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¿Valores o valores económicos ¿Qué necesitamos

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ISMAEL QUINTANILLA PARDO
¿VALORES O VALORES
ECONÓMICOS?
¿QUÉ NECESITAMOS?
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Índice
Prólogo (J. M. Peiró)
Prólogo (P. Roca)
Introducción
Agradecimientos
1. Hacia una nueva sociedad
¡Cuidado con lo que deseas, podría hacerse realidad!
¿Es suyo el coche que hay ahí fuera?
¿Es rentable la esclavitud?
Hacia una sociedad diferente
2. Trabajo, consumo y sociedad
Lo que creía Bertrand Russell
Comenzó con la Revolución Industrial
Poderoso caballero es don Dinero
Sobrevive el más apto para sobrevivir
El síndrome del tío Gilito
Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero aquello que le reporta
alguna utilidad
3. El mercado y sus circunstancias
Una tarde en el café Tortoni
¿Qué es el mercado perfecto?
El mercado es imperfecto
El homo economicus
¿Todo lo explica el egoísmo?
El hexágono cognitivo
La paradoja de Sen y la teoría prospectiva
La importancia del contexto social
¿Hasta qué punto somos racionales cuando compramos?
4. El consumidor en busca de sentido
La obsolescencia programada
Necesidades, demandas y deseos
El constructor de imágenes
La cultura de la instantaneidad
El homo videns
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El homo consumens
Percepción de la incertidumbre y búsqueda de sentido
5. El trabajo como objeto de consumo
Don Claudio, la eficacia y los juicios morales
La economía del fraude inocente
Las nuevas condiciones del trabajo
Efectos de la crisis sobre las nuevas formas de trabajo
¿Está desapareciendo la clase media?
La infraclase y sus demonios
Elogio y refutación de la eficacia
6. Nacidos para cambiar
Innovar es aceptar el cambio
Las conciencias no son, se hacen
Nacidos para cambiar
El hombre no es más que una caña, una caña pensante
Cerebrocentrismo y materialismo filosófico
Memes y virus neoliberales
Competitividad y cooperación
7. Hacia una sociedad responsable
La filosofía nunca está de más
Todo fluye, nada permanece
Hacia la responsabilidad compartida
Preparacionistas, conspiranoicos y la venganza de Gaia
Las teorías del decrecimiento
Pensamientos y valores responsables
Jóvenes, emprendedores y empresarios para una sociedad mejor
Inteligencia colectiva, competencias transversales y responsabilidad social
empresarial
Un mundo mejor es posible
Referencias, notas y enlaces en la red
Bibliografía
Créditos
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PRÓLOGO
JOSÉ M. PEIRÓ
El mundo que nos toca vivir es un mundo apasionante, complejo, lleno de
interpelaciones y riesgos, y también de dudas, incertidumbre, amenazas, retos,
posibilidades y oportunidades. Además, en estos tiempos, tenemos la impresión de que
se están produciendo cambios de calado. Es frecuente escuchar voces señalando que
vivimos una «crisis», un cambio de época, y si miramos otros cambios de calibre similar
en épocas pasadas es clara la dificultad de anticipar y vislumbrar lo que está por venir, e
incluso lo que «está viniendo». Esa dificultad quizá sea mayor en el mundo actual que en
épocas anteriores, dadas la globalización y complejidad del mundo en que vivimos,
aunque esta misma impresión pudieron tener quienes vivieron a finales del siglo XV con
cambios importantes y con una reorganización del mundo derivada del descubrimiento
de América y otras transformaciones ocurridas por aquel entonces.
En los últimos años, la crisis económico-financiera que se inició en el 2007 y que ha
derivado en múltiples tipos de «crisis», tales como la fiscal o la del empleo, ha
intensificado esa conciencia de cambio más general y de crisis social. En este contexto
se vienen constatando las limitaciones del sistema de valores dominante, los modelos
sociopolíticos y económicos imperantes e incluso las mentalidades y formas de vivir.
En este contexto, el profesor Ismael Quintanilla nos ofrece un libro que cabe
caracterizar como una obra de madurez en la que nos plantea un análisis de la situación y
unas reflexiones de gran interés sobre aspectos importantes del contexto y situación que
vivimos. Los planteamientos que realiza tienen varias características que vale la pena
señalar porque le dan un enorme valor a esta obra.
En primer lugar, sus aportaciones son el fruto del estudio, la investigación y las
lecturas desde hace años. Son el resultado de una reflexión incansable y una fecunda
actividad docente del autor durante casi cuatro décadas en cuestiones y temas en los que
ha puesto inteligencia, pasión, esfuerzo y voluntad para escrutar y comprender. Sus
contribuciones en investigaciones, publicaciones, cursos, conferencias y asesoramiento a
empresas sobre aspectos centrales, tanto en el nivel individual como social en el ámbito
del trabajo y del consumo son conocidas y apreciadas. Por lo tanto. aunque el autor nos
indica el carácter de ensayo de su obra, es importante no pasar por alto su trasfondo y
fundamentación.
En segundo lugar, el titulo del libro, ¿Valores o valores económicos?, nos sitúa en su
temática central aunque no acaba de desvelar otros aspectos importantes. En sus páginas
el autor nos formula preguntas esenciales: «¿Hasta qué punto y cómo se puede
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(sobre)vivir en una sociedad de consumidores sin trabajo, en paro o con trabajos muy
precarios?, ¿cuáles son las consecuencias?, ¿se podría hacer alguna cosa para reducir
esta contradicción psicológica?». Estas preguntas le llevan a analizar a las personas y la
sociedad en que viven de forma más comprensiva. No se limita a considerar sus roles
como trabajadores o consumidores, ni siquiera al rol más amplio y comprehensivo de
ciudadano. Analiza todas esas facetas pero ahonda también en su reflexión en la propia
persona en sociedad y sus valores, vivencias, experiencias y retos de autorrealización y
también en las formas y retos para la construcción de un mundo más humano en el que
vivir. Es importante pues atender a estas aportaciones en la obra que tenemos en nuestras
manos.
Un tercer aspecto que quisiera resaltar es la aproximación psicosocial desde la que
fundamentalmente el autor realiza su análisis y reflexión. En alguna ocasión a lo largo de
la obra él indica que «no podría ser de otra manera». En cualquier caso, es así, y esta ha
sido una constante en la vida académica del profesor Quintanilla. Pero lo ha sido en
permanente diálogo con otras disciplinas: la economía, el marketing, la filosofía, etc. Su
aproximación es afortunada y enriquece los planteamientos de los debates y análisis que
se vienen realizando sobre la compleja problemática que aborda y las vías de superación
y transformación. Mi conocimiento y amistad con el profesor Quintanilla me han
permitido descubrir su pasión por la psicología desde hace al menos cuatro décadas y su
convencimiento de que es una ciencia que realiza importantes aportaciones al bienestar y
calidad de vida digna y al compromiso con el bien común. De forma muy vívida, resalta
una contribución central en la actividad investigadora y profesional de los psicólogos,
especialmente importante en estos tiempos: escuchar a la gente y ayudarla a resolver o a
reducir los problemas que les ocasionan dolor, que les hacen sufrir.
Creo que es también de gran interés el análisis que realiza el autor no sólo de la crisis
que vivimos y de la forma en que se han venido configurando el trabajo y el consumo en
ella, sino de las formas de vida, trabajo y consumo de los años anteriores a esa crisis,
durante el ciclo expansivo previo de la economía. La forma en que se planteó, con
frecuencia, el trabajo en ese contexto y la forma de abordar el consumo y los hábitos y
estilos de vida promovidos socialmente han sido «aquellos polvos» que nos han traído
«estos lodos».
Ahora bien, el interés central del autor no está en el pasado. Esas reflexiones y
análisis los hace para señalar que la superación de la crisis no se puede pensar como una
«recuperación», como una vuelta a lo de antes, como el paso de un «nubarrón» que nos
devuelve el clima soleado de años previos. No es esa una expectativa o espera
productiva. El reto está en la construcción de algo nuevo e innovador. El autor sugiere y
propone planteamientos responsablemente optimistas. Señala los errores e insuficiencias
de tiempos anteriores, y también los riesgos de abordar nuevos caminos, pero muestra,
sobre todo, la confianza en los jóvenes y la posibilidad de un futuro nuevo y mejor en
cuya construcción la «utopía» y la imaginación tienen que desempeñar un papel
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importante. El de la utopía es un leitmotiv principal que se plantea ya en el primer
capítulo y se formula explícitamente como parte de la propuesta que nos hace el profesor
Quintanilla en el capítulo final. Entiendo que quizá la superación de la crisis implique
una profunda reconsideración de nuestros valores y supuestos y una reflexión en
profundidad sobre la sostenibilidad de nuestras formas de vida. En el reciente Congreso
Internacional de Psicología Aplicada, que ha tenido lugar en París (julio, 2014) con el
lema «de la crisis al bienestar sostenible», se plantearon contribuciones interesantes que
insisten en que hacer sostenible el bienestar probablemente requerirá replantear nuestra
propia concepción de él y buscar y ensayar nuevas formas de vida.
No quisiera finalizar este prólogo sin atender a otro aspecto de este libro que lo hace
especialmente estimable. Me refiero a la viveza y fuerza con que se comunican sus
mensajes y contenidos. Esta es una característica del autor reconocida por quienes le
conocemos. Arranca del deseo de compartir con otros sus pensamientos, conocimientos
y experiencias no solo leídos y estudiados sino reflexionados, pasados por el tamiz de la
elaboración personal y por la criba del convencimiento o convicción personal. Estas dos
palabras hablan de «vencer», y ello no me disgusta porque estoy seguro de que muchas
de las ideas y reflexiones que el profesor Quintanilla comparte con nosotros las ha ido
fraguando tras importantes esfuerzos de reflexión y autocrítica. Por otra parte, esta
actividad no es «solipsista», busca la convicción del otro, «vencer juntos». Este es otro
punto fuerte de la forma en que el autor nos comunica el mensaje, articulando el
componente individual, personal, y el interpersonal, social y colectivo de las ideas,
pensamientos y creencias.
En el libro que ahora tiene el lector en sus manos se muestra viveza en la
comunicación, y para ello el autor emplea una gran diversidad de formas. La
construcción de cada capítulo me recuerda el lenguaje fílmico que utiliza diferentes
escenas y episodios que sugieren al espectador un hilo argumental pero que requieren de
él que lo acabe de «construir» completando la relación entre las diferentes escenas
debidamente introducidas y narradas. Otro recurso comunicativo utilizado con fortuna
por el profesor Quintanilla es el de hacer partícipes, en su actividad comunicativa, a
amigos, colegas, personas con las que ha trabajado, empresarios y, en especial, a su
querido profesor don Claudio. Nos cuenta conversaciones tenidas con ellos, los debates y
experiencias; nos indica los puntos de vista de sus interlocutores, sus ideas y
argumentos..., y lo hace en ocasiones interpelando, en otras debatiendo y siempre en
diálogo. Todo esto hace que la lectura sea estimulante, atractiva y enriquecedora desde la
impresión de estar conversando con una persona próxima, que disfruta compartiendo sus
puntos de vista y sus reflexiones y está abierta a escuchar los de su interlocutor.
En este prólogo, que he tenido la satisfacción de escribir gracias a la amable
invitación del profesor Quintanilla, he querido compartir con el lector algunas
reflexiones y vivencias que su lectura me ha suscitado. En el libro el lector va a
encontrar mucho más. Creo que es un libro relevante en los tiempos que vivimos y que
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aporta luz para analizar y comprender aspectos importantes del comportamiento humano
en sus diferentes roles sociales y en su propia realidad personal en un contexto en que los
cambios y transformaciones son de calado y merecen contribuciones como la que ahora
el lector tiene en sus manos y de cuya lectura directa confío que obtendrá —yo así lo he
hecho— importantes beneficios y disfrutes.
Torrent, 14 de septiembre de 2014
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PRÓLOGO
¿HAY ALGUIEN AHÍ QUE ILUMINE EL CAMINO?
PACO ROCA
Todos necesitamos un maestro. Alguien que, con su sabiduría y experiencia, nos guíe
por la tortuosa vida, mostrando el camino a seguir.
Por supuesto hay quienes siguen la senda marcada por la religión, llena de consejos,
mandamientos y prohibiciones. Más que un camino, esta opción es toda una tranquila e
intelectualmente relajada autopista. Otro camino fácil, de encontrar y transitar, es el de
los credos políticos. También este va acompañado de consignas para hacernos la vida
más llevadera. Pero los que no confiamos demasiado ni en dioses ni en líderes políticos
nos sentimos en una deriva existencial a la búsqueda de un camino por el que llevar
nuestras vidas.
Indudablemente mis primeros maestros, los que me mostraron la casilla de salida del
comienzo del camino, fueron mis padres. Ejemplos de austeridad desmesurada, a los que
nunca afectó demasiado eso de comprar por los impulsos del deseo. Un viejo televisor
estuvo cerca de treinta años en casa. «¿Para qué comprar otro si este funciona?» era su
lógica y aplastante respuesta.
Pero los psicólogos se obstinan en eso de que hay que «matar» a los padres para así
poder apartarnos de su sombra y emprender por nosotros mismos la búsqueda del
camino. ¡Dichosos psicólogos!
Los maestros de mi adolescencia fueron algunas estrellas del rock y un selecto grupo
de artistas: pintores, ilustradores, escritores y dibujantes de cómics. En sus biografías y
entrevistas intentaba buscar un faro que me indicase el camino hacia el que dirigir mis
pasos.
La mayoría de esos ídolos fueron cayéndose de mi altar con el tiempo, pero mantengo
la necesidad de buscar inspiración vital en personajes ilustres. Y es aquí donde aparece
Ismael Quintanilla.
Su aparición en mi vida fue en primer lugar como amigo. Los que como yo son
bastante inseguros preferimos escuchar a hablar. Creemos que hay más probabilidades
de parecer inteligente dosificando los comentarios que padeciendo una desmesurada
incontinencia verbal. Escuchar hablar a Ismael siempre me ha parecido una actividad
enriquecedora. No solo por su vasta cultura; me parece que la cultura basada únicamente
en la lectura está sobrevalorada: conozco a gente muy culta con un pensamiento bastante
inculto. Ismael, sin embargo, es un librepensador capaz de razonar sin prejuicios y
modificar sus conclusiones si las circunstancias le llevan a ello. Pero ante todo, y por eso
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en estos momentos está en mi altar de personas de las que aprender, lo admiro por
intentar siempre ayudar al más débil.
Este libro es una magnífica muestra de su pensamiento: vital, optimista y
comprometido. Para los que no tienen la suerte de contar con Ismael a su lado, o al
alcance de una llamada telefónica, este libro es un elemento imprescindible para la
búsqueda de nuestro propio camino o para ayudar a otros a encontrarlo. Es también un
punto de apoyo para mover el mundo hacia una senda más justa y solidaria.
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INTRODUCCIÓN
—Padre, me he perdido —se lamentó Abundancia a su padre el dios Reto.
—No, no te has perdido. No sabes por dónde ir.
Los sueños del alba.
Mariano Ortiz (1924, 37).
En el año 2012 el Colegio Oficial de Psicólogos de Santa Cruz de Tenerife me invitó
a dar una conferencia sobre las consecuencias psicosociales de las crisis económicas.
Antes de empezar, un periodista de la Agencia EFE me entrevistó y al preguntarme
sobre los recortes sociales respondí manifestando que teníamos ante nosotros un
panorama psicosocial bastante desalentador. Había que ir con cuidado, argüí, ya que se
podía pedir a la gente que fuera austera, de manera que en lugar de quince días de
vacaciones tomara diez o que no pusiera calefacción en todas las habitaciones, pero que
la austeridad no era vivir por debajo de lo necesario. Cuando los ciudadanos viven por
debajo de lo necesario, insistí, son pobres, y si ya lo eran, vivirán en la miseria o en la
indigencia. Respondí lo mismo a las entrevistas que durante algunos días se me fueron
haciendo y que, sin duda, eran el resultado del titular con el que apareció la noticia de la
Agencia EFE: «Un psicólogo advierte de que la austeridad no es vivir por debajo de la
pobreza».
Unas semanas más tarde, algunos estudiantes de la Nau Gran, una oferta singular de
estudios universitarios de la Universidad de Valencia para personas mayores, ante el
desorden y amplitud de mis respuestas en relación con las consecuencias psicológicas de
vivir por debajo de la austeridad y de lo necesario, me sugirieron la posibilidad de
escribir un libro. Me comprometí con ellos y lo que sigue es el resultado.
Las afirmaciones que hice en Santa Cruz de Tenerife no fueron exageradas. El pasado
20 de enero de 2014 la ONG Intermon Oxfam publicó su informe sobre la pobreza,
advirtiendo de que la desigualdad económica está creciendo aceleradamente en la mayor
parte de los países y que la desigualdad resultante supone un grave riesgo para el
progreso de la humanidad. Casi el 50% de la riqueza mundial se corresponde con el 1%
de la población, y su mitad más pobre (unos 3.500 millones de personas) posee la misma
cantidad de riqueza que las 85 personas más ricas del mundo. Desde que empezó esta
crisis en el 2008 —de origen financiero, conviene no olvidarlo—, el 1% de las personas
más ricas de Estados Unidos ha acumulado el 95% del crecimiento total, mientras que el
90% de los pobres del mundo son ahora mucho más pobres. Este informe sostiene
además que España es uno de los países con mayor desigualdad social. Las veinte
personas más ricas ingresan más riqueza que el 20% de los más desafortunados.
El informe de Intermon Oxfam insiste en que las élites económicas que ostentan el
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poder político lo han secuestrado sometiéndolo a sus intereses para manipular las reglas
del funcionamiento económico. Recuerda a los líderes del Foro Económico Mundial que
tienen el poder de acabar con las desigualdades sociales y que la riqueza económica no
se debería emplear para obtener favores políticos. Deberían comprometerse a eliminar
los paraísos fiscales evitando de este modo la evasión de impuestos. Señalan que la
recaudación fiscal debe utilizarse para las inversiones públicas y para proporcionar a los
ciudadanos una mejor sanidad, educación y protección social de manera universal,
«global», como se dice ahora.
La crisis financiera, que además es económica, social y política, es especialmente
perniciosa en España, continúa afirmando el informe de Intermon Oxfam. La causa
radica en la corrupción generalizada y las dinámicas económicas basadas en los recortes
y el incremento de los impuestos directos. Esta situación es especialmente preocupante,
ya que los intereses y el poder de unos pocos han secuestrado el proceso democrático y
los intereses públicos. Las políticas económicas adoptadas están castigando de forma
muy especial a la clase media y, sobre todo, a las personas más desfavorecidas.
Este sufrimiento colectivo y global es el resultado de la desigualdad. Una lacra que
crece progresivamente potenciada por un círculo vicioso en el que el poder y la riqueza
se concentran en unos pocos mientras el resto de ciudadanos se reparten la miseria. La
desigualdad económica y social se acrecienta día a día, haciendo cada vez más larga la
distancia entre ricos y pobres, socavando la estabilidad social.
¿Cómo asumir esta escandalosa situación?, ¿es esto sensato?, ¿es prudente? Y, lo que
es más relevante, ¿es razonable?
Las posibles respuestas tienen mucho que ver con las circunstancias sociales,
económicas, psicológicas e históricas que nos habían llevado a este punto; la
imaginación de los seres humanos, su inmensa capacidad creativa, sus enormes
contradicciones, su egoísmo y su altruismo y su constante necesidad de cambiar todo lo
que les rodea para luego adaptarse a lo que han construido y después volver a cambiarlo.
En todo ello se pueden encontrar los ingredientes de lo que nos está pasando.
Hoy muchos de los que hace algún tiempo afirmaron que España no corría riesgos
económicos y que era muy improbable la crisis o un rescate financiero se afanan en
explicar qué es lo que ha ocurrido y el método para salir de esta lamentable situación. Se
trata de los gurús y los expertos. No les creo cuando reproducen el mismo modelo que
nos ha llevado hasta aquí. No es posible resolver un problema recurriendo a las mismas
reglas y procedimientos de intervención económica que lo causaron. Hoy parece que el
aspecto financiero de la economía lo regula y lo explica todo, soslayando la política y
eliminando el aspecto psicosocial en la vida de los ciudadanos.
Las explicaciones económicas son fundamentales, pero también hay razones
psicológicas y sociales. Unas y otras están relacionadas entre sí. Difícilmente se puede
explicar lo económico sin la lógica de los valores, y estos, sin considerar sus
dimensiones psicológicas. Una explicación estrictamente económica resulta reducida y
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reduccionista. Los ciudadanos no solo necesitan trabajo y dinero. En los intercambios
económicos también hay emociones, creencias, dudas, expectativas, poder y numerosas
influencias psicosociales.
Durante largo tiempo y en repetidas ocasiones hemos oído decir que los brotes verdes
habían aparecido, que nuestra economía mejoraba. Duraron poco, si es que existieron.
Los que hubiera desaparecieron. Hoy, de nuevo, la economía mejora, se afirma en los
medios. Esto es desde luego motivo de alegría. Pero ¿en qué sentido está mejorando
nuestra situación económica? Los reproches entre los políticos de uno u otro bando se
suceden invariablemente, soslayando los datos que siguen ahí y son evidentes: el paro
sigue rozando el 26%, la deuda pública aumenta, y también lo hace en mucha mayor
medida la privada, constituida por empresas y particulares. ¿Qué es lo que mejora
entonces cuando aumentan el paro, la pobreza y nuestros endeudamientos? ¿Quizá la
capacidad para pagar lo que debemos?, ¿seguirán pagando nuestros nietos?, ¿a qué
precio y con qué intereses?
Hay algunos que siguen defendiendo que la mejor manera de salir de esta situación es
trabajar más y cobrar menos. Los hay más optimistas, y sostienen que las crisis son
«muy buenas», pues representan el incentivo que nos hace falta para mejorar nuestra
sociedad. Para reforzar sus argumentos, recurren a la conocida cita de Albert Einstein:
«No pretendamos que las cosas cambien si siempre hacemos lo mismo. La crisis es la
mejor bendición que puede sucederle a personas y países, porque la crisis trae progresos.
La creatividad nace de la angustia como el día nace de la noche oscura. Es en la crisis
donde nacen la inventiva, los descubrimientos y las grandes estrategias. Quien supera la
crisis se supera a sí mismo sin quedar superado. Quien atribuye a la crisis sus fracasos y
penurias violenta su propio talento y respeta más los problemas que las soluciones. La
verdadera crisis es la crisis de la incompetencia. El inconveniente de las personas y los
países es la pereza para encontrar las salidas y soluciones. Sin crisis no hay desafíos, sin
desafíos la vida es una rutina, una lenta agonía. Sin crisis no hay méritos. Es en la crisis
donde aflora lo mejor de cada uno, porque sin crisis todo viento es caricia. Hablar de
crisis es promoverla, y callar en la crisis es exaltar el conformismo. En vez de esto,
trabajemos duro. Acabemos de una vez con la única crisis amenazadora, que es la
tragedia de no querer luchar por superarla».
Pero ¿dónde está la incompetencia?, ¿de quién es la responsabilidad?, ¿cómo y dónde
encontramos las soluciones?, ¿cuál es el desafío?, ¿en qué hemos de trabajar para
solucionar la crisis?, ¿a qué se debe la pereza?, ¿cuál es la lucha? Son demasiadas las
preguntas derivadas del texto de Einstein, muy pocas las respuestas, a poco que se
piense, y excesivos las componentes emocionales, que sí son muy importantes. Al menos
para encarar el problema de una forma diferente.
Porque, efectivamente, el mismo autor de la cita también argumenta que para buscar
resultados distintos no hay que hacer siempre lo mismo. Es decir, hay que cambiar el
modo de pensar, variar la perspectiva. Dudo, sin embargo, que el gran físico y
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matemático aceptara sin más, y en aras de incentivar la creatividad, un recorte sustancial
de las inversiones en educación o en I+D. Sin que por ello la cita en cuestión, hasta
donde alcanza mi entender, no ilustre bastante bien lo que nos está pasando y lo que
podemos hacer al respecto. Sobre todo cuando describe la crisis como resultado de la
incompetencia, sabiendo ahora que lo que la precipitó fueron los manejos financieros
que se gestaron ante la impasibilidad de nuestros gobernantes. Otra cosa son las crisis
personales. En este caso la cita de Einstein es en extremo sugerente.
No saldremos de la crisis considerando únicamente la perspectiva financiera,
recortando derechos y asistencias sociales. Hará falta una economía productiva, basada
en el esfuerzo colectivo, la consolidación de un sistema de valores orientado hacia el
bien común y la confluencia de múltiples inteligencias capaces de emprender la mejora y
el progreso de nuestra sociedad. Eso sí, considerando al completo a nuestro planeta, el
Navío Espacial Tierra descrito por Kenneth Boulding. Una pizca en el cosmos, bella,
azul y portentosa, pero limitada y maltratada.
A mi parecer las posibles soluciones se encuentran en nuestros jóvenes y en el
desarrollo de empresas más responsables, verdadero motor de una economía productiva
y contrapuesta a la especulativa, en manos de unos pocos que solo velan por sus
intereses egoístas y son indiferentes al sufrimiento ajeno. Nos atañe a todos, pero la
energía que posibilitará las soluciones está en los jóvenes. O, si se prefiere, en las
personas con pensamientos renovados, provocadores e innovadores que interpretan el
futuro, en constante cambio, como una oportunidad y un desafío. Es decir, los
emprendedores. Ese concepto que se vocea machaconamente y que se parece mucho más
a una forma de supervivencia limitada, condicionada por leyes desafortunadas,
burocracias inauditas, falta de apoyo gubernamental, ausencia de inversiones en el
desarrollo del conocimiento y dificultad para obtener créditos que faciliten la
constitución y el desarrollo de nuestras empresas. Los que hubieran de emprender en las
condiciones que acabo de describir someramente no podrían comportarse como
emprendedores; serían, sencillamente, una especie de sobrevive-emprendedores. Un
contexto propicio sería aquel que permitiera la presencia y el desarrollo de los
verdaderos emprendedores. Personas comprometidas consigo mismas y con los demás
orientadas hacia una economía del beneficio común. Personas capaces de aglutinar una
inteligencia colectiva y creativa dispuesta a abordar y superar los retos y desafíos que
nos depara el presente y que se proyecta hacia nuestro futuro.
La respuesta de los españoles ante la crisis y sus efectos no ha podido ser más cabal y
sensata, acompañada, eso sí, de cierta resignación. Es verdad que muchos han decidido
agruparse para afrontar los problemas y buscarles solución. Pero otros muchos se han
refugiado en la apatía, alimentada por esa idiosincrasia tan española implícita en la
expresión: ¡Esto es lo que hay!, frecuentemente acompañada de otra aún mucho más
hispana, si cabe: ¡Ajo y agua! Sin embargo, como afirmaba Honoré de Balzac, la
resignación es un suicidio cotidiano. Peor aún cuando viene acompañada del miedo, el
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miedo a que las cosas aún puedan empeorar.
El cambio es inevitable. Siempre ha sucedido así. Las sociedades cambian, porque lo
hacen las creencias, los estilos de vida, las costumbres y, con ello, las mentalidades. Este
cambio es la consecuencia de la oposición a las ideas caducas o anticuadas, los
conflictos, los descubrimientos científicos y las innovaciones tecnológicas. Durante el
período de bonanza económica proliferaron los emprendedores caracterizados por la
modernidad, el ingenio, el dinero y las apariencias (MIDA). Hoy nos hacen falta
emprendedores (conozco a muchos así) más interesados por la responsabilidad, el
ingenio, la creatividad y la cultura (RICC). Necesitamos precipitar un cambio en la
dirección adecuada y para ello son imprescindibles personas RICC que aporten nuevas
ideas, jóvenes dispuestos a vivir de otra manera trabajando para o creando empresas
responsables y comprometidas social y económicamente. Una generación de mentalidad
transformadora, opuesta a la resignación, la apatía o la competitividad a costa de
cualquier cosa.
Los efectos de esta crisis económica siguen presentes, y sus secuelas se prolongarán
durante muchos años. Pasado algún tiempo, sus numerosos problemas se superarán;
siempre ha sucedido así. Pero por el momento muchos ciudadanos tendrán que
experimentar duramente la disonancia que se produce cuando han de vivir como
consumidores en una sociedad donde hay cada vez menos ofertas de trabajo, más paro y
más trabajo precario.
En este punto surge una de las preguntas esenciales de este libro y que, en cierta
medida, aparece implícitamente reflejada en su título: ¿Hasta qué punto y cómo se puede
(sobre) vivir en una sociedad de consumidores sin trabajo, en paro o con trabajos muy
precarios?, ¿cuáles son las consecuencias?, ¿se podría hacer alguna cosa para reducir
esta contradicción psicológica?
Hay respuestas políticas, económicas y financieras, pero mis escasos conocimientos
al respecto me aconsejan ser muy prudente. Lo que alcanzo a saber con cierta seguridad
es que vivir en una sociedad de consumidores sin trabajo, en paro o con trabajo precario
es un problema psicosocial. Los psicólogos sociales nos ocupamos de estos asuntos, y
nos disgusta vivir en un mundo sometido al sufrimiento social.
Efectivamente, desde hace ya algunos años los psicólogos sociales se afanan en
revertir, atenuar y reducir algunas de las disfunciones de nuestra sociedad: maltrato de la
mujer, discapacidades, adicciones, marginación, ayuda al desarrollo y un amplio
etcétera. Pero hay otras menos visibles y que son el resultado de las numerosas paradojas
que se producen cuando el más pobre de los humanos sabe muy bien cómo vive el más
rico de los ricos. Es decir, vivir como consumidores sin poder comportarse como tales.
Nos enseñaron la golosina, nos dieron algunos medios que condicionaban nuestro futuro
económico y ahora nos dicen que ya no hay dinero, ni tampoco golosinas, y que si las
queremos debemos esperar, sin precisar cuánto tiempo, y ajustarnos a las nuevas
condiciones socioeconómicas y laborales. Puede que por el momento no haya otra
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solución y todos debamos arrimar el hombro. De acuerdo, pero hay responsables y
responsabilidades, no todas por igual ni de similar calado para todos. Así que, aunque
hagamos todos los esfuerzos posibles, nos tendremos que formular la pregunta: ¿qué
queremos conseguir con ello?: ¿caminar hacia un mundo mejor o, sencillamente,
aguantar para que nada cambie?
Ante este panorama, la reflexión, el debate y las respuestas que propongo son
sociales, filosóficas y psicosociales, manteniendo en común la insistencia en nuestro
sistema de valores. Necesitamos apuntalarlo o cambiarlo para construir un futuro más
justo y responsable. Soy consciente de que el realismo pesimista produce desesperación
y de que el idealismo optimista es una insensatez. Pero son muy numerosos los
pensadores que se han concentrado en analizar y proponer soluciones posibles (no me
detendré explicando su diferencia con probables, cada cual puede hacer su reflexión al
respecto) y bien precisas. Por muy irrealizables que parezcan, no las deberíamos ignorar.
Las fantasías tienen consistencia y son una forma de energía que permite alterar el
mundo.
Por todo ello, este libro se ha escrito desde una perspectiva psicosocial —no podía ser
de otra manera, está escrito por un psicólogo social— siguiendo una línea argumental
que se podría sintetizar en los subsiguientes puntos, que configuran, a su vez, los
capítulos que lo constituyen:
1. Lo que imaginamos depende de lo que hacemos cotidianamente, del contexto
social y de nuestras creencias. También de nuestras habilidades y experiencias
personales. Sin embargo, existe una estrecha relación entre la imaginación y los
valores, que son creencias profundamente arraigadas. Es decir, es muy difícil que
un médico de urgencias imagine la construcción de un arma de destrucción
masiva o que un militar desarrolle una nueva fórmula química para mejorar los
efectos secundarios de las anestesias. Esto es el resultado lógico de la formación,
la profesión, la división del trabajo y la especialización. Pero también depende de
lo que uno y otro crean, de sus valores y expectativas ante la vida, de su manera
de interpretarla y de dotarla de sentido. Hay creencias emergentes que dependen
muy estrechamente del contexto social y hay creencias personales que, aun bajo
la influencia del contexto social, se pueden manifestar de manera muy diversa.
2. Transitamos hacia una nueva sociedad caracterizada por la complejidad, la
incertidumbre y por la imperativa necesidad de un crecimiento económico
constante facilitado y potenciado por un consumo que se acrecienta de manera
constante. Es decir, una economía basada en el consumo y su inevitable
exageración. Estamos transitando de una sociedad de productores a otra de
consumidores.
3. Esta sociedad en transformación es el resultado, entre otras cosas, del triunfo del
capitalismo liberal, derrotado el comunismo, y de la predominancia del modelo
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de la economía neoclásica basado, entre otras cosas, en la concepción del ser
humano como un homo economicus, al que se le atribuye un egoísmo inagotable
resultado natural de su capacidad para tomar decisiones útiles y racionales. Sin
embargo, no siempre podemos ser racionales. Hoy se sabe de la existencia de
serias limitaciones cognitivas cuando pretendemos racionalizar nuestras
decisiones. Además, nuestras conductas económicas están fuertemente influidas
por el contexto social dominante. Impregnadas, a su vez, de componentes
ideológicos acordes con un sistema específico de valores basado en la codicia y
la supervivencia de los más aptos. No somos naturalmente egoístas, pero para
«sobrevivir» hemos tenido que adaptarnos a este esquema de valores
predominante.
4. Este modelo socioeconómico ha traído consigo un aumento progresivo de los
beneficios económicos y su acumulación enfermiza por algunos pocos que se
empeñan en seguir aumentándolos mediante especulaciones de carácter
financiero. Un resultado destacable de tales conductas son las crisis que hoy
observamos a nuestro alrededor: a) la crisis financiera y la descomposición de la
sociedad del bienestar; b) la crisis de la democracia, representada por aquellos
que, sin tener el poder legítimo de las urnas, establecen las reglas del juego
económico y la subsecuente profunda brecha entre políticos y ciudadanos; c) la
crisis de la creciente desigualdad social y económica, engendrada por un sistema
injusto que inunda el mundo de pobres y desafortunados; d) la crisis
medioambiental y la contaminación; e) la crisis alimentaria y del agua, que afecta
cada vez más a un mayor número de personas, frecuentemente niños y niñas de
corta edad, y f) el terrorismo, los fundamentalismos religiosos, los conflictos y
las guerras.
El cambio de época y las transiciones que estamos experimentando traen
consigo, además de la confusión y la incertidumbre, la búsqueda de un sentido a
nuestros roles sociales, laborales y como consumidores. Hoy, como ocurriera al
finalizar la Segunda Guerra Mundial, necesitamos encontrar algo que nos indique
una dirección y un propósito para el futuro que se avecina.
5. Al acabar la Segunda Guerra Mundial, lenta pero consistentemente, las conductas
inherentes al homo consumens fueron sustituyendo a las que caracterizaron al
economicus. La lógica racional de la satisfacción de las necesidades se fue
alterando para disolverse en la imposible saciedad emocional de los deseos,
confundiendo el bienestar con la felicidad.
El principal referente del homo consumens es precisamente la sociedad de
consumo, en la que no solo se está alterando nuestra vida en sociedad —tanto en
su aspecto positivo, mayor bienestar, como negativo, más deudas y dependencias
— sino que además está generando nuevas creencias, valores y conductas
acordes con las exigencias derivadas de convertir el consumo en el principal
17
motor del desarrollo económico. El trabajo, que es el medio principal para
obtener el dinero necesario para consumir y satisfacer los deseos individuales,
también se ha convertido en un objeto de consumo. Cuando no se tiene o no se
encuentra, la responsabilidad se le imputa a la persona, a su falta de iniciativa y
esfuerzo, a su incapacidad para atraer el interés de los empleadores o para
venderse en el contexto de un mercado laboral en el que rigen las leyes de la
oferta y la demanda. Sin embargo, cada vez hay menos trabajo, lo que está
generando la gradual desaparición de la clase media y el aumento de una clase
«de bajo coste» y del tamaño de la infraclase, la que componen los más
desfavorecidos.
Para los economistas más radicales y conservadores tales cosas son el
resultado de la mejor de las economías: la economía libre de mercado. Estamos
de acuerdo, pero no tanto en cómo la entienden e interpretan. Argumentan que
las grandes multinacionales y corporaciones trabajan para ofrecer lo mejor a sus
clientes, que la economía crece y se desarrolla mejor sin la intervención del
Estado y que, además, las grandes diferencias salariales y el enriquecimiento de
las minorías son un efecto colateral del sistema; un efecto no deseado pero que es
normal, natural y que se ha de asumir sin mayores consideraciones.
No obstante, el mercado está determinado en su mayor parte por la gestión
que financian y planifican con cuidado las grandes corporaciones privadas. Estas
no están al servicio del consumidor ni de sus accionistas, quienes controlan muy
poco lo que hace y decide una compacta burocracia corporativa manejada por
grandes directivos. Además, estos grandes conglomerados corporativos son los
que controlan el gasto militar y el dinero público.
Esto poco tiene que ver con una economía libre de mercado y su eficiencia
como modelo socioeconómico. Un sistema económico es eficiente si consigue
los objetivos que se propone. El paro es un mal generalizado, el trabajo precario
se extiende cualitativa y cuantitativamente, los recursos naturales se esquilman
en progresión exponencial, la pobreza no revierte y las guerras no cesan. En
consecuencia, a escala global, la puesta en práctica de los principios neoliberales
o de la teoría económica dominante no ha sido eficiente.
6. Dotar de tanta importancia y de incuestionable veracidad a la naturaleza egoísta
de los seres humanos ha sido catastrófico. El egoísmo se aprende más que se
hereda. Se hereda la disposición, pero su intensidad varía según el espacio en el
que se manifiesta, lo que también sucede, por cierto, con la empatía.
Efectivamente, hemos aprendido en el contexto de una cultura basada en el
dinero y bajo la influencia de ciertas creencias predominantes asumiendo que a)
la naturaleza es un recurso ilimitado e inagotable; b) la competición es la base de
la vida, es sana y procura una selección de los mejores o excelentes; c) el
mercado es la respuesta a cualquier pregunta; d) el consumismo es natural y no
18
una exageración que se justifica en la lucha por la riqueza, ya que cuanto más
tengas, mejor serás, y e) el camino hacia la paz siempre pasa por la guerra.
Sin embargo, la cooperación es mucho más rentable que un individualismo
egoísta y ofrece muchos más beneficios a la sociedad. Nada queda si no se
comparte.
El conocimiento, el talento o la creatividad son el resultado de los esfuerzos
de muchas personas unidas por los escalones del tiempo, la confianza y el
compromiso compartido. Para afrontar los grandes desafíos de nuestra época
estas condiciones se han hecho imprescindibles. Ante los problemas que ocasiona
una sociedad de consumidores sin trabajo, en el paro o con trabajo precario solo
podemos reaccionar de una manera: construir entre todos una sociedad mejor.
7. ¿Es una utopía pensar en un esquema de valores más justo, equitativo y solidario?
Será utópico, pero es, cuando menos, lo más sensato. ¿Acaso no deberíamos
actuar con serenidad e inteligencia para resolver los numerosos problemas que
nos acucian? ¿Qué pasará cuando acabe esta crisis? Es fácil predecirlo: un
período de bonanza que nos llevará más tarde a una nueva crisis. Ante tal
evidencia, conviene considerar la distopía hacia la que nos encaminamos para
contrarrestarla con una nueva utopía o los mecanismos reales que hagan posible
una sociedad mejor. No es solo posible, es urgente e imprescindible. Sin utopía
no habrá confrontación de ideas. La esencia de la innovación es el cambio; lo que
hoy parece imposible o muy difícil mañana será posible. Así surge el debate que
precipita el cambio. La utopía marca la dirección, el punto al que dirigirse para
alterar o potenciar las alternativas que se vislumbran: a) que el mundo siga su
curso; al fin y al cabo, no nos va tan mal, así que dejemos que el mercado
resuelva las cosas; b) que el mundo se va a acabar, llega el apocalipsis y hemos
de estar preparados, y c) que hay alternativas mejores que las anteriores a
condición de que nos pongamos a trabajar en su consecución.
Un mundo mejor es posible, de modo que es inevitable que el actual cambie, y
el que está por venir será muy diferente del que hoy tenemos. ¿Cómo será?, ¿es
posible que estemos transitando hacia una sociedad mejor? ¿Qué nos hace falta?:
una ética global y planetaria y un esquema de pensamientos y valores más justos
y responsables. El ser humano es biología, pero también es aprendizaje y cultura.
Lo que aprendemos depende de lo que nos enseñan. Cada vez tiene menos que
ver con la educación reglada y la universidad y más con la televisión y los
valores que van infestando la realidad social. La sociedad industrial posibilitó la
aparición del homo consumens bajo un reparto de la riqueza ficticio, pues fue
mucho más una deuda repartida que los beneficios de una economía productiva.
La acumulación de dinero de unos pocos y la creciente disminución de la clase
media están llevando el sistema hacia su colapso o a un retroceso social
inevitable que puede acabar con el mundo tal y como lo conocemos. Nadie vea
19
en mi afirmación una perspectiva apocalíptica; sencillamente lo que afirmo es
que buena parte de la solución se encuentra en el cambio. No tanto en el modelo
económico como en la urgente necesidad de que la economía del libre mercado
se aplique y se desarrolle según sus principios esenciales y no de los que algunos
se han ido inventando y alterando a conveniencia. Cuando en este libro aparecen
los términos «neoliberal» o «neoliberalismo» se está haciendo referencia a esas
creencias, generalmente en estrecha consonancia con los intereses de los más
poderosos, y a la dureza con la que son tratados los más débiles y desposeídos.
Teorías llevadas a la práctica por Margaret Thatcher (apodada «la dama de
hierro»), quien llegó a afirmar que la sociedad no existe, que solo hay individuos.
Ese neoliberalismo, hoy omnipresente, ha ido laminando la economía de mercado
que propició en Europa el Estado del bienestar, hoy en vías de extinción.
20
El consumo ante la gran feria del consumo.
Siguiendo la línea argumental configurada por estos siete puntos, constituyentes del
contenido de este libro, se pueden comprender mucho mejor, espero, las afirmaciones
21
que hiciera en Santa Cruz de Tenerife y las consecuencias psicosociales que de ellas se
derivan. Una política económica basada en la austeridad no debería suponer vivir por
debajo de lo objetivamente necesario. Si esta circunstancia se extiende, tal y como está
ocurriendo, aparece la pobreza generalizada, después la miseria para los que eran ya
pobres y luego la indigencia. Vivir austeramente no es vivir por debajo de lo necesario;
vivir sin poder satisfacer las necesidades básicas relacionadas con la comida, la salud y
la educación es vivir en la pobreza en sus más diversas manifestaciones. A lo que se
añade la disonancia de tener que vivir en una sociedad de consumidores, en la que se
estimula el consumo y en la que la identidad personal parece depender muy directamente
del trabajo que se tenga y del dinero que se gane. Vivir así es una extraordinaria paradoja
de consecuencias psicosociales devastadoras.
El contenido de este libro es el resultado de algunos años de docencia, investigación y
práctica profesional. En buena medida es prolongación y consecuencia de algunos otros
que tengo escritos con anterioridad, todos ellos relacionados con la investigación de las
conductas sociales, en especial las que se manifiestan en la empresa, el trabajo y el
consumo. Estas han sido las líneas temáticas por las que he sentido un particular interés
y que han constituido el desarrollo de mi carrera profesional en la Universidad de
Valencia.
Este libro se ha escrito en forma de ensayo desde el que se propone el debate y la
reflexión de ciertos problemas psicosociales que surgen al socaire de la tríada
conformada por el trabajo, el consumo y la sociedad. En lo fundamental está dirigido a
estudiantes del Grado de Psicología, pero también podría ser de interés para los
estudiantes de otras muchas materias tales como Administración y Dirección de
Empresas, Sociología, Relaciones Laborales, Antropología, Economía y cualquier otra
disciplina preocupada por investigar y comprender la conducta de los seres humanos en
la sociedad, sus organizaciones, grupos e instituciones. También podría servir a los
profesionales de estas disciplinas, y me satisfaría enormemente poder contribuir a
generar el debate y reflexión social de los que, desconozco las razones, parecen estar
exentas muchas de nuestras empresas. Un directivo, si se precia de tal, es, o debería ser,
un eterno estudiante. Sé de lo que hablo, pues muchos de mis amigos son gerentes y
directivos de empresas.
En las páginas que siguen los lectores encontrarán mis reflexiones y puntos de vista
más personales. Estoy convencido de que, expuestos con rigor y honestidad, pueden ser
un buen sistema para el compromiso del profesor y, también, para la creatividad, la
pasión, el debate y la reflexión de sus alumnos. Habilidades y competencias
transversales que cada día y cada vez en mayor medida deberíamos hacer patentes en
nuestras aulas. Un extraordinario lugar de encuentro en el que se gestan muy buenas
ideas, las ideas —lo espero y lo deseo fervientemente— que nuestros jóvenes estudiantes
tendrán que generar para realizar un buen trabajo profesional y también, tal y como están
las cosas, para encontrar un camino de salida para esta crisis, su superación y la
22
progresión hacia un mundo mejor.
Desde que comencé a ejercer como psicólogo hace ya muchos años no he dejado de
observar parte del sufrimiento humano. Este mundo es maravilloso, pero puede ser muy
duro vivir en él. En el proceso histórico por el que transitamos, las consecuencias
psicológicas del dolor y el sufrimiento humano apenas se perciben —los psicólogos y
otros profesionales de la salud lo sabemos bastante bien—, haciéndose invisibles, como
lágrimas en la lluvia o como si fueran un efecto secundario de la economía, y de difícil
erradicación si queremos que el mundo, nuestro mundo, siga funcionando. Los
especialistas en la salud sabemos lo que esto significa y algunos hacemos nuestra la cita
de Gandhi: «El mundo es suficientemente grande para satisfacer las necesidades de
todos, pero siempre será demasiado pequeño para satisfacer la avaricia de algunos».
En el Mareny Blau, cerca de Sueca, entre arrozales y el mar Mediterráneo.
Julio 2014.
23
AGRADECIMIENTOS
He de advertir que a lo largo de los años he ido acumulando bastantes libros y
algunas lecturas que han ido configurando mi modo de pensar y muchas de las ideas que
defiendo en este libro. Soy deudor de todos ellos y de mis maestros, desde la escuela
primaria hasta la defensa de mi tesis doctoral, desde mis inicios docentes hasta el
momento presente. En eso, precisamente, consiste el progreso del conocimiento. Un
maravilloso proceso en el que creo y confío apasionadamente. Sin embargo, he de
decirlo, no llego a poder determinar cuáles de las ideas de este ensayo son originales,
fruto de mis experiencias docentes y profesionales, cuáles han sido las lecturas
determinantes y cuáles he copiado de lo que otros han escrito sin ser del todo consciente.
De ahí que, aunque inicialmente mi pretensión fuera escribir un ensayo que se pudiera
leer con facilidad y sin las paradas que determinan las citas y referencias subsecuentes,
haya desoído algunos de los consejos de mis amigos —muchos de entre ellos profesores
como yo— y me haya decidido por su inclusión. Me parece más apropiado y riguroso.
En este libro aparecen siete extraordinarias láminas que Paco Roca ha dibujado con
una fuerza simbólica capaz de explicar muy bien, puede que incluso mejor, lo que
sostengo en cada capítulo. Su capacidad sintética es excepcional. Además, encontró
tiempo restándolo de su intenso trabajo y demostrando que uno de los lemas que aparece
en su página web es rotundamente cierto: «Paco Roca, amigo de sus amigos». Hace ya
tiempo que los surcos del azar, precisamente el título de su último álbum, se
confabularon para que lo conociera y constatara el alcance e importancia de la amistad
que se genera en la madurez. Gracias, amigo, te quiero y admiro mucho, sin saber dónde
acaban una cosa y la otra.
Mi amigo Juan Sastre, compañero de viajes, fatigas e intensas alegrías, se prestó no
solo a leer y corregir cuanto fue necesario de este texto, lo que es muy estimable, sino a
escuchar mis largos e interminables monólogos, atendiendo con interés y la paciencia
que lo caracteriza cuando le leía algunos de los capítulos de este libro. Más meritorio aún
si cabe cuando esto ocurría en sus vacaciones mientras ambos escuchábamos entrar por
las ventanas el rumor de las olas del mar Mediterráneo. Desde aquí se lo agradezco
emocionadamente y espero que me disculpe las numerosas ocasiones en las que he
utilizado su nombre traduciéndolo al inglés, John Taylor, mientras me lamento de no
poder hacer lo mismo. Lo siento, nano, aún te queda mucho que soportar, la amistad
tiene esas cosas.
Otros amigos se tomaron la molestia de leer el manuscrito inicial: Miguel Ángel
Nadal, Virtudes Ruiz, Albert Vinyals i Ros, Roberto Luna, quien también ha tenido que
escuchar en algunas ocasiones mis interminables peroratas. El profesor Ignacio
24
Fernández me ha hecho interesantes sugerencias. Puede que no lo sepa, pero tiene alguna
responsabilidad en el cambio, casi en el último momento, del título de este libro. Espero
haber acertado y que sea de su agrado.
Me han ayudado las ideas de MacDiego, un ser humano de ideas irrefrenables, y las
anotaciones de Dolors Palau y las de Fernando Merello, quien me regaló una extensa
carta a la que hago referencia en las últimas páginas de este libro. A todos ellos desde
aquí mi agradecimiento. Sus ideas y correcciones han contribuido a que mis errores, sin
poder solucionarlos al completo, menguaran de manera notable.
José María Peiró ha sido un compañero de viaje con el que he compartido muchos de
los más importantes acontecimientos de mi vida académica. Vuelve a ocurrir, al aceptar
el encargo para la realización del prólogo de este libro. No es la primera vez: ya lo hizo
en el año 1987 cuando publiqué un libro sobre la participación en las organizaciones.
Puede que no lo recuerde porque han pasado muchos años, durante los que hemos
sentido la inmensa satisfacción de ver crecer la psicología tanto académica como
profesionalmente. Estimo su amistad y admiro su inmensa capacidad de trabajo, y le
agradezco mucho que haya encontrado tiempo restándolo de su ajetreada vida
académica.
En el mes de agosto de 2013, cuando me disponía a iniciar las primeras páginas de
este libro, mi flamante Macintosh se averió y se sumió en el silencio. Yo también.
Apareció entonces José sonriendo y con un destornillador especial entre las manos. En
un solo día fue capaz de trasformar el panorama que se avecinaba y hacer posible que
pudiera iniciar mi trabajo. Gracias, José, y que el hijo que esperas te colme de alegrías.
Soy extremadamente deudor de todos los estudiantes que han pasado por las aulas en
las que he impartido clase durante cuarenta maravillosos años. De todos ellos y ellas he
aprendido alguna cosa importante: de sus críticas y elogios, de sus preguntas y
opiniones, de sus conocimientos y sugerencias, de sus afectos y desafectos. Nadie puede
generar conocimiento ignorando a los demás. No puede haber profesores sin estudiantes
que les escuchen. Digo bien e insisto: que les escuchen y no que simplemente les oigan
hablar. Para ser escuchados los profesores debemos ser parte activa del conocimiento y
no meros transmisores. La vida se construye con los otros y buena parte de la mía se ha
hecho con los estudiantes, a los que desde aquí, una vez más, manifiesto mi
agradecimiento más profundo.
Don Claudio, al que descubrirán en las páginas de este libro, fue y sigue siendo mi
profesor de filosofía. Cuando voy a visitarlo a la casa de la sierra de la Calderona en la
que vive, suele aprovechar la ocasión para insistir siempre en lo mismo: «Cuando el
científico estudia la realidad, esta se modifica, siendo diferente después de que se haya
medido. ¡Es una tragedia!, el científico ya no es inocente, por cuanto su visión altera el
orden del universo, o si lo prefieres de lo investigado. La realidad no tiene por qué ser
como tú la percibes, formas parte de la misma, no conviene que confundas tu optimismo
con el humanismo al que inocentemente propendes». Su sabiduría es ejemplar y muy
25
poco común. He tenido bien presente lo que sostiene don Claudio y, una vez más, le
manifiesto mi agradecimiento por leer el manuscrito inicial —¡debidamente impreso,
muchacho!, como él dice—, por tomarse la molestia de escribir sus sugerencias,
utilizando la pluma estilográfica que algunos de sus estudiantes le regalamos con motivo
de su jubilación, en papel «de los de antes», y por permitirme incluir algunos de los
diálogos de los muchos que he mantenido con él. Gracias, maestro.
26
CAPÍTULO 1
HACIA UNA NUEVA SOCIEDAD
—¿Te he contado alguna vez que cuando estudiaba primero de Filosofía y Letras me enamoré de
una compañera de curso?
—No, don Claudio, no me lo ha contado.
—A mi edad uno se repite constantemente. En mi curso solo había dos mujeres, muy inteligentes
las dos, pero la más guapa era Ana. Nunca me atreví a decirle que estaba enamorado y sufrí de
ansiedad y melancolía durante mucho tiempo. Cada vez que hablaba con ella era un martirio.
Don Claudio se apoltronó en su viejo sillón y pareció refugiarse en sus recuerdos. Tras unos
minutos salió de su estupor pera preguntarme:
—¿Hay muchas mujeres en tus clases?
—Son mayoría.
—Ya ves, muchacho, el mundo cambia constantemente y eso lo hace muy estimulante.
Conversaciones con don Claudio (2014, 125).
¡Cuidado con lo que deseas, podría hacerse realidad!
Hace 40 años, el 3 de abril de 1973, el ingeniero Martin Cooper, director del
departamento de I+D de Motorola, realizó la primera llamada pública y comercial desde
un teléfono móvil. En las calles de Nueva York, rodeado de cámaras y periodistas,
consiguió establecer contacto con su homólogo Joel Engel, de los laboratorios Bell de
AT&T. Sus primeras palabras fueron: «Hola, Joel, soy Marty. Te llamo desde un
teléfono móvil, un auténtico teléfono portátil. Te estoy llamando solo para saber si mi
llamada suena bien al otro lado». La ironía de Cooper debió de coger por sorpresa a Joel
Engel: Motorola se había adelantado con la fabricación de un producto que
revolucionaría nuestras vidas.
El prototipo pesaba 1 kilo y 14 gramos, un artilugio semejante a un ladrillo blanco
con una protuberancia para el micro por el que se podía hablar durante 20 minutos y
cuya batería tardaba en cargarse diez horas. Cooper reconoció posteriormente que se
había inspirado en la serie de televisión Star Trek para abordar el desarrollo de lo que
hoy conocemos como telefonía móvil. Fue un invento extraordinario cuya trascendencia
futura no imaginó ninguno de los interlocutores en aquellos momentos. Sin embargo, el
invento —o la imaginación creativa— no se le puede atribuir únicamente a la serie Star
Trek.
Es posible encontrar en YouTube una secuencia de la película El circo de Charles
Chaplin, estrenada en 1928, en la que se puede advertir a una mujer caminando con la
mano sobre la oreja, escenificando lo que podría ser una conversación telefónica. No
deja de ser inaudito, y probablemente se trate de un montaje, aunque haya quien lo
27
desmienta sosteniendo que Chaplin había intuido el teléfono móvil. Incluso los hay que
hablan de viajes en el tiempo y que la mujer que aparece se habría trasladado desde
nuestros días o desde un futuro aún mayor hasta aquel momento, introduciéndose
misteriosamente en la película.
La imaginación humana no conoce límites, en todos los sentidos.
Un antecedente con mayor verosimilitud se puede encontrar en el libro de Guy
Bechtel y Jean-Claude Carrière Le livre des bizarres (1981), en el que describen como
hacia los años cuarenta del pasado siglo, unas tres décadas antes del primer prototipo, el
humorista francés Marcel Celmas ya utilizó un simulacro de teléfono portátil. Viajando
en el metro de París sonaba un teléfono que Celmas sacaba de su abrigo para responder a
un amigo ficticio. Es fácil imaginarse el estupor del resto de pasajeros cuando en aquella
época los teléfonos estaban colgados de una pared o sobre una mesa y siempre
conectados a un cable. Bechtel y Carrière lo explican así: «Por la conversación, el resto
de los pasajeros, muy sorprendidos, entendían que su amigo acababa de salir del hospital
y que llevaba un brazo escayolado. Celmas quedaba con él en una estación, Châtelet, por
ejemplo, unos minutos después, y colgaba. Seguía el viaje rodeado por los otros viajeros
hasta que, al llegar a Châtelet, descendía. En el andén lo esperaba un cómplice con el
brazo escayolado. Salían juntos hacia la calle, seguidos por las miradas que pueden
ustedes imaginar» (1).
Lo que Celmas ideó como una broma ingeniosa fue mucho más tarde una realidad. La
imaginación siempre parece ir por delante, y es una fuente inagotable de las habilidades
de los seres humanos. Hoy el teléfono móvil es un producto de uso generalizado que nos
atañe muy directamente, y que afecta a nuestros estilos de vida, nuestros valores, las
nuevas formas del trabajo y nuestras tendencias y conductas sociales como
consumidores. Einstein tenía razón cuando afirmaba que la imaginación es más poderosa
que el conocimiento.
Creo recordar que en el libro De la tierra a la luna Julio Verne escribió algo así como
que todo lo que una persona pueda imaginar otras podrán hacerlo realidad. También
advirtió, en reiteradas ocasiones, que las creaciones de la ciencia superarían todo lo que
él inventaba o imaginaba.
No ha sido el único en señalar esta facultad de los seres humanos. Carl Gustav Jung
responde a la pregunta de un periodista de la siguiente manera: «Y es un hecho tan
tangible, que cuando un hombre tiene una fantasía, otro puede perder su vida, o se
construye un puente. Estas casas fueron fantasías. Todo esto, lo que haces, todo fue
fantasía al principio. Todo lo que ve aquí, los aparatos, empezaron como fantasías. Y la
fantasía tiene su propia realidad. No debemos olvidarlo. La fantasía no es igual a la nada.
No es un objeto tangible pero no deja de ser un hecho. Es una forma de energía aunque
no podamos medirla. Es la manifestación de algo. Y eso es una realidad» (2).
Esa capacidad para imaginar y desarrollar las tecnologías creativas más variadas
representa una de las características más destacables de los seres humanos, y tiene por
28
consecuencia los mayores logros pero también enormes tragedias. En la historia de la
humanidad encontramos numerosos ejemplos de una perversidad enfermiza, bombas
capaces de matar a millones de personas, vehículos aéreos no tripulados (drones) que
pueden matar a distancia y minas antipersonas, ¡vaya eufemismo!, que se mantienen
activas durante décadas. Todos estos son artilugios imaginados, desarrollados y
fabricados por personas. Junto a ello, no es menos cierta la extraordinaria capacidad de
los seres humanos para reconstruir lo destruido, para progresar en la prevención de la
salud, la educación y el conocimiento, o para desarrollar artefactos que pueden hacer
nuestra vida más cómoda y confortable.
Sin embargo, tanto en un caso como en el otro, siempre hay efectos colaterales. No
existen los blancos selectivos cuando se lanza una bomba, y es frecuente que el número
de muertos supere el previsto. De la misma manera, cuando consumimos en exceso,
podemos ocasionalmente sentirnos muy satisfechos, pero las repercusiones sobre el
entorno, así como sobre la vida de los demás y sobre nuestras propias conductas, valores
y creencias, pueden ser devastadoras.
¿Es suyo el coche que hay ahí fuera?
—Cuando no tienes dinero y la televisión te mata con anuncios para que compres, vas
a una tienda y coges lo que te dé la gana, ¡y ya está! Así es este mundo, y si usted no lo
comprende es porque es rico o porque es tonto. Esto es lo que hay, señor, ¡y ya está!
—No, estás equivocado, eso es robar y no está bien.
Mantenía esta conversación con un adolescente gitano en un barrio marginal de la
ciudad de Valencia. Corrían los primeros años de la década de los noventa y la sociedad
española descubría la sociedad de consumo casi de sopetón, sin apenas tiempo para el
acomodo. El grupo de investigación que coordinaba pretendía estudiar la influencia de la
publicidad sobre los niños y los adolescentes españoles. Consideramos diferentes grupos
socioeconómicos entre los que incluimos los de clase baja y marginal. Por eso estábamos
allí realizando una reunión con un grupo de niños gitanos.
El que tomó la palabra, un muchacho de unos 14 o 15 años, con la mirada de un joven
de 25, nada más llegar al local en el que hacíamos las reuniones me había dicho:
—Ese coche rojo que hay ahí fuera, ¿es el suyo?
Me lo dijo muy seriamente, con gestos que delataban madurez, simpatía y confianza.
Asentí, sin comprender. Salió. Tras unos minutos, al volver, me explicó:
—Ya está todo claro. No le tocarán el coche. Lo va a encontrar como lo dejó. Usted
me cae bien y viene aquí a ayudarnos.
He de reconocer que me sentí extraño. No estaba allí para ayudar sino para realizar
una investigación sobre la influencia de la publicidad. Aquel muchacho me estaba
regalando, sin apenas conocerme, una amistad que puede que no mereciera. Se fiaba de
mí y esperaba algo que posiblemente yo no podría darle.
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Le expliqué lo que pretendía mientras Manué, apodado el Chongi, me escuchaba, sin
que estuviera seguro de que me entendiera. Era el líder del grupo, una especie de
protector querido y respetado. El resto de muchachos permaneció callado, asintiendo y
observando.
—No se preocupe, seguro que eso que va a hacer lo hará con buena intención. Se le
nota en la mirada.
Me sentí emocionado. Había pasado muy poco tiempo y el Chongi parecía un viejo
amigo, un viejo amigo de 14 años. Cuando diseñas una investigación sobre el papel,
siguiendo los procedimientos asociados al quehacer científico, sueles tener en cuenta a
las personas: sus características sociodemográficas y demás parámetros psicosociales.
Pero no puedes prever, ni controlar del todo, lo que pasará. Trabajar con personas lleva
implícitas ciertas sorpresas. No siempre agradables, he de decirlo. No fue el caso. Me
encontraba en un barrio marginal rodeado de chavales de cultura gitana, sin estudios, sin
apenas medios para la subsistencia que me escuchaban con atención porque así lo había
decidido Manué. Así que evité digresiones y comencé yendo a lo esencial.
Recuerdo que mi primera pregunta fue: Cuando veis un anuncio, ¿qué es lo que más
os llama la atención? Luego siguieron otras muchas preguntas, hasta que, cuando trataba
de averiguar cómo les afectaba la publicidad y de qué manera, el Chongi tomó la palabra
para decir:
—A mí la publicidad ni me va ni me viene, me da igual, me cago. No tengo dinero,
¿para qué sirve la publicidad si no puedo comprarme lo que veo? Lo cojo y ya está.
¿Tiene usted hijos?, veo que sí. Si le piden un muñeco de esos que hay ahora, un porter
ranker de esos, ¿a que usted va y lo compra y ya está?
Deduje que el Chongi se refería a los power ranger, unos muñecos de origen japonés
que estaban de moda en aquellas fechas.
—Depende —respondí sonriendo—, no me gustan esos juguetes.
—Vale, pero usted sí que los puede comprar, ¿a que sí?
—Sí.
—Pues... eso, yo no. Así que a lo que iba, voy lo cojo y se lo regalo a mi hermano
pequeño, ¡y ya está!
—Pero eso no está bien, robar está mal.
—Eso lo dice usted que tiene mucho dinero. Las cosas no son así. Si lo que veo me
gusta y no lo puedo comprar porque no tengo dinero, voy y lo cojo y ya está. Eso no es
robar.
—Pero te pueden coger y llevarte a un reformatorio.
—Pues sí, ese es el precio que tengo que pagar.
Me quedé mirando a Manué sin saber qué decir. Su discurso, pues eso era un discurso
bien argumentado, se situaba a un nivel muy diferente al mío. No encontraba el camino
para responderle con sinceridad. Desde luego no estaba de acuerdo con el robo, y era
consciente de que de seguir así la vida del Chongi iría por derroteros poco convenientes.
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Pareció leer mis pensamientos.
—No se preocupe, lo que pase es cosa mía. Yo no veo las cosas como usted. Sus
gafas no son como las mías, yo las tengo rotas hace mucho tiempo.
—¡Pero si tú no llevas gafas!
—No, es una meráfora, un decir no sé qué, ¡y ya está! Lo que para usted es robar para
mí no lo es, lo veo de otra forma y ya está.
La coletilla de Manué era contundente, ¡y ya está!, no hay nada más que decir.
Sanseacabó. ¡Vaya meráfora!
Dejé la dinámica de grupos en ese punto, diciéndoles que los comprendía pero que lo
que hacían podía tener consecuencias. Aunque los tuviera, ya no pude utilizar
argumentos moralistas. Su mundo no era como el mío y yo no era un especialista en
psicología comunitaria; mis colegas sabrían lo que se debía hacer. Eso sí, contando con
las ayudas públicas adecuadas que por aquellos años comenzaban a producirse.
Seguí viendo a Manuel, pero esa es otra historia. Veinte años más tarde vino a verme
a la Facultad de Psicología con su quinto churumbel en los brazos, un Miguelillo que se
restregaba los ojos con sus manitas, diminutas y morenitas. El Chongi recibió ayuda y
nunca tuvo que ir al reformatorio. ¿Tuvo suerte o fue otra cosa?
Cuando volví a casa, seguía rumiando argumentos, reflexiones y explicaciones que,
en cuanto pude, trasladé al papel. Escribí. En la Aritmética de los placeres y las penas, el
filósofo inglés Jeremy Bentham (1748-1832) argumentó que la felicidad social es el
sumatorio de las felicidades individuales. En consecuencia, la mejor sociedad sería
aquella que ofreciera la mayor felicidad al mayor número de personas. No hay conflicto
entre los intereses generales y los personales, ya que trabajando por la colmena, la abeja
trabaja para sí misma.
Puede que las afirmaciones del filósofo inglés fueran muy acertadas en la época en
las que se hicieron y repletas de la mejor intención. Sin embargo, algunos problemas
quedaron sin resolver y se han mantenido hasta el momento presente:
1. La mayor felicidad para el mayor número de personas omite el hecho evidente de
que los bienes difieren en calidad y siempre hay personas que no pueden acceder
a ellos de forma convencional.
2. Para que la felicidad personal pueda ser compatible con la general es necesario un
criterio moral por el que la cualidad de una acción se mida tanto por su utilidad
individual como por su utilidad pública y colectiva.
Hoy el más pobre de los humanos sabe cómo vive el más rico de entre los ricos. La
paradoja, o el desequilibrio subsecuente, precisa poca explicación, es una evidencia que
enfatiza la importancia de las cosas que la economía clásica no pudo resolver y que, tras
décadas de cambios, demandas sociales, reformulaciones económicas e intentos
dignificadores de la convivencia en sociedad, siguen sin resolverse.
31
¿Es rentable la esclavitud?
La respuesta a este interrogante depende muy estrechamente de los criterios utilizados
para su medición. Pero primero ha de existir el concepto de rentabilidad, y este es
bastante reciente. Por ejemplo, existe la creencia generalizada de que las pirámides
fueron construidas por esclavos. Recuerdo una secuencia de la película Los diez
mandamientos, dirigida y producida por Cecil B. DeMille en 1956, en la que el actor
Edward G. Robinson, ataviado de falda, fajín y látigo, azotaba a diestro y siniestro
increpando a los judíos para la construcción de la tumba del faraón. Siempre me llamó la
atención, y durante bastante tiempo pensé que estos extraordinarios y misteriosos
monumentos habían sido construidos tal y como se relataba en la película.
Pero no fue así, ni fueron esclavos ni judíos, ni sabemos con exactitud cómo se
construyeron ni tampoco si fueron exclusivamente tumbas o tal vez tuvieran otras
finalidades. Lo que sí sabemos es que los criterios que se utilizaron para su edificación
poco tuvieron que ver con la rentabilidad económica, y que este constructo
socioeconómico tuvo que esperar miles de años para hacer su aparición hacia finales del
siglo XVIII. Lleva pues poco tiempo utilizándose. Quizá los antiguos egipcios, visires,
arquitectos, ingenieros y contables, utilizaron otros criterios, difícilmente comprensibles
en nuestra época. En cualquier caso, el resultado fue espectacular: ahí están tras miles de
años, manteniendo su dignidad, con todo su misterio y mostrando una calidad
arquitectónica de difícil ejecución en nuestros días.
En 1974 los economistas Robert Fogel y Stanley Egerman publicaron el libro Time on
the Cross, en el que demostraban que la esclavitud era rentable. Con esta afirmación se
oponían al pensamiento del francés Alexis de Tocqueville (1805-1859), quien en su obra
De la democracia en América sostuvo que la esclavitud desapareció porque, si se paga a
un trabajador, su motivación cambia y está más dispuesto a realizar mejor su trabajo.
Con los esclavos no sucede lo mismo, ya que carecen de esta actitud y, en consecuencia,
su trabajo es de peor calidad. Según Fogel y Egerman, obsesionados por los datos y su
medición —más allá de cualquier valoración moral—, las plantaciones con esclavos eran
un 33% más rentables que las que tenían personal contratado. Además, los esclavos
vivían mucho mejor que los trabajadores industriales, y eran unos activos muy valiosos a
los que había que entrenar, alimentar, dotar de alojamiento y comida, cosa que no
sucedía con los obreros contratados.
Cuando se le preguntó a Fogel por las razones que habían llevado a la abolición de la
esclavitud, respondió que los estadounidenses habían concluido que la esclavitud, siendo
eficaz, era moralmente reprobable. Esto, según Fogel, era poco lógico, ya que también
era reprobable moralmente la adicción al tabaco, que no se prohibía por la rentabilidad
que generaba una gran industria que reducía considerablemente el coste de las pensiones
haciendo que la gente se muriera antes.
Es esta una discusión en la que los juicios morales se entrelazan con los económicos
32
de forma insólita. Puede que no fuera así y que lo que pretendía Fogel (acusado de
racista pero que se casó con una afroamericana en un país profundamente racista y
segregacionista por aquellos años) era dejar constancia de que las verdades económicas
dependen muy directamente de los criterios morales desde los que se enuncian y que
estos, a su vez, pueden ser resultado de cierta hipocresía interesada. Si a un trabajador
industrial se le paga para que viva peor que un esclavo, no deja de ser un obrero peor
pagado que mejora sustancialmente la rentabilidad.
La definición de la palabra «rentable» se encuentra asociada a la renta (entendida
siempre en términos financieros y económicos), pero también al beneficio. Este último
vocablo se entiende como la ganancia que se obtiene por una inversión, pero, además,
alude al bien que se hace o se recibe y a la utilidad o provecho de algunas cosas o
situaciones. De manera que se podría hablar de una rentabilidad económica
distinguiéndola de otra social o humana. Sin embargo, hoy por hoy, cuando decimos
rentabilidad siempre la asociamos ineluctablemente con el dinero. Es muy difícil pensar
en la rentabilidad de otra forma, con otros criterios, o a mayor largo plazo.
Sin embargo, hay datos consistentes (3) que muestran que los licenciados
universitarios tienen menos paro, gozan de mayor salud y pagan más impuestos. Desde
cualquier punto de vista en que se analice, el paro no es rentable, la salud es un beneficio
y los impuestos que se pagan repercuten en el bienestar de los demás ciudadanos. Todas
ellas son diferentes formas de rentabilidad social, económica y humana. La inversión en
la universidad es rentable por partida triple. Cuando las inversiones públicas se reducen
amparándose en criterios financieros, se utiliza una verdad muy limitada, soslayando los
beneficios económicos a largo plazo (más impuestos), los sociales (menos paro) y los
humanos (más bienestar).
El asunto es mucho más complejo, soy consciente. Pero lo que aquí pretendo
argumentar es que no todo lo rentable financieramente conlleva mejores resultados para
los seres humanos que otras formas de rentabilidad socioeconómica y psicosocial.
Hacia una sociedad diferente
Las ilustraciones que acabo de describir representan algunos ejemplos de interés,
creo, para comprender buena parte de lo que muy bien podría ser una nueva sociedad o,
si así se prefiere, el cambio de una sociedad a otra que es prolongación de la anterior.
Una sociedad diferente, resultado de los cambios que se han operado en el ámbito
científico y tecnológico, y de cómo estos cambios han proporcionado nuevos usos,
costumbres y estilos de vida. Resultado también del círculo vicioso que esto constituye:
innovaciones tecnológicas que posibilitan nuevos usos de los productos —y servicios—
y las conductas subsecuentes de los consumidores que, a su vez, extienden y modifican
las propiedades de aquellos. En la base de todo ello se encuentra la imaginación de los
seres humanos, su inteligencia colectiva y su capacidad para generar sistemas
33
económicos promotores de beneficios o de carencias psicosociales.
El triángulo de una sociedad de consumidores: trabajo, dinero y consumo.
34
Para que este sistema retroalimentado funcione, es preciso que la gente tenga dinero,
y el medio más generalizado para su obtención es el trabajo. De esta forma, trabajo,
dinero y consumo determinan la tríada de circunstancias que está propiciando nuevas
creencias y valores que, a su vez, constituyen el contexto cultural en el que nos
desenvolvemos los ciudadanos.
Efectivamente, en nuestros días, el trabajo, el dinero y el consumo se encuentran
estrechamente relacionados entre sí. Para satisfacer la mayor parte de nuestras
necesidades es preciso tener dinero, y para conseguir dinero lo más usual es trabajar.
Existen otras formas y posibilidades, pero la secuencia trabajo-dinero-consumo
representa una conjunción de variables psicológicas, sociales y económicas que
caracterizan de forma excepcional la conducta social. De una u otra forma, cuando los
ciudadanos pueden realizar estas actividades satisfactoriamente (es decir, desempeñar un
trabajo, tener un salario digno y consumir en función de las necesidades de cada cual),
los resultados consecuentes, además del bienestar social, tienen gran influencia sobre los
procesos de integración social, el desarrollo personal y profesional, el sentido de la
identidad, ubicación y pertenencia; además, son los mediadores de otros muchos
procesos psicológicos de índole motivacional y emocional.
La realidad actual muestra que, por lo general, y para la mayor parte de la gente, los
productos que consumimos se compran no solo por su uso más práctico y útil sino por el
estatus, real o imaginario, con el que ese consumo visible diferencia al comprador. Esta
situación es relativamente reciente, pero se inicia durante el siglo XIX emergiendo en
constante y progresivo ímpetu hasta nuestros días, a partir de las décadas de mil
novecientos cuarenta y cincuenta del siglo pasado.
Durante la primera parte del siglo XX se inician los procesos tecnológicos,
económicos y psicosociales que más tarde darán lugar a la sociedad de consumo.
