Los cinco mandamientos para tener una vida plena Bronnie Ware Traducción de Marcos Pérez Sánchez www.megustaleer.com 2 Introducción En un pequeño pueblo, durante una cálida tarde de verano tiene lugar una animada conversación similar a tantas otras que se desarrollan en ese mismo momento en tantos otros lugares del mundo: simplemente, dos personas que se ponen al día de sus vidas. Pero esta conversación tiene una particularidad: más adelante podrá ser considerada como uno de los puntos de inflexión fundamentales en la vida de cierta persona. Esa persona soy yo. Cec es el editor de una fantástica revista australiana de música folk llamada Trad and Now. Es conocido y estimado por su apoyo a la música folk en Australia, así como por su sonrisa abierta y jovial. Hablábamos sobre nuestro amor por la música (cosa muy apropiada, porque estábamos en un festival de música folk) y la conversación derivó hacia las dificultades a las que yo me enfrentaba por aquel entonces para encontrar financiación para un programa para enseñar a tocar la guitarra y a componer canciones a mujeres que estaban en la cárcel. «Si consigues ponerlo en marcha, avísame y lo publicamos en la revista», me dijo Cec, tratando de animarme. Logré ponerlo en marcha, y un tiempo después escribí un artículo para la revista en el que relataba mi experiencia. Al terminarlo, me pregunté por qué no escribía más historias. A fin de cuentas, llevaba escribiendo toda mi vida. Desde que era una niña pecosa, me carteaba con amigos de todo el mundo. Era la época en que la gente aún escribía las cartas a mano, las metía en sobres y las introducía en buzones. No dejé de escribir al hacerme mayor: siguieron las cartas escritas a mano, junto a años enteros plasmados en sus correspondientes diarios. Además, me convertí en cantautora y, como tal, escribía no solo con un bolígrafo sino también con la guitarra. Pero el placer que experimenté cuando escribí la historia acerca de la cárcel, con papel y bolígrafo sobre la mesa de la cocina, reavivó mi amor por la escritura. Así que le envié un mensaje de agradecimiento a Cec y poco después decidí empezar a escribir un blog. Los acontecimientos que sucedieron a continuación alteraron el rumbo de mi vida de la mejor manera posible. La idea para mi blog «Inspiration and Chai» («Inspiración y chai») surgió en una 3 acogedora casita de campo en las Montañas Azules australianas mientras tomaba una taza de té chai, como no podía ser de otra manera. Uno de los primeros artículos que escribí trataba sobre los remordimientos que experimentaban las personas que pronto iban a morir, con las que había trabajado como cuidadora. Esa había sido mi ocupación más reciente antes de empezar a trabajar en la cárcel, por lo que los recuerdos aún estaban frescos en mi memoria. A lo largo de los meses siguientes, la repercusión del artículo fue cada vez mayor, tanto que solo puede explicarse gracias a internet. Empecé a recibir correos electrónicos de personas a las que no conocía, que se ponían en contacto conmigo a raíz de ese artículo y de otros que escribí después. Casi un año más tarde, me había mudado a una casa de campo, situada en una zona agrícola. Un lunes por la mañana, mientras escribía en el porche, decidí revisar las estadísticas de mi sitio web, como hago de vez en cuando. Una expresión de sorpresa y regocijo se dibujó en mi cara. Volví a mirarlas de nuevo al día siguiente, y al siguiente también. No cabía duda de que algo importante estaba sucediendo. El artículo, que asimismo llevaba por título «Los cinco mandamientos para tener una vida llena», había tomado vida propia. Empezaron a llegarme correos electrónicos de todos los rincones del mundo, incluidos los de otros escritores que me pedían permiso para citar el artículo en sus blogs y para traducirlo a numerosos idiomas. La gente lo leía mientras iba en el tren en Suecia, en las estaciones de autobuses en Estados Unidos, en sus despachos en India o al desayunar en Irlanda, entre otros muchos lugares. No todo el mundo estaba de acuerdo con lo que yo decía en el artículo, pero creó la suficiente polémica para que se diese a conocer por todas partes. Les dije, si es que les contesté, a los pocos que no estaban de acuerdo: «No disparen al mensajero». Yo me limité a compartir lo que me habían contado quienes iban a morir. Sin embargo, al menos el 95 por ciento de las respuestas que suscitó el artículo fueron hermosas, y pusieron de manifiesto lo mucho que todos tenemos en común a pesar de nuestras diferencias culturales. Mientras esto sucedía, yo estaba viviendo en la casa de campo, disfrutando de la alegre compañía de los pájaros y otros animales salvajes que se acercaban al arroyo que corría frente a la casa. Cada día, me sentaba a trabajar a una mesa en el porche y respondía afirmativamente a las oportunidades que se me empezaban a presentar. En los meses siguientes, más de un millón de personas leyeron «Los cinco mandamientos para tener una vida plena». En menos de un año, esa cifra se había triplicado. 4 Debido a la enorme cantidad de gente que sentía una conexión con este asunto, y a las numerosas peticiones de personas que se pusieron en contacto conmigo, decidí desarrollar mis ideas al respecto. Como otros, siempre había tenido la intención de escribir un libro alguna vez. Al contar mi propia historia en este libro, he sido capaz de articular completamente las lecciones que había aprendido al cuidar a quienes iban a morir. Ya estaba ante mis ojos el libro que siempre había querido escribir. Es este. Como verás cuando leas mi historia, nunca he sido de las que viven su vida de una manera tradicional, si es que tal cosa existe en realidad. Vivo igual que siento, y escribo este libro simplemente como una mujer que desea compartir algo con los demás. He cambiado los nombres de casi todas las personas que aparecen en el libro para preservar la intimidad de familiares y amigos. No obstante, mi primer profesor de yoga, mi jefe en la clínica prenatal, el propietario del cámping para autocaravanas, mi mentora dentro del sistema penitenciario y todos los cantautores que menciono aparecen con sus nombres reales. También he alterado ligeramente el orden cronológico para agrupar temas comunes que viví con las distintas personas que cuidé. Quiero dar las gracias a todas aquellas personas que me ayudaron de tantas maneras a lo largo del camino. Me gustaría agradecer especialmente el apoyo y/o su positiva influencia profesional a: Marie Burrows, Elizabeth Cham, Valda Low, Rob Conway, Reesa Ryan, Barbara Gilder, mi padre, Pablo Acosta, Bruce Reid, Joan Dennis, Siegfried Kunze, Jill Marr, Guy Kachel, Michael Bloeme, Ana Goncalvez, Kate y Col Baker, Ingrid Cliff, Mark Patterson, Jane Dargaville, Jo Wallace, Bernadette, y a todos aquellos que apoyan mi escritura y mi música al conectar con ellas de una manera tan positiva. Gracias también a toda esa gente que me ayudó a ganarme la vida en distintos momentos, como: Mark Avellino, mi tía Jo, Sue Greig, Helen Atkins, mi tío Fred, Di y Greg Burns, Dusty Cuttell, Mardi McElvenny, y a todos esos maravillosos clientes de cuyas casas, que sentí como propias, cuidé. Gracias igualmente a todas las personas bondadosas que alguna vez me dieron de comer. Por su apoyo a lo largo del tortuoso camino, quiero dar las gracias a todos mis amigos, de ahora y de siempre, de aquí y de allá. Gracias por enriquecer mi vida de tantas maneras. En particular, gracias a: Mark Neven, Sharon Rochford, Julie Skerrett, Mel Giallongo, Angeline Rattansey, Kateea McFarlane, Brad Antoniou, Angie Bidwell, Theresa Clancy, Barbra Squire, a todas las personas que trabajan en el centro de 5 meditación en las montañas y que me mostraron el camino hacia la paz y a mi pareja. Todos me habéis ofrecido un lugar de reposo cuando más necesitaba descansar. Gracias, cómo no, a mi madre Joy (Alegría, en castellano), cuyo nombre le va como anillo al dedo. Con tu ejemplo natural, me has dado una sagrada lección de amor. El agradecimiento que siento hacia ti es infinito, hermosa mujer. Me gustaría que este libro sirviese también como homenaje a todas esas maravillosas personas, ya fallecidas, cuyas historias no solo lo componen, sino que han influido en buena medida en mi vida. Asimismo, quiero agradecer a sus familiares los momentos memorables y entrañables que hemos vivido juntos. Gracias a todos. Por último, quiero darle las gracias a la urraca que canta en el árbol junto al arroyo mientras escribo estas líneas. He disfrutado de tu deliciosa compañía y de la de todos tus compañeros pájaros mientras escribía estas páginas. Gracias, Dios, por tu apoyo y por hacer que encontrase tanta belleza en mi camino. A veces, no nos damos cuenta hasta mucho tiempo después de que un determinado instante del tiempo hizo que nuestra vida cambiase de rumbo. Muchísimos de los momentos que comparto en este libro tuvieron ese efecto sobre la mía. Gracias, Cec, por resucitar a la escritora que llevaba dentro. Y gracias a ti, lector o lectora, por tu bondad y por nuestra conexión. Afectuosamente, BRONNIE Desde el porche, a la puesta del sol Un martes por la tarde 6 Del trópico a la nieve «No encuentro mis dientes, no encuentro mis dientes.» Esa queja tan familiar llenó la habitación mientras yo intentaba disfrutar de la que esperaba fuera mi tarde de descanso. Dejé sobre la cama el libro que estaba leyendo y fui al salón. Como era de esperar, allí estaba Agnes, con una mirada al mismo tiempo confusa e inocente y una sonrisa que dejaba a la vista sus encías. Ambas estallamos en una carcajada. La situación ya debería haber perdido su gracia, porque cada pocos días olvidaba dónde había dejado sus dientes, pero lo cierto era que aún nos reíamos. «Estoy segura de que lo haces solo para que vuelva aquí contigo», le dije riendo mientras me ponía a buscar en los sitios habituales. Fuera, la nieve seguía cayendo, lo que hacía que la casa resultase todavía más cálida y acogedora. «Nada de eso, querida —respondió Agnes, negando insistentemente con la cabeza—. Me los quité antes de la siesta y al despertarme ya no he sido capaz de encontrarlos.» Salvo por el hecho de que estaba perdiendo la memoria, Agnes era más lista que el hambre. Llevábamos cuatro meses viviendo juntas, desde que respondí a un anuncio que buscaba a una acompañante interna. Como buena australiana que vivía en Inglaterra, había estado trabajando como interna en un bar a cambio del alojamiento, para tener un sitio donde dormir. Lo había pasado bien y hecho buenas migas con otros trabajadores y con los lugareños. Tener experiencia como camarera me resultó muy útil y me permitió encontrar trabajo en cuanto llegué al país. Y, aunque me sentía afortunada por ello, había llegado el momento de cambiar. Había pasado los dos años anteriores a mi estancia en el extranjero en una isla tropical, igual que las que aparecen en las postales. Tras trabajar más de diez años en la banca, sentía la necesidad de vivir alejada de la rutina cotidiana de lunes a viernes y de nueve a cinco. Junto con una de mis hermanas, nos aventuramos a pasar unas vacaciones en una isla de North Queensland para sacarnos el título de buceadoras de inmersión. Mientras ella se liaba con nuestro monitor, lo cual fue de gran ayuda para que consiguiésemos aprobar el examen, yo subí a una de las montañas de la isla. Durante un descanso sobre un enorme 7 canto rodado que parecía estar apoyado en el cielo y con una sonrisa en los labios, tuve una epifanía. Quería vivir en una isla. Cuatro semanas después el trabajo en el banco ya era historia, y las pocas pertenencias que no había conseguido vender quedaron almacenadas en un cobertizo en la granja de mis padres. Cogí un mapa y elegí dos islas basándome únicamente en su conveniente ubicación. No sabía nada sobre ellas, aparte de que me gustaba dónde estaban situadas y que en cada una de ellas había un centro turístico. Era la época anterior a internet, cuando cualquiera puede encontrar al instante todo lo que desee saber sobre cualquier cosa. Envié por correo sendas cartas de presentación y puse rumbo al norte, sin saber cuál sería mi destino final. Era el año 1991, unos pocos años antes de que los teléfonos móviles también invadiesen Australia. En el camino, mi alma despreocupada recibió las oportunas y pertinentes advertencias, como una experiencia que tuve haciendo autoestop que me llevó rápidamente a descartar esa forma de transporte. Cuando me encontré en un camino de tierra en mitad de la nada, lejísimos del pueblo al que trataba de llegar, se dispararon en mi cabeza las alarmas suficientes para que nunca más se me volviese a ocurrir hacer dedo. El tipo que me había parado me dijo que quería enseñarme dónde vivía. A medida que avanzábamos las casas se alejaban en la distancia y la vegetación se volvía cada vez más espesa, y en el camino se veían cada vez menos señales de visitantes habituales. Por suerte, me mantuve firme y decidida y logré salir de la situación gracias a mi labia. Solo consiguió darme unos besos babosos mientras yo trataba de salir del coche, a toda velocidad, en el pueblo al que quería llegar. Ahí terminaron mis aventuras en autoestop. A partir de entonces me moví en transporte público y, salvo por esa desafortunada experiencia, fue una gran aventura, en especial por no saber dónde acabaría viviendo. Viajar en trenes y autobuses hizo que me cruzase con personas extraordinarias a medida que me acercaba a climas más suaves. Cuando llevaba unas pocas semanas de viaje, llamé a mi madre, que había recibido una carta en la que me informaban de que había un trabajo esperándome en una de las islas elegidas. Estaba tan desesperada por escapar de la rutina del banco que cometí el absurdo error de decir que estaba dispuesta a aceptar cualquier trabajo, así que pocos días después estaba viviendo en una hermosa isla, fregando cacerolas y sartenes asquerosas. Sin embargo, vivir en la isla resultó ser una experiencia fantástica, que no solo me permitió escapar de la rutina cotidiana, sino que hizo que incluso me olvidara de en qué 8 día de la semana vivía. Me encantó. Después de un año fregando platos, conseguí un puesto de camarera en el mismo bar. El tiempo que estuve en la cocina había sido realmente entretenido y me había permitido aprender un montón de cosas sobre gastronomía creativa, pero era un trabajo duro y en el que sudabas constantemente debido al ambiente sofocante de una cocina sin aire acondicionado en pleno trópico. Eso sí, en mis días libres aprovechaba para perderme por los espléndidos bosques tropicales, o alquilaba un barco para recorrer las islas cercanas y hacer buceo, o simplemente me dedicaba a relajarme en aquel paraíso. Me ofrecí como voluntaria para trabajar como camarera en el bar, y eso me acabó abriendo la posibilidad de acceder al puesto que tanto deseaba. Con unas vistas impagables a un mar de aguas cristalinas en perfecta calma, la blanca arena y el balanceo de las palmeras, la verdad era que el trabajo no resultaba tan duro. Tratar con clientes alegres que estaban disfrutando de las vacaciones de sus vidas, mientras me convertía en experta mezcladora de unos cócteles dignos de aparecer en los folletos turísticos, estaba a años luz de mi vida anterior en el banco. Fue en el bar donde conocí a un europeo que me ofreció un trabajo en su imprenta. Yo siempre había tenido el gusanillo de viajar, y tras más de dos años en la isla tenía ganas de cambiar de aires y de volver a disfrutar de cierto anonimato. Cuando vives y trabajas en el mismo ambiente un día tras otro, es fácil llegar a considerar la privacidad en tu vida cotidiana como algo sagrado. Era de esperar que alguien que volvía al continente tras un par de años en una isla sufriese un choque cultural, pero aventurarme a ir a un país extranjero cuyo idioma ni siquiera conocía supuso, como mínimo, todo un reto. En los meses que pasé allí conocí a gente muy agradable, y me alegro de haber tenido esa experiencia. Pero necesitaba volver a hacer amigos afines, así que acabé yéndome a Inglaterra. Llegué con el dinero justo (me sobraron una libra y setenta peniques) para comprar el billete que me llevaría a donde se encontraba la única persona a la que conocía en el país. Se abría un nuevo capítulo de mi vida. Nev tenía una sonrisa abierta y afable, y sus rizos canosos empezaban a clarear. Era un experto en vinos, y era lógico que trabajara en el departamento de vinos de Harrods. Ese día empezaban las rebajas de verano. Cuando entré en ese establecimiento tan elegante y ajetreado salida directamente del ferry nocturno que cruzaba el canal de la Mancha, tenía todo el aspecto de la niña abandonada que era. «Hola, Nev, soy Bronnie. 9 Nos vimos una vez. Soy amiga de Fiona. Pasaste una noche en mi sofá hace unos años», le dije desde el otro lado del mostrador con una amplia sonrisa. «Claro, Bronnie —escuché con alivio—. ¿Qué te cuentas?» «Necesito encontrar un lugar donde poder quedarme unas pocas noches, por favor», le respondí esperanzada. Mientras él buscaba la llave en su bolsillo, me dijo: «Por supuesto. Aquí tienes». Y así fue como me ofreció un lugar donde dormir, en su sofá, y las indicaciones para llegar a su casa. «¿Me podrías dejar también diez libras, por favor?», le pedí con aire ingenuo. Sin dudarlo, sacó el dinero de su bolsillo trasero. Me despedí con palabras de agradecimiento y una alegre sonrisa como respuesta. Ya estaba todo arreglado: tenía cama y comida. La revista de viajes donde esperaba encontrar algún anuncio de trabajo salía ese día, así que compré un ejemplar, fui a casa de Nev e hice tres llamadas. A la mañana siguiente hice una entrevista para un trabajo como interna en un bar en Surrey. Por la tarde ya estaba viviendo allí. Perfecto. La vida transcurrió sin mayores sobresaltos durante dos años, entre amistades y amoríos. Fue una época divertida. Me adapté muy bien a la vida de pueblo, que a veces me recordaba a la de la isla, rodeada de gente a la que fui tomando aprecio. Además, no estábamos demasiado lejos de Londres, así que era fácil organizar excursiones cada cierto tiempo, la mayoría de las cuales fueron muy agradables. Pero sentía la necesidad de seguir viajando. Quería conocer Oriente Próximo. Los largos inviernos ingleses fueron experiencias positivas y me alegré de haber pasado un par de ellos allí. Eran completamente opuestos a los calurosos e interminables veranos australianos. Pero tenía que decidir si irme o quedarme, y opté por pasar allí un último invierno, con la intención de ahorrar algo de dinero para el viaje. Para conseguirlo, tenía que alejarme del ambiente del bar y de la tentación de hacer vida social todas las noches. Nunca he sido una gran bebedora (ahora no bebo nada) pero, aun así, saliendo por ahí cada noche, me gastaba un dinero que podría emplear en pagarme el viaje. Casi al mismo tiempo en que tomé esa decisión, me topé con el anuncio para el trabajo con Agnes, que era en el condado contiguo a Surrey. Me ofrecieron el puesto en la primera entrevista, cuando Bill, que era granjero, se dio cuenta de que yo también había sido una chica de granja. Agnes, su madre, tenía casi noventa años, el cabello gris que le llegaba por los hombros, una voz alegre y un vientre muy prominente, cubierto casi todos 10 los días por la misma rebeca roja y gris. Su granja estaba a apenas hora y media en coche, lo que me permitía visitar a todo el mundo en mis días libres. Pero mientras estaba allí parecía que me hallaba en otro mundo. Me sentía muy aislada, porque me pasaba todo el día con Agnes, desde la noche del domingo hasta la del viernes. Dos horas libres cada tarde no eran suficientes para hacer mucha vida social, aunque lo cierto era que de vez en cuando aprovechaba para ir ver a mi inglés. Dean era un encanto de persona. El sentido del humor fue lo que hizo que conectásemos desde el principio, en cuanto nos conocimos. También nos unía el amor por la música. Nos habíamos conocido al día siguiente de llegar yo al país, justo después de hacer la entrevista para trabajar en el pub, y vimos enseguida que nuestras vidas serían más ricas y divertidas si pasábamos tiempo juntos. Sin embargo, por desgracia, no era con él con quien pasaba más tiempo por aquel entonces. Normalmente me quedaba atrapada por la nieve en casa de Agnes y, muy a menudo, tratando de encontrar sus dientes. Era alucinante cómo alguien podía perder sus dientes en tantos sitios en una casa tan pequeña... Su perra, Princess, un pastor alemán de diez años que soltaba pelo por todas partes, era muy cariñosa, pero sus patas traseras apenas la sostenían debido a la artritis, algo habitual en los perros de esta raza, al parecer. Conociéndola, levanté su trasero del suelo y busqué allí los dientes de su ama. Ese día no hubo suerte. Sin embargo, en otra ocasión sí se había sentado sobre ellos, así que tenía sentido buscarlos allí. Princess meneó su gran cola y a continuación volvió a quedarse dormida junto a la chimenea, olvidando al minuto la breve molestia. Una y otra vez, Agnes y yo nos cruzábamos mientras proseguíamos con la búsqueda. «No están aquí», me decía desde el dormitorio. «Aquí tampoco están», contestaba yo desde la cocina. Aun así, yo acababa buscando en el dormitorio y Agnes en la cocina. Una casa tan pequeña no tenía tantas habitaciones en las que buscar, así que las dos las registrábamos todas, para estar doblemente seguras. Ese día, en concreto, se habían caído dentro de la bolsa donde guardaba los artilugios para tejer, junto a la butaca del salón. «Eres un cielo, querida —me dijo, mientras se volvía a meterlos en la boca—. Quédate a ver la televisión conmigo, ya que estás aquí.» Ese truco era habitual, y yo sonreí mientras hacía lo que me pedía. Era una señora mayor que había vivido mucho tiempo sola y que agradecía la compañía. Mi libro podía esperar. No era que el trabajo fuese muy intenso ni en sus mejores momentos. Simplemente, se trataba de hacerle 11 compañía, y si lo necesitaba fuera de mis horas de trabajo estipuladas, no había problema. Otras veces habíamos encontrado los dientes bajo su almohadón, en el lavabo del baño, en una taza de té en el armario de la cocina, en su bolso y en otros muchos lugares insospechados. Pero también habían aparecido detrás del televisor, en la chimenea, en el cubo de la basura, encima de la nevera y dentro de uno de sus zapatos. Y, por supuesto, bajo los cuartos traseros de Princess, su imponente pastor alemán. A mucha gente le sienta bien la rutina. Yo, personalmente, prefiero los cambios. Pero la rutina tiene su espacio, y no cabe duda de que a muchas personas es lo que mejor les funciona, sobre todo cuando se van haciendo mayores. Agnes tenía rutinas semanales y rutinas diarias. Todos los lunes iba al médico, ya que tenía que hacerse análisis de sangre periódicamente. La cita era exactamente a la misma hora todas las semanas. Eso sí, con una cosa al día bastaba, porque, de lo que contrario, su rutina de pasar las tardes descansando y tejiendo se vería alterada. Princess nos acompañaba a todas partes, tanto si llovía como si granizaba o hacía sol. Lo primero era bajar el portón trasero de la camioneta, mientras la vieja perra esperaba pacientemente sin dejar de mover el rabo. Era una criatura hermosa. Después yo colocaba sus patas delanteras sobre el portón y la agarraba rápidamente por detrás para subirla antes de que le fallasen los cuartos traseros y tuviésemos que volver a empezar. Y me pasaba el resto de la excursión cubierta de pelos rubios de perro. Hacer que bajase era más fácil, aunque también necesitaba ayuda. Princess se dejaba caer hasta que sus patas delanteras llegaban al suelo, y esperaba entonces a que yo le bajase las traseras. Si entretanto Agnes necesitaba mi ayuda por algún motivo, Princess esperaba en esa posición con el lomo en alto hasta que yo hubiese terminado. Una vez que estaba abajo, se movía alegremente y sin dolores, sacudiendo continuamente esa cola suya, grande y vieja. Dedicábamos los martes a hacer la compra en el pueblo de al lado. Muchas de las personas mayores para las que he trabajado gastaban muy poco, pero Agnes era todo lo contrario. Siempre intentaba comprarme algo, sobre todo cosas que yo ni quería ni necesitaba. En cada pasillo se nos podía ver a las dos, una joven y otra anciana, discutiendo. Ambas sonreíamos, y a veces nos reíamos, pero ninguna cedía. En consecuencia, yo acababa con la mitad de las cosas que Agnes quería comprarme, que 12 podían ser delicias vegetarianas variadas, mangos de importación, un nuevo cepillo para el cabello, una camiseta interior o una pasta de dientes de sabor espantoso. Los miércoles íbamos al bingo, también en el pueblo. Agnes estaba perdiendo vista, por lo que yo era sus ojos para confirmar sus resultados en el juego. Ella podía leer los números y oía bastante bien, pero me preguntaba para estar segura antes de tachar cada número. Me encantaban todos los ancianos que encontrábamos allí. Yo iba camino de los treinta y era la única persona joven, lo que hacía que Agnes se sintiese muy especial. Se refería a mí como «mi amiga». «Mi amiga y yo fuimos ayer de compras y le compré unas bragas nuevas», anunciaba con semblante serio y orgulloso a todos sus amigos del bingo. Todos asentían y me sonreían mientras yo me decía para mis adentros: «Madre mía». Y proseguía: «Su madre le escribió esta semana desde Australia. Ahora hace mucho calor allí. Y ha tenido un sobrino». De nuevo, todos asentían y sonreían. No tardé en aprender cuánta información me convenía darle. No quiero ni pensar en lo que podrían haber sabido de mi vida de no haber sido así, sobre todo cuando mi madre me envió por correo varios conjuntos de lencería y otros regalos, para mimarme en la distancia. Pero con Agnes todo resultaba inocente y cariñoso, así que fui capaz de sobrellevar los sonrojos y los momentos de vergüenza que me hacía pasar de vez en cuando. El jueves era el único día que no comíamos en casa. Era un día importante para las tres, Princess incluida, por supuesto. Íbamos en coche hasta un pueblo en Kent y comíamos con su hija. Cincuenta kilómetros era una distancia considerable para los ingleses, pero no para una australiana. No cabe duda de que en la forma de ver las distancias tienen mucho peso las diferencias culturales. En Inglaterra, en tres kilómetros puedes llegar a otro pueblo completamente distinto al más cercano. El acento es del todo diferente y es posible que no conozcas a nadie, aunque hayas pasado toda tu vida en el pueblo de al lado. En Australia, puedes desplazarte ochenta kilómetros para comprar una barra de pan. Tus vecinos pueden vivir a tanta distancia que para saludarte tengan que utilizar el teléfono o un aparato de radio, pero no por ello dejan de considerarte su vecino. Una vez estuve trabajando en una zona tan remota del territorio del Norte que para ir al bar más cercano tenían que desplazarse en avión. Al empezar la noche, la pequeña pista de aterrizaje estaba repleta de aviones 13 monoplaza o biplaza, y a la mañana siguiente se hallaba completamente vacía, una vez que todos habían vuelto medio borrachos a sus ranchos. Así que esos jueves que pasábamos fuera de casa eran un gran día para Agnes, pero para mí suponían la ocasión para un entretenido rato de conducción. Su hija era una mujer simpática, y la reunión resultaba agradable. Ellas siempre se tomaban una buena comilona, con carne, queso y pepinillos. Me fascinaba cuánto les gustaban los pepinillos a los ingleses. Era un buen país para ser vegetariano, eso sí. Siempre tenía donde elegir pero, como hacía tanto frío, solía optar por una sopa caliente o un buen plato de pasta. Los viernes eran muy locales. Vivíamos en una explotación ganadera que tenía su propia carnicería. Dos de los hijos de Agnes gestionaban la granja. Los viernes por la mañana salíamos de casa para ir a la carnicería. Aunque Agnes insistía en tomarse su tiempo y mirar cada cosa con mucho detenimiento, compraba exactamente lo mismo cada semana, sin excepción. El carnicero incluso se ofrecía a llevarle el pedido a casa, pero no. «Muchas gracias, pero prefiero venir y elegir aquí lo que compro», respondía Agnes amablemente. Por aquel entonces yo era vegetariana y ahora soy vegana. Aun así, ahí estaba yo, viviendo en un granja de ganado, no muy diferente del lugar donde me había criado. Aunque no abogaba por que la gente comiese carne, sí entendía el negocio y la forma de vida. A fin de cuentas, me resultaba familiar. Volvíamos a pie de la carnicería pasando por el establo y hablábamos con los jornaleros y con las vacas. Agnes avanzaba lentamente apoyándose en su bastón, conmigo a su lado y Princess detrás. Daba igual el frío que hiciese, simplemente nos poníamos más capas de ropa. Los viernes siempre transcurrían así: visitábamos la tienda y luego a las vacas en su establo. Me asombraba la manera tan distinta que tenían los ingleses de tratar a sus vacas respecto a los australianos, con sus establos y su atención individualizada, aunque las vacas australianas no tenían que soportar los inviernos ingleses... Aun así, me daba muchísima pena llegar a encariñarme con esas vacas, sabiendo que probablemente más adelante acabaríamos comprando su carne en la carnicería. Era algo muy difícil de asumir, y yo nunca lo conseguí del todo. El tema del vegetarianismo surgía muy a menudo, a pesar de mis intentos por evitarlo y mi respeto por el estilo de vida que la familia había escogido. Nunca he sido de esos vegetarianos o veganos que hablan demasiado sobre ello. Habiendo visto lo que vi en mi 14 juventud, y tras haber ido de excursión a un matadero, lo que me marcó de por vida, entiendo por qué algunos vegetarianos defienden su causa con tanta pasión. Tener que enfrentarse a lo que hacen estas industrias y lo que sucede tras los muros del matadero es algo desgarrador. Pero yo prefería vivir discretamente y limitarme a predicar con el ejemplo, respetando el derecho de cada uno y cada una a vivir como le parezca oportuno. Solo hablaba sobre mis creencias si me preguntaban, y lo hacía gustosamente, porque el interés era genuino. Lo que sí me parece interesante es cómo, a lo largo de los años, personas que han optado por comer carne y que prácticamente no me conocen me han atacado sin que mediase provocación por mi parte, simplemente porque yo he elegido no comer animales. Puede que esto explique en parte por qué opté por vivir mi vegetarianismo con discreción. Solo quería tranquilidad. Así que tuve mis dudas cuando Agnes empezó a hacerme preguntas sobre mis motivos para ser vegetariana. Su supervivencia dependía de los ingresos de su explotación ganadera. De hecho, supongo que la mía también, aunque tardé un tiempo en asumirlo. Acepté el trabajo con la sola intención de ahorrar dinero y alegrarle la vida a una señora mayor. Pero ella insistía en sus preguntas, así que le expliqué lo que había sentido al ver cómo mataban vacas y ovejas cuando era niña y lo mucho que me había afectado, cuánto me gustaban los animales y que había visto cómo las vacas mugían de una manera distinta cuando sabían que iban a morir. Sus gemidos de terror y de pánico aún resuenan en mis oídos. Eso fue todo. En ese mismo momento Agnes se declaró vegetariana. «Madre mía — pensé—. ¿Cómo se lo voy a explicar a su familia?» Se lo comenté a su hijo poco después, y este le expresó a Agnes su deseo de que ella siguiese comiendo carne. Pero al principio se mantuvo firme. Finalmente, Agnes aceptó comer carne roja un día a la semana, y pescado y pollo dos días más. También tomaba carne en mis días libres, cuando su familia le daba de comer. El tiempo ha ido reafirmando mis convicciones, y hoy en día ni siquiera me plantearía la posibilidad de aceptar un trabajo que implicase tener que cocinar carne. Pero entonces sí que lo acepté, aunque odiaba esa parte del trabajo. Cuando lo hacía, me entristecía al pensar que aquello que cocinaba había sido alguna vez un hermoso ser vivo, que tenía 15 sentimientos y derecho a vivir. Así que el acuerdo al que llegamos me gustó desde el principio, pese a que, para mí, el pescado y el pollo no dejaban de ser animales. Sin embargo, resultó que Agnes solo había llegado a un acuerdo con su hijo para mantener las apariencias, ya no tenía ninguna intención de comer carne ningún día de la semana. Así que pasé el resto del invierno y la primavera cocinando para nosotras deliciosos festines vegetarianos de panes de nueces, sopas divinas, coloridos sofritos y pizzas exquisitas. Creo que, de no ser así, Agnes habría sido feliz viviendo a base de huevos duros y, por supuesto, alubias guisadas. No olvidemos que era inglesa, y a los ingleses les encantan las alubias. La nieve se derritió, los narcisos florecieron y con ellos llegó la primavera. Los días eran cada vez más largos y el cielo retomó el color azul. El rancho fue reviviendo, y los terneros recién nacidos correteaban tambaleándose sobre sus delgadas patillas. Volvieron los pájaros, que nos recibían cantando cada día. Princess soltaba más pelo todavía. Agnes y yo dejamos los abrigos de invierno y los gorros en el armario y continuamos con nuestra misma rutina durante un par de meses más, mientras disfrutábamos del sol de primavera. Éramos dos señoras de dos generaciones muy diferentes que paseábamos del brazo día tras día, mientras compartíamos risas e historias sin fin. Pero yo sentía la llamada del viaje. Desde el principio, las dos sabíamos que me iría. También echaba de menos a Dean. El tiempo que pasábamos juntos los fines de semana ya no era suficiente, y ambos deseábamos partir de viaje. Poco después empezaron a buscarme sustituta y comenzamos a descontar nuestros últimos días juntas. Esos meses con Agnes fueron una experiencia maravillosa y muy especial. Aunque acepté el trabajo pensando sobre todo en mis ansias de viajar, hacerle compañía fue algo muy bonito. Desde luego, mucho más agradable que servir cervezas. Prefería sin duda ayudar a alguien a caminar erguida porque era anciana y frágil antes que a un joven (o incluso a una persona mayor) estando borracho. Había tenido tiempo de sobra para hacerlo durante mi estancia en la isla y en el pub inglés. Me gustaba mucho más buscar los dientes de una señora mayor que recoger ceniceros sucios y vasos de cerveza vacíos. Dean y yo viajamos a Oriente Próximo, donde nos maravillamos con la gran diversidad de culturas fascinantes (y comimos enormes cantidades de comida deliciosa). Tras un año maravilloso, volví a visitar a Agnes. Otra chica australiana había ocupado mi lugar y tuvimos una conversación larga y agradable, tras la cual Agnes se quedó traspuesta en su butaca. Mientras compartíamos infinidad de historias, me confesó que 16 se había quedado algo descolocada con la primera pregunta que le había hecho Bill cuando la entrevistó. Le pedí que me la contase y no pude evitar reírme al escuchar su respuesta: «Tú no serás vegetariana, ¿verdad?». 17 Una sorprendente trayectoria profesional Después de esos años en Inglaterra y en Oriente Próximo, por fin regresé a casa, a mi querida Australia. Era una persona cambiada, como le sucede a todo el que viaja. Al volver a trabajar en la banca, enseguida tuve claro que ese trabajo nunca volvería a satisfacerme. Ahora, el único aspecto positivo era la atención a los clientes y, aunque por aquel entonces era fácil conseguir trabajo en cualquier ciudad, no estaba satisfecha con mi vida laboral, que me hacía muy infeliz. Además, la expresión creativa empezaba a fluir desde mi interior. Vivía entonces en el Oeste australiano y un día, sentada junto al río Swan en Perth, hice dos listas. Una era de las cosas que se me daban bien; la otra de las que me gustaba hacer. Después de repasarlas, tuve que aceptar que dentro de mí había una artista de algún tipo, ya que las únicas cosas que aparecían en las dos listas estaban relacionadas con talentos creativos. «¿Tendré valor para creerme que puedo ser artista?», me dije. Aunque me había criado rodeada de músicos, también me habían inculcado la seguridad que daba tener un «buen trabajo», de ahí que nadie lograse entender mi insatisfacción con la vida que llevaba, con un trabajo estable de nueve a cinco en la banca. Era un «buen trabajo», un trabajo que me estaba matando lenta pero indefectiblemente. Comencé un proceso de profunda introspección, tratando de averiguar qué era lo que sabía hacer bien y qué haría que disfrutase. Fueron tiempos difíciles, porque todo estaba cambiando en mi interior. Finalmente llegué a la conclusión de que tenía que trabajar desde el corazón, porque hacerlo solo desde el intelecto me había dejado demasiado hueca e insatisfecha. Así que empecé a desarrollar mis habilidades creativas a través de la escritura y la fotografía, lo que, al final de un camino largo y enrevesado, me acabaría llevando a escribir e interpretar mis propias canciones. Durante todo ese tiempo, seguí trabajando en la banca, aunque casi siempre como trabajadora eventual. Ya no era capaz de soportar todo lo que conllevaba un trabajo a tiempo completo. Perth estaba muy lejos de cualquier otro lugar, así que, por mucho que me gustase vivir allí, el deseo de estar cerca de mis seres queridos hizo que los estados del Este volviesen a reclamarme. De modo que crucé las imponentes llanuras de Nullarbor, 18 atravesé la cordillera de los Flinders, recorrí la Great Ocean Road, y después la New England Highway, hasta llegar a Queensland, que sería mi hogar durante una temporada. Parte de ese tiempo estuve trabajando en un centro de atención telefónica para los suscriptores a un canal de películas para adultos. Por momentos, era mucho más interesante que el sector de la banca. «Hummm.» Silencio. «Llamo en nombre de mi marido.» «Entonces ¿le gustaría suscribirse a Night Moves?», respondía yo en un tono comprensivo y amistoso, siempre tratando de que la mujer se sintiese cómoda. Los hombres preguntaban cosas del estilo de: «¿Cómo es? Quiero decir, ¿se ve todo?». «Lo siento, caballero, yo no lo he visto. Pero puedo ofrecerle una noche de prueba por 6,95 dólares y, si le parece interesante, puede llamar y contratar una suscripción mensual.» Y, como no podía ser de otra manera, también estaban las típicas llamadas de «¿De qué color es la ropa interior que llevas puesta?». Y Bronnie cuelga. Pero una vez que las risas se acabaron, no era más que un trabajo de oficina como cualquier otro. Entablé amistad con los compañeros, lo que lo hizo más llevadero. Pero mi insatisfacción no dejó de crecer. Volvimos a mi estado natal, Nueva Gales del Sur. Dean, el hombre con el que había estado en Inglaterra y en Oriente Próximo, se vino a Australia conmigo. Poco después de mudarnos a Nueva Gales del Sur, nuestra relación llegó a su fin. Nos quisimos mucho durante años y habíamos sido muy amigos durante casi todo ese tiempo. Fue demoledor asistir al derrumbe de nuestra amistad, pero ya no podíamos seguir riéndonos e ignorando lo diferentes que eran nuestros respectivos modos de vida, como habíamos hecho hasta entonces. Yo era vegetariana; él comía carne. Como me pasaba cinco días trabajando en una oficina, necesitaba pasar tiempo al aire libre durante el fin de semana; él trabajaba fuera de lunes a viernes, y lo que quería era quedarse en casa los días festivos. La lista era interminable y crecía cada semana. Lo que a uno le gustaba, ya no le gustaba al otro. Aún nos unía el amor por la música, lo que hizo que siguiésemos juntos un tiempo más. Pero al final nuestro canal de comunicación dejó de funcionar y cada uno tuvo que 19 enfrentarse a su propia pérdida, viendo cómo los sueños que habíamos compartido se desintegraban ante nuestros ojos. Cuando la relación terminó y llegó el duelo por la pérdida, fue una época desgarradora. Aunque lloré hecha un ovillo y deseé que hubiésemos sido capaces de arreglarlo, en el fondo de mi corazón sabía que no habríamos podido. La vida nos llamaba en direcciones diferentes, y la relación, en lugar de ayudarnos a seguir nuestros caminos, se había convertido en un obstáculo. La búsqueda de un mayor significado en mi vida se intensificó y, como resultado, el tema del trabajo cobró más importancia. Me conciencié de lo difícil que es ganarse la vida como artista hasta que tu obra ha tomado impulso y ha conseguido una reputación considerable. Entretanto, necesitaba encontrar una nueva dirección. Sabía que acabaría ganándome la vida como artista. A fin de cuentas, si era capaz de soñarlo, podría hacerlo. Pero necesitaba volver a ganar dinero, y hacerlo en un ámbito que me permitiese trabajar desde el corazón y expresarme de forma natural. La presión de vender productos dentro del sector bancario había aumentado, y yo había cambiado demasiado. Ya no encajaba en ese mundo, si es que alguna vez había sido realmente así. Decidida a continuar con mi viaje creativo, tomé la decisión de volver a trabajar como acompañante interna. De ese modo, al menos no estaría atrapada por un alquiler o una hipoteca, lo que también me permitiría liberarme del corsé de la rutina. A pesar de los años de introspección que me habían llevado hasta ese punto, la decisión final fue casi casual, frívola. Sencillamente, buscaría un trabajo como acompañante para dar espacio a mi vena creativa, para trabajar desde el corazón y también para poder vivir sin tener que preocuparme del alquiler. Por aquel entonces, no tenía ni idea de que mis anhelos de un trabajo sentido desde el corazón se verían tan claramente atendidos, ni de que los años siguientes serían tan importantes para mi vida y mi obra. Menos de dos semanas después, ya me había mudado a una casa situada junto a la orilla del mar en uno de los barrios más exclusivos de Sydney. Su hermano anciano se había encontrado a mi cliente, Ruth, inconsciente en el suelo de la cocina. Tras pasar más de un mes en el hospital, le permitieron volver a casa, con la condición de que estuviese atendida las veinticuatro horas del día. Mi experiencia como cuidadora se reducía al tiempo que había pasado como 20 acompañante de Agnes, varios años atrás. Nunca había cuidado de una persona enferma y así se lo dije claramente a la agencia que me contrató, pero no les importó. Las cuidadoras dispuestas a vivir internas no abundaban y no iban a dejar que se les escapase una. «Haz como que sabes lo que haces y llámanos si necesitas ayuda.» ¡Bienvenida al mundo de las cuidadoras, Bronnie! Mi empatía natural me permitió hacer razonablemente bien el trabajo pese a a ser novata: traté a Ruth como trataría a mi propia abuela, a la que quise mucho. Atendía sus necesidades a medida que las iba manifestando y así fui aprendiendo. La enfermera del ayuntamiento venía cada varios días y me hacía preguntas sobre cosas de las que yo no tenía ni idea. Como fui sincera con ella, acabó ayudándome muchísimo y me enseñó cosas sobre medicamentos, cuidados personales y la jerga del sector. Mis jefes también se pasaban de vez en cuando. Comprobaban que Ruth estaba contenta y se iban. No tenían ni idea de que yo me estaba agotando a pasos agigantados, tanto emocional como físicamente. Ni siquiera estoy segura de que yo fuese consciente de ello entonces. La familia de Ruth estaba encantada, porque yo la estaba mimando demasiado. Masajes de pies y faciales, manicuras, y montones de entrañables conversaciones junto a su cama mientras tomábamos el té. Como digo, la trataba como habría hecho con mi propia abuela. No sabía hacerlo de otra manera. Ruth tocaba el timbre también durante la noche y yo bajaba la escalera corriendo para ayudarla a subirse a la silla con orinal para poder hacer pis. «Qué glamourosa eres», me decía cuando me veía entrar. Ese glamour se debía a que a veces me hacía un moño antes de acostarme, simplemente porque estaba demasiado cansada para desenredarme el pelo. Y el camisón supuestamente «glamouroso» que llevaba me lo había dado mi madre tras mucha insistencia por su parte. «No puedes ir a la casa de esa señora y dormir desnuda o con cualquier trapo viejo — me había dicho mi madre—. Por favor, toma esto y prométeme que te lo pondrás.» Así que, por respeto a los deseos de mi querida madre, acabé poniéndome un camisón de satén para dormir. Sí que debía de estar glamourosa cuando entraba medio sonámbula en su dormitorio cuatro cinco veces cada noche, luchando por abrir los ojos y pidiendo un indulto para mi estado de agotamiento. Ruth me necesitaría también durante todo el día siguiente, por lo que tenía pocas posibilidades de recuperar el sueño perdido. Asimismo 21 me encargaba de las tareas domésticas, a las que me dedicaba mientras Ruth dormía sus siestas. Ella tenía ganas de hablar incluso cuando estaba sentada en el orinal. Le encantaba recibir tanta atención, después de años viviendo sola. Yo también disfrutaba de nuestra amistad, salvo por el hecho de tener que escuchar qué tazas y qué platos habían utilizado en no sé qué cena que habían celebrado hacía treinta años mientras ella orinaba sobre la silla a las tres de la mañana, cuando lo único que me pedía el cuerpo era volver a la cama. A lo largo de las semanas, Ruth me fue hablando de los años que había pasado en la bahía y de los niños que jugaban junto al puerto. Los repartos de leche y de pan se hacían con carros tirados por caballos, cuyos cascos resonaban en las calles silenciosas. Los domingos, el barrio entero se vestía con sus mejores galas para ir a misa. Ruth me hablaba de sus hijos cuando eran pequeños y de su marido, fallecido tiempo atrás. Su hija Heather, que me parecía encantadora, se pasaba a verla casi cada día, y era una bocanada de aire fresco. El hijo de Ruth vivía en el campo con su familia y, si Heather no hubiese mencionado a su hermano, habría sido muy fácil olvidar que existía. No desempeñaba un papel activo en la vida de su madre. Heather era la roca a la que Ruth se había aferrado durante las décadas que habían transcurrido desde que se quedó viuda. James, el hermano mayor de Ruth, también la había ayudado. Todas las tardes, con exquisita puntualidad, iba a verla dando un paseo desde su casa, a más de un kilómetro de distancia. Siempre llevaba el mismo jersey, día tras día. Había llegado a los ochenta y ocho años y nunca había estado casado. Era un tipo maravilloso, con la mente perfectamente lúcida, y fue para mí todo un placer conocerle y disfrutar de la sencillez de su vida. Pero Ruth no conseguía recuperarse de su enfermedad y un mes después aún seguía en cama. Le hicieron más análisis y me informaron de que se estaba muriendo. Mientras caminaba hacia el puerto con lágrimas en los ojos, todo me parecía surrealista. Los niños jugaban en el agua, junto a la orilla. El puente peatonal que cruzaba la bahía se balanceaba ligeramente al paso de la gente feliz que lo atravesaba. Los transbordadores pasaban camino de Circular Quay, en el centro de la ciudad. Yo me movía como en un sueño, mientras oía las risas de un grupo de gente haciendo una comida campestre. Sentada frente a un acantilado de arenisca, con el agua a punto de tocarme los pies, 22 levanté la vista hacia el hermoso cielo. Era uno de esos días perfectos de invierno en que el calor del sol es como un bálsamo. En Sydney nunca hace mucho frío en invierno, nada que ver con Europa. Hacía un día espléndido y con un abrigo ligero era suficiente. Le había tomado cariño a Ruth, y saber que iba a morir me hacía llorar, pensando en el inevitable dolor que sentiría cuando se fuese. Mi primera reacción al pensar que la perdería fue de estupefacción. Las lágrimas brotaban mientras veía pasar un yate lleno de gente sana y feliz. Fue entonces cuando me di cuenta de que yo iba a ser su cuidadora, la que la acompañaría hasta el final. Como me había criado en una granja de vacas, y más tarde en una de ovejas, había visto morir a muchos animales. No era algo nuevo para mí, aunque nunca había dejado de producirme una gran impresión. Pero en la sociedad en la que vivía, la sociedad moderna de la cultura occidental, no era habitual verse expuesto a los cuerpos moribundos. No era como en otras culturas, en las que la muerte humana se experimenta abiertamente y constituye una parte muy visible de la vida cotidiana. Nuestra sociedad ha expulsado a la muerte, llegando prácticamente a negar su existencia. Esta negación hace que ni la persona que va a morir ni su familia o amigos estén en absoluto preparados para lo inevitable. Todos vamos a morir. Y sin embargo, en lugar de asumir la existencia de la muerte, tratamos de ocultarla. Es como si quisiésemos convencernos de que, como dice el refrán, «Ojos que no ven, corazón que no siente». Pero no es así, y ese es el motivo por el que seguimos buscando reafirmarnos a través de nuestra vida material y de los temerosos comportamientos que esta conlleva. Si somos capaces de afrontar lo inevitable de nuestra muerte y la aceptamos de corazón antes de que nos llegue la hora, podremos replantearnos nuestras prioridades mucho antes de que sea demasiado tarde. Y eso nos permitirá dedicar nuestras energías a lo que de verdad tiene valor. En cuanto asumamos que el tiempo que nos queda es finito, aunque no sepamos si serán años, semanas u horas, seremos menos proclives a dejarnos llevar por el ego o por lo que los demás piensen de nosotros y prestaremos más atención a lo que nuestros corazones anhelan realmente. Esta asunción de nuestra muerte, inevitable y cada vez más cercana, nos abre la posibilidad de encontrar mayor sentido y satisfacción en el tiempo que nos queda. Me di cuenta de hasta qué punto esa negación es perjudicial para nuestra sociedad. Pero en ese momento, en ese soleado día de invierno, no saqué nada en claro sobre lo que le esperaba a Ruth y cuál sería mi papel como su cuidadora. Apoyé la cabeza en la 23 pared de arenisca y recé para pedir fuerzas. Durante mi juventud y a lo largo de mi vida de adulta había tenido que hacer frente a numerosos desafíos y pensé que no habría llegado hasta ese lugar si no fuese capaz de cumplir con la tarea que me esperaba. Pero esto no contribuyó demasiado a aliviar la pena y el dolor que sentía. Sentada bajo el cálido sol, llorando en silencio, supe que tenía trabajo por delante y que trataría de ofrecerle a Ruth toda la felicidad y comodidad que pudiese durante sus últimas semanas. Pasé allí un rato largo, reflexionando sobre la vida y sobre cómo esta situación me había tomado por sorpresa, a pesar de lo cual también iba aceptando que tenía dones que compartir y que eso era lo que se esperaba de mí. Mientras volvía a la casa, sentí que una firme determinación crecía en mi interior: intentaría por todos los medios dar lo mejor de mí en esa situación y ya recuperaría el sueño perdido cuando pudiese. Mi jefa se pasó por la casa ese mismo día y le expliqué que nunca había visto a una persona muerta, ni mucho menos había cuidado de alguien que iba a morir. Sentí que le hablaba a una pared. «La familia te quiere. Lo harás bien.» «Lo harás bien» (algo así como: «Todo irá bien») es una expresión tan habitual en Australia que di por hecho que así sería. A partir de ese momento, la salud de Ruth se deterioró rápidamente. Contrataron a otras cuidadoras para los días que yo tenía libres y, a medida que sus necesidades fueron creciendo, me descargaron de mis obligaciones nocturnas. A veces las otras cuidadoras me reclamaban, ya que yo era la encargada de supervisar la situación, pero ahora al menos podía dormir. Los días seguían siendo especiales y, por lo general, Ruth y yo estábamos solas. Era un barrio tranquilo, y de vez en cuando, a través de los árboles, llegaban las risas del parque junto al puerto, más abajo. Heather venía a vernos de vez cuando, James también, así como una serie de especialistas que hacían su trabajo. La oportunidad de aprender era enorme y yo estaba creciendo mucho profesionalmente, sin ser del todo consciente de ello entonces. Cumplía con mi cometido y no paraba de hacer preguntas a todo el que se me cruzaba. Una mañana, cuando me disponía a tomarme dos días libres, contenta porque iba a visitar a mi primo en la ciudad y a disfrutar de cierta alegría en medio de la gravedad de la situación, percibí un olor que salía del dormitorio. La cuidadora de noche no lo habría notado, o no había querido notarlo, confiando en que la cuidadora de día, que estaba a 24 punto de llegar, se haría cargo de ello. Durante los años siguientes viví muchas situaciones parecidas. No podía permitir que mi querida amiga siguiese así ni un minuto más. No había podido contenerse y había evacuado por completo. Sin fuerzas, Ruth solo podía responderme con balbuceos. Estaba sufriendo el colapso de sus órganos más importantes. La cuidadora nocturna dejó de mala gana la revista del corazón que estaba leyendo y me ayudó a limpiarla y a cambiarle las sábanas. Fue un alivio ver llegar a la cuidadora de día, que dejó sus cosas y enseguida me echó una mano gustosamente. Una vez que Ruth estuvo limpia y tranquila, no tardó en caer en un sueño profundo, agotada como estaba. Más tarde, cuando me encontraba en el bosque con mi primo, mi corazón seguía en la casa. Agradecía la alegría y el buen humor que siempre disfruto cuando estoy con él y me sentía bien por pasar tiempo juntos, pero no iba a poder estar dos noches fuera. Ruth ocupaba buena parte de mis pensamientos y estaba convencida de que no le quedaba demasiado tiempo. Solo llevaba unas pocas horas con mi primo cuando recibí una llamada de mi jefa: me dijo que el final de Ruth se acercaba y me preguntó si podía volver a la casa. Llegué cuando anochecía y ya antes de entrar pude sentir el ambiente sombrío que se respiraba dentro. Allí estaba Heather, con su marido, así como la nueva cuidadora nocturna, una chica irlandesa encantadora, que acababa de llegar. Heather me preguntó si me importaba que se fuese a casa. Le respondí cortésmente que hiciese lo que creyese conveniente. Así que se fue. Al principio, no pude evitar valorar la situación. Solo podía pensar en que, si fuese mi propia madre la que se estuviese muriendo, yo habría removido Roma con Santiago para acompañarla en los momentos finales. Dicen que todo —emociones, acciones, pensamientos— se reduce al amor o al miedo. Llegué a la conclusión de que era el miedo lo que había llevado a Heather a tomar esa decisión y me sobrevino un sentimiento de compasión y amor hacia ella. Desde que nos conocimos, me había parecido una persona muy práctica y algo desapegada. Pero esta situación me resultaba ajena. No quise que mis propias creencias y condicionantes se interpusieran en mi estima hacia alguien por quien sentía cariño solo porque ella estaba gestionando la situación de una manera diferente a como lo habría hecho yo. A oscuras en la habitación con Erin, la otra cuidadora, empecé a aceptar y a respetar el 25 comportamiento de Heather. Había hecho todo lo que había podido. Durante décadas, había mantenido en orden la vida de su madre, y la de su propia familia, y ahora estaba total y absolutamente agotada, tanto física como emocionalmente. Había dado todo lo que había podido, y quería recordar a su madre durmiendo plácidamente, como estaba cuando Heather se fue. Sonreí con respeto, pensando que ahora entendía la situación. Sin embargo, hablando con ella durante los días siguientes, me enteré de que Ruth le había dado a entender que prefería que se fuese. Heather conocía a su madre lo suficientemente bien para percibir sus deseos. De modo que había sido el amor, y no el miedo, lo que había hecho que se marchase. Durante los años siguientes, fue para mí relativamente habitual vivir situaciones como esta. No todos los que iban a morir querían que sus familias estuviesen presentes. Se despedían de ellos cuando aún estaban conscientes y, en ocasiones, preferían que fuesen las cuidadoras las que los acompañasen en los momentos finales, de forma que sus familias guardasen de ellos un mejor recuerdo. Erin y yo podíamos sentir la muerte al acecho mientras conversábamos en voz baja en el dormitorio de Ruth. Me contó que si se hubiese tratado de su familia, a esas alturas, la habitación ya estaría llena de gente: tías, tíos, primos, vecinos, niños, todos acudirían a despedirse. Había momentos de silencio en que ambas mirábamos a Ruth, expectantes. La noche era extraordinariamente tranquila y mi corazón le enviaba silenciosamente su amor a Ruth. Volvíamos a charlar y nos callábamos de nuevo. Fue muy bonito poder compartir la experiencia con Erin, porque participaba en ella de manera natural. «Ha abierto los ojos —me dijo Erin de pronto, desconcertada. Hasta ese momento, Ruth había pasado toda nuestra guardia en un estado de semicoma—. Te está mirando.» Me acerqué a la cama y la tomé de la mano. «Estoy aquí, cariño. Todo va bien.» Me miró fijamente a los ojos y un instante después su espíritu empezó a abandonar su cuerpo. Se agitó brevemente y luego se quedó completamente quieta. Enseguida, las lágrimas empezaron a rodar por mis mejillas. Hablando con ella en silencio, de corazón a corazón, le deseé buen viaje. Fue un momento de mucha devoción, cargado de serenidad y amor. En la penumbra de la habitación, con todos mis sentidos alerta, reflexioné en silencio sobre lo afortunada que yo había sido al poder pasar ese tiempo con ella. Entonces, sorprendentemente, el cuerpo de Ruth respiró profundamente. Dando un 26 grito, salté hacia atrás. El corazón se me salía del pecho. «¡Coño!», le dije a Erin. Ella se rió: «Es muy normal, Bronnie. Pasa mucho». «Bueno, gracias por decírmelo», respondí aún sorprendida, sonriendo. Mi corazón latía con fuerza y toda la devoción del momento se había esfumado. Con mucha precaución, me acerqué de nuevo a la cama. «¿Volverá a suceder?», le susurré a Erin. «Quizá.» Esperamos en silencio durante un minuto, prácticamente aguantando la respiración. «Se ha ido, Erin. Puedo sentirlo», dije yo al fin. «Bendita sea», murmuramos las dos al mismo tiempo. Acercamos nuestras sillas y permanecimos un momento junto a Ruth en sagrado silencio y cariñoso respeto. Además, yo necesitaba tranquilizarme un poco después del susto. Heather y mi jefa me habían pedido que las llamase en cuanto sucediese, y así lo hice. Eran alrededor de las dos y media de la madrugada. Ya no había nada que ninguna de los dos pudiésemos hacer. Ese mismo día también me habían dado instrucciones sobre cómo proceder a continuación, así que llamé al médico para que viniese y emitiese un certificado de defunción, y después llamaron a la funeraria. Erin y yo nos quedamos en la cocina mientras retiraban el cuerpo de Ruth, justo cuando amanecía. Durante esas horas de espera, volvimos varias veces a ver a Ruth. Sentía la necesidad compulsiva de preocuparme por su cuerpo, aunque ella ya lo había dejado atrás. No quería que estuviese sola en la habitación. En cierto sentido, los momentos posteriores a su muerte, extraños y oscuros, fueron también muy especiales. Pero también se podía palpar en la casa un vacío esa noche, cuando se hubo ido. Al día siguiente, me ofrecieron quedarme una temporada viviendo en casa de Ruth. Heather decía que la herencia tardaría meses en resolverse y no les gustaba la idea de dejar la casa vacía; la familia se quedaría más tranquila si alguien viviese allí. Así que pasé una temporada viviendo en casa de Ruth, lo que resultó ser toda una bendición para mi agotamiento físico. También fue agradable quedarme en un lugar que ya conocía. Me había dado cuenta de que el trabajo como interna, veinticuatro horas al día, iba a ser demasiado extenuante. Nunca había sido capaz de hacer las cosas a medias, pero ahora tomé consciencia de que, en el futuro, necesitaría mantener las distancias con los pacientes entre guardia y guardia, e irme a mi casa cada noche. El trabajo de cuidadora era mucho más exigente que el de mera acompañante. Durante los meses siguientes ayudé a Heather a trasladar todas las pertenencias de 27 Ruth a otros sitios. Su mundo físico se fue desmantelando por partes, como suele suceder. Llevaba tanto tiempo viviendo como un nómada que aún sentía aversión a tener demasiadas pertenencias, así que rechacé muchos de los objetos que Heather amablemente me ofreció. Al fin y al cabo, no eran más que cosas y, aunque habían pertenecido a mi querida Ruth, sabía que su recuerdo perviviría en mi corazón, como así ha sido. Pero me encapriché con un par de lámparas antiguas, que a día de hoy aún me acompañan. Más adelante, la casa de Ruth fue demolida por sus nuevos propietarios, que construyeron en su lugar un edificio moderno de cemento. Enseguida talaron el viejo plumeria, cuyos aromas habían entrado en la casa en verano durante décadas, y en su lugar pusieron una piscina. Recibí una invitación para la fiesta de inauguración de la nueva casa. A quienes habían comprado la casa de Ruth no les gustaban las telas que las arañas tejían entre los árboles del jardín. Ruth y yo habíamos pasado ratos al sol en el salón, viendo cómo una araña de seda dorada tejía una tela tan resistente que uno podía levantarla para pasar por debajo. Era algo maravilloso, que a las dos nos encantaba. Junto a la piscina, rodeada de todas las plantas modernas que ocupaban el lugar del antiguo jardín, construido a base de amor y tiempo, me gustó ver cómo la araña dorada seguía tejiendo su tela en lo alto de una de esas nuevas plantas. Le envié mi amor a Ruth con una sonrisa y supe que, a su manera, ella estaba allí conmigo ese día. Su casa ya no existía, pero su espíritu seguía a mi lado. Le agradecí la invitación al nuevo propietario, me quedé hablando un rato y después fui paseando hasta el puerto y me senté en el lugar donde había recibido la noticia de que Ruth estaba en fase terminal. Me sentía agradecida por todo lo que habíamos compartido y por todo lo que había aprendido con ella. Ese día de verano sonreí al darme cuenta de cuánto había recibido, mucho más que el mero hecho de poder vivir gratis en su casa. No dejé de sonreír, agradecida, durante el resto de ese día feliz. Y, al haber hecho que mis ojos se volviesen hacia esa araña, Ruth también me sonreía a mí. 28 Sinceridad y entrega Tras la marcha de Ruth, me fueron saliendo varios trabajos de turnos sueltos. En los cambios de turno conocí a otras cuidadoras. Era el único momento que tenía para socializar con el personal. Durante los largos turnos de doce horas no había bromas ni risas, ya que solo nos veíamos durante los cambios. Únicamente teníamos contacto con la persona que cuidábamos, la familia y los profesionales sanitarios que aparecían de vez en cuando. Esto hacía que las relaciones fuesen aún más personales. También, de vez en cuando, me permitía leer, escribir, proseguir con mis prácticas de meditación o hacer yoga. A muchas de las cuidadoras no les gustaba nada pasar tanto tiempo solas, y no era raro llegar a la casa y encontrarse el televisor encendido antes de la hora de desayunar. Yo me sentía afortunada por saber disfrutar de mi propia compañía, y las largas horas de silencio me sentaban muy bien. Incluso cuando había personas a mi alrededor, los hogares en los que alguien se estaba muriendo solían ser entornos tranquilos. La casa de Stella, en una arbolada zona residencial, era exactamente así. Y no solo porque ella se estuviese muriendo. Era gente tranquila y amable. Stella tenía el cabello blanco, largo y lacio. «Digna» fue la primera palabra que me vino a la mente cuando nos conocimos, a pesar de que se encontraba enferma y postrada en la cama. Su marido, George, era un hombre encantador y me recibió con naturalidad. El momento en el que tienes que aceptar que un miembro de tu familia se está muriendo es uno de esos que te cambian la vida. Pero cuando se llega a la fase en que esa persona necesita estar atendida durante las veinticuatro horas del día, ya ha desaparecido todo rastro de su vida anterior. Su intimidad y los momentos especiales en que estaban solos los dos en casa se acabaron para siempre. Las cuidadoras iban y venían, los cambios de turno se sucedían por la mañana y por la noche. Algunas repetían, pero otras venían una sola vez, entre sus trabajos con sus propios clientes habituales. Así que había caras nuevas, personalidades diferentes y diversas maneras de afrontar el trabajo, aunque enseguida me convertí en la cuidadora de día habitual de Stella. También la visitaba una enfermera del ayuntamiento, así como un 29 médico de cuidados paliativos. Con él me encontré brevemente en varias ocasiones durante los años siguientes mientras yo cuidaba de otras muchas personas. Era un hombre muy especial, encantador y bondadoso. Mi jefa me dijo que pensaba que yo había gestionado muy bien las experiencias vividas con Ruth y me ofreció recibir más formación en cuidados paliativos, si eso era lo que me interesaba. Acepté su ofrecimiento, porque sentía que, por el momento, la vida me llamaba en esa dirección. El tiempo que pasé con Ruth y lo que aprendí a su lado habían dejado en mí una huella profunda, que me incitaba a crecer y a experimentar más en este campo. La formación consistió en dos talleres. Uno de ellos era para enseñarnos, a otras cuidadoras y a mí, la manera correcta de lavarnos las manos. El otro era una breve muestra de procedimientos de levantamiento de personas. Esa fue toda la formación formal que recibí. Cuando me mandó cuidar de Stella, mi jefa me pidió que no les contase que solo había tenido un cliente de cuidados paliativos. Ella estaba segura de que lo haría bien, y yo también lo estaba. La sinceridad siempre había constituido una parte importante de mi personalidad, pero mentí cuando la familia me hizo preguntas sobre mi experiencia, porque necesitaba el trabajo. Además, se estaban aprobando nuevas normas sobre la cualificación del personal, de la que yo carecía. Aunque no tenía manera de demostrar mi capacidad a partir de mi experiencia, quería inspirarle confianza a la familia de Stella a fin de que estuviese tranquila. En el fondo de mi corazón sabía que podía hacerlo bien, porque lo que se necesitaba era, sobre todo, dulzura e intuición. Así que, cuando me preguntaron, mentí y dije que había cuidado a más personas de las que en realidad había tratado. Sin embargo, después me sentí muy incómoda y no pude volver a hacerlo con ninguna de las personas a las que cuidé. A Stella le preocupaba mucho la higiene y quería tener sábanas limpias en su cama cada día. Pero era también una señora elegante, e insistía en llevar un camisón a juego con el color o con el estampado de las sábanas. Un día, George me contó entre risas que se había visto en un aprieto porque había elegido las sábanas equivocadas para el camisón que ella quería ponerse. También riendo, le respondí lo mismo que acabé diciéndoles a las familias de casi todos mis futuros clientes: «Con tal de que ella esté contenta». Y así fue como esta mujer alta y elegante, mientras esperaba a la muerte entre sus 30 sábanas y con sus camisones a juego, me preguntó por mi vida. «¿Haces meditación?», me dijo. «Así es», le contesté alegremente. No me esperaba la pregunta. Stella prosiguió: «¿Qué camino sigues?». Se lo expliqué mientras ella asentía con comprensión. «¿Haces yoga?», preguntó. «Así es —respondí de nuevo—, pero no tanto como querría.» «¿Meditas a diario?» «Sí. Dos veces al día», le dije. No pude evitar sonreír cuando, después de una breve pausa, me respondió con voz dulce: «Gracias a Dios. Llevo una eternidad esperándote. Ya puedo morirme tranquila» Stella había sido profesora de yoga durante cuarenta años, mucho antes de que se convirtiese en una actividad cotidiana en la cultura occidental. En esa época era algo exótico que venía de Oriente. Había estado varias veces en India y seguía su camino con devoción. Su marido estaba jubilado, pero aún trabajaba a ratos desde casa. Iba de un lado a otro discretamente y su presencia me resultaba agradable. La biblioteca de la casa estaba repleta de clásicos espirituales. Ya había leído unos cuantos, pero había otros muchos que deseaba leer. Era el sueño de una lectora hecho realidad, sobre todo el de alguien interesado en la filosofía, la psicología y la espiritualidad. Devoré todos los que pude. Stella volvía de su sueño, me preguntaba qué libro estaba leyendo y hasta dónde había llegado y me daba su opinión al respecto. Los conocía todos. Cuando estaba lo suficientemente despierta para mantener una conversación larga, lo cual no era muy habitual, siempre hablábamos de filosofía. Compartimos muchas teorías y comprobamos que nuestra forma de pensar era bastante similar. Mi práctica del yoga también mejoró mucho. No sentía que tuviese que ocultar lo que hacía o irme a otra habitación. La puerta del dormitorio de Stella nunca estaba cerrada, de forma que una brisa de aire fresco entraba libremente a cualquier hora. Era un lugar muy agradable para trabajar. Su apacible gato blanco, Yogi, se acurrucaba al pie de la cama y me observaba. Como las tardes en el barrio eran especialmente tranquilas, ese era el momento que solía aprovechar para hacer mis estiramientos y respiraciones. Me encantaba cuando Stella, que yo suponía dormida, me hacía algún comentario sobre el ejercicio que estaba realizando y me sugería cómo mejorar la postura o me incitaba a 31 probar otra parecida, quizá más dinámica o más difícil, antes de volver a quedarse dormida. Por aquel entonces, llevaba cinco años practicando yoga. Había empezado en Fremantle, un barrio de Perth, cuando vivía en Australia Occidental. Dos veces por semana, cogía mi bicicleta y atravesaba un par de pueblos hasta llegar a Fremantle. El profesor, Kale, fue para mí una maravillosa introducción al yoga. No había encontrado su propio camino hasta una fase tardía de su vida, motivado por una lesión de espalda. Era evidente que la vida esperaba grandes cosas de él, y que había encontrado su vocación, para gran regocijo de sus muchos y devotos alumnos. Cuando nos fuimos de Perth, durante una temporada mi vida fue algo agitada. Pero el yoga me seguía llamando. Viviera donde viviese, siempre buscaba dónde dar clases y a veces me apuntaba por un tiempo corto. En vano estuve buscando una clase con la que pudiese conectar tanto como con la de Kale. No iba a encontrarla. Durante el tiempo que pasé en el dormitorio de Stella, me di cuenta de que no había conectado realmente con mi práctica, porque seguía recurriendo al profesor para encontrar la conexión, en lugar de buscarla en mí misma. Gracias a sus consejos, esto cambió definitivamente. Desde entonces, he disfrutado yendo a clases, porque me incitan a ir un poco más allá de a donde llegaría practicando en casa. También es una manera muy buena de conocer gente con intereses afines. Pero ahora mi práctica en casa no depende de las clases, porque mi profesora es la propia práctica. Stella dejó su huella en su última alumna. Su mayor frustración era que estaba preparada para morir pero el momento no llegaba. Al llegar por las mañanas, yo le preguntaba cómo se sentía. «¿Cómo crees tú que me siento? —me respondía—. Aunque no quiero, aquí sigo.» Además, ya no era capaz de meditar. Tras tantos años de disciplina mental, y con la conexión consigo misma que había experimentado a través de la meditación, se imaginaba que sería lo más natural ahora que la vuelta a casa se aproximaba. De hecho, se había imaginado practicando con mayor intensidad ahora. Pero, en cambio, fui yo la que practicaba con más frecuencia. Todas las tardes, cuando volvía a quedarse dormida, yo aprovechaba para hacer mi sesión vespertina. «Eres muy afortunada —me decía ella —. «Esto es muy frustrante. Ni puedo meditar ni puedo morirme.» «Puede que sea la razón por la que todavía sigues aquí. Tal vez aún hay cosas que yo tengo que aprender a través de ti y por eso tu hora todavía no ha llegado», le sugerí. 