DRESDE El hecho de haber estado situada en lo más profundo de la Alemania nazi y de haber sido de las primeras y más entusiastas al adoptar las políticas más nauseabundas del nacionalsocialismo le añade nudos morales de una extraordinaria complejidad. El hecho de haber estado situada en lo más profundo de la Alemania nazi y de haber sido de las primeras y más entusiastas al adoptar las políticas más nauseabundas del nacionalsocialismo le añade nudos morales de una extraordinaria complejidad. Dresde se incorporó a la República Democrática Alemana, que se hallaba bajo el control de la Unión Soviética. Esta tomó el mando de la historia en un sentido literal. Dresde era un «estuche rococó»; y esa es una de las principales razones de que la tormenta de fuego recibiera tanta atención. Dresde también adquirió renombre por el estupendo vigor de su vida artística se trata de una tragedia con repercusiones que fueron mucho más allá de la guerra. Además de los miles de vidas que se extinguieron aquella noche, se hicieron añicos una cultura y una memoria. La Dresden Trust Dresde y la fundación han aprovechado la simbiosis entre ella y la localidad de Coventry, en el centro de Inglaterra, que en noviembre de 1940 fue atacada y reducida a plomo fundido y cascotes de piedra y ladrillo ardientes por la Luftwaffe. El hermanamiento de las ciudades quiere fomentar la conciencia de que no debe permitirse que nada parecido vuelva a ocurrir jamás. Yalta, Iósif Stalin, Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt debatían cómo se debería gobernar y dominar la Alemania derrotada En la conferencia, los altos comandantes de Stalin solicitaron que los enlaces de transporte de Dresde, que quedaría en la esfera de influencia soviética, fuesen bombardeados por las fuerzas angloestadounidenses a fin de impedir los movimientos de los alemanes hacia el este El 6 de febrero de 1945, la Octava Fuerza Aérea de Estados Unidos realizó ataques sumamente destructivos contra las ciudades de Chemnitz y Magdeburgo Pese a la calculada despreocupación de la que hacían gala muchos ciudadanos, Dresde ya había sido el blanco de dos ataques aéreos norteamericanos: uno en el otoño de 1944 y otro el 16 de enero de 1945 Auschwitz; los soldados soviéticos habían hallado el campo abandonado y con miles de esqueletos vivientes, Ese descubrimiento de pesadilla tuvo lugar el 27 de enero. Los rumores sobre el tema habían llegado hasta Dresde la idea de que la población civil podía ser un blanco legítimo no era nueva. Tres años antes, en 1942, Iósif Stalin se había reunido con Winston Churchill y lo había alentado a que los bombarderos británicos se centraran en las viviendas alemanas, no solo en la industria del país. Pero Churchill no necesitaba de las exhortaciones de Stalin; los altos comandantes y políticos británicos ya aceptaban como un hecho la guerra total. Mariscal del aire y comandante en jefe del Mando de Bombardeo, sir Arthur Harris. Hasta entonces, unos cincuenta mil tripulantes y pilotos habían muerto en ataques aéreos. Harris formó parte del Real Cuerpo Aéreo en la Primera Guerra Mundial. Harris estaba seguro de que el conflicto se acercaba al momento en que los ataques decisivos pondrían de rodillas al Alto Mando alemán. Para Martin Mutschmann, el pueblo de Dresde tenía el deber de alzarse en armas contra las fuerzas que asediaran la ciudad, cualesquiera que fuesen. Toda forma de disenso o reserva era traición. En 1935, bajo las directivas del gauleiter, Dresde lideró con entusiasmo la política nazi de esterilizar a las personas con necesidades especiales y discapacidad. Solo ese año, se llevaron a cabo 8.219 esterilizaciones en la ciudad, aún más que en Berlín, donde hubo 6.550. No era un secreto; en la prensa británica se informó de ello con grandes titulares. la historia de lo que ocurrió en la sinagoga tal vez también arroja luz sobre una de las terribles cuestiones que perduran en relación con Dresde: