los grupos van desplazándose de la zona de transición a la periferia y las diferencias
culturales se van difuminando hasta acabar en la asimilación total a la cultura dominante, la marcada por la clase media
originariamente anglo. Así, los irlandeses habían sido al siglo XIX lo que los polacos e italianos a los inicios del XX: despreciados,
marginados. Todos habían acabado por entrar paulatinamente en el caldero y fundirse en el main stream de la clase media. La
asimilación es entendida como un imperativo teleológico que se deriva de dos premisas: la de un evolucionismo unilineal que
cree que todos los grupos sociales avanzan diacrónicamente hacia formas más modernas (más homogéneas y universales) y
mejores (ascenso social) y la de un funcionalismo que entiende las diferencias culturales como una fuente de inestabilidad y
conflicto que el sistema tiende automáticamente a reducir. Esta tesis encuentra sus ilustraciones más sofisticadas en el trabajo
de Cressey Population Succession in Chicago: 1898-1930 y en las obras de Park sobre relaciones étnicas (Park y Thompson
1939, Park 1950). De la teoría se desprendía que lo mismo debería suceder con los negros o los latinos en el futuro próximo. Sin
embargo, cuando se llega a los grupos étnicos no blancos, la posición de la sociología de Chicago es mucho más conservadora.
Wilson defendió públicamente la eliminación de los negros de la vida política en los estados del Sur después de la Guerra Civil y justificó el
nacimiento del Ku Klux Klan por el estado de anarquía que reinaba. Durante su presidencia no se opuso a la reintroducción de la segregación
racial entre los funcionarios federales practicada por algunos de los miembros de su gabinete (Wilson en Baker y Dodd 1925)
13
43
En la dimensión urbana, la segregación racial demandada por el racismo eugenésico fue consciente y
sistemáticamente secundada por la sociedad y por la administración. Desde 1911 habían proliferado por todo el país,
introducidos por las asociaciones de vecinos, los llamados Restrictive Covenants, cláusulas que se añadían a los contratos de
compra-venta de inmuebles y que establecían la prohibición de comprar o vender las propiedades a personas de determinado
origen étnico (Jonas-Correa 2001). Muchas asociaciones de agentes inmobiliarios se dotaron de códigos deontológicos para
fomentar la aplicación de dichas normativas. Fue un mecanismo aplicado masivamente por la clase media y alta blanca para
impedir que las minorías de color (y en especial los negros) tuvieran acceso residencial a sus barrios (Darden 1995; JonasCorrea 2001). Aunque las cláusulas no siempre se cumplían su eficacia, tal y como reflejan los números, fue, en general bastante
grande. Si en 1915 el 50% de los 70.000 negros de Chicago vivía fuera de las áreas segregadas, en 1940 había descendido al
10% de una población de 340.000 (es decir, eran los mismos 35.000 que ya residían en ellas en el periodo previo a la aplicación
de los Covenants) (Lohman 1947:25). Incluso en una ciudad del norte como Chicago buena parte del espacio público estaba
segregado: cines, teatros, restaurantes, centros recreativos, incluso las playas del Lago Michigan (Lohman 1947). La
segregación espacial fue ulteriormente agravada a partir de los años 30 por el propio gobierno federal a través de todo un
conjunto de herramientas institucionales. Termómetro inequívoco de hasta qué punto el racismo era una actitud muy extendida,
aquella política fue diseñada por la administración democrática de Franklin Delano Roosevelt (primo, por cierto, en quinto grado,
del otro presidente del mismo apellido). Este papel activo del Estado se remonta a 1934, con la promulgación de la National
Housing Act y el establecimiento de la Federal Housing Administration (FHA), un instituto federal cuya misión era poner en
práctica un ambicioso plan de vivienda pública y de promoción del sector inmobiliario privado con el objetivo declarado de
convertir a la sociedad norteamericana en “la civilización mejor alojada de la historia” (FHA 1938) y a la mayoría de sus
ciudadanos en propietarios de su propia vivienda. En los siguientes años surgieron organismos públicos de vivienda a nivel
estatal, como la Chicago Housing Authority o la New York Housing Authority, para construir viviendas de protección oficial,
normalmente en régimen de alquiler, para las clases menos favorecidas, y se promovió la concesión de créditos hipotecarios
fáciles y baratos, a través de la Federal Home Loan Bank Board (FHLBB) para impulsar la industria inmobiliaria y convertir a la
clase media y buena parte de la trabajadora en propietaria.
El modelo de desarrollo urbano preconizado para las promociones construidas por el sector privado fue el del suburbio
rururbano, la ciudad jardín de los socialistas británicos. A los motivos que ya habían conducido a Ebenezer Howard y su Garden
City Movement (Howard 1902) a considerar esta forma de urbanismo como la más deseable (contrarrestaba el estrés provocado
por el hacinamiento, la congestión del tráfico, la polución, las tensiones derivadas de la convivencia en un espacio densamente
habitado, la falta de intimidad) se añadían otros de tipo cultural (la tradición rural de frontera y el individualismo arraigados en el
imaginario americano) y de estrategia desarrollista (la forma residencial suburbana hacía a la población dependiente del
automóvil, lo cual permitió el despegue de esta industria y de la de la construcción de infraestructuras, un empujón enorme para
salir de la recesión). El programa tenía además una última agenda, de carácter racial: separar espacialmente a los blancos de las
minorías no caucásicas. En efecto, aquel desarrollo suburbial, concretización del Sueño Americano (casa, automóvil, jardín,
perro, barbacoa), tenía un terrible lado oscuro: estaba diseñada para whites only. Entre las indeseables condiciones de vida
urbana que el suburbio pretendía solucionar estaba la de la convivencia, rechazada por una sociedad blanca llena de prejuicios,
con los negros y otras minorías étnicas.
Esta convivencia obligada se había incrementado en las ciudades del norte entre 1910 y 1940, alcanzando niveles
hasta entonces desconocidos, debido a lo que los historiadores denominan la Great Migration, en la que 1,6 millones de negros
abandonaron el Sur, huyendo de la discriminación y la violencia racistas (Leman 1991). Aquella convivencia incómoda e
indeseada muy pronto se tradujo en una violencia sistémica. De 1917 a 1943 las grandes ciudades norteamericanas se ven
sacudidas por recurrentes olas de disturbios raciales, 23 en total, la mayoría de las veces iniciadas por blancos, y que dejaban
como balance decenas de muertos y millones de dólares en daños a la propiedad pública y privada (Sowell 1981). Chicago, en
concreto, fue testigo de dos grandes estallidos: el de 1919, que también incendió, durante el llamado Red Summer, otras 6
ciudades del país, y el de 1951 (Hirsch 1983). La tensión racial se hizo especialmente grave en los años de la guerra y en los
primeros de la postguerra, pues el esfuerzo bélico había ralentizado la construcción de barrios residenciales para blancos, con el
resultado de que muchos de ellos seguían, por falta de oferta inmobiliaria, atrapados en las zonas interiores de la ciudad,
obligados a compartir el espacio con los negros (Myrdal 1944; Lohman 1947). Pero la violencia y la intimidación contra las
minorías marginadas no se reducían a aquellas turbulencias puntuales. La confrontación era constante: en Chicago las
tentativas de las familias afroamericanas por salir del guetto accediendo a los nuevas urbanizaciones de vivienda protegida
construidas por la Chicago Housing Authority eran saboteadas constantemente por multitudes de enfurecidos vecinos blancos
con incendios intencionados e incluso atentados con bomba (Hirsch 1983): 46 en Chicago sólo entre 1944 y 1946 (Lohman 1947:
67).
La situación era percibida por las autoridades como un polvorín que era necesario desactivar. La solución puesta en
marcha, sin embargo, no fue progresista (esta habría venido en forma de un fomento de la integración) sino ásperamente
retrógrada. La solución del gobierno fue continuar en el plano urbano la política segregacionista de las Jim Crow Laws,
separando residencialmente a blancos de coloured. Pero no en las mismas condiciones: para los blancos, se aceleró la
construcción de nuevos suburbios con grandes casas individuales y jardín; para los no blancos quedaron los viejos barrios
obreros de siempre, con su plano ortogonal y manzana cerrada o, al máximo, los nuevos desarrollos racionalistas en masificadas
torres de apartamentos. No contentos con segregar desigualmente, las autoridades implementaron un conjunto de políticas que
no sólo mantenían a los coloured en las zonas ya de por sí más degradadas de la ciudad (edificios viejos, viviendas pequeñas,
en arterias de intenso tráfico, con pocas zonas verdes) sino que, además, provocaban un proceso de ulterior degradación de las
mismas.
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El mecanismo para mantener el suburbio racialmente homogéneo fue doble: por un lado la Federal Housing Act dio
una cobertura legal a los Restricted Covenants (FHA 1938)). Por otro la FHA a través de otra agencia federal, la Home Owners'
Loan Corporation (HOLC), elaboró a partir de 1935 unos mapas que clasificaban el suelo de las 239 ciudades más grandes del
país en cuatro zonas, de acuerdo a niveles de seguridad para la inversión inmobiliaria. Algo así como una agencia pública de
rating inmobiliario. En los extremos estaban las zonas tipo A, delimitadas en azul, con máximas garantías de inversión (que
coincidían con los nuevos suburbios blancos), y las zonas tipo D, delimitadas en rojo, con nula garantía de inversión (que lo
hacían con los viejos barrios de la inner city, ahora ocupados ya mayoritariamente por no blancos) (Hoyt 1939). Los llamados
Residential Security Maps de la FHA no prohibían expresamente la concesión de créditos en las zonas delimitadas por la línea
roja, y quizá estuvieran parcialmente cargados de buenas intenciones (evitar que en el futuro se produjera otra ola de impagos
hipotecarios y desahucios como la que entonces vivía el país) pero el proceso que provocaron fue exactamente el mismo que el
de las agencias financieras de rating cuando degradan la deuda soberana de un país: la tipología se convirtió en la vara de medir
de los bancos, confirmando y legitimando oficialmente los prejuicios raciales existentes en la sociedad. A partir de 1935 las
entidades de crédito trataron todas las solicitudes en la zona roja como si tuvieran las mismas características (es decir, sin
valorar las capacidades económicas de cada potencial comprador individual) y las entidades bancarias cerraron del todo el grifo
de la financiación. Obstaculizado por el otro lado el acceso a la vivienda en los barrios blancos por los covenants racistas, la
incipiente clase media no blanca se vio en grandísima dificultad para adquirir una vivienda o financiar una actividad empresarial,
posibilidad que se redujo a cero para la clase baja y el lumpenproletariado de color, mientras que las últimas poblaciones
blancas que quedaban en las inner cities, aunque tuvieran menos solvencia que sus vecinos negros, aprovecharon la ocasión
para trasladarse a los suburbios después de la guerra. La práctica recibió el nombre de redlining, por la línea roja que delimitaba
las áreas a las que el mercado les había negado el crédito.
Hasta 1950 tanto la FHA como el Veterans Administration Program, que puso en práctica una política de créditos
blandos para los veteranos de guerra, establecieron como requisito para abrir el grifo financiero que los barrios fueran
racialmente segregados. La FHA instruía a su personal para que valorara las “influencias raciales adversas” que afectaban a un
barrio antes de conceder una hipoteca o un crédito a un promotor. Hasta 1948 el Underwriting Manual de la FHA avisaba
expresamente que “la mezcla racial en la vivienda es indeseable per se y conduce a un descenso del valor de las propiedades”
(Wiese 2004:96). El cuadro lo completaba el papel jugado por las corporaciones locales y sus reglamentos urbanísticos. Los
planes de urbanismo y zonificación y los nuevos códigos de la construcción combatieron la autoconstrucción e inflaron el coste
de la misma, haciéndola inaccesible para los negros (muchos de ellos, obreros cualificados, venían hasta entonces
construyéndose sus propias casas con materiales reciclados). Bajo la escusa de aplicar nueva legislación en materia de higiene
pública los reglamentos urbanísticos permitieron la demolición de muchas comunidades suburbanas de afroamericanos, en lo
que puede definirse como “la limpieza étnica del suburbio” (Wiese 2004: 100).
El resultado fue la formación de barrios prácticamente habitados sólo por no blancos y la parálisis total del mercado
inmobiliario en esas zonas. Con la desaparición del mercado llegaría una ulterior degradación del entorno urbano. Sin la sangre
del crédito que nutre la economía y las inner cities se fueron rápidamente gangrenando. Los caseros dejaron de invertir en
propiedades que era imposible vender (Squires et al 1987; Squires 1987; Berkovec et al. 1994; Zenou y Boccard 2000; Squires
2003). A la degradación creada como efecto del redlining se añadió la de la desinversión del Estado en infraestructuras públicas.
El resultado fue el nacimiento del que muy posteriormente otros profesores de la universidad de Chicago bautizarían como
hiperguettos étnicos (Wacquant y Wilson 1989), donde la criminalidad se hizo rampante y endémica. El proceso, al menos para
el caso de los negros, había casi culminado a finales de los 40. Los censos de la época muestran cómo la población residente
afroamericana se concentraba sólo en 12 de los 75 distritos censales de Chicago pero en 3 de ellos, situados precisamente en la
zona ecológica de transición, el porcentaje de población negra era superior al 90% mientras que en los otros 9, semiperiféricos,
se situaba entre el 1% y el 10% (correspondiente a la minoría negra de clase media) (Lohman 1947: 11). Sólo la reducción de la
presión sobre el acceso a los bloques de viviendas de alta densidad habitacional construidos por el gobierno, tras la huida en
masa de las clases medias y obreras blancas a los suburbios, ofreció una relativa válvula de escape a partir de los años 50.
Las características residenciales de estos hiperguettos negros fueron descritas insuperablemente en sus detalles por
el gran sociólogo sueco Gunnar Myrdal, quien fue comisionado por la Carnegie Foundation para realizar un estudio sobre el
Black Belt, el Cinturón de barrios negros, que envolvía al CBT de Chicago. Reproducimos una larga cita a continuación porque no
tiene desperdicio:
La constante inmigración de negros del sur a esta área segregada dobló el tamaño de las familias, provocó
el subarriendo de las propias viviendas, la transformación de lo que una vez habían sido espaciosas casas y
apartamentos en pisos minúsculos, el hacinamiento de una entera familia en una única habitación, el rápido
incremento del precio de los alquileres, y la prolongación del uso de edificios que deberían ser condenados a
demolición. La actitud negligente de la inspección sanitaria cuando se trata de afroamericanos o, en general,
de gente pobre, se convierte en un problema especialmente serio cuando una población ignorante como esa
ocupa el espacio. Los negros han ido siendo empujados hacia el sur desde el centro de la ciudad por la
expansión de la industria ligera, los grandes centros comerciales, los garitos de juego y de vicio. El
acaparamiento de terrenos para especulación, los elevados costos de construcción y la escasez de capital
han dejado enormes solares de tierra baldía en medio de las zonas más densamente pobladas con residentes
negros en la mitad norte del Black Belt. La frontera occidental está netamente delineada por las vías del
ferrocarril, que separan a los negros de sus vecinos blancos pobres. La expansión hacia el sur ha estado
marcada por un amargo conflicto entre blancos desposeídos y negros sometidos a acoso. Han surgido
organizaciones para impedir a los blancos vender o alquilar propiedades a los negros; los negros que
conseguían meter el pie o los blancos que se decidían a venderles su casa a cambio de desproporcionadas
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sumas de dinero han sido sometidos a actos de terrorismo psicológico y agresión física; muchas de las
demás relaciones entre negros y blancos están marcadas por el miedo y el odio más amargos debido a la
creencia por parte de los blancos de que los negros representan un peligro para sus personas y sus
propiedades (Myrdal 1944: 1127)
La cuestión racial era, pues, un tema candente, de urgencia nacional, en aquellas décadas. Podríamos añadir que
siempre lo había sido, desde el nacimiento de la república norteamericana. En la sociedad estadounidense se estaba
combatiendo la sempiterna guerra ideológica derivada de su pecado original esclavista y de su condición de tierra de promisión
para emigrantes. Y esa guerra tenía entonces un frente de batalla abierto en las aulas universitarias. Ross fue expulsado de
Stanford por sus invectivas racistas contra los chinos, políticamente incorrectas incluso para una universidad conservadora como
la de Palo Alto. Y ya sabemos en qué suerte había incurrido Thomas por defender la legalización de la prostitución en Chicago
(tema que levantó escándalo pues se veía precisamente a las prostitutas como un caso paradigmático de degeneración
genética).
Es en este contexto histórico en el que es necesario valorar la posición política de la Escuela Sociológica de Chicago
que, en gran medida, viene condicionada por la cuestión racial. Y como advertíamos al principio, no es fácil realizar un balance
general de la misma. Si tuviéramos que adelantar un mínimo común denominador podríamos decir, sin embargo, que, en
términos generales, todos los autores se sitúan en el centro del arco ideológico, con posiciones bastante moderadas y
acomodaticias con el sistema.
Por un lado su teoría ecológica es un gran esfuerzo intelectual, construido con montañas de datos, para demostrar
que todos los comportamientos que los eugenesistas achacaban a la raza eran en realidad el producto de una interacción entre
el entorno espacial y económico (las fuerzas del mercado), la retroalimentación de los prejuicios y una subcultura que se podía
modificar mediante la educación. Su concepto culturalista y ecológico de las diferencias socioculturales los colocaban en ese
sentido al mismo lado que la antropología en su rechazo y combate contra el racismo pseudocientífico. Lohman (1947), profesor
durante varios años en el departamento, rebatió con argumentos sólidos a los autores racistas que pretendían usar los resultados
de los test de inteligencia de los reclutas (en los que los negros puntuaban en términos generales por debajo de los blancos)
como prueba científica de la superioridad de los últimos. Lohman desagregó los datos y demostró que los negros del norte
habían puntuado por encima de los blancos del sur (Lohman 1947:49). Era todo una cuestión de entorno y educación, no de
genes. Este rechazo al racismo genético lo demostraron con hechos biográficos ilustrativos: Park fue asistente en su juventud,
durante varios años, de Booker T. Washington, profesor afroamericano del Tusckegee Institute, una institución de educación
superior para negros en Alabama y uno de los exponentes de la lucha por la igualdad racial en los Estados Unidos de fin de
siècle (Rauschenbush 1979). La propia escuela elevaría a un afroamericano, Edward Franklin Frazier, que llegó a Chicago
proveniente, precisamente, de Tusckegee, y a una sino-americaa, Rose Hum Lee, a las cotas más altas de la academia.
Sin embargo, la aplicación de la ecología biológica a la sociedad tenía el efecto de naturalizar las causas y, por tanto,
de alguna manera, reificar, la estructura social de clases y las subculturas étnicas, lo cual es una forma implícita de negar la
posibilidad de que estas puedan ser completamente transformadas por la intervención humana. Esta posición ya recibió críticas
en su propio tiempo, provenientes de sociólogos de otras universidades. Alihan (1938) desde Columbia acusará a la Escuela de
Chicago de ser ideológica, de mero reflejo de la cosmovisión de la clase capitalista americana. Gettys (1940) acusó a su
biologismo de mistificatorio y de desviar la atención de las verdaderas causas de los procesos sociales.
La posición de Chicago es la clásica del funcionalismo anglosajón, consciente y premeditadamente alejada de los
análisis marxistas (como lo había sido la de Durkheim y Weber en Europa). Como muy bien apuntan algunos de sus críticos
pertenecientes a aquella corriente, la Ecología Humana ignoraba completamente la dimensión de las clases sociales y del
conflicto entre ellas, sustituyéndola por la obsesión, idiosincráticamente estadounidense, por la raza y la etnia y la “naturalización”
ecológica de la estratificación social (Zukin 1980; Merrifield 2002). Tampoco está presente apenas en sus análisis el papel que
juega la maquinaria de un Estado al servicio de la burguesía capitalista y de la supremacía de la raza blanca en la estructuración
del espacio construido (lo que habría llevado a ver al Estado como claro cómplice cuando no fautor de la degradación de la Zona
de Transición, por la dejación de su responsabilidad de invertir en adecuadas infraestructuras, en la construcción de un Estado
de Bienestar, o en mecanismos de desarrollo comunitario). Para la ecología funcionalista el sistema funciona de acuerdo a unas
leyes que se presentan como independientes de la acción humana: la ley del mercado y la de competencia cooperativa entre
grupos. No existe apenas ninguna crítica al Estado ni a su papel premeditado e institucional en fomentar la segregación racial
urbana.
Una posición realmente beligerante contra el racismo habría supuesto una denuncia masiva y decidida al sistema de
apartheid institucionalizado inscrito en los Restrictive Covenants y refrendado por el redlining de la FHA. Dicha contestación
existió en los Estados Unidos y, fue, en efecto, masiva (Bridewell 1938; Weaver 1940; McDougal y Mueller 1942; Weaver 1944;
Myrdal 1944; Kahen 1945; Dean 1947; Long 1947; Abrams 1947; Weaver 1948; Groner 1948, Ming 1949). Entre los que saltaron
a la trinchera en contra de la segregación residencial merece destacar figuras tan importantes como el director de la New York
Housing Authority Charles Abrams (Henderson 2000), cuyos tonos fueron tan duros que comparó la legislación de la FHA con las
Leyes de Nüremberg nacionalsocialistas (Abrams 1947; Wiesel 2004), o el consejero para asuntos afroamericanos del
Departamento del Interior Weaver (los dos blancos). Sin embargo, dichas críticas están prácticamente ausentes en los escritos
de la sociología de Chicago. Ellos, investigadores infatigables de la gran ciudad, notarios escrupulosos de sus conflictos raciales
y su segregación, callan significativamente a la hora de denunciar la que era, sin duda, una de las causas fundamentales de la
misma. Un rastreo por la producción de la escuela o de los artículos publicados por su revista entre 1920 y 1950 nos ha llevado a
identificar solamente dos menciones explícitas y condenatorias de los Restrictive Covenants (Lohman 1947; Jones 1948). Ambas
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son tardías, firmadas por autores menores y hacen sólo mención a los Covenants, pero no al redlining. La de Jones se refiere
sólo a los mexicanos (entonces una minoría sociológicamente muy pequeña). La de Lohman ataca de lleno el problema, que era
sin duda la segregación de los negros, pero es muy significativo que la fuente de la que toma la información sea el estudio de
Myrdal sobre Chicago - un sociólogo sueco, observador externo- y no cite ni un solo autor de la casa a este respecto. La
ausencia de lo que no se dice es un como un libro abierto.
Este posicionamiento sorprende menos (o aún más, según se mire), cuando descubrimos que el artífice de los
Residential Security Maps de la FHA fue, precisamente, uno de los sociólogos del departamento de Chicago, del que ya hemos
hablado: Homer Hoyt. En 1934 había sido nombrado economista jefe del área de vivienda de la FHA y fue él quien elaboró los
primeros mapas, aplicando los conocimientos y metodologías desarrollados en el estudio del mercado inmobiliario (al que había
dedicado los años precedentes y que sería siempre su área de especialización). Es, de hecho, en un informe para la FHA, y no
en una revista académica, donde Hoyt elabora su famoso modelo sectorial que corregía el de Burgess (Hoyt 1939). Autores
críticos como Beauregard (2007) sostienen que la corrección del modelo proviene, precisamente, de la valoración consciente por
parte de Hoyt del efecto de estos factores de política segregacionista en el desarrollo urbano. Aunque Hoyt reconocía que
seguían existiendo procesos ecológicos externos a la acción política que no se podían controlar (ningún agente inmobiliario
puede modelar completamente un área urbana), el efecto de la posición intervencionista que él mismo estaba diseñando era sin
duda muy fuerte. El asentamiento de los grupos étnicos en la ciudad no era únicamente formateado por fuerzas ecológicoeconómicas espontáneas como había sostenido Burgess. Era dirigido “por otros factores” y ello daba lugar a aquel patrón
sectorial que rompía la inevitabilidad de la dinámica unidireccional centro-periferia. Sin embargo, Hoyt se guardó mucho de
reconocer explícitamente que aquel modelo sectorial estaba guiado por políticas segregacionistas.
Más allá del silencio, la investigación bibliográfica revela incluso trazas de una actitud “negacionista” del problema
entre los de Chicago. El artículo de Weimer (1937), colaborador de Homer Hoyt, The Work of the Federal Housing Administration
es claramente apologético y el de Johnson, The Negro, publicado por el American Journal of Sociology en 1942, saluda el
notable mejoramiento de las condiciones de los afroamericanos en todos los terrenos gracias a la política del New Deal.
Más allá de sus disquisiciones teóricas contra el racismo y sus relaciones con académicos de las minorías no blancas,
los sociólogos de Chicago se nos aparecen mayoritariamente como hombres del sistema, gente de orden, defensores de las
raíces culturales anglosajonas de la nación americana, de los valores familiares y de género de la clase media14 y creyentes
acríticos en la democracia liberal y la economía de mercado y –este es el gran tabú que pocos se atreven a decir- conniventes
con el sistema de apartheid racial. No prometían las mieles rosáceas de una sociedad de igualdad y justicia absoluta ni
llamaban a la revolución contra la clase blanca anglosajona que gobernaba el país (ellos mismos formaban parte de ella). Su
visión de los problemas urbanos no es la del humanista utópico convencido de que puede haber una salvación para todos, sino
la del darwinista que aplica las teorías biologicistas de la selección natural a los fenómenos humanos/urbanos:
“La estructura de la ciudad tiene sus fundamentos en la naturaleza humana, de la cual es “expresión” y, por lo
tanto, existe un límite a las modificaciones arbitrarias que se pueden hacer, sea en sus estructuras psíquicas
que en su ordenamiento moral” (Park 1952: 16).
Reconocerá un tardío Park en una obra ya póstuma. Incluso el poder más hegemónico y fuerte es incapaz de
reingenierizar completamente las formas de vida de la ciudad. Las consecuencias de esta visión es que se da por supuesto y se
acepta que el sistema siempre mantendrá en su seno un cierto grado de desorden, de anomia, de entropía, de “zonas
marginales”, aunque la naturaleza de este vaya cambiando en series cíclicas de ajuste. La naturalización del conflicto étnico
como “competición ecológica” por recursos escasos hace que la tensión racial y los prejuicios que se producen y reproducen en
ella se vean como un aspecto inevitable del funcionamiento del sistema. Eliminarlos del todo es imposible porque la vida es, entre
otras cosas, competición y siempre habrá perdedores e inadaptados pero, además, porque algunos de estos fenómenos
proceden de leyes psicológicas universales. Este argumento lo extraen los sociólogos de Chicago de las teorías psicológicas
sobre actitudes desviadas y prejuicios sociales que estaban desarrollando por aquellos años Gordon Allport y sus colaboradores
(Allport 1935, 1937; Allport y Kramer 1946; Allport y Postman 1947). No se pueden, por ejemplo, programar completamente la
pasión y los instintos y en ese sentido será inevitable que ciertos individuos, cualquiera que sean las características del entorno,
caigan en la delincuencia o en el círculo vicioso de la drogadicción. Los prejuicios raciales, continua este argumento, son hasta
cierto punto también inexorables puesto que provienen del mecanismo psicológico universal que tiende a buscar chivos
expiatorios como válvula de escape de las frustraciones de los individuos. La conclusión: siempre habrá frustraciones y siempre
habrá chivos expiatorios (Allport y Kramer 1946). Lohman (1947) citará explícitamente la obra de Allport para apoyar esta
postura.
Al considerar el conflicto racial como una ley de la naturaleza la Escuela de Chicago, aún reconociendo la igualdad
genética de todas las razas, declara su incapacidad (y falta de voluntad) para acabar con la segregación. Una posición
verdaderamente progresista habría tomado la igualdad genética del género humano para, como así lo hizo la ciencia social más
adelante, declarar abolido el propio concepto de raza y luchar por la construcción de una sociedad post-racial (Baker 1998). La
respuesta de los sociólogos de Chicago al problema no apunta en absoluto en esta dirección sino en todo caso, a la de una
segregación igualitaria, “iguales en derechos pero separados” y quizá ni eso. Lo importante era que las bolsas de entropía no
afectaran significativamente al buen funcionamiento del sistema en su conjunto. Es aquí donde la Ecología Humana encuentra
Pensemos en sus preocupaciones sobre la promiscuidad de las chicas de clase baja o en sus estudios sobre el divorcio, cuyo objetivo implícito
era ofrecer herramientas racionales para rebajar su incidencia (Burgess y Cottrell 1939).
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su propio límite a la teoría asimilacionista del melting pot. La asimilación era contemplada por Park y sus discípulos como el
resultado final (y deseable) del proceso ecológico (natural) de la inmigración. Algo que podía demostrarse empíricamente
echando la vista atrás a la historia de Chicago en el siglo XIX (Cressey 1938). Pero ese proceso se había descrito para la
inmigración europea, eslavos, judíos y mediterráneos incluidos, cuyos rasgos somáticos les permitían, a fin de cuentas,
confundirse con el resto de la población (¿cómo se podía segregar sine die a un judío pelirrojo o a un italiano de ojos azules
cuando había anglos o irlandeses de ascendencia celta que eran más oscuros que ellos?). La posición cambió sin embargo con
la llegada masiva de poblaciones de fenotipos “no camuflables” (en aquellos años 20 a 40 estos eran masivamente los negros).
Esta población, que irónicamente, compartía una cultura y una lengua común con los angloamericanos y habría sido, por tanto,
más rápidamente integrable desde el punto de vista cultural que un campesino polaco, se declara de repente “inasimilable”. La
explicación: la “dramática” visibilidad externa de la diferencia étnica impide e impedirá que se diluyan los prejuicios contra los
grupos “de color”.
La teoría culturalista del interaccionismo simbólico, que había sido una herramienta muy potente para combatir los
determinismos genéticos, fue utilizada, paradójicamente, para justificar la inevitabilidad de la segregación y desinflar toda la
fuerza de las argumentaciones antirracistas: no importa si los negros no son racialmente inferiores a los blancos, lo que importa
desde el punto de vista social el que la mayoría de los blancos creen que esto es así; no importa si los prejuicios sobre los negros
no se apoyan sobre una base empírica y sus mayores niveles de alcoholismo o violencia son mero producto del ambiente, lo que
importa es que la mayoría de los blancos los desprecian y los temen por ello y, en consecuencia, no quieren vivir con ellos. El
relativismo cultural se revelaba, entonces como siempre, como un arma de doble filo y fue utilizada incluso para justificar las
creencias y actitudes de los racistas: en el fondo ellos tampoco son responsables, son producto de su propio entorno. Pero es
que además, el relativismo escondía, en el fondo, un cierto determinismo biológico: en esta relación entre cultura y entorno el
racismo se aprende en la infancia, con el proceso de socialización, como el lenguaje. Y como el lenguaje, queda fuertemente
grabado en nuestras estructuras cognitivas inconscientes y es muy difícil de desactivar. Autores como Lohman (1947: 5)
reconocen que todos, incluso los más bienintencionados sociólogos como él mismo, deben de luchar constantemente contra sus
prejuicios para tratar de ser ecuánimes. La conclusión: al menos por el momento no hay solución definitiva al problema del
racismo. Lo que propone la sociología de Chicago: mecanismos de control social para contener y rebajar (que no eliminar) la
tensión social. Uno de esos mecanismos era evitar los conflictos étnicos separando a los grupos. Exactamente la política que
emprenderán las autoridades, con la bendición y colaboración de los ecólogos sociales. El otro, la intervención reformista en los
guettos negros para morigerar los efectos de su marginalidad y rebajar la agresividad de sus poblaciones.
Una ilustración casi perfecta de la primera de estas estrategias la constituye el texto de Joseph Lohman, The Police
and Minority Groups: A Manual Prepared for Use in the Chicago Park District Police Training School. Un ejemplo de la aplicación
de las teorías ecológicas y el interaccionismo social a la formación de las nuevas generaciones de policías destinados a patrullar
el guetto. Lohman - ¡maravilloso pluriempleo de aquella época!- compaginaba su cargo de profesor en el departamento con el de
sheriff del condado de Cook, cuya capital es Chicago. El objetivo principal del manual era elevar la profesionalidad de la policía
metropolitana haciéndola más efectiva en la prevención y control de los conflictos raciales mediante la aplicación de los principios
científicos elaborados por la Ecología Humana. Por este motivo, Lohman dedica la primera parte del manual a introducir la
posición de la escuela en el conflicto racial. Desde las primeras páginas ese conflicto se describe como inevitable:
La sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos grupos [raciales] tiene una contribución que
hacer al funcionamiento de nuestra sociedad […] Sin embargo, debemos reconocer el hecho de que la nuestra
es una sociedad competitiva. No sólo los individuos sino los grupos étnicos y raciales están en competencia
mutua (Lohman 1947:3)
El párrafo recoge el concepto parkiano de cooperación competitiva entre grupos, lo acepta como una dinámica
inevitable, una ley universal del sistema, que se saluda como el motor de la economía capitalista de mercado y la causa de la
grandeza de la sociedad norteamericana. Pero, advierte a continuación, llevada a su extremo esta “lucha entre las especies”
puede resultar una energía negativa para el país:
Está implícita en la lucha la posibilidad de enfrentamientos abiertos y estallidos de violencia social […] Es
obvio que tales condiciones no sólo destruirían nuestra democracia sino que harían imposible el funcionamiento
de nuestro sistema industrial (Lohman 1947:3)
Ha empezado el baile de las revelaciones: en lo que es un claro ejemplo de inversión del mecanismo de causalidad, la
democracia se ve como una realidad dada de antemano y amenazada por los disturbios raciales en lugar de entender estos
como consecuencias de la ausencia real de democracia. Por otro lado, está claro dónde se sitúa la verdadera preocupación de
nuestro representante de la ley, el orden y la ciencia: no en la discriminación y en las terribles condiciones de vida que son la
causa última de la violencia sino en sus efectos disruptores del mecanismo de producción industrial. Una amenaza que en
aquellos años 40 se consideraba especialmente seria. Los disturbios raciales incendiaban las ciudades norteamericanas
causando muerte y destrucción. Eran los años de la Guerra Fría y el país no podía permitirse una quinta columna en su interior.
Los disturbios, como el mismo Lohman reconocía (Lohman 1947: 70), eran provocados la mayor parte de las veces
por los blancos. El regreso de los veteranos blancos de la Segunda Guerra Mundial a sus antiguos barrios obreros aumentaba
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las posibilidades de tensión. Muchos de estos ex combatientes sufrían de una patología entonces no identificada, el Trastorno
por Estrés Postraumático, que los hacía, en conjunción con los prejuicios preexistentes, más propensos a la violencia racial. Para
poner fin a estos conflictos que amenazaban el funcionamiento de la economía del país, Lohman se inclina expresamente por la
política del gobierno federal: realojar a los blancos en los suburbios (Lohman 1947: 68-69). Y se encuentra un ulterior argumento
para justificar su posición: los estudios realizados por sus colegas del departamento, como Drake y Cayton (1945), indicaban que
los negros tampoco querían integrarse con los blancos. Y Lohman se apresta a tranquilizar a la comunidad blanca asegurando
que eran falsas las voces de los agitadores del odio racial que asustaban a la gente diciendo que los negros tenían un plan
premeditado para invadir las zonas blancas. No invaden, se ven empujados por la carestía y la precariedad de la vida en “sus”
zonas15. Y, estén tranquilos, no muestran ninguna disposición, a casarse con blancas (Lohman 1947:70)
La constatación de la reciprocidad del rechazo esconde apenas una defensa del prejuicio racial. El racismo sigue ahí,
no ha desaparecido, ha quedado sólo sofisticadamente maquillado con el polvo de arroz del relativismo cultural. La afirmación de
que los negros son igualmente racistas, no acompañada de una explicación del porqué de esa actitud (¿no sentiría cualquiera
animadversión hacia quien te margina y segrega?) es utilizado, en el argumento de Lohman, para quitar implícitamente hierro al
racismo de los blancos. Los dos son valores culturales relativos, opiniones privadas, que debemos, finalmente, respetar. Un
argumento que queda claramente explicitado y proyectado en el caso de la policía. Lohman reconoce que los oficiales
(mayoritariamente blancos) también tienen sus prejuicios, “como todo el mundo” (le faltó decir “como yo”, pero la explicitación no
era necesaria, puesto que ya sabemos que él también era policía), y que esos prejuicios les llevan en muchas ocasiones a tratar
diferencialmente a las poblaciones de color, contribuyendo así a incrementar la tensión racial (Lohman 1947:3). Pero, recuerda
Lohman al final del texto, no es menos cierto que la policía se convierte también en muchas ocasiones en “el chivo expiatorio
sobre el que las minorías étnicas descargan sus frustraciones” (Lohman 1947: 103). Y, ya liberado del peso del pudor, continúa
su particular strip-tease: Si bien un cuerpo de policía profesionalizado y que opere con metodologías “científicas” debe dejar a un
lado sus prejuicios durante el cumplimiento del deber, lo que piense durante sus horas libres no sólo no es de la incumbencia de
nadie sino que es un derecho inalienable.
Hay que distinguir entre sus propios derechos como ciudadano particular y sus propias convicciones
personales y responsabilidades como oficial de policía (Lohman 1947: 5)
Es posible que las afirmaciones de Lohman estén parcialmente sesgadas, además de por su propio rol como agente
de la ley, por un cierto temor a ofender las sensibilidades de un cuerpo de policía en cuyas filas se contaban muchos racistas.
Puede que la suya sea una postura parcialmente diplomática (no se puede reformar el cuerpo enfrentándose directamente a él),
pero es razonable pensar que estas prevenciones no invalidan las conclusiones finales que del texto pueden extraerse: a través
de la alquimia del relativismo cultural, los prejuicios raciales se han convertido en un “derecho individual”, en valores provenientes
de una subcultura concreta: la de los blancos. Y estos, eximidos en buena parte de su responsabilidad. Son las incómodas
derivaciones de una teoría interaccionista llevada al extremo: si la delincuencia, la adición o la pobreza se aprenden (y ello debe
llevarnos a no condenar a quienes la practican), también el racismo se aprende16 (y la conclusión sáquenla ustedes mismos). No
encontraremos en la escuela ecológica una llamada a la eliminación de las barreras entre las subculturas constituidas a ambos
lados del parteaguas racial sino, todo lo contrario, a la consolidación de las mismas.
Lohman era consciente de que el realojo de los blancos en el suburbio tardaría aún unos años en completarse. En
espera de la “solución final”, el sociólogo aboga por establecer un cordón sanitario policial lo más eficiente posible entre negros y
blancos. Para ello el manual introduce las más modernas técnicas de psicología de masas para instruir a los oficiales sobre cómo
controlar los posibles enfrentamientos entre negros y blancos para que estos no degeneren en guerra abierta: localizar los puntos
de tensión más “calientes” y concentrar allí las dotaciones policiales; no exhibir públicamente actitudes racistas; no emplear
violencia excesiva ni indiscriminada; identificar y aislar inmediatamente a los cabecillas, etc. (Lohman 1947: 84).
La segunda estrategia para desactivar el conflicto es la de actuar proactivamente en los guettos, mejorando las
condiciones de vida de sus poblaciones. En este sentido no se puede acusar a los sociólogos de la escuela de Chicago en
bloque de haberse aislado en su torre de marfil. El departamento contribuyó positivamente a consolidar el Trabajo Social como
una disciplina científica siguiendo la línea en la que ya venían trabajando desde finales del XIX el Settlement House Movement y
la Charity Organization Society (Polikoff 1999). En 1927 la Universidad de Chicago empezó a publicar la Social Service Review,
una de las revistas decanas de investigación en Trabajo Social y a ello le siguieron la publicación de algunos manuales como el
Handbook on Social Case Recording (Bristol 1936). Algunos de los profesores pondrían en marcha proyectos sociales aplicados,
tanto desde la administración como desde el sector no gubernamental. A los ya mencionados casos de Mead o Thomas se
Esta afirmación, como ha demostrado Wiese (2004) en un estudio publicado por la Universidad de Chicago, no era cierta. Y ese era,
precisamente, el problema. Durante toda la época se observa una tendencia de los segmentos negros mejor situados económicamente a
mudarse a los suburbios. Ellos también habían asimilado los valores americanos. El sistema se aprestó a poner en marcha sus mecanismos para
contener la invasión y mantener el suburbio lo más racialmente blanco posible.
16 En 1973, un equipo de psicólogos de la Universidad de Stanford mostraron al mundo el resultado de un experimento realizado dos años atrás
con estudiantes y en el que se simularon durante varias semanas las condiciones de una prisión: se otorgó a un pequeño grupo el rol de
carceleros y el poder de reprimir al resto (Haney, Banks y Zimbardo1973). Sus conclusiones han recibido muchas críticas a lo largo de los años
pero el estudio se hizo famoso y armó gran revuelo porque las filmaciones mostraban cómo, ya desde los primeros días, el doble proceso de
internalización del rol y de conformidad a la norma había derivado en actitudes realmente crueles y opresoras por parte de los estudiantescarceleros y, al contrario, posiciones victimistas y de agresividad contenida entre los estudiantes-prisioneros. Exactamente el mismo complejo
actitudinal y comportamental que se observaba en situaciones reales. Como, por ejemplo, en los campos de concentración nazis o los guettos
norteamericanos.
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pueden añadir los de Louis Wirth (director durante los años 20 del área de delincuencia juvenil de una ONG judía en Chicago) y
sobre todo el de Clifford Shaw, fundador del mucho más ambicioso Chicago Area Project.
Este último proyecto de intervención social fue iniciado por Shaw a principios de los 30 en Rusell Square, una de las
zonas de mayor criminalidad de Chicago, con el propósito de testar sus teorías para la prevención de la delincuencia. El territorio
era vandalizado por quince bandas y cada año más y más jóvenes se sentían atraídos por la violencia. La estrategia de Shaw,
completamente vanguardista por entonces, fue reclutar trabajadores sociales entre los propios miembros de la comunidad, con la
intención de reconstruir el tejido comunitario desde abajo, elevando la autoestima de los residentes al confiarles puestos de
liderazgo y responsabilidad y creando de esa manera modelos de comportamiento positivo de referencia local, conocidos por los
jóvenes delincuentes. La idea central era ayudar a los residentes a solucionar sus problemas por sí mismos, en lugar de
intervenir completamente desde fuera. Los trabajadores locales incluían padres de familia pero también -un auténtico escándaloexconvictos, reos en libertad condicional y miembros de las propias bandas. Shaw estaba convencido de que no se podía ignorar
los micropoderes fácticos del barrio y que si se querían conseguir los objetivos marcados había que involucrarlos en el proceso.
Estaba también convencido de que la reinserción era absolutamente necesaria para cortar el círculo vicioso de la criminalidad.
Ideas todas que hoy en día parecen de sentido común pero que no lo eran en la época. Los esfuerzos del CAP se encaminaron
en tres direcciones: educación, entorno urbano y justicia. En el primer caso se trató de mediar en las relaciones entre profesores
y familias, luchar contra el absentismo escolar y subvencionar instalaciones recreacionales (campos de beisbol, columpios para
niños, campamentos de verano) para inculcar entre los jóvenes los valores del deporte. Shaw se inspiraba en un proyecto ya
consolidado y por entonces mítico en la ciudad: el de la Hull House, uno de los centros emblemáticos del Settlement House
Movement, inaugurado por Jane Addams, la presidenta del movimiento en los Estados Unidos, en 1889 (Polikoff 1999; Reyes
2008)17. En el entorno urbano, el CAP impulsó campañas de limpieza de los barrios y de toma de conciencia (una aplicación
implícita de la Teoría de las Ventanas Rotas). En el terreno judicial intervenía con apoyo legal ante el juzgado de menores para
evitar que un pequeño delito adolescente pudiera, por culpa de un sistema penal excesivamente prejuiciado y duro,
desencadenar el mecanismo del odio y la rabia que conducían a la producción del criminal adulto.
Shaw empezó trabajando en un barrio blanco pero muy pronto desplazó el centro de atención hacia las comunidades
negras. Se había dado cuenta que era en ellas donde estaba la verdadera bomba de relojería que amenazaba el American
Dream. Mientras que, con más o menos prejuicios en el camino, el camino del ascenso social estaba eventualmente abierto al
resto de los grupos étnicos inmigrantes, los afroamericanos, cuyo color de la piel no se podía disimular ni en público ni en
privado, tenían prácticamente todas las puertas cerradas. Encerrados en los guettos, enfrentados a escoger entre una posición
de subordinación permanente o la delincuencia. En 1947 se habían creado siete comités en todo el sur de Chicago y el CAP
sigue existiendo hoy en día aunque la eficacia de sus programas siempre fue menor de lo que podría haber sido debido a las
dificultades de financiación que encontró por parte de una sociedad que seguía confiando más en la tradicional solución policial
que en la novedosa ingeniería social de los sociólogos18.
Estos esfuerzos reformistas estaban encaminados a desactivar dicha bomba, no a eliminar las diferencias socioeconómicas. Se trataba, como muy sintéticamente revela el título del artículo publicado en 1943 en el American Journal of
Sociology, The Channeling of Negro Aggression by the Cultural Process (Powdermaker 1943) de un programa de reeducación
cultural para mantener bajo control la rabia destructiva del guetto. ¿Incluía ese programa la movilidad ascendente del negro? En
principio, no. La solución propuesta por los de Chicago es muy parecida a la que en los 90 plantearían, con tonalidades raciales
desvaídas por el paso del tiempo y los imperativos de la corrección política, los sociólogos conservadores de tendencia neoliberal
como el Francis Fukuyama de Trust. The Social Virtues and the Creation of Prosperity (1995). Un cínico posibilismo cuyo
razonamiento podría muy bien resumirse en la frase de Lohman: “La sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos
grupos [raciales] tiene una contribución que hacer al funcionamiento de nuestra sociedad…” Sí, pero unos como basureros y
otros como abogados y médicos. Y puesto que el sistema siempre necesitará basureros lo que el sistema debe de crear si quiere
aspirar a la armonía es basureros felices y contentos de serlo. La socialización en un conjunto de valores y metas culturales
comunes a toda la sociedad (el que pone como modelo social al profesional de clase media habitante de los suburbios) sólo
provoca alienación y frustración en quienes no pueden alcanzar dichas metas. Con ellas llegan los comportamientos desviados
que son altamente deletéreos para toda la sociedad. ¿La solución? Un set alternativo de valores para las clases bajas basado en
la renuncia a la movilidad social y espacial y en la realización de las expectativas vitales (en las horas libres fuera del horario de
recogida de basuras, se entiende) a partir de canales inocuos para el sistema (religión, familia, deporte…). ¿El resultado? Cada
uno en su lugar. Para desarmar a Mr. Hyde acabemos con el mito del American Dream y sustituyámoslo por una versión
moderna de la ética hindú de las castas. Como magistralmente argumentaba el éxito de la gran pantalla de las Navidades de
1967, el “Adivina quién viene a cenar”, de Stanley Kramer, el liberal personaje encarnado por Spencer Tracy descubrió de
sopetón, en sus propias carnes, que una cosa era defender la igualdad de los negros de forma abstracta y general y otra muy
diferente tenerlos a cenar en tu casa todas las semanas. Y mucho menos aún si ese negro resultaba ser el marido de tu hija. La
idea probablemente era aún impensable, incluso como ficción cinematográfica, en 1947.
La Hull House estaba situada en un barrio de inmigrantes italianos y era operada por mujeres universitarias. Organizaba una gran variedad de
eventos culturales y deportivos para dinamizar el barrio, operaba proyectos sociales (asistencia a mujeres maltratadas, programas de profilaxis
sanitaria, etc.) y retroalimentaba la praxis con la investigación sobre las condiciones de vida en el barrio (Polikoff 1999; Reyes 2008).
18 La historia del Chicago Area Project puede consultarse en su página web oficial. http://www.chicagoareaproject.org/historical-look-chicagoarea-project
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3.3.6. El legado científico: La Escuela de Chicago entre los atisbos de la ciudad postmoderna y las rémoras
epistemológicas del paradigma moderno.
La herencia dejada por la Escuela de Chicago en la sociología urbana es tan enorme como controvertida. Aún habría
de completarse con una tercera generación en los años 50 y 60. En aquellas décadas que pueden fecharse, grosso modo, entre
el articulo de Park en 1915 y la 4º edición de los Principles of Criminology de Sutherland en 1947, el Departamento de
Sociología de Chicago dejó establecidos los principios para un estudio sistemático de los fenómenos sociales urbanos desde una
óptica sistémica que articulaba con razonable solidez los factores espaciales, y los socio-culturales. La evidencia de la solidez de
muchos argumentos (profecía autocumplida, interaccionismo simbólico, asociación diferencial etc.) está en que algunos de sus
conceptos fueron retomados por investigadores posteriores y forman parte hoy día del corpus de conocimiento acumulativo
aceptado por la sociología. El estudio transatlántico de Thomas y Znaniecki (1918-20) sobre la inmigración polaca se adelanta en
muchas décadas a los estudios actuales sobre comunidades diaspóricas y la necesidad de investigarlas en todos los puntos de
su recorrido espacial. Es decir, es un pionero absoluto de lo que en los 90 Marcus acuñará como la “etnografía multisituada”
(Marcus 1995). Harris y Ullman (1945), con su modelo policéntrico, saludaban, quizá no del todo conscientes de sus futuros
desarrollos, un nuevo modelo de ciudad que rompía con la explicación moderna que ponía precisamente a la centralidad y
concentración espacial de funciones y población como uno de las factores fundamentales que explicaban el origen de la ciudad y
los principios que la mantenían en funcionamiento (el modelo moderno clásico de aquellos años, además del de Burgess, es el
del geógrafo Christaller (1933)). Lo que Harris y Ullman observaron como una tendencia incipiente en Chicago acabaría
convirtiéndose en la forma hegemónica de crecimiento urbano en Norteamérica en las siguientes décadas. La escuela
postmoderna de Los Ángeles la considera hoy el paradigma de la ciudad postindustrial (Dear and Dishman 2001; Dear 2002).
Last but not least, sus avances en la comprensión del fenómeno de la etnicidad y la raza desde una perspectiva no biologicista,
de los efectos sociales del prejuicio étnico-racial, de la socialización espontánea en el grupo de pares, de la relativa autonomía de
la cultura con respecto a la economía política son avances todos ellos que prefiguran los posteriores aportes de la sociología y
antropología postmodernas.
Ello no quita, por supuesto, para que el modelo merezca severas críticas. Estas críticas vendrían muy pronto, incluso
al interno del propio departamento, como veremos, y serían muy necesarias, pues el modelo, con todas sus virtudes, adolecía de
grandes defectos. Una parte de esas taras era causada por las anteojeras epistemológicas del paradigma de la modernidad:
fenómenos como la cultura de bandas, la identidad bicultural de muchos inmigrantes o el fenómeno de los hobos no podían
entenderse desde dicho paradigma, que tenía serias dificultades para comprender las realidades multívocas (aferrado como
estaba al principio lógico de identidad: algo no puede ser dos cosas a la vez) o los procesos sociales en estado de flujo. Su
paradigma sólo les permitía entender aquellos agentes sociales insertos en una estructura, en la lógica de interdependencia del
sistema. Veían el mundo de forma completamente espacializada, como un proceso de conquista o defensa de un territorio, de un
nicho ecológico. ¿Pero qué ocurría con los que vivían entre y estaban adaptados a más de un nicho, como las comunidades de
diásporas? ¿O los que no querían adaptarse a ninguno (como los hobos)?
En ese sentido, aunque las semillas de la revolución epistemológica postmoderna estaban presentes en la Escuela de
Chicago (culturalismo, interaccionismo simbólico) el peso del positivismo modernista era aún muy grande. Sería necesario
esperar a la llegada de la revolución epistemológica postmoderna para poderlos aprehender en todas sus dimensiones: la figura
del hobo, por ejemplo, puede hoy explicarse mejor como una forma de cultura desespacializada que existe sólo en estado de
flujo como las que estudió James Clifford en su Travelling Cultures (1992). En el mejor de los casos algunos autores llegaron a
intuir levemente lo que eran ya los primeros síntomas de una transformación de la sociedad, y de la ciudad, hacia una economía
postindustrial. Así, Cressey, en su The Taxi-Dance Hall, subtitulado a Sociological Study in Commercialized Recreation and the
City (1932), es pionero en describir una vida urbana y un capitalismo que giran en torno al placer, a la producción y consumo de
experiencias lúdicas y no la de la producción de manufacturas industriales. Los Taxi-Dance Hall eran salones de baile
frecuentados por los jóvenes de clase media en los que pagaban por bailar con señoritas, como quien alquila los servicios de un
taxista. La actividad estaba revestida de ambigüedad, pues el alquiler de la pareja de baile podía dar derecho a algo más. Pero
no se trataba de prostitución propiamente dicha: el servicio no implicaba explícitamente la prestación sexual y el resultado
dependía en buena medida del juego ente el gusto personal de cada chica y las capacidades de seducción del joven. Era una
situación ambigüa entre promiscuidad erótica y comercio carnal que presentaba un desafío para una mentalidad modernista
acostumbrada a clasificar en nítidas categorías. ¿Era prostitución o no lo era? La solución que ofrece Cressey al dilema
planteado es sumergir el fenómeno en una categoría más general, de naturaleza completamente moral: es vicio, si bien se trata,
admite, de un “vicio pintoresco” (Cressey 1932:180) Una estricta moral modernista, basada sobre la ética industrial de la
producción y del trabajo, le impide ver a esta otra ciudad, la que vive con el ritmo opuesto al del trabajador, la que sale de noche
y vuelve de madrugada, como un fenómeno normal, como un producto mismo de la evolución del capitalismo siempre en
expansión, que tiende a mercantilizar todos los aspectos de la vida y cuyo propio éxito genera una desregulación de las pulsiones
individuales y la extensión del tiempo de ocio para un número siempre mayor de personas. Aquellos balbuceos de la metrópolis
postmoderna, la ciudad del espectáculo hecha para maravillar, gozar y consumir tanto como para controlar, organizar y producir,
había sido mejor intuida por la propia cultura popular de la época que por los sociólogos. La encontramos en la letra de la famosa
canción dedicada a la ciudad, Chicago (that Toddlin’ Town), escrita en 1922 por el inmigrante germano-americano Fred Fisher y
que popularizaron mundialmente Fred Astaire y Ginger Rogers en los 30 y Frank Sinatra en los 50. Chicago, esa ciudad que era
apenas un infante que empezaba a caminar (toddling), era el lugar que te hacía “perder la tristeza” por que “ellos tienen tiempo”
(para el ocio, se entiende) y en su State Street se veían cosas “que no veréis en Broadway”. En cambio, el mundo de la noche
que Cressey describe está teñido de sombras negativas y moralina: es el mundo del vicio, de las costumbres disipadas, de las
cigalas que se aprovechan de las hormigas, es, en suma, disfuncional, desviado. El mundo de Mr. Hyde.
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3.4. Otros aportes del periodo: Sorokim y Zimmerman en Harvard. Sociología urbana en Gran Bretaña 1900-1930.
La potencia de la Ecología Humana de Chicago fue tan grande durante las primeras décadas del siglo XX que eclipsa
los aportes producidos desde otras instituciones. Aunque, evidentemente, los sociólogos de Chicago no fueron los únicos en
realizar estudios sobre las sociedades urbanas contemporáneas, la originalidad y consistencia de sus paradigmas teóricos
provocan la práctica exclusión de otros autores, por economía de espacio y por criterio de prioridades, de una obra panorámica
como esta. Merece la pena, sin embargo, dedicar algunas líneas a la obra conjunta de dos autores que trabajaron desde
Harvard: el académico ruso Pitirim Sorokin, fundador del Departamento de Sociología en dicha universidad, y su colega
americano Carle Clark Zimmerman, coautores del monumental esfuerzo en sociología comparativa Principles of rural-urban
sociology (1929). Sorokin y Zimmerman utilizaron un enfoque sistémico, que seguramente bebía de la ecología humana, y lo
combinaron con el método comparativo transocietal e histórico para dilucidar las características que definían y diferenciaban,
universalmente, las sociedades urbanas de las sociedades rurales. Para ello identificaron ocho grandes conjuntos de variables
que, a su modo de ver, distinguían las condiciones de vida rural y urbana: empleo, medio ambiente, tamaño de la comunidad,
densidad de población, homogeneidad de la población, diferenciación social, movilidad y sistemas de interacción social. Una obra
monumental, sin duda, que acometía un análisis comparativo con datos de innumerables sociedades a lo largo y ancho del
mundo y de la historia pero que sólo tangencialmente puede considerarse como un trabajo de sociología urbana. El foco y el
interés de Sorokin y Zimmerman está puesto en el campo y en los campesinos: los autores utilizan lo urbano más que como
objeto de estudio per se, como papel de tornasol para resaltar y analizar en profundidad las características de la sociedad rural,
tanto presente como histórica (el recorrido inicia en la prehistoria). Los autores tratan de ver una serie de fenómenos, hasta
ahora considerados fundamentalmente desde y en el contexto urbano, en el contexto rural (nivel de vida, grupos sociales,
sexualidad y vida familiar, criminalidad, inteligencia y hábitos cognitivos, creencias y dinámica política) y, en ese sentido, merecen
mucho más un puesto de honor en la historia de la sociología rural que en el de la urbana. Por otro lado, su visión del campo y la
ciudad sigue siendo muy dicotómica. Así, por ejemplo, es revelador que no mencionen ni traten el hecho del proceso
suburbanizador, ya iniciado por aquellas fechas en las principales metrópolis norteamericanas. Uno de los objetivos de Sorokin
era rellenar un vacío de la sociología: el estudio del colectivo que aún constituía la mayoría de la población, entender la sociedad
rural y el por qué de su mentalidad premoderna y el conservadurismo, cultural y político de los campesinos. Un objetivo muy
probablemente marcado por el origen ruso del autor (Rusia era una sociedad aún prevalentemente rural) y su biografía política
(Sorokin había participado activamente en la revolución rusa de febrero, había sido secretario de Kerensky y posteriormente
opositor al bolchevismo de Lenin, lo que le precipitó hacia el exilio; Sorokin sin duda debía de estar muy intrigado por la
resistencia que presentó una buena parte del campesinado a la colectivización de la tierra).
En Gran Bretaña la sociología se desarrolló mucho más lentamente y no llegó a consolidarse como disciplina académica
hasta los años 60. La Sociological Society había sido fundada en 1903. Entre las figuras que merece la pena destacar están las
de Branford y la de Geddes. Se trata de autores que mezclan la investigación de fenómenos sociales en la ciudad con su
abogacía por los proyectos de tendencia socialista de reforma urbana. Argumentaban que la mayoría de los problemas urbanos
se pueden solucionar con la planificación racional del urbanismo. Sus ideas fueron fundamentales en el Town Planning and
Garden City Movement de Ebenezer Howard, un proyecto parecido en cierto modo al de Tönnies, de carácter moderadamente
idealista, que pretendía crear la sociedad perfecta combinado los aspectos más positivos de los dos polos del continuum
rural/urbano. En lo metodológico se acercarán a la Escuela de Chicago, aunque su punto de partida es la escuela francesa de Le
Play. Se plantearán como objetivo estudiar la relación recíproca entre el entorno (el lugar) y la sociedad. Para Branford el lugar
determinaba el trabajo y el trabajo condicionaba la organización social (Scott y Husbands 2007). Para estudiar esta relación
desarrollarán una técnica de encuesta en hogares que es totalmente novedosa y que añadía un nuevo instrumento a la batería
metodológica de la sociología urbana para el futuro, uno que no habían apenas empleado los de Chicago. La primera encuesta la
había aplicado Geddes en 1903 en Dunfermline y a ellas le seguirían el Merseyside Survey (1934) y el The New London Survey
of London Life and Labour (1930) (Savage 1993:20). De los ecólogos de Chicago les aleja su preocupación fundamental con la
clase social más que con la raza o la etnicidad (consecuencia natural de la composición étnica de la Gran Bretaña de aquellas
décadas, que aún no era la sociedad multiétnica en que se convertiría después de la Segunda Guerra Mundial) y sus tendencias
socialistas y preocupación por el urbanismo. Al implicarse en el Garden City Movement aquellos primeros sociólogos urbanos
británicos contribuyeron al desarrollo de la forma de residencia rururbana que habría de imponerse en muchos países
desarrollados, empezando por los Estados Unidos donde se conoció como suburb y se convirtió en dominante a partir de los
años 50. Esa forma nueva de ciudad, con sus formas de vida y relaciones sociales asociadas, que ya habían detectado los
ecólogos de Chicago pero cuyo análisis habían completamente ignorado, seducidos por la fascinación por la desviación social y
el guetto.
52
CAPÍTULO 4. LA SOCIOLOGIA URBANA EN EL PERIODO DE POSTGUERRA: EL INICIO DE LA FRUCTÍFERA RELACIÓN
CON EL URBANISMO Y LA TERCERA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO (NUEVA ECOLOGIA HUMANA Y
DERIVA CUANTITATIVISTA)
4.1. Introducción: el desembarco del urbanismo en la Sociología Urbana.
La Escuela de Chicago había visto el crecimiento de la ciudad como un proceso sustancialmente espontáneo, regido
por las fuerzas “ecológicas” del mercado. En sus análisis está prácticamente ausente el papel de la planificación consciente de la
estructura espacial urbana y su composición social y racial, es decir, el papel del poder, a través de las herramientas
urbanísticas, para transformar el espacio a voluntad. Dewey (1950) hizo notar que este divorcio estaba empezando a cerrarse.
Así era, en efecto: a partir de la década de los 50 y en progresión geométrica los sociólogos urbanos van a volver sus ojos hacia
el urbanismo hasta el punto de convertirlo en uno de sus temas centrales de preocupación y de análisis. Al mismo tiempo, desde
el bando de los arquitectos y urbanistas se irán incorporando las preocupaciones y análisis sociológicos a la hora de planificar
sus diseños de transformación urbana. Se produce así una cierta convergencia entre las dos dimensiones que marcará a partir
de ahora la identidad de los estudios sociológicos sobre la ciudad. Al estudio de las relaciones entre sociedad y espacio
construido la sociología incluye las relaciones entre diseño urbanístico (y, por tanto, poder) y sociedad: ¿cuáles son las
intenciones implícitas y/o explícitas de los planes de diseño urbano y/o arquitectónico? ¿Cuáles sus efectos sobre las relaciones
sociales, sobre el bienestar económico o la identidad de las poblaciones? Estas serán algunas de las preguntas claves que los
sociólogos urbanos empezarán a hacerse en los años 50, tanto en América como en Europa, y continuarán haciéndose durante
el momento climático de la disciplina que supone la llamada Nueva Sociología Urbana de finales de los 60 y 70, que se analizará
en el próximo capítulo.
¿Qué había sucedido? ¿Por qué se produce ahora este enorme interés por los procesos de planificación urbana? La
razón es muy simple: es ahora, después de la Segunda Guerra Mundial, tras un primer empujón en los años del keynesianismo
de la Gran Depresión que había sido sofocado por el conflicto bélico, cuando la planificación urbana regulada por el Estado o
directamente ejecutada por este se convierte en la forma prevalente y cuasihegemónica de expansión urbana en los países
industrializados, incluidos los de la órbita socialista. Sólo en la periferia tercermundista las ciudades crecerán de forma
espontánea y desordenada (dando lugar a esa globalización del slum victoriano de la que hablaba Davies (2006)). Los modelos
de urbanización serán diferentes dependiendo de los países (ciudades jardín en el mundo anglosajón extraeuropeo, torres de
apartamentos en la Europa continental capitalista y el mundo soviético, una combinación de los dos en el Reino Unido) pero en
todos guiado por la mano (nada invisible) del Estado. La sociología urbana no haría, por tanto, otra cosa más que analizar la
tendencia histórica, dar cuenta de los procesos que empezaban a transformar la ciudad vertiginosamente por aquellos años.
4.2. El Estado, el capital y los reformadores sociales. Breve síntesis del urbanismo de un siglo (1850-1960)
El aterrizaje masivo del urbanismo en la ciudad puede considerarse como una nueva fase evolutiva de la
modernización, una etapa más del proceso de racionalización y burocratización que Weber asociaba con esta. También como la
expansión de la lógica del capital al terreno de la construcción del espacio y de la vivienda. El siglo XVIII había visto llegar la
modernidad a la agricultura. El XIX despegó con impulsos muy modernos y muy capitalistas en lo que respectaba a la aplicación
de la racionalidad y la lógica economicista de maximización, estandarización y producción en masa a la fabricación de
manufacturas pero aún poco modernos en lo que se refería a la producción del espacio habitado. Hasta mediados del siglo XIX el
urbanismo planificado había estado confinado sustancialmente al terreno de los grandes conjuntos y edificaciones del poder
(pensemos, por ejemplo, en Hardouin Mansart, en el eje del Louvre -iniciado por Napoleón I- y Les Champs de Mars en París o
Christopher Wren y la reconstrucción de Londres en el XVIII, tras su devastador incendio). La finalidad de este gran urbanismo
era fundamentalmente simbólica, no económica. Se trataba de ordenamientos que obedecían a una lógica de propaganda del
poder absoluto y, por lo tanto, resaltaban la singularidad y la suntuosidad. No se trataba de construir más con menos sino de
construir lo más grandioso posible, con altas exigencias estéticas, independientemente del costo.
Las cosas empezaron a cambiar hacia mediados del XIX, empezando por las grandes metrópolis. Allí los capitanes
racionalistas del capitalismo industrial empezaron a convencerse de la necesidad de diseñar el crecimiento urbano para
solucionar los terribles problemas materiales y sociales que habían creado varias décadas de migración rural, industrialización y
construcción dejados al libre albedrío del laissez-faire. Problemas de los que no podía escapar completamente nadie, pues sus
efectos directa o colateralmente tocaban también a las clases acomodadas (en forma de polución, mayor incidencia de
epidemias, ruido y congestión, delincuencia, amenaza de revuelta o revolución social, etc.). Preocupaciones higienistas y
políticas son dos de los tres pilares que empujan al nacimiento del urbanismo. Se trata de volver a pintar, con la intervención
pública, el retrato de Dorian Grey cuya fealdad había quedado expuesta a los ojos de todos. El tercer pilar es la posibilidad, en
aquella fase más madura del capitalismo, de convertir la construcción en un sector empresarial más: esto no fue posible hasta
que los procesos de acumulación de capital crearon una masa monetaria y un sector potencial de clientes de clase media lo
suficientemente grandes como para que fuera posible hacer de la construcción y venta de viviendas un negocio posible (por la
capacidad de las instituciones financieras de conceder créditos) y rentable (porque existía un mercado). Este umbral se alcanzó
por primera vez en las grandes capitales de los países industrializados, Londres y París fundamentalmente, hacia 1850, y allí se
53
inició un proceso que ya no se detendría, que iría extendiéndose como una mancha de aceite por todo el mundo, aunque tardaría
aún muchas décadas en alcanzar su velocidad de crucero. Al convertirse en un negocio, la construcción iría poco a poco
introduciendo todos los principios desarrollados en la producción industrial con el objetivo de minimizar costes y maximizar
beneficios: economía de escala (no se construye una casa sino barrios enteros, lo que permite bajar sensiblemente los costos: he
aquí el detonador del urbanismo residencial) racionalización (y, por lo tanto, planificación urbanística del terreno, de las vías de
acceso y de la disposición de cada edificio de acuerdo a su funcionalidad, lo que más tarde se denominaría zonificación),
estandarización (para bajar costos pero también, en teoría, para mejorar la calidad de los materiales y de los diseños) y
aplicación de los avances científicos a la construcción (fue fundamental el descubrimiento del hormigón armado).
Estas primeras manifestaciones de planificación urbana se plasmarán en dos modelos distintos de diseño urbanístico
que se desarrollan y coexisten contemporáneamente: los llamados ensanches burgueses y la ciudad-jardín suburbana.
4.2.1. Los ensanches burgueses.
hausmanniano. La obra de Ildefonso Cerdà.
Dublín: el precedente olvidado.El modelo paradigmático del París
El ensanche nace de la necesidad de dar una solución científica y racional al problema del hacinamiento y la
insalubridad que se había creado en los centros de muchas grandes ciudades como consecuencia del acelerado y desordenado
crecimiento de la población urbana sobre el plano caótico, laberíntico, de la ciudad medieval precedente. Esa ciudad se había
vuelto un infierno para todos, no sólo para los pobres. Las clases burguesas, y, en especial, los grupos medio-burgueses sin
posibilidades de adquirir viviendas individuales en zonas más descongestionadas, se veían forzados a convivir en la estrecha
malla del casco antiguo con la explosión del chabolismo vertical proletario, contagiándose de sus mismas enfermedades,
asistiendo cotidianamente al espectáculo de su miseria (material y moral), viviendo con el temor constante a las filtraciones
esporádicas de su rabia contenida. Para las clases altas dirigentes los cascos históricos suponían un problema multidimensional
de gestión pública: sus tugurios y ruinosos edificios un peligro de epidemia o derrumbe permanente, sus condiciones de vida una
caldera social, sus calles tortuosas el lugar ideal para la revolución urbana (Paris lo había comprobado en sucesivas ocasiones:
1789, 1830, 1848) y, conjuntamente con sus murallas, un obstáculo enorme para la circulación, cada vez más intensa, de
personas, vehículos y mercancías. En nombre del “orden y del progreso” se consideró necesario superar los límites de la ciudad
medieval, derribar sus murallas y construir una ciudad más eficiente, abierta al tráfico, al comercio, al aire y al sol (sinónimos de
salubridad) y, por qué no, a las intervenciones del ejército y la policía, si era necesario. Y dotar de mejor y más alojamientos a
las clases medias urbanas que formaban la base de apoyo político de los regímenes, parlamentarios o no, del siglo XIX, la clasetapón necesaria para contener los impulsos revolucionarios de las crecientes masas proletarias. Un tipo de alojamiento que
preservara más adecuadamente la intimidad y la necesidad de “espacio vital” tanto individual como de clase social que
caracterizaba el ethos de este colectivo. Para conseguir estos objetivos las autoridades plantearon la creación de ciudades
nuevas alrededor del casco viejo ( y a veces también la remodelación de las antiguas mallas medievales. El objetivo era sacar a
las clases medias (y quizás algunos sectores minoritarios del proletariado) del deteriorado centro. La construcción de una ciudad
desde cero en los márgenes de la antigua suponía una implicación muy fuerte del Estado en la regulación y planificación del
espacio. El diseño será encargado a un equipo de arquitectos-urbanistas, el cual realizará un trazado sobre el mapa de calles y
manzanas. Este diseño artificial es impuesto después por el poder a la estructura preexistente de la propiedad, a través de
expropiaciones y, allí donde el trazado sustituya la malla urbana ya construida, demoliciones. El modelo urbanístico más utilizado
y fuente de inspiración para todos estos ensanches, son las ciudades coloniales americanas, de trazado ortogonal en damero,
con manzanas cerradas y edificios de medianería. Un plano que plasma el racionalismo de la modernidad, con grandes avenidas
para soportar el tráfico. El ensanche paradigmático, que imitarán cientos de ciudades en Europa, es el París de Napoleón III,
donde, bajo la dirección de su prefecto (alcalde) el Barón Georges Eugène Haussman, se destruye la práctica totalidad de la
ciudad medieval y se amplía la ciudad hasta los límites de su zona central actual. Con los ensanches, por primera vez, el Estado
moderno, demuestra su capacidad para movilizar recursos y fuerzas productivas en aras de una transformación radical del
espacio urbano habitado, y no sólo de ciertas zonas simbólicas y con él, de las formas de vida de la gente y de sus referentes
identitarios y culturales. Con los ensanches aparece una de las formas de poder “totalitario” más potentes que ha conocido la
historia: el poder de transformar “total y unilateralmente”, sin contar con las sensibilidades de la población, el conjunto del entorno
material. Un poder que emana en última instancia del Estado central, pero que es aplicado por toda una cadena de poderes
intermedios – ninguno de ellos democrático- dotados, cada uno de ellos, de parcial autonomía y capacidad de decisión: el
alcalde, el urbanista, el promotor inmobiliario, el arquitecto.
Con su reforma urbanística Hausmann no sólo convirtió París en una ciudad icónica a nivel mundial, símbolo de la
grandeur de Francia, la ville lumière de la razón y del progreso. Hizo además de París, sin consultar a sus habitantes y, aún más,
en contra de la voluntad de muchos, una ciudad altamente estereotipada, en la que la singularidad del espacio quedó anulada
por el rectilíneo cartesiano de sus calles y de sus edificios de similar altura y por el minimalismo avant la lettre de sus immuebles
de rapport (bloques de pisos). Sin embargo, y a pesar de que ha pasado a la historia como el paradigma de las reformas
urbanísticas racionalistas, París no fue la pionera entre las capitales europeas en este sentido: es de justicia comentar aquí el
caso de Dublin, que se adelantó en casi un siglo al proyecto hausmanniano. En 1757, el Ayuntamiento de Dublín (por aquel
entonces la segunda ciudad del Imperio Británico y la quinta de Europa en población), dio vida a la Wide Street Commission para
acometer el derribo casi integral de la tortuosa traza de la ciudad medieval y sustituírla por una nueva hecha de calles rectilíneas
y parques rectangulares sobre los que se alinearon las austeras y racionalistas viviendas en ladrillo de estilo Georgiano,
auténticas antecesoras de la arquitectura funcional del siglo XX (Sheridan 2001). El París empezado a construir por Hausmann
en 1853, y que terminarían sus sucesores a partir de 1870, no es, por tanto, el primero en mostrar las características de la ciudad
54
moderna racionalista pero sí el que, con el peso de su influencia cultural, marcó el despegue definitivo de dicho movimiento,
mientras casos como Dublín son tan sólo pioneros aislados.
