El pasado como historia La nación dominicana y su representación histórica Archivo General de la Nación Volumen CCCXXII Roberto Marte El pasado como historia La nación dominicana y su representación histórica Santo Domingo 2017 Cuidado de edición y corrección: Johanna E. Sandoval Eugenia Diagramación: Carolina V. Martínez Paniagua Diseño de cubierta: Engely Fuma Motivo de contracubierta: Fotografía de José Gabriel García, primer historiador nacional © Roberto Marte De esta edición: © Archivo General de la Nación (vol. CCCXXII), 2017 Departamento de Investigación y Divulgación Área de Publicaciones Calle Modesto Díaz núm. 2, Zona Universitaria, Santo Domingo, República Dominicana Tel. 809-362-1111, Fax. 809-362-1110 www.agn.gov.do ISBN: 978-9945-9088-8-6 Impresión: Editora Búho S.R.L. Impreso en República Dominicana/Printed in the Dominican Republic Contenido Presentación Johanna Sandoval Eugenia........................................................9 Preámbulo Roberto Marte.......................................................................... 11 Capítulo 1 La oralidad campesina sobre la nación dominicana en el siglo xix..................................................................................25 La tradición oral urbana.....................................................................44 La tradición oral en la sociedad dominicana rural........................................................................................................50 El problema de la dominicanidad.................................................... 63 Sumario.................................................................................................... 113 Bibliografía.............................................................................................117 Capítulo 2 José Gabriel García: la primera historiografía dominicana como drama.........................................................................131 La construcción del drama histórico.............................................. 131 5 6 Roberto Marte El carácter regresivo de la historia................................................. 137 El trauma histórico de las devastaciones....................................... 168 Bibliografía.............................................................................179 Capítulo 3 El testimonio autobiográfico en la historia dominicana: un análisis crítico...................................................................183 La facultad de recordar familiarmente el pasado histórico..........................................................................186 El testimonio autobiográfico y los recuerdos personales....................................................................................197 Los recuerdos de la invasión de Dessalines................................201 La enunciación de la memoria y la enunciación de la historia.............................................................................213 La memoria episódica y la verdad histórica...................... 222 El relato autobiográfico en la historiografía dominicana del tiempo presente....................................248 Los límites del relato autobiográfico y la historiografía dominicana...............................................261 Las impresiones afectivas de la memoria autobiográfica .................................................................273 Los juicios de la memoria y la historia del tiempo presente............................................................................284 Epílogo...................................................................................299 Bibliografía............................................................................ 303 Índice onomástico.................................................................. 317 A fray Cipriano de Utrera y Máximo Coiscou Henríquez, maestros del arte erudito en la historiografía dominicana Presentación E l Archivo General de la Nación (AGN) enriquece sus colecciones con una nueva publicación del destacado historiador Roberto Marte: El pasado como historia. La nación dominicana y su representación histórica. En este libro el autor analiza el criterio con que los historiadores dominicanos han interpretado el pasado de la nación dominicana y explora las perspectivas del denominado «primer historiador nacional», José Gabriel García; igualmente, destaca la importancia de los testimonios y los recuerdos cuando funcionan como medios para volver conscientemente a un pasado apoyado sobre episodios de la vida diaria y que se ha de utilizar para construir la historia. Marte somete a discusión el contraste entre los conocimientos que poseen los historiadores, la realidad de los hechos históricos y la manera en que los han dilucidado, ya que como él mismo nos dice: «El historiador organiza un montaje mediante el cual transforma en historia lo que sabe del pasado con la meta de que sea factual, comprensible (o sintética), totalizante y verdadera». Esta obra consta de tres capítulos: 1) La oralidad campesina sobre la nación dominicana en el siglo xix; 2) José Gabriel García: la primera historiografía dominicana como drama; y 3) El testimonio autobiográfico en la historia dominicana: un análisis crítico. Asimismo, cuenta con un preámbulo, un epílogo y una vasta bibliografía que servirá como instrumento de referencia 9 10 Roberto Marte para todos aquellos interesados en ahondar en el pasado como historia. Finalmente, esta reflexión, desarrollada con profundidad, devela una arista distinta sobre la interpretación de nuestro transcurrir histórico y deja claro que «la historia no es una duplicación del pasado; la historia no es el pasado…». Johanna E. Sandoval Eugenia Preámbulo E n los historiadores dominicanos despierta muy poco interés la reflexión sobre su oficio de historiar el pasado. Esa indiferencia e incluso reluctancia frente a la definición de su trabajo se debe a que creen que no les concierne, que no interviene directamente en su praxis cotidiana. Y cuando alguna que otra vez se dirime el tema, generalmente, se hace basándose en especulaciones, intuitivamente. Esto es así porque, con frecuencia, los problemas que ocupan a los historiadores derivan del conocimiento empírico y, a su vez, así lo expresa la lógica de sus razonamientos. Los suyos no son los problemas epistemológicos ni del Homo narrans, sino las cuestiones tangibles de su quehacer cotidiano. Los historiadores emplean la mayor parte de su tiempo en problemas de erudición, específicos del control y criticismo de las fuentes históricas (consultar la bibliografía, hallar los repertorios primarios, mientras más primarios mejor; aquilatar el valor y la originalidad de los documentos, establecer su fuerza probatoria, etc.) que garanticen la autenticidad de sus relatos. Megill (1994, 1-20) comenta que para los historiadores la cuestión de la objetividad no existe como problema, que generalmente no se preguntan ¿es esto objetivo?, sino ¿es este enunciado verdadero? En un sentido metodológico, objetividad y verdad son conceptos diferentes. Entre los historiadores prevalece aún hoy en día el reductivismo positivista, el cual parte de la creencia, epistemológicamente 11 12 Roberto Marte falsa, de que la narración histórica reproduce fidedignamente el pasado como lo refieren las fuentes, que son sus huellas; de que la verdad del pasado ya preexiste en ellas en correspondencia con la realidad acontecida. Y conforme al paradigma rankeano, que la interpretación del historiador solo ha de descubrir dicha correspondencia entre la realidad pasada y lo que enuncia sobre ella según la fórmula aquiniana veritas est adaequatio intellectus et rei. Esta falacia objetivista fue minuciosamente analizada por Novick (1988) en un libro que alcanzó mucha fama hace algunos años. De lo anterior se deriva la idea de la naturaleza infalible de la historia como género judicial, como una especie de «tribunal inexorable» en el que «nadie puede borrar jamás lo grabado en sus páginas» (por eso también suele decirse «el libro sagrado de la historia»)1 y cuyo veredicto moral es la loa o la condena histórica. En general, los historiadores tienden a dar por supuesta una correspondencia entre la representación literaria del pasado y el pasado mismo, sin tener en cuenta la posición del enunciante en el momento de escribir el relato. Ankersmit (1983, 85-90) denomina este punto de vista «realismo histórico». Rigney apunta que hay una relación «ontológica» entre el acto discursivo y los hechos transcurridos porque ambos pertenecen al mismo mundo cuando el historiador describe cómo ha llegado al conocimiento de los hechos (2002, 26). Por eso el enfoque lingüístico postmoderno de la historia sostiene que el texto histórico no es una reconstrucción, sino una construcción del pasado (Ankersmit y Kellner, 1995) que, como dijo fray Cipriano de Utrera, les da a los hechos «un nuevo ser cuando ya no son». 1 Estas frases aparecieron en la última entrega de la serie de artículos antibaecistas titulada Un poco de historia, publicada en el periódico dominicano El Nacional, 14.2.1874. El pasado como historia. La nación dominicana... 13 Pero la historia no es una duplicación del pasado.2 La historia no es el pasado, como tampoco el historiador ni nadie tiene acceso directo (o desde dentro) al pasado, que ya ha transcurrido y, por tanto, es inmaterial e inasible para toda la eternidad, aunque en la narración histórica nos podamos sentir en estrecha comunicación, quizás transportados a la realidad de lo sucedido. Esto es así, sobre todo, cuando hemos vivido en persona el hecho del pasado cuando era presente. Pero en ese caso, lo que sabemos del pasado no es historia, es un recuerdo.3 Mucha gente, incluso los historiadores, emplean los términos «historia» y «pasado» como sinónimos, como lo hizo Henríquez Gratereaux en su artículo Descoyuntar el pasado (2015). Pero lo que se descoyunta es la historia, no el pasado. Sin embargo, el historiador no está en libertad de inventar la realidad que estudia. Podría pensarse que esto que se ha estado diciendo en el mundo académico desde hace unos treinta años, sea una moda, pues hay una gran cantidad de estudios motivados por el tema. Podría parecer también una banalidad, aunque no lo sea. Para convencernos bastaría echar un vistazo al trabajo que realizan los historiadores. El historiador ensambla e interpreta los indicios del pasado (los restos que han quedado de él) que aportan informaciones sobre lo que investiga. Esos retazos, que a veces pueden ser muchos, lucen como un rompecabezas que el historiador debe armar en una trama, la cual periodiza en una totalidad narrativa. Lo que no aparece en ese montaje discursivo, por muy real que sea, es como si nunca hubiera existido. En el transcurso del tiempo ese montaje cambia a medida que se suprimen y se resignifican los hechos que lo forman, o cuando se incorporan hechos nuevos, por eso se dice que 2 3 Lo cual implica que la historia no puede tener una base ontológica, pues la realidad del pasado no es de por sí historia. Véase el capítulo iii de este libro. 14 Roberto Marte el pasado que conocemos está en continua construcción, que pueden coexistir diferentes interpretaciones sobre un mismo hecho histórico. Esos cambios de los puntos de vista históricos han conducido más de una vez a apasionadas controversias. Claro, algunas interpretaciones históricas son más ricas y dignas de confianza que otras, según concurren en su elaboración un adecuado instrumentarium erudito y en su análisis una mayor conceptualización conforme a los conocimientos de otras disciplinas. Permítanme citar un ejemplo. José Gabriel García, nuestro primer historiador nacional, pasó por alto o apenas tomó en cuenta, entre otros, un capítulo de nuestro pasado que tuvo consecuencias importantes en la sociedad dominicana a mediados del siglo xix, aunque esas consecuencias fueron indirectas. Otros historiadores posteriores repitieron el montaje historiográfico de García y apenas mencionaron ese hecho, relegándolo a una posición de menor importancia o lo ignoraron. Como resultado de ello, entre nosotros a ese hecho (reconocido como histórico en otros países) no se le prestó atención, no aparece, o apenas ocupa un lugar irrelevante, en nuestra historia. El hecho al cual me refiero es la coyuntura internacional de los precios del año 1857, debida a la guerra de Crimea. La historia dominicana ha prescindido de ese acontecimiento de carácter económico como si no hubiera sucedido, pese a que en su fase recesiva esa coyuntura de los mercados internacionales tuvo consecuencias devastadoras entre los comerciantes tabacaleros del Cibao (Marte, 1989, 283-294). Lo que se cuenta es que en la fase contractiva de ese ciclo coyuntural, el cual apenas es mencionado, la situación financiera del país se agravó debido a una emisión excesiva de dinero en papel ordenada por el presidente Buenaventura Báez. En otros países de la región del Caribe la crisis de 1857 se manifestó severamente. Tras el alza vertiginosa de los precios El pasado como historia. La nación dominicana... 15 del café, el azúcar y el tabaco en los años 1855 y 1856, en 1857 la crisis se desató en Cuba ocasionando el cierre de doscientos cincuenta empresas azucareras, aseguradoras, bancarias, comerciales y algunos ferrocarriles, lo que provocó pérdidas de hasta 50 millones de pesos fuertes. En Venezuela los precios del café, el azúcar y los cueros disminuyeron drásticamente entre 20 y 70 por ciento. Fue un año aciago que azotó las finanzas públicas venezolanas y durante el cual se produjo en Caracas la peor escasez de víveres del siglo xix. En marzo del año siguiente el presidente José Tadeo Monagas fue sacado del poder, poniendo fin al llamado «Período de la Oligarquía Liberal». Es interesante señalar que el pánico monetario y hacendístico del año 1857 trajo consigo nuevas Constituciones políticas en varios países de Latinoamérica (República Dominicana, Venezuela, Colombia, México, etc.). Se puede explicar la ausencia en nuestra historia del hecho referido, debido a la ignorancia de los historiadores. También por la aversión que los sectores liberales del país sintieron por Buenaventura Báez, a quien acusaron de ser el causante de la crisis económica que sobrevino. Es decir, que los historiadores apenas se interesaran o nada supieran del ciclo coyuntural de los años 1856-1857 (que es un hecho de la historia universal de Occidente, sin personajes ni causas dominicanas) se puede atribuir a su falta de conocimiento, pero también a su ojeriza política e ideológica contra Báez.4 A menudo se justifica esta represión o exclusión en el discurso histórico de hechos considerados poco importantes, disfuncionales o de los cuales los historiadores no se sienten ideológicamente propietarios, con el clásico argumentum et silentium: lo que se dice de un hecho será suficiente o verdadero en tanto las lagunas de las fuentes históricas no permitan expresar lo contrario. 4 Véase el capítulo II de este libro. 16 Roberto Marte Esos mutismos son frecuentes en nuestra historia. Por ejemplo, las primeras décadas del siglo xvii, en la parte oeste de la isla Española, han sido tratadas superficialmente por nuestros historiadores, quienes solo han puesto cierta atención a lo que se refiere a las agresiones de los bucaneros franceses asentados en esa parte del territorio insular. Dice Bosch que «la historia de los bucaneros, los habitantes del oeste y los piratas es una historia que nos pertenece… Heridos por un resentimiento de pueblo inmaduro, nos hemos vuelto contra esa parte de nuestra historia y se la hemos donado a Haití» (1981, 54). De igual forma, la ocupación haitiana de 1844 es otro capítulo aún oscuro en nuestra historia. Así pues, el historiador organiza un montaje mediante el cual transforma en historia lo que sabe del pasado con la meta de que sea factual, comprensible (o sintética), totalizante y verdadera. En la historiografía dominicana de los primeros tiempos estos atributos de la historia dependieron casi siempre del proceso hermenéutico partiendo de principios morales, nacionalistas y liberales (que eran los principios del nacionalismo cívico)5 para dar forma a los hechos considerados como históricos. En esencia, la historia había de ser política porque era epos romántico del mito patrio. Esto lo sabían bien, sobre todo, quienes en el siglo xix y en la centuria siguiente escribieron la llamada «historia patria dominicana» (el romance de la nación), pues su tarea consistió no solo en ayudar a entender el pasado nacional, sino también en ayudar a «mejorar en interés de la patria» ese entendimiento entre sus conciudadanos. Por eso he calificado a la historiografía dominicana de los primeros tiempos como pragmáticamoral, porque se predicó en el ámbito público como recurso de formación cívica. 5 Reyes Heroles señaló que en la historiografía mexicana del siglo xix hubo una «unidad sintética» entre el liberalismo y la nación. El pasado como historia. La nación dominicana... 17 Precisamente, el primer capítulo de este libro trata sobre los problemas que debieron afrontar los historiadores para legitimar y hacer extensivo a toda la sociedad dominicana el credo duartiano (el nacionalismo cívico), dado que las clases bajas rurales, dispersas en un territorio agreste y casi despoblado, pese a sus arrebatos patrióticos eran ajenas a ese principio que se fue convirtiendo en la línea maestra de la historiografía dominicana. En la tradición del realismo historiográfico dominicano del siglo xix (que no ha dejado de practicarse hasta nuestros días), corrientemente, la historia fue una amalgama de acciones y significados. Y en su elaboración la crítica histórica tuvo una triple función correctiva: 1.°- cuáles fueron las motivaciones de los agentes históricos para llevar a cabo una acción (no se buscaban las causas eficientes sino los móviles de los actores);6 2.°- cuál fue el significado histórico de la acción (en esto no hay nada seguro, se trata de una forma de ver las cosas); y 3.°- dilucidar o «depurar» a quién había de adjudicársele la autoría de la acción (sobre todo si se trataba de una acción heroica) o el papel que desempeñaba en la misma considerado como «justo».7 6 Esta no es una auténtica relación causal, sino un proceso continuo de hechos sucesivos. Y así es aun cuando el sujeto histórico de la acción no es el individuo sino fuerzas impersonales o un actor colectivo, como aparece en este enunciado de Fernando Pérez Memén: «la pequeña burguesía emergente… quiso en 1844 constituir el Estado Dominicano conforme con las ideas de la democracia representativa». Las motivaciones de los agentes históricos no son solo actitudes conscientes, pues además se manifiestan a veces a través de sus características personales. Por ejemplo, se dice que el general Pedro Santana efectuó la anexión de Santo Domingo a España, debido a su naturaleza anexionista; o que la actuación del general Pedro Rafael Rodríguez Echavarría, en enero de 1962, se debió a su origen social humilde y a que era «anticívico». 7 Un «remitido» publicado en un periódico de Santo Domingo en 1847 expresó lo siguiente: «Siento mucho y muchísimo que los que escriben la historia de mi país, cometan tantas aberraciones y se apasionen a la altura 18 Roberto Marte Este es el asunto subyacente tras preguntas históricas como estas: ¿fue Francisco Domínguez o Antonio Duvergé el héroe vencedor en la batalla de El Número?, ¿fue un papel secundario o principal el representado por Juan Sánchez Ramírez en la rendición de los franceses en 1809?, tema que fue objeto de controversia en 1939; o en los tiempos actuales: ¿cuál fue la importancia de Johnny Abbes García en el aparato represivo de Trujillo?, según una controversia que se desarrolló en el 2007 entre Euclides Gutiérrez Félix y Andrés L. Mateo. Hay personajes que han sido de tal modo «trabajados» por la tradición histórica que resultan antipáticos para el lector apenas aparecen en escena, como son los casos, entre muchos, del comendador de Calatrava y gobernador de la Española, Francisco de Bobadilla; del rico negociante del siglo xvii, Rodrigo de Pimentel;8 del brigadier español, gobernador de las plazas de Samaná y Santiago durante los años de la anexión a España, Manuel Buceta; o del arzobispo de Ciudad Trujillo, Ricardo Pittini. Para ilustrar lo que vengo diciendo baste señalar estos ejemplos. En el libro de Pedro María Archambault, Historia de la Restauración, las funciones de uno de sus personajes, Gregorio Luperón, no son solamente las del héroe, sino que corresponden también a la del auxiliar del agresor, e inclusive, a veces, su función excluyó la del héroe, y esto constituye el sostén en que se basa la tensión de la narración histórica, aun cuando el desenlace de la trama de esta obra no discrepe del desenlace de la trama de los relatos de otros historiadores, 8 de quitarles a unos sus glorias para dárselas a otros que no la tienen» (Rodríguez Demorizi, 1998, 57). A pesar de que en la documentación del siglo xvii al capitán Pimentel se le halagó y se le hizo partícipe de la esfera del héroe. Además, obsérvese que sus restos mortales fueron enterrados el 25 de mayo de 1683 en el convento de Santa Clara en presencia del ilustrísimo arzobispo de Santo Domingo. El pasado como historia. La nación dominicana... 19 como José Gabriel García, quienes recogen una tradición distinta sobre los mismos hechos (Marte, 2010, 21). También puede suceder que sea objeto de debate cuando en una misma esfera de acción dos personajes o actores históricos compitan por ocupar el papel del héroe, siendo uno de los dos el ayudante del héroe, es decir, cuando hay una inversión en el desempeño de los roles como en este ejemplo: la historiografía tradicional ha divulgado que fue Mariano Rodríguez Objío y no el coronel Cico Moreno el iniciador de la sublevación restauradora en el sur, habiendo sido el primero el secretario del segundo. Otro caso es el del estudio de fray Cipriano de Utrera, Polémica de Enriquillo. No se trata de que el padre Utrera hubiera querido a secas presentar al cacique indio como un falso héroe, sino de que su interpretación histórica de la sublevación de Enriquillo aparece dominada por la evaluación de los hechos posteriores a la revuelta, por la narrativa in extenso sobre Enriquillo y no por la función tradicionalmente estereotipada (como en la novela de Galván) que caracteriza al héroe. Si se comparan las diferentes versiones de estos ejemplos distinguiremos un giro caracterológico en los personajes en cuestión, cuya finalidad es adecuarlos a la función que desempeñan. Además, el valor de verdad de una u otra versión de estos ejemplos dependerá del modo en que sea empleado el sistema de funciones y de la perspectiva teleológica sobre los cuales se fundamenta la coherencia del relato. A medida que la narración avanza con sus secuencias, centrada en las acciones de sus personajes y hacia su final patriótico (que es la búsqueda de la gloria o de la derrota que adquiere la forma de tragedia), la historia va adquiriendo un sentido. De paso, el historiador glosa los hechos narrados y dicta su fallo sobre cuál fue el punto de origen del fracaso, por qué fue desmerecido el éxito o cuál fue la razón o el origen de la decadencia, es decir, del colapso de la historia. 20 Roberto Marte Esto es así porque la estructura narrativa de la historia era abierta debido a su orden fortuito, dado que en el relato prevalecía el desenlace al azar, la sinrazón y la injusticia porque la sociedad era entendida como un «revoltijo de pasiones». Ahora bien, esto no significa que en el modelo historiográfico tradicional el pasado era visto como un conjunto de transformaciones descabelladas, pues las transformaciones de la historia habían de ser operatorias, es decir, debían estar sujetas a las funciones de sus personajes, que en una estructura elemental de relaciones binarias de oposición eran calificados como buenos y malos. Gregorio Luperón y Juan Pablo Duarte, por ejemplo, pudieron padecer momentos de debilidad, pero el valor de las funciones que desempeñaron no podía perder su adecuación al signo positivo de su significado. A partir de su segundo gobierno, Buenaventura Báez constituyó un caso similar, pero de signo contrario. De acuerdo con esta organización interna y con su riqueza informativa se decía que la historia era realista y basada en el conocimiento objetivo. Durante más de cien años los historiadores dominicanos escribieron la historia basándose en esa comprensión del pasado, sobre la base, como ordinariamente se dice, de «captar el sentido» (también se habla de «aprehensión») de los hechos históricos en cuanto hechos de individuos en su libre albedrío. Por eso es que se dice que historiar el pasado es una tarea «escurridiza». Para la historiografía tradicional comprender un hecho histórico involucró conocer las motivaciones de sus personajes o actores y los reveses y percances para cumplir su cometido. Convendría no olvidar esto cuando se estudia la historiografía como disciplina si es que queremos conocer en qué consiste el trabajo de los historiadores y si queremos establecer comparaciones entre sus escritos. El ensamblaje historiográfico tiene otro aspecto igualmente notable y relacionado con el anterior, y es que al traducirse en lenguaje (en narración o en texto) las experiencias del pasado dejan de ser lo que fueron para adquirir un sentido de episodios, pero solo El pasado como historia. La nación dominicana... 21 en un sentido que estamos preparados para entender en los términos en que nuestra cultura, bajo el influjo de las propias experiencias, hace posible: no podemos entender los hechos más allá de ese horizonte simbólico de comprensión dentro del cual el texto histórico ha sido escrito. Como se sabe, la hermenéutica heideggeriana llama a este fenómeno «círculo hermenéutico». A esto se debe que el pasado se incorpora al presente cuando le atribuimos un significado a los hechos que luego, ya transformados en episodios, se consideran como históricos, suponiendo que a través de ese acto de significación aprehendemos directamente la verdad del pasado. Esta fue la comprensión histórica del idealismo filosófico. Desde mediados del siglo xix, Cousin, Novalis y la hermenéutica vivificaron el efusivo romanticismo de las clases intelectuales de la América hispana. Por lo demás, conviene recordar que la llamada explicación histórica tiene su propia historia y que los historiadores no están menos sujetos al flujo del tiempo que las descripciones de los hechos que se encuentran bajo la lupa de sus observaciones.9 Por muy original que luzca un texto histórico, su interpretación del pasado forzosamente está mediada por interpretaciones previas y, en muchos casos, heredadas, que sucesivamente se incorporan al mismo, con frecuencia de modo inconsciente. Todo lo anterior concierne de una u otra manera a los temas tratados en este libro, a pesar de ser temas independientes. Sé que son temas polémicos y archiconocidos, aunque no todos los problemas que plantean han sido solventados. En todo caso, pienso que los tópicos examinados en este libro les han salido al paso a mis colegas historiadores alguna vez en su vida. 9 Esta es la primera condición necesaria del saber histórico: que solo podemos reconocer la historicidad porque nosotros mismos somos históricos (Gadamer, 1972, 217). 22 Roberto Marte A lo largo de los tres capítulos hay una temática central: la impronta de subjetividad que subyace no solo en las fuentes de información histórica, orales y escritas, sino también en las representaciones del pasado escritas por muchos de nuestros historiadores. Esa impronta de subjetividad y el carácter a veces espurio de las interpretaciones históricas, atentan contra el canon de ecuanimidad del oficio de historiar el pasado. En estos estudios he usado la palabra «historia» como sinónimo de saber acumulativo y organizado en una trama sobre los hechos del pasado considerados significantes. «Historiografía», en cambio, «es el discurso histórico, escrito o hablado, organizado como disciplina».10 Con ello quiero reiterar que el pasado no es la historia. Una experiencia del pasado puede ser recordada en primera persona por quien la haya vivido. La representación mental de esa experiencia del individuo constituye su memoria episódica. En tal caso, el individuo no necesita encontrar ni probar la verdad de su recuerdo porque su sinceridad está fuera de duda. El acto de recordar es estrictamente individual y privado. De un hecho del pasado pueden también quedar rastros por obra de su mención o reseña en un documento. Pero cuando se trata de una síntesis integral de los hechos de carácter público ya transcurridos, entonces no hablamos del pasado sino de la historia, la cual entraña una visión y un hilo conductor o relato de lo sucedido. Si se dice «el pasado dominicano» se quiere decir en realidad «la historia dominicana», es decir, el conjunto sumario organizado sobre hechos de nuestra tierra.11 Por lo demás, huelga decir que una gran parte de mis razonamientos en estos escritos descansa en los saberes de otras disciplinas distintas a la historiografía: en la teoría de las representaciones sociales, en la semiótica y en la psicología cognitiva de conformidad con cada caso. Si se lee este libro ya se verá por qué. 10 11 No me parece conceptualmente correcto emplear el término «historiografía» para significar la evolución de la ciencia o disciplina histórica o, como usualmente se dice, la historia de la historia. Véase el capítulo 3. El pasado como historia. La nación dominicana... 23 Los capítulos que forman el presente volumen ya aparecieron publicados en forma de artículos en el Boletín del Archivo General de la Nación, en los números 123 del año 2009, 129 del año 2011 y 138 del año 2014. Esos textos originales fueron modificados en algunas de sus partes y se redujo el número de notas a pie de página a fin de simplificarlos y desembarazar su lectura. Roberto Marte Capítulo 1 La oralidad campesina sobre la nación dominicana en el siglo xix H asta ya entrada la segunda mitad del siglo xix, en la sociedad rural dominicana el conocimiento del pasado fue en buena parte invocado y transmitido a través de narraciones y usanzas orales arcaicas propias de una sociedad campesina y de criadores elementales. Esas narraciones orales referían vivencias propias de las gentes rústicas de la «tierra adentro» o lo que oyeron contar de sus antepasados. A mediados del siglo xix, Pedro Francisco Bonó calificó al pueblo dominicano rural como un «pueblo casi primitivo». Esto ya lo había dicho el oidor de la Audiencia de Santo Domingo, Fernando de Araujo y Rivera, ciento cincuenta años antes: que la gente del interior de la isla «según lo pide su ejercicio tiene su vivienda por los montes y Campos casi barbara» (Rodríguez Demorizi, 1942, 306). Conviene decir, sin embargo, que esto fue distinto en la ciudad de Santo Domingo, en los pueblos mayores y en algunas cabeceras de comunes. Si aceptamos los supuestos de Anderson (1983) sobre la formación de la «comunidad imaginada», cabe preguntarse ¿cómo podían los naturales de esta parte de la isla de Santo Domingo, un país de tantos analfabetos y casi despoblado, digamos, en el quinto decenio del siglo xix, representar el pasado 25 26 Roberto Marte de la nación si apenas había escuelas y no había libros de historia de autores dominicanos? Hay que tener en cuenta, sin embargo, que lo que con mucha frecuencia se tomaba como historia eran recuerdos, de primera o segunda mano, del pasado próximo, por ejemplo, las versiones de los sucesos políticos de 1833 a 1845 de testigos o actores que fueron recogidas por Manuel Joaquín del Monte, suponemos que a mediados de la década de 1850. Este escrito es un compendio de las experiencias de varios testigos en el estilo coloquial propio de la memoria autobiográfica (Rodríguez Demorizi, 1947, 9-40). De modo que no era infrecuente que se recordaran hechos ocurridos cincuenta años antes, como por ejemplo, lo hizo el montero Feliciano, personaje de la novela de Bonó, que contó sobre el sitio de ocho meses puesto por Sánchez Ramírez en 1808 a la capital de la colonia cuando los franceses estaban en ella, encabezados por el general Dubarquier (Bonó, 2003, 80). Sobre Fonso Ortiz, de hogar desahogado y no carente de cierta reputación social en la ciudad de Santiago de 1860, una de las figuras ficticias principales de Guanuma, la novela histórica de García Godoy, refiere este autor que «conocía la historia de su país aunque de cierto modo deficiente, a retazos como quien dice, sin la intensa visión de conjunto que es el alma de todo genuino conocimiento histórico» (García Godoy, 1997, 313). Pero decir que no había libros dominicanos de historia parecería un eufemismo, pues fueron muy raros los escritos públicos impresos desde los tiempos de la colonia. Cuando se enteró de la publicación, por primera vez en 1867, del Compendio de la historia de Santo Domingo, de José Gabriel García, el padre Meriño le dijo a su autor: «Esto le facilitará a todos el conocimiento de los sucesos que, desde el descubrimiento, se han verificado en nuestro país, cuya ignorancia, con pequeñísimas excepciones, es general» (Rodríguez Demorizi, 1983, 183). El pasado como historia. La nación dominicana... 27 Solo la Idea del valor de la isla Española, de Antonio Sánchez Valverde (que no era un libro de historia),1 encontró cierta divulgación en los centros de población, pero en una edición muy restringida en 1853; luego inserta en la Gaceta de Santo Domingo en abril de 1861 y, después, debido a que fue reeditada en la Imprenta Nacional en 1862. Existían también las controversias sobre asuntos de historia contemporánea que ocasionalmente aparecían en los periódicos de las poblaciones más importantes. Aún hacia las últimas décadas del siglo xix las fuentes orales eran indispensables para quien escribía la historia, pues como escribió Eugenio María de Hostos: «De seguro habrá tenido que acudir personalmente, y para la mayor parte de los hechos contemporáneos, a la fuente viva de la tradición, la ancianidad olvidadiza» (Rodríguez Demorizi, 1939, 33). Este era también el punto de vista de Nolasco: «Un dominicano rancio ha dicho que para penetrar puntos oscuros de la historia nacional es preciso recurrir a la tradición y no debe ser desdeñada la conseja» (1994, 33). Pero aún sin el soporte de repertorios bibliográficos ni documentales, el saber histórico dominicano ya ofrecía a mediados del siglo xix el embrión de los estudios históricos posteriores como lo revelan el ensayo de Bonó, Apuntes para los cuatro ministerios de la República, publicado en forma de fascículo en 1856 (Rodríguez Demorizi, 1964, 217);2 el opúsculo autobiográfico del trinitario Del Monte, Reflexiones históricas sobre Santo Domingo (García Lluberes, 1971, 104-114);3 y los 1 2 3 Su autor no era historiador, aunque él mismo expresó: «Hace diez y ocho años que trabajo en acopiar materiales para una Historia exacta de la isla Española». Con esas palabras, Sánchez Valverde, no se refería a su libro Idea del valor de la isla Española, pues en este último ya señaló «quando demos a luz la Historia de la Isla». En algunas páginas de sus Apuntes sobre las clases trabajadoras dominicanas, sin dudas existe, ya el germen de una historia económica nacional. Bonó reparó que no debe sorprender esa combinación de «economía política» e historia. Este raro manuscrito de 1852 permaneció inédito hasta que fue publicado por primera vez por Leonidas García Lluberes en La Opinión del 3.8.1927, 28 Roberto Marte Apuntes y observaciones histórico-políticos sobre la isla de Santo Domingo, del doctor José María Morillas.4 Solo a la luz de tan restringidas circunstancias pueden entenderse los gazapos y anacronismos de los novelones de fondo histórico de Francisco Javier Angulo Guridi, La fantasma de Higüey (1857) y La campana del higo (1866). Además, no se enseñó historia en las escuelas luego de establecida la República (Monclús, 1940), sino en arreglo a conocimientos generales sobre la isla. Desde luego, siempre se señaló la importancia de la historia y de sus ejemplos morales. En los años de la ocupación haitiana hubo en Santo Domingo una École Primaire, Élémentaire et Supérieure, dirigida por Monsieur Charles Piet, donde se enseñaba historia sagrada, historia de Grecia e historia de Roma, pero no la historia insular, ni siquiera historia de América. Tampoco hay indicios de que en los hogares de los doctores José Núñez de Cáceres y Juan Vicente Moscoso, donde habitualmente concurrían jóvenes de la élite capitalina a tratar temas políticos en los primeros años de la era haitiana, se ventilaran con cierta sistematicidad asuntos de la historia de la isla. Dice Félix María del Monte que poco después de haber llegado el padre Gaspar Hernández a Santo Domingo, en 1838, comenzó este a impartir entre algunos jóvenes de la ciudad de Santo Domingo clases de latinidad, filosofía y teología dogmática y moral y «allí se raciocinaba la historia universal comparándola con el estado del país» y que «aquel monje enseñó a raciocinar la historia» en una época en la 4 luego en la revista Analectas, n.o 12, 1933; y, posteriormente, en Clío, n.o 88, 1950. También en su obra Duarte y otros temas, Santo Domingo, 1971. Este estudio histórico de mediados del siglo xix del Dr. José María Morillas, quien vivía en Cuba, fue conservado por José Gabriel García y permaneció en parte inédito hasta nuestros días. La primera parte del mismo fue insertada como apéndice de la Historia de Santo Domingo, de Del Monte y Tejada, el cual aparece en su tercer tomo que fue publicado en Santo Domingo en 1890. El pasado como historia. La nación dominicana... 29 que «un silencio sepulcral dominaba la sociedad: callaba la historia, enmudecieron las tradiciones» (García Lluberes, 1971, 106-108). La ley de enseñanza del 15 de mayo de 1846 fijó una nueva y rara asignatura: Enseñanza de la Constitución de la República. Años más tarde, ni en el Colegio Nacional de la ciudad de Santo Domingo ni en el Seminario Santo Tomás de Aquino ni en el acreditado colegio del padre Boneau de Baní se enseñó la historia. En el Colegio de San Buenaventura (que, aunque tuvo una existencia transitoria, ocupó por algún tiempo la tarea encomendada a la suprimida Universidad) en lugar de la historia se enseñaba una amalgama de metafísica, geografía y cronología en las clases de filosofía. La enseñanza de estas materias estuvo a cargo de Tomás Bobadilla y Félix María del Monte. Unos meses después la Comisión de Instrucción Pública aumentó el programa de estudios con otras clases como literatura, latinidad, etc., sin incluir la historia. En 1866 se adoptó como texto de consulta en las escuelas la cartilla de Javier Angulo Guridi, Geografía física, histórica, antigua y moderna de la isla de Santo Domingo; y en 1867, los Elementos de geografía física, política e histórica de la República Dominicana, de Fernando Arturo de Meriño. De este año data la primera edición del Compendio de la historia de Santo Domingo, de «José Gabriel García», arreglada para el uso de las escuelas de la República Dominicana.5 Para obtener el grado de bachiller en Filosofía, en 1878, en el colegio San Luis Gonzaga de la capital dominicana, no se incluía aún la historia dominicana entre sus asignaturas, sino Historia Antigua, Historia de la Edad Media e Historia Moderna. En 1879 en la proyectada Universidad Literaria tampoco hubo cambios en este sentido. En la escuela elemental solo 5 Años más tarde el mismo historiador García publicó un librito de escritos históricos sueltos para escolares con el deseo de «hacer conciencia nacional»: El lector dominicano. 30 Roberto Marte se impartía aritmética, gramática, lectura y escritura. Con el debut de la enseñanza normal se introdujo por vez primera un curso aproximado al tema: «Geografía política e histórica de Santo Domingo». Y, posteriormente, otro más específico: «Historia particular de Santo Domingo». En la magra educación escolar no hubo una asignatura de historia dominicana antes de la ley de enseñanza del año 1884, pese al título de la obra de García y aun cuando este había sido secretario del ramo de educación en el año 1866, cuando se establecieron nuevos reglamentos para la educación pública. Respecto a la obra de Guridi u otro volumen de historia en las décadas siguientes no hubo ninguna prescripción gubernamental que especificara el contenido de los temas si se había de elegir un texto para impartir historia.6 El conocimiento de la historia dominicana progresó notablemente en los siguientes treinta años tras la publicación de las historias de Antonio del Monte y Tejada y José Gabriel García. Esto se puede advertir, por ejemplo, si se compara la primera edición de 1867 del libro de Meriño con su tercera edición «aumentada y corregida» en 1898. De todos modos, la masa rural quedó excluida de cualquier avance que hubiera habido en el campo escolar. En la segunda mitad del siglo xix el cónsul español Palomino escribió: «Exceptuando esta ciudad, dos o tres poblaciones más de relativa importancia del litoral y otras cuatro o cinco del interior, la población del resto del país vive sin hábitos ni medios de cultura y sin exajeración en todo lo que con la enseñanza se relaciona 6 Tampoco el sistema pedagógico hostosiano contempló una reforma en la enseñanza de la historia. Esta situación, pasando por las tres décadas del régimen de Trujillo (la historia de Bernardo Pichardo adoptada como texto escolar en 1924 continuó vigente durante la tiranía), permaneció sustancialmente invariable hasta hace poco tiempo. Hasta décadas recientes el contenido de la historia como asignatura escolar no estuvo regulado por ningún precepto o criterio metodológico específico y su plan de estudio era simplemente una copia del formato tradicional del libro de historia general adoptado para dichos fines, sobre el cual generalmente ni siquiera se sabía si se ajustaba a las exigencias del calendario académico. El pasado como historia. La nación dominicana... 31 se halla aún en pleno siglo xvi» (Marte, 1984, 252). Muestra del escaso interés que despertaba la educación escolar en la población del país es que la Escuela Normal de Santiago, la cual se inauguró el 19 de enero de 1881 durante el gobierno de Meriño, ocho meses después cerró sus aulas por falta de alumnos. Esto no quiere decir que el pasado dominicano como categoría existencial no hubiera sido de alguna manera conocido. En la ciudad de Santo Domingo y en otros pueblos mayores el feeling of pastness que llamamos «historicidad» asomaba en líneas generales en la conciencia cotidiana, porque si bien es cierto que la historia no se aprendía en la escuela, se convivía en una cultura histórica que denotaba indirectamente presencias ancestrales: 1.°- de los restos culturales del paisaje, como los edificios canónicos y las casas de otras épocas —las murallas, por ejemplo, con sus garitas rotas, en otros tiempos «coraza contra los asaltos de ingleses, franceses y haitianos»—,7 y las inscripciones conmemorativas y funerarias de los templos coloniales; 2.°- de la cultura doméstica, es decir, del pasado familiar, del mobiliario y de los ornamentos antiguos de la casa, etc.; 3.°- de la Iglesia;8 7 8 Refiriéndose a la Ciudad Colonial de la época actual, Chantada expresó que los centros históricos «nos sitúan en el tiempo y el espacio, nos hacen ciudadanos de un lugar y copartícipes de su historia» y que «la ciudad amurallada es el libro de historia del dominicano, su referente cultural principal». La Iglesia católica conservó la memoria de los hechos célebres ocurridos en la isla. Por ejemplo, en un decreto expedido posiblemente con anterioridad al año 1776, el arzobispo de Santo Domingo, Isidoro Rodríguez y Lorenzo, consagró el 21 de enero de cada año como día del culto a la Virgen de la Altagracia, en recordación de su auxilio a favor de las mesnadas del país en su resistencia contra los franceses el 21 de enero de 1691. Por lo demás, tradicionalmente, el personal superior eclesiástico rindió informes del estado del culto religioso, los cuales en muchos casos eran verdaderas relaciones históricas concernientes también al Santo Domingo seglar. En los 32 Roberto Marte 4.°- de las corporaciones (en el cabildo capitular de Santo Domingo se guardaban el libro becerro y algunos libros de propios desde los últimos sesenta años de la colonia); y 5.°- de la ideología del poder desde los tiempos de España. Este era pues un tipo de saber tradicional adquirido por familiarización con las ideas y objetos culturales del pasado que estaban presentes en la vida diaria. En la ciudad capital hubo, además, relatos familiares orales trasegados durante siglos desde los primeros tiempos de la colonia, tales como sobre la fuente de don Diego que dotó de agua a la ciudad, sobre la construcción de la iglesia parroquial de Santa Bárbara o, de años posteriores, sobre la espada que había en el nicho de la virgen en la fachada de la iglesia del Carmen, sobre la ermita de Nuestra Señora del Rosario, etc. Ver en perspectiva las ocurrencias del presente es alinearlas como experiencia histórica. Esta era la percepción general, hasta el punto que se decía que la independencia nacional había sido producto de una «voluntad histórica». Pero lo que se sabía del pasado histórico se podría calificar de «pinceladas», como lo ilustra el breve relato de Fisher sobre Santo Domingo en su pequeño libro A Statistical Account of the West India Islands, publicado en esa época (1855, 16-25). En la ciudad, además, se podían adquirir o eran ya conocidos algunos libros de historia americana que permitieron a algunos hacerse de un saber histórico general poco común para la época. Por ejemplo, a mediados del siglo xix Antonio Delfín Madrigal elaboró una lista con los nombres de los presidentes y capitanes generales que tuvo la colonia de Santo Domingo, comenzando con Bartolomé Colón en 1496, bastante completa cuadernos de José Gabriel García véase la Breve noticia de los acontecimientos más notables ocurridos en esta Arquidiócesis en punto a jurisdicción eclesiástica desde 1795 hasta 1862. También, entre otros, los manuscritos de las iglesias de refugio. El pasado como historia. La nación dominicana... 33 aunque con algunos defectos. Y el cónsul inglés en Santo Domingo, Martin J. Hood, escribió en un informe del 7 de enero de 1861 que durante sus visitas a la casa del posterior ministro de Relaciones Exteriores, Felipe Dávila Fernández de Castro, en la calle Santo Tomás esquina San José, vio en la biblioteca privada de este varios ejemplares de la Colección de Documentos Inéditos para la Historia de España (había sido reunida por Fernández de Navarrete, Salvá y Sainz de Baranda y publicada en Madrid en 1844) y una Historia de Santo Domingo que trataba sobre los problemas de la parte francesa.9 Parece que por vías privadas llegaron a la ciudad de Santo Domingo algunos ejemplares de la voluminosa Colección de los viages y descubrimientos, de M. Fernández de Navarrete, la cual constituyó, posteriormente a la guerra Restauradora, una fuente de información valiosísima para conocer los viajes colombinos y los primeros poblamientos españoles de las Antillas. En la ciudad de Santo Domingo eran muy conocidas entonces la historia de Jean François Marmontel, Los incas, o la destrucción del imperio del Perú; la Vida y Viajes de Cristóbal Colón, de Washington Irving (que había sido una especie de éxito editorial en la Hispanoamérica de 1840); la Historia del descubrimiento de la América Septentrional, de fray Manuel de Vega; y, a través de segundas manos, como se sabe, L’histoire de l’isle Espagnole, de Charlevoix.10 Además, la recién publicada Historia general y natural de las Indias, de Fernández de Oviedo,11 el 9 10 11 Probablemente se refería a la Historia de la isla de Santo Domingo de D. V. A. E. P., Madrid, 1806. Sánchez Valverde obtuvo muchas informaciones de la entonces recién publicada historia de Charlevoix que le sirvieron para preparar su Idea del valor de la isla Española. Fue publicada por primera vez por la Real Academia de la Historia española en 1851. Parece que hasta finales del siglo xix la Historia del Almirante, de Fernando Colón (su única edición hasta entonces era la de 1749); y las Décadas, de Antonio de Herrera, solo fueron conocidas en Santo Domingo a través de citas de otros autores. Antonio del Monte y Tejada tuvo a su alcance un ejemplar de la primera. 34 Roberto Marte Diccionario de Madoz y el Diccionario Geográfico-Histórico de Alcedo eran asimismo conocidos a mediados del siglo xix en la capital dominicana.12 Pero las obras históricas más influyentes en la incipiente cultura histórica nacional fueron la primera parte de la Histoire d’Haïti (1847), de Thomas Madiou (que probablemente aguijoneó el afán de José Gabriel García a que emprendiera un trabajo historiográfico parecido); y la Géographie de L’île d’Haïti, de Alexis Beaubrun Ardouin (1832), obra esta mucho más completa que las geografías dominicanas de casi cuatro decenios más tarde. Debido a su resuelto nacionalismo, el historiador García probablemente no reconoció en público el valor de la obra de Thomas Madiou. En cambio, escribió en la advertencia introductoria del primer tomo de su Compendio de la Historia de Santo Domingo que consultó el libro del francés Justin, obra poco conveniente debido al falseamiento de los hechos históricos (Justin, 1826). Desde 1862, año en que fue fundada la Librería de García Hermanos en la calle de Los Plateros, comenzaron a llegar con más frecuencia desde el extranjero libros de historia, como las cartillas históricas de Europa y América «para uso de la familia», que alcanzaron gran popularidad en el Santo Domingo de aquella época. En Santo Domingo no había una tradición de criticismo bibliográfico y mucho menos documental (pese a que José Gabriel García fue coleccionista de libros viejos y documentos). De modo que hasta finales del siglo xix podría decirse que la pesquisa documental fue una aventura, dado que la tarea prioritaria de rescate de las fuentes documentales no se había iniciado y no había sino 12 A modo de ejemplo, consúltese el inventario de libros en venta de la Librería de Sardá en La Gaceta, Santo Domingo, 23.10.1853. En la Revista de España, de Indias y del Estranjero, bajo la dirección de D. Fermín Gonzalo Morón y D. Ignacio de Ramón Carbonell, Madrid, 1846, tomo 5, pp. 43-57, publicó el señor P. T. Córdoba el artículo Recuerdos históricos sobre la isla de Santo Domingo. Se trata de una relación histórica de la isla, aunque con algunos errores de data, bastante completa, especialmente en lo tocante a la guerra de la Reconquista y al gobierno de Juan Sánchez Ramírez. El pasado como historia. La nación dominicana... 