See discussions, stats, and author profiles for this publication at: https://www.researchgate.net/publication/329786286 SOCIOLOGÍA URBANA: DE MARX Y ENGELS A LAS ESCUELAS POSTMODERNAS, CENTRO DE INVESTIGACIONES SOCIOLÓGICAS, MADRID, 2014 Book · December 2014 CITATIONS READS 0 3,689 1 author: Francisco javier ullán de la rosa University of Alicante 34 PUBLICATIONS 65 CITATIONS SEE PROFILE Some of the authors of this publication are also working on these related projects: Accessible tourism View project Los indios ticuna del Amazonas: procesos de cámbito social y aculturación View project All content following this page was uploaded by Francisco javier ullán de la rosa on 19 December 2018. The user has requested enhancement of the downloaded file. 1 HISTORIA DE LA SOCIOLOGÍA URBANA: DE MARX Y ENGELS A LAS ESCUELAS POSTMODERNAS. FRANCISCO JAVIER ULLÁN DE LA ROSA PROFESOR TITULAR DE SOCIOLOGÍA UNIVERSIDAD DE ALICANTE 2 INDICE DE CONTENIDOS CAPITULO 1. SOCIOLOGÍA URBANA. CONSIDERACIONES EN TORNO A SU OBJETO DE ESTUDIO E IDENTIDAD DISCIPLINAR. 1.1. ¿De qué se ocupa la sociología urbana? Una disciplina de escurridizo objeto de estudio y constante Infiltración interdisciplinar. 1.2. Tres líneas maestras en la historia de la sociología urbana. 1.3. Algunas propuestas programáticas para una sociología urbana en el siglo xxi. CAPÍTULO 2. ESTUDIOS SOBRE LO URBANO EN LA EUROPA VICTORIANA Y DE LA BELLE ÉPOQUE. 2.1. El contexto histórico y epistemológico 2.2. La ciudad como variable dependiente: Marx, Engels, Tönnies, Durkheim y Weber. 2.2.1. Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895): la ciudad como expresión del modo de producción. 2.2.2. Ferdinand Tönnies (1855-1936): lo urbano en el contínuum comunidad-sociedad. 2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema funcional superorgánico. 2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno de racionalización. 2.3. La ciudad como variable independiente: Simmel, Sombart, Halbawchs. 2.3.1. Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de una teoría psicosocial y culturalista de la ciudad. 2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora de alta cultura. 2.3.3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico pionero de la sociología urbana? CAPÍTULO 3. LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES. 3.1. Chicago o el epítome de la nueva modernidad americana. 3.2. La primera generación del Departamento de Sociología de Chicago. 3.3. La Segunda Generación de la Escuela de Chicago. Biologicismo, funcionalismo y culturalismo entre la Ecología Humana y los Community Studies. 3.3.1. Consideraciones Generales 3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad. 3.3.3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: El urbanismo como una forma de vida y los estudios etnográficos de las subculturas de Chicago. 3.3.4. Algunos desarrollos teóricos concretos de la Escuela de Chicago. 3.3.5. La Segunda Generación de Chicago y la acción política. Reformismo y sostenimiento del status quo racial en la ciudad: entre el Chicago Area Project y la Federal Housing Administration. 3.3.6. El legado científico: La Escuela de Chicago entre los atisbos de la ciudad postmoderna y las rémoras epistemológicas del paradigma moderno. 3.4. Otros aportes del periodo: Sociología urbana en Gran Bretaña 1900-1930. CAPÍTULO 4. EL PERIODO DE POSTGUERRA: NUEVA ECOLOGIA HUMANA, POSITIVISMO CUALITATIVO Y EL INICIO DE LA RELACIÓN CON EL URBANISMO. 4.1. Introducción: el desembarco del urbanismo en la sociología urbana. 4.2. El Estado, el capital y los reformadores sociales. Breve síntesis del urbanismo de un siglo (1850-1960). 4.2.1. Los ensanches burgueses. Dublín: el precedente olvidado. El modelo paradigmático del París hausmanniano. La obra de Ildefonso Cerdà. 4.2.2. La ciudad-jardín. 4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como políticas del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilustrado del urbanismo racionalista. 4.3. Sociología urbana en los 50 y los 60. Los intentos de explicar los efectos del urbanismo racionalista. 4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios sobre el suburb. 4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la sociología urbana en Francia. De las zonas ecológicas de París al estudio de la vida en los grands ensembles. 4.4. La Escuela de Chicago en los 50 y 60. El declinar de la hegemonía. 6.4.1. La Nueva Ecología Humana 4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis factorial. CAPÍTULO 5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA (FINALES DE LOS 60, PRINCIPIOS DE LOS 80) 5.1. Sociología urbana y nuevos movimientos sociales urbanos: la necesidad de buscar nuevos marcos teóricos. 5.2. La Escuela neo-weberiana de Sociología Urbana. 5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Ecología Humana y nuevo enfoque neo-weberiano. 5.2.2. Ray Pahl y la teoría del Estado Corporativo como gestor de la ciudad. 5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de Pahl. 5.3. La Sociología Urbana neomarxista en Francia. 5.3.1.Henry Lefebvre (1901-1991) y la corriente marxista humanista 5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista aplicado a los estudios urbanos. 3 5.4. La sociología urbana en los Estados Unidos de finales de los 60 y 70. 5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico. 5.4.2. David Harvey. La corriente marxista en los Estados Unidos. 5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos. CAPÍTULO 6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD POSTMODERNA Y POSTINDUSTRIAL A CABALLO ENTRE EL SIGLO XX Y EL XXI 6.1. Introducción. Algunos rasgos generales de eso que llamamos postmodernidad. 6.2. Historia de la emergencia de la epistemología postmoderna 6.3. El paradigma postmoderno y su proyección en los nuevos movimientos políticos, sociales y culturales. 6.4. La sociedad y la cultura de la postmodernidad como expresión del capitalismo avanzado desde los años 80. 6.5. La encarnación del paradigma cultural postmoderno en el urbanismo y la arquitectura de la ciudad. 6.6. Sociología urbana en la bisagra finisecular (1980-2010): entre el marxismo de la postmodernidad y los enfoques postmodernos. 6.6.1. La reformulación de la sociología neomarxista frente al reto del postmodernismo y la postmodernidad. 6.6.2. La sociología urbana postmoderna hasta los años 80 6.6.3. El protagonismo de la Escuela de Los Ángeles en los 90. 6.6.4. La sociología urbana en el siglo XXI. REFERENCIAS BIBLIOGRAFICAS 4 CAPÍTULO 1. SOCIOLOGÍA URBANA: CONSIDERACIONES EN TORNO A SU OBJETO DE ESTUDIO E IDENTIDAD DISCIPLINAR. 1.1. ¿De qué se ocupa la sociología urbana? Una disciplina de escurridizo objeto de estudio y constante infiltración interdisciplinar. La sociología urbana bien podría paragonarse a un resbaladizo pescado cuya lisa y mojada superficie hace complicado atraparlo mientras aún está vivo y coleando (es decir, en su contemporaneidad). Quizá se haga más fácil diseccionarlo cuando ya esté muerto (visto con la lente retrospectiva de la historia), si es que llega a morir algún día (en cualquier caso, no han sido pocos los que han querido enterrarla). También podría verse como una esponja, porosa y flexible, que se deforma con los apretones de cada autor y momento y se embebe con los líquidos del entorno académico circundante, es decir, de otras disciplinas. Estas dos características: objeto de estudio escurridizo y porosidad interdisciplinar, han grabado la identidad de la sociología urbana. O, mejor dicho, sus dificultades para encontrar una identidad definida y estable en la que reconocerse. Dificultades que han llevado a algunos hablar de “carácter un poco atípico de la sociología urbana” (Mela 1996:13). La excepción a la regla la encontramos en las tres décadas que van de 1920 a 1950, cuando la disciplina, recién establecida por la Escuela de Chicago, aún rebosaba de candor y osadía adolescentes que la hacían sentirse segura y capaz de todo. Antes de la Escuela de Chicago, y como se verá con más detalle en capítulos posteriores, los padres fundadores de la sociología no habían reconocido a la ciudad como un objeto de estudio en sí misma (Saunders 1981; Bettin 1982; Savage y Warde 1993; Merrifield 2002). Aunque los autores habían dedicado muchas páginas a analizar fenómenos que más tarde recaerían de lleno dentro de la zona de influencia del territorio subdisciplinar, como los problemas derivados de las condiciones de vida urbanas, lo habían hecho en tanto que fenómenos producidos por la estructura y la dinámica social más abarcante, la del proceso histórico de modernización/industrialización, considerando a la ciudad como el escenario de dichos procesos (escenario, eso sí, privilegiado, por ser el lugar donde sus efectos se manifestaban con mayor intensidad) pero no como un factor con capacidad de generarlos o condicionarlos en sí mismo. Tampoco ninguno de ellos contempló a la ciudad como un subsistema social dotado de una cierta autonomía, la suficiente como para justificar una atención especializada como objeto de estudio. Todos los primeros sociólogos se adhirieron al paradigma moderno dominante que incluía en el paquete el evolucionismo unilineal (Harris 1968; Giddens 1971,1990; Bernman 1982; Bryan 1990; Wehlin 1992; Martinelli 1998; Kennington 2004; Delanty 2007). A partir de ese marco conceptual la ciudad no era más que el lugar donde se manifestaban con mayor intensidad las consecuencias de un inevitable proceso de evolución histórica: la transformación de las sociedades agrarias tradicionales en modernas sociedades basadas en la organización racional, el estado, las relaciones contractuales, la industrialización y la ciencia y la economía monetarizada capitalista. Condición transitoria, está última, para los autores socialistas, en la misma lógica evolucionista que, por lo demás, abrazaban con entusiasmo. Lo “urbano” no era otra cosa que sinónimo de lo “moderno” y, cuando el proceso de modernización operado a través de la extensión del capitalismo, del imperialismo o del socialismo se hubiera inexorablemente completado (otras desembocaduras históricas no eran concebibles en el esquema moderno unilineal) lo “urbano” cesaría en su condición de vanguardia de la modernidad para acabar siendo sinónimo perfecto de “sociedad” y de “global”. En otras palabras: El mundo entero acabaría por ser una única sociedad urbana y moderna. A partir de un planteamiento como este, la ciudad pierde toda especificidad sociológica propia y se hace prácticamente imposible su configuración como objeto de estudio. Aquellos pocos autores que, en el rayar del siglo XX, se fijaron en la ciudad como tal y no como simple emanación del sistema social mayor no llegaron, sin embargo, a establecer un proyecto disciplinar sistemático y coherente. Ni siquiera se lo plantearon, de hecho. Sus intereses son particulares, sin visión de conjunto, y diferentes: Simmel (1903, 1908) y Sombart (1907) se dedicarían a estudiar la ciudad en tanto lugar de producción de rasgos culturales y de personalidad específicos (lo cual les da más méritos para ser considerados padres de la antropología cultural y psicológica (Escuela de Cultura y Personalidad) que de la sociología urbana strictu sensu) mientras que Halbawchs (1908, 1920) se interesará fundamentalmente por el aspecto material, el entorno construido, de la ciudad, por la vivienda y el urbanismo, como factores de producción de relaciones sociales. Para este último, desde sus primeros escritos, el concepto clave es el de morfología: El estudio de la ciudad es el estudio de su forma espacial y la Sociología debe ocuparse de estudiar las relaciones entre dicha forma y los procesos sociales que tienen lugar en su interior, analizando los condicionamientos recíprocos entre ambas. Este planteamiento es sólo implícito en sus primeras obras pero se tornaría explícito en su texto más fundamental, Morphologie du social, de 1935. Para entonces, sin embargo, Halbawchs ya había viajado a Chicago y había vuelto profundamente influenciado por las teorías ecológicas de aquella escuela, que habían acabado por definir oficialmente – y desarrollado en una auténtica teoría, la primera – con su obra/manifiesto de 1925, The City , el objeto de estudio de la sociología urbana: las relaciones espacio construido/sociedad. Lo que no quita para que podamos considerar, sin duda, a Halbawchs como uno de los co-constructores del objeto de estudio de la disciplina. Con su decidida apuesta por los fenómenos socio-espaciales más que por los culturales (que en los de Chicago en cambio alternaban una articulación/convivencia epistemológica y metodológica) Halbawchs fue, probablemente, quien más precozmente dio en el quid de la cuestión identitaria de la sociología urbana frente a otras subdisciplinas que también estudiaban (o estudiarían más tarde) la ciudad, como la antropología. Y es por ello que es necesario reclamarlo como uno de los candidatos con más méritos a ser considerado pionero de la sociología urbana junto con George Herbert Mead, Charles Cooley y William Thomas, algunos de los exponentes de la primera generación de la Universidad de Chicago, previa a la fundación de la Escuela de Ecología Humana, o 5 Escuela de Chicago. Esta fue la primera en definir explícita y sistemáticamente lo urbano como un objeto de estudio específico, marcando definitivamente el nacimiento de la sociología urbana pero también de la antropología urbana, como es reconocido por la gran mayoría de obras sobre la historia de dicha disciplina (Eames y Goode 1977; Hannerz 1980; Low 1999; Cucó 2004). Sociología y antropología estarían juntas en Chicago el mismo departamento hasta 1929 y aún después de esa fecha las colaboraciones serán estrechas hasta finales de los 40 (Stocking 1979). La separación entre competencias sociológicas y antropológicas no estaba dentro del programa inicial de la Escuela de Chicago. La Escuela de Chicago convertiría la ciudad en objeto de estudio por medio de un aparato teórico que adaptaba los conceptos de la ecología biológica al estudio de los fenómenos sociales. La sociedad va a ser vista como un ecosistema más, de naturaleza antrópica, cuyas relaciones vienen determinadas por la adaptación al ambiente y las leyes de la selección natural. Cada ciudad constituye, en esta lógica, un subsistema ecológico, sus barrios otros tantos nichos. El objeto de los estudios urbanos es, pues, dicho ecosistema, entendido como un espacio delimitado físicamente (el entorno antrópico construido) y las relaciones sociales que establecen entre sí los que en él habitan. Relaciones que no son meros productos del sistema social en su conjunto (como las relaciones entre leones y gacelas no lo son únicamente de la dinámica del planeta Tierra en tanto tal) sino que están condicionados en buena medida por las características y las lógicas del ecosistema local, de la ciudad. Y, a su vez, lo modifican. La Escuela de Chicago también recogió las inquietudes de Simmel (1903,1908) y Sombart (1913) sobre la cultura específicamente urbana y trató de encajarlas (no siempre con completo éxito) dentro del marco general ecológico. Este programa se encontraba ya presente en el fundador, Robert Ezra Park (1925), que fue discípulo directo de Simmel en Alemania y sobre quien ejerció también una influencia importante la emergente disciplina de la antropología social, pero quien lo desarrollaría en plenitud sería Louis Wirth (1938). Para los ecólogos urbanos existen unas formas culturales (comportamientos y valores) específicamente urbanas, que surgen como consecuencia de la interacción de los colectivos con el medio antrópico particular de la ciudad. Existen también, a su vez, subculturas urbanas, en estrecha relación con el nicho ecológico de cada barrio. Durante los años 30 y 40 generaciones sucesivas de investigadores de Chicago se dedicaron a estudiar tanto la una (la forma de vida urbana como cultura específica) como las otras (las subculturas urbanas) adaptando para ello (y perfeccionándolo) el método etnográfico tomado de la antropología y dando lugar a la fructífera fábrica de los Community Studies. Sin embargo, buena parte de la especificidad de esas subculturas venía dada en Chicago (como en la mayoría de las urbes americanas) por el factor étnico (que era previo a la ocupación de un cierto nicho ecológico, en una ciudad conformada por la inmigración). Los etnógrafos de la Escuela de Chicago lo sabían y trataron de articular la etnicidad con su teoría ecológica. El exagerado peso otorgado a los factores ambientales, el darwinismo y funcionalismo que parecían a propósito diseñados para legitimar el status quo del capitalismo liberal, el chapucero encaje de aquel biologicismo con la vena culturalista de los estudios de comunidad… todos ellos eran factores que, con el desarrollo de las ciencias sociales que siguió a la Segunda Guerra Mundial (recuperación de los enfoques marxistas; incipiente crítica al paradigma de la modernidad, incitado por la ruptura cultural-generacional que provoca el tsunami bélico; expansión de las universidades y sus departamentos por el baby boom y el crecimiento económico) llevarían a muchos nuevos investigadores a cortar el cordón umbilical con la Escuela de Chicago y replantear nuevos caminos para el estudio sociológico de la ciudad. La reacción había comenzado en los años 50, incluso dentro del mismo Departamento de Sociología de Chicago, y acabaría cuajando en nuevas escuelas, que la historia ha agrupado con el nombre genérico de Nueva Sociología Urbana (Zukin 1980). La necesidad de revisar el deficiente marco teórico de la Ecología Humana abriría, sin embargo, una caja de Pandora que a punto estaría de liquidar la disciplina como tal porque la furia edípica contra el padre chicaguense se manifestó en una puesta en cuestionamiento del propio estatuto de la sociología urbana, de su pertinencia como tal. Y ello desde dos frentes que pueden considerarse como distintos aunque en muchas ocasiones han actuado en estrecha colaboración, los mismos frentes que están explícitamente recogidos en el encabezado de este capítulo: a) el epistemológico y b) el interdisciplinar. El frente epistemológico: la crítica al espacio urbano como factor de causalidad socio-cultural. Regresando al estructuralismo sistémico de los primeros sociólogos (y a un etnocentrismo parcialmente inconsciente, que confundía la parte (Occidente) por el todo (mundo)) algunos autores van a negar cualquier papel de causalidad al entorno construido, rebajándolo de nuevo al rango de variable dependiente del sistema social. La primera en abrir fuego fue quizá Ruth Glass en 1955 desde Gran Bretaña: “No hay un objeto propio de la sociología urbana con identidad distintiva propia” (Glass 1989 [1955]: 51), escribió. “En un país altamente urbanizado como Gran Bretaña, la etiqueta “urbano” puede aplicarse a casi cualquier rama de los actuales estudios sociológicos. En esas circunstancias carece absolutamente de sentido aplicarla” (Glass 1989 [1955]: 56). Diez años después Gideon Sjoberg identifica tres problemas fundamentales en la sociología urbana: su fracaso en especificar sus objetos clave, su dificultad para establecer los límites entre el subsistema ciudad y el sistema social general y, por último, su fracaso en trasladar una visión de la urbanización que es culturalmente delimitada a lo occidental, en un enfoque comparativo y/o una teoría general universal (Sjoberg 1965). Imprecisión del objeto y etnocentrismo occidental eran dos escollos gigantescos que la disciplina debía superar para constituirse como ciencia, so riesgo de perecer. El ataque más conocido a estas taras provino de la pluma de Manuel Castells, flamante capitán de la nueva sociología marxista en París, quien, en su primera reflexión sobre el tema, en 1968, se preguntaba "Y a-t-il une sociologie urbaine?” (¿Existe la sociología urbana?). Pregunta que volvería a formular en su obra ya clásica La quéstion urbaine, de 1972. En ella, Castells, con el objetivo de salvar la sociología urbana del naufragio en que la percibe su contemporaneidad, elabora un programa para depurarla de toda traza de determinismo, e incluso causalidad, espacial. Parafraseando la metáfora marxiana del fetichismo de la mercancía, Castells denuncia la causalidad espacial como pura ideología, “fetichización” del espacio, una representación imaginaria que impide ver la verdadera realidad: el espacio es siempre una expresión de la estructura social, es 6 conformado por el sistema económico, político e ideológico, el modo de producción, la economía política (Castells 1972). Predominancia de lo relacional sobre lo físico que ya había sido (re)introducida por su maestro en Nanterre, Henri Lefebvre, en La somme et la reste (1959). En la contemporaneidad esa economía política es la del capitalismo y, al estar sus lógicas presentes en todo el planeta (campos, ciudades, Primer y Tercer Mundo) no tiene sentido singularizar a la ciudad dentro del sistema. Si la ciudad fuera una variable independiente habría que suponer que existen ciertas prácticas sociales que sólo se observan en ciudades. Esto no se sostiene empíricamente, nos dice Castells. Si el objeto de estudio fuera el espacio, habría que suponer que el compartirlo conduce a cierto tipo distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los tipos de relaciones sociales entre personas y no su proximidad física los que dan forma a las prácticas sociales. La proximidad con tu vecino puede llevarte a amarlo u a odiarlo, el tipo de relación no se puede extraer a priori de la variable espacial (Castells 1974). El debate sobre el objeto de estudio continuó a lo largo de los 80 y 90. Con la llegada de la globalización (tanto como fenómeno empíricamente observable que como moda e ideología académica) prendieron de nuevo con fuerza las viejas ideas evolucionistas que veían en la Historia la consumación de un proceso global, inescapable, de urbanización. “Empíricamente – dice Zukin- si procesos globales de urbanización y “metropolitanización” cubren la faz de todas las sociedades, entonces el estudio de las ciudades per se se revela superfluo. Metodológicamente, si las ciudades se limitan a reproducir las contradicciones de una estructura social dada, entonces el estudio de las ciudades es esencialmente idéntico al estudio de la sociedad en su conjunto” (Zukin 1980: 6) A mediados de la primera década, el neo-weberiano Saunders, desde un enfoque menos materialista que el de Castells, volvía de nuevo a subsumir la especificidad de la ciudad en el magma amorfo del sistema social general. En las sociedades modernas, argumentaba, con su alta movilidad social y geográfica y la permeabilidad capilar de la cultura difundida por los medios de comunicación de masas, no tiene sentido considerar a la ciudad o al campo como sistemas sociales autocontenidos. No hay actividades sociales que se produzcan únicamente en la ciudad o en el campo (Saunders 1981). Y unos años más tarde Sauvage y Warde afirmaban con toda rotundidad que la sociología urbana no tiene objeto teórico y que la etiqueta de “urbano” es “mayormente una bandera de conveniencia” (Savage and Warde 1993: 2) El frente interdisciplinar: La Sociología Urbana en el seno de una disciplina urbana más abarcante. El segundo ataque a la identidad distintiva de la sociología urbana y de su objeto de estudio no provino de aquellos que ponían en duda la naturaleza causal, estructurante, del entorno antrópico urbano sino, por el contrario, de quienes la defendían con convicción. En los años 50, la aplicación a los estudios sobre la ciudad del organigrama metódicamente diseñado por Parsons (1951) para acotar los objetos de estudio de las distintas disciplinas sociales, había roto la unión mal soldada entre ecología (espacio) y estudios de comunidad (cultura). El espacio sería desde entonces el feudo “natural” de la sociología urbana mientras el segundo era entregado a la nueva disciplina que ahora nacía del padre chicaguense: la antropología urbana. Pero hubo muchos que no estuvieron de acuerdo con este reparto. Muchos académicos concluyeron que si el espacio urbano posee unas características tan definidas, en otras palabras, es un objeto de estudio tan evidente, se hacía necesario, para poderlo analizar en toda su complejidad, no dividir sino, al contrario, volver a reunir los distintos enfoques urbanos dispersos transversalmente por las grandes disciplinas sociales clásicas. El movimiento en pro de crear una nueva “disciplina de disciplinas”, centrada en torno al núcleo de coalescencia de lo espacial, puede y debe entenderse en el contexto más amplio de la reacción postmoderna al paradigma de la modernidad y su proyecto de división racional de las esferas del conocimiento (parte de su visión de la identidad como categorías de confines nítidos y excluyentes (Beck 1992; Khan 2001). Esta reacción acabó desembocando en el nacimiento de los llamados Urban Studies, considerados ya a principios de los 60 en los Estados Unidos como “un campo académico emergente” (Woodbury 1960; Gutman y Popenoe 1963). Este movimiento de “ecumenismo urbano” fue protagonizado fundamentalmente por y desde las universidades anglosajonas, y es en buena parte fruto de su estructura organizacional flexible, dispuesta ya de entrada a la interdisciplinaridad. Es en este mundo anglosajón donde la nueva disciplina iría progresivamente tomando cuerpo, con el surgimiento de departamentos, títulos universitarios, revistas especializadas y muchos manuales (Sinha y Achuta Rao 1968; Walsh 1971; Gloor 1974; Loewenstein 1977; Montero 1978; Phillips y LeGates 1981; Rand Corporation 1986,1995; Steinbacher.y Benson 1997; Paddison 2001; Gottdiener y Budd 2005; Patel y Deb 2009; Hutchison 2010) y en ella convergieron geógrafos, antropólogos, sociólogos, o urbanistas, entre otros. Uno de los grandes difusores de los Urban Studies fue la casa editorial Sage, como puede observarse en la cantidad de manuales y obras publicadas bajo ese sello. En ese mundo anglosajón la convergencia entre disciplinas fue especialmente fuerte, en el caso de la sociología y la geografía Urbanas. En los años 70 y 80, con la intermediación del neo-marxismo entonces imperante “la distinción entre los dos campos disciplinarios parece desaparecer casi completamente” (Mela 1996:18). Ejemplo paradigmático son los trabajos del geógrafo neomarxista David Harvey (1973, 1985a y b, 1987 a y b), prácticamente indistinguibles de los de sus colegas sociólogos. La interdisciplinariedad recibiría un ulterior empujón cuando la irrupción del paradigma postmoderno en todas las ciencias sociales conduce a la crítica de la compartimentalización del saber como ideología y a la geografía, la sociología y la antropología urbanas al enfoque común sobre los aspectos semióticos y subjetivos de la ciudad y su espacio construido. Enfoque que ha continuado en autores como los de la llamada Escuela de los Ángeles (Scott 1986, Soja 1990, Davis 1990), que son reclamados respectivamente por la geografía (Racine 1996), la sociología (Dear y Dishman 2001) o la antropología (Cucó 2004) como “de los nuestros”. En la Europa continental, sin embargo, una estructura universitaria más rígida hizo prevalecer la inercia de las compartimentalizaciones académicas ya establecidas. Y es particularmente en Francia, principal foco de la Nueva Sociología 7 Urbana en los 60 y 70 y con una aristocracia universitaria particularmente fuerte (magistralmente denunciada por Bourdieu en su Homo Academicus (Bourdieu 1984)) donde la resistencia a derribar muros ha sido mayor. Y ello a pesar de ser el foco más fuerte de las corrientes filosóficas y epistemológicas postmodernas, con sus Foucault, Baudrillard, Lyotard, Barthes, Deleuze, Guattari... Véanse como prueba los siguientes fragmentos que describen el estado de la cuestión en el mundo francófono en los albores del siglo XXI: “No hay casi comunicación entre los dos grupos de investigadores que se ocupan de la ciudad [o sea, de una parte los que la estudian como entorno construido y de otra los que lo hacen como colectividad humana]. Los segundos tienen la impresión de que los primeros hablan de una entidad tratada in absentia, es decir, de un ser sin cuerpo, sin substancia ni lugar […] A lo que los primeros replican que los otros analizan un cuerpo sin alma, pues la ciudad, siguiendo a Aristóteles y San Agustín, es un conjunto de hombres antes que ser un conjunto de piedras (Corboz 2001: 25). También proveniente de Francia es el intento del sociólogo Grafmeyer (1994) de contrarrestar la amenaza de fusión de la disciplina en unos Estudios Urbanos indiferenciados estableciendo, con loable simplicidad, tres enfoques en el análisis de los fenómenos urbanos que, en su visión, deben permanecer separados: el morfológico-funcional (terreno de la geografía urbana), el puramente funcional (feudo de la economía urbana), y el relacional (que sería, finalmente, el de la sociología urbana). Los tres enfoques tienen un denominador común, el análisis del espacio como factor estructurante de lo humano pero cada uno de ellos se ocuparía de una dimensión diferente de dicha actividad. La clasificación, sin embargo, despierta dudas importantes: ¿Qué quiere decir exactamente que la economía se ocupa de la función cuando la sociología urbana ha sido hegemónicamente funcionalista durante la mitad de su historia? ¿Y dónde queda en este reparto la antropología urbana? Sintetizando: en medio de un océano de orillas imprecisas el barco de la sociología urbana sigue aún navegando. Desde aquellos lejanos días de Glass (1955) o Sjoberg (1965) el debate acerca del objeto disciplinar, la negación de su existencia en los casos más radicales, es una herida abierta en el flanco de la sociología urbana. Pero a pesar de todos esos ataques a su línea de flotación, a pesar de las dudas de fe de algunos de sus mejores comodoros, y a pesar de la botadura, hace ya 50 años, de un rival tan fuerte como el proyecto multidisciplinar de los Urban Studies, la Sociología Urbana sigue hoy existiendo (o más bien co-existiendo, con aquellos) en el seno de la gran familia de las ciencias sociales. Y ello tanto en Europa, donde los Urban Studies no cuajaron con mucha fuerza (excepto en la universidad británica) como en Norteamérica, donde sí lo hicieron, y vigorosamente. Su capacidad de resiliencia es sorprendente incluso aunque a veces no tenga muy claro quién es o si realmente es quien dice ser. Como nos advierte Zukin a propósito de los nuevos sociólogos urbanos que pusieron en duda el objeto de estudio: “Sin embargo, [todos ellos] – Castells no menos que otros – han continuado generando estudios bajo esa rúbrica” (Zukin 1980:9). En efecto, la pregunta que se hacía Castells en 1968 no fue nunca otra cosa que retórica para llamar la atención sobre sus propias tesis en sociología urbana. Sus invectivas contra la “fetichización” del espacio en absoluto suponen una cancelación del mismo en sus investigaciones sino tan solo una reformulación de su papel. Para Castells, el espacio urbano si bien quizá no sea estructurante, no deja de estar ahí. La metáfora empleada (un poco confusamente) por él mismo (1974) es la de un juego de ajedrez que se juega en un tablero abierto y dinámico. Este tablero es el modo de producción, que es el que establece las reglas del juego, lo que las piezas pueden hacer o no (y no la ciudad). Pero, como en el juego del ajedrez, las piezas están constantemente en movimiento, redefiniendo a cada turno las relaciones estructurales entre ellas. En cada momento histórico la sociedad se entiende, no como el tablero, sino como la estructura de relaciones entre sus piezas. Castells dice estar interesado no es el tablero en sí sino en las piezas, o mejor dicho en sus relaciones de ataque y defensa, es decir, en sus luchas de clases. Pero aun así la ciudad sigue estando absolutamente presente en sus análisis, como escenario pero también como actor. Porque Castells no se dedica a estudiar indiscriminadamente las “piezas” del tablero sino que decide posar su lente sobre un tipo muy concreto: aquellas que ocupan “casillas” urbanas. Así, el estudio de los movimientos sociales que emprenderá con sus colegas Cherky, Godard y Mehl (1974) es una Sociologie des mouvements sociaux URBAINS. El espacio, aunque no sea nada más que como factor delimitante y no estructurante está en cualquier caso bien presente. Quizá no fuera en ese momento una sociología de la ciudad pero nunca dejó de ser una sociología en la ciudad. No serán quizá las relaciones entre el espacio construido y la sociedad pero son aún las relaciones sociales en el espacio construido. Más tarde, sin embargo, al desarrollar su teoría de la sociedad-red y del espacio de los flujos, Castells volvería de nuevo a retomar la idea fundante de la sociología urbana en Chicago: la de la ciudad como subsistema dentro del sistema social. Castells retomará, entre otros, los trabajos de Berry (“Las ciudades son sistemas dentro de sistemas de ciudades” (Berry 1964:147). En Castells, el sistema social es la sociedad-red globalizada, mundial, del capitalismo informacional, en la cual las ciudades no son meros escenarios donde ocurren cosas sino que cumplen una función fundamental en tanto tales: son los nodos del sistema- red, otros tantos corazones y células al mismo tiempo, desde los que se bombean (producen) y reciben (consumen) los flujos que conforman su sistema sanguíneo. Por si fuera poco Castells es uno de los impulsores de lo que se ha revelado en las últimas décadas como un objeto emergente de la sociología urbana, uno que, ya por sí sólo podría justificar su supervivencia disciplinar: el estudio de la gobernanza y, más concretamente, de la gestión política de los problemas urbanos en las grandes aglomeraciones metropolitanas fragmentadas municipalmente (Castells y Borja 1998). Esta es, de hecho, la única posibilidad de salvación que le conceden negacionistas radicales como Savage y Warde para quien la única dimensión de los estudios urbanos que no puede ser reducida a otras disciplinas es el estudio de los problemas específicos de gestión de estas grandes aglomeraciones de personas a las que no vinculan relaciones sociales ni personales, porque las ciudades son en sí mismas instituciones políticas que necesitan información rigurosa y sistematizada para poder gestionar la vida social en su territorio. Lo único que puede distinguir a la sociología urbana, nos dicen Savage y Warde, es su proyecto de elaboración de un cierto marco teórico para entender estos problemas. Así, aunque algunos pretendan reducir el rol del sociólogo urbano al de un mero “intermediario entre la teoría social y los problemas urbanos” (Savage y Warde 1993:2), ni estos, ni Castells, ni la mayoría de los que pusieron 8 seriamente en cuestión el futuro de la sociología urbana, se han atrevido a liquidarla del todo e incluso han abierto nuevos campos de acción futura. La sociología urbana sigue hoy en día en ese mismo estado de ambigüedad disciplinar que se abrió hace unas décadas, navegando un océano de márgenes imprecisos, conviviendo universitariamente con disciplinas que reivindican en distintos grados parte de su territorio y con un proyecto postmoderno multidisciplinar (en su visión positiva) o “imperialista” (en la de sus críticos) apuntando hacia un Anschluss no sangriento en el seno del Reich de lo urbano. ¿Es esta supervivencia de la separación académica de las diferentes ciencias de lo urbano una mera consecuencia de reacciones tribales, identitarias, en el Homo Academicus Urbanologicus? ¿O aún podemos encontrar, en pleno siglo XXI, tras la ruptura de diques provocada por el tsunami post-estructuralista y post-moderno, una identidad razonablemente diferenciada para la sociología urbana y por ende, para las otras subdisciplinas de la ciudad? Las reacciones tribales en efecto existen y pueden imputarse a muchas causas. No son fruto únicamente del nacionalismo o interés político disciplinar: existen también quienes las defienden en aras de un renovado positivismo que ha resistido a todas las modas postmodernas. Quizá no casualmente muchas de estas reacciones vienen de Francia, cuna del postmodernismo pero también, no lo olvidemos, del cartesianismo y el positivismo. Un ejemplo en este sentido es la obra de los geógrafos urbanos Pumain y Robic Théoriser la ville (1996). En este ensayo, tras haber reconocido, en lo que puede considerarse como un antimanifiesto de la interdisciplinaridad que “no existe, sin embargo, una teoría unificadora que explique de manera satisfactoria los diversos aspectos del fenómeno urbano” afirman su voluntad de limitarse “a las teorías de la ciudad que la piensan como un objeto geográfico. Excluimos, por tanto, las interpretaciones que parten de un enfoque más bien sociológico como, por ejemplo, todas aquellas que definen la ciudad como “el lugar de maximización de la interacción social” (Pumain y Robic 1996:108). Este planteamiento tan atomizador supone un paso atrás, un repliegue defensivo hasta cierto punto comprensible, que trata de salvar una identidad propia ante la amenaza de dilución del objeto de estudio geográfico en el océano de los estudios urbanos (los fenómenos de resistencia a la asimilación cultural globalizadora tienen también, sin duda, su reflejo y expresión en el ámbito de las identidades y los clanes académicos) pero también deja traslucir una convicción de cuño modernista. La geografía urbana atraviesa por procesos muy similares a los de la sociología urbana: dividida entre los defensores a ultranza de los confines disciplinares y los partidarios de un acercamiento interdisciplinar. Entre los segundos, y sin volver a mencionar al más conocido Harvey, tenemos, de nuevo en Francia, la geografía humanista de Racine (1996). Pero es de la primera posición de la que cabe ahora hablar. Esta posición que, por salvar los muebles de la propia disciplina, deriva hacia una posición extremamente reduccionista está perfectamente ilustrada en la obra colectiva de Derycke et al. Penser la ville: théories et modèles (1996), en la cual se incluye el citado texto de Pumain y Robic: un volumen que intenta recoger los principales esfuerzos teorizadores sobre el fenómeno urbano elaborados por una geografía “pura” con tendencia a regresar a paradigmas puramente espaciales en la tradición de Crystaller (1933). En estos autores (Pumain, Derycke, Baumont y Huriot) no hay ni una sola mención a la gente, sea como individuos que como grupos. El enfoque es totalmente no-humano, la ciudad estudiada como si de un glaciar, o de una cuenca hidrográfica se tratara. Lo que se propone es el enfoque ecológico, pero en una versión no humanista del mismo, muy diferente de la que desarrolló la Ecología Humana de la Escuela de Chicago. Los textos dejan muy claro que la disciplina se centra en el estudio de la ciudad como organismo físico-espacial y del sistema espacial de ciudades en el que esta se inserta, sin entrar en su composición social interna. Es como si se estudiara la ciudad como un bosque, describiendo su forma tal y como se ve desde el aire, sus movimientos en el espacio (es decir, su expansión o contracción a lo largo del tiempo), su interacción con el entorno y con otros ecosistemas (otros bosques, sabanas, rios, tierras cultivadas) pero sin decirnos nada de la composición y funcionamiento de los animales y plantas que viven en él y le dan vida. Si la sociología urbana ha tenido problemas para aprehender la ciudad como un objeto de estudio autónomo, que puede ser estudiado con independencia del sistema social, esta geografía urbana purista ha encontrado sus señas de identidad, por el contrario, en una hiperreificación de la ciudad, concentrándose en estudiarla como un organismo físico (o biológico) con existencia propia al margen de sus elementos constituyentes. El reduccionismo geográfico de los Derycke y compañía es un ejercicio de hiperespecialización disciplinar que intenta levantar barreras rígidas para detener el trasvase interdisciplinar. Otros autores franceses como Racine (1996) o Kauffman (2001, 2009) abogan en cambio por una Tercera Vía para la sociología urbana, a medio camino entre el aislacionismo numantino y la absorción gestáltica en el Nirvana de los Urban Studies. Una Tercera Vía que, partiendo de una definición razonable de un objeto de estudio propio, relativiza dicho objeto de estudio reconociendo su naturaleza puramente instrumental, heurística, no absoluta y plantea a partir de ahí la necesidad ineludible de construir una confederación (que no absorción centralista) de disciplinas urbanas para caminar, juntos todos, pero desde una eficiente división académica del trabajo, hacia el futuro. Estos principios confederales permiten disipar los temores de los clanes académicos a perder su identidad y su “lugar en el mundo” al mismo tiempo que los hacen mutuamente interdependientes, inseparables entre sí. Una forma de salvar los muebles de los palacios académicos sin salirse de lo epistemológicamente razonable. 9 Un enésimo intento de definición de la Sociología Urbana. “La organización espacial de un territorio no es más que la forma concreta, o material, de la organización social de una sociedad dada” (Ledrut 1976). Para restituir a la sociología urbana la identidad puesta bajo sospecha debemos partir del necesario cumplimento de dos condiciones que son la piedra angular de la sociología urbana: 1) La separación analítica de la ciudad de los procesos sistémicos generales y la superación del mito de un planeta totalmente urbanizado. Dicho de otro modo: si la ciudad puede observarse como un objeto de análisis en sí mismo es porque existen límites, diferencias, entre esta y otras formas de organizar a las personas en el espacio. La ciudad debe entenderse como un territorio antrópico “urbanamente” construido que se diferencia de otras formas de transformación antrópica del espacio, como las rurales o las de la vida nómada). Como han señalado Arnould et al. (2009) la predominancia de lo urbano no quiere decir que no exista ya lo rural. Lo que ocurre es que no hay separación dicotómica, sino un continuum (algo que, por cierto, ya decía Tönnies (1887). Lo rural y lo urbano se entremezclan de forma dinámica para dar lugar a innumerables combinaciones que no en todos los casos caminan en el sentido unilineal del evolucionismo moderno. Y al mismo tiempo que hay urbanización, se observa, en los países más centrales del sistema-mundo una creciente vuelta al campo, a la agricultura ecológica, por ejemplo. 2) La aceptación sin ambages de la recíproca relación, estructurada y estructurante a la vez, entre espacio urbano construido y procesos sociales (actores y relaciones entre ellos). Así ha sido reconocido implícita o explícitamente, hasta la saciedad, por la mayoría de los grandes sociólogos urbanos (Frey 2003). La sociología urbana encuentra su razón básica de ser en el estudio de los procesos sociales que dan forma a la morfología física del espacio construido y en el estudio de las formas en que dicho espacio construido condiciona las relaciones sociales que se desarrollan en su seno. Es decir, en relación sistémica de retroalimentación entre espacio y sociedad. Una definición razonable de sociología urbana debe saber combinar y cultivar estas dos dimensiones (estudio de los subsistemas sociales urbanos en el sistema social general y estudio de las relaciones sistémicas entre espacio construido y sociedad) refrenando sus tentaciones de zapar también en otros huertos. A los sociólogos urbanos, evidentemente, no escapa que la ciudad tiene una morfología visible (sus edificios, la distribución espacial de su población) e invisible (sus representaciones imaginarias, ideologías). Aunque el sociólogo no puede ni debe ignorar las segundas una sociología urbana con identidad debe dejar el estudio de estas a la antropología urbana. Lo mismo se debe decir de algunas otras temáticas que a veces figuran en los catálogos de la sociología urbana, tales como si existe una experiencia, valores o estilos de vida urbana universales o cuáles son los imaginarios culturales que construyen las identidades idiosincráticas de barrios y ciudades. La sociología urbana se apoya en los estudios culturales que hace la antropología así como en los estudios más puramente espaciales de la geografía, pero debe resistir a la tentación de convertirlos en sus objetivos de investigación. La sociología urbana es la disciplina que se centra en la dimensión sistémica y estructural de la ciudad: en el rol de las ciudades en el sistema social mundial (siguiendo la estela de Castells o Sassen); en el estudio de la relación sistémica entre la forma espacial y la estructura social analizando cómo diferentes estructuras espaciales generan (o no) diferentes estructuras de relaciones sociales y modos de interacción social. La sociología urbana es aquella que continua en la senda ecológica, estudiando la distribución de los varios grupos y actividades en el espacio y las relaciones entre estos; y debe añadir a todo ello una dimensión práctica que le dé reconocimiento y sentido en la sociedad, estudiando las causas, consecuencias y posibles soluciones de los problemas urbanos (congestión, contaminación, desigualdad, pobreza, crimen, vivienda) siguiendo la estela de los fundadores de la sociología. Esta última dimensión aplicada la conduce inexorablemente también al estudio de la política urbana, aún a riesgo de romper, parcialmente, el juramento confederal y meter un pie en el huerto de la ciencia política. El compromiso de colaboración interdisciplinar es ineludible y acecha en cada curva del camino, recordando que un cierto solapamiento será siempre ineludible. La sociología urbana es un frágil bajel que, desde el mismo momento en que inició su singladura, ha visto zarandeado su rumbo y amenazado su casco por las fuerzas de numerosos elementos que actuaban contemporáneamente y en meteorológico desorden: por el propio océano (la Sociología) que amenaza constantemente con engullirla; por otros buques que insisten en abordarla y tomar el mando, haciendo converger su rumbo con el suyo; por su propia tripulación que a veces abandona la nave y se pasa a otras; por último, por aquellos armadores que, con criterios de eficiencia y racionalidad, querrían llevar al desguace esa flotilla de pequeños navíos y sustituirla por un único buque de mayor tonelaje, más potente y eficaz, capaz de dar cobijo y rancho a todas las tripulaciones bajo las órdenes de un sólo capitán. Pero a pesar de todas las fuerzas que operan en su contra, el barco de la Sociología Urbana ha seguido y sigue navegando, a veces cambiando de rumbo, a veces tornando momentáneamente sobre la espuma de su propia estela, e incursionando, con el pasar de las décadas, en nuevos mares, compartidos o no con otras flotas. Como vimos en el capítulo precedente, la Sociología Urbana, a pesar de su labilidad, ha sabido encontrar, al menos para quienes aún creen en su existencia, una rada propia donde echar anclas. Ello no quita para que sus fronteras sigan siendo imprecisas, preñadas de yuxtaposiciones y de intersticios por los que se cuelan los vientos de otras disciplinas. Esa será siempre una de sus señas de identidad, inevitable. Una marca al hierro que emerge de su nacimiento en un territorio de frontera: en el confín entre lo espacial (la ciudad como realidad física, que le da su raison d’être) y lo estructural-sistémico (los procesos del sistema social que se manifiestan en la ciudad pero no son sólo un producto de la ciudad). Trazar los límites entre estas dos esferas, lo espacial concreto y lo sistémico supraespacial, será siempre una tarea espinosa y, en muchos casos, imposible, lo cual deja a la sociología urbana en una situación de ambigüedad crónica que se adivina difícil de superar. Y aún más en un futuro mayoritariamente urbanizado y rururbanizado. 10 2.1. Tres líneas maestras en la historia de la Sociología Urbana. Si el objeto de estudio de la Sociología Urbana ha tenido desde sus inicios problemas de definición, inmerso en un debate intra e interdisciplinar que no parece por el momento dar señales de remitir definitivamente, de ello ha de seguirse, con meridiana lógica, que tampoco la historia de la disciplina presentará un cuerpo teórico de nítida silueta, resultante de un perfeccionamiento progresivo y sistemático de marcos teóricos y registros empíricos. En efecto, hasta un cierto punto, así es. “La historia de la sociología urbana es discontinua, imposible de reducir a una evolución lineal alrededor de un único tema” (Saunders 1981: 10), nos dice uno de sus más conocidos exponentes. Y citando las palabras de otro, esta característica convierte a la producción sociológica urbana en “un agregado heterogéneo de resultados de investigación que giran en torno a cuestiones y problemas formulados de manera diversa en el curso de debates surgidos en momentos históricamente diferentes y en contextos nacionales con problemas sociales y territoriales no siempre comparables” (Mela 1996: 16). Punto de partida que no debe descorazonar a quien pretende, como es el caso, realizar una crónica histórica de la disciplina sino que debe, haciendo de los harapos de la dificultad los atavíos elegantes de la virtud, funcionar, en cambio, como acicate intelectual (cuanto más complejo el reto, más estimulante) que nos conduzca a diseñar herramientas heurísticas siempre más refinadas y eficaces. Una disciplina tan fragmentada como esta (en escuelas, estudios regionales, autores individuales difíciles de colocar en cajones categoriales) constituye, sin duda, no sólo un reto para la historia de las ciencias sino una necesidad, pues es absolutamente obligado ofrecer al público (sea especialista o general) instrumentos de navegación, algún tipo de mapa cognitivo, que le permitan orientarse y navegar por sus turbulentas aguas. Todo fluye”, reza el famoso aforismo atribuido popularmente a Heráclito. Pero no todo fluye siempre de forma lineal. En el Πάντα ῥεῖ heraclídeo que es cualquier disciplina científica, y en especial las ciencias sociales, la sociología urbana es más bien una cuenca hidrológica que un único curso de agua: una intrincada red fluvial de autores y escuelas que serpentean y se entrecruzan a lo largo ya de tres siglos distintos, de canales que se intercomunican, de lobos solitarios que trazan sus propias sendas por los brazos más cerrados y palúdicos, o nadan contra la corriente regresando al nacimiento del río. Sin embargo nadie, ni siquiera esos últimos que pretenden tornar a los orígenes, “se baña de nuevo en el mismo río”, porque el río, la ciudad, ha ya cambiado, nunca es la misma. Este libro trata de presentar un ejercicio clasificatorio y descriptivo que reduzca la diversidad fenomenológica que presenta la producción sociológica sobre la ciudad a unos mínimos esquemas panorámicos que ayuden a comprender los principales debates, propuestas teórico-metodológicas, líneas de investigación y resultados obtenidos por la disciplina desde mediados del siglo XIX hasta nuestros días. El libro ofrece un recorrido por la historia de la subdisciplina que nos llevará desde Marx y Engels hasta el siglo XXI. Una historia de la que quizá convenga señalar algunas líneas maestras a modo de introducción, iluminando con esa bengala de amplio alcance los contornos gruesos del relieve que vamos a atravesar. Es importante dejar claro de entrada que se trata de líneas maestras de la historia de la disciplina, no de su objeto, cuyo alcance venimos ya de discutir, aunque historia y objeto puedan estar y, de hecho, estén íntimamente relacionados. La historia de la sociología urbana como tal, en todos sus detalles, como obra de actores históricos, como cualquier otra historia, es única e irrepetible, mientras que el objeto de estudio es una realidad epistemológica que se presta a intentos de universalización más abstractos. Ello no quiere decir que la historia no se ajuste a ciertos corsés estructurales (este ensayo es, de hecho, un intento de dar razón de la misma, insertándola en el contexto académico, social y cultural de cada una de sus etapas) pero no es menos cierto que, dentro de esos límites de lo que era posible en cada momento, esta habría podido ser bastante diferente. Aunque repitiéramos la historia mil veces sería difícil producir un escenario que viera a la sociología urbana nacer en Mongolia, o en Burkina Fasso (o incluso en España), pero sin duda nos resultarían historias paralelas en las que esta habría nacido antes (o después) o lo habría hecho en Nueva York o Berlín en lugar de en Chicago y París. Por lo tanto, las líneas maestras que vamos a describir son, en buena medida, las de esta particular historia de la sociología urbana y no las de la disciplina en sí misma, considerada en su realidad epistemológica. Una historia que es lo que el conjunto de las acciones de quienes la escribieron y divulgaron hicieron de ella, pero que podría haber sido de otro modo, construida por otros actores, irradiada desde centros de investigación diferentes. Primera línea maestra: una historia en un territorio de confines imprecisos y solapados. La sociología urbana, lo hemos ya visto, ha nacido y crecido en un territorio de fronteras porosas y no definidas, hasta el punto de que este podría definirse más que como una “nación disciplinar” como un “área de influencia”, un hinterland difuminado en su perímetro, cuya extensión ha ido variando dependiendo de las épocas, los países, las corrientes teóricas, los organigramas universitarios, las alianzas con otras disciplinas. Y si indefinido es su territorio también lo son, en buena parte, los habitantes que en él habitan. Por más que algunos hayan tratado y aún sigan intentando establecerlas, la tribu de los sociólogos urbanos no tiene reglas de filiación muy estrictas: a sus clanes se han afiliado (y aún siguen haciéndolo) académicos procedentes de otras disciplinas afines: de la sociología general, de la filosofía, de la arquitectura. Y lo mismo que entran, salen, atraídos luego por enfoques más geográficos, más económicos, más semióticos… Todo ello deriva, sin duda, de los problemas seculares de la disciplina para definir nítidamente su objeto de estudio, la carta de naturaleza de sus ciudadanos. Una de las señas de identidad de la sociología urbana es su carácter extremadamente lábil y policéntrico. Hay muchos ejemplos de ambigüedad interdisciplinaria: David Harvey, oficialmente geógrafo urbano – y reclamado como tal por los suyos- pero oficialmente también incluido, por manuales e historias de la sociología urbana, entre los principales exponentes de la disciplina; Henri Lefebvre o Raymond Ledrut, que alternaron su condición de filósofos con la de sociólogos urbanos más importantes de Francia. Hoy en día encontramos investigadores que se reclaman de esta tribu repartidos por una variopinta diversidad de departamentos, desde las facultades de arquitectura o ingeniería hasta las de historia, a veces formando departamentos propios, otras subsumidos en los de Urban Studies. Las combinaciones son incontables, comenzando con la del patriarca Castells, que por tantos años ocupó 11 cátedra en el Department of City and Regional Planning (oficialmente más adecuado para urbanistas) de la Universidad de California en Berkeley. Segunda línea maestra: un aparato teórico excesivamente influido por los procesos sociales del “aquí y el ahora”. “La evolución de la manera de estudiar y dar testimonio de la ciudad traduce de entrada, parcialmente en todo caso, la evolución de la ciudad misma”. Son las palabras del geógrafo urbano Jean-Bérnard Racine (1996:201). Y esta es, efectivamente, una constante que encontraremos subyaciendo por debajo de textos y autores en todo este recorrido por la historia de la sociología urbana. Pero una constante cuyo verdadero alcance es necesario comprender en toda su plenitud. La historia de la sociología urbana, como la de la propia sociología o la de cualquier ciencia social, se entreteje con la de la propia historia de la sociedad que observan y de la que forman parte los autores que la fueron forjando. Teorías y objetos de estudio fueron, en efecto, como en otras disciplinas, fuertemente influenciados, por las ideas políticas y tradiciones académico-culturales de los diferentes autores, países y escuelas. También por el contexto histórico de la sociedad en su conjunto. En resumidas cuentas: por el zeigeist de la época. En ese sentido, la sociología urbana no es diferente del resto de las disciplinas. Así, por ejemplo, todos los estudios sobre la ciudad hasta mediados de los años 60, tanto los marxistas como los funcionalistas, incluso aquellos que son críticos con los indeseables efectos secundarios de la urbanización, dejan traslucir sin excepciones el entero paquete axiológico del paradigma occidental de la modernidad (Harris 1968; Berman 1979, 1982; Giddens 1971, 1990, 1998; Turner 1990; Wehling 1992; Przeworski y Limongi 1997; Martinelli 1998; Kennington, Kraus y Hunt 2004; Finkielkraut 2006; Delanty 2007) en especial, su metadiscurso central del progreso racional como ley universal que gobierna el cambio histórico, lo que se ha dado en llamar evolucionismo unilineal (Harris 1968): “Tanto el proceso de urbanización como los modelos concretos de urbanismo eran considerados características universales, inexorables del cambio social; un cambio que era inherentemente tan racional que su deseabilidad y, por tanto, su inevitabilidad no podían ser puestos en cuestión” (Zukin 1980: 580). Una visión que la sociología urbana postmoderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica y apriorística y demostrando su afirmación con hechos, al encontrar innumerables rasgos “premodernos” (sistemas de salud chamánicos, liderazgos carismáticos cuasi-feudales, estructuras clánicas, xenofobia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno) gozando de muy buena salud en el hábitat urbano. De una forma parecida, en otro orden de cosas, el paradigma político keynesiano y socialdemócrata que domina la Europa de 1945-75, influyó fuertísimamente sobre la sociología urbana de esos años en el continente hasta el punto de haber suscitado elaboraciones teóricas con pretensiones generalizadoras que sus mismos defensores habrían de tirar a la papelera apenas una década después, cuando empezaron a vislumbrarse las transformaciones sistémicas iniciadas con la subida al poder del tándem Reagan-Thatcher, es decir, el regreso del liberalismo político y económico. Así, tanto la escuela neo-weberiana inglesa como la neo-marxista francesa pretendieron refundar la disciplina centrándola en torno al estudio de las relaciones sociales y de poder generadas por la provisión cuasi-monopolística de los servicios urbanos (vivienda, urbanismo, transporte, escuelas, hospitales, recreación) por parte del Estado. Un Estado que algunos incluso (Winkler 1976; Pahl 1977a, 1977b, 1977c) consideraron había entrado en una nueva fase evolutiva: la del Estado corporativo, una especie de tercera vía entre capitalismo y comunismo soviético. Como un mismo exponente de aquella corriente reconoce (Saunders 1981) todo el planteamiento se derrumbó como un castillo de naipes cuando uno a uno, los diferentes gobiernos europeos (y de otros continentes, como el latinoamericano) empezaron a privatizar masivamente la provisión de aquellos servicios públicos, pero sus pretensiones permanecen hoy en día como la ilustración perfecta de una ciencia cegada por la inmediatez de lo que observa y de los propios valores dominantes de su tiempo (y lugar). Más allá de esta relación entre contexto social contemporáneo y ciencia, común a todas las disciplinas y factor de erosión de la objetividad científica, desenterrada gracias al tesón de la patrística post-estructuralista (la estirpe de los Kuhn, Foucault, Derrida, Bourdieu etc), la sociología urbana se distingue ulteriormente por su relación con un contexto más estrecho y localista aún si cabe: el de los procesos que contemporáneamente estaban sucediendo en las ciudades concretas que constituían los escenarios de observación e investigación de los autores (Chicago, para la Ecología Humana; Londres y las ciudades industriales de los Midlands, para los neoweberianos británicos; París para la nueva sociología urbana marxista; Los Ángeles, en la postmodernidad de los 90) y que eran, en muchos casos, es importante no olvidarlo, los propios escenarios de vida de los investigadores, los lugares en los que transcurría su existencia cotidiana. Hecho este que añade un componente de vinculación afectiva e identificación inconsciente entre sujeto investigador y objeto investigado que ahonda las carencias de objetividad de la disciplina. Este componente es claramente identificable, por ejemplo, en los escritos de Debord (1967) o Lefebvre (1974) cuando arremeten contra los procesos de gentifricación y museificación del centro de París (concretamente del plano Les Halles-Centre Pompidou). Aunque pretendan presentarlos como un simple ejemplo que ilustraría su teoría general sobre los mecanismos de articulación entre poder, modo de producción y urbanismo, no debemos menospreciar la dimensión personal que todo ello tiene: ¡Se trataba del barrio en el que vivían! ¡Y estaban muy disgustados porque algún otro había decidido transformarlo a partir de criterios estéticos que no se ajustaban a sus gustos, sin pedirles siquiera su opinión! Muy pocas disciplinas han estado sometidas, al menos durante buena parte de su historia (a pesar del ejemplo de Los Ángeles, la afirmación es menos sostenible en la actualidad), a una relación tan estrecha con la inmediatez del contexto que los investigadores observaban y vivían. El rumbo de nuestra nave venía así dictado por la dirección en que soplaban los vientos de cada estación y las corrientes marinas que reinaban en las aguas que iba surcando. La sociología urbana nace con una tara, un pecado original, que le costará mucho tiempo expiar: el de su fuerte localismo. La sociología urbana puede y debe ser analizada, en ese sentido, con las propias armas del pragmatismo y del interaccionismo simbólico que nacieron en Chicago (Shalin 1986) y de sus evoluciones posteriores en la fenomenología sociológica (Schutz 1953, 1967) y la etnometodología (Garfinkel 1967): es decir, no es entendible sin alusión al contexto social en que nace y al conjunto de significados que ese contexto social (y urbano 12 concreto) inviste sobre la reflexión sociológica. Un contexto social y cultural que atrapa como una tela de araña al objeto de estudio y a los sujetos que lo estudian impidiendo observarlo desde fuera. Es por eso, que cualquier síntesis tentativa de la historia de la sociología urbana tiene que analizar también, aunque sea brevemente, los principales rasgos del contexto histórico general y, en concreto, del telón de fondo de los desarrollos urbanos. La Historia de la Sociología Urbana debe ser, así, también, hasta cierto punto, una Historia de la Ciudad. Esa ha sido, precisamente, mi apuesta en este ensayo. El localismo de la sociología urbana pone en cuestión el carácter y la validez científica de la disciplina misma, como ya señalada Sjoberg (1965). De Weber a Lefebvre, pasando por Park o Burgess, el método comparativo de amplio espectro está significativamente ausente o es infrautilizado entre los sociólogos urbanos. Y, sin embargo, ninguno de ellos renuncia a sus pretensiones de ofrecer explicaciones de gran aliento ni parece reconocer las limitaciones de su base empírica. Cuando Weber analiza el papel de la ciudad en la Edad Media (en este caso la limitación empírica es histórica y no contemporánea pero igualmente reducida al radio de lo local), lo hace a partir de ejemplos de ciudades de Alemania, las ciudades de la Hansa en concreto, todo lo más otras realidades del norte de Europa, sin realizar una comparación exhaustiva del fenómeno urbano en todo el territorio de la Europa medieval. Si lo hubiera hecho se habría visto obligado a modificar sus conclusiones porque habría encontrado casos que no se ajustaban a su generalización: ciudades que no eran en absoluto cuerpos extraños en el organismo feudal - lenta pero inexorablemente gestando un nuevo mundo al interior del antiguo- sino partes integrantes e integradas del mismo. De la misma manera, Park, Burgess o McKenzie, y muchos de sus discípulos, desarrollarían una teoría de pretensiones universalizantes que trataba de explicar el funcionamiento de cualquier ecosistema urbano a partir del estudio singular de Chicago. ¡Un gigante con pies de barro! Como muy pronto empezaron a notar incluso otros investigadores de la misma escuela (Hoyt 1939; Harris y Ullman 1945), modelos como el de las áreas concéntricas de Burgess (1925) eran extremamente reduccionistas incluso como tipos ideales, precisamente porque estaban construidos a partir de observaciones empíricas muy concretas (las del Chicago de los años 20) no plenamente generalizables ni siquiera para otras grandes urbes norteamericanas. Igualmente, la mayor parte de los estudios de la Nueva Sociología Urbana francesa (Lefebvre, Castells) están basados en los procesos observados en París, todo lo más alguna que otra gran ciudad de Francia; los de los neoweberianos ingleses (Rex, Moore, Pahl, Saunders) en los centros fabriles ingleses. De todos los grandes padres de la Sociología Urbana es quizá Castells, reconocido trazador de nuevas sendas en los estudios sociológicos, quien, con la visión de conjunto que le caracteriza introdujo por primera vez de forma exhaustiva el enfoque comparativo en los estudios urbanos. Lo hace como resultado de aplicar al estudio de la ciudad los marcos de la teoría de la dependencia y del sistema-mundo, entonces en plena floración (Frank 1966, 1967; Cardoso 1967; Cardoso y Faletto 1969; Caputo y Pizarro 1970; Bodenheimer 1971; Galtung 1972; Wallerstein 1974a, 1974b). Trasvase teórico este que le lleva a estudiar las características de las ciudades del Segundo y Tercer Mundo como productos de la estructura de relaciones de la economía política mundial. En Castells, sin embargo, esa comparación permanece aún fundamentalmente confinada al nivel de lo macroestructural. Un estudio comparativo sobre las sociedades urbanas a nivel mundial, basado en datos empíricoetnográficos exhaustivos y no en meros modelos macrosistémicos, un estudio que determine de una vez por todas qué facetas de las relaciones sociales generadas en y por la ciudad son universales (si es que las hay) y cuáles obedecen en cambio a factores idiosincráticos de cada contexto local y temporal, es aún una asignatura pendiente de la sociología urbana. El localismo tiñe a la disciplina, sin lugar a dudas, de un intenso tono etnocéntrico, valga decir, occidental. La historia de la sociología urbana es, hasta ahora y prevalentemente, una historia de la ciudad occidental. La sociología urbana nació, pues, con un defecto, hasta ahora no resuelto, de miopía: veía con extremo detalle los objetos cercanos, como siluetas borrosas los más alejados. A esta cortedad de miras se le añadió otra de efectos no menos reduccionistas: en todos los casos sin excepción la lente de observación se concentró, con fuerte efecto de zoom, sobre ciertos fenómenos concretos, en perjuicio de muchos otros. El enfoque de los sociólogos urbanos no sólo era miope sino tubular. Un enfoque que se concentraba en el centro del espectro visible dejando de percibir el entorno periférico. Que, muchas veces, de periférico tenía sólo el nombre. Como si se estuviera escrutando un paisaje nocturno con una linterna. De esa manera, a la fuertísima impronta dejada en la disciplina por su tendencia localista se le añaden unas anteojeras temáticas que reducen la potencial agenda de investigación (amplísima) a una selección más o menos rica de procesos específicos. En cada época, en cada autor o escuela, algunos fenómenos sociales contemporáneos o históricos han cautivado la atención de forma mucho más poderosa que otros, porque más visibles, más moralmente sensibles, más políticamente estratégicos (o correctos). Quizá por todas estas razones a la vez y por otras muchas. El tema estrella para la generación de los precursores a caballo entre el XIX y el XX fue el proceso de industrio-modernización y sus efectos colaterales de degradación de las condiciones de vida; en el Chicago interbélico el foco se centro en el flujo migratorio masivo y su articulación con la cuestión étnico-racial, dos factores que transformaban a velocidades de vértigo la composición sociocultural de la ciudad norteamericana; luego, en el periodo postbélico, con una Escuela de Chicago abriendo sucursales a lo largo y ancho de Norteamérica, el protagonista fue el suburbio (Pearson 1951; Dobriner 1958; Berger 1960; Gans 1963, 1968; Chinitz 1964) mientras en la sociología urbana europea de los Gloriosos Treinta lo serían las luchas (de clase o de grupos de interés) por el acceso a los servicios urbanos suministrados por un expansivo y omnipresente Estado desarrollista y de Bienestar. Es, por último, la problemática de la identidad y el sentido generados por y en la ciudad y la ciudad en sí misma como producto consumible en un mercado mundial (la ciudad-espectáculo) lo que mayormente ha preocupado a la sociología urbana postmoderna desde los 80. No sólo descuidaron los sociólogos urbanos otras realidades urbanas ajenas al territorio occidental: al concentrarse mayoritariamente sobre ciertos fenómenos en detrimento del resto ofrecieron, además, como una constante que se repite a lo largo de toda la historia de la disciplina, una concatenación de descripciones mutiladas, incompletas, de las propias ciudades occidentales. Nada mencionan, por ejemplo, los Marx, Tönnies, Durkheim y compañía - obsesionados por la explotación, la degradación ambiental o la anomia de los slums industriales- de la ciudad-espectáculo, parque temático avant la lettre, de exagerado barroquismo kitsch, hecha para ser consumida y no vivida, que eran ya entonces las Exposiciones Universales, un 13 fenómeno ya maduro y masivo (la primera fue en 1851) que estaba transformando radicalmente el tejido urbano (y la identidad cultural) de muchas ciudades en las décadas de la Belle Époque, de París a Barcelona pasando por San Francisco y Londres. Para los ecólogos de Chicago, por su lado, la lucha de clases en la arena de la economía política parece no existir: tan sólo poblaciones (grupos étnicos) naturales, compitiendo por los recursos de un mismo nicho ecológico. Mientras, para los marxistas, todo parecía poderse explicar por las relaciones generadas por el modo de producción: la semiótica de la ciudad y las motivaciones no materiales (sean estas étnicas, religiosas, biológicas o estéticas) como causa gestadora de movimientos urbanos se encuentran ausentes de sus análisis. Sólo los introducirán a partir de los años 90 (las etapas maduras de Castells y de Harvey, como veremos) dando lugar así a la necesitada síntesis que la disciplina necesitaba para alcanzar su plena consolidación científica. Por último, la sociología urbana postmoderna, que algunos han definido como una moda más que como un verdadero enfoque teórico (Hutcheon 1988; Alvesson 1995), parece en ocasiones olvidar, entre otras cosas, que la ciudad sigue siendo materia y no sólo símbolo, que las ciudades siguen siendo centros fabriles, que en ellas siguen habitando obreros y empresarios, o que no todas las relaciones y luchas urbanas se agotan en el derecho a la identidad. Tercera línea maestra: el predominio de unos pocos focos de producción académica. Arriesgo con pretender inventar de nuevo la rueda si recuerdo a los lectores que la ciencia en la Edad Contemporánea es históricamente cosa de pocos. De los países centrales del sistema mundo-capitalista, en concreto, y, más en particular aún, de los países capitalistas de grandes dimensiones. Es decir, Gran Bretaña, Estados Unidos, Francia y Alemania. Hagamos memoria bibliográfica y veremos cómo pocas veces se citan autores holandeses, suizos o de Luxemburgo, por ejemplo, aunque sus universidades exhiban niveles de excelencia semejantes o superiores a las de aquellos otros países. Lo mismo puede predicarse de las ciencias sociales en general y en esto la sociología urbana no constituye ninguna excepción. Dicho lo cual es relevante señalar que, en el caso que nos ocupa, la producción científica y, sobre todo, los núcleos de irradiación de las grandes teorías, se concentran fuertemente en un área geográfica aún más reducida: la de unas pocas grandes metrópolis mundiales. En efecto, las grandes escuelas forjadoras de la sociología urbana presentan un vínculo indisoluble con una metrópolis en concreto, que sirve a la vez de sede a su equipo humano, y a las estructuras universitarias que lo sustentan, y de laboratorio de investigación en el que se generan y testan las teorías que luego se expanden por los cuatro suyos del mundo académico internacional. En uno de los casos se trata de un conjunto policéntrico de metrópolis y no de una sola (la gran zona urbanizada de los Midlands ingleses, incluyendo en estos, por motivos heurísticos que excusan la imprecisión geográfica, la metrópolis londinense), pero los efectos serán, para lo que nos atañe, muy parecidos: se trata de un fenómeno que acrecienta aún más la tara localista y reduccionista de la disciplina que ya se denunciaba en las páginas precedentes. La historia de la sociología urbana es, así, no sólo mayoritariamente la de las ciudades occidentales y la de los fenómenos socialmente más evidentes en cada momento histórico, sino, además y fundamentalmente, una historia de las grandes metrópolis en la que, con honrosas y notables excepciones (piénsese en los estudios sobre la pequeña ciudad norteamericana (Muncie, Indiana, 50.000 habitantes en aquella fecha) que se ocultaba tras el apodo de Middletown, de Robert y Helen Lynd (1929; 1937) poca atención se ha prestado (hasta hace un par de décadas al menos) a las ciudades medias y pequeñas. Esta relación de identidad e interdependencia entre las principales escuelas y sus metrópolis-sede permite observar la historia de la sociología urbana como la de la alternancia diacrónica de un puñado de hegemonías metropolitanas y la correspondiente descripción de sus procesos sociales y espaciales. Interesante ironía, teniendo en cuenta que se trata de la disciplina que estudia la ciudad. Esa metrópoli hegemónica fue la conurbación fabril del centro de Inglaterra para los padres fundadores de la Sociología, incluso si, como Tönnies o Durkheim, muchos de ellos no vivían allí, por ser este el lugar donde de forma más radical e intensa se experimentaban los fenómenos de la urbanización industrial. A la región inglesa la acompañaba, si bien en un segundo plano, la conurbación parisina y la capital emergente que era Berlín tras la unificación alemana (allí vivieron y enseñaron Weber, Simmel y Sombart) también centros industriales de primera magnitud. Esta hegemonía europea sería sustituida tras la Primera Guerra Mundial por Chicago. ¿Y por qué Chicago? Un vaticinio basado en la lógica de las probabilidades habría probablemente apostado por Nueva York, entonces la metrópolis más grande de los Estados Unidos como cuna de los estudios urbanos en aquel país y en el mundo. ¿No se considera desde hace casi un siglo oficiosamente a Nueva York como capital del mundo y, sobre todo, del mundo capitalista? Un reconocimiento ratificado tanto por el sistema estatal internacional (es sede de la Asamblea General de las Naciones Unidas) como del terrorismo internacional (11 de Septiembre, aviones contra las Torres Gemelas…). Y, sin embargo, el protagonismo de Chicago no es uno de esos caprichos inescrutables de la historia sino un hecho que puede ser explicado con satisfactoria claridad: a principios de los años 20 Chicago era la segunda ciudad más populosa de Norteamérica después de Nueva York y junto con esta epítome del nuevo tipo de urbe que sólo allí (por el momento) se estaba gestando, la que impresionó a Federico García Lorca, la de los rascacielos y el capitalismo liberal del automóvil y la electricidad, preñado de promesas futuristas. La metrópolis americana había superado a la europea como la encarnación del mito del progreso moderno y el traslado del primado sociológico a la otra orilla del Atlántico no podía sino ser algo casi inevitable. En ese proceso de representación mítica Chicago tenía dos características que no poseía Nueva York y que la hacían más merecedora de llevar la bandera: 1) era una ciudad nueva, que se había elevado desde la condición de aldea fronteriza a la de segunda metrópolis del país en el tiempo récord de media centuria; al contrario de la nueva inglesa Nueva York no tenía pasado, sólo presente y futuro, era, pues, pura esencia de modernidad, una potentísima ilustración de su Destino Manifiesto, que era el de conquistar la naturaleza y transformar los territorios salvajes en fábricas y graneros 2) incrustada como centro financiero e industrial en medio de la llanura interminable del Midwest, Chicago no tenía apenas hinterland; a diferencia de Nueva York cuyos confines se difuminaban en una densamente poblada campaña y en la cercanía de otras grandes ciudades de pasado colonial, los límites de Chicago terminaban abruptamente en los campos de cereal: más allá se extendía el reino de lo rural y de la naturaleza. En unas circunstancias así era más fácil observar la ciudad como un sistema social autocontenido y autónomo y convertirlo en objeto de estudio. El periodo de Chicago refleja, pues, el ascenso de los 14 Estados Unidos a la cúspide de la ciencia internacional y al puesto de primera potencia mundial y es en Chicago donde la sociología, como tal, y la sociología urbana como campo específico, se consolidan metodológica y académicamente. La hegemonía de la Escuela de Chicago, que se prolonga por más de cuatro décadas (de los años 20 a los 60) tuvo también una consecuencia muy importante: la casi total depuración de los enfoques marxistas de los estudios sociales (tarea que ya habían iniciado Durkheim y Weber en el viejo continente) y su sustitución por un nuevo marco teórico, el funcionalismo, adecuadamente acomodado a la cosmovisión del capitalismo liberal. Pero ninguna teoría sociológica, por muy hegemónica que fuera, podía maquillar para siempre las contradicciones generadas por el sistema capitalista, el conflicto que convivía con aquella visión académica de un sistema social autorregulado que no requería de grandes intervenciones de ingeniería social. La reacción había de llegar más tarde o más temprano y lo haría devolviendo el protagonismo académico al viejo continente. Tenía que ser allí, donde el espíritu crítico estaba más vivo, mantenido por el vigor de unos partidos marxistas fuertes y de una sociedad menos rica que la norteamericana en la que los conflictos de clase eran más evidentes (en los Estados Unidos quedaban ideológicamente ocultos como conflictos raciales), donde surgiría la contestación a la nave funcionalista y ecológica que se tripulaba desde Chicago. Y de nuevo en los dos focos hegemónicos previos, Inglaterra y Francia, si bien invirtiendo esta vez los roles protagónicos: los Midlands ingleses albergarían a la importante, pero en cualquier caso segundona, escuela neoweberiana mientras París vería surgir, contemporánea de las revueltas estudiantiles del 68, la mucho más influyente escuela neomarxista, con monstruos de la talla de Lefebvre y Castells (probablemente, el sociólogo urbano más citado y leído de todos los tiempos), cabezas de cartel de toda una constelación de renovadores de los estudios urbanos. De repente, París se convierte en el laboratorio en el que estudiar los procesos de metropolitanización del mundo. La sociología y la historia de la ciudad se convierten en la sociología y la historia de París: el nacimiento del urbanismo racionalista moderno se analiza en el proyecto hausmanniano, los movimientos sociales urbanos en la Comuna de 1870-71, los grandes ensembles de la banlieu de l’Île de France son el epítome de toda la suburbanización del proletariado europeo en polígonos de viviendas; el fenómeno de la gentifricación es el de Les Halles y el Centro Pompidou; la cuna de los llamados Nuevos Movimientos Sociales se ubica oficialmente en el sorbonnino mayo del 68; un postmoderno precoz como Guy Debord construye la imagen de París, la ville lumière, como la de la ciudad-espectáculo postindustrial por excelencia (Debord 1967)… Incluso los investigadores anglosajones, como David Harvey, se desplazan desde Estados Unidos para estudiar los procesos sociales de París. No había sucedido nunca antes. El primado de París duró, sin embargo, mucho menos que el de Chicago, apenas una década y media. Desde mediados de los años 80 la expansión de la sociología urbana por el mundo - hasta entonces confinada a los países centrales del sistema-mundo capitalista - ha sido imparable y con ella la inevitable descentralización de focos emisores y de intereses temáticos, dictados por otras agendas locales esta vez mucho más diversas. Aún así, todavía se puede identificar en nuestro recorrido diacrónico una última escuela con fuerte personalidad y mucha influencia, si bien no pueda ya calificarse plenamente de hegemónica como las antecesoras: se trata de la llamada Escuela de los Ángeles, constituida en torno a las figuras de Edward Soja, Mike Davis y Allen Scott entre otros (Dear y Dishman 2001). Una escuela que convierte la megalópolis sudcalifornania, históricamente considerada en los Estados Unidos como una anomalía urbanística (porque no encajaba en el modelo de la ciudad moderna industrial elaborado por la Escuela de Chicago) en todo lo contrario: la precursora y paradigma de una nueva forma de ciudad destinada a hacerse hegemónica en el siglo XXI: la ciudad postinstrial y postmoderna (Dear 2002). Mezclando la tradición epistemológica marxista con todo el aparataje crítico del post-estructuralismo postmoderno (una mezcla en sí misma muy postmoderna), esta escuela representa, junto con grandes figuras como los maduros Harvey, Sassen o Castells (el mismo también emigrado a California desde 1979), de alguna manera, la última fase, hasta ahora, de la sociología urbana, la que se impone como tarea el estudio de la ciudad actual, de economía política postindustrial y de cultura postmoderna. 15 CAPÍTULO 2. ESTUDIOS SOBRE LO URBANO EN LA EUROPA VICTORIANA Y DE LA BELLE ÉPOQUE. 2.1. El contexto histórico y epistemológico. El estudio de la ciudad en el contexto de los problemas provocados por la industrialización capitalista. Como es de sobras conocido, la sociología como disciplina científica surge, con ese nombre (es Auguste Comte, el padre del positivismo, quien lo acuña) en el intento de comprender las enormes transformaciones que el capitalismo y los paralelos procesos de modernización estaban operando sobre el tejido social, económico, político y cultural de los países industrializados. El espectacular crecimiento de las ciudades desde mediados del siglo XIX era, sin duda, una de las más evidentes. En la cuna por excelencia del capitalismo industrial, Gran Bretaña, la población urbana triplicó su número entre 1850 y 1900, para cuando constituía ya el 77% de la población total del país (Hall et al 1973:61). En el punto de mira de los estudiosos se situaron también los problemas sociales que dichas transformaciones conllevaban y que tenían sus expresiones más agudas en las ciudades: a) contaminación ambiental de las industrias, situadas en muchas ocasiones en las cercanías de los centros urbanos; b) aparición de barrios de tugurios – conocidos desde entonces con el término anglosajón de slum por ser en Gran Bretaña donde adquirieron más precoz y maduro desarrollo-, disfuncionalidad y congestión del sistema de transportes en una ciudad cada vez más grande donde los desplazamientos a pie resultaban ya, en muchas ocasiones, espacio-temporalmente irrealizables); c) insalubridad (fruto de la propia contaminación y deficiencias en infraestructuras -sistemas de alcantarillado y eliminación de basuras- y vivienda –hacinamiento, infravivienda- pero también de las condiciones durísimas de trabajo en las fábricas, de la malnutrición y de una ciencia médica que ni llegaba a todos ni aún había atravesado el umbral de la eficacia verdaderamente significativa); d) mutaciones sociales y culturales (desintegración de las estructuras familiares tradicionales –la familia extendida e incluso la familia nuclear- y de los valores culturales heredados del pasado (sustituidos por secularización, agnosticismo, ateísmo, hedonismo…); e) y, last but not least, las disfuncionalidades psicosociales que afectaban al comportamiento de una buena parte de la masa social (aumento de la depresión, suicidio, stress, angustia, ansiedad, alcoholismo, prostitución, malos tratos y abusos sexuales, criminalidad). Problemas todos ellos localizados principalmente en las grandes ciudades y que preocuparon a los autores de todas las tendencias políticas. Pioneras en este sentido fueron las obras del alemán (afincado en Inglaterra) Engels The condition of the Working Class in England in 1844 (1845), desde la izquierda, y la monumental obra comparativa, desde la derecha, Ouvriers européens. Études sur les travaux, la vie domestique et la condition morale des populations ouvrières de l’Europe (1855), del francés Fréderick Le Play (considerado uno de los decanos de la sociología en Francia, tiene incluso estatua en los Jardines de Luxemburgo en París) (Brooke 1970). El estudio de lo modernización/industrialización. urbano queda subsumido en el estudio general del proceso de Sin embargo, ninguno de los primeros analistas sociales consideró necesario desarrollar una teoría específica para explicar todos estos fenómenos desde la variable causal de lo urbano (Saunders 1981; Bettin 1982; Savage y Warde 1993; Merrifield 2002). Aunque un puñado de ellos, como Simmel, Sombart o Halbawchs se atrevió a considerar a la ciudad en sí misma, en tanto realidad de poblamiento espacial, como un factor explicativo de los procesos sociales, bien que fuera parcial, lo cierto es que ni siquiera estos fueron capaces de desarrollar ese punto de partida sobre un armazón teórico-metodológico riguroso. En cuanto a los demás (que son, por otra parte, los cabezas de cartel de la sociología de la época) se observa un cuasi general consenso en torno a la tesis de que la cuestión urbana no es otra cosa más que una manifestación de procesos históricos y/o estructurales mucho más amplios: para los socialistas, como Marx, Engels o Tönnies, el de las lógicas del modo de producción capitalista, para los liberales el del desarrollo de procesos de modernización racionalizadora (Small y la primera generación de la Escuela de Chicago, Weber) o complejidad funcional creciente del superorganismo social (Spencer, Durkheim), por citar solamente los autores más significativos y los que encarnan, hasta cierto punto, enfoques teóricos distintos. El único caso en que los grandes padres de la Sociología parecen haber apreciado la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo es cuando hacen retrospección histórica en busca de los orígenes del mundo moderno. Se encuentran entonces con la ciudad medieval europea y la reconocen, a esta sí, como un sujeto autónomo que merece ser estudiado como tal. Weber (1958) analizó la ciudad medieval con todo detalle, por considerarla actor decisivo en la ruptura del orden político y económico feudal y en la generación de los procesos racionales que conducen a la moderna sociedad capitalista. Durkheim (1893, 1895), otro de los padres de la sociología, también buscará el proceso de división del trabajo que conduce al desarrollo de la “solidaridad orgánica” en las ciudades medievales y Marx y Engels (1998 [1848]) pondrán sus ojos en la ciudad de la Edad Media como lugar insular, específico y único, donde se gesta, en medio del océano feudal, su antítesis capitalista. Pero ese protagonismo que le conceden a la ciudad medieval se apaga a la hora de estudiar la fase histórica siguiente, marcada por el triunfo de los sistemas burocrático/racionalistas (en Weber) o del modo de producción capitalista (en Marx y Engels). Ahora, en el siglo XIX, o a principios del XX, la ciudad ya no es ni el lugar que produce en sí mismo la división social del trabajo ni la expresión de un específico modo de producción, pues estos se han extendido por todo el territorio. Son concomitantes con el sistema social en su conjunto y, por ello, no se considerará útil estudiar la ciudad por sí misma. Y lo que vale para la ciudad contemporánea se predica también de otras formaciones urbanas en épocas pasadas de la historia, como la ciudad antigua, por ejemplo. Sólo la 16 ciudad medieval, autónoma políticamente y lugar de creación de un sistema económico propio, distinto del resto del territorio, es analizada como un sujeto específico de estudio. No se consideró necesaria, pues, elaborar una teoría de la ciudad, un estudio de las ciudades en sí mismas y, en este sentido, no se puede hablar aún de una existencia de la sociología urbana como tal, como subdisciplina con estatuto propio dentro de la gran familia de la sociología. El tema urbano está, de hecho, completamente ausente de los manuales escritos por algunos de los considerados fundadores de la sociología, como el italiano Vilfredo Pareto (1848-1923) (Pareto 1916). Sin embargo, en el caso de otros, como Marx, Engels, Durkheim, Tönnies o Weber no sería del todo correcto, ni justo, decir que no hicieron sociología urbana, pues todos estos autores estudiaron fenómenos y procesos que más tarde serían centrales para esta subdisciplina. Lo que ocurre más bien es que se trata de una sociología urbana avant la lettre, que hay que rebuscar en el fondo del armario del que no se ha atrevido a salir (porque, en buena medida, no es ni siquiera consciente de que está dentro de dicho armario o que el armario existe). Una sociología urbana, en suma, no sistematizada ni dotada de herramientas teóricometodológicas propias, que hay que ir descubriendo y filtrando, como pepitas auríferas en el torrente arenoso de la prolija producción sociológica de estos autores. Los marcos epistemológicos e ideológicos finiseculares y el estudio de la ciudad. Los estudios urbanos en esta época se inscriben en los marcos teóricos generales con los que empezaba a analizarse la sociedad y quedan atrapados en los debates disciplinares más generales. Estos debates alineaban a los autores, grosso modo, en dos grandes bandos epistemológicos: el positivista (en el cual debemos incluir al tándem Marx/Engels, a Durkheim, a Halbawchs y a Small en los Estados Unidos) y el no-positivista de la llamada verstehen o sociología interpretativa en el que meteríamos a toda la escuela alemana (que podríamos casi considerar como una Escuela de Berlín pues todos excepto Tönnies enseñan en dicha universidad: Simmel, Tönnies, Sombart y Weber) y a la corriente del Pragmatismo en Chicago (Mead, Dewey, hasta cierto punto Thomas y Znaniecki). Dentro del bando positivista se desarrollaba una segunda división no menos importante entre los marcos teóricos del materialismo histórico de los Marx y Engels y el funcionalismo de los Spencer (a quien no trataremos aquí directamente por apenas haberse ocupado de la ciudad) y Durkheim). De manera transversal al debate epistemológico se situaba el político-ideológico, que separaba a socialistas (Marx/Engels, Tönnies, Sombart, Halbawchs) de liberales (Simmel, Durkheim, Weber, los de Chicago). Es decir, ya en estos momentos están presentes las posiciones que se contenderán la arena de las ciencias sociales durante todo el siglo XX. Aún a riesgo de no satisfacer a los muy exigentes de rigor teórico, me permito, a continuación, repartir el grupúsculo de autores más significativos en dos grandes compartimentos de acuerdo a su posicionamiento epistemológico con respecto a la ciudad. Todo ello con el propósito de hacer heurísticamente más accesible la abigarrada y diseminada producción de estudios y reflexiones sobre lo urbano que se generan en este periodo a caballo entre los dos siglos, pero advirtiendo que dichos compartimentos no son de ninguna manera estancos y que existen filtraciones, influencias entre ellos, así como, acabamos de decirlo, principios teóricos e ideológicos compartidos. La clasificación se ha realizado en base al cruzamiento de varios principios: epistemológicos los unos, de orientación política los otros. Como resultado de ello obtenemos las siguientes categorías (pero, repito, no son las únicas posibles): 1. Autores que no reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo: porque para ellos el espacio urbano es una variable dependiente, un mero reflejo de otros mecanismos sociales. Grupo en el que tendríamos que distinguir entre los materialistas históricos adscritos al socialismo político (Marx, Engels, Tönnies) y los protofuncionalistas más o menos declarados (como Durkheim) o no (como Weber) de tendencia liberal. 2. Autores que sí reconocen a la ciudad como un objeto de estudio en sí mismo: porque para ellos el espacio urbano es una variable independiente, un factor de causalidad que determina o condiciona otros procesos sociales. Es en este grupo donde tenemos que buscar a los verdaderos precursores de la sociología urbana y en él podemos distinguir entre culturalistas (Simmel, Sombart), de orientación política liberal y un ecléctico metodológico como Maurice Halbawchs, cercano al socialismo, que incorpora aspectos marxistas, funcionalistas e incluso ecológicos y a quien los franceses consideran, tanto por su rigor metodológico como por sus temas de estudio, el padre de la sociología urbana en Francia (Amiot 1986; Fijalkow 2002). En este segundo grupo es necesario resaltar especialmente a quienes sin duda merecen el título de primeros padres de la sociología urbana en Norteamérica y en el mundo, por lo temprano de sus trabajos (los primeros se anticipan a los de Halbawchs en casi dos décadas): me refiero a la primera generación del Departamento de Sociología de Chicago, la anterior a la Ecología Humana, fundada por Albion Small en 1892. Bajo la guía de Small los investigadores de Chicago se aplicaron tenazmente a expurgar la enorme montaña de datos estadísticos oficiales de la ciudad de Chicago (censos, registros catastrales, de la seguridad social, estadísticas de criminalidad, etc.) cruzándolos espacialmente con diferentes áreas geográficas de la ciudad para elaborar los primeros modelos relacionales entre espacio urbano y procesos sociales. El cogollo, como hemos visto, del objeto de estudio de la sociología urbana. De todos esos trabajos quizá el que merezca en estos momentos una glosa individual sea el de Charles Cooley, quien alternaría su militancia en el Pragmatismo culturalista con el positivismo. Sello de identidad, por cierto, que distinguiría a buena parte de los chicagüenses hasta los años 50 y que acabaría por plasmarse en el proyecto ecológico de los 20 y 30. Con su The Theory of Transportation (1894) Cooley dio el primer paso de gigante en el tratamiento de temáticas específicamente urbanas (en este caso los efectos de las redes de transporte urbanos sobre la estructura social y económica), que serían después ampliamente desarrolladas por todas las subdisciplinas del ramo (sociología, geografía y economía urbanas). La primera generación de Chicago merece, más que ningún otro grupo de autores, un amplio desarrollo como precursores de la sociología urbana. Sin embargo, he considerado más apropiado describir la sociología de 17 Chicago como un conjunto, tanto para no separar a esta primera generación de su contexto general cuanto que entre la primera y la segunda generación se observa un claro continuismo. El criterio unitarista es el que ha acabado prevaleciendo y por ello será en el siguiente capítulo cuando trataremos más en profundidad a los Small, Cooley, Mead y otros. Por otro lado,y por encima de las diferencias señaladas, todos los autores presentan un denominador común epistemológico e ideológico fundamental: todos abrazan con entusiasmo el paradigma de la modernidad, la cosmovisión predominante en el Occidente de la época, y ello se refleja en el estudio de la ciudad. El paradigma de la modernidad hace de la ciudad, sin que ello sea reconocido explícitamente, un objeto privilegiado de estudio, al menosde dos maneras diferentes: a. La ciudad es estudiada como escenario del avance de la modernidad. Las formas complejas de organización social y sus complejos productos culturales (sean éticos o tecnológicos) son, como lo indica la propia etimología de la palabra civilización, intrínsecamente urbanos. Así, sin haberlo en realidad reconocido nunca (e incluso algunos como Marx y Engels habiéndolo negado explícitamente) todos los autores colocan a la ciudad (y la ciudad occidental en concreto) en el centro de sus esquemas teóricos al presentar una correlación entre el proceso histórico de modernización y el de urbanización. El proceso de urbanización y la ciudad como construcción histórica son colocados en el punto de llegada de la teleología evolucionista a la que todos los autores adhieren y convertido a la vez en causa y consecuencia de los “logros” occidentales: el progreso, la complejidad, la racionalidad creciente, la conquista de la naturaleza… En ese planteamiento la ciudad no es vista como un objeto en sí mismo, sino como parte de un proceso histórico general. Una ciencia de lo urbano no es necesaria puesto que el proceso de modernización conducirá finalmente, por la lógica inexorable del sistema, socialista o liberal es indiferente, a la total urbanización (industrialización/modernización, en resumidas cuenta, occidentalización) del planeta. Es de esta premisa que surge indefectiblemente la famosa dicotomía rural/urbano. Porque la convicción en el inexorable futuro urbano de la humanidad hacía de los rasgos rurales trasplantados a la ciudad (vía emigración) elementos destinados a desaparecer eventualmente por incompatibilidad funcional con la modernidad urbana. Una visión que la sociología urbana postmoderna se aprestará a deconstruir, denunciándola como ideológica y apriorística y demostrando su afirmación con hechos, al encontrar innumerables rasgos “premodernos” (sistemas de salud chamánicos, liderazgos carismáticos cuasifeudales, estructuras clánicas, xenofobia, creacionismo bíblico respaldado desde el gobierno) gozando de muy buena salud en el hábitat urbano. b. Los problemas urbanos son percibidos como un desafío al paradigma moderno. La ciudad industrial debía ser, de acuerdo con este paradigma moderno, el epítome del progreso obtenido a través de la ciencia, la tecnología y la administración racional-burocrática. Y, sin embargo, la realidad de la vida urbana, con su degrado ambiental y su miseria social y moral no se ajustaba en absoluto a dicho paradigma. La ciudad era el escaparate más espectacular de los efectos colaterales de la economía de mercado de la primera y segunda revolución industrial, que entraban en trayectoria frontal de colisión con su ideología triunfalista, con el optimismo del progreso. La racionalidad del progreso parecía engendrar en sus propias entrañas un monstruo de irracionalidad que la roía por dentro. Esta contradicción se había convertido en el tema inspirador de muchos literatos y otros artistas desde el principio de la industrialización, dando lugar al nacimiento de algunos de nuestros más conocidos tópicos modernos. Había iniciado Goya en 1799 advirtiendo que “El Sueño de la Razón Produce Monstruos”, había continuado Goethe con su Fausto en 1806 (el sueño moderno de dominio absoluto de la naturaleza no puede venir sino de un pacto diabólico), poco después seguido del Frankenstein o el moderno Prometeo de Mary Shelley (1818) en el que se recuperaba el viejo mito clásico (que también era, a fin de cuentas, el del Génesis): imitar a Prometeo, aspirar al control de la naturaleza a través de la ciencia, sólo puede volverse en nuestra contra. El control de la naturaleza es prerrogativa de la divinidad. Solo ella puede hacer las cosas bien. El ser humano sólo puede producir monstruos. El mito había sido finalmente completado, con mayor refinamiento psicológico, en el ombligo de todas las pesadillas urbano-industriales de la época, la Inglaterra Victoriana, a través de memorables metáforas de la sociedad como el Doctor Jekyll y Mr. Hyde (1886) o El retrato de Dorian Grey (1890), tras cuyas civilizadas epidermis se ocultaba todo el horror de la miseria de su tiempo: el personaje antisocial, en que la ciencia transformaba al afable doctor; el retrato escondido en un desván que se hacía cada día más repugnante como precio a pagar por la deslumbrante belleza del dandy Grey. Un horror que el Occidente había exportado al resto del mundo y que Conrad retrataría magistralmente en El Corazón de las Tinieblas (1899). Pero los sociólogos no podían contentarse con metáforas poéticas que estaban, además, impregnadas de un romanticismo en el fondo no muy comprometido con la razón. Los sociólogos no eran poetas, eran hombres de ciencia, y, en ese sentido, apóstoles convencidos del racionalismo. Un racionalismo que era epistemológico y axiológico al mismo tiempo: que afirmaba la existencia de una explicación objetiva para todos los fenómenos y saludaba el triunfo del progreso, del orden frente al caos y la entropía y creía firmemente en un futuro más feliz para el género humano a través de la ciencia. Bajo esas premisas, los efectos perversos de la industrialización, entre ellos los llamados problemas urbanos, se convirtieron en una obsesión para la sociología, hasta el punto de ser en buena parte los causantes de su nacimiento. El objetivo era desmentir las alegorías literarias: demostrar que la modernidad no era un monstruo esquizofrénico con dos cabezas y que no estaba destinado a producir horror para siempre. Optimistas convencidos, todos nos dirán que aquellos aspectos oscuros eran sólo fases transitorias de la evolución de la sociedad, desajustes temporales del sistema el cual, por la propia lógica interna a su funcionamiento, tiende a la armonía (porque si no desaparecería). Si bien los autores difieren en su percepción acerca de cómo se producirá esto (por el propio mercado, para los unos, por la sociedad socialista sin propiedad privada, para los otros) todos confían finalmente en el reajuste del sistema. La paradoja se muestra así como un mero espejismo: la realidad funciona por parámetros racionales, no es 18 un sistema caótico, y, conocidos racionalmente sus mecanismos, puede ser racionalmente reconducida por la senda del progreso. 2.2. La ciudad como variable dependiente: Marx, Engels, Tönnies, Durkheim y Weber. 2.2.1. Karl Marx (1818-1883) y Friedrich Engels (1820-1895): la ciudad como expresión del modo de producción. En la antigüedad, las ciudades nunca llegaron a ser el espacio generador de un nuevo modo de producción. Los grandes latifundistas, el poder político de base tributaria, vivía, ciertamente, en las ciudades pero la economía era básicamente agraria y la existencia material de la ciudad, con su división social del trabajo y su estructura de clases, descansaba completamente en la obtención de la plusvalía agrícola. La ciudad no era otra cosa que un centro administrativo para gestionar el modo de producción agrario y sus relaciones sociales (una articulación de pequeños propietarios, latifundistas, aparceros, arrendatarios, clientes y esclavos cuyas características, composición concreta y relaciones estructurales variaron significativamente a lo largo del tiempo y del espacio). La ciudad nunca generó un modo de producción propio. Con el desplome de la estructura política del Imperio Romano, el latifundio y sus relaciones de producción simplemente se hicieron insostenibles y la sociedad regresó al modo de producción agrario basado en las relaciones de parentesco o se reconstituyó en las nuevas formas de dominación feudal. La Edad Media comienza con la hegemonía de lo rural como lugar de la historia pero ve poco a poco crecer en su seno una nueva lógica económica basada en una nueva división del trabajo (Marx y Engels 1998 [1848]). Es en la Edad Media el momento en que la división entre ciudad y campo tiene una verdadera existencia estructural, es la expresión de una contradicción esencial entre dos modos de producción distintos. Y como bien advierte Lefebvre (1972:71) “para Marx, la disolución del modo de producción feudal y la transición al capitalismo se encuentran ligada a un sujeto, la ciudad”. Se trata, eso sí, de la ciudad occidental. Al igual que Weber, para Marx y Engels la asociación entre capitalismo y urbanismo es un fenómeno que ocurre solamente en Occidente. En el resto de los estados agrarios se desarrolla otra modalidad de economía política, basada en el control despótico del Estado sobre poblaciones campesinas organizadas en torno a estructuras comunitarias de parentesco, el llamado modo de producción asiático al que Marx dedicaría sobre todo los Grundrisse (1973 [1857]), y cuyas características inhibirían el nacimiento de una burguesía capitalista. Mientras, en Occidente, el germen del nuevo modo de producción rápidamente empezaría a crecer gracias al establecimiento de una red de relaciones entre los distintos centros urbanos, que da incluso lugar a relaciones de división espacial del trabajo: especialización de ciertas ciudades en la producción de artículos o de servicios comerciales o financieros concretos. Sin embargo, el “océano feudal” que lamía las murallas de las ciudades por sus cuatro costados, impidió durante mucho tiempo, tanto desde dentro como desde fuera, el despegue del incipiente sistema económico y su transformación en un moderno capitalismo industrial. Desde fuera, la sujeción de las masas campesinas a la servidumbre de la gleba y, desde dentro, la regulación del trabajo y la producción operada por unos gremios corporativos que imitaban las relaciones jerárquico-paternalistas de la aristocracia feudal, obstaculizaron durante siglos la que Marx y Engels consideraban condición sine qua non para la aparición del moderno capitalismo industrial (Marx y Engels 1998 [1848]): la conversión de la fuerza de trabajo en una mercancía que pudiera venderse y comprarse libremente en un mercado supralocal de dimensiones suficientemente grandes. Los siglos XV al XVIII pueden resumirse como la historia del surgimiento y consolidación, en el marco de los Estados-nación modernos, de dicho mercado de trabajo, que disuelve y sustituye progresivamente las rígidas relaciones de producción feudales, personalizadas, cargadas de valores y emociones, y las sustituye por relaciones monetarizadas, anónimas, utilitaristas y racionales. Dicha sustitución se había operado completamente a mediados del siglo XIX, cuando Engels y Marx escriben sus obras. Por entonces la agricultura, en la Europa Occidental, es ya plenamente una actividad capitalista, dominada por las relaciones sociales de mercado, y es en ese sentido que Marx y Engels negarán que campo y ciudad, en tanto cuales, sean sujetos reales de análisis. Serán considerados sólo dos dimensiones de la misma formación social (Katznelson 1993), la conformada por la hegemonía del modo de producción capitalista, y la ciudad estudiada únicamente en cuanto lugar donde se concentran con mayor intensidad sus efectos y contradicciones. Sin embargo, como nos recuerdan, entre otros, Saunders (1981) o Merrifield (2002) no es exacto que Marx y Engels negaran completamente a la ciudad un papel en su esquema de análisis del modo de producción capitalista (o en su programa político para superarlo por medio de la lucha de clases). Marx y Engels considerarán las ciudades como catalizadores de la evolución del propio modo de producción capitalista, es decir, como factores de causalidad. Y ello, en su doble circunstancia espacial de lugar de intensa concentración demográfica de trabajadores y de vector físico que agudiza sus condiciones de explotación por causa de las deficiencias de su espacio construido. Las ciudades fomentan en su seno - gracias a procesos sistémicos de sinergia- fenómenos como el avance científico-técnico, procesos de concentración monopolística del capital y mayores cotas de división del trabajo (producto a su vez de los propios avances técnicos, de la necesidad de resolver problemas derivados de la densidad de población urbana y de la propia heterogeneidad social que la densidad demográfica produce). Ese efecto catalizador conducirá, sin embargo, a la profundización de las contradicciones del sistema, que acabarán por destruirlo y sustituirlo por un nuevo modo de producción: el socialismo. El proletariado que deberá dar inicio a la lucha por el socialismo será, de acuerdo con esta lógica, un proletariado urbano. Es en la ciudad, gracias a su concentración espacial de proletarios explotados y a las condiciones de precariedad de su vida material cotidiana, donde se están gestando los procesos de aparición de una conciencia de clase y movilización obrera. La urbanización es así, para Marx y Engels, una condición necesaria para la construcción del socialismo, que es la última, la más perfecta, humana y racional etapa de la evolución social. Es en ese sentido que hay que apuntar algunos trabajos realizados en solitario por Engels y que trataron propiamente de problemas específicamente urbanos, como el precoz The condition of the Working Class in England in 1844 (1845) y el posterior The Housing Question (1872). Trabajos ambos que supusieron un notable esfuerzo de documentación empírica de las condiciones de vida de la clase obrera en las ciudades. Engels fue el primer marxista en ligar explícitamente las lógicas del modo 19 de producción capitalista con los procesos de desarrollo urbano y fue, en ese sentido, el primer sociólogo urbano marxista, aunque fuera avant la lettre. Y, sin embargo, Engels no profundizó mucho más allá de lo puramente material: nunca se interesó por la cultura urbana, por sus formas específicas de vida (Merrifield 2002). La razón de esta ausencia debe achacarse de nuevo al planteamiento estructuralista de partida: para Engels es el capitalismo el determinante último de los estilos de vida urbanos, en este caso de la miseria material y moral del proletariado de los slums, no la ciudad en cuanto tal. En los dos trabajos mencionados, Engels deja clara su convicción, mensaje en la botella lanzado a los reformistas liberales de su época, de que la miseria urbana únicamente se podrá superar mediante la transformación de la sociedad en su totalidad. Su enfoque, como el de sus discípulos marxistas del siglo XX, era clara y profundamente estructuralista: es el sistema capitalista en sí mismo, y no las acciones individuales de los individuos “capitalistas” el que causa la pobreza y la cochambre en la que vive el proletariado urbano. Por eso, aunque la burguesía haya intentado puntualmente mejorar las condiciones de vida de los slums (los programas reformistas que mencionábamos más arriba), incluso en ocasiones - por qué no admitirlo- con un loable y desinteresado espíritu filantrópico, estas experiencias estarán siempre inexorablemente condenadas al fracaso mientras la lógica de las relaciones de producción no cambie: por cada slum que se derribe para construir un barrio más humano surgirá más pronto que tarde otro en otra parte. O dos. O muchos más, pues el capitalismo tiende con velocidad siempre creciente a expandir sus lógicas a más y más sociedades del planeta, atrapando siempre más poblaciones en la telaraña de sus relaciones de explotación. El tiempo no hizo otra cosa más que corroborar esta afirmación, sembrando slums por toda la tierra: de Yakarta a Rio de Janeiro, de Kabul a Ciudad del Cabo, en un proceso de dimensiones tan globales que probablemente haya superado la estimación más atrevida del viejo Engels. Un proceso que Mike Davis documenta magistralmente en su reciente libro Planet of Slums (2006), de título muy evocador. 