Los nuevos edificios en manzana de París eran sin duda mucho más confortables que los anteriores, el sistema de
alcantarillado eficiente resolvió problemas como el de las epidemias recurrentes de cólera, pero en aras de aquella racionalidad
funcional, guiada por la lógica del ingeniero, por la estética de la máquina, sus habitantes vendieron su identidad previa al
proyecto “totalizante” que hizo posible la operación. Quedaron “alojados” por la maniobra conjunta de Estado y capital, cada uno
velando por sus propios intereses, en edificios bicromáticos (blanco y gris) construidos en serie y en altura para maximizar los
beneficios de los especuladores inmobiliarios que se lucraron con la operación. Se construyeron plazas y algunos jardines para
dar un respiro pero en ningún caso se trató de grandes ágoras de sociabilidad como las de la ciudad antigua: son los pequeños
“squares”, apenas una modesta concesión a la “cementificación” de la ciudad densa (los parques de verdad, los únicos que tiene
París, se construyen a las afueras, para aislar con una cintura verde los nuevos barrios burgueses de los suburbios de aluvión
obrero que empezaban a coalescer en la periferia (la banlieue). Las únicas grandes plazas que Haussmann prevee no están
hechas a escala de la socialización humana. Haussmann inventa un nuevo tipo de plaza para la ciudad del futuro que se avecina:
la rotonda, un espacio circular en el que convergen varias arterias radiales, diseñado para distribuir el tráfico. Una plaza por la
que no se puede pasear. El modelo es la Place de l’Etoile. Y como no se puede pasear, al espacio infrautilizado del centro pronto
se le encontrará una función: la monumental, es decir, la publicitación del poder.
Alienados estéticamente en una ciudad cuyas calles son todas una cansina fotocopia desplegada hasta el infinito del
mismo sencillo patrón arquitectónico, con plazas que son para contemplar mientras se pasa a toda velocidad por ellas desde un
tranvía o un coche. Paris intenta convertirse en una demostración tridimendional del proyecto uniformador de la modernidad y de
su potente capacidad para disolver las formas de vida tradicionales El espíritu de los tiempos, sin embargo, no estaba aún
maduro para una tipología puramente geométrica: la plantilla elegida es el ya preexistente edificio neoclásico con fachada
Mansart, pero simplificado. Y aún así, muchos parisinos de la época criticaron duramente la destrucción haussmanniana del viejo
París, expresando un amargo quejido de desarraigo y nostalgia por los entornos perdidos. Escribía Baudelaire en su poema El
Cisne:
¡París cambia! pero nada en mi melancolía
se ha movido. Edificios nuevos, andamios, sillares,
viejos barrios, todo para mí se torna alegoría
y mis queridos recuerdos me pesan más que si fueran piedras
(Baudelaire 1857)
El urbanismo mostraba por primera vez, de forma masiva, la violencia cultural que era capaz de imponer sobre la
población, desconectando afectivamente a esta de la noche a la mañana de su espacio secular en nombre del progreso y
creando espacios segmentados (como los enormes bulevares también diseñados, como las rotondas, para los tranvías y no para
las personas) que dificultaban la socialización (2003). No es de extrañar, por tanto, que la transformación radical de Haussman
haya atraído a los sociólogos casi desde el principio y su estudio inaugure, con Halbawchs (1908), la sociología urbana en
Francia. Es, en efecto, el autor francés quien por primera vez realiza un análisis consciente de los efectos de la planificación
racional del entorno urbano sobre las formas de vida y las relaciones sociales, y lo hará tomando el ejemplo de París bajo
Haussman. Será, sin embargo, un pionero aislado. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial la sociología urbana volverá a
recoger el testigo (Debord 1967; Lefebvre 1974; Harvey 2003).
Figura de nivel mundial en el movimiento urbanístico de los ensanches racionalistas y pionero en la teorización
científica del urbanismo e incluso de la sociología urbana, es el español Ildefonso Cerdà, artífice del plan de ensanche de
Barcelona (sin duda, junto al de París, el de mayores proporciones y relieve urbanístico de la Europa de su tiempo). Aunque no
puede decir que Cerdà inventara el ensanche moderno, sus trabajos son casi contemporáneos a los de Haussman (su plan, de
1855 en sus primeras versiones, es sólo 2 años posterior al inicio de los trabajos del barón francés (Cerdà 1991 [1855]). Por otro
lado, sus diferencias de matiz con aquel y sus esfuerzos para teorizar el urbanismo lo convierten sin duda en una figura de
alcance mundial que, sin embargo, no ha sido reconocida como se merece en la historia del urbanismo fuera de las fronteras de
su Cataluña y de su España natales. Personaje de convicciones reformistas y de izquierdas (participó activamente en política
desde los foros municipales (Ayuntamiento de Barcelona), provinciales (Diputación de Barcelona) y nacionales (diputado en
cortes)) su proyecto de ensanche es un tentativo de conciliar la civilización motorizada que, con gran agudeza visionaria,
barruntó, y los ideales bucólicos del romanticismo. Dicho en sus propias palabras «Ruralizad aquello que es urbano, urbanizad
aquello que es rural» (Cerdà : 1). En ese sentido, puede considerarse también un exponente precoz del movimiento de la
ciudad-jardín. Para Cerdà, la tipología ideal de vivienda debía ser la individual con jardín. Consciente, sin embargo, de que la
densidad de población en grandes aglomeraciones como Barcelona y las realidades de la economía política dificultaban
enormemente ese modelo urbanístico intentó conseguir una solución de compromiso. El diseño inicial de sus manzanas, cuya
primera piedra se colocaría en 1860, se parece más, en efecto, a una ciudad de bloques en edificación abierta que al ensanche
que después sería, más de estampa haussmaniana. Cerdà planteó dos tipos de alineamientos en cada uno de los cuadriláteros
en que dividió la trama urbana: dos bloques paralelos en los lados opuestos, con espacio ajardinado en el centro, y dos bloques
unidos a "L", con un gran espacio cuadrado también destinado a jardín. Una ciudad a la vez densa pero inmersa en el verde. Y
sin olvidar la locomoción. A ese efecto introdujo otra novedad en el trazado: los vértices de las manzanas quedaban cortados a
bisel por un chaflán, cuya función había de ser la de dar visibilidad a los vehículos. Cerdà, con tintes de futurista a lo Julio Verne,
55
vaticinaba la inminente conquista de la calle por “locomotoras” individuales (Cerdà 1991 [1859]). Similar función facilitadora del
futuro tráfico rodado tienen las grandes vías en diagonal que cortan a cuchillo la traza ortogonal, ahorrando importantes
distancias en el acceso y salida de la ciudad. El plan de Cerdà, como muchos otros, fue distorsionado en la práctica por los
procesos de la economía política: la especulación inmobiliaria desechó desde muy pronto la ciudad rururbana inmersa en el
verde, sustituyéndola por manzanas cerradas mucho más densas (y más rediticias). A pesar de ello, la huella del urbanista se
nota y distingue a Barcelona de otros ensanches de España: a diferencia de ensanches como el de Madrid, muchas manzanas
han mantenido su patio ajardinado en el centro y los chaflanes son una seña de identidad, contribuyendo a descongestionar los
cruces y, en consecuencia, la entera red viaria, espacio de sociabilidad de la ciudad. Pero, como ya comentábamos, las
aportaciones de Cerdà no se detienen en el Ensanche en sí mismo. Su prolija obra en dos volúmenes Teoría general de la
urbanización es un intento de explicar las transformaciones de la forma urbana a lo largo de la historia con una visión ya
claramente sistémica, poniéndolas en interrelación con el resto de elementos del ecosistema social y, en particular, los del
ordenamiento jurídico, la economía política y las dimensiones demográfica y tecnológica. Cerdà, convencido positivista, trata de
encontrar leyes universales que expliquen el fenómeno urbano, identificando tipologías o estadios de desarrollo a partir de
factores comunes. Por esta razón ha sido saludado por muchos como el padre de la moderna ciencia urbanística (García-Bellido
2000). Y aún más interesante desde el punto de vista que nos ocupa es el apéndice que incluye en esta obra, por ser un
auténtico estudio pionero de sociología urbana. Basado en un exhaustivo trabajo de campo, la obra cierra con un estudio de las
condiciones de vida de las clases obreras urbanas, en relación con el urbanismo. Así, por ejemplo, Cerdà comparó las
diferencias en la esperanza de vida según la clase social. Sus ideas urbanísticas eran, como se ha dicho, de inspiración
claramente socialdemócrata. Cerdà concibió una ciudad que tuviera como objetivo mejorar las condiciones de vida de todos, no
sólo de las clases privilegiadas. Desafortunadamente la vertiente más social de sus ideas no llegó nunca a ponerse en práctica y
su inclinación política le valió a Cerdà una feroz oposición por parte de la burguesía catalana.
En unas pocas décadas, entre 1860 y 1920, las ciudades del mundo, en el centro como en la periferia, en la
metrópolis como en las colonias, se llenaron de ensanches en damero y bloques de manzana. Nada parecía poder resistir el
avance del bulldozer de la razón urbanística lanzado a la carrera. Las calles se llenaron de otros signos de la ciencia puesta al
servicio de la domesticación del espacio: los transportes colectivos y el alumbrado público, que permitió vencer las tinieblas
atávicas de la noche y difuminar los ritmos de la vida impuestos hasta entonces por la tiranía de la naturaleza. Sin embargo, el
racionalismo no pudo acabar, no por el momento, con el deseo de plasmar en la ciudad los caprichos de la sofisticación estética
y de la identidad particular plasmada en piedra. El modelo estereotipado y minimalista de París no fue seguido por la burguesía
de otras capitales. Los estilos arquitectónicos para las viviendas individuales (o colectivas) que predominaron durante todo el
siglo XIX serán aún edificios de estilo ecléctico historicista, diseñados para resaltar sus funciones estéticas, incluso en aquellos
más modestos. Y después, en las primeras dos décadas del XX llegaría el canto del cisne del Art Nouveau (que, a pesar de ese
nombre, fue precisamente en Paris, un entorno ya construido con anterioridad, donde tuvo, irónicamente, menos incidencia
arquitectónica). Así, incluso cuando el presupuesto para construir era modesto, se prefería invertir en la sofisticación de la
fachada externa (frisos, columnas, frontones, estatuas, bajorrelieves, etc.) que en el confort y calidad de las viviendas en sí
mismas. Este esteticismo antieconómico puede interpretarse como una infiltración de los cánones estéticos aristocráticos
forjados en los siglos precedentes a la sociedad burguesa y como influencia del potentísimo movimiento cultural de corte
antimaterialista e historicista del Romanticismo. La estética ideal de la casa del XIX es la del palacio nobiliario. Eso, por supuesto,
cuando se podía. Cuando satisfacer el ideal estético no era posible, el crecimiento urbano simplemente produjo terribles
floraciones espontáneas de slums construidos con las formas más sencillas y los materiales más económicos. Lo que podría
llamarse un “racionalismo” de la pobreza.
4.2.2. La ciudad-jardín.
La otra tipología de planificación urbanística, la de la ciudad-jardín, tiene su origen precisamente en esta misma
perduración, vía Romanticismo, del ideal estético aristocrático. Su modelo son las grandes mansiones rurales de la aristocracia
europea. En un momento en que la burguesía aún no ha encontrado su estilo estético y residencial propio, los modelos
tradicionales de la nobleza ejercen una poderosa fuerza de atracción sobre los estilos de vida y las aspiraciones culturales de la
alta y media burguesía urbana. Tengamos en cuenta que las revoluciones liberales no han desplazado del poder a la clase
nobiliaria sino que simplemente la han fundido con la del capital burgués. La atracción por la casa unifamiliar rodeada de jardín
es además reforzada por los valores del bucolismo y neomedievalismo del movimiento romántico y por los propios anhelos de
escapar de una ciudad que, ya hemos visto, se ha vuelto el foco endémico de poluciones industriales y legiones de obreros
hacinados. A partir de la idea de que un retorno parcial al campo es deseable surgirán a lo largo de la segunda mitad del XIX
diferentes propuestas y experiencias de ciudad-jardín. Veamos las principales:
a)
Las primeras ciudades-jardín-dormitorio para clases medias.
Hasta mediados del siglo XIX la ciudad-jardín en las grandes metrópolis industriales es básicamente un ideal imposible
para muchos: los centros urbanos donde se localizan centros de trabajo (oficinas, tiendas, despachos) y servicios, a los que la
urbanita clase media no puede ni quiere renunciar, están rodeados por kilómetros de suburbios obreros. Más tarde, entre el
56
centro y la periferia se interpondrán además los ensanches. Las distancias son grandes (y poco placenteras) para recorrer a pie,
caballos y carruajes no son medios de transporte rápidos y no están al alcance de todo el mundo. En resumidas cuentas: o se
vive en la ciudad o se vive en el campo. Sólo los verdaderos aristócratas a la antigua, aquellos cuya vida no estaba constreñida
por las obligaciones del trabajo, podían alternar, como siempre lo habían hecho, los dos estilos de vida (normalmente, como las
aves migratorias, al ritmo de las estaciones: el campo era para el verano, la ciudad para el invierno). Pero con la llegada del
ferrocarril aquello cambió. La construcción de una red radial de vías férreas en torno a las grandes metrópolis permitió, a partir de
los años 1870, el desarrollo urbanístico de las primeras ciudades-jardín y de un modo de vida nuevo, al principio minoritario, que
con el tiempo acabaría por convertirse en enormemente común: el del commuter que trabaja y pasa su tiempo de ocio en el
centro de la ciudad y duerme en la ciudad-jardín (que por eso empezó también a llamarse ciudad-dormitorio).
El desarrollo de estas ciudades-jardín-dormitorio implicó uno de los primeros procesos de sinergia y retroalimentación
entre sectores de actividad capitalistas: las inversiones en red ferroviaria de cercanías hacían posible el desarrollo urbanístico de
la zona y este a su vez llenaba los vagones de pasajeros. El mismo bucle sistémico que se daría entre automóvil y suburb en los
Estados Unidos unas décadas más tarde. Así diseñada, la ciudad-jardín se adaptaba a los roles e ideologías de género
preexistentes entre las clases altas y medias profesionales pero también, en esa relación sistémica de retroalimentación que la
sociología urbana va a convertir en objeto de sus análisis, las reforzaba: el hombre tomaba el tren para trabajar en la mañana y
no regresaba hasta la noche, mientras que la esposa que, a diferencia de la mujer obrera, no necesitaba trabajar ni se la
educaba para ello, se quedaba gestionando el hogar (con ayuda de la servidumbre, por supuesto) en un ambiente mucho más
tranquilo y sano, más adecuado para criar a los vástagos de la burguesía. Estas ciudades-jardín no eran, sin embargo,
imitaciones perfectas del modelo aristocrático en que se inspiraban. Eran algo nuevo: barrios planificados y construidos por una
empresa promotora-constructora de acuerdo a una lógica que era ya claramente economicista: las parcelas eran de dimensiones
estándar y tamaño moderado, no fincas en las que montar a caballo o ir de caza, y estaban alineadas en calles de trazado
también regular. Y conforme se fue alargando el mercado se fueron haciendo urbanizaciones con parcelas y casas de diferentes
tamaños, ajustados a los presupuestos de los potenciales compradores hasta llegar a la forma más modesta de ciudad-jardín: el
adosado, las llamadas terrace houses en el Reino Unido, país que las inventó (“terrace” porque las aspiraciones ideales a un
jardín individual habían quedado reducidas a un pequeño patio, no mucho más grande que una terraza). Por último se construían
también con una serie de servicios “básicos” de entrada, como la iglesia y algunos locales comerciales. La dependencia de un
transporte colectivo y poco flexible como el tren disuadió de la zonificación extrema que se produciría en cambio con el suburbio
americano.
La más conocida ciudad-jardín de este tipo es Bedford Park, desarrollada a partir de 1875 por el empresario Jonathan
Carr en el oeste de Londres, a 30 minutos en tren del centro de la ciudad. Carr construyó sus casas en el estilo historicista que
imitaba la casa típica de la época de la reina Ana (principios del XVIII) pero empleó ya la producción en serie, alternando
inteligentemente unos pocos modelos que luego repitió hasta la saciedad. Junto a las casas, Carr construyó iglesia, club social,
tiendas y un pub. Bedford Park es calificada en algunas historias del urbanismo como la primera ciudad-jardín (Jones Bolsterli
1977). Sin embargo, esta afirmación no es correcta: ya en 1856 en Le Vésinet, a una media hora de París, Alphonse Pallu había
constituido una sociedad constructora para edificar una ciudad-jardín “à la anglaise”, lo cual quiere decir que el modelo, de
origen, eso sí, indudablemente inglés, era de sobras conocido por entonces. La operación se realizó en coordinación con el
propio emperador Napoleón III, quién vendió sus terrenos de caza para la urbanización. Por lo demás, el modelo era similar al ya
descrito (su iglesia fue la primera en construirse con hormigón prefabricado y estructura de acero) y estaba ya consolidado en
1875, fecha en que se le otorgó la condición administrativa de municipio. En un ejemplo de la estrecha relación entre poder y la
apenas naciente clase capitalista de los constructores-urbanistas, Pallu fue nombrado su primer alcalde (Poisson 1975).
b)
La ciudad-jardín obrera de los empresarios paternalistas.
El modelo de la ciudad-jardín no se pensó únicamente para las clases medias. En muchos lugares de Europa
empresarios con cierta sensibilidad social, o mayor inteligencia estratégica, que la media, se dieron a la tarea de alojar a sus
obreros y personal dirigente en urbanizaciones planificadas de casas individuales de este tipo. El país donde más proliferaron fue
Francia, donde se conocen como las cités ouvrières (Butler y Noisette 1983; Flamand 1989; Stebé 2007; Driant 2009) pero los
ejemplos se encuentran en otros países también (Fourcaut 2006). En el Reino Unido se conocieron como company towns o
model villages (Creese 1992). Otro caso muy conocido es la ciudad obrera de Zlin en Moravia, sede de la fábrica de zapatos
Bata, fundada en 1894 y por entonces la mayor productora de zapatos a escala industrial del mundo (Meynier 1935). Estas
iniciativas urbanísticas, como las de las ciudades-jardín burguesas, eran, por lo general, totalmente privadas. Se inspiraban, en
su intencionalidad explícita, en las experiencias más pragmáticas y realistas de la generación de los socialistas utópicos, en
concreto en el New Lanark de Robert Owen y en el Familisterio de Godin para los obreros siderúrgicos de Guise. La idea era
ofrecer a los obreros de la empresa unas condiciones de vida decentes proporcionándoles vivienda y una serie de servicios
comunitarios, cuyo número y naturaleza dependían cada caso particular (dispensarios y hospitales, comedores, escuelas,
lavandería, comercios, bares y centros de ocio). El objetivo declarado era filantrópico pero no entraba en contradicción con las
estrategias económicas y políticas del capital: Mejorar las condiciones de vida aumentaba la salud de los obreros; los servicios en
común maximizaban el tiempo necesario para las tareas de mantenimiento doméstico y personal; las viviendas se construían en
las cercanías de la fábrica, para reducir el tiempo y los gastos de desplazamiento. Todo ello redundaba en una mayor
productividad para la empresa. Las casas eran en alquiler, los servicios comunitarios eran gestionados por la empresa, lo que
implicaba una forma de recuperación (casi total) del salario del obrero, que consumía en sus viviendas, en sus tiendas de
ultramarinos, en las medicinas de sus dispensarios, y no en los de otro. Por último, las ciudades-jardín obreras formaban parte de
una estrategia diseñada de control social. Las experiencias de Owen o Godin habían adoptado el bloque de viviendas como
57
tipología constructiva pero los empresarios posteriores prefirieron el modelo de la ciudad-jardín periurbana por varios motivos: la
contaminación urbana había ido disuadiendo a los industriales de instalar las fábricas cerca de las ciudades; les cités ouvrières
se instalan, pues, a no mucha distancia de la ciudad pero en el medio rural, donde el terreno era abundante y barato. El estilo de
vida obrero no requería, como el burgués, de una red de transportes que conectaran las nuevas urbanizaciones a la ciudad. Todo
lo que los obreros tenían que hacer era trabajar y descansar. Y la ciudad-jardín se construye con la intención expresa de alejar al
obrero de la ciudad, para evitar su roce con las clases medias y para aislarlo en el campo de la peligrosa influencia de los
movimientos sindicales y marxistas. Se escoge la tipología de la casa individual porque está es la más cercana a la sensibilidad,
identidad y estilo de vida del futuro obrero, que se reclutará entre las poblaciones campesinas de los alrededores. Como si los
patronos hubieran ya leído las disquisiciones de los sociólogos urbanos acerca del peligroso efecto disfuncional de la alienación
urbano-industrial del emigrante rural, la ciudad-jardín se diseña para minimizar los efectos de dicha alienación, introduciendo a
los obreros de forma más suave en los ritmos del trabajo fabril, sin cortar del todo las ataduras con su anterior forma de vida
rural. Los empresarios son conscientes o intuyen que una población menos alienada es una población menos inclinada al
alcoholismo, a la violencia familiar, a la apatía. En suma, más productiva y menos peligrosa para el orden. Más allá de eso, la cité
ouvrière poco tiene que ver con la aldea tradicional y se parece mucho más a lo que más tarde sería el suburbio de clase baja
norteamericano: aquí, las veleidades estéticas de la ciudad-jardín burguesa han quedado reducidas a su mínima expresión. Las
casas son individuales (frente a los caseríos rurales ocupados por familias extensas), mucho más pequeñas y simples, los
jardines, a veces, casi inexistentes, y los niveles de prefabricación y estereotipación mucho más elevados. El plano suele ser en
cuadrícula. Se trata, en algunos casos, de auténticas ciudades-campamento. Se mantienen en ellas las jerarquías, con las casas
de los encargados claramente sobresaliendo por encima de las demás en tamaño y estética (Butler y Noisette 1983; Flamand
1989; Frey 1995; Creese 1992; Stebé 2007; Driant 2009).
Los primeros casos de ciudad-obrera de este tipo son las que construye la Société Mulhousienne de Cités-Ouvrières
en Francia a partir de 1853. A ella les seguirán otras como la cité Schneider (1860) o la Jouffroy-Renault en Clichy (1865)…
(Butler y Noisette 1983; Flamand 1989; Frey 1995; Stebé 2007; Driant 2009). Las iniciativas eran totalmente privadas pero
encuentran el respaldo ideológico y legal del régimen paternalista de Napoleón III, que intenta instalar una forma de Estado de
Bienestar desde un proyecto autoritario y conservador. El Estado se limitará a hacer la promoción: así, las cités ouvrières son
presentadas al mundo como modelo de urbanismo en las exposiciones universales de 1867, 1878 y 1889. En esta última se
llegará, incluso, a construir una cité-ouvrière modelo en la explanada de Les Invalides. Ya entonces están también presentes los
lazos entre la sociología y el urbanismo. El modelo de las cités-ouvrières será ardientemente defendido por un personaje del que
ya hemos hablado, Frédéric Le Play, como solución reformista a los problemas de alojamiento del proletariado, a través de su
think tank la Societé de Économie Social, que funda en 1856 y desde sus roles institucionales, como el de comisario de la
Exposición Universal de 1867 (será quien incluya las cités-ouvrières entre los temas de la Exposición) (Brooke 1970). En el Reino
Unido, de tradición mucho más liberal, esta implicación del Estado será prácticamente inexistente y los empresarios actúan por
su cuenta. En 1887 los hermanos Lever (fundadores de la actual compañía Unilever) empiezan a construir la ciudad-jardín de
Port Sunlight en unos terrenos separados por un brazo de mar de la ciudad de Liverpool y ganados a los pantanos de Cheshire.
(Creese 1992). Otro caso muy interesante es el de Zlin, en la actual república checa, donde el empresario Bata crea de la nada a
principios de siglo la mayor fábrica de zapatos del mundo, con su adyacente ciudad obrera dotada de gran cantidad de servicios
(Meynier 1935).
Las ciudades-jardín obreras son una forma de urbanismo paternalista orientado al control del ejército trabajador a
través de la disciplina espacial (Frey 1984). Otra forma más, en resumidas cuentas de poder “totalitario” sobre el espacio y del
espacio utilizado como herramienta de poder. La vida en las ciudades-jardín con las que los empresarios intentaban “comprar” a
los obreros giraba en torno a las actividades organizadas por y desde el despacho de dirección de la compañía, desde el trabajo
en sí hasta la educación en la escuela o la programación cultural (literatura, teatro, y más tarde cine). El régimen solía ser
siempre de alquiler y restringido a los obreros, lo cual impedía la instalación de extraños (y por tanto la heterogeneidad social
que pudiera abrir al obrero ventanas a mundos diferentes del diseñado por el patrón) y dificultaba al obrero la formación
progresiva de un patrimonio. Cuando este régimen se hacía vitalicio (en Port Sunlight, por ejemplo, esta regla no se eliminó hasta
los años 80 del siglo XX) se convertía en una forma de mantener al obrero atado de por vida, si quería permanecer junto a sus
familiares y amigos en la comunidad, a la disciplina del salario en la fábrica. Inicialmente fuera del ámbito de competencia de los
ayuntamientos, estas urbanizaciones eran como auténticas ciudades privadas dirigidas por el patrón-alcalde. El control fue, sin
duda, lo que inclinó a los constructores por el modelo de casa individual para familias nucleares. Como otra prueba de este
control ejercido sobre un solo individuo sobre los estilos de vida de toda una colectividad basta citar el ejemplo de Bourneville, la
ciudad-jardín obrera construida por George Cadbury, famoso chocolatero británico. Cadbury era cuáquero y por ello prohibió en
los límites del medio kilómetro cuadrado de “su” ciudad, la apertura de pubs, eliminando de esa manera uno de los centros y
formas más populares de sociabilidad entre las clases obreras inglesas. En cambio, promovió la vida sana animando a sus
obreros a realizar deporte y dotando a la urbanización de instalaciones adecuadas para ello (Harvey 1906, Creese 1992). Y, sin
embargo, ni siquiera la ingeniería urbanística más racionalmente concebida ha podido nunca mantener plenamente el control
cultural o político sobre las poblaciones residentes. Fue precisamente en las cités-ouvrières donde se iniciaron las grandes
huelgas revolucionarias de 1936 en Francia (Frey 1995).
A pesar de lo extendido del fenómeno, la cuestión de las cités ouvrières no parece, sin embargo, haber despertado
demasiado interés entre los sociólogos o geógrafos urbanos de su tiempo y no sería bien estudiada hasta los años 80 del siglo
XX19.
Uno de los pocos estudios previos sobre el tema es el que dedica el geógrafo Meynier a la ciudad obrera de Zlin. La valoración que hace
Meynier del experimento checo es decididamente positiva. Este es saludado como una intervención progresista y el autor la pone en contraste
con el “paternalismo” de las cités ouvrieres de Francia (Meynier 1935)
19
58
c)
La ciudad lineal del empresario Arturo Soria: la ciudad-jardín… ¿interclasista?
Una propuesta única en su género y que se adelanta unos años a la que propondrá Howard es la del ingeniero
español Arturo Soria Mata. Soria, haciéndose eco de los datos arrojados por las investigaciones higienistas de la época, que
arrojaban una cifra de mortalidad infantil superior en los hacinados centros urbanos que en el campo (40 por mil frente a 20 por
mil (Soria 1894:1), propone la ciudad-jardín planificada racionalmente como solución necesaria para todos, para el rico y para el
pobre. Y a partir de ahí supedita el diseño urbano a la lógica de un solo factor: la movilidad. Surge así el concepto de ciudadlineal, la ciudad del futuro, la solución a las ciudades de muerte del presente (“Cuando las madres se convenzan de que, al
favorecer la creación de las ciudades lineales, salvan a sus propios hijos de la muerte” (Soria 1894:1)) que habría de construirse,
empezando por Madrid, en un anillo concéntrico en torno a los centros de las antiguas poblaciones, a ambos lados de una única
línea de tranvía. La racionalidad quiere (re)construir el espacio y la vida de la gente. El modelo de Soria es, como decimos, una
propuesta de transformación total que quiere una ciudad-jardín para todas las clases, partiendo de lo que él identifica como un
deseo colectivo común hacia la tipología de la casa unifamiliar con terreno. Lo que parece una apuesta más democrática que su
predecesora la de las cités-ouvrières se revela, sin embargo, al seguir leyendo el texto de Soria, en un modelo igualmente
basado en el mantenimiento de fuertes diferencias de clase y que no oculta el desprecio y el temor por una clase obrera para la
que la ciudad lineal se plantea como mecanismo espacial de control:
Preguntemos á un millonario y á un proletario cómo dispondrían su vivienda respectiva dentro del
presupuesto de su renta ó jornal para estar completamente á gusto, sin ser molestados por los demás vecinos
de la ciudad. [...]¿Preferís vivir juntos en distintos pisos de la misma casa, ó en casas separadas? Á mí -dice
el pobre- me molesta el ruido de las fiestas y diversiones de mi vecino, cuando el pan escasea en mi casa.
Además, tengo que subir muchas escaleras, y mi vivienda es tan estrecha é incómoda, que más parece ataúd
ó jaula, que habitación. En una choza ó casucha de un solo piso, dividida en tres ó cuatro habitaciones, en
medio de un terreno de 300 ó 400 metros cuadrados, para jardín, corral y taller, viviría contento, lejos de la
taberna y de peligrosas compañías; [...] El rico, á su vez, exclamará: -Me compadezco de los desgraciados, y
los socorro cuanto puedo; pero me enojan y entristecen, cuando estoy alegre, la vista y el contacto de los
andrajos de la miseria mal oliente (Soria 1894:8)
Soria creó para poner en práctica su proyecto, la Compañía Madrileña de Urbanización. A partir de 1900 la compañía
empezaría a parcelar y vender los terrenos así como a construir la línea de tranvía y ciertas edificaciones urbanas como la
imprescindible iglesia y un teatro con capacidad para 2500 personas. Excesivamente desconectada del centro de la ciudad (el
tranvía tardaba una hora en llegar al centro), la urbanización no consiguió atraer a muchos clientes de clase media (máxime
cuando aún existían enormes terrenos sin edificar en el ensanche). El proyecto de Soria era un ejemplo de zonificación extrema
en una capital que carecía de los recursos para construir las infraestructuras ferroviarias de cercanías que lo habrían hecho
atractivo. En lo que respecta a la clase obrera la distancia era un factor que pesaba más o igual que entre las clases medias, y su
poder adquisitivo era demasiado débil para poder aspirar incluso a una “choza” (Maure 1991).
d)
La ciudad-jardín y el movimiento cooperativo.
El movimiento cooperativo tiene su origen en Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XIX. Su punto de partida son
los experimentos y escritos de algunos de los llamados socialistas utópicos, notablemente Robert Owen y Charles Fourier, en los
años 20 y 30. Owen había sido pionero en la provisión de alojamiento y servicios para sus obreros de New Lanark, que puede
considerarse una cité-ouvrière avant la lettre, y el phalansterio de Fourier es de algún modo el primer modelo de cooperativa
residencial. Las ideas iniciales fueron retomadas por William King en Inglaterra y difundidas en su revista mensual The Cooperator desde 1828. El movimiento cooperativo planteó desde el principio una suerte de tercera vía democrática entre
socialismo (colectivización total de la propiedad, economía completamente redistributiva) y capitalismo, promoviendo una
economía social no orientada a la obtención de plusvalía individual y formas de co-propiedad voluntaria. Esta tercera vía había de
ir creciendo, sin revolución, como una sociedad dentro de la sociedad. Las organizaciones cooperativas comenzaron en el
terreno del comercio en forma de pequeños economatos organizados por los propios consumidores que permitieron rebajar el
costo de los alimentos, al eliminar el sobreprecio de la plusvalía. La primera organización de cooperativas fue la Rochdale
Society of Equitable Pioneers, fundada por un grupo de artesanos en Inglaterra en 1844. La sociedad estableció los llamados
Principios de Rochdale, la carta fundacional del movimiento cooperativista. A lo largo del siglo XIX el movimiento siguió creciendo
en Gran Bretaña y extendiéndose por todo el mundo, en forma de federación, de una manera muy similar a como lo estaba
haciendo en paralelo el movimiento obrero. El movimiento acabó cristalizando en la creación de la International Co-operative
Alliance (ICA) en 1895, el equivalente de la Primera Internacional de los cooperativistas y reconocida como tal hasta la fecha y
los Principios de Rochdale acabarían por ser adoptados por la ICA in 1937. Ligeramente modificados en 196620, siguen casi
todos vigentes hoy en día. La noción de cooperativa, en realidad, no era nueva y, no sin cierta ironía, se inspira en las
sociedades anónimas capitalistas. Ambas tienen como principio la puesta en común de capital y recursos para emprender
inversiones que de forma individual serían imposibles de acometer. Ambas se basan en el principio de la copropiedad variable
por acciones. La diferencia está en los objetivos (obtener plusvalía, la primera, obtener productos y servicios más baratos que los
ofrecidos por las empresas movidas por el beneficio, la segunda). El movimiento cooperativo comenzó a hacerse fuerte hacia
finales del siglo XIX. En el terreno de las cooperativas comerciales surgió en 1863 en Gran Bretaña la primera megacooperativa,
20 La regla original de “un co-propietario un voto”, fue reemplazada por la ponderación del voto en relación al número de acciones de las que se
era propietario.
59
The Co-operative Group Limited21. Su tamaño los llevaría incluso a entrar en política en 1881, primero con la creación de un
lobby de presión que actuaba a través de los parlamentarios laboristas y más tarde con la fundación de un partido propio, el Cooperative Party, en 1917. El Co-operative Party sigue existiendo hoy en día, es un partido hermano del laborista que se presenta
a las elecciones con la misma candidatura aunque mantiene su propia personalidad jurídica.
Casi desde el principio, y en varios países con más o menos contemporaneidad, personajes inspirados por el
cooperativismo intentaron trasladar el modelo de copropiedad a la resolución del acuciante problema de la vivienda obrera. La
idea era desarrollar complejos residenciales como si fueran sociedades anónimas: los residentes no serían ni inquilinos ni
propietarios sino accionistas de una propiedad inmobiliaria común. Lo cual implicaba la inversión inicial de un capital por parte de
cada miembro residente para financiar la construcción. La diferencia fundamental entre este tipo de cooperativas y las originarias
de naturaleza comercial residía en la cantidad de capital inicial que era necesario aportar: mucho mayor en el caso de la
cooperativa residencial, puesto que los gastos de construcción y mantenimiento de las propiedades eran superiores en varios
órdenes de magnitud. Una cooperativa comercial se podía iniciar con una pequeña tiendita y luego ir ampliando la actividad
reinvirtiendo los beneficios hasta llegar al supermercado (como, en efecto, sucedió). Una cooperativa de viviendas suponía la
construcción inmediata de una gran cantidad de inmuebles (puesto que era un esfuerzo colectivo) que, después, no generaban
beneficios inmediatos (salvo los derivados del ahorro del pago de un alquiler) que pudieran reinvertirse. A pesar de estas
limitaciones el sistema podía ofrecer varias ventajas: a) la puesta en común de un capital inicial, aunque no fuera suficiente para
construir el inmueble, y la reducción de los riesgos de impago por el mecanismo de la mutualización eran un importante aval que
abarataba el precio del crédito; b) permitía construir, además de las propias viviendas individuales, una serie de servicios
comunes (lavandería, áreas recreativas, etc.) que se mantenían con una pequeña cuota y que de manera individual habrían sido
imposibles de sostener (esta era, de hecho, una de las grandes ideas del falansterio de Fourier); c) la construcción del área
residencial podía completarse con la de negocios cooperativos controlados por los mismos accionistas, que abarataran el precio
de los servicios y cuyos beneficios se reinvirtieran para ir poco a poco pagando el crédito hipotecario. d) Con el sistema de copropiedad se producía un empoderamiento de los residentes. Estos, a través de la votación democrática en el consejo de la
cooperativa, podían tomar decisiones directas sobre los asuntos de la unidad residencial. e) el sistema de accionariado dotaba de
flexibilidad a la residencia: los co-propietarios no estaban necesariamente atados de por vida a la propiedad sino que podían
vender su participación cuando quisieran y mudarse a otro lugar.
Sin embargo, la necesidad de una gran inversión inicial impuso durante todo el siglo XIX un límite muy grande al
desarrollo de las cooperativas de vivienda, especialmente para la clase obrera, que era quien más habría necesitado recurrir a
este sistema, y su despegue tuvo que esperar a la aparición de las políticas públicas que favorecieran créditos a bajas tasas de
interés o a la propia madurez del sistema financiero, algo que tardaría muchas décadas en producirse. Resulta un tanto
paradójico que el primer paso hacia un apoyo del Estado a favor de la vivienda cooperativa lo haya dado un régimen
conservador como el prusiano y no el Reino Unido o Francia, cunas originarias de la idea. En efecto, el cooperativismo es
regulado por primera vez por una ley prusiana de 1867. Sin embargo, al no limitar las posibles responsabilidades de los
accionistas al propio capital aportado, el riesgo era muy alto y no permitió su crecimiento. En 1888, un año antes de la
promulgación de la segunda ley que regulaba el sector, que permitía la creación de cooperativas de responsabilidad limitada,
solo había 28 en toda Prusia. A partir de ese año se produce un despegue y estas se habían elevado a 1402 en 1914. La ley
fomentaba la concesión de créditos blandos para la construcción de viviendas cooperativas por parte de las compañías de
seguros. Después del parón de la Primera Guerra Mundial el fenómeno siguió aumentando durante los gobiernos
socialdemócratas de la República de Weimar (Faust 1977; Novy y Prinz 1985).
En Francia, por aquellas décadas finiseculares, destaca el proyecto del industrial siderúrgico Godin, a medio camino
entre las experiencias de las cités-ouvrières y el cooperativismo. Godin era un industrial de tendencias izquierdistas, discípulo de
Fourier. Entre 1853 y 1883 se dedicó a poner en práctica la idea del falansterio para sus obreros de la fábrica de Guise. De ese
ideal nace el familisterio, una versión mucho menos ambiciosa y más realista de aquel gran palacio colectivo, inspirado en el
modelo de Versailles, que había imaginado Fourier. Y desprovisto de todo el proyecto de revolución de la estructura social y los
valores culturales del socialista utópico. La idea de partida es similar a la de los demás empresarios paternalistas: mejorar las
condiciones de vida de los obreros y dotarlos de una serie de servicios logísticos y recreativos comunes (jadines, una piscina, un
teatro, un centro social). El modelo, sin embargo, no es ya el de la casa individual de la ciudad-jardín sino el bloque de
apartamentos. Godin ha quizá comprendido que la ciudad-jardín requiere demasiado terreno y resulta cara. Una conclusión a la
que después llegarían muchos. Godin introduce, además, otra significativa innovación que lo distingue del resto de citésouvrières: los apartamentos no estaban diseñados para ofrecer la máxima intimidad y fomentar el individualismo sino, al
contrario, para favorecer la promiscuidad: las puertas y ventanas de los apartamentos estaban dispuestos en torno a un gran
patio comunal. Desde una morfología y una lógica completamente opuestas a la de la atomización espacial, el objetivo era, sin
embargo, muy parecido: usar el espacio como herramienta de control social. La idea era que los empleados, mezclados todos
(administradores y obreros) sin importar categoría auto-disciplinaran sus impulsos antisociales bajo la mirada escrutadora de los
otros, los menos educados imitando los comportamientos de los que lo eran más. Una especie de panóptico con esperados
efectos pedagógicos que fue denostado por sus críticos por su aspecto y planteamiento carcelario o cuartelero.
Sin embargo, en 1880 Godin da un giro a su proyecto que lo aleja de los de otros empresarios filántropos y lo acerca a
posiciones más izquierdistas: decide convertir la fábrica en una cooperativa de producción y para ello crea l’Association du
Capital et du Travail ou Société du Familistère. A partir de ese momento los obreros se convierten en propietarios accionistas de
la empresa y, por tanto, de sus propias viviendas. Irán recibiendo incentivos en forma de acciones de acuerdo a su productividad.
Las plusvalías son reinvertidas en obras sociales en la comunidad (escuela, cajas de seguros) y los obreros reciben un dividendo
por sus acciones que completa su salario.
21
El grupo ha seguido creciendo hasta tener hoy en día 5,5 millones de miembros co-propietarios. (http://www.co-operative.coop/)
60
Fue este tipo de vivienda, el bloque colectivo de apartamentos y no el de la casa unifamiliar, el que se reveló más
factible para la aplicación del modelo cooperativo, por sus menores costes de construcción. Así en también en la década de 1880
los principios cooperativos se aplicaron ya a la construcción de bloques de apartamentos en la ciudad de Nueva York, pioneros
en una ciudad en la que este sistema de copropiedad gozaría de un gran éxito en el siglo XX (Wolkoff 1999).
La falta de apoyo por parte del Estado o de las instituciones financieras y la decisión de elegir como modelo el de la
ciudad-jardín burguesa son las causas que explican el fracaso de la experiencia cooperativista en Gran Bretaña, iniciada por
Ebenezer Howard en la bisagra del siglo. Howard ha pasado de alguna manera a la historia del urbanismo por ser el pionero de
la ciudad-jardín y de la vivienda cooperativa pero se trata de un discurso construido desde una academia anglosajona que
probablemente no se molestó en investigar experiencias de otros países. Nuestro breve recorrido histórico nos ha ya mostrado
que Howard no fue el pionero ni de una ni de otra forma de urbanismo. Las ciudades-jardín existían, como se ha visto, desde
hacía al menos medio siglo, y las cooperativas de vivienda eran ya una realidad décadas atrás de que él planease crear la suya.
Sobre las ideas de Howard también pudieron influir los modelos de la frontera norteamericana y los primeros suburbios en ese
continente (había asistido a la remodelación de Chicago en la década de los 70, tras el incendio de 1871, trabajando en aquella
ciudad como periodista). Hay que reconocer, sin embargo, que sería Ebenezer Howard, el ideólogo socialista, quien acuñaría el
nombre de ciudad-jardín con el que aquel tipo de modelo preexistente se conocería a partir de entonces, al tratar de fomentarlo
en la práctica a través del City Garden Movement, una organización no gubernamental cuya primera conferencia se celebra en
1901 y a la que adhirieron personajes que ya habían apadrinado este tipo de urbanizaciones previamente como George Cadbury,
el constructor de Bourneville. En el movimiento convergían, por tanto, el filantropismo paternalista de los empresarios con el más
democrático espíritu reformista de Howard y otros ideólogos como el arquitecto socialista Urwin, luego constructor de los
proyectos de aquel.
Lo que le ha valido a Howard su puesto en la historia del urbanismo no se encuentra tanto en sus realizaciones
concretas como en su visión holística de lo que habría de ser el territorio y las ciudades del futuro, y es en virtud de dicha visión
que el personaje y su obra merecen unas líneas más. En la única obra que publicó en su vida, To-Morrow: A Peaceful Path to
Real Reform (1898), reimpresa en 1902 como Garden Cities of To-morrow, Howard añade ciertas propuestas originales a lo que
ya estaba desde hacía décadas en la mente de muchos reformadores y en la propia sociedad: la idea de utilizar la planificación
urbanística como herramienta de reforma social y la propuesta de un modelo rururbano de ciudad que conservarse las ventajas
de ambas formas de vida y eliminase sus desventajas (su famosa teoría de los tres imanes22). La sociedad armónica del futuro
habría de pasar, en la concepción de Howard, por el desmantelamiento de las grandes concentraciones urbanas, focos
disfuncionales de tensiones sociales y baja calidad ambiental y de vida, y su sustitución por una red interconectada de ciudades
pequeñas y medianas insertas armónicamente en la campiña, que fueran más gestionables política y socialmente, y donde se
recuperara la calidad ambiental y las relaciones sociales personalizadas. Es esta la diferencia fundamental de la ciudad-jardín
de Howard con las precedentes: no es concebida como una mera ciudad-dormitorio sino como un centro autónomo,
independiente política y económicamente de Londres, llamado a descongestionar la gran ciudad. Howard ponía como tope
demográfico para evitar la congestión y, por tanto, los problemas, el techo de los 30.000 habitantes. En el centro de la misma una
galería comercial cerrada, en estructura de acero y vidrio para ofrecer luz natural y confort frente a las inclemencias del tiempo
durante todo el año, con todos los servicios. Y explotaciones agrícolas en los alrededores que hicieran a la ciudad
razonablemente autosuficiente desde el punto de vista alimentario. La cercanía de las explotaciones debía contribuir a eliminar
intermediarios y, por tanto, a abaratar el costo de los alimentos, especialmente los frescos, que se habían encarecido mucho en
las grandes ciudades, con los consiguientes efectos negativos (avitaminosis) en los niveles generales de salud de las
poblaciones económicamente más débiles. La propuesta de Howard se inscribía, pues, en un mucho más ambicioso plan para
reingenierizar toda la distribución espacial de la población británica y, en ese sentido, puede considerarse como un proyecto
utópico heredero de los de los primeros socialistas.
Bajo el paraguas de la Garden Cities and Town Planning Association, Howard consiguió animar al establecimiento de
sociedades cooperativas que iniciarían la construcción de dos ciudades-jardín con viviendas unifamiliares en estilo neogeorgiano, en la corona más periurbana de Londres, 30 o 40 kilómetros más lejos de las primeras del tipo Bedford Park:
Letchworth (iniciada en 1903) y Welwyn (en 1920). El plano de la ciudad, aunque perfectamente diseñado, huía del cartesianismo
ortogonal del ensanche para favorecer una trama más “natural”, menos monótona, alienante y expuesta al tráfico, más agradable
para el paseo, plagada de calles sin salida que disuadían al tráfico y proporcionaban intimidad. El proyecto de Howard no
consiguió alcanzar sus objetivos: el modelo cooperativo propuesto, en ausencia del apoyo financiero del Estado o de la banca,
supuso, como ya se ha dicho, una barrera infranqueable para las clases trabajadoras. En consecuencia, las experiencias de
Letchworth y Welwyn quedaron restringidas a un reducido grupo de idealistas de clase media, minando la propia legitimidad del
ideario de Howard. Howard había contado con que lograría atraer la instalación de industrias a sus ciudades-jardín, cuyos
beneficios, mutualizados, ayudarían al proyecto a despegar. Sólo consiguió la instalación de una fábrica de corsés en
Letchworth. Finalmente, el modelo de gestión comunitaria también demostró tener sus debilidades: la supuesta democracia
quedaba supeditada al voto del accionista (tantas acciones tienes tanto vale tu voto) y, en ausencia de controles externos, quedó
expuesta a corrupción. En los años 60 la gestión de ambas ciudades sería sustituida por un gobierno municipal y absorbida en la
estructura administrativa del Estado.
Si bien Howard no fue tan pionero como se ha dejado entender, la gran popularidad que alcanzó su obra en su tiempo
le ha conferido una cierta aura de gurú al que se le imputa una influencia sobre muchos desarrollos posteriores. Se dice que la
política de creación de ciudades nuevas (las New Towns) emprendida por los gobiernos laboristas de los 50 alrededor de
Londres sea una concreción, ajustada al realismo y a las posibilidades de postguerra, de las teorías de Howard. Sus objetivos,
22 Hasta ahora la gente se ha visto atraída por el imán de la ciudad, nos dice Howard. La consecuencia son los terribles problemas de
hacinamiento que sufrimos. Howard aspira a construir un imán alternativo, el rururbano, que genere su propio campo magnético de atracción.
61
sin duda alguna, coinciden parcialmente: descongestionar la gran aglomeración londinense, repartir de forma más equilibrada a
la población por el territorio creando núcleos urbanos independientes de la gran metrópoli, centros de producción con su propia
economía y dotados de todos los servicios. Igualmente la evolución del suburb-dormitorio americano de los 50 hacia la edge city
en los 70 y 80 podría verse, si se quiere, como un cumplimiento de las predicciones de Howard, quien, cual Nostradamus del
urbanismo, habría conseguido prever incluso, el nacimiento del shopping mall y de rol central en la articulación de la vida
suburbana. El movimiento ecologista también ve en Howard un pionero de sus ideas: por ejemplo en su idea de una agricultura
menos extensiva y lejana no separada de las actividades económicas de la ciudad.
En cualquier caso el concepto de ciudad-jardín suburbial con plano no ortogonal era ya preexistente (en el modelo Le
Vésinet o Bedford Park) y su triunfo se habría producido de todos modos. Este triunfo, sin embargo, no llegaría de la mano de
las cooperativas sino de las banderas del capitalismo de los promotores apoyados por el Estado. Sería arrollador en los países
de tradición anglosajona como los Estados Unidos, Canadá, Australia o la propia Gran Bretaña, donde el urbanismo y la
arquitectura de Letchworth y Welwyn pasan, de hecho, hoy en día desapercibidos en el contexto de un país que adoptó
mayoritariamente este tipo de ciudad.
Más directamente parece haber influido Howard en el vecino país, Francia, a través de Georges Benoît-Lévy, quien,
tras su regreso de una estancia en Inglaterra, publicaría la obra La cité-jardin, en 1904. Prologada por el principal defensor del
movimiento cooperativo de ese país, el profesor de economía social en la Universidad de Burdeos Charles Gide, más tarde
miembro del Collège de France, en ella convergían las ideas cooperativistas, ya presentes en Francia, con el tema de la
vivienda y se recuperaban, a la nueva luz de las ideas del otro lado de La Mancha, las experiencias de las cités-ouvrières (Penin
1998). Ese mismo año Benoît-Levy fundó, a imitación de Howard, la Association des cités-jardins, entre cuyos miembros se
contaron el arquitecto Henri Sauvage y el político Jules Siegfried, redactor de la primera ley de vivienda protegida en Francia.
El cooperativismo, sin embargo, nunca llegó a ser mayoritario como modelo de promoción y propiedad inmobiliaria en
ningún país. Y mucho menos que en otros, en Gran Bretaña o en Francia. La expansión de un urbanismo sin plusvalías no debió
ser nunca vista con muy buenos ojos por los poderosos grupos económicos que se fueron formando conforme la construcción de
vivienda se fue revelando uno de los grandes negocios de la economía capitalista. Sólo la conjunción de estos intereses con
políticas estatales que los apoyaron expresamente, concediéndoles las grandes contratas de urbanización a partir de la
postguerra, al tiempo que acallaban la posible fuente de descontento social ofreciendo a las clases populares alquileres bajos o
créditos blandos, puede explicar el relativo escaso impacto del movimiento cooperativo en el sector inmobiliario comparado con
sus éxitos en otros sectores. La concesión de créditos blandos para la compra de una vivienda en propiedad individual minó
directamente la lógica económica sobre la que se sustentaba el cooperativismo. El fomento de la propiedad individual, por otro
lado, era un torpedo dirigido por el sistema a la línea de flotación del inconsciente colectivo: alimentaba la aspiración secular
reprimida en cada proletario, aspiración psicológica universal, de hacer suyo el ethos de la clase dominante, es decir, de
convertirse en propietario único y singular de un pedazo de tierra (o de aire, en el caso de los bloques en altura). A la propiedad,
por modesta que sea, todo el mundo lo sabe, va asociado consustancialmente un espíritu conservador: cuando se tiene una
inversión que proteger ya no se puede apostar todo al fuego de la revolución. Convertir a los obreros en propietarios fue la más
sofisticada estrategia de control social efectuada por el sistema, y se desplegó masivamente en Occidente a partir de los años
50. El cooperativismo no podía ser la vía. Había que encontrar el mecanismo para que el pueblo comprara su vivienda y al mismo
tiempo el capital obtuviera su plusvalía. De aquella estrategia nacieron, como veremos, el suburbio norteamericano y los grandes
polígonos de viviendas en Europa.
Aún así, la incidencia del cooperativismo fue muy variable dependiendo de los países: en socialdemocracias como las
escandinavas, el Canadá o la Alemania de Weimar y la Bundesrepublik postnazi el fenómeno fue relativamente extendido. En
países como Francia o el Reino Unido apenas se desarrolló, siendo los años de postguerra fuertemente dominados por una
alianza Estado-empresas inmobiliarias. En Estados Unidos tampoco fue fuerte, pues el suburbio se desarrolló bajo una alianza
semejante, pero tuvo incidencia local significativa en algunas grandes ciudades, especialmente en la ciudad de Nueva York, a
partir de los años 30.
4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como políticas del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilustrado
del urbanismo racionalista.
El nacimiento de la zonificación y los planos de ordenación urbanística
Desde finales del siglo XIX los gobiernos en los países industrializados irán paulatinamente tomando conciencia de
que era necesario domar a la bestia urbana generada por el capitalismo del laissez-faire. El simple mercado no había conseguido
construir ciudades armónicas y parecía evidente que por sí solo nunca lo haría. El Estado se plantea entonces intervenir en dos
dimensiones de lo urbano: a) la planificación del crecimiento de la ciudad en sí, regulando el uso de los terrenos para funciones
determinadas y b) la incentivación de vivienda barata con unos estándares de calidad suficientes para las clases trabajadoras. De
la primera necesidad surgirán los instrumentos de la zonificación y de los planes de urbanismo. De la segunda, los programas
(directos o indirectos) de vivienda protegida. Para poder intervenir y regular ambas dimensiones los estados irían
progresivamente creando un complejo aparato burocrático y una creciente legión de técnicos especializados en los diferentes
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aspectos que una empresa de ingeniería social como aquella implicaba (arquitectos, ingenieros, abogados, economistas,
topógrafos, geógrafos). Con ello alumbraba el nacimiento de una nueva ciencia, el urbanismo, y la racionalidad moderna
finalmente se hacía cargo de las riendas del espacio, clasificando y uniformando a la gente en el territorio, modelando así las
formas físicas de su vida cotidiana, de acuerdo a lógicas e intereses muchas veces ajenos a los de la población. El espacio fue
así paulatinamente conquistado, estatalizado por el poder, concreción del mandato moderno de conquista de la naturaleza, con el
objetivo de reingenierizarlo, fuera directamente o delegando dicha competencia a la buro-tecnocracia privada de los promotores y
agentes inmobiliarios. Y el poder del Estado y del capital, que no habían dejado de crecer desde aquel lejano día en que su
semilla germinara en el suelo- fundamentalmente urbano- del feudalismo medieval, llegó por fin al barrio y a las alcobas de la
gente.
La primera intervención masiva en materia de planificación se había hecho en las colonias, concretamente en las
españolas en América. Las Leyes de Indias de 1568 pueden considerarse como la primera legislación urbanística de la Edad
Moderna. Luego llegaron, en las metrópolis, los primeros ensanches. Con ellos, algunos estados se plantearon ya la necesidad
de regular todo el conjunto del crecimiento urbano con una proyección temporal de medio plazo que previera los desarrollos
futuros, para impedir fenómenos como el chabolismo de autoconstrucción, la invasión de tierras, o la construcción puramente
especulativa mal integrada en el tejido urbano. Se trataba, pues, de diseñar la ciudad como se diseña un edificio, de regular
jurídicamente su crecimiento como se regula cualquier otra actividad. Los instrumentos para ello iban a ser los reglamentos de
zonificación y los planes de ordenación urbanística (cuya denominación exacta varía de país a país).
Uno de los primeros países en dotarse de un plan de ordenación urbanística fue el recién nacido estado italiano, con
su ley del Piano Regolatore de 1865, que lo establecía sólo como reglamento voluntario para aquellos municipios que quisieran
adoptarlo. Roma elaboraría un Piano Regolatore en 1883 (Del Prete 2002). En el Reino Unido el instrumento llegaría en 1909,
con carácter de obligatoriedad y con el nombre de Housing and Town Planning Act, al que le siguieron, a intervalos regulares que
ilustran la necesidad de adecuarse a una realidad urbana en constante cambio, los Housing and Town Planning Acts de 1919,
1925 y 1932 (Duxbury 2005). En Francia se llamarían Plans d'aménagement, d'embellissement et d'extension y tienen su fecha
de inicio en 1919 (Monnier y Klein 2002).
Por las mismas décadas se introducen las primeras actuaciones de zonificación. La zonificación constituye una
dimensión concreta de la planificación urbana y puede ir o no integrada a un plan de ordenación. La zonificación prevé la división
de la ciudad por parte de las autoridades en zonas funcionalmente diferenciadas: zonas residenciales, zonas industriales, zonas
administrativas, zonas recreativas, grandes ejes de transporte, etc. Se trata, por tanto, de la aplicación del principio de
diferenciación funcional del paradigma moderno a la ciudad, a partir de un diseño racional y consciente y no del ajuste
espontáneo del sistema. Los ensanches, con su diferenciación entre grandes avenidas de circulación y calles más estrechas,
habían supuesto un ejercicio parcial de zonificación y, aunque su intención era convertir a las nuevas zonas en áreas
fundamentalmente residenciales, casi ninguno prohibió expresamente la instalación de industrias. No fue hasta principios del
siglo XX que el concepto no se aplicó por primera vez de forma estricta y con rango de ley. Las primeras zonificaciones regladas
se dieron en Alemania en la primera década del XX y la decana en Estados Unidos es la de Nueva York en 1916 (Basset 1940;
Toll 1969).
Por razones obvias casi desde el principio el concepto de zonificación quedó inserto en los planes de ordenación
urbanística, de miras y alcance más amplio, pero no siempre fue el caso, y es por eso que hemos querido tratarlos de forma
separada. En los Estados Unidos, por ejemplo, la práctica de la zonificación como forma específica de planificación se extendió
con mucha más rapidez que los planes de ordenación. En 1953, de las 1347 ciudades norteamericanas de más de 10.000
habitantes, 800 tenían reglamentos de zonificación pero sólo 434 un plan general de urbanismo (Toll 1969). Puede decirse que la
prioridad en aquel país, como ya se ha visto, era establecer una segregación efectiva del territorio, más que la de un diseño de
conjunto del mismo. Algo semejante sucedió en Quebec, donde la zonificación, introducida en los años 30, antecede en tres
décadas los planes de ordenación (Giroux 1979). En Italia, por el contrario, la zonificación no es introducida por ley hasta 1968,
un siglo después de los planes urbanísticos (Del Prete 2002).
Muy pronto descubrieron los ciudadanos los efectos que aquella conquista del espacio por parte del Estado tenía
sobre las hasta entonces proclamadas sacrosantas libertades individuales. La zonificación era, en efecto, un atentado directo al
derecho absoluto a la propiedad. A partir de su implantación los propietarios dejaron de ser completamente libres para decidir
qué querían hacer con sus terrenos. Construir una vivienda en una zona designada como industrial se volvió imposible, y
viceversa con la instalación de una industria; la cantidad de metros cúbicos de volumen construido quedaba en muchos casos
fijada por ley hasta el punto de llegar a hacer ilegales las ampliaciones de la propia vivienda, como el cierre de porches o
terrazas. Y, en aras del bien común, terrenos e inmuebles podían incluso ser expropiados para permitir la construcción de
infraestructuras y áreas de servicio común: una carretera, un hospital, un parque, una escuela. Fue quizá, en la dimensión
espacial, más que en ninguna otra, donde más fuertemente asentó sus reales la nueva forma de gobierno que iría poco a poco
sustituyendo, a lo largo del siglo XX, al viejo liberalismo decimonónico, una forma de economía política híbrida, que combinaba el
libre mercado con un fuerte intervencionismo estatal y una economía reglamentada y redistributiva en todos aquellos sectores
que se consideraban estratégicos para la reproducción del sistema: Es el estado socialdemócrata, llamado como un bombero a
apagar los fuegos de la revolución y a detener la marea bolchevique que amenazaba con extenderse desde la URSS.
Quizá el impacto psicológico más grande se viviera en los libertarios Estados Unidos, donde la gente estaba tan poco
habituada a la intervención del Estado en sus asuntos cotidianos. Ello explicaría la resistencia a la implantación de la zonificación
y, aún más a la de los planes urbanísticos, que nunca llegó a completarse (todavía hoy en día una enorme metrópolis como
Houston no posee instrumentos jurídicos generales para regular su urbanismo, sólo legislación parcial). Desde la implantación de
63
los reglamentos de zonificación los ciudadanos trataron de defender sus derechos de propiedad en los tribunales. Fue en vano.
En la historia del urbanismo de los Estados Unidos, 1926 supuso un antes y un después en la libertad de los promotores para
imponer su propia agenda. Ese año la Corte suprema respaldó el reglamento de zonificación elaborado por el ayuntamiento de
Euclid, Ohio, frente a la promotora Ambler Realty Co. que argumentaba que la recalificación de sus terrenos para uso residencial
le había causado un perjuicio, pues habría obtenido un mayor beneficio urbanizándolos como suelo industrial. La sentencia
sentó un precedente y dio el espaldarazo final al poder público sobre la gestión del territorio (Toll 1969). Lo cual no quiere decir,
por supuesto, que los reglamentos urbanísticos se cumplieran siempre, en todo lugar y en toda su extensión. Nacida la ley,
nacería también la trampa. A partir de aquel momento el conflicto entre los intereses privados de un sector en el que las
perspectivas de beneficio eran ingentes y los reglamentos públicos dieron nacimiento al fenómeno de la corrupción urbanística:
pulpo de muchos tentáculos y cáncer de tamaño variable dependiendo de cada país y de sus características políticas,
económicas, jurídicas. Allá donde los instrumentos de regulación urbanística quedaron en manos de los gobiernos centrales el
poder corruptor del capital fue menor. Allá donde estos instrumentos eran competencia de las autoridades locales se hizo más
fácil sortear la ley o incluso adaptarla a los propios intereses de los promotores. Se produce entonces la infiltración del poder
inmobiliario en la política, siguiendo los mecanismos que antes habían trazado otros sectores capitalistas para controlar el timón
de los asuntos públicos. El gran salto del capital inmobiliario a la política se produce en las décadas posteriores a la Segunda
Guerra Mundial, cuando se generalizan los planes de urbanismo en todos los países industrializados, y cuando la coyuntura
irrepetible ofrecida por la conjunción de reconstrucción postbélica, baby-boom, rápida industrialización, migración masiva campociudad, políticas socialdemócratas de vivienda y triunfo del paradigma racionalista en arquitectura, convierte al negocio
inmobiliario en uno de los más potentes de toda la historia del capitalismo.
La alianza política-capitalismo inmobiliario - y con ella la corrupción urbanística- fue especialmente fuerte en los
países semiperiféricos del sistema, aquellos en los que el escaso desarrollo de otros sectores industriales más intensivos en
capital humano y tecnología, provocó una hipertrofia del sector de la construcción. En países como España o el sur de Italia la
dificultad sistémica para hacerse rico por otros medios trató de paliarse con la creación de imperios basados en el ladrillo. En
situaciones como aquellas, buena parte de las intenciones del Estado para regular el espacio en aras del bien común se
quedaron en el tintero de unos planes urbanísticos que no fueron respetados. El Plan General de Ordenación de Madrid, de
1946, por ejemplo, preveía una serie de cinturones verdes concéntricos alrededor de la capital y optaba por modelos urbanísticos
de baja densidad, con viviendas unifamiliares para los obreros inspiradas en las cités-ouvrières francesas (Terán 1970). Unos
años después, constructores estrechamente ligados al régimen (excombatientes del bando nacional, miembros del Consejo
Nacional del Movimiento, parientes de influyentes políticos) decidieron aplicar su propio plan alternativo. Donde debía haberse
creado un cinturón verde ahora circula el tráfico del primer anillo de autopistas de circunvalación de la ciudad, la M-30. Las citésouvrières unifamiliares se convirtieron en los colmeneros bloques de viviendas de barrios como La Concepción (cuyos
minúsculos apartamentos, en lugar de dar al prometido jardín, contemplan el asfalto de la M-30) o el Barrio del Pilar. Desarrollos
suburbanos para alojar a los obreros que generaron fortunas como la de José Banús, amigo personal de Franco, quien después
reinvertiría la plusvalía para urbanizar la Costa del Sol. Mientras, en Campania, Sicilia o Calabria, la mafia se hacía con una
buena parte del pastel inmobiliario (gracias, también, a su infiltración en la política) plegando los piani regolatori a su propia
conveniencia.
Los inicios de la política estatal de vivienda: el caso pionero de Francia.
Al mismo tiempo que se aprestaban a disciplinar el espacio, los Estados, con políticos progresivamente más sensibles
a los problemas sociales al timón, decidieron tomar cartas en el asunto de la infravivienda urbana y resolver el problema de una
vez por todas. Como se ha comentado ya en varias ocasiones el problema en las grandes ciudades era realmente dramático.
Terribles condiciones de vida que las clases dirigentes no sólo consideraron necesario remediar por razones humanitarias sino
como estrategia de autoprotección (sanitaria y política). El caso pionero quizá sea la Cité Napoleon, mandada construir por Luis
Napoleón Bonaparte entre 1849 y 1851 (el periodo democrático republicano previo a su 18 Brumario, con un gabinete ministerial
lleno de socialistas) en el centro de París (58 Rue Rochechouart en el 9e arrondissement). Inspirado en el falansterio de Fourier
pero de dimensiones modestas y despojado de sus veleidades colectivistas, se trata probablemente del primer caso de bloques
de vivienda protegida de la historia contemporánea. Un modelo que anticipaba en casi un siglo el urbanismo de buena parte de
las ciudades europeas: cuatro bloques de apartamentos individuales, en un estilo muy sencillo y de construcción barata en torno
a un patio con jardín y fuente, para cuatrocientas familias (Carbonnier 2008). Sin embargo una vez convertido en emperador,
Napoleón preferiría ceder los beneficios del pastel inmobiliario al capital privado (en los ensanches de Haussman, que, si bien
pensados fundamentalmente para las clases medias, también incluían numerosos immeubles de rapport más sencillos y
funcionales para clases menos pudientes). En la Cité Napoleon puede observarse la doble estrategia del Estado, tantas veces
ya comentada, con respecto a la vivienda social: reformismo humanitario por un lado, disciplina del proletariado por otro. Esta
intención queda perfectamente explicitada en las palabras de Villermé, el arquitecto que diseñó el complejo de viviendas. Como
él mismo dijo, el diseño trataba de limitar la sociabilidad de los individuos para impedir que “los malos ejerzan constantemente
una influencia perniciosa sobre los buenos” (Villermé en Carbonier 2008:33). Otros contemporáneos de la obra, al tiempo que
alababan la funcionalidad y confort de su construcción criticaron su aspecto cuartelero (Carbonier 2008). Estas críticas serán,
desde entonces, una constante en todas las intervenciones urbanísticas realizadas con parámetros racionalistas.
Sería de nuevo en Francia, con los gobiernos republicanos de corte paulatinamente más progresista que se van
sucediendo desde finales del XIX cuando el Estado empezó a involucrarse por primera vez en fórmulas masivas y directas de
alojamiento popular. Probablemente este tipo de política no podría haber nacido en ningún otro país: Tenía que ser en Francia, el
país que había ido forjando históricamente el aparato burocrático-estatal más centralizado y eficiente de todo el Occidente y
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donde el intervencionismo económico, desde los tiempos del colbertismo borbónico, formaba parte del ADN político del Estado. Y
confiaron esta tarea a una tecnocracia especializada de administradores y urbanistas. Con ello, como con la planificación, el
Estado entraba a dar forma, unilateralmente, a los estilos de vida de las clases populares. Estas nunca fueron consultadas a
propósito de aquellos programas destinados a “mejorar su vida”. No hubo participación ciudadana en la construcción de su
propio espacio de vida. Los urbanistas decidieron por ellos desde sus altos despachos. Fue una nueva forma de Despotismo
Ilustrado, esta vez puesto en práctica por las políticas socialdemócratas del Estado de Bienestar republicano.
El punto de partida es la aún tímida y moderada Ley Siegfried de 1894, impulsada por el político del mismo nombre,
quien más tarde militaría en la Association des cités-jardin de Benoît-Levy. Esta ley trataba de fomentar la creación de
sociedades privadas que se dedicaran a la construcción de viviendas baratas (las Societés Anonymes d’Habitations à Bon
Marché, conocidas desde entonces por las siglas HBM) por medio de medidas de exención fiscal y acceso al crédito. La idea,
vanguardista en su tiempo, era convertir a los obreros en propietarios. El modelo residencial propuesto era mixto: viviendas
unifamiliares en lotes de terreno individuales y apartamentos en bloques de viviendas en altura. Las intenciones estaban, como el
propio Siegfried declara, inspiradas por la misma ideología paternalista y conservadora que había animado a los empresarios a
construir cités-ouvrieres:
¿Queremos hacer feliz a la gente y convertirlos en profesos conservadores? ¿Queremos aumentar las
garantías de orden, de moralidad, de moderación política y social? Creemos ciudades obreras (Siegfried en
Driand 2009: 38)
Los resultados de la Ley Siegfried fueron poco espectaculares. La ley no comportaba ninguna obligación por parte de los
particulares de crear sociedades HBM y las medidas para estimular el crédito fueron muy insuficientes. En esas condiciones el
alcance de las medidas se limitó apenas a la creación de un paraguas legal y la facilitación de las actividades de los empresarios
filántropos de las cités-ouvrières previas. Entre 1898 y 1906 sólo se constituyeron 18 sociedades HBM, casi todas ellas por
industriales que construían para vender a sus obreros. Por otro lado, la ley puso en marcha un proceso de parcelización
unifamiliar a las afueras de las grandes ciudades, especialmente París, que fomentó la aparición de la autoconstrucción por parte
de poblaciones obreras emigradas a la ciudad. Era evidente que, si el Estado quería intervenir, eran necesarias medidas más
decididas. Estas irían llegando escalonadamente. En 1905 la Caisse des Dépôts, una institución financiera pública cuya creación
se remonta a 1816, concede por primera vez créditos inmobiliarios para las HBM. En 1908 la Ley Ribot crea y regula las
Sociedades de Crédito Inmobiliario privadas para favorecer el acceso a la “pequeña propiedad”. En 1912 la Ley Bonnevais funda
finalmente un ente estatal para dirigir directamente la política de vivienda, los Offices publics d'HBM que dependerán de los
gobiernos municipales, pero sus acciones no se concretarán hasta pasado el lustro bélico.
El triunfo de la arquitectura racionalista: la ciudad como “máquina para habitar”.
Entre las empresas que surgen en aquellos años como consecuencia de esta legislación cabe destacar, por ser una
excepción, la Société des Logements Hygiéniques à Bon Marché, fundada por el arquitecto Henri Sauvage. Miembro de la
Association des cités-jardin, Sauvage no va a pasar, sin embargo, a la historia por la construcción de ese tipo de urbanizaciones
sino por ser un pionero de los edificios de pisos de bajo costo en París y, estrechamente relacionado con esta cuestión, de la
arquitectura racionalista moderna. El estilo racionalista moderno, nace, en efecto en este principio del siglo XX de la mano de
arquitectos como Sauvage, Toni Garnier o Auguste Perret (Minnaert 2011) y como consecuencia de adecuar diseño y técnicas
constructivas a la realización de vivienda popular. Personajes que comparten ideas muy semejantes a la filosofía del “Neues
Bauen” (Nueva Construcción) que a partir de 1907 empezaría a difundir la Deutscher Werkbund en Alemania, una asociación de
arquitectos, diseñadores y empresarios cuyo lema era elevar los estándares del hábitat humano al menor costo posible "Vom
Sofakissen zum Städtebau” (“De los cojines del sofá a la construcción de ciudades”) (Schwartz 1996). Era la conversión de la
arquitectura y del interiorismo en una industria y la aplicación del taylorismo y el fordismo a la construcción del espacio habitado,
en paralelo con lo que estaba sucediendo en el resto del mundo económico.
Después de la Primera Guerra Mundial todas aquellas primeras experiencias serían reelaboradas por una nueva
generación de arquitectos, diseñadores y urbanistas (y también algunos más viejos, como el americano Frank Lloyd Wright)
hasta convertir el racionalismo arquitectónico en una auténtica filosofía estética autojustificativa que lo transmutaba en arte en sí
mismo, movido por su propios cánones de belleza. Pero, si lo retrotraemos a sus orígenes, el racionalismo arquitectónico
moderno nace simplemente de la necesidad de ajustar presupuestos en aquel marco de un ideario vagamente socialdemócrata
empeñado en mejorar las condiciones de vida obreras. Son arquitectos como los mencionados los que introducen el hormigón,
el acero o el ladrillo, como materiales prefabricados que permiten rebajar costos y tiempo de construcción (y por lo tanto, de
nuevo, costos) y construir edificios más resistentes al deterioro ambiental. Son ellos los que introducen el concepto de un edificio
que es sólo estructura, sin muros de carga, lo que permite utilizar y distribuir el espacio interior de forma mucho más racional,
para aumentar la superficie habitable, y abrir vanos más grandes que dejen pasar la luz y el aire, como requerían los principios
higienistas (de los que también se reclamará heredero el racionalismo posterior). Son ellos los primeros que renuncian a la
decoración superflua del edificio, por costosa, reduciéndolo, en aras de una eficiencia funcionalista, a las líneas geométricas
puras de su estructura, todo ello en un periodo dominado por el estilo barroquizante del Art Nouveau. Y todo ello bajo el modelo
de construcción en vertical (abaratado por las nuevas técnicas) el que mejor permitía amortizar el costo de la compra del terreno
(usar el aire, que es gratis, para alojar a más gente en la misma parcela). Son ellos los que anteponen la función a la emoción,
los que empiezan a aplicar la estética del ingeniero, que acabaría desembocando en la concepción mecanicista del urbanismo y
de la vivienda, la casa como machine à habiter, en el aforismo que luego popularizaría Le Corbusier. Las construcciones de la
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sociedad HBM de Sauvage serán por el momento en edificios con muros medianeros a interior del ensanche hausmanniano de
Paris.
Con la guerra la construcción quedó paralizada. Lo cual no hizo sino incrementar el problema de la vivienda una vez
finalizada esta, con el telón de fondo de unas economías afectadas profundamente por el conflicto. Es entonces cuando los
estados europeos emprenden finalmente la primera construcción masiva de vivienda social en el marco de un nuevo modelo de
política económica que deja atrás definitivamente el viejo modelo del laissez-faire. Había además una urgencia imperiosa que
atender: la rabia popular debía ser apaciguada para impedir la revolución comunista. La recién creada Unión Soviética
funcionaría a partir de entonces como un perfecto instrumento contra-pedagógico para las democracias parlamentarias
occidentales. Y en su afán por no acabar sus días en una revolución como la rusa, los estados emprendieron políticas de
vivienda semejantes a las que a partir de los 20 también empezaron a ponerse en práctica en el país de los soviets.