35 archivos personales y privados. No fue desdeñable el empeño de José Gabriel García (a la usanza de otros historiadores eruditos coetáneos de Hispanoamérica) por salvar una documentación nacional importante de las ruinas que causaron la ignorancia y la «revoluciones». Véanse los comentarios de Meriño sobre el asunto (García Lluberes, 1932). Durante muchos decenios la conservación de documentos históricos no tuvo protección oficial. Al Estado dominicano le faltaba la burocratización adecuada para albergar y conservar el legado documental en archivos públicos.13 No ha de escapársenos, además, que el documento como tal tenía un carácter operacional como había sido desde los tiempos de la colonia y al documento histórico no se concedía la calidad de patrimonio, por ende, ejercía escasamente una función legitimadora en la gestación de la nación política. Algunos individuos privados tuvieron la costumbre de acopiar papeles antiguos o de recoger en diarios o memorias «los casos y cosas que despertaban algún interés público». Pero esas incursiones individuales en los estudios históricos solo servían a intereses privados sin ninguna importancia en el ámbito nacional.14 Por ejemplo, un entrevistado le participó a la comisión norteamericana que visitó el país en 1871 que «he hecho un estudio especial de la historia de este país» (Rodríguez Demorizi, 1960, 541). Pero esas personas no eran historiadores como lo fue José Gabriel García, sino aficionados a las antiguedades y coleccionistas de papeles o noticias antiguas cuya escasa erudición y el 13 14 El estudio más completo sobre la conservación de las fuentes primarias de la historia dominicana es el de Cassá (1996). En correspondencia privada el padre Meriño le dijo a José Gabriel García que la historia se enriquecería si los hombres de letras escribieran sobre «los sucesos parciales que se verifican en una Provincia, Distrito o Común y de los cuales son testigos». Casimiro N. de Moya refirió que las informaciones sobre el personaje legendario el Comegente las obtuvo de un «antiguo libro de Memorias llevado en la familia del finado don Francisco Mariano de la Mota». 36 Roberto Marte carácter privado de la documentación conservada hicieron que sus escritos no trascendieran del ámbito particular de la familia. Tales son los apuntes de José Piñeyro, de Francisco Javier Abreu y de Jacinto de Castro o el archivo de la antigua familia Cruzado. José Piñeyro fue uno de los firmantes de la Manifestación del 16 de enero de 1844 y algunos de sus asientos históricos tratan sobre hechos ocurridos entre 1831 y 1862 (García Lluberes, 1954, 133-4). Como casi todas las demás, las anotaciones de Piñeyro adolecen de un criterio organizativo o temático. Por ejemplo, el siguiente asiento: «Día 27 de marzo de 1839, que fue miércoles santo, no salió la procesión porque estuvo lloviendo todo el día», aparece registrado junto a este otro: «1811. Solemnes exequias en la iglesia de Dolores al difunto general español de la parte española de la isla de Santo Domingo, D. Juan Sánchez Ramírez, costeadas por los dominicanos emigrados». Esta desorganización temática se observa en casi todas las relaciones históricas y anotaciones escritas antes de nacer la historiografía dominicana, como por ejemplo en los escritos históricos de Luis Joseph Peguero. Algunos historiadores apelaron en sus estudios a estos repertorios particulares, como lo hizo Emiliano Tejera con la documentación privada de la familia Rocha-Coca. José Gabriel García recibió en obsequio notas y relaciones históricas curiosas relatoras de experiencias personales, a veces escritas solamente para él, directamente de sus autores o de otras personas a cuyas manos fueron a parar esos escritos. Ejemplo de esto último fueron los papeles de Tomás Bobadilla y Briones, una documentación enorme de manuscritos e impresos desde la España Boba hasta la Restauración de la República; también los papeles de José Guirado, de Puerto Plata, conservados por el general Segundo Imbert, quien se los remitió en copia a García. Asimismo, la contribución de Damián Báez, Tomás Bobadilla hijo y Antonio Delfín Madrigal, quienes le confiaron a García algunos documentos conceptuados como históricos. El pasado como historia. La nación dominicana... 37 Acorde con esta antigua práctica, los descendientes de copartícipes en hechos considerados como históricos relataron en ocasiones lo que habían escuchado en el seno de la familia sin otros fines que conservar su recuerdo como lo hizo en 1918 Eustaquio Puello, hijo del trinitario Gabino Puello, en una relación conservada en los papeles de Emilio Rodríguez Demorizi. El entusiasmo romántico de César Nicolás Penson por las cosas antiguas lo llevó a acopiar muchas de las llamadas tradiciones orales que databan de los últimos tiempos del régimen colonial español en Santo Domingo y sobre los sucesos de los años de la ocupación haitiana y de los primeros años de la República. Entre otros, Cayetano Abad Rodríguez, que fue militar durante el régimen haitiano y quien concurrió a la toma de la Puerta del Conde el 27 de febrero de 1844, también recogió en los últimos años de su vida sus recuerdos en unos apuntes para Penson, cuyo nombre ya había ganado la fama de escritor reputado en el medio dominicano. Pero, en general, tales escritos librados a veces sin fines públicos fueron vistos por la gente del común como cosas inútiles que acababan desapareciendo. Por ejemplo, escribe Nolasco que pasado algún tiempo después de la muerte del general Marcos Antonio Cabral, secretario del general Pedro Florentino, comandante del ejército del sur durante la contienda restauradora, «la viuda (su segunda esposa), antes de trasladarse a Santo Domingo, quemó en Baní las cartas y otros papeles escritos relativos a la guerra de la Restauración de la independencia de la República, que Marcos A. Cabral conservaba. Ella supuso que con la muerte del marido esos papeles viejos perdían su interés. Además, se estaban convirtiendo en criadero de trazas y nido de cucarachas. Para aquella hacendosa señora lo principal era el aseo» (1994, 66). Otros se entregaron al coleccionismo de documentos públicos, como el Padre Espinosa, en La Vega, y José de Jesús Castro, en la ciudad de Santo Domingo. Este último reunió y publicó una 38 Roberto Marte colección de leyes y decretos que abraza los años 1844-1899. Esta tradición documental y bibliófila fue continuada en el siglo xx por algunos juristas del país como Jacinto Peynado y Julio Ortega Frier. Como resultado de la cesión de la parte oriental de la isla a Francia los viejos archivos coloniales de Santo Domingo fueron trasladados a Cuba, a Puerto Príncipe del Camagüey, 59 cajas con los papeles de la Audiencia del distrito de Santo Domingo; y el archivo eclesiástico a Santiago de Cuba, los cuales fueron remitidos a La Habana en el año 1800.15 La escasa documentación de las escribanías públicas, de los ayuntamientos de los tiempos de la colonia y la producida años después apenas sobrevivieron los azares del país en estancos olvidados: saqueada en el curso de la ocupación haitiana y removida en 1861 y varias veces después del Palacio de Gobierno durante la anexión a España y la Segunda República, pese a que ya en 1859 se había creado la plaza de archivero adjunta al Ministerio de lo Interior, Policía y Agricultura. Salvo el incompleto archivo del Arzobispado que fue consultado por García, Nouel y Tejera, algunos archivos parroquiales, los de Bayaguana, Higüey, El Seibo y Monte Plata y de alguna dependencia del Estado, que eran los únicos antiguos que teníamos, apenas tuvieron alguna significación para los historiadores dominicanos del siglo xix, quienes, sin embargo, ya propugnaban por rescatar los documentos relevantes para la historia de Santo Domingo custodiados en reconocidos archivos europeos. Siendo gobernador eclesiástico, cura de la catedral y hombre culto interesado en la historia, el padre Meriño escribió al regente de la Audiencia en tiempos de la anexión a España, lo siguiente: «En el Archivo (de la catedral) no hay más que algunos libros de actas del Cabildo, las más de 15 Aunque una pequeña parte de dicha documentación relativa a asuntos políticos (16 legajos) le fue devuelta a la República Dominicana por el Archivo Nacional de Cuba en 1906. El pasado como historia. La nación dominicana... 39 ellas ilejibles y también algunos legajos en malísimo estado, entre ellos no sé si hay algunos documentos de importancia» (Rodríguez Demorizi, 1983, 22). Aunque desaparecieron muchos de sus documentos valiosísimos, los archivos eclesiásticos resistieron mejor que los seglares las fatalidades del tiempo. Casi toda la documentación del gobierno de Santo Domingo durante la ocupación haitiana fue destruida por los invasores y otra parte expoliada por los mismos dominicanos luego de constituida la República independiente. Eliseo Grullón cuenta que «a raíz del abandono de España en 1865, existía en el Palacio del río una estantería repleta de documentos antiguos… los que, considerados por el ministro de Hacienda de entonces como cosa de estorbo y sin ningún valor… dió orden de quemarlos, nuevo Omar inconsciente, siendo fama que estuvieron ardiendo tres días» (1955, 31). Cuando ya entrado el siglo xx la historiografía nacional adquirió caracteres eruditos, para cualquiera que se preciase de historiador —ciñéndose a los nuevos cánones heurísticos—, la historia de la era nacional y la historia colonial no podían alzar vuelo, la primera por falta de archivos públicos y la segunda por falta de documentos. Durante esos años comenzó a prestársele cierta atención a los registros parroquiales y al archivo de la catedral. Leonidas García Lluberes lamentaba que «casi todos los grandes pecados cometidos por nuestros hombres públicos contra la independencia nacional fueron revelados a la Historia por datos procedentes de los archivos extranjeros» (1927). No obstante ser esta materia prácticamente virgen en la opinión pública, hacia finales del siglo xix se fue adquiriendo cierta conciencia de la imperiosa necesidad de conservar apropiadamente en un archivo del Estado aquellos documentos que hubieran debido someterse a la rigurosa imparcialidad 40 Roberto Marte del juicio histórico.16 La disposición del Congreso Nacional, de septiembre de 1884, que confirmó la plaza de un archivero público y que instituía una oficina pública donde habían de depositarse los documentos y expedientes de las Secretarías de Estado y a cuyo fin se concedió la parte alta del edificio que ocupaba el Consejo Municipal, se tradujo en efecto en la creación de un vertedero de papeles inútiles. Unos años más tarde, la incipiente profesionalización de la historia despertó el interés por sus fuentes de estudio de personas no ocupadas en el oficio. En 1894 el ministro de Justicia e Instrucción Pública, Tomás D. Morales Bernal, sugirió al jefe del Gobierno la creación de una Academia Dominicana de la Historia y adjuntos a ella el archivo y la biblioteca nacionales. Ya en otras naciones latinoamericanas existían academias de la historia, de las cuales algunas estaban en la década de 1880 incorporadas a la Real Academia de la Historia española. Relacionado con esto, Eliseo Grullón se refirió a una curiosa petición en 1884 del ministro de Relaciones Exteriores al gobierno de Madrid para obtener el permiso de copiar los documentos relativos a Santo Domingo que se encontraban en el Archivo de Simancas (Grullón y Juliá, 1955, 30-1). Por lo demás, el historiador dominicano debió ser, por así decirlo, artífice de su propio utillaje intelectual, pues la cultura humanista de la Ilustración europea apenas deparó algún influjo en la desastrada colonia española de Santo Domingo. Si en el decurso de las ocupaciones haitiana y francesa a que dio paso el Tratado de Basilea, especialmente después de la reapertura de la universidad en 1815, debieron de circular las ideas ilustradas, tras el exilio de la veintena de familias en cuyo entorno se había consolidado un cierto clima de cultura clásica y la ideología tradicionalista del viejo régimen desde 16 Al respecto un llamado casi dramático de El Monitor, 26.10.1867. Aquí se informó que en 1861 el Comisario Regio de Real Hacienda solicitó formar un archivo con los papeles evacuados en ese ramo del gobierno. El pasado como historia. La nación dominicana... 41 tiempos remotos,17 en los años siguientes, durante el régimen de la ocupación haitiana, con la universidad cerrada, no hubo actividad erudita en largos años hasta mucho después de la consumación de la independencia,18 puesto que la cota elevadísima de analfabetismo de las capas populares y el exiguo número de escuelas no favorecían la circulación de materiales impresos. Aun cuando en 1845, apenas iniciada la vida de la República independiente, se mandó a formar el archivo nacional, las circunstancias de la época no permitieron al Estado dominicano propiciar el documentalismo ni ser custodio del patrimonio cultural que habían de ser instrumentos del discurso nacional naciente. Por las mismas razones tampoco existió el culto al libro antiguo como referencia de autoridad o por el valer de lo añejo (salvo en el caso excepcional de Luis Joseph Peguero en el siglo xviii dominicano) que eran los criterios del coleccionismo particular cultivado, como ocurrió en otras partes, por anticuarios, bibliófilos y libreros de viejo. Tras los avatares políticos y la extrema pobreza de los años siguientes no se constatan progresos a este respecto. De modo que fue solo a título personal que los primeros historiadores se dieron a la empresa de acopiar una parte del patrimonio documental de la nación. También las circunstancias y el interés personal hicieron que alguno llegara a adquirir libros históricos muy raros y desconocidos en el país de entonces. 17 18 Por lo pronto, la Iglesia católica no tardó en inclinarse ante la legitimidad, que por aquellos años parecía irremisible, del nuevo estado de cosas. No parece que las enseñanzas de Juan Vicente Moscoso, Gaspar Hernández o Juan Pablo Duarte a algunos jóvenes de la ciudad de Santo Domingo hubieran tratado sistemáticamente sobre la historia dominicana. En las clases de latinidad, filosofía, dogmática y moral que impartía en la ciudad de Santo Domingo el Pbro. Hernández no desdeñó, sin embargo, el estudio de la historia universal donde se vio reflejado el desenvolvimiento de la realidad propia resumida en las tradiciones netamente españolas. 42 Roberto Marte El de Luis Joseph Peguero fue un caso, digamos, extravagante en el Santo Domingo de mediados del siglo xviii: «en la soledad del campo», como él dice de su hato en el valle banilejo, se entregó durante 25 años a todo tipo de lecturas en cuyo transcurso escribió una Historia de la conquista de la isla Española. Peguero llegó a adquirir muchos libros raros entonces (Peguero, 1975, 62), entre ellos la Historia de las Indias, de Antonio de Herrera (cuya edición de los dos primeros tomos databa de 1601); y quizás una copia de la aún inédita de Fernández de Oviedo.19 También tuvo acceso a bibliotecas de manuscritos y a «solicitud» o «por segundas manos» obtuvo «papeles viejos» y recibió «muchas cartas de distintas partes, de muchos sujetos fidedignos» e informaciones de «ancianos, prudentes y verdaderos» que le contaron sobre los asaltos de corsarios, huracanes y pestes que atacaron la isla Española hacía algunas décadas. El manuscrito de esta historia de Peguero, sin embargo, no tuvo ninguna influencia en la sociedad de su época ni después, entre otras razones, por haber permanecido ignorado por varios siglos en un cajón en Madrid.20 No puede sorprender pues el poco empeño que en este ambiente se aplicó en conservar las fuentes históricas o en fomentar repertorios bibliográficos antiguos. Debido a ello sería inmerecido reprobar al historiador García por haber utilizado sin la debida reserva las fuentes de información que tuvo a su alcance (Nolasco, 1994, 230). La exigua atención que se prestó a este tema de los archivos hasta los finales del siglo xix arroja poca luz sobre la diferencia 19 20 Parece que de la historia de Fernández de Oviedo se hicieron copias que corrieron entre los interesados, pues Sánchez Valverde también la cita, así como muchos años después Del Monte y Tejada. Aunque la escribió, según dijo el autor, para la ilustración del «vulgo dominicano». La única edición impresa de la obra de Peguero data del año 1975, hecha en Santo Domingo por el Museo de las Casas Reales. El pasado como historia. La nación dominicana... 43 entre las fuentes de la tradición oral y los documentos de archivo con miras al quehacer historiográfico de entonces.21 Como fue común entre los autores románticos, José Gabriel García también cultivó las tradiciones orales en su obra histórica, para cuyo fin realizó una misión detectivesca ante los ojos de sus coetáneos: «desechando lo inútil, seleccionando lo importante, confrontando lo dudoso, pesando entre narraciones contradictorias de un mismo hecho la más arrimada a la verdad». En su opúsculo Coincidencias históricas escritas conforme a las tradiciones populares, García no hizo distinción entre la fuente de los hábitos orales y la de sus propias vivencias políticas, así como presunciones personales inferidas de los datos históricos. La obra de García demuestra el asidero intuitivo de su autor, aunque su estrategia pesquisidora no fue profiláctica en el uso de las fuentes. Tampoco apeló a las pruebas de verdad por indicios ni a las notas o acotaciones auxiliares. 22 Esto es particularmente grave tomando en consideración que se trata de lo que el historiador interpretó como aportaciones de los instrumentos orales y de cierta documentación que aún no había sido debidamente examinada, aunque él mismo reparó en la importancia de la crítica de este tipo de testimonios al expresar: «tradiciones confusas he podido rectificar en gran manera con el auxilio de pruebas documentadas de indisputable valor que han llegado a mis manos». Sin precisar su origen, en el Compendio de la historia de Santo Domingo, García fue prolífico en las citas directas que aparecen incorporadas en extenso a la narración. 21 22 Sobre la ambigüedad del término «tradiciones», véanse algunos comentarios en el impreso imputado a José Gabriel García, Breve refutación del Informe de los Comisionados de Santo Domingo dedicada al pueblo de los Estados Unidos, Caracas, 1871. Hay que decir, sin embargo, que el uso de notas eruditas de pie de página o de explicaciones adicionales al texto principal no era un asunto aún muy difundido en los libros de historia del mundo hispanohablante de la época. 44 Roberto Marte Conviene destacar el trato complejo de José Gabriel García con respecto a las fuentes históricas. Sabido es que en la quietud del hogar cultivó con ellas, si se puede decir, los artificios del coleccionista y, pese a que con frecuencia no aparecen ni siquiera citadas en sus libros, probablemente él fuera en el país, en lo que atañe a ellas, el más entendido entre sus contemporáneos. Sin haber acudido nunca a los archivos históricos extranjeros, su conocimiento del pasado dominicano se apoyó legítimamente en un singular y numeroso acopio de testimonios, muchos de los cuales ya han desaparecido. Pese a ello, y sin que se deba tomar como una objeción, es preciso confesar que su afición a las fuentes históricas fue incomparablemente menor que el vasto documentalismo de dimensión continental de algunos de sus colegas hispanoamericanos como José Toribio Medina, Francisco del Paso y Troncoso o Gabriel René Moreno, de cuya medida no hay semejantes en la historiografía dominicana hasta el presente, sin exceptuar a Emilio Rodríguez Demorizi. La tradición oral urbana A mediados del siglo xix la historia dominicana no existía como campo disciplinar y como saber solo existía en un sentido débil, como una práctica cultural o discurso no secularizado. José Gabriel García dijo que la historia dominicana se encontraba «en su estado primitivo» (ADH, 1968, 9). Pero en ese saber histórico ya asomaban la construcción narrativa, la perspectiva ideológica y el lenguaje de la historiografía nacional que se fue abriendo campo varias décadas después. Véase un ejemplo de esto en el escrito de T. S. Heneken, La cuestión de Santo Domingo (1858). Con cierta pedantería Heneken expresó: «Por este brevísimo se viene en conocimiento de que sabemos la historia del país cuyos intereses nos ocupan: que la conocemos desde su más remoto origen, y que si en algo El pasado como historia. La nación dominicana... 45 nos hemos apartado para prestar oídos a la tradición es en aquello en que no se muestra muy esplísita» (Rodríguez Demorizi, 1947, 254). La Historia de Santo Domingo, de Antonio del Monte y Tejada,23 cuyo primer tomo apareció en La Habana en 1853 y de la cual solo llegó al país un escaso número de ejemplares, apenas fue conocida por los dominicanos hasta una década más tarde. Cuando en 1890 fue reeditada en cuatro volúmenes por la Sociedad Amigos del País, su Advertencia a modo de prefacio decía que esta era «la única grande historia que existe de Santo Domingo». Precisamente en estas circunstancias es que despierta interés la llamada «tradición oral urbana», la cual difiere de la oralidad del mundo rural porque era parte de una tradición letrada cuya cuota de historia era mayor que en la otra. Además, en su conservación y transmisión (datación, localización), en su estructura narrativa actancial (en las atribuciones y facultades de sus personajes) y en su composición binaria de significación, la tradición oral urbana se asemejaba a la historia y no podía ser formulada sin ella. Por ejemplo, a veces se conservaban recuerdos de sucesos históricamente intactos, como sobre el triunfo de las armas dominicanas contra los franceses en 1809, preservando el nombre de Palo Hincado y los nombres y la actuación de sus jefes principales.24 Como mucha gente de su época, Sánchez Valverde sabía que la ruina de un molino de caña de azúcar por la desembocadura del río Ocoa perteneció en los primeros tiempos de la colonia a un licenciado Zuazo, conocimiento que completó con noticias extraídas de la historia de Fernández de Oviedo. 23 24 Quien por su rica biblioteca se evidencia que era una persona muy al tanto de la bibliografía sobre el Caribe. Del Monte y Tejada conocía bastante bien el latín y hablaba francés e inglés además del español, su idioma de origen. Conviene empero apuntar que ya en 1820 José Núñez de Cáceres había publicado en Santo Domingo su opúsculo Oda a los vencedores de Palo Hincado. 46 Roberto Marte Además, las «tradiciones antiguas» comprendían también los llamados cuadros de época y las leyendas caseras como las siguientes, según se decía: que los ancianos recuerdan que en los tiempos de Ferrand había un teatro en la iglesia de Regina y que doña Concepción de Mueses asistía semanalmente a la casa de corrección de mujeres perdidas enfermas en el templo de San Andrés de la calle del Arquillo. Asimismo, como en la historia, los portadores de la tradición oral urbana generalmente eran conscientes de sus eventuales inexactitudes, las cuales era necesario ventilar dado su origen fortuito, como lo ilustran estas fórmulas: «su señora madre lo oyó referir a la suya y ésta a una tía de la misma protagonista quien a su vez lo contó una hermana de ésta» o «lo contó una anciana de 90 años y otras dos ancianas lo completaron con otros pormenores». Aunque hubiera sido raro el empleo de expresiones dubitativas, la conjetura fue un hábito característico de la tradición con el empleo frecuente del «se pasivo»; y convencionalismos expresivos del tipo «aseguran que», «se dice que». Porque era común que de una tradición oral abundaran versiones diferentes y hasta contrapuestas. Y quienes disponían de buena memoria y espíritu curioso, como el conocido tío Perete de la ciudad de Santo Domingo del ochocientos, aportaban luz a los casos porque aunque el formato de recuperación de la tradición oral urbana era un formato narrativo, como es fácil constatar, esta no pertenecía a los recuerdos libres sino al tipo de recuerdos formados por indicios. La tradición oral no contenía lapsus cálami, pues en lo nuevo y falso que incorporaba a la narración sobre el pasado no había un criterio, como en la historia, para demarcar lo ocurrido, el sentimiento respecto a lo ocurrido y lo que se decía sobre lo ocurrido. Debido a ello sus portadores no sometieron la tradición a la crítica de la exhaustividad, apelando al principio de libre valoración según el cotejo de las pruebas como se hizo en la El pasado como historia. La nación dominicana... 47 historia, cuyo franco avance erudito desde las primeras décadas del siglo xx entrañó un proceso de «destradicionalización»25 en aras de la demostración de autenticidad de los testimonios históricos. Pero aun con todas sus limitaciones, en la tradición oral urbana el pasado era recordado como historia. Incorporada la tradición en la historia, esta fue dejando en su imagen del pasado un rastro expresivo de modo que cuando, por ejemplo, contaba sobre el degüello de Moca efectuado por las tropas del general haitiano Henri Christophe en abril de 1805, «que el cura Juan Vásquez,26 luego de ser atormentado con crueldad en el campo santo que estaba en la parroquia, fue sacrificado y, al fin, para saciar su brutal venganza, lo quemaron con los escaños del coro y los confesionarios»,27 el pasado se convertía en un espacio de evocaciones. Danto sostiene que tales «predicados sentenciosos», los cuales se basan en verba dicendi («que el cura Juan Vásquez, luego de ser…»), no pueden suscitar en la sociedad moderna una comprensión empática, ni siquiera convencer o que llegue alguien a imaginarse que hubieran ocurrido.28 Ahora bien, en comunidades de antaño, donde la gente ha compartido sus experiencias a través de los siglos, la tradición oral como una modalidad de transmisión cultural satisface 25 26 27 28 La crítica de las tradiciones orales y el tema sobre si estas debían considerarse parte de la historia no era algo nuevo, como se puede ver en algunos ejemplares de las últimas décadas del siglo xix de las Memorias de la Real Academia de la Historia española de la biblioteca de José Gabriel García. Su nombre correcto era José Vásquez. Versión del «negro Félix» sobre los sucesos de Moca en los papeles de José Gabriel García. El siguiente es otro ejemplo de predicados sentenciosos en el contexto narrativo de las tradiciones reproducidas por Manuel Ubaldo Gómez: «La tradición refiere, que los indios, triunfantes en el primer encuentro, trataron de destruir la Cruz que Colón había plantado en el Santo Cerro; que el madero resistió al hacha y al fuego, y que en el momento de la profanación vieron una Señora vestida de blanco con un niño en los brazos...» (1983, 9). Desde luego, Danto alude en este caso a la historia y no a las tradiciones orales como es el caso que cito (1974, 418). 48 Roberto Marte dos tareas diferentes: sirve como vehículo de consenso del medio social y de orientación ideológica de las actitudes de sus miembros. En los pueblos pequeños muy influenciados por la oralidad primaria del entorno rural existía también un tipo de oralidad intermedia situada entre la oralidad urbana y la coloquial participante del medio campesino. Esto parece indicar que en vez de una discordancia había una continuidad entre ambas. Por ejemplo, véanse las tradiciones orales recogidas por Garrido Puello (1960, 113-115), concernientes a la villa de San Juan de la Maguana. Pese a su carácter selectivo, a medida que las tradiciones orales se transmitían de persona a persona (lo que desde el punto de vista historiográfico las convertía de hecho en fuentes históricas secundarias), por su propia índole las imágenes del pasado formadas en este tipo de oralidad eran imágenes estáticas, sin desarrollo o poco susceptibles a los cambios en el transcurso del tiempo. Esto hacía que siempre fueran imágenes obsoletas pero que despertaban el respeto por lo antiguo. Quien hasta las postrimerías del siglo xix no daba calor a estas consejas históricas de la calle o trataba de deshacer el ovillo de las tradiciones, considerándolas como errores viejos y pidiendo formarse una opinión distinta de ellas, podía ser incriminado públicamente como «enemigo de la tradición», que era como decir enemigo de las funciones sociales y políticas a las que servían o habían servido. Es difícil saber, sin embargo, lo que los «historiadores doctos» entendían cuando decían «esto lo abona la tradición». Por ejemplo, José Gabriel García alude al tema con expresiones como estas: «es una verdad incontrovertible confirmada por las tradiciones nacionales», o «juicios apasionados [que] están en pugna con la verdad histórica y con las tradiciones nacionales». Emilio Tejera, hijo del historiador Emiliano Tejera, le señaló a Emilio Rodríguez Demorizi que «lo que se deja a la memoria suele sufrir alteraciones con el tiempo, El pasado como historia. La nación dominicana... 49 cuando menos de detalles. Viene a ser casi tradición» (BAGN, 1944, 39). Simultáneamente, la expresión «tradiciones nacionales» podía aludir a los sucesos históricos que eran enunciados en las fuentes históricas, de suerte que al alterarlas se incurría en un pecado contra el conocimiento de la historia. Del Monte y Tejada se sirvió de las tradiciones orales locales sin muchas reservas pese a la obvia pérdida gradual de su autoridad al despuntar el siglo xix. Y no fueron raros los casos de la tradición oral cuya temática no se deslindaba del conocimiento de la historia, como en los Episodios dominicanos, de Max Henríquez Ureña. Carlos Nouel y José Gabriel García29 fueron ambiguos en este asunto: con expresiones del tipo «según atestiguan las tradiciones antiguas», unas veces se referían a tradiciones orales cuyo origen era desconocido y remoto, pero otras veces se trataba de un testimonio ocular o de segunda mano cuya transmisión era más o menos reconocible,30 como la siguiente: «esta generalizada tradición se la confió a Leonidas García su antiguo profesor Apolinar Tejera, quien la recibió de labios de las bien informadas hermanas Concha. Al último que se la oímos repetir fue a Ignacio Guerra padre, uno de los legionarios del 27». Por último, existían también las tradiciones que recogían sencillamente la opinión general sobre un hecho histórico. Pero no se olvide que entre los historiadores no hubo un acuerdo concluyente sobre cómo podían las tradiciones orales auxiliar la historia ni cómo se había de determinar su valor probatorio en un contexto historiográfico hasta que ya entrado el siglo xx las mismas fueron una fuente de desavenencias. Por ejemplo, en septiembre de 1926, Leonidas García Lluberes reprochó a fray Cipriano de Utrera su «ignorancia completa de la tradición dominicana» por «su condición de extranjero, que no ha penetrado el alma de nuestras cosas 29 30 En los papeles dejados por José Gabriel García hay un cuaderno titulado Apuntes de la Tradición. Prins sugiere que estas fuentes orales son las únicas verdaderamente aprovechables como material de la historia (1933). 50 Roberto Marte antiguas», y sobre un asunto en debate, decía que «de ello pueden dar testimonio, némine discrepante, todos los nacidos y criados en esta ciudad que hayan llegado ya a la edad de la razón» (1926). Lo anterior parece sugerir que cuando descansa en las tradiciones y estas constituyen un discurso aún vivo, la historia se escribe «desde dentro», desde la perspectiva endogrupal y su carga emocional es muy fuerte. Por eso en 1871 el historiador García exclamó: «nuestra historia, nuestras tradiciones, todo lo que forma la grandeza y orgullo de los pueblos» (1960, 102). El tema ha sido tratado por Bédarida (1998). Por lo demás, fue conocido el tradicionalismo anticuario de muchos como Félix María del Monte, el Pbro. Pablo de Amézquita, César Nicolás Penson, el padre González Regalado, Nicolás Ureña de Mendoza, Eliseo Grullón, Casimiro N. de Moya, F. E. Moscoso Puello, Luis Bermúdez y, años después, otros como Luis Alemar, Manuel de Jesús Troncoso de la Concha y Ramón Emilio Jiménez, quienes, en un esfuerzo para cerciorarse de la verdad de las tradiciones, se valieron ocasionalmente de los procedimientos del careo y la confrontación característicos de la historiografía. Las tradiciones fueron también tema de investigación de historiadores eruditos de una época más moderna, como fray Cipriano de Utrera en sus estudios de las tradiciones sobre la capilla de la Virgen de la Altagracia, la muerte súbita del gobernador Torres de Navarra en 1788 y del Tapado, entre otras. Ahora bien, en virtud de la semejanza de esta forma de saber histórico tradicional con la historia,31 no me detendré en ella. La tradición oral en la sociedad dominicana rural En el hábitat rural dominicano hasta bien entrado el siglo xix predominaba la interacción hablada y no había medios 31 La disparidad entre la conciencia histórica y la memoria comunicativa señalada por Kullmann es de mucha importancia en este estudio (2002, 45-46). El pasado como historia. La nación dominicana... 51 escritos ni objetos antiguos (libros, calendarios históricos, antigüedades, etc.) que despertaran los recuerdos de hechos de importancia social o política. Los magros haberes heredados de generación en generación eran apenas un trabuco, una lanza, una espada, unos areticos de plata, un libro misal, una campanita de cobre, etc. Es obvio que en tales comunidades la historia de los historiadores no podía despertar la evocación del pasado. Tampoco era probable que en los campos de la «tierra adentro» alguien se valiera de datos históricos del tipo «1805» o «la reconquista» para recuperar el pasado, ya que la datación tradicional campesina de los recuerdos que se referían a asuntos familiares y de la aldea era de un tipo ambiguo como el ejemplo siguiente: «esa tierra nola deján cuando ej rei Cailo». En la sociedad rural dominicana del siglo xix la tradición oral era el vaso comunicante principal para transmitir los recuerdos de la memoria comunicativa. El adjetivo «comunicativa» se refiere a la transmisión de los recuerdos compartidos de la familia y del grupo aldeano. La memoria comunicativa se distingue por su heterogeneidad, informalidad y sobre todo por su horizonte temporal limitado a no más de cuatro generaciones. Por consiguiente, empleo el punto de vista de Assmann y Welzer con cierta reserva, adecuándolo a la transmisión de tradiciones orales antiguas en el seno de los grupos primarios de la sociedad rural dominicana del siglo xix (Assmann, 1988 y 2006; Welzer, 2002). La oralidad rural sobre el pasado no era el relato totalizador de la historia, sino narrativas alegóricas de sucesos y lugares comunes32 íntimamente vinculadas a la situación de comunicación, 32 En relación con el mundo hispanoamericano en los últimos años de su pasado colonial, Guerra sugiere que la identidad nacional no podía forjar aún en la masa rural un vínculo social muy fuerte que hubiera podido ser instrumentalizado con fines políticos, pues eran las pequeñas comunidades y los pueblos las principales referencias espaciales que condicionaban el sentido de pertenencia de sus vecinos (que era aún un sentido de pertenencia parroquial) a un conglomerado concreto (1994, 125). 52 Roberto Marte una oralidad primaria con atributos performativos referida a episodios sueltos e indeterminados, es decir, episodios familiares o sobre el origen de la pertenencia a un entorno geográfico. La diferencia entre la historia y la oralidad tradicional campesina gravitaba básicamente en que la red proposicional de esta última se reflejaba en redes episódicas, mientras que en la primera se reflejaba un conocimiento general y moral y, cuando era estimulada, se presentaba en su estructura lingüística. La diferencia entre ambas, además, dependía de su uso, es decir, de las necesidades de sus oyentes que le servían de público.33 En los recuerdos de la tradición oral campesina los polos semánticos sujeto heroico o positivo y oponente o antisujeto que entrañaban caracteres34 buenos y malos, amigos y enemigos, solo versaban sobre personajes conocidos o imaginados en el escenario de la vida cotidiana de la comunidad local y de la familia. Y dada su naturaleza de orden comunal, tampoco estas formas de recordación tradicional necesitaban ser corregidas o completadas argumentativamente35 conforme a un pasado putativo como sucede en la historia, pero sí representaban continuidad, retención de la aprehensión del pasado de los antecesores pero como forma de pensamiento práctico, coligando en correspondencia íntima la cultura, el pueblo y el entorno físico.36 33 34 35 36 Aquí conviene recordar también algo especialmente importante respecto a la diferencia entre la memoria comunicativa y la historia: que esta última se basa en los testimonios escritos que versan sobre experiencias ajenas, en vez de los recuerdos autobiográficos y la tradición vivida como algo propio. Koselleck apunta en este sentido que «la Historie se concibió desde antiguo como conocimiento de la experiencia ajena» (1993, 338). En la comunidad rural el rol narrativo de los personajes de las tradiciones no suscitaba desacuerdos o controversias y, generalmente, se retenían sin cambios en tanto la tradición se mantuviera viva. No deben confundirse las controversias o desacuerdos que tienen lugar en la historia con las digresiones características de la oralidad campesina. Se podría decir que era una memoria sin pensamientos en el sentido de que en el mundo tradicional campesino se «estaba siempre delante de las cosas»: que si «los mangos estaban verdes», que si «había madurado El pasado como historia. La nación dominicana... 53 La memoria comunicativa se basaba en asociaciones sintéticas entre los recuerdos y los objetos significativos de la realidad cotidiana. Sus atributos básicos de índole práctico eran esquematismo, frugalidad (austeridad emotiva) y funcionalidad. En el mundo rural de hasta bien entrada la segunda mitad del siglo xix, donde vivía más del ochenta por ciento de los dominicanos, la comunidad campesina se valía del conversational remembering para referirse al pasado. El recurso eutrapélico para hacerlo fueron las leyendas y cuentos tradicionales de formato fijo, por ejemplo, los de acertijos y algunos de los llamados «cuentos de ingenio», orientados al entretenimiento y contados en el corro familiar37 a la lumbre de un hacho con las típicas fórmulas de introducción que preparaban a los oyentes para entrar en el mundo del cuento: «había una vé», «enaquello tiempo» o «en lo tiempo de lEjpaña».38 Conforme a esto, Garrido de Boggs puntualiza que en el mundo campesino «estas narraciones corresponden a lo que llaman historia en el nivel literario» (2006, 47).39 la piña», que si «la gallina de Juan tenía moquillo», que si «Pedro perdió a los gallos», que si «iba a llover» (Núñez de Cáceres, 1951). A la forma de acceder a ese pasado Carr la llama «pre-thematic». Este autor examina el tema partiendo de la siguiente pregunta: «It is not the case, we asked, that independently of historical inquiry, the historical past is accesible to us in a similarly prescientific and pre-thematic way?» (1986, 101). 37 «Eran los cuentos en esa época el gran recurso eutropélico para entretener las veladas, muy explotado particularmemente por las familias con el objeto de sujetar a sus varones dentro de la casa durante la prima noche» (Moya, 1985, 103). «La anécdota es la quintaesencia del recuerdo oral», señaló Assmann (2002, 108). 38 Los contadores de cuentos o jongleurs de las sociedades arcaicas del Caribe eran a veces narradores extraordinarios que contaban historias sobre ciertos hechos históricos. Un contador de cuentos excelente despertó tanto la admiración del renombrado estudioso del folklore, Prof. Ralph Boggs, que este se lo llevó a la ciudad para que continuara contándole cuentos. El caso lo cita Valverde (1952, 108). Además de las tradiciones orales, las sociedades sin escritura emplean sistemas mnemónicos para perpetuar la memoria, por ejemplo, diversas formas de rituales, tatuajes, canciones, etc. Pero este no fue el caso de la sociedad hatera y campesina dominicana de los siglos xviii y xix. 39 Como este no es un análisis de las tradiciones históricas orales del pueblo rural decimonónico, cosa que correspondería a otro tipo de estudios, no 54 Roberto Marte En los cuentos campesinos recogidos en 1927 por Andrade, este excluyó lamentablemente los de carácter histórico. El autor cita el caso de un muchacho de finca de San Pedro de Macorís que dijo saber muchos cuentos sobre hechos históricos, uno de los cuales era El descubrimiento del nuevo mundo por un hombre llamado Colón, el cual no aparece en su libro (1948, 11). La costumbre constituía un aliciente para la retención mnemónica. La sociedad recordaba menos, pero también olvidaba menos40 porque, además, no existía una autoridad que arbitrara lo que había de ser recordado u olvidado (la oralidad rural sobre el pasado no era prescriptiva como lo es la narrativa histórica, es decir, no era una cultura del recuerdo),41 como sucedió desde el momento en que el pasado entró en la vida de la gente en un discurso canónico cuyo recuerdo estaría motivado ideológicamente. Como es de suponer, el acto del recuerdo era en este caso un acto de comunicación y de forja de conocimiento en las prácticas sociales cotidianas aunque, siendo un conocimiento constituido por imágenes y metáforas, carecía de la transparencia de las representaciones proposicionales transmitidas por la historia. La sociedad tradicional campesina no argüía el pasado argumentativamente (Fentress y Wickham, 1992, 153), sino evocativamente; no reconstruía el pasado conforme a un mecanismo de justificaciones como en la historia. Esto era así cuando, por ejemplo, a mediados del siglo xix los vecinos de Santa Bárbara de Samaná se referían a los estragos de la «tormenta del padre Ruiz», cuando los lugareños de Los Llanos 40 41 me he ocupado de hacer una recopilación de las mismas que permitiría su clasificación en tipos comunes. La recordación representada en imágenes, como parece haber sido la memoria de la comunidad rural tradicional, facilita mejor la retención, en cualquier caso que la de los recuerdos en palabras. Véase la hipótesis de Paivio (1973, 176-206). Aunque los marcos de la memoria (los llamados por Bartlett «esquemas» que dan forma a los sucesos o realidades narradas) sí son demarcados y regulados por la comunidad o por las costumbres de esta. El pasado como historia. La nación dominicana... 55 recordaban al padre Agustín Tabares exhortándolos a trabajar a favor de Sánchez Ramírez, cuando en los hatos se recordaba la opulencia rural de algunos hacendados cuyas estancias y vacadas fueron desoladas por el ejército de paso de Dessalines o cuando en un caserío de la frontera alguien decía «delotro lao vino un jefe llamao Desalina». Aunque este pasado tradicional, como se ve, estaba a veces solapado por la historia, en la relación cara-a-cara de los grupos primarios rurales, los recuerdos no aludían a la historia explícita y voluntariamente. Además, la cuota de historia de ese pasado no refería los episodios históricos como son tratados en su significatividad por los historiadores, sino los episodios como se inscribían en las experiencias de las zonas rurales. De las tradiciones orales del Comegente, en los campos de Santiago y La Vega; y de Francisca la Francisquera, en Baní,42 que en la intimidad de la familia narraban los ancianos en la segunda mitad del siglo xix, quedaban apenas recuerdos imprecisos y equívocos. Por ejemplo, cuando reunía materiales de la historia verdadera del Comegente, Casimiro N. de Moya encontró que los informes de la gente del campo sobre el asunto eran muy inciertos: Las versiones variaban según el lugar de procedencia, si de los campos de San Francisco de Macorís, de Moca o de Puerto Plata, haciéndolas figurar en diferentes lugares y fechas, en 1803, 1804, 1815 y 1818. Fue en un libro de memorias familiares de don Francisco Mariano de la Mota, de las cercanías de La Vega, de donde Moya extrajo los datos que figuran en su historia. Por supuesto, las tradiciones orales se sustentaban en cierto saber histórico tradicional moldeado por las capas ilustradas de los pueblos con quienes los campesinos tenían contactos esporádicos. Así lo recogen, por ejemplo, las líneas 42 Obviamente, no me refiero aquí a las versiones literarias de estas leyendas de Amézquita, Moya y Billini. 56 Roberto Marte siguientes: «si al cabo de algunos años no hubiera dado la casualidad de que Dessalines y Cristóbal, cuando se retiraban del sitio de la ciudad con el rabo entre las piernas...» o «nadie ignora lo que hicieron esos condenados —los haitianos— en el Cotuí, Macorís, La Vega, San José de las Matas, Santiago y hasta en Monte Cristi» o «nadie ha olvidado el degüello en la iglesia de Moca», etc. Igualmente, la tradición de Francisca la Francisquera está salpicada de referencias históricas a la manera de una historia popular sobre los años de mayor empobrecimiento de la Colonia en el período de la España Boba. Como se contaban en los campos de Monte Plata, Boyá y Bayaguana, las leyendas del Comegente y del negro Benito conservaron por muchos años su forma primitiva original, variando en muchos detalles respecto a esas mismas tradiciones como eran referidas en otras zonas en el norte de la isla conforme a las características propias de cada vecindario. Esto sucedía así aunque la gente del campo no conocía la historia que los historiadores contaron muchos años después, pues no hubo libros de historia previo a la fundación de la República. Aludiendo a la década de 1840, Casimiro N. de Moya expresó por boca de uno de los protagonistas de su novela: «porque ocurren momentos en los cuales causa realmente rubor, aunque no haya escritores públicos en nuestra tierra, no poder dar cuenta exacta de ciertos acontecimientos que han tenido lugar en ella, y que la tradición, rara vez discreta y no siempre acertada, conserva únicamente» (1985, 105). El pasado recordado en el mundo rural en realidad estaba formado por imágenes asociadas al mundo local cuyos huecos los llenaba el presente. No siendo el pasado del mundo rural un pasado interpretado ni recobrado teleológicamente, era la narrativa informal de la tradición la que le infundía al mismo un significado de episodio en un sentido constituyente del nosotros. En este sentido, las creencias históricas de los historiadores no podían ser factores constituyentes ni motivantes de la identidad nacional. El pasado como historia. La nación dominicana... 57 Por eso el pasado no estaba sujeto a la controversia histórica,43 es decir, de la estructura expresiva de la tradición oral no podían surgir narrativas polémicas o en desacuerdo como tampoco la sociedad rural necesitaba, por ejemplo, el mito formativo de Enriquillo o términos cohesivos como «la España Boba» y «las devastaciones», ni ceremonias conmemorativas para mantener los vínculos (continuidad) con el pasado.44 Según el patrón de recuerdos de la oralidad rural no había en esta, a diferencia de la historia, los llamados «eventos pivotes», es decir, recuerdos de sucesos que actúan tanto como ejes de un relato como de fundamento para legitimarlo. Por ejemplo, nominalizaciones del tipo: tratado de Basilea, guerra de la Reconquista, etc. En la historia esos eventos pivotes no solo son recordados, sino que además son utilizados como punto de partida de otros recuerdos. Desde luego todo esto es algo más complejo que decir, por ejemplo, que lo que en la comunidad rural tradicional se contaba no era absolutamente conocimiento del pasado. En la cultura dominicana tradicional de los hatos y corrales, de las monterías y los caseríos, apartados las fechas45 y los enunciados históricos por sí mismos, no tenían sentido ni se apelaba a «cronologías calientes» como en la historia. Por ejemplo, enunciaciones como «1795» o «Kerverseau desplazó a Ferrand en el gobierno de la colonia» o «Pedro Valera fue designado arzobispo cuando los haitianos invadieron Santo Domingo» no tenían carácter significante. Sin embargo, no se ignoraban del todo las referencias de la historia: se hablaba de «los buenos tiempos viejos», del «tiempo de los blancos», «cuando Fernando Séptimo»,46 aludiendo a épocas 43 44 45 46 Aquí se puede emplear el término jurídico «verdad suficiente». No siendo, como hemos visto, una narrativa racionalizada, no se trata, por consiguiente, del llamado discurso étnico, el cual es más bien propio del nacionalismo moderno. Sobre esta modalidad vaga de datar los recuerdos, véase de Jiménez (1927, 274). Este tipo de representaciones constituyen constructos cognitivos con un nivel de abstracción muy bajo. 58 Roberto Marte con un código distinto e ininteligible en el sistema de significaciones de la historia. Era un entendimiento muy simple del mundo externo que no se refería a hechos históricos concretos (aludía a cómo era el «tiempo viejo» y no como en la historia a la cual interesa lo que sucedió en el tiempo)47 ni dependía de justificaciones sustentadas en la creencias de los historiadores, pues como se sabe las representaciones semánticas en la tradición oral no requerían una aplicación consciente. Lo contado sobre el «tiempo de l’Ejpaña vieja» en los corros de Bayaguana, en los años de la independencia, por María de Jesús Moscoso, que nació esclava en 1788 y que fue vendida al cura del lugar con apenas diez y seis años, no se expresó como historia con sus épocas sino como experiencias de antaño asociadas a una comunidad específica,48 tampoco expuso datas o nominalizaciones históricas del tipo «revolución de los italianos» o «1822», ni enunciados declarativos como sucede cuando se sostiene una actitud cognitiva con la impresión de que «esto ha sucedido» porque expresiones como «esto lo afirma» no funcionaban como reforzadores. En resumen, ese saber sobre el pasado comunal se trataba de un saber no proposicional y, por tanto, no requería de verificación como lo requiere la historia respecto a sus afirmaciones. No se debe olvidar que la prueba de la verdad ocupa el centro de atención de la historia mientras que la memoria de la tradición oral era autovalidante. Por consiguiente, la certidumbre de que lo creído era verdadero no requería una justificación probatoria. Además, debido a la fragmentación de los recuerdos de las tradiciones orales rurales es muy difícil distinguir las tradiciones 47 48 Vale traer aquí la observación de Fischer de que «The historian’s object, in Ranke’s classic phrase, is not to tell was actually was, but actually happened» (1970, 160). Para decirlo en el sentido bakhtiano, parece que se trataba de cronotopos específicos de la cultura local que hacían representable el recuerdo. El pasado como historia. La nación dominicana... 59 verdaderas de las confabulaciones (lo que con mucha frecuencia pasan por alto los historiadores cuando se sirven de las narraciones de la sociedad campesina tradicional), pues la memoria se sustentaba en la memoria-imagen49 y no en proposiciones sobre los hechos basados en su significado y en una cronología.50 Esto no quiere decir, sin embargo, que estas imágenes integradas en el mundo representacional de la comunidad mnemónica rural no hubieran estado conceptualizadas, pero no desempeñaban el papel de ideas. Lo que pasa es que la memoria comunicativa del mundo rural no distinguía entre el hecho que se recordaba y la imagen del mismo, la cual era un medio para significarlo. Si estas imágenes de la memoria comunicativa que permitían objetivar figurativamente los objetos políticos y culturales (la nación, por ejemplo) eran una expresión natural de los muy inespecíficos esquemas de significación del entorno rural con una función representacional de «lo que sucedía en el mundo», entonces su componente cognitivo (lo que se sabía, la información sobre el objeto recordado), como se puede advertir, era muy parco. Parece que el elemento más fuerte de esas imágenes era el elemento funcional o práctico. Por eso se comprende que en la cultura de este tipo de sociedad rural arcaica cobrara tanta importancia el entorno local donde las cosas tenían un valor particular y de cuyo pasado solo se preservaban rasgos significantes (Proshansky, Fabian y Kaminoff, 1983, 57-83). Y si la imagen de sí mismo del habitante rural constituía un sistema coherente con este contexto social premoderno del que formaba parte, cuando 49 50 En la sociología clásica, Durkheim se interesó por las imágenes como autorepresentaciones colectivas. Este no es el caso, por ejemplo, de la memoria autobiográfica del antiguo esclavo José Campo Tavárez del año 1807, Archivo Real de Bayaguana, en Archivo General de la Nación, libro ii, exp. 43, ni mucho menos de la relación de Arredondo y Pichardo (Arredondo, 1955). 