Durante este período las desigualdades sociales se hicieron patentes y muy exageradas.
La crisis económica del año 1929 afectó de forma decisiva a la noción del trabajo, que
pasó de ser una actividad instrumental, en sí misma, a convertirse en un medio para
conseguir dinero. La siguiente variación, de la que me ocuparé más adelante en capítulos
posteriores, fue su transformación en un objeto de consumo. Es decir, el trabajo
interpretado por las personas como un producto para la venta, de modo que se
convierten, al mismo tiempo, en promotoras del producto y en el producto que
promueven.
En este punto surge una de las preguntas esenciales de este libro: ¿hasta qué punto y
cómo se puede (sobre) vivir en una sociedad de consumidores sin trabajo, en paro o con
trabajos muy precarios?, ¿cuáles son las consecuencias?, ¿se podría hacer alguna cosa
para reducir esta contradicción psicológica?
Las posibles respuestas a estos interrogantes constituyen algunas de las grandes
paradojas de nuestra época. Son de extraordinaria relevancia y se refieren a las
contradicciones que se operan en el seno de la sociedad de consumo y del consumismo
35
subsecuente. El modelo económico predominante se basa en el egoísmo, el crecimiento
infinito, el maltrato medioambiental y la acumulación de los beneficios económicos,
entre otras cosas. Un consumo en aumento constante trae consigo una acumulación del
dinero reduciendo su circulación y haciendo que haya cada vez mucha más gente con
mucho menos dinero. Pero, para que el sistema funcione y, entre otras cosas, se superen
las repetidas y sucesivas crisis económicas que viene generando desde hace ya mucho
tiempo, se tiene que consumir. ¿Con qué dinero, si no hay trabajo?
36
CAPÍTULO 2
TRABAJO, CONSUMO Y SOCIEDAD
—Ven, siéntate a mi lado y observa el mundo de los humanos —dijo el dios Reto, haciendo un
gesto imperativo a su hija Miseria, quien se aproximó para acurrucarse a su izquierda. La derecha
estaba reservada a su hermana Abundancia—. Observa con atención, querida. Su mayor deseo es ser
como nosotros. Holgar mirando el mundo pasar. ¿Por qué trabajan?
—No lo sé, padre.
—Yo te lo diré. Unos hacen trabajar a los otros, quienes lo hacen para sobrevivir. Unos se parecen a
ti, los otros a tu hermana. Pero casi todos ignoran que podrían ser dichosos organizándose de otra
manera, pero no lo hacen. Se debe a la estrategia que utilizan, que es una moneda de doble cara: el
ingenio y el engaño. ¿Los entiendes? Veo que no, yo tampoco.
Los sueños del alba.
Mariano Ortiz (1924, 43).
Lo que creía Bertrand Russell
En 1932 Bertrand Russell pronosticaba un mundo en el que las personas disfrutarían
de mucho tiempo para el ocio, ocupadas en el disfrute y el desarrollo personal a través de
la educación y la cultura: «En un mundo donde nadie sea obligado a trabajar más de
cuatro horas al día, toda persona con curiosidad científica podrá satisfacerla, y todo
pintor podrá pintar sin morirse de hambre... Los escritores jóvenes no se verán forzados
a llamar la atención por medio de sensacionales chapucerías, hechas con miras a obtener
la independencia económica... Los hombres que en su trabajo profesional se interesen
por algún aspecto de la economía o de la administración podrán desarrollar sus ideas sin
el distanciamiento académico, que suele hacer aparecer carentes de realismo las obras de
los economistas universitarios... Sobre todo, habrá felicidad y alegría de vivir, en lugar
de nervios gastados, cansancio y dispepsia. El trabajo exigido bastará para hacer del ocio
algo delicioso, pero no para producir agotamiento. Puesto que los hombres no estarán
cansados en su tiempo libre, no querrán solamente distracciones pasivas e insípidas» (4).
Tal era el panorama que vislumbraba el filósofo y matemático inglés. Pero no fue así.
Primero hubo una guerra, la Segunda Guerra Mundial, y la clase media que fue
emergiendo tras la contienda vivió en un contexto caracterizado por un consumo
generalizado. El proceso se había iniciado mucho antes, hacia finales del siglo XIX, pero
alcanzó su cenit con la Segunda Revolución Industrial, propulsando el consumo masivo
de bienes y servicios gracias a los nuevos sistemas de producción. Una nueva legislación
laboral trajo consigo el aumento de los salarios impulsando el crecimiento mercantil,
industrial, científico y técnico. El resultado fue:
37
1. Aumento de la producción estandarizada de bienes y productos, consecuencia de
la implantación progresiva de la cadena de montaje.
2. Más dinero circulante y en efectivo para gastar, resultado de la estabilidad y el
aumento en los salarios.
3. Mayor demanda interna y creciente aumento de los beneficios empresariales.
4. Incremento de las inversiones, que gradualmente dieron lugar a la banca
comercial y la economía financiera.
5. Mayor inversión para la investigación científica y técnica, al abrigo de empresas
y corporaciones.
6. Una educación estandarizada y orientada a la adquisición de habilidades y
competencias adaptadas al sistema productivo.
Estos son los ingredientes de la sociedad de consumo: más gente que puede comprar
más cosas, más bancos que pueden prestar y ganar dinero y más agentes mediáticos
(publicidad masiva en radios, televisiones, periódicos y revistas) que posibilitan y dan
brío a todo lo anterior. Medios de comunicación que con el tiempo, como sucedería con
otras muchas instituciones intermedias, se transformaron en negocios por su fuerte
dependencia de los ingresos publicitarios.
Bertrand Russell no pudo prever estos fenómenos socioeconómicos o, sencillamente,
se ubicó en la lógica de la utopía o de un deseo humanista y humanizante que se fue
diluyendo en la implacable lógica de los negocios. Puede que también tuviera que ver
con el espíritu de los tiempos, el Zeitgeist, concepción que entronca directamente con la
filosofía hegeliana de la historia, con el espíritu del pueblo, volksgeist, y su carácter
histórico. El vocablo proviene del alemán y significa el espíritu (geist) del tiempo (zeit).
El zeitgeist se refiere a la experiencia cultural dominante en un espacio histórico
determinado y que prevalece, inalterable ante las diferencias de edad o el entorno
socioeconómico, caracterizando distintivamente a las personas durante una o varias
generaciones. Es decir, una manera singular y colectiva de ver y percibir el mundo
acorde con un determinado esquema de valores. Un clima cultural dominante que
percibió y asumió en la saciedad de los deseos el camino hacia la felicidad.
El ocio creativo, tal y como lo entendía Russell, se transformó en actos de compra,
como una forma de proyección y ubicación social. Los seres humanos, más que
descansar y aumentar sus conocimientos, se acomodaron a un modo de vida en el que el
bienestar se interpretó como la constante satisfacción de los deseos. Más bien de una
forma específica, y puede que exclusiva, del deseo, mediatizado por el poder del dinero
y por las apariencias. Este panorama fue lúcidamente retratado por Sam Mendes en su
película American Beauty. La belleza americana fotografiada de forma mordaz y
clarividente que nos permitía descubrir, aunque lo supiéramos de antemano, la
importancia que otorgan las sociedades occidentales modernas a la apariencia y al éxito
económico. Y, también, cómo tales cosas deterioran las relaciones interpersonales, las
38
dañan y deforman, generando la necesidad de huir en un mundo incierto, instantáneo y
complejo sometido a la lógica del caos. Representación y metáfora bien ilustrada en la
escena final de la película en la que una bolsa de plástico vuela sin rumbo aparente bajo
la lógica irremediable del aire. ¿Hacia dónde ir en un mundo que no sabe adónde va?
Pero ¿de dónde venía?
Comenzó con la Revolución Industrial
La Revolución Industrial no solo fue un punto de inflexión en los modos de
producción sino que también trajo consigo una nueva cultura y, por consiguiente, un
cambio en el esquema de valores, creencias y estilos de vida de la gente. Las
transformaciones tecnológicas y económicas que se produjeron durante los siglos XVIII y
XIX provocaron una alteración sustancial de las estructuras sociales. Supusieron además
un giro radical en las formas y sustratos del trabajo. Grandes cambios, en numerosos
aspectos y dominios, se produjeron rápida y progresivamente. Su origen fue la
incorporación de una nueva fuente de energía, el carbón, que junto con el acero,
resultado de ensayos y experimentos con el hierro y la máquina de vapor, propició el
surgimiento de la industria.
Pero esto no fue todo. En este complicado entramado de hierro, ideas, carbón, nuevas
tecnologías y mentalidades surgió una nueva civilización. Lewis Mumford (1979), un
clásico en la reflexión sobre la tecnología, la bautizó como era industrial. Según este
autor, existen determinantes socioculturales de la técnica, y su mayor o menor desarrollo
no depende solo de la innovación y la investigación sino, sobre todo, de la existencia de
un marco institucional y mental adecuado, lo que tiene bastante que ver con el Zeitgeist
antes mencionado. No es la incidencia de la tecnología sobre la cultura la que mueve el
proceso, sino su interacción recíproca.
De aquel entramado de tecnología y mentalidades en constante interrelación surgirían
nuevos conceptos sobre la naturaleza del trabajo y la sociedad. Con el tiempo originaron
una ideología totalmente distinta de la anterior, largo tiempo prevaleciente en el período
medieval. Esta era una sociedad predominantemente agrícola de aldeas diminutas, con
una precaria industria de pequeños artesanos, campesinos y mercaderes, una religión
omnipresente y una estructura socioeconómica de muy baja o nula movilidad social,
fuertemente condicionada por la zona de nacimiento. La sociedad industrial supuso algo
completamente nuevo: grandes ciudades, extensas fábricas y algunos hábiles artesanos.
Pero además, la competitividad sustituyó a la cooperación; la conciencia de sí mismo
sustituyó a la de formar parte de un colectivo y la posición del individuo en la sociedad
cobró sentido en los esfuerzos por alcanzar una condición determinada.
Muy posiblemente las personas de aquella época no reconocerían ni el concepto de
individuo, ni el de transacción financiera ni, desde luego, el de oferta y demanda. Estas
construcciones mentales esperaron su emergencia en un mundo preparado para su
39
comprensión y dispuesto a otorgarles un valor. El choque no fue solo tecnológico, fue
sobre todo social. Esta nueva fase de nuestra civilización supuso un espectacular
progreso científico y tecnológico, la generalización de la satisfacción de las necesidades
básicas de grandes poblaciones humanas, que, con el tiempo, elevaron su nivel de vida y
su salud. Igualmente propició la posibilidad de ascender y cambiar de lugar en la escala
social y, de paso, un aumento de la libertad individual. Todo esto es cierto. Como lo es la
aparición de una nueva y suprema mentalidad: el sentido del sí mismo, del yo soy yo; es
decir, de la libertad individual.
Las relaciones entre el trabajo y la conducta social en general alcanzaron un nuevo
punto de encuentro: costumbres y hábitos rurales acomodándose a la vida en la ciudad.
Junto a ello, emigración y desarraigo, una masa de analfabetos en un mundo de
máquinas y engranajes, un gran fardo de iconos, símbolos y estructuras artificiales
propulsoras de sí mismas, de sus propias normas y leyes. Se iba constituyendo así la ley
—y también los principios— de la economía industrial de la época: la máxima
adaptación del ser humano a sus normas de funcionamiento.
En el trabajo artesanal la persona y el trabajo estaban ligados por un fuerte
compromiso. No ocurría lo mismo en el trabajo industrial. La vinculación entre el obrero
y la fábrica, su implicación y entusiasmo por el trabajo se obtuvieron ensalzando su
valor ético, exaltando el trabajo industrial y su influencia en el progreso de la
humanidad. La nueva ética del trabajo partía del convencimiento de que el trabajo era
una actividad noble y no una maldición. Para vivir moralmente y para ser felices las
personas debían hacer algo por los demás, obteniendo su reconocimiento y
contribuyendo al progreso de la humanidad.
De esta forma el trabajo pasó a tener un valor moral, individual y social por sí mismo.
Se propagó la creencia general de que el trabajo humanizaba, indiferentemente del lugar
que se ocupase en la escala económica y la actividad que se realizase. La ética del
trabajo que surgió durante la modernidad proponía que el individuo fuera el principal
responsable en la construcción de su identidad. Las personas administran su vida ligando
el trabajo con la carrera laboral, construyendo su identidad a lo largo del tiempo. El
trabajo era, por tanto, la herramienta principal del desarrollo personal y profesional. Ya
no era responsabilidad del empresario; los trabajadores dejaron de ser esclavos para
erigirse en dueños de su futuro y en responsables de sus decisiones y de sus
consecuencias. Eran libres.
Es decir, encontrar trabajo y obtener dinero son, en lo esencial, responsabilidades
individuales. Si tienes un buen trabajo, tendrás dinero, y con el dinero serás libre de
comprar y de vivir como se te antoje. El dinero fue cobrando un nuevo significado y dejó
de ser el resultado del trabajo para convertirse en un medio no solo de supervivencia
sino, además y sobre todo, de alcanzar la felicidad.
40
El ciclo del trabajo, la producción y el enriquecimiento de unos pocos.
Hoy el dinero, sin que seamos del todo conscientes, rodea la vida de las personas.
Adquiere diferentes formatos: billetes, tarjetas de crédito y de débito, monedas, pagarés,
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letras de pago y transferencias. Poderoso caballero es don Dinero, que además de todas
sus formas y propiedades aparece como el único mediador de una vida desahogada y
agradable. Sin embargo, convendría diferenciar entre el bienestar que produce y la
felicidad que subsidiariamente pueda provocar. Es una discusión inacabada e
inabarcable, motivo de numerosas chanzas, bromas y frases ingeniosas. Groucho Marx
afirmaba: «¡Hay muchas cosas en la vida más importantes que el dinero! ¡Pero cuestan
tanto!». A Woody Allen se le atribuye la frase: «El dinero no da la felicidad, pero
procura una sensación tan parecida, que necesita un especialista muy avanzado para
verificar la diferencia».
Ambos podrían tener razón si se acepta que la nuestra es una sociedad de consumo
basada en la ostentación. Sin embargo, la investigación científica muestra que las
relaciones entre las posesiones y la felicidad personal no son consistentes, y cuando lo
son, sus correlaciones puntúan negativamente. Es decir, la posesión de una mayor
cantidad de bienes no se relaciona necesariamente con una mayor felicidad y, en algunos
casos, lo hace inversamente. Desde hace ya algunos años las investigaciones en este
sentido han venido sustentando la teoría de que en una sociedad materialista las personas
se orientan a la posesión de los productos en detrimento del progreso social y la felicidad
(5).
Poderoso caballero es don Dinero
Don Francisco de Quevedo tenía razón, lo es. Es inútil negar su poder. Pero
obsérvese, leyendo con atención la famosa poesía al completo, que don Francisco se
refiere a jornaleros, y este matiz es de suma relevancia en lo que vamos glosando. Hay
un salto sustancial entre el salario como resultado de una jornada de trabajo y el uso del
dinero como un incentivo laboral. Aunque pueda parecer sorprendente, esto no ocurrió
hasta las primeras décadas del siglo pasado.
La consideración del dinero como un incentivo surge con los experimentos de
Frederic Winslow Taylor (1856-1915), ingeniero estadounidense, quien a principios del
siglo XX propuso una teoría de dirección de empresas concebida como una ciencia
natural a la que denominó «administración científica» (cientific management). Hasta que
Taylor no dio a conocer sus ideas, el dinero no fue concebido como un incentivo, sino
como el pago por realizar las tareas de una jornada. Antes de que se aplicaran los
conceptos tayloristas, no se consideraba la posibilidad de aumentar o disminuir el salario
de acuerdo con los resultados.
Sus aventajados experimentos se basaron en seleccionar, instruir e incentivar,
científica y rigurosamente, a los empleados. Se basaban en la selección del más capaz, la
instrucción entendida como el ajuste a unos tiempos y movimientos bien precisos y los
incentivos concebidos únicamente en términos de incrementos o decrementos salariales.
Esta teoría, de gran trascendencia empresarial, ha llegado hasta nuestros días con ligeras
42
modificaciones. En el camino se fue dejando parte de la originalidad, la creatividad y la
capacidad de los obreros de base. En aquel momento no hacían falta, aunque ahora se
reivindiquen machaconamente.
Ha habido otras circunstancias económicas y sociales de similar importancia —la
influencia de la ética protestante o el darvinismo social son algunos ejemplos—, pero
para lo que aquí interesa una de las consecuencias más relevantes ha sido que hoy la
mayor parte de los programas de incentivos se basan en esquemas salariales, funcionales
y lineales, de tal suerte que se estima que cuanto mayor esfuerzo haya que hacer para
obtener el dinero, más rendimiento laboral se obtendrá. Desde esta perspectiva, el dinero
se presenta como un fin que el empleado debe alcanzar mediatizado por la mecanización
de su conducta productiva. Ello implica una profunda alteración psicológica puesto que,
entre otras cosas, de lo que se trata es de realizar, más allá de la creatividad o del
compromiso personal, un conjunto de actos, en su mayor parte desprovistos de
significado. Actos y actuaciones que, adquiriendo la forma de tareas, se relacionen
proporcionalmente con la producción.
Esto debería ser razonable observando los tiempos que corren. Sin embargo, conviene
advertir que la crisis que se inició en 2007 con la caída del banco Lehman Brothers (que,
conviene no olvidarlo, fue en sus inicios una crisis financiera) está alterando
sustancialmente, una vez más, nuestra concepción del trabajo soslayando su principal
finalidad psicológica y exagerando su dimensión monetaria. Es decir, una disminución
persistente del desarrollo personal y un aumento acelerado del trabajo precario, como el
único medio de la subsistencia más limitada.
La crisis nos está obligando a trabajar más, pero también lo deberíamos hacer mejor,
pues de lo contrario las consecuencias pueden ser catastróficas. Si se sustraen los
aspectos psicológicos del trabajo —los que confieren dignidad, desarrollo personal y
bienestar—, volviendo a tiempos pasados y convirtiéndolo en un fin casi exclusivo de
subsistencia, indiferente a las consecuencias que esto pueda acarrear, deberemos estar
preparados para una avalancha de alteraciones psicológicas. Poco podremos hacer los
profesionales sociales y sanitarios si no se interviene sobre las causas económicas e
ideológicas que están propiciando una situación de angustia y sufrimiento colectivo.
En cualquier caso, hoy se sostiene la idea de que el dinero es un incentivo
generalizado, un sistema regulador del rendimiento de los empleados. Sin embargo, el
salario no debería ser un fin. Es un medio de subsistencia económica pero también
psicológica y un refuerzo ante el trabajo bien hecho. Más si cabe cuando lo que se desea
es un trabajo excelente resultado de comportamientos laborales creativos. Esa es,
precisamente, la razón de la insistencia en la necesidad de promover la innovación, la
creatividad y los programas de I+D. Escuchamos decir cotidianamente que necesitamos
jóvenes emprendedores, y vale la pena preguntarnos: ¿será el dinero su principal
motivación? Desde luego que sí, pero ni será la única ni la más importante. El
emprendedor, la emprendedora, además del talento, el entusiasmo, la originalidad y la
43
autoconfianza, debe tener una capacidad singular: comprometer a otras personas en un
proyecto común y compartido. En este punto, el dinero sería el resultado del proyecto y
no la meta de cada cual.
Entre otras razones porque el dinero puede ser un motivador negativo. Siendo un
medio elemental de subsistencia, la posibilidad de carecer de él provoca miedo, temor a
la pobreza, zozobra ante la posibilidad de no poder vivir acorde con el estatus de vida
que se pretende. Y también desasosiego, preocupación ante la posibilidad del desempleo,
miedo al despido. El resultado puede ser que se trabaje, mucho más que por motivos
intrínsecos inherentes al propio trabajo, por miedo a todo lo anterior. Se podría
contrargumentar que de todas formas, y sea como sea, así se logra que el empleado
trabaje haciendo lo que debe hacer y que así es como ha sucedido siempre. O también
que a la gente le gusta el dinero, está en su naturaleza. Es posible que sea cierto. Sin
embargo, este sistema es incapaz de generar productos y servicios de calidad,
innovadores y originales. Producir en cantidad es posible; producir con calidad, muy
difícil. En numerosas ocasiones la gente no trabaja por dinero sino por miedo a no tener
dinero. Además, una cosa es el dinero como incentivo, que es lo que aquí se está
comentando, y otra bien diferente el poder del dinero. Para esto último
desafortunadamente no tengo argumentos.
Lo único que puedo afirmar en defensa de lo que voy arguyendo es que para que se
tengan ciertos pensamientos y actitudes acerca de algo —la constatación de que el dinero
es poder, como es el caso— es necesario que existan pensamientos y actitudes en nuestra
cultura que así lo entiendan. Sin duda existen, entre otras razones porque se cree que el
poder es un atributo del dinero. Pero conviene no confundir el poder que genera el dinero
con su papel como motivador, que es, como hemos visto, otra cosa; y si aún se le
concibiera como un posible motivador, sus limitaciones serían muy grandes.
Hay argumentos que corroboran las deficiencias del dinero cuando se asocia con la
motivación intrínseca. Lo frecuente es que el dinero se asocie con el control externo,
cuyo principal objetivo es obtener la ejecución de ciertas conductas laborales diseñadas
sin la participación, la implicación o el compromiso de los empleados. Naturalmente se
trata de un sistema de intercambio que ha existido desde hace mucho tiempo. Se
intercambia dinero por la realización de unas tareas específicas y la persona es entonces
un empleado. Es decir, alquila parte de su tiempo para hacer lo que se le diga, lo que es,
evidentemente, de lo más normal en nuestro contexto social. Aunque lo dicho presenta
serias limitaciones si nos detenemos a reflexionar mínimamente. Por ejemplo, ¿qué hace
el trabajador cuando no se le dice lo que debe hacer?, ¿entiende lo que se le dice?, ¿se
siente comprometido con ello?, ¿le parece razonable? Obsérvese que el énfasis lo pongo
en el sujeto. Es necesario que comprendamos lo que piensa, o ¿acaso no es importante?
Si lo fuera, no bastaría con el dinero, ya que a su vertiente incentivadora se le debería
incorporar otra de mayor rango y calado: lo que piensa, siente y necesita el empleado.
Bien es cierto, sin embargo, que la realización efectiva de una tarea no implica
44
necesariamente que se haya hecho bajo principios psicológicos acordes con una
interpretación humanista del trabajo. En demasiadas ocasiones la ejecución efectiva de
las tareas es resultado de la coerción, el castigo o el miedo al despido y la pobreza
consiguiente. Como ilustración de lo que deseo expresar, sirva el siguiente texto: «Hay
también programas de incentivos bien distintos de los que en modo alguno podría
decirse que proporcionan retribuciones en especie. Uno de ellos es el que podríamos
denominar de la inseguridad planificada; todos los meses se despide al vendedor que
ocupe el último puesto de la clasificación de ventas con el fin de animar a los demás»
(Forsyth, 1994, 89).
La cita está extraída de un texto cuyo título es Todo lo que debería saber sobre el
marketing. Podemos ignorar el radicalismo del enunciado, aceptando que se trate de
saber mucho sobre cierto marketing, si bien, en lo que a motivación se refiere, muestre
una extrema ignorancia o, si se prefiere, una idea que, aunque actual, nos retrotrae a
tiempos muy lejanos; una noción, a mi parecer, mezquina y reprobable. Los eufemismos
de inseguridad planificada y animar a los demás muestran bien a las claras lo que se
piensa y lo que se puede hacer en algunos lugares y coyunturas empresariales para
motivar a las personas (6).
Sobrevive el más apto para sobrevivir
La frase puede parecer tautológica. De hecho lo es. Es una evidencia para la que no
haría falta recurrir a Charles Darwin, quien, conviene no olvidarlo, era mucho más un
filósofo naturalista que un empresario o un banquero. Sin embargo, si se establece un
marco teórico basado en ciertos principios que mediante su aplicación son determinantes
—y excluyentes— para el funcionamiento de una empresa, es lógico pensar que solo
desempeñarán un trabajo eficaz aquellos que mejor se adapten al modelo y sigan sus
normas con la mínima desviación posible. No sobrevive el más apto para sobrevivir, a no
ser que sea un animal. Sobrevive el que mejor se ajusta a las condiciones y normas que
se le exigen en la sociedad de la que forma parte.
Las empresas no son fenómenos naturales, sino artificios mentales y económicos,
fuertemente influidos por los intereses prevalecientes en un momento determinado y que,
a su vez, se manifiestan según ciertas creencias y valores. Se trata de lo que John K.
Galbraith denominó la virtud social conveniente: «Pero ya advertimos una tendencia que
se reiterará a lo largo de la historia de esta disciplina, y que es de principal importancia
para su comprensión: tocante a la esclavitud, a la condición de la mujer y al interés
público frente al interés personal, los juicios éticos muestran una fuerte tendencia a
adecuarse a lo que a los ciudadanos influyentes les resulta agradable creer, reflejando de
este modo... la Virtud Social Conveniente. Durante los dos milenios y medio
transcurridos desde aquella época, veremos a los economistas articulando la Virtud
Social Conveniente ante el aplauso general. Pero también daremos con algunos que,
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impulsados por una fuerte dialéctica mental, expresan lo contrario y desafían aquello que
a los privilegiados, acomodados e influyentes les parece cómodo creer. Solo así puede
entenderse plenamente el debate económico» (Galbraith, 1989, 28).
Cuando se afirma que existe un programa de incentivos basado en la inseguridad
planificada, se está recurriendo a un modelo, una manera de entender y simplificar la
complejidad de una empresa, haciendo explícitas las normas que hay que seguir para
trabajar en ella. Sus propietarios y directivos estiman y creen que esa es la mejor manera
de obtener beneficios. Pero tal creencia está sujeta a la virtud social conveniente. No
harán falta pruebas empíricas o considerar las consecuencias derivadas de despedir todos
los meses a una persona; este será su problema, sobreviven los más aptos, es un hecho
científico, lo dijo Charles Darwin. Esto será suficiente. Sin embargo, no será menos
cierto que tal creencia no es más que una creencia de conveniencia y no un hecho
irrefutable. Lo irrefutable es dogma, no es ciencia.
Como se podrá comprobar más adelante, tal manera de entender al ser humano en su
papel de empleado tiene mucho que ver con algunos de los principios que constituyeron
la teoría de la economía clásica. Principios que han venido progresando, con ligeras
alteraciones, hasta el momento presente. Hoy los supuestos del naturalista británico
Herbert Spencer (1820-1903) se utilizan directamente para reafirmar la supervivencia de
los más aptos y, de paso, señalar similar planteamiento para las empresas. La sociedad es
según este autor un organismo que evoluciona desde lo más sencillo hacia lo más
complejo de acuerdo con el principio de la supervivencia del más fuerte, tanto a escala
individual como empresarial. Por otra parte, y en consonancia con ello, Spencer se
oponía de manera radical a la educación pública, la seguridad sanitaria y a cualquier
legislación estatal basada en un proyecto social solidario.
La palabra que mejor caracteriza y resume todo esto es hoy de uso frecuente y
generalizado: competitividad. Hay que ser competitivos en los estudios, en el trabajo, en
las empresas y en las actuaciones económicas siempre hay que ser mejor que los demás.
Pero no todo el mundo puede. Utilizo el verbo «poder» en su dimensión más amplia,
psicológica y psicosocial; es decir, la persona y sus habilidades, actitudes, creencias,
valores, posibilidades, oportunidades y medio social en el que se desenvuelve. No toda
persona puede ser la mejor en los estudios, en el trabajo o dirigir la empresa más
destacable. Es, sencillamente, imposible. Bien, entonces el mejor será el más apto y el
más preparado para sobrevivir. ¿Y los demás? La respuesta de Spencer será: sobrevive el
más apto —es decir, el más competitivo— y los demás perecen. Un panorama bastante
desalentador a poco que se reflexione un poco.
Sin embargo, unos y otros, competentes y menos competentes, competitivos y menos
competitivos, se necesitan para sobrevivir colectivamente. Además, la línea que separa el
abuso de lo justo es muy estrecha. Conseguir el mejor precio a costa de la explotación
del trabajo de los niños podría ser una «excelente acción» empresarial, rentable,
estratégica y competitiva, pero mucha gente la considerará detestable e inmoral; de
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hecho lo es. Un producto elaborado al menor coste posible deteriorando de forma
irreversible el medio ambiente tendrá posiblemente el mejor precio y costará poco
dinero, pero sus consecuencias ecológicas serán negativas y reprobables para mucha
gente, condicionando irremediablemente el futuro de los que aún están por nacer.
Recurriré a la semántica, pues las palabras pueden ser muy traicioneras. Lo que ha
pasado casi sin darnos cuenta y a base de usarlos ramplona y repetitivamente es que se
confunden continuamente entre sí los vocablos «competitivo» y «competente». El
primero se relaciona con la competición, y el segundo con el conocimiento. Son por
tanto conceptos diferentes. Ser competitivo es una actitud asociada a ciertas habilidades,
una actitud orientada a ganar; si es posible, siempre. Contrariamente, se dice que una
persona es competente cuando es experta o conoce bien una disciplina o una técnica, o
tiene capacidad y aptitudes para ocuparse de ella. Es decir, ser competente no entraña
necesariamente ser competitivo. Si a las competencias adquiridas con la experiencia, la
formación o los estudios se suman valores solidarios, el resultado será bien diferente a si
priman el egoísmo y la codicia. En consecuencia, la conducta que desempeñamos
trabajando está mediatizada por el sistema personal de creencias, y estas están
fuertemente influidas por los valores prevalecientes en un momento determinado. Hoy la
mejor manera de ser competitivo, que no necesariamente competente, es desempeñando
una conducta codiciosa y egoísta. Desde esta perspectiva se puede entender mucho
mejor la cita anterior de Forsyth.
La supervivencia del más apto en el ámbito de lo social es en realidad una fantasía —
en el sentido en el que la usa Jung, al que antes me he referido— que pretende hacer
coincidir las teorías darvinistas con las económicas y sociales, siendo ciencias con
características muy diferenciadas. El darvinismo social es una teoría entre otras muchas
de las utilizadas para explicar la conducta social, pero ni es la única, ni debe excluir al
resto ni, desde luego, es la más esclarecedora. En cualquier caso, ha sido de uso corriente
para explicar las diferencias salariales, los roles laborales, el estatus social, la pobreza, la
vagancia o la indigencia. Resumido en la cita de John D. Rockefeller (1839-1937),
fundador y presidente de la petrolera Standard Oil: «El crecimiento de un gran negocio
es simplemente la supervivencia del más apto. La rosa de la belleza americana
(American Beauty) solo puede alcanzar el máximo de su hermosura y el perfume que nos
encantan si sacrificamos otros capullos que crecen a su alrededor. Esto no es una
tendencia malsana del mundo de los negocios, sino la mera expresión de una ley natural
y una ley divina» (Hofstadter, 1959, 45) (7).
Comparar al ser humano con un capullo ya es desmedido, en cualquiera de las
acepciones que utilicemos para definir el vocablo, pero cortarlo admite pocas
posibilidades: la muerte o la extinción. Desde esta lógica, no existen ni la motivación ni
la compasión. Se trata de un sistemático control externo sobre las personas, que deberían
aceptar como lo más natural que se les alquila —véase la afinidad semántica entre
«emplear» y «alquilar»— para ciertas tareas durante un período de tiempo prefijado. Tal
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línea de pensamiento se justifica en el principio de que los seres humanos actúan según
la ley del mínimo esfuerzo y el máximo beneficio, evitando el dolor y procurándose el
placer. En consecuencia, muy pocos quieren trabajar y la mayor parte de la gente tiende
de forma natural al ocio y la holgazanería. No existen los motivos desinteresados: las
personas trabajan por miedo al castigo o por codicia.
Esta manera de concebir al ser humano, la sociedad, el mundo del trabajo y las
empresas tiene mucho que ver con uno de los constructos esenciales de la economía
neoclásica, hoy reconducida con lo que se conoce como liberalismo extremo o
neoliberalismo económico. Se trata del homo economicus, del que me ocuparé más
adelante. Volvamos, ahora, al dinero.
El síndrome del tío Gilito
Walt Disney lo representó como un pato hosco, tacaño, egoísta y avaricioso. La única
y principal finalidad en la vida del tío Gilito es acumular dinero, cosa que hace de
manera compulsiva. Es un enfermo, un psicópata a quien nada le preocupa el sufrimiento
de los demás. Carece de empatía y hace todo lo posible por conseguir dinero de la
manera que sea. Cuanto más acumula, más poder tiene para aumentar su tesoro. El
mayor de sus placeres es bañarse y nadar sobre grandes montañas de monedas de oro.
Esta idea, este exceso estereotipado, a medio camino entre la ficción y el mundo real
—los chistes suelen ser eso, una exageración de la realidad que además de reír nos hacen
pensar—, la tomó prestada de Samuel Husenman (profesor de Recursos Humanos en
ESADE durante muchos años), al que conocí en unas jornadas sobre Psicología del
Trabajo y las Organizaciones celebradas en Madrid, si no recuerdo mal, hacia el año
1978, en el Instituto de Psicotecnia. Después de aquello, hablamos en numerosas
ocasiones, en las que pude disfrutar de su extraordinario sentido del humor y su
capacidad para describir situaciones muy diversas del mundo de los negocios con un
ingenio colosal y un uso extraordinario de la metáfora.
En el año 1988 acudimos al Congreso Nacional de Psicología del Trabajo y de las
Organizaciones celebrado en Valladolid y allí, en las comidas y entre los descansos de
las ponencias, nos ilustró, a su manera, sobre el papel del dinero utilizando una especie
de psicoanálisis del tío Gilito. Cuando el tío Gilito, nos decía, se baña entre monedas de
oro, reproduce, en cierta forma, un sueño: acumular dinero, nada más, muestra enfermiza
de un egoísmo pronunciado asociado con la avaricia más exagerada. Iba describiendo
símbolos y significados de manera tal que no podíamos dejar de reír y admirar su
hilarante discurso. Lo hacíamos porque el personaje nos parecía irreal, y nuestra
conversación, una manera de pasar el tiempo, divertida y amablemente. Pero el tío
Gilito, además de ser una abstracción mental convertida en dibujos animados, es también
una realidad cercana, aunque inaccesible para la mayor parte de nosotros. Hoy, el tío
Gilito es real, muy real, y no hay uno sino muchos, aunque ahora sean algo diferentes.
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El álter ego del tío Gilito de nuestros días es Charles Montgomery Burns, el personaje
de los Simpson: inútil por sí mismo, caprichoso, antipático, malvado y
extraordinariamente rico. Vive solo atendido por Waylon Smithers, su sumiso y adulador
ayudante, a quien humilla y maltrata constantemente. Utiliza su poder como le viene en
gana y para hacer lo que le place, indiferente a sus consecuencias, las leyes o el control
de las autoridades. El sufrimiento ajeno le tiene sin cuidado.
En esta descripción se encuentran los ingredientes y las condiciones de lo que los
psicólogos entendemos como un psicópata integrado. Los psicópatas integrados han sido
descritos en la literatura psicológica desde hace bastante tiempo. Es conocido el artículo
de Hervey Cleckley (1976) en el que este autor describe, tras una larga experiencia
clínica, en su libro The Mask of Sanity, varios casos de psicópatas bien integrados y que
viven en sociedad, y pone como ejemplos a los hombres de negocios, médicos e incluso
psiquiatras. Este tipo de personas no pueden empatizar ni sentir remordimientos.
La empatía es la capacidad de percibir lo que sienten los otros poniéndose en su lugar
(Moya, 2014). Es un sentimiento de participación afectiva. Cuando una persona no
puede sentir empatía, interacciona con las demás como si fuesen un objeto que se puede
utilizar para la satisfacción de sus propios intereses. Daniel Husenman tenía razón: el tío
Gilito y Burns podrían ser unos psicópatas subclínicos, psicópatas que hoy suelen
transitar por los mercados financieros, que son su espacio natural para la caza. Lo
paradójico de la situación es que para cazar dinero no utilizan escopetas sino más dinero.
El resultado real de estas conductas es que el 0,6% de la población tiene el 39,3% de
la riqueza, y el 2% más rico posee más de la mitad de todos los activos de los hogares en
el mundo. Del 100% de la riqueza mundial solo el 1% está en África. Se calcula que
Estados Unidos posee aproximadamente un 25% de la riqueza total del mundo, y que el
1% de los estadounidenses acapara el 40% de la riqueza total de la nación. La familia
Rothschild ha acumulado montañas de riqueza, y nadie se atreve a decir la cantidad de
dinero que posee.
En 2013, según el estudio Forbes, el hombre más rico del mundo era Carlos Slim, con
una fortuna de 73.000 millones de dólares. Bill Gates ocupa el segundo lugar, tras donar
un 30% de su fortuna a obras de caridad, con 67.000 millones de dólares, lo que significa
que su fortuna es superior a la suma del PIB anual de 140 naciones diferentes (8).
Poco se podría argumentar si el modelo económico que ha traído consigo tal
acumulación de la riqueza hubiera mejorado la vida de la mayor parte, por no decir la
totalidad, de las personas que componen lo que ahora se conoce como «nuestra aldea
global». La riqueza se habría repartido de otra manera y la fortuna de los que más
tuvieran sería consecuencia de su iniciativa, su sentido de los negocios y su capacidad
emprendedora. Pero no, no es así, pues los resultados son un mayor y generalizado
sufrimiento global.
Efectivamente, según la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Comercio y el
Desarrollo, la cantidad de países menos desarrollados se ha duplicado en los últimos 40
49
años. Un estudio del Instituto Mundial de Investigación de la Economía del Desarrollo
estableció que la mitad inferior de la población del mundo posee aproximadamente un
1% de toda la riqueza global. Cada 3,5 segundos alguien muere de hambre, y tres cuartos
son niños de menos de 5 años. Los países menos desarrollados gastaron 9.000 millones
de dólares en importaciones de alimentos en 2002. En el año 2008, esa cifra había
aumentado a 23.000 millones de dólares. Terminaré aquí una lista de las consecuencias
ignominiosas de la acumulación de la riqueza.
¿Tiene esto algún sentido? Y si lo tuviera, ¿cómo hemos llegado a este punto?
Ervin Laszlo (2004, 3) lo explica así: «El mundo contemporáneo se mueve por el
dinero y está enganchado al crecimiento económico. El dinero hace que el mundo se
mueva, pero el dinero que lo conduce no es un dinero normal, es sobre todo dinero a
crédito. La mayoría del dinero del mundo (todo excepto el tres o el cuatro por ciento que
usamos en billetes y monedas para las compras diarias) no es asunto de los bancos
centrales ni está garantizado por el gobierno, sino que es dinero que crean los bancos
comerciales en forma de crédito. La gente pide crédito cuando necesita más dinero y está
segura de que va a poder pagarlo; los bancos lo prestan cuando quieren crecer o cuando
creen que pueden obtener algún beneficio. El crecimiento económico fomenta la
confianza económica y conduce a un progresivo endeudamiento, lo que significa un
aumento de la cantidad de dinero adeudado que se mueve dentro del sistema. El sistema
se autoalimenta: el dinero, si se paga con intereses, necesita crecimiento económico y
más dinero adeudado. En este sistema, los ricos y las grandes multinacionales son los
principales beneficiarios: pueden obtener dinero con sus garantías de crédito. Los pobres
y los pequeños negocios se dejan al margen».
Esta es una realidad artificiosa o, si se prefiere, una realidad socialmente construida y
aceptada, basada en el principio de que sin crecimiento no hay economía y sin economía
no hay futuro. Los gobiernos se afanan en trabajar con las grandes corporaciones y con
los bancos con el fin de seguir impulsando el crecimiento de su economía. Sienten terror
ante la posibilidad del estancamiento o la recesión. Para no caer en una espiral de
recesión hay que crecer, es fundamental, y para crecer hay que seguir endeudándose. La
deuda y sus intereses generan beneficios seguros y constantes a sus prestamistas, quienes
siempre e ineluctablemente salen ganando y acumulando más y más dinero. Los países
que no pueden ofrecer garantías suficientes (normalmente sus propios recursos naturales,
generalmente esquilmados con anterioridad) ven limitado su crecimiento y quedan fuera
de juego, y las diferencias entre ricos y pobres se hacen cada vez más grandes.
Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero aquello que le
reporta alguna utilidad
«Por eso hay tantos hombres capaces de comulgar con ruedas de molino», proseguía
afirmando don Juan de Mairena, el profesor apócrifo de Antonio Machado (1936, 54).
50
No obstante, hay creencias y creencias diferentes.
La mayor parte de la gente, al leer los datos que antes se han ofrecido en relación con
los resultados que produce la acumulación de la riqueza, reaccionan de manera parecida:
ese sufrimiento es inaceptable. Poco importará el contexto cultural y económico del que
formen parte. El sufrimiento de nuestros semejantes nos llega a lo más profundo de
nuestras convicciones, produciendo insatisfacción, compasión y desasosiego. Es natural,
pues existe una ética planetaria ubicada en la creencia de que hemos de tratar a los
demás, a todos los demás, como desearíamos que se nos tratara a nosotros mismos.
En el Talmud se afirma: «Si hay algo que odias, no se lo hagas a tu prójimo». En el
islam, aparece el principio de Mahoma: «Ninguno de vosotros tendrá verdadera fe hasta
que deseéis para los demás lo que deseáis para vosotros mismos»: En el hinduismo se
dice: «Esta es la suma de todas las obligaciones: no hagas a los otros lo que a ti te cause
dolor». Buda, el príncipe Gautama, aconsejó: «No trates a los demás de forma que
consideres hiriente para ti». Confucio recomendaba: «No hagas a los demás lo que no
quisieras hacerte a ti mismo». Y, finalmente, Jesús proclamó: «Haz a los demás lo que te
gustaría que ellos te hicieran a ti» (8). La síntesis de todas estas creencias se obtiene con
el conocido aforismo: ama al prójimo como a ti mismo. Es la regla de oro universal que
constituye, en muy buena medida, una ética planetaria. Hay, por tanto, ideas que se
sienten e ideas que se practican. Como una vez me dijo don Claudio, mi admirado
profesor de filosofía, ante el sometimiento al juicio de los dioses —o, mejor dicho, al de
que aquellos que dicen representarlo— y el amor al prójimo, los hombres se han
decidido por lo primero. Los dioses deben de estar muy cabreados, ya que no los hemos
comprendido. A fin de cuentas estamos hechos a su semejanza, y hemos olvidado de que
la esencia de lo religioso es la necesidad de un mundo mejor basado en el amor al
prójimo.
Efectivamente, del dicho al hecho hay un buen trecho. Es decir, la mayor parte de la
gente admitirá que estas creencias constituyen la esencia de la vida en sociedad, al
mismo tiempo que se comportará de manera diferente. Pensamos en ellas, sí, creemos en
ellas, también, pero llevadas a la práctica no dejan de ser un sueño romántico, imposible
y poco práctico (como suscribirían Burns o el tío Gilito). Hay ideas que se sienten e
ideas que se practican, constituyendo y construyendo nuestros comportamientos
observables.
Según Ervin Laszlo (2004, 26-27), durante el siglo XX y en lo que llevamos del XXI se
hizo patente una forma de pensar, un esquema de creencias que se podría caracterizar por
lo siguiente:
1. Todos somos individuos diferentes y limitados; si coopero, es para fomentar mis
intereses.
2. Solo debo lealtad a mi país y sus intereses deben predominar sobre los otros. Los
gobiernos deben velar por los intereses políticos y económicos de sus
51
ciudadanos, utilizando todo el poder disponible.
3. El valor de las cosas, incluyendo el de los seres humanos, puede calcularse en
dinero. Esa es la razón de que todas las economías necesiten crecer y de que
todas las personas necesiten ser ricas.
4. El futuro no es asunto mío. Cada generación debe saber cuidar de sí misma.
5. Las crisis son reversibles. Los problemas económicos que experimentamos son
momentáneos y tarde o temprano volverán a su estado natural. El mercado lo
soluciona todo.
Estas creencias se han ido consolidando y articulándose según tres líneas de
pensamiento que se podrían sintetizar en los siguientes principios:
1. El mercado es la respuesta a cualquiera de nuestros problemas; lo demostró la
economía clásica y lo demuestra cada día el neoliberalismo.
2. La competición, o competitividad, es sana; así lo prueba el darvinismo social.
3. Cuanto más tengas, mejor serás; una economía eficaz necesita que los bienes se
consuman, se estropeen y se reemplacen constantemente y a un buen ritmo.
La sociedad de consumidores se fundamenta en la suma de estos tres principios
axiomáticos. Si quieres ser feliz, debes consumir, y para consumir necesitas dinero, que
obtendrás trabajando. Si no tienes trabajo, la responsabilidad será tuya. Debes hacer
algo; busca, adáptate y vende lo mejor de ti: seguro que obtienes algo a cambio. Si aun
así no encuentras trabajo, la responsabilidad sigue siendo tuya; no te desanimes, lucha,
sé positivo.
Adviértase que hablamos de ciudadanos que en realidad aspiran —puede que no les
quede otro remedio— a ser consumidores; así es la sociedad en la que viven,
indiferentemente del país o la cultura a los que pertenezcan. La adaptación y el ajuste
son las soluciones por las que optan la mayor parte de las personas; pero solo cuando lo
pueden hacer. Como veremos en los capítulos siguientes, lo más usual es el ajuste
gastando menos dinero y la adaptación aceptando las nuevas condiciones del trabajo.
Por el momento, parece que tendremos que seguir viviendo en una sociedad de
consumidores, con todas sus grandezas y miserias, aunque lo que ocurra dependerá de
las urgentes alternativas que se ofrezcan al respecto. Esto último se analizará en la
segunda parte de este libro. Ahora, y en los capítulos siguientes, incidiré en las
circunstancias que confluyen en lo que se conoce como la economía libre del mercado,
insistiendo en el concepto de homo economicus, y las que representan la aparición del
homo consumens y la búsqueda de sentido en la sociedad de las apariencias.
52
CAPÍTULO 3
EL MERCADO Y SUS CIRCUNSTANCIAS
—¿El mercado?, un artificio más de los humanos —sostuvo el dios Reto.
—Sí, padre, pero les ha funcionado. Ahora viven mejor que antes, aspirando a vivir mejor en el
futuro —respondió su hija Abundancia.
—¿Estás segura de lo que afirmas?, ¿no ves lo pequeño que es el planeta en el que viven?, ¿no
percibes sus problemas?, ¿y todos los que se mueren de hambre —adujo el dios Reto.
Los sueños del alba.
Mariano Ortiz (1924, 95).
Una tarde en el café Tortoni
El café Tortoni de Buenos Aires mantiene la elegancia y el saber estar de un pasado
que parece detenido en el tiempo. Su decorado sigue las pautas del fin du siècle y del art
déco. Fundado en 1858, es un espacio recogido en el que aún se puede hablar larga y
cómodamente sentado en conversación distendida. Demasiado turismo hace que las
colas para entrar se alarguen en el 825 de la Avenida de Mayo. Sin embargo ese día no
tuvimos que hacer cola y entramos sin espera alguna. Un maître, ataviado según los
cánones, nos había recibido para conducirnos después a la mesa más cercana a aquella a
la que en el pasado se sentara Gardel, el hacedor del tango argentino por antonomasia.
Habíamos hablado de todo antes de entrar en materia, incluyendo el fútbol, la política
y el estado del tiempo. En nuestro ámbito cultural no se puede iniciar una conversación
importante sin atender primero a lo trivial acompañado de ironía, bromas y alguna que
otra historia chistosa. De la misma forma, al despedirnos lo hacemos tres veces, pues de
lo contrario no sería una despedida sentida y sincera.
Cuando ya nos disponíamos a tratar sobre la investigación conjunta entre la
Universidad de Valencia y la Universidad de Buenos Aires, mi cicerone, el profesor
Edgardo Heinderberg, me interpeló sobre mi desmesurado interés por lo económico.
—Tú eres un psicólogo social, no entiendo tu obstinación por tratar todos los temas
psicosociales desde una perspectiva económica. Me cuesta entenderlo. No me negarás
que hay en ello una cierta forma de reduccionismo. Me sorprende mucho en tu caso. Una
mente abierta y flexible —afirmó mi amigo con cierto retintín.
Utilizó estas palabras lentamente entre los intervalos que precedían a los pequeños
sorbos de un café exprés exquisitamente presentado, cuyo sabor ácido, afrutado,
almendrado y picante se adivinaba y se enriquecía poco a poco, generando la paradoja de
un sosiego estimulante que invitaba a proseguir charlando distendidamente.
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—Bueno —respondí con actitud cansina, para hacer patente, una vez más, el
sentimiento que me producía que mis colegas me hicieran la misma pregunta
reiteradamente—, tú ya sabes que mis investigaciones de los últimos años se han
centrado en fenómenos sociales relacionados con el trabajo y el consumo...
—Lo sé y me consta —señaló Edgardo interrumpiendo mi discurso—, pero las
explicaciones económicas de esos fenómenos son muy limitadas y excluyentes. Prefiero
el abordaje de la psicología política; a fin de cuentas, las decisiones económicas
dependen de la ideología del partido político gobernante.
Era consciente de que mi amigo profesor sabía muy bien que la investigación
científica se encuentra muchas veces limitada por las teorías y líneas de pensamiento
emergentes, a su vez condicionadas por los valores, circunstancias y contingencias
históricas, y puede que también económicas, del momento. Supuse que su afirmación
buscaba el debate. Me pareció que era el ingrediente que faltaba para hacer de aquel café
un lugar que nos retrotrajera, por un momento, a los salones de los debates que
organizaba en París madame Geoffrin. Un sueño imposible, pero, ya se sabe, de ilusión y
de imaginación también se vive.
—Mi querido Edgardo —respondí mientras iba rumiando y enlazando los argumentos
que tantas veces había utilizado al intentar convencer a psicólogos y economistas—, en
nuestros días, las decisiones políticas dependen de las económicas. La economía política
que antes se estudiaba en las facultades se ha ido diluyendo y desapareciendo hasta su
casi total extinción, sustituida por los abordajes matemáticos y la ingeniería financiera.
Las decisiones económicas ya no las toman los gobiernos. Lo hacen otras instituciones
menos visibles y conocidas, incluyendo bots y drones informáticos que deciden, en lugar
de los humanos, cómo invertir en bolsa, por ejemplo, convirtiendo la economía en un
simple juego para ganar dinero. Este juego afecta negativamente a millones de personas,
aunque algunas pocas salgan muy beneficiadas con ello.
—¿La conspiración? Ahora lo entiendo —señaló Edgardo esbozando el preludio de
una sonrisa sarcástica acompañada, así lo percibí, de un gran gozo intelectual.
—¡No, no me jodas, boludo!, no va por ahí la cosa —repliqué intentando imitar la
entonación porteña. El esbozo de la sonrisa de mi amigo se transformó en una carcajada
que parecía la combinación de un profesor discutidor e impenitente y la hilaridad que le
produjo la entonación de «un gallego» jugando a ser argentino. Proseguí indiferente sin
atender a la risotada, ahora con el acento que me es propio, añadiendo grandes dosis de
emoción.
—El trabajo y el consumo se encuentran en estrecha relación tanto con la economía
como con la psicología. Si queremos comprender las conductas laborales y las de los
consumidores, es imprescindible que integremos lo psicológico con lo económico, yendo
algo más lejos e incluyendo otros conocimientos desarrollados por la sociología, la
antropología, la filosofía, la ingeniería...
—Ya sé, ya sé..., lo interdisciplinar.
54
Pensé de inmediato en mi amigo Andrés, profesor de psicobiología. Cuando, en una
ocasión, le hice partícipe de mis cavilaciones sobre lo interdisciplinar y las dificultades
de hacer confluir los intereses y la colaboración de los profesionales de disciplinas
diferentes, me dijo que pasaba buena parte de su tiempo justificando la importancia de lo
biológico cuando hablaba con psicólogos y de lo psicológico cuando lo hacía con
biólogos. Le interpelé riendo: ¿y con los psicobiólogos, de qué hablas? De sexo,
respondió. Fue una réplica ocurrente cuyo sentido, más allá de las palabras, era que los
psicobiólogos, fueran de formación biológica o fueran de formación psicológica, no
necesitaban argumentar sobre la importancia de la una o la otra. Decidí no entrar en la
explicación de que, efectivamente, la psicología económica es un dominio
interdisciplinar y me entretuve buscando una alternativa diferente para convencer al
profesor Edgardo.
—No sé cómo andarán las cosas por Argentina, pero cada vez que nace un niño en
España, ya adeuda algo más de 20.000 €. ¿Te lo puedes creer? Es muy posible que
nuestros nietos tengan que trabajar gratuitamente un año o dos para hacer frente a la
deuda que, paradójicamente, han causado mucho más las entidades financieras que los
excesos consumistas de los españoles. Yo mismo pago en impuestos entre 4 y 5 meses
de mis ingresos anuales. ¿No te parece que hemos de investigar estas cosas?
—Verás, es que no alcanzo a comprender tu persistente interés. Me parece que estás
reduciendo y limitando la psicología a factores estrictamente macroeconómicos. Deja a
la economía con sus problemas, que los psicólogos sociales ya tenemos bastantes...
—¿Y qué me dices de los conocimientos transversales?, ¿crees sinceramente que la
psicología social puede progresar sin adentrarse en las teorías y modelos de otras
disciplinas cercanas como la antropología, la sociología o la economía? Las respuestas a
los problemas complejos y caóticos de nuestra época no se pueden encontrar en la
especialización.
—Te equivocas, amigo. Es ahí, en la especialización, donde podemos encontrar las
respuestas, y no sorteando o superando las fronteras naturales de nuestra disciplina.
—¿Naturales? ¡Venga ya! Además, yo no estoy contraponiendo la especialización
con el conocimiento transversal. Te estoy hablando de interdisciplinariedad. Me parece
evidente, es bien sencillo. La principal finalidad del desempeño profesional de los
psicólogos y psicólogas es la reducción del dolor y la mejora del bienestar. ¿Estamos de
acuerdo?
—Estamos de acuerdo.
—Estos dependen de factores individuales, no lo negaré, y para eso están nuestros
colegas clínicos y de la salud, pero no es menos cierto que hay también factores
socioeconómicos que no debemos soslayar. Lo macroeconómico y las conductas de las
personas se influyen entre sí. Precisamente, desde la psicología económica investigamos
cómo las decisiones macroeconómicas determinan muchos de los aspectos de la
conducta social de los ciudadanos y cómo estos mismos ciudadanos con sus conductas
55
afectan al funcionamiento de la economía. En este caso, los conocimientos transversales
y la investigación interdisciplinar se hacen imprescindibles.
No me extenderé más describiendo la conversación, que se prolongó largamente, con
un café tras otro siempre invariablemente acompañados de un vasito de agua. Ninguno
de los dos se impuso sobre el otro. No era eso lo que pretendíamos, únicamente
desplegamos nuestra jerga académica, mientras utilizamos los conocimientos adquiridos
mediante nuestra formación y experiencias. Estuvo bien y fue muy estimulante.
Simplemente comunicamos, dispuestos a intercambiar alguna cosa, algo, una
complicidad momentánea, una experiencia, una emoción o la transformación de algún
punto de vista. Creo que nos hicimos más amigos. Una práctica muy sana cada vez más
en desuso.
Sin embargo, al acabar la conversación, permaneció insistente en mis reflexiones
posteriores una de las preguntas que me había formulado mi amigo: ¿es que no crees en
la economía del libre mercado?, a lo que yo respondí que sí, desde luego que sí creía en
la economía de libre mercado. No me la esperaba, y creo que mi respuesta fue tímida y
dubitativa. Me temo que no fui convincente. Argumenté que era partidario de una
economía del libre mercado, que las empresas necesitan vender sus productos
libremente. Es decir, se mantienen gracias al dinero que obtienen por la venta de sus
productos y servicios. La riqueza y el bienestar social dependen directamente de este
proceso. Mis argumentos fueron muy limitados e inconsistentes. En los apartados que
siguen aparecen mis reflexiones al respecto un poco más elaboradas. Reflexiones y
argumentos que no pude exponer al profesor Edgardo Heinderberg, así que espero que
tenga la cortesía de leer este libro y, si le viene bien, responderme cuando y como mejor
le venga en gana.
¿Qué es el mercado perfecto?
Debo advertir, no obstante, que no pensé o se me olvidó decirle lo mucho que
desconfío de los sistemas que solo son capaces de administrar la igualdad repartiendo
pobreza y sometiendo a la gente a una burocracia kafkiana bajo el arbitrio de una élite
poderosa y autoritaria. Que también sospecho de aquellos que justifican su riqueza en
una dudosa libertad sin límites, bajo la implacable lógica de la supervivencia de los más
fuertes a costa de los más débiles, permitiendo que unos pocos acumulen grandes
cantidades de dinero explotando y manipulando al resto de los seres humanos sin
compasión alguna. Hay sistemas económicos que enfatizan la igualdad soslayando la
libertad y otros que inciden sobre la libertad ignorando la igualdad. Sin embargo, no
puede existir una verdadera libertad sin solidaridad, y en su ausencia tampoco habrá
igualdad. Una verdadera economía del libre mercado debería supeditarse a estos tres
componentes constituyentes de la proclama del liberalismo histórico, ahora casi
olvidado: libertad, igualdad y solidaridad, a partes iguales y equilibradas, para hacer
56
posible un sistema político, filosófico, social y económico opuesto a cualquier forma de
autoritarismo o despotismo, promotor de las libertades civiles y constituyente del Estado
de derecho, la democracia representativa y la división de poderes. Esto es lo que hace
posible una sociedad libre y responsable: una economía de mercado al servicio de los
ciudadanos, eficiente, justa y democrática. Una sociedad de emprendedores, capaz de
propiciar una economía productiva regulada por políticos, ciudadanos y empresarios
responsables orientados al bien común.
El 1 de mayo de 1933 se inauguró la Exposición Universal de Chicago con el
siguiente lema implícito: «La ciencia descubre, la industria aplica y el hombre se
conforma». Esta sentencia representa la culminación de un siglo de progreso y de los
valores que constituyeron una época. Sin embargo, el aparente pragmatismo de este
eslogan es resultado de una arriesgada síntesis. Puede que fuera cierta en el pasado, pero
no resistiría la complejidad de nuestro tiempo. ¿A qué ciencia se refirieron los autores de
aquella consigna?: ¿la física?, ¿la química?, ¿la economía?, ¿todas ellas o simplemente
la ciencia sin más?
Quizá no sea más que un uso torticero de la ciencia, una excusa, una abstracción
imperativa e interesada, una única verdad a la que las personas tendrían que someterse en
aras del progreso económico y del interés de quien lo propiciaba, la industria. La
paradoja es evidente: un hombre conformado, sumiso y resignado sería incapaz de
generar ideas creativas, innovadoras y científicas, de modo que no habría
descubrimientos que aplicar, ni nuevas tecnologías, ni tampoco industrias o empresas
que crear. Con todo, el hombre al que se refiere la proclama resulta en nuestros días de
una evidencia sobrecogedora; se trata de aquel ser humano que, en aras del progreso,
debía resignarse y someterse a la cadencia de la cadena de montaje, aquel que debía
pensar muy poco y ejecutar con la mínima desviación posible lo que el industrial
estableciera. El de los Tiempos modernos de Charles Chaplin: un hombre con una llave
en la mano dentro de una máquina patológicamente obsesionado con apretar tornillos
(9).
Desde los años treinta hasta aquí han sucedido muchas cosas y la sentencia ha
perdido consistencia. Han cambiado las creencias, los estilos de vida, el sentido del
trabajo, el ocio y la cultura; Internet se ha hecho omnipresente y el valor de las palabras
se ha modificado grandemente sustituido por el poder de la Red y de la imagen. Ahora la
sentencia podría formularse de otra manera: «El consumidor desea, la empresa responde
y la ciencia ayuda». Bien analizada, tampoco parece una sentencia muy alentadora, pero
está más cercana a la realidad de nuestra época: un mundo complejo e incierto que ha
superado con creces la simplicidad de la lógica del mercado perfecto propuesto por los
economistas clásicos.
La realidad laboral se produce y se desenvuelve en un determinado contexto social,
cultural y económico. De él derivan los valores y creencias sobre el trabajo y las maneras
de interpretar los procesos de socialización laboral y económica. Esa realidad, la realidad
57
constituida por las empresas, los trabajadores y las conductas laborales resultantes de la
oferta de las empresas y las demandas de trabajo de las personas, se produce en el
contexto de una sociedad cuyo principal regulador es el mercado.
El mercado es el lugar en el que los vendedores ofrecen sus mercancías a cambio del
dinero que aportan los compradores. Hay, por tanto, un precio, que es lo que se paga,
una oferta y una demanda. Existen numerosas clases de mercados. Las antiguas lonjas lo
eran; aún subsisten en algunos puertos, en donde los pescadores venden sus capturas al
mejor precio posible a ciudadanos, detallistas y restauradores. Las lonjas de hoy, las
bolsas, son también mercados en los que se compran y venden acciones y otros valores.
En algunas plazas públicas se contratan jornaleros para trabajar en las tareas del campo,
así que también son mercados. Hay mercados para la cultura, el ocio, el deporte, la
educación y un sinfín de actividades humanas para satisfacer fines de muy diversa
naturaleza. En todos ellos también hay una oferta, una demanda y un precio. Existen
mercados clandestinos de drogas, armas, prostitución y hasta de órganos vitales.
También aquí hay un precio que pagar para satisfacer las demandas. Lo fundamental y
común a todos estos ejemplos es que siempre intervienen personas, seres humanos con
actitudes, pensamientos, necesidades y deseos de gran diversidad y amplitud.
Tales operaciones son el fundamento del tráfico que alimenta la maquinaria
económica. Este movimiento de productos y servicios se puede hacer a escala nacional,
pero cuando se realiza entre países es internacional, y su totalidad representa el mercado
mundial o, como ahora se dice, global. La aldea global es en su origen el resultado del
interés de aumentar el espacio del mercado inherente a una determinada empresa,
producto o servicio, acompañado, desde luego, de los medios que lo hacen posible:
transporte, legislación, técnicas y tecnologías. También es consecuencia de un modelo
económico basado en el crecimiento continuado, sin límites ni limitaciones.
En este mercado el trabajo se divide y cada cual se especializa en alguna actividad
productiva. Las empresas producen y venden, los ciudadanos trabajan y compran y el
dinero que se obtiene se utiliza para adquirir los productos o servicios que otros fabrican
u ofrecen. De este modo el mercado se modifica según las decisiones que las personas y
empresas toman al respecto. Las variaciones en los precios y las existencias, en forma de
excedentes o demandas insatisfechas, influyen sobre las posteriores decisiones. En
consecuencia, los precios, las actividades de las empresas y las ofertas de trabajo son el
resultado de las conductas de los agentes económicos y no deben estar bajo la influencia
de una voluntad superior. Hay que dejar que se comporte libremente, sin injerencia
alguna.
El mejor precio posible es el resultado del equilibrio que se produce entre la oferta y
la demanda. Dos mecanismos contribuyen a este equilibrio. En primer lugar, la
competencia entre los vendedores de un determinado producto les obligará a venderlo al
precio más bajo factible. En segundo lugar, si el precio disminuye en exceso, aumentarán
los compradores —o puede que algunos vendedores se retiren al no conseguir los
58
beneficios esperados— y los precios subirán hasta su punto de equilibrio. Este ajuste
entre la oferta y la demanda orienta la producción de las empresas hacia las mercancías
que el mercado requiere y hacia lo que es útil para los compradores. En este escenario,
cada sujeto actúa de manera egoísta, buscando el mejor producto al menor precio
posible. El resultado es un mercado perfecto en el que los precios y los beneficios son
los más ventajosos para toda la colectividad.
Esta descripción, inspirada en parte en el libro de José Luis Sampedro El mercado y
la globalización (2002), se corresponde con el denominado mercado perfecto de la
competencia. Esta abstracción, casi imposible, se basa en la suposición de que ningún
partícipe del mercado puede influir decisivamente sobre él, ya que nadie mantiene
ventaja sobre los demás y todos tienen la misma información. Nadie puede influir de
manera individual sobre el precio de las mercancías. El ciudadano es el rey, ya que
puede elegir libremente lo que más le convenga al mejor precio posible. Él sabe mejor
que nadie lo que más le conviene. Así pues, el mercado se autorregula cuando cumple
las siguientes condiciones:
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
El producto es homogéneo.
Hay gran número de compradores y de vendedores.
Libertad para entrar en el mercado.
Información perfecta.
Ningún comprador o vendedor puede influir sobre el precio.
No hay colusión de intereses.
Los consumidores maximizan sus utilidades y los vendedores sus beneficios.
La mercancía es transferible.
A poco que se piense y se observe, sin necesidad de esforzarse demasiado, el mundo
que nos rodea, es fácil advertir que la mayor parte de estos principios, en el momento
presente, no se cumplen o se cumplen sesgada e interesadamente al socaire de los
grandes poderes económicos. No hace falta ser economista, basta con un poco de sentido
común o, si se prefiere, un raciocinio capaz de observar la realidad sensata y
sosegadamente. Es aconsejable, sin embargo, no olvidar que este modelo económico fue
una alternativa encomiable para mejorar un mundo que vivía grandes desigualdades
sociales, hambrunas, epidemias y enfermedades, al mismo tiempo que se iniciaba la
Ilustración y la constitución de nuevas ciencias. Lo que ha sucedido es que, desde
entonces hasta aquí, los principios antes descritos han sido modificados, en consonancia
con las circunstancias del contexto histórico y de la evolución del conocimiento
científico.
A partir de la consolidación de la economía como un saber estructurado, muchas de
sus teorías han sido reiteradamente revisadas, discutidas, puestas en duda y, en algunas
ocasiones, incluso, rechazadas. Es lo razonable en cualquier disciplina que esté sujeta al
debate y al rigor científico. Las ideas económicas son producto de un lugar y una época.
59
El mundo cambia, se transforma, y las ideas también lo deben hacer para conservar su
pertinencia. Se mantiene estable el corpus nuclear de la teoría, pero las observaciones,
las hipótesis y los modelos se modifican. Estos cambios e innovaciones son el motor
estratégico de la evolución social y económica.
60
En una sociedad de consumidores los deseos priman sobre las necesidades.
François-Marie Arouet, más conocido como Voltaire, sostenía que la ignorancia
afirma o niega rotundamente, la ciencia duda. Poner a prueba, falsear, revisar, replicar y
contrastar son los procesos inherentes al saber científico. El mundo cambia y las
sociedades, con sus símbolos, creencias, tabúes, normas y pensamientos, también lo
hacen, en un emocionante proceso por el que las personas construyen la sociedad al
mismo tiempo que esta las va construyendo. Hoy el mundo no es igual al que vivió y
observó Adam Smith, al que, aunque fuera un filósofo, hoy se le reconoce como el
fundador de la economía clásica.
El mercado es imperfecto
Conviene no confundir la economía de libre mercado con el liberalismo económico,
que hoy se vocea y se defiende vehementemente como una verdad económica
indiscutible. No es lo mismo un pequeño empresario de la provincia de Jaén que
defiende su libertad trabajando con dureza para mantener su empresa y a los trabajadores
que en ella desempeñan su oficio que el presidente de una gran multinacional que
monopoliza los mercados de un producto específico a escala global. No es lo mismo una
pequeña cooperativa de la Vall d’Uxò en la que algunos trabajadores preservan su oficio
y dan de comer a sus familias que el inversor que transforma la deuda pública de un país
en beneficio privado. No, no es lo mismo. Las diferencias son tan evidentes que puede
que algunos piensen que estos argumentos son exagerados e interesados. Es posible: es
lo que conlleva poner por escrito ideas sintéticas que aluden a cuestiones complejas.
Conviene que advierta, no obstante, que los ejemplos que he descrito son reales; no son
políticos ni ideológicos, sino económicos y psicosociales, ya que tienen mucho que ver
con el bienestar de las personas y su proyecto vital en la sociedad que les ha tocado vivir.
Hace algún tiempo escuché, entre el estupor y el enfado, la entrevista que en una
televisión se le hacía a un representante estadounidense del liberalismo económico
extremo. El entrevistador, entre citas bastante desafortunadas de la Biblia, preguntaba al
entrevistado sobre el sistema público de sanidad que el presidente Obama pretendía
introducir en Estados Unidos. Tras tratar al presidente de charlatán, despreciar su
propuesta de una salud pública para todos y señalar que no hay mejor sistema sanitario
que el privado, su principal argumentación fue que la elección de la medicina es una
cuestión personal que solo puede estar sujeta a la libertad de cada cual. Que, al igual que
elegimos la comida, debemos ser libres para elegir si queremos ir al médico o qué
medicina deseamos.
Así descritas, estas aseveraciones parecen muy serias: soy libre para elegir qué quiero
comer del mismo modo que lo soy para elegir el tipo de medicina que más me conviene.
Pero, ¿a qué libertad se refería el entrevistado?
61
No es lo mismo poder comer que elegir qué como. No es lo mismo curar la gripe que
elegir quién me la cura o a qué sistema acudo. Lo primero es objetivamente necesario,
imprescindible para la subsistencia humana. Lo segundo es la satisfacción de un deseo,
la elección de una forma diferente de saciar la necesidad de comer o de ser curado. El
comer tiene poco que ver con la libertad de elección, es una cuestión de supervivencia.
Reservar una mesa en el Bulli, u otro gran restaurante, es una elección económicamente
imposible para muchas personas que ni siquiera pueden planteársela (aunque siempre les
quedará el bar de la esquina); otros podrán elegir libremente ir a comer casi a diario a
restaurantes con estrellas Michelin; otros ahorrarán para darse ese placer gastronómico
de vez en cuando; otros elegirán no hacerlo por parecerles una conducta esnob e
incongruente con sus creencias. En cualquier caso, todos, todos ellos y ellas, deberán
comer para poder sobrevivir.
Nuestro sistema de sanidad pública, similar al de toda Europa, no distingue entre
mayores o menores ingresos económicos y atiende a todo el mundo por igual, por el
momento. Su principal pretensión es dar respuesta a un derecho, el derecho de ser
persona y de vivir con dignidad. La comida, la salud y el saber deben estar garantizados
para que la persona tenga la posibilidad de ser y desarrollarse. Esto es consustancial al
hecho de vivir en una sociedad libre y democrática. Como también lo es la existencia de
otras ofertas sanitarias, de seguros privados, de médicos que prefieren ejercer su
profesión liberalmente o de medicinas alternativas. No hay contradicción en lo que
argumento: una vez garantizadas las necesidades básicas para todos, algunos o puede
que muchos preferirán determinar cómo quieren proyectar y satisfacer sus deseos;
estarán en su derecho. La cuestión que se dilucida es la diferencia entre el derecho a una
vida digna y las decisiones por las que las personas satisfacen sus expectativas y sus
deseos más individuales.
Nuestro sistema de sanidad pública no es perfecto, pero es mucho mejor que el que se
defendía en la mencionada entrevista. La tasa de mortandad infantil fue en España
durante el año 2011 de 3 muertes por cada 1.000 nacimientos, y durante el mismo
período en Estados Unidos fue de 6. De cada cien mil partos, mueren en España 4
mujeres, y 17 en Estados Unidos, cuatro veces más. En Estados Unidos hay 2,4 médicos
por cada 10.000 personas, y 3,9 en España (10). Seguro que en Estados Unidos hay muy
buenos médicos en la salud privada, seguro que sí, igual que aquí. Puede que tengan los
centros de investigación más sobresalientes y las tecnologías más avanzadas, pero su
sistema sanitario no es mejor que el nuestro. Lo será para quien se lo pueda pagar, y la
cuestión es quién puede hacerlo, quién tiene los medios para elegir entre las alternativas
que se le ofrecen o quién desea hacer un esfuerzo o sacrificio para acceder a lo que en un
momento dado le ofrece mejores garantías. Me parece muy desafortunada una entrevista
en la que se hacen aseveraciones tan frívolas e inconsistentes de un tema tan serio y
doloroso, precisamente por aquellos que seguramente tendrán bien aseguradas sus
necesidades sanitarias más complicadas y difíciles.
62
No existen los mercados perfectos, entre otras muchas razones porque los mercados
los conforman personas. Personas que trabajan, especulan, ganan dinero, compran y
venden. Las intenciones, convicciones, principios morales, valores y creencias de los
seres humanos son en extremo variados y en consecuencia también lo son las conductas
que desempeñan en y configurando los mercados. Son las personas, con su mayor o
menor capacidad de influir sobre lo que nos rodea, las que imaginan, crean y elaboran
los principios que regulan muchos de los aspectos de la economía y del comportamiento
de los mercados.
Es cierto que el crecimiento económico, los precios, las tasas de desempleo o la
inflación son variables que afectan considerablemente a nuestra vida cotidiana y a
nuestro comportamiento social y económico. Sin embargo, no lo es menos que todos
estos índices e indicadores socioeconómicos pueden verse afectados, a su vez, por
cambios en nuestras actitudes y creencias, en nuestros hábitos y costumbres y, claro es,
en nuestros comportamientos como empresarios, trabajadores, compradores y
consumidores. Se trata de una situación de reciprocidad mutua e influyente: nos
adaptamos a la sociedad al mismo tiempo que la vamos modificando. Y esto es así
porque el ser humano es un ser histórico. Un ser de y con cultura inmerso en un mundo
de valores cuyos significados se han ido modificando y construyendo de manera
histórica y compartida. Es decir, trabajamos, ganamos dinero, compramos, consumimos,
gastamos y deseamos en función de nuestras circunstancias actuales, pero también de
nuestro pasado histórico y las expectativas individuales, grupales y colectivas que
proyectamos hacia el futuro que imaginamos para nosotros y nuestros descendientes.
El homo economicus
¿Es el trabajo inherente a la persona? O, dicho de otra forma, ¿a la gente la gusta
trabajar? Los economistas clásicos, primero desde una perspectiva moral y luego de
forma más empírica, intentaron responder a estas preguntas. Lo habían hecho antes otros
muchos filósofos y pensadores, llegaron a conclusiones que no fueron mucho más allá de
la reflexión dialéctica o la introspección filosófica. La respuesta parecía estar en otro
interrogante surgido al socaire de la Ilustración y la teoría de la evolución: ¿cómo son los
seres humanos?, ¿cuál es su naturaleza? El interés de los primeros economistas se
encauzó entonces hacia el conocimiento de la naturaleza psicológica y profunda del ser
humano, soslayando sus acciones o conductas. Estas no son más que una expresión
superficial de aquella. Así es que en el origen de las primeras grandes teorías económicas
se eludieron las hipótesis para insistir en las leyes derivadas de una naturaleza humana
universal y estable. Las acciones —trabajar, comprar y consumir, por ejemplo— no eran
más que la manifestación de ciertos principios psicológicos y morales constitutivos de la
esencia del ser humano. En consecuencia, estos principios fueron la mejor manera de
describir y predecir la conducta social, laboral y económica.