32 Asintió. «Me gusta la idea.» Como sucede siempre que dos personas interactúan, cada una aprendíamos a través de la otra. Cuando saqué el tema de la entrega, Stella empezó a encontrar más paz interior. Me sentaba junto a su cama y le hablaba de días lejanos, de aprender a entregarse y ella escuchaba con interés. A lo largo de los años, yo había vivido pasando de un acto de fe al siguiente. Le conté cómo, años atrás, había partido hacia el sur con poco más que el depósito lleno de gasolina, cincuenta dólares y la intención de pasar una temporada en un sitio menos caluroso. Partí hacia allí con la idea de llegar a un pueblo en la lejana costa meridional de Nueva Gales del Sur. En el camino, fui visitando a amigos y pude trabajar durante un par de días, lo que me permitió proseguir con mi viaje. Como siempre había sido tan nómada, tenía amigos desperdigados por todas partes y era maravilloso volver a verlos. A algunos de ellos hacía casi diez años que no los veía. Acabé llegando al pueblo al que me dirigía, pero con muy poco dinero. Las mejores vistas del pueblo, sobre el imponente océano Pacífico, las tenía el cámping para caravanas situado en el cabo, así que pasé una noche allí. El asiento trasero de mi viejo jeep le había cedido su lugar a un colchón y, antes de salir de viaje, le había puesto cortinas. Así que ya tenía mi caravana. Tras echar un vistazo a las ofertas de trabajo en el pueblo, mi primera impresión fue que la situación era complicada. Pero estábamos en otoño, mi época del año favorita, así que disfruté de un tiempo ideal durante un par de días, mientras me dedicaba a caminar. Pero no podría seguir pagando mi plaza en el cámping. Se me estaba acabando el dinero y en realidad solo utilizaba ese lugar para ducharme y como campamento base, mientras hacía contactos. Así que compré algo de comida y me dirigí al bosque, siguiendo las indicaciones para llegar a un río en el interior, no muy lejos. Como ya me había dejado guiar por otros actos de fe en el pasado, sabía que tendría que enfrentarme directamente a mis miedos una vez más. Si quería conseguir algo positivo únicamente a través de la fe, debía conseguir que mi cabeza dejase de ser un obstáculo, y eso es siempre lo más difícil. Resurgieron en mi mente antiguos hábitos mentales enfermizos, consecuencia de mis condicionantes pasados y de una sociedad que me decía que no podía vivir así. El miedo empezó a asomar su espantoso rostro, mientras yo me preguntaba cómo diantres se solucionaría todo esta vez. Lo único que me había salvado antes, y lo único que me 33 salvaría entonces, era lograr mantenerme en el momento presente. No hay lugar mejor donde enfrentarse a los miedos que en mitad de la naturaleza, donde una puede reintegrarse al verdadero ritmo de la vida. Mientras los miedos estuvieron adormecidos, disfruté de días maravillosos con una rutina sana y sin complicaciones, comiendo comida sencilla y buena, nadando en las aguas cristalinas y purificadoras del río, viendo cómo aparecían y desaparecían los rostros curiosos de los animales salvajes, escuchando los variados cantos de los pájaros y leyendo. Fueron momentos de devoción, amplitud espiritual y belleza. Pasaron casi dos semanas hasta que volví a ver personas. Ese día fue agradable. Se trataba de una familia compuesta por tres generaciones, que había ido al río para hacer un picnic, lo cual me indicaba que probablemente era fin de semana. Dejé el jeep abierto y me fui a dar un largo paseo por el bosque, para que pudiesen disfrutar del lugar a solas. Al caer la tarde, estuve un rato leyendo sobre el colchón del jeep, con las ventanas y el portón trasero abiertos. La hermosa luz del atardecer se filtraba mágicamente a través de los árboles. Cuando la familia se iba, la mujer que tenía mi edad, la madre de los dos niños, se separó del grupo mientras su marido, sus padres y sus hijos seguían caminando hacia el coche. Se acercó a mí silenciosamente y se metió en el jeep. Levanté la vista de mi libro, algo desconcertada, y sonreí. Solo me dijo en voz baja: «Envidio tu libertad». Nos reímos las dos y se fue, sin decir ni una palabras más ni darme tiempo a responder. Esa noche, tumbada en el jeep, con las cortinas abiertas, mientras oía el croar de las ranas en el río cubierta por un millón de estrellas que me hacían compañía, sonreí al pensar en ello. Tenía razón, no se podía ser más libre. Solo tenía dinero y comida para unos pocos días más pero, en ese instante, era la persona más libre del mundo. La gente a menudo me pregunta sobre los varios viajes que hice a la selva y a otros lugares del país, y quieren saber si alguna vez pasé miedo o temí por mi seguridad. La respuesta es no, y pocas veces tuve motivos para ello. Hubo un par de situaciones potencialmente siniestras, como la del autoestop, pero todo acabó bien y me las tomé como valiosas lecciones. Como siempre me guiaba por mi intuición, procuraba tirar hacia delante con confianza, sabiendo que cuidarían de mí. Pero somos básicamente criaturas sociales, así que volví al pueblo. Llamé a mi madre, con quien tengo una relación constructiva y cercana. Como buena madre que era, siempre estaba un poco preocupada por mi bienestar, aunque, por otro lado, entendía 34 que la vida nómada formaba parte de mí. No juzgaba mis decisiones, pero siempre se sentía aliviada al recibir noticias mías. El día anterior, ella había gastado dos dólares en un boleto de lotería, con la intención de ganar algún dinero para dármelo. Mi madre es una persona de naturaleza tan generosa que la vida y la suerte se lo recompensaron. «Tú me das tantísimas otras cosas —me dijo—. Insisto en que aceptes este dinero. Además, me llegó porque tenía intención de dártelo a ti.» Así que, agradecida, acabé con un dinero que me permitiría pasar las siguientes dos semanas. A la mañana siguiente, en cuanto me desperté en el jeep en el cámping de caravanas, bajé a las rocas para ver cómo el sol salía sobre el mar. Me encanta esa primera claridad, cuando aún quedan estrellas en el cielo pero el nuevo día está llegando. Mientras el cielo se teñía de rosa, y después de naranja, vi pasar desde las rocas un banco de delfines juguetones, saltando fuera del agua por pura diversión. Supe entonces que todo iría bien. Más tarde, después de haber mantenido con el propietario del cámping una conversación larga y agradable sobre la vida y los viajes, vino a mi jeep con una llave en la mano. «No voy a necesitar la caravana número ocho en los próximos diez días. Puedes usarla y no dejaré que pagues ni un centavo por ella. Si mi hija estuviese durmiendo en su coche, confío en que alguien hiciese lo mismo por ella», dijo Ted. «Bendito seas, Ted, muchas gracias», respondí, reprimiendo lágrimas de gratitud. Así que durante los diez días siguientes tuve un techo bajo el que cobijarme y un lugar donde cocinar. Pero, al mismo tiempo, los temores sobre mi situación me estaban volviendo a remover internamente. Tenía que conseguir dinero. Mis víveres estaban disminuyendo de nuevo. Cada día, me pasaba por todos los negocios del pueblo y, aunque conocía a mucha gente maja, no aparecía ninguna oportunidad de trabajo. Cuando subía por la colina, de vuelta al cabo y a la caravana, respiré profundamente, tratando de vivir en el momento, pero sin dejar de buscar una solución. Odiaba esta parte de mi vida, siempre haciendo locuras y poniéndome en situaciones comprometidas, una y otra vez. Pero era algo adictivo. Cada vez que lo hacía, tenía que enfrentarme directamente a mis miedos y, de una u otra manera, siempre —siempre— acababa apañándomelas. En algunos aspectos, cada salto al vacío era aún más difícil, porque me iba acercando al núcleo de mis miedos más profundos. Aunque también era cada vez más fácil. Ya había llevado mi fe al límite muchas veces, lo que me había hecho más sabia y me había proporcionado una mayor confianza en mí misma. Además, para 35 mí la vida tenía más sentido así, por muy dura que fuese en ocasiones. No encajaba con la manera en que funciona la sociedad convencional. Fue entonces, mientras contemplaba cómo se retiraba la marea, cuando recordé la importancia de entregarse, de dejarse llevar y permitir que la magia de la naturaleza actúe. No me cabía duda de que la fuerza que equilibra el vaivén de las mareas, la misma que hace que las estaciones se sucedan perfectamente una tras otra y que crea la vida, me daría la oportunidad que necesitaba. Ya había mostrado mis intenciones y había hecho todo lo que había podido. Lo único que me quedaba por hacer era dejar de ser un obstáculo para mí misma. Cuando me di cuenta de que había olvidado de nuevo esta filosofía vital, que ya conocía, me reí calladamente de mí misma. Había llegado al final del tortuoso y caprichoso camino y lo único que me quedaba era entregarme y ver dónde acababa. Había llegado el momento de volver a hacerlo. Entregarse no implica, en absoluto, darse por vencida. Es un acto que requiere una gran valentía. A menudo solo somos capaces de hacerlo cuando el dolor que sentimos al tratar de controlar el resultado se vuelve insoportable. De hecho, alcanzar ese punto es algo liberador, aunque no resulte agradable. Ser capaz de aceptar que uno ya no puede hacer absolutamente nada más, salvo ceder el testigo a una fuerza superior, es el catalizador que, por fin, hace que el flujo continúe. A la mañana siguiente bajé a las rocas junto al agua, donde los delfines que jugaban al amanecer me saludaron de nuevo. Me sentía completamente vacía, agotada tras la embestida del miedo. El desgaste emocional me había dejado exhausta pero, viendo a los delfines, me impregné del amanecer y, lenta y serenamente, dejé que la esperanza se apoderase de mí. Unos días después, unas personas que estaban de vacaciones en el cámping me ofrecieron un trabajo en Melbourne, a otras siete horas de distancia hacia el sur. «¿Por qué no?», me dije. Nada me impedía ir a donde quisiese, y además tenía ganas de vivir en un clima más fresco. Melbourne se convirtió enseguida en mi ciudad australiana favorita, y sigue siéndolo. Pero hasta entonces nunca me había planteado vivir allí, y no tenía ni idea de lo bien que me iba a sentar trasladarme a una ciudad tan creativa. Solo cuando me entregué y fui capaz de vivir en el momento permití que la oportunidad laboral se cruzase en mi camino. Cuando acabé de contarle mi historia a Stella, las dos sonreímos. Se comió su media 36 fresa, aceptándola sin orgullo. Hasta ese momento, había intentado acelerar su muerte, pero debía dejar de hacerlo y, aunque no era una idea que le gustase demasiado, asumir que cabía la posibilidad de que su hora aún podía tardar en llegar. El cuerpo necesita nueve meses para formarse. A veces también necesita un tiempo para apagarse. Pero para entonces ya estaba muy débil y prácticamente había dejado de alimentarse. No tenía energía para comer, pero aceptaba pequeños trozos de fruta simplemente para saborearlos. El día anterior habían sido un par de uvas; ese día, media fresa. Lo normal habría sido que su enfermedad le hubiese provocado grandes dolores, sobre todo por lo mucho que había avanzado antes de que se la diagnosticasen. Pero no era así, lo cual no dejaba de asombrar a su médico. Lo que Stella experimentó cuando la enfermedad se extendió fue más bien agotamiento. Todo el trabajo que había invertido en su recorrido espiritual le había permitido construir una fuerte conexión con su cuerpo, lo que, por fortuna, hacía que ahora apenas sintiese dolor. Y eso mismo fue lo que, cuando llegó el momento, le permitió irse en paz. Dos o tres días antes, me di cuenta de que los dedos se le habían hinchado hasta tal punto que su alianza de boda le estaba dejando una marca profunda y parecía que le estaba afectando a la circulación en esa zona. Llamé a mi jefe y la enfermera me indicó que teníamos que sacarle el anillo. George se tendió en la cama a su lado mientras yo le untaba el dedo con agua con jabón y trataba cuidadosamente de quitárselo. Tardamos en conseguirlo, y para entonces tanto George como Stella estaban llorando. Me sentí como el abogado del diablo, aunque, para cuando logré extraer ese símbolo de su amor que había llevado durante más de medio siglo, yo también estaba llorando. Con su bonhomía habitual, George se dirigió a ella utilizando el apelativo cariñoso que había formado parte de su vida matrimonial durante tanto tiempo. Salí de la habitación para que pudiesen compartir en privado ese precioso instante de unión, abrazados quién sabía si por última vez. Mientras lloraba en el baño, me sentí afortunada por poder presenciar lo profundo que era el amor que sentían el uno por la otra. No se parecía a nada que yo hubiese visto antes. Eran amigos de verdad, dos personas amables y consideradas con todo el mundo, y en particular entre sí. Pero no dejaba de ser doloroso ver cómo ambos lloraban cuando yo le quitaba a Stella su anillo de boda para siempre. Su hijo y sus hijas venían a verlos con frecuencia, y mucho más ahora que el momento final se aproximaba. Aunque eran muy distintos entre sí, todos me caían bien, 37 eran personas decentes y encantadoras. Pero sentía un cariño especial por una de las hijas. Un día, el tiempo cambió de pronto y me sorprendió en el trabajo sin suficiente ropa de abrigo. George insistió en que me pusiese uno de los jerseys de Stella. Los dos coincidieron en que me quedaba muy bien. Era una de esas prendas en la que no me habría fijado en la tienda, porque no era de mi estilo, pero, una vez puesto, me enamoré de él al instante. Ese mismo día la familia al completo, Stella incluida, me lo regaló. Años después, aún sigo poniéndomelo. Tenía estilo, mi Stella. Esa noche entró en coma mientras yo estaba durmiendo en mi casa. Al volver a la mañana siguiente, sentí la pesadumbre en el ambiente. George y su hijo David estaban allí. Una suave brisa entraba por la puerta del dormitorio y George estaba tumbado en la cama junto a su hermosa mujer, tomándola de una mano que se iba enfriando. Stella seguía con vida pero, en estos casos, cuando la muerte se acerca, la circulación en las extremidades se ve afectada. Sus pies también habían perdido su calor. David estaba sentado en una silla y tenía la otra mano de Stella entre las suyas. Me senté en otra silla a los pies de la cama, con la mano sobre su pie. Supongo que yo también necesitaba tocarla. Tras más de doce horas en coma profundo, Stella abrió los ojos y sonrió mientras miraba algo en el techo. George se incorporó y dijo desconcertado: «Está sonriendo. Está sonriéndole a algo». Stella ya no era consciente de que estábamos ahí. Pero la sonrisa que dirigió a quienquiera o a lo que fuese que estaba mirando hizo que tomase forma en mi interior algo a lo que nunca podré renunciar. Había experimentado meditaciones que me habían hecho alcanzar estados de dicha muy superiores al plano humano habitual, y nunca había tenido dudas de que existe la vida más allá de la muerte, pero al ser testigo de la maravillosa felicidad de Stella mientras sonreía al techo con los ojos abiertos, tuve la absoluta certeza de que nada podría quitarme esa creencia. Cuando morimos vamos, o volvemos, a otro lugar que existe de verdad. Traté de tomarle el pulso en el cuello, pero mi propio corazón latía con tal fuerza que eso era lo único que podía oír. Sentí una presión enorme, mayor aún si cabe porque no tenía ni idea de lo que estaba haciendo. No quería decirles que había muerto y que luego resultase que seguía viva un par de días más, o que daba siquiera una última exhalación profunda. Así que recé pidiendo consejo. 38 Entonces, al mirarla, me invadió una sensación de paz y supe que se había ido. Había sido una despedida tan suave, digna y apacible que no me había dado cuenta. Pero la ola de amor que ahora me recorría me confirmó que ya no estaba entre nosotros. Hice un gesto con la cabeza e inmediatamente George y David salieron de la habitación. En toda la casa pudo oírse el llanto desolador de George al tomar conciencia de que su amada esposa ya no estaba. Yo me quedé sentada en silencio junto a Stella, mientras las lágrimas empezaban a brotar. Un par de horas después, cuando ya estaba allí el resto de la familia y ya se habían resuelto los detalles prácticos, nos despedimos. La mañana había dado paso a un día muy caluroso y yo estaba pensando qué hacer con mi vida, aunque lo único que quería en realidad era encontrar alguna distracción superficial. Seguía teniendo el mismo jeep con el que había hecho todo el viaje, cuya puerta solo se cerraba con un buen golpe. Llevaba ya tiempo así. Ese día, al cerrarla de golpe, el cristal se hizo añicos, los cuales se quedaron en el interior de la estructura de la puerta. Me quedé mirándolo, aún aturdida por los acontecimientos de la mañana, y ahora todavía más alterada por el estruendo del estallido del cristal. Miré a través del hueco de la ventana, donde solo quedaban unos pequeños fragmentos de cristal, y asumí que lo mejor que podía hacer era irme a casa. El repuesto para la ventana tardó tres días en llegar, durante los cuales me dediqué a pasar tiempo en casa y en el puerto, agradeciéndole constantemente a Stella que me hubiese mandado a casa. Fue lo mejor, porque me permitió limitarme a estar. Un par de meses más tarde recibí una carta de Therese, la hija de Stella a la que había tomado cariño. El día después del fallecimiento de Stella, Therese paseaba por la calle pensando en su madre, como es natural. Una enorme cacatúa blanca se posó delante de ella, tan cerca que pudo sentir su aleteo. Stella era así, capaz de enviarnos señales. Disfruté mucho leyendo la carta. Transcurrido un año, la familia me invitó una noche a cenar. Era algo que me apetecía mucho, pues tenía muchas ganas de volver a ver a mi querido George y de saber cómo le iba. También fueron Therese y su marido. La noche empezó bien, me gustó mucho ver que George estaba volviéndose más sociable, que jugaba al bridge y a otras cosas. Pero entonces la conversación derivó hacia el tema de las mentiras. Therese me preguntó si la muerte de su madre había sido muy diferente de la de todos mis clientes anteriores, o algo así. Había llegado mi gran oportunidad para confesar y contarles lo inexperta que era cuando estuve cuidando de Stella. 39 No creo que les hubiese importado mucho saberlo, porque estaban más que satisfechos con el servicio que habían recibido, pero fui incapaz de hacerlo, viendo a George tan contento de tenerme allí e insistiendo en lo bonito que era que estuviésemos todos juntos de nuevo. Estoy convencida de que le hizo pensar en Stella. Quería tener un momento a solas con Therese y contárselo todo, pero no hubo ocasión. La vida siguió su camino y perdimos el contacto poco después de esa noche. Sin embargo, varios años más tarde volvimos a encontrarnos y pude explicarle a la familia lo inexperta que era y lo mucho que lamentaba no haber sido sincera con ellos desde el principio. Fueron muy amables y comprensivos al escuchar mis explicaciones, y me dijeron que lo compensé con creces a base de empatía y compasión. Enseguida habían sentido que yo era la persona ideal para cuidar a Stella, cosa que yo también había percibido de inmediato. Fui muy bonito volver a conectar y recordar lo que habíamos compartido. Aún hoy, todos los inviernos, de vez en cuando, me pongo el jersey de Stella y pienso en ella. El invierno pasado lo llevaba puesto mientras leía un libro que me había regalado y sonreí al recordarla. Este trabajo me ha permitido conocer a personas hermosas. Pero, en cualquier caso, mis mentiras fueron para mí una gran lección. Después de la temporada que pasé con Stella, decidí que nunca volvería a mentir a mis clientes. Lo más importante era que había aprendido la lección. Me consideraba una persona sincera y, por mucho que me costase, ese era el único camino en el que me sentía cómoda. Aprender de lo ocurrido me permitió perdonarme a mí misma, que es el perdón más grande que existe. 40 LAMENTO 1: Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida más acorde con mi forma de ser, no la que otros esperaban de mí Grace se convirtió enseguida en una de mis clientas favoritas. Era una mujer diminuta con un corazón enorme. Y eso se lo había transmitido a sus hijos, todos ellos ya padres y madres de familia, y personas igualmente hermosas. Vivía en una zona de la ciudad muy distinta de la mayoría de las personas que había cuidado. Era una calle residencial como muchas otras, sin mansiones a uno u otro lado. Mi primera impresión fue que sería un buen lugar donde rodar una serie de televisión, porque destilaba energía familiar. Lo que más me gustaba de Grace y de su familia es que eran muy realistas y verdaderamente acogedores. Mis días con ella empezaron, como solía suceder con los clientes, contándonos historias para ir conociéndonos mejor. Desde el baño pude oír los comentarios habituales sobre cómo Grace estaba perdiendo su dignidad, ahora que alguien tenía que limpiarle el trasero, y que una joven como yo no debería hacer un trabajo tan desagradable. Pero estaba acostumbrada a esa parte de mi trabajo y trataba de quitarle hierro a la situación. Caer enfermo es, sin duda, una manera de que el ego se disuelva. Cuando la enfermedad es terminal, la dignidad queda definitivamente en el pasado. Una vez que la enfermedad está muy avanzada, es inevitable aceptar la situación, incluido el hecho de que alguien te limpie el trasero; entonces, los clientes dejan de preocuparse por cosas como esta. Grace llevaba casada más de cincuenta años y había vivido la vida que se esperaba de ella. Había criado a unos hijos encantadores y ahora disfrutaba del amor de sus nietos adolescentes. Pero, al parecer, su marido se comportaba como un tirano y durante décadas hizo que su matrimonio fuese muy desagradable. Cuando, apenas unos meses atrás, lo ingresaron en una residencia, todos, y especialmente Grace, respiraron aliviados. Esta había pasado su vida de casada soñando con ser independiente de su marido, 41 viajar, no hallarse bajo su dictadura y, sobre todo, llevar simplemente una vida sencilla y feliz. Aunque pasaba de los ochenta, para su edad gozaba de buena salud y se encontraba en buena forma. Una buena salud implica tener libertad de movimiento, una idea que tenía muy presente cuando ingresaron a su marido en la residencia. Pero, al poco tiempo de empezar a disfrutar de la libertad que tanto había añorado, Grace cayó muy enferma. A los pocos días, le diagnosticaron una enfermedad terminal, ya muy avanzada. Lo que hacía que la situación resultase aún más desgarradora era que su enfermedad se había originado porque su marido había fumado en casa toda su vida. La enfermedad era agresiva y, al cabo de un mes, Grace había perdido todas sus fuerzas, se pasaba el día postrada en la cama y solo se levantaba para arrastrarse lentamente hasta el baño, acompañada y con la ayuda de un andador. Los sueños que durante toda su vida había esperado vivir ya no se harían realidad. Era demasiado tarde. Esto le provocaba una continua angustia y la atormentaba. «¿Por qué no hice simplemente lo que quería? ¿Por qué permití que me dominase? ¿Por qué no tuve la fuerza suficiente?», fueron preguntas que escuché a menudo. Estaba tan enfadada consigo misma por no haber reunido el valor necesario... Sus hijos me confirmaron lo dura que había sido su vida y, como yo, sentían compasión por ella. Me decía: «Nunca dejes que nadie te impida hacer lo que deseas, Bronnie. Prométeselo a esta mujer moribunda». Se lo prometí y a continuación le conté lo afortunada que me sentía por haber tenido una madre maravillosa, que me había inculcado la independencia con su ejemplo. «Mírame ahora —prosiguió Grace—. Muriéndome. ¡Muriéndome! ¿Cómo es posible que, después de haber esperado tantos años para ser libre e independiente, ahora sea demasiado tarde?» Era innegable que se trataba de una situación trágica, que me serviría de recordatorio constante para vivir a mi manera. Durante esas primeras semanas pasamos horas enteras conversando en su dormitorio, salpicado de recuerdos y de fotos de familia. Pero su salud empeoraba muy rápido. Grace me explicó que no estaba en contra del matrimonio, en absoluto. Pensaba que podía ser algo hermoso y una gran oportunidad para crecer, si se compartía con la otra persona. Pero a lo que sí se oponía era a la opinión dominante entre las personas de su generación, según la cual una debía permanecer casada pasara lo que pasase. Y sin embargo eso era lo que había hecho ella, renunciando así a su propia felicidad: había dedicado su vida a su marido, que siempre había dado su amor por descontado. 42 Ahora que estaba muriéndose, ya no le importaba lo que la gente opinase de ella, y se atormentaba pensando por qué no se habría dado cuenta antes. Grace había mantenido las apariencias y había vivido como los demás esperaban de ella, y solo ahora era consciente de que la decisión había sido suya y de que era el miedo el que la había llevado a tomarla. Le ofrecí mi apoyo, e intenté persuadirla de la necesidad de perdonarse a sí misma, pero no conseguía asumir la realidad de que ya era demasiado tarde. Al igual que este, la mayoría de mis trabajos eran con personas con las que pasaba una larga temporada, y a las que cuidaría hasta su fallecimiento, aunque entremedias hubo a lo largo de los años otras muchas personas a las que solo vi unas pocas veces, sustituyendo a sus cuidadoras habituales. Estas palabras de Grace, cargadas de angustia, desesperación y frustración, se repitieron en boca de muchos otros con los que me fui encontrando. De todos los remordimientos y las lecciones que me confiaron mientras los acompañaba junto a sus camas, no haber vivido una vida acorde a como eran fue lo más habitual. Y también lo que les provocaba una mayor frustración, ya que se daban cuenta de ello demasiado tarde. «Tampoco es que quisiese haber vivido una vida de lujo —me explicaba Grace en una de nuestras muchas conversaciones junto a su cama—. Soy buena persona y no le deseo el mal a nadie.» Grace era uno de los seres más dulces que he conocido en mi vida, incapaz de hacerle daño a nadie. Ella era así. «Sí habría querido hacer cosas por mí misma, pero me faltó valor.» Ahora ella comprendía que habría sido mejor para todos si hubiese tenido el coraje de ser consecuente con sus deseos. «Bueno, para todos menos para mi marido —dijo, con desprecio hacia ella misma—. Yo habría sido más feliz y no habría dejado que esta desgracia afectara a la familia durante décadas. ¿Por qué se lo permití? ¿Por qué, Bronnie, por qué?» Mientras la abrazaba, irrumpió en un llanto desconsolado. Cuando dejó de llorar, me miró con férrea determinación. «Lo digo en serio. Prométele a esta moribunda que siempre serás consecuente contigo misma, que tendrás valor para vivir como lo desees, sin que te importe lo que piensen los demás.» Las cortinas de punto se agitaron suavemente, permitiendo que la luz del día entrase en la habitación, mientras nos mirábamos con cariño, lucidez y decisión. «Te lo prometo, Grace. Es lo que intento hacer. Pero te prometo que no dejaré de hacerlo nunca», le respondí de todo corazón. Cogiéndome de la mano, sonrió al saber 43 que al menos la lección que ella había aprendido no sería completamente en vano. Cuando le expliqué que durante más de una década de mi vida adulta había ocupado puestos tan poco satisfactorios de administración o de gestión en la banca, empezó a entenderme mejor y escuchó con gran interés. A mi vuelta del extranjero había pasado varios años más trabajando en la banca, pero me refería a ellos como mi período de desenganche en el que conseguí desligarme de ese trabajo. El primer par de años al acabar la carrera fueron divertidos. Había muchos becarios y el trabajo era sobre todo un lugar de socialización. Todos los becarios tenían entre diecisiete y dieciocho años, así que el trabajo consistía en realidad en charlar con los amigos y en ganar el dinero que gastábamos los fines de semana. Al principio, el trabajo en sí me resultó muy fácil, y habría podido seguir siendo así si realmente me hubiese implicado. Pero no sucedió. Después de los primeros años, empecé a sentirme inquieta y a cuestionarme mi vida, aunque seguí viviendo como se esperaba de mí durante diez años más, sabiendo durante todo ese tiempo que algo me estaba esperando, pero sin reunir el valor para ir a buscarlo. Lo que hizo que siguiese allí fue sobre todo el miedo al ridículo que me harían pasar algunos de mis familiares si me salía del molde en el que esperaban que encajase. Estaba viviendo la vida de otra persona y eso nunca iba a funcionar. Pero seguí adelante, cambiando a menudo de banco, de uniforme y de lugar. Como resultado, acabé acelerando mi carrera profesional, ya que había trabajado para la mayoría de los bancos y en más puestos que una persona normal de mi edad. Triunfé sin pretenderlo. Desesperadamente infeliz, seguí entregando mi semana laboral a un trabajo que no le aportaba nada a mi alma. En la banca trabaja mucha gente a la que le encanta su trabajo y yo me alegro por ellos. La banca necesita a gente así. Hoy en día también hay oportunidades para trabajar en áreas en las que uno puede devolver a la comunidad lo que ha recibido de ella, siguiendo otros caminos nobles. Pero, como Grace, yo había estado viviendo la vida que otros esperaban de mí, no la que yo deseaba. Aunque no podía dar satisfacción a parte de mi familia, y estaba luchando por tratar de ser la persona que ellos querían que fuera, seguir en un «buen trabajo» me permitiría al menos quitármelos de encima en ese aspecto de mi vida. Estaba atrapada por el miedo y por el dolor que sentiría si me exponía a críticas aún mayores de las que ya tenía que soportar. Ser la oveja negra de la familia nunca es fácil. Las ovejas negras desempeñan un papel 44 especial en la dinámica familiar. Si bien no siempre es agradable. Cuando algunos de los protagonistas obtienen su poder a base de restringir la fuerza de los demás, es difícil llevarles la contraria. Pero, como mi trabajo me había permitido ver tantas familias desde dentro, me di cuenta de que muy pocas de ellas se libraban de tener algún tipo de conflicto. Todas las familias, sin excepción, tienen sus particularidades. La mía también, aunque saberlo no me era de gran ayuda por aquel entonces. Gastar bromas a mis expensas había sido una costumbre familiar desde que tengo memoria. Yo era la nadadora en una familia de jinetes, la vegetariana en una familia que criaba ovejas, la nómada en una familia de sedentarios y un largo etcétera. A menudo las cosas se decían en broma y la persona que lo hacía no era consciente del daño que provocaba. Pero las bromas tienden a desgastarse cuando una las lleva oyendo durante décadas. Aunque otras veces, con demasiada frecuencia, se decían cosas crueles a propósito. Incluso si una tiene la fuerza de mil personas, al cabo de los años termina por cansarse. Sobre todo cuando te cuesta incluso recordar una época de tu vida en que no te ridiculizasen, te gritasen, o te dijesen que no valías para nada. Así que hasta ese momento nunca había disfrutado demasiado de la dinámica familiar. La manera más fácil de sobrellevarlo por aquel entonces era simplemente vivir la vida que esperaban de mí, pero a partir de cierto momento empecé a retraerme y a alejarme de ellos. Ese fue mi mecanismo para afrontar la situación. En todo el mundo existen artistas incomprendidos. Yo era una artista, aunque todavía no tenía consciencia de ello. Pero sí sabía que vender seguros a gente que pretendía únicamente ingresar su nómina no me motivaba en absoluto. La cifra de ventas a final de mes no tenía absolutamente ninguna importancia para mí. Lo único que me interesaba era ofrecer a los clientes un servicio amable y adecuado, cosa que se me daba muy bien. Pero eso no bastaba en el voluble sector financiero. Había que vender, vender y vender. Pero dicen que hacemos más por evitar el dolor que por obtener placer. Solo cuando el dolor se vuelve insoportable encontramos el valor para introducir cambios en nuestra vida. Hasta ese momento, el dolor que sentía en mi interior no hacía más que enconarse hasta llegar al punto crítico. Cuando dejé otro de esos «buenos trabajos» para irme a vivir a la isla, se desató la confusión. «¿Por qué lo habrá hecho? ¿Adónde se va esta vez?» Mientras que yo, emocionada, pensaba: «¡Voy a vivir en una isla!». Cuanto más lejos me iba, más feliz 45 era. Allí mi vida era mía, y era una buena vida. El único contacto que mantuve con el continente fue con mi madre, mi más firme apoyo y mi querida amiga. Fue durante esos años en la isla cuando comencé a interesarme por la meditación. Más adelante, encontré el camino que me ofrecería la oportunidad de conectar con mi propia bondad como nunca antes lo había hecho. A través de este camino empecé a entender y a experimentar la compasión, esa fuerza tan hermosa y poderosa. El dolor que había aceptado de los demás había sido la proyección en mí de su propio sufrimiento. Quienes son felices no tratan así a los demás. No los juzgan por ser consecuentes en su vida. En todo caso, lo respetan. Cuando fui consciente del dolor que arrastrábamos de generaciones anteriores, pude optar por liberarme de él en mi propia vida. Nunca podría controlar a otra persona, y no tenía intención de hacerlo. La gente cambia porque quiere y lo hace cuando se siente preparada. Fue liberador aprender a ver la vida desde la compasión, y aceptar que tal vez nunca llegaría a tener las relaciones comprensivas y cariñosas por las que alguna vez suspiré. Me cambió la vida en muchos ámbitos. Al ser consciente del dolor que conllevaba mi propia sanación, acepté que no todo el mundo tiene el valor de enfrentarse a su pasado, al menos hasta que se vuelve insoportable. Hasta cierto punto, la misma dinámica persistió durante varios años más, pero cada vez me afectaba menos. Necesité tiempo y fortaleza, pero por fin vi que no se trataba de mí, sino de quienquiera que tratase de criticarme o de juzgarme. En el budismo se cuenta una historia según la cual un hombre se acercó gritando enfadado a Buda, que no se inmutó. Cuando le preguntaron qué había hecho para permanecer sereno e imperturbable, Buda respondió con una pregunta: «Si alguien te trae un regalo y decides no recibirlo, ¿a quién pertenece entonces el regalo?». Evidentemente, a quien iba a ofrecerlo. Lo mismo sucedía con las palabras que injustamente vertían a veces sobre mí. Dejé de enfrentarme a ellos y empecé a sentir compasión. A fin de cuentas, esas palabras no provenían de un estado de felicidad. Pero lo más importante que he aprendido en la vida, lo más importante sin ninguna duda, es que la compasión empieza por uno mismo. Sentir compasión por los demás me permitió que la sanación empezase y prosiguiese, de alguna manera me permitió quitarme de en medio cuando mis antiguos hábitos de conducta aún ejercían fuerza sobre mí. Era capaz de reconocer el sufrimiento y de asumir que no tenía nada que ver conmigo. Era el dolor de la otra persona el que brotaba y rebosaba. Esto no solo se aplicaba a mis 46 relaciones familiares, por supuesto. Era importante para todas las relaciones: personales, públicas y profesionales. Todos sufrimos en algún momento. Todos, sin excepción, sentimos dolor. Pero aprender a sentir compasión por mí misma fue mucho más difícil y, aunque entonces no lo sabía, iba a tardar años en lograrlo. Somos demasiado duros con nosotros mismos, injustamente. Aprender a quererme y aceptar que yo también había sufrido mucho implicó un cambio muy difícil para mí. Sin duda, resultaba más fácil escuchar opiniones injustas de los demás sobre mí misma y hacerles frente, porque ya estaba muy acostumbrada. Puede que no me hubiese traído la felicidad, pero aprender a ser amable y a sentir compasión por mí misma por encima de todo era sin duda un proceso para el que aún tenía que madurar. Al menos, la sanación había comenzado. Con la renovada intención de quererme, respetarme y ser más comprensiva conmigo misma, la vieja dinámica familiar empezó a perder fuerza. Reuní fuerzas para responder y por fin conseguí hacerme oír en lugar de encerrarme en mí misma. Sin duda, lo que expresaba ahora era mi propio dolor, que tenía poco que ver con las personas a las que me dirigía. Cada uno interpretamos a nuestra manera las cosas que nos pasan. Eso fue lo que me sucedió con la expresión y la liberación de mi sufrimiento. Necesité mucho valor para romper con comportamientos que se habían perpetuado durante décadas, pero lo encontré en el dolor, pues ya no tenía nada más que perder. El dolor del silencio me era insoportable. Pero, a fin de cuentas, lo único que alimenta realmente el dolor que sentimos cada uno de nosotros es el deseo de que los demás nos quieran, nos acepten y nos comprendan. De modo que la compasión es la única salida, la compasión y la paciencia. A pesar de todo, el amor, bajo el más frágil de sus disfraces, aún existe entre nosotros. Era como si, una y otra vez, me hubiese dejado llevar por la corriente del mismo río y, cada vez, me topase con la misma piedra enorme que bloqueaba mi flujo natural. Siempre estaba ahí. Pero un día tomé conciencia de que era posible que siempre fuese a estar ahí. Así que, en lugar de enfrentarme a esa misma piedra, ese mismo bloqueo, una vez tras otra, decidí nadar hacia otro lugar, un lugar que me permitiría seguir avanzando de manera libre y natural. No había necesidad de chocar incesantemente con ese obstáculo que entorpecía mi progreso natural y era fuente inevitable de bloqueo y dolor. Había llegado el momento de hacer las cosas de otra manera, de elegir otro camino, de levantar la voz y decir: «basta». No estaba dispuesta a seguir tolerando las viejas 47 costumbres. Aunque acabase estando más sola, al menos me daría paz, lo cual el otro camino no podía ofrecerme. Cuando empecé a hablar, las cosas comenzaron a cambiar en mi interior. Creció mi autoestima y me vi más capaz de expresar lo que sentía. Por fin había sembrado semillas nuevas y más sanas. Aún no sabía qué hacer para que creciesen, pero al menos ya estaban plantadas. Era el momento de empezar a vivir, pasito a pasito, como la persona que quería ser. Cuando le conté todo esto a Grace, nos hicimos amigas de forma natural. Me dio la razón en que todas las familias tienen sus cosas. Me dijo que no conocía ninguna que no tuviese sus propias complicaciones, pero que es en ese núcleo donde la mayoría de la gente tiene las mayores oportunidades de aprender. Comentamos cómo la única manera de experimentar el amor es aceptar a las personas tal y como son, sin depositar en ellas ninguna expectativa. Pese a que es mucho más fácil decirlo que hacerlo, esa es la manera más compasiva de proceder. Grace me contó muchas historias, en las que reflexionaba sobre su vida, me hablaba de cuando sus hijos eran pequeños, o de cuánto había cambiado el barrio, y volvía a menudo al remordimiento que sentía al saber que iba a morir. Deseaba haber tenido el valor de llevar una vida más acorde con su propio corazón, y no la que otros esperaban de ella. Cuando el tiempo que nos queda está contado, no se pierde mucho siendo sincero. Todas nuestra charlas se centraban en el núcleo de las cosas. Nada de cháchara; todos los asuntos que tratamos eran profundamente personales. Abrirme a Grace de esa manera me resultó inesperadamente reparador, y tener a alguien que la escuchase también le ayudó a ella a cerrar heridas. Asimismo acabamos hablando del momento de mi vida en el que me encontraba, de mis intenciones musicales, y de cómo había empezado a escribir y a interpretar canciones. Mientras tomábamos el té, Grace me insistió para que llevase mi guitarra al trabajo al día siguiente y tocase algo para ella, lo cual fue para mí un absoluto placer. Con el corazón feliz, canté para Grace mientras ella sonreía y tarareaba, sentada sobre la cama. Recibió cada canción que le entoné como si fuese la mejor del mundo. Su familia también se acercó a escuchar algunas con la misma amabilidad y apoyo. A Grace le encantó una canción en concreto, porque siempre había querido viajar. Se titulaba «Beneath Australian Skies» (Bajo el cielo australiano). Desde ese día, cada cierto tiempo me pedía que cantase para ella. No hacía falta la 48 guitarra, me había dicho, así que me sentaba en su dormitorio y le cantaba a esta encantadora y diminuta señora, mientras ella cerraba los ojos sonriendo, absorbiendo cada una de mis letras. Me pedía una canción tras otra, y yo nunca me cansé de cantar para ella. La salud de Grace empeoraba cada día. Iba menguando aún más. Los viejos amigos venían a despedirse. Sus parientes se sentaban junto a su cama y charlaban mientras contenían las lágrimas. Su familia era gente pragmática y se sentían muy involucrados en la vida de Grace y venían a verla a menudo. Eso me gustaba. También me atraía su amabilidad. Pero cuando se iban y nos quedábamos de nuevo a solas Grace y yo, ella volvía a pedirme alguna canción. Fueron momentos muy especiales. Ya no podía caminar bien y, aunque había aceptado utilizar una silla con orinal, se negaba a usarla cuando tenía que hacer de vientre. Quería utilizar el retrete, para que yo no tuviera que limpiar el orinal. No hubo manera de que cambiase de opinión, por mucho que intenté convencerla de que a mí no me importaba hacerlo. Así que tardábamos una eternidad en llegar hasta el baño, que por suerte se encontraba justo al lado del dormitorio. Estaba muy débil. Cuando había terminado y se había limpiado, yo la ayudaba a levantarse y después le subía las bragas. Para que mantuviese el equilibrio mientras tanto, el movimiento tenía que ser muy rápido. Cuando iniciábamos nuestro camino de vuelta al dormitorio, Grace apoyándose en su andador y yo siguiéndola, sosteniéndola por las caderas, me di cuenta de que, con las prisas, le había metido un poquito del camisón por dentro de la parte trasera de su ropa interior. Iba sonriéndole a esta diminuta y adorable mujer en sus últimos días mientras se tambaleaba hacia la cama, cuando de pronto sentí que me sobrecogía la emoción al escuchar que empezaba a cantar «Beneath Australian Skies». La letra no era exactamente la misma, pero eso hacía que el instante fuese aún más entrañable. Supe entonces que había alcanzado la cúspide de mi carrera musical. Nada de lo que pudiese suceder después superaría la alegría que experimenté entonces. No me habría importado no volver a escribir una canción nunca más. Haber dado tanto placer, gracias a mi música, a una persona tan querida, y que me lo devolviese cantando mi canción en sus días finales, me abrió el corazón más de lo que podría haber imaginado que la música fuese capaz de hacer. Al llegar al trabajo un par de días más tarde, resultaba evidente que ese sería el último para Grace. Al explicarle que iba a llamar a su familia, me indicó con la cabeza que no lo 49 hiciera. Débil y agotada, trató de levantarse para abrazarme. Para evitar que sus pequeños brazos hiciesen el esfuerzo, me tumbé en la cama y la abracé yo entre los míos. Eso le gustó, y permanecimos así un rato, hablando en voz baja mientras sus dedos acariciaban mi brazo. Al preguntarle por qué no quería que viniese su familia, dijo que no deseaba hacerles más daño. Los quería demasiado. Pero necesitaban despedirse de ella, le dije, y negarles la ocasión de hacerlo podría provocarles no solo dolor sino un sentimiento de culpa con el que tendrían que vivir. Grace comprendió lo que le decía y accedió, porque no quería que se sintiesen culpables por no estar presentes. Así que hice las llamadas y la familia llegó enseguida. Pero antes, agotada como estaba me dijo: «Bronnie, recuerdas tu promesa, ¿verdad?». Asintiendo con ojos llorosos, le dije que sí. «Vive de acuerdo con tu corazón. Nunca hagas caso a lo que piensen los demás. Prométemelo, Bronnie.» Su voz era ahora un suspiro apenas audible. «Te lo prometo, Grace», le dije dulcemente. Apretando mi mano, se quedó dormida, y solo volvió en sí durante breves instantes para ver a su querida familia, que permaneció junto a su cama hasta el final. Pocas horas después, Grace nos abandonó. Su hora había llegado. Luego, sentada tranquilamente en la cocina, la promesa aún resonaba en mis oídos. Pero no solo se la había hecho a Grace, sino que me la hice también a mí misma. Meses más tarde, sobre el escenario durante el lanzamiento de mi disco, le dediqué a ella esa canción. Su familia estaba entre el público. Los focos me impedían percibir la mayoría de las caras, pero no necesitaba verlos. Podía sentir el amor que estaban compartiendo al recordar a esa pequeña y entrañable mujer que no había vivido como quería, pero que sí me había inspirado a mí para hacerlo. 50 Productos de nuestro entorno Anthony no llegaba a los cuarenta cuando nos conocimos, un sábado por la tarde. Tenía el cabello rizado, de color castaño claro, y, a pesar de su enfermedad, aire de travieso. Para mí supuso un gran cambio cuidar a alguien joven. Enseguida nos hicimos amigos y, no obstante las circunstancias, desde el principio disfrutamos de un toque de humor. Anthony, que tenía un hermano y cuatro hermanas, todos menores que él, y cuya familia era muy conocida en el mundo empresarial, había vivido una vida llena de comodidades. Había tenido todo lo que había querido y había sacado buen provecho de ello cuando era más joven. Pero, al mismo tiempo, el éxito económico de su familia hacía que recayese sobre sus hombros una gran responsabilidad. Esta presión se había vuelto en su contra y, a pesar de su inteligencia y de las oportunidades de las que había disfrutado, tenía la autoestima por los suelos. Lo disimulaba con gran habilidad tras su sentido del humor y sus travesuras. Anthony no podía ser lo que la familia esperaba de su primogénito, lo cual le generaba mucha presión. Pasó sus años jóvenes conduciendo coches deportivos, perseguido por la policía, contratando los servicios de las chicas de compañía más caras y haciendo estragos en las vidas de todos los que se cruzaban en su camino. Era terreno conocido para los jóvenes procedentes de los barrios ricos. Algunas de las cosas a las que el joven Anthony había dedicado su tiempo tenían poco de edificantes. Pero, debido a su baja autoestima, también había llevado una vida de excesos, llegando incluso a ponerla en peligro más de una vez. En una ocasión acabó en el hospital, con los órganos y miembros dañados, corriendo el riesgo de acabar con su salud definitivamente y de perder la libertad que aquella hace posible. Los médicos hacían lo que podían para devolverle su libertad, pero las perspectivas no eran nada halagüeñas. Sin embargo, Anthony estaba bastante resignado. Consciente de que era probable que se hubiese provocado un daño irreparable, pidió a los médicos que lo operasen enseguida, para salir de dudas cuanto antes. Le realizaron un par de operaciones. Los calmantes hicieron que pasase una semana durmiendo, durante la cual yo permanecí junto a su cama en la habitación del hospital. Después, solo quedaba 51 esperar y ver cuál era su evolución, que, con suerte, conduciría a una progresiva recuperación. Cogimos la costumbre de que yo leyese para él. Todo empezó una tarde cuando me preguntó qué estaba leyendo. Después de la temporada que había pasado en Oriente Próximo, tenía ganas de volver. El libro que estaba leyendo era un mirada inteligente e imparcial sobre la historia y la forma de vida de la región. Aunque era consciente de que la mujer vivía subyugada en varios de esos países, y de los actos que algunos extremistas de estas naciones cometían en nombre de la religión (los extremistas de cualquier religión siempre olvidan las enseñanzas de bondad que son comunes a todas ellas), también había podido ver una faceta de esta cultura que desgraciadamente nunca aparece en los medios de comunicación. Esas gentes afectuosas le daban gran importancia a la familia y eran de los anfitriones más hospitalarios que yo había conocido. Me habían abierto sus hermosos corazones y me habían acogido sin dudarlo. Lo mismo sucedió con las personas de esa región a las que conocí más tarde en Australia. En Occidente hemos perdido buena parte de la conexión familiar, en particular en lo que se refiere a nuestros mayores. Pude comprobarlo personalmente al ver lo solas que estaban muchas de las personas a las que cuidé cuando hice algún que otro turno en residencias de mayores. Me fascinan las demás culturas y las maneras tan diferentes que tenemos de vivir. Y lo mismo sucede con las delicias culinarias que se pueden descubrir en otros países. Pero, por otra parte, en muchos sentidos somos todos muy parecidos. El racismo es algo que nunca entenderé. Somos casi todos iguales, porque lo que buscamos es ser felices. Y, a cierto nivel, todos tenemos corazones capaces de sufrir. Anthony tenía interés en que le contase más cosas sobre lo que estaba aprendiendo, así que, después de prepararnos una tetera de una infusión cuyo aroma flotaba dulcemente en la habitación, le puse al día de lo que llevaba leído del libro. Y seguí leyendo, pero ahora en voz alta. Cada día pasábamos así una o dos horas. Se convirtió en un momento de disfrute para ambos. Durante varias semanas, pude introducirle en los libros que de otra manera nunca habría conocido. Le ofrecí un abanico de temas, pero él siempre me decía que cualquier cosa que le leyese le haría feliz. Así que también le introduje en los clásicos espirituales y compartimos libros sobre la vida, sobre filosofía y sobre cómo tener ideas propias. La discusión surgía de manera natural mientras yo atendía sus necesidades: levantar un brazo que no podía mover, el 52 otro escayolado, curarle una llaga en su pierna inmóvil u otras tareas relacionadas con su higiene personal. Pero, finalmente, las lesiones que habían resultado de sus acciones hicieron que el éxito de las operaciones no fuese completo. Le arreglaron algunas cosas, pero otras partes sufrieron daños irreparables. Así que no pudo irse a casa, ya que a partir de ese momento su vida iba a requerir asistencia y cuidados personales permanentes. Se decidió entonces que entrase en una residencia, una de las mejores de la ciudad, al menos si teníamos en cuenta la publicidad que llevaban a cabo y los altos precios del lugar. Anthony era entonces un joven encerrado entre cuatro paredes de colores apagados y rodeado de personas ancianas y moribundas. El ambiente resultaba espantoso y me entraron ganas de pintar las paredes de colores más vivos. Pero, al principio, estaba contento. Le daba tranquilidad saber que la presión de su familia había desaparecido, ya que sabían que necesitaba cuidados. Además, eso le permitió alegrarles la vida a los ancianos de la residencia, que estaban encantados con él. Sin embargo, con el tiempo fue apagándose y la ausencia de estímulos externos hizo que su inteligencia se atrofiase por falta de uso. Empezó a convertirse en un producto de su entorno. En realidad, todos somos criaturas bastante maleables y dúctiles. Aunque tenemos la posibilidad de pensar por nosotros mismos y disponemos del libre albedrío para vivir siguiendo los dictados de nuestro corazón, el entorno ejerce un enorme efecto sobre cada uno de nosotros, sobre todo hasta que empezamos a ser más conscientes de las decisiones vitales que tomamos. Otro ejemplo de la influencia que ejerce el entorno puede apreciarse en cómo personas sensatas y que eran felices se ven atrapadas en el deseo constante de poseer cada vez más después de conseguir un ascenso en su trabajo. El afán por estar a la altura de sus nuevos amigos, pertenecientes a su recién adquirido nivel de ingresos, hace que a menudo esas personas cambien para adaptarse a su entorno. Por ejemplo, la zona en la que hasta entonces vivían felizmente ya no les parece suficientemente buena, así que se mudan a un lugar más apropiado. Puede que esto a veces sea fuente de felicidad, pero no siempre es así. Mucha gente proveniente de pueblos también se adapta a la vida urbana y se dejan influir por las modas de la ciudad y por estilos de vida más ajetreados. No es que en las zonas rurales uno no esté sujeto a las modas, pues también las hay, se trata de la influencia que ejercen sobre nosotros las personas que viven a nuestro alrededor. Hay 53 gente que crece en la ciudad y que después se adapta a la vida de pueblo y consigue ralentizar su ritmo de vida, deja de prestar atención a las etiquetas y encuentra la felicidad en unos pantalones vaqueros y unas botas de lluvia con las que recorrer su finca. Estemos donde estemos, si pasamos el tiempo suficiente en un mismo lugar, el entorno ejercerá una enorme influencia sobre nosotros. A mis veintitantos años, yo me lo estaba pasando muy bien. El principio de esa década había sido muy duro. A los diecinueve años, estaba comprometida para casarme y tenía toda la vida ya montada, hipoteca incluida. Era una relación bastante malsana, pero de alguna manera conseguí sobrevivir a esa época aunque, cuando lo pienso, no sé cómo lo hice. Un exceso de abusos psicológicos, juegos mentales y la exposición a los diversos estados de ira de mi pareja hicieron que mi autoestima disminuyese continuamente. La situación se hizo insostenible cuando conseguí un nuevo trabajo (en un banco, como era de esperar). El equipo de personas con las que trabajaba era fantástico y me sorprendió volver a verme disfrutando de la vida. Tener un trabajo estable me permitió soñar con una vida alejada de mi situación actual, y me fui de casa. Al poco tiempo, pedí el traslado a un puesto en la costa norte, para empezar desde cero. Enseguida, di rienda suelta a los bailes y a la frivolidad, que pasaron a constituir una parte feliz y desenfadada de mi vida. A mi alrededor había también mucha droga, pero entonces ya sabía que beber no era lo mío y, aunque aún no había llegado el momento en que decidiría dejar el alcohol para siempre, la bebida no era muy importante en mi vida. Pero tenía acceso a muchas otras sustancias y en menos de un año experimenté con casi todas ellas. Era la época anterior a las drogas sintéticas como el hielo, un tipo de metanfetamina, y otras cuyo nombre vulgar ya ni siquiera recuerdo. En mi círculo de amigos era habitual el consumo de marihuana cultivada en casa y, cuando alguien me ofreció probar el opio, lo hice. Sentía que estaba en un espacio donde podía probar cosas nuevas, pero tuve la suficiente cabeza para no experimentar más que una vez con la mayoría de ellas, aunque, gracias a Dios, hice una excepción con la heroína, que nunca probé. Por suerte, tan solo tomé una vez opio, setas alucinógenas, LSD y cocaína, todas durante ese período de doce meses, pero no he vuelto a probarlas desde entonces. Creo que sentía en mi interior la necesidad de cierto descontrol, tras la represión que había vivido en mi infancia y en mi relación anterior. Pero después de todo esto, a un nivel subconsciente, se encontraba 54 una falta total de autoestima, algo que formaba parte de mí y que aún entonces seguía alimentando. Pero esa vida de excesiva indulgencia con las drogas no era para mí. Lo supe inmediatamente y, aunque disfruté probando algunas sustancias, me dije que era más por un deseo de experimentar que por una necesidad de evadirme. Conscientemente, no tardé en darme cuenta de que prefería una vida más sana. En mi inconsciente, sin embargo, aún me quedaba mucho por reparar tras haber permitido durante décadas que las opiniones de los demás controlasen mi propio sistema de creencias. Mi felicidad seguía dependiendo demasiado de fuerzas externas. Unos pocos años más tarde, después de mi estancia en la isla, estaba viviendo en Inglaterra, sirviendo cervezas en un bar de pueblo. Se consumía mucho speed. Tras tomar un par de rayas, los lugareños entraban en el bar con las pupilas totalmente dilatadas y se pasaban toda la noche rechinando los dientes. Sus rutinas diarias eran exactamente las mismas año tras año, así que, cuando alguien conseguía speed, alteraba su realidad lo suficiente para permitirle contemplarla desde otro punto de vista. Solo intentaban escapar al aburrimiento, y verlos al día siguiente, con la melancolía y el agotamiento que llegaban después, hacía que me preguntase si merecería la pena. En contadas ocasiones, mi compañero y yo decidimos participar, pero tardamos poco tiempo en darnos cuenta de que no era lo nuestro. La resaca del speed era terrible, y luego me arrepentía de haberle hecho eso a mi cuerpo. Pero, aun así, un mes después me vi en un momento de cambio vital, influenciada una vez más por mi entorno y por mi falta de voluntad y de decisión consciente de vivir una vida mejor. Dean trabajaba todo el fin de semana, así que, con un grupo de gente del pueblo, tomé un tren para pasar la noche en Londres. Aunque me acercaba a los treinta, nunca había estado en una fiesta rave, sencillamente porque ese no era mi tipo de música. Pero en lugar de quedarme sola en casa, los chicos me convencieron para que fuese con ellos, prometiéndome que sería la mejor noche de mi vida. Todos eran amiguetes míos, así que me animé. Una experiencia anterior con el éxtasis, la única vez que lo había probado, había estado bien. Había pasado una noche absurda y había sobrevivido a la resaca, que desde luego no fue agradable. Pasé días con el estómago muy revuelto y con la energía increíblemente baja. Pero con esto había tenido suficiente, así que había declinado todas las proposiciones posteriores. También hizo que sintiera repugnancia hacia mí misma, lo 55 cual no mejoraba las cosas. Ya me bastaba yo solita. Aun así, ahí estaba yo, en el tren camino de Londres con ocho tíos que trataban de convencerme para que me tomase una pastilla de éxtasis. Los habituales de la vida nocturna de la ciudad se tomaban varias cada semana, ¿qué problema había en que yo me tomase solo una? No los culpo, en absoluto. A ellos les gustaba el éxtasis y solo intentaban compartirlo conmigo. En última instancia, la decisión final fue mía, fui yo quien dejó que la pastilla se deslizase por mi garganta, justo cuando el tren llegaba a la estación Victoria. Era pleno invierno y hacía muchísimo frío en la calle, como suele suceder en Londres en esa época del año. En cuanto entramos en el club, la música me pareció espantosa y deseé que la noche acabase cuanto antes. Lo mío siempre iba a ser la música acústica, mucho más que cualquier cosa digital, aunque cada una tiene su momento. De los altavoces salía música tecno a todo trapo. Conscientemente, tomé la decisión de dejar de juzgar la situación y aceptar que iba a estar allí hasta el amanecer. Me relajé y salté a la pista de baile con los chicos. Ellos estaban disfrutando desde el instante inicial, mientras que yo solo conseguía soportarlo. Entonces la pastilla hizo efecto con toda su intensidad y supe que tenía que salir de la multitud. Empecé a sudar. Cada encontronazo con cualquier cuerpo en la pista de baile hacía que aumentase mi sensación de claustrofobia. Fui dando tumbos buscando algo de espacio libre. Los bajos hacían que vibrase el suelo y con él mi cuerpo entero. Las caras de los chicos que bailaban a mi alrededor se difuminaron. Estaba perdiendo rápidamente el control y tenía que llegar a un lugar seguro. El ruido, los rostros sonrientes y las luces me llegaban cada vez más distorsionados mientras trataba desesperadamente de alcanzar los baños de mujeres. Por mucho que quisiese, no podía pasar toda la noche en uno de los cubículos, así que, tras barajar esta posibilidad durante un rato, sentada allí, cedí a regañadientes ese espacio privado cuando unas chicas empezaron a aporrear la puerta para ver si había alguien dentro. Hacía demasiado frío para salir del club, y el primer tren de vuelta a casa no salía hasta las seis de la mañana. El ruido de los baños de señoras y las risas de la gente que iba y venía hizo que me envolviese una sensación de aturdimiento. Entonces avisté el alféizar de la ventana. Mi salvación, me dije. Me subí al lavabo y conseguí alzarme hasta el alféizar, que tenía anchura suficiente para sentarme sin riesgo de resbalar. Deslizándome, encontré un pequeño rincón apartado, sobre los lavabos del baño de 56 señoras. El ajetreo y el caos quedaron abajo. Pude apoyar la espalda y la cabeza contra la ventana y tratar de encontrar algo de tranquilidad. No había dejado de sudar. La ventana helada sobre la que me recosté me proporcionó el alivio que tanto necesitaba. Ahora estaba en mi mundo y probablemente podría manejar mejor la situación. Mi pobre corazón latía mucho más rápido de lo que es normal para un corazón humano; recé para que superase esa noche. No se calmó, pero tampoco se me pasó por la cabeza pedir ayuda médica. Puede que fuese el miedo inconsciente por haber tomado drogas ilegales, no lo sé. Pero sentía que lo que más falta me hacía era seguir sentada con la espalda apoyada en esa ventana helada. «¿Estás bien, cariño?», me preguntó una chica inglesa, tirando del dobladillo de mis vaqueros, que quedaba a la altura de su cabeza. Apenas la oí y seguí sentada con la boca abierta, con la cabeza echada hacia atrás y mirando al techo. Era incapaz de responder. Mi corazón estaba desbocado y no podía ni moverme. «¿Cariño, estás bien?», insistió. Con un gran esfuerzo, conseguí bajar la cabeza y hacer un gesto de asentimiento. «¿Tienes agua?», preguntó. Cuando me encogí de hombros, ella desapareció y volvió con una botella de agua para mí. «Bebe», me dijo. Agradecida, vi después cómo rellenaba la botella con agua del grifo. «Gracias», logré decir con una sonrisa. La conversación me sentaba bien, por mucho que me costase hablar. Me obligaba a concentrarme, en lugar de perderme en el viaje en el que estaban inmersos mi mente y mi cuerpo. Conseguimos charlar un rato. Era un cielo. Pasé toda la noche en el alféizar, incapaz de moverme, con el corazón aún latiendo con fuerza en mi pecho y el helado aire nocturno a mi espalda compensando el exceso de calor de mi cuerpo. Esa mujer encantadora volvió cada cierto tiempo para ver cómo me encontraba, rellenar mi botella de agua y darme conversación. A día de hoy sigo sin saber quién era, pero no quiero ni imaginarme qué habría sido de mí sin ella. Una media hora antes de que cerraran el club, me ayudó a bajar. Seguía completamente ida y no me encontraba nada bien, pero ahora al menos podía hablar con más claridad. Nos sonreímos y charlamos un poco. Aunque tratamos de quitarle importancia, ambas sabíamos que lo que había vivido era algo serio y le di las gracias con un abrazo. Me llevó hasta donde estaban los chicos. Llevaban media noche buscándome 57 y sintieron un gran alivio al verme aparecer. «No le quitéis la vista de encima», les dijo ella mientras hacía que uno de ellos me cogiese de la mano; luego se despidió con un beso y una sonrisa. En el tren de vuelta, los chicos no dejaron de reír y de hablar de lo fantástica que había sido la noche, de cuánto deseaban que no hubiese acabado y que el efecto de las drogas no se hubiese pasado. Yo apoyé la cabeza contra la ventana y me hice la dormida, aunque sabía que aún pasaría un tiempo hasta que pudiese dormirme de verdad. Mi corazón seguía latiendo con fuerza y lo único que tenía en la cabeza era el deseo de que todo acabase cuanto antes. Desde entonces, puse fin a los días de poner a prueba mi querido cuerpo con productos tóxicos. Pasé dos días enteros durmiendo y me desperté como nueva, agradecida por la enorme lección que había recibido. Tumbada en la cama, mirando al techo, agotada por el trajín al que había sometido mi cuerpo, mi mayor alivio fue saber que había sobrevivido. Había llegado el momento de tratarme a mí misma con más respeto y de preservar el don de la salud que había recibido. Varios años más tarde, me ofrecieron una pastilla de éxtasis en uno de mis conciertos, y la rechacé educadamente sin dudarlo. Para entonces era algo completamente ajeno a mi mundo. Me di cuenta de que, de nuevo, me había convertido en un producto de mi entorno. Pero, por suerte, este había cambiado. Mi modo de vida era ahora saludable. Los ratos que pasaba con mis amigos estaban acompañados de comida sana, bebíamos té sentados alrededor de una hoguera, dábamos largos paseos y nos bañábamos en los ríos. Era un entorno en el que encajaba mucho mejor. No tenía ningún inconveniente en pertenecer a ese ambiente y estar bajo su influencia. Sin embargo, Anthony se había convertido en un producto de su entorno en el peor sentido posible. Durante mis visitas a la residencia el primer año, le gustaba conversar sobre asuntos de actualidad que oía en la radio o en la televisión. Era sagaz y siempre ofrecía una opinión inteligente o soltaba un comentario sarcástico. También me animaba a que le contase historias de mi vida y me escuchaba con verdadero interés. Pero con el tiempo su luz se fue apagando hasta el extremo de que incluso se resistía a que lo sacase al exterior. Antes habíamos pasado ratos deliciosos empapándonos de sol y hablando con los transeúntes. A veces simplemente nos quedábamos sentados en el jardín de la residencia, observando a los pájaros y poniéndonos al día. En todo caso, fueron momentos divertidos con muchas risas y conversación. 58 Si alguno de sus amigos o familiares le sugería que aprendiese algo nuevo para mejorar su calidad de vida, simplemente dejaba de escuchar. «No veo por qué habría de hacerlo —me decía una y otra vez—. Las cosas están bien así. Acepto lo que me ha tocado en la vida.» Anthony pensaba que se merecía lo que le había ocurrido, por el daño que había hecho a los demás en el pasado. «Ya has saldado tus deudas, Anthony —le decía yo—. Has aprendido la lección y eso es lo importante.» Pero él no se perdonaba. Y tampoco tenía ningún interés en construir una vida mejor. Se había adaptado al ritmo tranquilo y a las costumbres de la residencia y no tenía ninguna intención de volver a llevar una vida normal en sociedad. En cierto sentido, sus minusvalías le proporcionaban una coartada; ya no tenía que esforzarse, a pesar de que había gente en otros lugares con diversas minusvalías que llevaban vidas plenas. Pero lo que escondían todas estas excusas era su incapacidad para asumir un posible fracaso. Cuando yo se lo preguntaba, admitía que ya no tenía el valor suficiente para intentarlo. Si no lo hacía, no podría fracasar. No lo quedaba ni una pizca de motivación y, mientras los días se sucedían, Anthony había optado por vivir su vida adormilado. Durante otro año más, seguí haciéndole visitas cada cierto tiempo, a pesar de lo opresivo que era su entorno. Pero cuando las amistades no están equilibradas son agotadoras para cualquiera, y la nuestra mostraba un desequilibro cada vez más acentuado. Anthony había perdido la motivación para llamar a nadie por teléfono, tampoco a mí, como antes hacía entre mis visitas. Cuando iba a verle, nuestras conversaciones se centraban en el funcionamiento de sus intestinos y en lo maleducado que era el personal de la residencia. Además, resultaba imposible no darse cuenta de cómo descuidaba su aspecto. Anthony había envejecido antes de tiempo y, aunque seguía siendo treinta años más joven que el resto de los internos, ahora encajaba perfectamente allí. Era un producto de su entorno. Ver cómo languidecía la vida de ese hombre encantador me hizo pensar de nuevo en lo importante que es tener valor para vivir la vida que tu corazón anhela. Por desgracia, su vida era un ejemplo de lo que yo no deseaba para mí. Unos años más tarde, su hermano menor me llamó para decirme que Anthony había fallecido. Hasta entonces, su vida no había cambiado en absoluto, había seguido negándose a salir de la residencia, ni siquiera para acudir a reuniones familiares. Su 59 hermano me contó que Anthony decía que no le interesaban. No puedo dejar de pensar en cuáles habrían sido sus últimos pensamientos, al echar la vista atrás sobre su vida. El impacto que me produjo el fracaso de Anthony me sirvió de acicate. Cuando decidió no esforzarse más para cambiar de vida, Anthony dejó de concederse a sí mismo una oportunidad para mejorar o evolucionar. El fracaso nada tenía que ver con si había tenido éxito o no en lo que fuese que hubiese intentado; su mayor fracaso era que se había convertido en un producto de su entorno, carente de todo deseo de ponerse a prueba y mejorar así su vida. Es muy triste ver cómo una persona buena e inteligente desperdicia de esa manera los dones naturales con los que ha nacido. Si todos nosotros íbamos a acabar siendo productos de nuestro entorno, lo mejor que yo podía hacer de ahí en adelante era elegir los entornos apropiados, que encajasen con la dirección en la que yo quería encaminar mi vida. Iba a necesitar valor para vivir como yo quería, pero el haber tomado conciencia de los efectos potenciales que el entorno podía tener sobre mí haría que el camino fuese más fácil. Así fue como, con las ideas más claras y con renovado coraje, tomé una mayor conciencia de la vida que estaba construyendo y de la fuerza que radica en la libertad de elegir. 60 Trampas No todas las relaciones que establecí con las personas que cuidaba empezaron de manera positiva. Aunque la mayor parte de mi trabajo estaba relacionado con personas a punto de morir, a veces los clientes necesitaban atención debido a enfermedades mentales. Como yo había tenido un efecto positivo y tranquilizador sobre varios otros enfermos de breve duración, me empezaron a encomendar casos más difíciles. Ninguna experiencia en la vida es inútil. Mi pasado había hecho que tuviese contacto con una buena cantidad de comportamientos irracionales, y parecía que eso ahora me serviría para tratar con personas difíciles. La mayor parte del tiempo los clientes complicados no me perturbaban demasiado. Digo la mayor parte porque no siempre era así. A veces, mi personalidad tranquila era incapaz de calmar a esa persona, por mucho que lo intentase. Al llegar a una grandiosa mansión, sin duda una de las mejores de la ciudad, me volvían a la mente las advertencias que me habían hecho sobre la señora. Florence, así se llamaba, se resistía ferozmente a aceptar que necesitaba atención e insistía en que no le hacía ninguna falta. Esto no era nada nuevo. Muchas personas mayores se muestran reticentes a aceptar que ya no son tan independientes como antes. No siempre les resulta fácil asumir que ese momento ha llegado. Pero yo no estaba preparada para la loca que me persiguió por el camino de entrada, escoba en mano y gritando a pleno pulmón. Hacía una eternidad que no se peinaba el pelo, tenía las uñas sucias de tierra, o quizá algo peor y, aunque llevaba solo una zapatilla, la situación tenía muy poco que ver con el cuento de Cenicienta. Para colmo, parecía que no se había cambiado de vestido en un año. «¡Fuera, fuera de mi casa! —gritó—. ¡O te mato. Fuera de mi casa. Eres igual que los demás. Fuera de aquí o te mato!» La escoba me pasó rozando. Puedo aceptar muchas cosas, pero no soy tonta. Ni una mártir. Intenté aplacar a Florence durante un instante, pero mis palabras caían en oídos sordos y sus amenazas de romper el parabrisas de mi coche con su escoba fueron suficientemente convincentes. 