60 Roberto Marte nos referimos a categorías de pertenencia conviene consiguientemente preguntarse ¿tiene sentido en estas condiciones hablar de conciencia nacional o de la objetivación de figuras no ostensivas como la nación y el nacionalismo? Las creencias de la memoria comunicativa serían estados representacionales preconceptuales, es decir, que no expresaban contenidos cognitivos verificables sino simplemente certezas instintivas, cuya exploración y estudio sería hoy en día una tarea tanto de los antropólogos como de los microhistoriadores. Los estudiosos de este tema han explicado que este tipo de creencias-imágenes orientan la comprensión de las experiencias cotidianas: El recuerdo o la alusión a una circunstancia del pasado solo tiene sentido cuando aparece asociado al modo de vida del conglomerado humano. Lo que no sabemos de este tipo de creencias-imágenes de las comunidades tradicionales es de cuáles códigos semánticos estaban provistos para reactivar espontáneamente ese conocimiento protocategorial del pasado. Como es obvio, la información invocada en esta forma de recordación es muy vaga. Siendo así, en la tradición oral rural ni se actoralizaba ni se emocionalizaba el pasado, como sucede en la historiografía cuando, por ejemplo, se piensa en Núñez de Cáceres y sus adeptos, quienes en la noche del 30 de noviembre de 1821 se apoderaron de los cuarteles de la ciudad de Santo Domingo como un primer paso de la emancipación dominicana frente a España, en cuyo caso los sentimientos asociados al recuerdo desempeñan un papel tan importante como el hecho narrado. Esta función es propia de la master narrative histórica, no de la oralidad rural. Todavía hasta hace unos años había vestigios de este tipo de memoria colectiva tradicional como se ve, por ejemplo, en el estudio antropológico de una comunidad campesina muy pobre llamada Los Morenos, no muy distante de la ciudad de Santo Domingo. Su autoridad principal, el viejo Alejandro, contó sobre sus ancestros refiriéndose veladamente a los años El pasado como historia. La nación dominicana... 61 en que terminó la ocupación haitiana de Santo Domingo a mediados del siglo xix: «Isidro era guerrillero. Vinieron en una revolución que había en tiempo de lo blanco. Vino Julián con cuatro hijos de él, y se paró aquí en Villa Mella… Pero dejpué de un pleito, que lo ganaron lo blanco, elloj no quisieron darse al régimen de lo blanco, y entonce tenían que irse del paí. Elloj habían peliao en la montaña. Tenían mucho dinero y propiedade poque habían ganao mucha batalla» (Rodríguez Vélez, 1982, 54). Dado que las condiciones de la oralidad primaria determinan la selección de este tipo de recuerdos, nótese que en los diferentes niveles de especificidad de este pasaje no aparecen detalles de las ocurrencias aludidas, desaparecen ante el tema principal porque el recuerdo corresponde más bien al esquema previo de un tipo de hechos recordables en cuya construcción se destacan la frugalidad compositiva y su carácter elíptico o redundante. Obviamente en el contenido profundo de la narración del viejo Alejandro subyace el pasado de confrontaciones entre haitianos y dominicanos a mediados del siglo xix. Pero en su nivel de superficie el relato de búsqueda tiende a lo concreto (a sujetos conocidos y sus atributos, no a significados intangibles, políticos o morales) y expresa una manera específica de interpretar los hechos. A ello se debía el empleo excesivo de la deixis personal y la reiterada implicación del hablante en lo que contaba. Es en la narración de los sucesos familiares o comunales que operan los polos semánticos: en la conquista de un terruño de residencia, de posición social y dinero, cuyos sintagmas plantean que Julián y sus hijos fueron víctimas de las pretensiones de «lo blanco» («elloj no quisieron darse al régimen de lo blanco, y entonce tenían que irse del paí») y las condiciones difíciles para su realización («dejpué de un pleito, que lo ganaron lo blanco»). 62 Roberto Marte El viejo Alejandro no estableció cuándo ocurrieron esos hechos, dice ambiguamente que fue «en tiempo de lo blanco», de modo que lo que contó se apoya en el conocimiento de los sucesos generales de una época de cara a una audiencia en la cual nadie se detenía a pensar en inexactitudes informativas ni en someter la tradición oral al escrutinio de la crítica. Pero esos sucesos generales, los cuales si se quiere podríamos llamar «históricos», constituían apenas acontecimientos comunicativos (speech event casi siempre de carácter político) de segundo orden. Esta oralidad, por consiguiente, no puede ser examinada de acuerdo con las normas aplicadas por los historiadores a los documentos escritos. Se dirá y es cierto que este modo de recordación es propio de toda representación del pasado. Ahora bien, la tradición campesina arcaica no respondía a la necesidad de comprender los acontecimientos del pasado como, por el contrario, lo hace la historia.51 Esto explica por qué la identidad narrativa que resulta de esta forma de invocación del pasado es más estable52 que la que originan discursivamente las sociedades históricas y por qué, además, la funcionalidad de estas depende menos que la otra de un contexto situacional específico. La desaparición paulatina del régimen de la tradición oral en el mundo rural dominicano en el decurso del siglo xx fue un fenómeno natural e indetenible. La historia de los historiadores ha ido desplazando la narrativa campesina sobre el pasado. Esto no quiere decir que los habitantes del país supieran más y más de historia, sino que el soporte histórico de la oralidad rural ha ido en aumento, como se ha acrecentado también el tipo de conocimiento que se basa no tanto en el 51 52 La narrativa histórica tradicional del siglo xix apenas pudo entender lo que es obvio para la historiografía moderna: que por eso las tradiciones históricas orales carecen de legitimidad epistémica. En el sentido de que su trayectoria narrativa apenas varía en relación con el desenlace de lo narrado. Es evidente que en esta forma de intuir el pasado no hay lugar para el pesimismo. El pasado como historia. La nación dominicana... 63 sentimiento de familiaridad con el objeto recordado, sino en el juicio afianzado en la historia. El problema de la dominicanidad El tema de la identidad nacional no forma necesariamente parte del campo de estudio de la historia, pero siempre ha despertado el interés de los historiadores. A pesar de ese interés por el tema de la identidad nacional, nuestros historiadores y, en general, los intelectuales dominicanos no se han percatado de que ese no es solo un tema que atañe a lo político, ya que su conceptualización es pluridisciplinar, de antropólogos, psicólogos cognitivos y lingüistas y que el mismo depende de otros objetos de estudio afines, el de las representaciones sociales, por ejemplo.53 El historicismo tradicional de los estudios dominicanos modernos sobre el tema, inclusive de los no propiamente históricos —como el de Dore Cabral (1989)—, los hace propensos a centrarse descriptivamente en la cuestión racial, en 53 Veloz Maggiolo ha formulado algunas ideas poco elaboradas, vg., el tema ya tratado por Graumann y Pelinka de las identidades múltiples (él dice que «detrás de estas identidades, que son muchas, están los modos de vida de cada época»), aunque sin renunciar a los razonamientos tradicionales sobre el tema (2006, 11-24). Aunque el tema del self ya había sido muy estudiado, tras los trabajos de Tajfel y Turner en la década del 70, el tópico de la identidad social cobró nuevo interés en los investigadores posteriores. Sobre los procesos de amalgamas y divisiones de la identidad social han sido defendidas distintas teorías, entre otros, por Aronowitz (1992), Pérez Agote (1986) y Brass (1991). El libro de Záiter Mejía (1996) contiene un buen compendio de las teorías de la identidad social, pero reducido el problema a cómo fue definida la nación y el ser nacional por los intelectuales del país, carece de un examen aplicado a la masa rural dominicana. El asunto tampoco ha encontrado arraigo en los estudios sobre el tema en otros países de la región. Véase, por ejemplo, las tesis de maestría de Ruiseco (2004) y Ossenkop (2003). 64 Roberto Marte los aportes de las razas —por ejemplo, el estudio de Franklin Franco (1989)—, en lo vernáculo y en la historia como crítica ideológica, sin tomar en cuenta sus aspectos discursivos y cognitivos. Sobre este asunto conviene puntualizar lo siguiente: en el campo de la interacción hablada de la sociedad rural arcaica de hace dos siglos, que es a mi parecer el locus del problema, el «nosotros» no parece haber sido asumido como un autoconcepto enunciado (por ejemplo, somos/nos sentimos dominicanos)54 que entrañaría una comprensión cognitiva consciente, sino como sentido común incorporado al lenguaje con una consecuencia afectiva sin que «alcance a delinear un proyecto político propio».55 Porque ¿cómo podía el campesino, el montero o el habitante rústico de los hatos posicionarse como sujeto histórico de ese discurso, actoralizar tanto en su aspecto semántico como lógico una narrativa cuyas acciones se orientaran a un fin constitutivo, y ni mucho menos imputar a sus personajes la relevancia que envolvía la realización de una tarea nacionalista, ni siquiera de criollismo patriótico? ¿Convenir, argumentar para referir las acciones de un sujeto-actante56 cuyo rol poseía un contenido axiológico como lo intuyó el individuo alfabetizado de la ciudad bajo la influencia de la cultura histórica y de los llamados historiadores? No. En la sociedad rural arcaica la función adaptativa y emotivo-regulativa de los recuerdos era relevante en cuanto constituía una función constructiva de la identidad del grupo, básicamente familiar y local. Hemos visto en las palabras del viejo Alejandro, de la comunidad Los Morenos, que la narrativa de la tradición oral campesina podía, en efecto, incorporar un cierto desempeño 54 55 56 Este asunto fue parcialmente tratado por González, Ortiz, Rodríguez y Cassá (1986). Este es el tipo de comunidad premoderna de los «grupos étnicos», como la llama Díaz Polanco (1984, 49). No se trata aquí de la mera ausencia del héroe, pues tal caso aparece con cierta frecuencia en la historiografía dominicana. El pasado como historia. La nación dominicana... 65 de roles familiares o quizás, parroquiales, que eran los únicos que en estas condiciones podían tener sentido, pero la actuación de sus personajes nominalizados en posición de sujeto no se justificaba con argumentos sino con una composición serial elemental y armónica del tipo consecutio temporum (y vino… y entonces… y después…).57 El discurso de la tradición en la memoria comunicativa rural, sin embargo, precisa de estudios más específicos. Ya avanzado el tiempo, hacia mediados del siglo xx, la memoria comunicativa del campesinado cumplía una función mediadora entre la historia de la escuela y las fantasías inconscientes que formaban aspectos mentales importantes del mundo rural siguiendo el modelo primario del acontecer cotidiano que es lo que comúnmente conocemos ahora como tradiciones. Un ejemplo de esto se puede ver en la tradición mesiánica de Olivorio Mateo, una figura popular en el suroeste rural de la República Dominicana. En la comunidad de Maguana Arriba, en la provincia de San Juan, en la localidad de La Agüita de Liborio, se ofician todavía hoy recorridos ceremoniales «por los ambientes de montaña frecuentados por Olivorio Mateo, en las primeras dos décadas del siglo xx», según lo descrito por Andújar Persinal (2001).58 Los historiadores dominicanos han empleado a menudo la noción de identidad nacional como un juicio esquemático de acción establecido a partir de la mera comprensión ostensiva. Y conforme con dicho esquema de acción hay una propensión a sobrevaluar lo narrativo por la representación de la acción heroica.59 Esto no es de por sí erróneo, ya que un evento social 57 58 59 Una narración rústica, fabulada pero muy real, contada por un guerrillero «cacó» durante los seis años de Báez, en Prestol Castillo (1986, 58). Sobre este asunto véase el estudio de Liu y Hilton (2005). Caracterizada en expresiones como la siguiente: «Los himnos a Duarte, Sánchez, Mella, Luperón, la Independencia, la Bandera, el Escudo y el Juramento, para completar con el canto a Capotillo, crean una sensación de reencuentro» (Núñez, 2005). El componente moral y afectivo del dis- 66 Roberto Marte virulento o traumático puede avivar un sentimiento de pertenencia desvelado en actitudes heroicas que sancionan la existencia del grupo ante lo ajeno. Tematizadas así las instancias teóricas del estudio de la identidad nacional resultan muy limitadas. El arquetipo de la dominicanidad en ciernes ha estado regido hasta nuestros días por ese juicio esquemático de los historiadores y por la idea de conciencia nacional del nacionalismo cívico, la cual descansa en un autoconcepto legitimatorio basado en la idea del Estado, como cuando se dice: siento que soy parte de esta nación (mi lugar de origen), estos son mis conciudadanos (derechos y obligaciones) y esta es mi bandera, aunque a falta de esta actitud consciente los historiadores entonces hablan del sujeto en acción motivado por figuras de lo dominicano. Desde las últimas décadas del siglo xix el nacionalismo cívico se había ido acreditando y extendiendo, por lo menos formalmente, en todo el territorio nacional. La décima de Alix, de 1884, Al pueblo dominicano, recoge algunas de las máximas del nacionalismo cívico: «deseamos la unión», curso histórico dominicano ha sido muy fuerte hasta nuestros días. La narrativa histórica de la identidad nacional apenas se puede sostener en una argumentación meramente racional, pues su inteligibilidad está subordinada a un fin congruente con las creencias que la forman, que solo puede alcanzar en función de héroes y villanos. Véase muy escuetamente algunas expresiones ilustradoras: «el ultraje de aquella traición (la entrega de la república a España en 1861) e intervención anexionista creó la sinergia que nos dio la identidad», «¿Qué otro motivo, que no es el patriotismo, impulsa la unidad de hombres y mujeres, a veces sin similitud étnica, de lengua o religión, en las guerras y las luchas sostenidas en común para defender la soberanía de un territorio (el propio o no) o la independencia de su raza contra invasores?», «La rebelión de Montoro es el primer signo de identidad criolla, pero igualmente lo fueron los palenques de negros que se levantaron en el siglo xvi», etc. Este concepto de la historia, por lo demás, no hacía más que sumarse a la idea que se tenía de los dominicanos como pueblo de acción: «El 16 de Agosto, pues, es un hecho de armas que inmortaliza la República Dominicana como nación guerrera» decía La Actualidad, Santo Domingo, 21 de agosto, 1879. Véase, entre otros, el libro de Soto Jiménez (2000). De esta idea al sentimiento de sacrificio y martirio que mancomuna un pueblo (como decía Renan) solo hay un paso. El pasado como historia. La nación dominicana... 67 «una torre de granito en cada dominicano», «marcharemos a la guerra…como dignos ciudadanos», «al pie de ese pabellón que una cruz nos deja ver», «morir por la nación», «tremolará otra bandera, más que esa imperecedera de Duarte, Sánchez y Mella» (2006, 21-23). Y en un escrito del siglo xix su autor de tendencia conservadora dijo: que en 1843 «nuestra nacionalidad no existía, estaba en la mente de una juventud llena de patriotismo pero inexperta» (Báez, 1969, 399). Para distinguir este de cualquiera otra forma de nacionalismo, Hobsbawn lo denomina «patriotismo de Estado» (2000, 99). Visto así, en la idea del «nosotros» se fue abriendo paso la noción del Estado como instancia nacional —la «república teórica» como decía Martí—. No pongo en duda que, tras la obtención de la independencia, el Estado nacional estuvo investido de legalidad política y de facultades administrativas, pero el Estado no era una comunidad ni mucho menos la suma de las comunidades premodernas rurales porque no existían las instituciones que vincularan horizontalmente la nación y el pueblo. Me parece discutible que a mediados del siglo xix y salvo para una reducidísima minoría, la nacionalidad legal acarreara en la imaginación popular la inteligibilidad suficiente de la nación del nacionalismo historiográfico (un constructo socialabstracto)60 como para constituirse en una teleología compartida por todos (aunque se iba rápidamente revelando)61 que impregnara prolépticamente tanto las instituciones y organizaciones públicas como el ímpetu popular que impelió las acciones guerreras de la época. Sin aludir directamente al asunto, 60 61 A esto hay que agregar la imprecisión conceptual y política del término nación. En marzo de 1845 el general Santana anunció en una proclama que «Nuestras fuerzas físicas y morales se han multiplicado prodigiosamente». Discurso del Presidente Santana en el primer aniversario de la Separación, 2 de marzo 1845 (Rodríguez Demorizi, 1957, 150). 68 Roberto Marte Nolasco se preguntó: «¿Se ha explicado suficientemente la diferencia de criterio, el concepto que tenían de la independencia los dominicanos de 1863?» (1994, 58-59). Consideremos por un momento como un asunto más bien secundario que la historia de los historiadores no podía ser asimilada por la mayoría de los dominicanos por cuanto no había libros de texto escolares sobre la materia como se ha visto y porque, debido al analfabetismo generalizado (en la sociedad campesina el acceso a la educación escolar era casi nulo), la escasa y esporádica prensa nacional no podía constituir un medio de transmisión de las informaciones de la élite intelectual del país a las clases populares diseminadas en un territorio agreste y apenas poblado. Anderson y Van der Veer sugieren que la nación moderna no podía ser «imaginada» sin el desarrollo de la cultura impresa que hubiera diseminado la nueva narrativa histórica nacional (a través de libros e impresos periódicos) en una colectividad simultánea de lectores (Anderson, 1983; Van der Veer, 2002). Es una cuestión incierta si el nacimiento de la identidad nacional en el territorio que se constituyó en la República Dominicana corroboraría esta hipótesis dado el peso de las circunstancias político-militares y de las incidencias geográfico-naturales en este proceso. Aun a sabiendas de que los gentilicios no son expresiones unívocas, cabría preguntarse, tratándose de una elaboración discursiva, lo que a primera vista parece una trivialidad: ¿cuán dominicano era (o se había convertido) el dominicano de entonces?,62 es decir, no que solo se autopercibiera como criollo, aunque esta palabra se usó poco y parece que fue desconocida por las masas rurales. Esta pregunta desde luego acarrea otra cuestión: ¿hasta qué punto la dominicanidad como vínculo conceptual fue accesible a la conciencia de los nativos luego de los violentos cambios políticos y sociales que se iniciaron en 1795 hasta 62 Pero esta pregunta, por definición, obedece a una razón última, es decir, a una razón moral. El pasado como historia. La nación dominicana... 69 la primera tentativa en 1821 para obtener la independencia nacional de la parte española de la isla? Sánchez Valverde empleó los términos «dominicano y criollo», pero también el de «español criollo». Todavía en el año 1844 en la Manifestación de separación de Haití de la parte española de la isla y en otras proclamas oficiales se hablaba de «español» y «españoles dominicanos», tanto así que el general José María Imbert exclamó en una arenga a los habitantes de la región del Cibao: «Sí, españoles, ya llegó el día». Si en el medio rural de aquellos años había una correspondencia intuitiva entre los enunciados «ser dominicano» o «dominicano-español» y «no ser español ni francés ni haitiano», podría decirse entonces que el enunciado «ser dominicano o dominicano-español es no ser español ni francés ni haitiano» era verdadero en virtud del vínculo fáctico de sus términos. Aludiendo a los estudios de Ericsson (1968) y Gregg (1995), Josselson sostiene que «identity is as much what one declares one is not, the not-me equally defining of identity» (2009, 649). Dicho de otro modo, en el sistema cognitivo del estrecho mundo aldeano de entonces (hacia mediados del siglo xix), la verificabilidad elemental del enunciado tautológico «ser dominicano o dominicano-español es ser dominicano o dominicano-español», en vez del predicado menos ostensivo63 «es ser habitante/ciudadano de la República Dominicana» podía entrañar un efecto de referencia del nosotros en virtud de la desemejanza respecto al español, al francés y al haitiano, pero no forzosamente, pues la interacción reconocimiento del otro autoreconocimiento no es una interacción automática. Y mucho menos había de entrañar una definición del ser nacional, siendo el reconocimiento del otro una simplificación inconsciente basada en el sentido común, es decir, derivada de un estereotipo. 63 Pero que implicaría un enriquecimiento categorial del objeto mencionado —ser dominicano—, por ejemplo: gente de aquí >habitante del país> ciudadano de la República. 70 Roberto Marte Del mismo modo tampoco se hubiera podido definir el significado de todos sus miembros (los predicados «ser español», «ser francés» y «ser haitiano»), aunque en situaciones de crisis o de cambios violentos en el entorno, la autoatribución positiva del endogrupo que era la fuente del término principal (ser dominicano o dominicano-español) era una función de los demás miembros subordinados. Pero la correspondencia intuitiva entre los enunciados «ser dominicano» o «dominicano-español» y «no ser español ni francés ni haitiano» no basta. Bosch, por ejemplo, indicó que el general Pedro Santana era antihaitiano pero no patriota (1986, 21),64 aunque con esto quiso decir que Santana no era nacionalista y que el antihaitianismo no bastaba para serlo. Y el punto de vista de Luperón es que «el general Santana nunca fue republicano» (1974, 95). La actuación de Santana fue inconstante. Por ejemplo, durante su primer gobierno el discurso de Santana fue, desde luego, antihaitiano, pero a veces también nacionalista, como se puede ver: «Yo soy dominicano libre; mi Patria es el resultado de mi valor y de mis propios esfuerzos». Es cierto que los anexionistas no acogieron la ideología nacionalista, pero esto no implica que no se hubieran autopercibido como dominicanos. Por lo demás, también el nacionalismo dominicano fue inconsistente: inclusive algunos de sus más importantes gestores, como los trinitarios Francisco del Rosario Sánchez, Juan Nepomuceno Ravelo y el íntegro Mariano Antonio Cestero adjuraron de los principios nacionalistas en algún momento. Sánchez, por ejemplo, en una carta pública llegó a llamar al general Santana «Padre de la Patria».65 Como se ve, el tema tratado aquí se centra en la representación del conocimiento sobre conceptos o denominaciones 64 65 Patriotas también se llamaban a sí mismos los realistas en el tiempo de la colonia. En El Progreso, Santo Domingo, 26.02.1853. De modo que la historia del nacionalismo constituye un capítulo aparte. El pasado como historia. La nación dominicana... 71 no ostensivas (dominicano), no obstante ser una expresión discursiva autoperceptiva en las relaciones intergrupales a través de un sistema de relevancias culturales y no un juicio consciente ni de categorías adscritas, culturales y físicas de un conglomerado, habitualmente se ha representado la identidad nacional del isleño meramente a través de los rasgos primordiales de su estructura vincular (la raza, el habla, la religión, la comunidad de sentimientos, etc.) en correspondencia «a lo que somos». Por ejemplo, la preeminencia de la idiosincrasia caribeña y africana o hispánica y católica. Céspedes señala el carácter esencialista de este punto de vista (de que la identidad nacional se sostiene en lo que el sujeto realmente es) en su crítica a Soto Jiménez y a Andrés L. Mateo, quienes «asumen la identidad como algo dado, como una esencia que se rellena con determinados rasgos», agregando que «este es el patrón que han seguido, tanto en el pasado como en el presente, los intelectuales dominicanos que han tratado el tema» (2004, 201). Pero no se olvide que desde la alborada del siglo xix la definición de la nación se hizo en términos esencialistas: la nación es un conjunto de individuos con las mismas características. De aquí a la idea de que la nación es transhistórica, que existe desde tiempos inmemoriales, solo hay un paso. Por eso, para el nacionalismo no es el estado afectivo y de conciencia del grupo lo importante, sino dar especial relevancia a sus rasgos primordiales. Esa era también la opinión generalizada de la intelectualidad desde principios del siglo xix, como se colige de las palabras de Domingo del Monte en un escrito del año 1832 (1955, 44): «El hombre acostumbrado a sus usos, a sus costumbres, a su idioma, no se desprende jamás de ellos sin pesar. Es imposible que vea con calma un gobierno nuevo sustituir aquel bajo el cual nació y recibió las impresiones de la educación que lo identifican con su país y sus magistrados». 72 Roberto Marte Dice Rodríguez Demorizi que «en la lucha contra el dominador haitiano hubo tres elementos predominantes: el color, la lengua, la raza. En estos tres elementos el idioma era el más fuerte, el decisivo: la falta de comunicación entre el conquistador y el conquistado impedía toda asimilación» (1975, 290). Como los soldados españoles hablaban el mismo idioma de los nativos del país estos decían de los españoles después de la anexión: «eran lo mejmo que nojotro». Pero esos rasgos primordiales no eran la identidad o la disposición de sentirse criollo, sino sus factores vinculantes o como dicen los antropólogos, sus «marcadores étnicos». Ahora bien, ya desde el primer nivel de observación al hablar de la identidad nacional, que es un asunto que aunque sea como recurso analítico ha de comenzar con el estudio de los componentes cognitivos y evaluativos del grupo, la tarea investigativa está muy condicionada por el hecho de que los sujetos (mayoritariamente iletrados) de quienes hablamos ya no existen y en las fuentes históricas dominicanas apenas hay testimonios que permitan el análisis de la estructura de su discurso.66 El estudio de la vida doméstica de los individuos humildes de épocas pasadas,67 durante un lapso temporal relativamente largo, permitiría comprender aspectos socioculturales importantes del mundo representacional de nuestros ancestros rurales. De ahí que sea tan difícil constatar con precisión las formulaciones sobre la autopercepción social de los sujetos rurales de hace dos siglos, aunque conviene aquí apuntar lo siguiente: hablamos de identidad social primaria o de identidad específica de un contexto social68 (place-identity) 66 67 68 Halperin Donghi comenta que «todo estudio sobre las clases subalternas se ve trabado porque una de las consecuencias de su carácter subalterno es la dificultad en que se encuentran de hacerse oír» (1996, 518). O como lo formuló un historiador español moderno: «preparar un inventario de lo que podía saber un analfabeto del siglo xvi» (Domínguez Ortiz, 1973, 319). Podría emplear el término «identidad étnica», pero con esto no querría indicar que la comunidad protonacional era una comunidad étnica, no El pasado como historia. La nación dominicana... 73 para referirnos a un tipo de cohesión social orgánica, grupal o comunal (del tipo llamado solidaridad mecánica, no voluntaria) de una tradición mnésica en un territorio propio. En un pasaje del discurso conmemorativo del centenario de la Restauración de la República pronunciado ante el Congreso Nacional el 16 de agosto de 1963, el entonces presidente, Juan Bosch, aludió a este «apego del hombre al pedazo de tierra que le vio nacer». Bosch atribuye este apego a la tierra donde se nace no a causas sociales sino naturales, las cuales abrazan no solamente al hombre sino también a las demás «criaturas de Dios». Él dice: «¿Tiene tal vez cada pedazo de tierra una frecuencia magnética oculta que conforma al que nace en ella sin que él se dé cuenta?» (Bosch, 1963, 15-17). Hasta qué punto esto fue así dependió de las características geográficas y socioproductivas (del nivel de los intercambios económicos y de la división social del trabajo) de una región, de un término. Por ejemplo, desde las comparativamente más pobladas comarcas entre los campos aledaños a Puerto Plata y en la zona Santiago-Moca-La Vega, con mucho movimiento en época de cosecha,69 hasta los fundos rurales apartados y en los pasos, parajes y serranías escasamente habitados de las monterías circunvecinas de la común de Higüey, en Samaná, Barahona y San Juan de la Maguana, sitios retirados donde no se veían forasteros, salvo cuando pasaban en tránsito los recueros y donde era mucho menor la acción opresora del Estado, siendo en efecto sistemas sociales autosuficientes con estratificaciones sociales propias, por lo menos en lo tocante a la integración interna de sus miembros, si bien esto no im- 69 por lo menos según su definición clásica. Sin embargo, unos cien años antes, hacia 1750, Sánchez Valverde describió la región así: «del lado por donde mira a Monte Cristi, Puerto de plata y Vega, en cuyos bosques y llanos hay innumerable ranchería, de gentes pobres que viven de la montería y cuatro animales domésticos, los cuales pasan el año sin ver las capitales, al modo que los primeros indios» (1862, 133). Sobre el aislamiento y la exclusión de la economía campesina y sus cambios estructurales desde el siglo xviii, véase de Cassá (2005, 213-31). 74 Roberto Marte plica que se trataran de conglomerados cerrados sustentados en las relaciones de parentesco. La identidad social primaria de los individuos de esas comunidades se basaba más bien en su presencia70 en el contexto cultural de una región desde tiempos remotos. ¿Podríamos llamar identidad étnica a esta identidad primaria de los criollos insulares? Este es un tópico que no ha sido debidamente estudiado, pero pienso que indudablemente en el fenómeno identitario de los primeros dominicanos hubo ingredientes étnicos. Ahora bien, la actitud encarnizada que mostró esta gente en la defensa de «su» territorio no puede ser atribuida a una especie de nacionalismo étnico. Que yo sepa, salvo quizás como expresiones de grupos subordinados que trataron de preservar la libertad de su existencia étnica a pesar de los esfuerzos de la sociedad dominante para imponer la suya, los de Enriquillo, alzado en Bahoruco, y algunos de los reductos de negros fugitivos apalencados en las montañas, pueden ser registrados como casos de nacionalismo étnico en la historia dominicana, aunque esto no ha sido claramente estudiado hasta el presente. En los albores del siglo xix Walton se refirió a una partida de negros cimarrones asentados en la sierra del Bahoruco expresando que «viven en una especie de organización republicana, celosos únicamente de su seguridad y gobernados por sus propias leyes» (1976, 29). Es interesante señalar que los cimarrones apalencados en la sierra del Maniel vivían tan aislados de la sociedad colonial insular que cuando los ingleses invadieron la parte sur de la isla en 1655 ni siquiera supieron que el gobierno de la colonia les ofreció por bando concederles «perdón y libertad» si tomaban las armas contra los invasores ingleses. En cambio, muchos negros y pardos de las zonas rurales organizados en milicias (los llamados Morenos leales de la isla) pelearon 70 Obsérvese que no digo en su presencia histórica. El pasado como historia. La nación dominicana... 75 contra los ingleses por el honor de la bandera española. Se sabe que los cimarrones mataban a los extranjeros cuando estos se internaban en su territorio en busca de alimentos. A principios del siglo xviii el padre Jean-Baptiste LePers escribió en su historia que la gente apalencada en las montañas vivía igualmente independiente de los franceses y de los españoles. Y en un memorial de 1662 el arzobispo Francisco de la Cueva Maldonado apuntó sobre esa gente cimarrona que «guardan y vigilan su sierra con cuidado», pero más adelante dice que «no se quietan, y si no pueden conseguirlo, mudan los pueblos a otras partes porque no sirvan de espías para cogerlos». Este parece tratarse de un caso curioso de nacionalismo étnico cuyo sentimiento de pertenencia se fundaba en una espacialidad indeterminada y en la comunidad étnica, aunque sin hacer referencia a la comunidad de nacimiento. Excluyamos pues el nacionalismo étnico y prosigamos con el tema que nos concierne ahora. Es cierto que las guerras avivaron la cohesión grupal de la nación contribuyendo a producir un nuevo conjunto (la patria); en su transcurso hubo reformulaciones afirmativas espontáneas de los vínculos de pertenencia. Las guerras contra los franceses desde las primeras décadas del siglo xvii, contra los ingleses a mediados de esa centuria y, posteriormente, contra haitianos y franceses en los albores del siglo xix, constituyeron un espacio común de comunicaciones representacionales e ideológicas en las milicias aldeanas y entre quienes fueron llevados en leva de gente71 de rincones de la isla y los que posiblemente no tenían ni conocimiento de oídas, quienes allí durante las horas de espera en los campamentos, bajo el efecto del miedo que es un agente movilizador, intercambiaron y asimilaron sus tradiciones seculares y vivencias. 71 Por ejemplo, el Conde de Peñalva ordenó el 11 de marzo de 1656 repartir de las haciendas los «negros peones que fueren necesarios» para defenderse del enemigo. 76 Roberto Marte Tras esos contactos comenzaron a percibir, en un proceso inductivo, las similitudes de su habla y costumbres y a compartir sus creencias («tos semo uno») infundidas por la idea de la nación, las cuales se expandieron en el espacio de la colonia, como el culto de los milagros altagracianos, el cual estuvo delimitado durante muchos años, hacia finales del siglo xvi, al extremo oriental de la isla. En la Relación Sumaria, del canónigo Luis Jerónimo Alcocer, del año 1650, se dice que para esta fecha «van en romeria a esta santa ymagen de nuestra señora de Alta Gracia de toda esta Ysla» (Rodríguez Demorizi, 1942, 214). Parece que durante la ocupación haitiana de Santo Domingo el peregrinaje de gente pobre al santo lugar de la Altagracia era ya un rasgo de la dominicanidad de los habitantes de esta parte de la isla (Franklin, 1828, 394). Pero como las guerras no eran ocurrencias de todos los días y los intercambios económicos con el mundo exterior eran muy esporádicos, de modo que las comparaciones intergrupales fueron un asunto más bien contingente, los vínculos de pertenencia de las comunidades rurales pequeñas dependieron de las relaciones endogrupales; fueron orgánicamente inferidos en el entorno geográfico limitado de la comarca. Así se fue formando la identidad social de las zonas rurales: en un proceso de reconocimiento interno del conglomerado.72 Ahora bien, las guerras con Haití y, años más tarde, la guerra Restauradora contra la anexión a España profundizaron extraordinariamente el proceso de diferenciación social y política. En ese lapso de presiones sociales iba a constituirse la histo72 También, Portuondo Zúñiga reparó en este fenómeno social en lo tocante a la Cuba del siglo xix: «El criollo concreta su sentido de ser identificado con la jurisdicción, con la localidad en la cual fomenta su vínculo de relaciones económicas más estrechas» y que el «patriotismo local» constituyó el «antecedente directo de la cubanidad» (1991, 38-46). Igualmente, respecto a Cuba, Ibarra señala, sin entrar en más explicaciones, que tras la Guerra de los Diez Años la conciencia nacional comenzó a «sobreponerse» a la «conciencia regional» (1997, 150-160). El pasado como historia. La nación dominicana... 77 ria dominicana, es decir, la representación nacional del pasado a través de los medios escritos.73 Los historiadores establecieron una cronología de los hechos considerados como históricos en una jerarquía de significados. Esto no quiere decir que la sociedad rural tradicional desapareciera, sino que su alcance tendió a quedar intervenido por la adhesión a la nación, que era una categoría más abstracta que la comunidad local y cuyos argumentos calificantes del propio grupo eran los argumentos de la historia. Si la historia supone una relación indirecta con la identidad nacional y directa con el nacionalismo, que es su filosofía en términos políticos, por analogía la memoria comunicativa del mundo rural daba cuenta de la identidad local asociada a un espacio geográfico pequeño, la cual a su vez llevaba en su seno el patriotismo regional que obraba, si me está permitido decirlo, como una ideología de lo concreto. Por tratarse de expresiones ambiguas, con un cariz más bien moral («amor al país»), no empleo los términos «patriota o patriotismo» como sinónimos de «nacionalista o nacionalismo». Ahora bien, si se dice que la patria es un territorio histórico, entonces la noción de patria corresponde a la nación del nacionalismo. En un sentido nacionalista, Pierre Vilar apunta que «la patria es una proyección ideal de la nación», una expresión figurativa habitualmente personificada en la cultura histórica por los héroes. Asimismo, Peña Batlle escribió que la patria «es un alma, un principio espiritual, un pasado heroico». Con la noción de patriotismo aludo, en cambio, a una conducta grupal no deliberada (instintiva y sin contenidos específicos) de adhesión a una colectividad o a un territorio, no forzosamente a la nación. En este sentido se puede decir 73 Stock sostiene que «the coming of literacy heralds a new style of reflection. Individuals are aware of what is taking place, and this awareness influences the way they think about communication before reading and writing» (1996, 7). 78 Roberto Marte que el patriotismo es ancestral, el nacionalismo no. La voz «patria» se adecúa aquí a la acepción que se le daba en la colonia de Santo Domingo en los siglos xvii y xviii, la cual no se asociaba aún al concepto de nación: lugar propio donde se ha nacido. Por eso se decía entonces «amor y fidelidad al Rey y a la patria». Nótese que cuando estaban enfrascados en acciones armadas contra los haitianos durante la guerra de la independencia, se oyó increpar con frecuencia a la gente del campo como 35 años antes (en 1809 la imagen de la virgen estuvo estampada en la bandera con que las huestes del país pelearon en Palo Hincado): «¡Viva la Vinge!», y no la vaga invocación «¡Viva la República Dominicana!». De esto se percató Moscoso Puello cuando dijo: «que el patriotismo de los campesinos no consiste más que en “la defensa instintiva del solar nativo”» (2000, 34). Desde luego, esto no fue siempre así, estuvo sujeto a la proveniencia social y geográfica de la gente de la guerra. En la batalla de Beller, por ejemplo, se vitoreó ardorosamente la nueva república. Visto desde esta acepción, el patriotismo es un ethos que no siempre obedece, como el nacionalismo, a una motivación política, sino a creencias que expresan adhesión o pertenencia. Sobre la base de este sentimiento el patriota puede intervenir vivamente en una guerra nacionalista sin manifestar preocupación, lealtad u orgullo respecto a la sociedad mayor o a una política gubernamental. Un patriotismo muy activo, sin embargo, puede trocarse en nacionalismo (Doob, 1964).74 Que la gente del Hinterland dominicano percibiera su naturaleza etnoinsular afín y tuviera un cierto nivel —aunque 74 Véase de Snyder (1976). Para Bayly patriotismo equivale a protonacionalismo (1998, 100). También, Smith apunta que «antiguas creencias y compromisos con la tierra ancestral y con las sucesivas generaciones de antepasados fueron los que utilizaron los nacionalistas para elaborar la nueva ideología, el nuevo lenguaje y el nuevo simbolismo de una abstracción compleja, la identidad nacional» (1997,71). El pasado como historia. La nación dominicana... 79 muy bajo— de conocimiento específico de las características sociales de su grupo, que eran la fuente de las creencias patrióticas regionales, no implicaba que deseara una comunidad supralocal, es decir, que asumiera un criterio nacionalista (un discurso de la soberanía política y lealtad hacia el Estado de acuerdo con el credo nacionalista). Por ejemplo, el anexionismo fue una moneda corriente en la sociedad dominicana del siglo xix ante el cual una parte importante de la población rural se mostró indiferente como correctamente lo observó Pérez Cabral: «el anexionismo no constituía pecado público ni político» y ante el cual «los peores abanderados del mismo no vieron mermado su prestigio por tales actuaciones» (1976, 33). Por obra de los componentes emocional y conativo del patriotismo regional en la masa del pueblo rural, llegado el caso ésta defendió el suelo común ante aquellos que eran calificados de extranjeros (sesgo de endogrupo) porque las creencias patrióticas, las cuales constituían un criterio de diferenciación, acotaban la frontera entre las comunidades criollas y los exogrupos de acuerdo con el orden normativo tradicional desde los tiempos de la colonia.75 Las guerras patrióticas del siglo xix han sido en la historiografía dominicana, hasta el presente, la expresión principal del nacionalismo: se dice que despertaron el sentimiento nacional contra la injusticia y que ese sentimiento nacional se encontraba dormido en la masa del pueblo,76 75 76 Entendiendo que en los tiempos de la colonia los españoles no fueron tratados como extranjeros, sino como iguales pero distintos. Una protesta suscrita por numerosos ciudadanos dominicanos contra el intento del presidente Báez de anexionar el territorio dominicano a los Estados Unidos en 1871, precisa entre otras cosas lo siguiente: «Que la República, en su gran mayoría, rechaza toda dominación extranjera, como lo justifica su historia, desde los tiempos del descubrimiento hasta nuestros días» (BAGN, 1960, 127). Este criterio está, por lo demás, subsumido en expresiones como estas: «Duarte popularizó el sentimiento de independencia», «la acción del 19 de marzo de 1844 afianzó la nacionalidad dominicana», etc. 80 Roberto Marte aun cuando la solidaridad nacional y política como fuente movilizadora del campesinado, que a mediados del siglo xix exhibió cotas diferentes dependiendo de su base de etnicidad o nacionalidad, no tenía un carácter tan homogéneo como parece. De acuerdo con el organicismo romántico herderiano de moda hasta bien entrado el siglo xx, la nación aún en su expresión infantil era una formación natural y preexistente a cualquier otra forma de organización y solo llegaría a ser Estado en su fase de plena maduración («hacia la plenitud colectiva que es la nación organizada» [Henríquez Gratereaux, 1996, 6]) y, como decía Ortega y Gasset, entonces se convertía en una fuerza dinámica. De aquí se deriva la idea de que la homogeneidad nacional es un presupuesto básico del Estado. El llamado pesimismo dominicano tiene en parte sus raíces en este problema, en la incapacidad de su élite pensante para nacionalizar la masa del pueblo (o como se decía «transformar el pueblo en nación»), en su impotencia para hacer que el conglomerado protonacional hiciera suya la idea nacional que es la fuente legitimadora del Estado moderno. No pasemos por alto que el nacionalismo es un empeño cultural colectivo, pero además un empeño político colectivo. Hasta las primeras décadas del siglo xx se partía del supuesto de que por estar el Estado regulado por instituciones, la dominicana era una sociedad homogénea en su geografía, donde podía prosperar verdaderamente el nacionalismo cívico77 entre los grupos subalternos. La historiografía pragmática decimonona extrapoló esa expresión de solidaridad mecánica del mundo rural o identidad específica de un contexto, a otro tipo de solidaridad normativa, 77 Ya avanzada la segunda mitad del siglo xix, el general Carlos Parahoy exclamó en un bando a los militares de la común de Santo Domingo que «ya nuestro pueblo va comprendiendo cuáles son sus deberes y cuáles sus derechos, y difícilmente se le hará volver atrás». En la Gaceta Oficial, 5 de marzo, 1881. El pasado como historia. La nación dominicana... 81 debido a cuya naturaleza cívica sus miembros propenderían al nacionalismo como un deber fundamental (o «deber sagrado») de acuerdo con la fórmula de que «ser dominicano es ser un buen dominicano» (David, 2007). Este espejismo engañó a muchos intelectuales dominicanos, como Abreu Licairac, cuando al finalizar el siglo xix afirmó en una metonimia histórica que «en los albores de la independencia nadie pensaba más que en defenderla» (1973, 42) y en vuelo poético jacobino también dijo que los hombres del pueblo remedaban «a los insignes descamisados de la revolución francesa». Que los «campesinos al grito de alarma, abandonaron sus huertas, sus labranzas y sus chozas dejando enmohecer las herramientas agrícolas para ir a empuñar las armas en defensa de la patria». Esto, desde luego, no era nada anormal, dado que desde la época colonial el «nacionalismo» de la población rural solo se había expresado en el respeto a la autoridad, en la servidumbre y en su conciencia de dominado. Parece que en la común de San Juan, por ejemplo, este estado de cosas no había cambiado muchas décadas después como lo expone Víctor Garrido, a la sazón inspector de instrucción pública, en un informe del año 1922 (Rodríguez Demorizi, 1975, 226). Tanto el nacionalismo liberal como el antihaitianismo formaban parte del discurso público, sobre todo de los grupos sociales superiores cuya detentación del prestigio, del ejercicio del comercio o de los recursos agrarios les brindaba la capacidad de hacer la historia, la cual, a su vez, había de hacer de los humildes rurales, dominicanos auténticos. No extraña, pues, que las élites políticas después de establecida la república dijeran representar la base social del país en tanto pudieran movilizar grandes contingentes de la población rural en apoyo de sus intereses nacionales como si se tratara de la meta suprema de los primeros. 82 Roberto Marte Pero la comunidad protonacional78 (donde se acunaban las llamadas por los intelectuales «pasiones innobles») parecía tener una actitud distinta ante la vida o no podía tan simplemente comprender la ética nacionalista de los intelectuales y, en general, de la clase política,79 como tampoco podía servir de garante a la agenda del progreso.80 Finalizando el siglo xix, en un opúsculo histórico su autor se preguntó: «¿Existe en la masa de los dominicanos la noción completa y perfecta de lo que es y de lo que vale ser pueblo independiente, libre y soberano?» (Sánchez Guerrero, 1893). Pérez Cabral dice que «resultó imposible la integración del valor nacional como un atributo colectivo» (1976, 32). Esto, sin embargo, no se debía a la falta de inteligencia del pueblo rural, a la ausencia de ambiciones, a defectos raciales, como se decía, o a que sus individuos hubieran sido «moradores morosos en la defensa de justicia», como llegó a deplorar Hostos, sino a la situación de exclusión del campesinado que imponían las condiciones productivas y naturales del medio geográfico. Dice José María Serra que el Dominicano Español, un pasquín que pregonaba en la ciudad de Santo Domingo la oposición contra el régimen haitiano en la tercera década del ochocientos, «se hacía circular por otros campos y poblaciones». Cabe también citar aquí la petición de la Junta Popular de Santo Domingo, del 8 de junio de 1843, la cual reivindicó ante el gobierno haitiano la dignidad de los «haitianos-españoles» de la parte este de la isla de ser hombres libres. 78 79 80 Como se puede notar, hay una cierta homología entre el paralelismo protonación/nación y el par sociológico tönniesano Gemeinschaft/Gesellschaft. Este punto de vista es recurrente en el libro de Sánchez (1976). Rufino Martínez sostuvo que a mediados del siglo xix la «conciencia de la nacionalidad no era sino un débil esbozo en el alma del pueblo». También, Luperón (1974, 12). Landolfi comenta que «lo medularmente hispánico era ya una rareza en el Santo Domingo de 1809» (1977, 321). Como se ve, el tema constituye un ámbito ideal para la ambivalencia y la palabrería. La idea nacional del progreso incluía el liberalismo porque en la sociedad dominicana decimonónica el liberalismo estuvo siempre asociado al nacionalismo o como se decía entonces, el «civismo» y el «culto patriótico». El pasado como historia. La nación dominicana... 83 Cuesta imaginar, sin embargo, que en efecto así como esa hoja pública de protesta de Serra y esa petición de los concejales capitaleños llegaron a «lo más granado» de algunas localidades del interior, también hubieran llegado a los campesinos pobres, picadores de madera y «echadías» de los partidos rurales y zonas agrestes de la isla. Habiendo percibido la disposición de los habitantes de la ciudad de Santo Domingo de combatir el régimen haitiano poco antes del 27 de febrero de 1844, José María Serra indicó que «no había un solo individuo que si hablaba español, no estuviera dispuesto a combatir con las armas en la mano, la dominación haitiana». En su connotación el juicio se podría traducir no solo como que «no había un solo individuo» en la capital dominicana, sino en toda la parte este de la isla. Pero más adelante el mismo Serra agregó que la noche del 27 de febrero, inmediatamente después de la toma del Baluarte por los patriotas dominicanos, «Manuel Gimenes, Manuel Cabral y D. Tomás Bobadilla y algún otro salieron en reclutamiento por los campos» (1988, 54).81 Salta a la vista que al establecerse la república el nacionalismo de la masa rural era una excitación de superficie cuya fuerza solo podía ponerse en movimiento en tanto se tratara de hacer frente a los haitianos. El alcance del proceso constructivo de la idea nacional no pasaba en 1844 de los límites de la capital dominicana y de ocho o diez pueblos menores. José Gabriel García señaló esto a su manera con mayor certeza: «en la masa popular, la conciencia de una nacionalidad embrionaria palpitaba intensamente» [subrayado mío]. Y Pedro Henríquez Ureña apuntó que «en torno a los hombres de pensamiento se forjaba la nueva nacionalidad» (2007, 147). 81 Partiendo de un simplismo de esta naturaleza, Jaime Domínguez expresó que «nuestra independencia fue el resultado de la labor patriótica de todos los dominicanos de la época». Hace más difícil la cuestión la circunstancia de que en nuestro tiempo solo entendemos la política y el mundo de las naciones según el punto de vista del nacionalismo. 