63
Desde esta construcción teórica se establece que los seres humanos se comportan de
forma racional, procesando adecuadamente la información y reaccionando de forma
predecible ante estímulos económicos determinados. Sin embargo, se trataba de una
noción excesivamente general y universal. Es decir, muy poco operativa. El paso
siguiente fue constituir una entidad de estructura similar a las que se le presuponían a los
distintos tipos de homínidos clasificados por los antropólogos.
Hay muchas formas de describir sintéticamente al ser humano: homo sapiens (el
hombre que sabe), homo faber (el hombre que hace o que fabrica), homo habilis (hombre
con habilidades), homo ludens (el hombre que juega), homo videns (el hombre que ve o
que mira), homo digitalis (el hombre que se maneja con las nuevas tecnologías
informáticas) y así sucesivamente. Son expresiones latinas que, aun en una lengua en
desuso, siguen teniendo mucho sentido y significado inmediato. Unas y otras permiten
comunicar con algo de precisión y mucha brevedad ideas de mayor complejidad y
amplitud. Cuando se escribe homo digitalis, es fácil deducir de qué va la cosa,
suscitando gran cantidad de pensamientos y reflexiones. Estas denominaciones, y otras
muchas que podría sugerir al respecto el lector interesado, son una abstracción de la
realidad social y se utilizan para calificar y representar ciertas conductas más o menos
comunes y, también, para construir teorías al respecto. Pero —conviene tenerlo muy
presente— son únicamente descripciones sintéticas y en modo alguno deberían servir
para explicar conductas más complejas.
El concepto de homo economicus fue utilizado por primera vez por los autores de la
escuela neoclásica con el fin de establecer un modelo que describiera y predijera el
comportamiento humano. Esta escuela económica fue una reacción a las doctrinas que
postulaban las reformas sociales que surgieron en Europa en los inicios del siglo XIX
como respuesta a los grandes problemas que trajo consigo el industrialismo: explotación,
pobreza, hambrunas y conflictos sociales. Esta fue, en cierta forma, una reacción a los
excesos del capitalismo, lo que Kenneth Galbraith (1989) denomina la ofensiva general,
conformada por Saint-Simon, Fourier, Louis Blanc y Pierre Proudhon en Francia,
Lassalle y Feuerbach en Alemania y, sobre todo, la obra de Karl Marx. Estos autores
criticaron vehementemente los principios de la economía clásica y, sobre todo, sus
consecuencias sociales y humanas: todo el sufrimiento para los pobres y todas las
ventajas para los ricos. Sus propuestas, enraizadas en el socialismo utópico, concebían
una forma diferente de entender la acción política, la economía y la vida en sociedad, a
través de tres grandes alternativas: el socialismo, el sindicalismo y el cooperativismo. La
contrarrespuesta no se hizo esperar. Vino de la mano de la escuela marginalista: una
defensa renovada de los principios de la economía clásica, que daría lugar a la escuela
neoclásica.
El neoclasicismo, precursor del actual neoliberalismo, forma parte de las escuelas
abstractas, defensoras de una economía pura basada en una ciencia sólida, a diferencia de
las realistas, que representan una reacción de sentido común ante los excesos de la
64
abstracción, indiferentes y ajenos a lo que realmente sucede en las transacciones
económicas. Las escuelas abstractas evitan introducir en sus teorizaciones las
motivaciones subjetivas de las personas. Se contentan con señalar que los gustos de la
gente son, definitivamente, racionales. Lo que le gusta a cada cual es cosa suya. De tal
suerte que las conductas no reflexionadas, irracionales o impulsivas son suprimidas de la
teoría y del cálculo económico. Sencillamente, no existen.
El máximo de tal abstracción se alcanza con la exclusión del debate económico de
todas aquellas conductas que no se ajusten a la plantilla específica del homo economicus.
La economía es una ciencia dura y consistente —defenderán— que debe fundamentarse
únicamente en hechos empíricos. Algunos de sus autores más destacados han sido Leon
Walras (1834-1910), promotor de la economía matemática, Wilfredo Pareto (18481923), considerado uno de los fundadores del liberalismo moderno y conocido por la
regla del 80-20, según la cual existen invariablemente dos grupos de gente en la
sociedad, el minoritario, formado por un 20% de población y que ostenta el 80% de algo,
y el grupo mayoritario, formado por el 80% restante y que posee el 20% de ese mismo
algo (11).
El resultado principal de esta línea de pensamiento es la predominancia de una
naturaleza humana racional, adaptativa, intemporal y dispositiva. La principal
consecuencia será una concepción mecanicista de la economía y, claro es, de las
conductas de los seres humanos. Serán los factores exteriores, tales como la cantidad y el
precio, los que determinen exclusivamente los actos y las actitudes de la gente. De esta
forma, un mecanicismo económico no solo concuerda con el mecanicismo psicológico
sino que llega sorprendentemente a imponerse a este, dado que la conducta económica
no es más que un proceso de adaptación que sigue los indicadores del mercado y la
fluctuación de los precios.
Desde esta perspectiva se ha ido abriendo paso la concepción de un ser humano
dotado de una naturaleza racional, egoísta e individualista, transformando una hipótesis
posible —limitada a un tiempo, un lugar y unas circunstancias— en una verdad
indiscutible. Es cierto que los seres humanos nos conducimos de manera egoísta,
racional e individualista, pero también lo es que no siempre, ni todos ni en cualquier
momento nos comportamos de esta forma. Por otra parte, que las sociedades existen,
aunque muchos defensores del liberalismo extremo lo nieguen, es una evidencia
difícilmente refutable. Hay personas y conductas de todo tipo y circunstancias muy
variadas. En muchos casos, también podemos ser irracionales —cada vez es más
frecuente—, impulsivos y altruistas.
Encontrar una ley universal que explique las conductas de los seres humanos es una
aspiración científica lógica y encomiable. Pero por el momento esa ley o regularidad no
la hemos encontrado. Los defensores de los principios neoclásicos se obstinan en afirmar
lo contrario. Pero no, no existe tal ley. Por cierto, en la física tampoco. Existe lo que se
conoce como el modelo estándar; pero, conviene no olvidarlo, sometido a continuo
65
debate, investigación, reflexión e investigación científica. Con la economía sucede lo
mismo, pero con márgenes de error muy superiores y probabilidades mucho más
limitadas. No se puede decir que tenga un modelo estándar, pero sí unos principios
dominantes que también están —o deberían estar— sujetos a continuos debates, primero
para el mantenimiento de su desarrollo científico y después por la enorme transcendencia
e influencia sobre la vida de los ciudadanos.
Es decir, el concepto de hombre económico podría ser una posible e hipotética
propuesta teórica, circunscrita a un tipo específico de personas, puesto que lo que
pretende explicar —que todo ser humano es egoísta en cualquier circunstancia o lugar—
debería ser mucho más una hipótesis que un principio irrevocable; hipótesis que podría
ser confirmada según los casos y situaciones, las personas y sus contextos, o ser
rechazada en otras circunstancias o con otras contingencias.
Como cabe suponer, los debates y las críticas sobre el concepto del hombre
económico se fueron sucediendo reiteradamente. Más allá de las razones estrictamente
metodológicas y epistemológicas, algunos autores lo desaprobaron vehementemente,
entre otras cosas por su identificación con una máquina de placer. El sociólogo Thorstein
Veblen, máxima figura del institucionalismo americano, ha dejado una descripción
mordaz y corrosiva del hombre económico. Escribe: «Es un calculador general de
placeres y penas que, como una especie de glóbulo homogéneo hecho de deseos y de
bienestar, oscila bajo la impulsión de estímulos que lo pasean por todo sin deformarlo.
No hay pasado ni futuro, es un hecho humano aislado, inmutable, en equilibrio estable,
salvo bajo la influencia de ciertas fuerzas agitadoras que lo desplazan de un lugar a otro.
Situándose, él mismo, en medio de los elementos naturales, vuelve regularmente a su eje
espiritual, hasta que el paralelogramo de estas fuerzas incide sobre él, de tal suerte que
siga la línea de la resultante. Cuando cesa la acción de estas fuerzas, vuelve al reposo y
no es más que, como antes, un simple glóbulo» (Veblen, 1995, 43).
También son especialmente sugerentes las críticas esgrimidas por algunos
antropólogos, como, por ejemplo, los franceses Marcel Mauss (1968) y Maurice
Godelier (1982), el austriaco Karl Polanyi (1994) y el estadounidense Marshall Shalins
(1984). Todos vienen a coincidir en una crítica abierta al concepto de homo economicus,
dejando probado que en otras sociedades los intercambios económicos no se basan en el
interés personal, sino en la reciprocidad. Es decir, toman sus decisiones económicas con
patrones muy diferentes de los esperados siguiendo el modelo del paradigma clásico de
la economía. Se trata de una economía —puede que primitiva, pero economía a la postre
— basada en el regalo y que prueba que otros modelos son posibles.
Los defensores del constructo del hombre económico recurren sistemáticamente a la
naturaleza inalterable de los seres humanos para explicar y justificar actuaciones
económicas que se sustentan en una abstracción científica. Una especulación que,
aunque algunos autores preferirían otorgarle el grado de inducción, ha persistido en la
literatura económica bajo formas muy variadas. Basta con leer a John Stuart Mill para
66
confirmar que, como él mismo escribe, «se trata de una definición arbitraria» y que la
economía política «no trata la totalidad de la naturaleza del hombre, modificada por el
estado social, ni de toda la conducta del hombre en sociedad. Se refiere a él solo como
un ser que desea poseer riqueza, y que es capaz de comparar la eficacia de los medios
para la obtención de ese fin» (Mill, 1864, 5, 38-48).
Es decir, el homo economicus no existe más allá de su propia abstracción y de manera
parcial o complementaria. Lo afirma Mill al decir que sirve para explicar parcialmente
algunos de los comportamientos de los seres humanos que, además, siguiendo al mismo
autor, deberían tener un límite moral: las personas tienen derecho a actuar de acuerdo
con su voluntad siempre que con ello no dañen a otros. Ese es el límite: el dolor ajeno
resultado de un egoísmo individualista.
Por muy consistente que parezca el modelo neoclásico, solo es capaz de explicar una
parte de la realidad observable. El progreso de las ciencias sociales, especialmente de la
sociología, la antropología, la psicología social y, en su caso, la propia economía, ha
puesto de manifiesto que muchos de los enunciados relativos al hombre económico son
insuficientes, inexactos, cuando no reprobables.
¿Todo lo explica el egoísmo?
Tengo un amigo que se compró un piso por seis millones y medio de pesetas hacia
finales de la década de los años ochenta del pasado siglo. Lo vendió quince años más
tarde por un valor de 360.000 €. Es decir, unos 60 millones de pesetas, lo que significa
que obtuvo unos beneficios superiores a los 50 millones de pesetas, más o menos
300.000 euros. Este amigo presumía de ser de izquierdas. Al explicarme lo que había
hecho, le pregunté si había olvidado el fenómeno de la plusvalía y su ideología contraria
al capitalismo. Me respondió de inmediato: soy de izquierdas, siempre lo seré, pero no
soy tonto.
Otro de mis amigos compró un piso en la misma fecha por un precio similar. Lo
vendió quince años más tarde por 80.000 €, unos catorce millones de pesetas. Cuando le
pregunté si había tenido alguna urgencia por venderlo o cómo había calculado tan bajo el
precio de venta, me respondió que se había limitado a calcular el IPC de cada año, sumar
las reparaciones y los gastos de ampliación de la cocina y uno de los cuartos de baño y
determinar de esta manera el precio actual del piso. Cuando le dije que ese no era su
precio de mercado, se limitó a responder que él no era un especulador. Conviene advertir
que también se definía como de izquierdas.
¿Quién de los dos fue más tonto? ¿Quién de los dos fue más justo? ¿Se puede ser
justo e indiferente a las pautas del mercado en una sociedad caracterizada por el
egoísmo? Depende del amigo que escojamos. El egoísmo no es una creencia
generalizada, ni tampoco una manifestación de la inteligencia. Es, exponiéndolo lo más
sencillamente posible, el mecanismo por el que nos acomodamos para sobrevivir en una
67
sociedad que lo encumbra como un valor natural e inevitable. La consecuencia
fundamental es convertir al egoísmo en un proceso racional o, si se prefiere, establecer
que el egoísmo es el criterio determinante de nuestra racionalidad. Es decir, somos
racionales cuando somos egoístas y recíprocamente: somos egoístas porque somos
racionales. Pero ¿es cierto que siempre y en cualquier caso nos comportamos
egoístamente?
La investigación científica —y no solamente la reflexión teórica filosófica, social y
política— viene enseñando que no siempre nos conducimos racionalmente y que, en
consecuencia, no siempre podemos ser egoístas aunque deseemos o creamos serlo. Es
poco discutible que una parte de nuestras conductas económicas son racionales, lógicas o
egoístas, pero junto a ello no lo es menos que existen otras muchas que presentan otras
características. El mismo Wilfredo Pareto afirmaba que muchas de las acciones
económicas no son lógicas ni racionales y no se corresponden con un objetivo previo. En
muchas ocasiones el principio de racionalidad se contraviene, bien sea por ignorancia,
por error o por la propia despreocupación del ser humano. Existen gastos que van más
allá de lo que lógicamente cabe esperar, como aquellos cuya finalidad es el prestigio, la
ostentación o, simplemente, el exhibicionismo. En ciertos momentos gastamos mucho
más para poseer que para usar. Del mismo modo, Max Weber afirmaba que aunque el
hombre parezca racional, tal racionalidad concierne no tanto a los fines como a los
medios para alcanzarlos.
No existe, sin embargo, en el análisis económico tradicional, unanimidad a la hora de
definir y operativizar la racionalidad. La alternativa que se sigue es utilizar el criterio de
los objetivos inmediatos. Así, una persona es racional cuando es eficiente alcanzando los
objetivos que tenga planteados para cada momento. Estos objetivos son los gustos, que
aparecen exógenamente y que según se dice no existe razón alguna para ponerlos en
cuestión. En consecuencia, el gusto, o deseo, por lo que sea no es ni mejor ni peor que
cualquier otro. A este respecto y como argumentación crítica serviría lo que George
Stiglitz, Premio Nobel de Economía de 1982, denomina el problema del aceite del
cárter: «Si vemos que una persona está bebiéndose el aceite del cárter y que se retuerce
de dolor hasta morir, podemos afirmar que debía de gustarle realmente el aceite del
cárter; si no, ¿por qué se lo ha bebido?» (en Frank, 1992, 56). De hecho, todas las
conductas, por muy excepcionales que sean, se pueden justificar a posteriori, razón por
la cual, según este criterio, no se evalúa la racionalidad de los objetivos sino la
justificación de los resultados.
Así que algunos autores, precisamente para evitar este grave inconveniente, parten en
sus investigaciones del egoísmo como criterio de la conducta racional, lo que ayuda a
explicar algunas cosas, ciertas conductas económicas, pero, nuevamente, no alcanza a
todas, como, por ejemplo, la propina, la venganza, la obligación ética o moral o la
percepción de una transacción injusta, lo que sugiere nuevos e infranqueables problemas.
La racionalidad económica se manifiesta con frecuencia, es verdad. Pero eso no
68
quiere decir que todas las acciones económicas sean egoístas. Existen también
sentimientos y acciones voluntarias, altruistas y prosociales. Por otra parte, el ser
humano como sujeto económico se conforma por la experiencia y la cultura en la que
está inmerso. Tiene una historia. En consecuencia, las acciones económicas se modifican
por el conocimiento de situaciones anteriores, por la evolución de los valores y por la
previsión, la valoración del riesgo y la anticipación de los problemas que haya que
superar.
Robert Frank, profesor de economía de la Universidad de Cornell, abunda en las
pruebas sobre la existencia de numerosas predisposiciones emocionales en las
transacciones económicas. Escribe: «Tener una predisposición emocional a dejar a un
lado el egoísmo solo es una ventaja cuando otros pueden percibirlo. Si estas
predisposiciones pudieran observarse sin costos ni incertidumbre, en el mundo solo
habría personas colaboradoras» (Frank, 1992, 254). De hecho, como fuere que la
incertidumbre y los costes son inherentes al proceso, cuando menos para algunas
personas oportunistas como aquellas de las que parten los modelos tradicionales, siempre
habrá un espacio para que la probabilidad menos deseada se confirme. Una conclusión
parece obvia: los modelos de elección basados en la conducta real suelen predecir mucho
mejor las decisiones reales que el modelo de la elección racional.
Resumiendo, el modelo que supone que todo el mundo se comporta de una manera
oportunista está abocado a cometer grandes errores en la predicción de la conducta
económica real. Además, las personas que estén predispuestas emocionalmente a
preocuparse por los demás no deberían salir perdiendo por ello; entre otras razones,
porque otros pueden reconocer el tipo de personas que son. Es decir, pueden tener
oportunidades que no tendrán los oportunistas.
Efectivamente, ciertas teorías económicas se limitan a analizar las implicaciones
lógicas que se derivan de las hipótesis —pues eso son, hipótesis— sobre la racionalidad
del ser humano. Es decir, presuponen que el comprador gasta sus ingresos en aquellos
bienes que le reportan una mayor utilidad de acuerdo con sus necesidades y
posibilidades económicas. La decisión se produce entonces bajo la influencia de ambos
parámetros a través de un proceso racional en el que se evalúan los beneficios de la
compra según la inversión realizada. Esta perspectiva puede tener mucho interés y no
poca utilidad para establecer cómo deberían comportarse los consumidores cuando son
racionales y no de otra manera. Es decir, para comprobar la teoría no se formulan
hipótesis, sino axiomas desde los que se infiere la teoría. Es un círculo vicioso.
Desde esta línea argumental, la motivación, constructo de gran complejidad
conceptual, se simplifica y los procesos cognitivos implícitos en la toma de decisiones
son claramente esquivados, cuando no ignorados. Se establece que el comportamiento
real del consumidor es el reflejo de sus preferencias e, inversamente, sus preferencias
son reveladas por su comportamiento. Sin embargo, la conducta de compra puede estar
influida por otras variables, no necesariamente de carácter exclusivamente económico,
69
como los grupos de referencia, la familia, los valores o la cultura.
En teoría la noción de racionalidad se define como equivalente a la de coherencia. En
consecuencia, el valor predictivo de las condiciones de la coherencia depende
básicamente de la existencia de preferencias estables y conocidas en el consumidor,
condición lejos de ser satisfecha si las motivaciones subjetivas, no necesariamente
lógicas o racionales, son ignoradas, mal conocidas o extremadamente simplificadas. Hay
grandes diferencias entre el hombre económico y el hombre real, aunque puedan
aparentemente ser integrados.
De hecho, la importancia de la emoción en los modelos económicos se tiene cada vez
más en cuenta. Pero hay más. Desde la investigación psicológica se ha puesto de
manifiesto la existencia de serias limitaciones cognitivas que contradicen muchas de las
predicciones del modelo convencional de la elección racional. Los problemas del modelo
racional no acaban ahí. Desde la psicología de la percepción se ha comprobado que el
cambio, poco perceptible, de un estímulo es proporcional a su nivel perceptivo inicial.
Por este motivo, parece que es racional cruzar la ciudad para ahorrar 6 euros en la
compra de una radio de 36 euros, aunque jamás se nos pasaría por la imaginación
hacerlo para ahorrar 6 euros en la compra de un televisor de 600 euros. O el fenómeno
de la correlación ilusoria, que consiste en que cuando una persona considera que dos
eventos están relacionados, sobrestima su frecuencia de aparición sin atender al resto de
relaciones implicadas (Quintanilla y Bonavía, 2005).
El hexágono cognitivo
Efectivamente —lo sostuve al principio de este capítulo— los mercados no pueden
ser perfectos; entre otras razones porque las personas que los constituyen no siempre
actúan racionalmente. El modelo de la elección racional no considera las grandes
dificultades que tienen los seres humanos para tomar decisiones. Es decir, la compleja,
dinámica y extensa variabilidad de la conducta humana sujeta a influencias de orden
individual, grupal y colectivo. Ello, junto a las limitaciones cognitivas, produce notables
dificultades en los procesos de elección entre diferentes alternativas, por lo general
difíciles de comparar. La elección racional, contrariamente, parte del supuesto (implícito
en el hombre económico) de que tenemos o podemos hacer una ordenación previa de
preferencias. En la realidad, el ser humano precisa de grandes esfuerzos para elegir y
frecuentemente se equivoca. Pensar y tomar decisiones son procesos de una gran
complejidad que invariablemente se refieren a la cognición, que es la acción del
conocimiento; esto es, la acción de reconocer, recuperar, comprender, organizar,
almacenar, usar y elaborar la información que resulta de la percepción, el aprendizaje y
la memoria. También incluye la formación de conceptos y el funcionamiento del
razonamiento humano.
El hexágono cognitivo es el espacio común en el que confluyen la psicología, la
70
inteligencia artificial, la lingüística, la antropología, la filosofía y la neurociencia. Desde
esta perspectiva interdisciplinar, se supera la vía fenomenológica y se reniega de la
introspección como método para obtener conocimientos científicos. Se sostiene que es
posible estudiar científicamente los procesos mentales inherentes al conocimiento. Este
planteamiento fue, en gran medida, resultado de la psicología cognitiva que apareció en
las décadas de los cincuenta y los sesenta del siglo pasado como reacción a los excesos
reduccionistas del conductismo, que los instala en una especie de caja negra
infranqueable, y las grandes limitaciones del psicoanálisis, que los reduce a pulsiones.
Este enfoque es extremadamente provocador, puesto que si se puede investigar
científicamente el razonamiento seguido por las personas cuando toman decisiones, sería
posible saber hasta qué punto y cuándo son lógicas y racionales o, sencillamente,
conocer cuáles serían sus peculiaridades distintivas.
Las investigaciones sobre las cogniciones han tenido su influencia sobre el ámbito
económico a través de lo que se conoce como economía conductual (behavioral
economics) (12), una materia que muy bien podría añadirse al hexágono cognitivo al que
antes me he referido. La economía conductual tiene por principal objetivo la
investigación de las influencias cognitivas y emocionales sobre los juicios y la toma de
decisiones económicas.
El punto de partida de la economía conductual se podría encontrar en el artículo de
Herbert Simon de 1955 «A Behavioral Model of Rational Choice», publicado en The
Quarterly Journal of Economics, y en el libro escrito dos años después por el mismo
autor con el título de Models of Man. En este ensayo Simon afirma que la mayor parte de
las personas, cuando toman decisiones económicas, son parcialmente racionales y actúan
por impulsos no racionales y/o emocionales.
A menudo las personas no buscan, o les es imposible buscar, toda la información
disponible para evaluar convenientemente las diferentes alternativas posibles. Además,
frecuentemente se equivocan y cometen errores en el análisis costes-beneficios. Los
modelos sobre la racionalidad limitada afirman que a la hora de tomar decisiones, no
buscamos las óptimas sino que nos conformamos con encontrar las soluciones más
satisfactorias. Estas soluciones están influidas por tres limitaciones:
a) Las cognitivas, que se corresponden con la persona cuando razona su decisión.
b) La cantidad de información disponible, que suele ser excesiva.
c) El tiempo para tomar la decisión.
En 1978 se le concedió el Premio Nobel de Economía a Herbert Simon por sus
aproximaciones interdisciplinarias y por sus investigaciones sobre los procesos de toma
de decisiones en el seno de organizaciones económicas. Parece que, a tenor de la cita que
sigue, sus abordajes interdisciplinares no fueron demasiado bien acogidos: «Al igual que
las naciones, las disciplinas son un mal necesario que permiten a los seres humanos de
racionalidad acotada simplificar la estructura de sus metas y reducir sus decisiones a
71
límites calculables. Pero el provincianismo acecha por todas partes, y el mundo necesita
desesperadamente viajeros internacionales e interdisciplinarios que transmitan los
nuevos conocimientos de un enclave a otro. Como he dedicado gran parte de mi vida
científica a tales viajes, puedo ofrecer un consejo a quienes deseen llevar una existencia
itinerante. Resulta nefasto que los psicólogos te consideren buen economista y que los
científicos políticos te consideren un buen psicólogo. Inmediatamente después de arribar
a tierras extrañas hay que empezar a conocer la cultura local, no con el fin de renegar de
los propios orígenes sino de ganarse el pleno respeto de los nativos. Cuando se trata de la
economía, no existe ningún sustituto para el lenguaje del análisis marginal y del análisis
de regresión, ni siquiera (o especialmente) cuando la meta que se persigue consiste en
demostrar sus limitaciones. La tarea no es gravosa; al fin y al cabo, culturizamos a los
universitarios en un par de años. Además, puede incitar a escribir artículos sobre temas
fascinantes con los que en otro caso tal vez no nos hubiéramos topado nunca. Acaso sea
esta la razón por la que he empezado a aprender chino y realizo investigaciones
psicológicas sobre la memoria para los ideogramas de esta lengua a los sesenta y cuatro
años de edad. Un buen sistema para inmunizarme contra el aburrimiento incipiente»
(Simon, 1997, 419-420).
Con excesiva frecuencia los abordajes interdisciplinares suelen producir efectos muy
parecidos a los que señala Herbert Simon. Sin embargo, son imprescindibles en nuestra
época. En el año 2002 se les concede el Premio Nobel de Economía conjuntamente a
Daniel Kahneman y Vernon Smith. Aunque ambos autores están interesados en la
investigación de la toma de decisiones de los agentes económicos y sus enfoques, aun
siendo complementarios, son bastante diferentes entre sí.
Vernon Smith, profesor de economía y derecho en la Universidad pública George
Mason, es, posiblemente, una de las figuras más representativas de la economía
experimental, una rama o especialidad de la economía cuyo principal propósito es
reproducir, mediante la experimentación con personas, cuáles serán sus conductas en un
contexto o mercado específico. Sus trabajos reafirman la consolidación de la economía
experimental y la aplicación de los resultados de laboratorio —en este caso,
especialmente, sobre las subastas— a las ciencias económicas. Daniel Kahneman era en
aquel momento profesor de psicología de la Universidad de Princeton y llevaba mucho
tiempo investigando, junto con Amos Tversky, cómo funcionan los juicios y las
decisiones económicas en situaciones de incertidumbre.
En definitiva, reciben el Premio Nobel de Economía dos investigadores, un
economista y un psicólogo, preocupados por investigar cosas parecidas desde
perspectivas complementarias con el fin de hacer progresar los conocimientos
científicos. Sin embargo, este evento —de gran importancia teórica e investigadora,
tanto para la economía experimental como para la psicología social de la economía—
sigue provocando cierta sorpresa y estupor. Un buen amigo, profesor de economía, al
hacerle partícipe de mi alegría, me dijo: ¡Cómo debe de estar la economía para que el
72
Premio Nobel se le conceda a un psicólogo!
Es una manera irónica y divertida de evadir el debate, cierto, y un pensamiento
bastante generalizado y sincero entre otros muchos economistas. Paradójicamente,
también es frecuente que acontezca algo parecido con mis colegas psicólogos. Para
comprender las dificultades de este doble diálogo se puede volver a leer la cita anterior
de Herbert Simon. Salvando las distancias, es algo similar a lo que ocurre con aquellos
que defendemos activamente la necesidad de una constante colaboración entre la
universidad y las empresas. Para muchos colegas de la universidad, somos demasiado
prácticos, alejados de la teoría y la investigación científica, y para otros tantos directivos
empresariales, excesivamente académicos y teóricos. Compartir los conocimientos
coincidiendo desde universos disciplinares diferentes es extremadamente complicado.
Son demasiadas las variables, distintos los lenguajes y están bastante más presentes de lo
que imaginamos los estereotipos y los prejuicios.
Por otra parte, ¿cuáles pueden ser las razones por las que aún produzca cierto
asombro entre algunos economistas que el Premio Nobel de su especialidad se le
conceda a un psicólogo?
La paradoja de Sen y la teoría prospectiva
La inconsecuente coexistencia de las ideas psicológicas y antipsicológicas en la
economía es confusa y requiere alguna explicación. Shira Lewin (1996, 1293) denomina
a esta contradicción la paradoja de Sen, y se puede enunciar como la frecuente tendencia
al uso, por parte de los economistas, de la psicología y sus lenguajes sin poseer los
conocimientos apropiados. En los últimos años esta paradoja se hace cada vez más
evidente. Amartya Sen, también Premio Nobel de Economía en 1998, sostiene que existe
una actitud paradójica de los economistas respecto de la psicología. Tienden a creer que
aquella puede ser independiente de los conocimientos psicológicos y prefieren observar
la realidad estudiando el valor agregado de los gustos en los precios y las cantidades. En
esta actitud antipsicológica, en palabras de Sen, subyace la importancia percibida de las
preferencias reveladas (las necesidades en términos psicosociales), lo que reduce la
teoría de la preferencia a un conjunto de proposiciones conductuales herederas y
prolongación del homo economicus y de la dura abstracción en economía.
A pesar de todo, resulta evidente que las asunciones de los economistas dependen de
razonamientos psicológicos para ser plausibles. Los economistas, por ejemplo, están
muy condicionados por la noción de elección racional, y, como sostiene Sen (1997), la
racionalidad es un concepto no aprehensible si no tiene un motivo afín. La racionalidad
es, por su naturaleza, una interpretación psicológica que se coloca en la conducta que se
observa. Se asume que las conductas son el resultado de incentivos externos, es decir,
extrínsecos. Es la razón de que, en numerosas circunstancias, las observaciones de la
conducta sean bastante pobres, incluso erróneas. La información no conductual (como
73
los estereotipos y la comunicación no verbal), los juicios, los estilos mentales, o maneras
de pensar, y las emociones pueden explicar mucho mejor la motivación individual,
especialmente cuando las consideraciones morales dominan la elección.
En marzo de 1979 Daniel Kahneman y Amos Tversky (un psicólogo y un matemático
que han colaborado conjuntamente en una treintena de artículos) publicaron un trabajo
de referencia obligada en la economía conductual. En este artículo realizan una profunda
crítica a la teoría de la utilidad esperada como modelo descriptivo de la toma de
decisiones bajo riesgo y presentan un modelo alternativo al que denominan teoría
prospectiva.
Desde esta teoría se sostiene que el efecto de certidumbre contribuye a la aversión por
el riesgo cuando se trata de ganancias seguras y a la atracción por el riesgo en el caso de
elecciones que conlleven pérdidas seguras. Es decir, el efecto de certidumbre es la
tendencia de las personas a subestimar los resultados que solo son probables cuando los
comparan con los que son más seguros.
Por ejemplo, supongamos que se regalan 10.000 € y que se ofrecen dos posibilidades:
a) conseguir 5.000 € más, seguros, o b) 10.000 € más, con una probabilidad del 50%.
Según las investigaciones de Kahneman, la mayor parte de la gente se inclina por la
primera alternativa. Supongamos, ahora, que se regalan 10.000 € y que se ofrecen
similares alternativas: a) perder seguro 5.000 € o, b) perder 10.000 € con una
probabilidad del 50%. En este caso, la mayor parte de la gente prefiere arriesgarse
eligiendo la segunda alternativa. Sin embargo, las alternativas ofrecidas son iguales, y lo
que cambia es el referente psicológico. Se trata de lo que Kahneman denomina el efecto
aislamiento, por el que las personas, cuando la elección se presenta en contextos
diferentes o con referentes psicológicos distintos, tienden a ignorar los componentes que
son compartidos por todas las alternativas.
Las investigaciones realizadas desde el enfoque de la teoría prospectiva muestran
que, incluso cuando los problemas son sumamente sencillos, los individuos suelen violar
los axiomas fundamentales de la elección racional. Por ejemplo, las personas tratamos
las ganancias y las pérdidas asimétricamente, concediendo un peso mayor a las segundas
que a las primeras. Se trata de lo que los autores definieron como función asimétrica del
valor; es decir, el valor subjetivo es una función cóncava para las ganancias y convexa
en el dominio de las pérdidas, reproduciendo una función en S, con mayor pendiente en
las pérdidas. Esto significa que una pérdida de x € se rechaza más de lo que atrae una
ganancia de los mismos x €: aversión al riesgo.
El ejemplo más conocido es la comparación entre perder la entrada para el teatro o el
dinero que cuesta. Los dos casos son iguales en términos económicos; sin embargo, la
mayor parte de la gente dejaría de ir al teatro si perdiera la entrada y sí que asistiría si
perdiera el dinero. Lo que ha ocurrido es que ambas alternativas tendemos a valorarlas
por separado en lugar de considerar su efecto conjunto.
Juicios y consideraciones relacionadas con el estatus, los heurísticos de conocimiento,
74
los recursos cognitivos, el tratamiento equitativo, la percepción, el bienestar y la
reciprocidad influyen decisivamente sobre los razonamientos de las personas cuando
toman decisiones económicas. Todo esto puede parecer evidente a un psicólogo del
conocimiento o un psicólogo social cognitivo, pero contraviene buena parte de los
principios sustanciales del hombre económico. Efectivamente, cuando las personas
toman decisiones económicas, suelen cometer errores que no son aleatorios sino
sistemáticos; es decir, siguen una pauta acorde con ciertas reglas prácticas que usan para
estimar los factores de su decisión. Estas reglas mentales son especialmente sencillas,
ahorran esfuerzos cognitivos y ofrecen respuestas relativamente correctas. Son rápidas e
intuitivas y están constituidas por los recursos que utilizan las personas para dirigir la
búsqueda dentro del espacio-problema sin tener que explorar todo el espacio de modo
exhaustivo. Es decir, las personas utilizamos ciertos atajos mentales o reglas heurísticas.
El término «heurístico» proviene del griego Eureka, que significa descubrir y procede
de la famosa exclamación de Arquímedes cuando encontraba la solución de un
problema. Mediante el uso de los heurísticos se pueden obtener respuestas relativamente
correctas en algunos casos, pero en otros son el origen de grandes errores. En efecto,
como ocurre con otros procesos de simplificación, la utilización de heurísticos puede
conducir a sesgos en los resultados, en la medida en que se exageren o minimicen ciertos
aspectos de la información disponible. De similar manera a lo que ocurre con nuestras
categorías mentales o con el lenguaje, en ocasiones pagamos un alto precio por
utilizarlos. Así como ciertas categorías nos permiten organizar el mundo percibido y el
lenguaje nos sirve para comunicarnos, es frecuente que también nos impidan ver lo
evidente o contribuyan a los malentendidos. En consecuencia, las mismas reglas
heurísticas que nos ayudan a adaptarnos a una gran variedad de circunstancias disímiles
esconden una especie de talón de Aquiles que puede conducirnos a sesgos y errores.
Existen tres tipos de heurísticos: de accesibilidad, de representatividad y de ajuste y
anclaje. En el heurístico de accesibilidad se sigue la regla práctica de valorar la
frecuencia de un acontecimiento por la facilidad con la que se recuerda. Descrito de otro
modo, la probabilidad de existencia de un evento determinado se calcula según el grado
de facilidad con que puedan evocarse los casos correspondientes a dicha categoría. Por
ejemplo, juzgamos que es posible que nos roben en casa porque le acaba de ocurrir a un
vecino. El ejemplo que mejor ilustra el sesgo de la accesibilidad se encuentra en la
investigación realizada por Tversky y Kahneman (1974), en la que se leyó una lista de
nombres de personas a un grupo de sujetos. La lista incluía nombres de mujeres
mayoritariamente famosas junto a la misma cantidad de nombres de hombres
mayoritariamente desconocidos. Tras ello se preguntó a los participantes si en la lista
había más mujeres o más hombres, y la tendencia mayoritaria fue responder que eran
más numerosas las mujeres. La explicación es muy sencilla cuando se recurre al sesgo
por facilidad de evocación de casos: los casos de mujeres resultan «más prominentes»
debido a la familiaridad con ellos.
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El heurístico de representatividad se basa en la influencia de la presencia relativa con
que se observan prototipos en la población y la frecuencia de un acontecimiento por su
representatividad o semejanza. Es decir, las probabilidades de existencia de un evento
determinado se calculan según el grado de semejanza con el estereotipo o prototipo de la
clase a la que ese evento pertenece o representa. Los sesgos más relevantes cuando se
utiliza este heurístico son la insensibilidad a las probabilidades previas, las concepciones
erróneas del azar, la insensibilidad a la predictibilidad y la ilusión de la validez. La
influencia de este tipo de sesgos se puede ilustrar con el ejemplo del estereotipo de la
timidez de los bibliotecarios. De hecho, puede ser un rasgo representativo de los
bibliotecarios. Según el sesgo de la insensibilidad a las probabilidades previas,
tenderemos a pensar que si una persona es tímida, será más probable que sea
bibliotecaria que vendedora. Pero como hay muchos más vendedores que bibliotecarios,
es mucho más probable que una persona tímida elegida aleatoriamente sea vendedora
que bibliotecaria. Si, en un grupo formado por ingenieros y psicólogos, sin que sepamos
quiénes son una u otra cosa, una persona se define como propensa a cuantificar
variables, sistemática, ordenada, racional y analítica, probablemente la mayor parte de la
gente tendería a inferir que es un ingeniero y no un psicólogo, ya que tales características
parecen corresponderse mejor con el estereotipo del primero que con el del último.
Mediante el heurístico de ajuste y anclaje, las personas razonan sus decisiones según
un primer cálculo preliminar para más tarde ajustarlo o proyectarlo al resultado final. Es
decir, siguen la regla práctica por la que las probabilidades de existencia de un evento
determinado se calculan con arreglo a un valor inicial presente en la información de
partida como patrón comparativo, o proveniente de un cálculo preliminar incompleto que
se produce durante el proceso de resolución. Tversky y Kahneman (1974) se refieren a la
investigación que realizaron pidiendo a dos grupos diferentes de personas una
estimación del porcentaje de países africanos con representación en la ONU. A cada
grupo se le informaba, en una primera fase, de si tal porcentaje era mayor o menor que
una cantidad extraída al azar de una bolsa. Después, en una segunda fase, se les
solicitaba la estimación de aquel porcentaje. En el primer grupo el número extraído de la
bolsa fue el 25, mientras que en el otro grupo fue el 45. Lo que pudieron observar es que
las respuestas promedio de cada grupo se ajustaban significativamente al valor de sus
respectivos estímulos ancla.
En definitiva, una parte de la teoría económica se encuentra bajo la influencia de
aquellas perspectivas que integran los modelos económicos de la toma de decisiones con
los abordajes de la psicología, en especial la psicología social, la psicología experimental
y la psicología cognitiva. Hoy, la psicología económica (Quintanilla y Bonavía, 2002) y
la economía conductual se manifiestan como materias interdisciplinares interesadas en la
investigación científica de las tendencias cognitivas y emocionales del comportamiento
económico individual y de las conductas sociales asociadas. Sus principales líneas de
estudio se interesan en la investigación de la racionalidad, sus anomalías o su ausencia, y
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en cómo las decisiones económicas de los ciudadanos pueden influir sobre los precios en
el mercado, los beneficios y la asignación de recursos.
Aunque se hayan producido críticas bien fundamentadas, no es menos cierto que las
investigaciones de Tversky y Kahneman muestran la relevancia de la teoría prospectiva
para explicar las decisiones y consiguientes conductas que no siguen el modelo racional
de la teoría económica estándar. Se han editado algunos libros en castellano, destacables
por su accesibilidad, su rigor y su tono divulgador, coincidentes con esta línea
argumental de confluencia interdisciplinar. Todos de una manera u otra dejan constancia
de la importancia de la psicología para la explicación de ciertos fenómenos económicos
(13).
Los autores críticos con la economía conductual, como por ejemplo Eugene Fama,
defensor de la hipótesis de los mercados eficientes y miembro activo de la Escuela de
Chicago, sostienen que los resultados de estas investigaciones son meras anomalías,
detectadas en situaciones experimentales o de laboratorio, fuera del mercado real, y que
hay que seguir confiando en la lógica racional de los mercados, que acabarán colocando
las cosas en su lugar.
Este es un argumento muy serio y no se puede despachar a la ligera. La economía
conductual se basa en la investigación de procesos y conductas individuales. Las
regularidades resultantes deberían ser analizadas desde una perspectiva de mayor
amplitud teórica, y esa es, precisamente, la que ofrece la psicología social económica
(Quintanilla, 1997). Las conductas individuales son absorbidas y mediatizadas por el
mercado, pero las tendencias sociales puede que no. Las crisis económicas son el mejor
ejemplo: tendencias psicosociales sostenidas pueden generar bucles repetidos que lleven
al mercado cada vez más lejos, por encima de su eficiencia y fuera del equilibrio. El
contexto social es determinante para canalizar las emociones individuales y también para
el correcto desarrollo de las potencialidades genéticas y neurológicas.
La importancia del contexto social
Las decisiones económicas están estrechamente relacionadas con las normas y pautas
vigentes en el modelo económico dominante en un contexto social e histórico
determinado. No dependen, por tanto, de nuestra libertad para elegir sino de las reglas,
normas y heurísticos que anteceden a nuestras decisiones. Es decir, para salvaguardar la
libertad de las personas —condición reiteradamente aireada por los defensores del
neoliberalismo— es imprescindible considerar las circunstancias históricas y las
contingencias económicas diferenciales de un espacio social específico (un país, España,
una organización de países, la Unión Europea, o una región específica del planeta, el
Gran Sur) y las reglas que organizan las transacciones económicas, la propiedad, el
mercado y el consumo a escala regional, territorial o global.
En este punto las reflexiones de Amartya Sen adquieren un especial significado:
77
existen políticas económicas del bienestar y otras que se orientan a la satisfacción de las
preferencias y demandas de los consumidores. No son iguales, ni ofrecen resultados
similares, y dependen, muy estrechamente, de la asignación inicial de recursos en un
determinado contexto socioeconómico. Así, por ejemplo, en un contexto social en el que
no tenemos televisión ni radio, ni chuletas ni hamburguesas, nos tiene sin cuidado lo que
se nos ofrezca: sea una televisión o una radio, sean chuletas o hamburguesas. No
obstante, cuando se nos asigna el recurso correspondiente a solo una de las alternativas
(por ejemplo, televisión y hamburguesas), la mayoría de las personas tienden a quedarse
con esta opción y a acomodarse a ella, aun cuando más tarde tengan la posibilidad y la
libertad de cambiar y hacerlo decidiéndose por las otras (radio y chuletas).
Cuando, por ejemplo, se implantan políticas económicas de libre mercado en
contextos de extrema pobreza respetando las preferencias de las personas y no su
bienestar, se contribuye a perpetuar la miseria, ya que estas preferencias vienen
condicionadas por las reglas legales, sociales y económicas establecidas con antelación
por el mismo modelo que se está imponiendo.
Por otra parte, en otras muchas ocasiones, tienden a fortalecer los juicios y las reglas
predominantes en el contexto de partida. En contextos, ricos o pobres, en los que
predomine la marginación de la mujer, la discriminación racial o el trabajo de los niños,
por ejemplo, las políticas de libre mercado tenderán a reproducir, y no a impedir, lo que
en ese contexto social parece natural y conveniente. Entre otras razones, porque las
empresas, casi siempre en perfecta consonancia con su medio económico y social,
previniendo las reacciones de sus clientes —componentes activos de ese medio social—,
no contratarán mujeres ni personas de las etnias discriminadas pero sí recurrirán a los
niños y niñas. Lo uno y lo otro pueden ser inaceptables, incluso ilegales, en otros
contextos sociales y no lo serán en aquel en el que se opera.
No recuerdo el título del documental, pero transcurría en las montañas del norte de la
India. Describía la vida de una familia descendiente de los primeros pobladores del
lugar. El patriarca de la familia explicaba la vida que llevaba y la dureza del trabajo que
tenía que hacer para sobrevivir con una esperanza de vida de 40 años. De vez en cuando
trabajaba para los grandes terratenientes cultivando una tierra que fue de sus
antepasados. Recuerdo bien el momento en el que sonreía forzado ante la cámara
afirmando: «cuando llegaron los colonizadores ingleses, nos pidieron las escrituras de
propiedad de los terrenos y no pudimos responder, no sabíamos qué eran y tampoco las
teníamos, así que nos quedamos sin nada».
¿Hasta qué punto somos racionales cuando compramos?
La racionalidad también se ha puesto a prueba en el ámbito más específico de la
conducta del consumidor. Según el paradigma clásico, las decisiones de compra son el
resultado de procesos calculados, racionales y conscientes. Por consiguiente, las
78
elecciones de una persona son la expresión de sus preferencias o necesidades y pueden
ser descritas a priori de forma completa sin pasar por la experimentación. Es decir, una
vez más, se afirma que las hipótesis se pueden verificar teóricamente sin necesidad de
ser demostradas científicamente. ¿Cuál es esa teoría? Se trata de la teoría de la demanda,
que sostiene que el consumidor siempre se comporta de acuerdo con lo que establecen
los axiomas de la racionalidad.
La terminología varía grandemente, y en algunos casos se enuncian cinco axiomas y
en otros seis. Son muy conocidos y se pueden consultar en cualquier diccionario de
economía. Los que aparecen en el Diccionario Akal de economía moderna (editado bajo
la supervisión de David Pearce, 1999) son los siguientes:
1. Axioma de complitud, por el que se establece que el consumidor es capaz de
ordenar todas las combinaciones posibles de bienes según sus preferencias.
2. Axioma de transitividad, por el que se establece que si se prefiere una
combinación de bienes A a otra B y se prefiere B a C, entonces se preferirá A a
C.
3. Axioma de la selección, por el que, sencillamente, se establece que el consumidor
aspira a conseguir el estado por el que muestra mayor preferencia.
«Hasta aquí —escribe el autor de la entrada— los axiomas que se consideran de
racionalidad. El resto son, en realidad, supuestos sobre la conducta» (Pearce, 1999, 32).
Son los siguientes:
4. El axioma de dominio, que establece que los consumidores prefieren una mayor
cantidad de bienes que una menor. También se conoce con el nombre de axioma
de la codicia o no saciedad.
5. Axioma de continuidad, que de hecho establece que existe una línea que separa el
conjunto de bienes que se prefieren de los que no se prefieren o resultan
indiferentes.
6. Axioma de convexidad de las preferencias, por el que se establece que la línea de
indiferencia es convexa hacia el origen.
Obsérvese que son axiomas, es decir, proposiciones claras y evidentes que no
necesitan demostración y que son, a su vez, el criterio y la conducta: es decir, cómo se
deben comportar los consumidores cuando son racionales. Por otra parte, el aspecto
semántico es muy revelador cuando al axioma de dominio se le conoce también como el
de codicia y se lo relaciona con la no saciedad o la insatisfacción permanente.
La causa de la causa es causa de lo causado, afirmaba Aristóteles. Lo causado no
puede ser causa de sí mismo. Lo causado (los consumidores se comportan
codiciosamente) no puede ser la causa de sí mismo (los consumidores son codiciosos).
La pregunta es: ¿por qué los consumidores son codiciosos?, ¿lo son siempre?, ¿en qué
79
condiciones? Si se observa y se comprueba científicamente que las personas también
pueden ser solidarias, la veracidad del axioma de la codicia se disiparía o se debería
complementar con otro que se podría enunciar así: las personas pueden comportarse
codiciosa y/o solidariamente. Lo que llevaría implícita la pregunta: ¿en qué condiciones
psicosociales prima una u la otra?
Efectivamente, el axioma de dominio establece que los consumidores son codiciosos
porque son racionales o al revés, poco importa. Pero no siempre podemos o queremos
ser codiciosos. No podemos satisfacer nuestra codicia sin dinero o el poder que otorga el
dinero, ni tampoco lo somos cuando quebrantamos las leyes robando o especulando.
Algunos no quieren ser codiciosos porque sus creencias y valores se lo impiden. Así que,
por motivos diferentes, no siempre somos egoístas. Sin embargo, si no somos codiciosos,
no somos racionales. ¿Debemos, entonces, conculcar las leyes o esquivar nuestras
creencias?
Es fácil deducir lo que oculta este silogismo improvisado. Los promotores de los
axiomas de la racionalidad parten de otro de mucho mayor rango y calado: el concepto
de homo economicus. De esta forma, axioma tras axioma, se va construyendo un modelo
que solo tiene valor científico cuando los seres humanos se comportan de acuerdo con él
y lo hacen, no conviene olvidarlo, para sobrevivir en un contexto socioeconómico
determinado.
Por consiguiente, defenderán los ideólogos neoconservadores, si queremos ser
racionales hemos de ser codiciosos, las leyes están mal hechas y los valores que lo
impiden son el resultado de caducos sueños románticos del pasado. Sin embargo, la
codicia no es razonable, sobre todo a escala colectiva. Sus consecuencias sociales se
pueden ver por todas partes. En un hipotético juego en el que algunos, la minoría,
ganaran, el resto, la mayoría, siempre perdería. Esto es lo natural, responderían los
defensores del darvinismo social, sobrevive el más apto. La historia ha terminado,
dejemos paso al pensamiento único: no hay otra solución económica que el crecimiento
y la reducción al máximo de la intervención estatal. Dejemos que la gente se comporte
como le dé la gana. Dejemos libre al ser humano, sometido a las leyes de su naturaleza y
a la providencia de Dios.
Sin embargo, la codicia es insaciable y, de persistir, se pondría en peligro el sistema
económico que la promueve y con ello la sociedad misma. Ese es el peligro del enfoque
neoconservador, acabar con la sociedad al mismo tiempo que acaba consigo mismo. La
posible solución debería situarse en un plano diferente. Habría que dirigirse a la ética
para que nos sacara una vez más de apuros. Sería, entonces, una cuestión de valores con
los que la racionalidad se mediría por los estándares de solidaridad y justicia que hacen
posible una forma de vida digna. Una ética planetaria acorde con los principios
solidarios y democráticos. ¿Es imposible? Puede ser. Pero de la misma forma que los
humanos tenemos una fuerte tendencia a la destrucción, también somos capaces de
construir lo más grandioso. Por el momento, a la espera de explicarme algo mejor en los
80
capítulos que siguen, yo me quedo con lo segundo, pues me parece la mejor opción.
81
CAPÍTULO 4
EL CONSUMIDOR EN BUSCA DE SENTIDO
—No te obstines, no insistas, no me hace falta un teléfono inteligente y menos aún una tableta.
¿Qué carajo es eso? Prefiero las tabletas de chocolate o de turrón, por no decir esos pastelillos con dos
obleas regados en miel. ¡Déjate de gaitas!, ¡no te das cuenta!, esos teléfonos y ordenadores nos
controlan y se hacen viejos apenas los has comprado. No me hacen falta, prefiero un buen libro.
—Se equivoca usted, don Claudio, los smartphones y las tablets son el presente en el que se
desenvuelven los jóvenes de hoy en día.
—Puede ser, no te lo niego, pero insisto: prefiero comerme una tableta de chocolate mientras me
regalo con un atardecer en la sierra de la Calderona.
—Una cosa no es incompatible con la otra.
—¿Tú crees?
Conversaciones con don Claudio (2014, 34).
La obsolescencia programada
La obsolescencia programada (o, también, obsolescencia planificada) es la reducción
y/o limitación intencionada del ciclo de vida útil de un producto con la finalidad de
aumentar la frecuencia de su restitución. Más concretamente, la fabricación planificada
de un producto para que tras un período de tiempo, previamente determinado por el
fabricante, se quede anticuado u obsoleto y deje de ser útil y funcional.
La idea apareció por primera vez en año 1928 en un artículo de la revista de
publicidad Printer’s in, en el que se afirmaba que si los productos no se desgastaban a un
ritmo predeterminado, las empresas no podrían crecer. Unos años más tarde, como
respuesta a la depresión económica de 1929, Bernard London, un inversor inmobiliario,
editó un folleto en el que advertía sobre la conveniencia de fabricar los productos
planificando su desgaste con anticipación. Este era, según él, el sistema para generar el
crecimiento económico que requería el país para salir de la crisis.
Las empresas necesitaban seguir fabricando y creciendo, y para ello era preciso que
los usuarios tuvieran que seguir comprando o reponiendo. London hizo su propuesta en
1932 solicitando al gobierno que aprobara una ley que tuviera presentes los principios de
la obsolescencia programada. Su idea pasó desapercibida hasta 1954, cuando el
diseñador industrial Brooks Stevens la recuperó como título de una conferencia que
impartió sobre publicidad. Según Stevens, había que inculcar en los consumidores el
deseo de la posesión de productos un poco antes de lo objetivamente necesario. Había
que diseñar y fabricar artículos cada vez más nuevos, originales y diferentes.
Las ideas de Stevens fueron admitidas y asumidas de forma generalizada en Estados
Unidos, contribuyendo a la aparición de la sociedad de consumo y a la salida de la
82
depresión económica. Mientras Europa aún se reponía lentamente de los estragos de la
guerra, Stevens afirmaba: «El antiguo enfoque europeo era crear el mejor producto y
para que durara siempre. Te comprabas un buen traje para llevarlo desde tu boda hasta tu
entierro sin poder renovarlo. El enfoque americano es crear un consumidor insatisfecho
con el producto que ha disfrutado, que lo venda de segunda mano y que compre lo más
nuevo con la imagen más nueva» (14).
Desde entonces, la aplicación de la obsolescencia programada se ha extendido y
generalizado a escala global, de tal suerte que se ha convertido en una disciplina mucho
más amplia conocida como la ingeniería de valor. Se sabe que la utilidad percibida de un
producto se relaciona con las motivaciones de los consumidores. Estas motivaciones
pueden modificarse negativamente si la durabilidad no es la esperada, y esto hace que
busquen otras alternativas. Por esa razón las empresas debe estudiar el ciclo del valor
útil del producto, diseñándolo y fabricándolo según las percepciones y expectativas de
los consumidores, sopesando variables tales como el precio, los costes de su fabricación,
su diseño y su vida útil. La combinación de estas variables dará lugar a variedades
diferentes de un mismo producto accesible y deseable por determinados tipos de
consumidores, considerando su nivel adquisitivo, el uso que darán al producto o sus
expectativas específicas.
En consecuencia, según la ingeniería de valor, existen diferentes tipos de
obsolescencia:
1. La obsolescencia de diseño.
El producto se diseña y se fabrica para que se estropee cuando alcance un punto
de decreciente rentabilidad, es decir, cuando llegue el momento en el que el
producto no pueda dar los máximos beneficios posibles a tenor de la inversión
realizada. Los ejemplos más conocidos son los electrodomésticos y los fungibles
o productos que se consumen con el uso, como los cartuchos de tinta para las
impresoras, las pilas, las bombillas y similares.
2. Obsolescencia del deseo.
También conocida como psicológica o de conveniencia. Se trata de convencer al
comprador de que el producto que adquiere es el más nuevo, reciente y flamante
o el que mejor se ajusta a la moda emergente. En este caso, se persuade al
consumidor para que compre el producto sin que el que sustituye haya perdido su
funcionalidad, su utilidad o su valor. Algunos ejemplos representativos son la
ropa y los teléfonos móviles.
Estas técnicas se han venido practicando desde la década de los sesenta, haciéndose
cada vez más sofisticadas, hasta el momento presente. Hoy se añaden a las anteriores
otras dos formas de obsolescencia programada:
3. Obsolescencia sistémica.
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Consistente en el lanzamiento de productos y accesorios incompatibles con los
que ya existen, de tal forma que sea muy difícil utilizar los antiguos o encontrar
recambios. Es el caso por ejemplo de las versiones incompatibles o no
actualizables de los programas informáticos al pasar de un sistema operativo a
otro diferente.
4. Obsolescencia de advertencia anticipada.
Consiste en alertar al consumidor sobre la necesidad de cambiar algún
componente, o el producto mismo, sin tener en cuenta su estado real. De esta
forma, productos que aún funcionan o que aún se pueden consumir se desechan
sin más. Un ejemplo es la fecha límite de consumo preferente o de caducidad de
los yogures.
Acabada la contienda mundial en 1945, la obsolescencia programada posibilitó un
nuevo modelo productivo, impulsando el crecimiento económico y promoviendo un
bienestar social antes nunca sospechado. Pero para que fuera factible, hicieron falta otras
dos componentes.
1. Primero, una publicidad dirigida sistemáticamente a ensalzar el individualismo, la
competitividad y el egoísmo transformados en un sentimiento diferencial ante los
demás, potenciando las apariencias en detrimento de lo objetivamente necesario e
impulsando la saciedad de los deseos de tal manera que se llegara a confundir
con la felicidad.
2. El otro complemento es el crédito fácil. Había salarios suficientes para sobrevivir
y créditos fáciles y accesibles para hacer viables los deseos que no se pudieran
satisfacer con el salario medio.
Sin embargo, transcurridos unos años, el dinero y la deuda adquirida con beneficios
constantes para las empresas reinvertidos de nuevo para generar más deuda de la que
derivar más beneficios han ido socavando las bases del sistema con reiteradas y repetidas
crisis económicas y financieras. Además de los efectos medioambientales y sobre los
recursos naturales, estas ideas, en consonancia con la producción estandarizada y
ajustada a la demanda estimulada artificialmente, supusieron la aparición del consumo
irresponsable y compulsivo, los procesos adictivos a la compra y el consumismo
subsecuente, extensión natural y exagerada del consumo descontrolado.
No hubo una ley que legalizara la obsolescencia programada; es muy posible que se
considerara inmoral. Pero tampoco la hubo para su prohibición. La economía tenía que
crecer, y estas prácticas, que en aquellos años se desenvolvían en el terreno de la
ambigüedad, eran la solución adecuada. Un pragmatismo realista: el fin justifica los
medios, si con ello el país —en este caso Estados Unidos y luego Europa— crece
mejorando la calidad de vida de sus nacionales, sin importar demasiado lo que ocurra en
otros lugares del planeta.
84
Hay una gran diferencia entre una economía del mercado y aquella que solo permite
el crecimiento de los más egoístas, dejando en el camino a los que no los son. La
justificación de los valores se desenvuelve bajo la influencia del contexto social y
económico. Y esto es lo que sucedió: el egoísmo, en forma de valor y conducta social
más o menos generalizada, fue adquiriendo predominancia social, lentamente al
principio y luego de forma más rápida. Poco a poco dejó de ser percibido como un
defecto, o una tendencia natural de los seres humanos que había que controlar, para
convertirse en una virtud. No era la primera vez que ocurría un proceso así. Por ejemplo,
el fanatismo fue considerado una virtud en la Alemania nacionalsocialista, y ocurrió sin
que apenas se percibiera que los valores de justicia y libertad se estaban conculcando y
siendo proscritos a un lugar secundario.
Si la competitividad es el rasgo distintivo de las empresas que necesitan crecer
constantemente, la obsolescencia programada es el mejor sistema para someter al
consumidor a la lógica de los deseos insatisfechos o, si se prefiere, a lo que necesita la
sociedad para mantenerse y desarrollarse económicamente conservando el estatus de
bienestar de sus ciudadanos. Pero ¿qué diferencia hay entre comprar lo que deseo o
robarlo cuando no lo puedo pagar? La ley. Pero esa ley es parcial o incompleta si lo que
se hace desear fervientemente no se puede comprar. Si somos egoístas, entonces no lo
podremos evitar. A no ser que el egoísmo incontrolable se mida de manera diferente
según el estatus o poder de las personas. El robo siempre es inmoral, pero la
especulación también lo es. No hay una ley, o se aplica laxamente, cuando se permiten
los paraísos fiscales. Se puede evadir impuestos cambiando el país de residencia sin que
una ley internacional lo castigue. ¿No es esta una forma de robo de mucho mayor calado
que el que roba el último CD de su grupo favorito? Aunque desde el punto de vista
moral apenas existan diferencias, desde luego las hay desde la perspectiva económica.
Por otra parte, hay una distancia considerable entre consumir, un acto imprescindible
para la existencia humana, y hacerlo de forma exagerada. No hay un punto específico de
separación, pero sí un límite fácilmente observable: despilfarro, adicción, insatisfacción
y neurosis. Todos ellos son factores perceptibles colectiva, grupal e individualmente;
incluso medibles y diagnosticables. La obsolescencia programada, ayudada por ciertas
formas de publicidad y el crédito fácil, transforma las necesidades en deseos
incontrolables, y eso tiene sus consecuencias.
Necesidades, demandas y deseos
Existe un hecho objetivo difícilmente cuestionable, y es el siguiente: para el
desarrollo de una vida digna es indispensable que las personas puedan satisfacer desde
su nacimiento las necesidades más elementales. El problema estriba en determinar cuáles
son estas necesidades y cómo se pueden diferenciar de los deseos.
Para los economistas más ortodoxos, las necesidades no son objetivas, y por esa razón
85
prefieren utilizar el concepto de preferencia o el de demanda. Es una consecuencia
directa de la abstracción generalizada del homo economicus. El que una mayoría de
ciudadanos prefiera la alimentación a la moda, por ejemplo, no significa que una
minoría, al preocuparse por el vestir, no pueda optar legítimamente por lo que prefiera.
Comer y vestirse a la moda tienen, por tanto, el mismo rango ontológico y moral. Se
trata de simples demandas y preferencias. La necesidad no es más que una preferencia
compartida por muchas personas que inciden sobre las empresas o los gobiernos para
que respondan, mediante determinadas ofertas, a las demandas subsecuentes. Es así que
el bienestar de la gente se origina según dos principios fundamentales: a) una
concepción subjetiva de los intereses y b) la defensa de la soberanía privada. Las
inferencias son evidentes. El individuo es la única autoridad que puede dilucidar cuáles
de entre sus intereses prefiere satisfacer. Lo que se habrá de ofertar, es decir, lo que hay
que producir, lo determina el consumo privado.
Lo anterior se complementa por otras corrientes de pensamiento que sostienen que
algunas personas —y solo algunas— poseen la autoridad de decidir por los demás las
necesidades que deben satisfacer, lo que inevitablemente rezuma autoritarismo
encubierto. Es bien curioso que los defensores de tal postura provengan tanto del
capitalismo radical como del comunismo más trasnochado. Es paradójico pero también
explicable.
Cuando se afirma que la gente no sabe lo que quiere, que es ignorante, que es poco
culta o que es imposible que entienda los Presupuestos Generales del Estado, y que solo
los competentes conocen con rigor las verdaderas necesidades de los ciudadanos,
entonces ciertas actuaciones institucionales aparecen asociadas a incrementos o
restricciones presupuestarios que afectan a las necesidades de otros para atender aquellas
que los especialistas e instruidos consideran fundamentales. Poco importa lo que puedan
decir los ciudadanos, que, por lo general, sí que conocen y suelen jerarquizar sus
necesidades y aspiraciones.
Otro flujo de pensamiento admite la objetividad de las necesidades, pero
subordinadas al grupo; es decir, son variables y diferentes según los grupos de que se
trate. Cuando los comportamientos de las personas de un grupo son diferentes de los de
otro, entonces las necesidades también lo son. Por tanto, siendo las necesidades
objetivables, no son comunes a toda la gente. El siguiente paso parece evidente: solo un
grupo cultural o étnico específico conoce cuáles son sus verdaderas y objetivas
necesidades. Este planteamiento ha dado lugar a reñidas controversias y discusiones.
Muchos grupos feministas tildan de tiránicas y objetivamente perjudiciales las prácticas
de ciertos grupos culturales tales como la circuncisión femenina o el purdah. Sin
embargo, algunos antirracistas y defensores del concepto de multiculturalidad proponen
que hay que respetarlas y critican a los anteriores. Dicen que sus argumentos son
etnocéntricos y lesivos para la dignidad de las personas que practican rituales
profundamente arraigados en sus formas de vida. Solo ellos son capaces de saber lo que
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necesitan en un mundo en el que ciertas potencias han practicado un imperialismo
cultural inaceptable.
La cuestión que se suscita es extremadamente relevante al mismo tiempo que
delicada. Debería ser motivo de profunda reflexión. Apuntaré algunos trazos a seguir
mediante una serie de preguntas por si el lector considerara la posibilidad de ir
respondiendo: ¿existen los derechos universales de las personas?, ¿son solo un esquema
de valores y creencias de ciertos grupos y, por tanto, no extrapolables a otros contextos
culturales?, ¿una cultura que sabe que la circuncisión femenina es objetivamente
perjudicial y que tiene grandes secuelas físicas y psicológicas para las mujeres debe
permanecer indiferente a su práctica indiscriminada?, ¿lo ha de tolerar?, ¿lo puede
comprender?, ¿lo debe admitir?
Otra línea de pensamiento, además de aceptar la especificidad de los grupos, va más
lejos al concebir las necesidades como discursivas. Los miembros de una colectividad
acrecientan su identidad mediante el desarrollo creativo de su lenguaje y de las normas
que los mantienen unidos como copartícipes de un proyecto común; es decir, las
necesidades están sujetas al lenguaje.
Finalmente, otro flujo de ideas lo constituye el constructivismo social. Desde esta
perspectiva se afirma que no existen necesidades objetivas y universales que nos
vinculen como seres humanos, independientemente de la cultura. La realidad social se
construye socialmente. Las ideas sobre esta realidad son también construidas por el
observador científico.
¿Por qué existen tantas perspectivas y debates? Es evidente que estamos ante un
asunto complicado, que tiene mucho que ver con el bienestar y la felicidad de los seres
humanos. Pero ¿se pueden objetivar las necesidades?
Con excesiva frecuencia se confunde la necesidad con el deseo, y también con la
demanda. Cuando esto ocurre, es lógico que la discusión sobre la naturaleza de las
necesidades se torne escurridiza y que se exprese desde perspectivas tan variadas o en
términos relativistas. En el Diccionario de la Lengua Española de la Real Academia de la
Lengua existen diferentes acepciones para la voz «necesidad». Quizá las que mejor
encajan con lo que vamos describiendo son la tercera, «carencia de las cosas que son
menester para la conservación de la vida», y la cuarta, «falta continuada de alimento que
hace desfallecer». Sin embargo, «desear» se define como «aspirar con vehemencia al
conocimiento, posesión o disfrute de una cosa». Cuando se busca en el diccionario el
vocablo «aspirar», se encuentra «pretender o desear algún empleo, dignidad u otra cosa».
Por otra parte, la noción de demanda se aproxima al deseo puesto que alude a pedir,
solicitar, rogar o desear. Así que cuando menos, y con el diccionario en la mano, existen
algunas diferencias entre el concepto de necesidad y el de desear o el de demandar.
En la noción de necesidad encontramos dos componentes: la carencia de aquellas
cosas imprescindibles para conservar la vida y el sentimiento de privación respecto de la
satisfacción general de nuestros congéneres. Hay por tanto carencias imprescindibles y
87
sentimientos subjetivos. Lo primero alude a la supervivencia; lo segundo, al deseo. A mi
parecer, reservándome algunas precisiones para más adelante, lo primero es de general
objetividad y fácilmente admisible por todos los seres humanos; lo segundo es relativo,
discursivo y socialmente construido.
Para diferenciar estos conceptos, algunos de los especialistas del marketing aportan
una serie de matices de gran interés. Sostienen que el deseo es un medio excelente para
conocer la necesidad. Dicen que las necesidades genéricas son estables y restringidas a
cierto número, en tanto que los deseos —que en realidad son necesidades derivadas—
son heterogéneos, plurales, variables y constantemente presididos por el contexto social.
Finalmente, los deseos se traducen en la demanda de bienes, servicios o productos
específicos.
El origen de esta propuesta hay que buscarlo en Keynes (1936), que diferenció entre
necesidades absolutas y relativas. Las primeras son una experiencia individual, fuere
cual fuere la del resto de personas. Son inherentes al ser humano frente a la naturaleza y
como organismo. Las segundas, las relativas, se sacian elevándonos «por encima de los
demás». En consecuencia, las absolutas son saturables; las relativas, no: son insaciables,
pues, a medida que se eleva el nivel general, más se busca superarlo.
Esta articulación conceptual es interesante. Para el ser humano es una necesidad
absoluta beber agua. Algunos lo hacen directamente de la fuente, otros del grifo y una
buena parte de los españoles recurren al agua embotellada. Todos necesitan saciar su sed
y, sin embargo, los sistemas para hacerlo son numerosos. Los seres humanos necesitan
trasladarse. Unos lo hacen en tren, otros en barco, otros en helicóptero, otros andando,
otros en coche, otros en autobús, otros en bicicleta, otros en moto, otros en tractores, etc.
Las necesidades absolutas se pueden saciar —digo bien «se pueden» ya que no siempre
las circunstancias lo permiten—; las relativas, es decir, las formas o maneras de
satisfacer una necesidad absoluta, son insaciables.
La necesidad derivada es una respuesta tecnológica concreta —un nuevo bien— que
se añade aumentando el espacio de la necesidad genérica de la que proviene. Tomando
como referencia el ejemplo anterior, el automóvil es un bien —respuesta tecnológica
concreta— que satisface la necesidad genérica de trasladarse; esto es, permite disponer
de un transporte individual autónomo. Así pues, la necesidad genérica se sacia mediante
la respuesta tecnológica del momento. En otras circunstancias o zonas del mundo la
respuesta tecnológica dominante puede ser la bicicleta, por ejemplo en ciertos países
orientales o en épocas anteriores, como los comienzos del presente siglo en Europa.
A tenor de lo expuesto, se podría sostener que las necesidades genéricas son
objetivables y universales. Son absolutas e indispensables para la existencia, el digno
mantenimiento y el desarrollo de la vida. Son igualmente imprescindibles para todos los
seres humanos. Se trataría de aquellas necesidades que se relacionan con la salud física y
la autonomía: la supervivencia (comer, beber, resguardarse ante las inclemencias del
medio ambiente), la atención sanitaria (física y mental), el desarrollo de la capacidad
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intelectual y cognitiva (educación), las oportunidades para la participación y la
autonomía crítica (15).
Por otra parte, la producción de bienes destinados a satisfacer las necesidades
genéricas está sometida a la influencia de su propia evolución. Resultado de ello son las
necesidades derivadas, que van saturándose y siendo reemplazadas por bienes más
evolucionados. Este fenómeno de saturación relativa se observa para la mayor parte de
los bienes como consecuencia de la mejora en el rendimiento de un mismo producto
(lavadora con menor gasto de agua, autovías mejor diseñadas, servicios sanitarios más
eficaces) o el reemplazo por otro mejor (el ordenador sustituye a la máquina de escribir,
el aspirador a la escoba y la jeringuilla desechable a la de vidrio reutilizable).
La cuestión no acaba aquí: John Kenneth Galbraith (1958) afirma que si la necesidad
se siente efectivamente —y aunque sea realmente ridícula—, el bien que se fabrica con
el fin de satisfacerla será útil. Esta lógica funciona cuando se crean necesidades a priori.
Los individuos tienden a considerar su nivel de vida y situación personal en términos
absolutos que relativizan cuando toman como punto de comparación el nivel de vida y la
situación de los demás. Lo que sienten, en frecuentes ocasiones resultado de la presión
publicitaria, aun ridículo, es artificial. Y, por consiguiente, deben saciarlo efectivamente.
Es decir, la publicidad y el sistema pueden generar necesidades artificiales.
Sin embargo, según otros autores, el acceso a los bienes de consumo es un derecho de
las clases medias, que adquieren de esta forma un nivel de vida cómodo y confortable.
En su dimensión colectiva, se expresa en términos absolutos; en su interior y para cada
persona o grupo familiar, podría ser relativo. Así pues, la publicidad solo puede incidir
sobre necesidades reales y existentes, ya que, de no existir, no pueden convertirse en
demandas reales por parte de los consumidores. La publicidad no puede hacer necesario
lo que no existe de una u otra forma. Contrariamente, sí es admisible que exista una
necesidad sin que haya un bien para satisfacerla.
En frecuentes ocasiones, los bienes son deseados por su novedad y por el privilegio
de poseerlos, aunque aporten poco o muy poco a quienes los compran: no todo lo que se
compra se usa o se consume, ni todo lo que se consume es el resultado de una compra
convencional. Las dimensiones más subjetivas e individuales modulan decisivamente las
necesidades en apariencia más objetivas y esenciales. No parece falto de razón el
argumento por el que se afirma que la supervivencia es la necesidad más importante para
los seres humanos. Y lo sería según la teoría clásica de la economía, cuyo principio
rector se basa en la racionalidad de los seres humanos. Sin embargo, constantemente se
puede verificar su inexactitud: «Vivir es ciertamente un objetivo importante para cada
uno de nosotros, pero el suicidio existe. Los actos heroicos también. Más corrientemente,
cada ciudadano acepta cotidianamente los riesgos que corresponden a la búsqueda de las
diversas satisfacciones, pero poniendo, inmediatamente o al final, su vida en peligro.
Fumar, comer demasiado, conducir, trabajar excesivamente o no cuidarse regularmente,
viajar y otros tantos actos que convendría evitar si se antepone la supervivencia por
89
encima de todo» (Rosa, 1977, en Lambin, 1991, 48).
Es más, las necesidades sociales pueden percibirse de manera similar a las más
elementales y materiales; por ejemplo el aislamiento o falta de ubicación o, también, la
privación de intimidad. Y es que las necesidades de los seres humanos son algo más que
carencias objetivas por cuanto les influyen motivaciones, actitudes, emociones y
experiencias.
Ciertos supuestos económicos, pero no todos ellos, esquivan o soslayan estas
evidencias. Se contentan con suponer que lo que el ciudadano desea y elige es lo que le
conviene. No llegan más allá y no pretenden explicar la extraordinaria complejidad de
los hechos y fenómenos relacionados con el comportamiento de las personas. Habría, sin
embargo, que distinguir entre lo que las personas eligen y lo que les resulta necesario
para su bienestar. Ambas cosas pueden coincidir. Para desvelar esta posibilidad hay que
recurrir a la psicología. También a la filosofía, la historia, la antropología y la sociología
y las ciencias cognitivas. La teoría económica ortodoxa, impregnada de un fuerte
pragmatismo, no ha abordado hasta el momento o lo ha hecho muy tímidamente una
pregunta crucial: ¿qué persiguen las personas cuando buscan su bienestar y cómo se
constituye?
La respuesta, para este siglo que inicia su andadura, tiene mucho que ver con el
individualismo, su emergencia y prominencia casi indiscutible, que se gesta y madura
durante el siglo XX dando lugar a la aparición de un nuevo esquema de valores que ha
ido posibilitando una sociedad líquida, paradójica, instantánea, mostrativa y virtual, en la
que el homo economicus ha alcanzado un nuevo estatus al transformarse en el homo
consumens.
El constructor de imágenes
En el año 1929 la BBC realizó la primera transmisión pública de televisión. Desde
entonces hasta la actualidad se ha forjado una historia que, aun reciente, está constituida
por hechos de muy diversa índole pero que casi irremediablemente han venido
acompañados por dos tipos de reacciones: la fascinación y la polémica.