2.2.2. Ferdinand Tönnies (1855-1936): lo urbano en el contínuum comunidad-sociedad. Tönnies fue uno de los padres de la sociología académica en Alemania, co-fundador de la Asociación Alemana de Sociología en 1909. Hombre de ideas y preocupaciones socialistas, escribió una biografía sobre Marx en 1921 y llegó incluso a militar políticamente en el Partido Socialdemócrata Alemán (SPD) si bien ya casi al final de su vida, en 1932 (Merz-Benz 2005). Como muchos otros intelectuales de su época, Tönnies mostró un gran interés y preocupación, teñida de inquietudes sociales, morales y políticas, por los efectos negativos de aquel capitalismo industrial que le tocó vivir en primera persona. En Alemania, país de industrialización algo más tardía que el Reino Unido, ese proceso coincide, de hecho, casi de forma exacta, con su propia andadura biográfica e intelectual, el despegue más fuerte produciéndose en los años que van desde la unificación (1870) hasta la Primera Guerra Mundial. Por ello dedicó la mayor parte de su obra (1905; 1931; 1935), siguiendo la senda de Marx, al estudio de las transformaciones estructurales de aquel proceso histórico de cambio dentro de un marco teórico más o menos materialista y evolucionista. Su interés fundamental está, por tanto, en la estructura, en el proceso general, y no en su dimensión espacial, sea esta urbana o no. Tönnies no dedica, de hecho, ningún libro a tratar de la ciudad como tal y sin embargo, su figura dejó una huella profunda en al menos dos de los debates que tendrían ocupados a los estudios urbanos en la primera mitad del siglo XX: 1) el debate en torno a la definición de las categorías de rural y urbano y 2) el debate ideológico en torno a las valoraciones morales de las formas de vida por ellas sustentadas, es decir, el debate entre los anti-urbanitas y los pro-urbanitas. Esos dos debates que hilvanarán la reflexión sobre la ciudad (y sobre el campo) en las soirées sociológicas de casi un siglo de historia de la disciplina tienen su punto de partida, en buena medida, en el primer trabajo de Tönnies, la famosa Gemeinschaft und gesellschaft (1887), la única conocida por la mayoría de los sociólogos más allá del reducido círculo de exégetas dedicados a su obra. Dado que el alemán no era una lengua de fácil acceso para ninguna de las otras grandes academias, la anglosajona y la francófona, el pensamiento de Tönnies se difundió inicialmente a través de intermediarios. El principal de ellos, por el peso que tienen a su vez sus escritos en la escena sociológica mundial, es Émile Durkheim. Durkheim realizó una estancia académica en Alemania precisamente en el año en que se publicaba la obra de Tönnies y comenzó desde entonces a dar a conocer al sociólogo alemán fuera de sus fronteras. El mismo Durkheim le debe, de hecho, mucho a Tönnies: su esquema evolucionista que explica el cambio histórico de la sociedad preindustrial a la industrial a través del paso de una solidaridad mecánica a otra orgánica vía la división social del trabajo, es, además de una continuación del funcionalismo de Spencer, una reelaboración de las categorías tönnianas de gemeinschaft y gessellschaft. El libro no sería traducido al inglés hasta 1940, primero como Fundamental Principles of Sociology (1940) más tarde como Community and Association (1955) (Comunidad y Sociedad en la versión española de 1947) aunque un resumen de sus tesis había sido publicado en 1905 en el American Journal of Sociology con el título de “The Present Problems of Social Structure” (Tönnies 1905). Por gemeinschaft (comunidad) Tönnies entiende el sistema social de las sociedades tradicionales, valga decir preindustriales. Una forma de vida eminentemente rural, con economía poco o nada orientada al mercado, bajo nivel de división social del trabajo y, por tanto, alto grado de homogeneidad social y cultural, cuya expresión espacial por excelencia es la aldea que se organiza a través de relaciones de parentesco o de vecindad, marcadas por vínculos sociales directos, no mediados por las instituciones, de naturaleza en buena parte afectiva, moral y adscrita. La gesellschaft (sociedad), por su parte, parece ser el exacto reverso dicotómico de aquella otra: es el sistema social de las modernas sociedades industriales, una forma de vida eminentemente urbana, con una economía orientada al mercado, alto nivel de división social del trabajo, de gran heterogeneidad sociocultural y cuya expresión por excelencia es la ciudad y, más concretamente, la gran metrópoli contemporánea, que se organiza, socialmente, a través de relaciones basadas en el contrato legal entre desconocidos, de naturaleza puramente instrumental, mediadas por instituciones, públicas o privadas, de carácter burocrático-racional (Tönnies 1955 [1887]). Pero se notará que he decidido utilizar y he resaltado en cursiva los términos “en buena parte”, “parece”, “eminentemente”, y “por excelencia”. La intención es la de dejar patente que Tönnies no utiliza su descripción en un sentido radicalmente dicotómico y, con ello, deshacer un entuerto que ha hecho del sociólogo alemán el presunto padre de la famosa y popularizada dicotomía 20 campo/ciudad. En contra de lo que muchos piensan, las categorías tönnianas no son absolutas y completamente excluyentes. Esa ha sido la lectura vulgar, o ideológicamente interesada, que se ha hecho o se ha querido hacer del autor alemán en el siglo XX, especialmente por parte de una izquierda anti-urbanita que veía en la ciudad la encarnación de todos los males del capitalismo y que abogaba por una agenda política comunitarista y ruralizante(Deflem 2001). Un anti-urbanismo cuyas raíces, si acaso, hay que buscarlas, como veremos unas páginas más adelante, en su contemporáneo y paisano Georg Simmel (1909). Para Tönnies aquellas categorías eran solamente conceptos heurísticos, lo que más tarde Weber denominaría tipos ideales. Gemeinschaft y gesellschaft representan para Tönnies las dos formas estructuralmente puras de un proceso de cambio social muy complejo que se presenta empíricamente como un contínuum de situaciones concretas en las que cada sociedad, país, localidad, presenta grados variables de preindustrialización/tradicionalidad/ruralidad y de industrialización/modernización/urbanismo. Sin negar que puedan existir sociedades que se ajusten casi completamente a los tipos ideales, estos son fundamentalmente puntos de referencia que nos ayudan a entender cuál es la tendencia de los cambios históricos y en qué punto del proceso se encuentra cada sociedad en concreto. En ese sentido, nos dice Tönnies, es perfectamente posible observar empíricamente la presencia de rasgos “urbanos” o “societales” en el medio rural así como constatar, al contrario, la sobrevivencia de características “rurales” o “comunitarios” en la gran metrópoli (Tönnies 1955 [1887]).. Este contínuum existe porque el capitalismo aún no ha terminado su proceso de transformación del mundo. Y, como buen socialista que adhiere al mismo tiempo al paradigma moderno y evolucionista, lo que Tönnies desea es modificar la forma en que ese proceso evolutivo se está produciendo. Es ahí donde el concepto de gemeinschaft adquiere en Tönnies una importancia capital. Porque Tönnies se va a inspirar en su tipo ideal de la gemeinshaft, con sus bajos niveles de desigualdad social, para proponer un programa socialista de sustitución del capitalismo. No era, en realidad, ninguna novedad. Tönnies no hacía más que seguir la senda comunitarista que ya habían abierto los socialistas utópicos medio siglo antes. Se ha tachado a Tönnies por esto de visionario (Adair-Toteff 1996) y de romántico (Bond 2011) y, sin embargo, de nuevo, estas lecturas parecen salir de la imagen vulgarizada que del autor se creó a posteriori más que de sus propios escritos. Tönnies nunca abogó, como algunos le achacan, por el restablecimiento del tipo ideal de la gemeinschaft como solución a las injusticias del capitalismo. En la estela de Marx, Tönnies afirma (1955: 120) que la gesellschaft capitalista lleva en su seno el germen del socialismo y que ese socialismo no puede ser ni será nunca una vuelta al pasado. Tönnies era consciente, como buen materialista, de que una regresión evolutiva a una gemeinschaft pura era estructuralmente imposible en aquella sociedad de masas dependiente de la industria para su propia supervivencia (Saunders 1981: 133). Y éticamente indeseable, podríamos añadir, para un hijo de su época, ferviente feligrés de la religión del progreso. El tipo ideal de la gemeinschaft puede servir más bien, también en lo político como en lo científico, como punto de referencia, valga decir de inspiración, para domesticar la gesellschaft capitalista, desarrollando una forma de sociedad más cohesionada, más igualitaria, menos alienante, a través, por ejemplo, de la creación de cooperativas de trabajadores y otras estructuras similares, basadas (que no trasplantadas literalmente) en los modelos de reciprocidad aldeanos. Todo con el objetivo de trascender el puro individualismo competitivo del capitalismo. En resumidas cuentas, su teoría de la gemeinschaft refleja las ideas socialdemócratas de su faceta de hombre político. 2.2.3. Émile Durkheim (1858-1917): la ciudad como sistema funcional superorgánico. Émile Durkheim, fundador del primer departamento de sociología en Europa, en la Universidad de Burdeos en 1895, es el primer gran adalid del positivismo empirista en sociología (Giddens 1974, 1978). Para reducir la enorme multiplicidad de los datos empíricos a una realidad aprehensible recurre al método de la inducción estadística, que desarrolló en sus Reglas del método sociológico (1895). Así, Durkheim será uno de los primeros sociólogos, junto con la primera generación de Chicago, en hacer uso intensivo de los datos estadísticos (datos empíricos reducibles a expresión matemática) para extraer de ellos teorías generales sobre fenómenos sociales. La primera aplicación de este método, y probablemente la más conocida, la constituye su obra El suicidio (1898): uno de aquellos problemas que parecía haberse agudizado en las modernas ciudades y que atormentaba a los apóstoles del progreso. En ella intentará explicar a partir de leyes sociológicas lo que aparentemente se presenta como una acción motivada por razones puramente personales. Para llegar a descubrir dichas leyes procederá por observación de un número reducido de casos (reducido pero no etnográfico, es decir, se trata de datos cuantitativos, proporcionados por la estadística) que cruzará con otros tipos de datos (clase social, religión, sexo, edad, estado civil, nivel educativo, nacionalidad) en busca de patrones que él había denominado “variaciones concomitantes” (Durkheim 2000 [1895]). Sin embargo no introduce la variable residencial, lo que habría hecho del estudio un verdadero ejemplo de sociología urbana. El resultado es de sobras conocido: mayores tasas de suicidio entre hombres que entre mujeres, entre solteros que entre casados, entre protestantes que entre católicos y, lo más interesante, la clasificación del suicidio en cuatro tipologías (altruista, fatalista, egoísta y anómico). Estas leyes sociológicas universales remiten finalmente a una realidad estructural y sistémica que existe más allá de las acciones particulares de los individuos (en esto coincide con Marx). Esta realidad estructural es lo que Durkheim había llamado “hechos sociales” ya en su tesis doctoral, La división del trabajo social, de 1893. Estos “hechos sociales” son fenómenos colectivos, materiales o inmateriales (valores, sentimientos), que no son reducibles a la suma de sus partes, es decir, que son autónomos de las acciones o voluntades individuales, impulsados por su propia “lógica”, y que como tales condicionan (aunque no determinan) las acciones de los individuos (Durkheim 1995 [1893]). La concepción del sistema social como una realidad dotada de existencia ontológica convierte a Durkheim en continuador del protofuncionalismo que había comenzado con el “Social Statics” de Spencer en 1851 (Perrin 1995). Ambos pueden considerarse, con todo mérito, abuelo y padre, respectivamente, del funcionalismo que a partir de los años 20 y durante medio siglo dominaría la sociología desde sus cuarteles generales en el mundo anglosajón (y más concretamente desde Chicago). Pero mientras en el primero este funcionalismo quedó en sus obras posteriores articulado con un evolucionismo biologicista, el de Durkheim es plenamente sociológico y, si bien el 21 inevitable substrato evolucionista nunca desaparece del todo, presenta fuertes tendencias al enfoque sincrónico, como después el norteamericano. También como aquel, su visión sistémica está exenta de la causalidad economicista propia del materialismo histórico o de alguna alusión a la lucha de clases y, en cambio, su concepto del “hecho social” subscribe los dos principios básicos de la posterior teoría funcionalista: el del super-organismo sistémico que se autorregula para mantenerse siempre en equilibrio con independencia de las acciones individuales o colectivas de los actores sociales; y el de la mutua interdependencia de todos los subsistemas o partes del sistema, igualmente importantes para su funcionamiento (Parsons 1951). Aunque fue amigo (compañero de escuela) de Jean Jaurès, el fundador del Partido Socialista Francés, Durkheim nunca se implicó en los movimientos políticos de izquierda y sus tesis pueden considerarse más bien reformistas y no beligerantes con el status quo (Poggi 2000). Exactamente igual que las del funcionalismo anglosajón. Esto puede verse perfectamente en algunas de sus preocupaciones principales, en las que se recortan al trasluz temáticas implícitamente urbanas. Sus conceptos de la “solidaridad mecánica” y la “solidaridad orgánica” son claramente funcionalistas. Con el segundo de ellos, la “solidaridad orgánica”, Durkheim pretendía contrarrestar, implícita o explícitamente, la teoría marxista que vinculaba la creciente división social del trabajo en la sociedad capitalista contemporánea con el recrudecimiento del conflicto entre los grupos humanos (clases) que ella misma iba conformando. Durkheim sustituye en cambio esta visión negativa de la transformación histórica por una optimista, en lo que parece una clara defensa de la modernización y la sociedad urbano-industrial: las diferencias complementarias entre las clases (como la interdependencia, también complementaria de los subsistemas en la metáfora funcionalista) no generan tensión sino, por el contrario, una unidad cooperativa positiva, una solidaridad “orgánica” (orgánica porque deriva de la lógica externa del funcionamiento de un “organismo” social (léase “sistema” si no gusta la analogía biológica) del que las clases sociales son órganos no independientes) (Durkheim 1995 [1893]: 207). La defensa de la sociedad urbanoindustrial se combina en Durkheim con el historicismo evolucionista y etnocéntrico (ineluctable en todos los intelectuales de la época) al comparar dicho organismo armónico con otro que también lo era (y, de nuevo, esto es funcionalismo) y al que ha sucedido en el tiempo: la sociedad pre-industrial o pre-moderna, cuya lógica de autorregulación se basaría, en cambio, en la “solidaridad mecánica”1. Pues bien, nos dice Durkheim, distanciándose en esto de románticos comunitaristas como Tönnies: la sociedad moderna basada en la heterogeneidad y la división social del trabajo no sólo es funcional sino que genera una solidaridad más fuerte que la mecánica, permitiendo combinar el orden con un elemento muy positivo del que carecían la sociedades agrarias pre-industriales: la libertad individual (Durkheim 1995 [1893]: 210). Con ello nos quería decir que la sociedad industrial supone una evolución positiva, que la historia evoluciona siguiendo una senda de progreso y que la sociedad urbana occidental es la cúspide solitaria (al menos en aquel momento) de ese progreso, avanzadilla en un mundo aún dominado en buena parte por las sociedades de solidaridad mecánica. Como buen reformista, no están exentas de sus escritos las referencias a los problemas (disfuncionalidades) generados por la brusca y acelerada transformación histórica que vivía su tiempo, periodo de transición entre sistemas basados en lógicas de funcionamiento (solidaridades) diferentes. La preocupación por los efectos negativos de la modernización, que Durkheim necesita reintegrar en una explicación racional y positiva de la modernización que salve el dogma del progreso, había estado presente desde el principio de su carrera académica. A uno de estos efectos, el suicidio, le había dedicado, como vimos, todo un estudio en profundidad. En él quería, entre otras cosas, romper una lanza a favor de la sociedad moderna, que podía ciertamente aparecer ante sus contemporáneos como una sociedad que generaba infelicidad profunda, hasta el punto de impulsar al suicidio. Durkheim pretendía demostrar que el suicidio se encuentra presente en todas las sociedades, que simplemente cambia su forma de acuerdo a la lógica de funcionamiento de cada sistema y que en algunas de sus formas podía, incluso, ser funcional2. En sus siguientes trabajos, y siguiendo la senda abierta por aquel primero centraría su atención en elaborar una teoría abarcante que pudiera explicar la mayor parte de estas disfuncionalidades, de las que el suicidio era sólo una posible manifestación. Esta teoría la encontró en el fenómeno que denominó con el término de anomia, neologismo que acabaría alcanzando una enorme popularidad. La anomia es la situación que se produce cuando, en ciertas condiciones particulares, el sistema no consigue cumplir su misión de regular la vida de los individuos, acomodándolos en roles funcionales para el sistema (y que sean generadores de sentido para quienes los desempeñan), todo lo cual se traduce en una panoplia de posibles comportamientos “antisociales”: abulia, dejación de las responsabilidades laborales (absentismo), familiares (abandono familiar) o ciudadanas (abstencionismo electoral, vandalismo, suicidio anómico), criminalidad, prostitución, drogadicción y alcoholismo, violencia intrafamiliar, entre los principales). Pero estos comportamientos, aunque preocupantes y necesitados de atención y solución, no invalidan su tesis: son considerados por Durkheim como “anormalidades” (anomalías disfuncionales del sistema, podríamos decir en léxico funcionalista) que no impiden el funcionamiento del sistema, es decir, no ponen en peligro la cohesión El juego de adjetivos empleado por Durkheim tiende a confundir a los lectores que se acercan a su obra por primera vez, quizás porque el imaginario colectivo conduce a asociar el término “mecánico” con lo industrial y el “orgánico” con lo agrario. 2 La tipología de suicidios elaborada por Durkheim encajaba perfectamente, de hecho, en su dualismo evolucionista más amplio que oponía sociedad tradicional a sociedad moderna. Así los tipos altruista y fatalista son provocados por las lógicas imperantes en un sistema social tradicional, donde el individuo es sometido completamente al control social y cultural de la colectividad: el primero sucede cuando el sistema solicita el sacrificio del individuo en beneficio de la sociedad (como los ancianos entre los indios de las praderas norteamericanas que se dejan morir para no ser una carga), el segundo cuando la opresión de un sistema totalitario sobre el individuo provoca que este prefiera la muerte a la conformidad (los esclavos que se quitan la vida para escapar al yugo del trabajo forzado). Los tipos egoísta y anómico son, por el contrario, producto de las transformaciones llegadas con la modernidad y no se observan en sociedades tradicionales: el primero es fruto de la liberación del individuo de aquel control total de la colectividad y en ese sentido es saludado como un fenómeno, hasta cierto punto, positivo, como un ejercicio de la libertad humana (mi vida es mía y hago con ella lo que quiero), solo el segundo es visto como una verdadera disfuncionalidad del sistema, producto de su incapacidad para producir sentido en ciertos individuos, para encajarlos de manera correcta en el engranaje social, lo cual provoca un sentimiento de alienación, de vacío, de no pertenencia que conduce a la depresión y a la solución escapista del suicidio (Durkheim 1989 [1898]). 1 22 social en su conjunto. Esta cohesión social es muy fuerte porque se basa en una interiorización de dicha solidaridad en los propios individuos, operada por el propio sistema a través del proceso de socialización. Dicha interiorización de las normas de funcionamiento del sistema es tan fuerte que puede llevar, como ya había intentado demostrar en El suicidio, al sacrificio altruista del propio individuo en aras de la funcionalidad del todo. Es por ello que la anomia es entendida por Durkheim básica y fundamentalmente en términos de una falta de autorregulación interna de los individuos. Premisa que lleva implícita una conclusión muy clara: el problema se puede desactivar a través de la resocialización, que es un mecanismo de control social. La lucha de clases queda así arrinconada por innecesaria, muy lejos del horizonte durkheimiano. Por lo demás, y en la línea de Marx o de Weber, una sociología estrictamente urbana está ausente de los escritos de Durkheim. Para el padre de la sociología francesa la distinción entre sociedad y ciudad en el mundo contemporáneo no tiene sentido. Para Durkheim como dice Saunders (1981: 86) “la sociedad no es otra cosa que una gran ciudad”. El proceso de urbanización es concomitante con el de modernización y lo único que hará Durkheim, como antes Marx y luego Weber, es dar su propia versión de este proceso cuyo escenario, pero no su causa, es la ciudad. Durkheim explicará cómo la “densidad moral o dinámica” de la ciudad (con la que él quiere referirse al intenso grado de interrelación y el elevado número de las relaciones sociales que se dan en el espacio urbano) (Durkheim 1995 [1893]: 300) mina, junto con el anonimato, el control social tradicional (basado en la solidaridad mecánica) y la colectividad encuentra problemas para imponer un código único de conducta moral. Esto desemboca en mayor libertad para el individuo pero también en la anomia (los dos procesos divergentes que también identificaría Simmel) y en el mantenimiento de pequeñas comunidades morales (subculturas urbanas) en el seno de la sociedad mayor, sin que por ello estas puedan poner en peligro la supervivencia del sistema social en su conjunto, pues su influencia sobre los individuos queda circunscrita sólo a ciertas dimensiones de la vida (prácticas familiares, religiosas, estéticas) y es contrarrestada por la existencia de otras comunidades con las que se ve forzosamente obligada a coexistir en un marco de relaciones común. Nacido en una devota familia judía en Francia (Poggio 2000), Durkheim hablaba, en este caso, por experiencia propia. Este último tipo de reflexión estaría preanunciando la Escuela de Chicago con sus estudios de comunidad. La Ecología Humana de los chicagüenses, el primero de los brotes del funcionalismo norteamericano, le debe mucho al protofuncionalismo de Durkheim. 2.2.4. Max Weber (1864-1920): la ciudad y el proceso moderno de racionalización. La única obra que Max Weber dedicó propiamente al estudio de la ciudad, Der stadt (La Ciudad) es, de hecho, un tratado sobre la ciudad medieval y su papel protagónico en el alumbramiento del capitalismo. Pero, como una ilustración casi ejemplar de la dimensión secundaria otorgada a la ciudad en estos albores de la sociología, Der stadt fue publicada sólo póstumamente, en 1921 (aunque sabemos que fue escrita en la década anterior), como si el propio Weber, en vida, hubiera renegado de su propia obra. Der stadt sería rápidamente refundida en su siguiente edición, la de 1924, con otros textos, “sepultada” al interior de su magnus opus, Wirtschaft und gesellschaf (Economía y sociedad), donde su especificidad urbana se diluiría en favor de un análisis más panorámico del conjunto del proceso de modernización (Weber 1969 [1924]). No sería hasta mucho más tarde, con su publicación en inglés en 1958, en su forma original separada del Wirtschaft, que se sacaría a flote de manera más evidente la dimensión urbana del pensamiento de Weber. El enfoque weberiano puede, de alguna manera, considerarse la respuesta intelectual más potente ofrecida por la clase burguesa de anteguerra al materialismo histórico marxista. Su sociología es, si se me permite la analogía con las posiciones espaciales del lenguaje político, una sociología de centro, o de centro-derecha, según se quiera interpretar su obra de forma más o menos crítica. Todo ello se refleja en la centralidad que para él tiene el individuo, la acción individual y sus motivaciones subjetivas, guiadas por códigos de valores morales. Sus posiciones académicas se reflejan, de hecho, en sus paralelas implicaciones políticas: Weber fue uno de los fundadores, en 1918, del Partido Democrático Alemán, el Deutsche Demokratische Partei (DDP), de orientación liberal (Kaesler 1996) (la mayoría de sus miembros acabarían, tras el paréntesis de la dictadura nazi que llevó a la disolución de la formación, por integrarse en la Democracia Cristiana (Frye 1963)). Participó también como asesor en la redacción de la nueva constitución de la República de Weimar. Sin embargo, su prematura muerte en 1920, víctima de la Gran Gripe, en los albores de su carrera política, hace que dicha dimensión pase casi desapercibida en el conjunto de su biografía. Sin duda la imagen global de Weber habría sido hoy diferente si esa carrera política no se hubiera visto truncada en status nascendi. Weber, al contrario que Marx y Engels, era un hombre profundamente religioso (protestante) y un crítico tanto del estructuralismo marxista como del positivismo radical (Kaesler 1996). Para Weber, la compresión holística de una realidad que existe más allá de las acciones humanas (el sistema, la estructura, a los que el materialismo histórico da el nombre de modo de producción o formación social) era algo que le costaba trabajo asimilar. La base del análisis sociológico deben constituirla las acciones individuales y las motivaciones de los individuos que de ninguna manera pueden reducirse, como Weber – erróneamente - siente que pretende Marx, a meras personificaciones de relaciones estructurales objetivas. Los individuos no son marionetas de las estructuras, tienen independencia de acción. No son la clase o el Estado los que actúan, sino los individuos que los componen. La tarea de la explicación sociológica es la de intentar comprender las acciones de los individuos por medio de la comprensión de los significados que estos les confieren a las mismas. Pero las acciones de los individuos no están predeterminadas, lo cual introduce un elemento de incertidumbre insalvable en la explicación sociológica. La sociología no puede establecer leyes universales, sólo marcos de probabilidad típica. Lo máximo a lo que puede aspirar como ciencia es a elaborar generalizaciones que den cuenta del grado de probabilidad de que determinadas situaciones produzcan determinadas acciones (Hekman 1983; Freund 1998). Estas generalizaciones son lo que Weber denomina los tipos ideales que pueden ser, a su vez, históricos (cuando se trata de generalizaciones solamente aplicables a un contexto histórico particular, como, por ejemplo, el calvinismo o el capitalismo) o generales (aplicables en cualquier sociedad y época histórica) (Weber 1969 [1924]). 23 Weber advierte en innumerables ocasiones de que estos tipos ideales no deben entenderse como explicaciones totalizantes de la realidad sino como aproximaciones siempre parciales. En ello Weber demuestra la huella dejada en él por la filosofía neo-kantiana de su antiguo profesor Rickert (Saunders 1981): para los neo-kantianos, como para Kant mismo, la realidad empírica es esencialmente caótica e inaprehensible. Para comprenderla racionalmente la mente debe ordenarla de acuerdo a una serie de categorías. Estas categorías, en el caso de Weber, son los tipos ideales. Con ellos Weber se alejaba tanto del marxismo como del positivismo más radical pues parte de la base de que la realidad no puede entenderse únicamente por el análisis de los datos empíricos: estos son caóticos, hay que ordenarlos y, al ordenarlos los transformamos en categorías establecidas de acuerdo a una cierta lógica preestablecida. Esta transformación no sólo la opera el académico que analiza la realidad sino todos y cada uno de los seres humanos que actúan en sociedad. Es por ello que Weber insiste tanto en que el estudio de la acción social debe ser sobre todo y ante todo el estudio de las categorías que las personas utilizan para dar sentido al mundo, para orientarse y actuar sobre él. Es lo que Hindess (1977) ha denominado un “relativismo epistemológico sistemático”. Son esas líneas maestras las que conducirán a Weber a estudiar el surgimiento del capitalismo en términos de racionalización, secularización y “desencantamiento” de la sociedad pero también a contrarrestar lo que podría parecer como una apuntalamiento desde la academia de la agenda cultural de la izquierda laica y/o atea (en la que quizá sea su obra más popular, La ética protestante y el espíritu del capitalismo (1903)), señalando el papel que también juegan ciertos valores religiosos y espirituales en el proceso de construcción de la modernidad. En ese marco teórico la ciudad medieval, la única a la que Weber dedica un esfuerzo analítico deliberado, la única que reconoce como ontológicamente autónoma, es analizada y concebida como un tipo ideal. Una categoría que no se construye a partir del principio geográfico/demográfico de la dimensión (en esto diferirá de Simmel) sino de acuerdo a principios económico-políticos (y en esto se acerca a Marx). La ciudad emerge como sujeto histórico autónomo (y, consecuentemente, como objeto de estudio en sí mismo) sólo en la Edad Media y en una doble dimensión: como el lugar exclusivo del mercado y de la industria, por un lado, y como sede de un poder político autónomo que, en su forma ideal pura es incluso militar, por el otro. En su particular versión del evolucionismo de la época Weber ve en el surgimiento de esta ciudad el “eslabón perdido” que une feudalismo y capitalismo. Es en ella donde se produce el particular conjunto de condiciones que conducen a la erosión de los valores tradicionales y al surgimiento del individualismo y con él de la ciudad (después sociedad) como cuna de la democracia burguesa y de la organización racional-burocrática como lógica dominante de las relaciones sociales. Es decir, a la modernidad. Esto solamente ocurrió en las ciudades occidentales. Es un atributo único y exclusivo de la civilización nacida en Europa. Solamente aquí, durante la Edad Media, las personas se unieron por primera vez como individuos, por encima de y eliminando las pertenencias tribales o familiares. La obra de Weber es una constante vindicación retroactiva de los valores del individualismo y la racionalidad liberales que defendería en su propia vida académica y política y que asocia así mismo con el capitalismo. Es interesante analizar cómo se conjugan esas teorías de la racionalización con el papel protagonista y benéfico que atribuye a la religión cristiana en todo este proceso de formación capitalista. En Der stadt Weber sitúa explícitamente las raíces del individualismo en el cristianismo, por su contribución, como “asociación confesional de individuos” (Weber 1958: 103) a la disolución de las estructuras de parentesco tradicionales. Todo lo contrario que otras religiones, como el islam o el confucianismo, que han reforzado dichas estructuras clánicas y de linaje. Lo que aparece como una contradicción en el plano epistemológico (el cristianismo, con sus oscuros dogmas teosóficos y sus guerras de religión presentado como vehículo de “racionalización”; el cristianismo, que triunfó en el individualista y protocapitalista mundo romano precisamente por su potente mensaje de fraternidad y comunidad) no lo es en el plano político ideológico. Max Weber simplemente refleja la cosmovisión de las élites burguesas dominantes de la época, inconsistente y plagada de contradicciones, como todas las cosmovisiones históricas, con su evolucionismo unilineal y su etnocentrismo incluidos en el paquete. Sólo hay un camino, nos dice, por el que evolucionar del estadio tradicional al estadio moderno y este sólo ha sido caminado una vez en la historia: en la ciudad medieval occidental. Todas las demás sociedades son automáticamente relegadas al vertedero de la evolución, como fósiles premodernos, sin haberse siquiera detenido a considerar sus características en detalle. Mientras el cristianismo es tratado con laxa indulgencia, iluminando sólo aquellas facetas que encajan en su hipótesis apriorística, nada se nos dice de fenómenos no cristianos que se ajustan mucho más a ese argumento, como el estoicismo en el Imperio Romano o la filosofía cívico-racionalista que nació de la mano de la escuela confuciana en las ciudades chinas del periodo de los Estados Combatientes (siglo IV a III a.C.). Esos dos ejemplos, a los que podríamos añadir otros, encarnan de manera mucho más perfecta ese proceso de racionalización e individualismo (¡incluso de burocratización, en el caso chino!) que el caso occidental, donde esas tendencias tuvieron siempre que negociar su paso con resistencias premodernas que nunca cedieron del todo su poder e incluso se incrustaron en las formaciones modernas (Weber ilustra el caso para el cristianismo pero lo mismo podríamos decir de la extraña e indisoluble pareja que forman Ilustración y masonería, organización esta última a la que perteneció el propio Weber (Kaesler 1996) y que, como es bien sabido, no es sólo un lobby liberal de poder sino además una secta esotérica con creencias y prácticas místicas). 2.3. La ciudad como variable independiente: Simmel, Sombart, Halbawchs. 2.3.1. Georg Simmel (1858-1918): primeros esbozos de una teoría psicosocial y culturalista de la ciudad. Tomando el testigo de Tönnies, este otro padre fundador de la sociología alemana será, junto con Durkheim, el primero en desarrollar el tema de la alienación psicológica en la ciudad. Simmel tampoco era socialista. Era un burgués heredero de una fortuna industrial y amigo de Max Weber. Su concepto de alienación es un concepto en el que tienen más peso las dimensiones cultural y psicológica que la estructural. Sin embargo, sería incorrecto afirmar que Simmel es un culturalista radical que no presta atención a los aspectos estructurales. Aunque preocupado fundamentalmente por el mundo de los valores y las 24 emociones, es cierto, su obra aborda el análisis de la mutua relación entre estos y el mundo material, entre la cultura como producción puramente autónoma y la cultura como producto del mundo material y como transformadora del mundo material (Levine 1971; Ritzer 1992; Watier 2003). Así, de alguna manera, Simmel supera el debate entre materialistas e idealistas acercándose a posiciones más contemporáneas, las que hoy suscriben todos los científicos sociales. La gran debilidad de Simmel, sin embargo, es que esta visión sistémica no viene acompañada de rigor metodológico y de investigaciones empíricas sino que se queda fundamentalmente en el terreno de la especulación. Su obra reviste un carácter más filosófico que científico. Convencido anti-positivista y neo-kantiano, Simmel no basa sus argumentos en ningún dato empírico o marco teórico sistemático sino en categorías apriorísticas, profundamente contaminadas por juicios de valor. Sus estudios parecen, más bien, el resultado de reflexiones basadas en su propia percepción de la realidad. Esta falta de solidez científica lo conduciría, de hecho, a la marginalidad dentro de la comunidad universitaria alemana, donde le costó mucho encontrar un hueco profesional, a pesar de las recomendaciones de algunos buenos y poderosos amigos como Max Weber, Rainer María Rilke o Edmund Husserl. La fortuna personal de que disponía le permitió, sin embargo, soslayar todas esas dificultades y dedicarse a su obra sin excesivas perturbaciones: aunque pudiera importarle el reconocimiento, no dependía de un salario para vivir o para escribir (Levine 1971; Watier 2003; Ritzer 1992). Esta relación de retroalimentación entre cultura, personalidad y base material aparece plenamente desarrollada en su primera gran obra sociológica Philosophie des geldes (Filosofía del dinero), de 1900. En ella nos muestra cómo el dinero tiene una doble realidad, material e ideal en constante retroalimentación: el dinero es una creación mental (cultural) del ser humano que obedece a necesidades materiales (ordenar las transacciones de mercancías). Una vez aparecido como realidad material y estructural el dinero modifica la existencia de las personas (genera anonimato en las relaciones, actitudes como la codicia, etc.) pero a su vez las personas invisten el dinero de valores, emociones, rituales, símbolos (por ejemplo los estampados en el papel moneda) modificando la forma de su práctica e impidiendo para siempre que esta pueda reducirse a sus meras funcionalidades económicas (Simmel 2004 [1900]). Y así en un círculo de retroalimentación infinito. En esta obra está ya presente la ciudad como factor causal de procesos en si misma, pues para Simmel es la concentración de personas desconocidas, no ligadas por vínculos de parentesco en la ciudad lo que habría acelerado el proceso de monetarización (Levine 1971). Esta misma lógica sistémica la aplicaría unos años después al estudio de la cultura urbana en sus siguientes trabajos Die grosstädte und das geistesleben (1903), que no fue traducida hasta 1950, como The Metropolis and Mental Life, en un texto recopilatorio sobre su obra (Wolff 1950). En ella Simmel elaboraba, contemporáneamente con Durkheim, el tema de los aparentes efectos contradictorios que provoca la gran ciudad sobre la personalidad. La ciudad será considerada por Simmel como un tipo particular de entorno, un ambiente antrópico, factor causal de un modo de vida, de una cultura y de sus correspondientes complejos psicológicos específicamente urbanos, exclusivos de dicho entorno construido. Cultura que, a su vez, modifica el entorno. Este acercamiento a la ciudad como factor de causalidad social en sí misma, a la ciudad en tanto tal, en su dimensión espacio-demográfica, como lugar de concentración de grandes cantidades de gente, y, por lo tanto, objeto de estudio autónomo y no mero reflejo de procesos generales, convierten al autor en una excepción en este grupo de antecesores de los estudios urbanos. La vida urbana, afirma Simmel, hace a los individuos libres y alienados al mismo tiempo. Libres, en la medida en que los ciudadanos se encuentran en la intersección de varios círculos sociales, intersección que les permite, en cierta medida, escapar al control de todos ellos y conducir una vida más individual, incluso secreta. Y alienados, en el sentido en que quedan desprotegidos de sus redes sociales en un mundo que no los necesita (Simmel 1903: 57). La vida urbana es al mismo tiempo más personal y más impersonal. La metáfora es la del extranjero: Ese es, de hecho, el título de un capítulo en su obra miscelánea de 1908 Exkurs über den fremden (volcado al español como Digresión sobre el extranjero (1977)). El individuo es un extraño, un extranjero, en la ciudad. La ciudad es un mundo que nunca penetrará en el interior de su espíritu. Simmel oscilará constantemente, con no demasiada congruencia, entre ambas consecuencias de la vida urbana sin al final construir una teoría unificada que diera explicación a esos fenómenos que él mismo parece presentar como contradictorios. La estética burguesa de Simmel, el habitus individualista de su clase, no puede evitar sentir cierta aprensión por la emergencia de la sociedad de masas en las ciudades. A la masa Simmel la culpabilizará de erosionar la inteligencia del individuo, de rebajar su creatividad con la dictatorial ramplonería de la mediocridad, de someter la racionalidad individual a una burda emotividad colectiva. Pero al mismo tiempo - nos advierte - frente a este ataque a su individualidad los habitantes de la metrópolis tienden a enfatizar su propia subjetividad exagerando comportamientos particulares, inventando nuevas formas de comportamiento y productos culturales, a veces, incluso, extravagantes, para distanciarse de los demás y reafirmar su propia personalidad. Así pues, esa misma ciudad de la dictadura de las masas, estimula la aparición de fenómenos culturales nuevos, es un crisol de heterogeneidad cultural. El revoltijo impreciso del análisis simmeliano se acrecentará aún más cuando en otros pasajes, con un nuevo golpe de timón, nos dirá cosas como que la gran cantidad de estímulos a la que está sometido el urbanita y su rápida mutación en el tiempo provocan un estado de agitación nerviosa que es típico del habitante metropolitano y que puede desembocar en un estado de apatía o de abulia como mecanismo psicológico de defensa ante la abrumadora cantidad de novedades, tecnologías, descubrimientos científicos, vanguardias artísticas con que es bombardeado en su cotidianeidad (Simmel en Wolf 1950) Esta apatía tiene ciertas concomitancias con la anomia de Durkheim, si bien aquella es básicamente estructural mientras que esta es fundamentalmente psicológica, subjetiva. En efecto, está ausente en Simmel cualquier intento de resolver esta aparente contradicción de la vida moderna a partir de la isostasia funcionalista como proponía Durkheim. Ello no quiere decir que Simmel nos deje flotando completamente en el vacío de la ambigüedad. El enigma de la vida moderna puede resolverse, de alguna manera, a partir del enfoque psicologista. Lo que Simmel describe, con el toque impresionista de su pincel más ensayístico que sociológico, es la ciudad como experiencia subjetiva que emana de su enorme heterogeneidad cultural y del debilitamiento de los muros que hasta entonces mantenían las 25 subculturas urbanas (que han existido desde siempre) separadas e inaccesibles unas de otras (pensemos en las juderías medievales o en la rígida separación, cultural y espacial, entre aristócratas y plebeyos). Una heterogeneidad que entonces, en los albores del siglo XX, cada individuo a fin de cuentas vivía de forma personal y única (recordemos al hidalgo ToulousseLautrec confraternizando con cabareteras y apaches y retratando en sus lienzos una sociedad de burgueses atraídos como él por la fascinación de la cultura popular). En esa liberalización subjetiva de la experiencia cultural, unos individuos oscilarán hacia el polo de la alienación o la anulación en el anonimato de la masa y otros, en cambio, se deslizarán hacia cotas más elevadas de autoexpresión y realización personal (Ritzer 1992). En cualquier caso, y con todas sus ambigüedades, la importancia del enfoque de Simmel no radica tanto en su obra en sí sino en la influencia que tendrá sobre autores posteriores. Con su psico-culturalismo Simmel distorsionó el continuum rural/urbano establecido por Tönnies y lo convirtió en una distinción realmente dicotómica, en un par categorial y axiológicamente enfrentado, abriendo el camino a su vulgarización y su uso ideológico posterior. Por otro lado, al establecer una relación sistémica entre ambiente, cultura y personalidad Simmel, se convierte, reconocido o no por aquellos (su texto no fue traducido hasta 1950), en precursor de subdisciplinas sociales que verían la luz unas décadas más tarde en los Estados Unidos: a) la escuela antropológica de Cultura y Personalidad (o antropología psicológica), que aplicaría la idea pergeñada por Simmel para las gesellschafts urbanas occidentales al estudio de las gemeinschafts primitivas (Mead 1928, 1935; Benedict 1934, Linton 1939; Sapir 1949, este último también alemán, posible introductor de la obra de Simmel en Norteamérica) b) La psicología social (su padre fundador oficial, Kurt Lewin, otro alemán trasplantado a los Estados Unidos, la había inicialmente llamado “Psicología Topológica” (Lewin et al. 1936), dejando patente el protagonismo otorgado a la variable espacial en la conformación de la personalidad individual y colectiva). Aparte de su posible influencia sobre estas incursiones disciplinares nuevas su herencia se deja notar especialmente en los estudios posteriores sobre la moderna cultura urbana de masas y sobre los efectos alienantes de la gran ciudad (Simmel, por otra parte, era ya a su vez continuador de la senda abierta por Nietzsche (Kellner 1999)). Las reflexiones sobre dicha cultura de masas generada en y por la ciudad (aunque en muchas ocasiones esta no sea nombrada explícitamente por los autores) serán retomadas, en los mismos tonos críticos y pesimistas, por filósofos alemanes de la talla de Spengler (1918), y por la Escuela de Frankfurt en los años 30 y siguientes décadas (Adorno, Horkheimer, Marcuse, entre otros (Jay 1996)) Su idea de la alienación como experiencia subjetiva pero central en la personalidad moderna es también seminal para el Existencialismo francés (recordemos el título de la famosa novela de Albert Camus, L’étranger (1942) - ¿el título se inspiró quizá en el homónimo de Simmel?). Más importante para la sociología urbana, y desde un punto de vista más teorético su idea de la densidad demográfica como factor causal de los modos de vida urbanos será una de las piedras angulares de la Ecología Humana de Robert Ezra Park. Ello no es en ningún modo casual, puesto que Park, antes de recalar a orillas del lago Michigan, había sido discípulo de Simmel en Alemania. El argumento culturalista sería desarrollado ulteriormente por uno de los principales exponentes de la segunda generación chicagüense: Louis Wirth, cuyo origen alemán le permitió también acceder a los textos de Simmel. 2.3.2. Werner Sombart (1863-1941): la ciudad como productora de alta cultura. Aunque se trata de una figura oscurecida por las grandes vacas sagradas de su tiempo (y también por la mancha en su expediente que supuso su giro del socialismo al nacional-socialismo en los años 30) el sociólogo alemán merece una breve reseña en cuanto aportó algunos puntos interesantes para el estudio de la ciudad. De él destacaremos dos obras: Der begriff der stadt und als wesen der städtebildung (1907), nunca volcada a otra lengua y que podría traducirse por El concepto de ciudad y la naturaleza de la ciudadanía, y Die juden und das wirtschaftsleben (1911), traducida al inglés en 1913 como The Jews and Modern Capitalism. En la primera Sombart trata de encontrar las características definitorias de la cultura urbana desde una perspectiva muy diferente a la de Simmel, lejos de sus tonos apocalípticos y decididamente con una visión positiva de la ciudad como sujeto fundamental de la civilización. El caso empírico que analizará Sombart, a pesar de ser alemán (y esto ilustra lo dicho acerca de la hegemonía de ciertas metrópolis en la historia de la sociología urbana) será el de París. Lo que caracteriza a la ciudad es, fundamentalmente, que en ella se produce una concentración de los mecanismos de producción y reproducción de la alta cultura de una sociedad, de sus manufacturas culturales más sofisticadas y de las clases sociales que las elaboran y consumen (mercados de lujo, las profesiones más especializadas y minoritarias, el conocimiento y la innovación, el arte oficial y de vanguardia) (Sombart 1907 en Voyé 2001). La segunda obra citada puede considerarse una secuela y un trabajo complementario al de Weber sobre las relaciones entre capitalismo y ética protestante. En él Sombart explora el papel jugado por los judíos en el nacimiento del moderno capitalismo en las ciudades medievales. Excluidos, por el particular apartheid religioso de la época, de la propiedad de la tierra e incluso de la red parternalista de protección/explotación feudal basada en la servidumbre, los judíos fueron desde la Alta Edad Media una casta eminentemente urbana. Sombart trata de demostrar cómo su marginalidad dentro de la sociedad y del propio seno de la ciudad, donde el mismo sistema de segregación religiosa les cerraba las puertas de los gremios, se acabaría convirtiendo en una insospechada ventaja al forzarles a desarrollar un capitalismo independiente, de naturaleza financiera y comercial, mucho más flexible que el capitalismo manufacturero corporativo de las organizaciones gremiales. Exactamente la variedad capitalista que a la postre se acabaría imponiendo como dominante. Así, para Sombart, la marginación de los judíos es una de las causas mismas del nacimiento del capitalismo y de la sociedad urbana en sí misma (Sombart 1911). 2.3.3. Maurice Halbawchs (1877-1945): ¿auténtico padre de la sociología urbana? 26 Nos desplazamos ahora de Alemania otra vez hacia Francia (aunque el apellido siga siendo germánico) para concluir este capítulo analizando brevemente la figura de quien merece el reconocimiento de padre de la sociología urbana en ese país (Amiot 1986; Fijalkow 2002). Fue, efectivamente Halbwachs, francés de padre alemán, miembro del equipo de L’Année sociologique de Durkheim desde 1904, quien por primera vez exploraría fenómenos sociales relacionados directamente con la espacialidad de la ciudad. La tesis fundamental de Halbawchs es la que, como ya hemos visto, constituye la piedra angular de la sociología urbana: la organización espacial condiciona las relaciones sociales. Será esta una tesis que no elaboraría en todo su alcance hasta su obra más madura y reconocida, Morphologie du sociale (1935) pero que ya subyacía en toda su obra precedente. Halbawchs fue quizá el primer autor socialista (en 1909 aprovechó su conocimiento del alemán para marchar un año a la Universidad de Berlín a estudiar la obra de Marx y Engels) en sacar los pies del cubo estrictamente estructuralista y empezar a valorar a la ciudad por sí misma, como objeto socio-espacial. Y esto es así porque el socialismo de Halbwachs (que lo llevaría a morir de disentería en 1945 en el campo de concentración de Buchenwald) fue más político que epistemológico, mostrándose en este último terreno, en cambio, bastante ecléctico, con influencias no sólo del marxismo, o de su colega y maestro Durkheim, sino también, en su última época, de la Escuela de Chicago (pasaría un año en la universidad norteamericana como profesor visitante en 1934). Halbawchs es, en ese sentido, entre todos los autores aquí considerados, una auténtica excepción, el pionero de la verdadera sociología urbana metodológica y empírica, más allá del culturalismo ensayístico de un Simmel o un Sombart. Un explorador solitario de una de las que después sería veta fundamental de la sociología urbana: el tema de las relaciones entre el precio del suelo urbano, la economía política, la ideología, y la estratificación social. Un filón que Halbawchs descubre ya en su exhaustiva tesis doctoral en la Facultad de Derecho de la Sorbonne (una muestra más de la naturaleza fluida de las divisiones disciplinares en una época en la que el organigrama universitario aún estaba en fase temprana), Les expropriations et les prix des terrains à Paris (1860-1900), de 1908. Halbawchs fue quizás el primer sociólogo en señalar cómo el precio del suelo se repercute sobre el de las viviendas y los alquileres y ese sobre la distribución de las clases sociales en el espacio por medio de mecanismos que no siguen las simples leyes de la economía clásica (la oferta y la demanda) y en los que influyen también otros muchos factores, a saber: políticos (entre otros la intervención del Estado y la acción de las colectividades locales) y culturales (la representación que los autores tienen del espacio como, por ejemplo, las expectativas futuras de transformación de tal o cual distrito urbano). Halbawchs estudiaría estos mecanismos a través del análisis de la remodelación haussmaniana de París, un fenómeno que obsesionará desde entonces a los sociólogos urbanos franceses (por ejemplo Lefebvre (1968; 1970)) y también a algunos anglosajones, como David Harvey (1985). Siguiendo un enfoque durkheimiano, Halbwachs contrasta la motivaciones conscientes de la reestructuración del París del Segundo Imperio, tal y como fueron explícitamente expuestas por el barón Haussman en sus Mémoires (mejorar el tráfico y la higiene, facilitar la represión de las manifestaciones obreras, favorecer el retorno de la burguesía al centro de la capital) con causas estructurales que no son necesariamente conscientes (porque obedecen a una lógica colectiva, la del funcionamiento del superorganismo). En su estudio llega a la conclusión de que los factores demográficos tienen tanta importancia, consciente o no, como las motivaciones políticas o económicas. Para demostrarlo clasifica los nuevos bulevares en dos tipos: vías de circulación y vías de poblamiento (Halbawchs 1908:167) y muestra cómo las primeras fueron abiertas para comunicar dos barrios cuya población había crecido en los años previos, las segundas, como prolongación de barrios en expansión. Su introducción de factores físicos ajenos a la economía política (o a la cultura) lo hace precursor, paradójicamente, de la misma Escuela de Chicago que después influiría sobre su obra tardía. En otra obra, con una agudeza que se adelanta en medio siglo a los estudios que acometerá sobre el tema la sociología urbana neo-marxista, Halbwachs (1920) llama la atención sobre la figura del especulador urbano, que surge precisamente a mediados del siglo XIX en aquellos grandes proyectos urbanísticos, como factor fundamental en la conformación del espacio físico (y social) de la ciudad. Halbwachs fue también pionero en promover la implicación de la sociología en la planificación urbanística, participando activamente en el movimiento que emerge en Francia tras la Primera Guerra Mundial para reclamar al Estado que conceda competencias urbanísticas a los municipios para que puedan atajar la cuestión de los llamados mal-lotis: un primer y grave problema de ocupación ilegal del suelo y chabolismo en las zonas periféricas en torno a París (Fijalkow 2002). 27 CAPÍTULO 3. LA ESCUELA DE CHICAGO Y SU HEGEMONÍA ENTRE LAS DOS GUERRAS MUNDIALES. 3.1. Chicago o el epítome de la nueva modernidad americana. A principios del siglo XX Chicago, más quizá que ninguna otra ciudad en el mundo, aparecía a sus contemporáneos como la encarnación del Destino Manifiesto de la moderna religión del Progreso, de la nietzscheana voluntad de poder desencadenada por la civilización industrial, ya en su fase superior del petróleo y la electricidad, ese momento histórico volcado a la transformación frenética de la naturaleza y de la sociedad bajo el credo olímpico del citius, altius, fortius (“más rápido, más alto, más fuerte") que hacía de la existencia social un sprint lanzado hacia el porvenir. Una civilización, en efecto, que, como ninguna otra hasta entonces, vivía más en el futuro que en el pasado o incluso en el presente (Giddens 1998), experimentando una especie de vértigo que Marx o Simmel habían ya intuido y que ha sido genialmente sintetizado de esta manera por Marshall Berman: “Ser moderno es experimentar la vida personal y social como un remolino, encontrar el propio mundo y a uno mismo en desintegración y renovación, problematización, angustia, ambigüedad y contradicción perpetuas: formar parte de un universo en el que todo lo que es sólido se disuelve en el aire” (la cursiva, que es también el título del libro de Berman, es una cita literal del Manifiesto Comunista) (Berman 1982: 15). Chicago era una ciudad surgida en un tiempo record en medio de la naturaleza, el epítome de la conquista del Salvaje Oeste, una auténtica tabula rasa sin pasado, con un presente preñado de proezas y un futuro que se adivinaba rutilante. La ciudad había pasado de ser una poblachón de unos pocos miles de habitantes (fundada en 1834) a la segunda metrópoli de Norteamérica en tan solo 35 años (Mayer y Wade 1969; Pacyga 2009). Todo había comenzado con una gran obra de ingeniería, el Canal de Illinois y Michigan, en 1848, que había comunicado fluvialmente la minúscula Chicago con las grandes ciudades industriales de Nueva Inglaterra. Muy pronto llegaron el ferrocarril y el telégrafo. En 1870 era ya la segunda ciudad del país, con 300.000 habitantes. Luego vendría el gran incendio de 1871 que dejó sin hogar a un tercio de sus moradores, un bautismo de fuego del que la ciudad saldría renacida, construida de nuevo desde cero, eliminando incluso el poco pasado que tenía, sustituyendo los viejos edificios y aceras de madera por la verticalidad futurística del hormigón y el acero, que fue inventada aquí. El primer rascacielos de la historia, en estructura de acero, fue el Home Insurance Building, construido en el centro financiero de Chicago en 1884. Desde entonces la ciudad se erigió en líder de la arquitectura moderna, estableciendo el modelo, más tarde reproducido en todos los Estados Unidos, de los CBTs (Central Business Districts) rascacielizados (Mayer 1969). El empuje de esta modernidad, guiada por un capitalismo de muy escasos frenos, era tal que devoraba los propios símbolos arquitectónicos de la ciudad, sacrificados a la vorágine del ciego culto al futuro. Cuando los futuristas italianos por aquellas mismas fechas, publicaban sus manifiestos y llamaban a una revolución cultural integral, tenían sin duda en mente la imagen de Chicago. Se había pasado de una civilización que veneraba la tradición a otra que no solo la ignoraba sino que la destruía conscientemente. Bajo esa lógica, ni siquiera las canas del patriarca de los rascacielos del CBT fueron respetadas: en 1931 el Home Insurance sería, en efecto, derribado para dar paso a otros aún más altos. Todo parecía haberse rendido a la dinámica del flujo incesante, de lo efímero. Efímera era la arquitectura de las exposiciones universales que se celebraron en Chicago (en 1893 y en 1934, para el centenario) y que pusieron a la ciudad de las praderas en el mapamundi, a la par de París o Londres. Sólo la primera de ellas atrajo a las orillas del lago a 27,5 millones de visitantes (Appelbaum 1980) subyugados por las feromonas de un futuro conquistado por la ciencia y el maquinismo que se exhalaban desde sus pabellones. Chicago se convirtió también, junto con Nueva York, en el centro de una nueva industria, la publicidad, absolutamente necesaria en aquellos años en que el sistema capitalista empezaba a trasladar su peso estratégico de la producción en masa al consumo de masa. Albert Lasker, el “padre de la moderna publicidad”, hizo de Chicago su cuartel general en 1898, desarrollando las técnicas modernas que apelaban directamente a la psicología del consumidor y cambiando así la cultura popular urbana. Para 1910 la población excedía de los dos millones y la mayoría de ellos, como no podía ser de otra manera, no habían nacido en la ciudad (Pacyga 2009). La extrema labilidad de su arquitectura sólo era paragonable a la fluidez de su tejido social. Chicago constituía un tipo de sociedad como el mundo no había conocido hasta la fecha: sin pasado, sin identidad o mecanismos de cohesión social compartidos y definidos, más allá de los que procuraba la división social del trabajo industrial. Durante todo el siglo XIX los inmigrantes llegaron en un torrente incesante, primero de Gran Bretaña y los países del norte de Europa, luego de Europa oriental, central y del sur. Las dos guerras y leyes migratorias más restrictivas (como la de 1924) cortaron el flujo pero la emigración no se detuvo: la ventana de oportunidad fue rellenada por poblaciones rurales de los Apalaches (fundamentalmente blancos) y del sur (afroamericanos) (Pacyga 2009). Todo aquel dinamismo constituía una liberación de energías sin precedentes que provocó espectaculares transformaciones de efectos muy positivos pero que muy pronto empezó a mostrar también síntomas de disfuncionalidad. Así, los fervientes adoradores ciudadanos del mito del progreso pronto se vieron confrontados, como lo habían estado en décadas precedentes los europeos, al desafío de comprender y domesticar al monstruo de Frankenstein que la ciudad estaba gestando más allá de sus soberbios rascacielos y recintos feriales. Este retrato de Dorian Grey tenía algunas características comunes con el que ya había despertado el interés sociológico de los académicos europeos (personas sin hogar, slums de infraviviendas…) pero presentaba también características únicas que agudizaban los problemas psicosociales y de cohesión derivados de una situación de rápida y masiva migración: mientras que en Europa los nuevos habitantes urbanos eran población rural perteneciente por lo general al mismo grupo étnico de la población urbana originaria (misma religión, lengua, rasgos somáticos), en los Estados Unidos estos provenían de grupos culturales y raciales muy diversos. La población rural de las grandes urbes industriales europeas era sin duda culturalmente diversa de la urbana pero esas diferencias resultaban a la postre pequeñas en comparación con la gran urbe americana en la que habían convergido -y se veían obligados a convivir- judíos centroeuropeos con católicos sicilianos u ortodoxos griegos, mediterráneos con irlandeses, germanos con eslavos, negros del sur con blancos racistas del sur (y del norte), y todos ellos con la (supuesta) cultura central dominante de los WASPs (White Anglo-Saxon 28 Protestants) a la que, en teoría, estaban abocados a asimilarse. Este cocktail multicultural podía ser, sin duda, muy estimulante, fuente de mucha creatividad, pero era también un polvorín muy inestable. Así, a la preocupación de las luchas de clase (Chicago fue testigo de una huelga salvaje de camioneros que paralizó sus calles en 1905, enfrentando sindicalistas con comerciantes (Witwer 2000)) los sociólogos y políticos tuvieron que añadir la cuestión étnica y racial. En 1919, en lo que se conocería más tarde como el “Verano Rojo”, Chicago se vio violentamente sacudida por sangrientos disturbios raciales que tuvieron como desencadenante la competición laboral desencadenada por el regreso de los veteranos de la Primera Guerra Mundial. Muchos no pudieron digerir que el trabajo hubiera sido ocupado en el ínterim por los afroamericanos y se movilizaron para reconquistar el territorio (Pacyga 2009). Aquella situación de fluidez y de extrema heterogeneidad tenía también otro efecto colateral indeseable, mucho más constante e insidioso que la violenta, pero efímera, erupción de los disturbios raciales: unas altas tasas de criminalidad en general y de criminalidad organizada en particular, a partir de las solidaridades primarias que ofrecía la etnicidad. Durante las décadas a caballo entre el XIX y el XX la tasa de homicidios domésticos se triplicó (Adler 2003) y lo mismo puede decirse del resto de los delitos de sangre. Tres cuartas partes de dichos delitos, incluso cuando llegaban a la justicia, no resultaban en sentencias firmes, al parecer debido, en parte, a mecanismos de solidaridad étnica al interior de la policía, judicatura y los jurados populares (Adler 2006). A partir de los años 20 la imagen de la gran metrópoli norteamericana, y de Chicago, feudo de Al Capone, en particular, quedó asociada con la inseguridad y el crimen. Un crimen que incluso se teñía, en el caso de los grandes bosses de la mafia, investidos por el cine de la época de un protagonismo que nunca antes había tenido ningún bandido tradicional, de un cierto glamour. Era el reverso oscuro del American Dream. Todos aquellos brotes de “irracionalidad” asustaban y preocupaban, por obvias razones, a las clases dominantes de la época. Eran un desafío al credo racionalista del progreso encarnado en el Sueño Americano. El Sueño Americano que, como el de la razón de Goya, producía monstruos. Era necesario diseccionar aquellas anomalías monstruosas para entender su comportamiento y poder eventualmente controlarlo, salvando así el proyecto de progreso de la modernidad. Chicago adoptaría un papel preponderante en dicho esfuerzo liderando, por ejemplo, las reformas en el sistema judicial norteamericano a partir de 1900. El Departamento de Sociología de Chicago había nacido unos años antes y también se remangaría la camisa para aportar su granito de arena. 3.2. La primera generación del Departamento de Sociología de Chicago. El Departamento de Sociología de Chicago fue fundado en 1892 por Albion Woodbury Small (1854-1926). Muy pocos años después, en 1895, el departamento empezaría a publicar el American Journal of Sociology, la revista de sociología decana en los EE.UU. y desde entonces uno de los órganos fundamentales de difusión del pensamiento sociológico mundial (ya en 1905, como hemos visto, publicaba, por ejemplo, un artículo de Tönnies). Bajo su guía, una constelación de brillantes científicos sociales convertiría la bulliciosa urbe en un laboratorio social en el que se desarrollaron buena parte de las metodologías y los marcos teóricos de la sociología. En unas décadas la potencia que adquirió el Departamento lo elevaría a la posición de think tank hegemónico en las ciencias sociales estadounidenses (y, más tarde, mundiales)3. Y hablamos de la sociología en general, y no únicamente de la sociología urbana. En este primer momento, y hasta el desarrollo de la teoría de la Ecología Humana en los años 20, no existe la sociología urbana como tal: el estudio de Chicago es simplemente el de los procesos sociales de la sociedad moderna. Lo cual no es óbice para que los investigadores de Chicago abrieran la senda de lo que serían en el futuro los estudios sociológicos de temática más genuinamente urbana. Las antologías nos recuerdan que Small fundó el primer departamento de sociología de los Estados Unidos pero muchas de ellas se olvidan de precisar que hasta 1929 (Stocking 1979), fecha en que se produjo la escisión, se trataba en realidad del Departamento de Sociología y Antropología. Esta precisión no es banal porque, como más tarde se verá, la influencia recíproca de ambos enfoques es muy grande en la Escuela de Chicago. Su Ecología Humana puede considerarse, de hecho, como un proyecto para subsumir ambos en una ciencia social más holística. La doble raíz sociológica/antropológica del departamento quizá sea una de las razones que explican la coexistencia desde un principio de los enfoques nomotético e ideográfico en Chicago. Esta hegemonía se ilustra y refleja perfectamente en la lista de presidentes de la American Sociological Association, puesto que desde 1916 se renueva anualmente: de los 103 presidentes que ha tenido la ASA desde su fundación en 1906, 21 eran profesores del Departamento de Chicago, 2 habían estudiado el doctorado allí y otros tres están estrechamente ligados, biográfica y académicamente, a dicho departamento. En total 27 (o lo que es lo mismo, el 25%). Pero si tomamos sólo los primeros 50 años de la ASA, que corresponden aproximadamente a la mitad del siglo XX (1906-1956), el periodo de hegemonía propiamente dicho, la proporción es aún más abrumadora: 19 de 46 (el 41%). Prácticamente todos los representantes de la Escuela de Chicago accedieron a dicho cargo honorífico máximo de la academia norteamericana: Albion W. Small (1912–1913), George E. Vincent (1916), George E. Howard (1917), Charles H. Cooley (1918), Robert E. Park (1925), W. I. Thomas (1927), Ernest W. Burgess (1934), Ellsworth Faris (1937), Edwin Sutherland (1939), Louis Wirth (1947), E. Franklin Frazier (1948), Samuel A. Stouffer (1953), Florian Znaniecki (1954), Herbert Blumer (1956), Everett C. Hughes (1963), Philip M. Hauser (1968), Reinhard Bendix (1970), Lewis A. Coser (1975), Amos H. Hawley(1978), Erving Goffman (1982), Kai T. Erikson (1985). A ellos añadiré los nombres de Edward C. Hayes (1921) y Emory S. Bogardus (1931) (doctorados en Chicago) y Talcott Parsons (1949), Leonard S. Cottrell Jr. (1950) y Dorothy Swaine Thomas (1952) (estrechos colaboradores de fundadores de la Escuela de Chicago) (“American Sociologícal Association”, en Wikipedia http://en.wikipedia.org/wiki/American_Sociological_Association). 3 29 Así, si bajo la guía de Small los investigadores de Chicago se aplicaron a desarrollar el método empírico más decididamente cuantitativo, por otro lado profesores como George Herbert Mead o John Dewey (docente en Chicago de 1894 a 1904) aplicaban el Pragmatismo filosófico, muy próximo a la Fenomenología (Shalin 1986), y dos autores como William I. Thomas (1863-1947) y Florian Znaniecki, trasladaban por primera vez estos enfoques culturalistas4 a la realización de un estudio cualitativo de gran rigor metodológico, usando las mismas técnicas etnográficas que los antropólogos estaban desarrollando por los mismos años para el estudio de pequeñas sociedades tribales al análisis de comunidades étnicas urbanas. Enfoque culturalista y cualitativo que anunciaba ya la corriente de los Community Studies que desarrollaría la siguiente generación de Chicago. Muchos de estos primeros sociólogos chicagüenses (entre ellos Small, Mead y Thomas), como también los de la Ecología Humana, habían realizado estudios en Alemania y estaban fuertemente influidos por el historicismo y la verstehen que se estaban elaborando en aquel país (Bulmer 1984). De 1908 a 1918 Thomas realizó una fantástica investigación de campo sobre los polacos de Chicago, uno de los grupos étnicos más numerosos y visibles de la ciudad. Ello le condujo a aprender la lengua, realizar innumerables entrevistas e historias de vida a miembros de la comunidad, observación participante, análisis de documentos (periódicos polacos publicados en Chicago, correspondencia personal de los inmigrantes con sus familiares en Europa) y un buen número de viajes a Polonia para conocer el contexto social y cultural de los inmigrantes. En uno de estos viajes conocería al sociólogo polaco Florian Znaniecki (1882-1958), entonces editor del periódico Wychodźca polski ("El emigrante polaco”") y director de una organización que representaba a los inmigrantes polacos en Varsovia. Znaniecki se convirtió en un informante de primer orden y más tarde, al estallar la Primera Guerra Mundial y quedar Polonia repartida entre los bandos combatientes, en su asistente en Chicago, más tarde profesor del departamento. El fruto de todo aquel monumental trabajo es la obra publicada entre 1918 y 1920 en coautoría The Polish Peasant in Europe and America, considerado por algunos como una de los grandes hitos de la investigación sociológica en América (Coser 1977). Los sociólogos de esta primera generación no se limitaron a investigar las transformaciones sociales que experimentaba su ciudad. Quisieron también colaborar en la reforma de sus instituciones y en la resolución de los problemas urbanos. George Herbert Mead, por ejemplo, colaboró durante toda su vida con el City Club de Chicago, una organización no partidista fundada en 1903 con el objetivo de fomentar la responsabilidad cívica, debatir y proponer soluciones sobre políticas públicas urbanas5. Una de sus misiones, en la que Mead fue muy activo, fue la de realizar investigaciones y elaborar informes sobre aspectos de gobernanza local. Aquella implicación en política se desarrolló desde los principios de un espíritu liberalreformista que, a pesar de carecer del filo cortante del marxismo, encontró virulenta oposición por parte de un establishment muy conservador (y parcialmente corrupto), del que formaba parte también la cúpula dirigente de la universidad. El City Club tuvo que abrirse paso a codazos en un entorno político hostil aquejado por la plaga de la corrupción. Y el entorno académico no era un santuario en el que los académicos-reformistas pudieran siempre buscar refugio: las desavenencias entre el “demasiado” progresista Dewey y las autoridades de Chicago forzaron la salida de este en 1904. Catorce años después le tocaría el turno a Thomas, expulsado de la Universidad en medio de un turbulento proceso que revistió tintes de novela negra. Desde siempre mal visto por la jerarquía universitaria por su vida demasiado “bohemia” Thomas sería arrestado en 1918 por el FBI cuando salía del estado de Illinois en compañía de la joven esposa de un oficial del ejército destinado en Francia, supuestamente su amante, bajo la acusación de haber infringido la Ley Mann que prohibía “el traslado interestatal de mujeres con propósitos inmorales”. La universidad lo expulsó inmediatamente, sin esperar la sentencia. Aunque Thomas fue absuelto de los cargos, su reputación quedó seriamente dañada: el Chicago Tribune lo atacó duramente, la editorial de la universidad, que ya había publicado sus dos primeros volúmenes del The Polish Peasant rescindió su contrato. Es por ello que la obra se publica en dos fechas sucesivas (la segunda parte vería la luz en Boston) y otra obra suya, Old World Traits Transplanted, tuvo que ser publicada en 1921 bajo la firma de sus discípulos Robert Ezra Park y Herbert Miller (quienes sólo habían colaborado a una pequeña parte de la misma) por la negativa de la Carnegie Corporation (que era la comisionaria del trabajo) a publicarlo con su nombre (su autoría no sería restituida hasta 1951). Como apunta Bulmer (1984) los motivos de un tal encarnizamiento no tenían nada que ver con la inmoralidad del supuesto adulterio sino con cuestiones políticas, e incluso sugiere que el FBI le tendió una trampa. Los ojos del establishment hacía tiempo que estaban encima de Thomas y de su mujer Dorothy por sus inconvenientes planteamientos izquierdistas. La relación con la mujer del militar probablemente se debía a las actividades pacifistas que conducía Dorothy por aquellas fechas del final del conflicto mundial. Thomas había tenido ya varios choques violentos con el aparato más conservador de la máquina política de Chicago, de cuya Comisión para la Criminalidad formaba parte. Su estudio de la delincuencia entre los polacos de Chicago le había llevado a conclusiones que se alejaban de las explicaciones moralistas de la mayoría de la comisión. Bulmer sugiere que todo fue una venganza de algunos de los miembros de esta después de un sonoro incidente protagonizado por Thomas en el debate sobre la prohibición de la prostitución. Thomas defendió fervientemente que la clausura del “distrito rojo” de Chicago sólo empeoraría la situación y al no conseguir convencer a nadie abandonó asqueado la sesión. Al día siguiente era titular de todos los periódicos y se había ganado la feroz animadversión de la comisión. Los casos de Dewey y Thomas, los dos únicos miembros de aquella primera generación de Chicago que abandonaron el departamento antes de la jubilación, ilustran el clima existente en la academia norteamericana de la época, dominada por conservadores. Autores que no sólo fueron vanguardia del conocimiento sino punta de lanza de una batalla cultural y política contra el paradigma moral victoriano que se hubo también de combatir en el propio seno de la academia, como una verdadera guerra civil. Guerra civil, en 4 Thomas es conocido, entre otras cosas por haber elaborado junto con su mujer Dorothy el teorema que lleva su nombre y que él mismo enunció de esta manera: “Si el ser humano define una situación como real, esta es real en sus consecuencias” (Thomas y Thomas 1928: 572). Germen de lo que sería toda una línea de investigación en sociología y que llevaría al “descubrimiento”de otros mecanismos psicosociales que se basaban en este más general, entre otros el clásico de la profecía auto-cumplida (Merton 1948) 5 El City Club sigue existiendo hoy en día y entre sus miembros recientes más destacados se cuenta el presidente norteamericano Barack Obama que, como es sabido, inició su carrera como abogado y activista social precisamente en Chicago (ver el sitio web del Chicago City Club en www.cityclub-chicago.com.) 30 parte generacional, que se reveló nítidamente en la reunión de la ASA de 1927 en la cual la nueva generación emergente de sociólogos, entre los que se contaba Park, consiguió el nombramiento de Thomas como presidente de la asociación para ese año frente a la oposición de la mayoría del gran profesorado. Volveremos sobre este asunto al analizar la dimensión política de la segunda generación de la escuela. A la salida de Thomas le siguió en 1925 la de Small, por jubilación, y su recambio al frente del Departamento por Ellsworth Faris (1874-1953), investigador de pasado y corazón antropológico (había sido misionero en África y sus primeras obras recogen sus experiencias de campo en aquel continente) que dirigiría el doble departamento hasta 1936. La salida de Small vino sucedida por la llegada de toda una nueva generación de investigadores más jóvenes, entre los que se contaban Robert Ezra Park (1864-1944), Ernest W. Burgess (1886-1966) y Roderick D. Mackenzie (1885-1940). Juntos, si bien Park asume un rol decididamente más protagónico, lanzarían a la Escuela de Chicago hacia su segunda, más madura y más influyente etapa, en la que los caminos ya iniciados (enfoque y metodologías cuantitativas y cualitativas) se verían sujetos a un intento de sistematización teórica bajo el paraguas más amplio de la Ecología Humana. Ese mismo año de 1925 veía la luz el manifiesto de aquella nueva etapa, The City, escrito por los tres autores. Con él, la sociología subía un peldaño en su construcción como disciplina científica y la sociología urbana se dotaba de su primer paradigma teórico específico, naciendo finalmente como tal. En los años siguientes aquel paradigma produciría una de las generaciones de sociólogos más prolífica y marcante de la historia de la disciplina. Intentemos en las páginas que siguen resumir sus logros y citar algunos de los nombres y contribuciones más significativas. 3.3. La Segunda Generación de la Escuela de Chicago. Biologicismo, funcionalismo y culturalismo entre la Ecología Humana y los Community Studies. 3.3.1. Consideraciones Generales El paradigma teórico que salió de los hornos del Departamento de Sociología (y Antropología) de Chicago a partir de la década de los 20 y hasta bien entrados los 40 es producto de un trabajo colectivo y acumulativo. A veces se le imputa a Park un protagonismo excesivo que no le corresponde. Sin negar su condición de iniciador y figura de más peso del movimiento un análisis más ajustado a la realidad debe tratar a la Escuela de Chicago como un conjunto, sin diseccionar su análisis autor por autor, aunque, como no puede ser de otra manera, se harán alusiones concretas a todos ellos cuando se trate de delimitar algunas de sus contribuciones más personales. El trabajo que más tarde desembocaría en la primera elaboración de la Ecología Humana es el artículo de Robert E. Park “The City: Suggestions for the Investigation of Human Behaviour in an Urban Enviroment”, fechado en 1915, cuyo título es de por sí todo un manifiesto de lo que será la futura agenda de investigación. La obra convierte, sin duda, a Park en el padre de la Ecología Humana. Pero su trabajo pionero no empezaría a tomar verdadero cuerpo hasta que no encontró, diez años más tarde, el refuerzo de otros dos profesores de Chicago, Ernest W. Burgess y Roderick D. MacKenzie. Los tres juntos co-editarán el que puede considerarse verdadero manifiesto fundacional de la escuela, su The City (1925), cuyo subtítulo recuperaba también el del artículo de Park. La obra recogía el seminal artículo de aquel pero desarrollaba ulteriormente otras elaboraciones previas realizadas por los tres autores (Park y Burgess 1921; McKenzie 1924). También incluía un capítulo de uno de los alumnos del departamento, Louis Wirth, lo que le hace acreedor de formar parte de este grupo iniciador de la escuela. El proyecto de la Ecología Humana es, en su esencia, el del establecimiento de una disciplina holística cuyo objeto de estudio se centrara en explicar todos los fenómenos humanos como producto, en última instancia, de los procesos de adaptación de las poblaciones al entorno ecológico. Es decir, la interrelación comportamiento-medio, y sociedad/cultura-medio. La intención última de la Ecología Humana era sin duda la aplicación de su enfoque al estudio de cualquier proceso social y cultural. Nunca se pretendió crear una sociología urbana como disciplina (Mela 1996) pero al hacer de Chicago el laboratorio donde estudiar esas interrelaciones los ecólogos humanos elaboraron, quizá sin querer, la que es considerada como “la primera teoría sistemática de la ciudad” (Reissman 1964:93) analizando el entorno urbano como un ecosistema dotado de un alto grado de autonomía que podía ser estudiado de acuerdo a sus propias lógicas internas. Esta doble dimensión general-particular de la Ecología Humana tiñó a la producción de la escuela de una ambigüedad que se refleja en los propios títulos de sus obras teóricas fundamentales: mientras unas (Park 1915; Park, Burgess y McKenzie 1925) inciden sobre el término “ciudad” otras (Park y Burgess 1921, McKenzie 1924) dejan más claras sus aspiraciones generalistas. Esta ambigüedad podría haber sido evitada y no se resolverá sino en una segunda fase de la Ecología, dirigida por una Tercera Generación de Chicago después de la Segunda Guerra Mundial, que separaría nítidamente la Ecología Humana de los estudios urbanos. La Ecología Humana nacía con el propósito de constituirse en la ciencia social más abarcante de todas, la que ofrecía el marco teórico más holístico en el que cabrían, en un segundo momento, estudios económicos, políticos, sociales y culturales más concretos. “La Ecología Humana […] no era una rama de la sociología sino una perspectiva, un método y un aparato de conocimiento para el estudio de la vida social […] era una disciplina general, fundamental para todas las ciencias sociales”, diría Louis Wirth, otro de los exponentes de la escuela (Wirth 1945:484). Lo que se proponía era, en resumidas cuentas, un proyecto que se parecía mucho al que recorría desde el siglo XIX la antropología con su intento de dar explicación transcultural al comportamiento humano a partir de leyes evolutivas naturales y universales (Harris 1968). La mutua influencia entre antropología (o antropología cultural, como comenzaba a denominarse en EE.UU. para distinguirla de la antropología física dedicada sólo al estudio somático y de fósiles humanos) y Ecología Humana es, en efecto, enorme, como no podía ser de otra manera en un 31 departamento dirigido por un Ellsworth Faris de clara formación e intereses antropológicos6. Durante los años 20 el departamento añadió a su plantel “gigantes” de la antropología como Edward Sapir y Robert Redfield, que sin duda retroalimentaron a los sociólogos. Allí también se doctoró el padre de la Ecología Cultural, el antropólogo Leslie White (Stocking 1979). En el American Journal of Sociology, a pesar de su título, no se hacía una distinción excluyente entre ambas disciplinas y en ella publicaron, hasta bien tarde, los grandes antropólogos de la época (Malinowsky 1943; Mead 1943, etc.) En su artículo de 1915 Park reclamaba la necesidad de llevar el enfoque de la antropología, “la ciencia del hombre”, como él la llama, fuertemente autoexiliada en el territorio de los pueblos primitivos, al estudio del “hombre civilizado” (Park 1915: 3). Las concomitancias con la antropología no se limitaron a la adopción de un enfoque holístico de matriz más o menos biologicista, inspirado, en el naturalismo de Spencer y Darwin y que acabaría desembocando en aquella disciplina en el desarrollo de las corrientes de la Ecología Cultural (White 1943; Steward y Shimkin 1961) y el Materialismo Cultural (Harris 1968). Estas pueden encontrarse también en la segunda gran trocha que abre la Escuela de Chicago y que la llevará a transitar por los caminos del psicologismo y el culturalismo. De manera bastante análoga a como estaba haciendo la antropología con los pueblos no industrializados desde los tiempos de Boas (1901, 1911), la Escuela de Chicago se embarcará en el estudio de la vida mental de las poblaciones urbano-industriales, es decir, de su universo cultural. Y ello a partir de dos enfoques que ellos considerarán, de manera aún no del todo clara, como autónomos pero articulados entre sí: por un lado, el propio enfoque ecológico que no es determinista sino sistémico, con el que tratan de entender cómo la cultura de los individuos es el producto de las constricciones del medio y cómo a su vez esta lo modifica; por el otro, un culturalismo que les lleva a entender cada cultura (o subcultura urbana) como un producto histórico contingente, que no se explica por leyes sistémicas universales sino que genera su propio universo autónomo de significados, no menos reales que la realidad, como decían Thomas y Thomas (1928), y al que la ciencia puede, todo lo más, aspirar a comprender. Están presentes, pues, en la Ecología Humana, contemporáneamente, las dos grandes ramas epistemológicas del pensamiento sociológico, el positivismo y la verstehen, lo nomotético y lo ideográfico, enfoques hasta entonces teóricamente enfrentados y para los que esta, como la misma antropología cultural, trató de ofrecer una reconciliación en el seno de un marco teórico-metodológico riguroso. Es importante recordar que los vínculos discipulares con autores no positivistas eran fuertes en la escuela: Park había estudiado filosofía con John Dewey en Michigan y más tarde fue discípulo de Simmel en Berlín. El resultado, en el caso de la Escuela de Chicago se resume en la elaboración, por un lado, de la teoría de la Ecología Humana (retomando la teoría de la selección natural y los primeros estudios de Ecología no humana de Eugen Warming, J. Paul Goode o Frederic Clemens (Ehrlich 1987)) y, por el otro, de los llamados Community Studies, un proyecto nunca concluido de levantar un registro etnográfico, basado en lo que podríamos llamar una “descripción densa” avant la lettre a la manera de Geertz (1973), de las distintas subculturas urbano-industriales, empezando por la ciudad de Chicago. Es a partir de este doble enfoque que debe entenderse también el empleo del término “comunidad” término que porta a veces a confusión pues los autores lo usan de forma indistinta para referirse a dos cosas muy diferentes: “comunidad” es empleado como sinónimo de sistema ecológico por un lado (la ciudad, así, por ejemplo, en el The Metropolitan Community de McKenzie (1933)) y , por otro, como sinónimo de subgrupo humano específico con características (sociales, culturales y espaciales) específicas al interno de dicho sistema ecológico (tal o cual barrio o distrito al interior de la ciudad) (Park 1952). Al contrario de lo que afirma Mathews (1989), mi punto de vista es que ambos enfoques quedan razonablemente bien articulados en la Escuela de Chicago. El problema fundamental de la Escuela de Chicago no está ahí, sino en su casi total ausencia de atención (sin duda calculada) a los factores de la economía política. La doble dimensión es el intento de combinar el determinismo natural con la libertad individual, a la que aquellos liberales norteamericanos no podían renunciar por meros principios. Pero también una apuesta muy lúcida por dejar atrás todo reduccionismo epistemológico. Juegos malabares entre libertad y determinismo, agencia y estructura, idea y materia, en los que podemos entrever la sombra de aquellos otros que, de forma substancialmente semejante, practicaban, entre otros, Weber y Simmel. Como ya vimos Simmel otorga a la cultura y a la vida mental un cierto grado de autonomía pero también afirma la relación de mutua retroalimentación entre esta y la base material. Esa base material, que era fundamentalmente económica en Simmel (como en Marx) Chicago la teñirá de tonos ecológicos. Finalmente, la escuela tomará la teoría de la selección natural ya adaptada por Spencer al mundo social y la despojará de cualquier resabio evolucionista explícito (los implícitos seguirán estando ahí, la civilización urbano-industrial seguirá siempre siendo la cima del progreso histórico) aplicándole en cambio el funcionalismo del Social Statics pasado por Durkheim para hacer del ecosistema un super-organismo que tiende, por encima de la lucha por la supervivencia de los individuos y grupos, siempre al estado de equilibrio (Saunders 1981) . La Ecología Humana puede considerarse, bajo este aspecto, como la primera elaboración del funcionalismo sociológico (despojado más tarde de su inicial biologicismo) que habría de dominar las ciencias sociales (Chapouli 2001), desde Estados Unidos, durante medio siglo (entre otras, con figuras estrechamente ligadas a la Escuela de Chicago como Talcott Parsons). Como vemos, el legado de la escuela es enorme. La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más complejo de la historia y por ello debía ser colocada por la nueva ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio de otros ecosistemas humanos. Es a partir de ese punto de partida que la Segunda Generación de Chicago se dedicaría simplemente a estudiar el ecosistema espacialmente localizado que tenía más cerca: la propia metrópolis de Illinois. Y ello no sólo porque facilitaba la siempre de por sí complicada y costosa investigación (sólo había que salir de casa por la mañana, recoger datos y regresar por la tarde para cenar) sino también porque en ella, como ya hemos dicho, veían el epítome de la nueva urbe industrial del siglo XX: nacida de la nada desde bases humanas heterogéneas, crecida hasta las dimensiones metropolitanas en un tiempo récord, necesitada urgentemente de una orientación y de una identidad propia. Park y sus compañeros amaban sinceramente esa ciudad y ese amor nutría una sincera voluntad reformista de contribuir a aliviar los problemas sociales que en ella se manifestaban. No consideraron necesario, en aquellos momentos, ir más lejos. La aventura de Thomas y Znaniecki, con su etnografía transatlántica, permaneció como un 6 Los títulos de algunas de sus obras dan fiel testimonio de ello: The mental capacity of savages (1918) y The Nature of Human Nature (1937). 32 precedente aislado durante mucho tiempo (por otro lado la recesión, el ascenso del nazismo y la guerra dificultaron enormemente en aquellos años ese tipo de investigaciones). Veamos ahora estas dos grandes ramas de la Escuela de Chicago, Ecología Humana y enfoque culturalista, con todo el detalle que merecen. 3.3.2. La Ecología Humana y su aplicación al estudio de la ciudad. La lucha por la supervivencia determina la regulación demográfica de las diversas especies y su distribución en diferentes hábitats, y la población humana no es una excepción a esta regla. Pero las especies y, en este caso, el hombre – continua la tesis - no se adaptan al hábitat solamente luchando entre sí (esa será, en cambio, la lectura que el fascismo hará de la teoría darwinista) sino también cooperando entre sí. Darwin (1958 [1859], 1970 [1871]) ya lo había dejado dicho. El funcionamiento del sistema ecológico es mucho más complejo de lo que deja entrever su síntesis vulgar en la expresión “supervivencia de los más aptos”: los más aptos no son siempre los que saben matar mejor sino los que saben cooperar mejor, los que saben ahorrar energía mejor, los que saben organizarse mejor, los que saben dotarse de mejores mecanismos de evitación o defensa; o los más bellos, o los que tienen más hijos o, al contrario, dependiendo del momento o del hábitat, los que tienen menos, etc. La naturaleza real funciona a través de innumerables mecanismos de selección (Darwin 1958 [1859], 1970 [1871]). Darwin no necesitó esperar a los desarrollos de la moderna biología para darse cuenta de que la complejidad de mecanismos de adaptación es enorme, pero ningún científico social hizo nunca una lectura realmente profunda su obra. Fue Spencer quien inventó el término de “los más aptos” (Hofstadter 1955) y el spencerismo es sólo una burda aproximación a la complejidad de la realidad natural. También lo es, en ese sentido, la de los primeros ecólogos humanos, aunque comparada con la del Darwinismo Social sea ya un gran avance. La Ecología Humana, si bien aún no reconoce toda esa multiplicidad de estrategias de adaptación, al introducir la cooperación como una de las posibles al menos acaba con el insufrible reduccionismo que suponía contemplar la naturaleza sólo como lucha y competición. El ecosistema funciona según ellos a través de la “coexistencia en tensión” (¿resabios de una concepción dialéctica?) de la cooperación y la competición: a veces los humanos recurrirán más a la primera, a veces a la segunda, y en otras ocasiones a una tercera estrategia que es una combinación de las dos. Esa combinación es la competencia cooperativa: distintos individuos deciden cooperar entre sí para competir mejor frente a otros grupos. En realidad se trata de una renovada versión del spencerismo bien entendido7, adaptada a la realidad multiétnica de la urbe americana. La cooperación se produce siempre al interior del grupo étnico mientras que las relaciones entre grupos se ven siempre como impulsadas por el principio de la competición. En las modernas sociedades humanas capitalistas esa cooperación competitiva se realiza a través de la diferenciación de funciones en el sistema, es decir, de la división social del trabajo, y de la distribución espacial ordenada de tales funciones en las áreas más adecuadas para cada una. Así, la “comunidad” (entendida en su primera acepción parkiana, como ecosistema) es un sistema funcional localizado en el espacio. El objetivo de todo ello es que el sistema ecológico permanezca siempre en equilibrio y el mecanismo por el que se mantiene este equilibrio es la cooperación competitiva. La cooperación competitiva por los recursos desemboca en la adaptación de las distintas especies, de una forma espontánea, no regulada, sea al nicho ecológico concreto que ocupan, que recíprocamente entre ellas (lo que hoy en día los biólogos llaman co-evolución) (Park y Burgess 1921; Park, Burgess y McKenzie 1925; Park 1952) y tiene consecuencias importantísimas tanto en su arquitectura teórica como política. Es en este funcionalismo basado en la interdependencia complementaria de funciones (así como en el espíritu reformista liberal y pequeño-burgués del que se tratará más tarde) donde los de Chicago demuestran la fuerte influencia de Durkheim. Partiendo del biologismo de Darwin el Homo Ecologicus es un ser naturalmente individualista (la selección natural es una selección de individuos, aunque estos puedan cooperar entre sí para maximizar sus posibilidades de supervivencia (Darwin 1958 [1859]) pero debe y puede ser controlado por el sistema social que, como para Durkheim, tiene una existencia autónoma y propia, independiente de los individuos. La sociedad (comunidad ecológica) es un sistema autorregulado, un “mecanismo sin mecánico” (Kauffman 2009), y esta autorregulación pasa por la conformación de los individuos por la autoridad moral (valga decir los valores culturales) de la sociedad. Esa es la única manera de conseguir la estabilidad y la cohesión social (el mantenimiento en equilibrio y armonía del sistema). Pero los chicagüenses, como Durkheim, no son pensadores totalitarios. En ellos, como en su maestro francés, está siempre presente la necesidad de resolver la tensión entre libertad individual y control social. Así, si bien encuentran un motivo de preocupación en la relajación del control social que se estaba operando en las ciudades debido a la disolución de los valores culturales tradicionales (la famosa anomia de Durkheim), y se dedican a estudiar exhaustivamente el proceso en sus desarrollos concretos en Chicago, por otro lado saludan el nacimiento de la metrópolis como un espacio que posibilita la libertad individual. La desorganización es vista como un simple proceso de reajuste del sistema que dará paso, más tarde o más temprano, a una nueva organización, en la que el sistema recuperará totalmente su equilibrio. La atención de los ecólogos de Chicago se va a centrar en la gran ciudad porque consideran que en ella se agudizan, como consecuencia de la propia densidad de población, los procesos de división social y espacial de funciones (Chapouli 2001). La ciudad se convierte, pues, para la Ecología Humana, como ya lo había sido para Simmel, en un factor causal, una variable independiente, de otros procesos sociales. La gran ciudad contemporánea es el ecosistema humano más complejo de la historia y por ello debe ser colocada por la nueva ciencia en una posición privilegiada, central con respecto al estudio de otros ecosistemas humanos. La diferenciación social en ese ecosistema humano no sólo se expresa en diferenciación de funciones sino también en diferenciación funcional de espacios. La competición cooperativa entre grupos no estimula solamente la división del trabajo sino que distribuye a los diferentes grupos en diferentes hábitats en el seno del ecosistema urbano. Este ecosistema 7 Spencerismo que también fue vulgarizado. En su particular predicción evolucionista de la historia Spencer estaba convencido de que la agresión tendría siempre una función menos determinante en la historia hasta desaparecer por completo en una futura sociedad en perfecta armonía regulada por la racionalidad del mercado (Carneiro y Pickering 2002) 33 no es ni puede de ninguna manera ser “igualitario” sino que está jerarquizado de acuerdo al principio ecológico de “dominación”, el primero de una batería de conceptos analíticos que la Escuela de Chicago va a tomar de la ecología biológica para aplicarlos a la ciudad. Este principio implica que en cada ecosistema existen especies dominantes que ocupan los mejores nichos, los que concentran los mejores recursos. En el caso humano esta dominación se opera por medio del mecanismo de la economía (que sería el punto de articulación entre las leyes biológicas y las normas culturales, es decir, una economía naturalizada). En el caso de la ciudad, la diferencia en el precio del suelo es la sintaxis concreta a través de la cual los diversos grupos funcionales se distribuyen en el espacio de manera jerárquica (Park y Burgess 1921; Park, Burgess y McKenzie 1925; McKenzie 1933; Park 1952). Con esta elaboración la Escuela de Chicago refutaba claramente las tesis marxistas que veían el futuro de la humanidad como una sociedad sin clases. Tal sociedad no puede existir, dirán ellos, porque el ecosistema humano estará siempre y naturalmente jerarquizado. Muchos autores han insistido, por esta razón, sobre su posicionamiento legitimador del status quo (Meyers 1984; Zukin 1980; Shalin 1986; Merrifield 2002; Lin y Mele 2005). Pero si nos atenemos ahora a las premisas de su marco teórico veremos que la Ecología Humana concibe el sistema social como jerarquizado pero no como estático. Su teoría presenta una combinación de estatismo y dinamismo, la misma presente en Spencer y Durkheim. Que no es otra que la que auspiciaba la propia cosmovisión burguesa y que se recoge en el lema del padre del positivismo, Comte: orden y progreso. Es decir, de nuevo el juego de malabares: cambio sí, y cuanto más rápido mejor (estaba inscrito en el algoritmo de la modernidad) pero sin alterar la “armonía” y la “paz” social (eufemismos por los que la clase dominante capitalista entendía, por supuesto, la conservación de los equilibrios de poder y sus correspondientes privilegios). Algunas burguesías nacionales (como la brasileña) lo tenían tan claro que incluso llegaron a estampar aquel lema comtiano en su recién estrenada bandera republicana de 1889. Por un lado el sistema tiende siempre a estar en equilibrio, ese es su modo natural, la única manera en que puede funcionar eficientemente. Los sistemas que presentan desequilibrios constantes y graves colapsan y desaparecen. Pero por otro lado, el sistema es constantemente susceptible al movimiento debido al propio principio de la selección de los más aptos a través de la competencia cooperativa. Y este movimiento es deseable, porque es una fuerza positiva de progreso. En la lucha por la supervivencia los individuos y los grupos introducen cada cierto tiempo factores de adaptación nuevos, o aparecen nuevos individuos y grupos venidos desde fuera del sistema que rompen la situación de equilibrio. Esta ruptura induce al cambio, una situación de temporal inestabilidad que concluye con el reajuste “natural” del ecosistema para volver a una nueva situación de equilibrio, un nuevo status quo (siempre, en aquella visión optimista, mejorado). La visión ecológica del cambio histórico es, pues, una visión en espiral, contrapuesta a la metáfora historicista e iluminista del progreso como una línea recta pero de ninguna manera un paradigma que niegue el cambio. Es más, este concepto de cambio, como no es de extrañar en una corriente que se reclama heredera de Darwin, no es otra cosa que otro evolucionismo encubierto, una nueva versión más sofisticada del viejo evolucionismo de siempre: cada reajuste del sistema ecológico humano implica un aumento de su complejidad, en la dirección de una mayor división de funciones y del aumento de las relaciones de interdependencia entre ellas (es decir, de nuevo Durkheim). Quizá quién teorizó y describió con más detalle esta sucesión de ciclos de equilibrio/cambio para el ecosistema urbano capitalista fue Robert D. McKenzie. McKenzie llama clímax a la posición en la que la población y su distribución espacial en los distintos sectores urbanos se encuentran en equilibrio: las clases industriales y comerciales, en este caso, ocupando los espacios jerárquicamente dominantes. En el clímax el número de habitantes de la ciudad y cada uno de sus sectores es el óptimo en relación con la capacidad de la base económica (es decir, no hay superpoblación). La ciudad permanecerá en esta posición hasta que aparezca algún elemento nuevo (nuevas tecnologías, recursos naturales, nuevas poblaciones) que altere el status quo. En el laboratorio social que era Chicago, nuevos elementos entraban en el sistema constantemente provocando una sucesión en cadena de ciclos de ruptura del clímax/desequilibrio y conflicto/ajustes estructurales/recuperación del equilibrio (McKenzie 1924, 1933). En su dimensión espacial esos ajustes estructurales se producen por medio de los principios ecológicos de “invasión” y “sucesión” (dos más de los conceptos que toman en préstamo de la biología). Del mismo modo que en la naturaleza una especie, individuo o grupo sucede a otros como forma de vida dominante en un determinado nicho, así en el ecosistema (comunidad) humana el modelo de uso de un área determinada cambia si esta viene ocupada por competidores que se adaptan mejor a los cambios introducidos en el entorno. En el mundo urbano capitalista estos procesos toman una forma externa económica: el acceso a los puestos de trabajo y a las zonas de la ciudad más deseables (por su valor funcional, su centralidad, sus características construidas y/o naturales), deseabilidad que se regula a través del mecanismo del mercado, del valor de los terrenos y de los inmuebles. Estas luchas acaban expulsando a aquellos que no pueden adaptarse y abriendo el camino a competidores más fuertes que “invaden” el área y “suceden” al grupo anterior como especie dominante. Los ecólogos de Chicago se lanzarían durante un par de décadas a la tarea de modelizar esos procesos de sucesión espacial. El primero de esos intentos resultó en el famosísimo modelo concéntrico de Burgess quien pretendió elevar el patrón que creyó identificar en Chicago a la categoría de explicación de todos los fenómenos de sucesión y distribución espacial urbana al menos en los Estados Unidos. Este modelo distinguía cinco zonas con características ecológicas diferenciadas y homogeneidad funcional y social dispuestas de forma concéntrica: 1) el CBD y las áreas industriales , 2) la zona de transición, ocupada por comunidades de inmigrantes pobres (guetto judío, Little Sicily, Chinatown), 3) La zona de los obreros cualificados y comerciantes que han abandonado la segunda zona por su deterioro pero quieren seguir cerca de sus trabajos en el CBD; 4) Una zona residencial de clases medias, 5) los suburbios de commuters, clases medias y altas propietarias de viviendas individuales que han optado por el modelo de vida rururbano. El modelo concéntrico es también un modelo de movilidad social: los actores sociales, a través de los mencionados procesos de invasión y sucesión, se van mudando desde el centro a los suburbios a medida que cambian estatus o profesión (normalmente de una generación a otra) (Park, Burgess y McKenzie 1925). 34 Este proceso de invasión y sucesión comportaba inestabilidad y desorganización, fenómenos que no remitían hasta que no se establecía por completo el dominio del nuevo grupo. En ningún lugar era esta desorganización tan evidente y agudadetectó Burgess- como en la llamada “zona de transición”, o zona 2, entre el CBD y el inicio de la periferia residencial: en ella se concentraban los edificios más viejos, los menos deseables, y eran por ello una zona mayoritariamente ocupada por las minorías étnicas de inmigrantes recién llegados: primero irlandeses, luego judíos, polacos, italianos, asiáticos, afroamericanos a partir de los años 10 y mexicanos a partir de los 40. Las tensiones raciales (lucha, competencia) que se producían como consecuencia de la baja calidad de vida urbana, la precariedad económica y la heterogeneidad cultural retroalimentaban la desorganización social y deterioro de la zona donde se libraba una lucha encarnizada entre grupos étnicos (de los años 20 a 40 blancos de clase baja contra no-blancos quienes, a su vez, luchaban entre sí (negros contra asiáticos contra mexicanos) por el acceso a los puestos de trabajo no cualificados (Lohman 1947). Un deterioro al que también contribuía otro mecanismo ecológico (es decir natural) que Park y Burgess ya identifican en 1921: el de la expansión inmobiliaria del capital desde el Central Business District. Los especuladores se reservaban grandes cantidades de terreno en las zonas límitrofes al CBD en previsión de una futura expansión del mismo: ello elevaba la escasez de vivienda, aumentaba los precios y parcheaba el área de zonas muertas: los solares vacíos y edificios abandonados (Park y Burgess 1921). El resultado era la expulsión de la población con posibilidades de marchar a otra zona (los blancos) y la concentración desproporcionada de aquellos grupos que no podían ir a otro lugar (los no blancos, por la convergencia de su mayor debilidad económica con mecanismos de segregación espacial positivos, como veremos más adelante). Es en estas zonas donde aparecen los guettos étnicos (Park, Burgess y McKenzie 1925). Los chicagüenses fueron los primeros en hacer estudios sistemáticos y exhaustivos de aquellos guettos que empezaban a emerger en los años 20 en lo que más tarde se conocería con el término de inner cities (para contraponerlas a la gentrificada periferia), inaugurando así uno de los filones más prolíficos de la sociología urbana, tanto en los Estados Unidos como fuera de ellos. La movilidad, el estado de inestabilidad prolongado en el tiempo que sufrían estas zonas de transición era, para los ecólogos de Chicago, la explicación crucial de las especiales características disfuncionales que afectaban a sus habitantes tanto individual como colectivamente. Y se atreven, incluso, a formular una ley: la desestructuración social y la emergencia de comportamientos disfuncionales (asociales o desviados, de acuerdo a una terminología menos aséptica y más cargada de tonos moralizantes que la de Durkheim) es directamente proporcional a la intensidad de los movimientos de invasión y sucesión de grupos étnicamente heterogéneos (Park, Burgess y McKenzie 1925). Por supuesto con su modelo espacial Burgess nunca pretendió otra cosa más que diseñar un tipo-ideal. Nunca quiso hacer de él la fotografía real de ninguna ciudad concreta, ni siquiera la de Chicago. Pero incluso como esquema heurístico o tipo ideal el modelo burgessiano era a todas luces excesivamente simplista y clamaba a gritos una revisión inmediata. Esa revisión tardaría, sin embargo, más de una década en llegar y la realizarían, en etapas sucesivas, algunos de los discípulos de Burgess. El resultado son los siguientes dos modelos espaciales: 1) La ciudad sectorial de Homer Hoyt (1939): El modelo de Burgess, dice Hoyt, es demasiado simple. Burgess ignora el poder de muchos otros factores para estructurar a la población espacialmente como la existencia de los ejes de transporte, de accidentes naturales del relieve o el poder de seducción simbólica de las clases altas, y su efecto estructurante sobre las zonas aledañas. Según Hoyt, las áreas de la zona de transición situadas a lo largo de las vías de comunicación radiales tienen una ventaja comparativa y no se degradan sino que, por el contrario, experimentan un fuerte desarrollo. También lo hacen las zonas cercanas a las residencias de los líderes de la comunidad, por ejemplo. Ello da lugar a una ciudad organizada en sectores radiales que se diferencian económicamente según la proximidad o no al centro pero también a estos otros factores. Hoyt introdujo, por otro lado, una corrección al modelo de Burgess que contradecía, al menos parcialmente, su tesis central de la formación de guettos en la zona de transición. Esta corrección reflejaba las observaciones empíricas de un proceso incipiente cuyo verdadero alcance no se percibiría hasta muchas décadas después pero que ya estaba presente en la Chicago prebélica y que convivía con el de la guettoización, de signo opuesto: el proceso de gentrificación (o reconquista residencial por las clases altas y medias) de las zonas cercanas al CBD. Hoyt observa ya ese proceso (que luego identificaremos con la ciudad postindustrial) en Chicago al mismo tiempo que advierte que el poder de los agentes inmobiliarios para doblegar un área de la ciudad a sus planes es limitado. 2) La ciudad multicéntrica de Harris y Ulman (1945): trabajando sobre el modelo sectorial de Hoyt y no ya directamente sobre el de Burgess, estos dos autores consideran que lo que verdaderamente muestra ese modelo es una ciudad organizada en múltiples centros de atracción situados a lo largo de las grandes arterias. El desarrollo de centros independientes genera una ciudad multicéntrica, entorno a economías de aglomeración, rompiendo el esquema modernista de Burgess (claramente centralista, que refleja el paradigma moderno al que le resulta difícil concebir realidades multívocas) y acercándose a modelos mucho más recientes (postmodernos) sobre las grandes metrópolis contemporáneas. La ciudad no es concebida ya con un solo centro sino con muchos “minicentros” en los que se duplican las actividades, creando muchas “miniciudades” dentro de la ciudad más grande. En 1945 Harris y Ulman ya habían detectado fenómenos empíricos que después se harían mucho más intensos y que darían lugar a la conceptualización del fenómeno que Garreau (1991) denominó edge cities (ciudades-borde, es decir, en las que las funcionalidades económicas y de gestión antes concentradas en el CBD se han trasladado a y dispersado por la periferia urbana). Las dinámicas de “invasión” y “sucesión” en una ciudad bombardeada por oleadas “sucesivas” de inmigración, se veían básicamente como una circulación de grupos étnicos por el territorio (Cressey 1938). Luego, una vez distribuidos de manera funcional sobre el mismo, y en situaciones de equilibrio con una duración razonablemente prolongada, los diferentes grupos humanos pueden desarrollar (como en el caso de los afroamericanos) o reproducir (como en el de poblaciones inmigrantes europeas que llegaban ya constituidas culturalmente) vínculos de cohesión no fundados sobre la división del trabajo, es decir, sobre las necesidades funcionales del sistema, sino de naturaleza “moral”, valga decir, en un lenguaje más moderno, 35 “cultural” y, en ese sentido, contingentes, únicos, no explicables estructuralmente. Estos vínculos constituyen una esfera que se retroalimenta con la de la dimensión ecológica. De la relación recíproca entre comunidades culturales y grupos funcionales espacialmente localizados (cada grupo funcional portador de su propia cultura o subcultura) nacerá el concepto de “área natural”. La ciudad se entiende así como dividida en varias “áreas naturales” que son al mismo tiempo “áreas étnicas y culturales”: zonas que no son producto de la planificación sino de los procesos de selección natural entre grupos humanos creadas por la división funcional del trabajo vía cooperación intragrupal/competición intergrupal pero caracterizadas por un “consenso moral” (homogeneidad cultural) y un código interno de comunicación (una red propia de relaciones sociales no necesariamente institucionalizadas, es decir, algo parecido a una gemeinshaft tönniana 8). Al afirmar la relación entre espacio y comportamiento cultural la Ecología Humana “naturalizaba” hasta cierto punto las subculturas humanas y las trataba como si fueran especies naturales ocupando nichos determinados. Aunque su posición, como veremos después, fue crítica frente al racismo genético, este naturalismo establecía un vínculo que conducía, sin quizá pretenderlo conscientemente, a otro tipo de racismo, geográficocultural, al asociar determinados comportamientos (desviados, disfuncionales o criminales) con los guettos de la zona de transición ocupados mayoritariamente por ciertos grupos étnicos. Estas áreas o comunidades, así objetivizadas y naturalizadas, se van a convertir en un objeto concreto de estudio de la Escuela de Chicago que se convierte así también en pionera en este campo de los estudios urbanos en los que el barrio como subunidad de la ciudad recibe una atención especial. Se las estudiará, por un lado, nomotéticamente, como áreas naturales que obedecen a las leyes ecológicas universales, como zonas en las que la gente comparte características sociales similares porque están sometidas a las mismas presiones ecológicas (Savage 1993). Por otro lado, serán tratadas como áreas culturales únicas y estudiadas de manera ideográfica, descriptiva, a través del método etnográfico como analizaremos en el siguiente apartado. En el enfoque ecológico se recurrirá al empleo protagonista de la estadística para dilucidar patrones y modelos universales: así, tal o cual guetto marginal, por ejemplo, no será analizado por sus características idiosincráticas sino como un laboratorio para entender y testar el proceso de formación y las propiedades universales de todos los guettos. En palabras de una de los miembros de la escuela: "Los estudios ecológicos consistían en hacer mapas de Chicago que identificaran el grado de ocurrencia de determinados comportamientos, entre los que se incluían el alcoholismo, homicidios, suicidios, psicosis y pobreza, basados en datos censales. Una comparación visual de los mapas podría identificar luego la concentración de ciertos tipos de comportamiento en algunas áreas” (Cavan 1983: 415). 