Los planes arquitectónicos y urbanísticos se pusieron en manos de una nueva generación de arquitectos e ingenieros
que, cabalgando a lomos de la modernidad y de la vorágine de transformaciones culturales que esta había desencadenado,
rompieron violentamente los cánones estéticos aún impregnados de romanticismo y gusto aristocrático de sus padres, los
constructores de las ciudades-jardín estilo Queen Anne y los ensanches historicistas y Art Nouveau, llenos de frontones griegos,
torretas medievales, mosaicos dorados y sinuosas decoraciones orgánicas. Las señales del advenimiento de aquella época
habían ido apareciendo desde hacía décadas: el Crystal Palace de Londres (1851), los immuebles de rapport haussmannianos,
los rascacielos de Chicago, pero eran aún fenómenos minoritarios en un mundo dominado por la arquitectura historicista
(pensemos, por ejemplo en las espiras neo-góticas del skyline del Lower Manhattan y el nombre de su alterego en el comic,
Gotham City). El racionalismo aún tardaría unas décadas en imponerse, pero a partir de la primera postguerra, de la mano de la
necesidad y de la política, su asenso sería imparable.
La mayoría de los arquitectos que teorizaron y llevaron a la práctica los nuevos conceptos estaban inicialmente
vinculados, de forma más o menos estrecha, con las ideologías socialistas. Pero no todos: una de las ramas teóricas de este
movimiento, el del futurismo italiano, llevaba en su germen, ya desde su inauguración en 1909, las semillas del fascismo. Y en
efecto, fascista sería después su fundador, Filippo Tommasso Marinetti, y fascistas muchos de sus componentes23. Y es que el
racionalismo arquitectónico es un fenómeno de naturaleza bifronte, en el que se conjugan, de forma dialéctica y difícil
reconciliación, un humanismo liberador y un antihumanismo que apenas se esfuerza por esconder un componente totalitario que
puede adecuarse tanto a una modalidad de izquierdas como a una de derechas. O a la simple dictadura del mercado.
Saludado por sus defensores como un instrumento del progreso técnico que había de catapultar a la humanidad hacia
una nueva y más elevada fase de su evolución, el triunfo del urbanismo racionalista sin bridas implicaba, por otro lado, una
violencia sobre el espacio y sobre los valores y sentimientos investidos en este por individuos y colectivos, hasta entonces
desconocida. Alabado como el triunfo de la luz de la razón, eso que nos hace humanos, sobre las tinieblas (luz simbólicamente
representada por los grandes ventanales de las nuevas viviendas), la sociedad asistiría en las siguientes décadas al avance –
literal- de una apisonadora guiada por unos pocos “iluminados” que se imponía, con la bendición del Estado (en algunos lugares
teóricamente democrático) sobre una mayoría que asistía inerme a la transformación radical de sus paisajes biográficos, en
medio de encendidas proclamas sobre el progreso y de discursos paternalistas que aseguraban que todo aquello se hacía por el
bien del pueblo: En aras de un loable programa para redimir a la sociedad del horror del slum y de las taras de una ciudad
disfuncional; para alumbrar una nueva forma de hábitat que permitiría un desarrollo ulterior del espíritu, entonces mermado y
embrutecido por plagas como la tuberculosis, el cólera, la promiscuidad, la congestión del tráfico o la desconexión con el verde
de la naturaleza. A un lado o a otro del telón tendido por la revolución soviética valores como la historia o la creatividad estética
individual fueron sacrificados en el altar de la eficiencia y la funcionalidad del maquinismo. Cuando no el propio verde prometido,
que caería (ya sabemos dónde más y dónde menos) bajo los bulldozers y las coimas de la corrupción.
Todo ello, en teoría, Ad Maiorem Hominis Gloriam, como un trágala inmobiliario arropado en los lienzos filosóficos de un
nuevo humanismo abstracto y cartesiano, que no era otra cosa que el tan demorado y por fin triunfante Destino Manifiesto de la
modernidad. Este humanismo queda perfectamente explicitado en la adopción metafórica, por parte del movimiento, del llamado
número áureo, cociente aritmético que había sido ya empleado ampliamente por los dos eslabones previos de una cadena
histórica de humanismos, el griego clásico y el del Renacimiento, los pilares fundacionales de la modernidad, y al que se
considera, por su relativamente reiterada presencia en las relaciones proporcionales de muchas estructuras naturales
(empezando por el cuerpo humano), símbolo del ordenamiento racional del mundo, de ese mundo que puede ser reducido a
constantes matemáticas y, por consiguiente, conocido y controlado completamente en beneficio del hombre. En su primera gran
urbanización de apartamentos colectivos, la Ville Radieuse de Marseille, en 1946, Le Corbusier haría un pequeña concesión a la
decoración y sólo una: un monumento antropomórfico en honor de la proporción aurea, el Modul’or.
Una vez convertido en ideología, más allá de su naturaleza como instrumento de aplicación pragmática, el nuevo
urbanismo racionalista actuaría en la escena de la historia con la fuerza de una vanguardia contracultural más, violentamente
hostil a la tradición previa y dispuesta a aniquilarla. Pero a diferencia de otras ideologías estéticas, que se contentaban
básicamente con cambiar el paisaje de las galerías de arte, esta tenía pretensiones de totalidad, quería transformar radicalmente
toda la realidad. Y, como todo totalitarismo, la transformación que buscaba no era sólo total sino uniformizadora. El proyecto final
del universalismo moderno, que se deriva del propio mandato de la razón. Si la naturaleza está sometida a leyes universales y el
pensamiento racional a una lógica que es unívoca, unívoca ha de ser también la solución racional al problema de las ciudades.
A principios de 1918 Marinetti fundó el Partito Futurista que un año después se integraría en los Fasci di Combattimento, el partido fascista de
Mussolini, aunque preservando su identidad propia. En 1919 redactó, junto a Alceste de Ambris, el Manifiesto Fascista, que recogía la ideología y
programa de la nueva formación política (Bruno Guerri 2010)
23
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Sólo puede haber un modelo, y uno sólo, de urbanismo racional. La ciudad del futuro, más humana porque más racional, había
de ser, pues, idéntica en todo el planeta. En ese proyecto no cabían las particularidades locales, ni la historia. El desprecio por la
ciudad histórica y el proyecto de una ciudad estandarizada, de una ciudad-máquina, pueden rastrearse tanto en los teóricos de
derechas como en los de izquierdas, unidos por un mismo sueño totalitario.
De derechas son sin duda, claramente proto-fascistas, las tesis arquitectónicas y urbanísticas del futurismo italiano. La
suya es una exaltación en todas las dimensiones de la vida de la voluntad de poder nietzscheana, su discurso el del proyecto
moderno de depredación de una naturaleza entendida como ente inerte y pasivo. Su ética y su estética las de la máquina, como
extensión de un hombre natural devenido superhombre por obra y gracia de la ingeniería. A través de la máquina el hombre
actual trascenderá sus limitaciones y entrará en una nueva fase evolutiva, conquistando el tiempo y el espacio. El Tiempo y el
Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente
(Manifiesto Futurista, punto 8 (Marinetti 1909). Esa conquista que emprenderá el hombre moderno que ha sabido crear máquinas
se ha de hacer por la violencia, contra todo lo que se interponga en el camino del progreso así concebido. Queremos glorificar la
guerra –única higiene del mundo– el militarismo… (Manifiesto Futurista, punto 9 (Marinetti 1909). El suyo no es un humanismo
universal sino el del spencerismo social más descarnado, ese que ni siquiera Spencer se había atrevido a defender24, que ve en
la modernidad maquinista la forma suprema de la evolución, la especie más adaptada. Y si la nueva forma de humanidad
destinada por la lógica de la evolución a convertirse en especie dominante es la del hombre-máquina la conclusión que de ello se
obtiene es evidente: relegar la geografía y la materia creadas por la máquina a la oscuridad del desván de Dorian Grey,
avergonzarse de ellas, tacharlas de monstruosidades o aberraciones, como habían hecho durante todo el siglo XIX la ética y la
estética burguesas, es un inaceptable ejercicio de alienación moral y cultural. El hombre-máquina moderno debe aceptarse tal
como es y encontrar orgullo en ello (Banham 1960).
Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza, la
belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a serpientes
de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de
Samotracia. (Manifiesto Futurista, punto 4 (Marinetti 1909).
Cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras, incendiados por violentas lunas
eléctricas; a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de las
nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el
horizonte, y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero
embridados con tubos, y al vuelo resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una bandera y
parece aplaudir sobre una masa entusiasta (Manifiesto Futurista, punto 11 (Marinetti 1909).
Y es a partir de ahí, de la exaltación de la nueva naturaleza maquinista del hombre como fase superior de la evolución y
de la transformación permanente del tiempo y el espacio que provoca su acción (Banham 1960), que los futuristas lanzan su
proyecto para la ciudad, un proyecto visionario y totalitario que plantea la destrucción de la ciudad histórica, caduca, arcaica, fósil,
y su sustitución por una ciudad-máquina que exalte la velocidad y el poder del nuevo hombre. En ella no hay concesiones para la
historia, para el sentimentalismo: el orden nuevo, la ciudad nueva, se ha de construir destruyendo completamente la vieja.
La ciudad que se propone no sólo debe abandonar la vieja arquitectura historicista y decorativa, sustituyéndola por la
abstracta inspirada en la máquina, sino que debe destruir la otra. La ciudad, finalmente funcionando con la lógica de la
modernidad, esa que “disuelve todo lo sólido en el aire”, debe ser una ciudad en eterna potencia, en constante transformación,
una ciudad autofagocitante, que se devore así misma periódicamente. Nada debe ser conservado. Los edificios, como todo lo
demás, deben de ser transitorios, puesto que la ciencia y la técnica están en progreso constante y lo que parece el culmen de la
modernidad hoy se revelará obsoleto mañana. ¿La identidad? ¿La memoria histórica? Sólo sentimentalismos, rémoras
irracionales que impiden la realización plena del hombre moderno. Yo combato y desprecio: El embalsamamiento, la
reconstrucción, la reproducción de los monumentos y los palacios antiguos, escribia Sant’Elía en su Manifiesto de Arquitectura
Futurista, en 1914. Su inspiración empírica puede que haya sido la ciudad de Chicago, refundada como un ave fénix tras el
incendio de 1871 en la nueva arquitectura del hormigón y el acero. La urbe americana seguramente se aparecía a los ojos de
aquellos italianos obligados por la Historia a vivir entre ruinas del pasado, como la premonición ya encarnada de la ciudad del
futuro que ellos deseaban también para la más vetusta Europa. Su modelo arquitectónico es el rascacielos racionalista que
empezaba a construirse en la metrópolis de Illinois. Pero no - como luego argumentarán otros- porque en él se aproveche más el
espacio, sino porque es la manifestación natural de la conquista (no sólo de la tierra sino del cielo) y de la concreción de aquella
nueva humanidad superior que, en la cabeza de un grupo virulentamente anticlerical, misógino y machista 25 , se quiere
prometeica y masculina. El hombre tomando posesión de la tierra y del cielo como el nuevo dios del futuro, creado a sí mismo, ya
liberado de las cadenas de la vieja religión. Su ciudad como un aglomerado de falos desmesurados rasgando las nubes con
voluntad de fecundar incluso el más allá (¿qué es el fascismo, en el fondo, sino una ideología de la testosterona?).
Los futuristas nunca llegaron a construir esa ciudad. Irónicamente, uno de sus mayores obstáculos fue el propio
fascismo. La idea de destruir todos los vestigios del pasado chocaba frontalmente con un régimen y una ideología que hacían del
hipernacionalismo una de sus principales banderas. Y todo el mundo sabe que el nacionalismo es, por definición,
antiuniversalista porque necesita exaltar lo suyo frente a lo de los demás, reforzar o crear diferencias. Con ese objetivo todos los
nacionalismos han recurrido siempre a buscar referentes identitarios en la Historia. La arquitectura es uno de los más fuertes,
Spencer se posicionaría, por ejemplo, en contra del imperialismo, criticando la guerra anglo-bóer (Francis 2007), mientras Marinetti escribía su
segundo manifiesto en 1911 para alabar la conquista italiana de Libia (Bruno Guerri 2010).
25 Queremos glorificar- había dicho Marinetti en su punto número 9- el desprecio hacia la mujer.
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porque conforma el paisaje que la gente ve y vive cada día. En ese sentido el fascismo italiano, como más tarde el nazismo o el
franquismo y salazarismo ibéricos, cultivaron una posición de equilibrio entre el fomento de la arquitectura racionalista, signo de
los tiempos y propaganda de potencia moderna, y un neohistoricismo, representado por la corriente del Novecento, que también
era necesario para apuntalar su discurso. Lo cual llevó a Marinetti a enfrentarse varias veces con el Duce (Bruno Guerri 2010)
Los futuristas nunca llegaron a construir su ciudad, pero cuando se observan aquellos sueños plasmados en el amarillo
de sus bocetos no se puede evitar una fuertísima sensación de familiaridad. Más allá de ciertos detalles secundarios, como las
enormes escaleras mecánicas trepando por la fachada de los edificios, lo que observamos es el dibujo al carboncillo del
downtown norteamericano cosido en sus bordes por autopistas. O sudamericano. Decididamente asiático. Incluidas las
inverosímiles pasarelas que unen unos edificios con otros. Ciudades que se construyeron, como auténticos monumentos a la
máquina, en sólo unas décadas, destruyendo completamente la ciudad original. Y que una vez perdida su memoria y lanzadas
hacia el futuro perpetuo se dejaron después arrastrar hacia el círculo vicioso de la autofagocitación, como habían previsto y
deseado los futuristas, derribando los primeros rascacielos para construir otros más altos y así, quien sabe, hasta la eternidad.
En la corriente de izquierdas, aunque de manera diferente, también afloraba la vena totalitaria. Se trataba aquí de
servirse de la ciudad-máquina para alcanzar el ideal de la sociedad igualitaria, sin clases. Pero no sólo sin clases, sino sometida
a un molde cultural estandarizado y único. A través de la uniformización de la arquitectura en un modelo abstracto y funcional en
el que la individualidad y la creatividad quedaran supeditadas a la satisfacción de las necesidades materiales básicas para todos.
La terrible situación de los obreros no podía permitirse ningún capricho estético. Tampoco debía permitirse ese capricho a los
burgueses. Había que poner a la ciudad el cuello Mao y uniformarla con el mono obrero de trabajo. Funcional, resistente, barato.
En todo caso, la necesidad estética natural del ser humano había de ser rediseñada en el mismo sentido que proponían los
futuristas: aprendiendo a ver como algo bello la geometría de las formas constructivas puras. Aplicar decoración a un producto
diseñado es a la vez antieconómico y criminal, porque, en última instancia, implica la explotación del artesano, había dicho
Adolph Loos en "Ornamentación y delito" (1908) (Banham 1960). Una posición aún más claramente explicitada en el Manifiesto
de Theo van Doesburg Hacia una arquitectura plástica:
“La impersonalidad de la máquina conduce a la igualdad, que en el arte nos lleva a lo universal y a lo
abstracto. El resultado será la aparición de un estilo colectivo universalmente válido y comprensible basado en
las formas abstractas de la máquina” (Theo van Doesburg 1924)
Como una verdadera ideología religiosa, el racionalismo buscó desde el principio imponerse como discurso dominante
en la sociedad. Y en muy poco tiempo encontró sus definitivos mesías: Frank Lloyd Wright en América (mezclando el puritanismo
racionalista occidental con otro de inspiración oriental, zen y confuciana), Le Corbusier en Francia, Theo Van Doesburg en
Holanda, Walter Gropius, Hannes Meyes y Mies Van der Rohe en Alemania (directores consecutivos de la escuela de
arquitectura y diseño de la Bauhaus y continuadores del proyecto de la Werkbund), los constructivistas rusos como Moisei
Ginzburg en la Unión Soviética. La mayoría de ellos eran filo-socialistas o decididamente pro-soviéticos (los arquitectos alemanes
habían sido miembros del soviet de las artes durante los turbulentos meses de la revolución espartaquista) pero la sombra de la
hybris futurista se proyecta con fuerza, consciente o inconscientemente, sobre muchos de ellos: sus desmesurados tonos
utópicos (Fishman 1982), su desprecio por el pasado… Al menos en un caso, el de Le Corbusier, esa sombra se alarga también
a sus filiaciones políticas: el recuerdo que predomina de él es el del arquitecto del Estado de Bienestar de los Treinta Gloriosos
en Francia, o el del constructor de capitales por encargo de líderes socialdemócratas tercermundistas (la Chandigarh del Indian
National Congress); los breviarios de arquitectura pasan, en cambio, más de puntillas por sus coqueteos con el sindicalismo de
extrema derecha en los años 30 y su nombramiento como urbanista del régimen de Vichy, entre 1940 y 1942 para quien llegó a
planificar la reestructuración de Argel y otras ciudades (que nunca llegaron a realizarse) (Fishman 1982; Frampton 2001)
Sus críticos han observado en Le Corbusier tendencias megalómanas y totalitarias (Evenson 1969; Dalrymple 2009) e
incluso considerado su enorme influencia sobre el urbanismo posterior como “siniestra” (Dalrymple 2009). Un recorrido en detalle
por las primeras décadas de su carrera nos permitirá, sin duda, entender en qué se basan para realizar afirmaciones de este
tipo. Entre 1922 y 1927 Le Corbusier diseñó y construyó varias viviendas unifamiliares de lujo en estilo racionalista en las afueras
de París. Una muestra de cómo el gusto de la burguesía, antes historicista, había empezado a cambiar gracias a la fractura
cultural y generacional provocada por la Gran Guerra. Había sed de renovación, de cortar amarras con ese pasado de negros
recuerdos. En Estados Unidos, esos signos de cambio generacional se habían producido incluso antes: ya a principios del siglo
Frank Lloyd Wright estaba construyendo mansiones de lujo en su famoso Prairie Style, con ladrillo visto al exterior y de líneas
minimalistas y espartanas (Fishman 1982). Pero lo interesante es que ya por entonces, Le Corbusier plantea, de momento sólo
sobre el papel, la vivienda colectiva y el tipo de nuevo urbanismo por el que pasará a la historia. Para Jencks (2000) su proyecto
recoge la virulencia y la arrogancia del futurismo. En 1922 presentó su plan para una Ville Contemporaine: en el centro, en un
enorme hub intermodal de transportes (estaciones de autobuses y ferrocarril, nudos de autopistas, el automóvil había de ser el
rey de la ciudad) y un grupo de rascacielos cruciformes de sesenta plantas, en acero y cristal, con aeropuertos en la azotea.
Separados, eso sí, por espacios verdes. Más allá, los bloques de edificios en altura, más bajos, para alojar a los habitantes. Su
voluntad de planificación le lleva, como a Howard unas décadas antes, a establecer el contingente demográfico para su ciudad.
Pero estamos lejos de la utopía descentralizadora del inglés: aquí impera el poder de los números. La ciudad ha de tener tres
millones de habitantes. Las masas, sin duda, eran una expresión de poder. Un año después, 1923, se publica su manifiesto Vers
une architecture del que se deben destacar dos de sus más conocidas máximas: “Une maison est une machine-à-habiter” (“una
casa es una máquina para habitar”, expresión que condensa la supeditación de la estética a la función) y “Architecture ou
Revolution” (Le Corbusier trata de sensibilizar a los dirigentes de que la modernización de la ciudad es necesaria para evitar el
estallido social). No sólo la casa había de ser concebida como una máquina: también la calle. Le Corbusier fue un gran detractor
del concepto tradicional de calle (la calle, ese “chemin des ânes” (camino de asnos), debía morir y ser sustituida por una radical
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zonificación que separara nítidamente entre las zonas peatonales en torno a las residencias, con función socializadora, y los ejes
de circulación (la calle como “máquina de circular”) sólo aptos para los coches (todo ello, en nombre del fomento de una cultura
más doméstica y familiar)
En 1925 llegaría su Plan Voisin, patrocinado por la marca de automóviles homónima (también buscaría el patrocinio de
Citröen y Peugeot pero no lo encontraría), cuyo concepto era semejante al del 1922, y en el que proponía la total demolición de
París al norte del Sena para sustituirlo por sus bloques de viviendas. Unos años más tarde (1933) propondría hacer tabula rasa
del centro histórico de Estocolmo, en el proyecto presentado para un concurso de remodelación de la ciudad. En su urbanismo
medieval sólo veía “un terrorífico caos y una triste monotonía” (Dalrymple 2009). Finalmente llegaría su La Ville Radieuse (1935),
obra en la que concebía una ciudad en forma de cuerpo humano, básicamente lineal, construida a los lados del eje axial de la
columna vertebral, y en la que, por efecto de su acercamiento al sindicalismo filo-fascista de Hubert Lagardelle (Dalrymple 2009),
que no a la socialdemocracia, sustituía su previo diseño de una ciudad segregada en clases sociales por una ciudad en la que
clases medias y obreras se mezclaban en los bloques de apartamentos. Exactamente el proyecto que llevaría a la práctica
después de la guerra (Fishman 1982; Frampton 2001).
Era una nueva religión que, habiendo tomado consciencia del enorme poder que tenía el espacio sobre la sociedad,
llamaba a una transformación radical del mundo a través del urbanismo. Un concepto que los constructivistas rusos sintetizaron
en la expresión “condensador social”, expresión acuñada por Moisei Ginzburg en 1928: la arquitectura, afirmaba, tiene el poder
de condensar las relaciones sociales y, por tanto, de influir sobre ellas. Su objetivo, en línea con los del gobierno para el que
trabajaron, era diseñar los espacios públicos y privados para eliminar las distinciones y jerarquías sociales (Kopp 1970). En
Estados Unidos, como ya se ha visto, el objetivo sería justo el opuesto.
Como cualquier ideología, la nueva religión racionalista necesitaba instituciones que la consolidaran e indoctrinaran a
quienes habían de ser los sacerdotes y ejecutores de la nueva religión arquitectónica: los arquitectos mismos. Uno de los
mecanismos a través de los cuales se expandió el movimiento fueron las escuelas de arquitectura y diseño (puesto que el afán
totalizador, como ya había apuntado la Werkbund, llamaba a transformar el espacio por dentro y por fuera, mejorando la vida de
los hombres también gracias a la estandarización del mobiliario -IKEA es la heredera contemporánea de aquella idea). Dos
escuelas destacaron como fuentes de irradiación: la Bauhaus en Alemania (fundada en 1919) y la Vkhutemas en Moscú (1920).
Ambas eran de naturaleza pública, lo cual dice mucho del apoyo que empezaban a mostrar los estados por las nuevas ideas
(Friedewald 2009). Otro mecanismo fueron los llamados C.I.A.M (Congrès Internationaux d'architecture Moderne), cuyo principal
organizador y alma mater fue el mismo Le Corbusier (Frampton 2001), auténticos concilios de la nueva filosofía que se reunieron
intermitentemente desde 1928 hasta 1959. El C.I.A.M. se dotó desde el principio de un organismo ejecutivo permanente, el
C.I.R.P.A.C. (Comité International pour la Résolution des Problèmes de l’Architecture Contemporaine) que funcionó por unas
décadas como una auténtica internacional del racionalismo urbanístico, dándole el impulso para su implantación definitiva como
ortodoxia universal. En los trabajos de los C.I.A.M. la arquitectura acabó de fundirse para siempre con el urbanismo y con la
ciencia social. El C.I.A.M. clave es el de 1933: tenía que celebrarse en Moscú pero las autoridades soviéticas no concedieron
visados a los congresistas. Con la llegada de Stalin al poder el grupo liderado por Ginzburg había caído en desgracia, por sus
críticas a la deshumanización del régimen y a porque este había iniciado a mutar hacia una nueva forma de imperialismo (de
base étnica rusa) e, igual que sucedería con los nacionalismos fascistas, había vuelto su mirada hacia un neo-historicismo que se
ajustaba más a las necesidades simbólicas de aquel golpe de timón. El Congreso se realizaría, en cambio, a bordo del buque
Patrás II, rumbo a Atenas. El tema del mismo era “La ciudad funcional”. Casi diez años después Le Corbusier publicaría las
conclusiones de aquellos trabajos en forma programática bajo el título de La Carta de Atenas (1942). Ignorada durante el parón
del conflicto bélico, la Carta se convertiría en la auténtica biblia del urbanismo de postguerra, especialmente en Europa. En ella
se consagraba el modelo de edificación abierta en bloques en altura, los conceptos de zonificación y de planificación y la
convergencia entre ciencia social y urbanismo, con el reconocimiento de que los planes generales debían de elaborarse a partir
de estudios geográficos, demográficos, económicos y sociales previos. Muy significativamente se excluían de estos estudios los
aspectos culturales y psicológicos, es decir, los valores, sentidos y sentimientos conferidos por la gente a los lugares y a las
viviendas, lo cual habría supuesto, naturalmente, preguntarle a la gente en qué tipo de ciudad y de casa preferían vivir. El
urbanismo funcionalista se mostraba, una vez más, como un tosco materialismo para el que sólo existe el cuerpo pero no el
alma. Sólo una concesión se hacía al dominio absoluto del paradigma moderno: la de una superación parcial de la separación
campo-ciudad, con la introducción de amplias zonas verdes en las zonas residenciales. Es decir, la ciudad racionalista recogía,
de alguna manera, el concepto de ciudad-jardín, aunque no fuera, necesariamente, bajo el modelo que tendía a imitar la antigua
población rural. En muchos lugares y momentos, sin embargo, la corrupción se encargaría de anular aquella concesión,
recuperando con vigor el sueño modernista de una ciudad de cemento, hábitat netamente artificial separado del campo.
Repartidos por las cuatro esquinas del planeta, los arquitectos organizados por el C.I.R.P.A.C. transmitieron el mensaje
a las siguientes generaciones de alumnos. Pero el triunfo no podía llegar hasta que no convencieran a los gobiernos y a los
actores sociales clave. Ese proceso se inició ya en los años 20. A partir de la postguerra, en los 40, la Europa en ruinas se
rendiría plenamente al urbanismo racionalista, vitoreándolo y abriéndole las puertas como el salvador mesiánico que él mismo
anunciaba ser. Y, así, Le Corbusier y sus apóstoles acabaron finalmente alojando a una buena parte de los europeos de la
época, “condensándolos” (como habría dicho Ginzburg), pero literalmente, en enormes edificios colectivos. En Estados Unidos,
donde la necesidad económica era mucho menor, el racionalismo tuvo que adaptarse al bucolismo e individualismo del espíritu
de frontera: el resultado fue el suburb. Para compensar, su fuerza prometeica se concentró en el CBT y en unas décadas
Norteamérica había satisfecho el sueño soberbio de los futuristas y de la Ville Contemporaine, fagocitando casi completamente
los antiguos centros históricos. Aunque quizá los lugares más afectados por el huracán racionalista no fueron las grandes urbes
en el centro del sistema-mundo capitalista sino en su periferia: ciudades como Seúl, o las imperiales Tokyo y Rio de Janeiro
(ciudad esta última que había sido bendecida estéticamente por el hecho de ser la capital de la única monarquía que existió en
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Sudamérica y cuyo enorme centro historicista y Art Nouveau, que podía competir sin arrobo alguno con ciudades como Viena o
Praga hasta los años 40, sería transformado sin conmiseración en una ciudad de rascacielos prismáticos en menos de tres
décadas).
Fue quizás por necesidad que los estados le abrieron las puertas a aquella forma radical de ingeniería socio-espacial,
pero, andando el tiempo, como sucede con cualquier ideología, muchos de sus agentes acabaron profesando sinceramente la
nueva fe. En consecuencia, no sólo se aplicaron con celo al desbroce de nuevas zonas para la causa racionalista sino que se
dieron fervientemente a la destrucción de las antiguas. Ya había pasado antes: en el París de Napoleón III. Hay que decir que en
ello ayudaron bastante las ingentes posibilidades de negocio que se abrieron ante sus ojos. Y con el tiempo también una parte
no despreciable de la propia sociedad acabaría por hacer suyos aquellos ideales: la funcionalidad de la máquina terminaría así
por convertirse en erótica. Deseo de lo nuevo y repulsión por lo viejo. La conversión del programa racionalista en valor cultural
acabó por consolidarlo, al legitimarlo de cara a la sociedad. Como sucede con cualquier proyecto de ingeniería social totalizante
acusar a sus ejecutores de dictadores sin escrúpulos es, obviamente, faltar parcialmente a la verdad. Inyectado paulatinamente
en el torrente sanguíneo de los valores colectivos, los urbanistas modernos acabaron por convertirse, como en cualquier
régimen, en instrumentos de la voluntad de una parte de la sociedad, en aquellos que le daban a la gente “lo que la gente
quería”26. Como en cualquier régimen, por supuesto, no consiguieron convencer a todos ni durante todo el tiempo: las visiones
alternativas siguieron existiendo, aunque relegadas a la marginalidad, y finalmente, la reacción mayoritaria contra la “jungla de
asfalto” habría de llegar. Como todas las demás ciencias sociales, el urbanismo también sería alcanzado por la onda
postmoderna que empezó a formarse hacia mediados de los años 60. Pero esa es ya otra historia y será contada en otra
ocasión.
La vivienda social en las dos postguerras (1920-1960). Norteamérica y Europa: una historia de dos
ciudades-jardín diferentes.
Las primeras intervenciones masivas del racionalismo arquitectónico se produjeron contemporáneamente en los países
que más golpeados habían quedado por la Gran Guerra, todos ellos bajo los auspicios de administraciones socialdemócratas o,
en el caso de Rusia, comunistas.
En Moscú los constructivistas se dieron a la tarea de construir apartamentos racionalistas, cubos de cemento y
hormigón, con zonas y servicios comunes (guarderías, lavandería, cocinas) que minimizaran los costos de la vida cotidiana y
favorecieran la socialización en común, “condensando” las relaciones sociales en el espacio para ir limando las diferencias
individuales. Son nietas de la vieja idea fourierista del falansterio. El edificio emblemático es el Narkomfin, construido entre 1928
y 1932 por Moisei Ginzburg para alojar a los funcionarios del Ministerio de Finanzas. En Viena y Berlín, arquitectos ligados al
grupo Der Ring, que se habían comprometido con los soviets de la efímera revolución espartaquista (como los de la Bauhaus y
otros como Bruno Taut) construyeron por encargo del gobierno una gran cantidad de bloques de viviendas de altura moderada
para clases populares, financiadas por el gobierno. En Francia, las medidas de la Ley Siegfried permitiendo la parcelización de
enormes cantidades de terreno en la periferia de París habían dado como fruto el llamado problema de los mal lotis: un aluvión
de parcelaciones irregulares provocadas por la corrupción en los ayuntamientos a las que siguió una oleada de autoconstrucción
chabolística. Entraron entonces en acción los gobiernos municipales del departamento, muchos de ellos con alcaldes socialistas
al frente (desde 1884 las corporaciones locales, salvo la de París, se elegían por sufragio universal). A través de la ya fundada
Office HBM del departamento de la Seine, su director, el alcalde socialista de Surèsnes y posteriormente ministro con el Frente
Popular Henri Sellier, emprendió entre 1921 y la Segunda Guerra Mundial la construcción de una serie de ciudades-jardín para
las clases populares, con un total estimado de 120.000 viviendas. La Ley Loucher de 1928 significaría la entrada del gobierno
central en el fomento de este tipo de vivienda social, que se puso como objetivo la construcción de 200.000 viviendas HBM
adicionales. Nunca antes se había planeado construir a esa escala. Se trataba de construir ciudades enteras, desde el plano
urbano a las farolas, y no solo casas.
El gobierno francés, sin embargo, a diferencia del soviético, no tomó directamente en sus manos la tarea de la
construcción. Esta fue encargada, en la tradición ya conocida, a empresas constructoras privadas. El rol del Estado era
garantizar financiación adecuada, tanto para las empresas como para los compradores individuales, y (esta era una novedad)
establecer el marco normativo y técnico que garantizara la calidad de la construcción. Las medidas dieron el impulso necesario
para que la construcción se convirtiera en uno de los sectores más potentes (y lucrativos) de la economía capitalista. Y desde el
principio, las empresas aplicaron la filosofía taylorista a la construcción de las nuevas ciudades: era la que más beneficios
reportaba, asegurando al mismo tiempo la calidad del resultado. De aquella estrategia nació un nuevo tipo de ciudad-jardín,
bastante diferente a la del modelo burgués de Le Vesinet o Bedford Park o a la que Howard había soñado para los obreros: la
idea seguía siendo romper con el plano ortogonal y la casa en manzana alineada y la introducción de espacios verdes para
descongestionar y crear hábitats más sanos y más “integrados” con el entorno natural, pero la casa y el jardín individual han sido
sustituidos por bloques de apartamentos en altura (que serán variables dependiendo del momento, lugar y cantidad de plusvalía
26 La comentada transformación de Rio de Janeiro, que es paralela a la de la propia sociedad brasileña es narrada magistralmente por el cantante
y escritor Chico Buarque de Holanda, con la sensibilidad histórica que le confiere ser hijo de uno de los principales historiadores de su país, en la
novela Leite Derramado. El libro narra la historia de una familia de clase alta de Rio, descendiente de aristócratas portugueses, y su atribulado
tránsito por la revuelta historia del siglo XX, a través de un viaje inmobiliario por la ciudad. El linaje emprende una lenta pero inexorable cadena
de mudanzas: de la finca señorial en la base de la sierra, con su estilo de vida rural y semi-feudal, al palacete romántico en la playa de
Copacabana, más tarde sustituido (para adecuarse al signo de los tiempos, porque hay que ser modernos) por un apartamento en un rascacielos
levantado sobre ese mismo solar, para acabar, por avatares de la vida, por dar con sus huesos en una favela.
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que se quiera, o se permita, obtener) y zonas verdes comunitarias. En algunos casos, como en el de la ciudad-jardín de
Gresillons las áreas verdes quedaron reducidas a un estrecho bulevar ajardinado en medio de una calle que, por lo demás, no se
diferencia mucho, salvo en lo espartano de su estilo racionalista, de un ensanche decimonónico. En resumidas cuentas, una
ciudad-jardín low cost para obreros. El término ciudad se justifica, adicionalmente en el caso francés, porque no se trata de
construir simples viviendas, sino de una zona urbana dotada de todos los servicios (estas en un principio se reducían
básicamente a escuelas y zonas comerciales). La miseria de las condiciones urbanas pesó más, sin duda, que las
reivindicaciones por una ciudad más estética y menos densa en la agenda de los líderes socialistas, pero también los cálculos
económicos, incluso entre los administradores de izquierdas. Sellier, co-fundador en 1919 de l’École des Hautes Études Urbaines
(desde 1924 Institut d'urbanisme de la Universidad de París) había escrito en su obra La crise du logement et l'intervention
publique en matière d'habitat populaire, de 1921 (las comillas son mías):
El urbanismo social tiene el deber de organizar la reforma de la humanidad, hacia mayores niveles de
iluminación, felicidad y salud y “hacia un mayor rendimiento económico”. Es urgente defender la raza (sic) en
todas las dimensiones contra la certitud de degeneración y de destrucción que las lamentables estadísticas de
natalidad, morbilidad y mortalidad dejan entrever: un 18% de la renta nacional se pierde debido a la enfermedad
(Henri Sellier 1921, en Guerrand y Moissinac 2005: 32).
Al menos en el caso de Francia, esta transformación del concepto original de la ciudad-jardín se había ya plasmado en
la urbanización de la Cité de la Muette en Drancy (1931-1934): una ciudad megadensificada de torres de 15 alturas. El
antecedente de los grands ensembles de postguerra. No fue Le Corbusier el primero que los puso en práctica. Mientras tanto, es
necesario señalarlo, las capas sociales más pudientes nunca renunciaron al otro modelo, el de la casa y jardín individual.
Por su parte, en los Estados Unidos, la administración federal también introdujo en los años 30 este nuevo concepto de
ciudad-jardín en bloques colectivos. Resultado de ello fue la construcción de las ciudades-jardín de Greenbelt (Maryland),
GreenHills (Ohio) y Greendale (Wisconsin), proyectos piloto a los que debían de seguir otras 25, bajo el paraguas del Emergency
Relief Appropiation Act. A pesar de estar diseñadas con densidades y alturas mucho menores que las francesas, y con muchas
más zonas verdes, el modelo, sin embargo, como es sabido, no cuajó en Norteamérica. Los mayores niveles de desarrollo
económico de la que se convirtió, tras su victoria en la guerra, en la primera superpotencia del mundo, le permitieron, en cambio,
hacer realidad la utopía de un hábitat rururbano mucho menos densificado, de la casa individual en el suburbio, un modelo que
encajaba mucho más con las expectativas y las sensibilidades de la mayoría de la población americana y cuya expansión ya se
había iniciado en las décadas anteriores27. Para satisfacer ese sueño hubo que sacrificar algunos de sus detalles en el altar de la
estandarización. El suburbio nació como una ciudad construida en serie. Los precedentes existían desde hacía tiempo: en 1910
el suburbio burgués de Forest Hills Gardens, en Queens, ya había sido construido con técnicas de prefabricación (Fishman
1987); durante los años 30 Frank Lloyd Wright puso su genio a disposición de la ciencia urbanística diseñando las famosas casas
usonianas, en ladrillo visto y en forma de L para mejor aprovechar el espacio de terrenos baratos en forma irregular. Pero a
pesar de ello, el suburbio americano nunca perdió completamente su legado de inspiración romántica: en los modelos de casas,
si bien estandarizados, no llegaron a nunca a dominar las líneas abstractas e impersonales de los bloques de apartamentos. Se
trataba más bien de una estilización, más o menos elaborada dependiendo del nivel económico de la urbanización, de estilos
históricos o populares.
La estrategia que desplegó el gobierno norteamericano para promover la nueva forma de ciudad ya ha sido explicada
en sus líneas generales. Y también su diseño intencional para dejar fuera de ella a las poblaciones de color. La FHA había
empezado en 1935 introduciendo una política de acceso a créditos blandos. El gobierno canadiense la imitaría en los años
siguientes, estimulando así su propio fenómeno de suburbanización (Harris 2004). En 1938 el gobierno creó otro instrumento en
esta dirección, la Federal National Mortgage Association (FNMA), conocida desde entonces popularmente como Fannie Mae. Su
misión era doble: establecer un mecanismo de seguro sobre las hipotecas concedidas por la FHA y atraer capital al sector
permitiendo a las entidades financieras tratar las hipotecas como si fueran instrumentos de inversión, agrupándolas en paquetes
que podían comprarse y venderse en un mercado secundario. Este sistema de titulación de hipotecas es único entre las naciones
desarrolladas y explica en buena parte la fluidez con que fluyó el crédito (Fishman 1987; Baxandall y Ewen 2000)28. Finalmente,
con el objetivo de premiar a aquellos que habían arriesgado su vida por la patria (y de desactivar lo que podría haber sido una
bomba social de incalculables consecuencias) el gobierno federal, a través de la Veterans' Preference Act y la Servicemen's
Readjustment Act de 1944 (conocidas como el “GI Bill of Rights”, algo así como la Carta de Derechos del Soldado Raso). Bajo
este paraguas legal el Department of Veterans Affairs (VA), la segunda instancia administrativa más grande de los Estados
Unidos después del propio Ministerio de Defensa, puso en marcha un generosísimo programa de beneficios para los veteranos
de guerra, una especie de Estado de Bienestar plus dentro del Estado de Bienestar (que para el resto de la población era
decididamente mucho menos generoso): prioridad en la contratación para empleos públicos, sanidad gratuita, pensiones,
seguros de vida… y préstamos hipotecarios a muy bajo costo. Con un número de veteranos, entre la Segunda Guerra Mundial y
la cercana de Corea (1950-53) que se contaba por millones y, multiplicado por los integrantes de sus familias, la medida se
convirtió en un programa masivo de realojo social. Ya en 1947 el conjunto de políticas había conseguido elevar el número de
propietarios de hogar del 36% de 1890 al 53%, escribía Cohen en la revista de un Departamento de Sociología de Chicago que
empezaba a tomar consciencia de la amplitud sociológica del fenómeno (Cohen 1950). En 1950, una ciudad paradigmática como
27 También era la preferencia de las poblaciones europeas, como lo demuestra el espectacular viraje hacia este modelo que se manifestó a partir
de los años 70, como consecuencia de la reacción al urbanismo de los grands ensembles (Stebé 2007)
28 En 1968 el gobierno permitió también a Fannie Mae comprar hipotecas privadas, no respaldadas por la FHA. Finalmente, en 1970, creó un
organismo similar, la Federal Home Loan Mortgage Corporation (FHLMC), que también recibió un nombre coloquial, Freddie Mac, con el objetivo
de establecer una competencia a Fannie Mae para crear un mercado secundario más eficiente y robusto (Baxandall y Ewen 2000).
71
Chicago, contaba ya con 1,57 millones de habitantes viviendo en este tipo de urbanizaciones, un 30% de su población (en el año
2000 esa cifra se había elevado al 64,5% (US Census Bureau Data 2005).
Jardín, perro, barbacoa y automóvil, más el efecto placebo de sentirse propietario (para que esto fuera realmente un
hecho, claro está, había que esperar décadas de pago mensual de una letra) debían de ser el merecido premio por el sacrificio
ofrecido a la nación y el bálsamo en el que curar las heridas del alma que deja cualquier intervención en combate. Era una
situación en la que todos ganaban: las clases medias y bajas que se libraban así también de la molestia de tener que vivir con
negros, latinos y orientales (la migración a los suburbios también se conoce en la historia norteamericana como el White Flight
(la “fuga” de los blancos); los fabricantes de automóviles y las petroleras, y los nuevos magnates de la construcción. Masivos
planes de promoción inmobiliaria alentaron el nacimiento de una nueva industria (Fishman 1987; Baxandall y Ewen 2000). El
ejemplo paradigmático que después sería citado por todos los científicos sociales es el de la compañía Levitt&Sons y su
urbanización, Levittown, en Pennsilvania (Gans 1967). Mientras tanto, algunos de los más famosos arquitectos racionalistas de
Europa, como Walter Gropius o Mies Van der Rohe desembarcaban en América (inicialmente huyendo de los nazis) y se
sumaban a los locales para demoler lo que quedaba de los centros históricos de las ciudades y erizarlos de enormes prismas de
acero y hormigón, totalmente depurados ya de sus veleidades neo-góticas o Art Déco. El sueño de los futuristas, al fin,
cabalgando sobre el caballo desbocado del dólar. Irónicamente, levantado por personajes que iniciaron su carrera militando en
un soviet de las artes. Sólo las housing authority de los gobiernos estatales y las cooperativas operadas por sindicatos
construyeron edificios en altura “a la europea”. Estos se concentraron en las grandes metrópolis como Nueva York o Chicago y
estaban dirigidos a alojar a las poblaciones urbanas más marginales, valga decir, las minorías étnicas de color. Hacinados en
torres de veinte plantas, sólo lugares como Harlem o el Bronx siguieron el camino que habían marcado las cités-ouvrières
francesas de los 20 y 30.
En Europa, sin embargo, durante aquellos últimos 40 y durante todos los 50 y los 60, los urbanistas decidieron seguir
masivamente aquella estrada, la del modelo low cost del bloque de viviendas. Endeudada hasta las cejas por el conflicto y
destruido buena parte de su parque inmobiliario, Europa no podía darse el lujo de construir vivienda unifamiliar (o eso le dijeron
los gobiernos a su gente). Bajo las circunstancias de lo que se planteaba como un estado de urgencia, los gobiernos tomaron
definitivamente el control y decidieron unilateralmente: cediéndole el mando a los gurús del racionalismo urbanístico y a sus
brazos ejecutores, las constructoras privadas. Esto no quiere decir que no existieran otros modelos pero estos quedaron
temporalmente ahogados por el mesianismo racionalista. En Francia, por ejemplo, nacieron por estas fechas los Castores, un
movimiento de autoconstrucción cooperativa que promovía ciudades-jardín en lotes y casa individuales. En Dresden, la presión
popular consiguió detener el proyecto de Mart Stam, un arquitecto ligado a la Bauhaus, que consideraron un “ataque total a la
ciudad” (Möller 1997).
Nada más terminar la guerra los laboristas ganaron las elecciones y se enfrentaron al dilema de gestionar un Londres
masivamente destruido por la Lutwaffe. La New Towns Act de 1946 establecía la creación de nuevas ciudades en estilo
racionalista y bloques de apartamentos, empezando en la corona metropolitana de Londres pero extendiéndose después a todo
el país. En 1947, una nueva Town and Planning Act nacionalizaba el derecho a urbanizar sometiendo cualquier iniciativa a la
aprobación de los gobiernos locales. Entre 1949 y 1970 se construyeron un total de 23 New Towns, de las cuales la más
conocida puede que sea Milton Keynes.
Pero quizás el país que merezca un análisis en mayor detalle sea Francia porque sería allí donde el fenómeno
provocaría de alguna forma el nacimiento de otro de los focos fundamentales de la sociología urbana, que se arrogó como tema
preferencial de estudio el análisis de las transformaciones sociales provocadas por esa masiva intervención urbanística. El
personal político y administrativo que se plantea estas cuestiones es el de los Petit, Massé o Delouvrier, salidos de las filas del
catolicismo social (Topalov 1992).
El primer plan quinquenal de Jean Monnet (1947-1952) tenía como objetivo la reconstrucción de las infraestructuras de
transporte y de producción destruidas por la guerra. No incluía un plan de viviendas. Y, sin embargo, las necesidades en ese
ámbito eran enormes: la mitad de los 14,5 millones de viviendas censadas en el país carecían de agua potable, tres cuartas
partes no tenían sanitarios, por dar tan solo algunos datos. Se registraban 350.000 tugurios o chabolas, 3 millones de viviendas
sobrehabitadas y un déficit de otros 3 millones (Stebé 2007; Dryant 2009). En ese contexto, entre 1945 y 1953 Le Corbusier
construye en la periferia de Marsella el que habría de convertirse en modelo definitivo del urbanismo francés y de más allá de sus
fronteras durante las siguientes décadas: el complejo de apartamentos conocido como la Cité Radieuse, inicialmente un
residencial piloto para clases medias. Se trataba de una auténtica aldea vertical de 360 apartamentos y 17 plantas destinada a
mezclar en armonía clases medias y obreras, dotada de servicios comerciales y de ocio (tienda de ultramarinos, panadería,
cafetería, restaurante, librería). En la azotea, de uso común, una guardería, un gimnasio, una pista de atletismo, una piscina y un
auditorio (Evenson 1969; Fishman 1982; Jencks 2000).
En 1950, los HBM mudan de nombre y se convierten en Habitations à Loyer Modéré (HLM). El cambio de nombre
marca un paralelo cambio de estrategia del gobierno: parte de esta vivienda ya no se pondrá en venta sino que se destinará a
régimen de alquiler subvencionado por el Estado. Las necesidades de vivienda seguían siendo dramáticas, sin embargo. En
1954, tras la campaña de concienciación que hace un personaje muy influyente en la sociedad civil francesa, el Abbé Pierre, el
Estado decide finalmente, apoyándose en los organismos públicos HLM o en los privados, iniciar la construcción masiva de
bloques de apartamentos, los llamados grands ensembles, en los suburbios de las grandes ciudades. El intervencionismo se
intensificará a partir de 1958, con la subida al poder del General de Gaulle. El Estado Gaullista, de tendencias fuertemente
paternalistas, conservadoras, tecnocráticas y centralizadoras será quien ejecute el grueso de aquella política (Topalov 1992). El
instrumento urbanístico será la creación en 1959 de los Z.U.P. (Zone à Urbaniser en Priorité), vigente hasta 1967. La plantilla
arquitectónica es la Cité Radieuse pero desprovista de buena parte de sus servicios. Así, en la mayoría de los grands ensembles
72
estarán ausentes las instalaciones recreativas y los apartamentos serán mucho más pequeños que los espaciosos dúplex en dos
plantas diseñados por Le Corbusier para su proyecto piloto en Marsella. En dos décadas se construyeron 6 millones de
viviendas, el 90% de ellas con ayuda estatal (Stebé 2007; Dryant 2009). Había llegado la “deportación” de parte de la clase
obrera a auténticas colmenas humanas en las afueras de la ciudad, desconectadas de las redes de transporte y con servicios
urbanos muy deficientes o simplemente inexistentes que sólo se irán colmando, lentamente, a lo largo de los decenios. Y aún así,
a pesar de sus bajas calidades de construcción, los grands ensembles supusieron una mejoría, en estrictos términos de confort
habitativo con respecto a lo que había antes. Con ellos el urbanismo se reveló, además, como un instrumento de poder político y
económico (y de corrupción) al que no se sustrajo ninguna formación: los partidos utilizaron la concesión de vivienda social como
una estrategia clientelar (la familia a la que su alcalde le había dado un piso sólo podía estarle eternamente agradecida) y como
un instrumento de financiamiento (por medio de las comisiones pagadas por los constructores) cuando no de enriquecimiento
ilícito de algunos de sus dirigentes (Butler y Noisette 1983; Flamand 1989; Monnier y Klein 2002; Stebé 2007; Dryant 2009).
4.3. Sociología Urbana en los 50 y los 60. Los intentos de explicar los efectos del urbanismo racionalista.
4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios sobre el suburb.
La literatura sociológica sobre el fenómeno del suburb en Norteamérica es, con unas pocas excepciones (Atkins 1941;
Form 1944), prácticamente inexistente antes de 1950. Destaca entre los pioneros el estudio de Form (1944) sobre el proyecto
federal de Greenbelt. A partir de 1950, siguiendo la estela del White Flight a los suburbios, el estudio de esta nueva forma urbana
se convertirá, sin embargo, en uno de los temas centrales de las preocupaciones de una sociología urbana que desde Chicago
se ha extendido ya por todo el país (Pearson 1951; Mumford 1954; Schnore 1956; Fava 1956; Seeley et al. 1956; Schnore 1957;
Boggs 1957; Nairn et al 1957; Dobriner 1958; Wood 1958; Strauss 1960; Gordon 1960; Berger 1960; Mumford 1961; Dobriner
1963; Gans 1963; Chinitz 1964; Clark 1966; Gans 1968). Curiosamente, ninguno de estos autores es de la Universidad de
Chicago. La que había sido la fundadora de los estudios sobre la ciudad en los Estados Unidos (y el mundo) brilla extrañamente
por su ausencia en el análisis del fenómeno urbano más importante de aquellas dos décadas. Las razones debemos quizá
buscarlas en el abandono del objeto de estudio estrictamente espacial de los integrantes de la tercera generación del
departamento, que más tarde se verá con detalle.
Sin embargo, si ausentes están sus investigadores del análisis del suburb, no lo estarán sus marcos teóricos, que se
habían convertido, como se dijo, en hegemónicos, y que utilizarán muchos de estos sociólogos. Así por ejemplo, los estudios de
Schnore (1956,1957) se inscriben dentro del marco funcionalista de la Ecología Humana de Chicago: se trata, un tema que nos
es ya familiar, de estudiar los suburbs como manifestación del mecanismo sistémico por el que la ciudad, como organismo, se
expande hacia su periferia. El suburb es visto, así, como un nicho ecológico específico. Otros se inclinarían por la vertiente
culturalista representada por los Community Studies, realizando estudios etnográficos en las nuevas comunidades suburbanas
(como el de Seeley et al.(1956) en Crestwood Heights) y tratando de identificar los rasgos culturales distintivos de lo que se
observa como una nueva forma de vida, a caballo entre lo rural y lo urbano, que precisaba una redefinición del clásico continuum
evolucionista. Fava, en 1956, y Gans, en 1968, escribirán a propósito del suburbanism as a way of life, parafraseando el famoso
artículo de Louis Wirth de 1938 sobre el urbanismo como forma de vida.
¿Cuáles son las características comunes que los autores identifican en estos nuevos suburbios?
•
Densidades bajas, con predominio absoluto de viviendas unifamiliares con pequeño terreno abierto a la calle, que
deja el jardín y la casa visible a los demás vecinos.
•
Estandarización de las tipologías constructivas, resultado del diseño de las promotoras.
•
Red viaria jerarquizada, desde las calles privadas sin salida hasta las grandes autopistas de conexión, que sustituye
al plano hipodámico dominante hasta entonces.
•
Zonificación extrema: servicios y zonas de trabajo no están a una distancia que se pueda recorrer a pie.
•
Transporte público muy deficiente (excepto el servicio escolar) y, por lo tanto, dependencia cuasi total del automóvil.
•
Grandes centros comerciales con enormes zonas de aparcamientos como lugar de socialización por excelencia y
consumismo como forma prevalente de ocio.
•
Comunidades homogéneas socioeconómica y racialmente (menos del 2% de no caucásicos a finales de los 50
(Wiese 2004)
•
Predominio de las familias nucleares y de los roles de género especializados: mujer ama de casa (sin ayuda de
servicio doméstico) y hombre trabajador.
Urbanísticamente, el suburb americano era una especie de híbrido entre el modelo rururbano romántico, pasado por la
ciudad-jardín de Howard y, en ese sentido, una anticipación del urbanismo postmoderno, y el modelo industrial-racionalista
moderno. Moderna era la búsqueda del individualismo, postmoderna la resistencia a sucumbir a las tipologías constructivas
racionalistas y al plano ortogonal. Moderna era la estandarización y la zonificación extrema: los suburbios eran todo lo contrario
de las pequeñas ciudades autosuficientes que había planeado Howard; eran enormes excrecencias residenciales que dependían
73
completamente del exterior, totalmente inviables en caso de colapso del complejo sistema industrial de diferenciación funcional
del que formaban parte. La zonificación puede entenderse como una forma de intensificar el control de la población por parte del
aparato del poder, un rasgo muy moderno. Aislados tanto del campo como de la ciudad por planos urbanos autocontenidos, de
fronteras definidas, unidos por los fácilmente controlables cordones umbilicales de las autopistas, la facilidad de control y de
vigilancia (por ejemplo para la policía) era mucho mayor que en las densas y difusas zonas centrales. Más ambivalentes eran
otras características: el individualismo que se plasmaba en la casa unifamiliar quedaba anulado en buena parte por la
inexistencia de recintos vallados entre las propiedades (característica que distingue al suburb de otras ciudades-jardín). El nuevo
individuo-propietario, dueño y señor de su hogar, quedaba, sin embargo, sometido al panopticon de la sociedad: desde los
coches de policía que patrullaban las calles hasta los vecinos que hacían su barbacoa a la misma hora el mismo domingo o
salían a tirar la basura y a pasear al perro regularmente. La ausencia de barreras entre las casas pudo tener dos efectos de
naturaleza contraria: favorecer la socialización, reconstruir el sentido de comunidad perdido en los más alienantes bloques de
apartamentos del downtown (un rasgo postmoderno) o mejorar la eficacia policial y aumentar el control social (un rasgo
moderno), obligando a sus habitantes a autodisciplinarse por temor al qué dirán o al qué me harán (un rasgo incluso
premoderno). Los procesos se desarrollaron en las tres direcciones contemporáneamente: en el terreno de las identidades,
autores como Lipsitz han sostenido que la depuración étnica actuada en el suburb más el incremento de la red de relaciones
sociales creada por el nuevo hábitat fueron los responsables de la aparición de una identidad racial pan-caucásica por primera
vez en la historia de los Estados Unidos. Eliminada la presencia de los negros y “condensados” los diferentes grupos étnicos de
origen europeo en los nuevos suburbs, forzados a compartir escuelas, centros comerciales o comidas de barbacoa, los
habitantes de Suburbia dejaron definitivamente de ser italianos, polacos, irlandeses o alemanes y se convirtieron simplemente en
White Americans (Lipsitz 1981). Sus hijos concluyeron el proceso a través del matrimonio. El nuevo ecosistema suburbano
terminó de completar el programa asimilacionista, en el que habían creído los ecólogos de Chicago, con las razas de color
ausentes. La prosperidad ofrecida por el impulso económico de las siguientes décadas, en el país vencedor de la guerra, permitió
reemplazar las subculturas étnicas previas por una nueva cultura estandarizada de consumo de masas, fundada en una nueva
forma de ética que combinaba, de forma sin duda original, la vieja ética puritana del trabajo con una nueva tendencia a la
satisfacción hedonísitica inmediata y cuyos iconos eran la propia casa, el coche, la televisión y las vacaciones y su templo el
shopping mall, el gran centro comercial. El primer centro comercial cerrado de este tipo abrió sus puertas en 1956 en Edina, un
suburb de Minneapolis, obra del arquitecto Victor Gruen (Hardwick 2004). El centro comercial era una nueva forma histórica de
ágora en la que el espacio público había quedado privatizado por el capital y sometido a una disciplina multívoca: dirigismo (era
la compañía propietaria quien decidía dónde emplazar la plaza, sus características físicas y sus reglamentos, sin consultar con
los ciudadanos), la estandarización y el control. A cambio, el shopping mall ofrecía seguridad total (cero carteristas, cero
posibilidades de agresión física o sexual), la ilusión de una sociedad diseñada a medida, continuación de la del área residencial
(sin mendigos, sin prostitutas, sin excrementos de perro o basura en los inmaculados pasillos interiores que ahora sustituúan a
las calles) y el confort moderno de un ambiente artificial sutraído a las inclemencias del tiempo y a las limitaciones del ciclo
lumínico natural (eliminó definitivamente la diferencia entre el día y la noche, que en la calle comercial exterior, a pesar de la
iluminación eléctrica, aún se hacía notar).
Los americanos empezaron a definirse y realizarse no por lo que eran previamente sino por lo que consumían o por
sus expectativas de consumo futuro. Ese consumo se producía, en los suburbs, a la vista de todos y actuaba como un
mecanismo perfecto que inyectaba el deseo, estimulaba la natural tendencia en las comunidades homogéneas a la homeostasis
social y lanzaba a la economía hacia velocidades siempre crecientes de producción y consumo. El mismo mecanismo de control
social que en las comunidades campesinas autárquicas limitaba el consumo conspicuo a favor de la armonía generada por el
igualitarismo (iguales en la pobreza) en el marco de una sociedad rica, arrastrada por el torrente de liquidez del crédito fácil,
funcionó en sentido contrario: estimulaba a la gente a consumir siempre más para no ser menos que el vecino y con ello, para no
verse quizá marcado por los prejuicios de una ética social que achacaba la pobreza a la raza o a la incapacidad (el famoso
arquetipo cultural del loser). Nacía toda una cultura del consumo que era frenéticamente hedonista y progresista (el deseo
cuasierótico por las novedades técnicas - la nueva lavadora, el coche del año- se convirtió en un valor central de la cultura de
clase media americana hasta el punto de devenir uno de los hitos primordiales por los que se medía la progresión del tiempo). Al
mismo tiempo el suburb generaba o reforzaba unos valores culturales claramente conservadores: El incremento del control social
(interno y externo) y la segregación de las castas más marginales en la inner city hizo descender las tasas de criminalidad en los
suburbios hasta niveles hasta entonces probablemente desconocidos en la Historia (la contrapartida era, por supuesto, que estos
aumentaron en los guettos de color también hasta tasas hasta entonces inéditas), lo cual, en conjunción con el maná del
consumo y la propia homogeneidad social del suburb, generó una profunda sensación de autocomplacencia. Los habitantes de
Suburbia no veían la pobreza, no percibían las disfunciones del sistema (esto era especialmente marcado entre las amas de casa
y los jubilados, que prácticamente no salían nunca de las áreas residenciales) y entre ellos se fue sedimentando la idea de que
todo era perfecto. Con significativas consecuencias políticas, como probablemente habían deseado quienes planificaron los
suburbs. El propio control social reforzó los valores y prácticas de una moral social y familiar conservadora: control sobre el
comportamiento de los jóvenes, que no tenían donde esconderse de la mirada de los adultos; sobre el de los vándalos; sobre el
de los potenciales maridos o esposas infieles (la infidelidad se hizo especialmente difícil para las esposas –los maridos a fin de
cuentas seguían escapando del ojo público en la jungla de asfalto de la ciudad- a no ser que fuera, como santificó el chiste, con
el cartero o el lechero); sobre el de los maltratadores; sobre el de los vecinos con comportamientos poco cívicos; sobre el de los
niños que hacían novillos; sobre los hombres poco inclinados al trabajo y mucho a la bebida; sobre quienes no atendían con
frecuencia a los servicios religiosos, fueran estos de la variante judeo-cristiana que fuera, en aquella especie de monoteísmo
pluridenominacional que acabó por imponerse en la sociedad norteamericana, etc.).
El suburb se presentaba así, a ojos de muchos analistas, de las autoridades y de muchos de sus habitantes,
atrapados en la telaraña de la autocomplacencia, como una especie de utopía hecha realidad: un oasis de paz y tranquilidad, la
definitiva desactivación del conflicto social. El American Dream, la “utopía burguesa” (Fishman 1987) finalmente devenida
74
realidad. Uno de los primeros estudios sobre el suburb americano suscribía esos tonos utópicos hablando incluso del Holy
Suburb (Atkins 1941). Sin embargo, entre los sociólogos de convicciones más izquierdistas la valoración del fenómeno fue
profundamente crítica. La sociología crítica se horrorizó ante la emergencia de aquellas nuevas ciudades prefabricadas y alertó
sobre sus posibles efectos alienantes, sobre la superficialidad y la mediocridad de la vida social que pendían sobre él (la
dictadura del hombre medio controlado por otros hombres medios), la ridícula sustitución del anhelo de naturaleza con un
sucedáneo de cartón-piedra. En 1951, un sociólogo poco conocido, Pearson, hablaba en estos términos refiriéndose al suburb:
Nosotros construimos nuestro entorno y luego nuestro entorno nos construye a nosotros: y en este momento
ese entorno construido es un modelo operativo del infierno (Pearson 1951: 5)
e invitaba a los norteamericanos a replantearse “qué tipo de ciudades queremos”. En 1957 Nairn y sus colaboradores recogían
el testigo y llamaban desde el título de su libro a un Counter-attack against Subtopia (Nairn et al. 1957). En un estudio de 1960
Gordon cree haber identificado en las particulares condiciones ecológicas del suburb la fuente de una mayor incidencia de ciertas
patologías psiquiátricas, como depresión entre las mujeres, especialmente las recién casadas y con hijos pequeños, por el
aislamiento y carga extra de trabajo a las que la somete la estructura de la casa individual (mucho más grande que los
apartamentos previos pero sin servicio doméstico para poder tenerla en orden) en un momento en que estas necesitan el apoyo
moral y material de la red familiar extensa (para el cuidado de los hijos) (Gordon 1960). En 1961 se publica la célebre The City in
History, de Louis Mumford, profesor de la izquierdista New School de Nueva York, de la que ya hemos hablado. Una obra que
tuvo un gran impacto y que recibiría el National Book Award ese mismo año. En ella, Mumford realiza la siguiente interpretación
psicoanalítica de la nueva cultura suburbana:
En el suburb se podría vivir y morir sin jamás desfigurar la imagen de un mundo inocente, excepto cuando
alguna sombra de sus crueles realidades consigue filtrarse a través de una columna en el periódico. Así el
suburb hace la función de una guardería para preservar la ilusión. Aquí, los valores domésticos pueden florecer,
ignorantes de la explotación en la que en buena parte se basan. Aquí puede prosperar el individualismo,
ignorante del omnipresente régimen de reglamentación que yace debajo. Este no es meramente un entorno
centrado en la crianza de los niños; es un entorno basado en una visión infantil del mundo, en la que la realidad
es sacrificada a los principios del placer (Mumford 1961: 494)
El suburb se presenta para la sociología urbana crítica como la última, más sofisticada versión del opio del pueblo,
servida por la nueva religión del urbanismo racionalista. Una religión que habría comprado con las treinta monedas del confort el
silencio y la conformidad de las clases medias y trabajadoras blancas, su dócil y infantil aceptación de un sistema de dominación
que era a la vez internacional y doméstico. El suburb será, en efecto, visto por los marxistas como una nueva forma de falsa
conciencia que construye la ilusión de un mundo perfecto para ocultar la verdadera naturaleza de la realidad: imperialismo militar
y económico al exterior, brutal apartheid racial al interior.
4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la sociología urbana en Francia. De las zonas ecológicas de París
al estudio de la vida en los grands ensembles.
Justo después de la Segunda Guerra Mundial en el marco de un nuevo pacto social surgido del movimiento de
liberación, tiene lugar el nacimiento oficial de la sociología urbana francesa. Su fundador es Paul Henry Chombart de Lauwe
(1913-1998) quien recoge el testigo de Durkheim y Halbawchs y añade al mismo los aportes ecológicos y culturalistas de la
Escuela de Chicago (de los que había sido pionero Halbawchs en los 30). Su punto de partida es muy parecido al de Chicago:
estudiar la relación entre espacio y comportamiento, entre morfología urbana y clases sociales, levantar acta de las diferentes
subculturas urbanas. También en él, como en las primeras décadas de Chicago, se amalgaman de forma indisociable las
perspectivas sociológica y antropológica, incluso en su misma biografía. Chombard había sido discípulo de Marcel Mauss y sus
primeras investigaciones de campo las realiza en Camerún, antes de la guerra, en el más clásico de los enfoques etnográficos.
Después de la guerra, en la que combate activamente en el bando resistente, Chombart abandona sus escarceos de
juventud con las sociedades coloniales para dedicar el resto de su vida profesional al estudio de la aglomeración parisina. Lo
hará, sin embargo, sin abandonar el doble enfoque, sociológico y antropológico, ni metodológica ni institucionalmente. Si por un
lado funda en 1949 un Groupe d’ Etnologie Social (que se convierte en 1959 en Centre d’Etnologie Social y que Chombart dirigirá
hasta 1980) por otro es el fundador en 1957 del Centre de Sociologie Urbaine y lo dirigirá hasta 1962 (Topalov 1992).
Fundaciones que lo convierten en el padre institucional tanto de la antropología como de la sociología Urbanas.
Sus primeros trabajos sobre la ciudad datan de 1945. Los realiza para el CNRS y se trata de estudios de ecología
urbana que se apoyan en la novedosa técnica de la fotografía aérea. Se plasmarán parcialmente en un trabajo de 1948. Su
trabajo continúa y da como resultado una obra colectiva publicada bajo su dirección en Paris et l'agglomération parisienne, un
intento de aplicar la teoría de las áreas ecológicas de Chicago y de los mecanismos de invasión y sucesión a la ciudad de París
que acaba refutando el modelo concéntrico de Burgess. El estudio compara estadísticas electorales, datos demográficos, datos
sobre la localización de profesiones, estadísticas de defunciones, de salud, de criminalidad, para elaborar el primer mapa
sociológico de París, mapa que descubre, como Park o Burgess habían descubierto en Chicago, una ciudad diferenciada
espacialmente en comunidades socioculturales diversas. En aquellos años previos a la gran explosión de la periferia de los
grands ensembles, Chombart y sus colaboradores identifican cuatro áreas ecológicas, tres intramuros y una extramuros, con una
polaridad social que no es concéntrica sino que sigue un patrón este-oeste. Del estudio de Chombart está ausente el
componente étnico, crucial en el esquema de Chicago. Estamos en el París previo a las migraciones magrebíes y subsaharianas.
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Un París en el que sólo hay nichos “burgueses” y “obreros” que, al carecer de la nitidez categorial de la etnicidad dibujan
espacios urbanos de bordes más difuminados (Chombart 1952). Aún así, Chombart demostrará en su siguiente obra que es
todavía posible aplicar el enfoque culturalista a una ciudad monoétnica: en La vie quotidienne des familles ouvrières (1956) la
clase obrera es descrita al mismo tiempo como un grupo construido por las relaciones de producción (y definido por la pobreza
material) y como un grupo subcultural con estilo de vida y valores propios. Las simpatías de Chombart y su equipo están
claramente con la clase obrera. No encontraremos aquí esa relación de repulsión/fascinación por quienes no comparten el ethos
de la clase dominante tan común entre los de Chicago. Los sociólogos urbanos franceses, inaugurando una tradición que se
mantendría desde entonces y al menos hasta los 80, no son liberales conservadores como los norteamericanos: se trata de
gente que, como Chombart, ha estado implicada muchas veces directamente en la resistencia, gente que vienen de un entorno
claramente crítico con el sistema. Para ellos el obrero no es un desviado social, y la cultura obrera es descrita en tonos
decididamente positivos.
Su segunda obra, Famille et habitation, publicada en 1960, recoge los resultados de una serie de encuestas aplicadas
en tres nuevos polígonos de viviendas (grands ensembles, en francés) de tres ciudades diferentes, donde el Estado había
realojado poblaciones obreras. Se da el caso que uno de ellos era uno de los proyectos del propio Le Corbusier, la Cité Radieuse
de Nantes. Chombart muestra, en lo que es la primera gran crítica sociológica al visionario humanismo funcionalista y racionalista
de la Carta de Atenas, como aquellos nuevos barrios no tenían nada de “radiante” sino que ejercían sobre los obreros una
violencia, obligándolos a cambiar sus modos de vida al alejarlos de sus redes de relaciones familiares y de amistad, de su
entorno espacial dotado de sentido, simbólicamente significativo, exiliándolos en un lugar aseptico y homogéneo mal comunicado
con el resto de la ciudad (para quien no tiene coche). Chombart y su equipo de sociólogos dan testimonio de la frustración que
generan los nuevos polígonos que constituyen una nueva forma de alienación de la clase obrera, la alienación espacial. Es
Chombart quien acuña el término después popularizado de “ciudad-dormitorio” (banlieu dortoir, en francés).Por último llaman
también la atención sobre nuevos procesos de segregación que se están produciendo en las banlieues. En teoría, los polígonos
periurbanos era un experimento de ingeniería social que pretendía mezclar a las clases sociales (entiéndase las clases medias y
las bajas) en las mismas unidades residenciales para evitar la formación de guettos proletarios (e iniciar un proceso de
aburguesamiento de la clase obrera). Chombart mostró como las clases medias profesionales veían los polígonos sólo como una
etapa residencial provisional (normalmente previa al establecimiento de una familia) y que los abandonaban por una residencia
familiar suburbana en cuanto tenían la posibilidad. Así Chombart predijo que muchos polígonos y las enteras áreas de banlieu
donde habían sido construidos podían convertirse en el futuro en auténticos guettos al estilo de las inner cities norteamericanas.
El futuro le dio la razón, aunque para ello fuera necesario la sustitución residencial de la vieja clase obrera (que experimentará
un movimiento social ascendente e irá también abandonando las banlieues) por la subclase étnicamente marcada de los
inmigrantes.