el misterio de cómo pudo existir un odio tan violento y enconado hacia los judíos en una ciudad que, sobre todas las cosas, destacaba por el arte, el intelecto y la convivencia de culturas. La industria bélica de la ciudad estaba más relacionada con los instrumentos de precisión, pero Hay llevaba total razón al asociar a Dresde con la intensa innovación científica Había una clase adicional de música en Dresde: el zumbido profundo de los generadores eléctricos y el equipo científico. A solo unos ochocientos metros de la estación central de ferrocarril, existían laboratorios en los que se realizaban diversos experimentos con rayos catódicos y válvulas termoiónicas. Ya en los años treinta, los avances técnicos en el campo de la electrónica realizados por él revestían gran interés militar. Barkhausen trabajaba no solo con señales de frecuencia ultraalta, sino también con microondas. Zeiss Ikon respondió a las imperiosas necesidades de unas fuerzas armadas alemanas en vasta expansión con la producción de instrumentos ópticos de precisión no solo para la fuerza aérea, sino para la marina y el ejército. Los primeros bombardeos graves de la ciudad, en el otoño de 1944 y a principios de 1945, eran obra de los estadounidenses. Se enteraron por sus padres. Aquellos ataques, por si fuera poco, se habían llevado a cabo a plena luz del día A lo largo de la guerra, los habitantes de Dresde se habían acostumbrado a oír alarmas muy frecuentes y casi siempre falsas. Desde una altitud de centenares de metros, era imposible acertar con exactitud incluso en un blanco del tamaño de una estación de clasificación, por más que, en teoría, la luz del día garantizara una mayor precisión que en la noche. Otro bombardeo estadounidense, destinado a interrumpir comunicaciones con el frente oriental, tuvo lugar el 16 de enero de 1945. todas las En febrero de 1945, ni él ni ningún dresdense adulto podía saber que las líneas ferroviarias —más que las fábricas— constituían la principal obsesión de Carl Spaatz, comandante de la Fuerza Aérea de Estados Unidos. Mientras que los británicos continuaban con los bombardeos de área, los planes de los bombarderos estadounidenses se centraban en los ferrocarriles. El gusto de los anglófonos por la ciudad empezó incluso antes. En mitad del siglo XVIII. Naturalmente, la Primera Guerra Mundial puso fin a todo eso; pero solo se trató de un paréntesis. En los años veinte y treinta, hubo de nuevo una fuerte afluencia de visitantes ingleses. Por un tiempo Dresde siguió recibiendo a numerosas debutantes, a las que invitaban a bailes con jóvenes y guapos oficiales alemanes y que se perdían entre la extraordinaria formalidad de los uniformes y las reverencias el presidente Franklin D. Roosevelt de Estados Unidos, entonces neutral, en aras de que no se bombardearan las zonas civiles alejadas de los teatros de operaciones y con la idea estratégica de que los ataques a infraestructuras significativas limitarían el combate, pues había que tener en cuenta el mundo después de la guerra. La disolución de un protocolo común sobre la guerra aérea fue gradual. El ataque nazi a Róterdam fue una clara declaración de intenciones. Tras la caída de Francia ante los alemanes en junio de 1940, cuando las fuerzas británicas se vieron obligadas a retirarse, la única manera de llevar la lucha a territorio enemigo era por aire. En agosto, los británicos bombardearon Berlín. Noventa y cinco bombarderos llevaron a cabo el ataque, pero, si bien causaron algunas víctimas mortales y daños, el impacto fue relativamente leve. Hitler autorizó ataques contra Londres. En un principio, los objetivos eran industriales y no residenciales. En el otoño de 1940 a Luftwaffe continuó con sus ataques a las ciudades británicas Los bombarderos se adentraron cada vez más en los distritos residenciales del conurbano No obstante, en 1941 el jefe del Estado Mayor del Aire, sir Charles Portal, reconoció que la RAF debía cambiar