84 Roberto Marte A guisa de ejemplo, la opinión de Moreno del Christo sobre la agencialidad del campesino en las guerras de independencia ha sido, como en muchos otros, una opinión cultivada en la retórica del nacionalismo. Cuenta sobre lo que presenció en el regimiento de Higüey, comandado por Miguel Suberví, cuando la invasión de Soulouque en 1855: «aquí no quedó quien no empuñase las armas: el entusiasmo no tenía límites. Antes de partir, todos adoraron y besaron la imagen milagrosa de Nuestra Señora de Altagracia» (1902, 127). Parece que para Moreno esto era una muestra del nacionalismo de la gente del campo. Pero el discernimiento político de esa parte inarticulada, silente y mayoritaria del país rural de entonces, verdaderamente, jamás se dejó oír ni contó nunca para la sociedad letrada como tampoco se preservó nada de la misma en forma documental o literaria. No por eso estuvo menos arraigada en el pasado de la nación que el discurso letrado de las ciudades.82 La disyunción entre la protonación y la nación83 (o como se decía, entre las masas del campo y las ciudades civilizadas),84es decir, el no reparar en la diferencia entre las dos formas identitarias del conglomerado nacional, la primera, comunal, adscriptiva y no crítica y, la segunda, nacional o cívica —voluntarista y participativa—, produjo como respuesta en los textos garcianos y de otros historiadores nacionales un discurso moral y civilizatorio. En cambio, años después sirvió de abono en el discurso público a una evaluación regresiva85 muy fuerte de la historia 82 83 84 85 Este es el punto de vista que inspira la crítica de los estudios históricos subalternos (Guha, 2002). O entre la nación histórica y la nación esencial como las denomina Bustos (2000). La nación esencial sería, en efecto, la llamada por el poeta Enrique Henríquez «patria-historia». En una conferencia dictada en 1917 en la sociedad Amantes de la Luz, Ercilia Pepín expresó que «el ciudadano de todas las patrias ha de comenzar por amar la ciudad» y que «sin el amor por la ciudad el amor por la patria es un mito» (Galván, 1986, 70). La idea expresada por Balaguer es que «la historia dominicana es, desde los mismos días en que el país fue descubierto, una tragedia inenarrable» (1954, 167). El pasado como historia. La nación dominicana... 85 dominicana de los dos últimos siglos, o sea, la que ha sido llamada crítica del pesimismo (o «de la impaciencia», como solía decir Tulio Manuel Cestero). Pero el voluntarismo patriótico para promover un nacionalismo cosmopolita y cívico no fue solo de los historiadores, sino también de los hombres ilustrados y, en general, de la opinión pública como lo ilustra en San Cristóbal el caso de don Pinín, el hijo del trinitario Pina, en su conocida lección dominical para los campesinos Amar a su Patria, de octubre de 1881. En 1932 también el presidente Trujillo, en persona, repartió entre los campesinos una Cartilla Cívica que fue muy popular en aquella época. Pero en la República Dominicana no se llegó a los extremos de otros países como los Estados Unidos, donde en el curso del siglo xix existieron, entre otras, una Association of American Patriots for the Purposed of Forming a National Character o los Sons of the American Revolution. En la segunda mitad del siglo xix Espaillat comentaba con cierta desazón que «nunca hemos podido comprender los motivos que han podido obrar en el ánimo de los hombres del campo para haberse aislado tan completamente de las cosas públicas» (2002, 21). Esto, desde luego, fue así en las zonas rurales retiradas porque en la ciudad capital y en los pueblos más importantes de mediados del siglo xix los temas cívicos y de la política eran parte del parloteo cotidiano en todas las esferas sociales. Un panfleto de la época comentaba: «¿Por qué los artesanos en lugar de ocuparse en sus talleres, hablan de táctica militar, jurisprudencia, etc., etc., y grandes, chicos, hombres y mujeres hablan de política?» (Rodríguez Demorizi, 1944, 23). Asimismo, sobre el concepto de evaluación regresiva en los esquemas interpretativos de los historiadores, véase de Gergen (1998). 86 Roberto Marte Han sido estereotipos ideales86 los que hasta hoy han preponderado en la cultura histórica dominicana:87 que el nacionalismo (que es la intervención ideológica del sujeto que juzga desde el «deber ser» llamado a cumplir un papel histórico) o la identidad nacional como actitud conativa (es decir, una «comunidad consciente de aspiraciones») era o había de ser un componente básico del sistema afectivo del conglomerado insular rural. La historiografía nacional, pues, estuvo formada por secuencias de frases subsumidas en el operador deóntico «debe ser». Hasta tal punto es así que en los textos de José Gabriel García y sus continuadores (Manuel Ubaldo Gómez, por ejemplo) es extremadamente difícil distinguir los engarces entre narración y discurso. En esto, desde luego, se puede ver las secuelas del liberalismo modernizador de antaño que veía la sociedad como 86 87 Záiter, Cairo y Valieron dicen que la identidad nacional surge tras haber sido asumido el ideario nacionalista (1988, 29). Creyéndose sabedor del modo legítimo de ver las cosas, el intelectual dominicano hasta ya avanzado el siglo xx (y de esto no estuvieron exentos los historiadores) atribuyó validez universal a su punto de vista. Según este criterio racionalista, la pueril explicación siguiente del Dr. Alfonseca de cómo nace la patria había de ser válida también en el mundo rural que constituía la mayor parte de la república: «¿Cómo surje, o se hace o resulta esa patria? Por una creciente transformación de nuestros cariños infantiles, sustituyendo, a medida que entramos en razón, la noción de vecindario, con el concepto de grupo» (1998, 36). Pero la nación no es un desarrollo de la familia o de otros colectivos primarios, sino un abstracto ideológico de la perspectiva nacionalista. Cestero señaló que en el Parque Colón y sus aledaños se concentraba la vida de la ciudad de Santo Domingo «y acaso se resume la de la República» (1911, 35). Transcurridos ciento cincuenta años de establecida la república este parece ser todavía un asunto irresuelto. Lantigua dice que para la mayoría de los dominicanos «la Patria es, muchas veces, sólo el recuerdo de una acción personal, la memoria barrial o pueblerina, un paisaje, un alimento típico, unas charreteras de general o unas insignias de guardia y, a lo sumo, un jugador criollo de Grandes Ligas o un merengue en salones extranjeros» y que «no hemos podido crear al hombre dominicano, como entidad, como espécimen, como fuerza moral» (1996, 442, 445). Años después el siquiatra José Dunker exhortó públicamente a la Secretaría de Educación a que revisara los programas escolares desde la primaria «para inculcar la fe en la dominicanidad, en la creatividad del dominicano, exaltando su valor» (Isa, Pichardo, 2005). El pasado como historia. La nación dominicana... 87 un conjunto atomizado de individuos libres.88 Pero al mismo tiempo se buscaba disolver la cultura protonacional y construir la nueva identidad mediante un proceso deductivo (forjado con referencias identificatorias de la cultura letrada urbana), haciéndola coincidir con el discurso de la nación, y confiándose en que un regeneracionismo educativo haría de la masa rural personas moralmente conscientes.89 A la luz de este punto de vista, la masa del pueblo era rural y analfabeta y su espacio político, parroquial. Por tanto, era el Estado que había de crear la nación y no viceversa.90 Los grupos hegemónicos más conservadores (sobre todo el «partido del orden» santanista)91 centraron sus argumentos en atributos descalificantes de la población nativa: que los dominicanos no tenían la capacidad para la vida independiente. Ahora bien, parece que la historiografía dominicana liberal y romántica no quiso entramparse en estas disquisiciones de gabinete. En los historiadores primaba la opinión de que la identidad nacional solo podía reconocerse en las contiendas históricas por el principio de la nación y como trama heroica 88 89 90 91 Esta idea siguió teniendo vigencia en la primera década del siglo xx, aún después que el positivismo dejara su impronta en una parte de la intelectualidad dominicana, a cuya luz la sociedad comenzó a ser conceptuada como un organismo y no como una mera suma de individuos. Max Weber observó que los intelectuales adjudicaban a lo cultural una función política reivindicativa. En Latinoamérica esa política reivindicativa se expresó en la función forjadora de la identidad nacional del discurso literario decimonónico. Oviedo parece participar de esta opinión cuando apunta que «no puede haber unificación, generalización de una cultura, sin unidad en el Estado» (1985, 35). El tema no ha dejado de ser fuente de debates en la República Dominicana de nuestros días. Paulino Ramos expresa, por ejemplo, que «la identidad que ese pueblo (el dominicano) va a tener, no descansa en el Estado y menos en el gobierno. No es el Estado el que hace al pueblo» (1999). Interesantes observaciones sobre este asunto en Balibar y Wallerstein (1991). Un punto de vista de los estudios subalternos en Chatterjee (1996). «Esbitar cualquier des orden» era una de las divisas del general Santana, dicho con su propia ortografía. 88 Roberto Marte a través de la actuación del pueblo como una fuerza (ligados horizontalmente hombres notables y gente del común) en torno a un gran tema político, fidelidad-infidelidad a la nación, o sea, traición-independencia. Nadie se planteaba interrogantes muy complejas sobre el fenómeno identitario en las clases subalternas del campo. Por ejemplo, ¿qué significado tuvieron en el mundo de los orejanos de los hatos y monterías las nociones más o menos generales del criollismo, primero, y del nacionalismo, después, que eran componentes cognitivos y emocionales extraños a dicho contexto? La idea de la acción política del pueblo como acción patriótica era una idea romántica muy arraigada en la cultura histórica dominicana. La historia era heroica porque el fin constitutivo de la nación, visto como destino desde su embrión de patria, era también heroico. Los historiadores dominicanos escribieron tradicionalmente sobre el pasado dominicano siguiendo ese principio. Por ejemplo, Troncoso de la Concha era del parecer que «ninguno como él (el pueblo dominicano) en América había luchado tanto frente a ingleses, franceses y holandeses para conservarla (su formación española); amaba y practicaba la tradición española; había puesto empeño en mantener la pureza del habla castellana» (1998, 222).92 Y Despradel i Batista expresó que cuando Sánchez Ramírez inició la llamada Reconquista «no es una conciencia nacional que se levanta para arrancar su libertad de manos de Francia: esta conciencia aún no existe. Es el espíritu español que quiere volver a depender de su metrópolis» (1936). Y Moya Pons (1986, 240) dice que «cuando la invasión de Leclerc les ofreció la oportunidad de escoger entre lo francés y lo africano (o lo negro) los dominicanos escogieron lo francés, y por eso apoyaron las tropas francesas y se aliaron con el 92 Esta idea aparece en casi todos los historiadores dominicanos hasta mediados del siglo xx. Véase en Bosch (1991, 80). El pasado como historia. La nación dominicana... 89 General Kerversau para desalojar a las tropas de Toussaint». Estas palabras de Moya Pons son en realidad casi una copia de lo que escribió el historiador García. Este dijo que si los dominicanos aceptaron «gustosos» la ocupación francesa «al encontrarse abandonados por los españoles, fue únicamente por librarse de toda comunidad con los haitianos» (García, 1979, 319). No hay dudas de que la decisión de apoyar las tropas francesas antes que las haitianas, se trataba de un aspecto afirmativo de pertenencia como un proceso de negociación e inclusión. La misma respondió al estereotipo condenatorio de los haitianos, ya existente en la gente del país, naturalizado por la ideología de los tiempos de la colonia que constituyó el elemento motivador más importante del nacionalismo decimonónico dominicano. Dicho componente actitudinal estaba profundamente anclado en la autoimagen grupal del criollo, debido a la polarización extrema que el estereotipo despertaba en ella. Dicha polarización, la cual permaneció inalterada a partir del siglo xix, se manifestó con toda su fuerza sobre todo cuando el pueblo se vio envuelto en confrontaciones armadas con los vecinos. Esto era algo natural, pues sin posicionamiento no se podría hablar de identidad. Ahora bien, aquí hay un problema, pues que «los dominicanos escogieron lo francés y por eso apoyaron las tropas francesas» (pareciendo incluir en la frase también a los dominicanos de abajo), da la impresión de que el pueblo adoptó esas decisiones deliberadamente.93 En estas frases se presenta al pueblo (una forma putativa del nosotros) en un espacio social homogéneo y en posición de sujeto. En la determinación de los dominicanos de «escoger» y «apoyar» 93 Tras esta creencia sobre la facultad natural del pueblo de tomar decisiones importantes para su existencia como grupo está subsumida la definición de Renan de que «una nación es un plebiscito diario». 90 Roberto Marte a los franceses no hay diferencias sociales94 y, de tal manera, se pasa por alto la velada disyunción entre dominantes y dominados: que los que fueron a la guerra, que no formaban sino «tropas colecticias» tornadizas (en algunos papeles de la época se habla de «la gente de guerra») en vez de cuerpos regulares, eran con frecuencia sacados amarrados de sus conucos o al toque de la generala, incitados por el entusiasmo de obtener algún botín de los vencidos. Es obvio que las clases políticas se condujeron conforme a sus intereses psicológicos y materiales. Es decir, «escogieron lo francés», pensado en un sentido utilitarista (por ejemplo: «esto me conviene»). Pero este no fue un asunto de las masas rurales. Sobre las huestes dominicanas que pusieron cerco a la ciudad de Santo Domingo durante la guerra de la Reconquista contra los franceses, Cipriano de Utrera reseñó lo siguiente: «para que las levas hechas en los pueblos del interior con que tener el ejército sitiador número de hombres para hacer efectivo el sitio, fue aliciente, al estilo que también estuvo en vigor entre franceses, la promesa de cierto número de horas de saqueo y pillaje libre, apenas fuese tomada la ciudad de Santo Domingo» y que «cada campesino, tenía premeditada la adquisición de enseres de casa, que jamás había visto sino en las habitaciones de vecinos» (Sánchez Ramírez, 1957, xlvii). 94 Este voluntarismo colectivo, que hace del pueblo un concepto vacío, fue el alimento principal de los argumentos históricos de Peña Batlle. González se refirió a los mismos así: «En realidad (Peña Batlle) recurre a una imagen de lo nacional por fuera y por encima de lo social. En esa “visión” los dominicanos actúan —en una brillante muestra de disciplina— como un solo bloque tras el líder espiritual que encarna el sentimiento de “la hispanidad”, representado por su autoridad» (1991, 36). Esta tendencia de la clase política a sobregeneralizar lo político y lo cultural a expensa de lo social aparece con frecuencia en el proceso nacional de identificación: «The discursive constructs of national identities emphasise foremost national uniqueness and intra-national uniformity, and largely tend to ignore intra-national difference (the discourses of sameness)» (Wodak, Cillia, Liebhart, 1998, 186). En este sentido, Balibar dice que la ideología nacional tiende a «congelar» los conflictos de clase. El pasado como historia. La nación dominicana... 91 En uno de sus cuentos puertoplateños, José Ramón López, puso en boca del vale Juan lo siguiente: «¿quién salva a uno de que lo metan a soldado y en una pelea lo dejen manco? Porque yo, si hubiera podido desertar sin peligro lo hubiera hecho; pero si desertaba me cogían, me amarraban y por primera providencia mandaban a fusilarme» (Rodríguez Demorizi, 1963, 37-8). Y Campillo Pérez dice «que además de pertrechos militares, durante la primera campaña independentista se enviaron a los lugares donde se estaba en pie de guerra “cargas alcohólicas de ‘romo’ para animar la gente en caso de pelea”» (1976, 54).95 La guerra como fuente de movilidad social fue un fenómeno que prosperó sobre todo en la segunda mitad del siglo xix cuando los hombres del campo decían: «a la guerra emo venío a salí de probecito». No quiero insinuar con esto que la población rural en las contiendas armadas dominicanas se dejó llevar simplemente por el pillaje y por sus necesidades de obtener beneficios materiales. Lo que deseo es subrayar el error de definir a la luz del criollismo o del nacionalismo de las élites la acción de los peones y campesinos rústicos (la comunidad premoderna) que obedecían sumisos a sus jefes naturales, a las personas importantes del lugar, quienes aportaban su contingente sacado de la peonada a través de los compadres, quienes a su vez eran, de conformidad con ciertos valores dominantes, conductos de las autoridades y de aquellos que reivindicaban el estatuto de nación o de criollos. Sumner Welles lo expresó así: «la inmensa mayoría del pueblo dominicano, no tenía voz propia, respondía sin vacilación al mando de sus jefes» (1975, 217). Cuando el general Pedro Santana llegó a la ciudad de Santo Domingo el 6 de marzo de 1844 con sus seibanos armados con machetes y lanzas de los campos de Arroyo Grande, La Cuchilla, Magarín, La Enea y de otros parajes, estos, frente al Palacio 95 También en el libro de Damirón (1945, 130). 92 Roberto Marte Viejo, no echaban vivas a la república ni al nacionalismo incipiente sino que gritaban «viva Siño Pedrito» (Rodríguez Demorizi, 1969, 36). En estas condiciones la masa rural estaba en una relación más bien figurada con la nación y en una relación personal con los jefes locales y con el caudillo. Sin duda las guerras y las acciones heroicas desempeñaron un papel fundamental en la historia dominicana. Pero de la insurgencia de las masas del campo entre liberales y conservadores no sobrevinieron asaltos contra la autoridad, insurrecciones sociales niveladoras, apalencamientos rurales ni movimientos rebeldes o campesinos como sucedió en otras partes de Latinoamérica, como en Chile, México, Colombia, Haití, Venezuela,96 etc., salvo los alzamientos de esclavos en las montañas durante la época colonial y quizás casos particulares, como en 1904 la llamada «revolución campesina de Bernardo» en los campos entre San Francisco y Bayaguana, de carácter puramente local, y los gavilleros en la región oriental de la isla durante la ocupación norteamericana. En la historiografía dominicana moderna faltan estudios sobre este asunto. Si aceptamos como verdadero lo que el arzobispo Fernando Portillo y Torres97 escribió acerca de la mañana del 17 de octubre de 1795 cuando una mujer del pueblo, Tomasa de la Cruz, cayó muerta en la esquina de las Cuatro Calles de la ciudad de Santo Domingo tras exclamar «Isla mía, Patria mía», luego de que el pregón anunciara al toque de tambores y clarines que España cedía su posesión en la isla a Francia y que la noticia «consternó este Pueblo», al «común de estas Gentes», conviene observar que dicho suceso de «dolor popular» era la manifestación de un criollismo insular hispánico que evolucionó incorporándose 96 97 La guerra de castas en los valles del Tuy y luego las montoneras de los llanos de Venezuela, que combatieron los patriotas independentistas, podrían constituir un tema de estudio interesante con relación al asunto aquí tratado. Véase, por ejemplo, Uslar Pietri (1972). Véanse también los comentarios de Scoter y Hébrard (2005). El padre Utrera expresó que «es un hecho rigurosamente cierto y perfectamente comprobado» (1947, 44). El pasado como historia. La nación dominicana... 93 exitosamente en la cruzada nacionalista de la independencia cincuenta años más tarde. La queja de esta mujer manifestaba una especie de sentimiento patriótico popular, debido al desconcierto que produjo el traspaso de la vieja posesión española de Santo Domingo al dominio de Francia, porque esta parte de la isla era española desde hacía más de 300 años y allí reposaba «el sepulcro de sus padres». Ciertamente, ese grito de dolor popular también expresaba el temor de mucha gente del país, por ejemplo de los hacendados propietarios de esclavos ante las «calamidades y miserias» que el porvenir podía deparar a sus vidas y propiedades.98 Esto es lo que se advierte en la carta del 25 de octubre de 1795 del ayuntamiento de la ciudad de Santo Domingo al rey Carlos iv (Incháustegui, 1958, 61). Ante las mudanzas de todo tipo que se avecinaban con la entrada en vigor del Tratado de Basilea, en la petición de los hacendados de la localidad de La Vega al rey de España, del 16 de noviembre de 1795, estos rindieron una prueba de fidelidad a su origen español, fidelidad que se conjugaba en la divisa «por la Religión, por el Rey, por la Patria» (Incháustegui, 1957, 102-104). Ahora bien, estas manifestaciones de lealtad a España, sobre todo durante aquellos años después de la cesión de Santo Domingo a Francia, han de tomarse con mucha cautela si no se toma en cuenta el grupo, estamento o clase social de donde procedían. ¿Qué sentía la llamada gente del común al respecto? Pero, además, no todos los propietarios de fundos rurales se sintieron llamados a emigrar a otros territorios españoles cercanos después del Tratado de Basilea. Por el 98 Parece que esta situación seguía pendiente al comenzar el siguiente siglo, pues hacia 1800 Mr. Pedron escribió: «Los habitantes propietarios de esclavos de esta parte, no están, por lo general, contentos de volverse republicanos, a causa de la libertad de los negros: ellos temen sufrir daños en sus personas, y propiedades, en la toma de posesión y eso es lo que los determina a vender la mayor cantidad de animales que pueden» (1955, 194). 94 Roberto Marte contrario, parece que sucedió, y no en casos aislados, que su mayor cuidado estaba en proteger sus bienes, dándoles igual el nombre de la potencia europea que rigiera la isla. Por ejemplo, el regente de la Real Audiencia de Santo Domingo escribió en noviembre de 1795 que «son muy pocas las familias de hacendados resueltas a abandonar sus posesiones, y las más, o casi todas están determinadas a esperar a los franceses, y experimentar cómo les prueba su Gobierno y en vista de las resultas deliberar su suerte» (Incháustegui, 1957, 61). Siendo este el caso, obsérvese que la anécdota sobre el fallecimiento repentino de Tomasa de la Cruz refiere lo ocurrido no en un fundo alejado de la isla ni entre los campesinos pobres y sin «brillo social» de la tierra adentro, sino en el centro de la ciudad de Santo Domingo donde la españolidad había sido desde los primeros tiempos de la colonia el referente de la identificación de sus habitantes (Guitar, 2000), cuyos símbolos, los del pasado inclusive, tenían una especial significación en momentos de cambios sociales o políticos intensos. Lo mismo se puede decir de algunas de las décimas de barrio del ciego Manuel Fernández y de las décimas patrióticas del maestro Meso Mónica remitidas al Consejo Real de las Indias en las cuales se presenta el diálogo ente el autor y la ciudad de Santo Domingo exclusivamente. Aunque era hijo de padres libertos y casi analfabeto, Meso Mónica era un hombre de la ciudad que hasta había asistido como oyente a las clases de filosofía de la Universidad de Santo Domingo. En el prólogo a la primera edición del libro de Alix, dice Rodríguez Demorizi que las composiciones del maestro Mónica «apenas salían de los lindes de la ciudad, margen del Ozama» (Alix, 2006, 11). Ciertamente, mucha gente del país se había sentido heredera forzosa de la madre patria, a la cual evocó y defendió como lo muestran los casos, entre otros, de doña Joana de Sotomayor, quien en 1655 peleó con armas «en la campaña» contra los ingleses, vestida de hombre; y, también, el conocido arrebato popular que en el año 1714 se despertó entre El pasado como historia. La nación dominicana... 95 los paisanos de la ciudad capital reunidos en la Plaza de San Andrés, contra los franceses, tras haberse corrido la voz de que el capitán de una balandra francesa había preguntado al centinela de la fortaleza si ya gobernaba la colonia española Mr. Charité en reemplazo del gobernador don Pedro Niela. Desde mediados del siglo xviii la población de la parte española de la isla se fue criollizando de manera casi imperceptible. En general, la criollización de la población de la antigua Española significó que la sociedad insular fue adquiriendo99 una fisonomía propia. Además, si negros, mulatos y pardos libres, pobres o dueños de unos pesos de «terrenos de poca monta», resolvieron con sus machetes y lanzas muchas situaciones difíciles para España y se llamaban a sí mismos españoles fue tanto por españolismo como por las costumbres a las que estuvieron sujetos durante siglos. Esto formó un estilo de vida distinto al de los verdaderos peninsulares. Refiriéndose a un «Capitán Español y Europeo» del año 1762, Peguero dijo: «estos son opuestos a los Indianos» (1975, 249). Pero no hay una relación directa entre este hecho paulatino (la criollización) y la conciencia de un vínculo simbólico y afectivo de pertenencia insular, que no era una cosa objetivable sino un discurso sobre sí mismo intervenido por los vínculos sociales y nadie fue conscientemente criollo, mucho menos un líder o intelectual criollo, hasta tanto no se completó este proceso. En el romance de patriotismo criollo A los valientes dominicanos, que hacia 1763 escribió Luis Joseph Peguero en su hato banilejo de San Francisco, este describió a su manera las gestas de los «moradores locales» leales al soberano español y a «la Española isla» contra las «naciones infernales». También, el otro romance anónimo de 1830, Las invasiones haitianas (aquí 99 En su memorial de 1681, Fernández de Navarrete registró como población de españoles (o «de confesión») a los vecinos blancos de las ciudades y pueblos. «Los demás» (esta era su categorización) eran esclavos, pardos y mulatos libres (1957, 10-16). 96 Roberto Marte se decía que los «valientes» eran «españoles»), y la célebre quintilla del padre Vásquez, párroco de la iglesia de Santiago, recogieron la transición hacia un nacionalismo criollo aún vinculado a España (de acuerdo con la trinidad: «en defensa de la Religión, del Augusto Soberano y de la Patria») y que estaba ya latente en una especie de intelectualidad local «subida de rusticidad». Citando el diario de M. Buttet, del primer decenio del siglo xviii, Charlevoix refiere que los criollos españoles eran completamente ignorantes y que apenas conocían el nombre España. Este criollismo español-dominicano por la tierra de nacimiento se expresó a menudo en situaciones calamitosas, pero no reflexivamente sino en irrupciones emocionales como la del jovenzuelo Ayala, que huyendo con su familia del cautiverio haitiano a principios del siglo xix comentó que «los deseos nos devoraban por la madre patria» (1956, 145). Inclusive resulta llamativo cuán permeable era la conciencia de pertenencia nacional tras casi veinte años de establecida la República Dominicana, pues según se constata en uno de los romances campesinos compuesto por Henríquez y Carvajal con arreglo a las tradiciones populares, todavía perduraba en algunas personas del entorno rural cierto sentimiento de lealtad al pasado tradicional hispánico (1937, 8). El fragmento dice: ei pueblo dominicano otra ve será español -De sueite y manera sea, asigún colijo yó, que un jijo prójimo vueive al hogar dei genitor, su magetá Carlos Cuarto cuya vida guaide Dios. Obviamente la historia del nacionalismo dominicano no fue un tema de la exclusiva competencia de las élites política El pasado como historia. La nación dominicana... 97 y letrada,100 pues fue la población rural pobre la sustancia de las fuerzas dominicanas en las guerras independentistas, liberando un flujo formidable de energías sociales, y de ella se nutrió la nueva república con jefes regionales, jefes comunales, fuerzas cívicas rurales y capitanes de partido llamados desdeñosamente por la historiografía de entonces «caciquillos montaraces y macheteros», los cuales instintivamente negociaron con habitual bravura las condiciones del poder sobre el que había de establecerse el Estado. Las clases letradas dominicanas sintieron cierto desagrado al tratar el tema. Fueron raras las opiniones como esta: «Esos campesinos a quienes se califica de “estúpidos”, a quienes se tacha de haraganes, fueron los que realizaron la independencia; ellos fueron los que restauraron la República» (Castillo, 1898). Pero esto solo se fue incubando gradualmente cuando el individuo del común, tras un proceso de formación secular, comenzó a percibir los intereses del Estado, que ahora se identificaba con la nación, como sus intereses propios.101 El sentimiento de afiliación nacional entre las clases rurales fue adquiriendo perfiles más concretos en la política cotidiana. Y en el extraordinario proceso de politización nacional que se iba desarrollando ya desde los primeros meses después de la independencia, es fácil descubrir el peso social de las figuras caciquiles y de los caudillos regionales ante quienes quedó subordinada no solo la lealtad de las masas y sus maneras de vida, sino la lentísima evolución constitucional y política frente a la cual se sintió con frecuencia enajenado el primer historiador nacional, José Gabriel García.102 Sobre el papel de las élites en los orígenes del nacionalismo, véase de Brass (1991). 101 Facilitó esta evolución, sobre todo a partir de la Segunda República, lo que ha señalado Oviedo: «La inexistencia de fronteras entre lo público y lo privado» (1985, 34). 102 En una carta el padre Meriño le dijo a José Gabriel García: «adoleces de un gran defecto para ser hombre político: el de la impaciencia» (Rodríguez Demorizi, 1983, 193). Y en comentario sobre la obrita de J. G. 100 98 Roberto Marte Como las expectativas de tener la democracia y el progreso social se vieron defraudadas en la República Dominicana del ochocientos, hasta la clase política más radicalmente liberal y los intelectuales del país se vieron, de hecho, en la necesidad de negociar esos anhelos con las posibilidades que brindaba la comunidad premoderna.103 Se puede advertir que en la historiografía dominicana esa amalgama de clases subalternas y jefes locales rurales ha impedido hasta ahora elaborar un criterio para deslindar estos últimos de las primeras. Al despuntar el siglo xx, la sociedad letrada no desaprovechó ocasión para criticar desfavorablemente a los jefes rurales.104 Cestero estigmatizó en un retrato excesivamente literario su figura: «Viste guerrera de rayadillo ó de fuerte azul, cerrada hasta el cuello por botones dorados con las armas nacionales estampadas, sombrero de panamá de amplias alas, zapatos de becerro y terciado del hombro derecho a la axila izquierda con bandas de hilos de colores o ceñido a la cintura, el clásico machete de cabo, curvo como el alfanje, empuñadura de cuerno, con incrustaciones de plata, nácar y vidrio […] En realidad, señor de horca y cuchillo, representa al Gobierno que le apoya y en cambio mantiene el orden en la Sección, recluta quintos para el servicio militar, y provee de electores las urnas en los días comiciales» (Cestero, 1911, 144-45).105 García, Memorias para la historia de Quisqueya ó sea de la antigua parte española de Santo Domingo, Santo Domingo, 1876, Pedro Francisco Bonó, le comentó al historiador en carta del 30 de mayo de 1880 que su estilo «ha alcanzado igual altura, es grave y severo, y cuando baja es solo arrastrado por nuestras tristezas domésticas, a cuya vista, el patriotismo no puede menos de tomar la forma doliente que nuestras desgracias, hasta en extraños tales como Irving, no han podido menos de engendrar». 103 Sobre el tema de la recepción de la identidad social en la identidad nacional, véase el estudio de Hester y Housley (2002). 104 Sobre la actitud de la élite urbana respecto a los «componentes culturales efectivos del pueblo», véase de Cassá (s.f., 113). 105 En su novela (1856), Bonó hizo un retrato parecido del vestuario de algunos sabaneros (2003, 55). El pasado como historia. La nación dominicana... 99 Sin embargo, esta descripción de Cestero no cuadraba muy bien con las simplezas del estilo de vida de los caciques rurales en las condiciones primitivas del campo. Por ejemplo, cincuenta años antes un crítico del general Pedro Santana le reprochó a este que «antes de venir a regir a su grey dominicana no sabía siquiera calzarse»106. Léase también el retrato del general Fico en los Cuentos Puertoplateños, de López (Rodríguez Demorizi, 1963, 63-4). Es difícil poder enumerar los nombres de esos señores menores de horca y cuchillo locales a lo largo de la segunda mitad del siglo xix: Sambito Cordero, en Castañuelas; Ángel Félix, en Barahona; Juan José Florimond, en Matanzas; Basilio Gavilán, en Cotuí; Antón Guzmán, en Guaza; Bartolo Mejías, en San José de las Matas; Tito Santos, en Jima; Juan Nouesit, en Blanco; Agustín Peña Masagó, en Joba; Ramón Tavarito, en Las Aguas, etc. Eran tratantes de andullo y de ganado, campesinos y pequeños terratenientes y algunos hasta hacendados. También de oficios menestrales, zapateros, carpinteros, tipos crudos, buenos jinetes y valientes con el machete que defendían sin piedad su prestigio local y su señorío en la comarca donde vivían. En virtud de sus combinaciones en la nueva situación política, los cacique rurales objetivaron rápidamente las formas discursivas del nacionalismo107 respecto a sus creencias premodernas preexistentes que aún conservaban arraigo y que definían su identidad social instintiva, confiriéndoles al nacionalismo aprehendido del medio público —en un proceso de anclaje representacional— la categorización de sus códigos propios y un significado, digamos, «autóctono» (altamente idiosincrático) que lo hacía ya algo «suyo». 106 107 Boletín Oficial, 4.2.1858. Con frecuencia la ideología nacionalista formuló esto valiéndose de un eufemismo literario: «un puñado de valientes se hizo intérprete de los deseos de todo el pueblo dominicano». 100 Roberto Marte Aunque hablar del anclaje de representaciones sociales en otras representaciones previas es un asunto delicado (Sotirakopoulou, 1991), sospecho que hasta bien entrado el siglo xix no fue el nacionalismo cívico divulgado por los «pueblitas», sino la representación campesina del nacionalismo anclada en el sentimiento de pertenencia comunal que organizó la conducta y estableció de un modo muy específico las metas de las clases rurales subalternas en la vida del Estado-Nación dominicano. Por lo cual conviene preguntarse: lo esencialmente dominicano ¿era esto arraigado en la base social del país o era el nacionalismo intelectual trinitario, que era un nacionalismo sistemático y de vanguardia? ¿Hasta qué punto, por consiguiente, fue plausible José Gabriel García cuando se refirió a «la semilla revolucionaria que con hábil mano supo Duarte regar entre todas las capas sociales de la familia dominicana»? ¿Entre todas las capas sociales de la familia dominicana? Carecemos de información sobre si la ideología del nacionalismo fue una creencia periférica al patriotismo natural de la masa del pueblo, pues entre los campesinos primaba la tendencia a conducirse de acuerdo con su identidad comunal y con las normas del endogrupo. Tampoco sabemos si la participación activa de, por ejemplo, el general Llillito Montero o de Seño Nando Jesús en la guerra contra la anexión a España o la acción simbólica del campesino Alejandro Bueno de quitar y hacer pedazos la bandera española que fue enarbolada en la plaza de Sabaneta, o la de San Batista Gómez que puso en su lugar la bandera dominicana, se podría equiparar con el nacionalismo místico de la población civil urbana representada en aquellos como el padre González Regalado en Puerto Plata, las hermanas Villa en La Vega, o Anselmo Ramírez, cuyo ideario nacionalista dio a conocer en el tedeum que siguió a la proclama de la república en la común de Moca. Porque es poco probable que el nacionalismo de los anteriores fuera el mismo de los civiles que se adhirieron al El pasado como historia. La nación dominicana... 101 pronunciamiento del 27 de febrero e inclusive algunos de los comandantes militares regionales, como el del higüeyano Ignacio de Peña, abrazados desde los primeros momentos a la causa separatista y a la protesta contra la anexión a España. De claro nacionalismo urbano fue la acción del pintor y carpintero, de padre capitaleño, Isaías Arredondo, el 27 de agosto de 1863, quien arriesgó su vida para darle un disparo en medio de la calle al coronel de ingenieros español, Salvador Arizón, cuando este entraba en la ciudad con su contingente militar para recuperar la plaza de Puerto Plata. Y también los casos, por ejemplo, de Matías Moreno y Bernabé Sandoval, de los campos detrás de La Victoria, quienes dieron su apoyo a la idea de la independencia desde sus primeros momentos y posiblemente estuvieron en contacto con los trinitarios; además eran personas acomodadas para las condiciones de vida rurales, de instrucción mediana y que viajaban a la capital con frecuencia por asuntos de negocio. Uno se percata entonces de que la actuación patriótica no era una mera adhesión racional a la idea de la nación o sencillamente la intervención del «espíritu del pueblo» en pro de su independencia (que los historiadores denominaron «sentimiento republicano»), sino una reacción, muchas veces ambigua, cuyo arraigo en los diferentes estratos sociales dependió de cómo fue percibido el pasado y, desde luego, de la distribución de los recursos demográficos, económicos y culturales. Veamos este caso extraído de la sumaria de un proceso judicial sobre los sucesos acaecidos en Neiba el 9 de febrero de 1863 (Herrera, 1962, 109-210), casi dos años después que Santo Domingo fue anexado a España. En la noche de esa fecha Cayetano Velázquez, Manuel Chiquito y Nicolás de Mesa anduvieron por los distintos parajes del término reclutando campesinos para promover un tumulto contra las autoridades del pueblo de Neiba. 102 Roberto Marte Uno de los declarantes informó que Velázquez, Chiquito y Mesa se presentaron con un grupito en el bohío de José Ramón Escaño donde se efectuaba un velorio con mucha concurrencia. Velázquez ordenó «con muy malos modales y alborotando mucho» «que le acompañase porque la plaza le necesitaba». Otro dijo que «vio a Cayetano Velázquez que echaba fuera de la casa a empujones los hombres que estaban reunidos en dicho velorio incitándoles al mismo tiempo a que se le agregasen pues que iban a quitar el yugo que tenían encima» (aludiría a la anexión española), afirmación esta que fue ratificada por varios declarantes. Uno de los lugareños declaró que «obedeció sin resistencia incorporándose al pelotón de gente», y otro atestiguó que Mesa dijo que «el que se resistiera a este llamamiento lo mataban». En la madrugada Velázquez, Chiquito y Mesa se presentaron en el pueblo con una partida de unos cuarenta hombres, apresaron al comandante y a otras autoridades, se apoderaron de las armas y municiones y dispararon tres tiros de un cañón de artillería que había en la plaza para que, como era costumbre en señal de alarma y ante la cual nadie permanecía indiferente porque «era su deber presentarse» (esta normativa endogrupal es para el caso muy significativa), los habitantes de las secciones de Cambronal, del Egido, de Cerro del Medio y de Guatapanal afluyeran a ponerse a las órdenes de los citantes. A la llegada de tanta gente al pueblo se les dio el alto preguntando «¿quién vive?», a lo que contestaron «dominicanos libres». A la pregunta sobre cuál era la finalidad del movimiento revolucionario o qué fue lo que proclamaron, uno dijo que «sus compañeros dieron algunos vivas, no sabe a quién», pero que infirió que «el objeto de la revelión sería el de alzarse contra el Gobierno de S. M. la Reyna Da. Isabel Segunda y hacerse independientes». Algunos respondieron que Cayetano Velázquez dijo que «serían haitianos» y Nicolás de Mesa que «contaban con el apoyo de los Haitianos», agregando que «ellos no querían ser haitianos». Otro preguntó que «dónde estaban El pasado como historia. La nación dominicana... 103 reunidos los haitianos» y un siguiente declaró que esa idea dividió «los ánimos de los sublevados». También se señaló que en el tumulto se vio a Manuel Chiquito «coger la bandera Española para hacerla pedazos». Empero la mayoría de los alzados entró en el pueblo echando vivas a la República Dominicana y al general Santana.108 Simplificando, del asunto se podría decir que, evidentemente, se trató de un motín nacionalista. Sin duda, lo acaecido en Neiba en la noche del 9 de febrero de 1863 fue una protesta de la gente rural del territorio que hasta hacia poco había sido la República Dominicana, contra la anexión española. Parece que los campesinos adheridos a la empresa, lo hicieron con cierta reserva y sin un designio claro (vivas al general Santana, si iban a ser haitianos, etc.), pero no estando la rebelión dirigida personalmente contra las autoridades locales de Neiba, que eran personas conocidas en el lugar, y dado que allí no había soldados españoles, se trató entonces de un movimiento armado instintivo de patriotismo local (sustentado en vínculos primordiales con el entorno donde se ha nacido),109 pero con un propósito político de mayores alcances, v.g. que acogía el discurso de la nación («iban a quitar el yugo que tenían encima», «dominicanos libres», «coger la bandera Parece incomprensible que para impulsar la revuelta contra los españoles estos hombres se escudaran en el nombre del general Santana, justamente el autor de la anexión de Santo Domingo a España. Tal era el peso todavía de la autoridad del general Santana que un año y medio antes había corrido la voz, como lo transmitió el cónsul británico Hood a la Foreign Office, de que la superioridad de la nueva colonia parecía tener razones para temer una revolución encabezada por el propio general Santana (Marte, 2012, 106). La autoridad del general Santana se quiso acreditar siempre ante los dominicanos basándose en un paternalismo que el mismo Santana invocó ya desde los primeros años de la República. Véase su discurso a los habitantes de la provincia de La Vega, del 11 de julio de 1846, en el cual dijo: «disfrutar del tierno espectáculo que me ofrecéis en vuestro pueblo, contemplándome como un padre en medio de sus hijos». Y más adelante: «El pobre y el rico, el grande y el pequeño serán atendidos con igualdad, porque todos tienen un derecho igual a mi benevolencia y protección» (Rodríguez Demorizi, 1944, 101). 109 Sobre la relación primordial entre la comunidad premoderna y su entorno físico, véase el estudio de Smith y Williams (1983). 108 104 Roberto Marte Española para hacerla pedazos», etc.) o por lo menos de lo que esos campesinos consideraban que era la nación, lo cual demuestra que, debido a su ambigüedad, ese discurso era suficientemente maleable como para acomodarse al ambiguo universo ideológico del precapitalismo rural dominicano de entonces. Por eso algunos de los problemas políticos de la sociedad mayor calaban o podían servir de estímulo en el grupo campesino de pertenencia local cuando había de recurrirse a la acción (obsérvese que se dieron vivas no a un jefe local sino al general Santana, el jefe de la anexión española y primer caudillo nacional de los hombres en armas del país en su primera etapa). Ahora bien, no hay que perder de vista que, como aparece en la sumaria, el tumulto no afectó en el mismo grado a todos los miembros del grupo. En realidad, el mismo se inició por el efecto movilizador de una minoría activa, Velázquez, Chiquito y Mesa, cuyo crédito personal local y su uso de la autoridad hicieron que no se limitara a una protesta espontánea local; se dice que al principio algunos dieron vivas sin saber a quién, pero el simbolismo de la acción de Chiquito impresionó a los campesinos: cogió la bandera española para hacerla pedazos. Este patriotismo de la periferia (los términos rurales de Neiba) no era simplemente la ideología nacionalista clásica de una fracción de la élite política anclada en el patriotismo rudimentario de los campesinos. Es decir, ese patriotismo campesino rudimentario no era una fase balbuciente del nacionalismo de los «pueblitas». En el patriotismo campesino hubo una fuerte interacción entre las relaciones locales de superior a inferior (patrimonialismo) y el entorno comunal donde se establecían los verdaderos vínculos emocionales y de pertenencia, es decir, la llamada «identidad del lugar». Muchos ejemplos como el anterior podrían documentar este fenómeno social en la historia política dominicana El pasado como historia. La nación dominicana... 105 de la segunda mitad del siglo xix. Por ejemplo, el asalto de Olegario Tenares y 150 partidarios a San Francisco de Macorís en marzo de 1861 para enarbolar de nuevo el pabellón dominicano. La ausencia de Tenares luego de la acometida revolucionaria y la resistencia ofrecida por los contrarios con unos pocos hombres bajo la jefatura del general Juan Ariza, condujeron a la desmoralización y defección de los campesinos insurrectos y al abandono del proyecto armado antianexionista. En el contexto de una sociedad en extremo machista y jerarquizada, la pérdida de la soberanía política de la tierra propia entrañaba la metáfora de la pérdida del control de sí mismo. Esos jefezuelos naturales de los campesinos actuaban como «interfases» de control político entre los sectores más bajos de la sociedad rural tradicional y el nacionalismo echado a volar en esos días desde las ciudades y pueblos principales. De este modo el nacionalismo se incorporó a la dinámica social del campesinado con una función operativa de mucha fuerza ante las situaciones totalmente nuevas que surgieron a partir de la guerra contra los haitianos. Este dirigismo del personaje fuerte local se manifestó con mucha frecuencia en la guerra. Por ejemplo, la acción de Lorenzo Deogracia Martí, secundado por cuatro cabos furrieles, cuando con mucha vehemencia impulsó a avanzar a su batallón durante la acción de Estrelleta del 17 de septiembre de 1845. La actuación de esos jefes locales con frecuencia ejerció una influencia mayor en la vida rural que la ejercida por las instituciones del Estado, ya que a través de sus actos simbólicos de autoridad podían transmutar las condiciones en que se apoyaba la identidad de lugar en hechos políticos de dimensiones mayores.110 110 Fennema dice: «Los “caciques” locales y las ciudades independientes eran las principales instituciones políticas» (2000, 217). 106 Roberto Marte El vínculo afectivo de una gran parte de la población rural dominicana del siglo xix con su entorno social y geográfico fue muy fuerte.111 Por eso el individuo solo se identificaba dentro de la región con su grupo de referencia. El valor político de la pertenencia del campesinado a la nación como un fin en sí mismo no era tan evidente como en general se piensa, aunque hubiera un consenso general de que la nación existía. Veamos este caso que podríamos calificar de modélico en el análisis de la identidad nacional, poco después de establecida la república, por tratarse de una comunidad cercana a la zona limítrofe con el país haitiano: en los primeros días de marzo de 1844 se encontraba en San Juan una caballería de 70 hombres armados, salidos de Azua para proclamar la independencia dominicana en ese pueblo y en Las Matas, yendo como jefe Lorenzo Santamaría. Por falta de medios las tropas no pudieron continuar a Las Matas y además el general haitiano Brouat iba por el lado de Neiba fuertemente pertrechado. Los sanjuaneros esperaban, como se había dicho, que pronto llegarían refuerzos dominicanos desde Azua. En breve cundió la noticia de que el socorro esperado no llegaría, pues en Azua y Baní no había suficientes hombres armados. El rumor se propaló y el recelo de la gente del lugar se convirtió de súbito en un agresivo tumulto contra las tropas dominicanas recién llegadas, de modo que estas debieron abandonar el pueblo en retirada. A pocos pasos de la salida del contingente dominicano se oyó que los sanjuaneros victoreaban al presidente haitiano Rivière Hérard.112 Para la gente de San Juan la afiliación regional no se convertía aún en identidad nacional o la identidad nacional que la identidad del lugar podía adoptar era muy frágil, dado que la gente dependía mucho de sus ataduras locales. Para los 111 112 El ejemplo deíctico es: «aquí formé mi hogar y aquí nacieron mis hijos». En una carta a Abraham Coen del 17 de marzo de 1844, el general Santana expresó su preocupación por que «los habitantes de San Juan, Las Matas, e Hincha se mantienen en inacción y sin pronunciarse, reunidos» (Rodríguez Demorizi, 1957, 396). El pasado como historia. La nación dominicana... 107 sanjuaneros la nación era en aquellos momentos un discurso llegado desde fuera a través de los contactos con las autoridades azuanas, a través de la guerra. En 1855, empero, diez años después, los cuerpos de San Juan y Las Matas hicieron prodigios de valor contra los haitianos defendiendo el suelo dominicano. La dominicanidad como nacionalismo era un elemento abstracto que no formaba parte de la interacción cotidiana del mundo rural, pero sí del pensamiento social urbano. En el campesinado y en el mundo de los hatos la dominicanidad no se entendía como la entienden los historiadores. Era una figura del discurso de las tradiciones orales y no se sustentada en valores políticos ni en una teleología. Para comprender cómo tras los cambios políticos de la segunda mitad del ochocientos la nación y la dominicanidad, en cuanto figuras emocionales y de pertenencia, se convirtieron en figuras familiares del mundo rural de entonces, habría que aislar los elementos implícitos (el núcleo representacional) de su proto-mismidad. El concepto proto-self —como lo denomina Damasio— se refiere al núcleo protolingüístico primario de la identidad donde operan las emociones. Las que Ferrán llama «figuras de lo dominicano» son en realidad contenidos relacionados con informaciones y actitudes, según la teoría de Serge Moscovici, no contenidos estructurantes de la representación campesina de lo dominicano (1985).113 De acuerdo con el material testimonial y bibliográfico que he analizado, las categorías más importantes que parecen haber fungido como sustratos estables del circuito afectivo-representacional campesino en la parte española de la isla de Santo Domingo a mediados del siglo xix fueron: 1.°- la autoridad (hombre grande); 2.°- una potencia («dio, nuejtro señoi y la vinge»); 113 Véase Krause (1998). 108 Roberto Marte 3.°- respeto y valor personal; y 4.°- el habla dominicana, acompañadas de sus contrarios en dualidades opuestas. Nótese que las categorías citadas no son categorías de carácter racial, sino tópicos culturales relacionados con el sistema de autoridad, cuya función principal era marcadamente designativa, no interpretativa. Por eso no eran tópicos a ser revisados o discutidos como hubieran querido los críticos urbanos de estos «anacronismos». En función de esas categorías se forjaron las estrategias discursivas de la identidad social en el medio campesino decimonónico. Estos escasos elementos seleccionados de algunos ejemplos de la oralidad rural de cuya continuidad durante más de una centuria hay bastantes indicios, ostentaban la función discursiva de fomentar el sentimiento de preservación endogrupal a partir del mero hecho de vivir en una localidad rural determinada. Los lazos con la sociedad mayor parece que más bien dependieron de contingencias históricas, particularmente cuando los sujetos rurales tomaron parte como actores en acciones de guerra contra adversarios de afuera, movilizados por el patrimonialismo local y, en parte, gracias al discurso nacionalista (por ejemplo, la cultura histórica) divulgado desde los centros urbanos. Eugenio J. Senior, un coetáneo de los hechos a que a seguidas me refiero, dijo que «la Restauración fue hija de los humildes, de los oscuros soldados anónimos» (1963, 14). Más adelante explicó que luego de la anexión española de Santo Domingo la gente del país (presumo que aludía también a la gente del campo) «anhelaba que volviera rápidamente la nacionalidad perdida». Pero si es así, ¿no se opone esto a lo que vengo diciendo? El problema es que en la apreciación de Senior hay un cierto desorden cronológico. Cabe suponer que él alude a un sentimiento en la población del país contra los dominadores españoles durante la guerra Restauradora, no al sentimiento inespecífico El pasado como historia. La nación dominicana... 