Aquella primera generación de sociólogos urbanos alzó alto la voz para denunciar lo que consideraban un programa
planificado de destrucción de la cultura obrera urbana, que se había construido hasta entonces a través de las relaciones de
proximidad en los barrios densamente poblados del centro de las ciudades. La institución que llevará la voz cantante será el
Centre de Sociologie Urbaine creado en 1957 por el propio Estado con el objetivo de generar estudios que iluminaran - o
justificaran- su política en materia de urbanismo, la política Z.U.P. Bajo la dirección de Chombart el CSU refinó las metodologías
puestas en práctica en los años previos incorporando todos los sofisticados instrumentos estadísticos (el análisis factorial
fundamentalmente) que la sociología norteamericana (en particular, de nuevo, Chicago) estaba perfeccionando por aquellos
años. Sin abandonar o descuidar el trabajo de campo cualitativo, se comienzan a realizar encuestas basadas sobre grandes
muestras de hogares, con la financiación de generosos contratos de investigación por parte de diferentes administraciones
públicas, como, por ejemplo, el Ministerio de la Construcción. Pero si lo que pretendían las administraciones públicas era
respaldar científicamente su macro-plan de reorganización del espacio urbano, el tiro les salió por la culata. Los trabajos que
saldrán de los hornos del CSU (Chombart 1959; Kaes 1963; Chombart 1965, Coing 1966) fueron en general críticos con la
política urbanística. Esta posición crítica llevará, de hecho, a Chombart a abandonar el CSU en 1962, cuando siente que la
institución está sometida a un control demasiado estricto por parte de los financiadores de proyectos, los grandes organismos
públicos de urbanismo (Topalov 1992). Corriente crítica con la que enlazarán sin solución de continuidad los investigadores del
Centre Interdisciplinaire d’Études Urbaines, el segundo instituto del Hexágono especializado en sociologia urbana, que abrirá sus
puertas en la Universidad de Toulouse en 1966, bajo la dirección de Raymond Ledrut (Amiot 1986; Stebé y Marchal 2010) quien
había comenzado a investigar los grands ensembles de Toulouse unos años antes (Ledrut 1963)
Las críticas a los grands ensembles son parecidas a las que en América se habían abatido contra el suburb pero los
franceses añaden el agravante de que el caramelo con que se quería comprar a la clase trabajadora, y a parte de las clases
medias, era mucho menos sabroso: en lugar de pseudohistóricas casas de cuatro dormitorios y jardín, reducidos apartamentos
en enormes colmenas verticales de desnudo geometrismo abstracto. Como los suburbs del otro lado del Atlántico, también
aquellas “ciudades radiantes” estaban situadas en la periferia, muchas veces desconectadas del centro y sin servicios cercanos
pero, a diferencia de los blancos americanos, las clases trabajadoras (y buena parte de las medias) europeas de los 50 y
principios de los 60 todavía no tenían coche para salvar aquel “defecto” de construcción. Tampoco se les ofreció el consuelo de
la adoración al dios consumo en los grandes templos-mall como a los suburbanitas norteamericanos. El primer mall de Francia,
Parly II, no abrió sus puertas hasta 1969, en una zona periurbana cerca de Versalles29. En cambio, la disposición vertical de las
viviendas consiguió actuar el efecto individualizador con mucha más eficacia que la casita abierta norteamericana. Tras la
intimidad de su pequeño cubículo en el piso quince de una torre impersonal, el trabajador francés se liberó finalmente del
escrutinio de la mirada del otro en el densificado barrio tradicional (pensemos que en algunos países una tipología común de
vivienda popular eran los bloques de viviendas en torno a un patio común, con servicios compartidos, como las corralas
29
Vid. Página web oficial del Centro Comercial Parly II en http://www.parly-2.com/W/do/centre/accueil
76
españolas o las casas di ringhiera italianas). Pero también provocó la pérdida de buena parte de su rica red de relaciones
sociales (los niños, socializándose en la calle, la tienda local de ultramarinos…). Por otro lado, la distancia con respecto al centro
y la precariedad de la red de transportes abrieron una zanja difícil de salvar entre los realojados de los grands ensembles y sus
familiares y amigos que aún habitaban en el centro, un brutal tijeratazo a las redes de apoyo emocional y de reciprocidad creadas
por los proletarios a lo largo del tiempo y que suponían un importante acumulación de capital social y cultural que aliviaba la
precariedad de su vida (tíos, abuelos y comadres que cuidaban de los niños, intercambio de favores mutuos, transmisión de la
conciencia de clase y de los valores de la cultura obrera a través de las generaciones, asociacionismo, etc.). Los sociólogos
detectaron en sus estudios importantes sentimientos de desarraigo y alienación e interpretaron aquellos realojos como una
estrategia sibilina para destruir la cultura obrera y desarmarla así políticamente30. Por otro lado, la distancia, privaba a los obreros
de todos los servicios urbanos (sanitarios, culturales, de recreación, incluso simbólicos, representados por los monumentos) que
quedaban concentrados en el centro de la ciudad. Los sociólogos urbanos clamaron contra lo que se presentaba, bajo la excusa
del estado económico de emergencia, como un “destierro” de la clase obrera fuera de la ciudad y, con él, la pérdida de sus
plenos derechos como ciudadanos (Stebé y Marchal 2010). Como una curiosa ironía de la Historia, en francés, la periferia urbana
se denomina, desde época medieval banlieue, término que quiere decir, etimológicamente, “a una legua del ban”, es decir, del
territorio en el que tenía vigor el poder de señorío, de la autoridad que gobernaba la ciudad. De ban proviene el verbo bannir,
desterrar, precisamente porque el destierro consistía en poner a alguien fuera del ban, es decir, de la acción de la autoridad,
valga decir, en sentido moderno, el Estado. Aquellos que estaban fuera del ban, eran bandits, bandidos, fuera de la ley. En los 50
y 60, en aquellas grandes colmenas situadas a una legua de la ciudad, los obreros debieron experimentar algo similar a la
sensación del destierro: expulsados de la ciudad, abandonados por el Estado en eriales desolados que sólo muy lentamente se
irían dotando de servicios. Es esta percepción la que estimula el título de la famosa obra de Lefevbre Le droit à la ville (El
derecho a la ciudad) de 1968. Convertido en un término neutro desde el final del Antiguo Régimen, con connotaciones
estrictamente geográficas, banlieue pronto adquiriría los tonos peyorativos que tiene actualmente en Francia. Sus habitantes
serán conocidos como banlieusards, vocablo que no despierta imágenes demasiado positivas. Con la posterior llegada de la
inmigración extraeuropea el término acabaría por adquirir, como había profetizado Chombart, buena parte de las connotaciones
clasistas y racistas asociadas al de guetto.
4.4. La Escuela de Chicago en los 50 y 60. El declinar de la hegemonía.
La sociología urbana había nacido en los despachos y las aulas de Chicago entre los años 20 y 40. Pero Chicago no
podía dar empleo a todos los que obtenían su doctorado en el Departamento. Muy pronto la escuela nacida en Illinois empezó a
exportar a sus titulados por todo el país. Con la diáspora llegaría la diversificación y, finalmente, Chicago acabaría perdiendo
aquella idiosincrasia pionera que la ha llevado a figurar como protagonista en todas las historias de la sociología urbana. Se
convertiría, simplemente, en un departamento más en el conjunto de la academia norteamericana aunque de él aún habrían de
salir sociólogos de fama universal de la talla de Erving Goffman, continuador de aquella corriente tan chicagüense del
interaccionismo simbólico. Sin embargo, antes de apagar por completo la antorcha solitaria de la vanguardia, la Escuela de
Chicago aún habría de dar una tercera generación, la que puede fecharse grosso modo desde el final de la Segunda Guerra
Mundial hasta principios de los 60, con características muy definidas y aportes sustanciales a la sociología urbana. Esta tercera
generación está marcada por dos fenómenos: a) La Nueva Ecología Humana b) El empiricismo cuantitativo de las teorías de
rango medio y el análisis factorial.
Desde los 40, las tesis de la Ecología Humana comenzaban a ser puestas bajo el ojo de la crítica, tanto fuera, en
otras universidades, como entre los miembros más jóvenes del departamento. Ya hacia 1950, el enfoque ecológico tal y como
había sido desarrollado por Park y su escuela se anunciaba en fase terminal (Berry y Kasarda 1977). A las críticas de Davie
(1937) o las reformulaciones de Hoyt (1939) y Harris y Ullman (1945) se añadieron las de Firey (1947,1948) o Robinson (1950).
Desde Harvard, Firey mostró en su estudio sobre Boston que las élites no se van nunca del todo del centro porque este tiene un
valor simbólico y afectivo muy alto para ellas. Con su estudio Firey introducía el elemento cultural en la dinámica de ocupación
del territorio, rompiendo el modelo estrictamente naturalista, ecológico. Demostró que Boston, una ciudad con una tradición
histórica plurisecular, seguía un modelo de segregación territorial distinto de la mayoría de las ciudades nuevas norteamericanas:
un modelo más parecido al europeo
. La alta burguesía de Boston había permanecido residiendo en el mismo barrio central durante 150 a pesar de que
habría podido obtener altísimas plusvalías vendiendo y marchándose a los suburbios.Robinson (1950), por su parte, alertó sobre
la necesidad de refinar el método estadístico de las correlaciones ecológicas separándolas perfectamente de las correlaciones
individuales.
Como reacción a las críticas planteadas a la Ecología Humana la sociología urbana tomó dos caminos divergentes a
partir de finales de los 40 (Saunders 1981):
Una estrategia que, al menos en un caso, el de la ultraconservadora España de la postguerra franquista, fue diseñada explícitamente, sin
pudor. El Plan de Urbanismo de Madrid, de 1946, preveía crear ciudades obreras a las afueras de la capital, convenientemente separadas de los
ensanches burgueses por cinturones verdes. El objetivo era mantener a los obreros fuera de la ciudad, para evitar su perniciosa influencia y
tenerlos bajo control (Terán 1970).
30
77
a)
El de los que decidieron refugiarse en el empírismo renunciando a desarrollar o engancharse a un andamiaje teórico
demasiado definido. Una opción que a su vez caminaría por dos vías metodológicamente distintas: la de los
cuantitivistas, engolfados en áridos análisis estadísticos de población (modelos de migración, mapas de fenómenos
sociales) y que acabaron por ser prácticamente indistiguibles de los demógrafos o geógrafos urbanos; y la de los
cualitativos, que se internaron por la senda de los analisis etnográficos, con metodología de observación participante,
hasta hacerse indistiguibles de los antropólogos culturales (Hannerz 1980). Estos últimos estuvieron prácticamente
ausentes en Chicago desde la marcha de Hugues en 1961, y lo cualitativo fue entregado casi en exclusiva al
Departamento de Antropología (Abbott 1999)
b)
El de los que decidieron seguir estudiando las poblaciones humanas desde la lógica ecológica, refinando su marco
teórico-metodológico con los nuevos avances aportados por la Ecología biológica y mejores instrumentos estadísticos.
Es la que Mela denomina Escuela Ecológica “Neo-ortodoxa” (Mela 1996) o Nueva Ecología Humana y Fine (1995) “la
Segunda Escuela de Chicago”. Yo considero más conveniente la etiqueta de Tercera Generación de Chicago,
siguiendo el orden cronológico que se remonta a los fundadores.
4.4.1. La Nueva Ecología Humana
El pionero y máximo exponente de esta corriente es Amos Hawley (1943, 1950) pero hay otros también, y muchos de
ellos no están ya en Chicago: Shevky y Williams (1949) (desde California), Quinn (1950). Esta segunda generación de ecólogos
empezó a distanciarse físicamente de la ciudad de Chicago, contribuyendo a la maduración de la Ecología Humana y a su
difusión fuera de su cuna a orillas del Lago Michigan.
El manifiesto teórico de la Nueva Ecología Humana lo constituye la obra de Hawley Human Ecology. A Theory of
Community Structure (1950). El objeto de la Ecología Humana es el estudio de cómo las poblaciones humanas se adaptan
colectivamente al ambiente. En ella, la cuestión de los valores individuales o de las motivaciones no tiene lugar. El análisis de
dicho proceso de adaptación se desarrolla entorno a cuatro principios ecológicos: interdependencia, función clave, diferenciación
y dominación, en los que Hawley seguirá profundizando en las décadas siguientes. Veámoslos a continuación uno por uno:
- Interdependencia: Hawley sostendrá que en él radica la principal diferencia con la Ecología Humana anterior, en la
importancia (y sobre todo el desarrollo) que concede a la interdependencia como mecanismo de adaptación frente a la
competición. Dicha interdependencia puede manifestarse de dos maneras: a) simbiosis (relaciones complementarias entre
grupos funcionalmente diferenciados) y b) comensalismo (agregación de grupos funcionalmente iguales). La unión simbiótica
favorece la especialización social y es, por tanto, proactiva, mientras la comensalística es una estrategia puramente defensiva
(aumentar la fuerza al aumentar el número). Hawley llama grupos corporativos a los primeros (la familia, las asociaciones de
vecinos), y grupos categoriales a los segundos (los sindicatos, por ejemplo). La población se organiza ecológicamente en un
territorio determinado de acuerdo a estos dos principios aunque de forma compleja: los grupos corporativos pueden a veces
funcionar como categoriales (por ejemplo, cuando responden a alguna amenaza externa) y viceversa (por ejemplo, desarrollando
una élite de líderes).
- Función clave: ciertas unidades tienden a desarrollar una función más importante que otras en el proceso de
adaptación al ecosistema. La función clave, en lo que él define decididamente como el ecosistema capitalista, es desempeñada
por la industria y el comercio.
- Diferenciación funcional: la cual depende de las capacidades productivas de la función clave. Así, en las sociedades
cazadoras-recolectoras el bajo nivel productivo impedía el desarrollo de diferenciaciones funcionales. En las sociedades
industriales, por el contrario, la altísima productividad ha conducido a una diferenciación funcional sin precedentes, que se
anuncia como potencialmente ilimitada.
- Dominación: también depende de la función clave. Las posiciones dominantes en el sistema son desempeñadas por
aquellas unidades que controlan el funcionamiento de la función clave. Son los agentes que controlan “el flujo de subsistencia de
la comunidad” (Hawley 1950:221), es decir, en el caso de los Estados Unidos, las empresas privadas.
Es a través del último principio, el de la dominación, que Hawley aterriza de nuevo en la ciudad: La dominación
funcional ejercida por los agentes económicos no se expresa solamente en el terreno político sino también en el espacial y se
plasma en el control de la centralidad. Las unidades dominantes ocupan siempre el centro espacial del sistema, puesto que este
constituye el punto de integración y administración de la interdependencia del mismo con las demás unidades, situándose de
forma más o menos concéntrica en torno a estas. Hawley da así un nuevo espaldarazo al modelo concéntrico de Burgess que
otros habían criticado, aunque con una precisión teórica: es la función clave lo que es central, no tal o cual agente social concreto
(en las sociedades preindustriales serán los propietarios fundiarios, con el rey a la cabeza, los que ocupen las posiciones
centrales y no las fuerzas capitalistas). La función clave también se expresa temporalmente y en el caso capitalista esta
expresión se plasma en la aceleración del tiempo.
Como vemos es verdaderamente difícil, más allá del recurso que hacen a las analogías biologicistas, distinguir a la
Ecología Humana, y esto ya desde los tiempos de la Escuela de Chicago, de la paralela escuela funcionalista que en estos
momentos dominaba todos los departamentos de sociología del mundo anglosajón. La Ecología Humana no es más que una
variante del más general funcionalismo.
78
La ecología de Hawley tendría una continuidad en las siguientes décadas en muchos trabajos de sociología urbana y
sería enriquecida por las nuevas técnicas de investigación estadística que comentaremos en el siguiente apartado. Así por
ejemplo, son significativos los trabajos sobre desiguadades socio-residenciales entre barrios que utilizan metodologías
estadísticas mejoradas como los Social Area Analysis desarrollados por Shevky y Williams (1949) continuados por Shevky y Bell
(1955), o los Cluster Analysis de Tryon (1955). Todos ellos eran variantes de la estrella metodológica del momento, el análisis
factorial, un refinamiento de las correlaciones ecológicas de Park que usan todos (algunos autores incluso han llamado a esta
fase “ecologia factorial” (Janson 1980; Mela 1996)).
La Nueva Ecología Humana sin duda limó muchas de las rugosidades del primer boceto de Park, Burgess y McKenzie.
Pero la extensión de ciertos fenómenos, hasta entonces privativos de las urbes norteamericanas, a otras ciudades del mundo a
partir de los años 50, mostró que sus aportaciones habían sido bastante acertadas en determinados aspectos, y que podían
aplicarse universalmente. Así aquellos procesos de invasión y sucesión que habían descrito, movidos por las oleadas de
inmigrantes étnicamente diferentes que habían ido llegando a Chicago, provocaron los mismos efectos cuando se repitieron en
Europa. En la postguerra de los 40 una oleada de inmigrantes caribeños de color “invadió” los barrios obreros blancos de
Londres. Sus poblaciones reaccionaron de la misma manera que lo habían hecho en Chicago y en el verano de 1958, la estación
ecológica de los disturbios (Lohman 1947), cuando todo el mundo está en la calle y se multiplican las posibilidades de contacto,
la metrópoli británica vivió su propia versión de la rabia blanca. Fue en Notting Hill Gate y el episodio violento dío nacimiento el
año siguiente, como medida orientada a la integración cultural, al famoso carnaval multiétnico por el que es famoso hoy en día
(The Independent 2008)
De todos los autores que pueden incluirse, de una manera más o menos estricta, en esta escuela, y bajo la influencia
directa de Hawley, quizá otro que merezca comentar en más detalle sea Otis Dudley Duncan. Porque sería Duncan quien daría el
giro definitivo de timón que apartó a la Ecología Humana de la sociología urbana, alejándola del estudio de la ciudad como objeto
específico y conduciéndola hacia esferas mucho más universales. En efecto, sería Duncan quien reaccionaría contra la
pretensión, todavía defendida por Hawley con una cierta inercia de su herencia chicagüense, de ver en el ecosistema urbano un
microcosmos que puede ser estudiado en sí mismo. Dada la profunda interdependencia de las localidades, regiones y naciones
en el mundo contemporáneo, dirá Duncán, la única unidad ecológica practicable es el sistema mundial global (Duncan 1959).
Hoy en día la Ecología Humana se ha convertido en un enfoque teórico dentro del macroenfoque funcionalista que no
tiene un vínculo de exclusividad con el análisis urbano. Duncan, de hecho, lo aplicó al estudio de la estratificación profesional y
los sistemas de estatus en su trabajo con Peter Blau (Duncan y Blau 1967). Por otro lado, Duncan, siguiendo la huella de los
empiricistas que también salieron como él de las aulas de la Universidad de Chicago, dedicó buena parte de sus esfuerzos a los
estudios demográficos siendo un revolucionador de dicho campo, hasta el punto que algunos autores lo consideran “uno de los
sociólogos más influyentes de la historia” (Xie 2000).
4.4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis factorial.
En 1929, bajo la dirección de Robert Redfield, ocho profesores se escidieron del Departamento de Sociología de
Chicago para crear un Departamento de Antropología indepediente. Aunque durante toda la década siguiente e incluso parte de
la de los 40 los dos departamentos hermanos siguieron manteniendo vínculos muy estrechos, el tiempo los iría lentamente
separando. Esta separación no podía ser muy grande mientras los sociólogos siguieran dedicando una parte sustancial de sus
esfuerzos a la etnografía urbana, a través de su enfoque interaccionista y los Community Studies. Y este fue de hecho un campo
prioritario del Departamento de Sociología mientras los antropólogos no entraron a competir en él, ocupados en estudios sobre
campesinos o cazadores-recolectores en otras partes del mundo. Las cosas empezaron a cambiar, sin embargo, cuando Redfield
contrató en 1935 a William Lloyd Warner (Stocking 1979). Warner fue el primer gran antropólogo en dedicar sus esfuerzos al
estudio de las poblaciones urbanas occidentales, inaugurando así la antropología urbana. Con él, antropología y sociología
urbana se solaparían por un tiempo, siendo prácticamente indistinguibles (Eames 1977; Fox 1977; Basham 1978; Hannerz 1980).
Finalmente, el desembarco de la antropología en la ciudad hizo que la sociología urbana, casi casi obedeciendo a las mismas
leyes ecológicas que la Escuela de Chicago había creído identificar, fuera abandonando el nicho de los Community Studies a la
disciplina hermana y concentrándose en el nicho de lo cuantitativo. Con ello Chicago no hacía otra cosa que seguir la tendencia
general de la sociología norteamericana de aquellos años en los que, bajo la égida de figuras como Paul Lazarsfeld, entre otros,
se produce una matematización de la disciplina con la incorporación de refinados instrumentos estadísticos y el creciente uso de
computadoras (Bulmer 1984).
Uno de los últimos cualitativos del Departamento de Sociología fue Everett C. Hughes. Sus aportaciones en la
metodología de trabajo de campo urbano han sido ampliamente reconocidas a posteriori (Chapoulie 2002). Él es el maestro de
aquella línea del interaccionismo simbólico que nunca moriría del todo en Chicago gracias a Goffman. En 1952, siguiendo la
estela de los autores de las décadas pasadas, Hughes publicó junto con su esposa Where Peoples Meet: Racial and Ethnic
Frontier, un estudio sobre la ecología de la interacción interracial en Chicago que puede considerarse el canto de cisne de este
tipo de enfoques en el departamento. Unos años después los cuantitivistas tomaron definitivamente el timón (Bulmer 1984) y el
choque con Hughes fue tan fuerte que este presentó su dimisión en 1961 y aceptó un puesto en la Universidad de Brandeis
(Abbott 1999).
La fuerte corriente empirista condujo a un debilitamiento de las grandes teorías sociológicas, como la propia Ecología
Humana, que parten de modelos generales de la sociedad y su sustitución por un aparato conceptual menos ambicioso pero
mucho más apoyado por datos (regularidades empíricamente verificables): un enfoque que Robert K. Merton denominaría
79
“teorías de rango medio” (Merton 1957). Este enfoque sustituye las grandes explicaciones por leyes universales por mecanismos
de tipo fundamentalmente sistémico, en el que las relaciones lineales de causa-efecto son reemplazadas por correlaciones
horizontales entre factores. Un enfoque, en resumidas cuentas, “hiperfuncionalista”. El resultado son modelos explicativos
estáticos de un entorno social determinado donde los procesos de transformación a lo largo del tiempo son hasta cierto punto
puestos entre paréntesis. Un enfoque empírico-positivista que va a dominar la sociología, especialmente en los EEUU, durante
muchas décadas y que sigue siendo muy fuerte hoy en día (Wacquant 1992). Este enfoque es abrumadoramente dominante en
todas las disciplinas sociales, sujetas a la hegemonía del funcionalismo. Puede, por ejemplo, observarse en la hermana
subdisciplina de la Economía Urbana, donde destacan los trabajos de William Alonso. Alonso explicará así el proceso de
suburbanización en términos de proceso racional de maximización costos/beneficios de las familias, utilizando fórmulas
matemáticas en las que trata de dilucidar que el grado de lejanía al centro está en función de la conjunción de variables como la
distancia y el tiempo, el costo del transporte y los ingresos (Alonso 1960; 1964)
La reina de todas aquellas metodologías fue el llamado análisis factorial, una metodología estadística que nació en el
Reino Unido en el ambito de la psicometría, de la mano de Charles Edward Spearman y su discípulo Raymond Bernard Cattell en
los años 20. En 1941 Cattell sería contratado por Harvard y en 1945 por la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, una
localidad muy cercana a Chicago, desde donde la técnica llegaría finalmente al departamento. La razón por la que Cattell se dejó
seducir por la oferta de una universidad menor como Illinois fue por las expectativas que le generaron los planes de construir allí
el primer computador
para propósitos de investigación universitaria de los Estados Unidos, el ILLIAC
I (Illinois Automatic Computer), que, en efecto, comenzó a funcionar en 1952 (Lyndsey 1973). Fue el segundo computador
universitario del mundo (el primero estaba en posesión de la Universidad de Manchester en el Reino Unido desde 1948). La
utilización de computadoras desde principios de los años 50 es un factor importante para entender el giro matemático que tomó
la sociología. Gracias al poder de cálculo de las nuevas máquinas, a pesar de sus enormes limitaciones si se las contempla con
ojos contemporáneos, fue posible procesar cantidades de datos, cruzarlos y extraer de ellos correlaciones que antes habrían
resultado muy laboriosas o prácticamente imposibles. La computación, por otro lado, empezó a poner dichas posibilidades de
cálculo a disposición de una sociología aplicada que tenía efectos inmediatos y por la que empresas y administraciones públicas
estaban dispuestas a pagar (estudios de mercado, sondeos electorales, etc.). La década que va de 1950 a 1960 fue testigo de un
gran progreso en este sentido: en 1951 la oficina de Censo de los Estados Unidos introdujo el UNIVAC I, que empezaría a
computerizar los datos censales. El año siguiente ya se utilizó para hacer una predicción postelectoral una hora después de
cerradas las urnas para la elección presidencial.
El análisis factorial es una metodología estadística que reduce la enorme masa de información cuantitativa a unas
pocas variables (los llamados factores) explicativas con la que estarían relacionadas el resto de los datos. Es una técnica que
analiza las relaciones de interdependencia entre todas las variables asignándoles un coeficiente (de 0 a 1) en función de su
mayor o menor relación de interdependencia. Aquellas variables que concentran los coeficientes más altos (por encima de 0.7)
con respecto a otras variables serían los factores, siempre asumiendo que existe un margen de error debido a variaciones
individuales que son inevitables (Janson 1980).
Un ejemplo de la aplicación del análisis factorial a la sociología urbana podría ser el de Lander (1954) en su estudio
sobre la delincuencia juvenil. La metodología estadística es utilizada para refinar la Teoría de la Desorganización Social de Shaw
y McKay (1942) y encontró que las siguientes variables estaban correlacionadas, con los mismos coeficientes, tanto con el factor
delincuencia como con el factor desorganización social, de donde deduce que se trata de uno solo:
Hacinamiento
.85
Infraviviendas
.81
Porcentaje de población de color
.70
Régimen de alquiler
.57
Baja educación
.64
Población nacida en el extranjero
.16
El ejemplo muestra con bastante nitidez las fortalezas y debilidades de este tipo de enfoque como instrumento de
explicación científica. El algoritmo matemático permite dilucidar relaciones que no son evidentes a simple vista, como que la
asociación entre delincuencia y condiciones del hábitat es muy alta (.85) pero que tiene poco que ver con el origen nacional de
los individuos (.16). Sin embargo, la correlación entre raza y delincuencia (.70), sin otra información contextual adicional, podría
conducirmos erróneamente a una explicación racista. El análisis factorial fue sin duda un gran avance en el estudio de las
complejas sociedades urbanas formadas por millones de individuos, y permitió descubrir relaciones entre procesos que habrían
sido muy dificiles de ver a través de la observación directa. Sin embargo, en ausencia de otros marcos teóricos más abarcantes,
el análisis factorial puede sólo limitarse a describir, en ese rango medio del que hablaba Merton, relaciones entre fenómenos de
forma circular, sin dilucidar exactamente cómo llegó a producirse tal asociación de elementos. Es decir es un modelo estático
donde falta el dinamismo del enfoque cronológico: una metodología claramente adaptada a una explicación funcionalista de los
procesos sociales (Janson 1980)
80
La hegemonía del estructural-funcionalismo, tanto en EEUU como en el Reino Unido conllevó una pérdida de peso de
la sociología urbana en la disciplina sociológica general, centrada ahora en el estudio de la estructura social como sistema
abstracto a partir del enorme desarrollo que alcanzan las técnicas de investigación estadísticas. Más que analizar como las
relaciones y prácticas sociales se desarrollan en el espacio, el tema central de articulación de los estudios sociológicos fue el
estudio de las relaciones de clase en el sistema social nacional, relaciones de clase que se veían construidas por los procesos
económicos mucho más que por el entorno espacial. La sociología urbana se convirtió, en palabras de Savage y Warde (1993:
29) en un “intellectual backwater”. Incluso los investigadores del Institute of Community Studies, como Young y Wilmott que en
los 50 habían realizado investigaciones señalando la relación directa entre el espacio y las relaciones sociales, pasarán en los 60
a minimizar dicha relación, aupando a la variable clase social a causa principal de los procesos sociales. (Young y Willmot 1975).
Los sociólogos urbanos siguen estando comprometidos con la reforma política pero ahora desplazan su foco de
atención de los gobiernos locales a los nacionales, elaborando informes y estudios generales a nivel nacional, basados
pesadamente sobre datos estadísticos. Piensan que si pretenden influir en las decisiones políticas, los estudios locales tienen
poco peso y pueden ser considerados como poco representativos por gobiernos que cada vez confían más en las bases de datos
estadísticas (Savage 1993)
81
CAPÍTULO 5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA (FINALES DE LOS 60, PRINCIPIOS DE LOS 80)
5.1. Sociología Urbana y nuevos movimientos sociales urbanos: la necesidad de buscar nuevos marcos teóricos.
En la década de los 50 el primer paradigma elaborado por la Sociología para acercarse al estudio de la ciudad y de lo
específicamente urbano se había ido paulatinamente deshilachando. El primer gran golpe se lo había asestado Duncan, alejando
la Ecología Humana del estudio concreto de la ciudad y situándola en las esferas de un holismo totalizante. Inmediatamente
después llegaría la reestructuración funcionalista del organigrama de las ciencias sociales ejecutada por Talcott Parsons desde
Harvard. Su The Social System apareció en 1951 y en él desarrollaba su famoso paradigma AGIL (Parsons 1951) que dividía el
entero sistema social en 4 subsistemas interdependientes pero relativamente autónomos (economía, política, sociedad y cultura),
cada uno desempeñando una función básica en el mantenimiento (equilibrio) del sistema (estas eran, respectivamente, las de
Adaptation, Goal attainment, Integration y Latent Function, de donde la sigla AGIL). Las categorías de Parsons, como antes la de
Weber con respecto a las clases sociales, pretendían ofrecer una alternativa y un sustituto a las del materialismo histórico de
estructura y superestructura. Lo relevante aquí para el tema que nos ocupa es que, junto con esta reorganización teórica,
Parsons propuso una organización disciplinar y académica, una propuesta que acabara con los solapamientos e indefiniciones de
objeto que se daban tan frecuentemente en las ciencias sociales, aún en proceso de consolidación (Gerhardt 2002). Apoyándose
en la defendida autonomía funcional relativa de los subsistemas, Parsons realiza un reparto que, si bien nunca llegó a imponerse
como pensamiento único, tendría grande aceptación e influencia en la construcción de la arquitectura disciplinar y organizacional
de las universidades en las siguientes épocas. Ese reparto otorgaba el estudio del subsistema económico (“adaptación”, término
tras el que se proyecta, sin lugar a dudas, la larguísima sombra de la Ecología Humana) en feudo vitalicio a la economía; el
subsitema político (“logro de objetivos”) iba a la naciente ciencia política; el objeto de la sociología sería, a partir de ahora, única y
exclusivamente el estudio de la estructura social (aquella que desempeñaba la función de “integración”, una nueva forma de
llamar a la cohesión durkheimiana) cediendo toda pretensión de estudiar los aspectos culturales que se convertían, en la Carta
Puebla parsoniana, en apanage de la antropología, lo que vendría, en su opinión, a rescatar a una ciencia que estaba apunto de
perder su objeto de estudio fundacional con la rápida desaparición de los primitivos y de los campesinos. Los estudios culturales
quedaban pues fuera del proyecto y, con ellos, uno de los huertos más fructíferos de la sociología urbana, que ahora pasaba a
ser progresivamente cultivado por una nueva generación de antropólogos que iban a colgar el salakof para calarse la gorra de
béisbol. Por último, según uno de los exponentes críticos de la Nueva Sociología Urbana, la vieja sociología urbana se basaba,
consciente o inconscientemente, en la aceptación de la famosa dicotomía rural-urbano (Pahl 1966). Con el acelerarse de la
urbanización del campo la percepción de esta dicotomía empezó a debilitarse. De repente, lo urbano estaba por todas partes y,
por lo tanto, en ningún lugar en concreto. “Perdiendo al campesino, los sociólogos han perdido también la ciudad”, dirá Pahl en
otra obra posterior (Pahl 1970:199)
Es entonces que aparecen, a finales de los 60, una serie de corrientes renovadoras y críticas en el seno de la
sociología urbana, que la revitalizan. Los focos de origen, son, ahora París y en segundo plano Inglaterra mientras los Estados
Unidos, adormecidos aún por el imperio del funcionalismo, seguirán esta vez la rueda de los europeos, y su periodo de
hegemonía es la década de los 70. Dos son las grandes corrientes que podemos identificar:
- En Inglaterra, una escuela que retoma los trabajos de Weber sobre poder burocrático y clases sociales y de estatus
y los trata de aplicar al estudio de la segregación espacial en la ciudad, con un enfoque políticamente más crítico que el clásico
autor alemán.
- En Francia, una revisión de los marcos teóricos de Marx y Engels que depuran a este de sus contaminaciones
políticas, especialmente de la lectura grosera y dogmática realizada por el leninismo y el estalinismo, y recuperan y refinan su
materialismo histórico como herramienta teórico-metodológica científica. Una revisión que se realizaba en paralelo y
retroalimentación a la liberación de los movimientos de izquierda, socialistas y comunistas, en Europa Occidental, de la tutela
soviética en aras de la construcción de un marxismo político más humanista y compatible con la democracia que reflejaba. ¿Y
por qué en aquel momento? Porque a finales de los años 60 las políticas del Estado de Bienestar y más de veinte años de
crecimiento económico a gran velocidad habían transformado profundamente (domado, aburguesado) a la clase obrera y habían
complejizado enormemente la estructura de clases. Con el acceso de los obreros a la propiedad (de su inmueble, de su
automóvil) y la paulatina proletarización de las clases medias profesionales (deflacción de títulos universitarios, aumento de
nichos laborales de cuello blanco pero mal pagados…) la sociedad no podía verse ya desde la simple dicotomía propietarios-no
propietarios. Cuando, como sucedió en la primavera de 1968, los intelectuales asistieron a movimientos sociales en los que eran
los estudiantes universitarios y no los obreros quienes encabezaban las huelgas y recibían los porrazos de los antidisturbios, la
prueba de que la teoría de la luchas de clases requería nuevas formulaciones se hizo más que patente.
La sociología urbana también tuvo que afrontar el reto de explicar una nueva serie de fenómenos sociales que
empezaron a desarrollarse en las ciudades precisamente durante aquellos años. Uno de ellos ya lo hemos comentado: los
movimientos de una nueva izquierda (así, New Left, se llamó, precisamente en el Reino Unido,) que reclamaban no sólo un
cambio de sistema económico o político sino una revolución cultural. Junto a ellos estaban los movimientos contraculturales
propiamente dichos (generación beat, hippies), que eran fundamentalmente urbanos. Exclusivamente urbanos era los
movimientos vecinales que empezaron a surgir por aquellos años y que suponían una forma de movilización social muy
novedosa que requería de nuevos moldes explicativos: movimientos interclasistas, sin pretensiones de transformación del
sistema socio-político general y, por lo tanto, parcialmente desideologizados, despolitizados; movimientos de carácter prágmático
formados por vecinos cuya principal característica en común era la de compartir el mismo espacio urbano y, por lo tanto, los
mismos problemas y necesidades en relación a él, que se movilizan a partir de reivindicaciones concretas y locales, para exigir a
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los poderes públicos la provisión o mejora de ciertos servicios comunitarios urbanos (escuelas, transportes, hospitales,
eliminación de residuos, seguridad, etc.). Estos movimientos vecinales surgen como consecuencia de las transformaciones
sufridas por la ciudad después de la Segunda Guerra Mundial: con la implicación de los estados en el urbanismo, los poderes
públicos (fundamentalmente municipales) se convirtieron en los proveedores principales de servicios urbanos. Al hacerlo, hicieron
posible la movilización social para ejercer presión sobre sus decisiones, algo que era imposible en la situación previa en la que
estos servicios, o simplemente no existían, o estaban atomizados en una miríada de proveedores privados (y restringidos a una
franja pequeña de la sociedad, las clases medias y altas). La crisis económica global que se inicia en 1973 provocó una
intensificación de estos movimientos sociales urbanos. La crisis provocó la aparición de fenómenos desconocidos desde la Gran
Depresión: el desempleo masivo, la stagflacción con la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, el endeudamiento y la
quiebra de muchas empresas y de las administraciones públicas, cuyos ingresos fiscales se desplomaron súbitamente. Y llegó
también a muchas ciudades, que se declararon incapaces de seguir proveyendo adecuadamente los servicios de consumo
colectivo. Un caso paradigmático, por su imagen de ciudad-insignia del capitalismo, es la ciudad de Nueva York. En 1975 Nueva
York se encontraba oficiosamente en default técnico. Su alcalde, Abraham Beame solicitó un rescate (bail out) al presidente Ford.
Este se lo negó (Jackson 1975). En 1978 le tocaría el turno a muchas ciudades de Gran Bretaña (Saunders 1981).
Por último, estaba la cuestión racial en los Estados Unidos, que estalla de nuevo desde mediados de los 60. La
estrategia de pacificación consistente en segregar a los blancos de los negros y otras minorías funcionó relativamente bien (para
los blancos, es decir, para la mayoría de la población) durante un par de décadas. Pero sólo trasladaba el problema al futuro,
creando unos hiperguettos marginales que eran una olla a presión social, una auténtica bomba de relojería. Tras dos décadas de
prosperidad y con sus jóvenes muriendo por el gobierno en las selvas y arrozales de Vietnam, los negros dijeron basta. Querían
acceder ellos también a la utopía suburbial, escapar de la enorme prisión que era el guetto, querían ser ciudadanos de pleno
derecho. Y expresaron ese anhelo de muchas maneras, ninguna de las cuales puede ser satisfactoriamente explicada con una
teórica clásica de las clases sociales, puesto que el componente racial, identitario y cultural las convierte en algo nuevo,
diferente:
a) Mediante la estrategia de reconstrucción étnica, reclamando su derecho a la diferencia en tanto poseedores de una
cultura distintiva, de origen africano (es entonces cuando aparece el término afro-americano y sustituye al de negro), y ello en al
menos dos modalidades principales: la milenarista, articulada entorno al Islam como instrumento de reconstrucción étnicopolítico (la Nación del Islam), y la marxista, inspirada en el discurso anticolonialista (los Black Panthers).
b) Mediante un pacifismo civilista inspirado en Gandhi y en los valores cristianos y que, desde la conciencia de que
los negros formaban parte de la nación americana, de su cultura y su identidad, llamaba simplemente al cierre de la herida racial
a través de la concesión de los derechos civiles plenos: el movimiento encabezado por el reverendo Martin Luther King.
c) Mediante la criminalidad organizada, como forma alternativa para obtener las metas culturales de éxito y bienestar
que se les negaban por otra parte. Una criminalidad que la creación del guetto había acendrado y que alcanzó cotas
desconocidas en la historia durante los años 70 y 80 como consecuencia de la crisis económica.
d) Y, finalmente, en momentos puntuales, liberando su rabia en destructores estallidos de violencia urbana. Entre
1958 y 1971 se registraron 26 disturbios raciales, con el pico concentrado entre los años 1964 y 1968 (Olzak y McEneaney
1996). La diferencia con los disturbios de las décadas precedentes es que estos ya no estaban provocados por enfurecidos
blancos que atacaban a negros con los que no querían vivir. La segregación residencial había resuelto casi por completo ese
problema. La chispa de los disturbios la inician ahora los propios negros, normalmente como respuesta a un episodio de
injustificada brutalidad policial o, como resultado de acontecimientos políticos que se perciben como un ataque a toda la
comunidad por parte de la sociedad exterior que los oprime (asesinato de Malcom X, lider de la Nación del Islam, en 1965, y
asesinato de King en 1968). Y la rabia se concentra y dirige hacia los propios guettos: pura energia negativa liberada sin control,
ciega, que destruye su propio entorno, empobreciéndolo aún más.
Este es el escenario que tienen por delante los sociólogos urbanos a finales de los 60 y en los 70. Una auténtica crisis
de la ciudad que va a despertar a la sociología urbana de aquel marasmo intelectual en el que se encontraba sumida (Zukin
1980). Dice Ghorra-Gobin (1993) que a finales de los 60 la opinión pública norteamericana se sorprendía por la aparente
paradoja de un Estado que era capaz de enviar hombres a la Luna pero se declaraba impotente para organizar el espacio urbano
a fin de prevenir disturbios como el de Watts, Los Ángeles, en 1965. La Nueva Sociología Urbana nace para responder, entre
otros, a ese reto. Y lo hará, en sus diferentes corrientes, desde un rechazo frontal de las teorías ecológicas y culturalistas de la
Escuela de Chicago y rescatando el abarcante concepto de economía política. El problema no puede ser comprendido desde
conceptos como disfuncionalidad y aquella tendencia a ver los fenómenos relacionados con la pobreza urbana como una cierta
forma de patología, o una cultura en sí misma. Todos aquellos fenómenos, dirán no son más que una expresión del sistema
estructural de dominación política y económica, de la economía política. No son disfunciones sino formas de dominación que no
existen “a pesar del sistema” sino porque tienen una función en el sistema. A partir de ahí la tarea que se imponen los nuevos
sociólogos urbanos será la de estudiar cómo las ciudades refuerzan, median y articulan las contradicciones de una particular
economía política y, fundamentalmente, de la economía política capitalista (Zukin 1980). Así, los nuevos sociólogos urbanos
estudiarán fenómenos como los movimientos de capital, el redlining, los subsidios públicos, el mercado dual de trabajo y sus
efectos sobre las relaciones sociales y el espacio construido en la ciudad. Objetivos que convergirán con los que por los mismos
años estaban planteando los geógrados, entre los cuales también nace una corriente conocida como Nueva Geografía Urbana,
representada, entre otros, por Berry (1964). Los paralelismos y puntos de encuentro, como ya había sucedido en las décadas
pasadas (recordemos a Christaller y sus concomintancias con la Escuela de Chicago), son evidentes. Tanto es así que
dedicaremos todo un apartado a analizar la obra de uno de los principales exponentes de dicha escuela geográfica, David
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Harvey, cuya inclinación sociológica es tan grande que muchos sociológos urbanos (Saunders 1981; Merrifield 2002) lo incluyen
con práctica unanimidad también entre los exponentes de la disciplina.
Otro reto importante, del que sólo algunos pocos, como Castells, recogerán el guante, lo constituía el fenómeno de
urbanización del Tercer Mundo. Ya desde los años 30 y 40 en América Latina, con sus políticas proteccionistas de sustitución de
importaciones (favorecidas por la relajación del control imperialista sobre sus economías que implican los dos conflictos
mundiales), se observa un proceso de industrialización y de intensa migración campo-ciudad que da como consecuencia el
nacimiento de gigantescas aglomeraciones urbanas, con características muy particulares (periferia chabolística, corazón
remodelado por la especulación capitalista). A partir de la Segunda Guerra Mundial les seguirán los recién independizados
países asiáticos y africanos. En todos ellos se crea un proceso acelerado de urbanización con rasgos evidentes de emulación de
la urbe occidental pero, en la mayoría de los casos, sin los recursos industriales y económicos para poder realizarlo. El resultado
es un urbanismo abigarrado, mezcla de intervención estatal, altos niveles de corrupción y caótica espontaneidad que transforma
radicalmente las formas de vida de poblaciones que vivían en pequeños núcleos rurales hasta hacía unos años, en condiciones
materiales aún más deplorables si cabe de las que habían sufrido las clases proletarias de la revolución industrial occidental. La
teoría marxista del imperialismo parecía perfecta para explicar estos nuevos fenómenos.Veamos ahora en detalle corrientes y
autores de este periodo.
5.2. La Escuela neo-weberiana de Sociología Urbana.
La escuela neo-weberiana nace en Gran Bretaña y será siempre una escuela fundamentalmente británica, teniendo
poca aceptación fuera de sus fronteras, probablemente debido a la fuerza con la que rebrotó el marxismo por los mismos años en
otro de los focos centrales de la sociología, Francia, desde donde ejerció una infliencia enorme en todo el continente, en América
Latina y buena parte del Tercer Mundo (e incluso en Norteamérica donde coexistió con el aún vigoroso funcionalismo y después
con la crítica postmoderna).
Sus ideas tuvieron como tablón de anuncios la revista International Journal of Urban and Regional Research, fundada
en 1977 y de cuyo comité editorial fueron miembros los principales exponentes de la escuela: Ray Pahl y Peter Saunders, el
segundo representando una sub-corriente crítica, posterior en el tiempo. Otras figuras que merecen ser destacadas son las de
John Rex, Robert Moore y Chris Pickvance.
Para los weberianos la especificidad de la sociología urbana está en estudiar los modelos de asignación y distribución
de los recursos espaciales (léase vivienda, colegios, equipamientos urbanos) (Pahl 1975). La sociología urbana debe reservar su
objeto de estudio sólo a aquellos sistemas de asignación relacionados directamente con la forma espacial de la ciudad. Como
dice Pahl muy gráficamente: “La casa y los transportes son elementos de la ciudad; los subsidios estatales y las pensiones, no”
(Pahl 1975:10). Una de las características fundamentales de dichos sistemas de distribución espacial, con consecuencias
determinantes para las relaciones sociales y de poder, es que el espacio es intrínsecamente desigual pues, por mucho que se
quiera negociar o luchar, dos personas o grupos no pueden nunca ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Esta es la munición
más efectiva que el neo-weberianismo empleará para atacar la visión marxista de la ciudad, siguiendo una lógica similar a la
utilizada por Weber cuando introdujo el sistema de estatus para romper la dialéctica marxista de las dos clases sociales
(burguesía y proletariado). La desigualdad intrínseca del espacio demuestra que ninguna lucha de clases, ninguna
socialdemocracia o dictadura del proletariado, resolverá nunca completamente las injusticias espaciales porque estas son,
sencillamente irresolubles (¿Puede algún sistema conseguir que todos los habitantes vivan cerca del centro, o a dos pasos de la
parada de metro, o en las zonas climáticamente más agradables del país? ¿O que todos vivan muy muy lejos de los vertederos?
Evidentemente no, y las ciudades del bloque socialista son una demostración palpable de ello, nos dirán los neo-weberianos).
Algún tipo de conflicto espacial, por muy leve que sea, es siempre inevitable. Tanto las sociedades capitalistas como
las comunistas se encuentran frente a la inevitabilidad de esta constricción física. En consecuencia, ambas pueden encontrarse
con problemas similares a la hora de desarrollar sistemas de distribución de los recursos espaciales y ningún sistema podrá
resolverlos del todo (Pahl 1975). Por otra parte, esta naturaleza del espacio pulveriza la idea de que dichos conflictos tienen lugar
únicamente entre clases sociales definidas en relación al modo de producción (entre propietarios y no propietarios) y la sustituye
por un modelo de conflicto multipolar y multidireccional en que escasez y rigidez de los recursos espaciales provocan conflictos
entre segmentos de la misma clase social (por ejemplo entre burguesía financiera y burguesía industrial, entre estas y la pequeña
burguesía, entre proletariado y lumpen proletariado, etc.). Es decir, se aplica una categorización social mucho más fracturada y
matizada que la marxista: la de Weber (Saunders 1981). El estudio de la ciudad confirma, pues, lo que ya había defendido aquel:
que existen innumerables y contextualizados conflictos de clase, algunos de ellos de tamaño y alcance muy local (micro-luchas
de clase) y no uno solo y generalizado como afirmaban Marx y Engels. Y todo ello porque la sociedad reposa en última instancia
en las acciones y motivaciones de los individuos, aunque estos puedan estar organizados en grupos de pertenencia (Weber 1969
[1924]).
A todo ello hay que añadir el papel fundamental de las instituciones que gestionan la distribución de dichos recursos.
Estas instituciones son maquinarias burocrático-racionales, producto de la forma de organización de la moderna sociedad
contemporánea (de nuevo Weber). Pueden ser públicas (el Estado, con sus representantes y funcionarios en la esfera de lo
local) o privadas (empresas promotoras y constructoras o subcontratas de servicios urbanos, por ejemplo) pero, en cualquier
caso, organizaciones altamente institucionalizadas. Las constricciones espaciales pueden ser aliviadas (o agravadas)
dependiendo de cómo funcionen dichas instituciones y ese funcionamiento depende en buena medida de las decisiones que
tomen los gestores que están al frente de las mismas. La escuela neo-weberiana va a conceder, así, un papel predominante en
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la conformación de los fenómenos espaciales (y a través de lo espacial a todo el sistema de relaciones sociales en el seno de la
ciudad) a los gestores de dichos sistemas de distribución, y no solamente a los sistemas en sí, afirmando, con Weber, la
importancia de la agencia (de las acciones de los individuos) sobre la estructura (Saunders 1981). El estudio de lo urbano va a
concentrar su mirada, pues, en estos operadores de los sistemas burocrático-racionalizados de intermediación entre los
ciudadanos y los servicios físicos de los que depende el bienestar de estos (vivienda, transporte, comunicaciones, suministro de
energía, iluminación, escuelas, centros sanitarios, instalaciones deportivas y de ocio, parques, centros comerciales, etc.). Y, de
nuevo en la estela de Weber, el estudio de estos gestores va a implicar el análisis de los objetivos y los valores que dichos
actores asumen: dilucidar cuáles son, si realmente los comparten entre sí y si los aplican en la práctica. Y en una Gran Bretaña
prethatcheriana en la que el modelo socialdemócrata era hegemónico, estudiar esos sistemas va a querer decir,
fundamentalmente, estudiar el sistema del Welfare State a nivel local, a los gestores públicos de servicios urbanos.
De acuerdo con Saunders (1981:180), el enfoque neo-weberiano rescataba de los escritos de Weber las siguientes
aportaciones con respecto a la conceptualización del Estado: a) una teoría que consideraba la política como un reino
relativamente autónomo; b) un concepto de Estado como un organismo controlado por individuos con objetivos y aspiraciones
concretas; y c) una visión de la acción estatal en la que se consideraban más decisivas las acciones y decisiones del aparato
racional-burocrático constituido por los funcionarios y técnicos que las de los líderes políticos (Weber 1969 [1924]). Weber, en
efecto, insistió mucho, rebatiendo a Marx, en que el poder económico y el político eran dos formas de dominio relativamente
autónomas entre sí. Aunque reconoció que históricamente suelen coincidir, no considera la relación entre ambas esferas como
necesaria. Los gobiernos pueden arrogarse -y en muchas ocasiones se arrogan- funciones de provisión de servicios públicos sin
realizar cálculos económicos de costes-beneficios. Pueden incluso dejarse llevar por la negligencia y el despilfarro. Los
marxistas, dirán los neo-weberianos británicos, muchas veces olvidan hasta qué punto las condiciones históricas del Estado y la
economía liberal que describieron Marx y Engels han cambiado en el último siglo y de cómo la situación ha sido dramáticamente
modificada por la expansión sin precedentes de una burocracia pública que ahora pretende regular la vida social en miles de
detalles. Los neo-weberianos intentarán demostrar ese principio desde la sociología urbana ofreciendo pruebas de que en la
Gran Bretaña de las décadas de los 50, 60 y 70, los aparatos burocráticos del Estado, al menos a nivel local, eran mucho más
decisivos en la gestión de la población y el entorno que los poderes fácticos económicos. Era exactamente la visión de Weber,
que había imaginado la evolución histórica como la expansión constante de los aparatos administrativos del Estado, en aras de la
eficiencia racional, cada vez a más esferas de la vida social. Descritas entonces las características generales de la escuela
veamos ahora con un poco más de detalle los aportes de sus principales exponentes.
5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Ecología Humana y nuevo enfoque neo-weberiano.
El primer trabajo en marcar un giro hacia el paradigma neo-weberiano es quizá el libro Race, Community and Conflict
(1967) de John Rex y Robert Moore. Aquel libro estudiaba los problemas de vivienda y su relación con las relaciones raciales en
un área urbana de Birmingham. Su trabajo es considerado por Saunders como una obra de transición entre la Ecología Humana
y el nuevo enfoque neo-weberiano. Como aquellos, Rex y Moore también ven la ciudad como formada por comunidades
espacialmente segregadas y culturalmente diferenciadas y observan cómo el proceso de crecimiento urbano implica la expulsión
de ciertas poblaciones de las áreas centrales a las periféricas. Sin embargo, Rex y Moore introducen en su análisis algo que
estaba completamente ausente en los ecólogos de Chicago: el rol decisivo de las instituciones. Así, los autores identifican dos
instituciones que con sus decisiones no sólo afectan sino que en última instancia dirigen el proceso de movilidad residencial: las
instituciones financieras, decidiendo a quién conceden créditos para la adquisición de vivienda y a quién no; y las autoridades
estatales, que establecen los requisitos y ejercen el poder de alocación de las viviendas públicas de alquiler. A partir de ahí Rex y
Moore demuestran cómo la combinación de decisiones financieras y burocráticas, unida a un cierto racismo subyacente en los
gestores de ambos aparatos institucionales, producía efectos de polarización social/espacial: mientras que la clase media blanca
conseguía convertirse en propietaria de viviendas unifamiliares en los suburbios y la clase obrera blanca accedía con facilidad a
las viviendas públicas en régimen de alquiler protegido, también en zonas periféricas, los inmigrantes de color, debido a la pinza
ejercida por un crédito bancario muy exiguo, unas normas burocráticas restrictivas (se les requerían cinco años probados de
residencia en el país antes de poder acceder a los programas de alquiler público) y un racismo subyacente, eran
institucionalmente privados del acceso a los suburbios y quedaban atrapados en unos centros urbanos altamente degradados.
Las autoridades, intentando frenar la expansión de estas áreas a otras zonas de la ciudad optaban por la estrategia de aislarlas,
contribuyendo de esa manera a su guettoización.
Así, lo que tenemos en ciudades como Birmingham, dirán Rex y Moore, es una nueva forma de lucha de clases, una
lucha que se genera no entorno al control de los medios de producción sino alrededor del control por el acceso a la vivienda. Aún
así, Rex y Moore no cayeron en la simplificación de equiparar estas zonas con un slum en términos marxistas: su estudio
empírico revela cómo al interno de las áreas degradadas ocupadas por los inmigrantes se dan también diferentes relaciones de
clase, con inmigrantes mejor situados (propietarios de negocios) que poseen casas en propiedad e incluso las alquilan a otros,
inmigrantes que alquilan casas unifamiliares y así hasta llegar a los más desfavorecidos que se hacinan en habitaciones
subalquiladas.
Al hacer esta precisión sobre las diferentes situaciones de los inmigrantes con respecto a la propiedad, Rex y Moore
aplican al estudio del espacio residencial la teoría de las clases sociales de Weber, una teoría que difería grandemente de la
formulada por el marxismo. Weber, al igual que Marx, era perfectamente consciente de que la clase y el poder eran definidos por
las relaciones económicas pero añadía otras categorías estructurales adicionales a la clase social marxista: el estatus y la renta.
La renta no viene sólo definida por la propiedad y la producción sino por otros factores como los símbolos culturales, los patrones
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de consumo, la capacidad de ahorro, las características personales (por ejemplo la capacidad de esfuerzo), el capital cultural y
social y la profesión (estos tres últimos factores son lo que Weber (1969 [1924]: 930) denomina “habilidades comerciales”,
habilidades que tienen un valor en el mercado y que dan lugar a “clases comerciales” no necesariamente coincidentes con las
clases definidas por la propiedad). Las diferentes combinaciones de propiedad y habilidades comerciales dan como resultado
estatus diferentes, es decir, grados distintos de “honor y prestigio social” (Weber 1969[1924]:932) que se reflejan en distintos
estilos de vida. El sistema de estratificación de estatus es un sistema relativamente autónomo del de la estratificación de clases y
puede llegar a cortarlo transversalmente (los ejemplos más típicos son los de los nobles o intelectuales pobres gozando de un
alto nivel de estatus social). A través de este argumento Weber complejizaba la rígida y simplista dicotomía de clases marxista
introduciendo nuevas categorías como, por ejemplo, las profesiones de cuello blanco: gestores, funcionarios, burócratas,
profesionales liberales que no eran ni propietarios de los medios de producción ni proletarios y que podían llegar a ser en muchos
contextos sociales personas poderosas e influentes. O, de nuevo, los intelectuales. Ahora bien, la clase social, para Weber, no es
otra cosa que un tipo ideal, una generalización, pues en realidad existen tantas relaciones de clase como situaciones individuales
particulares. Tratando de ofrecer una categorización mínimamente operativa, Weber acabaría dibujando el esquema tripartito que
hoy en día es universalmente utilizado en nuestras sociedades, junto con el marxista: la clase alta que goza de un acceso
privilegiado a la propiedad y a las habilidades técnicas; la clase media que comprende aquellos que disponen de propiedad pero
con pocas habilidades, o de habilidades pero pocas propiedades; y la clase baja que no dispone ni de habilidades ni de
propiedades. Rex y Moore no hacen otra cosa que regresar a Weber al señalar las diferentes articulaciones entre propiedad,
estatus y habilidades. Así, los obreros de las viviendas de alquiler protegido poseían en la Birmingham de los años 60, gracias a
otros factores como la nacionalidad o la raza, de mayor estatus que los propietarios inmigrantes del centro degradado, lo cual era
una subversión radical de los principios marxistas (Rex y Moore 1967). Es interesante observar también cómo, en su esquema
racionalista, Weber no puede concebir una clase alta desprovista de habilidades. Esto es así porque parte del principio de que la
gestión de las instituciones económicas y políticas en el capitalismo moderno requiere un alto grado de instrucción y
especialización. Dicho posicionamiento está presente también en los neo-weberianos, en el poder de decisión que le atribuyen a
la élite de tecnócratas estatales.
5.2.2. Ray Pahl y la teoría del Estado Corporativo como gestor de la ciudad.
Recogiendo el testigo entregado por Rex y Moore, el punto de partida de Pahl es también la constatación de la ciudad,
su espacio físico, como causa de nuevas desigualdades sociales que vienen a sumarse a las del mundo del trabajo (Pahl 1970a).
Y ello de maneras múltiples y encabalgadas: los que han de emplear mucho tiempo para llegar a su trabajo están en situación de
desventaja respecto a los que emplean poco pero quizá mejor que estos en otro sentido si aquellos viven al lado de una autopista
o una depuradora de aguas residuales. También Pahl insiste en que la tarea del sociólogo es estudiar los sistemas de asignación
de recursos pero, a diferencia de Rex y Moore, no considera, en un primer momento al menos, que las diferencias de acceso
puedan generar verdaderos conflictos de clase (Pahl 1970a: 257). Y ello porque Pahl va a considerar a la población como
variable dependiente en el sistema de asignación, siendo los gestores la variable independiente (Pahl 1970b: 620). El entero
sistema de distribución puede explicarse a través del análisis de los objetivos y valores de los actores que asignan y controlan el
conjunto de los bienes urbanos. ¿Y quiénes son estos actores? Los altos cargos de la gestión pública local, el nivel de la
administración a la que Pahl apodó “los perros de en medio” (Pahl 1975:269).
Sin embargo, según iba avanzando la década y Pahl iba profundizando en la investigación empírica, su punto de
partida se reveló demasiado estrecho. Las preguntas empezaron a amontonarse y desde fuera, especialmente desde el bando
marxista, le llovieron muchas críticas. ¿Cómo podía demostrarse la naturaleza de variable independiente de los gestores? ¿Por
qué únicamente considerar el papel de los “perros de en medio” y no otras jerarquías administrativas inferiores (el funcionario de
ventanilla en contacto directo con la población) o superiores, a nivel regional o nacional? ¿Y qué había del papel de las empresas
e intereses privados? ¿No tenían absolutamente ninguna influencia en el sistema? El mismo Pahl reconoció que su marco teórico
hacía aguas en tres trabajos publicados en 1977 en los que se aprecia que ha realizado una cierta lectura de las tesis de la
escuela neomarxista y, en particular, de Castells (de él toma el término “consumo colectivo”, que sustituye a los de distribución y
asignación (1977a). Como veremos al analizar la obra de Castells, esa influencia sería recíproca. Intentando dar una respuesta
satisfactoria a aquellas preguntas Pahl elaboraría un marco teórico más maduro y sólido. Estas son sus conclusiones: a) Los
gestores no constituyen del todo una variable independiente pues se encuentran limitados en su acción por la lógica espacial que
contiene en sí misma formas de desigualdad que nunca pueden eliminarse del todo. b) Los gestores están limitados, en las
sociedades capitalistas, por las operaciones del mercado privado. Por ejemplo, Pahl mostró cómo los terrenos para construir
viviendas de protección oficial debían de ser adquiridos a precio de mercado. No podían nacionalizarse sin más. Y la financiación
para los proyectos locales pasaba en muchas ocasiones por solicitar créditos a entidades privadas. c) Los gestores locales se
enfrentan a limitaciones en su autonomía por parte de instancias superiores de la misma administración a cuyas políticas y
programas más abarcantes deben someterse y de cuyos fondos depende en buena medida su financiación. Así, Pahl descubrió
que los gestores locales eran realmente “perros de en medio” pero no en el sentido inicial que le había dado sino en el de que
ocupaban un puesto estructural como mediadores entre el sistema distributivo de mercado, incluido el capital internacional, por
un lado, y el sistema distributivo (“racional”) del aparato del Estado por otro (Pahl 1977c:55). Su independencia estaba, pues,
limitada. ¿Por quién, fundamentalmente?
Para responder a esta última pregunta Pahl se va a embarcar en un proyecto muy ambicioso, demasiado quizá, en el
que trata de articular su teorización sobre la gestión urbana con el análisis de lo que, fundandose en la elaboración previa
realizada por Winkler (1976), denominará el “Estado Corporativo”: un nueva forma de organización política y económica diferente
tanto del estado capitalista liberal o del socialista soviético que había emergido en las últimas décadas, con especial fuerza en
86
Europa Occidental. El “Estado Corporativo” se define como “un sistema económico de propiedad privada y de control estatal”
(Winkler 1976:109) en el que el papel del Estado ha pasado de soporte de la economía a dirección de la misma. La variable
independiente es, así, para Pahl, el Estado en su nueva evolución corporativa.
Hasta hace poco tiempo se podía afirmar que el Estado subordinaba su intervención a los intereses
del capital privado. Pero se ha llegado en la actualidad al punto en el que el Estado […] controla la vida
cotidiana, no tanto por su soporte del capital privado sino por la puesta en práctica de sus propios objetivos
autónomos (Pahl 1977a:161).
Los factores que explican esta transformación, al menos en Gran Bretaña (Pahl, como buen weberiano, huye de las
grandes explicaciones estructuralistas y se declarará incapaz de elaborar una teoría universal del estado capitalista) son, a juicio
de Pahl, cuatro: 1) La creciente concentración del capital en un pequeño número de grandes oligopolios, lo cual obliga al Estado
a intervenir para garantizar que estas compañías proporcionen, a través del sistema fiscal y de sus propias operaciones, un
grado de inversión en el país que sea constante y adecuado para garantizar su viabilidad como sistema social; 2) a través de su
función de inversión y crédito en el sistema productivo (fundamentalmente a través de las empresas públicas) el Estado es capaz
de influir, como el gran empresario que es, sobre los modelos de inversión de todo el sistema privado; 3) las innovaciones
tecnológicas han creado nuevos desafíos a los que el sector privado no puede enfrentarse solo (ciertos sectores tecnólogicos,
por ejemplo, tienen umbrales de inversión en investigación que ninguna empresa privada puede permitirse y lo mismo puede
decirse de ciertas consecuencias del desarrollo industrial como la contaminación, las grandes infraestructuras, la seguridad
pública, etc.); y 4) la creciente intensidad de la competencia internacional ha llevado a las empresas a buscar la protección del
Estado, sea para proteger su propio mercado interno (con la política arancelaria, por ejemplo), sea para abrir nuevos mercados
en el exterior o consolidar los ya existentes (para lo que requerirán del sofisticado aparato de política exterior, diplomática y
militar, del Estado).
El corporativismo sustituye la anarquía del libre mercado con la planificación racional. En lugar de la competición el
Estado impone cuatro principios de actuación:
Unidad (colaboración y cooperación entre los intereses funcionales del capital y los del trabajo); 2)
orden (estabilidad y disciplina en las relaciones industriales, por ejemplo); 3) nacionalismo (defensa de los
intereses del país, sean estos internos, en lo que respecta a los intereses sectoriales, o en el terreno
internacional, contra los competidores extranjeros) y 4) éxito (prioridad pragmática de los medios sobre los
fines, con el objetivo de asegurar la eficiencia) (Saunders 1981: 185).
El tipo de Estado que está describiendo Pahl, sin duda inspirado en el Welfare State de la Gran Bretaña de la
postguerra, cuya imagen histórica es sustancialmente rósea (especialmente en el mundo de la izquierda) no parece muy distinto
del corporativismo fascista, que pretendió realizar una fusión muy parecida entre Estado y mercado. No sabemos si Pahl, o
Winkler eran conscientes de estas concomitancias. Si lo fueron nunca lo expresaron explícitamente, nunca se atrevieron a
apuntar en sus páginas las semejanzas entre lo que se suponía era un sistema socialdemócrata y el fascismo (o nacionalsocialismo). Ese debía de ser un tema, evidentemente, tabú. Pero un cierto barrunto debió de haber. Un barrunto fue, quizá, lo
que los llevó a escoger el término corporativo, cuando podían haber elegido cualquier otro, para etiquetar el modelo. En cualquier
caso los tonos y adjetivos empleados por Pahl denotan una posición moderadamente crítica frente al modelo que describen,
además de como corporativo, como centralizado, jerárquico y cooptativo. Cooptativo porque, en su proyecto dirigista, trata de
“cooptar” dentro de su aparato burocrático a todas las fuerzas sociales. El ejemplo más evidente es el de los sindicatos: el Estado
llega a acuerdos con sus burocratizadas cúpulas esquivando a las bases. Estas después se encargan de imponer
automáticamente tales acuerdos a las mismas.
Resumiendo: Es en una triple dimensión – ecológica (las constricciones de un espacio desigual), económica (los
intereses de las empresas) y política (el poder de un Estado central intervencionista)- donde debemos situar el papel de los
gestores urbanos locales. Sus decisiones no son independientes y autónomas sino que están condicionadas por estas tres
esferas. No se puede negar la importancia de su papel pero tampoco afirmar su absoluta autonomía.
5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de Pahl.
Saunders puede considerarse el representante principal de una nueva generación de neo-weberianos que someterían
a un escaneo profundo las tesis iniciales y las revisarían a la luz de los cambios históricos que empezaron a producirse unos
pocos años después de que Pahl escribiera sus textos ya comentados. Saunders afirma que el enfoque de Pahl fue en
“grandísima parte un producto de su tiempo” (Saunders 1981:187). Ya hemos visto cómo esta relación entre los procesos
históricos contemporáneos y sus conceptualizaciones teóricas ha sido moneda corriente en la sociología urbana. Para Saunders
el peso concedido a los gestores públicos urbanos era en buena parte un reflejo del contexto de los años sesenta y primeros
setenta en Gran Bretaña y, en general, en toda Europa Occidental: el periodo de gran expansión de las políticas del Estado de
Bienestar, que marcarían el continente incluso culturalmente (recordemos como hoy en el imaginario colectivo europeo, el Estado
de Bienestar se ha convertido en una especie de seña de identidad que nos distingue de otras subvariedades culturales
occidentales, como la que representan los Estados Unidos). Era un periodo de enorme expansión del gasto estatal en vivienda,
salud y educación, los años de los grandes proyectos de renovación urbana, cuando millones de personas fueron cuasi forzadas
a abandonar los deteriorados centros urbanos (clasificados como slums) y fueron realojados por el aparato burocrático del
Estado en los barrios nuevos de periferia. Los años en que el peso del Estado en la economía en todos los países europeos, de
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la Gran Bretaña gobernada por los laboristas, la Francia de De Gaulle o la ultraderechista España de Franco, era muy grande.
En Gran Bretaña, en concreto, las Industry Acts de 1972 y 1975, aprobadas por el gobierno laborista, parecían la encarnación
perfecta de ese Estado controlador de la economía (Saunders 1981). Y, sin embargo, esa situación cambiaría drásticamente
desde finales de los 70 como consecuencia de la reestructuración de la economía política capitalista a nivel mundial provocada
por la crisis del 73 y la irrupción de las nuevas tecnologías informacionales. El tándem Thatcher-Reagan introduciría un giro
copernicano en Occidente, que fue rápidamente etiquetado como neoliberalismo: adelgazamiento del Estado, reducción de
gastos en Estado del Bienestar, privatización de la mayoría de empresas públicas y parcial privatización de los servicios urbanos.
La obra de Saunders se plantea como una reformulación del marco teórico weberiano para ajustarlo y explicar la ciudad en el
nuevo contexto neoliberal y post-industrial.
Saunders no abandona del todo el concepto de Estado Corporativo. Al fin y al cabo, y a pesar de la ola neoliberal, nos
dice él mismo, el Estado sigue teniendo un papel crucial en la vida de los ciudadanos. Su presencia se ha vuelto tan ubicua que a
veces no somos conscientes de hasta qué punto forma parte de nuestras vidas: un tercio de los habitantes urbanos vivía en
casas de propiedad estatal en Gran Bretaña a principios de los 80 (Saunders 1981:191). La teoría del Estado Corporativo debe
simplemente redimensionarse y adoptar una postura más humilde. Deben abandonarse las pretensiones generalizadoras que
consideraban el corporativismo como un tipo particular de formación social y entenderse más bien como una de las posibles
estrategias o vías mediante las cuales ciertos intereses particulares pueden conseguir un acceso privilegiado al poder estatal o la
concesión de explotación de determinados servicios (por ejemplo, la gestión de basuras) cedidos por el gobierno. El control del
Estado, por otro lado, sigue siendo hegemónico (teóricamente) en algunas áreas particulares, como la planificación del uso del
suelo (que en Gran Bretaña estaba y está centralizada) o en servicios urbanos como la gestión del agua (Saunders 1985).
La segunda crítica que Saunders hace a los primeros weberianos se centra en su clasificación de las categorías de
residentes en función de su relación con la propiedad, lo que Rex y Moore habían denominado “clases habitativas” (Rex y Moore
1967). Saunders reformula esta cuestión a partir de una nueva visita a Weber y su concepto de estatus pero también, aunque no
lo reconoce explícitamente, a la luz de las críticas del postmodernismo epistemológico que a principios de los años 80
empezaban ya a calar en todos los círculos académicos. El problema de partida era que Rex, Moore y Pahl daban por
descontada la existencia de un único sistema de valores compartido por todos los residentes, un sistema de valores que
consideraba como aprioris absolutos lo que eran tan sólo valores culturales relativos: que ser propietario es mejor que vivir de
alquiler, que vivir en las casas de protección oficial de la periferia era más deseable que en las zonas degradadas del centro.
Saunders deconstruye, a la manera postmoderna, esta afirmación aportando datos empíricos de investigaciones como la de
Davies y Taylor en Newcastle (1970) o la de Couper y Brindley (1975) en Bath, que mostraban que los inmigrantes asiáticos no
tenían ningún interés en solicitar las casas de protección oficial de la periferia. Los segundos investigadores descubrieron cómo
“hay muchas personas, no necesariamente con bajos ingresos, que prefieren vivir de alquiler en lugar de adquirir una vivienda en
propiedad” (Couper y Brindley 1975:567). Para Saunders estos datos invalidan la teoría de las clases habitativas. De lo que se
trata, dirá releyendo a Weber, es de “grupos de estatus habitativos” que, más que una relación con la propiedad, expresan
diferentes modos de consumo de unas viviendas que son valoradas de forma diferente en base a los valores culturales y estilos
de vida concretos de los residentes. El concepto de clase habitativa puede, sin embargo, salvarse aún, pero es necesario
reformularlo. Saunders emprendió esta reformulación en sus trabajos de 1978 y 1979, en los que distinguía tres tipos de clases
habitativas: 1) la de los que usan la vivienda como capital para obtener rentas; 2) la de los que la usan únicamente para
autoconsumo y 3) la de los que la usan de las dos maneras contemporáneamente (propietarios que viven en su propia casa y
además alquilan viviendas secundarias).
Por último, Saunders considera necesario resolver el problema de cómo articular estas clases habitativas con la
estructura de clases global. Rex y Moore habían ligado de forma necesaria el acceso al mercado de vivienda con el acceso al
resto de servicios urbanos pero los datos empíricos conducían a otras conclusiones. La solución está, dice Saunders, en ampliar
el número de factores que influyen en las condiciones y oportunidades de vida de la población urbana. Estos no se limitan a la
residencia. O mejor dicho, la residencia no determina necesariamente el acceso a los demás factores. La calidad de vida de la
gente también depende de formas multidimensionales de acceso a otros recursos como la educación, la sanidad o los
transportes. En esta categorización es importante articular, dentro de la estructura de clases, lo que Saunders llama “sectores de
consumo”, concepto que toma de Dunleavy (1980): estos sectores se configuran a través de las distintas combinaciones de
acceso a los servicios a través del sector privado o del sector público, desde quienes mayormente acuden al primero (escuelas,
seguros médicos privados, transporte y vivienda propios,etc.) a quienes, en cambio, permanecen dependientes de la asistencia
estatal, con toda una enorme gama de situaciones intermedias. Con su concepto de modo de consumo y el reconocimiento
relativista hacia el hecho urbano, que disuelve parcialmente la posibilidad de medir objetivamente escalas de pobreza urbana,
Saunders se sitúa a caballo entre el neo-weberianismo y la sociología urbana postmoderna que estaba por venir.
5.3. La sociología urbana neomarxista en Francia.
En las primeras décadas del siglo XX la escuela marxista no presta mucha atención a la ciudad como objeto específico
de análisis. Cabe destacar los trabajos de autores que se sitúan en la periferia del pensamiento marxista más ortodoxo, como
Walter Benjamin o la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Fromm), que incursionan en campos no estrictamente ligados a
la dimensión socioeconómica, centrándose en el estudio de las transformaciones culturales que están ocurriendo en las grandes
ciudades de la época: la formación de una cultura de masas a través del consumo y los medios de comunicación de masas (Mela
1996). Merrifield, sin embargo, considera plenamente a Benjamin como un sociólogo urbano marxista. Su obra magna,
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inacabada, The Arcades Project, analizaba la teoría marxista del fetichismo de las mercancías a través del estudio de un centro
comercial en París (Merrifield 2002).
Una buena parte del marxismo político ortodoxo era claramente antiurbano. La ciudad era vista por esta corriente
como el compendio de todos los males, la Sodoma y Gomorra del capitalismo, un lugar que había que desburguesizar. Los
bolcheviques, a pesar de ser un movimiento de bases fundamentalmente urbanas, despreciaban San Petersburgo y su sociedad
cosmopolita, occidentalizada, que demonizaron como un ejemplo de cultura burguesa decadente. Esta perspectiva es más
patente aún en las revoluciones china (1949) y cubana (1959), de base campesina. La Habana era vista como la sede del
régimen corrupto de Batista y el feudo de la burguesía anticomunista que había que neutralizar. Una visión semejante tuvo el
régimen sandinista respecto de Managua en 1979 o los jemeres rojos con Pnohm Pehn. Este fervor antiurbano también está
presente en algunos académicos, como Régis Débray en su Révolution dans la révolution (1967). La ciudad corrompía la pureza
radical del compromiso marxista, ablandaba a los revolucionarios haciendolos consumistas, aburguesándolos (Merrifield 2002).
Es a finales de los 60 cuando un nuevo marxismo, con menos prejuicios hacia lo urbano, aparece en escena, renovando
con un soplo de aire fresco el paisaje de la sociología urbana. En ella destacan dos autores: Henry Lefebvre y Manuel Castells,
dos de las figuras más influyentes que ha dado, no ya la sociología urbana, sino el pensamiento sociológico general en el siglo
XX. Dos figuras que son, respectivamente, maestro y discípulo, y que desde una coincidencia en muchos aspectos, representan,
sin embargo, enfoques diferentes de la cuestión urbana. Junto a ellos también es justo mencionar aunque sea brevemente, el
trabajo irradiado desde el Centro de Sociología Urbana, aquel centro creado por Chombart y que, a partir de 1968 va a contratar
a toda una generación de jóvenes sociólogos marxistas. No ligado institucionalmente a la academia durante estos años (si bien al
final acabaría integrándose en el CNRS) sus investigadores se financiaban con puros proyectos de investigación y esto hizo que
su productividad fuera enorme. Su independencia de la academia les permitió construir una relación horizontal entre ellos,
puramente científica, alejada de las jerarquías feudalizantes de la universidad francesa, poniendo en práctica, de hecho, el
espíritu del 68, lo cual también se reveló muy fructífero. Destacan los trabajos de Michel Freyssenet, Françoise Imbert y Elsie
Charron sobre la división del trabajo industrial; de Christian Topalov, Daniele Combes y Denis Duclos sobre el sector inmobiliario;
de Susanna Magri y Michel Pinçon sobre la vivienda social; de Edmond Préteceille, Monique Pinçon-Chariot y Paul Rendu sobre
la estructura espacial de los equipamientos colectivos y la segregación urbana (Topalov 1992).