de enfoque ante los blancos alemanes, y el bombardeo de precisión dio paso al bombardeo de área La verdadera precisión seguía sin ser posible, y era absurdo suponer lo contrario. Los objetivos serían en adelante grandes centros urbanos. En general, la industria estaba en la periferia, pero la nueva intención era causar un caos social más amplio. Se informó de la intensificación de la estrategia al presidente de Estados Unidos, cuyo país no puso objeciones, como tampoco lo hizo la Rusia de Stalin. Así pues, en marzo de 1942, 243 bombarderos. Lubeca era un laboratorio en el que podía ponerse a prueba la nueva teoría. Tres escuadrillas de bombarderos sobrevolaron el río y los canales plateados. La primera llevaba bombas de demolición, que servían para derribar los tejados y abrir las casas, a fin de que penetraran las incendiarias. A modo de represalia directa, los nazis lanzaron contra Gran Bretaña sus «bombardeos Baedeker», así llamados porque sus objetivos eran ciudades hermosas que habían recibido tres estrellas en las famosas guías turísticas alemanas con ese nombre, esos blancos tenían escasa, si alguna, importancia industrial o estratégica: el propósito era causar desasosiego mediante la destrucción de antiguos tesoros. Entre los blancos históricos elegidos figuraron Exeter, Bath, York y Canterbury. El dolor y la humillación nacional de ver esas exquisitas calles mutiladas para siempre fueron intensos. Lo cierto es que se había cruzado la línea de sombra de la racionalidad; los bombardeos Baedecker solo tenían por objeto suscitar emociones puras Eso supuso un nuevo factor moral en la filosofía de la guerra total: la idea de llevar a cabo una venganza sangrienta contra la población civil. A esas alturas, la tecnología capaz de saciar esa furia insensata mejoraba a diario. Para los británicos, el sistema de navegación Gee —que funcionaba con frecuentes pulsos de radio cronometrados y osciloscopios a bordo— permitía ver una variedad mucho más amplia de objetivos potenciales, detectables por medio de la tecnología, no a simple vista, y hacía más viables las misiones de mayor duración. Se trataba de una guerra en la que cada vez más los físicos luchaban al lado de los soldados; En 1942, en el Mando de Bombardeo se diseñó un mapa de la ciudad de Dresde y sus monumentos públicos. En la parte superior, una nota advertía de que no se atacaran los hospitales señalados. Además de los explosivos de alta potencia y las incendiarias de racimo, había armas que provocaban una corrosión ardiente: bombas con vaselina y magnesio. Se sabía que los alemanes contaban con refugios para la población civil, especialmente construidos o bien en bodegas y sótanos adaptados, pero, si bien sus ocupantes se escudaban de las explosiones, la salvaje tormenta de fuego seguía penetrando hasta el fondo. Quienes estaban en los sótanos murieron por asfixia cuando se acabó el oxígeno, o se asaron cuando el aire se calentó de manera insoportable. Los bombardeos de Hamburgo lograron sumir en el siniestro un gran número de empresas industriales adaptadas a la producción bélica. Además, destruyeron vías de transporte y dejaron a tanta gente sin hogar que la infraestructura de la ciudad quedó al borde del colapso total. Desde el punto de vista del mariscal del aire, las siguientes misiones como esa serían vitales para asegurar la victoria final en Europa. Aquello les suponía una oportunidad propagandística que debía difundirse en todo el mundo: la revelación de los bombardeos de terror. Debido a diversos factores (nubosidad, fuego antiaéreo, cazas defensivos), esas misiones puntuales acarreaban el doble riesgo de una baja tasa de éxito y una alta mortalidad entre los aviadores británicos. Para Harris, eran lo que él había denominado hacía tiempo «objetivos panacea. Cuando los aliados y soviéticos penetraban en las ciudades desde ambas direcciones, cruzando brezales y bosques, se presentaba la oportunidad de poner