109 y latente de la población rural pobre a mediados de 1861, pues el testimoniante relató que cuando en el balcón de la gobernación puertoplateña la bandera dominicana fue arriada para ser izada la española, uno de los concurrentes en la multitud reunida abandonó el lugar gritando «¡viva la República Dominicana!», «aquel grito escapado del fondo del corazón del patriota no repercutió, por cierto, como era de esperarse que repercutiera en los oídos y en las almas de aquellos varones, ya en vísperas de perder la nacionalidad» (Senior, 1963, 86). En el transcurso de los meses que siguieron a «esa muestra de indiferencia, de civismo (sic) y de ningún valor», o dicho de otro modo, en los meses siguientes a esa actitud de indefinición respecto a la anexión, la autoimagen positiva del endogrupo nativo se resintió porque «no era posible estar conforme con los procedimientos ya brutales de los españoles» (Senior, 1963, 17-18).114 La actitud de la población rural nativa respecto a los soldados españoles fue cambiando gradualmente desde marzo de 1861, sobre todo a medida que la insolencia y los abusos de estos se fueron haciendo cosa de todos los días. Cuatro meses después de iniciada la anexión parece que se había generalizado 114 Dieciséis años después la opinión pública reconoció esto en las siguientes palabras: «¡Cuántas exacciones irritantes! ¡Cuántos insultos a la dignidad republicana! ¡Qué de tiránicas exigencias! Todo aquello fue amontonando odios». El Eco de la Opinión, 19 de agosto, 1878. En la Manifestación de independencia de 1844 se expuso lo siguiente (quizás por obra de la facción liberal en los primeros momentos de la acción de febrero): «Ningún Dominicano le recibió entonces (al presidente Boyer), sin dar muestras del deseo de simpatizar con sus nuevos conciudadanos», y que la parte Este de la isla se consideró «como incorporada voluntariamente a la República Haitiana», pero que «al entrar a la ciudad de Santo Domingo entraron (los haitianos) con él de tropel los desórdenes y los vicios, una larga serie de injusticias, violaciones y vejámenes». También, la Asamblea Popular de febrero de 1844 empleó similares términos: «las vejaciones y la mala administración del Gobierno Haitiano nos han puesto en la firme e indestructible resolución de ser libres e independientes». El punto de vista de Pérez Cabral es este: «Los dos brotes autonomistas de 1844 y 1863 se debieron más a la decepción ante el mal gobierno de haitianos y españoles que a la existencia de una verdadera conciencia nacional» (Pérez Cabral, 1976, 29). 110 Roberto Marte en el país un apático estado de ofuscación o de disgusto. El cónsul británico Hood comunicó a la Foreign Office, el 23 de julio de 1861, que «no noto ninguna cordialidad entre dominicanos y españoles, ni siquiera ningún intercambio social entre ellos» (Marte, 2012, 95). La reacción de muchos lugareños dominicanos fue de incertidumbre cuando se proclamó la anexión a España. Benito Monción reveló en sus memorias de oficial restaurador que solo se preparó para «hacerles la guerra a los españoles» después de sentirse «mal avenido con su dominación» (2002, 15). Tras las arbitrariedades y humillaciones de los soldados y burócratas extranjeros115 («lo blanco») hacia las clases populares nativas del país, estas sintieron su identidad social amenazada. Gradualmente los dominicanos comenzaron a sentirse mal ante la presencia de los españoles, y a notar más sus diferencias con ellos (por eso comenzaron a utilizar el término «cacharro» para referirse a los españoles). Comenzaron a advertir las diferencias del color de su piel y su pobreza. Es decir, fue surgiendo en ellos una conciencia negativa de sí mismos, una conciencia de su subordinación, aun cuando los españoles eran gentes de un país parecido al suyo (el general Monción dijo «del mismo idioma, costumbre y religión»). Pero para que de este sentimiento de rechazo sustentado en una identidad del lugar o comunal prendiera la rebelión popular contra la dominación española se necesitaba la acción del personaje regional autoritario, como muchos de los que habían militado en las guerras de independencia, y así trocara 115 No han de pasarse por alto muchas leyes y ordenanzas impopulares e injustas de las autoridades españolas como las relativas al matrimonio, a la manera de recoger bagajes y a la redención del papel moneda de la anterior república. Véase las notas manuscritas sueltas con el título Causas de la actual insurrección, en el leg. 3525/128 de Ultramar, Santo Domingo, del Archivo Histórico Nacional, Madrid. Archambault considera que «Si el gobierno de Su Majestad doña Isabel Segunda hubiera tenido tacto en señalarle otros rumbos a su política, quizás el país, harto de la tiranía de Santana, habría terminado por congraciarse con España» (1973, 22). El pasado como historia. La nación dominicana... 111 el resentimiento de los dominicanos en sentimiento de pertenencia política y de autoautribución positiva del nosotros como sucedió más adelante en el curso de la insurrección contra España. Tal fue el caso de Juan Lafí cuando, a una voz con otros jefes locales de La Línea, llamó a la rebelión a sus hombres de Los Ranchos, Saballo, Mosorí, Pedro García y Lengua de Vaca la noche del 27 de agosto de 1863. A instancia del jefe regional Cayetano Rodríguez se incorporó Pablo Mamá en las huestes insurgentes contra la anexión de España, como el mismo lo contó: «El Compadre (Cayetano Rodríguez) me venía a buscá pa alevantá una revolución contra los blanco españole que taban en Neiba… Yo no había pensao en eso; pero como Cayetano era un hombre tan limpio, me comprometí» (Prestol Castillo, 1986, 82). Senior, que era un hombre de la ciudad, deja ver que solo fue cuando supo de la existencia de un cantón de dominicanos rebeldes en Sabana Grande cuando expresó: «¡Me voy… me voy! Ya sentía palpitar en mi alma el fuego santo de la causa dominicana» (1963, 49). Estas ocurrencias predispusieron casi bruscamente al pueblo rústico a actualizar su forma de verse a sí mismo y a ver las circunstancias desde un punto de vista de mayor inclusividad, lo cual lo empujaría a la acción, como canturreaba la copla al son de un tiple: a laj aima manigüero/ cantemo a la libeitá/que semo dominicano/dei paitío nasioná. Dada la necesaria correlación entre el nacionalismo y ciertas condiciones de desarrollo social, según es sabido en la República Dominicana las masas rurales pobres no tomaron parte activa en los debates sobre la definición de la idea nacional116 116 Esta materia merece aún un estudio profundo. Tutino parece secundar la generalización que hace Mallon de la realidad política de México y Perú a la historia de Latinoamérica otorgando un protagonismo político a las masas rurales de otros países que aún no ha sido demostrado. Véase la recensión de Tutino al libro de Mallon (1997, 531-562). 112 Roberto Marte con propuestas de «nacionalismos populares» o «alternativos», según las expresiones de Mallon (1995), porque tampoco de los jefezuelos locales pudo salir un discurso contrahegemónico, ni siquiera para exigir tierra (que no era un asunto en la agenda de necesidades del peonaje ni de los campesinos pobres por ser la dominicana una sociedad más o menos de recursos abiertos,117 sobre todo desde que el gobierno de Boyer confiscó las heredades eclesiásticas y de los terratenientes emigrados) o para defenderse de la usura de los comerciantes refaccionarios como se vio en 1857 cuando los comerciantes cibaeños se rebelaron contra el gobierno de Buenaventura Báez. Tras la guerra Restauradora y en un nuevo momento de difusión el nacionalismo alcanzó amplios sectores de las masas campesinas aunque no desapareció el fuerte patrimonialismo ejercido por los jefes locales. Este desarrollo adquirió gran importancia durante los seis años de Báez, en los cuales muchos hombres del montón como Pío Conguita y Bibián Mamaya lucharon contra el proyecto de Báez de anexar Santo Domingo a los Estados Unidos, soportando hambre y medio desnudos en los campos de Bánica. Enfocado desde este punto de vista, Max Henríquez Ureña sostuvo que «con el fracaso de esta última tentativa» de anexión en 1871 terminó lo que su hermano Pedro llamó «el proceso de intelección de la idea nacional». Alcides García Lluberes dató el fin de este proceso, que él llamó «efectiva idea nacional de independencia», en 1884. Por otra parte, Ciriaco Landolfi opinó que fue a partir del año 1907 que comenzó a gestarse la «coherencia nacional». Aunque no necesariamente falsas, estas no son más que generalizaciones empíricas que podrían conducir a engaños. 117 Esto lo refrenda José Ramón López en 1921: «Fuera de la Capital… pocas son las personas que viven en casa o predio alquilados. Raro es quien no sea propietario de un pedazo de tierra y cuatro paredes enjalbegadas. Peones obreros accidentales. Una parte del año trabajan en lo suyo, y otra alquílanse como brazos» (López, 1991, 35). Véase un análisis de este asunto en Marte (1989, 133-144) y también en Domínguez (1984, 29-30). Sumario H asta los primeros años del siglo xix el sentimiento de pertenencia a la «gran patria española» de muchos habitantes de la parte hispanoparlante de la isla Española era aún un sentimiento activo,118 más acentuado y evidente en la villa de Santo Domingo y entre los vecinos habientes y letrados de los pueblos del interior que en las clases bajas rurales, aunque en la historia intelectual dominicana nunca hubo propiamente un nacionalismo hispánico integrista o monárquico. Pese a que algunos de los fundadores de La Trinitaria fueron discípulos del padre Gaspar Hernández, el monarquismo de este no impulsó una corriente historiográfica opuesta a la república soberana. En la República Dominicana no ha habido una escuela histórica tradicionalista o monárquica (ni siquiera de parte de aquellos historiadores tildados de hispanistas y santanistas) como por ejemplo ocurrió en España o en 118 Una «representación de los vecinos de Santo Domingo» del año 1800 manifestó: «Las reflexiones y angustias rodean y atormentan lastimosamente los cándidos, tranquilos y fieles corazones de este numeroso y vasto vecindario, y en tan racionales consideraciones consultando a los derechos naturales, a los de gentes y positivos civiles, y a la conservación de su felicidad y de sus personas, sin desviarse un punto de la lealtad y verdadera sumisión al Rey» (Rodríguez Demorizi, 1955, 26). Pero esto no entraña necesariamente que las masas rurales se hubieran adherido al «espacio discursivo de la unidad espiritual de ser español», según la expresión de Meindert Fennema. 113 114 Roberto Marte México con el integrismo católico de una parte importante de su historiografía. Véanse también los casos de José Gil Fortoul y Laureano Vallenilla Lanz en Venezuela. Tampoco ha habido una historia que propendiera a un credo antiliberal tomando como punto de referencia el régimen esclavista y el Estado monárquico o que justificara la necesidad de la dictadura como ideal permanente. Algunos intelectuales españoles del regeneracionismo, como Rafael Altamira, favorecieron la dictadura «en épocas de degeneración y de crisis». Tampoco hubo esto en Santo Domingo entre quienes se entregaron a la afición de la historia. El sentimiento de pertenencia a España hecho público a principios del siglo xix ha de ser filtrado por la situación de sobresalto que inspiraba en una parte de la masa rural, en la población capitalina y en muchos hacendados una potencial invasión haitiana tras el traspaso de la parte española de la isla a Francia, dado los efectos a que pueden dar lugar los traumatismos sociales en los vínculos de pertenencia. Hacia mediados del ochocientos la reducida élite política de los grupos liberales urbanos debió de haber intuido que la passive Volksheit rural dominicana, que era la abrumadora base protonacional campesina del país dispersa en su territorio agreste, no podía bastar para que la protonacionalidad se convirtiera en nación119 y menos aún para levantar un Estado cuya tarea cultural y administrativa hubiera podido movilizarla contando con su lealtad cívica. La crisis cultural que la ardua forja de la identidad nacional suscitó en Santo Domingo de la segunda mitad del siglo xix fue una de las fuentes desestabilizadoras principales de los conflictos de orden institucional y de la erosión del sistema político dominicano. 119 Juan José Llovet llamó esta mutación «metempsicosis del pueblo en nación». En la revista ilustrada Alma Dominicana, Santo Domingo, septiembre, 1934. El pasado como historia. La nación dominicana... 115 Aquí estaríamos ante el proceso de desplazamiento de la identidad social premoderna de las zonas rurales a la formación de comunidades políticas nacionalmente isomórficas,120 el cual desde mediados del siglo xix fue adelantando muy desigualmente. En los sectores más pobres, más analfabetos y más relegados de la sociedad y en las zonas rurales más apartadas de las sedes del poder político nacional (digamos, de las ciudades de Santo Domingo y Santiago), donde la autoridad del Estado y la comunicación pública eran más fragmentarias, la homogeneización cultural y política tuvo obviamente sus niveles más bajos.121 Ante ese estado imperante y en ausencia de otros medios para poder activar la idea de la nación en la gente del campo, la élite nacional de la ciudad de Santo Domingo y de otros pueblos mayores hubo de valerse de los símbolos de la comunidad premoderna, compensando la menor entidad de los valores del nacionalismo cívico en las zonas rurales con un discurso de significaciones y lealtades de doble carácter, con frecuencia contradictorio y violentamente celoso del entorno geográfico y de la comunidad de nacimiento, pero también con componentes del nacionalismo (la bandera, la soberanía del pueblo, las acciones heroicas). Ahora bien, para legitimar la nación tarde o temprano había que estandarizar cultural y políticamente la población dominicana del ámbito rural y para ello era un requisito previo difundir en todo el territorio de la república como mínimo las líneas maestras del pasado histórico nacional. Esta fue la misión de la historiografía pragmático-moral decimonónica, cuyo mejor cultor fue José Gabriel García.122 El isomorfismo de la nación era comunicacional y geográfico, de la población en un territorio. Podemos decir que era un fenómeno de superficie, pues la nación se basaba en la exclusión y desigualdad sociales de una parte del conglomerado nacional respecto a los sectores menos pobres y arcaicos. 121 Ya entrado el siglo xx, Moscoso Puello decía, sin duda inflando el asunto, que «no tenemos ciudadanos. Las dos terceras partes de la población está constituida por campesinos completamente ignorantes, cuya mentalidad no ha avanzado gran cosa desde la conquista» (2000, 53). 122 En ese sentido es que la enseñanza y divulgación de la historia nacional se ha considerado un deber ético. 120 Bibliografía Abreu Licairac, Rafael. Consideraciones acerca de nuestra independencia y sus prohombres (1894). Santo Domingo: Imprenta La Cuna de América, 1973. Academia Dominicana de la Historia (ADH). Controversia histórica. Santo Domingo, 1968. Alfonseca, José Dolores. ¿Qué es el patriotismo? Santo Domingo: Ediciones Librería La Trinitaria (1916), 1998. Alix, Juan Antonio. Décimas inéditas. Santo Domingo, 2006. Anderson, Benedict. Imagined Communities: Reflections on the Origin and Spread of Nationalism. London: Verso Editions and NLB, 1983. Andújar Persinal, Carlos. «La Agüita de Olivorio Mateo en Maguana Arriba». El Siglo, 13 de octubre de 2001. Santo Domingo. Andrade, Manuel José. 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Capítulo 2 José Gabriel García: la primera historiografía dominicana como drama La construcción del drama histórico E l pesimismo intelectual dominicano floreció con posterioridad a las dos primeras generaciones literarias de quienes fraguaron la independencia, cuando la fase formativa del Estado nacional pareció haber terminado. El pesimismo era una actitud moral en la búsqueda de las raíces del nosotros que no aportó verdades sustantivas sobre la sociedad. Solo se presentó como una actitud «en contra» en el debate público. Los intelectuales pesimistas apelaron a la historia, la cual había concebido el pasado insular como un drama,1 como una narración inestable de proezas y hechos notables derivados en tragedia, en una moraleja de la incertidumbre y del fracaso.2 1 2 Refiriéndose al Compendio de la historia de Santo Domingo, de José Gabriel García, San Miguel apuntó que este narró «el período de la conquista como un drama» (1997, 38). Al margen de esto, cabe destacar que la cultura filosófica universal ha presentado con frecuencia la adversidad o el infortunio revistiendo un papel fundamental en la historia, hasta el punto de que es difícil encontrar algún autor que no muestre preocupación por esta idea. Hegel, por ejemplo, expresó lo siguiente: «Die Weltgeschichte ist nicht der Boden 131 132 Roberto Marte Esto último es lo que a partir de ahora llamaré «interpretación dramática del pasado dominicano». Desde la última década del siglo xix tuvo lugar en la prensa y en la opinión de los círculos letrados dominicanos una revisión del optimismo patriótico de los años fundacionales de la república. En esa atmósfera cultural de la época se comenzó a evaluar las experiencias históricas de «este desgraciado pueblo del 44 a la fecha» (Castillo, 2009, 42), cuyo desenlace describía el fracaso de los deseos, de las posibilidades surgidas después de la fundación de la república. La élite letrada del país fundamentó esa actitud pesimista en las contrariedades y desgracias del país contadas por la historia, en la cual parecía retrasarse hasta el infinito la epifanía del progreso. En la segunda mitad del siglo xix la historiografía dominicana como historia política había comenzado a despuntar como una praxis que poco tenía en común con las especulaciones de los retóricos dieciochescos como Luis Joseph Peguero, en su Historia de la conquista de la isla Española, y las del prontuario histórico-geográfico de Antonio Sánchez Valverde, Idea del valor de la isla Española, sino con el saber que aportaba el estudio de los documentos y las tradiciones orales. Repárese, además, en que la primera historiografía dominicana estuvo muy restringida por las condiciones del entorno social. Las escasas personas interesadas en la historia hacían alardes de sus conocimientos sobre el pasado, pero ni la paleografía ni la diplomática eran conocidas, apenas había repertorios de manuscritos antiguos o coleccionistas des Glücks. Die Perioden des Glücks sind leere Blätter in ihr; denn sie sind die Perioden der Zusammenstimmung, des fehlenden Gegensatzes» (1961, 71). Asimismo, Ernest Renan, en su célebre conferencia de marzo de 1882, opinó que el sufrimiento, más que la dicha, sirve para unificar el pueblo. También son muy conocidas las teorías de la decadencia occidental de Nietzsche, Spengler, Toynbee y Sartre, para citar solo algunos nombres. El pasado como historia. La nación dominicana... 133 de restos culturales que hubieran favorecido la formación del interés público en la historia de la nación o en la bibliofilia. Lo único que había desde 1867 era la biblioteca pública de la sociedad cultural La Republicana en el seminario conciliar, la cual se deshizo en 1871 y con sus fondos escasamente dotados se fundó la biblioteca de la sociedad cultural La Juventud, disuelta a su vez en 1880. Los libros fueron transferidos a la sociedad Amigos del País. Después de la independencia del 44 y especialmente tras el período de la Anexión, cuando el país pareció abandonado a su suerte, casi nadie pensaba que el bisoño Estado dominicano precisara de una historia de la nación que contribuyera a legitimar un proceso inacabado de consolidación institucional e ideológica. Desde esa perspectiva cabe decir que el apelativo de historiador nacional con que se tildó a José Gabriel García años más tarde no podía ser más apropiado. Cuando en 1867 fue publicado el primer volumen de su Compendio de la historia de Santo Domingo habían transcurrido escasamente 23 años de la primera emancipación nacional y dos de la segunda. El nuevo contexto político surgido tras la afirmación de la república soberana favoreció sin duda la reflexión en torno a los ancestros. Esta circunstancia auspició la polémica histórica y como el pasado nacional estaba lleno de puntos oscuros nació la pasión por la noticia erudita y el documento, debido a que el historiador no quería dejar resquicios a la duda. José Gabriel García se ciñó a esas formas canónicas del relato histórico decimonónico. Es cierto que sus descripciones exhaustivas y eruditas de lo que se consideraba como el verdadero desarrollo de los hechos fastidiaba al lector, no obstante, el Compendio de la historia de Santo Domingo le dio fama a García y gozó de amplia circulación pública en la medida de lo posible en su época. Quizás la anterior circunstancia explique el comedimiento literario del principal trabajo histórico de García. En la primera 134 Roberto Marte edición del Compendio los recursos narrativos fueron tan parcos como los de un periodista. En la tercera edición de esta obra el autor trató de subsanar la pesadez discursiva (que le había valido la crítica pública), sirviéndose de un realismo menos iterativo que confería al relato cierta autenticidad escénica sin la irritación causada por las citas de los documentos, como en los pasajes siguientes: «viniendo a aumentar las novedades del día, el suicidio de un hijo del cónsul español Segovia, la caída de un niño dentro de un pozo, y un conato de parricida» o «y al mismo tiempo Félix Báez, que falleció el 8 del indicado mes del tétano que le produjo una herida que le dieron en la cara» y, también, «el capitán Matías Acosta, que estaba emboscado con su gente en El Palmar, con un fuego de fusilería tan nutrido, que tuvieron que reembarcarse las primeras con el agua a la rodilla y las ultimas a nado». Empleando expresiones copulativas entre los períodos oracionales que enfatizan con un lenguaje extensional pero escueto el tiempo cotidiano, como por ejemplo, «apenas comenzaban a calmarse los ánimos de la agitación producida por el atentado de los haitianos en Trujin», o introduciendo epimerismos, pues focalizado su collage en una suma tan compleja de hechos difícilmente correlacionables en una totalidad con un sentido, sobre la base de estos productores de coherencia el historiador conducía al lector de un tópico a otro, pasando de los que consideraba sucesos principales a los llamados hechos secundarios: «Antes de entrar a referir estos nuevos trastornos, bueno es hacer constar que mientras sucedían los que ya conoce el lector» o «Cuando los dominicanos estaban luchando por repeler la invasión de las huestes haitianas con que el emperador Soulouque soñó someterlos a fines de 1855, hubo de fondear en la ría del Ozama». Las citas podrían multiplicarse y todas en el mismo sentido. Su expresión era básicamente descriptiva, la parataxis volvía su discurso más plausible y directo, pero por momentos El pasado como historia. La nación dominicana... 135 visualizaba los sucesos del relato con unas imágenes de sugestividad sinestésica.3 Por ejemplo: «pero por fortuna no hicieron otro daño sino el de convertir la fiesta en un fuerte tiroteo que duró hasta caída del sol», «y disparaba un cañonazo, con cuyo motivo resultó que como el mar estaba agitado, y todos se llenaron de confusión, no tardó en zozobrar la embarcación, ahogándose dos de los que iban en ella». Hay que tener en cuenta que muchas de estas expresiones de García no provenían de las fuentes documentales, sino de transmisiones orales directas, cuya validez y fiabilidad solo podían ser confirmadas por los testigos de los hechos narrados. Sin embargo, el historiador no se detuvo ante esta cuestión porque esos párrafos no tenían una función de índole constatativa y, por lo tanto, no venía al caso preguntarse si eran dignos de fe. La función de esas líneas descriptivas de pasajes cotidianos del pueblo bajo (la parodia) era simple y llanamente ayudar a escenificar y a construir el orden de una historia accidentada y precaria. Con todo, la documentación histórica dominicana comenzó lentamente a crecer y con ella la depuración de las leyendas y tradiciones antiguas y el cuestionamiento de temas históricos importantes. José Gabriel García fue el primer dominicano que asumió con tal tesón y rigurosidad metódica la compilación exhaustiva, el escrutinio y el ordenamiento cronológico de los hechos históricos dominicanos. García dividió la historia dominicana en nueve épocas y cuarenta períodos. Esta clasificación en serie de los hechos históricos sigue siendo empleada por nuestros historiadores contemporáneos. Sin embargo, hablar de la rectificación de las leyendas y tradiciones antiguas podría conducir a un equívoco, dado el carácter tradicionalista y devoto4 del discurso histórico 3 4 La reconstrucción de este tipo de escenas vívidas se asemeja a lo que en el plano de la memoria ha sido denominado en la terapia psiquiátrica discursiva «evocación holográfica». Religión y patriotismo eran inseparables. 136 Roberto Marte decimonono. En realidad, muchas de tales leyendas eran el fundamento de esa visión histórica en la cual no era rara la intervención de fuerzas cósmicas y del destino. Tomemos como ejemplo la tradición recogida por los cronistas españoles de los siglos xvi y xvii fundada en el testimonio de fray Juan Infante, quien narró la aparición de la Virgen de las Mercedes («una señora vestida de blanco con un niño en los brazos»)5 en la cruz levantada en el valle de La Vega en la noche del 15 de marzo de 1495 después de los continuos ataques de treinta mil indios, bajo las órdenes de Caonabo y Manicoatex, contra un puñado de españoles dirigidos por Cristóbal Colón y su hermano Bartolomé. Cuenta García, acogiéndose a la tradición del milagro, que los indios «quedaron tan aterrorizados, que desistiendo del propósito de seguir siendo hostiles a los invasores, se retiraron a sus hogares resignados» (1982, 34-5). No es correcto que ridiculicemos ahora el relato de esa escena de hostilidades entre aborígenes y españoles, llamada por los historiadores «Batalla del Valle de la Vega Real», porque para el pensamiento histórico de antaño ese hecho no fue un episodio histórico del montón, sino un acontecimiento de gran significación y valor metonímico que anunciaba el comienzo dramático de la conquista española del Nuevo Mundo y el advenimiento de una nueva época. Amparada en la supuesta historicidad del acontecimiento mercedario, al transcurrir el tiempo la élite política de la colonia vio en él también un instrumento catequético en beneficio de la propagación de la hispanidad y de la fe católica en este pueblo criollo en ciernes. Asimismo, la aparición de la virgen a favor de los conquistadores y de los misioneros prefiguraba una tragedia de largo alcance que costó muchas lágrimas a la sociedad colonial 5 Ciento cincuenta y cinco años después del acontecimiento mercedario, el canónigo Alcocer describió la aparición así: «Los indios vieron a Nuestra Señora la Santísima Virgen María sentada en un braço de la santa Cruz que parecía que deuiaua el fuego y defendía que no la quemasen por lo qual indignados los indios…» (1942, 45-46). El pasado como historia. La nación dominicana... 137 y luego a la nación dominicana incipiente: la creencia en la maternidad espiritual española de los dominicanos, la cual fue la base más fuerte en la forja de su identidad como pueblo. Habían transcurrido unos cien años del renombrado episodio, cuando fray Gabriel Téllez dijo que Nuestra Señora de las Mercedes era la «Universal Matrona de toda aquella isla». En el siglo xix esto cobró más relevancia en la representación romántica de la historia. A los lectores del presente quizás pueda parecerles absurdo admitir como verídica esa leyenda de la virgen y tiendan por ello a desdeñarla, pero aún al cierre del siglo xix dicho «recuerdo venerable» era una fuente de inspiración popular que avalaba los orígenes hispánicos donde descansaba la nación-cultura de los dominicanos. En general, los historiadores nacionales se dejaron llevar por la supuesta historicidad de leyendas de «situaciones profundas y trágicas», como esta de la aparición mercedaria, que tanto complacían al público como si se trataran de testimonios vivos desenterrados de nuestro pasado.6 A esta inclinación no escaparon ni siquiera los historiadores eruditos practicantes de la llamada «crítica histórica» que abordaron el tema, como Apolinar Tejera y Ramón Lugo Lovatón (Tejera, 1945, 101-119; Lovatón, 1953, 44-52; Cocchia, 1880). El carácter regresivo de la historia Aunque José Gabriel García no fue propiamente un historiador pesimista, en su búsqueda del ideal nacional, la intelectualidad dominicana que comenzó a madurar con el nuevo siglo xx, hizo suya la interpretación romántica del pasado 6 Si nos atenemos a esta leyenda al pie de la letra como lo hicieron nuestros historiadores, extraña que la Congregación Vaticana para las Causas de los Santos no hubiera iniciado ya hace tiempo el proceso de canonización de Cristóbal Colón. 138 Roberto Marte insular como tragedia que popularizó el historiador nacional. La construcción dramática de la historia vista como narración regresiva (Gergen, 1998, 178-180) cuenta los fracasos acarreados por circunstancias seculares adversas que frustraron la república culta y soberana. García retrata en sus escritos su propia decepción ante una nación aún menor de edad «cautiva en los grillos del personalismo», pero que no parecería de antemano condenada al fracaso. El desengaño no es solamente un sustantivo mencionado una y otra vez en el Compendio de la historia de Santo Domingo, sino un metasigno del talante emocional del texto histórico reproducido en los adjetivos triste y sombrío a los que recurrió el historiador repetidamente. No contento con el sistema político ineficaz y corrompido de su tiempo, el historiador prohijó la historia magistra como un púlpito de educación cívica cuyo punto de culminación había de ser el régimen liberal y el mito patrio.7 Pero en José Gabriel García, como en otros de sus coetáneos, no prosperó el llamado pesimismo de las generaciones intelectuales del siguiente siglo.8 Con razón el historiador presentó la independencia nacional con letras de oro como obra del duartismo,9 7 8 9 En los escritos de José Gabriel García la narración de los hechos históricos formó parte de un género moralista, enemigo de todo psicologismo y de otros intereses intelectuales. Véase, por ejemplo, Rasgos biográficos de dominicanos célebres, Santo Domingo, 1875; «La idea separatista», en El Mensajero, 27 de febrero de 1883; o en «Por el decoro nacional», en El Teléfono, 12 de junio de 1892. La opinión de San Miguel difiere solo en algunos detalles de lo expuesto en este trabajo. San Miguel lo expresó así: «las “revoluciones”, las “montoneras” y las luchas caudillistas, producto de las luchas por el poder y de la existencia de unas masas rurales de propensión levantisca; la injerencia extranjera, sentida de forma cada vez más intensa a raíz de la expansión norteamericana hacia el Caribe en las últimas décadas del siglo xix; y la eventual ocupación de la República Dominicana por los Estados Unidos (1916-1924), remarcaron el “pesimismo dominicano”» (1997, 46). Esta concepción moral de la historia fue uno de los patrimonios que José Gabriel García dejó en herencia a sus hijos. Leonidas García Lluberes designa a Juan Pablo Duarte como el «genial inventor del patriotismo dominicano». El pasado como historia. La nación dominicana... 139 cuyo ideario adoptó como caballo de batalla, aunque para la generación de treinta años después del grito de febrero Duarte «era un personaje casi desconocido», como dolido comentó Félix María del Monte. Esto fue lo que luego García llamó «su tesis», en la cual quedaba abierto un resquicio al progreso. Véase el caso de Meriño. Aunque en su Manual de geografía nacional hay apenas espacio para la narración del drama histórico, igual que García, su autor culpó a «las banderías políticas provocadas desde los principios de la Separación» de haber mantenido «la República en continuas luchas civiles durante 17 años». Aunque no por eso Meriño fue arrastrado por la corriente del pesimismo. Él escribió que la República Dominicana «camina á la consecución de un venturoso porvenir, habiendo no sólo adelantado ya en punto á comercio, agricultura é industria, sino que también ha hecho progresos materiales é intelectuales que la colocan á la altura de la moderna civilización» (1984, 182-3). La idea de García plasmada en su historia y tomada del pensamiento liberal de su época era que el «destino supremo de la república» era la «regeneración pública» y la lucha contra el «estamento reaccionario», que eran las fuentes del «personalismo», la «tiranía», la «ambición» y la «audacia», flagelos todos, como se ve, políticos y morales. Por ejemplo, sobre el fracaso de la primera independencia dominicana en 1821 comentó el amigo cercano de García y culto patriota Mariano Cestero que «no fue el país, sí que el elemento conservador la causa averiguada, el fautor del daño» (2009, 141). No debemos olvidar que cuando García se inició en el estudio de la historia el país vivía todavía ante la posibilidad de una nueva guerra con los haitianos y ante el peligro de la anexión a una potencia extranjera, peligro este último que se consumó pocos años después con la incorporación de Santo Domingo al imperio colonial español. 140 Roberto Marte La primera historiografía dominicana halló en estas amenazas el expediente para reafirmarse en su cruzada nacional. La praxis historiográfica decimonona simplemente había incorporado a la propia disciplina lo que podría llamarse la «ideología nacional» que le sirvió al historiador García como recurso de legitimación para clasificar y valorar las ocurrencias del pasado, y también de topoi literario a caballo entre las funciones apelativa (o normativa) y catéctica de su discurso histórico. García dijo: «con la conciencia de que defendemos una causa que es santa». El sentimiento patriótico fue el alimento principal de la labor historiográfica de García. Pero la vida en sociedad constituía un revoltijo de pasiones, un mundo a la deriva donde el historiador aplicó sus conocimientos con los comentarios más hirientes.10 De esto se sigue que en el atributo trágico, García pareció abrigar la manera más adecuada para componer su representación del pasado y a lo cual se podría imputar que la noción de progreso, aunque no ausente, no desempeñe en su historia un papel importante. Vistas en perspectiva, las acciones históricas de los dominicanos caracterizadas por el éxito son raras, salvo las libradas contra el «vecino malo», los invasores haitianos. Y aquellas que terminaron con el triunfo, aunque fuera pasajero, o en una transacción con el agresor o el villano, generalmente se convierten a la postre en el inicio de nuevos infortunios. Esto es así inclusive en aquellas partes del Compendio que narran lo que al parecer serían historias de vencedores, como aquella11 en la que el historiador cuenta sobre el «furor de los patriotas» dominicanos que conquistaron el triunfo frente a sus enemigos los franceses tras el movimiento de la Reconquista iniciado, entre otros, por el «intrépido caudillo» Juan Sánchez Ramírez en julio de 1808. 10 11 El «eterno caos del ser» llamó Carlyle a la intrincada ilación multicausal y consecutiva de los hechos históricos singulares (Tennyson, 1969, 60). Para abreviar dejo de lado los aspectos preliminares del relato, pasando directamente a la fase de recrudecimiento del conflicto. El pasado como historia. La nación dominicana... 141 Ciertamente, la estética romántica garciana encomió «los sentimientos patrióticos» y la «victoria espléndida» del caudillo cotuisano, «cuya actividad era extraordinaria», apenas iniciado el movimiento de agitación contra la ocupación francesa (García dice que «las ideas de Don Juan Sánchez estaban triunfantes en toda la parte española»), pero no se dejó envolver por la dinámica heroica del tema,12 pues, aunque evitando una crítica directa, hay en el relato un distanciamiento moral del historiador respecto al pasado representado. Este desembrague temporal del historiador respecto a los hechos narrados se perfila antes de comenzar la narración de los acontecimientos que en 1809 habían de conducir a Santo Domingo de vuelta al seno colonial español, cuyas ideas, señala, habían sido «explotadas hábilmente por algunos hombres adictos al pasado régimen» y apoyadas por «un gran número de patriotas» quienes «creían de buena fe que no había bienestar posible sino bajo la bandera española». Adviértase que hay un cierto silencio en la crítica de García. Él no reprobó la Reconquista, es decir, la guerra contra los franceses, ni negó el valor excepcional de sus personajes cuando los acontecimientos alcanzaron su clímax, ya salvados los escollos, pero un segundo nivel de interpretación destaca la desgracia del yerro histórico: «Quedó inaugurada oficialmente una época de grandes esperanzas y de ilusiones risueñas que el más cruel de los desengaños no tardó en desvanecer». Al finalizar el relato, en esa esfera paratópica de la ambigüedad va adquiriendo forma el carácter regresivo de la historia y su talante moral y pragmático. El fallo histórico de García, que enunció como siempre con mucho énfasis, fue el siguiente: «Lástima que los sacrificios hechos en aquel tiempo para consumar la ingrata obra de restaurar un régimen añejo, que si bien contaba con simpatías generales, podía 12 En la época del historiador García el tema de la Reconquista era de fácil aceptación pública, dado el hispanismo de los lectores urbanos. 142 Roberto Marte considerarse como contrario a los intereses bien entendidos del pueblo soberano, no hubieran ido dirigidos a la consecución de la independencia absoluta de la colonia». Como se ve, García no censuró la vuelta de Santo Domingo al seno colonial español, pero no hizo de este acontecimiento el verdadero objeto del deseo de la narración patriótica. Por eso, el desenlace de esta historia (de la Reconquista y el comienzo de la España Boba) aparece como un desenlace artificial. La narración de otros acaecimientos notables a primera vista caracterizados por el éxito también zozobra en el infortunio: hacia finales del año 1653 el capitán general de la colonia española organizó una expedición con una «flota de cinco naves y muchas canoas» al mando del general Gabriel de Rojas Valle y Figueroa para desalojar militarmente a «los intrusos» franceses de la isla Tortuga. «Pundonoroso y valiente, cumplió el jefe de la expedición con bizarría su riesgoso encargo» sorprendiendo a «los filibusteros en sitios que creían inexpugnables», quienes al fin «resolvieron capitular perdiéndolo todo, hasta los negros que se habían robado en sus correrías por las costas del norte de la Española». La situación feliz impelida por los acontecimientos activospositivos deriva, en el siguiente punto de giro narrativo,13 en una circunstancia difícil: «Pero fue tanta la desgracia, que apenas tuvo tiempo la colonia de recoger el fruto de su victoria contra los filibusteros intrusos, porque la declaratoria de guerra a España, que de orden del dictador Oliverio Cromwell se publicó en Londres el día 28 de noviembre de 1654, vino a ser precursora de sucesos fatales que habían de costar lágrimas amargas a los habitantes del nuevo mundo».14 13 14 Sobre la técnica del turning point o plot point narrativo, véase Habinger (2002; Fields, 1992). Moya expresó que «poco aprovechó esta victoria a los españoles, porque en resumidas cuentas casi todos los franceses desalojados de la Tortuga se trasladaron a las costas occidentales de la isla de Santo Domingo» (1976, 215). El pasado como historia. La nación dominicana... 143 Otras épocas más cercanas al presente aparecen igualmente empañadas por la desgracia, como la de Núñez de Cáceres y la primera independencia, que se trocó «por fatalidad» «en noche de esclavitud y de ignominia». Y más tarde, la fase heroica de la independencia del 44, con la realización indiscutible de la fundación de la república soberana, sufrió «con el martirio de Duarte» «un idéntico fracaso en desmedro del espíritu cívico de las generaciones dominicanas». La especificidad, sin embargo, de este carácter regresivo recurrente en casi todos los textos históricos dominicanos a partir de José Gabriel García,15 radica en su peculiar estructura dramática: comienza como una trama ascendente, en la cual un personaje se propone vencer una situación odiosa o calamitosa realizando una tarea heroica o va surgiendo una circunstancia prometedora o un escenario conflictivo que invita a un arreglo. Aquí se ha llegado a la fase motivante del arco narrativo. Pero estos acontecimientos se disocian paulatinamente de sus motivos originales, haciendo que lo que la historia construye aparezca como anómalo: la trama ascendente toma la pendiente de signo contrario dejando intuir que la historia se orienta al infortunio o al fracaso (lo cual explica su componente épico que hace fluir la acción heroica a la tragedia). Como la estructura narrativa tiene siempre un final abierto, la historia reinicia el ciclo dramático en la fase siguiente (punto de giro narrativo). Esta fue la tesis de la evolución regresiva del pasado insular que treinta años después de la independencia nacional se impuso en el pensamiento histórico dominicano.16 Como se ve, 15 16 La «dramática vida dominicana» fue llamada por Federico Henríquez y Carvajal. Esa actitud trágica respecto a nuestro pasado no fue un invento de José Gabriel García. Ya había sido asumida en la cultura histórica de la élite política del siglo xix. Cassá lo explica así: «Se había instaurado un fuerte sentido de frustración existencial, expresado en la imagen de tragedia sempiterna, mientras se desenvolvían los procesos de gestación del colectivo nacional, por ello, entre otros factores, radicalmente trunco» (1993, 16). El tema de la decadencia despertó la atención de los intelectuales en la España del novecientos (Juliá, 1998). 144 Roberto Marte se trata de una visión holística de la historia: la historia como una totalidad que marcha al fracaso o a la incapacidad para detenerlo. Han venido en auxilio de este estudio los criterios clasificatorios de la tipología narrativa de Gergen (1998) y en cierto modo el análisis narrativo JAKOB de Boothe (2002),17 como se verá a seguidas. El principio que rige la teoría JAKOB es que en el desarrollo del relato, desde el comienzo hasta el final, hay un horizonte de expectativas que se puede desplazar entre una situación óptima y una catastrófica. En esa mutación entre dos picos positivo-negativo se pueden establecer 10 códigos, como más adelante veremos. No solo el contenido del relato está regido por dicho principio, pues también el narrador debe estar de alguna manera implicado emocional o ideológicamente en el mismo. De ese principio narrativo resulta no solo el potencial dramático de la trama con las vicisitudes de sus personajes, sino que también se expresan las expectativas de satisfacción y de desagravio, el temor ante el fracaso o el desengaño del autor del relato. Acorde con lo anterior, la estructura dramática de la historiografía dominicana durante más de cincuenta años ha sido constructiva-activa-negativa según el orden siguiente: una situación positiva o la tarea del héroe empujan el desarrollo de la trama; pasa a una fase muy activa orientada al desenlace narrativo (la trama transcurre estable hacia el fin perseguido); la situación positiva o la intervención del héroe se truncan y sobreviene una circunstancia 17 La teoría dramático-narrativa de la Dra. Brigitte Boothe ha sido expuesta por Gasser (2001). Aclaro que no he hecho uso de las partes que tratan sobre el análisis semántico de la teoría JAKOB, debido a que no me propuse codificar los textos históricos estudiados. La aplicación de estas técnicas de análisis a la historiografía tradicional, la cual podría avanzar hasta niveles muy complejos, no ha sido suficientemente explorada, pues hasta ahora solo hay reunidas muy pocas experiencias individuales, por lo cual no sabemos con absoluta certeza hasta qué punto puede ser efectiva. El pasado como historia. La nación dominicana... 145 difícil; a fuerza de ello la situación o la actuación del héroe deriva en fracaso. En esta fase asoma en la actitud de los actantes desmoralización y apatía y, a veces, también la conducta desordenada, cuando un sujeto anónimo irrumpe en el relato (por ejemplo: la aparición violenta en la política de jefezuelos de las clases bajas del pueblo). A resultas, se puede establecer los siguientes 10 códigos correspondientes a esta estructura dramática constructiva-activa-negativa: expectativa, convicción, optimismo, ofensiva<>embarazo, engaño, deserción, peligro, trance, revés, tragedia. La circunstancia de que en la historiografía dominicana desde sus comienzos el enfrentamiento entre el (sujeto) bueno y el villano no es seguido por la victoria del primero y que el encargo de la tarea que da paso a la lucha y a la prueba de la acción del héroe queda irrealizado, constituye su dimensión axiológica más importante, haciendo que la historia se proyecte regresivamente en una suerte de esquema abierto o cíclico. Como salta a la vista, en el estudio del texto de García a seguidas analizado, la sintaxis narrativa proppiana me ha servido para establecer las relaciones lógicas de los elementos en el universo del relato, adecuándola a la forma típica del discurso histórico (Propp, 1998).18 Tomemos el capítulo de la séptima parte del Compendio de la historia de Santo Domingo, de José Gabriel García, que trata de los episodios políticos que se produjeron en las provincias del 18 Entendiendo que el campo de aplicación de la semiótica proppiana y su profundización greimasiana no se reducen exclusivamente al de los cuentos maravillosos y que podrían constituir un ámbito de análisis muy fructífero de la estructura elemental del relato histórico tradicional. Esto constituye un espacio abierto a la investigación, tomando en cuenta que el análisis narratológico y la interpretación hermenéutica se complementan mutuamente. Siguiendo el punto de vista greimasiano en el presente análisis he partido de que el orden del relato no es necesariamente sintagmático como aparece en la obra de Propp. 146 Roberto Marte valle central de la isla y del posterior asedio militar a la ciudad capital siendo presidente de la república Buenaventura Báez. Este tema es conocido tradicionalmente en el ámbito historiográfico dominicano como movimiento del 7 julio del 1857. En este, como en otros capítulos del Compendio de García, el drama de acción de la historia es presentado como tragedia. En los primeros párrafos de este texto la narración aparece muy ralentizada, con unos comentarios críticos de García sobre la situación financiera de la fase de auge de la coyuntura económica que ocurrió en los años 1856 y 1857 la cual ocasionó el súbito incremento de las exportaciones de tabaco. El historiador García puso un gran empeño en demostrar que las providencias monetarias dispuestas en 1857 por el presidente Buenaventura Báez no fueron equivocadas, sino también socialmente beligerantes y políticamente deshonestas. En realidad, García instrumentalizó la circunstancia monetaria para abordar los problemas del espacio escénico, que eran problemas políticos. A modo de argumentación, en el comienzo del capítulo el historiador apeló a dos juicios que representaban la ideología de los opuestos a Báez, que era a su vez la ideología del propio narrador implicado en su objeto: (a) que «un gobierno menos apasionado, o más previsivo en materias económicas» debió haber aprovechado la ocasión para recoger el papel moneda en circulación, pero que en vez de esto hizo todo lo contrario; y (b) que el mandatario actuó de este modo «con el deseo» de adueñarse de las utilidades que rendían las especulaciones del comercio cibaeño, al «que suponía hostil», con «las plazas del sud» para «proporcionárselas a los amigos de la situación». Estos dos juicios tienen carácter anticipatorio, pues muestran, con anterioridad al desarrollo del tema, cómo ha de conducirse la historia y quién es el antagonista principal y factor responsable de los enfrentamientos: la figura de Báez que ya se presenta como un sujeto antipático a los lectores. El pasado como historia. La nación dominicana... 147 Observemos que en los primeros párrafos García dice que «cuando el presidente Báez ingresó al poder en 1856… no había mucha abundancia de papel moneda, el oro acuñado bajó de tal manera, en vísperas de la cosecha de tabaco, que las transacciones llegaron a celebrarse a cincuenta por uno». Sin embargo, más adelante apunta que «como no era verdad que faltara numerario para las transacciones, pues como queda demostrado, éste había venido de fuera traído por el aliciente de la cosecha, y el oro y la plata alternaban ya en el Cibao con el papel moneda que quedaba en circulación». El desacuerdo (inconsistencia lógica) entre estas dos citas es obvio y por tratarse de argumentos descriptivos o constatativos uno de los dos ha de ser falso. Sin embargo, García no se extendió en la circunstancia desencadenante del problema más de dos escasas páginas, en comparación con las once que dedicó a los acontecimientos siguientes. En ningún momento García aceptó o tomó en consideración que fruto de su escasez, el valor del dinero se elevó y, dado que la comercialización del numerario había aumentado mucho, el presidente Báez dispuso la emisión de seis millones de pesos en papel. García se refiere a la política de expansión del medio circulante, que en mayo de 1857 fue autorizada la emisión de cuatro millones de pesos, aunque el gobierno lanzó al mercado dieciocho millones de pesos cuando la crisis económica internacional estalló súbitamente en julio de ese año. Que los precios del tabaco se fueron a pique y los comerciantes, después de haber comprado tabaco «a la flor» y vendido mercancías importadas a los campesinos a cambio de papeletas, de pronto se vieron con grandes sumas de papel devaluado. En su breve disertación García pasó por alto un punto fundamental: la convulsión de las transacciones comerciales a que dio lugar la crisis en los mercados internacionales durante el verano de 1857. Esta argumentación tradicional en realidad obedecía a un esquema holístico de uso pragmático porque lo que estaba en 148 Roberto Marte tela de juicio no eran tanto las circunstancias económicas de 1857, ni siquiera como condiciones de los acontecimientos políticos de corto plazo que habían de ser narrados, sino las relaciones entre buenos y malos y el «estado de derecho» y el «nuevo orden político» que aparecían como signos de los cuales dependían las propiedades retóricas del texto. La argumentación garciana establece un nexo lógico normal entre la política monetaria del presidente Báez y «el despotismo» que condujo a los sucesos políticos y militares desencadenados consiguientemente. O dicho de otro modo: (1) que Báez carecía de saber en materia económica para tomar medidas monetarias correctas, es decir, se trataría de la carencia de una competencia cognitiva. Pero la sola carencia de dicho saber no iba a convertir a Báez en un malvado que despertara la lucha abierta descrita en el relato. Ahora bien, mediante la función de otra carencia, (2) la de una motivación deóntica: la de deber hacer lo correcto, tenemos que lo primero (1) se une indisolublemente a lo segundo (2): que el mandatario actuó de este modo con el deseo de adueñarse de las utilidades que rendían las especulaciones del comercio cibaeño. En resumen: la crisis fue el resultado de la carencia de una competencia modal de Báez porque él era el malvado (Homo improbus). Si en lugar de Báez hubiera sido otro el personaje (digamos, el general José María Cabral), este no hubiera constituido el antagonista aun cuando las mentiras del contrario hubieran desencadenado el mismo daño. Si el lector de la historia de García fue en su tiempo un lector atento o informado podría haber pensado que aquí se había omitido algo. Pero o el asunto elidido era para él demasiado complicado y por eso prefería pasarlo por alto o por razones patrióticas y morales el proceder de Báez como antagonista político (los acontecimientos solo adquieren significatividad en relación con los actores; y los actores en relación con el drama) era lo más importante para ser recordado (aposiopesis). Y porque además del examen del proceso económico El pasado como historia. La nación dominicana... 