61 «Vale, vale —le dije—. Me voy, Florence. No pasa nada.» Tenía un aspecto salvaje e indómito, erguida en un extremo del camino, defendiendo su territorio con la escoba firmemente agarrada. Al alejarme en el coche, esa imagen permaneció en mi espejo retrovisor hasta que la perdí completamente de vista. Ni se inmutó. Aunque para alguien ajeno a la situación esta podría haber resultado graciosa, mi corazón no podía evitar sentir lástima por ella. Me preguntaba cómo habría sido en otro tiempo y qué sería lo que había provocado ese estado. Encontré las respuestas un mes más tarde, cuando me llevaron de nuevo al mismo lugar. Entretanto, habían tenido que reducirla por la fuerza para sedarla. Me daba mucha lástima imaginar la escena, el miedo que ella habría sentido. Pero había pasado el último mes en una residencia temporal para personas con enfermedades mentales y ahora se encontraba bien. Los médicos estaban satisfechos con su respuesta a la medicación y le dieron el alta, con la recomendación de que estuviese atendida las veinticuatro horas. La enfermera del ayuntamiento me estaba esperando cuando llegué. «Ahora está dormida, pero se despertará pronto, así que esperaré contigo», me explicó. Al abrir la puerta doble de la mansión, me recibieron una enorme escalera de mármol, lámparas de araña y una casa repleta de hermosos muebles antiguos. También me recibió un olor completamente hediondo. «Hemos terminado el recibidor, te mostraré el resto de la casa», me dijo la enfermera, refiriéndose al equipo de limpieza con el que nos cruzamos en la habitación contigua. Florence había vivido más de diez años en un asqueroso vertedero sin que nadie se hubiese dado cuenta de ello hasta hacía poco tiempo, cuando un vecino llamó la atención de la enfermera social sobre ciertos comportamientos erráticos y poco habituales de la inquilina del lugar. Cuando la enfermera fue a visitar a Florence, salió a la luz hasta dónde llegaba su miseria. Por supuesto, no fue directamente por medio de Florence, pues nadie podía acercarse a ella, sino viendo el estado de su casa a través de las ventanas. Sobrevivía a base de latas de comida y en su despensa guardaba víveres suficientes para un año. No vi que hubiese nada más, desde luego ningún alimento fresco ni susceptible de ser cocinado. La basura impedía ver el suelo de la cocina casi por completo. Lo poco que se entreveía tenía una capa de mugre negra de varios centímetros de grosor. El cuarto de baño de Florence no estaba mucho mejor. Era un pozo malsano 62 de toallas sucias y barras de jabón secas, con signos evidentes de que hacía mucho tiempo que nadie usaba la ducha o la bañera. La enfermera me llevó escaleras abajo, donde otros cinco o seis dormitorios y un par de cuartos de baño se encontraban igualmente descuidados. Habían contratado a limpiadores para que diesen un repaso a toda la casa y se esperaba que tardasen varias semanas. En el piso de abajo, las puertas daban a una piscina asquerosa, en la que estoy segura de que ni siquiera las ranas podrían vivir. Me acerqué hasta allí y, mirando hacia la planta principal de la casa, con toda su grandiosidad, me pregunté qué dirían las paredes de ese lugar si hablasen. La higiene de Florence había experimentado una transformación positiva durante su estancia en el hospital y ahora descansaba con un vestido limpio y precioso puesto. La habían peinado y le habían cortado y lavado el pelo, y también le habían limpiado las uñas. Casi parecía otra persona. En lugar de su cama, habían puesto una de hospital. Recibí instrucciones estrictas de que Florence debía permanecer en ella, con las barras laterales levantadas en todo momento, siempre que yo estuviese a solas con ella en la casa. Otra cuidadora vendría un par de horas por la mañana y por la tarde para echarme una mano. Por las mañanas tocaba ducha, higiene corporal y desayuno. Por las tardes, tenía que intentar que Florence saliese al jardín o al balcón para que tomase el aire. Parte de su tratamiento pasaba por una fuerte sedación y el resto del tiempo estaría levemente sedada, lo que hizo que se volviese mucho más obediente. Un mes más tarde, la mansión estaba resplandeciente. Los limpiadores por fin habían terminado, pero seguían viniendo una vez por semana a la casa. Florence empezó a experimentar momentos de lucidez y pudo comenzar a contarme historias. Su vida había sido maravillosa y emocionante. Había recorrido el mundo a bordo de los barcos más lujosos y había visitado sitios fabulosos. Cuando me señalaba los cajones cercanos, yo le acercaba fotografías y le pedía que me contase la historia que había tras cada una de ellas. Costaba creer que se tratase de la misma persona, salvo por el hecho de que a veces la reconocía en la mujer joven y hermosa que reía en las fotos. No podría decir que nos hicimos amigas, aunque sí nos acercamos lo suficiente para aceptar la situación que había hecho que nos conociésemos. Pero hubo momentos en que volvió a salir a la superficie la mujer desquiciada y salvaje. Para poder sacarla de la cama era necesario que hubiese otra cuidadora. Se tomaba su medicación sin rechistar; 63 sin embargo, todos los días se resistía fieramente a que la duchase y acabé aborreciendo el día en que le tocaba lavarse el pelo. Pero en cuanto salía de la ducha era un encanto, y se entretenía ante el espejo, riendo como la mujer elegante que había sido en otra época. La riqueza de su familia venía de lejos. Dinero antiguo, lo llamaba ella. Su marido también provenía de una familia adinerada, pero de una liga muy diferente. Como consecuencia de ciertos negocios turbios, había pasado varios años en prisión. El único pariente con el que Florence mantenía contacto me contó que fue por aquel entonces cuando empezó a volverse desconfiada y paranoica con todo el mundo. Su marido murió a los pocos años de salir de la cárcel, así que no hubo ocasión de que su paranoia sanase o se redujese, y su estabilidad mental se resintió. Su confianza en él había sido absoluta y creía que los demás solo trataban de hacerse con su dinero, y que habían sido ellos los culpables de su encarcelación. De cara a mi relación con ella, era indiferente que fuese culpable o no, así que no me paré ni un instante a pensarlo. Florence aceptó que su vida implicaba pasar la mayor parte del tiempo en la cama. Le bastaba con estar en su casa y varias veces reconoció que le encantaba la compañía de las cuidadoras. Pero, varias horas antes de que llegase la otra cuidadora por las tardes, regresaba ese lado oscuro y se transformaba de nuevo en una mujer completamente distinta. Era casi como un reloj. «Dejadme salir. Dejadme salir de esta maldita cama. Socorro. Socorro. Socorro. ¡Socorro!», gritaba, y su voz retumbaba por toda la mansión y en los suelos de mármol. A veces yo entraba en su habitación y conseguía tranquilizarla durante unos segundos, pero no más. Tres segundos como máximo, quiero decir. Después, empezaba de nuevo. «Socorro. Socorro. Socorro. ¡Socoooooooooorrrrro!» Si no hubiésemos estado en un mansión tan lujosa, con gruesos muros y cierta distancia entre vecinos, estoy convencida de que alguien habría llamado a la policía cada día, para informar de sus gritos. En última instancia, daba igual si yo estaba en la habitación o no. Gritaba sin parar pidiendo ayuda y que la dejásemos salir de la cama hasta que llegaba la otra cuidadora y la sacábamos de allí. En esos momentos era imposible razonar con ella y, aunque me daba pena y tenía la tentación de sacarla de la cama, ya conocía su otra cara. No merecía la pena arriesgar mi propia integridad física. Aún guardaba en la memoria su imagen persiguiéndome escoba en mano con una determinación feroz. Cada tarde, cuando empezaba a gritar, volvía a ver atisbos de esa personalidad agresiva, lo cual me convencía de que tenía que hacer 64 caso a los profesionales que habían decidido cuál debía ser su tratamiento. Pero no podía evitar sentir lástima por ella. Debía de ser terrible sentirse atrapada en su propia casa. Las barras laterales en su cama, los requisitos legales y las decisiones de los profesionales se combinaban para hacer que Florence se sintiese atrapada. Pero antes de que todo eso ocurriera era la paranoia la que la había atrapado. Su enfermedad la había dejado sin libertad para salir de casa y con una desconfianza obsesiva hacia las personas, que, según ella, intentarían robarle si salía a la calle. Aunque muy poca gente vive atrapada en una cama, sí podemos vivir una vida en la que nosotros mismos construyamos las trampas que nos retienen, y de las que luchamos desesperadamente por librarnos. Una de las primeras cosas que recuerdo es estar atrapada en una caja, aunque la verdad es que no me sentía como tal. Era una gran caja de madera que estaba en un costado de la casa, en el jardín. Unos de mis hermanos mayores me convenció para que me metiese dentro y luego me encerró. Aún recuerdo estar allí a oscuras, pero sintiéndome a salvo y contenta. Incluso con apenas dos o tres años, ya sabía que me gustaba estar sola, en paz. Un rato más tarde, apareció buscándome la voz asustada de mi madre y en cuanto le dije dónde estaba todo terminó bien: salí de la caja y volví al caos de la ajetreada vida familiar. Pero ahora, en mi vida adulta, existían otras trampas. Aunque iba encontrando el valor para seguir mi propio camino, paso a paso, las antiguas costumbres no me ayudaban en absoluto. Superar mi miedo a actuar en público y tratar de liberarme de esas trampas autoimpuestas fue un proceso especialmente duro. Si alguien me hubiese dicho que serían la fotografía y la escritura las que acabarían llevándome a actuar sobre un escenario, me habría reído de esta idea tan descabellada. Empecé vendiendo mi obra fotográfica en mercadillos y después en galerías. No vendía lo suficiente para vivir de ello, pero sí me animó lo bastante para continuar por ese camino con paso lento pero firme. A partir de esas pequeñas señales de apoyo, decidí trabajar en la industria fotográfica y conseguí un trabajo en un laboratorio profesional en Melbourne. Por desgracia, era un trabajo de oficina y, después de un año de aburrimiento y de luces fluorescentes en una habitación sin ventanas, asumí que no era más satisfactorio que cualquiera de mis trabajos anteriores en los bancos. Tampoco había surgido ninguna oportunidad de entrar en la parte creativa del negocio y perdí por completo el interés en mi trabajo, lo que 65 provocó que cometiese errores por descuido. Recuerdo que suspiraba mucho en el trabajo; apoyaba los codos sobre la mesa y sostenía la cabeza entre las manos, buscando la manera de obtener satisfacción en mi vida laboral, y luego volvía a suspirar. Pero gracias a este trabajo me di cuenta de que no hacía falta trabajar en la industria fotográfica para hacer buenas fotos. Con la ayuda de un par de nuevos amigos, que se manejaban bien con los ordenadores, creé un librito de fotografía fruto de la inspiración. Recibí muchas alabanzas por la calidad de mi obra, pero no las suficientes para que el libro se publicase. El coste de la impresión en color era uno de los factores determinantes en las respuestas que recibí de las editoriales, aunque algunas de ellas me dijeron que el libro era precioso. Durante varios años lo intenté con todo mi empeño, con toda mi atención y mi energía. Pero las cartas de rechazo se fueron acumulando, aunque algunas de ellas incluían sinceras muestras de apoyo. Las lágrimas y la frustración me llevaron a coger la guitarra. Aunque apenas era capaz de tocarla, escribí la mitad de mi primera canción. No era en absoluto consciente de la importancia de ese momento. Había aprendido el poder de entregarse y así fue como llegué a aceptar que en realidad lo importante no era que el libro se publicase o no. Para mí, haber tenido el valor para intentarlo ya era todo un éxito. Este no depende de que alguien te diga «Sí, publicaremos tu libro» o «No, no lo publicaremos», sino de que tengas el valor de ser tú mismo, independientemente de lo que otros digan o piensen. Sentí que las lecciones que había aprendido a lo largo de todo el proceso del libro ya habían dado sus propios frutos, y por fin conseguí pasar página. Además, puede que el libro hubiese fluido a través de mí simplemente para enseñarme algo, o quizá saldría adelante en otro momento, cuando estuviese más preparada. En cualquier caso, no era importante. Tenía que pasar página. Tras el esfuerzo que eso supuso, acabé exhausta, había puesto mucho empeño en que el libro se publicase y ahora tenía que vivir de nuevo, intentando no controlar el resultado. La canción que había dejado a medias seguía medio olvidada mientras buscaba respuestas y dedicaba cada vez más tiempo a mi camino de meditación y sanación. Pero, después de uno de mis períodos de silencio y meditación, sentí la urgente necesidad de terminar la canción. Desde ese día, supe que escribir canciones formaría parte de mi obra vital y no solo terminé ese tema, sino que escribí otro ese mismo día. Una vez que empecé, ya no pude parar. Me surgían a borbotones. 66 De niños, habíamos dado conciertos para familiares y amigos. Llevaba la música en los genes. A pesar de sus otras carreras «sensatas», mi padre era guitarrista y cantautor cuando conoció a mi madre, que por aquel entonces era cantante. Pero yo nunca había sentido conscientemente el anhelo de subirme a un escenario. Y tampoco lo estaba experimentando ahora. De hecho, la idea me aterrorizaba. No era solo estar sobre el escenario, sino que mi obra me estaba llamando a salir a la plaza pública. Yo ya estaba contenta permaneciendo en el anonimato. Hay muchos compositores de canciones que no actúan y eso es lo que yo quería ser. Pero, en un principio, la única manera de hacer que mi obra llegase al público era interpretándola yo misma. Eso me daba pánico y provocó enormes turbulencias en mi interior durante mucho tiempo. Tratar de encontrar un trabajo que me apasionase ya había supuesto para mí un reto muy doloroso, del que nunca había logrado desentenderme por completo. Ahora no conseguía aceptar que el trabajo hacia el que claramente me sentía dirigida me colocaría delante del público, cuando yo siempre había disfrutado y protegido tanto mi intimidad. No quería, de ninguna manera, vivir la vida hacia la que me encaminaba. Pero las lecciones que recibimos nos hacen sanar, aunque no siempre sean gratas. Fue una época tremendamente convulsa. Tampoco ayudaba nada el hecho de que estuviese al mismo tiempo recibiendo mucha negatividad de ciertas personas respecto a mi nuevo camino. En cualquier caso, lo único que deseaba era que la vida me tragase y me permitiese seguir como si nada. Pasé mucho tiempo a solas en uno de mis ríos favoritos, nadando durante semanas y tratando de aceptar que mi vida iba en esa dirección. Con cada brazada, sentía cómo el agua dulce me purificaba. Cuando me sumergía, era como si el resto del mundo desapareciese. Los únicos sonidos que se oían junto al río eran los cantos de los pájaros y la brisa que soplaba suavemente entre los árboles en la orilla. La paz era reparadora, así que bebí de ella a menudo. Un día incluso vi un ornitorrinco, una criatura famosa por su timidez, que rara vez se deja ver por los seres humanos. Esa bendición me reconfortó. Sentada en la orilla mientras la naturaleza ejercía su magia sobre mi alma agotada, con la suave brisa soplándome en la cara, tuve que ser sincera conmigo misma. Al hacer balance de todas mis experiencias vitales hasta entonces, vi que, en el fondo, una parte de mí siempre había sabido que acabaría, en cierta medida, delante del público. La decisión de preservar una parte de mi vida de la mirada de los demás seguiría siendo mía, 67 y me veía capaz de hacerlo. A fin de cuentas, se trataba de mi vida, y me correspondía a mí decidir cómo quería que se desarrollase. Así que finalmente acabé aceptando que, si este trabajo formaba parte de mi recorrido vital y podía ayudar a los demás al hacerlo, con suerte encontraría la manera de meterme en mi papel. Confiar en que lo que aprendiese también contribuiría a mi propio crecimiento fue algo que me ayudó a asumir la situación, con independencia de quién llegase a escuchar mi música. Pero, en ese momento, me salvó la vida el apoyo de un par de amigos músicos. Cuando pienso en mis comienzos sobre el escenario, siento tanta lástima por el público como por mí misma. Aunque la música era tolerable, durante mucho tiempo fue patente lo doloroso que me resultaba actuar. Me temblaban las manos, la guitarra daba saltitos, me equivocaba de cuerdas al tocar y me quedaba completamente sin voz. Lo odiaba con todas mis fuerzas y muchas veces acababa enferma de los nervios. La meditación me ayudó mucho en este sentido, así como practicar. Como en cualquier cosa en la que perseveras, acabas mejorando con la práctica. Pero a pesar de todos estos nervios y miedos, algo me hacía seguir adelante: era el hecho de aceptar que esto formaba parte de mi obra vital y el deseo de aportar algo. Y también de que me escuchasen. Ante mí se había abierto una vía a través de la cual podía compartir los pensamientos que llevaba demasiado tiempo reprimiendo. Pasaba de largo de los treinta cuando terminé esa primera canción y transcurrieron uno o dos años más antes de que empezase a actuar en público. Como ya no bebía nada de alcohol, tenía que enfrentarme a mis miedos sin excusas ni ayudas artificiales. Pero actuar me ayudó a abrirme. Tuvo muchas consecuencias positivas. Mientras cuidaba a Florence, también recorría el circuito de bares para cantautores de la ciudad, aunque me resultaba muy desagradable en muchos aspectos. En esa época me sentía muy sola, porque mis heridas emocionales habían hecho que me encerrase mucho en mí misma. Aunque era capaz de subir a un escenario y cantar mis canciones, durante mucho tiempo no fui capaz de disfrutar de ello. Pero todo esto me ayudó a crecer. Sin duda, compartir tus pensamientos íntimos con una sala llena de desconocidos hace que vuelvas a abrirte La respuesta invariablemente positiva a mis canciones y a lo que decía en ellas también supuso para mí un espaldarazo como compositora. Me di cuenta más adelante de que estaba tocando en los sitios equivocados para mi 68 estilo y mi personalidad. Después del último de una serie demasiado larga de conciertos en lugares muy ruidosos durante varios años, abandoné definitivamente las actuaciones en bares. Mi aprendizaje había llegado a su fin. Puede que eso supusiese que tendría menos oportunidades de tocar, pero como actuar en bares y obtener ese tipo de reconocimiento no me motivaba, tampoco me importaba nada. Por aquel entonces también participaba en festivales de música folk y había experimentado la emoción del cantante que tiene ante sí un público respetuoso que no solo escucha sus canciones, sino que las entiende perfectamente. Esa conexión con personas afines es una sensación maravillosa. A partir de ese momento, solo actué en locales bonitos y en festivales adecuados. Cuando echo la vista atrás y veo mis inicios como cantante, me cuesta reconocer en mí a esa frágil criatura. Hoy en día, cuando toco en directo, siento una gran confianza porque lo hago en los locales y ante el público apropiados. Mis canciones llevan una carga de significado y son, en su mayoría, tiernas. Pueden serlo. Tienen espacio para serlo. Ya no compito con el altavoz por el que se anuncia el resultado de una rifa en los bares, ni pierdo la conexión con el público porque empieza el boxeo en los televisores que cuelgan de las paredes. Si cometo algún error, me río cariñosamente de mí misma y continúo adelante. A fin de cuentas, los cantantes también somos humanos. Asimismo resulta refrescante que el Señor Invencible ya no me esté comiendo con los ojos. Ya sabes, el tipo que más ha bebido de todo el bar, que de pronto decide que es el hermano gemelo de Johnny Depp. Se pone de pie justo delante del escenario, y te dedica una mirada lasciva mientras se balancea, consiguiendo de alguna manera que no se le derrame ni una gota de su decimoctava cerveza. Está plenamente convencido de que él es un regalo divino para las mujeres y te premia con un gesto de aprobación y un guiño de ojos, mientras contornea las caderas solo para ti. Y, si eres suficientemente buena, te esperará junto al escenario y se convertirá en la respuesta a todas tus oraciones en las que pedías un hombre y un gran amante. Sí, los he visto de todos los colores. Benditos sean. Así que, además de tener que hacer frente a mi pánico inicial a las actuaciones en público, cada día que avanzaba por el camino creativo era un día más de valor. También había terminado recientemente un año de estudios musicales. Decidí que quería aprender más sobre el mundillo musical, y estudié por mi cuenta los rudimentos de la teoría musical, al menos lo suficiente para pasar la prueba de admisión en el curso. Esta prueba 69 también incluyó una versión muy dubitativa de una de mis propias canciones. Pero entré. A mis treinta y tantos años, volvía a estudiar, y estaba encantada con ello. Pero tuve que hacer uso de diversas herramientas para conseguir dominar los nervios al actuar. Una de ellas, qué duda cabe, era la práctica. Ponerme en esa situación una y otra vez hizo que mejorase constantemente mi forma de tocar y de cantar y la confianza con la que lo hacía. Pero las dos cosas que más me ayudaron fueron las herramientas que utilicé para liberarme mentalmente. Estas herramientas sirven para cualquier otra cosa, no solo para tocar en directo, y desde entonces me han sido útiles muchas otras veces. Cuando me ponía nerviosa o afloraban pensamientos negativos, como «¿qué demonios crees que estás haciendo aquí?», recurría a mi práctica de meditación a mitad de la canción. No dejaba de cantar ni me sentaba sobre el escenario en la posición del loto. No era así. Seguía cantando y tocando la guitarra. Pero centraba mi atención en la respiración y la sentía ir y venir. Mientras tanto, confiaba plenamente en que mi memoria muscular recordaría dónde colocar los dedos sobre la guitarra y en que las palabras no dejarían de fluir. En ese momento, mi atención estaba concentrada en la respiración. Funcionaba maravillosamente bien, porque conseguía calmarme lo suficiente para volver a la canción con una expresión mejor y una mayor presencia. La otra cosa que hizo que cambiase mi forma de pensar y me permitió librarme definitivamente de los nervios era imaginarme que yo no era partícipe de la situación y verla como una ocasión de hacerles un obsequio a las personas del público. Antes, recitaba en silencio una sencilla oración mediante la que daba gracias a la música por fluir a través de mí y por dar placer a esas personas. Después, simplemente me quitaba de en medio y disfrutaba de la música tanto como el público. Actuar me enseñó muchas cosas importantes. Me siento muy agradecida por que la vida me empujase a seguir adelante cuando no tenía especial interés en hacerlo. ¿Cómo podemos saber qué regalos nos esperan gracias a las lecciones que se nos presentan si no aprendemos de ellas? No hay manera de saberlo hasta que damos un paso adelante. Para mí ya no es importante saber si seguiré actuando en un futuro o no. Si es así, lo disfrutaré enormemente. Y si no, disfrutaré enormemente de lo que sea que haga en su lugar. Ambas opciones me valen. Iré a donde mi camino me lleve. Pero cuando aprendí a dominar mis nervios al actuar, empecé también a tener control sobre otros aspectos de mi mente. Me estaba liberando de las trampas que había creado 70 a lo largo de una vida de patrones de pensamiento negativos. Todos tenemos trampas de las que necesitamos liberarnos. La mayoría no son físicas, y cuando es así es probable que tengan su origen en otras que no lo son, como pensamientos perjudiciales y sistemas de creencias negativos. Pero, por desgracia para Florence, ella seguía atrapada en su cama, al menos hasta que llegaba la otra cuidadora. Como mi presencia no aminoraba en absoluto el volumen de sus gritos, me parecía más considerado no estar en la habitación. De vez en cuando yo asomaba la cabeza y ella paraba durante dos segundos, me observaba, volvía a apartar la mirada y seguía gritando «socorro». Tendría que haber sido cantante. Desde luego, pulmones para ello tenía. Los yates navegaban junto al puerto de Sydney. Mientras recordaba una época en que tuve unos amigos navegantes, sonreí al imaginar dónde habrían acabado. El sonido del timbre me sacó de mis ensoñaciones. En cuanto rebajábamos los laterales de su cama, dejaba de gritar en un microsegundo. Tal cual. Y nos sonreía. «Hola a las dos, ¿qué tal está yendo vuestro día hasta ahora?», preguntaba. Nos mirábamos entre nosotras con una sonrisa y la ayudábamos a salir de la cama. Aunque la otra cuidadora no tenía que soportar varias horas de gritos a diario, también se los encontraba al llegar cada tarde. «Estupendo. Gracias, Florence. ¿Y el tuyo?», preguntaba yo. «Pues bastante bien, querida. He estado viendo los barcos en el puerto. Hacen regatas los miércoles, ¿sabes?» «Por supuesto, Florence», respondía, dándole la razón. Mientras paseábamos juntas por el jardín, nos maravillábamos con los colores. También había estado muy descuidado durante años. Pero el familiar que había obtenido recientemente la tutela del dinero de Florence había puesto empeño en que el lugar estuviese impecable para que ella pudiese disfrutar de él en sus momentos de lucidez. Así que habían venido varios jardineros y, como por arte de magia, la piscina estaba de nuevo limpia y transparente. «Mirad mi precioso jardín —nos decía—. Está espectacular en esta época del año.» Ambas le dábamos la razón sinceramente. A pesar de toda la desatención, seguía existiendo un hermoso jardín que de nuevo lucía en todo su esplendor. «El otro día estuve aquí fuera plantando estas flores, ¿sabéis? Hay que estar pendiente del jardín continuamente, y más con todas estas enredaderas.» Sonreímos y volvimos a 71 darle la razón. Teniendo en cuenta que apenas uno o dos meses atrás el lugar era un selva sucia y descuidada, era divertido ver cómo se lo imaginaba Florence. Mientras apartaba unas parras de las flores, siguió diciendo: «Uno no puede descuidarse con los jardines. Necesitan mucho cariño y tiempo». Le preguntamos sobre unas flores en particular y nos respondió con una lucidez y un conocimiento sorprendentes: «Esta parra atrapará las flores y las estrangulará». Y siguió quitándolas. Yo asentí. «Nunca dejaría que nada me atrapase a mí, ¿sabéis?, y tampoco dejaré que lo hagan con mis flores», añadió. Y mientras Florence continuaba luchando contra las limitaciones en su hermoso jardín, yo pronuncié en silencio una oración dando gracias por haber tenido el valor de empezar a liberarme de las mías propias. Como una flor, yo ahora también podía crecer y florecer libremente. 72 LAMENTO 2: Ojalá no hubiese trabajado tanto Mientras secaba los platos, podía oír que desde su despacho John, la persona a quien ahora cuidaba, reía como un niño. «Sí, también tiene la edad adecuada», dijo entre risas, y continuó haciéndole una descripción de mí a su amigo por teléfono. John rondaba los noventa años; yo aún no había cumplido cuarenta. Recordé algo que un septuagenario me dijo una vez: «Todos los hombres son niños», y sonreí haciendo un gesto de reproche. Más tarde, cuando salió de su despacho, John era de nuevo el diplomático caballero al que me tenía acostumbrada, sin rastro de travesura alguna. Pero quería invitarme a comer y me preguntó si tenía un vestido rosa que ponerme. Si no era así, ¿le permitiría que me lo comprase? Me reí y decliné educadamente la oferta de comprarme un vestido, porque sí que tenía uno. Aunque no formaba parte de mi uniforme como cuidadora de día, le informé que accedería gustosa a aceptar la invitación de un anciano moribundo. Su alegría fue inmensa. Reservó mesa para dos en un restaurante muy caro. Era la mejor mesa, centrada, en primera línea y con vistas a un parque al otro lado del puerto. John tenía un aspecto pulcro con su americana azul marino con ribetes dorados y una buena dosis de loción de afeitar que aún flotaba en el aire. Con su mano sobre el final de mi espalda, me condujo hasta nuestra mesa. Al volver la cabeza tras contemplar las vistas, lo cacé haciendo un guiño a los cuatro hombres que ocupaban una mesa cercana. Todos reían discretamente mientras me daban un repaso con la mirada, pero pusieron caras serias en cuanto se dieron cuenta de que les había pillado. «¿Amigos tuyos, John?», le pregunté con una sonrisa. Tartamudeando, me reconoció que quería que sus amigos viesen lo afortunado que era por tener a una cuidadora de tamaña calidad física. Me reí a carcajadas. «Cualquier mujer de mi edad es de gran calidad física para una panda de cuasi nonagenarios.» Sin embargo, debo reconocer que 73 sus modales eran impecables y que deseé que hubiese más hombres de mi generación con el encanto y la educación con que se comportó conmigo. Compartimos una comida muy agradable. John había llamado previamente para avisar que iría con una vegana. Le habían correspondido con un estupendo pastel de verduras, cocinado para la ocasión. Resultó que sus amigos tenían prohibido interrumpir nuestra comida, ni siquiera podían acercarse a la mesa. Me los presentaría después. Así que, aunque hacía rato que habían terminado de comer, esperaron pacientemente hasta que John y yo dimos por terminados nuestro almuerzo y nuestra conversación. Entonces, poniendo de nuevo su mano sobre el final de mi espalda, me guió hasta la mesa de esos hombres, donde me comporté como la novia perfecta, dejándolos a todos encantados pero asegurándome de que John era quien recibía más atención. Me recordó a los gallos que hinchan sus plumas como muestra de orgullo durante el cortejo. Fue muy divertido. Pero bajo toda esta apariencia, John se estaba muriendo. ¿A quién podía importarle que yo me prestase a un juego tan inocente en la que sería una de sus últimas salidas? Una vez de vuelta en casa, con una ropa más práctica para mi trabajo en lugar del vestido rosa —para gran decepción de John—, le ayudé a meterse en la cama. Era evidente que la salida le había encantado, pero también lo había dejado agotado. La energía de las personas que se aproximan a la muerte es tan escasa que una breve salida equivale para ellos a trabajar ochenta y cuatro horas a la semana moviendo ladrillos. Los deja completamente exhaustos. Además, la familia y los amigos muy a menudo no son conscientes de lo mucho que sus bienintencionadas visitas pueden agotar a las personas enfermas. Cuando se encuentran aproximadamente en su última semana, las visitas de más de cinco o diez minutos pueden suponer un gran esfuerzo para los pacientes, a pesar de lo cual es en ese momento cuando los visitantes suelen asediarlos. Pero esa tarde John y yo estábamos solos y durmió profundamente. Mientras doblaba mi vestido rosa para guardarlo en mi maleta, me alegré de haberle ofrecido el placer que obtuvo con el almuerzo. Yo también había disfrutado. John también se aprovechaba de mi juventud en otros sentidos. Como me manejaba mejor que él con los ordenadores, retomé en su despacho el trabajo que había empezado el mes anterior. Para un hombre de su edad, era admirable su relación con los ordenadores, así como su empeño por comprender la era de la tecnología. Pero sus ficheros eran un desastre, porque no sabía nada de carpetas ni de cómo archivar las cosas con orden. Mientras dormía, seguí creando categorías y buscando el lugar 74 apropiado para cientos de documentos, al tiempo que iba creando un índice para que los archivos se pudiesen encontrar. Pero, como digo, para un hombre de su edad se las apañaba bastante bien con el ordenador. Al ver cómo se deterioró su salud la semana siguiente, me sentí muy afortunada de que hubiésemos podido comer juntos. Ya no volvería a salir de la casa. Puede que le quedasen varias semanas, o quizá no, pero sus fuerzas se estaban desvaneciendo muy rápidamente. Sentados en su balcón al atardecer, vimos cómo se ponía el sol sobre el Harbour Bridge y la Opera House. John, en bata y zapatillas, intentaba comer algo, pero le estaba costando. «No te preocupes, John, come solo lo que quieras o puedas», le dije, porque los dos sabíamos lo que esa frase decía sin decirlo. John se estaba muriendo, y no le quedaba mucho tiempo. Asintió, dejó el tenedor en el plato y me los acercó. Aparté la bandeja a un lado y seguimos contemplando la puesta de sol. En medio de la tranquilidad vespertina, John dijo: «Ojalá no hubiese trabajado tanto, Bronnie. Qué tonto he sido». Lo miré desde la otra butaca del balcón. No necesitó que lo incitase a continuar. «Trabajé muchísimo y ahora soy un hombre solitario y moribundo. Y lo peor es que he pasado solo toda mi jubilación, y no tenía por qué haber sido así.» Escuché mientras me contaba toda la historia. John y Margaret habían tenido cinco hijos, cuatro de los cuales les habían dado nietos. El otro había muerto apenas cumplidos los treinta. Cuando todos sus hijos ya eran adultos y se habían ido de casa, Margaret le pidió a John que se jubilase. Los dos gozaban de buena salud y tenían el dinero suficiente para pasar una buena jubilación. Pero él siempre había dicho que podían necesitar más. Margaret siempre le respondía que podían vender su casa, enorme y ahora casi vacía, y comprar algo más acorde a su situación, quedándose con la diferencia. Esta batalla entre los dos se había prolongado quince años, durante los cuales él siguió trabajando. Margaret se sentía sola y anhelaba redescubrir su relación, sin hijos ni trabajo. Durante años leyó vorazmente folletos de viajes y sugirió diversos países y regiones que podían visitar. John también deseaba viajar más, y aceptó todas las propuestas de Margaret. Por desgracia, también disfrutaba del estatus que su trabajo conllevaba. Me contó que el trabajo en sí no le gustaba especialmente, pero sí el lugar que le proporcionaba en la sociedad y entre sus amigos. Además, la emoción de cerrar un trato había degenerado en una cierta adicción. Una noche, mientras Margaret lloraba y le imploraba que se jubilase de una vez, John 75 miró a su hermosa mujer y se dio cuenta no solo de lo desesperadamente sola que se sentía sino de que ambos eran ya ancianos. Esa mujer maravillosa había esperado pacientemente a que él dejase de trabajar. La vio tan bella como el día en que se habían conocido. Pero, por primera vez en su vida, John se planteó que no vivirían para siempre. Aunque estaba petrificado por motivos que ahora era incapaz de justificar, accedió a jubilarse. Margaret dio un respingo y lo abrazó, llorando ahora de alegría. Pero la sonrisa no duró mucho, pues desapareció en cuanto John añadió «dentro de un año». Su empresa estaba negociando entonces un nuevo acuerdo y quería llevarlo a buen puerto. Margaret había esperado quince años a que él se jubilase. Seguro que podía esperar un año más. Llegaron a un trato, que ella aceptó a regañadientes. Mientras el sol desaparecía en el horizonte, John me contó que incluso en ese momento se había sentido egoísta por su decisión, pero que no podía jubilarse sin llevar a cabo un acuerdo más. Tras años soñando con ese momento, las cosas empezaron a volverse reales para su querida mujer. Hizo planes reales, hablando por teléfono frecuentemente con su agencia de viajes. Todas las noches, cuando él llegaba a casa, ella lo esperaba con la cena preparada. Mientras comían en la mesa que en otra época había acogido a toda su familia, ella le contaba emocionada sus pensamientos e ideas. John también empezaba a ver con buenos ojos la idea de la jubilación, aunque seguía insistiendo en cumplir los doce meses cada vez que a Margaret se le ocurría sugerir lo contrario. Cuando había pasado cuatro meses desde su trato, y aún quedaban otros ocho más, Margaret empezó a tener mareos. En un principio fueron unas leves náuseas, pero después de casi una semana no se le habían pasado. «Tengo cita con el médico mañana», le dijo cuando él llegó de trabajar. Ya era noche cerrada. El tráfico seguía fluyendo a lo lejos, con otros trabajadores que volvían a sus casas. «Pero seguro que no es nada», añadió con fingida jovialidad. Aunque a John le preocupaba que su mujer no se encontrase bien, no se le pasó por la cabeza que pudiese ser algo más grave hasta la noche siguiente, cuando Margaret le contó que el médico le había sugerido que se hiciese más pruebas. Aunque los resultados no se sabrían hasta una semana después, su creciente malestar y el dolor que empezó a sentir eran señales de que algo no iba bien. Lo que no imaginaban era hasta qué punto era así. Margaret se estaba muriendo. Dedicamos mucho tiempo a hacer planes de futuro, que con frecuencia dependen de 76 que más adelante se den las circunstancias que nos garanticen nuestra felicidad, o suponemos que disponemos de todo el tiempo del mundo, cuando todo lo que tenemos es nuestra vida hoy. No era difícil comprender el profundo remordimiento con el que John tenía que convivir ahora. Entiendo que a alguien le pueda gustar mucho su trabajo, y no tiene por qué sentirse culpable por ello. A mí también me gustaba mucho el mío entonces, a pesar de la tristeza que con frecuencia me provocaba. Pero cuando le pregunté si habría disfrutado tanto de su trabajo de no haber contado con el apoyo de su familia, John negó con la cabeza. «Me gustaba mucho el trabajo, eso está claro. Y no cabe duda de que disfrutaba del estatus que me proporcionaba, pero ¿qué sentido tiene eso ahora? Dediqué menos tiempo a lo que realmente me impulsó a través de la vida: Margaret y mi familia, mi querida Margaret. Su amor y su apoyo eran incondicionales. Y también era muy divertida. Lo habríamos pasado tan bien juntos...» Margaret murió tres meses antes de la fecha en que John debía jubilarse, aunque en la práctica ya había dejado el trabajo debido a la enfermedad de su mujer. John me contó que había vivido su jubilación lastrado por la culpa. Incluso cuando logró llegar a una situación de aceptación de su «error», como él lo denominaba, anhelaba viajar y reír con Margaret. «Creo que estaba asustado. Sí, lo estaba. Estaba paralizado. En cierto sentido, mi papel había llegado a definirme. Ahora que me estoy muriendo entiendo que ser buena persona es más que suficiente en la vida. ¿Por qué dependemos tanto del mundo material para sentirnos valorados?» John estaba pensando en voz alta, frases inconexas cargadas de pena por las generaciones pasadas y venideras que todo lo quieren y que dan tanta importancia a lo que poseen y a lo que hacen, y no a quiénes son en el fondo de sus corazones. «No hay nada de malo en querer una vida mejor, no me malinterpretes —dijo—. Pero la búsqueda constante de más y la necesidad de que se nos valore por nuestros logros y nuestras posesiones puede alejarnos de las cosas reales, como pasar tiempo con nuestros seres queridos o dedicar momentos a lo que nos gusta hacer y encontrar un equilibrio. En realidad, lo importante es el equilibrio, ¿no te parece?» Asentí en silencio. Ya se podían ver unas pocas estrellas en el cielo y las brillantes luces de la ciudad se reflejaban sobre el agua. A mí también me ha costado encontrar el equilibrio. Parecía que siempre era todo o nada, incluso en el trabajo de entonces. Mi jornada laboral consistía normalmente en turnos de doce horas y, cuando las personas 77 que cuidaba se acercaban al final, tanto ellos como sus familias buscaban la mayor regularidad posible en las cuidadoras. Así que no era raro que trabajase seis días a la semana durante su último mes, llegando incluso a dormir en sus casas entre dos turnos, lo que significaba que pasaba treinta y seis horas seguidas allí. Una semana laboral de ochenta y cuatro horas no le sienta bien a nadie, por mucho que le guste su trabajo. A veces los enfermos se quedaban dormidos, pero aun así yo tenía que estar allí. Otras muchas tareas me reclamaban. Parecía como si mi propia vida se detuviese, aunque en realidad por supuesto no era así, porque eso también formaba parte de ella. Cuando la vida de esa persona se extinguía, yo acababa exhausta. Normalmente, después de una temporada así, pasaba un tiempo hasta que surgía una nueva persona a la que cuidar. Así que agradecía el tiempo de descanso, volvía a contactar con los amigos, retomaba la música y la escritura, y vuelta a empezar. Las temporadas entre un trabajo y el siguiente eran maravillosas, sobre todo cuando durante un tiempo solo tenía uno o dos turnos salteados. Pero esa irregularidad imponía una gran presión sobre mis ingresos. Si cesaba de trabajar, el dinero dejaba de llegar. Fue por esa época cuando me ofrecieron un trabajo de un día a la semana como encargada de oficina en una clínica prenatal. Era un trabajo estable, cosa que me encantaba. La clínica ofrecía cursos de preparación al parto para mujeres embarazadas y grupos de mujeres. Había semanas en que cuidaba a personas que estaban a punto de morir esa misma semana y poco después tenía a bebés tratando de subírseme encima mientras trabajaba y dándome torpes besos en las mejillas. Era un oportuno recordatorio sobre las alegrías de la vida y sobre el círculo completo. Un enfermo fallecía y otro bebé llegaba al mundo. Los más pequeños eran increíblemente frágiles y hermosos. Mi jefa, Marie, era una de las personas más maravillosas que he conocido, con un corazón enorme. La quería mucho y no he dejado de hacerlo. Parte de mi papel consistía en actualizar el material para los cursos prenatales. Como consecuencia, dedicaba en buena medida mi jornada a leer sobre cómo se enfrentaban al embarazo y al proceso de dar a luz las mujeres de distintas culturas de todo el mundo, lo cual me reafirmó en la idea de que a las mujeres occidentales se nos instiga a sentir miedo, mientras que muchas otras culturas asumen la situación de una manera natural y el parto es en algunas de ellas mucho menos doloroso. Lo viven como una celebración alegre y hermosa de principio a fin. Para mí fue muy positivo estar rodeada de nacimiento y vida a la vez. Pasar tiempo 78 con personas que iban a morir y sentir una empatía tan fuerte hacia ellas y sus familias acababa dejándome exhausta. En todo el mundo hay personas que se dedican toda su vida al cuidado de quienes van a morir. Quizá tengan una mayor capacidad de mantener las distancias que yo. O de mantener el equilibrio. No lo sé. Sea como sea, siento hacia ellas el máximo respeto. Lo que sí sé es que el hecho de que uno de los días de mi semana laboral estuviese centrado en el inicio de una vida, y no en su final, le daba a mi existencia una luminosidad que no había echado en falta durante todos esos años. La energía era fresca y viva, como si alguien hubiese abierto las ventanas para que entrase aire limpio. Experimentar ese contraste cada semana también me sirvió para ver que mis clientes moribundos habían sido bebés alguna vez. Y, cuando las madres me mostraban con orgullo a sus recién nacidos, también imaginaba que, si tenían suerte, esos bebés llegarían a ser ancianos y a vivir una vida completa. Y algún día llegarían al final de esas vidas, al igual que las personas que cuidaba. Estar tan expuesta a ambos extremos del espectro hizo que resultase una época muy interesante. Fue una verdadera suerte. Desde entonces, me sentí más capaz de experimentar compasión por los demás, ya que podía verlos como los bebés pequeños y frágiles que también habían sido, y asimismo era consciente de que un día tendrían que morir, al igual que yo. Empecé a ver a mis padres, hermanos, amigos y a los desconocidos como bebés y niños pequeños, que alguna vez confiaron en la vida con la inocencia y la esperanza de que son capaces los niños. Pensaba en quiénes habían sido antes de que las heridas de los demás, ya fuesen familiares, compañeros, o la sociedad, les dejasen cicatrices, repercutiendo sobre la confianza y la apertura naturales con las que habían nacido. Vi claramente la bondad que albergaban los corazones de las personas, y empecé a quererlas con el cariño protector de una madre. Dejé de pensar en todas las cosas dolorosas que me habían dicho a lo largo de los años como si proviniesen realmente de ellos. Las palabras surgían de sus heridas, no de los seres bellos y puros que habían sido al nacer. Cada uno de los preciosos bebés que habían nacido decenas de años atrás seguían vivos en su interior. Y también seguía viviendo en su interior un niño adorable, pequeño e inocente. Y alguna vez también ellos recibirían la sabiduría que da la experiencia, y que tantas personas alcanzan cuando se aproxima su muerte. Había temporadas en mi vida en que realmente no soportaba a nadie. Pero me di 79 cuenta de que lo que no me gustaban eran su comportamiento y sus palabras. Ahora podía quererles por sus corazones inocentes, corazones que alguna vez habían confiado en que el mundo les permitiría ser felices y cuidaría de ellos. Cuando comprobaban que no era así, empezaba el sufrimiento, y el dolor y la desilusión les hacían reaccionar de una manera poco saludable. Yo no era muy diferente. También había hecho daño a otras personas, a través de mi propio sufrimiento y de mi propia desilusión al constatar que la vida no era como yo esperaba. La niña cuya confianza se había visto defraudada al verse expuesta al dolor de los demás había reaccionado a su vez provocando dolor a otras personas. Los corazones de mi querida familia, y de todo el mundo, aún contenían esa pureza original, solo que empañada por el dolor y la vida. Todavía no sabía si encontraría la felicidad y la amistad que alguna vez había confiado en encontrar en ciertas personas. En cualquier caso, eso ya no era lo más importante. Ahora entendía que todos habían sido bebés, pequeños y hermosos, con toda su inocencia. Cualquier cosa desagradable que dijesen a los demás era tan solo una manifestación del sufrimiento del niño que se había perdido. Y eso me bastaba para poder seguir queriéndolos. Sentada junto a John en el balcón, también vi en él a ese frágil niño; un niñito precioso que de alguna manera decidió, debido a todo aquello a lo que había estado expuesto, que reafirmarse a través de su trabajo le haría más feliz que irse de viaje con su mujer. Ahora era un anciano, pero aún podía verse claramente al niño inocente que llevaba en su interior. Las lágrimas le rodaban lentamente por la mejilla cuando suspiraba profundamente. Recogí los platos y me puse a limpiar, dejándolo a solas con sus pensamientos. Al volver, le puse una manta sobre las piernas y le di un beso en la mejilla antes de sentarme de nuevo. «Si puedo decirte algo sobre la vida, Bronnie, es esto: no te construyas una vida en la que te arrepientas de trabajar demasiado. Ahora puedo decir que no sabía que me arrepentiría hasta hoy, que estoy a punto de dar mi último aliento. Pero en el fondo de mi corazón sabía que estaba trabajando demasiado. No solo para Margaret, sino también para mí mismo. Me encantaría que no me hubiese importado lo que los demás pensasen de mí, como me ocurre ahora. No sé por qué esperamos a estar muriéndonos para entender cosas como esta. —Siguió hablando mientras sacudía la cabeza—. No hay nada de malo en que te guste tu trabajo y te dediques a él con pasión, pero en la vida hay muchas otras cosas. Lo importante es el equilibrio, mantener el equilibrio.» 80 «Estoy de acuerdo, John. Tengo clara la lección y sigo tratando de llevarla a la práctica, no te preocupes», admití con sinceridad. Él sabía a qué me refería. Nos habíamos contado las suficientes historias para que me comprendiese. John empezó a reírse de sí mismo. Le pregunté de qué se reía y le pedí que me lo contase. «Acabo de decir que, si tuviese un consejo que darte, sería que no te arrepientas de haber trabajado demasiado. Pero se me acaba de ocurrir otra cosa, casi igual de importante.» «Dime», pedí sonriendo. Me miró con malicia y comentó: «Nunca te deshagas de ese vestido rosa». Riéndose, señaló con el dedo mi silla y luego la suya, pidiéndome que las acercase, cosa que hice sin dejar de reír. Pasamos otro par de horas sentados juntos contemplando el puerto, tapados con una manta. De vez en cuando, la conversación derivaba en agradables silencios, hasta que alguno de los dos volvía a hablar. Pero otros momentos de silencio terminaban con un profundo suspiro de John. Entonces le daba la mano y él me la apretaba con fuerza. Mirándome con una triste sonrisa, me dijo: «Si puedo dejar tras de mí algo bueno en este mundo, aparte de mi familia, son estas palabras: “No trabajes demasiado. Trata de mantener un equilibrio. No hagas que tu trabajo sea lo único en tu vida”». Mientras le sonreía, tomé su mano y la besé. John falleció pocos días después. Aunque aún no lo sabía, volví a escuchar lo mismo una y otra vez en boca de otras personas a las que cuidé más adelante. Pero sus palabras me habían marcado y no las olvidaría nunca. 81 Propósito e intención De cara a mejorar mi situación vital, el boca a oreja había comenzado a hacer efecto. Había pasado ya mucho tiempo desde mi temporada en casa de Ruth, pero una red de personas maravillosas habían empezado a ver los beneficios mutuos que obteníamos si yo cuidaba de sus casas mientras estaban fuera. Aunque había ocasiones en que cambiar de casa cada pocas semanas o meses resultaba agotador, también me permitía conocer muchos hogares estupendos. Uno de ellos incluso estaba junto a la casa del hombre más rico del país. Desde luego, me movía entre gente de mucho dinero. Gran parte de estas casas tenían personal que se encargaba de la limpieza y del jardín, y a veces incluso disponían de alguien que se dedicaba exclusivamente a limpiar las ventanas. Yo solo tenía que vivir en la casa como si fuese mía y disfrutar de ella. No creo que deba explicar que eso no era nada difícil de hacer. Además de ser personas muy adineradas, varios de los componentes de esta red eran también increíblemente creativos. Y sus casas eran a menudo luminosas, vistosas y acogedoras. Fue a través de una de estas personas como acabé cuidando a Pearl. Su casa era alegre, y ella también, al menos todo lo alegre que puede ser alguien que está a punto de morir. Enseguida nos caímos bien. Tenía tres perros, uno de los cuales, que solía ser muy tímido con los desconocidos, estaba sentado sobre mi regazo a los pocos minutos de conocernos. (Los animales saben reconocer a las personas que sienten simpatía por ellos.) La respuesta de su perrito negro ante mi presencia contribuyó a que Pearl y yo congeniásemos inmediatamente. Varios meses atrás, justo antes de su sexagésimo tercer cumpleaños, le habían diagnosticado una enfermedad terminal. Sus perros y el apego que sentía por su casa la habían llevado a decidir que prefería morir en su propia cama. Un amigo se había ofrecido a adoptar a los tres animales cuando llegase el momento, de modo que Pearl tenía la tranquilidad de que podrían seguir juntos. Su actitud ante la proximidad de su fallecimiento era de resignación. Muchos de los enfermos a los que había cuidado hasta ese momento se habían negado en un principio a asumir su situación. Pasaban por todo un abanico de emociones para 82 acabar finalmente aceptando el inevitable desenlace. Otros se encontraban aún conmocionados, porque les habían dado la noticia de tal manera que eran incapaces de asumirla. En ocasiones, el portador de la noticia adolecía de falta de tacto al comunicarla y no tenía plena conciencia del efecto que provocaría. A veces era un familiar y otras se trataba de profesionales sanitarios. Pero esas situaciones requieren mucha delicadeza. Sin embargo, Pearl afrontaba el hecho de que su hora había llegado desde un estado de aceptación. Me contó que, en parte, para ella la situación era más abordable porque había perdido a su marido y a su único vástago, una niña, con un año de diferencia hacía más de treinta años. En su corazón, sabía que pronto volvería a verlos. Su marido había fallecido en un accidente laboral, aunque ella prefería no emplear la palabra «accidente», porque creía que tal cosa no existía. «Tenía que ocurrir —me dijo —. Me provocó un dolor inmenso, pero en los treinta años que han pasado desde entonces he llegado a la conclusión de que esa pérdida me ayudó a convertirme en la persona que ahora soy, y a ayudar a los demás. No sería quien soy de no haber sufrido su fallecimiento.» También se tomaba con serenidad la pérdida su hija pequeña. Tonia había muerto de leucemia a los ocho años. «Perder a un hijo es tan terrible como todo el mundo dice. Ningún padre debería tener que experimentarlo. Pero sucede, en todo el mundo, cada día. Yo solo soy una más.» Yo la escuchaba y notaba la paz que emanaba al hablar de su hija. «Me alegro de que su sufrimiento no fuese demasiado largo. Creo que entró en mi vida para mostrarme la felicidad de sentir un amor incondicional. Después, he podido ofrecérselo a los demás, incluso a personas con las que no tenía relación. Querida Tonia, mi querido angelito.» Los recuerdos se habían ido difuminando en su cabeza, pero no así en su corazón. El amor que Pearl sentía hacia su hija era más intenso que nunca. «El amor nunca muere», me dijo alegremente. A continuación, me explicó que su vida había sido difícil durante un tiempo tras el fallecimiento de Tonia, y que había tardado varios años en volver a su curso normal. Pero en ningún momento sintió que fuese una víctima. Aunque había conocido el dolor de perder a un hijo, y no se lo deseaba a nadie, también había experimentado la felicidad de ser madre, una experiencia que no todo el mundo tiene la fortuna de vivir, señaló. Coincidimos en que tras cada dificultad se esconde una oportunidad. «Hay gente que siempre se hace la víctima —prosiguió—. «¿A quién quieren engañar? Los únicos 83 perjudicados son ellos mismos. La vida no te debe nada. Ni a ti ni a nadie. El único que está en deuda contigo eres tú mismo. Así que la mejor manera de sacarle todo el provecho a la vida es valorar el regalo que representa y optar por no ser una víctima.» Le expliqué que había conocido a unas cuantas víctimas a lo largo de los años, pero que el mayor toque de atención lo recibí cuando, en cierto momento, reconocí esos rasgos en mí misma. Me pilló completamente por sorpresa ver que estaba tan inmersa en mi propio dolor que tan solo podía pensar en lo dura que había sido mi vida. Asintió sin juzgarme. «Todos podemos caer en ello en un momento dado. La línea que separa la compasión de una mentalidad victimista es muy fina. Pero la compasión es una fuerza reparadora que proviene de un sentimiento de cariño hacia ti misma. Adoptar el papel de víctima es una pérdida tóxica de tiempo que no solo hace que los demás se alejen, sino que también impide que la propia víctima conozca la verdadera felicidad. Nadie nos debe nada —repitió—. Solo nos debemos a nosotros mismos el ponernos en pie, dar gracias por todo lo que tenemos y hacer frente a las dificultades. Cuando vives teniendo esto en mente, la vida no deja de hacerte regalos.» Esta mujer me encantaba. Siguió hablando de lo dura que es la vida de tanta gente, de cómo hay quien, aunque deba enfrentarse a enormes dificultades, consigue superarlas y descubre la felicidad en las cosas pequeñas que va encontrando en el camino. Y de cómo hay otros que no hacen más que quejarse de sus vidas, pese a que no tienen ni idea de lo afortunados que son, comparados con mucha gente. Estar de acuerdo con Pearl no era difícil, ya que, a pesar del dolor que durante tanto tiempo llevaba a rastras, a la vez nunca dejaba de ser consciente de lo afortunada que era. Siempre había alguien que lo estaba pasando mucho peor. Cuando Pearl consiguió volver a tomar las riendas de su vida tras la pérdida de su marido y de su hija, pasó varios años sumergida en su trabajo. Era un trabajo que le entusiasmaba. Le encantaban sus compañeros y sus clientes, y sentía que una de las razones de su existencia era fomentar su inspiración y hacer que estuviesen contentos, cosa que se le daba muy bien. Pero nunca dejó de sentir un vacío en su interior. Durante casi dos décadas, lo había achacado a las pérdidas que había vivido en su familia. Un comentario casual le cambió la vida un día y se encontró ayudando fuera de su horario laboral a un cliente que estaba poniendo en marcha un nuevo programa de ayuda social. Sin ser demasiado consciente de ello, Pearl se fue involucrando cada vez más, simplemente porque le gustaba ese proyecto y las ideas de la gente que participaba en él. 84 «Por primera vez en más de veinte años, volví a sentir pasión. ¿Sabes por qué? —me preguntó mientras me hacía esperar—. Tenía un propósito, un verdadero sentido. A eso se debía el vacío que había sentido en mi trabajo. Para mí no tenía el suficiente sentido.» No me costó empatizar con lo que me contaba. Le relaté mi recorrido laboral, incluso las dificultades por las que había pasado hasta acabar trabajando como cuidadora y en la música, dos cosas que cada vez me daban mayores satisfacciones. Convino conmigo en que mi trabajo tenía verdadero sentido, sobre todo comparado con los que había desempeñado antes. Pero, como yo, pensaba que cualquiera podría encontrarle un propósito real a su trabajo si hacía algo que estuviese en consonancia con su personalidad. Era una cuestión de perspectiva. La casa de Pearl tenía un hermoso invernadero en el que el sol de invierno caía sobre nosotras a través del techo de cristal. Era un lugar luminoso y agradable. Cada mañana, la llevaba allí en su silla de ruedas, normalmente con al menos uno de los perros sobre el regazo, a veces incluso con los tres. Bebíamos litros y litros de infusión recién hecha mientras disfrutábamos del regalo que era para nosotras cada nuevo día. Le comenté que cuando pasaba el tiempo con ella no sentía que estuviese trabajando. Entonces el rostro se le iluminó y me dijo: «Desde luego. Así es como debería ser. Cuando trabajas en algo que te gusta, no parece que estés trabajando. No es más que una extensión natural de ti misma.» El proyecto de ayuda social propició que Pearl encontrase el trabajo de su vida. Al cabo de un año, había dejado su trabajo anterior y estaba dedicada por completo al nuevo. Al principio su salario era inferior, aunque eso no le importaba. Pero con el tiempo fue aumentando. «A veces hay que retroceder varios pasos para coger carrerilla antes de saltar —decía riendo—. La gente no entiende el dinero. Y eso hace que pasen toda la vida en el trabajo equivocado, porque creen que no podrían ganarse la vida haciendo lo que les gusta, cuando puede ser completamente al revés. Si te encanta lo que haces, puedes estar más abierta a que fluya el dinero, porque estás más inmersa en tu trabajo y eres más feliz como persona. Evidentemente, se tarda un tiempo en cambiar la forma de pensar y dejar de darle vueltas a de dónde llegará el dinero.» Un amigo mío lo había expresado muy bien, y así se lo conté a Pearl. Le damos demasiada importancia al dinero. Lo que tenemos que hacer es encontrar aquello a lo queremos dedicarnos, saber cuál es nuestro proyecto, y trabajar sin perderlo de vista, con determinación y con fe. Que no sea el dinero lo que nos mueva, sino el proyecto. 85 Entonces, el dinero llegará de forma natural, muchas veces proveniente de lugares que ni imaginábamos. Yo ya había aprendido tras mis numerosos saltos al vacío. Cuando se me acababa el dinero, normalmente era debido al miedo incontrolable que me provocaba esa carencia, y con esa actitud la situación no mejoraba. Cuando me concentraba en lo hermoso que era el día, agradecía lo que tenía y trabajaba en el objetivo hacia el que me sentía impelida, lo que fuese que necesitaba acababa llegando. Una de las mayores recompensas que recibí por tener el valor de seguir trabajando para conseguir lo que quería llegó cuando grabé mi primer disco. Todo sucedió en el momento más oportuno, ya que estaba cuidando la casa de uno de mis clientes habituales, que era una de mis favoritas, y pudimos realizar la grabación en ella. Era una espléndida vivienda de color rosa oscuro, con vistas a una pequeña extensión de selva tropical. Encontramos un momento que nos conviniese a todos. Mi productor, en particular, era un hombre muy ocupado, pero consiguió hacernos un hueco. A los otros músicos también les iba bien el momento elegido. Solo nos faltaba una cosa: ¡Dinero! Tenía algo ahorrado, pero no lo suficiente. Una voz interior me decía que lo preparase todo como si fuese a suceder, y eso es lo que hicimos. Contraté a los músicos y dediqué un tiempo a ensayar y a pulir las canciones. Sin embargo, a medida que la fecha se iba aproximando, la fe que me había impulsado hasta entonces empezó a flaquear, aunque en el fondo sabía que nada me habría guiado a hacerlo si no fuese a suceder. En mis momentos de fortaleza, tenía la total certeza de que todo iría bien. A fin de cuentas, no era mi primer salto al vacío. Confiaba en mí misma y en mi capacidad de atraer hacia mí las cosas que necesitase. Pero el miedo estaba empezando a aflorar, hasta tal punto que mi fe no podía seguir ignorándolo. Teníamos previsto empezar a grabar el lunes. Era viernes por la tarde y el dinero seguía sin aparecer. El miedo se desató. El productor no podía permitirse pasar horas sin trabajar y sin cobrar. Los otros músicos tampoco disponían de mucho tiempo. En cuanto sentí pánico, fui directa a mi cojín de meditación y me senté. Las lágrimas brotaron. Llevaba meses conteniéndolas, intentando estar totalmente centrada y ser fuerte, pero ahora rodaban por mis mejillas. Entre sollozos, di rienda suelta a todas mis frustraciones, y asumí que ya no podía soportarlo más. No me quedaban fuerzas. Había hecho lo que 86 sentía que se me aconsejaba, pero ya no podía seguir adelante. Era demasiado duro. Estaba exhausta. Entonces llegó el alivio, ese dulce momento en que una se entrega. Ya no había nada que yo pudiese hacer. Tenía que ceder el testigo a fuerzas superiores. Me sentía asustada y agotada, así que decidí salir a ver algún concierto, como distracción. Justo en ese momento me llamó una amiga que desconocía mi situación y me invitó a salir con ella y con otra amiga. Querían ir a un café-librería. Me pareció más prometedor que ir yo sola al concierto, así que acepté. Me prometí a mí misma que disfrutaría de la noche y olvidaría mis problemas, y salí de casa contenta. Mañana sería otro día, y me enfrentaría a lo que fuese entonces. Solo necesitaba olvidarme de todo durante un rato. Mi amiga Gabriela hojeaba algunos libros mientras yo charlaba con su amiga, sentadas en la sala del café. Leanne y yo solo nos habíamos visto una vez, de pasada y muy brevemente, varios años antes, y nuestros caminos no se habían vuelto a cruzar desde entonces. Me preguntó dónde vivía, y le expliqué que cuidaba de casas ajenas. Le pareció curioso, pero también muy útil, porque estaba a punto de ponerse a buscar casa y agradeció mi opinión sobre los distintos barrios en los que había estado viviendo. En respuesta a sus preguntas, le conté cómo había acabado viviendo así tras buscar la manera de no tener que pagar un alquiler y al mismo tiempo disponer de tiempo para dedicarme a mi labor creativa, a la música en particular. Leanne estaba atravesando un divorcio muy complicado, así que agradeció ese momento de distracción, al igual que yo. La conversación siguió fluyendo de manera natural. Después me preguntó por mi disco, lo que me devolvió a mi situación actual y me llevó a lamentar haber permitido que la conversación derivase hacia este asunto, pero le conté sinceramente cuál era la situación y que estaba esperando un milagro que me salvara. Me siguió preguntando sobre el disco, la gente con la que estaba trabajando en él, la instrumentación que teníamos pensada, de dónde venía mi interés por la música y qué me incitaba a tocar en público. Y le seguí contando. Entonces, de pronto, me dijo que siempre había tenido ganas de hacer de mecenas, que no sabía a quién ayudar, que estaba pasando por una época muy mala de su vida, que necesitaba hacer algo positivo y que se pasaría por mi casa el lunes por la mañana con el dinero que me hacía falta. Lloré lágrimas de alivio y de alegría. No me lo podía creer. Sin pensármelo, le di un 87 abrazo sentido, mientras reprimía la necesidad de echarme a llorar desconsoladamente. Se acabó. Lo había conseguido. El disco saldría adelante. El dinero había llegado a mí. Leanne estuvo presente durante parte de la grabación. Me encantó tenerla ahí, tumbada sobre la alfombra con los auriculares puestos escuchando cómo cantábamos y tocábamos mientras grabábamos cada nueva pista, aunque siempre sin entrometerse. Ver lo que estaba sucediendo le bastaba para estar contenta. ¡Qué mujer tan hermosa y generosa! Este incidente me dio fuerzas para dar todos los saltos al vacío que estaban por venir. La ayuda acaba llegando. Solo tenemos que quitarnos de en medio. A Pearl le encantó la historia, porque la reafirmaba en todo aquello en lo que creía. «Así es, totalmente. El miedo hace que nos encerremos por completo. El dinero no es más que otra forma de energía, una energía que quiere hacernos bien y traernos la felicidad a todos. Pero no sabemos usarlo, le damos poder, lo perseguimos, le tenemos miedo, descompensamos nuestras vidas por perseguirlo, obsesionados con él —afirmó —. Lo tenemos tan a nuestro alcance como el aire que respiramos. No perdemos el tiempo preocupándonos por si tendremos suficiente aire. Tampoco deberíamos perderlo preocupados por si tendremos dinero suficiente. Son los propios pensamientos los que impiden el flujo de esta energía amorosa y creativa en nuestra dirección.» Comprendí lo que quería decir, y estaba de acuerdo. Cuando Pearl se incorporó al proyecto de ayuda social, la financiación era un problema constante para quienes ya estaban trabajando allí. Invertían toda su energía en cómo encontrar dinero, y no en su finalidad. Afortunadamente, el equipo de trabajadores fue sensible a las ideas de Pearl. Aunque en un principio no tenían la suficiente fe en ellos mismos para creer que podrían atraer la financiación que necesitaban para cada parte del proyecto, sí confiaron en la fe de Pearl. Y aceptaron seguir trabajando en pos del éxito del proyecto, confiando en que el dinero llegaría, pero dando activamente todos los pasos posibles para contribuir a que así fuera. También estaban aprendiendo a dejarse llevar cuando ya no hay nada que uno pueda hacer al respecto, y a seguir trabajando como si el dinero ya estuviese de camino. La fe de Pearl era inquebrantable y, en consecuencia, resultó ser una gran inspiración para el equipo. Enseguida, el dinero empezó a fluir hacia el proyecto desde numerosas e inesperadas fuentes, para gran satisfacción de los trabajadores. El programa se amplió a otro barrio, para ayudar a más gente. Pocos años más tarde, Pearl y varias personas más estaban ganando un sueldo decente y habían ampliado el programa de nuevo, ayudando cada vez 88 a más gente necesitada sin sentir, ni por un momento, que lo que estaban haciendo era trabajar. El sol se había desplazado sobre la casa y volvimos al salón, donde un rato antes yo había encendido la chimenea. Pearl estaba agotada, pero no le gustaba irse a la cama antes de que anocheciese, si podía evitarlo. Durante el día, descansaba a ratos en el sofá junto a la chimenea. Para que estuviese cómoda, le coloqué bien los almohadones y la cubrí con una manta grande y preciosa. Al igual que Pearl, y como la casa en su conjunto, era muy colorida. El fuego llenaba la habitación de una luz hermosa que transmitía una sensación de comodidad. Cuando estuvo instalada, los perros le saltaron encima y se acurrucaron. Era una imagen bonita: Pearl, los perros, el fuego, los colores de su casa. Aún la recuerdo vívidamente tantos años después. «Este asunto del dinero es sobre todo cuestión de intención —afirmó. Arrastré una silla para estar más cerca y seguí escuchando y disfrutando de sus pensamientos—. El dinero fluye mejor cuando la intención es respetable. Conseguimos reunir el dinero para el proyecto porque repercutiría para bien en la vida de otras personas. Desde luego, nosotros también salimos beneficiados, porque nos permitió ganarnos la vida haciendo lo que nos gustaba y al mismo tiempo disfrutar de la sensación de que nuestras vidas tenían sentido.» Pearl afirmaba que esa es la razón por la que el sentido de las cosas es tan importante en nuestro mundo. Si le encontramos el sentido, nos acercamos a él con la intención apropiada. Cualquier trabajo que tenga un sentido beneficiará de alguna manera a otras personas. El dinero para apoyar esa intención llegará, siempre que llevemos a cabo todas las acciones que podamos y no impidamos el tránsito del flujo con nuestro miedo. A las personas de mediana edad, en particular, les surgen muchas preguntas y anhelan conectar de alguna manera con el mundo a través de su trabajo. Este es el deseo natural de sentido al que se refería Pearl. Era una mujer sabia e inteligente, que decía lo que pensaba sin tapujos. Pensé que ese flujo que transcurría con tanta facilidad entre nosotras habría existido igualmente aun en el caso de que no estuviese muriéndose. Pearl siguió hablando, diciendo ahora que los padres, por ejemplo, no siempre confían en su propia valía y cómo su intención de criar hijos felices es una de las mayores contribuciones que pueden hacerse a la sociedad, porque da lugar a adultos de bien. No le gustaba oír decir a una madre que su único papel en la vida era ese, como si eso no fuese lo más importante y una tarea cargada de 89 verdadero sentido. Lo mismo pensaba incluso de la gente que cuidaba de sus jardines, celebrando así la belleza de la Tierra. Me acordé entonces de una señora encantadora a la que conocí cuando vivía en Perth, y le conté a Pearl la felicidad que su jardín me había hecho sentir cada mañana, cuando pasaba por delante de él camino de la estación de tren. Me procuraba tanto placer ver la eclosión de las flores y los colores de los árboles que acabé dejándole en el buzón una nota de agradecimiento por el deleite que me había hecho sentir. Realmente, el jardín me alegraba el día. Se establecía una hermosa simetría entre las flores de colores y las plantas exóticas y cada día se revelaba otro cambio, otra visión. La gente no siempre es consciente de la alegría que da a los demás. Por fin, un día vi a la jardinera, una señora de unos ochenta años, y pude decirle lo mucho que me gustaba su jardín. Yvonne, así se llamaba, enseguida cayó en la cuenta de que había sido yo quien había escrito la nota y de esta forma empezó una nueva amistad. «Sí, ahí estaba el sentido para ella, en su jardín. Encontrarle sentido a la vida es una de las cosas más importantes —siguió diciendo Pearl—. De alguna forma, desearía no haber desperdiciado todos esos años en un trabajo que era agradable pero que tenía muy poco valor si lo comparo con el verdadero trabajo de mi vida, el que encontré a través del proyecto. Pero me llevó al lugar donde debía estar, ya que fue uno de mis clientes el que me ayudó a encontrar mi camino hacia el cambio. Una puede tardar años en saber qué quiere hacer, como me pasó a mí. Pero la satisfacción que una experimentará hará que la búsqueda haya merecido la pena.» Pensé en todo lo que yo había tenido que pasar para encontrar un trabajo que me satisficiera, y estuve de acuerdo en que había merecido la pena. Sentada junto a la chimenea con esta hermosa mujer y sus tres adorables perros, me sentí muy afortunada de tener un trabajo así. Se lo dije a Pearl, que asintió sonriente. «Si me arrepiento de algo, Bronnie, es de haber pasado tantos años en un trabajo mediocre. La vida transcurre muy rápido. Lo aprendí cuando perdí a mi familia, pero, por desgracia, a veces sabemos las cosas durante mucho tiempo antes de estar en disposición de actuar en consecuencia. Podría arrepentirme, pero no lo haré. Prefiero ser amable conmigo misma y perdonarme por no haber sido capaz de dejar ese trabajo antes, por no ver claramente las señales hasta mucho más tarde.» Le di la razón en que perdonarse a uno mismo es mucho más sano que vivir lleno de remordimientos, y le conté lo mucho que estaba aprendiendo de la gente a quien cuidaba. 90 Se rió y dijo: «Así es. No tienes excusa. No puedes llegar a tu lecho de muerte y decir que tendrías que haberlo sabido antes. Tienes la gran fortuna de conocer todos nuestros errores.» Riendo, le di la razón. Pero me di cuenta de que tanta conversación la estaba dejando agotada, así que comprobé que estaba cómoda, corrí las cortinas y la dejé descansando junto al fuego. Mientras la contemplaba desde la puerta, junto a sus tres perros, una lagrimita me rodó por la mejilla. Aunque aún estaba aprendiendo a apreciar mi verdadera valía, sentía una enorme gratitud por tener al menos un trabajo con corazón. Sonriendo, me dirigí a la cocina. Después de prepararme una taza de té, descansé en otra de las tranquilas habitaciones de la casa mientras Pearl dormía. El barrio estaba en silencio esa tarde, aunque desde donde me encontraba no habría podido decirlo, porque la casa siempre estaba tranquila, tanto en lo que se refiere a los sonidos como a la energía. Pasé varias semanas más con Pearl, pero se fue debilitando día a día hasta que tuvo que aceptar que salir de la cama le suponía demasiado esfuerzo. Pearl había disfrutado plenamente de su hogar, y me pidió que yo siguiese haciéndolo por ella mientras estuviese allí. Le sonreí y le dije que no se preocupase. Pero mucho más que su casa, a quien yo apreciaba era a Pearl. Vinieron a despedirse sus amigos, incluidos sus compañeros en los proyectos sociales. Hablaron de cómo ella les había cambiado la vida y cómo su trabajo, que había ayudado a tanta gente, había dejado una huella indeleble. Pero no tiene por qué ser un trabajo estupendo para que tenga sentido. Hay gente capaz de ayudar a miles de personas. Y otros que solo pueden ayudar a una o dos. En ambos casos, el trabajo es igual de importante. Todos tenemos un propósito y trabajar para encontrarlo contribuye al bien de todos. Y, por supuesto, nos ayuda también a cada uno de nosotros. En ese caso, el trabajo, como decía Pearl, deja de ser trabajo y pasa a convertirse en una gratificante extensión de quienes somos. Cuando cerré la puerta tras de mí el día que Pearl falleció, me encontré con un hermoso sol de invierno. Me detuve, respiré profundamente y agradecí que sus rayos me iluminasen la cara. Durante todos esos años de búsqueda, yendo de un banco para otro, mi única intención era encontrar un trabajo que me gustase. Ahora, bajo el sol invernal, sonreí al pensar en Pearl, en la maravillosa persona que había sido. Había encontrado el trabajo que me gustaba y me sentía afortunada por ello. Tardé un tiempo en salir del jardín, inmersa en mis pensamientos y en la gratitud y 91 enviándole a Pearl todo mi amor. Pero en realidad daba igual. Yo estaba sonriendo y la culpa la tenía mi trabajo. 