en marcha un tipo de misión diferente. Esta vez, los bombarderos no saldrían en busca de edificios específicos; el objetivo sería simplemente la ciudad de Berlín con toda su población. El nombre en clave de aquella propuesta de misión era Operación Trueno. Al revés, la Operación Trueno iba dirigida a los cuerpos y almas de la gente común, a fin de alcanzar «un efecto moral máximo las bombas tenían que impactar en los lugares y monumentos más fundamentales para el alma de la ciudad. El plan era «abarcar la densidad de población más alta posible» y bombardearla una y otra vez para que pareciese que su Gobierno no podía hacer nada por protegerla. La Operación Trueno fue apartada durante los largos y agotadores meses de otoño e invierno de 1944, cuando el ejército alemán contraatacó con una terrible intensidad. En el invierno de 1944, pocas semanas antes del ataque a Dresde, los dos hombres cruzaron cartas encarnizadas y directas sobre el propósito de los bombarderos. El Gabinete de Guerra y Portal opinaban que los ataques debían centrarse de nuevo en las plantas de carburante de Alemania, así como en los ferrocarriles que transportaban el combustible por Europa. Pero Harris descreía con encono de ello y estaba totalmente convencido de que la mejor salida era arrasar más ciudades. «En los próximos tres meses tendremos la última oportunidad de destruir las zonas industriales del centro y el este de Alemania — escribió Harris, para pasar a enumerarlas—: Magdeburgo, Leipzig, Chemnitz, Dresde, Breslau, Posen, Halle, Erfurt, Gotha, Weimar, Eisenach y el resto de Berlín. En ellas está la principal fuente de la producción bélica de Alemania, y la consumación de tres años de trabajo depende de que se logre su destrucción. El Comité Conjunto de Inteligencia, el Ministerio de la Economía de Guerra y el Ministerio del Aire estudiaban con interés el vasto número de refugiados alemanes que abandonaban el este, que huían del terror que suponía el Ejército Rojo, cada vez más cercano. Aquello ofrecía una oportunidad para causar graves disrupciones y confusión. Winston Churchill se mostraba impaciente por recibir más información sobre las posibilidades. ¿Era factible realizar un vasto ataque sobre Berlín? ¿Y en otras ciudades del este del país? Así fue como Dresde, Chemnitz y Leipzig se añadieron a las listas de los posibles objetivos. En el caso de la RAF, sus miles de jóvenes de entre diecinueve y veintiséis años se habían alistado como voluntarios. Para los bombarderos los voluntarios albergaban la férrea convicción de que así se derrotaría al enemigo. Los generales Carl Spaatz, que estaba al mando, e Ira Eaker, que supervisaba los escuadrones, trataban sobre todo de resistir el impulso del Mando de Bombardeo a la hora de atacar distritos civiles. Como había dicho el embajador estadounidense en Tokio unos años antes: «Facilis descensus averni est, el descenso al infierno es fácil». No obstante, al igual que sus socios británicos, creían que la forma más eficaz de descabezar a las fuerzas alemanas resurgentes eran los ataques aéreos cada vez más feroces. Las Fuerzas Armadas de Estados Unidos habían señalado a Dresde como un blanco útil poco después del desembarco en Normandía; la tarde del 7 de octubre de 1944, una apretada formación de B-24 se había adentrado en lo profundo de la Alemania oriental con un blanco muy concreto: la estación de clasificación principal de Dresde, un poco al este de la estación central. El objetivo era causar una gran perturbación: no solo cortar la arteria ferroviaria que iba de Berlín a Praga, sino también incendiar los cada vez más escasos materiales industriales. El 16 de enero de 1945, los estadounidenses iniciaron una nueva misión aérea. Muchos de los bombarderos, al no haber alcanzado sus objetivos, pusieron rumbo a sus blancos secundarios: las estaciones de clasificación de Dresde. Esta vez el ataque provocó 376 muertes. Entre los explosivos lanzados se