3.3.3. El culturalismo de la Escuela de Chicago: El urbanismo como una forma de vida y los estudios etnográficos de las subculturas de Chicago. Dos son las dimensiones en que la Escuela de Chicago aplicó a la ciudad sus estrechos vínculos con la antropología cultural y su pedigree culturalista forjado por el Pragmatismo y la influencia de la verstehen alemana: una dimensión general que pretendió, siguiendo la estela de Simmel, identificar una cultura, una forma de vida, específicamente urbana definida por comparación a otras (rurales); y una dimensión particular que pretendía la descripción etnográfica de grupos culturales concretos dentro de la ciudad, siguiendo el camino abierto por Thomas y Znaniecki con la comunidad polaca. Louis Wirth y Robert Redfield: el contínuum cultural urbano/rural. En la primera dimensión, destaca en solitario la obra del judío alemán Louis Wirth (1897-1952), quien había iniciado su andadura con el estudio de una comunidad concreta, la de los judíos de Chicago (Wirth 1927, 1928). Saunders considera el artículo de Wirth de 1938 “Urbanism as a Way of Life” como el “más famoso que se haya publicado jamás en una revista sociológica” (Saunders 1981:145). Sin caer en exageraciones, este artículo constituye un loable intento por conciliar la Ecología Humana de Park con los análisis culturalistas y psicosociales de Simmel que merece la pena analizar. Wirth estaba convencido de que tal conciliación era posible. En el artículo, Wirth desarrolla, con los útiles de la etnografía sistemática (de los que nunca hizo uso Simmel), temas de tonos claramente simmelianos como el dualismo rural/urbano o la experiencia subjetiva de la vida urbana. Sin embargo, dicho dualismo, como en el caso de Tönnies, se ha interpretado muchas veces de una manera rígida y criticado injustamente con ferocidad (Young y Willmott 1957; Abu-Lughod 1961; Gans 1962). Lo que Wirth elabora es una tipología de tipos ideales de personalidad, con una personalidad urbana y una personalidad rural, que él denomina “folk”, a los extremos de un continuum que es espacial y temporal a la misma manera de Tönnies. “No debemos esperar encontrar variaciones bruscas y discontinuas entre el tipo de personalidad urbana y el rural” (Wirth 1938:3). Es decir, podemos encontrar modos de vida “folk” en la ciudad así como comportamientos y valores urbanos más allá de sus confines, en su hinterland. En efecto, en su famosa obra previa The Guetto (1927) Wirth ya se había afanado en demostrar cómo el barrio judío de Chicago exhibía formas de vida comunitarias. Pero la existencia de estas comunidades (de estas gemeinschafts en el sentido tönniano) en el seno de la ciudad no invalidaba la hegemonía en ella del otro tipo de personalidad caracterizado por el anonimato, la indiferencia y la distancia social. En una gran ciudad el individuo interactúa de manera afectiva y personal solo con unos pocos individuos, de manera instrumental e impersonal con la mayoría. Es probable que no sea casualidad el que Park las denomine con el nombre alternativo de comunidades; después de todo recordemos que Tönnies había publicado una síntesis de sus ideas en la revista del departamento 8 36 La teoría del continuum rural/urbano de Wirth fue complementada, también a partir de investigaciones etnográficas sistemáticas y exhaustivas, por otro miembro del departamento, igualmente alumno de Park: el antropólogo cultural Robert Redfield quien, partiendo del extremo opuesto, la pequeña aldea rural preindustrial, llegaba a la misma conclusión. Redfield estudió en 1941 cuatro localidades de la península de Yucatán que, de acuerdo a esta teoría, se colocaban en un gradiente rural/urbano progresivo, desde la aldea de indígenas mayas de Tusik hasta la capital mexicana del estado, Mérida. La etnografía mostró una correlación ascendente de la heterogeidad cultural, la secularización y el individualismo desde la aldea maya hasta la ciudad criolla, apoyando el modelo de Wirth. En 1947 Redfield elaboraría, como colofón, un tipo ideal de “folk society” que era el complemento al tipo urbano de Wirth. Comparando las formas de relación social en el campo y en la ciudad desde diferencias empíricamente mensurables (Wirth, es, ante todo, un profesor de Chicago y no de Berlín) Wirth identifica el paso del estilo de vida rural al urbano con la sustitución de una lógica estructural por otra: sustitución de relaciones directas por mediadas, debilitamiento de las estructuras de parentesco, debilitamiento de las bases comunitarias, de solidaridad social, todo lo cual conduce a los ya conocidos síntomas de desorganización de la personalidad, mayores tasas de suicidio, alcoholismo, criminalidad, etc. Wirth ofrece también rasgos de la forma de vida urbana que podrían considerarse inicialmente como moralmente “neutros” (la urbanización provoca una reducción de las tasas de fertilidad y un aumento de la edad media de matrimonio (Wirth 1938; Salerno 1987) ) pero que acaban por generar efectos desintegradores de la solidaridad social (más gente sin redes de apoyo familiar, más alienación). Sus descripciones del estilo de vida urbano arrojaron nueva leña al fuego de aquella rama de la teoría social y política virulentamente antiurbana e ingenuamente nostálgica de la vida rural. Y, sin embargo, Luis Wirth nunca fue un defensor de la vida en el campo y a la de cal ofrece también la de arena, como antes lo había hecho Simmel y como lo habían hecho, en realidad, todos los sociólogos sin excepción (pues para ellos la vida urbana era sinónimo de vida moderna). Wirth alaba la cultura urbana occidental, tanto en su artículo de 1938 como en todas sus obras posteriores, como el motor de la civilización más racional de la historia (Salerno 1987). Las ideas de Wirth no eran, seguramente, desprovistas de intencionalidad política y de sesgo etnocéntrico: reflejaban en el fondo la preferencia cultural de las clases medias norteamericanas y de la clase política de su tiempo por el estilo de vida rururbano de los suburbios, que, siguiendo las directrices del City Garden Movement (Howard 1902) surgido en la Inglaterra de finales del XIX, defendía esta forma de urbanismo como la síntesis perfecta que conservaba las ventajas y eliminaba los inconvenientes de los dos extremos del continuum tönniano. Los Community Studies. Los llamados Community Studies son, sin duda, la segunda gran aportación de la Escuela de Chicago a las ciencias sociales: el término comunidad es aquí utilizado en su sentido antropológico, como un subsistema cultural y social formado por un contingente humano de reducidas proporciones donde predominan los vínculos sociales no contractuales. Este enfoque etnográfico y culturalista los convierte, como ya se comentó, además de en una etapa de la sociología urbana, en la piedra angular de fundación de la antropología urbana (Hannerz 1980). Entre los años 20 y 40 la Universidad de Chicago desplegaría por toda la ya entonces inmensa ciudad a sus investigadores, profesores y estudiantes (muchos de los cuales se convertirían en nueva savia para el cuerpo docente) con el objetivo de retratarla culturalmente, perfeccionando las herramientas cualitativas de investigación para describir y analizar las formas de vida y los imaginarios de algunos de sus colectivos étnicos. El enfoque etnográfico común ejercido sobre la ciudad de Chicago tendió un robusto puente, o, si lo preferimos, una zona de yuxtaposición, entre los departamentos de Sociología y Antropología, escindidos en 1929 (Stocking 1979). El enfoque reunía a mitad de camino a los sociólogos que realizaban etnografía con los antropólogos que estudiaban la ciudad y se mencionarán aquí los trabajos más significativos sin atender a la adscripción institucional de sus autores. El antecedente es, por supuesto, el estudio sobre la comunidad polaca de Thomas y Znaniecki (1918-20). A este le seguirían los trabajos de Wirth sobre los judíos (1927,1928), los de Edward Franklin Frazier (1929, 1932), Harvey (1929), Warner, Juncker y Adams (antropólogos) en 1941, y Drake y Cayton (antropólogos) en 1945 sobre los afroamericanos9 el de William Foote White (también antropólogo) sobre los italianos (1943), los de la sino-americana Rose Hum Lee sobre los chinos (1941,1949), y el de Jones (1948) sobre los mexicanos, los recién llegados de los 40. Pero aquel impulso se quedó en realidad muy corto y en ningún caso llegó a agotar sus propias potencialidades, que eran enormes, por no decir infinitas, y que habrían debido conducir como mínimo al establecimiento de una descripción completa y exhaustiva de todos los grupos culturales espacial y/o culturalmente delimitados que conformaban la ciudad de Chicago (y por extensión, la gran urbe y la sociedad americana). Eso nunca ocurrió. Así, la Escuela de Chicago nunca produjo, por ejemplo, una etnografía sobre la comunidad griega, irlandesa o alemana (a pesar de que esta última constituía, por ejemplo entre el 25 y el 30% de la población en 1900 (Keil y Jentz 1988:1)), y tampoco sobre la anglosajona. Las razones de estas enormes lagunas hay que buscarlas en los sesgos ideológicos que subyacían, de manera más o menos implícita, en aquellos intelectuales que seguían atrapados, como sus antecesores, en las redes epistemológicas del paradigma moderno y que, también como las generaciones de sociólogos precedentes, no ocultaban sus inclinaciones e intenciones políticas, las cuales giraban en torno a las preocupaciones suscitadas por los problemas sociales de la ciudad (Smith 1988). Así, al igual que Durkheim o Marx, los sociólogos de la Escuela de Chicago apuntaron preferentemente su lente analítica sobre aquellos fenómenos que parecían contradecir el paradigma moderno, ansiosos por encontrarles una explicación que redujera la ansiedad con que la racionalista sociedad burguesa–y ellos mismos como parte de esta- los percibían. Era necesario encontrar el sentido a la existencia de las Frazier fue, por cierto, uno de los primeros sociólogos afroamericanos y el primero en llegar tan arriba en la academia (sería nombrado presidente de la American Sociological Association en 1948). 9 37 aberraciones que se obstinaban en parecer “irracionales” para, en un segundo momento, poder corregirlas o, al menos, contenerlas o confinarlas a niveles o espacios que no amenazaran los dos sacrosantos principios del credo burgués: orden (es decir la estabilidad del sistema, de acuerdo al paradigma orgánico-funcionalista) y progreso (el avance continuado de la parte “apta” de la sociedad hacia cotas siempre mayores de racionalidad, productividad, complejidad, felicidad). Estas aberraciones eran, de acuerdo con el principio funcionalista, todas aquellas conductas y códigos culturales que causaban disfunciones en el mecanismo del sistema social, precisamente porque “desviados” de los códigos normativos dominantes, los de la democracia burguesa capitalista y, si se me apura, cristiana y norteamericana: es decir, cosas como el crimen, las adicciones, la prostitución, las psicopatías, la violencia intrafamiliar, el divorcio, el suicidio, el fracaso escolar, el vandalismo, el abstencionismo electoral, el vagabundaje y la mendicidad, la propia pobreza (considerada aún, en una óptica claramente spenceriana, como parcialmente causada por los propios individuos) y también, en el caso de la urbe norteamericana, los conflictos étnicos y raciales y, a fin de cuentas, la propia multiculturalidad en sí misma. La Escuela de Chicago consideraba en última instancia la diversidad étnica como un factor desestabilizador y disfuncional, debilitador de la cohesión social, del funcional sentido patriótico y cívico, y generador de marginalidad social y de crimen. Como buenos modernistas no podían sino ser fieles creyentes en las identidades unívocas, claramente separadas. Les costaba mucho trabajo concebir la posibilidad de identidades múltiples funcionando en armonía. Eran fervientes defensores del credo asimilacionista, como proceso de amalgama, de todas aquellas diferencias inmanejables en una identidad americana única vehiculada por el inglés, el famoso melting pot construido a partir del núcleo mayoritario de la tradición anglosajona. Esta posición es particularmente evidente en buena parte de la producción de Park, quien dedicó muchas páginas al tema étnico y cultural. Su interés no se centra en las subculturas étnicas en tanto tales, como habría debido desprenderse del enfoque culturalista de los Community Studies, sino de las relaciones (conflictivas) entre ellas (Park y Thompson 1939; Park 1950). Obsesionados por comprender y modificar aquellas disfuncionalidades del sistema social los chicagüenses van a concentrar espacialmente sus estudios a aquellas zonas y aquellos grupos étnicos que presentaban una concentración más elevada de aquellos comportamientos: los slums, los guettos no anglosajones, no blancos, no cristianos, que salpicaban la zona ecológica de transición (según el esquema de Burgess), prácticamente ignorando las demás. Así, por ejemplo, como se deduce de su propio título, el Street Corner’s Society de Whyte no es propiamente hablando un estudio de la comunidad italiana sino de la subcultura y estructura social de sus bandas de delincuentes (Whyte 1943). La atención está fijada en el estudio de Mr. Hyde, de todo lo que se considera una anomalía (por fortuna minoritaria) del sistema social. El enfoque, como el de la antropología a la que tanto le debe, está en la periferia “salvaje” del sistema, en el “hombre marginal” que entra en “conflicto cultural” con la sociedad moderna (ese el título de una obra de Park de 1937). Las ausencias dicen tanto como las presencias: no encontramos entre las etnografías de aquella generación ninguna dedicada a los suburbios de clase media o alta. Habrá que esperar a los años 50, con el definitivo boom de la residencia suburbial en los EE.UU. para que la sociología dirija su lente hacia ellos. En estos momentos, la única sociedad que parecía interesar a los sociólogos era la de los marginados sociales y/o raciales. Para intentar explicar sus comportamientos, la Escuela de Chicago elaboraría a lo largo de aquellas décadas otras teorías que siguen manteniendo buena parte de su vigencia en la actualidad. Se analizarán en los siguientes apartados algunos de los aportes más significativos. 3.3.4. Otros desarrollos teóricos de la Escuela de Chicago. 1. Las Teorías de la Desorganización Social y de la Asociación Diferencial. Esta teoría retomaba el concepto durkheimiano de anomia pero complejizaba la explicación, incorporando en ella los factores del ambiente (el nicho ecológico), la cuestión del conflicto interétnico (completamente ausente en la sociología europea) y la cultura (a través de las elaboraciones culturalistas iniciadas por Thomas y Znaniecki y que acabarían por ser etiquetadas por Blumer como “interaccionismo simbólico”. El punto de partida era el concepto de anomia de Durkheim. Para el sociólogo francés esta venía producida como un efecto colateral del proceso de modernización tal y como se desarrollaba en las grandes ciudades: la ciudad aceleraba la producción de relaciones sociales anónimas y transitorias, el debilitamiento de los lazos sociales primarios de familia y comunidad y debilitaba la capacidad de las instituciones sociales, tanto a nivel de barrio (familia, escuela) como de la sociedad urbana en su conjunto (ayuntamiento, policía, empresas) para ejercer un adecuado control social y moral de los ciudadanos. Siguiendo esa estela Thomas y Znaniecki (1918-20:2) definieron formalmente la desorganización social como un "debilitamiento de la influencia de los roles sociales en el comportamiento de miembros individuales del grupo" y uno de los pocos miembros femeninos de la escuela, Ruth Shonle Cavan, retomó el clásico tema durkheimiano del suicidio en su obra de homónimo título Suicide (1928). Los estudios conducirían a estudiar un variado número de colectivos y comportamientos que se percibían como no conformes a esa regulación social y moral del sistema. Así, Cavan (1929) y Cressey (1932) analizaron el mundo de la prostitución, Thomas et al. (1923) el extendido fenómeno de la promiscuidad sexual en las jóvenes de familias obreras y Andersen (1923) el de un tipo muy particular de vagabundo, el hobo, al que se dedicarán algunas líneas en mayor profundidad en el siguiente apartado. Pero el foco de atención principal se fijaría en los años sucesivos en un tipo particular de comportamiento desviado, quizá por ser el de efectos más amenazadores para el “armónico” funcionamiento del sistema: la delincuencia y, en concreto, la 38 delincuencia organizada en bandas que campaban a sus anchas por amplios sectores de la ciudad, tratando de imponer su propia ley y de constituirse en micropoderes alternativos al de las instituciones estatales, en muchas ocasiones sumiendo a los barrios en el caos con sus propias luchas intestinas por el control del territorio. La Teoría de la Desorganización Social se alejaba de las explicaciones del fenómeno que entonces imperaban: individualistas (la causa de la delincuencia son comportamientos aislados de individuos delincuentes), psicologicistas (algunas de esos comportamientos están asociados a psicopatologías concretas) o racistas (algunos grupos raciales, véase sobre todo los negros, tienen una predisposición genética hacia la agresividad y el crimen) y establecía un nexo causal directo entre ciertos tipos de comportamiento desviado, en especial la criminalidad de bandas y el vandalismo con las características ecológicas de ciertos barrios, y de las subculturas que en ellos se producían y reproducían. La idea central de la teoría era articular la tríada comportamiento-constricciones espaciales-socialización/aculturación. El lugar y el tipo de relaciones sociales y valores culturales que se daban en él eran tan importantes o más cuanto las características personales de los individuos para establecer las probabilidades de que estos se embarcaran en comportamientos asociales. Hemos ya visto que, a partir del cruce de datos estadísticos, los ecólogos humanos habían identificado los barrios de la zona de transición fuertemente habitados por grupos étnicos no pertenecientes a la cepa dominante anglo-nórdica como aquellos con más alta incidencia de criminalidad y de comportamientos disfuncionales. La teoría de la desorganización social pretendió explicar esta asociación, estableciendo una relación entre aquellos comportamientos y la conjunción de factores como el ambiente degradado, la heterogeneidad sociocultural, los procesos de socialización y los conflictos y prejuicios étnicos. La importancia concedida al estudio del crimen mantuvo al Departamento de Sociología en una relación muy estrecha con la naciente ciencia criminológica y ayudó decisivamente a su desarrollo. La Teoría de la Desorganización Social fue dominante en criminología durante casi todo el siglo XX (Kubrin y Weitzer 2003). Los estudios sobre el crimen en los guettos étnicos fueron innumerables. Podemos destacar títulos como Principles of Criminology (Sutherland 1924, 1947), The Gang: a Study of 1313 Gangs in Chicago (Thrasher 1927), Delinquency Areas (Shaw et al. 1929), Vice in Chicago (Reckless 1933), Criminal Behavior (Reckless 1940), Juvenile Delinquency in Urban Areas (Shaw and McKay 1942), Criminology (Cavan 1948). Todos ellos adhieren al mismo posicionamiento teórico: Las características ecológico-espaciales de la zona de transición provocan una anomia (desorganización social) diferencialmente mucho más alta que en el resto de la ciudad. Así Shaw y McKay (1942) observaron después de haber mapeado toda la ciudad y cruzado innumerables datos estadísticos a lo largo de varias décadas que los barrios estudiados en la zona de transición siempre eran los que presentaban las tasas de delincuencia más altas, con independencia de la composición étnica de los mismos, que había ido variando con las décadas. La causa no podía explicarse, pues, por motivaciones individuales o raciales, sino en los procesos que se operaban en aquella zona ecológica. Estos eran básicamente tres: a) La pobreza: unos recursos inadecuados mermaban las capacidades de la comunidad de poder gestionar y resolver los problemas locales. La gente estaba concentrada en la supervivencia del día a día- muchas veces en una lucha contra los vecinos por el acceso a los recursos escasos- y su objetivo era el de abandonar el barrio apenas tuvieran ocasión. b) La inestabilidad y movilidad residencial: este objetivo de abandonar el barrio se iba cumpliendo conforme el sueño americano producía el ascenso social. La población no era permanente ni se identificaba emocionalmente con el entorno lo cual llevaba a una falta de preocupación y de movilización para resolver sus problemas (nadie invierte en una comunidad que se ve como una fase transitoria de la vida). c) La heterogeneidad racial y étnica: la mezcla de grupos con valores y lenguas distintas es vista como una barrera que dificulta la comunicación y por lo tanto la coordinación y cooperación para regular la convivencia en el barrio. Es por ello que los de Chicago eran mayoritariamente favorables a la asimilación cultural y veían el multiculturalismo como un aspecto negativo y disfuncional. Dichas dificultades vendrán agravadas por el mecanismo de los prejuicios que conducen a la desconfianza cuando no a la abierta hostilidad entre grupos, en un proceso de retroalimentación que refuerza las fronteras étnicas y que es terreno fértil para el crecimiento de bandas que movilizan la solidaridad defensiva de dichas identidades. Park y Burgess ya habían advertido en 1921 que la solidaridad de grupo se relaciona en gran medida con la animosidad hacia otros grupos externos. Es a partir de esta tercera dimensión, la de las identidades y prejuicios étnico-culturales, que la Teoría de la Desorganización Social introduce las elaboraciones culturalistas del interaccionismo simbólico. El comportamiento debe siempre entenderse en interacción con el otro, individual o colectivo, pero no sólo en relación a las acciones del otro sino a las imágenes que el otro tiene de ti. No importa si esas imágenes son prejuicios o estereotipos negativos que no se corresponden con la realidad empírica. De acuerdo al teorema de Thomas, como ya se ha visto, si una situación es considerada real para alguien, tendrá consecuencias reales (evitaré o despreciaré a los negros porque pienso que son todos delincuentes, no les daré trabajo porque pienso que son vagos, no les alquilaré mi piso porque temo que no me vayan a pagar). La interacción con el otro no sólo tiene consecuencias sobre quien opera el juicio de valor sino sobre quien lo recibe, ya que se convierte en una parte estructurante de su yo (Sutherland 1924, 1947). Así individuos y colectivos a quienes se les atribuyen, estereotipadamente, determinadas características pueden acabar asumiéndolas como propias a través de un proceso inconsciente de aculturación (volviendo al ejemplo de las poblaciones negras, el más evidente en la sociedad norteamericana, los propios negros pueden llegar a verse como los ven los blancos: menos inteligentes, no aptos para determinados trabajos de cuello blanco y, por lo tanto, condenados al inmovilismo de una posición fija en la estructura social). Los sociólogos de Chicago ya habían desarrollado así el concepto que poco después Robert K. Merton bautizaría como “profecía autocumplida” (Merton 1948). En los barrios más pobres y étnicamente heterogéneos de Chicago ese proceso de construcción del yo, la identidad y los valores culturales a través de la interacción, había cristalizado en la aparición de una “subcultura urbana de la delincuencia”. En una parte de aquellas clases bajas inmigrantes la interiorización de los prejuicios (raciales, de clase o una combinación de ambos) que la sociedad dominante lanzaba sobre ellos había llevado a la formación de complejos subculturales que, a partir de las identificaciones primarias étnicas que se reforzaban en un bucle de interacción defensiva con las otras, construían su propio mundo de valores alternativos a los de la sociedad dominante. Un mundo de valores alternativos que se oponía al credo oficial 39 del ascenso social por el trabajo productivo duro y honesto y de los valores victorianos de la moderación y la gratificación diferida, precisamente porque los individuos habían interiorizado al mismo tiempo, y en contradicción con el mito meritocrático del American Dream, la creencia general que tendía a verlos como escoria, como buenos para nada, como losers congénitos. La conclusión a este conflicto cultural interno era, obviamente, muy clara: nunca saldremos de este agujero por la vía legal (adecuándonos al sistema), ergo construyamos nuestro propio camino. Si no valemos para ser Rockefellers convirtámonos en empresarios del crimen. En ese proceso de resistencia los colectivos de delincuentes crean un remedo de subsistema políticosocial y cultural propio, con sus propios valores y metas culturales: exaltación de la violencia como forma de adquirir prestigio y estatus, antintelectualismo, hedonismo y satisfacción inmediata de las pulsiones volitivas, percepción de la vida como efímera, etc. Pero, mucho más que eso, el pertenecer a una banda se convierte no sólo en un medio para obtener un fin sino en un fin en sí mismo: a través de la banda se satisfacen las necesidades de status y de pertenencia, la vida en banda y la lucha frente a otras confiere sentido a la vida. Arrebatar una calle a los italianos es ya un triunfo que vale una vida para un gangster negro de Harlem. Frederick Thrasher (1927) en su estudio comparativo de 1313 bandas de Chicago (el número exacto ha sido escogido a propósito por su potencia simbólica) fue quizás el primero en avanzar este giro copernicano en el estudio de la delincuencia organizada. La delincuencia había dejado de entenderse como un comportamiento individualizado o simplemente como una disfuncionalidad del sistema para pasar a ser concebido como un subsistema social y cultural semiautónomo incrustado (o enquistado) en el seno del sistema mayor. Para evidenciar claramente este revolucionario enfoque Sutherland propuso en la 4º edición de su Principles of Criminology (1947) la sustitución de la etiqueta Teoría de la Desorganización Social por la de Teoría de la Asociación Diferencial. Con ello quería subrayar que el enfoque funcionalista simple no bastaba para explicar la delincuencia organizada: aunque pudiera tener sus raíces en la anomia, una vez echado a andar el fenómeno este había adquirido una autonomía interna propia. Era una nueva forma de organización social, con su propia lógica interna. E igual que en el marco del sistema más general se aprendía a ser ciudadano a través del proceso de socialización, también se aprendía a ser delincuente en un proceso de socialización paralela. La Escuela de Chicago identificó dichos mecanismos de producción y reproducción de la cultura de banda en los mecanismos de socialización callejera: las bandas se formaban a partir de la socialización de niños y adolescentes por otros chicos un poco más mayores, en la calle, como consecuencia, sin duda, del fracaso de las instituciones de la sociedad (familia, escuela, iglesia) para socializar a los jóvenes. La socialización en las calles transmitía de generación en generación, como cualquier otro complejo de rasgos culturales, los valores, actitudes, técnicas y motivaciones de la cultura de banda10. “Abandonados” a su suerte por los adultos y la sociedad, la influencia del comportamiento delictivo de los jefes carismáticos y la fuerte compulsión a conformar su comportamiento con el de sus pares, atraía a un número enorme de jóvenes a las bandas. En resumidas cuentas, una teoría que validaba los aforismos populares del “Dime con quién andas y te diré quién eres” y aquello de “Las malas compañías nunca fueron buenas”. Una vez iniciado el fenómeno este tendía a incrementarse con efecto bola de nieve o, por decirlo con el término más técnico utilizado por Shaw y McKay, “una tendencia de gradiente”: la incapacidad del entorno social para frenar la formación de bandas aceleraba el ritmo de su crecimiento. Ello degradaba aún más la cohesión social, el entorno espacial y deprimía las esperanzas de una mejora de la vida por la vía legal, haciendo más atractiva aún la entrada en una banda e incrementando sus capacidades delictivas. La escalada condujo, en efecto, a la transformación de las primeras bandas de pilluelos con capacidad delictiva y niveles de agresividad limitados, a las potentes y violentísimas organizaciones mafiosas que controlaban buena parte de la economía de Chicago (y otras grandes ciudades americanas) en los años 20 y 30. Las consecuencias políticas de este enfoque interaccionista eran, como se puede imaginar, revolucionarias. La teoría echaba por tierra la idea, arraigada en el establishment, de que la criminalidad se combatía únicamente desde el frente policial. El descubrimiento de la dimensión sistémica y cultural de la delincuencia hacía de la solución punitiva una vía a todas luces insuficiente y, en muchos aspectos, incluso contraproducente: la actuación policial étnicamente sesgada (por el efecto de retroalimentación delincuencia-prejuicios) aumentaba la simpatía por las bandas, que podían llegar a adquirir, a ojos de la población general del guetto, un áura carismática como “resistentes” a la represión racista; los altos niveles de encarcelamiento agudizaban la desintegración familiar que a su vez alimentaba el papel socializador de las bandas (los padres no estaban ahí para educar a sus hijos porque estaban en la cárcel). Armados con las conclusiones de sus estudios los sociólogos de Chicago abogaban por medidas de fondo para romper el círculo sistémico de la socialización en la delincuencia: inversión en mejora de las infraestructuras urbanas (los de Chicago también observaron un efecto de bola de nieve entre el deterioro físico urbano y el grado de vandalismo y falta de civismo11) en educación y en programas que ofrecieran a la juventud valores y modelos sociales alternativos (a través, por ejemplo del deporte). No se limitaron a solicitarlo sino que se involucraron activamente en un proyecto para aplicar sus propias teorías a la transformación urbana. De este interés nació el Chicago Area Project, del que hablaremos más tarde. 2. Los análisis sobre las tipologías sociales liminales: biculturalismo y vagabundos. 10 La Teoría de la Asociación Diferencial fue corroborada por muchos studios sociológicos. Opp, por ejemplo, afirma que dicha teoría explica el 51% de la varianza del comportamiento colectivo y muestra cómo la intensidad del contacto que los jóvenes tienen con el grupo de pares es directamente proporcional al impacto que tienen en ellos los comportamientos desviados de dichas amistades (Opp 1989). 11 Por una especie de mecanismo de aceptación de los hechos cuanto más degradado iba volviéndose el ambiente menor era la valoración de la limpieza o la estética urbana por parte de la comunidad en su conjunto, así hasta llegar al punto de acabar colaborando activamente en un degrado que al inicio era sólo la obra de unos pocos. En una calle tapizada de cacas de perro o llena de basura la gente pierde la motivación para recoger los excrementos de su propia mascota o tirar la lata a la papelera. Este fenómeno sería bautizado muchos años después como Teoría de las Ventanas Rotas (Wilson y Kelling 1982). Willson y Kelling también pensaban, como los de Chicago antes, que sólo una recuperación integral del entorno urbano mediante una intervención externa podía romper este círculo vicioso de la cultura de la cutrez. 40 Dentro de la tipología de seres marginales al gran sistema social, los sociólogos experimentaron una especial fascinación por las tipologías sociales liminales, que se encontraban a caballo entre varias culturas y entre varias sociedades. Esta era una aberración que desafiaba el paradigma moderno de las identidades excluyentes construido y reflejado en el nacionalismo burgués de la época. La masiva inmigración a los Estados Unidos habían puesto bajo asedio una concepción básicamente nacida en Europa en una época previa a las grandes migraciones y para unas sociedades homogeneizadas culturalmente por Estados que protegían celosamente sus fronteras de infiltraciones externas ¿Cómo explicar ahora que uno pudiera ser polaco y americano al mismo tiempo? La racionalidad moderna conducía a los de Chicago a pensar que una situación bicultural sólo podía generar disfuncionalidad y alienación. Park dedicaría dos trabajos (1928, 1937) a describir el conflicto al que estaba sometido el hombre bicultural, aún más extranjero en la urbe americana de lo que el inmigrante rural lo había sido para Simmel en la ciudad europea “El hombre marginal [...] es aquel cuyo destino le ha condenado a vivir en dos sociedades y en dos culturas que no son meramente diferentes sino antagonistas (Park 1937: 10). Para el asimilacionista Park, aquella situación claramente disfuncional no tenía otra solución más que la del retorno a un nuevo monoculturalismo: el del melting pot angloamericano que se iba produciendo de una forma “natural” como un ajuste del propio sistema social. Otros miembros de la escuela centrarían su atención en otro tipo de inadaptado, en este caso interno, una categoría cuyos números se habían inflado con la Gran Depresión: el vagabundo. Sin techo, sin familia, desempleado, mendigo o sin trabajo fijo. Más aún que los delincuentes, las prostitutas o las chicas de moral sexual disipada, aquella tipología humana representaba al individuo más liminal de todos, al mismo tiempo dentro y fuera del sistema, liberado o alienado (según se quisiera ver) de las constricciones y responsabilidades sociales de este y, por lo tanto, la ilustración patente del fracaso del mismo en sus objetivos de normalización. Era un enigma cuyo código los ecólogos funcionalistas necesitaban descubrir pues ponía sobre la mesa la incómoda pregunta de si la vida fuera de algún tipo de sociedad era posible. El establishment venía mostrando preocupación por el fenómeno desde al menos 1906, cuando un estudio de Layal Shafee había estimado el número de vagabundos en los Estados Unidos en 500.000, cifra que parecía haber aumentado en 1911 a 700.000, cuando un artículo del New York Telegraph se interrogaba "¿Cuánto le cuestan los vagabundos a la nación?”(Conover 1984). Sutherland y Locke (1936) dedicaron una etnografía a los “24.000 sin techo” (una cifra que quería, sin duda, incidir sobre la seriedad de la pandemia), pero la obra más recordada en las antologías de la sociología urbana posterior es sin duda el The Hobo de Nels Anderson (1923). Por aquel término de hobo se conocía en Norteamérica a un tipo muy concreto de vagabundo, que no hay que confundir con el sin techo o el mendigo. Se trataba de trabajadores itinerantes, ocasionales, sin familia ni vínculos sociales estables, que recorrían el país de punta a punta subiéndose de polizones en los trenes de carga. El término parece haber surgido en el inglés norteamericano hacia 1890 y para los años 20 era ya usado corrientemente (Mencken 1921). El hobo atrajo la atención de los sociólogos porque se trataba de una tipología que no parecía encajar bien en sus teorías: como en el caso de los gangsters no se trataba simplemente de desajustados sino de un colectivo con una subcultura propia. La imagen de desesperados desplazados incesantemente por culpa de la precariedad del trabajo encubría debajo la de un colectivo que viajaba por decisión propia, como un estilo de vida, aceptando y dejando trabajos más o menos a voluntad, rehacios a adoptar una forma de vida sedentaria. Este tipo de vida errante, bohemia, podía ser una opción temporal o convertirse en una forma de vida definitiva. Muchos escritores de la época la practicaron por un tiempo y sus experiencias, autobiográficas o noveladas, se plasmaron en obras maestras de la literatura de la época y de todos los tiempos (pueden citarse, entre otros, el decano The Road de Jack London (1907) al que siguieron Tramping on Life: An Autobiographical Narrative de Harry Hibbard Kemp (1922), Beggars of Life de Jim Tully (1924), Of Mice and Men de Steinbeck (1936) y On the Road (1957) de Jack Kerouac). Al igual que los gitanos, aquellos nómadas contémporaneos vivían fuera de la sociedad pero aprovechando los espacios intersticiales que esta dejaba (en su caso, la necesidad de la economía de trabajos temporales poco cualificados). Pero a diferencia de los gitanos, que conformaban una sociedad marginal con vínculos sociales e identidad cultural muy fuertes, el hobo era un destilado casi puro de perfecto individualismo: los hobos no formaban familias ni estaban ligados los unos a los otros salvo por un débil reconocimiento en la identidad de un estilo de vida constantemente transitorio. Por lo demás el hobo es puro flujo, pura libertad sin ataduras sociales, personalidad y rol social en constante movimiento. Su única regla es “Decide tu propia vida”. Aunque sus actividades no caían en absoluto en la ilegalidad es comprensible que aquellos personajes líquidos intrigaran a los sociólogos creyentes en la omnipresencia del superorganismo social tanto o más que las bandas criminales las cuales, a fin de cuentas, podían entenderse como formas alternativas de satisfacer lo que se consideraba una necesidad universal de socialización. 3. Primeros estudios sobre política local. A la escuela de Chicago también puede considerársela pionera en el estudio de las maquinarias políticas municipales y de la gobernanza de la ciudad, uno de los temas que conformarán el objeto de estudio de la sociología urbana. Su interés arranca de nuevo de su funcionalismo y la necesidad de explicar comportamientos disruptivos de un correcto funcionamiento del gobierno urbano. También sus preocupaciones reformistas que los conducirían, como se analizará en el último apartado, a involucrarse en la política municipal. Así, por ejemplo, es necesario citar los trabajos de Gosnell (1924) y Gosnell y Gill (1935) sobre la participación electoral de los habitantes de Chicago en los que se trata de dar explicación a las altas tasas de abstencionismo en Norteamerica en comparación con las sociedades europeas, y los trabajos de Merriam (1928) y Merriam y Parrat (1933) sobre los problemas de gobernanza que planteaba una zona metropolitana tan enorme como la de Chicago, con más habitantes que algunos estados-nación de pequeñas dimensiones. Por su parte North (1931) se dedicaba a estudiar los 41 efectos de las políticas del Estado de Bienestar, que el New Deal rooseveltiano había empezado a aplicar, en los barrios de Chicago. 3.3.5. La Segunda Generación de Chicago y la acción política. Reformismo y sostenimiento del status quo racial en la ciudad: entre el Chicago Area Project y la Federal Housing Administration. Los ecólogos humanos han sido acusados de sostenedores del status quo (Meyers 1984; Zukin 1980; Shalin 1986; Merrifield 2002; Lin y Mele 2005) y de personajes obsesionados con el control social y la normalización12. Sin embargo, hacer un balance completamente objetivo e imparcial de su posicionamiento político no resulta tarea fácil. No es fácil, en primer lugar, porque los exponentes de la escuela son muchos, y entre ellos observamos variaciones significativas en su grado de compromiso social y político: desde los que se remangarán la camisa para intervenir personalmente en los barrios negros (como Shaw) a los que se limitarán a una acción académica (Park) o los que adoptarán posiciones más proactivamente reaccionarias (Hoyt). Otras dificultades provienen de ciertas ambigüedades inherentes al marco teórico de la Ecología Humana. Todo ello no quita para que hubiera posiciones aún más a la derecha en la academia norteamericana. Para entender en todas sus dimensiones el posicionamiento y las intenciones de las teorías de la Ecología Humana y sus consecuencias históricas es necesario entender cuál era el clima ideológico que se respiraba en aquellos años, tanto en la sociedad y la política como en la academia misma. El país aún no había salido de los años conocidos en la historiografía americana como “el nadir de las relaciones raciales” (Logan 1954), el periodo de mayor intensidad de las actitudes racistas de la historia norteamericana postesclavista. Desde 1876 y hasta los años 60 los congresos estatales, especialmente en el Sur, produjeron un copioso corpus legal para privar a los negros de sus derechos civiles y establecer una segregación social y espacial de iure, las llamadas Jim Crow Laws (Klarman 2004). Las primeras décadas del siglo XX también habían visto recrudecerse el debate, que era académico y político al mismo tiempo, en torno a los procesos de heterogeneidad cultural generados por las nuevas oleadas de migraciones, especialmente en las ciudades industriales del norte, punto de destino de la mayoría de los inmigrantes. Hasta las décadas de los 70-80 del siglo XIX, los inmigrantes habían sido fundamentalmente del norte de la Europa Occidental (británicos, irlandeses, alemanes, holandeses, escandinavos). Una mezcla cultural y racial relativamente homogénea y fácil de asimilar por parte del núcleo mayoritario anglosajón de los “Old Stock Americans”. A partir de esas fechas, con el difundirse y perfeccionarse de la tecnología del transporte transatlántico, el boom demográfico y con acontecimientos como la violenta anexión del Mezzogiorno por el estado unitario italiano, la inestabilidad y violencia constante en los Balcanes otomanos, los progroms contra los judíos y la represión zarista en las tierras controladas por Rusia (entre las que se contaba Polonia) provocaron una oleada de inmigración mediterránea, eslava y judía. A ello se unió la migración de los afroamericanos del Sur, que huían de la segregación racista impuesta tras la Guerra de Secesión y el comienzo de la urbanización de los indios norteamericanos, consecuencia en buena parte de la concesión de ciudadanía en 1924. El resultado fue un abigarramiento cultural que empezó a ser percibido por muchos en el establishment WASP como una amenaza a la cohesión del país y al sentido de identidad nacional (recordemos que nos encontramos en plena era del nacionalismo, y de las identidades excluyentes (Khan 2001). Intelectuales y políticos se dividieron en tres grandes bandos: 1) Por un lado, los nativistas, afirmaban que la identidad basilar de los Estados Unidos estaba en las poblaciones del Noroeste de Europa y presionaban para que se controlara la inmigración de todos aquellos grupos étnicos que no provinieran de estas zonas, incluidos los eslavos o los mediterráneos. El ala más extremista del nativismo estaba constituida por los defensores de posiciones racistas y eugenésicas. 2) En el centro del espectro político e ideológico los defensores del llamado modelo del melting pot o crucible (crisol), es decir, de la asimilación. La metáfora del caldero en el que todas las diferencias culturales acababan fundiéndose en un potaje único circulaba en la cultura americana desde finales del XVIII (Hirschman 1983; Gerstle 2001; Hollinger 2003) pero fue en 1908, con el estreno de una obra de teatro sobre el tema y con ese mismo nombre, The Melting Pot, cuando se popularizó. La obra había sido escrita por el judío-ruso-americano Israel Zangwill (Nashon 2006). La fusión por la que abogaba no era, sin embargo, un potaje indefinido sino básicamente un plato en el que siguiera reconociéndose el sabor de su ingrediente principal, a saber, la cultura anglosajona. 3) Al otro extremo del espectro político-ideológico se encontraban los defensores del pluralismo cultural como Horace Kallen y su Democracy Versus the Melting-Pot (1915), Randolph Bourne (Trans-National America (1916)) o el expulsado de Chicago John Dewey, que abogaban entre otras cosas, por programas de educación bilingües. Un gran centro de difusión de estas ideas era la New School of New York, una universidad alternativa y progresista fundada en 1919 y que había dado un foro a muchos de los autores considerados indeseables por un establishment universitario inclinado masivamente hacia la derecha. Entre sus profesores se contaban los propios Kallen o Dewey o el famoso economista Thornstein Veblen (Hollinger 1995). Esta obsesión es observable en los propios títulos de sus obras: Non-voting: Causes and methods of control (Gosnell 1924) o la póstuma de Park On Social Control and Collective Behavior (Park 1967). 12 42 La paternidad del movimiento eugenésico, una rama del racismo biológico, se imputa a Francis Galton, primo de Darwin, quien aplicó en un sentido racista (ausente en aquel) la teoría de la selección natural. Creían que la industrialización y el éxito capitalista eran el producto de una superior inteligencia y de este principio extraían la conclusión de que las razas nórdicas y las clases altas dentro de estos, eran genéticamente superiores. La pobreza de las clases bajas era asociada con niveles menores de capacidad intelectual/racionalidad y, estos, con mayores niveles de corrupción moral, violencia y psicopatías. En las ciudades de Estados Unidos la coincidencia estadística entre raza, comportamientos desviados y clase social era entendida como una confirmación empírica de este postulado. Además de creer en la superioridad racial los eugenesistas estaban convencidos de que la especie humana podía perfeccionarse artificialmente mediante una calculada selección de los genes mejores y el filtrado de los peores. Cuando mayor fuera la calidad del pool genético mayor sería la racionalidad del sistema social y menores los factores disfuncionales (Black 2004; McWhorter 2009; Bashford y Levine 2010). Los eugenesistas norteamericanos percibían el crecimiento de la población negra y las oleadas de inmigrantes no nórdicos como una amenaza a sus objetivos de progreso evolutivo (la mayor amenaza inmigrante constituida, en su particular jerarquía racial, por los orientales como chinos, japoneses y filipinos, seguidos de los mestizos latinos) y para protegerse de sus posibles efectos deletéreos (la versión más apocalíptica era la de un futuro “suicidio racial”, con el precioso caudal de genes arios diluido en una informe y mediocre mezcla) la eugenesia entró en política, abogando por el establecimiento de leyes de segregación racial más duras aún de las existentes: prohibición de los matrimonios mixtos, campañas de esterilización a mujeres de clases bajas (especialmente negras) y leyes migratorias restrictivas contra las poblaciones no arias. Para esto último se fundó la Inmmigration Restriction League en 1894(Black 2004; McWhorter 2009; Bashford y Levine 2010). Es muy importante entender que el movimiento eugenésico no era una elucubración de unos pocos racistas radicales. Una parte importante de la sociedad, entre la que se contaban sectores muy influyentes, apoyaba activamente sus ideas, porque una parte decididamente muy grande del establishment era racista. Entre ellos pueden contarse presidentes que simpatizaban con algunos de sus principios: republicanos como Theodore Roosevelt (1901-1909) (Dyer 1992) o demócratas como Woodrow Wilson (1913-1921)13. El movimiento recibió copiosa financiación por parte de algunas de las grandes fortunas del país, como los Carnegie (acero), los Rockefeller (banca), los Harriman (ferrocarriles) o los Kellog (alimentación). La academia no era una excepción en este sentido: el número de profesores que simpatizaban con todas o algunas de las tesis eugenésicas es impresionante y se concentraba sobre todo en las cumbres de la Ivy League: A. Lawrence Lowell y David Starr Jordan, respectivamente rectores de Harvard y Stanford, y un sinfín más (McWhorter 2009). En el mundo de la sociología destacaron dos personajes de relevancia: Edward Alsworth Ross (1866–1951) y Henry Pratt Fairchild (1880–1956). Como muestra del apoyo y consenso de que gozaban entre una parte importante del colectivo de los sociólogos, a los dos les fue conferido el honor de presidir la American Sociological Association (el primero en 1914-15, el segundo en 1936, cuando era, para más inri, el presidente de la American Eugenics Society). Fue Ross quien acuñó el término “suicidio racial” en su obra The Old World in the New: The Significance of Past and Present Immigration to the American People (1914) (Baltzell 1964). El bando racista se apuntó un gran tanto con dos leyes migratorias sucesivas, la Emergency Quota Act (1921) y la Jonhson-Reed Act (1924), diseñadas expresamente para restringir la inmigración con origen en la Europa del Este y del Sur (Zolberg 2006). Los ecológos humanos de Chicago parecen haber abogado en mayoría por la opción asimilacionista. Una ilustración de esta tesis la constituye el artículo de Carol Aronovici Americanization: Its Meaning and Function, aparecido en 1920 en el American Journal of Sociology. Aunque el autor no pertenece a la Escuela el Departamento le da voz a través de su órgano de difusión. No sólo defendieron el asimilacionismo: con sus estudios se aplicaron a demostrar que el debate era, en realidad, estéril, pues la asimilación era el resultado final natural del proceso de sucesión ecológica. Lo que con los Community Studies parecía sellar una inclinación multilineal de los procesos históricos (a nivel urbano) se revela al final como una nueva edición del moderno evolucionismo unilineal. Las subculturas urbanas no eran realidades permanentes. No sólo porque todo estaba, como la naturaleza, en constante flujo, sino porque las culturas étnicas de barrio eran sólo un estadio transitorio en un ciclo más general que afectaba a las relaciones raciales y étnicas: el mismo ciclo ecológico de invasión y sucesión ya descrito. Así, si la primera fase de ese ciclo era el contacto del nuevo grupo étnico inmigrante con los grupos “nativos” previamente establecidos. A esta le seguía una segunda fase de conflicto por el espacio y los recursos. Cuando el conflicto no se concluye con la expulsión de uno de los grupos a esta fase le sucede una tercera en la que ambos grupos (simplificamos el modelo a dos pero en la realidad los grupos pueden ser muchos más) se ven obligados forzosamente a acomodarse el uno al otro, en una co-existencia inestable, nunca exenta de tensiones. Finalmente esta dinámica se combina con la del movimiento espacial centro-periferia. Con el transcurso del tiempo y las generaciones los grupos van desplazándose de la zona de transición a la periferia y las diferencias culturales se van difuminando hasta acabar en la asimilación total a la cultura dominante, la marcada por la clase media originariamente anglo. Así, los irlandeses habían sido al siglo XIX lo que los polacos e italianos a los inicios del XX: despreciados, marginados. Todos habían acabado por entrar paulatinamente en el caldero y fundirse en el main stream de la clase media. La asimilación es entendida como un imperativo teleológico que se deriva de dos premisas: la de un evolucionismo unilineal que cree que todos los grupos sociales avanzan diacrónicamente hacia formas más modernas (más homogéneas y universales) y mejores (ascenso social) y la de un funcionalismo que entiende las diferencias culturales como una fuente de inestabilidad y conflicto que el sistema tiende automáticamente a reducir. Esta tesis encuentra sus ilustraciones más sofisticadas en el trabajo de Cressey Population Succession in Chicago: 1898-1930 y en las obras de Park sobre relaciones étnicas (Park y Thompson 1939, Park 1950). De la teoría se desprendía que lo mismo debería suceder con los negros o los latinos en el futuro próximo. Sin embargo, cuando se llega a los grupos étnicos no blancos, la posición de la sociología de Chicago es mucho más conservadora. Wilson defendió públicamente la eliminación de los negros de la vida política en los estados del Sur después de la Guerra Civil y justificó el nacimiento del Ku Klux Klan por el estado de anarquía que reinaba. Durante su presidencia no se opuso a la reintroducción de la segregación racial entre los funcionarios federales practicada por algunos de los miembros de su gabinete (Wilson en Baker y Dodd 1925) 13 43 En la dimensión urbana, la segregación racial demandada por el racismo eugenésico fue consciente y sistemáticamente secundada por la sociedad y por la administración. Desde 1911 habían proliferado por todo el país, introducidos por las asociaciones de vecinos, los llamados Restrictive Covenants, cláusulas que se añadían a los contratos de compra-venta de inmuebles y que establecían la prohibición de comprar o vender las propiedades a personas de determinado origen étnico (Jonas-Correa 2001). Muchas asociaciones de agentes inmobiliarios se dotaron de códigos deontológicos para fomentar la aplicación de dichas normativas. Fue un mecanismo aplicado masivamente por la clase media y alta blanca para impedir que las minorías de color (y en especial los negros) tuvieran acceso residencial a sus barrios (Darden 1995; JonasCorrea 2001). Aunque las cláusulas no siempre se cumplían su eficacia, tal y como reflejan los números, fue, en general bastante grande. Si en 1915 el 50% de los 70.000 negros de Chicago vivía fuera de las áreas segregadas, en 1940 había descendido al 10% de una población de 340.000 (es decir, eran los mismos 35.000 que ya residían en ellas en el periodo previo a la aplicación de los Covenants) (Lohman 1947:25). Incluso en una ciudad del norte como Chicago buena parte del espacio público estaba segregado: cines, teatros, restaurantes, centros recreativos, incluso las playas del Lago Michigan (Lohman 1947). La segregación espacial fue ulteriormente agravada a partir de los años 30 por el propio gobierno federal a través de todo un conjunto de herramientas institucionales. Termómetro inequívoco de hasta qué punto el racismo era una actitud muy extendida, aquella política fue diseñada por la administración democrática de Franklin Delano Roosevelt (primo, por cierto, en quinto grado, del otro presidente del mismo apellido). Este papel activo del Estado se remonta a 1934, con la promulgación de la National Housing Act y el establecimiento de la Federal Housing Administration (FHA), un instituto federal cuya misión era poner en práctica un ambicioso plan de vivienda pública y de promoción del sector inmobiliario privado con el objetivo declarado de convertir a la sociedad norteamericana en “la civilización mejor alojada de la historia” (FHA 1938) y a la mayoría de sus ciudadanos en propietarios de su propia vivienda. En los siguientes años surgieron organismos públicos de vivienda a nivel estatal, como la Chicago Housing Authority o la New York Housing Authority, para construir viviendas de protección oficial, normalmente en régimen de alquiler, para las clases menos favorecidas, y se promovió la concesión de créditos hipotecarios fáciles y baratos, a través de la Federal Home Loan Bank Board (FHLBB) para impulsar la industria inmobiliaria y convertir a la clase media y buena parte de la trabajadora en propietaria. El modelo de desarrollo urbano preconizado para las promociones construidas por el sector privado fue el del suburbio rururbano, la ciudad jardín de los socialistas británicos. A los motivos que ya habían conducido a Ebenezer Howard y su Garden City Movement (Howard 1902) a considerar esta forma de urbanismo como la más deseable (contrarrestaba el estrés provocado por el hacinamiento, la congestión del tráfico, la polución, las tensiones derivadas de la convivencia en un espacio densamente habitado, la falta de intimidad) se añadían otros de tipo cultural (la tradición rural de frontera y el individualismo arraigados en el imaginario americano) y de estrategia desarrollista (la forma residencial suburbana hacía a la población dependiente del automóvil, lo cual permitió el despegue de esta industria y de la de la construcción de infraestructuras, un empujón enorme para salir de la recesión). El programa tenía además una última agenda, de carácter racial: separar espacialmente a los blancos de las minorías no caucásicas. En efecto, aquel desarrollo suburbial, concretización del Sueño Americano (casa, automóvil, jardín, perro, barbacoa), tenía un terrible lado oscuro: estaba diseñada para whites only. Entre las indeseables condiciones de vida urbana que el suburbio pretendía solucionar estaba la de la convivencia, rechazada por una sociedad blanca llena de prejuicios, con los negros y otras minorías étnicas. Esta convivencia obligada se había incrementado en las ciudades del norte entre 1910 y 1940, alcanzando niveles hasta entonces desconocidos, debido a lo que los historiadores denominan la Great Migration, en la que 1,6 millones de negros abandonaron el Sur, huyendo de la discriminación y la violencia racistas (Leman 1991). Aquella convivencia incómoda e indeseada muy pronto se tradujo en una violencia sistémica. De 1917 a 1943 las grandes ciudades norteamericanas se ven sacudidas por recurrentes olas de disturbios raciales, 23 en total, la mayoría de las veces iniciadas por blancos, y que dejaban como balance decenas de muertos y millones de dólares en daños a la propiedad pública y privada (Sowell 1981). Chicago, en concreto, fue testigo de dos grandes estallidos: el de 1919, que también incendió, durante el llamado Red Summer, otras 6 ciudades del país, y el de 1951 (Hirsch 1983). La tensión racial se hizo especialmente grave en los años de la guerra y en los primeros de la postguerra, pues el esfuerzo bélico había ralentizado la construcción de barrios residenciales para blancos, con el resultado de que muchos de ellos seguían, por falta de oferta inmobiliaria, atrapados en las zonas interiores de la ciudad, obligados a compartir el espacio con los negros (Myrdal 1944; Lohman 1947). Pero la violencia y la intimidación contra las minorías marginadas no se reducían a aquellas turbulencias puntuales. La confrontación era constante: en Chicago las tentativas de las familias afroamericanas por salir del guetto accediendo a los nuevas urbanizaciones de vivienda protegida construidas por la Chicago Housing Authority eran saboteadas constantemente por multitudes de enfurecidos vecinos blancos con incendios intencionados e incluso atentados con bomba (Hirsch 1983): 46 en Chicago sólo entre 1944 y 1946 (Lohman 1947: 67). La situación era percibida por las autoridades como un polvorín que era necesario desactivar. La solución puesta en marcha, sin embargo, no fue progresista (esta habría venido en forma de un fomento de la integración) sino ásperamente retrógrada. La solución del gobierno fue continuar en el plano urbano la política segregacionista de las Jim Crow Laws, separando residencialmente a blancos de coloured. Pero no en las mismas condiciones: para los blancos, se aceleró la construcción de nuevos suburbios con grandes casas individuales y jardín; para los no blancos quedaron los viejos barrios obreros de siempre, con su plano ortogonal y manzana cerrada o, al máximo, los nuevos desarrollos racionalistas en masificadas torres de apartamentos. No contentos con segregar desigualmente, las autoridades implementaron un conjunto de políticas que no sólo mantenían a los coloured en las zonas ya de por sí más degradadas de la ciudad (edificios viejos, viviendas pequeñas, en arterias de intenso tráfico, con pocas zonas verdes) sino que, además, provocaban un proceso de ulterior degradación de las mismas. 44 El mecanismo para mantener el suburbio racialmente homogéneo fue doble: por un lado la Federal Housing Act dio una cobertura legal a los Restricted Covenants (FHA 1938)). Por otro la FHA a través de otra agencia federal, la Home Owners' Loan Corporation (HOLC), elaboró a partir de 1935 unos mapas que clasificaban el suelo de las 239 ciudades más grandes del país en cuatro zonas, de acuerdo a niveles de seguridad para la inversión inmobiliaria. Algo así como una agencia pública de rating inmobiliario. En los extremos estaban las zonas tipo A, delimitadas en azul, con máximas garantías de inversión (que coincidían con los nuevos suburbios blancos), y las zonas tipo D, delimitadas en rojo, con nula garantía de inversión (que lo hacían con los viejos barrios de la inner city, ahora ocupados ya mayoritariamente por no blancos) (Hoyt 1939). Los llamados Residential Security Maps de la FHA no prohibían expresamente la concesión de créditos en las zonas delimitadas por la línea roja, y quizá estuvieran parcialmente cargados de buenas intenciones (evitar que en el futuro se produjera otra ola de impagos hipotecarios y desahucios como la que entonces vivía el país) pero el proceso que provocaron fue exactamente el mismo que el de las agencias financieras de rating cuando degradan la deuda soberana de un país: la tipología se convirtió en la vara de medir de los bancos, confirmando y legitimando oficialmente los prejuicios raciales existentes en la sociedad. A partir de 1935 las entidades de crédito trataron todas las solicitudes en la zona roja como si tuvieran las mismas características (es decir, sin valorar las capacidades económicas de cada potencial comprador individual) y las entidades bancarias cerraron del todo el grifo de la financiación. Obstaculizado por el otro lado el acceso a la vivienda en los barrios blancos por los covenants racistas, la incipiente clase media no blanca se vio en grandísima dificultad para adquirir una vivienda o financiar una actividad empresarial, posibilidad que se redujo a cero para la clase baja y el lumpenproletariado de color, mientras que las últimas poblaciones blancas que quedaban en las inner cities, aunque tuvieran menos solvencia que sus vecinos negros, aprovecharon la ocasión para trasladarse a los suburbios después de la guerra. La práctica recibió el nombre de redlining, por la línea roja que delimitaba las áreas a las que el mercado les había negado el crédito. Hasta 1950 tanto la FHA como el Veterans Administration Program, que puso en práctica una política de créditos blandos para los veteranos de guerra, establecieron como requisito para abrir el grifo financiero que los barrios fueran racialmente segregados. La FHA instruía a su personal para que valorara las “influencias raciales adversas” que afectaban a un barrio antes de conceder una hipoteca o un crédito a un promotor. Hasta 1948 el Underwriting Manual de la FHA avisaba expresamente que “la mezcla racial en la vivienda es indeseable per se y conduce a un descenso del valor de las propiedades” (Wiese 2004:96). El cuadro lo completaba el papel jugado por las corporaciones locales y sus reglamentos urbanísticos. Los planes de urbanismo y zonificación y los nuevos códigos de la construcción combatieron la autoconstrucción e inflaron el coste de la misma, haciéndola inaccesible para los negros (muchos de ellos, obreros cualificados, venían hasta entonces construyéndose sus propias casas con materiales reciclados). Bajo la escusa de aplicar nueva legislación en materia de higiene pública los reglamentos urbanísticos permitieron la demolición de muchas comunidades suburbanas de afroamericanos, en lo que puede definirse como “la limpieza étnica del suburbio” (Wiese 2004: 100). El resultado fue la formación de barrios prácticamente habitados sólo por no blancos y la parálisis total del mercado inmobiliario en esas zonas. Con la desaparición del mercado llegaría una ulterior degradación del entorno urbano. Sin la sangre del crédito que nutre la economía y las inner cities se fueron rápidamente gangrenando. Los caseros dejaron de invertir en propiedades que era imposible vender (Squires et al 1987; Squires 1987; Berkovec et al. 1994; Zenou y Boccard 2000; Squires 2003). A la degradación creada como efecto del redlining se añadió la de la desinversión del Estado en infraestructuras públicas. El resultado fue el nacimiento del que muy posteriormente otros profesores de la universidad de Chicago bautizarían como hiperguettos étnicos (Wacquant y Wilson 1989), donde la criminalidad se hizo rampante y endémica. El proceso, al menos para el caso de los negros, había casi culminado a finales de los 40. Los censos de la época muestran cómo la población residente afroamericana se concentraba sólo en 12 de los 75 distritos censales de Chicago pero en 3 de ellos, situados precisamente en la zona ecológica de transición, el porcentaje de población negra era superior al 90% mientras que en los otros 9, semiperiféricos, se situaba entre el 1% y el 10% (correspondiente a la minoría negra de clase media) (Lohman 1947: 11). Sólo la reducción de la presión sobre el acceso a los bloques de viviendas de alta densidad habitacional construidos por el gobierno, tras la huida en masa de las clases medias y obreras blancas a los suburbios, ofreció una relativa válvula de escape a partir de los años 50. Las características residenciales de estos hiperguettos negros fueron descritas insuperablemente en sus detalles por el gran sociólogo sueco Gunnar Myrdal, quien fue comisionado por la Carnegie Foundation para realizar un estudio sobre el Black Belt, el Cinturón de barrios negros, que envolvía al CBT de Chicago. Reproducimos una larga cita a continuación porque no tiene desperdicio: La constante inmigración de negros del sur a esta área segregada dobló el tamaño de las familias, provocó el subarriendo de las propias viviendas, la transformación de lo que una vez habían sido espaciosas casas y apartamentos en pisos minúsculos, el hacinamiento de una entera familia en una única habitación, el rápido incremento del precio de los alquileres, y la prolongación del uso de edificios que deberían ser condenados a demolición. La actitud negligente de la inspección sanitaria cuando se trata de afroamericanos o, en general, de gente pobre, se convierte en un problema especialmente serio cuando una población ignorante como esa ocupa el espacio. Los negros han ido siendo empujados hacia el sur desde el centro de la ciudad por la expansión de la industria ligera, los grandes centros comerciales, los garitos de juego y de vicio. El acaparamiento de terrenos para especulación, los elevados costos de construcción y la escasez de capital han dejado enormes solares de tierra baldía en medio de las zonas más densamente pobladas con residentes negros en la mitad norte del Black Belt. La frontera occidental está netamente delineada por las vías del ferrocarril, que separan a los negros de sus vecinos blancos pobres. La expansión hacia el sur ha estado marcada por un amargo conflicto entre blancos desposeídos y negros sometidos a acoso. Han surgido organizaciones para impedir a los blancos vender o alquilar propiedades a los negros; los negros que conseguían meter el pie o los blancos que se decidían a venderles su casa a cambio de desproporcionadas 45 sumas de dinero han sido sometidos a actos de terrorismo psicológico y agresión física; muchas de las demás relaciones entre negros y blancos están marcadas por el miedo y el odio más amargos debido a la creencia por parte de los blancos de que los negros representan un peligro para sus personas y sus propiedades (Myrdal 1944: 1127) La cuestión racial era, pues, un tema candente, de urgencia nacional, en aquellas décadas. Podríamos añadir que siempre lo había sido, desde el nacimiento de la república norteamericana. En la sociedad estadounidense se estaba combatiendo la sempiterna guerra ideológica derivada de su pecado original esclavista y de su condición de tierra de promisión para emigrantes. Y esa guerra tenía entonces un frente de batalla abierto en las aulas universitarias. Ross fue expulsado de Stanford por sus invectivas racistas contra los chinos, políticamente incorrectas incluso para una universidad conservadora como la de Palo Alto. Y ya sabemos en qué suerte había incurrido Thomas por defender la legalización de la prostitución en Chicago (tema que levantó escándalo pues se veía precisamente a las prostitutas como un caso paradigmático de degeneración genética). Es en este contexto histórico en el que es necesario valorar la posición política de la Escuela Sociológica de Chicago que, en gran medida, viene condicionada por la cuestión racial. Y como advertíamos al principio, no es fácil realizar un balance general de la misma. Si tuviéramos que adelantar un mínimo común denominador podríamos decir, sin embargo, que, en términos generales, todos los autores se sitúan en el centro del arco ideológico, con posiciones bastante moderadas y acomodaticias con el sistema. Por un lado su teoría ecológica es un gran esfuerzo intelectual, construido con montañas de datos, para demostrar que todos los comportamientos que los eugenesistas achacaban a la raza eran en realidad el producto de una interacción entre el entorno espacial y económico (las fuerzas del mercado), la retroalimentación de los prejuicios y una subcultura que se podía modificar mediante la educación. Su concepto culturalista y ecológico de las diferencias socioculturales los colocaban en ese sentido al mismo lado que la antropología en su rechazo y combate contra el racismo pseudocientífico. Lohman (1947), profesor durante varios años en el departamento, rebatió con argumentos sólidos a los autores racistas que pretendían usar los resultados de los test de inteligencia de los reclutas (en los que los negros puntuaban en términos generales por debajo de los blancos) como prueba científica de la superioridad de los últimos. Lohman desagregó los datos y demostró que los negros del norte habían puntuado por encima de los blancos del sur (Lohman 1947:49). Era todo una cuestión de entorno y educación, no de genes. Este rechazo al racismo genético lo demostraron con hechos biográficos ilustrativos: Park fue asistente en su juventud, durante varios años, de Booker T. Washington, profesor afroamericano del Tusckegee Institute, una institución de educación superior para negros en Alabama y uno de los exponentes de la lucha por la igualdad racial en los Estados Unidos de fin de siècle (Rauschenbush 1979). La propia escuela elevaría a un afroamericano, Edward Franklin Frazier, que llegó a Chicago proveniente, precisamente, de Tusckegee, y a una sino-americaa, Rose Hum Lee, a las cotas más altas de la academia. Sin embargo, la aplicación de la ecología biológica a la sociedad tenía el efecto de naturalizar las causas y, por tanto, de alguna manera, reificar, la estructura social de clases y las subculturas étnicas, lo cual es una forma implícita de negar la posibilidad de que estas puedan ser completamente transformadas por la intervención humana. Esta posición ya recibió críticas en su propio tiempo, provenientes de sociólogos de otras universidades. Alihan (1938) desde Columbia acusará a la Escuela de Chicago de ser ideológica, de mero reflejo de la cosmovisión de la clase capitalista americana. Gettys (1940) acusó a su biologismo de mistificatorio y de desviar la atención de las verdaderas causas de los procesos sociales. La posición de Chicago es la clásica del funcionalismo anglosajón, consciente y premeditadamente alejada de los análisis marxistas (como lo había sido la de Durkheim y Weber en Europa). Como muy bien apuntan algunos de sus críticos pertenecientes a aquella corriente, la Ecología Humana ignoraba completamente la dimensión de las clases sociales y del conflicto entre ellas, sustituyéndola por la obsesión, idiosincráticamente estadounidense, por la raza y la etnia y la “naturalización” ecológica de la estratificación social (Zukin 1980; Merrifield 2002). Tampoco está presente apenas en sus análisis el papel que juega la maquinaria de un Estado al servicio de la burguesía capitalista y de la supremacía de la raza blanca en la estructuración del espacio construido (lo que habría llevado a ver al Estado como claro cómplice cuando no fautor de la degradación de la Zona de Transición, por la dejación de su responsabilidad de invertir en adecuadas infraestructuras, en la construcción de un Estado de Bienestar, o en mecanismos de desarrollo comunitario). Para la ecología funcionalista el sistema funciona de acuerdo a unas leyes que se presentan como independientes de la acción humana: la ley del mercado y la de competencia cooperativa entre grupos. No existe apenas ninguna crítica al Estado ni a su papel premeditado e institucional en fomentar la segregación racial urbana. Una posición realmente beligerante contra el racismo habría supuesto una denuncia masiva y decidida al sistema de apartheid institucionalizado inscrito en los Restrictive Covenants y refrendado por el redlining de la FHA. Dicha contestación existió en los Estados Unidos y, fue, en efecto, masiva (Bridewell 1938; Weaver 1940; McDougal y Mueller 1942; Weaver 1944; Myrdal 1944; Kahen 1945; Dean 1947; Long 1947; Abrams 1947; Weaver 1948; Groner 1948, Ming 1949). Entre los que saltaron a la trinchera en contra de la segregación residencial merece destacar figuras tan importantes como el director de la New York Housing Authority Charles Abrams (Henderson 2000), cuyos tonos fueron tan duros que comparó la legislación de la FHA con las Leyes de Nüremberg nacionalsocialistas (Abrams 1947; Wiesel 2004), o el consejero para asuntos afroamericanos del Departamento del Interior Weaver (los dos blancos). Sin embargo, dichas críticas están prácticamente ausentes en los escritos de la sociología de Chicago. Ellos, investigadores infatigables de la gran ciudad, notarios escrupulosos de sus conflictos raciales y su segregación, callan significativamente a la hora de denunciar la que era, sin duda, una de las causas fundamentales de la misma. Un rastreo por la producción de la escuela o de los artículos publicados por su revista entre 1920 y 1950 nos ha llevado a identificar solamente dos menciones explícitas y condenatorias de los Restrictive Covenants (Lohman 1947; Jones 1948). Ambas 46 son tardías, firmadas por autores menores y hacen sólo mención a los Covenants, pero no al redlining. La de Jones se refiere sólo a los mexicanos (entonces una minoría sociológicamente muy pequeña). La de Lohman ataca de lleno el problema, que era sin duda la segregación de los negros, pero es muy significativo que la fuente de la que toma la información sea el estudio de Myrdal sobre Chicago - un sociólogo sueco, observador externo- y no cite ni un solo autor de la casa a este respecto. La ausencia de lo que no se dice es un como un libro abierto. Este posicionamiento sorprende menos (o aún más, según se mire), cuando descubrimos que el artífice de los Residential Security Maps de la FHA fue, precisamente, uno de los sociólogos del departamento de Chicago, del que ya hemos hablado: Homer Hoyt. En 1934 había sido nombrado economista jefe del área de vivienda de la FHA y fue él quien elaboró los primeros mapas, aplicando los conocimientos y metodologías desarrollados en el estudio del mercado inmobiliario (al que había dedicado los años precedentes y que sería siempre su área de especialización). Es, de hecho, en un informe para la FHA, y no en una revista académica, donde Hoyt elabora su famoso modelo sectorial que corregía el de Burgess (Hoyt 1939). Autores críticos como Beauregard (2007) sostienen que la corrección del modelo proviene, precisamente, de la valoración consciente por parte de Hoyt del efecto de estos factores de política segregacionista en el desarrollo urbano. Aunque Hoyt reconocía que seguían existiendo procesos ecológicos externos a la acción política que no se podían controlar (ningún agente inmobiliario puede modelar completamente un área urbana), el efecto de la posición intervencionista que él mismo estaba diseñando era sin duda muy fuerte. El asentamiento de los grupos étnicos en la ciudad no era únicamente formateado por fuerzas ecológicoeconómicas espontáneas como había sostenido Burgess. Era dirigido “por otros factores” y ello daba lugar a aquel patrón sectorial que rompía la inevitabilidad de la dinámica unidireccional centro-periferia. Sin embargo, Hoyt se guardó mucho de reconocer explícitamente que aquel modelo sectorial estaba guiado por políticas segregacionistas. Más allá del silencio, la investigación bibliográfica revela incluso trazas de una actitud “negacionista” del problema entre los de Chicago. El artículo de Weimer (1937), colaborador de Homer Hoyt, The Work of the Federal Housing Administration es claramente apologético y el de Johnson, The Negro, publicado por el American Journal of Sociology en 1942, saluda el notable mejoramiento de las condiciones de los afroamericanos en todos los terrenos gracias a la política del New Deal. Más allá de sus disquisiciones teóricas contra el racismo y sus relaciones con académicos de las minorías no blancas, los sociólogos de Chicago se nos aparecen mayoritariamente como hombres del sistema, gente de orden, defensores de las raíces culturales anglosajonas de la nación americana, de los valores familiares y de género de la clase media14 y creyentes acríticos en la democracia liberal y la economía de mercado y –este es el gran tabú que pocos se atreven a decir- conniventes con el sistema de apartheid racial. No prometían las mieles rosáceas de una sociedad de igualdad y justicia absoluta ni llamaban a la revolución contra la clase blanca anglosajona que gobernaba el país (ellos mismos formaban parte de ella). Su visión de los problemas urbanos no es la del humanista utópico convencido de que puede haber una salvación para todos, sino la del darwinista que aplica las teorías biologicistas de la selección natural a los fenómenos humanos/urbanos: “La estructura de la ciudad tiene sus fundamentos en la naturaleza humana, de la cual es “expresión” y, por lo tanto, existe un límite a las modificaciones arbitrarias que se pueden hacer, sea en sus estructuras psíquicas que en su ordenamiento moral” (Park 1952: 16). Reconocerá un tardío Park en una obra ya póstuma. Incluso el poder más hegemónico y fuerte es incapaz de reingenierizar completamente las formas de vida de la ciudad. Las consecuencias de esta visión es que se da por supuesto y se acepta que el sistema siempre mantendrá en su seno un cierto grado de desorden, de anomia, de entropía, de “zonas marginales”, aunque la naturaleza de este vaya cambiando en series cíclicas de ajuste. La naturalización del conflicto étnico como “competición ecológica” por recursos escasos hace que la tensión racial y los prejuicios que se producen y reproducen en ella se vean como un aspecto inevitable del funcionamiento del sistema. Eliminarlos del todo es imposible porque la vida es, entre otras cosas, competición y siempre habrá perdedores e inadaptados pero, además, porque algunos de estos fenómenos proceden de leyes psicológicas universales. Este argumento lo extraen los sociólogos de Chicago de las teorías psicológicas sobre actitudes desviadas y prejuicios sociales que estaban desarrollando por aquellos años Gordon Allport y sus colaboradores (Allport 1935, 1937; Allport y Kramer 1946; Allport y Postman 1947). No se pueden, por ejemplo, programar completamente la pasión y los instintos y en ese sentido será inevitable que ciertos individuos, cualquiera que sean las características del entorno, caigan en la delincuencia o en el círculo vicioso de la drogadicción. Los prejuicios raciales, continua este argumento, son hasta cierto punto también inexorables puesto que provienen del mecanismo psicológico universal que tiende a buscar chivos expiatorios como válvula de escape de las frustraciones de los individuos. La conclusión: siempre habrá frustraciones y siempre habrá chivos expiatorios (Allport y Kramer 1946). Lohman (1947) citará explícitamente la obra de Allport para apoyar esta postura. Al considerar el conflicto racial como una ley de la naturaleza la Escuela de Chicago, aún reconociendo la igualdad genética de todas las razas, declara su incapacidad (y falta de voluntad) para acabar con la segregación. Una posición verdaderamente progresista habría tomado la igualdad genética del género humano para, como así lo hizo la ciencia social más adelante, declarar abolido el propio concepto de raza y luchar por la construcción de una sociedad post-racial (Baker 1998). La respuesta de los sociólogos de Chicago al problema no apunta en absoluto en esta dirección sino en todo caso, a la de una segregación igualitaria, “iguales en derechos pero separados” y quizá ni eso. Lo importante era que las bolsas de entropía no afectaran significativamente al buen funcionamiento del sistema en su conjunto. Es aquí donde la Ecología Humana encuentra Pensemos en sus preocupaciones sobre la promiscuidad de las chicas de clase baja o en sus estudios sobre el divorcio, cuyo objetivo implícito era ofrecer herramientas racionales para rebajar su incidencia (Burgess y Cottrell 1939). 14 47 su propio límite a la teoría asimilacionista del melting pot. La asimilación era contemplada por Park y sus discípulos como el resultado final (y deseable) del proceso ecológico (natural) de la inmigración. Algo que podía demostrarse empíricamente echando la vista atrás a la historia de Chicago en el siglo XIX (Cressey 1938). Pero ese proceso se había descrito para la inmigración europea, eslavos, judíos y mediterráneos incluidos, cuyos rasgos somáticos les permitían, a fin de cuentas, confundirse con el resto de la población (¿cómo se podía segregar sine die a un judío pelirrojo o a un italiano de ojos azules cuando había anglos o irlandeses de ascendencia celta que eran más oscuros que ellos?). La posición cambió sin embargo con la llegada masiva de poblaciones de fenotipos “no camuflables” (en aquellos años 20 a 40 estos eran masivamente los negros). Esta población, que irónicamente, compartía una cultura y una lengua común con los angloamericanos y habría sido, por tanto, más rápidamente integrable desde el punto de vista cultural que un campesino polaco, se declara de repente “inasimilable”. La explicación: la “dramática” visibilidad externa de la diferencia étnica impide e impedirá que se diluyan los prejuicios contra los grupos “de color”. La teoría culturalista del interaccionismo simbólico, que había sido una herramienta muy potente para combatir los determinismos genéticos, fue utilizada, paradójicamente, para justificar la inevitabilidad de la segregación y desinflar toda la fuerza de las argumentaciones antirracistas: no importa si los negros no son racialmente inferiores a los blancos, lo que importa desde el punto de vista social el que la mayoría de los blancos creen que esto es así; no importa si los prejuicios sobre los negros no se apoyan sobre una base empírica y sus mayores niveles de alcoholismo o violencia son mero producto del ambiente, lo que importa es que la mayoría de los blancos los desprecian y los temen por ello y, en consecuencia, no quieren vivir con ellos. El relativismo cultural se revelaba, entonces como siempre, como un arma de doble filo y fue utilizada incluso para justificar las creencias y actitudes de los racistas: en el fondo ellos tampoco son responsables, son producto de su propio entorno. Pero es que además, el relativismo escondía, en el fondo, un cierto determinismo biológico: en esta relación entre cultura y entorno el racismo se aprende en la infancia, con el proceso de socialización, como el lenguaje. Y como el lenguaje, queda fuertemente grabado en nuestras estructuras cognitivas inconscientes y es muy difícil de desactivar. Autores como Lohman (1947: 5) reconocen que todos, incluso los más bienintencionados sociólogos como él mismo, deben de luchar constantemente contra sus prejuicios para tratar de ser ecuánimes. La conclusión: al menos por el momento no hay solución definitiva al problema del racismo. Lo que propone la sociología de Chicago: mecanismos de control social para contener y rebajar (que no eliminar) la tensión social. Uno de esos mecanismos era evitar los conflictos étnicos separando a los grupos. Exactamente la política que emprenderán las autoridades, con la bendición y colaboración de los ecólogos sociales. El otro, la intervención reformista en los guettos negros para morigerar los efectos de su marginalidad y rebajar la agresividad de sus poblaciones. Una ilustración casi perfecta de la primera de estas estrategias la constituye el texto de Joseph Lohman, The Police and Minority Groups: A Manual Prepared for Use in the Chicago Park District Police Training School. Un ejemplo de la aplicación de las teorías ecológicas y el interaccionismo social a la formación de las nuevas generaciones de policías destinados a patrullar el guetto. Lohman - ¡maravilloso pluriempleo de aquella época!- compaginaba su cargo de profesor en el departamento con el de sheriff del condado de Cook, cuya capital es Chicago. El objetivo principal del manual era elevar la profesionalidad de la policía metropolitana haciéndola más efectiva en la prevención y control de los conflictos raciales mediante la aplicación de los principios científicos elaborados por la Ecología Humana. Por este motivo, Lohman dedica la primera parte del manual a introducir la posición de la escuela en el conflicto racial. Desde las primeras páginas ese conflicto se describe como inevitable: La sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos grupos [raciales] tiene una contribución que hacer al funcionamiento de nuestra sociedad […] Sin embargo, debemos reconocer el hecho de que la nuestra es una sociedad competitiva. No sólo los individuos sino los grupos étnicos y raciales están en competencia mutua (Lohman 1947:3) El párrafo recoge el concepto parkiano de cooperación competitiva entre grupos, lo acepta como una dinámica inevitable, una ley universal del sistema, que se saluda como el motor de la economía capitalista de mercado y la causa de la grandeza de la sociedad norteamericana. Pero, advierte a continuación, llevada a su extremo esta “lucha entre las especies” puede resultar una energía negativa para el país: Está implícita en la lucha la posibilidad de enfrentamientos abiertos y estallidos de violencia social […] Es obvio que tales condiciones no sólo destruirían nuestra democracia sino que harían imposible el funcionamiento de nuestro sistema industrial (Lohman 1947:3) Ha empezado el baile de las revelaciones: en lo que es un claro ejemplo de inversión del mecanismo de causalidad, la democracia se ve como una realidad dada de antemano y amenazada por los disturbios raciales en lugar de entender estos como consecuencias de la ausencia real de democracia. Por otro lado, está claro dónde se sitúa la verdadera preocupación de nuestro representante de la ley, el orden y la ciencia: no en la discriminación y en las terribles condiciones de vida que son la causa última de la violencia sino en sus efectos disruptores del mecanismo de producción industrial. Una amenaza que en aquellos años 40 se consideraba especialmente seria. Los disturbios raciales incendiaban las ciudades norteamericanas causando muerte y destrucción. Eran los años de la Guerra Fría y el país no podía permitirse una quinta columna en su interior. Los disturbios, como el mismo Lohman reconocía (Lohman 1947: 70), eran provocados la mayor parte de las veces por los blancos. El regreso de los veteranos blancos de la Segunda Guerra Mundial a sus antiguos barrios obreros aumentaba 48 las posibilidades de tensión. Muchos de estos ex combatientes sufrían de una patología entonces no identificada, el Trastorno por Estrés Postraumático, que los hacía, en conjunción con los prejuicios preexistentes, más propensos a la violencia racial. Para poner fin a estos conflictos que amenazaban el funcionamiento de la economía del país, Lohman se inclina expresamente por la política del gobierno federal: realojar a los blancos en los suburbios (Lohman 1947: 68-69). Y se encuentra un ulterior argumento para justificar su posición: los estudios realizados por sus colegas del departamento, como Drake y Cayton (1945), indicaban que los negros tampoco querían integrarse con los blancos. Y Lohman se apresta a tranquilizar a la comunidad blanca asegurando que eran falsas las voces de los agitadores del odio racial que asustaban a la gente diciendo que los negros tenían un plan premeditado para invadir las zonas blancas. No invaden, se ven empujados por la carestía y la precariedad de la vida en “sus” zonas15. Y, estén tranquilos, no muestran ninguna disposición, a casarse con blancas (Lohman 1947:70) La constatación de la reciprocidad del rechazo esconde apenas una defensa del prejuicio racial. El racismo sigue ahí, no ha desaparecido, ha quedado sólo sofisticadamente maquillado con el polvo de arroz del relativismo cultural. La afirmación de que los negros son igualmente racistas, no acompañada de una explicación del porqué de esa actitud (¿no sentiría cualquiera animadversión hacia quien te margina y segrega?) es utilizado, en el argumento de Lohman, para quitar implícitamente hierro al racismo de los blancos. Los dos son valores culturales relativos, opiniones privadas, que debemos, finalmente, respetar. Un argumento que queda claramente explicitado y proyectado en el caso de la policía. Lohman reconoce que los oficiales (mayoritariamente blancos) también tienen sus prejuicios, “como todo el mundo” (le faltó decir “como yo”, pero la explicitación no era necesaria, puesto que ya sabemos que él también era policía), y que esos prejuicios les llevan en muchas ocasiones a tratar diferencialmente a las poblaciones de color, contribuyendo así a incrementar la tensión racial (Lohman 1947:3). Pero, recuerda Lohman al final del texto, no es menos cierto que la policía se convierte también en muchas ocasiones en “el chivo expiatorio sobre el que las minorías étnicas descargan sus frustraciones” (Lohman 1947: 103). Y, ya liberado del peso del pudor, continúa su particular strip-tease: Si bien un cuerpo de policía profesionalizado y que opere con metodologías “científicas” debe dejar a un lado sus prejuicios durante el cumplimiento del deber, lo que piense durante sus horas libres no sólo no es de la incumbencia de nadie sino que es un derecho inalienable. Hay que distinguir entre sus propios derechos como ciudadano particular y sus propias convicciones personales y responsabilidades como oficial de policía (Lohman 1947: 5) Es posible que las afirmaciones de Lohman estén parcialmente sesgadas, además de por su propio rol como agente de la ley, por un cierto temor a ofender las sensibilidades de un cuerpo de policía en cuyas filas se contaban muchos racistas. Puede que la suya sea una postura parcialmente diplomática (no se puede reformar el cuerpo enfrentándose directamente a él), pero es razonable pensar que estas prevenciones no invalidan las conclusiones finales que del texto pueden extraerse: a través de la alquimia del relativismo cultural, los prejuicios raciales se han convertido en un “derecho individual”, en valores provenientes de una subcultura concreta: la de los blancos. Y estos, eximidos en buena parte de su responsabilidad. Son las incómodas derivaciones de una teoría interaccionista llevada al extremo: si la delincuencia, la adición o la pobreza se aprenden (y ello debe llevarnos a no condenar a quienes la practican), también el racismo se aprende16 (y la conclusión sáquenla ustedes mismos). No encontraremos en la escuela ecológica una llamada a la eliminación de las barreras entre las subculturas constituidas a ambos lados del parteaguas racial sino, todo lo contrario, a la consolidación de las mismas. Lohman era consciente de que el realojo de los blancos en el suburbio tardaría aún unos años en completarse. En espera de la “solución final”, el sociólogo aboga por establecer un cordón sanitario policial lo más eficiente posible entre negros y blancos. Para ello el manual introduce las más modernas técnicas de psicología de masas para instruir a los oficiales sobre cómo controlar los posibles enfrentamientos entre negros y blancos para que estos no degeneren en guerra abierta: localizar los puntos de tensión más “calientes” y concentrar allí las dotaciones policiales; no exhibir públicamente actitudes racistas; no emplear violencia excesiva ni indiscriminada; identificar y aislar inmediatamente a los cabecillas, etc. (Lohman 1947: 84). La segunda estrategia para desactivar el conflicto es la de actuar proactivamente en los guettos, mejorando las condiciones de vida de sus poblaciones. En este sentido no se puede acusar a los sociólogos de la escuela de Chicago en bloque de haberse aislado en su torre de marfil. El departamento contribuyó positivamente a consolidar el Trabajo Social como una disciplina científica siguiendo la línea en la que ya venían trabajando desde finales del XIX el Settlement House Movement y la Charity Organization Society (Polikoff 1999). En 1927 la Universidad de Chicago empezó a publicar la Social Service Review, una de las revistas decanas de investigación en Trabajo Social y a ello le siguieron la publicación de algunos manuales como el Handbook on Social Case Recording (Bristol 1936). Algunos de los profesores pondrían en marcha proyectos sociales aplicados, tanto desde la administración como desde el sector no gubernamental. A los ya mencionados casos de Mead o Thomas se Esta afirmación, como ha demostrado Wiese (2004) en un estudio publicado por la Universidad de Chicago, no era cierta. Y ese era, precisamente, el problema. Durante toda la época se observa una tendencia de los segmentos negros mejor situados económicamente a mudarse a los suburbios. Ellos también habían asimilado los valores americanos. El sistema se aprestó a poner en marcha sus mecanismos para contener la invasión y mantener el suburbio lo más racialmente blanco posible. 16 En 1973, un equipo de psicólogos de la Universidad de Stanford mostraron al mundo el resultado de un experimento realizado dos años atrás con estudiantes y en el que se simularon durante varias semanas las condiciones de una prisión: se otorgó a un pequeño grupo el rol de carceleros y el poder de reprimir al resto (Haney, Banks y Zimbardo1973). Sus conclusiones han recibido muchas críticas a lo largo de los años pero el estudio se hizo famoso y armó gran revuelo porque las filmaciones mostraban cómo, ya desde los primeros días, el doble proceso de internalización del rol y de conformidad a la norma había derivado en actitudes realmente crueles y opresoras por parte de los estudiantescarceleros y, al contrario, posiciones victimistas y de agresividad contenida entre los estudiantes-prisioneros. Exactamente el mismo complejo actitudinal y comportamental que se observaba en situaciones reales. Como, por ejemplo, en los campos de concentración nazis o los guettos norteamericanos. 15 49 pueden añadir los de Louis Wirth (director durante los años 20 del área de delincuencia juvenil de una ONG judía en Chicago) y sobre todo el de Clifford Shaw, fundador del mucho más ambicioso Chicago Area Project. Este último proyecto de intervención social fue iniciado por Shaw a principios de los 30 en Rusell Square, una de las zonas de mayor criminalidad de Chicago, con el propósito de testar sus teorías para la prevención de la delincuencia. El territorio era vandalizado por quince bandas y cada año más y más jóvenes se sentían atraídos por la violencia. La estrategia de Shaw, completamente vanguardista por entonces, fue reclutar trabajadores sociales entre los propios miembros de la comunidad, con la intención de reconstruir el tejido comunitario desde abajo, elevando la autoestima de los residentes al confiarles puestos de liderazgo y responsabilidad y creando de esa manera modelos de comportamiento positivo de referencia local, conocidos por los jóvenes delincuentes. La idea central era ayudar a los residentes a solucionar sus problemas por sí mismos, en lugar de intervenir completamente desde fuera. Los trabajadores locales incluían padres de familia pero también -un auténtico escándaloexconvictos, reos en libertad condicional y miembros de las propias bandas. Shaw estaba convencido de que no se podía ignorar los micropoderes fácticos del barrio y que si se querían conseguir los objetivos marcados había que involucrarlos en el proceso. Estaba también convencido de que la reinserción era absolutamente necesaria para cortar el círculo vicioso de la criminalidad. Ideas todas que hoy en día parecen de sentido común pero que no lo eran en la época. Los esfuerzos del CAP se encaminaron en tres direcciones: educación, entorno urbano y justicia. En el primer caso se trató de mediar en las relaciones entre profesores y familias, luchar contra el absentismo escolar y subvencionar instalaciones recreacionales (campos de beisbol, columpios para niños, campamentos de verano) para inculcar entre los jóvenes los valores del deporte. Shaw se inspiraba en un proyecto ya consolidado y por entonces mítico en la ciudad: el de la Hull House, uno de los centros emblemáticos del Settlement House Movement, inaugurado por Jane Addams, la presidenta del movimiento en los Estados Unidos, en 1889 (Polikoff 1999; Reyes 2008)17. En el entorno urbano, el CAP impulsó campañas de limpieza de los barrios y de toma de conciencia (una aplicación implícita de la Teoría de las Ventanas Rotas). En el terreno judicial intervenía con apoyo legal ante el juzgado de menores para evitar que un pequeño delito adolescente pudiera, por culpa de un sistema penal excesivamente prejuiciado y duro, desencadenar el mecanismo del odio y la rabia que conducían a la producción del criminal adulto. Shaw empezó trabajando en un barrio blanco pero muy pronto desplazó el centro de atención hacia las comunidades negras. Se había dado cuenta que era en ellas donde estaba la verdadera bomba de relojería que amenazaba el American Dream. Mientras que, con más o menos prejuicios en el camino, el camino del ascenso social estaba eventualmente abierto al resto de los grupos étnicos inmigrantes, los afroamericanos, cuyo color de la piel no se podía disimular ni en público ni en privado, tenían prácticamente todas las puertas cerradas. Encerrados en los guettos, enfrentados a escoger entre una posición de subordinación permanente o la delincuencia. En 1947 se habían creado siete comités en todo el sur de Chicago y el CAP sigue existiendo hoy en día aunque la eficacia de sus programas siempre fue menor de lo que podría haber sido debido a las dificultades de financiación que encontró por parte de una sociedad que seguía confiando más en la tradicional solución policial que en la novedosa ingeniería social de los sociólogos18. Estos esfuerzos reformistas estaban encaminados a desactivar dicha bomba, no a eliminar las diferencias socioeconómicas. Se trataba, como muy sintéticamente revela el título del artículo publicado en 1943 en el American Journal of Sociology, The Channeling of Negro Aggression by the Cultural Process (Powdermaker 1943) de un programa de reeducación cultural para mantener bajo control la rabia destructiva del guetto. ¿Incluía ese programa la movilidad ascendente del negro? En principio, no. La solución propuesta por los de Chicago es muy parecida a la que en los 90 plantearían, con tonalidades raciales desvaídas por el paso del tiempo y los imperativos de la corrección política, los sociólogos conservadores de tendencia neoliberal como el Francis Fukuyama de Trust. The Social Virtues and the Creation of Prosperity (1995). Un cínico posibilismo cuyo razonamiento podría muy bien resumirse en la frase de Lohman: “La sociedad depende de la cooperación. Cada uno de estos grupos [raciales] tiene una contribución que hacer al funcionamiento de nuestra sociedad…” Sí, pero unos como basureros y otros como abogados y médicos. Y puesto que el sistema siempre necesitará basureros lo que el sistema debe de crear si quiere aspirar a la armonía es basureros felices y contentos de serlo. La socialización en un conjunto de valores y metas culturales comunes a toda la sociedad (el que pone como modelo social al profesional de clase media habitante de los suburbios) sólo provoca alienación y frustración en quienes no pueden alcanzar dichas metas. Con ellas llegan los comportamientos desviados que son altamente deletéreos para toda la sociedad. ¿La solución? Un set alternativo de valores para las clases bajas basado en la renuncia a la movilidad social y espacial y en la realización de las expectativas vitales (en las horas libres fuera del horario de recogida de basuras, se entiende) a partir de canales inocuos para el sistema (religión, familia, deporte…). ¿El resultado? Cada uno en su lugar. Para desarmar a Mr. Hyde acabemos con el mito del American Dream y sustituyámoslo por una versión moderna de la ética hindú de las castas. Como magistralmente argumentaba el éxito de la gran pantalla de las Navidades de 1967, el “Adivina quién viene a cenar”, de Stanley Kramer, el liberal personaje encarnado por Spencer Tracy descubrió de sopetón, en sus propias carnes, que una cosa era defender la igualdad de los negros de forma abstracta y general y otra muy diferente tenerlos a cenar en tu casa todas las semanas. Y mucho menos aún si ese negro resultaba ser el marido de tu hija. La idea probablemente era aún impensable, incluso como ficción cinematográfica, en 1947. La Hull House estaba situada en un barrio de inmigrantes italianos y era operada por mujeres universitarias. Organizaba una gran variedad de eventos culturales y deportivos para dinamizar el barrio, operaba proyectos sociales (asistencia a mujeres maltratadas, programas de profilaxis sanitaria, etc.) y retroalimentaba la praxis con la investigación sobre las condiciones de vida en el barrio (Polikoff 1999; Reyes 2008). 18 La historia del Chicago Area Project puede consultarse en su página web oficial. http://www.chicagoareaproject.org/historical-look-chicagoarea-project 17 50 3.3.6. El legado científico: La Escuela de Chicago entre los atisbos de la ciudad postmoderna y las rémoras epistemológicas del paradigma moderno. La herencia dejada por la Escuela de Chicago en la sociología urbana es tan enorme como controvertida. Aún habría de completarse con una tercera generación en los años 50 y 60. En aquellas décadas que pueden fecharse, grosso modo, entre el articulo de Park en 1915 y la 4º edición de los Principles of Criminology de Sutherland en 1947, el Departamento de Sociología de Chicago dejó establecidos los principios para un estudio sistemático de los fenómenos sociales urbanos desde una óptica sistémica que articulaba con razonable solidez los factores espaciales, y los socio-culturales. La evidencia de la solidez de muchos argumentos (profecía autocumplida, interaccionismo simbólico, asociación diferencial etc.) está en que algunos de sus conceptos fueron retomados por investigadores posteriores y forman parte hoy día del corpus de conocimiento acumulativo aceptado por la sociología. El estudio transatlántico de Thomas y Znaniecki (1918-20) sobre la inmigración polaca se adelanta en muchas décadas a los estudios actuales sobre comunidades diaspóricas y la necesidad de investigarlas en todos los puntos de su recorrido espacial. Es decir, es un pionero absoluto de lo que en los 90 Marcus acuñará como la “etnografía multisituada” (Marcus 1995). Harris y Ullman (1945), con su modelo policéntrico, saludaban, quizá no del todo conscientes de sus futuros desarrollos, un nuevo modelo de ciudad que rompía con la explicación moderna que ponía precisamente a la centralidad y concentración espacial de funciones y población como uno de las factores fundamentales que explicaban el origen de la ciudad y los principios que la mantenían en funcionamiento (el modelo moderno clásico de aquellos años, además del de Burgess, es el del geógrafo Christaller (1933)). Lo que Harris y Ullman observaron como una tendencia incipiente en Chicago acabaría convirtiéndose en la forma hegemónica de crecimiento urbano en Norteamérica en las siguientes décadas. La escuela postmoderna de Los Ángeles la considera hoy el paradigma de la ciudad postindustrial (Dear and Dishman 2001; Dear 2002). Last but not least, sus avances en la comprensión del fenómeno de la etnicidad y la raza desde una perspectiva no biologicista, de los efectos sociales del prejuicio étnico-racial, de la socialización espontánea en el grupo de pares, de la relativa autonomía de la cultura con respecto a la economía política son avances todos ellos que prefiguran los posteriores aportes de la sociología y antropología postmodernas. Ello no quita, por supuesto, para que el modelo merezca severas críticas. Estas críticas vendrían muy pronto, incluso al interno del propio departamento, como veremos, y serían muy necesarias, pues el modelo, con todas sus virtudes, adolecía de grandes defectos. Una parte de esas taras era causada por las anteojeras epistemológicas del paradigma de la modernidad: fenómenos como la cultura de bandas, la identidad bicultural de muchos inmigrantes o el fenómeno de los hobos no podían entenderse desde dicho paradigma, que tenía serias dificultades para comprender las realidades multívocas (aferrado como estaba al principio lógico de identidad: algo no puede ser dos cosas a la vez) o los procesos sociales en estado de flujo. Su paradigma sólo les permitía entender aquellos agentes sociales insertos en una estructura, en la lógica de interdependencia del sistema. Veían el mundo de forma completamente espacializada, como un proceso de conquista o defensa de un territorio, de un nicho ecológico. ¿Pero qué ocurría con los que vivían entre y estaban adaptados a más de un nicho, como las comunidades de diásporas? ¿O los que no querían adaptarse a ninguno (como los hobos)? En ese sentido, aunque las semillas de la revolución epistemológica postmoderna estaban presentes en la Escuela de Chicago (culturalismo, interaccionismo simbólico) el peso del positivismo modernista era aún muy grande. Sería necesario esperar a la llegada de la revolución epistemológica postmoderna para poderlos aprehender en todas sus dimensiones: la figura del hobo, por ejemplo, puede hoy explicarse mejor como una forma de cultura desespacializada que existe sólo en estado de flujo como las que estudió James Clifford en su Travelling Cultures (1992). En el mejor de los casos algunos autores llegaron a intuir levemente lo que eran ya los primeros síntomas de una transformación de la sociedad, y de la ciudad, hacia una economía postindustrial. Así, Cressey, en su The Taxi-Dance Hall, subtitulado a Sociological Study in Commercialized Recreation and the City (1932), es pionero en describir una vida urbana y un capitalismo que giran en torno al placer, a la producción y consumo de experiencias lúdicas y no la de la producción de manufacturas industriales. Los Taxi-Dance Hall eran salones de baile frecuentados por los jóvenes de clase media en los que pagaban por bailar con señoritas, como quien alquila los servicios de un taxista. La actividad estaba revestida de ambigüedad, pues el alquiler de la pareja de baile podía dar derecho a algo más. Pero no se trataba de prostitución propiamente dicha: el servicio no implicaba explícitamente la prestación sexual y el resultado dependía en buena medida del juego ente el gusto personal de cada chica y las capacidades de seducción del joven. Era una situación ambigüa entre promiscuidad erótica y comercio carnal que presentaba un desafío para una mentalidad modernista acostumbrada a clasificar en nítidas categorías. ¿Era prostitución o no lo era? La solución que ofrece Cressey al dilema planteado es sumergir el fenómeno en una categoría más general, de naturaleza completamente moral: es vicio, si bien se trata, admite, de un “vicio pintoresco” (Cressey 1932:180) Una estricta moral modernista, basada sobre la ética industrial de la producción y del trabajo, le impide ver a esta otra ciudad, la que vive con el ritmo opuesto al del trabajador, la que sale de noche y vuelve de madrugada, como un fenómeno normal, como un producto mismo de la evolución del capitalismo siempre en expansión, que tiende a mercantilizar todos los aspectos de la vida y cuyo propio éxito genera una desregulación de las pulsiones individuales y la extensión del tiempo de ocio para un número siempre mayor de personas. Aquellos balbuceos de la metrópolis postmoderna, la ciudad del espectáculo hecha para maravillar, gozar y consumir tanto como para controlar, organizar y producir, había sido mejor intuida por la propia cultura popular de la época que por los sociólogos. La encontramos en la letra de la famosa canción dedicada a la ciudad, Chicago (that Toddlin’ Town), escrita en 1922 por el inmigrante germano-americano Fred Fisher y que popularizaron mundialmente Fred Astaire y Ginger Rogers en los 30 y Frank Sinatra en los 50. Chicago, esa ciudad que era apenas un infante que empezaba a caminar (toddling), era el lugar que te hacía “perder la tristeza” por que “ellos tienen tiempo” (para el ocio, se entiende) y en su State Street se veían cosas “que no veréis en Broadway”. En cambio, el mundo de la noche que Cressey describe está teñido de sombras negativas y moralina: es el mundo del vicio, de las costumbres disipadas, de las cigalas que se aprovechan de las hormigas, es, en suma, disfuncional, desviado. El mundo de Mr. Hyde. 51 3.4. Otros aportes del periodo: Sorokim y Zimmerman en Harvard. Sociología urbana en Gran Bretaña 1900-1930. La potencia de la Ecología Humana de Chicago fue tan grande durante las primeras décadas del siglo XX que eclipsa los aportes producidos desde otras instituciones. Aunque, evidentemente, los sociólogos de Chicago no fueron los únicos en realizar estudios sobre las sociedades urbanas contemporáneas, la originalidad y consistencia de sus paradigmas teóricos provocan la práctica exclusión de otros autores, por economía de espacio y por criterio de prioridades, de una obra panorámica como esta. Merece la pena, sin embargo, dedicar algunas líneas a la obra conjunta de dos autores que trabajaron desde Harvard: el académico ruso Pitirim Sorokin, fundador del Departamento de Sociología en dicha universidad, y su colega americano Carle Clark Zimmerman, coautores del monumental esfuerzo en sociología comparativa Principles of rural-urban sociology (1929). Sorokin y Zimmerman utilizaron un enfoque sistémico, que seguramente bebía de la ecología humana, y lo combinaron con el método comparativo transocietal e histórico para dilucidar las características que definían y diferenciaban, universalmente, las sociedades urbanas de las sociedades rurales. Para ello identificaron ocho grandes conjuntos de variables que, a su modo de ver, distinguían las condiciones de vida rural y urbana: empleo, medio ambiente, tamaño de la comunidad, densidad de población, homogeneidad de la población, diferenciación social, movilidad y sistemas de interacción social. Una obra monumental, sin duda, que acometía un análisis comparativo con datos de innumerables sociedades a lo largo y ancho del mundo y de la historia pero que sólo tangencialmente puede considerarse como un trabajo de sociología urbana. El foco y el interés de Sorokin y Zimmerman está puesto en el campo y en los campesinos: los autores utilizan lo urbano más que como objeto de estudio per se, como papel de tornasol para resaltar y analizar en profundidad las características de la sociedad rural, tanto presente como histórica (el recorrido inicia en la prehistoria). Los autores tratan de ver una serie de fenómenos, hasta ahora considerados fundamentalmente desde y en el contexto urbano, en el contexto rural (nivel de vida, grupos sociales, sexualidad y vida familiar, criminalidad, inteligencia y hábitos cognitivos, creencias y dinámica política) y, en ese sentido, merecen mucho más un puesto de honor en la historia de la sociología rural que en el de la urbana. Por otro lado, su visión del campo y la ciudad sigue siendo muy dicotómica. Así, por ejemplo, es revelador que no mencionen ni traten el hecho del proceso suburbanizador, ya iniciado por aquellas fechas en las principales metrópolis norteamericanas. Uno de los objetivos de Sorokin era rellenar un vacío de la sociología: el estudio del colectivo que aún constituía la mayoría de la población, entender la sociedad rural y el por qué de su mentalidad premoderna y el conservadurismo, cultural y político de los campesinos. Un objetivo muy probablemente marcado por el origen ruso del autor (Rusia era una sociedad aún prevalentemente rural) y su biografía política (Sorokin había participado activamente en la revolución rusa de febrero, había sido secretario de Kerensky y posteriormente opositor al bolchevismo de Lenin, lo que le precipitó hacia el exilio; Sorokin sin duda debía de estar muy intrigado por la resistencia que presentó una buena parte del campesinado a la colectivización de la tierra). En Gran Bretaña la sociología se desarrolló mucho más lentamente y no llegó a consolidarse como disciplina académica hasta los años 60. La Sociological Society había sido fundada en 1903. Entre las figuras que merece la pena destacar están las de Branford y la de Geddes. Se trata de autores que mezclan la investigación de fenómenos sociales en la ciudad con su abogacía por los proyectos de tendencia socialista de reforma urbana. Argumentaban que la mayoría de los problemas urbanos se pueden solucionar con la planificación racional del urbanismo. Sus ideas fueron fundamentales en el Town Planning and Garden City Movement de Ebenezer Howard, un proyecto parecido en cierto modo al de Tönnies, de carácter moderadamente idealista, que pretendía crear la sociedad perfecta combinado los aspectos más positivos de los dos polos del continuum rural/urbano. En lo metodológico se acercarán a la Escuela de Chicago, aunque su punto de partida es la escuela francesa de Le Play. Se plantearán como objetivo estudiar la relación recíproca entre el entorno (el lugar) y la sociedad. Para Branford el lugar determinaba el trabajo y el trabajo condicionaba la organización social (Scott y Husbands 2007). Para estudiar esta relación desarrollarán una técnica de encuesta en hogares que es totalmente novedosa y que añadía un nuevo instrumento a la batería metodológica de la sociología urbana para el futuro, uno que no habían apenas empleado los de Chicago. La primera encuesta la había aplicado Geddes en 1903 en Dunfermline y a ellas le seguirían el Merseyside Survey (1934) y el The New London Survey of London Life and Labour (1930) (Savage 1993:20). De los ecólogos de Chicago les aleja su preocupación fundamental con la clase social más que con la raza o la etnicidad (consecuencia natural de la composición étnica de la Gran Bretaña de aquellas décadas, que aún no era la sociedad multiétnica en que se convertiría después de la Segunda Guerra Mundial) y sus tendencias socialistas y preocupación por el urbanismo. Al implicarse en el Garden City Movement aquellos primeros sociólogos urbanos británicos contribuyeron al desarrollo de la forma de residencia rururbana que habría de imponerse en muchos países desarrollados, empezando por los Estados Unidos donde se conoció como suburb y se convirtió en dominante a partir de los años 50. Esa forma nueva de ciudad, con sus formas de vida y relaciones sociales asociadas, que ya habían detectado los ecólogos de Chicago pero cuyo análisis habían completamente ignorado, seducidos por la fascinación por la desviación social y el guetto. 