La televisión, la pantalla y la cámara no son, desde luego, artefactos que pasen
desapercibidos. Ocupan un lugar destacable en nuestras casas y en nuestras vidas,
relacionándose muy estrechamente con una extensa cantidad de nuestros
comportamientos más cotidianos. La televisión es fascinante, y lo es por dos razones.
Por un lado, porque no alcanzamos a comprender qué es y cómo funciona. Por otro, por
lo que nos descubre. Una doble fascinación, pues, la del televisor como una máquina
indescifrable e impenetrable y la de la pantalla que nos revela un mundo en muchas
ocasiones inalcanzable pero que podemos vivenciar sentados plácidamente, casi siempre
durante todo el tiempo que sea capaz de embelesarnos (Quintanilla, 1998).
El constructor de imágenes de nuestra época es el televisor. Nos pone al corriente de
90
lo que pasa, da la noticia y es el mayor arquitecto de figuras, representaciones,
semejanzas y apariencias de las cosas. Es el mayor constructor, porque, entre otras
razones, es también el principal medio de comunicación de masas. Estos han
evolucionado espectacularmente después de la Segunda Guerra Mundial para ocupar un
lugar cada vez más influyente en el entorno en que el que se expresa buena parte del
comportamiento de los ciudadanos, el hogar y la familia. Tal influencia contiene,
además, dos aspectos caracterizadores y singulares. El primero tiene que ver con el cada
vez mayor énfasis mostrativo, que no demostrativo, de la comunicación televisiva,
resultado de la síntesis con la que se manifiesta y en la que la imagen es lo esencial.
Mientras que el pensamiento y el conocimiento analizan, la pantalla sintetiza. Pero
además, —segundo aspecto— lo que se muestra es cada vez más virtual, ejerciendo una
influencia sobre el comportamiento social que aún no llegamos a comprender, entre otras
razones porque el proceso apenas acaba de comenzar.
Se trata de lo que algunos autores han denominado el pensamiento visual o cultura
del simulacro. Complementariamente, desde una mayor amplitud conceptual, otros
aprecian un cambio cultural, una transformación de la sociedad postindustrial hacia la
sociedad red o sociedad relacional que, junto con el ordenador y el teléfono inteligente,
están transformando nuestro modo de vida, nuestros valores, nuestras mentalidades y
nuestra forma de pensar la sociedad.
La televisión es un poderoso interlocutor, un peculiar espejo en el que se refleja
nítidamente la enmarañada interacción que mantenemos con nosotros mismos y con
nuestro entorno. La televisión puede ser un modo o vía de conocernos y de obrar en
consecuencia. Deberíamos estudiar la disociación que se produce entre el mensaje
televisivo, mostrativo y virtual, las imágenes que se generan y las que se producen en las
personas; disociación que puede explicar, y hasta justificar, el desequilibrio que se
presenta entre lo que puede ser y lo que realmente es.
Las creencias y los valores de los ciudadanos son, en gran medida, el espejo y el
reflejo de la televisión. La cita le viene al pelo y me parece bien ilustrativa. Se escribió
en una España que no conocía la televisión. Su autor, José Ortega y Gasset, como en
otras muchas cosas, se adelantó al futuro. Puede que no y que, simplemente, advirtiera
sobre un mal intemporal: «Pero hay sobre el pasivo ver un ver activo, que interpreta
viendo y que ve interpretando, un ver que es mirar».
Nuestra cultura es oral y mostrativa. La tecnología lo hace todo posible, y cuando no
es así, queda la magia o la predicción astrológica. En la televisión, la radio y los
periódicos aparecen más especialistas y testigos de lo excepcional y lo mágico que de la
ciencia o el conocimiento. La gente, en general, conoce mucho mejor las características
psicológicas de su signo astrológico y sus incompatibilidades que cualquier ley de la
física, la biología o la psicología. Las generalizaciones no son recomendables, y desde
luego hay muchas personas que no siguen este patrón. Sin embargo, es fácil comprobar
que se manifiesta con mucha más frecuencia el deseo de creer en lo imposible que el de
91
esforzarse en buscar soluciones a lo que no se puede entender. Las investigaciones sobre
el boca a oreja (divulgado con la ambigua expresión del «boca a boca») y las teorías
psicológicas del rumor muestran que muchas de las leyendas urbanas sirven para que las
personas puedan descargar la tensión que se produce entre la pequeña probabilidad de lo
imposible y la aburrida realidad en la que viven.
Baste recordar, como ejemplo, la gran cantidad de españoles que afirmaron haber
visto lo que nunca ocurrió. Me refiero a la noticia que una agencia estatal divulgó a
mediados del mes de febrero de 1999. En ella se decía que cuando se emitía el programa
Sorpresa, sorpresa, conducido por Concha Velasco, se podía ver a una adolescente en su
habitación, en la que con la autorización de los padres se habían colocado cámaras
ocultas, a la que se quería sorprender con la inesperada aparición de un famoso cantante;
Ricky Martin, si no recuerdo mal. Según la noticia, no había habido tiempo para la
sorpresa, ya que ante las impúdicas actividades de la adolescente con la mermelada y su
perro, la presentadora, azorada, había dado paso inmediato a la publicidad.
Esto nunca ocurrió, aunque muchos españoles lo creyeron. Cuando se preguntaba a
algún posible espectador de lo imposible, este respondía que él no lo había visto pero
que su primo o su amigo más íntimo sí, y que uno u otro eran de su total confianza. La
noticia alcanzó tal grado de escándalo social que una asociación de padres presentó una
denuncia en un juzgado de Sevilla. Así lo recuerdo. Con todo, una buena parte de los
españoles, que nunca vieron en televisión ni en ningún otro sitio lo relatado, quisieron
creerlo, y es muy posible que muchos de ellos lo creyeran firmemente. Una agencia
estatal, seria y con una larga historia, no pudo quedar a salvo de lo que en psicología
social se conoce como la teoría del rumor. Su difusión depende de la existencia previa
de estereotipos, tópicos y prejuicios abriéndose camino cuando satisfacen o contravienen
drásticamente ciertas expectativas sociales. ¿Dónde acaba la mentira y dónde empieza la
verdad? ¿Y si la verdad no existiera y fuera siempre relativa? ¿Es más gratificante creer
en lo excepcional o lo imposible que en una rutina sin emociones? ¿Es demasiado
esfuerzo buscar información y contrastarla hasta donde sea posible?
Creo que fue la noche del 23 de febrero del año 2014 cuando la cadena de televisión
La Sexta emitió un documental con el título Operación Palace, presentado por Jordi
Évole, en el que un selecto grupo de políticos, espías y periodistas sustentaban la idea de
que el intento de golpe de Estado de 1981 fue un bufonada que buscaba frenar un golpe
mucho más peligroso y sangriento. Fue una farsa, una broma cuya intención, me parece,
no fue otra que advertir a los televidentes sobre la importancia de no aceptar sin más lo
que se afirma en los medios de comunicación. La primera reacción de muchos españoles,
mientras se emitía el documental, fue de indignante aceptación. Las redes sociales se
encendieron con comentarios que iban desde «eso ya lo sabía yo, nos han engañado»
hasta el «¡qué se podría esperar del rey y de los políticos!». Después, al finalizar y
conocer la verdad, algunos aceptaron la broma; otros extrajeron consecuencias
deduciendo lo importante que es buscar y contrastar la información y no creérselo todo,
92
y otros muchos pusieron a caldo a Jordi Évole.
El problema no es que se emita un documental para advertir seguidamente que es
falso y que se trata de una broma. El problema es que, incluso advirtiéndolo, siempre hay
gente que se lo creerá, entrando en una especie de esquizofrenia social que lleve a pensar
que, precisamente, se afirma que es falso para ocultar y extinguir su veracidad.
La imaginación y la sugestión de los humanos no conocen límites.
La mayor parte de los medios de comunicación de nuestra época se mueven en el
espacio de lo excepcional combinando la ambigüedad de los hechos con la imposibilidad
de su demostración y maniobrando con holgura entre el escepticismo, la ignorancia y la
incertidumbre. Estos ingredientes recuerdan lo acontecido hacia finales de la década de
los años treinta cuando Orson Welles dramatizó en directo la obra de H.G. Wells La
guerra de los mundos y empezó a narrar la caída de meteoritos que se transformaban en
naves marcianas que utilizaban rayos de calor y gases venenosos. Aunque Wells explicó
durante la emisión del programa y en numerosas ocasiones que se trataba de una
dramatización, muchos radioyentes pensaron que era real y que el país estaba siendo
invadido por extraterrestres. Ese día, el 30 de octubre de 1938, se pudo constatar el
tremendo poder social, persuasivo e hipnótico de los medios de comunicación.
Con similar intención, y siguiendo el mismo esquema utilizado por Orson Wells, en
nuestros días es posible encontrar en Internet numerosos documentales sobre las más
insólitas cosas. Por ejemplo, algunos documentales demuestran —o más bien muestran,
lo que no es poco— que hay vida en Marte y que existe un programa espacial entre rusos
y estadounidenses para trasladar, antes de que se produzca la debacle ecológica
inminente, a una parte de la humanidad a este planeta. En otros documentales se afirma
que el hombre nunca llegó a la Luna, que lo que vimos fue un montaje cinematográfico
producido por la NASA y dirigido por Stanley Kubrick (referencia 16).
Efectivamente, hacia finales de los setenta del siglo pasado el canal de televisión
británico Anglia Television emitió una serie de reportajes científicos con el nombre
genérico de Science Report. En abril de 1977, y coincidiendo con el Día de los bufones
en Inglaterra, similar al Día de los inocentes en España, el equipo de producción emitió
un episodio con la intención de hacer una broma similar a la de Orson Wells treinta y
nueve años más tarde.
En este documental se afirmaba que los científicos habían concluido que la Tierra no
podría mantener la vida tal y como la conocemos como consecuencia de la
contaminación ambiental y sus efectos devastadores. El doctor Carl Gerstein
(probablemente un personaje ficticio) afirmaba que solo existían tres alternativas:
1. Una drástica reducción de la población.
2. La construcción de colosales refugios subterráneos para albergar a una selección
de la población civil que pudiera esperar hasta que el clima se estabilizara.
3. Huir al planeta Marte para repoblarlo, utilizando una base en la Luna. Hacia el
93
final del reportaje se mostraba el contenido de un vídeo secreto, y que había
costado mucho conseguir, en el que el aparecía un aterrizaje sobre la superficie
de Marte en 1962. Se puede escuchar las voces de rusos y estadounidenses
celebrando el logro mientras algo indeterminado se mueve bajo el suelo de
Marte. Aún recuerdo cuando lo vi en mi casa, sorprendido y sin saber a qué
atenerme, presentado por el entrañable Fernando Jiménez del Oso.
El atractivo de lo inverosímil y del rumor ha ido sustituyendo a la cultura de la
argumentación de los hechos. No se puede generalizar, pero cada vez afecta a un mayor
número de personas; el fraude, el engaño o el desconocimiento de los fondos de
inversión o de las participaciones preferentes son un buen ejemplo.
En nuestros días, es frecuente mostrar las cosas sin ninguna necesidad de demostrar
con argumentos las afirmaciones que las acompañan. La sociedad virtual y mostrativa
está sentando las bases de una cultura oral planetaria: autopistas de información,
multimedia, entretenimiento y juegos en equipos formados por personas residentes en
lugares muy alejados entre sí, Internet, correo electrónico, televisión a la carta,
multivisión. Pero la pantalla del ordenador es muy distinta de la del televisor. Por lo
general requiere sujetos activos e individualizados; recluidos, si se prefiere. Los hijos de
la pantalla del ordenador y de los teléfonos móviles ya no serán —puede que ya no sean
— los de la televisión. Sus estructuras y procesos cognitivos, mentalidades,
conocimientos y habilidades no son, desde luego, iguales, ni siquiera similares a los que
requiere y conforma la televisión.
Se concretan en un hecho: la creciente disminución de la cultura escrita. Requieren un
reto: su reedificación en un nuevo contexto tecnológico y social, el de la instantaneidad,
denominación utilizada por Miguel Siguán para referirse a un aspecto caracterizador de
nuestra cultura, que vive un momento: «Que ya no será... perturbación del pasado, sino
un presente que se apoya y se agota en sí mismo, el reino de la pura instantaneidad»
(Siguán, 1987, 32).
La cultura de la instantaneidad
La cultura oral ha desbordado sus límites extendiéndose indefinida y continuamente.
El teléfono, la radio y la televisión han sido el preludio de una nueva cultura cuya
culminación la constituyen el ordenador, las tabletas y los teléfonos inteligentes, todos
ellos conectados entre sí y entre personas. Interlocutores de todo el mundo
intercomunicados en tiempo real tienen contactos entre sí y acceso a la información
almacenada en cualquier lugar del mundo. Es cierto que los mensajes de la red son
escritos y no orales. Pero muy pronto será posible hablar con o a través de la máquina.
Esa nueva forma de intercomunicación, no obstante, se aleja en gran medida de la
cultura escrita, de la cultura del libro, del que es, en cierta forma, heredera aunque muy
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distinta.
En las sociedades de lengua escrita el saber se expresa y se preserva en libros. Sus
rasgos definitorios son la acumulación, la distinción y el progreso. Efectivamente, el
saber se acumula y se retroalimenta aumentando constantemente. Aun a disposición de
todos, no todos lo pueden abarcar completamente. En consecuencia, unos leen y saben
de algún tema y otros de otras cosas. Los expertos son fruto de este proceso. Las
decisiones se amparan en la autoridad que reside en las instituciones, y estas se apoyan
en su saber y conocimientos argumentados y formulados por escrito. En la cultura del
libro el saber, además de aumentar, progresa. Es decir, en cada presente se sabe más pero
también mejor que en el pasado. La vivencia fundamental de estas sociedades es la
historicidad.
Las sociedades de libros viven, generalmente, orientadas hacia su futuro. La
Ilustración fue resultado de una sociedad que consagró el triunfo del libro. Su símbolo
fue la Enciclopedia; su futuro, el progreso. Sin embargo, nuestra cultura de los libros
está acabando. Emerge una nueva que toma el relevo y que se orienta al instante, al
momento. No entiende ni de futuros ni de pasados. Su signo distintivo es una
permanente obsolescencia. Así lo anuncia el aforismo periodístico que afirma que no hay
nada más antiguo que el periódico de ayer. La información atrasada ya no sirve: cuenta
el instante y el momento en el que resulta operativa.
El mundo está cambiando, y también nuestra percepción de él. Hace muy pocos años
se aireó el pensamiento único y se anunció el final de la historia. Hoy, contraviniendo
aquellas afirmaciones, es casi imposible determinar dónde estamos y, mucho menos,
saber hacia dónde nos dirigimos. Solo podemos intuir que los cambios no van a cesar:
las innovaciones tecnológicas seguirán fascinando, los valores y las costumbres de las
personas seguirán alterándose y la información seguirá aumentando. Es muy posible que
nuestra sociedad esté perdiendo su pasado sin que apenas vislumbre su futuro.
Expresiones tales como, por ejemplo, «el cambio del cambio» representan con
bastante exactitud las observaciones, las percepciones, los conceptos y las categorías
mentales de nuestro tiempo, de una sociedad en la que la flexibilidad se opone a la
rigidez, la incertidumbre a la certeza y la complejidad a lo lineal y previsible. No es de
extrañar que algunos pensadores de la modernidad, como Zygmunt Bauman (2003),
utilicen la metáfora de la liquidez para comprender la naturaleza de la sociedad actual.
Mihály Csikszentmihalyi (1996) y Gilles Lipovetsky (2004, 2007) advierten de que en
este contexto los pensamientos, las ideas, las creencias y los conocimientos deben fluir
adaptándose paradójica, contradictoria y efímeramente, casi al instante, a lo que
acontece y a lo que los mismos seres humanos van proyectando y construyendo; si bien
el poder y la capacidad de influencia no se repartan por igual para todos ellos.
Hoy el futuro se expresa casi instantáneamente, pero no ocurrió así en el pasado. El
presente llega a ser pasado en cuestión de días, incluso de horas. ¿Cómo situarse en la
lógica del cambio acelerado que estamos experimentando?, ¿qué significado tiene para
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las personas?
Las personas no podemos cambiar tan rápidamente. La educación es un proceso
lento, continuo y planificado. Es cierto que las experiencias siguen cursos imprevisibles,
pero los seres humanos nos desarrollamos siguiendo un proyecto social más o menos
planificado. No podemos aprender a leer a los seis meses, ni competir en la sección de
atletismo de una Olimpiada a los doce, ni aprender integrales sin antes conocer las bases
esenciales de la aritmética. Sin embargo, si aprendemos muy rápidamente, obtenemos
grandes ventajas sobre los demás. Sabemos que si alguien lo hace antes de que lo haga la
mayor parte de la gente, de manera convencional, obtiene una notable ventaja
competitiva. Por ello, algunas escuelas estadounidenses, en muchos casos apremiadas
por los padres, utilizan la estimulación precoz como método para el aprendizaje
temprano de la lectura de sus hijos. Así pues, para competir hay que aprender, y hacerlo
muy rápidamente: si fuera posible, más rápidamente que los demás. Es decir, estar al
instante preparado para lo que de imprevisible depare ese mismo instante.
Las tecnologías de la información hacen factible que acumulemos y dispongamos de
una cantidad fenomenal de datos, que los relacionemos entre sí, que los compartamos
con los demás y estos con nosotros y que todo se pueda hacer al instante y
simultáneamente. Estas redes de intercambio son posibles cuando las personas disponen
de los instrumentos necesarios y la educación adecuada para su manejo. Por otra parte, la
Red existe para la consecución de ciertas metas u objetivos. Datos, informaciones y
contactos constituyen, o pueden constituir, los elementos que precipiten la toma de
decisiones: sea la elaboración de un nuevo producto, el acceso a la información sobre el
CD del grupo preferido, la compra de la entrada para un espectáculo o la reserva de
habitaciones para un hotel.
A menudo se confunde la sociedad de la información con la del conocimiento y son
cosas diferentes. Ni la Red ni los datos e informaciones que en ella circulan son
conocimiento, sino su antesala. El conocimiento es información a la que se añade el
aprendizaje activo. Es ingenio que transforma los datos en pautas a seguir y, de igual
modo, son habilidades, por lo general aprendidas en interacción con el entorno social,
por las que la información, y los datos, se interiorizan para elaborar estrategias. El
ordenador, su facilidad de manejo, la Red y los datos que en ella circulan son condición
necesaria pero no suficiente. Para construir conocimientos es imprescindible el
pensamiento, sin el cual no hay ni pautas que seguir ni estrategias para desarrollar. Pero
sobre todo hacen falta personas que así se orienten y que perciban el conocimiento como
un valor y el ingenio como una habilidad encomiable y que, sobre todo, no confundan la
cantidad de información con el conocimiento. Con todo, esta equivocación es un hecho
repetitivo en nuestro contexto social más próximo.
Efectivamente, la televisión y las llamadas tecnologías de la comunicación siguen un
proceso de socialización que empieza a muy temprana edad y que es enormemente
eficaz. Sin embargo, la ciencia y el conocimiento no siguen las mismas pautas; su
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socialización se produce en la escuela y se soslaya, cuando no se elimina, en la vida
cotidiana. Hay, en consecuencia, un desequilibrio y puede que bastante tensión en la
adquisición de conocimientos. Algunos autores advierten de que, de no cambiar de
perspectiva generando una conciencia crítica de especie, más que hacia una sociedad del
pensamiento, tal como deberíamos hacer, nos estamos acercando peligrosamente a una
sociedad de la ignorancia.
En el mes de junio de 2011 participé en uno de los debates de Televisión Española, en
el programa Para todos la 2. Allí conocí a Gonçal Mayos, profesor de filosofía de la
Universidad de Barcelona. Proseguimos con el debate una vez acabado el programa pues
se había suscitado un tema de interés común desde el que nos formulamos la pregunta:
¿hasta qué punto nuestra sociedad se orientaba al pensamiento crítico y el conocimiento?
Coincidimos en que todo apuntaba a lo contrario, vislumbrando un panorama poco
alentador. No deseábamos ser pesimistas, ni tampoco unos intelectuales apocalípticos
trasnochados. Intuíamos que era urgente convertir la información en pensamiento activo
para prevenir los aspectos de una posible sociedad de la ignorancia. En este punto, el
profesor Gonçal Mayos me hizo partícipe de que acabada de escribir, junto con otros
profesores de su departamento, un libro con el título explícito de Sociedad de la
ignorancia. Unas semanas más tarde me lo hizo llegar a casa, cosa que desde aquí le
agradezco inmensamente. Un título así puede parecer injusto y osado; sin embargo, no es
así: su lectura es estimulante y muy recomendable (17).
Precisamente el ciudadano del siglo XXI —el de las sociedades, se dice, desarrolladas
— no se caracteriza por ser proclive al conocimiento, y muchas son las dificultades de la
mayor parte de nuestros sistemas educativos y de formación no reglada. Entre otras
razones porque la nuestra es, más que nada, una sociedad de la información y no del
conocimiento. Además, ha elevado a rango de valor primordial el ocio pasivo o la
improcedencia del esfuerzo.
Conviene que no se confunda el esfuerzo como valor individual orientado al interés y
la búsqueda de conocimientos con el que se nos impone a la hora de trabajar.
Evidentemente, aquí me estoy refiriendo al primero. Lo que intento plantear es que
nuestra sociedad no parecer capaz de generar ciudadanos dispuestos a aprender o
desarrollar sus facultades intelectuales; más bien ocurre todo lo contrario. Aun
presionados por el trabajo y otras muchas actividades, tales como la compra, el cuidado
personal o la salud, estamos, cada día, más dispuestos a la pasividad y el deseo de estar
inactivos. Vemos la televisión mientras soñamos con disfrutar de unas vacaciones en una
playa soleada gozando de una bebida refrescante. La televisión, ¡he aquí la cuestión!
El homo videns
La revolución de los multimedia ha transformado al homo sapiens. Ofrece
posibilidades incalculables y, sin embargo, solo parece incidir en una: conseguir índices
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de audiencia significativos a costa de la pasividad, el relajamiento y la ausencia de
pensamientos negativos. ¡Relájese, coja su mando a distancia, siéntese en su mejor
sillón, no haga esfuerzos innecesarios y disfrute con el espectáculo! No hace falta que
piense, simplemente mire y goce de un momento de tranquilidad.
El homo videns (Sartori, 1997) es cada vez más evidente, y la imagen ha destronado a
la palabra. Esto en nuestros adultos, así que ¿qué decir de nuestros niños y jóvenes? No
cabe duda de que a través de la televisión también se aprende. Yo mismo desconozco los
nombres de la familia Simpson y la mayor parte de los niños españoles, muchos jóvenes
y algunos adultos serían capaces de enunciarlos de corrido añadiendo, además, algunos
de sus rasgos de personalidad. ¿Pero qué se aprende en la televisión?, ¿qué tipo de
programas se emiten?, ¿es, acaso, como sus propios directivos y periodistas afirman,
mero entretenimiento? No, en efecto, la televisión no se hace, hoy por hoy, para aprender
su principal finalidad es sorprender con la imagen para mantener los índices de
audiencia. ¿Y qué ocurre cuando un niño asiste a clase después de ver dos horas de
televisión?, ¿qué deben hacer los maestros y profesores para conseguir atraer su
atención?
El filósofo francés Robert Dufour (2001) afirma que desde la infancia la televisión
está generalizando la confusión entre lo real y lo imaginario. La televisión está ocupando
el papel educador de los padres. Ahora los hijos son, literalmente, los hijos de la tele.
Hablar entre padres e hijos implica transmitir nombres, relatos, normas, saberes, gestos,
habilidades sociales y creencias. Hablar es transmitir palabras para que en el otro se
gesten imágenes. Así cuando alguien nos habla percibimos lo que nos quiere decir. Sin
embargo, los hijos de la tele inician su vida viendo la televisión, engendrando imágenes
del mundo tal como en ella aparece, antes de aprender a hablar y de hacerlo con sus
padres. Por otra parte, algunos otros autores aluden a la era del simulacro. Lo que vemos
y percibimos en la televisión casi nunca es real, está sujeto a la propia pantalla y sus
características materiales y no está, casi nunca, asociado a la reflexión.
La televisión es imagen y sonido. La primacía de la imagen, de lo visible, sobre lo
inteligible lleva parejo un ver sin comprender que se contrapone al pensamiento
abstracto. Obviamente, la televisión no es un instrumento para el aprendizaje —bien
entendido, es, sencillamente, un electrodoméstico más para el entretenimiento— y, sin
embargo, su presencia se ha hecho tan ubicua que está induciendo y transformando,
contundentemente, nuestros procesos de aprendizaje; o, mejor expuesto, está
desplazando la cultura escrita y la lectura reduciendo, drásticamente, los saberes que
transmiten.
Según Giovanni Sartori, el homo videns, opuesto, en características y rasgos
psicológicos, al homo sapiens, está sujeto a la influencia decisiva de la televisión. El
saber, los conocimientos y el interés en su adquisición pasan a través de los canales de la
comunicación de masas dando lugar al videoniño y la videopolítica, transformando la
televisión en un poder político y, lo que es más sobresaliente para lo que aquí vamos
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argumentando, convirtiendo potencialmente al ciudadano en un sordo intelectual y de
por vida a los estímulos de la lectura, la reflexión y el pensamiento abstracto.
La argumentación, base esencial del razonamiento, está desapareciendo para ser
sustituida por la polémica sistemática, la sorpresa, la risa enlatada y la vida de los
futbolistas. El estado de la rodilla de un jugador de fútbol ocupa más tiempo en un
telediario que la publicación de un libro de Javier Marías, por ejemplo, y si es del Real
Madrid o del Barcelona, muchísimo más, ya que se trata siempre invariablemente del
¡partido del siglo! (¿de qué siglo?). De ser así, ya viviríamos en el siglo XLV. Lo que
prima es la espectacularidad, lo inaudito, la videncia, los horóscopos y las supercherías;
incluso la vida de los demás por estar la nuestra sujeta, en buena parte, a la
excepcionalidad de los que aparecen en la pantalla, reflejo de lo que nos gustaría hacer y
que, también, en parte, nos identifica con ellos.
¿Está apareciendo una nueva forma de pensar? ¿Un postpensamiento está dando lugar
a una nueva cultura audiovisual? Es, más que posible, muy probable.
La sabiduría escrita, aun persistiendo en cierta forma, se ha ido sustituyendo por el
poder de la información enlatada y la emergencia de una cultura virtual y mostrativa, lo
que requiere asumir que caminamos hacia una nueva cultura. Deberíamos tomar buena
nota de ello. Porque las personas del siglo XXI están sujetas al cambio continuado, tienen
ante sí el reto estratégico de transformar la información en conocimiento y está
emergiendo un nuevo ciudadano-consumidor con expectativas y conductas diferentes. El
esquema de valores que ha ido posibilitando esta sociedad líquida, paradójica,
instantánea, mostrativa y virtual se relaciona íntima y estrechamente con la transición de
una cultura de ciudadanos productores, distintiva del período industrial —y luego
postindustrial—, a una de consumidores que, de una u otra forma, se inicia con la
postmodernidad y los seres humanos que en ella se desenvuelven según la lógica de los
mercados.
No estamos experimentando únicamente una crisis de valores, sino una crisis
económica producto de un determinado esquema de valores. Pero además, la crisis
financiera es, en buena parte, resultado de un sistema económico incapaz de mantener lo
que prometió. Ahora el discurso de los poderosos muestra sus contradicciones: afirman
que hemos gastado demasiado y que tenemos que apretarnos los cinturones, pues es la
única forma de salir de la crisis. La paradoja es evidente: nos dijeron, y nos lo creímos,
que la felicidad se obtenía satisfaciendo nuestros deseos, para lo cual hacía falta el dinero
que se conseguía mediante el trabajo. Ahora no hay dinero ni trabajo. ¿Cómo ser felices
en el panorama que se vislumbra?
El homo consumens
Tras lo expuesto, es fácil entender cómo, arropada por la fuerte influencia del
liberalismo extremo, la sociedad de productores se ha transformado en una sociedad de
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consumidores, en la que, según Gilles Lipovetsky (2007), aparece el turboconsumidor.
Una nueva forma de consumo exagerado basado en la creencia de que la felicidad se
alcanza satisfaciendo todos los deseos individuales. En estas circunstancias, el consumo
y el trabajo han adquirido un nuevo significado, irremediablemente unidos entre sí y sin
que el primero sea el resultado lógico del segundo. No, el consumo es lo fundamental
para ser feliz, y el salario, el medio que lo hace posible. Poco importará en lo que se
trabaje, pues lo verdaderamente determinante es el dinero a ganar y el hecho de que con
él se puede gastar. Esta es una de las principales consecuencias de la sociedad
postmoderna. Un consumo exagerado resultado del mantenimiento de una sociedad de
consumo exagerada. Lo que en un principio supuso la aparición de la sociedad del
bienestar, mucha gente que podía comprar más cosas y que recibía más y mejores
servicios asistenciales, sanitarios y educativos, evolucionó en sucesivos bucles
retroalimentados hacia un consumo exagerado y sin control. Fue y sigue siendo el único
medio de mantener el crecimiento económico y la maquinaria financiera a pleno
rendimiento.
100
Siempre hay alguien que se aprovecha, conocedor de cómo se toman las decisiones económicas.
En sus inicios este proceso estaba en las mismas entrañas de la economía clásica: el
reparto de la riqueza. Cuanta más gente busca trabajo, menos dinero se paga y menos
dinero hay en circulación dispuesto al gasto. A menos compras, menor actividad
101
económica, menor producción y mayor acumulación de mercancías sin vender habrá.
Contrariamente, conforme la gente trabaje y cobre unos salarios suficientes para poder
cubrir las necesidades más elementales y aun comprar nuevos productos y servicios
antes considerados superfluos, mayor actividad económica habrá. Es decir, el sistema se
activa mediante el reparto de las riquezas y el aumento del consumo.
Con Henry Ford esta estrategia se hizo real cuando comenzó a producir en gran
cantidad para grandes masas de familias que engrosaban las incipientes clases medias.
Se pagaron sueldos sensiblemente mejores, resultado de los nuevos procedimientos de
producción, y, por primera vez, las familias trabajadoras tuvieron acceso a la compra de
un coche o de cualquier otro producto hasta entonces inalcanzable. La producción de
masas emergería para precipitar una nueva forma de consumo: el consumo de masas.
Este proceso se produjo en Estados Unidos entre los años 1880 y 1920 y culminó su
maduración a mediados del siglo XX. Durante la década de los noventa algunos autores
señalaron que las clases sociales o los grupos de estatus fijo habían desaparecido como
determinantes de los nuevos patrones de consumo. A este fenómeno se le denominó
consumo postmoderno.
En la posmodernidad el consumo tiene un papel central en la forma en que se
construye el mundo económico, social y laboral. Los consumidores compran no solo el
producto sino también, o incluso, por el contrario, el significado simbólico de los
productos. Ello es consecuencia, en parte, de la separación de los productos de sus
funciones originales. Es decir, se desvincula el significante del significado y el producto
de la necesidad. De hecho, el consumidor construye un concepto de sí mismo que no
necesita ser consistente y que refleja imágenes fragmentadas; es decir, la función de un
producto puede ser diferente según distintas personas. Esa es la razón de que su
necesidad no se pueda objetivar.
Por otra parte, el significado simbólico de los productos no está fijado, sino
libremente flotando y fluyendo. Cada individuo puede adscribir significados culturales
diferentes a un producto dependiendo del grado en que se comparten en la imaginación
colectiva. La decoración corporal y la ropa, de uso individual específico, como medio de
autodefinición, se basan en la aceptación de ciertos códigos de comprensión socialmente
compartidos. Al tiempo, se produce un incesante esfuerzo por ser diferentes (por ejemplo
los grupos de alto estatus), lo que obliga a cambiar continuamente los propios patrones
de consumo del mismo modo que los estratos inferiores los varían para copiar modelos
de nivel superior.
Los filósofos de la postmodernidad han vinculado el fallo o descomposición de la
relación entre el significante y el significado a la esquizofrenia. Han sugerido que un
elemento de la condición postmoderna es una patología de la identidad personal que se
manifiesta en una dependencia de experiencias cargadas de afecto inmediato. Una mayor
fuente de estas experiencias es el centro comercial, donde los consumidores pueden
interpretar sus fantasías. Se ha sugerido además que los grandes centros comerciales
102
cerrados constituyen uno de los elementos centrales de la sociedad donde, cada día en
mayor medida, se pasa más tiempo que en el trabajo o en casa. Se ha propuesto, incluso,
el gran centro comercial como un espacio seguro y sagrado separado del mundo exterior
y que cumple la función que la iglesia tuviera otrora (Alba Rico, 1995).
Mediante el proceso que se acaba de describir, el homo economicus adquirió una
nueva escala reconvertido en el homo consumens. Este planteamiento procede de Eric
Fromm y se encuentra en su ensayo Conciencia y sociedad industrial (1966). Fromm
describe al homo consumens como un lactante eterno consagrado a la posesión y el
consumo; solitario, ansioso y aburrido. Un homo sapiens modificado, sonámbulo y
sometido. Un nuevo individuo, afirma Fromm, doblegado a las exigencias de las
naciones técnicamente avanzadas; sociedades que transitan hacia una burocracia
industrial que niega la vida y traiciona un humanismo social en el que las personas
prevalezcan sobre las cosas, la vida sobre la propiedad y el trabajo sobre el capital.
La idea original puede proceder de Marx, quien ya describió, al criticar la estructura
del sistema capitalista en el libro primero de El Capital, la mercancía como un fetiche:
cosas que compran hombres y no hombres que compran cosas. Eric Fromm (1966)
utilizó el concepto de homo consumens para referirse a un concepto similar. También lo
ha hecho, más recientemente, Gilles Lipovetsky (2007) con la denominación de homo
consumericus y homo consumens. Según Fromm, la personalidad se ha convertido en un
bien de mercado. Es decir, las personas se definen por lo que tienen, y se centran en el
consumo, en obtener y en poseer. El «yo tengo» deriva en el «ello me tiene»,
convirtiendo a las personas en sujetos manejados por las posesiones.
Puede parecer exagerado, y quizá cueste admitirlo, pero el ciudadano de nuestra
época es un hombre consumidor: las personas adquieren la mayor parte de su papel
como ciudadanas, consigo mismas y ante los demás a través de una compleja estructura
de relaciones sociales, culturales y económicas cuya máxima expresión es el mercado.
Su principio medular proclama una sociedad libre, de libre iniciativa y de libre mercado.
Pero la sociedad del libre mercado, más que libertad, es mercado, puesto que las leyes y
regularidades económicas del segundo condicionan y determinan una buena parte de la
primera.
¿Hasta qué punto los ciudadanos son soberanos en sus decisiones de compra? La
filosofía del libre mercado y de la libre competencia permite que haya gran variedad de
productos y que el consumidor se beneficie de ello; al menos esto es lo que afirma la
economía más ortodoxa. Al disponer de mayor variedad de productos, los ciudadanos
tienen la posibilidad de elegir sin presiones —recuérdese el lema: busque, compare y
compre— haciendo así posible un acto de libertad. Siendo cierto, lo expuesto contiene
bastantes excepciones e inexactitudes. Algunas se comentaron en el capítulo anterior,
pero hay alguna otra.
Por ejemplo, más que variedad de productos alternativos con características
diferenciadas, lo que el consumidor encuentra es una enorme cantidad de marcas.
103
¿Cuáles son las diferencias reales de esa pluralidad? Se puede elegir una marca diferente
para productos similares, pero ¿dónde está la variedad en los productos? En el mostrador
hay diferentes marcas de leche con sus correspondientes alternativas de uso: con
vitaminas, con calcio, sin lactosa, desnatada, con bífidus activo. Pero ¿cuáles son las
diferencias reales y que el ciudadano pueda conocer y reconocer entre la leche de marca
A de tipo C y la de marca B de tipo C?
Por otra parte, la variedad es, más que nada, una cuestión económica. No todo el
mundo accede a esa pluralidad, ya que se encuentra condicionada por su capacidad
adquisitiva. Productos similares con marcas distintas ofrecen precios que fluctúan según
el potencial de compra de los ciudadanos. Por consiguiente, según al segmento
económico al que se corresponda, existirá mayor o menor libertad de elección. Una
opción obligada, a lo más barato por ejemplo, reduce considerablemente la toma de
decisiones.
Un aspecto más en la misma línea de argumentación. Se trata de las limitaciones en la
cantidad de información. Cuando se compra un producto, ¿qué información tienen las
personas al respecto? Desde luego es virtualmente imposible tener la información
completa sobre todos los productos susceptibles de compra, en muchas ocasiones aun
dedicando tiempo y esfuerzos buscando y valorando datos y diferencias. Una
información deficiente, sea responsabilidad de las personas y de sus circunstancias
personales o lo sea de la empresa y sus vendedores, limita la libertad de elección. Es
posible, además, que la decisión se convierta, a veces, en una pesada carga al reflexionar
tras el desembolso, pues durante la compra fue imposible razonar acerca de lo que
impulsó la elección. Los sentimientos de culpabilidad harán su aparición, siendo
consecuencia, aunque no siempre se perciba así, de las limitaciones cognitivas de los
ciudadanos. Si además uno insiste en que fue libre al elegir y en que sus decisiones son
soberanas, si estas resultan insatisfactorias, los sentimientos de culpa se multiplicarán y
la autoestima disminuirá. Además, para que el ciudadano fuera soberano, debería tener la
máxima información pero también permanecer inmune a la tentación, lo que, desde
luego, es harto improbable en la mayor parte de la gente.
Pongamos otro ejemplo. El consumidor cada vez se va preocupando más de su
cuidado personal e higiene. Por ello hay cada vez más información sobre cómo cuidar el
pelo. Incluso se puede tener la certeza de que se ha escogido un producto apropiado al
tipo y características del cabello. Sabemos que el consumidor, cuando se trata de
comprar estos productos, tiene presentes dos atributos: la cantidad de espuma y el olor
que desprende el champú. En este ejemplo es fácil constatar que los atributos se
confunden con la finalidad más original y remota del producto: limpiar el pelo. Esto es,
los intereses de los consumidores van mucho más allá del objetivo esencial del producto,
añadiendo elementos de diferenciación decisivos en el acto de compra.
Es razonable que el consumidor se decida considerando el valor añadido, y/o utilidad
subjetiva, íntimamente relacionado con la autoestima, de estos atributos. Hasta tal punto
104
es así que, aun con excepciones (no debemos olvidar los movimientos ecologistas), hoy
por hoy es casi imposible concebir un champú sin aquellas peculiaridades. La paradoja
se produce cuando las sustancias químicas que permiten que el champú tenga buen olor
y haga espuma no son, precisamente, las más recomendables para el pelo: alcohol y
detergentes. En consecuencia, el grado de información del consumidor influye
decisivamente en el acto de compra. Los atributos que se desean y esperan para el
producto pueden, paradójicamente, perjudicar, a largo plazo, a quien lo usa.
En España hemos entrado en la sociedad de consumo apresuradamente, sin seguir las
pautas por las que se adquieren y desarrollan las habilidades para distinguir entre
productos o servicios. Comenzamos a atisbar su papel como indicadores sociales y a
vislumbrar algunos criterios de comparación. Sin embargo, como está ocurriendo por
toda la Unión Europea, la novedad de productos es colosal, sus precios más accesibles y
sus funciones son cada día más variadas, diferentes y con un mayor peso de utilidad
subjetiva. Por eso los productos se diseñan y elaboran considerando segmentos de
consumidores más pequeños y fragmentados. No resulta extraña, por tanto, la cada vez
mayor frecuencia de conductas impulsivas. No ha habido tiempo, cada día hay menos
tiempo, para construir defensas psicológicas ante tantas y tan variadas posibilidades de
compra. Se trata de productos muy variados, de precios accesibles y de gran utilidad; por
ejemplo, el teléfono móvil. Estos productos suelen tener un uso potencialmente
generalizado, son susceptibles de ser comprados por la mayor parte de la gente en sus
numerosas versiones y usos. Así pues, cualquier ventaja competitiva o atributo
mínimamente diferencial puede provocar conductas impulsivas de compra, de tal suerte
que cuando los consumidores no pueden desembolsar su precio y sienten una gran
atracción por el producto, se pueden originar desequilibrios en los presupuestos
personales y familiares. Se generan así situaciones desconocidas y sin que se tengan las
habilidades para afrontar los riesgos económicos y psicológicos que conllevan.
Conforme se adquiere experiencia, se establecen nuevas habilidades y mecanismos de
acción y reacción que permiten al consumidor manejar mejor el contexto de continuos
estímulos que viven.
Por otra parte, los mecanismos de financiación relajan la carga económica, de modo
que se puede adquirir aquello que se desea con relativa facilidad. Aunque, eso sí, surgen
nuevos hábitos y actitudes ante el riesgo económico y las deudas financieras. En las
sociedades industrializadas es cada día más frecuente que las personas asuman riesgos
financieros importantes y adquieran deudas de gran cuantía, debido principalmente a la
relajación de los sistemas de riesgo personal ante el consumo. El resultado es una
sociedad en la que el consumo es un elemento cultural de extrema relevancia y en la que
el esquema de valores se encuentra muy mediatizado por aquel.
El caso más cercano y evidente lo encontramos en Estados Unidos, donde el riesgo
económico y las deudas contraídas por los consumidores se han convertido en un tema
clave e, incluso, obsesivo de su esquema cultural. Manuales, guías, grupos de ayuda y
105
organizaciones especiales están a la orden del día. Su finalidad es ayudar al consumidor
a manejar sus presupuestos económicos, ahorrar y prever eventos o gastos futuros. Es de
prever que a pesar de las diferencias culturales que nos separan los elementos más
generales asociados al materialismo y su relación con las crisis económicas también
estén presentes en España.
Transitamos hacia un nuevo concepto de las empresas en el que los empleados, los
consumidores y los ciudadanos confluyen conjuntamente alternando conductas
diferentes según los roles que desempeñan. Organizaciones, productos, empleados,
tareas, servicios, consumidores, usos y satisfacciones constituyen una misma realidad de
análisis; es decir, una red. Ciertamente el mercado lo conforman las personas, pero
también las empresas. Personas que dirigen, personas que elaboran productos, personas
que los compran. Esta tríada conforma la realidad de las organizaciones. Su finalidad se
encuentra en estrecha relación con el entorno económico y social del que forma parte, en
el que se desarrolla y que ayuda a desarrollar. Empresarios, consumidores y empleados
son personas con papeles diferentes pero siempre en constante relación y cambio. El
directivo es un empleado, el empleado de una empresa es el consumidor de otra y el
consumidor de un producto trabaja como empleado en un departamento de la
Administración Pública que presta servicios a los demás.
Estas interacciones se pueden observar con facilidad en una sociedad de
consumidores en donde la oferta y la demanda establecen las reglas a seguir para
afrontar la lógica de los mercados. El mercado de trabajo es el lugar en donde confluyen
las demandas de empleo y las ofertas de trabajo. Con el fin de salvaguardar la libertad de
los interesados, empleados y empleadores, el Estado regula, ajustándose a las leyes
aprobadas por el Parlamento, los derechos de ambas partes. Los parlamentos cambian —
al menos cada cuatro años—, y si reforman las leyes, también modifican los derechos de
unos y otros; sin embargo, con independencia de todo ello, el mercado seguirá teniendo
sus propias reglas.
Los ciudadanos que buscan empleo lo saben desde hace ya mucho tiempo y se afanan
por promocionar un producto lo más atractivo posible para aumentar el valor de lo que
desean vender. El producto que ponen a la venta en el mercado laboral no es otro que
ellos mismos. Surge en este punto una nueva forma de trabajo al que me referiré en el
capítulo siguiente: el trabajo como objeto de consumo.
Volvamos, ahora, al principio de este capítulo para recapitular y reflexionar sobre las
consecuencias de la obsolescencia programada, la filosofía que la sustenta y el proceso
histórico que las ha acompañado.
Percepción de la incertidumbre y búsqueda de sentido
La obsolescencia programada, auxiliada por la publicidad en los medios de
comunicación de masas e impulsada por el crédito fácil, junto con el surgimiento de la
106
cultura de la instantaneidad, propiciada por el surgimiento de las nuevas tecnologías y
los pensamientos del homo videns, han ido abriendo paso al individualismo. Este proceso
tuvo lugar durante el siglo XX y ha tenido por principal consecuencia la aparición de un
nuevo esquema de valores, asociado al consumo impulsivo y simbólico, y la
transformación hacia una sociedad de consumidores que ha ido conquistando el espacio
que otrora ocupara la sociedad industrial.
El individualismo es otra de las características del ciudadano de nuestro tiempo.
Conviene diferenciar, no obstante, entre individualidad e individualismo. La primera es
una característica particular de la personalidad de un individuo que lo distingue
singularmente de los demás. El individualismo es una exageración de la individualidad
que se describe como la tendencia de una persona a obrar según su propia voluntad, sin
contar con la opinión de los demás individuos pertenecientes al mismo grupo y sin
atender a las normas de comportamiento que regulan sus relaciones. También podría
concebirse como la primacía del individuo respecto de la colectividad. Esta es la
perspectiva que sostiene el modelo económico dominante: libertad absoluta y propiedad
ilimitada. El individualismo es, por tanto, una corriente económica, pero también puede
ser una ideología, opuesta y de rango similar al colectivismo. Conviene precisar que, de
similar forma y por parecidas razones, colectivismo y colectividad tampoco son una
misma cosa.
La Segunda Guerra Mundial, a diferencia de la anterior, tuvo un sentido. La Primera
Guerra Mundial fue insensata, no hubo ni buenos ni malos, nadie la quiso y todos la
quisieron. Estalló y hubo de acabar por desgaste y agotamiento; unos y otros defendieron
poca cosa: el sinsentido. La Segunda Guerra Mundial puede que haya sido la más
sensata de las guerras: el enfrentamiento de los ejércitos aliados ante la locura que
amenazaba el mundo entero. Alemania, encarnada en Hitler y sus secuaces, concentró
todo el horror, la bestialidad y el ultraje humanos devolviendo la cordura a sus
oponentes. Los campos de exterminio pusieron al descubierto la maldad, y no como una
abstracción teológica sino como algo trágicamente real hecho por seres humanos. Fueron
filmados por las tropas aliadas, y hoy resultan muy accesibles y son buena prueba de lo
que ocurrió.
El Tercer Reich generó una nueva percepción de sentido, un nuevo ser y estar en el
mundo, una nueva manera de interpretarlo. La maldad tomó forma concreta. No era
estupidez o ignorancia; ni siquiera una tiranía convencional. Cristalizó, tangible y
brutalmente, encarnándose en un pueblo concreto. Como también podría haber ocurrido,
si las circunstancias del horror lo hubieran propiciado, en otro lugar y tiempo (18).
Las cosas que los seres humanos éramos capaces de hacer, como realidad concreta,
hicieron que sintiéramos el deseo de repudiarlas y combatirlas. En consecuencia, la
contienda contra el Tercer Reich se convirtió en una cruzada legítima, una guerra santa,
en nombre de la humanidad, la civilización, la dignidad y la decencia humana. Esta
reacción restauró y reconstituyó una jerarquía de valores desaparecida y/o distinta.
107
Mas esto parece no haber sido suficiente. Es posible que no hayamos sabido
reconocer las necesidades psicológicas subyacentes, aquellas que tan bien supo explotar
el Führer. No fueron solamente desvaríos de locos insensatos. Afectaron a millones de
personas. La sociedad occidental atribuyó los horrores a lo irracional y lo racional
emergió como la mejor alternativa para combatirlo. Al hacerlo, se desconfiaba de todas
las manifestaciones de lo irracional, que se repudiaban. La desconfianza se extendió
hasta los absolutos totales. Ninguna idea podía ser categórica y totalmente verdadera.
Combatiendo lo irracional se acabó en el relativismo.
El proceso no es hizo visible inmediatamente. En los años que siguieron al final de la
contienda aún fue posible aferrarse a los valores predominantes durante la cruzada. La
dignidad, la decencia, la civilización y la humanidad se alinearon junto a un nuevo
impulso de fe en el progreso material. A fin de cuentas, la maldad asociada al progreso
tecnológico había propiciado el horror. Unos valores basados en la bondad y asociados al
desarrollo generarían lo contrario. La bomba atómica se concibió como un instrumento
de paz, y, en consecuencia, el progreso tecnológico también debería ser el facilitador del
bienestar.
Una gran confianza en el progreso llevó a Occidente hacia una pujante, aunque
efímera, época de autosatisfacción materialista. Los valores subyacentes fueron
provisionales. No se identificaban con alguna forma de absoluto ideológico. No
pretendían dar respuesta a los aspectos básicos de sentido. Ocurrió pocos años después
de que Viktor E. Frankl (1946) aludiera a cierta forma de humanismo para superar el
horror de la guerra y la búsqueda de sentido. Contrariamente, la consigna de la época se
hallaba implícita en la normalidad, que no fue sino mera uniformidad, el hombre masa,
descrito por Ortega y Gasset. Así cualquier agitación interior, cualquier necesidad
interna más honda que lo puramente material o racional era degradada y estigmatizada.
El impacto de las imágenes de los campos de concentración y las secuelas
psicológicas de las guerras mundiales (depresiones, síndromes postraumáticos,
desorientación) originaron la idea generalizada de que era necesario controlar las fuerzas
irracionales y perversas del animal humano. Se recurrió al psicoanálisis para influir
sobre los ciudadanos, limitando las pulsiones que los atenazaban y transformándolos en
entusiastas defensores de la democracia. Anna Freud propuso hacer fuerte al individuo
mediante las técnicas psicoanalíticas extendidas al ámbito de la educación para la
transformación de las personas en ciudadanos felices en un mundo feliz (19). En este
punto y circunstancias surge la sociedad de consumo.
A mediados de los sesenta el mundo occidental e industrializado se encontraba en
desorden. Sus valores habían sido desacreditados. Muchos estuvieron de acuerdo en
poner en duda que la sociedad de consumo occidental fuera la mejor posible. Algunos
señalaron los efectos devastadores de la opulencia. Muchos pusieron el énfasis en la
búsqueda de un nuevo sistema de valores: menos materialistas, más profundos e
interiorizados. Una generación de jóvenes proclamó su desilusión y se rebeló ante las
108
ideas de sus mayores. Desafiando lo establecido, pregonaron su desengaño ante el
materialismo, vanagloriándose con orgullo de su aparente anormalidad. Esta se
transformaría pronto en norma para muchos y fuente de un nuevo esquema de valores:
originalidad, autoexpresión y creatividad. Los movimientos pro derechos civiles en
contra de la guerra de Vietnam y el levantamiento de los estudiantes de París en mayo de
1968 fueron determinantes y mostraron la vacuidad del consumo materialista voceando a
quien lo quiso escuchar que la fe en un mundo mejor detraída del final de la Segunda
Guerra Mundial era papel mojado: frágil, sin sustancia y acabada.
Pujantes y genuinos, los valores de los años sesenta fueron progresivamente
inundando los escenarios políticos y sociales. Pero fueron perdiendo energía a medida
que fueron refugiándose en lo posible. Lo posible, lo realista, lo pragmático y lo
económicamente viable fue soterrando, lenta y sutilmente, la acción política y las
ideologías. El sistema económico absorbió los valores de los sesenta y los integró como
propios. Para algunos fue el desencanto; para otros, una oportunidad para adherirse al
futuro. Muertas las ideologías, se proclamó el final de la Historia y el triunfo del
pensamiento uniforme.
Durante los años ochenta del pasado siglo, Thatcher en Gran Bretaña y Reagan en
Estados Unidos recurrieron al individualismo, los deseos y los miedos inconscientes para
legitimar el egoísmo y la codicia con el fin de conectar con los nuevos valores e intereses
de los ciudadanos. «La sociedad no existe», proclamó Margaret Thatcher, solo hay
individuos. En cierta forma fue la respuesta adecuada a un individuo insatisfecho,
desorientado y ansioso de satisfacer sus deseos más inmediatos. Un pensamiento
implícito se convirtió en un lema explícito: serás más feliz cuantos más deseos
satisfagas. Paradójicamente, esto produjo, como nunca se había conocido en la historia,
consumidores más dóciles y manipulables. La nueva izquierda copió las técnicas de la
derecha para volver al poder, violentando su ideología y cayendo presa de la codicia del
nuevo yo individualista.
La derrota del fascismo trajo consigo la esperanza de una nueva era de paz
internacional y consolidación de las democracias fundamentadas en la justicia, la libertad
y valores éticos. Sin embargo, el capitalismo financiero, primero tímidamente y más
tarde, tras la desaparición del bloque comunista en los inicios de la década de los
noventa del siglo XX, de manera más implacable, ha ido pervirtiendo aquellas ideas
ocupando su lugar o influyendo de manera determinante sobre las decisiones políticas.
Lo que parecía ser —lo sigue siendo en cierta forma— un medio de comunicación a
escala mundial a través de la Red es hoy mucho más un medio para eliminar las fronteras
al comercio y al capital. Un mercado globalizado por el que circulan las mercancías, los
bienes y los productos fabricados en cualquier lugar del mundo. Un ciudadano del
denominado tercer mundo trabaja el doble de horas que un europeo para ganar una
cantidad ridícula de dinero si se lo compara con el anterior elaborando un producto que
puede venderse diez veces más barato que si se fabricara en Europa. El descenso de los
109
salarios en la Unión Europea bien podría ser, en parte, el proceso subsecuente de igualar
y estabilizar los salarios a escala mundial o, si se prefiere, una consecuencia que se
puede hacer patente en el futuro.
La libre circulación de capitales ha propiciado la aparición de grandes centros
financieros que ahora no solo controlan el flujo del dinero sino que además influyen de
manera determinante en el funcionamiento económico de los países y naciones. Imponen
sus condiciones a gobiernos democráticos, que no tienen más opción que aceptarlas si
quieren seguir recibiendo créditos para equilibrar el gasto público, aumentando la deuda
y reportando notables beneficios a los especuladores.
Hoy la sociedad occidental, tal y como ocurriera en el período de entreguerras, vuelve
a debatirse en la incertidumbre. De nuevo no existe una dirección clara del camino a
seguir, solo una tela de araña que nos envuelve y que nos conmina a seguir tirando.
Sobrevivir, en toda su extensión psicológica, social y física, se ha convertido en un modo
de vida, en un fin en sí mismo. De nuevo estamos experimentando una crisis de sentido y
la aparición de nuevos valores, ahora mediatizados por el pensamiento único y la era de
la información y acompañados por la duda, la desconfianza y la espera; un desesperante
interludio repleto de incertidumbre. Una vez más, ¡todo es relativo!
El desasosiego es una peculiaridad fácilmente observable en nuestra época. Me
refiero a la sensación de pánico intensificada por los miedos de nuestro tiempo y
escenificada en la palabra crisis:
a) La crisis financiera y la descomposición de la sociedad del bienestar.
b) La crisis de la democracia, representada por aquellos que sin tener el poder legítimo
de las urnas establecen las reglas del juego económico y la subsecuente profunda
brecha entre políticos y ciudadanos.
c) La crisis de la creciente desigualdad social y económica engendrada por un sistema
injusto que inunda el mundo de pobres y desafortunados.
d) La crisis medioambiental, la contaminación y la hipérbole industrializadora.
e) La crisis alimentaria y del agua, que afecta cada vez más a un mayor número de
personas.
f ) El terrorismo, los fundamentalismos religiosos, los conflictos y las guerras.
Un futuro que proyecta una sombra borrosa impidiendo una percepción coherente,
una previsión, un pronóstico. El presente se muestra al límite de la capacidad para
devolvernos la esperanza. Nuevamente surge la búsqueda de sentido de algo que, en
efecto, indique un propósito y una dirección.
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CAPÍTULO 5
EL TRABAJO COMO OBJETO DE CONSUMO
—¿Te he dicho alguna vez que has elegido una profesión muy extravagante?
—Sí, me lo ha dicho muchas veces.
—Lo que te quiero decir es que no se trata de que seas psicólogo sino de que te comportes como tal.
—¿Cómo tal?, ¿qué quiere decir?
—Que debes escuchar a la gente y ayudarla a resolver o a reducir sus problemas.
—¿Qué problemas?
—Los que ocasionan dolor, muchacho, los que hacen sufrir a la gente, con o sin necesidad.
Conversaciones con don Claudio (2014, 75).
Don Claudio, la eficacia y los juicios morales
Don Claudio fue mi profesor de filosofía cuando estudié el preuniversitario y su
influencia se ha mantenido constante hasta el momento presente. Tras su jubilación se
fue a vivir al pueblo de sus padres, en una casa situada en la Sierra de la Calderona. Don
Claudio es una persona alta, espigada y elegante que, a sus noventa años bien cumplidos,
mantiene el ímpetu y la energía de un veinteañero. Dice que si se piensa como un joven
nunca se es viejo, aforismo que convierte en realidad siempre que puede. En ocasiones,
mientras me escucha, se medio adormila repantigándose en su viejo sillón. Pero, cuando
pienso que está dormido y dejo de hablar durante unos instantes, se repone de inmediato
afirmando: ¡Continúa, muchacho, con lo que dices; ni duermo ni estoy dormido! Lo de
«muchacho» no me hace ninguna gracia, y cuando se lo digo responde que dejará de
llamarme así cuando yo olvide el usted. Nunca he podido tutear a don Claudio, así que
debo resignarme a que siga llamándome «muchacho» esperando que, como ocurre en
raras ocasiones, lo sustituya por «mi querido amigo», lo que, desde luego, resulta mucho
más satisfactorio para mí.
Cuando don Claudio quiere que le escuches, eleva ligeramente la voz y su mirada
escrutadora, poderosa, exigente e inquisitiva se fija sobre la mía deduciendo lo que voy
pensando y haciéndome sentir que debo atender y reflexionar al mismo tiempo. Si
percibe que no lo hago, cambia bajando el tono de su voz, no me juzga y asume el papel
de una persona cercana, receptiva y empática. Haciendo esto suele tener mucho éxito, y
aunque rechaza la ignorancia, te hace sentir que el no saber algo es natural y que él está
ahí para intentar que aprendas. Siendo sincero, es necesario que os diga que también él
en su ignorancia recibe con agrado lo que otros tengan que enseñarle. Siempre se
mantiene dispuesto en este sentido y afirma que el conocimiento compartido es la
esencia del saber.
111
En aquella ocasión sorteó su papel de profesor adoptando el de un filósofo, cercano a
una especie de tábano socrático, que era, según él mismo afirmaba, el estatus que había
alcanzado con la edad tras superar las inconveniencias obsesivas de las moscas
cojoneras.
—Bien, muchacho, tú que eres profesor de esa cosa que llamáis recursos humanos,
expresión que sabes que me irrita mucho, y que has ejercido alguna vez como consultor
de empresas, dime, ¿cuándo es eficaz un gerente?
La pregunta me vino de sopetón. Algo así me esperaba, conociendo a don Claudio,
pero no un arranque tan áspero y directo. Había ido a verlo con la intención de que me
diera su opinión sobre el artículo que acababa de escribir y que unas semanas antes le
había enviado. Deduje que su pregunta tenía mucho que ver con lo que había escrito, así
que intenté responder sabiendo de antemano que cuando adoptaba el papel de profesor
de filosofía y tomaba la iniciativa era casi imposible salirse del silogismo-trampa que me
tendría preparado.
—Un gerente y cualquier otra persona en el desempeño de sus tareas es eficaz cuando
alcanza o supera sus objetivos —respondí.
—De acuerdo; ahora dime si te he entendido bien. La definición que utilizas para
referirte a la eficacia se basa en otro concepto, el de los objetivos, ¿es correcto?
—Es correcto.
—¿Y si acaso ocurriera que los objetivos hubieran sido subestimados?
—Entonces el que manda o dirige al gerente no sería un buen director.
—En consecuencia, ¿un gerente, un jefe o un director son eficaces cuando saben fijar
con claridad los objetivos de sus colaboradores?
—Bueno... en parte es así, pero el asunto es mucho más complejo. Se puede ser eficaz
sin ser eficiente, y de lo que se trata es mucho más de lo segundo que de lo primero.
—De acuerdo, más a favor de mi argumentación puesto que la eficiencia, si no
recuerdo mal, es la consecución de los mejores resultados utilizando los menores
recursos posibles, lo que me lleva a lo mismo. ¿Podrías no eludir tu respuesta y
contestarme? ¿Un gerente es eficiente o eficaz, poco importa, cuando sabe fijar con
claridad los objetivos de sus colaboradores?
—Sí.
—Por tanto, un gerente que domina la técnica de fijar los objetivos pero que no
alcanza los suyos ¿es eficaz?
—No, lo que importa son siempre los resultados.
—Solo una pregunta más y acabo. ¿Y también sería eficaz aquel o aquella que para
alcanzar sus objetivos cometiera actos deshonestos o inmorales?
—Ese es otro asunto, don Claudio, usted lo sabe muy bien, todo dependerá de lo que
se entienda por actos deshonestos.
No respondió, se limitó a mirar hacia la cumbre del Garbí sin atender a otra cosa que
no fuera el paisaje que se entreveía a través de la ventana. Era evidente que mi respuesta
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no le había satisfecho. Puede que estuviera rumiando un modo diferente de analizar el
artículo que le había enviado. Esperé un buen rato y al sospechar que, de no mediar
palabra, se podía dormir, decidí retomar el diálogo.
—Discúlpeme, don Claudio, pero ha hecho retórica. —Lo que dije le sacó de
inmediato del ensimismamiento y la modorra para responder, sin alterar el tono de su
voz, a la aseveración que acababa de hacer.
—¿En qué sentido? Si fuera como yo lo interpreto, el arte de la discusión y el
encadenamiento lógico de argumentos, ¿qué has hecho sino contrarrestar mis
argumentos con los tuyos? También haces retórica. ¿Qué me reprochas?, ¿el no haber
sido del todo sincero y puede que poco honesto?, ¿he sido eficaz?
—Nada, no puedo reprocharle nada con todo lo que me ha enseñado. Y sí, ha sido
usted eficaz.
Me batí en retirada y esperé el siguiente envite, que llegó por donde menos lo
esperaba.
—¿Te he dicho alguna vez que has elegido una profesión muy extravagante?
—Sí, me lo ha dicho muchas veces.
—Lo que te quiero decir es que no se trata de que seas psicólogo sino de que
comportes como tal.
—¿Cómo tal?, ¿qué quiere decir?
—Que debes escuchar a la gente y ayudarla a resolver o a reducir sus problemas.
—¿Qué problemas?
—Los que ocasionan dolor, muchacho, los que hacen sufrir a la gente, con o sin
necesidad.
No entendía nada de lo que me estaba diciendo ni tampoco adónde quería llegar.
Pensé que sus noventa años no podían pasar en balde, y que igual estaba empezando a
chochear. Pero, al mismo tiempo, intuía que se estaba preparando y que lo mejor estaba
aún por llegar. Fuera una cosa o la otra, poco me importaba: quiero y admiro mucho a
don Claudio. Esperé mientras pasaba un dedo por su sien derecha recorriendo su
blanquecina patilla; luego se ajustó las gafas, me miró con interés, sostuvo su pipa y la
encendió lenta y sosegadamente, recreándose en el momento y meditando su discurso.
—¿Te he hablado alguna vez de los siete sabios de Grecia?
—No recuerdo que lo hiciera en sus clases, pero algo he leído...
—Verás..., se reunieron los siete sabios, que eran Tales de Mileto, Plastócrates de
Éfeso, Solón el Ateniense, Pitaco de Mitilene, Bías de Priene, Cleóbulo de Lindos y
Quilón el Lacedemonio, si la memoria no me falla, para decidir dónde se encontraba la
maldad...
—Le falta un sabio, ha citado a seis.
—¿Cómo?
—Que le falta un sabio, don Claudio, ha citado a seis.
—Sí, a ver... —don Claudio reflexiona y parece que va citando mentalmente los
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nombres—. ¡Ah sí!, me faltaba Periandro de Corinto. —Le sorprende recordar al
filósofo clásico y un gesto de alegría entusiasta acompaña ahora a su explicación—. ¡A
lo que iba!, como te decía, se reunieron y decidieron que la mayoría de los hombres eran
malos y que esa era la razón de que lo bueno no existiera. Sin embargo, Heráclito de
Éfeso decía que los hombres son buenos, salvo cuando son mayoría los malos, haciendo
referencia a Pericles, quien hizo lo que hizo porque era bueno. Muchos años más tarde
llegó David Hume para zanjar la polémica afirmando que no existe lo bueno o lo malo:
todo depende de cada cual y del grado de utilidad que obtenga con lo que hace. Es decir,
lo bueno es lo útil. Esto sí que lo sabes, ¿a que sí?
Asentí mientras pensaba en el utilitarismo y en cómo esta corriente contrarrestó la
filosofía de Kant, para quien el valor moral de una acción no se mide por su utilidad sino
por la intención que la anima y por las reglas morales que la regulan. Don Claudio
pareció darse cuenta y me dejó reflexionar unos instantes para proseguir con su exégesis.
—Ya hemos llegado, ¡el utilitarismo! No, no te agobies, que ya te veo destemplado,
muchacho. No lo voy a criticar. Estoy totalmente de acuerdo con el utilitarismo de Hume
y de Stuart Mill y lo estoy porque esta corriente filosófica supuso poner en valor las
ideas transformadoras que llevaron a un gran desarrollo social y a la génesis de la ciencia
moderna. Las ideas del utilitarismo sentaron las bases de la productividad, el espíritu de
iniciativa, el riesgo, el crecimiento y la competencia. Fueron ideas progresistas y eso fue
bueno, siempre que, como afirmaba el mismo Hume, todo ello fuera compatible con las
cualidades morales, el mérito personal y la expansión del conocimiento. Sin embargo, en
la actualidad, la competitividad parece estar acabando con todo esto. De eso ya te he
hablado muchas veces.
—Sí, algo tengo escrito en alguno de mis libros, siempre deudor de sus ideas, don
Claudio.
Dije esto esperando que se ablandara y se decidiera a hablar de mi artículo. No lo
hizo y prosiguió su glosa sin atender a mi mirada de súplica.
—Gracias, ¿me citas correctamente?
—Hago lo que puedo y escribo cosas sobre usted.
—¡Lo que me faltaba!, una especie de Watson reproduciendo historias imposibles
sobre Holmes. No me importa, haz lo que te dé la gana siempre que no me utilices y te
hagas el único responsable de lo que escribes. Prosigo; lo que quiero decir es que del
utilitarismo al pragmatismo hay muy poco trecho. Esta corriente filosófica aparece en
Estados Unidos hacia finales del siglo XIX y principios del XX y sostiene que la acción es
lo que cuenta. Es decir, una idea solo es verdadera cuando funciona y cuando tiene éxito.
Me parece a mí que los filósofos del pragmatismo aportaron ideas muy sugerentes sobre
la importancia de la experiencia, la filosofía de la ciencia y la experimentación científica,
pero esto no debería ser extrapolable al mundo de los negocios. Aquí estuvo la trampa.
Por más que Wiliam James, uno de los grandes filósofos defensores del pragmatismo,
criticara el salvaje materialismo de la época industrial, el pragmatismo dejó de ser una
114
corriente filosófica sometida al debate para transformarse en una ideología.
Aquí se detuvo a la espera de que sus palabras hicieran su trabajo y que integrara lo
que me iba diciendo. El viejo profesor nunca tiene prisa cuando se trata de debatir,
reflexionar y, como él mismo dice, hacer verdadera filosofía. Recuerdo la conversación
en la que la describió, más o menos, de esta manera: ¡Convéncete, muchacho! —sostuvo
con cierta vehemencia respondiendo a mi afirmación sobre su inutilidad en el mundo
actual—, la principal finalidad de la filosofía de nuestros días es el enriquecimiento
espiritual y experiencial, sacar partido interior de nuestras experiencias, de nuestras
lecturas y de nuestras búsquedas más personales. No hace falta un título. Busca siempre
aunque nunca encuentres; así se hace el camino, y si lo haces acumulando experiencias,
queriendo y siendo querido por los otros y consciente de tu extrema pequeñez, habrás
hecho filosofía. No fui más lejos en mis reflexiones.
—Ahora ser pragmático...
—¿Cómo dice, don Claudio?
—Te estaba diciendo que ahora ser pragmático es ser un hombre de acción, aludiendo
al que tiene éxito en lo que hace sin importar las consecuencias. Una persona pragmática
es eficaz en los resultados que se plantea y que luego alcanza. ¿Vas comprendiendo lo
que pienso de tu artículo? Hablas de la psicología social del trabajo refiriéndote
constantemente a la eficacia, y yo te pregunto ahora: ¿cómo mides la utilidad individual
y la haces compatible con la colectiva? No, no me interrumpas; algo escribes, poco a
decir verdad, pero déjame seguir. ¿La utilidad de una conducta puede justificar los
medios que se empleen?, ¿es la utilidad un criterio moral? ¿Qué me dices de la poesía o
de la música?, ¿son útiles?; y si lo fueran, ¿cuál sería la razón? Lo que te quiero decir, y
con esto termino, es que a un individuo en particular siempre le será más fácil hacer su
propia definición de la utilidad y convencerse de que sus acciones son las mejores,
acomodándose en su individualismo sin necesidad de recurrir a una perspectiva más
colectiva y, si me permites decirlo, moral y social. En este caso, superamos grandemente
las ideas originales del utilitarismo y del pragmatismo. Aparece el hombre de acción,
que compite con los demás argumentando aquello de que yo soy mejor que tú, consigo
más que tú, llego donde deseo llegar y donde tú nunca podrás llegar, no me hacen falta
los demás, me impongo sobre ellos, soy una persona de acción y no me vengas con
utopías imposibles. ¡Ya está!, ya creo que he cerrado mi línea argumental, ya he llegado
a lo de los actos deshonestos.
—¿No tendrá mucho que ver lo que defiende con lo que usted cree y le han
enseñado? ¿No tiene todo el mundo derecho a pensar lo que crea más oportuno? Si fuera
así, volveríamos al principio. Puede que la idea que usted sostiene y defiende de lo moral
tenga mucho que ver con lo que le enseñaron los curas, sus lecturas de los utopistas y los
imperativos categóricos.
No sé cómo me atreví a contradecirle de esa manera. Era la primera vez que lo hacía
con tal vehemencia, soslayando sus argumentos y recurriendo a la crítica personal. De
115
inmediato comprendí que me había pasado y me disculpé. Don Claudio no se inmutó.
Fijó sobre mí su mirada más inquisitiva y escrutadora para decir:
—¿Recuerdas el diálogo que mantienen en una cafetería Mia Farrow y Woody Allen
en la película Broadway Danny Rose? Veo que no lo recuerdas, así te lo explicaré
brevemente. Verás, comentan el trabajo de Woody como representante de artistas que
cuando tienen éxito lo abandonan. Eso le hace sentirse culpable, afirma Woody, a lo que
Mia Farrow responde diciendo que la culpabilidad no existe. Entonces Allen replica
explicando que el sentido de culpabilidad es importante, pues, de no tenerlo, uno sería
capaz de cosas terribles. Y sigue el diálogo más o menos así:
—Es importante sentirse culpable, yo —dice Allen— me siento culpable siempre y
nunca he hecho nada. ¿Entiendes? Mi rabino decía que todos somos culpables a los ojos
de Dios.
—¿Tú crees en Dios? —pregunta Farrow, a lo que Allen responde:
—¡No, no, por eso me siento culpable!
En ese punto comprendí que don Claudio me había hecho partícipe de sus dudas más
hondas y trascendentes, que no iba a hablar sobre mi artículo y que lo que había
reflexionado tenía que ver con lo que sentía a sus noventa años y a la necesidad de
compartirlo conmigo. Fue inmensamente sincero. El buen filósofo que era dejó flotando
entre mis pensamientos el preludio de la reflexión: la duda y la necesidad de intentar
averiguar qué me había querido decir. Él lo sabía; no me hace falta Dios para sentirme
culpable: me basta con la empatía y el sufrimiento de los demás. Don Claudio lo sabía,
lo sabía muy bien. En esas reflexiones andaba cuando don Claudio las interrumpió.
—Esto de la crisis es muy desalentador. Los estudiantes deben de estar muy
desorientados. ¿Sabes lo que yo les diría? Les diría que lo mejor que pueden hacer es
seguir estudiando y preparándose para lo que está por llegar; la oscuridad que nos
atenaza no puede ser eterna.
Decidí que ya era el momento de volver a mi casa. Me despedí y me entretuve unos
instantes mientras abría la puerta. No llevo bien dejar a don Claudio allí sentado en su
sillón, solitario y reflexivo. Cuando ya salía, pude oírle insistir en la frase con la que,
casi invariablemente, me despide:
—¡Cuidado, muchacho! Es cierto, la realidad no tiene por qué ser como tú o yo la
percibimos. Formamos parte de ella. No conviene que confundas tu optimismo con el
humanismo al que inocentemente propendes.
Y adelantándose a las respuestas que yo solía dar cuando decía tal cosa defendiendo
el relativismo del conocimiento, recurrió a una cita de El principito de Antoine de SantExupéry, sentenciando: «Si al franquear una montaña en la dirección de una estrella el
viajero se deja absorber demasiado por los problemas de la escalada, se arriesga a olvidar
cuál es la estrella que lo guía».
La economía del fraude inocente
116
La realidad se muestra esquiva y tornadiza, es cierto, don Claudio tenía razón, a lo
que se añade el gravamen de que mis conocimientos son muy limitados. Me pongo al
cuidado del que sabe, recurriendo una vez más a John Kenneth Galbraith (20). En el año
2004, dos años antes de su muerte a los noventa y ocho años, apareció publicado el libro
que podría resumir el testamento intelectual del gran economista canadiense que fue,
entre otras muchas cosas, profesor de Harvard. Por el contenido de su libro, y
constatando lo que viene ocurriendo a nuestro alrededor, es conveniente advertir que el
libro se publicó en 2004, tres años antes de que empezara la crisis financiera con la caída
del banco Lehman Brothers en septiembre de 2007. Su título en español fue La
economía del fraude inocente. La verdad de nuestro tiempo. Al lúcido profesor le sobran
unas cien páginas para dejar bien argumentado que la distancia entre la realidad
económica y la sabiduría convencional (o la del hombre de la calle) nunca ha sido tan
grande como en este siglo XXI que ahora empieza. La causa se encuentra en el engaño y
la falsedad, endémicos y omnipresentes en nuestra sociedad.