encontraban 18.000 bombas incendiarias: un anticipo de los siniestros que se avecinaban. Se temía realmente, por ejemplo, que los nazis refinaran la tecnología necesaria para desplegar no solo explosivos, sino además gases venenosos letales como el sarín. Además, estaba el desarrollo del Messerschmitt Me 262, el primer caza alemán de propulsión a chorro. La ofensiva del Ejército Rojo —se informó a Tripp y los demás aviadores presentes en la sala— había creado condiciones caóticas en Dresde, y muchos millares de personas habían huido. El objetivo explícito no era bombardear a la población civil, sino crear un ambiente de pánico. Ello tendría por efecto la parálisis general de las comunicaciones, los ferrocarriles y las carreteras; así se minarían los esfuerzos del ejército alemán por montar una defensa efectiva en el este. Dresde no era el único blanco de esa noche; habría fintas en otros sitios, así como ataques sobre Magdeburgo, Núremberg y Bonn. La idea era sembrar la confusión en el centro de control de la Luftwaffe y evitar que centraran sus defensas. En cualquier caso, la guerra había cobrado una creciente velocidad de destrucción aérea. Hacía unos meses, los alemanes la habían delegado en máquinas ciegas: los misiles V-1 (apodados «bicharracos» por el zumbido de insecto que hacían) y los cohetes V-2 (silenciosamente letales), lanzados desde los Países Bajos hacia Londres y sus alrededores, así como hacia las ciudades de la costa este. Altos como casas, los V-2 contenían una veta de nihilismo puro en la parábola perfecta que describían en la estratosfera al dirigirse a calles y viviendas y provocar un estallido aplastante, asesino, ensordecedor y cegador. ¿Quién necesitaba pilotos y tripulantes cuando la tecnología más avanzada, operada desde un país de ultramar, podía ocasionar una muerte tan azarosa? Se lanzaron más de mil de esos cohetes a Gran Bretaña,donde mataron a más de tres mil personas. Pocos días antes de los ataques a Dresde, uno de esos misiles impactó en Ilford, el barrio residencial del este de Londres, en una calle de adosados, donde los niños jugaban en los jardines vigilados por sus madres cansadas. El impacto pulverizó una casa, demolió otras muchas y se cobró varias vidas. Aquello era una recalibración de la guerra total: la población civil asesinada por control remoto. 244 Lancaster que conformaban la primera oleada se propulsaban por el cielo de Alemania. La primera oleada del ataque a Dresde había comenzado a las 22.03 h con los indicadores de objetivos. Los Lancaster, que volaban a una altitud de entre tres mil y cuatro mil metros, estaban lanzando, sobre todo, dos formas de armas letales: bombas sísmicas o de demolición, en su mayoría de unos mil ochocientos kilogramos, y luego bombas incendiarias En tan solo un cuarto de hora, la primera oleada de 244 bombarderos y nueve marcadores habían lanzado unas 880 toneladas de bombas sobre Dresde; un 57 por cientos de explosivos de alta potencia y un 43 por ciento de incendiarias. Las bombas de demolición de 1.800 kilogramos y de distinto tipo habían desplazado las construcciones arquitectónicas; los cientos y miles de incendiarias, preparadas para arder de acuerdo con diferentes detonadores y mecanismos de retardo, avivaban los incendios que, como era de esperar, se propagaban. Extinguieron pequeños fuegos causados por bombas incendiarias de termita, que todos confundieron con lo que llamaron «cartuchos de fósforo» La siguiente —y mucho mayor— oleada, compuesta por 552 aparatos en total, se lanzaron mil ochocientas toneladas adicionales de bombas, muchas en zonas que aún no resplandecían con la luz letal. Tal vez el final del conflicto parecía un hecho; pero, aun sabiendo que los aliados y los soviéticos se acercaban imparables desde los dos frentes, estaba claro que los nazis de Hitler no contemplaban la posibilidad de rendirse. Si bien fue sir Arthur Harris quien expuso de manera más brutal y directa la