52 CAPÍTULO 4. LA SOCIOLOGIA URBANA EN EL PERIODO DE POSTGUERRA: EL INICIO DE LA FRUCTÍFERA RELACIÓN CON EL URBANISMO Y LA TERCERA GENERACIÓN DE LA ESCUELA DE CHICAGO (NUEVA ECOLOGIA HUMANA Y DERIVA CUANTITATIVISTA) 4.1. Introducción: el desembarco del urbanismo en la Sociología Urbana. La Escuela de Chicago había visto el crecimiento de la ciudad como un proceso sustancialmente espontáneo, regido por las fuerzas “ecológicas” del mercado. En sus análisis está prácticamente ausente el papel de la planificación consciente de la estructura espacial urbana y su composición social y racial, es decir, el papel del poder, a través de las herramientas urbanísticas, para transformar el espacio a voluntad. Dewey (1950) hizo notar que este divorcio estaba empezando a cerrarse. Así era, en efecto: a partir de la década de los 50 y en progresión geométrica los sociólogos urbanos van a volver sus ojos hacia el urbanismo hasta el punto de convertirlo en uno de sus temas centrales de preocupación y de análisis. Al mismo tiempo, desde el bando de los arquitectos y urbanistas se irán incorporando las preocupaciones y análisis sociológicos a la hora de planificar sus diseños de transformación urbana. Se produce así una cierta convergencia entre las dos dimensiones que marcará a partir de ahora la identidad de los estudios sociológicos sobre la ciudad. Al estudio de las relaciones entre sociedad y espacio construido la sociología incluye las relaciones entre diseño urbanístico (y, por tanto, poder) y sociedad: ¿cuáles son las intenciones implícitas y/o explícitas de los planes de diseño urbano y/o arquitectónico? ¿Cuáles sus efectos sobre las relaciones sociales, sobre el bienestar económico o la identidad de las poblaciones? Estas serán algunas de las preguntas claves que los sociólogos urbanos empezarán a hacerse en los años 50, tanto en América como en Europa, y continuarán haciéndose durante el momento climático de la disciplina que supone la llamada Nueva Sociología Urbana de finales de los 60 y 70, que se analizará en el próximo capítulo. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué se produce ahora este enorme interés por los procesos de planificación urbana? La razón es muy simple: es ahora, después de la Segunda Guerra Mundial, tras un primer empujón en los años del keynesianismo de la Gran Depresión que había sido sofocado por el conflicto bélico, cuando la planificación urbana regulada por el Estado o directamente ejecutada por este se convierte en la forma prevalente y cuasihegemónica de expansión urbana en los países industrializados, incluidos los de la órbita socialista. Sólo en la periferia tercermundista las ciudades crecerán de forma espontánea y desordenada (dando lugar a esa globalización del slum victoriano de la que hablaba Davies (2006)). Los modelos de urbanización serán diferentes dependiendo de los países (ciudades jardín en el mundo anglosajón extraeuropeo, torres de apartamentos en la Europa continental capitalista y el mundo soviético, una combinación de los dos en el Reino Unido) pero en todos guiado por la mano (nada invisible) del Estado. La sociología urbana no haría, por tanto, otra cosa más que analizar la tendencia histórica, dar cuenta de los procesos que empezaban a transformar la ciudad vertiginosamente por aquellos años. 4.2. El Estado, el capital y los reformadores sociales. Breve síntesis del urbanismo de un siglo (1850-1960) El aterrizaje masivo del urbanismo en la ciudad puede considerarse como una nueva fase evolutiva de la modernización, una etapa más del proceso de racionalización y burocratización que Weber asociaba con esta. También como la expansión de la lógica del capital al terreno de la construcción del espacio y de la vivienda. El siglo XVIII había visto llegar la modernidad a la agricultura. El XIX despegó con impulsos muy modernos y muy capitalistas en lo que respectaba a la aplicación de la racionalidad y la lógica economicista de maximización, estandarización y producción en masa a la fabricación de manufacturas pero aún poco modernos en lo que se refería a la producción del espacio habitado. Hasta mediados del siglo XIX el urbanismo planificado había estado confinado sustancialmente al terreno de los grandes conjuntos y edificaciones del poder (pensemos, por ejemplo, en Hardouin Mansart, en el eje del Louvre -iniciado por Napoleón I- y Les Champs de Mars en París o Christopher Wren y la reconstrucción de Londres en el XVIII, tras su devastador incendio). La finalidad de este gran urbanismo era fundamentalmente simbólica, no económica. Se trataba de ordenamientos que obedecían a una lógica de propaganda del poder absoluto y, por lo tanto, resaltaban la singularidad y la suntuosidad. No se trataba de construir más con menos sino de construir lo más grandioso posible, con altas exigencias estéticas, independientemente del costo. Las cosas empezaron a cambiar hacia mediados del XIX, empezando por las grandes metrópolis. Allí los capitanes racionalistas del capitalismo industrial empezaron a convencerse de la necesidad de diseñar el crecimiento urbano para solucionar los terribles problemas materiales y sociales que habían creado varias décadas de migración rural, industrialización y construcción dejados al libre albedrío del laissez-faire. Problemas de los que no podía escapar completamente nadie, pues sus efectos directa o colateralmente tocaban también a las clases acomodadas (en forma de polución, mayor incidencia de epidemias, ruido y congestión, delincuencia, amenaza de revuelta o revolución social, etc.). Preocupaciones higienistas y políticas son dos de los tres pilares que empujan al nacimiento del urbanismo. Se trata de volver a pintar, con la intervención pública, el retrato de Dorian Grey cuya fealdad había quedado expuesta a los ojos de todos. El tercer pilar es la posibilidad, en aquella fase más madura del capitalismo, de convertir la construcción en un sector empresarial más: esto no fue posible hasta que los procesos de acumulación de capital crearon una masa monetaria y un sector potencial de clientes de clase media lo suficientemente grandes como para que fuera posible hacer de la construcción y venta de viviendas un negocio posible (por la capacidad de las instituciones financieras de conceder créditos) y rentable (porque existía un mercado). Este umbral se alcanzó por primera vez en las grandes capitales de los países industrializados, Londres y París fundamentalmente, hacia 1850, y allí se 53 inició un proceso que ya no se detendría, que iría extendiéndose como una mancha de aceite por todo el mundo, aunque tardaría aún muchas décadas en alcanzar su velocidad de crucero. Al convertirse en un negocio, la construcción iría poco a poco introduciendo todos los principios desarrollados en la producción industrial con el objetivo de minimizar costes y maximizar beneficios: economía de escala (no se construye una casa sino barrios enteros, lo que permite bajar sensiblemente los costos: he aquí el detonador del urbanismo residencial) racionalización (y, por lo tanto, planificación urbanística del terreno, de las vías de acceso y de la disposición de cada edificio de acuerdo a su funcionalidad, lo que más tarde se denominaría zonificación), estandarización (para bajar costos pero también, en teoría, para mejorar la calidad de los materiales y de los diseños) y aplicación de los avances científicos a la construcción (fue fundamental el descubrimiento del hormigón armado). Estas primeras manifestaciones de planificación urbana se plasmarán en dos modelos distintos de diseño urbanístico que se desarrollan y coexisten contemporáneamente: los llamados ensanches burgueses y la ciudad-jardín suburbana. 4.2.1. Los ensanches burgueses. hausmanniano. La obra de Ildefonso Cerdà. Dublín: el precedente olvidado.El modelo paradigmático del París El ensanche nace de la necesidad de dar una solución científica y racional al problema del hacinamiento y la insalubridad que se había creado en los centros de muchas grandes ciudades como consecuencia del acelerado y desordenado crecimiento de la población urbana sobre el plano caótico, laberíntico, de la ciudad medieval precedente. Esa ciudad se había vuelto un infierno para todos, no sólo para los pobres. Las clases burguesas, y, en especial, los grupos medio-burgueses sin posibilidades de adquirir viviendas individuales en zonas más descongestionadas, se veían forzados a convivir en la estrecha malla del casco antiguo con la explosión del chabolismo vertical proletario, contagiándose de sus mismas enfermedades, asistiendo cotidianamente al espectáculo de su miseria (material y moral), viviendo con el temor constante a las filtraciones esporádicas de su rabia contenida. Para las clases altas dirigentes los cascos históricos suponían un problema multidimensional de gestión pública: sus tugurios y ruinosos edificios un peligro de epidemia o derrumbe permanente, sus condiciones de vida una caldera social, sus calles tortuosas el lugar ideal para la revolución urbana (Paris lo había comprobado en sucesivas ocasiones: 1789, 1830, 1848) y, conjuntamente con sus murallas, un obstáculo enorme para la circulación, cada vez más intensa, de personas, vehículos y mercancías. En nombre del “orden y del progreso” se consideró necesario superar los límites de la ciudad medieval, derribar sus murallas y construir una ciudad más eficiente, abierta al tráfico, al comercio, al aire y al sol (sinónimos de salubridad) y, por qué no, a las intervenciones del ejército y la policía, si era necesario. Y dotar de mejor y más alojamientos a las clases medias urbanas que formaban la base de apoyo político de los regímenes, parlamentarios o no, del siglo XIX, la clasetapón necesaria para contener los impulsos revolucionarios de las crecientes masas proletarias. Un tipo de alojamiento que preservara más adecuadamente la intimidad y la necesidad de “espacio vital” tanto individual como de clase social que caracterizaba el ethos de este colectivo. Para conseguir estos objetivos las autoridades plantearon la creación de ciudades nuevas alrededor del casco viejo ( y a veces también la remodelación de las antiguas mallas medievales. El objetivo era sacar a las clases medias (y quizás algunos sectores minoritarios del proletariado) del deteriorado centro. La construcción de una ciudad desde cero en los márgenes de la antigua suponía una implicación muy fuerte del Estado en la regulación y planificación del espacio. El diseño será encargado a un equipo de arquitectos-urbanistas, el cual realizará un trazado sobre el mapa de calles y manzanas. Este diseño artificial es impuesto después por el poder a la estructura preexistente de la propiedad, a través de expropiaciones y, allí donde el trazado sustituya la malla urbana ya construida, demoliciones. El modelo urbanístico más utilizado y fuente de inspiración para todos estos ensanches, son las ciudades coloniales americanas, de trazado ortogonal en damero, con manzanas cerradas y edificios de medianería. Un plano que plasma el racionalismo de la modernidad, con grandes avenidas para soportar el tráfico. El ensanche paradigmático, que imitarán cientos de ciudades en Europa, es el París de Napoleón III, donde, bajo la dirección de su prefecto (alcalde) el Barón Georges Eugène Haussman, se destruye la práctica totalidad de la ciudad medieval y se amplía la ciudad hasta los límites de su zona central actual. Con los ensanches, por primera vez, el Estado moderno, demuestra su capacidad para movilizar recursos y fuerzas productivas en aras de una transformación radical del espacio urbano habitado, y no sólo de ciertas zonas simbólicas y con él, de las formas de vida de la gente y de sus referentes identitarios y culturales. Con los ensanches aparece una de las formas de poder “totalitario” más potentes que ha conocido la historia: el poder de transformar “total y unilateralmente”, sin contar con las sensibilidades de la población, el conjunto del entorno material. Un poder que emana en última instancia del Estado central, pero que es aplicado por toda una cadena de poderes intermedios – ninguno de ellos democrático- dotados, cada uno de ellos, de parcial autonomía y capacidad de decisión: el alcalde, el urbanista, el promotor inmobiliario, el arquitecto. Con su reforma urbanística Hausmann no sólo convirtió París en una ciudad icónica a nivel mundial, símbolo de la grandeur de Francia, la ville lumière de la razón y del progreso. Hizo además de París, sin consultar a sus habitantes y, aún más, en contra de la voluntad de muchos, una ciudad altamente estereotipada, en la que la singularidad del espacio quedó anulada por el rectilíneo cartesiano de sus calles y de sus edificios de similar altura y por el minimalismo avant la lettre de sus immuebles de rapport (bloques de pisos). Sin embargo, y a pesar de que ha pasado a la historia como el paradigma de las reformas urbanísticas racionalistas, París no fue la pionera entre las capitales europeas en este sentido: es de justicia comentar aquí el caso de Dublin, que se adelantó en casi un siglo al proyecto hausmanniano. En 1757, el Ayuntamiento de Dublín (por aquel entonces la segunda ciudad del Imperio Británico y la quinta de Europa en población), dio vida a la Wide Street Commission para acometer el derribo casi integral de la tortuosa traza de la ciudad medieval y sustituírla por una nueva hecha de calles rectilíneas y parques rectangulares sobre los que se alinearon las austeras y racionalistas viviendas en ladrillo de estilo Georgiano, auténticas antecesoras de la arquitectura funcional del siglo XX (Sheridan 2001). El París empezado a construir por Hausmann en 1853, y que terminarían sus sucesores a partir de 1870, no es, por tanto, el primero en mostrar las características de la ciudad 54 moderna racionalista pero sí el que, con el peso de su influencia cultural, marcó el despegue definitivo de dicho movimiento, mientras casos como Dublín son tan sólo pioneros aislados. Los nuevos edificios en manzana de París eran sin duda mucho más confortables que los anteriores, el sistema de alcantarillado eficiente resolvió problemas como el de las epidemias recurrentes de cólera, pero en aras de aquella racionalidad funcional, guiada por la lógica del ingeniero, por la estética de la máquina, sus habitantes vendieron su identidad previa al proyecto “totalizante” que hizo posible la operación. Quedaron “alojados” por la maniobra conjunta de Estado y capital, cada uno velando por sus propios intereses, en edificios bicromáticos (blanco y gris) construidos en serie y en altura para maximizar los beneficios de los especuladores inmobiliarios que se lucraron con la operación. Se construyeron plazas y algunos jardines para dar un respiro pero en ningún caso se trató de grandes ágoras de sociabilidad como las de la ciudad antigua: son los pequeños “squares”, apenas una modesta concesión a la “cementificación” de la ciudad densa (los parques de verdad, los únicos que tiene París, se construyen a las afueras, para aislar con una cintura verde los nuevos barrios burgueses de los suburbios de aluvión obrero que empezaban a coalescer en la periferia (la banlieue). Las únicas grandes plazas que Haussmann prevee no están hechas a escala de la socialización humana. Haussmann inventa un nuevo tipo de plaza para la ciudad del futuro que se avecina: la rotonda, un espacio circular en el que convergen varias arterias radiales, diseñado para distribuir el tráfico. Una plaza por la que no se puede pasear. El modelo es la Place de l’Etoile. Y como no se puede pasear, al espacio infrautilizado del centro pronto se le encontrará una función: la monumental, es decir, la publicitación del poder. Alienados estéticamente en una ciudad cuyas calles son todas una cansina fotocopia desplegada hasta el infinito del mismo sencillo patrón arquitectónico, con plazas que son para contemplar mientras se pasa a toda velocidad por ellas desde un tranvía o un coche. Paris intenta convertirse en una demostración tridimendional del proyecto uniformador de la modernidad y de su potente capacidad para disolver las formas de vida tradicionales El espíritu de los tiempos, sin embargo, no estaba aún maduro para una tipología puramente geométrica: la plantilla elegida es el ya preexistente edificio neoclásico con fachada Mansart, pero simplificado. Y aún así, muchos parisinos de la época criticaron duramente la destrucción haussmanniana del viejo París, expresando un amargo quejido de desarraigo y nostalgia por los entornos perdidos. Escribía Baudelaire en su poema El Cisne: ¡París cambia! pero nada en mi melancolía se ha movido. Edificios nuevos, andamios, sillares, viejos barrios, todo para mí se torna alegoría y mis queridos recuerdos me pesan más que si fueran piedras (Baudelaire 1857) El urbanismo mostraba por primera vez, de forma masiva, la violencia cultural que era capaz de imponer sobre la población, desconectando afectivamente a esta de la noche a la mañana de su espacio secular en nombre del progreso y creando espacios segmentados (como los enormes bulevares también diseñados, como las rotondas, para los tranvías y no para las personas) que dificultaban la socialización (2003). No es de extrañar, por tanto, que la transformación radical de Haussman haya atraído a los sociólogos casi desde el principio y su estudio inaugure, con Halbawchs (1908), la sociología urbana en Francia. Es, en efecto, el autor francés quien por primera vez realiza un análisis consciente de los efectos de la planificación racional del entorno urbano sobre las formas de vida y las relaciones sociales, y lo hará tomando el ejemplo de París bajo Haussman. Será, sin embargo, un pionero aislado. Sólo después de la Segunda Guerra Mundial la sociología urbana volverá a recoger el testigo (Debord 1967; Lefebvre 1974; Harvey 2003). Figura de nivel mundial en el movimiento urbanístico de los ensanches racionalistas y pionero en la teorización científica del urbanismo e incluso de la sociología urbana, es el español Ildefonso Cerdà, artífice del plan de ensanche de Barcelona (sin duda, junto al de París, el de mayores proporciones y relieve urbanístico de la Europa de su tiempo). Aunque no puede decir que Cerdà inventara el ensanche moderno, sus trabajos son casi contemporáneos a los de Haussman (su plan, de 1855 en sus primeras versiones, es sólo 2 años posterior al inicio de los trabajos del barón francés (Cerdà 1991 [1855]). Por otro lado, sus diferencias de matiz con aquel y sus esfuerzos para teorizar el urbanismo lo convierten sin duda en una figura de alcance mundial que, sin embargo, no ha sido reconocida como se merece en la historia del urbanismo fuera de las fronteras de su Cataluña y de su España natales. Personaje de convicciones reformistas y de izquierdas (participó activamente en política desde los foros municipales (Ayuntamiento de Barcelona), provinciales (Diputación de Barcelona) y nacionales (diputado en cortes)) su proyecto de ensanche es un tentativo de conciliar la civilización motorizada que, con gran agudeza visionaria, barruntó, y los ideales bucólicos del romanticismo. Dicho en sus propias palabras «Ruralizad aquello que es urbano, urbanizad aquello que es rural» (Cerdà : 1). En ese sentido, puede considerarse también un exponente precoz del movimiento de la ciudad-jardín. Para Cerdà, la tipología ideal de vivienda debía ser la individual con jardín. Consciente, sin embargo, de que la densidad de población en grandes aglomeraciones como Barcelona y las realidades de la economía política dificultaban enormemente ese modelo urbanístico intentó conseguir una solución de compromiso. El diseño inicial de sus manzanas, cuya primera piedra se colocaría en 1860, se parece más, en efecto, a una ciudad de bloques en edificación abierta que al ensanche que después sería, más de estampa haussmaniana. Cerdà planteó dos tipos de alineamientos en cada uno de los cuadriláteros en que dividió la trama urbana: dos bloques paralelos en los lados opuestos, con espacio ajardinado en el centro, y dos bloques unidos a "L", con un gran espacio cuadrado también destinado a jardín. Una ciudad a la vez densa pero inmersa en el verde. Y sin olvidar la locomoción. A ese efecto introdujo otra novedad en el trazado: los vértices de las manzanas quedaban cortados a bisel por un chaflán, cuya función había de ser la de dar visibilidad a los vehículos. Cerdà, con tintes de futurista a lo Julio Verne, 55 vaticinaba la inminente conquista de la calle por “locomotoras” individuales (Cerdà 1991 [1859]). Similar función facilitadora del futuro tráfico rodado tienen las grandes vías en diagonal que cortan a cuchillo la traza ortogonal, ahorrando importantes distancias en el acceso y salida de la ciudad. El plan de Cerdà, como muchos otros, fue distorsionado en la práctica por los procesos de la economía política: la especulación inmobiliaria desechó desde muy pronto la ciudad rururbana inmersa en el verde, sustituyéndola por manzanas cerradas mucho más densas (y más rediticias). A pesar de ello, la huella del urbanista se nota y distingue a Barcelona de otros ensanches de España: a diferencia de ensanches como el de Madrid, muchas manzanas han mantenido su patio ajardinado en el centro y los chaflanes son una seña de identidad, contribuyendo a descongestionar los cruces y, en consecuencia, la entera red viaria, espacio de sociabilidad de la ciudad. Pero, como ya comentábamos, las aportaciones de Cerdà no se detienen en el Ensanche en sí mismo. Su prolija obra en dos volúmenes Teoría general de la urbanización es un intento de explicar las transformaciones de la forma urbana a lo largo de la historia con una visión ya claramente sistémica, poniéndolas en interrelación con el resto de elementos del ecosistema social y, en particular, los del ordenamiento jurídico, la economía política y las dimensiones demográfica y tecnológica. Cerdà, convencido positivista, trata de encontrar leyes universales que expliquen el fenómeno urbano, identificando tipologías o estadios de desarrollo a partir de factores comunes. Por esta razón ha sido saludado por muchos como el padre de la moderna ciencia urbanística (García-Bellido 2000). Y aún más interesante desde el punto de vista que nos ocupa es el apéndice que incluye en esta obra, por ser un auténtico estudio pionero de sociología urbana. Basado en un exhaustivo trabajo de campo, la obra cierra con un estudio de las condiciones de vida de las clases obreras urbanas, en relación con el urbanismo. Así, por ejemplo, Cerdà comparó las diferencias en la esperanza de vida según la clase social. Sus ideas urbanísticas eran, como se ha dicho, de inspiración claramente socialdemócrata. Cerdà concibió una ciudad que tuviera como objetivo mejorar las condiciones de vida de todos, no sólo de las clases privilegiadas. Desafortunadamente la vertiente más social de sus ideas no llegó nunca a ponerse en práctica y su inclinación política le valió a Cerdà una feroz oposición por parte de la burguesía catalana. En unas pocas décadas, entre 1860 y 1920, las ciudades del mundo, en el centro como en la periferia, en la metrópolis como en las colonias, se llenaron de ensanches en damero y bloques de manzana. Nada parecía poder resistir el avance del bulldozer de la razón urbanística lanzado a la carrera. Las calles se llenaron de otros signos de la ciencia puesta al servicio de la domesticación del espacio: los transportes colectivos y el alumbrado público, que permitió vencer las tinieblas atávicas de la noche y difuminar los ritmos de la vida impuestos hasta entonces por la tiranía de la naturaleza. Sin embargo, el racionalismo no pudo acabar, no por el momento, con el deseo de plasmar en la ciudad los caprichos de la sofisticación estética y de la identidad particular plasmada en piedra. El modelo estereotipado y minimalista de París no fue seguido por la burguesía de otras capitales. Los estilos arquitectónicos para las viviendas individuales (o colectivas) que predominaron durante todo el siglo XIX serán aún edificios de estilo ecléctico historicista, diseñados para resaltar sus funciones estéticas, incluso en aquellos más modestos. Y después, en las primeras dos décadas del XX llegaría el canto del cisne del Art Nouveau (que, a pesar de ese nombre, fue precisamente en Paris, un entorno ya construido con anterioridad, donde tuvo, irónicamente, menos incidencia arquitectónica). Así, incluso cuando el presupuesto para construir era modesto, se prefería invertir en la sofisticación de la fachada externa (frisos, columnas, frontones, estatuas, bajorrelieves, etc.) que en el confort y calidad de las viviendas en sí mismas. Este esteticismo antieconómico puede interpretarse como una infiltración de los cánones estéticos aristocráticos forjados en los siglos precedentes a la sociedad burguesa y como influencia del potentísimo movimiento cultural de corte antimaterialista e historicista del Romanticismo. La estética ideal de la casa del XIX es la del palacio nobiliario. Eso, por supuesto, cuando se podía. Cuando satisfacer el ideal estético no era posible, el crecimiento urbano simplemente produjo terribles floraciones espontáneas de slums construidos con las formas más sencillas y los materiales más económicos. Lo que podría llamarse un “racionalismo” de la pobreza. 4.2.2. La ciudad-jardín. La otra tipología de planificación urbanística, la de la ciudad-jardín, tiene su origen precisamente en esta misma perduración, vía Romanticismo, del ideal estético aristocrático. Su modelo son las grandes mansiones rurales de la aristocracia europea. En un momento en que la burguesía aún no ha encontrado su estilo estético y residencial propio, los modelos tradicionales de la nobleza ejercen una poderosa fuerza de atracción sobre los estilos de vida y las aspiraciones culturales de la alta y media burguesía urbana. Tengamos en cuenta que las revoluciones liberales no han desplazado del poder a la clase nobiliaria sino que simplemente la han fundido con la del capital burgués. La atracción por la casa unifamiliar rodeada de jardín es además reforzada por los valores del bucolismo y neomedievalismo del movimiento romántico y por los propios anhelos de escapar de una ciudad que, ya hemos visto, se ha vuelto el foco endémico de poluciones industriales y legiones de obreros hacinados. A partir de la idea de que un retorno parcial al campo es deseable surgirán a lo largo de la segunda mitad del XIX diferentes propuestas y experiencias de ciudad-jardín. Veamos las principales: a) Las primeras ciudades-jardín-dormitorio para clases medias. Hasta mediados del siglo XIX la ciudad-jardín en las grandes metrópolis industriales es básicamente un ideal imposible para muchos: los centros urbanos donde se localizan centros de trabajo (oficinas, tiendas, despachos) y servicios, a los que la urbanita clase media no puede ni quiere renunciar, están rodeados por kilómetros de suburbios obreros. Más tarde, entre el 56 centro y la periferia se interpondrán además los ensanches. Las distancias son grandes (y poco placenteras) para recorrer a pie, caballos y carruajes no son medios de transporte rápidos y no están al alcance de todo el mundo. En resumidas cuentas: o se vive en la ciudad o se vive en el campo. Sólo los verdaderos aristócratas a la antigua, aquellos cuya vida no estaba constreñida por las obligaciones del trabajo, podían alternar, como siempre lo habían hecho, los dos estilos de vida (normalmente, como las aves migratorias, al ritmo de las estaciones: el campo era para el verano, la ciudad para el invierno). Pero con la llegada del ferrocarril aquello cambió. La construcción de una red radial de vías férreas en torno a las grandes metrópolis permitió, a partir de los años 1870, el desarrollo urbanístico de las primeras ciudades-jardín y de un modo de vida nuevo, al principio minoritario, que con el tiempo acabaría por convertirse en enormemente común: el del commuter que trabaja y pasa su tiempo de ocio en el centro de la ciudad y duerme en la ciudad-jardín (que por eso empezó también a llamarse ciudad-dormitorio). El desarrollo de estas ciudades-jardín-dormitorio implicó uno de los primeros procesos de sinergia y retroalimentación entre sectores de actividad capitalistas: las inversiones en red ferroviaria de cercanías hacían posible el desarrollo urbanístico de la zona y este a su vez llenaba los vagones de pasajeros. El mismo bucle sistémico que se daría entre automóvil y suburb en los Estados Unidos unas décadas más tarde. Así diseñada, la ciudad-jardín se adaptaba a los roles e ideologías de género preexistentes entre las clases altas y medias profesionales pero también, en esa relación sistémica de retroalimentación que la sociología urbana va a convertir en objeto de sus análisis, las reforzaba: el hombre tomaba el tren para trabajar en la mañana y no regresaba hasta la noche, mientras que la esposa que, a diferencia de la mujer obrera, no necesitaba trabajar ni se la educaba para ello, se quedaba gestionando el hogar (con ayuda de la servidumbre, por supuesto) en un ambiente mucho más tranquilo y sano, más adecuado para criar a los vástagos de la burguesía. Estas ciudades-jardín no eran, sin embargo, imitaciones perfectas del modelo aristocrático en que se inspiraban. Eran algo nuevo: barrios planificados y construidos por una empresa promotora-constructora de acuerdo a una lógica que era ya claramente economicista: las parcelas eran de dimensiones estándar y tamaño moderado, no fincas en las que montar a caballo o ir de caza, y estaban alineadas en calles de trazado también regular. Y conforme se fue alargando el mercado se fueron haciendo urbanizaciones con parcelas y casas de diferentes tamaños, ajustados a los presupuestos de los potenciales compradores hasta llegar a la forma más modesta de ciudad-jardín: el adosado, las llamadas terrace houses en el Reino Unido, país que las inventó (“terrace” porque las aspiraciones ideales a un jardín individual habían quedado reducidas a un pequeño patio, no mucho más grande que una terraza). Por último se construían también con una serie de servicios “básicos” de entrada, como la iglesia y algunos locales comerciales. La dependencia de un transporte colectivo y poco flexible como el tren disuadió de la zonificación extrema que se produciría en cambio con el suburbio americano. La más conocida ciudad-jardín de este tipo es Bedford Park, desarrollada a partir de 1875 por el empresario Jonathan Carr en el oeste de Londres, a 30 minutos en tren del centro de la ciudad. Carr construyó sus casas en el estilo historicista que imitaba la casa típica de la época de la reina Ana (principios del XVIII) pero empleó ya la producción en serie, alternando inteligentemente unos pocos modelos que luego repitió hasta la saciedad. Junto a las casas, Carr construyó iglesia, club social, tiendas y un pub. Bedford Park es calificada en algunas historias del urbanismo como la primera ciudad-jardín (Jones Bolsterli 1977). Sin embargo, esta afirmación no es correcta: ya en 1856 en Le Vésinet, a una media hora de París, Alphonse Pallu había constituido una sociedad constructora para edificar una ciudad-jardín “à la anglaise”, lo cual quiere decir que el modelo, de origen, eso sí, indudablemente inglés, era de sobras conocido por entonces. La operación se realizó en coordinación con el propio emperador Napoleón III, quién vendió sus terrenos de caza para la urbanización. Por lo demás, el modelo era similar al ya descrito (su iglesia fue la primera en construirse con hormigón prefabricado y estructura de acero) y estaba ya consolidado en 1875, fecha en que se le otorgó la condición administrativa de municipio. En un ejemplo de la estrecha relación entre poder y la apenas naciente clase capitalista de los constructores-urbanistas, Pallu fue nombrado su primer alcalde (Poisson 1975). b) La ciudad-jardín obrera de los empresarios paternalistas. El modelo de la ciudad-jardín no se pensó únicamente para las clases medias. En muchos lugares de Europa empresarios con cierta sensibilidad social, o mayor inteligencia estratégica, que la media, se dieron a la tarea de alojar a sus obreros y personal dirigente en urbanizaciones planificadas de casas individuales de este tipo. El país donde más proliferaron fue Francia, donde se conocen como las cités ouvrières (Butler y Noisette 1983; Flamand 1989; Stebé 2007; Driant 2009) pero los ejemplos se encuentran en otros países también (Fourcaut 2006). En el Reino Unido se conocieron como company towns o model villages (Creese 1992). Otro caso muy conocido es la ciudad obrera de Zlin en Moravia, sede de la fábrica de zapatos Bata, fundada en 1894 y por entonces la mayor productora de zapatos a escala industrial del mundo (Meynier 1935). Estas iniciativas urbanísticas, como las de las ciudades-jardín burguesas, eran, por lo general, totalmente privadas. Se inspiraban, en su intencionalidad explícita, en las experiencias más pragmáticas y realistas de la generación de los socialistas utópicos, en concreto en el New Lanark de Robert Owen y en el Familisterio de Godin para los obreros siderúrgicos de Guise. La idea era ofrecer a los obreros de la empresa unas condiciones de vida decentes proporcionándoles vivienda y una serie de servicios comunitarios, cuyo número y naturaleza dependían cada caso particular (dispensarios y hospitales, comedores, escuelas, lavandería, comercios, bares y centros de ocio). El objetivo declarado era filantrópico pero no entraba en contradicción con las estrategias económicas y políticas del capital: Mejorar las condiciones de vida aumentaba la salud de los obreros; los servicios en común maximizaban el tiempo necesario para las tareas de mantenimiento doméstico y personal; las viviendas se construían en las cercanías de la fábrica, para reducir el tiempo y los gastos de desplazamiento. Todo ello redundaba en una mayor productividad para la empresa. Las casas eran en alquiler, los servicios comunitarios eran gestionados por la empresa, lo que implicaba una forma de recuperación (casi total) del salario del obrero, que consumía en sus viviendas, en sus tiendas de ultramarinos, en las medicinas de sus dispensarios, y no en los de otro. Por último, las ciudades-jardín obreras formaban parte de una estrategia diseñada de control social. Las experiencias de Owen o Godin habían adoptado el bloque de viviendas como 57 tipología constructiva pero los empresarios posteriores prefirieron el modelo de la ciudad-jardín periurbana por varios motivos: la contaminación urbana había ido disuadiendo a los industriales de instalar las fábricas cerca de las ciudades; les cités ouvrières se instalan, pues, a no mucha distancia de la ciudad pero en el medio rural, donde el terreno era abundante y barato. El estilo de vida obrero no requería, como el burgués, de una red de transportes que conectaran las nuevas urbanizaciones a la ciudad. Todo lo que los obreros tenían que hacer era trabajar y descansar. Y la ciudad-jardín se construye con la intención expresa de alejar al obrero de la ciudad, para evitar su roce con las clases medias y para aislarlo en el campo de la peligrosa influencia de los movimientos sindicales y marxistas. Se escoge la tipología de la casa individual porque está es la más cercana a la sensibilidad, identidad y estilo de vida del futuro obrero, que se reclutará entre las poblaciones campesinas de los alrededores. Como si los patronos hubieran ya leído las disquisiciones de los sociólogos urbanos acerca del peligroso efecto disfuncional de la alienación urbano-industrial del emigrante rural, la ciudad-jardín se diseña para minimizar los efectos de dicha alienación, introduciendo a los obreros de forma más suave en los ritmos del trabajo fabril, sin cortar del todo las ataduras con su anterior forma de vida rural. Los empresarios son conscientes o intuyen que una población menos alienada es una población menos inclinada al alcoholismo, a la violencia familiar, a la apatía. En suma, más productiva y menos peligrosa para el orden. Más allá de eso, la cité ouvrière poco tiene que ver con la aldea tradicional y se parece mucho más a lo que más tarde sería el suburbio de clase baja norteamericano: aquí, las veleidades estéticas de la ciudad-jardín burguesa han quedado reducidas a su mínima expresión. Las casas son individuales (frente a los caseríos rurales ocupados por familias extensas), mucho más pequeñas y simples, los jardines, a veces, casi inexistentes, y los niveles de prefabricación y estereotipación mucho más elevados. El plano suele ser en cuadrícula. Se trata, en algunos casos, de auténticas ciudades-campamento. Se mantienen en ellas las jerarquías, con las casas de los encargados claramente sobresaliendo por encima de las demás en tamaño y estética (Butler y Noisette 1983; Flamand 1989; Frey 1995; Creese 1992; Stebé 2007; Driant 2009). Los primeros casos de ciudad-obrera de este tipo son las que construye la Société Mulhousienne de Cités-Ouvrières en Francia a partir de 1853. A ella les seguirán otras como la cité Schneider (1860) o la Jouffroy-Renault en Clichy (1865)… (Butler y Noisette 1983; Flamand 1989; Frey 1995; Stebé 2007; Driant 2009). Las iniciativas eran totalmente privadas pero encuentran el respaldo ideológico y legal del régimen paternalista de Napoleón III, que intenta instalar una forma de Estado de Bienestar desde un proyecto autoritario y conservador. El Estado se limitará a hacer la promoción: así, las cités ouvrières son presentadas al mundo como modelo de urbanismo en las exposiciones universales de 1867, 1878 y 1889. En esta última se llegará, incluso, a construir una cité-ouvrière modelo en la explanada de Les Invalides. Ya entonces están también presentes los lazos entre la sociología y el urbanismo. El modelo de las cités-ouvrières será ardientemente defendido por un personaje del que ya hemos hablado, Frédéric Le Play, como solución reformista a los problemas de alojamiento del proletariado, a través de su think tank la Societé de Économie Social, que funda en 1856 y desde sus roles institucionales, como el de comisario de la Exposición Universal de 1867 (será quien incluya las cités-ouvrières entre los temas de la Exposición) (Brooke 1970). En el Reino Unido, de tradición mucho más liberal, esta implicación del Estado será prácticamente inexistente y los empresarios actúan por su cuenta. En 1887 los hermanos Lever (fundadores de la actual compañía Unilever) empiezan a construir la ciudad-jardín de Port Sunlight en unos terrenos separados por un brazo de mar de la ciudad de Liverpool y ganados a los pantanos de Cheshire. (Creese 1992). Otro caso muy interesante es el de Zlin, en la actual república checa, donde el empresario Bata crea de la nada a principios de siglo la mayor fábrica de zapatos del mundo, con su adyacente ciudad obrera dotada de gran cantidad de servicios (Meynier 1935). Las ciudades-jardín obreras son una forma de urbanismo paternalista orientado al control del ejército trabajador a través de la disciplina espacial (Frey 1984). Otra forma más, en resumidas cuentas de poder “totalitario” sobre el espacio y del espacio utilizado como herramienta de poder. La vida en las ciudades-jardín con las que los empresarios intentaban “comprar” a los obreros giraba en torno a las actividades organizadas por y desde el despacho de dirección de la compañía, desde el trabajo en sí hasta la educación en la escuela o la programación cultural (literatura, teatro, y más tarde cine). El régimen solía ser siempre de alquiler y restringido a los obreros, lo cual impedía la instalación de extraños (y por tanto la heterogeneidad social que pudiera abrir al obrero ventanas a mundos diferentes del diseñado por el patrón) y dificultaba al obrero la formación progresiva de un patrimonio. Cuando este régimen se hacía vitalicio (en Port Sunlight, por ejemplo, esta regla no se eliminó hasta los años 80 del siglo XX) se convertía en una forma de mantener al obrero atado de por vida, si quería permanecer junto a sus familiares y amigos en la comunidad, a la disciplina del salario en la fábrica. Inicialmente fuera del ámbito de competencia de los ayuntamientos, estas urbanizaciones eran como auténticas ciudades privadas dirigidas por el patrón-alcalde. El control fue, sin duda, lo que inclinó a los constructores por el modelo de casa individual para familias nucleares. Como otra prueba de este control ejercido sobre un solo individuo sobre los estilos de vida de toda una colectividad basta citar el ejemplo de Bourneville, la ciudad-jardín obrera construida por George Cadbury, famoso chocolatero británico. Cadbury era cuáquero y por ello prohibió en los límites del medio kilómetro cuadrado de “su” ciudad, la apertura de pubs, eliminando de esa manera uno de los centros y formas más populares de sociabilidad entre las clases obreras inglesas. En cambio, promovió la vida sana animando a sus obreros a realizar deporte y dotando a la urbanización de instalaciones adecuadas para ello (Harvey 1906, Creese 1992). Y, sin embargo, ni siquiera la ingeniería urbanística más racionalmente concebida ha podido nunca mantener plenamente el control cultural o político sobre las poblaciones residentes. Fue precisamente en las cités-ouvrières donde se iniciaron las grandes huelgas revolucionarias de 1936 en Francia (Frey 1995). A pesar de lo extendido del fenómeno, la cuestión de las cités ouvrières no parece, sin embargo, haber despertado demasiado interés entre los sociólogos o geógrafos urbanos de su tiempo y no sería bien estudiada hasta los años 80 del siglo XX19. Uno de los pocos estudios previos sobre el tema es el que dedica el geógrafo Meynier a la ciudad obrera de Zlin. La valoración que hace Meynier del experimento checo es decididamente positiva. Este es saludado como una intervención progresista y el autor la pone en contraste con el “paternalismo” de las cités ouvrieres de Francia (Meynier 1935) 19 58 c) La ciudad lineal del empresario Arturo Soria: la ciudad-jardín… ¿interclasista? Una propuesta única en su género y que se adelanta unos años a la que propondrá Howard es la del ingeniero español Arturo Soria Mata. Soria, haciéndose eco de los datos arrojados por las investigaciones higienistas de la época, que arrojaban una cifra de mortalidad infantil superior en los hacinados centros urbanos que en el campo (40 por mil frente a 20 por mil (Soria 1894:1), propone la ciudad-jardín planificada racionalmente como solución necesaria para todos, para el rico y para el pobre. Y a partir de ahí supedita el diseño urbano a la lógica de un solo factor: la movilidad. Surge así el concepto de ciudadlineal, la ciudad del futuro, la solución a las ciudades de muerte del presente (“Cuando las madres se convenzan de que, al favorecer la creación de las ciudades lineales, salvan a sus propios hijos de la muerte” (Soria 1894:1)) que habría de construirse, empezando por Madrid, en un anillo concéntrico en torno a los centros de las antiguas poblaciones, a ambos lados de una única línea de tranvía. La racionalidad quiere (re)construir el espacio y la vida de la gente. El modelo de Soria es, como decimos, una propuesta de transformación total que quiere una ciudad-jardín para todas las clases, partiendo de lo que él identifica como un deseo colectivo común hacia la tipología de la casa unifamiliar con terreno. Lo que parece una apuesta más democrática que su predecesora la de las cités-ouvrières se revela, sin embargo, al seguir leyendo el texto de Soria, en un modelo igualmente basado en el mantenimiento de fuertes diferencias de clase y que no oculta el desprecio y el temor por una clase obrera para la que la ciudad lineal se plantea como mecanismo espacial de control: Preguntemos á un millonario y á un proletario cómo dispondrían su vivienda respectiva dentro del presupuesto de su renta ó jornal para estar completamente á gusto, sin ser molestados por los demás vecinos de la ciudad. [...]¿Preferís vivir juntos en distintos pisos de la misma casa, ó en casas separadas? Á mí -dice el pobre- me molesta el ruido de las fiestas y diversiones de mi vecino, cuando el pan escasea en mi casa. Además, tengo que subir muchas escaleras, y mi vivienda es tan estrecha é incómoda, que más parece ataúd ó jaula, que habitación. En una choza ó casucha de un solo piso, dividida en tres ó cuatro habitaciones, en medio de un terreno de 300 ó 400 metros cuadrados, para jardín, corral y taller, viviría contento, lejos de la taberna y de peligrosas compañías; [...] El rico, á su vez, exclamará: -Me compadezco de los desgraciados, y los socorro cuanto puedo; pero me enojan y entristecen, cuando estoy alegre, la vista y el contacto de los andrajos de la miseria mal oliente (Soria 1894:8) Soria creó para poner en práctica su proyecto, la Compañía Madrileña de Urbanización. A partir de 1900 la compañía empezaría a parcelar y vender los terrenos así como a construir la línea de tranvía y ciertas edificaciones urbanas como la imprescindible iglesia y un teatro con capacidad para 2500 personas. Excesivamente desconectada del centro de la ciudad (el tranvía tardaba una hora en llegar al centro), la urbanización no consiguió atraer a muchos clientes de clase media (máxime cuando aún existían enormes terrenos sin edificar en el ensanche). El proyecto de Soria era un ejemplo de zonificación extrema en una capital que carecía de los recursos para construir las infraestructuras ferroviarias de cercanías que lo habrían hecho atractivo. En lo que respecta a la clase obrera la distancia era un factor que pesaba más o igual que entre las clases medias, y su poder adquisitivo era demasiado débil para poder aspirar incluso a una “choza” (Maure 1991). d) La ciudad-jardín y el movimiento cooperativo. El movimiento cooperativo tiene su origen en Gran Bretaña en la primera mitad del siglo XIX. Su punto de partida son los experimentos y escritos de algunos de los llamados socialistas utópicos, notablemente Robert Owen y Charles Fourier, en los años 20 y 30. Owen había sido pionero en la provisión de alojamiento y servicios para sus obreros de New Lanark, que puede considerarse una cité-ouvrière avant la lettre, y el phalansterio de Fourier es de algún modo el primer modelo de cooperativa residencial. Las ideas iniciales fueron retomadas por William King en Inglaterra y difundidas en su revista mensual The Cooperator desde 1828. El movimiento cooperativo planteó desde el principio una suerte de tercera vía democrática entre socialismo (colectivización total de la propiedad, economía completamente redistributiva) y capitalismo, promoviendo una economía social no orientada a la obtención de plusvalía individual y formas de co-propiedad voluntaria. Esta tercera vía había de ir creciendo, sin revolución, como una sociedad dentro de la sociedad. Las organizaciones cooperativas comenzaron en el terreno del comercio en forma de pequeños economatos organizados por los propios consumidores que permitieron rebajar el costo de los alimentos, al eliminar el sobreprecio de la plusvalía. La primera organización de cooperativas fue la Rochdale Society of Equitable Pioneers, fundada por un grupo de artesanos en Inglaterra en 1844. La sociedad estableció los llamados Principios de Rochdale, la carta fundacional del movimiento cooperativista. A lo largo del siglo XIX el movimiento siguió creciendo en Gran Bretaña y extendiéndose por todo el mundo, en forma de federación, de una manera muy similar a como lo estaba haciendo en paralelo el movimiento obrero. El movimiento acabó cristalizando en la creación de la International Co-operative Alliance (ICA) en 1895, el equivalente de la Primera Internacional de los cooperativistas y reconocida como tal hasta la fecha y los Principios de Rochdale acabarían por ser adoptados por la ICA in 1937. Ligeramente modificados en 196620, siguen casi todos vigentes hoy en día. La noción de cooperativa, en realidad, no era nueva y, no sin cierta ironía, se inspira en las sociedades anónimas capitalistas. Ambas tienen como principio la puesta en común de capital y recursos para emprender inversiones que de forma individual serían imposibles de acometer. Ambas se basan en el principio de la copropiedad variable por acciones. La diferencia está en los objetivos (obtener plusvalía, la primera, obtener productos y servicios más baratos que los ofrecidos por las empresas movidas por el beneficio, la segunda). El movimiento cooperativo comenzó a hacerse fuerte hacia finales del siglo XIX. En el terreno de las cooperativas comerciales surgió en 1863 en Gran Bretaña la primera megacooperativa, 20 La regla original de “un co-propietario un voto”, fue reemplazada por la ponderación del voto en relación al número de acciones de las que se era propietario. 59 The Co-operative Group Limited21. Su tamaño los llevaría incluso a entrar en política en 1881, primero con la creación de un lobby de presión que actuaba a través de los parlamentarios laboristas y más tarde con la fundación de un partido propio, el Cooperative Party, en 1917. El Co-operative Party sigue existiendo hoy en día, es un partido hermano del laborista que se presenta a las elecciones con la misma candidatura aunque mantiene su propia personalidad jurídica. Casi desde el principio, y en varios países con más o menos contemporaneidad, personajes inspirados por el cooperativismo intentaron trasladar el modelo de copropiedad a la resolución del acuciante problema de la vivienda obrera. La idea era desarrollar complejos residenciales como si fueran sociedades anónimas: los residentes no serían ni inquilinos ni propietarios sino accionistas de una propiedad inmobiliaria común. Lo cual implicaba la inversión inicial de un capital por parte de cada miembro residente para financiar la construcción. La diferencia fundamental entre este tipo de cooperativas y las originarias de naturaleza comercial residía en la cantidad de capital inicial que era necesario aportar: mucho mayor en el caso de la cooperativa residencial, puesto que los gastos de construcción y mantenimiento de las propiedades eran superiores en varios órdenes de magnitud. Una cooperativa comercial se podía iniciar con una pequeña tiendita y luego ir ampliando la actividad reinvirtiendo los beneficios hasta llegar al supermercado (como, en efecto, sucedió). Una cooperativa de viviendas suponía la construcción inmediata de una gran cantidad de inmuebles (puesto que era un esfuerzo colectivo) que, después, no generaban beneficios inmediatos (salvo los derivados del ahorro del pago de un alquiler) que pudieran reinvertirse. A pesar de estas limitaciones el sistema podía ofrecer varias ventajas: a) la puesta en común de un capital inicial, aunque no fuera suficiente para construir el inmueble, y la reducción de los riesgos de impago por el mecanismo de la mutualización eran un importante aval que abarataba el precio del crédito; b) permitía construir, además de las propias viviendas individuales, una serie de servicios comunes (lavandería, áreas recreativas, etc.) que se mantenían con una pequeña cuota y que de manera individual habrían sido imposibles de sostener (esta era, de hecho, una de las grandes ideas del falansterio de Fourier); c) la construcción del área residencial podía completarse con la de negocios cooperativos controlados por los mismos accionistas, que abarataran el precio de los servicios y cuyos beneficios se reinvirtieran para ir poco a poco pagando el crédito hipotecario. d) Con el sistema de copropiedad se producía un empoderamiento de los residentes. Estos, a través de la votación democrática en el consejo de la cooperativa, podían tomar decisiones directas sobre los asuntos de la unidad residencial. e) el sistema de accionariado dotaba de flexibilidad a la residencia: los co-propietarios no estaban necesariamente atados de por vida a la propiedad sino que podían vender su participación cuando quisieran y mudarse a otro lugar. Sin embargo, la necesidad de una gran inversión inicial impuso durante todo el siglo XIX un límite muy grande al desarrollo de las cooperativas de vivienda, especialmente para la clase obrera, que era quien más habría necesitado recurrir a este sistema, y su despegue tuvo que esperar a la aparición de las políticas públicas que favorecieran créditos a bajas tasas de interés o a la propia madurez del sistema financiero, algo que tardaría muchas décadas en producirse. Resulta un tanto paradójico que el primer paso hacia un apoyo del Estado a favor de la vivienda cooperativa lo haya dado un régimen conservador como el prusiano y no el Reino Unido o Francia, cunas originarias de la idea. En efecto, el cooperativismo es regulado por primera vez por una ley prusiana de 1867. Sin embargo, al no limitar las posibles responsabilidades de los accionistas al propio capital aportado, el riesgo era muy alto y no permitió su crecimiento. En 1888, un año antes de la promulgación de la segunda ley que regulaba el sector, que permitía la creación de cooperativas de responsabilidad limitada, solo había 28 en toda Prusia. A partir de ese año se produce un despegue y estas se habían elevado a 1402 en 1914. La ley fomentaba la concesión de créditos blandos para la construcción de viviendas cooperativas por parte de las compañías de seguros. Después del parón de la Primera Guerra Mundial el fenómeno siguió aumentando durante los gobiernos socialdemócratas de la República de Weimar (Faust 1977; Novy y Prinz 1985). En Francia, por aquellas décadas finiseculares, destaca el proyecto del industrial siderúrgico Godin, a medio camino entre las experiencias de las cités-ouvrières y el cooperativismo. Godin era un industrial de tendencias izquierdistas, discípulo de Fourier. Entre 1853 y 1883 se dedicó a poner en práctica la idea del falansterio para sus obreros de la fábrica de Guise. De ese ideal nace el familisterio, una versión mucho menos ambiciosa y más realista de aquel gran palacio colectivo, inspirado en el modelo de Versailles, que había imaginado Fourier. Y desprovisto de todo el proyecto de revolución de la estructura social y los valores culturales del socialista utópico. La idea de partida es similar a la de los demás empresarios paternalistas: mejorar las condiciones de vida de los obreros y dotarlos de una serie de servicios logísticos y recreativos comunes (jadines, una piscina, un teatro, un centro social). El modelo, sin embargo, no es ya el de la casa individual de la ciudad-jardín sino el bloque de apartamentos. Godin ha quizá comprendido que la ciudad-jardín requiere demasiado terreno y resulta cara. Una conclusión a la que después llegarían muchos. Godin introduce, además, otra significativa innovación que lo distingue del resto de citésouvrières: los apartamentos no estaban diseñados para ofrecer la máxima intimidad y fomentar el individualismo sino, al contrario, para favorecer la promiscuidad: las puertas y ventanas de los apartamentos estaban dispuestos en torno a un gran patio comunal. Desde una morfología y una lógica completamente opuestas a la de la atomización espacial, el objetivo era, sin embargo, muy parecido: usar el espacio como herramienta de control social. La idea era que los empleados, mezclados todos (administradores y obreros) sin importar categoría auto-disciplinaran sus impulsos antisociales bajo la mirada escrutadora de los otros, los menos educados imitando los comportamientos de los que lo eran más. Una especie de panóptico con esperados efectos pedagógicos que fue denostado por sus críticos por su aspecto y planteamiento carcelario o cuartelero. Sin embargo, en 1880 Godin da un giro a su proyecto que lo aleja de los de otros empresarios filántropos y lo acerca a posiciones más izquierdistas: decide convertir la fábrica en una cooperativa de producción y para ello crea l’Association du Capital et du Travail ou Société du Familistère. A partir de ese momento los obreros se convierten en propietarios accionistas de la empresa y, por tanto, de sus propias viviendas. Irán recibiendo incentivos en forma de acciones de acuerdo a su productividad. Las plusvalías son reinvertidas en obras sociales en la comunidad (escuela, cajas de seguros) y los obreros reciben un dividendo por sus acciones que completa su salario. 21 El grupo ha seguido creciendo hasta tener hoy en día 5,5 millones de miembros co-propietarios. (http://www.co-operative.coop/) 60 Fue este tipo de vivienda, el bloque colectivo de apartamentos y no el de la casa unifamiliar, el que se reveló más factible para la aplicación del modelo cooperativo, por sus menores costes de construcción. Así en también en la década de 1880 los principios cooperativos se aplicaron ya a la construcción de bloques de apartamentos en la ciudad de Nueva York, pioneros en una ciudad en la que este sistema de copropiedad gozaría de un gran éxito en el siglo XX (Wolkoff 1999). La falta de apoyo por parte del Estado o de las instituciones financieras y la decisión de elegir como modelo el de la ciudad-jardín burguesa son las causas que explican el fracaso de la experiencia cooperativista en Gran Bretaña, iniciada por Ebenezer Howard en la bisagra del siglo. Howard ha pasado de alguna manera a la historia del urbanismo por ser el pionero de la ciudad-jardín y de la vivienda cooperativa pero se trata de un discurso construido desde una academia anglosajona que probablemente no se molestó en investigar experiencias de otros países. Nuestro breve recorrido histórico nos ha ya mostrado que Howard no fue el pionero ni de una ni de otra forma de urbanismo. Las ciudades-jardín existían, como se ha visto, desde hacía al menos medio siglo, y las cooperativas de vivienda eran ya una realidad décadas atrás de que él planease crear la suya. Sobre las ideas de Howard también pudieron influir los modelos de la frontera norteamericana y los primeros suburbios en ese continente (había asistido a la remodelación de Chicago en la década de los 70, tras el incendio de 1871, trabajando en aquella ciudad como periodista). Hay que reconocer, sin embargo, que sería Ebenezer Howard, el ideólogo socialista, quien acuñaría el nombre de ciudad-jardín con el que aquel tipo de modelo preexistente se conocería a partir de entonces, al tratar de fomentarlo en la práctica a través del City Garden Movement, una organización no gubernamental cuya primera conferencia se celebra en 1901 y a la que adhirieron personajes que ya habían apadrinado este tipo de urbanizaciones previamente como George Cadbury, el constructor de Bourneville. En el movimiento convergían, por tanto, el filantropismo paternalista de los empresarios con el más democrático espíritu reformista de Howard y otros ideólogos como el arquitecto socialista Urwin, luego constructor de los proyectos de aquel. Lo que le ha valido a Howard su puesto en la historia del urbanismo no se encuentra tanto en sus realizaciones concretas como en su visión holística de lo que habría de ser el territorio y las ciudades del futuro, y es en virtud de dicha visión que el personaje y su obra merecen unas líneas más. En la única obra que publicó en su vida, To-Morrow: A Peaceful Path to Real Reform (1898), reimpresa en 1902 como Garden Cities of To-morrow, Howard añade ciertas propuestas originales a lo que ya estaba desde hacía décadas en la mente de muchos reformadores y en la propia sociedad: la idea de utilizar la planificación urbanística como herramienta de reforma social y la propuesta de un modelo rururbano de ciudad que conservarse las ventajas de ambas formas de vida y eliminase sus desventajas (su famosa teoría de los tres imanes22). La sociedad armónica del futuro habría de pasar, en la concepción de Howard, por el desmantelamiento de las grandes concentraciones urbanas, focos disfuncionales de tensiones sociales y baja calidad ambiental y de vida, y su sustitución por una red interconectada de ciudades pequeñas y medianas insertas armónicamente en la campiña, que fueran más gestionables política y socialmente, y donde se recuperara la calidad ambiental y las relaciones sociales personalizadas. Es esta la diferencia fundamental de la ciudad-jardín de Howard con las precedentes: no es concebida como una mera ciudad-dormitorio sino como un centro autónomo, independiente política y económicamente de Londres, llamado a descongestionar la gran ciudad. Howard ponía como tope demográfico para evitar la congestión y, por tanto, los problemas, el techo de los 30.000 habitantes. En el centro de la misma una galería comercial cerrada, en estructura de acero y vidrio para ofrecer luz natural y confort frente a las inclemencias del tiempo durante todo el año, con todos los servicios. Y explotaciones agrícolas en los alrededores que hicieran a la ciudad razonablemente autosuficiente desde el punto de vista alimentario. La cercanía de las explotaciones debía contribuir a eliminar intermediarios y, por tanto, a abaratar el costo de los alimentos, especialmente los frescos, que se habían encarecido mucho en las grandes ciudades, con los consiguientes efectos negativos (avitaminosis) en los niveles generales de salud de las poblaciones económicamente más débiles. La propuesta de Howard se inscribía, pues, en un mucho más ambicioso plan para reingenierizar toda la distribución espacial de la población británica y, en ese sentido, puede considerarse como un proyecto utópico heredero de los de los primeros socialistas. Bajo el paraguas de la Garden Cities and Town Planning Association, Howard consiguió animar al establecimiento de sociedades cooperativas que iniciarían la construcción de dos ciudades-jardín con viviendas unifamiliares en estilo neogeorgiano, en la corona más periurbana de Londres, 30 o 40 kilómetros más lejos de las primeras del tipo Bedford Park: Letchworth (iniciada en 1903) y Welwyn (en 1920). El plano de la ciudad, aunque perfectamente diseñado, huía del cartesianismo ortogonal del ensanche para favorecer una trama más “natural”, menos monótona, alienante y expuesta al tráfico, más agradable para el paseo, plagada de calles sin salida que disuadían al tráfico y proporcionaban intimidad. El proyecto de Howard no consiguió alcanzar sus objetivos: el modelo cooperativo propuesto, en ausencia del apoyo financiero del Estado o de la banca, supuso, como ya se ha dicho, una barrera infranqueable para las clases trabajadoras. En consecuencia, las experiencias de Letchworth y Welwyn quedaron restringidas a un reducido grupo de idealistas de clase media, minando la propia legitimidad del ideario de Howard. Howard había contado con que lograría atraer la instalación de industrias a sus ciudades-jardín, cuyos beneficios, mutualizados, ayudarían al proyecto a despegar. Sólo consiguió la instalación de una fábrica de corsés en Letchworth. Finalmente, el modelo de gestión comunitaria también demostró tener sus debilidades: la supuesta democracia quedaba supeditada al voto del accionista (tantas acciones tienes tanto vale tu voto) y, en ausencia de controles externos, quedó expuesta a corrupción. En los años 60 la gestión de ambas ciudades sería sustituida por un gobierno municipal y absorbida en la estructura administrativa del Estado. Si bien Howard no fue tan pionero como se ha dejado entender, la gran popularidad que alcanzó su obra en su tiempo le ha conferido una cierta aura de gurú al que se le imputa una influencia sobre muchos desarrollos posteriores. Se dice que la política de creación de ciudades nuevas (las New Towns) emprendida por los gobiernos laboristas de los 50 alrededor de Londres sea una concreción, ajustada al realismo y a las posibilidades de postguerra, de las teorías de Howard. Sus objetivos, 22 Hasta ahora la gente se ha visto atraída por el imán de la ciudad, nos dice Howard. La consecuencia son los terribles problemas de hacinamiento que sufrimos. Howard aspira a construir un imán alternativo, el rururbano, que genere su propio campo magnético de atracción. 61 sin duda alguna, coinciden parcialmente: descongestionar la gran aglomeración londinense, repartir de forma más equilibrada a la población por el territorio creando núcleos urbanos independientes de la gran metrópoli, centros de producción con su propia economía y dotados de todos los servicios. Igualmente la evolución del suburb-dormitorio americano de los 50 hacia la edge city en los 70 y 80 podría verse, si se quiere, como un cumplimiento de las predicciones de Howard, quien, cual Nostradamus del urbanismo, habría conseguido prever incluso, el nacimiento del shopping mall y de rol central en la articulación de la vida suburbana. El movimiento ecologista también ve en Howard un pionero de sus ideas: por ejemplo en su idea de una agricultura menos extensiva y lejana no separada de las actividades económicas de la ciudad. En cualquier caso el concepto de ciudad-jardín suburbial con plano no ortogonal era ya preexistente (en el modelo Le Vésinet o Bedford Park) y su triunfo se habría producido de todos modos. Este triunfo, sin embargo, no llegaría de la mano de las cooperativas sino de las banderas del capitalismo de los promotores apoyados por el Estado. Sería arrollador en los países de tradición anglosajona como los Estados Unidos, Canadá, Australia o la propia Gran Bretaña, donde el urbanismo y la arquitectura de Letchworth y Welwyn pasan, de hecho, hoy en día desapercibidos en el contexto de un país que adoptó mayoritariamente este tipo de ciudad. Más directamente parece haber influido Howard en el vecino país, Francia, a través de Georges Benoît-Lévy, quien, tras su regreso de una estancia en Inglaterra, publicaría la obra La cité-jardin, en 1904. Prologada por el principal defensor del movimiento cooperativo de ese país, el profesor de economía social en la Universidad de Burdeos Charles Gide, más tarde miembro del Collège de France, en ella convergían las ideas cooperativistas, ya presentes en Francia, con el tema de la vivienda y se recuperaban, a la nueva luz de las ideas del otro lado de La Mancha, las experiencias de las cités-ouvrières (Penin 1998). Ese mismo año Benoît-Levy fundó, a imitación de Howard, la Association des cités-jardins, entre cuyos miembros se contaron el arquitecto Henri Sauvage y el político Jules Siegfried, redactor de la primera ley de vivienda protegida en Francia. El cooperativismo, sin embargo, nunca llegó a ser mayoritario como modelo de promoción y propiedad inmobiliaria en ningún país. Y mucho menos que en otros, en Gran Bretaña o en Francia. La expansión de un urbanismo sin plusvalías no debió ser nunca vista con muy buenos ojos por los poderosos grupos económicos que se fueron formando conforme la construcción de vivienda se fue revelando uno de los grandes negocios de la economía capitalista. Sólo la conjunción de estos intereses con políticas estatales que los apoyaron expresamente, concediéndoles las grandes contratas de urbanización a partir de la postguerra, al tiempo que acallaban la posible fuente de descontento social ofreciendo a las clases populares alquileres bajos o créditos blandos, puede explicar el relativo escaso impacto del movimiento cooperativo en el sector inmobiliario comparado con sus éxitos en otros sectores. La concesión de créditos blandos para la compra de una vivienda en propiedad individual minó directamente la lógica económica sobre la que se sustentaba el cooperativismo. El fomento de la propiedad individual, por otro lado, era un torpedo dirigido por el sistema a la línea de flotación del inconsciente colectivo: alimentaba la aspiración secular reprimida en cada proletario, aspiración psicológica universal, de hacer suyo el ethos de la clase dominante, es decir, de convertirse en propietario único y singular de un pedazo de tierra (o de aire, en el caso de los bloques en altura). A la propiedad, por modesta que sea, todo el mundo lo sabe, va asociado consustancialmente un espíritu conservador: cuando se tiene una inversión que proteger ya no se puede apostar todo al fuego de la revolución. Convertir a los obreros en propietarios fue la más sofisticada estrategia de control social efectuada por el sistema, y se desplegó masivamente en Occidente a partir de los años 50. El cooperativismo no podía ser la vía. Había que encontrar el mecanismo para que el pueblo comprara su vivienda y al mismo tiempo el capital obtuviera su plusvalía. De aquella estrategia nacieron, como veremos, el suburbio norteamericano y los grandes polígonos de viviendas en Europa. Aún así, la incidencia del cooperativismo fue muy variable dependiendo de los países: en socialdemocracias como las escandinavas, el Canadá o la Alemania de Weimar y la Bundesrepublik postnazi el fenómeno fue relativamente extendido. En países como Francia o el Reino Unido apenas se desarrolló, siendo los años de postguerra fuertemente dominados por una alianza Estado-empresas inmobiliarias. En Estados Unidos tampoco fue fuerte, pues el suburbio se desarrolló bajo una alianza semejante, pero tuvo incidencia local significativa en algunas grandes ciudades, especialmente en la ciudad de Nueva York, a partir de los años 30. 4.2.3. El urbanismo planificado y la vivienda como políticas del Estado de Bienestar: el Despotismo Ilustrado del urbanismo racionalista. El nacimiento de la zonificación y los planos de ordenación urbanística Desde finales del siglo XIX los gobiernos en los países industrializados irán paulatinamente tomando conciencia de que era necesario domar a la bestia urbana generada por el capitalismo del laissez-faire. El simple mercado no había conseguido construir ciudades armónicas y parecía evidente que por sí solo nunca lo haría. El Estado se plantea entonces intervenir en dos dimensiones de lo urbano: a) la planificación del crecimiento de la ciudad en sí, regulando el uso de los terrenos para funciones determinadas y b) la incentivación de vivienda barata con unos estándares de calidad suficientes para las clases trabajadoras. De la primera necesidad surgirán los instrumentos de la zonificación y de los planes de urbanismo. De la segunda, los programas (directos o indirectos) de vivienda protegida. Para poder intervenir y regular ambas dimensiones los estados irían progresivamente creando un complejo aparato burocrático y una creciente legión de técnicos especializados en los diferentes 62 aspectos que una empresa de ingeniería social como aquella implicaba (arquitectos, ingenieros, abogados, economistas, topógrafos, geógrafos). Con ello alumbraba el nacimiento de una nueva ciencia, el urbanismo, y la racionalidad moderna finalmente se hacía cargo de las riendas del espacio, clasificando y uniformando a la gente en el territorio, modelando así las formas físicas de su vida cotidiana, de acuerdo a lógicas e intereses muchas veces ajenos a los de la población. El espacio fue así paulatinamente conquistado, estatalizado por el poder, concreción del mandato moderno de conquista de la naturaleza, con el objetivo de reingenierizarlo, fuera directamente o delegando dicha competencia a la buro-tecnocracia privada de los promotores y agentes inmobiliarios. Y el poder del Estado y del capital, que no habían dejado de crecer desde aquel lejano día en que su semilla germinara en el suelo- fundamentalmente urbano- del feudalismo medieval, llegó por fin al barrio y a las alcobas de la gente. La primera intervención masiva en materia de planificación se había hecho en las colonias, concretamente en las españolas en América. Las Leyes de Indias de 1568 pueden considerarse como la primera legislación urbanística de la Edad Moderna. Luego llegaron, en las metrópolis, los primeros ensanches. Con ellos, algunos estados se plantearon ya la necesidad de regular todo el conjunto del crecimiento urbano con una proyección temporal de medio plazo que previera los desarrollos futuros, para impedir fenómenos como el chabolismo de autoconstrucción, la invasión de tierras, o la construcción puramente especulativa mal integrada en el tejido urbano. Se trataba, pues, de diseñar la ciudad como se diseña un edificio, de regular jurídicamente su crecimiento como se regula cualquier otra actividad. Los instrumentos para ello iban a ser los reglamentos de zonificación y los planes de ordenación urbanística (cuya denominación exacta varía de país a país). Uno de los primeros países en dotarse de un plan de ordenación urbanística fue el recién nacido estado italiano, con su ley del Piano Regolatore de 1865, que lo establecía sólo como reglamento voluntario para aquellos municipios que quisieran adoptarlo. Roma elaboraría un Piano Regolatore en 1883 (Del Prete 2002). En el Reino Unido el instrumento llegaría en 1909, con carácter de obligatoriedad y con el nombre de Housing and Town Planning Act, al que le siguieron, a intervalos regulares que ilustran la necesidad de adecuarse a una realidad urbana en constante cambio, los Housing and Town Planning Acts de 1919, 1925 y 1932 (Duxbury 2005). En Francia se llamarían Plans d'aménagement, d'embellissement et d'extension y tienen su fecha de inicio en 1919 (Monnier y Klein 2002). Por las mismas décadas se introducen las primeras actuaciones de zonificación. La zonificación constituye una dimensión concreta de la planificación urbana y puede ir o no integrada a un plan de ordenación. La zonificación prevé la división de la ciudad por parte de las autoridades en zonas funcionalmente diferenciadas: zonas residenciales, zonas industriales, zonas administrativas, zonas recreativas, grandes ejes de transporte, etc. Se trata, por tanto, de la aplicación del principio de diferenciación funcional del paradigma moderno a la ciudad, a partir de un diseño racional y consciente y no del ajuste espontáneo del sistema. Los ensanches, con su diferenciación entre grandes avenidas de circulación y calles más estrechas, habían supuesto un ejercicio parcial de zonificación y, aunque su intención era convertir a las nuevas zonas en áreas fundamentalmente residenciales, casi ninguno prohibió expresamente la instalación de industrias. No fue hasta principios del siglo XX que el concepto no se aplicó por primera vez de forma estricta y con rango de ley. Las primeras zonificaciones regladas se dieron en Alemania en la primera década del XX y la decana en Estados Unidos es la de Nueva York en 1916 (Basset 1940; Toll 1969). Por razones obvias casi desde el principio el concepto de zonificación quedó inserto en los planes de ordenación urbanística, de miras y alcance más amplio, pero no siempre fue el caso, y es por eso que hemos querido tratarlos de forma separada. En los Estados Unidos, por ejemplo, la práctica de la zonificación como forma específica de planificación se extendió con mucha más rapidez que los planes de ordenación. En 1953, de las 1347 ciudades norteamericanas de más de 10.000 habitantes, 800 tenían reglamentos de zonificación pero sólo 434 un plan general de urbanismo (Toll 1969). Puede decirse que la prioridad en aquel país, como ya se ha visto, era establecer una segregación efectiva del territorio, más que la de un diseño de conjunto del mismo. Algo semejante sucedió en Quebec, donde la zonificación, introducida en los años 30, antecede en tres décadas los planes de ordenación (Giroux 1979). En Italia, por el contrario, la zonificación no es introducida por ley hasta 1968, un siglo después de los planes urbanísticos (Del Prete 2002). Muy pronto descubrieron los ciudadanos los efectos que aquella conquista del espacio por parte del Estado tenía sobre las hasta entonces proclamadas sacrosantas libertades individuales. La zonificación era, en efecto, un atentado directo al derecho absoluto a la propiedad. A partir de su implantación los propietarios dejaron de ser completamente libres para decidir qué querían hacer con sus terrenos. Construir una vivienda en una zona designada como industrial se volvió imposible, y viceversa con la instalación de una industria; la cantidad de metros cúbicos de volumen construido quedaba en muchos casos fijada por ley hasta el punto de llegar a hacer ilegales las ampliaciones de la propia vivienda, como el cierre de porches o terrazas. Y, en aras del bien común, terrenos e inmuebles podían incluso ser expropiados para permitir la construcción de infraestructuras y áreas de servicio común: una carretera, un hospital, un parque, una escuela. Fue quizá, en la dimensión espacial, más que en ninguna otra, donde más fuertemente asentó sus reales la nueva forma de gobierno que iría poco a poco sustituyendo, a lo largo del siglo XX, al viejo liberalismo decimonónico, una forma de economía política híbrida, que combinaba el libre mercado con un fuerte intervencionismo estatal y una economía reglamentada y redistributiva en todos aquellos sectores que se consideraban estratégicos para la reproducción del sistema: Es el estado socialdemócrata, llamado como un bombero a apagar los fuegos de la revolución y a detener la marea bolchevique que amenazaba con extenderse desde la URSS. Quizá el impacto psicológico más grande se viviera en los libertarios Estados Unidos, donde la gente estaba tan poco habituada a la intervención del Estado en sus asuntos cotidianos. Ello explicaría la resistencia a la implantación de la zonificación y, aún más a la de los planes urbanísticos, que nunca llegó a completarse (todavía hoy en día una enorme metrópolis como Houston no posee instrumentos jurídicos generales para regular su urbanismo, sólo legislación parcial). Desde la implantación de 63 los reglamentos de zonificación los ciudadanos trataron de defender sus derechos de propiedad en los tribunales. Fue en vano. En la historia del urbanismo de los Estados Unidos, 1926 supuso un antes y un después en la libertad de los promotores para imponer su propia agenda. Ese año la Corte suprema respaldó el reglamento de zonificación elaborado por el ayuntamiento de Euclid, Ohio, frente a la promotora Ambler Realty Co. que argumentaba que la recalificación de sus terrenos para uso residencial le había causado un perjuicio, pues habría obtenido un mayor beneficio urbanizándolos como suelo industrial. La sentencia sentó un precedente y dio el espaldarazo final al poder público sobre la gestión del territorio (Toll 1969). Lo cual no quiere decir, por supuesto, que los reglamentos urbanísticos se cumplieran siempre, en todo lugar y en toda su extensión. Nacida la ley, nacería también la trampa. A partir de aquel momento el conflicto entre los intereses privados de un sector en el que las perspectivas de beneficio eran ingentes y los reglamentos públicos dieron nacimiento al fenómeno de la corrupción urbanística: pulpo de muchos tentáculos y cáncer de tamaño variable dependiendo de cada país y de sus características políticas, económicas, jurídicas. Allá donde los instrumentos de regulación urbanística quedaron en manos de los gobiernos centrales el poder corruptor del capital fue menor. Allá donde estos instrumentos eran competencia de las autoridades locales se hizo más fácil sortear la ley o incluso adaptarla a los propios intereses de los promotores. Se produce entonces la infiltración del poder inmobiliario en la política, siguiendo los mecanismos que antes habían trazado otros sectores capitalistas para controlar el timón de los asuntos públicos. El gran salto del capital inmobiliario a la política se produce en las décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, cuando se generalizan los planes de urbanismo en todos los países industrializados, y cuando la coyuntura irrepetible ofrecida por la conjunción de reconstrucción postbélica, baby-boom, rápida industrialización, migración masiva campociudad, políticas socialdemócratas de vivienda y triunfo del paradigma racionalista en arquitectura, convierte al negocio inmobiliario en uno de los más potentes de toda la historia del capitalismo. La alianza política-capitalismo inmobiliario - y con ella la corrupción urbanística- fue especialmente fuerte en los países semiperiféricos del sistema, aquellos en los que el escaso desarrollo de otros sectores industriales más intensivos en capital humano y tecnología, provocó una hipertrofia del sector de la construcción. En países como España o el sur de Italia la dificultad sistémica para hacerse rico por otros medios trató de paliarse con la creación de imperios basados en el ladrillo. En situaciones como aquellas, buena parte de las intenciones del Estado para regular el espacio en aras del bien común se quedaron en el tintero de unos planes urbanísticos que no fueron respetados. El Plan General de Ordenación de Madrid, de 1946, por ejemplo, preveía una serie de cinturones verdes concéntricos alrededor de la capital y optaba por modelos urbanísticos de baja densidad, con viviendas unifamiliares para los obreros inspiradas en las cités-ouvrières francesas (Terán 1970). Unos años después, constructores estrechamente ligados al régimen (excombatientes del bando nacional, miembros del Consejo Nacional del Movimiento, parientes de influyentes políticos) decidieron aplicar su propio plan alternativo. Donde debía haberse creado un cinturón verde ahora circula el tráfico del primer anillo de autopistas de circunvalación de la ciudad, la M-30. Las citésouvrières unifamiliares se convirtieron en los colmeneros bloques de viviendas de barrios como La Concepción (cuyos minúsculos apartamentos, en lugar de dar al prometido jardín, contemplan el asfalto de la M-30) o el Barrio del Pilar. Desarrollos suburbanos para alojar a los obreros que generaron fortunas como la de José Banús, amigo personal de Franco, quien después reinvertiría la plusvalía para urbanizar la Costa del Sol. Mientras, en Campania, Sicilia o Calabria, la mafia se hacía con una buena parte del pastel inmobiliario (gracias, también, a su infiltración en la política) plegando los piani regolatori a su propia conveniencia. Los inicios de la política estatal de vivienda: el caso pionero de Francia. Al mismo tiempo que se aprestaban a disciplinar el espacio, los Estados, con políticos progresivamente más sensibles a los problemas sociales al timón, decidieron tomar cartas en el asunto de la infravivienda urbana y resolver el problema de una vez por todas. Como se ha comentado ya en varias ocasiones el problema en las grandes ciudades era realmente dramático. Terribles condiciones de vida que las clases dirigentes no sólo consideraron necesario remediar por razones humanitarias sino como estrategia de autoprotección (sanitaria y política). El caso pionero quizá sea la Cité Napoleon, mandada construir por Luis Napoleón Bonaparte entre 1849 y 1851 (el periodo democrático republicano previo a su 18 Brumario, con un gabinete ministerial lleno de socialistas) en el centro de París (58 Rue Rochechouart en el 9e arrondissement). Inspirado en el falansterio de Fourier pero de dimensiones modestas y despojado de sus veleidades colectivistas, se trata probablemente del primer caso de bloques de vivienda protegida de la historia contemporánea. Un modelo que anticipaba en casi un siglo el urbanismo de buena parte de las ciudades europeas: cuatro bloques de apartamentos individuales, en un estilo muy sencillo y de construcción barata en torno a un patio con jardín y fuente, para cuatrocientas familias (Carbonnier 2008). Sin embargo una vez convertido en emperador, Napoleón preferiría ceder los beneficios del pastel inmobiliario al capital privado (en los ensanches de Haussman, que, si bien pensados fundamentalmente para las clases medias, también incluían numerosos immeubles de rapport más sencillos y funcionales para clases menos pudientes). En la Cité Napoleon puede observarse la doble estrategia del Estado, tantas veces ya comentada, con respecto a la vivienda social: reformismo humanitario por un lado, disciplina del proletariado por otro. Esta intención queda perfectamente explicitada en las palabras de Villermé, el arquitecto que diseñó el complejo de viviendas. Como él mismo dijo, el diseño trataba de limitar la sociabilidad de los individuos para impedir que “los malos ejerzan constantemente una influencia perniciosa sobre los buenos” (Villermé en Carbonier 2008:33). Otros contemporáneos de la obra, al tiempo que alababan la funcionalidad y confort de su construcción criticaron su aspecto cuartelero (Carbonier 2008). Estas críticas serán, desde entonces, una constante en todas las intervenciones urbanísticas realizadas con parámetros racionalistas. Sería de nuevo en Francia, con los gobiernos republicanos de corte paulatinamente más progresista que se van sucediendo desde finales del XIX cuando el Estado empezó a involucrarse por primera vez en fórmulas masivas y directas de alojamiento popular. Probablemente este tipo de política no podría haber nacido en ningún otro país: Tenía que ser en Francia, el país que había ido forjando históricamente el aparato burocrático-estatal más centralizado y eficiente de todo el Occidente y 64 donde el intervencionismo económico, desde los tiempos del colbertismo borbónico, formaba parte del ADN político del Estado. Y confiaron esta tarea a una tecnocracia especializada de administradores y urbanistas. Con ello, como con la planificación, el Estado entraba a dar forma, unilateralmente, a los estilos de vida de las clases populares. Estas nunca fueron consultadas a propósito de aquellos programas destinados a “mejorar su vida”. No hubo participación ciudadana en la construcción de su propio espacio de vida. Los urbanistas decidieron por ellos desde sus altos despachos. Fue una nueva forma de Despotismo Ilustrado, esta vez puesto en práctica por las políticas socialdemócratas del Estado de Bienestar republicano. El punto de partida es la aún tímida y moderada Ley Siegfried de 1894, impulsada por el político del mismo nombre, quien más tarde militaría en la Association des cités-jardin de Benoît-Levy. Esta ley trataba de fomentar la creación de sociedades privadas que se dedicaran a la construcción de viviendas baratas (las Societés Anonymes d’Habitations à Bon Marché, conocidas desde entonces por las siglas HBM) por medio de medidas de exención fiscal y acceso al crédito. La idea, vanguardista en su tiempo, era convertir a los obreros en propietarios. El modelo residencial propuesto era mixto: viviendas unifamiliares en lotes de terreno individuales y apartamentos en bloques de viviendas en altura. Las intenciones estaban, como el propio Siegfried declara, inspiradas por la misma ideología paternalista y conservadora que había animado a los empresarios a construir cités-ouvrieres: ¿Queremos hacer feliz a la gente y convertirlos en profesos conservadores? ¿Queremos aumentar las garantías de orden, de moralidad, de moderación política y social? Creemos ciudades obreras (Siegfried en Driand 2009: 38) Los resultados de la Ley Siegfried fueron poco espectaculares. La ley no comportaba ninguna obligación por parte de los particulares de crear sociedades HBM y las medidas para estimular el crédito fueron muy insuficientes. En esas condiciones el alcance de las medidas se limitó apenas a la creación de un paraguas legal y la facilitación de las actividades de los empresarios filántropos de las cités-ouvrières previas. Entre 1898 y 1906 sólo se constituyeron 18 sociedades HBM, casi todas ellas por industriales que construían para vender a sus obreros. Por otro lado, la ley puso en marcha un proceso de parcelización unifamiliar a las afueras de las grandes ciudades, especialmente París, que fomentó la aparición de la autoconstrucción por parte de poblaciones obreras emigradas a la ciudad. Era evidente que, si el Estado quería intervenir, eran necesarias medidas más decididas. Estas irían llegando escalonadamente. En 1905 la Caisse des Dépôts, una institución financiera pública cuya creación se remonta a 1816, concede por primera vez créditos inmobiliarios para las HBM. En 1908 la Ley Ribot crea y regula las Sociedades de Crédito Inmobiliario privadas para favorecer el acceso a la “pequeña propiedad”. En 1912 la Ley Bonnevais funda finalmente un ente estatal para dirigir directamente la política de vivienda, los Offices publics d'HBM que dependerán de los gobiernos municipales, pero sus acciones no se concretarán hasta pasado el lustro bélico. El triunfo de la arquitectura racionalista: la ciudad como “máquina para habitar”. Entre las empresas que surgen en aquellos años como consecuencia de esta legislación cabe destacar, por ser una excepción, la Société des Logements Hygiéniques à Bon Marché, fundada por el arquitecto Henri Sauvage. Miembro de la Association des cités-jardin, Sauvage no va a pasar, sin embargo, a la historia por la construcción de ese tipo de urbanizaciones sino por ser un pionero de los edificios de pisos de bajo costo en París y, estrechamente relacionado con esta cuestión, de la arquitectura racionalista moderna. El estilo racionalista moderno, nace, en efecto en este principio del siglo XX de la mano de arquitectos como Sauvage, Toni Garnier o Auguste Perret (Minnaert 2011) y como consecuencia de adecuar diseño y técnicas constructivas a la realización de vivienda popular. Personajes que comparten ideas muy semejantes a la filosofía del “Neues Bauen” (Nueva Construcción) que a partir de 1907 empezaría a difundir la Deutscher Werkbund en Alemania, una asociación de arquitectos, diseñadores y empresarios cuyo lema era elevar los estándares del hábitat humano al menor costo posible "Vom Sofakissen zum Städtebau” (“De los cojines del sofá a la construcción de ciudades”) (Schwartz 1996). Era la conversión de la arquitectura y del interiorismo en una industria y la aplicación del taylorismo y el fordismo a la construcción del espacio habitado, en paralelo con lo que estaba sucediendo en el resto del mundo económico. Después de la Primera Guerra Mundial todas aquellas primeras experiencias serían reelaboradas por una nueva generación de arquitectos, diseñadores y urbanistas (y también algunos más viejos, como el americano Frank Lloyd Wright) hasta convertir el racionalismo arquitectónico en una auténtica filosofía estética autojustificativa que lo transmutaba en arte en sí mismo, movido por su propios cánones de belleza. Pero, si lo retrotraemos a sus orígenes, el racionalismo arquitectónico moderno nace simplemente de la necesidad de ajustar presupuestos en aquel marco de un ideario vagamente socialdemócrata empeñado en mejorar las condiciones de vida obreras. Son arquitectos como los mencionados los que introducen el hormigón, el acero o el ladrillo, como materiales prefabricados que permiten rebajar costos y tiempo de construcción (y por lo tanto, de nuevo, costos) y construir edificios más resistentes al deterioro ambiental. Son ellos los que introducen el concepto de un edificio que es sólo estructura, sin muros de carga, lo que permite utilizar y distribuir el espacio interior de forma mucho más racional, para aumentar la superficie habitable, y abrir vanos más grandes que dejen pasar la luz y el aire, como requerían los principios higienistas (de los que también se reclamará heredero el racionalismo posterior). Son ellos los primeros que renuncian a la decoración superflua del edificio, por costosa, reduciéndolo, en aras de una eficiencia funcionalista, a las líneas geométricas puras de su estructura, todo ello en un periodo dominado por el estilo barroquizante del Art Nouveau. Y todo ello bajo el modelo de construcción en vertical (abaratado por las nuevas técnicas) el que mejor permitía amortizar el costo de la compra del terreno (usar el aire, que es gratis, para alojar a más gente en la misma parcela). Son ellos los que anteponen la función a la emoción, los que empiezan a aplicar la estética del ingeniero, que acabaría desembocando en la concepción mecanicista del urbanismo y de la vivienda, la casa como machine à habiter, en el aforismo que luego popularizaría Le Corbusier. Las construcciones de la 65 sociedad HBM de Sauvage serán por el momento en edificios con muros medianeros a interior del ensanche hausmanniano de Paris. Con la guerra la construcción quedó paralizada. Lo cual no hizo sino incrementar el problema de la vivienda una vez finalizada esta, con el telón de fondo de unas economías afectadas profundamente por el conflicto. Es entonces cuando los estados europeos emprenden finalmente la primera construcción masiva de vivienda social en el marco de un nuevo modelo de política económica que deja atrás definitivamente el viejo modelo del laissez-faire. Había además una urgencia imperiosa que atender: la rabia popular debía ser apaciguada para impedir la revolución comunista. La recién creada Unión Soviética funcionaría a partir de entonces como un perfecto instrumento contra-pedagógico para las democracias parlamentarias occidentales. Y en su afán por no acabar sus días en una revolución como la rusa, los estados emprendieron políticas de vivienda semejantes a las que a partir de los 20 también empezaron a ponerse en práctica en el país de los soviets. Los planes arquitectónicos y urbanísticos se pusieron en manos de una nueva generación de arquitectos e ingenieros que, cabalgando a lomos de la modernidad y de la vorágine de transformaciones culturales que esta había desencadenado, rompieron violentamente los cánones estéticos aún impregnados de romanticismo y gusto aristocrático de sus padres, los constructores de las ciudades-jardín estilo Queen Anne y los ensanches historicistas y Art Nouveau, llenos de frontones griegos, torretas medievales, mosaicos dorados y sinuosas decoraciones orgánicas. Las señales del advenimiento de aquella época habían ido apareciendo desde hacía décadas: el Crystal Palace de Londres (1851), los immuebles de rapport haussmannianos, los rascacielos de Chicago, pero eran aún fenómenos minoritarios en un mundo dominado por la arquitectura historicista (pensemos, por ejemplo en las espiras neo-góticas del skyline del Lower Manhattan y el nombre de su alterego en el comic, Gotham City). El racionalismo aún tardaría unas décadas en imponerse, pero a partir de la primera postguerra, de la mano de la necesidad y de la política, su asenso sería imparable. La mayoría de los arquitectos que teorizaron y llevaron a la práctica los nuevos conceptos estaban inicialmente vinculados, de forma más o menos estrecha, con las ideologías socialistas. Pero no todos: una de las ramas teóricas de este movimiento, el del futurismo italiano, llevaba en su germen, ya desde su inauguración en 1909, las semillas del fascismo. Y en efecto, fascista sería después su fundador, Filippo Tommasso Marinetti, y fascistas muchos de sus componentes23. Y es que el racionalismo arquitectónico es un fenómeno de naturaleza bifronte, en el que se conjugan, de forma dialéctica y difícil reconciliación, un humanismo liberador y un antihumanismo que apenas se esfuerza por esconder un componente totalitario que puede adecuarse tanto a una modalidad de izquierdas como a una de derechas. O a la simple dictadura del mercado. Saludado por sus defensores como un instrumento del progreso técnico que había de catapultar a la humanidad hacia una nueva y más elevada fase de su evolución, el triunfo del urbanismo racionalista sin bridas implicaba, por otro lado, una violencia sobre el espacio y sobre los valores y sentimientos investidos en este por individuos y colectivos, hasta entonces desconocida. Alabado como el triunfo de la luz de la razón, eso que nos hace humanos, sobre las tinieblas (luz simbólicamente representada por los grandes ventanales de las nuevas viviendas), la sociedad asistiría en las siguientes décadas al avance – literal- de una apisonadora guiada por unos pocos “iluminados” que se imponía, con la bendición del Estado (en algunos lugares teóricamente democrático) sobre una mayoría que asistía inerme a la transformación radical de sus paisajes biográficos, en medio de encendidas proclamas sobre el progreso y de discursos paternalistas que aseguraban que todo aquello se hacía por el bien del pueblo: En aras de un loable programa para redimir a la sociedad del horror del slum y de las taras de una ciudad disfuncional; para alumbrar una nueva forma de hábitat que permitiría un desarrollo ulterior del espíritu, entonces mermado y embrutecido por plagas como la tuberculosis, el cólera, la promiscuidad, la congestión del tráfico o la desconexión con el verde de la naturaleza. A un lado o a otro del telón tendido por la revolución soviética valores como la historia o la creatividad estética individual fueron sacrificados en el altar de la eficiencia y la funcionalidad del maquinismo. Cuando no el propio verde prometido, que caería (ya sabemos dónde más y dónde menos) bajo los bulldozers y las coimas de la corrupción. Todo ello, en teoría, Ad Maiorem Hominis Gloriam, como un trágala inmobiliario arropado en los lienzos filosóficos de un nuevo humanismo abstracto y cartesiano, que no era otra cosa que el tan demorado y por fin triunfante Destino Manifiesto de la modernidad. Este humanismo queda perfectamente explicitado en la adopción metafórica, por parte del movimiento, del llamado número áureo, cociente aritmético que había sido ya empleado ampliamente por los dos eslabones previos de una cadena histórica de humanismos, el griego clásico y el del Renacimiento, los pilares fundacionales de la modernidad, y al que se considera, por su relativamente reiterada presencia en las relaciones proporcionales de muchas estructuras naturales (empezando por el cuerpo humano), símbolo del ordenamiento racional del mundo, de ese mundo que puede ser reducido a constantes matemáticas y, por consiguiente, conocido y controlado completamente en beneficio del hombre. En su primera gran urbanización de apartamentos colectivos, la Ville Radieuse de Marseille, en 1946, Le Corbusier haría un pequeña concesión a la decoración y sólo una: un monumento antropomórfico en honor de la proporción aurea, el Modul’or. Una vez convertido en ideología, más allá de su naturaleza como instrumento de aplicación pragmática, el nuevo urbanismo racionalista actuaría en la escena de la historia con la fuerza de una vanguardia contracultural más, violentamente hostil a la tradición previa y dispuesta a aniquilarla. Pero a diferencia de otras ideologías estéticas, que se contentaban básicamente con cambiar el paisaje de las galerías de arte, esta tenía pretensiones de totalidad, quería transformar radicalmente toda la realidad. Y, como todo totalitarismo, la transformación que buscaba no era sólo total sino uniformizadora. El proyecto final del universalismo moderno, que se deriva del propio mandato de la razón. Si la naturaleza está sometida a leyes universales y el pensamiento racional a una lógica que es unívoca, unívoca ha de ser también la solución racional al problema de las ciudades. A principios de 1918 Marinetti fundó el Partito Futurista que un año después se integraría en los Fasci di Combattimento, el partido fascista de Mussolini, aunque preservando su identidad propia. En 1919 redactó, junto a Alceste de Ambris, el Manifiesto Fascista, que recogía la ideología y programa de la nueva formación política (Bruno Guerri 2010) 23 66 Sólo puede haber un modelo, y uno sólo, de urbanismo racional. La ciudad del futuro, más humana porque más racional, había de ser, pues, idéntica en todo el planeta. En ese proyecto no cabían las particularidades locales, ni la historia. El desprecio por la ciudad histórica y el proyecto de una ciudad estandarizada, de una ciudad-máquina, pueden rastrearse tanto en los teóricos de derechas como en los de izquierdas, unidos por un mismo sueño totalitario. De derechas son sin duda, claramente proto-fascistas, las tesis arquitectónicas y urbanísticas del futurismo italiano. La suya es una exaltación en todas las dimensiones de la vida de la voluntad de poder nietzscheana, su discurso el del proyecto moderno de depredación de una naturaleza entendida como ente inerte y pasivo. Su ética y su estética las de la máquina, como extensión de un hombre natural devenido superhombre por obra y gracia de la ingeniería. A través de la máquina el hombre actual trascenderá sus limitaciones y entrará en una nueva fase evolutiva, conquistando el tiempo y el espacio. El Tiempo y el Espacio murieron ayer. Nosotros vivimos ya en el absoluto, porque hemos creado ya la eterna velocidad omnipresente (Manifiesto Futurista, punto 8 (Marinetti 1909). Esa conquista que emprenderá el hombre moderno que ha sabido crear máquinas se ha de hacer por la violencia, contra todo lo que se interponga en el camino del progreso así concebido. Queremos glorificar la guerra –única higiene del mundo– el militarismo… (Manifiesto Futurista, punto 9 (Marinetti 1909). El suyo no es un humanismo universal sino el del spencerismo social más descarnado, ese que ni siquiera Spencer se había atrevido a defender24, que ve en la modernidad maquinista la forma suprema de la evolución, la especie más adaptada. Y si la nueva forma de humanidad destinada por la lógica de la evolución a convertirse en especie dominante es la del hombre-máquina la conclusión que de ello se obtiene es evidente: relegar la geografía y la materia creadas por la máquina a la oscuridad del desván de Dorian Grey, avergonzarse de ellas, tacharlas de monstruosidades o aberraciones, como habían hecho durante todo el siglo XIX la ética y la estética burguesas, es un inaceptable ejercicio de alienación moral y cultural. El hombre-máquina moderno debe aceptarse tal como es y encontrar orgullo en ello (Banham 1960). Nosotros afirmamos que la magnificencia del mundo se ha enriquecido con una nueva belleza, la belleza de la velocidad. Un coche de carreras con su capó adornado con gruesos tubos parecidos a serpientes de aliento explosivo... un automóvil rugiente, que parece correr sobre la ráfaga, es más bello que la Victoria de Samotracia. (Manifiesto Futurista, punto 4 (Marinetti 1909). Cantaremos al vibrante fervor nocturno de las minas y de las canteras, incendiados por violentas lunas eléctricas; a las estaciones ávidas, devoradoras de serpientes que humean; a las fábricas suspendidas de las nubes por los retorcidos hilos de sus humos; a los puentes semejantes a gimnastas gigantes que husmean el horizonte, y a las locomotoras de pecho amplio, que patalean sobre los rieles, como enormes caballos de acero embridados con tubos, y al vuelo resbaloso de los aeroplanos, cuya hélice flamea al viento como una bandera y parece aplaudir sobre una masa entusiasta (Manifiesto Futurista, punto 11 (Marinetti 1909). Y es a partir de ahí, de la exaltación de la nueva naturaleza maquinista del hombre como fase superior de la evolución y de la transformación permanente del tiempo y el espacio que provoca su acción (Banham 1960), que los futuristas lanzan su proyecto para la ciudad, un proyecto visionario y totalitario que plantea la destrucción de la ciudad histórica, caduca, arcaica, fósil, y su sustitución por una ciudad-máquina que exalte la velocidad y el poder del nuevo hombre. En ella no hay concesiones para la historia, para el sentimentalismo: el orden nuevo, la ciudad nueva, se ha de construir destruyendo completamente la vieja. La ciudad que se propone no sólo debe abandonar la vieja arquitectura historicista y decorativa, sustituyéndola por la abstracta inspirada en la máquina, sino que debe destruir la otra. La ciudad, finalmente funcionando con la lógica de la modernidad, esa que “disuelve todo lo sólido en el aire”, debe ser una ciudad en eterna potencia, en constante transformación, una ciudad autofagocitante, que se devore así misma periódicamente. Nada debe ser conservado. Los edificios, como todo lo demás, deben de ser transitorios, puesto que la ciencia y la técnica están en progreso constante y lo que parece el culmen de la modernidad hoy se revelará obsoleto mañana. ¿La identidad? ¿La memoria histórica? Sólo sentimentalismos, rémoras irracionales que impiden la realización plena del hombre moderno. Yo combato y desprecio: El embalsamamiento, la reconstrucción, la reproducción de los monumentos y los palacios antiguos, escribia Sant’Elía en su Manifiesto de Arquitectura Futurista, en 1914. Su inspiración empírica puede que haya sido la ciudad de Chicago, refundada como un ave fénix tras el incendio de 1871 en la nueva arquitectura del hormigón y el acero. La urbe americana seguramente se aparecía a los ojos de aquellos italianos obligados por la Historia a vivir entre ruinas del pasado, como la premonición ya encarnada de la ciudad del futuro que ellos deseaban también para la más vetusta Europa. Su modelo arquitectónico es el rascacielos racionalista que empezaba a construirse en la metrópolis de Illinois. Pero no - como luego argumentarán otros- porque en él se aproveche más el espacio, sino porque es la manifestación natural de la conquista (no sólo de la tierra sino del cielo) y de la concreción de aquella nueva humanidad superior que, en la cabeza de un grupo virulentamente anticlerical, misógino y machista 25 , se quiere prometeica y masculina. El hombre tomando posesión de la tierra y del cielo como el nuevo dios del futuro, creado a sí mismo, ya liberado de las cadenas de la vieja religión. Su ciudad como un aglomerado de falos desmesurados rasgando las nubes con voluntad de fecundar incluso el más allá (¿qué es el fascismo, en el fondo, sino una ideología de la testosterona?). Los futuristas nunca llegaron a construir esa ciudad. Irónicamente, uno de sus mayores obstáculos fue el propio fascismo. La idea de destruir todos los vestigios del pasado chocaba frontalmente con un régimen y una ideología que hacían del hipernacionalismo una de sus principales banderas. Y todo el mundo sabe que el nacionalismo es, por definición, antiuniversalista porque necesita exaltar lo suyo frente a lo de los demás, reforzar o crear diferencias. Con ese objetivo todos los nacionalismos han recurrido siempre a buscar referentes identitarios en la Historia. La arquitectura es uno de los más fuertes, Spencer se posicionaría, por ejemplo, en contra del imperialismo, criticando la guerra anglo-bóer (Francis 2007), mientras Marinetti escribía su segundo manifiesto en 1911 para alabar la conquista italiana de Libia (Bruno Guerri 2010). 25 Queremos glorificar- había dicho Marinetti en su punto número 9- el desprecio hacia la mujer. 