92 Sencillez Como es de imaginar, las familias de quienes iban a morir también sufrían enormemente durante las últimas semanas del enfermo. El rango de edad habitual de la mayor parte de las familias iba de los cuarenta y pocos a los cincuenta y muchos y la mayoría tenía hijos. El miedo a perder al padre o a la madre, y quizá el miedo a su propio dolor, da pie a comportamientos vehementes. Este es uno de los aspectos que a menudo me hacía pensar sobre lo perjudicial que es vivir en una sociedad que trata de ocultar la muerte. La gente no solo no está preparada para enfrentarse a la profundidad de las emociones que afloran, sino que se vuelve desesperadamente temerosa y vulnerable, algo que es aún más habitual entre los familiares. Los enfermos encontraban la paz antes de partir, pero sus hijos a menudo tenían sus emociones totalmente descontroladas, dominadas por el miedo y el pánico. El hecho de trabajar en hogares privados me permitió entrar en contacto con las formas de vida y las dinámicas de un buen número de familias, lo que me enseñó que casi todas tienen problemas de algún tipo, cosas que arreglar y que aprender los unos de los otros. Algunas ni siquiera eran plenamente conscientes de lo que cada persona desencadenaba por sí misma. Pero esos mecanismos existían sin duda alguna. Cuando veía cómo los hermanos se impacientaban o se enfadaban los unos con los otros, me mantenía respetuosamente al margen y trataba de contemplar la situación con la mayor compasión posible. Los problemas de un exceso de control también eran de suma importancia en esos momentos. A menudo, uno de los hermanos trataba de controlarlo todo: la gestión del hogar, la lista de la compra, las cuidadoras, el inminente funeral, todo. Cuando los demás hermanos intentaban colaborar, o dar su opinión, a veces acababan discutiendo. Todos tienen derecho a colaborar, y más teniendo en cuenta que el poco tiempo que queda hace que el deseo se agudice en todo el mundo. Pero eso también hace que la persona controladora sienta aún mayor necesidad de mandar. Era descorazonador asistir a esta exhibición de poder, o de supuesto poder, claramente motivada por el miedo. 93 Pero el bienestar del enfermo era mi prioridad, por encima de cualquier otra cosa. De modo que, cuando oí cómo los ánimos se caldeaban junto a la cama de Charlie, entré rápidamente en la habitación. Mi adorable cliente estaba acompañado por sus dos hijos adultos, Greg y Maryanne, que se desgañitaban de un lado a otro de la cama, descontrolados. «Basta ya, por favor —dije en un tono suave pero firme—. Si no podéis dejarlo, seguid en la otra habitación. Mirad a vuestro padre. Se está muriendo, por el amor de Dios.» Maryanne empezó a llorar y pidió disculpas a su padre. Charlie era un hombre tranquilo y parecía que siempre lo había sido. «No hace más que molestarme continuamente», dijo refiriéndose a su hermano. Maryanne tenía unos hermosos ojos azules y el cabello negro y largo. Podría haber sido modelo para pintores, me dije. Pero tenía los ojos rojos de tanto llorar y estaba muy triste. Enseguida Greg respondió con rabia. «No veo por qué deberías recibir lo mismo que yo en el testamento. Te fuiste lejos. Te has sacrificado menos. Yo me he esforzado más y estado siempre aquí junto a papá desde que mamá murió.» Me dolía en el alma escuchar el razonamiento de Greg. Bajo esas palabras se escondía un niño pequeño, frágil y herido. Los dos se parecían a su padre, pero creo que Greg también había salido a su madre. Tenía el cabello castaño y la piel más clara que su hermana. Pero no lloraba, estaba furioso. Miré a Charlie buscando alguna señal, pero se encogió de hombros con una mirada triste en sus grandes ojos azules. Mientras les pedía que se fueran de la habitación, dije: «Creo que es mejor que salgáis de aquí. Esto no es bueno para nadie, y menos aún para vuestro padre». Preparamos té, nos sentamos en la cocina y siguieron hablando. Maryanne no tenía tanto que decir, y cuando le pregunté el porqué me contestó que no merecía la pena. Pero bajo las palabras de resentimiento podía percibirse el amor que sentían el uno por el otro. Recordé cómo la sinceridad había hecho posible que la situación en mi familia empezase a arreglarse y les animé a que hablasen. La relación con mi padre, por ejemplo, había sido en otra época muy problemática y dolorosa para mí. Pero gracias a la sinceridad, la compasión y el paso del tiempo, había sanado maravillosamente. Ahora disfrutábamos de una amistad respetuosa, divertida y entrañable, algo que en otra época jamás habría imaginado pero, si aún hay amor y ambas partes están por la labor, cualquier relación familiar puede recuperarse, como sucedió en nuestro caso. Era evidente que Greg y Maryanne aún se querían, como lo era 94 también que necesitaban sentir que el otro les comprendía. Pero el dolor lo distorsionaba todo. Una vez que cada uno de ellos hubo expuesto sus quejas, les pregunté qué les gustaba del otro. «Nada», respondió hoscamente Greg. Recurrí al humor para relajar la situación y al poco rato se le ocurrieron un par de cosas. Maryanne también nombró algunas. Sus egos se estaban resistiendo, en particular el de Greg, que deseaba odiarla. Pero lo que me incitó a sugerir este método fue que a mí me había servido cuando lo apliqué a varios de mis familiares. Durante los años en que mi relación con ellos era muy dolorosa, traté de buscar aspectos que me gustasen de esas personas. Me pasó como a Greg: al principio me costó encontrarlas. Pero era porque el dolor no me dejaba ver sus partes buenas. Cuando me deshice de él, pude ver que, aunque las diferencias entre nuestros estilos de vida eran tales que dificultaban mucho que llegásemos a establecer una conexión particularmente estrecha, todas eran personas decentes y de buen corazón. Conseguí recordar cosas que habían hecho en el pasado con buena intención. Aunque, por desgracia, algunas las habían usado en mi contra más adelante, su intención inicial había sido buena. También tuve que reconocer que había habido ocasiones en que, a su manera, habían intentado demostrar que me querían. Pero tenía mis heridas tan a flor de piel que los había rechazado y apartado. No obstante, a pesar de todos nuestros malentendidos, eran buenas personas, como lo es cualquiera si miramos más allá de todo lo que empaña lo mejor de él o ella. Hoy les tocaba a Greg y a Maryanne arreglar sus desavenencias. Resultó que Greg había acumulado resentimiento contra su hermana durante décadas, simplemente porque esta había tenido el valor de vivir la vida hacia la que se había sentido impulsada, la vida que quería. Pero no había sido Maryanne la que había impedido a Greg hacer lo propio. Había sido él mismo. Esa tarde las emociones se desbordaron y, aunque evidentemente no acabaron siendo mejores amigos al final del día, sí que lograron avanzar mucho. Antes de irse, cada uno de los dos pasó un rato a solas con Charlie. Después, de nuevo nos quedamos solos él y yo. Cuando entré en su habitación después de que se fueran, me miró moviendo la cabeza con una leve sonrisa. «Mi querida niña, llevaba veinte años esperando este momento, preguntándome cuándo entraría el volcán en erupción —dijo con una risita—. Me alegro de que haya sucedido antes de que me vaya, quizá incluso llegue a ver cómo se hacen amigos.» 95 Los pájaros cantaban en los árboles autóctonos junto a la ventana y una mariposa naranja pasó volando. Los dos la miramos, sonriendo, y después retomamos nuestra charla. Charlie me contó que, de niños, habían tenido muy buena relación. Greg siempre había cuidado de su hermana pequeña, que lo idolatraba. Pero, cuando ella se convirtió en una adolescente independiente, habían empezado a pelearse y no habían sido capaces de volver a encontrarse. «Maryanne no es la que me preocupa, Bronnie. Es relativamente feliz. Greg es quien me entristece. Se ha pasado la vida intentando demostrar su valía. Cuando dice que siempre ha hecho más por mí que Maryanne, tiene parte de razón, aunque ella me ha ayudado muchísimo de una manera menos evidente. Pero él no tenía por qué haberlo hecho. Muchas veces hacía cosas que aún podía hacer yo, y que realmente habría preferido hacer yo. —Dio un suspiro y continuó—: Dedica un número desorbitado de horas a un trabajo que odia, tiene hijos a los que nunca ve, y la verdad es que no entiendo por qué.» «¿Sabe que le quieres, Charlie?», me atreví a preguntar. Me miró desconcertado. «Pues supongo que sí. Cuando hace un buen trabajo aquí, en la casa, siempre se lo digo. Sabe que me siento orgulloso de él.» «¿Cómo? ¿Le dices alguna vez que te sientes orgulloso de él como persona, no solo por su trabajo?», le pregunté. Se detuvo un instante. «No, directamente no. Pero lo sabe», respondió. «¿Cómo?», insistí. Charlie se rió. «Condenadas mujeres. Siempre tenéis que llegar hasta el fondo, ¿verdad?» Entre risas, le conté lo que pensaba. Me escuchó abierta y respetuosamente. Me pregunté si lo que había dicho sobre que Greg siempre estaba tratando de demostrar su valía se debía en realidad a que buscaba el cariño y la aprobación de su padre. La conversación continuó mientras duché a Charlie y después lo llevé hasta su cama. Siempre había preferido ducharse por la tarde, pero empezaba a resultarle agotador y poco tiempo después se lavaría en la propia cama. Le costaba respirar y tardaba un tiempo en recuperar el aliento al volver a la cama. Cada día estaba un poco más débil, así que lo dejé descansando. Cuando asomé la cabeza un par de horas más tarde, se volvió hacia mí y me sonrió, así que me senté junto a la cama, le ayudé a beber y le pregunté si necesitaba algo más. Me dijo que no con la cabeza y siguió hablando de sus hijos. «Lo único que deseo es que 96 sean felices. Es todo lo que cualquier padre debería querer para sus hijos. Espero que Greg deje de trabajar tanto y de complicarse la vida así. Es un buen hombre, pero no está contento consigo mismo —me dijo—. Una vida sencilla es una vida feliz. Así es como su madre y yo siempre hemos vivido. Pero la verdad es que no tuvimos más opción. Eran tiempos duros. Pero aún hoy en día se puede vivir con sencillez. Es una buena elección.» En mitad de la repisa de la chimenea había una foto de Charlie, joven y apuesto, junto a su prometida. Los imaginé criando a Greg y a Maryanne de pequeños. Charlie decía lo que pensaba, y eso me gustaba. Su sinceridad tenía algo de antigua. Siguió contándome todo lo que se le pasaba por la cabeza, pensando en voz alta. «¿Sabes qué? No creo que sepa realmente que le quiero. Nunca se lo he dicho con esas palabras.» «Cada uno es como es, Charlie —le dije—. Hay quien lo deduce de los actos, pero muchos necesitan que se lo digan explícitamente. Quizá Greg sea de estos últimos. ¿Qué perderías si se lo dijeses?» Asintió. «Necesito decírselo. Menudo mundo este en que a un hombre de setenta y ocho años le cuesta decirle a su hijo que le quiere. Es que no estoy acostumbrado a hacerlo —me explicó riendo. Pero enseguida se puso serio, con una mirada de decisión y determinación. Y prosiguió—: ¿Crees que conseguiré convencerle de que viva una vida más sencilla si no tiene que seguir buscando mi aprobación y sabe que le quiero? Porque realmente le quiero.» Le contesté que nadie sabía por anticipado cómo iba a reaccionar la otra persona. No era seguro que Greg fuese a cambiar su forma de vivir. Lo importante era saber que su padre le quería y estaba orgulloso de él; probablemente eso le aportaría más tranquilidad. La idea de vivir con sencillez se fue volviendo cada vez más importante para Charlie a medida que pasaban los días. Decía que la gente trabajaba demasiado por razones de todo tipo. Muchos pensaban que no les quedaba otra opción, porque no podían escapar de los engranajes de la rutina que implicaba tener que pagar facturas y dar de comer a su familia. Charlie lo sabía bien y estaba de acuerdo conmigo en que para mucha gente la supervivencia supone un auténtico reto, pero insistía en que siempre había alternativas. «A veces es cuestión de cambiar el enfoque. ¿De verdad necesitamos vivir en una casa tan grande? ¿Necesitamos un coche tan llamativo?», preguntaba. A veces, decía, lo que hacía falta era cambiar la forma de pensar para encontrar una solución novedosa, 97 reflexionar sobre lo que cada uno quería y trabajar juntos como una familia para lograr un mayor equilibrio. La comunidad también podía ser un camino hacia la sencillez, me explicó Charlie. Si trabajamos juntos, más como una comunidad, no necesitaremos tantos recursos. Hay menos desperdicio y aprendemos a cuidar los unos de los otros. Los egos y los orgullos impiden que muchas comunidades se formen y se desarrollen, pero si queremos vivir de una manera más ingeniosa y sencilla, es importante que entendamos la enorme trascendencia y la necesidad de formar una comunidad en la zona en la que vivimos. Le entristecía ver lo mucho que se había acelerado la vida y cómo se había alejado tanto del equilibrio que incluso habíamos llegado a olvidarlo. Charlie reconocía que en estos tiempos las dificultades económicas podían ser muy grandes. Decía que la sociedad había olvidado sus verdaderas prioridades, y que necesitaba una lección de sencillez. Pero esto solo podía pasar si el cambio se producía antes en cada individuo, uno a uno. Sería entonces cuando la sociedad se ajustase a la manera en que la mayoría de sus miembros vive y piensa, como sucede siempre. También pensaba que a quienes mandan les hacía falta un buen toque de atención. Había buenas personas desperdigadas por los sistemas políticos de todo el mundo, pero también ellas chocaban a menudo con la burocracia y dependían de otros con más dinero y poder. Así que, para llevar a cabo cambios significativos, todos y cada uno de nosotros teníamos trabajo por delante. Simplificar nuestras vidas era un excelente punto de partida. Charlie había formado su propia familia, de modo que comprendía perfectamente la presión que suponía sobrevivir y tener que alimentar a los suyos. Pero también se estaba muriendo, lo que le permitía ver las cosas desde otro punto de vista y lamentar en voz alta no haberse dado cuenta antes de todo esto y haber guiado a Greg de otra manera. «Los niños son más felices cuando pasan más tiempo con sus padres, no cuando tienen más juguetes. Puede que al principio se quejen, pero los niños más felices son los que pasan tiempo de calidad con sus padres, con los dos si es posible. ¿Cómo van a tener los hijos de Greg ese tiempo si este se pasa el día trabajando, intentando demostrar lo que vale? —Charlie estaba pensativo y vi cómo se formaban nuevas ideas en su cabeza—. Quiero mucho a mi niño. Tengo que decírselo, ¿no crees?» Asentí alegremente. Después, sin venir a cuento, me preguntó: «¿Tu vida es sencilla?», lo que me hizo reír discretamente. 98 «Sí, mi vida física es bastante sencilla, Charlie. Y estoy tratando de simplificar también mi vida emocional, paso a paso —le respondí con sinceridad, mientras seguía riéndome levemente al pensar en las complicaciones que había habido en mi vida en los últimos años, que distaba mucho de ser sencilla—. La meditación me ha ayudado muchísimo a simplificar mi forma de pensar. Toda mi vida sale beneficiada, de una u otra manera. Verdaderamente, me ha transformado, me ha permitido dejar atrás muchas cosas que antes me impedían avanzar. Así que mi forma de pensar es mucho más sencilla a día de hoy. Y sí, mi vida física también es bastante simple.» Charlie pertenecía a otra generación y tenía una forma de vivir diferente, así que no sabía nada sobre meditación, salvo que la practicaban personas en el extranjero que llevaban túnicas naranja y se sentaban con los ojos cerrados. Me preguntó lo que era y se lo expliqué de la manera más sencilla posible. Le dije que si aprendíamos a concentrar la mente, podíamos observar nuestros propios pensamientos. Y que eso nos permitía comprender hasta qué punto la vida depende en buena medida de una mente descontrolada, lo que genera un sufrimiento y unos miedos innecesarios. Estos hábitos mentales perjudiciales crecen y se intensifican y acabamos identificándonos con esa personalidad, pensando que eso es lo que somos y construyendo nuestras vidas a su alrededor. Pero en realidad no somos eso, somos mucho más. Somos seres sabios e intuitivos, cegados por los miedos y las percepciones erróneas que nuestra mente va generando a lo largo de los años, a través de todas sus reacciones, tanto negativas como positivas. Así que, al aprender a concentrar nuestras mentes a través de la meditación, observando nuestra respiración, por poner un ejemplo fácil, empezamos a recuperar el control de nuestros propios pensamientos, lo que nos ofrece la posibilidad de optar conscientemente por tener mejores pensamientos. Y de ese modo construir vidas más felices. Charlie me escuchaba en silencio, observándome con atención. Sonreí esperando su opinión. «Uau —dijo finalmente—. ¿Por qué no te habré conocido hace cincuenta años?» Riéndome, me levanté para ofrecerle otro trago de su bebida. «¿Por qué no me habré encontrado yo a mí misma hace años, Charlie? —exclamé riendo—.¡Me habría evitado tanto dolor!» La conversación siguió su curso y más adelante Charlie me preguntó qué había querido decir con la sencillez de mi vida física. Le expliqué cómo, tras muchos años de mudanzas, había empezado a plantearme la importancia de tener pertenencias. En 99 algunas de las mudanzas, me había llevado conmigo mis muebles. Pero otras veces los había dejado guardados, ya fuese gratis en alguna granja de la familia, o pagando por el almacenamiento. Cada vez que pasaba una temporada lejos de mis pertenencias, me daba por pensar lo poco que las necesitaba para ser feliz, y me preguntaba por qué seguía conservándolas. Así que vendí mis muebles, y mis pertenencias se redujeron a mis enseres domésticos, lo que me permitiría empezar de nuevo donde fuese y cuando se presentase la ocasión. Y esa ocasión llegó de nuevo, porque siempre me había gustado tener mi propio espacio para cocinar. Ir de un lado a otro era mi tendencia natural, hacía que me sintiese muy libre. Pero incluso la libertad tiene un precio. Todo tiene un precio. Echar de menos mi propia cocina era lo que me llevaba a desear sentar la cabeza durante una temporada. Sin embargo, después de asentarme en algún lugar durante doce o dieciocho meses, volvía a echar de menos la emoción de volver a lanzarme a la aventura. Poseer cosas acababa siendo un lastre para mí, así que, siendo consciente de ello, asumí que estaría mejor durante el resto de mi vida si no poseyese prácticamente nada. Cada vez que había tenido que volver a empezar, los muebles se me habían aparecido fácilmente, gracias al boca a boca, a las tiendas de segunda mano y a los rastrillos. Era algo que me encantaba. Comprar cosas de segunda mano era además más coherente con mi amor por la Tierra, ya que reducía la carga que les exigimos a sus menguantes recursos. Esta sociedad nuestra de usar y tirar parece haber olvidado que todas las cosas provienen de algún lugar y que todo lo que desechamos tiene que acabar también en algún sitio. La mayoría de las veces, es la Tierra la que acaba soportando la carga, tanto al principio como al final. Esto supone un precio peligroso para la supervivencia del planeta y de todas las criaturas que se hallan en su seno, incluidos nosotros los humanos. Así pues, siempre acababa con cosas fascinantes, creando un hogar completamente nuevo. Nunca se me ocurrió pensar que los muebles no aparecerían. Y, por consiguiente, siempre aparecían enseguida. A lo largo de los años he tenido algunos realmente preciosos. Si los muebles se presentaban en mi camino de una forma tan natural cada vez que los necesitaba, seguro que todo lo demás también llegaría. Llevaba doce meses pagando por un espacio donde almacenar mis muebles, cuando decidí que era un gasto superfluo y un incordio que no me hacía ninguna falta. De modo que, con la ayuda de un querido amigo en quien se podía confiar, organicé un rastrillo en su garaje. Cubiertos, libros, alfombras, sábanas y manteles, objetos de decoración, 100 cuadros, de todo. Disfruté mucho viendo cómo la gente se emocionaba al hacerse con mis pertenencias a precio de saldo. Lo que sobró lo doné a la beneficencia esa misma tarde. Por aquel entonces, tenía un coche del tamaño de una caja de zapatos. El jeep había salido de mi vida de una manera espectacular un año antes en una autopista de seis carriles. Mi coche de entonces, aunque era increíblemente económico y ágil en ciudad, también era minúsculo. Le habían puesto el apodo cariñoso de «grano de arroz». Mi intención era que, tras el rastrillo, todas mis pertenencias cupiesen dentro del grano de arroz. Acabé con un total de cinco cajas, incluidas dos con mis libros favoritos. Solo conservé los que sabía que volvería a leer, o los que prestaría a otras personas como inspiración. Los demás terminaron en otras manos, que los disfrutarían de nuevo en otros lugares. El resto de las cajas contenían CD, revistas, álbumes de fotos, unos pocos objetos con valor sentimental, la colcha de patchwork que mi madre había tejido para mí y mi ropa. Con mi grano de arroz cargado hasta los topes y la música sonando, partí hacia un nuevo período de mi vida. La música que me acompañaba incluía canciones de Guy Clark, The Waifs, Ben Lee, David Hosking, Cyndi Boste, Shawn Mullins, Mary Chapin Carpenter, Fred Eaglesmith, Abba, The Waterboys, J. J. Cale, Sara Tindley, Karl Broadie, John Prine, Heather Nova, David Francey, Lucinda Williams, Yusuf y The Ozark Mountain Daredevils. La música era fantástica, cada canción resultó ser una magnífica compañera de viaje. Fui haciendo kilómetros cantando alegre y libremente, sabiendo que todas las posesiones que tenía en el mundo cabían dentro de mi grano de arroz. A unos mil kilómetros de distancia, hice una parada en casa de mis padres y descargué las cajas. A partir de ahí, solo quedábamos mi ropa y yo. Charlie me escuchaba encantado, frotándose sus manos viejas y curtidas mientras disfrutaba de mi historia. Le conté cómo, después de ese viaje, había pasado un tiempo a la deriva. Ahora estaba en Sydney, experimentando la vida de una cuidadora de casas de lujo y, sí, mi vida física era bastante sencilla. Él sabía que yo entendía a lo que se refería cuando hablaba de la importancia de la sencillez. Estábamos de acuerdo en que a la gente no siempre le resulta evidente lo mucho que puede lastrarle la posesión de un exceso de cosas, incluso aunque no tengan intención de cambiar de aires. Deshacerse de las pertenencias físicas siempre hace que una persona recupere también espacio interior. 101 Greg llegó al día siguiente y estuvo todo el rato con su padre. Charlie me había pedido que llamase a Maryanne y le dijese que no se pasase ese día. Al día siguiente sería al revés. Maryanne estaría a solas con su padre y Greg no aparecería. Charlie me había pedido también que me asomase discretamente de vez en cuando por si las cosas con Greg se torcían, confiando en que mi presencia tuviese una influencia positiva. Pero no fue necesario. Las dos veces que me pasé por allí, para llevarles un té o para transmitir un mensaje, me quedó claro que estaba teniendo lugar una importante conversación personal. Poco antes de que Greg se fuese, para que su padre pudiese descansar, me llamaron. Greg tenía los ojos enrojecidos de haber llorado y estaban cogidos de la mano. «Bronnie, quiero que tú también lo sepas —anunció Charlie—. Quiero a este hombre con todo mi corazón. Es un buen hijo y una gran persona.» Estuve a punto de llorar. «Me basta con que sea mi hijo —dijo Charlie—. No tiene nada que demostrar. No necesita hacer o tener nada para ser mejor persona. Le quiero sin reservas. Y ser su padre ha sido una gran alegría en mi vida.» Sonriendo, la dije que Greg era muy afortunado por tenerle como padre. Greg asintió, secándose las lágrimas con toda la manga. «Mi padre cree que podría aprender de ti un par de cosas sobre la sencillez», me comentó. Riéndome, contesté que a su padre aún le quedaba tiempo suficiente para explicárselas él mismo. No necesitaba que yo hiciese ese trabajo por él. Pero, mientras me retiraba, dije sonriendo: «Lo único que puedo añadir es esto: no te compliques la vida.» Maryanne vino al día siguiente. También la escuché reír y llorar con su padre. Sentí todo el amor que se estaba compartiendo en la casa y aquello me afectó positivamente. Durante las siguientes semanas, los tres pasaron mucho tiempo juntos y estrecharon aún más sus vínculos. Ni una vez escuché a Charlie despedirse sin decirles a cada uno de ellos que los quería y a ellos responderle en el mismo sentido. El canal de comunicación se había abierto a tiempo para que la sanación pudiese tener lugar mientras Charlie aún estaba vivo. El día de su fallecimiento, Greg y Maryanne sostenían cada una de las manos de su padre. A petición suya, permanecí en la habitación mientras se extinguió sin sufrimientos, con la respiración cada vez más lenta hasta desvanecerse por completo. Era una mañana soleada y los pájaros seguían cantando junto a su ventana, como cada día. Sentí que hacían que el momento fuese más hermoso. Cantaban para acompañarle. 102 Dejé a Greg y a Maryanne a solas y me senté un rato en el porche, disfrutando de mis propios recuerdos de Charlie. Le envié mis plegarias y mis mejores deseos para el camino que le esperaba, dondequiera que estuviese. Cuando volví a entrar, Greg y Maryanne estaban sentados del mismo lado de la cama, cogidos de la mano y mirando a su padre, riendo y sonriendo entre lágrimas, hablando de él con alegría. Alrededor de un año más tarde, recibí un correo electrónico de Greg. Había vendido la casa familiar y había cambiado de puesto dentro de su empresa. Ganaba menos dinero, pero estaba viviendo en un pequeño pueblo en el campo. El trabajo le quedaba a la misma distancia que antes, pero para llegar a él, otro pueblo más grande, ahora tenía que recorrer una carretera rural, y tardaba la mitad de tiempo que en su trabajo anterior. Esto le permitía pasar una hora y media más con sus hijos cada día. El coste de la vida también era menor, ya que sus vidas eran más sencillas ahora. Pero su calidad de vida había aumentado muchísimo. Su mujer también estaba contenta, y a todos les encantaban sus nuevos amigos y su estilo de vida. Me daba las gracias por haber cuidado de su padre y tenía palabras de cariño para Maryanne, que había ido a verle recientemente. Como es natural, el mensaje me hizo mucha ilusión. Pensé en Charlie, en sus ojos azules y en su preciosa sonrisa, y en las conversaciones que habíamos tenido. Saber que sus palabras no solo habían sido escuchadas, sino que también las habían llevado a la práctica, fue una sensación maravillosa. Pero lo mejor del correo electrónico era la manera que tuvo Greg de despedirse. Después de desearme que me fuese bien en la vida, lo resumió todo en cinco palabras que me provocaron una amplia sonrisa. No te compliques la vida. Así es, Greg y Charlie. Así es. 103 LAMENTO 3: Ojalá hubiese tenido el valor de expresar mis sentimientos Para tratarse de un hombre de noventa y cuatro años que se estaba muriendo, Jozsef tenía muy buen aspecto cuando nos conocimos. Era una persona amable con una sonrisa encantadora que a veces le daba un aire de chico joven. Su sentido del humor, sutil pero muy vivo, hizo que enseguida le cogiese cariño. Su familia había decidido no decirle que se estaba muriendo. A mí me costaba aceptarlo, aunque intenté respetar su decisión todo lo que pude. Pero a lo largo de las semanas siguientes su enfermedad progresó rápidamente, y resultaba imposible ignorarlo. Ya no era capaz de mantenerse en pie por sus propios medios. Cada día que pasaba dependía más de mis fuerzas. No hacía falta que nadie le dijese que estaba enfermo, quedaba de manifiesto cada vez que intentaba levantarse o sentarse, y también quedó claro que ambos lo sabíamos sin necesidad de hablarlo. Así que, mientras la familia prolongaba la farsa, Jozsef se iba dando cuenta de su situación: era un hombre gravemente enfermo. Tomaba medicación para paliar sus dolores dentro de lo posible, pero, como le sucede a mucha gente, entre sus efectos secundarios estaba el de la oclusión intestinal. También hay medicamentos para regularla, pero en su caso no funcionaban. Así que tenía que ayudarle con su tránsito intestinal introduciéndole el medicamento por el recto al pobre Jozsef. Cuando estás tan enfermo, la intimidad desaparece. Y la dignidad también: Jozsef tenía que volverse en la cama para que le insertase el tubito. Por supuesto, traté de quitarle hierro a la situación y me vi pronunciando palabras que más adelante repetiría muchas veces a otras personas. «Todo empieza con la comida y la caca, Jozsef, y todo acaba igualmente con la comida y la caca», le dije en un tono ligeramente jocoso. Trabajar con quienes iban a morir me puso de nuevo en contacto con los ciclos de la 104 vida. Lo que hace que un bebé esté a gusto al principio de su vida es la comida y la expulsión de heces y ventosidades. Al final de la vida, lo que todo el mundo pregunta respecto a la persona que está muriéndose es si come bien y si los intestinos le funcionan correctamente. Todos respiran tranquilos cuando la persona que se está muriendo, que toma potentes calmantes, por fin consigue poner sus intestinos en funcionamiento, lo que alivia sus otros dolores. Ese era el caso de Jozsef y su familia, cuando salió disparado hacia el inodoro poco después y vivió con gran alivio una explosión en su trasero. Desde luego, a mí también me tranquilizó, no solo porque se encontraba más a gusto, sino porque era la primera vez que aplicaba este método y había funcionado. Uno de sus hijos vivía en un barrio cercano y venía a verlo a diario. Otro vivía en otro estado. Y su hija residía en el extranjero. Todos los días, Jozsef pasaba un rato charlando con su hijo, fundamentalmente sobre las páginas de economía del periódico, hasta que Jozsef se cansaba, lo cual sucedía al poco tiempo, porque su salud se estaba deteriorando muy rápidamente. Su hijo me gustaba, aunque no sentía que nuestra conexión fuese muy intensa. Pero no tenía ningún motivo para que no me cayese bien. Cuando, más adelante, le comenté a Jozsef que su hijo era un hombre agradable, me respondió: «Solo le interesa mi dinero». Como yo prefería tratar a las personas directamente en función de lo que veía, intenté que este comentario no influyese en mi opinión sobre su hijo. A lo largo de las siguientes semanas, Jozsef me contó muchas historias, en particular sobre lo mucho que le gustaba su trabajo. Su mujer Gizela y él eran supervivientes del Holocausto y habían conseguido llegar a Australia tras su liberación. De tanto en tanto, en la conversación se colaba el tema del tiempo que había pasado en los campos. Pero no lo forcé. Yo estaba allí para escucharle, no para decidir qué debía contarme, y era evidente que no hablar del tema hacia que la vida fuese más fácil para ambos. Traté de empatizar con la situación todo lo que pude, aunque no quería ni imaginar cuánto dolor llevaban a cuestas los dos. Sentía una gran compasión por ellos. Jozsef y yo nos llevábamos bien y las historias sobre otros temas fluían sin problemas. Teníamos un sentido del humor parecido y ambos éramos de carácter tranquilo, así que nos caíamos bien. La brecha generacional no tenía demasiada incidencia en el fluir de nuestra conversación, que se hacía más intenso cada día que pasaba. Mientras tanto, Gizela le traía alimentos constantemente y le animaba a que comiese. Era una cocinera excelente, y aunque Jozsef apenas era capaz de probar bocado, ella seguía preparando 105 unas cantidades enormes de comida. Probablemente, esto se debía en parte a la costumbre, y por otra tenía que ver con el estado de negación por parte de ella. De alguna manera, la familia había conseguido convencer al médico de Jozsef de que no le contase que se estaba muriendo. Era un estado de negación generalizada. Pero no solo no le estaban diciendo la verdad sobre su enfermedad y su inevitable deterioro, sino que intentaban convencerle de que estaba mejorando. «Vamos, Jozsef, come algo. En poco tiempo estarás mucho mejor», le decía Gizela una y otra vez. Ella también me daba pena. Tenerle tanto miedo a la verdad debe de ser una carga muy pesada. Para entonces, Jozsef ya solo podía tomar un yogur al día y estaba tan extremadamente débil que ni siquiera era capaz de caminar hasta el salón sin ayuda, pero seguían diciéndole que se pondría bien enseguida. Yo seguí callada al respecto, hasta que Jozsef sacó el tema directamente. Gizela acababa de irse de la habitación. Jozsef estaba reclinado mientras yo le daba un masaje en los pies, algo que nunca había probado en toda su vida pero a lo que se había acostumbrado con gran deleite en las últimas semanas. Me encantaba mimar a la gente que cuidaba, y quizá esa sea la razón por la que llegábamos a tener tan buena relación. Muchas de las conversaciones que tenía con ellos se daban mientras les masajeaba los pies, les cepillaba el cabello, les rascaba la espalda o les limaba las uñas. «Me estoy muriendo, ¿verdad, Bronnie?», preguntó cuando su mujer ya hubo salido. Lo miré con ternura y asentí. «Sí, Jozsef, así es.» Él asintió a su vez aliviado por saber que le estaban diciendo la verdad. Después de mi experiencia con la familia de Stella, de ninguna manera iba a volver a mentir de ahora en adelante. Se quedó un rato mirando por la ventana, mientras el masaje de pies continuó en un agradable silencio. «Gracias. Gracias por decirme la verdad», me contestó finalmente con su marcado acento. Sonreí ligeramente y asentí. Permanecimos en silencio durante un par de minutos, y después volvió a hablar. «No son capaces de aceptarlo —dijo en referencia a su familia—. Gizela no puede enfrentarse al dolor que le produce hablar conmigo del tema. Lo superará, pero ahora simplemente no puede hablar de ello.» Él se quedó tranquilo al conocer su situación, y yo me quedé también tranquila por haber sido sincera. Entonces añadió: «No me queda mucho, ¿verdad?». «Creo que no, Jozsef.» «¿Meses? ¿Semanas?», preguntó. 106 «No lo sé a ciencia cierta, pero yo diría que tan solo unas semanas o unos días. Esa es la sensación que tengo, pero realmente no lo sé», le dije con sinceridad. Asintió y volvió a mirar por la ventana. Muy poca gente puede predecir exactamente cuándo alguien va a morir, a menos que esa persona esté claramente en sus últimos días. Pero era algo que los enfermos y sus familias siempre preguntaban, a veces insistentemente. A estas alturas, yo empezaba a ser capaz de estimar el grado de declive de cada persona, y también de prever lo rápido que podían cambiar las cosas. Muchas veces, parecía que los clientes experimentaban una breve mejoría, antes del empeoramiento definitivo. Mi éxito como cuidadora se fundamentaba en que trabajaba de manera intuitiva. Y así fue también como respondí a la pregunta de Jozsef, aunque lo hice un poco a regañadientes. No quería mentir y decirle que le quedaban meses de vida cuando saltaba a la vista que no era así. Terminé con el masaje de pies y me puse yo también a mirar por la ventana. Un rato después, rompió el silencio: «Ojalá no hubiese trabajado tanto. —Esperé a que continuase—. Me encantaba mi trabajo, me gustaba mucho. Por eso trabajé tanto. Por eso y para dar de comer a mi familia y a los suyos». «Pero eso es algo bonito. ¿Por qué te arrepientes?» Me explicó que sus remordimientos se debían en parte a su familia, de la que había disfrutado muy poco durante casi toda su vida en Australia. Pero sobre todo era porque sentía que no les había dado la oportunidad de conocerlo. «Tenía demasiado miedo de mostrar mis sentimientos. Por lo que no hice más que trabajar, y así mantuve a la familia a distancia. No se merecían estar tan solos. Ahora me gustaría que me hubiesen conocido realmente.» Jozsef me dijo que hasta esos últimos años no sabía realmente quién era él, así que tampoco tenía claro que los demás hubiesen tenido ninguna posibilidad real de conocerlo. Había tristeza en sus preciosos ojos mientras hablábamos de lo difícil que es romper con las costumbres en las relaciones y lo importante que es que estas alcancen todo su potencial. Me dijo que sentía que había perdido la oportunidad de establecer una relación afectuosa y cercana con sus hijos. Lo único que les había enseñado con su ejemplo era a ganar dinero y a valorarlo. «¿Para qué sirve todo eso ahora?», suspiró. «Bueno —traté de razonar con él—, conseguiste lo que querías. Vivirán una vida sin estrecheces. Los has sacado adelante, como querías.» 107 Un lágrima solitaria rodó por su mejilla. «Pero no me conocen. No me conocen. —Lo miré con ternura—. Y quiero que me conozcan», dijo entre lágrimas. Permanecí en silencio viendo cómo lloraba. Un instante después, le sugerí que aún no era demasiado tarde. Pero no estaba de acuerdo. Se encontraba demasiado débil para hablar durante largo rato, y solo eso ya habría complicado las cosas. También reconoció que no sabía cómo hablar con ellos sobre sentimientos tan profundos. Me ofrecí para ir a buscar a Gizela y a su hijo e incorporarlos a nuestra conversación, pensando que quizá sería todo más fácil si yo estaba presente. Pero negó con la cabeza y se enjugó las lágrimas. «No. Es demasiado tarde. No les digas que sé la verdad. Todo será más fácil para ellos si siguen pensando lo mismo. Yo ya sé que me estoy muriendo. Está bien así.» Jozsef tenía casi la misma edad que mi querida abuela cuando falleció. Aunque sus vidas habían sido totalmente diferentes, por algún motivo yo me sentía cómoda en la compañía de personas de esta edad. Pero mi abuela y yo hablábamos de la muerte sin problemas. Me decía que era más fácil hacerlo conmigo que con algunos de sus propios hijos. Su hermano gemelo y ella habían sido los mayores de once hijos. Tenía trece años cuando su madre murió y tuvo que criar ella sola a todos sus hermanos. Su padre era, según sus propias palabras, un «hombre duro». Otras veces también decía de él que era un «chucho». Les daba de comer pero poco más, desde luego nada de amor. Alrededor de un año después de que muriese su madre, también falleció la menor de sus hermanas, una criatura llamada Charlotte. Tras ocuparse de todos sus hermanos, mi abuela tuvo que criar a sus siete hijos, incluida mi madre. Cuando nací, con una masa de pelo oscuro rizado y ojos grandes y curiosos, mi abuela vio en mí la viva imagen de Charlotte. Y eso hizo que nuestra conexión fuese muy estrecha desde el primer día. Todos nos poníamos muy contentos cuando venía de visita. A los niños les encantan las visitas y nosotros no éramos una excepción. Mi abuela no pasaba del metro y medio, pero se trataba de una mujer dinámica y asombrosa. Para ella la educación resultaba fundamental. Era muy comprensiva y sentía por mí un amor incondicional. Un buen ejemplo de ello, entre muchos otros, se produjo cuando mi madre estuvo en el extranjero con su hermana gemela, disfrutando de unas bien merecidas vacaciones, justo cuando mi padre tenía que pasar varios días trabajando fuera. La abuela vendría a casa a cuidar de nosotros. 108 Yo tenía entonces doce años, a punto de cumplir trece, y estaba en mi primer año de instituto en un colegio de monjas. El edificio se encontraba oculto tras gruesos muros de ladrillo de tres metros de altura y, aunque algunas de las monjas eran encantadoras, la madre superiora era un hueso duro, conocida, no muy afectuosamente, como «Cara de hierro». Las alumnas mayores ya nos habían prevenido desde el primer día aunque, si pienso en ella ahora, siendo ya adulta, y no me dejo influenciar por los rumores, reconozco que es posible que bajo esa dura fachada se escondiese una mujer encantadora. Al menos, eso quiero pensar. Pero debo decir que, mientras estuve allí, dirigió el colegio con mano firme. No la vi sonreír ni una sola vez. En ese primer año de instituto era evidente que una parte de mí buscaba algo distinto y acabé haciéndome amiga, durante una breve temporada, de dos de las chicas más duras de la clase. Yo era una niña bastante buena y apenas había llamado la atención de la madre superiora hasta entonces, lo cual me iba muy bien. En el descanso de mediodía, subimos a un árbol, saltamos la valla, corrimos hasta el pueblo y entramos en una tienda donde cada una robó un par de pendientes con nuestras iniciales. La confianza que nos dio ese primer éxito nos hizo entrar en la tienda de al lado y robar un pintalabios. Mientras lo saboreaba en los labios y me congratulaba de lo bueno que era el material, noté que una mano grande me cogía del hombro y una voz decía: «Me lo vas a devolver, gracias». Con las piernas casi paralizadas por el miedo, nos llevaron, a mí y a una de las niñas, al despacho del encargado de la tienda. La otra había conseguido escapar. Llamaron a la madre superiora, que nos estaba esperando en el colegio, dándose golpecitos con una regla en la mano, cuando volvimos avergonzadas. «A mi despacho», dijo con firmeza. «Sí, hermana», respondimos apocadamente al unísono. Si hubiésemos tenido rabo, lo habríamos llevado entre las piernas. El trato al que la tienda llegó con el colegio era que no presentarían una denuncia, pero a cambio teníamos que ir a casa y contarles a nuestros padres lo que habíamos hecho, y ellos tenían que llamar a la madre superiora para confirmar que se lo habíamos dicho. Además, nos prohibieron hacer deporte durante todo un trimestre, cosa que nos hizo polvo, porque estábamos locas por el deporte. También tuvimos que soportar una docena de golpes con la regla en la parte trasera de las piernas. Era una mujer estricta. Como mi madre estaba en el extranjero y mi padre volvía a casa a finales de la semana, yo estaba aterrada. Yo era una niña sensible y dulce y cualquier persona con una 109 voz potente me daba miedo. Pero también estaba mi abuela, así que me quedé a solas con ella y, con un temblor en el labio, le conté lo que había hecho. Me escuchó impertérrita sin interrumpirme y esperó a que terminase, con los ojos enrojecidos por el llanto. «Y bien, ¿lo vas a volver a hacer?», preguntó. «No, abuela. Te lo prometo», respondí solemnemente. «¿Has aprendido la lección?» «Sí, abuela. No volveré a hacerlo», le aseguré. «Vale —dijo finalmente—. No se lo contaremos a tu padre. Yo llamaré al colegio mañana.» Y eso fue todo. Bendita sea. Pero el miedo que sentí a raíz del incidente fue tan enorme que no solo no volví a robar nada en mi vida, sino que tampoco fui capaz de volver nunca a esa tienda. Años más tarde, cuando ya había terminado el instituto, me fui del pueblo donde me había criado. Incapaz de esperar más para abrir las alas, acepté el primer trabajo que me ofrecieron, en un banco cerca de la casa de mi abuela en la ciudad, a cinco horas de distancia. Vivir con mi abuela y con mi tía era lo más práctico. A los dieciocho años, recién salida de la granja y tras haber pasado por un colegio de monjas, no resultaba nada raro que estuviese abierta a nuevas experiencias. Cuando mi madre intuyó unos meses después que ya no era virgen, se horrorizó y casi me deshereda. Era incapaz de creer que yo, una chica buena y sensata, pudiese dejarme engatusar tan fácilmente. Fue otra vez la abuela la que arregló la situación, diciéndole a mi madre que se relajase, que los tiempos habían cambado y que, a mi manera, seguía siendo una buena chica. Desde ese momento, mi conexión con estas dos maravillosas mujeres no hizo más que fortalecerse. Cuando descubrí el mundo del alcohol y volví borracha a casa de la abuela, dejó un cubo junto a mi cama, por si acaso. Era una mujer sabia, tolerante y tuvo un papel enormemente positivo en mi vida. Y también sintió un gran alivio cuando, a una edad razonablemente temprana, anuncié que el alcohol no era lo mío. La abuela sobrevivió a todos sus hermanos y hermanas, algo que para ella fue desgarrador, porque habían sido como sus propios hijos. Siempre nos escribíamos, independientemente de dónde estuviese viviendo, y nos contábamos nuestras vidas como un libro abierto. Compartí con ella la tristeza por la pérdida de su última hermana y la frustración de hacerse mayor e ir perdiendo progresivamente su independencia. Ver cómo 110 iba perdiendo facultades con los años también fue descorazonador para mí, porque tuve que aceptar el hecho de que no iba a estar ahí eternamente. Me empezaba a costaba reprimir las lágrimas cada vez que hablábamos, así que le decía explícitamente lo mucho que la quería y cuánto la echaría de menos cuando ya no estuviese. Después de eso, pudimos hablar sobre la muerte con toda franqueza. Me alegro muchísimo de que lo hiciésemos. Sin negarnos a asumir lo que estaba por llegar, saboreamos cada conversación y me contó qué pensaba sobre su propia muerte. La abuela estaba preparada para irse muchos años antes de que llegase su hora. Al volver, después de pasar varios años en el extranjero, estaba impaciente por verla. Los cambios en ella habían sido enormes. Tenía el cabello completamente blanco, caminaba apoyándose en un bastón y era todavía más pequeñita. Mi abuela era ahora una mujer muy anciana. Tenía más de noventa años, pero seguía siendo la mujer maravillosa que yo había conocido. Su mente estaba lúcida y continuamos con nuestras conversaciones con gran satisfacción al menos durante un año más. La llamada llegó un lunes, cuando estaba en uno de mis últimos trabajos en un banco, como directora de una sucursal. Mi abuela había fallecido la noche anterior mientras dormía. Se me vino el mundo encima y cerré la puerta de mi despacho. Con la cabeza apoyada entre los brazos sobre el escritorio, lloré para despedirme de mi queridísima abuela y para asumir su pérdida. «Abuela, abuela, abuela», lloré entre mis propios brazos. Salí del trabajo antes de hora, con los ojos enrojecidos y demasiado triste para pensar con lucidez. Me detuve junto al buzón. Medio atontada, repasé las cartas y las facturas, hasta que me paré en seco, asombrada. Entre todo lo demás, había una postal de mi abuela. La había enviado el viernes y había muerto de forma natural mientras dormía el domingo por la noche. Un torrente de lágrimas de tristeza y de alegría brotó de mis ojos mientras apretaba la postal contra mi pecho, llorando y casi riendo al mismo tiempo. Me sentía muy afortunada por la conexión que habíamos compartido y por haber sido capaces de hablar con sinceridad sobre la muerte. No quedó nada por decir. Ella sabía que yo la quería, y yo sabía que ella me quería a mí, y más aún cuando leí las bellas palabras que había escrito: «Te quiero mucho, mi niña. Te tengo siempre en mis pensamientos. Espero que el sol brille todos los días de tu vida, Bron. Con mucho cariño, tu abuela». La idea de que iba a morirse me había hecho llorar ya antes de que se fuese. Y 111 también lloré mucho después. Pero también sentía la tranquilidad de saber que nos habíamos enfrentado con sinceridad y de forma abierta a algo por lo que todo el mundo tiene que pasar inevitablemente. Y sigo sintiéndola. Me sonríe desde una fotografía que tengo enmarcada sobre mi escritorio. Aunque ha habido días en que la he echado mucho de menos, no tengo ninguna duda de que la sinceridad nos permitió tener una relación tan especial y positiva que aún pervive en mí de la mejor manera posible. Pero para mi querido Jozsef no era tan fácil. La sinceridad resultaba ahora demasiado dolorosa tanto para él como para su familia. Sentía compasión por él, por su dolor y su frustración. No podía imaginar lo que ese hombre encantador habría tenido que sufrir a lo largo de su vida. Gizela seguía trayendo cantidades de comida exageradas y seguía animándole a comer. Una y otra vez, él le sonreía amablemente y rehusaba la comida. Por las noches venían otras cuidadoras, pero yo era la principal de día. Jozsef y yo nos conocíamos bien, y eso hacía que estuviese cómodo, sobre todo ahora que podía sincerarse, al menos conmigo. Me llevé una triste sorpresa cuando me enteré de que me iban a sustituir. Su hijo se había estado quejando de lo cara que era la atención. Aunque le expliqué que a su padre le quedaban una o dos semanas de vida, prefirió hacer otros planes, diciendo que Jozsef seguiría viviendo muchos años más. Su solución fue encontrar a una inmigrante sin papeles dispuesta a hacer el trabajo por una miseria. Fue inútil hablar con Gizela para que tratase de convencer a su hijo. Habían tomado una decisión. Yo tenía varias ofertas de trabajo en otros sitios, así que ese no era el problema. El problema era que Jozsef finalmente había podido hablar conmigo y se sentía cómodo. Su felicidad debería haber sido lo prioritario durante sus últimas semanas de vida. No quería ni pensar en lo impersonal que podría llegar a ser la alternativa, y más aún sabiendo que Jozsef estaba tan débil que ya no podía hablar y tenía problemas para respirar. También me daba pena la nueva cuidadora y las dificultades con el idioma a las que se tendrían que enfrentar los dos. Pero ya no dependía de mí y además tenía la certeza de que esto también formaba parte del viaje vital de Jozsef. ¿Cómo podemos saber lo que otra persona ha venido aquí a aprender? No hay manera. Así que, con un abrazo y una sonrisa que valían mucho más que mil palabras, nos despedimos. Me volví desde la entrada para ver su habitación por última vez y lo miré una vez más. Sonreímos de nuevo, sin pronunciar palabra pero diciéndonos mucho. Había llegado el momento de irme. Mientras me alejaba en el coche, 112 sabiendo que él estaría mirando por la ventana, absorto ya en sus pensamientos, empecé a llorar. Este trabajo me estaba permitiendo conocer a gente a la que de otra manera nunca habría conocido y me encantaba todo lo que compartíamos y aprendíamos unos de otros, por muy duro que fuera a veces. Una semana después, la nieta de Jozsef me llamó para decirme que este había muerto la noche anterior. Me alegré por él. Su enfermedad nunca le habría permitido vivir bien. Era lo mejor. Repasando todo lo que había sucedido, no vi más que aspectos positivos. Aprender de personas encantadoras como estas antes de que muriesen era un valioso regalo por el que me sentía agradecida. Todos tenemos que morir, pero este trabajo me recordaba que también podemos elegir cómo queremos vivir hasta que llegue el momento. Haber visto la angustia que Jozsef experimentó al ser incapaz de expresar sus sentimientos reforzó en mí la convicción de intentar tener siempre el valor suficiente para compartir los míos. Los muros de mi intimidad estaban desgastándose y empecé a preguntarme por qué tenemos todos tanto miedo de ser abiertos y sinceros. Evidentemente, la razón es que queremos evitar el dolor que podríamos sentir si lo fuésemos. Pero los muros que construimos también nos hacen sufrir, porque impiden que los demás nos conozcan realmente. Ver cómo rodaban las lágrimas por la cara de ese anciano encantador mientras intentaba que lo conociesen y lo entendiesen me cambió para siempre. Después de la llamada que me anunció la muerte de Jozsef, me senté en un parque junto a la playa y me limité a absorber lo que me rodeaba. Había niños jugando por todas partes y me quedé mirando cómo compartían sus sentimientos con naturalidad. Si estaban tristes, lloraban, se liberaban y volvían a estar contentos. No sabían cómo reprimir sus sentimientos. Observar sus expresiones sinceras era algo hermoso. También resultaba refrescante ver cómo jugaban y construían cosas juntos. Hemos creado una sociedad en la que los adultos estamos tan aislados que parecemos islas. Trabajar juntos, expresar sus sentimientos y estar alegres eran los estados naturales de los niños a los que estaba observando. Aunque me apenaba darme cuenta de que, como adultos, hemos perdido la capacidad de abrirnos de forma tan completa, no pierdo la esperanza. Si alguna vez fuimos así y, en mayor o menor medida, todos los fuimos, quizá podamos aprender a volver a serlo. Allí, en ese parque junto a la playa, tomé una decisión firme: no permitiría que yo 113 misma acabase en una situación en la que me arrepintiese de las mismas cosas que mi querido Jozsef. Había llegado el momento de ser más valiente y expresar plenamente mis sentimientos. Los muros que rodeaban mi corazón ya no tenían ninguna utilidad. El proceso de demolición por fin había comenzado. 114 Libre de culpa El timbre sonó y me despertó de un agradable sueño en mi más reciente morada. Me calcé con lo que encontré, me eché algo de ropa por encima y subí la escalera para atender a Jude. Palabras que podrían parecer meros gruñidos para un oído poco habituado me indicaron que necesitaba cambiar de posición porque le dolía la pierna. Una vez que estuvo cómoda y volvió a sonreír, apagué su lámpara, le deseé dulces sueños de nuevo y volví a bajar a la comodidad de mi estupenda cama. Jude y yo habíamos acabado juntas gracias al boca a boca. Alguien en el mundillo de los cantautores sabía que yo trabajaba como cuidadora y también cuidando casas, así que difundió mi número de teléfono. Hasta entonces, la mayoría de mis clientes de cuidados paliativos habían sido ancianos, o al menos habían pasado ya la mediana edad, y muchos, aunque no todos, eran víctimas de enfermedades relacionadas con el cáncer. Sin embargo, el mal que aquejaba a Jude era una enfermedad psicomotriz y solo tenía cuarenta y cuatro años. Su marido y su hija, una deliciosa niña de nueve años con el cabello rizado de color castaño rojizo y una sonrisa preciosa, eran gente cariñosa y hermosa, igual que Jude. Cuando me contrataron como su cuidadora, ya estaban completamente hartos de agencias que no hacían más que enviar a personas diferentes todo el tiempo. Las necesidades de Jude eran múltiples y muy específicas, en particular en lo que se refería a hacer que estuviese cómoda y al deterioro de su capacidad para expresarse oralmente. De modo que para ellos contar con una cuidadora principal se convirtió en una prioridad. Otras cuidadoras se encargaban de cubrir mi tiempo de descanso, y por suerte a estas alturas ya tenía la suficiente experiencia para formarlas. Como Jude ya no podía soportar su propio peso, utilizábamos una grúa hidráulica para moverla entre la silla de ruedas y la cama. Vi cómo sus capacidades iban menguando día a día, y me alegré de haber llegado cuando aún podía comunicarse razonablemente bien, ya que eso me permitió traducir los balbuceos que vinieron después. Jude provenía de una familia muy adinerada y tuvo que soportar una gran presión en su juventud para casarse con la persona apropiada y vivir la vida que se esperaba de ella. 115 Su primer coche fue un modelo de lujo que costó más de lo que la mayoría de la gente gana en un año. No entró en unos grandes almacenes hasta bien pasados los veinte años. Solo había conocido la ropa de marca. Su educación se había encargado de que así fuera. Y a pesar de todo siempre había sido una persona creativa y con los pies en el suelo. Todo lo que deseaba era vivir una vida sencilla, me dijo. Pero sus padres insistieron en que fuese a la universidad, dándole a elegir entre económicas o derecho. No había otra posibilidad, a pesar de que en algún momento ella había comentado que le gustaría estudiar bellas artes. Así, bajo toda esa presión y con esas expectativas, eligió derecho. Su elección se basó en la idea de que algún día sus padres morirían y podría utilizar sus conocimientos para una causa mejor, como el arte o el progreso social. Pero las cosas no salieron como esperaba. Su padre ya había fallecido, pero era muy probable que ella muriese antes que su madre. En cualquier caso, ahora ya no podía trabajar. Su amor por el arte hizo que se enamorase de Edward, que era artista. Los dos contaban historias de una atracción a primera vista que, como era evidente, no había disminuido con los años. Aunque al principio de la relación ambos habían sido algo retraídos, la intensidad de la atracción mutua les había dado confianza para lanzarse. En un visto y no visto, estaban enamorados y era como si el resto del mundo no existiese. La familia de Jude estaba horrorizada con su elección, porque Edward provenía de una familia de clase baja y no aspiraba más que a una vida sencilla, dedicándose a su arte. En realidad, tuvo bastante éxito como artista, pero no era un alto ejecutivo, y eso nunca iba a ser suficiente para los padres de ella. Por desgracia, la hicieron elegir entre sus padres y Edward, y Jude lo eligió a él. Por supuesto, se reía. Nunca tuvo ninguna duda. Amaba a Edward con todo su corazón, igual que él la amaba a ella. Sus padres la desterraron por completo del ámbito familiar. Solo le quedaban unos pocos amigos de otra época. Pero estaba entrando en un mundo distinto, más alegre y tolerante, y también estaba disfrutando de las nuevas amistades que llegaban a su vida. Pocos años más tarde, Jude y Edward dieron la bienvenida al mundo a su niñita, Layla. Hicieron todo lo posible por reconciliarse con los padres de Jude, porque ella quería que conociesen a su nieta. Su padre acabó cediendo y llegó a mantener una relación afectuosa y de calidad con su nieta antes de morir. Aunque trataba a Edward con educación, al padre de Jude aún le costaba aceptar el hecho de que un artista hubiese 116 conquistado el corazón de su hija, de manera que la relación entre ellos no era estrecha. Sin embargo, debido a los sentimientos que albergaba por Layla, el padre de Jude les compró a los tres la mansión junto al puerto en la que vivían, para gran disgusto de la madre. Las cosas habían ido bien, me dijeron, hasta que Jude empezó a tener problemas de coordinación que ya no podían ignorarse. La historia me la contaban al unísono Jude y Edward, y supuse que habría sido así incluso si ella no hubiese estado enferma. Su vínculo como pareja era muy fuerte. Para mí, ser testigo de su amor supuso a la vez una fuente de inspiración y de desgarro. Éramos de la misma generación. Compartimos muchas horas de conversación sincera y profunda. Uno de los temas que tratamos fue cómo aceptar la muerte a esa edad. Es fácil suponer que vamos a vivir eternamente. Pero no es así. Las tormentas de la vida siempre se llevan consigo a algunos de nuestros jóvenes. Al igual que las flores que se abren y aún no han madurado para dar su fruto, nos quitan a estos jóvenes antes de que puedan llevar a la práctica todo su potencial. Otros alcanzan la madurez y se nos van en su mejor momento. Y aún hay otros que viven más allá de su apogeo y decaen lentamente con los años. Aunque se suele decir que mueren antes de tiempo, en realidad no es así. Todos partimos cuando llega nuestra hora. Hay millones de personas que no están predestinadas a vivir una vida larga. La suposición de que todos vamos a vivir eternamente, o al menos hasta una edad muy avanzada, es la que hace que el impacto y la desesperación sean tan grandes cuando muere una persona joven. Pero esto forma parte de un proceso natural en la vida de todas las especies. Algunos individuos jóvenes mueren, algunos individuos de mediana edad mueren, y otros no mueren hasta que son ancianos. Pero, desde luego, es muy duro ver morir a personas jóvenes que parecían tener toda la vida por delante. Tengo amigos que han perdido hijos pequeños y los he acompañado en su dolor, que para algunos nunca ha remitido. Pero estos niños o jóvenes adultos no estaban aquí para vivir una vida tan larga. Llegan, su llama brilla con una luz intensa y nos dejan el recuerdo puro de todo lo que nos dieron durante su breve estancia entre nosotros. Aunque Jude había llegado a los cuarenta con buena salud, también habría sido muy fácil pensar lo injusto que era que una mujer tan bondadosa se estuviese muriendo con cuarenta y cuatro años. Pero tanto ella como Edward habían asumido la situación y ambos se sentían muy afortunados por haberse conocido y haberse amado. Además, habían tenido la gran fortuna de traer a Layla a este mundo. En ese sentido, Jude estaba 117 tranquila, porque era consciente de la suerte que había tenido al poder guiar a su encantadora hija durante sus primeros nueve años. Pero, como es natural, sentía también un gran dolor al pensar que no podría ver cómo su niña se hacía mujer, y por lo mucho que sufriría Layla al perder a su mamá. Pero le ayudaba sobremanera saber que su hija tenía un padre que la quería y que estaría ahí para ayudarla. A estas alturas, Jude ya había perdido por completo su independencia y su movilidad, pero lo que más la frustraba era perder la capacidad de hablar. Lo que más miedo le daba, me confesó una noche mientras la cambiaba de postura en la cama, era pensar que no podría avisar cuando sintiese dolor y que tendría que quedarse ahí y soportarlo. Eso me llevó a pensar en lo difícil que puede ser la vida y en lo variadas que son las lecciones que nos da. Qué manera tan espantosa de pasar tus últimas semanas o meses de vida, teniendo plena consciencia pero siendo incapaz de comunicarte y, para colmo, sentir dolor sin que nadie lo note o pueda encontrar la mejor manera de aliviarte. Algo parecido debe de sucederles en todo el mundo a quienes padecen otras enfermedades, como infartos o lesiones cerebrales. Qué horror. Desde luego, me hacía ver mi vida de otra manera. Cada día podía constatar que a Jude le costaba más hablar. Algunos días se la entendía razonablemente bien, pero otros solo conseguía comprender lo que decía gracias a mi intuición y a que ya nos conocíamos. En días así, Jude a veces recurría a un programa informático especial. Tenía unas gafas diseñadas especialmente para tal fin, con un puntero láser entre las lentes que le permitía señalar las letras en la pantalla del ordenador. Se detenía un momento sobre una letra, esta se incorporaba a la palabra, y pasaba a la siguiente. En cuanto había escrito un par de letras, el programa le ofrecía elegir la palabra en cuestión. Era un proceso lento, pero al menos le permitía comunicarse. Les di las gracias en silencio a quienes habían creado el programa, por darle esta posibilidad. Pero poco después llegaría un momento en que Jude ya ni siquiera podía mover la cabeza para usar las gafas. En los días buenos yo escuchaba con la máxima atención mientras Jude hablaba. Tenía muchas cosas que contar. Cada cierto tiempo, le acercaba un zumo a los labios, ella daba un pequeño sorbo y seguía hablando. Había una idea en particular sobre la que insistía una y otra vez: «Tenemos que ser valientes y expresar nuestros sentimientos». Muy apropiado, pensé, teniendo en cuenta mi experiencia vital hasta entonces. Aunque había perdido contacto con su madre al elegir a Edward, se sentía orgullosa 118 por haber tenido el valor de tomar esa decisión, de la que nunca se había arrepentido. Pero, ahora que se estaba muriendo, sentía la necesidad de compartir sus sentimientos con su madre, que no la había visto desde que tenía a Layla. Asumiendo que era posible que nunca tuviese la oportunidad de hacerlo, le había escrito una carta a su madre hacía un tiempo, que Edward guardaba en un cajón de su despacho. La madre de Jude estaba al tanto de la enfermedad de su hija, pero seguía obstinada en no perdonarla, y era incapaz de visitar a su hija moribunda. «Tenemos que aprender a expresar nuestros sentimientos ahora —insistía Jude—. No cuando sea demasiado tarde. Nadie sabe cuándo será demasiado tarde. Hay que decirles a los demás que los queremos, que les comprendemos. Si no pueden aceptar nuestra sinceridad, o no reaccionan como esperábamos, no importa. Lo que importa es decírselo.» Jude afirmaba que esto era tan importante para quienes iban a morir como para los que seguían aquí. Los que iban a morir necesitaban saber que no les quedaba nada por decir. Eso los tranquilizaba, decía ella. Si quienes seguían aquí también reunían valor para expresar sus sentimientos con franqueza, no se arrepentirían de ello cuando llegase su propia hora. Y tampoco tendrían que vivir con la culpa que se siente cuando muere alguien a quien uno quiere y han quedado cosas por decir. Lo que hacía que esta idea fuese tan importante para Jude era que, un año antes, había perdido a una amiga de manera inesperada. La sacudida emocional había sido enorme. Tracey era un mujer efervescente, la alegría de la huerta. Su enorme corazón y su total incapacidad para juzgar a los demás hacían que todo el mundo la quisiera. «Es muy fácil dejarse arrastrar por la vida y dedicarles menos tiempo del que te gustaría a tus seres queridos, ya sean amigos o familiares. Pero necesitamos recuperar nuestras relaciones y la sinceridad. La gente no se da cuenta de lo importante que es esto hasta que se está muriendo o se sienten culpables cuando muere otra persona.» También decía que no había necesidad de sentirse culpables si habíamos hecho todo lo que estaba en nuestras manos, de corazón, para expresar nuestros sentimientos y pasar más tiempo con las personas a las que queremos. Pero necesitamos dejar de pensar que siempre estarán ahí. Esto se acaba en un abrir y cerrar de ojos, me recordó. Jude se sentía afortunada por haber tenido tiempo para despedirse, pero insistía en que no todo el mundo tiene esa suerte. De hecho, millones de personas no pueden hacerlo, porque nos dejan de manera súbita e inesperada. 