necesidad de bombardear ciudades adrede, ya en 1945 sus superiores y homólogos estadounidenses tenían un punto de vista similar. A comienzos de febrero, también el comandante de las Fuerzas Estratégicas de Estados Unidos, Carl Spaatz, llegó a la conclusión de que los ataques a Berlín, Leipzig y Dresde estaban justificados y eran convenientes. El objetivo, tal como se expresó, era crear «disrupción y confusión». Llegaron pocos minutos después de mediodía. Un total de 311 bombarderos estadounidenses. Su objetivo —la estación de clasificación en el barrio residencial de Friedrichstadt— estaba casi totalmente velado por el humo tóxico que soltaban las ruinas ardientes. Al día siguiente ellos y los bombarderos británicos despegarían una vez más para atacar otros objetivos en lo profundo de Alemania: Chemnitz y Magdeburgo. Dresde, para ellos, no era excepcional, sino solo un objetivo más. Kurt Vonnegut y sus camaradas fueron los encargados de desenterrar a los muertos atrapados en la ciudad a partir de la mañana siguiente. Cuando Goebbels habló de un «bombardeo de terror», la expresión no tuvo ninguna repercusión internacional; sin embargo, las mismas palabras adquirieron una fuerza repentina e inesperada el 16 de febrero cuando, al parecer por un error de cálculo, las utilizó un reportero de la American Associated Press llamado Howard Cowan. El reportero Cowan resumió con entusiasmo el enfoque en la introducción de su artículo: «Los comandantes del ejército del aire aliado han tomado la esperadísima decisión de utilizar los bombardeos de terror contra los grandes centros urbanos alemanes como un recurso implacable para acelerar la caída de Hitler» El 17 de febrero, el Telegraph retransmitió un cable enviado por una agencia de noticias alemana: «Los aliados han reducido Dresde a cenizas» No obstante, países neutrales como Suiza y Suecia adoptaron el mismo exceso de entusiasmo al redactar las noticias. Incluso entonces, Goebbels no podía lograr mucho hablando de los ataques, ni con su pronta decisión de multiplicar el número de los muertos por diez, afirmando que aquella noche habían perecido 250.000 personas. La expresión «bombardeo de terror», sin embargo, importó a los estadounidenses, y mucho. Tan pronto como se publicó se extendió la inquietud, y se hicieron grandes esfuerzos por que las noticias subsiguientes dejaran bien claro que las Fuerzas Aéreas del Ejército de Estados Unidos habían atacado concretamente las estaciones de clasificación, no a la población indefensa. Era crucial que el público entendiera que, por salvajes que fuesen los nazis, los estadounidenses nunca se rebajarían a su nivel. A fin de ostentar la autoridad en toda Europa, incluida la Alemania derrotada, los estadounidenses tenían que ser vistos como una potencia virtuosa. El ataque del 10 de marzo sobre Tokio. En tan solo dos horas y media, los bombarderos B-29 descargaron el fuego sobre la ciudad, La zona de la ciudad señalada como objetivo era el hogar de algo más de un millón de personas. En Inglaterra había gente profundamente afectada por el destino exacto de Dresde y por lo que simbolizaba aquel ataque particular. Los oponentes de los bombardeos de área levantaron la voz. Entre ellos se contaban George Bell, obispo de Chichester, Vera Brittain y Alfred Salter, diputado por Bermondsey, un distrito de Londres que había salido muy afectado por los bombardeos. Winston Churchill a finales de marzo de 1945 y que transmitió en una nota eljefe adjunto del Ejército del Aire Norman Bottomley “se necesita informar con mayor precisión sobre los objetivos militares, como el petróleo y los centros de comunicaciones situados más allá de las zonas de batalla en sí, en lugar de meros actos de terror y destrucción gratuita, por impresionantes que sean” El cielo de Dresde se cubrió de plateado en los primeros días de marzo: una nueva incursión estadounidense contra la estación de clasificación. Ocurrió a media mañana