149 no podía sacar en claro por qué había ocurrido el movimiento armado de los julistas contra Báez. Es que los lectores de la historia necesitaban un criterio narrativo que le confiriera un significado a los hechos y destacara su valencia emocional en concordancia con su credo patriótico. Este es el posicionamiento del relato. La situación inicial del relato necesita del posicionamiento, el cual funciona como código moral o elemento evaluativo para orientar al lector y establecer las expectativas en el desarrollo narrativo. A medida que la narración avanza, claramente a partir del avance del enfrentamiento, el posicionamiento irá cambiando en relación con el personaje y la situación a los cuales está orientado. Esto da lugar a una homología entre dos enunciados: (A) el presidente Báez y (B) el abuso de poder desde el nacimiento de la República.19 Esta homología (A)=(B) estableció las condiciones para historiar el hecho conocido como movimiento de julio del 57, es decir, equivale al nivel de la mimesis 1 ricoeuriana. Esta imagen de Báez no fue, sin embargo, concebida por García, existía ya en la cultura política de los estamentos liberales de la década del sesenta en los cuales el historiador comenzó a destacarse como uno de sus individuos prominentes. Por eso se puede decir que el posicionamiento del relato no es personal o privado, sino basado en un convencionalismo moral y político de clase.20 Por eso el historiador García no dejó 19 20 La presencia del antagonista, del enemigo, es imprescindible para que la narración gane un significado (Hamon, 1984, 11). La autoridad que la sociedad dominicana ha concedido al discurso garciano ha hecho que su interpretación sobre esta parte del pasado nacional haya sobrevivido irrefutada, con tres escasas excepciones hasta el presente. Véanse las críticas contrarias al juicio de García (Nolasco, 1994; Marte, 1989, 285-291; Bosch, 1986, 84-86; y 256-275). Nolasco dice que «los negociantes acaparadores no se resignaban a que les mermaran parte de los cuantiosos beneficios que sin restricción estaban acostumbrados a percibir». Y que «la resolución del Gobierno sería hoy calificada de moderno socialismo; pero entonces, con retorcidas razones fue interpretada y difundida como ostensible forma de robo» (p. 275). Este es el tipo de posicionamiento llamado de primer orden, es decir, no de un individuo privado, sino de un conjunto de personas en un entorno social. Además, el posicionamiento de García respecto a Báez no estuvo 150 Roberto Marte ni el más pequeño resquicio para que fuera el lector quien evaluara al personaje según su lectura de los hechos descritos. Báez constituyó, junto a Santana, el paradigma del personaje «reaccionario» aciago de la historia política dominicana decimonona, y sus acciones se sitúan siempre en la esfera del malvado.21 Conviene también apuntar que el personaje Báez constituyó narrativamente un carácter arquetípico y, por tanto, muy útil para hacer convergir las acciones en un punto central del relato. A diferencia del general Santana que «libró al país de la absorción haitiana» y que gradualmente fue asumiendo el papel del agresor, en la historiografía garciana Buenaventura Báez representó desde la fundación de la República las funciones del malvado o del auxiliar del malvado, pues no trabajaba «sino en pro del triunfo de las ideas antinacionales que forman su credo político». En la representación histórica el origen mismo del personaje lo convierte en una figura negativa. García, por ejemplo, dice sobre él lo siguiente: «Nació Báez de un ayuntamiento inmoral, y engendrado por un padre que debió su procreación al crimen, ha sido consecuente con su cuna, demostrando en el curso de su vida pública y privada que no podía concebir sino inmoralidades. Está escrito que nadie puede hacer limpio lo que ha sido formado de inmundo cimiento» (1969). En los estudios narratológicos esta es la llamada caracterización en bloque. 21 determinado por la actuación de este en el desarrollo de la narración, no es un posicionamiento performativo como ya se vio en la comparación del proceder de Báez con el hipotético proceder del general Cabral. Fue solo cuando siendo presidente de la nación su hijo, el Dr. Ramón Báez, los restos mortales de Buenaventura Báez fueron trasladados desde Mayagüez, Puerto Rico, a Santo Domingo, en noviembre de 1914, en cuya ocasión se les rindieron honores, siendo llevados luego a la Catedral donde fueron sepultados con un homenaje con la presencia, inclusive, del presidente electo, Juan Isidro Jimenes. No por esto la historiografía nacional cambió su punto de vista respecto al personaje histórico. El pasado como historia. La nación dominicana... 151 Elegidos al azar estos son algunos de los calificativos empleados por García para presentar al Báez-personaje: «manumiso», «nacido en la degradación», «osado especulador con los fondos de la Nación», «político vulgar», «siempre antinacional», «quien se ciñó la faja de mariscal de campo español», «siempre ambicioso», general de división «improvisado» (y en esto dista mucho de su poderoso rival, el general Pedro Santana que dirigió el ejército «libertador» durante las guerras haitianas),22 «errante en pos de aventuras», quien «atentó con mano aleve contra las instituciones liberales», «quien atrajo a sus filas las clases peores del pueblo con ofertas de repartimientos y saqueos», etc. Estos apelativos no deben ser entendidos independientes unos de otros, sino como un agregado semántico de datos que se completan unos a otros en el nivel discursivo y a cuya luz los lectores de la época de García podían reconocer asociativamente al personaje mediante una recordación falsa.23 En este sentido, 22 23 El juicio polivalente sobre Santana, debido a la pluralidad de contextos en los cuales se presentan sus actos, ha sido una fuente de desacuerdos entre los historiadores posteriores a José Gabriel García. Este dijo por ejemplo: «Vaciado (Santana) en el molde en que la ambición fabrica los usurpadores y los tiranos, consigue a consecuencia de una vida pública agitada y emprendedora, llegar a ser dueño y árbitro absoluto de los destinos del pueblo dominicano». Aludiendo a lo que él llama «la explicación analítica de García», Alfau Durán refiere que para el historiador nacional fueron cuatro las figuras «culminantes» de nuestra Historia Patria: el brigadier Juan Sánchez Ramírez, el licenciado José Núñez de Cáceres, Juan Pablo Duarte y el general Pedro Santana (Alfau Durán, 1960). Entre otros, Lugo se refiere a Santana como «un valiente hatero que nos redimió del yugo haitiano» (1926). Y Rodríguez Demorizi manifiesta a su vez: «Conozcamos a Santana, no para amarle, como a Duarte, sino para comprenderle y admirarle» (1951, 7). La recordación falsa no implica que su contenido sea necesariamente falso, sino que la recordación está más bien asociada a un sentimiento de familiaridad según lo preestablecido por las creencias que hacen el pasado congruente con la vida de la comunidad mnemónica del presente y menos asociada al conocimiento de los episodios basado en el estudio directo de las fuentes históricas. Es decir, lo importante no es 152 Roberto Marte la historia entraña una operación ideológica y pragmática condensadora. Esta modalidad de interpretar los hechos de la historia fue altamente resistente a los cambios sociales de varias generaciones. Hay que tomar en consideración que cuando García escribió estas líneas, Buenaventura Báez (el partido rojo no existía aún en 1857)24 era el principal enemigo político de los azules (pues el otro adversario, el general Santana, ya había muerto), de cuyo mensaje de corte liberal y nacionalista se nutrían también las aspiraciones políticas e incluso existenciales del historiador. Después de su conciso excurso monetario, la historia de García reincorpora el flujo narrativo, pues lo decisivo no era la actuación de los factores económicos sino el proceso actancial que implicaba las aventuras vividas por sus personajes. Por eso este proceso se inició realmente no con la crisis monetaria,25 sino con la revolución puesta en marcha por el «comercio cibaeño», los «prohombres» de Santiago y La Vega que la noche del 7 de julio congregados en la ciudad de Santiago desconocieron el gobierno de Báez. A medida que avanza el relato los términos categoriales «comercio cibaeño» y «prohombres» del Cibao, que son unidades semánticas generales,26 empleadas por García en la fase introductoria del texto, van dejando el paso a los personajes especí- 24 25 26 tanto el objeto recordado como el contacto directo o indirecto de quien recuerda con el pasado. Este fenómeno es conocido en psicología como ilusión asociativa de la memoria. Véase sobre el tema el conocido estudio de Roediger (1996, 35-76). Empero Damián Báez apunta que el día de nacimiento del partido baecista fue el 3 de julio de 1853. César Nicolás Penson sugiere que fue hacia finales de la década del 60 que los baecistas empezaron a llamarse rojos. Es interesante señalar que en el Manifiesto de agravios en el cual los sublevados expusieron sus críticas al gobierno de Báez, el tema de la moneda (que de acuerdo con García «bastaba de por sí para justificar la revolución») fue más bien un asunto secundario. Las tres principales categorías empleadas por García para identificar los agentes colectivos fueron: los comerciantes (o «el comercio»), los hacendados y «las clases iletradas». El pasado como historia. La nación dominicana... 153 ficos que como a continuación veremos son otros, pues los primeros no determinaron el desarrollo de las acciones narradas. En el primer punto de giro el relato pronto se focaliza en los jefes militares que conducen el alzamiento armado, primero en el general Juan Luis Franco Bidó, quien había sido un actor principal de la guerra de la Independencia (hasta aquí transcurre la primera secuencia), y a continuación en el general Pedro Santana quien acude con sus leales para secundar la revuelta. Aquí estamos ante la forma canónica de entrada en escena del caudillo: a Santana y a Báez se les llama. Este constituye el verdadero primer acto de la narración que, para facilitar el análisis, llamaré Enfrentamiento 1. A partir de aquí hay una aceleración de los acontecimientos y los actantes se involucran de lleno en la historia. Pese a su posición dominante en la narrativa, Santana (él es en efecto el protagonista) no podía desempeñar las funciones del héroe porque siendo un personaje conocido por sus antecedentes políticos despóticos (lo cual supone que el lector ya conocía el trasfondo anterior de esta historia), estaba en conflicto con la ideología de la narración. Apenas en la tercera página del texto el historiador ya recibía con desagrado la intervención del general Santana en las hostilidades, a quien los sublevados confiaron el mando de sus armas: La contienda, dice García, «probablemente habría sido menos violenta sin el llamamiento del general Pedro Santana, que obligó a muchos hombres que no tenían garantías con él, a hacer esfuerzos supremos por sostener a Báez a todo trance». Si bien el nombre de Santana no aparece en la organización de la revuelta, pues este se encontraba en aquel momento en la isla Saint Thomas, lejos del desarrollo de los sucesos, sí ocupa un lugar estratégico en su ejecución apenas dos meses después de comenzadas las hostilidades, desplazando al general Franco Bidó en el primer momento decisivo del relato (García dice: «para el 18 de setiembre había reemplazado al general Bidó en el mando»). 154 Roberto Marte Este rol de Santana, sin embargo, se debía no tanto a su actuación personal en las operaciones de la guerra como a su posición de influencia en la narrativa, a su competencia modal dominante, que conduce al desenlace de los hechos, lo cual hará de él la figura aglutinante de los personajes y momentos de la segunda parte del relato (Enfrentamiento 2). A pesar de que García no dice lo que era un sentir de la época, inclusive en los antisantanistas: que «faltaba un hombre de esos que tienen el don del mando» (Báez, 1969, 48), la incorporación de Santana a la revuelta hizo que el movimiento del 7 de julio cambiara ante los ojos del historiador su índole liberal y patriótica. Y así como García se sintió enajenado del curso que iban tomando los hechos, del mismo modo en la narrativa aparecía también «la opinión pública más dividida entonces que nunca». Por eso la degradación de los personajes (a veces hasta lo grotesco) constituye un dispositivo tan importante en la dinamización de la historia. Como no hay un personaje que desempeñe la tarea del héroe, no aparece la función de quien repare la fechoría, por lo que los valores sociales y patrióticos quedan encarnados en los destinadores que iniciaron la revuelta (los hombres de negocios del Cibao), cuyo rol se ha ido reduciendo hasta quedar marginalizado, por lo cual la perspectiva dominante del universo narrativo va cobrando un carácter negativo y la historia se hunde, a medida que avanza, en un nimbo de tragedia traduciéndose en una trama configurada de tres modos sucesivamente. El problema aquí es que, como vemos, el actor inicial que incitó la revuelta (los prohombres del Cibao, Valverde, Mallol, etc.) no podía ocupar el lugar de otro actante más que el que ocupaba al principio del relato, no podía pasar de su rol de destinador y portavoz de la ideología liberal al rol del sujeto heroico como se hubiera podido esperar al principio en que dicho actor inicial parecía personificar en latencia el sujeto-héroe. Además, estamos aquí ante una de las características de la El pasado como historia. La nación dominicana... 155 historia de García, donde no siempre la función de un personaje conlleva otra función de elementos opuestos que la redime, como en el presente caso, la fechoría no da lugar a su pareja opuesta, la reparación de la fechoría, así como algunos elementos tampoco suscitan elementos contrarios, como por ejemplo al combate en campo abierto no se opone claramente a la victoria en campo abierto. Este capítulo del Compendio de García es un relato muy simple, en el cual está ausente la presencia del protagonista-héroe y del contagonista. Solo aparecen el destinador, el antagonista-malvado, el antagonista-falso héroe, y el ayudante. Pero esto no fue raro en los relatos históricos de García. También ocurre muy a menudo en los textos de García que cuando aparece el héroe, este adolece de una insuficiencia (critical flaw) para hacer efectiva una decisión o para mantener bajo su control la marcha de los acontecimientos que hace que los mismos deriven hacia un fin distinto al deseado. Y a pesar de que el héroe con frecuencia persevera en su determinación de alcanzar el triunfo de sus propósitos, cuando alcanza algún triunfo es casi siempre circunstancial y efímero. Este es el caso, entre otros, de Francisco Montemayor de Cuenca, Francisco del Rosario Sánchez, José María Cabral, Manuel Rodríguez Objío y Juan Isidro Jimenes. La historia dramática de estos personajes ha despertado la simpatía de los lectores hacia ellos. Los anteriores son elementos constitutivos de la historia como drama, finalizada en tragedia. En cambio, no resulta así o solo en parte, en los casos de Sánchez Ramírez, Santana y Luperón. Es decir, en el relato de García que nos ocupa falta uno de los pivotes retóricos de la narrativa histórica tradicional: la presencia del sujeto-héroe como parecía anunciar la fase preparatoria del relato cuando tuvo lugar la desgracia de la desvalorización del papel moneda. A lo sumo se puede decir, que hay un protagonista-actante, que son los principios liberales cuya defensa fue invocada como razón de la insurrección contra Báez. Por consiguiente, no hay prueba decisiva y mucho me- 156 Roberto Marte nos prueba glorificante. A esto se debe la inestabilidad estructural de la historia (Propp hubiera dicho que a medida que la trama avanza la historia cambia de tono), que es una de las características de su carácter regresivo, lo cual, además, hace que no exista el discurso del elogio y que los hechos narrados, aun centrados en el movimiento y en el combate, pierdan su referente patriótico. Por eso la historia despierta la impresión de que le falta sustancia. Sin embargo, no debemos perder de vista el papel que la sensibilidad romántica desempeñó en la construcción del discurso histórico decimonónico. La desgracia de la nación debido a la acción disolvente de los hombres era un motivo estético de la época (inclusive en el llamado pensamiento conservador); y el ideal romántico de la nación, que era una elaboración imaginística, no siempre vinculada al ámbito de la experiencia, sufrió en el historiador un choque traumático cuando a menudo no coincidió con el sentido que le dio a las acciones políticas de lo que podríamos llamar la nación histórica. La tragedia discursiva era el resultado de esa desubicación de la nación esencial de la nación histórica.27 El movimiento del 7 julio contra Báez es configurado como un acontecimiento constructivo-activo-positivo, puesto que entraña algunos de los rasgos más importantes que caracterizaron los dos eventos concluyentes para definir la gesta patriótica: el movimien27 Como el de los patriotas liberales, el llamado pensamiento conservador (de baecistas y santanistas) no se caracterizó por su oposición de principio (aunque sí de facto) a la realización de la patria docens, al «proyecto de República ideado tal vez por la buena voluntad de sus buenos hijos», sino que atribuyó su fracaso, igual que lo hizo el de los primeros, a la acción negativa de los hombres, «a la incesante anarquía que llegó a caracterizar a sus hijos como fieras», según las palabras de un conocido baecista en una carta a su jefe político. De J. P. Diez a B. Báez, Caracas, febrero 9 de 1870 (Rodríguez Demorizi, 1969, 311). El elemento conservador aceptó la nación histórica como la única posible, es decir, el desacuerdo entre la nación esencial y la nación histórica apenas tuvo la importancia que le atribuyeron los patriotas liberales. El pasado como historia. La nación dominicana... 157 to separatista, que concluyó con la independencia nacional y la guerra Restauradora durante el período de la anexión a España. Pero lo específico de este capítulo del Compendio de García es su configuración narrativa inestable. La inesperada aparición de Santana como conductor del movimiento armado que opaca la actividad de los prohombres del 7 de julio altera la composición de la trama hacia un patrón compositivo del tipo constructivo-pasivo-positivo y más adelante al patrón constructivo-activo-negativo. A continuación, el largo y ruinoso asedio de Santana a la ciudad de Santo Domingo y las reformas radicales de los julistas (Constitución de Moca, traslado de la capital a Santiago, etc.) se traducen en el patrón narrativo destructivo-activo-positivo, el cual, a su vez y por último, se troca en destructivo-activo-negativo a partir del pronunciamiento de Santana contra los iniciadores de la insurrección contra Báez. Por eso el relato histórico se caracteriza por su monotonía. Salvo en las dos o tres primeras páginas, solo descuellan las esferas de acción del personaje hostil o agresor (Báez), del falso héroe, es decir, del héroe en un sentido negativo (Santana)28 y del auxiliar (los capitanes y gentes del pueblo que desempeñaron la parte más activa en las operaciones militares). La esfera de acción del auxiliar (entre quienes se contaban Sánchez y Mella enfrentados en bandos contrarios) no precisaba tanto de los motivos para definir sus funciones como era el caso de la esfera de acción de los actores principales. La dirección de la guerra ahora está centrada en el general Santana, cuya esfera de acción no podía ser la del héroe, sino la del falso héroe. Y en efecto en la actuación de Santana en el curso de la revuelta contra Báez se produjo una inver28 El agresor se revela a sí mismo en la representación elidida de sus hechos (la emisión de papel moneda en beneficio de sus intereses), pero el falso héroe es descubierto por el narrador en el simbolismo y en la configuración de la trama. 158 Roberto Marte sión, primero, del rol de auxiliar del destinador al rol del falso héroe y, segundo, al rol del oponente-villano. Por consiguiente, introdujo un nuevo problema en la configuración de la trama que obligó al historiador a intervenir con sus comentarios intercalados, de modo que la discrepancia entre el objetivo de las acciones procurado por los gestores iniciales de la revuelta y el resultado de las mismas que sobrevino por obra de la intervención del general Santana pudiera ser entendida por los lectores de conformidad con el topoi patriótico de la época. En esta oposición (la colisión entre el objetivo original de las acciones y el resultado de las mismas) descansó uno de los aspectos constitutivos del modelo interpretativo garciano. En dicha oposición subyacía el encadenamiento de los hechos que le daba un aspecto de drama a la marcha de la historia. Si José Desiderio Valverde, Domingo Mallol u otro de los prohombres del Cibao que iniciaron el movimiento del 7 de julio hubiera capitaneado directamente las partidas revolucionarias, es decir, si algunos de ellos hubiera sido —como hubiera podido esperarse al principio— el protagonista principal en el curso de la guerra y si estos, con la Constitución de Moca, no hubieran pretendido iniciar reformas radicales, que según la interpretación del historiador obedecían a un liberalismo exagerado, en ese caso las motivaciones de los julistas, como apareció en el primer manifiesto de agravios contra el gobierno de Báez, hubieran bastado para justificar la realización de la revuelta, como lo dijo el mismo historiador, porque para él eran motivaciones evidentes. García partía en su historia del supuesto de que eran dos las facciones políticas enfrentadas siguiendo credos ideológicos distintos: el partido liberal, «creado a la sombra de los acontecimientos que precedieron a la caída de Boyer» y en cuyo pináculo patriótico estaba el duartismo, y por el otro lado, el «elemento conservador utilitarista» encabezado por Santana y Báez. El pasado como historia. La nación dominicana... 159 La facción de los prohombres del Cibao era básicamente una consecuencia del primer credo ideológico, aunque García juzgó su liberalismo exagerado como inadecuado al concepto patriótico en el cual descansaba su identificación con la historia. De todos modos, el historiador no pudo disimular su afinidad con el primer movimiento político liberal que se opuso a Báez y más adelante le dio la cara a Santana después de desaparecido el duartismo. El mismo historiador en otro texto calificó dicho movimiento de julio de 1857 como «la revolución más popular que registran las páginas de la historia dominicana» (García, 1969, 324). Como es muy importante entender la presentación de los hechos históricos, la cual parece haber sido aceptada por sus contemporáneos, veamos la estructura formal de la argumentación garciana: la insurrección del 7 de julio se inicia con la euforia patriótica de un pronunciamiento que expresaba el idealismo utópico de los líderes liberales de la independencia nacional. La radicalización del liberalismo en el interior de dicho movimiento surgida con la intensificación del conflicto no se había manifestado todavía. El general Santana no expresó explícitamente las motivaciones de su intervención en esta contienda armada sino en el nivel de la trama a través de sus acciones. García rellenó los huecos de esta falta, interponiendo un cliché motivacional, a saber: que Santana «no poseía la facultad de disimular sus impresiones, no ocultó nunca desde su llegada al país, la tendencia a independizarse de toda sujeción disciplinaria, ni el propósito de dar al movimiento revolucionario el giro que convenía a sus intereses personales», lo cual ya entendían y temían «los iniciados en la política» (como sería el mismo historiador, se sobreentiende). Obviamente los decires sobre la actitud de Santana respecto a la revuelta del 7 de julio se basaban en puras especulaciones, pues no hay evidencias escritas que los autoricen. Pero muchos conjeturaban que Santana no compartía los ideales políticos 160 Roberto Marte de dicho movimiento y que actuaba a discreción en una situación que podía aprovechar en su propia conveniencia, hasta el punto de que un hermano de Báez (antisantanista) comentó que «se habló por entonces en el público (no sabemos la verdad) de que Santana desde S. Thomas había ofrecido sus servicios al Gobierno (de Buenaventura Báez) contra la revolución del Cibao calificándola de vagabundería y que éste no había querido aceptar» (Báez, 1969, 47). Esta motivación putativa de Santana era desde luego arbitraria (del mismo modo que lo hizo con el personaje Báez, García construyó el personaje Santana como un carácter de la narración) porque solo se fundaba en los pensamientos del narrador tomando en cuenta no lo que Santana expresó con sus palabras sino sus acciones anteriores, pero no era necesariamente errónea. Desde el punto de vista narrativo el cliché motivacional tiene una función anticipatoria: anuncia el fracaso de los objetivos iniciales de la revuelta como resultado de la interposición de Santana en la consecución de los mismos. García no modeló en la historia un héroe en el cual se focalizaran las luchas por la realización del proyecto liberal de la nación en ciernes (y, por tanto, en el cual se apoyara la cohesión del relato), sino que al contrario se distanció tanto de los hechos contados como de sus principales actores. El potencial de crítica social y política del texto garciano resulta de esa tendencia a poner de relieve su disociación del «sin sentido» de la realidad política y de las discordias fratricidas motivadas, entre otros, por «la escisión del partido conservador, cuyos prohombres principales estaban deslindados unos a favor de Báez y otros a favor de Santana». A esto se debe que pese a la riqueza del drama histórico, en este capítulo sobre el movimiento del 7 de julio el número de las funciones proppianas de la narrativa histórica garciana sea muy limitado. De las 31 funciones del esquema de Propp, en este capítulo del Compendio de García solo aparecen en el siguiente orden 7 variantes: 6.ª el engaño: Báez se vale de una El pasado como historia. La nación dominicana... 161 artimaña monetaria; 8.ª la fechoría: Báez perjudica ladinamente el comercio cibaeño;29 10.ª el principio de la acción contraria: Santana, el falso héroe-buscador decide actuar por encargo; 24.ª las pretensiones mentirosas: el falso héroe reivindica pretensiones engañosas; 16.ª el combate: Se entabla la lucha armada entre la facción «revolucionaria» y los adeptos a Báez; 26.ª la tarea cumplida: Báez es vencido; y 28.ª el descubrimiento: Santana, el falso héroe se desenmascara. Esta última función como se explicó, ya fue anticipada antes del desarrollo de la función 10.ª. Por lo demás, quisiera apuntar que en la reparación del daño producido al comercio cibaeño por la emisión de papel moneda y la sustitución del gobierno de Báez por otro de carácter liberal y patriótico la historia está dominada por las circunstancias. Como se ve, la pérdida del objetivo inicial de la historia no es compatible con las dos categorías proppianas del relato cuyas acciones obedecen primero, a la finalidad de vencer al enemigo y, segundo, a la solución de una tarea difícil. Pero no por eso la narración está exenta de características teleológicas aunque solo sea por el mero empeño que mueve a sus actores (Santana, Báez y los julistas) y por las imputaciones morales y los comentarios críticos del historiador que brindan al lector una perspectiva desde donde evaluar su desarrollo. Y es que la historia magistra no se podía reducir a éxitos y fracasos, sin importar que el logro obtenido al finalizar el relato fuera bueno o malo. El triunfo del malvado era una experiencia muy fuerte que solo podía ser comprendida a través de los segmentos morales del relato, donde se iba redefiniendo la situación que ponía en marcha una nueva escena y un nuevo problema. El primer acto de la trama, que abre lo que ya he llamado Enfrentamiento 1, se produce concretamente con el inicio de la guerra contra el gobierno de Báez. El historiador se valió del desarrollo de los enfrentamientos entre las fuerzas rebeldes y 29 La fechoría fue acompañada de otro elemento: la astucia, porque Buenaventura Báez no se caracterizó por el uso de la fuerza bruta como Santana, sino específicamente por sus artimañas y por su sagacidad política. 162 Roberto Marte las del gobierno para ofrecer al lector un cuadro que condujera a que la situación inicial fuera degenerando en una lucha en la cual el cumplimiento de la tarea difícil de los sublevados perdiera su sentido. El prolongado cerco de la ciudad capital por las milicias santanistas, que es la base descriptiva y el momento de mayor tensión de la trama —constituyendo lo que se podría llamar el foco de los sucesos— presentaba el desenlace negativo de la historia nacional o, nuevamente dicho, el desacuerdo entre la patria docens («el proyecto de República ideado por la buena voluntad de sus hijos») y la nación histórica. Mientras la narración avanzaba aplazando el momento culminante, que no feliz, de la historia, esta «lucha fratricida mal inspirada» iba adquiriendo un carácter monótono, incoherente e ininteligible que se refuerza anafóricamente: los adversarios «hacían esfuerzos inauditos por obtener un triunfo definitivo, ora armando buques de guerra para bloquear las costas enemigas, ora organizando tropas con que realizar serias operaciones militares, ora haciendo uso de toda clase de propagandas para intimidar a los contrarios y llevar a sus filas la desmoralización y el desaliento». Al mismo tiempo García intensificó la distancia entre el conflicto político-militar y «la masa común del pueblo» que «se cansaba de la estéril lucha». No debe extrañar, por consiguiente, que el historiador, recorriendo con ojo crítico el escenario de la guerra, parodiara los detalles heroicos donde no había héroes, salvo en contadas excepciones cuando distinguió algunos comandantes y soldados de las capas bajas del pueblo (a quienes parecía querer hacerles justicia sin importar su bandería), como «el soldado Cabrera, que murió como un valiente» o «Francisco Marcano, voluntario que se había conducido en los otros encuentros como un valiente», que evocan, aunque solo por momentos, la simbología épica de las contiendas de la independencia. Sin embargo, como el desempeño del rol del ayu- El pasado como historia. La nación dominicana... 163 dante aparece reducido a acciones marginales, las relaciones de los ayudantes con los roles de los personajes principales son apenas significativas. Son las tareas del agresor (Báez), las de cometer la fechoría y producir una desgracia, y la del falso héroe (Santana), que es la de superar los obstáculos y vencer al agresor movido por sus motivaciones inicuas, las que determinan la estructura literaria del relato. Correspondientemente, la acción de los sublevados y de quienes los representan («la juventud», «los prohombres del Cibao» o estos últimos en la denominación algo antipática de «mandatarios santiaguenses») se queda sin respuesta, pues a poco de iniciarse la lucha estos (a quienes corresponde la figura del donante o el destinador30 que fija los valores y alienta al héroe)31 pierden el poder a manos del falso héroe (Santana). A pesar de que la capital dominicana era el lugar donde habitaba el agresor (el gobierno de Báez y sus amigos), el asedio a la ciudad por las tropas de Santana, que se prolongó durante varios meses, fue valorizado negativamente por García. La imagen negativa del asedio (que acarreó una situación «desbarajustada») fue reforzada en el juego con los significantes discursivos, por ejemplo, invocando los padecimientos («las amarguras») no tanto de los parciales envueltos en la guerra como del sujeto colectivo que era víctima del conflicto: las enfermedades y la miseria diezmaban a las familias pobres, y ponían a las acomodadas en la imperiosa necesidad de sacrificar sus joyas y demás 30 31 El concepto proppiano del destinador representado por los comerciantes del Cibao es la fuerza moral impulsora del movimiento liberal de julio de 1857. Conviene señalar que las figuras del donante y del destinador aparecen en la historiografía dominicana como figuras pasivas que siempre son engañadas o traicionadas por el falso héroe o pierden el poder a manos de alguno de sus opuestos en situaciones que se asemejan a la lucha entre el agresor y el héroe. Véase los casos de Juan Pablo Duarte, José Desiderio Valverde, Pepillo Salcedo, Ulises Espaillat, Gregorio Luperón, en los últimos años como guía del partido azul, etc. 164 Roberto Marte objetos de valor, y eso para no poder consumir sino artículos caros y malos que solían importar de Curazao algunas goletas y balandros holandeses».32 O intensificando los estragos de la violencia en el escenario de las hostilidades. Habiendo perdido importancia la tarea difícil (función 25.ª), el personaje que sufría directamente las consecuencias de las acciones entre el agresor y el falso héroe era la masa común del pueblo o los ciudadanos inocentes (mujeres y niños que ignoraban los peligros de la lucha a campo abierto). El historiador se vale de la siguiente escena para acrecentar las características negativas (vergonzosas) del conflicto: «como sufrió reparaciones el fuerte de Santa Bárbara que hicieron necesaria su bendición, acudieron a ella en la tarde del 25 todas las familias invitadas por el general Marcano, que tenía establecida allí la comandancia de la línea, y cuando se encontraba reunida la concurrencia, compuesta de hombres, mujeres y niños, dominicanos y extranjeros, que llenos de alegría se entregaban a placeres inocentes, mandó Santana a romper el fuego de la batería de Pajarito que arrojó más de cien proyectiles sobre la plaza». O de esta otra: «en la del martes 25 disparó la trinchera de Pajarito sobre la ciudad un gran número de cañonazos, uno de los cuales ocasionó la muerte de dos niños arrebatados por una bala en el seno mismo de su hogar estando dormidos en una sola cama», y así sucesivamente. Como desde el comienzo el falso héroe (Santana) reivindicaba pretensiones engañosas (función 24.ª), es decir, que no perseguía verdaderamente reparar la fechoría del agresor (Báez), la lucha entre ambos contendientes no podía envolver ideales heroicos que condujeran a un fin victorioso sino a un proceso destructivo del mito redentor de la nueva república. En cambio, las 32 Pese a que parecidas circunstancias debieron de haber ocurrido durante las guerras de la independencia, García no se sintió motivado a destacarlas en sus relatos. El pasado como historia. La nación dominicana... 165 acciones secundarias heroicas eran las de los auxiliares (capitanes y soldados del pueblo), que eran las figuras más cercanas a los lectores, pero su rol actorial era más bien marginal. Al invocar el tópico patriótico la ironía es un ingrediente importante del discurso histórico, como cuando al aludir al proceder de ambos rivales durante el curso de las hostilidades el autor escribe: «Por eso no extrañará nadie que desatentados y ciegos los dos bandos profanaran el decimocuarto aniversario de la separación dominicana». El segundo punto de giro narrativo tiene lugar cuando la tragedia llega a su punto culminante en la parte final del relato: «el general Santana desenmascara sus verdaderos motivos “egoístas” y se enfrenta a los “prohombres de Santiago”, cuya función ya aparece muy debilitada». Pero el antagonismo entre ambos ya estuvo anticipado (el anuncio de la tragedia) en la fase de ilusiones patrióticas al comienzo de la lucha contra el gobierno de Báez. El historiador García escribió: «Desde que los hombres que hicieron la revolución del 7 de julio, después de haber tratado de medir con el mismo rasero a todos los gobiernos pasados, acusándolos a la par en su manifiesto de arbitrarios, despóticos y terroristas, tuvieron la debilidad de aceptar los servicios del general Santana… no fue extraño para nadie que conociera sus antecedentes políticos, que comenzando por rodearse de los hombres de siempre, concluyera por imponerse y hacerse dueño de la situación». Que la lucha por la libertad se extendiera en esta fase no era nada anormal porque la intensificación de las acciones hacía más deseable el final feliz de la historia. Estas palabras de García dejaron sentadas de antemano las secuencias de los hechos fatales que quedaban por ser narrados. La fase del Enfrentamiento 2, a diferencia del Enfrentamiento 1, se circunscribió a un enfrentamiento encubierto, pues el general Santana se cuidó de disimular su rol de antagonista, no hostilizando de frente «los impulsos magnánimos» del gobierno 166 Roberto Marte de Santiago. Esta parte del relato es relativamente parca, muchas acciones son eliminadas o simplificadas, toda vez que ya todo estaba resuelto mediante la «comedia» de que «los habitantes de las provincias del sud eran los que habían soportado más el peso de la guerra en sus personas e intereses» y, por consiguiente, un pronunciamiento de «los representantes» de dichas provincias confirió plenos poderes al general Santana, el sostenedor del orden social, para restablecer el orden público. La polémica Constitución de Moca fue invalidada y en su lugar se restableció la vieja y despótica de 1854. Dice García: «la contrarrevolución vino a ser un hecho inevitable». Como faltaba el héroe que invocara y defendiera los valores patrióticos y republicanos, y además por eso mismo faltaba la sanción contra el malhechor, en su libertad autoral García intervino para redimir el universo axiológico de la historia, y al final, en un cláusula de justicia poética, reprendió a la gente del país, a los pueblos porque «no tienen conciencia de sus derechos, porque les falta la ilustración necesaria para conocerlos, se amilanan por lo común ante la idea de imponerse sacrificios». El final feliz, el estado de reposo que hubiera producido la realización del fin patriótico perseguido quedaba entonces pendiente para la fase siguiente del nuevo gobierno del general Santana hasta el capítulo de la anexión a España, cuando se enciende otra vez la lucha por la soberanía nacional y por un régimen de derecho. Lo que me ha interesado aquí no es tanto establecer en qué medida la narración de García era o no fidedigna, sino comprender su psicodinámica textual que hizo que los lectores la aceptaran como verdadera. A juzgar por la popularidad y el grado de aceptación alcanzados por el Compendio de la historia de Santo Domingo, podría pensarse que el punto de vista de García condicionó el sentimiento de afinidad de los lectores respecto a los personajes históricos. El pasado como historia. La nación dominicana... 167 Por lo demás, las informaciones recogidas por García sobre la materia tratada son en general del mismo tipo que las de los demás capítulos del Compendio: testimonios orales, comentarios de la prensa, alguno que otro informe ministerial y la folletería de la época, aunque usualmente el historiador citó sus instrumentos informativos sin señalar su procedencia. No hay que olvidar, igualmente, que en sus investigaciones el historiador se nutrió de sus vivencias personales, pues desde hacía un año, en 1857, se encontraba en el país después de su exilio en Curazao. Muy poco sabemos, sin embargo, de la actuación política de García en esa época de su vida, de la cual nada fue registrado documentalmente. García no debió temer que su autoridad de historiador fuera discutida cuando narró esos hechos porque la suya fue la primera y la única versión de estos hechos políticos conocidos como «movimiento del 7 de julio de 1857», a la cual se remitieron todos los comentaristas de ese capítulo del pasado nacional en el transcurso de la segunda mitad del siglo xix y hasta bien avanzado el siglo siguiente. Es decir, a su versión de los hechos no se opuso otra conocida o actualizada de los mismos.33 Esa versión suya armonizó durante muchos años con las creencias de sus lectores sobre cómo había de ser visto el pasado dominicano. Del examen de diversos textos históricos dominicanos desde la última década del siglo xix hasta mediados del siglo xx resulta que este patrón narrativo constructivo-activo-negativo fue con algunas variantes el mayormente empleado por los historiadores, salvo aquellos libros de historia hechos para exaltar el régimen de Trujillo. En los textos históricos dominicanos escritos por individuos que no eran historiadores encontramos, además, otras estructuras dramáticas, como en los ensayos de Pedro Francisco Bonó, Apun33 Pese al apasionamiento que despertó la recordación de estos hechos, ninguno de los aspectos de la narrativa de García fue abierto al debate desde un punto de vista historiográfico. 168 Roberto Marte tes para los cuatro ministerios de la república; de Federico Henríquez y Carvajal, El dilema; y en la novela histórica de Manuel de Jesús Galván, Enriquillo, en cuya trama se observan dos modelos: destructivo-pasivo-negativo y constructivo-activo-positivo. El trauma histórico de las devastaciones Además del ejemplo analizado se podrían citar muchos otros igualmente característicos del drama regresivo de la historiografía garciana. Esa representación negativa del pasado insular se fue acentuando en la cultura histórica nacional por la vía del pesimismo. Aunque conviene precisar que debido a su confianza en el duartismo, José Gabriel García, cuya visión de la historia era moral y pragmática, nunca asumió esa actitud de desastre, a la cual solo concedió la importancia que se pudiese demostrar mediante el estudio de las fuentes históricas a las que tuvo acceso. Veamos el siguiente caso. Los historiadores dominicanos posteriores a García no solo presentaron como un hecho negativo la destrucción de los pueblos y villas de las regiones noroccidentales de la Española durante los años 1605 y 1606, sino que lo hicieron valiéndose de la metáfora regresiva de la decadencia,34 de la «hondonada» en la cual sucumbió por siglos la suerte de los dominicanos, una figura discursiva que franquearía el acceso a la auténtica res factae del pasado. De acuerdo con esta idea, a partir del siglo xx los historiadores nacionales han hecho uso de la voz «devastaciones». Toda vez que el término «devastaciones» hace alusión a destrucciones, a pueblos y campos arrasados, si al tratar sobre las despoblaciones de 1605 y 1606 nos referimos únicamente a dicho hecho, huelga decir por supuesto que el término «devastaciones» está más o me34 El término «decadencia» aparece efectivamente en algunos escritos de los siglos xvii y xviii, pero sin aludir a las despoblaciones de 1605 y 1606. El pasado como historia. La nación dominicana... 169 nos debidamente empleado. Pero en la historiografía dominicana posterior a García la historia de las despoblaciones de 1605 y 1606 denominada «devastaciones» entraña una dimensión discursiva. La voz «devastaciones» como es empleada en este caso no solo proporciona información acerca del sujeto de la enunciación (las despoblaciones), sino que agrega un contenido connotativo que no tiene que ver únicamente con el referente denotado. La característica connotativa de la voz «devastaciones» subsunciona en la narración el significante del trauma histórico, un trauma de orden moral y político extendido hasta el presente. Es una dimensión escatológica de la historia porque las devastaciones no solo fue lo que sucedió durante aquellos 16 meses entre 1605 y 1606, la destrucción de pueblos y hatos, la ejecución de unas setenta personas que se negaron a evacuar aquellos lugares y la pérdida de más de catorce mil caballos «de carrera, camino y carga» y de cien mil reses mansas, sino las consecuencias de aquella medida que hizo posible el asentamiento de los franceses en esas partes de la Española, violando para siempre la integridad territorial (o la unidad política) de la isla y su destino español y criollo.35 Las devastaciones significó, pues, el «hundimiento de la isla», el primer paso de lo que se ha llamado «la desnacionalización del Santo Domingo español». De suerte que en tal caso lo importante no es el hecho individual, sino el corolario de su historia. No es intrascendente la diferencia entre dos narraciones cuyos temas centrales sean cómo ocurrieron las despoblaciones de la banda noroccidental de la Española y qué significaron para la isla las devastaciones de la banda noroccidental de la Española, porque aunque ambos sustantivos, despoblaciones y devastaciones, denotan el mismo sujeto de la enuncia35 En una ocasión escuché de boca de uno de mis alumnos esta expresión que copio textualmente: «Osorio con sus devastaciones es el culpable de que tengamos a los haitianos ahí al lado. Mir lo expresa así: que con el Tratado de Basilea de 1795 quedó "consumado el destino trazado por el gobernador Osorio en 1605"» (1974, 153). 170 Roberto Marte ción, tienen valores connotativos distintos. El significado de las devastaciones en el desarrollo de los acontecimientos históricos posteriores como aparece en la historiografía dominicana moderna es muy fuerte, tan fuerte que merecería ser el objeto de un estudio aparte. Ahora bien, parece que el término «devastaciones» comenzó a ser usado por los historiadores a raíz de la publicación de Emiliano Tejera en La Cuna de América, de mayo de 1915, de algunos de los documentos copiados por Américo Lugo en el Archivo de Indias. La expresión, sin embargo, alcanzó mayor difusión gracias a la pluma de Manuel Arturo Peña Batlle y ha quedado asimilada al pensamiento histórico dominicano hasta los tiempos actuales. El término «devastaciones» empleado por los historiadores dominicanos del siglo xx36 para referirse a lo ocurrido en la zona noroeste de la Española en los años 1605 y 1606, no es una denominación descriptiva de entidades objetivas como lo es el término «despoblaciones», sino un juicio sinóptico del presente en la forma de metáfora conceptual transferida a la realidad histórica como cuando tocante al mismo asunto se dice también «naufragio», «hundimiento» u «ocaso». De este modo se ha creado, avivada además por la idea de la llamada decadencia española o en beneficio de la hispanidad del pasado dominicano, una totalidad sintética catastrofista de la historia denominada «devastaciones», que sirve de guía integradora de la narración y hace inteligible la realidad histórica como tragedia. Varios funcionarios de la colonia de aquellos años advirtieron sobre la situación grave que podían acarrear las despobla36 Parece que por un automatismo, Matibag repite el error del historiador de donde tomó la idea al decir que tras haber presentado Baltasar López de Castro al rey el plan de las despoblaciones y dadas las circunstancias del comercio intérlope con los extranjeros «thus was introduced the idea of Las Devastaciones». Probablemente, este autor empleó el término devastaciones como sinónimo de despoblaciones o de destrucción de pueblos sin reflexionar en el asunto (Matibag, 2003, 27). El pasado como historia. La nación dominicana... 171 ciones de la parte noroccidental de la isla, pero ninguno llegó a calificarlas de devastaciones y, mucho menos, de tragedia. Véase el memorial del siglo xvii de Álvarez de Mendoza que se refirió al suceso sin más emociones que las requeridas en una comunicación política (1984, 107-116). Ahora bien, «las devastaciones de 1605 y 1606» es un enunciado semánticamente contradictorio por cuanto siendo de orientación regresiva, depende también de un argumento teleológico que añora la integridad territorial de la patria. Como es empleado el término por los historiadores, las devastaciones son una metáfora tomada del lenguaje apocalíptico que refuerza la trama regresiva de la historia dominicana. Que se atribuyera una gran importancia, con efectos de largo alcance, a los hechos históricos ocurridos en la parte noroccidental de la Española en 1605 y 1606 no tiene nada de anómalo porque fue un pasado que modificó la situación económica y política de más de dos generaciones de isleños.37 Ahora, lo característico del caso que nos ocupa es que se asumiera precisamente el criterio moral de la tragedia (y no la ironía o la épica) para interpretar el sentido de los hechos. La historia de las despoblaciones no tenía forzosamente que ser contada como tragedia tal cual fue contada por deber patriótico por los historiadores, aunque hay que reconocer que la estructura de su trama se prestaba para que así se hiciera. El punto de vista de García sobre el tema fue ciertamente de reprobación porque la «torpe medida» de las despoblaciones condenó a los habitantes de esos lares «a la miseria» y sobre todo porque los que estaban establecidos en el comercio «se arruinaron o tuvieron que trasmigrar empobrecidos y desencantados» (1982, 133). Y dijo que menos de una dé37 Por ejemplo, Mir cree que «la historia de la actual República Dominicana brotó de esos Memoriales (de López de Castro. R.M.). Nada de lo que hubo antes se continuó en lo que vino después. Es como si hubieran zanjado la historia en dos orillas, la del siglo xvi, envuelta en una aurora de risueños aunque a veces de sangrantes colores y la que arranca del siglo xvii que inaugura decididamente el imperio de las sombras» (1974, 99). 