24 67 porque conforma el paisaje que la gente ve y vive cada día. En ese sentido el fascismo italiano, como más tarde el nazismo o el franquismo y salazarismo ibéricos, cultivaron una posición de equilibrio entre el fomento de la arquitectura racionalista, signo de los tiempos y propaganda de potencia moderna, y un neohistoricismo, representado por la corriente del Novecento, que también era necesario para apuntalar su discurso. Lo cual llevó a Marinetti a enfrentarse varias veces con el Duce (Bruno Guerri 2010) Los futuristas nunca llegaron a construir su ciudad, pero cuando se observan aquellos sueños plasmados en el amarillo de sus bocetos no se puede evitar una fuertísima sensación de familiaridad. Más allá de ciertos detalles secundarios, como las enormes escaleras mecánicas trepando por la fachada de los edificios, lo que observamos es el dibujo al carboncillo del downtown norteamericano cosido en sus bordes por autopistas. O sudamericano. Decididamente asiático. Incluidas las inverosímiles pasarelas que unen unos edificios con otros. Ciudades que se construyeron, como auténticos monumentos a la máquina, en sólo unas décadas, destruyendo completamente la ciudad original. Y que una vez perdida su memoria y lanzadas hacia el futuro perpetuo se dejaron después arrastrar hacia el círculo vicioso de la autofagocitación, como habían previsto y deseado los futuristas, derribando los primeros rascacielos para construir otros más altos y así, quien sabe, hasta la eternidad. En la corriente de izquierdas, aunque de manera diferente, también afloraba la vena totalitaria. Se trataba aquí de servirse de la ciudad-máquina para alcanzar el ideal de la sociedad igualitaria, sin clases. Pero no sólo sin clases, sino sometida a un molde cultural estandarizado y único. A través de la uniformización de la arquitectura en un modelo abstracto y funcional en el que la individualidad y la creatividad quedaran supeditadas a la satisfacción de las necesidades materiales básicas para todos. La terrible situación de los obreros no podía permitirse ningún capricho estético. Tampoco debía permitirse ese capricho a los burgueses. Había que poner a la ciudad el cuello Mao y uniformarla con el mono obrero de trabajo. Funcional, resistente, barato. En todo caso, la necesidad estética natural del ser humano había de ser rediseñada en el mismo sentido que proponían los futuristas: aprendiendo a ver como algo bello la geometría de las formas constructivas puras. Aplicar decoración a un producto diseñado es a la vez antieconómico y criminal, porque, en última instancia, implica la explotación del artesano, había dicho Adolph Loos en "Ornamentación y delito" (1908) (Banham 1960). Una posición aún más claramente explicitada en el Manifiesto de Theo van Doesburg Hacia una arquitectura plástica: “La impersonalidad de la máquina conduce a la igualdad, que en el arte nos lleva a lo universal y a lo abstracto. El resultado será la aparición de un estilo colectivo universalmente válido y comprensible basado en las formas abstractas de la máquina” (Theo van Doesburg 1924) Como una verdadera ideología religiosa, el racionalismo buscó desde el principio imponerse como discurso dominante en la sociedad. Y en muy poco tiempo encontró sus definitivos mesías: Frank Lloyd Wright en América (mezclando el puritanismo racionalista occidental con otro de inspiración oriental, zen y confuciana), Le Corbusier en Francia, Theo Van Doesburg en Holanda, Walter Gropius, Hannes Meyes y Mies Van der Rohe en Alemania (directores consecutivos de la escuela de arquitectura y diseño de la Bauhaus y continuadores del proyecto de la Werkbund), los constructivistas rusos como Moisei Ginzburg en la Unión Soviética. La mayoría de ellos eran filo-socialistas o decididamente pro-soviéticos (los arquitectos alemanes habían sido miembros del soviet de las artes durante los turbulentos meses de la revolución espartaquista) pero la sombra de la hybris futurista se proyecta con fuerza, consciente o inconscientemente, sobre muchos de ellos: sus desmesurados tonos utópicos (Fishman 1982), su desprecio por el pasado… Al menos en un caso, el de Le Corbusier, esa sombra se alarga también a sus filiaciones políticas: el recuerdo que predomina de él es el del arquitecto del Estado de Bienestar de los Treinta Gloriosos en Francia, o el del constructor de capitales por encargo de líderes socialdemócratas tercermundistas (la Chandigarh del Indian National Congress); los breviarios de arquitectura pasan, en cambio, más de puntillas por sus coqueteos con el sindicalismo de extrema derecha en los años 30 y su nombramiento como urbanista del régimen de Vichy, entre 1940 y 1942 para quien llegó a planificar la reestructuración de Argel y otras ciudades (que nunca llegaron a realizarse) (Fishman 1982; Frampton 2001) Sus críticos han observado en Le Corbusier tendencias megalómanas y totalitarias (Evenson 1969; Dalrymple 2009) e incluso considerado su enorme influencia sobre el urbanismo posterior como “siniestra” (Dalrymple 2009). Un recorrido en detalle por las primeras décadas de su carrera nos permitirá, sin duda, entender en qué se basan para realizar afirmaciones de este tipo. Entre 1922 y 1927 Le Corbusier diseñó y construyó varias viviendas unifamiliares de lujo en estilo racionalista en las afueras de París. Una muestra de cómo el gusto de la burguesía, antes historicista, había empezado a cambiar gracias a la fractura cultural y generacional provocada por la Gran Guerra. Había sed de renovación, de cortar amarras con ese pasado de negros recuerdos. En Estados Unidos, esos signos de cambio generacional se habían producido incluso antes: ya a principios del siglo Frank Lloyd Wright estaba construyendo mansiones de lujo en su famoso Prairie Style, con ladrillo visto al exterior y de líneas minimalistas y espartanas (Fishman 1982). Pero lo interesante es que ya por entonces, Le Corbusier plantea, de momento sólo sobre el papel, la vivienda colectiva y el tipo de nuevo urbanismo por el que pasará a la historia. Para Jencks (2000) su proyecto recoge la virulencia y la arrogancia del futurismo. En 1922 presentó su plan para una Ville Contemporaine: en el centro, en un enorme hub intermodal de transportes (estaciones de autobuses y ferrocarril, nudos de autopistas, el automóvil había de ser el rey de la ciudad) y un grupo de rascacielos cruciformes de sesenta plantas, en acero y cristal, con aeropuertos en la azotea. Separados, eso sí, por espacios verdes. Más allá, los bloques de edificios en altura, más bajos, para alojar a los habitantes. Su voluntad de planificación le lleva, como a Howard unas décadas antes, a establecer el contingente demográfico para su ciudad. Pero estamos lejos de la utopía descentralizadora del inglés: aquí impera el poder de los números. La ciudad ha de tener tres millones de habitantes. Las masas, sin duda, eran una expresión de poder. Un año después, 1923, se publica su manifiesto Vers une architecture del que se deben destacar dos de sus más conocidas máximas: “Une maison est une machine-à-habiter” (“una casa es una máquina para habitar”, expresión que condensa la supeditación de la estética a la función) y “Architecture ou Revolution” (Le Corbusier trata de sensibilizar a los dirigentes de que la modernización de la ciudad es necesaria para evitar el estallido social). No sólo la casa había de ser concebida como una máquina: también la calle. Le Corbusier fue un gran detractor del concepto tradicional de calle (la calle, ese “chemin des ânes” (camino de asnos), debía morir y ser sustituida por una radical 68 zonificación que separara nítidamente entre las zonas peatonales en torno a las residencias, con función socializadora, y los ejes de circulación (la calle como “máquina de circular”) sólo aptos para los coches (todo ello, en nombre del fomento de una cultura más doméstica y familiar) En 1925 llegaría su Plan Voisin, patrocinado por la marca de automóviles homónima (también buscaría el patrocinio de Citröen y Peugeot pero no lo encontraría), cuyo concepto era semejante al del 1922, y en el que proponía la total demolición de París al norte del Sena para sustituirlo por sus bloques de viviendas. Unos años más tarde (1933) propondría hacer tabula rasa del centro histórico de Estocolmo, en el proyecto presentado para un concurso de remodelación de la ciudad. En su urbanismo medieval sólo veía “un terrorífico caos y una triste monotonía” (Dalrymple 2009). Finalmente llegaría su La Ville Radieuse (1935), obra en la que concebía una ciudad en forma de cuerpo humano, básicamente lineal, construida a los lados del eje axial de la columna vertebral, y en la que, por efecto de su acercamiento al sindicalismo filo-fascista de Hubert Lagardelle (Dalrymple 2009), que no a la socialdemocracia, sustituía su previo diseño de una ciudad segregada en clases sociales por una ciudad en la que clases medias y obreras se mezclaban en los bloques de apartamentos. Exactamente el proyecto que llevaría a la práctica después de la guerra (Fishman 1982; Frampton 2001). Era una nueva religión que, habiendo tomado consciencia del enorme poder que tenía el espacio sobre la sociedad, llamaba a una transformación radical del mundo a través del urbanismo. Un concepto que los constructivistas rusos sintetizaron en la expresión “condensador social”, expresión acuñada por Moisei Ginzburg en 1928: la arquitectura, afirmaba, tiene el poder de condensar las relaciones sociales y, por tanto, de influir sobre ellas. Su objetivo, en línea con los del gobierno para el que trabajaron, era diseñar los espacios públicos y privados para eliminar las distinciones y jerarquías sociales (Kopp 1970). En Estados Unidos, como ya se ha visto, el objetivo sería justo el opuesto. Como cualquier ideología, la nueva religión racionalista necesitaba instituciones que la consolidaran e indoctrinaran a quienes habían de ser los sacerdotes y ejecutores de la nueva religión arquitectónica: los arquitectos mismos. Uno de los mecanismos a través de los cuales se expandió el movimiento fueron las escuelas de arquitectura y diseño (puesto que el afán totalizador, como ya había apuntado la Werkbund, llamaba a transformar el espacio por dentro y por fuera, mejorando la vida de los hombres también gracias a la estandarización del mobiliario -IKEA es la heredera contemporánea de aquella idea). Dos escuelas destacaron como fuentes de irradiación: la Bauhaus en Alemania (fundada en 1919) y la Vkhutemas en Moscú (1920). Ambas eran de naturaleza pública, lo cual dice mucho del apoyo que empezaban a mostrar los estados por las nuevas ideas (Friedewald 2009). Otro mecanismo fueron los llamados C.I.A.M (Congrès Internationaux d'architecture Moderne), cuyo principal organizador y alma mater fue el mismo Le Corbusier (Frampton 2001), auténticos concilios de la nueva filosofía que se reunieron intermitentemente desde 1928 hasta 1959. El C.I.A.M. se dotó desde el principio de un organismo ejecutivo permanente, el C.I.R.P.A.C. (Comité International pour la Résolution des Problèmes de l’Architecture Contemporaine) que funcionó por unas décadas como una auténtica internacional del racionalismo urbanístico, dándole el impulso para su implantación definitiva como ortodoxia universal. En los trabajos de los C.I.A.M. la arquitectura acabó de fundirse para siempre con el urbanismo y con la ciencia social. El C.I.A.M. clave es el de 1933: tenía que celebrarse en Moscú pero las autoridades soviéticas no concedieron visados a los congresistas. Con la llegada de Stalin al poder el grupo liderado por Ginzburg había caído en desgracia, por sus críticas a la deshumanización del régimen y a porque este había iniciado a mutar hacia una nueva forma de imperialismo (de base étnica rusa) e, igual que sucedería con los nacionalismos fascistas, había vuelto su mirada hacia un neo-historicismo que se ajustaba más a las necesidades simbólicas de aquel golpe de timón. El Congreso se realizaría, en cambio, a bordo del buque Patrás II, rumbo a Atenas. El tema del mismo era “La ciudad funcional”. Casi diez años después Le Corbusier publicaría las conclusiones de aquellos trabajos en forma programática bajo el título de La Carta de Atenas (1942). Ignorada durante el parón del conflicto bélico, la Carta se convertiría en la auténtica biblia del urbanismo de postguerra, especialmente en Europa. En ella se consagraba el modelo de edificación abierta en bloques en altura, los conceptos de zonificación y de planificación y la convergencia entre ciencia social y urbanismo, con el reconocimiento de que los planes generales debían de elaborarse a partir de estudios geográficos, demográficos, económicos y sociales previos. Muy significativamente se excluían de estos estudios los aspectos culturales y psicológicos, es decir, los valores, sentidos y sentimientos conferidos por la gente a los lugares y a las viviendas, lo cual habría supuesto, naturalmente, preguntarle a la gente en qué tipo de ciudad y de casa preferían vivir. El urbanismo funcionalista se mostraba, una vez más, como un tosco materialismo para el que sólo existe el cuerpo pero no el alma. Sólo una concesión se hacía al dominio absoluto del paradigma moderno: la de una superación parcial de la separación campo-ciudad, con la introducción de amplias zonas verdes en las zonas residenciales. Es decir, la ciudad racionalista recogía, de alguna manera, el concepto de ciudad-jardín, aunque no fuera, necesariamente, bajo el modelo que tendía a imitar la antigua población rural. En muchos lugares y momentos, sin embargo, la corrupción se encargaría de anular aquella concesión, recuperando con vigor el sueño modernista de una ciudad de cemento, hábitat netamente artificial separado del campo. Repartidos por las cuatro esquinas del planeta, los arquitectos organizados por el C.I.R.P.A.C. transmitieron el mensaje a las siguientes generaciones de alumnos. Pero el triunfo no podía llegar hasta que no convencieran a los gobiernos y a los actores sociales clave. Ese proceso se inició ya en los años 20. A partir de la postguerra, en los 40, la Europa en ruinas se rendiría plenamente al urbanismo racionalista, vitoreándolo y abriéndole las puertas como el salvador mesiánico que él mismo anunciaba ser. Y, así, Le Corbusier y sus apóstoles acabaron finalmente alojando a una buena parte de los europeos de la época, “condensándolos” (como habría dicho Ginzburg), pero literalmente, en enormes edificios colectivos. En Estados Unidos, donde la necesidad económica era mucho menor, el racionalismo tuvo que adaptarse al bucolismo e individualismo del espíritu de frontera: el resultado fue el suburb. Para compensar, su fuerza prometeica se concentró en el CBT y en unas décadas Norteamérica había satisfecho el sueño soberbio de los futuristas y de la Ville Contemporaine, fagocitando casi completamente los antiguos centros históricos. Aunque quizá los lugares más afectados por el huracán racionalista no fueron las grandes urbes en el centro del sistema-mundo capitalista sino en su periferia: ciudades como Seúl, o las imperiales Tokyo y Rio de Janeiro (ciudad esta última que había sido bendecida estéticamente por el hecho de ser la capital de la única monarquía que existió en 69 Sudamérica y cuyo enorme centro historicista y Art Nouveau, que podía competir sin arrobo alguno con ciudades como Viena o Praga hasta los años 40, sería transformado sin conmiseración en una ciudad de rascacielos prismáticos en menos de tres décadas). Fue quizás por necesidad que los estados le abrieron las puertas a aquella forma radical de ingeniería socio-espacial, pero, andando el tiempo, como sucede con cualquier ideología, muchos de sus agentes acabaron profesando sinceramente la nueva fe. En consecuencia, no sólo se aplicaron con celo al desbroce de nuevas zonas para la causa racionalista sino que se dieron fervientemente a la destrucción de las antiguas. Ya había pasado antes: en el París de Napoleón III. Hay que decir que en ello ayudaron bastante las ingentes posibilidades de negocio que se abrieron ante sus ojos. Y con el tiempo también una parte no despreciable de la propia sociedad acabaría por hacer suyos aquellos ideales: la funcionalidad de la máquina terminaría así por convertirse en erótica. Deseo de lo nuevo y repulsión por lo viejo. La conversión del programa racionalista en valor cultural acabó por consolidarlo, al legitimarlo de cara a la sociedad. Como sucede con cualquier proyecto de ingeniería social totalizante acusar a sus ejecutores de dictadores sin escrúpulos es, obviamente, faltar parcialmente a la verdad. Inyectado paulatinamente en el torrente sanguíneo de los valores colectivos, los urbanistas modernos acabaron por convertirse, como en cualquier régimen, en instrumentos de la voluntad de una parte de la sociedad, en aquellos que le daban a la gente “lo que la gente quería”26. Como en cualquier régimen, por supuesto, no consiguieron convencer a todos ni durante todo el tiempo: las visiones alternativas siguieron existiendo, aunque relegadas a la marginalidad, y finalmente, la reacción mayoritaria contra la “jungla de asfalto” habría de llegar. Como todas las demás ciencias sociales, el urbanismo también sería alcanzado por la onda postmoderna que empezó a formarse hacia mediados de los años 60. Pero esa es ya otra historia y será contada en otra ocasión. La vivienda social en las dos postguerras (1920-1960). Norteamérica y Europa: una historia de dos ciudades-jardín diferentes. Las primeras intervenciones masivas del racionalismo arquitectónico se produjeron contemporáneamente en los países que más golpeados habían quedado por la Gran Guerra, todos ellos bajo los auspicios de administraciones socialdemócratas o, en el caso de Rusia, comunistas. En Moscú los constructivistas se dieron a la tarea de construir apartamentos racionalistas, cubos de cemento y hormigón, con zonas y servicios comunes (guarderías, lavandería, cocinas) que minimizaran los costos de la vida cotidiana y favorecieran la socialización en común, “condensando” las relaciones sociales en el espacio para ir limando las diferencias individuales. Son nietas de la vieja idea fourierista del falansterio. El edificio emblemático es el Narkomfin, construido entre 1928 y 1932 por Moisei Ginzburg para alojar a los funcionarios del Ministerio de Finanzas. En Viena y Berlín, arquitectos ligados al grupo Der Ring, que se habían comprometido con los soviets de la efímera revolución espartaquista (como los de la Bauhaus y otros como Bruno Taut) construyeron por encargo del gobierno una gran cantidad de bloques de viviendas de altura moderada para clases populares, financiadas por el gobierno. En Francia, las medidas de la Ley Siegfried permitiendo la parcelización de enormes cantidades de terreno en la periferia de París habían dado como fruto el llamado problema de los mal lotis: un aluvión de parcelaciones irregulares provocadas por la corrupción en los ayuntamientos a las que siguió una oleada de autoconstrucción chabolística. Entraron entonces en acción los gobiernos municipales del departamento, muchos de ellos con alcaldes socialistas al frente (desde 1884 las corporaciones locales, salvo la de París, se elegían por sufragio universal). A través de la ya fundada Office HBM del departamento de la Seine, su director, el alcalde socialista de Surèsnes y posteriormente ministro con el Frente Popular Henri Sellier, emprendió entre 1921 y la Segunda Guerra Mundial la construcción de una serie de ciudades-jardín para las clases populares, con un total estimado de 120.000 viviendas. La Ley Loucher de 1928 significaría la entrada del gobierno central en el fomento de este tipo de vivienda social, que se puso como objetivo la construcción de 200.000 viviendas HBM adicionales. Nunca antes se había planeado construir a esa escala. Se trataba de construir ciudades enteras, desde el plano urbano a las farolas, y no solo casas. El gobierno francés, sin embargo, a diferencia del soviético, no tomó directamente en sus manos la tarea de la construcción. Esta fue encargada, en la tradición ya conocida, a empresas constructoras privadas. El rol del Estado era garantizar financiación adecuada, tanto para las empresas como para los compradores individuales, y (esta era una novedad) establecer el marco normativo y técnico que garantizara la calidad de la construcción. Las medidas dieron el impulso necesario para que la construcción se convirtiera en uno de los sectores más potentes (y lucrativos) de la economía capitalista. Y desde el principio, las empresas aplicaron la filosofía taylorista a la construcción de las nuevas ciudades: era la que más beneficios reportaba, asegurando al mismo tiempo la calidad del resultado. De aquella estrategia nació un nuevo tipo de ciudad-jardín, bastante diferente a la del modelo burgués de Le Vesinet o Bedford Park o a la que Howard había soñado para los obreros: la idea seguía siendo romper con el plano ortogonal y la casa en manzana alineada y la introducción de espacios verdes para descongestionar y crear hábitats más sanos y más “integrados” con el entorno natural, pero la casa y el jardín individual han sido sustituidos por bloques de apartamentos en altura (que serán variables dependiendo del momento, lugar y cantidad de plusvalía 26 La comentada transformación de Rio de Janeiro, que es paralela a la de la propia sociedad brasileña es narrada magistralmente por el cantante y escritor Chico Buarque de Holanda, con la sensibilidad histórica que le confiere ser hijo de uno de los principales historiadores de su país, en la novela Leite Derramado. El libro narra la historia de una familia de clase alta de Rio, descendiente de aristócratas portugueses, y su atribulado tránsito por la revuelta historia del siglo XX, a través de un viaje inmobiliario por la ciudad. El linaje emprende una lenta pero inexorable cadena de mudanzas: de la finca señorial en la base de la sierra, con su estilo de vida rural y semi-feudal, al palacete romántico en la playa de Copacabana, más tarde sustituido (para adecuarse al signo de los tiempos, porque hay que ser modernos) por un apartamento en un rascacielos levantado sobre ese mismo solar, para acabar, por avatares de la vida, por dar con sus huesos en una favela. 70 que se quiera, o se permita, obtener) y zonas verdes comunitarias. En algunos casos, como en el de la ciudad-jardín de Gresillons las áreas verdes quedaron reducidas a un estrecho bulevar ajardinado en medio de una calle que, por lo demás, no se diferencia mucho, salvo en lo espartano de su estilo racionalista, de un ensanche decimonónico. En resumidas cuentas, una ciudad-jardín low cost para obreros. El término ciudad se justifica, adicionalmente en el caso francés, porque no se trata de construir simples viviendas, sino de una zona urbana dotada de todos los servicios (estas en un principio se reducían básicamente a escuelas y zonas comerciales). La miseria de las condiciones urbanas pesó más, sin duda, que las reivindicaciones por una ciudad más estética y menos densa en la agenda de los líderes socialistas, pero también los cálculos económicos, incluso entre los administradores de izquierdas. Sellier, co-fundador en 1919 de l’École des Hautes Études Urbaines (desde 1924 Institut d'urbanisme de la Universidad de París) había escrito en su obra La crise du logement et l'intervention publique en matière d'habitat populaire, de 1921 (las comillas son mías): El urbanismo social tiene el deber de organizar la reforma de la humanidad, hacia mayores niveles de iluminación, felicidad y salud y “hacia un mayor rendimiento económico”. Es urgente defender la raza (sic) en todas las dimensiones contra la certitud de degeneración y de destrucción que las lamentables estadísticas de natalidad, morbilidad y mortalidad dejan entrever: un 18% de la renta nacional se pierde debido a la enfermedad (Henri Sellier 1921, en Guerrand y Moissinac 2005: 32). Al menos en el caso de Francia, esta transformación del concepto original de la ciudad-jardín se había ya plasmado en la urbanización de la Cité de la Muette en Drancy (1931-1934): una ciudad megadensificada de torres de 15 alturas. El antecedente de los grands ensembles de postguerra. No fue Le Corbusier el primero que los puso en práctica. Mientras tanto, es necesario señalarlo, las capas sociales más pudientes nunca renunciaron al otro modelo, el de la casa y jardín individual. Por su parte, en los Estados Unidos, la administración federal también introdujo en los años 30 este nuevo concepto de ciudad-jardín en bloques colectivos. Resultado de ello fue la construcción de las ciudades-jardín de Greenbelt (Maryland), GreenHills (Ohio) y Greendale (Wisconsin), proyectos piloto a los que debían de seguir otras 25, bajo el paraguas del Emergency Relief Appropiation Act. A pesar de estar diseñadas con densidades y alturas mucho menores que las francesas, y con muchas más zonas verdes, el modelo, sin embargo, como es sabido, no cuajó en Norteamérica. Los mayores niveles de desarrollo económico de la que se convirtió, tras su victoria en la guerra, en la primera superpotencia del mundo, le permitieron, en cambio, hacer realidad la utopía de un hábitat rururbano mucho menos densificado, de la casa individual en el suburbio, un modelo que encajaba mucho más con las expectativas y las sensibilidades de la mayoría de la población americana y cuya expansión ya se había iniciado en las décadas anteriores27. Para satisfacer ese sueño hubo que sacrificar algunos de sus detalles en el altar de la estandarización. El suburbio nació como una ciudad construida en serie. Los precedentes existían desde hacía tiempo: en 1910 el suburbio burgués de Forest Hills Gardens, en Queens, ya había sido construido con técnicas de prefabricación (Fishman 1987); durante los años 30 Frank Lloyd Wright puso su genio a disposición de la ciencia urbanística diseñando las famosas casas usonianas, en ladrillo visto y en forma de L para mejor aprovechar el espacio de terrenos baratos en forma irregular. Pero a pesar de ello, el suburbio americano nunca perdió completamente su legado de inspiración romántica: en los modelos de casas, si bien estandarizados, no llegaron a nunca a dominar las líneas abstractas e impersonales de los bloques de apartamentos. Se trataba más bien de una estilización, más o menos elaborada dependiendo del nivel económico de la urbanización, de estilos históricos o populares. La estrategia que desplegó el gobierno norteamericano para promover la nueva forma de ciudad ya ha sido explicada en sus líneas generales. Y también su diseño intencional para dejar fuera de ella a las poblaciones de color. La FHA había empezado en 1935 introduciendo una política de acceso a créditos blandos. El gobierno canadiense la imitaría en los años siguientes, estimulando así su propio fenómeno de suburbanización (Harris 2004). En 1938 el gobierno creó otro instrumento en esta dirección, la Federal National Mortgage Association (FNMA), conocida desde entonces popularmente como Fannie Mae. Su misión era doble: establecer un mecanismo de seguro sobre las hipotecas concedidas por la FHA y atraer capital al sector permitiendo a las entidades financieras tratar las hipotecas como si fueran instrumentos de inversión, agrupándolas en paquetes que podían comprarse y venderse en un mercado secundario. Este sistema de titulación de hipotecas es único entre las naciones desarrolladas y explica en buena parte la fluidez con que fluyó el crédito (Fishman 1987; Baxandall y Ewen 2000)28. Finalmente, con el objetivo de premiar a aquellos que habían arriesgado su vida por la patria (y de desactivar lo que podría haber sido una bomba social de incalculables consecuencias) el gobierno federal, a través de la Veterans' Preference Act y la Servicemen's Readjustment Act de 1944 (conocidas como el “GI Bill of Rights”, algo así como la Carta de Derechos del Soldado Raso). Bajo este paraguas legal el Department of Veterans Affairs (VA), la segunda instancia administrativa más grande de los Estados Unidos después del propio Ministerio de Defensa, puso en marcha un generosísimo programa de beneficios para los veteranos de guerra, una especie de Estado de Bienestar plus dentro del Estado de Bienestar (que para el resto de la población era decididamente mucho menos generoso): prioridad en la contratación para empleos públicos, sanidad gratuita, pensiones, seguros de vida… y préstamos hipotecarios a muy bajo costo. Con un número de veteranos, entre la Segunda Guerra Mundial y la cercana de Corea (1950-53) que se contaba por millones y, multiplicado por los integrantes de sus familias, la medida se convirtió en un programa masivo de realojo social. Ya en 1947 el conjunto de políticas había conseguido elevar el número de propietarios de hogar del 36% de 1890 al 53%, escribía Cohen en la revista de un Departamento de Sociología de Chicago que empezaba a tomar consciencia de la amplitud sociológica del fenómeno (Cohen 1950). En 1950, una ciudad paradigmática como 27 También era la preferencia de las poblaciones europeas, como lo demuestra el espectacular viraje hacia este modelo que se manifestó a partir de los años 70, como consecuencia de la reacción al urbanismo de los grands ensembles (Stebé 2007) 28 En 1968 el gobierno permitió también a Fannie Mae comprar hipotecas privadas, no respaldadas por la FHA. Finalmente, en 1970, creó un organismo similar, la Federal Home Loan Mortgage Corporation (FHLMC), que también recibió un nombre coloquial, Freddie Mac, con el objetivo de establecer una competencia a Fannie Mae para crear un mercado secundario más eficiente y robusto (Baxandall y Ewen 2000). 71 Chicago, contaba ya con 1,57 millones de habitantes viviendo en este tipo de urbanizaciones, un 30% de su población (en el año 2000 esa cifra se había elevado al 64,5% (US Census Bureau Data 2005). Jardín, perro, barbacoa y automóvil, más el efecto placebo de sentirse propietario (para que esto fuera realmente un hecho, claro está, había que esperar décadas de pago mensual de una letra) debían de ser el merecido premio por el sacrificio ofrecido a la nación y el bálsamo en el que curar las heridas del alma que deja cualquier intervención en combate. Era una situación en la que todos ganaban: las clases medias y bajas que se libraban así también de la molestia de tener que vivir con negros, latinos y orientales (la migración a los suburbios también se conoce en la historia norteamericana como el White Flight (la “fuga” de los blancos); los fabricantes de automóviles y las petroleras, y los nuevos magnates de la construcción. Masivos planes de promoción inmobiliaria alentaron el nacimiento de una nueva industria (Fishman 1987; Baxandall y Ewen 2000). El ejemplo paradigmático que después sería citado por todos los científicos sociales es el de la compañía Levitt&Sons y su urbanización, Levittown, en Pennsilvania (Gans 1967). Mientras tanto, algunos de los más famosos arquitectos racionalistas de Europa, como Walter Gropius o Mies Van der Rohe desembarcaban en América (inicialmente huyendo de los nazis) y se sumaban a los locales para demoler lo que quedaba de los centros históricos de las ciudades y erizarlos de enormes prismas de acero y hormigón, totalmente depurados ya de sus veleidades neo-góticas o Art Déco. El sueño de los futuristas, al fin, cabalgando sobre el caballo desbocado del dólar. Irónicamente, levantado por personajes que iniciaron su carrera militando en un soviet de las artes. Sólo las housing authority de los gobiernos estatales y las cooperativas operadas por sindicatos construyeron edificios en altura “a la europea”. Estos se concentraron en las grandes metrópolis como Nueva York o Chicago y estaban dirigidos a alojar a las poblaciones urbanas más marginales, valga decir, las minorías étnicas de color. Hacinados en torres de veinte plantas, sólo lugares como Harlem o el Bronx siguieron el camino que habían marcado las cités-ouvrières francesas de los 20 y 30. En Europa, sin embargo, durante aquellos últimos 40 y durante todos los 50 y los 60, los urbanistas decidieron seguir masivamente aquella estrada, la del modelo low cost del bloque de viviendas. Endeudada hasta las cejas por el conflicto y destruido buena parte de su parque inmobiliario, Europa no podía darse el lujo de construir vivienda unifamiliar (o eso le dijeron los gobiernos a su gente). Bajo las circunstancias de lo que se planteaba como un estado de urgencia, los gobiernos tomaron definitivamente el control y decidieron unilateralmente: cediéndole el mando a los gurús del racionalismo urbanístico y a sus brazos ejecutores, las constructoras privadas. Esto no quiere decir que no existieran otros modelos pero estos quedaron temporalmente ahogados por el mesianismo racionalista. En Francia, por ejemplo, nacieron por estas fechas los Castores, un movimiento de autoconstrucción cooperativa que promovía ciudades-jardín en lotes y casa individuales. En Dresden, la presión popular consiguió detener el proyecto de Mart Stam, un arquitecto ligado a la Bauhaus, que consideraron un “ataque total a la ciudad” (Möller 1997). Nada más terminar la guerra los laboristas ganaron las elecciones y se enfrentaron al dilema de gestionar un Londres masivamente destruido por la Lutwaffe. La New Towns Act de 1946 establecía la creación de nuevas ciudades en estilo racionalista y bloques de apartamentos, empezando en la corona metropolitana de Londres pero extendiéndose después a todo el país. En 1947, una nueva Town and Planning Act nacionalizaba el derecho a urbanizar sometiendo cualquier iniciativa a la aprobación de los gobiernos locales. Entre 1949 y 1970 se construyeron un total de 23 New Towns, de las cuales la más conocida puede que sea Milton Keynes. Pero quizás el país que merezca un análisis en mayor detalle sea Francia porque sería allí donde el fenómeno provocaría de alguna forma el nacimiento de otro de los focos fundamentales de la sociología urbana, que se arrogó como tema preferencial de estudio el análisis de las transformaciones sociales provocadas por esa masiva intervención urbanística. El personal político y administrativo que se plantea estas cuestiones es el de los Petit, Massé o Delouvrier, salidos de las filas del catolicismo social (Topalov 1992). El primer plan quinquenal de Jean Monnet (1947-1952) tenía como objetivo la reconstrucción de las infraestructuras de transporte y de producción destruidas por la guerra. No incluía un plan de viviendas. Y, sin embargo, las necesidades en ese ámbito eran enormes: la mitad de los 14,5 millones de viviendas censadas en el país carecían de agua potable, tres cuartas partes no tenían sanitarios, por dar tan solo algunos datos. Se registraban 350.000 tugurios o chabolas, 3 millones de viviendas sobrehabitadas y un déficit de otros 3 millones (Stebé 2007; Dryant 2009). En ese contexto, entre 1945 y 1953 Le Corbusier construye en la periferia de Marsella el que habría de convertirse en modelo definitivo del urbanismo francés y de más allá de sus fronteras durante las siguientes décadas: el complejo de apartamentos conocido como la Cité Radieuse, inicialmente un residencial piloto para clases medias. Se trataba de una auténtica aldea vertical de 360 apartamentos y 17 plantas destinada a mezclar en armonía clases medias y obreras, dotada de servicios comerciales y de ocio (tienda de ultramarinos, panadería, cafetería, restaurante, librería). En la azotea, de uso común, una guardería, un gimnasio, una pista de atletismo, una piscina y un auditorio (Evenson 1969; Fishman 1982; Jencks 2000). En 1950, los HBM mudan de nombre y se convierten en Habitations à Loyer Modéré (HLM). El cambio de nombre marca un paralelo cambio de estrategia del gobierno: parte de esta vivienda ya no se pondrá en venta sino que se destinará a régimen de alquiler subvencionado por el Estado. Las necesidades de vivienda seguían siendo dramáticas, sin embargo. En 1954, tras la campaña de concienciación que hace un personaje muy influyente en la sociedad civil francesa, el Abbé Pierre, el Estado decide finalmente, apoyándose en los organismos públicos HLM o en los privados, iniciar la construcción masiva de bloques de apartamentos, los llamados grands ensembles, en los suburbios de las grandes ciudades. El intervencionismo se intensificará a partir de 1958, con la subida al poder del General de Gaulle. El Estado Gaullista, de tendencias fuertemente paternalistas, conservadoras, tecnocráticas y centralizadoras será quien ejecute el grueso de aquella política (Topalov 1992). El instrumento urbanístico será la creación en 1959 de los Z.U.P. (Zone à Urbaniser en Priorité), vigente hasta 1967. La plantilla arquitectónica es la Cité Radieuse pero desprovista de buena parte de sus servicios. Así, en la mayoría de los grands ensembles 72 estarán ausentes las instalaciones recreativas y los apartamentos serán mucho más pequeños que los espaciosos dúplex en dos plantas diseñados por Le Corbusier para su proyecto piloto en Marsella. En dos décadas se construyeron 6 millones de viviendas, el 90% de ellas con ayuda estatal (Stebé 2007; Dryant 2009). Había llegado la “deportación” de parte de la clase obrera a auténticas colmenas humanas en las afueras de la ciudad, desconectadas de las redes de transporte y con servicios urbanos muy deficientes o simplemente inexistentes que sólo se irán colmando, lentamente, a lo largo de los decenios. Y aún así, a pesar de sus bajas calidades de construcción, los grands ensembles supusieron una mejoría, en estrictos términos de confort habitativo con respecto a lo que había antes. Con ellos el urbanismo se reveló, además, como un instrumento de poder político y económico (y de corrupción) al que no se sustrajo ninguna formación: los partidos utilizaron la concesión de vivienda social como una estrategia clientelar (la familia a la que su alcalde le había dado un piso sólo podía estarle eternamente agradecida) y como un instrumento de financiamiento (por medio de las comisiones pagadas por los constructores) cuando no de enriquecimiento ilícito de algunos de sus dirigentes (Butler y Noisette 1983; Flamand 1989; Monnier y Klein 2002; Stebé 2007; Dryant 2009). 4.3. Sociología Urbana en los 50 y los 60. Los intentos de explicar los efectos del urbanismo racionalista. 4.3.1. Norteamérica: la floración de los estudios sobre el suburb. La literatura sociológica sobre el fenómeno del suburb en Norteamérica es, con unas pocas excepciones (Atkins 1941; Form 1944), prácticamente inexistente antes de 1950. Destaca entre los pioneros el estudio de Form (1944) sobre el proyecto federal de Greenbelt. A partir de 1950, siguiendo la estela del White Flight a los suburbios, el estudio de esta nueva forma urbana se convertirá, sin embargo, en uno de los temas centrales de las preocupaciones de una sociología urbana que desde Chicago se ha extendido ya por todo el país (Pearson 1951; Mumford 1954; Schnore 1956; Fava 1956; Seeley et al. 1956; Schnore 1957; Boggs 1957; Nairn et al 1957; Dobriner 1958; Wood 1958; Strauss 1960; Gordon 1960; Berger 1960; Mumford 1961; Dobriner 1963; Gans 1963; Chinitz 1964; Clark 1966; Gans 1968). Curiosamente, ninguno de estos autores es de la Universidad de Chicago. La que había sido la fundadora de los estudios sobre la ciudad en los Estados Unidos (y el mundo) brilla extrañamente por su ausencia en el análisis del fenómeno urbano más importante de aquellas dos décadas. Las razones debemos quizá buscarlas en el abandono del objeto de estudio estrictamente espacial de los integrantes de la tercera generación del departamento, que más tarde se verá con detalle. Sin embargo, si ausentes están sus investigadores del análisis del suburb, no lo estarán sus marcos teóricos, que se habían convertido, como se dijo, en hegemónicos, y que utilizarán muchos de estos sociólogos. Así por ejemplo, los estudios de Schnore (1956,1957) se inscriben dentro del marco funcionalista de la Ecología Humana de Chicago: se trata, un tema que nos es ya familiar, de estudiar los suburbs como manifestación del mecanismo sistémico por el que la ciudad, como organismo, se expande hacia su periferia. El suburb es visto, así, como un nicho ecológico específico. Otros se inclinarían por la vertiente culturalista representada por los Community Studies, realizando estudios etnográficos en las nuevas comunidades suburbanas (como el de Seeley et al.(1956) en Crestwood Heights) y tratando de identificar los rasgos culturales distintivos de lo que se observa como una nueva forma de vida, a caballo entre lo rural y lo urbano, que precisaba una redefinición del clásico continuum evolucionista. Fava, en 1956, y Gans, en 1968, escribirán a propósito del suburbanism as a way of life, parafraseando el famoso artículo de Louis Wirth de 1938 sobre el urbanismo como forma de vida. ¿Cuáles son las características comunes que los autores identifican en estos nuevos suburbios? • Densidades bajas, con predominio absoluto de viviendas unifamiliares con pequeño terreno abierto a la calle, que deja el jardín y la casa visible a los demás vecinos. • Estandarización de las tipologías constructivas, resultado del diseño de las promotoras. • Red viaria jerarquizada, desde las calles privadas sin salida hasta las grandes autopistas de conexión, que sustituye al plano hipodámico dominante hasta entonces. • Zonificación extrema: servicios y zonas de trabajo no están a una distancia que se pueda recorrer a pie. • Transporte público muy deficiente (excepto el servicio escolar) y, por lo tanto, dependencia cuasi total del automóvil. • Grandes centros comerciales con enormes zonas de aparcamientos como lugar de socialización por excelencia y consumismo como forma prevalente de ocio. • Comunidades homogéneas socioeconómica y racialmente (menos del 2% de no caucásicos a finales de los 50 (Wiese 2004) • Predominio de las familias nucleares y de los roles de género especializados: mujer ama de casa (sin ayuda de servicio doméstico) y hombre trabajador. Urbanísticamente, el suburb americano era una especie de híbrido entre el modelo rururbano romántico, pasado por la ciudad-jardín de Howard y, en ese sentido, una anticipación del urbanismo postmoderno, y el modelo industrial-racionalista moderno. Moderna era la búsqueda del individualismo, postmoderna la resistencia a sucumbir a las tipologías constructivas racionalistas y al plano ortogonal. Moderna era la estandarización y la zonificación extrema: los suburbios eran todo lo contrario de las pequeñas ciudades autosuficientes que había planeado Howard; eran enormes excrecencias residenciales que dependían 73 completamente del exterior, totalmente inviables en caso de colapso del complejo sistema industrial de diferenciación funcional del que formaban parte. La zonificación puede entenderse como una forma de intensificar el control de la población por parte del aparato del poder, un rasgo muy moderno. Aislados tanto del campo como de la ciudad por planos urbanos autocontenidos, de fronteras definidas, unidos por los fácilmente controlables cordones umbilicales de las autopistas, la facilidad de control y de vigilancia (por ejemplo para la policía) era mucho mayor que en las densas y difusas zonas centrales. Más ambivalentes eran otras características: el individualismo que se plasmaba en la casa unifamiliar quedaba anulado en buena parte por la inexistencia de recintos vallados entre las propiedades (característica que distingue al suburb de otras ciudades-jardín). El nuevo individuo-propietario, dueño y señor de su hogar, quedaba, sin embargo, sometido al panopticon de la sociedad: desde los coches de policía que patrullaban las calles hasta los vecinos que hacían su barbacoa a la misma hora el mismo domingo o salían a tirar la basura y a pasear al perro regularmente. La ausencia de barreras entre las casas pudo tener dos efectos de naturaleza contraria: favorecer la socialización, reconstruir el sentido de comunidad perdido en los más alienantes bloques de apartamentos del downtown (un rasgo postmoderno) o mejorar la eficacia policial y aumentar el control social (un rasgo moderno), obligando a sus habitantes a autodisciplinarse por temor al qué dirán o al qué me harán (un rasgo incluso premoderno). Los procesos se desarrollaron en las tres direcciones contemporáneamente: en el terreno de las identidades, autores como Lipsitz han sostenido que la depuración étnica actuada en el suburb más el incremento de la red de relaciones sociales creada por el nuevo hábitat fueron los responsables de la aparición de una identidad racial pan-caucásica por primera vez en la historia de los Estados Unidos. Eliminada la presencia de los negros y “condensados” los diferentes grupos étnicos de origen europeo en los nuevos suburbs, forzados a compartir escuelas, centros comerciales o comidas de barbacoa, los habitantes de Suburbia dejaron definitivamente de ser italianos, polacos, irlandeses o alemanes y se convirtieron simplemente en White Americans (Lipsitz 1981). Sus hijos concluyeron el proceso a través del matrimonio. El nuevo ecosistema suburbano terminó de completar el programa asimilacionista, en el que habían creído los ecólogos de Chicago, con las razas de color ausentes. La prosperidad ofrecida por el impulso económico de las siguientes décadas, en el país vencedor de la guerra, permitió reemplazar las subculturas étnicas previas por una nueva cultura estandarizada de consumo de masas, fundada en una nueva forma de ética que combinaba, de forma sin duda original, la vieja ética puritana del trabajo con una nueva tendencia a la satisfacción hedonísitica inmediata y cuyos iconos eran la propia casa, el coche, la televisión y las vacaciones y su templo el shopping mall, el gran centro comercial. El primer centro comercial cerrado de este tipo abrió sus puertas en 1956 en Edina, un suburb de Minneapolis, obra del arquitecto Victor Gruen (Hardwick 2004). El centro comercial era una nueva forma histórica de ágora en la que el espacio público había quedado privatizado por el capital y sometido a una disciplina multívoca: dirigismo (era la compañía propietaria quien decidía dónde emplazar la plaza, sus características físicas y sus reglamentos, sin consultar con los ciudadanos), la estandarización y el control. A cambio, el shopping mall ofrecía seguridad total (cero carteristas, cero posibilidades de agresión física o sexual), la ilusión de una sociedad diseñada a medida, continuación de la del área residencial (sin mendigos, sin prostitutas, sin excrementos de perro o basura en los inmaculados pasillos interiores que ahora sustituúan a las calles) y el confort moderno de un ambiente artificial sutraído a las inclemencias del tiempo y a las limitaciones del ciclo lumínico natural (eliminó definitivamente la diferencia entre el día y la noche, que en la calle comercial exterior, a pesar de la iluminación eléctrica, aún se hacía notar). Los americanos empezaron a definirse y realizarse no por lo que eran previamente sino por lo que consumían o por sus expectativas de consumo futuro. Ese consumo se producía, en los suburbs, a la vista de todos y actuaba como un mecanismo perfecto que inyectaba el deseo, estimulaba la natural tendencia en las comunidades homogéneas a la homeostasis social y lanzaba a la economía hacia velocidades siempre crecientes de producción y consumo. El mismo mecanismo de control social que en las comunidades campesinas autárquicas limitaba el consumo conspicuo a favor de la armonía generada por el igualitarismo (iguales en la pobreza) en el marco de una sociedad rica, arrastrada por el torrente de liquidez del crédito fácil, funcionó en sentido contrario: estimulaba a la gente a consumir siempre más para no ser menos que el vecino y con ello, para no verse quizá marcado por los prejuicios de una ética social que achacaba la pobreza a la raza o a la incapacidad (el famoso arquetipo cultural del loser). Nacía toda una cultura del consumo que era frenéticamente hedonista y progresista (el deseo cuasierótico por las novedades técnicas - la nueva lavadora, el coche del año- se convirtió en un valor central de la cultura de clase media americana hasta el punto de devenir uno de los hitos primordiales por los que se medía la progresión del tiempo). Al mismo tiempo el suburb generaba o reforzaba unos valores culturales claramente conservadores: El incremento del control social (interno y externo) y la segregación de las castas más marginales en la inner city hizo descender las tasas de criminalidad en los suburbios hasta niveles hasta entonces probablemente desconocidos en la Historia (la contrapartida era, por supuesto, que estos aumentaron en los guettos de color también hasta tasas hasta entonces inéditas), lo cual, en conjunción con el maná del consumo y la propia homogeneidad social del suburb, generó una profunda sensación de autocomplacencia. Los habitantes de Suburbia no veían la pobreza, no percibían las disfunciones del sistema (esto era especialmente marcado entre las amas de casa y los jubilados, que prácticamente no salían nunca de las áreas residenciales) y entre ellos se fue sedimentando la idea de que todo era perfecto. Con significativas consecuencias políticas, como probablemente habían deseado quienes planificaron los suburbs. El propio control social reforzó los valores y prácticas de una moral social y familiar conservadora: control sobre el comportamiento de los jóvenes, que no tenían donde esconderse de la mirada de los adultos; sobre el de los vándalos; sobre el de los potenciales maridos o esposas infieles (la infidelidad se hizo especialmente difícil para las esposas –los maridos a fin de cuentas seguían escapando del ojo público en la jungla de asfalto de la ciudad- a no ser que fuera, como santificó el chiste, con el cartero o el lechero); sobre el de los maltratadores; sobre el de los vecinos con comportamientos poco cívicos; sobre el de los niños que hacían novillos; sobre los hombres poco inclinados al trabajo y mucho a la bebida; sobre quienes no atendían con frecuencia a los servicios religiosos, fueran estos de la variante judeo-cristiana que fuera, en aquella especie de monoteísmo pluridenominacional que acabó por imponerse en la sociedad norteamericana, etc.). El suburb se presentaba así, a ojos de muchos analistas, de las autoridades y de muchos de sus habitantes, atrapados en la telaraña de la autocomplacencia, como una especie de utopía hecha realidad: un oasis de paz y tranquilidad, la definitiva desactivación del conflicto social. El American Dream, la “utopía burguesa” (Fishman 1987) finalmente devenida 74 realidad. Uno de los primeros estudios sobre el suburb americano suscribía esos tonos utópicos hablando incluso del Holy Suburb (Atkins 1941). Sin embargo, entre los sociólogos de convicciones más izquierdistas la valoración del fenómeno fue profundamente crítica. La sociología crítica se horrorizó ante la emergencia de aquellas nuevas ciudades prefabricadas y alertó sobre sus posibles efectos alienantes, sobre la superficialidad y la mediocridad de la vida social que pendían sobre él (la dictadura del hombre medio controlado por otros hombres medios), la ridícula sustitución del anhelo de naturaleza con un sucedáneo de cartón-piedra. En 1951, un sociólogo poco conocido, Pearson, hablaba en estos términos refiriéndose al suburb: Nosotros construimos nuestro entorno y luego nuestro entorno nos construye a nosotros: y en este momento ese entorno construido es un modelo operativo del infierno (Pearson 1951: 5) e invitaba a los norteamericanos a replantearse “qué tipo de ciudades queremos”. En 1957 Nairn y sus colaboradores recogían el testigo y llamaban desde el título de su libro a un Counter-attack against Subtopia (Nairn et al. 1957). En un estudio de 1960 Gordon cree haber identificado en las particulares condiciones ecológicas del suburb la fuente de una mayor incidencia de ciertas patologías psiquiátricas, como depresión entre las mujeres, especialmente las recién casadas y con hijos pequeños, por el aislamiento y carga extra de trabajo a las que la somete la estructura de la casa individual (mucho más grande que los apartamentos previos pero sin servicio doméstico para poder tenerla en orden) en un momento en que estas necesitan el apoyo moral y material de la red familiar extensa (para el cuidado de los hijos) (Gordon 1960). En 1961 se publica la célebre The City in History, de Louis Mumford, profesor de la izquierdista New School de Nueva York, de la que ya hemos hablado. Una obra que tuvo un gran impacto y que recibiría el National Book Award ese mismo año. En ella, Mumford realiza la siguiente interpretación psicoanalítica de la nueva cultura suburbana: En el suburb se podría vivir y morir sin jamás desfigurar la imagen de un mundo inocente, excepto cuando alguna sombra de sus crueles realidades consigue filtrarse a través de una columna en el periódico. Así el suburb hace la función de una guardería para preservar la ilusión. Aquí, los valores domésticos pueden florecer, ignorantes de la explotación en la que en buena parte se basan. Aquí puede prosperar el individualismo, ignorante del omnipresente régimen de reglamentación que yace debajo. Este no es meramente un entorno centrado en la crianza de los niños; es un entorno basado en una visión infantil del mundo, en la que la realidad es sacrificada a los principios del placer (Mumford 1961: 494) El suburb se presenta para la sociología urbana crítica como la última, más sofisticada versión del opio del pueblo, servida por la nueva religión del urbanismo racionalista. Una religión que habría comprado con las treinta monedas del confort el silencio y la conformidad de las clases medias y trabajadoras blancas, su dócil y infantil aceptación de un sistema de dominación que era a la vez internacional y doméstico. El suburb será, en efecto, visto por los marxistas como una nueva forma de falsa conciencia que construye la ilusión de un mundo perfecto para ocultar la verdadera naturaleza de la realidad: imperialismo militar y económico al exterior, brutal apartheid racial al interior. 4.3.2. Chombart de Lauwe y el nacimiento de la sociología urbana en Francia. De las zonas ecológicas de París al estudio de la vida en los grands ensembles. Justo después de la Segunda Guerra Mundial en el marco de un nuevo pacto social surgido del movimiento de liberación, tiene lugar el nacimiento oficial de la sociología urbana francesa. Su fundador es Paul Henry Chombart de Lauwe (1913-1998) quien recoge el testigo de Durkheim y Halbawchs y añade al mismo los aportes ecológicos y culturalistas de la Escuela de Chicago (de los que había sido pionero Halbawchs en los 30). Su punto de partida es muy parecido al de Chicago: estudiar la relación entre espacio y comportamiento, entre morfología urbana y clases sociales, levantar acta de las diferentes subculturas urbanas. También en él, como en las primeras décadas de Chicago, se amalgaman de forma indisociable las perspectivas sociológica y antropológica, incluso en su misma biografía. Chombard había sido discípulo de Marcel Mauss y sus primeras investigaciones de campo las realiza en Camerún, antes de la guerra, en el más clásico de los enfoques etnográficos. Después de la guerra, en la que combate activamente en el bando resistente, Chombart abandona sus escarceos de juventud con las sociedades coloniales para dedicar el resto de su vida profesional al estudio de la aglomeración parisina. Lo hará, sin embargo, sin abandonar el doble enfoque, sociológico y antropológico, ni metodológica ni institucionalmente. Si por un lado funda en 1949 un Groupe d’ Etnologie Social (que se convierte en 1959 en Centre d’Etnologie Social y que Chombart dirigirá hasta 1980) por otro es el fundador en 1957 del Centre de Sociologie Urbaine y lo dirigirá hasta 1962 (Topalov 1992). Fundaciones que lo convierten en el padre institucional tanto de la antropología como de la sociología Urbanas. Sus primeros trabajos sobre la ciudad datan de 1945. Los realiza para el CNRS y se trata de estudios de ecología urbana que se apoyan en la novedosa técnica de la fotografía aérea. Se plasmarán parcialmente en un trabajo de 1948. Su trabajo continúa y da como resultado una obra colectiva publicada bajo su dirección en Paris et l'agglomération parisienne, un intento de aplicar la teoría de las áreas ecológicas de Chicago y de los mecanismos de invasión y sucesión a la ciudad de París que acaba refutando el modelo concéntrico de Burgess. El estudio compara estadísticas electorales, datos demográficos, datos sobre la localización de profesiones, estadísticas de defunciones, de salud, de criminalidad, para elaborar el primer mapa sociológico de París, mapa que descubre, como Park o Burgess habían descubierto en Chicago, una ciudad diferenciada espacialmente en comunidades socioculturales diversas. En aquellos años previos a la gran explosión de la periferia de los grands ensembles, Chombart y sus colaboradores identifican cuatro áreas ecológicas, tres intramuros y una extramuros, con una polaridad social que no es concéntrica sino que sigue un patrón este-oeste. Del estudio de Chombart está ausente el componente étnico, crucial en el esquema de Chicago. Estamos en el París previo a las migraciones magrebíes y subsaharianas. 75 Un París en el que sólo hay nichos “burgueses” y “obreros” que, al carecer de la nitidez categorial de la etnicidad dibujan espacios urbanos de bordes más difuminados (Chombart 1952). Aún así, Chombart demostrará en su siguiente obra que es todavía posible aplicar el enfoque culturalista a una ciudad monoétnica: en La vie quotidienne des familles ouvrières (1956) la clase obrera es descrita al mismo tiempo como un grupo construido por las relaciones de producción (y definido por la pobreza material) y como un grupo subcultural con estilo de vida y valores propios. Las simpatías de Chombart y su equipo están claramente con la clase obrera. No encontraremos aquí esa relación de repulsión/fascinación por quienes no comparten el ethos de la clase dominante tan común entre los de Chicago. Los sociólogos urbanos franceses, inaugurando una tradición que se mantendría desde entonces y al menos hasta los 80, no son liberales conservadores como los norteamericanos: se trata de gente que, como Chombart, ha estado implicada muchas veces directamente en la resistencia, gente que vienen de un entorno claramente crítico con el sistema. Para ellos el obrero no es un desviado social, y la cultura obrera es descrita en tonos decididamente positivos. Su segunda obra, Famille et habitation, publicada en 1960, recoge los resultados de una serie de encuestas aplicadas en tres nuevos polígonos de viviendas (grands ensembles, en francés) de tres ciudades diferentes, donde el Estado había realojado poblaciones obreras. Se da el caso que uno de ellos era uno de los proyectos del propio Le Corbusier, la Cité Radieuse de Nantes. Chombart muestra, en lo que es la primera gran crítica sociológica al visionario humanismo funcionalista y racionalista de la Carta de Atenas, como aquellos nuevos barrios no tenían nada de “radiante” sino que ejercían sobre los obreros una violencia, obligándolos a cambiar sus modos de vida al alejarlos de sus redes de relaciones familiares y de amistad, de su entorno espacial dotado de sentido, simbólicamente significativo, exiliándolos en un lugar aseptico y homogéneo mal comunicado con el resto de la ciudad (para quien no tiene coche). Chombart y su equipo de sociólogos dan testimonio de la frustración que generan los nuevos polígonos que constituyen una nueva forma de alienación de la clase obrera, la alienación espacial. Es Chombart quien acuña el término después popularizado de “ciudad-dormitorio” (banlieu dortoir, en francés).Por último llaman también la atención sobre nuevos procesos de segregación que se están produciendo en las banlieues. En teoría, los polígonos periurbanos era un experimento de ingeniería social que pretendía mezclar a las clases sociales (entiéndase las clases medias y las bajas) en las mismas unidades residenciales para evitar la formación de guettos proletarios (e iniciar un proceso de aburguesamiento de la clase obrera). Chombart mostró como las clases medias profesionales veían los polígonos sólo como una etapa residencial provisional (normalmente previa al establecimiento de una familia) y que los abandonaban por una residencia familiar suburbana en cuanto tenían la posibilidad. Así Chombart predijo que muchos polígonos y las enteras áreas de banlieu donde habían sido construidos podían convertirse en el futuro en auténticos guettos al estilo de las inner cities norteamericanas. El futuro le dio la razón, aunque para ello fuera necesario la sustitución residencial de la vieja clase obrera (que experimentará un movimiento social ascendente e irá también abandonando las banlieues) por la subclase étnicamente marcada de los inmigrantes. Aquella primera generación de sociólogos urbanos alzó alto la voz para denunciar lo que consideraban un programa planificado de destrucción de la cultura obrera urbana, que se había construido hasta entonces a través de las relaciones de proximidad en los barrios densamente poblados del centro de las ciudades. La institución que llevará la voz cantante será el Centre de Sociologie Urbaine creado en 1957 por el propio Estado con el objetivo de generar estudios que iluminaran - o justificaran- su política en materia de urbanismo, la política Z.U.P. Bajo la dirección de Chombart el CSU refinó las metodologías puestas en práctica en los años previos incorporando todos los sofisticados instrumentos estadísticos (el análisis factorial fundamentalmente) que la sociología norteamericana (en particular, de nuevo, Chicago) estaba perfeccionando por aquellos años. Sin abandonar o descuidar el trabajo de campo cualitativo, se comienzan a realizar encuestas basadas sobre grandes muestras de hogares, con la financiación de generosos contratos de investigación por parte de diferentes administraciones públicas, como, por ejemplo, el Ministerio de la Construcción. Pero si lo que pretendían las administraciones públicas era respaldar científicamente su macro-plan de reorganización del espacio urbano, el tiro les salió por la culata. Los trabajos que saldrán de los hornos del CSU (Chombart 1959; Kaes 1963; Chombart 1965, Coing 1966) fueron en general críticos con la política urbanística. Esta posición crítica llevará, de hecho, a Chombart a abandonar el CSU en 1962, cuando siente que la institución está sometida a un control demasiado estricto por parte de los financiadores de proyectos, los grandes organismos públicos de urbanismo (Topalov 1992). Corriente crítica con la que enlazarán sin solución de continuidad los investigadores del Centre Interdisciplinaire d’Études Urbaines, el segundo instituto del Hexágono especializado en sociologia urbana, que abrirá sus puertas en la Universidad de Toulouse en 1966, bajo la dirección de Raymond Ledrut (Amiot 1986; Stebé y Marchal 2010) quien había comenzado a investigar los grands ensembles de Toulouse unos años antes (Ledrut 1963) Las críticas a los grands ensembles son parecidas a las que en América se habían abatido contra el suburb pero los franceses añaden el agravante de que el caramelo con que se quería comprar a la clase trabajadora, y a parte de las clases medias, era mucho menos sabroso: en lugar de pseudohistóricas casas de cuatro dormitorios y jardín, reducidos apartamentos en enormes colmenas verticales de desnudo geometrismo abstracto. Como los suburbs del otro lado del Atlántico, también aquellas “ciudades radiantes” estaban situadas en la periferia, muchas veces desconectadas del centro y sin servicios cercanos pero, a diferencia de los blancos americanos, las clases trabajadoras (y buena parte de las medias) europeas de los 50 y principios de los 60 todavía no tenían coche para salvar aquel “defecto” de construcción. Tampoco se les ofreció el consuelo de la adoración al dios consumo en los grandes templos-mall como a los suburbanitas norteamericanos. El primer mall de Francia, Parly II, no abrió sus puertas hasta 1969, en una zona periurbana cerca de Versalles29. En cambio, la disposición vertical de las viviendas consiguió actuar el efecto individualizador con mucha más eficacia que la casita abierta norteamericana. Tras la intimidad de su pequeño cubículo en el piso quince de una torre impersonal, el trabajador francés se liberó finalmente del escrutinio de la mirada del otro en el densificado barrio tradicional (pensemos que en algunos países una tipología común de vivienda popular eran los bloques de viviendas en torno a un patio común, con servicios compartidos, como las corralas 29 Vid. Página web oficial del Centro Comercial Parly II en http://www.parly-2.com/W/do/centre/accueil 76 españolas o las casas di ringhiera italianas). Pero también provocó la pérdida de buena parte de su rica red de relaciones sociales (los niños, socializándose en la calle, la tienda local de ultramarinos…). Por otro lado, la distancia con respecto al centro y la precariedad de la red de transportes abrieron una zanja difícil de salvar entre los realojados de los grands ensembles y sus familiares y amigos que aún habitaban en el centro, un brutal tijeratazo a las redes de apoyo emocional y de reciprocidad creadas por los proletarios a lo largo del tiempo y que suponían un importante acumulación de capital social y cultural que aliviaba la precariedad de su vida (tíos, abuelos y comadres que cuidaban de los niños, intercambio de favores mutuos, transmisión de la conciencia de clase y de los valores de la cultura obrera a través de las generaciones, asociacionismo, etc.). Los sociólogos detectaron en sus estudios importantes sentimientos de desarraigo y alienación e interpretaron aquellos realojos como una estrategia sibilina para destruir la cultura obrera y desarmarla así políticamente30. Por otro lado, la distancia, privaba a los obreros de todos los servicios urbanos (sanitarios, culturales, de recreación, incluso simbólicos, representados por los monumentos) que quedaban concentrados en el centro de la ciudad. Los sociólogos urbanos clamaron contra lo que se presentaba, bajo la excusa del estado económico de emergencia, como un “destierro” de la clase obrera fuera de la ciudad y, con él, la pérdida de sus plenos derechos como ciudadanos (Stebé y Marchal 2010). Como una curiosa ironía de la Historia, en francés, la periferia urbana se denomina, desde época medieval banlieue, término que quiere decir, etimológicamente, “a una legua del ban”, es decir, del territorio en el que tenía vigor el poder de señorío, de la autoridad que gobernaba la ciudad. De ban proviene el verbo bannir, desterrar, precisamente porque el destierro consistía en poner a alguien fuera del ban, es decir, de la acción de la autoridad, valga decir, en sentido moderno, el Estado. Aquellos que estaban fuera del ban, eran bandits, bandidos, fuera de la ley. En los 50 y 60, en aquellas grandes colmenas situadas a una legua de la ciudad, los obreros debieron experimentar algo similar a la sensación del destierro: expulsados de la ciudad, abandonados por el Estado en eriales desolados que sólo muy lentamente se irían dotando de servicios. Es esta percepción la que estimula el título de la famosa obra de Lefevbre Le droit à la ville (El derecho a la ciudad) de 1968. Convertido en un término neutro desde el final del Antiguo Régimen, con connotaciones estrictamente geográficas, banlieue pronto adquiriría los tonos peyorativos que tiene actualmente en Francia. Sus habitantes serán conocidos como banlieusards, vocablo que no despierta imágenes demasiado positivas. Con la posterior llegada de la inmigración extraeuropea el término acabaría por adquirir, como había profetizado Chombart, buena parte de las connotaciones clasistas y racistas asociadas al de guetto. 4.4. La Escuela de Chicago en los 50 y 60. El declinar de la hegemonía. La sociología urbana había nacido en los despachos y las aulas de Chicago entre los años 20 y 40. Pero Chicago no podía dar empleo a todos los que obtenían su doctorado en el Departamento. Muy pronto la escuela nacida en Illinois empezó a exportar a sus titulados por todo el país. Con la diáspora llegaría la diversificación y, finalmente, Chicago acabaría perdiendo aquella idiosincrasia pionera que la ha llevado a figurar como protagonista en todas las historias de la sociología urbana. Se convertiría, simplemente, en un departamento más en el conjunto de la academia norteamericana aunque de él aún habrían de salir sociólogos de fama universal de la talla de Erving Goffman, continuador de aquella corriente tan chicagüense del interaccionismo simbólico. Sin embargo, antes de apagar por completo la antorcha solitaria de la vanguardia, la Escuela de Chicago aún habría de dar una tercera generación, la que puede fecharse grosso modo desde el final de la Segunda Guerra Mundial hasta principios de los 60, con características muy definidas y aportes sustanciales a la sociología urbana. Esta tercera generación está marcada por dos fenómenos: a) La Nueva Ecología Humana b) El empiricismo cuantitativo de las teorías de rango medio y el análisis factorial. Desde los 40, las tesis de la Ecología Humana comenzaban a ser puestas bajo el ojo de la crítica, tanto fuera, en otras universidades, como entre los miembros más jóvenes del departamento. Ya hacia 1950, el enfoque ecológico tal y como había sido desarrollado por Park y su escuela se anunciaba en fase terminal (Berry y Kasarda 1977). A las críticas de Davie (1937) o las reformulaciones de Hoyt (1939) y Harris y Ullman (1945) se añadieron las de Firey (1947,1948) o Robinson (1950). Desde Harvard, Firey mostró en su estudio sobre Boston que las élites no se van nunca del todo del centro porque este tiene un valor simbólico y afectivo muy alto para ellas. Con su estudio Firey introducía el elemento cultural en la dinámica de ocupación del territorio, rompiendo el modelo estrictamente naturalista, ecológico. Demostró que Boston, una ciudad con una tradición histórica plurisecular, seguía un modelo de segregación territorial distinto de la mayoría de las ciudades nuevas norteamericanas: un modelo más parecido al europeo . La alta burguesía de Boston había permanecido residiendo en el mismo barrio central durante 150 a pesar de que habría podido obtener altísimas plusvalías vendiendo y marchándose a los suburbios.Robinson (1950), por su parte, alertó sobre la necesidad de refinar el método estadístico de las correlaciones ecológicas separándolas perfectamente de las correlaciones individuales. Como reacción a las críticas planteadas a la Ecología Humana la sociología urbana tomó dos caminos divergentes a partir de finales de los 40 (Saunders 1981): Una estrategia que, al menos en un caso, el de la ultraconservadora España de la postguerra franquista, fue diseñada explícitamente, sin pudor. El Plan de Urbanismo de Madrid, de 1946, preveía crear ciudades obreras a las afueras de la capital, convenientemente separadas de los ensanches burgueses por cinturones verdes. El objetivo era mantener a los obreros fuera de la ciudad, para evitar su perniciosa influencia y tenerlos bajo control (Terán 1970). 30 77 a) El de los que decidieron refugiarse en el empírismo renunciando a desarrollar o engancharse a un andamiaje teórico demasiado definido. Una opción que a su vez caminaría por dos vías metodológicamente distintas: la de los cuantitivistas, engolfados en áridos análisis estadísticos de población (modelos de migración, mapas de fenómenos sociales) y que acabaron por ser prácticamente indistiguibles de los demógrafos o geógrafos urbanos; y la de los cualitativos, que se internaron por la senda de los analisis etnográficos, con metodología de observación participante, hasta hacerse indistiguibles de los antropólogos culturales (Hannerz 1980). Estos últimos estuvieron prácticamente ausentes en Chicago desde la marcha de Hugues en 1961, y lo cualitativo fue entregado casi en exclusiva al Departamento de Antropología (Abbott 1999) b) El de los que decidieron seguir estudiando las poblaciones humanas desde la lógica ecológica, refinando su marco teórico-metodológico con los nuevos avances aportados por la Ecología biológica y mejores instrumentos estadísticos. Es la que Mela denomina Escuela Ecológica “Neo-ortodoxa” (Mela 1996) o Nueva Ecología Humana y Fine (1995) “la Segunda Escuela de Chicago”. Yo considero más conveniente la etiqueta de Tercera Generación de Chicago, siguiendo el orden cronológico que se remonta a los fundadores. 4.4.1. La Nueva Ecología Humana El pionero y máximo exponente de esta corriente es Amos Hawley (1943, 1950) pero hay otros también, y muchos de ellos no están ya en Chicago: Shevky y Williams (1949) (desde California), Quinn (1950). Esta segunda generación de ecólogos empezó a distanciarse físicamente de la ciudad de Chicago, contribuyendo a la maduración de la Ecología Humana y a su difusión fuera de su cuna a orillas del Lago Michigan. El manifiesto teórico de la Nueva Ecología Humana lo constituye la obra de Hawley Human Ecology. A Theory of Community Structure (1950). El objeto de la Ecología Humana es el estudio de cómo las poblaciones humanas se adaptan colectivamente al ambiente. En ella, la cuestión de los valores individuales o de las motivaciones no tiene lugar. El análisis de dicho proceso de adaptación se desarrolla entorno a cuatro principios ecológicos: interdependencia, función clave, diferenciación y dominación, en los que Hawley seguirá profundizando en las décadas siguientes. Veámoslos a continuación uno por uno: - Interdependencia: Hawley sostendrá que en él radica la principal diferencia con la Ecología Humana anterior, en la importancia (y sobre todo el desarrollo) que concede a la interdependencia como mecanismo de adaptación frente a la competición. Dicha interdependencia puede manifestarse de dos maneras: a) simbiosis (relaciones complementarias entre grupos funcionalmente diferenciados) y b) comensalismo (agregación de grupos funcionalmente iguales). La unión simbiótica favorece la especialización social y es, por tanto, proactiva, mientras la comensalística es una estrategia puramente defensiva (aumentar la fuerza al aumentar el número). Hawley llama grupos corporativos a los primeros (la familia, las asociaciones de vecinos), y grupos categoriales a los segundos (los sindicatos, por ejemplo). La población se organiza ecológicamente en un territorio determinado de acuerdo a estos dos principios aunque de forma compleja: los grupos corporativos pueden a veces funcionar como categoriales (por ejemplo, cuando responden a alguna amenaza externa) y viceversa (por ejemplo, desarrollando una élite de líderes). - Función clave: ciertas unidades tienden a desarrollar una función más importante que otras en el proceso de adaptación al ecosistema. La función clave, en lo que él define decididamente como el ecosistema capitalista, es desempeñada por la industria y el comercio. - Diferenciación funcional: la cual depende de las capacidades productivas de la función clave. Así, en las sociedades cazadoras-recolectoras el bajo nivel productivo impedía el desarrollo de diferenciaciones funcionales. En las sociedades industriales, por el contrario, la altísima productividad ha conducido a una diferenciación funcional sin precedentes, que se anuncia como potencialmente ilimitada. - Dominación: también depende de la función clave. Las posiciones dominantes en el sistema son desempeñadas por aquellas unidades que controlan el funcionamiento de la función clave. Son los agentes que controlan “el flujo de subsistencia de la comunidad” (Hawley 1950:221), es decir, en el caso de los Estados Unidos, las empresas privadas. Es a través del último principio, el de la dominación, que Hawley aterriza de nuevo en la ciudad: La dominación funcional ejercida por los agentes económicos no se expresa solamente en el terreno político sino también en el espacial y se plasma en el control de la centralidad. Las unidades dominantes ocupan siempre el centro espacial del sistema, puesto que este constituye el punto de integración y administración de la interdependencia del mismo con las demás unidades, situándose de forma más o menos concéntrica en torno a estas. Hawley da así un nuevo espaldarazo al modelo concéntrico de Burgess que otros habían criticado, aunque con una precisión teórica: es la función clave lo que es central, no tal o cual agente social concreto (en las sociedades preindustriales serán los propietarios fundiarios, con el rey a la cabeza, los que ocupen las posiciones centrales y no las fuerzas capitalistas). La función clave también se expresa temporalmente y en el caso capitalista esta expresión se plasma en la aceleración del tiempo. Como vemos es verdaderamente difícil, más allá del recurso que hacen a las analogías biologicistas, distinguir a la Ecología Humana, y esto ya desde los tiempos de la Escuela de Chicago, de la paralela escuela funcionalista que en estos momentos dominaba todos los departamentos de sociología del mundo anglosajón. La Ecología Humana no es más que una variante del más general funcionalismo. 78 La ecología de Hawley tendría una continuidad en las siguientes décadas en muchos trabajos de sociología urbana y sería enriquecida por las nuevas técnicas de investigación estadística que comentaremos en el siguiente apartado. Así por ejemplo, son significativos los trabajos sobre desiguadades socio-residenciales entre barrios que utilizan metodologías estadísticas mejoradas como los Social Area Analysis desarrollados por Shevky y Williams (1949) continuados por Shevky y Bell (1955), o los Cluster Analysis de Tryon (1955). Todos ellos eran variantes de la estrella metodológica del momento, el análisis factorial, un refinamiento de las correlaciones ecológicas de Park que usan todos (algunos autores incluso han llamado a esta fase “ecologia factorial” (Janson 1980; Mela 1996)). La Nueva Ecología Humana sin duda limó muchas de las rugosidades del primer boceto de Park, Burgess y McKenzie. Pero la extensión de ciertos fenómenos, hasta entonces privativos de las urbes norteamericanas, a otras ciudades del mundo a partir de los años 50, mostró que sus aportaciones habían sido bastante acertadas en determinados aspectos, y que podían aplicarse universalmente. Así aquellos procesos de invasión y sucesión que habían descrito, movidos por las oleadas de inmigrantes étnicamente diferentes que habían ido llegando a Chicago, provocaron los mismos efectos cuando se repitieron en Europa. En la postguerra de los 40 una oleada de inmigrantes caribeños de color “invadió” los barrios obreros blancos de Londres. Sus poblaciones reaccionaron de la misma manera que lo habían hecho en Chicago y en el verano de 1958, la estación ecológica de los disturbios (Lohman 1947), cuando todo el mundo está en la calle y se multiplican las posibilidades de contacto, la metrópoli británica vivió su propia versión de la rabia blanca. Fue en Notting Hill Gate y el episodio violento dío nacimiento el año siguiente, como medida orientada a la integración cultural, al famoso carnaval multiétnico por el que es famoso hoy en día (The Independent 2008) De todos los autores que pueden incluirse, de una manera más o menos estricta, en esta escuela, y bajo la influencia directa de Hawley, quizá otro que merezca comentar en más detalle sea Otis Dudley Duncan. Porque sería Duncan quien daría el giro definitivo de timón que apartó a la Ecología Humana de la sociología urbana, alejándola del estudio de la ciudad como objeto específico y conduciéndola hacia esferas mucho más universales. En efecto, sería Duncan quien reaccionaría contra la pretensión, todavía defendida por Hawley con una cierta inercia de su herencia chicagüense, de ver en el ecosistema urbano un microcosmos que puede ser estudiado en sí mismo. Dada la profunda interdependencia de las localidades, regiones y naciones en el mundo contemporáneo, dirá Duncán, la única unidad ecológica practicable es el sistema mundial global (Duncan 1959). Hoy en día la Ecología Humana se ha convertido en un enfoque teórico dentro del macroenfoque funcionalista que no tiene un vínculo de exclusividad con el análisis urbano. Duncan, de hecho, lo aplicó al estudio de la estratificación profesional y los sistemas de estatus en su trabajo con Peter Blau (Duncan y Blau 1967). Por otro lado, Duncan, siguiendo la huella de los empiricistas que también salieron como él de las aulas de la Universidad de Chicago, dedicó buena parte de sus esfuerzos a los estudios demográficos siendo un revolucionador de dicho campo, hasta el punto que algunos autores lo consideran “uno de los sociólogos más influyentes de la historia” (Xie 2000). 4.4.2. La deriva cuantitativista: la era del análisis factorial. En 1929, bajo la dirección de Robert Redfield, ocho profesores se escidieron del Departamento de Sociología de Chicago para crear un Departamento de Antropología indepediente. Aunque durante toda la década siguiente e incluso parte de la de los 40 los dos departamentos hermanos siguieron manteniendo vínculos muy estrechos, el tiempo los iría lentamente separando. Esta separación no podía ser muy grande mientras los sociólogos siguieran dedicando una parte sustancial de sus esfuerzos a la etnografía urbana, a través de su enfoque interaccionista y los Community Studies. Y este fue de hecho un campo prioritario del Departamento de Sociología mientras los antropólogos no entraron a competir en él, ocupados en estudios sobre campesinos o cazadores-recolectores en otras partes del mundo. Las cosas empezaron a cambiar, sin embargo, cuando Redfield contrató en 1935 a William Lloyd Warner (Stocking 1979). Warner fue el primer gran antropólogo en dedicar sus esfuerzos al estudio de las poblaciones urbanas occidentales, inaugurando así la antropología urbana. Con él, antropología y sociología urbana se solaparían por un tiempo, siendo prácticamente indistinguibles (Eames 1977; Fox 1977; Basham 1978; Hannerz 1980). Finalmente, el desembarco de la antropología en la ciudad hizo que la sociología urbana, casi casi obedeciendo a las mismas leyes ecológicas que la Escuela de Chicago había creído identificar, fuera abandonando el nicho de los Community Studies a la disciplina hermana y concentrándose en el nicho de lo cuantitativo. Con ello Chicago no hacía otra cosa que seguir la tendencia general de la sociología norteamericana de aquellos años en los que, bajo la égida de figuras como Paul Lazarsfeld, entre otros, se produce una matematización de la disciplina con la incorporación de refinados instrumentos estadísticos y el creciente uso de computadoras (Bulmer 1984). Uno de los últimos cualitativos del Departamento de Sociología fue Everett C. Hughes. Sus aportaciones en la metodología de trabajo de campo urbano han sido ampliamente reconocidas a posteriori (Chapoulie 2002). Él es el maestro de aquella línea del interaccionismo simbólico que nunca moriría del todo en Chicago gracias a Goffman. En 1952, siguiendo la estela de los autores de las décadas pasadas, Hughes publicó junto con su esposa Where Peoples Meet: Racial and Ethnic Frontier, un estudio sobre la ecología de la interacción interracial en Chicago que puede considerarse el canto de cisne de este tipo de enfoques en el departamento. Unos años después los cuantitivistas tomaron definitivamente el timón (Bulmer 1984) y el choque con Hughes fue tan fuerte que este presentó su dimisión en 1961 y aceptó un puesto en la Universidad de Brandeis (Abbott 1999). La fuerte corriente empirista condujo a un debilitamiento de las grandes teorías sociológicas, como la propia Ecología Humana, que parten de modelos generales de la sociedad y su sustitución por un aparato conceptual menos ambicioso pero mucho más apoyado por datos (regularidades empíricamente verificables): un enfoque que Robert K. Merton denominaría 79 “teorías de rango medio” (Merton 1957). Este enfoque sustituye las grandes explicaciones por leyes universales por mecanismos de tipo fundamentalmente sistémico, en el que las relaciones lineales de causa-efecto son reemplazadas por correlaciones horizontales entre factores. Un enfoque, en resumidas cuentas, “hiperfuncionalista”. El resultado son modelos explicativos estáticos de un entorno social determinado donde los procesos de transformación a lo largo del tiempo son hasta cierto punto puestos entre paréntesis. Un enfoque empírico-positivista que va a dominar la sociología, especialmente en los EEUU, durante muchas décadas y que sigue siendo muy fuerte hoy en día (Wacquant 1992). Este enfoque es abrumadoramente dominante en todas las disciplinas sociales, sujetas a la hegemonía del funcionalismo. Puede, por ejemplo, observarse en la hermana subdisciplina de la Economía Urbana, donde destacan los trabajos de William Alonso. Alonso explicará así el proceso de suburbanización en términos de proceso racional de maximización costos/beneficios de las familias, utilizando fórmulas matemáticas en las que trata de dilucidar que el grado de lejanía al centro está en función de la conjunción de variables como la distancia y el tiempo, el costo del transporte y los ingresos (Alonso 1960; 1964) La reina de todas aquellas metodologías fue el llamado análisis factorial, una metodología estadística que nació en el Reino Unido en el ambito de la psicometría, de la mano de Charles Edward Spearman y su discípulo Raymond Bernard Cattell en los años 20. En 1941 Cattell sería contratado por Harvard y en 1945 por la Universidad de Illinois en Urbana-Champaign, una localidad muy cercana a Chicago, desde donde la técnica llegaría finalmente al departamento. La razón por la que Cattell se dejó seducir por la oferta de una universidad menor como Illinois fue por las expectativas que le generaron los planes de construir allí el primer computador para propósitos de investigación universitaria de los Estados Unidos, el ILLIAC I (Illinois Automatic Computer), que, en efecto, comenzó a funcionar en 1952 (Lyndsey 1973). Fue el segundo computador universitario del mundo (el primero estaba en posesión de la Universidad de Manchester en el Reino Unido desde 1948). La utilización de computadoras desde principios de los años 50 es un factor importante para entender el giro matemático que tomó la sociología. Gracias al poder de cálculo de las nuevas máquinas, a pesar de sus enormes limitaciones si se las contempla con ojos contemporáneos, fue posible procesar cantidades de datos, cruzarlos y extraer de ellos correlaciones que antes habrían resultado muy laboriosas o prácticamente imposibles. La computación, por otro lado, empezó a poner dichas posibilidades de cálculo a disposición de una sociología aplicada que tenía efectos inmediatos y por la que empresas y administraciones públicas estaban dispuestas a pagar (estudios de mercado, sondeos electorales, etc.). La década que va de 1950 a 1960 fue testigo de un gran progreso en este sentido: en 1951 la oficina de Censo de los Estados Unidos introdujo el UNIVAC I, que empezaría a computerizar los datos censales. El año siguiente ya se utilizó para hacer una predicción postelectoral una hora después de cerradas las urnas para la elección presidencial. El análisis factorial es una metodología estadística que reduce la enorme masa de información cuantitativa a unas pocas variables (los llamados factores) explicativas con la que estarían relacionadas el resto de los datos. Es una técnica que analiza las relaciones de interdependencia entre todas las variables asignándoles un coeficiente (de 0 a 1) en función de su mayor o menor relación de interdependencia. Aquellas variables que concentran los coeficientes más altos (por encima de 0.7) con respecto a otras variables serían los factores, siempre asumiendo que existe un margen de error debido a variaciones individuales que son inevitables (Janson 1980). Un ejemplo de la aplicación del análisis factorial a la sociología urbana podría ser el de Lander (1954) en su estudio sobre la delincuencia juvenil. La metodología estadística es utilizada para refinar la Teoría de la Desorganización Social de Shaw y McKay (1942) y encontró que las siguientes variables estaban correlacionadas, con los mismos coeficientes, tanto con el factor delincuencia como con el factor desorganización social, de donde deduce que se trata de uno solo: Hacinamiento .85 Infraviviendas .81 Porcentaje de población de color .70 Régimen de alquiler .57 Baja educación .64 Población nacida en el extranjero .16 El ejemplo muestra con bastante nitidez las fortalezas y debilidades de este tipo de enfoque como instrumento de explicación científica. El algoritmo matemático permite dilucidar relaciones que no son evidentes a simple vista, como que la asociación entre delincuencia y condiciones del hábitat es muy alta (.85) pero que tiene poco que ver con el origen nacional de los individuos (.16). Sin embargo, la correlación entre raza y delincuencia (.70), sin otra información contextual adicional, podría conducirmos erróneamente a una explicación racista. El análisis factorial fue sin duda un gran avance en el estudio de las complejas sociedades urbanas formadas por millones de individuos, y permitió descubrir relaciones entre procesos que habrían sido muy dificiles de ver a través de la observación directa. Sin embargo, en ausencia de otros marcos teóricos más abarcantes, el análisis factorial puede sólo limitarse a describir, en ese rango medio del que hablaba Merton, relaciones entre fenómenos de forma circular, sin dilucidar exactamente cómo llegó a producirse tal asociación de elementos. Es decir es un modelo estático donde falta el dinamismo del enfoque cronológico: una metodología claramente adaptada a una explicación funcionalista de los procesos sociales (Janson 1980) 80 La hegemonía del estructural-funcionalismo, tanto en EEUU como en el Reino Unido conllevó una pérdida de peso de la sociología urbana en la disciplina sociológica general, centrada ahora en el estudio de la estructura social como sistema abstracto a partir del enorme desarrollo que alcanzan las técnicas de investigación estadísticas. Más que analizar como las relaciones y prácticas sociales se desarrollan en el espacio, el tema central de articulación de los estudios sociológicos fue el estudio de las relaciones de clase en el sistema social nacional, relaciones de clase que se veían construidas por los procesos económicos mucho más que por el entorno espacial. La sociología urbana se convirtió, en palabras de Savage y Warde (1993: 29) en un “intellectual backwater”. Incluso los investigadores del Institute of Community Studies, como Young y Wilmott que en los 50 habían realizado investigaciones señalando la relación directa entre el espacio y las relaciones sociales, pasarán en los 60 a minimizar dicha relación, aupando a la variable clase social a causa principal de los procesos sociales. (Young y Willmot 1975). Los sociólogos urbanos siguen estando comprometidos con la reforma política pero ahora desplazan su foco de atención de los gobiernos locales a los nacionales, elaborando informes y estudios generales a nivel nacional, basados pesadamente sobre datos estadísticos. Piensan que si pretenden influir en las decisiones políticas, los estudios locales tienen poco peso y pueden ser considerados como poco representativos por gobiernos que cada vez confían más en las bases de datos estadísticas (Savage 1993) 81 CAPÍTULO 5. LA NUEVA SOCIOLOGÍA URBANA (FINALES DE LOS 60, PRINCIPIOS DE LOS 80) 5.1. Sociología Urbana y nuevos movimientos sociales urbanos: la necesidad de buscar nuevos marcos teóricos. En la década de los 50 el primer paradigma elaborado por la Sociología para acercarse al estudio de la ciudad y de lo específicamente urbano se había ido paulatinamente deshilachando. El primer gran golpe se lo había asestado Duncan, alejando la Ecología Humana del estudio concreto de la ciudad y situándola en las esferas de un holismo totalizante. Inmediatamente después llegaría la reestructuración funcionalista del organigrama de las ciencias sociales ejecutada por Talcott Parsons desde Harvard. Su The Social System apareció en 1951 y en él desarrollaba su famoso paradigma AGIL (Parsons 1951) que dividía el entero sistema social en 4 subsistemas interdependientes pero relativamente autónomos (economía, política, sociedad y cultura), cada uno desempeñando una función básica en el mantenimiento (equilibrio) del sistema (estas eran, respectivamente, las de Adaptation, Goal attainment, Integration y Latent Function, de donde la sigla AGIL). Las categorías de Parsons, como antes la de Weber con respecto a las clases sociales, pretendían ofrecer una alternativa y un sustituto a las del materialismo histórico de estructura y superestructura. Lo relevante aquí para el tema que nos ocupa es que, junto con esta reorganización teórica, Parsons propuso una organización disciplinar y académica, una propuesta que acabara con los solapamientos e indefiniciones de objeto que se daban tan frecuentemente en las ciencias sociales, aún en proceso de consolidación (Gerhardt 2002). Apoyándose en la defendida autonomía funcional relativa de los subsistemas, Parsons realiza un reparto que, si bien nunca llegó a imponerse como pensamiento único, tendría grande aceptación e influencia en la construcción de la arquitectura disciplinar y organizacional de las universidades en las siguientes épocas. Ese reparto otorgaba el estudio del subsistema económico (“adaptación”, término tras el que se proyecta, sin lugar a dudas, la larguísima sombra de la Ecología Humana) en feudo vitalicio a la economía; el subsitema político (“logro de objetivos”) iba a la naciente ciencia política; el objeto de la sociología sería, a partir de ahora, única y exclusivamente el estudio de la estructura social (aquella que desempeñaba la función de “integración”, una nueva forma de llamar a la cohesión durkheimiana) cediendo toda pretensión de estudiar los aspectos culturales que se convertían, en la Carta Puebla parsoniana, en apanage de la antropología, lo que vendría, en su opinión, a rescatar a una ciencia que estaba apunto de perder su objeto de estudio fundacional con la rápida desaparición de los primitivos y de los campesinos. Los estudios culturales quedaban pues fuera del proyecto y, con ellos, uno de los huertos más fructíferos de la sociología urbana, que ahora pasaba a ser progresivamente cultivado por una nueva generación de antropólogos que iban a colgar el salakof para calarse la gorra de béisbol. Por último, según uno de los exponentes críticos de la Nueva Sociología Urbana, la vieja sociología urbana se basaba, consciente o inconscientemente, en la aceptación de la famosa dicotomía rural-urbano (Pahl 1966). Con el acelerarse de la urbanización del campo la percepción de esta dicotomía empezó a debilitarse. De repente, lo urbano estaba por todas partes y, por lo tanto, en ningún lugar en concreto. “Perdiendo al campesino, los sociólogos han perdido también la ciudad”, dirá Pahl en otra obra posterior (Pahl 1970:199) Es entonces que aparecen, a finales de los 60, una serie de corrientes renovadoras y críticas en el seno de la sociología urbana, que la revitalizan. Los focos de origen, son, ahora París y en segundo plano Inglaterra mientras los Estados Unidos, adormecidos aún por el imperio del funcionalismo, seguirán esta vez la rueda de los europeos, y su periodo de hegemonía es la década de los 70. Dos son las grandes corrientes que podemos identificar: - En Inglaterra, una escuela que retoma los trabajos de Weber sobre poder burocrático y clases sociales y de estatus y los trata de aplicar al estudio de la segregación espacial en la ciudad, con un enfoque políticamente más crítico que el clásico autor alemán. - En Francia, una revisión de los marcos teóricos de Marx y Engels que depuran a este de sus contaminaciones políticas, especialmente de la lectura grosera y dogmática realizada por el leninismo y el estalinismo, y recuperan y refinan su materialismo histórico como herramienta teórico-metodológica científica. Una revisión que se realizaba en paralelo y retroalimentación a la liberación de los movimientos de izquierda, socialistas y comunistas, en Europa Occidental, de la tutela soviética en aras de la construcción de un marxismo político más humanista y compatible con la democracia que reflejaba. ¿Y por qué en aquel momento? Porque a finales de los años 60 las políticas del Estado de Bienestar y más de veinte años de crecimiento económico a gran velocidad habían transformado profundamente (domado, aburguesado) a la clase obrera y habían complejizado enormemente la estructura de clases. Con el acceso de los obreros a la propiedad (de su inmueble, de su automóvil) y la paulatina proletarización de las clases medias profesionales (deflacción de títulos universitarios, aumento de nichos laborales de cuello blanco pero mal pagados…) la sociedad no podía verse ya desde la simple dicotomía propietarios-no propietarios. Cuando, como sucedió en la primavera de 1968, los intelectuales asistieron a movimientos sociales en los que eran los estudiantes universitarios y no los obreros quienes encabezaban las huelgas y recibían los porrazos de los antidisturbios, la prueba de que la teoría de la luchas de clases requería nuevas formulaciones se hizo más que patente. La sociología urbana también tuvo que afrontar el reto de explicar una nueva serie de fenómenos sociales que empezaron a desarrollarse en las ciudades precisamente durante aquellos años. Uno de ellos ya lo hemos comentado: los movimientos de una nueva izquierda (así, New Left, se llamó, precisamente en el Reino Unido,) que reclamaban no sólo un cambio de sistema económico o político sino una revolución cultural. Junto a ellos estaban los movimientos contraculturales propiamente dichos (generación beat, hippies), que eran fundamentalmente urbanos. Exclusivamente urbanos era los movimientos vecinales que empezaron a surgir por aquellos años y que suponían una forma de movilización social muy novedosa que requería de nuevos moldes explicativos: movimientos interclasistas, sin pretensiones de transformación del sistema socio-político general y, por lo tanto, parcialmente desideologizados, despolitizados; movimientos de carácter prágmático formados por vecinos cuya principal característica en común era la de compartir el mismo espacio urbano y, por lo tanto, los mismos problemas y necesidades en relación a él, que se movilizan a partir de reivindicaciones concretas y locales, para exigir a 82 los poderes públicos la provisión o mejora de ciertos servicios comunitarios urbanos (escuelas, transportes, hospitales, eliminación de residuos, seguridad, etc.). Estos movimientos vecinales surgen como consecuencia de las transformaciones sufridas por la ciudad después de la Segunda Guerra Mundial: con la implicación de los estados en el urbanismo, los poderes públicos (fundamentalmente municipales) se convirtieron en los proveedores principales de servicios urbanos. Al hacerlo, hicieron posible la movilización social para ejercer presión sobre sus decisiones, algo que era imposible en la situación previa en la que estos servicios, o simplemente no existían, o estaban atomizados en una miríada de proveedores privados (y restringidos a una franja pequeña de la sociedad, las clases medias y altas). La crisis económica global que se inicia en 1973 provocó una intensificación de estos movimientos sociales urbanos. La crisis provocó la aparición de fenómenos desconocidos desde la Gran Depresión: el desempleo masivo, la stagflacción con la pérdida de poder adquisitivo de los salarios, el endeudamiento y la quiebra de muchas empresas y de las administraciones públicas, cuyos ingresos fiscales se desplomaron súbitamente. Y llegó también a muchas ciudades, que se declararon incapaces de seguir proveyendo adecuadamente los servicios de consumo colectivo. Un caso paradigmático, por su imagen de ciudad-insignia del capitalismo, es la ciudad de Nueva York. En 1975 Nueva York se encontraba oficiosamente en default técnico. Su alcalde, Abraham Beame solicitó un rescate (bail out) al presidente Ford. Este se lo negó (Jackson 1975). En 1978 le tocaría el turno a muchas ciudades de Gran Bretaña (Saunders 1981). Por último, estaba la cuestión racial en los Estados Unidos, que estalla de nuevo desde mediados de los 60. La estrategia de pacificación consistente en segregar a los blancos de los negros y otras minorías funcionó relativamente bien (para los blancos, es decir, para la mayoría de la población) durante un par de décadas. Pero sólo trasladaba el problema al futuro, creando unos hiperguettos marginales que eran una olla a presión social, una auténtica bomba de relojería. Tras dos décadas de prosperidad y con sus jóvenes muriendo por el gobierno en las selvas y arrozales de Vietnam, los negros dijeron basta. Querían acceder ellos también a la utopía suburbial, escapar de la enorme prisión que era el guetto, querían ser ciudadanos de pleno derecho. Y expresaron ese anhelo de muchas maneras, ninguna de las cuales puede ser satisfactoriamente explicada con una teórica clásica de las clases sociales, puesto que el componente racial, identitario y cultural las convierte en algo nuevo, diferente: a) Mediante la estrategia de reconstrucción étnica, reclamando su derecho a la diferencia en tanto poseedores de una cultura distintiva, de origen africano (es entonces cuando aparece el término afro-americano y sustituye al de negro), y ello en al menos dos modalidades principales: la milenarista, articulada entorno al Islam como instrumento de reconstrucción étnicopolítico (la Nación del Islam), y la marxista, inspirada en el discurso anticolonialista (los Black Panthers). b) Mediante un pacifismo civilista inspirado en Gandhi y en los valores cristianos y que, desde la conciencia de que los negros formaban parte de la nación americana, de su cultura y su identidad, llamaba simplemente al cierre de la herida racial a través de la concesión de los derechos civiles plenos: el movimiento encabezado por el reverendo Martin Luther King. c) Mediante la criminalidad organizada, como forma alternativa para obtener las metas culturales de éxito y bienestar que se les negaban por otra parte. Una criminalidad que la creación del guetto había acendrado y que alcanzó cotas desconocidas en la historia durante los años 70 y 80 como consecuencia de la crisis económica. d) Y, finalmente, en momentos puntuales, liberando su rabia en destructores estallidos de violencia urbana. Entre 1958 y 1971 se registraron 26 disturbios raciales, con el pico concentrado entre los años 1964 y 1968 (Olzak y McEneaney 1996). La diferencia con los disturbios de las décadas precedentes es que estos ya no estaban provocados por enfurecidos blancos que atacaban a negros con los que no querían vivir. La segregación residencial había resuelto casi por completo ese problema. La chispa de los disturbios la inician ahora los propios negros, normalmente como respuesta a un episodio de injustificada brutalidad policial o, como resultado de acontecimientos políticos que se perciben como un ataque a toda la comunidad por parte de la sociedad exterior que los oprime (asesinato de Malcom X, lider de la Nación del Islam, en 1965, y asesinato de King en 1968). Y la rabia se concentra y dirige hacia los propios guettos: pura energia negativa liberada sin control, ciega, que destruye su propio entorno, empobreciéndolo aún más. Este es el escenario que tienen por delante los sociólogos urbanos a finales de los 60 y en los 70. Una auténtica crisis de la ciudad que va a despertar a la sociología urbana de aquel marasmo intelectual en el que se encontraba sumida (Zukin 1980). Dice Ghorra-Gobin (1993) que a finales de los 60 la opinión pública norteamericana se sorprendía por la aparente paradoja de un Estado que era capaz de enviar hombres a la Luna pero se declaraba impotente para organizar el espacio urbano a fin de prevenir disturbios como el de Watts, Los Ángeles, en 1965. La Nueva Sociología Urbana nace para responder, entre otros, a ese reto. Y lo hará, en sus diferentes corrientes, desde un rechazo frontal de las teorías ecológicas y culturalistas de la Escuela de Chicago y rescatando el abarcante concepto de economía política. El problema no puede ser comprendido desde conceptos como disfuncionalidad y aquella tendencia a ver los fenómenos relacionados con la pobreza urbana como una cierta forma de patología, o una cultura en sí misma. Todos aquellos fenómenos, dirán no son más que una expresión del sistema estructural de dominación política y económica, de la economía política. No son disfunciones sino formas de dominación que no existen “a pesar del sistema” sino porque tienen una función en el sistema. A partir de ahí la tarea que se imponen los nuevos sociólogos urbanos será la de estudiar cómo las ciudades refuerzan, median y articulan las contradicciones de una particular economía política y, fundamentalmente, de la economía política capitalista (Zukin 1980). Así, los nuevos sociólogos urbanos estudiarán fenómenos como los movimientos de capital, el redlining, los subsidios públicos, el mercado dual de trabajo y sus efectos sobre las relaciones sociales y el espacio construido en la ciudad. Objetivos que convergirán con los que por los mismos años estaban planteando los geógrados, entre los cuales también nace una corriente conocida como Nueva Geografía Urbana, representada, entre otros, por Berry (1964). Los paralelismos y puntos de encuentro, como ya había sucedido en las décadas pasadas (recordemos a Christaller y sus concomintancias con la Escuela de Chicago), son evidentes. Tanto es así que dedicaremos todo un apartado a analizar la obra de uno de los principales exponentes de dicha escuela geográfica, David 83 Harvey, cuya inclinación sociológica es tan grande que muchos sociológos urbanos (Saunders 1981; Merrifield 2002) lo incluyen con práctica unanimidad también entre los exponentes de la disciplina. Otro reto importante, del que sólo algunos pocos, como Castells, recogerán el guante, lo constituía el fenómeno de urbanización del Tercer Mundo. Ya desde los años 30 y 40 en América Latina, con sus políticas proteccionistas de sustitución de importaciones (favorecidas por la relajación del control imperialista sobre sus economías que implican los dos conflictos mundiales), se observa un proceso de industrialización y de intensa migración campo-ciudad que da como consecuencia el nacimiento de gigantescas aglomeraciones urbanas, con características muy particulares (periferia chabolística, corazón remodelado por la especulación capitalista). A partir de la Segunda Guerra Mundial les seguirán los recién independizados países asiáticos y africanos. En todos ellos se crea un proceso acelerado de urbanización con rasgos evidentes de emulación de la urbe occidental pero, en la mayoría de los casos, sin los recursos industriales y económicos para poder realizarlo. El resultado es un urbanismo abigarrado, mezcla de intervención estatal, altos niveles de corrupción y caótica espontaneidad que transforma radicalmente las formas de vida de poblaciones que vivían en pequeños núcleos rurales hasta hacía unos años, en condiciones materiales aún más deplorables si cabe de las que habían sufrido las clases proletarias de la revolución industrial occidental. La teoría marxista del imperialismo parecía perfecta para explicar estos nuevos fenómenos.Veamos ahora en detalle corrientes y autores de este periodo. 5.2. La Escuela neo-weberiana de Sociología Urbana. La escuela neo-weberiana nace en Gran Bretaña y será siempre una escuela fundamentalmente británica, teniendo poca aceptación fuera de sus fronteras, probablemente debido a la fuerza con la que rebrotó el marxismo por los mismos años en otro de los focos centrales de la sociología, Francia, desde donde ejerció una infliencia enorme en todo el continente, en América Latina y buena parte del Tercer Mundo (e incluso en Norteamérica donde coexistió con el aún vigoroso funcionalismo y después con la crítica postmoderna). Sus ideas tuvieron como tablón de anuncios la revista International Journal of Urban and Regional Research, fundada en 1977 y de cuyo comité editorial fueron miembros los principales exponentes de la escuela: Ray Pahl y Peter Saunders, el segundo representando una sub-corriente crítica, posterior en el tiempo. Otras figuras que merecen ser destacadas son las de John Rex, Robert Moore y Chris Pickvance. Para los weberianos la especificidad de la sociología urbana está en estudiar los modelos de asignación y distribución de los recursos espaciales (léase vivienda, colegios, equipamientos urbanos) (Pahl 1975). La sociología urbana debe reservar su objeto de estudio sólo a aquellos sistemas de asignación relacionados directamente con la forma espacial de la ciudad. Como dice Pahl muy gráficamente: “La casa y los transportes son elementos de la ciudad; los subsidios estatales y las pensiones, no” (Pahl 1975:10). Una de las características fundamentales de dichos sistemas de distribución espacial, con consecuencias determinantes para las relaciones sociales y de poder, es que el espacio es intrínsecamente desigual pues, por mucho que se quiera negociar o luchar, dos personas o grupos no pueden nunca ocupar el mismo espacio al mismo tiempo. Esta es la munición más efectiva que el neo-weberianismo empleará para atacar la visión marxista de la ciudad, siguiendo una lógica similar a la utilizada por Weber cuando introdujo el sistema de estatus para romper la dialéctica marxista de las dos clases sociales (burguesía y proletariado). La desigualdad intrínseca del espacio demuestra que ninguna lucha de clases, ninguna socialdemocracia o dictadura del proletariado, resolverá nunca completamente las injusticias espaciales porque estas son, sencillamente irresolubles (¿Puede algún sistema conseguir que todos los habitantes vivan cerca del centro, o a dos pasos de la parada de metro, o en las zonas climáticamente más agradables del país? ¿O que todos vivan muy muy lejos de los vertederos? Evidentemente no, y las ciudades del bloque socialista son una demostración palpable de ello, nos dirán los neo-weberianos). Algún tipo de conflicto espacial, por muy leve que sea, es siempre inevitable. Tanto las sociedades capitalistas como las comunistas se encuentran frente a la inevitabilidad de esta constricción física. En consecuencia, ambas pueden encontrarse con problemas similares a la hora de desarrollar sistemas de distribución de los recursos espaciales y ningún sistema podrá resolverlos del todo (Pahl 1975). Por otra parte, esta naturaleza del espacio pulveriza la idea de que dichos conflictos tienen lugar únicamente entre clases sociales definidas en relación al modo de producción (entre propietarios y no propietarios) y la sustituye por un modelo de conflicto multipolar y multidireccional en que escasez y rigidez de los recursos espaciales provocan conflictos entre segmentos de la misma clase social (por ejemplo entre burguesía financiera y burguesía industrial, entre estas y la pequeña burguesía, entre proletariado y lumpen proletariado, etc.). Es decir, se aplica una categorización social mucho más fracturada y matizada que la marxista: la de Weber (Saunders 1981). El estudio de la ciudad confirma, pues, lo que ya había defendido aquel: que existen innumerables y contextualizados conflictos de clase, algunos de ellos de tamaño y alcance muy local (micro-luchas de clase) y no uno solo y generalizado como afirmaban Marx y Engels. Y todo ello porque la sociedad reposa en última instancia en las acciones y motivaciones de los individuos, aunque estos puedan estar organizados en grupos de pertenencia (Weber 1969 [1924]). A todo ello hay que añadir el papel fundamental de las instituciones que gestionan la distribución de dichos recursos. Estas instituciones son maquinarias burocrático-racionales, producto de la forma de organización de la moderna sociedad contemporánea (de nuevo Weber). Pueden ser públicas (el Estado, con sus representantes y funcionarios en la esfera de lo local) o privadas (empresas promotoras y constructoras o subcontratas de servicios urbanos, por ejemplo) pero, en cualquier caso, organizaciones altamente institucionalizadas. Las constricciones espaciales pueden ser aliviadas (o agravadas) dependiendo de cómo funcionen dichas instituciones y ese funcionamiento depende en buena medida de las decisiones que tomen los gestores que están al frente de las mismas. La escuela neo-weberiana va a conceder, así, un papel predominante en 84 la conformación de los fenómenos espaciales (y a través de lo espacial a todo el sistema de relaciones sociales en el seno de la ciudad) a los gestores de dichos sistemas de distribución, y no solamente a los sistemas en sí, afirmando, con Weber, la importancia de la agencia (de las acciones de los individuos) sobre la estructura (Saunders 1981). El estudio de lo urbano va a concentrar su mirada, pues, en estos operadores de los sistemas burocrático-racionalizados de intermediación entre los ciudadanos y los servicios físicos de los que depende el bienestar de estos (vivienda, transporte, comunicaciones, suministro de energía, iluminación, escuelas, centros sanitarios, instalaciones deportivas y de ocio, parques, centros comerciales, etc.). Y, de nuevo en la estela de Weber, el estudio de estos gestores va a implicar el análisis de los objetivos y los valores que dichos actores asumen: dilucidar cuáles son, si realmente los comparten entre sí y si los aplican en la práctica. Y en una Gran Bretaña prethatcheriana en la que el modelo socialdemócrata era hegemónico, estudiar esos sistemas va a querer decir, fundamentalmente, estudiar el sistema del Welfare State a nivel local, a los gestores públicos de servicios urbanos. De acuerdo con Saunders (1981:180), el enfoque neo-weberiano rescataba de los escritos de Weber las siguientes aportaciones con respecto a la conceptualización del Estado: a) una teoría que consideraba la política como un reino relativamente autónomo; b) un concepto de Estado como un organismo controlado por individuos con objetivos y aspiraciones concretas; y c) una visión de la acción estatal en la que se consideraban más decisivas las acciones y decisiones del aparato racional-burocrático constituido por los funcionarios y técnicos que las de los líderes políticos (Weber 1969 [1924]). Weber, en efecto, insistió mucho, rebatiendo a Marx, en que el poder económico y el político eran dos formas de dominio relativamente autónomas entre sí. Aunque reconoció que históricamente suelen coincidir, no considera la relación entre ambas esferas como necesaria. Los gobiernos pueden arrogarse -y en muchas ocasiones se arrogan- funciones de provisión de servicios públicos sin realizar cálculos económicos de costes-beneficios. Pueden incluso dejarse llevar por la negligencia y el despilfarro. Los marxistas, dirán los neo-weberianos británicos, muchas veces olvidan hasta qué punto las condiciones históricas del Estado y la economía liberal que describieron Marx y Engels han cambiado en el último siglo y de cómo la situación ha sido dramáticamente modificada por la expansión sin precedentes de una burocracia pública que ahora pretende regular la vida social en miles de detalles. Los neo-weberianos intentarán demostrar ese principio desde la sociología urbana ofreciendo pruebas de que en la Gran Bretaña de las décadas de los 50, 60 y 70, los aparatos burocráticos del Estado, al menos a nivel local, eran mucho más decisivos en la gestión de la población y el entorno que los poderes fácticos económicos. Era exactamente la visión de Weber, que había imaginado la evolución histórica como la expansión constante de los aparatos administrativos del Estado, en aras de la eficiencia racional, cada vez a más esferas de la vida social. Descritas entonces las características generales de la escuela veamos ahora con un poco más de detalle los aportes de sus principales exponentes. 