y, como en todos los bombardeos de precisión, unos cuantos explosivos cayeron en otros sitios, entre ellos la ya dañada sede de la policía y los prados que estaban junto a la fábrica de cerveza incendiada Waldschlösschen. La reacción no fue más que la indiferencia traumática; de hecho, apenas quedaría registrada en la memoria colectiva. A mediados de abril, en la portada del periódico local, el gauleiter Mutschmann informó de que la ciudad era ya una fortaleza. «No estamos dispuestos a entregarnos a un enemigo cruel sin luchar y sin honor» Los aliados capturaron Arnhem mientras el Ejército Rojo proseguía su marcha hacia Berlín y una división británica entraba en el campo de concentración de BergenBelsen,que los alemanes habían abandonado. Allí, entre unos sesenta mil prisioneros famélicos y sumamente enfermos, descubrieron una gran cantidad de cadáveres de los que los nazis no habían tenido tiempo de deshacerse: unos trece mil cuerpos. En el éxodo general, Mauersberger fue enviado al campo, donde comenzó a pensar en la que sería la obra más importante de su vida. «Desolada está la ciudad», decía la introducción al réquiem dedicado a Dresde. En 1963, el historiador David Irving —que más tarde se convirtió en una figura muy controvertida— publicó el libro La destrucción de Dresde, 1945, en el que sugería que el número de víctimas había podido ascender a 135.000 y quizá a 200.000. En su reseña del libro publicada en el periódico The Observer, el expolítico y exdiplomático Harold Nicolson coincidía con su tesis general y por poco no alegaba que el bombardeo había constituido un crimen de guerra. A finales de los años sesenta, en Gran Bretaña se extendió la opinión, sobre todo en los círculos artísticos, de que el bombardeo de Dresde había sido un episodio siniestro y vergonzoso. El otro factor que avivó la oposición a los bombardeos en aquel momento fue sin duda el cada vez más profundo pantano moral de la guerra de los estadounidenses en Vietnam; cada vez más, los más jóvenes de la época pensaban que los bombardeos eran sinónimo de imperialismo despiadado. En ese momento estaba fraguando en su mente la extraordinaria Matadero Cinco, novela en la que Billy Pilgrim, en Estados Unidos de los años sesenta, empieza a recorrer su vida hacia atrás y adelante. Los saltos temporales conducen sin remedio al 13 de febrero de 1945; Pilgrim era un personaje ficticio, pero Vonnegut lo colocó adrede como protagonista de sus experiencias personales del bombardeo y las consecuencias apocalípticas de este. La novela se publicó en 1969 y al instante se convirtió en un clásico, pero también inspiró en sus muchos lectores la noción de que Dresde, más que ninguna de las ciudades alemanas bombardeadas, era única y extraordinaria por sus pérdidas. La instalación de misiles nucleares estadounidenses de medio alcance en Alemania Occidental era una fuente de preocupación constante para los soviéticos, pero no por eso era menos solemne la sinceridad de los jóvenes manifestantes, ni sus temores a un futuro en apariencia explosivo. Dado que la aniquilación de Dresde formaba parte de la memoria viva, no se precisaba mucha imaginación para concebir el destello y el viento radiactivo abrasador de una detonación nuclear. Es un 13 de febrero por la tarde. La cadena humana responde en parte a los constantes intentos de la extrema derecha por apropiarse del aniversario, a fin de presentar a los alemanes como mártires de un crimen de guerra. Tanto la catedral adyacente al palacio como la Kreuzkirche encontraron patrocinio financiero para su reparación Pero no se hizo y, durante cuatro décadas, aquel monumento asolado simbolizó una ciudad situada en una suerte de limbo. En 1992 se llegó a un acuerdo: la Frauenkirche se reconstruiría —en todos los aspectos— exactamente tal y como era en 1726. En los últimos años, el debate se ha centrado sobre todo en la pregunta de si el bombardeo de Dresde constituyó un crimen de guerra