Los políticos y los medios de comunicación han digerido y metabolizado los mitos
del mercado, resumidos en los siguientes puntos:
1. Las grandes corporaciones trabajan para ofrecer lo mejor a sus clientes.
2. La economía crece y se desarrolla mejor sin la intervención del Estado.
3. Las grandes diferencias salariarles y el enriquecimiento de las minorías son un
efecto colateral del sistema, y hay que aceptarlas como males menores.
Los ciudadanos nos hemos rendido al engaño aceptando el fraude legal inocente,
representado por la sabiduría convencional y que se parece muy poco a la realidad
económica, que se caracteriza por lo siguiente:
1. El mercado está determinado en su mayor parte por la gestión que financian y
planifican con cuidado las grandes corporaciones privadas.
2. Estas no están al servicio del consumidor, y ni siquiera las controlan sus
accionistas, sino una compacta burocracia corporativa manejada por grandes
directivos.
3. Los grandes conglomerados corporativos son los que controlan el gasto militar y
el dinero público.
Esto es lo que afirma Galbraith pensando en Estados Unidos pero advirtiendo que el
fraude, aun legal, puede que sea inocente y que se esté propagando por el mundo entero.
Escribe: «Este ensayo se ocupa de cómo la economía y los grandes sistemas económicos
y políticos cultivan su propia versión de la verdad de acuerdo con las presiones
pecuniarias y las modas políticas de la época, y de los problemas que plantea el hecho de
que esa versión no tenga necesariamente relación con lo que ocurre en realidad. Se trata
de una situación de la que no podemos culpar a nadie en particular: la mayoría de las
117
personas prefieren creer en aquello que les conviene creer. Esto es algo de lo que
debemos ser conscientes los que nos hemos dedicado al estudio de la economía, así
como nuestros estudiantes y todo aquel interesado en la vida económica y política... La
mayoría de los progenitores de lo que aquí quiero identificar como fraude inocente no
están deliberadamente a su servicio. No son conscientes de cómo se han formado sus
opiniones ni de cómo han llegado a tenerlas. Lo que está en juego no es con claridad una
cuestión legal. El fraude inocente no es consecuencia del incumplimiento de la ley, sino
de las creencias personales y sociales de quienes participan en él. En este sentido, no da
lugar a un verdadero sentimiento de culpa y lo más probable es que los involucrados
aprueben su propio proceder y se sientan justificados» (Galbraith, 2004, 11-12).
Puede que mis posibles respuestas a las preguntas implícitas en la cita anterior sean
las de aquel que se gana la vida enseñando e investigando, dejándome llevar por el
fraude inocente y sin tener en cuenta, además, las advertencias de don Claudio. O puede
que, como señala Galbraith, el problema sea que el trabajo es una experiencia
radicalmente distinta según para qué personas y las tareas que deban realizar. Con todo,
el trabajo seguirá siendo esencial para los seres humanos y no, únicamente, un medio de
sustento y supervivencia.
De lo expuesto es posible deducir que el vocablo trabajo se refiere tanto al de
aquellas personas para las que resulta aburrido, monótono, desagradable y agotador
como al de aquellas para las que constituye una actividad de evidente satisfacción y a
quienes les proporciona una gratificante sensación de importancia personal. Los
primeros, aunque les resulte monótono, no les ofrezca estímulos intelectuales y les
produzca agotamiento emocional y desgaste psicológico, tienen que soportarlo para
satisfacer las necesidades esenciales de la vida, disfrutando, ocasionalmente, de algunos
de sus placeres. Sin embargo, el placer comienza cuando acaba la jornada laboral. Solo
entonces el trabajador logra escapar del aburrimiento, de la autoridad (en el mejor caso)
o poder (en la peor de las circunstancias) de los directivos, de la omnipresente cadencia
de la cadena de montaje o, sencillamente, de un espacio de trabajo agobiante.
Para los segundos, puede ser un disfrute personal, pero lo es cuando contiene una
gratificación diferente, cuando el desarrollo personal y profesional viene acompañado de
una agradable sensación de importancia, independencia y, en ocasiones, de superioridad.
Según Galbraith (2004, 36-37): «El buen trabajador es objeto de todo tipo de elogios,
pero el aplauso procede en su mayor parte de aquellos que se han librado de una carga
semejante, de quienes, exentos de riesgos, se encuentran por encima del esfuerzo físico».
Es decir, utilizar la misma palabra, trabajo, para los que disfrutan y para los que no
disfrutan supone un fraude inocente, admitido por la sabiduría convencional y aceptado
por el sistema general de creencias que la justifica.
La realidad muestra, contrariamente a lo que cabría esperar, que los salarios más altos
los obtienen los que menos necesitan las recompensas por su esfuerzo. Cuanto mayor es
el nivel directivo y más placentero el trabajo, más recompensas se producen en forma de
118
bonificaciones y stock options. Que los salarios más elevados los obtengan los que más
disfrutan con su trabajo es una creencia mayoritariamente admitida y el resultado de un
sistema de valores que se ajusta a la sabiduría convencional y que se relaciona
estrechamente con el concepto de la virtud social conveniente, al que me referí en el
primer capítulo de este libro.
Hacia finales del siglo XIX se publicó una obra sobre estas actitudes y creencias que
ha permanecido vigente hasta este siglo que ahora empieza. Se trata del libro de
Thorstein Veblen Teoría de la clase ociosa, en el que este sociólogo propone la
conveniencia de averiguar las chocantes costumbres de la nueva clase de ricos de la
sociedad estadounidense (21). Se sorprendía de que estos privilegiados se liberaran de la
obligación de trabajar como si fuera lo más natural, y que también lo fuera para sus
familiares. Le llamaba mucho la atención cómo hacían ostentación de su ocio ocupando
la escena social y viviendo en las mansiones más costosas y grandes. Es decir, para los
ricos la holgazanería era una alternativa aceptable mientras que, similar holgazanería, se
les reprochaba a los pobres.
En el contexto de un liberalismo extremo abundan las críticas hacia el que no cumple
con la obligación de trabajar. Para algunos no importarán ni las condiciones del trabajo,
ni la precariedad ni los salarios al límite de la pobreza. Afirmarán —y terminaremos por
creerlo— que son personas holgazanas, irresponsables y que representan una carga para
la sociedad. Las condenas más severas se cebarán sobre los que viven del subsidio de
desempleo o los que necesitan la ayuda gubernamental, aunque una cosa u la otra suelan
producir frustración y otras patologías psicosociales. Como si pasar del trabajo a la
asistencia social fuera la mejor de las cosas y como si todo ser humano tuviera como
principal finalidad vivir del esfuerzo de los demás, soslayando a los que realmente lo
hacen, aunque en este caso se cuente con o se espere la aprobación social generalizada.
Estos son algunos de los argumentos utilizados por John Kenneth Galbraith. Su
inclusión aquí es, en cualquier caso, de mi entera responsabilidad confiando en que lo
descrito no se aleje demasiado de lo que este autor propone. No obstante, para ser
honrado, es necesario que no oculte al lector uno de sus argumentos. Escribe: «La
extensión y profundidad del fraude inherente a la palabra trabajo resulta, pues, evidente;
sin embargo, pocas veces es criticado o corregido en círculos académicos. Los
profesores de todas la universidades de prestigio dedican un reducido número de horas a
la enseñanza y buscan y obtienen tiempo libre para investigar y, durante sus años
sabáticos, para entregarse a actividades tan gratificantes como escribir y pensar. Esta
huida del trabajo (que es lo que para algunos es ese tiempo) se produce sin sentimientos
de culpa» (Galbraith, 2004, 40).
Mi perfil profesional se ajusta bastante bien a lo descrito, y poco podría decir en mi
descargo sin descomponer la lógica de lo que tengo escrito en este libro; salvo que no
son pocas las horas que dedico a la docencia y que aprovecho los veranos para escribir.
Estoy aprovechando mis vacaciones para revisar y acabar de escribir este libro durante el
119
mes de agosto del año 2014. Aunque, sí, disfruto haciéndolo y la gratificación es casi
inmediata cuando veo cómo van fluyendo las ideas y van apareciendo conceptos que van
llenando folios. Es el ensayo una forma de comunicación excepcional, a condición de
que alguien lo lea y lo entienda. Si bien puede que don Claudio tenga razón y que lo que
argumento en mi defensa, tal y como acabo de hacer, lo haga para eximirme de la culpa;
en este caso, del gran placer que me produce escribir. Aunque, para ser sincero, no
siempre.
Con todo, ¿cuál es la razón de que en los países de la órbita neoconservadora el lujo,
los salarios colosales y la holgazanería de los ricos y famosos sean considerados algo
bueno y admirable mientras que se condena a los pobres cuando presentan similares
aspiraciones? Una respuesta sencilla se encuentra en el sistema de creencias y valores
que nuestra sociedad ha ido construyendo y aceptando. No afecta a todos los ciudadanos
por igual los hay que no participan de tales ideas y otros que van más lejos y se indignan
y protestan activamente. Pero otros muchos, algunos de una vida ejemplar acomodada y
poco ostentosa, aceptan que el ocio sea una alternativa de los ricos mientras que
condenan sistemáticamente la pereza de los pobres y desafortunados.
Desde que se produjo la Revolución Industrial, se ha venido manteniendo la teoría de
que el ser humano es vago por naturaleza, que busca obtener el máximo beneficio con el
mínimo esfuerzo y que no desea trabajar. Estos axiomas, verdadera columna vertebral de
las creencias del siglo XIX arropadas por el darvinismo social, cuya inercia aún es
constatable, fueron operativos mientras los trabajadores no tuvieron otra alternativa que
comportarse de acuerdo con estos supuestos.
Ahora podemos ver el ardid. Para que funcionaran, hacía falta un esquema autoritario
y un modelo sustentado en la obtención del suficiente dinero para la supervivencia.
Mientras lo único que se le pedía al empleado eran actos desprovistos de significado
intrínseco como subir o bajar palancas, transportar muebles o atornillar una polea, el
sistema fue eficaz. Conducirse como un ser inmaduro no solo era una condición
impuesta e imprescindible para que los trabajadores pudieran mantener su equilibrio
emocional, sino que además fue una necesidad vital y psicológica acorde con el contexto
social y las creencias de la época.
Después, años más tarde, al mismo empleado se le pidió que trabajara en equipo, que
decidiera la mejor manera de subir o bajar la palanca poniendo mucho cuidado en
hacerlo bien, que se profesionalizara y se formara, que fuera amable y aleccionara a sus
compañeros, que decidiera lo que es más adecuado para sí mismo en conjunción con la
empresa y que, definitivamente, fuera imaginativo y entusiasta y cuando pusiera tornillos
se preocupara de detectar si la polea tenía algún defecto que él pudiera solucionar.
Lógico es que respondiera: «de acuerdo, pero ¡déjenme ser mayor!», o lo que es más
preocupante: «soy un niño, ustedes me entrenaron para ello y no puedo, no sé o no
quiero cambiar». Ahora, además de todo esto, se le pide que se ajuste a las condiciones
que la crisis financiera está imponiendo: sea austero, adáptese, no se comprometa con
120
nada que no sea su trabajo, subsista; ya llegarán tiempos mejores.
Efectivamente, estamos culminando el tránsito de una sociedad de productores a una
nueva sociedad. Una sociedad de consumidores caracterizada por un cambio radical del
sistema de creencias, los estilos de vida y los valores en el trabajo. Un ser humano que
adquiere buena parte de su identidad personal a través de un trabajo fragmentado y sin
continuidad, proyectando muchas de sus emociones sobre un consumo que no alcanza a
comprender. A ello se añade el impacto de la crisis financiera, sus consecuencias
inmediatas y su incierto final; una situación de gran inseguridad laboral y un panorama
de extrema inquietud.
Las nuevas condiciones del trabajo
El sociólogo estadounidense Richard Sennett (2006) sostiene que cuando los seres
humanos afrontamos la comprensión de nuestra vida, elaboramos una biografía, más o
menos explícita, desde la que erigimos nuestra identidad. Se trata de las respuestas a
preguntas tales como: ¿qué he hecho con mi vida?, ¿hacia dónde me dirijo?, ¿quién soy?,
¿qué es lo que quiero? La identidad personal es la faltriquera, o la mochila, que nos
acompaña y que vamos llenando de experiencias, conocimientos y emociones,
estrechamente relacionados con el trabajo que hemos desempeñado.
En la sociedad actual la gente trabaja en tareas a corto plazo y cambia frecuentemente
de empresa. En consecuencia, las personas no pueden identificarse con un trabajo
concreto o con un empresario determinado, y resulta muy difícil o casi imposible
desarrollar esa identidad personal. La causa se encuentra en el capitalismo flexible, cuyas
demandas estructurales se basan en una constante reconfiguración de las tareas y de los
trabajos tradicionales, soslayando la experiencia y los conocimientos adquiridos por las
personas, que viven una situación de sumisión y dependencia laboral.
El individuo alcanza un nuevo rango de identidad, ya que se tiene que desenvolver en
un contexto laboral —y social— caracterizado por la diversidad, el relativismo, el
individualismo y el escepticismo; es decir, sujeto a su propio gobierno y la gestión total
de su vida. Una paradoja que añadir a las muchas que ocupan nuestra realidad actual: nos
desenvolvemos en una sociedad cuya existencia se niega o, incluso, negamos. La
persona, en su dimensión más individualista, no se integra, sino que se desenvuelve,
fluye y fluctúa involucrándose parcial y temporalmente según el rol o los roles
desempeñados en cada momento. Hay que estar preparado y en guardia en cada
momento, en una constante tensión todas las horas del día, despierto, activo, innovador y
dispuesto.
La identidad personal también se ha globalizado. El sociólogo alemán Ulrich Beck
(2002, 2008) afirma que vivimos una «poligamia de lugares», anclados en varios lugares
a la vez. Hoy las personas no se integran y se socializan, parcial y temporalmente: «Vivir
nuestra vida significa que las biografías corrientes se convierten en biografías de
121
bricolaje, biografías de riesgo, rotas o descompuestas. Incluso detrás de fachadas de
seguridad y prosperidad, las posibilidades de que la biografía se deslice y se venga abajo
están siempre presentes. De ahí la necesidad de aferrarse y el miedo existente incluso en
las capas medias de la sociedad, que en su exterior son capas acomodadas» (Beck, 2008,
124).
Tales evidencias necesitan para su explicación de una nueva antropología de la
globalización que analice el trabajo contemporáneo, fragmentado y atomizado en un
contexto social ambiguo e incierto. ¿Cómo se puede crear sensación de continuidad
personal en un mercado de trabajo en el que las historias son erráticas y discontinuas, en
vez de estructuradas y bien definidas? Las posibles respuestas se analizaron en el
capítulo anterior: al acabar la Segunda Guerra Mundial, el sistema capitalista se
consolidó en grandes sistemas burocráticos y piramidales, ligados a la suerte de las
naciones. Más tarde, hacia finales de los años setenta, estas pirámides se desintegraron
cercenando el vínculo que unía la nación con la economía.
Ahora, en la sociedad red (22), se han transformado en organizaciones flexibles y
fluidas en redes conectadas con el mundo entero. Estos cambios y transformaciones han
alterado drásticamente la manera en que las personas experimentan el paso por las
empresas. Ya no se puede hablar de carrera profesional; ahora son trabajos de corta
duración, realizados en numerosas empresas localizadas en lugares diferentes. Hoy es
excepcional que una persona trabaje para la misma organización durante toda su vida
laboral. La media de los cambios en los puestos de trabajo de un joven estadounidense
con estudios universitarios se acerca a la docena, asociada a constantes innovaciones en
su formación. Los europeos caminamos en similar dirección. Hoy la vida laboral se
hilvana en sucesivos ciclos de incertidumbre, búsqueda, consecución de un trabajo y
despido o búsqueda de un trabajo nuevo o más interesante.
Según José María Blanch (2012, 51): «El escenario laboral contemporáneo está en
plena metamorfosis, en una transición que arranca del fordismo keynesiano y conduce al
capitalismo flexible, impulsada, entre otros vectores, por la globalización neoliberal. El
punto de partida de este proceso en marcha fue un régimen económico-político y
sociolaboral basado en un contrato social entre capital, trabajo y Estado (economía,
sociedad y política) del que derivaron una serie de objetivos y estrategias compartidos,
como los de crecimiento económico, pleno empleo formal, derechos laborales, libertad
de mercado y protección social. Este modelo de articulación de trabajo, ciudadanía y
bienestar tuvo lugar en el seno de una sociedad vertebrada por la accesibilidad individual
a un empleo regulado por un contrato indefinido, remunerado con un salario digno, en
unas condiciones de trabajo supervisadas y desarrollado en el marco de una empresa, una
profesión y una carrera estables».
Sin embargo, la progresiva implantación del capitalismo flexible, informacional y
global ha ido propiciando, lenta pero inexorablemente, un elevado grado de
desregulación del mercado de trabajo. Desde hace ya tiempo se está produciendo una
122
crisis laboral, caracterizada por una creciente tasa de desempleo, consecuencia de la
cantidad de empleo ofertado y los límites de inclusión o exclusión sociolaboral patentes
en fases de crisis económica o en fases de insuficiencia estructural de puestos de trabajo,
lo que trae consigo un paro masivo y crónico; es decir, una mayor vulnerabilidad social
proveniente de la calidad del empleo disponible, afectada por la inestabilidad e
intensificación del trabajo, su precariedad, la constante disminución de la calidad de la
vida laboral y el subempleo. Este es un problema de salud de primer orden.
En consecuencia, las nuevas condiciones del trabajo:
1. Repercuten en la calidad de vida de las personas en general y, muy
especialmente, en las de los trabajadores y los ciudadanos receptores de sus
productos y servicios. Es particularmente relevante para el caso de los servicios
derivados de la función pública en todas y cada una de sus manifestaciones:
sanidad, educación, servicios sociales.
2. Además, «influyen en el bienestar, la salud y la seguridad, en la motivación, el
compromiso, la satisfacción y el rendimiento laborales, en las patologías
profesionales, en la eficacia y la eficiencia de las organizaciones y también en
muchas de las disfunciones en el entorno laboral, como conflictividad,
absentismo y presentismo, rotación, abandono, accidentalidad o enfermedades
profesionales» (Blanch, 2012, 52).
Por otra parte, la discontinuidad (períodos de trabajo seguidos de períodos de paro) y
la intensidad laboral (trabajo a tiempo parcial), cada vez más presentes y patentes, están
transformando las nuevas condiciones del trabajo afectando a la vida de las personas de
forma determinante. Primero, generando inseguridad psicológica, resultado de la
precariedad salarial y la inestabilidad en el trabajo. Y, después, ocasionando un desgaste
psicológico, especialmente observable en las organizaciones de servicios, como
resultado del incremento sostenido de las demandas psicológicas, tanto cualitativa como
cuantitativamente, de tipo emocional y cognitivo, acompañadas de la sobrecarga del
trabajo y la densidad/intensidad de las tareas.
123
En el nuevo mercado laboral la demanda es muy superior a la oferta de trabajo.
Tales circunstancias y contingencias son inherentes a una sociedad de consumidores
en la que, entre otras cosas, la mayor responsabilidad de encontrar o no encontrar trabajo
se imputa a las personas, a su falta de iniciativa y esfuerzo o a su incapacidad de atraer el
124
interés de los contratantes o de venderse en el contexto de un mercado laboral en el que
rigen las leyes de la oferta y la demanda.
Zygmunt Bauman (2007) es el principal valedor de esta línea de pensamiento, desde
la que se sostiene que el reconocimiento social y económico se logra adaptándose a las
nuevas formas de contratación en las que los potenciales trabajadores deben
transformarse en productos capaces de atraer la atención, captar clientes y generar la
mayor demanda posible. Cuando un individuo determinado se postula en ese mercado
laboral, deberá siempre estar en las mejores condiciones físicas, profesionales e
intelectuales, siempre preparado y dispuesto —aunque se encuentre en el paro forzoso
—, habrá de ser positivo y no dejarse influir por la depresión, siempre en óptimas
condiciones, siempre activo y atrayendo la mirada de los potenciales compradores. Su
meta será conseguir que compren lo que ven; es decir, lo que el individuo sea capaz de
vender.
Los buscadores de empleo deben tener buena presencia física, estar preparados para
las tareas que tendrán que realizar, presentar un aspecto saludable, ser disciplinados y
estar dispuestos al trabajo duro y sin apenas reivindicaciones. Además, la
responsabilidad de encontrar trabajo recae directamente sobre el promotor-vendedor, es
decir, sobre aquel o aquella que necesitan un empleo. Es muy posible que hayan tenido
que invertir todos los recursos posibles en su consecución. Para mantenerse vendibles,
están obligados a incrementar constantemente su valor en el mercado realizando nuevas
inversiones para consolidar el aprecio de los compradores.
Esta somera descripción se ajusta bastante bien a lo que se denomina el lastre cero
Hochschild (1997): la cualidad de ciertos empleados que sin importar los incentivos
económicos cambian de empleo fácil y reiteradamente; algo parecido a la relación que se
establece entre los consumidores y los bienes que compran. Han de tener buen precio y
han de ser accesibles, útiles, eficaces y fáciles de sustituir. En consecuencia, los
empleadores buscan personas que no tengan ataduras emocionales y dispuestas a
reajustar sus preferencias hacia nuevas prioridades soslayando las que antes se tuvieran
lo más rápidamente posible. No serían deseables personas excesivamente pautadas o
acostumbradas a proyectar sus habilidades de una determinada forma.
En un mundo en constante cambio y abocado a las reglas del mercado, las
organizaciones buscan personas sin compromisos u obligaciones que puedan
obstaculizar su despido y que tras él tengan muy pocas dificultades para encontrar un
nuevo trabajo. En los antecedentes del lastre cero se encuentra lo que se conoce como
factor de empleabilidad, entendido como un conjunto de habilidades, competencias y
experiencias adquiridas por las personas para abordar con éxito la consecución de un
puesto de trabajo.
El lastre cero, o también coeficiente de lastre, representa su extensión hasta límites
muy exagerados. La idea, por otra parte, viene de lejos. Los autores de la escuela de las
relaciones humanas, consecuencia de los experimentos de Hawthorne (realizados durante
125
la década de los años treinta del siglo pasado; véase Quintanilla, 2014), ya apuntaban la
necesidad de buscar personas redondeadas para puestos redondeados, adaptativas y
sumisas; hasta tal punto que se pueda llegar a pretender que se trabaje sin cobrar, al
socaire de la promesa sin compromiso de poder hacerlo en el futuro.
Este es el sorprendente anuncio que apareció publicado en el portal segundamano.es.
Reproduzco el texto tal y como se publicó:
Buscamos dependienta de ropa juvenil y señora para que nos pueda cubrir en días que la precisemos,
como puentes, festivos, algún fin de semana, incluso algún mes entero. La oferta sería de 2 meses No
remunerados, de prueba, en el que tiene que asistir a nuestra tienda de L a S de 10:00 a 14:00 y de 17:00 a
20:30. Después de los dos meses de prueba (no remunerados) si ambas partes estamos conformes y logra
alcanzar el nivel de ventas esperado, se la pagaría por día trabajado, cada vez que la llamemos para que
venga a nuestra tienda.
Al descubrimiento de este anuncio —que fue retirado de inmediato— siguió una
avalancha de comentarios en las televisiones y en las redes sociales: que si era una
broma, que si era una leyenda urbana, que si el prestigio del portal se había puesto en
duda. Siguieron debates encendidos en los que se dejó traslucir que esta era una práctica
mucho más habitual de lo que se podría suponer en un primer momento y se puso al
descubierto que, fuera o no real el anuncio en cuestión, mucha gente estaba dispuesta a
trabajar sin cobrar durante cierto tiempo —incluso pagando— ante la remota posibilidad
de obtener un puesto de trabajo más o menos estable.
Las nuevas condiciones del trabajo, bajo el arbitrio del capitalismo flexible y la
influencia determinante del lastre cero, son consecuencia directa de una sociedad —bien
que les pese a los defensores de su inexistencia— en la que la reconversión laboral ya no
depende del mastodonte burocrático administrativo y político, adormecido en su inercia
y su resistencia al cambio. Ahora, al mismo tiempo que se observa un culto sostenido a
la desregulación y la privatización, su ordenación y reglamentación se han transferido al
mercado. Dos acontecimientos más se pueden sumar a este escenario socioeconómico.
El primero es la crisis financiera que se inicia en septiembre de 2007 con la caída del
banco Lehman Brothers. El segundo se refiere a la posible y gradual disminución de la
clase media y el progresivo aumento de la que se conoce como la infraclase.
Efectos de la crisis sobre las nuevas formas de trabajo
La característica más distintiva de un individuo que forme parte de la sociedad de
consumo es su intervención activa en los mercados. De hecho, cuando el producto
interior bruto de un país se detiene o disminuye hasta niveles próximos a cero, a quien
primero se recurre es a los consumidores. Estos, con su dinero, por lo general resultado
del trabajo, o con sus tarjetas de crédito, serán los que hagan funcionar la economía. Es a
ellos a los que se motiva y empuja, con medidas de la más diversa índole, para que
saquen al país de la recesión. Esto es lo que se ha hecho en reiteradas ocasiones, con
126
resultados que no siempre han sido los esperados.
Estas medidas son únicamente eficaces cuando los ciudadanos tienen dinero o no
disponen de él pero lo pueden obtener de otra forma. Para estos últimos la receta que se
ha venido utilizando es el endeudamiento; deuda que, por lo general, solo se puede pagar
mediante el trabajo. Según Zygmunt Bauman, hay aquí, consideración que justifica
amplia y largamente en su libro Vida de consumo (2007, 110-112), cierto
engatusamiento cuando no una manipulación económica considerable: «Se espera que la
vida obligada dure lo suficiente como para convertirse en hábito, borrando de la idea de
crédito de consumo todo vestigio remanente de oprobio (noción que venía de las libretas
de ahorro de la sociedad de productores). Lo suficiente para que la idea de la deuda
impagada sea una buena estrategia de vida, que merece ser elevada a rango de opción
razonable, ser parte del sentido común y convertirse en un sabio axioma de vida
incuestionable. Lo suficiente, por cierto, para transformar ese vivir a crédito y darle una
segunda naturaleza».
Pero cuando el endeudamiento se prolonga más allá de lo posible, aparece la crisis.
Entonces se afirma que ese mismo ciudadano ha sido uno de los principales responsables
de su desencadenamiento. Es más, se le dirá: «¡usted vivió por encima de sus
posibilidades!, pague ahora lo que se gastó». A lo que el ciudadano podría responder:
«pero ¿no fueron ustedes los que me dijeron que había que activar el consumo?, ¿no era
la nuestra una sociedad del bienestar y generando un crecimiento constante, comprando
activamente, íbamos a vivir todos mejor?».
Puede que en esta ficticia conversación los argumentos del ciudadano endeudado no
sean del todo acertados, ya que habría bastado con ser lo suficientemente razonable para
no llevar sus gastos más allá de sus posibilidades reales, previendo las consecuencias y
ajustando sus conductas de compra; una reflexión, por cierto, extrapolable a los políticos
y los principales responsables de la gestión pública. Sin embargo, si nuestro ciudadano
imaginario y otros millones más no hubieran gastado por encima de sus posibilidades,
¿se habría producido el crecimiento económico?, ¿habría sido posible un largo período
de bonanza económica? A poco que se reflexione, las respuestas coincidirán en la
negación: no habría sido posible un período de bonanza económica sin endeudamiento.
En la sociedad de consumidores se estimula una mayor frecuencia de conductas
conspicuas y ostentosas inherentes, precisamente, a esa bonanza económica en la que el
poder del dinero ha ido haciendo mella en la mente de la gente. La conducta ostentosa
suele ser la manifestación del poder alcanzado con el dinero, y esto ha ocurrido siempre,
de una u otra forma, en los dos mil últimos años; siempre ha sido así, pero en este caso
lo es de manera especial. Especial, sí, ya que se ha producido un cambio radical en la
noción de necesidad primaria. Su concepción, proveniente de las percepciones, creencias
y actitudes de los ciudadanos, ha ido evolucionando con el tiempo para identificarse cada
vez más con lo que en el pasado se consideraron necesidades triviales, tipificadas por la
ostentación o el lujo. Es decir, lo que en el pasado se consideró superfluo ha pasado a ser
127
necesario. La razón de tal estado de cosas hay que buscarla en la capacidad casi
generalizada de colmar las necesidades más elementales y el subsecuente deseo de saciar
las que se relacionan con la autoestima y el prestigio; en última instancia las
concernientes con la (auto)realización personal, el engreimiento y el capricho.
En definitiva, se podría afirmar que en este largo período de bonanza, que transcurre
entre los últimos años del siglo pasado y los primeros del presente, se han producido
cambios sustanciales en la conducta de los seres humanos que han dado lugar a nuevas
formas del trabajo y han transformado sus conductas como consumidores. Factores de
índole económica, cultural, social y política han ejercido gran influencia. No se trata de
satisfacer una necesidad, como ocurría en décadas anteriores; la cuestión es bastante más
compleja. La prosperidad trae consigo un concepto exagerado de uno mismo. Las
personas en períodos de bonanza económica atribuyen la ganancia del dinero fácil a su
perspicacia e inteligencia.
El especulador, para algunos un genio de las finanzas por su prosperidad y aparente
inteligencia, se convierte en modelo para muchas personas que viven bastante más
modestamente y que desean incorporarse, de una u otra manera, a un metafórico «tren de
las riquezas fáciles». La farsa está preparada, los medios de comunicación harán el resto.
El círculo constituido por el dinero fácil, la ostentación y la aparente perspicacia
colectiva se amplía y fortalece. Los que no se integran en el proceso serán los tontos y
los que no hacen lo que toca hacer; recuérdese que hace muy pocos años las casas se
compraban no para vivir en ellas sino como una forma de inversión. El final es evidente:
el sistema financiero no lo soporta y aparece una grieta (crack) que se agranda rápido y
que, aceleradamente, acaba por demolerlo. «En efecto, la pasión fatal por las riquezas
llovidas del cielo nunca fue el vicio de hombres sensibles, sino el sueño de los pobres.
Aunque es cierto que la libertad solo puede llegar a quienes tienen cubiertas sus
necesidades, también es cierto que nunca la lograrán aquellos que están resueltos a vivir
de acuerdo con sus deseos» (Bauman, 2007, 32).
Por otra parte, conviene distinguir entre la bonanza productiva y la especulativa. Lo
que mejor se me ocurre para comprobar rápidamente su diferencia es que esta última
siempre se basa en la deuda. Se especula con ella, y cada vez se hace más grande hasta
que llega a ser colosal. Es, por tanto, una bonanza ficticia que antes o después debe
pagarse. Este episodio especulador se caracteriza por la idea dominante de que hay algo
nuevo, una nueva técnica financiera que procura el dinero fácil, para todos y rápidamente
(los fondos basura han sido el último invento) (23). Sin embargo, este sistema innovador
no existe en el campo de las finanzas. Primero, porque las operaciones financieras se
prestan muy poco a la innovación y, segundo, porque las innovaciones en este ámbito
siempre conllevan una deuda garantizada por unos bienes más o menos tangibles. Ese es
el principal problema: si hay una deuda, antes o después alguien tendrá que pagarla.
Cuando esto se hace público, baja la bolsa, empiezan a cerrar empresas que no
pueden pagar los préstamos que han recibido para hacer frente o sus proyectos, la bolsa
128
se hunde un poco más, los ciudadanos perciben que las cosas no van bien, algunas
entidades financieras tienen problemas al no poder recuperar el dinero prestado, grandes
multinacionales se tambalean y se reajustan despidiendo a la gente, la incertidumbre
aparece, el poder adquisitivo de los ciudadanos disminuye y la crisis se hace patente en
toda su amplitud. Evidentemente, todo esto tiene marcadas consecuencias sobre las
motivaciones y las conductas de los consumidores. ¿Cuáles son estas consecuencias?
Ante las crisis, fueren del tipo que fueren, las personas reaccionan no queriendo
asumir la realidad, para después convertir sus posibles consecuencias en foco de
atención, generalmente acompañado de la sensación de pérdida de control, tensión,
miedo y estrés. Las decisiones se toman, entonces, a muy corto plazo: efecto túnel. En su
posible resolución aparece el conflicto, acompañado de la euforia (¡ya está resuelto!) o el
abatimiento (¡nunca se resolverá!). La hipotética gráfica resultante se asemejaría a una
sinusoide, con acentuados zigzags de subidas y bajadas, reflejo de estados de ánimo
contrapuestos.
Las conductas económicas se expresan mediante transacciones entre las personas y su
ambiente. Las condiciones económicas junto con las diferencias individuales y sociales
suscitan en las personas diferentes percepciones y procesos psicológicos. Un cambio de
la situación económica ambiental provoca conductas de adaptación o de ajuste, ya sea
alterando la influencia de las condiciones ambientales (adaptación: aumentando los
ingresos) o cambiando los hábitos de consumo (ajuste: disminuyendo los gastos).
Ni la adaptación ni el ajuste son siempre posibles, y aunque lo más factible es lo
segundo, tampoco es lo deseable para la mayor parte de la gente dado que las
consecuencias que se prevén, alteradas constantemente por la información que se va
recibiendo, se mueven en la incertidumbre y el miedo que supone la posibilidad de no
poder mantener el nivel de vida, los proyectos prefijados e incluso el puesto de trabajo.
Cuando las personas, por la razón que fuere, no pueden adaptarse o ajustarse a la
influencia del medio económico, se genera tensión, impotencia, indefensión, apatía,
menosprecio, frustración y miedo.
Estas alteraciones afectivas o respuestas emocionales pueden tener serias
consecuencias cognitivas y fisiológicas. El estrés es su resultado más común, y su menor
o mayor intensidad depende de la persona, de su situación y de la manera en que la
interprete y la afronte; es decir, de cómo procesa la información y cómo percibe la
situación a la que se enfrenta. Cuando se advierte la proximidad de una crisis económica,
manejando la escasa y confusa información disponible, la incertidumbre se acrecienta y
se acompaña del recelo de que pueda suceder lo que no se quiere ni se desea. Las
personas intuyen que las situaciones económicas cambiarán y que deberán adaptarse
ellas pero sin saber, solo suponiendo, lo que tendrán que hacer (Quintanilla, 2010).
Además de las consecuencias psicológicas, las crisis económicas suelen tener efectos
importantes sobre las empresas, que, al igual que los ciudadanos, deben adaptarse o
ajustarse a las condiciones del mercado. Es decir, producir ajustándose a la demanda y
129
gastando lo menos posible. La primera medida suele ser reducir la plantilla, después los
costes de producción y más tarde el endeudamiento, y si tras ello la empresa se sanea,
puede que sea necesaria una nueva reducción de la plantilla. De este modo los
ciudadanos no solo tienen menos dinero sino que además muchos de ellos pierden su
empleo. A ello hay que añadir la disminución de los servicios públicos gratuitos y un
incremento de los impuestos.
La consecuencia más relevante es una modificación sostenida del mercado laboral y
la aparición de nuevas formas de trabajo ajustadas a las condiciones que marca el
contexto socioeconómico. Aún es prematuro un análisis que permita su sistematización,
pero considerando algunos de los aspectos que caracterizaron la época de bonanza
económica, es posible detectar algunas ideas de interés. Este período trajo consigo la
opulencia y el despilfarro, acompañados de un fuerte individualismo y un ensalzamiento
de la competitividad y el egoísmo. No saldremos de la crisis —o lo haremos para volver
a ella— sin modificar tales conductas, que deberían ser sustituidas por la eficiencia, la
austeridad, la coordinación y la puesta en valor de la colectividad y la cooperación. De lo
contrario, sin entrar a valorar las posibilidades que ofrece la Red y la profesionalización
a la medida de las empresas de este siglo XXI, las nuevas formas de trabajo se
aproximarán a las que se describen en el apartado siguiente y a lo que arriesgadamente
podría denominarse «el trabajo a bajo coste y de subsistencia, que se irán lentamente
imponiendo sobre los integrantes de la clase media hasta su posible desaparición.
¿Está desapareciendo la clase media?
Massimo Gaggi y Edoardo Narduzzi (2006), unos años antes de que se manifestara la
crisis, responden afirmativamente aseverando que el declive de la clase media se inició
durante la década de los ochenta, momento en el que algunos economistas como, por
ejemplo, Rosenthal (1985)advirtieron al respecto. El desarrollo de las nuevas tecnologías
con alta rentabilidad y los procesos de reestructuración de las organizaciones industriales
hacían previsible un fenómeno así. La disminución del espacio socioeconómico ocupado
por la clase media se hizo cada vez más evidente a partir de la segunda mitad de la
década de los años noventa. Una creciente polarización de las rentas estaba dando lugar a
una progresiva disminución de la clase media y a la aparición de nuevos proletarios junto
con un grupo en aumento de personas ricas o muy ricas. Según estos autores, los
síntomas, que se hacen hoy a cada momento más evidentes, son los siguientes:
1. Nuestra sociedad «está inmersa en una tempestad». Están apareciendo nuevos
ricos proclives a la ostentación, mientras se detectan focos de pobreza
imprevistos hace muy pocos años.
2. Este terremoto está alterando la distribución de la renta, propiciando la
desaparición de la clase media, que, poco a poco, se va alejando de lo que fue
130
durante el siglo XX, ya que las condiciones económicas e históricas que la
hicieron posible están extinguiéndose.
3. Junto a ello está también acabando lo que denominan «la era de las expectativas
crecientes», un período histórico en el que quien no disfrutaba del bienestar no se
sentía del todo excluido porque tenía la esperanza de que este se encontraba
próximo y a su alcance.
4. La seguridad en el empleo también está desapareciendo, mediatizado por el
impacto de la evolución tecnológica que altera constantemente la estructura
social y económica de los mecanismos reguladores del mercado.
La clase media se consolidó a través del contrato social establecido con las
instituciones decimonónicas para garantizar la estabilidad de las libertades políticas y
económicas, espacios de maniobra y el derecho a constituir y transmitir sus propios
valores de identidad (24). La clase media fue el motor que facilitó el tránsito de una
sociedad agrícola a una postindustrial. Sin embargo, las razones históricas, económicas,
políticas y sociales que la hicieron posible están alterándose drásticamente. Hoy los
valores materialistas que la caracterizaron se han ido modificando, bajo la influencia del
postmaterialismo, hacia otros diferentes. El contexto socioeconómico también ha
cambiado. La globalización ha permitido que la demanda sea más importante que la
oferta y que la cultura de una sociedad de productores, capaz de determinar los valores a
defender poniendo los intereses en común, se disuelva en el universo de una cultura de
consumidores.
Los valores de la clase media del pasado, afanosamente protegidos y transmitidos, se
han ido dilatando hasta alcanzar el límite del todo es posible. El relativismo resultante,
junto con la atenuación progresiva de las referencias culturales, está enturbiando la clase
media y precipitándola en direcciones poco previsibles hace poco más de una
generación.
Según Gaggi y Narduzzi (2006, 6): «Caminamos hacia una sociedad que ya no tiene
obreros, pero tampoco un papel preciso para profesores y médicos: una realidad
indiferenciada —más monocorde que homogénea— cada vez menos capaz de rechazar
la diversidad de las aspiraciones, de las necesidades y de los deseos de los consumidores.
Y también de definir sus referencias culturales y sus plataformas políticas». Se crea así el
espacio para un universo social y humano flexible y anhelante, un homo consumens que
pretende ampliar constantemente sus referentes consumistas.
La gran transformación de la Revolución industrial está llegando a su fin y se
inaugura una nueva era en la que las formas del trabajo se relacionarán estrechamente
con la transformación, cuando no desaparición, de la clase media, dando lugar a una
estructura diferente:
1. Aristocracia patrimonializada y acaudalada. Se trata de los vencedores de la
innovación capitalista, dispuestos a transformar productos y bienes invirtiendo
131
grandes sumas de dinero para asegurar el éxito de sus empresas. Rentas muy
altas.
2. Tecnócratas del conocimiento. Profesionales cuya formación de élite les permite
contribuir —a veces ocasionalmente— al desarrollo de los grandes proyectos
empresariales y que aspiran a ocupar puestos de trabajo de alto nivel. Rentas
medias-altas.
3. Sociedad masificada. Compuesta por aquellas y aquellos a los que la industria de
bajo coste les garantiza la posibilidad de acceder a bienes y productos antes
reservados a las clases más pudientes. Podría tratarse del bienestar o la sociedad
de bajo coste. Rentas medias-bajas.
4. Clase proletarizada. Constituida por los obreros con escasa formación, jubilados
y pensionistas con rentas bajas, trabajadores con salarios mínimos, mileuristas —
ya no, ahora son seiscientoseuristas— y becarios cuya principal finalidad es el
consumo de bienes de primera necesidad. Rentas bajas.
Resumiendo, se puede afirmar que las grandes reestructuraciones socioeconómicas de
la segunda década del siglo pasado dieron lugar a nuevas ideas y concepciones
representadas sintéticamente por la cultura de la instantaneidad, espacio en el que,
influido por el esquema de valores de la postmodernidad, se produjo el tránsito de una
sociedad de productores a otra de consumidores. En la postmodernidad, el mundo
económico y el laboral se encuentran fuertemente influidos y determinados por el
consumo.
En este contexto, el reconocimiento social se obtiene ajustándose a nuevas formas de
contratación en las que los que buscan un empleo deben transformarse en bienes de
consumo, o, lo que es lo mismo: productos capaces de atraer la atención de sus
potenciales empleadores. El trabajo se transforma, en este caso, en un objeto de
consumo. En consecuencia, las organizaciones buscan personas con lastre cero; es decir,
empleados que sin importar los incentivos económicos cambien de empleo con total
facilidad. La reconversión laboral cada vez depende menos de la acción política y
legislativa, que está supeditada a las leyes de los mercados.
Estos procesos han venido acompañados por la crisis financiera y la posible gradual
desaparición de la clase media. Las nuevas formas del trabajo son consecuencia de una
sociedad bipolarizada entre una rica aristocracia acaudalada y una clase proletarizada de
muy bajo nivel adquisitivo. Los nuevos trabajadores, aquellos que aportan riqueza y
sostienen el sistema, se constituyen en dos grandes grupos: los tecnócratas del
conocimiento, muy preparados, cualificados y de lastre cero, y un estrato masificado,
con trabajos de menor capacitación y con rentas medias o bajas, las suficientes para
acceder a bienes, productos y servicios de bajo coste. El resto, los de rentas aún más
bajas, se han ido integrando en una nueva clase socioeconómica que, de no mediar
soluciones, veremos aumentar en progresión constante.
132
La infraclase y sus demonios
El concepto de infraclase fue propuesto por primera vez por el sueco Gunnar Myrdal,
Premio Nobel de Economía en 1974, quien alertó, hacia mediados del siglo pasado,
sobre los peligros de la desindustrialización. La transformación de la industria por su
acomodación a nuevas estrategias directivas, el impacto tecnológico y procedimientos de
trabajo más eficaces traería consigo una drástica reducción de los puestos de trabajo y el
consiguiente aumento de desempleados permanentes o inutilizables. Este aumento de la
precariedad laboral no sería el resultado de la pereza, la ineficiencia o de los defectos
morales de las personas, sino de la reducida oferta de trabajo. Sencillamente, las nuevas
condiciones socioeconómicas precipitaban una sociedad en la que no habría trabajo para
todos.
Myrdal argumentaba que la aparición de la infraclase no sería el resultado de una
decadencia de la ética del trabajo, sino de la incapacidad de la sociedad para mantener y
garantizar una vida basada en esa misma ética del trabajo. Con esta línea de pensamiento
pronosticaba lo que más tarde se conocería como desempleo estructural, imposible e
inaceptable para los economistas clásicos, quienes sostenían que la competencia y el
dejar hacer (laissez faire) garantizarían el pleno empleo.
A diferencia del paro estacional o el friccional, el estructural es permanente. La
ambigua referencia a lo estructural surge de la incapacidad del sistema económico para
conseguir el pleno empleo; es decir, son las estructuras económicas las que lo ocasionan.
Cuando se señala un determinado porcentaje de paro estructural, lo que se viene a
indicar es que el resto del porcentaje es el máximo empleo posible. En consecuencia, el
paro estructural es inevitable y un daño colateral del sistema. Es imposible alcanzar el
pleno empleo: siempre habrá gente que no podrá encontrar trabajo, sea por su
disposición, su falta de habilidades, por el efecto de las innovaciones tecnológicas, la
obsolescencia de su formación o del modelo productivo imperante o la falta de calidad
de los demandantes o de los que ofertan el empleo. Técnicamente se debe a un desajuste
entre la oferta y la demanda del trabajo. La consecuencia principal es que siempre habrá
un porcentaje de la población que no pueda encontrar empleo o no lo pueda tener de
manera sostenida. Durante los períodos de crisis económicas, el paro estructural se
convierte en un paro colosal (25% en el caso español) y ya no es posible aludir a las
estructuras sin más, hay que buscar otras razones.
En cualquier caso, esta forma de desempleo continuo y sostenido ha dado lugar a la
aparición y ensanchamiento de lo que Myrdal denominó la infraclase, caracterizada por
la exclusión social compuesta por las víctimas de una economía en retroceso. Se trata de
desempleados a largo plazo o trabajadores que cambian a menudo de trabajo, que cobran
muy poco y que suelen vivir recluidos en ciertos barrios o áreas separadas por la
vivienda que conforman guetos de reclusión social. La infraclase es un producto
colectivo de la lógica económica y sobre la cual la población excluida no tiene control ni
133
influencia.
Las ideas de Myrdal se enterraron en el olvido para resurgir en una nota de la revista
Times, el 29 de agosto de 1977, que introducía un significado radicalmente diferente:
«Un gran grupo de personas ajenas a la sociedad y más incorregibles y hostiles de lo
imaginable. Son los inalcanzables: la infraclase estadounidense». Esa definición fue
seguida de una larga y creciente lista de toda clase de categorías, incluyendo
delincuentes juveniles, desertores escolares, drogadictos, madres solteras, saqueadores,
incendiarios, criminales violentos, proxenetas, traficantes y mendigos: «el elenco
completo de los demonios internos de una sociedad opulenta, cómoda y hedonista, la
nómina completa de los temores manifiestos de sus miembros y de sus más recónditos
cargos de conciencia» (Bauman, 2007, 180).
La descripción del Times no fue inocente, y su jerga semántica inoculó la idea de que
esta infraclase era hostil, ajena e incorregible y, consecuentemente, inalcanzable. Es
decir, de nada serviría ayudarlos: son incurables, y lo son porque eligen vivir en la
enfermedad. Ante la posible pregunta sobre quién es el responsable o de quién es la
responsabilidad, la respuesta será de aquellos que se excluyen voluntariamente. Sus
deficiencias de ingresos se deben a sus deficiencias como personas puesto que rechazan
los valores aceptados por la mayoría.
Estos argumentos, sin apenas pruebas empíricas y, cuando las había, no eran más que
algunas estadísticas interesadas, pusieron el énfasis en la elección de decidir vivir de una
manera determinada, fuere por el motivo que fuere. Es decir, los integrantes de la
infraclase deciden vivir en la enfermedad y la decisión es solo suya. Pertenecer o
descender a la infraclase es una elección individual y subjetiva, puede que más frecuente
entre los que viven en la pobreza pero no determinada por ella, otro giro semántico de
gran relevancia. Si la pobreza no es la causa y sí lo son las decisiones personales,
entonces la pobreza no es la responsable y no hay necesidad alguna de combatirla.
En definitiva, integrarse en la infraclase es un «acto de libertad» desde el que se acaba
desarrollando un comportamiento antisocial. No es admisible ponerle freno salvo cuando
esté en peligro la libertad de los demás porque se les pide limosna, se les acosa, les
remueven la conciencia o se les incomoda.
Sin embargo, existe una norma cardinal y poco discutible de la sociedad del libre
mercado. Me he ocupado de ello en capítulos anteriores, pero aquí se podría destacar lo
siguiente:
1. Para poder elegir libremente es preciso poseer ciertas habilidades y disponer de
los conocimientos necesarios para hacer uso de las competencias subsecuentes.
2. Elegir libremente no implica que las decisiones sean las correctas. Pueden ser
racionales, limitadas racionalmente o irracionales, egoístas o solidarias y mejores
o peores.
3. En una sociedad de consumidores, por tanto, el tipo de elección dependerá del
134
grado de competencia o incompetencia alcanzado por la persona.
Estas competencias e incompetencias se adquieren con el aprendizaje; es decir, se
aprenden. ¿Se puede aprender a ser pobre?
Hace unos meses paseaba con un amigo por las calles de un país hispanoamericano.
Acabábamos de cenar en un buen restaurante y nos dirigíamos al hotel. En el camino, en
una de las esquinas de la calle, en el lugar donde se depositaban las basuras, una familia
al completo, el matrimonio y sus tres hijos pequeños, buscaban todo aquello que les
pudiera ser de utilidad. Esta imagen me sobrecogió, aunque me lo habían advertido y
explicado muchas veces. No es lo mismo imaginarlo que observarlo directamente; más
aún, si cabe, cuando nuestra principal preocupación, al transitar por la noche, era que nos
pudieran atracar, cosa que por el momento aún no me ha ocurrido por aquellos lugares y
países. Saqué cincuenta euros de mi bolsillo y se los entregué a la mujer, quien me lo
agradeció, percibí, con una sonrisa forzada. Ni el marido ni los hijos levantaron la vista y
continuaron con su registro. Les llamé la atención diciendo que por esa noche ya estaba
bien, que se compraran algo de comer y se fueran a su casa.
Cuando se iban caminando muy lentamente, mi amigo acompañante, psicólogo
también, me señaló que había cometido un error y que no irían a su casa sino que
volverían a su «jornada laboral», que consistía en revolver la basura para encontrar algo
de comida. Era el fenómeno de lo que se conoce como la indefensión aprendida (25), y
de poco servirían mis cincuenta euros; había que dar la vuelta y volver para comprobar
que no se habían ido. Malhumorado por lo que me decía, dimos la vuelta a la manzana y
allí estaban, siguiendo con su «jornada laboral», imagino que interpretando que los euros
que les había entregado eran como un sobresueldo del día o como una paga
extraordinaria. El dinero lo utilizarían para otros menesteres, puede que incluso
caprichos, insistió mi amigo.
Él tenía razón, había sido muy poco profesional y me había dejado llevar por las
emociones. Efectivamente, en esta y otras ocasiones en que he hecho algo similar no me
he parado a reflexionar desde la perspectiva de la psicología o de la psicología social.
Sencillamente me dejo llevar, aunque, en ocasiones, me agobie y deje de hacerlo
pensando que no es responsabilidad mía y que le corresponde al Estado. Pero hoy han
cambiado muchas cosas, hoy abundan los titulares que afirman que la pobreza se está
incrementando en España y que cada vez son más los niños mal alimentados y que viven
en condiciones muy precarias.
Esto no ocurría hace unos años, y si la situación se prolonga, muchas familias
españolas aprenderán, no podrán hacer otra cosa, a vivir de la caridad de algunas
organizaciones solidarias y de la limosna; algunos podrán sobrevivir del subsidio de
desempleo, otros trabajarán «sumergidos» cobrando en dinero negro y algunos pocos
serán unos «privilegiados» si aún reciben una ayuda social para afrontar situaciones
límite y de dependencia. Todos, en cualquier caso, tendrán que aprender a vivir de otra
135
manera. Después de un tiempo de penurias, algunos, con ayuda y un considerable
esfuerzo, conseguirán incorporarse a una vida normalizada, pero otros muchos se irán
quedando en el camino y se incorporarán a la infraclase.
Para algunos, sin embargo, siempre habrá personas que no aprovecharán las
oportunidades que la sociedad les ofrece. Lawrence Mead (1993), un conocido experto
estadounidense en pobreza y bienestar, sostiene que los necesitados pueden y deben ser
responsables de sí mismos. Las causas por las que no logran salir de su triste condición
no son externas ni supraindividuales, se deben a una deliberada pasividad activamente
elegida y su decisión de no aprovechar las oportunidades como lo hace el resto de la
gente. Todo parece radicar, según él, en la ética del trabajo, que en estos pobres
desahuciados se transforma en la del no trabajo.
Esta argumentación tiene poco de original, no es nueva y se ajusta milimétricamente
a la lógica del conservadurismo más extremo, si bien, he de admitirlo, la obra de Mead
está bien fundamentada. Sin embargo, puede que solo se haya escrito pensando en
Estados Unidos, pues a escala global no es, desde luego, muy coherente. La adquisición
de competencias, el uso de los recursos y la igualdad de oportunidades en otros países y
regiones del planeta no son comparables precisamente a aquellos de los que disfrutan los
estadounidenses. Por otra parte, si bien es cierto que algunos mecanismos psicológicos
podrían explicar la ética del no trabajo a la que alude Mead y que pueden exhibir algunas
personas, los mismos factores psicológicos podrían servir para explicar todo lo contrario,
es decir, que ciertos mecanismos psicológicos podrían explicar bastante bien la decisión
—o la imposible decisión— de algunos de no querer —o no poder— participar e
integrarse en una sociedad de consumidores.
Expuesto de otra manera: no elegimos vivir en una sociedad de consumidores. Vivir
en ella no excluye a los pobres o los muy pobres de su influencia seductora. A diferencia
de los acomodados, los miembros de la infraclase no pueden participar o integrarse en
una sociedad que exige un consumo activo que no pueden asumir.
Además, todo esto ocurre en el contexto de una crisis económica tras otra con los
poderes financieros afirmando, a través de nuestros agentes económicos y políticos, que
su solución se relaciona estrechamente con la austeridad y con el aumento del consumo.
¿En qué quedamos, consumimos más austeramente o lo hacemos al ritmo que exige la
recuperación?, ¿cómo lo hacemos cuando bajan los salarios, aumenta el paro y se
reducen los servicios gratuitos del Estado generando más paro y aumentando los gastos
de los ciudadanos? La paradoja es tan manifiesta que de poco servirán los argumentos
teóricos o, en su caso, las evidencias científicas.
Esta situación de supervivencia no es agradable para nadie, menos aún para quien la
padece, pero sin que le podamos reprochar que se haya ajustado para sobrevivir con las
ayudas de los demás. Algunos de los argumentos de los defensores del liberalismo
extremo podrían valer en una situación de bonanza consolidada cercana al pleno empleo,
pero no en una situación de crisis económica, con el paro en alza y con el
136
desmantelamiento en marcha de la sanidad y la educación púbicas, la reducción de las
ayudas a la dependencia y los servicios sociales, el incremento de los gastos judiciales y
en recetas médicas que ahora han de pagar los ciudadanos, la drástica disminución de los
programas de I+D, la huida de jóvenes investigadores y una numerosa lista de sinsabores
y angustias, como los desahucios y situaciones similares, que los ciudadanos tienen que
padecer. La situación exige que todos, insisto, todos arrimemos el hombro y vivamos
más austeramente.
Todo esto me lleva a reflexionar sobre lo que me dijo don Claudio, que he
reproducido al inicio de este capítulo. ¿No será que nuestro sistema económico es en
buena medida responsable de su propia ineficiencia?
Elogio y refutación de la eficacia
Las diferencias entre los vocablos «eficacia» y «eficiencia» son algo sutiles. El
primero hace referencia a la capacidad para obrar o para conseguir un resultado
determinado. El segundo alude a la capacidad para lograr un fin empleando los mejores
medios posibles. Un sistema, una técnica o un modelo es eficiente cuando alcanza sus
objetivos o cuando se superan utilizando los recursos previstos. Y será más eficiente
cuantos menos recursos necesite utilizar para conseguir los mejores resultados.
Un ejemplo empresarial podría ser el siguiente: si en 8 horas de trabajo se hacen 200
unidades de un determinado producto, se es más eficiente que si solo se fabrican 180. Es
obvio, pero de lo expuesto se puede deducir otra idea: un sistema siempre puede ser más
eficiente. Volviendo al ejemplo: seguiríamos mejorando la eficiencia si para hacer 200
unidades en vez de 8 horas solo se necesitasen 6, o si con las 8 se hicieran 220 unidades.
Lo que se suele afirmar en estos casos es que se ha hecho un uso eficiente de los
recursos. Pero ¿y si fueran escasos o repercutieran sobre el medio ambiente o,
sencillamente, fueran recursos humanos?
Hay más ejemplos en la literatura empresarial y científica. Si una organización se
propone mejorar sus ventas durante el mes siguiente y lo logra, habrá sido eficaz, aunque
en el proceso no se haya hecho el mejor uso de los recursos. Una empresa puede ser muy
eficaz fabricando los mejores teléfonos móviles, pero si no los vende, no habrá sido
eficiente. Es decir, no se puede ser eficiente sin ser eficaz y se puede ser eficaz sin ser
eficiente.
Es evidente que las personas debemos ser eficientes, primero para la consecución de
nuestros logros personales y, después, en nuestro desempeño profesional. El bienestar, el
nuestro y el de los demás, depende muy directamente de esto, puesto que es el resultado
del servicio recíproco entre personas mediante el trabajo bien hecho. Este es un bien
social poco cuestionable que se manifiesta y concreta en el intercambio que resulta de
servir al prójimo y de que este nos sirva mediante su trabajo, su creatividad o sus manos.
Sin embargo, cuando trasladamos esta idea al ámbito socioeconómico, financiero o
137
empresarial, el asunto puede complicarse sobremanera. La eficacia o la eficiencia de
algunos (y no me refiero únicamente a directivos y empleados sino también a la
competitividad entre empresas) puede perjudicar seriamente la de los demás.
Pongamos a prueba el siguiente silogismo:
1. Un sistema económico es eficaz si consigue los objetivos que se propone y será
eficiente si logra esos mismos objetivos utilizando los recursos disponibles o
reduciendo su uso.
2. Estamos experimentando una crisis económica, el paro es un mal generalizado en
la mayor parte de los países en los que se han aplicado modelos neoliberales, el
trabajo precario se extiende cualitativa y cuantitativamente, los recursos naturales
se esquilman en progresión exponencial, la pobreza no revierte y las guerras no
cesan.
3. En consecuencia, la puesta en práctica de los principios neoliberales no ha sido ni
eficaz ni eficiente.
Esto es natural, afirmarán los expertos y gurús del sistema, son efectos colaterales
resultado de la naturaleza egoísta, cruel y mezquina del hombre. No obstante, hablando
con propiedad, conviene señalar que un gurú es un maestro espiritual que por su
sabiduría, humildad, voluntad y sentido del sacrificio muestra el sendero del yoga y las
técnicas de meditación a las personas que le piden consejos. Es cierto también que en el
ámbito empresarial hace referencia a aquel o aquella que parece saber lo que conviene
hacer en cualquier situación o circunstancia. En los últimos años este tipo de gurús han
proliferado de manera alarmante. Frecuentemente no son sabios, y menos aún humildes.
En este ámbito, pocos son los capaces de «mostrar el camino», y cuando lo hacen, suelen
equivocarse (26). Cuando esto ocurre no suelen dar su brazo a torcer y se enredan en
explicaciones que no van más allá de consolidar sus propios errores. Esto es demasiado
frecuente en el ámbito empresarial y económico. Un gurú o un maestro debe ser
humilde, lo que implica no practicar las ideas absolutas y las verdades indiscutibles.
Sin embargo, muchos de estos gurús y expertos económicos sostendrán de manera
irrefutable y dogmática que la eficacia no entiende de razones morales, que es
indispensable para el funcionamiento y progreso de la humanidad; siempre ha sido así y
siempre será de esta manera. Precisamente el egoísmo es el medio más eficaz para
conseguir lo que uno se propone. Para mantener nuestro estilo de vida no hay otra
solución que seguir explotando y utilizando los recursos de otros países (27).
Este no es un mensaje explícito. Pero si buscamos información y reflexionamos, lo
encontraremos en el precio de unas zapatillas de deporte, en el interior de nuestros
teléfonos móviles (28), en la extrema deforestación del Amazonas o en la última
plaqueta informática. Más o menos podría ser el siguiente: ¿se puede usted comprar estas
zapatillas?, ¿a que sí?; no es usted tonto y sabe que su precio es imposible sin una mano
de obra barata o sin la explotación indiscriminada de los recursos naturales. Sabiendo
138
esto, ¿cree usted que para mantener su bienestar no debemos seguir haciendo lo que
hacemos?
Es una trampa, y no es inocente, es fraudulenta. Estoy plenamente convencido de que
si estas preguntas y disquisiciones se hicieran explícitas, la mayor parte de la gente
respondería oponiéndose y mostrando su desagrado. Sin embargo, los valores
neoliberales han ido ocupando el espacio socioeconómico y psicosocial para convertirse
en rasgos sociales y económicos poco discutibles. Su aparente veracidad se fundamenta
en su utilidad y eficacia social y administrativa. Veamos esto con un mayor detalle.
En 1992 aparece publicado en España el libro de Jacques Le Mouël Crítica de la
eficacia, ética, verdad y utopía de un mito contemporáneo. Este psicólogo social y
consultor de empresas sostiene que el culto a la empresa y la ausencia de pautas
referenciales relacionadas con los proyectos políticos, económicos y sociales están
provocando la posibilidad, más que probable, de que la sociedad caiga en manos de las
grandes corporaciones.
Si lo que este autor mantiene fuera cierto, y todo apunta a que lo es, el modelo de
estos grandes conglomerados económicos sería el referente utilizado por el Estado para
la gestión y la toma decisiones en la administración de lo público y en la implantación de
los principios que deben guiar y regular la mayor parte de las conductas sociales,
laborales y de los consumidores. Partiendo de este hecho, más o menos consumado, se
infiere que la cultura empresarial es mucho más una cultura de las apariencias sujeta a la
discrepancia entre el discurso de los agentes económicos y directivos de las grandes
corporaciones y la realidad cotidiana que viven los empleados en su vida laboral, social
y económica. Según Le Mouël (1992, 15): «Esta identificación se nos está imponiendo
entre la moral de la eficacia y la eficacia de la moral, está intentando contaminar
gradualmente al conjunto de la sociedad, vulgarizando conceptos como los de cultura,
valores y ética. Un proceso que está haciendo posible la aparición de una nueva
ideología».
Esta nueva ideología, a la que he ido haciendo repetidas referencias en este libro, se
fundamenta en un sofisma, es decir, un razonamiento falso con la apariencia de ser
verdadero y que se podría construir de esta forma:
Lo eficaz es verdadero.
Lo verdadero es justo.
Por tanto, lo eficaz es justo.
Si se analiza con atención, se podrá comprobar que el doble sentido de la palabra
justo altera la lógica del silogismo transformándolo en un sofisma. La Real Academia de
la Lengua Española admite siete acepciones:
1. Quien obra según justicia y razón.
2. Arreglado a justicia y razón.
139
3. Que vive según la ley de Dios.
4. Exacto, que no tiene en número, peso o medida ni más ni menos que lo que debe
tener.
5. Apretado o que ajusta bien con otra cosa.
6. Justamente, debidamente, exactamente.
7. Apretadamente, con estrechez.
Cada una de estas acepciones daría como resultado silogismos o sofismas diferentes.
Pero si se analiza con mayor detalle, es fácil inferir que lo que ocurre es que el término
«justo», interpretado como exactitud, se transforma en justicia.
Lo eficaz es verdadero.
Lo verdadero es moral, es de justicia.
Por tanto, lo eficaz es moral.
Ahí está el sofisma, hacernos pasar de la eficacia de la moral a la moral de la eficacia;
como por ejemplo la mano de Maradona oculta a la mirada del árbitro y marcando un gol
ilegal, quizá poco ético e inmoral pero eficaz (el campeonato del mundo) y que pasará a
la historia del fútbol como la mano de dios, acompañada de la admiración y el aplauso
general. Esta pillería tiene poca transcendencia circunscrita al ámbito deportivo, pero
mucha si la extrapolamos a los ahorros de toda una vida. Aquí la picardía del banquero
sería valorada de otra manera y el aplauso se sustituiría por la desaprobación,
paradójicamente fundamentada en criterios éticos.
Cuando se aceptan las condiciones que supeditan la moral a la eficacia, se esquivan
los posibles problemas éticos resultantes, sobre todo cuando se utiliza como el único
criterio para regular las conductas económicas, sociales y empresariales. Además de los
problemas derivados de la contradicción irresoluble que genera el modelo de un
liberalismo extremo, entre la eficacia individual y colectiva, casi nunca compatibles, lo
cierto es que no existe un modelo para la gestión económica y empresarial que siempre
funcione bien, independientemente de las circunstancias sociales y las contingencias
económicas, y si aun así fuera eficaz, solo lo sería durante un determinado período de
tiempo.
En el año 1984 Plaza y Janés publica el libro de Thomas J. Peters y Robert H.
Waterman En busca de la excelencia. Nunca antes un ensayo para directivos se había
vendido tanto en España en un espacio tan corto de tiempo. ¿Cuál fue la causa? El
directivo de los años ochenta, en pleno proceso democrático, confundido y desorientado
ante su nuevo papel en empresas sometidas a cambios constantes, buscaba puntos de
referencia, reglas básicas del qué hacer y cómo hacerlo. Algunos años antes el sistema
productivo japonés había triunfado en el mundo. La industria estadounidense,
acomplejada, buscaba nuevas alternativas a una crisis —otra más— que se había gestado
en los años setenta. En España entrábamos dubitativos en la modernidad. La zozobra del
140
directivo español era considerable por cuanto tenía que encontrar su lugar en una nueva
sociedad de valores democráticos y solidarios al mismo tiempo que era imprescindible
una radical transformación de los sistemas empresariales —caducos, anticuados y
obsoletos— para adaptarlos a la nueva realidad de los mercados y el funcionamiento del
comercio internacional. Se hizo por adaptación, pero sin que se creyera del todo ni por
todo el empresariado.
Peters y Waterman estudiaron cuarenta y tres empresas de entre las más eficaces de
Estados Unidos. Después detectaron los ocho principios de excelencia que las
diferenciaban y que constituían el fundamento de su éxito. Tras ello elaboraron un
modelo basado en estos ocho principios. Este modelo, indiferente al contexto social y
económico, era el mecanismo a seguir para alcanzar la excelencia, un modelo universal y
polivalente, riguroso y científico. Servía tanto para las empresas como para la educación,
la investigación, la cultura y cualquier otro tipo de fenomenología social y organizativa
que persiguiera la excelencia.
Pocos años después la prensa estadounidense señaló que la mayor parte de las
cuarenta y tres empresas citadas se encontraban en grandes dificultades. La respuesta de
los autores fue que habían dejado de aplicar los principios en cuestión, lo que, siendo
probablemente cierto, nos llevaría a reflexionar sobre la distancia existente entre la teoría
y la práctica, entre el dicho, el hecho y el trecho que los separa, pero, sobre todo, pondría
al descubierto que los métodos de investigación utilizados por Peters y Waterman no
fueron todo lo eficaces que dijeron y no dieron lugar a un modelo de la organización de
empresas duradero, universal y excelente.
Era lo previsible; los principios en la gestión cambian constantemente, el cambio es
un supraprincipio consustancial a las empresas. No existen, en consecuencia, leyes
científicas y principios de excelencia universales e intemporales. Los principios y leyes
de las ciencias, para que sean tales, se han de someter constantemente a su contrastación,
revisión y posible modificación. Sin embargo, en el ámbito empresarial esto representa
un grave inconveniente. Cambiar los sistemas de gestión bajo la tutela de los
conocimientos científicos es extremadamente lento y complicado. Las ciencias
evolucionan al ritmo que imponen los avances de la investigación; las empresas lo deben
hacer al arbitrio de los mercados. Las ciencias se basan en la competencia y los
conocimientos compartidos; las empresas, en la competitividad y la preserva secreta de
sus conocimientos o, como ahora se dice, su know how.
Las palabras mágicas no son frecuentes en la ciencia. En la ciencia cuentan mucho
más las fórmulas, los algoritmos, los modelos y su verificación empírica. En la gestión
empresarial las palabras mágicas son un incesante flujo que cambia y aumenta en
progresión exponencial. Una palabra mágica es aquella capaz de suscitar en los demás
un interés inmediato generando una cascada de nuevas ideas, generalmente asociadas al
espíritu de los tiempos, el Zeitgeist, al que me he referido en páginas anteriores, y que se
caracteriza, entre otras cosas, por el lenguaje y su adecuación adaptativa a la cultura
141
dominante. De ello se infiere una manera singular y colectiva de percibir e interpretar el
mundo bajo la influencia de un determinado esquema de valores.
En el pasado una de las palabras mágicas fue «productividad»; hoy es
«competitividad»; antes fue «calidad», después «calidad total», luego «innovación» y,
ahora, «emprendimiento», «responsabilidad social corporativa» o «coaching». Las
palabras del pasado siguen vivas, pero para ser un buen gestor o consultor de empresas
—y para entenderse con los demás— hay que utilizar las nuevas palabras mágicas. Poco
importará que no se entiendan o que puedan representar cosas diferentes según cada
interlocutor. Anglicismos, acrónimos y giros lingüísticos insospechados conforman una
buena parte de la jerga empresarial.
Todo esto es bastante comprensible. El lenguaje se transforma constantemente, así
que ¿por qué no iba a ocurrir lo mismo con el de las empresas? Además, la innovación
no es una moda, es un rasgo distintivo para el desarrollo y crecimiento organizacional.
La innovación representa el cambio, un cambio de ideas, de perspectiva o de encuadre.
Un nuevo enfoque suele traer consigo una dificultad o la aparición de un fenómeno
inesperado. Ante tal contingencia, los instrumentos mentales del gestor o del consultor
de empresas se fundamentan en el ingenio y la creatividad. Su inmediata consecuencia es
la aparición de nuevos conceptos, y estos se manifiestan mediante el lenguaje. El
lenguaje es la expresión de los pensamientos y de los sentimientos por medio de las
palabras. Las palabras son conceptos interiorizados que para que se compartan
correctamente los interlocutores implicados habrán de poseer en mayor o menor medida.
De ahí que la comunicación sea uno de los grandes desafíos de los humanos. ¿Por qué no
iba a ocurrir lo mismo en el ámbito empresarial?
De hecho, el libro que tiene usted entre sus manos, querido lector, es un conjunto de
conceptos que se expresan mediante descripciones y argumentos basados en las palabras.
¡Cuánto me gustaría poder hablar con usted directamente para resolver, hasta donde
pudiera, los numerosos errores, dudas y equívocos que su lectura le haya podido
suscitar!
Tal podría ser el caso de la palabra que hemos dejado en suspenso en algún párrafo
anterior: la excelencia. Su uso ramplón y repetitivo se ha generalizado sin que lleguemos
a comprender su significado o a ponernos de acuerdo al respecto. Ya hemos visto que,
pasados algunos años, la concepción de Peters y Waterman, caracterizada por ciertos
principios y su posterior aplicación al ámbito de la gestión de empresas, no fue todo lo
eficaz que se esperaba. No fue capaz de generar un modelo eficiente, universal y
excelente, si bien abrió paso al debate y la reflexión, lo que no es poco. Esto sucede
constantemente en el ámbito de las ciencias sociales y, por extrapolación, en las
empresariales.
Sin embargo, tras su posible fracaso, la excelencia sigue siendo motivo de elogio, y
muy pocas críticas se pueden encontrar sobre su procedencia. Pero ¿de qué excelencia
estamos hablando? Tengo escritos ya algunos libros y con el tiempo me he
142
acostumbrado a desconfiar de las palabras. Las que se manifiestan como las más claras
suelen ser las más traicioneras. Tengo la manía de recurrir siempre a los diccionarios y
las enciclopedias, verdadero mapa genético de nuestro acervo cultural acumulado. La
Real Academia de la Lengua (2001) define el vocablo «excelente» como un adjetivo que
alude a magnífico, sobresaliente en bondad, calidad o estimación. En consecuencia, en el
español más exacto una empresa sería excelente cuando contuviera estas características.
Nada se dice sobre la eficacia y la competitividad. Todo apunta a la idea de que el
concepto de excelencia de Peters y Waterman es, cuando menos, restrictivo y oculta un
hecho que hay que tener muy presente (con el que necesariamente habría que estar de
acuerdo), y es que la lógica de la eficacia es la lógica de los beneficios, y cuando estos se
reducen, el modelo se modifica o las empresas buscan otros derroteros.
Veamos un ejemplo para una mejor comprensión de lo que quiero decir. El auge de la
industria del automóvil, durante los primeros años del pasado siglo, produjo la aparición
de megalópolis en el Medio Oeste de los Estados Unidos. Fue uno de los momentos más
espectaculares de la industria moderna (recuérdese: la fabricación en cadena del modelo
Ford T). Detroit es uno de los ejemplos más destacables. Desde la década de los ochenta
hubo un retroceso en la industria automovilística. Como consecuencia de ello se produjo
el éxodo de la población, se evidenciaron grandes dificultades para mantener las
infraestructuras y un notable recorte de servicios públicos. Ahora Detroit se ha
convertido en una ciudad hostil para vivir, un espejismo de lo que fue.
Este es un ejemplo destacable del destino de las sociedades que basan su desarrollo
económico en un crecimiento exponencial y desmedido; en un crecimiento por sí mismo,
sin ningún otro criterio, ni límites ni estrategias de futuro. El que más crece será el más
fuerte. ¿Durante cuánto tiempo? Mientras haya beneficios económicos. Esto es lógico y
de sentido común. Una empresa sin beneficios es como un pájaro sin alas. Pero una
empresa también es responsable ante la sociedad de la que depende directamente, no hay
otro modo de justificar su existencia. Esa responsabilidad ha de tener en cuenta los
efectos que las empresas tienen sobre la sociedad o las sociedades en las que crecen y se
desarrollan. Cuando estos efectos son negativos, de inmediato se suscita el problema de
la moral de la eficacia. Ser eficaz, sí, pero ¿a costa de qué?
Desde que Max Weber lo advirtiera, las organizaciones se han vinculado a los
procesos de dominación social y la búsqueda constante de beneficios a costa de los
esfuerzos de una mayoría. El sociólogo alemán Robert Michels (1876-1936), discípulo
de Weber, ya advirtió sobre la ley de hierro de la oligarquía basada en las siguientes
ideas:
1. El crecimiento es un rasgo distintivo de las organizaciones. Crecen
especializándose y tomando decisiones cada vez más complejas y más rápidas.
No todas las personas pueden tomar decisiones con estas características. Las que
sí pueden, por su preparación u osadía, se hacen imprescindibles y poderosas y
143
pasan a conformar una especie de élite en la cúpula de la organización.
2. Un proceso implícito en lo anterior es la confrontación entre la eficiencia y la
democracia. Para que una organización sea eficiente necesita un fuerte liderazgo
y una limitación considerable del número de personas que han de tomar las
decisiones importantes; es decir, la aparición de un fuerte liderazgo sustituye a la
democracia interna.