5.3.1. Henry Lefebvre (1901-1991) y la corriente marxista humanista
Lefebvre era un viejo luchador de izquierdas. Hombre de acción tanto o más que intelectual, se afilió al Partido
Comunista Francés en 1928 y fue resistente durante la Segunda Guerra Mundial. Al acabar el conflicto ocupó una plaza como
profesor de filosofía en un liceé y solo tardíamente, en 1961, entraría en el mundo universitario, primero en Estrasburgo y, desde
1965, en la recién creada Universidad de París X, en Nanterre, una de las zonas de banlieue erizadas de grands ensembles. La
misma universidad, la segunda universidad más grande de Francia, había sido concebida como un enorme condensador social
para estudiantes, en estilo racionalista colmenero. En sus aulas se sentaría Manuel Castells, que fue su discípulo. En sus aulas
también se gestaría el movimiento de Mayo del 68, del que Lefebvre fue testigo pero no actor, a pesar de que el movimiento
había sido inspirado parcialmente en sus textos (Shields 1999).
Lefebvre era un producto del propio sistema universitario francés que exigía el paso previo por la enseñanza secundaria (la
llamada aggrégation) para ser profesor de universidad, lo cual, en el caso de la sociología (inexistente como asignatura en los
liceos) implicaba el paso previo por la docencia en filosofía. Esta arquitectura burocrática imprimiría una inclinación filosófica en
muchos de los sociólogos franceses de aquella época (Raymon Ledrut es otro ejemplo) (Shields 1999). Y de especulación
filosófica, en efecto, tildaría Castells la sociología urbana de Lefevbre, contraponiéndola a la suya, científica, basada en la
recogida sistemática de datos empíricos y tomando como referencia teórica la obra del más metódico Althusser. Castells,
perteneciente ya a otra generación, pudo dar el salto directo al mundo universitario sin pasar por la aggrégation.
Aunque quizá desprovisto de todo el rigor de un Althusser o un Castells, Lefebvre, desde esa formación filosófica de base
fue pionero en la crítica al dogmatismo marxista de cuño soviético. Su primera obra en este sentido, Le matérialisme dialectique,
es de un temprano 1939. A ella seguirían otras (1947a, 1947b, 1948). El año de 1947 fue un año muy prolífico, pues en él
también se publicó el que más tarde será tan sólo el primer volumen de una serie que se continuará en las siguientes décadas
(1961, 1981), La critique de la vie quotidienne. El texto es un pionero temprano del pensamiento postmoderno: en él se explora el
argumento de cómo el poder ejerce un control inconsciente sobre los ciudadanos a través de su capacidad para dar forma a la
vida cotidiana y rutinizarla. En ese control está ya presente el elemento espacial como instrumento de modelado de los hábitos
de vida. El libro es una llamada a una liberación que va más allá de la que por entonces defendían los partidos de izquierdas: una
liberación cultural, una invitación a romper las cadenas del control cultural impuesto, de la cultura estandarizada, a través de las
armas de la imaginación y de la creatividad. El libro fue una influencia fundamental en la creación posterior del Movimiento
Situacionista de Guy Debord (que también había sido su alumno) en 1957, movimiento que constituye ya una clara expresión del
nuevo paradigma cultural y académico postmoderno. Pero ese movimiento, aunque recaiga cronológicamente en el periodo que
estamos ahora analizando, será visto en el siguiente capítulo, junto con otros de filiación postmoderna. Posteriormente Lefebvre
aún dedicaría dos obras a desarrollar su marco teórico general sobre el materialismo marxista (Lefebvre 1968, 1971). Lefebvre,
sin embargo, no participó en el movimiento de Mayo del 68, desgarrado entre su lealtad al partido comunista, que no apoyó a los
estudiantes31, y sus propias ideas humanistas. Escribió de ellos que el movimiento no estaba maduro y que no tenía futuro. Fue
Lefebvre había sido expulsado del PCF en los años 50 por su posicionamiento crítico frente al estalinismo, pero había sido nuevamente
readimitido en los 60.
31
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por ello muy criticado por algunos de sus discípulos o simpatizantes intelectuales entre los que se contaban los más importantes
líderes de la revuelta, como Daniel Cohn-Bendit o el situacionista Debord. La revuelta de mayo aumentó las distancias entre los
marxistas humanistas (Lefebvre) y los “científicos” o estructuralistas (Althusser) (Shields 1999). Althusser se convirtió en los años
de bisagra entre los 60 y los 70 en el teórico marxista más influyente, incluso entre los estudiantes.
Pero lo que nos interesa ahora es destacar sus aportaciones más relevantes al terreno de la sociología urbana, temática
por la que comenzó a interesarse a partir de 1967, al calor de los proyectos de gentrificación y la intrusión del urbanismo
racionalista en el propio centro de París. El viejo Lefebvre, que habitaba en pleno centro, sintió amenazado su propio hábitat, el
paisaje que constituía su vida cotidiana y su identidad. Durante años, dos grandes sectores de su propio barrio se convirtieron en
enormes agujeros torturados día y noche por las palas excavadoras: la zona donde se había de levantarse el moderno mercado
de Les Halles, en sustitución del tradicional, y el bloque de manzanas donde se construía el Museo Pompidou, cuya arquitectura
de tuberías desnudas podía solamente amarse u odiarse. Una operación a gran escala que pretendía museificar el centro y
atraer nuevos residentes adinerados y turistas, y que Lefebvre interpretó como el impulso final a la “banlieuesización” de las
clases menos pudientes. Como el ataque final a toda una cultura centrada en el barrio histórico, que era también la suya. Y, así,
todo el interés de Lefebvre se volcó de repente en la cuestión urbana. Era un asunto personal. Y de aquel interés nacieron tres
obras: Le droit a la ville (1968), La revolution urbaine (1970) y La production de l'espace (1974), que analizaremos ahora en su
conjunto (una atención más pormenorizada será realizada en el apartado dedicado a analizar el debate entre Lefevbre y
Castells).
El argumento central de Lefebvre desarrolla lo ya apuntado por Chombart o los sociólogos críticos del suburb americano:
que el espacio es un producto social, basado en ciertos valores y que la producción social del espacio urbano es fundamental
para la reproducción del sistema social en su conjunto (en el caso contemporáneo, del sistema capitalista). Dada su función
fundamental esta producción del espacio es controlada por las clases hegemónicas con el objetivo de reproducir su dominación
sobre el resto.
El espacio es un producto [...] el espacio así producido sirve como una herramienta de pensamiento y de
acción [...] además de ser un medio de producción es también un medio de control y, por tanto, de dominación,
de poder." (Lefevbre 1974:26).
El espacio es un elemento clave en la producción y reproducción del sistema capitalista. Hay que estudiar no sólo cómo el
sistema produce capital sino también cómo produce y reproduce el espacio, cómo los intereses de clase colonizan y
mercantilizan el espacio, usando y abusando del espacio construido, manipulando ideológicamente los monumentos,
conquistando enteros barrios.
Cada economía política produce un cierto tipo de espacio. La ciudad antigua, por ejemplo, no puede entenderse como una
simple aglomeración de gente y edificios en el espacio: tiene su propia práctica espacial. Si cada sociedad produce su propio
espacio entonces una sociedad que no lo haga será una anomalía. A partir de este argumento Lefebvre arremetió contra los
urbanistas soviéticos a los que acusa de haber simplemente copiado las formas de diseño urbano racionalistas, traicionando el
humanismo socialista (Lefevbre 1974). El urbanismo racionalista es la gran bestia del viejo sociólogo, como lo había sido de
Chombart. Lefevbre lo acusa de totalitario, al imponer transformaciones sin consultar a nadie, de haber desfigurado la ciudad,
confundiendo racionalidad con funcionalidad, de aniquilar los lazos sociales y las identidades. El urbanismo se ha convertido en
una fuerza de producción, como la ciencia. Una de las formas de generación de plusvalía es ahora el mercado inmobiliario. Lo
que él llama el “circuito secundario del capital” (el primero sería el capital industrial). El espacio físico de las ciudades se ha
convertido en objeto de explotación. El espacio ha sido mercantilizado, creado y destruido, usado y abusado, se ha especulado
sobre él y luchado por él. Traslada al espacio la metáfora marxiana de la fetichización de la mercancía. Igual que el trabajo queda
deshumanizado, alienado de sus circunstancias concretas al medirse únicamente en términos de su valor económico, lo mismo
sucede con el espacio: aparece la noción abstracta de espacio en el que este existe al margen de su individualidad, teniendo
como única dimensión su valor real o potencial en el mercado (Lefevbre 1970). La urbanización es la extensión de esta
conquista del espacio. Un espacio que es diseñado, a partir de una cosmovisión cultural, de una ideología dominante
intrínsecamente unida al status quo del poder y a sus relaciones de producción, por un ejército de nuevos tecnócratas:
arquitectos, ingenieros, urbanistas, políticos locales, promotores, incluso académicos. Lefebvre lo llama “autoritarismo burocrático
y político” y “espacio represivo” que se contrapone al espacio vivido de la experiencia cotidiana (Lefebvre 1974)
Critica el abandono a que había sido sometido el centro histórico. Sin el centro urbano no puede haber ciudad. Los suburbs,
las banlieues y las New Towns son una forma de urbanismo “desurbanizado” y un episodio espacializado de la lucha de clases:
el nuevo urbanismo implicaba la expulsion de la clase obrera de la ciudad hacia los grands ensembles periurbanos. Por otro lado
critica también la recuperación del centro histórico en los términos en los ya se estaba empezando a realizar: el centro era
conquistado por la burguesía, gentrificado, y convertido paulatinamente en su espacio exclusivo de reproducción económica y,
sobre todo, simbólica, purgado ya de sus clases obreras. Todo esto fue posible cuando el valor de uso de las propiedades se
convirtió en valor de cambio, cuando despega lo inmobiliario como gran industria y actividad económica plenamente capitalista
(sumadas las dimensiones financiera y de especulación y la de consumo de ocio y turismo). El centro, dijo, se está
“museificando” (Lefebvre 1968). También criticó la suburbanización de la clase media norteamericana: Viven en un limbo amorfo
que no es ni naturaleza ni ciudad. Hay que frenar el crecimiento del aglomerado urbano amorfo y sin alma. Pero su receta no es
volver a la ciudad tradicional del pasado sino un nuevo humanismo marxista. Para él, el ser humano tiene necesidades
90
antropológicas que no han sido tenidas en cuenta por los urbanistas: la necesidad de imaginario, de sentido. Ante el ataque del
autoritarismo urbanístico reclama, entre los derechos fundamentales del ser humano, el “derecho a la ciudad” (Lefebvre 1968),
entendiendo por esta la ciudad histórica, compacta, bullendo en su caldo denso de relaciones sociales, de creatividad cultural y
de referentes históricos e identitarios. Pero la ciudad para todos y no sólo para unos pocos. El derecho a la ciudad es el derecho
a la ciudad como un lugar de encuentros, que priorice el valor de uso sobre el de cambio, la riqueza patrimonial y su capacidad
para generar identidad, la importancia de la centralidad, de la calle y el espacio público… La clase trabajadora debe resistir la
estrategia de destierro en la banlieue y reconquistar la ciudad. Su inspiración era la Commune parisina de 1871, donde durante
setenta y tres días los obreros tomaron el control del centro urbano y lo vivificaron con su democracia participativa, sus festivales
callejeros, sus prácticas lúdicas y espontáneas. Los communards lanzaron una revolución en la cultura y en la vida cotidiana.
Estas ideas se intentarían poner de nuevo en práctica en mayo del 68, pero, extrañamente, sin Lefevbre.
5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista aplicado a los estudios urbanos.
El español Manuel Castells es uno de los sociólogos más leídos e influyentes de la historia de la disciplina. Y ello tanto
a nivel general como en el concreto ámbito de los estudios urbanos. Doctorado en Sociología en 1967 por la Universidad de
París, su carrera es meteórica: entre 1967 y 1969 comparte departamento con Lefebvre en Nanterre, como profesor ayudante y
allí vive las revueltas de Mayo del 68, aunque, como su maestro, tampoco participa activamente en ellas. Pero, a diferencia de
Lefebvre, porque su posición en este sentido ha sido siempre la del científico social más que la del militante. Tras dos años en
Nanterre pasaría, ya como profesor titular, a la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales, donde dirigirá el Seminario de
Sociología Urbana y se pondrá al frente de un nutrido equipo de sociólogos con los que publicará varias obras colectivas. En
1979 es contratado por la Universidad de California y comienza su etapa norteamericana, que lo irá alejando del marxismo
ortodoxo de los primeros tiempos. Aquí vamos a analizar únicamente su etapa francesa, que dividiremos en dos fases.
Primera fase de Castells: el estructuralismo althussierano y la demolición de la Escuela de Chicago.
Ya desde su primer texto postdoctoral, en 1968, Castells muestra que ha llegado a la sociología con voluntad de
sacudir algunos de sus cimientos. Esa obra se abría con el provocador título de “¿Existe la sociología urbana?” y es la primera
elaboración de la crítica de Castells a los planteamientos de la Escuela de Chicago y la llamada a la necesidad de encontrar un
nuevo objeto de estudio para la subdisciplina. Una primera elaboración que Castells retomaría de nuevo en 1971 y finalmente
acabaría cuajando, cuatro años más tarde, en su seminal La question urbaine, tras haber dedicado aquel intervalo de tiempo a
realizar trabajo de campo y estudios sobre la migración obrera a la banlieue (Castells 1970), en la línea de todos los sociólogos
urbanos de la época.
La question urbaine (1972) es, sin duda, el texto más importante de la etapa francesa de Castells y el que marca su
alejamiento de su antiguo maestro Lefevbre, al que Castells tachó de demasiado metafísico. La obra de Lefebvre, según Castells,
no se cimentaba en una rigurosa labor de investigación empírica. Por esta misma razón y aún con mayor severidad criticó
también a Debord, el discípulo romántico de Lefebvre. Su obra pertenece al terreno de la filosofía urbana, no de la sociología,
diría una vez (Merrifield 2002: 114). Debord y Lefebvre eran personas comprometidas con una causa. Castells en cambio era un
sociólogo con una fuerte vocación de neutralidad y precisión académicas, obsesionado por la precisión empírica y metodológica.
El punto de partida de Castells, el que le lleva a preguntarse, retomando su artículo de 1968, si existe una sociología
urbana, es la crítica al determinismo espacial de la Escuela de Chicago. La Escuela de Chicago, recordemos, había conseguido
dar a la sociología urbana su primer objeto de estudio específico asumiendo que el espacio era un factor causal de las relaciones
sociales y de los fenómenos culturales. En ese sentido habían detectado procesos sociales y subculturas que eran
exclusivamente urbanos. Castells desmantela de un manotazo esa suposición, acusándola, con retórica tomada de Marx, de
“fetichización del espacio”. Para Castells esta expresión tiene un significado diferente al que le da Lefevbre: quiere decir que la
afirmación de que el espacio es un factor causal de las relaciones sociales es meramente ideológica. La relación causal entre
espacio y sociedad es un a priori que no se sustenta con los datos. Es, en resumidas cuentas, pura ideología y, por ello, toda la
sociología urbana basada sobre esta presunción apriorística no es ciencia sino ideología. Es en este sentido que Castells pone
en duda la existencia de una sociología urbana. Es necesario refundar la disciplina para convertirla en ciencia. Hacerla partir de
los datos empíricos y dotarla de un nuevo paradigma teórico. Ese paradigma téorico será el del marxismo estructuralista
desarrollado por Althusser.
Si el objeto de estudio fuera la ciudad habría que suponer que existen ciertas prácticas sociales que sólo se observan
en ciudades. Esto no se sostiene empíricamente.Si el objeto de estudio fuera el espacio, habría que suponer que el compartirlo
conduce a cierto tipo distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los tipos de relaciones sociales entre personas y no su
proximidad física los que dan forma a las prácticas sociales. La proximidad con tu vecino te puede llevar a amarlo u odiarlo, el
tipo de relación no se puede extraer a priori de la variable espacial. A la pregunta de si existe una cultura o comportamiento
urbano construidos por la forma espacial de la ciudad Castells responderá, pues, que no y se aprestará a sostener su afirmación
con datos empíricos. Por ejemplo, a sus colegas norteamericanos que habían teorizado la existencia de una cultural suburbana (
el suburban way of life de Fava (1956) o Gans (1968)) Castells le responde con toda una serie de estudios empíricos que
demuestran que dicha cultura suburbana es un tipo ideal (Castells 1972). También niega la existencia de subconjuntos urbanos
(las “áreas naturales” de la Escuela de Chicago) dotados de especificidad cultural. De nuevo utiliza como ejemplo la polémica
sobre la especifidad del suburbio americano: sus características no se deben al espacio construido en sí sino a que se han
91
formado por una migración selectiva de un segmento de la estructura social (las clases medias blancas profesionales) que ya
tenían esas características culturales cuando habitaban en el centro de las ciudades (Castells 1972). Los datos están sesgados
por una interpretación apriorística, dirá Castells. Un ejemplo concreto de crítica es la que hace al estudio estadístico de Faris y
Dunham (1939) que mostraba una disminución de las enfermedades mentales a medida que nos alejamos del centro de Chicago,
datos con los que trataban de demostrar las tesis de Wirth sobre el efecto patógeno del medio urbano. Su estudio estadístico,
precisa Castells, estaba basado únicamente en datos de hospitales públicos, cuando la mayor parte de los habitantes de los
suburbios son atendidos en clínicas privadas (Castells 1972). Con respecto a la famosa dicotomía rural-urbano, Castells afirma
que puede haber difusión de la cultura urbana en el campo sin que por ello se borre la diferencia de formas ecológicas. Es decir,
nicho ecológico y cultura no van necesariamente relacionados. Reiss (1959) ha demostrado a nivel estadístico la independencia
entre cultura urbana, dimensión y densidad de población en las ciudades norteamericanas.
A nivel de la vivienda la determinación del comportamiento por el hábitat todavía es más incierta. Esto no significa que
no haya relación entre cultura y hábitat pero esta no es simple y directa sino que está mediada por otros factores como la clase
social (es decir la posición al interior de la estructura de relaciones económico-políticas), el capital cultural y el humano. Ejemplo:
el estudio de Mayerson (1965) sobre dos chicos que habitaban a dos manzanas el uno del otro, en un barrio de casas sociales de
Nueva York (blanco de clase media uno, portorriqueño pobre el otro) era una refutación de que el hábitat degradado produce por
sí sólo desorganización social. Si existen subculturas urbanas estas están ligadas a la cultura del grupo dominante en dicho
espacio y no al espacio en sí. La concentración espacial puede jugar, ciertamente, un papel, reforzando la cultura preexistente.
En busca del rigor científico, Castells dirigió su atención al otro gran gurú del marxismo del momento y némesis de
Lefebvre, el profesor de la Ecole Normale Superieure Louis Althusser. Althusser en su Pour Marx (1965), Lire le Capital (1969)
había construido una teoría marxista rigurosa depurando a Marx de sus veleidades ideológicas, sus milenarismos políticos y
quedándose con el Marx estructuralista. La deuda de Castells con Althusser es explícitamente reconocida por este en el prefacio
a La Question urbaine: “He propuesto una adaptación de los conceptos marxistas a la esfera urbana, usando en particular la
lectura de Marx que hace el filósofo francés Louis Althusser” (Castells 1972: 3). Siguiendo a Althusser Castells afirmará que no
puede haber una teoría del espacio per se: esta está necesariamente relacionada con la teoría de la estructura y el sistema social
como un todo. En este punto de partida, al menos, coincide con Lefebvre. El espacio es una expresión de la estructura social, es
conformado por el sistema económico, el político y el ideológico (Castells 1972). El espacio es, en resumidas cuentas, un
producto del modo de producción dominante en la sociedad. Y, por lo tanto, no es la ciudad la que crea un tal o cual estilo de vida
o proceso social: es la estructura de la economía política en la que está inserta la que lo crea. Castells aplica así un programa de
“althusserización de lo urbano” (Merrifield 2002:118). Para evitar la tentación de salir de un determinismo (el espacial) y caer en
otro (el infraestructural) toma de Althusser (1965), la idea de la ”estructura en dominancia”. Con este concepto Althusser trataba
de superar el crudo determinismo economicista del marxismo dogmático, recuperando el marxismo original de la “determinación
en última instancia”. La infraestructura económica nunca está activa, “en estado puro”, dice Althusser, es dominante en cualquier
formación social pero se trata de un dominio “co-presencial”. La infraestructura existe únicamente en conjunción con la
superestructura política e ideológica y adquiere sentido sólo en relación a estos otros elementos (Althusser 1965)
Es, por tanto la lógica de cada modo de producción la que condiciona cómo se distribuyen las personas y las clases
sociales en el espacio, sin anular completamente las posibilidades autónomas de agencia de las mismas. El espacio es el
tablero de ajedrez en el que se mueven las piezas, necesario para entender lo que las piezas pueden hacer o no; pero lo que le
interesa a Castells no es el tablero en sí sino las piezas, es decir el uso del espacio que hacen los agentes, como resultado de
las luchas entre las clases sociales.
Rompe con la dicotomía rural/urbano. Lo rural y lo urbano no son dos formas de organización social diferentes sino
subsistemas articulados de un único sistema social, una única economía política que asigna funciones de producción diferentes a
cada uno de ellos. Castells invierte, pues, el orden causal: primero se heterogeiniza y complejiza la sociedad y después surge la
ciudad. Esta inversión puede observarse de forma bastante clara en la breve historia de la ciudad que Castells nos ofrece en La
Question Urbaine: La ciudad, históricamente, requirió primero las transformaciones tecnológicas que llevaron a la aparición de un
excedente de producción, del comercio del mismo, de la división social del trabajo y las clases sociales y el sistema político que
aseguraba la cohesión y administraba ese sistema socioeconómico complejo (gestión del comercio del excedente para obtener
bienes no producidos en el ecosistema local, mecanismos de tributación para mantener el aparato administrativo pero también de
redistribución de parte del excedente para mantener la cohesión social). La ciudad es simplemente el lugar donde instala su
residencia la superestructura político-administrativa de esa economía política que abarca un territorio más o menos extenso. Es
la ciudad-estado de la Antigüedad. Cuando el aparato político de una ciudad-estado absorbe los de otros se convierte en una
ciudad imperial. Ese fue el caso de Roma: su especificidad proviene de ser el centro de gestión de una red comercial y tributaria
muy extensa, organizada en forma de red jerarquizada de ciudades locales y regionales. Al desintegrarse dicha forma
administrativa con la caída del Imperio Romano, la ciudad como forma de organización espacial, lógicamente, casi desaparece
en Occidente porque queda vaciada de funciones en la nueva economía política del feudalismo, que es autárquica. Vuelve a
resurgir en la Baja Edad Media a partir de las fortalezas, núcleos administrativos del sistema feudal (básicamente reducido al
control de la violencia), y de los mercados (al principio muy locales y pequeños) y va ligada a la aparición del modo de producción
capitalista, todavía no dominante sino articulado con la economía política hegemónica, el modo de producción feudal (no regido
por un lógica de revolución constante de los medios de producción, es decir por la maximización del beneficio, sino por la de
obtención de unas rentas agrarias estables por parte de una clase dominante que las gasta en consumo suntuario mientras
mantiene a una mayoría de población campesina en una economía de subsistencia cuasi-autárquica). Esta naturaleza
subordinada del capitalismo de las ciudades permite que estas tengan altos grados de autonomía política (son como islas que
siguen otras reglas en el mar de un mundo que se rige por las dinámicas feudales). Sin embargo, la expansión ulterior del
capitalismo conduce, paradójicamente, al fin de la autonomía política de las ciudades: necesitadas de maximizar su eficiencia a
92
través de la economía de escala, las burguesías urbanas se unen en alianzas territoriales más grandes: para poder crecer el
capitalismo acaba con la ciudad autónoma e “inventa” el Estado centralizado (durante su primera fase, la comercial, del siglo XVI
al XVIII, todavía bajo el paraguas ideológico pre-moderno de las monarquías absolutas, más tarde, en su fase industrial y
financiera, bajo el Estado-nación liberal).
La ciudad contemporánea es un producto de la segunda etapa del capitalismo, la etapa industrial. La ciudad crece como
consecuencia de la migración rural provocada por la transformación de las relaciones de producción en el campo: la agricultura
se somete a la lógica capitalista y desintegra las estructuras sociales agrarias. Terratenientes-empresarios, en aras de la
maximización de beneficios, fusionan explotaciones e inician la mecanización. El resultado es que sobra gente en el campo y
esta ha de emigrar a la ciudad. La industria se instala en las ciudades porque en ellas encuentra dos cosas: a) un gran mercado
donde vender sus productos y b) una gran abundancia de mano de obra barata y desechable. Desechable porque los migrantes
rurales no tienen nada: no pueden volver al campo porque allí no hay ni tierra disponible para la explotación directa ni trabajo en
las tierras de otros; no existe ya la antigua obligación del señor feudal de proveer a su sustento, y al emigrar han perdido la red
de solidaridad comunitaria que también los protegía previamente. Están abandonados a sus propias fuerzas. Pero la industria
también crea ciudades nuevas allá donde hay ventajas: materias primas, vías de transporte. El modo de producción también
desarrolla una especialización funcional y una división del trabajo entre ciudades, creando jerarquías de sistemas urbanos.
Castells: teoría del consumo colectivo y el estudio de los nuevos movimientos urbanos.
Otro tema althusseriano introducido por Castells es el de la reproducción de la fuerza de trabajo, un tema central en el
propio análisis de Marx y Engels. Marx y Engels eran plenamente conscientes de que la reproducción era un momento más de la
producción, unida a esta en un bucle sistémico que hacía a ambas mutuamente interdependientes, pues sin la primera
simplemente no sería posible la segunda, pero sin producción de bienes y servicios no habría nada que reproducir. Toda
formación social, todo sistema, pues, necesita reproducir sus fuerzas productivas, es decir, los medios de producción (materias
primas, infraestructuras, capital, conocimiento, tecnología, etc.) y la propia fuerza de trabajo. El factor fundamental de la
reproducción de la fuerza de trabajo es la reproducción de los medios de consumo a través de los cuales los trabajadores
obtienen los bienes y servicios que aseguran su supervivencia en el día a día, entre los cuales no sólo se cuentan los medios
materiales de subsistencia (alimento, vestido, alojamiento, transporte) sino los valores culturales y las habilidades y
conocimientos técnicos que requiere la división sociotécnica del trabajo. Los trabajadores deben conocer su oficio pero deben
también conocer el lugar que ocupan en la estructura de clases y aceptar esta relación desigual, jerárquica e injusta como algo
normal, como un hecho “natural”. Para conseguir esto último está la ideología, actuando explícitamente (a través de la
propaganda) o implícitamente (en el proceso de socialización). Althusser, como antes Marx, advierte del papel crucial que juega
el estado liberal burgués en la reproducción de la fuerza de trabajo del sistema capitalista. Castells introduce ahora un nuevo
agente en esta ecuación: la ciudad misma.
Es aquí donde Castells, que había comenzado su obra destruyendo el objeto de estudio de la sociología urbana, y
poniendo, por lo tanto, en duda su propia existencia, la dota ahora de un nuevo objeto y vuelve así a imbuirla de pertinencia. El
objeto de la sociología urbana será doble: analizar la función que cumple la ciudad o, más bien, el sistema de ciudades, pues
estas están interrelacionadas en red, en el funcionamiento de la economía política, del sistema en su conjunto; analizar la ciudad
como lugar de consumo colectivo y los movimientos sociales que se generan en torno a dicho consumo.
La ciudad se ha convertido no sólo en el lugar donde tiene lugar esa reproducción de la fuerza de trabajo sino en un
mecanismo en sí de dicho proceso. La ciudad cumple, pues, una función específica en el sistema capitalista: lugar de
reproducción de las fuerza de trabajo y lugar de reproducción de los medios de producción (la ciencia, la tecnologías de gestión,
la información). La funcionalidad de la ciudad para el modo de producción capitalista no reside en las actividades productivas
(estas se pueden trasladar fuera de la ciudad) sino en su dimensión residencial. Es el lugar de residencia de la fuerza de trabajo
y, por lo tanto, es el lugar por excelencia de consumo colectivo, del consumo colectivo de bienes y servicios que aseguran la
reproducción de dicha fuerza de trabajo. El consumo colectivo junto con las actividades de producción estructura el espacio
urbano, le da su forma concreta. El consumo colectivo incluye “mercancías colectivas” (Merrifield 2002: 120) que son necesarias
para apuntalar la plusvalía capitalista pero están casi o totalmente desprovistas de valor de mercado. Son bienes y servicios
necesarios para la reproducción de la clase trabajadora pero no serían rentables si tuvieran que ser suministrados
completamente por el mercado: planificación urbana, vivienda asequible, sistemas de transportes de masa, escuelas públicas,
alcantarillado y sistema de eliminación de residuos urbanos, hospitales, parques e instalaciones deportivas, incluso la calidad
medioambiental. En el fondo, Castells, estaba revisitando, de una manera mucho más sofisticada, las líneas apuntadas por
Engels en sus dos obras más personales, The Housing Question y The Condition of the Working Class. La diferencia entre el
Estado capitalista de mediados del XIX y el de los años 60 es que este se había implicado en todas esas actividades,
absorbiendo el riesgo que no podía asumir el mercado: se había convertido en el principal proveedor de dichos servicios, que
pagaban, en buena medida, las propias clases trabajadoras a través de sus impuestos, consciente de que esa intervención era
necesaria para hacer más eficiente el proceso de acumulación capitalista, al ahorrarle al capital los gastos en estas inversiones
necesarias pero que no producen rentabilidad directa. El aparato político, que es el aparato político de las clases dominantes,
interviene cada vez más en el planeamiento urbano, convirtiendo a este en la verdadera fuente de orden social en la vida
cotidiana, es decir, un instrumento de dominación. El Estado planificador urbano se alía desde los 50, en intensidad creciente,
con el capitalismo que no cesa de crecer en su espiral monopolista. Los grandes desarrollos urbanos, financiados por el Estado,
son una herramienta que opera simbióticamente para fomentar el crecimiento de los grandes conglomerados monopolísticos.
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Castells, en su estudio sobre la urbanización del litoral de Dunkerque que realiza junto a Godard, titulado Monopolville:
l’entreprise, l’etat, l’urbain (1974), afirma que esta sólo se comprende si se encuadra en un sistema social constituido por las
grandes empresas (capital monopolista) y el Estado, en el que este último juega el papel de crear las condiciones físicas
(desarrollo de infraestructuras) para el crecimiento de una serie de grandes conglomerados metalúrgicos y petroleros. Esta parte
de la costa de la región Nord-Pas-de-Calais se convirtió en los años 70 en un gigantesco complejo industrial, con la planta de
acero más grande de Francia, astilleros y enormes refinerías. “La centralización de los medios de producción –escribe Castellsrequería la centralización de los medios de consumo”. Se hacía necesaria la intervención del Estado para producir
infraestructuras y servicios públicos y eso es lo que hizo, si bien insuficientemente. Como dice Merrifield (2002) “el Estado no
podía encauzar el monstruo de Frankenstein que había creado”.
Es aquí donde Castells analiza los efectos sociopolíticos que provoca la situación de unos medios de consumo
controlados y suministrados por y desde el Estado, efectos que apuntan al mismo tiempo, con la lógica dialéctica, hacia
direcciones opuestas: por un lado el consumo colectivo ablanda las resistencias de la clase trabajadora, la aburguesa, y funciona,
de esa guisa, como una herramienta de control del sistema de dominación. Pero, por otro lado, también generó procesos nuevos
de mobilización política, politizando aspectos de la vida social hasta entonces no politizados. A partir de los años 50, las luchas
obreras, los movimientos sociales, no se movilizarán únicamente por las condiciones de trabajo o de dominación política sino que
añadirán otras demandas a su lucha o las tomarán como banderas autónomas de reivindicación al margen de las más generales
del pasado: surgen así movimientos como los vecinales, para reividicar mejoras en la provisión de esos servicios colectivos, al
margen de los grandes discursos sobre el cambio de la estructura social. Son los nuevos movimientos urbanos, no siempre
revolucionarios, a veces simplemente reformistas, que piden más participación en la planificación urbana y rendimiento de
cuentas a los gestores políticos de la misma.
Esos nuevos movimientos protestaban por las consecuencias de los procesos de renovación urbana y solicitaban la
provisión de serivicios que el Estado, debido a las limitaciones de sus recursos, no puede proveer de manera satisfactoria para
todos. A esto es a lo que Merrifield se refiere con su metáfora sobre Frankenstein. Entre los años 50 y 60 el Estado creó con sus
políticas de bienestar unas altísimas expectativas en la ciudadanía. Esas expectativas se convirtieron en valores culturales
políticamente percibidos como derechos. El resultado será la floración interminable de movimientos que reclaman esos
derechos, justo en los años en que Castells estaba escribiendo La question urbaine. Son el telón de fondo sin el cual no se puede
entender su obra, que debe muchísimo a la observación y análisis de su propia contemporaneidad. Esos movimientos eran
especialmente fuertes en el París donde vivían y enseñaban Castells y su equipo. Un París que estaba atravesando, en aquellos
años, por un diseñado proceso de neo-hausmanización promovido por el régimen gaullista. “Neo-hausmanización” es el término
literal que emplea Castells, término que refleja una postura crítica hacia las políticas urbanísticas que lo sitúa en el mismo bando
de Chombart y Lefebvre. Castells imputa al gobierno de De Gaulle motivaciones políticas muy parecidas a las que impulsaron la
renovación parisina en el Segundo Imperio Napoleónico: control social, dispersión de las clases obreras en zonas periféricas
desconectadas para debilitar su fuerza e impedir que pudieran tomar el control de las calles o de la misma ciudad, como ya
hicieran los Communards en 1871 (Castells 1972:316). Es el tema recurrente de la Sociología Urbana francesa, y mundial, de
aquellos años y en esto Castells no aporta ninguna novedad, no dice nada que no se hubiera ya dicho antes. Las clases
trabajadoras estaban siendo deliberadamente expulsadas del centro de la ciudad y este iniciaba un proceso de regentrificación y
lavado de cara para convertirse, por un lado, en el centro gestor de la economía francesa en proceso de internacionalización y,
por otro, en uno de los productos de consumo turístico mundial por excelencia, en el contexto de una economía mundial en
proceso de post-industrialización. Tampoco fue Castells el primero en observar esta segunda tendencia, indicio ya de la
postmodernización de la urbe: Debord (1967) y Lefebvre (1968) se le habían adelantado.
Los nuevos movimientos urbanos se intensificaron justo después de que Castells publicara La question urbaine,
convirtiendo al sociólogo hispano-francés en una especie de profeta de la contemporaneidad y proporcionándole un rico caldo de
cultivo fenomenológico que alimentó sus investigaciones empíricas y reflexiones teóricas en las siguientes dos décadas. Desde
1970 a 1979, ya como profesor de la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales en París, Castells y su equipo, entre los que
se contaban los nombres de Cherky, Gordard y Mehl, llevaron a cabo una prolífica labor de investigación empírica para apoyar y
testar su hipótesis teórica. La actividad investigadora los llevó a estudiar en profundidad los movimientos urbanos de la ciudad de
París. La ciudad del Sena continuaba, de esa manera, manteniendo, junto con Chicago, el primado mundial como laboratorio de
experimentación de la sociología urbana. Pero más allá de París, Castells y los suyos estudiaron también otras realidades
urbanas en Francia, España, México, Canadá y Chile. La elección de los lugares vino determinada en buena parte por las
habilidades lingüísticas de un equipo hispano-francófono y fue una innovación en la disciplina pues por primera vez se rompía el
estrecho marco localista y se utilizaba el método comparativo, lo que permitió establecer un contrapeso con la sociología
anglosajona excesivamente centrada en el mundo anglófono. Fruto de esos estudios son varios artículos (por ejemplo Castells
1977a y 1977b) y la voluminosa obra colectiva en dos tomos Sociologie des mouvements sociaux urbains (Castells, Cherky,
Godard y Mehl 1974).
La veta que Castells había abierto con su estudio de la función de las ciudades en los procesos de consumo colectivo
crearía escuela no solo dentro sino también fuera de la academia francesa. En el Reino Unido, Patrick Dunleavy continuaría
explotando esta línea de investigación desde el London School of Economics produciendo obras como Urban political analysis:
The politics of collective consumption (1980). Las influencias y bucles de retroalimentación entre las diferentes escuelas de la
Nueva Sociología Urbana se producían, pues, en diferentes direcciones, pues ya hemos comentado como a su vez Dunleavy
influyó en los autores neoweberianos.
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El debate entre Lefebvre y los althusserianos encabezados por Castells
A lo largo de los primeros años 70, Lefebvre y los althusserianos, encabezados estos por Castells, se enzarzaron en
un debate intelectual en torno a la relación entre espacio urbano construído y economía política que ha analizado muy
lúcidamente Gottdiener en su obra The social production of urban space(1974). En el capítulo 8 de La question urbaine (1972)
Castells arremetía expresamente contra el marxismo humanista de Lefebvre acusándolo de estar demasiado influido por el
idealismo filosófico, de un acercamiento a la ciudad influido por Hegel y Nietzsche. Los althusserianos le achacaban a Lefebvre
el error de considerar el espacio como independiente de las relaciones de clase. Lefebvre recogió el guante y, espoleado por
estas críticas, rectificó en 1974, volviendo a resaltar el papel de la economía política en la conformación del espacio urbano en su
La production de l’espace. Esta obra muestra su teoría más madura sobre el espacio urbano. Es ahora Lefebvre quien ataca al
Castells de La question urbaine tachándolo de reduccionista y criticando su asepsia de intelectual sin compromiso político. A
diferencia de Castells y la economía política tradicional, que sólo ven el espacio como lugar de producción, consumo o
intercambio, para Lefebvre este es también una fuerza productiva, como el capital y el trabajo. El espacio urbano incrementa la
productividad: “el espacio se usa como se usa una máquina” (Lefebvre 1974: 287).
Incluso cuando un espacio está vacío su control es disputado por el poder económico, porque este puede ser
potencialmente utilizado para alguna actividad productiva o simplemente porque se encuentre en una zona de paso que haya de
ser necesariamente atravesada por los productores o consumidores. Por esta y otras razones las relaciones espaciales son
siempre una fuente constante de conflicto social y necesitan ser analizadas en sus propios términos y no ninguneadas, como
hacen los althusserianos, como un mero reflejo de los conflictos generados por el proceso de producción en sí mismo. De ello se
extraen dos primeras conclusiones: 1) el conflicto de clases también se proyecta en la dimensión espacial, la lucha de clases es
también una lucha por el espacio, además de una lucha entre diferentes intereses económicos. Lefebvre reprochará a Castells
que minimize el alcance de esta dimensión espacial de la lucha de clases. 2) Por otro lado, y debido a su naturaleza
relativamente autónoma de los procesos de producción el conflicto espacial corre en muchas ocasiones transversal a las líneas
de clase Una conclusión a la que también habían llegado, por su propio camino, los neoweberianos.
Siempre en respuesta a Castells Lefebvre dirá que el espacio no es únicamente el lugar donde se realiza el consumo
colectivo: es en sí mismo un objeto de consumo, como ilustra muy bien la industria del turismo. Esto tiene implicaciones muy
importantes sobre la morfología espacial, pues el diseño del espacio puede elevar el valor del mismo como mercancía. Este
diseño es también un instrumento de control social de primer orden que el Estado utiliza para maximizar sus objetivos.
Finalmente, Lefevbre no renuncia a una de sus grandes diferencias con los althusserianos: su implicación política. El
libro hace una llamada a la introducción de la dimensión espacial en el programa político de la izquierda marxista: la
transformación revolucionaria de la sociedad requiere una apropiación del espacio, una liberación del espacio de las garras del
capital y del poder y su recuperación para usos sociales. El espacio ha de resistirse a ser tratado solamente por su valor de
cambio, como una mercancía, la sociedad debe reclamar su valor de uso, todas aquellas dimensiones no económicas del
espacio.
Ni Castells ni los otros althusserianos cambiarían su punto de vista en los años que siguieron a La production de
l’espace. Si bien coinciden con Lefebvre en el punto de partida (todos consideran el espacio como el producto de una formación
social determinada) se empecinarán en negar al espacio capacidad estructurante. Para los althusserianos, el único agente
estructurante es la estructura social general, valga decir, el modo de producción. También se resistirán a aceptar la existencia de
cualquier especificidad cultural de lo urbano. Para Castells, en los años siguientes lo urbano seguirá siendo definido como la
unidad espacial de reproducción del trabajo. Ello le conducirá, como hemos visto, a centrar su atención en los mecanismos de
consume colectivo que son necesarios para dicha reproducción. En ese sentido, y como hace notar Gottdiener (1994:119)
“Castells concentró su atención en el studio de los problemas urbanos y como estos se generan más que en una teoría del
espacio”. La crítica de Castellsa Althusser acabaría llegando pero hay que esperar a su etapa norteamericana ya en los años 80.
En ella, Castells acabaría, sin reconocerlo expresamente, dando la razón a Lefebvre en buena parte de sus argumentos.
Castells: estudios sobre el proceso de metropolitanización y sobre las metrópolis del Tercer Mundo.
Castells fue también uno de los primeros sociólogos urbanos en dar cuenta, en La question urbaine, del nacimiento de
un nuevo tipo de aglomerado urbano, al que él denomina metrópoli, caracterizado por la extensión de la población por un vasto
territorio carente de unidad y cohesión política (porque se ha formado con la fusión de varios municipios que mantienen su propio
aparato institucional) y económica (formado por territorios con funciones o niveles de renta muy distintos). Este tipo de ciudad
policéntrica, cuyos límites exteriores no estaban siquiera definidos, se perdían en un continuum rururbano que, en casos como el
inglés, podía ser infinito, era muy diferente al concepto clásico de ciudad. También planteaba retos muy importantes a la
gobernanza, y el tema de la gobernanza será uno de los más trabajados por Castells en una etapa posterior.
Además de identificar la nueva realidad metropolitana Castells fue uno de los primeros en salir del cascarón
etnocéntrico y analizar otras realidades urbanas mundiales. Y lo hará, de nuevo, desde el marxismo, aplicando en este caso,
como ya se dijo en el capítulo 2, las teorías de la dependencia y del sistema-mundo capitalista que estaban en boga en la época
(Frank 1966, 1967; Cardoso 1967; Cardoso y Faletto 1969; Caputo y Pizarro 1970; Bodenheimer 1971; Galtung 1972; Wallerstein
1974a, 1974b). Las características de las ciudades del 3º Mundo no pueden explicarse por sí mismas. No son el producto de sus
propios procesos endógenos. Son el resultado de su articulación dependiente en el sistema mundo capitalista, articulación que
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las sitúa en el bando de los explotados, lo que explica sus enormes desigualdades y problemáticas. Las características
principales de dichas urbes tercermundistas serían tres:
a) Un crecimiento acelerado que provoca un fenómeno que Castells denomina “hiperurbanización” y que se define
como la imposibilidad de la estructura económica de ofrecer servicios ciudadanos a todos los habitantes de la ciudad. Así, una
gran cantidad de ellos quedan atrapados en un cinturón rural de chabolas en condiciones irónicamente peores que las de las
aldeas rurales. Dicho crecimiento se explica por dos factores: Un incremento de la tasa de crecimiento vegetativo, tanto urbano
como rural como consecuencia de la difusión, aunque parcial, de ciertos avances tecnológicos desde el centro del sistemamundo (medicina, revolución verde en la agricultura); y una intensa migración campo-ciudad, debida más a un push rural (por la
descomposición de la sociedad rural) que a un pull urbano. La migración no se explica por la capacidad de la ciudad de crear
empleo o mejorar las condiciones de vida, o por la difusión de los valores culturales occidentales (pautas de consumo) sino por la
crisis general del sistema económico de la formación social agraria preexistente: al aumentar la población el mantenimiento del
latifundismo genera una terrible escasez de tierra. El sistema de plantaciones comerciales convierte a los campesinos en peones
asalariados y debilita las estructuras de parentesco al forzar a parte de los trabajadores a pasar largas temporadas fuera de sus
comunidades. Este fenómeno rompe el circuito de producción agrícola tradicional y cuando el descenso de los precios en el
mercado internacional conduce al desempleo no es fácil, incluso aunque haya tierra disponible, volver a recomponerlo.
b) Concentración de la población en las grandes aglomeraciones de las capitales con un fractura muy fuerte entre
estas y el resto del país debido al raquitismo o inexistencia de una red urbana de interdependencias funcionales en el espacio
(una de las cosas que las diferencia de las áreas metropolitanas del 1º Mundo). La prioridad histórica había sido que la ciudad se
ligara a la metrópoli colonizadora, dejando de lado su articulación con el territorio interior (malas comunicaciones). El desarrollo
de las ciudades medias implicaría un desarrollo de la pequeña industria, que no interesa al centro del sistema-mundo.
c) Existencia de una gran masa de población proveniente de la desintegración de las estructuras rurales:
Desempleada o subempleada, sin formación, desprovista de funcionalidad para el sistema. Castells considera ideológico
llamarlos marginados, pues son un producto directo del sistema, no un rasgo patológico del mismo.
La segunda etapa de Castells: la influencia de los neo-weberianos.
En City, Class and Power (1978) Castells rectifica su enfoque marxista previo, que califica como de demasiado
mecánico. Castells admite haber aplicado la teoría althusseriana sin tener en cuenta ciertos aspectos novedosos que
presentaban los problemas urbanos, problemas que llamaban a la elaboración de nuevos constructos teóricos y marcos
interpretativos (Castells 1978: 11). Para ello volverá la vista hacia Weber y su ya citada teoría tripartita de las clases sociales.
Castells rescata a Weber para poder explicar la emergencia de las clases medias y la pequeña burguesía en las sociedades
urbanas contemporáneas, en general, y en los nuevos movimientos urbanos, en concreto. Esta influencia weberiana puede haber
sido consecuencia, según Merrifield (2002) de los contactos que Castells tejió con la escuela británica de Pahl, Pickvance y
Saunders, que se expresaba, como ya se comentó, desde las páginas de la revista The International Journal of Urban and
Regional Research en cuyo primer número colaboró Castells en 1977 nada más y nada menos que con dos artículos (Castells
1977a, 1977b).
El giro refleja también la influencia sobre Castells de un amigo suyo, Nicos Poulantzas, otro de los teóricos
neomarxistas de gran influencia en la época, segundo sólo en importancia respecto a Althusser. Poulantzas fue, además, uno de
los padres del eurocomunismo, aquella renovación democrática de las tesis políticas marxistas, reacción contra los viejos
partidos de sello estalinista, y que en el fondo no era más que la consecuencia de los procesos de despolarización que los
Treinta Gloriosos habían traido a la sociedad. El mundo no podía ya entenderse como compuesto sólo por explotados y
explotadores, las clases trabajadoras se habían ido dotando también de patrimonio y compartían ahora características de la vieja
definición de burguesía (Poulantzas 1974).
Castells concentra ahora su atención en estudiar el papel de esta pequeña burguesía, a la que han ingresado muchos
obreros, en los movimientos sociales urbanos. Esto es debido a las propias dinámicas del capitalismo avanzado (ese que más
tarde bautizará él mismo como “informacional”): un sistema tecnoeconómico que ha ampliado y divesificado las formas de
explotación, generando la nueva figura del proletariado de cuello blanco, y al hacerlo ha ampliado y diversificado en paralelo las
formas de revuelta y mobilización social (Castells 1978). Castells pone incluso sus esperanzas en que sea esta pequeña
burguesía o los nuevos trabajadores de cuello blanco los que conduzcan a una renovación democrática de los procesos de
planificación urbana. La fuerza de los nuevos movimientos urbanos radica según Castells en su naturaleza interclasista, que
tiene impactos positivos pues reduce la percepción de amenaza por parte del poder.
5.4. La sociología urbana en los Estados Unidos de finales de los 60 y 70.
Mientras en Europa la marea marxista, o neo-weberiana, no dejó apenas espacio para otros enfoques, en los Estados
Unidos, el funcionalismo y las herencias teóricas de la ecología humana no se dejaron aniquilar y continuaron gozando de buena
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salud, aunque tuvieron que aprender a convivir y compartir lo que antes había sido su feudo en propiedad, con las nuevas teorías
marxistas. A continuación veremos algunas de las aportaciones más interesantes de ambas corrientes al otro lado del Atlántico.
5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico.
Esta continuidad es muy fuerte sobre todo en uno de los temas estrella del funcionalismo desde los tiempos de
Durkheim: el de los comportamientos “desviados” o la desorganización social. En ese sentido, los estudios de los años 70
continuaron por la misma senda que había iniciado Chicago, limitándose simplemente a refinar argumentos. Así tenemos, por
ejemplos, las teoría del espacio defendible de Newman (1972), la teoría de las actividades rutinarias de Cohen and Felson’s
(1979) o la quizá más famosa teoría de las Ventanas Rotas de Wilson and Kelling’s (1982). Todas ellas insisten en otorgar al
espacio construido un papel condicionante de los comportamientos criminales. Para Newman los defectos del espacio construido
atraen o facilitan la delincuencia. Este era el caso de muchas urbanizaciones de vivienda social, diseñadas de tal manera que
suministraban fáciles vías de acceso y huida a los delincuentes, muchos lugares donde esconderse, al no estar alineados
formando una calle y tener zonas ajardinadas con pobre iluminación. La teoría de Cohen and Felson (1979) predecía que un
número muy alto de potenciales víctimas se convertirán en víctimas reales siempre que se den las siguientes tres condiciones
espacio-temporales: ausencia de vigilancia, abundancia de delicuentes motivados y víctimas adecuadas. La Teoría de las
Ventanas Rotas, por su parte, se convirtió en un documento clásico en política comunitaria. Trataba de identificar las señales
físicas que denotaban que un área estaba abandonada a su suerte por el Estado y, por lo tanto, atraía a delincuentes y vándalos
al percibirlo estos como territorio “salvaje” en el que podían campar a sus anchas: edificios y coches abandonados, acumulación
de basura, ventanas y farolas rotas, graffitti. Como ya se mencionó en otro capítulo, de aquel enfoque Wilson and Kelling extraían
una cura conductista: invirtiendo en mejorar la infraestructura urbana se reducirían los niveles de vandalismo y delincuencia
(Wilson and Kelling 1982).
Otro interesante criminólogo es Kornhauser (1978) quien hace una esclarecedora clasificación de las principales
teorías sobre la delincuencia urbana en dos grandes grupos: teorías de la desviación cultural y teorías híbridas. Las primeras
afirman, el argumento es ya conocido, que la delincuencia de bandas es una forma de subcultura en la que la desviación ha sido
normalizada. Las teorías híbridas, sin negar que esto sea cierto, no admiten que la existencia de una cultura de la desviación
conduzca necesariamente a la delincuencia, para ello deben de añadirse otros factores, especialmente ciertas experiencias
traumáticas y la falta de mecanismos de control social en los individuos jóvenes.
5.4.2. David Harvey. La corriente marxista en los Estados Unidos.
David Harvey no es en realidad norteamericano, sino británico, aunque pasa la mayor parte de su vida académica en
Baltimore y la mayoría de sus estudios los realiza en dicha ciudad. Y tampoco es, estrictamente hablando, un sociólogo, sino un
geógrafo. Sus temáticas y enfoques, sin embargo, hacen sus estudios indistinguibles de los sociólogos. Sus raíces europeas son
quizá las culpables de que resultara impermeable a la tradición funcionalista del país que le dio acogida profesional. Harvey es
uno de los marxistas que nunca dejaron las trincheras.
Junto con La question urbaine de Castells y La production de l’espace de Lefevbre, el otro libro canónico de la
sociología urbana marxista es Social Justice and the City (Harvey 1973). Harvey es un pionero de la geografía urbana radical.
No es un althusseriano. “Nunca entendí a Althusser”, confesará en 1987 (Harvey 1987: 369). Su proyecto era el de convertir la
geografía en una ciencia nomotética (que ofreciera principios, leyes, universales de explicación) y holística, unificada. Para eso
recurrió al materialismo, es decir, al marxismo.
Acusa a la Escuela de Chicago de sostener académicamente el status quo. El capítulo fundamental del libro es
“Revolutionary and Counter-revolutionary Theory in Geography and the Guetto formation”. En él aborda la cuestión de las causas
que han generado el nacimiento de los guettos de las inner cities norteamericanas. Comienza advirtiendo que la mayoría de los
estudios sobre los guettos, como los de la Escuela de Chicago, son legitimadores del status quo y, por tanto,
contrarrevolucionarios. Parten de aprioris ideológicos; consciente o inconscientemente, fabrican un discurso sobre la realidad, no
la explican. Harvey estudió en profundidad la formación del guetto negro norteamericano a través de su prolongada experiencia
como profesor en la Johns Hopkins University de Baltimore, un caso típico que reflejaba el bucle histórico
suburbanización/guettoización de la historia urbana norteamericana de postguerra, que aún había sucedido con mayor severidad
en aquella ciudad sureña que en el resto del país. Para cuando Harvey era profesor en John Hopkins la población afroamericana
de Baltimore, o mejor dicho, del centro de la aglomeración urbana que coincidía con la antigua ciudad de Baltimore, suponía ya el
66% (Merrifield 2002). Harvey dedica sus esfuerzos a exponer los mecanismos políticos y culturales institucionalizados, que
habían dado lugar al surgimiento del guetto utilizando los datos empíricos obtenidos en Baltimore. Aquellos datos demostraban
que el fenómeno poco o nada tenía que ver con la sucesión ecológica “natural” descrita por Park, Burgess y compañía.
De entre los factores causales Harvey destaca una tríada mutuamente interrelacionada : el racismo institucionalizado,
como instrumento ideológico, autentico habitus calcificado inseparable de la identidad del blanco sureño de aquellos tiempos b) la
práctica del redlining, que empieza con su trabajo a ser desenterrada académicamente de nuevo; c) y la práctica del
blockbusting: edificios situados en zonas centrales con alto potencial de revalorización para espacio de oficinas eran
conscientemente dejados morir por sus propietarios, con los inquilinos dentro. Las averías no eran reparadas, no se
suministraban servicios, incluso se llegaba a intimidar físicamente a los inquilinos o a prender fuego a las propiedades.
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“Debemos desistir de posiciones reformistas y deshacernos de la economía de mercado, que produce demasiadas
injusticias en su funcionamiento diario” (Harvey 1973) La ciencia social, para Harvey, no podía permanecer objetiva frente a la
pobreza urbana y sus males asociados. En esta implicación a la acción radica una importante diferencia con el otro gran
sociólogo urbano del momento, Castells.
Harvey dedicó sus siguientes trabajos The Limits to Capital (1982) y The Urbanization of Capital (1985), basados
asimismo en investigaciones empíricas realizadas en Baltimore, a reforzar las debilidades teóricas que él apreciaba en su
primera obra. En ellos desarrolla el concepto de renta monopolística y analiza los efectos del capital financiero sobre el espacio y
las relaciones urbanas. Su concepto de renta monopolística venía a complementar y corregir el de “renta absoluta” desarrollado
por Marx y Engels en el capítulo 3 de El Capital. Los propietarios inmobiliarios urbanos, coincide Harvey con Marx, como los
terratenientes de antaño y hogaño, extraen su poder del monopolio del espacio. Pero, a diferencia de Marx y Engels, Harvey nos
muestra cómo este poder no necesariamente pasa en todos los casos por la obtención de una renta directa de dicho espacio.
Los propietarios más poderosos son aquellos que pueden retener el suelo, mantenerlo fuera del mercado, creando
temporalmente “islas de escasez”. Sólo liberarán el suelo si pueden extraer de él no cualquier renta (la “renta absoluta” de Marx)
sino una renta por encima de un cierto umbral. Es decir, en contra de lo que decía Marx, los intereses de los más poderosos
grupos capitalistas no se vehiculan por medio de la mano invisible del mercado, sino a través de estrategias deliberadas de
obstrucción del mismo creando, por el camino, una división dentro de la propia clase de propietarios (entre los propietarios que
se contentan con una plusvalía “razonable” y una clase superior de propietarios “supercodiciosos”). La posibilidad de extraer
estas plusvalías por encima de la lógica del mercado atrajo a las ciudades desde los años 50 a los capitales financieros
especulativos, como la sangre a los tiburones, acelerando el proceso de “financiarización” del mercado inmobiliario urbano. El
análisis que Harvey hace del espacio como activo financiero viene a modernizar las decimonónicas ideas de Marx sobre el capital
financiero, demasiado influidas por la noción de renta rural.A mediados de los años 60 la acumulación de capital a través de la
producción de bienes –lo que se denomina como el circuito primario- empezó a cohabitar con la acumulación de capital a través
de la inversión inmobiliaria. El espacio no sólo coadyuva a la reproducción de la fuerza de trabajo, como afirmaba Castells, sino
que, como muy bien había señalado Lefebvre (a quien Harvey, de alguna manera vindica), es un instrumento de acumulación de
capital a través del mercado inmobiliario y de las infraestructuras públicas, que serán construidas con capital privado. Las
inversiones públicas se organizan entorno a los intereses del capital privado y los espacios públicos son apropiados para la
generación de plusvalía privada. El espacio urbano, como lugar donde toda esa construcción y especulación se producen con la
intensidad más acendrada, no es sólo un lugar de producción o de reproducción, como decía Castells: es también una unidad de
acumulación de capital.
Eso es exactamente lo que estaba ocurriendo en Baltimore y todas las grandes urbes americanas y europeas a
principios de los años 70: un grupo de grandes especuladores financieros a los que bautiza con las siglas FIRE (Financial,
Insurance and Real Estate), estaba jugando un papel decisivo, a través de su capacidad para otorgar o negar créditos y
manipular las instituciones políticas, en la conformación de la estructura residencial de la ciudad. Incluso el capital industrial se
encontraba a merced de este nuevo poder. Y, en este sentido, el espacio urbano es el escenario de la última fase de evolución
de la lucha de clases, mucho más compleja que las anteriores: entre capital y trabajo pero también entre diversas facciones del
capital, el capital productivo contra el capital especulativo, el pequeño capital inmobiliario contra el gran capital inmobiliario capaz
de acaparar monopolísticamente suelo.
Pero Harvey va mucho más allá del análisis puramente urbano y analiza los efectos que estas prácticas tienen en el
sistema económico en su conjunto. Su tesis es que la especulación inmobiliaria es la fuente de los problemas de “stagflacción”
que, de manera cíclica, aquejan a las sociedades capitalistas desde mediados de los años 60. Dichos ciclos están conectados
con ciclos de boom y crisis inmobiliaria. Harvey nos muestra cómo las oscilaciones de las tasas de interés van estrechamente
unidas a las oscilaciones de precios en el mercado inmobiliario y cómo estas se relacionan con la economía industrial. Si las
rentas inmobiliarias ofrecen mayores retornos que otros sectores de la economía y si hay credito disponible a tasas de interés
asequibles, una buena parte del capital se desplazará hacia el sector inmobiliario. Así, cuando el sector industrial empieza a
descender por la curva de los rendimientos decrecientes el circuito secundario inmobiliario comienza a ascender en sentido
contrario, permitiendo mantener el ritmo de acumulación. La producción de espacio construido se convierte de esa manera en
una cura temporal para los problemas de sobreacumulación en el circuito industrial del capital. Pero el capital financiero induce
un crecimiento artificial del espacio urbano construido a través del mecanismo del crédito barato, empujando a los constructores
a construir y a las familias a consumir viviendas en una carrera desbocada que acaba por generar una situación de
sobreinversión y endeudamiento (la llamada burbuja inmobiliaria, tan grande y expansiva como frágil). Cuando la burbuja alcanza
sus límites sistémicos, estalla arrastrando a la economía a la crisis. He aquí de nuevo una corrección a las tesis de Marx: el
analisis del mercado inmobiliario demuestra que no en todas las ocasiones el capital produce siempre más capital. También
puede destruirlo, congelándolo en desarrollos urbanos a medio terminar que no encuentran salida en el mercado, en préstamos
hipotecarios que no se pueden devolver. Pero la crisis, cuando llega, no alcanza, por supuesto, a todos: lo que la burbuja crea es
una pirámide basada en el débito. Aquellos que entraron primero en la carrera y extrajeron plusvalía en el momento de las vacas
gordas probablemente se retirarán con pingües beneficios. El problema es para los que entraron en la cresta de la ola.
Nuevamente la especulación inmobiliaria se revela como un mecanismo que crea nuevas tensiones intraclase, en este caso
incluso entre las propias clases especuladoras. Harvey califica este capitalismo de “humanamente destructivo” (Harvey 1982;
1985) y sus prácticas de “pillaje”. A la luz de la actual crisis económica mundial del capitalismo, con el gran protagonismo que en
ella ha tenido la especulación inmobiliaria, los estudios de Harvey se nos antojan proféticos.
El paisaje físico de la ciudad capitalista se caracteriza, pues, por estar sometido a ondas cíclicas de
devaluación/revaluación, crisis y auge especulativo, decadencia y deterioro (en absoluto espontáneos sino guiados por
mecanismos del sistema) y renovación bajo nuevas formas (el vehículo de una nueva ola de acumulación). La
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destrucción/reconstrucción del espacio urbano obedece pues a ciclos económicos cuyos patrones pueden modelizarse
matemáticamente. Estos ciclos de la construcción pueden tener duraciones variadas dependiendo de las épocas y lugares, llendo
desde ciclos largos tipo Kondratieff a ciclos medios tipo Kuznet y cortos tipo Juglar (Merrifield 2002:147).
La financiariación del espacio urbano se intensificó a partir de la crisis que estalla en 1973, y ello por diversas causas.
La falta de recursos conduce a la crisis de la gestión socialdemócrata de los servicios urbanos (la provisión keynesiana del
consumo colectivo de servicios por el Estado de Bienestar, que había supuesto el punto de partida de la armazón teórica de
Castells) y su sustitución por gobernanzas neoliberales que promueven el adelgazamiento de lo público y la privatización de
muchos servicios. Al mismo tiempo, las ciudades entraban en una competición nacional e internacional por atraer los capitales
que escaseaban. Para ello se hicieron todas “bussiness friendly”, se rindieron aún más a los intereses del gran capital y les
dieron carta blanca para la realización de obras faraónicas que dieran a la ciudad una imagen atractiva para atraer inversiones o
turistas (otra forma, a fin de cuentas, de inversión).
Harvey seguiría refinando sus tesis con estudios posteriores, como el que realizó durante su año sabático en París
(Merrifield 2002:144) sobre la renovación urbana de la capital francesa en tiempos del Segundo Imperio. La obra, Consciousness
and the Urban Experience: Studies in the History and Theory of Capitalist Urbanization (1985), muestra cómo la financiarización
de la propiedad inmobiliaria no era un fenómeno únicamente contemporáneo sino que ya había aparecido en fases anteriores
del capitalismo. El estudio es también interesante desde otro punto de vista: en él Harvey empezaba a dejarse influir por las
metodologías cualitativas y los enfoques multidisciplinares introducidos por la corriente postmoderna: en él se utilizaban, al
alimón, datos “duros” como el impuesto de bienes immuebles o el volumen de ladrillos que entraba en París, con el arte de
Delacroix o las descripciones literarias de Zola (uno de sus personajes en La Curée , es el anti-héroe Saccard, perteneciente a lo
que entonces se veía como una nueva raza en emergencia: el especulador urbano). Harvey sitúa la burbuja inmobiliaria creada
por la renovación hausmanniana como una de las causas del estallido popular que desembocaría en la toma del poder en París
por el pueblo, en el experimento revolucionario de La Comuna (mal traducido del Francés La Commune que quiere decir el
ayuntamiento) de 1871.
5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos.
Como dice Zukin (1980) la mayoría de los sociólogos norteamericanos que abrazaron los enfoques de la Nueva
Sociología Urbana, eran implícita, pero no explícitamente, marxistas. Quizás el prejuicio era aún demasiado grande para llamar a
las cosas por su nombre. Como mucho algunos la denominarán Urban Political Economy (Zukin 1980). Aún así, sus estudios y
posicionamientos no dejan lugar a dudas. Muchos de ellos participaron activamente como defensores de los marginados y de los
nuevos movimientos urbanos y dedicaron sus esfuerzos a exponer los conflictos por los recursos urbanos: la lucha por los
barrios, por las escuelas, contra el acoso policial, la resistencia contra los planes urbanísticos dedicidos desde arriba por los
poderes burocráticos, contra la incursión de las empresas hambrientas de espacio en las comunidades (Dentler 1961; Gans
1968; Edel 1971; Fainstein y Fainstein 1972; Hartman 1974). Y también a estudiar los mecanismos del racismo y la segregación
racial urbana. Así, los trabajos sobre los disturbios raciales de los guettos negros (Sherrard 1968; Warren 1968; Grimshaw 1969;
Wilkinson 1969; Mitchel 1970; Geschwender 1971) o toda una avalancha de análisis sobre las prácticas de redlining (Taggart
1974; Heidkamp y Sandy 1974) que algunos estudios amplían al sector de las aseguradoras (Solove y Syracuse 1968; Levi
1969; Yaspan 1970) y que acaba desembocando incluso en informes oficiales como el publicado precisamente por el Congreso
del Estado de Illinois y que incidía sobre la aplicación de esta práctica en la ciudad de Chicago (Illinois Legislative Investigating
Commission 1975). En todos estos textos se observan claramente las transformaciones culturales que se han ido produciendo en
la sociedad norteamericana, la llegada de una nueva generación crecida tras la guerra que ha ido purgando el prejuicio racial
subyacente aún tan fuerte en la academia de décadas anteriores. Un nuevo zeigeist estaba en el aire y se reflejaba en la propia
cultura popular: en 1969 Elvis Presley publicaba su famoso éxito "In the Ghetto”, canción escrita por el cantante de country Mac
Davis. En tres años se había colocado en el top ten del pop en los Estados Unidos y Gran Bretaña. La letra habla de cómo el
medio (nacimientos indeseados, familias monoparentales, falta de oportunidades, socialización en la cultura de las bandas- “and
he learns how to steal and he learns how to fight, in the guetto…”- ) convierten a los jóvenes afroamericanos, la referencia es,
concretamente al guetto de Chicago (“on a cold and grey Chicago morn…”) en delicuentes, en un círculo vicioso" (“The Vicious
Circle" era, precisamente, el título original de la canción) que se repite generación tras generación y que no puede resolverse
únicamente por la vía policial (el joven muere tiroteado por la policía ya en ese momento un nuevo delincuente en potencia está
naciendo en otra calle de Chicago). Unos versos que condensaban, con una claridad meridiana, las teorías elaboradas en
aquellas décadas por la sociología urbana, mostrando hasta qué punto estas formaban ya parte de la visión popular del mundo,
hasta qué punto el discurso de la sociología urbana había ido poco a poco calando en la sociedad y cumplido su objetivo.
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CAPÍTULO 6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD POSTMODERNA Y POSTINDUSTRIAL. A CABALLO ENTRE EL
SIGLO XX Y EL XXI.
6.1. Introducción. Algunos rasgos generales de eso que llamamos postmodernidad.
“Nous n'avons jamais été modernes”, “Nunca hemos sido modernos”, rezaba la primera parte del título de un libro de
Bruno Latour de 1991. En él, Latour advertía de cómo el paradigma de la modernidad, si bien dominante desde la Ilustración, no
había sido de ninguna manera el único presente en la sociedad occidental. Coexistiendo con él, en franca oposición al mismo, o
en una estrategia conyugal que buscaba el alumbramiento de un retoño mestizo mejorado, las corrientes críticas al proyecto
moderno se suceden desde finales del siglo XVIII sin solución de continuidad. La primera de ellas, el movimiento romántico, fue,
de hecho, muy fuerte y muy duradero y su influencia fue enorme en arquitectura (eclecticismo historicista) y urbanismo (ciudadjardín, rururbanización). El movimiento postmoderno que irá progresivamente erosionando el paradigma de la modernidad a partir
de la segunda postguerra mundial puede considerarse, de alguna manera, una suerte de neo-romanticismo. La verstehen y la
fenomenología fueron precursoras de la epistemología postmoderna como el protoexistencialismo de Schopenhauer y Nietzsche
lo fueron de su ética. Para Alain Touraine, objetividad y subjetividad, racionalidad e irracionalidad, han estado siempre presentes
en la edad contemporánea, como los dos rostros de un Jano bifronte (Touraine 1992).
La dificultad de la modernidad para cumplir su mandato de universalidad e imponer plenamente su paradigma a toda
la sociedad y a todo el planeta, es un efecto de la propia heterogeneidad social y material que genera su propia dinámica: una
sociedad lanzada a una complejización creciente en todos los ámbitos, empezando por una continua división del trabajo que más
allá de social es también sexual, étnica, regional, internacional, y técnica, y terminando en la complejización del propio output
material, el de los productos fabricados, que conlleva una fragmentación inevitable de los patrones de consumo (no hay tiempo ni
dinero para comprar y consumir todo lo que ofrece el mercado, lo cual genera,necesariamente, estilos de vida materiales
distintos, independientemente del poder adquisitivo de los actores sociales).
En paralelo con esos propios procesos históricos, acelerados a partir de los años 50 por la rápida transformación del
capitalismo desde la fase fordista a una postfordista o postindustrial, una nueva versión de aquel secular conjunto de ideas que
disputaban, total o parcialmente, los fundamentos ideológicos de la modernidad irá haciendose cada vez más visible. Muchas de
las ideas son las mismas, simplemente remozadas a la luz de los nuevos tiempos. Otras, en realidad pocas, son nuevas. El
paradigma alternativo no es, sin embargo, tan monolítico como el moderno, precisamente porque uno de sus principios basilares
es el de la multivocidad, la idea de que no existe una única verdad absoluta, una única forma de ver el mundo. Así, la ideología
postmoderna debe entenderse más bien como una familia de movimientos y corrientes compartiendo un reducido cuerpo común
de principios, básicamente la crítica a los artículos de fe de la modernidad. Con un crecimiento lento en los 50 y 60, la
contestación a la modernidad alcanza niveles sociológicamente relevantes entre 1965 y 1970, con su puesta de largo en los
acontecimientos de 1968, año en que las ideas se traducen en un fuerte movimiento político-cultural en todo el mundo occidental.
Aquellos primeros embates venían en forma de oposición frontal y militante a la modernidad (movimientos beatnik y hippie,
religiones New Age, Deuxième Gauche en Francia, New Left en Gran Bretaña y Estados Unidos, primeros momentos de las
luchas gays, feministas, ecologistas, el Black Power, los movimientos indianistas, los movimientos descolonizadores). Sin
embargo, para poder triunfar y convertirse en ideología dominante el nuevo paradigma tenía que llegar a un pacto con el sistema,
un mutuo entendimiento en el que ambas partes, modernidad y proyecto alternativo, limaran aristas y se encontraran, de alguna
forma, a mitad de camino. Ese compromiso se alcanzaría en los años 80 y 90, con la llamada Generación X, que se socializa
“naturalmente” en buena parte de los valores que en la generación anterior eran considerados “desviados” por el paradigma
moderno aún imperante (la libertad sexual, la autoafirmación personal, la tolerancia a las drogas, el pacifismo, la exaltación de la
diferencia cultural, la igualdad de género y orientación sexual, la sensibilidad ecológica, el pacifismo y antinacionalismo, el
escepticismo epistemológico y el relativismo axiológico) pero que también hace suyos valores que no estaban en aquella agenda
y que provienen de un ajuste del paradigma moderno (veneración de la tecnología y mantenimiento de la fe en el progreso a
través de la ciencia, y un materialismo individualista que ahora es, también, hedonista, gracias a la superabundancia conseguida
por la eficiencia productiva de la industria (que inunda la sociedad de mercancías baratas y asequibles para todos). Así, como
antes con el paradigma de la modernidad, el paradigma postmoderno, aunque haya podido convertirse hasta cierto punto en
dominante, al menos en la esfera de la cultura popular, no ha eliminado a su némesis modernista: simplemente convive con ella o
ha generado, y continúa generando, híbridos cada vez más sofisticados.
La historia contemporánea, al menos desde el Renacimiento, puede entenderse como la de la compleja relación
dialéctica entre estos dos paradigmas, que, más que como categorías mutuamente excluyentes, sería heurísticamente más
apropiado concebir como tipos-ideales, extremos en un continuum.
Si prestamos ahora nuestra atención al paradigma postmoderno en sí mismo, diremos que, por debajo de su ya
mencionada heterocliteidad, se trata de una forma de entender el mundo y de valorarlo, una weltanschaung, que se define como
reacción a la moderna. En su versión más radical, aspira a eliminarla. En su versión más moderada, a purgarla de sus sesgos
ideológicos y de su hibris prometeica (Best y Kellner 1991; Rosenau 1992; Beck 1992; Ritzer 1997).