172 Roberto Marte cada después «todo, en fin, estaba en decadencia, esperando que se presentaran circunstancias favorables capaces de dar distinto giro a las cosas» (p. 134). Como se ve, el empleo de «esperando» y «capaces de dar» dejaba abierta la posibilidad a que hubiera un mejoramiento.38 Se argüirá que son los documentos de la época los que hablan de la perdición en que se encontraba la Española después de las despoblaciones de 1605 y 1606. Sin duda algunos memoriales se refieren al estado calamitoso de la isla de Santo Domingo en la segunda mitad del siglo xvii, pero aquí se produce a menudo una confusión por la falta de confrontación de la documentación existente. La «representación» del estado de la colonia del año 1691, de Franco de Torquemada, llama la atención del «miserable estado en que oy se halla» (la colonia española), que los hatos y haciendas de las zonas despobladas por orden del gobernador Osorio «se han despoblado de todo punto, quedando los dueños en suma pobreza, y los muchos vezinos que han muerto en las Entradas que ha hecho el Enemigo, y epidemias que se han padecido en aquella Isla, se han disminuido tanto sus fuerzas…»; y habla del estragamiento de las casas de la ciudad capital de la colonia «que es el tercio de las que se contienen dentro del ambito de la circunvalacion, cuya ruina se ha ido aumentando» (1941, 207-210). La descripción de Araujo y Rivera del año 1699 y el memorial de Semillán Campuzano del año 1687 giran también en torno al «estado infeliz en que hallaban sus poblaciones» y dice este último que los vecinos de los pueblos del interior de la Española requerían «este punto breve y eficaz remedio para preservar la total pérdida y acabamiento de dichos lugares». Del cotejo de estas y otras observaciones se puede colegir lo 38 Pese a la importancia atribuida por la historiografía dominicana del siglo xx al tema de las destrucciones de los pueblos de la banda noroccidental de la isla en 1605 y 1606, en su Compendio de la historia de Santo Domingo, el historiador nacional José Gabriel García apenas dedicó unos párrafos al asunto. El pasado como historia. La nación dominicana... 173 siguiente: a) la sociedad hispanocriolla de Santo Domingo sufrió las consecuencias desafortunadas de las despoblaciones de los años 1605 y 1606. Los padecimientos de la economía insular empeoraron. Esto está fuera de duda y así lo expuso también José Gabriel García); 39 y b) la crisis de la isla no se inició en los años 1605 y 1606 sino por lo menos 35 o 40 años antes. Los mismos documentos históricos son una fuente de contradicciones en este respecto. Refiriéndose al año 1562, que fue cuando ocurrió el terremoto del Cibao, Luis Jerónimo Alcocer escribió que «toda la mas gente de esta ysla se fue a estas partes como a tierras mas ricas desamparando esta ysla adonde se iuan entonces acabando los indios y con esto dexandose de labrar las minas» (1942, 43). La relación del oidor, Lic. Juan de Echagoian, del año 1568 se refirió en el mismo tono al mismo problema, prediciendo que si la corona no lo prevenía la isla se despoblaría por completo en algunos años (Rodríguez Demorizi, 1942, 142). Y apenas tres años y medio antes de que se iniciaran las despoblaciones los vecinos de la ciudad de Santo Domingo informaron al rey del estado de cosa miserable del lugar «que esta muy a punto de acavarse si no le viene socorro del poderoso braso de vuestra majestad» (Incháustegui, 1958, 781-2). Los vecinos además agoraron el fin de la isla. Por último, José Gabriel García calificó el estado de la isla Española en 1562 como un «cuadro de miseria y desolación», «tétrico». De modo que el anunciado «hundimiento» de Santo Domingo no se inició con las despoblaciones, el tema en realidad ha servido con sus villanos40 de topoi para contar la historia de la 39 40 Moya calificó la medida de las despoblaciones de «violenta, antieconómica, bárbara e inicua disposición Real» (1976, 199). Se atribuye el rol del villano al gobernador Antonio Osorio por su responsabilidad en la orden y ejecución de las despoblaciones, y a su auxiliar Baltasar López de Castro por sus dos famosos memoriales. Correspondientemente han sido tildados, el uno de «hombre licencioso, jugador, arbitrario, cruel sin necesidad, nepotista y concusionario»; y el otro de «funcionario mediocre» y «ambicioso». 174 Roberto Marte tragedia dominicana. Hay historiadores de épocas recientes que dan por sentado que de no haberse efectuado las despoblaciones y dado el creciente comercio que se desarrollaba en las costas occidentales de la isla entre criollos y extranjeros (franceses y holandeses), la economía de la región habría evolucionado hacia un capitalismo moderno y se habría evitado la «pérdida» de aquellas partes donde se sentaron las bases de la posterior colonia francesa. Desde luego, esta conjetura al azar no tiene fundamentos documentales algunos. El tema no ofrece sino una gran incógnita. En realidad, hacia lo que más bien parecen apuntar las fuentes históricas es que el tráfago comercial de los criollos de todas las capas sociales con los extranjeros en aquellas partes de la isla habría avanzado gradualmente hacia el sometimiento voluntario, consuetudinario o a punta de dinero de los primeros a las leyes y costumbres de los segundos y, en definitiva, habría conducido a la apropiación de aquel territorio por la corona francesa (o quizás por los holandeses). Así se lo participó Jerónimo de Torres al rey español. A menos que España hubiese adoptado medidas sanas en contra y además enérgicas como la liberalización del monopolio indiano,41 el aumento de la población, mayor vigilancia de jueces y oidores y el auxilio continuo de una armadilla en aquellos lugares como lo aconsejó, entre otros, el arzobispo Dávila y Padilla. Cuando el 12 de junio de 1605 el licenciado Gonzalo de Valcárcel terminó su discurso describiendo cómo fueron ejecutadas las órdenes de despoblar la región noroeste de la isla, ignoraba que a partir de ahí la historia se «desviaría» de sus designios propios,42 puesto que aun cuando él mismo estuvo 41 42 En realidad se dispuso todo lo contrario, pues como es sabido, en 1610 la indolente administración española puso aún más trabas al comercio exterior de la isla. Dice Peña Batlle que la isla de Santo Domingo «cayó, poco después, en lo El pasado como historia. La nación dominicana... 175 envuelto políticamente en este suceso tan polémico y del cual fue un vehemente crítico, no lo percibió como trauma. La manifestación del trauma en los círculos letrados data de dos siglos más tarde. Si examinamos en sus detalles los memoriales sobre la isla Española de Alcocer, Araujo y Rivera, Haro Monterroso, Ponce de León, Montemayor de Cuenca, Franco de Torquemada y Carvajal y Rivera, que son documentos de mediados y finales del siglo xvii considerados como seguros, advertiremos que ninguno de sus autores utilizó la palabra devastaciones. Obviamente, tampoco habló de estas el censo del año 1606 del escribano Gaspar de Azpichueta, ni en los memoriales del Cabildo de Santo Domingo del 28 de julio y del 1 de agosto de 1608. Tampoco lo hicieron las consultas y Reales Cédulas sobre remedios contra el comercio intérlope de agosto hasta noviembre de 1603. La expresión oficiosa empleada por los funcionarios del gobierno de Antonio Osorio para referirse a las despoblaciones fue «reducción y mundanza de pueblos y hatos». El único autor importante del siglo xviii que trató el tema, Antonio Sánchez Valverde, tampoco empleó la voz devastaciones.43 Acorde con la creencia de que el carácter regresivo de la historia insular no podía ser impugnado ni rectificado, algunos historiadores dominicanos como Américo Lugo optaron por la rememoración como solución del trauma. Salvo quizás Peña Batlle. Una de las razones que condujeron a este último a un entendimiento voluntario con la 43 irremediable, en la hondonada, en el infortunio, en lo incierto de una convivencia sin sentido histórico». Para Guido Despradel i Batista, en cambio, fue el «abandono de La Isabela» que «torció por completo nuestro destino». Raíces de nuestro espíritu. Conferencia pronunciada en la sociedad cultural de Santiago «Amantes de la Luz» en el año 1936. El punto de vista sobre «las devastaciones» de 1605 y 1606 no ha cambiado en los historiadores de nuestra época. Franco las califica de «golpe mortal a la Española» (Franco, 2010). En vez de emplear el término «devastaciones», Nouel escribió: «Uno de los principales hechos fue la demolición, por mandato de la autoridad pública, de las poblaciones de Yaguana, Bayajá, Monte Cristi y Puerto Plata» (1913, 222). 176 Roberto Marte dictadura de Trujillo fue el deseo de transformar ese carácter escatológico de la historia.44 Algún historiador argüirá que la decadencia resultante de las devastaciones no es una invención de nadie, que de las evidencias mismas se infiere que los hechos de 1605 y 1606 entrañaron el hundimiento, la ruina,45 de la Española. Ahora bien, en el caso tratado se produce la circularidad siguiente: el nombre devastaciones de 1605 y 1606 de la banda noroeste de la Española (a veces el nombre del suceso aparece personalizado y se dice «las devastaciones de Osorio») posee un contenido metafórico y otro descriptivo. El contenido metafórico (que es el más importante) da al nombre una significación trascendente y negativa, mientras que el contenido descriptivo da al nombre un carácter designativo, es decir, verificable según dan constancia los documentos. Y si la enunciación «las devastaciones de 1605 y 1606» es el nombre (N) y por definición también el predicado (P), en tanto que P le da un significado a N, P la reemplaza. Establecer la verdad de esta aserción implicaría que el objeto de referencia (el hecho empírico) identificado también en N debería contener las propiedades de P (es decir, que el predicado está contenido en el sujeto) y esto, como se sabe, es imposible.46 De este modo, el objeto denotado en N no puede escapar al significado P.47 Hay aspectos de la historia insular especialmente difíciles porque constituyen lo que Walter Benjamin llamó «memorias 44 45 46 47 Para Peña Batlle, escribió San Miguel, «el régimen trujillista representará una especie de “paraíso postapocalíptico” que recuperó las esencias de la nacionalidad, negadas o disminuidas por los tenebrosos sucesos del periodo de la “caída”» (1997, 47). En su Historia de Santo Domingo, Lugo dijo de las despoblaciones: «¡Ejemplo de infelicidad inmerecida, acaso el más doloroso que presenta la historia de América!» (2009, 89). Esto es así solo en el caso de las proposiciones lógicas llamadas «tautologías». Sobre este controvertido tema, véase de Davidson (1984, 17-37). El pasado como historia. La nación dominicana... 177 peligrosas»: 48 relaciones de desgracias o de hechos catastróficos que calaron muy hondo en la vida de la sociedad y dieron lugar a una visión escatológica disruptiva de la noción de progreso. Atenuada por su patriotismo, la tesis del desarrollo regresivo del pasado insular que inició en el ámbito historiográfico la obra de José Gabriel García no tuvo en este el carácter escatológico de sus sucesores, 65 años después de la independencia nacional, que fue desde cuando se arraigó con más o menos énfasis en las generaciones siguientes de historiadores dominicanos. Las devastaciones, el Tratado de Basilea49 y la ocupación haitiana son tres capítulos que tratan sobre el alejamiento de la sociedad dominicana de sus orígenes, de lo español y de España, en los que la historia perdió su flujo narrativo normal y en lugar de ser una historia de vencedores, tendió a mantener vivos los recuerdos de una historia de injusticias y de victimados. 48 49 Memorias peligrosas porque vician la elucidación del pasado con suplantaciones emotivas. En la historiografía dominicana de hasta hace unas cuantas décadas abundaban las «memorias peligrosas»: la entrega de Santo Domingo a Francia, la ocupación haitiana, etc. Sin embargo, este asunto no ha despertado la atención de los historiadores nacionales del presente. Los poblemas del discurso de la identidad nacional dominicana proceden de estos llamados traumas de la historia. Sobre el tema, véase el estudio de Assmann (2007, 23). Sobre el Tratado de Basilea Nouel apuntó: «De entonces empezó para ésta (para la isla de Santo Domingo. R.M.), esa série de desventuras que forma la página más triste de su historia…» (1913, 422). Bibliografía Alcocer, Luis Jerónimo. «Relación sumaria del estado presente de la isla Española». Boletín del Archivo General de la Nación (BAGN), n.° 20-21 (1942). Ciudad Trujillo. Alfau Durán, Vetilio. «Apuntaciones en torno al 27 de febrero de 1844». Clío, n.° 116 (enero-junio 1960). Ciudad Trujillo. Álvarez de Mendoza, Pedro. «Memorial de la despoblación de la isla Española. Santo Domingo y los inconvenientes que tiene no poblarse y conveniencia de que se haga y modos para ello». Boletín del Archivo General de la Nación (BAGN), n.° 107. (1984). Santo Domingo. ANKERSMIT, Frank R. Narrative Logic, a semantic analysis of the historians language. Boston/London, 1983, pp. 85-90. ANKERSMIT, Frank R. y H. Kellner (eds.). A new philosophy of history. London, 1995. Assmann, Aleida. 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El tema tratado en este estudio guarda relación ante todo con ese carácter individual y primario del recuerdo. Por obra de las circunstancias culturales y políticas los recuerdos personales de ciertos hechos públicos tienden a veces a desviar su carácter privado y se transforman en conocimiento histórico, debido a un proceso mental denominado retranscripción, mediante el 183 184 Roberto Marte cual las representaciones semánticas interfieren en el recuerdo de episodios específicos. Dicho de manera escueta: Un hecho público importante primero es recordado episódicamente, luego es retranscrito semánticamente y continuado en un relato socialmente compartido. Esto ha sido así incluso cuando los autores de relatos autobiográficos han dicho querer evitarlo como, por ejemplo, lo hizo Víctor Garrido en En la ruta de mi vida (1970, 5) al expresar 1.°- «Este libro no es una historia de nuestro país, sino una historia de mi vida»; y 2.°- «no me he documentado para hacer historia». Es cierto que el peso de lo autobiográfico es muy importante en buena parte de su texto, pero el mismo se sustenta también no en recuerdos propios, sino en fuentes externas como el Listín Diario y en el Resumen de Historia Patria, de Bernardo Pichardo. A este último recurrió, incluso, para corroborar juicios históricos. Ahora bien, quisiera primero demarcar mi tema de análisis. Muchos ensayos históricos y sociológicos se refieren a la memoria colectiva, a la memoria pública, a la memoria nacional o a la memoria histórica. Pero sobre estos términos no hay una conceptualización clara y, en un sentido distinto al de la memoria personal, tampoco hay una teoría ni un campo de problemas específicos,1 salvo que se conviene que la memoria colectiva no puede existir sin la memoria individual y que agregados de individuos recuerdan juntos. A diferencia de la memoria personal, la llamada memoria colectiva tiene un fuerte componente discursivo cuyo fin es 1 La diferencia entre memoria colectiva y memoria social establecida por Páez, Basabe y González no es convincente. En los estudios de la memoria el término «memoria social» no existe y, en tal caso, se trataría de un término redundante (1997, 148). En este asunto hay mucha ambigüedad. Por ejemplo, Le Goff (1991) trata de la memoria personal y de la «memoria histórica» sin diferenciar claramente la una de la otra. El pasado como historia. La nación dominicana... 185 facilitar la inteligencia del pasado y tiende a ser generalizadora: evoca el pasado trascendiendo el momento y el lugar originales en que tuvo lugar el hecho recordado. Kansteiner califica de «baja intensidad» este rasgo de la memoria colectiva (2002, 189-190). En este estudio me he ceñido al análisis de la memoria autobiográfica en su entorno social y político sin extrapolar sus funciones al campo de la memoria colectiva, pues la engañosa relación entre ambas ha sido hasta ahora insuficientemente estudiada. Los historiadores simplemente han ignorado este problema. Este trabajo no está dirigido a los estudiosos de la memoria sino a mis colegas historiadores dominicanos y a los aficionados a nuestra historiografía. Dado el carácter especializado del tema, no siempre me fue posible evitar el empleo de términos técnicos surgidos en las últimas décadas de las investigaciones de la memoria lo cual podría dificultar la lectura de este texto a los no entendidos. Para más claridad he explicado y comentado en cada caso su significado. En las páginas siguientes veremos con cierta minuciosidad el tema de la memoria autobiográfica en la historia dominicana, dando más énfasis a su manifestación en la sociedad dominicana a partir de mediados del siglo xix, la cual, como todos sabemos, no solo se distinguió por su pobreza y por sus estrecheces en casi todos los órdenes, sino también por su tradicionalismo hasta ya avanzado el siglo xx. El estudio de la memoria autobiográfica como será tratado aquí comprende dos problemas: 1.°- qué tipo de enunciación es propia de los recuerdos episódicos, de los recuerdos individuales de acontecimientos concretos y en qué difiere de la enunciación de muchos recuerdos característicos de la memoria autobiográfica y de la historia; y 2.°- cuándo los recuerdos personales son auténticamente episódicos y cuándo no para establecer su valor de verdad narrativa. 186 Roberto Marte Ambos problemas están íntimamente asociados y a su vez giran alrededor del tema de la relación entre memoria autobiográfica e historia del tiempo presente,2 sobre todo cuando los recuerdos autobiográficos contienen juicios y pensamientos de tipo histórico. La facultad de recordar familiarmente el pasado histórico La parte más importante de la memoria autobiográfica almacena recuerdos de hechos específicos vividos. Esa capacidad de recordar in ipso las experiencias cotidianas en su contexto espaciotemporal y que constituyen el pasado propio de cada individuo ha sido designada «memoria episódica»,3 un concepto formulado por el Dr. Endel Tulving (Tulving y Donaldson, 1972) hace cuatro décadas. La memoria episódica es un sistema de procesamiento de datos a largo plazo que retiene tan solo informaciones (o aspectos de esas informaciones) sobre hechos vividos (perceptuales) por el sujeto reminiscente, generalmente está imbuida de detalles y cuando se inscribe en una narración personal es emocionalmente relevante para dar un sentido a nuestra propia vida. Pero por cuanto la memoria humana está constituida por sistemas de procesamiento múltiples, hay también experiencias que se recuerdan como propias sin haberlas vivido porque nos enteramos de ellas mediante otras personas. Esos recuerdos de informaciones no originadas en vivencias propias forman la memoria factual. 2 3 La historia del tiempo presente es «la materia semiviva del reciente pasa do» al decir de Mejía (1944). La memoria episódica es llamada también «memoria experiencial». Tulving sostiene que excepto la memoria episódica, todas las demás formas de la memoria «have nothing to do with the past» (1983, 209). El pasado como historia. La nación dominicana... 187 Conforme a esta tipificación de los sistemas interactivos de la memoria, la memoria episódica recuerda episodios en primera persona, en alto grado por la vía de imágenes, y no requiere de referencias denotativas no episódicas. La memoria factual recuerda, en cambio, que el episodio sucedió pero no recuerda el episodio mismo. El poeta Incháustegui Cabral nos lo dice de una manera intuitiva y literaria: «Me percaté que todos los recuerdos no eran míos. Imposible. Algunos lo debo a mi madre que me contaba como fui; a mi tía, a los amigos dispersos a los cuatro vientos, que me transmitían escenas, frases, situaciones, que ya habían caído en el hoyo negro del olvido. Debo mucho a esos rescates fortuitos, a mi curiosidad, a mi paciencia para oír» (s.f., 196). Si la memoria factual contiene información falsa se puede atribuir el desacierto a la fuente externa de donde procede su contenido, no sucede así en la memoria episódica, que carga con toda la responsabilidad del recuerdo. La memoria autobiográfica, por otra parte, es una subclase del sistema mnésico episódico y su función más importante es la conformación del yo personal a través de la comprensión del pasado entendido desde el presente. Ella no solo encierra recuerdos de acontecimientos específicos vividos individualmente, recuerdos auténticos inconexos y sin una razón manifiesta, sino además testimonios referidos por otras personas, recuerdos factuales e informaciones genéricas que asociados procuran vincular en un discurso literario el presente con el pasado. A menudo la sinceridad de los testimonios autobiográficos se ve adulterada por la memoria factual, la cual puede dar lugar a la fabulación e, incluso, a la mentira. En un libro más o menos autobiográfico el periodista ecuatoriano Gerardo Gallegos contó que a mediados del año 1947 la Sociedad Colombina Panamericana convocó a un concurso periodístico con el premio de mil dólares para el artículo literario que enjuiciase mejor la independencia dominicana de 1844. Y más adelante refirió como si se tratara 188 Roberto Marte de un recuerdo episódico: «Juan Bosch, exiliado en La Habana, maniobró hábilmente ante el embajador dominicano, Lic. Virgilio Díaz Ordóñez, para que se le otorgase el premio. En cambio, Bosch se comprometía a cesar en su campaña contra la dictadura. Incluso cancelaría su venta de bonos para el financiamiento de dicha campaña». ¿Cómo supo esto Gallegos sino porque se lo contaron o porque él mismo se lo inventó? Si se lo contaron, es decir, si no era el recuerdo de una experiencia propia, Gallegos debió así expresarlo en aras de la sinceridad de su testimonio. Y si Gallegos mintió, por lo menos en este punto, su relato visto en conjunto pierde credibilidad siguiendo el adagio latino: testis in uno falsus in nullo fidem meretur. La autobiografía no es igual al diario íntimo. El diario íntimo cuenta lo que no se puede contar en público. En cambio, el individuo que se autobiografía se posiciona a sí mismo en un espacio de interacción social que comprende no solo su rol actancial sino también su rol moral y sus atributos de narrador, a menudo exaltado en términos románticos. Ahora bien, los recuerdos autobiográficos pueden expresarse de diversas formas. Por ejemplo, si los recuerdos se refieren a hechos vividos traumáticamente por una colectividad, la narrativa autobiográfica incorpora comúnmente los valores y la estructura discursiva de la historia. Como las obras literarias, en este caso el testimonio autobiográfico de experiencias públicas está determinado por creencias básicas o representaciones de estereotipos genéricos que podríamos considerar como sistemas estructurantes de las acciones narradas expresados en isotopías generadas por clasemas patrióticos o morales a las cuales no puede escapar el historiador, pero tampoco el testimoniante. Esto es sobre todo notable en los recuerdos de experiencias traumáticas. Aquí la narrativa autobiográfica se focaliza tanto en la colectividad o en la interacción con otras personas como en el individuo reminiscente. Este es el caso del texto El pasado como historia. La nación dominicana... 189 de Gaspar de Arredondo y Pichardo que veremos más adelante y de otros como Abril en mis recuerdos (2002), de Teresa Espaillat; y Caracoles, la guerrilla de Caamaño (1980), de Hamlet Hermann. En cambio, la situación es distinta cuando el hecho traumático es vivido individualmente y el sujeto reminiscente se presenta como un carácter solitario. Así se puede ver en el texto Yo maté a su hijo (1990), de Eugenio María Guerrero Pou. A pesar de que vivió en medio del huracán de la dictadura trujillista en sus momentos más represivos, Guerrero Pou escribió sobre sus vivencias imbuido sobremanera en la esfera privada. Aun cuando fue muy descriptivo del escenario del cuartel militar cotidiano, su narración se distanció del contexto político o histórico en que se desenvolvió su vida. En un pasaje explicó esto de una manera ingenua: «Apenas uno se daba cuenta si había alguna tirantez política». Un caso intermedio de recuerdos traumáticos es el libro de Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Años Imborrables (2008). La memoria autobiográfica contiene conocimientos generales de diversos tipos cuyos componentes proposicionales pueden ser muy fuertes. Cuando la memoria factual envuelve conocimientos genéricos es llamada «memoria semántica», cuyos referentes son los conceptos y los conocimientos no contextuales con los cuales crea, a veces, nuevos conocimientos valiéndose del razonamiento. El sistema mnésico semántico almacena conocimientos de hechos no vividos, conocimiento organizado a menudo en forma de proposiciones de carácter genérico, independientes y no relativas a la persona que recuerda por medio de palabras y símbolos verbales. La memoria semántica no produce la consciencia de lo vivido que es característica de la recordación episódica. Se puede decir que el conocimiento histórico es una expresión del sistema semántico. Los testimonios autobiográficos entrañan aspectos semánticos en mayor o menor grado, debido a que sus componentes episódicos no pueden operar con independencia de la memoria semántica. Esto es más ostensible cuando el testimonio no 190 Roberto Marte se limita a recordar los eventos específicos vividos personalmente, siendo su principal eje temático acaecimientos de carácter público que fueron vividos solo parcialmente o incluso no vividos directamente por el sujeto sino conocidos por la colectividad y muchas veces conocidos como historia, según se ve, por ejemplo, en las Relaciones, de Manuel Rodríguez Objío (1951); o en Testimonio histórico. Junio 1959, de Mayobanex Vargas (1981). En esta forma de «recordación» que a partir de ahora llamaremos «testimonio autobiográfico», puede haber casos extremos (que se distancian de lo que comúnmente entendemos por autobiografía) porque retienen un tipo distinto de informaciones al de la memoria personal. Por ejemplo, cuando los recuerdos autobiográficos son reconstruidos impersonalmente casi del todo como rememoración histórica. Este es el caso, por ejemplo, de las Páginas dominicanas de historia contemporánea, de Antonio Hoepelman (1951). El libro de Ramón Emilio Saviñón, Memorias de la Era de Trujillo 1916-1961 (2002),4 que aparentemente es una obra autobiográfica porque habiendo sido su autor funcionario del régimen de Trujillo, en la misma habría de narrar sus vivencias personales en el gobierno del que fue parte, está formado básicamente por informaciones procedentes de fuentes externas a la memoria del sujeto combinadas con recuerdos personales fragmentarios. La forma argumentativa y la organización de estas Memorias, de Saviñón, salvo en algunos párrafos, son de carácter histórico y sus informaciones no provienen de la memoria del autor del libro sino de fuentes de segunda mano aparecidas en artículos y libros de historia. Tales casos no corresponden enteramente a la función recuperadora de la memoria personal en sentido estricto sino a una operación discursiva consciente sobre el pasado. Por más honesto que sea el testigo, esta última forma de recordación ficticia y con una fuerte carga ideológica nunca alcanzará 4 Gran similitud estructural con el libro de Saviñón es el de Peña Rivera (1996). El pasado como historia. La nación dominicana... 191 la autenticidad ni el carácter autonoético del recuerdo autobiográfico vivido. Como lo podemos ver en nuestros días respecto a los acontecimientos de nuestra historia contemporánea, lo que se sabe del pasado nacional reciente ha emanado en gran medida de los recuerdos autobiográficos de muchos de los dominicanos de las últimas tres generaciones del presente. Algunos de los contenidos emotivos y estéticos de los recuerdos de ese pasado han sido revividos con tal intensidad (este es el tipo de recordación llamada recordación escénica, reexperiencing o reliving) que quienes lo vivieron han pasado a ser de meros testigos de los hechos a sus intérpretes activos con las habilidades discursivas propias para rememorarlos como si fueran experiencias no solamente personales, sino experiencias históricas.5 A pesar de que por lo general los recuerdos escénicos son recuerdos fragmentarios, se expresan en un orden temporal narrativo, pues desencadenan un raudal de recuerdos asociados en cuya certidumbre se cree a pie juntillas. Por eso se dice que los recuerdos escénicos son recuerdos reintegradores. Y en efecto, la formación de esas asociaciones mnésicas es una de sus funciones principales. El factor precipitante del recuerdo escénico es casi siempre la significatividad emocional de lo vivido a raíz de una experiencia que involucra consecuencias importantes en la vida del sujeto, entre otras razones porque en la misma su yo y sus deseos son congruentes o en grado sumo incompatibles. Por lo común, aunque no forzosamente, dicha experiencia vivida produce un recuerdo-destello.6 5 6 A esto se refiere Marcuse cuando habla de la memoria como un latente agente revolucionario de movilización social (1964). También, Vásquez (2001). El recuerdo-destello es una reacción mnésica que hace alusión al recuerdo episódico muy vívido y rico en detalles que resulta de la emoción desencadenada por un hecho inesperado importante. El concepto recuerdo-destello (flashbulb memory) fue acuñado en 1977 por J. R. Brown y J. Kulik. 192 Roberto Marte Esa relación autonoética7 o de familiaridad con el pasado reciente de la memoria autobiográfica es la de creer conocer los hechos porque se tiene un sentimiento de cercanía con ese pasado vivido como si se tratara de una realidad palpable, sin que esto implique obligatoriamente la comprensión de lo sucedido o la aplicación de un criterio historiográfico consciente para poder expresar «eso sucedió así». Esa intensidad emotiva no garantiza la fiabilidad del recuerdo. El sentido autonoético del recuerdo que causa la sensación de un contacto inmediato con el pasado es un proceso automático y no está supeditado al control consciente (es involuntario). El recuerdo resultante es siempre episódico (específico y vivido), de alta valencia emocional, irrepetible y de un nivel elevado de consecuencialidad y las ideas genéricas no juegan en él un papel importante, a no ser que intervenga un juicio racional muy fuerte que establezca una relación duradera entre el recuerdo episódico y la idea general sobre el mismo. Ese tipo de recordación forma parte sin duda de la memoria autobiográfica, pero en los recuerdos autobiográficos de experiencias personales y de carácter público el sujeto reminiscente con frecuencia también importa conocimientos, adquiridos de fuentes externas y que, por tanto, no forman parte de su memoria episódica. Esto casi siempre sucede sin que se establezca la diferencia entre conocimiento y recuerdo. La diferencia entre la memoria personal y la historia es la que existe entre decir lo recuerdo y lo sé, entre la impresión de que algo ocurrió porque nos sentimos dentro y la operación explicativa de lo ocurrido con la garantía de lo verdadero. Ricoeur observa que quien recuerda tiene una sensación de certeza inmediata del recuerdo cuya autenticidad está fuera 7 Autonoético en el sentido de que revive el pasado propio en el contexto espacio-temporal de la experiencia originaria como si estuviera mentalmente presente. Sobre el concepto «conciencia autonoética» véase el estudio de Tulving (1985). El pasado como historia. La nación dominicana... 193 de toda duda, pero no tiene como meta la verdad como es el caso en los historiadores (2002, 56). El conocimiento histórico, por el contrario, no se fundamenta en la experiencia inmediata del pasado como ocurre con la memoria episódica, sino que es adquirido tras el estudio de las fuentes históricas y de las interpretaciones acumulativas de otros historiadores. El conocimiento del historiador está siempre mediado por las fuentes históricas, nunca es el resultado de un contacto experiencial directo con el pasado.8 Mientras más fuerte es en quien recuerda la relación personal con el pasado, mientras más convencido se siente el individuo reminiscente de que ese pasado forma parte de sí mismo y más intensa es su activación afectiva, más difícilmente pueden sus recuerdos ser evaluados independientemente de las motivaciones y de la identidad de los miembros del grupo del cual forma parte (Clark, 1990, 73-94). Por eso se considera el pasado como un patrimonio que no se agota con la simple recuperación de informaciones realizada por los historiadores. Aunque los recursos cognitivos y la memoria de trabajo tienden a deteriorarse con el avance de la edad, la facultad de recordar socialmente el pasado no se debilita con el paso de los años. Todo lo contrario, la habilidad de los ancianos para contar cuentos gana relevancia social y cultural como se ve en la importancia (y autoridad) atribuida a sus relatos autobiográficos cuando narran el pasado histórico con la facultad investigativa de los historiadores. Tanto más es esto así cuanto más tradicional y conservadora sea la sociedad de referencia. Es conocida la tendencia muy acentuada en las personas mayores a la evocación autobiográfica9 tendiente a recordar 8 9 Crane se pregunta: «Is it not possible to expand historical discourse to include a conception of every one of us, as historical writers, writing as historical actors?» (1997, 1384). Es la tendencia a evocar las primeras fases de la vida de adulto conocida en los estudios de la memoria como reminiscence bump. 194 Roberto Marte generalidades, a recordar preferentemente en categorías de acontecimientos en vez de acontecimientos específicos como lo ilustra el siguiente pasaje de una novela histórica dominicana de las primeras décadas del siglo xx: El anciano Ambrosio, encargado de unos cacaotales del padre de Demetrio, el personaje principal, le cuenta a este, con el convencimiento de quien conoce el pasado político del país por haberlo vivido, lo siguiente: «Cuando Báez, los hombres eran andullos al corte; quien era rojo no se tiznaba de otro color por nada de este mundo; pero ahora, válgame el cielo, desde que ven un puñado de oro mudan hasta la piel» (Pichardo, 2010, 34). Desde luego, esto no era cierto, pero el joven Demetrio lo escuchó sin argüir nada en contra. Engañosamente muchas personas toman por historia los recuerdos personales cuando estos aluden colateralmente a eventos públicos o de importancia política. Por ejemplo, los recuerdos del Cojo Martínez en un texto publicado sobre distintos episodios de su vida se refieren estrictamente a su persona. No obstante, él se dirige a su público como si se tratara de un asunto no autobiográfico sino histórico. Él escribió: «tengo que declarar ahora, sesenta años más tarde, ante la historia…» (Coiscou Guzmán, 2002, 68).10 Esto es incorrecto como más adelante veremos. Si la comunidad receptora del testimonio autobiográfico sobre asuntos públicos no está constituida por personas competentes sobre el tema en cuestión, habrá entonces un sesgo confirmatorio del mismo: esta se inclinará a aceptarlo a priori como verdadero y para su verificación apelará, en una suerte de circularidad ilícita, a la misma testificación que habría de ser corroborada. Esta expresión de petitio principii se considera demostrada diciendo «yo estaba ahí», «lo sé de un actor directo», «persona 10 Con mucha frecuencia el testimonio autobiográfico se confunde con la historia, sobre todo cuando trata paralelamente de asuntos de interés público. Vargas (1981) tituló la publicación de sus recuerdos personales Testimonio histórico. Junio 1959. El pasado como historia. La nación dominicana... 195 muy verídica que no dice sino lo que vio», «esto consta porque muchos están bien seguros de ello», «es rigurosamente histórico, pues está comprobado por todo el mundo aquí», etc.11 El «yo estaba ahí» es además un alegato de que la conexión establecida entre el hecho invocado y otros hechos relacionados también es verdadera. Esta interacción verbal es la que Ricoeur llama «estructura fiduciaria del testimonio». Y así llegamos al punto crítico: se deduce una relación directa entre testimonio personal y autoridad, el testimonio es locus ab auctoritate, y si el testimonio se refiere a un hecho histórico, lo que narra será digno de fe, concluyente y auténtico. A principios del siglo xix el jefe de escuadrón del ejército francés de ultramar, Guillermin, por ejemplo, dijo que en su Diario Histórico (1810) escribió la verdad sobre la guerra entre franceses y dominicanos en 1808 y 1809 porque «j’ai été le témoin oculaire des faits, que j’ai connu particulièrment les hommes marquants dont j’ai parlé, et que mes intentions son pures», y considerado desde este punto de vista se conceptuó como historiador: «J’ai satisfait en écrivant á la principale obligation d’un historien qui est dire la vérité». Parece que durante la guerra de los dominicanos contra los franceses, Guillermin recogió sus experiencias diarias en notas12 o en una especie de diario de operaciones (por eso precisa: «escrito por un militar, en medio del tumulto de los campamentos») que años después reorganizó y consolidó basándose en sus recuerdos conforme a la superestructura argumentativa de la historia, que él llamó «estilo», cuya evaluación dejó «a la crítica severa de los puristas». 11 12 La actitud respecto a este asunto ha cambiado poco hasta nuestros días como lo revela el gran número de publicaciones del tipo del libro de Sierra (2003). Aunque Cipriano de Utrera afirma que Guillermin «no llegó a estar presente actuando en la batalla de Palo Hincado». 196 Roberto Marte El Diario de Juan Sánchez Ramírez trata sobre el mismo tema que el Diario de Guillermin, pero a diferencia de este, el de Sánchez Ramírez no fue escrito como historia. En realidad, ambos textos fueron redactados sobre la base de un diario de operaciones. En su discurso de ingreso como miembro de número de la Academia Dominicana de la Historia, Manuel de Js. Goico Castro incluyó a Juan Sánchez Ramírez en calidad de historiador en unas tablas cronológicas de la historiografía dominicana (1980, 5). Pero Sánchez Ramírez no fue historiador ni escribió ningún libro o artículo de historia. Su único escrito conocido no es un texto de historia, aunque por su título lo parezca. En realidad, el título Diario de la Reconquista, con el que hoy se conoce, le fue dado por fray Cipriano de Utrera. Su verdadero encabezamiento es Diario de operaciones para la reconquista de la parte española de Santo Domingo y, como tal, se trata de una relación diaria de sus experiencias durante la guerra contra los franceses. Parece que en el transcurso de esa campaña, Sánchez Ramírez fue acopiando anotaciones de sus vivencias con las cuales construyó esa relación en la forma de recuerdos episódicos. Por lo demás, conviene decir que lo anterior no guarda relación con el hecho de que el texto de Sánchez Ramírez constituye una fuente muy importante para los historiadores que estudian el tema de la guerra de los dominicanos contra la dominación francesa. Aun cuando en su obra historiográfica proliferan los testimonios autobiográficos, las relaciones personales y los diarios, José Gabriel García intuyó los malentendidos que este tipo de pruebas podía acarrear como materia prima de la historia. No obstante, en la sociedad dominicana los relatos testimoniales en primera persona siempre han tenido mucho peso como «prueba irrefutable». No fue sino hasta ya entrado el siglo xx cuando la aportación del testimonio de impronta personal como medio probatorio se convirtió en objeto de El pasado como historia. La nación dominicana... 197 análisis de la crítica histórica erudita, aunque no fue una actitud sistemática de los historiadores. El testimonio autobiográfico y los recuerdos personales Antes de internarnos en este y otros asuntos relacionados conviene explicar lo siguiente: es cierto que la parte más importante de las informaciones guardadas en la memoria autobiográfica proceden de las vivencias personales y por eso solo conciernen al sujeto portador de los recuerdos. Esto no quiere decir que la autobiografía no encierre componentes heterobiográficos, es decir, que en la autobiografía del sujeto este no interaccione con otras personas en acciones recíprocas. Además, lo que un individuo recuerda no es solamente su impresión personal de una experiencia vivida, pues la memoria autobiográfica es un componente del sistema cultural del entorno social de cada individuo. Si se recuerda la fecha «24 de abril de 1965» o la «batalla del puente Duarte», de ese año se recuerda esa circunstancia representada en su significación dentro del marco de un grupo. Con frecuencia los recuerdos personales retienen informaciones sobre las repercusiones sociales del hecho recordado, sobre el efecto de los sucesos públicos importantes en el entorno social en que se produjeron. Ahora bien, la memoria autobiográfica magnifica la importancia de esas informaciones que eran colaterales cuando fueron registradas en la memoria del sujeto y las convierte en su parte principal mediante un proceso semántico de esquematización cuando el sujeto reminiscente, trascendiendo el plano de sus propias acciones, hace sostener su narración autobiográfica en unos personajes, escenarios y metas con características históricas. 198 Roberto Marte El texto de Nicolás Silfa, Guerra, traición y exilio (1980), es un caso extremo por cuanto el rol personal del sujeto reminiscente se redujo al mínimo, centrada la atención en los hechos ocurridos con otras personas. Aunque tomó parte en algunos de los sucesos narrados, Silfa apenas aparece en los mismos, no se posicionó como autor del relato como queriendo guardar cierta distancia emocional no solo ante su memoria, sino ante la memoria de sus conocidos y compañeros. El resultado de esta operación literaria no fue un libro de recuerdos personales, sino una miscelánea de narración histórica y novela de suspense. En razón de todo lo anterior y para que se entienda así en el análisis que tenemos por delante quiero poner en claro lo siguiente: los términos testimonio autobiográfico y recuerdos personales no son sinónimos. Tampoco los términos testigo y testimoniante. Este último vocablo (testimoniante) no existe oficialmente en nuestra lengua, pero lo he acogido para diferenciarlo del término testigo. El testigo se limita a dar fe de algo que ha visto u oído, casi siempre en circunstancias privadas de la vida diaria. El testimoniante, en cambio, articula un discurso de lo vivido que, a menudo, se trata de grandes eventos, es decir, intenta reconstruir literariamente su contemporaneidad como hecho histórico y trata de aprehender su significado estableciendo correlaciones entre los acontecimientos vividos, una operación que es atribuida a la historiografía o a lo que se entiende por saber histórico cuya objetividad se presupone como el elemento más importante. El testimonio autobiográfico entraña reflexiones, pasiones, nostalgia y traumas formadas casi siempre en circunstancias de violencia cuando tuvo lugar la experiencia personal del pasado, pero también gestadas en el momento del repaso en función de las circunstancias del presente. Así pues, el testimonio autobiográfico no es solamente el registro mnésico de un suceso que fue vivido, sino un llamado moral asumido como deber en la esfera de lo público. Como El pasado como historia. La nación dominicana... 199 en el texto citado de Gaspar de Arredondo y Pichardo, cuyo potencial político resulta de que la víctima se arroga la palabra para contar sus sufrimientos en nombre de los dominicanos. Dada su importancia conviene repetirlo: que la autobiografía es un acto discursivo dialógico, dirigido a los demás, cuya función principal no es la recordación fidedigna de los hechos vividos, no es una función cognoscitiva sino autorepresentativa y ética. Y como es un discurso relacional o comunitario, el autobiógrafo tiende a asumir los temas y el modo enunciativo de la historia. A menudo, esa naturaleza interrelacional de la autobiografía determina su contenido. Ahora bien, el testigo que recuerda hechos vividos en su persona puede convertirse en testimoniante como lo hicieron, entre otros, en el siglo xix, Manuel Rodríguez Objío, en sus Relaciones (1951), y un Testigo Ocular en unos Apuntes de los principales acontecimientos de la Revolución del 21 de julio de 1886 (2010); en el siglo xx, Antonio Hoepelman, en Páginas dominicanas de historia contemporánea (1951); y en el siglo xxi, Jesús de la Rosa, en La revolución de abril de 1965. Siete días de guerra civil, (2005). Por consiguiente, el testimonio autobiográfico es una construcción literaria sobre el pasado personal exteriorizada deliberadamente para los demás, para la esfera pública. Mientras que el recuerdo personal es una operación cognitiva íntima y privada resultado de una percepción y no testimonia nada. Un testimonio puede llegar a impugnar la autoridad del historiador. Una persona que simplemente recuerda no.13 Se puede decir que el testimonio es una historización de los recuerdos personales, pues entre el testimonio autobiográfico y la historia hay un nexo íntimo. Tan ambiguo es el tema que en estos últimos años a la historiografía le ha nacido una hija aceptada en los círculos académicos: la historia oral. Con frecuencia se piensa que esta es 13 En esto me acojo al punto de vista de Bédarida (1998, 25). 200 Roberto Marte una especie de contramemoria popular y democrática de la gente común, de los héroes anónimos, que no recogen los libros de historia, más sincera y auténtica que la llamada versión oficial del pasado de los historiadores. La aplicación de las fuentes orales en la historia no es una práctica nueva entre los historiadores dominicanos: en la historiografía sobre la guerra Restauradora ganó importancia como se puede ver en las obras de Archambault y Nolasco (Archambault, 1934 y 1938; Nolasco, 1938), aunque hay que decir que en ningún caso se han empleado instrumentos científicos para entrevistar autobiográficamente a los testigos, de modo que puedan diferenciarse las características cualitativas de los recuerdos que correspondan a hechos reales vividos de los recuerdos correspondientes a hechos imaginados. Por lo común lo que se ha hecho es simplemente motivar a los testigos a evocar su vida pasada y se ha recogido por escrito al azar lo que han declarado sin poner atención a las características del contenido ni a la estructura de lo expresado por el deponente.14 El Premio Nacional de Historia José Gabriel García, de nuestro Ministerio de Cultura, tiene un área de estudio llamada modalidad testimonio15. No sé si este concurso premia la mejor compilación de informaciones orales basadas en los recuerdos personales, aunque desde el punto de vista heurístico no hay diferencia entre la expresión oral y escrita de los recuerdos.16 14 15 16 Pero esta es una actitud de los historiadores en casi todas partes. En general, los historiadores no se han preocupado por este asunto. En tal caso sería aconsejable la colaboración del psicólogo y el empleo del llamado «cuestionario de características del recuerdo» desarrollado por Johnson, Foley, Suengas y Raye (1988, 371-376). Las bases de la premiación del Ministerio de Cultura no establecen ninguna diferencia entre el mero recuerdo personal y el testimonio. Achugar señala un aspecto importante en la recepción del testimonio oral. Él dice que la oralidad le da visos de autenticidad al testimonio (1992, 66). La expresión «contra scriptum testimonium non scriptum non fertur (contra el testimonio escrito carece de eficacia el testimonio no escrito)», El pasado como historia. La nación dominicana... 201 De todos modos, si es así esto sería correcto. Lo que no es correcto es el creer que los recuerdos personales por sí solos son la historia a no ser que el testigo convierta sus recuerdos personales en autobiografía, y esta, a su vez, en testimonio y, subsiguientemente, en historia. Los recuerdos de la invasión de Dessalines A mediados de febrero de 1805 las tropas haitianas conducidas por el emperador Jean Jacques Dessalines se desplazaron a la parte española de la isla de Santo Domingo. La improvisada resistencia que los criollos dominicanos opusieron a los haitianos en su marcha a la capital de la anterior colonia española fue vencida y muchos habitantes de algunas poblaciones del interior de la parte hispanoparlante de la isla fueron cruelmente reprimidos. La plaza de Santo Domingo, que se encontraba en manos de los franceses, fue asediada durante 21 días, pero tras varias acometidas infructuosas no pudo ser sometida. Los haitianos entonces levantaron el asedio y entre finales de marzo y principios de abril retornaron a su país, los generales Dessalines y Christophe por la ruta del Cibao. Dessalines ordenó que se llevaran a pie para Haití a varios cientos de personas del país y se incendiaron casas e iglesias en las localidades que los haitianos encontraron a su paso.17 Muchos bienes materiales 17 atribuida a Caracalla, tenía únicamente valor jurídico: lo que el testigo testimonia por escrito no puede ser impugnado por la vía no escrita. Esto, que los historiadores dominicanos ven como un crimen de los haitianos, era una costumbre de la guerra desde tiempos antiguos. Por ejemplo, el 6 de julio de 1690 los franceses comandados por De Cussy asaltaron la ciudad de Santiago, se entregaron al pillaje de los bienes privados y se llevaron consigo en calidad de rehenes a muchas personas importantes del lugar. También las huestes dominicanas de Sánchez Ramírez saquearon muchas casas privadas cuando en 1809 entraron a la ciudad de Santo Domingo tras vencer a los franceses después de un largo asedio. Sobre la clase más pobre de los combatientes («hueste caprichosa y violenta») que integraban la columna invasora capitaneada por Antonio Maceo y que salió de las Mangas de Baragua el 22 de octubre de 1895, durante la última guerra 202 Roberto Marte de los pueblos de esa región se perdieron irremisiblemente, entre otros, los archivos de los cabildos de esa región del país. Pero lo que se sabe de este capítulo de la historia dominicana es muy incompleto, pese a que a partir de entonces se ha mantenido despierta la animadversión de muchos dominicanos contra los haitianos. Rodríguez Objío señaló que «una barrera sangrienta trazada por Dessalines había separado para siempre dos pueblos que debieron ser uno» (1951, 18-19). En el tomo iii de su Historia de Santo Domingo, Antonio del Monte y Tejada narró el impetuoso avance de los guerreros haitianos comandados por el general Henri Christophe a la parte española de la isla: «que tras varios combates con los dominicanos en el lugar llamado La Emboscada en las cercanías de Santiago, los haitianos pudieron conquistar esta ciudad “el lunes de Carnaval, cuando se decía la misa” en la iglesia mayor y en las calles cometieron muchos crímenes. Y que en los montes cercanos los haitianos “pillaban y mataban sin misericordia”». A seguidas Del Monte y Tejada comprimió su relato, apenas dedicó un párrafo para describir el asedio de la ciudad capital, y luego refirió escasamente que en el camino de regreso a su país, los haitianos incendiaron Santiago «después de haber hecho un degüello horroroso en la parroquia de Moca», que «Todo fue presa de las llamas y del cuchillo». Pero Del Monte y Tejada no reveló cómo obtuvo esas informaciones sobre los hechos ocurridos en los campos y pueblos del Cibao, pues él ya había abandonado su suelo natal un año antes. Lo único que refirió en relación con la procedencia de algunas de sus fuentes fue la cita de un parte del general Ferrand al ministro francés de Marina. independentista cubana, el historiador Fernández Almagro escribió lo siguiente: «combatientes en su conjunto de múltiples motivaciones: por el ideal patriótico, por la soldada, por el botín, por el resentimiento o sed de venganza» (1974, 261). El pasado como historia. La nación dominicana... 