3. Eliminada la democracia y aceptada su ineficiencia, dado que las personas
conforman masas apáticas, ineptas y desorientadas, incapaces de resolver sus
problemas por sí mismas, el líder aparece como el único capaz de tomar las
decisiones importantes. En consecuencia, las personas se ven abocadas a rendir
culto a sus líderes, transfiriéndoles el poder para que tomen las decisiones que les
permitan vivir sin tener que preocuparse.
En el ámbito de la política ocurre de similar manera: el liderazgo anula la democracia,
al menos cuando esta se interpreta como el gobierno del pueblo por el pueblo. Lo que sí
pueden hacer los ciudadanos es elegir a otro líder que sustituya al anterior. Sin embargo,
el poder de las decisiones seguirá en las manos de los líderes, quienes irán conformando
una oligarquía, una casta, como sostienen algunos ahora. Esta es en síntesis la ley de
hierro de la oligarquía tal y como la describe Michels. Su conclusión más relevante es
que hasta la forma de organización más racional y democrática se puede transformar en
un medio de dominación social y económica.
En definitiva, se soslaya la eficacia de la moral en aras de una moral eficaz
indiferente a sus consecuencias. ¿Sucede siempre así?, ¿podrían existir otras
posibilidades? Como podrá fácilmente comprender el lector avispado, no es mi intención
responder directamente a estas preguntas. Se trata de un recurso retórico para suscitar la
reflexión. Lo que sí que puedo afirmar es que los modelos empresariales —y sociales—
de carácter exclusivamente competitivo, que no asuman la responsabilidad social de sus
actuaciones y que no atiendan, de alguna forma, al bien común económico podrán ser
eficaces, durante cierto tiempo, para algunos (la constante polarización de la riqueza es
el dato más significativo), pero difícilmente serán eficientes considerando sus resultados
a escala global y colectiva.
Si es bien cierto que las empresas deben crecer para mantenerse en mercados
altamente competitivos, no lo es menos que lo hacen cambiando. Algunos psicólogos
sociales sostenemos que los cambios en la manera de tomar decisiones, el progreso
social y del conocimiento son más eficientes cuando se basan en la cooperación o, si se
prefiere, cuando se comparten ideas y se aúnan esfuerzos. De hecho siempre ha sucedido
así a largo de la historia. Aun en las circunstancias más adversas —en este caso, no nos
haría falta la utopía—, la participación más pequeña parece haber funcionado mucho
mejor que el autoritarismo más grande. Las sociedades son resultado de la cooperación.
144
CAPÍTULO 6
NACIDOS PARA CAMBIAR
—¡Verás, muchacho!, lo que te quiero decir es que me he pasado la vida aceptando los cambios con
los que siempre me ha obsequiado. Hoy no puedo practicar el deporte que más me gusta, el buceo,
pero mis paseos entre pinos se han convertido en un bendito regalo.
—El cambio es ley de vida, don Claudio.
—Efectivamente, ¿por qué temer los cambios?, digo yo. Toda la vida es un cambio.
—¿Siempre es así o hay excepciones?
—No, no siempre es así. No se trata de cambiarlo todo, basta con acertar la dirección a seguir, y
para eso conviene pensar. Ya sabes, unos obran y después piensan. Mala cosa, solo encontrarán
excusas para sus actos. Otros nunca piensan y ni se plantean el camino a seguir; tampoco son
conscientes del que siguen. Para otros, toda la vida ha de ser pensar para acertar el rumbo.
—Eso me suena a Gracián.
—¡Bien visto!
Conversaciones con don Claudio (2014, 23).
Innovar es aceptar el cambio
El título del libro que publiqué en la editorial Díaz de Santos el año 2002 debería
haber sido Nacidos para cambiar. Sin embargo, la editorial, creo que con acierto,
decidió que fuera otro más preciso y atractivo: Empresas y personas: gestión del
conocimiento y capital humano. Se parecen poco, pero ambos dejan traslucir una
perspectiva común: las empresas cambian porque también lo hace la sociedad en la que
se desenvuelven. El cambio es inevitable, y si no nos ajustamos a él sucumbimos.
Reconozco que es un argumento muy sencillo, pero no por ello es simple. De hecho
dediqué 252 páginas a su explicación. Lo hice desde mi formación como psicólogo
social especializado en la gestión de los recursos humanos. Interpreté que las empresas
tenían que orientarse al cambio mejorando los conocimientos de las personas que las
constituían: su capital humano. En aquella ocasión, utilicé algunos de los argumentos
que aparecen en los capítulos precedentes de este libro y algunas otras ideas que añadiré
en este ligeramente alteradas.
Desde entonces hasta hoy no he encontrado ninguna razón consistente que me
aconseje alterar mis ideas al respecto de muchas de las cosas que escribí en aquel libro;
más bien ocurre lo contrario. Precisamente la mejor manera de afrontar la crisis y sus
consecuencias psicosociales es alterar el encuadre cambiando de perspectiva. Reconozco
que esto no es demasiado innovador y que tampoco es original. Sin embargo, asimilarlo
y aceptarlo es el primer paso de la innovación. Si consideramos que las personas no
pueden cambiar y que el cambio social es inútil, ¿qué sentido tiene hablar tanto y tan
145
reiteradamente de desarrollo personal, progreso e innovación empresarial? Si
rechazamos todo esto, ¿cómo podemos imaginar el futuro e influir sobre él?
Basta con observar a nuestro alrededor para constatar que todo se transforma. Basta
con leer con atención un libro de hace unos pocos años para comprobar que lo que
describe y argumenta, para que cobre sentido, hay que situarlo en el contexto social e
histórico desde el que se escribió.
Veamos un ejemplo de lo que pretendo razonar utilizando el texto que aparece a
continuación:
Si hay un asesinato planeado para la comida, entonces lo más decoroso será que el asesino tome asiento
junto a aquel que será el objeto de su arte (y que se sitúe a la izquierda o a la derecha de esta persona
dependerá del método del asesino), pues de esta forma no interrumpirá tanto la conversación si la
realización de este hecho se limita a una zona pequeña. En verdad, la fama de Ambroglio Descarte se debe
en gran medida a su habilidad para realizar su tarea sin que lo advierta ninguno de los comensales y, menos
aún, que sean importunados por sus acciones.
Después de que el cadáver (y las manchas de sangre, de haberlas) haya sido retirado por los servidores,
es costumbre que el asesino también se retire de la mesa, pues su presencia en ocasiones puede perturbar
las digestiones de las personas que se encuentren sentadas a su lado, y en este punto un buen anfitrión
tendrá siempre un nuevo invitado, quien habrá esperado fuera, dispuesto a sentarse a la mesa en este
momento.
Se le atribuye a Leonardo de Vinci (1452-1519), y se trata del Codex Romanoff,
editado bajo la supervisión de Shelagh y Jonathan Routh en 1993 con el título de Notas
de cocina de Leonardo de Vinci. El apartado seleccionado se encuentra en la página 183
con el sugerente título: De la manera correcta de sentar a un asesino a la mesa.
El libro en cuestión es una curiosa propuesta del que fuera el gran sabio del
Renacimiento. Entre reglas de etiqueta y modales en la mesa, Leonardo nos propone
recetas que hoy harían temblar al ciudadano más famélico: lomo de serpiente, plato de
tritones, sopa de caballo, puerco espín, flores fritas, pastel de abeja, cocina de venenos...
Costumbres, hábitos y usos hoy ya olvidados pero que pueden ser el reflejo de los estilos
de vida de una época; mejor dicho, de la cultura popular de una época, que no suele
coincidir con la cultura oficial, que es la que se suele aprender en los colegios y que
luego constituye nuestra manera de comprender nuestro pasado y lo que en él aconteció.
Llama la atención que el asesinato se presente como un arte y un acto decoroso. Se da
cuenta del nombre del asesino, un artista sofisticado, y de las normas que hay que seguir
para que todo transcurra sin importunar a los comensales y sus sosegadas digestiones,
aconsejando que el asesino se retire y que otro comensal esté preparado para ocupar el
lugar del difunto. ¿Ironía, hipocresía, naturalidad?, ¿cuáles eran las mentalidades de
aquella época?, ¿fue realmente, por ejemplo, el papa Alejandro VI un asesino despiadado
incestuoso o, sencillamente, siguió las pautas determinadas por las creencias, valores y
estilos de vida del contexto cultural de su época?
En la siguiente página de este compendio de buenas costumbres se hace referencia a
las normas de etiqueta y a los consejos para el decoro en las comidas, recomendaciones
que se escriben tras observar lo que la gente hacía en aquellos tiempos y que permiten
146
inferir fácilmente cuáles eran sus hábitos, sus costumbres y algunos de sus pensamientos.
Su título es De las conductas indecorosas en la mesa de mi señor. Leonardo cita hasta
veintiocho hábitos indecorosos, de entre los que he seleccionado nueve:
1.
2.
3.
4.
5.
6.
7.
8.
9.
No ha de enjugar su cuchillo en las vestiduras de su vecino de mesa.
No ha de limpiar su armadura en la mesa.
No ha de escupir frente a él.
Ni tampoco de lado.
No ha de prender fuegos, ni adiestrarse en hacer nudos en la mesa (a menos que
mi señor así se lo pida).
No ha de conspirar en la mesa (a menos que lo haga con mi señor).
No ha de hacer insinuaciones impúdicas a los pajes de mi señor ni juguetear con
sus cuerpos.
Tampoco ha de prender fuego a su compañero mientras permanezca en la mesa.
No ha de golpear a los sirvientes (a menos que sea en defensa propia).
Las insinuaciones impúdicas a los pajes, juguetear con sus cuerpos, prender fuego a
las vestiduras y golpear a los sirvientes, ¡atención, en defensa propia!, no son, desde
luego, frecuentes en la actualidad. A poco que se reflexione, y dejando de lado mayores
explicaciones, se pueden desprender algunas ideas de interés. Como también se pueden
deducir de un texto de Erasmo de Rotterdam, el tratado que escribe el filósofo y
educador cristiano en el año 1530 con el título De civilitate morum pueriliumes (Sobre la
urbanidad en la infancia). He aquí algunos de los consejos del filósofo holandés:
1. Vuélvete cuando escupas para que tu saliva no moje a nadie.
2. Si cae algo purulento en el suelo, debe ser pisado una y otra vez para que no
produzca náuseas a nadie.
3. Refrena las ventosidades comprimiendo el vientre.
4. No te balancees en la silla. Quien así lo hace da la impresión de peerse
constantemente o tratar de hacerlo.
5. No debes ofrecer tu pañuelo a nadie a no ser que esté recién lavado.
Si no nos dejamos llevar por los conocimientos restringidos a la historia oficial y
reflexionamos, es fácil deducir que estos ejemplos se alejan bastante de lo que hoy
consideraríamos de buen gusto. No se trata de simples chascarrillos. No debería
olvidarse que quienes dejan constancia escrita de una época son Erasmo de Rotterdam y
Leonardo de Vinci, dos eminentes representantes del humanismo y del sistema de
valores del Renacimiento. Así y todo, soy consciente de que pueden parecer meras
anécdotas, pero no lo son. Muestran, entre otras cosas, algunos de los cambios que
hemos experimentado en los últimos seiscientos años y cómo son consustanciales a las
sociedades. Es inevitable que así sea, las sociedades cambian.
147
¿Todo cambia sin que podamos hacer algo al respecto? La respuesta a escala
individual es negativa, cuando menos desde la perspectiva de la psicología. Sí, se pueden
hacer muchas cosas para mejorar nuestros procesos de cambio o impulsarlos en la
dirección más beneficiosa. Pero el asunto se complica enormemente a escala colectiva
por cuanto en el cambio de las sociedades, además de los ciudadanos, influyen otras
muchas variables, como por ejemplo las creencias colectivas, los valores emergentes, las
innovaciones tecnológicas, los conflictos sociales, los estilos de vida y las costumbres.
Una forma de estudiar y explicar estos cambios es a través de las mentalidades. Desde
principios del siglo XX se viene utilizando el concepto de mentalidades para hacer
referencia a las estructuras sociales que se expresan a través de la cultura. Su estudio
podría representar una historia de la sensibilidad y es una de las perspectivas de la
historiografía moderna, interesada por las expresiones de la vida cotidiana (sus creencias,
valores, miedos, expectativas, costumbres y estilos de vida) como complemento
imprescindible para el estudio de la macrohistoria, que, en ocasiones, suele
contraponerse con la historia del pueblo y de sus gentes. Las mentalidades surgen y se
estabilizan durante un cierto período de tiempo para después transformarse mediante el
proceso que Michell Vovell (1995) describe como una ideología trenzada, solapada y
unida entre sí mediante ciclos sucesivos.
La historia de las mentalidades está vinculada a la corriente historiográfica conocida
como la escuela de los Anales, que aúna el enfoque histórico con el socioeconómico y
psicosocial. Se basa en estudios historiográficos, complementados por los biográficos,
que se utilizan para investigar, mediante el uso conjunto de la antropología, la
sociología, la psicología social y la economía, la evolución de las mentalidades, las
representaciones sociales y los valores en relación con un fenómeno social específico en
una época o a partir de una época determinada.
Descubrí la existencia de esta escuela a través del libro que me regaló un amigo
historiador, quien insistió en su importancia para la psicología social. Se trata del libro
de Carlo Ginzburg (2001) El queso y los gusanos, que en su momento —la primera
edición es de los años setenta— supuso una propuesta innovadora en la investigación de
un acontecimiento histórico a partir de un estudio microscópico; es decir, estudiando la
dialéctica que se produce entre los procesos microhistóricos (un personaje relevante de
una época, una ciudad trascendente o un conflicto paradigmático) y los macrohistóricos
(el nivel económico que rige universalmente una época, la religión, los valores).
Carlo Ginzburg utilizó las actas y documentos del juicio real e histórico al que la
Inquisición somete a un molinero de la ciudad de Friuli, acusado de herejía y de
blasfemia. La narración va poniendo al descubierto dos sistemas de valores presentes
durante el siglo XVI y más o menos contrapuestos: el de los representantes de la clase
dominante que ya conocíamos en gran manera y el de los campesinos, en la figura de
Menocchio (Domenico Scandella), mucho menos conocidos y que se van descubriendo
poco a poco ofreciendo datos muy relevantes acerca del modo de pensar y sentir de
148
aquellas personas (29).
Esta línea de pensamiento de la investigación histórica se constituyó a partir de la
publicación de la revista Anales de historia económica y social, fundada por Marc Bloch
y Lucien Febvre en 1929. Se caracteriza por la comprensión y descripción del pasado de
cada pueblo, más allá de la historia oficial y en todas sus dimensiones, huyendo de la
especialización y recurriendo a la explicación interdisciplinar. Es decir, desde este
enfoque historiográfico, se realizan investigaciones sobre las mentalidades, los estilos de
vida, las creencias y los valores de una época o de un período de tiempo determinado.
Esta es la perspectiva que mantendré para lo que me propongo describir en este capítulo
con la intención de responder a la pregunta: ¿cuáles son las mentalidades emergentes y
distintivas de la época por la que transitamos?
En mi opinión, es muy posible que la crisis financiera haya sido el resultado de
ciertas mentalidades que se vienen manifestando e imponiendo, con mayor o menor
intensidad, desde hace dos o tres siglos. Desde entonces existe una confrontación de
ideas, dos formas de ver y de estar en el mundo. Una aboga por la colaboración y el
humanismo (30) y la otra los interpreta como sueños imposibles, románticos y utópicos.
En algunas ocasiones, estas perspectivas enfrentadas se reconcilian buscando solución a
problemas que de otro modo no se podrían resolver. Al arbitrio de esta confrontación de
ideas los significados sociales —los del trabajo y el consumo, por ejemplo— se han ido
transformando bajo la influencia de los avances científicos, las reivindicaciones sociales,
el desarrollo de las democracias, los intereses nacionales, los conflictos bélicos y otros
muchos procesos de índole social y económica. Sin embargo, los arquetipos más
profundos se han mantenido constantes sometidos a la autoridad de la sabiduría
convencional y las abstracciones teóricas interesadas.
Puede ser cierto, en parte, que el ser humano, como afirmaron los autores clásicos de
la economía y numerosos científicos actuales, sea un gran egoísta y una realidad
biológica condicionada y limitada. Pero eso no es todo. El ser humano es algo más, es
historia y es cultura, forma parte del mundo de valores y significados compartidos que
ha ido construyendo y del que es heredero al igual que lo serán nuestros descendientes.
Prescindir de este matiz es excluir aquello que lo caracteriza; es no tener suficientemente
presente su capacidad para alterar e instrumentalizar el ambiente que le rodea mediante
útiles, máquinas y símbolos de la cultura que él mismo ha generado, en un proceso
interactivo y recíprocamente influyente, constituyente de lo que somos aquí y ahora.
Además de la supervivencia, la finalidad esencial del ser humano es la
autorrealización, el desarrollo personal, familiar y profesional. Nuestra conducta es,
definitivamente, una actividad dirigida a la consecución de algún fin que estimamos
valioso e inherente a nuestra forma de pensar, de creer y de estar en el mundo. Explicar
la conducta de las personas implica considerar las experiencias personales, la cultura, la
historia, el lenguaje y los significados que lo componen en un intento de aprehender y
comprender la realidad circundante y el mundo que la contiene. Una dinámica dispuesta
149
a la realización personal sujeta a las más diversas influencias y restricciones. Tal es la
razón por la que la subsistencia puede percibirse e interpretarse de muchas y variadas
maneras.
Las conciencias no son, se hacen
Hace algunos años, con motivo de una tesis doctoral en Barcelona, fui a cenar a la
casa de un buen amigo profesor de psicología social. En su cocina, y tras un excelente
refrigerio, percibí, en uno de esos marcos de corcho en los que se van colocando
recordatorios, algunas fotos y otros detalles, un texto escrito que llamó poderosamente
mi atención. Resaltaba lo siguiente:
Un explorador que recorría el río Amazonas encontró a un pescador que tumbado en
su barca holgaba mirando las copas de los árboles en el cielo esperando la hora de
comer.
—¿Qué haces? —le interpeló el explorador.
—Descansar hasta la hora de comer el pescado que aquí guardo.
El explorador no podía dar crédito a lo que veía, pues mientras esto sucedía una gran
cantidad de peces saltaban y daban vueltas alrededor de la barca.
—¿Y por qué no sigues pescando?
—¡Para qué! —respondió el pescador.
—Bueno..., si pescas muchos peces, los que hay aquí y un poco más arriba del río,
podrá comer tu familia y además aún te quedarán muchos peces... los podrás vender y
ganar mucho dinero...
—¡Y qué, mi familia ya come lo suficiente con lo que pesco!
—Pues... que si esto lo haces durante muchos días y muchos meses. con el dinero que
obtengas podrás comprarte muchas cosas y una barca mayor, redes, utensilios y un
hangar donde guardarlo todo. Tus hijos podrían ayudarte, y también tus hermanos, los
amigos de tus hermanos, sus hijos...
—Ellos hacen lo mismo que yo, mi hermano mayor está unos metros más arriba
pescando..., hoy se ha levantado muy tarde.
—Sí, pero él no sabe lo que te estoy contando; si eres inteligente, no le dirás nada y
trabajará para ti mientras tú prosperas, montas una factoría y después otras muchas más,
el río es muy grande. Serás una persona poderosa y afortunada gozando del dinero,
ingresándolo en un banco para conseguir rentabilidad y más dinero. De esta forma
disfrutarás, sin hacer nada, de los beneficios que vayas obteniendo.
El pescador observó perplejo al explorador; le parecía un ser humano con muy buenas
intenciones pero un poco tonto. ¿Existía mayor disfrute que holgar mirando las copas
verdes en el cielo del Amazonas mientras los peces saltaban y daban vueltas a su barca?
¡Realmente estos exploradores son gente extraña!, se dijo, mientras el explorador seguía
su cantinela de argumentos.
150
Lejos de las apreciaciones y apuntes realistas que desde nuestro entorno cultural se le
podrían hacer a esta fábula, vale la pena destacar lo siguiente: en lo tocante a las
motivaciones, los seres humanos varían grandemente. Entre otras razones porque además
de ser polvo de estrellas, como diría Carl Sagan, también somos seres con memoria y
receptores de un legado. Un legado histórico, cultural, tecnológico y social, que
adquirimos según nuestro entorno más próximo, ahora cada vez extenso, ya que la
cultura, al estar escrita, mediatizada, virtualizada y visualizada grandemente, constituye
un flujo de datos, costumbres y conocimientos provenientes de todos aquellos lugares
que conforman lo que en el presente conocemos como la aldea global; nuestra aldea
global, que ni es de todos ni, desde luego, lo es por igual.
¿Qué separa al explorador del pescador del cuento? No solo es el referente cultural.
Es, sobre todo, su percepción del mundo y del universo. ¿Qué los une?: los dos son seres
humanos, amarrados por algo más que ser polvo de estrellas con un antropomorfismo
similar. ¿Qué es ese algo más?: la posibilidad de intercambiar mucho más que palabras,
de descubrir un nuevo ser humano y puede que un nuevo afecto y, si es posible,
transmitirle el suyo. Evidentemente se trata de mi amigo (al que creo conocer bastante
bien) y el pescador, bastante real en este punto.
A buen seguro que no se le oculta al lector interesado que puede ir formulándose las
mismas preguntas y reflexionar sus respuestas. Unas y otras dependerán grandemente de
sus creencias, sus actitudes y sus valores, que a su vez son efecto y resultado de su estilo
de vida y de la sociedad en la que se han ido fraguando. Sin duda habrá preguntas y
respuestas muy diversas, pues diversos son los espacios sociales, los procesos
educativos, las formas de aprendizaje, las historias locales, la accesibilidad tecnológica y
las costumbres familiares.
Es posible que algunos, espero que pocos o ninguno, piensen que el pescador no es
exactamente un ser humano y que está en su naturaleza primitiva holgar por razones
étnicas y biológicas. Otros pensarán que tiene razón el explorador y que la fábula es una
exageración ingenua de la vida en el Amazonas. Algunos sentirán cierto desasosiego
pensando que muy pronto no quedarán ni árboles ni pescadores en aquel río. Algunos
otros opinarán que hay que educar y civilizar la zona. Otros combinarán sus reflexiones
en torno a lo dicho dando respuestas yuxtapuestas.
Lo que en el fondo subyace es una larga e inagotable controversia: la naturaleza y
finalidad del ser humano. Es más que evidente que no vamos a tratar aquí asuntos tan
trascendentes. Sin embargo, para lo que a continuación se expone resulta inevitable que
de una u otra forma y en mayor o menor medida se incida sobre ello. Más aún si cabe
cuando se exponen y elucidan conceptos y teorías sobre el comportamiento de los seres
humanos. Inevitablemente lo primero (cómo son los seres humanos) se antepone a lo
segundo: cómo se comportan como ciudadanos, trabajadores y consumidores.
No está en mi pretensión ir mucho más allá. Siendo preguntas y reflexiones de gran
relieve, no es este el lugar para su glosa. Lo que sí tengo que afirmar es que nuestro
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comportamiento como seres humanos depende en gran medida de la manera en que
interpretamos el mundo y nuestro lugar en él. Estos son aspectos de índole filosófica que
preceden, o deberían preceder, a los que desde la psicología y la psicología social se
proponen y desarrollan.
La mayor parte de los psicólogos toman como marco teórico de sus intervenciones
alguna teoría o teorías que de una u otra forma tienen como referencia de partida una
concepción del ser humano, sea por derivación filosófica, sea por verificación empírica,
sea como resultado de la acumulación de conocimientos y saberes.
Nacidos para cambiar
El ser humano está sujeto a un continuo cambio. He argumentado e insistido
repetidamente en que los fenómenos que percibe en cada momento son parte de procesos
con un pasado, un presente y un futuro, con una historia, un contexto social histórico y,
en definitiva, un medio ambiente social del que somos herederos y que vamos alterando
y modificando preparando un futuro en el que otros individuos actuarán con similares
mecanismos. Sin embargo, las personas tenemos una persistente tendencia a establecer
teorías respecto a por qué o cuáles son los motivos de una determinada conducta, y es
frecuente que la expliquemos sobre la base de una concepción previa de la naturaleza
humana, más o menos veraz y consistente. Es un proceso psicológico indispensable para
relacionarnos con los demás y establecer nuestro papel ante ellos.
Sin estar en mi ánimo entrar a dilucidar la existencia o no de una naturaleza humana
general y permanente, larga discusión aún no consumida aunque se hayan cambiado los
rótulos genéricos o las palabras utilizadas, lo cierto es que las personas, si bien afirman
que el ser humano es un ser complejo, tratan continuamente de reducirlo a descripciones
simples y comunes: «todo el mundo es bueno», «por dinero baila el perro» o «no se
puede confiar en nadie». Se trata del acervo popular. Pero tales sentencias revelan,
además de las creencias personales, el influjo de las que las corrientes y tendencias
predominantes y los diferentes estilos cognitivos o modos de pensar.
Por ejemplo, desde el determinismo biológico hoy emergente, complementado por el
darvinismo social, se afirma que los individuos no pueden cambiar o cambian muy poco,
pues su genética se lo impide. Una postura contrapuesta sostiene un proceso de
codeterminación en el que el individuo —entendido como una realidad física y
psicológica— y la sociedad se influyen mutuamente en un proceso continuo, cambiante
y recíproco.
Recientemente el alcalde de Londres, Boris Johnson, declaró en una conferencia
celebrada en el Centro de Estudios Políticos de Londres que la igualdad económica es
imposible. Esta afirmación se podría sostener desde la perspectiva de la teoría
económica convencional, que más que en la igualdad económica, se centra en la libertad
y las oportunidades. Pero no, los argumentos del alcalde son psicológicos. Argumenta
152
que hay muchas personas que son demasiado estúpidas para progresar en la vida, y
recuerda a sus interlocutores que «el 16% de nuestra especie tiene un coeficiente
intelectual por debajo de 85 y un 2% por encima de 130». Es decir, este psicólogo
aficionado se basa en una de las líneas temáticas de la psicología sujeta a un permanente
debate y discusión científica, una controversia muy lejos de estar agotada. Además, el
alcalde lo hace mal, muy mal, él o el periodista que ofrece la noticia. Primero, porque no
es coeficiente sino cociente de inteligencia y, segundo, porque no hace falta ser
psicólogo sino que basta con el sentido común para saber que la inteligencia se puede
modificar: sencillamente, enseñando a un niño a leer. Luego estarán los límites y las
condiciones psicológicas de cada cual, que posibilitarán un mejor o peor resultado; eso
sí, en función, también, de las condiciones psicosociales a las que esté sometido.
El asunto se torna más divertido o patético (el adjetivo escogido dependerá de las
creencias de quien vaya leyendo lo que escribo), porque unos días más tarde, durante un
programa de radio de la emisora londinense LBC, Boris Johnson fue incapaz de
responder a unas sencillas preguntas extraídas directamente de uno de los test, oficiales
en Inglaterra, utilizados para medir el cociente intelectual. No elegiré el calificativo de
divertido, me parece más correcto el de patético. Más aún, si cabe, cuando lo que
traslucen estas ideas es un racismo larvado al que parece que no nos podemos sustraer.
Porque, efectivamente, hay personas más inteligentes que otras, pero eso no justifica una
actitud de superioridad sobre los demás; más bien al contrario, debería ser motivo de una
mayor responsabilidad. El problema no es una mayor o menor inteligencia, son las
consecuencias que de ello se podrían derivar. De nuevo, tienen mucho que ver con las
creencias y muy poco con los avances y progresos de las ciencias. Es decir, las
evidencias científicas que pudieran poner de manifiesto las diferencias intelectuales no
son peligrosas en sí mismas, pero sí si se emplean para justificar la desigualdad y el
racismo consiguiendo que la mayor parte de la gente las asuma como propias y se
conduzca en consecuencia. Se le atribuye a Joseph Goebbels, el ministro de Propaganda
de Hitler, la famosa frase «una mentira repetida mil veces se transforma en una verdad».
Ciertamente la polémica sobre la superioridad de las razas o de las culturas
civilizadas viene de muy lejos y no se le puede atribuir únicamente al nazismo. Lewis
Terman, introductor en Estados Unidos de las pruebas de inteligencia creadas por Alfred
Binet en Francia y que junto con M. A. Merrill las baremó (neologismo de origen inglés
muy utilizado en psicología para referirse al tratamiento estadístico de pruebas
psicológicas administradas a grandes grupos de personas con el fin de poder situar las
puntuaciones de una de ellas en relación con las de las demás), sobre la base del
concepto de cociente de inteligencia (CI), para elaborar el conocido test Terman-Merrill,
escribió: «El bajo nivel de inteligencia..., es muy común entre las familias hispano-indias
y mexicanas y también entre los negros. Su torpeza parece ser racial... Los niños de este
grupo deberían ser separados en clases especiales... No pueden dominar las abstracciones
pero a menudo pueden ser convertidos en trabajadores eficientes. Hoy en día, no hay
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ninguna posibilidad de convencer a la sociedad de que no se les debería permitir
reproducirse, aunque desde un punto de vista energético constituyen un grave problema
a causa de su reproducción extraordinariamente prolífica» (Terman, 1917, 165).
Esto se escribió en 1917. Unos años más tarde, después de la Segunda Guerra
Mundial, Elton Mayo, profesor de psicología social de la Universidad de Harvard,
escribía: «La mayor dificultad de nuestra época es el desmoronamiento de los códigos
sociales... El código social ilógico no ha sido reemplazado por la comprensión lógica,
biológica y social...» (Mayo, 1972, 20).
Esto se escribió en 1945. Ahora, algunas preguntas: ¿cuál de ellos le merece mayor
credibilidad?, ¿los dos por igual?, ¿ninguno de los dos?, ¿quizá le falta información? Si
así fuera, ¿no le parece pertinente leer algo al respecto?; si fuera esta su respuesta..., ¿lo
hará? Lo que sigue a continuación, que es mi punto de vista, ¿alterará su opinión?
Ambos autores fueron psicólogos. Ambos aspiraban a que la psicología fuera una
disciplina científica. Es más que posible que ambos fueran honestos cuando escribieron
lo que escribieron y que, en lo esencial, se limitaran a ser coherentes con sus creencias,
valores y convicciones; coherentes, también, con el modelo del mundo que suponían más
correcto. Sin embargo, sus puntos de vista y concepciones del ser humano varían
grandemente. El primero es un reconocido psicómetra que, al abrigo de las corrientes
científicas, sociales y culturales de su época, modificó radicalmente el sentido y
objetivos de las pruebas de inteligencia de Alfred Binet. El segundo fue consultado por
una gran empresa, General Electric Company, como consecuencia de los confusos e
inconsistentes resultados que se obtenían mediante unos famosos experimentos
realizados en la planta Hawthorne en los que se investigaron las relaciones entre las
condiciones del trabajo y el rendimiento laboral. Estos resultados solo consiguieron
explicarse cuando Mayo modificó y amplió la concepción social del ser humano.
Efectivamente, el problema que se planteó Binet no fue la clasificación y distinción
de personas sino la posibilidad de elaborar un procedimiento riguroso que contribuyera a
identificar a los niños que no sacaban provecho de la educación impartida en las
escuelas públicas de París. El problema de estos niños, argumentó Binet, era que su
inteligencia no se había desarrollado adecuadamente. En consecuencia, su test de
inteligencia debía utilizarse como instrumento de diagnóstico para en el siguiente paso
incrementar esa inteligencia. Eso podía hacerse, en palabras de Binet, mediante una
ortopedia mental. Sin embargo, Lewis Terman alteró la finalidad de este descubrimiento
sugiriendo y pretendiendo demostrar más tarde que estas pruebas medían alguna
característica fija o innata. Vale la pena insistir, utilizando las palabras de Binet, en
respuesta a aquellos que afirmaban que la inteligencia de un individuo representa una
cantidad fija que no es posible aumentar: «Debemos protestar y reaccionar contra este
brutal pesimismo» (Binet, 1913, 140-141).
Elton Mayo (cuyo nombre al completo parece ser que era Elton García Mayo) no
desdeñaba la importancia de lo biológico. ¿Quién lo podría hacer? Únicamente los
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deterministas sociales, aquellos que conceden primacía ontológica a lo social frente a lo
biológico de la que resulta una antítesis total al determinismo biológico pero de similar
reduccionismo. Sin embargo, también destacaba la importancia de lo social incidiendo
en la necesidad de que los problemas no eran solo económicos y empresariales, sino
además humanos y sociales.
Los dos casos tratan de explicar y justificar el desorden social. La sociedad que
percibían debía ser justa para todos, poseedores y desposeídos, lo que exigía una manera
específica de entender la libertad y la igualdad, es decir, una concepción del ser humano
y de su mundo. Sin embargo, en el primer caso la libertad y la desigualdad se explican y
se justifican para que nada cambie. En el segundo, se espera lo contrario: una mayor
comprensión lógica, biológica y social.
Cuando hago alusión a todo esto en mis clases, pongo un ejemplo que paso a
describir a continuación. Tengo diagnosticado un astigmatismo mixto con miopía en mi
ojo izquierdo y algo similar en el derecho. Es, más que probable, que se deba a una
disposición genética, pues mi padre padecía algo parecido. Si me quito las gafas —
instrumento que no se ha descubierto, sino que se ha construido tras muchos intentos,
conocimientos y saberes provenientes de la óptica, la medicina, la oftalmología, la
química y la ingeniería, entre otras disciplinas y profesiones—, apenas llego a entrever
los cuerpos de los estudiantes, y nunca percibo sus ojos, lo que es extremadamente
desalentador. Tal determinación genética limitaría decisivamente mi desarrollo como
persona. ¿Debería resignarme y admitir la contundente influencia de mis genes? No
podría leer, no podría sentir, por mí mismo, los matices del otoño en la sierra de la
Mariola o la mirada de mis seres queridos. No sería, en definitiva, la misma persona.
Puede que consiguiera adaptarme y proyectar mi personalidad en otra dirección, igual
o más satisfactoria. Pero la limitación genética habría impedido otras potencialidades
restringiendo, seriamente, mis posibilidades de desarrollo. Es fácil que se entienda que lo
que me propongo señalar es que la complicación no estriba en tener o no tener las gafas
—serio problema, por cierto— sino en que existan, las conozca y pueda o no utilizarlas.
He ahí la cuestión. Basta con un simple acto, elevar los binoculares y apoyarlos en el
tabique de la nariz, para que el mundo sea diferente.
Por otra parte, los conocimientos y las tecnologías que hacen posible la construcción
de unas gafas son universales, como también lo es la ciencia, que es propiedad de todos
los seres humanos. Es posible que los resultados de la investigación tecnológica puedan
patentarse —la ley lo permite—, pero no ocurre lo mismo con los avances científicos. Se
proponen, se contrastan y, después, forman parte del saber universal. Ni Arquímedes, ni
Cajal ni Einstein pudieron (puede que tampoco lo quisieran) patentar sus teorías y sus
leyes.
Hoy ciencia y tecnología aparecen como una misma cosa, pero no lo son del todo ni
deberían tener el mismo rango epistemológico. De hecho a la primera se le otorga un
mayor trasfondo teórico en tanto que a la segunda se la percibe como más aplicada. Es
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cierto, una tecnología es el conjunto de teorías y de técnicas que permiten el
aprovechamiento práctico de los conocimientos científicos y, asimismo, los instrumentos
y procedimientos industriales de un determinado sector o producto; es decir, la
utilización sistemática de los conocimientos científicos y empíricos para alcanzar un
resultado práctico, como por ejemplo un producto, un proceso de fabricación, un
servicio, un procedimiento, una técnica o una metodología.
En todo caso, y esto es lo fundamental, la una y la otra dependen de los
conocimientos científicos acumulados a largo de la historia de las ciencias. Ni las leyes
de la naturaleza ni las regularidades sociales se pueden patentar; se pueden conocer o no
conocer, decidir su divulgación obrando atinadamente, restringirla o, incluso, reservarla
con fines egoístas. En cualquier caso, son conocimientos universales que deben estar a
disposición de todos los seres humanos, pues ellos y sus antepasados son los que han
contribuido a su acumulación. No ocurre lo mismo con las tecnologías. Estas sí se
pueden patentar, y esta es una norma elevada a ley y regulada internacionalmente, entre
otras razones, por su incidencia en la economía y el poder que se le atribuye y que,
ciertamente, tiene.
Otra cosa, común también con la ciencia, son los conocimientos que la hacen posible,
y estos siempre están y dependen de personas. No hay ciencias sin seres humanos que las
imaginen y las hagan posibles a través de sus conocimientos, experiencias y saberes
previos. La ciencia, si se me permite la metáfora, es un arcoíris de numerosos colores e
inmensos matices. Algunos se obstinan en presentarla en blanco y negro, sin grises ni
claroscuros. Este científico, aquel de humanidades. Este de ciencias, aquella de letras.
Esta matemática y rigurosa, el otro filósofo e idealista. ¡Cuántas dicotomías
innecesarias! Fueren de la naturaleza, fueren sociales o fueren humanistas, las ciencias
siguen procedimientos similares y todas ellas tienen por última y principal finalidad, de
una manera u otra, aumentar el bienestar y reducir el sufrimiento.
¿Nacemos con dolor para el dolor? Es posible. Pero no para el dolor sino para el
aprendizaje. Esta es una actividad gozosa. Aunque la vida nos muestre, de vez en
cuando, el sufrimiento y nos alarme con el de los demás, aprender siempre es motivo de
júbilo. No me refiero, desde luego, únicamente a la escuela: los afluentes del Duero, la
lista de los reyes godos, la acentuación de las palabras agudas o el teorema de Pitágoras.
Aprender es experimentar la vida y, también, poner a prueba lo aprendido para seguir
aprendiendo. Si sabes japonés, tendrás más posibilidades de entender el ritual del té, y
estas se multiplicarán inmensamente si conoces la historia de Japón, las guerras civiles
del siglo XVII, la unificación de Tukugawa, el cultivo de la planta, la práctica zen y la
educación de las geishas.
Nacemos para cambiar, y lo que hace posible el cambio es el aprendizaje, entendido
en su más amplio sentido. Aprender es adquirir el conocimiento de algo por medio del
estudio o de la experiencia. Aprendemos tanto a través del estudio como de la
experiencia. Esta última es el hecho de haber sentido, conocido o presenciado algo.
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También es la práctica prolongada que proporciona conocimiento o la habilidad para
hacer algo. Y se puede concebir, además, como el conocimiento de la vida adquirido por
las circunstancias o situaciones vividas. De lo expuesto es fácil colegir que el
conocimiento no se descubre, se construye.
Llegamos así al punto de poder afirmar lo siguiente: en las sociedades, que son una
colectividad de personas, ocurre lo mismo. Las sociedades también se construyen,
cambian, sienten y experimentan en la medida en que lo hacen las personas que las
constituyen. Esta es una de las tesis principales de este libro. Las sociedades, las
empresas y las organizaciones también nacen para cambiar. Es inevitable. La cuestión
que hay que dilucidar es la dirección y el sentido de estos cambios.
El hombre no es más que una caña, una caña pensante
Este título proviene de una de las reflexiones de Blaise Pascal (1625-1662) en su obra
Pensamientos. El texto al completo es el siguiente: «El hombre no es más que una caña,
la más débil de la naturaleza, pero es una caña pensante. No es preciso que el universo
entero se arme para aplastarle: un vapor, una gota de agua basta para matarle. Pero aun
cuando el universo le aplastara, el hombre sería todavía más noble que lo que le mata
puesto que sabe que muere, y de la ventaja que el universo tiene sobre él el universo
nada sabe». Es decir, tomar conciencia de sí mismo y del proceso que desencadena el
conocimiento de lo que soy en el mundo en el que estoy.
El conocimiento es construcción del pasado que se proyecta hacia el futuro, resultado
de la acumulación de saberes que nuestros antepasados fueron erigiendo. Newton
difícilmente habría propuesto su teoría de la gravitación universal si antes Johannes
Kepler no hubiera formulado las leyes de los movimientos de los planetas, y este, a su
vez, lo hizo teniendo bien presentes las aportaciones de Copérnico y Galileo. Este
prodigioso proceso, encadenado y solapado, constituye la historia del saber humano
universal. De igual forma, este se ordena, como tal, históricamente. Su pasado, también
constituido por el de su entorno cultural más cercano, procura su presente y este va
configurando su futuro. Lo esencial de este proceso lo conforman el cambio, el
crecimiento y el desarrollo. Nacemos para cambiar, y sin esta capacidad inherente, de
una u otra manera, a todo ser vivo, ni seríamos ni sobreviviríamos.
El crecimiento es la primera característica. Nacemos pequeños e indefensos, mas con
la potencialidad biológica para aumentar de tamaño. El proceso es bien conocido:
proteínas, vitaminas e hidratos de carbono son ingeridos y procesados procurando,
primero, un cuerpo de niño, más tarde, de adolescente y, después, de adulto. Igual ocurre
con los demás seres vivos. Sin embargo, nuestra capacidad para alterar el medio
ambiente —característica singular en muchos animales y que está en todos pero no de
similar manera— y hacerlo más benigno e instrumental hace posible un proceso
extraordinario y específico de los seres humanos: el desarrollo. Entre otras posibilidades
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podríamos entenderlo como la interacción entre las facultades intelectuales, la
inteligencia, las aptitudes y la voluntad, junto con las posibilidades que ofrezca el
entorno social y ambiental. Nuestras disposiciones genéticas permiten que este
desarrollo se pueda hacer de manera diferente. No obstante, conviene no confundir el
camino con la manera en que se hace. Al final, todos, de una u otra forma, lo recorremos
para llegar a algún sitio, metáfora reiterada y repetida en la historia universal: desde
Homero hasta Confucio, desde Machado hasta Kavafis.
Como antes advertía, el entorno social también es resultado del pasado. No hay duda,
los números romanos son mucho menos operativos para la matemática que los de origen
árabe. La construcción mental que hizo posible el cero permitió formulaciones y
algoritmos matemáticos de incuestionable valor. Hoy nuestros hijos y nosotros mismos
los integramos como concepto mental en nuestros primeros años de vida. ¿Y los
romanos?, ¿y las culturas que lo desconocieron en el pasado? La rueda, la máquina de
vapor, los ordenadores podrían situarse en un plano similar, puesto que fueron posibles
por la acumulación del conocimiento, de los conocimientos y saberes, casi
invariablemente resultado de la interacción entre las capacidades, generalmente
adquiridas con el estudio, de lo que se fue acumulando y del medio ambiente que se
deseaba modificar.
Por evidente, lo expuesto se da por hecho y apenas se reflexiona sobre su gran
importancia. Y la tiene, tanto para las personas como para las empresas y la sociedad que
las contiene. Se supone que hay personas que son capaces de inventar, por sí solas, por
ejemplo, la máquina de un tren de alta velocidad. Pero esto no es posible sin los
conocimientos que los países hoy desarrollados o que lo fueron en el pasado han ido
acumulando a través de los siglos. Además, una máquina de este tipo está formada por
tal número de componentes que su realización sería imposible si no fuera porque
intervienen gran número de profesionales provenientes de ciencias muy diversas. La idea
es posible, pero su ejecución es otra cosa.
Pero ideas e imaginaciones son resultado no solo de las disposiciones genéticas, sino
también del lenguaje adquirido, de los símbolos de una sociedad, su cultura, sus miedos
y sus aspiraciones. Puede que Julio Verne fuera un visionario de su época (Cyrano de
Bergerac escribió, bastantes años antes, en 1662, el viaje a la Luna en su Historia cómica
de los Estados e imperios de la luna). No lo fue, desde luego, por sí solo: hicieron falta
numerosos estímulos y el convencimiento, para los ilustrados, de encontrarse en el
camino del progreso, de la luz y la ciencia; ideas de una época. Por otra parte, una cosa
es imaginar algo y otra bien diferente ejecutar lo imaginado.
Pero ¿qué es lo esencial: imaginar, crear o realizar? ¿Acaso no será todo ello? El ser
humano es «la medida de todas las cosas, de las que son, de las que no son» (Protágoras,
siglo V a. C.), pero también de las que podrían ser, añado. Ir de los sueños a la razón
implica hacer las cosas como son. Ir de la razón a los sueños supone hacer las cosas
como podrían ser. ¿Qué es más importante, imaginar un cohete lunar o construirlo?
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Puede que ambas cosas vayan unidas: imaginar y construir para ante las posibles
dificultades volver a imaginar las soluciones para después construir los artificios
resultantes. Es decir, la inteligencia creadora y la tecnología andan a la par y se
retroalimentan, pero la supremacía siempre se encuentra en la imaginación de las
personas (advierto que utilizo el plural intencionadamente), en su capacidad para idear
cosas nuevas y diferentes. La imaginación crea el camino y la tecnología lo hace posible.
¿A quién se le ocurriría la idea de ponerle ruedas a una maleta? Gracias, amigo, seas
quien seas.
Hoy la sociogenética, alentada por el darvinismo social, emerge con la capacidad —la
que algunos le atribuyen— de explicar en porcentajes significativos el comportamiento
humano: tanto para la herencia y tanto para el ambiente. La conversación que sigue la
escuché atónito en un programa de radio cuando una periodista realizaba una entrevista a
un investigador del Proyecto Genoma:
—Mire usted, señorita, un 60% es atribuible a la herencia, y el resto, al ambiente. —
La entrevistadora guarda silencio—. ¿Cree usted que es demasiado un 60%? —prosigue
el entrevistado—. ¿Qué le parece, entonces, si lo dejamos en el 50%?, un 50% para la
herencia y 50% para el ambiente, ¿le parece así bien o le sigo explicando?
La conversación es casi textual, la oí hace algún tiempo. Es, sencillamente, ridícula.
¡Cómo negar la importancia de lo biológico! No se puede hacer, son muchas las
evidencias. Pero expresarlo porcentualmente es, a mi juicio, una osadía, una insensatez
científica; al menos, por el momento. Herencia y medio son indispensables. La
ascendencia del uno y del otro sobre la conformación de la persona es ineluctable. No es
este más importante que aquel, sino que lo son las interacciones entre uno y otro. Si no
hay interacción, no hay porcentaje, por la sencilla razón de que no existe la posibilidad
de que se produzca un ser humano desarrollado. La intensidad de la primera es
insuficiente sin la segunda, y viceversa.
Los diferentes casos de niños salvajes, también conocidos como niños ferinos o
ferales, parecen probar que las personas que han vivido aisladas durante algunos años de
su infancia, tras volver a la vida convencional, son incapaces de aprender e integrarse
socialmente; de ahí su interés para la investigación psicosocial y lingüística. Es conocido
el caso del salvaje de Aveyron o, también, el niño salvaje de Itard. En los últimos años
del siglo XVII, el médico francés Jean Itard se propuso determinar cuál sería el grado de
inteligencia y la naturaleza de las ideas de un adolescente de doce años que había vivido
desde su infancia en estado semisalvaje. Privado de la educación que habría podido
recibir en contacto con sus congéneres, los repetidos intentos de Itard, con las técnicas
más avanzadas de su época, no obtuvieron resultados destacables. El aprendizaje del
niño apenas prosperó y el proceso de su socialización fue imposible (31).
Las niñas lobo, Amala y Kamala, fueron criadas por una manada de lobos. Tampoco
pudieron ser integradas completamente en el contexto social del que eran originarias.
Aullaban y reproducían las conductas más frecuentes de los lobos: comían carne cruda,
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se mostraban más activas durante las noches y su olfato y vista en la oscuridad eran
excelentes. En España también es conocido el caso de Marcos Rodríguez Pantoja. Vivió
entre los siete y los diecinueve años aislado en una zona apartada de Sierra Morena. Su
historia ha sido llevada a la pantalla en la película Entrelobos, dirigida por Gerardo
Olivares y estrenada en el 2010.
En 1970, el caso de Genie, una niña salvaje que había sido recluida durante más de 11
años por su padre, encendió la alarma sobre el maltrato familiar y sobre la posibilidad de
aprovechar esta terrible situación para investigar el inagotable debate entre la herencia y
el medio. Estos acontecimientos vinieron acompañados por una circunstancia especial:
unas semanas después de aparecer Genie, se estrenó en Hollywood la película dirigida
por J. F. Truffaut El pequeño salvaje, en la que se relataba la historia del niño salvaje de
Aveyron, al que antes me he referido. Hubo un primer pase privado al que se invitó a
científicos de todo el país. En cuanto a Genie, confinada en un hospital de la zona, fue
sometida a una incesante investigación. Sin embargo, de forma deplorable, los
investigadores descuidaron el factor humano para centrarse únicamente en sus intereses
más egoístas. Convirtieron a Genie en un objeto de investigación, y no entró en sus
planes insistir en lo que de verdad importaba: lograr que la niña llegara a convertirse en
un ser humano en toda su amplitud. La madre acabó denunciando esta situación. Tras
ello se retiraron todas las subvenciones y los principales investigadores fueron
encausados. Genie abandonó el hospital y tras pasar al menos por seis hogares adoptivos,
en algunos de ellos con maltrato, acabó en un centro de acogida para personas mayores
en Los Ángeles (Motivas, San Carrión y Rodríguez Fernández, 2002).
A poco que se piense, dos parecen ser las consecuencias más relevantes de lo
acontecido. La primera es que dejar el mundo en manos de investigadores insensatos y
egoístas no es buena cosa. Lo esencial no debería haber sido la investigación sobre la
polémica herencia-medio, sino ayudar a Genie a integrarse a una vida normal. La
segunda es bien conocida por la psicología y la línea argumental que vengo sosteniendo
en este libro: nacemos en dependencia directa de los demás, nuestros padres y la
sociedad a la que pertenecemos. Cuando somos niños, necesitamos establecer vínculos
afectivos, no podemos sobrevivir sin la tutela de los adultos, la familia es fundamental
para que la biología haga su trabajo y, además, también es imprescindible la interacción
con el entorno para aprender a acomodarnos a la realidad, al contexto cultural en el que
nos desarrollamos.
Este potencial entramado de biología, aprendizaje y cultura también precisa para su
desarrollo que se susciten en los niños y adolescentes el asombro y la curiosidad. La
información es condición del conocimiento, pero no es suficiente. Para construirlo hacen
falta las actividades que lo hacen posible: el interés, el deseo, la búsqueda y, desde
luego, los medios. Alguien o algo suscita el asombro. En ocasiones, lo motiva o lo
impone con mayor o menor autoridad. Aparece, entonces, la reflexión, que es el
preámbulo de un nuevo aprendizaje y un nuevo conocimiento, fundamentado en muchos
160
anteriores y que al interiorizarse suele incorporarse para facilitar otros diferentes más
tarde; y vuelta a empezar.
Suelo realizar este ejercicio en mis clases. Escribo en la pizarra la palabra
«Montevideo» y solicito a los estudiantes que me digan qué es, qué significa y de dónde
proviene. La mayor parte de los estudiantes sabe que es una ciudad latinoamericana,
algunos dicen que es la capital de Paraguay, otros de Uruguay. Sin entrar a dilucidar lo
acertado de las respuestas, insisto en que me expliquen su probable etimología. Las
respuestas son muy diversas y divertidas. Mucha gente sabe que Valencia proviene de
Valentia, ciudad así denominada por los romanos y que después fue Balansiya en el
tiempo de los árabes, o que Zaragoza proviene de Caesar Augusta, de similar manera.
¿Y Montevideo? Pues, siguiendo un proceso similar, del portugués ¡Deu meu!, ¡que
monte videu! (textual). Es curioso que esta interpretación sea bastante generalizada,
aunque he de decir que la mayor parte de los estudiantes optan por callar. En este punto
la curiosidad está en marcha y el grupo sonríe y comienza a mostrar interés. Entonces
escribo en la pizarra: Montevideo proviene del acrónimo MONTE VI D. E. O, es decir,
el monte número VI en la dirección Este Oeste. Así lo escribieron los conquistadores
españoles cuando recorrían el río de la Plata dejando constancia de lo que en la geografía
del lugar iban encontrando. Con el tiempo, se fundó allí un fortín que, al estar en el
monte VI d E O, alcanzó la forma de Montevideo.
La sorpresa, entonces, es general. Algunos lo creen, otros sonríen y otros lo dudan
abiertamente. En este punto, justo en este punto, comienza la parte activa del
conocimiento. ¿Será cierto, será falso? Como pueden suponer, mi papel consiste en
suscitar la duda para que el grupo resuelva el problema. A veces digo que es verdad para
después negarlo. Otras lo niego para, a continuación, afirmarlo. ¿Y usted, estimado
lector, qué hará? Si desea resolver este sencillo problema solo le queda una solución:
¡buscar información! Un buscar que es la parte activa que junto con lo que encuentre
dará como resultado un conocimiento nuevo, puede que en este caso poco trascendente.
Pero tenga en cuenta que lo que se pretende con esta ilustración es que comprenda la
gran importancia de la curiosidad y la búsqueda en el aprendizaje. Y si ha comprendido
el funcionamiento de las variables que se involucran en este ejemplo, es más que
probable que haya adquirido un nuevo conocimiento: curiosamente aquel que se
relaciona con los mecanismos que lo facilitan o lo hacen posible.
Aceptando que las aptitudes sean innatas —que muchas, en cierta medida, lo son—,
serán de muchos tipos y extremadamente variadas. Pueden combinarse en número muy
elevado dando lugar a personas con muy diversas combinaciones de aptitudes. El
resultado de esta combinación depende, de partida, de la persona en cuestión, pero
también de la familia, el colegio, la televisión, los libros que se lean y un etcétera de tal
magnitud que pondría en serios apuros a los que pretendieran su enumeración. Una
combinación de aptitudes que puede ser combinación genética pero que, ante todo,
también es una combinación de estímulos, ideas e imprevistos que da como resultado
161
una combinación de combinaciones. Aquí aparece la persona entendida como diferente,
es decir, como individuo. Pero esto último también es una ideación, una idea social e
históricamente construida. Bastante reciente, a pesar de todo, ya que no es lo mismo el
individuo que el ciudadano. Al primero parece solo preocuparle su interés propio
particular, en tanto que el segundo debe hacer suyas las proclamas de libertad, igualdad y
fraternidad.
En todo caso, la persona no es si no cambia porque no crecerá ni se desarrollará. No
somos plantas. Escrito en nuestros cromosomas nuestro mapa genético, las disposiciones
y potenciales realizaciones, su configuración se produce en interrelación con el medio.
Comer, beber, andar, ir a la escuela, aprender a leer, sentir el amor de los padres,
descubrir la literatura, viajar, experimentar la amistad, enamorarse y descubrir lo
sobrenatural son las piezas del excepcional rompecabezas de la existencia humana. ¿Que
todo ello tiene que ver con los cromosomas?, correcto, pero que se pueda matematizar
para otorgar un porcentaje a cada cosa es una actividad sin sentido. No lo tiene para la
ciencia y, menos aún, para su divulgación en la prensa, la radio y la televisión. ¿Qué
porcentaje de la personalidad explica el gen X y cuál, al mismo tiempo, los viajes
realizados?, ¿cómo lo medimos?, ¿hasta qué punto lo uno y lo otro no se relacionan
estrechamente con otras variables?
La ciencia es inherente al progreso y este —la Ilustración lo elevó a cometido
humano y colectivo de grandeza indiscutible— se hace en una dirección: el bienestar de
la gente. Pierde su sentido cuando se usa solamente no para explicar sino para justificar
la indignidad humana, la pobreza o la miseria; o cuando se pretende hacer lo propio para
la marginación sobre la base de un determinismo biológico de dudosa explicación; o,
cuando menos, para fomentar la resignación ante las limitaciones genéticas y biológicas.
Así, por ejemplo, el rendimiento laboral sería, para las teorías más tradicionales, el
resultado de la determinación biológica y los incentivos. De esta forma: R = f (B, I). La
producción de un individuo dado (R), manteniendo constantes sus tendencias biológicas
(B; según la ley del mínimo esfuerzo, la búsqueda del placer, la influencia de la raza y
los condicionantes genéticos y hormonales), sería resultado del grado de los incentivos
(I); y estos, del tamaño del castigo o del premio, siempre influidos por el miedo a la
pobreza o la aspiración a la riqueza.
Este es un modelo sencillo, lineal y causal, cuya mayor deficiencia puede descubrirse
en una larga confrontación ideológica, científica y social. Sus enunciados podrían ser el
tipo de respuestas que se dieran a la siguiente pregunta: ¿son los seres humanos
máquinas biológicas cuyo comportamiento está determinado genéticamente?
Cerebrocentrismo y materialismo filosófico
La pregunta puede parecer a algunos inapropiada, desafortunada y obsoleta. Pero
sigue siendo esencial. Sin un concepto previo relativo de lo que son los seres humanos,
162
es casi imposible establecer teorías desde las que extrapolar los conceptos que se desea
investigar. O, si se prefiere, cuando se trata de explicar el comportamiento de los seres
humanos, siempre, casi inevitablemente, se establecen algunos principios respecto de
cómo son y de dónde proceden sus habilidades diferenciales.
Para el determinismo biológico el comportamiento humano es resultado de las
propiedades intrínsecas de los individuos con anterioridad a su integración en estructuras
complejas, asignando, además, intencionadamente, un mayor peso e influencia a lo
biológico que a lo ambiental. Así no debe extrañar la afirmación de lord Beveridge,
arquitecto del Estado benefactor británico, quien en los años treinta afirmó: «Que si la
pobreza se transmitía por los genes, la esterilización de los trabajadores en paro ayudaría
a eliminarla» (Lewontin, Rose y Kamin, 1996, 101).
Más allá del posible estupor que tal afirmación pueda causar, obsérvese que el
condicional no solo aparece explícitamente en la premisa sino también en las
consecuencias. Es decir, si existiera un gen de la pobreza, entonces (si), dado que la
influencia de aquel es mucho más importante que la del ambiente social, entonces sería
aconsejable la esterilización.
Los defensores del materialismo filosófico y dialéctico intentan dar una interpretación
coherente y unitaria del universo material, es decir, no reduccionista. Un genetista
evolucionista, un neurobiólogo y un psicólogo lo relatan así: «Las explicaciones
dialécticas... no separan las propiedades de las partes aisladas de las asociaciones que
tienen cuando forman conjuntos, sino que consideran que las propiedades de las partes
surgen de estas asociaciones. Es decir, de acuerdo con la visión dialéctica, las
propiedades de las partes y de los conjuntos se determinan mutuamente. Las propiedades
de los seres humanos no se dan aisladamente, sino que surgen como consecuencia de la
vida social, aunque la naturaleza de esa vida social sea a su vez consecuencia del hecho
de que somos seres humanos y no, por ejemplo, plantas. De esto se deduce, por tanto,
que la teoría dialéctica contrasta con los modos de explicación cultural o dualista que
dividen el mundo en diferentes clases de fenómenos —cultura y biología, mente y
cuerpo— que deben ser explicados de muy diferentes y no superpuestas maneras»
(Lewontin, Rose y Kamin, 1996, 23).
Mariano Pérez Álvarez (2011), profesor de psicología de la Universidad de Oviedo,
propone que se denomine cerebrocentrismo a la tendencia que consiste en explicar todas
las actividades humanas como cosas que están en el cerebro. Un materialismo
malentendido es el fundamento de este cerebrocentrismo en boga. La perspectiva
neurocientífica es una forma de huida del dualismo cuerpo-alma. Esta doctrina basada en
el monismo establece que la única materia es la fisicalista, a la que se reducen todas las
actividades humanas; es decir, el pensamiento, las emociones y las conductas humanas
son el resultado de actividades físicas y químicas.
Sin embargo, según este autor, esta no es la mejor alternativa al dualismo. La
solución se encuentra en el materialismo filosófico, desde el que se distinguen tres
163
géneros de materialidades: realidades físicas, realidades psicológicas y realidades
objetivas abstractas y culturales. Pérez Álvarez sostiene que la tríada conformada por «el
cerebro, la conducta y la cultura resultan tres realidades irreductibles entre sí y a la vez
mutuamente integradas... El cerebro se pone en su sitio, no en un pedestal, sobre los
hombros, sino incorporado en el cuerpo y andamiado en la cultura..., sin andamios no
hay cerebro que valga. En esta perspectiva, el cerebro dejará de verse como agente
creador, según ha personificado la neurociencia. Por el contrario, el cerebro se revelará
dependiente de hábitos y experiencias y de instituciones sociales y culturales» (Pérez
Álvarez, 2011, 15).
«Todo hombre puede ser, si se lo propone, escultor de su propio cerebro», escribió
Santiago Ramón y Cajal. Es decir, la plasticidad cerebral, la conducta y la cultura
modelan conjuntamente las actividades de las personas, lo que son y lo que podrían ser.
El cerebro, a diferencia de lo que sostiene la perspectiva neurocientífica, se muestra
mucho más maleable que creador. «El genio del cerebro está en mediar y habilitar, que
no en causar o crear, lo que tienen y tengan que hacer las personas para vivir... Así, la
hipótesis revolucionaria, si se permite el atrevimiento, no sería hoy tanto reducir el alma
espiritual o mental al cerebro como situar al cerebro en el contexto del alma de la
ciudad, por decir las formas de vida culturalmente organizadas» (Pérez Álvarez, 2011,
16).
Es fácil colegir que comparto los argumentos esgrimidos y desarrollados
exhaustivamente por el profesor Mariano Álvarez Pérez, a cuyo libro remito para una
mejor comprensión de lo que él mantiene. Es muy posible que pasen desapercibidos bajo
la influencia de lo que, a mi parecer, es una tremenda avalancha neurocientífica aireada
sistemáticamente por la seducción que produce entre los medios de comunicación.
Esta tendencia cerebrocientífica es más que nada una moda y el mito que nos
prometen los nuevos redentores (Sanmartín, 1989). Se trata de una ideología, es decir,
un conjunto de ideas relacionadas entre sí. Una agrupación de ideas sobre la realidad o
sobre el sistema o sistemas existentes o ideales relacionados con la práctica social,
económica, política, cultural, científica, moral y religiosa. La representación del sistema
o modelo que conforma las ideologías proporciona el punto de vista con el que se
percibe la realidad según un enfoque determinado por los preconceptos, las creencias y
las bases cognitivas desde las que se percibe y se enjuicia, frecuentemente para
compararlo con otras alternativas reales o imaginadas. Su puesta en práctica o programa
de acción tiene por principal objetivo el acercamiento entre el sistema existente y el que
se pretende.
En definitiva, un conjunto de ideas compartidas. Lo paradójico es que se comparten
para que nada se comparta, ya que el liberalismo extremo, que conviene no olvidarlo se
basa en el egoísmo y el individualismo, afirma que la historia ha terminado y que el
pensamiento es único y uniforme. Ya no hay nada que compartir, salvo que creamos y
aceptemos lo que sostiene Francis Fukuyama (1992), es decir, que la confrontación
164
ideológica ha concluido con el triunfo de la democracia liberal, que se ha impuesto como
la única alternativa real y posible. Las ideologías han sido sustituidas por el pensamiento
único y superadas por la economía. Ya no hacen falta, no son necesarias. El modelo
socioeconómico de Estados Unidos es la única posibilidad factible, la mejor posible: una
sociedad sin clases que supera y se impone al sueño marxista. Sin embargo, la historia
no ha terminado, aún hay mucho por hacer, y el pensamiento único no deja de ser una
ideología que existe y se puede aprender sin que seamos del todo conscientes.
Memes y virus neoliberales
Durante el siglo XV (a. C.) el antiguo Egipto fue invadido por los hicsos. Se supone
que procedían de las tierras de Canaan, aunque su origen y circunstancias históricas
siguen hoy sin aclararse. No sabemos si fue una progresiva invasión sustentada en una
migración constante o si fue una verdadera conquista militar. Lo que sí parece probado
es que las tecnologías que utilizaron les otorgaron grandes ventajas tácticas con las que
se impusieron a los antiguos egipcios, a los que confinaron al sur del país.
En aquella época, la cultura del pueblo egipcio era sustancialmente agrícola, muy
ajustada a los ciclos de la naturaleza; el ejército no existía de forma permanente y su
fuerza militar era la infantería, armada con lanzas, escudos, hachas y mazas. Estas
tecnologías no fueron suficientes para hacer frente al ejército de los hicsos, quienes
tenían armaduras, dagas y espadas de bronce, un arco compuesto por una sucesión de
láminas de diferentes materiales, caballos y carros de guerra. Es decir, el uso del bronce
y el carro de combate dieron a los hicsos una ventaja militar decisiva.
Los hicsos y los antiguos egipcios lucharon durante años y hacia el 1550 (a. C.) el
faraón Amosis I consiguió expulsarlos definitivamente, aunque los hicsos prosiguieron
después su lucha hasta el territorio asiático. Una transformación cultural acompañada de
las innovaciones tecnológicas detraídas de los hicsos produjo un sustancial cambio de
mentalidad. Efectivamente, años más tarde, Tutmosis III decidió que la mejor manera de
preservar la seguridad del país de los faraones era mantener a sus posibles invasores lo
más lejos posible. Este cambio cultural no supuso un tránsito al imperialismo, tal y como
hoy se entendería, sino un cambio de perspectiva para defender el país, una nueva
mentalidad, resultado de los conocimientos adquiridos en los avatares de una guerra, sus
tecnologías, la transmisión de ideas, su identidad como pueblo dependiente de las aguas
del Nilo y la necesidad de preservar su cultura.
Sin embargo, un carro conducido por un auriga con armadura de bronce acompañado
de un arquero provisto de un arco compuesto no solo es un carro de guerra. Para quien lo
percibe y lo integra es una excelente idea de «un carro de guerra» que se puede
transmitir de una mente a otra. Esta aproximación al estudio de la cultura sugiere que
quienes vieron por primera vez «un carro de guerra» lo asimilaron como tal y pudieron
más tarde difundir su idea de «un carro de guerra», con independencia de los usos que
165
los carros pudieran tener con anterioridad (32).
Precisamente lo que distingue de forma singular a los seres humanos es su
extraordinaria capacidad para generar una cultura en una sociedad determinada durante
una época específica y transmitirla de una generación a otra. Esta transmisión no es mera
información, va más allá e implica un proceso de asimilación afectiva y mental que es el
resultado de la interacción con el medio cultural, manifestando los aspectos típicos de un
proceso evolutivo. Es decir, una cultura es información transmitida entre miembros de
una misma especie, por aprendizaje social mediante la imitación, por la enseñanza o por
asimilación.
Todo esto sugiere que la transmisión cultural puede ser parecida a la genética, ya que
puede dar lugar a cierta forma de evolución. De manera similar a como se transmiten los
genes también se pueden transmitir los rasgos culturales (Dennett, 1995).
166
Sin memoria colectiva no aprendemos y es muy difícil encontrar el camino para el cambio.
No es la primera vez que se ha sugerido esta similitud, pero Richard Dawkins ha sido
el primero en dotarla de un significado protocientífico. Utilizando un concepto análogo
al replicador genético, propone un replicador social al que denomina meme. Este
167
neologismo es una contracción del vocablo mimeme del griego antiguo y se podría
traducir como «aquello que es imitado». Un meme puede ser un comportamiento, una
idea, un modo de pensar cierta cosa, una escala musical o un estilo cognitivo que se
transmite y se propaga de una persona a otra dentro de una cultura específica. Según
Dawkins, los memes siguen el mismo proceso que los genes, se replican a sí mismos sin
otra finalidad que la de replicarse. Los memes son indiferentes a la verdad. Es decir, una
creencia determinada puede replicarse al margen de que sea verdadera o falsa, siempre
que sea un buen replicador. Esto explicaría la razón por la que la verdad de una idea en
algunas ocasiones no se acepta —al ser un mal replicador— y en otros casos sí se hace
—al ser un buen replicador— a pesar de su manifiesta falsedad.
Otra de las características de los memes es su capacidad para propagarse e instalarse
en el cerebro de cada persona. Escribe Dawkins: «Como mi colega N. K. Humphrey
claramente lo resumió en un previo borrador del presente capitulo: Cuando plantas un
meme fértil en mi mente, literalmente parasitas mi cerebro, convirtiéndolo en un
vehículo de propagación del meme, de la misma forma que un virus puede parasitar el
mecanismo genético de una célula anfitriona» (Dawkins, 1976, 221-222). De similar
manera a como los virus parasitan el mecanismo genético de las células, los memes
pueden actuar sobre nuestros cerebros, transformándolos en medios para su propia
difusión.
La teoría de los memes es un conjunto de analogías y metáforas cuya viabilidad
científica se ha puesto en duda. La mimética es la disciplina científica que intenta
demostrar el carácter científico de los memes aplicando métodos empíricos que
expliquen los patrones que siguen en su transmisión y replicación. Habrá que esperar a
comprobar si el meme propuesto por Dawkins es lo suficientemente bueno para
replicarse y convertirse en una teoría consistente. Al margen de las abundantes críticas
que se han hecho a esta teoría, convendría afirmar que su mejor virtud se ha convertido
en su mayor problema.
En efecto, el libro de Dawkins, El gen egoísta, fue un éxito de ventas y posiblemente
haya sido, durante la década de los años ochenta del pasado siglo, el mayor medio de
divulgación científica de la genética. Los debates en torno a la obra de Richard Dawkins
han sido enormes y la posible existencia real de los memes se ha puesto en entredicho
reiteradamente. Sin embargo, puede que la teoría de los memes se haya malinterpretado.
La divulgación científica suele producir ideas confusas. No parece que Dawkins
propusiera los memes como una realidad de la naturaleza, sino como un artificio social
cuya principal finalidad sería la de explicar las interacciones entre el cerebro y su medio
social. De ser así, muchas de las críticas recibidas podrían ser injustificadas.
En cualquier caso, lo que aquí intento destacar es la utilidad del concepto de meme
para ilustrar y comprender el funcionamiento de la propagación de ideas y sobre todo su
capacidad infecciosa. Esa disposición parasitaria y replicadora es una línea de
pensamiento interesante y que encaja bastante bien con la idea del virus liberal
168
propuesta por Samir Amin (2007).
Este economista egipcio, etiquetado por algunos como un pensador neomarxista pero
también conocido por sus aceradas críticas al comunismo soviético, sostiene que hacia
finales del siglo pasado una enfermedad atacó al mundo. Fue consecuencia del virus
liberal que originó una gran epidemia que se propagó rápidamente. Este virus existía
desde el siglo XVI, momento en el que apareció por primera vez en el territorio
delimitado por el triángulo París-Londres-Ámsterdam. Los síntomas fueron ignorados y
las gentes se acostumbraron desarrollando los anticuerpos necesarios para su
erradicación. Sin embargo, este virus, tras pasar el Atlántico, encontró un terreno
propicio en Estados Unidos. No hubo allí anticuerpos que lo combatieran y se propagó
produciendo formas extremas de enfermedad.
Hacia finales del siglo XX, el virus reapareció en Europa proveniente de Estados
Unidos. Había mutado y estaba en las mejores condiciones de combatir y destruir los
anticuerpos que los europeos habían ido elaborando a lo largo de los tres siglos
anteriores. Según Amin Samir, la epidemia resultante habría podido ser fatal y acabar
con todo el género humano, pero algunos ciudadanos lo suficientemente dotados de
anticuerpos sobrevivieron y aun ahora combaten activamente este mal.
El virus produce en la gente una especie de esquizofrenia social, según este autor,
similar a la que establece el postmodernismo. Infectados por este virus, los ciudadanos
aceptan que ya no es posible organizarse para producir lo necesario y satisfacer las
necesidades de todo el mundo (aspecto económico) y desarrollar al mismo tiempo las
organizaciones, instituciones y reglas que posibiliten su plenitud (aspecto político). Son
conscientes de que ambas cosas son indivisibles. De esta forma el ser humano se percibe
como un homo economicus (dimensión económica) sometido al mercado con la
preocupación de solucionar su vida y como un ciudadano que va a las urnas a depositar
las papeletas para elegir a los que establecen las reglas que regulan su vida (dimensión
política) (33).
Este contradictorio y sombrío panorama, esta confusión causada por la esquizofrenia
y los laberintos sin salida será definitivamente superada por la sabiduría de los
ciudadanos, que acabarán por fabricar los anticuerpos adecuados para la erradicación del
virus liberal. Amin Samir (2007, 5) insiste en esta línea argumental al escribir: «No he
elegido este final feliz por un optimismo incorregible, sino porque en la hipótesis
contraria no habría existido nadie para escribir la historia. Fukuyama habría tenido
razón: el liberalismo anunciaría en verdad el final de la historia. Toda la humanidad
hubiese perecido entonces en el holocausto».
Llegados a este punto, y con el fin de dotar de sentido a lo que se ha ido exponiendo
en este capítulo, es aconsejable que lo resuma con la intención, espero, de que se pueda
entender su estructura lógica. Los memes (Dawkins, 1976) actúan como los transmisores
y replicadores del fraude inocente (Galbraith, 2004), infectando a las personas con el
virus liberal (Samir, 2007) y transformándolas en medios para la difusión de ciertos
169
valores y creencias casi letales (Laszlo, 2004). Puede que lo expuesto sea demasiado
esquemático, pero representa bastante bien buena parte de la línea argumental de este
libro. Otras explicaciones se pueden encontrar en el tercer capítulo, en el que se
analizaron las paradojas y contracciones del homo economicus, y en el cuarto, donde se
describieron los mecanismos históricos y psicosociales que facilitaron el surgimiento y
emergencia del individualismo, causa y efecto del homo consumens.
Las cinco creencias casi letales propuestas por Ervin Laszlo (2004) y que podrían
constituir los componentes más activos del virus neoliberal son las siguientes:
1. La ilusión neolítica: la naturaleza es un recurso ilimitado e inagotable.
2. El darvinismo social: la competición es la base de la vida, es sana y procura una
selección de los mejores o excelentes.
3. El fundamentalismo mercantilista: el mercado es la respuesta a cualquiera que
sea la pregunta.
5. El consumismo: justifica la lucha por la riqueza ya que cuanto más tienes, mejor
serás.
6. El militarismo: el camino hacia la paz siempre pasa por la guerra.
Ante tales creencias, Laszlo recomienda la acción responsable, la adopción de una
ética planetaria y la actualización de nuestras creencias.
De todo esto me ocuparé en el capítulo final de este libro. Siguiendo, ahora, con el
hilo conductor del presente, es posible constatar que la transmisión de las creencias
neoliberales, su aceptación o su rechazo, junto con su gran influencia sobre las
condiciones del trabajo y sobre las conductas de los seres humanos, en el ámbito de una
sociedad de consumidores, están trasformando drásticamente el bienestar de la gente,
generando incertidumbre, inquietud y una búsqueda de sentido. En esta sociedad el
trabajo (lo haya o no, precario o suficiente) es imprescindible para la subsistencia física
y psicosocial de las personas. Disminuye el número de las que disfrutan de este
privilegio desempeñando trabajos estables y aumenta el de aquellas que deben adaptarse
a las reglas del mercado.