119 Aunque el hecho de expresar sus sentimientos a través del amor que sentía por Edward había arruinado su relación con su madre, Jude se alegraba de haber tenido valor para ser sincera. Eso no solo le había permitido disfrutar plenamente del amor que Edward y ella aún compartían, sino que le daba la tranquilidad de saber que había seguido los dictados de su corazón. También se había dado cuenta de hasta qué punto había estado bajo el control de sus padres, sobre todo de su madre. Si una relación se basa en el control, decía, ¿cómo puede la otra persona llegar a mantener una relación verdaderamente sana con esa persona? Si esa era la única relación posible, prefería renunciar a ella. Pero, como había intentado comunicarse con su madre, Jude decía que moriría libre de culpa. Había tenido la valentía de expresarse. Afortunadamente, también había sido así con su amiga Tracey. Jude siempre había sido muy sincera, y aunque el dolor por la pérdida de Tracey había sido enorme, también se sentía libre de culpa. Unos pocos día antes de que su amiga muriese, habían comido juntas. Cuando se despidieron con un abrazo, Jude le había dicho a Tracey lo mucho que la quería y cuánto valoraba su amistad. Pero no había sucedido lo mismo con la mayoría de los familiares y los amigos de Tracey. Esta era una persona tan luminosa que era difícil imaginar que alguna vez desaparecería. Pero su vida acabó repentinamente en un accidente de tráfico. Un año más tarde, la onda expansiva del impacto y de la culpa aún podía sentirse con la misma intensidad entre el círculo de amigos de Jude. «Les había cambiado la vida a muchas personas, y estas nunca se lo habían dicho. Tracey no era de las que necesitaban confirmación, pero la gente ha de convivir con su propia inacción y he podido comprobar cómo la culpa los intoxica mientras le dan vueltas a lo que habría podido pasar si hubiesen hecho las cosas de otra manera.» No me costaba nada entender lo que decía. «Además —siguió diciendo Jude—, aunque Tracey no lo necesitaba, sé que habría agradecido escuchar palabras de reconocimiento de los demás. Era tan extrovertida y hermosa... Y ya no está.» Naturalmente, yo estaba de acuerdo en que expresar los sentimientos y ser sincero era importante. La vida ya me había permitido aprender esa lección, y más aún ahora que hablaba con Jude. Era una mujer bella y aún conservaba su porte natural, a pesar de que ya casi no era capaz de mantenerse erguida. A veces babeaba, y su ropa tenía que ser más práctica que elegante, pero todavía brillaban con luz propia su espíritu y los vestigios 120 de la que había sido en otra época. Le di la razón con una sonrisa y le expuse mis pensamientos: «Sí. El orgullo, la apatía o el temor a que nos reprendan o nos humillen hace que nos callemos muchas cosas. Pero a veces hay que ser muy valiente, Jude, y no siempre tenemos la fuerza suficiente». «Sí, hace falta valor, Bronnie —prosiguió ella—. Eso es lo que quiero decir. Hace falta valor para expresar tus sentimientos, sobre todo si no te encuentras bien y necesitas ayuda, o si nunca has sido sincero respecto a tus sentimientos hacia alguien a quien quieres, y no sabes cómo reaccionará. Pero cuando intentas expresarlos, sean los que sean, es más fácil hacerlo. El orgullo es una gran pérdida de tiempo. Sinceramente, mírame ahora. Ni siquiera puedo limpiarme el trasero. ¿Y qué más da? Todos somos humanos. Tenemos derecho a ser vulnerables. Es parte del proceso.» Hasta que llegué a casa de Jude y de Edward, mi vida había sido especialmente dura. Decidí contarle una parte, porque me parecía importante para que entendiese lo difícil que puede ser a veces expresar tus sentimientos. Era una época en que había menos trabajo como cuidadora. Estas subidas y bajadas eran bastante habituales. No me preocupaba mucho, porque eso repercutía positivamente en mi obra creativa. Pero, después de dos meses sin apenas trabajo, y sin perspectivas de que aquello cambiase, la situación empezaba a agravarse. Todo el dinero que conseguía lo invertía en mi trabajo creativo, por lo que no tenía mucho ahorrado. No obstante, como ya había pasado por esto antes, y había sobrevivido, no dejé que me perturbase demasiado. Los trabajos cuidando casas también sufrían altibajos parecidos. A veces me enteraba de cuál era mi siguiente destino con muy poca antelación y solo me informaban de la fecha en que volvían los dueños. Pero, normalmente, en el último momento aparecía una casa. En épocas mejores, disfrutaba del riesgo y de la emoción hasta cierto punto. Desde luego, la adrenalina se disparaba. Con relativa frecuencia, me llamaba alguien en estado de pánico preguntando si podía cuidar de su casa, por ejemplo a partir del día siguiente, porque tenían que ausentarse inesperadamente. El alivio que esas llamadas me hacían sentir siempre se expresaba en forma de sonrisas y suspiros. En ocasiones así, nos salvábamos los dos. A veces, los clientes se ponían de acuerdo con otros amigos que también recurrían a la red de cuidadores de casas para asegurarse de que estaría disponible cuando me necesitasen, y planificaban sus vacaciones de tal manera que se iban el mismo día que 121 volvían sus amigos, sabiendo así que yo estaría libre. Cuando se daban esas circunstancias, a veces yo sabía con meses de antelación cuándo iba a tener trabajo. Evidentemente, me gustaba que fuese así, porque me facilitaba mucho la vida. Pero había otras épocas en que después de varios días, incluso semanas, buscando trabajo era incapaz de encontrar nada para cubrir los huecos entre las fechas que ya tenía reservadas. Así que, o bien aprovechaba el parón para salir de la ciudad e ir a visitar a alguien en el campo, o, si tenía a algún enfermo al que no quería abandonar, me pasaba unas noches en la habitación de invitados de alguno de mis amigos. Al principio, esto fue bastante fácil, pero tras varios años empezó a darme vergüenza preguntar si me acogerían, porque sentía que estaba abusando de su hospitalidad, pese a que mis amigos no me dijesen nada al respecto. Me apoyaban y entendían perfectamente que era algo temporal. Cuando, años atrás, tenía mi propia casa, siempre había tenido visitas. Pero me costaba mucho más aprender a recibir que a dar. Me desesperaba tener que pedirles a mis amigos una y otra vez si podía quedarme en sus casas. Aunque había conseguido restañar buena parte de mis heridas, lo que me permitía sentir compasión hacia los demás, aún me costaba mucho trabajo, y dolor, cambiar mi manera de pensar respecto a mí misma. Estaba luchando contra décadas de pensamientos negativos y el proceso para transformar completamente mi manera de pensar estaba siendo lento. Había plantado semillas nuevas y positivas, que estaban brotando. Pero aún tenía que acabar con las antiguas semillas, que a veces seguían saliendo a la superficie. En esta ocasión en particular, llevaba muchísimo tiempo sin trabajo, prácticamente no tenía dinero y estaba desesperada. Llamé a mi mejor amiga y le pregunté si podía quedarme en su casa, pero ella también estaba pasando momentos complicados y no podía acogerme. No tenía nada que ver conmigo, eran sus problemas y su vida, pero mi estado emocional hizo que me lo tomase como un rechazo total y me sentí aún peor por haberla puesto en la tesitura de tener que decirme que no. A regañadientes, llamé a varios amigos más, pero todos se disculparon: o bien tenían gente venida desde otro estado, o bien estaban fuera, o bien tenían muchísimo trabajo que requería una concentración absoluta. Carecía de dinero para salir de la ciudad y luego volver; eso habría supuesto tener que pedir algo prestado, lo que me habría hecho sentir aún peor. Así que me resigné a dormir en el coche. No había tenido inconveniente en hacerlo años antes, cuando tenía mi jeep y viajaba 122 de un sitio a otro. De hecho, me habría encantado volver a dormir en la parte trasera de ese coche, en la cama tan cómoda que me había montado ahí. Pero no era lo mismo con el grano de arroz, un coche tan pequeño que ni siquiera podía estirar las piernas al tumbarme. Tampoco tenía cortinas ni intimidad alguna, y estábamos en pleno invierno. No se me ocurría a quién llamar que no me hiciese sentir aún peor por pedir alojamiento. Aunque me daba un poco de miedo dormir tan expuesta en las calles de la ciudad, estaba medio resignada a hacerlo. A veces, cuando uno está desesperado tiene que pasar por cosas como esa. Di una vuelta con el coche antes de que anocheciese y vi varios lugares relativamente seguros y apropiados. También debía tener en cuenta la necesidad de ir al baño. Con todo lo que llevaba encima, no tenía ninguna intención de llamar la atención asustando a la gente por orinar en su jardín en mitad de la noche. Los días se hacen largos cuando no tienes dónde cobijarte y tratas de no hacerte muy visible. Tienes que estar despierto y en marcha al amanecer, y no puedes irte a dormir hasta que todo el mundo está recogido en sus casas. Y entretanto, por supuesto, no dispones de una casa donde vivir mientras esperas conseguir un trabajo. Sí, fueron días muy largos y noches muy incómodas, dolorosamente frías y solitarias. Una noche, entré en un café donde sonaba música, pedí una sola taza de té y me quedé hasta que me echaron. Me sentía como el viejo de la canción «Streets of London» de Ralph McTell, intentando que su taza de té le durase toda la noche, y así poder seguir a cubierto. Qué ironía, pensé, que esta fuese una de las primeras canciones que aprendí a tocar con la guitarra. Al amanecer, me apostaba junto a los baños públicos cerca de la playa y esperaba a que abriesen. Después, me lavaba, me cepillaba los dientes y utilizaba el váter, soportando en todo momento la mala cara del empleado que me había abierto la puerta. Creo que se imaginaba que era una campista, una gorrona, o algo así. Pero nada de lo que hubiese podido pensar él era peor de lo que yo misma pensaba, así que me daba igual. Y una de las cosas que había aprendido tras pasar tiempo con gente que estaba muriéndose era a que no me importase en absoluto lo que los demás pensasen de mí. Bastante tenía ya con lo que me bullía en la cabeza. Otra noche recurrí al programa «Alimentos para los hambrientos» de los Hare Krishna. Siempre que había tenido dinero les había dado algo. Mientras hacía la cola, me hizo gracia pensar en cómo había cambiado mi situación desde aquella época en la que 123 les daba diez o veinte dólares, precisamente para este programa en particular, cada vez que los veía tratando de recaudar fondos. Me gustaban los Hare Krishna. Eran vegetarianos, tocaban música alegre y daban de comer a gente que pasaba hambre. Con eso me bastaba. Pero ahora era yo quien me beneficiaba de su caridad. Fue una cura de humildad. Una mañana estaba sentada en una roca junto al puerto y rezaba pidiendo fuerzas, aguante y un milagro. Entonces, un banco de delfines se acercó a mí y uno de ellos saltó fuera del agua jugando. La situación me parecía tan grave hasta ese momento que eso me devolvió un poco de esperanza. Pensé entonces en varios amigos que vivían más lejos y decidí llamarles para ver si podían acogerme. Siempre habían sido gente encantadora, pero la desesperación y la falta de autoestima en la que estaba inmersa me había impedido pedir ayuda a más gente y descartar a cualquier otro amigo. No había tenido la valentía de expresar mis sentimientos, aunque con toda sinceridad podrí haber dicho a estas personas tan amables: «Mirad, me sabe fatal pedíroslo, pero ¿podría pasar unos días en vuestra casa?». Así que, más resuelta, me puse a pasear por el puerto. Pero antes de que tuviese ocasión de llamar a mis amigos, sonó el teléfono: era Edward, preguntando si estaba disponible para cuidar de Jude, y si podría empezar de forma inmediata. Además, si lo necesitaba, en la finca tenían un precioso apartamento a mi disposición. Esa noche dormí totalmente estirada, sin dolores por los calambres o por el frío. Un acogedor edredón me cubría después de un baño reparador. Había tomado una cena saludable con tres personas encantadoras y volvía a ganar dinero. ¡Qué rápido puede cambiar la vida! Podría echar la vista atrás y pensar que aquello sucedió porque había poco trabajo como cuidadora de personas o de casas. En principio, eso fue lo que había pasado. Pero yo misma había propiciado la situación con mi baja autoestima que alimentaba semillas que ya no me hacían ningún bien. Evidentemente, también estaba sembrando semillas nuevas, ya que, como otras veces, volvía a disfrutar de una maravillosa vida de abundancia. Pero me estaba costando aprender a desmontar hábitos mentales de otra época y me había complicado aún más las cosas al ser incapaz de pedir ayuda. Cuando, un tiempo después, volví a quedarme sin casa que cuidar, lo primero que hice fue llamar a los amigos en los que pensé la mañana de los delfines. Me acogieron en su habitación de invitados con alegría y emoción. Me sentó muy bien aceptar que podían 124 volver a pasarme cosas buenas. Seguía tratando de aprender a expresar mis sentimientos, y cada vez estaba más cerca de conseguirlo. Le conté a Jude que estaba aprendiendo a abrirme, y lo cerrada que había estado en el pasado. Agradecí su opinión y la posibilidad de hablar del tema con tanta franqueza. «Todos necesitamos que nos lo recuerden, Bronnie. Todo el mundo lleva dentro sentimientos que necesita expresar, otra cosa es que los demás los quieran oír o no. Tenemos que expresar nuestros sentimientos para poder crecer. A todo el mundo le ayuda, de una u otra manera, aunque no sean conscientes de ello. Por encima de todo lo demás, la sinceridad funciona.» Sonreí mientras miraba los barcos en el puerto y el hermoso reflejo de la luna llena sobre el agua. El escenario era magnífico. Jude volvió al tema de la culpa y a cómo podemos evitar generarla si expresamos sinceramente nuestros sentimientos a medida que surgen. Si lo hacemos así, nunca será demasiado tarde, sobre todo si alguien a quien queremos muere inesperadamente. Eso también nos permitirá liberarnos de las ataduras, como cuando éramos niños. Nunca deberíamos sentirnos culpables por expresar nuestros sentimientos, y nunca deberíamos hacer que alguien se sienta mal si ha tenido el valor de hacer lo propio. Cuando llevaba un par de meses con Jude, su deterioro se agudizó hasta tal punto que la ingresaron en la unidad de cuidados paliativos del hospital. Yo volvía a tener trabajo en la agencia y había surgido la posibilidad de cuidar de una casa durante una buena temporada. Me pasé a ver a Jude, encantada de poder también saludar a Edward y a Layla. Sentada al otro lado de la cama había una señora a la que no conocía, pero enseguida me di cuenta de que se trataba de su madre, por el gran parecido entre ambas. Por iniciativa propia, Edward había enviado la carta de Jude a su madre antes de que su amada esposa falleciese. Esta ya no podía hablar, pero todo había quedado dicho en la carta. En ella, Jude le recordaba cuánto la había querido y cuánto la seguía queriendo. Le contaba sus recuerdos felices y las cosas positivas que había aprendido de ella. La carta no contenía ni un ápice de negatividad, porque Jude odiaba la culpa y quería que su madre supiese cuánto la quería, a pesar de su triste relación. La madre se había presentado por sorpresa varios días más tarde y había vuelto a diario desde entonces. Tomando a su hija de la mano, contemplaba cómo su vida llegaba a su fin. Después de hablar un rato con Jude, le di un beso en la mejilla y me despedí definitivamente, dándole las gracias por todo. «Nos vemos cuando llegue mi turno, 125 Jude», le dije sonriendo entre lágrimas. Me respondió con un balbuceo, y con los ojos me dedicó la sonrisa que su boca ya no podía expresar. Edward y Layla me acompañaron hasta mi grano de arroz, dándome una mano cada uno. Los tres íbamos llorando. Pero el amor fluía con tal sinceridad que las lágrimas eran lo de menos. Edward me contó que la madre de Jude había estado hablando mucho con ella, y que había visto a esta última llorar. Su madre le había pedido perdón por haberla juzgado de esa manera. Reconoció que envidiaba secretamente a Jude por el valor que había mostrado no importándole las opiniones de los demás, algo que a la madre le había impedido ser realmente feliz. Me despedí de ellos con un abrazo y les expresé mis mejores deseos para lo que la vida les deparase. Pensé en la hermosa Jude en la cama, con su madre a su lado, y en lo poderosa que es realmente la fuerza del amor. Me dolía el corazón por la pena, pero me sentía alegre al mismo tiempo. Un par de años más tarde recibí un correo electrónico de Edward, que supuso una agradable sorpresa. Layla y su abuela habían disfrutado de varios meses felices, conociéndose la una a la otra antes de que la anciana muriese. Me contaba que parecía una mujer diferente, y que por momentos le había recordado a su añorada Jude. Después de que se repartiese la herencia, Edward y Layla decidieron cambiar la ciudad por las montañas, donde el aire era más limpio y donde estarían más cerca del padre de él. Había conocido a otra mujer hacía cosa de un año, y Layla estaba a punto de tener una hermanita. Mi respuesta incluía mis mejores deseos para todos. A mí también me hizo feliz poder compartir con él las cosas que yo recordaba de Jude: su sonrisa, la paciencia que mostró con su enfermedad, su tolerancia y su determinación para hacerse entender. La culpa es tóxica. Expresar nuestros sentimientos es imprescindible para ser más felices en la vida. Aún recuerdo estar junto a su cama viendo el reflejo de la luna llena en el agua, con Jude decidida a hacerse oír hasta que su voz se lo permitiese. Su mensaje había calado y ahora conozco la alegría que da el expresar mis sentimientos tan sinceramente como aquel delfín que mostraba su alegría saltando sobre el agua. 126 No hay mal que por bien no venga Durante los pocos turnos eventuales que hice en varias residencias para ancianos, trabajé con clientes que sufrían Alzheimer, pero Nanci era la primera a la que cuidaba en una casa particular con esta enfermedad. Había sido una mujer dulce, era madre de tres hijos y abuela de diez nietos. Su marido aún andaba por ahí, pero muy pocas veces entraba en su habitación. De hecho, uno habría podido olvidar fácilmente que vivía en la casa. Las tres hermanas y los dos hermanos de Nanci hacían turnos para venir a visitarla, como también lo hicieron al principio unos pocos de sus amigos, aunque me di cuenta de que estas visitas se fueron espaciando con el paso del tiempo. Cuidar a Nanci era un trabajo duro y agotador. Era muy inquieta y resultaba muy difícil controlarla, porque pasaba la mayor parte del tiempo angustiada. Sus momentos de calma eran breves y escasos y, por consiguiente, los míos también. Su angustia llegó a ser tan preocupante para todos, especialmente para la familia, que aumentaron su medicación, lo que hizo que pasase durmiendo parte del día. Cuando estaba despierta, sus palabras eran incoherentes, como suele suceder con los enfermos de Alzheimer. Partes de una palabra se mezclaban con partes de otras. A veces podías reconocer en ellas algo parecido al inglés, pero nada estructurado, formal o coherente. Aun así, la traté como al resto de aquellos a quienes cuidaba, con cariño y amabilidad, y hablaba con ella mientras hacía mi trabajo. A veces reaccionaba a mi presencia en la habitación, pero otras estaba a miles de kilómetros de distancia y no me habría visto ni aunque tuviera diez cabezas. De vez en cuando yo misma me encargaba de ducharla, cuando entraba a las ocho de la mañana, aunque solía hacerlo la cuidadora de noche. Si me tocaba lavarla era porque la noche había sido especialmente complicada y Nanci seguía dormida cuando yo llegaba, lo cual me parecía bien. Pero, por lo general, alrededor de las ocho, ya la estaban duchando. Había días en que Nanci me sonreía, sentada en su silla de ducha mientras la cuidadora nocturna la lavaba. Una de las cuidadoras tenía unos métodos bien distintos de los del resto, e insistía en que así era como siempre se hacían las cosas en su pueblo. El primer incidente se produjo una gélida mañana de invierno. Al llegar a la habitación 127 de Nanci, la encontré desnuda sobre la cama, tiritando de frío y completamente desprotegida. Acababan de ducharla y había hecho de vientre en ese momento, dejando un enorme montón de heces bajo la silla de ducha. No era nada nuevo. Sucedía a menudo que los enfermos, cuando tenían el trasero al aire debido al hueco de la silla, suponían que estaban sentados en el inodoro. Esas sillas también se utilizaban para colocarlos sobre el inodoro cuando necesitaban que el asiento estuviese elevado. De modo que no era del todo sorprendente que estas cosas sucediesen en la ducha. Nanci era una persona recatada, de una familia también recatada, por lo que permanecer ahí desnuda, sin nada que la cubriese, ya le habría resultado suficientemente traumático. Pero además estaba temblando de frío y tenía el aspecto de una niña pequeña y frágil. En cuanto entré y la vi así, terminé de secarla y la cubrí con una manta calentita lo más rápido que pude. Encontré a la otra cuidadora en el baño, limpiando el desaguisado. No pude contenerme y le comenté la situación, aunque traté de ser diplomática y le dije que ya lo habría limpiado yo después. La prioridad debía ser la comodidad del enfermo, no que el suelo del baño estuviese limpio. Su única respuesta fue encogerse de hombros. El otro incidente tuvo lugar mientras esa misma cuidadora y yo hacíamos el cambio de turno unas pocas semanas más tarde. En general no me gusta llevar reloj y siempre que puedo evito que me marque la estructura del día. En lugar de estresarme por tener que ir corriendo de un sitio a otro, cuando debo trabajar siguiendo un horario estricto suelo darme un margen para llegar a los sitios con tiempo. Eso me permite disfrutar más del trayecto, ya sea corto o largo, y estar más presente a lo largo del camino. Pero esa mañana en concreto el tráfico era particularmente fluido, así que llegué antes de lo que esperaba. Después del primer incidente, la otra cuidadora acostumbraba a duchar a Nanci todavía más temprano, para que yo no fuese testigo de ninguno de sus métodos. En realidad, nos llevábamos bastante bien desde que nos conocíamos. Habíamos compartido el cuidado de varias personas y nos habíamos visto a menudo en los cambios de turno a lo largo de los últimos años. Pero su falta de empatía con Nanci y con enfermos anteriores, que yo había podido constatar, hacían muy difícil que siguiese viéndola como una cuidadora profesional. La situación empeoró aún más cuando entré en el baño para dar los buenos días y me encontré a la pobre Nanci sentada en la silla de ducha tiritando de frío, completamente congelada y con los dientes castañeteando. 128 Cuando le pregunté qué pasaba, la cuidadora me explicó que así era como duchaban a la gente en su pueblo. Les echaban agua congelada por todo el cuerpo durante un par de minutos, después agua caliente durante otros dos, a continuación de nuevo dos minutos de agua helada, después otra vez caliente, para acabar siempre con agua fría. Activaba la circulación, decía, y tal vez tuviese razón. Ni lo sé ni me importa, aunque reconozco que nadar en agua fría siempre me ha tonificado el cuerpo. El problema era que estábamos en pleno invierno. En el exterior, el viento soplaba con fuerza, haciendo temblar las ventanas, e incluso bajo techo hacían falta varias capas de ropa. Esa diminuta señora estaba tan enferma que iba a morirse, no necesitaba ninguna tonificación para salir a correr alrededor de la manzana. Nanci estaba demasiado débil para hacer cualquier cosa, lo único que necesitaba era estar calentita y cómoda. Nuestro trabajo consistía en procurarle bienestar, lo que incluía esa comodidad, y no tenerla en una silla de ducha completamente aterrorizada, pasando tanto frío que los dientes le castañeteaban. En mi opinión, lo que necesitaba la pobre Nanci era que la cuidasen con cariño y que le diesen calor. Aunque nunca he tenido demasiada fuerza física, cuando me ha hecho falta siempre he podido recurrir a ella. La injusticia o la crueldad hacen que me dispare. Con educación, pero sin tapujos, le hice llegar mi mensaje a la otra cuidadora, que lo recibió y aceptó que a partir de ese momento solo se utilizase agua caliente en la ducha. Los días fueron pasando sin sobresaltos. Esa cuidadora se iba de vacaciones y no volvería en una temporada. Su sustituta, a la que yo conocía levemente, se llamaba Linda. Siempre resultaba refrescante entrar a trabajar en el turno siguiente al suyo, porque era muy agradable charlar con ella y su ética de trabajo era muy buena. Sentí alivio por nuestra enferma y recé una oración dando las gracias. Nanci continuó hablando tan incoherentemente como siempre. Cuando salía de la cama, pasaba casi todo el tiempo intranquila y agitada pero, como le habían aumentado la medicación, estos momentos no duraban mucho. Se suponía que las barras laterales de su cama tenían que estar subidas todo el tiempo, pero cuando la cosa estaba calmada yo se las bajaba para eliminar la barrera que nos separaba. A veces Nanci respondía bien a mis atenciones, como cuando le daba crema en las piernas, o cosas así, pero, incluso durante los momentos de mayor tranquilidad, cuando hablaba lo hacía en el idioma que solo los enfermos de Alzheimer entienden. Ninguna claridad ni estructura en las frases, 129 solo mascullaba sílabas inconexas. Cuando la conocí, llevaba ya varios meses hablando así. Un día, después de ayudarla a ir al baño, volvió a la cama arrastrando los pies y agarrada de mi mano. Se me cayó al suelo el tubo de no sé qué cosa que llevaba en la otra mano y me reí mientras me agachaba a recogerlo. Siempre traté a Nanci como a cualquier otra persona que cuidara, incluso a pesar de que su mente estaba ausente. Así que me levanté sin dejar de hablarle y riendo aún. En ese momento, con una claridad meridiana y mirándome directamente a los ojos, Nanci dijo: «Creo que eres encantadora». Una enorme sonrisa me iluminó el rostro y nos quedamos un minuto sonriéndonos la una a la otra. Tenía delante a una mujer completamente cuerda y lúcida. En ese instante comprendió perfectamente lo que le estaba pasando. Así que le respondí de corazón: «Y yo creo que tú también lo eres, Nanci». Su sonrisa se hizo más amplia, nos dimos un abrazo y volvimos a sonreírnos. Fue precioso. Pero a esas alturas le costaba mucho mantener el equilibrio, así que proseguimos el camino hacia la cama tomadas de la mano. Cuando me senté a su lado para subirle las piernas a la cama, Nanci pronunció una frase incomprensible en el idioma del Alzheimer, algo que nadie habría podido entender. Había vuelto a desaparecer, pero, sin duda alguna, la había tenido allí conmigo durante un breve instante. Nadie conseguirá convencerme de que no fue así. Puede que las personas enfermas de Alzheimer no sean conscientes de lo que les sucede la mayor parte del tiempo, pero que no sean capaces de expresar sus pensamientos con claridad y estén a menudo confusos no significa que no se den cuenta de la situación que los rodea. Ser testigo de ello en primera persona hizo que cambiase mi forma de ver esta y otras enfermedades. Unas semanas después, le mencioné el episodio a Linda, la otra cuidadora, que estuvo de acuerdo en que se trataba de algo especial. Poco tiempo más tarde, Linda también experimentó uno de esos momentos de lucidez de Nanci, aunque quizá no tan entrañable. Como parte de sus tareas durante el turno de noche, debía darle la vuelta en la cama cada cuatro horas para evitar que le saliesen llagas. A menudo Nanci estaba profundamente dormida, pero había que hacerlo, eran órdenes del médico. Una noche, al ir a moverla a eso de las cuatro de la mañana, Linda oyó como Nanci le decía con voz clara y firme: «Ni te atrevas a moverme». «Tranquila, Nanci —respondió desconcertada—. Dulces sueños.» Linda estaba 130 asombrada, y volvió a dormirse. Cada día, la familia venía a verla y me dejaba media hora libre. Eran turnos largos y agotadores y ese rato de descanso era de agradecer. La casa de Nanci estaba en un barrio junto a la playa, así que bajaba la colina y me quedaba mirando el mar desde una roca. Las piedras estaban parcialmente cubiertas de percebes y charcos de agua de mar, pero había muchos sitios por los que se podía caminar, lo que me permitió acercarme al borde de la plataforma sin problemas. Mientras respiraba el aire marino, me deleitaba en el frescor de la brisa y la inmensidad del océano. A veces, había otra persona aún más metida entre las rocas, justo en el borde del agua. Tocaba el saxofón. Era maravilloso verlo y escucharlo, con su música perfectamente acompasada con el ritmo del mar. Me quedaba hechizada y lo absorbía durante todo el tiempo posible, antes de volver a subir la colina de mala gana. Cada vez que la oía, sin excepción, la música me ayudaba a sobrellevar el resto de mi turno. Naturalmente, luego se lo contaba a Nanci, aunque estuviese completamente metida en su mundo. A mí eso no me importaba. Mi intención era tratar de estimularla constantemente, si es que podía, contándole cosas del mundo exterior, porque su mundo se reducía al dormitorio, al cuarto de baño y al salón. Durante dos meses, le hablé del hombre del saxofón sin obtener ninguna respuesta ni signo de interés. Pero un día volví exultante e intenté describirle la melodía que había escuchado (como si uno pudiese realmente usar las palabras para explicar la música), entonces Nanci me miró a los ojos y me sonrió. Mientras yo recogía la colada pocos minutos después, ella empezó a tararear una melodía. Normalmente, este era el momento del día en que estaba más agitada, pero esta vez se pasó un buen rato tarareando. Aunque se fue tan rápido como había venido y Nanci volvió a estar a miles de kilómetros de distancia, farfullando sílabas incomprensibles. Estos destellos de lucidez hacían que me sintiese recompensada por haberle contado cosas a Nanci durante todo este tiempo, a pesar de que normalmente no obtenía la respuesta que habría querido. Pero que una persona no responda como te gustaría no es motivo suficiente para lamentar haber hecho un intento por comunicarte con ella. Los demás son dueños de sus reacciones, de la misma manera que nuestras reacciones son responsabilidad exclusivamente nuestra. Mis muros iban cayendo ladrillo a ladrillo, y sentía que crecía en mí la necesidad de expresarme. Y sin embargo, al mismo tiempo iba perdiendo importancia, porque cada vez me preocupaba menos cómo me vieran los 131 demás. Pasara lo que pasase, quería ser valiente y sincera de ahí en adelante. Aprender a abrirme también me estaba sentando bien, muy bien de hecho. También era consciente de que el que yo estuviese cambiando para mejor no implicaba necesariamente que a otras personas en mi vida les pareciese bien. Los nuevos hábitos que se estaban consolidando me permitían liberarme poco a poco de mi pasado y hacían que me sintiera capaz de cambiar las cosas. Sin embargo, esta evolución personal no era del agrado de todos, pero debía ser yo misma, no la persona que los demás esperaban de mí. En mi interior, estaba naciendo un ser nuevo que quería salir al mundo y darse a conocer. En particular, sentía que una de mis amistades estaba muy descompensada desde hacía años. Evidentemente, esto era toda una lección sobre los límites que hay que marcar. Y la estaba aprendiendo. Con todos los cambios que estaban sucediendo dentro de mí, incluida la satisfacción por expresar sinceramente lo que sentía, llegó un momento en que necesitaba explicarle a esa persona lo que sentía. Así que, con franqueza, le expuse lo que pensaba, confiando en que lo entendiese. No pretendía enfrentarme a mi amiga, sino simplemente compartir mi impresión de que ella esperaba que yo hiciese todo el esfuerzo para vernos, y la sensación de desequilibrio que eso me provocaba. Éramos amigas desde hacía mucho tiempo, y sentía que la sinceridad nos permitiría seguir adelante. Pero no fue así: lo único que hacía que el vínculo perviviera hasta entonces era la costumbre. Mi amiga me respondió con una rabia que no imaginaba que pudiese albergar. Yo sabía que eran el miedo y el dolor los que habían provocado esa reacción, pero la intensidad de la rabia que recibí me resultó abrumadora. Me di cuenta de que en realidad no la conocía. Era capaz de una crueldad que nunca había intuido ni sospechado. Así que cortamos nuestra relación por completo. Acepté su decisión y la respeté con serenidad. Había que pasar página. De todas maneras, yo seguí recordando los años de nuestra amistad como un hermoso regalo, y aún sigo haciéndolo. Al final, los recuerdos felices son los únicos que perduran, aunque dejar que esa amistad desapareciese fue relativamente indoloro, porque no tenía ningún sentido mantener una relación en la que no cabían ni la sinceridad ni el equilibrio. Sé que yo también contribuí al fracaso de esa amistad, consciente o inconscientemente. Cualquier relación en la que uno de los dos no se expresa libremente a fin de evitar problemas estará dominada por la otra persona, y nunca podrá ser sana o equilibrada. Por otra parte, la sinceridad hizo que un par de años más tarde otra de mis amistades 132 mejorase mucho. Mi vida estaba cambiando, así que a veces llamaba a personas que me conocían bien para comentar estos cambios, pero siempre me costaba localizar a esta amiga en particular, hasta que ella volvía a necesitarme. Un día me harté de esta situación y le expliqué con toda sinceridad que iba a necesitar su apoyo de verdad durante un tiempo. Hablar con franqueza hizo que nos sintiésemos mucho más unidas y dio lugar a una hermosa conversación. Ella también me dijo muchas cosas y nuestra amistad salió reforzada gracias al respeto mutuo y a nuestra madurez emocional. Finalmente, ambas asumimos y aceptamos que ella no era ese tipo de amiga a la que una puede recurrir en cualquier situación. De modo que me centré más en mí misma y en mis amigos de toda la vida. Aunque yo ya no necesitaba tanto de su amistad, mi amiga también tuvo que asumir que yo no iba a estar siempre a su disposición. Ni tenía fuerzas suficientes ni quería seguir desempeñando ese papel. Aceptar las debilidades de cada una y tener el valor de hablar de ello con sinceridad hizo que nos sintiésemos aún más cerca la una de la otra en muchos otros aspectos. Hoy en día, ninguna de las dos fuerza la intensidad de nuestra amistad, por lo que nuestra relación es madura, muy sincera y siempre divertida. No nos vemos con tanta frecuencia como antes y nuestras vidas no están tan entrelazadas como en épocas pasadas. Todas las relaciones experimentan cambios y las amistades también. A pesar de lo sucedido, nuestra amistad es más sólida que nunca. Nos mostramos sinceras la una con la otra y nos aceptamos como somos, no como cada una querría que la otra fuese. Cuando nos vemos, ambas disfrutamos de lo afortunadas que somos por poder pasar tiempo juntas. Así que, aunque tengamos que pagar un precio por expresar nuestros sentimientos, como me sucedió a mí con la primera de mis amistades, sé que todas las demás relaciones que tengo se basan en la madurez y en la sinceridad, y son realmente valiosas. Una de mis aspiraciones fundamentales a día de hoy es expresarme tal como soy. Tardé mucho tiempo en conseguirlo, pero es algo enormemente liberador, y además me permite reconocer a las personas que están pasando por una situación similar. Cuando pienso en lo mucho que uno gana al expresarse con sinceridad, no puedo sino desear que algún día otros también encuentren ese lugar en su interior. La breve respuesta de Nanci, entre toda la confusión en la que vivía, fue uno de los momentos más bonitos de mi vida. Si no le hubiese hablado de tantas cosas, sin esperar ninguna reacción por su parte, nunca habría recibido una recompensa como esa. 133 Es muy arriesgado dar por supuesto que los demás saben lo que sientes o que siempre los tendrás ahí, cuando en realidad pueden morir en cualquier momento. Dar por sentado que alguien siempre estará ahí tiene un alto precio. No todos los días serán alegres. Todos estamos creciendo y vivimos días difíciles, pero también podemos tener pensamientos hermosos que compartir. Por eso, es imprescindible que expresemos nuestros sentimientos con franqueza y que escuchemos con frecuencia a los demás. Es muy fácil olvidarlo y acabar así encerrados en nuestro pequeño mundo privado. Una canción de un cantautor australiano muy conocido y apreciado, Mick Thomas, expresa perfectamente la idea de dar por supuesto que la gente siempre estará ahí para nosotros. Habla de cómo nuestras vidas hacen que nos encerremos en nosotros mismos hasta tal punto que el protagonista de la canción ni siquiera se fija en que su mujer se ha teñido el pelo, entre otras cosas. El mensaje principal se resume en esta frase: «Se le olvidó lo hermosa que era». Aunque la canción habla de un tipo que descuida a su mujer, podemos aplicarla a cualquier relación. Las mujeres también dejan de prestar atención a sus hombres y ya no perciben su belleza, tanto interior como exterior. Además, las mujeres no siempre se dan cuenta de que un hombre expresa su amor de las maneras más diversas, como por ejemplo haciendo cosas para complacer a su compañera. Los niños también dan por sentado que sus padres siempre estarán ahí y lo mismo sucede a veces en sentido inverso. Amigos, primos, hermanos, hermanas, compañeros de trabajo, abuelos y miembros de nuestra comunidad, todos damos por supuesto que seguirán a nuestro lado. Es muy fácil centrarnos en lo que no nos gusta de una persona, que en realidad no es más que una imagen parcial de nosotros mismos. Pero, muy a menudo, ni siquiera reconocemos lo que sí nos gusta de los demás. Es cierto, a veces hace falta tener valor para ser sinceros, ya que no sabemos cómo reaccionará la persona a la que nos abrimos. También deberíamos tener en cuenta sus necesidades. Sin embargo, sé por experiencia que la sinceridad tiene su recompensa, aunque a veces no sea la que esperábamos. Puede llegar en forma de autoestima, o de vivir libre de culpa cuando muere un ser querido, o de mantener relaciones más ricas y abandonar aquellas que no nos hacen bien, o de muchas otras maneras que no podemos ni imaginar. Lo importante es que al tener el valor de expresar nuestros sentimientos estamos haciéndoles un regalo tanto a los demás como a nosotros mismos. Cuanto más tiempo retrases ese momento mayor será la carga de todo aquello que necesitas decir. 134 Nanci no volvió a hablarme de forma comprensible, pero no importaba. El regalo que recibí ese día era recompensa más que suficiente. Su nieto también vivió uno de sus momentos de lucidez mientras cantaba para ella una tarde. Nanci no habló, pero miró a su nieto a los ojos y le sonrió con cariño; no como una persona enferma de Alzheimer, sino como una abuela orgullosa de su nieto, encantada con la manera que había escogido para expresarse, a través de la canción. No podemos saber qué regalos nos ofrecerá la vida hasta que los tenemos ante nosotros, pero de algo estoy segura: el valor y la sinceridad siempre tienen recompensa. 135 LAMENTO 4: Ojalá no hubiese perdido el contacto con mis amigos Además de mis clientes habituales, a los que atendía en sus casas, hacía turnos esporádicos en residencias de ancianos. Por suerte, no eran muy habituales, porque esos sitios me parecen absolutamente espantosos. Las personas a las que trataba allí no siempre eran de cuidados paliativos sino gente que necesitaba algún tipo de ayuda, y a veces me contrataban simplemente para que me incorporase a un equipo y no para cuidar de nadie en particular. Si te niegas a ver el estado actual de nuestra sociedad, nunca visites una residencia de personas mayores. Pero si te sientes con fuerzas para mirar a la vida a los ojos, entra en una. En ella encontrarás a muchas personas solas. Muchísimas. Y cualquiera de nosotros puede acabar en un sitio como ese. Entrar en contacto con el personal de una residencia era al mismo tiempo algo desolador y una fuente de inspiración. Algunas de las personas con las que trabajé brevemente a lo largo de los años eran hermosas y de buen corazón, y resulta evidente que habían encontrado un trabajo en el que encajaban. Sus espíritus eran luminosos y sus corazones, amables. Gracias a Dios que existen personas así. Pero, como la mayoría de las residencias andaban escasas de personal, tenían que hacer un esfuerzo constante para contagiar al resto con su humor positivo. En el otro extremo de la balanza estaban quienes habían caído presas del desánimo o se habían cansado de trabajar allí, o tal vez nunca habían experimentado ese entusiasmo. La empatía es algo muy importante en la vida, y se echaba muy en falta en el equipo al que me incorporé el día que conocí a Doris. Los residentes se arrastraban hasta el comedor apoyándose en sus bastones y en sus andadores. Eran personas relativamente adineradas, porque se trataba de una residencia privada y supuestamente «de lujo». La decoración era preciosa, los jardines estaban bien 136 cuidados y las zonas comunes se veían limpias, pero la comida era espantosa. Todo llegaba precocinado de fuera y se recalentaba en el microondas, sin ningún sabor o aroma sugerente. Las comidas no contenían nada fresco o nutritivo. Los residentes hacían sus comandas al final de la semana anterior y el personal que les servía normalmente ni les saludaban ni demostraban ninguna amabilidad hacia ellos. Cuando los residentes veían que yo tenía una actitud jovial, me cogían de la mano para que me quedase hablando con ellos en la mesa. Eran personas normales, con la mente despierta y a las que les encantaba la interacción social. Sus cuerpos estaban envejeciendo y debilitándose, pero nada más. Uno o dos años antes, estas mismas personas simpáticas y encantadoras llevaban vidas completamente independientes. Cuando yo volvía a la cocina para coger otra bandeja con platos, parte del personal me ponía mala cara. Lo único que había hecho durante mi ronda era charlar brevemente y reírme con algunos de los residentes, y eso levantaba suspicacias. Yo no hacía ni caso. En una ocasión, mientras devolvía un plato de cordero, le dije con gesto amistoso a la persona que estaba a cargo: «Bernie había pedido pollo, no cordero». Medio riéndose, me respondió: «Pues comerá lo que nos dé la real gana ponerle». «Vamos —dije, sin dejarme intimidar por su cerrazón—, seguro que podemos darle un plato de pollo.» «Va a tomar cordero o se quedará sin comer», respondió en un tono áspero. La miré y me compadecí de ella, porque su infelicidad era evidente, pero no pude sentir respeto alguno por la manera en que estaba desempeñando su papel. Cuando volví a llevarle el cordero a Bernie, se me acercó una chica encantadora que también formaba parte del personal. «No te preocupes por ella, Bronnie. Siempre es así», me dijo Rebecca. Sonreí, agradeciendo que alguien mostrase tener algo de corazón. «No me preocupa en absoluto. Los que sí me preocupan son los residentes, que tienen que soportar este trato día tras día.» Rebecca me dio la razón: «Cuando empecé a trabajar aquí me afectaba mucho, pero ahora simplemente hago lo que puedo por tratarlos con la mayor amabilidad posible, dentro de mis limitaciones». «Eso dice mucho de ti», respondí con una sonrisa. Me pasó la mano por la espalda y, antes de marcharse, añadió: «Somos unos cuantos los que nos preocupamos. No los suficientes, pero algunos hay». 137 Tras haber servido las comidas y esperar a que los residentes hicieran lo imposible por comérselas, y una vez que la cocina ya estaba limpia, varios miembros del personal salieron afuera a fumar. Unos pocos nos quedamos dentro charlando con los ancianos mientras se retiraban. Era una escena alegre: una docena de personas reunidas a nuestro alrededor para compartir unas risas. Me llamaron la atención su chispa y su espíritu jovial y me maravilló lo bien que se habían adaptado a su nueva situación. Cada uno de los residentes disponía de su propia habitación y de su propio cuarto de baño. En mi ronda nocturna, ayudando a la gente a desvestirse para meterse en la cama, descubrí en cada habitación el reflejo de la personalidad de su ocupante. Fotos de familias sonrientes, cuadros, mantas de ganchillo y tazas favoritas adornaban cada habitación. En algunos de los balcones había tiestos con plantas. Doris ya tenía puesto su camisón rosa cuando entré despreocupadamente en su habitación y me presenté. Pero ella solo sonrió sin decir nada y apartó la mirada. Cuando le pregunté si se encontraba bien, se echó a llorar. Inmediatamente, me senté a su lado en la cama y le di un abrazo. Permanecimos en silencio mientras lloraba, agarrándose a mí desesperadamente. Recé pidiendo fuerzas y esperé. Cuando cesaron las lágrimas (se fueron tan rápidamente como habían llegado), se puso a buscar su pañuelo. «Tonta de mí —dijo mientras se secaba los ojos—. Perdóname, querida. Me estoy comportando como una vieja tonta.» «¿Qué le ocurre?», le pregunté con dulzura. Dio un suspiro y me contó que llevaba allí cuatro meses, y en ese tiempo apenas había visto una cara alegre. Me dijo que mi sonrisa había hecho que las lágrimas aflorasen, lo que a su vez estuvo a punto de hacerme llorar a mí. Su única hija vivía en Japón y aunque mantenían un contacto frecuente la distancia se dejaba notar. «Cuando cuidas de tu hija de pequeña, ni se te pasa por la cabeza que esa relación tan próxima pueda desvanecerse algún día. Pero así es. Es la vida. No es que hayamos discutido, nada de eso. Es simplemente la vida y su ajetreo —dijo—. Ella ahora tiene su propia vida, y con los años he aprendido que debo dejar que se vaya. Yo la traje al mundo, pero no somos los dueños de nuestros hijos. Solo tenemos la gran fortuna de guiarlos hasta que pueden emprender el vuelo por sí mismos, y eso es lo que ella está haciendo ahora.» Esta señora encantadora me enterneció de inmediato, y le prometí que volvería en 138 media hora para seguir hablando si ella conseguía mantenerse despierta el tiempo suficiente para terminar mi turno. Me dijo que le encantaría. Así que, más tarde, Doris estaba recostada en su cama hablando sin parar. Yo la escuchaba sentada a su lado en una silla. No soltó mi mano en ningún momento, y de vez en cuando, sin darse cuenta, jugaba con mis dedos, o con el anillo que yo llevaba puesto. «Aquí me estoy muriendo de soledad, cariño. Había oído que era posible, y lo es. La soledad sin duda puede matarte. A veces echo muchísimo de menos el contacto humano», me dijo con tristeza. Mi abrazo había sido el primero que había recibido en cuatro meses. Temía resultar pesada, pero yo le insistí para que continuase. Tenía verdadero interés por conocerla, así que prosiguió. «A quienes más echo de menos es a mis amigas. Algunas ya han muerto, unas cuantas están en mi misma situación, y con otras he perdido el contacto. Ojalá no fuese así. Una se imagina que sus amigas siempre estarán ahí, pero la vida sigue su curso y de pronto te das cuenta de que no hay nadie en el mundo que te entienda, o que conozca tu historia.» Le propuse que intentásemos contactar con ellas, pero sacudió la cabeza diciendo: «No sabría por dónde empezar». «Yo puedo ayudarte», le ofrecí, antes de explicarle qué era internet. Todo le resultaba muy ajeno, pero consiguió hacerse una idea. En un primer instante, rechazó mi ayuda, preocupada por el tiempo que me llevaría efectuar la búsqueda, pero finalmente la convencí de que me encantaría hacerlo. Disfrutaba haciendo de investigadora. Durante los años que pasé en la banca, trabajé una breve temporada en fraudes y falsificaciones, y me encantó. Mi comparación le hizo gracia. «Por favor, permíteme ayudarte», le pedí. Así que aceptó, con una sonrisa que expresaba a la vez esperanza y melancolía. Quería ayudar a Doris por varios motivos. Me había caído bien desde el primer momento, y además podía ayudarla, sabía cómo hacerlo. Pero también quería ayudarla porque entendía cómo se sentía. Yo también había padecido ese dolor abrumador de cuando pasas una larga temporada en soledad y anhelas encontrar a alguien que te comprenda. En otra época, el dolor que mi pasado me provocaba me había arrastrado hasta un lugar tan profundo que me había encerrado casi por completo en mí misma, en la creencia errónea, que mucha gente comparte, de que si mantienes a las personas a distancia también mantienes el dolor a raya evitando así sufrir aún más: si nadie puede acercarse a ti, nadie podrá hacerte daño. Pero, por supuesto, la única manera real de 139 sanar es dejando que el amor vuelva a fluir a través de ti, no bloqueándolo. Aunque se puede tardar bastante en llegar a entenderlo. Aparentemente, yo era cariñosa con las personas con las que me cruzaba, pero seguía lastrada por el dolor que llevaba a cuestas, consecuencia de mi complicado pasado. Por aquel entonces, había llegado a sentir compasión hacia quienes habían proyectado su negatividad sobre mí. Ese no era el problema. Lo que aún tardaría un tiempo en transformar eran mis pensamientos sobre mí misma. El dolor que me producía luchar contra décadas de pensamientos negativos se hacía a veces insoportable. Aunque intelectualmente sabía que me merecía mucho más de lo que me habían hecho creer, emocionalmente aún me quedaba mucho trecho por recorrer. «Sunday Morning Coming Down» se convirtió en mi canción de cabecera. Siempre me había encantado la música de Kris Kristofferson, que había tenido una gran influencia sobre mi forma de escribir, y esa canción siempre me había parecido la expresión más perfecta de mi soledad. Los domingos siempre eran el peor día. Lucinda Williams también escribió una canción muy buena al respecto, que decía «I can’t seem to make it through Sundays» (Los domingos se me hacen muy cuesta arriba). Pero no eran solo los domingos. La soledad deja un vacío en el corazón que puede llegar a matarte físicamente. El dolor es insoportable y, cuanto más perdura, mayor es la desesperación. Durante esos años, recorrí kilómetros y kilómetros de calles, carreteras, y de todo lo que me encontré entremedias. La soledad no es debida a la ausencia de personas en tu vida, sino a la incapacidad para comprender y aceptar. Muchísima gente de todo el mundo se ha sentido sola en habitaciones repletas de gente. De hecho, estar solo en una habitación llena de gente a menudo recalca y exacerba la soledad. No importa cuántas personas tengas a tu alrededor. Si ninguna de ellas te entiende o te acepta tal como eres, la soledad puede mostrar su rostro más atroz. Sentirse sola es muy distinto de estar sola, algo de lo que yo había disfrutado mucho en el pasado. Uno puede estar solo y sentirse solo, pero también disfrutar de esa soledad. La soledad es un anhelo de gozar de la compañía de alguien que te comprenda. A veces existe una relación entre estar solo y sentirse solo, pero con mucha frecuencia no es así. La soledad se me hizo tan insoportable, el dolor en mi corazón tan constante que la idea del suicidio se me pasó varias veces por la cabeza. Por supuesto, no tenía ningunas ganas de morirme. Yo quería vivir. Pero en ocasiones sentía que necesitaba una fuerza extraordinaria para tomar conciencia de cuál era mi propia valía, evitar que fuesen los 140 demás quienes me la marcasen y así alejarme del dolor. A veces se me hacía tan insoportablemente duro permitir que el amor y la felicidad volviesen a fluir en mi vida, incluso aceptar que era digna de ellos, que la opción del suicidio era tentadora. Cuando, finalmente, el dolor y la soledad llegaron a ser realmente intolerables, cuando llegué al punto más doloroso, mis oraciones obtuvieron respuesta mediante un acto de bondad y comprensión. Un amigo me llamó en el momento oportuno. Sabía que lo estaba pasando mal, pero lo que desconocía era que en ese preciso momento estaba escribiendo mi carta de despedida entre lágrimas lentas y desconsoladas. Estaba a punto de irme. Ya no podía vivir con ese incesante dolor en mi corazón. Me insistió en que no debía decir nada, tan solo escucharle. Así que, desde el agotamiento y las lágrimas, acepté a regañadientes. A través del teléfono, oí cómo empezaba a tocar su guitarra y a continuación comenzaron a llegar a mis oídos las palabras «Starry, starry night» (Noche estrellada), de la canción «Vincent», de Don McLean, en las que iba sustituyendo Vincent por Bronnie. Lloré aún más al escuchar la canción, con su drama, su dolor y su dulce melodía que contaba la historia del sufrimiento del propio Vincent van Gogh. Cuando terminó, seguí sollozando. No podía hacer nada más. Esperó pacientemente en silencio, le di las gracias y colgué aún entre lágrimas. En ese momento era incapaz de pronunciar palabra alguna. Cuando me quedé dormida esa noche estaba completamente exhausta, tanto física como emocionalmente. Pero era consciente de que, al menos, gracias a la comprensión y a las dulces intenciones de mi amigo, un pequeño piloto rojo de esperanza se había vuelto a encender. A la noche siguiente, me llamó inesperadamente un amigo desde Inglaterra. Tuvimos una conversación larga y sincera, y fui recobrando las fuerzas poco a poco. Algún tiempo después, pero aún durante esos años de soledad, hubo otra ocasión en que me vi rezando y suplicando ayuda, tratando con todas mis fuerzas de resistir ese embate. Iba conduciendo hacia el pueblo y un ave de cierto tamaño chocó contra el parabrisas, haciendo suficiente ruido para que yo volviese a la realidad. Desde luego, con lo mucho que me gustan los animales, esto hizo que me sintiese aún peor, pero también resultó ser un buen toque de atención. La vida puede acabarse así de rápido. ¿Quería que la mía terminase así? Le di las gracias al pájaro por su papel en mi evolución y seguí conduciendo mucho más atenta. Precisamente en ese momento, empezó a sonar en la radio una pieza de 141 música clásica que me elevó a un estado de extraordinaria belleza. Esas notas, su extraordinaria delicadeza, me dieron alivio e hicieron que el dolor en mi corazón desapareciese plácidamente. En su lugar, cuando la música alcanzó el clímax, fui bendecida con un instante de belleza e inspiración. Entonces decidí que en eso consistía la vida: hermosos momentos de pureza. Eso es todo, así de sencillo. Momentos hermosos. Quería seguir viviendo, para experimentar y apreciar más momentos como ese. Puesto que había pasado por ese nivel de tristeza y soledad, comprendí que el dolor que Doris estaba experimentando era para ella real y tangible. Estaba rodeada de personas durante las comidas y en varios momentos a lo largo del día, pero lo que necesitaba era comprensión y aprobación, y echaba de menos a sus amigas porque eran quienes la entendían de verdad. Si podía contribuir a aliviar su dolor, ¿por qué no hacerlo? La semana siguiente, cuando me pasé por su habitación, me esperaba una lista de nombres escritos a mano por mi querida Doris, quien, mientras bebíamos té, me proporcionó toda la información que pudo recordar sobre sus amigas, en particular sobre dónde vivían cuando había perdido el contacto con ellas. No me costó mucho localizar a una de las mujeres, pero un derrame cerebral había hecho que perdiese el habla. Cuando tuvo noticia de ello, Doris me dictó un breve mensaje para que se lo leyese a su amiga. Aunque la apenó saber que se encontraba en ese estado, la tranquilizó saber que al menos podía hacerle llegar un mensaje. Querida Elsie: Lamento mucho que no estés bien. Los años han pasado volando. Alison sigue viviendo en Japón. Vendí la casa y estoy en una residencia. Una joven está escribiendo esto por mí. Te quiero, Elsie. Atentamente, DORIS Sencillo, pero había escrito todo lo que quería decirle. Esa noche llamé al hijo de Elsie y le transmití sus palabras. Más tarde, me llamó él para contarme que Elsie había sonreído con satisfacción al escucharlas. Se lo conté a Doris, que también expresó su alegría con una sonrisa. Durante las semanas siguientes, pude localizar a otras dos de sus amigas. Por 142 desgracia, ambas habían fallecido. Doris asintió con resignación, y dijo suspirando: «Bueno, probablemente era de esperar, querida». La presión para encontrar a la última de sus amigas reforzó mi determinación. Rastreé internet e hice numerosas llamadas, pero las cosas no pintaban bien. La gente con la que hablaba era muy amable y servicial, pero su respuesta era siempre la misma: «Lo siento. El nombre sí es el correcto, pero la familia no». Entretanto, seguía visitando a Doris dos veces por semana. Siempre me tomaba de la mano en cuanto me sentaba y no la soltaba durante toda nuestra conversación. A veces, insistía en que yo tendría mejores cosas que hacer y trataba de que me fuese antes o de convencerme para que no la visitase. Cuando le aseguraba que yo también disfrutaba mucho de esos momentos, lo cual era cierto, podía ver en su cara el alivio que sentía y la ilusión que le hacía cada nueva visita. Tenemos mucho que aprender de las personas mayores, de toda la historia que llevan sobre sus espaldas. ¿Cómo no iba a disfrutar de nuestras encantadoras conversaciones? Eran fascinantes. Finalmente, se produjo un gran avance en la búsqueda de su amiga. Recibí una llamada de un anciano que me dijo que en otra época había sido vecino de Lorraine. Me contó a qué barrio se había trasladado la familia y por fin logré dar con ella. De hecho, fue la propia Lorraine, con su voz vieja y amistosa, la que respondió al teléfono. Cuando le expliqué quién era y cuáles eran mis intenciones, la alegría hizo que se le entrecortase la respiración y accedió encantada a que le diese su número a Doris. Naturalmente, lo hice de inmediato. Con una sonrisa, le di un abrazo a Doris y le pasé el papel con el número de Lorraine. Me volvió a abrazar, presa de la emoción. Fue precioso. Impaciente, me hizo un gesto para que le acercase el teléfono. Pero, antes de que marcase el número, le dije que me retiraría para dejarlas que hablasen en privado. Protestó moderadamente, pero me di cuenta de que en realidad no le parecía mal. Estaba demasiado emocionada. Me pidió que esperase a que la llamada se estableciese y así lo hice. Nos dimos un abrazo sentido y tierno y marqué el número de Lorraine. Mi corazón latía con fuerza por la emoción. Con el auricular en la mano, su rostro se iluminó de felicidad al escuchar la voz de su amiga. Aunque la voz de Doris era la de una anciana, y yo sabía que la de Lorraine también lo era, el espíritu de esa llamada fue el de dos mujeres jóvenes, que enseguida se pusieron a reír y no pararon de hablar. Recogí rápidamente la habitación, entreteniéndome un poco, incapaz de sustraerme a esa increíble felicidad. Pero 143 finalmente me despedí de Doris, que estaba radiante, con un gesto desde la puerta. Dejó de hablar un instante, le pidió a Lorraine que esperase y me dijo: «Gracias, querida. Gracias». Asentí con la cabeza, sonriendo tanto que me dolía la cara. Mientras me alejaba por el pasillo, seguí oyendo la risa de Doris hasta que la puerta se cerró completamente. No dejé de sonreír hasta que llegué a casa. Había sido un día maravilloso y el agua me llamaba. Aún seguía en éxtasis mientras disfrutaba del agua que fluía a mi alrededor durante las dos horas que pasé nadando y buceando. Ya en casa, justo después del anochecer, recibí una llamada de Rebecca, la encantadora compañera a la que había conocido la primera noche que trabajé allí, cuando también conocí a Doris. Mi querida Doris había fallecido mientras dormía aquella misma tarde. Enseguida, unas lágrimas de tristeza me rodaron por la cara, pero al mismo tiempo sentía también alegría. A fin de cuentas, la entrañable señora había muerto feliz. Es asombroso lo mucho que un poco de nuestro tiempo puede cambiar la vida de una persona. Cuando pienso en la mujer solitaria a la que conocí esa primera noche y la comparo con la persona de la que me despedí con un abrazo en su último día, no cambiaría la satisfacción que siento ni por todo el dinero del mundo. En las residencias de mayores de todo el mundo hay miles de personas hermosas que se sienten muy solas. También hay muchas personas jóvenes cuyas vidas están confinadas en esas residencias. Pero, jóvenes o mayores, un par de horas a la semana en la compañía de una nueva amistad pueden ser de una importancia fundamental para aquellos que están viviendo el último capítulo de su vida. Desde luego, lo preferible es que las personas no lleguen nunca a ingresar en las residencias, pero lamentablemente no siempre es posible evitarlo. En esos lugares hay mucha gente que no debería estar allí; personas abandonadas, en cierto sentido. Resultaba muy duro presenciarlo, pero un ratito de nuestro tiempo tiene el potencial de producir un cambio inmenso en sus vidas. En mi opinión, el fallecimiento de Doris se produjo en el momento apropiado. Sencillamente, había llegado su hora y había sido feliz. Cada una habíamos cumplido con el papel que debíamos desempeñar en la vida de la otra, y yo siempre le estaré agradecida por ello. Era una mujer entrañable. Lorraine y yo nos conocimos poco después. Me contó que la conversación entre ellas había sido interminable. Las dos estaban felices al despedirse. Sentadas bajo un árbol en la terraza de un café, hablamos 144 de Doris y de la vida en general hasta que llegó la hora de llevar a Lorraine de vuelta a su casa. Me gustó mucho haber podido conocer a su amiga. Y, por supuesto, conocer a Doris también había sido algo muy bonito. Y, desde luego, ambas esperábamos que nuestra querida Doris pudiese reunirse con sus otras amigas al llegar al otro lado. 145 Amigos de verdad El ritmo frenético de Sydney me estaba empezando a pasar factura. No parecía que fuese a surgir allí la posibilidad de cuidar de alguna casa, así que me trasladé al sur en Melbourne para experimentar otro capítulo de mi vida. Hacía varios años que me había marchado de esa ciudad y me encantó poder disfrutar de nuevo de los placeres de un lugar tan maravillosamente creativo y volver a ver a viejos amigos. Mi reputación como cuidadora de casas me precedía, así que enseguida tuve varias fechas ya reservadas en mi calendario. Pero el primer sitio en el que viví fue la casa de veraneo de Marie, mi jefa en la clínica prenatal en Sydney. Se encontraba a una hora al sur de Melbourne, en la preciosa península de Mornington, y estaba cargada con toda la energía de Marie, lo que hizo que enseguida me sintiese como en casa. Llegué en otoño y las primeras dos semanas me dediqué a pasear por los escarpados acantilados, con el agua lamiendo la orilla bajo mis pies. Recorrer largas distancias envuelta en un grueso abrigo y con un gorro, expuesta a las ráfagas del frío viento marino, me hizo sentir muy viva. Disfrutaba mucho de esos paseos, y los daba con frecuencia. Después, acurrucada en casa junto al fuego, pasaba las tardes escribiendo y tocando la guitarra. Aunque podría haber seguido así para siempre, también necesitaba ganar dinero, y eso me llevó a cuidar de Elizabeth. Aunque su situación me resultaba desoladora, estaba empezando a asumir que todos tenemos diferentes lecciones que aprender. Lo que los demás quizá interpreten como situaciones dramáticas para la persona en cuestión pueden ser también grandes oportunidades de crecer y aprender. Trabajar para resolver mis propios problemas me estaba enseñando a apreciar los beneficios del propio aprendizaje, y estaba encontrando muchos aspectos positivos en mi pasado. Descubrí muchas cosas buenas, oportunidades que no me habrían llegado de haberme criado en un hogar perfecto, si es que tal cosa existe en realidad. La fuerza, la capacidad de perdonar, la compasión y la amabilidad eran solo algunas de las muchas lecciones que mis circunstancias me habían permitido aprender y por las cuales no solo me sentía afortunada sino que me estaban convirtiendo en mejor persona cada día. 146 Así que tuve que distanciarme un poco de las personas que cuidaba y aceptar que yo no sabía qué tenían que aprender ellos de su estancia aquí. Por los motivos que fuera, habían atraído hacia sí la vida que llevaban y no me correspondía a mí la tarea de salvarlos. Yo estaba allí para proporcionarles cuidados y atenciones, amistad, apoyo y dulzura en sus semanas finales. Si eso los ayudaba a encontrar la paz, como a veces sucedía, mi trabajo sería aún más satisfactorio. Como se suele decir, en el dar está el recibir, y yo desde luego estaba recibiendo mucho. Trabajar con personas que se están muriendo era también un honor. Todos sus recuerdos y sus historias me estaban cambiando la vida. Para mí era un regalo extraordinario poder tener acceso, a mi edad, a todo lo que ellos habían descubierto sobre sí mismos. Estaba aplicando en mi propia vida mucho de lo que estaba aprendiendo de las personas que cuidaba, sin esperar a estar en mi lecho de muerte para lamentarme por los mismos motivos que ellos. Cuando llegaba a la casa de alguien nuevo, entraba en un mundo completamente distinto de aprendizaje, una y otra vez. Cada hogar era un aula diferente, donde recibía nuevas lecciones, o bien las mismas lecciones desde otro punto de vista. En cualquier caso, era mucho lo que estaba absorbiendo. Elizabeth no era muy mayor, tenía unos cincuenta y cinco años. Había sido alcohólica los últimos quince y ahora se estaba muriendo de una enfermedad relacionada con el alcoholismo. La mañana en que llegué, mientras ella aún descansaba, su hijo me explicó cómo funcionaba la casa y me expuso los detalles de su enfermedad. También me explicó que la familia había decidido no contarle que se estaba muriendo. «Vaya por Dios —pensé—, ya estamos otra vez con lo mismo.» Mi deseo de crecimiento personal y la búsqueda de paz interior me llevaban a tratar de vivir en el instante presente lo máximo posible. En el caso de Elizabeth, vi que este iba a ser el único camino. Si ella me preguntaba si se estaba muriendo, ya vería entonces la respuesta que le daría, en lugar de darle vueltas al asunto entretanto. Cabía la posibilidad de que nunca llegase a preguntármelo, aunque yo no estaba dispuesta a mentirle. Elizabeth vivía rodeada de confusión y desesperación. La familia había sacado todo el alcohol de la casa y lo había guardado bajo llave en un armario en el garaje, del que los demás se servían siempre que lo deseaban. Como estaba enferma y se estaba muriendo, decidieron evitar por todos los medios que ella pudiese tener acceso a la bebida. Esta era una de las cosas que me parecieron descorazonadoras. Se iba a morir de todas formas, 147 ¿por qué hacerle sufrir, además, el síndrome de abstinencia? Pero, una vez más, no era mi vida y tampoco me correspondía a mí tomar esa decisión. Desde que era muy pequeña había sido testigo de los estragos que produce el alcoholismo. Después, trabajando en el sector de la hostelería, en la isla y durante mis viajes, volví a vivirlo de cerca. El alcohol no saca lo mejor de nadie, y no solo acaba con la bondad de la persona alcohólica, sino que destroza familias, amistades, carreras y la inocencia de los niños que se ven expuestos a él. Lo mismo sucede con la adicción a otras drogas. La única cosa real que saca lo mejor de cualquier persona es el amor. Pero el alcoholismo es también una enfermedad. Y, aunque se puede tratar, quien la padece necesita cariño y apoyo continuo para romper con sus hábitos y empezar a creer en sí mismo y en la posibilidad de una vida mejor. Hacer que una alcohólica crónica abandonase su adicción sin apoyo ni explicación alguna me parecía algo bastante espantoso. Lo único que Elizabeth sabía era que estaba enferma. Su energía era mínima. Necesitaba ayuda para hacer prácticamente cualquier cosa y estaba perdiendo el apetito. También echaba desesperadamente de menos el alcohol. La familia solo le había dicho que el médico había recomendado que dejase la bebida «por una temporada». Me costó bastante no juzgarlos, sobre todo cuando los veía beber alcohol a escondidas mientras se lo negaban a una mujer moribunda. Pero ¿quién era yo para dar las lecciones que ella debía aprender en su vida? Su debilidad física general ya no le permitía salir de la casa, y la familia había prohibido a varios de sus amigos que viniesen a verla, porque también bebían, así que, privada de todos sus placeres, no era nada sorprendente el estado de confusión y desesperación en el que se encontraba. Aceptó resignada y sin rechistar que le prohibiesen ver a sus amigos, aunque eso conllevaba que le quitasen también otras cosas. Antes de que la enfermedad se agravase, Elizabeth formaba parte de la junta directiva de un par de organizaciones humanitarias. Esos amigos eran su vínculo con el mundo exterior y con su antigua vida. Cuando yo llevaba seis o siete semanas con ella, sus fuerzas se estaban desvaneciendo cada vez más rápido, al mismo tiempo que aumentaba su necesidad de descansar. Elizabeth era muy divertida, a su manera callada. En el momento más inesperado, sorprendía con un toque de humor muy seco. A veces recordaba alguno de sus comentarios en casa, después del trabajo, y acababa sonriendo al pensar en ella. Nos 148 caíamos bien y habíamos establecido rutinas factibles dentro de las limitaciones de su enfermedad. Una de ellas incluía una taza de té cada mañana en la terraza interior. Era con diferencia la habitación más bonita de la casa y en esa época del año la luz que recibía era maravillosa. Fue allí, una mañana, donde nuestra relación pasó a otro nivel. «Bronnie, ¿por qué crees que no estoy mejorando? No estoy bebiendo y aun así cada día me siento más débil. ¿Qué opinas?», me preguntó Elizabeth. La miré a los ojos con cariño y le respondí con ternura con un par de preguntas. «¿Cuál crees tú que es la razón? Estoy segura de que le has dado bastantes vueltas, ¿verdad?» Fui muy dulce con ella, pero antes necesitaba conocer por dónde iban sus ideas. «No me atrevo a decir lo que pienso —suspiró—. Es algo demasiado grande para asumirlo. Pero muy en el fondo sé cuál es la respuesta.» Permanecimos un rato en silencio, mirando a los pájaros por la ventana y dejando que el sol nos calentara. «Si te lo pregunto, ¿me lo dirás? Necesito que alguien sea sincero conmigo», me reconoció. Asentí con cariño. «¿Es lo que estoy pensando? —preguntó, casi sin atreverse a hacerlo—. Dios mío, ¿es eso? —dijo, respondiéndose con un suspiro—. Me estoy muriendo, ¿verdad? Estirando la pata. Volando con los ángeles. Yéndome al otro barrio o como quiera que se diga. ¡Muriendo! Me estoy muriendo. Es así, ¿no es cierto?» Con el corazón envuelto en la sensación agridulce de que por fin sabía la verdad, asentí lentamente. Seguimos contemplando los pájaros en silencio hasta que Elizabeth estuvo en disposición de volver a hablar. Pasó un buen rato, pero ya me había acostumbrado a compartir momentos de silencio agradables con la gente que cuidaba. Tenían tanto en lo que pensar y tantas cosas que absorber que a veces la conversación no era más que un incordio. En momentos así, no había ninguna necesidad de llenar el silencio. Hablaban cuando estaban preparados para hacerlo. Un rato después, Elizabeth habló. Me dijo que llevaba un tiempo sospechándolo y lo mucho que le frustraba la falta de franqueza de su familia. Haberla privado de su vida social y de sus amigos era algo cruel, dijo, y yo le di la razón. Comprendía que no tenía fuerzas para salir de casa, pero le habría gustado ver a sus amigos alguna que otra vez. De vez en cuando, venían a visitarla algunos conocidos, a los que la familia había dado el visto bueno porque confiaban en que no traerían alcohol. Era gente agradable, pero con la que no tenía mucha confianza. 