5.2.1. John Rex y Robert Moore: transición entre Ecología Humana y nuevo enfoque neo-weberiano. El primer trabajo en marcar un giro hacia el paradigma neo-weberiano es quizá el libro Race, Community and Conflict (1967) de John Rex y Robert Moore. Aquel libro estudiaba los problemas de vivienda y su relación con las relaciones raciales en un área urbana de Birmingham. Su trabajo es considerado por Saunders como una obra de transición entre la Ecología Humana y el nuevo enfoque neo-weberiano. Como aquellos, Rex y Moore también ven la ciudad como formada por comunidades espacialmente segregadas y culturalmente diferenciadas y observan cómo el proceso de crecimiento urbano implica la expulsión de ciertas poblaciones de las áreas centrales a las periféricas. Sin embargo, Rex y Moore introducen en su análisis algo que estaba completamente ausente en los ecólogos de Chicago: el rol decisivo de las instituciones. Así, los autores identifican dos instituciones que con sus decisiones no sólo afectan sino que en última instancia dirigen el proceso de movilidad residencial: las instituciones financieras, decidiendo a quién conceden créditos para la adquisición de vivienda y a quién no; y las autoridades estatales, que establecen los requisitos y ejercen el poder de alocación de las viviendas públicas de alquiler. A partir de ahí Rex y Moore demuestran cómo la combinación de decisiones financieras y burocráticas, unida a un cierto racismo subyacente en los gestores de ambos aparatos institucionales, producía efectos de polarización social/espacial: mientras que la clase media blanca conseguía convertirse en propietaria de viviendas unifamiliares en los suburbios y la clase obrera blanca accedía con facilidad a las viviendas públicas en régimen de alquiler protegido, también en zonas periféricas, los inmigrantes de color, debido a la pinza ejercida por un crédito bancario muy exiguo, unas normas burocráticas restrictivas (se les requerían cinco años probados de residencia en el país antes de poder acceder a los programas de alquiler público) y un racismo subyacente, eran institucionalmente privados del acceso a los suburbios y quedaban atrapados en unos centros urbanos altamente degradados. Las autoridades, intentando frenar la expansión de estas áreas a otras zonas de la ciudad optaban por la estrategia de aislarlas, contribuyendo de esa manera a su guettoización. Así, lo que tenemos en ciudades como Birmingham, dirán Rex y Moore, es una nueva forma de lucha de clases, una lucha que se genera no entorno al control de los medios de producción sino alrededor del control por el acceso a la vivienda. Aún así, Rex y Moore no cayeron en la simplificación de equiparar estas zonas con un slum en términos marxistas: su estudio empírico revela cómo al interno de las áreas degradadas ocupadas por los inmigrantes se dan también diferentes relaciones de clase, con inmigrantes mejor situados (propietarios de negocios) que poseen casas en propiedad e incluso las alquilan a otros, inmigrantes que alquilan casas unifamiliares y así hasta llegar a los más desfavorecidos que se hacinan en habitaciones subalquiladas. Al hacer esta precisión sobre las diferentes situaciones de los inmigrantes con respecto a la propiedad, Rex y Moore aplican al estudio del espacio residencial la teoría de las clases sociales de Weber, una teoría que difería grandemente de la formulada por el marxismo. Weber, al igual que Marx, era perfectamente consciente de que la clase y el poder eran definidos por las relaciones económicas pero añadía otras categorías estructurales adicionales a la clase social marxista: el estatus y la renta. La renta no viene sólo definida por la propiedad y la producción sino por otros factores como los símbolos culturales, los patrones 85 de consumo, la capacidad de ahorro, las características personales (por ejemplo la capacidad de esfuerzo), el capital cultural y social y la profesión (estos tres últimos factores son lo que Weber (1969 [1924]: 930) denomina “habilidades comerciales”, habilidades que tienen un valor en el mercado y que dan lugar a “clases comerciales” no necesariamente coincidentes con las clases definidas por la propiedad). Las diferentes combinaciones de propiedad y habilidades comerciales dan como resultado estatus diferentes, es decir, grados distintos de “honor y prestigio social” (Weber 1969[1924]:932) que se reflejan en distintos estilos de vida. El sistema de estratificación de estatus es un sistema relativamente autónomo del de la estratificación de clases y puede llegar a cortarlo transversalmente (los ejemplos más típicos son los de los nobles o intelectuales pobres gozando de un alto nivel de estatus social). A través de este argumento Weber complejizaba la rígida y simplista dicotomía de clases marxista introduciendo nuevas categorías como, por ejemplo, las profesiones de cuello blanco: gestores, funcionarios, burócratas, profesionales liberales que no eran ni propietarios de los medios de producción ni proletarios y que podían llegar a ser en muchos contextos sociales personas poderosas e influentes. O, de nuevo, los intelectuales. Ahora bien, la clase social, para Weber, no es otra cosa que un tipo ideal, una generalización, pues en realidad existen tantas relaciones de clase como situaciones individuales particulares. Tratando de ofrecer una categorización mínimamente operativa, Weber acabaría dibujando el esquema tripartito que hoy en día es universalmente utilizado en nuestras sociedades, junto con el marxista: la clase alta que goza de un acceso privilegiado a la propiedad y a las habilidades técnicas; la clase media que comprende aquellos que disponen de propiedad pero con pocas habilidades, o de habilidades pero pocas propiedades; y la clase baja que no dispone ni de habilidades ni de propiedades. Rex y Moore no hacen otra cosa que regresar a Weber al señalar las diferentes articulaciones entre propiedad, estatus y habilidades. Así, los obreros de las viviendas de alquiler protegido poseían en la Birmingham de los años 60, gracias a otros factores como la nacionalidad o la raza, de mayor estatus que los propietarios inmigrantes del centro degradado, lo cual era una subversión radical de los principios marxistas (Rex y Moore 1967). Es interesante observar también cómo, en su esquema racionalista, Weber no puede concebir una clase alta desprovista de habilidades. Esto es así porque parte del principio de que la gestión de las instituciones económicas y políticas en el capitalismo moderno requiere un alto grado de instrucción y especialización. Dicho posicionamiento está presente también en los neo-weberianos, en el poder de decisión que le atribuyen a la élite de tecnócratas estatales. 5.2.2. Ray Pahl y la teoría del Estado Corporativo como gestor de la ciudad. Recogiendo el testigo entregado por Rex y Moore, el punto de partida de Pahl es también la constatación de la ciudad, su espacio físico, como causa de nuevas desigualdades sociales que vienen a sumarse a las del mundo del trabajo (Pahl 1970a). Y ello de maneras múltiples y encabalgadas: los que han de emplear mucho tiempo para llegar a su trabajo están en situación de desventaja respecto a los que emplean poco pero quizá mejor que estos en otro sentido si aquellos viven al lado de una autopista o una depuradora de aguas residuales. También Pahl insiste en que la tarea del sociólogo es estudiar los sistemas de asignación de recursos pero, a diferencia de Rex y Moore, no considera, en un primer momento al menos, que las diferencias de acceso puedan generar verdaderos conflictos de clase (Pahl 1970a: 257). Y ello porque Pahl va a considerar a la población como variable dependiente en el sistema de asignación, siendo los gestores la variable independiente (Pahl 1970b: 620). El entero sistema de distribución puede explicarse a través del análisis de los objetivos y valores de los actores que asignan y controlan el conjunto de los bienes urbanos. ¿Y quiénes son estos actores? Los altos cargos de la gestión pública local, el nivel de la administración a la que Pahl apodó “los perros de en medio” (Pahl 1975:269). Sin embargo, según iba avanzando la década y Pahl iba profundizando en la investigación empírica, su punto de partida se reveló demasiado estrecho. Las preguntas empezaron a amontonarse y desde fuera, especialmente desde el bando marxista, le llovieron muchas críticas. ¿Cómo podía demostrarse la naturaleza de variable independiente de los gestores? ¿Por qué únicamente considerar el papel de los “perros de en medio” y no otras jerarquías administrativas inferiores (el funcionario de ventanilla en contacto directo con la población) o superiores, a nivel regional o nacional? ¿Y qué había del papel de las empresas e intereses privados? ¿No tenían absolutamente ninguna influencia en el sistema? El mismo Pahl reconoció que su marco teórico hacía aguas en tres trabajos publicados en 1977 en los que se aprecia que ha realizado una cierta lectura de las tesis de la escuela neomarxista y, en particular, de Castells (de él toma el término “consumo colectivo”, que sustituye a los de distribución y asignación (1977a). Como veremos al analizar la obra de Castells, esa influencia sería recíproca. Intentando dar una respuesta satisfactoria a aquellas preguntas Pahl elaboraría un marco teórico más maduro y sólido. Estas son sus conclusiones: a) Los gestores no constituyen del todo una variable independiente pues se encuentran limitados en su acción por la lógica espacial que contiene en sí misma formas de desigualdad que nunca pueden eliminarse del todo. b) Los gestores están limitados, en las sociedades capitalistas, por las operaciones del mercado privado. Por ejemplo, Pahl mostró cómo los terrenos para construir viviendas de protección oficial debían de ser adquiridos a precio de mercado. No podían nacionalizarse sin más. Y la financiación para los proyectos locales pasaba en muchas ocasiones por solicitar créditos a entidades privadas. c) Los gestores locales se enfrentan a limitaciones en su autonomía por parte de instancias superiores de la misma administración a cuyas políticas y programas más abarcantes deben someterse y de cuyos fondos depende en buena medida su financiación. Así, Pahl descubrió que los gestores locales eran realmente “perros de en medio” pero no en el sentido inicial que le había dado sino en el de que ocupaban un puesto estructural como mediadores entre el sistema distributivo de mercado, incluido el capital internacional, por un lado, y el sistema distributivo (“racional”) del aparato del Estado por otro (Pahl 1977c:55). Su independencia estaba, pues, limitada. ¿Por quién, fundamentalmente? Para responder a esta última pregunta Pahl se va a embarcar en un proyecto muy ambicioso, demasiado quizá, en el que trata de articular su teorización sobre la gestión urbana con el análisis de lo que, fundandose en la elaboración previa realizada por Winkler (1976), denominará el “Estado Corporativo”: un nueva forma de organización política y económica diferente tanto del estado capitalista liberal o del socialista soviético que había emergido en las últimas décadas, con especial fuerza en 86 Europa Occidental. El “Estado Corporativo” se define como “un sistema económico de propiedad privada y de control estatal” (Winkler 1976:109) en el que el papel del Estado ha pasado de soporte de la economía a dirección de la misma. La variable independiente es, así, para Pahl, el Estado en su nueva evolución corporativa. Hasta hace poco tiempo se podía afirmar que el Estado subordinaba su intervención a los intereses del capital privado. Pero se ha llegado en la actualidad al punto en el que el Estado […] controla la vida cotidiana, no tanto por su soporte del capital privado sino por la puesta en práctica de sus propios objetivos autónomos (Pahl 1977a:161). Los factores que explican esta transformación, al menos en Gran Bretaña (Pahl, como buen weberiano, huye de las grandes explicaciones estructuralistas y se declarará incapaz de elaborar una teoría universal del estado capitalista) son, a juicio de Pahl, cuatro: 1) La creciente concentración del capital en un pequeño número de grandes oligopolios, lo cual obliga al Estado a intervenir para garantizar que estas compañías proporcionen, a través del sistema fiscal y de sus propias operaciones, un grado de inversión en el país que sea constante y adecuado para garantizar su viabilidad como sistema social; 2) a través de su función de inversión y crédito en el sistema productivo (fundamentalmente a través de las empresas públicas) el Estado es capaz de influir, como el gran empresario que es, sobre los modelos de inversión de todo el sistema privado; 3) las innovaciones tecnológicas han creado nuevos desafíos a los que el sector privado no puede enfrentarse solo (ciertos sectores tecnólogicos, por ejemplo, tienen umbrales de inversión en investigación que ninguna empresa privada puede permitirse y lo mismo puede decirse de ciertas consecuencias del desarrollo industrial como la contaminación, las grandes infraestructuras, la seguridad pública, etc.); y 4) la creciente intensidad de la competencia internacional ha llevado a las empresas a buscar la protección del Estado, sea para proteger su propio mercado interno (con la política arancelaria, por ejemplo), sea para abrir nuevos mercados en el exterior o consolidar los ya existentes (para lo que requerirán del sofisticado aparato de política exterior, diplomática y militar, del Estado). El corporativismo sustituye la anarquía del libre mercado con la planificación racional. En lugar de la competición el Estado impone cuatro principios de actuación: Unidad (colaboración y cooperación entre los intereses funcionales del capital y los del trabajo); 2) orden (estabilidad y disciplina en las relaciones industriales, por ejemplo); 3) nacionalismo (defensa de los intereses del país, sean estos internos, en lo que respecta a los intereses sectoriales, o en el terreno internacional, contra los competidores extranjeros) y 4) éxito (prioridad pragmática de los medios sobre los fines, con el objetivo de asegurar la eficiencia) (Saunders 1981: 185). El tipo de Estado que está describiendo Pahl, sin duda inspirado en el Welfare State de la Gran Bretaña de la postguerra, cuya imagen histórica es sustancialmente rósea (especialmente en el mundo de la izquierda) no parece muy distinto del corporativismo fascista, que pretendió realizar una fusión muy parecida entre Estado y mercado. No sabemos si Pahl, o Winkler eran conscientes de estas concomitancias. Si lo fueron nunca lo expresaron explícitamente, nunca se atrevieron a apuntar en sus páginas las semejanzas entre lo que se suponía era un sistema socialdemócrata y el fascismo (o nacionalsocialismo). Ese debía de ser un tema, evidentemente, tabú. Pero un cierto barrunto debió de haber. Un barrunto fue, quizá, lo que los llevó a escoger el término corporativo, cuando podían haber elegido cualquier otro, para etiquetar el modelo. En cualquier caso los tonos y adjetivos empleados por Pahl denotan una posición moderadamente crítica frente al modelo que describen, además de como corporativo, como centralizado, jerárquico y cooptativo. Cooptativo porque, en su proyecto dirigista, trata de “cooptar” dentro de su aparato burocrático a todas las fuerzas sociales. El ejemplo más evidente es el de los sindicatos: el Estado llega a acuerdos con sus burocratizadas cúpulas esquivando a las bases. Estas después se encargan de imponer automáticamente tales acuerdos a las mismas. Resumiendo: Es en una triple dimensión – ecológica (las constricciones de un espacio desigual), económica (los intereses de las empresas) y política (el poder de un Estado central intervencionista)- donde debemos situar el papel de los gestores urbanos locales. Sus decisiones no son independientes y autónomas sino que están condicionadas por estas tres esferas. No se puede negar la importancia de su papel pero tampoco afirmar su absoluta autonomía. 5.2.3. Peter Saunders: la revisión de las teorías de Pahl. Saunders puede considerarse el representante principal de una nueva generación de neo-weberianos que someterían a un escaneo profundo las tesis iniciales y las revisarían a la luz de los cambios históricos que empezaron a producirse unos pocos años después de que Pahl escribiera sus textos ya comentados. Saunders afirma que el enfoque de Pahl fue en “grandísima parte un producto de su tiempo” (Saunders 1981:187). Ya hemos visto cómo esta relación entre los procesos históricos contemporáneos y sus conceptualizaciones teóricas ha sido moneda corriente en la sociología urbana. Para Saunders el peso concedido a los gestores públicos urbanos era en buena parte un reflejo del contexto de los años sesenta y primeros setenta en Gran Bretaña y, en general, en toda Europa Occidental: el periodo de gran expansión de las políticas del Estado de Bienestar, que marcarían el continente incluso culturalmente (recordemos como hoy en el imaginario colectivo europeo, el Estado de Bienestar se ha convertido en una especie de seña de identidad que nos distingue de otras subvariedades culturales occidentales, como la que representan los Estados Unidos). Era un periodo de enorme expansión del gasto estatal en vivienda, salud y educación, los años de los grandes proyectos de renovación urbana, cuando millones de personas fueron cuasi forzadas a abandonar los deteriorados centros urbanos (clasificados como slums) y fueron realojados por el aparato burocrático del Estado en los barrios nuevos de periferia. Los años en que el peso del Estado en la economía en todos los países europeos, de 87 la Gran Bretaña gobernada por los laboristas, la Francia de De Gaulle o la ultraderechista España de Franco, era muy grande. En Gran Bretaña, en concreto, las Industry Acts de 1972 y 1975, aprobadas por el gobierno laborista, parecían la encarnación perfecta de ese Estado controlador de la economía (Saunders 1981). Y, sin embargo, esa situación cambiaría drásticamente desde finales de los 70 como consecuencia de la reestructuración de la economía política capitalista a nivel mundial provocada por la crisis del 73 y la irrupción de las nuevas tecnologías informacionales. El tándem Thatcher-Reagan introduciría un giro copernicano en Occidente, que fue rápidamente etiquetado como neoliberalismo: adelgazamiento del Estado, reducción de gastos en Estado del Bienestar, privatización de la mayoría de empresas públicas y parcial privatización de los servicios urbanos. La obra de Saunders se plantea como una reformulación del marco teórico weberiano para ajustarlo y explicar la ciudad en el nuevo contexto neoliberal y post-industrial. Saunders no abandona del todo el concepto de Estado Corporativo. Al fin y al cabo, y a pesar de la ola neoliberal, nos dice él mismo, el Estado sigue teniendo un papel crucial en la vida de los ciudadanos. Su presencia se ha vuelto tan ubicua que a veces no somos conscientes de hasta qué punto forma parte de nuestras vidas: un tercio de los habitantes urbanos vivía en casas de propiedad estatal en Gran Bretaña a principios de los 80 (Saunders 1981:191). La teoría del Estado Corporativo debe simplemente redimensionarse y adoptar una postura más humilde. Deben abandonarse las pretensiones generalizadoras que consideraban el corporativismo como un tipo particular de formación social y entenderse más bien como una de las posibles estrategias o vías mediante las cuales ciertos intereses particulares pueden conseguir un acceso privilegiado al poder estatal o la concesión de explotación de determinados servicios (por ejemplo, la gestión de basuras) cedidos por el gobierno. El control del Estado, por otro lado, sigue siendo hegemónico (teóricamente) en algunas áreas particulares, como la planificación del uso del suelo (que en Gran Bretaña estaba y está centralizada) o en servicios urbanos como la gestión del agua (Saunders 1985). La segunda crítica que Saunders hace a los primeros weberianos se centra en su clasificación de las categorías de residentes en función de su relación con la propiedad, lo que Rex y Moore habían denominado “clases habitativas” (Rex y Moore 1967). Saunders reformula esta cuestión a partir de una nueva visita a Weber y su concepto de estatus pero también, aunque no lo reconoce explícitamente, a la luz de las críticas del postmodernismo epistemológico que a principios de los años 80 empezaban ya a calar en todos los círculos académicos. El problema de partida era que Rex, Moore y Pahl daban por descontada la existencia de un único sistema de valores compartido por todos los residentes, un sistema de valores que consideraba como aprioris absolutos lo que eran tan sólo valores culturales relativos: que ser propietario es mejor que vivir de alquiler, que vivir en las casas de protección oficial de la periferia era más deseable que en las zonas degradadas del centro. Saunders deconstruye, a la manera postmoderna, esta afirmación aportando datos empíricos de investigaciones como la de Davies y Taylor en Newcastle (1970) o la de Couper y Brindley (1975) en Bath, que mostraban que los inmigrantes asiáticos no tenían ningún interés en solicitar las casas de protección oficial de la periferia. Los segundos investigadores descubrieron cómo “hay muchas personas, no necesariamente con bajos ingresos, que prefieren vivir de alquiler en lugar de adquirir una vivienda en propiedad” (Couper y Brindley 1975:567). Para Saunders estos datos invalidan la teoría de las clases habitativas. De lo que se trata, dirá releyendo a Weber, es de “grupos de estatus habitativos” que, más que una relación con la propiedad, expresan diferentes modos de consumo de unas viviendas que son valoradas de forma diferente en base a los valores culturales y estilos de vida concretos de los residentes. El concepto de clase habitativa puede, sin embargo, salvarse aún, pero es necesario reformularlo. Saunders emprendió esta reformulación en sus trabajos de 1978 y 1979, en los que distinguía tres tipos de clases habitativas: 1) la de los que usan la vivienda como capital para obtener rentas; 2) la de los que la usan únicamente para autoconsumo y 3) la de los que la usan de las dos maneras contemporáneamente (propietarios que viven en su propia casa y además alquilan viviendas secundarias). Por último, Saunders considera necesario resolver el problema de cómo articular estas clases habitativas con la estructura de clases global. Rex y Moore habían ligado de forma necesaria el acceso al mercado de vivienda con el acceso al resto de servicios urbanos pero los datos empíricos conducían a otras conclusiones. La solución está, dice Saunders, en ampliar el número de factores que influyen en las condiciones y oportunidades de vida de la población urbana. Estos no se limitan a la residencia. O mejor dicho, la residencia no determina necesariamente el acceso a los demás factores. La calidad de vida de la gente también depende de formas multidimensionales de acceso a otros recursos como la educación, la sanidad o los transportes. En esta categorización es importante articular, dentro de la estructura de clases, lo que Saunders llama “sectores de consumo”, concepto que toma de Dunleavy (1980): estos sectores se configuran a través de las distintas combinaciones de acceso a los servicios a través del sector privado o del sector público, desde quienes mayormente acuden al primero (escuelas, seguros médicos privados, transporte y vivienda propios,etc.) a quienes, en cambio, permanecen dependientes de la asistencia estatal, con toda una enorme gama de situaciones intermedias. Con su concepto de modo de consumo y el reconocimiento relativista hacia el hecho urbano, que disuelve parcialmente la posibilidad de medir objetivamente escalas de pobreza urbana, Saunders se sitúa a caballo entre el neo-weberianismo y la sociología urbana postmoderna que estaba por venir. 5.3. La sociología urbana neomarxista en Francia. En las primeras décadas del siglo XX la escuela marxista no presta mucha atención a la ciudad como objeto específico de análisis. Cabe destacar los trabajos de autores que se sitúan en la periferia del pensamiento marxista más ortodoxo, como Walter Benjamin o la Escuela de Frankfurt (Horkheimer, Adorno, Fromm), que incursionan en campos no estrictamente ligados a la dimensión socioeconómica, centrándose en el estudio de las transformaciones culturales que están ocurriendo en las grandes ciudades de la época: la formación de una cultura de masas a través del consumo y los medios de comunicación de masas (Mela 1996). Merrifield, sin embargo, considera plenamente a Benjamin como un sociólogo urbano marxista. Su obra magna, 88 inacabada, The Arcades Project, analizaba la teoría marxista del fetichismo de las mercancías a través del estudio de un centro comercial en París (Merrifield 2002). Una buena parte del marxismo político ortodoxo era claramente antiurbano. La ciudad era vista por esta corriente como el compendio de todos los males, la Sodoma y Gomorra del capitalismo, un lugar que había que desburguesizar. Los bolcheviques, a pesar de ser un movimiento de bases fundamentalmente urbanas, despreciaban San Petersburgo y su sociedad cosmopolita, occidentalizada, que demonizaron como un ejemplo de cultura burguesa decadente. Esta perspectiva es más patente aún en las revoluciones china (1949) y cubana (1959), de base campesina. La Habana era vista como la sede del régimen corrupto de Batista y el feudo de la burguesía anticomunista que había que neutralizar. Una visión semejante tuvo el régimen sandinista respecto de Managua en 1979 o los jemeres rojos con Pnohm Pehn. Este fervor antiurbano también está presente en algunos académicos, como Régis Débray en su Révolution dans la révolution (1967). La ciudad corrompía la pureza radical del compromiso marxista, ablandaba a los revolucionarios haciendolos consumistas, aburguesándolos (Merrifield 2002). Es a finales de los 60 cuando un nuevo marxismo, con menos prejuicios hacia lo urbano, aparece en escena, renovando con un soplo de aire fresco el paisaje de la sociología urbana. En ella destacan dos autores: Henry Lefebvre y Manuel Castells, dos de las figuras más influyentes que ha dado, no ya la sociología urbana, sino el pensamiento sociológico general en el siglo XX. Dos figuras que son, respectivamente, maestro y discípulo, y que desde una coincidencia en muchos aspectos, representan, sin embargo, enfoques diferentes de la cuestión urbana. Junto a ellos también es justo mencionar aunque sea brevemente, el trabajo irradiado desde el Centro de Sociología Urbana, aquel centro creado por Chombart y que, a partir de 1968 va a contratar a toda una generación de jóvenes sociólogos marxistas. No ligado institucionalmente a la academia durante estos años (si bien al final acabaría integrándose en el CNRS) sus investigadores se financiaban con puros proyectos de investigación y esto hizo que su productividad fuera enorme. Su independencia de la academia les permitió construir una relación horizontal entre ellos, puramente científica, alejada de las jerarquías feudalizantes de la universidad francesa, poniendo en práctica, de hecho, el espíritu del 68, lo cual también se reveló muy fructífero. Destacan los trabajos de Michel Freyssenet, Françoise Imbert y Elsie Charron sobre la división del trabajo industrial; de Christian Topalov, Daniele Combes y Denis Duclos sobre el sector inmobiliario; de Susanna Magri y Michel Pinçon sobre la vivienda social; de Edmond Préteceille, Monique Pinçon-Chariot y Paul Rendu sobre la estructura espacial de los equipamientos colectivos y la segregación urbana (Topalov 1992). 5.3.1. Henry Lefebvre (1901-1991) y la corriente marxista humanista Lefebvre era un viejo luchador de izquierdas. Hombre de acción tanto o más que intelectual, se afilió al Partido Comunista Francés en 1928 y fue resistente durante la Segunda Guerra Mundial. Al acabar el conflicto ocupó una plaza como profesor de filosofía en un liceé y solo tardíamente, en 1961, entraría en el mundo universitario, primero en Estrasburgo y, desde 1965, en la recién creada Universidad de París X, en Nanterre, una de las zonas de banlieue erizadas de grands ensembles. La misma universidad, la segunda universidad más grande de Francia, había sido concebida como un enorme condensador social para estudiantes, en estilo racionalista colmenero. En sus aulas se sentaría Manuel Castells, que fue su discípulo. En sus aulas también se gestaría el movimiento de Mayo del 68, del que Lefebvre fue testigo pero no actor, a pesar de que el movimiento había sido inspirado parcialmente en sus textos (Shields 1999). Lefebvre era un producto del propio sistema universitario francés que exigía el paso previo por la enseñanza secundaria (la llamada aggrégation) para ser profesor de universidad, lo cual, en el caso de la sociología (inexistente como asignatura en los liceos) implicaba el paso previo por la docencia en filosofía. Esta arquitectura burocrática imprimiría una inclinación filosófica en muchos de los sociólogos franceses de aquella época (Raymon Ledrut es otro ejemplo) (Shields 1999). Y de especulación filosófica, en efecto, tildaría Castells la sociología urbana de Lefevbre, contraponiéndola a la suya, científica, basada en la recogida sistemática de datos empíricos y tomando como referencia teórica la obra del más metódico Althusser. Castells, perteneciente ya a otra generación, pudo dar el salto directo al mundo universitario sin pasar por la aggrégation. Aunque quizá desprovisto de todo el rigor de un Althusser o un Castells, Lefebvre, desde esa formación filosófica de base fue pionero en la crítica al dogmatismo marxista de cuño soviético. Su primera obra en este sentido, Le matérialisme dialectique, es de un temprano 1939. A ella seguirían otras (1947a, 1947b, 1948). El año de 1947 fue un año muy prolífico, pues en él también se publicó el que más tarde será tan sólo el primer volumen de una serie que se continuará en las siguientes décadas (1961, 1981), La critique de la vie quotidienne. El texto es un pionero temprano del pensamiento postmoderno: en él se explora el argumento de cómo el poder ejerce un control inconsciente sobre los ciudadanos a través de su capacidad para dar forma a la vida cotidiana y rutinizarla. En ese control está ya presente el elemento espacial como instrumento de modelado de los hábitos de vida. El libro es una llamada a una liberación que va más allá de la que por entonces defendían los partidos de izquierdas: una liberación cultural, una invitación a romper las cadenas del control cultural impuesto, de la cultura estandarizada, a través de las armas de la imaginación y de la creatividad. El libro fue una influencia fundamental en la creación posterior del Movimiento Situacionista de Guy Debord (que también había sido su alumno) en 1957, movimiento que constituye ya una clara expresión del nuevo paradigma cultural y académico postmoderno. Pero ese movimiento, aunque recaiga cronológicamente en el periodo que estamos ahora analizando, será visto en el siguiente capítulo, junto con otros de filiación postmoderna. Posteriormente Lefebvre aún dedicaría dos obras a desarrollar su marco teórico general sobre el materialismo marxista (Lefebvre 1968, 1971). Lefebvre, sin embargo, no participó en el movimiento de Mayo del 68, desgarrado entre su lealtad al partido comunista, que no apoyó a los estudiantes31, y sus propias ideas humanistas. Escribió de ellos que el movimiento no estaba maduro y que no tenía futuro. Fue Lefebvre había sido expulsado del PCF en los años 50 por su posicionamiento crítico frente al estalinismo, pero había sido nuevamente readimitido en los 60. 31 89 por ello muy criticado por algunos de sus discípulos o simpatizantes intelectuales entre los que se contaban los más importantes líderes de la revuelta, como Daniel Cohn-Bendit o el situacionista Debord. La revuelta de mayo aumentó las distancias entre los marxistas humanistas (Lefebvre) y los “científicos” o estructuralistas (Althusser) (Shields 1999). Althusser se convirtió en los años de bisagra entre los 60 y los 70 en el teórico marxista más influyente, incluso entre los estudiantes. Pero lo que nos interesa ahora es destacar sus aportaciones más relevantes al terreno de la sociología urbana, temática por la que comenzó a interesarse a partir de 1967, al calor de los proyectos de gentrificación y la intrusión del urbanismo racionalista en el propio centro de París. El viejo Lefebvre, que habitaba en pleno centro, sintió amenazado su propio hábitat, el paisaje que constituía su vida cotidiana y su identidad. Durante años, dos grandes sectores de su propio barrio se convirtieron en enormes agujeros torturados día y noche por las palas excavadoras: la zona donde se había de levantarse el moderno mercado de Les Halles, en sustitución del tradicional, y el bloque de manzanas donde se construía el Museo Pompidou, cuya arquitectura de tuberías desnudas podía solamente amarse u odiarse. Una operación a gran escala que pretendía museificar el centro y atraer nuevos residentes adinerados y turistas, y que Lefebvre interpretó como el impulso final a la “banlieuesización” de las clases menos pudientes. Como el ataque final a toda una cultura centrada en el barrio histórico, que era también la suya. Y, así, todo el interés de Lefebvre se volcó de repente en la cuestión urbana. Era un asunto personal. Y de aquel interés nacieron tres obras: Le droit a la ville (1968), La revolution urbaine (1970) y La production de l'espace (1974), que analizaremos ahora en su conjunto (una atención más pormenorizada será realizada en el apartado dedicado a analizar el debate entre Lefevbre y Castells). El argumento central de Lefebvre desarrolla lo ya apuntado por Chombart o los sociólogos críticos del suburb americano: que el espacio es un producto social, basado en ciertos valores y que la producción social del espacio urbano es fundamental para la reproducción del sistema social en su conjunto (en el caso contemporáneo, del sistema capitalista). Dada su función fundamental esta producción del espacio es controlada por las clases hegemónicas con el objetivo de reproducir su dominación sobre el resto. El espacio es un producto [...] el espacio así producido sirve como una herramienta de pensamiento y de acción [...] además de ser un medio de producción es también un medio de control y, por tanto, de dominación, de poder." (Lefevbre 1974:26). El espacio es un elemento clave en la producción y reproducción del sistema capitalista. Hay que estudiar no sólo cómo el sistema produce capital sino también cómo produce y reproduce el espacio, cómo los intereses de clase colonizan y mercantilizan el espacio, usando y abusando del espacio construido, manipulando ideológicamente los monumentos, conquistando enteros barrios. Cada economía política produce un cierto tipo de espacio. La ciudad antigua, por ejemplo, no puede entenderse como una simple aglomeración de gente y edificios en el espacio: tiene su propia práctica espacial. Si cada sociedad produce su propio espacio entonces una sociedad que no lo haga será una anomalía. A partir de este argumento Lefebvre arremetió contra los urbanistas soviéticos a los que acusa de haber simplemente copiado las formas de diseño urbano racionalistas, traicionando el humanismo socialista (Lefevbre 1974). El urbanismo racionalista es la gran bestia del viejo sociólogo, como lo había sido de Chombart. Lefevbre lo acusa de totalitario, al imponer transformaciones sin consultar a nadie, de haber desfigurado la ciudad, confundiendo racionalidad con funcionalidad, de aniquilar los lazos sociales y las identidades. El urbanismo se ha convertido en una fuerza de producción, como la ciencia. Una de las formas de generación de plusvalía es ahora el mercado inmobiliario. Lo que él llama el “circuito secundario del capital” (el primero sería el capital industrial). El espacio físico de las ciudades se ha convertido en objeto de explotación. El espacio ha sido mercantilizado, creado y destruido, usado y abusado, se ha especulado sobre él y luchado por él. Traslada al espacio la metáfora marxiana de la fetichización de la mercancía. Igual que el trabajo queda deshumanizado, alienado de sus circunstancias concretas al medirse únicamente en términos de su valor económico, lo mismo sucede con el espacio: aparece la noción abstracta de espacio en el que este existe al margen de su individualidad, teniendo como única dimensión su valor real o potencial en el mercado (Lefevbre 1970). La urbanización es la extensión de esta conquista del espacio. Un espacio que es diseñado, a partir de una cosmovisión cultural, de una ideología dominante intrínsecamente unida al status quo del poder y a sus relaciones de producción, por un ejército de nuevos tecnócratas: arquitectos, ingenieros, urbanistas, políticos locales, promotores, incluso académicos. Lefebvre lo llama “autoritarismo burocrático y político” y “espacio represivo” que se contrapone al espacio vivido de la experiencia cotidiana (Lefebvre 1974) Critica el abandono a que había sido sometido el centro histórico. Sin el centro urbano no puede haber ciudad. Los suburbs, las banlieues y las New Towns son una forma de urbanismo “desurbanizado” y un episodio espacializado de la lucha de clases: el nuevo urbanismo implicaba la expulsion de la clase obrera de la ciudad hacia los grands ensembles periurbanos. Por otro lado critica también la recuperación del centro histórico en los términos en los ya se estaba empezando a realizar: el centro era conquistado por la burguesía, gentrificado, y convertido paulatinamente en su espacio exclusivo de reproducción económica y, sobre todo, simbólica, purgado ya de sus clases obreras. Todo esto fue posible cuando el valor de uso de las propiedades se convirtió en valor de cambio, cuando despega lo inmobiliario como gran industria y actividad económica plenamente capitalista (sumadas las dimensiones financiera y de especulación y la de consumo de ocio y turismo). El centro, dijo, se está “museificando” (Lefebvre 1968). También criticó la suburbanización de la clase media norteamericana: Viven en un limbo amorfo que no es ni naturaleza ni ciudad. Hay que frenar el crecimiento del aglomerado urbano amorfo y sin alma. Pero su receta no es volver a la ciudad tradicional del pasado sino un nuevo humanismo marxista. Para él, el ser humano tiene necesidades 90 antropológicas que no han sido tenidas en cuenta por los urbanistas: la necesidad de imaginario, de sentido. Ante el ataque del autoritarismo urbanístico reclama, entre los derechos fundamentales del ser humano, el “derecho a la ciudad” (Lefebvre 1968), entendiendo por esta la ciudad histórica, compacta, bullendo en su caldo denso de relaciones sociales, de creatividad cultural y de referentes históricos e identitarios. Pero la ciudad para todos y no sólo para unos pocos. El derecho a la ciudad es el derecho a la ciudad como un lugar de encuentros, que priorice el valor de uso sobre el de cambio, la riqueza patrimonial y su capacidad para generar identidad, la importancia de la centralidad, de la calle y el espacio público… La clase trabajadora debe resistir la estrategia de destierro en la banlieue y reconquistar la ciudad. Su inspiración era la Commune parisina de 1871, donde durante setenta y tres días los obreros tomaron el control del centro urbano y lo vivificaron con su democracia participativa, sus festivales callejeros, sus prácticas lúdicas y espontáneas. Los communards lanzaron una revolución en la cultura y en la vida cotidiana. Estas ideas se intentarían poner de nuevo en práctica en mayo del 68, pero, extrañamente, sin Lefevbre. 5.3.2. Manuel Castells: el marxismo estructuralista aplicado a los estudios urbanos. El español Manuel Castells es uno de los sociólogos más leídos e influyentes de la historia de la disciplina. Y ello tanto a nivel general como en el concreto ámbito de los estudios urbanos. Doctorado en Sociología en 1967 por la Universidad de París, su carrera es meteórica: entre 1967 y 1969 comparte departamento con Lefebvre en Nanterre, como profesor ayudante y allí vive las revueltas de Mayo del 68, aunque, como su maestro, tampoco participa activamente en ellas. Pero, a diferencia de Lefebvre, porque su posición en este sentido ha sido siempre la del científico social más que la del militante. Tras dos años en Nanterre pasaría, ya como profesor titular, a la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales, donde dirigirá el Seminario de Sociología Urbana y se pondrá al frente de un nutrido equipo de sociólogos con los que publicará varias obras colectivas. En 1979 es contratado por la Universidad de California y comienza su etapa norteamericana, que lo irá alejando del marxismo ortodoxo de los primeros tiempos. Aquí vamos a analizar únicamente su etapa francesa, que dividiremos en dos fases. Primera fase de Castells: el estructuralismo althussierano y la demolición de la Escuela de Chicago. Ya desde su primer texto postdoctoral, en 1968, Castells muestra que ha llegado a la sociología con voluntad de sacudir algunos de sus cimientos. Esa obra se abría con el provocador título de “¿Existe la sociología urbana?” y es la primera elaboración de la crítica de Castells a los planteamientos de la Escuela de Chicago y la llamada a la necesidad de encontrar un nuevo objeto de estudio para la subdisciplina. Una primera elaboración que Castells retomaría de nuevo en 1971 y finalmente acabaría cuajando, cuatro años más tarde, en su seminal La question urbaine, tras haber dedicado aquel intervalo de tiempo a realizar trabajo de campo y estudios sobre la migración obrera a la banlieue (Castells 1970), en la línea de todos los sociólogos urbanos de la época. La question urbaine (1972) es, sin duda, el texto más importante de la etapa francesa de Castells y el que marca su alejamiento de su antiguo maestro Lefevbre, al que Castells tachó de demasiado metafísico. La obra de Lefebvre, según Castells, no se cimentaba en una rigurosa labor de investigación empírica. Por esta misma razón y aún con mayor severidad criticó también a Debord, el discípulo romántico de Lefebvre. Su obra pertenece al terreno de la filosofía urbana, no de la sociología, diría una vez (Merrifield 2002: 114). Debord y Lefebvre eran personas comprometidas con una causa. Castells en cambio era un sociólogo con una fuerte vocación de neutralidad y precisión académicas, obsesionado por la precisión empírica y metodológica. El punto de partida de Castells, el que le lleva a preguntarse, retomando su artículo de 1968, si existe una sociología urbana, es la crítica al determinismo espacial de la Escuela de Chicago. La Escuela de Chicago, recordemos, había conseguido dar a la sociología urbana su primer objeto de estudio específico asumiendo que el espacio era un factor causal de las relaciones sociales y de los fenómenos culturales. En ese sentido habían detectado procesos sociales y subculturas que eran exclusivamente urbanos. Castells desmantela de un manotazo esa suposición, acusándola, con retórica tomada de Marx, de “fetichización del espacio”. Para Castells esta expresión tiene un significado diferente al que le da Lefevbre: quiere decir que la afirmación de que el espacio es un factor causal de las relaciones sociales es meramente ideológica. La relación causal entre espacio y sociedad es un a priori que no se sustenta con los datos. Es, en resumidas cuentas, pura ideología y, por ello, toda la sociología urbana basada sobre esta presunción apriorística no es ciencia sino ideología. Es en este sentido que Castells pone en duda la existencia de una sociología urbana. Es necesario refundar la disciplina para convertirla en ciencia. Hacerla partir de los datos empíricos y dotarla de un nuevo paradigma teórico. Ese paradigma téorico será el del marxismo estructuralista desarrollado por Althusser. Si el objeto de estudio fuera la ciudad habría que suponer que existen ciertas prácticas sociales que sólo se observan en ciudades. Esto no se sostiene empíricamente.Si el objeto de estudio fuera el espacio, habría que suponer que el compartirlo conduce a cierto tipo distintivo de prácticas sociales. En cambio, son los tipos de relaciones sociales entre personas y no su proximidad física los que dan forma a las prácticas sociales. La proximidad con tu vecino te puede llevar a amarlo u odiarlo, el tipo de relación no se puede extraer a priori de la variable espacial. A la pregunta de si existe una cultura o comportamiento urbano construidos por la forma espacial de la ciudad Castells responderá, pues, que no y se aprestará a sostener su afirmación con datos empíricos. Por ejemplo, a sus colegas norteamericanos que habían teorizado la existencia de una cultural suburbana ( el suburban way of life de Fava (1956) o Gans (1968)) Castells le responde con toda una serie de estudios empíricos que demuestran que dicha cultura suburbana es un tipo ideal (Castells 1972). También niega la existencia de subconjuntos urbanos (las “áreas naturales” de la Escuela de Chicago) dotados de especificidad cultural. De nuevo utiliza como ejemplo la polémica sobre la especifidad del suburbio americano: sus características no se deben al espacio construido en sí sino a que se han 91 formado por una migración selectiva de un segmento de la estructura social (las clases medias blancas profesionales) que ya tenían esas características culturales cuando habitaban en el centro de las ciudades (Castells 1972). Los datos están sesgados por una interpretación apriorística, dirá Castells. Un ejemplo concreto de crítica es la que hace al estudio estadístico de Faris y Dunham (1939) que mostraba una disminución de las enfermedades mentales a medida que nos alejamos del centro de Chicago, datos con los que trataban de demostrar las tesis de Wirth sobre el efecto patógeno del medio urbano. Su estudio estadístico, precisa Castells, estaba basado únicamente en datos de hospitales públicos, cuando la mayor parte de los habitantes de los suburbios son atendidos en clínicas privadas (Castells 1972). Con respecto a la famosa dicotomía rural-urbano, Castells afirma que puede haber difusión de la cultura urbana en el campo sin que por ello se borre la diferencia de formas ecológicas. Es decir, nicho ecológico y cultura no van necesariamente relacionados. Reiss (1959) ha demostrado a nivel estadístico la independencia entre cultura urbana, dimensión y densidad de población en las ciudades norteamericanas. A nivel de la vivienda la determinación del comportamiento por el hábitat todavía es más incierta. Esto no significa que no haya relación entre cultura y hábitat pero esta no es simple y directa sino que está mediada por otros factores como la clase social (es decir la posición al interior de la estructura de relaciones económico-políticas), el capital cultural y el humano. Ejemplo: el estudio de Mayerson (1965) sobre dos chicos que habitaban a dos manzanas el uno del otro, en un barrio de casas sociales de Nueva York (blanco de clase media uno, portorriqueño pobre el otro) era una refutación de que el hábitat degradado produce por sí sólo desorganización social. Si existen subculturas urbanas estas están ligadas a la cultura del grupo dominante en dicho espacio y no al espacio en sí. La concentración espacial puede jugar, ciertamente, un papel, reforzando la cultura preexistente. En busca del rigor científico, Castells dirigió su atención al otro gran gurú del marxismo del momento y némesis de Lefebvre, el profesor de la Ecole Normale Superieure Louis Althusser. Althusser en su Pour Marx (1965), Lire le Capital (1969) había construido una teoría marxista rigurosa depurando a Marx de sus veleidades ideológicas, sus milenarismos políticos y quedándose con el Marx estructuralista. La deuda de Castells con Althusser es explícitamente reconocida por este en el prefacio a La Question urbaine: “He propuesto una adaptación de los conceptos marxistas a la esfera urbana, usando en particular la lectura de Marx que hace el filósofo francés Louis Althusser” (Castells 1972: 3). Siguiendo a Althusser Castells afirmará que no puede haber una teoría del espacio per se: esta está necesariamente relacionada con la teoría de la estructura y el sistema social como un todo. En este punto de partida, al menos, coincide con Lefebvre. El espacio es una expresión de la estructura social, es conformado por el sistema económico, el político y el ideológico (Castells 1972). El espacio es, en resumidas cuentas, un producto del modo de producción dominante en la sociedad. Y, por lo tanto, no es la ciudad la que crea un tal o cual estilo de vida o proceso social: es la estructura de la economía política en la que está inserta la que lo crea. Castells aplica así un programa de “althusserización de lo urbano” (Merrifield 2002:118). Para evitar la tentación de salir de un determinismo (el espacial) y caer en otro (el infraestructural) toma de Althusser (1965), la idea de la ”estructura en dominancia”. Con este concepto Althusser trataba de superar el crudo determinismo economicista del marxismo dogmático, recuperando el marxismo original de la “determinación en última instancia”. La infraestructura económica nunca está activa, “en estado puro”, dice Althusser, es dominante en cualquier formación social pero se trata de un dominio “co-presencial”. La infraestructura existe únicamente en conjunción con la superestructura política e ideológica y adquiere sentido sólo en relación a estos otros elementos (Althusser 1965) Es, por tanto la lógica de cada modo de producción la que condiciona cómo se distribuyen las personas y las clases sociales en el espacio, sin anular completamente las posibilidades autónomas de agencia de las mismas. El espacio es el tablero de ajedrez en el que se mueven las piezas, necesario para entender lo que las piezas pueden hacer o no; pero lo que le interesa a Castells no es el tablero en sí sino las piezas, es decir el uso del espacio que hacen los agentes, como resultado de las luchas entre las clases sociales. Rompe con la dicotomía rural/urbano. Lo rural y lo urbano no son dos formas de organización social diferentes sino subsistemas articulados de un único sistema social, una única economía política que asigna funciones de producción diferentes a cada uno de ellos. Castells invierte, pues, el orden causal: primero se heterogeiniza y complejiza la sociedad y después surge la ciudad. Esta inversión puede observarse de forma bastante clara en la breve historia de la ciudad que Castells nos ofrece en La Question Urbaine: La ciudad, históricamente, requirió primero las transformaciones tecnológicas que llevaron a la aparición de un excedente de producción, del comercio del mismo, de la división social del trabajo y las clases sociales y el sistema político que aseguraba la cohesión y administraba ese sistema socioeconómico complejo (gestión del comercio del excedente para obtener bienes no producidos en el ecosistema local, mecanismos de tributación para mantener el aparato administrativo pero también de redistribución de parte del excedente para mantener la cohesión social). La ciudad es simplemente el lugar donde instala su residencia la superestructura político-administrativa de esa economía política que abarca un territorio más o menos extenso. Es la ciudad-estado de la Antigüedad. Cuando el aparato político de una ciudad-estado absorbe los de otros se convierte en una ciudad imperial. Ese fue el caso de Roma: su especificidad proviene de ser el centro de gestión de una red comercial y tributaria muy extensa, organizada en forma de red jerarquizada de ciudades locales y regionales. Al desintegrarse dicha forma administrativa con la caída del Imperio Romano, la ciudad como forma de organización espacial, lógicamente, casi desaparece en Occidente porque queda vaciada de funciones en la nueva economía política del feudalismo, que es autárquica. Vuelve a resurgir en la Baja Edad Media a partir de las fortalezas, núcleos administrativos del sistema feudal (básicamente reducido al control de la violencia), y de los mercados (al principio muy locales y pequeños) y va ligada a la aparición del modo de producción capitalista, todavía no dominante sino articulado con la economía política hegemónica, el modo de producción feudal (no regido por un lógica de revolución constante de los medios de producción, es decir por la maximización del beneficio, sino por la de obtención de unas rentas agrarias estables por parte de una clase dominante que las gasta en consumo suntuario mientras mantiene a una mayoría de población campesina en una economía de subsistencia cuasi-autárquica). Esta naturaleza subordinada del capitalismo de las ciudades permite que estas tengan altos grados de autonomía política (son como islas que siguen otras reglas en el mar de un mundo que se rige por las dinámicas feudales). Sin embargo, la expansión ulterior del capitalismo conduce, paradójicamente, al fin de la autonomía política de las ciudades: necesitadas de maximizar su eficiencia a 92 través de la economía de escala, las burguesías urbanas se unen en alianzas territoriales más grandes: para poder crecer el capitalismo acaba con la ciudad autónoma e “inventa” el Estado centralizado (durante su primera fase, la comercial, del siglo XVI al XVIII, todavía bajo el paraguas ideológico pre-moderno de las monarquías absolutas, más tarde, en su fase industrial y financiera, bajo el Estado-nación liberal). La ciudad contemporánea es un producto de la segunda etapa del capitalismo, la etapa industrial. La ciudad crece como consecuencia de la migración rural provocada por la transformación de las relaciones de producción en el campo: la agricultura se somete a la lógica capitalista y desintegra las estructuras sociales agrarias. Terratenientes-empresarios, en aras de la maximización de beneficios, fusionan explotaciones e inician la mecanización. El resultado es que sobra gente en el campo y esta ha de emigrar a la ciudad. La industria se instala en las ciudades porque en ellas encuentra dos cosas: a) un gran mercado donde vender sus productos y b) una gran abundancia de mano de obra barata y desechable. Desechable porque los migrantes rurales no tienen nada: no pueden volver al campo porque allí no hay ni tierra disponible para la explotación directa ni trabajo en las tierras de otros; no existe ya la antigua obligación del señor feudal de proveer a su sustento, y al emigrar han perdido la red de solidaridad comunitaria que también los protegía previamente. Están abandonados a sus propias fuerzas. Pero la industria también crea ciudades nuevas allá donde hay ventajas: materias primas, vías de transporte. El modo de producción también desarrolla una especialización funcional y una división del trabajo entre ciudades, creando jerarquías de sistemas urbanos. Castells: teoría del consumo colectivo y el estudio de los nuevos movimientos urbanos. Otro tema althusseriano introducido por Castells es el de la reproducción de la fuerza de trabajo, un tema central en el propio análisis de Marx y Engels. Marx y Engels eran plenamente conscientes de que la reproducción era un momento más de la producción, unida a esta en un bucle sistémico que hacía a ambas mutuamente interdependientes, pues sin la primera simplemente no sería posible la segunda, pero sin producción de bienes y servicios no habría nada que reproducir. Toda formación social, todo sistema, pues, necesita reproducir sus fuerzas productivas, es decir, los medios de producción (materias primas, infraestructuras, capital, conocimiento, tecnología, etc.) y la propia fuerza de trabajo. El factor fundamental de la reproducción de la fuerza de trabajo es la reproducción de los medios de consumo a través de los cuales los trabajadores obtienen los bienes y servicios que aseguran su supervivencia en el día a día, entre los cuales no sólo se cuentan los medios materiales de subsistencia (alimento, vestido, alojamiento, transporte) sino los valores culturales y las habilidades y conocimientos técnicos que requiere la división sociotécnica del trabajo. Los trabajadores deben conocer su oficio pero deben también conocer el lugar que ocupan en la estructura de clases y aceptar esta relación desigual, jerárquica e injusta como algo normal, como un hecho “natural”. Para conseguir esto último está la ideología, actuando explícitamente (a través de la propaganda) o implícitamente (en el proceso de socialización). Althusser, como antes Marx, advierte del papel crucial que juega el estado liberal burgués en la reproducción de la fuerza de trabajo del sistema capitalista. Castells introduce ahora un nuevo agente en esta ecuación: la ciudad misma. Es aquí donde Castells, que había comenzado su obra destruyendo el objeto de estudio de la sociología urbana, y poniendo, por lo tanto, en duda su propia existencia, la dota ahora de un nuevo objeto y vuelve así a imbuirla de pertinencia. El objeto de la sociología urbana será doble: analizar la función que cumple la ciudad o, más bien, el sistema de ciudades, pues estas están interrelacionadas en red, en el funcionamiento de la economía política, del sistema en su conjunto; analizar la ciudad como lugar de consumo colectivo y los movimientos sociales que se generan en torno a dicho consumo. La ciudad se ha convertido no sólo en el lugar donde tiene lugar esa reproducción de la fuerza de trabajo sino en un mecanismo en sí de dicho proceso. La ciudad cumple, pues, una función específica en el sistema capitalista: lugar de reproducción de las fuerza de trabajo y lugar de reproducción de los medios de producción (la ciencia, la tecnologías de gestión, la información). La funcionalidad de la ciudad para el modo de producción capitalista no reside en las actividades productivas (estas se pueden trasladar fuera de la ciudad) sino en su dimensión residencial. Es el lugar de residencia de la fuerza de trabajo y, por lo tanto, es el lugar por excelencia de consumo colectivo, del consumo colectivo de bienes y servicios que aseguran la reproducción de dicha fuerza de trabajo. El consumo colectivo junto con las actividades de producción estructura el espacio urbano, le da su forma concreta. El consumo colectivo incluye “mercancías colectivas” (Merrifield 2002: 120) que son necesarias para apuntalar la plusvalía capitalista pero están casi o totalmente desprovistas de valor de mercado. Son bienes y servicios necesarios para la reproducción de la clase trabajadora pero no serían rentables si tuvieran que ser suministrados completamente por el mercado: planificación urbana, vivienda asequible, sistemas de transportes de masa, escuelas públicas, alcantarillado y sistema de eliminación de residuos urbanos, hospitales, parques e instalaciones deportivas, incluso la calidad medioambiental. En el fondo, Castells, estaba revisitando, de una manera mucho más sofisticada, las líneas apuntadas por Engels en sus dos obras más personales, The Housing Question y The Condition of the Working Class. La diferencia entre el Estado capitalista de mediados del XIX y el de los años 60 es que este se había implicado en todas esas actividades, absorbiendo el riesgo que no podía asumir el mercado: se había convertido en el principal proveedor de dichos servicios, que pagaban, en buena medida, las propias clases trabajadoras a través de sus impuestos, consciente de que esa intervención era necesaria para hacer más eficiente el proceso de acumulación capitalista, al ahorrarle al capital los gastos en estas inversiones necesarias pero que no producen rentabilidad directa. El aparato político, que es el aparato político de las clases dominantes, interviene cada vez más en el planeamiento urbano, convirtiendo a este en la verdadera fuente de orden social en la vida cotidiana, es decir, un instrumento de dominación. El Estado planificador urbano se alía desde los 50, en intensidad creciente, con el capitalismo que no cesa de crecer en su espiral monopolista. Los grandes desarrollos urbanos, financiados por el Estado, son una herramienta que opera simbióticamente para fomentar el crecimiento de los grandes conglomerados monopolísticos. 93 Castells, en su estudio sobre la urbanización del litoral de Dunkerque que realiza junto a Godard, titulado Monopolville: l’entreprise, l’etat, l’urbain (1974), afirma que esta sólo se comprende si se encuadra en un sistema social constituido por las grandes empresas (capital monopolista) y el Estado, en el que este último juega el papel de crear las condiciones físicas (desarrollo de infraestructuras) para el crecimiento de una serie de grandes conglomerados metalúrgicos y petroleros. Esta parte de la costa de la región Nord-Pas-de-Calais se convirtió en los años 70 en un gigantesco complejo industrial, con la planta de acero más grande de Francia, astilleros y enormes refinerías. “La centralización de los medios de producción –escribe Castellsrequería la centralización de los medios de consumo”. Se hacía necesaria la intervención del Estado para producir infraestructuras y servicios públicos y eso es lo que hizo, si bien insuficientemente. Como dice Merrifield (2002) “el Estado no podía encauzar el monstruo de Frankenstein que había creado”. Es aquí donde Castells analiza los efectos sociopolíticos que provoca la situación de unos medios de consumo controlados y suministrados por y desde el Estado, efectos que apuntan al mismo tiempo, con la lógica dialéctica, hacia direcciones opuestas: por un lado el consumo colectivo ablanda las resistencias de la clase trabajadora, la aburguesa, y funciona, de esa guisa, como una herramienta de control del sistema de dominación. Pero, por otro lado, también generó procesos nuevos de mobilización política, politizando aspectos de la vida social hasta entonces no politizados. A partir de los años 50, las luchas obreras, los movimientos sociales, no se movilizarán únicamente por las condiciones de trabajo o de dominación política sino que añadirán otras demandas a su lucha o las tomarán como banderas autónomas de reivindicación al margen de las más generales del pasado: surgen así movimientos como los vecinales, para reividicar mejoras en la provisión de esos servicios colectivos, al margen de los grandes discursos sobre el cambio de la estructura social. Son los nuevos movimientos urbanos, no siempre revolucionarios, a veces simplemente reformistas, que piden más participación en la planificación urbana y rendimiento de cuentas a los gestores políticos de la misma. Esos nuevos movimientos protestaban por las consecuencias de los procesos de renovación urbana y solicitaban la provisión de serivicios que el Estado, debido a las limitaciones de sus recursos, no puede proveer de manera satisfactoria para todos. A esto es a lo que Merrifield se refiere con su metáfora sobre Frankenstein. Entre los años 50 y 60 el Estado creó con sus políticas de bienestar unas altísimas expectativas en la ciudadanía. Esas expectativas se convirtieron en valores culturales políticamente percibidos como derechos. El resultado será la floración interminable de movimientos que reclaman esos derechos, justo en los años en que Castells estaba escribiendo La question urbaine. Son el telón de fondo sin el cual no se puede entender su obra, que debe muchísimo a la observación y análisis de su propia contemporaneidad. Esos movimientos eran especialmente fuertes en el París donde vivían y enseñaban Castells y su equipo. Un París que estaba atravesando, en aquellos años, por un diseñado proceso de neo-hausmanización promovido por el régimen gaullista. “Neo-hausmanización” es el término literal que emplea Castells, término que refleja una postura crítica hacia las políticas urbanísticas que lo sitúa en el mismo bando de Chombart y Lefebvre. Castells imputa al gobierno de De Gaulle motivaciones políticas muy parecidas a las que impulsaron la renovación parisina en el Segundo Imperio Napoleónico: control social, dispersión de las clases obreras en zonas periféricas desconectadas para debilitar su fuerza e impedir que pudieran tomar el control de las calles o de la misma ciudad, como ya hicieran los Communards en 1871 (Castells 1972:316). Es el tema recurrente de la Sociología Urbana francesa, y mundial, de aquellos años y en esto Castells no aporta ninguna novedad, no dice nada que no se hubiera ya dicho antes. Las clases trabajadoras estaban siendo deliberadamente expulsadas del centro de la ciudad y este iniciaba un proceso de regentrificación y lavado de cara para convertirse, por un lado, en el centro gestor de la economía francesa en proceso de internacionalización y, por otro, en uno de los productos de consumo turístico mundial por excelencia, en el contexto de una economía mundial en proceso de post-industrialización. Tampoco fue Castells el primero en observar esta segunda tendencia, indicio ya de la postmodernización de la urbe: Debord (1967) y Lefebvre (1968) se le habían adelantado. Los nuevos movimientos urbanos se intensificaron justo después de que Castells publicara La question urbaine, convirtiendo al sociólogo hispano-francés en una especie de profeta de la contemporaneidad y proporcionándole un rico caldo de cultivo fenomenológico que alimentó sus investigaciones empíricas y reflexiones teóricas en las siguientes dos décadas. Desde 1970 a 1979, ya como profesor de la École des Hautes Etudes en Sciences Sociales en París, Castells y su equipo, entre los que se contaban los nombres de Cherky, Gordard y Mehl, llevaron a cabo una prolífica labor de investigación empírica para apoyar y testar su hipótesis teórica. La actividad investigadora los llevó a estudiar en profundidad los movimientos urbanos de la ciudad de París. La ciudad del Sena continuaba, de esa manera, manteniendo, junto con Chicago, el primado mundial como laboratorio de experimentación de la sociología urbana. Pero más allá de París, Castells y los suyos estudiaron también otras realidades urbanas en Francia, España, México, Canadá y Chile. La elección de los lugares vino determinada en buena parte por las habilidades lingüísticas de un equipo hispano-francófono y fue una innovación en la disciplina pues por primera vez se rompía el estrecho marco localista y se utilizaba el método comparativo, lo que permitió establecer un contrapeso con la sociología anglosajona excesivamente centrada en el mundo anglófono. Fruto de esos estudios son varios artículos (por ejemplo Castells 1977a y 1977b) y la voluminosa obra colectiva en dos tomos Sociologie des mouvements sociaux urbains (Castells, Cherky, Godard y Mehl 1974). La veta que Castells había abierto con su estudio de la función de las ciudades en los procesos de consumo colectivo crearía escuela no solo dentro sino también fuera de la academia francesa. En el Reino Unido, Patrick Dunleavy continuaría explotando esta línea de investigación desde el London School of Economics produciendo obras como Urban political analysis: The politics of collective consumption (1980). Las influencias y bucles de retroalimentación entre las diferentes escuelas de la Nueva Sociología Urbana se producían, pues, en diferentes direcciones, pues ya hemos comentado como a su vez Dunleavy influyó en los autores neoweberianos. 94 El debate entre Lefebvre y los althusserianos encabezados por Castells A lo largo de los primeros años 70, Lefebvre y los althusserianos, encabezados estos por Castells, se enzarzaron en un debate intelectual en torno a la relación entre espacio urbano construído y economía política que ha analizado muy lúcidamente Gottdiener en su obra The social production of urban space(1974). En el capítulo 8 de La question urbaine (1972) Castells arremetía expresamente contra el marxismo humanista de Lefebvre acusándolo de estar demasiado influido por el idealismo filosófico, de un acercamiento a la ciudad influido por Hegel y Nietzsche. Los althusserianos le achacaban a Lefebvre el error de considerar el espacio como independiente de las relaciones de clase. Lefebvre recogió el guante y, espoleado por estas críticas, rectificó en 1974, volviendo a resaltar el papel de la economía política en la conformación del espacio urbano en su La production de l’espace. Esta obra muestra su teoría más madura sobre el espacio urbano. Es ahora Lefebvre quien ataca al Castells de La question urbaine tachándolo de reduccionista y criticando su asepsia de intelectual sin compromiso político. A diferencia de Castells y la economía política tradicional, que sólo ven el espacio como lugar de producción, consumo o intercambio, para Lefebvre este es también una fuerza productiva, como el capital y el trabajo. El espacio urbano incrementa la productividad: “el espacio se usa como se usa una máquina” (Lefebvre 1974: 287). Incluso cuando un espacio está vacío su control es disputado por el poder económico, porque este puede ser potencialmente utilizado para alguna actividad productiva o simplemente porque se encuentre en una zona de paso que haya de ser necesariamente atravesada por los productores o consumidores. Por esta y otras razones las relaciones espaciales son siempre una fuente constante de conflicto social y necesitan ser analizadas en sus propios términos y no ninguneadas, como hacen los althusserianos, como un mero reflejo de los conflictos generados por el proceso de producción en sí mismo. De ello se extraen dos primeras conclusiones: 1) el conflicto de clases también se proyecta en la dimensión espacial, la lucha de clases es también una lucha por el espacio, además de una lucha entre diferentes intereses económicos. Lefebvre reprochará a Castells que minimize el alcance de esta dimensión espacial de la lucha de clases. 2) Por otro lado, y debido a su naturaleza relativamente autónoma de los procesos de producción el conflicto espacial corre en muchas ocasiones transversal a las líneas de clase Una conclusión a la que también habían llegado, por su propio camino, los neoweberianos. Siempre en respuesta a Castells Lefebvre dirá que el espacio no es únicamente el lugar donde se realiza el consumo colectivo: es en sí mismo un objeto de consumo, como ilustra muy bien la industria del turismo. Esto tiene implicaciones muy importantes sobre la morfología espacial, pues el diseño del espacio puede elevar el valor del mismo como mercancía. Este diseño es también un instrumento de control social de primer orden que el Estado utiliza para maximizar sus objetivos. Finalmente, Lefevbre no renuncia a una de sus grandes diferencias con los althusserianos: su implicación política. El libro hace una llamada a la introducción de la dimensión espacial en el programa político de la izquierda marxista: la transformación revolucionaria de la sociedad requiere una apropiación del espacio, una liberación del espacio de las garras del capital y del poder y su recuperación para usos sociales. El espacio ha de resistirse a ser tratado solamente por su valor de cambio, como una mercancía, la sociedad debe reclamar su valor de uso, todas aquellas dimensiones no económicas del espacio. Ni Castells ni los otros althusserianos cambiarían su punto de vista en los años que siguieron a La production de l’espace. Si bien coinciden con Lefebvre en el punto de partida (todos consideran el espacio como el producto de una formación social determinada) se empecinarán en negar al espacio capacidad estructurante. Para los althusserianos, el único agente estructurante es la estructura social general, valga decir, el modo de producción. También se resistirán a aceptar la existencia de cualquier especificidad cultural de lo urbano. Para Castells, en los años siguientes lo urbano seguirá siendo definido como la unidad espacial de reproducción del trabajo. Ello le conducirá, como hemos visto, a centrar su atención en los mecanismos de consume colectivo que son necesarios para dicha reproducción. En ese sentido, y como hace notar Gottdiener (1994:119) “Castells concentró su atención en el studio de los problemas urbanos y como estos se generan más que en una teoría del espacio”. La crítica de Castellsa Althusser acabaría llegando pero hay que esperar a su etapa norteamericana ya en los años 80. En ella, Castells acabaría, sin reconocerlo expresamente, dando la razón a Lefebvre en buena parte de sus argumentos. Castells: estudios sobre el proceso de metropolitanización y sobre las metrópolis del Tercer Mundo. Castells fue también uno de los primeros sociólogos urbanos en dar cuenta, en La question urbaine, del nacimiento de un nuevo tipo de aglomerado urbano, al que él denomina metrópoli, caracterizado por la extensión de la población por un vasto territorio carente de unidad y cohesión política (porque se ha formado con la fusión de varios municipios que mantienen su propio aparato institucional) y económica (formado por territorios con funciones o niveles de renta muy distintos). Este tipo de ciudad policéntrica, cuyos límites exteriores no estaban siquiera definidos, se perdían en un continuum rururbano que, en casos como el inglés, podía ser infinito, era muy diferente al concepto clásico de ciudad. También planteaba retos muy importantes a la gobernanza, y el tema de la gobernanza será uno de los más trabajados por Castells en una etapa posterior. Además de identificar la nueva realidad metropolitana Castells fue uno de los primeros en salir del cascarón etnocéntrico y analizar otras realidades urbanas mundiales. Y lo hará, de nuevo, desde el marxismo, aplicando en este caso, como ya se dijo en el capítulo 2, las teorías de la dependencia y del sistema-mundo capitalista que estaban en boga en la época (Frank 1966, 1967; Cardoso 1967; Cardoso y Faletto 1969; Caputo y Pizarro 1970; Bodenheimer 1971; Galtung 1972; Wallerstein 1974a, 1974b). Las características de las ciudades del 3º Mundo no pueden explicarse por sí mismas. No son el producto de sus propios procesos endógenos. Son el resultado de su articulación dependiente en el sistema mundo capitalista, articulación que 95 las sitúa en el bando de los explotados, lo que explica sus enormes desigualdades y problemáticas. Las características principales de dichas urbes tercermundistas serían tres: a) Un crecimiento acelerado que provoca un fenómeno que Castells denomina “hiperurbanización” y que se define como la imposibilidad de la estructura económica de ofrecer servicios ciudadanos a todos los habitantes de la ciudad. Así, una gran cantidad de ellos quedan atrapados en un cinturón rural de chabolas en condiciones irónicamente peores que las de las aldeas rurales. Dicho crecimiento se explica por dos factores: Un incremento de la tasa de crecimiento vegetativo, tanto urbano como rural como consecuencia de la difusión, aunque parcial, de ciertos avances tecnológicos desde el centro del sistemamundo (medicina, revolución verde en la agricultura); y una intensa migración campo-ciudad, debida más a un push rural (por la descomposición de la sociedad rural) que a un pull urbano. La migración no se explica por la capacidad de la ciudad de crear empleo o mejorar las condiciones de vida, o por la difusión de los valores culturales occidentales (pautas de consumo) sino por la crisis general del sistema económico de la formación social agraria preexistente: al aumentar la población el mantenimiento del latifundismo genera una terrible escasez de tierra. El sistema de plantaciones comerciales convierte a los campesinos en peones asalariados y debilita las estructuras de parentesco al forzar a parte de los trabajadores a pasar largas temporadas fuera de sus comunidades. Este fenómeno rompe el circuito de producción agrícola tradicional y cuando el descenso de los precios en el mercado internacional conduce al desempleo no es fácil, incluso aunque haya tierra disponible, volver a recomponerlo. b) Concentración de la población en las grandes aglomeraciones de las capitales con un fractura muy fuerte entre estas y el resto del país debido al raquitismo o inexistencia de una red urbana de interdependencias funcionales en el espacio (una de las cosas que las diferencia de las áreas metropolitanas del 1º Mundo). La prioridad histórica había sido que la ciudad se ligara a la metrópoli colonizadora, dejando de lado su articulación con el territorio interior (malas comunicaciones). El desarrollo de las ciudades medias implicaría un desarrollo de la pequeña industria, que no interesa al centro del sistema-mundo. c) Existencia de una gran masa de población proveniente de la desintegración de las estructuras rurales: Desempleada o subempleada, sin formación, desprovista de funcionalidad para el sistema. Castells considera ideológico llamarlos marginados, pues son un producto directo del sistema, no un rasgo patológico del mismo. La segunda etapa de Castells: la influencia de los neo-weberianos. En City, Class and Power (1978) Castells rectifica su enfoque marxista previo, que califica como de demasiado mecánico. Castells admite haber aplicado la teoría althusseriana sin tener en cuenta ciertos aspectos novedosos que presentaban los problemas urbanos, problemas que llamaban a la elaboración de nuevos constructos teóricos y marcos interpretativos (Castells 1978: 11). Para ello volverá la vista hacia Weber y su ya citada teoría tripartita de las clases sociales. Castells rescata a Weber para poder explicar la emergencia de las clases medias y la pequeña burguesía en las sociedades urbanas contemporáneas, en general, y en los nuevos movimientos urbanos, en concreto. Esta influencia weberiana puede haber sido consecuencia, según Merrifield (2002) de los contactos que Castells tejió con la escuela británica de Pahl, Pickvance y Saunders, que se expresaba, como ya se comentó, desde las páginas de la revista The International Journal of Urban and Regional Research en cuyo primer número colaboró Castells en 1977 nada más y nada menos que con dos artículos (Castells 1977a, 1977b). El giro refleja también la influencia sobre Castells de un amigo suyo, Nicos Poulantzas, otro de los teóricos neomarxistas de gran influencia en la época, segundo sólo en importancia respecto a Althusser. Poulantzas fue, además, uno de los padres del eurocomunismo, aquella renovación democrática de las tesis políticas marxistas, reacción contra los viejos partidos de sello estalinista, y que en el fondo no era más que la consecuencia de los procesos de despolarización que los Treinta Gloriosos habían traido a la sociedad. El mundo no podía ya entenderse como compuesto sólo por explotados y explotadores, las clases trabajadoras se habían ido dotando también de patrimonio y compartían ahora características de la vieja definición de burguesía (Poulantzas 1974). Castells concentra ahora su atención en estudiar el papel de esta pequeña burguesía, a la que han ingresado muchos obreros, en los movimientos sociales urbanos. Esto es debido a las propias dinámicas del capitalismo avanzado (ese que más tarde bautizará él mismo como “informacional”): un sistema tecnoeconómico que ha ampliado y divesificado las formas de explotación, generando la nueva figura del proletariado de cuello blanco, y al hacerlo ha ampliado y diversificado en paralelo las formas de revuelta y mobilización social (Castells 1978). Castells pone incluso sus esperanzas en que sea esta pequeña burguesía o los nuevos trabajadores de cuello blanco los que conduzcan a una renovación democrática de los procesos de planificación urbana. La fuerza de los nuevos movimientos urbanos radica según Castells en su naturaleza interclasista, que tiene impactos positivos pues reduce la percepción de amenaza por parte del poder. 5.4. La sociología urbana en los Estados Unidos de finales de los 60 y 70. Mientras en Europa la marea marxista, o neo-weberiana, no dejó apenas espacio para otros enfoques, en los Estados Unidos, el funcionalismo y las herencias teóricas de la ecología humana no se dejaron aniquilar y continuaron gozando de buena 96 salud, aunque tuvieron que aprender a convivir y compartir lo que antes había sido su feudo en propiedad, con las nuevas teorías marxistas. A continuación veremos algunas de las aportaciones más interesantes de ambas corrientes al otro lado del Atlántico. 5.4.1. La continuidad del funcionalismo ecológico. Esta continuidad es muy fuerte sobre todo en uno de los temas estrella del funcionalismo desde los tiempos de Durkheim: el de los comportamientos “desviados” o la desorganización social. En ese sentido, los estudios de los años 70 continuaron por la misma senda que había iniciado Chicago, limitándose simplemente a refinar argumentos. Así tenemos, por ejemplos, las teoría del espacio defendible de Newman (1972), la teoría de las actividades rutinarias de Cohen and Felson’s (1979) o la quizá más famosa teoría de las Ventanas Rotas de Wilson and Kelling’s (1982). Todas ellas insisten en otorgar al espacio construido un papel condicionante de los comportamientos criminales. Para Newman los defectos del espacio construido atraen o facilitan la delincuencia. Este era el caso de muchas urbanizaciones de vivienda social, diseñadas de tal manera que suministraban fáciles vías de acceso y huida a los delincuentes, muchos lugares donde esconderse, al no estar alineados formando una calle y tener zonas ajardinadas con pobre iluminación. La teoría de Cohen and Felson (1979) predecía que un número muy alto de potenciales víctimas se convertirán en víctimas reales siempre que se den las siguientes tres condiciones espacio-temporales: ausencia de vigilancia, abundancia de delicuentes motivados y víctimas adecuadas. La Teoría de las Ventanas Rotas, por su parte, se convirtió en un documento clásico en política comunitaria. Trataba de identificar las señales físicas que denotaban que un área estaba abandonada a su suerte por el Estado y, por lo tanto, atraía a delincuentes y vándalos al percibirlo estos como territorio “salvaje” en el que podían campar a sus anchas: edificios y coches abandonados, acumulación de basura, ventanas y farolas rotas, graffitti. Como ya se mencionó en otro capítulo, de aquel enfoque Wilson and Kelling extraían una cura conductista: invirtiendo en mejorar la infraestructura urbana se reducirían los niveles de vandalismo y delincuencia (Wilson and Kelling 1982). Otro interesante criminólogo es Kornhauser (1978) quien hace una esclarecedora clasificación de las principales teorías sobre la delincuencia urbana en dos grandes grupos: teorías de la desviación cultural y teorías híbridas. Las primeras afirman, el argumento es ya conocido, que la delincuencia de bandas es una forma de subcultura en la que la desviación ha sido normalizada. Las teorías híbridas, sin negar que esto sea cierto, no admiten que la existencia de una cultura de la desviación conduzca necesariamente a la delincuencia, para ello deben de añadirse otros factores, especialmente ciertas experiencias traumáticas y la falta de mecanismos de control social en los individuos jóvenes. 5.4.2. David Harvey. La corriente marxista en los Estados Unidos. David Harvey no es en realidad norteamericano, sino británico, aunque pasa la mayor parte de su vida académica en Baltimore y la mayoría de sus estudios los realiza en dicha ciudad. Y tampoco es, estrictamente hablando, un sociólogo, sino un geógrafo. Sus temáticas y enfoques, sin embargo, hacen sus estudios indistinguibles de los sociólogos. Sus raíces europeas son quizá las culpables de que resultara impermeable a la tradición funcionalista del país que le dio acogida profesional. Harvey es uno de los marxistas que nunca dejaron las trincheras. Junto con La question urbaine de Castells y La production de l’espace de Lefevbre, el otro libro canónico de la sociología urbana marxista es Social Justice and the City (Harvey 1973). Harvey es un pionero de la geografía urbana radical. No es un althusseriano. “Nunca entendí a Althusser”, confesará en 1987 (Harvey 1987: 369). Su proyecto era el de convertir la geografía en una ciencia nomotética (que ofreciera principios, leyes, universales de explicación) y holística, unificada. Para eso recurrió al materialismo, es decir, al marxismo. Acusa a la Escuela de Chicago de sostener académicamente el status quo. El capítulo fundamental del libro es “Revolutionary and Counter-revolutionary Theory in Geography and the Guetto formation”. En él aborda la cuestión de las causas que han generado el nacimiento de los guettos de las inner cities norteamericanas. Comienza advirtiendo que la mayoría de los estudios sobre los guettos, como los de la Escuela de Chicago, son legitimadores del status quo y, por tanto, contrarrevolucionarios. Parten de aprioris ideológicos; consciente o inconscientemente, fabrican un discurso sobre la realidad, no la explican. Harvey estudió en profundidad la formación del guetto negro norteamericano a través de su prolongada experiencia como profesor en la Johns Hopkins University de Baltimore, un caso típico que reflejaba el bucle histórico suburbanización/guettoización de la historia urbana norteamericana de postguerra, que aún había sucedido con mayor severidad en aquella ciudad sureña que en el resto del país. Para cuando Harvey era profesor en John Hopkins la población afroamericana de Baltimore, o mejor dicho, del centro de la aglomeración urbana que coincidía con la antigua ciudad de Baltimore, suponía ya el 66% (Merrifield 2002). Harvey dedica sus esfuerzos a exponer los mecanismos políticos y culturales institucionalizados, que habían dado lugar al surgimiento del guetto utilizando los datos empíricos obtenidos en Baltimore. Aquellos datos demostraban que el fenómeno poco o nada tenía que ver con la sucesión ecológica “natural” descrita por Park, Burgess y compañía. De entre los factores causales Harvey destaca una tríada mutuamente interrelacionada : el racismo institucionalizado, como instrumento ideológico, autentico habitus calcificado inseparable de la identidad del blanco sureño de aquellos tiempos b) la práctica del redlining, que empieza con su trabajo a ser desenterrada académicamente de nuevo; c) y la práctica del blockbusting: edificios situados en zonas centrales con alto potencial de revalorización para espacio de oficinas eran conscientemente dejados morir por sus propietarios, con los inquilinos dentro. Las averías no eran reparadas, no se suministraban servicios, incluso se llegaba a intimidar físicamente a los inquilinos o a prender fuego a las propiedades. 97 “Debemos desistir de posiciones reformistas y deshacernos de la economía de mercado, que produce demasiadas injusticias en su funcionamiento diario” (Harvey 1973) La ciencia social, para Harvey, no podía permanecer objetiva frente a la pobreza urbana y sus males asociados. En esta implicación a la acción radica una importante diferencia con el otro gran sociólogo urbano del momento, Castells. Harvey dedicó sus siguientes trabajos The Limits to Capital (1982) y The Urbanization of Capital (1985), basados asimismo en investigaciones empíricas realizadas en Baltimore, a reforzar las debilidades teóricas que él apreciaba en su primera obra. En ellos desarrolla el concepto de renta monopolística y analiza los efectos del capital financiero sobre el espacio y las relaciones urbanas. Su concepto de renta monopolística venía a complementar y corregir el de “renta absoluta” desarrollado por Marx y Engels en el capítulo 3 de El Capital. Los propietarios inmobiliarios urbanos, coincide Harvey con Marx, como los terratenientes de antaño y hogaño, extraen su poder del monopolio del espacio. Pero, a diferencia de Marx y Engels, Harvey nos muestra cómo este poder no necesariamente pasa en todos los casos por la obtención de una renta directa de dicho espacio. Los propietarios más poderosos son aquellos que pueden retener el suelo, mantenerlo fuera del mercado, creando temporalmente “islas de escasez”. Sólo liberarán el suelo si pueden extraer de él no cualquier renta (la “renta absoluta” de Marx) sino una renta por encima de un cierto umbral. Es decir, en contra de lo que decía Marx, los intereses de los más poderosos grupos capitalistas no se vehiculan por medio de la mano invisible del mercado, sino a través de estrategias deliberadas de obstrucción del mismo creando, por el camino, una división dentro de la propia clase de propietarios (entre los propietarios que se contentan con una plusvalía “razonable” y una clase superior de propietarios “supercodiciosos”). La posibilidad de extraer estas plusvalías por encima de la lógica del mercado atrajo a las ciudades desde los años 50 a los capitales financieros especulativos, como la sangre a los tiburones, acelerando el proceso de “financiarización” del mercado inmobiliario urbano. El análisis que Harvey hace del espacio como activo financiero viene a modernizar las decimonónicas ideas de Marx sobre el capital financiero, demasiado influidas por la noción de renta rural.A mediados de los años 60 la acumulación de capital a través de la producción de bienes –lo que se denomina como el circuito primario- empezó a cohabitar con la acumulación de capital a través de la inversión inmobiliaria. El espacio no sólo coadyuva a la reproducción de la fuerza de trabajo, como afirmaba Castells, sino que, como muy bien había señalado Lefebvre (a quien Harvey, de alguna manera vindica), es un instrumento de acumulación de capital a través del mercado inmobiliario y de las infraestructuras públicas, que serán construidas con capital privado. Las inversiones públicas se organizan entorno a los intereses del capital privado y los espacios públicos son apropiados para la generación de plusvalía privada. El espacio urbano, como lugar donde toda esa construcción y especulación se producen con la intensidad más acendrada, no es sólo un lugar de producción o de reproducción, como decía Castells: es también una unidad de acumulación de capital. Eso es exactamente lo que estaba ocurriendo en Baltimore y todas las grandes urbes americanas y europeas a principios de los años 70: un grupo de grandes especuladores financieros a los que bautiza con las siglas FIRE (Financial, Insurance and Real Estate), estaba jugando un papel decisivo, a través de su capacidad para otorgar o negar créditos y manipular las instituciones políticas, en la conformación de la estructura residencial de la ciudad. Incluso el capital industrial se encontraba a merced de este nuevo poder. Y, en este sentido, el espacio urbano es el escenario de la última fase de evolución de la lucha de clases, mucho más compleja que las anteriores: entre capital y trabajo pero también entre diversas facciones del capital, el capital productivo contra el capital especulativo, el pequeño capital inmobiliario contra el gran capital inmobiliario capaz de acaparar monopolísticamente suelo. Pero Harvey va mucho más allá del análisis puramente urbano y analiza los efectos que estas prácticas tienen en el sistema económico en su conjunto. Su tesis es que la especulación inmobiliaria es la fuente de los problemas de “stagflacción” que, de manera cíclica, aquejan a las sociedades capitalistas desde mediados de los años 60. Dichos ciclos están conectados con ciclos de boom y crisis inmobiliaria. Harvey nos muestra cómo las oscilaciones de las tasas de interés van estrechamente unidas a las oscilaciones de precios en el mercado inmobiliario y cómo estas se relacionan con la economía industrial. Si las rentas inmobiliarias ofrecen mayores retornos que otros sectores de la economía y si hay credito disponible a tasas de interés asequibles, una buena parte del capital se desplazará hacia el sector inmobiliario. Así, cuando el sector industrial empieza a descender por la curva de los rendimientos decrecientes el circuito secundario inmobiliario comienza a ascender en sentido contrario, permitiendo mantener el ritmo de acumulación. La producción de espacio construido se convierte de esa manera en una cura temporal para los problemas de sobreacumulación en el circuito industrial del capital. Pero el capital financiero induce un crecimiento artificial del espacio urbano construido a través del mecanismo del crédito barato, empujando a los constructores a construir y a las familias a consumir viviendas en una carrera desbocada que acaba por generar una situación de sobreinversión y endeudamiento (la llamada burbuja inmobiliaria, tan grande y expansiva como frágil). Cuando la burbuja alcanza sus límites sistémicos, estalla arrastrando a la economía a la crisis. He aquí de nuevo una corrección a las tesis de Marx: el analisis del mercado inmobiliario demuestra que no en todas las ocasiones el capital produce siempre más capital. También puede destruirlo, congelándolo en desarrollos urbanos a medio terminar que no encuentran salida en el mercado, en préstamos hipotecarios que no se pueden devolver. Pero la crisis, cuando llega, no alcanza, por supuesto, a todos: lo que la burbuja crea es una pirámide basada en el débito. Aquellos que entraron primero en la carrera y extrajeron plusvalía en el momento de las vacas gordas probablemente se retirarán con pingües beneficios. El problema es para los que entraron en la cresta de la ola. Nuevamente la especulación inmobiliaria se revela como un mecanismo que crea nuevas tensiones intraclase, en este caso incluso entre las propias clases especuladoras. Harvey califica este capitalismo de “humanamente destructivo” (Harvey 1982; 1985) y sus prácticas de “pillaje”. A la luz de la actual crisis económica mundial del capitalismo, con el gran protagonismo que en ella ha tenido la especulación inmobiliaria, los estudios de Harvey se nos antojan proféticos. El paisaje físico de la ciudad capitalista se caracteriza, pues, por estar sometido a ondas cíclicas de devaluación/revaluación, crisis y auge especulativo, decadencia y deterioro (en absoluto espontáneos sino guiados por mecanismos del sistema) y renovación bajo nuevas formas (el vehículo de una nueva ola de acumulación). La 98 destrucción/reconstrucción del espacio urbano obedece pues a ciclos económicos cuyos patrones pueden modelizarse matemáticamente. Estos ciclos de la construcción pueden tener duraciones variadas dependiendo de las épocas y lugares, llendo desde ciclos largos tipo Kondratieff a ciclos medios tipo Kuznet y cortos tipo Juglar (Merrifield 2002:147). La financiariación del espacio urbano se intensificó a partir de la crisis que estalla en 1973, y ello por diversas causas. La falta de recursos conduce a la crisis de la gestión socialdemócrata de los servicios urbanos (la provisión keynesiana del consumo colectivo de servicios por el Estado de Bienestar, que había supuesto el punto de partida de la armazón teórica de Castells) y su sustitución por gobernanzas neoliberales que promueven el adelgazamiento de lo público y la privatización de muchos servicios. Al mismo tiempo, las ciudades entraban en una competición nacional e internacional por atraer los capitales que escaseaban. Para ello se hicieron todas “bussiness friendly”, se rindieron aún más a los intereses del gran capital y les dieron carta blanca para la realización de obras faraónicas que dieran a la ciudad una imagen atractiva para atraer inversiones o turistas (otra forma, a fin de cuentas, de inversión). Harvey seguiría refinando sus tesis con estudios posteriores, como el que realizó durante su año sabático en París (Merrifield 2002:144) sobre la renovación urbana de la capital francesa en tiempos del Segundo Imperio. La obra, Consciousness and the Urban Experience: Studies in the History and Theory of Capitalist Urbanization (1985), muestra cómo la financiarización de la propiedad inmobiliaria no era un fenómeno únicamente contemporáneo sino que ya había aparecido en fases anteriores del capitalismo. El estudio es también interesante desde otro punto de vista: en él Harvey empezaba a dejarse influir por las metodologías cualitativas y los enfoques multidisciplinares introducidos por la corriente postmoderna: en él se utilizaban, al alimón, datos “duros” como el impuesto de bienes immuebles o el volumen de ladrillos que entraba en París, con el arte de Delacroix o las descripciones literarias de Zola (uno de sus personajes en La Curée , es el anti-héroe Saccard, perteneciente a lo que entonces se veía como una nueva raza en emergencia: el especulador urbano). Harvey sitúa la burbuja inmobiliaria creada por la renovación hausmanniana como una de las causas del estallido popular que desembocaría en la toma del poder en París por el pueblo, en el experimento revolucionario de La Comuna (mal traducido del Francés La Commune que quiere decir el ayuntamiento) de 1871. 5.4.3. Los criptomarxistas norteamericanos. Como dice Zukin (1980) la mayoría de los sociólogos norteamericanos que abrazaron los enfoques de la Nueva Sociología Urbana, eran implícita, pero no explícitamente, marxistas. Quizás el prejuicio era aún demasiado grande para llamar a las cosas por su nombre. Como mucho algunos la denominarán Urban Political Economy (Zukin 1980). Aún así, sus estudios y posicionamientos no dejan lugar a dudas. Muchos de ellos participaron activamente como defensores de los marginados y de los nuevos movimientos urbanos y dedicaron sus esfuerzos a exponer los conflictos por los recursos urbanos: la lucha por los barrios, por las escuelas, contra el acoso policial, la resistencia contra los planes urbanísticos dedicidos desde arriba por los poderes burocráticos, contra la incursión de las empresas hambrientas de espacio en las comunidades (Dentler 1961; Gans 1968; Edel 1971; Fainstein y Fainstein 1972; Hartman 1974). Y también a estudiar los mecanismos del racismo y la segregación racial urbana. Así, los trabajos sobre los disturbios raciales de los guettos negros (Sherrard 1968; Warren 1968; Grimshaw 1969; Wilkinson 1969; Mitchel 1970; Geschwender 1971) o toda una avalancha de análisis sobre las prácticas de redlining (Taggart 1974; Heidkamp y Sandy 1974) que algunos estudios amplían al sector de las aseguradoras (Solove y Syracuse 1968; Levi 1969; Yaspan 1970) y que acaba desembocando incluso en informes oficiales como el publicado precisamente por el Congreso del Estado de Illinois y que incidía sobre la aplicación de esta práctica en la ciudad de Chicago (Illinois Legislative Investigating Commission 1975). En todos estos textos se observan claramente las transformaciones culturales que se han ido produciendo en la sociedad norteamericana, la llegada de una nueva generación crecida tras la guerra que ha ido purgando el prejuicio racial subyacente aún tan fuerte en la academia de décadas anteriores. Un nuevo zeigeist estaba en el aire y se reflejaba en la propia cultura popular: en 1969 Elvis Presley publicaba su famoso éxito "In the Ghetto”, canción escrita por el cantante de country Mac Davis. En tres años se había colocado en el top ten del pop en los Estados Unidos y Gran Bretaña. La letra habla de cómo el medio (nacimientos indeseados, familias monoparentales, falta de oportunidades, socialización en la cultura de las bandas- “and he learns how to steal and he learns how to fight, in the guetto…”- ) convierten a los jóvenes afroamericanos, la referencia es, concretamente al guetto de Chicago (“on a cold and grey Chicago morn…”) en delicuentes, en un círculo vicioso" (“The Vicious Circle" era, precisamente, el título original de la canción) que se repite generación tras generación y que no puede resolverse únicamente por la vía policial (el joven muere tiroteado por la policía ya en ese momento un nuevo delincuente en potencia está naciendo en otra calle de Chicago). Unos versos que condensaban, con una claridad meridiana, las teorías elaboradas en aquellas décadas por la sociología urbana, mostrando hasta qué punto estas formaban ya parte de la visión popular del mundo, hasta qué punto el discurso de la sociología urbana había ido poco a poco calando en la sociedad y cumplido su objetivo. 99 CAPÍTULO 6. LA SOCIOLOGÍA URBANA DE LA CIUDAD POSTMODERNA Y POSTINDUSTRIAL. A CABALLO ENTRE EL SIGLO XX Y EL XXI. 6.1. Introducción. Algunos rasgos generales de eso que llamamos postmodernidad. “Nous n'avons jamais été modernes”, “Nunca hemos sido modernos”, rezaba la primera parte del título de un libro de Bruno Latour de 1991. En él, Latour advertía de cómo el paradigma de la modernidad, si bien dominante desde la Ilustración, no había sido de ninguna manera el único presente en la sociedad occidental. Coexistiendo con él, en franca oposición al mismo, o en una estrategia conyugal que buscaba el alumbramiento de un retoño mestizo mejorado, las corrientes críticas al proyecto moderno se suceden desde finales del siglo XVIII sin solución de continuidad. La primera de ellas, el movimiento romántico, fue, de hecho, muy fuerte y muy duradero y su influencia fue enorme en arquitectura (eclecticismo historicista) y urbanismo (ciudadjardín, rururbanización). El movimiento postmoderno que irá progresivamente erosionando el paradigma de la modernidad a partir de la segunda postguerra mundial puede considerarse, de alguna manera, una suerte de neo-romanticismo. La verstehen y la fenomenología fueron precursoras de la epistemología postmoderna como el protoexistencialismo de Schopenhauer y Nietzsche lo fueron de su ética. Para Alain Touraine, objetividad y subjetividad, racionalidad e irracionalidad, han estado siempre presentes en la edad contemporánea, como los dos rostros de un Jano bifronte (Touraine 1992). La dificultad de la modernidad para cumplir su mandato de universalidad e imponer plenamente su paradigma a toda la sociedad y a todo el planeta, es un efecto de la propia heterogeneidad social y material que genera su propia dinámica: una sociedad lanzada a una complejización creciente en todos los ámbitos, empezando por una continua división del trabajo que más allá de social es también sexual, étnica, regional, internacional, y técnica, y terminando en la complejización del propio output material, el de los productos fabricados, que conlleva una fragmentación inevitable de los patrones de consumo (no hay tiempo ni dinero para comprar y consumir todo lo que ofrece el mercado, lo cual genera,necesariamente, estilos de vida materiales distintos, independientemente del poder adquisitivo de los actores sociales). En paralelo con esos propios procesos históricos, acelerados a partir de los años 50 por la rápida transformación del capitalismo desde la fase fordista a una postfordista o postindustrial, una nueva versión de aquel secular conjunto de ideas que disputaban, total o parcialmente, los fundamentos ideológicos de la modernidad irá haciendose cada vez más visible. Muchas de las ideas son las mismas, simplemente remozadas a la luz de los nuevos tiempos. Otras, en realidad pocas, son nuevas. El paradigma alternativo no es, sin embargo, tan monolítico como el moderno, precisamente porque uno de sus principios basilares es el de la multivocidad, la idea de que no existe una única verdad absoluta, una única forma de ver el mundo. Así, la ideología postmoderna debe entenderse más bien como una familia de movimientos y corrientes compartiendo un reducido cuerpo común de principios, básicamente la crítica a los artículos de fe de la modernidad. Con un crecimiento lento en los 50 y 60, la contestación a la modernidad alcanza niveles sociológicamente relevantes entre 1965 y 1970, con su puesta de largo en los acontecimientos de 1968, año en que las ideas se traducen en un fuerte movimiento político-cultural en todo el mundo occidental. Aquellos primeros embates venían en forma de oposición frontal y militante a la modernidad (movimientos beatnik y hippie, religiones New Age, Deuxième Gauche en Francia, New Left en Gran Bretaña y Estados Unidos, primeros momentos de las luchas gays, feministas, ecologistas, el Black Power, los movimientos indianistas, los movimientos descolonizadores). Sin embargo, para poder triunfar y convertirse en ideología dominante el nuevo paradigma tenía que llegar a un pacto con el sistema, un mutuo entendimiento en el que ambas partes, modernidad y proyecto alternativo, limaran aristas y se encontraran, de alguna forma, a mitad de camino. Ese compromiso se alcanzaría en los años 80 y 90, con la llamada Generación X, que se socializa “naturalmente” en buena parte de los valores que en la generación anterior eran considerados “desviados” por el paradigma moderno aún imperante (la libertad sexual, la autoafirmación personal, la tolerancia a las drogas, el pacifismo, la exaltación de la diferencia cultural, la igualdad de género y orientación sexual, la sensibilidad ecológica, el pacifismo y antinacionalismo, el escepticismo epistemológico y el relativismo axiológico) pero que también hace suyos valores que no estaban en aquella agenda y que provienen de un ajuste del paradigma moderno (veneración de la tecnología y mantenimiento de la fe en el progreso a través de la ciencia, y un materialismo individualista que ahora es, también, hedonista, gracias a la superabundancia conseguida por la eficiencia productiva de la industria (que inunda la sociedad de mercancías baratas y asequibles para todos). Así, como antes con el paradigma de la modernidad, el paradigma postmoderno, aunque haya podido convertirse hasta cierto punto en dominante, al menos en la esfera de la cultura popular, no ha eliminado a su némesis modernista: simplemente convive con ella o ha generado, y continúa generando, híbridos cada vez más sofisticados. La historia contemporánea, al menos desde el Renacimiento, puede entenderse como la de la compleja relación dialéctica entre estos dos paradigmas, que, más que como categorías mutuamente excluyentes, sería heurísticamente más apropiado concebir como tipos-ideales, extremos en un continuum. Si prestamos ahora nuestra atención al paradigma postmoderno en sí mismo, diremos que, por debajo de su ya mencionada heterocliteidad, se trata de una forma de entender el mundo y de valorarlo, una weltanschaung, que se define como reacción a la moderna. En su versión más radical, aspira a eliminarla. En su versión más moderada, a purgarla de sus sesgos ideológicos y de su hibris prometeica (Best y Kellner 1991; Rosenau 1992; Beck 1992; Ritzer 1997). El punto de partida es la problematización de la soberbia racionalista. El paradigma posmoderno rompe con el absolutismo del Homo Sapiens. El hombre no es solamente razón: es también emoción, creación, imaginación… y locura. Es el Homo Complexus de Edgar Morin (Morin 2000), a veces un Homo Demens que habita un mundo imaginario, una ilusión que él mismo ha creado, que convive sin excluirlo junto con el Homo Sapiens que habita el mundo objetivo de los positivistas. Es el Homo dionisíaco que coexiste con el apolíneo y el Homo Ludens (Huizinga 1938), cuyos actos están guiados por la 100 arbitrariedad del juego y el placer que comparte espacio con el Homo Oeconomicus cuyas acciones son el resultado de racionales cálculos de coste/beneficio. En consecuencia, es un Homo para el que es imposible alcanzar el conocimiento objetivo absoluto. La realidad se presenta siempre mediada por nuestras emociones y nuestras percepciones, que son el resultado de unas categorías culturales concretas y de unos mecanismos cognitivos limitados. Uno de esos mediadores culturales es el lenguaje: el lenguaje no solamente transmite nuestro pensamiento sino que lo moldea y, puesto que no puede haber ningún pensamiento sin lenguaje, este, dicen los postmodernos, “crea”, literalmente, la verdad. La verdad es, entonces, cuestión de perspectiva o contexto. No puede haber un sistema de verdad universal. No tenemos acceso a la realidad en sí, a la forma en que son las cosas, sino solamente a como estas se nos aparecen en un momento dado, a un grupo o persona determinados. Se trata de un punto de vista que ataca directamente a la base del positivismo y niega la posibilidad de encontrar leyes universales de los fenómenos. En su versión moderada no niega la ciencia, pero la somete ciertamente a una cura de humildad. La modernidad, en nombre de aquella objetividad científica obtenida a través de la razón, había pretendido plantar sus banderas en todo el mundo y en todos los órdenes de la existencia: Colonizar la realidad, la naturaleza, el hombre, a partir del supuesto de que lo que se aplicaba era “la verdad”. El postmodernismo denuncia esta pretensión y la tacha de mero discurso cultural e ideológico. Era necesario descontaminar el conocimiento desenmascarando cómo muchos de sus componentes, contradecían abiertamente, de hecho, aquel principio cardinal de la racionalidad y la objetividad: el discurso de la modernidad exaltaba la superioridad del hombre sobre la mujer; relegaba a fósiles de la historia a todas las culturas no occidentales y veía en la occidentalización del mundo un destino inevitable, la consecuencia de las propias leyes de la evolución; consideraba la homosexualidad como una forma de enfermedad mental; entendía el multiculturalismo intrasocietal como una disfunción social; consideraba el control central, la autoridad y la uniformización cultural como formas más eficientes de gestión de la sociedad; trataba a la naturaleza como un ser inerte al servicio del hombre, con un planteamiento mecánico de la misma, de depredación, que no tenía en cuenta la dimensión ecosistémica de interdependencia sociedad-medio (un enfoque así les habría llevado a la conclusión de que, depredando a la naturaleza se estaban, en realidad depredando a sí mismos); consideraba a la máquina y a la estética de la máquina como una sublimación más perfecta de lo humano en detrimento de lo orgánico… ninguno de estos planteamientos, en resumidas cuentas, puede sostenerse como inevitable o universal desde una aplicación neutra de la razón y de la ciencia positiva. Así, a la obsesión de la modernidad por la homogeneidad, la unidad, la autoridad y el absolutismo/certidumbre, el postmodernismo opone los principios de diferencia, pluralidad, contextualidad y relativismo/escepticismo (Turner 1990). El postmodernismo es la ideología anti-ideológica: está en contra de cualquier visión del mundo que se reclame exclusiva, universal, en posesión de toda la verdad. En ese sentido, no es sólo anti-moderno: es también anti-medieval o anti fundamentalista en general. En el caso concreto de la visión moderna, el postmodernismo ataca fieramente su dualismo. Los postmodernos aseguran que uno de los rasgos del pensamiento occidental moderno es la categorización binaria: se ordena la realidad en base a pares de opuestos que son mutuamente excluyentes: hombre/mujer, primitivo/moderno, cuerpo/mente, razón/emoción, naturaleza/cultura, cultura de élite/cultura popular, gemeinschaft/gesellschaft, campo/ciudad, arte/artesanía, etc., lo cual excluye cualquier posibilidad de matiz o de categorías híbridas. El postmodernismo llama a romper estas rígidas barreras categoriales, denunciándolas como un simple constructo ideológico, y a reconocer la infinita complejidad de la vida real, exaltando y fomentando la diferencia, la pluralidad, las yuxtaposiciones y la hibridación. No existen sólo hombres y mujeres, entre estos dos extremos la gama de posibilidades puede ser muy amplia y lo mismo puede predicarse de cualquier otra categoría al uso. Lo “primitivo” está entre nosotros y debemos protegerlo, no exterminarlo, e incorporar sus aspectos más positivos, como el comunitarismo, la integración con la naturaleza, etc. El entorno humano y el mundo antrópico no son dos esferas separadas y excluyentes, en la realidad son interdependientes y debemos mezclarlas aún más, fomentar el retorno a la naturaleza. Los postmodernistas hacen de la deconstrucción una postura metodológica permanente. Cualquier tipo de conocimiento está construido por ideologías y estructuras categoriales que son un producto histórico y cultural en sí mismo. Es tarea del proyecto postmoderno desenmascarar sus reglas sintácticas y acto seguido aplicar esta deconstrucción a la práctica para combatir los efectos de quienes intentan imponer esa verdad fabricada al resto de la sociedad. Esta posición les lleva a ser muy críticos con el poder puesto que el pensamiento postmoderno identificará en las instituciones de poder la principal fuente de los discursos ideológicos absolutistas. Los discursos son creados por el poder como mecanismo de control: el poder, para minimizar sus costos de control, coloniza las mentes de los individuos vía proceso de socialización para que estos se conformen voluntaria, y felizmente, a sus reglas, a su disciplina. Un planteamiento epistemológico que tendrá un reflejo fundamental en el terreno de la acción social y política: la lucha por la liberación no puede centrarse en la toma del poder en sí mismo, pues todo poder tiende a crear su propia verdad y a imponerla a la sociedad, volviendo a cerrar el círculo, sino en la liberación de ese mecanismo de control cultural. Es por ello que los movimientos postmodernos se alejan del marxismo político de la época (al que descubren como el aparato de represión que es) tanto como de las democracias burguesas (que también denuncian como autoritarias) y buscan soluciones en un terreno más cercano a las posiciones anarquistas clásicas (que son, en ese sentido, un antecedente de la postmodernidad), en una democracia participativa, asamblearia, horizontal, o , definitivamente, abandonan el terreno de la política directa para centrarse en la lucha, individual o colectiva, contra la colonización cultural, abogando por formas alternativas de valores, una cultura del relativismo, la tolerancia y la diversidad cultural, una búsqueda de la experiencia y de la realización interior. 