El punto de partida es la problematización de la soberbia racionalista. El paradigma posmoderno rompe con el
absolutismo del Homo Sapiens. El hombre no es solamente razón: es también emoción, creación, imaginación… y locura. Es el
Homo Complexus de Edgar Morin (Morin 2000), a veces un Homo Demens que habita un mundo imaginario, una ilusión que él
mismo ha creado, que convive sin excluirlo junto con el Homo Sapiens que habita el mundo objetivo de los positivistas. Es el
Homo dionisíaco que coexiste con el apolíneo y el Homo Ludens (Huizinga 1938), cuyos actos están guiados por la
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arbitrariedad del juego y el placer que comparte espacio con el Homo Oeconomicus cuyas acciones son el resultado de
racionales cálculos de coste/beneficio. En consecuencia, es un Homo para el que es imposible alcanzar el conocimiento objetivo
absoluto. La realidad se presenta siempre mediada por nuestras emociones y nuestras percepciones, que son el resultado de
unas categorías culturales concretas y de unos mecanismos cognitivos limitados. Uno de esos mediadores culturales es el
lenguaje: el lenguaje no solamente transmite nuestro pensamiento sino que lo moldea y, puesto que no puede haber ningún
pensamiento sin lenguaje, este, dicen los postmodernos, “crea”, literalmente, la verdad. La verdad es, entonces, cuestión de
perspectiva o contexto. No puede haber un sistema de verdad universal. No tenemos acceso a la realidad en sí, a la forma en
que son las cosas, sino solamente a como estas se nos aparecen en un momento dado, a un grupo o persona determinados. Se
trata de un punto de vista que ataca directamente a la base del positivismo y niega la posibilidad de encontrar leyes universales
de los fenómenos. En su versión moderada no niega la ciencia, pero la somete ciertamente a una cura de humildad.
La modernidad, en nombre de aquella objetividad científica obtenida a través de la razón, había pretendido plantar sus
banderas en todo el mundo y en todos los órdenes de la existencia: Colonizar la realidad, la naturaleza, el hombre, a partir del
supuesto de que lo que se aplicaba era “la verdad”. El postmodernismo denuncia esta pretensión y la tacha de mero discurso
cultural e ideológico. Era necesario descontaminar el conocimiento desenmascarando cómo muchos de sus componentes,
contradecían abiertamente, de hecho, aquel principio cardinal de la racionalidad y la objetividad: el discurso de la modernidad
exaltaba la superioridad del hombre sobre la mujer; relegaba a fósiles de la historia a todas las culturas no occidentales y veía en
la occidentalización del mundo un destino inevitable, la consecuencia de las propias leyes de la evolución; consideraba la
homosexualidad como una forma de enfermedad mental; entendía el multiculturalismo intrasocietal como una disfunción social;
consideraba el control central, la autoridad y la uniformización cultural como formas más eficientes de gestión de la sociedad;
trataba a la naturaleza como un ser inerte al servicio del hombre, con un planteamiento mecánico de la misma, de depredación,
que no tenía en cuenta la dimensión ecosistémica de interdependencia sociedad-medio (un enfoque así les habría llevado a la
conclusión de que, depredando a la naturaleza se estaban, en realidad depredando a sí mismos); consideraba a la máquina y a
la estética de la máquina como una sublimación más perfecta de lo humano en detrimento de lo orgánico… ninguno de estos
planteamientos, en resumidas cuentas, puede sostenerse como inevitable o universal desde una aplicación neutra de la razón y
de la ciencia positiva.
Así, a la obsesión de la modernidad por la homogeneidad, la unidad, la autoridad y el absolutismo/certidumbre, el
postmodernismo opone los principios de diferencia, pluralidad, contextualidad y relativismo/escepticismo (Turner 1990). El
postmodernismo es la ideología anti-ideológica: está en contra de cualquier visión del mundo que se reclame exclusiva, universal,
en posesión de toda la verdad. En ese sentido, no es sólo anti-moderno: es también anti-medieval o anti fundamentalista en
general. En el caso concreto de la visión moderna, el postmodernismo ataca fieramente su dualismo. Los postmodernos
aseguran que uno de los rasgos del pensamiento occidental moderno es la categorización binaria: se ordena la realidad en base
a pares de opuestos que son mutuamente excluyentes: hombre/mujer, primitivo/moderno, cuerpo/mente, razón/emoción,
naturaleza/cultura, cultura de élite/cultura popular, gemeinschaft/gesellschaft, campo/ciudad, arte/artesanía, etc., lo cual excluye
cualquier posibilidad de matiz o de categorías híbridas. El postmodernismo llama a romper estas rígidas barreras categoriales,
denunciándolas como un simple constructo ideológico, y a reconocer la infinita complejidad de la vida real, exaltando y
fomentando la diferencia, la pluralidad, las yuxtaposiciones y la hibridación. No existen sólo hombres y mujeres, entre estos dos
extremos la gama de posibilidades puede ser muy amplia y lo mismo puede predicarse de cualquier otra categoría al uso. Lo
“primitivo” está entre nosotros y debemos protegerlo, no exterminarlo, e incorporar sus aspectos más positivos, como el
comunitarismo, la integración con la naturaleza, etc. El entorno humano y el mundo antrópico no son dos esferas separadas y
excluyentes, en la realidad son interdependientes y debemos mezclarlas aún más, fomentar el retorno a la naturaleza.
Los postmodernistas hacen de la deconstrucción una postura metodológica permanente. Cualquier tipo de
conocimiento está construido por ideologías y estructuras categoriales que son un producto histórico y cultural en sí mismo. Es
tarea del proyecto postmoderno desenmascarar sus reglas sintácticas y acto seguido aplicar esta deconstrucción a la práctica
para combatir los efectos de quienes intentan imponer esa verdad fabricada al resto de la sociedad.
Esta posición les lleva a ser muy críticos con el poder puesto que el pensamiento postmoderno identificará en las
instituciones de poder la principal fuente de los discursos ideológicos absolutistas. Los discursos son creados por el poder como
mecanismo de control: el poder, para minimizar sus costos de control, coloniza las mentes de los individuos vía proceso de
socialización para que estos se conformen voluntaria, y felizmente, a sus reglas, a su disciplina. Un planteamiento
epistemológico que tendrá un reflejo fundamental en el terreno de la acción social y política: la lucha por la liberación no puede
centrarse en la toma del poder en sí mismo, pues todo poder tiende a crear su propia verdad y a imponerla a la sociedad,
volviendo a cerrar el círculo, sino en la liberación de ese mecanismo de control cultural. Es por ello que los movimientos
postmodernos se alejan del marxismo político de la época (al que descubren como el aparato de represión que es) tanto como de
las democracias burguesas (que también denuncian como autoritarias) y buscan soluciones en un terreno más cercano a las
posiciones anarquistas clásicas (que son, en ese sentido, un antecedente de la postmodernidad), en una democracia
participativa, asamblearia, horizontal, o , definitivamente, abandonan el terreno de la política directa para centrarse en la lucha,
individual o colectiva, contra la colonización cultural, abogando por formas alternativas de valores, una cultura del relativismo, la
tolerancia y la diversidad cultural, una búsqueda de la experiencia y de la realización interior.
6.2. Historia de la emergencia de la epistemología postmoderna
Desde las trincheras teóricas la crítica a la pretensión totalizadora de la razón había comenzado con el
protoexistencialismo del siglo XIX (Kierkergaard, Schopenhauer, Nietzsche), había seguido con la verstehen (Dilthey, Weber) y el
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pragmatismo norteamericano de principio de siglo (George Herbert Mead, John Dewey, William James) que tiene uno de sus
focos en el propio Departamento de Sociología de Chicago y continuó con el interaccionismo simbólico también en Chicago
(Best y Kellner 1997). Otra rama la constituye la fenomenología de Edmund Husserl en los años 20, que planteaba que la
realidad debe ser examinada sólo en sus apariencias, más tarde adaptada por Alfred Schütz a la epistemología de las ciencias
sociales en los años 50 y 60 (Schütz 1953,1967).
En el campo científico, las teorías de la relatividad especial (1905) y general (1915) y posteriormente la física
cuántica, evolucionaron la física moderna newtoniana y su forma mecanicista de interpretar el universo. Einstein vino a cambiar
el concepto absoluto de tiempo por el de un tiempo relativo que depende de la posición del observador. Algo muy parecido
plantea el Teorema de Bell (1964) para la física cuántica (en el mundo subatómico dos observadores diferentes verán cosas
diferentes dependiendo de su ángulo de observación). Décadas antes, Heisenberg (1927) había publicado su Principio de
Indeterminación que reconocía abiertamente por primera vez la imposibilidad de medir y predecir con exactitud un fenómeno
físico (la posición de un electrón en la órbita en torno a un núcleo en un momento determinado).También por aquellas décadas
los matemáticos empezaban a reconocer la existencia de sistemas caóticos, que no obedecen a leyes simples y fijas, y a
elaborar los esbozos de lo que más tarde se conocería como Teoría del Caos. Los epistemólogos vieron en aquellos
descubrimientos la confirmación de sus sospechas sobre las debilidades estructurales de la ciencia positivista.
La tradición no positivista en ciencias sociales continuó con la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. Por primera
vez la ciencia es acusada de ser una ideología más. La obra que mejor elabora la posición de la escuela es quizás Traditional
and Critical Theory (1937) de Max Horkheimer. En ella Horkheimer opone su “teoría crítica” a la “teoría tradicional”, es decir, la
ciencia positivista. En la línea de Weber, Horkheimer argumenta de nuevo que las ciencias sociales son diferentes de las
naturales porque los fenómenos sociales son reflexivos, es decir están modificados por las propias ideas de los observadores.
Los fenómenos sociales no existen “ahí fuera”, como un objeto independiente sino que están mediados siempre por la
conciencia humana y son un producto social e histórico. El positivismo supone una reificación de los fenómenos sociales. Siendo
una corriente identificada con la izquierda, la Escuela de Frankfurt rechazará, sin embargo, el marxismo ortodoxo como una
forma de positivismo y defenderá la ruptura del dualismo entre materia y conciencia, entre materialismo e idealismo. La sociedad
no puede entenderse de acuerdo a leyes y mecanismos abstractos sino en su especificidad histórica idiosincrática y a través de
la superación de las barreras disciplinares, integrando en una ciencia holística la geografía, la economía, la historia, la sociología,
la antropología, la psicología y la ciencia política, es decir, superando la fragmentación categorial moderna. Esta será siempre
una de las reivindicaciones de la ciencia postmoderna y del discurso dominante en las ciencias sociales contemporáneas
(Horkheimer 1976).
Después de la Segunda Guerra Mundial, y ya desde los Estados Unidos, otro de los miembros de la Escuela de
Frankfurt, Herbert Marcuse, se aventuraría por otro de los campos más fértiles y novedosos de lo que más tarde será el
paradigma postmoderno: el del mundo de los instintos, de las pulsiones inconscientes y emociones y, dentro de estas,
especialmente, las pulsiones libidinosas, el deseo, y, en concreto, el deseo sexual y su articulación con la sociedad, el poder. La
obra clave es Eros and Civilization (1955) en la que Marcuse revisita a Marx a la luz de Freud y reelabora el pensamiento de
ambos. Para Marcuse la historia de la humanidad, más que una sucesión de luchas de clase, es la lucha contra la represión de
nuestros instintos. La sociedad industrial es profundamente represiva no sólo o fundamentalmente porque explote al trabajador
sino porque reprime nuestros instintos biológicos más vitales, porque nos aliena de nuestra propia naturaleza. Critica la
afirmación de Freud, moderna hasta la médula, de que la represión de la libido es necesaria para la civilización, para la vida en
sociedad. La libido, en cambio, el deseo, el Eros, como él la denomina, es una fuerza liberadora, positiva y constructiva, no
destructiva como la veía Freud. Probablemente bebe de Nietzsche, de la idea del instinto dionisíaco y de la voluntad de poder. La
sociedad moderna reprime el deseo para canalizarlo en forma de progreso pero el precio a pagar es muy alto: es la prevalencia
de un sentimiento de culpa en lugar de uno de felicidad. En nombre del discurso moderno del progreso la felicidad de la gente es
sacrificada. Y, ojo, Marcuse se refiere al discurso moderno, no al capitalismo en sí. Sus críticas son repartidas equidistantemente
entre los regímenes capitalistas occidentales y los comunistas. Ambos son aparatos de represión del deseo en aras de un
progreso que es sólo material. La llamada de Marcuse a la liberación del deseo en todas sus formas marca uno de los hitos
seminales de la nueva ética postmoderna. Marcuse será un gran inspirador del movimiento hippie y del espíritu de Mayo del 68.
Otros autores siguieron su estela. El Irrational Man de Barret (1958), otra obra que pretendía rehabilitar la esfera emocional del
ser humano frente a la dictadura de la razón, fue también muy influyente en los 60 y contribuyó a desarrollar la sensibilidad
postmoderna (Best y Kellner 1997).
Al menos otras dos obras de Marcuse, en la década siguiente, fueron seminales en el desarrollo de otros aspectos del
paradigma crítico postmoderno. La más importante de ellas es One-Dimensional Man: Studies in the Ideology of Advanced
Industrial Society (1964) en la cual Marcuse abunda en un antimaterialismo que ya estaba presente en el Eros, y carga contra
los valores consumistas que el capitalismo ha conseguido instilar en los trabajadores. Las sociedades industriales avanzadas,
con su superproducción, han creado falsas necesidades en los individuos que se constituyen como un mecanismo de control que
ata a la población al sistema de producción y consumo a partir de la manipulación de la cultura via mass media, publicidad y
marketing. El sistema del capitalismo de consumo de masas se reclama democrático pero es en realidad autoritario, un
argumento que volverá a repetir en su Repressive Tolerance de 1965: unos pocos individuos dictan nuestros gustos y construyen
nuestros estilos de vida e incluso nuestras percepciones de lo que es la libertad al hacernos creer que lo que nos ofrecen es no
sólo lo deseable sino el único modelo de vida posible. En este estado de “no libertad” los consumidores actúan irracionalmente
trabajando, por ejemplo, más de lo que realmente necesitarían para satisfacer necesidades secundarias creadas artificialmente
pero que forman ya parte de su propio yo (“La gente encuentra su alma en su automóvil, su equipo de sonido, su casa
unifamiliar”, escribe Marcuse (1964:5)) ignorantes o despreocupados del sistema destructivo de poder que hace todo eso posible
(en forma, por ejemplo, de deterioro medioambiental). El resultado es un hombre y un universo social “uni-dimensionales”, es
decir, comprados por un sistema de pensamiento y de comportamiento únicos en el cual la capacidad para la crítica o los estilos
de vida alternativos se tiende a eliminar. Todo ello le lleva a Marcuse a revisar las predicciones de Marx sobre el papel del
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proletariado en la lucha de clases y sobre su predicción de la inevitabilidad del colapso del capitalismo. En los años 60 el
capitalismo parecía haber ganado en Occidente, especialmente en Estados Unidos, desde donde escribía Marcuse: había
comprado al proletariado (blanco) con la utopía prefabricada del suburb. Como forma de resistencia Marcuse llama al “gran
rechazo” de la cultura consumista y ve en las minorías de marginados y excluidos, aquellos que por su propia posición marginal
no han sido aún comprados por el capitalismo, la esperanza para contrarrestar los efectos del sistema. Aquellas críticas a la
democracia le costaron caras: la Universidad de Brandeis rehusó renovar su contrato en 1965.
Otro frente postmoderno que se abrió en los 60 fue el de la metodología de investigación en ciencias sociales. Como
no podía ser de otra manera, el paradigma postmoderno llamaba a una revitalización de los métodos cualitativos, interpretativos,
contextuales, de todo aquello que tratara de capturar los fenómenos sociales en su complejidad vital, no reducida a frías y
generalizables estadísticas. Una de las tentativas más loables en ese sentido es la de la Etnometodología de Harold Garfinkel,
que bebe directamente de la fenomenología de Schütz y que se diseñó precisamente para estudiar fenómenos sociales urbanos.
La Etnometodología parte del supuesto de que los miembros de una sociedad adquieren insconscientemente unos métodos para
construir el orden y el sentido del mundo social en el que viven. Garfinkel no está interesado en encontrar leyes o estructuras
universales sino sólo en cómo los individuos dan sentido a lo que perciben, a las relaciones sociales concretas. El resultado es
algo así como un mapa cognitivo de su universo social. Garfinkel realiza una lectura alternativa de Durkheim: para él esos mapas
cognitivos son el verdadero hecho social. Pero no se trata de un hecho social externo a los individuos que existe y funciona por
su propia lógica sino que es un producto colectivamente construido por los individuos. El objetivo de la Etnometodología será
encontrar esos métodos de construcción y hacer un dibujo de los mapas cognitivos que resultan (Garfinkel 1967). Para alcanzar
este objetivo Garfinkel propone una serie de puntos de partida teórico-metodológicos, algunos de ellos ciertamente novedosos: a)
la “indiferencia etnometodológica”, una especie de agnosticismo hacia los prejuicios y arquetipos discursivos del análisis
sociológico preexistente, como, por ejemplo, la idea de “desviación” o “comportamiento desviado” (¿”desviado” para quién? se
pregunta Garfinkel) b) el “experimento de ruptura”, consiste en observar (o provocar durante el trabajo de campo) un
comportamiento que contradiga las normas teóricamente vigentes en la sociedad: las reacciones a dicha ruptura (de tolerancia,
rechazo, represión, defensa) nos dirán mucho acerca de los verdaderos códigos de conducta e ideologías que existen en la
práctica; c) la “lectura alternativa” de un texto: Garfinkel retoma de nuevo la idea de que los textos no tienen una única lectura
que relega todas las demás al estadio de “erróneas”. Incluso cuando una lectura es objetivamente “errónea”, como por ejemplo la
que hace un disléxico que intercambia fonemas, el error de transmisión obedece a factores determinados (por ejemplo una
cultura diferente) y tiene efectos sociales determinados que no pueden despreciarse.
Todas aquellas elaboraciones fueron preparando el terreno para la gran explosión de la filosofía postmoderna desde
finales de los años 60 y durante todos los 70. El lugar fue Francia, la mayoría de sus autores profesores universitarios que habían
pasado por la obligatoria aggregation en filosofía. Ninguno de ellos dijo, en esencia, nada nuevo que no estuviera ya presente en
el ambiente intelectual, político y cultural de la época desde al menos principios de los 50 pero ciertamente enriquecieron los
enfoques, los aterrizaron al análisis crítico, a la deconstrucción de muchos fenómenos e ideas y dieron al paradigma el empujón
final que necesitaba para saltar al mainstream sociocultural. Los autores franceses de este periodo han sido etiquetados
colectivamente como postestructuralistas, en el entendido de que rechazan la existencia de estructuras objetivas y universales
que subyazcan a los fenómenos sociales, aunque algunos de ellos, como Foucault, nunca aceptaron dicho término. Son, en
honor a la verdad, legión, aunque sólo un puñado de ellos ha saltado al estrellato académico mundial. Comentaré a continuación
brevemente algunos de los aportes más significativos de estos cabezas de cartel.
En su Mythologies (1957) Roland Barthes ya había hecho añicos la fachada optimista de la Ilustración, la idea de que
la ciencia y la visión positivista del mundo se convertiría en un valor cultural universal: la ciencia va a años luz de distancia de las
representaciones colectivas de la sociedad. Estas últimas siguen siendo fundamentalmente míticas, irracionales, pero no porque
la ciencia no haya aún colonizado lo popular sino como una estrategia consciente del poder. Al poder le interesa que la población
siga manteniendo un pensamiento mítico, para controlarla. Después, el mismo mítico año de 1968, Barthes publicaba su artículo
“La mort de l’auteur” en el que no sólo afirmaba la multiplicidad de significados de un texto sino que negaba que el autor tuviera
siquiera el papel protagonista en la construcción del mismo. La atención debe desplazarse a los lectores, son ellos quienes
construyen mayormente el significado: la muerte del autor anuncia el nacimiento del lector. Trasladado a la sociedad era una
invitación a resignificar desde abajo los discursos y los productos materiales construidos unilateralmente por el poder (entre ellos
el urbanismo y la arquitectura)
Foucault es quizá, junto con Derrida, el autor central del movimiento. Sus obras giran todas en torno al tema del poder
y del control social y como este se infiltra capilarmente en todos los resquicios de la sociedad, en cualquier institución pero
también dentro de los propios individuos, al construir su personalidad y su código interno de valores cargándolos, vía
socialización, con el software de un discurso ideológico determinado que después ponen en práctica para autodisciplinarse. Es el
poder así definido (omnipresente, colectivo, un programa de instrucciones instalado en la mente de los individuos, la cultura
misma como mecanismo de funcionamiento del sistema social), el que define en cada momento histórico y lugar lo que es verdad
y lo que no lo es, lo que es normal y lo que no lo es. En el mundo moderno la construcción de la verdad y de la normalidad fue
encomendada a la ciencia que, funcionando como discurso (Foucault utiliza el término episteme) traiciona su propio manifiesto
fundacional de objetividad. Foucault dedicará sus obras a explorar estos mecanismos de construcción discursiva y normalización
en determinados ámbitos: el de las prisiones, donde se define lo que en un momento determinado el poder considera
comportamientos asociales o delictivos y lo que no ; el de la psiquiatría (Foucault demuestra que el concepto de enfermedad
mental es una construcción cultural); en el de la sexualidad (siendo homosexual él mismo, toma gran interés en entender porqué
el discurso moderno ha categorizado estas inclinaciones sexuales como anormales o incluso mórbidas). En Les Mots et les
choses. Une archéologie des sciences humaines (1966) desarrolla su tesis central de que todos los periodos de la historia han
definido las condiciones de lo que se consideraba verdad y lo han expresado a través del arte, la ciencia y otras muchas
expresiones. En su L’archeologie du savoir (1969) trata de desarrollar una metodología para desenmascarar los discursos. El
punto de partida de Foucault para analizar un discurso es el opuesto al moderno: mientras este se concentra en los aspectos
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unitarios, comunes, del discurso, Foucault (como el experimento de ruptura de Garfinkel) se fija en las diferencias, en los
discursos marginados. En cualquier momento de la historia se estan generando nuevos discursos que pueden o no ser
adoptados como normales. Para describir una formación discursiva Foucault se fija en los discursos expulsados u olvidados por
la misma. Es una reconstruccion negativa: el discurso se define tanto por lo que es como por lo que rechaza ser. En Surveiller et
punir. Naissance de la prison (1975) Foucault desarrolló su famosa idea del panópticon, el edicifio carcelario diseñado para que
los presos estén constantemente bajo observación y, ergo, control, que toma de Jeremy Bentham, autor del siglo XVIII. Foucault
muestra como esa idea ha sido aplicada también a otro tipo de insituciones como escuelas o fábricas con el mismo objetivo de
utlizar el espacio como herramienta de disciplina. Con esta obra Foucault tocaba un tema, el de la relación espacio construidosociedad, que lo relaciona directamente con la sociología urbana. Muchos autores aplicarán posteriormente la idea a la ciudad en
su conjunto, analizándola como un gran panópticon diseñado expresamente para el control social, tema que ya comentábamos al
hablar de los primeros estudios sociólogos sobre el suburb norteamericano.
Jacques Derrida es el otro gran autor del enfoque epistemológico postestructuralista y sus trabajos complementan
perfectamente, en ese sentido, los de Foucault. A él se le imputa la paternidad de la deconstrucción, una de las metodologías de
análisis del discurso centrales para la crítica postmoderna, desarrollada de forma transversal en sus tres libros fundamentales,
que aparecen todos el mismo año de 1967: “De la grammatologie”,” La voix et le phénomène” y” L'écriture et la différence”. En
realidad Derrida toma la técnica de Heidegger en su Sein und Zeit (El Ser y El Tiempo) de 1927, aunque le cambia el nombre.
Heidegger la había llamado Destruktion y con ella se refería al proceso de disección de una palabra para ir sacando a la luz las
capas de categorías y conceptos que la historia ha ido depositando sobre ella para a través de ese ejercicio descubrir los
discursos culturales del pasado. Es lo que Foucault (1969) denominó el “método genealógico” y que ya había aplicado en su
“Les mots et les choses” de 1966. Derrida optó por el término deconstrucción porque el término heideggeriano tenía
connotaciones de violencia que podían proyectar una falsa imagen sobre lo que pretendía ser un trabajo metódico de
desmontaje. La deconstrucción persigue exponer las contradicciones y oposiciones internas de un texto. El objetivo de la
deconstrucción es demostrar que todo texto, y por extensión todo constructo cultural, contiene en su interior una pluralidad de
significados contradictorios e irreconciliables y, por tanto, más de una interpretación. Todo texto tiene implícita una jerarquía de
significados en la que un significado dominante se impone y reprime a los demás. Una de esas jerarquías dominantes es la
dualista: toda la tradición filosófica moderna descansa en una serie de dicotomías que son arbitrarias (categorías como
sagrado/profano, significante/significado, etc.) cuyos supuestos límites estancos no se sostienen cuando se analizan los
discursos. Esto era un ataque directo a la obra de Levi-Strauss, el padre del estructuralismo antropológico, para quien esas
oposiciones binarias formaban parte de la propia estructura universal de la cognición, del cerebro, y justifica el adjetivo
postestructuralista que se asocia con Derrida y sus colegas. Derrida se impondrá como misión deconstruir todas esas jerarquías,
empezando por el “logocentrismo”, el discurso de la primacía de la razón sobre lo irracional y de sus avatares el “etnocentrismo”
(al identificar razón con occidentalidad) y el “falocentrismo”. Derrida considera que el discurso de la modernidad emana
fundamentalmente de una serie de valores creados por los hombres y que reflejan el universo masculino (como la competencia,
la depredación, el control, el ostracismo de la emoción), deliberadamente dejando en la oscuridad a la otra mitad de la sociedad,
la femenina, que no necesariamente comparte este paradigma.
La pareja formada por el filósofo Gilles Deleuze y el psicoanalista Félix Guatari (quien también, tendrá, como veremos,
un papel importante en el desarrollo de la sociología urbana) vuelven a hacer una revisión del materialismo histórico de Marx a la
luz del deseo y la libido, en la misma estrada abierta por Marcuse, con su Anti-Oedipus (1972). El deseo, dirán, es parte de la
base económica, de la infraestructura, de la sociedad y no una superestructura ideológica como afirmaba Marx (Deleuze y
Guattari 1972). De nuevo, como Marcuse, en contra de las teorías psicoanalíticas, los autores afirmarán que el sistema no
necesita sublimar el deseo sexual, o cualquier tipo de deseo. Y, de hecho, no lo hace, sino que, al contrario, lo invierte en la
sociedad.
“La sexualidad está por todas partes: en la manera en la que el burócrata manosea sus archivos, el
juez administra justicia, el hombre de negocios hace circular el dinero, en la manera en la que la burguesía jode
al proletariado y así hasta la saciedad […] Las banderas, las naciones, los ejércitos, los bancos, son todas
instituciones que excitan el deseo de mucha gente” (Deleuze y Guattari 1972: 322-333).
Así pues la sociedad no se mueve únicamente por cálculos racionales de costo/beneficio. La sociedad funciona a través
de las pulsiones libidinosas. Existe una erótica del poder, el incremento de un índice bursátil, el avance de la tecnología, el
consumo de bienes, todos ellos son satisfactores de la libido. El sistema funciona no únicamente produciendo cosas o
instituciones sino produciendo deseos. Es el deseo el que produce la realidad social. ¿Cómo? Haciendo que los actores sociales,
a todos los niveles, “deseen” desempeñar sus roles. Incluso en los casos más extremos de privación el sistema se vale del
mecanismo de deseo para funcionar: a un esclavo o a un prisionero de un campo de concentración no le queda otro deseo para
seguir jugando el juego que el deseo de seguir viviendo. Frente a Marcuse, que veía en el deseo una fuerza inherentemente
liberatoria, Deleuze y Guatari advierten de su naturaleza bifronte: el deseo puede liberar o puede ser una herramienta de
represión. “En el sujeto que desea, el deseo puede modelarse para que este desee su propia represión” (Deleuze y Guattari
1972: 31). Sólo la toma de conciencia de esta naturaleza impuesta e instrumental del deseo puede liberar al individuo. Por
ejemplo, aplicado al caso de la ciudad, despertarlo del sopor róseo y edulcorado del suburb o de la prisión del consumismo.
También Jean-François Lyotard (1973) coqueteó con el tema del deseo en términos parecidos a los de Deleuze y Guattari
con anterioridad a la publicación de su obra más conocida “La Condition postmoderne : rapport sur le savoir” (1979), libro que ha
sido reconocido posteriormente como una especie de post-manifiesto del paradigma filosófico postmoderno. Post porque se
escribe después de las grandes obras, y es una especie de síntesis y reflexión final sobre toda esa década que se había abierto
en los arrabales del 68. Volviendo sobre el ya trillado tema de la objetividad, Lyotard acuñará el término “metanarrativas” para
designar lo que otros ya habían llamado ideología, discurso, episteme. El pensamiento moderno no legitimó su aspiración a la
verdad con argumentos lógicos o empíricos sino sobre la base de relatos sobre el conocimiento y el mundo, las metanarrativas,
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que la postmodernidad ha hecho trizas. En términos prácticamente idénticos y en el mismo año se expresaba el único gran
representante norteamericano de esta corriente dominada por franceses, Richard Rorty en su “Philosophy and the Mirror of
Nature” (1979).
El último autor postestructuralista que quizá sea interesante mencionar es Jean Baudrillard. Baudrillard es al signo lo que
Deleuze y Guattari al deseo. En sus obras trató de demostrar el papel de lo simbólico en la producción y reproducción de la
entera economía capitalista: desde el poder, sustentado por las imágenes transmitidas por los medios de comunicación de
masas, hasta el mecanismo de producción/consumo, mediado por la semiótica de la publicidad. Son de destacar “Pour une
critique de l'économie politique du signe“(1972) y su “Simulacra et Simulations” (1981). En esta última obra avanzó la idea de que
el principio de realidad es cortocircuitado por la naturaleza intercambiable de los signos en nuestras sociedades contemporáneas
cuyos actos comunicativos y semánticos están dominados por los medios electrónicos y las tecnologías digitales. La relación
entre significado y significante, que antes era muy estrecha, se ha roto, los significantes se han independizado de los
significados (por ejemplo uno puede llevar una cruz como adorno, sin querer por ello comunicar una identidad como cristiano o
buscar la protección real del Cristo que representa). Vivimos en una sociedad de signos descontextualizados, que han perdido
toda referencia a conceptos concretos, toda funcionalidad, excepto la estética o lúdica. Como veremos, la arquitectura
postmoderna opera masivamente esta desconexión (refuncionalización de edificios, collage de estilos). Esta desconexión se
produce también entre las imágenes en los medios y los acontecimientos reales que hay detrás. El resultado de la desconexión
unido a la abrumadora cantidad de imágenes e información con que se bombardea a los individuos, es que estos se despegan
emocional y cognitivamente de los acontecimientos, adoptando una actitud de indiferencia hacia los mismos. Un tema que ya
estaba presente en Simmel, que profetizaba que el exceso de estímulos en la vida urbana moderna conducía a la saturación
sensorial y a la apatía. En las sociedades de la televisión (y más tarde internet) hay efectos añadidos: la dificultad de distinguir en
muchas ocasiones entre la realidad y la ficción, ambas reducidas a un paquete mediático presentado en forma multimedia. En un
mundo donde la percepción de la realidad está mediada por estos formatos lo que importa ya no es ser algo sino parecerlo. Lo
importante ya no será el mensaje que se transmita sino cómo se transmite para hacerlo lo más real, lo más convincente posible.
Como había dicho unos años antes Mac Luhan “el medio se ha convertido en el mensaje” (Mac Luhan y Fiore 1967). La
consecuencia de esto, para Baudrillard, puede ser muy negativa: la superficialización de la vida, reducida a un simulacro, una
imagen, de sí misma y, con ella, a la “desaparición” del ser humano real, de la realidad, sustituida por una realidad virtual
compuesta sólo de apariencias.
6.3. El paradigma postmoderno y su proyección en los nuevos movimientos políticos, sociales y culturales.
El antecedente de lo que en los 60 se convertiría en el primer movimiento contracultural basado en el paradigma
postmoderno de dimensiones sociológicamente relevantes, el de los hippies, lo constituye la llamada Beat Generation de los
años 50. Si bien consiguieron hacer alguna incursión en la cultura juvenil, los beatniks fueron fundamentalmente, a diferencia de
sus sucesores hippies, un grupo reducido de intelectuales de vanguardia, casi todos escritores. El nombre del movimiento lo
acuño en 1948 el que quizá sea el más conocido del grupo, Jack Kerouac, y proviene de la expresión “the beaten down”, los
golpeados, los maltratados. Ya mencionamos a Kerouac cuando analizamos el caso de los hobos como una forma de vida. Los
beatniks, efectivamente, se inspiraron parcialmente en este tipo tan especial de vagabundo para construir su estilo de vida y su
moral bohemia y anticonvencional, que pretendía liberarse de las garras opresivas, no sólo económicas sino culturales, del
sistema. Otros miembros famosos del movimiento fueron William Burroughs y Allen Ginsberg. Sería este último quien, ya en su
madurez, publicaría un breviario de lo que habían sido los principios de aquella generación y cómo había contribuido a dar forma
a la cultura y al mundo contemporáneo abriéndose a codazos en una sociedad aún profundamente autoritaria y conservadora.
Todos esos principios serían asumidos posteriormente por el movimiento hippie: liberación espiritual (con influencia del
misticismo oriental); liberación de la mujer y de las minorías de color marginadas; revolución hetero y homo sexual (la mayoría de
los beatniks eran bi u homosexuales); lucha contra la censura en el arte y el pensamiento; desmitificación y despenalización del
cannabis y otras drogas (la novela de Burroughs “Naked Lunch” (1959) que se centraba en el tema de la droga y tenía alusiones
explícitas a prácticas sexuales, provocó el final de la censura editorial en los Estados Unidos, al ganar sus editores el juicio que
interpuso contra ella); elevación de la música rock y pop a expresión cultural de masas; conciencia ecológica; oposición a la
civilización maquinista y belicista; individualismo frente a la reglamentación del Estado; valores postmaterialistas y, en ese
sentido, profunda admiración por las culturas indígenas (Ginsberg 1982). Los beatniks no son sólo los padres ideológicos de los
hippies sino inspiradores de todo un proyecto alternativo de sociedad, el de una nueva izquierda que va más allá del marxismo,
que atacará por igual al marxismo y al capitalismo, considerándolos dos formas diferentes de un mismo paradigma opresivo que
era mucho más que un modelo político o económico: un paradigma era de naturaleza cultural.
En 1948 el mismo año que Kerouac inventa el término Beat Generation Cornelius Castoriadis creaba en Francia el
grupo radical libertario Socialisme ou Barbarie. El grupo surgió en el seno de la izquierda francesa y acabaría disolviéndose en
1965. Fue una de las primeras voces en Francia (Lefevbre, recordemos, había sido otra, incluso más precoz) en denunciar a la
Unión Soviética. Para Castoriadis y su grupo no se trata de un régimen comunista sino de un estado burocrático autoritario que
trata de alcanzar por otros medios los mismos objetivos de los estados capitalistas, con los que compite por la hegemonía
mundial como un imperio más. Aquellas ideas acabarían en los 50 y 60 cuajando en un fuerte movimiento de crítica al interior de
la izquierda, lo que en Francia se conoce como la Deuxième Gauche (la Segunda Izquierda) y en el mundo anglosajón como la
New Left (la Nueva Izquierda). En Francia estos grupos encontrarán su bandera de lucha en la oposición a la guerra de Argelia,
no criticada por los partidos marxistas tradicionales y fundará su propio partido, el Parti Socialiste Autonome, en 1956, Parti
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Socialiste Unifié desde 1959. Sus ideas recuperan muchas provenientes del anarquismo. La centralización burocrática del
modelo económico soviético es sustituída por el principio de la autogestión, por ideas cercanas al cooperativismo.
Las ideas estaban en el aire e iban año a año madurando en movimientos cada vez más consolidados. Los acontecimientos
políticos dibujaban un mundo que parecía condenado a encadenar una guerra con otra que se prometía aún más destructiva (la
guerra de Corea había sido, con su millón de muertos, comparativamente mucho más destructiva que la mundial, teniendo en
cuenta las reducidas dimensiones de su escenario y además estaba el fantasma de la guerra total, el holocausto nuclear). En
1958 entre sesenta y cien mil pacifistas se reunieron en Trafalgar Square, en Londres, para protestar contra el armamento
nuclear. Allí se inventa el famoso signo de la paz, que luego se convertirá en icono de la contracultura hippie. Un año, después,
1959, Castro y Guevara entraban triunfantes en La Habana e iniciaban el camino que les llevaría a convertirse en un icono de
las corrientes antiestablishment. Directamente inspirada por Socialisme ou Barbarie, surgirá en 1957, de la mano de Guy Debord,
un discípulo de Lefebvre, la Internacional Situacionista (IS). Se trata todavía de un movimiento de vanguardia intelectual,
formado sobre todo por artistas, pero sus objetivos saltan al terreno de la política. Y estos objetivos no se detienen en la
transformación de las estructuras económicas o de poder, como las organizaciones marxistas clásicas, sino que llaman a una
transformación cultural integral, a una revolución de la vida cotidiana que las libere de la dictadura de la mercancía, empleando
todos los medios posibles para ello. Su forma de organización interna era la asamblearia, sin jerarquías verticales, principio que
luego van a adoptar todos los movimientos de la izquierda postmoderna e incluso instituciones académicas como los sociólogos
del CERFI. Con movimientos como Socialisme our Barbarie y la Internacional Situacionista el nuevo activismo salta las estrechas
barreras de las luchas laborales y se convierte en un activismo total, social y cultural. Su protagonismo en los acontecimientos de
marzo a julio de 1968 en Francia fue enorme (Rotman y Hamon 1984).
Por las mismas fechas en Gran Bretaña surgían voces críticas que acabaron cristalizando en la llamada New Left. El
detonante fue el apoyo de los partidos comunistas de ambos países a la invasión de Hungría en 1956. En 1957, los historiadores
y miembros del Partido Comunista Británico E.P.Thompson y Ralph Milliband (padre del actual secretario general del Partido
Laborista) fundaron una revista crítica, New Left Review , que abogaba por un marxismo revisionista, crítico, humanista y que
promoviera la democracia participativa. Fue la New Left la que acuñó el terminó de establishment para referirse a las estructuras
hegemónicas de autoridad en cualquier sociedad. La New Left también incluyó las ideas ecologistas criticando la absoluta falta
de sensibilidad de la izquierda clásica en este sentido (Hall 2010).
Mientras, en los Estados Unidos, la cultura juvenil de los beatniks había evolucionado hacia el hippismo y adquirido
unas dimensiones culturales relevantes. Era una contracultura con sus propios valores que abrazaban, con diferentes grados de
radicalidad, buena parte de los jóvenes del país. Y su gestación y consolidación están ligadas, como los de otros de los nuevos
movimientos sociales de la época, el de los gays, o el de los amerindios, a una de las metrópolis emergentes de la costa oeste:
San Francisco. Muchas cosas estaban pasando en San Francisco. De 1969 a 1971 un comando del grupo activista Indians of All
Tribes reclamó la propiedad de la isla de Alcatraz en la bahía de San Francisco y la ocupó durante 19 meses. Y desde mediados
de los años 60 grupos de jóvenes seguidores de los ideales beatnik habían ido concentrándose en el barrio popular de HaightAshbury, formando una comunidad cada vez más numerosa y visible. En 1966 eran ya unos 15.000 (Tompkins 2001) y con los
números llegó la pérdida del miedo a mostrar a plena luz del día sus estilos de vida, entre los cuales se contaban el amor libre y
la experimentación con LSD, cannabis y enteógenos amerindios como el peyote, los hongos alucinógenos o la ayahuasca. Fue
allí donde adquirieron también su vestimenta idiosincrática, con claras influencias amerindias y orientales (quizá no por
casualidad pues San Francisco, puerta del Pacífico, cuenta con la comunidad oriental más numerosa del país). El término hippie
parece provenir del slang afroamericano y significar algo así como “los que han adquirido consciencia”. Su uso se popularizó a
partir de 1965 gracias a la prensa de San Francisco y sus artículos acerca de la comunidad del barrio de Haight-Ashbury (Caen
1967). Para esas fechas, de hecho, todos los beatnik se habían pasado al nuevo movimiento.
La relación de los hippies con la ciudad está, sin embargo, trufada de ambigüedades. Si por un lado muchos de ellos
hicieron de ciudades como San Francisco (y otras) su medio, revitalizando barrios degradados, por otro lado la vena más radical
del movimiento era claramente antiurbanita y virulentamente antimetropolitana.
A partir de 1965 el movimiento hippie se hizo progresivamente más visible también porque sus estilos de vida
empezaron a plasmarse en un cierto estilo musical, el rock y el pop psicodélico, y los conciertos de sus grupos a convertirse en
todo un escaparate del movimiento. Muchos de los participantes de estos conciertos, como el de Woodstock en 1969, no eran
más que meros simpatizantes de la ideología hippie o seguidores de su estética. Su nivel de implicación con un estilo de vida
radicalmente contracultural era muy bajo pero contribuyeron enormemente a la visibilización y la aceptación de aquella subcultura
hasta entonces vista con muchos prejuicios. Además de ello el movimiento se involucró activamente en las luchas por los
derechos civiles y, sobre todo, en las protestas contra la guerra de Vietnam. El escenario fue siempre San Francisco, 1967 la
fecha de la puesta de largo del hippismo. En enero de ese año el Human Be-in, un happening en el Golden State Park sacó del
armario la cultura hippie para siempre y la convirtió en parte del patrimonio cultural de la ciudad. La experiencia estimuló otra
parecida durante el verano, conocido como el Summer of Love, durante el cual unas 100.000 personas acudieron a San
Francisco para participar en los actos organizados por la comunidad de Haight-Ashbury sobre la que recayó el chorro de luz de
los focos mediáticos nacionales. Time dedicó la cubierta de julio de ese año a "The Hippies: The Philosophy of a Subculture" y la
canción de John Philips “San Francisco” popularizó el viaje de aquellos miles de jóvenes que, gracias a la primera línea de la
tonada ("If you're going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair") empezaron a ser conocidos como “The
Flower Children” (Tompkins 2001; Lattin 2004).
Las acciones de los hippies no se limitaron a lo lúdico o a las protestas sobre las injusticias más sangrantes, como la
segregación o el imperialismo. Cabalgando la onda que ya por entonces Castells y su equipo estaban empezando a identificar en
las ciudades, también encabezaron movimientos urbanos locales que protestaban contra el autoritarismo y el anti-humanismo del
urbanismo racional-capitalista. Así, en 1969, el movimiento recibió de nuevo atención internacional y de nuevo en San Francisco
donde los hippies, junto con ciudadanos y estudiantes ordinarios de Berkeley decidieron tomar el urbanismo en sus propias
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manos y construir un parque en unos solares que la especulación inmobiliaria mantenía abandonados. Cuando el gobernador de
California, Ronald Reagan, mandó laminar el parque los hippies lanzaron una campaña de desobediencia civil que duró dos
años, durante los cuales el Flower Power se dedicó a plantar flores en todos los solares no construidos de la ciudad de Berkeley
(Tompkins 2001).
Sin embargo, la de los hippies no era la única fuerza que el subjetivismo postmoderno había liberado. Junto a ellos
fueron naciendo desde finales de los años 60 otras subculturas juveniles, estas sí todas decidida y rabiosamente urbanas, como
los skinheads, punks, mods, etc. Algunos de ellos, como los dos primeros, reclutaban fundamentalmente de las clases obreras
desestructuradas y deculturadas por la desindustrialización y en ciertos lugares presentan actitudes de clara hostilidad a los
hippies, a quienes veían como postmaterialistas mimados procedentes de las clases medias, que despreciaban la cultura de
consumo simplemente porque habían nacido con ella.
Las subculturas juveniles o antisistema no eran los únicos nuevos movimientos sociales que los vientos del nuevo
zeigeist trajeron a nuestras playas. El número de ellos que tiene origen en estos años 60 y 70 es enorme y simplemente revela la
enorme heterogeneidad de la sociedad, que el paradigma moderno había tratado de ocultar hasta entonces. Entre ellos se
encuentran los movimientos de autodeterminación y autoafirmación étnicos, el feminismo, el movimiento de liberación de gays y
lesbianas y el ecologismo (Greenpeace, la primera gran organización que traduce la idea en praxis, nace en 1970 (Hunter 1979)).
De ellos, el movimiento homosexual también está relacionado directamente con las grandes metrópolis y su posibilidad de
auspiciar grandes cambios culturales, en concreto con ciudades como San Francisco o Nueva York, convertidas en escaparates
y símbolos de su lucha, desde los barrios “homosexualizados” de Castro y el Greenwich Village, que después marcaron el patrón
para la creación de otros semiguettos homosexuales por todo el mundo (como Chueca en Madrid). La diferencia es que ese
espacio de condensación homosexual no es visto como un instrumento de marginación (como en el caso del guetto negro) sino,
al contrario, como un espacio de libertad donde los homosexuales, por el simple hecho de ser mayoría, pueden liberarse de los
grilletes del prejuicio y de la represión.
Todo había empezado después del gran trauma de la Segunda Guerra Mundial. En los años 40 y 50 los homosexuales se
llamaban a sí mismos “homófilos” para resaltar el aspecto afectivo sobre el sexual, sobre el que pesaba aún un tabú muy fuerte,
pero empezaban ya a salir a la luz. En 1952 se publicó la primera revista para transsexuales, Transvestia: The Journal of the
American Society for Equality in Dress y ese mismo año se establecía la primera organización homosexual de los Estados
Unidos, ONE Inc. (Bullough 2002). Después llegó el parteaguas de los disturbios de Stonewall, un bar en el barrio del Greenwich
Village, donde por primera vez los homosexuales se enfrentaron abiertamente a la policía tratando de resistirse a una redada y
dieron alas al naciente movimiento de liberación. Inmediatamente después de los disturbios aparecieron varias organizaciones
como el Frente de Liberación Gay y se popularizó este término, gay, para referirse a lo que se estaba gestando claramente como
una subcultura de una naturaleza totalmente nueva, no basada en la etnia ni en una ideología política determinada sino en el
elemento de la orientación sexual, elemento que, igual que la raza, en una sociedad no discriminatoria podría haber sido una
categoría vacía pero que, ante la realidad de la segregación se convierte en un potente constructor de identidad y de sentido de
comunidad, comunidad que después, a posteriori, se va dotando de una cultura propia (un nombre propio, una estética propia,
unos símbolos -como la bandera del arcoíris- propios, una ritualidad - el Día del Orgullo Gay- propia). Los desfiles del Día del
Orgullo Gay nacieron precisamente para conmemorar los disturbios de Stonewall. Son una nueva forma de ritual cívico urbano
para una nueva forma de agregación humana: la ciudad postmoderna. Muy pronto el movimiento, como si sus activistas hubieran
leído las obras de Foucault, se lanzó a la arena de la micropolítica, exigiendo la reformulación de discursos normalizadores del
poder. Desde 1970, los activistas protestaron contra la clasificación de la homosexualidad en la lista de enfermedades mentales
del Manual de la American Psychiatric Association, texto de referencia para todos los psiquiatras clínicos del país.
6.4. La sociedad y la cultura de la postmodernidad como expresión del capitalismo avanzado desde los años 80.
Es importante no confundir sociedad postmoderna con paradigma postmoderno. Con el primer término nos referimos
al momento presente de la historia, marcado, como se ha dicho, por una nueva fase del capitalismo. Con el segundo nos
referimos al proyecto epistemológico, ético y estético que, como se ha comentado, coexiste con otros. La fase actual de la
economía política ha recibido muchos nombres diferentes, dependiendo de la faceta de la misma que se quiera enfatizar. El
término post-fordista surge a finales de los 80 (Roobeek 1987 ; Jessop 1988 ; Bonefeld 1991 ; Amin 1994) y hace referencia al
final de la hegemonía de un modelo industrial : el de la producción estandarizada de un número muy limitado de productos
(modelo que puede resumirse en la famosa frase de Henry Ford que parafraseo a continuación: Mis clientes pueden escoger el
color de automóvil que deseen siempre y cuando sea negro) y su sustitución por una producción de mercancías enormemente
variada, que incluye productos muy simples y otros tecnológicamente muy avanzados. La producción de masa es
complementada, por obra y gracia de la revolución tecnológica y la globalización, con la producción en pequeñas cantidades para
nichos de mercado muy específicos. En resumidas cuentas, todo ello traduce la dicotomía entre una sociedad moderna que
aspira a uniformizar a sus ciudadanos a través del mercado y una sociedad postmoderna que parte de la diversidad de la
sociedad y adapta su producción a ella. Lo cual obliga a la industria a cambiar sus métodos tayloristas de producción en serie por
formas más flexibles de organizar el trabajo, y esto repercutirá a su vez en la propia estructura social y las culturas obreras. Las
teorías neo-schumpeterianas consideran el post-fordismo como el paradigma del quinto ciclo largo de Kondratiev de la economía
capitalista (el fordismo fue el del cuarto) (Freeman y Louça 2001). Ese cambio, como se verá, se observará también en el espacio
construido de la ciudad: muchos países van abandonando la arquitectura racionalista abstracta y estandarizada y sustituyéndola
por un urbanismo que respeta la historia, el contexto, la creatividad e incluso el capricho estético.
107
El término capitalismo post-industrial es anterior, fue acuñado por Daniel Bell (Bell 1967, 1973) y hace referencia a dos
cosas : a) el trasvase de la fuerza de trabajo de la industria hacia el sector servicios, debido a la robotización y computerización
crecientes de la fábrica y al traslado de las actividades industriales hacia países periféricos (el ejemplo paradigmático es el Reino
Unido, que fue durante un siglo la fábrica del mundo: en 1950 el 70% de su población estaba empleada aún en la industria, hoy
en día es menos del 10%) ; y b) el desembarco del capital acumulado, durante dos siglos de industrialización, en toda una serie
de sectores económicos “inmateriales”: ocio, arte, servicios personales de todo tipo, educación, investigación y conocimiento…
Todo ello gracias a la enorme ampliación de la base de consumidores que generaron las tres décadas de crecimiento
económico casi ininterrumpido en los países de la OCDE. Es en esta fase del capitalismo donde finalmente todo se mercantiliza:
casi cualquier cosa, casi cualquier objeto o proceso de la vida quedan mediados por el dinero, pueden comprarse o venderse,
desde el cuidado de los ancianos o los niños, hasta la experiencia intercultural de una estancia con indígenas primitivos, los
exorcismos de un chamán, o la hipoteca sobre la casa de un extraño. En su necesidad de seguir impulsando hacia adelante un
sistema basado en la expansión constante del capital, ese capital primero inundó las vidas de los ciudadanos de objetos
materiales (coche, casa, electrodoméstico). Cuando ya no era posible seguir creciendo a través de la venta del objeto en sí, el
sistema dio un salto adelante: empezó a vender estilos de vida asociados al objeto. El objetivo ya no era tener un coche negro:
era tener un coche que reflejara la personalidad y el estatus, real, fingido o aspiracional, del individuo. Lo mismo sucederá con la
casa o con la ciudad en sí misma. A través del concepto de city branding y city marketing la ciudad es convertida por sus
gestores en una mercancía: un producto de diseño en el que, a través de actuaciones urbanísticas, se restaura su pasado o se
construyen nuevos edificios y espacios emblemáticos para crear una imagen única del lugar ; imagen que es ulteriormente
estilizada via publicidad para venderla como producto de consumo a una potencial masa de visitantes, todo ello en el contexto de
un mercado mundial sin fronteras en el que la ciudad compite con miles de otros lugares (urbanos y no urbanos).
El término “capitalismo informacional“, por último, fue acuñado por Luke y White en 1987 y poco después
popularizado por Castells (1989, 1996). Designa una fase del capitalismo en el que el factor productivo más determinante habría
dejado de ser el control de los medios de producción para pasar a ser el del conocimiento, la tecnología. Es la posesión de
conocimiento/tecnología la que genera las plusvalías más jugosas. Es la posesión de dicho know how lo que determina quién se
ubica en el centro del sistema, en un mundo globalizado en el muchos países periféricos se han industrializado. La ciencia
genera una industria de cuello blanco, desplazando progresivamente la industria de cuello azul a la periferia. Los elementos
tecnológicos claves son la informática y las redes de comunicación de datos y personas. Es el cálculo de las computadoras lo
que ha permitido la definitiva revolución científica, hasta entonces condicionada por los límites biológicos del cerebro humano,
limitado incluso en su extensión y maximización a través de la cooperación entre cerebros. Es la transmisión instantánea de
ingentes cantidades de datos lo que ha permitido las formas de producción flexible, deslocalizadas, la emergencia de las
multinacionales y la globalización. Y lo que ha llevado a la dominación del capitalismo financiero sobre cualquier otro tipo de
forma de producción de capital. El dinero ya no es una pesada y arriesgada mercancía que es necesario transportar de un lado a
otro. El dinero se ha desmaterializado convirtiéndose en un flujo de electrones, igual que el pensamiento. En otras palabras, en
información. Todo lo cual acelera la economía a velocidades hasta ahora nunca vistas y exporta los efectos del movimiento de
capitales a una buena parte del planeta. Ingentes sumas de dinero pueden entrar de repente en un país (o en una ciudad) y
revitalizar su economía en muy poco tiempo pero pueden igualmente salir en cuestión de días y arrastrarla al abismo. La
industrialización del mundo, la globalización comercial y el surgimiento de un mercado financiero único, han provocado que la
economía política capitalista colonice finalmente todo el planeta. La era postfordista/postindustrial/informacional no sólo lleva las
reglas del juego capitalista a todas las dimensiones de la experiencia humana en los países centrales sino que se infiltra
finalmente en todos los rincones del planeta. Ha conquistado así toda la naturaleza humana, toda la naturaleza no humana
(gracias al capitalismo un particular en Nueva York puede ahora comprar un árbol determinado del Amazonas, para salvarlo de la
tala, se entiende), todo el espacio y todo el tiempo (el pasado se convierte en un espectáculo de consumo, y, gracias al crédito o
a los derivados financieros, el futuro, literalmente, “se compra” : no sólo se compran las imágenes del futuro, como la cienciaficción, sino el tiempo futuro real, cuyo valor fluctúa a través de tasas de interés, spreads y horquillas de futuros y opciones, en
los mercados financieros). Las consecuencias de todos estos procesos en el terreno de la estructura social y la cultura son
enormes: Es precisamente el intensificarse de estos fenómenos y no los escritos de los intelectuales en sí lo que provocó que
buena parte de esa estética y valores que en los años 60 aún eran minoritarios se hicieran dominantes en los 80 y los 90, si bien
en una versión mucho más domesticada que la que proclamaban las pancartas y grafittis de Mayo del 68 y practicaban
personalmente los hippies (Best y Kellner 1997)
Las formas flexibles de acumulación de capital y de producción y la post-industrialización del trabajo dan como
consecuencia un aumento exponencial de la heterogeneidad social. La realidad social está fragmentada en una miríada de
posiciones diferentes, de combinaciones de clase y estatus, con diferentes grados de capital económico, político, social, cultural,
que habrían sorprendido al propio Weber. Debido a ello, los propios movimientos sociales tienen que mutar a la fuerza: el
monolítico movimiento proletario centrado en el trabajo se debilitará muchísimo y surgirán movimientos más particularistas,
movimientos postmaterialistas (debido a que las necesidades materiales básicas, en los países centrales del sistema, están
mayormente cubiertas los objetivos reivindicativos serán de otro tipo: culturales, sexuales, étnicos). La terciarización de la
economía da lugar a fenómenos como la incorporación masiva de la mujer al trabajo y, con ello, a una revolución de la vida
familiar (la mujer puede ahora competir con el hombre gracias a la abundancia de trabajos de oficina o de atención al público en
los que no hace falta la fuerza física y donde se valoran en cambio las habilidades comunicativas y empáticas). La importancia
del know how abre una nueva brecha de polarización social entre trabajadores con altas cualificaciones (sea en la industria que
en el terciario) y trabajadores no cualificados. La superproducción creada por el aumento de productividad industrial permite la
generalización del consumismo y la satisfacción de unos valores hedonistas que pueden ser materialistas (consumir productos) o
no (consumir experiencias, como viajes, o drogas). El hedonismo, por fin, genera, por reacción, movimientos postmaterialistas,
como ciertos milenarismos y/o puritanismos religiosos o movimientos seculares que abogan por el decrecimiento, la vuelta a la
sencillez, a la vida rural, a estilos de vida alternativos a los que se dictan desde el shopping mall.
108
Junto a ello están los valores directamente inspirados por la filosofía postmoderna (Jameson 1991 ; Douglas y Kellner
1997), tales como el desencanto por los grandes metarrelatos (el mito del progreso sigue existiendo pero convive ahora, de
manera más o menos ambigua, con un pesimismo antropológico y, sobre todo, ecológico mientras el mito imperialista ha sido
casi totalmente abandonado); el relativismo cultural y con él el advenimiento de una mentalidad post-racial, post-patriarcal, postnacionalista, cosmopolita, y la construcción de la identidad a medida, atomizada al nivel del individuo, quien toma elementos de
aquí y de allá para construirse a sí mismo (Sennet 1998), esos elementos relativizados que flotan libres de su contexto en las
aguas de la globalización. La globalización y la ruptura de las fronteras categoriales han borrado las diferencias espaciotemporales: la vida es percibida como un presente eterno. El futuro ya está aquí (gracias a la tecnología) y no se espera que
haya cambios en ese sentido que nos sorprendan: esos cambios se dan ya por descontados y la demora que presentan en llegar
algunos de ellos, que habían sido anunciados por el discurso como “para ayer” (coches eléctricos, aviones supersónicos, vacuna
de la malaria) genera frustración. El pasado es visto de forma casi indiferenciada como un territorio único, investido de un aura de
fascinación, el lado salvaje de la existencia, pero que no se desea revivir, al menos no en su forma real, pretecnológica: se
reconstruye artificialmente, convenientemente higienizado y modernizado, en los parques temáticos e incluso en los viajes
exóticos y en algunos desarrollos urbanísticos, que tienen mucho de parque temático. Hay una búsqueda, pues, de lo inmediato,
mediada por un placer que es básicamente sensorial, no intelectual. En ese sentido el culto al cuerpo o a la realización personal
a través del ocio son características muy postmodernas.
6.5. La encarnación del paradigma cultural postmoderno en el urbanismo y la arquitectura de la ciudad.
Toda aquella sucesión de ondas de choque postmodernas, con sus baterías deconstructoras, sus sermones
relativistas, su repeluzno por el autoritarismo y la abstracción de las estructuras, su constante labor de zapa de los diques
categoriales y su cruzada a favor de la hibridación de elementos, de la multiculturalidad, del sentimiento y del capricho de lo
lúdico, de la satisfacción del deseo, tuvo desde el principio un reflejo en el arte, en la arquitectura en concreto y, finalmente, llegó
al urbanismo y liquidó parcialmente el modelo racionalista de la machine à habiter. También en la arquitectura y el urbanismo,
como en todo lo demás, el discurso moderno, aunque hegemónico, había estado siempre flanqueado por otros discursos
alternativos, críticos. Dentro del propio CIAM había disidentes del paradigma lecorbusiano (Sauvage 2001). En los Congresos de
1953 y 1956, el Grupo Team había dado, de hecho, un viraje radical al credo lecorbusiano pasando del concepto de calle como
“máquina para circular” al de “calle como asociación humana” (Kourniati 1996). El urbanista Kevin Lynch ya había advertido que
la ciudad debe ser un espacio “legible” para sus habitantes, provisto de una identidad (Lynch 1960) y la obra crítica clásica al
urbanismo racionalista, The Death and Life of Great American Cities de Jane Jacobs se convirtió en un bestseller académico
desde su publicación en 1961, en el cénit del dominio racionalista y es un diatriba vitriólica contra los desarrollos urbanos
estandarizados de ambos lados del Atlántico, de los grands ensembles y Le Corbusier al suburb y el urbanismo de Robert
Moses, quien por aquellos años estaba desventrando el Bronx. Jacobs grita a los cuatro vientos que el urbanismo moderno es la
negación de la ciudad y una forma de antihumanismo porque destruye las comunidades humanas y sus complejas redes de
relaciones espontáneas sustituyéndolas por el corsé cibernético de la zonificación y el aislamiento del apartamento o la vivienda
unifamiliar. Sus políticas crean espacios urbanos artificiales. Para contrarrestar esta tendencia Jacobs propone una serie de
soluciones urbanísticas de las que beberá más tarde el Nuevo Urbanismo postmoderno de los 80 y 90 y que giran todas en torno
a la necesidad de parar la máquina uniformizadora y generar de nuevo diversidad. Jacobs propone y enumera cuatro
generadores de diversidad: usos mixtos (rechazo de la zonificación), casas de alturas bajas y ciudad densa (una vía intermedia
entre el grand ensemble y el suburb) y la convivencia de lo viejo con lo nuevo (rechazo del antihistoricismo y antipopulismo
modernista y de la ciudad autofagocitante). Su estética puede considerarse como opuesta a la de la modernidad, abogando por
la redundancia y la espontaneidad, por el urbanismo que cree emociones, frente al que sólo produce orden y eficiencia, que ella
tacha de estéril. Su modelo en Estados Unidos es el Greenwich Village de Nueva York, como ejemplo no sólo en lo material sino
en lo social y cultural de comunidad viva, rica y vibrante. Jacobs no se contentaría con escribir sino que fue una activista social
que contribuyó a llevar a la práctica sus ideas y trabajó en la renovación urbanística de Toronto. En la misma línea de reforzar los
vínculos comunitarios y de vecindad se expresó Greer (1962).
Mención especial merece en este sentido la figura de Roel Van Duijn, fundador de los dos movimientos
contraculturales pioneros del hippismo en Holanda: los Provos (de provocadores) y sus directos sucesores los Kabouters
(gnomos o elfos). Con estos dos movimientos las nuevas corrientes postmodernas desembarcaron en el urbanismo y en el
terreno de la política local. Reclamándose herederos del anarquismo humanista de Kropotkin y embebidos de las ideas de la
nueva izquierda y del hippismo, estos movimientos entraron en política con una finalidad muy diferente a la de los viejos partidos
revolucionarios: la revolución no había de empezar por las macroestructuras de la economía política sino por los estilos de vida y
los valores culturales (De Jong 1987; Guarnaccia 1997; Zeman 1998). Había de empezar, pues, por y en lo local, con la
transformación de los espacios cotidianos y, en concreto, de las ciudades. Con sus ideas y acciones, Provos y Kabouters
desbrozarían el terreno para una renovación de las formas de vida en el hábitat urbano. Recibidas inicialmente como excéntricas
y chocantes, muchas de sus propuestas irían siendo aceptadas a lo largo de las siguientes décadas por segmentos cada vez
más amplios de la población y adoptadas por los grandes partidos de centro-izquierda e incluso de centro-derecha. El
movimiento de los Provos nació en 1965 con el objetivo de provocar al establishment político y cultural holandés con una serie de
happenings y acciones no-violentas pero altamente simbólicas. Un año después, obtuvo un concejal en el ayuntamiento de
Amsterdam y desde esa tribuna propuso sus conocidos Planes Blancos, una serie de propuestas dirigidas, desde la filosofía
postmaterialista y antimaquinista, a atajar problemas específicamente urbanos y hacer de Amsterdam una ciudad más vivible (De
Jong 1971; Guarnaccia 1997; Zeman 1998). El Plan Bicicletas Blancas proponía el cierre del centro de Amsterdam al tráfico
motorizado, con excepción de los taxis que habrían, no obstante, de sustituirse por vehículos eléctricos. Conscientes de su
posición de minoría en el ayuntamiento, los Provos pasaron a la acción para impulsar su iniciativa: pusieron en marcha una flota
109
gratuita de bicicletas blancas que todo ciudadano podría usar libremente. El Plan Coches Blancos proponía un programa de
vehículos eléctricos compartidos. El Plan Chimeneas Blancas proponía la creación de un impuesto disuasorio a los propietarios
de chimeneas altamente contaminantes y, sin esperar a que fuese aprobado, los Provos se pusieron manos a la obra para
presionar a los propietarios de dichas chimeneas, pintándolas de blanco para exponerlos a la crítica pública. El Plan Casas
Blancas buscaba resolver el serio problema de la vivienda con medidas contra la especulación inmobiliaria y la ocupación de
edificios abandonados. El Plan Pollos Blancos (pollos era el sobrenombre popular con el que se conocía a la policía de
Amsterdam) pretendía la reestructuración del cuerpo de policía: de ahora en adelante irían desarmados, sus jefes serían elegidos
democráticamente por la asamblea municipal y el peso de sus tareas se desplazaría de la persecución de los delitos a labores
preventivas y de trabajo social con la comunidad.
El movimiento de los Provos se autodisolvió en 1967 pero sólo para mutar de nombre en el de Kabouters (de Jong
1971). El plan era pasar definitivamente del estadio de movimiento social de protesta al de la acción política a escala nacional. En
febrero de 1970, mediante el artificio simbólico de constituir un gobierno paralelo al que denominaron Orange Free State (el
estado libre-o liberado- de los Orange, en alusión a su aversión anárquica por la dinastía reinante), mostraron al público la
firmeza de sus intenciones. Entre los Ministerios del Pueblo que componían su gobierno ficticio, establecieron como prioritario el
Ministerio de la Vivienda, y procedieron a okupar edificios vacíos en Amsterdam y a cedérselos a los sin techo. En junio de 1970
el nuevo movimiento, siempre encabezado por Van Duijn, obtuvo 5 concejales de los 35 que componían el ayuntamiento de
Amsterdam y entre dos y un concejal en otras 5 ciudades de Holanda. Con ellos, las nuevas propuestas para un urbanismo
basado en los manifiestos contraculturales continuaron calando el tejido de la política local y de la sociedad holandesa. Y
constituyeron un laboratorio de prueba y un escenario de demostración para el resto del mundo, por donde no tardarían en
aparecer fenómenos similares, especialmente en Alemania y los Países Nórdicos. 2 concejales Kabouters combatieron a favor de
la legalización del consumo de marihuana desafiando abiertamente al consistorio al fumar porros durante las sesiones. Mientras
los activistas del movimiento en la calle siguieron promoviendo y realizando numerosas okupaciones. Van Duijn, por su parte,
presentó una serie de propuesta más pragmáticas, como la de soterrar la mayor parte del tráfico urbano para eliminar los coches
de la vida de la ciudad (una propuesta que hoy puede parecer incluso conservadora pero que entonces, cuando la respuesta de
las autoridades al problema del tráfico se inclinaba masivamente por la construcción de invasivos y antiestéticos scalextrix –una
solución mucho más rápida y barata- se presentaba como atrevida). Finalmente, el movimiento acabaría por institucionalizarse,
como sucedería de hecho con muchas de sus (entonces radicales) propuestas, hoy en día parte integrante del estilo de vida de
las ciudades holandesas. El movimiento acabaría disolviéndose en 1974 y sus principales líderes, entre los cuales Van Duijn,
integrándose en los también nacientes partidos verdes, como Polietke Partij Radikalen, desde el que el paradigma postmoderno
del hippismo continuó penetrando y transformando la sociedad. Unos años más tarde los coffeshops donde se fumaba
legalmente marihuana no sólo eran un fenómeno común en Amsterdam sino que se habían convertido en una seña de identidad
y un reclamo turístico para la ciudad.
Por su parte, la arquitectura postmoderna también tiene sus pioneros por esas fechas. Ya desde los 50 aparecen
edificios aislados que presentan características proto-postmodernas, que se diseñan claramente como una reacción a la
ortodoxia del estilo moderno racionalista (Klotz 1998), pero será Robert Venturi, en los Estados Unidos, quien por primera vez
elabora una teoría arquitectónica sistemática, en su libro “Complexity and Contradiction in Architecture” (1966). En él Venturi
aboga por el retorno al ornamento, al contexto y la creatividad subjetiva en arquitectura y sintetiza sus planteamientos con un
slogan que construye en oposición consciente a aquel otro popularizado por Mies van der Rohe, una de las vacas sagradas del
minimalismo racionalista. Si para Mies “Less is more” (“Menos es más”) para Venturi “Less is a bore” (“Menos es aburrido”).
Venturi ya había puesto en práctica sus ideas unos años antes, con la construcción de la casa Vanna Venturi entre 1962 y 1964
(una vivienda unifamiliar que el arquitecto diseña para su madre). En ella Venturi decide expresamente hacer una declaración de
anti-funcionalismo construyendo un tejado a dos aguas que está partido en el centro, es decir, que está diseñado a propósito
para incumplir su función, para transformar un elemento estructural en un símbolo, en un portador de mensaje que subvierte, con
intencionalidad lúdica y caprichosa, la lógica racionalista. En su segundo libro-manifiesto, Learning from Las Vegas (1972), que
coescribe con Brown, Venturi vuelve a insistir en que el edificio tiene que comunicar sentido, tiene que estar cargado de
simbolismo. Pero este sentido no tiene porqué ser necesariamente unívoco sino que es entendido como plurisémico, una
comunicación cargada de símbolos diferentes y yuxtapuestos siguiendo la estética del collage: símbolos que pueden ser
interpretados por los observadores de formas diferentes (Venturi y Brown 1972). En resumidas cuentas, la epistemología
postmoderna aplicada a la arquitectura. Una arquitectura, dice Venturi, que refleje la realidad de la sociedad contemporánea en
toda su heterogeneidad. En ese segundo libro Venturi aboga por Las Vegas como el prototipo de ciudad y de arquitectura
postmoderna e invita al resto del mundo a imitar su modelo (de ahí el título). La ciudad modelo de un paradigma que tenía como
objetivo recuperar lo sensorial y la libido no podía ser Chicago ni Nueva York, con sus hombres de negocios y sus cadenas de
montaje: el kitsch de la lúdica Las Vegas, del capitalismo del espectáculo y del placer, era mucho más adecuado para ese papel.
Las Vegas es un espejismo cegador de mil colores surgido de la nada en medio del desierto más hostil y yermo, una ciudadsimulacro, que es poco más que su imagen, sin pasado. Una ciudad ha sido diseñada completamente desde cero como producto
de consumo de masas, de un consumo que gira en torno a la satisfacción de las pulsiones libidinosas más básicas (juego, riesgo,
sexo, droga, música, masaje), con una arquitectura fundada en los principios del capricho, la ostentación vulgar (cuanto más
grande y más chillón, mejor), la mezcla de estilos y la refuncionalización (edificios racionalistas por dentro e imitación de
arquitectura clásica por fuera, hoteles con forma de mausoleo pirámidal y fuentes) donde el tiempo ha sido comprimido y
eliminado (conviven los rascacielos abstractos con los edicificios neo-históricos de épocas diferentes). El Caesar Palace,
construido en 1962 es uno de los primeros edificios de estética postmoderna por excelencia.
Los textos de Venturi dejan claro que el postmodernismo arquitectónico tiene por objetivos generales la búsqueda del
significado y de la expresión. El edificio debe generar sentido y emoción y hacerlo a través de la libre creación, rechazando el
corsé de rígidas reglas estandarizadas y universalizantes de la arquitectura moderna racionalista. Una ulterior elaboración de
110
estas tesis la encontramos en la obra de Charles Jencks, “The Language of Post-Modern Architecture” (1977), crítico de arte
californiano que girará más tarde en la órbita de la llamada Escuela de Los Ángeles de sociología urbana. La obra es una
defensa a recuperar los referentes de la historia y la geografía local, frente al ahistoricismo y universalismo racionalistas.
Las características de esta arquitectura se inscriben en el marco más general de una estética postmoderna que recoje
las elaboraciones de la filosofía y las traduce a todos los géneros artísticos (Klotz 1998).Veamos ahora cuáles son algunas de
esas características más importantes:
a) Reciclaje de formas preexistentes a través de los mecanismos de la cita, el pastiche y la parodia:
Aunque a veces, sobre todo en cierta arquitectura más destinada al gran público, el postmodernismo implica una
vuelta del facsímil neohistoricista, en sus obras más puramente subjetivas, sobre todo un reducido número de edificios
emblemáticos, la creatividad predicada exige la reelaboración de los estilos, no su reproducción. Se trata de tomar detalles
ornamentales o estructurales de ciertos estilos del pasado (incluyendo el inmediatemente precedente del racionalismo, que es
absorbido así en la pluralidad no excluyente postmoderna, en esa condensación del tiempo en un presente inmediato y perpetuo)
y colocarlos en el edificio de manera caprichosa, aleatoria, rompiendo con cualquier tipo de regla formal de composición como la
simetría. Así la utilización de elementos preexistentes se opera a través de tres mecanismos:
- La cita (como las que hace Ricardo Bofill en su urbanización de bloques de apartamentos Distrit Antigone en
Montpellier (1979), donde incluye columnas dóricas en la fachada de edificios racionalistas ; pero también puede ser al
revés : una cita racionalista (la pirámide de cristal y acero) en un entorno clasicista (el palacio del Louvre).
- El pastiche o collage: la obra artística postmoderna se presenta a menudo como una yuxtaposición de elementos
heteróclitos. En literatura, por ejemplo, abunda la mezcla de géneros. Pensemos, por ejemplo en el boom de cierta
novela (El nombre de la rosa, de Umberto Eco (1980) es quizás el texto iniciador, al menos para el mainstream
popular) que mezcla el género histórico con el policíaco. Esta técnica del collage no era nueva ni exclusiva del
postmodernismo. El surrealismo, en cierta medida un antecendente del postmodernismo, ya lo había empleado
profusamente en los años 20 y 30 y también autores de la generación perdida como John Dos Passos. Pero mientras
en escritores como Dos Passos la técnica se inscribe dentro de una agenda moderna (el objetivo del collage es
efectuar una síntesis que permita aprehender mejor una realidad compleja) el artista postmoderno, en cambio, busca
intencionalmente no realizar síntesis alguna, sino resaltar el contraste entre los diferentes elementos yuxtapuestos y el
efecto sensorial y polisémico que de él se desprende. En arquitectura esto se traduce en la mezcla de elementos de
diferentes estilos en el mismo edificio.