149 Una vez que alcanzamos ese nivel de sinceridad, nuestras conversaciones fluyeron sin obstáculos. No había tiempo para callarse las cosas, así que cada día que transcurría disfrutábamos más de nuestra compañía. Después de pasar años tan encerrada en mí misma, a menudo me sorprendía lo poco que me costaba expresar mis pensamientos íntimos. Con la muerte llamando a su puerta, Elizabeth también disfrutaba de la franqueza de nuestras interminables conversaciones. Su reacción inicial fue de ira hacia su familia por no haberle dicho que se estaba muriendo, pero se fue tornando en aceptación. Me explicó que el comportamiento controlador de su familia probablemente tenía sus raíces en el miedo. Y eso hacía que pudiese perdonarles. Sin embargo, lo que no podía hacer era simular que no sabía que se estaba muriendo, y lo habló con ellos durante uno de mis días libres, lo que hizo que su relación se estrechase y que la familia se sintiese aliviada porque ninguno de ellos había tenido que darle la mala noticia. Me gustó saber que nadie se había enfadado conmigo por haber sido sincera con ella. Pero eso no alteró la postura de la familia: sus amigos bebedores solo podían contactar con ella por teléfono. Pero Elizabeth sí que estaba evolucionando muchísimo, y llegó a aceptar la situación, aunque ahora sin resignación. Me reconoció —aunque no lo admitiría ante su familia— que en realidad la bebida probablemente había sido lo único que había mantenido unido al grupo de amigos. Por experiencia propia, le conté lo muchísimo que habían cambiado mis amistades varios años atrás, cuando empecé a salir del círculo de fumadores de marihuana. Esa decisión me permitió distinguir a los amigos de verdad de los que solo eran colegas porque compartíamos unos porros. Varias personas a las que yo consideraba buenos amigos no se sentían nada cómodos en mi compañía si yo no estaba colocada como ellos. Yo no los veía como mala gente, pero cuando dejé de moverme en ese mundo vi que algunos de los vínculos solo se mantenían gracias a la marihuana. Sin ella, ya no existía un denominador común que alimentase nuestras amistades, así que nos separamos de forma natural, en direcciones totalmente distintas. «Ojalá hubiese seguido en contacto con mis amigos, con mis amigos de verdad —dijo, palabras que yo ya había escuchado antes a otras personas—. La bebida me sacó de esos círculos y ahora, quince años después, resulta casi imposible volver a conectar con mis antiguos amigos. Además, ahora todos viven lejos de aquí.» Cuando se refería a los conocidos que tenían permiso para visitarla, Elizabeth nunca los llamaba «amigos». Comentamos lo mucho que esa palabra se utiliza ahora y los 150 distintos niveles de amistad que existen. Recientemente, yo había empezado a pensar que algunos de mis «amigos» eran más bien como conocidos cercanos, lo cual no implicaba que los tuviese en más baja estima. Seguía pensando que era una suerte que estuviesen en mi vida, pero después de haber vivido épocas personales bastante oscuras tenía muy claro lo que era un amigo de verdad. Es fácil tener muchos conocidos, y a esas personas les tenía cariño por lo mucho que disfrutábamos juntos, pero cuando llegan los momentos duros no hay mucha gente dispuesta a acompañarte en la travesía del dolor. Los que lo hacen son amigos de verdad. «Supongo que se trata de tener los amigos adecuados para la ocasión oportuna — reflexionaba Elizabeth—. Y yo simplemente no tengo los amigos apropiados para esta ocasión, para mi partida. ¿Sabes lo que quiero decir?» Le dije que sí y le conté que yo, aunque la situación era mucho menos grave que la suya, guardaba un vivo recuerdo de una ocasión parecida, en la que también había echado en falta tener los amigos apropiados. Por eso, podía entender perfectamente que existían distintos niveles de amistad y de relación y que a veces lo que buscamos es un tipo muy particular de amistad y no nos sirve cualquiera. Después de los años que pasé en la isla, trabajé durante una breve temporada en la imprenta en Europa. Mis compañeros de trabajo eran simpáticos y agradecí las oportunidades que se me presentaron, porque me permitieron ampliar aún más mis horizontes. Pero el grupo de gente de la isla había sido casi como una familia. Cada vez que alguno de nosotros se iba fuera, por ejemplo de vacaciones al continente, cuando regresaba siempre comentaba lo bonito que era volver a casa con la familia de la isla. En Europa hice nuevos amigos, aunque si lo pienso ahora los llamaría más bien agradables conocidos. Gracias a ellos acabé haciendo un viaje con otras tres personas aproximadamente de mi misma edad en el que atravesamos un par de países hasta llegar a los Alpes italianos. Habíamos alquilado una cabaña en alta montaña en los Alpes, sin electricidad ni agua corriente. Era espectacular, muy distinta de todo lo que había visto en mi querida Australia, que tiene su propia grandiosidad pero es completamente diferente. La belleza de los Alpes me pareció irresistible. Nos bañábamos en un torrente que caía por la ladera. Aunque era verano, el agua estaba helada, pues provenía directamente del deshielo de la nieve más arriba en la montaña. Me senté en mitad de la corriente, tratando de recobrar el aliento y disfrutando 151 en todo momento de las magníficas vistas y de la tonificante sensación. Pero el agua estaba completamente helada y me mordisqueaba la piel al resbalar sobre mí. Siempre que me he atrevido a nadar en un río o en un mar helado, después me he quedado con el ánimo juguetón, como un perro después de un baño. Se ponen a correr como locos, llenos de energía, independientemente de si el baño les ha gustado o no. Algo parecido fue lo que sentí al bañarme en ese gélido torrente de montaña. Hizo que me sintiese ridículamente boba. Así seguía, juguetona y con la cabeza aún algo alterada por la emoción, después de secarme, vestirme y volver a la cabaña. Seguía de buen humor, muy divertida, contándoles anécdotas ridículas a mis nuevos amigos, cuando me di cuenta de que no habían entendido ni una sola de mis bromas. La sonrisa de preocupación con la que preguntaron «Pero ¿de qué está hablando?» me lo dejó bien claro. Sus caras de desconcierto me hicieron aún más gracia. Al menos yo sí me estaba divirtiendo con mis bromas. Eran personas alegres y encantadoras, pero veníamos de culturas con sentidos del humor muy distintos. En ese momento, eché dolorosamente de menos a mis antiguos amigos. No solo habrían entendido mis bobadas, sino que se estarían partiendo de risa conmigo, haciendo sus propias bromas y consiguiendo que todos nos riésemos aún más. Esa noche, después de una tremenda caminata hasta la cumbre de la montaña, nos juntamos a la luz de los faroles para comer y hablar un rato. Fue agradable. Pero, al poco, todo el mundo se retiró a dormir, salvo yo. La excursión había sido asombrosa y yo seguía aún con el ánimo exaltado. En realidad, lo único que quería era estar rodeada de amigos y compartir unas risas para rematar un día tan fantástico. Desde luego, lo que menos me apetecía era irme a la cama. Pero la cabaña estaba en silencio y mis amigos dormían. Me llevé un farol a mi pequeña habitación, lo coloqué sobre la mesa y me pasé las dos horas siguientes escribiendo. Oía a lo lejos los cencerros de las vacas moviéndose en la noche. Sonreí, contenta de estar ahí, en esa cabaña pequeña y espectacular, escribiendo a la luz del farol en lo alto de los Alpes y escuchando los cencerros en la lejanía. No tenía nada que ver en absoluto con mi mundo y, aunque me sentía embargada por la tranquilidad del momento, hizo que echase muchísimo de menos a mis amigos. Fue la noche perfecta pero con las personas equivocadas. Existían muchísimas razones para que cada uno de los amigos del viaje me cayese bien, y así era. Pero estaba experimentando un momento personal muy especial, y quería compartirlo con las 152 personas apropiadas, con amigos que me conociesen de verdad. Evidentemente, eso no iba a suceder, así que saboreé el momento intensamente yo sola. Sabía bien de lo que hablaba Elizabeth cuando decía que le habría gustado tener cerca a los amigos apropiados. A veces te encuentras con determinadas personas que te entienden, independientemente de todo lo demás. Son los viejos amigos. Eso fue lo que sentí esa noche en los Alpes, y eso era lo que sentía Elizabeth al empezar a aceptar que su vida llegaba a su fin. Cuando el médico vino a verla, le pregunté en privado si cambiaría algo la situación de la enfermedad de Elizabeth si esta volvía a beber. Hizo un gesto negativo con la cabeza. «No, ya está en la fase final, da igual lo que haga.» Le dije a su familia que, si quería tomarse una copita de brandy alguna noche, se lo permitiesen. «¿No lo hacen?», me preguntó. Negué con la cabeza y él insistió una vez más en que no cambiaría nada su situación. Más tarde, se lo comenté discretamente a la familia. Pero, de nuevo, me dijeron que se trataba de una decisión familiar y que en ningún caso le darían nada de alcohol. Después me explicaron por qué. Parecía que la Elizabeth con la que yo pasaba los días y la que ellos habían conocido en la época en que bebía eran dos personalidades completamente diferentes. De hecho, no podían creer lo agradable que había vuelto a ser, porque llevaban al menos quince años sin ver esta faceta suya. Durante las dos semanas siguientes, si Elizabeth sacaba el tema, yo le hacía más preguntas sobre su relación con la bebida. Me dijo que, aunque seguía teniendo muchas ganas de beber, al mismo tiempo, en cierto sentido, se alegraba de poder recordar quién había sido antes de que el alcohol hubiese tomado el control de su vida. Había empezado de forma muy natural. Siempre se tomaba unos vasos de vino con la familia durante la cena; lo había hecho durante años sin problemas. Entonces se volvió socialmente activa, incorporándose a la junta de varias organizaciones humanitarias. Me reconoció que muchas de las personas a las que había conocido en esos círculos no bebían demasiado, o eran abstemias, pero que se había sentido atraída hacia quienes sí lo hacían. Sentía que en casa ya no le prestaban atención, pero que sus nuevos amigos sí valoraban su presencia. Ahora que había recuperado la lucidez, se daba cuenta de que tanto ellos como ella misma buscaban aprobación en ese círculo de amigos y a través de la bebida. Elizabeth me contó que el alcohol le daba confianza, o que al menos eso era lo que 153 creía cuando estaba borracha, y se volvía extrovertida, chillona e incluso un poco resentida y desagradable con los demás. Eso era lo que la había alejado de su círculo de antiguos amigos. Habían intentado acercarse a ella con cariño y ofreciéndole todo su apoyo; trataron de hacerle ver que estaba echando a perder su vida, una situación que estaban presenciando con mucha pena, pero Elizabeth se había comportado con todos ellos con arrogancia y los había acabado apartando de su lado. En su mente de borracha, esto no hacía más que confirmar lo leales que eran sus nuevos amigos alcohólicos, que no la juzgaban por darse a la bebida. Obviamente, era así porque ellos también bebían. El otro razonamiento que le había permitido justificarse ante sí misma durante todos estos años era que al menos así ahora la familia le prestaba atención. Aunque no era de una manera positiva, al menos ya no se sentía ignorada como antes de empezar a beber en exceso. Su pérdida de control le garantizaba que ellos estarían por ella. Cuanto más se deterioraban sus facultades debido al alcoholismo, más necesitaba la ayuda de su familia y acabó sintiéndose peor. Al principio disfrutaba de su atención, pero al final era incapaz de controlarse y eso hacía que se sintiese aún más insegura y pesimista sobre su situación. Así que, aunque en los primeros tiempos era consciente de que le dolía que su familia no valorase su presencia o su opinión, al final acabó dependiendo realmente de ellos y odiándose a sí misma por ello. Y esto no hizo otra cosa que perpetuar aún más el ciclo de baja autoestima. «Ya sabes, Bronnie, no todo el mundo quiere curarse. Durante mucho tiempo, yo tampoco quise. Mi papel como persona enferma me proporcionaba una identidad. Evidentemente, eso me impedía ser mejor persona, pero conseguía que me hicieran caso, y tratar de engañarme a mí misma resultaba más fácil y agradable que ser valiente y curarme.» Este reconocimiento era fruto de la experiencia de alguien que se acercaba rápidamente a la sabiduría. Llevar casi tres meses seca y enfrentarse al hecho de que se estaba muriendo estaban produciendo enormes cambios en ella. Conocer la historia completa y sincera de su adicción me ayudaba a entender mejor tanto a Elizabeth como a su familia. Al final, sus estrictas decisiones la habían ayudado verdaderamente a volver a ser mejor persona. Aunque yo no lo habría hecho de una manera tan hermética y opaca, acepté que realmente estaban tratando de ayudarla, y de ayudarse. Y lo estaban consiguiendo. Aunque parte de su éxito también correspondía a la 154 propia Elizabeth. Tener que enfrentarse a la muerte había hecho que viese la vida con ojos muy distintos, y había tenido el valor de asumir lo que estaba aprendiendo. Durante sus dos últimas semanas, asistí a una extraordinaria recuperación de la relación entre Elizabeth y su familia. Una de las cosas más bonitas que yo estaba aprendiendo gracias a los cuidados paliativos era a no subestimar nunca la capacidad de nadie para aprender. La paz que Elizabeth había encontrado era algo que también había visto en otros enfermos anteriores. Era algo muy gratificante. Una semana antes de que muriese, hablé con su marido y con uno de sus hijos sobre el remordimiento que Elizabeth sentía por haber perdido a sus antiguos amigos y me pregunté si quizá aún habría tiempo para encontrar a algunos, aunque solo pudieran hablar por teléfono. A esas alturas, lo que menos le preocupaba a nadie era que los amigos le llevasen alcohol a escondidas. Lo único que importaba era que ella estuviese a gusto y, como la familia se había rehecho tanto, enseguida apoyaron mi idea. Un par de días después, dos mujeres hermosas, sanas y encantadoras, entraron en la habitación de Elizabeth justo después de que la hubiese recostado para que pudiese tomarse el té a gusto. Una de ellas vivía en las montañas a las afueras de la ciudad, a una hora de distancia. La otra había volado a Melbourne desde la Sunshine Coast, en Queensland, en cuanto había recibido la noticia. Y ahora estaban sentadas alrededor de la cama de Elizabeth, hablando con ella, cogidas de la mano y sonriendo. Con una discreta lágrima de alegría, las dejé a solas. Cuando me estaba retirando, oí como Elizabeth les pedía disculpas a ambas, que aceptaron al instante. El pasado era el pasado, no importaba, le dijeron. Su marido Roger y yo nos quedamos en la cocina, llorando pero felices. Las amigas se quedaron un par de horas, tras las cuales Elizabeth estaba al mismo tiempo eufórica y completamente agotada. Enseguida se quedó profundamente dormida, y no tuve ocasión de hablar con ella antes de irme a casa. Cuando volví, dos días después, estaba muy débil, pero quería hablar. «¡Qué maravilloso fue volver a verlas!», exclamó sonriendo encantada. Ya no podía levantar su cabeza de los almohadones, pero me miraba desde la cama. «Fue precioso», le dije. «No pierdas el contacto con los amigos a los que más aprecias, Bronnie. Quienes te aceptan tal como eres y te conocen perfectamente son al final mucho más importantes que cualquier otra cosa. Te lo digo por experiencia —insistió alegremente, sonriendo pese 155 a la enfermedad—. No dejes que la vida se interponga. Ten claro siempre dónde puedes encontrarlos y entretanto diles lo mucho que los aprecias. Tampoco tengas miedo de ser vulnerable. Durante mucho tiempo yo fui incapaz de hacerles saber lo mal que estaba.» Elizabeth se había perdonado a sí misma y había conseguido dejar de juzgarse. Había encontrado la paz y se había reencontrado con sus amigas. Cuando llegó su última mañana, yo le estaba humedeciendo los labios. Su boca ya apenas producía saliva y le costaba hablar, aunque tampoco tenía la energía necesaria para hacerlo. Cuando terminé, me miró sonriente y susurró una palabra: «Gracias». La miré y le devolví la misma gratitud con una sonrisa. Después la besé en la frente y le di la mano un momento, y ella me la apretó. La habitación estaba llena de personas que la querían. Toda su familia estaba allí, y también las dos señoras encantadoras a las que había conocido unos días antes. Me aparté para dejar que la rodeasen quienes más la habían querido. Justo a tiempo, Elizabeth había dejado que el amor volviese a entrar en su vida y había vuelto a apreciar el valor de la familia y de los amigos de verdad. Se fue de esta tierra rodeada de amor, sabiendo que su presencia había sido enormemente apreciada y que sus amigas también sabían lo mucho que las quería. 156 Date el gusto En lo que se refiere al trabajo, cuidar de Harry había sido lo más fácil que había tenido que hacer. No solo era una persona maravillosa, sino que su familia insistía en hacerlo todo. Tres de sus hijas vivían en su barrio y le traían la comida casi a diario, y uno de sus hijos insistía en ser él mismo quien cuidase de su padre. Cuando les preguntaba para qué me necesitaban, todos ellos me aseguraban que preferían que estuviese allí. Pero eso significaba que me pasaba la mayor parte del tiempo leyendo o escribiendo. Las tareas domésticas dan para lo que dan, sobre todo cuando la casa ya está limpia y ordenada y su único ocupante pasa el día en la cama. Aunque al menos inventé un par de deliciosas recetas de sopa en su cocina. Harry tenía las cejas pobladas, pelos en las orejas, una cara sonrosada y la risa franca. Enseguida congeniamos; al minuto de conocernos ya estábamos gastándonos bromas. Fue una relación fácil y natural desde el principio. Pero con su hijo Brian la historia fue muy diferente. Era muy nervioso. Harry y Brian se habían enfadado hacía años y, aunque habían mantenido el contacto, su relación no era la misma. Según la familia, la culpa era de Brian. Pero yo no estaba allí cuando se produjo la disputa, ni podía ponerme en la piel de ninguno de los dos, así que no sabía qué pensar y, en realidad, me daba igual. Pero lo que sí que era evidente era que Brian intentaba recuperar el tiempo perdido insistiendo en ser el principal cuidador de su padre. Brian abortaba todos mis intentos de ayudar a Harry. A esas alturas, ya se me daba muy bien encontrar la mejor postura para que el enfermo estuviese cómodo, era algo intuitivo que muchos clientes me habían comentado. Pero los familiares, por pura amabilidad, a menudo recolocaban las almohadas y los apoyos, sin ser conscientes de lo sensible que es el cuerpo de una persona en esas circunstancias, y de cómo el mínimo reajuste puede desbaratar la poca comodidad que puedan tener. Cada día cuando su hijo, de mala gana, se iba a trabajar unas pocas horas, lo primero que hacía era ayudar a Harry para que volviese a estar cómodo. Si había un instante a lo largo del día en que podía atenderle sin que su hijo, literalmente, me atosigase, lo primero que me pedía Harry era que le colocase rápidamente los almohadones. 157 Pero cada tarde pasábamos unas pocas horas solos antes de que la familia llegase en masa a cenar, aunque a esas alturas su padre ya apenas probaba bocado. Esas horas eran maravillosas, y Harry se refería a ellas con cariño como «las horas de paz». Charlábamos y nos reíamos mientras yo atendía a sus necesidades físicas. Después solíamos tomarnos una taza de té y seguíamos charlando. Había perdido a su mujer veinte años atrás, pero había sido capaz de seguir llevando una buena vida. Disfrutaba de su trabajo, aunque había estado aún más ocupado tras su jubilación, cuando se apuntó a un par de clubes sociales y deportivos. Pese a que su enfermedad era terminal, durante el resto de su vida había gozado de una salud excelente. «Mi forma de respetar el regalo que recibí en forma de salud —me dijo Harry— ha sido permanecer activo y no creerme eso de que, por mi edad, no puedo hacer tal o cual cosa. La gente se hace mayor antes de tiempo, ¿sabes?» Aunque se estaba muriendo, Harry era el octogenario con mejor aspecto que había visto nunca. La enfermedad estaba empezando a pasarle factura, pero aún saltaba a la vista lo muy en forma que había estado. Al masajear sus piernas, por ejemplo, podía notar el tono muscular de lo mucho que caminaba. «Cuando estás jubilado y tus hijos ya tienen niños, los amigos son todavía más importantes —me dijo—. Así que, cuando murió mi mujer, que Dios la tenga en Su gloria, me apunté al club de remo, y luego también a un club de senderismo. ¡No sé ni cómo tenía tiempo para trabajar!» Harry creía firmemente en la importancia de la familia extensa, que los abuelos constituyen una parte fundamental de la vida de los niños y que deben tener la posibilidad de pasar mucho tiempo con ellos. Era algo que se reflejaba claramente en su relación con sus nietos, que lo visitaban a menudo, pues ejercía una influencia muy positiva y tierna sobre todos ellos. «Mi familia es lo primero, pero uno también necesita a gente de su edad. Si no fuese por los amigos que he conocido en los clubes, ahora sería un anciano muy solitario. No habría sido la compañía en general lo que echaría en falta, porque tengo a mis hijos y a mis nietos, sino compañía de gente afín de mi misma edad.» Pasábamos horas charlando en su habitación, hasta que el último sol de la tarde nos advertía que las horas de paz estaban llegando a su fin. La familia volvería pronto a caer sobre nosotros, pero Harry siempre seguía hablando hasta el final. No entendía por qué 158 la gente se daba cuenta demasiado tarde de la importancia de los amigos. Aunque era bonito que los ancianos conservasen un rol de cariño y respeto dentro de su familia, le molestaba que muchos de ellos no dejasen también hueco para la amistad. «Se dan cuenta cuando es demasiado tarde —insistía—. Pero no le pasa solo a mi generación. Veo también a otros más jóvenes, tan ajetreados y tan ocupados, que no se reservan ni un poco de tiempo para ellos mismos de vez en cuando, para hacer cosas que los hagan felices a ellos como individuos. Se olvidan por completo de quiénes son. Pasar algo de tiempo con amigos nos recuerda quiénes somos cuando no ejercemos de mamá, de papá, de abuela o de abuelo. ¿Entiendes lo que quiero decir?» Le di la razón. Había visto a mucha gente seguir ese camino, pero también le dije que había visto a otros que se habían reservado un poquito de tiempo para sí mismos y eran mucho más felices. Y su compañía era mucho más agradable. «¡Exacto! —Se rió, dando palmadas contra la cama como gesto de aprobación—. Las buenas amistades nos estimulan. La belleza de la amistad es que esas personas nos aceptan tal como somos, por las cosas que compartimos. La amistad se basa en que te acepten como eres, no como la otra persona querría que fueses, como una pareja o la familia. Hay que conservar las amistades, joven.» Por el flujo de visitantes que venían a verle con frecuencia, resultaba evidente que Harry predicaba con el ejemplo. Sus amigos eran todos personas contentas y divertidas, que traían consigo mucha alegría. Pero también se mostraban muy respetuosos con su enfermedad, y aceptaban que a veces estaba descansando y no se le podía molestar. Otra tarde, Harry me preguntó sobre mis propias amistades, así que le hablé de mis mejores amigos y le expliqué que algunas de mis otras amistades estaban cambiando últimamente, igual que yo. «Bueno, eso también es natural —dijo—. Los amigos vienen y van a lo largo de la vida. Por eso tenemos que apreciarlos mientras están aquí. A veces, simplemente acabáis aprendiendo o compartiendo lo que teníais que aprender el uno del otro. Pero otros siguen a tu lado y la historia compartida y la comprensión son reconfortantes cuando llegas al final del camino.» Durante nuestras conversaciones, ambos coincidimos en que las amistades entre mujeres son muy distintas de las de los hombres. Para las mujeres, es más importante el aspecto emocional de las amistades, es decir, las amistades se refuerzan a base de muchas conversaciones sobre aspectos emocionales. Harry me contó que los hombres 159 también necesitan hablar con sus amigos, pero que prefieren hablar mientras hacen otras cosas juntos, como jugar al tenis, salir en bicicleta o cualquier otra actividad física. Los hombres aprecian las amistades en las que pueden trabajar en cosas, resolver problemas, ya sean físicos o emocionales, y esto es más habitual cuanto más activos son. «Como construir juntos una valla alrededor de un campo», sugerí. Harry estalló en una carcajada. «Madre mía. Se puede sacar a un chica del campo, pero no se puede sacar al campo de la chica. Sí, un ejemplo muy rural, Bronnie, pero es exactamente eso. Levantar una valla o hacer algo manual juntos es algo que a los hombres nos une.» Sin dejar de reírse, me dijo que si alguna vez quería estrechar vínculos con un hombre de buen ver lo único que tenía que hacer era ayudarle a construir una valla. Le contesté que lo tendría en cuenta. Me contó algunas de sus historias favoritas sobre compañerismo, haciendo hincapié en lo mucho que valoraba las amistades que aún conservaba. Todos los días recibía la visita de amigos encantadores, que se organizaban entre ellos para no agotarlo. De esa manera, todo el mundo tenía ocasión de pasar tiempo con él. Una hermosa prueba de lealtad. Los dos reconocimos que, gracias a esas horas de paz, ambos estábamos dejando que una nueva amistad entrase en nuestras vidas. Le daba pena pensar que, durante el resto del día, yo estaba en otra parte de la casa, leyendo o escribiendo, cuando podía estar en su habitación hablando con él. Me reí, dándole la razón por completo. Pero él entendía, y yo también, que Brian necesitaba enmendarse y que desease cuidar de su padre. Harry no quería que Brian se sintiese culpable, aunque, por desgracia, estaba convencido de que así era. Así que estaba encantado de seguirle la corriente a su hijo y hacerle sentir que lo necesitaba durante sus últimas semanas juntos. «Aunque no es capaz de colocarme bien los almohadones», suspiró. Harry se tomaba su enfermedad y lo que estaba por venir con filosofía. Había aprovechado su vida al máximo, decía, y estaba preparado para descubrir lo que había más allá. Aunque a veces hablaba de su inminente fallecimiento, seguía llevando muchas de las conversaciones al terreno de los amigos: sus recuerdos, lo mucho que los apreciaba, y lo necesarios que eran para ser feliz y sentirse aceptado. También me animaba a que le contase mis mejores recuerdos de mis amistades. «Empieza por tu infancia. Cuéntame de dónde vienes», decía, y se reía con satisfacción cuando mi historia comenzaba en un escenario rural, en un campo de trigo. Cuando tenía doce años, nos habíamos trasladado de una granja donde se criaba 160 ganado y se cultivaba alfalfa a otra donde había ovejas y trigo. Estaba a varios kilómetros del pueblo, bajo un cielo grandioso. Un año más tarde, mi perra desapareció de repente, con siete años. Pensamos que podía haberla mordido una serpiente, porque nunca la encontramos, lo cual tampoco era muy sorprendente, porque la granja era enorme. Pero para mí fue terrible. Unos meses más tarde, mis padres me compraron otra perra, una pequeña bichón maltés de color blanco, que solía olvidar que era un perro doméstico y se pasaba los días persiguiendo por los campos a los perros que pastoreaban a las ovejas, los border collies y los kelpies australianos. Mi mejor amiga de los años de instituto, y durante mucho tiempo después, era Fiona. Aunque vivía en el pueblo, pasábamos mucho tiempo juntas en la granja. A veces, también me quedaba con ella en la casa de sus padres en el pueblo, sobre todo cuando nos fuimos haciendo mayores y había chicos a los que besar. Una de las cosas que más nos unió a lo largo de los años fue lo mucho que nos gustaba a las dos caminar. No puedo recordar cuantísimos kilómetros recorrimos juntas durante las décadas que duró nuestra amistad: playas, selvas, calles, otros países, senderos, de todo hubo. Y todo empezó en esos campos de trigo. Lo habitual era que mi perra y un par de perros más nos acompañaran. Tampoco era muy raro que, al darnos la vuelta, viésemos que también nos seguían uno o dos gatos. Aunque nosotras no nos salíamos del camino que llevaba a los campos más alejados, los perros se metían entre el trigo. No había problema cuando el trigo estaba bajo, pero cuando crecía mi perra, tan pequeña, desaparecía. Ese día, Fiona y yo fuimos testigos de una estupenda escena cómica. Siguiendo a los perros grandes, que sobresalían perfectamente por encima del trigo más alto, se veía la estela de trigo en movimiento que producía mi perrita al correr como loca detrás de los otros perros. Cada cierto tiempo, el movimiento se detenía y una cabecita blanca se asomaba y miraba a su alrededor como el periscopio de un submarino que salía del agua, hasta que divisaba a los otros perros. Después volvía a desaparecer bajo el trigo y la estela de movimiento salía en otra dirección. Después, el movimiento se detenía de nuevo, la cabecita blanca volvía a asomar, divisaba su objetivo, desaparecía otra vez y echaba a correr. Así una y otra vez, y al final, cada vez que veíamos a la cabecita blanca asomarse y mirar a su alrededor, a Fiona y a mí nos volvía a entrar esa risita histérica de adolescentes. Se nos saltaban las lágrimas y nos dolían las mejillas de 161 tanto reír, nos apoyábamos la una en la otra hasta que volvíamos a ver aparecer a la perra, que nos hacía reír aún más. Al final, apenas conseguíamos mantenernos en pie. Contarle a Harry mi recuerdo de este momento sencillo pero precioso me hizo recordar inmediatamente el valor de la amistad. Nos reímos juntos, mientras yo echaba de menos la inocencia de la juventud y las risas despreocupadas y desinhibidas que compartíamos Fiona y yo. «¿Dónde está ahora?», me preguntó Harry. Lo conté que estaba viviendo en el extranjero y que habíamos perdido el contacto. La vida había seguido su curso, le dije, y ahora había personas a las me sentía más apegada. También existían otros factores que habían afectado a nuestra amistad, otra gente, pero también diferencias en nuestros gustos y, paulatinamente, en nuestros estilos de vida. Harry estaba de acuerdo en que uno no podía volver al pasado, pero pensaba que quizá la vida haría que nuestros caminos se cruzasen de nuevo. Como yo ya había vivido muchos ciclos en mi vida, estuve de acuerdo con él en que eso podía suceder. Pero, en cualquier caso, no era lo importante. Yo guardaba con cariño los recuerdos de Fiona, le deseaba lo mejor y le agradecía en la distancia lo mucho que había aprendido gracias a nuestra amistad. Muchos de los mejores recuerdos que tenía de mis amistades estaban relacionados con caminar, hablar y reír. Durante las dos semanas siguientes, le conté a Harry historias de algunas de esas amistades. Él también había sido un ávido caminante y tenía cosas que contarme sobre los lugares en los que había estado y los amigos con los que había compartido esas experiencias. No me costó nada imaginar lo mucho que Harry podría contagiar con su alegría a cualquier grupo de personas. La idea me hizo sonreír y cuando Harry me preguntó el motivo de mi sonrisa no tuve inconveniente en contárselo. Coincidió conmigo en que siempre se había reído mucho caminando. Resultó que, la semana siguiente, yo iba a emprender una larga caminata. Cuando me apunté a la excursión no sabía si Harry seguiría vivo para entonces. Y, aunque me apetecía mucho ir, también me daba un poco de pena separarme de él, porque no estaba segura de si seguiría ahí a mi vuelta. Pero, cuando le conté mis planes a Harry, me animó de todo corazón y con entusiasmo, y me dijo que estaría conmigo en espíritu, tanto si seguía con vida como si no. La excursión, que se celebraba cada año, tenía lugar en una zona remota y acababa siempre en el mismo lago, aunque cada vez recorría uno u otro de sus afluentes. Ese 162 año, empezaba desde unas granjas junto a la desembocadura del río. Íbamos a marchar río arriba, gran parte de cuyo lecho estaba seco, hasta acabar en el lago. La idea de la excursión era dar ocasión a los participantes de recuperar su relación con la Tierra, al caminar por los mismos senderos por los que anduvieron las civilizaciones primitivas. Los ríos entonces eran como nuestras autopistas, o al menos como nuestras carreteras, y las tribus vivían en sus orillas y las recorrían para ir de un pueblo al siguiente. Un anciano aborigen nos dio su bendición en una ceremonia de humo purificador y partimos hacia nuestra caminata de seis días. Éramos alrededor de una docena de personas y cada uno fuimos encontrando nuestro propio ritmo. Algunos iban todo el rato en grupo y charlando, otros iban entrando y saliendo de las conversaciones, unos cuantos se paraban continuamente a hacer fotos y el resto por fin íbamos más solos. Cada noche, un par de voluntarios aparecían con el remolque que transportaba nuestros bártulos, levantábamos el campamento, y preparábamos la cena alrededor de una apacible hoguera comunitaria, mientras bajo el magnífico cielo estrellado se iban forjando hermosas amistades. Con cada paso que dábamos, aumentaba nuestra conexión con la Tierra. Aunque agradecía las conversaciones cuando hacíamos una parada, disfrutaba más caminando sola, y mi ritmo me lo permitía. Al llevar tantos años caminando, mi ritmo natural me hacía ir por delante del grupo principal. Otro de los participantes, el alma sabia y bondadosa que había iniciado originalmente estas excursiones, caminaba siempre por delante de mí, también a su propio ritmo. El tiempo que pasaba sola, simplemente andando, me ayudaba mucho a recuperar la claridad mental. Me di cuenta entonces de que no quería seguir cuidando casas mucho tiempo más. Algo en mi interior empezaba a darle vueltas a la idea de tener de nuevo mi propia cocina. Los traslados que en otra época tanto me habían gustado ahora empezaban a agotarme. Una nueva semilla estaba germinando, sin grandes alharacas, sino con la discreta constatación interior de que algunas cosas estaban cambiando. Seguí caminando tranquilamente. En estos tiempos, es poco habitual poder recorrer esas distancias sin encontrarse con los obstáculos que impone la división de la tierra entre distintos propietarios. Por suerte, teníamos permiso de antemano, así que atravesamos las distintas granjas sin problema. En el ajetreo de la vida moderna, es muy fácil perder de vista la Tierra que tenemos bajo nuestros pies. Por supuesto, la mayoría sentimos una conexión con ella cuando nos 163 detenemos y absorbemos la belleza de la naturaleza, pero tener la posibilidad de caminar durante seis días sin obstáculos me permitió sentir una conexión que ni siquiera sabía que podía tener, a pesar de todo el tiempo que había pasado en una dichosa contemplación del planeta. A lo largo del camino, descubrimos tallas de épocas antiguas y nos asombramos ante los grandiosos eucaliptos rojos, unos árboles con cientos de años de vida. Había tallas complicadas, así como muescas en su corteza, con la que se fabricaban sus canoas. Contemplar estos vestigios de épocas pasadas, de tribus desaparecidas hace mucho tiempo, era fuente a la vez de tristeza e inspiración. En algunos lugares, la energía era increíblemente intensa, y me hizo entender por qué la excursión tenía propósitos reparadores. Además, muchos de los terrenos que atravesamos me recordaban a los lugares en los que me había criado. Incluso el olor de los excrementos de oveja me traía un sinfín de recuerdos, y me encantó volver a sentir ese ambiente seco y polvoriento, aunque solo fuese de forma temporal. Con cada paso que daba, iba mejorando mi forma física, y soñaba con volver a un mundo en el que caminar fuese el principal medio de transporte. Para mí, tenía mucho más sentido que todas las prisas y el ajetreo de la vida moderna. Un día en que me había alejado brevemente del grupo, encontré con gran alivio una poza de agua en la que bañarme. Me quité la ropa y me sumergí en el agua cristalina y refrescante. Sentí que rejuvenecía y noté cómo el agua me purificaba tanto el espíritu como el cuerpo. Cada instante de esa semana fue una bendición espiritual, porque mi conexión con la naturaleza no hizo más que intensificarse. El paisaje cambiaba constantemente a medida que caminábamos, desde las ocho de la mañana hasta alrededor de las cinco de la tarde, y después montábamos el campamento. Distribuidos a lo largo del camino, íbamos encontrando vestigios de la vida de otras épocas. Un antiguo carro que alguna vez se había quedado atascado en el río se hallaba ahora en mitad de la tierra seca y posiblemente llevaba así más de cien años. Una cabaña de piedra y sin tejado nos hablaba de gentes que en otros tiempos habían vivido cerca del río. Pero lo mejor fue cuando vimos las tallas y fuimos conscientes de cuán especial era la lección de historia que teníamos la fortuna de haber recibido, al confirmar la existencia de esos antiguos habitantes cuyos pasos seguíamos a diario. Tras seis días enteros caminando, y habiendo recorrido unos ochenta kilómetros, llegamos agotados pero exultantes. Me dio mucha pena despedirme del resto de 164 caminantes, y aún más el hecho de que la excursión hubiese terminado. Al día siguiente anduve otras cinco horas, alrededor del propio lago seco, porque me costaba dejar atrás la mentalidad de caminante y volver al modo urbano. Unos días después se celebró un festival de música, organizado con la misma intención reparadora que la excursión. Me quedé esos días por allí y luego puse rumbo de vuelta a Melbourne. Por fortuna, Harry aún no había fallecido, así que pude pasar algo más de tiempo con él, aunque durante los diez días que había estado ausente la enfermedad se había ensañado con su cuerpo, y lo encontré muy desmejorado. Sus piernas, antes musculadas, habían perdido todo el tono muscular y su rostro, antes redondo, estaba ahora demacrado. Aun así, seguía siendo Harry, un hombre hermoso y encantador. La intensidad de la desesperación de Brian por cuidar de su padre había aumentado enormemente. Era más controlador que nunca y solo salía de casa como máximo una hora por las tardes. Agradecí que Harry y yo ya hubiésemos disfrutado de las horas de paz antes de mi ausencia, ya que ahora apenas había ocasión, porque, aparte del comportamiento obsesivo de Brian, Harry pasaba mucho más tiempo durmiendo. Pero, cosas de la vida, una mañana Brian recibió una llamada inesperada que le obligó a salir y tuvo que cederme de mala gana el testigo de los cuidados. Por suerte, era cuando Harry estaba más lúcido (lo cual, a estas alturas, ya no era decir mucho). Pero al menos estaba despierto y con fuerzas para hablar un rato. A petición suya, se lo conté todo sobre la excursión y lo que había aprendido durante el viaje. Me preguntó sobre el resto de caminantes y sobre si alguno de ellos, o yo misma, había notado algún cambio positivo. Tenía mucho que contarle. «¿Y qué vas a hacer esta semana respecto a tus amigos, Bronnie? —me preguntó con voz débil—. ¿Cuánto tiempo vas a pasar con buenos amigos a lo largo de la semana? Eso es lo que yo quiero saber.» Me reí ante su insistencia en el asunto, y le dije que tendría tiempo de sobra para ponerme al día con mis amigos más adelante. Ahora lo que quería era pasar tiempo con él, con Harry, que también era mi amigo. «Con eso no basta, querida. Estás haciendo como los demás. A estas alturas ya deberías haber aprendido que tienes que guardar algo de tiempo para ti. Busca un equilibrio y hazles un hueco a tus amigos regularmente. Hazlo por ti, más aún que por ellos. Necesitamos a nuestros amigos.» Harry me miró severamente con cara de preocupación, pero ambos sabíamos que tras su insistencia había mucho cariño. Tenía razón. Necesitaba reservar tiempo para mis amigos con frecuencia, en lugar de 165 trabajar tantos turnos de doce horas y verlos a todos después. Por mucho que me gustase el trabajo y que, en ocasiones, compartiese unas maravillosas risas con los clientes y sus familias, vivía en un mundo bastante serio. Tenía que compensar el hecho de estar rodeada de personas moribundas y de la tristeza de sus familias con la luz que solo los amigos pueden aportar. A mi vida le faltaba alegría, y solo entonces fui capaz de aceptarlo. «Tienes razón, Harry», admití. Sonrió y levantó las manos pidiendo un abrazo. Me incliné sobre la cama y se lo di sonriendo. «No se trata únicamente de mantener el contacto con los amigos, querida. También se trata de darte a ti misma el regalo de su compañía. Lo entiendes, ¿verdad?», me preguntó con sus palabras y con la mirada. Asentí convencida. «Sí, Harry. Lo entiendo.» Cuando me retiré poco más tarde para dejarle descansar, me fui pensando en lo que me había dicho y en la franqueza directa con que lo había hecho. Harry tuvo la fortuna de fallecer con serenidad. Murió mientras dormía unas pocas noches después. Cuando me llamó para darme la noticia, su hija me dio las gracias de corazón. Pero, como le dije a ella, también Harry me había dado mucho a mí. El placer de conocerlo había sido mío. Todavía oigo cómo me decía: «Date el gusto de pasar tiempo con tus amigos». Las palabras de este hombre entrañable de cejas pobladas, cara sonrosada y gran sonrisa aún siguen resonando en mi interior. 166 LAMENTO 5: Ojalá me hubiese permitido ser feliz Como ejecutiva de una multinacional, Rosemary era una mujer adelantada a su tiempo. Había ido ascendiendo en el escalafón mucho antes de que hubiera mujeres en las altas esferas. Pero antes aún, había vivido de acuerdo con lo que la sociedad esperaba de ella y se había casado joven. Por desgracia, con su matrimonio llegaron los maltratos, tanto físicos como mentales. Cuando acabó medio muerta después de una paliza, llegó el momento de escapar para siempre. Aunque era un motivo muy válido para acabar con un matrimonio, en esa época el divorcio aún suponía un escándalo, así que para preservar la reputación familiar en un pueblo donde su apellido era muy conocido Rosemary se había trasladado a la ciudad, para volver a empezar. La vida había endurecido su corazón y su manera de pensar. Había logrado la aprobación, tanto personal como por parte de su familia, gracias a su éxito en un mundo dominado por hombres. Nunca se le pasó por la cabeza tener otra relación. Rosemary fue acumulando ascensos a base de una feroz determinación, gran inteligencia y mucho trabajo, hasta que llegó a ser la primera mujer de su estado en alcanzar un puesto en la alta dirección. Rosemary estaba acostumbrada a dar órdenes y disfrutaba del poder que su comportamiento intimidatorio le proporcionaba. Esta conducta también se trasladaba a su manera de tratar a las personas que cuidaban de ella. Iba pasando de una a otra y ninguna la satisfacía, hasta que llegué yo. Le gusté porque había trabajado en la banca, lo que, a sus ojos, significaba que no era tonta. Obviamente, yo no congeniaba con su manera de pensar, pero ya no tenía nada que demostrar así que dejé que pensase de mí lo que quisiese. A fin de cuentas, tenía más de ochenta años y se estaba muriendo. Rosemary exigió que yo fuese su cuidadora principal. Su temperamento mandón y su crueldad eran especialmente exacerbados por las 167 mañanas. Como yo ahora no tenía problemas de autoestima, hasta cierto punto se lo toleraba, aunque sabía que todo tenía un límite. Un día en que estaba particularmente desagradable, le di un ultimátum: o me trataba mejor o me largaba, a lo que respondió gritándome que me fuese, que saliese de su casa, diciéndome cosas muy desagradables, sentada en el lateral de la cama. Mientras me gritaba, yo simplemente me acerqué y me senté a su lado. «Vete. Lárgate», seguía desgañitándose, señalando hacia la puerta. Me quedé mirándola, mandándole mi cariño, esperando a que pasase el arrebato. Se hizo el silencio. Y así pasó un minuto, sin que ninguna dijese nada, pero sentadas lo suficientemente cerca para poder apoyarnos la una en la otra. «¿Has acabado?», pregunté, sonriendo dulcemente. «De momento», rezongó. Asentí sin decir nada y seguimos en silencio. Finalmente, le pasé el brazo por el hombro, le di un beso en la mejilla, me fui a la cocina y volví a los pocos minutos con la tetera. Rosemary seguía en la misma posición; parecía una niña desorientada. La ayudé a bajar de la cama y nos trasladamos al sofá, junto a la mesa donde el té nos esperaba. Rosemary se sentó y levantó la mirada hacia mí con una sonrisa mientras le cubría las piernas con una manta preciosa, antes de sentarme yo también. «Estoy tan sola y asustada. Por favor, no te vayas —dijo—. Contigo me siento segura.» «No me voy a ningún lado. No pasa nada. Siempre que me trates con respeto, aquí estaré», le dije de corazón. Rosemary sonrió como una niña que busca que la quieran. «Entonces quédate, por favor. Quiero que te quedes.» Asentí y le di otro beso en la mejilla, lo que hizo que en su rostro se dibujase una amplia sonrisa. A partir de ese momento, las cosas entre nosotras cambiaron radicalmente. Me habló de su pasado, lo que me ayudó a entenderla mejor, y de cómo siempre había hecho que la gente se alejase de ella. Durante mucho tiempo yo también había tenido esa costumbre, y era consciente de lo bueno que era acabar con ella, así que le dije que no aún no era demasiado tarde para permitir que la gente se acercase a ella. Rosemary me respondió que no sabía cómo hacerlo, pero que deseaba ser más amable. Su enfermedad avanzaba lentamente, pero cada día había señales de cómo se iba extendiendo, sobre todo por su creciente debilidad. Al principio, los cambios eran pequeños y aunque yo podía detectarlos, Rosemary aún seguía por momentos en estado de negación. Hacía planes para que yo le llevase las cuentas y pusiese orden en todas sus 168 inversiones, y me hablaba en detalle de esto y de aquello. Yo escuchaba en silencio, sabiendo que nunca sucedería. Rosemary me decía que, cuando se encontrase con fuerzas, iba a dedicarme unas horas para explicarme lo básico para que pudiese empezar a trabajar. Ya lo había visto antes: la gente sigue haciendo planes de futuro, a pesar de que sus fuerzas menguan con cada día que pasa. También insistía en que le pidiese cita en varios sitios de la ciudad, asegurándose de que hacía las llamadas desde el teléfono de su dormitorio, donde ella podía escuchar todo lo que yo decía y me interrumpía constantemente, controlando toda la conversación. Después tenía que cambiar las citas, no cancelarlas, una por una. No se podía negar que Rosemary poseía una personalidad controladora. Aunque yo no tenía inconveniente en hacer algunas cosas innecesarias para ella, otras veces me negaba en redondo, como por ejemplo cuando quería que perdiese tiempo y energía volviendo a buscar cosas que ya habíamos tratado de encontrar en todos los rincones de la casa. Día a día, sus muros emocionales iban derrumbándose y se iba abriendo más y más. Sus parientes vivían lejos, aunque la llamaban a menudo. Unos cuantos de sus amigos venían a visitarla con frecuencia, igual que algunos de sus antiguos socios comerciales. Pero la mayor parte del tiempo la casa estaba muy tranquila y podíamos disfrutar juntas de su precioso jardín. Una tarde, mirándome desde su silla de ruedas mientras recogía una colada, Rosemary me dijo que dejase de tararear. «Odio que estés contenta todo el rato y que estés siempre canturreando», reconoció con abatimiento. Terminé lo que estaba haciendo, cerré el armario de la ropa, me di la vuelta y la miré divertida. «Pues sí. Estás todo el rato tarareando, siempre contenta. Me gustaría que a veces te sintieses desgraciada.» Esta forma de pensar era tan típica de Rosemary que no me sorprendió en absoluto. Yo no siempre estaba contenta pero, cuando así era, le daba un motivo para refunfuñar. Pero, en lugar de responderle verbalmente, simplemente la miré, hice una pirueta, le saqué la lengua y salí de la habitación riéndome. Le gustó mi reacción, porque cuando volví poco después me sonrió con malicia en señal de aprobación. Nunca volvió a criticar de esa manera mi estado de ánimo positivo. «¿Por qué estás contenta? —me preguntó una mañana, pocos días más tarde—. No me refiero solo a hoy, sino en general. ¿Por qué estás contenta?» Sonreí ante la pregunta, pensando en lo mucho que había progresado para que alguien pudiese llegar a 169 hacérmela. Teniendo en cuenta todo lo que estaba sucediendo en mi vida mientras cuidaba de Rosemary, lo cierto era que la pregunta tenía su razón de ser. «Porque la felicidad se elige, Rosemary, y yo intento optar por ella cada día. Hay días en que no lo consigo. Como tú, yo también he tenido una vida dura, de una manera distinta, pero dura al fin y al cabo. Intento ver los aspectos positivos que tiene cada día y apreciar todo lo posible el momento que estoy viviendo —le dije con franqueza—. Tenemos la libertad de elegir en qué nos centramos. Yo trato de fijarme en lo positivo, cómo llegar a conocerte, trabajar en lo que me gusta, no tener la presión de alcanzar objetivos de ventas y valorar el hecho de tener salud y que sigo viva un día más.» Rosemary me sonrió, mirándome fijamente mientras absorbía mis palabras. Pero lo que ella no sabía era que, mientras cuidaba de ella, había tenido que hacer frente a mi propia enfermedad. Un tiempo atrás, había sufrido una pequeña operación. Cuando el especialista me llamó con los resultados, me dijo que tenía algunas dudas y que tenían que realizarme otra operación de mayor calado inmediatamente. Le dije que me lo pensaría. «No hay nada que pensar —respondió tajante—; si no te operas en un año puedes estar muerta.» Le repetí que me lo pensaría. Ya había aprendido varias lecciones importantes gracias a mi cuerpo, lo cual no es nada sorprendente, porque en el cuerpo es donde se almacena nuestro pasado. Todo nuestro dolor y nuestra alegría se manifiestan en el cuerpo de una u otra manera. Como ya antes había conseguido aliviar pequeños achaques mediante la sanación de varias emociones dolorosas, decidí que se me presentaba una enorme oportunidad de curación. Así que le haría frente a mi enfermedad con ese enfoque. Pero el miedo que aún tenía que vencer solo me permitió compartir mi situación con una o dos personas. Iba a necesitar todas mis fuerzas para superarlo y seguir centrada en lo que quería, que era sanar, así que no podía arriesgarme a tener que soportar las opiniones y los miedos de los demás. Aunque fuese fruto del cariño, en mi tránsito de sanación no cabía ni un gramo más del miedo de los demás. Tener el valor de expresarme emocionalmente, de soltar cosas desde los niveles más profundos, pasó a ser aún más importante. Durante una temporada, el panorama se oscureció y resurgieron muchas cosas de mi pasado. En un momento dado, la situación llegó a ser tan difícil y tan dolorosa emocionalmente que vi con buenos ojos la posibilidad de morir, y le pedí a la enfermedad que acabase 170 conmigo. Cuando realmente tuve que hacer balance de toda mi vida y aceptar que, a pesar de todos mis esfuerzos, era posible que no superase esa enfermedad y que no llegase a vivir hasta una edad avanzada, llegué a un punto en el que encontré una paz asombrosa. Me di cuenta de que ya había vivido una vida increíble y de que había tenido el valor de seguir los dictados y la llamada de mi corazón, y eso me permitió mirar a la muerte a los ojos y aceptar lo que estuviese por venir. Aceptarlo provocó en mí una hermosa sensación de serenidad. Pero, mientras continuaba con mi práctica habitual de la meditación, también estaba estudiando varios libros de sanación y varias técnicas de visualización, y liberándome de las emociones que quería soltar. Se empezaron a producir varios cambios en mi interior. Finalmente, llegué a una fase en la que sentía que ya había pasado lo peor, y que me encontraba en el camino hacia el bienestar. Me ofrecieron cuidar de una pequeña casa de campo, cubierta de parra y protegida por una alta valla. Estaba situada en un barrio de gente adinerada, pero se hallaba casi oculta, y me encantó. Además, un buen baño era algo que me entusiasmaba y la casa tenía una bañera enorme. Como el entorno era tan propicio, decidí hacer un ayuno a base de zumos, como había hecho tantas veces antes, y un par de días de silencio y meditación. Mi cuerpo siempre había sido un gran indicador de mi estado emocional. Cuando me asaltaba un pequeño achaque, podía trazar su origen hasta mis pensamientos o actividades durante los días o semanas previos. En consecuencia, con el tiempo había llegado a establecer un canal de comunicación muy limpio y sincero con mi cuerpo, y estaba siempre atenta a lo que me decía, procurando mantenerme fiel a los métodos de mejora. Muchas veces, las personas a las que cuidaba o mis amigos me decían que sabían que tenían algún problema en el cuerpo mucho antes de que llegasen a hacer algo para remediarlo. Pero, como yo había comprobado lo mucho que la calidad de vida depende de tener buena salud, había aprendido a actuar en cuanto el cuerpo me mandaba alguna señal. Una vez que desaparece la libertad que la salud hace posible, es imposible recuperarla. Para una de las meditaciones que hice mientras estaba en la casita de campo seguí las directrices de un libro que acababa de comprar. Pero para llegar a ese punto había que pasar por muchas fases y yo ya llevaba mucho trabajo hecho. Ese libro en concreto se centraba en la inteligencia de nuestras células, en cómo trabajan juntas, y daba indicaciones sobre cómo pedirles que erradicasen la enfermedad del cuerpo. Era sanación 171 a escala celular. Así que, a media mañana, me senté en mi cojín de meditación y alcancé un estado de profunda paz interior. Fui siguiendo las visualizaciones y las solicitudes y les pedí a mis células que me liberasen por completo de la enfermedad, si es que para entonces aún quedaba algo de ella dentro de mí. Al instante siguiente, estaba corriendo hacia el baño y vomitando violentamente. Provenía de las zonas más profundas de mi cuerpo y seguí vomitando toda una eternidad, hasta que sentí que no me quedaba nada dentro. Sentada en el suelo del todo agotada, apoyada contra la bañera, esperé aturdida por si quedaba algo más por echar. Y lo había. Y luego hubo más aún. Hasta que finalmente todo terminó. Estaba tan agotada que para levantarme tuve que apoyarme en la bañera. Me dolía el estómago de tanto vomitar. Volví lentamente a la sala de meditación con todo el cuerpo revuelto. Me tumbé sobre la mullida alfombra, me cubrí con una gran manta, me acurruqué en posición fetal y dormí seis horas de un tirón. La luz del atardecer entraba en la habitación cuando el primer frío nocturno me despertó suavemente. Recogida bajo la manta, contemplando la hermosa luz que entraba por la ventana, sentí que empezaba una nueva vida. Recé una oración de agradecimiento por las directrices y la valentía que me habían permitido llegar hasta ese lugar de sanación y sonreí para mis adentros. Mi cuerpo aún estaba un poco débil después de todo lo vivido ese día, pero a medida que fui recuperando las fuerzas, me levanté y, conforme avanzaba la noche, me embargó la euforia. Me preparé una estupenda comida para dar por finalizado el ayuno. El rostro me dolía de felicidad. Se había terminado. Mi cuerpo se había curado y, en los años que han pasado desde entonces, no he vuelto a observar ningún síntoma de la enfermedad. Aunque respeto profundamente que cada cual escoja su propio método de curación, ya sea una operación quirúrgica, una terapia natural, las tradiciones orientales o los medicamentos occidentales, yo había elegido el método apropiado para mí. Tuve que hacer uso de todo lo que había aprendido hasta entonces para poder superarlo, pero lo había conseguido. Sin embargo, nunca me pareció correcto contarles esta historia a las personas que cuidaba, porque para poder aplicar los métodos que utilicé necesité casi cuatro décadas de preparación a través de mis experiencias vitales y de muchos meses de curación. No habría sido justo darles falsas esperanzas. Cuando contactaba con ellos, ya estaban demasiado cerca del final de sus enfermedades y de sus vidas. Gracias a esta experiencia, pude valorar mucho más el don de estar viva y llegué a la 172 conclusión de que elegir ser feliz era una decisión que debía tomar a diario, un nuevo hábito que tenía que integrar en mi manera de pensar. Habría días en que no podría ser feliz, pero asumirlo ayuda a que la existencia sea más apacible y permite encajar mejor los días malos, sabiendo que también tendrán aspectos positivos, y que darán paso a días más felices. Aunque optar conscientemente por centrar mi atención, siempre que pudiese, en la felicidad y en las bendiciones de las que disfrutaba estaba sin duda produciendo cambios positivos en mi interior. Así que cuando Rosemary me preguntó por qué estaba siempre tarareando y contenta, esa era la razón: había experimentado un milagro que yo misma había propiciado y me sentía muy poderosa y afortunada. Rosemary deseaba sentirse alegre, me lo reconoció ese mismo día, pero no sabía cómo. «Pues finge que lo eres, solo durante media hora. Puede que lo disfrutes lo suficiente para estar realmente contenta. El acto físico de sonreír modifica tus emociones, Rosemary. Te desafío a que no pongas mala cara, no te quejes ni digas nada negativo durante media hora. A cambio, di cosas bonitas, concéntrate en el jardín si eso te sirve, pero acuérdate de sonreír», le sugerí. Le recordé que yo no la había conocido en el pasado, así que conmigo podía ser quien quisiese en ese momento. A veces, para sentirse bien hay que hacer un esfuerzo consciente. «Creo que nunca he sentido que mereciese ser feliz. Mi ruptura matrimonial había manchado el apellido y la reputación familiar. ¿Qué hago para ser feliz?», me preguntó con una franqueza que me partió el alma. «Permítetelo. Eres una mujer hermosa y te mereces conocer la felicidad. Permítetelo y elige ser feliz.» Conocía perfectamente los obstáculos a los que se enfrentaba Rosemary, porque yo también había tenido que superarlos en el pasado. De modo que le recordé que la opinión o la reputación de la familia solo podían evitar que fuese feliz si ella lo permitía y le hice alguna broma para que se relajara y así contribuir a que la felicidad fluyese. Aunque dudó al principio, Rosemary empezó a permitirse ser feliz: fue bajando la guardia algo más cada día y sonreía a menudo, lo que dio lugar a alguna que otra risa. Cada vez que le sobrevenía uno de sus antiguos estados de ánimo y me ordenaba hacer algo de mala manera, yo simplemente me reía y le decía: «¡Creo que no!». En lugar de ponerse aún más desagradable, se reía y me lo pedía con buenos modos, y yo le correspondía haciéndolo sin rechistar. 173 Pero su salud se deterioraba día a día, hasta tal punto que ella misma empezaba a notarlo. Aunque seguía hablando de su intención de enseñarme qué hacer con sus cuentas, ya no le sorprendía que yo no la animase a hacerlo. Cada vez pasaba menos tiempo fuera de la cama. Tenía que aceptar que la lavase en ella, porque hacerlo en la ducha suponía un riesgo demasiado grande tanto para su salud como para mi espalda. Si me entretenía demasiado haciendo cosas por la casa, me llamaba para que le hiciese compañía. Ahora tenía una cama de hospital en su habitación, y la suya estaba vacía. Esa cama de hospital era necesaria porque ella ya no podía poner de su parte cuando había que sacarla del lecho. El mecanismo hidráulico también le permitía incorporarse sin que ni yo ni la cuidadora nocturna tuviésemos que rompernos la espalda. Así que, cuando yo no tenía otras tareas pendientes más que hacerle compañía, me estiraba en su antigua cama mientras hablábamos. Rosemary estaba más cómoda tumbada de lado, porque eso le suponía hacer menos esfuerzo, y yo también estaba más a gusto así. Enseguida cogimos la costumbre de echarnos la siesta por la tarde. Su calle estaba tranquila a esa hora, y yo me encontraba a su lado por si necesitaba algo. Así que yo también me dormía, bien acurrucada bajo las mantas. Nos despertábamos y nos contábamos lo que habíamos soñado, y seguíamos tumbadas conversando hasta que yo tenía que levantarme para hacer cosas. Fueron momentos tiernos y especiales para las dos. Una tarde, cuando estábamos hablando en la cama, Rosemary me preguntó cómo sería morirse, el momento de la muerte, algo que ya me habían preguntado otros enfermos. Supongo que es como cuando la gente pregunta a los demás cómo vivieron ciertas experiencias, como por ejemplo una mujer embarazada que cuestiona a otra sobre el parto, o alguien dispuesto a viajar a un país se informa a través de alguien que ya haya estado allí. Pero, en este caso, una persona moribunda no puede preguntar a alguien que ya ha muerto, así que muchas veces querían conocer mis opiniones y experiencias. Yo siempre les hablaba con franqueza de cómo Stella se había marchado con una sonrisa en los labios y también les contaba que todas las transiciones que había presenciado habían sido muy breves. La historia de Stella siempre los tranquilizaba, igual que me había tranquilizado a mí el estar allí con ella. En la sociedad moderna, el tratamiento que se ofrece a las personas mayores, o a cualquiera que esté enfermo, da muy poca importancia al bienestar espiritual o emocional. A menos que quien vaya a morir tenga la fortuna de estar en una clínica que 174 dé importancia a esos aspectos de la vida, se les deja a su propia suerte. Es algo que les da mucho miedo y hace que se sientan aislados. Existe una gran distancia entre tratar la salud física y ni siquiera reconocer, como hace la sociedad moderna, que existe una relación entre esta y la salud espiritual o emocional. Al combinar ambas necesidades y tratar todos los aspectos del recorrido vital de una persona, quien va a morir sería mucho más capaz de alcanzar la reconciliación interior antes de llegar a sus últimas semanas o días. Esta es una de las carencias más evidentes, consecuencia de nuestra decisión como sociedad de apartar la vista de la muerte. Las personas que van a morir tienen muchas preguntas, cuestiones que podrían haberse planteado mucho antes si hubiesen tomado conciencia de que algún día, como todo el mundo, iban a morir. Si se hubiesen hecho antes esas preguntas sobre asuntos mucho más profundos, habrían encontrado las respuestas también mucho antes, y con ellas la paz interior. No habrían tenido que vivir en un estado de negación respecto a su muerte por puro miedo y terror, como suele suceder. Pero llegó un momento en que Rosemary ya no podía negarse a ver que su muerte estaba próxima. A ratos prefería estar a solas. «Tengo mucho en lo que pensar», me decía. Cuando entré en su habitación una tarde, dijo: «Ojalá me hubiese permitido a mí misma ser más feliz. He sido una persona muy desgraciada. Sencillamente, no pensaba que me lo mereciese. Pero ahora sé que sí me lo merecía. Riéndome contigo esta mañana me he dado cuenta de que no había ninguna necesidad de sentirse culpable por ser feliz». Me senté a su lado en la cama y seguí escuchándola. «En realidad, la decisión es nuestra, ¿verdad? Podemos evitar ser felices porque pensamos que no nos lo merecemos, o si dejamos que las opiniones de los demás influyan en quiénes somos. Pero en realidad no somos así, ¿no es cierto? Podemos ser como nos permitamos ser. Dios mío, ¿cómo no me he dado cuenta de esto antes? ¡Cuánto tiempo perdido!» Le sonreí con cariño. «Yo también he pasado por eso, Rosemary, pero ser amable y sentir compasión es una manera mejor de tratarte a ti misma. En cualquier caso, ahora ya lo sabes, porque has permitido que la felicidad entrase en tu vida. Hemos pasado momentos muy bonitos.» Al recordar las cosas de las que nos habíamos reído, Rosemary me dio la razón con una sonrisa cómplice y recuperó el buen ánimo. 175 «Me está empezando a gustar la persona que soy ahora, Bronnie, esta parte más luminosa de mí.» Sonriendo, le dije que a mí también me gustaba. «¿Y no era una tirana?», me dijo con una risita, refiriéndose a nuestras primeras semanas juntas. Pero no todo eran risas entre nosotras. También compartimos momentos tristes y tiernos, en que nos cogíamos de las manos y llorábamos juntas, sabiendo lo que se avecinaba. Pero, al menos, Rosemary había experimentado la felicidad en sus últimos meses. Tenía una sonrisa tan hermosa... Aún puedo verla. En su última tarde, la neumonía se había adueñado de ella y de su garganta congestionada por la abundante mucosidad. Habían venido unos cuantos familiares, y también un par de amigos encantadores. Aunque su partida no fue la más tranquila que yo había presenciado, sí fue extraordinariamente breve. Esa entrañable mujer ya estaba en otro lugar. Esa tarde tenía que venir la enfermera del ayuntamiento, que llegó diez minutos tarde. Mientras los parientes y amigos de Rosemary charlaban en la cocina, la enfermera y yo la lavamos y luego le pusimos un camisón limpio. La enfermera no la había conocido en vida y, mientras nos encargábamos de sus restos, me preguntó cómo era Rosemary. Miré el cuerpo de mi querida amiga y su rostro en calma, ahora que ya dormía para siempre, y sonreí. Volvieron a mi mente los recuerdos de las tardes en nuestras respectivas camas, imágenes de Rosemary riéndose y burlándose de mí. «Fue feliz —respondí de corazón—. Sí, fue una mujer feliz.» 176 Ahora es el momento de ser feliz De todos los enfermos a los que cuidé, Cath era con diferencia la más filósofa. Tenía una opinión sobre todas las cosas, pero no infundada sino bastante bien informada. Amaba el saber y la filosofía, y había absorbido mucho conocimiento a sus cincuenta y un años. Cath seguía viviendo en su casa natal. «Mi madre nació y murió aquí. Yo haré lo mismo», afirmaba con determinación. Le encantaba darse baños, así que las mejores conversaciones que tuvimos en el primer par de meses que pasamos juntas solían tener lugar mientras ella estaba en la bañera y yo me sentaba en un taburete a su lado. Como a mí también me gustaba mucho un buen baño, estaba decidida a ayudarla a que pudiese seguir usando la bañera durante tanto tiempo como fuese posible. Pero no mucho después Cath estaba tan débil que ya no tenía fuerzas para meterse o salir de ella, ni siquiera con mi ayuda. Además, el riesgo de que se cayese era demasiado alto. Cuando se dio cuenta de que esa iba a ser la última vez que se daba un baño, Cath empezó a llorar y las lágrimas cayeron sobre el agua a su alrededor. «Todo se acaba. Ahora le toca al baño —dijo entre lágrimas—. Después dejaré de andar. Luego ni siquiera podré ponerme en pie. Y después, por fin, yo misma me acabaré. Mi vida se acaba.» Las lágrimas dieron paso a los sollozos, desnudos y desinhibidos. Aunque sentía compasión por ella, y yo misma estaba al borde de las lágrimas, también era bueno ver que alguien era capaz de liberar sus emociones con tanta franqueza. Desde lo más profundo de su alma, Cath lloró un torrente de lágrimas. Cuando parecía que ya no le quedaba nada por soltar, se incorporó en la bañera en silencio, agotada de tanto llorar, con la mirada fija en el agua o haciendo garabatos sobre la superficie. Entonces empezó de nuevo, y cada sollozo provenía de un sitio aún más profundo y primario que el anterior. Lloró por todos y cada uno de los recuerdos tristes que había conservado, por todas las personas a las que había perdido y por aquellas a las que perdería al dejarnos. Pero, sobre todo, Cath lloró por ella misma. Cada vez que intentaba irme, para dejarla a solas, me pedía que me quedase con un gesto de la cabeza. Así que seguí sentada en el taburete, mandándole mi cariño en 177 silencio, simplemente viéndola llorar. Saber que ella estaba permitiendo que saliesen cosas de un lugar tan profundo era algo desgarrador pero sano al mismo tiempo. Cuando hubo pasado otra media hora, y como el agua estaba enfriándose, le pregunté si quería que abriese un poco el grifo. Negó con la cabeza: «No, no, ya está bien». Dejó de llorar y me pidió ayuda para salir. Parecía serena cuando la llevé más tarde en la silla de ruedas hasta el sol, envuelta en su camisón azul claro y con sus zapatillas de color rojo encendido. «Escucha al pájaro —me dijo sonriendo. Nos quedamos en silencio, deleitándonos con su canto, sonriendo todavía más cuando oímos la respuesta de su compañero desde otro árbol más alejado—. Cada día es un regalo. Siempre ha sido así, pero hasta ahora no me había detenido lo suficiente para ver realmente la enorme cantidad de belleza que nos ofrece cada día. Es fácil dar tantas cosas por supuestas. Escucha.» Desde otros árboles cercanos empezaron a oírse distintos cantos. Cath me contó cómo se había dado cuenta de lo importante que era la fuerza de la gratitud. Es demasiado fácil pedirle siempre más a la vida, dijo, y hasta cierto punto eso está bien, porque para poder soñar y crecer tenemos que ampliar nuestro yo. Pero, como nunca tendremos todo lo que queremos, y nunca dejaremos de crecer, apreciar lo que ya poseemos a lo largo de nuestro camino es lo más importante. La vida pasa tan rápido, afirmó, da igual que llegues a los veinte, que cumplas los cuarenta o que vivas hasta los ochenta. Tenía razón. Cada día es en sí mismo un regalo y una bendición. Y además el momento en el que estamos es lo único que tenemos. Yo llevaba veinte años escribiendo un diario de agradecimientos, donde anotaba al final de cada día las cosas por las que me sentía agradecida. Normalmente eran muchas, pero de vez en cuando, en las épocas más oscuras, me costaba encontrar alguna. El agotamiento emocional era tal que hasta buscar aspectos positivos me suponía un esfuerzo. Sin embargo no dejaba de perseverar. Incluso en momentos así conseguía pensar en cosas por las que me sentía afortunada, como el agua limpia, tener un lugar donde dormir, comida en el estómago, la sonrisa de un desconocido o el canto de un pájaro. Como le expliqué a Cath, aunque yo valoraba las cosas cuando escribía mi diario por las noches, había tardado un tiempo en adoptar la costumbre de valorarlas también en el momento en el que sucedían, sobre todo cuando se trataba de algo desagradable. Como 178 mínimo, me había acostumbrado a rezar en silencio una oración de agradecimiento en el mismo momento en el que recibía cada regalo. La naturaleza siempre contaba con mi agradecimiento inmediatamente, desde luego. El ejemplo que le puse fue que, si una suave brisa que me besaba la cara, yo me sentía afortunada por tener salud suficiente para estar al aire libre y así poder sentirla. No obstante, quería sentirme más agradecida por otras cosas cotidianas. Aunque no cabía duda de que escribir en el diario me había permitido abrirme a un nivel mucho mayor de gratitud, lo que finalmente había incorporado esa gratitud a mi día a día había sido el gran logro de ser capaz de vivir más en el presente. Decidí que siempre tenemos algo por lo que dar las gracias y así fue como adquirí esa costumbre. «Si eres agradecida sobre la marcha, seguro que recibes muchas bendiciones, ¿verdad?», preguntó Cath. «Solo si me lo permito, Cath, si no olvido mi propia valía y dejo que fluya. Evidentemente, he recibido importantísimas bendiciones a lo largo de mi vida, pero a veces lo primero que tengo que hacer es quitarme de en medio. Como a cualquier otra persona, las bendiciones me llegan cuando estoy en un estado de gratitud y dejo que fluya.» Mi teoría le hizo gracia, pero me dio la razón. «Sí, quiere fluir hasta nosotros, pero si no hay gratitud y no dejamos que nos llegue, evitamos que suceda, creo yo. La mayoría de la gente no se da cuenta de lo bien que les va. Durante mucho tiempo yo tampoco fui consciente. Pero, por suerte, empecé a trabajar en ello antes de caer enferma y aprendí a vivir en un sitio mejor dentro de mí.» Después de un rato agradable al sol, Cath tenía que comer y descansar. La comida consistió en un helado y compota de frutas, lo único que era capaz de comer. Le costaba demasiado masticar otros alimentos, me dijo, y no le sabían a nada. Después, le ayudé a subir las piernas a la cama, la coloqué en una postura cómoda y corrí las cortinas. Acababan de subirle la dosis de calmantes, lo que hacía que estuviese más a gusto, pero también mucho más cansada. Al minuto siguiente, ya estaba profundamente dormida. A primera hora de la noche, su ex novia se pasó a saludarla. Mantenían una buena relación. Habían seguido siendo amigas después de su ruptura, hacía más de diez años. Su amistad se basaba en el cariño y en el respeto. Cath tenía más visitantes habituales, como su hermano mayor, con su mujer y sus niños, y su hermano pequeño. Varios 179 vecinos también se acercaban a diario, y algunos amigos y compañeros de trabajo se pasaban siempre que podían. Era una mujer muy querida. Por lo que me contaron quienes venían a visitarla, Cath había sido muy enérgica en su trabajo, pero normalmente transmitía energía positiva a todo el mundo. Ahora, como cualquier persona a punto de morir, le encantaba que las visitas le pusiesen al día de sus vidas y de lo que sucedía en el mundo exterior. Al no poder salir de nuevo a ese mundo, los que se encuentran en fase terminal disfrutan de cualquier noticia que les llega de fuera. A menudo, los amigos y familiares no saben qué decir pero, para los enfermos, escuchar cosas del exterior hace que sigan al tanto de lo que sucede, y eso siempre es positivo, nunca negativo. Y así era claramente en el caso de Cath. Siempre deseaba que le contasen cosas alegres. Pero no era fácil para las visitas, porque muchas veces ellos mismos estaban desolados por la inminente pérdida de alguien a quien querían. Como Cath y yo teníamos una conexión fluida, podía hablar con ella de cualquier cosa. Por lo que, a petición de su amiga Sue, un día saqué el tema de las diversas emociones que experimentaban aquellos que venían a verla. Sue luchaba cada día por ser positiva para su amiga, cuando lo único que le pedía el cuerpo era llorar sin parar cada vez que la venía a visitar. Me contó que, antes de entrar, se quedaba un rato en el coche mentalizándose para ser fuerte y estar contenta. Y, al salir, volvía a quedarse allí unos minutos, llorando como una magdalena. «En realidad, me doy cuenta —me reconoció luego Cath—. Pero no creo que pudiese soportar la tristeza de Sue, además de la mía. Sería demasiado.» «Pero no tienes por qué hacerlo —le dije—. Simplemente, déjale que se exprese con sinceridad y no cambies de tema cuando te hable de sus sentimientos. Hay cosas que necesita decirte, tú solo tienes que permitírselo. No tienes que cargarlo sobre tus hombros, no es eso lo que te pide. Lo único que necesita es decirte lo mucho que te quiere, y no es capaz de hacerlo sin llorar, y también tiene miedo de que no se lo permitas.» Cath entendió de qué le estaba hablando y me dijo que se sentía mal por ser fuente de tanta tristeza. Casi le daba vergüenza. «Por Dios, Cath, a estas alturas de tu vida, ¿de verdad te preocupa tu orgullo? —le pregunté directamente, pero con ternura. Me respondió con una sonrisa—. Tú solo deja que salga y que los demás te digan cuánto te quieren.» 180 Cath me sonrió y dejó pasar un momento en silencio antes de responder. «Hace un tiempo, cuando estaba tomando conciencia de la gravedad de mi enfermedad, aprendí a aceptar mis sentimientos, a no rechazarlos. Cuando surgen, no los oculto. Eso me permitió llorar en tu presencia el otro día en el baño. He aprendido a aceptar mis sentimientos como lo que son en el momento, sin rechazarlos ni tratar de bloquearlos. En realidad, son un producto derivado de mis pensamientos y de mi mente. Sé que puedo crear nuevos sentimientos si centro mi atención en cosas mejores. Pero lo que siento en mi interior forma parte de cómo soy ahora, y es mejor que los exprese, en lugar de reprimirlos. Y a pesar de eso sigo sin respetar los sentimientos de los demás, porque rechazo e impido su expresión sincera.» Cath hizo un gesto de disgusto y suspiró. Pero, después de pensarlo un momento, me miró sonriendo y dijo: «Supongo que ha llegado el momento de ser valiente y dejarles a ellos que lloren también». Le di la razón y le dije que aún podría haber momentos relajados y divertidos en el futuro, pero que sus amigos y familiares necesitaban expresar los sentimientos que habían ido acumulando. La querían y necesitaban decirlo y demostrárselo, incluso aunque eso pudiese ir acompañado de algunas lágrimas. Poco después, se sucedieron las conversaciones emotivas entre Cath y sus visitantes, pero el amor que fluía era inspirador. Abrieron sus corazones y, junto al dolor, experimentaron también el alivio de sentir cómo fluía la expresión de ese amor. Hubo un día especialmente emotivo, justo después de que se fuese la última de sus amigas, la cual se iba riendo entre lágrimas agridulces por las bromas que Cath y ella seguían intercambiando hasta que salió de la habitación. Cuando su amiga se hubo marchado, Cath me miró con cariño: «Sí, es importante dejar que tus sentimientos salgan a la superficie y aceptarlos. Y también es sano para mis amigos. Además, así el recuerdo que guarden de mí será más bonito, porque no sentirán el peso de tener que asumir cargas que no tienen por qué arrastrar». Me gustó su análisis y asentí con un gesto de comprensión. En mis días más oscuros, por fin había logrado tomar distancia respecto a mis sentimientos y me había dado cuenta de que no eran más que una expresión emocional de mi dolor, o de mi alegría, y que no representaban fielmente quién era yo en realidad. Como cualquier otra persona, llevaba conmigo la sabiduría de mi alma, pero para conocer a mi verdadero yo, esa divina sabiduría que residía en mi interior, tenía que permitir que mis sentimientos saliesen a la superficie. Si no, siempre me impedirían llegar a ser la persona que potencialmente 181 podría ser. Me encantó ver que Cath llegaba a conclusiones similares, pero expresadas con sus propias palabras. Como ya era de constitución delgada, en cuanto empezó a perder peso enseguida tuvo aspecto de enferma. «Se me acaba el tiempo. No puedo ignorar las señales, eso está claro», me dijo una mañana, sentada en la silla de baño. Muchas de mis conversaciones con las personas que cuidaba habían tenido lugar mientras se afanaban por las mañanas en el inodoro portátil. Nunca le dábamos importancia al hecho de que estuviesen haciendo de vientre, formaba parte de la rutina y no tenía mucho sentido que eso interfiriese en una buena historia. Cuando la ayudé más tarde a volver a la cama le confirmé que, en efecto, las señales parecían indicar que su tiempo se estaba acabando. Una vez que estuvo acostada, me dijo: «No me arrepiento de cómo he vivido, porque casi todo me ha servido para aprender, pero si pudiese hacer algo de otra manera, si tuviese la posibilidad de volver a empezar, habría dejado entrar más felicidad en mi vida». Me quedé algo desconcertada al escuchar estas palabras. Ya se las había oído pronunciar a otros enfermos, por supuesto, pero Cath me parecía una persona feliz, al menos tanto como puede serlo alguien que se está muriendo y cuyo cuerpo la está haciendo sufrir en el proceso. Así que le pregunté a qué se refería. Me explicó que su trabajo le encantaba y que le había dado demasiada importancia al hecho de obtener resultados. Cath había trabajo en proyectos para jóvenes con problemas y pensaba que contribuir a mejorar la vida de los demás era fundamental para que la suya fuese satisfactoria. «Todos tenemos talentos que compartir, todos y cada uno de nosotros. No importa cuál sea tu trabajo, lo fundamental es intentar ayudar de manera consciente, con la esperanza de construir un mundo mejor —dijo—. La única manera de que las cosas mejoren es que todos tomemos conciencia de la interconexión que nos une. Nada bueno conseguiremos si actuamos cada uno por nuestra cuenta. Si tan solo fuésemos capaces de trabajar juntos por el bien de todos, en lugar de dejar que el miedo nos lleve a competir los unos contra los otros...» Aunque estaba exhausta y pasaba la mayor parte del tiempo recluida en su cama, Cath aún tenía mucho que decir. Yo sospechaba que la filósofa que llevaba dentro sería lo último que desaparecería, lo cual a mí me parecía perfecto. Continuó hablando mientras le ponía crema en los brazos y las manos. «Todos tenemos que aportar algo positivo. Yo lo he hecho. Pero, mientras buscaba el sentido de la vida, me olvidé de disfrutar por el camino. Me concentré exclusivamente en encontrar lo que estaba buscando. Incluso 182 cuando encontré un trabajo que me gustaba, que hacía que sintiese realmente que estaba aportando algo, seguí preocupándome sobre todo por los resultados.» Yo misma me había encontrado en esta situación muchas veces y también les había oído decir lo mismo a otros enfermos. Cuando trabajamos para alcanzar nuestros objetivos, es fácil perder la noción del momento presente. A eso se refería Cath. Su felicidad dependía del resultado final, lo que le impedía disfrutar del camino hasta llegar a su meta. Le dije que nadie se libra de caer en ese error en alguna ocasión, y yo tampoco. Prosiguió: «Sí, pero al hacerlo me he privado de la posibilidad de ser feliz. A eso es a lo que me refiero cuando digo que lo haría de otra manera. Es importante, qué duda cabe, esforzarse por encontrar un propósito en la vida y contribuir a que el mundo sea mejor, de la manera que sea. Pero que tu felicidad dependa del resultado final no es la mejor manera de conseguirlo. Sentirse afortunada cada día es la clave para tomar conciencia de que una es feliz ahora y disfrutar de ello, y no cuando los resultados llegan, o una se jubila, o cuando sucede tal o cual cosa». Suspiró, agotada tras su enfervorizada proclama, reflejo de su necesidad de hacerse oír, como sucedía a menudo. Tras escuchar lo que decía y explicarle la reacción que sus pensamientos provocaban en mí, le coloqué las mantas y me dirigí a la cocina para preparar una infusión. Mientras cortaba algo de hierbaluisa en el jardín, volví a pensar en lo que había dicho Cath, que me hizo recordar palabras muy similares que había oído en boca de otros pacientes. Un pájaro cantó y el aroma de la hierbaluisa, ya en la tetera, se extendió por la cocina. Era fácil sentirse afortunada y completamente presente. Cath quería relajarse y escuchar, así que me preguntó dónde vivía. Me reí un poco y le respondí que esa era la primera pregunta que me hacían mis amigos cada vez que me llamaban. «¿Por dónde andas ahora?» eran palabras a las que mis oídos estaban muy acostumbrados. Así que le hablé con todo detalle de mi época en la que llevaba una vida nómada, de los últimos años que había pasado cuidando casas, y de cómo, recientemente, había empezado a notar que se me estaba acabando la energía necesaria para llevar esa vida tan desordenada. Además, en Melbourne no surgían tantas oportunidades de cuidar casas como en Sydney, y el hecho de no saber dónde iba a vivir en el futuro y las mudanzas de una casa a otra empezaban a pasarme factura. Lo que tan bien me había hecho sentir en otra época ahora comenzaba a cansarme. Tras pasar un tiempo con unos amigos entre dos temporadas cuidando casas, acababa de alquilar una habitación en la casa de una mujer con la que tenía cierta relación. 