Sin embargo, el egoísmo y la competitividad, junto con el darvinismo social y el culto
al mercado, no son el mejor medio para resolver los problemas a los que nos
enfrentamos. De hecho, si algo ha caracterizado nuestra capacidad de resolver nuestras
dificultades, siempre —insisto, siempre— ha sido la cooperación y la aceptación de que
somos algo en la medida en que somos con los otros: yo soy junto con los demás y no
puedo ser sin ellos. La cooperación es el camino.
Competitividad y cooperación
Los juegos experimentales tienen gran importancia en psicología social. Por lo
170
general, se parte de un conflicto cuyos posibles resultados afectarán a las personas
involucradas en términos de ganancias o de pérdidas. Es frecuente que los sujetos
negocien y tomen decisiones con el fin de llegar a un acuerdo. Este compromiso, o
entendimiento, puede aumentar o disminuir sus ganancias o pérdidas personales o
grupales. Los sujetos deben adoptar determinados papeles. Algunos de estos juegos
discurren cara a cara, otros en grupo, en algunos otros se desconoce el adversario y, en
ocasiones, se utilizan los ordenadores.
La teoría de los juegos es la denominación que se refiere al cuerpo de conocimientos
que inició en la década de los cuarenta John von Neumann, quien en los años
precedentes se había dedicado a investigar la estructura matemática de los juegos.
Conforme sus estudios tomaron forma, este autor advirtió que ciertos teoremas
matemáticos podían aplicarse a la economía, la psicología, la política y algunos otros
dominios. Junto con el economista Oskar Morgenstern publicó en 1944 los resultados de
sus análisis en el libro Theory of Games and Economic Behavior, y sus aportaciones le
valieron el Premio Nobel de Economía.
Según William Poundstone (1995), para Von Neumann mucho más que una teoría de
los juegos se trataba de una teoría de las estrategias puesto que en los juegos reales no
existen soluciones prefijadas que puedan descubrirse mediante el cálculo —como por
ejemplo el ajedrez, que no es un juego representativo de lo que Von Neumann propone
—, sino interacciones entre personas. En el mundo real aparecen constantes dilemas y
alternativas estratégicas para su resolución. «La vida real consiste en echar faroles, en
llevar a cabo pequeñas tácticas para engañar al otro, en preguntarse qué va a pensar el
otro que voy hacer. Y sobre este tema se ocupan los juegos de mi teoría» (transcripción
de una conversación entre Von Neumann y Jacob Bronowski, en Poundstone, 1995, 17).
En la teoría de los juegos se estudia la oposición entre jugadores que reflexionan y
que tienden al engaño entre sí. Suponiendo que los jugadores fueran completamente
racionales, nos encontraríamos con una rama de la lógica matemática; de lo contrario,
nos adentraríamos en el dominio de la psicología. En todo caso, lo que se pretende es
analizar e investigar las situaciones conflictivas que se producen en el transcurso de un
juego cuando uno de los jugadores debe tomar una decisión sabiendo de antemano que
los demás participantes, fuere uno o muchos más, también toman decisiones. Entonces el
resultado del conflicto estará determinado por el conjunto de decisiones tomadas por el
conjunto de jugadores.
Por consiguiente, la principal característica del juego es la exigencia de tener bien
presente a los demás. Hay que situarse en su posición y procurar reaccionar a sus
actuaciones, y, si fuera posible, anticiparse a sus comportamientos. De ahí que lo
esencial sea descubrir y comprender el comportamiento de las personas en situaciones en
las que sus ganancias son dependientes entre sí.
Existen dos tipos de juegos. En el primero de ellos los jugadores siguen unas normas
o reglas de compromiso, especificadas con antelación. Cuando así se actúa, aparece el
171
siguiente principio: toda acción provoca una reacción. Pero esta reacción no tiene
necesariamente que ser opuesta y de igual intensidad. Se producirán ciertas reacciones
que el jugador deberá enjuiciar y valorar para anticipar su propia reacción; es decir,
teniendo presentes las posibles reacciones del resto de jugadores, razonar
retrospectivamente para ingeniar acciones que al ponerlas en marcha en un momento
dado permitan erigir el rumbo a seguir y los objetivos a los que se desea llegar.
Las decisiones de las empresas y las grandes corporaciones pueden estudiarse como
un juego. Ocurre, por ejemplo, cuando dos organizaciones pretenden exportar siguiendo
el mismo circuito de distribución haciéndose la competencia, o cuando se debe decidir la
fecha del lanzamiento de un nuevo producto sabiendo, o no sabiendo, que la empresa
competidora directa está analizando la misma posibilidad. En ambos casos entran en
juego estrategias sutiles de adivinación de las intenciones de los otros que según Von
Neumann y Morgenstern pueden ser estudiadas con precisión.
Existen, en segundo lugar, los juegos libres de reglas, en los que se generan
relaciones sin limitaciones y condicionantes normativos. El principio es en este caso: no
se puede extraer del juego más de lo que se aporta. La consecuencia es obvia: no se
puede tomar más del valor total añadido. Puesto que, por lo general, intervienen varias
empresas, el valor creado por todas ellas es el máximo posible que obtendría una por sí
sola suponiendo que el resto se retiraran.
Desde la publicación del libro de Neumann y Morgenstern la teoría de los juegos ha
ido progresivamente alcanzando gran audiencia y uso, tanto por parte de los psicólogos
como de los economistas, los investigadores sociales y los estrategas militares. Estos
últimos fueron los primeros en otorgarle importancia cuando se constituyó la
organización RAND (Research ANd Development: Prototipo de Reserva de Intelectos),
que nació a instancias del Ejército del Aire de Estados Unidos durante la Segunda
Guerra Mundial. Von Neumann participó como consejero y su principal finalidad fue
efectuar análisis estratégicos sobre la guerra nuclear entre continentes.
En 1950 Merrill Flood y Melvin Dresher, ambos investigadores del RAND,
concibieron un juego simple y desconcertante que Albert Tucker, consejero de RAND,
bautizó con el nombre de dilema del prisionero y que pronto adquirió gran fama por
tratarse del conflicto más quimérico posible, un rompecabezas intelectual que aún hoy
nos deja desconcertados. Su fortaleza estriba en que, además de poseer una estructura
matemática concreta, es un problema que puede plantearse en la vida real. Poundstone lo
describe así: «Se detiene a dos componentes de una banda criminal, que son
encarcelados. Cada prisionero está aislado, sin poder hablar o intercambiar mensajes con
el otro. La policía reconoce que carece de las pruebas suficientes para condenarlos por la
acusación principal. Por tanto, piensan sentenciarlos a los dos a un año de prisión, bajo
un cargo menor. Pero a la vez, el jefe de policía ofrece a cada prisionero un pacto digno
de Fausto. Si testifica contra su compañero, será libre, mientras que el otro será
condenado a tres años de prisión, acusado por el cargo principal. Pero ahí la trampa... Si
172
los dos prisioneros testifican el uno contra el otro, se condenará a ambos a dos años en
prisión» (Poundstone, 1995, 175-176).
Los dos prisioneros disponen de un corto período de tiempo para tomar su decisión,
sin que puedan comunicarse entre sí y sin que conozcan la decisión del otro, hasta que se
haya hecho de forma irrevocable. A cada prisionero se le hace la misma propuesta. La
única manera de que ambos ganen y queden libres es que ninguno de los dos confiese.
Cualquiera otra de las alternativas implica la condena de dos años para ambos o la de
tres años para uno de ellos quedando el otro libre. Así pues, la mejor manera de que
todos ganen es la confianza y colaboración conjunta (34).
Precisamente esa es la versión más conocida del dilema del prisionero: un juego
amistoso cuya principal finalidad es demostrar la eficacia de la cooperación. Imagínese
que se encuentra en un casino en el que juega al dilema del prisionero con un
contrincante; un compañero de trabajo, por ejemplo.
1. Si ambos no confiesan —es decir, cooperan entre sí—, ambos ganan 2 créditos.
2. Si uno coopera y el otro no —es decir, deserta—, el primero gana 3 créditos y el
segundo pierde 1.
3. Y si los dos desertan, pierden ambos 2 créditos.
En el transcurso del juego, cada participante va siendo informado de lo que va
haciendo el otro a lo largo de un número determinado de turnos. Se pueden establecer
negociaciones y pactos entre un turno y otro, produciéndose muy diversas circunstancias
y contingencias que siempre e inevitablemente, hasta el momento, tras muy diversos
cálculos probabilísticos y no menos reflexiones teóricas de índole matemática, muestran
que la única manera de que todos ganen es mediante la colaboración. Lo contrario puede
implicar una ganancia eventual de uno de ellos pero nunca la de los dos, que es, en
definitiva, la situación óptima para la máxima eficiencia.
El dilema del prisionero es una extraordinaria máquina de la verdad porque se
fundamenta en el hecho de que siempre hay una solución lógica. Si los contendientes son
honestos en sus decisiones, el resultado siempre es beneficioso para ambos. El jugador
egoísta y deshonesto suele seguir dos estrategias: engañar al honesto y convencerle
después que no fue un mentiroso para poder seguir engañándolo; es decir, el mentiroso
siempre necesitará otra mentira para encubrir la anterior. El resultado más relevante es la
manipulación continua. Para que la estrategia funcione es necesario que el deshonesto
mienta reiteradamente y que el honesto le crea reiteradamente. La sabiduría popular
afirma que fiarse de un mentiroso, más que honestidad, es ingenuidad. Sin embargo, la
potencia experimental del juego consiste en poner al descubierto que todos pueden ganar
cuando dicen la verdad y cooperan entre sí. Si alguno miente y manipula reiteradamente
a los demás, la solución siempre será desoladora o incorrecta desde un punto de vista
lógico. Si cuando el juego acaba la solución es incorrecta y algunos pierden, eso
significará que alguien nos engañó o nos manipuló durante su desarrollo.
173
En la base de estas evidencias subyace un cambio de perspectiva: trasladarse desde el
egocentrismo hasta el alocentrismo. Muchas personas conciben el juego centrándose en
su propia posición; sin embargo, la principal enseñanza de este juego es que habría que
colocarse en el lugar de los otros (Barndenburger y Nalebuff, 1999). Al asumir esta línea
de pensamiento, las personas pueden descubrir las probabilidades de alcanzar sus logros
generando una situación en la que todos ganen, una perspectiva contraria a la que,
erróneamente, defiende que para que alguien gane otro debe perder.
Efectivamente, los mayores logros de la humanidad se han conseguido mediante la
colaboración, los compromisos y los conocimientos compartidos. ¡Nada queda si no se
comparte! La colaboración, además, se produce y prolonga a lo largo del tiempo: los
resultados de las investigaciones de hoy serán el punto de partida de las de mañana. Este
es el mecanismo esencial de la génesis del conocimiento: nuevos conocimientos
construidos sobre los que antes produjeron otros.
Por otra parte, el debate es el fundamento del progreso científico, pero en la ciencia
no solo hay debate, hay que confirmar y contrastar hipótesis, circunstancia poco
probable si no se comparten los resultados. Es imprescindible que estos resultados se
hagan públicos y estén a disposición de otros investigadores. En ciencia son tan
importantes los conocimientos como la colaboración y los compromisos subsecuentes.
En ciencia no hay patentes, hay resultados para compartir. ¿Se pueden patentar la teoría
de la relatividad, un determinado gen o una semilla? De hacerlo, estaríamos conculcando
uno de los grandes principios del saber científico y supeditando la investigación a los
beneficios económicos.
¿Es posible imaginar a madame Curie patentando sus descubrimientos sobre la
radiactividad? Dos veces recibió el Nobel, y a pesar de las grandes dificultades que tuvo
para proseguir sus investigaciones, siempre se negó a registrar una patente. Era de la
mayor importancia para la ciencia y para el conocimiento que cualquier científico
pudiera proseguir con sus investigaciones y buscar aplicaciones para la radiactividad.
En definitiva, el conocimiento, el talento o la creatividad son el resultado de los
esfuerzos de muchas personas unidas por el tiempo, la confianza y el compromiso
compartido con sí mismas, con los demás y con los que están por nacer. Para afrontar los
desafíos de nuestra época estas condiciones se han hecho imprescindibles y deberían
impulsarnos hacia la construcción de una sociedad mejor.
174
CAPÍTULO 7
HACIA UNA SOCIEDAD RESPONSABLE
—La libertad es un atributo de los dioses. En los humanos, sin embargo, es una quimera, un sueño
imposible. Sueñan con ella, filosofan, construyen teorías y son capaces de hacer la guerra con la
excusa de conseguirla o preservarla. Es una dolorosa extravagancia y una paradoja que repiten
constantemente.
Decía esto el dios Reto mientras se deleitaba de unas uvas de Alejandría, sabrosas y dulces como la
miel. Su hija Abundancia se entristecía mientras Miseria se regocijaba.
—Lo sorprendente —prosiguió el dios Reto— es que podrían ser libres como nosotros ya que
somos su álter ego. Simplemente bastaría con que superaran sus miedos y asumieran sus
responsabilidades.
—¿Estás seguro, padre? —inquirió Abundancia esperanzada—, ¿es posible?
—¡Completamente! —rsespondió el dios Reto, mientras Miseria esbozó una sonrisa que se tornó en
carcajada.
Los sueños del alba.
Mariano Ortiz (1924, 102).
La filosofía nunca está de más
—Toma, lee con atención y dime qué te parece.
Don Claudio me tendió una cuartilla de cartulina en la que aparecían escritos cuatro
pequeños textos separados entre sí. La caligrafía era excelente, clara, minuciosa y, pese a
su edad, de trazos seguros.
Nuestra juventud gusta del lujo y es maleducada, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor
respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos de hoy son unos verdaderos tiranos. No se ponen de pie
cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos.
Ya no tengo ninguna esperanza en el futuro de nuestro país, si la juventud de hoy toma mañana el poder,
porque esa juventud es insoportable, desenfrenada, simplemente horrible.
Nuestro mundo llegó a su punto crítico. Los hijos ya no escuchan a sus padres. El fin del mundo no
puede estar muy lejos.
Esta juventud está malograda hasta el fondo del corazón. Los jóvenes son malhechores y ociosos. Ellos
jamás serán como la juventud de antes. La juventud de hoy no será capaz de mantener nuestra cultura.
Tras su lectura, alcé la mirada y me encontré con la de don Claudio, que exhibía una
sonrisa a medio camino entre la picardía y el interés. No sabía qué decir, así que esbocé
un gesto de perplejidad.
—¡Venga!, ¿dime qué te parece?
—¿Qué me parece? Son obviedades, es lo que dice mucha gente sobre los jóvenes.
—¡No, no es la gente, muchacho!, el primer texto es de Sócrates y se escribió hace
unos 2.600 años, el segundo es de Hesiodo, tendrá unos 2.800 años, el tercero de un
sacerdote egipcio, quien lo escribió hará unos 4.000, y el último, que cuenta también con
175
otros 4.000 años, se puede leer en un vaso de arcilla descubierto en las ruinas de
Babilonia. ¿Lo ves? Parménides tenía razón, siempre fue lo que era y siempre será. En
eso del conflicto generacional todo es y nada cambia.
—Ya tardaba...
—Ya lo sé, pero la filosofía, aunque tarde en llegar, nunca está de más...
—Ya ve usted, sabía que hablaría de filosofía. Prefiero a Heráclito...
—Me lo imaginaba, yo también prefiero al de Éfeso. Sin embargo, Parménides tenía
razón si lo utilizamos para explicar el conflicto generacional, por ejemplo. El
pensamiento de Heráclito, al que admiras por su determinismo cosmológico y la
influencia que tuvo sobre la ciencia y su posterior desarrollo, fue mucho más sugerente,
aunque Demócrito y Euclides no le andan a la zaga. Sé que no confías en otra forma de
conocimiento que no sea el científico, pero las hay, querido amigo, las hay. Los
pensamientos de Parménides y de Heráclito son perfectamente compatibles. La grandeza
del aprendizaje de la filosofía radica en que no es imprescindible que tomes partido por
una u otra corriente de pensamiento. Basta con que las conozcas y que te hagan pensar,
¡me entiendes! —enfatizó poniendo una de sus manos sobre mi hombro, apretándolo con
determinación y mirándome directamente a los ojos, escrutador y afectivo, contundente
y cariñoso—. ¡Pensar y reflexionar! —Me apretó más el hombro—. ¿Cuánto tiempo
dedicas a estas actividades?, ¿a que vives enchufado a la televisión o a esas cosas que
llamáis ordenadores y que no ordenan nada?, ¿qué pretendes hacer con tu psicología?
No entendí la alusión a la psicología. Puede que se debiera a que don Claudio habría
preferido que ejerciera de filósofo. Pero ni llego ni alcanzo tan alto. Tengo demasiadas
limitaciones intelectuales y la filosofía me parece el más ilustre de los conocimientos,
siendo la física la más noble de las ciencias. No dije nada y esperé que prosiguiera. No lo
hizo, se apoltronó en su viejo sillón y cerró los ojos, entreteniéndose con su pipa. Las
conversaciones con don Claudio siempre transcurren así. Deja de hablar, se ensimisma y
se ausenta durante unos minutos para luego recuperar la conversación.
Me concentré en lo que acababa de decir y mis pensamientos me llevaron al día en el
que le conocí. Entonces debía de tener unos cuarenta años y no hubo clase en que no
insistiera en que para comprender, por ejemplo, a Platón lo mejor no era escuchar y
anotar lo que él dijera en sus clases sino leer directamente al filósofo. Cuando una vez le
comenté que acababa de leer Menón, uno de los diálogos de Platón, y que apenas había
entendido nada, me respondió:
—¡Eso es de lo más natural!; persista y verá como un día lo entiende. Si yo se lo
explico, lo que obtendrá es lo que yo entiendo que dijo Platón. Es mucho mejor que
hable usted directamente con él. Ponga, sin embargo, mucha atención en lo que escriba
cuando lo examinen para la selectividad; en ese caso, con independencia de lo que a
usted le parezca, deberá escribir lo que se dice en el manual. Lo fundamental, muchacho,
es que aprenda a pensar y reflexionar libremente, eso nadie podrá arrebatárselo. Nunca
nadie podrá hacerlo. ¡Píenselo!... ¡sea libre!
176
Absorto en las reflexiones, mis pensamientos se entrecruzaron con lo que me estaba
diciendo don Claudio y que estaba oyendo sin escuchar y sin advertir que me hablaba.
—La otra noche te escuché en la radio.
—¿Cómo?
—Que te escuché en la radio y que me gustó mucho lo que dijiste. Esa defensa sin
fisuras de los jóvenes hizo que me sintiera muy orgulloso, si me permites decirlo —
asentí—. Veo que aceptas el elogio, te lo agradezco. Ya sabes, nunca serás viejo si
piensas como un joven.
—Gracias, don Claudio, intento hacer lo que usted me ha enseñado.
—Ya no..., ya sabes bastante más que yo... y has llegado mucho más lejos de lo que
yo pude llegar.
—¡Imposible!, un alumno nunca debe pisar la sombra de su maestro, a la que nunca
alcanza.
—Te has vuelto a exceder con el zen. De acuerdo, muchacho, sigamos con los
aforismos: un maestro lo es si logra que sus alumnos lo superen. Pero ya está bien,
dejemos los elogios para los diletantes e inseguros.
Volvió a su ensimismamiento y deduje que la conversación había acabado. Dejé que
se relajara y me parece que se durmió durante unos instantes. Cuando salió de su
adormilamiento, deduje que era el momento de acabar la visita. Me despedí, y cuando
abría la puerta exterior de la casa oí a don Claudio repetir la frase, más o menos
modificada, con la que siempre me obsequiaba:
—¡Cuidado, ten mucho cuidado!, puedes estar equivocado, la verdad no tiene por qué
ser como tú o yo la concebimos. No conviene que confundas tu optimismo con el
romanticismo en el que te refugias; pienses lo que pienses, una realidad inexorable estará
siempre dispuesta a cambiar tus pensamientos. ¡Piénsalo!
Y lo hice, lo hice una vez más recurriendo al escritor que tanto admiraba don Claudio,
Antoine de Sant-Exupéry: «Para ver claro, basta con cambiar la dirección de la mirada».
Más tarde recordé las sentencias que me había regalado don Claudio. Sócrates,
Hesiodo, un sacerdote egipcio y un vaso de arcilla babilonio. Lo que escribieron hace
miles de años no se alejaba demasiado de lo que hoy se piensa de los jóvenes. Quizá
siempre haya sido así y es casi seguro que así seguirá siendo. Entre otras razones, porque
el conflicto generacional, si no se lleva al exceso, es el medio que tienen los jóvenes para
encontrar su independencia y proyectar su destino.
He participado en alguna ocasión en debates de televisión y de radio en temas
generalmente relacionados con el trabajo, el consumo y los consumidores. Es frecuente
que en algún momento, dada mi condición de profesor, se me pregunte sobre el escaso
nivel de nuestros estudiantes. Es una constante cantinela: que si ha bajado mucho —¿a
que sí?, me insisten esperando mi asentimiento—, que no saben lo que quieren, que
cuando escriben cometen muchas faltas, que se aíslan con los ordenadores y cosas por el
estilo. Frecuentemente aluden a su falta de educación, su egoísmo y los valores que los
177
impulsan. Se hace de manera muy crítica, y han sido contadas las ocasiones en las que
alguno de los otros contertulios haya salido en defensa de los jóvenes.
Esta situación me produce mucho desagrado y respondo, sin apenas poder controlar el
cabreo emocional que me provoca, que, de ser así, la responsabilidad de los adultos
siempre sería mayor que la de los jóvenes. La máxima corrupción a la que aspiran los
estudiantes de psicología, a los que creo conocer aceptablemente, es copiar durante un
examen. Argumento esto para luego insistir en que los políticos, los agentes financieros
y muchos de nuestros personajes más populares y conocidos no se caracterizan
precisamente por su honestidad, transparencia y solidaridad. Después sostengo que tal
afirmación no se debe generalizar pero que, sin embargo, esto es lo que se concluye al
leer las noticias y ver lo que aparece en las televisiones y en las pantallas de nuestro
tiempo: tabletas, ordenadores... En cualquier caso, aunque también la tengan, y mucha,
la máxima responsabilidad no es solo de los jóvenes, que los hay de todo tipo y
consistencia moral. Al fin y a la postre son seres humanos con todas sus virtudes y
maldades, y las primeras son mucho más frecuentes que las segundas. Doy fe.
Paso con ellos muchas horas del día y creo saber lo que afirmo. Aspiran a vivir una
vida digna y hacer viable un proyecto de vida. Y esto no va a ocurrir para todos y de
similar manera si no cambian las reglas y condiciones que a este respecto tiene
establecidas nuestra sociedad y a las que habrán de adaptarse. Se podría argumentar que
siempre ha sido así, incluso peor, pero de eso tampoco son responsables.
Su principal responsabilidad es educarse y prepararse para construir un mundo en el
que sus hijos puedan vivir mejor que ellos y que nosotros. Esto sí que ha sido siempre
así. A fin de cuentas, los seres humanos (excluyendo a la minoría egoísta, ingrata y
carente de empatía) lo que desean es vivir en paz y en armonía, tener cubiertas sus
necesidades más elementales, ver satisfechos sus deseos de felicidad y, de vez en
cuando, darse un capricho.
Tengo muy bien asumida la convicción de que no se puede construir un mundo mejor
sin confiar en los jóvenes o, cuando menos, trasladarles la responsabilidad al tiempo que
les facilitamos los medios. Pero esto, ciertamente, no se conseguirá solo con los jóvenes;
hará falta también el resto de ciudadanos, y tendremos que poner los medios, reafirmar
los valores y delimitar los objetivos. Ciudadanos que, como dice don Claudio, piensen
como jóvenes. Un mundo mejor es posible. El fracaso de la inteligencia es el fracaso de
la felicidad, pues somos inteligentes para ser felices y no para la desdicha, el desamor, la
incomprensión, la injusticia, el miedo o el sufrimiento. Esa es la esencia de una sociedad
responsable: la búsqueda y realización de un mundo mejor. Lo contrario, su sustitución
por la ley del más fuerte, es el poder, el dinero y la insensatez de unos pocos a costa de la
indignidad, la pobreza y el sufrimiento de la mayoría.
Todo fluye, nada permanece
178
He defendido estos argumentos en numerosas ocasiones. Cuando lo hago, es
frecuente que algunos me tachen de idealista para después argumentar que en el mundo
actual no hay alternativas, que el ser humano vive en la mejor sociedad posible y no es
factible otra mejor. Estos son sinceros, pero los hay que me escuchan impasibles sin
decir nada pero con displicencia, expresando con su indolente mirada que no perderán su
tiempo debatiendo conmigo por mi ignorancia, mi inocente optimismo y caduco
utopismo.
Sin embargo, sostener que no hay alternativa alguna y que Francis Fukuyama tiene
razón cuando afirma que la historia ha terminado y que el pensamiento único es la única
alternativa real y posible es desalentador y mezquino, promotor de la resignación y la
indefensión más cruel. Pero, además, es falso: hay alternativas, muchas alternativas y
propuestas. Siempre han existido.
Durante los dos milenios y medio de nuestra historia hemos visto a los poderosos
articulando la virtud social de lo conveniente —de lo posible y de lo factible, de la
sabiduría convencional, de lo rentable y de lo beneficioso— acomodados en lo que les
interesa creer y esperando que lo asumamos sin más y les brindamos nuestro aplauso
general de reconocimiento. Algunos, sin embargo, impulsados por una fuerte dialéctica
mental, expresaron lo contrario desafiando a los privilegiados, acomodados e
influyentes. Solo así se puede entender el constante debate social, económico y político
presente en nuestra historia.
Todo fluye, nada permanece. Esta máxima, atribuida a Heráclito, describe con
bastante claridad una de las principales peculiaridades de los seres humanos y las
sociedades que van erigiendo: el cambio. La cuestión primordial se encuentra en la
naturaleza de ese cambio. La mínima sensatez recomienda que si los seres humanos y las
sociedades han de cambiar, lo deberían hacer para mejor. ¿Qué es mejor? De nuevo el
buen juicio sugiere que es mucho mejor un mundo sin sufrimiento que lo contrario. Esto
ni es utópico ni romántico, a no ser que se insinúe que la prudencia y la sensatez son una
estupidez; aunque algunos habrá que lo digan refugiados en una forma de realismo
inmovilista. Precisamente son la prudencia y la sensatez acompañadas por los
pensamientos utópicos del pasado las que han hecho posible un mundo mejor.
Veamos unos simples ejemplos para ilustrarlo. En la universidad en la que estudié
apenas había mujeres, en la España que yo conocí los deportistas españoles nunca o casi
nunca ganaban medallas olímpicas, en la casa de mis tíos de un pueblecito de Cuenca no
había electricidad, ni agua corriente ni cuartos de baño.
Cuando, durante los años sesenta y setenta del pasado siglo, viajé por Europa, sentí
con frecuencia sobre mí la mirada de la compasión o del desprecio por ser español.
Apenas me hacía mella, ya que, entre otras cosas, pensaba, quizá utópicamente y
siempre influido por los valores que me enseñaron mi padre y mi madre, que mi país
podía consolidar una democracia y eso me bastaba para sentirme orgulloso: «un día será
posible», me decía algo que venía de mi interior con la voz de mis padres y la de mis
179
maestros. ¿Cómo habría podido viajar por el mundo sin esa esperanza?
Mido un metro sesenta y cinco, estoy en la altura media de mi generación, pero hoy la
mayor parte de los estudiantes que asisten a mis clases me superan grandemente. Cuando
hablan conmigo, siempre les sugiero que se separen un poco más, pues de lo contrario
mis cervicales sufrirían. ¿Fue una especie de gen hispano, como oí decir en alguna
ocasión, lo que determinó que fuese bajito o han sido los antibióticos y la dieta los que
han posibilitado una altura diferente en los jóvenes españoles del siglo XXI? La boina fue
durante mucho tiempo el sombrero nacional, precipitando el estereotipo de un español
ignorante pero chistoso y feliz que se iba a trabajar al extranjero con alegría, cantando
flamenco y con sus viejas maletas de cartón o madera sujetas con cordeles para evitar
que se abrieran. Así lo retrataban los documentales del NO-DO.
No hace demasiado tiempo leí en algún sitio que las mujeres no tenían aptitudes
matemáticas y que por eso no podían ser ingenieras. Me parece que quien lo afirmaba
era psicólogo como yo. Ya ven, la insensatez no conoce de profesiones. Hoy bastaría
observar lo contrario dando una vuelta por el Campus de Burjasot de la Universidad de
Valencia o por la Universidad Politécnica de esta misma ciudad, a las que pongo como
ejemplo porque los conozco aceptablemente. Lo mismo ocurre en otras muchas
universidades españolas y europeas. Y lo que es más sobresaliente: la proporción de
mujeres seguirá aumentando, ténganlo por seguro.
Nuestro mundo se ha trasformado y lo ha hecho como consecuencia del esfuerzo y
persistencia de muchos hombres y mujeres que creyeron que un mayor bienestar —es
decir, las utopías y las esperanzas de su época— era posible y que sus descendientes iban
a vivir mejor que ellos. Hoy una sociedad de consumidores sin trabajo, en el paro o con
trabajo precario está acabando con sus ilusiones, abocados a la resignación y a la
aceptación de que esto es lo que hay, no existe otra posibilidad y debemos adaptarnos a
las nuevas condiciones económicas y laborales. «Ya vendrán tiempos mejores», «lo
superaremos», «las crisis son el incentivo que nos hace falta», «el que resiste gana».
Pero ¿qué pasará cuando acabe esta crisis? Es fácil predecirlo: un período de bonanza
que nos llevará más tarde a una nueva crisis. Ante tal evidencia, ¿conviene considerar la
distopía hacia la que nos encaminamos para contrarrestarla con una nueva utopía o los
mecanismos reales que hagan posible una sociedad mejor? No, no es solo posible, es
urgente e imprescindible.
Sin utopía no habrá confrontación de ideas. De este enfrentamiento dialéctico surge el
debate que precipita el cambio o los posibles cambios. La utopía marca la dirección a
seguir ante las alternativas. La esencia de la innovación es el cambio, lo que hoy parece
imposible o muy difícil mañana será posible. La sentencia del escritor argentino José
Ingenieros ilustra a la perfección lo que intento argumentar: «En la utopía de ayer, se
incubó la realidad de hoy, así como en la utopía de mañana palpitarán nuevas
realidades». La utopía es imposible pero admite grados de acercamiento, sin utopía no
hay debate, sin debate no hay cambio y sin cambio no hay progreso.
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La ONG Acción contra el Hambre, con motivo del Día Mundial de la Alimentación,
presentó el 16 de octubre del año 2012 un anuncio publicitario con el título de La
dictadura del hambre en el que el actor Pepe Sancho emula el discurso final de la
película de Charles Chaplin El gran dictador. La interpretación del actor valenciano,
pocos meses antes de su muerte, es conmovedora, y el texto del discurso, excepcional.
Vestido de similar manera y con un ligero maquillaje, tan solo el bigote, imitando a
Chaplin, afirma que la peor dictadura de todos los tiempos es la del hambre, que
persigue a los más indefensos y acaba con la vida de 10.000 niños cada día.
Lo mejor es verlo directamente en Internet (35) en su ausencia, transcribo el texto al
completo: «En la naturaleza del hombre está que seamos buenos los unos con los otros,
que nos hagamos felices y nos ayudemos a prosperar. El ser humano es así, el odio no es
intrínseco a nosotros. El mundo es muy grande y todas y cada una de las personas tienen
cabida en él; así todos deberíamos ser iguales, criaturas libres y hermosas sostenidas por
una tierra rica. Una tierra que tiene la capacidad suficiente para alimentar a toda su
población, pero no lo hace. La codicia nos ha perdido, el materialismo nos ha cegado y
nos ha empujado a la ignominia o, lo que es peor, a la indiferencia. Pusimos la
investigación y el desarrollo al servicio de nuestro bienestar pero nos equivocamos en la
manera de hacerlo. Cuanto más tuvimos, más quisimos, relegando al olvido a la parte
más importante de nosotros, nuestra humanidad. Más que riqueza, necesitamos
sentimientos; más que progreso, solidaridad y amor. Si nos olvidamos de lo que somos,
el futuro estará perdido.
»Vosotros tenéis el poder para cambiar las cosas. Vosotros tenéis el poder para acabar
con un sistema que ahoga, exprime, desespera y mata. A los que me estéis escuchando os
lo digo: la felicidad es posible, la vida es posible. No escuchéis esa voz que dice poco
puedo hacer, porque muchos pocos es mucho y juntos podemos construir un mundo
nuevo, un mundo mejor donde hombres, mujeres y niños puedan comportarse y
desarrollarse como hombres, mujeres y niños. Luchemos por una vida digna donde nadie
pase hambre, donde no exista la miseria. ¡Ciudadanos, en nombre de la razón, unámonos
contra la delirante injusticia del hambre!».
El uso de la segunda persona del plural nos implica y nos hace reflexionar y
plantearnos algunas preguntas: ¿hasta qué punto lo que se afirma en el texto es verdad?,
¿hasta qué punto es el resultado de la injusticia?, ¿hasta qué punto se proclama una
síntesis de la Declaración Universal de los Derechos Humanos?, ¿hasta qué punto es
posible? Y, si no lo fuera, ¿por qué casi la totalidad de lo que se afirma aparece escrito y
estampado en la Constitución Española y en la mayor parte de las que rigen en los países
democráticos?, ¿son papel mojado?
Les propongo que vayan contestando a estas preguntas y también a las que puedan
surgir al hilo de un saludable ejercicio de reflexión. Me gustaría, no obstante, señalar
que, si responden afirmativamente a la que aparece en último lugar, significará que la
legitimación de las normas que constituyen la vida en nuestra sociedad está en peligro.
181
Nuestra Constitución constituye, valga la redundancia, un acuerdo basado en la voluntad
de todos los ciudadanos para convivir colectivamente asumiendo unos deberes y
ejerciendo ciertos derechos bajo la observancia y control democrático del Estado.
Esto es lo que, en su momento, rubricamos con nuestros votos, partiendo de la idea de
que todos estamos de acuerdo con el contrato por el que admitimos la autoridad del
Estado y las leyes que dimanan del Parlamento y que establecen las normas para la vida
en sociedad. Sin embargo, la consolidación del individualismo, opuesto, por definición, a
cualquier norma de funcionamiento colectivo que no sea el interés de cada cual al
margen del de los demás, junto con una justificación económica y social al arbitrio de las
grandes corporaciones, están socavando y cercenando el Estado de bienestar. Aparece
bien descrito en nuestra Constitución, a poco que se lea, sintetizado en el derecho a una
vida digna. Es decir, el Estado de bienestar no es una invención imposible, es,
sencillamente, un paco constitucional.
En los últimos años esto se viene soslayando sistemáticamente e incluso hay reyes,
como el de Holanda, que se despachan afirmando que el Estado de bienestar se ha
terminado. Eso ya lo sabíamos; lo que no advertimos es que hemos de sustituirlo por una
sociedad participativa (sic) —afirma el monarca, puede que bajo la influencia de los
gobernantes que ostentan el poder en Holanda— en la que «las personas deben asumir la
responsabilidad sobre su propio futuro y crear sus propias redes de seguridad social y
financiera».
¿Es eso una sociedad participativa o acaso no será nuevamente el resultado de lo que
les conviene creer a los poderosos?, ¿nos toman el pelo? El discurso del rey Guillermo
llega más lejos cuando se erige, sin mayor rubor, en conocedor telepático, cosa harto
improbable, de lo que «quiere la gente». Es un discurso del pasado, conservador y
decimonónico. La resignación, encubierta en eufemismos como una sociedad
participativa y de la que no puede presumir el monarca, se traslada a los ciudadanos,
bajo la lógica de imparables cambios tecnológicos y la incuestionable prevalencia del
comercio globalizado.
Sin embargo, un mundo mejor es posible. Advierto que no se trata de este o aquel
país, sino del mundo entero. Mientras vivíamos en la bonanza, otros pueblos lo hacían en
la ignominia. El discurso que recita Pepe Sancho hace referencia al hambre, al hambre
que azota a la mayor parte del mundo. Ahora percibimos con estupor que también nos
afecta a nosotros. Es urgente encontrar soluciones solidarias, justas y dignificantes para
todos los seres humanos, por muy utópicas que puedan parecer.
Es muy posible que en este punto, al insistir en la búsqueda de una solución global,
don Claudio aludiera a mi romanticismo. Puede que tuviera razón, aunque son muchos
los pensadores que apelan a la necesidad de una ética global y planetaria. También
bromeando, le respondería al viejo profesor, sabiendo cuánto le gusta el cine de Willy
Wilder, que como afirma Jack Lemmon al final de la película Con faldas y a lo loco:
¡nadie es perfecto! Admitir mi posible romanticismo no me excluye de la necesidad de
182
reflexionar y trabajar para un mundo mejor. De eso se trata..., señalaría don Claudio,
dejando la frase sin acabar.
En cualquier caso, este libro estaría incompleto si tras describir los problemas que nos
acucian no se ofrecieran algunas alternativas, en especial las que tienen que ver con los
jóvenes, los emprendedores y los empresarios. Hay alternativas políticas, económicas y
financieras, pero mis escasos conocimientos al respecto me aconsejan ser muy prudente.
Lo que alcanzo a saber con cierta seguridad es que vivir en una sociedad de
consumidores sin trabajo, en paro o con trabajo precario es un problema psicosocial. Los
psicólogos sociales nos ocupamos de estos asuntos y nos disgusta vivir en un mundo
sometido al sufrimiento social.
Hace ya bastantes años que los psicólogos sociales nos afanamos en revertir, atenuar
y reducir algunos de los resultados disfuncionales de nuestra sociedad: maltrato de la
mujer, discapacidades, adicciones, marginación, ayuda al desarrollo y un amplio
etcétera. Pero hay otras menos visibles, que son el resultado de las numerosas paradojas
que se producen cuando el más pobre de los humanos sabe muy bien cómo vive el más
rico de los ricos. En nuestra sociedad son cada día más los ciudadanos que han de vivir
como consumidores sin poder comportarse como tales. Ante tal estado de cosas, las
alternativas que propongo son sociales, filosóficas y psicosociales, y tienen en común la
insistencia en nuestro sistema de valores.
Hacia la responsabilidad compartida
He sido consultor de empresas durante muchos años y tengo grandes amigos
empresarios y directivos. A veces piden mi opinión sobre las nuevas técnicas y
procedimientos de gestión empresarial. Hace algún tiempo se puso de moda la
inteligencia emocional, después vino el neuromarketing y ahora han aparecido la
responsabilidad social empresarial y corporativa, el coaching y el mentoring. La jerga
del consultor no conoce límites, y si se emplean anglicismos, aún se hace más exclusiva
y elegante. Deténganse a pensar qué suena mejor, James Brown o Jaime Marrón, y
deduzcan las consecuencias. ¿Lo han hecho?, ¡gracias!, por favor, piensen al respecto.
Lo que quiero decir es que siempre se habla de lo mismo cambiando ligeramente las
denominaciones. La responsabilidad social empresarial no es más que un nuevo intento
de recuperar el sentido ético del funcionamiento empresarial y la responsabilidad de sus
dirigentes ante los ciudadanos. El coaching es una forma de entrenamiento que existe
desde hace mucho tiempo y que solo ha cambiado el nombre, y el mentoring es un
asesoramiento psicológico individualizado que los jesuitas, por ejemplo, han practicado
desde su creación hacia finales del siglo XVI. Todo esto, a poco que se piense, tiene
mucho que ver con el discernimiento al que se refiere el papa Francisco en una reciente
entrevista en la que sostiene otras muchas cosas de interés social.
Es cierto que las técnicas empresariales han evolucionado y se han perfeccionado,
183
pero el fundamento del liberalismo filosófico que las impulsó siempre ha sido el mismo
y se constituye a partir del humanismo laico y cristiano, los movimientos utópicos del
siglo XIX y las revoluciones sociales de los primeros años del siglo XX, entre otras
muchas circunstancias y contingencias.
Es decir, el especialista del coaching no es un innovador si no asume la teoría que
afirma que los seres humanos pueden cambiar, mejorar y desarrollarse con el
entrenamiento adecuado. Aunque parezca evidente, no lo sería sin el fundamento teórico,
basado en el esquema de valores distintivo de los movimientos utópicos a los que he
hecho referencia en el párrafo anterior. No es tampoco original el mentoring, basado en
la convicción de que las personas pueden modificar sus conocimientos bajo la tutela y el
asesoramiento de aquellos que son capaces de transferirlos.
Lo mismo se puede decir de la responsabilidad social corporativa (36), cuya idea
esencial proviene de algunos de los utopistas del siglo XIX que se afanaron en considerar
a las organizaciones beneficiarias de una sociedad a la que debían revertir sus beneficios
de forma responsable y atendiendo a las necesidades de la comunidad. No son por tanto
las técnicas sino la filosofía la que las alienta. Las técnicas sin su fundamento teórico y
sin que los agentes del cambio lo tengan asumido se convierten en puro mecanicismo
que soslaya lo esencial: las personas, las organizaciones y las sociedades pueden
cambiar y mejorar en beneficio de todas ellas.
Efectivamente, durante el siglo XIX se fraguan las ideas, valores y principios que
abrirán paso al Estado del bienestar. Parten de la necesidad de hacer posible una
sociedad más ética y humanizante. La necesidad de una ética global aparece, puede que
por primera vez, en la obra del teólogo suizo Hans Küng (1990), fundador y presidente
de la Fundación Ética Mundial, promotora del diálogo interreligioso. Ese diálogo es el
punto de partida para alcanzar la paz mundial. El lema de esta fundación es: «No habrá
paz mundial sin paz entre las religiones, no habrá paz entre las religiones sin diálogo
entre las religiones» (37). De un tiempo a esta parte, existe un debate referido a la
urgente necesidad de un ethos mundial. Su principal cometido es promover un diálogo
para alcanzar un mínimo consenso entre el norte y el sur con el fin de preservar el
patrimonio natural de la vida y de la humanidad, hoy amenazado. Un gran pacto ético de
la humanidad para detener la degradación del medio ambiente, el hambre, la pobreza y el
desempleo estructural que azota a la mayor parte de los países del Gran Sur (38) y que
ahora también nos afecta a nosotros.
Las ideas para promover una ética global y planetaria no son delirios románticos e
insensatos. Las personas que las promueven son pensadores reconocidos con una
abundante publicación de escritos y receptores de premios y honores. Podrían ser unos
excelentes maestros entrenadores de ideas (coaching) y mentores (mentoring) para la
adquisición de conocimientos y el desempeño de conductas éticas. De hecho, la tan
aireada innovación, bien entendida, es un acto de libertad motivado por el deseo de
cambiar uno mismo o algún aspecto del mundo que nos rodea. Puede usted someterse a
184
un programa de coaching para que nada cambie, desvirtuando la finalidad que lo anima,
o puede hacer lo mismo para cambiar estableciendo de antemano la dirección que desea
seguir: cooperación-solidaridad o individualismo-egoísmo.
De un tiempo a esta parte en dos foros conjugados y contrapuestos se analizan y
trazan planes respecto del futuro mundial. Un grupo sostiene que la globalización es la
única vía para acabar con la pobreza y que es inevitable porque es consecuencia directa
del progreso. El lema de la conferencia de 2002 fue Liderazgo en tiempos difíciles.
Desde el otro afirman que cuanto más crece la globalización, más ganan los ricos y peor
están los pobres, y plantean que hay que orientar el progreso técnico hacia el interés
social, organizando la globalización —otra globalización— de manera diferente de
modo que haga posible un mundo mejor e insistiendo en que todo ello es factible. Su
lema: Otro mundo es posible (Sampedro 2002; Laszlo, 2004).
Algunos datos ilustran lo que se cuece en el interior de la disputa entre posturas tan
contrapuestas. Reducido el mundo a escala de una hipotética aldea de cien habitantes,
solo 25 tendrían comida en la nevera, ropa en el armario, un techo y un lugar donde
dormir. Seis personas poseerían el 55% de la riqueza y todos ellos serían ciudadanos de
Estados Unidos. Teniendo dinero en el banco, en la cartera o algunas monedas en el
cajón, se estaría entre el 8% más rico de la aldea; 80 vivirían en condiciones
infrahumanas, 70 serían incapaces de leer, 50 estarían malnutridos y otros tantos serían
constantemente humillados, arrestados o torturados. Puede que al consultar estas
estadísticas en el momento presente, resulte que aún sean más escandalosas.
Algunos pueden pensar que estos datos son una percepción exagerada de los hechos,
pero solo con que fuera cierta una pequeña parte, sería suficiente para afirmar sin reparos
que unos viven en la opulencia más ostentosa mientras que otros lo hacen en la más
absoluta de las miserias. Por otra parte, si fuese la economía de mercado (tal y como la
concibe el neoliberalismo) el mejor sistema (o el mejor que hubiésemos podido
concebir), se trataría de un sistema imperfecto y mejorable. A pesar de lo que afirmen
sus defensores más incondicionales, necesita ser mínimamente regulado para que la
mayoría del planeta no se vea perjudicada por el poder económico de los más fuertes. La
tesis que propone el Foro Económico de Nueva York afirma que la globalización es la
única vía posible para acabar con la pobreza y que es inevitable. El Foro Social de Porto
Alegre se opone aludiendo que cuanto más crece la globalización, peor están los pobres
y más ganan los ricos. Sostienen, además, que bastaría con reorientar el progreso técnico
hacia el interés social pensando en todos para organizar la globalización de otra manera
haciendo posible un mundo mejor.
Este es el panorama social y económico al que nos asomamos. Muy resumidamente,
admite tres posibilidades:
1. Que el mundo siga su curso: no nos va tan mal, dejemos que el mercado resuelva
las cosas. Dios proveerá.
185
2. Que el mundo se va a acabar, llega el apocalipsis y hemos de estar preparados.
3. Que hay alternativas mejores que las anteriores a condición de que nos pongamos
a trabajar en su consecución.
No me detendré en la primera de las alternativas. Ya he señalado que no soy
conocedor de los entramados macroeconómicos y políticos; y si lo fuera, mi perspectiva
no dejaría de ser psicosocial y limitada. En ese sentido no es difícil advertir que ante la
disminución alarmante de la capa de ozono, el cambio climático, la escasez del petróleo
como la principal fuente de energía, la inmensa complejidad de la Red y su delicado
equilibrio, en el que la alteración de una sola de sus variables puede precipitarnos al
caos, ante todo esto, los defensores de la primera postura se limitan a sostener que no va
a pasar nada, que la imaginación de los seres humanos no conoce límite y que llegado el
momento encontraremos la mejor solución. No hagamos nada, dejemos que el mundo
siga su rumbo. Pero ese dejar hacer que tanto critican en nuestros jóvenes es una
hipocresía y una irresponsabilidad de aquellos que sí pueden hacer algo.
Preparacionistas, conspiranoicos y la venganza de Gaia
En cuanto a la posibilidad de que el mundo se acabe, he de afirmar que no conozco
una forma de egoísmo más exagerada y estrafalaria que la de aquellos que, sabiendo y
admitiendo que el mundo se va acabar como consecuencia de ese egoísmo individualista,
se preparan para subsistir reproduciendo similar egoísmo, acumulando comida, agua y
una cantidad ingente de armas para defenderse ante los ataques de los desafortunados
que no lo hagan. Es un círculo vicioso que se basa en un miedo atroz, los miedos de
nuestra era, miedos materializados en la posesión desmedida y la angustia de la miseria.
Si yo lo tengo todo, nada me importa, pase lo que pase y ocurra lo que ocurra, incluso si
el mundo se acaba tal y como hoy lo conocemos.
Los preparacionistas (preppers) (39) afrontan el apocalipsis que se avecina
insistiendo en que cuando el mundo acabe solo habrá dos alternativas: o me matan o los
mato, de modo que subsistirán los más fuertes, los mejor alimentados y los que
dispongan de armas que los hagan invencibles. Esto, a poco que se reflexione, no es más
que el darvinismo social, aunque eso sí: llevado a un extremo delirante y estrambótico.
Sin embargo, la cascada apocalíptica es incesante. No es cosa nueva y existe desde
hace algunos milenios. Hace muy poco hemos recibido una agradable sorpresa. Es bien
sabido que el mundo debería haber acabado el 12 de diciembre de 2012. No ha sido así.
Ahora los que defendían este final inevitable argumentan que en realidad lo que
anunciaba el calendario maya es un cambio de era, una transición en el ciclo astral que
nos llevará a una vida más espiritual y feliz. Magnífico, que así sea, pero no llegará del
cielo, así que algo tendremos que hacer.
Las teorías de la conspiración, las advertencias religiosas y los pronósticos del final
186
apocalíptico del mundo o de su reconfiguración para dejar de ser tal y como hoy lo
conocemos están apareciendo en Internet de forma exponencial y sostenida. Nunca hubo
un espacio más grande para el delirio colectivo, pero tampoco para la manifestación de
ideas y propuestas originales. Puede que algunas de ellas sean atractivas y sugerentes.
Separar el grano de la paja es tarea de cada cual, pero no deberíamos ignorar lo que está
sucediendo en la Red; entre otras cosas porque es la manifestación de los miedos y las
esperanzas de nuestra civilización. Algo está pasando y hemos de tomar buena
conciencia de ello (40).
Es cierto, no obstante, que tenemos motivos para estar inquietos. James Lovelock
afirma en su libro La venganza de Gaia, publicado en 2005, que la humanidad se dirige a
un desastre ecológico casi inmediato. En menos de un siglo, solo sobrevivirán al cambio
climático unos quinientos millones de personas. Anuncia que en unos setenta años la
capa de hielo ártico y las selvas tropicales habrán desaparecido ya que la temperatura de
la Tierra habrá subido unos ocho grados. Sostiene, además, que este proceso es
irreversible y que ya nada podemos hacer. La Tierra tardará en volver a su estado actual
unos doscientos mil años. Cuando esta catástrofe se produzca, la humanidad tendrá que
empezar de nuevo, refugiada en el Ártico y recurriendo a la energía nuclear como fuente
de energía capaz de proporcionar electricidad, calor y alimentos para preservar nuestra
civilización.
James Lovelock (41) no es un preparacionista ni un profeta insensato. Es uno de los
científicos más admirados de la segunda mitad del siglo XX, reconocido por su propuesta
del planeta viviente, al que denomina Gaia y que describe como una entidad
autorregulada con la capacidad de mantener nuestro planeta sano mediante el control del
ambiente físico y químico. Es un científico polémico e independiente, inventor del
detector de captura de electrones, un ecologista militante y contrario al armamentismo
nuclear. Ha sido profesor en la Universidad de Manchester, en la de Londres y en la
Escuela Médica de Harvard. Ignorar lo que dice es una insensatez, y de acertar en sus
predicciones de muy poco servirá acumular alimentos en Oklahoma, Murcia, Palermo o
Villarreal, y menos aún armas para defenderse cuando lo que habrá que hacer será
construir una nueva civilización. Así lo sugiere el científico y pensador inglés.
Espero que yerre en su predicción y que aún tengamos una oportunidad. Otros
muchos científicos de talla sostienen que aún es posible detener la irreversibilidad del
deterioro medioambiental. En cualquier caso, las alternativas no se encuentran, desde
luego, en un mundo hostil y en continuo conflicto abocado al apocalipsis. Las
alternativas deben ser rigurosas y realistas, de hoy, de ahora y para mañana.
Las teorías del decrecimiento
Las teorías del decrecimiento tienen su origen en la década de los setenta del pasado
siglo con la obra de Nicholas Georgescu Roegen, matemático y economista rumano. En
187
su libro La ley de la entropía y el proceso económico, publicado en 1971 por la Harvard
University Press, afirma que la segunda ley de la termodinámica (la cantidad de entropía
del universo tiende a incrementarse en el tiempo) es determinante de los procesos
económicos y que, en consecuencia, para equilibrar la relación entre la naturaleza y los
seres humanos hay que disminuir la producción de manera controlada y progresiva.
La bioeconomía, propuesta por Georgescu Roegen, puede ser una alternativa
económica ecológica y sostenible, gobernada por las evidentes limitaciones físicas del
planeta. Es decir, los fenómenos económicos no son independientes de las leyes físicas y
químicas que regulan nuestro medio ambiente. Las materias que contiene nuestro planeta
son finitas y se degradan continua e irreversiblemente transformándose en materia inútil,
no disponible prácticamente. Esta regularidad observable, que se conoce como la ley de
Georgescu-Roegen (la cuarta ley de la termodinámica, según su autor), advierte sobre la
necesidad de prever un futuro en el que escasearán los materiales y no la energía.
La alternativa se encuentra en el decrecimiento, disminuyendo la producción y
equilibrando nuestras relaciones con la naturaleza. La obra de Georgescu Roegen se ha
mantenido viva y activa hasta el momento presente y han sido numerosos los pensadores
(como, por ejemplo, Paul Ariès, politólogo, y Jean-Paul Vessel, filósofo) que la han
extendido y complementado. Sin embargo, destacan de manera singular los trabajos y
conferencias de Serge Latouche (42).
Para este autor, profesor de economía de origen bretón nacido en Vannes (Francia), el
vocablo «decrecimiento» no es más que un eslogan cuya principal intención es impactar
y escandalizar. Afirma que no se trata tanto de decrecimiento como de acrecimiento. Lo
que pretende al utilizar el concepto o consigna del decrecimiento es incidir sobre la idea
de que hemos de abandonar el «crecimiento por el crecimiento». El deterioro de nuestro
planeta es fenomenal y muy inquietante. Se han de tomar medidas para ir reduciendo el
consumo a largo plazo.
Los políticos proponen medidas para la protección del planeta pero después
promueven leyes que permiten la deforestación y el uso de pesticidas. La rentabilidad del
crecimiento se mantiene limitando las posibilidades del bienestar de las generaciones
futuras, menguando las condiciones de los asalariados, en especial de los países del sur,
y destruyendo la naturaleza. Ninguna forma de gobierno está haciendo algo al respecto;
sea de la condición que sea, siempre es productivista, y se rige por la obstinación del
crecimiento como única posibilidad de futuro.
Por todo ello, el economista francés advierte sobre la necesidad de un cambio radical.
Lo explica en su libro La hora del decrecimiento (2008), donde propone un sistema de
soluciones antecedidas del prefijo «re», el modelo de las 8R, cuya descripción
esquemática podría ser la siguiente:
1. Revaluar, transformando los valores individualistas, consumistas y globales en
valores de cooperación, humanistas y locales.
188
2. Reconceptualizar la empresa potenciando a los «empresarios del desarrollo» en
detrimento de las firmas multinacionales, los dirigentes políticos, los tecnócratas
y las mafias. Según Latouche (2008, 135): «La economía, apropiándose de la
naturaleza y haciendo de ella una mercancía, transforma la abundancia natural en
escasez a través de la creación artificial de la carencia y la necesidad». Es
necesario un cambio de valores que propicie una mirada diferente sobre la
realidad. También, por tanto, reconceptualizar la riqueza en relación con la
pobreza o la escasez con la abundancia.
3. Reestructurar, adaptando el sistema de producción y las relaciones sociales sobre
la base de una nueva escala de valores, combinando la ecoeficiencia y la
simplicidad voluntaria.
4. Relocalizar, produciendo, a través de empresas locales, los bienes necesarios para
satisfacer las necesidades de la población. «Los movimientos de mercancías y de
capitales se tienen que limitar a lo indispensable, se debe recuperar el anclaje
territorial.»
5. Redistribuir, teniendo por objetivo un doble efecto positivo: a) la reducción del
consumo, de forma directa, limitando el poder y los medios de la «clase
consumidora mundial» y, en especial, de la «oligarquía de los grandes
depredadores», y b) la invitación a reducir el consumo ostentoso. Además, hay
que desembolsar la gran deuda del norte con el sur, pero no en concepto de
donaciones sino mediante una disminución de las explotaciones en el territorio
del tercer mundo.
6. Reducir, disminuyendo: a) el impacto en la biosfera mediante un cambio en
nuestra manera de producir y consumir, y b) el turismo de masas. Efectivamente,
afirma Latouche, «el deseo de viajar y el gusto por la aventura están inscritos en
el corazón humano», pero la industria los ha convertido en un consumo mercantil
que destruye el medio ambiente.
7. Reutilizar.
8. Reciclar, alargando la vida de los productos para evitar el consumo y el
despilfarro.
Algunas personas, tras leer la propuesta de Serge Latouche, puede que la encuentren
excesivamente radical y poco práctica. Un delirio imposible, bonito pero irrealizable.
Puede que no se detengan a pensar que una buena parte de lo que hoy se conoce como
responsabilidad social corporativa tiene mucho que ver con lo que Latouche propone. Se
habrán quedado con el acrónimo sin más, olvidando que en la mayor parte de los
modelos de la RSC se incluyen acciones relacionadas con las 3R, las 4R e, incluso, las
5R. Latouche las aumenta a 8, pero, en lo sustancial, coincide con las anteriores. Puede
que algunos piensen que eso de la RSC suena bonito y queda muy bien en las
conversaciones profesionales. De nuevo bastará con su uso repetitivo y cotidiano para ir
189
alterando su significado original hasta disolverse en la jerga de nuestros tiempos. Pero
no, la RSC es mucho más que un acrónimo, es un modo de gestión que exige un fuerte
compromiso de las empresas con los empleados, con los ciudadanos y con el cuidado del
medio ambiente.
El profesor de ciencias políticas en la Universidad Autónoma de Madrid Carlos Taibo
afirma que el decrecimiento es una propuesta para la mejora de la calidad de vida de la
mayoría. El crecimiento solo sería aceptable para la vida social y el ocio creativo (43).
En el sistema económico actual no parece que haya relación entre el progreso, en
términos de crecimiento, y el bienestar, en su asociación con la felicidad. A pesar de que
en los últimos años la renta per cápita y el PIB de los países del norte ha ido creciendo,
los ciudadanos de esta zona del mundo no se consideran más felices que sus padres o las
generaciones precedentes: «El hecho de que en Francia el PIB haya crecido doce veces
entre 1900 y 2000 ¿significa que los ciudadanos viven doce veces mejor? En este mismo
sentido, cuando en 1998 y en una encuesta se les preguntó a los ciudadanos canadienses
si la situación económica general de su generación era mejor que la de sus padres, menos
de la mitad de los interrogados —44%— estimó que así era, y ello pese a que en este
caso el PIB per cápita había crecido un 60% en el cuarto de siglo anterior» (Taibo, 2009,
34).
Las teorías del decrecimiento rechazan los objetivos del crecimiento económico y del
productivismo. No es posible conservar el medio ambiente sin reducir la creciente
producción económica. Esta es la principal responsable de la destrucción del medio
ambiente y la reducción de los recursos naturales. El gran desafío de nuestra época es
conseguir vivir mejor con menos cosas. Los principios sustanciales hacia los que
debemos transitar y que posibilitan una vida mejor son la relocalización, la escala
reducida, la cooperación y el intercambio, la autoproducción, la durabilidad y la
sobriedad. En definitiva, una simplicidad voluntaria que se adelante e impida que
acabemos con un decrecimiento forzado o, mucho peor, resultado de un sistema
económico capaz de acabar consigo mismo y la sociedad que sostiene y reivindica.
Pensamientos y valores responsables
Erich Fromm (1900-1980), en sus obras El miedo a la libertad (1941) y El corazón
del hombre (1964), describe al ser humano de nuestros tiempos como un ser pasivo,
plenamente identificado con los valores del mercado. Un ser humano como un bien de
consumo que interpreta su vida como una inversión de la que debe sacar partido. Un
consumidor eterno dispuesto a percibir el mundo como un objeto con el que colmar sus
apetitos. Fromm incide en los peligros que esto supone y pronostica un futuro de
individuos dóciles y manipulables, próximos a los comportamientos de un robot. Pero
para que los seres humanos puedan mantener su cordura, esta sumisión no puede durar
demasiado tiempo, ya que no serán capaces de soportar el aburrimiento de una vida
190
carente de sentido y de falta de objetivos.
Debo advertir que todo esto lo argumenta Eric Fromm durante y tras acabar la
Segunda Guerra Mundial y que, por tanto, se trata de un lúcido pronóstico de lo que nos
está sucediendo. Exagerado, para algunos, pero de sumo interés para la reflexión
psicosocial. En cualquier caso, prosiguiendo con lo que sostiene este autor alemán, para
superar estos peligros los seres humanos deben perder el miedo a la libertad y tomar las
riendas de su vida, vencer las actitudes pasivas recuperando su vida interior y
desarrollando el sentimiento de uno mismo. Los pensamientos y valores responsables
son la vía para el crecimiento interior y social.
Es decir, la libertad y la responsabilidad se encuentran estrechamente relacionadas
entre sí. Ser libre da miedo porque asumir la responsabilidad de nuestras acciones da
mucho más miedo aún. La responsabilidad consiste en obrar para el cumplimiento de
nuestras obligaciones respondiendo de nuestros actos o errores. Es la antesala de la
libertad. Si no se asume la responsabilidad, no se alcanza la libertad, y sin libertad no
son posibles el cambio, el crecimiento y el progreso.
Los valores emergentes en las sociedades con alta tradición democrática reflejan cada
vez con mayor intensidad el entendimiento y la cooperación entre personas. La
solidaridad que están mostrando los españoles ante la crisis y sus consecuencias es
excepcional. Puede que solo sea, por el momento, un frágil indicio o que, por el
contrario, responda a una tendencia en aumento. Cada vez son más los ciudadanos que
aborrecen la violencia en todas sus formas y que dicen practicar un estilo de vida
saludable ejerciendo menos presión sobre el medio ambiente. Algunos se caracterizan
por su empatía, su compasión y su altruismo. Aún son porcentajes algo pequeños pero
significativos si se tiene en cuenta que hace muy pocos años estas actitudes apenas eran
visibles.
Ervin Laszlo, fundador del Club de Budapest, afirma que un sistema de pensamiento
diferente y los valores responsables son el camino a seguir para la consecución de un
mundo mejor. Su propuesta no se basa en el realismo pesimista de los apocalípticos; es
la de un optimista, que la sostiene y argumenta detalladamente en su libro Tú puedes
cambiar el mundo, publicado en 2004. Uno de mis amigos me dijo que adolece de una
inocencia inconsciente; es posible, pero no deja de ser una alternativa, más posible que
probable, pero una alternativa a la postre.
Según este defensor de la paz y la construcción de un mundo mejor, el Eurobarómetro
mensual de la Unión Europea ha venido realizando análisis, utilizando una muestra
significativa de quince países miembros, sobre las preferencias y estilos de vida de los
europeos. Los resultados son parecidos a otros estudios similares realizados en Estados
Unidos y Canadá y muestran dos grandes grupos de creencias y valores: los modernos y
los creativos culturales.
Los modernos (48%) son mayoritariamente hombres en el margen de la clase mediaalta que pretenden ascender por la escalera del éxito con pasos medidos, hacer o
191
conseguir mucho dinero, tener buen aspecto físico, estar a la última moda y que los
medios de comunicación los entretengan. Entre sus creencias más relevantes destacan las
siguientes:
1. El cuerpo es como una máquina.
2. Las grandes empresas o los grandes gobiernos tienen el control, y ellos saben qué
es lo más conveniente.
3. Lo más grande es lo mejor.
4. Lo que vale es lo que se puede medir.
5. Analizar las cosas, punto por punto, es la mejor forma de solucionar un problema.
6. La eficiencia y la rapidez son las prioridades fundamentales: el tiempo es dinero.
7. La vida se puede organizar en esferas separadas: trabajo, familia, socialización,
sexualidad, educación, política y religión.
8. Preocuparse por las dimensiones profundas y espirituales de la vida es superfluo e
irrelevante para el negocio real de la vida.
Los creativos culturales (24%) son mayoritariamente mujeres, en proporción de dos a
uno, pertenecientes a las clases medias y altas. Poseen un esquema de valores, creencias
y aspiraciones distinto del de los modernos y adoptan, consecuentemente, diferentes
estilos de vida. Pueden destacarse los siguientes aspectos:
1. Compran más libros y revistas que los modernos, escuchan más la radio,
preferentemente noticias y música clásica, y ven menos la televisión.
2. Consumen arte y cultura, acostumbrados a involucrarse en estos asuntos ya sea
como aficionados o como profesionales.
3. Quieren conocer la historia completa de cualquier cosa que caiga en sus manos.
No les gustan las descripciones de productos o los anuncios que sean
superficiales, quieren saber cómo se originan las cosas, cómo se han elaborado,
quién las hizo y qué pasará con ellas cuando ya no sirvan.
4. Desean bienes y servicios reales. Lideran la crítica contra los productos que
consideran falsificaciones, imitaciones, desechables, estándar o simplemente de
moda.
5. No compran por impulso sino que investigan lo que consumen, leen las etiquetas
y se aseguran de que obtienen lo que quieren; no se limitan a comprar los últimos
artilugios e innovaciones que salen al mercado.
6. Son consumidores de experiencias intensas, instructivas o vivificadoras, como
talleres de fin de semana, reuniones espirituales, actos de crecimiento personal y
vacaciones experimentales.
7. Desean que sus casas mantengan el equilibrio ecológico tanto como sea posible,
evitan la exhibición de su estatus y quieren que su hogar esté lleno de rincones y
huecos interesantes; les gusta trabajar en casa.
192
8. Se caracterizan por su holismo (doctrina que propugna la concepción de que cada
realidad en su totalidad es superior y diferente a la suma de las partes que la
componen) y muestran su preferencia por los alimentos naturales, el cuidado de
su salud, el sistema completo de información y el equilibrio holístico entre el
trabajo, el asueto, el consumo y el crecimiento interior.
9. Y, en lo relativo a los productos materiales, prefieren aquellos que sean eficientes
y ecológicos, como un combustible eficiente o un coche que sea relativamente no
contaminante, y que también puedan reciclarse.
Los creativos culturales aspiran a lograr un cambio de valores mediante el desarrollo
personal y su comportamiento público. Desean modificar la cultura del mundo
mecanizado y fragmentado de los modernos. Aborrecen la violencia, están más abiertos
a entender a los otros y colaborar con ellos, sus estilos de vida son más sencillos,
prefieren la simplicidad de las cosas y ejercen mucha menos presión sobre el medio
ambiente. Es decir, sus pensamientos y sus valores son responsables con sí mismos, con
los demás y con el planeta en el que viven. Este es, según Laszlo, un signo esperanzador.
La perspectiva de Ervin Laszlo se aproxima para acabar confluyendo con la de Samir
Amin (2007). Esa coincidencia se debe a la insistencia de ambos autores, a pesar de estar
muy distantes ideológicamente, en los valores responsables, la importancia de la
cooperación y la sabiduría de los seres humanos. De algunos seres humanos, que, de ser
mayoría —de hecho, lo es—, podrían realizar los cambios necesarios en la esfera
privada, en la esfera de los negocios y en la esfera cívica. Una vida más responsable e
interactiva con los gobiernos, las empresas y la sociedad, participando activa y
democráticamente en los procesos de cambio social y comunitario. Esta confianza en los
seres humanos se extiende a la necesidad de promover el liberalismo histórico, basado en
las proclamas de la libertad, la igualdad y la solidaridad y que tiene ante sí numerosos
desafíos: la redefinición del proyecto europeo, el compromiso por la paz y la
sostenibilidad, la refundación solidaria entre los pueblos del Gran Sur, el desarrollo
responsable y la reconstrucción del internacionalismo.
En cierta forma, ambos coinciden en afirmar que la historia aún no ha terminado y
que queda mucho por hacer. También coinciden cuando implícitamente afirman que lo
que pueda suceder será responsabilidad de todos. Esto último, con las dudas que cada
cual mantenga al respecto de lo que estos autores sostienen, es bastante acertado, aunque
no sé si justo. Imagino que tratan de impulsar una responsabilidad colectiva y no de
extender la culpa de forma generalizada. Fuere como fuere, el mundo seguirá
cambiando, es inevitable. Mejor dicho, no solo el mundo: el planeta seguirá cambiando,
puede que cambie tan drásticamente, como consecuencia de nuestra insensatez y
desmedida codicia, que los humanos no estemos allí para ver los resultados. No es
sensato prepararse para cuando esto suceda; lo verdaderamente sensato es evitarlo, y es
entonces cuando las propuestas de estos autores adquieren realismo y buen juicio. Que la
193
sensatez ya solo sea una utopía imposible es peligroso y desolador. Como escribe el
naturalista español Joaquín Araújo: «No hay retaguardia, ni mucho menos bando
contrario: el horror de este presente es que no te deja huir». Y añade: «Lo imposible para
la mayoría hace posible la minoría, y luego dicen que hay soberanía popular» (44).
Jóvenes, emprendedores y empresarios para una sociedad mejor
Seguro que otro mundo es posible es inevitable que cambie y el que está por venir
será muy diferente al que hoy tenemos. ¿Cómo será?, ¿estamos transitando hacia una
sociedad mejor? Parece posible, si confiamos en la sabiduría de los seres humanos y su
capacidad para cooperar para afrontar las dificultades. ¿Puede ser peor? Es igualmente
posible si consideramos el extremo egoísmo de los seres humanos y su notaria habilidad
para destruir todo lo construido.
Sin embargo, podemos intuir que no es posible un mundo de crecimiento infinito en
un planeta finito. Esta afirmación es de una sencilla y, al tiempo, sobrecogedora
evidencia. Me apresuraré a indicar que esta afirmación no se hace desde una perspectiva
económica, sino medioambiental y ecológica. Desde el lenguaje de la economía
convencional el crecimiento se entiende en términos del aumento de la renta o el valor
de bienes y servicios finales producidos por una economía durante un período de tiempo
determinado. En su esencia se trata de una medida del bienestar. Ya hemos comprobado
que esto no es del todo cierto, pero lo que quiero decir es que no es posible crecer
infinitamente destruyendo lo que vamos encontrando a nuestro alrededor y sí que lo
podría ser una economía que lo tuviera en cuenta y que pudiera propiciar el bienestar de
la gente, el respeto a la naturaleza y el equilibrio social. Esto sí es posible. Basta con
mirar una foto de la Tierra hecha desde la Luna para comprender de inmediato nuestra
extrema fragilidad y pequeñez.
Pero además de la cuestión medioambiental y los riesgos que en este sentido deberá
afrontar nuestra civilización, son numerosos los autores que coinciden en advertir que
otro de los grandes problemas de nuestra época es la desigualdad. Siempre lo ha sido,
pero las sociedades occidentales y democráticas lo han ido resolviendo tras sucesivos
cambios sociales y políticos, a costa de los grandes recursos naturales de lo que
llamamos el tercer mundo o el Gran Sur, para después advertir cómo las deficiencias del
sistema y las injusticias iban haciendo mella hasta llegar al momento presente. Hoy
vislumbramos un mundo azotado por crisis intermitentes que nos afectan a todos y en el
que la riqueza se acumula y se polariza.
Sin embargo, la desigualdad es un fenómeno natural entre los seres humanos,
coherente con el sistema económico contemporáneo y con los conocimientos que ha ido
aportando la psicología diferencial. Las personas difieren entre sí en habilidades,
competencias, experiencias y expectativas. La desigualdad es resultado de la diversidad,
y siempre habrá personas más dispuestas a emprender y asumir los riesgos, más
194
inquietas y fuertemente motivadas a la hora de ganar dinero y desarrollar las
competencias para conseguirlo. El bienestar de la mayoría parece depender de la
iniciativa de algunos empresarios y emprendedores que no solo desean el dinero sino que
además quieren impulsar los proyectos que hacen posible su adquisición. Este es un
importante medio para alcanzar el prestigio ante los demás y un motor sustancial de la
economía del libre mercado.
Creo saber de lo que hablo. He dedicado buena parte de mi vida profesional a formar
directivos y a asesorar empresarios. He podido comprobar, las más de las veces, que sus
motivaciones intrínsecas —sus capacidades creativas, el deseo de ver plasmados en la
realidad sus proyectos, su sentido de la innovación y la presencia de la responsabilidad al
tener que tomar decisiones que afectan a otras muchas personas— han sido mucho más
poderosas que las extrínsecas, generalmente asociadas al dinero. Siento una gran
admiración por este tipo de personas. Se las conoce muy poco y los ciudadanos las
suelen identificar, equivocándose, con los dirigentes de las asociaciones empresariales,
que no se caracterizan, precisamente, por su sensatez y buen juicio.
Sin libertad no hay democracia, y la libertad del mercado es consustancial a la
democracia. Sin empresas —digo bien empresas y no banca financiera especulativa, que
eso es otra cosa— es imposible una economía productiva. Y sin una economía
productiva no hay riqueza alguna que repartir. Las empresas son la energía que alienta el
motor económico y la vida en sociedad. El buen funcionamiento de las empresas
depende de los empresarios, directivos y emprendedores, que aceptan los retos y los
riesgos, obteniendo beneficios diferenciales para ellos y para la sociedad en la que viven:
dinero, prestigio social, autoridad, bienestar, admiración y riqueza. Sin empresas que
actúen libremente no hay mercados y sin empresarios no hay empresas. Siempre he
creído en las personas, en su disposición al cambio y su potencial de desarrollo, en su
empatía y su iniciativa. ¿Cómo no iba a creer en los empresarios?
Este interrogante puede parecer sorprendente, pero lo planteo ante el significado de la
palabra «empresario» en nuestro contexto social más próximo. Efectivamente, el vocablo
«empresario» suele tener un valor semántico negativo, más asociado al hombre del
sombrero de copa alta y bastón del Monopoly que a una persona innovadora. Los
vocablos «emprendedor» y «empresa» tienen mucho en común. Un emprendedor es
aquel que aborda con resolución y determinación una acción dificultosa. De hecho,
emprender se define como el comienzo de una obra o una acción que entrañe alguna
dificultad o peligro. La palabra «empresa» proviene del latín in-prehensa. Una primera
acepción alude a la acción ardua y dificultosa que valerosamente se comienza. En otros
casos, se define como el intento o designio de hacer alguna cosa y, más concretamente,
se trata de una casa o sociedad mercantil o industrial fundada para emprender o realizar
construcciones, negocios o proyectos de importancia.
Resumiendo, un emprendedor es aquel, o aquella, que toma decisiones acertadas en
contextos inciertos con recursos escasos y, hasta donde le alcanza, es responsable ante sí
195
y los demás. Son personas que aportan valor añadido a lo que hacen y que afrontan la
complejidad de nuestra era reduciendo la incertidumbre y encontrando un camino nuevo
y diferente para hacer las cosas. Es decir, utilizan el ingenio y la creatividad. No todo el
mundo puede ser creativo, solo lo puede ser —digo bien, lo puede ser— el que así lo
decide asumiendo los desafíos resultantes.