- La parodia (el edificio AT&T, de Philip Johnson (Nueva York, 1984), un rascacielos racionalista rematado por un
frontón que con su vértice horadado por un agujero rompe con los cánones clásicos). Es en el mecanismo de la
parodia donde el postmodernimo muestra una de sus intencionalidades transversales: la ironía. El posicionamiento del
postmodernismo es el del juego, el capricho y la ambigüedad. Se trata de no tomarse la arquitectura en serio, como el
ingeniero arquitecto racionalista, sino de jugar con ella y de no comunicar un sentido necesariamente meridiano, para
dejar que sea el público quien lo construya. Es en este sentido que la actitud irónica es perfecta.
b)
Fusión espacio-tiempo.
En la literatura el posmodernismo provocó la fusión del espacio y del tiempo en la narración y la percepción difusa de la
realidad, así como los distintos puntos de vista del o de los narradores. En arquitectura, esa fusión de espacio y del tiempo se
produce a través de un neo-eclecticismo historicista. Las formas arquitectónicas de tiempos pasados y de otros lugares del
planeta son descontextualizadas y recontextualizadas despues, fielmente o en forma de collage o parodia, al mismo tiempo en el
mismo edificio o en la misma ciudad. El tramo de avenida conocido como Las Vegas Strip, en Las Vegas, Nevada, quizá sea el
epítome por antonomasia, como ya advirtió Venturi, de esa contracción del tiempo y el espacio. Allí se puede pasar en unos
minutos de un ambiente completamente racionalista, a admirar la reproducción del interior de una basílica romana, dar un paseo
en góndola frente a la reproducción del Palacio Ducal de Venecia o admirar la Torre Eiffel o un hotel en forma de pirámide de
Keops.
c)
Exaltación de la cultura y la estética populares:
Frente al racionalismo moderno, considerado una imposición autoritaria de una élite intelectual de vanguardia, el
postmodernismo quiere recuperar la estética de las mayorías silenciadas pero también de las minorías que forman parte de la
sociedad. Es decir, no se trata de sustituir un discurso único (el del elitismo abstracto) por otro (el gusto de la masa) sino de
recuperar todas las voces que no tienen voz, dando a la gente lo que la gente quiere. En su despanzurramiento categorial el
postmodernismo también acaba con las distinciones entre cultura elitista y cultura popular. Un ejemplo de ello lo tenemos en
Andy Warhol y el pop art, cuyos motivos son objetos de la cotidianeidad y el imaginario popular (marcas, estrellas de cine,
clichés), otro es el gran éxito de la artesanía. El resultado de esa fusión puede ser, a veces, el kitsch y, a veces, un neotradicionalismo popular. Los gustos de la población, como bien demostró Ledrut (1973) se inclinaban hacia esa dirección, y no
hacia la abstracción y el minimalismo, hacia los estilos historicistas y la arquitectura neo-popular, es decir, la reproducción de
formas constructivas tradicionales del agro, siendo la vivienda unifamiliar la más apreciada. Hacia una arquitectura que diera
sentido e identidad, que recuperara el pasado (aunque fuera de forma ecléctica) para calmar los vértigos de la mutación cultural
acelerada y que recuperara el lugar, la arquitectura vernácula, para preservar la idiosincrasia en medio de la oleada
111
homogeneizadora de la globalización. Veremos cómo el Nuevo Urbanismo propone, de hecho, urbanizaciones que son
reproducciones de pueblos y aldeas tradicionales con respeto a la historia de cada zona. Un fenómeno que había comenzado de
cierta manera en el suburb americano, cuya tipología de edificios, ya se comentó, nunca se plegó a la dictadura del cubo, y que
Venturi definió como “vernáculo comercial” (Venturi 1966).
d)
Búsqueda de efectos emocionales y sensoriales :
El ser humano no es sólo razón, es también emoción, insconsciente. Por ello, el edificio no debe sólo comunicar
significados, aunque estos sean plurales y multívocos, debe también provocar emociones, que no necesariamente tienen que ser
procesadas y/o explicadas por la razón. Para conseguir ese efecto en la gente la arquitectura postmoderna recurre a toda una
serie de técnicas:
- El empleo del color (los edificios se pintan de colores fuertes, contrastantes, a veces claramente inarmónicos, para
generar respuestas fuertes; en decoración de interiores aparece la cromoterapia, la idea de que los colores de un ambiente
pueden ayudar a inducir determinados estados de ánimo).
- La paradoja: la paradoja se emplea como una demostración a través de la arquitectura de la idea postmoderna de
que el mundo no está completamente gobernado por estructuras lógicas y predecibles. Así se emplea profusamente el
trompe l’œil, como ya se había hecho en el Barroco, para crear ilusiones ópticas. La composición de las baldosas de
una plaza en Oslo ha sido diseñada para que, vista desde cierto ángulo, parezca un gran agujero vacío, un abismo.
Así se produciría el efecto paradójico de ver a los viandantes caminando por el aire, desafiando las leyes de la
gravedad. El mismo efecto de desafío se pretende con la refuncionalización de edificios, tan común en proyectos
urbanos actuales (fábricas que se convierten en centros culturales, iglesias góticas que se transforman en
restaurantes o discotecas, etc.) o con los murales que se pintan sobre muros medianeros al descubierto y que
pretenden crear la ilusión de una fachada con ventanas o de la continuidad de la calle.
Abundando sobre el tema de la paradoja y el desafío arquitectónico al paradigma moderno, el postmodernismo vio
nacer en su seno una subcorriente conocida como arquitectura deconstructivista. Los vínculos con la teoría de la deconstrucción
de Derrida no son únicamente intelectuales, pues Derrida contribuyó él mismo al diseño de una de las primeras intervenciones
urbanísticas de la nueva escuela: los edificios del Parque de la Villette (1982-1987) en París. Las primeras formulaciones teóricas
de esta corriente se publicaron en la revista Oppositions entre 1973 y 1984 (Klotz 1998) y su foco es California. El título de la
revista revela ya su carácter contestatario. El primer edificio declaradamente deconstructivista es la propia casa de Frank Gehry,
quizá el principal exponente del grupo, en Santa Mónica, California, en 1978 (Salingaros 2008). El deconstructivismo se propone
atacar al racionalismo arquitectónico a través del uso de la estructura. No utiliza decoración, ni elementos del pasado:
simplemente, deconstruye la estructura de pilares y vigas de hormigón armado quebrándola como el cubismo había quebrado la
composición unitaria en varios planos de perspectiva yuxtapuesta. Es decir, inocula con arte y creatividad la propia dimensión de
la estructura, hasta entonces únicamente organizada en torno a principios de funcionalidad, es decir, racionales, ingenierísticos.
El resultado son edificios racionalistas que “desafían” las leyes del cálculo estructural (inclinados, retorcidos, más estrechos en la
base que en la cima) y muestran al público el carácter discursivo, ideológico del racionalismo. El cubo y el ángulo recto no son
estructuras universales, no son la única forma posible de construir un edificio de forma científica (Klotz 1998; Salingaros 2008).
Como en la etnometodología de Garfinkel (1967), los deconstructivistas rompieron las normas para mejor mostrar la estructura de
las mismas. Abundando en la paradoja, aquellos edificios que parecían desafiar las leyes de la gravedad requerían de un
conocimiento científico más avanzado y de herramientas más sofisticadas que los racionalistas. No fueron, de hecho, posibles
hasta que el progreso en computación no permitió dejar a los ordenadores el cálculo de aquellas estructuras tan complejas (Klotz
1998). Otra estrategia de deconstrucción se centró, no en la deformación de las estructuras, sino en su exposición al desnudo:
así, el Centre Pompidou muestra por fuera los elementos estructurales (tuberías) que supuestamente deben ir “escondidos”,
como un jersey al que se le diera la vuelta para mostrar la malla del tejido.
El discurso crítico de los intelectuales postmodernos ante el urbanismo racionalista y las resistencias populares al
mismo acabarían por surtir efecto y debilitar la hegemonía del credo de Atenas, si bien con intensidades y tiempos muy diferentes
en los distintos países. En algunos de ellos, como en general todo el norte y centro de Europa Occidental y Norteamérica, el
proceso de retirada se produjo de forma incluso sorprendentemente precoz y rápida. En otros, como en España y otros países
semiperiféricos o periféricos (sur de Italia, Grecia, Brasil, por citar algunos), el auge de los grandes polígonos y la dictadura del
hormigón y del cubo iniciaba justo cuando tocaba a su fin entre sus vecinos. En el caso concreto de España ha cristalizado en
una tradición cultural compartida por urbanistas y promotores que perdura con fuerza hasta nuestros días. Los conceptos del
nuevo urbanismo y de la arquitectura postmoderna han quedado arrinconados en ciertas urbanizaciones de vivienda unifamiliar
de poder adquisitivo medio-alto o alto. Para los demás desarrollos, el modelo sigue siendo, con ligeras concesiones a las nuevas
tendencias, el del bloque racionalista y la calle como “machine à circuler”. En otros lugares, sin embargo, las cosas empezaron a
cambiar muy pronto: en Francia ya en 1965 se lanza un programa de “villes nouvelles” basado en el fomento de la vivienda
unifamiliar, en clara ruptura con el urbanismo de los grands ensembles. En 1969 se abandona el programa Z.U.P. (Zones à
Urbaniser en Priorité) y el estado empieza a retirar su control sobre el urbanismo. En 1973 una orden ministerial prohibía la
construcción de polígonos de más de 500 viviendas con el objetivo declarado de “prevenir las formas de urbanización conocidas
como grands ensembles y luchar contra la segregación social por medio del hábitat”. Finalmente la ley Barre de 1977 desplaza la
prioridad de ayuda gubernamental de la construcción colectiva a la construcción unifamiliar. Es el final definitivo del bloque de
apartamentos. Desde ese año se produce un boom de la ciudad-jardín suburbial de casas unifamiliares. Sólo ese año de 1977,
ese tipo de vivienda supuso la mitad de lo construido (Croizé 2009). El giro copernicano fue retroalimentado con el regreso al
112
poder de los partidos de izquierdas, socialistas y comunistas, desde ese mismo año, primero en los gobiernos municipales y
finalmente en el gobierno central con Mitterrand. Ello suponía la llegada al poder de una nueva generación de izquierdas, la que
había pasado su bautismo de fuego en las calles de París la primavera del 68. Una izquierda totalmente remodelada, pasada por
una reestructuración antiautoritaria, humanista y postmoderna. Si ya en 1973 casi la mitad de los franceses, de acuerdo a un
estudio (Villac et al. 1978) aspiraba a vivir en una vivienda unifamiliar en un suburbio de estilo americano en menos de dos
décadas lo que era una aspiración se había convertido en una realidad: la mitad de los franceses eran, a finales del siglo XX,
propietarios de una residencia unifamiliar suburbana (Fijalkow 2002:35). Y ello entre todas las clases sociales: del total de
propietarios un tercio son clase obrera (Bourdieu 2000: 108). Era un síntoma de lo alejado que estaba de los valores sociales el
modelo funcionalista de habitación colectiva en polígonos estandarizados, las “maquinas de habitar”. La sociología urbana
crítica tuvo un protagonismo fundamental en esta derrota del paradigma racionalista. Nadie ilustra quizá mejor este argumento
que la obra y biografía de François Ascher, el más urbanista de los sociólogos neomarxistas, discípulo de Chombart y colega por
un tiempo de Topalov, Lojkine o Godard en el CNRS. Aunque en décadas posteriores iría derivando hacia una producción más
teórica y ensayística, los años 70 y 80 son los de un profundo compromiso con la aplicación de las ideas a la transformación real
de la ciudad, a la implementación de políticas urbanísticas. Así, junto a sus obras de carácter claramente aplicado Urbanisme
monopoliste, urbanisme democratique (1973), Pour un Urbanisme (1974) o Demain la ville? Urbanisme et politique (1975)
desempeñó una crucial actividad como asesor en varios de los organismos clave en la remodelación urbana de la época: el
Ministerio del Equipement (en su plan Plan Construction, Urbanisme et Architecture), la Federación de Empresas de Obras
públicas y la DATAR (ente estatal para la planificación territorial). Fue uno de los fundadores del Club Villes-Aménagement, que
reúne a los directores de los grandes proyectos urbanos. Su labor docente también fue decisiva en el reforzamiento del cambio
de paradigma. Fue miembro muy influyente del Institut français d'urbanisme, centro de formación de postgrado que integraba las
disciplinas sociales con las de intervención sobre el territorio y profesor de la Ecole de Ponts et Chaussées, estableciendo así un
puente entre entre las ciencias sociales y la ingeniería y arquitectura que revertían el trabajo de evangelización realizado por el
C.I.A.M. en décadas anteriores.
Las posiciones militantes y la influencia política de los sociólogos urbanos de los 60 y 70, al contribuir a la retirada del
paradigma racionalista, condenaron, pues, al error sus propias predicciones (Devoluy 1977). El urbanismo alienante se fue
humanizando. El autoritarismo estatal fue dando paso a la concertación y a formas más democráticas y participativas de gestión
urbana. Y la ciudad no murió. Las zonas periféricas desprovistas de servicios fueron poco a poco siendo dotadas. El transporte
colectivo volvió a ser impulsado y los centros de las ciudades, especialmente en Europa, experimentan una revitalización. Las
áreas históricas de la ciudad vuelven a ponerse estéticamente de moda, no sólo las zonas nobles sino también las populares, y
empiezan a rehabilitarse. Todo ello envuelto en los tonos de un neoromanticismo neohistoricista y neopopulista. Así, se van
peatonalizando las calles para que adquieran un aire pseudo-medieval, aparecen comercios, tiendas y puestos de artesanos
“auténticos”, los edificios se hacen parecer “antiguos” dejando las vigas de madera vistas y las terrazas de los cafés se proponen
como expresión de la urbanidad reencontrada: naturalidad, historicidad” (Bourdin 1984).
El cambio de paradigma fue en ciertos sentidos incluso más lejos en otros países, e implicó la demolición de lo ya
construido. El 15 de Julio de 1972 el polígono de viviendas Pruitt-Igoe de San Luis (Missouri), un infierno en la tierra en las
palabras del crítico Charles Jenks, es dinamitado por orden del ayuntamiento. Muchos lo consideran un hito que marca el
principio del final del urbanismo y la arquitectura racionalista moderna en Estados Unidos (Merrifield 2002). A aquella demolición
seguirán muchas otras. Sin embargo, en Estados Unidos el proceso de recuperación de los centros urbanos será mucho más
débil. Entre otras cosas, porque en la mayoría de las jovencísimas ciudades del país había poca cosa que recuperar. En Gran
Bretaña el propio Príncipe Carlos se puso al frente de una cruzada contra la construcción de New Towns y torres de
apartamentos. La última New Town se inauguró en 1970.
Al mismo tiempo que se criticaba el urbanismo racionalista aumentaba la sensibilidad, muy baja en aquel, hacia la
restauración y conservación del patrimonio arquitectónico. Aquella sensibilidad ya se había manifestado en muchos lugares tras
la Segunda Guerra Mundial, cuando se planteó el dilema de reconstruir o no los centros históricos devastados por los
bombardeos. En muchos lugares (Varsovia, Munich) se optó por la reconstrucción integral, pero en muchos otros (Londres,
Berlín) se impusieron las tesis racionalistas y se aprovechó para construir una nueva ciudad geométrica y funcional. Eso empezó
a cambiar definitivamente con la redacción de la Carta de Venecia en 1964, fruto de los trabajos de un congreso internacional de
arquitectos presidido por una delegación de la UNESCO y del Consejo de Europa. Aquella Carta venía a poner fin a la distinción
que hacía el racionalismo (inscrita en La Carta de Atenas) entre edificios históricos muertos y vivos (los primeros desprotegidos
de la demolición según la lógica de la machine à habiter. Todos los edificios están vivos, dirá la Carta de Venecia, incluso las
ruinas, porque todos transmiten un mensaje y construyen nuestra identidad cultural. Con la Carta de Venecia la conservación
pasa de ser, en todo caso, algo deseable y un imperativo moral de la civilización, una obligación con el pasado y con las futuras
generaciones, que tienen derecho a no ser privadas de su historia, de su pasado. La obligación de conservación se extiende,
además, de los edificios singulares a todo el entorno histórico urbano. La Carta expresaba una profunda preocupación por las
ciudades históricas ante la falta de sensibilidad de muchos urbanistas y políticos. Finalmente, sería refrendada y ampliada por la
Carta de Amsterdam de 1975, documento que sancionaba definitivamente el mandato de conservación integral de todos los
centros históricos y cuya filosofía se fue traduciendo progresivamente en legislaciones conservacionistas concretas en cada uno
de los países (Ahmad 2006).
La ciudad no murió, pues, y el impulso iniciado a finales de los 60 continuaría tomando cuerpo y velocidad hasta
acabar, finalmente, cristalizando en lo que se conoce como Nuevo Urbanismo desde finales de los 80. Las figuras principales de
esta corriente son Leon Krier y Cristopher Alexander en Europa, quienes escriben desde los años 70 una serie de manifiestos
urbanísticos, y un grupo de urbanistas en los Estados Unidos que se agrupan en torno al Congress for New Urbanism, fundado
en la ciudad de Chicago (otra vez Chicago) en 1993, y entre los que destaca Peter Calthorpe. Una institución prominente en el
fomento y elaboración de estas teorías fue el Prince of Wales' Institute of Architecture, fundado, presidido y financiado
113
directamente por el Príncipe Carlos de Inglaterra. Todos ellos abogan por la reforma de las políticas públicas de urbanismo para
construir nuevos desarrollos urbanos que satisfagan los siguientes criterios (Krier 1993; Calthorpe 1993):
1.
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3.
4.
5.
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7.
Frente a la zonificación y la segregación, los barrios deben ser diversos en usos y población. Para ello es necesario
construir con una variedad de tipologías de vivienda: casas unifamiliares, adosados y apartamentos, que no deben
superar las tres o cuatro alturas para evitar una excesiva densificación. Una ciudad en la que jóvenes y ancianos,
solteros y familias, ricos y pobres puedan convivir y establecer relaciones.
La arquitectura debe celebrar las tradiciones e historia local y las técnicas constructivas someterse a los criterios de
máximo respeto ecológico. Hay que construir edificios que parezcan tradicionales pero sean high-tech, es decir,
edificios verdes, de mínimo consumo y contaminación y máxima capacidad de reciclaje y de eficiencia energética.
El barrio ha de tener un centro identificable tanto por su espacio como por la acumulación en él de edificios
comunitarios y representativos que generen identidad y cohesión. Ese espacio ha de ser una plaza o un prado. El
centro concentra actividades colectivas (religiosas, culturales, administrativas)
La mayoría de las viviendas deben estar a menos de cinco minutos a pie del centro y de todos los servicios urbanos
(escuelas, parques y columpios, centros de atención sanitaria y una variedad de pequeños comercios suficiente para
atender todas las necesidades básicas de una familia).
Las calles deben formar una red interconectada, sin aislar espacios, pero al mismo dispersando el tráfico rodado de la
mayoría de las viviendas. Se ha de formentar la peatonalización y los carriles-bici. Las calles deben ser relativamente
estrechas y flanqueadas siempre por arbolado. Los aparcamientos se han de relegar a la parte de atrás de los
edificios, con acceso por pequeños callejones.
El barrio ha de tener instituciones democráticas de autogobierno: una asociación donde se practique la democracia
participativa y con capacidad de decidir en asuntos como el mantenimiento de la infraestructura urbana, seguridad, o
planes de urbanismo.
El diseño de los nuevos barrios debe estar inserto en un planificación más amplia del desarrollo a nivel regional, de
manera que el crecimiento urbano atienda a principios de sustentabilidad ecológica y económica (usando el
urbanismo, por ejemplo, para evitar los desequilibrios entre puestos de trabajo y vivienda)
6.6. Sociología urbana en la bisagra finisecular (1980-2010): entre el marxismo de la postmodernidad y los
enfoques postmodernos.
6.6.1. La reformulación de la sociología neomarxista frente al reto del postmodernismo y la postmodernidad.
Las transformaciones que la nueva fase del capitalismo estaba operando en la sociedad obligaron, desde finales de
los 70 y principios de los 80, a revisar el marco teórico del neomarxismo. Era necesario explicar desde el enfoque del
materialismo histórico la nueva forma informacional, postindustrial y postfordista que había adquirido la economía política pero
también dar cuenta de muchos fenómenos que quedaban fuera de los conceptos marxistas, revisados o no, tales como el
resurgir de las identidades, los nuevos movimientos sociales construidos en torno al género y la orientación sexual, los estilos
estéticos, o el resurgir de la religiosidad, por ejemplo. Ningún autor, por más positivista o estructuralista que fuera, podía hacer
oídos sordos completamente a las críticas epistemológicas postmodernas. Porque, aunque los defensores del positivismo
tuvieran parcialmente razón cuando tachaban al postmodernismo de moda, de mera especulación filosófica o de proyecto
nihilista que amenazaba con sumir al mundo en el limbo de un relativismo y un escepticismo estériles (un posicionamiento del
que fueron adalides gente como el padre del materialismo cultural, Marvin Harris (Harris 1999)) tampoco se podía negar que los
postmodernos habían puesto el dedo en la llaga y sacado a la luz muchas de las miserias y limitaciones de la ciencia positiva. En
su versión más razonable y moderada, el postmodernismo era una cura de humildad necesaria que no venía a liquidar la ciencia
y regresarla a una fase pre-empírica o puramente heurística sino a reformarla introduciendo toda una serie de herramientas y de
temas elaborados, precisamente, por las ciencias humanas, tales como la cultura, los estados psicológicos o la semiótica. El gran
logro de la crítica postmoderna fue su insistencia en la complejidad de los fenómenos y en su interdependencia y, por ello en la
necesidad de trabajar siempre desde un punto de partida holístico y multidisciplinar que tuviera en cuenta todo a la vez y en su
condición de interrelación mutua. En ese sentido la ciencia postmoderna es, más que un relativismo, un reequilibrio de la balanza
para conseguir una nueva (pero distinta) objetividad. Una objetividad en la que la realidad virtual de los símbolos es igual de real
que la de los objetos empíricos, en la que la verstehen es igual de importante que la medición precisa o la replicación en
laboratorio de determinados fenómenos. Y, nolens volens, todos los sociólogos materialistas tuvieron que acabar aceptando
esas aportaciones del pensamiento postmoderno. Sería el caso del ya citado Harris (¿qué es su concepto de lo emic sino una
aceptación de la relativa autonomía y naturaleza ontológica de la realidad virtual de las ideas?) y sería el caso de los sociólogos
urbanos marxistas. Así, desde principios de los años 80, autores como Zukin, Harvey o Castells o los de la Escuela de los
Ángeles, revisitarán de nuevo su marxismo, no necesariamente para liquidarlo pero sí para incorporar algunos de los enfoques
del bando postmoderno y, armados de tal guisa, concluir la tarea de explicar la ciudad del capitalismo tardío. Vamos a ver ahora
algunas de las aportaciones que estos tres autores en concreto hicieron, desde este “marxismo postmoderno” al estudio del
fenómeno urbano.
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Sharon Zukin. Críticas al marxismo de la Nueva Sociología Urbana
En un artículo escrito en 1980, la socióloga urbana Sharon Zukin abría desde Nueva York uno de los primeros frentes
críticos, sin salir del campo marxista, a la corriente que había dominado la sociología urbana durante toda aquella década que
entonces concluía. Zukin lanza una serie de acusaciones a la mayoría de los estudios urbanos hechos en Francia: son
repetitivos y es cuestionable si son aún capaces de generar conocimiento nuevo; han magnificado el tema de los intereses de
clase y tienden a verlos como el motor de todos los fenómenos cuando en muchos casos podría haber otros elementos con más
peso explicativo. Para Zukin esto constituye una especie de reverso de la falacia ecológica de la Escuela de Chicago. Si para la
Ecología Humana todo era explicable por el espacio, para la Nueva Sociologia Urbana el espacio no explica nada. Si para los de
Chicago los grupos urbanos pobres y marginados eran desviados y desadaptados, el lado oscuro de la sociedad, los marxistas
franceses los han convertido a todos, sin discriminación, en héroes y construido una leyenda rosa hecha de resistencias ante el
poder. No hay delincuentes, sólo resistentes a la opresión capitalista. La Nueva Sociología Urbana tampoco ha resuelto la duda
de si existe o no una cultura distintivamente urbana. Por último, y aquí se encuentra la gran aportación de Zukin, el rol que
Castells y su escuela le asignan a la ciudad en el capitalismo industrial obscurece y no considera adecuadamente las raíces del
urbanismo en la fase pre-industrial. Es necesario dejar bien clara la distinción entre capitalismo, industrialización y urbanismo. El
urbanismo es un fenómeno previo a los otros dos y durante un tiempo hubo un urbanismo capitalista pero no industrial. Hay
cuatro elementos de la ciudad capitalista que pueden ser rastreados hasta su etapa mercantilista en los siglos XVII y XVIII: 1) El
rol de la ciudad en el proceso de acumulación de capital. 2) El rol de la ciudad como proveedor de fuerza de trabajo barata. 3) la
conformación de lo urbano-local por lo nacional tanto a nivel económico como político. 4) El rol de la ciudad como maximizadora
del proceso de consumo, el correlato necesario de la producción, debido a su alta densidad de población.
En períodos anteriores la ventaja de las ciudades sobre el campo residía en su capacidad de concentrar población y
actividades económicas en una comunidad de gran eficiencia defensiva y militar. Para el Estado-nación la ciudad proporcionaba
una fuente de renta fácilmente accesible y controlable. Así, incluso en una sociedad aún fuertemente dominada por las rentas
agrarias, la ciudad atrajo capitales porque en ella se había gestado una estructura de inversiones concentrada en el espacio,
mucho más eficiente y manejable que las dispersas fuentes de renta del campo. Esta acumulación de capital intensificó a su vez
la capitalización de la agricultura en las áreas aledañas a las ciudades más populosas pues estas proporcionaban un mercado
para la misma. Posteriormente la ciudad industrial del siglo XIX aumentaría el ritmo de acumulación de capital, magnificando las
posibilidades técnicas para que este se produjera con mayor intensidad y atrayendo a la ciudad a miles de campesinos que a su
vez aumentaban el tamaño del mercado y permitían una mayor acumulación (Zukin 1980).
David Harvey: el primer gran análisis marxista de la sociedad postmoderna.
Desde finales de los 70, el laboratorio de pruebas por excelencia de David Harvey, Baltimore, como buena parte de las
ciudades occidentales, experimenta una transformación radical. De ser el “sobaco del Este”, como se la llegó a denominar
(Merrifield 2002: 148), se convierte en una próspera ciudad postindustrial, súbitamente atractiva para la inversión y para el
turismo. Su deteriorado centro urbano experimenta un radical lavado de cara: donde antes yacían los cadáveres de naves
industriales abandonadas y bloques de apartamentos decadentes surgen ahora enormes centros comerciales, el Maryland
Science Center, el National Aquarium, hoteles de cinco estrellas, una marina deportiva… ¿Qué había sucedido? La necesidad de
comprender y explicar todos aquellos cambios llevará a Harvey a centrar su atención en los procesos que llevan al surgimiento
de la ciudad postmoderna y sobre la postmodernidad en sí misma como momento histórico. Fruto de este interés son los
trabajos “Flexible Accumulation through Urbanization: Reflections on Postmodernim in the American City” (1987), artículo donde
avanzaba sus nuevas elaboraciones, y su monumental “The Condition of Postmodernity” (1989) cuyo título parafraseaba uno de
los manifiestos del postmodernismo sociológico, “La condition postmoderne” de Jean-François Lyotard. Pero ese interés no le
conduce a dejarse llevar por la moda académica del momento, el paradigma teórico-metodológico postmoderno. Muy al
contrario: fiel a sus convicciones epistemológicas, defiende, en una época en que el marxismo había perdido el aura cool de los
años 70, la total pertinencia del modelo de análisis materialista y racionalista frente al culturalismo, relativismo y “esteticismo” de
las corrientes postmodernas. Harvey es muy crítico con todos aquellos sectores de la izquierda (empezando con algunos de sus
propios gurús, como Lyotard, salido del grupo “Socialisme ou barbarie” y del movimiento del 68 en Francia) que se han dejado
seducir por los cantos de sirena que llamaban a la demolición de la Ciencia con mayúsculas y sus aspiraciones a conseguir
explicaciones objetivas y universales y su disolución en una miríada de micro-narrativas, de interpretaciones hermenéuticas,
ancladas en el contexto cultural local, popular. Para Harvey es necesario distinguir entre postmodernismo, como corriente
estético-epistemológica, y postmodernidad, como paradigma cultural con categoría ontológica, cuyos valores están
profundamente interrelacionados con los cambios producidos en la economía política capitalista, con el paso de la sociedad
industrial a la postindustrial. La postmodernidad así entendida es una etapa histórica, tiene realidad y ha de ser estudiada como
tal. Y lo mismo puede decirse de la ciudad. La ciudad postmoderna no es una pura construcción de intelectuales: es una realidad
histórica
Existe, pues, una ciudad postmoderna y es diferente de la ciudad moderna que la precedió. Y esa ciudad puede y
debe ser estudiada desde los marcos teóricos marxistas. El marco teórico marxista debe seguir, más que nunca, en la brecha,
para impedir la disolución del pensamiento sociológico científico. Pero, eso sí, debe someterse a ciertos ajustes finos, como ya lo
había hecho en el pasado, para responder a los retos epistemológicos que le presentan las nuevas realidades históricas: en
primer lugar, debe incorporar las categorías, aparentemente no económicas, de raza, género y diferencia en su marco teórico; en
segundo lugar, debe incorporar también a dicho marco las prácticas estéticas y culturales, la producción y reproducción de
115
imágenes y de discursos, esclareciendo el rol que desempeñan en el modo de producción del capitalismo avanzado postindustrial.
Para ello, Harvey rescataría del olvido a Guy Debord. La postmodernidad, nos dirá, no es otra cosa que el tránsito de
un régimen de acumulación a otro, dentro del seno del modo de producción capitalista. De la acumulación “rígida” del modo
industrial a la acumulación flexible en la cual cumplen un papel protagonista lo que él llama, parafraseando a Debord, la
“acumulación de espectáculos” (Harvey 1987).
Manuel Castells: el espacio-red de los flujos y la ciudad informacional.
Castells se transladó a California en 1979, donde aceptó un puesto como professor en la Universidad de California en
Berkeley. En este nuevo ecosistema, influido por la cercanía del naciente Silicon Valley, la carrera de Castells dio un nuevo giro
epistemológico, embocando un tercer período.
“The City and the Grassroots” (1983), su primera gran obra escrita desde California, es un libro que compila casos
detallados, presentes y pasados, de movimientos sociales urbanos, desde las Comuneros castellanos del siglo XVI a los
Communards de París de 1871, la Rent Strike del Glasgow de 1915, las revueltas de las inner towns de los años 60 en los
Estados Unidos, el populismo urbano de los “descamisados” argentinos, o el movimiento gay en San Francisco. En él Castells se
aleja del determinismo marxista de clase y, como puede apreciarse, reconoce la importancia de otros factores de orden cultural
como la identidad étnica, el género y la autoafirmación. En esta obra la balanza de la causalidad se equilibra poniendo más peso
en el platillo de la agencia y la subjetividad y quitando lastre al de la estructura y la objetividad. Es decir, Castells se ha dejado
influir un poco más por la corriente weberiana (“El marxismo en su conjunto ha sido incapaz de afrontar el reto, como ha
demostrado con gran inteligencia Peter Saunders”, escribirá en esta nueva obra (Castells 1983: 297) pero ha incorporado,
además, algunas de las críticas de las corrientes sociantropológicas postmodernas. En realidad, como bien observa Merrifield
(2002: 130), esa corrección no era necesaria, pues ya se encontraba presente en el concepto althusseriano de estructura
dominante que el mismo Castells había abrazado como uno de sus puntos de partida teóricos en 1972.
Castells admite que los actores también son escritores de la obra de la historia pero hace una precisión muy
importante: esta capacidad ha quedado reducida, en el sistema capitalista en vías de globalización, a la dimensión local, valga
decir, a la arena urbana, a la ciudad. En términos más generales, los procesos económicos y los engranajes del poder se
mueven a niveles tan internacionalizados, tan lejos de la escala humana, que escapan cada vez más a cualquier intento de
control o de resistencia por parte de los actores sociales. En estas circunstancias, con un Estado de Bienestar en proceso de
encogimiento (recordemos que el libro se escribe al inicio de una nueva era, la de la hegemonía de las políticas neoliberales
iniciada con el binomio Reagan-Thatcher en el mundo anglosajón), unos optan por refugiarse en la aséptica y ordenada vida del
suburb, o se movilizan sólo de forma egoísta y reactiva, como en los movimientos NIMBY (acrónimo de “not in my backyard”, “no
en mi patio trasero”) mientras las minorías proactivas se organizan para luchar contra la hidra capitalista en el único terreno en el
que ésta aún tiene una presencia física reconocible, un rostro: en la ciudad. Puede que sean impotentes para cambiar la
dinámica de los flujos globales de capitales y las reglas que dictan pero aún pueden tener alguna posibilidad de imponer ciertas
condiciones al establecimiento y operaciones de esos flujos en sus comunidades locales (impidiendo la instalación de industrias
contaminantes, forzando condiciones salariales, impidiendo la privatización de ciertos servicios, etc.)
Merrifield acusa abiertamente a Castells de renegar de sus orígenes marxistas por razones de imagen académica,
porque el marxismo había perdido en los 80 y 90 el aura que tenía en los 60 y 70 (Merrifield 2002: 130). Sin embargo, ninguna de
las posiciones que Castells defiende en The City and the Grassroots se sale de lo que podríamos denominar una lectura nodogmática de Marx, es decir, de la escuela neo-marxista. La obra de Castells sigue siendo neo-marxista y manteniendo la misma
línea iniciada en la década anterior. Lo mismo puede decirse del resto de sus obras en las décadas siguientes, incluyendo su
análisis de la sociedad post-industrial vehiculada por las TICs, su evangélica trilogía “The Information Age “(1996). Y, sin
embargo, Castells se esforzara conscientemente por negarlo. En “The City and the Grassroots” afirmará: “el marxismo está en
ruinas” (Castells 1983: 297). Más tarde, en una entrevista concedida en 1997 pronunciará, en tono avergonzado, las siguientes
palabras: “Althusser era simple retórica para nosotros, nada más que un concepto, y muchos de nosotros nos alejamos muy
rápido del paradigma althusseriano […] La influencia del marxismo de Althusser no fue duradera. Y no lo fue porque no tenía
substancia (Castells, en Merrifield 2002:131).
Castells estaba viviendo en lo que ya por entonces todos consideraban una nueva era y no se pudo resistir a la
seducción de sus encantos. Y, sin embargo, a pesar de sus avergonzados reniegos, Castells, insisto, no dejó nunca de ser un
académico marxista. Su gran logro en las últimas décadas ha sido, precisamente, el mismo de Harvey: aplicar el método
estructural marxista al estudio de esta nueva etapa del capitalismo. Fue ese estudio lo que le hizo saltar definitivamente al
estrellato de la academia. Ese trabajo inicia en 1989, el mismo año que se publicaba la obra de Harvey, a quien quizá le deba
mucho, y de nuevo se ancla firmemente al fenómeno urbano: ese año veía la luz “The Informational City”. En este libro no hay ni
una sola mención a los movimientos sociales. Castells vuelve al estudio de la estructura, sólo que esta vez se centra en la
tecnología, en las nuevas tecnologías de la información en concreto, con los medios de comunicación de masa y las
computadoras, como protagonistas. Era un preludio de la que sería su magna obra de unos años después: la trilogía “La Era de
la Información” (1995). En estas obras (1989, 1995) Castells elabora un nuevo concepto de espacio: al espacio físico analizado
hasta entonces superpone el nuevo espacio virtual de los flujos y las redes, creado por el intercambio de información, personas,
bienes y servicios. Un espacio no estacionario sino en movimiento, en flujo constante. A pesar de su sofisticación argumental y
del abrumador bombardeo de datos empíricos y estudios de caso, Castells ha sido tachado de determinista tecnológico y de
116
ofrecer explicaciones unívocas (Merrifield 2002), es decir, de dar un paso atrás en su evolución teórica volviendo a recomponer el
burdo materialismo marxista que Althusser había tratado de deshacer. Según el mismo autor también habría dado un paso atrás
en su compromiso con la izquierda política: La ciencia social debe ceñirse a interpretarlo. Merrifield advierte en sus obras incluso
tonos de loa al nuevo capitalismo (por ejemplo en su obra sobre las tecnópolis, en especial el capítulo sobre Silicon Valley que es
descrito en tonos bastante róseos (Castells 1994)).
La sociedad red, nos dice Castells en su trilogía, genera una dicotomía entre el espacio de los flujos y el espacio de los
lugares. El espacio de los flujos es la forma espacial dominante en la economía política de la sociedad red del capitalismo
informacional. Es la organización material (espacial) de las prácticas sociales que funcionan a través de flujos (de capitales, de
información de gestión, de imágenes e ideas, tecnología, drogas, modas, miembros de la élite cosmopolita, migrantes) y está
configurado por una combinación de tres soportes materiales: la red de comunicación electrónica; los nodos de la red (donde se
ubican funciones y organizaciones estratégicas, es decir, las grandes ciudades) y ejes de transporte, ambos organizados de
forma jerárquica; y la organización espacial de las élites gestoras de dichos flujos. Estas élites son cosmopolitas pero no flujos.
Lo que significa que tienen que vivir en algún lugar. Esta sociedad red implica así un proceso simultáneo (y no contradictorio) de
desterritorialización/reterritorialización.
Dichas élites están organizadas en comunidades culturales y políticas con fronteras materiales y simbólicas claras y
cerradas: en el primer caso por vallas o por los altos precios inmobiliarios, en el segundo por estilos de consumo y valores y
prácticas culturales propias (golf, jacuzzi, educación multilingüe e internacional en escuelas y universidades privadas exclusivas,
matrimonios entre ellos etc.). Es una subcultura ligada finalmente al espacio y que funciona a través de conexiones
interpersonales (decisiones estratégicas que se toman en clubs de campo, restaurantes exclusivos, etc.). Una comunidad que
crea formas espaciales estandarizadas (arquitectura moderna homogénea) por todos los nodos y ejes de la red transnacional por
donde se mueven, donde poder reproducir su subcultura (hoteles de lujo, salas VIP de aeropuertos,). Es un espacio desvinculado
de la especificidad histórica de cualquier sociedad concreta.
También el resto de la gente, los que no constituyen la élite gestora, tiene que vivir en un espacio concreto. Pero este no es
internacional ni cosmopolita sino que, por el contrario, sigue siendo local, apegado a la identidad propia (como vecinos,
miembros de una etnia, de una nación) y a veces degenera en xenofobia, tribalización…
Contemporáneamente o con posterioridad a Castells otros autores también han dejado importantes reflexiones acerca de
esta dicotomización del espacio generada por la globalización y las TIC. Giddens (1990) por ejemplo, observó la aparición del
fenómeno del “espacio vacío” o el desanclaje entre espacio y lugar de relaciones. En las sociedades premodernas las relaciones
sociales eran siempre directas y se daban en un espacio delimitado. La modernidad permite relaciones entre personas de
lugares muy distantes, desanclando así el espacio de la relación social. Pero ese desanclaje, como en el caso de Castells, no
significa que la gente no viva en un lugar real sino que los lugares modernos son “fantasmagóricos” porque conformados por
influencias sociales remotas. Tomemos el ejemplo del centro comercial local: es cercano, familiar, pero constituido por tiendas de
cadenas que se encuentran en muchos sitios y muy similar en diseño al de otras ciudades. En 1992 Marc Augé acuñaría otra
etiqueta dicotómica más, que ha adquirido gran popularidad: la de lugar antropológico/no-lugar. Por el primero entiende un lugar
donde se leen las identidades, las relaciones sociales y la historia. Donde la gente utiliza el mismo lenguaje cultural. Con
fronteras geográficas definidas. Por el segundo un espacio donde no pueden leerse las identidades, no existen las relaciones
sociales ni la historia. Lugares donde priman las relaciones contractuales, utilitarias, anónimas y, por ello, espacios de soledad,
transitoriedad y alienación. La postmodernidad implica la multiplicación de estos no-lugares (hospitales donde se nace y se
muere, medios de transporte, estaciones y aeropuertos, bancos, hoteles…). Sin embargo, Augé nos advierte en contra de una
lectura simplista de su dicotomía (la que después, desgraciadamente y como suele ocurrir, acabó popularizándose): La dicotomía
es sólo un tipo ideal. En la vida real lugares y no-lugares se entrelazan. Todos habitamos entre unos y otros. Uno puede
convertirse en el otro y viceversa, dependiendo de los actores (las estaciones pueden ser un punto de encuentro de jóvenes, los
aeropuertos son un lugar y casi un hogar para quien allí trabaja) (Augé 1992).
Manuel Castells y Saskia Sassen: las megalópolis globales y su función en la economía política del capitalismo
informacional.
Finalmente, Castells dedicará buena parte de sus esfuerzos a explicarnos la función que desempeñan las grandes
ciudades, las metrópolis informacionales que constituyen los nodos de la sociedad red en el capitalismo informacional de finales
del siglo XX y principios del XXI (Castells 1989). Un trabajo que será complementado por el de Saskia Sassen, en términos muy
similares (Sassen 1991, 1994). Habría podido esperarse que, con la disolución del tiempo y el espacio traída por las
telecomunicaciones y con la deslocalización industrial se hubiera producido una tendencia hacia la desaglomeración urbana (las
industrias pueden estar en muchos sitios, la gente puede trabajar a distancia). Esta tendencia, en efecto, se observa, pero
convive con otra de signo opuesto que es igual o más fuerte: el crecimiento de megalópolis. Esto es debido a que esas
megalópolis cumplen varias funciones estratégicas en la economía política del capitalismo global:
a)
b)
Son los centros de mando de dicha economía: en ellas se concentran las sedes de las finanzas y de las grandes
multinacionales que necesitan tener una red jeraquizada de centros de control para gestionar una empresa que se
extiende por innumerables países.
Alrededor de dichas multinacionales se concentran también las empresas proveedoras de servicios avanzados que
dichas multinacionales necesitan para operar internacionalmente: bufetes de abogados, consultorías, especialistas en
fusiones y adquisiciones, brókers, agencias publicitarias y de recursos humanos, centros de innovación y de
117
c)
d)
e)
investigación (que generan la tecnología que permite maximizar la producción y crear productos nuevos de alto valor
añadido), centros educativos (colegios y universidades) de élite para formar a los cuadros de las empresas, a los
científicos y a los propios educadores.
En muchos casos las megalópolis se forman en torno a las capitales políticas, porque para las multinacionales
también es ventajoso tener a los interlocutores del Estado cerca, aunque no siempre es el caso (lo es en el caso de
París, Londres, Tokio, México D.F., Madrid, Ámsterdam, pero no en el de New York, Sídney, Sao Paulo, Shanghái,
Frankfurt, Milán, Barcelona…)
La concentración de gestores multinacionales y proveedores de servicios en un único lugar físico sigue siendo
funcional porque genera sinergias, ahorra costos de transporte y se adapta a la forma humana de gestionar los
negocios, que sigue prefiriendo las relaciones cara a cara (muchas decisiones se toman en restaurantes, clubes de
campo, y aunque viajar forma parte del atractivo estilo de vida de los ejecutivos, también es cómodo tener a los
interlocutores en la misma ciudad.
Finalmente, las megalópolis siguen siendo atractivas para esta clase de gestores y trabajadores supercualificados
porque la alta concentración de capital y el tamaño permiten la existencia de un conjunto muy sofisticado de servicios
recreacionales y culturales que una ciudad más pequeña no puede ofrecer, y que forman parte del estilo de vida
irrenunciable de estos grupos: teatros, salas de concierto, museos, galerías de arte, instalaciones deportivas,
restaurantes de superlujo, colegios y universidades de superélite (para formar a los hijos), aeropuertos internacionales
con conexiones directas a todas partes del mundo. La incomodidad de la gran ciudad es paliada con la
suburbanización en grandes casas con jardín en vecindarios tranquilos bien conectados con los centros de trabajo, o
en departamentos de lujo en rascacielos, aislados por la altura del mundanal ruido. Con su demanda de viviendas muy
grandes y con espacio (jardín, terraza en el loft) contribuyen a la expansión de la megalópolis en una zona cada vez
más amplia.
Las ciudades globales están conectadas unas con otras en una red jerarquizada que tiende a desengancharse
relativamente del territorio circundante (de nuevo un proceso de desanclaje), el cual permanece en buena medida anclado en una
lógica económica local (pensemos por ejemplo en Madrid, rodeado por el cinturón rural de las dos Castillas). El resultado en
términos territoriales y sociales es una estructura dual, muy polarizada, fruto de la diferenciación de la economía postindustrial en
dos sectores:
a)
b)
Un sector formal basado en la gestión de la información con una fuerza de trabajo “mejorada”, cada vez más
cualificada que proviene, en general, de las clases sociales previamente más privilegiadas (las que poseían altos
niveles de capital cultural y social).
Una fuerza de trabajo “descualificada” (cuando realizan trabajos de baja cualificación aunque su cualificación sea
mayor) o no cualificada compuesta por un conjunto abigarrado de procedencias diversas: obreros cualificados de las
industrias que han cerrado por la reconversión industrial y la deslocalización (ahora pasan a hacer trabajos menos
cualificados que los de antes), jóvenes provenientes del fracaso escolar o muy cualificados pero explotados como
becarios en precariedad, mujeres, emigrantes (muchos de ellos con mayores cualificaciones en su país de origen de
lo que requiere el tipo de trabajo que realizan). Nutren las filas de los empleos de bajo nivel en los servicios urbanos y
oficinas de la economía informacional con bajos salarios, muchos contratos a tiempo parcial, precariato o en la
economía informal. Y a todos ellos se añaden los excluidos del sistema: parados, drogadictos y delincuentes, gente
sin hogar…
Es una sociedad caracterizada por su fragmentación en universos sociales con escasa comunicación entre ellos, con estilos
de vida diferenciados en términos de consumo, relaciones familiares, residencia, uso del espacio urbano. La alta concentración
de gente con rentas altas en las grandes ciudades tiene efectos perversos sobre la calidad de vivienda de los grupos de salario
bajo porque aumenta la presión por el suelo haciendo subir muchísimo los precios de la vivienda. Los primeros (las clases
medias altas y altas de la economía informacional) están jerarquizados a su vez en clases: una clase hegemónica cuyos estilos
de vida se convierten en el modelo cultural al que aspira toda la sociedad en su conjunto. Los segundos (trabajadores no
informacionales de bajos ingresos) no pueden formar una clase social con cohesión interna debido a la extrema variedad de sus
posiciones respecto a la estructura de producción e incluso se enfrentan entre ellos: obreros precarizados que se vuelven
xenófobos culpando a los inmigrantes de sus problemas, afroamericanos contra latinos en EEUU, etc.
6.6.2. La sociología urbana postmoderna hasta los años 80.
Bajo la etiqueta de sociología urbana postmoderna se incluye toda una abigarrada serie de autores que, en términos
generales, comparten en mayor o menor medida los principios comunes de: escepticismo epistemológico, metodologías
deconstructivistas y no-positivistas, una posición crítica frente a los relatos oficiales y construídos desde el poder y una intención
de ofrecer siempre perspectivas nuevas de los fenómenos, algunas veces claramente provocadoras (intencionadamente
provocadoras, diría yo) y, finalmente, una incursión en los territorios poco cartografiados aún de las dimensiones psicológicas,
culturales, estéticas y semióticas de lo urbano. Entre ellos existen innumerables diferencias, sin duda, reflejando el mismo
rechazo a la univocidad del paradigma postmoderno. No es fácil hacer una selección de autores, porque son legión. Tampoco es
fácil realizar una clasificación nítida y, hemos de advertir que esta categoría, en cumplimiento con el propio mandato
postmoderno, es una categoría abierta, permeable, encabalgada de yuxtaposiciones. Así las simpatías y filiaciones de muchos
sociólogos con los movimientos de izquierda les hacen abrazar enfoques, al menos desde el punto de vista político pero también
parcialmente en lo teórico-metodológico, que los acercan a los marxistas. Es el caso concreto de la que se ha querido presentar
118
como la escuela más importante de la sociología urbana postmoderna, la Escuela de Los Ángeles, que en realidad hibrida la
deconstrucción postmoderna con la economía política marxista. Se trata, por lo tanto, de una corriente en la frontera y, en ese
sentido, habríamos podido también incluirla en el apartado anterior. La realidad es que, una vez pasadas las primeras fiebres
revolucionarias del postmodernismo de los años 80, será ahí, en la frontera donde la gran mayoría de los sociólogos urbanos se
fue situando, en un afinado y sensato compromiso entre positivismo y verstehen, entre economía política y enfoques
psicoculturales y semióticos. Hecha esta precisión veamos ahora, no obstante, qué podemos decir de algunas de las
aportaciones del paradigma postmoderno al estudio de lo urbano.
Guy Debord y el movimiento situacionista
Muchas de las ideas de Lefebvre fueron retomadas en los 70 por el ya mencionado grupo subversivo de los
situacionistas, con Guy Debord a la cabeza. Eran idealistas, utópicos románticos, que tuvieron un papel central en las revueltas
del 68 pero que también dejaron una producción intelectual. En las vísperas de aquella revuelta social y cultural, Debord escribe
“La Societé de l’espectacle” (1967). Si Lefebvre advertía que la mercantilización había pasado a la vida cotidiana y al espacio,
Debord denuncia que esta ha ido un paso más allá hasta abarcarlo todo, incluso la cultura, el mundo simbólico todo, a través de
un proceso de conversión del mismo en espectáculo de masas para el consumo de las masas. Todo lo que antes era espontáneo
y directamente vivido ahora se ha transformado en representación que es producida para su venta. Es un capitalismo que no sólo
antepone las cosas a las personas sino, en una vuelta de tuerca espiral, las imágenes de las cosas a las cosas mismas. Las
imágenes espectaculares nos venden una representación de la realidad y son un mecanismo para ocultar la verdadera realidad.
Marx decía que la alienación capitalista sólo hacía sentir a los obreros que eran ellos mismos cuando estaban en casa. Para
Debord el nuevo capitalismo comporta una doble alienación: tampoco son ellos mismos cuando están en casa puesto que el
espacio vivido también ha sido conquistado, física y simbólicamente, por la mercantilización. En su tiempo de ocio los
trabajadores no son otra cosa que consumidores, la vida privada es invadida por la publicidad, la moda, la comida precocinada, la
cultura pop enlatada. Así, las fronteras que separaban lo económico de lo político y de la vida privada se han disuelto. El trabajo
alienado se ha convertido en vida alienada. Las calles espontáneas, desordenadas amenazan el status quo de la sociedad del
espectáculo que trata por ello de convertir la ciudad en una mercancía en sí misma, en un escenario de una obra de teatro
diseñada hasta el detalle para provocar los efectos deseados al ser consumida: el poder controla la cultura urbana, la pone en
manos de tecnócratas especialistas en lugares especializados. Así por ejemplo museifica el centro, y crea hábitats
pseudorrurales en los suburbios cuya única similitud con lo rural está en la imagen de lo rural.
Así, los situacionistas denuncian la ciudad moderna como patológica para el espíritu, la libertad y el progreso social de
la humanidad. Siguiendo a Marcuse dirán que en la ciudad moderna Logos ha triunfado sobre Eros, el orden sobre el desorden.
Despreciaban igualmente las ciudades soviéticas y las ciudades mercantilizadas de Occidente. Rechazan los gritos de batalla de
Le Corbusier (como el Il faut tuer la rue!, ¡Debemos matar la calle!, por ser sinónimo de desorden y falta de armonía) y el
brutalismo sin alma del Congreso de Arquitectos Modernos. Los grand ensembles son para ellos barracones de un campo de
concentración. Odiaban la Brasilia de Oscar Niemeyer, uno de los buques insignia del racionalismo moderno. Rechazan la
zonificación que conduce a la compartimentalización espacial. Dicen no a la lógica de separación modernista. Proponen un
urbanismo unitario que vuelva a reunir lo separado. Frente a la ciudad racional, proponen la ciudad espontánea, de la
imaginación, de lo lúdico. Su ideal son las ciudades llenas de rincones misteriosos, de plazas, barrios llenos de gente en las
calles, curvas, recovecos. Frente al concepto moderno del hombre como Homo sapiens y Homo faber, proponen la dimensión
del Homo Ludens, siguiendo los pasos de Johan Huizinga (1938). Una de las principales características del juego es su
naturaleza libre. Reclaman un urbanismo que devuelva a la gente el poder para decidir cómo conservar o transformar el espacio
en el que viven.
Los situacionistas acuñaron algunos métodos para llevar a la práctica su agenda. Uno de ellos era la dérive: se
abandonaban a un viaje “surreal” (en la adjetivación de Merrifield 2002: 97) a través de las calles de París, a pie, durante horas,
muchas veces de noche, tratando de identificar el pulso de cada barrio, de atrapar el inconsciente de la ciudad. De esa forma
acumularon una cantidad inestimable de datos cualitativos con los que trataron de componer una psico-geografía urbana que
reveló la creciente fragmentación de la ciudad. Otro mecanismo era el détournement (secuestro): ocupar el espacio hasta ahora
ocupado por los convencionalismos burgueses para desalienarlo: con ocupaciones, manifestaciones, sentadas, construcción
alternativa, graffitti. Cuanto más exagerado, mejor, con la intención de provocar, de protestar. Se convierten así en precursores
del movimiento de los squatters u okupas.
Junto con otros grupos de izquierda (comunistas, maoístas, anarquistas) pusieron en práctica el détournement en la
universidad de Nanterre, ocupando su rectorado un 22 de marzo de 1968 y encendiendo así la mecha de la mayor revuelta
contracultural de la historia contemporánea de Occidente que, sin embargo, pasaría a la historia con el nombre de mayo.
Muchos graffitti citaban textualmente pasajes de La Societé de l’espectacle. El propio campus de Nanterre era un símbolo de la
alienación del espacio que Debord y su grupo llevaban años predicando: un espacio universitario de rascacielos racionalistas
segregado del centro de la ciudad de París, rodeado de barrios obreros y poblados chabolistas de magrebíes y portugueses. Un
campus de aulas masificadas donde imperaban las relaciones burocratizadas, distantes, impersonales y jerárquicas entre
alumnos y profesores. Una institución que no dudan en calificar de totalitaria en la que los alumnos eran tratados como niños
sumisos, cuya funcionalidad era formatearlos para convertirlos en perfectas piezas del engranaje laboral capitalista (Merrifield
2002: 106).
119
El Centre d'Études, de Recherches et de Formation Institutionnelles
El CERFI fue fundado en París por uno de los máximos exponentes del postestructuralismo francés, Félix Guattari, de
quien ya hemos hablado, y estuvo activo entre 1967 y 1987, siendo su medio de expresión la revista Recherches. Colaboró
activamente con Michel Foucault y Gilles Deleuze, aunque estos nunca llegaron a ser miembros del grupo. Se trata de una
institución académica independiente de la estructura universitaria o de investigación oficial, diseñada con principios cooperativos
y de democracia participativa. Tenía vocación interdisciplinar y atrajo a científicos sociales situados en la órbita de la Deuxième
Gauche. En torno a Guattari se reunían semanalmente una veintena investigadores entre sociólogos, urbanistas, economistas,
psicólogos, pedagogos o simples militantes. Trabajaban asambleariamente y realizaban investigaciones que se financiaban con
contratos ad hoc que obtenían indistintamente del sector público o privado, siempre con el objetivo de no vender su
independencia a nadie. Trataron siempre de resistir la tendencia del medio académico a institucionalizarse bajo las diversas
formas de funcionariado o de burocracia sindical o de partido. Ni siquiera pedían un título universitario para formar parte de los
equipos de investigación. El dinero de los contratos era distribuido de forma igualitaria entre todos los miembros. No se hacían
distingos de jerarquías o antigüedad (Mozère 2004).
Fieles también a sus ideales, el CERFI no constituyó nunca una verdadera escuela con un posicionamiento teórico
unificado. Fue más bien un lugar de experimentación cuyo común denominador más significativo era su posicionamiento crítico
frente a las estructuras y discursos del poder, tanto a nivel macro como a nivel micro. Finalmente, drenado por la penuria
financiera, el grupo acabará disolviéndose y muchos de sus miembros, más mayores y menos idealistas, integrándose en el
sistema académico institucional (Mozère 2004).
Pero su legado es sin duda enorme. Su principal aportación consiste en haberse apropiado de la problemática de
Foucault y haberla aplicado al espacio construido urbano. Siguiendo la estela del filósofo, el CERFI concentró su atención sobre
los equipamientos colectivos urbanos como dispositivos de normalización y disciplina. Las escuelas, los transportes colectivos,
los centros comerciales, los grands ensembles, las parcelaciones de suelo, la tabicación interior de los domicilios… todo ello
constituye para los investigadores del CERFI otros tantos mecanismos de disciplina de los ciudadanos. Quizá el texto que mejor
ilustra esta posición sea el de Lion Murard y François Fourquet ”Les équipements du pouvoir”, de 1973. El mismo Murard
estudiará junto con Patrick Zylberman (1976) la aplicación de esta lógica en las cités-ouvrières del siglo XIX y principios del XX
intentando buscar los orígenes de aquella práctica. Es una estrategia que ellos denominan el “urbanismo del vacío”: separación
de las casas por calles anchas y despejadas con plano ortogonal… todo para atomizar la cohesión social de los trabajadores.
Atomización que se continua en la casa, la “boite à habiter “(la caja de habitar), diseñada para introducir la disciplina en el
domicilio, a través de la separación y especialización de los espacios que divide la vida familiar en funciones separadas: cada
uno en su habitación, cada uno en su cama, el salón para el día, la habitación para la noche; casas que son instrumentos de
ingeniería social para ajustar el tamaño de las familias (Murard y Zylberman 1976).
Richard Sennett : perspectivas psicologicistas y culturalistas.
La figura y la obra de Sennett representan un reto para cualquiera que busque encasillamientos categoriales o
escolásticos. Si bien su obra más contemporánea sin duda escapa de los márgenes de la sociología urbana y sólo puede
calificarse como ensayo sociológico de amplio espectro, la primera etapa de su carrera, como investigador del Joint Center for
Urban Studies de Harvard y el MIT en las décadas de los 70 y 80, justifican su inclusión en esta obra. Sus aportes al estudio de lo
urbano se recojen en 4 obras fundamentales en las que el autor desarrolla un enfoque psicologicista (en las dos primeras) y
culturalista (en las restantes) claramente identificables con los nuevos paradigmas y sensibilidades postmodernas.
En la primera obra, fruto de su trabajo doctoral, (1970), Sennett explora la relación entre mercado laboral, espacio
urbano, estructura de parentesco y estructura de la personalidad entre las clases medias del Chicago de finales del siglo XIX. Así
pues el laboratorio es, una vez más, Chicago (impresionante la fuerza de atracción de esta ciudad a pesar de que Sennett
estudia en Boston) y el tema de su interés uno de los clásicos de la sociología urbana norteamericana: el suburban way of life. A
partir de ahí, su tesis, que proyecta hacia atrás en el tiempo el proceso de suburbanización, adopta un giro original: el bucle de
retroalimentación entre el modelo de mercado laboral (patriarcal, espacialmente segregado del hogar), el proceso de
suburbanización y las estructuras de parentesco, afirma, desembocaron, ya desde fechas tan tempranas como 1870, en la
hegemonía de la pequeña familia nuclear (padre, madre, como célula de organización social en las ciudades americanas. Pero
Richard Sennett va más allá señalando, además, la dimensión psicológica de esa particular conjunción sistémica. Aquellas
familias nucleares desarrollaron una percepción de sus comunidades suburbanas como refugios de estabilidad, seguridad,
identidad y afecto frente al impredecible, peligroso, extraño y alienante mundo exterior del trabajo en el downtown, en el que
únicamente se aventura el padre. Frente a un mundo exterior dominado por lo masculino aquel refugio giraba en torno a la
madre, siendo el papel del padre progresivamente erosionado. A partir de este argumento Sennett tiende un puente pionero entre
espacio urbano construido (el suburb) y las estructuras profundas de la persolidad, embarcándose en un ejercicio parafreudiano
de psicología social. La obra argumenta que esta mutación en la hegemonía de los roles familiares, con una autoridad paterna
progresivamente debilitada al interior del núcleo familiar, se convirtió en una problemática fuente de tensiones entre
generaciones: los hijos buscaban en sus padres la figura guía que les ayudará a afrontar la hostilidad del mundo del trabajo en la
ciudad pero no la encontraban porque la deriva de estos hacia una posición progresivamente más pasiva al interior de la familia
les fue haciendo progresivamente menos capaces de desempeñar ese rol proactivo en la sociedad. Sennett sugiere que esta
situación se encuentra en la raíz del sentimiento de abandono paterno que según ciertos psicólogos es característico de las
familias de clase media urbanas modernas. No extraña quizás que Sennet haya sido tachado de excesivamente especulativo.
120
En el mismo año Sennett decide continuar explorando la relación entre personalidad y ciudad y escribe The Uses of
Disorder: Personal Identity & City Life (1970). El libro es uno más de los ataques postmodernos a la planificación urbanística
racionalista en el que Sennett continua profundizando sus argumentos psicologicistas. Sennett encuentra la raíz del deseo de
racionalizar el espacio en un supuesto estado psicológico característico de la modernidad occidental y que el considera como
inmaduro o infantil. Dicho estado psicológico tiene su origen en el deseo de minimizar los espacios de contacto interpersonal con
el fin de crear relaciones libres de conflicto, de crear un espacio perfectamente controlado y ordenado. Este objetivo de la
modernidad conduce al hombre occidental a crear lazos muy intensos al interior de la familia nuclear al tiempo que simplifica y
reduce el resto de las relaciones. Para Sennet, este encerramiento familiar e individual es muy negativo: priva al hombre
moderno de toda una serie de experiencias que en última instancia, aunque tengan el riesgo de ser negativas, resultan ser
beneficiosas porque necesarias para modelar una personalidad más adulta y resiliente, lo infantiliza. Una comunidad
excesivamente ordenada congela a las personas en roles y actitudes muy poco flexibles que dificultan el crecimiento personal.
Este ideal de orden genera patrones de comportamiento que son cognitivamente empobrecedores, estrechos de miras y provoca
altos niveles de autorrepresión que tienen el riesgo de manifestarse en explosivos episodios de violencia gratuita. Como
demostración de que su obra, más que un trabajo científico-analítico, es un manifiesto filosófico-ideológico, Sennet propone a
continuación como modelo de ciudad un espacio que incorpore la anarquía, la diversidad, el desorden creativo como elementos
enriquecedores de provocación que espoleen a las personas a responder a los desafíos de la vida. Aboga como medidas
concretas, entre otras, la abolición de la zonificación, en concordancia con Jacobs y la escuela del urbanismo postmoderno. A
pesar de todas sus carencias y su tenor especulativo obras como estas aportaron mucho para avanzar en la toma de conciencia
de las dimensiones psicológicas y emocionales que subyacen en el espacio construido, a entender que los estados cognitivos y
emotivos son fuerzas poderosas que intervienen, tanto cuanto la economía política, en la conformación del espacio urbano.
Sennett dejó pasar dos décadas antes de volver a interesarse por temas específicamente urbanos. Quizá en este
regreso a la ciudad después de producir grandes obras de carácter más general como The Fall of Public Man (1977) o
Authority (1980) (en las que, no obstante, se dejan entrever algunos de los temas ya tratados en el específico laboratorio de lo
urbano como la erosión de la autoridad o de las relaciones sociales extrafamiliares) haya tenido algún papel su matrimonio con
Saskia Sassen, una de las grandes figuras de la sociología urbana contemporánea. Sennett producirá a principios de los 90 dos
obras enciclopédicas rezumantes de erudición en las que explora la relación entre la forma física de la ciudad, el urbanismo, y los
paradigmas culturales, a través de un viaje a lo largo de diferentes culturas y periodos históricos con los que se gana un sitio de
honor entre los exponentes de la nueva corriente de la semiótica urbana a la que dedicaremos el siguiente apartado. The
Conscience of the Eye (1991) es una exploración de lo que él denomina “la política de la visión”: un análisis de cómo las
diferentes concepciones de lo que puede o no puede ser expuesto al ojo del público han dado lugar a diseños diferentes de
edificios y trazados urbanos a lo largo de los siglos. En Flesh and Stone. The Body and the City in Western Civilisation (1994),
Sennett nos ofrece una historia de la ciudad occidental desde un punto de vista claramente inspirado en Foucault: un análisis que
liga la forma urbana con la experiencia física de los cuerpos que la habitan, desde la antigua Atenas a la moderna Nueva York.
Cómo hombres y mujeres se movían (diferentemente en razón de sus diferentes realidades somáticas) en los espacios privados
y públicos, sus experiencias auditivas y olfativas, la relación entre el concepto de desnudez y la ciudad, entre la imagen del
cuerpo ideal y la forma de la ciudad en la antigua Grecia y Roma, entre la moral cristiana y el espacio de la ciudad medieval,
concebido como una herramienta didáctica y represiva al mismo tiempo para asegurar su puesta en práctica…
La semiótica urbana.
A partir de los años 60 un grupo de autores empieza a analizar el espacio construido urbano como si fuera un texto,
identificando sus diferentes tipos de signos y las reglas sintácticas que los unen y articulan y los convierten en vehículos de
mensajes y de sentido, así como de los mecanismos de emisión y recepción de dichos mensajes (quién y por qué crea esos
signos y quién y cómo se perciben). Así irá poco a poco naciendo una nueva subdisciplina en el campo de los estudios sobre la
ciudad: la semiótica urbana. Cualquier cosa en la ciudad o acerca de la ciudad es susceptible de comunicar un mensaje, de tener
un contenido simbólico y semántico: los objetos materiales del espacio construido (plazas, calles, edificios, parques, mobiliario
urbano) pero también productos culturales intangibles como códigos de edificación, planes de urbanismo, diseños
arquitectónicos, la publicidad en las calles o los anuncios de las inmobiliarias, los discursos populares sobre la ciudad así como
los de los urbanistas e intelectuales y los discursos oficiales del poder.
Los pioneros de este enfoque habían sido quizás Bachelard (1957) en Francia y Lynch (1960) en Estados Unidos. A
partir de los 60 y, sobre todo, en los 70, una serie de autores influidos por la irrupción del paradigma postmoderno empezaron a
interesarse por la ciudad desde una perspectiva que se acercaba a la psicología (por ejemplo Pailhous (1970) en Francia, que
investiga sobre los mapas cognitivos que los habitantes de la ciudad se construyen para poder navegar por ella) o a la semiótica
(Barthes (1964) incluye la ciudad en su programa semiológico y utiliza la metáfora del texto: la ciudad es un texto escrito por su
urbanismo y arquitectura, un texto que sus diferentes habitantes leen de manera diversa). Utilizando como disciplinas auxiliares
la literatura o la historia del arte, se estudian los significados simbólicos de los lugares, sus aspectos míticos (Cauquelin 1982 o
sus connotaciones subjetivas, enfoques que pueden deducirse de los propios títulos de las obras como “Poetique de la ville”
(Sansot 1973) o en términos como los de topofilia (lugares amados) y topofobia (lugares odiados) que acuña Yi Fu (1974)).
De acuerdo con Gottdiener (1983) los estudios de semiótica urbana pueden dividirse en dos grandes enfoques, que no
son necesariamente excluyentes: quienes estudian la semiótica de la producción de espacio, es decir, la relación entre emisor y
mensaje (Greimas 1974; Lagopoulos 1983), y los que estudian la semiótica de la percepción del espacio, es decir la relación
121
entre el mensaje y los receptores (Ledrut 1973, Fauque 1973; Krampen 1979). Estos últimos usan la metodología de la encuesta
para identificar diferencias de percepción sociológicamente relevantes.
Para los autores del primer grupo, como Lagopoulos (1983), la producción del espacio está mediada por la ideología.
Sin embargo sólo en las sociedades primitivas la relación entre producción de espacio e ideología es directa. En las sociedades
urbano-industriales esta es dialéctica, es decir, la producción del espacio es el resultado de una lucha constante entre ideologías
alternativas, cuya capacidad de influencia y acción sobre el espacio está en constante fluctuación. Tesis en la que concuerda con
Choay (1967) para quien el significado en la ciudad industrial, a diferencia de los espacios construidos en las sociedades
primitivas, es ambiguo, mudable, multívoco, aunque para ella la causa principal se encuentra en el decalage entre dicho espacio
construido y el rápido ritmo de transformación social y tecnológica de la sociedad. Esto lleva a que con el tiempo, los edificios y
lugares pierdan su función e incluso su significado original. Choay acuña el término “hiposignificante” para referirse a ese espacio
construido cuyo significado no es permanente sino variable.
De entre los autores del segundo grupo merece especial detenimiento la figura de Raymond Ledrut. Para Ledrut
(1973), la ciudad no puede ser considerada con la metáfora del lenguaje. Es sólo un pseudo-lenguaje porque sus habitantes no
tienen la capacidad de construir el espacio, sólo de leerlo y reinterpretar lo que una élite de poder ha construido para ellos. A
Ledrut le interesa la percepción que tiene la gente común de su ciudad. No hay unidades únicas de significado de la ciudad
(urbemes) debido a la estratificación social y diferencia cultural de la ciudad32. Ledrut es importante en la historia de la sociología
urbana por sus innovaciones metodológicas: Usó cuestionarios y entrevistas que se basaban sobre la observación por el
entrevistado de una serie de fotografías de rincones y edificios de la ciudad. La técnica sería posteriormente adoptada por otros
como Martin Krampen (1979) con propósitos muy parecidos: analizar el papel de la clase social en la construcción de modelos
mentales de la ciudad y de preferencias sobre ciertos estilos arquitectónicos. A nivel de los resultados la obra de Ledrut ha
pasado a la historia por ser la confirmación empírica, vía encuesta, del rechazo mayoritario entre la población a la arquitectura y
el urbanismo racionalistas y sus cánones estéticos. Y también por otra serie de percepciones menos evidentes sobre la ciudad.
La imagen de la ciudad, nos dice Ledrut, se cree popularmente que se plasma a través de sus monumentos pero las
encuestas nos revelan que esto no es exactamente así. Cuando se trata de definir lo que a su juicio caracteriza mejor la ciudad
de Toulouse sólo el 22 por ciento de los encuestados eligió los monumentos. El monumento aparece más como un signo, como
un blasón, que como una expresión de la ciudad. Se trata de un signo superficial, del que se desconoce el significado y que,
desde luego, no se vive. Solo el 4% de la población afirmaba pasear y admirar los monumentos. Y sin embargo, el 63%
consideraba que era algo que tenía que enseñar necesariamente a los amigos que visitaban la ciudad (el 28% pensaba que los
monumentos eran la única cosa que había que enseñar de la ciudad) Pero ¿qué monumentos? El 70% de los encuestados
decide que este término sólo debe aplicarse a los edificios emblemáticos antiguos pero la mayor parte de esos individuos no
saben ni con qué acontecimientos históricos, ni con qué período, ni con qué etapa de la civilización están relacionados esos
monumentos de los que hablan. Este amor ciego por lo antiguo, dice Ledrut, es un rasgo característico de las civilizaciones
llamadas “modernas” donde la historia ha adquirido una función psicoanalítica: la de proporcionar una sensación de seguridad y
de permanencia de la personalidad. Cuando se trataba de definir lo que caracterizaba mejor a la ciudad sólo el 5 por ciento de la
muestra hizo alusión a un edificio moderno. Los edificios modernos, en especial cuando ligados a la dimensión técnica, como los
grands ensembles, despertaban mayoritariamente reacciones de repulsión. Por otra parte, cuando se pidió a los encuestados
que escojieran aquello que caracteriza mejor a la ciudad aparte de los monumentos, el 40 % mencionó el aspecto social: los
hombres y sus actividades. Las ciudades son vistas como poseyendo una cierta personalidad “cultural”: los tolosanos son así, en
cambio los de Pau son asá.
Para Ledrut los datos revelan una actitud conservadora y estática ante el urbanismo en la mayoría de la población. No
está a favor del urbanismo racionalista autoritario pero muestra al mismo tiempo su preocupación por esta visión
pseudohistoricista que idolatra el espacio heredado por encima de cualquier otra cosa, pero lo idolatra de forma superficial y
alienada. En la muestra el 20 % de los individuos no deseaba que desapareciera nada de su ciudad y el 42% opinaba que era
suficiente con pequeños retoques para resolver los problemas urbanísticos. Ledrut lamenta la falta de ambición y de espíritu
progresista de la masa.
La geografía urbana humanista
Aboga por la racionalidad limitada, el elogio de la diferencia, la toma en consideración de los deseos y las
aspiraciones no normalizadas, de las causas psicológicas profundas, del “espesor interior humano” (Bailly 1977). “El espacio no
existe más que a través de las percepciones que de él puede formarse el individuo, las cuales condicionan necesariamente todas
sus reacciones ulteriores” (Bailly 1977: 35). El nuevo paradigma en geografía se inaugura quizá, al menos con ese nombre, con
Ley y Samuels (1978) y sus enfoques fenomenológicos y existencialistas: un rechazo al estricto economicismo al que la Nueva
Geografía Urbana, neomarxista también ella, había conducido los estudios sobre la ciudad. Ley y Samuels no descuidan
metodologías como la del análisis ecológico factorial pero lo harán para mostrar cómo la ciencia de lo urbano debe ir más allá
(Racine 1996). Ellos, por el contrario, se lanzarán a describir la vida cotidiana de la ciudad, los riquísimos matices del entramado
subjetivo del mundo experiencial, del sentido conferido a los lugares. Un enfoque que los conducirá a buscar inspiración en la
antropología cultural urbana de la que van haciéndose, como la propia sociología urbana postmoderna, paulatinamente
indistinguibles. Se busca documentar y mostrar al lector las visiones de los informantes, darles voz en sus obras, sacarlos del
32
Fauque (1973), en cambio, sí cree en la posibilidad de identificar ciertos urbemes universales (basados en pares de oposiciones como centroperiferia, alta/baja densidad, etc.) que permitan construirse una sintaxis mínima de la ciudad.