183 Aunque me sentía enormemente agradecida por su amabilidad y por no tener que mudarme cada pocas semanas, la habitación no dejaba de ser un lugar ajeno, así que nunca sentí que fuese mi casa, y desde luego no era lo que buscaba a largo plazo. Parecía que todo se estaba confabulando para agudizar en mí la necesidad de tener de nuevo mi propio espacio. Había pasado casi una década desde que había tenido mi propia cocina y mi propio hogar y el deseo de volver a tenerlos aumentaba cada día. Cath, que llevaba cincuenta y un años viviendo en la misma casa, no podía ni siquiera imaginarse una vida como la mía. Le dije que yo tampoco era capaz de imaginarme una vida como la suya y que, aunque volvía a sentir la necesidad de tener un espacio propio, sabía que una parte de mí siempre tendría querencia por la vida nómada. Pero ahora me imaginaba a mí misma teniendo una base estable desde la que viajar, en lugar de estar cambiando de casa cada vez que sentía un cosquilleo en los pies. Todos esos años yendo de un sitio para otro desde que era adulta, también determinaban en buena medida mi antigua forma de ser, pero estaba experimentando cambios internos y ya no sentía el deseo ni tenía la energía necesaria para llevar una vida así. Lo único que quería era volver a tener mi cocina y disfrutar de la intimidad que da tener un espacio propio. Cath convino conmigo en que el cambio forma parte indefectiblemente de la vida y, riéndose, me dijo que yo contribuía a la ley de los promedios. Le respondí que la gente como yo compensaba a quienes, como ella, habían vivido más de medio siglo en la misma casa, y nos reímos. Nuestras vidas eran muy distintas, y sin embargo la conexión que nos unía, debida a nuestro amor común por la filosofía, era muy intensa. Cath me preguntó cómo había acabado trabajando en cuidados paliativos, y se quedó de piedra cuando le hablé de todos los años que había pasado en la banca. «Me cuesta muchísimo imaginármelo», me dijo sorprendida. «A mí también, gracias a Dios —exclamé riendo. Al pensar en ello, me asombraba cuánto podía caber en una sola vida y lo mucho que me costaba siquiera volver a imaginarme en ese mundo, y no digamos ya durante tanto tiempo—. Las medias, los tacones y los uniformes corporativos nunca me sentaron bien, Cath, y tener la vida tan estructurada tampoco.» «No me sorprende, teniendo en cuenta por lo que has optado después», me dijo con una sonrisa cómplice. Luego, en un tono más serio, me preguntó cuánto tiempo más pensaba seguir haciendo este trabajo y si tenía otras aspiraciones. No tenía ningún 184 sentido ocultarle lo que pensaba. Ya había aprendido lo importante que es la sinceridad y me sentaba de maravilla poder hablar sobre este tema con tanta libertad. Le había dado muchas vueltas recientemente, y hablarlo con Cath me ayudó a aclararme. En algún momento durante los doce meses anteriores, se me había pasado por la cabeza la idea de dar clases de composición musical en la cárcel. Aunque no sabía nada del sistema penitenciario, seguía pensando en ello y, de hecho, con el tiempo la semilla había seguido creciendo lentamente. Poco tiempo atrás, había entrado en contacto con una mujer extraordinaria que me había tomado como su protegida y me había guiado a través de las posibilidades que existían para conseguir financiación. «Sí, Bronnie, vuelve con los vivos. El trabajo que haces aquí es hermoso, y forma parte claramente de tu propósito en esta reencarnación, pero seguro que a veces te desgasta», insistió Cath. Le conté que llevaba casi ocho años trabajando en esto, y que notaba que algo estaba cambiando en mi interior y que tenía la sensación de que pronto chocaría contra un muro si continuaba. Sentía que estaba quemando mis últimos cartuchos. Era para mí un gran honor ser testigo de cómo la gente encontraba la paz y creía espiritualmente en el ocaso de sus vidas. Era algo que me había proporcionado innumerables momentos de satisfacción. No podía negar que el trabajo aún me gustaba mucho, pero también sabía que deseaba trabajar en un lugar donde hubiese un poco de esperanza, con personas que tuviesen la posibilidad de crecer y cambiar sus vidas considerablemente antes de que les llegase la muerte. También había ido desarrollándose en mi interior el deseo de dedicarme a alguna labor creativa y la esperanza de poder trabajar desde casa, una vez que hubiese encontrado un espacio propio donde vivir. Al escucharme a mí misma explicándole en voz alta a Cath todas estas ideas, sentí que el proceso adquiría una energía tangible. Antes de que quisiese darme cuenta, las ideas sobre las clases en la cárcel ocupaban cada vez más tiempo en mis pensamientos. Mi vida como cuidadora tocaba a su fin. Lo necesitaba. Le había dado casi todo lo que estaba en mis manos ofrecerle. Poco antes de morir, Cath recuperó las fuerzas y, durante un par de días, pareció que estaba mejorando. Yo ya lo había visto antes, así que llamé a todos aquellos que la visitaban habitualmente para que viniesen y pasasen un ratito con ella, porque estaba a punto de descender por la pendiente final. Después de verla, varios de ellos me preguntaron por qué los había llamado, ya que tenía tan buen aspecto y había recuperado 185 su energía. Aparentemente, algunas veces, cuando alguien lleva mucho tiempo enfermo, se produce este fenómeno extraordinario, que nos ayuda a recordarlos con un poco de la chispa que tuvieron alguna vez, antes de caer enfermos. Durante esos dos días, resonaban las risas provenientes de la habitación de Cath, que no paraba de hacer bromas y disfrutaba de una hermosa lucidez con sus amigos y familiares. Pero cuando llegué al día siguiente, me encontré con una mujer moribunda, que apenas podía hablar. Estaba mustia, sin fuerzas, y así siguió durante tres días más. Pasó la mayor parte del tiempo durmiendo, pero cuando estaba despierta me sonreía siempre que le cambiaba las gasas y la lavaba. Incluso el lujo de orinar en la silla de baño era ya cosa del pasado. Los amigos volvieron, y salían con semblantes serios; sabían que acababan de despedirse definitivamente de su querida Cath. Al final del tercer día, era evidente que no iba a llegar a la mañana siguiente, así que, cuando mi turno terminó, me quedé allí con su hermano y su cuñada. La cuidadora nocturna nunca había visto un cadáver y sintió un gran alivio al saber que yo me quedaba. Recordé cuando había pasado por ese mismo trance, tantos años antes, y me di cuenta de cuánto camino había recorrido. No me imaginaba entonces la de gente maravillosa a la que conocería, de una manera tan íntima, ni la insospechada bendición que recibiría en forma de conocimiento. Durante los últimos días, le habían inyectado los calmantes por vía intravenosa, porque ya no era capaz de tragar pastillas. Por la noche, llegó la enfermera de cuidados paliativos para dispensarle más. Cath permanecía la mayor parte del tiempo dormida o en un estado de aturdimiento. «Esta será la última —nos dijo al hermano de Cath y a mí—. No pasará de esta noche.» Le dimos las gracias amablemente y la acompañé hasta la puerta. «Le queda menos de una hora», me comentó la enfermera cuando nos despedíamos en la entrada. Este trabajo tenía su dosis de tristeza y de alegría: tristeza al despedirse de Cath y dejarla ir; alegría porque así terminaba su sufrimiento y por todo el amor que habíamos compartido. La sensación agridulce hizo que las lágrimas brotasen lentamente. Cath no esperó una hora más; falleció mientras yo volvía a su habitación. Su respiración era cada vez más lenta hasta que se detuvo. Al verla ahí tendida, sabiendo que su hermoso espíritu ya estaría en otro lugar, sonreí entre lágrimas. Aún podía oír su voz: «No te quedes con los moribundos para siempre, deja que vuelva a entrar algo de alegría en tu vida», me había dicho con un hilo de voz esa misma mañana. 186 De pie junto a su cama, me eché a llorar y dejé que las lágrimas corriesen. «Buen viaje, amiga», dije en silencio desde mi corazón. Su hermano y su cuñada se acercaron a la cama y me dieron un sentido abrazo, todos llorando. Había que encargarse de las formalidades, y la familia quiso hacerlo, así que volví a mirar por última vez el cuerpo de Cath, un cuerpo que había lavado y masajeado tantas veces... Pero Cath ya no estaba allí. Su espíritu había seguido su camino. Pero sí permanecía en mi corazón y, con una ligera sonrisa, me despedí definitivamente de ella y de su familia. La cuidadora nocturna también se despidió y se fue. Al salir de casa de Cath por última vez, bajo la luz brillante de las farolas de la apacible calle residencial, cerré la puerta a mi paso. El mundo siempre parecía surrealista después de asistir al fallecimiento de una persona. Tenía todos los sentidos alerta y sentía que contemplaba el mundo desde otro lugar. Al subir la escalera del tranvía, apenas era consciente de la gente que me rodeaba. El mundo seguía su curso ahí fuera, mientras yo pensaba en Cath y en los bellos momentos que habíamos compartido. Cuando el tranvía se detuvo en un semáforo, vi a un grupo de personas que entraban riendo en un restaurante. Hacía una noche agradable y toda la gente a la que veía por la calle estaba alegre. Mis fatigados ojos sonrieron al ver las señales de tanta felicidad. Después de un rato ignorándolos, empezaron a llegar hasta mis oídos sonidos provenientes del interior del tranvía, todos de conversaciones alegres. Era una de esas noches en que la felicidad flotaba en el ambiente. Aunque mi noche había tenido también una buena dosis de tristeza, al mismo tiempo sentía la alegría de haber conocido a Cath. Los sonidos de las risas de los demás bailaban conmigo, haciendo que yo también me sintiese feliz. Cuando el tranvía volvió a ponerse en marcha, miré por la ventana y pensé en toda la gente de buen corazón, incluidas las personas a las que veía pasar por la calle. Sentí en mi propio corazón el calor de la gratitud y no pude evitar sonreír. No pensaba en el pasado ni en el futuro. Era el momento de ser feliz. Y eso era lo que estaba haciendo yo. 187 Cuestión de perspectiva Uno de los últimos enfermos a los que cuidé, me dejó una huella hermosa y duradera. Se trataba de un hombre entrañable que estaba en una residencia. Siempre me costaba decidirme a aceptar estos trabajos por turnos porque, en cuanto entraba por la puerta, se me caía el alma a los pies y se me partía el corazón al ver la situación de los residentes. Así que solo accedía cuando no tenía ninguna posibilidad de trabajar cuidando a alguien en su casa. Pero, en este caso, me alegro mucho de haberlo hecho. Cuando nos conocimos, Lenny ya estaba a punto de fallecer. Su hija me contrató como cuidadora adicional, porque sabía que el personal de la residencia estaba demasiado ocupado para ofrecer a su padre los cuidados que ella deseaba para él. Se pasaba la mayor parte del día durmiendo y solo aceptaba tomar tazas de té, pero no probaba bocado. Cuando se despertaba, daba golpecitos en el lateral de la cama para que me sentase a su lado, porque no tenía fuerzas para hablar en voz alta. «Ha sido una buena vida —decía con frecuencia—. Sí, una buena vida.» Era sin duda una cuestión de perspectiva, lo cual me reafirmaba en la idea de que la felicidad depende mucho más de nuestra elección que de las circunstancias. La vida de Lenny no había sido fácil en absoluto. Sus dos padres habían muerto antes de que él cumpliese catorce años, y sus hermanos o bien habían muerto también o bien se habían ido a vivir a otros lugares a lo largo de los años siguientes, hasta que perdió el contacto con ellos. Conoció a Rita, el amor de su vida, cuando tenía veintidós años y, como decía él, se casaron en un arrebato. El matrimonio tuvo cuatro hijos. El mayor de ellos había muerto en la guerra de Vietnam, algo que aún le hacía enfurecer. Lenny hablaba con rabia sobre la locura de la guerra. No le cabía en la cabeza cómo alguien podía llegar a pensar que la guerra daría lugar alguna vez a una paz duradera. Me contó lo que pensaba sobre lo enloquecida y desoladora que era la situación actual del mundo. Enseguida llegué a apreciar la inteligencia y las reflexiones de ese hombre encantador. De vez en cuando, aparecía algún miembro del personal de la residencia ofreciendo comida, que él rechazaba siempre con una sonrisa y con un movimiento de la cabeza, la 188 cual tenía apoyada en la almohada. Al rato, parecía que el ajetreo de los pasillos se desvanecía, como si estuviésemos en una dimensión distinta, totalmente ajena al ruido que nos rodeaba. Su hija mayor, que se había casado con un canadiense y se había trasladado a Canadá, murió a los seis meses de estar allí tras perder el control de su coche durante una ventisca de nieve. «Era una estrella resplandeciente —decía de ella—. Siempre lo fue, y lo seguirá siendo eternamente.» Teniendo en cuenta el tipo de trabajo que ejercía, hacía mucho tiempo que había desistido de reprimir las lágrimas. Además, cuanto más evolucionaba, más natural me resultaba expresar mis emociones, sin darle más vueltas. La sociedad dedica muchos esfuerzos a mantener las apariencias, pero el precio que pagamos por ello es demasiado elevado. A veces, la franqueza con que mostraba mis propias emociones ayudaba a las familias, porque les daba permiso para dejar que fluyesen las lágrimas. Había gente que no había llorado en toda su vida adulta. Yo era una defensora cada vez más convencida de la sinceridad. Así que, mientras Lenny me contaba sus historias, de vez en cuando dejaba escapar alguna lagrimita. Supongo que había algo en su hermosura y en su manera de narrar que lo hacía inevitable. Su hijo menor era excesivamente sensible para un mundo como el nuestro y había caído presa de una enfermedad mental. En esa época, no existían el sistema de apoyo que tenemos ahora y si la familia no podía hacerse cargo del enfermo, este acababa en instituciones psiquiátricas. Lenny y Rita querían que Alistair se quedase en casa, en un entorno amable, pero los médicos no se lo permitieron, y Alistair pasó el resto de sus días en un estado de aturdimiento debido a la medicación. Lenny nunca volvió a verle sonreír. La hija que le quedaba ahora vivía en Dubai, donde su marido trabajaba en un proyecto inmobiliario. Llamaba a la residencia mientras yo estaba allí y hablaba conmigo. Era muy agradable, pero no tenía manera de venir a visitar a su padre. Rita, su amor, había muerto antes de cumplir los cincuenta, unos pocos años después de que el sistema de instituciones psiquiátricas les hubiese arrebatado a Alistair. Apenas habían pasado unas semanas desde que le diagnosticaron su enfermedad a Rita hasta que murió. Y a pesar de todo, ahí estaba ese hombre encantador diciéndome que había vivido una buena vida. Con los ojos llorosos, le pregunté cómo era posible que lo viese 189 así. «He conocido el amor, un amor que no ha disminuido ni un ápice en todos estos años.» Cuando acababa mi turno, no me quería ir a casa. Pero Lenny necesitaba descansar. Y cuando volvía cada día, rezaba para que siguiese allí. En cierto sentido, era complicado. Yo sabía que él quería reunirse con Rita y con los hijos que habían perdido. Y, por ello, le deseaba una rápida partida. Pero, por mi parte, para mi propio crecimiento y por la conexión que tenía con él, quería que siguiese aquí el máximo tiempo posible. Había trabajado mucho, demasiado, decía. Pero eso le había permitido soportar el dolor, porque no conocía ninguna otra manera de hacer frente a las pérdidas. Años más tarde, siguiendo la recomendación de Rose, la hija que vivía en Dubai, había buscado apoyo profesional y había conseguido abordar el tema. Contar cómo había experimentado esas pérdidas le había permitido sanar y ahora podía hablar de su vida con total libertad. Le dije que me alegraba mucho de que fuera así. Me preguntó por mi vida y le impresionó que una mujer joven vendiese todas sus pertenencias, cargase su coche y partiese hacia una nueva vida sin tener ninguna idea de dónde acabaría. Y más aún que lo hubiese hecho en varias ocasiones. Le expliqué hasta qué punto mi primera relación seria había afectado a mi vida. También entonces había partes de mí aún por descubrir (como siempre las habrá). Pero la supresión de mis pensamientos negativos que había experimentado en ese momento pareció dar pie a la sugerente invitación de una vida por conocer. Cuando la relación por fin se acabó, tuve una sensación de libertad que nunca antes había tenido. Había conocido a esa persona siendo muy joven, así que nunca había llegado realmente a conocer la libertad de la vida adulta. Cuando la relación llegó a su fin, yo tenía veintitrés años y estaba empezando a hacer lo que se espera de la gente de esa edad: pasármelo bien. Mientras hacía el trayecto de seis horas en coche para llegar a la boda de una amiga, unos pocos meses después, descubrí que una parte de mí sentía que estaba volviendo a casa, que la carretera era su hogar, y que siempre lo sería. Para mí, recorrer grandes distancias conduciendo era la cosa más natural del mundo. Desde entonces, la libertad ha sido uno de los principales motores de mi personalidad. La mayoría de las decisiones las he tomado teniendo en cuenta cómo afectarían a mi libertad y he configurado mi vida en consecuencia. También se puede tener libertad llevando una vida más normal, desde 190 luego. Es, más que nada, un estado de ánimo. La mayor libertad que existe es la libertad de ser uno mismo, independientemente del pueblo o del barrio en el que vivas. Lenny decía que hay muchas parejas que piensan que cada uno es dueño del otro. Aunque toda relación implica la necesidad de llegar a acuerdos y de mantener un compromiso, sobre todo cuando hay niños de por medio, le corresponde a cada uno de los integrantes de la pareja la tarea de mantener su propia identidad. Siguió haciéndome preguntas sobre mi vida con verdadera curiosidad, y escuchó con atención cuando le conté que estaba pensando en cambiar de trabajo. «Sí —me dijo—, te espera una buena vida, Bronnie, sin tener que pasar todo tu tiempo cerca de la muerte. Vuelve entre los vivos.» Era un hombre entrañable y su augurio me hizo sonreír. La residencia estaba gestionada por una congregación cristiana. Lenny había dejado de ir a misa cuando Rita murió, pero no porque hubiese perdido la fe, sino porque le resultaba demasiado doloroso estar en la iglesia sin escuchar la preciosa voz de su mujer cantando a su lado en los bancos. Decía que no le importaba que la residencia fuese cristiana o que la gestionase cualquier otra religión, o ninguna en absoluto. Se habría adaptado a cualquier situación. En todo caso, pronto iba a reunirse con Rita y eso era lo único que le importaba. Pero lo cierto es que era cristiana y, además del personal, había allí muchos voluntarios. Uno de estos era un hombre llamado Roy, que iba cada día de habitación en habitación leyendo a los residentes pasajes de la Biblia. Le había ofrecido sus servicios a Lenny meses atrás, y este los había rechazado educadamente. Roy había seguido insistiendo y se los había vuelto a ofrecer en numerosas ocasiones, siempre con la misma respuesta por parte de Lenny. Pero ahora que Lenny estaba en sus últimos días, sin fuerzas para resistirse, Roy se había impuesto la tarea de venir todas las tardes a leer para él. Se pasaba un rato largo leyendo. Incluso alguien que no estuviese enfermo y que se hallase entregado por completo al estudio de la Biblia, habría acabado algo cansado de su monótona exposición día tras día. Por educación, yo también me esforzaba por prestar atención mientras Roy leía, pero a veces tampoco podía evitar dar alguna que otra cabezada. Como digo, se pasaba mucho rato leyendo con una entonación monocorde. Mucho rato. Pero lo que complicaba aún más la situación era que Roy después quería discutir con Lenny el pasaje que había leído. Como su cuidadora, mi prioridad era el bienestar del 191 enfermo, así que le expliqué educadamente que Lenny solo podía hablar cuando tenía fuerzas, cosa que era cierta, y que no se le debía forzar. «Sé que eres muy amable, Bronnie —me dijo Lenny discretamente un día cuando Roy ya estaba en otra habitación—. Y que prefieres pensar bien de las personas, pero como ese tipo vuelva por aquí voy a darle tantas patadas en el trasero hasta mandarlo al fin del mundo.» Nos reímos a carcajadas, sabiendo perfectamente que al día siguiente, a la misma hora, Roy estaría allí de nuevo. «Si a estas alturas no voy a ir al cielo, ¿para qué sirve todo este lío de la religión? — dijo con una sonrisa pícara—. Además, no puedo concentrarme en lo que dice, no tengo fuerzas.» «Su intención es buena, Lenny. Seguro que eso es lo más importante», le respondí, y los dos nos reímos afablemente de la situación. Roy era un hombre dulce y, aunque era evidente que su intención era buena, estaba muy cerca de convertirse en una parodia. Ambos sabíamos lo que nos esperaba cuando lo veíamos llegar cada tarde. Su manera de declamar, monótona y carente de fuerza, no les hacía ninguna justicia a las sabias palabras de la Biblia. «Al menos puedes dormirte escuchándolo», dije riendo. Lenny me dio la razón sonriendo. Fueron pasando los días y recibí una oferta laboral, pero la rechacé. Quería acompañar a ese hombre estupendo hasta el final, si las cosas salían así. También sentía lealtad hacia su hija Rose. Sería espantoso para ella saber que su padre se estaba muriendo tan lejos y tener que tratar con una persona nueva cada día. También sabía que bien pronto echaría de menos nuestras pausadas conversaciones y no quería renunciar a ellas antes de que me viese obligada a hacerlo. Resultó que ese momento no tardó mucho tiempo en llegar. Era una ajetreada tarde de jueves en el concurrido barrio. Todo estaba lleno de gente, las carreteras, las tiendas, incluso la residencia cuando llegué. Los miembros del personal recorrían a toda prisa los pasillos llevando carritos con comida. Las enfermeras se apresuraban de aquí para allá, sin dar abasto con todo el trabajo que tenían. A los pacientes los llevaban de un lado a otro en sus grandes sillas de ruedas, algunos babeando por la comisura de los labios y con la mirada ausente en el infinito. Las residencias de mayores presentaban un panorama trágicamente desolador y la cosa no ha cambiado nada desde entonces. Cuando pasé por la oficina, oía a varias chicas quejarse de otra que no estaba 192 presente. Me pregunté cómo, estando rodeadas de tanta muerte, podían dedicar sus esfuerzos a quejarse de cosas tan triviales. Pero a esas alturas yo ya había tenido la gran fortuna de aprender de muchas de las estupendas personas a las que cuidé y de mi propia vida. Al final, las cosas a las que la mayoría de la gente dedica sus energía suelen ser irrelevantes. Como de costumbre, en cuanto entré en la habitación de Lenny fue como estar en otro mundo. La tranquilidad que se respiraba allí, en un ambiente de ligera penumbra, podía sentirse nada más entrar. Había sido así desde el principio, y se lo había comentado a Lenny el primer día. «Pues sí, es un lugar muy tranquilo, pero no todo el mundo lo nota. Muchos de los trabajadores entran aquí tan atareados que se pierden por completo la sensación que transmite la habitación.» Pude comprobar que no le faltaba razón. Pero varias de las personas que venían a visitarlo eran también tranquilas, y lo sentían de inmediato, lo cual me gustó mucho. Acerqué la silla a la cama y le leí un libro durante un rato mientras él dormía. Pero no dejaba de pensar en él. Luego cambió de postura y me vio allí. Con unos golpecitos en la cama, me indicó que le diese la mano y volvió a quedarse dormido, sonriendo. Así pasaron varias horas. Cada cierto tiempo, se movía y yo aprovechaba para darle de beber o simplemente besarle la mano. «Ha sido una buena vida —dijo en voz baja al despertarse—. Ha sido una buena vida.» Y volvió a dormirse mientras yo lo miraba con cariño. Sentí lástima por él y solté unas lágrimas. Me preguntaba por qué no habría elegido un trabajo más sencillo, sin tanta carga emocional. A veces el dolor se me hacía insoportable, pero sabía que los demás trabajos no llevaban aparejados los regalos que recibía del mío al conocer a mis clientes. «Hummm. Una buena vida —repetía, abriendo de nuevo sus ojos cansados y sonriéndome. Al ver mis lágrimas, me apretó la mano—. No te preocupes, mi niña. Estoy preparado. —Su voz era casi un susurro—. Prométeme una cosa.» Quería llorar, pero le sonreí con mis ojos llorosos. Una de esas sonrisas que no son realmente sonrisas, sino que reflejan el intento de una persona por ser valiente sin lograrlo. «Por supuesto, Len.» «No te preocupes por las cosas pequeñas. Nada de eso es importante. Lo único que importa es el amor. Si recuerdas esto, que el amor siempre está presente, tendrás una buena vida.» Su respiración era irregular y cada vez le costaba más hablar. «Gracias por todo, Len —fue todo lo que conseguí decir—. Me alegro mucho de 193 haberte conocido.» Esas palabras podían parecer simplonas, porque había muchas otras que habría querido decirle, pero en realidad transmitían mis sentimientos con la mayor precisión. Cuando me incliné para darle un beso en la frente, vi que se estaba volviendo a quedar dormido. Me quedé ahí, dejando que las lágrimas fluyesen libremente. A veces es necesario abrir el grifo de las lágrimas para darse cuenta de cuánto se necesita llorar, aunque no sepa ni siquiera por qué motivos. Yo lo hice y lloré y lloré. Pero Lenny siguió durmiendo varias horas más. Cabía la posibilidad de que no volviese a despertarse nunca. Cuando las lágrimas cesaron, me senté en silencio y me quedé mirándolo con ternura. Y entonces, por supuesto, entró Roy. Me entraron ganas de reír, pensando que Lenny habría captado el humor de la situación si hubiese estado despierto. Pero estaba dormido, y la dulce sonrisa que le dirigí a Roy y mis ojos enrojecidos y cansados después de todo lo que había llorado le permitieron comprender la situación. No sabía si Lenny volvería a despertar. De nuevo, lágrimas de cariño rodaron por mi cara, pero ya no se trataba de un torrente de tristeza y enseguida se detuvieron. Creo que lo que las provocó fue ver el dulce rostro de Roy y conocer sus buenas intenciones, incluso aunque una parte de mí sabía que Lenny no quería que estuviese allí. Roy se sentó al otro lado de la cama y abrió su Biblia para empezar a leer, pero antes alzó la mirada para buscar mi aprobación. Puse cara de decir: «Bueno, tú verás, pero creo que preferiría estar tranquilo». Asintió y se quedó con la Biblia abierta sobre las manos, pero no llegó a leer. Me encantó que supiese respetar la solemnidad del instante. No habría hecho nada irreverente si hubiese leído pasajes de la Biblia, pero era innecesario, teniendo en cuenta lo sagrado del momento. Lenny buscó mi mano sin abrir los ojos. Me levanté y se la ofrecí. Su respiración era irregular y entrecortada. Reconocí un olor al que ya estaba acostumbrada, aunque me sería imposible describirlo: el olor de la muerte. Entonces, Lenny abrió los ojos, me miró fijamente y sonrió. Pero no era mi amigo Lenny, al que ya conocía. Era Lenny en toda la plenitud de su alma. No había ninguna enfermedad en su sonrisa. Era la sonrisa de un alma ya libre de ego y de personalidad. Era puro amor, completamente libre de cualquier otra cosa, resplandeciente, luminoso y feliz. Le sonreí con franqueza, con el corazón abierto de par en par. Ambos sonreíamos 194 dichosos, sabiendo que al final todo es amor. Nunca había visto una sonrisa tan absolutamente desinhibida, ni en los demás ni en mí misma. Nada se interponía, era únicamente pura alegría. El tiempo se detuvo mientras nos sonreíamos radiantes. Al rato, Lenny cerró los ojos, aunque una sonrisa de paz aún pervivía en sus labios. Yo también seguía sonriendo, porque tenía el corazón demasiado abierto para dejar de hacerlo. Un par de minutos después, Lenny falleció. Roy contempló la escena desde el otro lado de la cama, y su vida cambió. Cerró su Biblia y dijo sin levantar la voz que ahora entendía lo que era el amor de Dios y que sentía que, al ver la paz con la que Lenny se había ido, había presenciado un milagro. Convine con él en que los caminos del Señor son inescrutables. Roy y yo permanecimos en silencio un rato más. Sabía que el momento terminaría en cuanto informase al personal, cosa que tenía que hacer en breve. Cuando nos despedimos, Roy apretó mi mano durante un largo instante, buscando las palabras apropiadas, sin saber qué decir ni cómo articular lo que había sucedido. Parecía que le costaba dejar que me marchase, como si el hecho de no tenerme a su lado para compartir la historia fuese a hacer que el globo se pinchase. «Hemos sido muy afortunados, Roy. Eso es todo lo que necesitamos saber —le dije con dulzura. Me agarró y me abrazó con fuerza, como un niño asustado que no quiere quedarse solo—. Todo va a ir bien, Roy.» «¿Cómo le explico esto a alguien?», me preguntó en un tono suplicante. «Quizá no puedas hacerlo —le respondí sonriendo—. O quizá sí. En cualquier caso, la misma fuerza que nos ofreció este milagro te acompañará cuando tengas que encontrar las palabras, si necesitas contarlo.» Movió la cabeza en un gesto de negación; pero con una sonrisa de alegría me dijo: «Mi vida no volverá a ser igual». Le sonreí con cariño y nos dimos otro abrazo. Cuando terminé con el papeleo, salí de la residencia. Había demasiada actividad alrededor del cuerpo de Lenny, y nuestro momento ya había pasado. El tráfico de la hora punta también había pasado, y la última luz de la tarde brillaba espectacular en la avenida arbolada por la que caminaba. Mi corazón seguía abierto y sonriente. Sentía amor por todas las cosas y hacia todas las personas. Sí, el trabajo tenía sus momentos buenos y sus momentos malos, pero por mucho que 195 lo hubiese planificado o por mucho que hubiese estudiado, de otra manera nunca habría recibido los regalos que este trabajo me había obsequiado una y otra vez. Seguía eufórica por el regalo de amor que había recibido, y lágrimas de alegría y gratitud rodaban por mi rostro mientras caminaba con una amplia sonrisa. Sí. Es una buena vida, Lenny. Una buena vida sin duda. 196 Los tiempos cambian Cuidar de tantas personas a punto de morir me había dejado al mismo tiempo eufórica y agotada. Aunque había sido fuente de innumerables cambios positivos en mi vida, estaba convencida de que había llegado el momento de dejarlo y probar a dar clases de composición musical a las mujeres reclusas. Tenía que aprender mucho sobre los entresijos burocráticos y sobre el sector de la filantropía privada (en qué fundaciones encajaría mi proyecto y cómo podría solicitar financiación). Recibí consejos de un grupo de mujeres que habían estado varios años organizando talleres de teatro en las cárceles. Dio la casualidad de que, durante mi primera época en Melbourne, casi diez años antes, había vivido puerta con puerta con ellas. Pero por aquel entonces ni siquiera había escrito mi primera canción, así que habría sido bastante complicado que pudiese organizar un programa de composición musical. Pero experimenté una sensación extrañamente deliciosa cuando volví a la calle donde se encontraba su local, pensando en todos los cambios que se habían producido en mi vida y en mi interior desde que había vivido allí. Mis primeros intentos en las cárceles de Victoria fueron infructuosos, así que decidí intentarlo en Nueva Gales del Sur. Además, en esa época mantenía una relación a distancia con un hombre que vivía allí. No tenía claro que la relación fuese a funcionar, pero las cosas serían más fáciles si estábamos cerca, y no a mil kilómetros. También tenía una encantadora prima que vivía en la zona, y se había ofrecido a acogerme mientras encontraba un lugar donde vivir. Liz, que me había acogido bajo su tutela unos meses antes, fue mi mayor apoyo durante todo el proceso de poner en marcha el programa para las cárceles. Para animarme, insistía en que se puede conseguir cualquier cosa recurriendo a los contactos y estableciendo conexiones entre las personas adecuadas. Me recordó también algo que muchos clientes me habían dicho: nada bueno se puede conseguir sin ayuda. Necesitamos trabajar juntos. Liz me ilustró asimismo sobre la necesidad de tener unas buenas recomendaciones para conseguir una financiación. La mayoría de las fundaciones filantrópicas exigían que fuese una organización benéfica la que recibiese los fondos en 197 mi nombre, porque eso les permitía gozar de exenciones fiscales. Yo después emitiría una factura a nombre de dicha organización por el importe total, que recibiría como si fuese mi salario como trabajadora autónoma. Al principio me costó encontrar una organización dispuesta a canalizar los fondos, pero la vida se encargó entonces de recordarme la importancia de los ciclos vitales y la frecuencia con que los ciclos se completan. Antes de que me familia se trasladase al pueblo donde crecí, habíamos vivido a las afueras de Sydney que, en esa época, los años setenta, era una zona rural. Allí pasé mi primer año de colegio. Ahora, tras innumerables llamadas de teléfono, por fin conseguí encontrar el contacto que necesitaba, gracias a la iglesia con la que estaba asociado el primer colegio al que había ido. Habían pasado treinta y cinco años y ahí estaba yo, en una oficina con vistas al patio de mi antigua guardería, lo que le dio a todo el proyecto de la cárcel un delicioso toque sentimental. El entusiasmo que mostró la responsable de la formación en la cárcel de mujeres que había elegido me ayudó a perseverar cuando la respuesta inicial a mis solicitudes de financiación no fue la que esperaba. Era una mujer progresista y entusiasta, que presentó mi propuesta a la dirección regional con una confianza absoluta en mi idea. Al principio contacté con dos cárceles, pero el grado de apoyo que sus respuestas expresaron hacia mi idea fue diametralmente opuesto: una me dijo que ni siquiera dispondría de bolígrafos y cuadernos; la otra no solo me los ofreció, sino que también puso a mi disposición guitarras y cualquier otra cosa con la que pudiera ayudarme. Por otra parte, a medida que me fui involucrando en el proceso, vi claramente que con una cárcel, y una clase, tendría más que suficiente. Y era bastante evidente cuál de las dos me interesaba más. Durante mucho tiempo parecía que las cosas no avanzaban, pero cuando por fin se pusieron en movimiento, todo sucedió a gran velocidad, y en un par de días ya estaba camino del norte. Pasé un mes en casa de mi prima y de su enorme familia. Después de la tranquilidad de mi trabajo anterior y de mi situación doméstica, volver a estar rodeada de tanta gente fue a la vez extraño y maravilloso. La casa era una locura, vivían allí tres generaciones, junto con siete gatos y tres perros, pero no podía hacer oídos sordos a la necesidad de tener mi propia cocina y, aunque me habían dicho que me costaría alquilar una casa, encontré una al día siguiente de empezar a buscar. Estaba en las estribaciones de las Montañas Azules, había un arroyo y un bosque al otro lado de la carretera y era sencillamente preciosa. No tenía nada con que amueblarla, pero eso no me preocupaba. Sentí que era el lugar 198 adecuado y, además, el hecho de que hubiese aparecido tan fácilmente no hacía sino reforzar mi confianza. Sabía que todo lo que necesitase iría apareciendo, como así fue. Y con creces. Los propietarios de un negocio de almacenamiento de muebles me ofrecieron varias cosas de las que querían deshacerse: un sofá para el salón de una de las naves, ropa de hogar variada de otra. Mi prima llevaba décadas viviendo en la zona y tenía muchos amigos, gracias a los cuales conseguí una lavadora que alguien guardaba en su sótano. También me llegó una nevera, así como varias estanterías, utensilios de cocina, unas cortinas y un escritorio antiguo. Fascinadas con mi situación, una enorme red de personas de buen corazón me echaron una mano con ilusión y me dieron todo lo que pudieron. Fue precioso. En cuanto llegué a Nueva Gales del Sur me compré una furgoneta. Aunque quería instalarme, también tenía intención de asistir a unos cuantos festivales de música folk y echaba de menos tener mi propia cama con ruedas. Prefería eso a tener que plantar la tienda de campaña en los festivales, y además contribuía a mi sensación de libertad, ya que podía ir a cualquier parte cuando quisiese. El momento en que compré la furgoneta y alquilé la casita fue perfecto. Me trasladé el mes en que el ayuntamiento organizaba en el barrio la recogida de muebles anual. La gente sacaba a la calle los muebles que ya no necesitaba, para que se los llevase quien quisiese, antes de que pasase el camión de la basura a recogerlos. La gente me saludaba desde los porches de sus casas cuando recogía pequeños objetos de las pilas de cosas que habían sacado, me sonreían y me animaban a llevarme todo lo que quisiera: un cesto de mimbre para la ropa sucia, un armario estrecho para mi despensa, una mesa de jardín... También recogí varios muebles antiguos. Sus anteriores propietarios incluso me ayudaron a cargar algunas cosas en la furgoneta, incluido un gran sofá para el porche de mi casa. También fui a montones de rastrillos repletos de gangas, algo que me pareció muy divertido. Lo único que quería comprar nuevo era un colchón, porque buscaba uno que fuese bueno para mi espalda y en el que nadie hubiese dormido antes, para que solo tuviese mi energía. Una encantadora mujer a la que conocía me hizo un regalo de bienvenida a la casa, porque le hacía ilusión que me asentase en ella después de tantos años. El regalo fue exactamente lo que me costó el colchón. Así que, en tres semanas, pasé de tener seis cajas que cabían en un coche pequeño a tener una casa de dos 199 dormitorios completamente amueblada, en la que parecía que llevaba años viviendo. Fue una época fantástica. La primera noche que pasé en la casa, me tumbé en mitad del suelo del salón con los brazos estirados y una enorme sonrisa en el rostro. ¡Mi propio espacio! Por fin volvía a tener mi propio espacio. La satisfacción, la gratitud y la alegría que sentí eran tan abrumadoras que durante un mes apenas vi a nadie: solo conseguía salir de casa para trabajar. Cuando volvía, la sonrisa se me quedaba fijada en la cara. Aunque no conseguí todo el dinero que había solicitado, con lo que recibí pude poner en marcha el programa en la cárcel, y me quedé con la idea de pedir más financiación a otras fundaciones a medida que el proyecto evolucionase. Pero incluso recibir el dinero que obtuve y ver cómo mi idea se hacía realidad fue un logro muy emocionante. Como era una institución filantrópica la que aportaba los fondos y la cárcel no tenía que pagarme, a sus ojos yo era una voluntaria. Habían aprobado la estructura del curso, donde les explicaba lo que esperaba enseñar y cuáles eran mis objetivos. Mi programa no expedía ningún título, por lo que no se me exigía ninguna cualificación como profesora. El personal del departamento de formación simplemente creyó en mis ideas y en mi capacidad, igual que yo, y con eso les bastó para obtener la aprobación, lo cual, en retrospectiva, es algo bastante extraordinario. Sin embargo, en el momento no lo viví como nada especialmente extraño, solo iba avanzando paso a paso hasta que me encontré frente a una sala llena de delincuentes convictas a las que iba a enseñar cómo componer canciones. Nunca antes había impartido una clase en un aula, y estar ahí, siendo el centro de decenas de miradas, muchas de ellas hostiles, me resultó bastante interesante. Si me hubiera parado a pensarlo, quizá me habría parecido algo abrumador, pero no lo hice. Simplemente seguí adelante con mi trabajo. Hasta que empecé a tener relación con el departamento de formación, nunca había tenido nada que ver con el mundo carcelario. Con la primera lección bien preparada, y armándome de valor, empecé la clase. Tuve que recurrir a un humor seco para obtener alguna reacción, porque al principio todas me miraban con cara de piedra, analizándome, y tenían que mantener la compostura ante las demás. Pero al rato se dieron cuenta de que yo era alguien normal. Estábamos haciendo ejercicios de rima, y en lugar de utilizar los ejemplos que tenía 200 preparados, empecé a improvisar y a buscar rimas más graciosas y que tuviesen más relación con nuestra situación, riéndome de ellas y de mí misma. Aquí estamos todas, vestidas de uniforme, esperando a que empiecen a sonar las canciones. Yo lo que quiero es tocar como Emmylou, ¿sabe? ¿Va a estar con las malditas rimas toda la tarde? Varias de las mujeres empezaron a reírse por lo bajo y a hacer sus contribuciones con más bromas, lo que hizo que el resto de las reclusas se relajasen y se atreviesen a participar. Así que, señorita, dese prisa y enséñenoslo todo. Porque las rimas nos la traen al fresco, pero con usted no hay modo. Las risas rompieron el hielo definitivamente. Además, en cuanto encontramos un tema común, en este caso la música de Emmylou Harris, la cosa ya fue rodada. Vale, vale, entiendo vuestras prisas, pero hay algo que tenéis que aprender. Así que hacedme el favor de escribir unas rimas, las guitarras vendrán después. Cuanto antes empecéis, antes las veréis. Esto es lo que recibí por respuesta: Muy bien, señorita, pero no nos líe más. Queremos las guitarras ¡ya de ya! La guasa continuó en verso y cuando terminó esa primera clase las risas fluían sin tapujos. La mayoría de las mujeres hicieron buenas aportaciones y fue algo muy divertido. Las personas del departamento de formación tenían buen corazón y resultó muy agradable volver a trabajar en equipo, después de tanto tiempo haciéndolo a solas con los enfermos en sus casas. Me advirtieron de que no intimase demasiado con las reclusas, supongo que por motivos de seguridad y privacidad. Sin embargo, no podía evitar ser yo misma y veía a las alumnas no como reclusas sino como mujeres que estaban aprendiendo a tocar la guitarra y a escribir canciones. Tenía las ideas lo suficientemente 201 claras para recordar que estaba en una cárcel, pero también había hecho de la sinceridad una de mis guías, así que solo podía ser yo misma. Como consecuencia de mi sinceridad y de mi fe en cada una de ellas, fuimos derribando las barreras que nos separaban a medida que la confianza mutua iba creciendo y reforzándose. Conversábamos como mujeres y las animaba a mostrar su lado más tierno en sus canciones, lo que hizo posible que fuesen cayendo los muros que habían erigido a su alrededor con el fin de protegerse. Para las alumnas, la clase se convirtió en un espacio muy personal y reparador. Y esta idea de reparación fue la que me inspiró para seguir diseñando el contenido del curso. A través de varios ejercicios de escritura, las mujeres aprendieron a liberar sus emociones y, con el tiempo, a escribir con esperanza. Escribieron, para qué negarlo, canciones de rabia y dolor, pero también hubo temas repletos de sueños y aspiraciones. Cuando les pregunté qué pedirían si pudiesen hacer cualquier cosa, si no tuviesen limitaciones de ningún tipo, ni financieras, ni geográficas, ni en cuanto a sus habilidades, empezaron a soñar y a escuchar sus corazones por primera vez en años. Eso fue lo que dijeron algunas: ser libre para vivir con sus hijos sin tener que dar explicaciones al gobierno, salir en un vídeo musical, hacerse una liposucción, conocer cómo sería la vida sin violencia doméstica (algo que nunca había vivido), librarse definitivamente de la adicción a las drogas e ir de visita al cielo y decirle a su madre que la quería. La sinceridad seguía fluyendo y hubo muy pocas clases en las que no derramásemos alguna lágrima. Pero habíamos llegado al acuerdo de que este sería un entorno de apoyo, pasara lo que pasase. Y así, mujeres que antes no se llevaban bien entre ellas consiguieron tolerarse y, con el tiempo, apoyarse mutuamente en clase. Había una que incluso se planteaba no asistir al curso porque asistía otra reclusa. Pero acabó viniendo y, al cabo de unas cuatro clases, ambas se estaban apoyando mutuamente con sus canciones, y su relación fuera en el patio también había mejorado. Esa era la naturaleza de la clase. El valor necesario para expresarse con tanta franqueza hacía que las demás las respetasen, empatizasen con ellas y escuchasen con verdadero interés cómo iban evolucionando las canciones de cada una de ellas. También era enormemente reconfortante para ellas aprender a tocar delante de la clase, y se animaban las unas a las otras, pues podían sentir el dolor que sus canciones transmitían. Una alumna, Sandy, escribió sobre lo difícil que había sido para ella, una mujer medio aborigen y medio blanca, sentir que no encajaba en ningún ambiente del 202 pueblo donde vivía. Otras compañeras conocían la sensación y no dejaban de apoyarla, recalcando así la necesidad de expresar ese tipo de sentimientos. Otra, Daisy, había entrado y salido de la cárcel tantísimas veces, sobre todo por actos de violencia, que ni siquiera sabía cuánto duraba su última condena. Decía que, cuando estaba ante el juez, dejaba de sentir y desconectaba, porque se sentía abrumada. (Poco después se enteraría de cuál era la duración de su sentencia.) Así que escribía sobre esos sentimientos y sobre lo mucho que odiaba que su vida estuviese determinada por el sistema y que ya no pudiese sentirse ella misma. Otra alumna, Lisa, escribió una canción para su hijo en la que le decía lo orgullosa que se sentía de él. Cada vez que la tocaba se emocionaba, pero también estaba muy orgullosa de sí misma. Tocar las canciones en clase era algo catártico para ellas, porque les daba la posibilidad de expresarse, y no solo por escrito, pese a lo mucho que tensaba sus emociones. Yo también había pasado por esa fase emocional años atrás, había sido tímida y nerviosa, y las animaba con ternura, para que las barreras emocionales del miedo fueran cayendo gradualmente. Varios meses más tarde, cuando una de mis alumnas, que al principio era muy tímida, tocó en solitario una de sus propias canciones frente a más de cien reclusas y visitantes, la que lloró, pero de alegría, fui yo. El número de alumnas en clase no era muy grande, pero todas lo preferíamos así. Las primeras veces no cabía todo el mundo —éramos demasiadas para que el aprendizaje fuese eficiente—, pero después normalmente venían unas diez alumnas. Había otras que aparecían algún que otro día, pero cuando se daban cuenta de que no iban a aprender a tocar como Eric Clapton con una sola lección y que, además, esta exigía trabajar de verdad, no se quedaban. Era mejor que las clases fuesen pequeñas. Esas mujeres necesitaban mucha atención y de esa manera yo podía atender individualmente a cada una de ellas. Las canciones y las historias que iban saliendo eran inspiradoras, reparadoras y hermosas. El cariño que fluía entre todas nosotras resultaba, como mínimo, revigorizante. Detrás de esas duras fachadas, había personas como tú y como yo, personas que querían a sus hijos, que buscaban amor y respeto, y que deseaban sentirse útiles y vivir una vida digna. Había muy pocas mujeres que no se sintiesen culpables por lo que habían hecho. La mayoría querían ser mejores personas. Pero conocí la historia de cada una de ellas, todo lo que pude ver fueron historias trágicas, una autoestima muy baja y un círculo del que no podían escapar. Estaban allí por haber cometido delitos diversos; algunas por trabajar 203 ilegalmente como prostitutas. En ese sentido, unas cuantas sabían cómo sacar provecho del sistema: como conocían cuál era la sentencia prevista para muchos delitos menores, cometían uno al año y evitaban así tener que pasar los tres meses del frío invierno en la calle. En la cárcel tenían al menos una cama caliente y comidas todos los días. Otras estaban allí por delitos que iban desde el consumo o la posesión de drogas hasta la violencia, el fraude, el hurto (una de ellas había empezado a hacerlo para alimentar a su familia, pero había acabado tomándolo por costumbre), o conducir demasiadas veces bajo los efectos del alcohol. Pero, independientemente de qué fuese lo que habían hecho, el sistema penitenciario penalizaba el delito y sus efectos, no intentaba curar sus heridas, que eran la causa última de sus acciones. Aunque la llamaban institución correccional, lo cierto era que solo ofrecía una ayuda limitada a quien buscaba realmente cambiar su forma de pensar y sus comportamientos pasados. Pero era en esos aspectos en los que más necesitaban cambiar, para escapar del círculo de baja autoestima, consumo de drogas y violencia doméstica, así como de la vida delictiva que se deriva de todo ello. Quizá algunos delincuentes reincidan incluso recibiendo ayuda, pero sé que las mujeres que yo conocí habrían cambiado sus costumbres si hubiesen contado con un apoyo continuado, tanto dentro como fuera de la cárcel. También había personas encantadoras trabajando dentro del sistema, aunque a veces tenían que enfrentarse a él. Había asimismo voluntarios de grupos religiosos que conseguían darles clases a unos pocos individuos, para ayudarles a cambiar de rumbo en sus vidas. Lo cierto era que se gastaba mucho más dinero en seguridad y en burocracia que en métodos de sanación y apoyo. En una cárcel con unas trescientas reclusas solo había dos psicólogos, que a menudo no estaban disponibles porque no disponían de tiempo o porque tenían demasiados compromisos. Si ya no te sentías bien antes de entrar en la cárcel, desde luego no ibas a sentirte mejor estando allí dentro ni cuando finalizase la condena. Había visto un documental informativo sobre cómo la meditación en las cárceles ayudaba a los reclusos a dar un giro a sus vidas, y se lo comenté a varios miembros del personal para ver qué hacer para ponerles en contacto con las personas adecuadas. La vía de la meditación que yo había seguido había funcionado con reclusos de otros países, pero la única respuesta que recibí fue un «buena suerte», seguido de risas y de un desánimo absoluto. Así que decidí trabajar dentro de mis posibilidades, es decir, con las 204 alumnas de mi clase, ayudándolas a empezar a creer en su propia bondad y belleza. Les enseñé a escribir canciones con las que expresarse, canciones que les pertenecían y que podían tocar y compartir con los demás. Muchas de ellas nunca habían recibido un halago en sus vidas y absorbían como si fuesen esponjas las reacciones positivas que yo les daba de corazón. Siempre que les hice alguna sugerencia para mejorar sus canciones fue con comentarios cargados de ternura. Cuando aprendieron a confiar en mí, también vivimos momentos graciosos, como cuando me daban lecciones para sobrevivir en el patio de la cárcel. Un día, una de ellas estaba hablando a gritos con otra sobre cómo se había agenciado un par de zapatillas de deporte. En cuanto se dio cuenta de que yo la había oído, se calló. Junto con otras alumnas, la animamos a que nos contase cuál era su truco. Cuando comenté que me parecía muy inteligente, me dijeron: «Somos delincuentes, señorita. No olvide dónde está», y empecé a reírme a carcajadas. A esas alturas ya tenía la confianza suficiente para no sentirme intimidada, y esa respuesta me hizo mucha gracias. Otra alumna llegó un día a clase con aspecto de estar inquieta, y agotada al mismo tiempo. Cuando le pregunté si estaba bien, me respondió: «Sí, ahora sí, señorita. He tenido una mañana horrible. Una tía me ha estado dando el coñazo hasta que me he cansado y le he metido la cabeza en una secadora de ropa. Pero ya está todo arreglado». Asentí con un ligero asombro, como diciendo: «Ya veo». «Pero no pasa nada, señorita. Aquí estoy, y ahora toca música. Nada de eso importa cuando estoy aquí. Si no hubiese tenido que venir a clase, puede que la hubiese matado, pero entonces me habrían prohibido venir a clase, y eso sí que me habría matado a mí.» Dicho lo cual, se sentó y siguió trabajando en la canción de la semana anterior. De hecho, era una compositora brillante y tenía una de las voces más bonitas que he oído. Ojalá nos hubiésemos conocido en otras circunstancias, porque me habría encantado compartir canciones con ellas alrededor de una hoguera. Pero eso no iba a suceder. Semana a semana, se iban produciendo cada vez más transformaciones positivas. Era algo gratificante y digno de ver. El personal del departamento de Formación también estaba encantado con el éxito y los cambios positivos que habían experimentado muchas de las alumnas que pasaron por el programa. Al poco tiempo, la clase se había convertido en el mejor momento de la semana, tanto para ellas como para mí. Para entonces yo ya había puesto fin a mi relación a distancia, a pesar de que ahora vivíamos más cerca. Nunca podría ir en la dirección que me señalaba el corazón si seguía 205 con él. Nuestros valores eran demasiado diferentes. Aunque el proceso de alejarme de él fue triste e hizo que derramase algunas lágrimas, había llegado demasiado lejos en mi proceso de crecimiento para dejar de vivir de acuerdo con mis valores. La vida doméstica era muy agradable y me encantaba invitar de vez en cuando a mis amigos a casa, en lugar de ser yo la que siempre los visitaba como lo había hecho las dos últimas décadas. Después de tanto tiempo yendo de un sitio para otro, no me sorprendió demasiado verme convertida en una persona casera. Era poco frecuente que tuviese ganas de ir a cualquier sitio, y decidí que, a largo plazo, quería trabajar más desde casa. Así que, durante mi tiempo libre, creé un curso online de composición musical, basado en lo que les estaba enseñando a las mujeres de la cárcel. También me había puesto las pilas con la escritura: había publicado varios artículos en distintas revistas y estaba escribiendo un blog. Fui ganando muchos seguidores, lo cual me reafirmó en lo mucho que me gustaba conectar con personas afines a través de mi trabajo. También hizo que me preguntase si quería seguir llevando la dura vida del cantante en directo. Mientras daba clases en la cárcel, mi propia carrera musical se había parado un poco, aunque seguía tocando en algún que otro sitio de calidad de vez en cuando. Cuando conectaba con el público y me perdía por completo en la música, me encantaba, pero cada vez encontraba más satisfacción en escribir y trabajar desde casa. Aunque mi casa y el trabajo en la cárcel eran maravillosos, no había mucho más que me atase al lugar. Mis amigos habían seguido con sus vidas, y la mía había cambiado bastante desde la última vez que viví cerca de Sydney. Además, una parte de mí sabía que algún día acabaría viviendo en el campo. En más de dos décadas de vagabundeo, nunca había dejado de echar de menos el espacio que la vida en la granja permite. No hice muchos amigos en mi nueva casa, porque me estaba volviendo cada vez más casera y disfrutaba pasando tiempo en casa, después de tantos años sin asentarme en ningún sitio. Así que, sin darme demasiada cuenta de ello, mis alumnas se convirtieron en buena parte de mis amigos locales. Con el tiempo, los muros entre profesora y alumnas, o entre empleada y reclusas, fueron cayendo en buena medida. La clase se convirtió simplemente en un lugar donde un grupo de mujeres tocaban música. A veces sentía que no era tanto lo que me separaba de ellas y que podría perfectamente haber estado en su lugar. Al menos, así es como me sentía a veces. Aunque desde luego había otros momentos en que la sensación era muy distinta. Yo no había cometido ningún delito por 206 el que debía estar allí, pero siempre me sentí próxima a ellas, como mujeres unidas por la sinceridad que habíamos experimentado. Mi propia fragilidad y mi doloroso pasado también seguían en cierto sentido determinando cómo era yo, aunque ni muchísimo menos en la misma medida que antes. Probablemente eso contribuía a mi conexión con las alumnas, ya que sus propios pasados estaban repletos de dolor, abusos de todo tipo y falta de autoestima como consecuencia de todo ellos. Cuando visité la cárcel por primera vez, me explicaron cómo evitar responder a preguntas sobre mi vida personal. Nunca les dije dónde vivía, y cuando me lo preguntaban les contestaba simplemente que no podía decírselo, en lugar de mentir o contarles cualquier historia. Como ya confiaban en mí, lo respetaban, aunque sí les respondía a todo lo que podía. Gracias a todas aquellas sinceras conversaciones que había mantenido con las personas que había cuidado en el pasado, había aprendido a ser más abierta. Los muros emocionales de la privacidad no hacen más que impedir que entre la bondad. La verdad une a la gente. Me preguntaban sobre mi pasado y les respondía con sinceridad, explicándoles lo estúpida que había sido por lo mucho que había soportado de los demás y las cosas en las que había creído durante tanto tiempo. La amabilidad de esas mujeres, como grupo e individualmente, hizo que en mi interior se despertase algo que llevaba mucho tiempo adormecido. Simplemente, no sabía cómo aceptar la amabilidad. Sabía cómo darla, pero no cómo recibirla. Sentir cómo me querían y que comprendían realmente mi dolor fue algo emocionante. Eran realmente muy amables y hermosas. Todas habían sufrido y la mayoría echaba muchísimo de menos a sus hijos y a sus familias. Y aun así, sus corazones eran extraordinariamente bondadosos. Sí, se habían metido en líos, habían cometido errores y habían acabado en la cárcel, pero pocas eran las que no sentían remordimientos por ello y todas eran personas de buen corazón. Se me estaba acabando la financiación y después de casi un año en la cárcel asumí que era mi propia vida, y no solo el cuidado de personas moribundas, lo que me estaba consumiendo. Había demasiada tristeza a mi alrededor. Cuando la tragedia sobrevino a una pareja de amigos íntimos y yo permanecí a su lado, la vida se volvió aún más dura. Teniendo en cuenta lo mucho que me había costado encontrar financiación la primera vez, me pregunté si tenía fuerzas para volver a intentarlo. Esa noche, escuchando a mis vecinos competir por ver quién gritaba más mientras trataba de dormirme, tomé la 207 decisión. Había llegado el momento de volver al campo. Ya había hecho todo lo que podía. La mayoría de mis primeras alumnas ya habían salido de la cárcel o estaban a punto de hacerlo, lo cual era muy liberador. Sabía que no iba a reunir la suficiente lucidez y energía para dar clase a un nuevo grupo de alumnas. Era el momento de aprender a cuidarme. Así que avisé a la cárcel y a mi casero de que me iba y empecé a hacer planes. Mis padres se estaban haciendo mayores. Mi madre y yo seguíamos teniendo una amistad tan cercana como siempre, y la relación con mi padre también era preciosa. Quería tenerlos más cerca y estar más accesible, al menos a unas pocas horas en coche, lo cual no es mucho para los estándares australianos. También quería vivir más cerca de la costa. Elegí la zona adecuada y empecé a buscar casas en alquiler por internet. Decidí que quería vivir entre dos pueblos en particular, y puse un tope a lo que podía gastar. Cuando, al cabo de dos semanas, aún no había aparecido nada que me interesase, puse un anuncio en el periódico local en el que explicaba claramente lo que estaba buscando. Aparecieron un par de cosas, aunque ninguna me convenció, pero hice nuevos contactos, gracias a los cuales me enteré poco después de que estaba disponible una estupenda casita situada justo donde yo quería y por la que pedían exactamente la cantidad que me podía permitir, y antes de que me diese cuenta ya estaba viviendo en una granja de ochocientas hectáreas. 