6.2. Historia de la emergencia de la epistemología postmoderna Desde las trincheras teóricas la crítica a la pretensión totalizadora de la razón había comenzado con el protoexistencialismo del siglo XIX (Kierkergaard, Schopenhauer, Nietzsche), había seguido con la verstehen (Dilthey, Weber) y el 101 pragmatismo norteamericano de principio de siglo (George Herbert Mead, John Dewey, William James) que tiene uno de sus focos en el propio Departamento de Sociología de Chicago y continuó con el interaccionismo simbólico también en Chicago (Best y Kellner 1997). Otra rama la constituye la fenomenología de Edmund Husserl en los años 20, que planteaba que la realidad debe ser examinada sólo en sus apariencias, más tarde adaptada por Alfred Schütz a la epistemología de las ciencias sociales en los años 50 y 60 (Schütz 1953,1967). En el campo científico, las teorías de la relatividad especial (1905) y general (1915) y posteriormente la física cuántica, evolucionaron la física moderna newtoniana y su forma mecanicista de interpretar el universo. Einstein vino a cambiar el concepto absoluto de tiempo por el de un tiempo relativo que depende de la posición del observador. Algo muy parecido plantea el Teorema de Bell (1964) para la física cuántica (en el mundo subatómico dos observadores diferentes verán cosas diferentes dependiendo de su ángulo de observación). Décadas antes, Heisenberg (1927) había publicado su Principio de Indeterminación que reconocía abiertamente por primera vez la imposibilidad de medir y predecir con exactitud un fenómeno físico (la posición de un electrón en la órbita en torno a un núcleo en un momento determinado).También por aquellas décadas los matemáticos empezaban a reconocer la existencia de sistemas caóticos, que no obedecen a leyes simples y fijas, y a elaborar los esbozos de lo que más tarde se conocería como Teoría del Caos. Los epistemólogos vieron en aquellos descubrimientos la confirmación de sus sospechas sobre las debilidades estructurales de la ciencia positivista. La tradición no positivista en ciencias sociales continuó con la teoría crítica de la Escuela de Frankfurt. Por primera vez la ciencia es acusada de ser una ideología más. La obra que mejor elabora la posición de la escuela es quizás Traditional and Critical Theory (1937) de Max Horkheimer. En ella Horkheimer opone su “teoría crítica” a la “teoría tradicional”, es decir, la ciencia positivista. En la línea de Weber, Horkheimer argumenta de nuevo que las ciencias sociales son diferentes de las naturales porque los fenómenos sociales son reflexivos, es decir están modificados por las propias ideas de los observadores. Los fenómenos sociales no existen “ahí fuera”, como un objeto independiente sino que están mediados siempre por la conciencia humana y son un producto social e histórico. El positivismo supone una reificación de los fenómenos sociales. Siendo una corriente identificada con la izquierda, la Escuela de Frankfurt rechazará, sin embargo, el marxismo ortodoxo como una forma de positivismo y defenderá la ruptura del dualismo entre materia y conciencia, entre materialismo e idealismo. La sociedad no puede entenderse de acuerdo a leyes y mecanismos abstractos sino en su especificidad histórica idiosincrática y a través de la superación de las barreras disciplinares, integrando en una ciencia holística la geografía, la economía, la historia, la sociología, la antropología, la psicología y la ciencia política, es decir, superando la fragmentación categorial moderna. Esta será siempre una de las reivindicaciones de la ciencia postmoderna y del discurso dominante en las ciencias sociales contemporáneas (Horkheimer 1976). Después de la Segunda Guerra Mundial, y ya desde los Estados Unidos, otro de los miembros de la Escuela de Frankfurt, Herbert Marcuse, se aventuraría por otro de los campos más fértiles y novedosos de lo que más tarde será el paradigma postmoderno: el del mundo de los instintos, de las pulsiones inconscientes y emociones y, dentro de estas, especialmente, las pulsiones libidinosas, el deseo, y, en concreto, el deseo sexual y su articulación con la sociedad, el poder. La obra clave es Eros and Civilization (1955) en la que Marcuse revisita a Marx a la luz de Freud y reelabora el pensamiento de ambos. Para Marcuse la historia de la humanidad, más que una sucesión de luchas de clase, es la lucha contra la represión de nuestros instintos. La sociedad industrial es profundamente represiva no sólo o fundamentalmente porque explote al trabajador sino porque reprime nuestros instintos biológicos más vitales, porque nos aliena de nuestra propia naturaleza. Critica la afirmación de Freud, moderna hasta la médula, de que la represión de la libido es necesaria para la civilización, para la vida en sociedad. La libido, en cambio, el deseo, el Eros, como él la denomina, es una fuerza liberadora, positiva y constructiva, no destructiva como la veía Freud. Probablemente bebe de Nietzsche, de la idea del instinto dionisíaco y de la voluntad de poder. La sociedad moderna reprime el deseo para canalizarlo en forma de progreso pero el precio a pagar es muy alto: es la prevalencia de un sentimiento de culpa en lugar de uno de felicidad. En nombre del discurso moderno del progreso la felicidad de la gente es sacrificada. Y, ojo, Marcuse se refiere al discurso moderno, no al capitalismo en sí. Sus críticas son repartidas equidistantemente entre los regímenes capitalistas occidentales y los comunistas. Ambos son aparatos de represión del deseo en aras de un progreso que es sólo material. La llamada de Marcuse a la liberación del deseo en todas sus formas marca uno de los hitos seminales de la nueva ética postmoderna. Marcuse será un gran inspirador del movimiento hippie y del espíritu de Mayo del 68. Otros autores siguieron su estela. El Irrational Man de Barret (1958), otra obra que pretendía rehabilitar la esfera emocional del ser humano frente a la dictadura de la razón, fue también muy influyente en los 60 y contribuyó a desarrollar la sensibilidad postmoderna (Best y Kellner 1997). Al menos otras dos obras de Marcuse, en la década siguiente, fueron seminales en el desarrollo de otros aspectos del paradigma crítico postmoderno. La más importante de ellas es One-Dimensional Man: Studies in the Ideology of Advanced Industrial Society (1964) en la cual Marcuse abunda en un antimaterialismo que ya estaba presente en el Eros, y carga contra los valores consumistas que el capitalismo ha conseguido instilar en los trabajadores. Las sociedades industriales avanzadas, con su superproducción, han creado falsas necesidades en los individuos que se constituyen como un mecanismo de control que ata a la población al sistema de producción y consumo a partir de la manipulación de la cultura via mass media, publicidad y marketing. El sistema del capitalismo de consumo de masas se reclama democrático pero es en realidad autoritario, un argumento que volverá a repetir en su Repressive Tolerance de 1965: unos pocos individuos dictan nuestros gustos y construyen nuestros estilos de vida e incluso nuestras percepciones de lo que es la libertad al hacernos creer que lo que nos ofrecen es no sólo lo deseable sino el único modelo de vida posible. En este estado de “no libertad” los consumidores actúan irracionalmente trabajando, por ejemplo, más de lo que realmente necesitarían para satisfacer necesidades secundarias creadas artificialmente pero que forman ya parte de su propio yo (“La gente encuentra su alma en su automóvil, su equipo de sonido, su casa unifamiliar”, escribe Marcuse (1964:5)) ignorantes o despreocupados del sistema destructivo de poder que hace todo eso posible (en forma, por ejemplo, de deterioro medioambiental). El resultado es un hombre y un universo social “uni-dimensionales”, es decir, comprados por un sistema de pensamiento y de comportamiento únicos en el cual la capacidad para la crítica o los estilos de vida alternativos se tiende a eliminar. Todo ello le lleva a Marcuse a revisar las predicciones de Marx sobre el papel del 102 proletariado en la lucha de clases y sobre su predicción de la inevitabilidad del colapso del capitalismo. En los años 60 el capitalismo parecía haber ganado en Occidente, especialmente en Estados Unidos, desde donde escribía Marcuse: había comprado al proletariado (blanco) con la utopía prefabricada del suburb. Como forma de resistencia Marcuse llama al “gran rechazo” de la cultura consumista y ve en las minorías de marginados y excluidos, aquellos que por su propia posición marginal no han sido aún comprados por el capitalismo, la esperanza para contrarrestar los efectos del sistema. Aquellas críticas a la democracia le costaron caras: la Universidad de Brandeis rehusó renovar su contrato en 1965. Otro frente postmoderno que se abrió en los 60 fue el de la metodología de investigación en ciencias sociales. Como no podía ser de otra manera, el paradigma postmoderno llamaba a una revitalización de los métodos cualitativos, interpretativos, contextuales, de todo aquello que tratara de capturar los fenómenos sociales en su complejidad vital, no reducida a frías y generalizables estadísticas. Una de las tentativas más loables en ese sentido es la de la Etnometodología de Harold Garfinkel, que bebe directamente de la fenomenología de Schütz y que se diseñó precisamente para estudiar fenómenos sociales urbanos. La Etnometodología parte del supuesto de que los miembros de una sociedad adquieren insconscientemente unos métodos para construir el orden y el sentido del mundo social en el que viven. Garfinkel no está interesado en encontrar leyes o estructuras universales sino sólo en cómo los individuos dan sentido a lo que perciben, a las relaciones sociales concretas. El resultado es algo así como un mapa cognitivo de su universo social. Garfinkel realiza una lectura alternativa de Durkheim: para él esos mapas cognitivos son el verdadero hecho social. Pero no se trata de un hecho social externo a los individuos que existe y funciona por su propia lógica sino que es un producto colectivamente construido por los individuos. El objetivo de la Etnometodología será encontrar esos métodos de construcción y hacer un dibujo de los mapas cognitivos que resultan (Garfinkel 1967). Para alcanzar este objetivo Garfinkel propone una serie de puntos de partida teórico-metodológicos, algunos de ellos ciertamente novedosos: a) la “indiferencia etnometodológica”, una especie de agnosticismo hacia los prejuicios y arquetipos discursivos del análisis sociológico preexistente, como, por ejemplo, la idea de “desviación” o “comportamiento desviado” (¿”desviado” para quién? se pregunta Garfinkel) b) el “experimento de ruptura”, consiste en observar (o provocar durante el trabajo de campo) un comportamiento que contradiga las normas teóricamente vigentes en la sociedad: las reacciones a dicha ruptura (de tolerancia, rechazo, represión, defensa) nos dirán mucho acerca de los verdaderos códigos de conducta e ideologías que existen en la práctica; c) la “lectura alternativa” de un texto: Garfinkel retoma de nuevo la idea de que los textos no tienen una única lectura que relega todas las demás al estadio de “erróneas”. Incluso cuando una lectura es objetivamente “errónea”, como por ejemplo la que hace un disléxico que intercambia fonemas, el error de transmisión obedece a factores determinados (por ejemplo una cultura diferente) y tiene efectos sociales determinados que no pueden despreciarse. Todas aquellas elaboraciones fueron preparando el terreno para la gran explosión de la filosofía postmoderna desde finales de los años 60 y durante todos los 70. El lugar fue Francia, la mayoría de sus autores profesores universitarios que habían pasado por la obligatoria aggregation en filosofía. Ninguno de ellos dijo, en esencia, nada nuevo que no estuviera ya presente en el ambiente intelectual, político y cultural de la época desde al menos principios de los 50 pero ciertamente enriquecieron los enfoques, los aterrizaron al análisis crítico, a la deconstrucción de muchos fenómenos e ideas y dieron al paradigma el empujón final que necesitaba para saltar al mainstream sociocultural. Los autores franceses de este periodo han sido etiquetados colectivamente como postestructuralistas, en el entendido de que rechazan la existencia de estructuras objetivas y universales que subyazcan a los fenómenos sociales, aunque algunos de ellos, como Foucault, nunca aceptaron dicho término. Son, en honor a la verdad, legión, aunque sólo un puñado de ellos ha saltado al estrellato académico mundial. Comentaré a continuación brevemente algunos de los aportes más significativos de estos cabezas de cartel. En su Mythologies (1957) Roland Barthes ya había hecho añicos la fachada optimista de la Ilustración, la idea de que la ciencia y la visión positivista del mundo se convertiría en un valor cultural universal: la ciencia va a años luz de distancia de las representaciones colectivas de la sociedad. Estas últimas siguen siendo fundamentalmente míticas, irracionales, pero no porque la ciencia no haya aún colonizado lo popular sino como una estrategia consciente del poder. Al poder le interesa que la población siga manteniendo un pensamiento mítico, para controlarla. Después, el mismo mítico año de 1968, Barthes publicaba su artículo “La mort de l’auteur” en el que no sólo afirmaba la multiplicidad de significados de un texto sino que negaba que el autor tuviera siquiera el papel protagonista en la construcción del mismo. La atención debe desplazarse a los lectores, son ellos quienes construyen mayormente el significado: la muerte del autor anuncia el nacimiento del lector. Trasladado a la sociedad era una invitación a resignificar desde abajo los discursos y los productos materiales construidos unilateralmente por el poder (entre ellos el urbanismo y la arquitectura) Foucault es quizá, junto con Derrida, el autor central del movimiento. Sus obras giran todas en torno al tema del poder y del control social y como este se infiltra capilarmente en todos los resquicios de la sociedad, en cualquier institución pero también dentro de los propios individuos, al construir su personalidad y su código interno de valores cargándolos, vía socialización, con el software de un discurso ideológico determinado que después ponen en práctica para autodisciplinarse. Es el poder así definido (omnipresente, colectivo, un programa de instrucciones instalado en la mente de los individuos, la cultura misma como mecanismo de funcionamiento del sistema social), el que define en cada momento histórico y lugar lo que es verdad y lo que no lo es, lo que es normal y lo que no lo es. En el mundo moderno la construcción de la verdad y de la normalidad fue encomendada a la ciencia que, funcionando como discurso (Foucault utiliza el término episteme) traiciona su propio manifiesto fundacional de objetividad. Foucault dedicará sus obras a explorar estos mecanismos de construcción discursiva y normalización en determinados ámbitos: el de las prisiones, donde se define lo que en un momento determinado el poder considera comportamientos asociales o delictivos y lo que no ; el de la psiquiatría (Foucault demuestra que el concepto de enfermedad mental es una construcción cultural); en el de la sexualidad (siendo homosexual él mismo, toma gran interés en entender porqué el discurso moderno ha categorizado estas inclinaciones sexuales como anormales o incluso mórbidas). En Les Mots et les choses. Une archéologie des sciences humaines (1966) desarrolla su tesis central de que todos los periodos de la historia han definido las condiciones de lo que se consideraba verdad y lo han expresado a través del arte, la ciencia y otras muchas expresiones. En su L’archeologie du savoir (1969) trata de desarrollar una metodología para desenmascarar los discursos. El punto de partida de Foucault para analizar un discurso es el opuesto al moderno: mientras este se concentra en los aspectos 103 unitarios, comunes, del discurso, Foucault (como el experimento de ruptura de Garfinkel) se fija en las diferencias, en los discursos marginados. En cualquier momento de la historia se estan generando nuevos discursos que pueden o no ser adoptados como normales. Para describir una formación discursiva Foucault se fija en los discursos expulsados u olvidados por la misma. Es una reconstruccion negativa: el discurso se define tanto por lo que es como por lo que rechaza ser. En Surveiller et punir. Naissance de la prison (1975) Foucault desarrolló su famosa idea del panópticon, el edicifio carcelario diseñado para que los presos estén constantemente bajo observación y, ergo, control, que toma de Jeremy Bentham, autor del siglo XVIII. Foucault muestra como esa idea ha sido aplicada también a otro tipo de insituciones como escuelas o fábricas con el mismo objetivo de utlizar el espacio como herramienta de disciplina. Con esta obra Foucault tocaba un tema, el de la relación espacio construidosociedad, que lo relaciona directamente con la sociología urbana. Muchos autores aplicarán posteriormente la idea a la ciudad en su conjunto, analizándola como un gran panópticon diseñado expresamente para el control social, tema que ya comentábamos al hablar de los primeros estudios sociólogos sobre el suburb norteamericano. Jacques Derrida es el otro gran autor del enfoque epistemológico postestructuralista y sus trabajos complementan perfectamente, en ese sentido, los de Foucault. A él se le imputa la paternidad de la deconstrucción, una de las metodologías de análisis del discurso centrales para la crítica postmoderna, desarrollada de forma transversal en sus tres libros fundamentales, que aparecen todos el mismo año de 1967: “De la grammatologie”,” La voix et le phénomène” y” L'écriture et la différence”. En realidad Derrida toma la técnica de Heidegger en su Sein und Zeit (El Ser y El Tiempo) de 1927, aunque le cambia el nombre. Heidegger la había llamado Destruktion y con ella se refería al proceso de disección de una palabra para ir sacando a la luz las capas de categorías y conceptos que la historia ha ido depositando sobre ella para a través de ese ejercicio descubrir los discursos culturales del pasado. Es lo que Foucault (1969) denominó el “método genealógico” y que ya había aplicado en su “Les mots et les choses” de 1966. Derrida optó por el término deconstrucción porque el término heideggeriano tenía connotaciones de violencia que podían proyectar una falsa imagen sobre lo que pretendía ser un trabajo metódico de desmontaje. La deconstrucción persigue exponer las contradicciones y oposiciones internas de un texto. El objetivo de la deconstrucción es demostrar que todo texto, y por extensión todo constructo cultural, contiene en su interior una pluralidad de significados contradictorios e irreconciliables y, por tanto, más de una interpretación. Todo texto tiene implícita una jerarquía de significados en la que un significado dominante se impone y reprime a los demás. Una de esas jerarquías dominantes es la dualista: toda la tradición filosófica moderna descansa en una serie de dicotomías que son arbitrarias (categorías como sagrado/profano, significante/significado, etc.) cuyos supuestos límites estancos no se sostienen cuando se analizan los discursos. Esto era un ataque directo a la obra de Levi-Strauss, el padre del estructuralismo antropológico, para quien esas oposiciones binarias formaban parte de la propia estructura universal de la cognición, del cerebro, y justifica el adjetivo postestructuralista que se asocia con Derrida y sus colegas. Derrida se impondrá como misión deconstruir todas esas jerarquías, empezando por el “logocentrismo”, el discurso de la primacía de la razón sobre lo irracional y de sus avatares el “etnocentrismo” (al identificar razón con occidentalidad) y el “falocentrismo”. Derrida considera que el discurso de la modernidad emana fundamentalmente de una serie de valores creados por los hombres y que reflejan el universo masculino (como la competencia, la depredación, el control, el ostracismo de la emoción), deliberadamente dejando en la oscuridad a la otra mitad de la sociedad, la femenina, que no necesariamente comparte este paradigma. La pareja formada por el filósofo Gilles Deleuze y el psicoanalista Félix Guatari (quien también, tendrá, como veremos, un papel importante en el desarrollo de la sociología urbana) vuelven a hacer una revisión del materialismo histórico de Marx a la luz del deseo y la libido, en la misma estrada abierta por Marcuse, con su Anti-Oedipus (1972). El deseo, dirán, es parte de la base económica, de la infraestructura, de la sociedad y no una superestructura ideológica como afirmaba Marx (Deleuze y Guattari 1972). De nuevo, como Marcuse, en contra de las teorías psicoanalíticas, los autores afirmarán que el sistema no necesita sublimar el deseo sexual, o cualquier tipo de deseo. Y, de hecho, no lo hace, sino que, al contrario, lo invierte en la sociedad. “La sexualidad está por todas partes: en la manera en la que el burócrata manosea sus archivos, el juez administra justicia, el hombre de negocios hace circular el dinero, en la manera en la que la burguesía jode al proletariado y así hasta la saciedad […] Las banderas, las naciones, los ejércitos, los bancos, son todas instituciones que excitan el deseo de mucha gente” (Deleuze y Guattari 1972: 322-333). Así pues la sociedad no se mueve únicamente por cálculos racionales de costo/beneficio. La sociedad funciona a través de las pulsiones libidinosas. Existe una erótica del poder, el incremento de un índice bursátil, el avance de la tecnología, el consumo de bienes, todos ellos son satisfactores de la libido. El sistema funciona no únicamente produciendo cosas o instituciones sino produciendo deseos. Es el deseo el que produce la realidad social. ¿Cómo? Haciendo que los actores sociales, a todos los niveles, “deseen” desempeñar sus roles. Incluso en los casos más extremos de privación el sistema se vale del mecanismo de deseo para funcionar: a un esclavo o a un prisionero de un campo de concentración no le queda otro deseo para seguir jugando el juego que el deseo de seguir viviendo. Frente a Marcuse, que veía en el deseo una fuerza inherentemente liberatoria, Deleuze y Guatari advierten de su naturaleza bifronte: el deseo puede liberar o puede ser una herramienta de represión. “En el sujeto que desea, el deseo puede modelarse para que este desee su propia represión” (Deleuze y Guattari 1972: 31). Sólo la toma de conciencia de esta naturaleza impuesta e instrumental del deseo puede liberar al individuo. Por ejemplo, aplicado al caso de la ciudad, despertarlo del sopor róseo y edulcorado del suburb o de la prisión del consumismo. También Jean-François Lyotard (1973) coqueteó con el tema del deseo en términos parecidos a los de Deleuze y Guattari con anterioridad a la publicación de su obra más conocida “La Condition postmoderne : rapport sur le savoir” (1979), libro que ha sido reconocido posteriormente como una especie de post-manifiesto del paradigma filosófico postmoderno. Post porque se escribe después de las grandes obras, y es una especie de síntesis y reflexión final sobre toda esa década que se había abierto en los arrabales del 68. Volviendo sobre el ya trillado tema de la objetividad, Lyotard acuñará el término “metanarrativas” para designar lo que otros ya habían llamado ideología, discurso, episteme. El pensamiento moderno no legitimó su aspiración a la verdad con argumentos lógicos o empíricos sino sobre la base de relatos sobre el conocimiento y el mundo, las metanarrativas, 104 que la postmodernidad ha hecho trizas. En términos prácticamente idénticos y en el mismo año se expresaba el único gran representante norteamericano de esta corriente dominada por franceses, Richard Rorty en su “Philosophy and the Mirror of Nature” (1979). El último autor postestructuralista que quizá sea interesante mencionar es Jean Baudrillard. Baudrillard es al signo lo que Deleuze y Guattari al deseo. En sus obras trató de demostrar el papel de lo simbólico en la producción y reproducción de la entera economía capitalista: desde el poder, sustentado por las imágenes transmitidas por los medios de comunicación de masas, hasta el mecanismo de producción/consumo, mediado por la semiótica de la publicidad. Son de destacar “Pour une critique de l'économie politique du signe“(1972) y su “Simulacra et Simulations” (1981). En esta última obra avanzó la idea de que el principio de realidad es cortocircuitado por la naturaleza intercambiable de los signos en nuestras sociedades contemporáneas cuyos actos comunicativos y semánticos están dominados por los medios electrónicos y las tecnologías digitales. La relación entre significado y significante, que antes era muy estrecha, se ha roto, los significantes se han independizado de los significados (por ejemplo uno puede llevar una cruz como adorno, sin querer por ello comunicar una identidad como cristiano o buscar la protección real del Cristo que representa). Vivimos en una sociedad de signos descontextualizados, que han perdido toda referencia a conceptos concretos, toda funcionalidad, excepto la estética o lúdica. Como veremos, la arquitectura postmoderna opera masivamente esta desconexión (refuncionalización de edificios, collage de estilos). Esta desconexión se produce también entre las imágenes en los medios y los acontecimientos reales que hay detrás. El resultado de la desconexión unido a la abrumadora cantidad de imágenes e información con que se bombardea a los individuos, es que estos se despegan emocional y cognitivamente de los acontecimientos, adoptando una actitud de indiferencia hacia los mismos. Un tema que ya estaba presente en Simmel, que profetizaba que el exceso de estímulos en la vida urbana moderna conducía a la saturación sensorial y a la apatía. En las sociedades de la televisión (y más tarde internet) hay efectos añadidos: la dificultad de distinguir en muchas ocasiones entre la realidad y la ficción, ambas reducidas a un paquete mediático presentado en forma multimedia. En un mundo donde la percepción de la realidad está mediada por estos formatos lo que importa ya no es ser algo sino parecerlo. Lo importante ya no será el mensaje que se transmita sino cómo se transmite para hacerlo lo más real, lo más convincente posible. Como había dicho unos años antes Mac Luhan “el medio se ha convertido en el mensaje” (Mac Luhan y Fiore 1967). La consecuencia de esto, para Baudrillard, puede ser muy negativa: la superficialización de la vida, reducida a un simulacro, una imagen, de sí misma y, con ella, a la “desaparición” del ser humano real, de la realidad, sustituida por una realidad virtual compuesta sólo de apariencias. 6.3. El paradigma postmoderno y su proyección en los nuevos movimientos políticos, sociales y culturales. El antecedente de lo que en los 60 se convertiría en el primer movimiento contracultural basado en el paradigma postmoderno de dimensiones sociológicamente relevantes, el de los hippies, lo constituye la llamada Beat Generation de los años 50. Si bien consiguieron hacer alguna incursión en la cultura juvenil, los beatniks fueron fundamentalmente, a diferencia de sus sucesores hippies, un grupo reducido de intelectuales de vanguardia, casi todos escritores. El nombre del movimiento lo acuño en 1948 el que quizá sea el más conocido del grupo, Jack Kerouac, y proviene de la expresión “the beaten down”, los golpeados, los maltratados. Ya mencionamos a Kerouac cuando analizamos el caso de los hobos como una forma de vida. Los beatniks, efectivamente, se inspiraron parcialmente en este tipo tan especial de vagabundo para construir su estilo de vida y su moral bohemia y anticonvencional, que pretendía liberarse de las garras opresivas, no sólo económicas sino culturales, del sistema. Otros miembros famosos del movimiento fueron William Burroughs y Allen Ginsberg. Sería este último quien, ya en su madurez, publicaría un breviario de lo que habían sido los principios de aquella generación y cómo había contribuido a dar forma a la cultura y al mundo contemporáneo abriéndose a codazos en una sociedad aún profundamente autoritaria y conservadora. Todos esos principios serían asumidos posteriormente por el movimiento hippie: liberación espiritual (con influencia del misticismo oriental); liberación de la mujer y de las minorías de color marginadas; revolución hetero y homo sexual (la mayoría de los beatniks eran bi u homosexuales); lucha contra la censura en el arte y el pensamiento; desmitificación y despenalización del cannabis y otras drogas (la novela de Burroughs “Naked Lunch” (1959) que se centraba en el tema de la droga y tenía alusiones explícitas a prácticas sexuales, provocó el final de la censura editorial en los Estados Unidos, al ganar sus editores el juicio que interpuso contra ella); elevación de la música rock y pop a expresión cultural de masas; conciencia ecológica; oposición a la civilización maquinista y belicista; individualismo frente a la reglamentación del Estado; valores postmaterialistas y, en ese sentido, profunda admiración por las culturas indígenas (Ginsberg 1982). Los beatniks no son sólo los padres ideológicos de los hippies sino inspiradores de todo un proyecto alternativo de sociedad, el de una nueva izquierda que va más allá del marxismo, que atacará por igual al marxismo y al capitalismo, considerándolos dos formas diferentes de un mismo paradigma opresivo que era mucho más que un modelo político o económico: un paradigma era de naturaleza cultural. En 1948 el mismo año que Kerouac inventa el término Beat Generation Cornelius Castoriadis creaba en Francia el grupo radical libertario Socialisme ou Barbarie. El grupo surgió en el seno de la izquierda francesa y acabaría disolviéndose en 1965. Fue una de las primeras voces en Francia (Lefevbre, recordemos, había sido otra, incluso más precoz) en denunciar a la Unión Soviética. Para Castoriadis y su grupo no se trata de un régimen comunista sino de un estado burocrático autoritario que trata de alcanzar por otros medios los mismos objetivos de los estados capitalistas, con los que compite por la hegemonía mundial como un imperio más. Aquellas ideas acabarían en los 50 y 60 cuajando en un fuerte movimiento de crítica al interior de la izquierda, lo que en Francia se conoce como la Deuxième Gauche (la Segunda Izquierda) y en el mundo anglosajón como la New Left (la Nueva Izquierda). En Francia estos grupos encontrarán su bandera de lucha en la oposición a la guerra de Argelia, no criticada por los partidos marxistas tradicionales y fundará su propio partido, el Parti Socialiste Autonome, en 1956, Parti 105 Socialiste Unifié desde 1959. Sus ideas recuperan muchas provenientes del anarquismo. La centralización burocrática del modelo económico soviético es sustituída por el principio de la autogestión, por ideas cercanas al cooperativismo. Las ideas estaban en el aire e iban año a año madurando en movimientos cada vez más consolidados. Los acontecimientos políticos dibujaban un mundo que parecía condenado a encadenar una guerra con otra que se prometía aún más destructiva (la guerra de Corea había sido, con su millón de muertos, comparativamente mucho más destructiva que la mundial, teniendo en cuenta las reducidas dimensiones de su escenario y además estaba el fantasma de la guerra total, el holocausto nuclear). En 1958 entre sesenta y cien mil pacifistas se reunieron en Trafalgar Square, en Londres, para protestar contra el armamento nuclear. Allí se inventa el famoso signo de la paz, que luego se convertirá en icono de la contracultura hippie. Un año, después, 1959, Castro y Guevara entraban triunfantes en La Habana e iniciaban el camino que les llevaría a convertirse en un icono de las corrientes antiestablishment. Directamente inspirada por Socialisme ou Barbarie, surgirá en 1957, de la mano de Guy Debord, un discípulo de Lefebvre, la Internacional Situacionista (IS). Se trata todavía de un movimiento de vanguardia intelectual, formado sobre todo por artistas, pero sus objetivos saltan al terreno de la política. Y estos objetivos no se detienen en la transformación de las estructuras económicas o de poder, como las organizaciones marxistas clásicas, sino que llaman a una transformación cultural integral, a una revolución de la vida cotidiana que las libere de la dictadura de la mercancía, empleando todos los medios posibles para ello. Su forma de organización interna era la asamblearia, sin jerarquías verticales, principio que luego van a adoptar todos los movimientos de la izquierda postmoderna e incluso instituciones académicas como los sociólogos del CERFI. Con movimientos como Socialisme our Barbarie y la Internacional Situacionista el nuevo activismo salta las estrechas barreras de las luchas laborales y se convierte en un activismo total, social y cultural. Su protagonismo en los acontecimientos de marzo a julio de 1968 en Francia fue enorme (Rotman y Hamon 1984). Por las mismas fechas en Gran Bretaña surgían voces críticas que acabaron cristalizando en la llamada New Left. El detonante fue el apoyo de los partidos comunistas de ambos países a la invasión de Hungría en 1956. En 1957, los historiadores y miembros del Partido Comunista Británico E.P.Thompson y Ralph Milliband (padre del actual secretario general del Partido Laborista) fundaron una revista crítica, New Left Review , que abogaba por un marxismo revisionista, crítico, humanista y que promoviera la democracia participativa. Fue la New Left la que acuñó el terminó de establishment para referirse a las estructuras hegemónicas de autoridad en cualquier sociedad. La New Left también incluyó las ideas ecologistas criticando la absoluta falta de sensibilidad de la izquierda clásica en este sentido (Hall 2010). Mientras, en los Estados Unidos, la cultura juvenil de los beatniks había evolucionado hacia el hippismo y adquirido unas dimensiones culturales relevantes. Era una contracultura con sus propios valores que abrazaban, con diferentes grados de radicalidad, buena parte de los jóvenes del país. Y su gestación y consolidación están ligadas, como los de otros de los nuevos movimientos sociales de la época, el de los gays, o el de los amerindios, a una de las metrópolis emergentes de la costa oeste: San Francisco. Muchas cosas estaban pasando en San Francisco. De 1969 a 1971 un comando del grupo activista Indians of All Tribes reclamó la propiedad de la isla de Alcatraz en la bahía de San Francisco y la ocupó durante 19 meses. Y desde mediados de los años 60 grupos de jóvenes seguidores de los ideales beatnik habían ido concentrándose en el barrio popular de HaightAshbury, formando una comunidad cada vez más numerosa y visible. En 1966 eran ya unos 15.000 (Tompkins 2001) y con los números llegó la pérdida del miedo a mostrar a plena luz del día sus estilos de vida, entre los cuales se contaban el amor libre y la experimentación con LSD, cannabis y enteógenos amerindios como el peyote, los hongos alucinógenos o la ayahuasca. Fue allí donde adquirieron también su vestimenta idiosincrática, con claras influencias amerindias y orientales (quizá no por casualidad pues San Francisco, puerta del Pacífico, cuenta con la comunidad oriental más numerosa del país). El término hippie parece provenir del slang afroamericano y significar algo así como “los que han adquirido consciencia”. Su uso se popularizó a partir de 1965 gracias a la prensa de San Francisco y sus artículos acerca de la comunidad del barrio de Haight-Ashbury (Caen 1967). Para esas fechas, de hecho, todos los beatnik se habían pasado al nuevo movimiento. La relación de los hippies con la ciudad está, sin embargo, trufada de ambigüedades. Si por un lado muchos de ellos hicieron de ciudades como San Francisco (y otras) su medio, revitalizando barrios degradados, por otro lado la vena más radical del movimiento era claramente antiurbanita y virulentamente antimetropolitana. A partir de 1965 el movimiento hippie se hizo progresivamente más visible también porque sus estilos de vida empezaron a plasmarse en un cierto estilo musical, el rock y el pop psicodélico, y los conciertos de sus grupos a convertirse en todo un escaparate del movimiento. Muchos de los participantes de estos conciertos, como el de Woodstock en 1969, no eran más que meros simpatizantes de la ideología hippie o seguidores de su estética. Su nivel de implicación con un estilo de vida radicalmente contracultural era muy bajo pero contribuyeron enormemente a la visibilización y la aceptación de aquella subcultura hasta entonces vista con muchos prejuicios. Además de ello el movimiento se involucró activamente en las luchas por los derechos civiles y, sobre todo, en las protestas contra la guerra de Vietnam. El escenario fue siempre San Francisco, 1967 la fecha de la puesta de largo del hippismo. En enero de ese año el Human Be-in, un happening en el Golden State Park sacó del armario la cultura hippie para siempre y la convirtió en parte del patrimonio cultural de la ciudad. La experiencia estimuló otra parecida durante el verano, conocido como el Summer of Love, durante el cual unas 100.000 personas acudieron a San Francisco para participar en los actos organizados por la comunidad de Haight-Ashbury sobre la que recayó el chorro de luz de los focos mediáticos nacionales. Time dedicó la cubierta de julio de ese año a "The Hippies: The Philosophy of a Subculture" y la canción de John Philips “San Francisco” popularizó el viaje de aquellos miles de jóvenes que, gracias a la primera línea de la tonada ("If you're going to San Francisco, be sure to wear some flowers in your hair") empezaron a ser conocidos como “The Flower Children” (Tompkins 2001; Lattin 2004). Las acciones de los hippies no se limitaron a lo lúdico o a las protestas sobre las injusticias más sangrantes, como la segregación o el imperialismo. Cabalgando la onda que ya por entonces Castells y su equipo estaban empezando a identificar en las ciudades, también encabezaron movimientos urbanos locales que protestaban contra el autoritarismo y el anti-humanismo del urbanismo racional-capitalista. Así, en 1969, el movimiento recibió de nuevo atención internacional y de nuevo en San Francisco donde los hippies, junto con ciudadanos y estudiantes ordinarios de Berkeley decidieron tomar el urbanismo en sus propias 106 manos y construir un parque en unos solares que la especulación inmobiliaria mantenía abandonados. Cuando el gobernador de California, Ronald Reagan, mandó laminar el parque los hippies lanzaron una campaña de desobediencia civil que duró dos años, durante los cuales el Flower Power se dedicó a plantar flores en todos los solares no construidos de la ciudad de Berkeley (Tompkins 2001). Sin embargo, la de los hippies no era la única fuerza que el subjetivismo postmoderno había liberado. Junto a ellos fueron naciendo desde finales de los años 60 otras subculturas juveniles, estas sí todas decidida y rabiosamente urbanas, como los skinheads, punks, mods, etc. Algunos de ellos, como los dos primeros, reclutaban fundamentalmente de las clases obreras desestructuradas y deculturadas por la desindustrialización y en ciertos lugares presentan actitudes de clara hostilidad a los hippies, a quienes veían como postmaterialistas mimados procedentes de las clases medias, que despreciaban la cultura de consumo simplemente porque habían nacido con ella. Las subculturas juveniles o antisistema no eran los únicos nuevos movimientos sociales que los vientos del nuevo zeigeist trajeron a nuestras playas. El número de ellos que tiene origen en estos años 60 y 70 es enorme y simplemente revela la enorme heterogeneidad de la sociedad, que el paradigma moderno había tratado de ocultar hasta entonces. Entre ellos se encuentran los movimientos de autodeterminación y autoafirmación étnicos, el feminismo, el movimiento de liberación de gays y lesbianas y el ecologismo (Greenpeace, la primera gran organización que traduce la idea en praxis, nace en 1970 (Hunter 1979)). De ellos, el movimiento homosexual también está relacionado directamente con las grandes metrópolis y su posibilidad de auspiciar grandes cambios culturales, en concreto con ciudades como San Francisco o Nueva York, convertidas en escaparates y símbolos de su lucha, desde los barrios “homosexualizados” de Castro y el Greenwich Village, que después marcaron el patrón para la creación de otros semiguettos homosexuales por todo el mundo (como Chueca en Madrid). La diferencia es que ese espacio de condensación homosexual no es visto como un instrumento de marginación (como en el caso del guetto negro) sino, al contrario, como un espacio de libertad donde los homosexuales, por el simple hecho de ser mayoría, pueden liberarse de los grilletes del prejuicio y de la represión. Todo había empezado después del gran trauma de la Segunda Guerra Mundial. En los años 40 y 50 los homosexuales se llamaban a sí mismos “homófilos” para resaltar el aspecto afectivo sobre el sexual, sobre el que pesaba aún un tabú muy fuerte, pero empezaban ya a salir a la luz. En 1952 se publicó la primera revista para transsexuales, Transvestia: The Journal of the American Society for Equality in Dress y ese mismo año se establecía la primera organización homosexual de los Estados Unidos, ONE Inc. (Bullough 2002). Después llegó el parteaguas de los disturbios de Stonewall, un bar en el barrio del Greenwich Village, donde por primera vez los homosexuales se enfrentaron abiertamente a la policía tratando de resistirse a una redada y dieron alas al naciente movimiento de liberación. Inmediatamente después de los disturbios aparecieron varias organizaciones como el Frente de Liberación Gay y se popularizó este término, gay, para referirse a lo que se estaba gestando claramente como una subcultura de una naturaleza totalmente nueva, no basada en la etnia ni en una ideología política determinada sino en el elemento de la orientación sexual, elemento que, igual que la raza, en una sociedad no discriminatoria podría haber sido una categoría vacía pero que, ante la realidad de la segregación se convierte en un potente constructor de identidad y de sentido de comunidad, comunidad que después, a posteriori, se va dotando de una cultura propia (un nombre propio, una estética propia, unos símbolos -como la bandera del arcoíris- propios, una ritualidad - el Día del Orgullo Gay- propia). Los desfiles del Día del Orgullo Gay nacieron precisamente para conmemorar los disturbios de Stonewall. Son una nueva forma de ritual cívico urbano para una nueva forma de agregación humana: la ciudad postmoderna. Muy pronto el movimiento, como si sus activistas hubieran leído las obras de Foucault, se lanzó a la arena de la micropolítica, exigiendo la reformulación de discursos normalizadores del poder. Desde 1970, los activistas protestaron contra la clasificación de la homosexualidad en la lista de enfermedades mentales del Manual de la American Psychiatric Association, texto de referencia para todos los psiquiatras clínicos del país. 6.4. La sociedad y la cultura de la postmodernidad como expresión del capitalismo avanzado desde los años 80. Es importante no confundir sociedad postmoderna con paradigma postmoderno. Con el primer término nos referimos al momento presente de la historia, marcado, como se ha dicho, por una nueva fase del capitalismo. Con el segundo nos referimos al proyecto epistemológico, ético y estético que, como se ha comentado, coexiste con otros. La fase actual de la economía política ha recibido muchos nombres diferentes, dependiendo de la faceta de la misma que se quiera enfatizar. El término post-fordista surge a finales de los 80 (Roobeek 1987 ; Jessop 1988 ; Bonefeld 1991 ; Amin 1994) y hace referencia al final de la hegemonía de un modelo industrial : el de la producción estandarizada de un número muy limitado de productos (modelo que puede resumirse en la famosa frase de Henry Ford que parafraseo a continuación: Mis clientes pueden escoger el color de automóvil que deseen siempre y cuando sea negro) y su sustitución por una producción de mercancías enormemente variada, que incluye productos muy simples y otros tecnológicamente muy avanzados. La producción de masa es complementada, por obra y gracia de la revolución tecnológica y la globalización, con la producción en pequeñas cantidades para nichos de mercado muy específicos. En resumidas cuentas, todo ello traduce la dicotomía entre una sociedad moderna que aspira a uniformizar a sus ciudadanos a través del mercado y una sociedad postmoderna que parte de la diversidad de la sociedad y adapta su producción a ella. Lo cual obliga a la industria a cambiar sus métodos tayloristas de producción en serie por formas más flexibles de organizar el trabajo, y esto repercutirá a su vez en la propia estructura social y las culturas obreras. Las teorías neo-schumpeterianas consideran el post-fordismo como el paradigma del quinto ciclo largo de Kondratiev de la economía capitalista (el fordismo fue el del cuarto) (Freeman y Louça 2001). Ese cambio, como se verá, se observará también en el espacio construido de la ciudad: muchos países van abandonando la arquitectura racionalista abstracta y estandarizada y sustituyéndola por un urbanismo que respeta la historia, el contexto, la creatividad e incluso el capricho estético. 107 El término capitalismo post-industrial es anterior, fue acuñado por Daniel Bell (Bell 1967, 1973) y hace referencia a dos cosas : a) el trasvase de la fuerza de trabajo de la industria hacia el sector servicios, debido a la robotización y computerización crecientes de la fábrica y al traslado de las actividades industriales hacia países periféricos (el ejemplo paradigmático es el Reino Unido, que fue durante un siglo la fábrica del mundo: en 1950 el 70% de su población estaba empleada aún en la industria, hoy en día es menos del 10%) ; y b) el desembarco del capital acumulado, durante dos siglos de industrialización, en toda una serie de sectores económicos “inmateriales”: ocio, arte, servicios personales de todo tipo, educación, investigación y conocimiento… Todo ello gracias a la enorme ampliación de la base de consumidores que generaron las tres décadas de crecimiento económico casi ininterrumpido en los países de la OCDE. Es en esta fase del capitalismo donde finalmente todo se mercantiliza: casi cualquier cosa, casi cualquier objeto o proceso de la vida quedan mediados por el dinero, pueden comprarse o venderse, desde el cuidado de los ancianos o los niños, hasta la experiencia intercultural de una estancia con indígenas primitivos, los exorcismos de un chamán, o la hipoteca sobre la casa de un extraño. En su necesidad de seguir impulsando hacia adelante un sistema basado en la expansión constante del capital, ese capital primero inundó las vidas de los ciudadanos de objetos materiales (coche, casa, electrodoméstico). Cuando ya no era posible seguir creciendo a través de la venta del objeto en sí, el sistema dio un salto adelante: empezó a vender estilos de vida asociados al objeto. El objetivo ya no era tener un coche negro: era tener un coche que reflejara la personalidad y el estatus, real, fingido o aspiracional, del individuo. Lo mismo sucederá con la casa o con la ciudad en sí misma. A través del concepto de city branding y city marketing la ciudad es convertida por sus gestores en una mercancía: un producto de diseño en el que, a través de actuaciones urbanísticas, se restaura su pasado o se construyen nuevos edificios y espacios emblemáticos para crear una imagen única del lugar ; imagen que es ulteriormente estilizada via publicidad para venderla como producto de consumo a una potencial masa de visitantes, todo ello en el contexto de un mercado mundial sin fronteras en el que la ciudad compite con miles de otros lugares (urbanos y no urbanos). El término “capitalismo informacional“, por último, fue acuñado por Luke y White en 1987 y poco después popularizado por Castells (1989, 1996). Designa una fase del capitalismo en el que el factor productivo más determinante habría dejado de ser el control de los medios de producción para pasar a ser el del conocimiento, la tecnología. Es la posesión de conocimiento/tecnología la que genera las plusvalías más jugosas. Es la posesión de dicho know how lo que determina quién se ubica en el centro del sistema, en un mundo globalizado en el muchos países periféricos se han industrializado. La ciencia genera una industria de cuello blanco, desplazando progresivamente la industria de cuello azul a la periferia. Los elementos tecnológicos claves son la informática y las redes de comunicación de datos y personas. Es el cálculo de las computadoras lo que ha permitido la definitiva revolución científica, hasta entonces condicionada por los límites biológicos del cerebro humano, limitado incluso en su extensión y maximización a través de la cooperación entre cerebros. Es la transmisión instantánea de ingentes cantidades de datos lo que ha permitido las formas de producción flexible, deslocalizadas, la emergencia de las multinacionales y la globalización. Y lo que ha llevado a la dominación del capitalismo financiero sobre cualquier otro tipo de forma de producción de capital. El dinero ya no es una pesada y arriesgada mercancía que es necesario transportar de un lado a otro. El dinero se ha desmaterializado convirtiéndose en un flujo de electrones, igual que el pensamiento. En otras palabras, en información. Todo lo cual acelera la economía a velocidades hasta ahora nunca vistas y exporta los efectos del movimiento de capitales a una buena parte del planeta. Ingentes sumas de dinero pueden entrar de repente en un país (o en una ciudad) y revitalizar su economía en muy poco tiempo pero pueden igualmente salir en cuestión de días y arrastrarla al abismo. La industrialización del mundo, la globalización comercial y el surgimiento de un mercado financiero único, han provocado que la economía política capitalista colonice finalmente todo el planeta. La era postfordista/postindustrial/informacional no sólo lleva las reglas del juego capitalista a todas las dimensiones de la experiencia humana en los países centrales sino que se infiltra finalmente en todos los rincones del planeta. Ha conquistado así toda la naturaleza humana, toda la naturaleza no humana (gracias al capitalismo un particular en Nueva York puede ahora comprar un árbol determinado del Amazonas, para salvarlo de la tala, se entiende), todo el espacio y todo el tiempo (el pasado se convierte en un espectáculo de consumo, y, gracias al crédito o a los derivados financieros, el futuro, literalmente, “se compra” : no sólo se compran las imágenes del futuro, como la cienciaficción, sino el tiempo futuro real, cuyo valor fluctúa a través de tasas de interés, spreads y horquillas de futuros y opciones, en los mercados financieros). Las consecuencias de todos estos procesos en el terreno de la estructura social y la cultura son enormes: Es precisamente el intensificarse de estos fenómenos y no los escritos de los intelectuales en sí lo que provocó que buena parte de esa estética y valores que en los años 60 aún eran minoritarios se hicieran dominantes en los 80 y los 90, si bien en una versión mucho más domesticada que la que proclamaban las pancartas y grafittis de Mayo del 68 y practicaban personalmente los hippies (Best y Kellner 1997) Las formas flexibles de acumulación de capital y de producción y la post-industrialización del trabajo dan como consecuencia un aumento exponencial de la heterogeneidad social. La realidad social está fragmentada en una miríada de posiciones diferentes, de combinaciones de clase y estatus, con diferentes grados de capital económico, político, social, cultural, que habrían sorprendido al propio Weber. Debido a ello, los propios movimientos sociales tienen que mutar a la fuerza: el monolítico movimiento proletario centrado en el trabajo se debilitará muchísimo y surgirán movimientos más particularistas, movimientos postmaterialistas (debido a que las necesidades materiales básicas, en los países centrales del sistema, están mayormente cubiertas los objetivos reivindicativos serán de otro tipo: culturales, sexuales, étnicos). La terciarización de la economía da lugar a fenómenos como la incorporación masiva de la mujer al trabajo y, con ello, a una revolución de la vida familiar (la mujer puede ahora competir con el hombre gracias a la abundancia de trabajos de oficina o de atención al público en los que no hace falta la fuerza física y donde se valoran en cambio las habilidades comunicativas y empáticas). La importancia del know how abre una nueva brecha de polarización social entre trabajadores con altas cualificaciones (sea en la industria que en el terciario) y trabajadores no cualificados. La superproducción creada por el aumento de productividad industrial permite la generalización del consumismo y la satisfacción de unos valores hedonistas que pueden ser materialistas (consumir productos) o no (consumir experiencias, como viajes, o drogas). El hedonismo, por fin, genera, por reacción, movimientos postmaterialistas, como ciertos milenarismos y/o puritanismos religiosos o movimientos seculares que abogan por el decrecimiento, la vuelta a la sencillez, a la vida rural, a estilos de vida alternativos a los que se dictan desde el shopping mall. 108 Junto a ello están los valores directamente inspirados por la filosofía postmoderna (Jameson 1991 ; Douglas y Kellner 1997), tales como el desencanto por los grandes metarrelatos (el mito del progreso sigue existiendo pero convive ahora, de manera más o menos ambigua, con un pesimismo antropológico y, sobre todo, ecológico mientras el mito imperialista ha sido casi totalmente abandonado); el relativismo cultural y con él el advenimiento de una mentalidad post-racial, post-patriarcal, postnacionalista, cosmopolita, y la construcción de la identidad a medida, atomizada al nivel del individuo, quien toma elementos de aquí y de allá para construirse a sí mismo (Sennet 1998), esos elementos relativizados que flotan libres de su contexto en las aguas de la globalización. La globalización y la ruptura de las fronteras categoriales han borrado las diferencias espaciotemporales: la vida es percibida como un presente eterno. El futuro ya está aquí (gracias a la tecnología) y no se espera que haya cambios en ese sentido que nos sorprendan: esos cambios se dan ya por descontados y la demora que presentan en llegar algunos de ellos, que habían sido anunciados por el discurso como “para ayer” (coches eléctricos, aviones supersónicos, vacuna de la malaria) genera frustración. El pasado es visto de forma casi indiferenciada como un territorio único, investido de un aura de fascinación, el lado salvaje de la existencia, pero que no se desea revivir, al menos no en su forma real, pretecnológica: se reconstruye artificialmente, convenientemente higienizado y modernizado, en los parques temáticos e incluso en los viajes exóticos y en algunos desarrollos urbanísticos, que tienen mucho de parque temático. Hay una búsqueda, pues, de lo inmediato, mediada por un placer que es básicamente sensorial, no intelectual. En ese sentido el culto al cuerpo o a la realización personal a través del ocio son características muy postmodernas. 6.5. La encarnación del paradigma cultural postmoderno en el urbanismo y la arquitectura de la ciudad. Toda aquella sucesión de ondas de choque postmodernas, con sus baterías deconstructoras, sus sermones relativistas, su repeluzno por el autoritarismo y la abstracción de las estructuras, su constante labor de zapa de los diques categoriales y su cruzada a favor de la hibridación de elementos, de la multiculturalidad, del sentimiento y del capricho de lo lúdico, de la satisfacción del deseo, tuvo desde el principio un reflejo en el arte, en la arquitectura en concreto y, finalmente, llegó al urbanismo y liquidó parcialmente el modelo racionalista de la machine à habiter. También en la arquitectura y el urbanismo, como en todo lo demás, el discurso moderno, aunque hegemónico, había estado siempre flanqueado por otros discursos alternativos, críticos. Dentro del propio CIAM había disidentes del paradigma lecorbusiano (Sauvage 2001). En los Congresos de 1953 y 1956, el Grupo Team había dado, de hecho, un viraje radical al credo lecorbusiano pasando del concepto de calle como “máquina para circular” al de “calle como asociación humana” (Kourniati 1996). El urbanista Kevin Lynch ya había advertido que la ciudad debe ser un espacio “legible” para sus habitantes, provisto de una identidad (Lynch 1960) y la obra crítica clásica al urbanismo racionalista, The Death and Life of Great American Cities de Jane Jacobs se convirtió en un bestseller académico desde su publicación en 1961, en el cénit del dominio racionalista y es un diatriba vitriólica contra los desarrollos urbanos estandarizados de ambos lados del Atlántico, de los grands ensembles y Le Corbusier al suburb y el urbanismo de Robert Moses, quien por aquellos años estaba desventrando el Bronx. Jacobs grita a los cuatro vientos que el urbanismo moderno es la negación de la ciudad y una forma de antihumanismo porque destruye las comunidades humanas y sus complejas redes de relaciones espontáneas sustituyéndolas por el corsé cibernético de la zonificación y el aislamiento del apartamento o la vivienda unifamiliar. Sus políticas crean espacios urbanos artificiales. Para contrarrestar esta tendencia Jacobs propone una serie de soluciones urbanísticas de las que beberá más tarde el Nuevo Urbanismo postmoderno de los 80 y 90 y que giran todas en torno a la necesidad de parar la máquina uniformizadora y generar de nuevo diversidad. Jacobs propone y enumera cuatro generadores de diversidad: usos mixtos (rechazo de la zonificación), casas de alturas bajas y ciudad densa (una vía intermedia entre el grand ensemble y el suburb) y la convivencia de lo viejo con lo nuevo (rechazo del antihistoricismo y antipopulismo modernista y de la ciudad autofagocitante). Su estética puede considerarse como opuesta a la de la modernidad, abogando por la redundancia y la espontaneidad, por el urbanismo que cree emociones, frente al que sólo produce orden y eficiencia, que ella tacha de estéril. Su modelo en Estados Unidos es el Greenwich Village de Nueva York, como ejemplo no sólo en lo material sino en lo social y cultural de comunidad viva, rica y vibrante. Jacobs no se contentaría con escribir sino que fue una activista social que contribuyó a llevar a la práctica sus ideas y trabajó en la renovación urbanística de Toronto. En la misma línea de reforzar los vínculos comunitarios y de vecindad se expresó Greer (1962). Mención especial merece en este sentido la figura de Roel Van Duijn, fundador de los dos movimientos contraculturales pioneros del hippismo en Holanda: los Provos (de provocadores) y sus directos sucesores los Kabouters (gnomos o elfos). Con estos dos movimientos las nuevas corrientes postmodernas desembarcaron en el urbanismo y en el terreno de la política local. Reclamándose herederos del anarquismo humanista de Kropotkin y embebidos de las ideas de la nueva izquierda y del hippismo, estos movimientos entraron en política con una finalidad muy diferente a la de los viejos partidos revolucionarios: la revolución no había de empezar por las macroestructuras de la economía política sino por los estilos de vida y los valores culturales (De Jong 1987; Guarnaccia 1997; Zeman 1998). Había de empezar, pues, por y en lo local, con la transformación de los espacios cotidianos y, en concreto, de las ciudades. Con sus ideas y acciones, Provos y Kabouters desbrozarían el terreno para una renovación de las formas de vida en el hábitat urbano. Recibidas inicialmente como excéntricas y chocantes, muchas de sus propuestas irían siendo aceptadas a lo largo de las siguientes décadas por segmentos cada vez más amplios de la población y adoptadas por los grandes partidos de centro-izquierda e incluso de centro-derecha. El movimiento de los Provos nació en 1965 con el objetivo de provocar al establishment político y cultural holandés con una serie de happenings y acciones no-violentas pero altamente simbólicas. Un año después, obtuvo un concejal en el ayuntamiento de Amsterdam y desde esa tribuna propuso sus conocidos Planes Blancos, una serie de propuestas dirigidas, desde la filosofía postmaterialista y antimaquinista, a atajar problemas específicamente urbanos y hacer de Amsterdam una ciudad más vivible (De Jong 1971; Guarnaccia 1997; Zeman 1998). El Plan Bicicletas Blancas proponía el cierre del centro de Amsterdam al tráfico motorizado, con excepción de los taxis que habrían, no obstante, de sustituirse por vehículos eléctricos. Conscientes de su posición de minoría en el ayuntamiento, los Provos pasaron a la acción para impulsar su iniciativa: pusieron en marcha una flota 109 gratuita de bicicletas blancas que todo ciudadano podría usar libremente. El Plan Coches Blancos proponía un programa de vehículos eléctricos compartidos. El Plan Chimeneas Blancas proponía la creación de un impuesto disuasorio a los propietarios de chimeneas altamente contaminantes y, sin esperar a que fuese aprobado, los Provos se pusieron manos a la obra para presionar a los propietarios de dichas chimeneas, pintándolas de blanco para exponerlos a la crítica pública. El Plan Casas Blancas buscaba resolver el serio problema de la vivienda con medidas contra la especulación inmobiliaria y la ocupación de edificios abandonados. El Plan Pollos Blancos (pollos era el sobrenombre popular con el que se conocía a la policía de Amsterdam) pretendía la reestructuración del cuerpo de policía: de ahora en adelante irían desarmados, sus jefes serían elegidos democráticamente por la asamblea municipal y el peso de sus tareas se desplazaría de la persecución de los delitos a labores preventivas y de trabajo social con la comunidad. El movimiento de los Provos se autodisolvió en 1967 pero sólo para mutar de nombre en el de Kabouters (de Jong 1971). El plan era pasar definitivamente del estadio de movimiento social de protesta al de la acción política a escala nacional. En febrero de 1970, mediante el artificio simbólico de constituir un gobierno paralelo al que denominaron Orange Free State (el estado libre-o liberado- de los Orange, en alusión a su aversión anárquica por la dinastía reinante), mostraron al público la firmeza de sus intenciones. Entre los Ministerios del Pueblo que componían su gobierno ficticio, establecieron como prioritario el Ministerio de la Vivienda, y procedieron a okupar edificios vacíos en Amsterdam y a cedérselos a los sin techo. En junio de 1970 el nuevo movimiento, siempre encabezado por Van Duijn, obtuvo 5 concejales de los 35 que componían el ayuntamiento de Amsterdam y entre dos y un concejal en otras 5 ciudades de Holanda. Con ellos, las nuevas propuestas para un urbanismo basado en los manifiestos contraculturales continuaron calando el tejido de la política local y de la sociedad holandesa. Y constituyeron un laboratorio de prueba y un escenario de demostración para el resto del mundo, por donde no tardarían en aparecer fenómenos similares, especialmente en Alemania y los Países Nórdicos. 2 concejales Kabouters combatieron a favor de la legalización del consumo de marihuana desafiando abiertamente al consistorio al fumar porros durante las sesiones. Mientras los activistas del movimiento en la calle siguieron promoviendo y realizando numerosas okupaciones. Van Duijn, por su parte, presentó una serie de propuesta más pragmáticas, como la de soterrar la mayor parte del tráfico urbano para eliminar los coches de la vida de la ciudad (una propuesta que hoy puede parecer incluso conservadora pero que entonces, cuando la respuesta de las autoridades al problema del tráfico se inclinaba masivamente por la construcción de invasivos y antiestéticos scalextrix –una solución mucho más rápida y barata- se presentaba como atrevida). Finalmente, el movimiento acabaría por institucionalizarse, como sucedería de hecho con muchas de sus (entonces radicales) propuestas, hoy en día parte integrante del estilo de vida de las ciudades holandesas. El movimiento acabaría disolviéndose en 1974 y sus principales líderes, entre los cuales Van Duijn, integrándose en los también nacientes partidos verdes, como Polietke Partij Radikalen, desde el que el paradigma postmoderno del hippismo continuó penetrando y transformando la sociedad. Unos años más tarde los coffeshops donde se fumaba legalmente marihuana no sólo eran un fenómeno común en Amsterdam sino que se habían convertido en una seña de identidad y un reclamo turístico para la ciudad. Por su parte, la arquitectura postmoderna también tiene sus pioneros por esas fechas. Ya desde los 50 aparecen edificios aislados que presentan características proto-postmodernas, que se diseñan claramente como una reacción a la ortodoxia del estilo moderno racionalista (Klotz 1998), pero será Robert Venturi, en los Estados Unidos, quien por primera vez elabora una teoría arquitectónica sistemática, en su libro “Complexity and Contradiction in Architecture” (1966). En él Venturi aboga por el retorno al ornamento, al contexto y la creatividad subjetiva en arquitectura y sintetiza sus planteamientos con un slogan que construye en oposición consciente a aquel otro popularizado por Mies van der Rohe, una de las vacas sagradas del minimalismo racionalista. Si para Mies “Less is more” (“Menos es más”) para Venturi “Less is a bore” (“Menos es aburrido”). Venturi ya había puesto en práctica sus ideas unos años antes, con la construcción de la casa Vanna Venturi entre 1962 y 1964 (una vivienda unifamiliar que el arquitecto diseña para su madre). En ella Venturi decide expresamente hacer una declaración de anti-funcionalismo construyendo un tejado a dos aguas que está partido en el centro, es decir, que está diseñado a propósito para incumplir su función, para transformar un elemento estructural en un símbolo, en un portador de mensaje que subvierte, con intencionalidad lúdica y caprichosa, la lógica racionalista. En su segundo libro-manifiesto, Learning from Las Vegas (1972), que coescribe con Brown, Venturi vuelve a insistir en que el edificio tiene que comunicar sentido, tiene que estar cargado de simbolismo. Pero este sentido no tiene porqué ser necesariamente unívoco sino que es entendido como plurisémico, una comunicación cargada de símbolos diferentes y yuxtapuestos siguiendo la estética del collage: símbolos que pueden ser interpretados por los observadores de formas diferentes (Venturi y Brown 1972). En resumidas cuentas, la epistemología postmoderna aplicada a la arquitectura. Una arquitectura, dice Venturi, que refleje la realidad de la sociedad contemporánea en toda su heterogeneidad. En ese segundo libro Venturi aboga por Las Vegas como el prototipo de ciudad y de arquitectura postmoderna e invita al resto del mundo a imitar su modelo (de ahí el título). La ciudad modelo de un paradigma que tenía como objetivo recuperar lo sensorial y la libido no podía ser Chicago ni Nueva York, con sus hombres de negocios y sus cadenas de montaje: el kitsch de la lúdica Las Vegas, del capitalismo del espectáculo y del placer, era mucho más adecuado para ese papel. Las Vegas es un espejismo cegador de mil colores surgido de la nada en medio del desierto más hostil y yermo, una ciudadsimulacro, que es poco más que su imagen, sin pasado. Una ciudad ha sido diseñada completamente desde cero como producto de consumo de masas, de un consumo que gira en torno a la satisfacción de las pulsiones libidinosas más básicas (juego, riesgo, sexo, droga, música, masaje), con una arquitectura fundada en los principios del capricho, la ostentación vulgar (cuanto más grande y más chillón, mejor), la mezcla de estilos y la refuncionalización (edificios racionalistas por dentro e imitación de arquitectura clásica por fuera, hoteles con forma de mausoleo pirámidal y fuentes) donde el tiempo ha sido comprimido y eliminado (conviven los rascacielos abstractos con los edicificios neo-históricos de épocas diferentes). El Caesar Palace, construido en 1962 es uno de los primeros edificios de estética postmoderna por excelencia. Los textos de Venturi dejan claro que el postmodernismo arquitectónico tiene por objetivos generales la búsqueda del significado y de la expresión. El edificio debe generar sentido y emoción y hacerlo a través de la libre creación, rechazando el corsé de rígidas reglas estandarizadas y universalizantes de la arquitectura moderna racionalista. Una ulterior elaboración de 110 estas tesis la encontramos en la obra de Charles Jencks, “The Language of Post-Modern Architecture” (1977), crítico de arte californiano que girará más tarde en la órbita de la llamada Escuela de Los Ángeles de sociología urbana. La obra es una defensa a recuperar los referentes de la historia y la geografía local, frente al ahistoricismo y universalismo racionalistas. Las características de esta arquitectura se inscriben en el marco más general de una estética postmoderna que recoje las elaboraciones de la filosofía y las traduce a todos los géneros artísticos (Klotz 1998).Veamos ahora cuáles son algunas de esas características más importantes: a) Reciclaje de formas preexistentes a través de los mecanismos de la cita, el pastiche y la parodia: Aunque a veces, sobre todo en cierta arquitectura más destinada al gran público, el postmodernismo implica una vuelta del facsímil neohistoricista, en sus obras más puramente subjetivas, sobre todo un reducido número de edificios emblemáticos, la creatividad predicada exige la reelaboración de los estilos, no su reproducción. Se trata de tomar detalles ornamentales o estructurales de ciertos estilos del pasado (incluyendo el inmediatemente precedente del racionalismo, que es absorbido así en la pluralidad no excluyente postmoderna, en esa condensación del tiempo en un presente inmediato y perpetuo) y colocarlos en el edificio de manera caprichosa, aleatoria, rompiendo con cualquier tipo de regla formal de composición como la simetría. Así la utilización de elementos preexistentes se opera a través de tres mecanismos: - La cita (como las que hace Ricardo Bofill en su urbanización de bloques de apartamentos Distrit Antigone en Montpellier (1979), donde incluye columnas dóricas en la fachada de edificios racionalistas ; pero también puede ser al revés : una cita racionalista (la pirámide de cristal y acero) en un entorno clasicista (el palacio del Louvre). - El pastiche o collage: la obra artística postmoderna se presenta a menudo como una yuxtaposición de elementos heteróclitos. En literatura, por ejemplo, abunda la mezcla de géneros. Pensemos, por ejemplo en el boom de cierta novela (El nombre de la rosa, de Umberto Eco (1980) es quizás el texto iniciador, al menos para el mainstream popular) que mezcla el género histórico con el policíaco. Esta técnica del collage no era nueva ni exclusiva del postmodernismo. El surrealismo, en cierta medida un antecendente del postmodernismo, ya lo había empleado profusamente en los años 20 y 30 y también autores de la generación perdida como John Dos Passos. Pero mientras en escritores como Dos Passos la técnica se inscribe dentro de una agenda moderna (el objetivo del collage es efectuar una síntesis que permita aprehender mejor una realidad compleja) el artista postmoderno, en cambio, busca intencionalmente no realizar síntesis alguna, sino resaltar el contraste entre los diferentes elementos yuxtapuestos y el efecto sensorial y polisémico que de él se desprende. En arquitectura esto se traduce en la mezcla de elementos de diferentes estilos en el mismo edificio. - La parodia (el edificio AT&T, de Philip Johnson (Nueva York, 1984), un rascacielos racionalista rematado por un frontón que con su vértice horadado por un agujero rompe con los cánones clásicos). Es en el mecanismo de la parodia donde el postmodernimo muestra una de sus intencionalidades transversales: la ironía. El posicionamiento del postmodernismo es el del juego, el capricho y la ambigüedad. Se trata de no tomarse la arquitectura en serio, como el ingeniero arquitecto racionalista, sino de jugar con ella y de no comunicar un sentido necesariamente meridiano, para dejar que sea el público quien lo construya. Es en este sentido que la actitud irónica es perfecta. b) Fusión espacio-tiempo. En la literatura el posmodernismo provocó la fusión del espacio y del tiempo en la narración y la percepción difusa de la realidad, así como los distintos puntos de vista del o de los narradores. En arquitectura, esa fusión de espacio y del tiempo se produce a través de un neo-eclecticismo historicista. Las formas arquitectónicas de tiempos pasados y de otros lugares del planeta son descontextualizadas y recontextualizadas despues, fielmente o en forma de collage o parodia, al mismo tiempo en el mismo edificio o en la misma ciudad. El tramo de avenida conocido como Las Vegas Strip, en Las Vegas, Nevada, quizá sea el epítome por antonomasia, como ya advirtió Venturi, de esa contracción del tiempo y el espacio. Allí se puede pasar en unos minutos de un ambiente completamente racionalista, a admirar la reproducción del interior de una basílica romana, dar un paseo en góndola frente a la reproducción del Palacio Ducal de Venecia o admirar la Torre Eiffel o un hotel en forma de pirámide de Keops. c) Exaltación de la cultura y la estética populares: Frente al racionalismo moderno, considerado una imposición autoritaria de una élite intelectual de vanguardia, el postmodernismo quiere recuperar la estética de las mayorías silenciadas pero también de las minorías que forman parte de la sociedad. Es decir, no se trata de sustituir un discurso único (el del elitismo abstracto) por otro (el gusto de la masa) sino de recuperar todas las voces que no tienen voz, dando a la gente lo que la gente quiere. En su despanzurramiento categorial el postmodernismo también acaba con las distinciones entre cultura elitista y cultura popular. Un ejemplo de ello lo tenemos en Andy Warhol y el pop art, cuyos motivos son objetos de la cotidianeidad y el imaginario popular (marcas, estrellas de cine, clichés), otro es el gran éxito de la artesanía. El resultado de esa fusión puede ser, a veces, el kitsch y, a veces, un neotradicionalismo popular. Los gustos de la población, como bien demostró Ledrut (1973) se inclinaban hacia esa dirección, y no hacia la abstracción y el minimalismo, hacia los estilos historicistas y la arquitectura neo-popular, es decir, la reproducción de formas constructivas tradicionales del agro, siendo la vivienda unifamiliar la más apreciada. Hacia una arquitectura que diera sentido e identidad, que recuperara el pasado (aunque fuera de forma ecléctica) para calmar los vértigos de la mutación cultural acelerada y que recuperara el lugar, la arquitectura vernácula, para preservar la idiosincrasia en medio de la oleada 111 homogeneizadora de la globalización. Veremos cómo el Nuevo Urbanismo propone, de hecho, urbanizaciones que son reproducciones de pueblos y aldeas tradicionales con respeto a la historia de cada zona. Un fenómeno que había comenzado de cierta manera en el suburb americano, cuya tipología de edificios, ya se comentó, nunca se plegó a la dictadura del cubo, y que Venturi definió como “vernáculo comercial” (Venturi 1966). d) Búsqueda de efectos emocionales y sensoriales : El ser humano no es sólo razón, es también emoción, insconsciente. Por ello, el edificio no debe sólo comunicar significados, aunque estos sean plurales y multívocos, debe también provocar emociones, que no necesariamente tienen que ser procesadas y/o explicadas por la razón. Para conseguir ese efecto en la gente la arquitectura postmoderna recurre a toda una serie de técnicas: - El empleo del color (los edificios se pintan de colores fuertes, contrastantes, a veces claramente inarmónicos, para generar respuestas fuertes; en decoración de interiores aparece la cromoterapia, la idea de que los colores de un ambiente pueden ayudar a inducir determinados estados de ánimo). - La paradoja: la paradoja se emplea como una demostración a través de la arquitectura de la idea postmoderna de que el mundo no está completamente gobernado por estructuras lógicas y predecibles. Así se emplea profusamente el trompe l’œil, como ya se había hecho en el Barroco, para crear ilusiones ópticas. La composición de las baldosas de una plaza en Oslo ha sido diseñada para que, vista desde cierto ángulo, parezca un gran agujero vacío, un abismo. Así se produciría el efecto paradójico de ver a los viandantes caminando por el aire, desafiando las leyes de la gravedad. El mismo efecto de desafío se pretende con la refuncionalización de edificios, tan común en proyectos urbanos actuales (fábricas que se convierten en centros culturales, iglesias góticas que se transforman en restaurantes o discotecas, etc.) o con los murales que se pintan sobre muros medianeros al descubierto y que pretenden crear la ilusión de una fachada con ventanas o de la continuidad de la calle. Abundando sobre el tema de la paradoja y el desafío arquitectónico al paradigma moderno, el postmodernismo vio nacer en su seno una subcorriente conocida como arquitectura deconstructivista. Los vínculos con la teoría de la deconstrucción de Derrida no son únicamente intelectuales, pues Derrida contribuyó él mismo al diseño de una de las primeras intervenciones urbanísticas de la nueva escuela: los edificios del Parque de la Villette (1982-1987) en París. Las primeras formulaciones teóricas de esta corriente se publicaron en la revista Oppositions entre 1973 y 1984 (Klotz 1998) y su foco es California. El título de la revista revela ya su carácter contestatario. El primer edificio declaradamente deconstructivista es la propia casa de Frank Gehry, quizá el principal exponente del grupo, en Santa Mónica, California, en 1978 (Salingaros 2008). El deconstructivismo se propone atacar al racionalismo arquitectónico a través del uso de la estructura. No utiliza decoración, ni elementos del pasado: simplemente, deconstruye la estructura de pilares y vigas de hormigón armado quebrándola como el cubismo había quebrado la composición unitaria en varios planos de perspectiva yuxtapuesta. Es decir, inocula con arte y creatividad la propia dimensión de la estructura, hasta entonces únicamente organizada en torno a principios de funcionalidad, es decir, racionales, ingenierísticos. El resultado son edificios racionalistas que “desafían” las leyes del cálculo estructural (inclinados, retorcidos, más estrechos en la base que en la cima) y muestran al público el carácter discursivo, ideológico del racionalismo. El cubo y el ángulo recto no son estructuras universales, no son la única forma posible de construir un edificio de forma científica (Klotz 1998; Salingaros 2008). Como en la etnometodología de Garfinkel (1967), los deconstructivistas rompieron las normas para mejor mostrar la estructura de las mismas. Abundando en la paradoja, aquellos edificios que parecían desafiar las leyes de la gravedad requerían de un conocimiento científico más avanzado y de herramientas más sofisticadas que los racionalistas. No fueron, de hecho, posibles hasta que el progreso en computación no permitió dejar a los ordenadores el cálculo de aquellas estructuras tan complejas (Klotz 1998). Otra estrategia de deconstrucción se centró, no en la deformación de las estructuras, sino en su exposición al desnudo: así, el Centre Pompidou muestra por fuera los elementos estructurales (tuberías) que supuestamente deben ir “escondidos”, como un jersey al que se le diera la vuelta para mostrar la malla del tejido. El discurso crítico de los intelectuales postmodernos ante el urbanismo racionalista y las resistencias populares al mismo acabarían por surtir efecto y debilitar la hegemonía del credo de Atenas, si bien con intensidades y tiempos muy diferentes en los distintos países. En algunos de ellos, como en general todo el norte y centro de Europa Occidental y Norteamérica, el proceso de retirada se produjo de forma incluso sorprendentemente precoz y rápida. En otros, como en España y otros países semiperiféricos o periféricos (sur de Italia, Grecia, Brasil, por citar algunos), el auge de los grandes polígonos y la dictadura del hormigón y del cubo iniciaba justo cuando tocaba a su fin entre sus vecinos. En el caso concreto de España ha cristalizado en una tradición cultural compartida por urbanistas y promotores que perdura con fuerza hasta nuestros días. Los conceptos del nuevo urbanismo y de la arquitectura postmoderna han quedado arrinconados en ciertas urbanizaciones de vivienda unifamiliar de poder adquisitivo medio-alto o alto. Para los demás desarrollos, el modelo sigue siendo, con ligeras concesiones a las nuevas tendencias, el del bloque racionalista y la calle como “machine à circuler”. En otros lugares, sin embargo, las cosas empezaron a cambiar muy pronto: en Francia ya en 1965 se lanza un programa de “villes nouvelles” basado en el fomento de la vivienda unifamiliar, en clara ruptura con el urbanismo de los grands ensembles. En 1969 se abandona el programa Z.U.P. (Zones à Urbaniser en Priorité) y el estado empieza a retirar su control sobre el urbanismo. En 1973 una orden ministerial prohibía la construcción de polígonos de más de 500 viviendas con el objetivo declarado de “prevenir las formas de urbanización conocidas como grands ensembles y luchar contra la segregación social por medio del hábitat”. Finalmente la ley Barre de 1977 desplaza la prioridad de ayuda gubernamental de la construcción colectiva a la construcción unifamiliar. Es el final definitivo del bloque de apartamentos. Desde ese año se produce un boom de la ciudad-jardín suburbial de casas unifamiliares. Sólo ese año de 1977, ese tipo de vivienda supuso la mitad de lo construido (Croizé 2009). El giro copernicano fue retroalimentado con el regreso al 112 poder de los partidos de izquierdas, socialistas y comunistas, desde ese mismo año, primero en los gobiernos municipales y finalmente en el gobierno central con Mitterrand. Ello suponía la llegada al poder de una nueva generación de izquierdas, la que había pasado su bautismo de fuego en las calles de París la primavera del 68. Una izquierda totalmente remodelada, pasada por una reestructuración antiautoritaria, humanista y postmoderna. Si ya en 1973 casi la mitad de los franceses, de acuerdo a un estudio (Villac et al. 1978) aspiraba a vivir en una vivienda unifamiliar en un suburbio de estilo americano en menos de dos décadas lo que era una aspiración se había convertido en una realidad: la mitad de los franceses eran, a finales del siglo XX, propietarios de una residencia unifamiliar suburbana (Fijalkow 2002:35). Y ello entre todas las clases sociales: del total de propietarios un tercio son clase obrera (Bourdieu 2000: 108). Era un síntoma de lo alejado que estaba de los valores sociales el modelo funcionalista de habitación colectiva en polígonos estandarizados, las “maquinas de habitar”. La sociología urbana crítica tuvo un protagonismo fundamental en esta derrota del paradigma racionalista. Nadie ilustra quizá mejor este argumento que la obra y biografía de François Ascher, el más urbanista de los sociólogos neomarxistas, discípulo de Chombart y colega por un tiempo de Topalov, Lojkine o Godard en el CNRS. Aunque en décadas posteriores iría derivando hacia una producción más teórica y ensayística, los años 70 y 80 son los de un profundo compromiso con la aplicación de las ideas a la transformación real de la ciudad, a la implementación de políticas urbanísticas. Así, junto a sus obras de carácter claramente aplicado Urbanisme monopoliste, urbanisme democratique (1973), Pour un Urbanisme (1974) o Demain la ville? Urbanisme et politique (1975) desempeñó una crucial actividad como asesor en varios de los organismos clave en la remodelación urbana de la época: el Ministerio del Equipement (en su plan Plan Construction, Urbanisme et Architecture), la Federación de Empresas de Obras públicas y la DATAR (ente estatal para la planificación territorial). Fue uno de los fundadores del Club Villes-Aménagement, que reúne a los directores de los grandes proyectos urbanos. Su labor docente también fue decisiva en el reforzamiento del cambio de paradigma. Fue miembro muy influyente del Institut français d'urbanisme, centro de formación de postgrado que integraba las disciplinas sociales con las de intervención sobre el territorio y profesor de la Ecole de Ponts et Chaussées, estableciendo así un puente entre entre las ciencias sociales y la ingeniería y arquitectura que revertían el trabajo de evangelización realizado por el C.I.A.M. en décadas anteriores. Las posiciones militantes y la influencia política de los sociólogos urbanos de los 60 y 70, al contribuir a la retirada del paradigma racionalista, condenaron, pues, al error sus propias predicciones (Devoluy 1977). El urbanismo alienante se fue humanizando. El autoritarismo estatal fue dando paso a la concertación y a formas más democráticas y participativas de gestión urbana. Y la ciudad no murió. Las zonas periféricas desprovistas de servicios fueron poco a poco siendo dotadas. El transporte colectivo volvió a ser impulsado y los centros de las ciudades, especialmente en Europa, experimentan una revitalización. Las áreas históricas de la ciudad vuelven a ponerse estéticamente de moda, no sólo las zonas nobles sino también las populares, y empiezan a rehabilitarse. Todo ello envuelto en los tonos de un neoromanticismo neohistoricista y neopopulista. Así, se van peatonalizando las calles para que adquieran un aire pseudo-medieval, aparecen comercios, tiendas y puestos de artesanos “auténticos”, los edificios se hacen parecer “antiguos” dejando las vigas de madera vistas y las terrazas de los cafés se proponen como expresión de la urbanidad reencontrada: naturalidad, historicidad” (Bourdin 1984). El cambio de paradigma fue en ciertos sentidos incluso más lejos en otros países, e implicó la demolición de lo ya construido. El 15 de Julio de 1972 el polígono de viviendas Pruitt-Igoe de San Luis (Missouri), un infierno en la tierra en las palabras del crítico Charles Jenks, es dinamitado por orden del ayuntamiento. Muchos lo consideran un hito que marca el principio del final del urbanismo y la arquitectura racionalista moderna en Estados Unidos (Merrifield 2002). A aquella demolición seguirán muchas otras. Sin embargo, en Estados Unidos el proceso de recuperación de los centros urbanos será mucho más débil. Entre otras cosas, porque en la mayoría de las jovencísimas ciudades del país había poca cosa que recuperar. En Gran Bretaña el propio Príncipe Carlos se puso al frente de una cruzada contra la construcción de New Towns y torres de apartamentos. La última New Town se inauguró en 1970. Al mismo tiempo que se criticaba el urbanismo racionalista aumentaba la sensibilidad, muy baja en aquel, hacia la restauración y conservación del patrimonio arquitectónico. Aquella sensibilidad ya se había manifestado en muchos lugares tras la Segunda Guerra Mundial, cuando se planteó el dilema de reconstruir o no los centros históricos devastados por los bombardeos. En muchos lugares (Varsovia, Munich) se optó por la reconstrucción integral, pero en muchos otros (Londres, Berlín) se impusieron las tesis racionalistas y se aprovechó para construir una nueva ciudad geométrica y funcional. Eso empezó a cambiar definitivamente con la redacción de la Carta de Venecia en 1964, fruto de los trabajos de un congreso internacional de arquitectos presidido por una delegación de la UNESCO y del Consejo de Europa. Aquella Carta venía a poner fin a la distinción que hacía el racionalismo (inscrita en La Carta de Atenas) entre edificios históricos muertos y vivos (los primeros desprotegidos de la demolición según la lógica de la machine à habiter. Todos los edificios están vivos, dirá la Carta de Venecia, incluso las ruinas, porque todos transmiten un mensaje y construyen nuestra identidad cultural. Con la Carta de Venecia la conservación pasa de ser, en todo caso, algo deseable y un imperativo moral de la civilización, una obligación con el pasado y con las futuras generaciones, que tienen derecho a no ser privadas de su historia, de su pasado. La obligación de conservación se extiende, además, de los edificios singulares a todo el entorno histórico urbano. La Carta expresaba una profunda preocupación por las ciudades históricas ante la falta de sensibilidad de muchos urbanistas y políticos. Finalmente, sería refrendada y ampliada por la Carta de Amsterdam de 1975, documento que sancionaba definitivamente el mandato de conservación integral de todos los centros históricos y cuya filosofía se fue traduciendo progresivamente en legislaciones conservacionistas concretas en cada uno de los países (Ahmad 2006). La ciudad no murió, pues, y el impulso iniciado a finales de los 60 continuaría tomando cuerpo y velocidad hasta acabar, finalmente, cristalizando en lo que se conoce como Nuevo Urbanismo desde finales de los 80. Las figuras principales de esta corriente son Leon Krier y Cristopher Alexander en Europa, quienes escriben desde los años 70 una serie de manifiestos urbanísticos, y un grupo de urbanistas en los Estados Unidos que se agrupan en torno al Congress for New Urbanism, fundado en la ciudad de Chicago (otra vez Chicago) en 1993, y entre los que destaca Peter Calthorpe. Una institución prominente en el fomento y elaboración de estas teorías fue el Prince of Wales' Institute of Architecture, fundado, presidido y financiado 113 directamente por el Príncipe Carlos de Inglaterra. Todos ellos abogan por la reforma de las políticas públicas de urbanismo para construir nuevos desarrollos urbanos que satisfagan los siguientes criterios (Krier 1993; Calthorpe 1993): 1. 2. 3. 4. 5. 6. 7. Frente a la zonificación y la segregación, los barrios deben ser diversos en usos y población. Para ello es necesario construir con una variedad de tipologías de vivienda: casas unifamiliares, adosados y apartamentos, que no deben superar las tres o cuatro alturas para evitar una excesiva densificación. Una ciudad en la que jóvenes y ancianos, solteros y familias, ricos y pobres puedan convivir y establecer relaciones. La arquitectura debe celebrar las tradiciones e historia local y las técnicas constructivas someterse a los criterios de máximo respeto ecológico. Hay que construir edificios que parezcan tradicionales pero sean high-tech, es decir, edificios verdes, de mínimo consumo y contaminación y máxima capacidad de reciclaje y de eficiencia energética. El barrio ha de tener un centro identificable tanto por su espacio como por la acumulación en él de edificios comunitarios y representativos que generen identidad y cohesión. Ese espacio ha de ser una plaza o un prado. El centro concentra actividades colectivas (religiosas, culturales, administrativas) La mayoría de las viviendas deben estar a menos de cinco minutos a pie del centro y de todos los servicios urbanos (escuelas, parques y columpios, centros de atención sanitaria y una variedad de pequeños comercios suficiente para atender todas las necesidades básicas de una familia). Las calles deben formar una red interconectada, sin aislar espacios, pero al mismo dispersando el tráfico rodado de la mayoría de las viviendas. Se ha de formentar la peatonalización y los carriles-bici. Las calles deben ser relativamente estrechas y flanqueadas siempre por arbolado. Los aparcamientos se han de relegar a la parte de atrás de los edificios, con acceso por pequeños callejones. El barrio ha de tener instituciones democráticas de autogobierno: una asociación donde se practique la democracia participativa y con capacidad de decidir en asuntos como el mantenimiento de la infraestructura urbana, seguridad, o planes de urbanismo. El diseño de los nuevos barrios debe estar inserto en un planificación más amplia del desarrollo a nivel regional, de manera que el crecimiento urbano atienda a principios de sustentabilidad ecológica y económica (usando el urbanismo, por ejemplo, para evitar los desequilibrios entre puestos de trabajo y vivienda) 6.6. Sociología urbana en la bisagra finisecular (1980-2010): entre el marxismo de la postmodernidad y los enfoques postmodernos. 6.6.1. La reformulación de la sociología neomarxista frente al reto del postmodernismo y la postmodernidad. Las transformaciones que la nueva fase del capitalismo estaba operando en la sociedad obligaron, desde finales de los 70 y principios de los 80, a revisar el marco teórico del neomarxismo. Era necesario explicar desde el enfoque del materialismo histórico la nueva forma informacional, postindustrial y postfordista que había adquirido la economía política pero también dar cuenta de muchos fenómenos que quedaban fuera de los conceptos marxistas, revisados o no, tales como el resurgir de las identidades, los nuevos movimientos sociales construidos en torno al género y la orientación sexual, los estilos estéticos, o el resurgir de la religiosidad, por ejemplo. Ningún autor, por más positivista o estructuralista que fuera, podía hacer oídos sordos completamente a las críticas epistemológicas postmodernas. Porque, aunque los defensores del positivismo tuvieran parcialmente razón cuando tachaban al postmodernismo de moda, de mera especulación filosófica o de proyecto nihilista que amenazaba con sumir al mundo en el limbo de un relativismo y un escepticismo estériles (un posicionamiento del que fueron adalides gente como el padre del materialismo cultural, Marvin Harris (Harris 1999)) tampoco se podía negar que los postmodernos habían puesto el dedo en la llaga y sacado a la luz muchas de las miserias y limitaciones de la ciencia positiva. En su versión más razonable y moderada, el postmodernismo era una cura de humildad necesaria que no venía a liquidar la ciencia y regresarla a una fase pre-empírica o puramente heurística sino a reformarla introduciendo toda una serie de herramientas y de temas elaborados, precisamente, por las ciencias humanas, tales como la cultura, los estados psicológicos o la semiótica. El gran logro de la crítica postmoderna fue su insistencia en la complejidad de los fenómenos y en su interdependencia y, por ello en la necesidad de trabajar siempre desde un punto de partida holístico y multidisciplinar que tuviera en cuenta todo a la vez y en su condición de interrelación mutua. En ese sentido la ciencia postmoderna es, más que un relativismo, un reequilibrio de la balanza para conseguir una nueva (pero distinta) objetividad. Una objetividad en la que la realidad virtual de los símbolos es igual de real que la de los objetos empíricos, en la que la verstehen es igual de importante que la medición precisa o la replicación en laboratorio de determinados fenómenos. Y, nolens volens, todos los sociólogos materialistas tuvieron que acabar aceptando esas aportaciones del pensamiento postmoderno. Sería el caso del ya citado Harris (¿qué es su concepto de lo emic sino una aceptación de la relativa autonomía y naturaleza ontológica de la realidad virtual de las ideas?) y sería el caso de los sociólogos urbanos marxistas. Así, desde principios de los años 80, autores como Zukin, Harvey o Castells o los de la Escuela de los Ángeles, revisitarán de nuevo su marxismo, no necesariamente para liquidarlo pero sí para incorporar algunos de los enfoques del bando postmoderno y, armados de tal guisa, concluir la tarea de explicar la ciudad del capitalismo tardío. Vamos a ver ahora algunas de las aportaciones que estos tres autores en concreto hicieron, desde este “marxismo postmoderno” al estudio del fenómeno urbano. 114 Sharon Zukin. Críticas al marxismo de la Nueva Sociología Urbana En un artículo escrito en 1980, la socióloga urbana Sharon Zukin abría desde Nueva York uno de los primeros frentes críticos, sin salir del campo marxista, a la corriente que había dominado la sociología urbana durante toda aquella década que entonces concluía. Zukin lanza una serie de acusaciones a la mayoría de los estudios urbanos hechos en Francia: son repetitivos y es cuestionable si son aún capaces de generar conocimiento nuevo; han magnificado el tema de los intereses de clase y tienden a verlos como el motor de todos los fenómenos cuando en muchos casos podría haber otros elementos con más peso explicativo. Para Zukin esto constituye una especie de reverso de la falacia ecológica de la Escuela de Chicago. Si para la Ecología Humana todo era explicable por el espacio, para la Nueva Sociologia Urbana el espacio no explica nada. Si para los de Chicago los grupos urbanos pobres y marginados eran desviados y desadaptados, el lado oscuro de la sociedad, los marxistas franceses los han convertido a todos, sin discriminación, en héroes y construido una leyenda rosa hecha de resistencias ante el poder. No hay delincuentes, sólo resistentes a la opresión capitalista. La Nueva Sociología Urbana tampoco ha resuelto la duda de si existe o no una cultura distintivamente urbana. Por último, y aquí se encuentra la gran aportación de Zukin, el rol que Castells y su escuela le asignan a la ciudad en el capitalismo industrial obscurece y no considera adecuadamente las raíces del urbanismo en la fase pre-industrial. Es necesario dejar bien clara la distinción entre capitalismo, industrialización y urbanismo. El urbanismo es un fenómeno previo a los otros dos y durante un tiempo hubo un urbanismo capitalista pero no industrial. Hay cuatro elementos de la ciudad capitalista que pueden ser rastreados hasta su etapa mercantilista en los siglos XVII y XVIII: 1) El rol de la ciudad en el proceso de acumulación de capital. 2) El rol de la ciudad como proveedor de fuerza de trabajo barata. 3) la conformación de lo urbano-local por lo nacional tanto a nivel económico como político. 4) El rol de la ciudad como maximizadora del proceso de consumo, el correlato necesario de la producción, debido a su alta densidad de población. En períodos anteriores la ventaja de las ciudades sobre el campo residía en su capacidad de concentrar población y actividades económicas en una comunidad de gran eficiencia defensiva y militar. Para el Estado-nación la ciudad proporcionaba una fuente de renta fácilmente accesible y controlable. Así, incluso en una sociedad aún fuertemente dominada por las rentas agrarias, la ciudad atrajo capitales porque en ella se había gestado una estructura de inversiones concentrada en el espacio, mucho más eficiente y manejable que las dispersas fuentes de renta del campo. Esta acumulación de capital intensificó a su vez la capitalización de la agricultura en las áreas aledañas a las ciudades más populosas pues estas proporcionaban un mercado para la misma. Posteriormente la ciudad industrial del siglo XIX aumentaría el ritmo de acumulación de capital, magnificando las posibilidades técnicas para que este se produjera con mayor intensidad y atrayendo a la ciudad a miles de campesinos que a su vez aumentaban el tamaño del mercado y permitían una mayor acumulación (Zukin 1980). David Harvey: el primer gran análisis marxista de la sociedad postmoderna. Desde finales de los 70, el laboratorio de pruebas por excelencia de David Harvey, Baltimore, como buena parte de las ciudades occidentales, experimenta una transformación radical. De ser el “sobaco del Este”, como se la llegó a denominar (Merrifield 2002: 148), se convierte en una próspera ciudad postindustrial, súbitamente atractiva para la inversión y para el turismo. Su deteriorado centro urbano experimenta un radical lavado de cara: donde antes yacían los cadáveres de naves industriales abandonadas y bloques de apartamentos decadentes surgen ahora enormes centros comerciales, el Maryland Science Center, el National Aquarium, hoteles de cinco estrellas, una marina deportiva… ¿Qué había sucedido? La necesidad de comprender y explicar todos aquellos cambios llevará a Harvey a centrar su atención en los procesos que llevan al surgimiento de la ciudad postmoderna y sobre la postmodernidad en sí misma como momento histórico. Fruto de este interés son los trabajos “Flexible Accumulation through Urbanization: Reflections on Postmodernim in the American City” (1987), artículo donde avanzaba sus nuevas elaboraciones, y su monumental “The Condition of Postmodernity” (1989) cuyo título parafraseaba uno de los manifiestos del postmodernismo sociológico, “La condition postmoderne” de Jean-François Lyotard. Pero ese interés no le conduce a dejarse llevar por la moda académica del momento, el paradigma teórico-metodológico postmoderno. Muy al contrario: fiel a sus convicciones epistemológicas, defiende, en una época en que el marxismo había perdido el aura cool de los años 70, la total pertinencia del modelo de análisis materialista y racionalista frente al culturalismo, relativismo y “esteticismo” de las corrientes postmodernas. Harvey es muy crítico con todos aquellos sectores de la izquierda (empezando con algunos de sus propios gurús, como Lyotard, salido del grupo “Socialisme ou barbarie” y del movimiento del 68 en Francia) que se han dejado seducir por los cantos de sirena que llamaban a la demolición de la Ciencia con mayúsculas y sus aspiraciones a conseguir explicaciones objetivas y universales y su disolución en una miríada de micro-narrativas, de interpretaciones hermenéuticas, ancladas en el contexto cultural local, popular. Para Harvey es necesario distinguir entre postmodernismo, como corriente estético-epistemológica, y postmodernidad, como paradigma cultural con categoría ontológica, cuyos valores están profundamente interrelacionados con los cambios producidos en la economía política capitalista, con el paso de la sociedad industrial a la postindustrial. La postmodernidad así entendida es una etapa histórica, tiene realidad y ha de ser estudiada como tal. Y lo mismo puede decirse de la ciudad. La ciudad postmoderna no es una pura construcción de intelectuales: es una realidad histórica Existe, pues, una ciudad postmoderna y es diferente de la ciudad moderna que la precedió. Y esa ciudad puede y debe ser estudiada desde los marcos teóricos marxistas. El marco teórico marxista debe seguir, más que nunca, en la brecha, para impedir la disolución del pensamiento sociológico científico. Pero, eso sí, debe someterse a ciertos ajustes finos, como ya lo había hecho en el pasado, para responder a los retos epistemológicos que le presentan las nuevas realidades históricas: en primer lugar, debe incorporar las categorías, aparentemente no económicas, de raza, género y diferencia en su marco teórico; en segundo lugar, debe incorporar también a dicho marco las prácticas estéticas y culturales, la producción y reproducción de 115 imágenes y de discursos, esclareciendo el rol que desempeñan en el modo de producción del capitalismo avanzado postindustrial. Para ello, Harvey rescataría del olvido a Guy Debord. La postmodernidad, nos dirá, no es otra cosa que el tránsito de un régimen de acumulación a otro, dentro del seno del modo de producción capitalista. De la acumulación “rígida” del modo industrial a la acumulación flexible en la cual cumplen un papel protagonista lo que él llama, parafraseando a Debord, la “acumulación de espectáculos” (Harvey 1987). Manuel Castells: el espacio-red de los flujos y la ciudad informacional. Castells se transladó a California en 1979, donde aceptó un puesto como professor en la Universidad de California en Berkeley. En este nuevo ecosistema, influido por la cercanía del naciente Silicon Valley, la carrera de Castells dio un nuevo giro epistemológico, embocando un tercer período. “The City and the Grassroots” (1983), su primera gran obra escrita desde California, es un libro que compila casos detallados, presentes y pasados, de movimientos sociales urbanos, desde las Comuneros castellanos del siglo XVI a los Communards de París de 1871, la Rent Strike del Glasgow de 1915, las revueltas de las inner towns de los años 60 en los Estados Unidos, el populismo urbano de los “descamisados” argentinos, o el movimiento gay en San Francisco. En él Castells se aleja del determinismo marxista de clase y, como puede apreciarse, reconoce la importancia de otros factores de orden cultural como la identidad étnica, el género y la autoafirmación. En esta obra la balanza de la causalidad se equilibra poniendo más peso en el platillo de la agencia y la subjetividad y quitando lastre al de la estructura y la objetividad. Es decir, Castells se ha dejado influir un poco más por la corriente weberiana (“El marxismo en su conjunto ha sido incapaz de afrontar el reto, como ha demostrado con gran inteligencia Peter Saunders”, escribirá en esta nueva obra (Castells 1983: 297) pero ha incorporado, además, algunas de las críticas de las corrientes sociantropológicas postmodernas. En realidad, como bien observa Merrifield (2002: 130), esa corrección no era necesaria, pues ya se encontraba presente en el concepto althusseriano de estructura dominante que el mismo Castells había abrazado como uno de sus puntos de partida teóricos en 1972. Castells admite que los actores también son escritores de la obra de la historia pero hace una precisión muy importante: esta capacidad ha quedado reducida, en el sistema capitalista en vías de globalización, a la dimensión local, valga decir, a la arena urbana, a la ciudad. En términos más generales, los procesos económicos y los engranajes del poder se mueven a niveles tan internacionalizados, tan lejos de la escala humana, que escapan cada vez más a cualquier intento de control o de resistencia por parte de los actores sociales. En estas circunstancias, con un Estado de Bienestar en proceso de encogimiento (recordemos que el libro se escribe al inicio de una nueva era, la de la hegemonía de las políticas neoliberales iniciada con el binomio Reagan-Thatcher en el mundo anglosajón), unos optan por refugiarse en la aséptica y ordenada vida del suburb, o se movilizan sólo de forma egoísta y reactiva, como en los movimientos NIMBY (acrónimo de “not in my backyard”, “no en mi patio trasero”) mientras las minorías proactivas se organizan para luchar contra la hidra capitalista en el único terreno en el que ésta aún tiene una presencia física reconocible, un rostro: en la ciudad. Puede que sean impotentes para cambiar la dinámica de los flujos globales de capitales y las reglas que dictan pero aún pueden tener alguna posibilidad de imponer ciertas condiciones al establecimiento y operaciones de esos flujos en sus comunidades locales (impidiendo la instalación de industrias contaminantes, forzando condiciones salariales, impidiendo la privatización de ciertos servicios, etc.) Merrifield acusa abiertamente a Castells de renegar de sus orígenes marxistas por razones de imagen académica, porque el marxismo había perdido en los 80 y 90 el aura que tenía en los 60 y 70 (Merrifield 2002: 130). Sin embargo, ninguna de las posiciones que Castells defiende en The City and the Grassroots se sale de lo que podríamos denominar una lectura nodogmática de Marx, es decir, de la escuela neo-marxista. La obra de Castells sigue siendo neo-marxista y manteniendo la misma línea iniciada en la década anterior. Lo mismo puede decirse del resto de sus obras en las décadas siguientes, incluyendo su análisis de la sociedad post-industrial vehiculada por las TICs, su evangélica trilogía “The Information Age “(1996). Y, sin embargo, Castells se esforzara conscientemente por negarlo. En “The City and the Grassroots” afirmará: “el marxismo está en ruinas” (Castells 1983: 297). Más tarde, en una entrevista concedida en 1997 pronunciará, en tono avergonzado, las siguientes palabras: “Althusser era simple retórica para nosotros, nada más que un concepto, y muchos de nosotros nos alejamos muy rápido del paradigma althusseriano […] La influencia del marxismo de Althusser no fue duradera. Y no lo fue porque no tenía substancia (Castells, en Merrifield 2002:131). Castells estaba viviendo en lo que ya por entonces todos consideraban una nueva era y no se pudo resistir a la seducción de sus encantos. Y, sin embargo, a pesar de sus avergonzados reniegos, Castells, insisto, no dejó nunca de ser un académico marxista. Su gran logro en las últimas décadas ha sido, precisamente, el mismo de Harvey: aplicar el método estructural marxista al estudio de esta nueva etapa del capitalismo. Fue ese estudio lo que le hizo saltar definitivamente al estrellato de la academia. Ese trabajo inicia en 1989, el mismo año que se publicaba la obra de Harvey, a quien quizá le deba mucho, y de nuevo se ancla firmemente al fenómeno urbano: ese año veía la luz “The Informational City”. En este libro no hay ni una sola mención a los movimientos sociales. Castells vuelve al estudio de la estructura, sólo que esta vez se centra en la tecnología, en las nuevas tecnologías de la información en concreto, con los medios de comunicación de masa y las computadoras, como protagonistas. Era un preludio de la que sería su magna obra de unos años después: la trilogía “La Era de la Información” (1995). En estas obras (1989, 1995) Castells elabora un nuevo concepto de espacio: al espacio físico analizado hasta entonces superpone el nuevo espacio virtual de los flujos y las redes, creado por el intercambio de información, personas, bienes y servicios. Un espacio no estacionario sino en movimiento, en flujo constante. A pesar de su sofisticación argumental y del abrumador bombardeo de datos empíricos y estudios de caso, Castells ha sido tachado de determinista tecnológico y de 116 ofrecer explicaciones unívocas (Merrifield 2002), es decir, de dar un paso atrás en su evolución teórica volviendo a recomponer el burdo materialismo marxista que Althusser había tratado de deshacer. Según el mismo autor también habría dado un paso atrás en su compromiso con la izquierda política: La ciencia social debe ceñirse a interpretarlo. Merrifield advierte en sus obras incluso tonos de loa al nuevo capitalismo (por ejemplo en su obra sobre las tecnópolis, en especial el capítulo sobre Silicon Valley que es descrito en tonos bastante róseos (Castells 1994)). La sociedad red, nos dice Castells en su trilogía, genera una dicotomía entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares. El espacio de los flujos es la forma espacial dominante en la economía política de la sociedad red del capitalismo informacional. Es la organización material (espacial) de las prácticas sociales que funcionan a través de flujos (de capitales, de información de gestión, de imágenes e ideas, tecnología, drogas, modas, miembros de la élite cosmopolita, migrantes) y está configurado por una combinación de tres soportes materiales: la red de comunicación electrónica; los nodos de la red (donde se ubican funciones y organizaciones estratégicas, es decir, las grandes ciudades) y ejes de transporte, ambos organizados de forma jerárquica; y la organización espacial de las élites gestoras de dichos flujos. Estas élites son cosmopolitas pero no flujos. Lo que significa que tienen que vivir en algún lugar. Esta sociedad red implica así un proceso simultáneo (y no contradictorio) de desterritorialización/reterritorialización. Dichas élites están organizadas en comunidades culturales y políticas con fronteras materiales y simbólicas claras y cerradas: en el primer caso por vallas o por los altos precios inmobiliarios, en el segundo por estilos de consumo y valores y prácticas culturales propias (golf, jacuzzi, educación multilingüe e internacional en escuelas y universidades privadas exclusivas, matrimonios entre ellos etc.). Es una subcultura ligada finalmente al espacio y que funciona a través de conexiones interpersonales (decisiones estratégicas que se toman en clubs de campo, restaurantes exclusivos, etc.). Una comunidad que crea formas espaciales estandarizadas (arquitectura moderna homogénea) por todos los nodos y ejes de la red transnacional por donde se mueven, donde poder reproducir su subcultura (hoteles de lujo, salas VIP de aeropuertos,). Es un espacio desvinculado de la especificidad histórica de cualquier sociedad concreta. También el resto de la gente, los que no constituyen la élite gestora, tiene que vivir en un espacio concreto. Pero este no es internacional ni cosmopolita sino que, por el contrario, sigue siendo local, apegado a la identidad propia (como vecinos, miembros de una etnia, de una nación) y a veces degenera en xenofobia, tribalización… Contemporáneamente o con posterioridad a Castells otros autores también han dejado importantes reflexiones acerca de esta dicotomización del espacio generada por la globalización y las TIC. Giddens (1990) por ejemplo, observó la aparición del fenómeno del “espacio vacío” o el desanclaje entre espacio y lugar de relaciones. En las sociedades premodernas las relaciones sociales eran siempre directas y se daban en un espacio delimitado. La modernidad permite relaciones entre personas de lugares muy distantes, desanclando así el espacio de la relación social. Pero ese desanclaje, como en el caso de Castells, no significa que la gente no viva en un lugar real sino que los lugares modernos son “fantasmagóricos” porque conformados por influencias sociales remotas. Tomemos el ejemplo del centro comercial local: es cercano, familiar, pero constituido por tiendas de cadenas que se encuentran en muchos sitios y muy similar en diseño al de otras ciudades. En 1992 Marc Augé acuñaría otra etiqueta dicotómica más, que ha adquirido gran popularidad: la de lugar antropológico/no-lugar. Por el primero entiende un lugar donde se leen las identidades, las relaciones sociales y la historia. Donde la gente utiliza el mismo lenguaje cultural. Con fronteras geográficas definidas. Por el segundo un espacio donde no pueden leerse las identidades, no existen las relaciones sociales ni la historia. Lugares donde priman las relaciones contractuales, utilitarias, anónimas y, por ello, espacios de soledad, transitoriedad y alienación. La postmodernidad implica la multiplicación de estos no-lugares (hospitales donde se nace y se muere, medios de transporte, estaciones y aeropuertos, bancos, hoteles…). Sin embargo, Augé nos advierte en contra de una lectura simplista de su dicotomía (la que después, desgraciadamente y como suele ocurrir, acabó popularizándose): La dicotomía es sólo un tipo ideal. En la vida real lugares y no-lugares se entrelazan. Todos habitamos entre unos y otros. Uno puede convertirse en el otro y viceversa, dependiendo de los actores (las estaciones pueden ser un punto de encuentro de jóvenes, los aeropuertos son un lugar y casi un hogar para quien allí trabaja) (Augé 1992). Manuel Castells y Saskia Sassen: las megalópolis globales y su función en la economía política del capitalismo informacional. Finalmente, Castells dedicará buena parte de sus esfuerzos a explicarnos la función que desempeñan las grandes ciudades, las metrópolis informacionales que constituyen los nodos de la sociedad red en el capitalismo informacional de finales del siglo XX y principios del XXI (Castells 1989). Un trabajo que será complementado por el de Saskia Sassen, en términos muy similares (Sassen 1991, 1994). Habría podido esperarse que, con la disolución del tiempo y el espacio traída por las telecomunicaciones y con la deslocalización industrial se hubiera producido una tendencia hacia la desaglomeración urbana (las industrias pueden estar en muchos sitios, la gente puede trabajar a distancia). Esta tendencia, en efecto, se observa, pero convive con otra de signo opuesto que es igual o más fuerte: el crecimiento de megalópolis. Esto es debido a que esas megalópolis cumplen varias funciones estratégicas en la economía política del capitalismo global: a) b) Son los centros de mando de dicha economía: en ellas se concentran las sedes de las finanzas y de las grandes multinacionales que necesitan tener una red jeraquizada de centros de control para gestionar una empresa que se extiende por innumerables países. Alrededor de dichas multinacionales se concentran también las empresas proveedoras de servicios avanzados que dichas multinacionales necesitan para operar internacionalmente: bufetes de abogados, consultorías, especialistas en fusiones y adquisiciones, brókers, agencias publicitarias y de recursos humanos, centros de innovación y de 117 c) d) e) investigación (que generan la tecnología que permite maximizar la producción y crear productos nuevos de alto valor añadido), centros educativos (colegios y universidades) de élite para formar a los cuadros de las empresas, a los científicos y a los propios educadores. En muchos casos las megalópolis se forman en torno a las capitales políticas, porque para las multinacionales también es ventajoso tener a los interlocutores del Estado cerca, aunque no siempre es el caso (lo es en el caso de París, Londres, Tokio, México D.F., Madrid, Ámsterdam, pero no en el de New York, Sídney, Sao Paulo, Shanghái, Frankfurt, Milán, Barcelona…) La concentración de gestores multinacionales y proveedores de servicios en un único lugar físico sigue siendo funcional porque genera sinergias, ahorra costos de transporte y se adapta a la forma humana de gestionar los negocios, que sigue prefiriendo las relaciones cara a cara (muchas decisiones se toman en restaurantes, clubes de campo, y aunque viajar forma parte del atractivo estilo de vida de los ejecutivos, también es cómodo tener a los interlocutores en la misma ciudad. Finalmente, las megalópolis siguen siendo atractivas para esta clase de gestores y trabajadores supercualificados porque la alta concentración de capital y el tamaño permiten la existencia de un conjunto muy sofisticado de servicios recreacionales y culturales que una ciudad más pequeña no puede ofrecer, y que forman parte del estilo de vida irrenunciable de estos grupos: teatros, salas de concierto, museos, galerías de arte, instalaciones deportivas, restaurantes de superlujo, colegios y universidades de superélite (para formar a los hijos), aeropuertos internacionales con conexiones directas a todas partes del mundo. La incomodidad de la gran ciudad es paliada con la suburbanización en grandes casas con jardín en vecindarios tranquilos bien conectados con los centros de trabajo, o en departamentos de lujo en rascacielos, aislados por la altura del mundanal ruido. Con su demanda de viviendas muy grandes y con espacio (jardín, terraza en el loft) contribuyen a la expansión de la megalópolis en una zona cada vez más amplia. Las ciudades globales están conectadas unas con otras en una red jerarquizada que tiende a desengancharse relativamente del territorio circundante (de nuevo un proceso de desanclaje), el cual permanece en buena medida anclado en una lógica económica local (pensemos por ejemplo en Madrid, rodeado por el cinturón rural de las dos Castillas). El resultado en términos territoriales y sociales es una estructura dual, muy polarizada, fruto de la diferenciación de la economía postindustrial en dos sectores: a) b) Un sector formal basado en la gestión de la información con una fuerza de trabajo “mejorada”, cada vez más cualificada que proviene, en general, de las clases sociales previamente más privilegiadas (las que poseían altos niveles de capital cultural y social). Una fuerza de trabajo “descualificada” (cuando realizan trabajos de baja cualificación aunque su cualificación sea mayor) o no cualificada compuesta por un conjunto abigarrado de procedencias diversas: obreros cualificados de las industrias que han cerrado por la reconversión industrial y la deslocalización (ahora pasan a hacer trabajos menos cualificados que los de antes), jóvenes provenientes del fracaso escolar o muy cualificados pero explotados como becarios en precariedad, mujeres, emigrantes (muchos de ellos con mayores cualificaciones en su país de origen de lo que requiere el tipo de trabajo que realizan). Nutren las filas de los empleos de bajo nivel en los servicios urbanos y oficinas de la economía informacional con bajos salarios, muchos contratos a tiempo parcial, precariato o en la economía informal. Y a todos ellos se añaden los excluidos del sistema: parados, drogadictos y delincuentes, gente sin hogar… Es una sociedad caracterizada por su fragmentación en universos sociales con escasa comunicación entre ellos, con estilos de vida diferenciados en términos de consumo, relaciones familiares, residencia, uso del espacio urbano. La alta concentración de gente con rentas altas en las grandes ciudades tiene efectos perversos sobre la calidad de vivienda de los grupos de salario bajo porque aumenta la presión por el suelo haciendo subir muchísimo los precios de la vivienda. Los primeros (las clases medias altas y altas de la economía informacional) están jerarquizados a su vez en clases: una clase hegemónica cuyos estilos de vida se convierten en el modelo cultural al que aspira toda la sociedad en su conjunto. Los segundos (trabajadores no informacionales de bajos ingresos) no pueden formar una clase social con cohesión interna debido a la extrema variedad de sus posiciones respecto a la estructura de producción e incluso se enfrentan entre ellos: obreros precarizados que se vuelven xenófobos culpando a los inmigrantes de sus problemas, afroamericanos contra latinos en EEUU, etc. 6.6.2. La sociología urbana postmoderna hasta los años 80. Bajo la etiqueta de sociología urbana postmoderna se incluye toda una abigarrada serie de autores que, en términos generales, comparten en mayor o menor medida los principios comunes de: escepticismo epistemológico, metodologías deconstructivistas y no-positivistas, una posición crítica frente a los relatos oficiales y construídos desde el poder y una intención de ofrecer siempre perspectivas nuevas de los fenómenos, algunas veces claramente provocadoras (intencionadamente provocadoras, diría yo) y, finalmente, una incursión en los territorios poco cartografiados aún de las dimensiones psicológicas, culturales, estéticas y semióticas de lo urbano. Entre ellos existen innumerables diferencias, sin duda, reflejando el mismo rechazo a la univocidad del paradigma postmoderno. No es fácil hacer una selección de autores, porque son legión. Tampoco es fácil realizar una clasificación nítida y, hemos de advertir que esta categoría, en cumplimiento con el propio mandato postmoderno, es una categoría abierta, permeable, encabalgada de yuxtaposiciones. Así las simpatías y filiaciones de muchos sociólogos con los movimientos de izquierda les hacen abrazar enfoques, al menos desde el punto de vista político pero también parcialmente en lo teórico-metodológico, que los acercan a los marxistas. Es el caso concreto de la que se ha querido presentar 118 como la escuela más importante de la sociología urbana postmoderna, la Escuela de Los Ángeles, que en realidad hibrida la deconstrucción postmoderna con la economía política marxista. Se trata, por lo tanto, de una corriente en la frontera y, en ese sentido, habríamos podido también incluirla en el apartado anterior. La realidad es que, una vez pasadas las primeras fiebres revolucionarias del postmodernismo de los años 80, será ahí, en la frontera donde la gran mayoría de los sociólogos urbanos se fue situando, en un afinado y sensato compromiso entre positivismo y verstehen, entre economía política y enfoques psicoculturales y semióticos. Hecha esta precisión veamos ahora, no obstante, qué podemos decir de algunas de las aportaciones del paradigma postmoderno al estudio de lo urbano. Guy Debord y el movimiento situacionista Muchas de las ideas de Lefebvre fueron retomadas en los 70 por el ya mencionado grupo subversivo de los situacionistas, con Guy Debord a la cabeza. Eran idealistas, utópicos románticos, que tuvieron un papel central en las revueltas del 68 pero que también dejaron una producción intelectual. En las vísperas de aquella revuelta social y cultural, Debord escribe “La Societé de l’espectacle” (1967). Si Lefebvre advertía que la mercantilización había pasado a la vida cotidiana y al espacio, Debord denuncia que esta ha ido un paso más allá hasta abarcarlo todo, incluso la cultura, el mundo simbólico todo, a través de un proceso de conversión del mismo en espectáculo de masas para el consumo de las masas. Todo lo que antes era espontáneo y directamente vivido ahora se ha transformado en representación que es producida para su venta. Es un capitalismo que no sólo antepone las cosas a las personas sino, en una vuelta de tuerca espiral, las imágenes de las cosas a las cosas mismas. Las imágenes espectaculares nos venden una representación de la realidad y son un mecanismo para ocultar la verdadera realidad. Marx decía que la alienación capitalista sólo hacía sentir a los obreros que eran ellos mismos cuando estaban en casa. Para Debord el nuevo capitalismo comporta una doble alienación: tampoco son ellos mismos cuando están en casa puesto que el espacio vivido también ha sido conquistado, física y simbólicamente, por la mercantilización. En su tiempo de ocio los trabajadores no son otra cosa que consumidores, la vida privada es invadida por la publicidad, la moda, la comida precocinada, la cultura pop enlatada. Así, las fronteras que separaban lo económico de lo político y de la vida privada se han disuelto. El trabajo alienado se ha convertido en vida alienada. Las calles espontáneas, desordenadas amenazan el status quo de la sociedad del espectáculo que trata por ello de convertir la ciudad en una mercancía en sí misma, en un escenario de una obra de teatro diseñada hasta el detalle para provocar los efectos deseados al ser consumida: el poder controla la cultura urbana, la pone en manos de tecnócratas especialistas en lugares especializados. Así por ejemplo museifica el centro, y crea hábitats pseudorrurales en los suburbios cuya única similitud con lo rural está en la imagen de lo rural. Así, los situacionistas denuncian la ciudad moderna como patológica para el espíritu, la libertad y el progreso social de la humanidad. Siguiendo a Marcuse dirán que en la ciudad moderna Logos ha triunfado sobre Eros, el orden sobre el desorden. Despreciaban igualmente las ciudades soviéticas y las ciudades mercantilizadas de Occidente. Rechazan los gritos de batalla de Le Corbusier (como el Il faut tuer la rue!, ¡Debemos matar la calle!, por ser sinónimo de desorden y falta de armonía) y el brutalismo sin alma del Congreso de Arquitectos Modernos. Los grand ensembles son para ellos barracones de un campo de concentración. Odiaban la Brasilia de Oscar Niemeyer, uno de los buques insignia del racionalismo moderno. Rechazan la zonificación que conduce a la compartimentalización espacial. Dicen no a la lógica de separación modernista. Proponen un urbanismo unitario que vuelva a reunir lo separado. Frente a la ciudad racional, proponen la ciudad espontánea, de la imaginación, de lo lúdico. Su ideal son las ciudades llenas de rincones misteriosos, de plazas, barrios llenos de gente en las calles, curvas, recovecos. Frente al concepto moderno del hombre como Homo sapiens y Homo faber, proponen la dimensión del Homo Ludens, siguiendo los pasos de Johan Huizinga (1938). Una de las principales características del juego es su naturaleza libre. Reclaman un urbanismo que devuelva a la gente el poder para decidir cómo conservar o transformar el espacio en el que viven. Los situacionistas acuñaron algunos métodos para llevar a la práctica su agenda. Uno de ellos era la dérive: se abandonaban a un viaje “surreal” (en la adjetivación de Merrifield 2002: 97) a través de las calles de París, a pie, durante horas, muchas veces de noche, tratando de identificar el pulso de cada barrio, de atrapar el inconsciente de la ciudad. De esa forma acumularon una cantidad inestimable de datos cualitativos con los que trataron de componer una psico-geografía urbana que reveló la creciente fragmentación de la ciudad. Otro mecanismo era el détournement (secuestro): ocupar el espacio hasta ahora ocupado por los convencionalismos burgueses para desalienarlo: con ocupaciones, manifestaciones, sentadas, construcción alternativa, graffitti. Cuanto más exagerado, mejor, con la intención de provocar, de protestar. Se convierten así en precursores del movimiento de los squatters u okupas. Junto con otros grupos de izquierda (comunistas, maoístas, anarquistas) pusieron en práctica el détournement en la universidad de Nanterre, ocupando su rectorado un 22 de marzo de 1968 y encendiendo así la mecha de la mayor revuelta contracultural de la historia contemporánea de Occidente que, sin embargo, pasaría a la historia con el nombre de mayo. Muchos graffitti citaban textualmente pasajes de La Societé de l’espectacle. El propio campus de Nanterre era un símbolo de la alienación del espacio que Debord y su grupo llevaban años predicando: un espacio universitario de rascacielos racionalistas segregado del centro de la ciudad de París, rodeado de barrios obreros y poblados chabolistas de magrebíes y portugueses. Un campus de aulas masificadas donde imperaban las relaciones burocratizadas, distantes, impersonales y jerárquicas entre alumnos y profesores. Una institución que no dudan en calificar de totalitaria en la que los alumnos eran tratados como niños sumisos, cuya funcionalidad era formatearlos para convertirlos en perfectas piezas del engranaje laboral capitalista (Merrifield 2002: 106). 