122
anonimato de su tratamiento (moderno) como objetos para convertirlos (postmodernamente) en sujetos, superando así el
autoritarismo de la voz del científico. Este, el estudioso de la ciudad, debe reconocer humildemente que su voz es sólo una entre
un coro polifónico de voces, que no es infalible sino que debe ponerse en cuestión a partir del diálogo con otras voces. Los
vecinos, los usuarios, los portavoces de asociaciones, los urbanistas, los políticos, los empresarios… todos tienen una versión de
los fenómenos enraizada en el contexto de su práctica social. Ninguno de ellos posee toda la “verdad”. La verdad absoluta no
existe, no existe una versión única y definitiva pues cada una de estas versiones está, además, sometida a constante mutación
en el tiempo. Es necesario dar voz a todos, también a quienes estaba ocultos por el discurso normalizador moderno: las
mujeres, las minorías étnicas, los homosexuales, los indígenas, los sin techo… en suma, las otras culturas “colonizadas”.
6.6.3. Los 90 y el protagonismo de la Escuela de Los Ángeles.
La Escuela de Los Ángeles emergió lentamente a mediados de los 80 a partir de una serie de sociólogos urbanos de
las universidades de Southern California y de la UCLA. El primero en hablar de una escuela fue Mike Davis en su obra City of
Quartz (1990) pero, a pesar de que algunos de los autores, como él mismo o Edward Soja, se convirtieron en esa década en
figuras reconocidas de la sociología urbana a nivel mundial la existencia de una escuela como tal pasó ampliamente
desapercibida al menos hasta 1998. Es entonces cuando Michael J. Dear, el que puede considerarse merecidamente como el
promotor de la marca, publica un artículo junto a Steven Flusty que explícitamente defendía la existencia de una escuela y
sintetizaba su posicionamiento teórico. En los años siguientes otros textos de Dear con colaboradores seguirían profundizando la
labor de publicitación de la escuela (Dear y Dishman 2001; Dear 2002a, Dear 2002b; Dear y Dahman 2008).
Aunque muchos de los miembros de la Escuela de Los Ángeles se identifican a sí mismos como marxistas (Davis
1990) la mayoría de ellos bebe también en abundancia de autores como Baudrillard, Foucault o Derrida, lo cual les convierte, en
el más equilibrado de los análisis, al menos en una escuela híbrida. No existe una “doctrina” oficial totalmente compartida (algo
que deberíamos esperar en una escuela postmoderna). Su propia postmodernidad los lleva a ello: no quieren caer en el error de
convertirse en un discurso dominante, son alérgicos al liderazgo, a la autoridad (Dear 2002a, 2002b) y su programa es polifónico.
“La polifonía de la Escuela de los Ángeles nos consiente reemplazar la pregunta “¿Qué es esto?”, por la de “¿Qué es esto, en
qué momento, en qué lugar, y desde qué perspectiva?”. Tal enfoque puede que comporte una pérdida de claridad y certidumbre
pero a cambio ofrece una riqueza descriptiva e interpretativa que habría sido de otra manera traicionada en nombre de una
narrativa oficial” (Dear 2002b: 27). Sin embargo, y a pesar de todo sí es posible identificar, y ellos mismos lo harán, ciertos
elementos comunes que la dotan de una mínima unidad. Entre ellos cabe destacar la utilización de la investigación empírica
sobre L.A. como base de su trabajo teórico y la elevación de su ciudad a la categoría de paradigma de la metrópolis del
capitalismo postfordista, de una forma similar a como la Escuela de Chicago había convertido a esta en el del modernismo
fordista.
Durante muchas décadas, las de la dominación del paradigma fordista, nos dice uno de los miembros de la escuela,
Los Ángeles fue vista como una aberración por parte de académicos e incluso de los medios de comunicación (Soja y Scott
1986). Ahora, concluye otro, se ha convertido en un paradigma (Dear 2002a, 2002b). Los Ángeles es también uno de los grandes
focos de la arquitectura postmoderna. La escuela de arquitectura de Los Ángeles incluye a Frank Gehry y Charles Moore (Jencks
1993). Para Dear el año de fundación de la escuela es 1986, en un número especial de la revista Society and Space dedicado
por entero a Los Ángeles, en cuya prefacio Scott y Soja se refieren a L.A. como “la capital del siglo XX”, celebrando que L.A.
había pasado de ser la excepción a ser la regla, el paradigma urbano, idea que Soja elaboraría en detalle en su siguiente texto
“Postmodern Geographies” (1989): “¿Qué otro lugar ilustra y sintetiza mejor las dinámicas de la espacialidad capitalista? (Soja
1989:191)”. La escuela se consolidó con una reunión en 1987. Para Jencks, que estuvo en aquella ocasión, las siguientes
características de L.A. anticipan la ciudad del futuro: no hay una mayoría étnica dominante, sólo minorías, tampoco un sector
industrial dominante. “El pluralismo ha ido aquí más lejos que en cualquier otro lugar del mundo” (Jencks 1993: 7). Uno de los
puntos comunes de partida era la idea de reestructuración: estudiar la reestructuración espacial producida por el capitalismo
postindustrial a todos los niveles: barrio, mercados globales, regímenes de acumulación.
Para Dear (2002b) el año de madurez en la elevación de L.A. a paradigma de la ciudad postmoderna es 1996 cuando
se publican dos volúmenes colectivos (Soja y Scott 1996; Waldinger y Bozorgmehr 1996). Es entonces cuando se construye esa
imagen de L.A. en clara oposición a la Chicago de la Ecología Humana (Dear y Dishman 2001) tal y como entienden que este
está explicitado en “The City” (1925):
- Frente a una ciudad concebida como un todo unificado, como un sistema regional coherente en el que el centro
organiza el hinterland, la ciudad fragmentada en una miríada de pluralidades. Una zona rica puede estar contigua a
una zona muy deprimida, sin que haya relación entre ellas. El centro no organiza el hinterland, es el hinterland(s) el
que determina lo que queda del centro. Dear (2000) propone sustituir la metáfora concéntrica de Burgess por la del
tablero cuadricular de un juego de mesa (parecido a la metáfora del ajedrez). Como ha dicho Racine, de entrada Los
Ángeles enviaba “a la papelera de la historia” (Racine 1996: 228) el modelo urbano de la ciudad con un único centro.
- Frente al evolucionismo unilineal en el que los procesos sociales llevan de la tradición a la modernidad y de la
comunidad a la sociedad, L.A. muestra un proceso caótico que incluye formas de poder alternativo como la
criminalidad organizada y las características de una “heterópolis”: una ciudad en la que la mayoría de la población
forma parte de la categoría de “los otros”, las “minorías”. En la ciudad conviven mil voces distintas, no se suprime
ninguna y se crean constantemente nuevos híbridos por el contacto. Un contacto que también puede ser en forma de
polarización, xenofobia, violencia.
123
L.A. es el bisabuelo de las edge-cities que identificó Garreau (1991) y “privatopia” es la urbanización más típica de las
mismas: una urbanización privada administrada por las comunidades de propietarios (Common Interest Developments CIDs).
Eran 500 en 1965, 150.000 en 1992, regulando a 32 millones de norteamericanos (McKenzie 1994). Ahora se han federado en la
Community Associations Institute cuyo propósito es establecer normas estandarizadas a nivel nacional para la gobernanza de
estas urbanizaciones. Mc Kenzie lo considera una “secesión de los triunfadores” y considera que han alterado el concepto de
ciudadanía (McKenzie 1994).
Tratan también el tema de la ciudad como simulacro, como parque temático. La imagen de la ciudad de Los Ángeles
está, de hecho, marcada por la presencia de Disneyland, el arquetipo de la diversión taylorizada. L.A. es también el arquetipo de
la utopía suburbial (California Dreaming, título de una famosa canción). Californian Dreamscapes, dirán los sociólogos urbanos
de Los Ángeles, paisajes de ensueño, simulacra. Soja identifica Orange County como un “enorme anuncio” (Soja 1992: 120) y
llama a esto una “exópolis”, la ciudad sin ciudad, una sociedad políticamente sedada en la que la política convencional es
disfuncional. Los escritos de la escuela también consideran a L.A. como el epítome de una ciudad norteamericana asediada por
el crimen, la ciudad que es al mismo tiempo fortaleza y prisión. Ciudad fortaleza fragmentada en zonas ricas fortificadas (gated
communities) y malls panópticos junto a zonas de terror donde la policía lucha una guerra constante con las bandas. La ciudad
es un Laberinto Astillado, metáfora que describe las formas extremas de polarización social, económica y política, (en 1984 L.A.
fue apodada la “capital de los sin techo” (Wolch y Dear 1993) y es una ciudad carcelaria, con cárceles para ricos y para pobres.
L.A. es un lugar que refleja las dinámicas del capital globalizado: lugar de inversiones masivas del capital asiático
desde los 80 y de industrias intensivas en mano de obra poco cualificada, suministrada por inmigrantes mexicanos y
centroamericanos (Davis 1992). L.A. refleja, por último, las contradicciones del mundo en tema de medio ambiente: uno de los
principales focos del movimiento ecologista mundial y al mismo tiempo una mancha urbana que ha degradado terriblemente su
frágil ecosistema semiárido.
De entre la pléyade de autores en la escuela destacan, sin lugar a dudas, las aportaciones de Mike Davis y Edward
Soja y a ellos quiero dedicarle unos párrafos más. Mike Davis es, quizá, quien más alejado se encuentra de los posicionamientos
postmodernos, considerándose a sí mismo un “ecologista-marxista”. Sus títulos son innumerables pero quizá merezcan
destacarse dos: “City of Quartz” (1990), una historia urbana de Los Ángeles en el que toca el tema de la segregación racial y
polarización y que en el que están descritas con soberbia prosa las tensiones que conducirían a los famosos disturbios raciales
de 1992, y “Planet of Slums” (2006) un terrible análisis sobre la invasión del urbanismo chabolístico en el Tercer Mundo. Ninguno
de sus libros ha estado ausente de polémica, tanto mediática y política como académica. Sus cargas contra ciertos
especuladores, citados con nombres y apellidos en sus libros, le valieron críticas muy duras por parte de medios afines, como el
New Times de Los Ángeles, que lo etiquetó de "city-hating socialist" y lo acusó de falta de rigor empírico y de mezclar en sus
obras la investigación científica con el reportaje periodístico. Lo cual Davis no niega, y esta mezcla de géneros es una prueba de
sus influencias postmodernas. Merrifield (2002) y Angotti (2006) lo han acusado también, por razones diferentes, de ser
excesivamente antiurbano y apocalíptico. Davis desconfía del potencial de los movimientos urbanos para ganar batallas por la
mejora de su entorno. Y esto es así porque, en efecto, su agenda es radical: Davis, en la onda del ecologismo extremo, aboga
por el abandono de las grandes metrópolis y su sustitución por formas más de poblamiento menos masivas (downsizing) más
sustentables (Davis 2006).
La primera contribución significativa de Edward William Soja es el ya comentado artículo firmado con Allen Scott en
1986 en el que definía a Los Ángeles como “The Capital of the Late Twentienth Century”. Después llegaría su “Postmodern
Geographies: The Reassertion of Space in Critical Social Theory“(1989) en la cual elabora su concepto de “thirdspace”, espacios
que son al mismo tiempo reales e imaginarios, y con el que el autor aterriza la teoría del simulacro de Baudrillard (1981) al
estudio de determinadas realidades espaciales urbanas. Su obra más significativa sea quizá “Postmetropolis: Critical Studies of
Cities and Regions” (2000). Postmetrópolis es el término que Soja quiere darle a la gran ciudad postmoderna, cuyas
características principales podrían resumirse en los siguientes epígrafes: a) Desanclaje de su especificidad espacial, no son ya la
culminación de las culturas local y territorial. b) Indefinición material y conceptual de sus fronteras (especialmente aguda en las
megalópolis). c) Procesos de reterritorialización comunitaria en su interior. Proliferación de redes y grupos sociales, formales e
informales, que contradice la idea del anonimato e individualización de las ciudades. d) Crisol de la globalización de lo local
(cualquier centro urbano tiende a contener toda la complejidad del mundo) y de la localización de lo global (la globalización se
extiende a través del proceso de urbanización, que es ahora mundial). e) Desindustrialización, desempleo, trabajo telemático,
destruyen las estructuras e identidades de clase, el lugar de trabajo deja de ser un vínculo de unión para cada vez más gente. f)
Procesos de city-marketing y city-branding: la ciudad se vende como un producto con una imagen determinada para atraer gente
y capitales.
Con los años, la Escuela de Los Ángeles ha ido recibiendo numerosas críticas. Una de ellas hace referencia a su
obsesión por construirse como la némesis de la Escuela de Chicago ignorando por completo que existen otras corrientes teóricas
tan o más importantes que aquella en sociología urbana, como por ejemplo la neomarxista y a la que nunca se hace alusión
(Merrifield 2002). Gottdiener los ha criticado por su incoherencia y falta de metodología rigurosa (Gottdiener 2008). Otra crítica
importante gira en torno a su pretensión de hacer de Los Ángeles el paradigma de la ciudad postindustrial norteamericana.
Según estudios comparativos de ciertos autores los fenómenos urbanos de L.A. no pueden generalizarse a todas las grandes
metrópolis (Nijman 2000; Hackworth 2006)
124
Sinclair y la “desparadigmatización” de Los Ángeles.
La sociología urbana había emprendido varios ejercicios de “paradigmatización” o “prototipologización” de una ciudad
concreta como epítome de los fenómenos urbanos de toda una época. La última tentación fue la de la Escuela de Los Ángeles,
conviertiéndo la metrópoli sudcaliforniana en el modelo de la ciudad postindustrial:”Toda ciudad americana que crece, crece hoy
en día a la manera de los Ángeles” (Garreau 1991:3). El definitivo asentamiento del paradigma antietnocéntrico y multívoco
postmoderno va hacer esto definitivamente imposible en el futuro. Proponer L.A. como tipo ideal podía ser relativamente útil para
el caso norteamericano, donde el urbanismo es relativamente homogéneo por carecer en buena medida de tradiciones históricas
locales fuertes, pero pretender aplicar esta generalización a escala planetaria es absurdo. Aplicando los mismos principios
generales que definen los procesos postindustriales y postmodernos podríamos llegar de igual manera a afirmar que Praga
(convertida en un enorme parque temático histórico-cultural habitado únicamente por turistas en tránsito y del que han sido
expulsados sus habitantes) es el paradigma de la ciudad postmoderna. Lo cual no sería menos incorrecto (pero igualmente
engañoso). La razón de que se proponga Los Ángeles (o, alternativamente, Las Vegas (Dear 2002)) como paradigma y no, por
ejemplo, Praga es mero fruto del “imperialismo” académico que irradia la potencia americana. Es necesario empezar a eliminar
esos sesgos en aras de una Sociología Urbana realmente transcultural.
El primero en ver esto fue quizá, Sinclair, quien dudó de la posibilidad de establecer modelos generales de explicación
y afirmó que cada ciudad tiene su historia propia, su carácter y personalidad idiosincráticas que no se pueden explicar, tan solo
describir (Sinclair 1994). Crítico con la Escuela de los Ángeles, a la que acusa de conservar aún muchos resabios de
modernismo, niega la existencia de una ciudad postindustrial universal. Estudiando la ciudad de Detroit cuestiona su
consideración como ciudad postfordista y encarnación del decadente “Rust Belt” (el cinturón “oxidado” de las antiguas industrias
pesadas, en proceso de deslocalización, por comparación con el emergente “Sun Belt”, la franja sur de los Estados Unidos,
caracterizada por una economía postindustrial basada en el turismo y la alta tecnología). Sinclair se pregunta, en cambio, si
Detroit no ha entrado ya en una etapa post-postfordista.
6.6.4. La sociología urbana en el siglo XXI
La sociología urbana ha seguido evolucionando en la última década, desarrollando muchos de los puntos de su
manifiesto postmoderno. Así, partiendo de los enfoques holíticos y abanderando la ruptura de límites categoriales ha hecho
suyos y utilizado los aportes de otras disciplinas que investigan el fenómeno urbano. En esa colaboración interdisciplinar a la que
obligatoriamente (en expresión de sociólogos urbanos como Mela (1996: 16) estaba llamada la sociología urbana, esta ha
dialogado intensivamente e intercambiado información con las siguientes disciplinas:
-
-
-
Con la Geografía urbana y regional: relación geografía física-ciudad, forma física de la ciudad (radial, lineal),
sistemas de transportes y redes de ciudades, etc.
Con la Antropología Urbana: cosmovisiones urbanas, estilos y subestilos de vida urbanos y sus correspondientes
identidades, etc.
Con la Economía Urbana: teoría de la renta, de la localización de las actividades industriales y de servicio en el
espacio urbano, de la distribución jerárquica y especializada de las ciudades en el territorio…
Con la Demografía: censos, movimientos de población diacrónicos, inter e intraurbanos...
Con la Historia Urbana y del Urbanismo.
Con la Semiótica urbana: simbolismo del espacio construido
Con las ciencias y técnicas que se configuran como herramientas para la planificación y resolución de
determinados problemas de la ciudad o la reglamentación y control de sus procesos: la arquitectura y el
urbanismo.
Con la Ciencia Política: en el tema de la gobernanza urbana, políticas municipales, etc.
Con el Derecho y su subdisciplina criminológica: sobre legislación de suelo, de vivienda, estadísticas y
cuestiones legales sobre criminalidad.
Con la llamada Psicología Ambiental (Stokols y Altman 1987), desarrollada en las últimas décadas: procesos de
interacción entre los sujetos y el entorno construido (apropiación cognitiva y emotiva de los entornos urbanos, las
reacciones a los estímulos generados por la masificación, el tráfico, etc.)
Con todo el grupo de las llamadas sociologías del territorio (Guidicini 1993): Sociología Medioambiental, Rural,
de la Vivienda, Regional.
Agotada la pólvora de los espectaculares fuegos artificiales de la reacción postmoderna lo cierto es que la mayoría de
los sociólogos urbanos ha convergido, en este principio del siglo XXI, hacia un eclecticismo teórico y metodológico que es, de
alguna manera una síntesis de las corrientes positivistas y antipositivistas, que no descuida ningún ángulo de la dimensión de lo
urbano y que se sirve de toda la panoplia metodológica acumulada por la disciplina y practica ampliamente la
interdisciplinariedad. Para concluir este recorrido este largo recorrido de un siglo y medio por la historia de la sociología urbana
ahora a analizar las aportaciones de algunos de los autores más contemporáneos (conscientes de que la enorme explosión de
los estudios urbanos con la multiplicación de los centros de investigación por todo el mundo nos hace casi imposible hacer
justicia ni siquiera a una pequeña parte de los que merecerían unas líneas), así como algunas de las temáticas que más ocupan
y preocupan en estos días a los investigadores.
125
Yves Pedrazzini y Jerôme Monnet y la megalópolis latinoamericana: un caso de sociología urbana radicalmente
postmoderna.
Pedrazzini y Monnet (2001) parten de la necesidad de deconstruir y descolonizar el discurso sobre los guettos, que
ellos consideran una forma de imperialismo epistemológico que refleja la cosmovisión de la clase dominante occidental. Y eso
tanto en Europa, donde niegan tal condición a las banlieues francesas, como en América Latina. Apoyándose en una etnografía
de los barrios de chabolas de Caracas que recuerda a la “descripción densa” del antropólogo Geertz (1973), los autores realizan
una deconstrucción demoledora del concepto de guetto transformando, en un radical giro copernicano, a sus personajes más
estigmatizados, los malandros, los integrantes de las bandas criminales, de “escoria marginal” en actores fundamentales de la
vida de la ciudad. Frente a unos poderes públicos inexistentes en las vastas extensiones de chabolas y una economía que, más
que explotar a sus habitantes, simplemente los excluye, pues no los necesita ni siquiera como mano de obra barata, las bandas
se constituyen en los únicos actores productores de sentido y de territorio. Y, puesto que la mayor parte de la megalópolis
caraqueña está formada por estos barrios, ello los convierte, de facto, en los principales actores, políticos, económicos y
socioculturales de la ciudad. Son ellos, nos dicen Pedrazzini y Monnet (2001:48), “los que vinculan a un hombre con los otros,
los que hacen que, incluso en ese medio aparentemente dominado por el egoísmo y la lucha por la sobrevivencia, haya un
vínculo social”. Los malandros no son en absoluto excluidos sociales como la aplicación del discurso sociológico occidental nos
haría verlos. Considerarlos como excluidos nos impide ver su enorme contribución a la vida de la ciudad: ellos elaboran nuevas
leyes de trabajo, nuevos valores (centrados, eso sí, en la violencia), un nuevo contrato social, una solidaridad nueva e, incluso,
una “cierta calidad de vida” (Pedrazzini 2001:50). El sociólogo trata de darle la vuelta a la perspectiva construida desde el poder y
mostrar que, en realidad, la “marginalidad” de los malandros no es debida a ninguna “desviación” sino a una persecución extrema
de los mismos valores de consumo y de los mismos principios de competencia del capitalismo. Y en esa misma línea se
pregunta quién está realmente desconectado ¿las bandas que ocupan el espacio abandonado por el estado, o las élites que se
retiran a sus jaulas de oro y dejan que se pudra la mayor parte de la ciudad? Para Pedrazzini y Monnet los enfrentamientos entre
bandas y Estado se explican mejor como una guerra civil que con las clásicas categorías judiciales.
Alain Tarrius: ¿son los inmigrantes realmente pobres e inmigrantes?
Tarrius (1992) también va, en la misma línea, a subrayar que existen especificidades irreductibles a cualquier intento
de categorización universal de “micro-acontecimientos” y “micro-lugares” y recuerda que el investigador es sujeto y objeto a la
vez y que por ello existe siempre un grado irremediable de subjetividad. Con sus trabajos sobre la comunidad de comerciantes
magrebíes de Marsella propone un estimulante ejercicio de deconstruccion crítica cuestionando dos discursos hegemónicos que
distorsionan la verdadera realidad y alimentan la xenofobia contra este colectivo:
-Que los magrebíes, como colectivo, ocupan los estratos socioeconómicos más bajos de la sociedad en todas las
ciudades de Francia, constituyendo un lumpenproletariat etnificado. Tarrius muestra cómo en Marsella existe una burguesía
magrebí que dirige desde esta ciudad una red comercial transnacional, en buena parte constituida por transacciones realizadas
en la economía sumergida, con tentáculos por todo el Magreb y Francia cuyo volumen de negocios según sus cálculos dobla el
de los intercambios comerciales oficiales entre Europa y los países norteafricanos (Tarrius 1995). Esta conquista del territorio por
los otrora colonizados es inaceptable para las autoridades locales marsellesas y ocultada deliberadamente. La realidad, en
cambio, tal y como pretenden mostrar las investigaciones que Tarrius conduce entre 1984 y 1995, presenta una fotografía muy
distinta: en el barrio en decadencia de Belsunce, eran los inmigrantes argelinos los únicos que estaban creando riqueza y
trabajo.
- Que los magrebíes al desplazarse hasta Francia no están emigrando al extranjero: van a su propio país, incluso a su
propia casa. Y esto es así porque la migración actual ha alterado completamente la noción de territorialidad y, defiende Tarrius,
ello debe llevarnos también a deconstruir el concepto de nación. Así Tarrius distingue tres tipos de colectivos que pueden
formarse en el proceso de migración transnacional: a) Los errantes: que suele ser la primera fase de la migración (no existe
ningún lazo con la sociedad de acogida pero tampoco con la de origen, son los sin papeles, los exiliados sin red social de
acogida…cuando esta situación se cronifica se convierten en carne de cañón para la explotación; b) las diásporas, comunidades
estructuradas, asentadas y regularizadas, con lazos fuertes (sociales, políticos, económicos y culturales) tanto con la sociedad de
llegada (o incluso entre varias sociedades de llegada) como con la de origen (ciertas diásporas judías, indias repartidas por el
mundo); y c) los nómadas, una nueva categoría que introduce Tarrius, gente que entra en “complementariedad morfológica”
(Tarrius 2001:115) con las sociedades de acogida pero cuyos lazos fuertes los mantiene sólo con la comunidad de origen. Esta
nueva inmigración nómada formaría “territorios circulatorios”, que no son otra cosa que espacios de flujos à la Castells, formados
por el movimiento y las relaciones de estos individuos entre las comunidades que implantan fuera de su base de origen y dicha
base. Y sería el caso de los comerciantes de Marsella, cuya actividad nada tiene que ver con la del proletario magrebí atado a su
trabajo fijo en Francia sino que se basa en el movimiento constante entre Argelia y Francia para dirigir sus negocios. Cuando un
nuevo nómada, por ejemplo, el sobrino de algún comerciante, llega a Marsella desde Argelia, no está llegando en realidad a
Francia sino a su propio país, a una nueva forma de Argelia desterritorializada, una Argelia de los flujos.
126
El enfoque dinámico de lo urbano: John Urry y Vincent Kaufmann.
La sociología urbana se había interesado hasta entonces por los lugares en tanto tales, y rara vez por el movimiento por sí
mismo. El concepto de “espacio de los flujos” de Castells (1996) fue sin duda un paso decisivo, pero no suficiente, en la ruptura
de ese paradigma estático. En Castells, como en otros que lo precedieron o continuaron en esta línea de análisis, el énfasis sigue
estando en el espacio, en esos nodos de la red donde se intersectan los flujos, y en cómo los flujos modifican esos espacios
nodales, más que en el flujo en sí mismo. Un nuevo enfoque dinámico de lo urbano, representado por Urry (2000) en el Reino
Unido y Kaufman y sus colaboradores (Kaufmann et al. 2001; Kaufman y Marchand 2009) en Francia se centra en el movimiento
en sí y, en especial, siendo fieles al mandato de la sociología, en el movimiento de los agentes sociales (dejando el movimiento
de bienes para los economistas y el de los símbolos para los antropólogos). Esta nueva perspectiva permite arrojar nueva luz,
por ejemplo, sobre uno de los temas clásicos de la sociología urbana, el de la segregación socio-espacial en la ciudad. ¿Cómo se
puede hablar de segregación en términos clásicos cuando los supuestos segregados son altamente móviles? Puede que los
pobres tengan que dormir en determinados barrios pero su movilidad hace que no tengan necesariamente que “vivir” en ellos:
pueden salir a pasear por los centros comerciales más chics o disfrutar a su manera de las zonas verdes de los barrios más
elegantes La cuestión central no está en el espacio sino en el acceso, es decir, en el potencial de movilidad: un concepto
desarrollado sobre todo por Kaufman.
La enorme movilidad que tienen personas, bienes e ideas en el espacio de los flujos nos lleva a replantearnos la
cuestión de la segregación urbana. Por movilidad Kaufman entiende un fenómeno muy complejo que implica la combinación de
cinco tipos de “movilidades” diferentes: social (de estatus), profesional, residencial, la migración y los desplazamientos de la vida
cotidiana (en donde él incluye los virtuales, vía teléfono o internet). Sin embargo el concepto de movilidad no basta para explicar
el papel del movimiento en las formas de vida y relaciones sociales urbanas de hoy en día. Es necesario introducir otro: el de
motilidad. El concepto de movilidad focaliza la atención en el propio movimiento en el espacio o en el tiempo, lo cual, afirma
Kaufman (2001:90), explicaría el desinterés que los sociólogos han mostrado hacia el mismo, considerándolo terreno de los
geógrafos. En cambio, nos dice Kaufman, los actores y sus estrategias son centrales en la movilidad, ya que una cosa son los
potenciales de movilidad que la posesión de un capital o la infraestructura tecnológica nos permite y otra cosa el uso que las
personas hacen de estos. Se entiende así por motilidad el grado de potencialidad que un actor posee para ejercer una
determinada movilidad. Que una persona tenga la capacidad potencial de emigrar no quiere decir necesariamente que lo haga
(de hecho, la mayoría de las personas no lo hace). La emigración se explicará por una serie de factores que provocan que esa
potencialidad se convierta en acto. Para quien no tiene siquiera la potencialidad (es decir, su grado de motilidad es cero) esa
movilidad no ocurrirá aunque converjan todos los factores. Otro ejemplo es el del uso del vehículo privado: que una persona
tenga potencialmente acceso al automóvil no quiere decir necesariamente que lo use o que lo haga en todas las ocasiones.
Puede decidir no usarlo por convicciones ecológicas, por motivos de sociabilidad (prefiere ir acompañado de otras personas en el
transporte público), por estrategia económica (prefiere dedicar el costo de la gasolina a otros fines) etc.
La sociología debe tratar de extraer patrones de motilidad sociológicamente significativos. Ello lleva a deconstruir
determinados mitos que hoy en día se aceptan acríticamente y desenmascararlos como lo que son: discursos ideológicos que se
originan desde el poder. Este es el caso de la “verdad” comúnmente aceptada de que todos los ciudadanos de países
subdesarrollados quieren emigrar al Primer Mundo o de que emigran “porque allí se mueren de hambre” (lo que justifica ante los
ciudadanos las políticas de control migratorio bajo las cuales subyace el espantapájaros de la invasión) o el de que existe una
aspiración generalizada a la posesión y uso del automóvil (y, por lo tanto, que un desarrollo urbano orientado a las necesidades
del uso del automóvil es ineluctable). Kaufman y sus colaboradores (2000) han demostrado con el estudio de cuatro
aglomeraciones metropolitanas en Francia que el último argumento es falso.
El espacio ya no condiciona como antes, porque las poblaciones son mucho más móviles y el espacio no es estático
sino dinámico y relacional y esto requiere nuevas herramientas metodológicas y nuevos enfoques. Es así que, a partir del
concepto de motilidad Kauffman propone una reforma de la sociología urbana e ilustra esa necesidad con varios ejemplos:
a) la densidad humana de un espacio se mide en residentes/km2. Antes, cuando la mayoría de las actividades y
relaciones tenían lugar en el espacio cercano a la residencia esta variable tenía sentido. Hoy no. Hoy los indicadores de densidad
humana arrojan una idea falsa de donde se localiza y “vive” la gente. Son mapas más bien nocturnos (Kaufman 2009: 647), nos
dicen donde duerme la gente, no donde vive. Para paliar este problema se han propuesto otros indicadores como ratio
habitantes/empleos por unidad de superficie pero estos sólo resuelven el problema parcialmente, pues los desplazamientos por
trabajo no agotan todas las prácticas sociales.
b) Segregación espacial: podemos imaginar una ciudad segregada desde el punto de vista de la residencia pero no de
las prácticas sociales, con unas poblaciones marginales extremamente móviles, haciendo suyos los espacios públicos centrales y
mezclándose en la ciudad. O, al contrario, una ciudad con índices de segregación más débiles pero donde la gente no se mueve
tanto.
Densidad y segregación social se basan sobre un concepto estático del espacio. Es necesario pasar a otro paradigma
espacial basado en dos metáforas: la del espacio reticular, formado por nodos y flujos de relaciones, discontinuo y abierto; y la
del espacio rizómico, en el que la distancia ya no cuenta, hay instantaneidad del tiempo que lleva a la ubicuidad. Su
conceptualización ha venido en paralelo al desarrollo de las TIC. Su imagen del mundo es el de una atopía con una única
interfaz. Pero, advierte, ninguno de los últimos dos espacios elimina o sustituye al primero, al estático. Los tres se articulan
(Kaufman 2009).
127
Del concepto de metrópolis al de metápolis y megalópolis.
Lo urbano en la Edad Media y Moderna venía constituido por la concentración de la población y de las actividades no
agrarias en un espacio definido (Kaufman et al. 2001), en el caso de Europa en muchas ocasiones delimitado nítidamente por las
murallas (Martinotti 1991). La ciudad estaba construida por la contigüidad y la simultaneidad, el hábitat denso. Esa ciudad sufre
desde principios del siglo XX y de manera más intensa desde la postguerra mundial un proceso de metropolitanización en tres
fases: suburbanización, periurbanización y rururbanización (Kaufman et al. 2001). El resultado final es una ciudad sin bordes, con
sus partes conectadas y desconectadas a la vez de sus centros, que ya no es uno sino varios, y a la vez de otros centros y zonas
periféricas de ciudades contiguas y distantes, pues la ciudad queda atrapada en la tela de araña de un sistema reticular global.
De acuerdo con Bassand (2001:8), La Carta de Atenas, con su propuesta de zonificación, es decir, de especialización
funcional del espacio (residencial, de trabajo, recreativo y de circulación) para combatir el caos de la ciudad industrial, puede
considerarse como el primer tratado urbanístico de planificación de la metrópoli. Una metrópoli y su proceso de gestación que,
estudiados por primera vez en profundidad por Castells a principios de los 70 (Castells 1972), se convertirían en un filón que
produciría muchos trabajos en las décadas siguientes (Galantay 1987; Dogan y Kansarda 1988; Martinotti 1991; Sassen 1991;
Ascher 1995). La sustitución de la ciudad por la metrópolis como actor de la economía mundial ha llevado a algunos veteranos
estudiosos que despuntaron por sus estudios urbanos en los años 60 a hablar de “fin” o “ muerte” de la ciudad o de la “no
ciudad” (Corboz 1987; Chombart de Lauwe 1992; Choay 1994).
Parece que hay un cierto consenso en poner un umbral demográfico a la metrópolis en un millón de habitantes. Más
allá de ello, en el umbral de los 10 millones tendríamos las megalópolis o metápolis, como las llama Ascher (1995). En ellas se
observan fenómenos contrarios y simultáneos: Desaparición de ciudad mono-centrada y sustitución por una ciudad policentrada
de límites muy difusos (la “hiperciudad” o “no-ciudad” de Corboz (1987); la edge-city (Garreau 1991; Berry y Kim 1993) pero al
mismo tiempo una recentralización a través del proceso de gentrificación (Smith 1979; Smith y Williams 1986). Al proceso de
suburbanización le ha seguido uno de rururbanización, término que describe el proceso que transforma sociológicamente los
hábitats rurales sin modificar el espacio: los campos, los bosques, la arquitectura de la población otrora rural se mantienen
inalteradas pero la población dedicada al sector agrario es superada demográficamente por personas dedicadas a sectores
terciarios y con estilos de vida urbanos, sea que trabajen en el centro de la metrópolis, en el propio núcleo rural o que
simplemente “colonizen” temporalmente el espacio con viviendas y equipamientos de segunda residencia para las vacaciones
(Bassand 2001).
El concepto de red y de espacio de los flujos en otros autores.
Ha sido ampliamente utilizado en Italia por Dematteis y Guarrasi (1994) quienes también tratan de aplicar al caso
italiano la teoría de Saskia Sassen sobre la distribución y función de las ciudades globales. Sin embargo, estos autores intentarán
conciliar un cierto rol autónomo de lo local con la lógica funcional de estas redes globales.
En Francia, el concepto ha sido ampliamente desarrollado por Pierre Veldz (1996). Para este autor, el espacio reticular
crea una “economía de archipiélago”. Una metáfora adicional a la de la red que ve a las metrópolis como islas repartidas por un
territorio que ha transformado su función económica: ya no es un espacio pasivo del que extraer recursos sino “una matriz de
organización y de interacciones sociales” (Veltz 1996:10).
Bernard Montulet denomina a este espacio de los flujos, un espacio relacional y no absoluto, “espacio cinético”, y
propone la analogía del tablero de ajedrez para comprenderlo. “El espacio nace de las posiciones relativas de cada pieza, siendo
toda definición espacial efímera […] Es el espacio cinético, en el que cada nuevo movimiento redefine el espacio” (Montulet
2001:71). En ese sentido el espacio está indisolublemente unido al tiempo, al ritmo en el que cambian las posiciones/relaciones
entre las piezas. Montulet aporta, además, al desarrollo del concepto una interesante visión histórica: la noción de espacio
absoluto, con límites precisos, había sido construida por el Estado Nación desde finales del siglo XVIII y perduraría hasta su
debilitamiento a mediados del XX. El nacionalismo había naturalizado el espacio al considerar las fronteras estatales como
eternas a través de la historiografía nacionalista (Michelet en Francia, Pirenne en Bélgica, etc.). El Estado inició así un proceso
de homogeinización de su territorio en todas las dimensiones (económica, política, cultural) en nombre de la libertad del individuo.
Se rompían los estrechos corsés locales del Antiguo Régimen y sus responsabilidades corporativas y se creaba un espacio único
por el que bienes, capitales, personas e ideas podían circular libremente y sentirse como en casa. Sin embargo, esa
construcción llevaba en su seno la semilla de su propia destrucción. En nombre de esa misma libertad individual, ya a mediados
del siglo XIX los primeros capitalistas internacionales y los primeros internacionalistas obreros van a considerar obsoletos y
estrechos los límites espaciales del Estado Nación, especialmente en Europa, donde la revolución de los transportes había hecho
a los países europeos realmente pequeños. La crisis económica de 1847-48, originada en Gran Bretaña pero extendida por toda
Europa, con su corolario de revueltas y revoluciones, mostró como esos límites habían sido ya en buena parte superados. A
partir de 1850, la organización sistemática de los mercados internacionales de capital marca el inicio de la deslocalización del
capital y con ella, de la emergencia del nuevo concepto de espacio cinético o de los flujos.
128
La función de las metrópolis en la sociedad-red
En Francia, un autor menos conocido que Castells o Sassen, pero igualmente muy lúcido, Pierre Veltz, ha
complementado los análisis de la socióloga americana. Para Veltz las ciudades globales cumplen 3 funciones en el sistema
mundial (Veltz 1996):
1)Son los lugares de reproducción de los hiperespecialistas de punta que la gestión del sistema-red del capitalismo
informacional y sus empresas transnacionales requieren (servicios jurídicos y aseguradoras que dominan los sistemas legales de
cada país donde la empresa tiene una sede o un mercado; publicistas que conocen los matices culturales de cada mercado
internacional y elaboran mensajes adaptados a ellos –no intentes vender el mismo producto de la misma manera en Brasil que
en Arabia Saudita, especialmente si es un producto destinado al mercado femenino). Sólo las ciudades globales parecen ser
capaces de ofrecer, gracias a la enorme concentración de capital que en ellas se produce, los servicios culturales altísimamente
sofisticados que demandan las sofisticadas élites gestoras del capitalismo internacional: hoteles de 5 estrellas, viviendas lujosas
no aisladas sino integradas en distritos homogéneos, autenticas ciudades top dentro de la propia ciudad (una vivienda lujosa
puede existir en una ciudad africana pero lo que falta allí es el entorno espacial amplio de viviendas y espacios urbanos públicos
de la misma calidad que evite la sensación de vivir en una jaula de oro), hospitales con tecnología de punta, escuelas y
universidades de élite, los mejores museos, teatros, salas de concierto, instalaciones deportivas (campos de golf, polo, estadios
de grandes equipos) parques (verdes y temáticos, a donde llevar, por ejemplo, a los niños), aeropuertos y puertos internacionales
que comuniquen sin escalas con una enorme variedad de destinos, autopistas que liguen la ciudad de forma rápida con un
hinterland de alta calidad ambiental y cultural (trufado, a ser posible de la mayor variedad posible de paisajes –mar (la vela y los
yates son importantes), montaña (el ski, el trekking) y de localidades pintorescas (el capital cultural de la élite la inclina a altos
grados de sensibilidad estética hacia la naturaleza y la historia) para realizar escapadas de fin de semana). Veltz (1996) ha
dedicado, por ejemplo, algunas páginas a mostrar la importancia que tiene la monumentalidad y la dimensión artística de la
metápolis, el hecho de poseer un urbanismo de calidad, sobre las decisiones que toman las multinacionales a la hora de elegir
una ciudad como sede de su empresa en determinado territorio: este factor se contaba entre los tres primeros (de un total de
seis) (Veltz 1996:11).
2) Sólo ellas poseen la suficiente densidad de relaciones que favorezca los procesos de sinergia y simbiosis
económica, fundamentales en la producción actual. En ellos están concentrados los cuarteles generales de todas las grandes
empresas, muchos de los gobiernos o importantes instituciones públicas que marcan la política económica de los países
desarrollados (París, Londres, Tokio, Madrid como capitales nacionales, Frankfurt, la gran sede multinacionales en Alemania,
sede del BCE al mismo tiempo, Nueva York, sede de la mayor bolsa del mundo y de una de las sedes de la Reserva Federal),
hiperespecialistas, centros de I+D y universidades de élite (fundamentales para seguir impulsado la innovación). La
concentración espacial favorece las necesarias relaciones entre todos estos actores y las maximiza con un tratamiento más
humano, cada a cada: reuniones de los dirigentes de las multinacionales de un cierto de sector para llegar a acuerdos, de estos
con los bancos para buscar financiación, facilitación del lobbying a los representantes de los poderes públicos, relación entre
empresa y centros de investigación y entre centros de investigación entre sí y con el sistema educativo (el ejemplo paradigmático
de este ecosistema de retroalimentación entre tecnología-ciencia-empresa y educación es, sin duda, Silicon Valley, pero hay
otros y el modelo se está copiando en muchas metrópolis del mundo). La conexión en red de todos estos agentes es importante,
también lo es el establecimiento de relaciones de confianza y de sentido, de una cultura compartida, entre ellos. Su
concentración en la metápoli, unido a un cierto proceso de elitización, juega un papel importante: estos actores establecen lazos
personales ya desde su juventud al haber estudiado en las mismas universidades de élite (el argumento es especialmente
aplicable al caso estadounidense) y frecuentan después los mismos ambientes de ocio y de cultura). Las metápolis se convierten
así en lo que Raymond (1998) ha denominado “dispositivos materiales de convivialidad” de las élites gestoras del capitalismo.
3) Son entornos multiculturales y por ello son laboratorios perfectos para las empresas transnacionales que pueden
testar, sin salir de casa, los efectos de un nuevo producto pero también canalizar esa diversidad para aumentar su capacidad de
innovación.
La polarización y segregación social
Vivimos en un espacio dividido, una especie de puzzle. Algunos van más allá de la imagen de fragmentación para
invocar la más radical (y sofisticada) de “fractalización” (Bassand 2001:7) que evoca una geometría variable de microrrelieves
casi infinitos. Para estudiar esto algunos autores como Grafmeyer y Joseph (1979) o, mucho más adelante, Bassand (2001)
empezaron a redescubrir a la Escuela de Chicago. Bassand regresa a los de Chicago para abordar el tema de la segregación
urbana y recuerda como esta metáfora del rompecabezas o “mosaico” urbano había sido ya formulada y analizada con la
metodología del análisis factorial por un epígono de la Ecología chicaguense en una obra que se titulaba precisamente “The
Urban Mosaic” (Timms 1971).
Las metrópolis modernas son abordadas como “fábricas de excluidos” (Racine 1996), como lugares donde aparecen
“quartiers d’éxil” (barrios de exilio) (Dubet y Lapeyronnie 1992) tanto en la cúspide como en la base de la jerarquización social.
Secciones de “no-ciudades en la ciudad” (Touraine 1992). La sociedad a dos velocidades se convierte en el componente
dominante de la estructuración social y espacial y provoca el aumento de la xenofobia, de la desestructuración de la personalidad
y de las relaciones primarias, de las drogadicciones y de nuevas formas de economía sumergida en los barrios degradados
ligados al suministro de droga (Brun y Rhein 1992; Racine 1996). Y a la aparición de explosiones de violencia localizadas que
alpican de un rincón a otro del planeta la historia urbana de nuestro tiempo (“Caracazo” de 1989 en Venezuela, disturbios de Los
129
Ángeles en 1992, batalla de las banlieus francesas en 2005, disturbios afro-británicos de Londres 2011, disturbios de Estocolmo
2013). El tema de la criminalidad y de su dimensión subjetiva, la inseguridad, que a menudo sobredimensiona el alcance de
dicha violencia, se convierten en objetos estrella de los estudios urbanos. La metrópolis está profundamente marcada por el
crimen y, sobre todo, por el miedo al crimen. Dos factores que, combinados suponen un obstáculo gravísimo para las relaciones
sociales y retroalimentan los procesos de segregación social con la lógica del círculo vicioso (Body-Gendrot 1993).
Pero la segregación también se explica por la teoría de la red. La gente hace cada vez menos su vida en el entorno
cercano del barrio para repartirse por una miríada de lugares conectados por redes de transporte y de telecomunicaciones
(teletrabajo, sustitución de las reuniones físicas por chateo en las redes sociales, de las compras diarias en el supermercado del
barrio por la visita semanal al supermercado). Es decir, en su vida cotidiana cada individuo y cada familia construyen su propia
red única e irrepetible, a partir de sus propios flujos. El espacio se fragmenta hasta el nivel más micro posible, el del individuo. Es
la socialización en red. En ese sentido hay tantas ciudades como biografías individuales: los niños no necesariamente van al
colegio más cercano sino a aquel en el que hay plaza o que se elige, y los padres se convierten en chóferes a tiempo parcial para
llevarles a actividades extraescolares o las casas de unos amigos que están dispersas por todo el territorio extenso de la
metrópolis; lo mismo sucede con los propios padres; alguien pierde el trabajo que le había llevado a vivir en cierto lugar y
encuentra otro en una ciudad relativamente distante pero bien conectada por autopista, tren e incluso avión y decide mantener su
residencia previa para no destruir la vida social del resto de la familia. La exclusión es, ante todo, una cuestión de estar o no
conectados.
“Estar o no estar en la red, esa es la cuestión”, parafrasea con tonos shakesperianos Racine (1996). En la línea de
Jeremy Rifkin (2000), muchos autores contemporáneos consideran que el derecho principal de los ciudadanos debe de ser el
derecho al acceso (Bassand 2001; Kaufman et al. 2009). Y ello, a muchos niveles. La aparición de zonas intraurbanas que
escapan parcial o totalmente al acceso del Estado (favelas brasileñas) y donde se instaura un nuevo poder feudal-mafioso nos
llevan a preguntarnos si no estamos ante fenómenos post-urbanos o de desurbanización (las famosas no-ciudades de Touraine).
El fin del etnocentrismo epistemológico: estudios comparativos de lo urbano, multiculturalismo y
glocalización cultural.
La historia de la sociología urbana había sido hasta ahora una historia de la ciudad occidental. Castells fue pionero en
la superación del etnocentrismo localista y desarrollando una teoría de lo urbano realmente universal. Pero no fue el único. Así
por ejemplo su trabajo “Squatters and politics in Latin America: a comparative analysis of urban social movements in Chile, Peru
and Mexico” (1982) estaba incluido en una obra colectiva, Towards a Political Economy of Urbanisation in Third World Countries,
editada por Helen Safa.
En los últimos años han visto la luz estudios comparativos sobre las sociedades urbanas a nivel mundial, único enfoque
que permite determinar qué facetas de las relaciones sociales generadas en y por la ciudad son universales (si es que las hay) y
cuáles obedecen en cambio a factores idiosincráticos de cada contexto local y temporal. Con este nuevo planteamiento
transcultural y comparativo se ha avanzado en el estudio del urbanismo de los países en vías de desarrollo (Drakakis-Smith
2011, Potter 2012) o se ha continuado con el estudio de los movimientos sociales urbanos, especialmente aquellos con
aspiraciones políticas (que también son actores de la gobernanza del sistema-ciudad) (Rabrenovitch 2009; Schuurman y Van
Naerssen 2012).
Por otro lado, la aparición del espacio de los flujos y sus esquemas de socialización en red supone un nuevo desafío al
modelo clásico de integración de los inmigrantes, el del melting pot (crisol, en inglés): el proceso final de la inmigración concebido
como la fusión cultural en una nueva sociedad cuyo componente principal seguiría siendo el de la cultura mayoritaria nativa
(mainstream). Es cierto que la Escuela de Chicago ya mostró una ciudad fragmentada en comunidades culturalmente diversas
por efecto de la llegada de inmigrantes de orígenes nacionales distintos y que, directa o indirectamente, apoyó la segregación
espacial. Pero, aunque ese esquema reconocía casi explícitamente el carácter ideológico del melting pot, mostrándolo más bien
como un desideratum del discurso hegemónico y uniformizado moderno que como un proceso inevitable, lo cierto es que los
chicagüenses, como el resto del establishment norteamericano del que formaban parte, creían firmemente, en el fondo, en dicha
teoría. La diversidad de comunidades culturales era vista como una etapa transitoria en el proceso de evolución socio-cultural y
de modernización. Los nuevos inmigrantes llegaban del exterior, se instalaban en la zona de transición pero con el tiempo,
conforme las generaciones se iban sucediendo, se producía un fenómeno natural de movimiento hacia fuera, hacia el suburbio,
que iba acompañado de una absorción de los valores y estilos de vida de la clase media norteamericana (el mainstream
anglosajón, el núcleo duro de la amalgama) y que se completaba con una cuasitotal fusión cultural (desaparecía el idioma
vernáculo, las formas de vestir idiosincráticas, el sentimiento patriótico hacia la nación de origen era sustituido por un profundo
nacionalismo estadounidense, la mentalidad moderna y los valores del individualismo capitalista se hacían hegemónicos etc.). La
excepción eran ciertos rasgos culturales superficiales como la celebración de ciertas festividades propias, mantenimiento de
ciertas tradiciones culinarias, y, quizá el rasgo cultural más duro el de la propia confesión religiosa (pero esta quedaba anulada,
finalmente, en una especie de ecumenismo monoteísta, e incluso teista, que era considerado como parte de la esencia identitaria
americana – In God We Trust- y que ha provocado un interesante efecto: mientras nadie era marginado por practicar tal o cual
particular culto, fuera éste judío, protestante, católico, e incluso musulmán o budista, el ateísmo era considerado profundamente
antiamericano). Para los modernistas de la Escuela de Chicago, lo admitan explícitamente o no, la heterogeneidad cultural de la
ciudad era un fenómeno disfuncional, una fuente de problemas que los aparatos homogeneizadores del sistema debían intentar
resolver. Esta se presentaba, sin embargo, como una tarea inacabable pues el carácter dinámico del ecosistema hacía que dicho
melting pot no acabara nunca de completarse totalmente en cuanto nuevos inmigrantes seguían llegando sin cesar a la ciudad,
130
ocupando el espacio que dejaban los anteriores. El problema, sin embargo, no ofrecía motivos para declarar el estado de alarma
pues estaba contenido dentro de márgenes manejables. Dicha diversidad cultural permanecía siempre, en términos sistémicos,
un fenómeno minoritario, una anomalía que no afectaba al equilibrio y la funcionalidad del sistema. Los hechos parecían
corroborar el modelo. ¿Acaso no era Frank Sinatra, de origen italiano, la “voz de Ámerica” o Joe Di Maggio el mejor bate de la
historia del beisbol?
“En los tiempos de la ciudad y de la urbanización – nos dice Bassand (2001:13)- el extranjero debía socializarse
completamente o marcharse”. Este proceso venía, en buena parte provocado por la rigidez del espacio, con sus comunicaciones
lentas y costosas. Con la emergencia del espacio reticular y de los flujos una nueva tendencia ha venido poco a poco a
yuxtaponerse al modelo modernista de integración. La fragmentación del espacio operada por este nuevo concepto de
espacialización permite que el inmigrante pueda seguir en contacto cotidiano de manera fácil y asequible, con su tierra de origen
y esquivar, al menos parcialmente, ese proceso de absorción cultural. No solamente esto es posible sino que se ha convertido en
algo ideológicamente deseable, predicado por el discurso hegemónico de lo políticamente correcto que cabalga en el corcel de la
revolución cultural de los sesentayochinos. El discurso del melting pot fue sustituido en los años 90 por el del multiculturalismo.
Con él se pasa de percibir la fragmentación cultural de la ciudad como un problema a solucionar (o a mantener, contenido
siempre dentro de unos márgenes no letales para la vida del sistema) a ser una riqueza a celebrar y a potenciar, un elemento
definidor de la vida metropolitana en si misma. La diversidad cultural (tanto étnica como organizada en torno a otros ejes: género,
orientación sexual, afiliaciones estéticas) se encuadra, de manera en buena parte inconsciente, en una reformulación de la vieja
cosmovisión evolucionista y es convertida en un epítome definidor de la civilización más avanzada. La civilización del siglo XXI es
la civilización de la diversidad vehiculada por las redes tecnológicas y por la inmigración que es un signo en sí misma del éxito
atractivo del modelo cultural y ello se contrapone a una (no tan nueva) imagen de lo primitivo y subdesarrollado como aislado y
culturalmente simple y homogéneo. El paradigma multiculturalista (que se expresa concretamente de mil maneras, desde los
programas y speeches políticos hasta la literatura y el cine) no es otra cosa que el vástago postmoderno de la vieja dicotomía
reduccionista campo/ciudad, elevada ahora a un plano superior. Para ser ultramodernos, postmodernos, no basta con no
conducir un estilo de vida rural, hay que ser además metropolitano y multicultural; la vieja ciudad de tamaño medio y
relativamente homogénea culturalmente (no importa cuan desarrollada esté su división social del trabajo) ha pasado a
acompañar a la aldea campesina en el cajón categorial de lo que pertenece ya a una etapa superada de la historia.
Y ese multiculturalismo de la gran metrópoli es, indefectiblemente, “glocal”, en la expresión popularizada por el
sociólogo británico Roland Robertson (1995) (aunque su acuñación parece haber sido obra del presidente de Sony, Morita (Voyé
2001)): fruto de la hibridación en infinitas combinaciones posibles entre los elementos externos y los internos, un proceso que
transforma tanto al que llega a la ciudad como al que allí vive y no se mueve, porque la montaña del espacio de los flujos, se
quiera o no, llega hasta cada uno de los Mahomas-ciudadanos. Ello conlleva una nueva forma de percibir el mundo, lo que
Montulet (1998:136) denomina la “vision exónoma”: una visión en la que el punto de referencia del sujeto se sitúa al exterior del
lugar donde está situado. Nos vemos y nos juzgamos a nosotros mismos a partir del espejo de la sociedad global. Sociedad
global que no es más que una imagen fabricada pues sólo existe en tanto que se encarna en sociedades locales concretas.
Para Robert Ezra Park, el inmigrante era un individuo en un territorio de nadie, ni de aquí, ni de allí y esa situación de
limbo cultural lo conducía al desarraigo. Los estudios postmodernos de la ciudad muestran como esa dicotomía ya no es una
condición necesaria (quizá nunca lo fue) y cómo ahora muchos inmigrantes son al mismo tiempo de aquí y de allá, capaces de
entrar de manera pragmática y puntual o de forma más profunda y sostenida en el tiempo en el universo de normas de la
sociedad de acogida sin abandonar el suyo. Son hechos que alimentan una antropología y una sociología “de idas y venidas, de
entradas y salidas” (Missaoui 2000).
La glocalización se opone así a la teoría de la “McDonaldización” (Ritzer 1983; Barber 1995; Turner 1999) o al
walmarting del mundo (Dicker 2005), sostenido por otros autores que, con estas coloridas expresiones, dibujan una
contemporaneidad guiada por un proceso de convergencia global hacia el modelo cultural norteamericano.
La ciudad como simulacro y objeto de consumo.
El concepto es ilustrado a través de la metáfora de la Disneyficación, termino que explora las concomitancias entre la
ciudad postmoderna y los parques temáticos de la compañia de Walt Disney. El término es empleado, entre otros, por Zukin
(1996), Roost (2000) o Bryman (2004) siempre con connotaciones peyorativas para implicar procesos de artificialización,
edulcoración y procesamiento del hábitat urbano con el objetivo de convertirlo en un lugar controlado, sanitizado, privado de sus
aspectos potencialmente desagradables, y listo para ser consumido. Era un tema que ya habían tratado Debord (1967) y
Baudrillard (1981). Había sido este último quien había dicho que Disneyland era el lugar más real de los Estados Unidos, porque
no pretende ser nada más de lo que realmente es, un parque temático, mientras las ciudades son escenarios de un simulacro
que pretende hacerse pasar por real. Y abunda en ese argumento afirmando que, en ese orden de cosas, Disneylandia tiene una
función crucial en la sociedad americana:
"Disneyland es presentado como imaginario para hacernos creer que el resto es real, cuando en realidad toda
la ciudad de Los Ángeles y la entera América que lo circunda han perdido ya el estatus de real, se encuentran
en el nivel de lo hiperreal o de la simulación” (Baudrillard 1981: 103).
131
Como procesos que ilustran esa desdibujación de la frontera entre la ciudad y la imagen estilizada de sí misma
pueden citarse: a) la traslación de la plaza ciudadana al interior del centro comercial; b) la expulsión de los residentes de los
centros históricos “hiperturistificados” (los ejemplos paradigmáticos pueden ser Praga o Venecia), que quedan reducidos a una
gran acumulación de museos, restaurantes y tiendas de souvenirs, la vida callejera espontánea sustituida por la programada de
los turistas que vienen a “observar” la ciudad y los guías que ofrecen una imagen empaquetada de la misma; lugares de paso,
no-lugares à la Augé (más interesante aún si cabe, paradójicamente hasta cierto punto, en ciudades que rebosan referentes
históricos y culturales) en los que casi nadie, como en un aeropuerto, vive su vida, todo ello en un entorno arquitectónico
hiperrestaurado y “manicurado”; c) el diseño calculado de la imagen de la ciudad para venderla como objeto de consumo a los
visitantes: son los procesos conocidos como city branding y city marketing que han inspirado una avalancha de publicaciones
desde principios de los 90 (Ashworth 1990; Kearns 1993; Hall y Hubbard 1998; Holcomb 1999; Mommas 2003; Karavatzis 2004)
y tiene incluso sus propias revistas, como Place Branding, inaugurada en 2004).
La ciudad fortaleza, la ciudad como panóptico.
Los sociólogos urbanos siguen dedicando muchas obras al tema del control social y la normalización ejercidos a
través de la tecnología urbanística. La instalación de cámaras de videovigilancia por otro el espacio urbano ha reavivado la
metáfora foucaultiana del panóptico. En efecto, son innumerables las obras que ven la ciudad actual como un enorme dispositivo
panóptico que nos vigila constantemente. Un control ejercido sea por el Estado que por compañías privados o por nuestros
propios vecinos en las llamadas gated (Davis 1990; Kennedy 1995) o walled (Judd 1995) communities, las comunidades cerradas
surgidas para protegerse de la oleada de delincuencia que la agudización de la polarización social en los 70 y 80, durante el
periodo de la recesión económica, trajo consigo. Algunos títulos son elocuentes y hablan por sí mismos: “Cam Era”: the
Contemporary Urban Panopticon” (Koskela 2003), “Escaping the Panopticon: Utopia, Hegemony, and Performance in Peter
Weir's The Truman Show” (Lavoie 2011), “Discipline, Surveillance, Control: A Foucaultian Perspective on the Enforcement of
Planning Regulations” (Harris 2011) y la lista de obras en la que se menciona la palabra panóptico es larga (Marsh 1994;
Fishman 1996; Slater 2009; Kolb 2011). En ellos sigue patente la obsesión crítica de la sociología urbana norteamericana por la
forma de vida del suburb.
La refuncionalización del espacio urbano. Estudios sobre gentrificación.
Muchos sostienen que una de las formas en que se reflejan los procesos post-modernos en la ciudad es en una
desarticulación entre función y forma. Sometidos a las necesidades de las nuevas formas de producción y reproducción
postindustrial y a la organización del trabajo postfordista, edificios, calles, incluso barrios y ciudades enteras, pueden ser, en
efecto, refuncionalizados (Donnison 1980). Y a través de esta refuncionalización los principios de flexibilidad, de ambigüedad e
hibridación de categorías, de indefinición, se trasladan al espacio. Como notó Secchi en 1984:
De repente [el espacio urbano] parece dotado a la vez de gran maleabilidad y de indeterminación: lo
que se siempre había sido considerado como vivienda ahora puede cumplir funciones de oficina; lo que era
fábrica, es decir lugar de trabajo, se convierte en vivienda; los barrios populares del centro de la ciudad se
transforman en áreas chic y de lujo; la arquitectura pobre se convierte en monumento (Secchi 1984 en Racine
1996:215)
En Estados Unidos el estudio seminal quizá sea la obra colectiva editada por Smith y Williams en 1986, “Gentrification
of the City”. En Europa es destacable la obra también colectiva, editada por Van Weesep y Musterd en 1991, “Urban Housing for
the Better Off: Gentrification in Europe”. La gentrificación tiene consecuencias mucho más notables en Estados Unidos, donde el
abandono del centro había sido mucho más radical que en el caso europeo. Otros estudios seguirán (Ley 1994; Bourne 1994).
Quizá haya sido Ley, un autor decididamente en la órbita del paradigma postmoderno, el que mejor haya entendido la estrecha
relación entre el proceso de gentrificación y los nuevos valores culturales postmodernos. Para Ley (1994) la gentrificación es ante
todo un proceso sociocultural, un neorromanticismo que parte de una esteticización del espacio y la arquitectura historicista y
popular y su transformación en capital simbólico con funciones de distinción à la Bourdieu (Bourdieu 1979).
Los estudios sobre gentrificación del centro histórico son, pues, legión. Podríamos citar como ilustración el que realiza
Jean-Yves Authier (1996) en el centro de Lyon. Authier identifica tres categorías sociales de recién llegados: los “residentes
culturales” (parejas jóvenes de clase media profesional que poseen un alto grado de capital cultural y que buscan en el viejo
barrio satisfacer sus necesidades de historicidad y convivialidad); los “residentes técnicos” (familias menos jóvenes de los
estratos superiores de la clase obrera movidos fundamentalmente por su deseo de convertirse en propietarios) y los “nuevos
inquilinos” (gente joven, solteros, de clases sociales diversas que estudian o trabajan (o ambas cosas a la vez), normalmente en
ocupaciones precarias cuyos motivos para mudarse son básicamente funcionales: acceder a alojamiento en el centro, cerca de
los centros universitarios y de las fuentes de trabajo temporal (restaurantes, tiendas de moda, etc.)
132
Género y espacio urbano construido.
Los sociólogos urbanos también han explorado la relación entre el espacio construido y la producción y reproducción de
los roles y estatus de género. Muchos de estos estudios se han hecho desde el feminismo militante, con el punto de partida en
una concepción de la ciudad y la vivienda como tecnologías, no sólo de poder en general, sino de poder patriarcal. La autora más
conocida es la norteamericana Dolores Hayden, una socióloga y arquitecta que también trabaja desde la base de Los Ángeles.
Hayden es una de las muchas voces críticas contra el suburb, pero a los argumentos ya conocidos añade otros de su cosecha
feminista. Hayden aplica el marco teórico marxista al estudio del género en la ciudad, en lo que ella misma ha definido como
“materialismo feminista” (Hayden 1984). En “The Grand Domestic Revolution: A History of Feminist Designs for American Homes,
Neighborhoods, and Cities “(1981) critica la vivienda y la ciudad como productos construidos por los hombres (la explotación
doméstica de la mujer en la ciudad tradicional ha sido simplemente sustituida por la explotación suburbial de la mujer, el suburb
está diseñado explícitamente para mantener a las mujeres en su sitio) y, a través de la exploración del pensamiento sobre
urbanismo de las primeras feministas de principios del XX plantea una reforma del espacio para conseguir la igualdad de género.
Tema en el que volverá a insistir en su “Redesigning the American Dream: Gender, Housing, and Family Life“(1984) desde una
perspectiva en la que estudia cómo la forma urbana y de la vivienda, articuladas con la economía política, influyen en los
patrones de crianza de los hijos, en el papel que en ellos tiene la mujer y, por lo tanto, en la construcción política y cultural del
género. Así compara tres modelos diferentes, correspondientes a otras tres formas de economía política: el modelo del hogar
como refugio (la mujer en casa, el hombre al trabajo), plasmado en el suburb de la democracia liberal norteamericana, el modelo
industrial de la Unión Soviética (todas las mujeres a trabajar y desconexión entre trabajo y residencia por igual para hombres y
mujeres) y el modelo de barrio de las socialdemocracias europeas (un modelo mixto y que integra mejor vida doméstica y
pública), que es el que Hayden considera más humano.
Desde los 90 una serie de autores inspirados por la filosofía postmoderna explorarán otras dimensiones de la relación
género-ciudad. Así, geógrafos urbanos como Valentine (1993), con su concepto de “geografía del deseo”, prestan atención a la
articulación espacio/prácticas sexuales así como a las minorías sexuales y cómo su vida es influida por el espacio construido. En
concreto, cómo viven y perciben las lesbianas la ciudad. Otros se interesarán por la segmentación por género del mercado de
trabajo y sus manifestaciones espaciales. Así, Villeneuve y Rose (1988), en su trabajo sobre la ciudad de Montreal, muestran
cómo existen grados de segmentación diferentes por distritos: mientras que existe un mayor grado de movilidad profesional
ascendente para las mujeres profesionales que habitan en el CBD, la relegación al papel doméstico es muy alta para la mujer
que habita en el suburb. Unos años más tarde el mismo Villeneuve dedicaría otra obra a estudiar la relación entre el espacio y el
mantenimiento de estructuras de poder patriarcales en la misma línea de Hayden: “Les rapports hommes-femmes en milieu
urbain: patriarcat ou partenariat?” (1991).Sus conclusiones, sin embargo, no fueron tan evidentes como habría cabido esperarse.
En esta obra Villeneuve analizaba la fuerte emergencia de los trabajos no cualificados de servicios personales experimentada en
las dos décadas precedentes en los centros de negocios de las grandes ciudades así como su fuerte tendencia a la feminización
y a la precarización laboral. Se trata de actividades que más que con la producción tienen que ver con la reproducción de la
fuerza de trabajo y en ese sentido cabe equipararlas con las que tradicionalmente habían siempre hecho las mujeres en el hogar.
Villeneuve muestra cómo el paternalismo, aún fuertemente imperante, se sirve de estas inercias culturales para rellenar a bajo
costo ese nicho laboral pues, como el trabajo doméstico, este también será mal retribuido. Pero en un interesante giro que
muestra el gusto por la paradoja de los postmodernos, Villeneuve también achacará este fenómeno al propio acceso de la mujer
a las clases profesionales: será esta nueva clase de las mujeres profesionales, en crecimiento exponencial, por aquel entonces
en Norteamérica abrumadoramente de raza blanca, la que demande todo ese tipo de servicios (peluquería, limpieza, catering,
lavandería, etc.) que ya no tiene tiempo de realizar por sí misma en el hogar. La crecimiento de la mujer profesional provoca así
el del segmento de un lumpen proletariado feminizado y terciarizado, que estará constituido mayoritariamente por mujeres de las
minorías étnicas más marginadas e inmigrantes.
El fenómeno nimby: una forma postmoderna de movimiento social.
El fenómeno o síndrome nimby (not in my backyard), un neologismo nacido en California en los años 80 (Farkas 1982;
Portney 1984; Matheny y Williams 1985) y desarrollado sin solución de continuidad en las décadas siguientes (Davis 1990),
ilustra muy gráficamente la naturaleza de un nuevo tipo de movimiento social urbano, reactivo en lugar de proactivo, muy
diferente a los estudiados por Castells en los 70. Son movimientos que no buscan la transformación del sistema de acceso a o
de distribución de los servicios sino simplemente evitar que cualquier tipo de actuación percibida como negativa por los
residentes tenga lugar en su barrio. Se trata de microrreinvidicaciones que reflejan, en una dimensión espacial, el
hiperindividualismo y la extrema fragmentación social del capitalismo avanzado: no a la construcción de un centro comercial, de
una escuela, de una mezquita cerca de mi casa. La lógica no es necesariamente de intolerancia o absolutismo moral sino de
egoísmo hedonista: No nos importa si lo hacen en otro lado y no nos opondremos a ello, simplemente no lo queremos aquí.
El concepto de gobernanza
Una de las principales diferencias entre la metrópolis actual y la ciudad anterior es que los límites urbanos no coinciden con
los políticos. Esto es así porque la metrópolis se ha formado por fusión o interconexión de lo que anteriormente eran centros
urbanos separados espacial y funcionalmente. La inercia política ha mantenido la autonomía a nivel del antiguo municipio pero
estos gobiernos municipales no están preparados para hacer frente a los retos que implica gestionar un territorio unido,
133
interdependiente y, por añadidura, reticulado en redes mucho más amplias aún. Surge entonces la necesidad de coordinar los
diferentes gobiernos municipales y otros actores decisivos que desempeñan funciones en el territorio (autoridades regionales,
nacionales e incluso supranacionales -piénsese en el caso de la Unión Europea con sus Fondos Estructurales- y actores privados
(empresas, organizaciones de la sociedad civil)) a través de paraguas institucionales más amplios. Esta necesidad es tanto más
imperiosa cuanto que el espacio metropolitano está inmerso en una lógica de competencia en el marco del sistema-red mundial:
Las grandes aglomeraciones urbanas de todo el planeta compiten entre sí por atraer inversiones públicas y privadas, industrias y
visitantes/consumidores. Esto es lo que se conoce con el término de gobernanza metropolitana para diferenciarlo del clásico
“gobierno” municipal. La gobernanza se despliega y funciona a través de partenariados de geometría variable. ¿Cuáles son las
nuevas estrategias y desarrollos institucionales que implica y necesita la gestión de territorios metropolitanos complejos, extensos
en el espacio, fragmentados en una miríada de micro y meso poderes aún mal coordinados y sujetos a la presión de la
competencia nacional e internacional? ¿Por dónde se encaminan los desarrollos futuros? He aquí algunas de las preguntas que
puede y debe hacerse la sociología urbana. La gobernanza metropolitana plantea todo tipo de retos, desde los conceptuales a
los técnicos, lo que ha llevado a sociólogos como Maurice Blanc (2001), a animar a la sociología urbana a convertir este tema en
una de sus líneas de investigación-acción prioritarias. Blanc está convencido de que este es el tema que acabará por dar a la
sociología urbana su definitivo “lugar en el mundo” en el futuro. Sin duda queda mucho por camino por hacer en este sentido,
pues la importancia de la gobernanza apenas está empezando a calar en las preocupaciones y programas de nuestros políticos
tanto a nivel nacional como local.
Son de destacar los trabajos de los españoles Manuel Castells y Jordi Borja, tanto en colaboración (Borja y Castells
1997) como por separado (Borja 1992), sólo por citar algunos de sus innumerables textos sobre la cuestión. Partiendo del
concepto de movilidad y del derecho al acceso algunas de las propuestas más recientes (Offner y Pumain 1996; Bassand et al.
2000, Kaufmann 2000) subrayan que uno de los aspectos centrales de la gobernanza debe ser el de ampliar y optimizar
constantemente el conjunto de infraestructuras reticulares que hacen posibles los flujos, así como tratar de garantizar el acceso
en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos Como dice Kaufman (2000: 25): “Cuanto más subordinada sea la posición del
individuo en la sociedad, más dificultades tendrá, incluso podrá llegar a ser incapaz, de usar la red de redes, quedando atrapado
en su barrio con altos grados de discriminación. La movilidad es la condición sine qua non de la participación en la vida
metropolitana”. En grandes metrópolis como Londres el coste del transporte público hacia las zonas centrales es tan elevado
que, unido al hecho de la imposibilidad de acceder en coche (precio prohibitivo del aparcamiento al que más tarde se añadió el
cobro de una ecotasa) condena a buena parte de sus habitantes a una práctica reclusión en los límites del entorno local, en el
territorio recorrible a pie. Muchos habitantes de barrios desfavorecidos pasan años sin ir al centro; muchos niños no han ido en su
vida. Una buena gobernanza debe estar orientada a evitar que nadie quede desconectado del espacio de los flujos metropolitano.
Para los partidarios del derecho al acceso una gobernanza inteligente en la sociedad informacional del siglo XXI debe,
pues, emprender políticas concretas de: desarrollo de las infraestructuras de telecomunicación (banda ancha, satélite) y puesta
en el mercado a un precio asequible para todo el mundo; vías de comunicación y medios de transporte, con una combinación
flexible y pragmática de soluciones públicas y privadas, alejada de mistificaciones ideológicas que demonicen o alaben una u otra
forma; redes de energía, tratando de hacerla ubicua, limpia y asequible económicamente para todos los presupuestos; redes de
suministro de agua y de eliminación de residuos (Nápoles, con sus montañas de basura levantadas por la Camorra es un triste
ejemplo de lo que ocurre cuando el Estado hace dejación de o se declara impotente para gestionar dicho servicio). Estas redes
dan forma a la fisiología de la metrópolis y la cohesión de la misma depende de ellas. Y dichas redes sólo pueden mantenerse y
crecer a condición de que exista una red de espacios públicos que hayan sido planificados de antemano, pues todas estas
infraestructuras tienen por fuerza que discurrir por terrenos de propiedad pública o que hayan sido expropiados. Es decir, la
gobernanza pública es más que nunca necesaria para sostener la vida y la economía, por lo demás altamente privatizada, de las
metrópolis del capitalismo avanzado informacional.
Otro tema fundamental en el ámbito de la gobernanza es su relación con la democracia y, en particular, con formas de
democracia más directa que la representativa tradicional: la más importante de estas alternativas es la llamada democracia
participativa (grass roots democracy en inglés), que promueve la participación de los ciudadanos en la política de la vida
cotidiana. Este es un concepto de claras raíces sesentayochinas y que ya había introducido en el debate Ledrut precisamente en
ese año (Ledrut 1968). Muy difícil de llevar a la práctica en ámbitos de administración más elevados, la ciudad se convierte, por
sus dimensiones más reducidas, la mayor proximidad entre gobernantes y gobernados y la mayor inmediatez y concreción de los
problemas a gestionar, en el ámbito por excelencia de todos los experimentos de este tipo. Experimentos que no dejan de
presentar una gran complejidad, especialmente cuando se plantean en el ámbito de la gestión de las enormes metrópolis
multimillonarias (en presupuesto y en habitantes), algunas de las cuales son demográfica y económicamente más grandes que
muchos estados pequeños y pobres.
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