208 La oscuridad y el amanecer Frente a la casa corría un arroyo, lo que le daba a la escena un toque de naturaleza viva y de belleza. Árboles enormes y majestuosos salpicaban el paisaje. Los pájaros cantaban el día entero para mí y las ranas croaban toda la noche. En lugar de farolas, millones de estrellas brillaban sobre mi cabeza cada vez que caía la noche. Era la felicidad absoluta, sobre todo cuando veía la puesta de sol desde el porche ideal mientras tocaba la guitarra o cuando llovía a cántaros sobre el tejado de hojalata. Estaba en la gloria y muchas veces recé para dar gracias por ello. Evidentemente, la vida de campo implicaba también algunos inconvenientes, como tener fácil acceso al arte y al entretenimiento en directo, pero con lo que tenía a mi alrededor me bastaba. Además, mi modo de vida siempre me llevaría a viajar cada cierto tiempo. No me importaba. Me movía otra vez al ritmo de la naturaleza y por fin estaba viviendo la vida más acorde con mi forma de ser. A lo largo y ancho de las colinas y de los valles de la extensa finca se distribuían cinco casas, incluida la del granjero. Como inquilina, yo solo tenía que disfrutar del espacio. Enseguida sentí que las cosas eran más fáciles y ligeras. Al vivir de nuevo en el campo, tuve la sensación de que volvía a casa. Después de cuidar a tantas personas moribundas y del tiempo trabajando en la cárcel, mi energía estaba muy baja, así que agradecí el parón y poder vivir de mis ahorros durante una temporada. Entretanto, me dedicaría a explorar la zona y a decidir qué dirección tomar cuando estuviese preparada, yendo paso a paso a medida que el camino se abriese ante mí. Cada día que pasaba me sentía mejor, iba rejuveneciendo lentamente. La energía y los pensamientos positivos volvían a fluir. Al pasear por colinas y prados, disfrutando de la simplicidad y la complejidad del entorno, podía sentir cómo sanaba y me recuperaba. Los años anteriores de crecimiento, junto a la cama de tantas personas sabias y maravillosas, habían desencadenado un montón de cambios positivos. En mis recuerdos —la mayoría de ellos de momentos tiernos y hermosas conversaciones— me veía sonriente. Aunque esa vida ahora me parecía muy lejana, sobre todo cuando caminaba 209 por las colinas y los valles, me había influido enormemente y por ello seguía estando extraordinariamente agradecida. Aparte del hecho de que necesitaba pasar tiempo en casa y continuar con mi trayectoria creativa, la decisión que tomé era un nuevo salto al vacío, pues confiaba en que los siguientes pasos se me irían revelando cuando llegase el momento. A fin de cuentas, eso era lo que había sucedido normalmente en el pasado. Rodeada de tanta belleza natural, la escritura y la música empezaron a fluir de maravilla. La abundancia de vida salvaje que rodeaba la casa y del arroyo contribuyó a que no tardase en adoptar un estilo de vida muy sencillo. Pero bajo mi pensamiento consciente aún persistían los hábitos destructivos relacionados con mi baja autoestima de antaño. A nivel consciente, mi forma de pensar había cambiado mucho durante la última década, y la vida me parecía más fácil que en mucho tiempo. En ese sentido, me encontraba en un lugar de paz y gratitud, y me recuperaba día a día. Emocionalmente, todo fluía bien. O eso creía yo. Entonces, inesperadamente, los acontecimientos tomaron un rumbo inesperado. Hasta entonces me las había arreglado sin problemas, así que me desmoroné cuando de pronto algo me hizo caer en las profundidades más oscuras. Todo tenía su origen en lugares mucho más profundos que otras veces. La energía que me quedaba (y que, creía yo hasta ese momento, estaba recuperando) desapareció por completo prácticamente de la noche a la mañana, como si alguien hubiese tirado del enchufe, y me desplomé como un castillo de naipes. Todo sucedió tan de repente... Cualquier pizca de energía había desaparecido por completo. Aborté mis planes de encontrar algún trabajo temporal y así conocer a gente del lugar. La idea de tener que estar delante de alguien me parecía insoportable. Ni siquiera podía plantearme buscar un trabajo, por eventual que fuera. No era capaz. Me vi obligada a penetrar en el núcleo de mi propio ser para enfrentarme a estos cambios, y el proceso no fue nada agradable. Pero no me quedaba otra opción. Estaba saliendo a la superficie, me gustase o no, y una vez que las lágrimas empezaron a brotar no hubo forma de detenerlas. Necesitaba sanar para poder convertirme en la persona real que estaba destinada a ser desde que nací, para liberarme por completo de mi pasado. Inesperadamente, caí de cabeza en un profundo pozo de negra depresión. Fueron los meses más duros de mi vida. Quienes me conocían mejor no podían creerse que esa persona fuera yo. Si no 210 hubiese estado allí, a mí también me habría costado reconocerme. Había visto la depresión de primera mano en otras personas y nunca habría podido imaginarme que yo caería en ella. Pero eso es lo que pasa con la depresión, y lo que hace que al principio sea tan difícil de sobrellevar para muchos de quienes la padecen: la conmoción que supone cuando le sucede a uno mismo. Algunos de mis amigos directamente se negaban a creerlo. ¿Cómo podía ser Bronnie, la que siempre estaba animando a los demás, la que se viniese completamente abajo? Otros sencillamente no sabían cómo reaccionar al verme en un estado tan vulnerable. Lo que me aconsejaron otros amigos que me llamaron por teléfono, gente que yo creía que me conocía muy bien, distaba tanto de lo que yo era capaz de hacer que me sentí todavía más incomprendida. No podía estar más triste. Los demás eran la menor de mis preocupaciones. La única de la que podía cuidar era de mí misma, y a veces ni eso. Por todas partes me seguían llegando consejos para cambiar mi situación, pero lo que más necesita alguien que tiene una depresión es sentirse aceptada. La depresión es una enfermedad que puede convertirse en un gran catalizador para una transformación positiva si a la persona que la padece se le permite superarla a su propio ritmo. Depresión es el nombre que se le da en la sociedad moderna, pero en realidad es una oportunidad y un momento muy propicio para la transformación y el despertar espirituales. Puede hacer que te derrumbes, pero también puede ayudarte a avanzar si te enfrentas a ella con determinación, voluntad de entrega y fe. Pero, claro está, nada de esto hace que sea divertida. Me despertaba sollozando incluso antes de haber tenido el primer pensamiento consciente del día. Necesitaba toda la compasión y la paciencia de quienes me conocían. A veces, los pensamientos que tenía mientras estaba despierta no eran ni siquiera conscientes, las lágrimas brotaban desde el momento en que abría los ojos. Otras veces, era la lástima que experimentaba por mí misma y por mi situación, por sentir que la vida era extraordinariamente dura en esa época y, en realidad, hacía años que lo era. Asumí que no tenía fuerzas para volver a empezar de nuevo, pero al mismo tiempo sabía que debía hacerlo y eso me abrumaba, porque ni siquiera era capaz de imaginar de dónde sacaría esas fuerzas. Nadie vendría a mi casa a ofrecerme el trabajo perfecto, y menos aún teniendo en cuenta que apenas conocía a nadie en la zona. Ninguno de mis amigos y familiares más íntimos sabían realmente cómo ayudarme a afrontar mi profunda tristeza y mi falta de energía, así que siguieron llamando para 211 aconsejarme que saliese a airearme, que me pusiese en marcha. Pero lo único que conseguían era que la presión aumentase, porque aún no estaba preparada para hacerlo. El día que conseguía pasar el aspirador, lo que me exigía mucha energía, era un logro enorme, que me reconocía a mí misma diciéndome: «Hoy lo has hecho bien, Bronnie, has conseguido algo». En otra época, habría podido aspirar cinco casas, salir a comer fuera, caminar varios kilómetros y nadar durante una hora, pero así es el primer golpe de la depresión. Al principio, ella es la que decide. Lo mejor que pueden hacer los amigos y seres queridos es aceptar que ese es el estado en el que la otra persona se encuentra. Puede que salga de él o no, pero la probabilidad de que lo consiga es más alta si tiene voluntad de hacerlo. La aceptación de quienes la quieren también ayuda. La presión, por el contrario, es un obstáculo. La persona deprimida también necesita asumir en qué punto se encuentra su vida para no aumentar la presión sobre sí misma, lo que a su vez solo serviría para exacerbar los síntomas. Mientras luchaba con mi incapacidad para desenvolverme en la vida diaria, tardé un tiempo en alcanzar ese punto de aceptación. Volver a la vida de campo había hecho que entrase en relación con algo tan profundo en mi interior que conectaba con el dolor enterrado allí desde mi juventud y los inicios de mi vida adulta, cuando viví en un escenario parecido. Parecía que, al bajar el ritmo y volver a mis raíces, y al mismo tiempo al dejar de cuidar a otras personas, se había abierto la tapa de una lata llena de dolor que con gran esfuerzo había conseguido cerrar herméticamente varias décadas atrás. Durante los últimos diez años se había ido filtrando paulatinamente, a medida que avanzaba en mi camino de sanación e iba soltando aquello de lo que iba tomando conciencia. Pero ahora había salido a la superficie una tristeza absoluta, desnuda y dolorosa, que venía de lugares no solo conscientes sino también inconscientes. Surgía ahora el dolor de años de críticas constantes en mi juventud, de que no me aceptasen tal y como era ni siquiera entonces, de todos los gritos y las burlas que había tenido que soportar, de todo el dolor que había ido acumulando sin siquiera ser consciente de ello. Lloré sin parar. Para que la sanación sea real, no queda más alternativa que hacer frente a lo que tienes delante: el dolor, el reconocimiento de tu sufrimiento, la oportunidad de crecer, la necesidad de sanar y de encontrar las fuerzas que te permitan en algún momento superar el sufrimiento. Pero nadie puede ahorrarnos el aprendizaje, nadie puede hacerlo en nuestro lugar. El amor de los demás ayuda, por supuesto, y el que recibía de mi querida 212 madre y de un par de viejos amigos fue para mí un gran apoyo. Pero no podía escaparme de mi propio proceso de sanación: había llegado el momento de enfrentarme a mí misma y de dejar que saliese lo que guardaba en mi interior más profundo. La liberación se produjo de varias maneras. Llorando, por supuesto, pero también escribiendo las cosas. Por primera vez en mi vida grité; aunque, más que gritos, eran alaridos. (En realidad, había gritado una vez, sin querer, cuando me lancé en paracaídas desde un avión.) Pero esto era primario. Por suerte, vivía tan alejada de las otras casas que atravesé todo este torbellino como pude en la intimidad. Pronuncié a gritos todo aquello que habría querido decirles cuando era más joven a las personas que me habían hecho daño y di también gritos de dolor, sin palabras. Grité por la completa frustración que sentía al encontrarme en la situación en la que estaba, por el nivel de dolor que estaba experimentando. Lloré sin control. Y poco a poco, agotada, fui sanando. En otras épocas más sentimentales, comparaba el aprendizaje con una rosa. Vamos desplegando capa tras capa nuestras hermosas y delicadas personalidades y acabamos llegando al centro, al capullo del que brotamos. Pero en mi estado de absoluta tristeza y desesperación, descarté completamente esa teoría y decidí que aprender es como pelar una enorme cebolla: con cada capa que pelamos, aumenta el dolor y lloramos con más fuerza aún. Eso es lo que me estaba pasando. Estaba pelando una cebolla enorme y completamente intacta. Cada lágrima derramada, cada frase escrita, cada pensamiento compartido contribuían a pelar una capa más. Mi objetivo cada día no era ser feliz, sino simplemente tener fuerzas para aceptar el estado en que me encontraba. Al principio, no tenía energía más que para llorar y para contemplar desde el porche cómo la naturaleza se desplegaba ante mis ojos. Las oleadas de liberación me dejaban agotada día tras día y no podía más que vivir en el instante, porque me costaba muchísimo pensar más allá. Me bastaba con sobrevivir a la intensidad de las emociones que sentía a diario. Estaba aturdida, emocionalmente agotada y muy cansada de la vida. Seguía pensando que la felicidad era una elección y en ese sentido tomaba conscientemente la decisión de obligarme a salir de la cama o a disfrutar de un momento de belleza entre las lágrimas. Decisiones y objetivos que a otros les parecerían insignificantes para mí ahora eran grandes logros. Cosas que antes parecían sencillas, como elegir salir de la cama, devolver una llamada, desenredarme el pelo, ponerme ropa 213 bonita o cocinar comida sana cuando lo único que quería era tomar judías guisadas de lata, ahora suponían enormes hazañas. Ya no era la misma de antes y, si quería convertirme en la persona que estaba destinada a ser en este planeta, tenía que aceptar mis sentimientos, en lugar de rechazarlos, y permitir que saliesen a la superficie para poder así desprenderme de ellos para siempre. Cada uno tenemos que sanar a nuestra manera. Mi opción no pasaba por tomar pastillas de la felicidad, aunque no juzgaba a quien lo hacía, pero sí me quedaba mucho camino por recorrer. Cada día era diferente: algunos estaban repletos de oscuridad, lágrimas y tristeza desgarradora; otros me encontraba a medio gas, en una neblina de agotamiento, pero con la determinación de prepararme una comida sana y congelar una parte, para poder comer bien durante varios días; y otros días, cuando encontraba las fuerzas, salía a pasear por las colinas y los prados, lejos de las miradas de los humanos, para respirar rodeada de los sonidos y las vistas del mundo natural. La meditación seguía formando parte de mi rutina diaria. No quiero ni pensar lo que habría sido de mí sin ella. Ya antes me habían enseñado que el sufrimiento es consecuencia de la mente. Todos los años de práctica me habían ayudado a liberarme de muchos pensamientos negativos, así que ahora tenía que formar parte integral de mi recuperación. Me pregunto cómo puede alguien enfrentarse realmente a esta enfermedad sin la meditación, que te proporciona la capacidad de observar tus pensamientos y de darte cuenta de que son algo distinto de ti, de que no son más que tu mente. Y aunque tu mente forma parte de ti, no es lo único que te constituye. Ni siquiera todos tus pensamientos son propiamente tuyos, ya que muchos tienen su origen en los pensamientos que otros han proyectado en ti. Esta toma de conciencia me resultó enormemente útil. Me sentaba a meditar al menos dos veces al día, con la intención de apropiarme verdaderamente de mis pensamientos y de mi mente. Me hizo falta una gran determinación para concentrarme en la práctica en medio de todo el dolor que salía a la superficie y que trataba de distraerme, pero durante buena parte del tiempo que pasé meditando conseguí mantener el control. Al observar mis pensamientos mientras meditaba, pero sin concentrarme en ellos, volví a un estado de paz, de amor y certeza, y supe que un día toda esta agitación pasaría. Sentí que en mi interior aún existía una parte serena, pero que ahora me costaba más trabajo, mucho más, acceder a ella. Además, la disciplina de la meditación me vino muy bien, porque significaba que, a pesar de mi humor cambiante, tenía un compromiso que cumplir a 214 diario, debía obligarme a sentarme y continuar con la práctica, por muy mal que me encontrase. Para otras personas, quizá sea el compromiso de tener que ir a trabajar, o cualquier otra rutina, lo que les ayude a superarlo. En mi caso, fue la práctica de la meditación. Evidentemente, también lloré, desde lo más profundo de mi alma. Traté de no perder de vista la hermosa vida que me esperaba si conseguía superar ese nivel de dolor y de sanación y me aferré a esa esperanza con todas mis fuerzas. Cuando el momento presente está tan lastrado por el dolor del pasado, lo único que nos permite vislumbrar alguna posibilidad de alegría es la esperanza de que el futuro será distinto. Así que la esperanza tuvo un papel fundamental en mi recuperación. En los momentos en que me encontraba mejor, soñaba que volvía a estar en marcha, que utilizaba los talentos con los que había sido agraciada (todos lo somos), que me ganaba bien la vida haciendo algo que me gustaba, que me reía con los amigos, que tenía mi propia finca junto a un río, que me aventuraba a amar de nuevo y que tenía un hijo. Pero, sobre todo, soñaba simplemente con volver a conocer la felicidad, con levantarme contenta y emocionada con el puro regalo que es estar viva. Soñaba con ser feliz y anhelaba volver a sentirme así durante algo más que un instante fugaz. Sí, confiaba en la felicidad. Pero la única cosa real que podía hacer bien era centrarme al máximo en el momento presente, siempre que me fuese posible, y tratar de lidiar con el aquí y ahora. Vivir en un escenario tan magnífico ayudaba mucho, porque en el mundo natural que me rodeaba estaban sucediendo tantas cosas a la vez que podía abstraerme por completo observando a los insectos y los pájaros, escuchando la brisa entre los árboles o contemplando los cambios constantes del cielo. También tuve la fortuna de contar con la ayuda de una maravillosa trabajadora social. No solo practicaba la misma técnica de meditación que yo, sino que en cierto sentido me colocó frente a un espejo en el que mirarme. Gracias a su ayuda, pude verme desde diferentes ángulos, más amables, y así aceptar que mi corazón era hermoso. También vi cuánta energía había dedicado a cuidar de los demás, y no de mí misma, pues en el fondo pensaba que no me lo merecía. En buena medida, esto se debía a que aún me seguían afectando a nivel subconsciente las opiniones pasadas de los demás, de personas que creían conocerme aunque no era así. Parte de la transformación que estaba viviendo tenía que ver con liberarme por completo de esos lastres. También había cargado sobre mis espaldas demasiado dolor de una amiga que también estaba pasando una mala época, 215 pensando simplemente que me estaba comportando como una buena amiga. Pero al lanzarme al agua a salvarla, yo también me estaba ahogando. Necesitaba distanciarme un poco de la compasión y empatía que sentía por los demás, y aplicar una compasión más desprendida a aquellos con quienes empatizaba. Que me volviesen a recordar lo necesario que era que sintiese compasión por mí misma fue algo importante y liberador. Esta estupenda trabajadora social también me ayudó a ver las malas costumbres que había adquirido a la hora de excusar el comportamiento de los demás, antes porque quería mantener una paz fingida, y ahora porque sentía compasión por ellos. Su manera de darme consejos, maravillosamente directa, era sin duda lo que yo necesitaba. Su franqueza funcionaba conmigo, sobre todo cuando me preguntó si lo que intentaba era ganar una medalla de oro olímpica como cuidadora. Demasiadas veces me había olvidado de dirigir parte de mi compasión hacía mí misma, tanto de pensamiento como de hecho. Pero todos los años anteriores de crecimiento y de superación no habían sido en vano, aunque a veces tuviera esa sensación. Había llegado hasta lo más profundo de mis heridas, el núcleo donde muchas de ellas tenían su verdadero origen, y ahora podría liberarme de ellas para siempre. Me hizo falta valor, voluntad y la capacidad de darme permiso a mí misma para asumir el dolor que sentía, los efectos de décadas de críticas por parte de aquellos cuyo amor yo más necesitaba, dejar de excusar los comportamientos crueles, sacarlo todo a la luz y así liberarme definitivamente de esos hábitos nocivos. Para hacerlo, tuve que aprender a ser tierna conmigo misma y a recibir esa ternura. Me merecía las cosas buenas, me merecía ser feliz, sin ninguna duda. Aunque los demás no pensasen así, ellos no sabían los caminos que había recorrido, y además ya no importaba. Ahora era yo la que sabía que merecía todo lo bueno que me sucediese. Fue darme cuenta de algo tan importante como esto, de que me lo merecía, lo que me permitió empezar a aceptar mi propia ternura. Ya lo sabía a otros niveles de consciencia, pero no desde el sitio tan profundo por el que ahora me movía. Era ahí donde se estaba produciendo el cambio de actitud, a los niveles que realmente me impulsaban. Había llegado el momento de permitir que la ternura llegara a mí. A fin de cuentas, yo también me la merecía. Pero los antiguos patrones de pensamiento de baja autoestima se resistían a desaparecer, y había días en que necesitaba de todas mis fuerzas para sobreponerme al dolor emocional y mental. Con cada capa que conquistaba, me llegaban de vez en 216 cuando breves visiones de belleza y euforia, lo que era al mismo tiempo refrescante e inspirador. Algo tan simple como el sol brillando sobre las hojas de los árboles cercanos me parecía tan increíblemente hermoso que me llevaba a alcanzar momentos de inesperada dicha. Otras partes de mi yo que llevaban años incubándose empezaban ahora a formar parte de mí. Se habían producido varios cambios permanentes, por fin había conseguido dejar atrás definitivamente mis antiguos patrones de pensamiento. Me di cuenta de que me había enfrentado a ciertos puntos de mi antigua manera de pensar y de que me había librado de ellos, lo que asumí con gratitud. La belleza del lugar en el que vivía me ayudó a mantenerme centrada en el momento presente. El dolor restante también tenía el mismo efecto, por supuesto. Pero la evolución de la vida salvaje alrededor de la casa me alimentaba a diario. A medida que me fui desprendiendo de las capas de dolor, mis sentidos se aguzaron y se adaptaron aún más al mundo natural, y eso me animó muchísimo, aunque no dejé de tener algún que otro mal momento. A veces me enfadaba conmigo misma porque no había superado la depresión tan rápido como habría querido. Pero el enfado con una misma solo son expectativas frustradas. Así que, para abandonar las expectativas y volver al momento presente, me bastaba con fijarme en alguna cosa hermosa que viese por la ventana, con poner algo de música y tararearla o, simplemente, con concentrarme en mi respiración y en los sonidos a mi alrededor. Eso me permitía aceptar de nuevo mi situación, sabiendo que estaba trabajando para superarla al ritmo más adecuado para mi propio crecimiento. Una de mis viejas amigas me enviaba constantemente unos productos orgánicos divinos para el cuidado de la piel. Me pasaba ratos enteros aplicándome cuidadosamente las cremas, cuidándome y nutriéndome, tanto mental como físicamente, para compensar la insensibilidad de la que había sido objeto en el pasado. Siempre hacía que me sintiese mejor, por no decir que olía de maravilla. Mimar mi cuerpo de aquella forma me recordaba a los cuidados que yo había brindado a mis clientes moribundos. Estaba empezando a dedicarme a mí misma parte del amor que antes les había dado a ellos. Pero sobreponerse al dolor no era tarea fácil y, aunque después de varios meses empezaba a tener días buenos, la depresión y los pensamientos negativos que la acompañaban luchaban por volver incluso con mayor determinación que antes. A fin de cuentas, se alimentaban de la costumbre de autocensurarme que había imperado durante más de cuarenta años en mi vida, que yo misma había propiciado al permitir que las 217 opiniones de los demás ocupasen un espacio excesivo en mi sistema de creencias. Parecía que mi mente era dueña de mí y se resistía a dejar de controlarme. Pero me estaba convirtiendo en mi propia dueña, encarnando por fin toda mi valía y mi belleza, decidiendo conscientemente dirigir mi mente hacia sistemas de creencias más positivos. En lugar de centrarme en comportamientos anteriores, ahora me trataba a mí misma con respeto y amor. Empecé a tararear cancioncillas sobre mi propia bondad mientras me atareaba en las labores domésticas y me cantaba a mí misma cosas graciosas. También adopté la divertida costumbre de saludar a mi hermoso yo al pasar frente al espejo. Asegurarme de que cuidaba mi cuerpo a menudo con baños y comida sana me devolvió a otros momentos más felices. Poco a poco, la felicidad iba volviendo. Pero a mi antigua manera de pensar esto no le gustaba nada y la depresión se aferraba a mí con uñas y dientes, negándose a desaparecer por completo. Esta reestructuración de mi manera de pensar en realidad había comenzado varios años atrás, pero por fin estaba teniendo lugar el duelo final, del que solo uno de los contendientes saldría con vida. Cuando este momento culminante llegó —es decir, la lucha por despedirme definitivamente de mi antiguo yo—, fui yo la que se rindió. Se me hizo demasiado duro. A pesar de lo mucho que había mejorado mi vida diaria y de los momentos de felicidad cada vez más frecuentes, emocionalmente estaba completamente agotada. Había dedicado tantas energías para llegar hasta ese punto que, de pronto, las fuerzas que me quedaban se desvanecieron y, por última vez, me planteé la opción del suicidio. No me quedaba ni un gramo de fuerza que invertir en más disciplina mental o más esperanza. Lo había intentado todo, y estaba demasiado cansada. Quería morirme. Quería que mi vida terminase de una vez. Un amigo al que conocía desde hacía más de veinte años fue mi ángel salvador. Me llamaba con frecuencia y, por suerte, tenía su propia manera de enfrentarse al problema. «Coge el teléfono, en serio. ¡Más te vale que no estés matándote! Coge el teléfono. ¡Deja de ignorarme y coge el puto teléfono!», decía, hasta que yo no podía evitar cogerlo, riéndome pese a las lágrimas. Aunque su método era poco ortodoxo, tiene uno de los corazones más grandes que he conocido, y el humor ya nos había ayudado a superar alguna que otra situación en el pasado. Y funcionó. Necesitaba reírme, y sabía que me quería mucho, igual que yo a él. La risa está muy infravalorada como herramienta de sanación. Pero un día en que no llamó llegué al punto más bajo en el que me he encontrado en 218 toda mi vida. Garabateé una nota de despedida, incapaz siquiera de escribir con claridad, y me despedí de la vida. Todo resultaba demasiado difícil. Dicen que el momento más oscuro llega justo antes del amanecer. Ese fue el momento más oscuro de mi vida, ya no podía seguir viviendo. No podía sentirme peor conmigo misma que entonces. Me odiaba por ser débil e incapaz de vencer a mi mente pese a todos mis esfuerzos. Odiaba haber tolerado tanta mierda por parte de los demás a lo largo de mi vida. Odiaba haberme resignado tan a menudo a una existencia tan difícil. Odiaba que hiciese falta tanto valor para construir la vida que quería y que me merecía. Lo odiaba casi todo de mí misma. Fue sin duda el momento más oscuro. En el mismo instante en que terminé de garabatear la nota de despedida, en la que pedía perdón con una tristeza absoluta, sonó el teléfono. Me planteé no cogerlo, pero acabé haciéndolo, a regañadientes. No era el amigo que esperaba, ni siquiera nadie que conociese. Lo que oí fue la aguda voz de una mujer que, tras un saludo vivo y alegre, pasó a ofrecerme un seguro de ambulancias. «Estupendo —pensé—. Ni siquiera sé suicidarme como es debido. Probablemente me vendrá bien una maldita ambulancia.» Había elegido el barranco por el que iba a tirarme con mi furgoneta, para estar segura de que no sobreviviría. Le había dado bastantes vueltas al acto, porque no quería hacerlo a medias. Incluso había pensado en los pequeños detalles. El ofrecimiento del seguro de ambulancia (que rechacé aturdida) me hizo plantearme que mi intento de suicidio podía tener éxito o no. Pensé en todos los amables trabajadores de ambulancia a los que había conocido a lo largo de los años y me di cuenta de lo insensible que había sido, de lo consumida que estaba por mi propio dolor, para no siquiera plantearme los efectos que mi acto tendría en la persona que me encontrase y en quienes me querían. Sabía también que no quería vivir paralítica si mi intento fracasaba, y menos aún si la parálisis la había provocado yo. Pero no era solo lo que simbolizaba la ambulancia, aunque no se puede pedir un toque de atención más apropiado, sino que la llamada rompió el hechizo, la bruma en la que me encontraba envuelta en lo más profundo de mi dolor. Ese momento fundamental fue de hecho un punto de inflexión, el mayor punto de inflexión de mi vida. No quería hacerle daño al cuerpo que me había proporcionado tanta libertad y movilidad, el cuerpo sano y hermoso que me había permitido superarlo todo. 219 Tampoco quería morir. Empecé a amar mis piernas por todos los kilómetros que me habían permitido recorrer, y luego comencé a sentir cariño por el resto de mi cuerpo. En el mismo instante de la llamada, sentí un dolor momentáneo en la zona del corazón. Fue entonces cuando me di cuenta de que mi pobre, tierno y hermoso corazón ya había aguantado lo suficiente. No soportaría más sufrimiento ni odio hacia mí misma. Necesitaba amor para sanar y ese amor, por encima de cualquier otra cosa, primero tenía que salir de mí misma. 220 Nada que lamentar La velocidad a la que cambiaron las cosas a partir de ese momento fue extraordinaria. La depresión desapareció esa noche, llevándose consigo su pesada nube negra. Solo había estado esperando a que el amor llegase y, cuando eso sucedió, supo que había cumplido su papel y se fue. Pasé unos cuantos días recuperando energías gracias a la meditación, a la gratitud y al cuidado de mi hermoso yo. Eso alimentó mi corazón, mientras que los baños nutrían mi cuerpo. Me di largas y apacibles caminatas por las colinas, sin forzar, andando tranquilamente y mirando la vida con asombro a través de los ojos de una persona renacida. Era como despertarse en un mundo tan hermoso que costaba recordar cómo había sido antes. Para marcar el inicio de mi nueva vida, decidí celebrar una ceremonia formal de despedida y bienvenida. Recogí leña en los prados y encendí un hermoso fuego. Había cosas en mi vida, aspectos de mi antiguo yo y sus circunstancias, de las que necesitaba despedirme adecuadamente. Así que las escribí en una lista, junto a las cosas a las que quería recibir. Entonces, cuando se puso el sol y las primeras estrellas empezaron a brillar, me puse de pie junto al fuego acogedor y reparador. Les di las gracias a las antiguas partes de mí misma, me despedí de ellas y dejé caer el papel sobre el fuego. También le di la bienvenida a todo lo que quería recibir en mi vida. Después, sentada bajo ese cielo rural, con la mirada fija en el fuego, sentí un inmenso amor por mí misma y por la vida. Y también una extraordinaria gratitud. La hoguera siguió calentándome. Sonriente, miré el inmenso manto de estrellas que tenía encima y sentí que, después de todo lo que había vivido, alguien nuevo había nacido realmente. Yo era ahora esa persona que durante años había trabajado para llegar a ser. Por fin le había permitido salir. Ya no necesitaba a la otra, la que tanto había justificado el comportamiento de los demás, que había soportado décadas de dolor y que no había aceptado que también ella se merecía toda la felicidad del mundo. Había cumplido su papel. Le di las gracias con cariño por su importancia en mi evolución y desapareció. Durante los días siguientes fui descubriendo placeres en nuevos ámbitos. Era casi 221 como descubrir la vida por vez primera. Nunca me había sentido tan libre. La felicidad como nunca antes la había conocido, sin impedimentos, dichosa y exento de culpa, se convirtió en mi estado más natural. Otros pájaros nuevos vinieron a posarse sobre la valla y a cantar para mí. Los pájaros de antaño me seguían cuando paseaba por los prados en un estado de júbilo. Todos mis sentidos se aguzaron, sentía que acababa de pasar varias semanas de meditación en silencio, con la diferencia de que este estado de alerta perduró más. Fui capaz de distinguir hasta cincuenta tonos de verde en los campos que rodeaban la casa. Sentía una espaciosidad y una claridad en mi interior que nunca antes había experimentado, aunque siempre había creído que estaban ahí. Mi pasado ya no importaba demasiado. La sabiduría que había acumulado a lo largo del camino ya formaba parte de mí. El pasado había supuesto una extraordinaria herramienta de aprendizaje, y nada de lo que aprendí había sido en vano. Pero el sufrimiento que había llegado a definirme había cumplido su función y se había desintegrado. Ya no tenía nada que probar, nada que explicar, nada que justificar. Me dolía la cara de sonreír. Prácticamente de la noche a la mañana, la vida pasó a un plano completamente distinto. Tras años de práctica, vivir en el presente se había convertido en una forma de vida. Las puertas de la oportunidad se abrieron de par en par. Todos los esfuerzos de concentración, resistencia y sacrificio invertidos en mi trayectoria creativa empezaron a verse recompensados. Mi trabajo dio un gran impulso y surgieron nuevas e inesperadas oportunidades de escribir. Mi amor propio me había abierto las puertas y así había hecho posible que grandes cosas llegasen a mí. Todo había estado esperando pacientemente durante años hasta que yo estuve preparada para aceptarlo. En el tiempo que ha pasado desde entonces, el flujo natural de bondad no ha dejado de crecer. A mi alrededor se han erigido nuevos sistemas de apoyo, tanto profesionales como personales. Evidentemente, siempre me quedarán cosas por aprender sobre mí misma, pero ahora ya no doy por supuesto ni el más humilde de los bienes. Durante los años anteriores había estado construyendo conscientemente la vida que imaginaba, liberándome de mis obstáculos uno tras otro. Llegar a tener muy claro la vida que quería vivir y la persona que quería ser también formaba parte del proceso. Si, de vez en cuando, se me presenta alguna barrera, me lo tomo con paciencia y, mientras tanto, busco la manera de superarla. El descubrimiento de uno mismo es un proceso lleno de alegrías y yo ahora puedo sonreírle a mi humanidad. 222 Con todo lo que había sucedido, me sentía ahora mucho más próxima de todas y cada una de las hermosas personas de las que había cuidado en sus últimos momentos. Esta nueva vida que se desplegaba ante mí era el tipo de vida que cada uno de ellos había imaginado alguna vez, cuando habían echado la vista atrás y me habían hablado de sus remordimientos. En sus últimas semanas y días, cuando todo lo demás ya no importaba, habían visto la alegría que la vida podría haberles ofrecido. Pero no todo el mundo tenía remordimientos. Había quien decía que habría hecho algunas cosas de otra forma, pero no estaban consumidos por arrepentimiento alguno. Algunos estaban plenamente satisfechos con la vida que habían vivido. O, por lo menos, la aceptaban alegremente. Pero muchos otros sí se arrepentían, y también tenían muchas ganas de hacerse oír, de dar a conocer sus pensamientos. La temporada que pasé con cada una de esas personas sirvió posiblemente de catalizador para la sinceridad que llegó a presidir nuestras relaciones. Siempre me sentiré afortunada por haber pasado tanto tiempo con ellos. Las frustraciones que compartieron conmigo reforzaron en mí la determinación de no sentir lo mismo al final de mis días, cuando quiera que llegase. De ninguna manera iba a desaprovechar el regalo de sabiduría que me habían ofrecido. Pero, después de haber pasado la prueba más dura, entendía lo difíciles que podían ser los desafíos, aunque también percibía lo gozosa que sería la recompensa si conseguía superarlos. El potencial de satisfacción y de placer que cada una de estas personas entrañables atisbó antes de su fallecimiento es lo que se nos ofrece ahora a cada uno de nosotros antes de que llegue nuestra propia hora de irnos. Cada nuevo día que amanece refuerza el hechizo que el flujo natural de la bondad ejerce sobre mí. Quiere llegar hasta ti, y lo consigue cuando aprendes a permitírselo, a través de la fe y del amor a uno mismo. Todos nosotros podemos recibirlo. Solo hay que empezar por dejar el camino libre y (aquí es donde viene el trabajo duro) aprender a controlar tus propios pensamientos despejando los escombros que te impiden dejar que todo fluya. El aprendizaje nunca se detendrá. Uno no llega a una fase de crecimiento y dice: «Vale. Ahora ya puedo relajarme, ya lo sé todo. Puedo dejar pasar los días pues ya no tengo que aprender nada más». Incluso Stella, que tanto trabajo había hecho en su recorrido interior, a veces necesitaba que le recordasen la necesidad de dejarse llevar y entregarse. Al hacerlo, pudo pasar sus últimos días más tranquila, antes de partir con una radiante sonrisa en el rostro cuando llegó su hora. 223 De modo que, si el aprendizaje nunca se detiene, haríamos mucho mejor en aceptarlo en vez de rechazarlo. No pasa ni un solo día sin que aprenda algo nuevo sobre mí misma. Pero ahora soy capaz de hacerlo con cariño, porque me quiero de forma incondicional, sin juzgarme. Reírse con ternura y con cariño de uno mismo también contribuye a que el proceso de crecimiento sea más plácido. Cuando Grace pronunció las palabras: «Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida más acorde a como soy y no la que los demás esperaban de mí», expresaba la tristeza que sentía porque su vida hubiese sido como acabó siendo. Es una lástima que se necesite tanto coraje para ser quien eres de verdad. Pero así es. A veces hace falta muchísimo valor. Y también sucede en ocasiones que, al principio, ni siquiera eres capaz de articular lo que significa ser tú mismo. Lo único que sabes es que sientes un anhelo en tu interior que la vida que llevas no te satisface. Tener que explicárselo a los demás, que no han vivido lo que tú has vivido, puede hacer que te surjan aún más dudas. Pero como el sabio Buda dijo hace más de dos mil años: «La mente no conoce respuestas. El corazón no conoce preguntas». Es el corazón el que te guía hacia la alegría, no la mente. Sobreponerse a la mente y desentenderse de las expectativas de los demás te permite escuchar a tu propio corazón. Tener el valor de seguir sus dictados es lo que conduce a la verdadera felicidad. Mientras tanto, sigue cultivando el corazón hasta que aprendas a dominar la mente. A medida que el corazón crezca, la vida te ofrecerá más alegría y paz. La vida feliz te busca a ti tanto como tú a ella. Cuando Anthony, en la residencia, reconoció que no tenía valor para tratar de vivir una vida mejor, puso de manifiesto, por desgracia, las consecuencias de vivir dominado por el miedo. Eso no significa que tú también vayas a acabar en una residencia antes de tiempo. Pero la falta tanto de estímulos como de felicidad que él sentía en su vida no son tan distintas de las que muchos de nosotros experimentamos. Cada día no era más que una rutina para mantener su mente adormecida; segura, sin riesgo, pero nunca satisfactoria. Para provocar grandes cambios hace falta fortaleza de espíritu. Pero cuanto más tiempo pases en el entorno equivocado, y más tiempo seas producto del mismo, más tardarás en darte la oportunidad de conocer la verdadera felicidad y la satisfacción. La vida es demasiado corta para limitarte a verla pasar debido al miedo. Este puede dominarse si se le hace frente. 224 Como las parras que atrapaban las hermosas flores del jardín de la mansión de Florence, todos somos capaces de crearnos nuestras propias trampas. Evidentemente, muchas no son tan fáciles de eliminar como su parra. La mayoría de las trampas tienen la fuerza que les proporciona el hecho de haber crecido durante décadas, y se resisten a ser eliminadas. Si se lo permites, te acompañarán de por vida, estrangulando tu belleza. Pero, igual que se fueron creando a lo largo de años, también pueden deshacerse con el tiempo. Desprenderse de ellas es un delicado proceso marcado por la determinación y, en ocasiones, el valor. Se trata de tener el coraje para parar en seco las relaciones perniciosas y decir: «Basta» y de tratarte a ti mismo con el respeto y la ternura que te mereces. Pero, sobre todo, debes liberarte de tus propias trampas, convertirte en observadora de tus propios pensamientos y hábitos. Tomar conciencia de ellos ayuda a que las soluciones sean más evidentes. Es tu vida, no la de otra persona. Si no encuentras algún elemento de felicidad en lo que has construido y no estás haciendo nada para mejorar la situación, estás desperdiciando el regalo que recibes con cada nuevo día. Un pasito o una pequeña decisión son grandes puntos de partida, y más aún si asumes la responsabilidad de lograr tu propia felicidad. También puedes conseguir una vida feliz sin tener que cambiar de casa ni hacer ningún cambio drástico en tu mundo físico. Se trata de cambiar tu percepción y también de tener valor suficiente para satisfacer algunos de tus deseos. Nadie más puede hacerte feliz o infeliz, a menos que tú se lo permitas. Sí, tener el valor de ser tú mismo y no quien los demás esperan que seas puede requerir mucha fuerza y sinceridad. Pero eso mismo hace falta también para reconocer, en tu lecho de muerte, que querrías haber hecho las cosas de otra manera. Además de los que he mencionado, hubo muchos otros enfermos a los que cuidé. Este lamento, el de desear haber sido más fieles a sí mismos, fue el más habitual de todos. Cuando John dijo que ojalá no hubiese trabajado tanto, estaba pronunciando una de las frases que más veces escuché a lo largo de esos años. Durante sus últimas semanas, sentado en el balcón viendo pasar la vida en el puerto, John sentía el peso de los remordimientos. No hay absolutamente nada de malo en que te guste tu trabajo. De hecho, debería ser así. Pero se trata de encontrar el equilibrio, de forma que el trabajo no sea lo único en tu vida. Todavía puedo oír sus profundos suspiros al hacer balance de las decisiones que había tomado. Después, al escuchar la insistencia con que Charlie defendía las ventajas de una vida 225 sencilla, no pude más que darle la razón a su sabiduría y experiencia vital. El verdadero valor no está en lo que posees, sino en quién eres. La gente que va a morir lo sabe. Al final, sus pertenencias carecen absolutamente de importancia. Lo que los demás piensen de ellos o las posesiones que hayan acumulado no ocupan ni un instante de sus pensamientos en momentos así. Al final, lo que le importa a la gente es la felicidad que han podido proporcionar a sus seres queridos y el tiempo que han pasado haciendo cosas que les gustaba hacer. Para muchos, también era muy importante intentar que quienes les sobrevivían no acabasen teniendo los mismos remordimientos. Ninguno de las personas a las que escuché hacer balance de su vida junto a sus camas lamentó no haber comprado o poseído más cosas, ni una sola. En cambio, lo que está más presente en los pensamientos de quienes van a morir es cómo vivieron sus vidas, lo que hicieron y si dejan una huella positiva en quienes siguen aquí, ya sea su familia, su comunidad o el resto de las personas. Las cosas que uno suele pensar que necesita a veces son las cosas que te mantienen atrapado en una vida insatisfactoria. La simplicidad es la clave del cambio, acompañada de la capacidad para abandonar la necesidad de aprobación por parte de los demás o a través de las cosas que poseas. Para arriesgarse también hace falta valor. Pero no puedes controlarlo todo. Permanecer en un ambiente aparentemente seguro no te garantiza que las lecciones de la vida te pasen por delante sin que te des cuenta. Aun así, pueden llegar de pronto, cuando menos las esperes. Y lo mismo sucede con las recompensas que da la vida a quienes tienen el valor de seguir los dictados de su corazón. El reloj no se detiene para ninguno de nosotros. Depende de ti decidir a qué dedicas los días que te quedan. Como Pearl tan bien sabía, las cosas fluyen cuando las necesitas. Ella pensaba que lo más importante es trabajar para encontrar tu propósito en la vida, hacer tu trabajo, sea el que sea, con la intención correcta, y no dejarse atrapar por desdichadas situaciones laborales por miedo a quedarse sin trabajo. Se trata de aprender, de atreverse a pensar sin limitaciones y de no intentar controlar cómo las cosas fluyen hacia ti. La vida pasa tan rápido, decía ella. Y así es. Algunos vivirán una vida larga, muchos otros no. Pero si puedes conocer la felicidad y la plena realización en el breve tiempo de que dispongas, no sentirás remordimiento alguno cuando, inevitablemente, llegue el final. Por desgracia, aprender a expresar nuestros sentimientos es algo muy difícil para demasiados adultos. También suponía una frustración y un profundo remordimiento para quienes iban a morir, como Jozsef, que quería expresarse pero no sabía cómo hacerlo, 226 porque no tenía experiencia. La pena que este hombre encantador sentía por ello constituía su mayor remordimiento, porque murió sintiendo que su familia nunca le había llegado a conocer de verdad. Otros clientes desarrollaron enfermedades relacionadas con la amargura que llevaban a cuestas porque, como él, tampoco habían aprendido nunca a expresarse. Como con todo, con la práctica se mejora. Empiezas con pequeñas muestras de coraje al expresarte, vas sintiéndote más cómodo, te vas abriendo y empiezas incluso a disfrutar compartiendo las cosas con sinceridad. Nunca podrás controlar la reacción de los demás. Aunque es posible que al principio la gente reaccione hablando con sinceridad cuando cambies tu forma de comportarte, al final eso hará que la relación alcance un nivel completamente nuevo y más saludable. Si no es así, te permitirá librarte para siempre de las relaciones nocivas. Sea como sea, sales ganando. No podemos saber cuánto tiempo nos queda, a nosotros o a nuestros seres queridos. Así que, en lugar de tener que vivir con remordimientos antes de que llegue tu hora, cerciórate de que las personas a las que aprecias saben cómo te sientes ahora. Como dijo mi querida Jude, la culpa es una emoción tóxica con la que es mejor no tener que convivir en los años que te quedan. Además, expresar tus sentimientos sienta bien, una vez que te acostumbras a hacerlo. Lo único que te detiene es el miedo a cómo lo recibirán los demás. Así que quítate el miedo de la cabeza y atrévete a mostrar tu verdadero y hermoso yo a los demás antes de que sea demasiado tarde. Si arrastras un sentimiento de culpa por no haberle dicho ciertas cosas a alguien que ya falleció, ahora es el momento de perdonarte. No le haces ningún bien a tu vida al seguir cargando con esa culpa. Es hora de ser amable contigo mismo. La persona que eras antes no tiene por qué ser quien eres ahora. Sentir compasión por quien eras antes, sabiendo quién eres ahora, es la primera semilla de bondad que te llevará a perdonarte a ti mismo. Si crees que las personas que hay en tu vida no responden a tu expresión de sinceridad, no significa que no te hayan oído o que no deberías haberlo hecho. Nanci, que padecía de Alzheimer, fue un gran ejemplo de esto. Pero en mi vida ha habido otras relaciones que se han transformado gracias a un ejercicio constante de bondad y sinceridad. Durante mucho tiempo, parecía que nadie escuchaba mis palabras; no obstante, cuando los demás estuvieron en disposición de expresar sus sentimientos, me quedó claro que habían estado a la escucha desde el principio. Aunque en realidad no me habría importado, porque yo tenía la tranquilidad de saber que había tenido el valor de 227 expresarme con sinceridad. Si alguno de nosotros hubiese fallecido inesperadamente, yo no habría sentido culpa alguna. No había olvidado a nadie, todos sabían que los quería, incluso aunque algunos no fuesen capaces de responder con la misma sinceridad. Dile a la gente lo que sientes. La vida es corta. Localizar a la amiga de Doris para que hablase con ella fue para mí un verdadero placer y una gran satisfacción. Cuando me contaba que se arrepentía de no haber mantenido el contacto con sus amigas, yo no tenía ni idea de hasta qué punto volvería a escuchar estas palabras en boca de los enfermos que cuidé después. Ahora, habiendo vivido lo que he vivido, y sabiendo lo importantes que han sido mis amigos más leales para que yo haya superado ese momento tan negro, todavía me cuesta menos entender su remordimiento. Casi todo el mundo tiene amigos, pero cuando llega el momento de la verdad no muchos de esos amigos están a nuestro lado para ayudarnos a pasar el trance. Uno de esos momentos llega cuando alguien se está muriendo. Las amistades ofrecen comprensión y una historia compartida. Cuando los enfermos echaban la vista atrás sobre sus vidas, lo que más lamentaban era tener amigos con los que recordar los viejos tiempos. El ajetreo de nuestras vidas hace que perdamos de vista a nuestras amistades. Siempre habrá gente que entre y salga de nuestras vidas, incluidos algunos amigos, pero los que importan de verdad, a los que más quieres, merecen todos y cada uno de los esfuerzos que hagas por mantener el contacto. Son ellos los que estarán a tu lado cuando más los necesites, al igual que harías tú. A veces no es posible estar físicamente presente, pero incluso el contacto telefónico sirve para dar fuerzas y reconfortar a quien está pasando por malos momentos. La aceptación y el perdón de sus amigos, en particular cuando se estaba muriendo, ayudó a Elizabeth a encontrar la paz después de años de alcoholismo. Al final, no se trata más que del amor y las relaciones. Pero no todo el mundo tiene la suerte de reencontrarse con sus amigos al final, aunque lo desee. Por eso es tan importante no perder el contacto. Nadie sabe lo que le espera o cuándo llegará el momento en que eche de menos a sus amigos, y entretanto uno puede así disfrutar del regalo que es tenerlos en su vida. Repasar las personas que formaban parte del grupo de apoyo a Harry no hacía más que resaltar la importancia de los amigos al final. Aunque para los demás puede ser un período sombrío y triste, la persona que se está muriendo desea disfrutar al máximo del tiempo que le queda. Los amigos aportan su buen humor en los momentos tristes, un 228 humor que hace feliz a quien va a morir. Pero, tanto si te estás muriendo como si no, los amigos son los que pueden conseguir que te rías incluso en los peores momentos. Sentada a mi lado sobre su cama después de haberme dicho a gritos que me fuese, Rosemary reconoció sinceramente que nunca se había permitido a sí misma ser feliz. Ese reconocimiento hizo que el tiempo que le quedaba fuese mucho mejor. Rosemary nunca había creído que ella mereciera ser feliz, porque no había hecho lo que su familia esperaba de ella. Cuando se dio cuenta de que serlo dependía de su elección, aprendió a dejar que la felicidad llegase y pudo encontrar una parte de sí misma que había estado latente durante casi toda su vida adulta: una hermosa sonrisa que se le escapaba de vez en cuando durante sus últimas semanas. Valorar cada paso que damos en el camino es una de las claves para encontrar esa felicidad. Cuando Cath se enfrentó a sus momentos finales, habló de cómo haberse centrado excesivamente en los resultados, en lugar de prestar atención también al propio recorrido, había hecho que muchos posibles momentos de felicidad se le escapasen. Es muy fácil pensar que la felicidad depende de que las piezas encajen, cuando es todo lo contrario. Las cosas encajan cuando uno encuentra la felicidad. Quizá no se pueda ser feliz todos los días, pero sí hacer que la mente vaya en esa dirección. Ser consciente de la belleza que nos rodea, más allá de la tristeza, por ejemplo, es algo que me ayudó a volver a un estado de paz. La mente puede ser causa de gran sufrimiento, pero también puede utilizarse para construir una vida hermosa, si sabemos cómo controlarla y la utilizamos apropiadamente. Todos y cada uno de nosotros tenemos motivos para sentir lástima por nosotros mismos. Todos hemos sufrido. Pero la vida no nos debe nada. Lo que sí nos debemos a nosotros mismos es aprovechar al máximo la vida que vivimos, el tiempo que nos queda, y vivir con gratitud. Cuando aceptamos que nunca dejaremos de aprender, y que una parte de este aprendizaje llegará en forma de sufrimiento y otra en forma de felicidad, alcanzamos un estado de mayor ecuanimidad. Desde esta perspectiva, la felicidad se convierte en una elección más consciente y las olas dejan de ser tan tumultuosas. Ahora, haciendo uso de las habilidades que proporcionan la experiencia y la sabiduría, eres capaz de desplazarte sobre olas que antes te habrían aplastado contra las rocas. Es perfectamente aceptable ser algo bobo y juguetón a ratos. Tienes que darte esa libertad. También es más que posible pasárselo bien sin drogas o alcohol. No existe una regla que diga que los adultos tienen que ser serios y no puedan divertirse haciendo el 229 tonto. Si te tomas la vida demasiado en serio, o te preocupas por las apariencias, y permites que eso se interponga ahora en tu felicidad, te arrepentirás de ello al final de tu vida. Obviamente, tu forma de ver la vida tiene una gran influencia sobre tu felicidad, como demostró mi añorado Lenny. A pesar de todas las pérdidas que sufrió a lo largo de su vida, se fijaba más en los regalos que había recibido, lo que le permitía decir que había vivido una buena vida. El mismo mundo que ves todos los días, la misma vida, puede parecerte un lugar completamente nuevo si te fijas en los regalos en lugar de en los aspectos negativos. De nosotros depende por completo cómo queramos ver nuestra vida y la mejor manera de cambiar de perspectiva es a través de la gratitud, reconociendo y valorando los aspectos positivos de la existencia. A pesar de los muchos remordimientos que quienes iban a morir compartieron conmigo, en el momento final todos y cada uno de ellos encontraron la paz. Algunos no consiguieron perdonarse hasta sus últimos días, pero sí lo hicieron antes de morir. Muchos pasaron por todo un abanico de emociones: negación, miedo, rabia, remordimientos y, la peor, autocondena. Pero muchos también experimentaron sensaciones positivas, de amor y de inmensa alegría por los recuerdos que salieron a la superficie durante sus últimas semanas. Sin embargo, justo antes del final, aceptaron con placidez que su hora había llegado y además fueron capaces de perdonarse por los remordimientos que habían expresado, por mucho que los hubiesen atormentado. Para gran parte de estas personas era fundamental que otras aprendiesen de los remordimientos que ellas habían sentido. Todos habían tenido tiempo para hacer un repaso de sus vidas. Quienes desaparecen de repente no pueden permitirse ese lujo, y eso será lo que nos suceda a muchos de entre nosotros. Es muy importante pensar en la vida que estás viviendo, porque es posible que, cuando llegue tu hora, tengas muy poco tiempo para encontrar la paz o para hacer balance. Si no, morirás sabiendo que te pasaste toda la vida buscando la felicidad en los lugares equivocados, y que, aunque la tuviste en la punta de los dedos, siempre se te escapó, porque siempre dependía de que se produjese la situación adecuada. Morirás sabiendo que dejaste escapar la oportunidad de cambiar de dirección mucho antes de que fuese demasiado tarde. La paz que ellos encontraron antes de morir está a tu alcance en este momento, no 230 tienes que esperar a tus últimas horas. Puedes elegir cambiar tu vida, ser valiente y vivir una existencia acorde con lo que dicta tu corazón, una vida de la que no te arrepentirás. La bondad y el perdón son un gran punto de partida, no solo hacia los demás, sino también hacia ti mismo. Perdonarse es un componente imprescindible del proceso. Sin eso, no harás más que seguir abonando las malas semillas que existen en tu cabeza y continuarás siendo cruel contigo mismo, como me pasó a mí. Pero el perdón y la bondad debilitan esas malas semillas, para que puedas sustituirlas por otras más sanas, que crecerán hasta eliminar a las antiguas y dejarlas sin nada que las sustente. Es más fácil encontrar valor para cambiar tu vida cuando te tratas con cariño. Las cosas buenas a veces tardan su tiempo, hay que tener paciencia. Todos somos personas asombrosas, lo único que limita nuestro potencial son nuestros propios pensamientos. Todos somos alucinantes. Si piensas en las influencias ambientales y genéticas que te han configurado, incluidos los genes que te vienen de tu propia biología, te darás cuenta de lo asombroso y especial que eres como persona. Las experiencias que has tenido en la vida, tanto las buenas como las malas, también contribuyen a hacer que seas diferente de cualquier otra persona en el planeta. Ya eres especial. Ya eres único. Ha llegado el momento de tomar conciencia de tu propia valía y de la de los demás. Deja a un lado tus opiniones. Trata a los demás y a ti mismo con cariño. Nadie puede vivir toda una vida poniéndose en la piel de otra persona, ni ver la vida con otros ojos o sentir a través de otro corazón, ni nadie sabe tampoco cuánto ha sufrido otra persona. Pero sentir un poco de empatía ayuda mucho. Ser amable con los demás y dejar de lado los prejuicios te ayuda a cuidarte y a plantar mejores semillas. Perdónate por culpar a los demás de tu infelicidad. Aprende a tratarte con cariño, a aceptar tu humanidad y tu fragilidad. Perdona a quienes te han culpado de su infelicidad. Todos somos humanos, todos hemos dicho y hecho cosas que ahora diríamos o haríamos de una manera más bondadosa. La vida pasa muy rápido. Podemos llegar al final sin remordimientos. Hace falta cierto valor para vivir como es debido, para mostrar respeto por la vida que hemos venido a vivir, pero la decisión es nuestra. Y también lo será la recompensa si lo hacemos. Valora el tiempo que te queda y aprecia todos los regalos que la vida te ofrece, empezando por la asombrosa persona que eres tú. 231 232 Sonríe y sé consciente Cuando pienso en mi vida ahora, hay momentos que no dejan de alucinarme. La vida que había imaginado se hace más real con cada día que pasa. Ahora soy la persona que una vez imaginé. Lo he conseguido a base de coraje, resistencia y disciplina, y aprendiendo a quererme. La vida realmente puede ser fácil y dichosa. Puede fluir bien. Y, lo que es más, a medida que he seguido creciendo y adaptándome sin dejar de aceptar que me merezco todo lo que me sucede, las cosas han fluido cada vez mejor. Esta frase me ayudó a conservar la fe incluso durante el período final y más oscuro: «Sonríe y sé consciente». Hubo un día especialmente duro, en que mi antigua forma de pensar se estaba aferrando a mí desesperadamente, diciéndome que no me merecía nada de lo que había soñado. Mi nueva forma de pensar, por su parte, intentaba instalarse definitivamente en mi interior, tratando de convencerme de que sí me lo merecía. Así que recé pidiendo un consejo claro y sencillo, algo que no me costase recordar en mi estado lloroso y que me permitiese superar los días difíciles. Necesitaba algo que me ayudase a ser fuerte y a mantener la esperanza todo lo que pudiese. Lo que recibí fueron esas palabras: «Sonríe y sé consciente». Las escribí y las coloqué en lugares señalados por toda la casa. Siempre que pasaba delante de ellas, cumpliendo un compromiso conmigo misma sonreía siendo consciente de que esa época pasaría y que vendría otra mejor. Además, es mucho más fácil conservar la fe cuando una sonríe. Así que eso me animaba automáticamente y me permitía confiar en que encontraría más motivos por los que volvería a sonreír. Pero no tenía ningún sentido leer esas palabras sin sonreír, porque la propia sonrisa era lo que hacía que ser consciente fuese mucho más fácil. Así que yo sonreía. Más adelante, añadí: «Da gracias y sé consciente», para asegurarme de que, antes de nada, rezaba una oración de gratitud, con la confianza y la fe de que todo llegaría. «Sonríe y sé consciente» y «Da gracias y sé consciente» se convirtieron en mis mantras y, siempre que podía, me pasaba los días sonriendo y siendo consciente. Y, al hacerlo, avanzaba con una fe absoluta, lo que hacía que me sintiese naturalmente inclinada a dar gracias. Mis oraciones, sueños e intenciones ya habían sido escuchados. Lo único que 233 tenía que hacer era sonreír y ser consciente y dar gracias y ser consciente. Y eso, naturalmente, me permitía sonreír mucho más de lo que lo habría hecho si no. Por supuesto, hubo momentos en que me faltaron fuerzas para dejarme inspirar por esas palabras, incluido ese día final de absoluta tristeza y resignación. Pero ese momento de entrega fue el punto de inflexión definitivo. En cierto sentido tenía razón: era verdad que ya no podía vivir soportando el dolor del pasado. Era el final de mi vida, al menos de la vida tal como la conocía. Pero no tenía por qué morir físicamente. Lo único que murió, espiritualmente, fue esa vieja parte de mí. Todas esas viejas ideas de mí misma no pudieron sobrevivir a la brillante luz de mi propio amor. La nueva vida que se había ido manifestando discretamente durante años por fin vio la luz. Mientras sonreía y era consciente, mis sueños parecían reales y constituían una parte cada vez más integral de mí misma. Esa es la razón por la que las puertas de la oportunidad se me abrieron de par en par cuando fui capaz por fin de tomar conciencia de mi propia valía. Los sueños ya habían llegado y solo estaban esperando a que los dejase pasar. Así fue como, con dicha en mi corazón, me abrí y permití que las cosas fluyesen. Y lo hicieron de muchas y muy variadas maneras, tanto personal como profesionalmente. Algún tiempo después, cuando aún me estaba recuperando de la maravillosa sorpresa que mis queridos padres me habían dado al proponer que pasásemos unas navidades veganas, recibí el que era el mejor regalo de Navidad posible sonriendo de corazón. Llevaba más de dos décadas soñando con tener al menos unas navidades vegetarianas. Cuando finalmente sucedió, todo fue tan natural que convinimos en que había sido uno de los días de Navidad más bonitos que habíamos vivido, con mi madre a mi lado cortando verduras, compartiendo risas y chismorreos, al tiempo que mi padre elegía la música, baladas country de los años cincuenta que flotaban por la casa mientras todos reíamos, charlábamos y preparábamos un gran festín. Fue un momento sencillo y feliz. Mi trabajo sigue creciendo y prosperando, y es fuente de satisfacción y de disfrute. Aunque es posible disfrutar trabajando para otro, en los tiempos que corren para mí el mejor camino a seguir es trabajar por mi cuenta. Al menos, eso es lo que más quería y necesitaba, vivir mi vida a mi manera, y eso incluía también mi vida laboral. Alcancé un nuevo plano de mi existencia con elevados niveles de motivación y una extraordinaria lucidez, junto con lo mejor de mi antigua vida, entre lo que se encontraba la autodisciplina. 234 Fui conociendo a gente de la zona en todo tipo de reuniones. La inspiración y las ideas fluían a raudales. Volví al mundo cargada de emoción dispuesta a procurarme oportunidades nuevas y positivas. A través de un par de grupos locales, organicé varios talleres de composición musical dirigidos a los sectores más desfavorecidos de la sociedad. Volver a dar clases y ser mi propia jefa fue algo muy agradable y, por supuesto, contemplar la transformación de la gente que venía a mis clases resultó enormemente gratificante. Después de lo serio que había sido mi pasado, había llegado el momento de que la alegría también llegase a mi trabajo. Así que organicé un espectáculo infantil, en el tocaba para niños de menos de cinco años. Ver cómo esas pequeñas criaturas, encantadoras y desinhibidas, bailaban y saltaban al son de mis nuevas canciones fue algo precioso. También fluyeron las oportunidades de escribir, así como las canciones suficientes para un nuevo disco dirigido a mi público adulto. Me asombra ver de lo que somos realmente capaces, creativa y físicamente, cuando nos liberamos de todo aquello que nos coarta. Mi blog recibió cantidades aún mayores de visitantes, lo que atraía a más gente hacia mi obra. También diseñé una divertida línea de camisetas, pegatinas para el coche y bolsos inspirados en la letra de mis canciones y artículos. No solo fluían las ideas, sino que iban seguidas de las correspondientes acciones. Ahora que paso las noches de otoño acurrucada junto a un hombre hermoso, sonrío al pensar en lo mucho que puede cambiar la vida. Él es una persona adorable. Antes de poder encontrarnos, ambos teníamos cosas de las que desprendernos, pero nos sincronizamos de una forma asombrosa. Ahora vivo la vida con otra perspectiva. Por la mejor de las razones posibles, he vuelto a pensar en los ciclos de la vida. Había visto la muerte directamente a través de los demás y, en cierto sentido, también he conocido mi propia muerte, cuando vi cómo por fin desaparecía esa antigua parte de mí. Fue una muerte espiritual, la muerte de varios aspectos de mi personalidad que me habían controlado durante décadas. Pero supuso también el nacimiento de un espíritu nuevo, que siempre había sospechado que existía en mi interior, al que aspiraba. Fue una muerte dolorosa, pero me permitió liberarme realmente de los condicionantes de mi pasado, de lastres innecesarios, de todo lo que me coartaba. Ahora que mi verdadero yo podía vivir sin trabas, seguí evolucionando en el camino hasta llegar a ser quien realmente soy. Solo desprendiéndome de lo que tengo puedo llegar a saber a ciencia cierta quién es esa persona y aprender a quererla. Me gusta su 235 coraje. Me gusta su corazón. Me gusta su creatividad. Me gusta su mente. Me gusta su cuerpo. Me gusta su bondad. Me gusta toda ella. La vida progresa en nuevas direcciones. Es también para mí un nuevo comienzo, un nuevo nacimiento. El mejor de los motivos posibles me ha hecho volver a pensar en otros nuevos comienzos: un precioso bebé se está gestando en mi interior. Sentir cómo mi vientre se expande y crece en mi cuerpo la gracia de la maternidad me llena de júbilo y de una abrumadora gratitud por poder vivir esta experiencia. No tiene nada que ver con la vida que en otro tiempo conocí: el aislamiento, la tristeza y la desesperación. Lo que me lleva a pensar, una vez más, cuántas vidas caben en una sola vida. Gracias a Dios, no acabé con mi vida cuando tuve la intención de hacerlo. Gracias a Dios. El vínculo entre madre e hijo se estrecha a diario. He tenido la fortuna de gozar de buena salud a lo largo del embarazo, a diferencia de todas esas pobres embarazadas que sufren náuseas por las mañanas. Me encanta estar embarazada y saber que pronto guiaré a otra alma a lo largo de su camino como humano hasta que tenga edad para volar en la dirección que decida. La vida tiene sin duda su proporción de muerte y finales, pero también hay en ella nacimientos y comienzos. Me siento afortunada de haber sido testigo de ambos, en sentido simbólico y literal, en tantas ocasiones. Cada vez que he saltado al vacío, las cosas no han salido como imaginaba sino que, a la larga, siempre han sido mejor. La fe es una fuerza poderosa, fuente de extraordinarias bendiciones. Ser capaz de deshacerse de las limitaciones y tratar de controlar cómo fluirán las cosas constituye un enorme regalo para uno mismo. Curiosamente, una de las cosas más difíciles para muchas personas, y también para mí, es aprender a recibir, aceptar que te lo mereces y permitir que fluya la bondad. La mayoría de las soluciones milagrosas que me han llegado en la vida lo han hecho a través de otras personas. Estamos mucho más interconectados de lo que creemos, y nuestro papel en las vidas de los demás es también más importante de lo que pensamos. Es imprescindible aprender a recibir si de verdad quieres abrirte a la posibilidad de que tus sueños se hagan realidad. Como sabe cualquier persona de naturaleza generosa, dar es una gran fuente de placer. Pero si das pero no te permites a ti mismo recibir también, no solo estás bloqueando el fluir natural de las cosas hacia ti y produciendo así un desequilibrio, sino que impides que la otra persona sienta el placer de darte a ti. Así que permíteles también a los demás que te den. Lo único que hace que una persona sea 236 incapaz de recibir es el orgullo o la falta de autoestima, pero todos y cada uno de nosotros nos merecemos esa bondad. Si eres de esas personas que realmente no saben qué hacer para dar, sigue practicando. Inténtalo sin ninguna expectativa. Sienta bien. Da por el mero placer de dar. Pero llevar cuentas de lo que uno da no es verdaderamente dar, como tampoco lo es recordárselo después a los demás con rabia, ni tampoco lo es, en su sentido más puro, esperar que el bien que has hecho vuelva a ti de alguna manera. Hay que dar con la única intención de dar, ya sea amor, bondad, o cualquier otro acto; de ahí es de donde surge el verdadero placer. Y sí, quienes dan con esa intención reciben una recompensa, aunque no siempre es inmediata ni tiene por qué tomar la forma que tú imaginas. Pero siempre necesitas saber recibir, para permitir que el flujo se mueva en ambas direcciones. Desde luego, esto incluye también saber darte a ti mismo y aprender a recibir lo que te des. Es posible cambiar el mundo, y cambiarnos a nosotros mismos. A medida que nuestras vidas mejoran, y trabajamos para evitar sentir remordimiento, también mejoran de forma natural las vidas de quienes nos rodean. Es posible dar marcha atrás a la segregación y la falta de armonía que hemos creado en la sociedad. Es posible ser feliz. Es posible esforzarse por morir sin remordimientos, sin dejar de estar vivo y coleando. A nuestra manera, somos frágiles, como una esfera de delicado cristal. Piensa en una bombilla antigua con su vidrio redondeado dentro de la esfera. (Las bombillas modernas de bajo consumo con forma de tubo no crean la misma imagen, pero cualquiera vale.) Una parte de cada uno de nosotros es como la delicada esfera luminosa. En nuestro interior brilla una hermosa luz, capaz de hacer que las tinieblas se desvanezcan de cualquier lugar. Cuando nacemos, brillamos con fuerza y somos fuente de luz y felicidad para aquellos que nos rodean y que se quedan embelesados con nuestra belleza y nuestro resplandor. Después, con el tiempo, nos van echando suciedad encima. Esta suciedad no nos pertenece, es de los otros, de quienes nos la tiran encima. Pero el caso es que nos cae y, al cabo de un tiempo, no solo la recibimos de las personas más cercanas, sino también de los amigos del colegio, de los compañeros de trabajo, de la sociedad en general, y de muchos otros con los que nos cruzamos en la vida. A cada uno nos afecta de una manera: algunos nos convertimos en víctimas, otros en verdugos, algunos la aceptamos y cargamos con ella durante mucho tiempo, otros se desprenden de ella de manera natural. 237 Independientemente de cómo nos afecte a cada uno, nunca deja de empañar nuestra luz y nuestra bondad originales. Si tanta gente nos echa esa mugre encima, será que tienen algún motivo, ¿verdad? Así que nos sumamos a ellos y nos cubrimos de porquería a nosotros mismos. ¿Por qué no? Si son tantos, no pueden estar equivocados. Y si me pongo a echarme suciedad encima, tampoco pasa nada si se la echo a los demás. Sí, eso haré, y seguiré permitiendo que los demás lo hagan conmigo. Al final, acabas cargando con tal cantidad de porquería que no solo sucumbes a su peso, sino que tu luz deja de verse por completo. Cada centímetro de tu cuerpo está cubierto de mugre. Buena parte de ella viene de los demás, pero otra parte te la has echado encima tú mismo. Entonces, un buen día recuerdas que en tu interior brilló una vez una hermosa luz. Pero, aunque a veces aún puedes sentirla, cuando estás en silencio y a solas, las cosas llevan tanto tiempo siendo oscuras que apenas recuerdas esa parte de ti. Su cálido resplandor ha seguido brillando todo este tiempo, aunque estuviese rodeado de tinieblas. Te das cuenta de que quieres volver a brillar, quieres recordar quién eras cuando no llevabas sobre ti toda la suciedad que los demás, y tú también, te han echado encima. Así que empiezas a decir basta. Dejas de permitir que te sigan echando la porquería encima. Y eso a la gente no le gusta. Pero sigues decidido y te alejas de quienes te lanzan su basura. Poco a poco, empiezas a frotarte muy suavemente para quitártela del cuerpo. Pero tienes que hacerlo con mucho cuidado, porque bajo la capa de suciedad eres extremadamente frágil. Si lo haces con demasiada brusquedad o con prisas, te romperás en pedazos y nunca volverás a ver tu luz. Así que, lentamente y con paciencia, te dedicas a limpiarte. Un fino rayo de luz se filtra, y vuelves a vislumbrar tu propia belleza. Eso te gusta. Entonces alguien vuelve a tirarte suciedad y tienes que empezar de nuevo. Te quitas lo que te acaban de tirar, y un poquito más. Pero te asustas de lo que ves y vuelves a echarte un poco de mugre encima. No te mereces brillar con esa intensidad. Toma, aquí tienes un poco más de porquería. Pero la luz también ha vuelto a ver lo que hay en el exterior y empieza a brillar con más fuerza. Quiere que la vean. Cuanta más luz dejas que salga, mejor te sientes. Te permite hacerte una idea de lo bien que te sentirías si consiguieses librarte de todo lo que llevas encima. Y eso hace que pienses en todo lo que cargan los demás también, y sientes compasión por ellos. Decides que, a partir de ese momento, no volverás a echarles porquería. A fin de cuentas, ¿cómo 238 vamos a poder brillar al máximo si no dejamos de ensuciarnos los unos a los otros? Así que sigues limpiándote con cuidado. Hace falta mucha paciencia y ternura, y se avanza poco a poco. Pero la emoción va creciendo cada vez que otro haz de luz consigue salir al exterior y ves en él otro destello de tu propia belleza y de tu propio resplandor. De vez en cuando sientes la tentación de volver a lanzar algo de porquería sobre ti misma o sobre los demás. Tal es la fuerza de una costumbre que has mantenido durante casi toda tu vida. Pero ahora ves cómo tus rayos de luz ayudan a los demás, que también se van atreviendo a ser valientes y empiezan a limpiarse su propia mugre. Tienen que hacerlo con mucha ternura, porque ellos también son muy delicados y frágiles, y corren el riesgo de hacerse pedazos con facilidad. Quieres ayudarles, pero es a ellos a quienes les corresponde hacerlo, porque nadie sabe lo frágil que es otra persona en su interior. Puedes explicar a los demás cómo lo hiciste, quizá eso les ayude, pero ellos tienen que hacer el trabajo, a su ritmo y a su manera. Y, por supuesto, no todo el mundo tiene el coraje o las fuerzas para hacerlo todo de una vez. Así que eres paciente, respetuoso y comprensivo, porque entiendes que puede ser una experiencia dolorosa y aterradora. Te sientes bien contigo mismo. Es una sensación nueva, pero te gusta mucho, así que dejas de tirarte porquería encima para siempre, porque empieza a gustarte la belleza que has descubierto. La luz brilla cada vez con más intensidad, sus rayos salen en todas direcciones. Pero la suciedad que llevas cargando desde hace más tiempo está muy pegada y es la más difícil de eliminar. Estaba muy a gusto sobre ti, después de tantas décadas, muchas gracias. No se quiere ir a ningún sitio. Cuando más te acercas al cristal, más cuidadoso has de ser al frotar, a pesar de que es ahí donde la suciedad está más adherida. Te ha costado mucho trabajo, estás agotado. Pero no hay duda de que ya eres mejor que antes. Puede que con esto baste. Quizá puedas vivir con esta última capa de mugre encima y brillar a medias, como ahora. Pero la luz es fuerte y está decidida. Quiere que brilles al máximo, así que te da fuerzas para que sigas limpiando hasta que no quede nada. Por fin, lo consigues y tu brillo deja boquiabierto a todo el mundo, y sobre todo a ti mismo. No tenías ni idea de que podías ser tan hermoso y brillar con tal resplandor. Ahora, cuando estás con otras esferas luminosas y ven lo hermoso que eres, ellas también quieren brillar con fuerza, porque les recuerdas que también llevan en su interior el potencial de hacerlo. Lo habían olvidado por toda la mugre que cargan encima. 239 Algunas de las esferas luminosas creen que les costará demasiado conseguir que su luz salga al exterior, así que se quedan juntas en la oscuridad y tratan de convencerse unas a otras de que son felices así. ¿Quién necesita hacer todo ese esfuerzo cuando uno ya se ha acostumbrado a cargar con la suciedad? A mí me gusta así, dicen, y ahora voy a echar un poco más de porquería por ahí, a esas luces brillantes que están tan contentas y se lo están pasando tan bien. ¿Cómo se atreven a disfrutar tanto? Y así las esferas oscuras se aventuran al exterior con toda la basura que tienen a su alcance y empiezan a lanzarla. Trabajan mejor en equipo, porque se sienten más seguras así. Pero les cuesta ver bien, hay demasiada luz, las cosas están demasiado limpias. Aun así, consiguen divisar a unas pocas esferas luminosas, que ahora brillan tan contentas porque casi han terminado de limpiarse, y les lanzan puñados de basura. Pero esta no se adhiere a su cuerpo. ¿Qué está pasando? ¡Antes siempre se quedaba adherida! Lo que las esferas oscuras no saben es que, aunque la luz había permanecido oculta durante todos estos años, había seguido creciendo en el interior, y ahora brilla con tanta fuerza y tanto calor que la porquería nunca volverá a quedarse adherida. Simplemente resbala sin dejar rastro alguno. Tu propio resplandor también es así. En tu interior hay una hermosa luz con la capacidad de radiar con fuerza, pero tienes que tener paciencia y sentir ternura contigo mismo para poder limpiar toda la suciedad que has ido acumulando durante décadas. Cada vez que quites un pedazo, conseguirás que tu verdadero ser brille un poco más. Hace falta valor y cariño para sobreponerse a los remordimientos que expresaban cada una de esas adorables personas ya fallecidas. Pero depende de ti. Como una luz que quiere brillar con fuerza y alegría, llevas en tu interior la brújula que te permitirá orientarte, paso a paso. Sé quien eres, busca el equilibrio, habla con franqueza, valora a quienes te quieren y date permiso para ser feliz. Si lo haces, no solo estarás mostrando respeto por ti mismo, sino también por todos los que cayeron en la desesperación durante sus semanas finales por no haber tenido el valor de hacerlo antes. Tú eliges. Es tu vida. Cuando tengas que hacer frente a dificultades y te preguntes qué diantres harás para superarlas, cómo alcanzarás la serenidad respecto a una relación en particular, cuándo aparecerán los contactos que necesitas o cómo encontrarás el dinero que te hace falta para lo que sea, recuerda que lo que sea que tu corazón anhele también te anhela a ti a su 240 vez. A veces lo único que tienes que hacer es dejar de estorbar. Haz lo que puedas y luego déjate llevar. No te interpongas en tu propio camino. Y entonces, cuando te veas en esa tesitura, mantente firme, estira la espalda, respira profundamente y sigue adelante con el orgullo de ser quien has llegado a ser, con la fe y la confianza absoluta de que te lo mereces, de que tus plegarias han sido atendidas y van a cumplirse. Y solo recuerda esta frasecita: «Sonríe y sé consciente». Simplemente, sonríe y sé consciente. 241 Bronnie Ware es una escritora, cantante, compositora y profesora de Australia que dio su salto a la literatura con su libro de memorias, Los cinco mandamientos para tener una vida plena, un verdadero best seller cuyos derechos se han vendido a editoriales de todo el mundo. Gestiona, además, un curso online de crecimiento personal y de composición de canciones, y escribe habitualmente en su blog personal, Inspiration and Chai, que incluye artículos que han sido traducidos a distintos idiomas. Para más información visite la web: www.bronnieware.com 242 Título original: The Top Five Regrets of the Dying Edición en formato digital: febrero de 2013 © 2011, 2012 Bronnie Ware. Publicado en 2012 por Hay Australia Pty. Ltd © 2013, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U. Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona © 2013, Marcos Pérez Sánchez, por la traducción Diseño de la cubierta: Yolanda Artola / Penguin Random House Grupo Editorial Ilustración de la cubierta: © Jaime Martínez / Industrias Martínez Quedan prohibidos, dentro de los límites establecidos en la ley y bajo los apercibimientos legalmente previstos, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, así como el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. ISBN: 978-84-9032-440-0 Conversión a formato digital: Newcomlab, S.L. www.megustaleer.com 243 Índice Los cinco mandamientos para tener una vida plena Introducción Del trópico a la nieve Una sorprendente trayectoria profesional Sinceridad y entrega Lamento 1: Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida más acorde con mi forma de ser, no la que otros esperaban de mi Productos de nuestro entorno Trampas Lamento 2: Ojalá no hubiese trabajado tanto Propósito e intención Sencillez Lamento 3: Ojalá hubiese tenido el valor de expresar mis sentimientos Libre de culpa No hay mal que por bien no venga Lamento 4: Ojalá no hubiese perdido el contacto con mis amigos Amigos de verdad Date el gusto Lamento 5: Ojalá me hubiese permitido ser feliz Ahora es el momento de ser feliz Cuestión de perspectiva Los tiempos cambian La oscuridad y el amanecer Nada que lamentar Sonríe y sé consciente Biografía Créditos 244 Índice Los cinco mandamientos para tener una vida plena Introducción Del trópico a la nieve Una sorprendente trayectoria profesional Sinceridad y entrega Lamento 1: Ojalá hubiese tenido el valor de vivir una vida más acorde con mi forma de ser, no la que otros esperaban de mi Productos de nuestro entorno Trampas Lamento 2: Ojalá no hubiese trabajado tanto Propósito e intención Sencillez Lamento 3: Ojalá hubiese tenido el valor de expresar mis sentimientos Libre de culpa No hay mal que por bien no venga Lamento 4: Ojalá no hubiese perdido el contacto con mis amigos Amigos de verdad Date el gusto Lamento 5: Ojalá me hubiese permitido ser feliz Ahora es el momento de ser feliz Cuestión de perspectiva Los tiempos cambian La oscuridad y el amanecer Nada que lamentar Sonríe y sé consciente Biografía Créditos 245 2 3 7 18 29 41 51 61 73 82 93 104 115 127 136 146 157 167 177 188 197 209 221 233 242 243 246