119 El Centre d'Études, de Recherches et de Formation Institutionnelles El CERFI fue fundado en París por uno de los máximos exponentes del postestructuralismo francés, Félix Guattari, de quien ya hemos hablado, y estuvo activo entre 1967 y 1987, siendo su medio de expresión la revista Recherches. Colaboró activamente con Michel Foucault y Gilles Deleuze, aunque estos nunca llegaron a ser miembros del grupo. Se trata de una institución académica independiente de la estructura universitaria o de investigación oficial, diseñada con principios cooperativos y de democracia participativa. Tenía vocación interdisciplinar y atrajo a científicos sociales situados en la órbita de la Deuxième Gauche. En torno a Guattari se reunían semanalmente una veintena investigadores entre sociólogos, urbanistas, economistas, psicólogos, pedagogos o simples militantes. Trabajaban asambleariamente y realizaban investigaciones que se financiaban con contratos ad hoc que obtenían indistintamente del sector público o privado, siempre con el objetivo de no vender su independencia a nadie. Trataron siempre de resistir la tendencia del medio académico a institucionalizarse bajo las diversas formas de funcionariado o de burocracia sindical o de partido. Ni siquiera pedían un título universitario para formar parte de los equipos de investigación. El dinero de los contratos era distribuido de forma igualitaria entre todos los miembros. No se hacían distingos de jerarquías o antigüedad (Mozère 2004). Fieles también a sus ideales, el CERFI no constituyó nunca una verdadera escuela con un posicionamiento teórico unificado. Fue más bien un lugar de experimentación cuyo común denominador más significativo era su posicionamiento crítico frente a las estructuras y discursos del poder, tanto a nivel macro como a nivel micro. Finalmente, drenado por la penuria financiera, el grupo acabará disolviéndose y muchos de sus miembros, más mayores y menos idealistas, integrándose en el sistema académico institucional (Mozère 2004). Pero su legado es sin duda enorme. Su principal aportación consiste en haberse apropiado de la problemática de Foucault y haberla aplicado al espacio construido urbano. Siguiendo la estela del filósofo, el CERFI concentró su atención sobre los equipamientos colectivos urbanos como dispositivos de normalización y disciplina. Las escuelas, los transportes colectivos, los centros comerciales, los grands ensembles, las parcelaciones de suelo, la tabicación interior de los domicilios… todo ello constituye para los investigadores del CERFI otros tantos mecanismos de disciplina de los ciudadanos. Quizá el texto que mejor ilustra esta posición sea el de Lion Murard y François Fourquet ”Les équipements du pouvoir”, de 1973. El mismo Murard estudiará junto con Patrick Zylberman (1976) la aplicación de esta lógica en las cités-ouvrières del siglo XIX y principios del XX intentando buscar los orígenes de aquella práctica. Es una estrategia que ellos denominan el “urbanismo del vacío”: separación de las casas por calles anchas y despejadas con plano ortogonal… todo para atomizar la cohesión social de los trabajadores. Atomización que se continua en la casa, la “boite à habiter “(la caja de habitar), diseñada para introducir la disciplina en el domicilio, a través de la separación y especialización de los espacios que divide la vida familiar en funciones separadas: cada uno en su habitación, cada uno en su cama, el salón para el día, la habitación para la noche; casas que son instrumentos de ingeniería social para ajustar el tamaño de las familias (Murard y Zylberman 1976). Richard Sennett : perspectivas psicologicistas y culturalistas. La figura y la obra de Sennett representan un reto para cualquiera que busque encasillamientos categoriales o escolásticos. Si bien su obra más contemporánea sin duda escapa de los márgenes de la sociología urbana y sólo puede calificarse como ensayo sociológico de amplio espectro, la primera etapa de su carrera, como investigador del Joint Center for Urban Studies de Harvard y el MIT en las décadas de los 70 y 80, justifican su inclusión en esta obra. Sus aportes al estudio de lo urbano se recojen en 4 obras fundamentales en las que el autor desarrolla un enfoque psicologicista (en las dos primeras) y culturalista (en las restantes) claramente identificables con los nuevos paradigmas y sensibilidades postmodernas. En la primera obra, fruto de su trabajo doctoral, (1970), Sennett explora la relación entre mercado laboral, espacio urbano, estructura de parentesco y estructura de la personalidad entre las clases medias del Chicago de finales del siglo XIX. Así pues el laboratorio es, una vez más, Chicago (impresionante la fuerza de atracción de esta ciudad a pesar de que Sennett estudia en Boston) y el tema de su interés uno de los clásicos de la sociología urbana norteamericana: el suburban way of life. A partir de ahí, su tesis, que proyecta hacia atrás en el tiempo el proceso de suburbanización, adopta un giro original: el bucle de retroalimentación entre el modelo de mercado laboral (patriarcal, espacialmente segregado del hogar), el proceso de suburbanización y las estructuras de parentesco, afirma, desembocaron, ya desde fechas tan tempranas como 1870, en la hegemonía de la pequeña familia nuclear (padre, madre, como célula de organización social en las ciudades americanas. Pero Richard Sennett va más allá señalando, además, la dimensión psicológica de esa particular conjunción sistémica. Aquellas familias nucleares desarrollaron una percepción de sus comunidades suburbanas como refugios de estabilidad, seguridad, identidad y afecto frente al impredecible, peligroso, extraño y alienante mundo exterior del trabajo en el downtown, en el que únicamente se aventura el padre. Frente a un mundo exterior dominado por lo masculino aquel refugio giraba en torno a la madre, siendo el papel del padre progresivamente erosionado. A partir de este argumento Sennett tiende un puente pionero entre espacio urbano construido (el suburb) y las estructuras profundas de la persolidad, embarcándose en un ejercicio parafreudiano de psicología social. La obra argumenta que esta mutación en la hegemonía de los roles familiares, con una autoridad paterna progresivamente debilitada al interior del núcleo familiar, se convirtió en una problemática fuente de tensiones entre generaciones: los hijos buscaban en sus padres la figura guía que les ayudará a afrontar la hostilidad del mundo del trabajo en la ciudad pero no la encontraban porque la deriva de estos hacia una posición progresivamente más pasiva al interior de la familia les fue haciendo progresivamente menos capaces de desempeñar ese rol proactivo en la sociedad. Sennett sugiere que esta situación se encuentra en la raíz del sentimiento de abandono paterno que según ciertos psicólogos es característico de las familias de clase media urbanas modernas. No extraña quizás que Sennet haya sido tachado de excesivamente especulativo. 120 En el mismo año Sennett decide continuar explorando la relación entre personalidad y ciudad y escribe The Uses of Disorder: Personal Identity & City Life (1970). El libro es uno más de los ataques postmodernos a la planificación urbanística racionalista en el que Sennett continua profundizando sus argumentos psicologicistas. Sennett encuentra la raíz del deseo de racionalizar el espacio en un supuesto estado psicológico característico de la modernidad occidental y que el considera como inmaduro o infantil. Dicho estado psicológico tiene su origen en el deseo de minimizar los espacios de contacto interpersonal con el fin de crear relaciones libres de conflicto, de crear un espacio perfectamente controlado y ordenado. Este objetivo de la modernidad conduce al hombre occidental a crear lazos muy intensos al interior de la familia nuclear al tiempo que simplifica y reduce el resto de las relaciones. Para Sennet, este encerramiento familiar e individual es muy negativo: priva al hombre moderno de toda una serie de experiencias que en última instancia, aunque tengan el riesgo de ser negativas, resultan ser beneficiosas porque necesarias para modelar una personalidad más adulta y resiliente, lo infantiliza. Una comunidad excesivamente ordenada congela a las personas en roles y actitudes muy poco flexibles que dificultan el crecimiento personal. Este ideal de orden genera patrones de comportamiento que son cognitivamente empobrecedores, estrechos de miras y provoca altos niveles de autorrepresión que tienen el riesgo de manifestarse en explosivos episodios de violencia gratuita. Como demostración de que su obra, más que un trabajo científico-analítico, es un manifiesto filosófico-ideológico, Sennet propone a continuación como modelo de ciudad un espacio que incorpore la anarquía, la diversidad, el desorden creativo como elementos enriquecedores de provocación que espoleen a las personas a responder a los desafíos de la vida. Aboga como medidas concretas, entre otras, la abolición de la zonificación, en concordancia con Jacobs y la escuela del urbanismo postmoderno. A pesar de todas sus carencias y su tenor especulativo obras como estas aportaron mucho para avanzar en la toma de conciencia de las dimensiones psicológicas y emocionales que subyacen en el espacio construido, a entender que los estados cognitivos y emotivos son fuerzas poderosas que intervienen, tanto cuanto la economía política, en la conformación del espacio urbano. Sennett dejó pasar dos décadas antes de volver a interesarse por temas específicamente urbanos. Quizá en este regreso a la ciudad después de producir grandes obras de carácter más general como The Fall of Public Man (1977) o Authority (1980) (en las que, no obstante, se dejan entrever algunos de los temas ya tratados en el específico laboratorio de lo urbano como la erosión de la autoridad o de las relaciones sociales extrafamiliares) haya tenido algún papel su matrimonio con Saskia Sassen, una de las grandes figuras de la sociología urbana contemporánea. Sennett producirá a principios de los 90 dos obras enciclopédicas rezumantes de erudición en las que explora la relación entre la forma física de la ciudad, el urbanismo, y los paradigmas culturales, a través de un viaje a lo largo de diferentes culturas y periodos históricos con los que se gana un sitio de honor entre los exponentes de la nueva corriente de la semiótica urbana a la que dedicaremos el siguiente apartado. The Conscience of the Eye (1991) es una exploración de lo que él denomina “la política de la visión”: un análisis de cómo las diferentes concepciones de lo que puede o no puede ser expuesto al ojo del público han dado lugar a diseños diferentes de edificios y trazados urbanos a lo largo de los siglos. En Flesh and Stone. The Body and the City in Western Civilisation (1994), Sennett nos ofrece una historia de la ciudad occidental desde un punto de vista claramente inspirado en Foucault: un análisis que liga la forma urbana con la experiencia física de los cuerpos que la habitan, desde la antigua Atenas a la moderna Nueva York. Cómo hombres y mujeres se movían (diferentemente en razón de sus diferentes realidades somáticas) en los espacios privados y públicos, sus experiencias auditivas y olfativas, la relación entre el concepto de desnudez y la ciudad, entre la imagen del cuerpo ideal y la forma de la ciudad en la antigua Grecia y Roma, entre la moral cristiana y el espacio de la ciudad medieval, concebido como una herramienta didáctica y represiva al mismo tiempo para asegurar su puesta en práctica… La semiótica urbana. A partir de los años 60 un grupo de autores empieza a analizar el espacio construido urbano como si fuera un texto, identificando sus diferentes tipos de signos y las reglas sintácticas que los unen y articulan y los convierten en vehículos de mensajes y de sentido, así como de los mecanismos de emisión y recepción de dichos mensajes (quién y por qué crea esos signos y quién y cómo se perciben). Así irá poco a poco naciendo una nueva subdisciplina en el campo de los estudios sobre la ciudad: la semiótica urbana. Cualquier cosa en la ciudad o acerca de la ciudad es susceptible de comunicar un mensaje, de tener un contenido simbólico y semántico: los objetos materiales del espacio construido (plazas, calles, edificios, parques, mobiliario urbano) pero también productos culturales intangibles como códigos de edificación, planes de urbanismo, diseños arquitectónicos, la publicidad en las calles o los anuncios de las inmobiliarias, los discursos populares sobre la ciudad así como los de los urbanistas e intelectuales y los discursos oficiales del poder. Los pioneros de este enfoque habían sido quizás Bachelard (1957) en Francia y Lynch (1960) en Estados Unidos. A partir de los 60 y, sobre todo, en los 70, una serie de autores influidos por la irrupción del paradigma postmoderno empezaron a interesarse por la ciudad desde una perspectiva que se acercaba a la psicología (por ejemplo Pailhous (1970) en Francia, que investiga sobre los mapas cognitivos que los habitantes de la ciudad se construyen para poder navegar por ella) o a la semiótica (Barthes (1964) incluye la ciudad en su programa semiológico y utiliza la metáfora del texto: la ciudad es un texto escrito por su urbanismo y arquitectura, un texto que sus diferentes habitantes leen de manera diversa). Utilizando como disciplinas auxiliares la literatura o la historia del arte, se estudian los significados simbólicos de los lugares, sus aspectos míticos (Cauquelin 1982 o sus connotaciones subjetivas, enfoques que pueden deducirse de los propios títulos de las obras como “Poetique de la ville” (Sansot 1973) o en términos como los de topofilia (lugares amados) y topofobia (lugares odiados) que acuña Yi Fu (1974)). De acuerdo con Gottdiener (1983) los estudios de semiótica urbana pueden dividirse en dos grandes enfoques, que no son necesariamente excluyentes: quienes estudian la semiótica de la producción de espacio, es decir, la relación entre emisor y mensaje (Greimas 1974; Lagopoulos 1983), y los que estudian la semiótica de la percepción del espacio, es decir la relación 121 entre el mensaje y los receptores (Ledrut 1973, Fauque 1973; Krampen 1979). Estos últimos usan la metodología de la encuesta para identificar diferencias de percepción sociológicamente relevantes. Para los autores del primer grupo, como Lagopoulos (1983), la producción del espacio está mediada por la ideología. Sin embargo sólo en las sociedades primitivas la relación entre producción de espacio e ideología es directa. En las sociedades urbano-industriales esta es dialéctica, es decir, la producción del espacio es el resultado de una lucha constante entre ideologías alternativas, cuya capacidad de influencia y acción sobre el espacio está en constante fluctuación. Tesis en la que concuerda con Choay (1967) para quien el significado en la ciudad industrial, a diferencia de los espacios construidos en las sociedades primitivas, es ambiguo, mudable, multívoco, aunque para ella la causa principal se encuentra en el decalage entre dicho espacio construido y el rápido ritmo de transformación social y tecnológica de la sociedad. Esto lleva a que con el tiempo, los edificios y lugares pierdan su función e incluso su significado original. Choay acuña el término “hiposignificante” para referirse a ese espacio construido cuyo significado no es permanente sino variable. De entre los autores del segundo grupo merece especial detenimiento la figura de Raymond Ledrut. Para Ledrut (1973), la ciudad no puede ser considerada con la metáfora del lenguaje. Es sólo un pseudo-lenguaje porque sus habitantes no tienen la capacidad de construir el espacio, sólo de leerlo y reinterpretar lo que una élite de poder ha construido para ellos. A Ledrut le interesa la percepción que tiene la gente común de su ciudad. No hay unidades únicas de significado de la ciudad (urbemes) debido a la estratificación social y diferencia cultural de la ciudad32. Ledrut es importante en la historia de la sociología urbana por sus innovaciones metodológicas: Usó cuestionarios y entrevistas que se basaban sobre la observación por el entrevistado de una serie de fotografías de rincones y edificios de la ciudad. La técnica sería posteriormente adoptada por otros como Martin Krampen (1979) con propósitos muy parecidos: analizar el papel de la clase social en la construcción de modelos mentales de la ciudad y de preferencias sobre ciertos estilos arquitectónicos. A nivel de los resultados la obra de Ledrut ha pasado a la historia por ser la confirmación empírica, vía encuesta, del rechazo mayoritario entre la población a la arquitectura y el urbanismo racionalistas y sus cánones estéticos. Y también por otra serie de percepciones menos evidentes sobre la ciudad. La imagen de la ciudad, nos dice Ledrut, se cree popularmente que se plasma a través de sus monumentos pero las encuestas nos revelan que esto no es exactamente así. Cuando se trata de definir lo que a su juicio caracteriza mejor la ciudad de Toulouse sólo el 22 por ciento de los encuestados eligió los monumentos. El monumento aparece más como un signo, como un blasón, que como una expresión de la ciudad. Se trata de un signo superficial, del que se desconoce el significado y que, desde luego, no se vive. Solo el 4% de la población afirmaba pasear y admirar los monumentos. Y sin embargo, el 63% consideraba que era algo que tenía que enseñar necesariamente a los amigos que visitaban la ciudad (el 28% pensaba que los monumentos eran la única cosa que había que enseñar de la ciudad) Pero ¿qué monumentos? El 70% de los encuestados decide que este término sólo debe aplicarse a los edificios emblemáticos antiguos pero la mayor parte de esos individuos no saben ni con qué acontecimientos históricos, ni con qué período, ni con qué etapa de la civilización están relacionados esos monumentos de los que hablan. Este amor ciego por lo antiguo, dice Ledrut, es un rasgo característico de las civilizaciones llamadas “modernas” donde la historia ha adquirido una función psicoanalítica: la de proporcionar una sensación de seguridad y de permanencia de la personalidad. Cuando se trataba de definir lo que caracterizaba mejor a la ciudad sólo el 5 por ciento de la muestra hizo alusión a un edificio moderno. Los edificios modernos, en especial cuando ligados a la dimensión técnica, como los grands ensembles, despertaban mayoritariamente reacciones de repulsión. Por otra parte, cuando se pidió a los encuestados que escojieran aquello que caracteriza mejor a la ciudad aparte de los monumentos, el 40 % mencionó el aspecto social: los hombres y sus actividades. Las ciudades son vistas como poseyendo una cierta personalidad “cultural”: los tolosanos son así, en cambio los de Pau son asá. Para Ledrut los datos revelan una actitud conservadora y estática ante el urbanismo en la mayoría de la población. No está a favor del urbanismo racionalista autoritario pero muestra al mismo tiempo su preocupación por esta visión pseudohistoricista que idolatra el espacio heredado por encima de cualquier otra cosa, pero lo idolatra de forma superficial y alienada. En la muestra el 20 % de los individuos no deseaba que desapareciera nada de su ciudad y el 42% opinaba que era suficiente con pequeños retoques para resolver los problemas urbanísticos. Ledrut lamenta la falta de ambición y de espíritu progresista de la masa. La geografía urbana humanista Aboga por la racionalidad limitada, el elogio de la diferencia, la toma en consideración de los deseos y las aspiraciones no normalizadas, de las causas psicológicas profundas, del “espesor interior humano” (Bailly 1977). “El espacio no existe más que a través de las percepciones que de él puede formarse el individuo, las cuales condicionan necesariamente todas sus reacciones ulteriores” (Bailly 1977: 35). El nuevo paradigma en geografía se inaugura quizá, al menos con ese nombre, con Ley y Samuels (1978) y sus enfoques fenomenológicos y existencialistas: un rechazo al estricto economicismo al que la Nueva Geografía Urbana, neomarxista también ella, había conducido los estudios sobre la ciudad. Ley y Samuels no descuidan metodologías como la del análisis ecológico factorial pero lo harán para mostrar cómo la ciencia de lo urbano debe ir más allá (Racine 1996). Ellos, por el contrario, se lanzarán a describir la vida cotidiana de la ciudad, los riquísimos matices del entramado subjetivo del mundo experiencial, del sentido conferido a los lugares. Un enfoque que los conducirá a buscar inspiración en la antropología cultural urbana de la que van haciéndose, como la propia sociología urbana postmoderna, paulatinamente indistinguibles. Se busca documentar y mostrar al lector las visiones de los informantes, darles voz en sus obras, sacarlos del 32 Fauque (1973), en cambio, sí cree en la posibilidad de identificar ciertos urbemes universales (basados en pares de oposiciones como centroperiferia, alta/baja densidad, etc.) que permitan construirse una sintaxis mínima de la ciudad. 122 anonimato de su tratamiento (moderno) como objetos para convertirlos (postmodernamente) en sujetos, superando así el autoritarismo de la voz del científico. Este, el estudioso de la ciudad, debe reconocer humildemente que su voz es sólo una entre un coro polifónico de voces, que no es infalible sino que debe ponerse en cuestión a partir del diálogo con otras voces. Los vecinos, los usuarios, los portavoces de asociaciones, los urbanistas, los políticos, los empresarios… todos tienen una versión de los fenómenos enraizada en el contexto de su práctica social. Ninguno de ellos posee toda la “verdad”. La verdad absoluta no existe, no existe una versión única y definitiva pues cada una de estas versiones está, además, sometida a constante mutación en el tiempo. Es necesario dar voz a todos, también a quienes estaba ocultos por el discurso normalizador moderno: las mujeres, las minorías étnicas, los homosexuales, los indígenas, los sin techo… en suma, las otras culturas “colonizadas”. 6.6.3. Los 90 y el protagonismo de la Escuela de Los Ángeles. La Escuela de Los Ángeles emergió lentamente a mediados de los 80 a partir de una serie de sociólogos urbanos de las universidades de Southern California y de la UCLA. El primero en hablar de una escuela fue Mike Davis en su obra City of Quartz (1990) pero, a pesar de que algunos de los autores, como él mismo o Edward Soja, se convirtieron en esa década en figuras reconocidas de la sociología urbana a nivel mundial la existencia de una escuela como tal pasó ampliamente desapercibida al menos hasta 1998. Es entonces cuando Michael J. Dear, el que puede considerarse merecidamente como el promotor de la marca, publica un artículo junto a Steven Flusty que explícitamente defendía la existencia de una escuela y sintetizaba su posicionamiento teórico. En los años siguientes otros textos de Dear con colaboradores seguirían profundizando la labor de publicitación de la escuela (Dear y Dishman 2001; Dear 2002a, Dear 2002b; Dear y Dahman 2008). Aunque muchos de los miembros de la Escuela de Los Ángeles se identifican a sí mismos como marxistas (Davis 1990) la mayoría de ellos bebe también en abundancia de autores como Baudrillard, Foucault o Derrida, lo cual les convierte, en el más equilibrado de los análisis, al menos en una escuela híbrida. No existe una “doctrina” oficial totalmente compartida (algo que deberíamos esperar en una escuela postmoderna). Su propia postmodernidad los lleva a ello: no quieren caer en el error de convertirse en un discurso dominante, son alérgicos al liderazgo, a la autoridad (Dear 2002a, 2002b) y su programa es polifónico. “La polifonía de la Escuela de los Ángeles nos consiente reemplazar la pregunta “¿Qué es esto?”, por la de “¿Qué es esto, en qué momento, en qué lugar, y desde qué perspectiva?”. Tal enfoque puede que comporte una pérdida de claridad y certidumbre pero a cambio ofrece una riqueza descriptiva e interpretativa que habría sido de otra manera traicionada en nombre de una narrativa oficial” (Dear 2002b: 27). Sin embargo, y a pesar de todo sí es posible identificar, y ellos mismos lo harán, ciertos elementos comunes que la dotan de una mínima unidad. Entre ellos cabe destacar la utilización de la investigación empírica sobre L.A. como base de su trabajo teórico y la elevación de su ciudad a la categoría de paradigma de la metrópolis del capitalismo postfordista, de una forma similar a como la Escuela de Chicago había convertido a esta en el del modernismo fordista. Durante muchas décadas, las de la dominación del paradigma fordista, nos dice uno de los miembros de la escuela, Los Ángeles fue vista como una aberración por parte de académicos e incluso de los medios de comunicación (Soja y Scott 1986). Ahora, concluye otro, se ha convertido en un paradigma (Dear 2002a, 2002b). Los Ángeles es también uno de los grandes focos de la arquitectura postmoderna. La escuela de arquitectura de Los Ángeles incluye a Frank Gehry y Charles Moore (Jencks 1993). Para Dear el año de fundación de la escuela es 1986, en un número especial de la revista Society and Space dedicado por entero a Los Ángeles, en cuya prefacio Scott y Soja se refieren a L.A. como “la capital del siglo XX”, celebrando que L.A. había pasado de ser la excepción a ser la regla, el paradigma urbano, idea que Soja elaboraría en detalle en su siguiente texto “Postmodern Geographies” (1989): “¿Qué otro lugar ilustra y sintetiza mejor las dinámicas de la espacialidad capitalista? (Soja 1989:191)”. La escuela se consolidó con una reunión en 1987. Para Jencks, que estuvo en aquella ocasión, las siguientes características de L.A. anticipan la ciudad del futuro: no hay una mayoría étnica dominante, sólo minorías, tampoco un sector industrial dominante. “El pluralismo ha ido aquí más lejos que en cualquier otro lugar del mundo” (Jencks 1993: 7). Uno de los puntos comunes de partida era la idea de reestructuración: estudiar la reestructuración espacial producida por el capitalismo postindustrial a todos los niveles: barrio, mercados globales, regímenes de acumulación. Para Dear (2002b) el año de madurez en la elevación de L.A. a paradigma de la ciudad postmoderna es 1996 cuando se publican dos volúmenes colectivos (Soja y Scott 1996; Waldinger y Bozorgmehr 1996). Es entonces cuando se construye esa imagen de L.A. en clara oposición a la Chicago de la Ecología Humana (Dear y Dishman 2001) tal y como entienden que este está explicitado en “The City” (1925): - Frente a una ciudad concebida como un todo unificado, como un sistema regional coherente en el que el centro organiza el hinterland, la ciudad fragmentada en una miríada de pluralidades. Una zona rica puede estar contigua a una zona muy deprimida, sin que haya relación entre ellas. El centro no organiza el hinterland, es el hinterland(s) el que determina lo que queda del centro. Dear (2000) propone sustituir la metáfora concéntrica de Burgess por la del tablero cuadricular de un juego de mesa (parecido a la metáfora del ajedrez). Como ha dicho Racine, de entrada Los Ángeles enviaba “a la papelera de la historia” (Racine 1996: 228) el modelo urbano de la ciudad con un único centro. - Frente al evolucionismo unilineal en el que los procesos sociales llevan de la tradición a la modernidad y de la comunidad a la sociedad, L.A. muestra un proceso caótico que incluye formas de poder alternativo como la criminalidad organizada y las características de una “heterópolis”: una ciudad en la que la mayoría de la población forma parte de la categoría de “los otros”, las “minorías”. En la ciudad conviven mil voces distintas, no se suprime ninguna y se crean constantemente nuevos híbridos por el contacto. Un contacto que también puede ser en forma de polarización, xenofobia, violencia. 123 L.A. es el bisabuelo de las edge-cities que identificó Garreau (1991) y “privatopia” es la urbanización más típica de las mismas: una urbanización privada administrada por las comunidades de propietarios (Common Interest Developments CIDs). Eran 500 en 1965, 150.000 en 1992, regulando a 32 millones de norteamericanos (McKenzie 1994). Ahora se han federado en la Community Associations Institute cuyo propósito es establecer normas estandarizadas a nivel nacional para la gobernanza de estas urbanizaciones. Mc Kenzie lo considera una “secesión de los triunfadores” y considera que han alterado el concepto de ciudadanía (McKenzie 1994). Tratan también el tema de la ciudad como simulacro, como parque temático. La imagen de la ciudad de Los Ángeles está, de hecho, marcada por la presencia de Disneyland, el arquetipo de la diversión taylorizada. L.A. es también el arquetipo de la utopía suburbial (California Dreaming, título de una famosa canción). Californian Dreamscapes, dirán los sociólogos urbanos de Los Ángeles, paisajes de ensueño, simulacra. Soja identifica Orange County como un “enorme anuncio” (Soja 1992: 120) y llama a esto una “exópolis”, la ciudad sin ciudad, una sociedad políticamente sedada en la que la política convencional es disfuncional. Los escritos de la escuela también consideran a L.A. como el epítome de una ciudad norteamericana asediada por el crimen, la ciudad que es al mismo tiempo fortaleza y prisión. Ciudad fortaleza fragmentada en zonas ricas fortificadas (gated communities) y malls panópticos junto a zonas de terror donde la policía lucha una guerra constante con las bandas. La ciudad es un Laberinto Astillado, metáfora que describe las formas extremas de polarización social, económica y política, (en 1984 L.A. fue apodada la “capital de los sin techo” (Wolch y Dear 1993) y es una ciudad carcelaria, con cárceles para ricos y para pobres. L.A. es un lugar que refleja las dinámicas del capital globalizado: lugar de inversiones masivas del capital asiático desde los 80 y de industrias intensivas en mano de obra poco cualificada, suministrada por inmigrantes mexicanos y centroamericanos (Davis 1992). L.A. refleja, por último, las contradicciones del mundo en tema de medio ambiente: uno de los principales focos del movimiento ecologista mundial y al mismo tiempo una mancha urbana que ha degradado terriblemente su frágil ecosistema semiárido. De entre la pléyade de autores en la escuela destacan, sin lugar a dudas, las aportaciones de Mike Davis y Edward Soja y a ellos quiero dedicarle unos párrafos más. Mike Davis es, quizá, quien más alejado se encuentra de los posicionamientos postmodernos, considerándose a sí mismo un “ecologista-marxista”. Sus títulos son innumerables pero quizá merezcan destacarse dos: “City of Quartz” (1990), una historia urbana de Los Ángeles en el que toca el tema de la segregación racial y polarización y que en el que están descritas con soberbia prosa las tensiones que conducirían a los famosos disturbios raciales de 1992, y “Planet of Slums” (2006) un terrible análisis sobre la invasión del urbanismo chabolístico en el Tercer Mundo. Ninguno de sus libros ha estado ausente de polémica, tanto mediática y política como académica. Sus cargas contra ciertos especuladores, citados con nombres y apellidos en sus libros, le valieron críticas muy duras por parte de medios afines, como el New Times de Los Ángeles, que lo etiquetó de "city-hating socialist" y lo acusó de falta de rigor empírico y de mezclar en sus obras la investigación científica con el reportaje periodístico. Lo cual Davis no niega, y esta mezcla de géneros es una prueba de sus influencias postmodernas. Merrifield (2002) y Angotti (2006) lo han acusado también, por razones diferentes, de ser excesivamente antiurbano y apocalíptico. Davis desconfía del potencial de los movimientos urbanos para ganar batallas por la mejora de su entorno. Y esto es así porque, en efecto, su agenda es radical: Davis, en la onda del ecologismo extremo, aboga por el abandono de las grandes metrópolis y su sustitución por formas más de poblamiento menos masivas (downsizing) más sustentables (Davis 2006). La primera contribución significativa de Edward William Soja es el ya comentado artículo firmado con Allen Scott en 1986 en el que definía a Los Ángeles como “The Capital of the Late Twentienth Century”. Después llegaría su “Postmodern Geographies: The Reassertion of Space in Critical Social Theory“(1989) en la cual elabora su concepto de “thirdspace”, espacios que son al mismo tiempo reales e imaginarios, y con el que el autor aterriza la teoría del simulacro de Baudrillard (1981) al estudio de determinadas realidades espaciales urbanas. Su obra más significativa sea quizá “Postmetropolis: Critical Studies of Cities and Regions” (2000). Postmetrópolis es el término que Soja quiere darle a la gran ciudad postmoderna, cuyas características principales podrían resumirse en los siguientes epígrafes: a) Desanclaje de su especificidad espacial, no son ya la culminación de las culturas local y territorial. b) Indefinición material y conceptual de sus fronteras (especialmente aguda en las megalópolis). c) Procesos de reterritorialización comunitaria en su interior. Proliferación de redes y grupos sociales, formales e informales, que contradice la idea del anonimato e individualización de las ciudades. d) Crisol de la globalización de lo local (cualquier centro urbano tiende a contener toda la complejidad del mundo) y de la localización de lo global (la globalización se extiende a través del proceso de urbanización, que es ahora mundial). e) Desindustrialización, desempleo, trabajo telemático, destruyen las estructuras e identidades de clase, el lugar de trabajo deja de ser un vínculo de unión para cada vez más gente. f) Procesos de city-marketing y city-branding: la ciudad se vende como un producto con una imagen determinada para atraer gente y capitales. Con los años, la Escuela de Los Ángeles ha ido recibiendo numerosas críticas. Una de ellas hace referencia a su obsesión por construirse como la némesis de la Escuela de Chicago ignorando por completo que existen otras corrientes teóricas tan o más importantes que aquella en sociología urbana, como por ejemplo la neomarxista y a la que nunca se hace alusión (Merrifield 2002). Gottdiener los ha criticado por su incoherencia y falta de metodología rigurosa (Gottdiener 2008). Otra crítica importante gira en torno a su pretensión de hacer de Los Ángeles el paradigma de la ciudad postindustrial norteamericana. Según estudios comparativos de ciertos autores los fenómenos urbanos de L.A. no pueden generalizarse a todas las grandes metrópolis (Nijman 2000; Hackworth 2006) 124 Sinclair y la “desparadigmatización” de Los Ángeles. La sociología urbana había emprendido varios ejercicios de “paradigmatización” o “prototipologización” de una ciudad concreta como epítome de los fenómenos urbanos de toda una época. La última tentación fue la de la Escuela de Los Ángeles, conviertiéndo la metrópoli sudcaliforniana en el modelo de la ciudad postindustrial:”Toda ciudad americana que crece, crece hoy en día a la manera de los Ángeles” (Garreau 1991:3). El definitivo asentamiento del paradigma antietnocéntrico y multívoco postmoderno va hacer esto definitivamente imposible en el futuro. Proponer L.A. como tipo ideal podía ser relativamente útil para el caso norteamericano, donde el urbanismo es relativamente homogéneo por carecer en buena medida de tradiciones históricas locales fuertes, pero pretender aplicar esta generalización a escala planetaria es absurdo. Aplicando los mismos principios generales que definen los procesos postindustriales y postmodernos podríamos llegar de igual manera a afirmar que Praga (convertida en un enorme parque temático histórico-cultural habitado únicamente por turistas en tránsito y del que han sido expulsados sus habitantes) es el paradigma de la ciudad postmoderna. Lo cual no sería menos incorrecto (pero igualmente engañoso). La razón de que se proponga Los Ángeles (o, alternativamente, Las Vegas (Dear 2002)) como paradigma y no, por ejemplo, Praga es mero fruto del “imperialismo” académico que irradia la potencia americana. Es necesario empezar a eliminar esos sesgos en aras de una Sociología Urbana realmente transcultural. El primero en ver esto fue quizá, Sinclair, quien dudó de la posibilidad de establecer modelos generales de explicación y afirmó que cada ciudad tiene su historia propia, su carácter y personalidad idiosincráticas que no se pueden explicar, tan solo describir (Sinclair 1994). Crítico con la Escuela de los Ángeles, a la que acusa de conservar aún muchos resabios de modernismo, niega la existencia de una ciudad postindustrial universal. Estudiando la ciudad de Detroit cuestiona su consideración como ciudad postfordista y encarnación del decadente “Rust Belt” (el cinturón “oxidado” de las antiguas industrias pesadas, en proceso de deslocalización, por comparación con el emergente “Sun Belt”, la franja sur de los Estados Unidos, caracterizada por una economía postindustrial basada en el turismo y la alta tecnología). Sinclair se pregunta, en cambio, si Detroit no ha entrado ya en una etapa post-postfordista. 6.6.4. La sociología urbana en el siglo XXI La sociología urbana ha seguido evolucionando en la última década, desarrollando muchos de los puntos de su manifiesto postmoderno. Así, partiendo de los enfoques holíticos y abanderando la ruptura de límites categoriales ha hecho suyos y utilizado los aportes de otras disciplinas que investigan el fenómeno urbano. En esa colaboración interdisciplinar a la que obligatoriamente (en expresión de sociólogos urbanos como Mela (1996: 16) estaba llamada la sociología urbana, esta ha dialogado intensivamente e intercambiado información con las siguientes disciplinas: - - - Con la Geografía urbana y regional: relación geografía física-ciudad, forma física de la ciudad (radial, lineal), sistemas de transportes y redes de ciudades, etc. Con la Antropología Urbana: cosmovisiones urbanas, estilos y subestilos de vida urbanos y sus correspondientes identidades, etc. Con la Economía Urbana: teoría de la renta, de la localización de las actividades industriales y de servicio en el espacio urbano, de la distribución jerárquica y especializada de las ciudades en el territorio… Con la Demografía: censos, movimientos de población diacrónicos, inter e intraurbanos... Con la Historia Urbana y del Urbanismo. Con la Semiótica urbana: simbolismo del espacio construido Con las ciencias y técnicas que se configuran como herramientas para la planificación y resolución de determinados problemas de la ciudad o la reglamentación y control de sus procesos: la arquitectura y el urbanismo. Con la Ciencia Política: en el tema de la gobernanza urbana, políticas municipales, etc. Con el Derecho y su subdisciplina criminológica: sobre legislación de suelo, de vivienda, estadísticas y cuestiones legales sobre criminalidad. Con la llamada Psicología Ambiental (Stokols y Altman 1987), desarrollada en las últimas décadas: procesos de interacción entre los sujetos y el entorno construido (apropiación cognitiva y emotiva de los entornos urbanos, las reacciones a los estímulos generados por la masificación, el tráfico, etc.) Con todo el grupo de las llamadas sociologías del territorio (Guidicini 1993): Sociología Medioambiental, Rural, de la Vivienda, Regional. Agotada la pólvora de los espectaculares fuegos artificiales de la reacción postmoderna lo cierto es que la mayoría de los sociólogos urbanos ha convergido, en este principio del siglo XXI, hacia un eclecticismo teórico y metodológico que es, de alguna manera una síntesis de las corrientes positivistas y antipositivistas, que no descuida ningún ángulo de la dimensión de lo urbano y que se sirve de toda la panoplia metodológica acumulada por la disciplina y practica ampliamente la interdisciplinariedad. Para concluir este recorrido este largo recorrido de un siglo y medio por la historia de la sociología urbana ahora a analizar las aportaciones de algunos de los autores más contemporáneos (conscientes de que la enorme explosión de los estudios urbanos con la multiplicación de los centros de investigación por todo el mundo nos hace casi imposible hacer justicia ni siquiera a una pequeña parte de los que merecerían unas líneas), así como algunas de las temáticas que más ocupan y preocupan en estos días a los investigadores. 125 Yves Pedrazzini y Jerôme Monnet y la megalópolis latinoamericana: un caso de sociología urbana radicalmente postmoderna. Pedrazzini y Monnet (2001) parten de la necesidad de deconstruir y descolonizar el discurso sobre los guettos, que ellos consideran una forma de imperialismo epistemológico que refleja la cosmovisión de la clase dominante occidental. Y eso tanto en Europa, donde niegan tal condición a las banlieues francesas, como en América Latina. Apoyándose en una etnografía de los barrios de chabolas de Caracas que recuerda a la “descripción densa” del antropólogo Geertz (1973), los autores realizan una deconstrucción demoledora del concepto de guetto transformando, en un radical giro copernicano, a sus personajes más estigmatizados, los malandros, los integrantes de las bandas criminales, de “escoria marginal” en actores fundamentales de la vida de la ciudad. Frente a unos poderes públicos inexistentes en las vastas extensiones de chabolas y una economía que, más que explotar a sus habitantes, simplemente los excluye, pues no los necesita ni siquiera como mano de obra barata, las bandas se constituyen en los únicos actores productores de sentido y de territorio. Y, puesto que la mayor parte de la megalópolis caraqueña está formada por estos barrios, ello los convierte, de facto, en los principales actores, políticos, económicos y socioculturales de la ciudad. Son ellos, nos dicen Pedrazzini y Monnet (2001:48), “los que vinculan a un hombre con los otros, los que hacen que, incluso en ese medio aparentemente dominado por el egoísmo y la lucha por la sobrevivencia, haya un vínculo social”. Los malandros no son en absoluto excluidos sociales como la aplicación del discurso sociológico occidental nos haría verlos. Considerarlos como excluidos nos impide ver su enorme contribución a la vida de la ciudad: ellos elaboran nuevas leyes de trabajo, nuevos valores (centrados, eso sí, en la violencia), un nuevo contrato social, una solidaridad nueva e, incluso, una “cierta calidad de vida” (Pedrazzini 2001:50). El sociólogo trata de darle la vuelta a la perspectiva construida desde el poder y mostrar que, en realidad, la “marginalidad” de los malandros no es debida a ninguna “desviación” sino a una persecución extrema de los mismos valores de consumo y de los mismos principios de competencia del capitalismo. Y en esa misma línea se pregunta quién está realmente desconectado ¿las bandas que ocupan el espacio abandonado por el estado, o las élites que se retiran a sus jaulas de oro y dejan que se pudra la mayor parte de la ciudad? Para Pedrazzini y Monnet los enfrentamientos entre bandas y Estado se explican mejor como una guerra civil que con las clásicas categorías judiciales. Alain Tarrius: ¿son los inmigrantes realmente pobres e inmigrantes? Tarrius (1992) también va, en la misma línea, a subrayar que existen especificidades irreductibles a cualquier intento de categorización universal de “micro-acontecimientos” y “micro-lugares” y recuerda que el investigador es sujeto y objeto a la vez y que por ello existe siempre un grado irremediable de subjetividad. Con sus trabajos sobre la comunidad de comerciantes magrebíes de Marsella propone un estimulante ejercicio de deconstruccion crítica cuestionando dos discursos hegemónicos que distorsionan la verdadera realidad y alimentan la xenofobia contra este colectivo: -Que los magrebíes, como colectivo, ocupan los estratos socioeconómicos más bajos de la sociedad en todas las ciudades de Francia, constituyendo un lumpenproletariat etnificado. Tarrius muestra cómo en Marsella existe una burguesía magrebí que dirige desde esta ciudad una red comercial transnacional, en buena parte constituida por transacciones realizadas en la economía sumergida, con tentáculos por todo el Magreb y Francia cuyo volumen de negocios según sus cálculos dobla el de los intercambios comerciales oficiales entre Europa y los países norteafricanos (Tarrius 1995). Esta conquista del territorio por los otrora colonizados es inaceptable para las autoridades locales marsellesas y ocultada deliberadamente. La realidad, en cambio, tal y como pretenden mostrar las investigaciones que Tarrius conduce entre 1984 y 1995, presenta una fotografía muy distinta: en el barrio en decadencia de Belsunce, eran los inmigrantes argelinos los únicos que estaban creando riqueza y trabajo. - Que los magrebíes al desplazarse hasta Francia no están emigrando al extranjero: van a su propio país, incluso a su propia casa. Y esto es así porque la migración actual ha alterado completamente la noción de territorialidad y, defiende Tarrius, ello debe llevarnos también a deconstruir el concepto de nación. Así Tarrius distingue tres tipos de colectivos que pueden formarse en el proceso de migración transnacional: a) Los errantes: que suele ser la primera fase de la migración (no existe ningún lazo con la sociedad de acogida pero tampoco con la de origen, son los sin papeles, los exiliados sin red social de acogida…cuando esta situación se cronifica se convierten en carne de cañón para la explotación; b) las diásporas, comunidades estructuradas, asentadas y regularizadas, con lazos fuertes (sociales, políticos, económicos y culturales) tanto con la sociedad de llegada (o incluso entre varias sociedades de llegada) como con la de origen (ciertas diásporas judías, indias repartidas por el mundo); y c) los nómadas, una nueva categoría que introduce Tarrius, gente que entra en “complementariedad morfológica” (Tarrius 2001:115) con las sociedades de acogida pero cuyos lazos fuertes los mantiene sólo con la comunidad de origen. Esta nueva inmigración nómada formaría “territorios circulatorios”, que no son otra cosa que espacios de flujos à la Castells, formados por el movimiento y las relaciones de estos individuos entre las comunidades que implantan fuera de su base de origen y dicha base. Y sería el caso de los comerciantes de Marsella, cuya actividad nada tiene que ver con la del proletario magrebí atado a su trabajo fijo en Francia sino que se basa en el movimiento constante entre Argelia y Francia para dirigir sus negocios. Cuando un nuevo nómada, por ejemplo, el sobrino de algún comerciante, llega a Marsella desde Argelia, no está llegando en realidad a Francia sino a su propio país, a una nueva forma de Argelia desterritorializada, una Argelia de los flujos. 126 El enfoque dinámico de lo urbano: John Urry y Vincent Kaufmann. La sociología urbana se había interesado hasta entonces por los lugares en tanto tales, y rara vez por el movimiento por sí mismo. El concepto de “espacio de los flujos” de Castells (1996) fue sin duda un paso decisivo, pero no suficiente, en la ruptura de ese paradigma estático. En Castells, como en otros que lo precedieron o continuaron en esta línea de análisis, el énfasis sigue estando en el espacio, en esos nodos de la red donde se intersectan los flujos, y en cómo los flujos modifican esos espacios nodales, más que en el flujo en sí mismo. Un nuevo enfoque dinámico de lo urbano, representado por Urry (2000) en el Reino Unido y Kaufman y sus colaboradores (Kaufmann et al. 2001; Kaufman y Marchand 2009) en Francia se centra en el movimiento en sí y, en especial, siendo fieles al mandato de la sociología, en el movimiento de los agentes sociales (dejando el movimiento de bienes para los economistas y el de los símbolos para los antropólogos). Esta nueva perspectiva permite arrojar nueva luz, por ejemplo, sobre uno de los temas clásicos de la sociología urbana, el de la segregación socio-espacial en la ciudad. ¿Cómo se puede hablar de segregación en términos clásicos cuando los supuestos segregados son altamente móviles? Puede que los pobres tengan que dormir en determinados barrios pero su movilidad hace que no tengan necesariamente que “vivir” en ellos: pueden salir a pasear por los centros comerciales más chics o disfrutar a su manera de las zonas verdes de los barrios más elegantes La cuestión central no está en el espacio sino en el acceso, es decir, en el potencial de movilidad: un concepto desarrollado sobre todo por Kaufman. La enorme movilidad que tienen personas, bienes e ideas en el espacio de los flujos nos lleva a replantearnos la cuestión de la segregación urbana. Por movilidad Kaufman entiende un fenómeno muy complejo que implica la combinación de cinco tipos de “movilidades” diferentes: social (de estatus), profesional, residencial, la migración y los desplazamientos de la vida cotidiana (en donde él incluye los virtuales, vía teléfono o internet). Sin embargo el concepto de movilidad no basta para explicar el papel del movimiento en las formas de vida y relaciones sociales urbanas de hoy en día. Es necesario introducir otro: el de motilidad. El concepto de movilidad focaliza la atención en el propio movimiento en el espacio o en el tiempo, lo cual, afirma Kaufman (2001:90), explicaría el desinterés que los sociólogos han mostrado hacia el mismo, considerándolo terreno de los geógrafos. En cambio, nos dice Kaufman, los actores y sus estrategias son centrales en la movilidad, ya que una cosa son los potenciales de movilidad que la posesión de un capital o la infraestructura tecnológica nos permite y otra cosa el uso que las personas hacen de estos. Se entiende así por motilidad el grado de potencialidad que un actor posee para ejercer una determinada movilidad. Que una persona tenga la capacidad potencial de emigrar no quiere decir necesariamente que lo haga (de hecho, la mayoría de las personas no lo hace). La emigración se explicará por una serie de factores que provocan que esa potencialidad se convierta en acto. Para quien no tiene siquiera la potencialidad (es decir, su grado de motilidad es cero) esa movilidad no ocurrirá aunque converjan todos los factores. Otro ejemplo es el del uso del vehículo privado: que una persona tenga potencialmente acceso al automóvil no quiere decir necesariamente que lo use o que lo haga en todas las ocasiones. Puede decidir no usarlo por convicciones ecológicas, por motivos de sociabilidad (prefiere ir acompañado de otras personas en el transporte público), por estrategia económica (prefiere dedicar el costo de la gasolina a otros fines) etc. La sociología debe tratar de extraer patrones de motilidad sociológicamente significativos. Ello lleva a deconstruir determinados mitos que hoy en día se aceptan acríticamente y desenmascararlos como lo que son: discursos ideológicos que se originan desde el poder. Este es el caso de la “verdad” comúnmente aceptada de que todos los ciudadanos de países subdesarrollados quieren emigrar al Primer Mundo o de que emigran “porque allí se mueren de hambre” (lo que justifica ante los ciudadanos las políticas de control migratorio bajo las cuales subyace el espantapájaros de la invasión) o el de que existe una aspiración generalizada a la posesión y uso del automóvil (y, por lo tanto, que un desarrollo urbano orientado a las necesidades del uso del automóvil es ineluctable). Kaufman y sus colaboradores (2000) han demostrado con el estudio de cuatro aglomeraciones metropolitanas en Francia que el último argumento es falso. El espacio ya no condiciona como antes, porque las poblaciones son mucho más móviles y el espacio no es estático sino dinámico y relacional y esto requiere nuevas herramientas metodológicas y nuevos enfoques. Es así que, a partir del concepto de motilidad Kauffman propone una reforma de la sociología urbana e ilustra esa necesidad con varios ejemplos: a) la densidad humana de un espacio se mide en residentes/km2. Antes, cuando la mayoría de las actividades y relaciones tenían lugar en el espacio cercano a la residencia esta variable tenía sentido. Hoy no. Hoy los indicadores de densidad humana arrojan una idea falsa de donde se localiza y “vive” la gente. Son mapas más bien nocturnos (Kaufman 2009: 647), nos dicen donde duerme la gente, no donde vive. Para paliar este problema se han propuesto otros indicadores como ratio habitantes/empleos por unidad de superficie pero estos sólo resuelven el problema parcialmente, pues los desplazamientos por trabajo no agotan todas las prácticas sociales. b) Segregación espacial: podemos imaginar una ciudad segregada desde el punto de vista de la residencia pero no de las prácticas sociales, con unas poblaciones marginales extremamente móviles, haciendo suyos los espacios públicos centrales y mezclándose en la ciudad. O, al contrario, una ciudad con índices de segregación más débiles pero donde la gente no se mueve tanto. Densidad y segregación social se basan sobre un concepto estático del espacio. Es necesario pasar a otro paradigma espacial basado en dos metáforas: la del espacio reticular, formado por nodos y flujos de relaciones, discontinuo y abierto; y la del espacio rizómico, en el que la distancia ya no cuenta, hay instantaneidad del tiempo que lleva a la ubicuidad. Su conceptualización ha venido en paralelo al desarrollo de las TIC. Su imagen del mundo es el de una atopía con una única interfaz. Pero, advierte, ninguno de los últimos dos espacios elimina o sustituye al primero, al estático. Los tres se articulan (Kaufman 2009). 127 Del concepto de metrópolis al de metápolis y megalópolis. Lo urbano en la Edad Media y Moderna venía constituido por la concentración de la población y de las actividades no agrarias en un espacio definido (Kaufman et al. 2001), en el caso de Europa en muchas ocasiones delimitado nítidamente por las murallas (Martinotti 1991). La ciudad estaba construida por la contigüidad y la simultaneidad, el hábitat denso. Esa ciudad sufre desde principios del siglo XX y de manera más intensa desde la postguerra mundial un proceso de metropolitanización en tres fases: suburbanización, periurbanización y rururbanización (Kaufman et al. 2001). El resultado final es una ciudad sin bordes, con sus partes conectadas y desconectadas a la vez de sus centros, que ya no es uno sino varios, y a la vez de otros centros y zonas periféricas de ciudades contiguas y distantes, pues la ciudad queda atrapada en la tela de araña de un sistema reticular global. De acuerdo con Bassand (2001:8), La Carta de Atenas, con su propuesta de zonificación, es decir, de especialización funcional del espacio (residencial, de trabajo, recreativo y de circulación) para combatir el caos de la ciudad industrial, puede considerarse como el primer tratado urbanístico de planificación de la metrópoli. Una metrópoli y su proceso de gestación que, estudiados por primera vez en profundidad por Castells a principios de los 70 (Castells 1972), se convertirían en un filón que produciría muchos trabajos en las décadas siguientes (Galantay 1987; Dogan y Kansarda 1988; Martinotti 1991; Sassen 1991; Ascher 1995). La sustitución de la ciudad por la metrópolis como actor de la economía mundial ha llevado a algunos veteranos estudiosos que despuntaron por sus estudios urbanos en los años 60 a hablar de “fin” o “ muerte” de la ciudad o de la “no ciudad” (Corboz 1987; Chombart de Lauwe 1992; Choay 1994). Parece que hay un cierto consenso en poner un umbral demográfico a la metrópolis en un millón de habitantes. Más allá de ello, en el umbral de los 10 millones tendríamos las megalópolis o metápolis, como las llama Ascher (1995). En ellas se observan fenómenos contrarios y simultáneos: Desaparición de ciudad mono-centrada y sustitución por una ciudad policentrada de límites muy difusos (la “hiperciudad” o “no-ciudad” de Corboz (1987); la edge-city (Garreau 1991; Berry y Kim 1993) pero al mismo tiempo una recentralización a través del proceso de gentrificación (Smith 1979; Smith y Williams 1986). Al proceso de suburbanización le ha seguido uno de rururbanización, término que describe el proceso que transforma sociológicamente los hábitats rurales sin modificar el espacio: los campos, los bosques, la arquitectura de la población otrora rural se mantienen inalteradas pero la población dedicada al sector agrario es superada demográficamente por personas dedicadas a sectores terciarios y con estilos de vida urbanos, sea que trabajen en el centro de la metrópolis, en el propio núcleo rural o que simplemente “colonizen” temporalmente el espacio con viviendas y equipamientos de segunda residencia para las vacaciones (Bassand 2001). El concepto de red y de espacio de los flujos en otros autores. Ha sido ampliamente utilizado en Italia por Dematteis y Guarrasi (1994) quienes también tratan de aplicar al caso italiano la teoría de Saskia Sassen sobre la distribución y función de las ciudades globales. Sin embargo, estos autores intentarán conciliar un cierto rol autónomo de lo local con la lógica funcional de estas redes globales. En Francia, el concepto ha sido ampliamente desarrollado por Pierre Veldz (1996). Para este autor, el espacio reticular crea una “economía de archipiélago”. Una metáfora adicional a la de la red que ve a las metrópolis como islas repartidas por un territorio que ha transformado su función económica: ya no es un espacio pasivo del que extraer recursos sino “una matriz de organización y de interacciones sociales” (Veltz 1996:10). Bernard Montulet denomina a este espacio de los flujos, un espacio relacional y no absoluto, “espacio cinético”, y propone la analogía del tablero de ajedrez para comprenderlo. “El espacio nace de las posiciones relativas de cada pieza, siendo toda definición espacial efímera […] Es el espacio cinético, en el que cada nuevo movimiento redefine el espacio” (Montulet 2001:71). En ese sentido el espacio está indisolublemente unido al tiempo, al ritmo en el que cambian las posiciones/relaciones entre las piezas. Montulet aporta, además, al desarrollo del concepto una interesante visión histórica: la noción de espacio absoluto, con límites precisos, había sido construida por el Estado Nación desde finales del siglo XVIII y perduraría hasta su debilitamiento a mediados del XX. El nacionalismo había naturalizado el espacio al considerar las fronteras estatales como eternas a través de la historiografía nacionalista (Michelet en Francia, Pirenne en Bélgica, etc.). El Estado inició así un proceso de homogeinización de su territorio en todas las dimensiones (económica, política, cultural) en nombre de la libertad del individuo. Se rompían los estrechos corsés locales del Antiguo Régimen y sus responsabilidades corporativas y se creaba un espacio único por el que bienes, capitales, personas e ideas podían circular libremente y sentirse como en casa. Sin embargo, esa construcción llevaba en su seno la semilla de su propia destrucción. En nombre de esa misma libertad individual, ya a mediados del siglo XIX los primeros capitalistas internacionales y los primeros internacionalistas obreros van a considerar obsoletos y estrechos los límites espaciales del Estado Nación, especialmente en Europa, donde la revolución de los transportes había hecho a los países europeos realmente pequeños. La crisis económica de 1847-48, originada en Gran Bretaña pero extendida por toda Europa, con su corolario de revueltas y revoluciones, mostró como esos límites habían sido ya en buena parte superados. A partir de 1850, la organización sistemática de los mercados internacionales de capital marca el inicio de la deslocalización del capital y con ella, de la emergencia del nuevo concepto de espacio cinético o de los flujos. 128 La función de las metrópolis en la sociedad-red En Francia, un autor menos conocido que Castells o Sassen, pero igualmente muy lúcido, Pierre Veltz, ha complementado los análisis de la socióloga americana. Para Veltz las ciudades globales cumplen 3 funciones en el sistema mundial (Veltz 1996): 1)Son los lugares de reproducción de los hiperespecialistas de punta que la gestión del sistema-red del capitalismo informacional y sus empresas transnacionales requieren (servicios jurídicos y aseguradoras que dominan los sistemas legales de cada país donde la empresa tiene una sede o un mercado; publicistas que conocen los matices culturales de cada mercado internacional y elaboran mensajes adaptados a ellos –no intentes vender el mismo producto de la misma manera en Brasil que en Arabia Saudita, especialmente si es un producto destinado al mercado femenino). Sólo las ciudades globales parecen ser capaces de ofrecer, gracias a la enorme concentración de capital que en ellas se produce, los servicios culturales altísimamente sofisticados que demandan las sofisticadas élites gestoras del capitalismo internacional: hoteles de 5 estrellas, viviendas lujosas no aisladas sino integradas en distritos homogéneos, autenticas ciudades top dentro de la propia ciudad (una vivienda lujosa puede existir en una ciudad africana pero lo que falta allí es el entorno espacial amplio de viviendas y espacios urbanos públicos de la misma calidad que evite la sensación de vivir en una jaula de oro), hospitales con tecnología de punta, escuelas y universidades de élite, los mejores museos, teatros, salas de concierto, instalaciones deportivas (campos de golf, polo, estadios de grandes equipos) parques (verdes y temáticos, a donde llevar, por ejemplo, a los niños), aeropuertos y puertos internacionales que comuniquen sin escalas con una enorme variedad de destinos, autopistas que liguen la ciudad de forma rápida con un hinterland de alta calidad ambiental y cultural (trufado, a ser posible de la mayor variedad posible de paisajes –mar (la vela y los yates son importantes), montaña (el ski, el trekking) y de localidades pintorescas (el capital cultural de la élite la inclina a altos grados de sensibilidad estética hacia la naturaleza y la historia) para realizar escapadas de fin de semana). Veltz (1996) ha dedicado, por ejemplo, algunas páginas a mostrar la importancia que tiene la monumentalidad y la dimensión artística de la metápolis, el hecho de poseer un urbanismo de calidad, sobre las decisiones que toman las multinacionales a la hora de elegir una ciudad como sede de su empresa en determinado territorio: este factor se contaba entre los tres primeros (de un total de seis) (Veltz 1996:11). 2) Sólo ellas poseen la suficiente densidad de relaciones que favorezca los procesos de sinergia y simbiosis económica, fundamentales en la producción actual. En ellos están concentrados los cuarteles generales de todas las grandes empresas, muchos de los gobiernos o importantes instituciones públicas que marcan la política económica de los países desarrollados (París, Londres, Tokio, Madrid como capitales nacionales, Frankfurt, la gran sede multinacionales en Alemania, sede del BCE al mismo tiempo, Nueva York, sede de la mayor bolsa del mundo y de una de las sedes de la Reserva Federal), hiperespecialistas, centros de I+D y universidades de élite (fundamentales para seguir impulsado la innovación). La concentración espacial favorece las necesarias relaciones entre todos estos actores y las maximiza con un tratamiento más humano, cada a cada: reuniones de los dirigentes de las multinacionales de un cierto de sector para llegar a acuerdos, de estos con los bancos para buscar financiación, facilitación del lobbying a los representantes de los poderes públicos, relación entre empresa y centros de investigación y entre centros de investigación entre sí y con el sistema educativo (el ejemplo paradigmático de este ecosistema de retroalimentación entre tecnología-ciencia-empresa y educación es, sin duda, Silicon Valley, pero hay otros y el modelo se está copiando en muchas metrópolis del mundo). La conexión en red de todos estos agentes es importante, también lo es el establecimiento de relaciones de confianza y de sentido, de una cultura compartida, entre ellos. Su concentración en la metápoli, unido a un cierto proceso de elitización, juega un papel importante: estos actores establecen lazos personales ya desde su juventud al haber estudiado en las mismas universidades de élite (el argumento es especialmente aplicable al caso estadounidense) y frecuentan después los mismos ambientes de ocio y de cultura). Las metápolis se convierten así en lo que Raymond (1998) ha denominado “dispositivos materiales de convivialidad” de las élites gestoras del capitalismo. 3) Son entornos multiculturales y por ello son laboratorios perfectos para las empresas transnacionales que pueden testar, sin salir de casa, los efectos de un nuevo producto pero también canalizar esa diversidad para aumentar su capacidad de innovación. La polarización y segregación social Vivimos en un espacio dividido, una especie de puzzle. Algunos van más allá de la imagen de fragmentación para invocar la más radical (y sofisticada) de “fractalización” (Bassand 2001:7) que evoca una geometría variable de microrrelieves casi infinitos. Para estudiar esto algunos autores como Grafmeyer y Joseph (1979) o, mucho más adelante, Bassand (2001) empezaron a redescubrir a la Escuela de Chicago. Bassand regresa a los de Chicago para abordar el tema de la segregación urbana y recuerda como esta metáfora del rompecabezas o “mosaico” urbano había sido ya formulada y analizada con la metodología del análisis factorial por un epígono de la Ecología chicaguense en una obra que se titulaba precisamente “The Urban Mosaic” (Timms 1971). Las metrópolis modernas son abordadas como “fábricas de excluidos” (Racine 1996), como lugares donde aparecen “quartiers d’éxil” (barrios de exilio) (Dubet y Lapeyronnie 1992) tanto en la cúspide como en la base de la jerarquización social. Secciones de “no-ciudades en la ciudad” (Touraine 1992). La sociedad a dos velocidades se convierte en el componente dominante de la estructuración social y espacial y provoca el aumento de la xenofobia, de la desestructuración de la personalidad y de las relaciones primarias, de las drogadicciones y de nuevas formas de economía sumergida en los barrios degradados ligados al suministro de droga (Brun y Rhein 1992; Racine 1996). Y a la aparición de explosiones de violencia localizadas que alpican de un rincón a otro del planeta la historia urbana de nuestro tiempo (“Caracazo” de 1989 en Venezuela, disturbios de Los 129 Ángeles en 1992, batalla de las banlieus francesas en 2005, disturbios afro-británicos de Londres 2011, disturbios de Estocolmo 2013). El tema de la criminalidad y de su dimensión subjetiva, la inseguridad, que a menudo sobredimensiona el alcance de dicha violencia, se convierten en objetos estrella de los estudios urbanos. La metrópolis está profundamente marcada por el crimen y, sobre todo, por el miedo al crimen. Dos factores que, combinados suponen un obstáculo gravísimo para las relaciones sociales y retroalimentan los procesos de segregación social con la lógica del círculo vicioso (Body-Gendrot 1993). Pero la segregación también se explica por la teoría de la red. La gente hace cada vez menos su vida en el entorno cercano del barrio para repartirse por una miríada de lugares conectados por redes de transporte y de telecomunicaciones (teletrabajo, sustitución de las reuniones físicas por chateo en las redes sociales, de las compras diarias en el supermercado del barrio por la visita semanal al supermercado). Es decir, en su vida cotidiana cada individuo y cada familia construyen su propia red única e irrepetible, a partir de sus propios flujos. El espacio se fragmenta hasta el nivel más micro posible, el del individuo. Es la socialización en red. En ese sentido hay tantas ciudades como biografías individuales: los niños no necesariamente van al colegio más cercano sino a aquel en el que hay plaza o que se elige, y los padres se convierten en chóferes a tiempo parcial para llevarles a actividades extraescolares o las casas de unos amigos que están dispersas por todo el territorio extenso de la metrópolis; lo mismo sucede con los propios padres; alguien pierde el trabajo que le había llevado a vivir en cierto lugar y encuentra otro en una ciudad relativamente distante pero bien conectada por autopista, tren e incluso avión y decide mantener su residencia previa para no destruir la vida social del resto de la familia. La exclusión es, ante todo, una cuestión de estar o no conectados. “Estar o no estar en la red, esa es la cuestión”, parafrasea con tonos shakesperianos Racine (1996). En la línea de Jeremy Rifkin (2000), muchos autores contemporáneos consideran que el derecho principal de los ciudadanos debe de ser el derecho al acceso (Bassand 2001; Kaufman et al. 2009). Y ello, a muchos niveles. La aparición de zonas intraurbanas que escapan parcial o totalmente al acceso del Estado (favelas brasileñas) y donde se instaura un nuevo poder feudal-mafioso nos llevan a preguntarnos si no estamos ante fenómenos post-urbanos o de desurbanización (las famosas no-ciudades de Touraine). El fin del etnocentrismo epistemológico: estudios comparativos de lo urbano, multiculturalismo y glocalización cultural. La historia de la sociología urbana había sido hasta ahora una historia de la ciudad occidental. Castells fue pionero en la superación del etnocentrismo localista y desarrollando una teoría de lo urbano realmente universal. Pero no fue el único. Así por ejemplo su trabajo “Squatters and politics in Latin America: a comparative analysis of urban social movements in Chile, Peru and Mexico” (1982) estaba incluido en una obra colectiva, Towards a Political Economy of Urbanisation in Third World Countries, editada por Helen Safa. En los últimos años han visto la luz estudios comparativos sobre las sociedades urbanas a nivel mundial, único enfoque que permite determinar qué facetas de las relaciones sociales generadas en y por la ciudad son universales (si es que las hay) y cuáles obedecen en cambio a factores idiosincráticos de cada contexto local y temporal. Con este nuevo planteamiento transcultural y comparativo se ha avanzado en el estudio del urbanismo de los países en vías de desarrollo (Drakakis-Smith 2011, Potter 2012) o se ha continuado con el estudio de los movimientos sociales urbanos, especialmente aquellos con aspiraciones políticas (que también son actores de la gobernanza del sistema-ciudad) (Rabrenovitch 2009; Schuurman y Van Naerssen 2012). Por otro lado, la aparición del espacio de los flujos y sus esquemas de socialización en red supone un nuevo desafío al modelo clásico de integración de los inmigrantes, el del melting pot (crisol, en inglés): el proceso final de la inmigración concebido como la fusión cultural en una nueva sociedad cuyo componente principal seguiría siendo el de la cultura mayoritaria nativa (mainstream). Es cierto que la Escuela de Chicago ya mostró una ciudad fragmentada en comunidades culturalmente diversas por efecto de la llegada de inmigrantes de orígenes nacionales distintos y que, directa o indirectamente, apoyó la segregación espacial. Pero, aunque ese esquema reconocía casi explícitamente el carácter ideológico del melting pot, mostrándolo más bien como un desideratum del discurso hegemónico y uniformizado moderno que como un proceso inevitable, lo cierto es que los chicagüenses, como el resto del establishment norteamericano del que formaban parte, creían firmemente, en el fondo, en dicha teoría. La diversidad de comunidades culturales era vista como una etapa transitoria en el proceso de evolución socio-cultural y de modernización. Los nuevos inmigrantes llegaban del exterior, se instalaban en la zona de transición pero con el tiempo, conforme las generaciones se iban sucediendo, se producía un fenómeno natural de movimiento hacia fuera, hacia el suburbio, que iba acompañado de una absorción de los valores y estilos de vida de la clase media norteamericana (el mainstream anglosajón, el núcleo duro de la amalgama) y que se completaba con una cuasitotal fusión cultural (desaparecía el idioma vernáculo, las formas de vestir idiosincráticas, el sentimiento patriótico hacia la nación de origen era sustituido por un profundo nacionalismo estadounidense, la mentalidad moderna y los valores del individualismo capitalista se hacían hegemónicos etc.). La excepción eran ciertos rasgos culturales superficiales como la celebración de ciertas festividades propias, mantenimiento de ciertas tradiciones culinarias, y, quizá el rasgo cultural más duro el de la propia confesión religiosa (pero esta quedaba anulada, finalmente, en una especie de ecumenismo monoteísta, e incluso teista, que era considerado como parte de la esencia identitaria americana – In God We Trust- y que ha provocado un interesante efecto: mientras nadie era marginado por practicar tal o cual particular culto, fuera éste judío, protestante, católico, e incluso musulmán o budista, el ateísmo era considerado profundamente antiamericano). Para los modernistas de la Escuela de Chicago, lo admitan explícitamente o no, la heterogeneidad cultural de la ciudad era un fenómeno disfuncional, una fuente de problemas que los aparatos homogeneizadores del sistema debían intentar resolver. Esta se presentaba, sin embargo, como una tarea inacabable pues el carácter dinámico del ecosistema hacía que dicho melting pot no acabara nunca de completarse totalmente en cuanto nuevos inmigrantes seguían llegando sin cesar a la ciudad, 130 ocupando el espacio que dejaban los anteriores. El problema, sin embargo, no ofrecía motivos para declarar el estado de alarma pues estaba contenido dentro de márgenes manejables. Dicha diversidad cultural permanecía siempre, en términos sistémicos, un fenómeno minoritario, una anomalía que no afectaba al equilibrio y la funcionalidad del sistema. Los hechos parecían corroborar el modelo. ¿Acaso no era Frank Sinatra, de origen italiano, la “voz de Ámerica” o Joe Di Maggio el mejor bate de la historia del beisbol? “En los tiempos de la ciudad y de la urbanización – nos dice Bassand (2001:13)- el extranjero debía socializarse completamente o marcharse”. Este proceso venía, en buena parte provocado por la rigidez del espacio, con sus comunicaciones lentas y costosas. Con la emergencia del espacio reticular y de los flujos una nueva tendencia ha venido poco a poco a yuxtaponerse al modelo modernista de integración. La fragmentación del espacio operada por este nuevo concepto de espacialización permite que el inmigrante pueda seguir en contacto cotidiano de manera fácil y asequible, con su tierra de origen y esquivar, al menos parcialmente, ese proceso de absorción cultural. No solamente esto es posible sino que se ha convertido en algo ideológicamente deseable, predicado por el discurso hegemónico de lo políticamente correcto que cabalga en el corcel de la revolución cultural de los sesentayochinos. El discurso del melting pot fue sustituido en los años 90 por el del multiculturalismo. Con él se pasa de percibir la fragmentación cultural de la ciudad como un problema a solucionar (o a mantener, contenido siempre dentro de unos márgenes no letales para la vida del sistema) a ser una riqueza a celebrar y a potenciar, un elemento definidor de la vida metropolitana en si misma. La diversidad cultural (tanto étnica como organizada en torno a otros ejes: género, orientación sexual, afiliaciones estéticas) se encuadra, de manera en buena parte inconsciente, en una reformulación de la vieja cosmovisión evolucionista y es convertida en un epítome definidor de la civilización más avanzada. La civilización del siglo XXI es la civilización de la diversidad vehiculada por las redes tecnológicas y por la inmigración que es un signo en sí misma del éxito atractivo del modelo cultural y ello se contrapone a una (no tan nueva) imagen de lo primitivo y subdesarrollado como aislado y culturalmente simple y homogéneo. El paradigma multiculturalista (que se expresa concretamente de mil maneras, desde los programas y speeches políticos hasta la literatura y el cine) no es otra cosa que el vástago postmoderno de la vieja dicotomía reduccionista campo/ciudad, elevada ahora a un plano superior. Para ser ultramodernos, postmodernos, no basta con no conducir un estilo de vida rural, hay que ser además metropolitano y multicultural; la vieja ciudad de tamaño medio y relativamente homogénea culturalmente (no importa cuan desarrollada esté su división social del trabajo) ha pasado a acompañar a la aldea campesina en el cajón categorial de lo que pertenece ya a una etapa superada de la historia. Y ese multiculturalismo de la gran metrópoli es, indefectiblemente, “glocal”, en la expresión popularizada por el sociólogo británico Roland Robertson (1995) (aunque su acuñación parece haber sido obra del presidente de Sony, Morita (Voyé 2001)): fruto de la hibridación en infinitas combinaciones posibles entre los elementos externos y los internos, un proceso que transforma tanto al que llega a la ciudad como al que allí vive y no se mueve, porque la montaña del espacio de los flujos, se quiera o no, llega hasta cada uno de los Mahomas-ciudadanos. Ello conlleva una nueva forma de percibir el mundo, lo que Montulet (1998:136) denomina la “vision exónoma”: una visión en la que el punto de referencia del sujeto se sitúa al exterior del lugar donde está situado. Nos vemos y nos juzgamos a nosotros mismos a partir del espejo de la sociedad global. Sociedad global que no es más que una imagen fabricada pues sólo existe en tanto que se encarna en sociedades locales concretas. Para Robert Ezra Park, el inmigrante era un individuo en un territorio de nadie, ni de aquí, ni de allí y esa situación de limbo cultural lo conducía al desarraigo. Los estudios postmodernos de la ciudad muestran como esa dicotomía ya no es una condición necesaria (quizá nunca lo fue) y cómo ahora muchos inmigrantes son al mismo tiempo de aquí y de allá, capaces de entrar de manera pragmática y puntual o de forma más profunda y sostenida en el tiempo en el universo de normas de la sociedad de acogida sin abandonar el suyo. Son hechos que alimentan una antropología y una sociología “de idas y venidas, de entradas y salidas” (Missaoui 2000). La glocalización se opone así a la teoría de la “McDonaldización” (Ritzer 1983; Barber 1995; Turner 1999) o al walmarting del mundo (Dicker 2005), sostenido por otros autores que, con estas coloridas expresiones, dibujan una contemporaneidad guiada por un proceso de convergencia global hacia el modelo cultural norteamericano. La ciudad como simulacro y objeto de consumo. El concepto es ilustrado a través de la metáfora de la Disneyficación, termino que explora las concomitancias entre la ciudad postmoderna y los parques temáticos de la compañia de Walt Disney. El término es empleado, entre otros, por Zukin (1996), Roost (2000) o Bryman (2004) siempre con connotaciones peyorativas para implicar procesos de artificialización, edulcoración y procesamiento del hábitat urbano con el objetivo de convertirlo en un lugar controlado, sanitizado, privado de sus aspectos potencialmente desagradables, y listo para ser consumido. Era un tema que ya habían tratado Debord (1967) y Baudrillard (1981). Había sido este último quien había dicho que Disneyland era el lugar más real de los Estados Unidos, porque no pretende ser nada más de lo que realmente es, un parque temático, mientras las ciudades son escenarios de un simulacro que pretende hacerse pasar por real. Y abunda en ese argumento afirmando que, en ese orden de cosas, Disneylandia tiene una función crucial en la sociedad americana: "Disneyland es presentado como imaginario para hacernos creer que el resto es real, cuando en realidad toda la ciudad de Los Ángeles y la entera América que lo circunda han perdido ya el estatus de real, se encuentran en el nivel de lo hiperreal o de la simulación” (Baudrillard 1981: 103). 131 Como procesos que ilustran esa desdibujación de la frontera entre la ciudad y la imagen estilizada de sí misma pueden citarse: a) la traslación de la plaza ciudadana al interior del centro comercial; b) la expulsión de los residentes de los centros históricos “hiperturistificados” (los ejemplos paradigmáticos pueden ser Praga o Venecia), que quedan reducidos a una gran acumulación de museos, restaurantes y tiendas de souvenirs, la vida callejera espontánea sustituida por la programada de los turistas que vienen a “observar” la ciudad y los guías que ofrecen una imagen empaquetada de la misma; lugares de paso, no-lugares à la Augé (más interesante aún si cabe, paradójicamente hasta cierto punto, en ciudades que rebosan referentes históricos y culturales) en los que casi nadie, como en un aeropuerto, vive su vida, todo ello en un entorno arquitectónico hiperrestaurado y “manicurado”; c) el diseño calculado de la imagen de la ciudad para venderla como objeto de consumo a los visitantes: son los procesos conocidos como city branding y city marketing que han inspirado una avalancha de publicaciones desde principios de los 90 (Ashworth 1990; Kearns 1993; Hall y Hubbard 1998; Holcomb 1999; Mommas 2003; Karavatzis 2004) y tiene incluso sus propias revistas, como Place Branding, inaugurada en 2004). La ciudad fortaleza, la ciudad como panóptico. Los sociólogos urbanos siguen dedicando muchas obras al tema del control social y la normalización ejercidos a través de la tecnología urbanística. La instalación de cámaras de videovigilancia por otro el espacio urbano ha reavivado la metáfora foucaultiana del panóptico. En efecto, son innumerables las obras que ven la ciudad actual como un enorme dispositivo panóptico que nos vigila constantemente. Un control ejercido sea por el Estado que por compañías privados o por nuestros propios vecinos en las llamadas gated (Davis 1990; Kennedy 1995) o walled (Judd 1995) communities, las comunidades cerradas surgidas para protegerse de la oleada de delincuencia que la agudización de la polarización social en los 70 y 80, durante el periodo de la recesión económica, trajo consigo. Algunos títulos son elocuentes y hablan por sí mismos: “Cam Era”: the Contemporary Urban Panopticon” (Koskela 2003), “Escaping the Panopticon: Utopia, Hegemony, and Performance in Peter Weir's The Truman Show” (Lavoie 2011), “Discipline, Surveillance, Control: A Foucaultian Perspective on the Enforcement of Planning Regulations” (Harris 2011) y la lista de obras en la que se menciona la palabra panóptico es larga (Marsh 1994; Fishman 1996; Slater 2009; Kolb 2011). En ellos sigue patente la obsesión crítica de la sociología urbana norteamericana por la forma de vida del suburb. La refuncionalización del espacio urbano. Estudios sobre gentrificación. Muchos sostienen que una de las formas en que se reflejan los procesos post-modernos en la ciudad es en una desarticulación entre función y forma. Sometidos a las necesidades de las nuevas formas de producción y reproducción postindustrial y a la organización del trabajo postfordista, edificios, calles, incluso barrios y ciudades enteras, pueden ser, en efecto, refuncionalizados (Donnison 1980). Y a través de esta refuncionalización los principios de flexibilidad, de ambigüedad e hibridación de categorías, de indefinición, se trasladan al espacio. Como notó Secchi en 1984: De repente [el espacio urbano] parece dotado a la vez de gran maleabilidad y de indeterminación: lo que se siempre había sido considerado como vivienda ahora puede cumplir funciones de oficina; lo que era fábrica, es decir lugar de trabajo, se convierte en vivienda; los barrios populares del centro de la ciudad se transforman en áreas chic y de lujo; la arquitectura pobre se convierte en monumento (Secchi 1984 en Racine 1996:215) En Estados Unidos el estudio seminal quizá sea la obra colectiva editada por Smith y Williams en 1986, “Gentrification of the City”. En Europa es destacable la obra también colectiva, editada por Van Weesep y Musterd en 1991, “Urban Housing for the Better Off: Gentrification in Europe”. La gentrificación tiene consecuencias mucho más notables en Estados Unidos, donde el abandono del centro había sido mucho más radical que en el caso europeo. Otros estudios seguirán (Ley 1994; Bourne 1994). Quizá haya sido Ley, un autor decididamente en la órbita del paradigma postmoderno, el que mejor haya entendido la estrecha relación entre el proceso de gentrificación y los nuevos valores culturales postmodernos. Para Ley (1994) la gentrificación es ante todo un proceso sociocultural, un neorromanticismo que parte de una esteticización del espacio y la arquitectura historicista y popular y su transformación en capital simbólico con funciones de distinción à la Bourdieu (Bourdieu 1979). Los estudios sobre gentrificación del centro histórico son, pues, legión. Podríamos citar como ilustración el que realiza Jean-Yves Authier (1996) en el centro de Lyon. Authier identifica tres categorías sociales de recién llegados: los “residentes culturales” (parejas jóvenes de clase media profesional que poseen un alto grado de capital cultural y que buscan en el viejo barrio satisfacer sus necesidades de historicidad y convivialidad); los “residentes técnicos” (familias menos jóvenes de los estratos superiores de la clase obrera movidos fundamentalmente por su deseo de convertirse en propietarios) y los “nuevos inquilinos” (gente joven, solteros, de clases sociales diversas que estudian o trabajan (o ambas cosas a la vez), normalmente en ocupaciones precarias cuyos motivos para mudarse son básicamente funcionales: acceder a alojamiento en el centro, cerca de los centros universitarios y de las fuentes de trabajo temporal (restaurantes, tiendas de moda, etc.) 132 Género y espacio urbano construido. Los sociólogos urbanos también han explorado la relación entre el espacio construido y la producción y reproducción de los roles y estatus de género. Muchos de estos estudios se han hecho desde el feminismo militante, con el punto de partida en una concepción de la ciudad y la vivienda como tecnologías, no sólo de poder en general, sino de poder patriarcal. La autora más conocida es la norteamericana Dolores Hayden, una socióloga y arquitecta que también trabaja desde la base de Los Ángeles. Hayden es una de las muchas voces críticas contra el suburb, pero a los argumentos ya conocidos añade otros de su cosecha feminista. Hayden aplica el marco teórico marxista al estudio del género en la ciudad, en lo que ella misma ha definido como “materialismo feminista” (Hayden 1984). En “The Grand Domestic Revolution: A History of Feminist Designs for American Homes, Neighborhoods, and Cities “(1981) critica la vivienda y la ciudad como productos construidos por los hombres (la explotación doméstica de la mujer en la ciudad tradicional ha sido simplemente sustituida por la explotación suburbial de la mujer, el suburb está diseñado explícitamente para mantener a las mujeres en su sitio) y, a través de la exploración del pensamiento sobre urbanismo de las primeras feministas de principios del XX plantea una reforma del espacio para conseguir la igualdad de género. Tema en el que volverá a insistir en su “Redesigning the American Dream: Gender, Housing, and Family Life“(1984) desde una perspectiva en la que estudia cómo la forma urbana y de la vivienda, articuladas con la economía política, influyen en los patrones de crianza de los hijos, en el papel que en ellos tiene la mujer y, por lo tanto, en la construcción política y cultural del género. Así compara tres modelos diferentes, correspondientes a otras tres formas de economía política: el modelo del hogar como refugio (la mujer en casa, el hombre al trabajo), plasmado en el suburb de la democracia liberal norteamericana, el modelo industrial de la Unión Soviética (todas las mujeres a trabajar y desconexión entre trabajo y residencia por igual para hombres y mujeres) y el modelo de barrio de las socialdemocracias europeas (un modelo mixto y que integra mejor vida doméstica y pública), que es el que Hayden considera más humano. Desde los 90 una serie de autores inspirados por la filosofía postmoderna explorarán otras dimensiones de la relación género-ciudad. Así, geógrafos urbanos como Valentine (1993), con su concepto de “geografía del deseo”, prestan atención a la articulación espacio/prácticas sexuales así como a las minorías sexuales y cómo su vida es influida por el espacio construido. En concreto, cómo viven y perciben las lesbianas la ciudad. Otros se interesarán por la segmentación por género del mercado de trabajo y sus manifestaciones espaciales. Así, Villeneuve y Rose (1988), en su trabajo sobre la ciudad de Montreal, muestran cómo existen grados de segmentación diferentes por distritos: mientras que existe un mayor grado de movilidad profesional ascendente para las mujeres profesionales que habitan en el CBD, la relegación al papel doméstico es muy alta para la mujer que habita en el suburb. Unos años más tarde el mismo Villeneuve dedicaría otra obra a estudiar la relación entre el espacio y el mantenimiento de estructuras de poder patriarcales en la misma línea de Hayden: “Les rapports hommes-femmes en milieu urbain: patriarcat ou partenariat?” (1991).Sus conclusiones, sin embargo, no fueron tan evidentes como habría cabido esperarse. En esta obra Villeneuve analizaba la fuerte emergencia de los trabajos no cualificados de servicios personales experimentada en las dos décadas precedentes en los centros de negocios de las grandes ciudades así como su fuerte tendencia a la feminización y a la precarización laboral. Se trata de actividades que más que con la producción tienen que ver con la reproducción de la fuerza de trabajo y en ese sentido cabe equipararlas con las que tradicionalmente habían siempre hecho las mujeres en el hogar. Villeneuve muestra cómo el paternalismo, aún fuertemente imperante, se sirve de estas inercias culturales para rellenar a bajo costo ese nicho laboral pues, como el trabajo doméstico, este también será mal retribuido. Pero en un interesante giro que muestra el gusto por la paradoja de los postmodernos, Villeneuve también achacará este fenómeno al propio acceso de la mujer a las clases profesionales: será esta nueva clase de las mujeres profesionales, en crecimiento exponencial, por aquel entonces en Norteamérica abrumadoramente de raza blanca, la que demande todo ese tipo de servicios (peluquería, limpieza, catering, lavandería, etc.) que ya no tiene tiempo de realizar por sí misma en el hogar. La crecimiento de la mujer profesional provoca así el del segmento de un lumpen proletariado feminizado y terciarizado, que estará constituido mayoritariamente por mujeres de las minorías étnicas más marginadas e inmigrantes. El fenómeno nimby: una forma postmoderna de movimiento social. El fenómeno o síndrome nimby (not in my backyard), un neologismo nacido en California en los años 80 (Farkas 1982; Portney 1984; Matheny y Williams 1985) y desarrollado sin solución de continuidad en las décadas siguientes (Davis 1990), ilustra muy gráficamente la naturaleza de un nuevo tipo de movimiento social urbano, reactivo en lugar de proactivo, muy diferente a los estudiados por Castells en los 70. Son movimientos que no buscan la transformación del sistema de acceso a o de distribución de los servicios sino simplemente evitar que cualquier tipo de actuación percibida como negativa por los residentes tenga lugar en su barrio. Se trata de microrreinvidicaciones que reflejan, en una dimensión espacial, el hiperindividualismo y la extrema fragmentación social del capitalismo avanzado: no a la construcción de un centro comercial, de una escuela, de una mezquita cerca de mi casa. La lógica no es necesariamente de intolerancia o absolutismo moral sino de egoísmo hedonista: No nos importa si lo hacen en otro lado y no nos opondremos a ello, simplemente no lo queremos aquí. El concepto de gobernanza Una de las principales diferencias entre la metrópolis actual y la ciudad anterior es que los límites urbanos no coinciden con los políticos. Esto es así porque la metrópolis se ha formado por fusión o interconexión de lo que anteriormente eran centros urbanos separados espacial y funcionalmente. La inercia política ha mantenido la autonomía a nivel del antiguo municipio pero estos gobiernos municipales no están preparados para hacer frente a los retos que implica gestionar un territorio unido, 133 interdependiente y, por añadidura, reticulado en redes mucho más amplias aún. Surge entonces la necesidad de coordinar los diferentes gobiernos municipales y otros actores decisivos que desempeñan funciones en el territorio (autoridades regionales, nacionales e incluso supranacionales -piénsese en el caso de la Unión Europea con sus Fondos Estructurales- y actores privados (empresas, organizaciones de la sociedad civil)) a través de paraguas institucionales más amplios. Esta necesidad es tanto más imperiosa cuanto que el espacio metropolitano está inmerso en una lógica de competencia en el marco del sistema-red mundial: Las grandes aglomeraciones urbanas de todo el planeta compiten entre sí por atraer inversiones públicas y privadas, industrias y visitantes/consumidores. Esto es lo que se conoce con el término de gobernanza metropolitana para diferenciarlo del clásico “gobierno” municipal. La gobernanza se despliega y funciona a través de partenariados de geometría variable. ¿Cuáles son las nuevas estrategias y desarrollos institucionales que implica y necesita la gestión de territorios metropolitanos complejos, extensos en el espacio, fragmentados en una miríada de micro y meso poderes aún mal coordinados y sujetos a la presión de la competencia nacional e internacional? ¿Por dónde se encaminan los desarrollos futuros? He aquí algunas de las preguntas que puede y debe hacerse la sociología urbana. La gobernanza metropolitana plantea todo tipo de retos, desde los conceptuales a los técnicos, lo que ha llevado a sociólogos como Maurice Blanc (2001), a animar a la sociología urbana a convertir este tema en una de sus líneas de investigación-acción prioritarias. Blanc está convencido de que este es el tema que acabará por dar a la sociología urbana su definitivo “lugar en el mundo” en el futuro. Sin duda queda mucho por camino por hacer en este sentido, pues la importancia de la gobernanza apenas está empezando a calar en las preocupaciones y programas de nuestros políticos tanto a nivel nacional como local. Son de destacar los trabajos de los españoles Manuel Castells y Jordi Borja, tanto en colaboración (Borja y Castells 1997) como por separado (Borja 1992), sólo por citar algunos de sus innumerables textos sobre la cuestión. Partiendo del concepto de movilidad y del derecho al acceso algunas de las propuestas más recientes (Offner y Pumain 1996; Bassand et al. 2000, Kaufmann 2000) subrayan que uno de los aspectos centrales de la gobernanza debe ser el de ampliar y optimizar constantemente el conjunto de infraestructuras reticulares que hacen posibles los flujos, así como tratar de garantizar el acceso en igualdad de condiciones a todos los ciudadanos Como dice Kaufman (2000: 25): “Cuanto más subordinada sea la posición del individuo en la sociedad, más dificultades tendrá, incluso podrá llegar a ser incapaz, de usar la red de redes, quedando atrapado en su barrio con altos grados de discriminación. La movilidad es la condición sine qua non de la participación en la vida metropolitana”. En grandes metrópolis como Londres el coste del transporte público hacia las zonas centrales es tan elevado que, unido al hecho de la imposibilidad de acceder en coche (precio prohibitivo del aparcamiento al que más tarde se añadió el cobro de una ecotasa) condena a buena parte de sus habitantes a una práctica reclusión en los límites del entorno local, en el territorio recorrible a pie. Muchos habitantes de barrios desfavorecidos pasan años sin ir al centro; muchos niños no han ido en su vida. Una buena gobernanza debe estar orientada a evitar que nadie quede desconectado del espacio de los flujos metropolitano. Para los partidarios del derecho al acceso una gobernanza inteligente en la sociedad informacional del siglo XXI debe, pues, emprender políticas concretas de: desarrollo de las infraestructuras de telecomunicación (banda ancha, satélite) y puesta en el mercado a un precio asequible para todo el mundo; vías de comunicación y medios de transporte, con una combinación flexible y pragmática de soluciones públicas y privadas, alejada de mistificaciones ideológicas que demonicen o alaben una u otra forma; redes de energía, tratando de hacerla ubicua, limpia y asequible económicamente para todos los presupuestos; redes de suministro de agua y de eliminación de residuos (Nápoles, con sus montañas de basura levantadas por la Camorra es un triste ejemplo de lo que ocurre cuando el Estado hace dejación de o se declara impotente para gestionar dicho servicio). Estas redes dan forma a la fisiología de la metrópolis y la cohesión de la misma depende de ellas. Y dichas redes sólo pueden mantenerse y crecer a condición de que exista una red de espacios públicos que hayan sido planificados de antemano, pues todas estas infraestructuras tienen por fuerza que discurrir por terrenos de propiedad pública o que hayan sido expropiados. Es decir, la gobernanza pública es más que nunca necesaria para sostener la vida y la economía, por lo demás altamente privatizada, de las metrópolis del capitalismo avanzado informacional. Otro tema fundamental en el ámbito de la gobernanza es su relación con la democracia y, en particular, con formas de democracia más directa que la representativa tradicional: la más importante de estas alternativas es la llamada democracia participativa (grass roots democracy en inglés), que promueve la participación de los ciudadanos en la política de la vida cotidiana. Este es un concepto de claras raíces sesentayochinas y que ya había introducido en el debate Ledrut precisamente en ese año (Ledrut 1968). Muy difícil de llevar a la práctica en ámbitos de administración más elevados, la ciudad se convierte, por sus dimensiones más reducidas, la mayor proximidad entre gobernantes y gobernados y la mayor inmediatez y concreción de los problemas a gestionar, en el ámbito por excelencia de todos los experimentos de este tipo. Experimentos que no dejan de presentar una gran complejidad, especialmente cuando se plantean en el ámbito de la gestión de las enormes metrópolis multimillonarias (en presupuesto y en habitantes), algunas de las cuales son demográfica y económicamente más grandes que muchos estados pequeños y pobres. 134 REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS Abbott, A.(1999). Department and Discipline: Chicago Sociology at One Hundred. University of Chicago Press. Abrams, C. (1947). Race bias in housing. American Civil Liberties Union: Nueva York. Abu-Lughod, J. (1961), “Migrant adjustment to City Life: the Egyptian Case”, en American Journal of Sociology nº 67, pp. 22-32. Adair-Toteff, C. 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