En su momento hice una referencia sobre la conveniencia de no confundir la
economía de libre mercado con el liberalismo económico extremo. La retomo ahora
porque, efectivamente, no es lo mismo un pequeño empresario aragonés que trabaja
duramente para mantener su pequeña empresa, los salarios y las prestaciones de los
trabajadores que el presidente de una gran corporación que monopoliza los mercados
sometiéndolos a su poder. No es lo mismo una pequeña cooperativa andaluza en la que
algunos trabajadores se afanan por producir, vender y distribuir un excelente aceite de
oliva que caer en las garras egoístas de un distribuidor internacional que cuando no
obtiene la rentabilidad esperada somete a los aceituneros a una bajada constante de los
precios.
Tampoco son comparables estos casos (el del empresario aragonés y los
cooperativistas de la oliva) con aquellos que no producen nada, ni riqueza ni productos.
No añaden nada, salvo la especulación y la acumulación de sus riquezas, transformando
la deuda pública de un país en beneficio propio sin hacer otra cosa que comprar y vender
deuda cuyos beneficios ponen a buen recaudo, libres de impuestos, en los paraísos
fiscales.
Las diferencias son evidentes. Unos trabajan para generar riqueza y otros la acumulan
en forma de dinero o de deuda precipitando nuestra sociedad a constantes vaivenes y
desequilibrios económicos, o crisis, que repercuten en el bienestar general de la gente. El
dinero puede que no sea real, pero sí lo son los problemas que ocasiona cuando se pasa
de una economía productiva a otra financiera. Que yo sepa, solo la economía productiva
es capaz de generar riqueza tangible y el subsecuente bienestar. Algunos me contradirán
advirtiendo que hasta una pequeña empresa necesita gestionar sus créditos financieros.
Es cierto, las empresas siempre necesitan dinero para prosperar, esto es determinante en
la economía de libre mercado; siempre que la banca que los otorga invierta de manera
responsable los pequeños ahorros de sus clientes. Evidentemente, mi crítica se sitúa en la
esfera de los grandes especuladores internacionales los que hoy se conoce como los
buitres de Wall Street. En lo que a mí respecta, no conozco a ninguna persona con este
perfil, y son muchísimos los empresarios con los que me relaciono.
Una sociedad mejor no debería soslayar las evidentes diferencias entre los seres
humanos. No son buenos los sistemas que administran la igualdad extrema repartiendo la
pobreza bajo un férreo control político, sustentado en una exagerada burocracia sin
resquicios e implantado por una élite autoritaria. Tampoco lo son los sistemas
económicos que justifican la extraordinaria riqueza de unos pocos bajo la implacable
lógica de los más fuertes, que se imponen y viven a costa de la debilidad de la mayoría.
196
Se puede ignorar la igualdad enfatizando la libertad y se puede soslayar la libertad
incidiendo sobre la igualdad. Parece probado que ninguna de estas alternativas nos lleva
hacia un mundo mejor. No es posible la igualdad sin solidaridad y sin solidaridad la
libertad no conocería límites. Ya incidí sobre ello en el tercer capítulo de este libro. Una
verdadera economía del libre mercado debe supeditarse a las proclamas constituyentes
del liberalismo histórico, ahora casi olvidado: libertad, igualdad y solidaridad, a partes
iguales y equilibradas, para hacer posible un sistema político, filosófico, social y
económico opuesto a cualquier forma de autoritarismo o despotismo, promotor de las
libertades civiles y constituyentes del Estado de derecho, la democracia representativa y
la división de poderes. Esto es lo que hace posible una sociedad libre y responsable.
El posible fracaso de los sistemas económicos que basados en un nivel igualitario de
gratificación esperan una mayor motivación de las personas no disminuye la necesidad
de analizar los defectos de la economía libre del mercado. Sus efectos indeseables sobre
la distribución de la renta y las actitudes que se han venido conformando al respecto son
bien evidentes. Una solidaridad bien entendida debería reinterpretar la concepción de la
riqueza y su distribución. Es una evidencia bien comprobada que el liberalismo extremo,
o si se prefiere la moderna economía de mercado, asigna y distribuye la riqueza de
manera desigual e injusta.
El reparto desigual de la riqueza es contrario a los intereses sociales. También desde
una perspectiva práctica, es muy perjudicial. Admitir la justificación intelectual que
defiende la desigualdad es un artificio económico que se cultiva con gran entusiasmo
ocultando el hecho de que la doctrina económica que se exhibe está subordinada a la
avaricia y al objetivo pecuniario al que sirve.
Son numerosos los casos que lo evidencian: las perversiones del mundo financiero,
las herencias y las donaciones. La riqueza que así se obtiene es de muy difícil
justificación social, rinde poco o muy poco sin que el receptor preste o haya prestado
servicio alguno que añada valor económico. A todo esto se añaden las remuneraciones
que, sin que medien razones económicas suficientes, se asignan muchos de los actuales
altos gestores de empresas, grandes corporaciones y organizaciones financieras (45).
Estos directivos se asignan, bajo su propio arbitrio y sin control alguno, sus salarios,
crean sus paracaídas y blindajes e imponen sus propias opciones; y tan descomunales
salarios poco tienen que ver con la función económica y social de las empresas.
Las familias con ingresos medios —la clase media— viven bajo la presión de sus
necesidades más urgentes y seguramente se gastarán casi todo el dinero que obtengan
con su trabajo. Sin embargo, los muy ricos tienen gran preferencia por la liquidez, y su
disyuntiva principal es cómo gastar su dinero, sea consumiendo, invirtiendo en acciones
o, sencillamente, dedicándolo al ocio. No hay aquí otra cosa que una economía
financiera o especulativa. La clase media trabaja y compra generando riqueza. Las
grandes corporaciones y sus gestores compran y venden dinero generando la desigualdad
social.
197
Parte de estas ideas se pueden encontrar y ampliar leyendo el libro de John Kenneth
Galbraith Una sociedad mejor. Las letras de Drakontos. Conviene advertir de que este
libro se escribe en el año 1996, once años antes de que se produjera la actual crisis
financiera. Sus argumentos no solo contienen las recomendaciones para transitar hacia
una sociedad mejor (Galbraith insiste constantemente en la distinción entre lo imposible
y lo mejorable acorde con el realismo económico), sino que también advierten
implícitamente sobre la alta posibilidad de que como resultado de la desigualdad las
crisis se sucedan intermitentemente para reajustar los desequilibrios económicos. Por eso
sostiene que es necesario tomar fuertes medidas correctivas que reflejen y dirijan la
desigualdad inherente y perjudicial mediante un ataque contra la desigualdad, basado
en:
1. El control y/o rectificación de las irregularidades y tendencias del mundo
financiero: la información privilegiada, la falsa información para la promoción de
inversiones y las inversiones extravagantes, como, por ejemplo, los desastres de
las entidades de crédito y ahorro y los reiterados episodios de locura
especulativa. Las medidas a tomar deberían asegurar una mayor honradez de las
transacciones financieras.
2. El control social, ciudadano y de los propios accionistas sobre la gestión e
ingresos de los altos directivos de las grandes empresas y corporaciones.
3. La supresión de los inexplicables privilegios fiscales y comerciales de los
potentados y el apoyo institucional a los empresarios que promueven una
economía productiva.
4. El impuesto progresivo de la renta, cuyo papel en la distribución de la riqueza es
primordial, razonable y civilizado.
Se trataría de generar una distribución más equitativa de la riqueza. Una sociedad
mejor se fundamentaría en una política económica en la que la fiscalidad progresiva
tuviera un papel cardinal. Para romper el círculo vicioso que parte del poder para
conseguir ingresos que, a su vez, generan más poder, es imprescindible que no se
conculque el derecho de los trabajadores a asociarse. Del mismo modo que los grandes
inversores cuentan con la protección del Estado, también los trabajadores, y la sociedad
civil, deberían poder organizarse bajo la protección estatal para conseguir mayores
ingresos, mejores condiciones laborales y una mayor calidad de vida. Esta es la esencia
de la oferta y la demanda, la negociación y el intercambio entre las partes. Unos y otros,
empresarios y trabajadores, han de entenderse para el desarrollo de una sociedad mejor,
más equilibrada y más justa, lo que nos lleva de nuevo a la ley y los valores. Es decir,
que el Estado haga que se cumplan nuestras normas constitucionales y que los valores
basados en la libertad, la igualdad y la solidaridad sean cada vez más patentes y
generalizadas, añadiendo los principios éticos que hemos ido perdiendo en el camino.
Bastaría con conectar los valores de los creativos culturales, a los que se refiere Ervin
198
Laszlo, con personas con las suficientes habilidades y competencias emprendedoras.
Esto es posible, siempre que las reglas aprobadas por la mayoría y cristalizadas en la ley
impidieran la acumulación desmedida de riqueza. Una ley que controlara la especulación
y la corrupción que la genera. Puede, no obstante, que no bastara con la ley, y sería
indispensable que se cumpliera. La ley sirve de poco si se conculca constantemente y no
se hace algo al respecto.
No es nada nuevo, y poco más hace falta, aunque algunos lo perciban como
imposible. Están en su derecho, precisamente avalados y protegidos por la Constitución
Española, que sostiene la libertad de opinión y expresión, pero que en su primer párrafo
establece que: «La Nación española, deseando establecer la justicia, la libertad y la
seguridad y promover el bien de cuantos la integran, en uso de su soberanía, proclama
su voluntad de: Garantizar la convivencia democrática dentro de la Constitución y de las
leyes conforme a un orden económico y social justo. Consolidar un Estado de Derecho
que asegure el imperio de la ley como expresión de la voluntad popular. Proteger a todos
los españoles y pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas
y tradiciones, lenguas e instituciones. Promover el progreso de la cultura y de la
economía para asegurar a todos una digna calidad de vida. Establecer una sociedad
democrática avanzada, y colaborar en el fortalecimiento de unas relaciones pacíficas y de
eficaz cooperación entre todos los pueblos de la Tierra».
Todo el texto, hasta donde alcanza mi raciocinio, se ajusta a lo que he venido
argumentando en este libro. Ni lo que en él se afirma ni esta declaración constitucional
son ideas utópicas, sencillamente muestran el camino a seguir: una constante mejora del
bienestar de todos los ciudadanos. Efectivamente, considerando el texto en cursiva que
he resaltado, la nación española promueve el bien de cuantos la integran, bajo el imperio
de la ley, para promover el progreso de la cultura y de la economía con el fin de asegurar
a todos una digna calidad de vida.
Su consecución absoluta y general no siempre es posible, pero no es la rentabilidad el
criterio que se ha de utilizar para mejorar la cultura, la educación —añado— y la
economía, sino el nivel de vida de los ciudadanos, y no su empobrecimiento, al menos
según nuestra constitución. He comprobado cuántas veces aparece la palabra rentable
(hoy es muy fácil con los buscadores informáticos): ¡ninguna! La palabra renta está en el
artículo 131, para referirse a la planificación de la actividad económica aludiendo a las
necesidades colectivas, y en el artículo 40, que alude a su redistribución y el pleno
empleo; esto sí que aparece: el pleno empleo. También aparece de forma «encubierta»,
en el artículo 99, el voto de investidura, señalando las cuarenta y ocho horas que habrá
de transcurrir para proceder a una segunda votación. Nada más, si el buscador, espero, ha
realizado su tarea eficientemente.
Las posibles soluciones no deberían surgir del interminable e inútil debate entre el
capitalismo (sustentado en la actualidad por el modelo del liberalismo extremo) y el
comunismo (basado en una práctica autoritaria y deficiente del marxismo). Esta
199
controversia es inútil: ni la historia ha terminado ni la dictadura del proletariado acabará
con ella. Desde que concluyó la Segunda Guerra Mundial, y los líderes de la victoria
propusieron un nuevo orden económico basado en la paz y el desarrollo económico, han
sucedido muchas cosas. Acontecimientos de índole económica, social, política,
tecnológica y psicológica han transformado nuestro mundo. Hoy podemos ver sus
grandezas y también sus miserias. Podemos vislumbrar la sociedad a la que nos
dirigimos.
Necesitamos imaginación, creatividad, ilusión, jóvenes emprendedores y empresarios
que se comprometan con el bien común, consigo mismos y con los demás. ¿Es esto tan
difícil? Lo es. Nuestro sistema educativo no parece ser proclive a estas enseñanzas y se
escora cada vez más hacia el modelo económico del liberalismo extremo:
competitividad, rentabilidad, darvinismo social y supervivencia de los más aptos. Sin
embargo, numerosas encuestas muestran que son mayoría los ciudadanos que esperan un
nuevo orden económico mundial, más justo y equilibrado y más respetuoso con la
naturaleza.
Han sido numerosos los pensadores que han realizado reflexiones a este respecto y
propuesto alternativas para superar los problemas globales que nos acucian. Por lo
general, se las ha tachado de ser quimeras trasnochadas e imposibles, quizá bajo la
influencia de las ideas de un neoliberalismo extremo y del miedo que lo caracteriza. La
demagogia argumental es la siguiente: los que están contra el capitalismo están con el
comunismo. Es decir, si no quiero ser comunista, debo ser capitalista y aceptar los
principios neoliberales, no hay otra alternativa. Tal acusación no puede ser más
desafortunada. Anclarse en el pasado que nos sugiere la guerra fría no es buena cosa.
Nos inmoviliza y paraliza en un enfrentamiento sin solución.
200
Reconstruir con nuevos valores una sociedad más responsable.
Por ejemplo, una alternativa de interés, a la que apenas he hecho alusión y que
merece ser comentada aunque sea muy brevemente, es la que propone Christian Felber
en su libro La economía del bien común (2012), prologado por Juan Carlos Cubeiro, una
201
autoridad de la consultoría de empresas (46). He leído este libro con mucho interés y me
ha producido más dudas que certezas. Sin embargo, encuentro sugerente lo que afirma.
Entre otras razones porque este joven austriaco profesor de economía sostiene que la
economía del bien común no es un modelo perfecto. Se trata, más bien, de un proceso a
desarrollar, uno de los caminos posibles. Un proceso participativo abierto a todos
aquellos movimientos en disposición de ofrecer alternativas realistas. Posibilidades, en
definitiva, que confluyen en hacer que la actividad económica resulte en el beneficio del
bien común y la calidad de vida de las personas.
Presentan algo en común, y es lo siguiente: las soluciones a nuestros posibles
problemas individuales, grupales y colectivos se encuentran en la lógica del cambio y el
desarrollo; cambio en las formas de entender y operar con nuestras inteligencias y
cambios en la manera de gestionar nuestras empresas. Hoy hasta los teléfonos son
inteligentes, y hacen innecesario el esfuerzo de memorizar, escribir una carta o ser
pacientes en la espera para contactar con un amigo o un familiar. Necesitamos ser más
inteligentes que las máquinas que hemos creado, más humanos, si cabe, y siempre
dispuestos a mejorar la realidad que nos ha tocado vivir. Los ingredientes de este
proceso, encaminado al cambio social y el desarrollo empresarial, se pueden encontrar
en la inteligencia colectiva de los seres humanos y la adquisición de nuevas destrezas y
competencias transversales, más acordes con lo que nos exige el presente y nos plantea
el futuro, junto con el desarrollo de empresas más responsables social, ética y
económicamente.
Inteligencia colectiva, competencias transversales y responsabilidad
social empresarial
En el año 2005 la Dirección General de Investigación (Ministerio de Educación y
Ciencia), dentro del Programa Nacional de I+D, nos concedió el proyecto: «Influencia de
la cultura organizativa y el flujo de conocimiento sobre el rendimiento científico de los
grupos de I+D tecnológicos». Esta investigación se prolongó hasta el año 2009 y fue el
resultado de la colaboración conjunta de la Unidad de Investigación de Psicología
Económica y del Consumidor de la Universitat de València (Estudi General) y del
Instituto de la Gestión de la Innovación y del Conocimiento INGENIO (CSIC-UPV) de
la Universidad Politécnica de Valencia. El proyecto consistió en la realización y
validación de una herramienta de diagnóstico de la cultura organizativa con el fin de
determinar los facilitadores y las barreras para el desarrollo del conocimiento y la
productividad científica en los grupos de I+D.
Los resultados de esta investigación se han ido publicando en revistas de impacto
científico y no es necesaria su descripción exhaustiva aquí. Pero sí que puede ser de
interés que sintetice algunas de las consecuencias de esta investigación que podrían ser
de utilidad para describir cuál sería el perfil de un joven emprendedor y/o empresario.
202
Por ejemplo, de entre los atributos que lo caracterizan se pueden destacar la flexibilidad
cognitiva, el entusiasmo, la determinación, la empatía, la libertad, la curiosidad, la
intuición, la imaginación y la capacidad crítica. Estos serían los facilitadores. Para
superar las barreras este mismo joven emprendedor ha de saber eludir o controlar el
miedo, los estereotipos, la apatía, la superficialidad, la indecisión, la sumisión, la
especialización y el exceso de racionalización.
Desde la psicología de las organizaciones se ha venido insistiendo en la necesidad de
las empresas y las personas que las constituyen de integrar aquellas capacidades (las
descritas en el párrafo anterior y algunas otras de las que se dará cuenta más adelante)
que propicien los conocimientos que las impulsen posibilitando el cambio o cambios
más eficientes (Quintanilla, 2002). Similar perspectiva se podría extrapolar al ámbito de
lo público, constituido por los ciudadanos y sus gobernantes. La consecuencia más
relevante es que conocimientos e inteligencia colectiva andan a la par y se influyen
recíprocamente.
En lo que acabo de exponer subyace la idea que propusiera Émile Durkheim (18581917), en la que he venido insistiendo a lo largo de este libro, por la que se establece que
la inteligencia de todos siempre será mayor que la de unos pocos. La sociedad constituye
una inteligencia mayor que transciende al individuo en el espacio y en el tiempo. Es
decir, las capacidades de los seres humanos germinan, se acrecientan y prosperan por
medio de la inteligencia colectiva, activa y dispuesta al cambio. O, lo que es lo mismo, la
sociedad y los conocimientos que los humanos hemos venido acumulando y preservando
son un recurso inestimable del pensamiento lógico. ¿No es la educación la transferencia
de los conocimientos acumulados del maestro al alumno?, ¿no es este un extraordinario
ejemplo del saber compartido a través de los tiempos?
La inteligencia colectiva es el resultado de conectar la nuestra con la de los demás.
Sus ingredientes principales son el interés genuino por lo que se hace, la escucha activa,
la empatía y la capacidad de mostrarse participativos, abiertos y dispuestos a la
colaboración, características contrapuestas al egoísmo (o el interés propio inteligente) y
que se concretan en el altruismo en sus numerosas formas. La reiterada necesidad de
construir una sociedad del conocimiento y unas empresas predispuestas a su consecución
requiere impulsar sistemas sociales, de mayor o menor rango cuantitativo, que faciliten e
impulsen la reciprocidad, el trabajo en equipo y la cooperación, es decir, el apoyo mutuo,
que no es puro romanticismo imposible, ni una obsoleta utopía, sino el interés colectivo
inteligente.
Nuestros jóvenes emprendedores, antes de verse obligados a emigrar a otros países,
deberían tener la oportunidad de hacer posible una sociedad mejor en la que vivir. Digo
bien, la oportunidad de generar los conocimientos necesarios para precipitar los cambios
que la sociedad española requiere y luego, si fuera el caso, compartirlos con los demás.
Esta es una forma de ayuda a la cooperación de extraordinario interés, en todas y cada
una de sus manifestaciones.
203
Pero para ello, además del apoyo institucional, es imprescindible descubrir el
propósito profesional de la formación que se haya recibido, delimitar el rol laboral,
apasionarse por lo que se hace, desarrollar nuevas formas de inteligencia más allá de las
convencionales que se expresan mediante el CI o las buenas notas, establecer las metas
personales y asumir la responsabilidad de la vida que les toca vivir. El mundo es
maravilloso, pero la vida puede ser muy dura.
Estas podrían ser algunas de las características de una «nueva generación» o, lo que
es lo mismo, una experiencia colectiva acorde con los tiempos que nos ha tocado vivir.
El hipotético perfil de un joven emprendedor y empresario debería complementarse
por la constante adquisición de las competencias transversales, que son las que añaden
valor. Las resumo:
1. Aprender a hablar y escribir de manera clara y organizada para, entre otras cosas,
ser capaz de producir un discurso estructurado, coherente y bien argumentado.
Para ello es preciso saber leer e interpretar un texto y deducir los conocimientos
que propicien una exposición oral inteligente que mejoraría grandemente si
además se pudiera hacer en varios idiomas.
2. Dominio de varios idiomas, y no únicamente para lucirlos en un hipotético
currículum vítae, sino, y sobre todo, para adquirir una mayor flexibilidad
cognitiva que permita enriquecer y mejorar los conocimientos y la comprensión
de los otros, otras culturas y otras formas de pensar.
3. Conocimiento de la cultura global, por países diferenciados, lo que también
incide sobre la flexibilidad cognitiva y la comprensión de los otros. Creo que fue
Pío Baroja el que escribió que el nacionalismo se cura viajando. Lo mismo se
puede aplicar, como leí alguna vez, a aquel que defiende que la mejor comida es
la de su país sin haber visitado otros muchos y no haber comido en casa de unos
amigos.
4. Comunicación interdisciplinar que ofrezca la posibilidad de trabajar en equipo de
manera eficiente y, cuando se produzca, hacerlo con independencia, tenacidad,
resistencia, humildad, motivación, madurez, iniciativa, creatividad y pasión.
5. Predisposición a la innovación. Para ello lo más apropiado es desenvolverse en
contextos abiertos y estimulantes, comprender la sociedad que nos rodea y
mantener una disposición crítica y abierta.
6. Conocimiento de las artes. Por ejemplo, la música permite una perspectiva
holística, una concepción integrada de la realidad, más allá de lo estrictamente
perceptible de manera convencional: allí donde acaban las palabras empieza la
música. Entre otras cosas, esto posibilita una disposición valiente ante lo
desconocido y, en ocasiones, una actitud de rebeldía frente a los postulados
tradicionales, buscando y encontrando los sistemas para crear y avanzar. ¿Qué es
la cocina deconstructiva sino una forma de transformar lo tradicional para
204
construirlo de manera más artística y diferente? Hoy pocos ponen en duda que la
cocina que hace Ferran Adrià es un arte. Se vocea, se admira, se insiste en que
representa la marca España y, sin embargo, se elude lo esencial: una actitud
crítica y rebelde ante lo tradicional que abre paso a la transformación en una obra
de arte de una tortilla de patata o una crema catalana deconstruidas.
7. Asumir la influencia determinante del entorno digital. La competencia transversal
consecuente es la capacidad para acceder, manejar, integrar y evaluar la
información que circula por la Red para la adquisición de nuevas habilidades y
conocimientos. Es decir, gestionar la información que hay en la Red y aprovechar
las posibilidades que ofrece el entorno para comunicarse.
Este último aspecto es de suma importancia en la sintética descripción que estoy
haciendo de ese hipotético perfil del joven emprendedor y empresario. En este caso, el
concepto de inteligencia colectiva y los procesos de adquisición de las competencias
transversales se ven profundamente influidos por las nuevas tecnologías de la
información y la comunicación, especialmente por Internet. La Red ofrece nuevas
formas de relacionarse desde las que es posible la creación de nuevos conceptos siempre
que se integre alguna parte de la enorme información disponible. De esta manera se van
adquiriendo y potenciando las capacidades que he ido describiendo en los párrafos
anteriores.
El último aspecto a tratar en este apartado es la responsabilidad social empresarial o
corporativa (RSC). Debería ser un resultado capaz de facilitar y aglutinar todas las
destrezas antes descritas y dotarlas de un sentido y dirección en el contexto de una forma
de gestión empresarial responsable. Sus principales contenidos conceptuales podrían ser
los siguientes.
1. Primero, las empresas forman parte de la sociedad, son la sociedad. Las empresas,
ampliamente entendidas, son las personas que las integran y que las dotan de un
sentido y unos objetivos. Así pues, las personas que constituyen las empresas son
responsables ante la sociedad en la que viven.
2. Segundo, la principal finalidad de la empresa no solo es económica sino también
social y ambiental. Empresarios, ciudadanos y empleados con sus interacciones
activas, voluntarias y beneficiosas constituyen las bases de las contribuciones que
podemos hacer en el ámbito social, económico y ambiental. La cadena de valor
en la empresa se está transformando hacia una hipotética fórmula: Sensibilidad
social y ambiental + Personas + Tecnologías = Competencia con responsabilidad.
El origen de la RSC se puede encontrar (aunque puede que hoy se olvide y de nuevo
aparezca como una propuesta original soslayando los principios que la han venido
impulsando desde hace muchos años) en las doctrinas de reforma social, previas al
marxismo y el anarquismo, que surgen al inicio del siglo XIX para contrarrestar los
205
problemas del industrialismo y el liberalismo y que se han venido desarrollando a través
de los planteamientos del cristianismo social, el cooperativismo, el feminismo, la
socialdemocracia y el ecologismo. También es deudora del modelo conocido como
democracia industrial, un movimiento de la gestión de empresas que surge en Suecia y
que pretende la dignificación y enriquecimiento de los empleados y se caracteriza por la
participación en el trabajo, el desarrollo de la calidad de vida laboral y el crecimiento
profesional de los empleados. Y, finalmente, la sostenibilidad, es decir, la implantación
(o implementación, como se dice ahora) de sistemas biológicos que mantengan la
diversidad y productividad con el transcurrir del tiempo. O, lo que es lo mismo, que
satisfagan las necesidades de una generación sin limitar las de las siguientes a través del
consumo responsable, la importancia de la huella ecológica y la aplicación de las 8R:
revaluar, reconceptualizar, reestructurar, relocalizar, redistribuir, reducir, reutilizar y
reciclar.
Para llevar todo esto a buen puerto es necesaria una actitud estratégica basada en un
pensamiento empresarial caracterizado por su apertura al entorno, la acción voluntarista,
la reflexión crítica de lo que se está haciendo y de lo que se puede hacer, la planificación
sistemática y la capacidad para adaptarse constantemente a los cambios de cualquier tipo
(sociales, económicos, ambientales). Hay que adaptarse al entorno con el fin de
protegerse de las amenazas provenientes de sus posibles cambios y para aprovechar las
ventajas que aparezcan, rechazar la pasividad y desarrollar una actitud activa y
voluntarista basada en el convencimiento de que el futuro se puede prever y moldear con
las acciones oportunas. Esa actitud voluntarista ha de ser además anticipadora y
moldeable, es decir, abierta al cambio mediante una actitud crítica de la concepción de la
empresa presente y de la práctica directiva en curso. Esto supone la capacidad de
cuestionar lo que se hace y salir del marco de la rutina para descubrir y poner en marcha
soluciones creativas.
Es decir, un pensamiento estratégico que propicie una cultura peculiar y significativa
en la que el cambio, la transformación, la evolución y la transición se perciban como un
estado natural. La innovación frente al inmovilismo, la flexibilidad frente a la rigidez: el
cambio constante.
Un mundo mejor es posible
Estoy a punto de finalizar este libro tomando conciencia de su imperfección, de que
serán muchos los errores en los que habré incurrido (siempre involuntarios o resultado
de mis limitaciones intelectuales) y de las dudas que dejo en suspenso y sin poder
resolver. Si estuviera en mi mano, lo haría gustoso en un diálogo amable y distendido.
Confío en la comprensión de los lectores y, si fuera el caso, también espero sus
sugerencias y rectificaciones. En esta era de ordenadores y redes es muy fácil
localizarme. Fuere como fuere, un libro necesita acabar y ser editado, pues de lo
206
contrario nunca sería un libro. Así que solo añadiré unas pocas ideas más.
Cuando vi declamar a Pepe Sancho el texto que he comentado en este mismo capítulo
unas páginas atrás, me sentí mundamente conmovido. Especialmente cuando dice:
«Vosotros tenéis el poder para cambiar las cosas. Vosotros tenéis el poder para acabar
con un sistema que ahoga, exprime, desespera y mata. A los que me estéis escuchando os
lo digo: la felicidad es posible, la vida es posible. No escuchéis esa voz que dice “poco
puedo hacer”, porque muchos pocos es mucho, y juntos podemos construir un mundo
nuevo, un mundo mejor donde hombres, mujeres y niños puedan comportarse y
desarrollarse como hombres, mujeres y niños». Me sentí involucrado, mucho más allá de
la satisfacción que produce enviar unos pocos euros a una ONG. De inmediato pensé en
los estudiantes que acuden a mis clases, con su juventud y su entusiasmo aún no
adormecido, y pensé que deberían saber que un mundo mejor es posible. No todos y
todas, es natural, pero sí que otros muchos y muchas sentirían la misma conmoción que
yo sentí. A ninguno de ellos le vendría mal reflexionar un poco más allá de lo que
permiten las clases convencionales.
También me emocionó de forma muy especial cuando Pepe Sancho afirma: «Cuanto
más tuvimos, más quisimos, relegando al olvido a la parte más importante de nosotros,
nuestra humanidad. Más que riqueza, necesitamos sentimientos; más que progreso,
solidaridad y amor. Si nos olvidamos de lo que somos, el futuro estará perdido».
Nuestro extraordinario progreso ha sido incapaz de resolver los grandes problemas de
la humanidad. Los datos objetivos están ahí, disponibles y de fácil acceso. Un 0,6% de la
población tiene el 39,3% de la riqueza, o el 2% más rico posee más de la mitad de todos
los activos de hogares en el mundo. Del 100% de la riqueza mundial solo el 1% está en
África. Se calcula que Estados Unidos posee aproximadamente un 25% de la riqueza
total del mundo, y que el 1% de los estadounidenses tiene el 40% de la riqueza total de la
nación.
Las causas que han precipitado un mundo así son las mismas que han producido los
agobios que hoy viven los españoles. Hoy es domingo 6 de octubre de 2013 y el
periódico El Mundo informa de que «durante el año 2014 todo lo que ganen los
españoles hasta mediados de mayo irá a parar a las arcas del Estado». Y sigue la
coletilla: «Los expertos advierten que el castigo fiscal puede ahuyentar la inversión».
¿Por qué se ahuyenta la inversión? La inversión no es una persona o un animal
cualquiera. Los inversores son personas que quieren rentabilizar su inversión y dudan
que los españoles podamos pagar, pensando que una política fiscal llevada al límite
impide el crecimiento y que sin crecimiento no hay dinero. Todo se explica en dos
palabras: dinero y rentabilidad.
Los defensores de lo que llaman la moderna economía y de una sociedad sujeta a las
leyes de los mercados, los mismos defensores que afirman que hay que eliminar los
impuestos los aumentan hasta el punto de que los españoles deberemos pagar durante el
año 2014 un 36% de nuestros ingresos anuales en impuestos de todo tipo (47). ¡Que
207
alguien me lo explique! No lo duden, habrá quien lo haga convencido de sus ideas;
puede que sea honesto, o que sus creencias sean el resultado del fraude inocente, lo que
no dejará de ser un fraude. Sin embargo, no me refiero tanto al hecho de pagar tantos
impuestos (poco importaría si con ello todos los españoles viviéramos mejor) como a
que nos obliguen a pagarlos bajo la legitimación de un sistema en el que no creen,
protegidos por él y desde la (i)lógica económica de que habría que eliminar los
impuestos dejando el mercado libre, solo sujeto a sus leyes y regularidades. ¿En qué
quedamos?
«Pusimos la investigación y el desarrollo al servicio de nuestro bienestar pero nos
equivocamos en la manera de hacerlo», afirma más adelante Pepe Sancho.
Efectivamente, durante mucho tiempo la invención y la investigación estuvieron al
servicio del progreso, instalado en la lógica de un mundo mejor. Hoy lo están al servicio
de la rentabilidad. Investigamos lo que es rentable, aquello que pueda reportar
beneficios, de modo que la inversión pública disminuye con el argumento de que no los
da. Hay una fuerte inversión privada en armas y artilugios de guerra porque soy muy
rentables. Se invierte capital privado en la cura de enfermedades que afectan a muchos
porque es rentable y muy poco en enfermedades raras porque no lo es. Se investiga en la
manipulación genética porque es rentable. Sin embargo, bien analizado, no se invierte en
lo que es rentable; se consigue convertir algo en rentable al invertir grandes sumas de
dinero que muy pocos pueden tener, incluidos los estados, para manejar patentes y
mercados, impidiendo la libre competencia.
Esto muy poco tiene que ver con la ciencia y mucho con el dinero. Con la ciencia que
defendió, por ejemplo, Santiago Ramón y Cajal. Se podrá argumentar que si viviera
ahora, no tendría otra posibilidad, ante la avalancha de instituciones científicas en vías
de extinción por falta de subvención pública. Pero eso no evita comparar los principios
morales desde los que se produjeron sus investigaciones y los que, en algunos casos,
rigen en la actividad, en ambos casos, por supuesto, respetables.
Sin embargo, cuando la investigación se desarrolla por motivos extrínsecos y
resultadistas, bajo una fuerte inversión privada, sus resultados no llegan por igual a todos
los seres humanos, solo a quienes pueden pagarlo, sean ciudadanos, estados o gobiernos.
¿Alguien se acuerda hoy de la gripe A y la fuerte inversión del Estado español en
vacunas y remedios? Cuando la investigación se produce por motivos intrínsecos y en
aras del progreso de la ciencia, sea mediante inversión privada o pública, los resultados
son muy diferentes, siempre que las patentes y los remedios queden bajo el control
democrático y ciudadano.
En este punto debo referirme a la carta que Fernando Merello me envió tras leer el
manuscrito inicial. Ocupó su tiempo en una carta, bien escrita y argumentada, que me
envió por correo electrónico. Esa es la cortesía del colega. Gracias, Fernando. Ante la
posibilidad de tener que copiar algunas de sus frases, he optado por reproducir
textualmente alguna de sus ideas; entre otras razones porque contribuyen a clarificar,
208
creo yo, el sentido de este libro y porque lo que pretendía argumentar aquí y en este
punto está mejor glosado por él. Dice así:
«Un tema que me sorprende, y que me gusta mucho, son tus conversaciones con don
Claudio. Supongo que será real por el cariño que transmites, pero sobre todo es un
recurso simbólico que genera diálogo, que siempre fue el motor del aprendizaje. Como
sabes, yo también tengo un profesor. Se trata de Ortega. Te extraigo algunos pasajes de
su Epílogo sobre el alma desilusionada que está incluido en el ensayo El tema de
nuestro tiempo.
El propósito de suplantar la realidad con la idea es bello por lo que tiene de eléctrica ilusión, pero está
condenado siempre al fracaso. Empresa tan desmedida deja tras de sí transformada la historia en un área de
desilusión. Después de la derrota que sufre en su audaz intento idealista, el hombre queda completamente
desmoralizado... No conserva esfuerzo suficiente para sostener una actitud digna ante el misterio de la vida
y el universo... Comienza el reinado de la cobardía... En estas edades de consunción, el valor se convierte
en una cualidad insólita que solo algunos poseen.
No sé si estamos o no en una época de consunción. Me temo que sí. Todo el mundo
habla de voluntades misteriosas y nadie confía en su propio vigor. Ya sé que a ti como
psicólogo no te gusta enviar este tipo de mensajes, pero si tiene que aparecernos el
insólito valiente al que nuestro espíritu servil se entregue (como ya pasó después de la
depresión del 29), debemos estar preparados. De todas formas, y para no acabar de
manera pesimista, te apunto algunos otros extractos del mismo ensayo de Ortega que
seguro te van a gustar más y que van en la línea de que el futuro pasa por la cooperación
y no por la competitividad.
Ha sido un error incalculable sostener que la vida, abandonada a sí misma, tiende al egoísmo, cuando es
en su raíz y esencia inevitablemente altruista. La vida es el hecho cósmico del altruismo, y existe solo
como perpetua emigración del Yo vital hacia lo Otro. Ese carácter transitivo de la vitalidad no ha sido
descontado por los filósofos que se preguntaron por el valor de la vida. Al notar que no se puede vivir sin
interesarse por unas u otras cosas, han creído que, en efecto, lo interesante eran estas cosas y no el
interesarse mismo. Una equivocación parecida cometería quien pensase que lo valioso en el alpinismo es la
cima de la montaña, y no la ascensión.
Bueno, lo dicho. He disfrutado mucho y me llena de orgullo que me otorgaras el
privilegio de leer tu libro antes de darlo por terminado. Un abrazo.
El privilegio ha sido mío, querido Fernando. Me gusta mucho más el Ortega vitalista,
el que opera bajo la influencia de Henri Berson, que el pesimista. Les debo mucho a mis
maestros, y también incluyo entre ellos a nuestro querido Ortega y Gasset.
Una idea más y ya acabo. También la tomo prestada. La acumulación de dinero de
unos pocos y la creciente disminución de la clase media están llevando el sistema hacia
su colapso o a un retroceso social inevitable que puede acabar con el mundo tal y como
lo conocemos. El deterioro medioambiental se acrecienta en progresión geométrica, y
aunque son muchas las medidas solidarias para disminuir la pobreza, una buena parte del
planeta sigue sometido a la miseria.
Tendremos que poner mucha atención a lo que pasa y resistirnos a la «perversa
209
alucinación colectiva» injertada en la oscura noria del poder que «asume la fatalidad de
la violencia, de la hegemonía de la enemistad y el odio», afirma el filósofo español
Emilio Lledó (48), quien prosigue refiriéndose al terrorismo de la infelicidad: «Los
expertos en teoría política, intelectuales trasnochados, emperadores de la miseria y la
crueldad, con su corte de lacayos infrahumanos, intentan hacernos creer que,
efectivamente, en un mundo de alimañas no hay otro remedio que alimañizarse».
¿Iremos a peor?, le pregunta el periodista Juan Cruz, ¿cuál es la esperanza?: «No, espero
que no vayamos a peor, la educación es la esperanza».
210
REFERENCIAS, NOTAS Y ENLACES EN LA RED
Capítulo 1:
1. Bechtel, G. y Carrière, J. C. (1981): Dictionaire de la bêtise. Le livre des
bizarres. París: Robert Laffont.
2. Hay numerosas versiones de la entrevista a la que se alude en Internet.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://whatonline.org/i/el-mundo-interior-tambien-es-el-mundo/.
3. Fuente: INE, Banco de España, AFAT, Alcaide (2011), Ministerio de Educación,
Fundación BBVA e IVIE. El País, 1 de junio de 2013.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://sociedad.elpais.com/sociedad/2013/07/01/actualidad/1372691827_933241.html
Capítulo 2:
4. Es posible consultar el texto completo del artículo de Bertrand Russell, publicado
en 1932, con el título de Elogio de la ociosidad.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://alcoberro.info/pdf/russell3.pdf.
5. Destaca la obra de Serge Latouche, un economista francés promotor de la teoría
del decrecimiento, basada en la urgente necesidad de disminuir regular y
controladamente la producción económica, para establecer una relación de
equilibrio entre los seres humanos y con la naturaleza. Este autor afirma que
debemos aprender a vivir felices consumiendo menos, viviendo a un ritmo más
natural y posibilitando la recuperación del planeta.
A este respecto se puede consultar la entrevista con Serge Latouche, gran
ideólogo del decrecimiento.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=fvBsiP3hAmA.
Y también La gente feliz no suele consumir, del politólogo y escritor Paul Ariès.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://whatonline.org/s/la-gente-feliz-no-suele-consumir/.
6. Una secuencia de la película Glengarry Glen Ross escenifica bastante bien y en
buena medida lo que se afirma en este párrafo.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=zHkem7mHqnE.
7. La frase fue pronunciada en una conferencia escolar y está citada en Hofstadter,
211
R. (1959): Social Darwinism in American Thought, George Braziller; Nueva
York, p. 45. El texto original en inglés es: The growth of a large business is
merely a survival of the fittest. The American Beauty rose can be produced in the
splendor and fragrance which bring cheer to its beholder only by sacrificing the
early buds which grow up around it. This is not an evil tendency in business. It is
merely the working-out of a law of nature and a law of God.
8. Las citas que se enumeran son de fácil accesibilidad. Las principales fuentes son:
judaísmo (Hillel, Talmud, Shibbath, 31a); islam, el profeta Mahoma, Hadith;
hinduismo, Mahabharata, 5: 1517; budismo, el Buda, Udana-Varga, 5.18;
confucianismo, Confucio, Analectas 15.23; cristianismo, Mateo, 7:12.
Capítulo 3:
9. La película Tiempos modernos fue dirigida, escrita y protagonizada por Charles
Chaplin. Se estrenó en 1936 y constituye una descripción mordaz, a medio
camino entre el humor y la tragedia, de las condiciones laborales de los obreros
durante la Gran Depresión consecuencia de la crisis económica de 1929. La
primera secuencia es un retrato estremecedor —aunque puede resultar
extremadamente divertido; el mismo Chaplin explicó que lo que había intentado
hacer es un retrato de la realidad basado en el humor— de las consecuencias
indeseables de la eficiencia industrial y la producción en cadena.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=sgBpKIB85ho.
10. Los datos que aparecen están recogidos consultando la prensa escrita española.
En la red se pueden consultar numerosas bases de datos que los corroboran con
ligeras variaciones según los años.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.indexmundi.com/map/?v=29&l=es.
11. Hoy los cálculos del insigne economista se han quedado muy cortos. Baste
recordar los datos que se ofrecen en la presentación de este libro y que
corresponden al informe Intermon: el 1% de las personas más ricas de Estados
Unidos ha acumulado el 95% del crecimiento total, mientras que el 90% de los
pobres del mundo son ahora mucho más pobres. Nada que ver con la regla 20/80.
12. En 1982 se crea la Sociedad para la Promoción de la Economía Conductual
(Society for Advancement of Behavioral Economics, SABE), que reúne
investigadores provenientes de la psicología, la sociología, la historia, la
antropología, la biología y las ciencias políticas con la finalidad de alcanzar una
mejor comprensión del comportamiento económico. En el 2009, las asambleas
generales de la IAREP y la SABE, que ya habían realizado algunas conferencias
conjuntas, constituyeron en Halifax (Canadá) la Confederación Internacional
para el Progreso de la Economía Conductual y la Psicología Económica (The
212
International Confederation for the Advancement of Behavioral Economics and
Economic Psychology, ICABEEP).
Es muy frecuente encontrar, junto a la denominación de economía conductual
(Behavioral economics), la de finanzas conductuales (Behavioral finance).
Coincidentes entre sí en cuanto a sus planteamientos teóricos, son, en realidad,
materias muy cercanas y similares. Conjuntamente, representan una alternativa
crítica al modelo del paradigma clásico desde consideraciones hechas tanto por
psicólogos como economistas, por especialistas en finanzas como en psicología
social, por psicólogos experimentales como por economistas aplicados,
sociólogos o antropólogos. Sus trabajos e investigaciones han tenido un enorme
eco social, aumentado por los medios de comunicación.
La traducción de este artículo con el título «Teoría prospectiva: Un análisis de
decisión bajo incertidumbre», publicado en la revista Estudios de Psicología, 2930, 95-125, se puede encontrar en Dialnet, considerada la mayor hemeroteca de
artículos científicos hispanos en Internet y desarrollada por la Fundación Dialnet
y la Universidad de La Rioja.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=65981.
La conferencia impartida por Kahneman cuando recibió el Premio Nobel de
Economía, con el título de Mapas de racionalidad limitada: psicología para una
economía conductual (Kahneman, 2003), también se puede consultar en Dialnet.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://dialnet.unirioja.es/servlet/articulo?codigo=2304896.
13. Se puede consultar el libro de Matteo Motterlini (2006), profesor de economía
cognitiva de la Universidad Vita-Salutte de Milán, de título Economía emocional.
En qué nos gastamos el dinero y por qué. El segundo es el libro del profesor de
psicología del consumidor en el MIT Dan Ariely (2008), titulado Las trampas del
deseo. Cómo controlar los impulsos irracionales que nos llevan al error. El
tercero es el que ha escrito George Akerlof, Premio Nobel de Economía (2001),
profesor de economía de la Universidad de California, en colaboración con
Robert Shiller, también profesor de economía pero de la Universidad de Yale,
cuyo título es un argumento justificativo a añadir a los que han ido jalonando este
capítulo: Animal spirits. Cómo influye la psicología humana en la economía.
Capítulo 4:
14. Los argumentos de Brooks Stevens, así como una investigación periodística en
relación con la obsolescencia programada, se pueden encontrar en el documental
producido por Arte, RTVE y la Televisió de Catalunya Comprar, tirar, comprar,
cuyo enlace sigue a continuación.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
213
http://www.rtve.es/alacarta/videos/el-documental/documental-comprar-tirarcomprar/1382261/.
15. Cierto que, por lo escueto, lo dicho admite matizaciones diversas. No tantas si se
toma como referencia la Declaración de los Derechos del Hombre (1789) y,
también, la Declaración de los Derechos Humanos de 1948, derechos y
necesidades que son iguales y universales para todos los seres humanos.
Ambas declaraciones se pueden encontrar en la Red.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.fmmeducacion.com.ar/Historia/Documentoshist/1789derechos.htm.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.un.org/es/documents/udhr/ .
Hay que recordar que la idea esencial del contrato social, cuya propuesta más
conocida fue la que realizó Jean-Jaques Rousseau (1712-1778), es conciliar la
autoridad del Estado con los derechos de los seres humanos. Los ciudadanos
sellan un contrato implícito por el que están de acuerdo en limitar parte de su
libertad natural a cambio de ciertos derechos, lo que posibilita y enriquece la vida
en sociedad. Los derechos y los deberes de los ciudadanos constituyen las
diferentes cláusulas del contrato y el Estado se encarga de su cumplimiento.
Puesto que los derechos y los deberes no son naturales o inmutables, los
ciudadanos, mediante la acción democrática, su voto y la elección de sus
representantes políticos, podrán cambiar, si así lo desean, los términos de este
contrato.
No vendría mal recordar al filósofo francés leyendo su obra El contrato social o
principios de derecho político.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.cervantesvirtual.com/nd/ark:/59851/bmcgh9s1
Por otra parte, según nuestra Constitución, la responsabilidad es colectiva y no
individual, es un derecho y un deber. Según el artículo 35 de la Constitución
Española:
1. Todos los españoles tienen el deber de trabajar y el derecho al trabajo, a la
libre elección de profesión u oficio, a la promoción a través del trabajo y a una
remuneración suficiente para satisfacer sus necesidades y las de su familia, sin
que en ningún caso pueda hacerse discriminación por razón de sexo.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.senado.es/web/conocersenado/normas/constitucion/index.html.
16. Se trata de del documental Operación Luna, una farsa del canal de televisión
francés Arte rodado en 2002.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=PkaqFRM4sXI.
El documental sobre la Alternativa 3 también se puede encontrar en Internet.
214
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=TINrnqA40Do.
17. Una versión digital de este libro se puede encontrar en la Red.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.librosdigitales.org/bitstream/001/204/8/978-84-613-2970-0.pdf.
18. Sin embargo, el general británico Horatio Herbert Kitchener parece ser el primer
europeo que puso en práctica la idea de un campo de concentración durante la
Segunda Guerra de los Bóers (1899-1902) en Sudáfrica. Unas veinte mil mujeres,
niños y hombres, todos ellos civiles, murieron de hambre y mala atención. El
racismo y la ausencia de empatía no son, desde luego, un invento del
nacionalsocialismo. Aunque es preciso señalar que la sociedad británica
reaccionó ante lo sucedido con críticas radicales y generalizadas que se
extendieron al resto de Europa. El control social de un sistema democrático, el
británico, y otro autoritario, el alemán del Tercer Reich, marca las grandes
diferencias de la deriva social, su aceptación o su canalización a través del poder
legítimo de los ciudadanos.
19. En 2002 la BBC emite una serie de cuatro documentales con el título genérico
que encabeza este apartado: El siglo del individualismo, aproximadamente cuatro
horas de un excelente periodismo de investigación histórica y social. Una
argumentación bien fundamentada desde la que se describe y analiza la
influencia que tuvieron la propaganda y la publicidad en la construcción de la
sociedad de consumo y del poder político y empresarial del siglo XX.
Adams Curtis, su director, es un escritor británico cuyos documentales suelen
expresar opiniones bastante controvertidas y contundentes sobre temas de tipo
social y político. Este periodista sostiene que Edward Bernays, sobrino de
Sigmund Freud, pionero de las relaciones públicas y propagandista durante la
Segunda Guerra Mundial, aplicó las teorías psicoanalíticas acerca de la influencia
de las fuerzas irracionales sobre los procesos de la compra de bienes y productos
y asoció ciertas características de la personalidad con la idea de sentirse diferente,
de modo que se soslayan la funcionalidad de los bienes y su posible necesidad
objetiva. Hay numerosos enlaces para acceder a esta serie de documentales.
Quizá el más neutral es el que se referencia a continuación.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/playlist?list=PL16B91103D7B1D561.
Capítulo 5:
20. La influencia de la obra de John Kenneth Galbraith ha sido constante en la
redacción de mis trabajos. En especial, algunos de sus libros: El profesor de
Harvard (1991), Breve historia de la euforia financiera (1991), La sociedad
opulenta (1992), Una sociedad mejor. Las letras de Drakontos (1996) y La
215
economía del fraude inocente (2002). Cualquier lector conocedor de sus trabajos
se habrá dado cuenta de inmediato. Habría sido inapropiado y bastante
desafortunado soslayar la influencia del gran economista canadiense en lo que he
venido escribiendo. Amigo cercano de John F. Kennedy y un entusiasta
demócrata, su principal motivo de estudio fue el análisis de las consecuencias
que la acción política y económica puede tener sobre la sociedad, mediante un
discurso bien elaborado, claro, accesible y convincente.
En el siguiente enlace se puede ver una entrevista en inglés con este economista.
Conversations with History: John Kenneth Galbraith.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=jNgfIH5pyxg
21. Estas ideas vienen de lejos, no son nuevas. Hacia finales del siglo XIX surgió en
Estados Unidos un nuevo grupo de ricos de la clase media que hicieron
considerables cantidades de dinero a través del comercio y la manufacturación.
Thorstein Veblen (1857-1929) lo estudió advirtiendo sobre la existencia de una
nueva clase ociosa que intentaba reproducir los estilos de vida de las clases altas
y aristocráticas europeas. Sin embargo, los ricos estadounidenses expresaban su
riqueza a través de lo que Veblen denominó el consumo conspicuo.
El vocablo «conspicuo» es un adjetivo de origen latino que es sinónimo de
ilustre, visible y sobresaliente y al que comúnmente se le relaciona con lo
ostentoso. La ostentación es un fenómeno históricamente remoto y que
frecuentemente ha atraído el interés de los legisladores por su potencial peligro
social. Efectivamente, la preocupación por el consumo de los ricos y los
poderosos en las sociedades más primitivas y sus extravagancias y excesos está
bien documentada. Durante el Imperio Romano las autoridades, conscientes de su
peligro, promulgaron leyes para suprimirlo. Leyes semejantes aparecieron en la
época medieval y los inicios de la moderna en Europa, así como en las
postrimerías de la economía feudal en Japón y China (Mason, 1999).
Georg Simmel (1858-1918) también había analizado la rápida expansión
económica en Berlín durante el tránsito entre los siglos XIX y XX. Observó que
los berlineses, con los comienzos de las metrópolis modernas, estaban alterando
sus patrones de vida y se desenvolvían en una nueva clase de ambiente, que
afectó a sus modos de vivir de modo muy significativo. La ciudad moderna no
era una entidad espacial con consecuencias sociológicas, sino una entidad
sociológica que se había formado espacialmente. Según Georg Simmel: «El
problema más profundo de la vida moderna viene del reclamo del individuo para
preservar la autonomía de su existencia ante las abrumadoras fuerzas sociales»
(Simmel, 1997, 318).
Thorstein Veblen y Georg Simmel proporcionaron un espacio teórico
extremadamente sugerente para analizar los nuevos estilos de vida que
216
22.
23.
24.
25.
emergieron durante el cambio del siglo XIX al XX, estilos de vida metropolitanos
y de nuevos ricos en los que el consumo de productos como la ropa y los adornos
personales adquirieron gran significado. Estos estilos de vida estaban
extendiéndose de manera creciente entre otros grupos de menor poder adquisitivo
en constante incremento desde las primeras décadas del siglo XX.
Creo oportuno advertir de que el contenido de algunos pasajes de este libro
siguen textualmente lo que tengo escrito en otros textos y publicaciones. Apenas
los he modificado, al no encontrar una manera mejor de expresar lo que deseo
decir sin romper la lógica argumental. No he hecho constar, sin embargo, las
autocitas. Me parecen redundantes, y no se aporta nada indicando que lo que voy
escribiendo en una hoja lo tengo ya escrito en otro lugar.
Las diferentes fases que componen el origen y aparición de las crisis económicas
han sido descritas por John Kenneth Galbraith (1991).
A este respecto, se puede consultar Foglia, G., John Kenneth Galbraith, las
burbujas y el insomnio.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.palermo.edu/economicas/pdf_economicas/cbrs/John_Kenneth_Galbraith_burbujas
También se puede consultar Quintanilla, I. (2011): Crisis económicas y
motivaciones de los consumidores. Infocop online.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.infocop.es/view_article.asp?id=3480.
Como complemento de lo que se afirma, se puede ver el documental El fin de la
clase media, Informe Semanal, TVE.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=ILNwMIVTgQc.
Se han planteado bastantes teorías psicológicas y psicosociales para explicar la
pobreza (Gálvez y Quintanilla, 1997). Mi amigo hace referencia a la teoría de la
indefensión aprendida propuesta por Martin Seligman durante los años setenta.
Una serie de experimentos con animales posteriormente extrapolados al ámbito
social y humano mostraron que las personas se inhiben cuando, de forma
reiterada, las acciones que toman para modificar una situación dolorosa no
producen los resultados previstos, lo que les lleva a someterse pasivamente y
asumir la indefensión como algo inevitable. Un ejemplo destacable,
lamentablemente harto frecuente en estos tiempos, es el maltrato de la mujer. El
desgaste psicológico de la continua exposición a la violencia y al desprecio hace
que las mujeres sometidas a este maltrato recurrente se sientan indefensas e
incapaces de conseguir sus metas vitales. Es decir, un proceso sistemático de
violencia hace aprender a la víctima su propia indefensión, sin que tenga otra
posibilidad que asumirla.
Se puede ver el documental Martin Seligman habla sobre la psicología positiva.
217
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.ted.com/talks/lang/es/martin_seligman_on_the_state_of_psychology.html
Este otro documental muestra cómo se puede inducir la indefensión aprendida en
un aula en muy pocos minutos.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=OtB6RTJVqPM.
26. A ese respecto se puede consultar el documental La industria de los expertos,
emitido por RTVE en su programa Documentos TV.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=RQZUlr6hWII.
27. Lo que me recuerda la carta de Baltasar Garzón al presidente del gobierno, No se
enroque, señor presidente, que inicia con esta cita de Bertolt Brecht: «Ser bueno,
¿quién no lo desearía? Pero sobre este triste planeta, los medios son restringidos.
El hombre es brutal y pequeño. ¿Quién no querría, por ejemplo, ser honesto?
Pero ¿se dan las circunstancias? ¡No!, ellas no se dan aquí». Creo que no es
exactamente así, y si perteneciera al diálogo de La ópera de dos centavos entre la
señora Peachum y su hijo, sería así: «El hombre debe hallar en este mundo (la
vida es breve) su felicidad. Que goce los placeres de la tierra y que en lugar de
piedras pueda comer pan. Son estos sus derechos primordiales, ¿mas quién ha
visto nunca que eso pase? ¡No es justo pretender que se los den! Ya sé que todos
tienen sus derechos... ¡Mas cada cosa va según su ley! Ser bueno, ¿quién no lo
desea ser? Limosnas a los pobres, ¿por qué no? Si somos buenos llegará Su luz y
el reino de los cielos llegará. Ser bueno, ¿quién no lo desea ser? Mas la desgracia
es que en esta tierra la gente y los medios malos son. ¿Pues, quién no aspira a
vivir en calma? ¡Mas cada cosa va según su ley!».
La carta en cuestión se puede encontrar en el siguiente enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://elpais.com/elpais/2013/07/22/opinion/1374517533_295501.html.
28. El coltán o coltan es la abreviatura de la columbita tatalia, un mineral óxido
imprescindible en la fabricación de condensadores electrónicos. Es utilizado casi
exclusivamente y en su totalidad en los dispositivos electrónicos. Por el momento
no es renovable y, en consecuencia, es un mineral extremadamente estratégico.
Esta combinación lo hace ser un producto muy deseado que ha desencadenado
una guerra constante de la República Democrática del Congo, que posee el 81%
de las reservas mundiales que hasta el momento se conocen, con Ruanda y
Uganda. Son numerosos los informes internacionales y las denuncias sobre el
expolio y tráfico de estas riquezas minerales. Sin embargo, la ayuda militar no se
detiene, entre otras razones porque los principales beneficiarios son ciertos países
occidentales, es decir, aquellos que fabrican y venden los dispositivos
electrónicos de los que hacemos uso a cada momento: teléfonos móviles,
218
ordenadores, tabletas, entre otros. Lo paradójico de esta situación es que, siendo
el coltán un mineral que solo se puede extraer de la República Democrática del
Congo, Estados Unidos firmó planes de ayuda y cooperación con Ruanda y
Uganda que, además de enriquecer a estos países, supusieron la cancelación de
sus deudas externas, y hoy se les presenta como los modelos a seguir para el
desarrollo económico de la región.
Se puede ver el documental El coltán, causa de guerra en la R.D. del Congo, del
programa de RTVE Para todos La 2.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/para-todos-la-2/para-todos-2-ong-coltancausa-guerra-rd-del-congo/1010303/.
Capítulo 6:
29. Una entrevista a Michel Vovell con el título de La Revolución Francesa sigue
viva todavía se puede encontrar en el siguiente enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://elpais.com/diario/1988/11/25/cultura/596415606_850215.html.
Se puede consultar también: Cervantes, J. (2008): El queso y los gusanos. El
repunte de la historia de la cultura popular.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
www.monografias.com/trabajos19/queso-y-gusanos/queso-y-gusanos.shtml.
30. Humanizar es, según el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, «hacer a
alguien o algo humano, familiar y afable». Lo expuesto puede complementarse
por lo que escribe María Moliner (1990): «Hacer una cosa más humana, menos
cruel, menos dura para los hombres». ¿Qué puede significar hacer una cosa más
humana? Según estos mismos diccionarios, humano proviene del latín humanus,
relacionado con humus, tierra, como humilde, y homo, como hombre. Es decir,
un ser humano es una persona humilde. El calificativo humano también se aplica
a la persona que siente solidaridad con sus semejantes y es benévola o caritativa
con ellos; es sinónimo de afable, afectuoso, benévolo, benigno, condescendiente,
considerado, cordial, indulgente, magnánimo, misericordioso, propicio y
sensible.
Según Ferrater Mora (1991), con humanismo se designan ciertas tendencias
filosóficas, especialmente aquellas en las que se pone de relieve algún ideal
humano: puesto que son muchos, han proliferado diferentes humanismos.
Tenemos así un humanismo cristiano, un humanismo integral (el humanismo de
la Encarnación de Maritain), un humanismo socialista, un humanismo o
neohumanismo liberal, un humanismo existencialista, un humanismo científico y
otros muchos. Algunas tendencias se caracterizan por la insistencia en la noción
de persona por contraposición a la idea de individuo. Otras predican la sociedad
219
abierta contra la cerrada. Otras destacan el carácter fundamentalmente social del
ser humano. Otras ponen de relieve que el hombre no se reduce a una función
determinada, sino que es una totalidad.
31. La historia del niño de Aveyron se describe exhaustivamente en el libro de
Lucien Malson, de 1964, Les enfants sauvages, París: Union Générale
D’éditions.
Se puede encontrar un breve resumen en el siguiente enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://enticine.blogspot.com.es/2011/02/el-pequeno-salvaje.html.
La película de François Truffaut El niño salvaje (L’enfant sauvage, 1970) es un
excelente documento cinematográfico que pone al descubierto uno de los grandes
desafíos de la educación y de la socialización de los niños que se encuentran en
una situación de total o parcial marginalidad.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=QwjBu11vmX8.
32. En este sentido, defendido entre otros por Jesús Mosterín (Filosofía de la cultura,
1976, Madrid: Alianza Editorial), un instrumento, una vasija, un arco, una rueda
radiada, etc., no son propiamente objetos culturales en sentido fuerte. Sí lo son,
en cambio, las técnicas de fabricación de dichos instrumentos, o las ideas en que
se basan. Contra esta postura se ha manifestado en su libro Teorías sobre la
cultura en la época postmoderna (2000, Barcelona, Crítica) Marvin Harris, quien
considera que la filiación última de la teoría ideacional de la cultura es el
platonismo.
Véase Jordi Cortés Morató: ¿Qué son los memes? Introducción general a la
teoría de memes.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://biblioweb.sindominio.net/memetica/memes.html.
33. Además de la obra más representativa de Amin Samir (El virus liberal: la guerra
permanente y la norteamericanización del mundo, 2004, Madrid: Hacer), es
posible consultar una larga entrevista en el siguiente enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=tF8dbuZKEHU.
También se pueden encontrar algunas entrevistas.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.gloobal.net/iepala/gloobal/fichas/ficha.php?
id=1079&entidad=Textos&html=1.
http://www.scielo.org.ve/scielo.php?pid=S1012-25082010000200007
&script=sci_arttext.
http://www.rebelion.org/noticia.php?id=152098.
Amin Samir, no es el único autor que sostiene estas ideas respecto de los grandes
220
inconvenientes y efectos perversos del modelo neoliberal. Otro economista, el
estadounidense Joseph E. Stiglitz (Premio Nobel de Economía de 2001),
considera que el fundamentalismo neoliberal es una doctrina al servicio de
ciertos intereses que, por otra parte, nunca ha recibido el respaldo de la teoría
económica ni tampoco de la experiencia histórica. En aquellos países que han
seguido las políticas neoliberales los perdedores siempre han sido los mismos.
Conforme iban creciendo los beneficios, estos iban a parar irremediablemente a
los más ricos.
34. Recuerdo bastante bien la película Juegos de guerra, estrenada en el año 1983, en
la que ante la inminencia de una posible Tercera Guerra Mundial se somete a un
sofisticado ordenador a la pregunta de quién la ganará. En una gran pantalla
aparece un mapa del mundo en el que se pueden ver los misiles nucleares de
ambos bandos circulando de un lado a otro. En un momento dado el ordenador
parece bloquearse para después llegar a la conclusión de que, de producirse,
ambos países perderían. Es una ilustración, puede que ingenua y algo exagerada,
pero que representa bastante bien lo que sucede cuando la competitividad
extrema —la guerra lo es— se lleva hasta sus últimas consecuencias.
Capítulo 7:
35. El anuncio se puede encontrar en la página web Acción contra el Hambre
(teléfono: 900 100 822), para la campaña «La dictadura del hambre: 10.000 niños
mueren cada día por desnutrición aguda». Hoy el hambre es la gran dictadura,
pero juntos podemos derrocarla.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.accioncontraelhambre.org/acciones/dictaduradelhambre/.
36. Siempre me ha producido perplejidad observar cómo las propuestas utópicas han
sido devoradas sin compasión para ser integradas en modelos que no las tuvieron
en cuenta y que, incluso, las criticaron tenazmente. Por ejemplo, la participación
en el trabajo, de fuerte impronta democrática, se transformó en dirección
participativa, dejando en el camino su esencia para someterse al poder del líder,
que no a su autoridad informal. Poder y autoridad son conceptos muy diferentes:
el primero se otorga y la segunda se obtiene con el respeto del grupo. Una
dirección participativa resultado de un líder capaz, entrenado, empático y
carismático no es lo mismo que aquella que se práctica con un mando que se
impone por la fuerza; por muchas palabras que la adornen, terminará por ser una
dirección participativa autoritaria, lo que resultaría un imposible. Ahora, al
proponer la responsabilidad social corporativa, se ignora la influencia que sobre
ella han tenido las doctrinas de reforma social que surgen al inicio del siglo XIX
para contrarrestar los problemas del industrialismo, o el movimiento de la gestión
de empresas que aparece en Suecia y que pretende la dignificación y el
221
37.
38.
39.
40.
enriquecimiento del desempeño laboral, o el ecologismo, que promueve la
sostenibilidad y el respeto al medio ambiente.
La página web de la Fundación Ética se encuentra en este enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.ethicsfoundation.com.
La página web de Global Ethic Foundation se encuentra en el siguiente enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.weltethos.org/.
Un debate sobre ética global se puede ver en el programa Para Todos La 2 de
RTVE.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/para-todos-la-2/para-todos-2-debate-eticaglobal/1664446/.
Se calcula que en Estados Unidos hay cerca de tres millones de personas que se
están preparando para el caos al que nos llevarán la guerra, el cambio climático o
la caída, entre otras cosas, de un descomunal meteorito. Se autodenominan
preparacionistas (preppers en inglés) o supervivientes y supervivencionistas.
Creen que ante el cataclismo mundial la única solución es prepararse. Esta es la
razón por la que construyen refugios subterráneos donde hacen gran acopio de
alimentos, agua, gasolina y grandes cantidades de armas y sistemas defensivos.
Los preparacionistas creen que, haya o no un cataclismo, es mejor estar
preparados por si acaso. Los preparacionistas fundamentalistas, también
conocidos como supervivientes o supervivencionistas, están seguros de que el
mundo va acabar, de que es inevitable.
Pero hay que ir con cuidado, ya que mucho de lo que se afirma es exagerado y no
tiene otra intención que provocar miedo y conseguir adeptos. Sin embargo,
circulan por la Red algunas ideas y análisis que, aun con sus exageraciones e
inexactitudes, encuentran sus mejores argumentos en un mundo que no va por el
buen camino. Hasta donde alcanzan mis conocimientos, mucho de lo que se
afirma en estos documentales es cierto, aunque conviene advertir de que su
articulación lógica argumental dista mucho de ser acertada. En cualquier caso, se
puede consultar el documental Zeitgeist, escrito, dirigido y producido por Peter
Joseph en el año 2007 y que ha recibido más de cincuenta millones de visitas,
cifra que sigue aumentando con sucesivas versiones, ampliaciones y secuelas. El
documental inicial ha tenido varios reconocimientos internacionales y recibió el
premio del Artivist Film Festival del año 2007.
Hay numerosas versiones en la Red. La que se adjunta está doblada al castellano.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=Iv38TmcrQGk.
La doctrina del shock es otro documental, dirigido por Michael Winterbottom y
222
Mat Whitecross, emitido por primera vez en el año 2009, de similar contenido al
anterior e inspirado en el libro del mismo título publicado en el año 2007 por la
periodista canadiense Naomi Klein; solo en su versión española para la Red ha
recibido unas quinientas mil visitas.
Hay numerosas versiones en la Red. La que se adjunta está doblada al castellano.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=Nt44ivcC9rg.
41. El programa de la serie Redes, dirigido por Eduardo Punset, con el título de La
senectud del planeta se puede ver en el enlace adjunto.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=fNN88H9JoOE.
También se puede consultar la entrevista de Rosa Montero (2006), El País, 7 de
mayo, con el título El retorno del creador de Gaia.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://elpais.com/diario/2006/05/07/eps/1146983207_850215.html.
42. Serge Latouche es profesor emérito de la Facultad de Derecho, Economía y
Gestión Jean Monnet de la Universidad de París-Sur. Además de ser uno de los
mayores representantes de la teoría del decrecimiento, ha contribuido
activamente al Movimiento Antiutilitarista en Ciencias Sociales realizando
muchas aportaciones a La revue du MAUSS, cuyo enlace aparece a continuación.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.revuedumauss.com/.
El libro de Serge Latouche y Didier Harpagès La hora del decrecimiento se
puede encontrar en el siguiente enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://edicionesmagina.com/pdf/06001.pdf.
Otro documento de interés es el artículo de Mónica di Donato.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.usc.es/entransicion/wp-content/uploads/2011/11/Decrecimiento-obarbarie_Serge-Latouche.pdf.
También se puede ver la entrevista subtitulada: Serge Latouche, gran ideólogo
del decrecimiento.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=fvBsiP3hAmA.
43. Según Carlos Taibo, se trata de buscar la felicidad, preguntándose si «la vida que
llevamos en sociedades marcadas por el trabajo y por el consumo es realmente la
vida que nos gusta» (Taibo, 2009, 35). Relata, además, que se dio cuenta de hasta
qué punto el vocablo «decrecimiento» podía ser eficaz cuando lo buscó en
Google y el buscador no lo reconoció, proponiéndole a cambio: «¿Ha querido
usted decir: de crecimiento?».
223
44.
45.
46.
47.
Una entrevista realizada por Marta Iglesias a Carlos Taibo se puede leer para la
Revista Fusión (10 de mayo de 2009).
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.carlostaibo.com/articulos/texto/?id=323.
Joaquín Araújo es un conocido naturalista y escritor español, presidente del
proyecto Gran Simio en España. Ha sido director, realizador, guionista y
presentador de numerosas series y documentales de televisión en los que muestra
su extraordinario amor por la naturaleza y advierte sobre la importancia de su
mantenimiento.
Se puede consultar la página web de este naturalista en el enlace que se adjunta.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.joaquinaraujo.com/.
Para ilustrar lo que se afirma, puede ser muy interesante ver el documental La
corporación, dirigido por Marck Achbar y Jennifer Abbott.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=Bkr-paaAYJ8.
Una conferencia de Christian Felber sobre la economía del bien común se puede
encontrar en el enlace que se indica a continuación.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=UrHd6OFVnIE.
En la Red aparecen numerosas entrevistas.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=J0r_37xvuqU.
La página web de la economía del bien común se puede encontrar en el siguiente
enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
https://www.ecogood.org/.
Un texto sintético en el que aparecen los 20 principios fundamentales es el
siguiente.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.ctesc.cat/doc/doc_32988572_1.pdf.
El artículo de Gemma Fajardo García, profesora titular de Derecho Mercantil de
la Universitat de Valencia, con el título de La economía del bien común se puede
encontrar en el siguiente enlace.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://ebcvalencia.org/wp-content/uploads/2013/07/EBC-Gemma-Fajardo.pdf.
Justo hoy, cuando estoy terminando la redacción del presente capítulo, llegan dos
noticias que refuerzan las tesis que he venido defendiendo en este libro. En la
primera se afirma: «Los millonarios en España crecen un 13% hasta superar los
400.000 en plena crisis».
224
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://economia.elpais.com/economia/2013/10/09/actualidad/1381314566_508445.html
La otra noticia podría ser motivo de un análisis más exhaustivo. La Agencia EFE
informa de que «Los jóvenes españoles pasan más de 5 horas al día en las redes».
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://tecnologia.elpais.com/tecnologia/2013/10/09/actualidad/1381312601_497582.html
48. Fuente: Entrevista a Emilio Lledó, El País semanal, 3 de febrero de 2013.
Otra entrevista al sabio profesor de filosofía, realizada también por el periodista
Juan Cruz, se puede consultar en la Red.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.youtube.com/watch?v=HAdubpAeV90.
También se puede ver el programa de RTVE Pienso, luego existo.
Recuperado el 28 de agosto de 2014.
http://www.rtve.es/alacarta/videos/pienso-luego-existo/pienso-luego-existoemilio-lledo/1212743/.
225
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228
Ilustraciones: Paco Roca
Edición en formato digital: 2014
© Ismael Quintanilla Pardo
© Ediciones Pirámide (Grupo Anaya, S.A.), 2014
Calle Juan Ignacio Luca de Tena, 15
28027 Madrid
[email protected]
ISBN ebook: 978-84-368-3276-1
Está prohibida la reproducción total o parcial de este libro electrónico, su transmisión, su descarga, su
descompilación, su tratamiento informático, su almacenamiento o introducción en cualquier sistema de repositorio
y recuperación, en cualquier forma o por cualquier medio, ya sea electrónico, mecánico, conocido o por inventar,
sin el permiso expreso escrito de los titulares del Copyright.
Conversión a formato digital: calmagráfica
Los enlaces web incluidos en esta obra se encuentran activos en el momento de su publicación.
www.edicionespiramide.es
229
Índice
Prólogo (J. M. Peiró)
Prólogo (P. Roca)
Introducción
Agradecimientos
1. Hacia una nueva sociedad
5
9
11
24
27
¡Cuidado con lo que deseas, podría hacerse realidad!
¿Es suyo el coche que hay ahí fuera?
¿Es rentable la esclavitud?
Hacia una sociedad diferente
2. Trabajo, consumo y sociedad
27
29
32
33
37
Lo que creía Bertrand Russell
Comenzó con la Revolución Industrial
Poderoso caballero es don Dinero
Sobrevive el más apto para sobrevivir
El síndrome del tío Gilito
Lo corriente en el hombre es la tendencia a creer verdadero aquello que le
reporta alguna utilidad
3. El mercado y sus circunstancias
37
39
42
45
48
50
53
Una tarde en el café Tortoni
¿Qué es el mercado perfecto?
El mercado es imperfecto
El «homo economicus»
¿Todo lo explica el egoísmo?
El hexágono cognitivo
La paradoja de Sen y la teoría prospectiva
La importancia del contexto social
¿Hasta qué punto somos racionales cuando compramos?
4. El consumidor en busca de sentido
La obsolescencia programada
Necesidades, demandas y deseos
El constructor de imágenes
La cultura de la instantaneidad
53
56
61
63
67
70
73
77
78
82
82
85
90
94
230
El «homo videns»
El «homo consumens»
Percepción de la incertidumbre y búsqueda de sentido
5. El trabajo como objeto de consumo
Don Claudio, la eficacia y los juicios morales
La economía del fraude inocente
Las nuevas condiciones del trabajo
Efectos de la crisis sobre las nuevas formas de trabajo
¿Está desapareciendo la clase media?
La infraclase y sus demonios
Elogio y refutación de la eficacia
6. Nacidos para cambiar
97
99
106
111
111
116
121
126
130
133
137
145
Innovar es aceptar el cambio
Las conciencias no son, se hacen
Nacidos para cambiar
El hombre no es más que una caña, una caña pensante
Cerebrocentrismo y materialismo filosófico
Memes y virus neoliberales
Competitividad y cooperación
7. Hacia una sociedad responsable
145
150
152
157
162
165
170
175
La filosofía nunca está de más
Todo fluye, nada permanece
Hacia la responsabilidad compartida
Preparacionistas, conspiranoicos y la venganza de Gaia
Las teorías del decrecimiento
Pensamientos y valores responsables
Jóvenes, emprendedores y empresarios para una sociedad mejor
Inteligencia colectiva, competencias transversales y responsabilidad social
empresarial
Un mundo mejor es posible
Referencias, notas y enlaces en la red
Bibliografía
Créditos
231
175
178
183
186
187
190
194
202
206
211
226
229
Descargar