203 Otro escrito de la época, el del oficial del ejército francés Lemonnier-Delafosse, quien se encontraba en la capital dominicana cuando esta fue asediada por los haitianos, pero que no presenció la embestida de Christophe y los suyos a través del Cibao ni su retirada tras el fracasado asedio de la ciudad de Santo Domingo, tampoco trae informaciones sobre los hechos aquí tratados (Lemonnier-Delafosse, 1846).18 En su Compendio de la historia de Santo Domingo, José Gabriel García describió el «furor salvaje» de los haitianos, el avance del general Christophe a lo largo de la región del Cibao, que las calles inmediatas a la iglesia mayor de Santiago «quedaron sembradas de cadáveres mutilados», pero como fue usual en el historiador, no citó las fuentes de donde provenían sus informaciones, salvó que precisó que lo había contado antes don Antonio del Monte y Tejada. Sobre los atropellos cometidos por el ejército de Dessalines en el transcurso de su retirada hacia Haití, después del infructuoso asedio de la capital dominicana, García refirió, entre otros pasajes, que «horroriza la pintura hecha por una de las víctimas», sin concretar quién era. Lo único que he podido sacar en limpio es que García reprodujo en esta parte algunos fragmentos del texto entonces inédito del padre José de Jesús Ayala, el cual comentaré más adelante. Probablemente, García acopió algunos testimonios de sobrevivientes de aquellos hechos, pero si se confronta su narración con la de Del Monte y Tejada se puede advertir que García se apoyó fundamentalmente en la historia del primero. Por lo general, los libros de historia nacional de Haití del siglo xx apenas han tratado o han ignorado el tema de la invasión de Dessalines al territorio español de la isla, la «campagne de l’Est de Février de 1805» como tradicional18 Conviene decir que este libro presenta los hechos de la revolución haitiana a conveniencia de los franceses y degrada a los haitianos por motivos racistas. Véase, por ejemplo, cómo califica a Dessalines en la página 126. 204 Roberto Marte mente ha sido llamado por los historiadores haitianos (Bellegarde y Lhérisson, 1906, 78; Léger, 1907, 157).19 Sobre estos sucesos no existen documentos de la época. Los documentos notariales y los asientos de bautizos citados por Despradel i Batista con declaraciones de testigos de lo sucedido en La Vega en abril de 1805 se refieren a generalidades, no ofrecen una base para la descripción del hecho (1938, 197-200; 2010, 35).20 Es posible que los recuerdos de este suceso ocurrido en La Vega hayan sido retenidos por algún tiempo en la memoria episódica de los testigos (que recordaran que una vez esto sucedió así y así) y con el paso de los años hubieran formado parte del sistema genérico de la memoria, impregnado ulteriormente de los sentimientos antihaitianos de la narrativa del suceso varias décadas después de establecida la república.21 Hay también informaciones sueltas del año 1805 que se refieren de modo indirecto a los daños causados por las tropas haitianas a su paso por los poblados dominicanos e n otras partes de la isla. Es el caso de la carta de fray Francisco Guerrero, cura de Baní, al vicario general, en la cual alude a la pobreza del lugar dejada tras el paso del ejército del general Pétion. Pero el padre Guerrero no dijo nada de la destrucción de Baní, solo escribió sobre la penuria de sus pobladores (Utrera, 1927, 338-339). Téngase en cuenta que cuando los historiadores dominicanos hablan de la quema de pueblos por los haitianos en 1805 no refieren las circunstancias de esos hechos. Por ejemplo, si un soldado haitiano pegaba fuego a una casa, a poco ardía el pueblo entero como ocurrió accidentalmente por obra de un dominicano con el incendio de Baní del 18 de marzo de 19 20 21 El libro de Léger (1907) pasa por alto en la pág. 157 este capítulo de la historia insular. Tampoco hay noticias sobre la invasión de Dessalines de la parte española de Santo Domingo en el prolijo compendio de Bonnet (1864). Véase también los protocolos notariales de José Troncoso y Antonio Abad Solano, Leg. 73, 1827, Archivo General de la Nación, Santo Domingo. Nelson analiza un problema similar de la memoria infantil (1996, 175). El pasado como historia. La nación dominicana... 205 1882, pues las viviendas eran construcciones sencillas de madera y yagua. Sobre el incendio de La Vega a principios de abril de 1805 el padre Amézquita refirió 17 años después del hecho que «Todos los edificios, que eran de madera excepto la iglesia y dos casas de pared sólida, fueron reducidos a cenizas» (Despradel i Batista, 2010, 35). Lo que se sabe de estos hechos se debe básicamente al relato de Antonio del Monte y Tejada y a los testimonios de dos dominicanos de la época: las Memorias de mi salida de Santo Domingo, de Gaspar de Arredondo y Pichardo; y un raro escrito del padre Juan de Jesús Ayala titulado póstumamente Desgracias de Santo Domingo. Al haber sido escritos desde la perspectiva de quienes vivieron los hechos, los testimonios de Arredondo y Pichardo y de Ayala formaron parte de la historia del tiempo presente y son las únicas referencias testimoniales directas conocidas sobre el tema. Pero a ningún historiador dominicano se le ha ocurrido preguntarse si las narraciones de Arredondo y Pichardo y de Ayala estaban suficientemente fundadas. Céspedes calificó el escrito de Arredondo y Pichardo de «denigrante». Moquete, en cambio, dijo: «Este libro de Arredondo y Pichardo es de una importancia capital porque es el documento que narra con objetividad y entereza el genocidio del ejército de Dessalines en nuestro país en 1805» (Céspedes, 2011; Pérez, 2008). Desde luego, al valorar el documento de Arredondo y Pichardo, Céspedes y Moquete partieron de criterios ideológicos y éticos, que nada tienen que ver con el tema del presente estudio. La valoración de este documento con un peso tan grande en las actuales relaciones entre dominicanos y haitianos no debe dejarse a la especulación ideológica. Los textos de Arredondo y Pichardo y de Ayala no son propiamente autobiografías, aunque sí tienen aspectos autobiográficos porque relatan recuerdos vividos en relación con sus personas. Pero no todo lo que contaron se refiere a experiencias vividas, ya que los testigos no fueron oculares en todos los casos, es decir, no estuvieron presentes en algunas de las poblaciones a las que se 206 Roberto Marte refieren cuando ocurrieron los hechos. Esas narraciones, por consiguiente, no eran de cabo a rabo transcripciones de sus recuerdos episódicos, aunque sí de su memoria autobiográfica. Es tan importante preguntarse si el testimonio es exacto como preguntarse por qué se cree que es exacto. Los historiadores dominicanos han creído ciegamente y sin miramiento en la sinceridad de estos dos escritos por dos razones: 1.°- debido a su antihaitianismo han sido considerados «prendas de dominicanidad» que presentan «con más siniestro realismo las desventuras de aquella época»; y 2.°- porque se les ha atribuido un absoluto carácter episódico, es decir, porque aparentemente proceden de la memoria personal de sus autores. Corrientemente se cree (lo cual no es cierto como más adelante veremos) que la memoria autobiográfica solo almacena recuerdos episódicos fieles de acontecimientos significativos vividos por un individuo. Hace tiempo que los historiadores debieron haber evaluado sistemáticamente la calidad de estos testimonios, y no porque los mismos faltaran a la verdad intencionalmente, por ejemplo, porque mintieran, sino en razón de sus contenidos sesgados o engañosos.22 Tanto el documento de Arredondo y Pichardo como el de Ayala debieron ser instrumentos que contribuyeran a verificar la creencia de que los haitianos se condujeron en el Cibao del modo como literalmente lo describen, pero no debieron ser el arranque de esa creencia como ha sido el caso hasta hoy entre nosotros. Aun siendo a medias esos escritos relatos de experiencias personales, recuerdos episódicos sin duda, ha de tomarse en consideración que los recuerdos autobiográficos no son copias de las experiencias vividas sino representaciones mentales transito22 Sobre los errores y distorsiones de la memoria de los testigos se han realizado estudios muy conocidos, sobre todo después de las investigaciones de la Dra. Loftus a mediados de los años setenta. Véase un resumen sobre la cuestión en el capítulo Memory distortion: History and current status, en la obra de Schacter, Coyle, Fischbak, Mesulam y Sullivan (1995). También el análisis de Lynn y McConkey (1998). El pasado como historia. La nación dominicana... 207 rias de las mismas que tienden a inhibir o a distorsionar aquellas informaciones de la memoria cuando son incongruentes con los esquemas generales que proveen de significación a los recuerdos.23 Muchos de los recuerdos de Arredondo y Pichardo y de Ayala son en efecto, como se verá más adelante, interpretaciones hechas en función de esos factores intrusivos que completan sus registros episódicos mnésicos. Aunque los repasos autobiográficos casi siempre son registros de éxitos y fracasos, los recuerdos de Arredondo y Pichardo y de Ayala están más bien sesgados por su carácter negativo y por las emociones estresantes: las angustias que sus autores confiesan haber padecido en un momento crucial de sus vidas a manos de los «invasores negros». Es cierto que el testimonio de estos padecimientos (Arredondo y Pichardo dice «mi peregrinación»), que forman el meollo de sus relatos, desde luego, fomenta la plausibilidad de los recuerdos transmitidos ante sus lectores,24 pero coloca a los historiadores en una situación especialmente difícil si la información testimonial es defectuosa o insuficiente y, no obstante, se la invoca con el carácter solitario de prueba principal, pasando por alto la vieja fórmula latina testis unus, testis nullus. 25 Más adelante trataré prolijamente este asunto. 23 24 25 Esto ha sido confirmado por casi todos los estudios actuales sobre el tema. Por ejemplo, que «our (autobiographical) stories are built from many different ingredients: snippets of what actually happened, thoughts about what might have happened, and beliefs that guides us as we attempt to remember» (Thompson, Skowronski, Larsen y Betz, 1996, 308). Esta característica del recuerdo fue observada por Bartlett hace ya muchas décadas (1932, 207). Alea y Bluck explican que «including details and emotional information during recall (of autobiographical memories) allows the listener to relate to the story being told, thus enhancing the likelihood of an empathic function being served» (2003, 169). Este viejo principio ha dejado de tener vigencia en el derecho moderno, pues la evidencia de un hecho no depende del número de las pruebas rendidas, sino de las virtudes intrínsecas del testigo y de si su declaración está en armonía con las demás pruebas no testificales obradas en el caso. 208 Roberto Marte Los testimonios del abogado Arredondo y Pichardo y del padre Ayala son fuentes importantes para documentarnos sobre los hechos del Cibao, pero no deben leerse al pie de la letra debido a su falta de transparencia, a sus lagunas y a sus contradicciones internas y también a que a menudo se trata de informaciones de hechos no vividos, sino referidos, afectados por el entorno social en que fueron escritos y reelaborados, el de Arredondo y Pichardo en el contexto político de la Cuba colonial y esclavista, y cuando los dominicanos habían vuelto al redil de España como resultado de la guerra de la Reconquista; y el del padre Ayala a mediados de 1840, en medio de la euforia antihaitiana cuando los dominicanos estaban en guerra contra los «mañeses» después de su independencia. Aparte de que, como es sabido, los recuerdos autobiográficos son interpretaciones personales de hechos difíciles. Por profesionalismo los historiadores deberían saber, como lo saben los jueces en su práctica foral, que una opinión no es suficiente para probar la existencia de un hecho cuya verdad se funda en la misma opinión en la cual se expresa el hecho. Casi todas las informaciones conocidas refieren que las tropas de Dessalines efectuaron actos crueles, incendios de casas, algunas ejecuciones y el empuje de grupos de gente por los campos según el principio de que en la lucha a muerte de los haitianos contra los franceses cabían todas las atrocidades. Pero no sabemos en qué medida ocurrieron esos hechos y hasta qué punto fueron la obra de espíritus sanguinarios como dijo Arredondo y Pichardo (el padre Ayala dijo: «hombres tan asesinos»),26 o el resultado de la aplicación de medidas extre- 26 Desde luego, en tal circunstancia es el historiador quien está llamado a indagar sobre la posible existencia de otros medios probatorios. Como hemos visto en el caso que nos concierne, hasta el día de hoy el valor constatatorio de las fuentes documentales conocidas es muy débil. Así se ha venido diciendo desde entonces. Por ejemplo, unos cien años después Despradel i Batista escribió que el ejército haitiano se lanzó sobre la parte española de la isla «ávido de matanza y de destrucción» (2010, 31). El pasado como historia. La nación dominicana... 209 mas para que los hispanocriollos reconocieran la autoridad del rey Dessalines y «los de su raza engreído en poder y valentía» (Nolasco, 1955, 19) en la lucha de los haitianos por consolidar su independencia recién conquistada, o si fueron excesos de exesclavos rurales fanatizados, enrolados como soldados, cansados, descalzos, hambrientos27 y exaltados en guerra a muerte porque los jefes de la parte española aceptaron gustosos el dominio del ejército francés contra el que esas mismas huestes haitianas estaban luchando (Rodríguez Demorizi, 1955, 113).28 El general Bazelais, secretario de Dessalines, escribió: «S. M. quedó plenamente convencido de que los naturales españoles estaban totalmente vendidos a los franceses y por consiguiente eran indignos de recibir por más tiempo los afortunados efectos de su clemencia». Madiou, el historiador haitiano más importante del siglo xix, reconoció indignado más de cuarenta años después que «nous nous sommes montrés cruels, en décimant cette population des campagnes composés de noirs et d’hommes de couleur» (1849, 208). Pero decir esto, que era lo principal, no ha sido suficiente para los historiadores dominicanos, quienes han presentado un cuadro dantesco de la invasión haitiana de 1805, que «dejó trás de sí una negra estela de horror, de desolación y de sangre».29 Salvo fray Cipriano de Utrera, quien al referirse 27 28 29 En un opúsculo de la época se dijo que las tropas haitianas carecían de todo: «mal vestidas, peor pagadas, y mucho peor alimentadas: toda la ración del soldado está reducida á una libra de pan y á una sardina» (1806, 72). Sobre el comportamiento tiránico de Dessalines, véase del Rev. Hanna (1836, I-II). El historiador García dijo que si los dominicanos aceptaron «gustosos» la ocupación francesa «al encontrarse abandonados por los españoles, fue únicamente por librarse de toda comunidad con los haitianos» (García, 1979, 319). Lugo comentó al respecto que «la ruina fue completa, la sangre de todos los habitantes del norte y del sur de la antigua Parte Española —hombres y mujeres, niños y ancianos—, corrió a torrentes por las calles de las ciudades, por los caminos públicos, en los templos, en los hogares» (1916, 29). 210 Roberto Marte en tono erudito a uno de los episodios de esa historia, el llamado «degüello de Moca», lo consideró como «simplemente un acto criminal efectuado contra varias personas, y no una miseria o desgracia general de la población de Moca» (Utrera, 1923). Probablemente es una exageración la afirmación de Heredia y Mieses, siete años después de ocurrido el acontecimiento, de que la entrada de las tropas de Dessalines a la ciudad de Santiago causó la muerte de más de 400 vecinos del lugar en un solo día. Por aquel tiempo Heredia y Mieses no se encontraba en Santiago, pese a ello no cita la fuente de dónde obtuvo dicha información (Heredia y Mieses, 1955, 161). Casi 70 años después Llenas relató los episodios de la invasión de Dessalines, igualmente, sin hacer alusión a la procedencia de sus informaciones (1955, 189-193).30 A pesar de que los historiadores dominicanos actuales se refieren muy a menudo a este artículo de Llenas, su valor probatorio es nulo. Otra información de fuente desconocida dice que durante la invasión de Dessalines «las poblaciones de Moca y Santiago de los Caballeros fueron ferozmente degolladas dentro del Templo, en el momento en que se celebraba el sacrificio de la Misa» (BAGN, 1960, 111).31 Aunque estamos aquí ante un problema que salta a la vista, nadie ha expresado que las versiones testimoniales disponibles acerca de lo ocurrido en el Cibao en esos primeros años del siglo xix fueran insuficientes32 o permeadas de incorrecciones. Y menos que se tratara de informaciones distorsionadas. 30 31 32 El historiador e intelectual haitiano Alfred A. Nemours dice que su padrino, el Dr. Alejandro Llenas, paradójicamente acariciaba la idea de que la República de Haití y la República Dominicana se fusionaran algún día y formaran la Confederación de Quisqueya (1942). Este escrito se publicó por primera vez en 1871. Convendría a este propósito señalar que tras largos exámenes, Clifford y Hollin diagnosticaron que las informaciones de los testigos oculares de hechos violentos son más defectuosas que las de los testigos presenciales de hechos no violentos y que a mayor nivel de violencia reseñada más pobre es la recordación de los atestantes (1981, 365-370). El pasado como historia. La nación dominicana... 211 Cabe pensar que nunca sabremos con más o menos exactitud la verdad de lo ocurrido en los pueblos del Cibao entre febrero y abril del año 1805 y, mientras más tiempo transcurre, más difícil se hace detectar la sinceridad de esas informaciones que han adquirido el estatuto de verdades definitivas. Lo cierto es que la función del recuerdo de esos hechos no ha sido la de descubrir la verdad, como usualmente se ha dicho, sino la de establecer los elementos narrativos que impulsan el discurso histórico dominicano hacia adelante. Esos hechos aparecen en la narrativa histórica nacional como episodios fundacionales y la impresión traumática que han dejado en la cultura histórica dominicana ha servido a los historiadores para refrendar la imagen trágica de nuestro pasado que se vulgarizó desde los años finales del siglo xix. Se dirá que esta cuestión solo sería de interés para el pequeño círculo de los historiadores, sin importancia para los legos en el tema. Esto no es totalmente cierto, la cuestión plantea un serio problema en las relaciones con nuestros vecinos haitianos.33 Algunos podrían objetar que esa representación dramática y desmedida de la invasión de Dessalines en 1805 arraigada en la cultura dominicana durante más de dos siglos es obra de la ideología hispanista y conservadora de nuestra historiografía. Sin embargo, esa representación ya existía mucho tiempo antes de que los historiadores dominicanos narraran el hecho. La historiografía criolla solo vino a reforzar esa percepción, expresada en el sentimiento de rechazo, primero a los ocupantes franceses en la parte occidental de la isla y, posteriormente, a 33 Aún en nuestros días sigue vigente este problema. No sé si por resentimiento o por otra actitud aversiva del gobierno haitiano, Martelly bautizó con el nombre de Roi Henri Christophe la nueva universidad de Limonade en Cap Haitien, precisamente donada por el gobierno dominicano. Esto fue una afrenta al punto de vista que tienen los dominicanos de su pasado. 212 Roberto Marte los haitianos, como una tendencia de afirmación de lo criollo.34 De modo que querer explicar este asunto con esquemas ideológicos no solo es trivial, sino además insuficiente. En ocasión del actual conflicto entre Haití y la República Dominicana, el presidente venezolano, Nicolás Maduro, exhortó a ambos países dejar atrás el pasado y el embajador dominicano en Washington, Aníbal de Castro, dijo: «ha llegado el momento de disminuir el protagonismo de la historia» y que «es indispensable que las dos naciones olviden su pasado». Es decir, en vez de profundizar en la historia, vivir bajo el control del presente. El borrón y cuenta nueva puede parecer sensato para zanjar resentimientos, pero no disuelve las raíces del problema. Al tratar este tema no me ha inspirado justificar la actuación de las tropas de Dessalines cuando el antiguo territorio español de la isla de Santo Domingo fue invadido por los haitianos. El tema se justifica solo, sin haitianófobos ni haitianófilos. He querido ahora divulgar el resultado de mis investigaciones en este y otros problemas afines. He de observar, sin embargo, que debido a la inexistencia de trabajos históricos previos que hubiera podido haber tomado como referencias válidas, no pude cubrir algunas deficiencias teóricas que tampoco logré compensar con una base empírica más consistente, de modo que este es un tema aún abierto que habría de ser investigado más a fondo. 34 Hay indicios de que en el conversational remembering de la sociedad rural arcaica y en la narrativa informal del limitado entorno urbano del Santo Domingo de los siglos xvii y xviii, el pasado de raigambre hispánica y de la «E’jpaña vieja» cobró un sentido constituyente del nosotros. Es muy discutible la afirmación de Widmer de que la creencia del Santo Domingo hispánico fue una invención del canónigo Antonio Sánchez Valverde. Él denomina esta noción «la imagen sanchezvalverdeana de lo hispano», la cual, dice, «sigue informando hasta la actualidad el discurso histórico sobre la colonia» (2008, 11-37). Sobre la influencia del pensamiento de Sánchez Valverde en la cultura dominicana muy poco se ha escrito digno de crédito. El pasado como historia. La nación dominicana... 213 La enunciación de la memoria y la enunciación de la historia El formato expresivo de recuperación de los recuerdos de hechos específicos de la memoria personal es diferente al del testimonio autobiográfico y ambos son distintos también al formato lingüístico de la historia.35 Prestar atención a los modos diferentes de verbalización de la memoria episódica, del testimonio autobiográfico y de la historia implica ocuparse de sus modos de operación y de sus estructuras organizativas. Conviene que veamos ahora este asunto al tratar estos tres géneros cognoscitivos y su relación con el llamado problema de la objetividad, especialmente la objetividad histórica. Veamos algunos ejemplos muy simplificados ya que en la vida real las categorías episódicas, testimoniales y del conocimiento histórico pueden aparecer combinadas las unas con las otras. Aparte de otros niveles más primarios de la memoria humana, la forma más espontánea y directa de la memoria episódica, su manifestación más pura, se expresa en enunciados asertivos propios del saber singular en el conocimiento por descripción del tipo siguiente: (1) [el 6 de diciembre de 1905] Yo vi al general Tejera Bonetti cuando se encaminaba al palacio del Ejecutivo a interpelar al presidente Morales Languasco sobre lo que estaba ocurriendo. (2) El doctor Heriberto Pieter… en su sala de estar, en su residencia de la calle Mercedes. (3) Tras recibir el mensaje enviado por Homero, me quedé en el campo y esperé. 35 Para evitar confusiones he evitado el término «recuerdo histórico» como lo emplean Muller y Bermejo, dado que asumo la existencia de diferencias estructurales entre el recuerdo personal y la historia. El punto de vista de Muller y Bermejo (s.f., 224-227). 214 Roberto Marte Estos enunciados episódicos son absolutamente falsos o absolutamente verdaderos y podríamos decir en un sentido clásico que fungen como proposiciones primitivas,36 porque al parecer no hay en ellos un contenido contextual (es decir, proceden directamente de la experiencia recordada),37 y axiomáticas porque debido a su alta referencialidad satisfacen las tres condiciones del conocimiento, es decir, son verificables, plausibles para ser o no ser creídas, y simples; su objetividad descansa en evidencias del mundo tangible. En la memoria personal estos enunciados asertivos expresan siempre recuerdos de hechos muy específicos substantivados en un lugar o en una o varias personas, es decir, no en ideas o abstracciones y, en principio, parecen recordar situaciones desde la perspectiva del observador, es decir, cuando el sujeto que recuerda se sitúa fuera de la escena recordada. Los recuerdos episódicos son también el ingrediente principal de la memoria autobiográfica, pero por sí solos no forman la autobiografía. Aunque referidos ocasionalmente a hechos rutinarios de la vida doméstica como sucede en los llamados recuerdos de períodos de vida, con mucha frecuencia los recuerdos episódicos giran alrededor de hechos o momentos importantes (puntos de inflexión) que 36 37 Se podría decir que se refieren a los llamados en filosofía «hechos mooreanos». Una muestra de relato totalmente elaborado basándose en recuerdos personales de su autor y de allegados sobre personas y lugares de hasta setenta años antes y expresados en este régimen proposicional asertivo es el de González Rodríguez (1955, 30, 133; 1956, 71, 93; 1957, 43). Aunque sin haber sido enunciados como historia, estos recuerdos personales sustentados en la memoria episódica, siempre han despertado el interés de conocer el pasado de las ciudades y pueblos más importantes en su vida vernácula y con sus figuras típicas. Véase también de Moscoso Puello (1956), de Acevedo (1979, 61), de Veloz Molina (1967), de Batista (1976) y de Navarro (2004). Parecido a los anteriores, pero más configurado como historia, es el opúsculo de Gómez (1920). Afín a este género de recuerdos es el de las anécdotas, el cual, debido a sus ingredientes literarios picarescos (o de jocosidad) y a la libertad de acción de sus personajes, no ha ganado la legitimidad documental de los primeros. Entre estos, véase de Joubert (1936), de Grullón (1978) y de Moreno Jimenes (1945). El pasado como historia. La nación dominicana... 215 incidirán en la vida y en los intereses posteriores de quien recuerda. Ahora bien, estos enunciados episódicos asertivos constituyen asimismo el objeto más simple del régimen de análisis de los historiadores. Solo que en la historia, a diferencia de lo que ocurre en la memoria personal, tras el objeto o la acción recordada hay una trama de significación histórica. En ambos casos, en la memoria episódica y en la historia, estos enunciados simples no están necesariamente sujetos a una configuración narrativa.38 Ahora bien, sin narración sería imposible estructurar la recordación autobiográfica. Por eso se dice que la autobiografía es la integración de los recuerdos personales en una progresión narrativa. Conviene también destacar que a diferencia de la memoria personal, cuando la cohorte generacional portadora de los recuerdos ha dejado de existir esos enunciados simples dejan de ser recuerdos y se convierten en conocimientos, lo que se recuerda entonces no son los hechos vividos sino proposiciones sobre hechos ocurridos, es decir, con la conjunción «que» se recuerda: «que un buque norteameri38 El libro de Vásquez (2001) parte de la idea de que sin narración no existe la memoria. Ciertamente, los recuerdos episódicos más elementales, que son recuerdos no narrados, quedan ordenados en forma de impresiones en una matriz secuencial y lo que comúnmente llamamos narración autobiográfica es la representación imaginística de recuerdos simples expresados en serie. Pero esa representación narrada se produce de un modo consciente cuando los recuerdos son recuperados, cuando son activados. Es decir, en la percepción del objeto o del hecho y en el almacenamiento de la impresión mnésica, antes de que el recuerdo sea activado, no existe la narración. Anderson y Reder sostienen que el relato autobiográfico depende del grado de elaboración de la información a partir de los conocimientos previos y del contexto en que se produce la recuperación (Anderson y Reder, 1979). Sobre la intervención de la subjetividad en la recordación, véase de Schacter (1996) y, también, de Ashcraft (1994). Basado en esta noción en este estudio he hecho hincapié en la diferencia entre la memoria episódica y el testimonio autobiográfico, toda vez que este último es una narración elaborada deliberadamente en un contexto público con sujeción a los marcos sociales de quien recuerda. La relación entre narración y testimonio fue advertida por Ricoeur (2003, 212). 216 Roberto Marte cano bombardeó Villa Duarte, en la parte este del puerto de Santo Domingo, en el año 1904». Ejemplos de esta clase de enunciados como aparecen en la historia serían: • • • • Se sabe que José Masot desempeñó interinamente la gobernación de Santo Domingo. Que el 13 de julio de 1864 las fuerzas revolucionarias de San Cristóbal tirotearon las avanzadas españolas del Castillo de San Gerónimo. Que Amable Damirón, conocido familiarmente como Papá Lulú, estuvo presente cuando Manuel Rodríguez Objío fue conducido ante el pelotón de ejecución el 18 de abril de 1871. Que los atracadores del Royal Bank of Canada del 6 noviembre de 1954 fueron asesinados en el campo de tiro del ejército nacional de las cercanías del hipódromo de Santiago, y no en el de béisbol. Y así sucesivamente.39 Tratándose de la memoria autobiográfica estos enunciados se producen en narraciones completas en un orden secuencial de enunciados de acción simple como los siguientes: En la mañana del día siguiente, lunes, mi compañero Elio interrumpió la urgente sutura en la piel que yo hacía a un herido. Mostrándome la lista de los números que ganaron en ese sorteo. Muy parecida es la estructura enunciativa cuando se trata de la historia: José Núñez de Cáceres nació en Santo Domino el 14 de marzo de 1772. Trasladada la Audiencia de Santo Domingo al Camagüey, su padre, que había hecho sus estudios en la Universidad dominicana y se graduó de doctor en leyes, se trasladó allí.40 39 40 Este fue el tipo de preguntas que principalmente se hicieron los historiadores del documentalismo erudito y sobre el cual giraron sus desacuerdos: ¿nació quien con el tiempo fue el arzobispo Portes en 1777 como afirmó Apolinar Tejera o en 1783 según el dato de Cipriano de Utrera? Un buen ejemplo de este tipo narrativo es el texto de Rodríguez Demorizi (1943). El pasado como historia. La nación dominicana... 217 Los enunciados descriptivos y simples aquí tratados constituyen la expresión más genuina de la memoria personal siempre que se acepte que el sujeto reminiscente se halla, según se dice en el lenguaje especializado, en un estado informativo no conceptual41 como se cree generalmente. Estos enunciados simples forman también, al decir del padre Meriño, la «base sólida de la historia» y acorde con el conocido paradigma rankeano son verdaderos o falsos. Ahora bien, cuando se trata de la memoria autobiográfica estas expresiones mnésicas simples por sí solas no pueden servirnos para comprender el pasado y la fugacidad del yo protagónico, para entender nuestra vida en el tiempo, por ejemplo, por qué ocurrió una acción y qué importancia o valor le atribuimos. Por eso conviene agregar que tras estos recuerdos específicos simples subyacen categorías conceptuales o genéricas de diferentes niveles de especificidad que son propias del conocimiento semántico, y así cuando se activa el recuerdo de lo específico (una persona, un lugar, una acción) aparecen incorporadas al mismo las categorías genéricas que lo explican y permiten comprenderlo. Esas categorías genéricas son en un grado considerable partes del entorno cultural que sirve de contexto de los recuerdos. Desde luego esta articulación de lo específico y lo genérico en la memoria facilita la recuperación de la información del recuerdo, pero los enunciados episódicos simples quedarán afectados en su naturaleza y se volverán vulnerables al combinarse con proposiciones relativas a los atributos o a la finalidad del sujeto referido en el recuerdo como a continuación se ve en estos ejemplos: (1) Yo vi al general Tejera Bonetti cuando se encaminaba al Palacio del Ejecutivo (1.ª) y me pareció tener por 41 Evans rechaza este punto de vista y sostiene que las proposiciones informativas sobre hechos no repetibles y verbalmente en pasado expresan estados conceptuales (1982, 239). 218 Roberto Marte delante a Hamlet cuando se llamó a engaño en la escena del desafío. (2) El doctor Heriberto Pieter en la sala de estar de su residencia de la calle Mercedes (2.ª) irradiaba una disciplina germánica y una exquisitez de parisino culto y sofisticado.42 (3) Tras recibir el mensaje enviado por Homero, me quedé en el campo y esperé. (3.ª) Era evidente que después de la intervención de las tropas extranjeras, las cosas cambiaban sustancialmente y la posibilidad de una victoria de la Revolución en corto tiempo, quedaba por el momento descartada. No puedo detenerme en el análisis de este complejo problema, pero parece haber una tensión entre las propiedades de las proposiciones fundacionales (1), (2) y (3) y las propiedades de las proposiciones contingentes (1.ª), (2.ª) y (3.ª) y que estas últimas despiertan un grado de certeza mayor (o de mayor significación) que las primeras aun cuando posiblemente no haya conexión entre el conocimiento de estas y la creencia de las otras. Esto se debe a que solo apelando a esta segunda clase de enunciaciones es que los hechos aludidos en las primeras (que son recuerdos focalizados desde la perspectiva del observador) adquieren coherencia y continuidad narrativa y se vuelven históricamente relevantes.43 Es decir, las enunciaciones objetivas (1, 2 y 3) son insuficientes por sí mismas para proporcionar una visión plausible del pasado. 42 43 Lo que dice Gimbernard Pellerano de que el Dr. Pieter irradiaba «una disciplina germánica» o «una exquisitez de parisino culto y sofisticado» despierta la impresión de que el procesamiento de la memoria es más profundo al darle una significación a su figura, la del sabio o del hombre educado. En cambio, el mismo Gimbernard cuenta que para el cobrador de subscripciones de la revista Cosmopolita que editaba su padre, el doctor Pieter solo provocó el comentario siguiente: «Ese moreno si es raro» (2003). Que la «verdad no viene desnuda al mundo sino en tipos de imágenes», como se dice en el Evangelio Gnóstico de Felipe, fue algo ya considerado en la Antigüedad clásica y se siguió tratando en las centurias siguientes, como se advierte en la máxima citada. El pasado como historia. La nación dominicana... 219 En cambio, las proposiciones contingentes del segundo tipo son instrumentos retóricos que llenan el vacío de lo que no se recuerda o no se sabe con informaciones basadas en esquemas que se suponen verdaderos.44 Por eso cuando los recuerdos personales se refieren a hechos de carácter público que se consideran históricos casi siempre los enunciados episódicos simples del primer tipo aparecen complementados con las proposiciones contingentes (conocimiento semántico) del segundo tipo ya señaladas como se puede ver en el sumario de testimonios de los testigos oculares de la insurrección armada de Sánchez y Cabral en 1861. Aun cuando el testimonio parece querer ceñirse al relato de los hechos desnudos, como se dice, los pasajes descriptivos de este documento aparecen completados por los testigos o por el editor de la publicación con los enunciados patrióticos de la historia (J. J. S., 1893).45 Analizadas independientemente y ya en el campo histórico, las proposiciones contingentes (1.ª), (2.ª) y (3.ª) constituyen en realidad un segundo régimen de análisis del lenguaje historiográfico, el cual se vale de enunciaciones descriptivas, pero en una modalidad explicativa y a diferencia de los enunciados del primer tipo, su modo de verificación es extensivo, es decir, su valor de verdad resulta de la deducción sustentada en la combinación de evidencias (su verdad no es inducida directamente del dato producido por la fuente histórica), lo cual implica obviamente una operación más compleja.46 En la memoria autobiográfica los enunciados del tipo (1.ª), (2.ª) y (3.ª) constituyen recuerdos episódicos. Pero dichos enunciados no representan hechos singulares y a veces ni 44 45 46 «Construir el pasado de manera plausible es el trabajo de la retórica», explica González-Marín (1998, 345). En este sentido, el relato de Benito Monción, De Capotillo a Santiago, me parece un caso muy peculiar, dado que está formado principalmente por enunciados designativos, como veremos más adelante. Sobre la diferencia entre hechos autobiográficos y sucesos históricos véase el estudio de Kemp (1988, 181-188). 220 Roberto Marte siquiera generalizaciones de hechos singulares y cuando pasan al ámbito de la historiografía se convierten en una de las principales fuentes de desavenencias como cuando se dice: la Constitución de 1843 coronó la política anticlerical haitiana… y esto llevó a su punto álgido la aversión del clero dominicano contra la dominación haitiana. Es muy difícil determinar la capacidad explicativa de las proposiciones contingentes (1.ª, 2.ª y 3.ª) que acompañan los enunciados asertivos (1, 2 y 3), pues las mismas son opiniones colegidas de esquemas interpretativos de un conjunto muy amplio de personas. Propia de la historia, y a menudo de la memoria autobiográfica, es una subclase de este régimen enunciativo que somete a un escrutinio evaluativo las acciones recordadas o historiadas empleando un lenguaje axiológico: cuando se califica de «negativa» la influencia de Jimenes Grullón en la conspiración del año 1934 de los jóvenes de Santiago contra Trujillo; cuando se dice que «el general Cabral, el héroe de Santomé y la Canela, no obstante su valor y sus virtudes cívicas, no era hombre a propósito para regir los destinos de la República»; y en expresiones como «en septiembre de 1965 Joaquín Balaguer no era la solución, era la salida, nada más de la crisis dominicana», lo que el historiador o el autobiógrafo hacen es analizar el hecho según el principio de «lo normal»: es negativo o malo lo que obstruye la acción de los actores para que el relato logre el cierre narrativo deseado. En la memoria autobiográfica esta modalidad enunciativa aparece en los llamados juicios mnésicos personales en tránsito de convertirse en historia. Muchas de estas aserciones históricas (como cuando se dice: «ocupado el país por la soldadesca estadounidenses, Cipriano Bencosme, destacado ya por su arrojo, no permaneció indiferente») son en efecto actitudes proposicionales que, cuando se expresan como historia, han de ser justificadas no solo de acuerdo con el código narrativo pertinente para que adquieran un sentido, sino también de El pasado como historia. La nación dominicana... 221 acuerdo con las reglas epistémicas de uso en el oficio historiográfico para que sean aceptadas como verdaderas. Por último, el tercer régimen de análisis es solo característico del lenguaje historiográfico, ya que no puede provenir de la memoria episódica ni tampoco de la memoria autobiográfica. Es obvio que su modalidad enunciativa solo corresponde a la historiografía, pues inversamente a como sucede en los recuerdos personales su focalización es externa y su perspectiva es heterodiegética. El mismo se expresa en un tipo de enunciado como los siguientes: (1) La República Dominicana se declaró en 1844 sin prejuicio de raza; pero sí con voluntad de preservación vital. (2) España, como poder militar, se desintegró en la larga contienda, pero los principios por que luchó se salvaron del naufragio; las constantes invasiones de franceses, ingleses y holandeses a lo largo de más de dos siglos configuraron en los dominicanos un rasgo de su carácter: la valentía. Como se ve, en estos enunciados descuellan las unidades semánticas autoevidentes como, por ejemplo, «voluntad de preservación vital», «se desintegró en la larga contienda», etc. El lenguaje no observacional de estos enunciados de propiedades intencionales denota que por muy racionales que parezcan está excluida cualquier posibilidad de que pueda decirse de ellos que son empíricamente verdaderos o falsos,47 salvo que pueden estar o no justificados de acuerdo con la actitud conativa de quien los sustenta.48 Habitualmente los historiadores emplean enunciados de este tipo no por su utilidad heurística, sino debido a su coincidencia con el sistema doxástico del texto. 47 48 Lo cual no entraña que el trabajo historiográfico no esté a veces incluso prolijamente documentado. En su deseo de presentar su objeto proposicional como verdadero, por lo general (y en esto no estuvo totalmente exenta ni siquiera la historiografía del documentalismo erudito) para los historiadores dominicanos de hasta mediados del siglo xx era irrelevante establecer de antemano si la suya era una actitud conativa o cognitiva. 222 Roberto Marte La memoria episódica y la verdad histórica Muchas veces para que el proceso memorativo sea significativo o más profundo la memoria episódica almacena informaciones transmitidas del sistema semántico, las cuales son procesadas por medio de la asociación de ambos sistemas y recuperadas episódicamente, es decir, recuperadas como si se tratara exclusivamente de informaciones sobre experiencias vividas por el reminiscente. En otras palabras, muy raramente la memoria personal se manifiesta en recuerdos episódicos puros. Esto se puede ver, para solo citar algunos ejemplos, en muchos testimonios autobiográficos como en las Relaciones, de Manuel Rodríguez Objío; en las Páginas dominicanas de historia contemporánea, de Antonio Hoepelman; y en la obra de Gerardo Gallegos, Trujillo, cara y cruz de su dictadura. Este y otros asuntos, como las creencias solapadas tras los recuerdos, no han sido debidamente estudiados cuando se habla de la memoria autobiográfica representada como historia. Es el caso de ciertos hechos que se recuerdan semánticamente en función del guión de una creencia49 del entorno social del sujeto reminiscente sin falsear por eso aspectos fundamentales del pasado recordado. Dicho en forma muy escueta: se recuerda lo que se sabe.50 Por ejemplo, a mediados del siglo xix se recordaba que en los comienzos del siglo los soldados haitianos invadieron la parte española de la isla y cometieron muchas atrocidades según el guion siguiente: 1.°- las tropas de Christophe tuvieron un encuentro armado con los habitantes del país en las afueras de Santiago; 2.°- luego de vencer con muchas pérdidas 49 50 Sobre esto, Confino expresó: «When historians attempt to interpret evidence of memory from a representation of the past, the risk of a circular argumentation through ‘cultural’ reading is high» (1997, 1397). En esto hay diferentes puntos de vista, pero de momento entre los estudiosos de la memoria ha ganado fuerza la propuesta de que las informaciones episódicas han de pasar primero por el sistema semántico. El pasado como historia. La nación dominicana... 223 entraron a la ciudad y mataron gente importante del lugar; 3.°hicieron prisioneros a muchos ciudadanos inocentes; y 4.°- se desencadenó un gran pánico y muchos abandonaron la ciudad y se refugiaron en los montes. Este era el guion o el esquema interpretativo (patrón narrativo) de los recuerdos genéricos de la invasión haitiana de 1805. Pero este era también el guion de una creencia de mucha gente del país, incluso de gente que no vivió personalmente esas experiencias y que, por lo tanto, no podía recordarlas episódicamente.51 Ciertamente esa creencia se había ido formando a la sombra de los recuerdos aún vivos de los abusos cometidos en 1805 por las tropas de Christophe, desde su entrada a Santiago, y de Dessalines en su retirada tras el sitio de Santo Domingo, pero con el paso del tiempo el recuerdo de esos fragmentos de experiencias se fue convirtiendo en conocimiento (semántico) autobiográfico. Este guion de representaciones mentales transmutado en discurso colectivo sobre el pasado es lo que algunos llaman «memoria colectiva».52 El problema es que esa creencia se debía también a la aversión que los haitianos —negros exesclavos que eran vistos como caníbales— despertaban en las familias blancas pudientes y en mucha gente de la capital colonial, de Santiago y de otros pueblos principales, y la cual hacía que cualquier reseña en desmedro de los «mañeses» de alguien con cierto prestigio social53 que hubiera estado ahí, en el 51 52 53 Este es un caso típico de las llamadas presunciones hominis que no precisaban ser demostradas dado el sentimiento de certeza general que despertaban al ser valoradas. La memoria colectiva no está formada por verdaderos recuerdos como la memoria personal, sino que es información semántica derivada de un discurso político consciente. Aunque Aguilar no hace mención de este asunto, dice: «Collective memory does not so much retain concrete historical facts as the lessons derive from these» (1996, 5). Como Arredondo y Pichardo, quien era un joven abogado de apellido socialmente reconocido y cuyo abuelo, el Dr. Juan de Arredondo, fue rector de la Universidad de Santo Tomás de Aquino en 1779 y relator de la Real 224 Roberto Marte lugar o en el tiempo de los hechos narrados, gozara de un alto grado de plausibilidad y, lógicamente, de evidencia social y nadie se preguntaba cómo fue adquirida la información y si acaso había información falsa. En este sentido, la relación autobiográfica de Gaspar de Arredondo y Pichardo, Memorias de mi salida de Santo Domingo (1955), se podría considerar como realista, en tanto que la misma coincidía con lo que la sociedad de su tiempo suponía que era lo real. Esta presión de la visión del grupo de donde procede el atestante es mucho más importante que lo que se reconoce con frecuencia.54 Si observamos con detenimiento por qué este testimonio ha sido valorado tan positivamente a través de tantos años, notaremos que nadie se ha preguntado por su exactitud ni cómo corroborarlo. En realidad, su justificación se ha hecho basándose en su credibilidad. Pero la credibilidad que este testimonio ha despertado una valoración subjetiva inferida de las características del testigo por haber vivido los hechos en carne propia y de la impresión horrenda que esos hechos han provocado en los dominicanos. Ahora bien, si en las representaciones mnésicas de ese testimonio ya estaban registrados los esquemas previos del propio sujeto reminiscente sobre la naturaleza y el proceder de los haitianos, otros recuerdos sobre los haitianos en Santo Domingo, sin duda, eran activados tanto a partir de esos esquemas como de las experiencias vividas. ¿Cómo podía pues la memoria justificar la autenticidad de esa creencia? ¿Qué garantía 54 Audiencia. Él mismo dice que «el cielo me dio unos padres ricos» y que nació «en la opulencia». También dice Arredondo y Pichardo que su familia en Santiago estaba compuesta por 80 personas. Con relación al autor del otro testimonio comentado más adelante, el padre Juan de Jesús Ayala fue un conocido sacerdote que a mediados del siglo xix estuvo muy activo en las lides políticas, fue signatario de la primera Constitución dominicana, la de 1844, y diputado por San Cristóbal. Muy querido en su pueblo natal, San Cristóbal, fue también amigo cercano del arzobispo Tomás de Portes. Al respecto véanse los comentarios de Fernández (1993, 72-73). El pasado como historia. La nación dominicana... 225 podía ofrecer quien rendía el testimonio de la veracidad de esa creencia solapada en su memoria sino apelando al hecho mismo recordado por ella? En tal situación ocurre lo que se ha llamado «procesamiento holístico del recuerdo»: la fuerza del testimonio no emana de la fuerza probatoria de lo que enuncia, sino de los juicios globales latentes que despertó en el testigo la primera impresión que tuvo cuando se vio confrontado con lo ocurrido. En este caso la combinación de recuerdos episódicos, recuerdos genéricos y creencias interfirieron retroactivamente en la representación fiel del suceso, aunque no por eso se puede decir que hubo en el testimonio una tergiversación consciente del pasado, pues aunque el testimoniante sabía que tenía esa creencia, no era por saberlo que recordaba el hecho. De haberse publicado en la República Dominicana de mediados del siglo xix las memorias que Gaspar de Arredondo y Pichardo escribió sobre sus vivencias hasta su salida de Santo Domingo en 1805,55 nadie hubiera puesto en duda su fidelidad histórica56 porque a primera vista se tiene la impresión de que los sucesos que el autor describe no solo ocurrieron como aparecen en su escrito, sino que además sus recuerdos no proceden de inferencias o de la atestación de otras personas sino de su memoria episódica. Si comparamos la última parte del escrito de Gaspar de Arredondo y Pichardo, que trata sobre la invasión de Dessali- 55 56 José Gabriel García conoció este manuscrito que obtuvo de un sobrino de su autor en 1905, pero la primera edición del documento apareció en la revista Clío, Ciudad Trujillo, n.° 16, 1948. Luego fue publicado en el libro de documentos históricos de Rodríguez Demorizi, Invasiones haitianas de 1801, 1805 y 1822. Por el momento quisiera dejar de lado la cuestión de la significación histórica de los relatos sobre el pasado, pues es sabido que la misma no se establece desde la perspectiva de quien intervino en el hecho sino retrospectivamente en la interpretación histórica. Por lo demás, lo que a la clase política dominicana de entonces hubiera interesado no sería tanto la objetividad del testimonio como su significación moral e histórica. 226 Roberto Marte nes en 1805, con el Diario de la campaña de Santo Domingo de Dessalines, firmado por el general haitiano Bazelais, que se trata de un journal de la guerra y no de un documento autobiográfico escrito muchos años después, observaremos que ambos escritos coinciden en lo concerniente a los abusos de los haitianos en la parte española de la isla, pero en el texto haitiano dichos abusos aparecen justificados por la circunstancia de guerra que describe. Además, su estilo es directo, como en los documentos militares, y positivo en lo tocante a la legitimidad de la guerra contra los franceses. En la primera parte del texto de Arredondo y Pichardo, luego de unas páginas introductorias que versan sobre la desazón que reinaba en muchas personas de la parte española de la isla debido al triunfo de la revolución antiesclavista en SaintDomingue y debido a los preparativos que realizaba el caudillo haitiano Toussaint Louverture para penetrar con su ejército en el territorio español, Arredondo y Pichardo empieza en el capítulo iii con la presencia de Toussaint en Santo Domingo, antes de que el autor del testimonio abandonara secretamente la ciudad de Santiago. Analicemos algunos ejemplos: Toussaint Louverture «había dejado la orden común de que, a su retirada, fuésemos todos pasados a cuchillo». Obviamente, Arredondo y Pichardo no podía haber sido un testigo ocular cuando Toussaint dio esa orden, pues él mismo se habría contado entre las víctimas.57 Paradójicamente, el mismo testimoniante refirió a seguidas que Louverture lo nombró defensor público del tribunal de primera instancia «que pocos días después quedó instalado». Pero conviene no soslayar las circunstancias que rodearon el hecho rememorado, pues, como han documentado varios 57 De todos modos, si su narración fuera verdadera, Arredondo y Pichardo no habría de considerarse un testigo integral (el término es de Levi) sino un pseudotestigo, puesto que no fue una víctima plena de lo acontecido, de acuerdo con la clasificación de Mudrovcic de los tipos de relación del testigo con el hecho traumático testimoniado (Mudrovcic, 2007, 135-136). El pasado como historia. La nación dominicana... 227 estudios (Clifford, 1981; Deffenbacher, 1983), un alto nivel de violencia y estrés emocional negativo en el mismo tienden a reducir la capacidad de identificación y la precisión mnésica del testigo aunque por eso mismo su testimonio dé la impresión de ser sincero. Si continuamos leyendo el pasaje, salta a la vista que lo que Arredondo y Pichardo dijo del degüello se debía al temor que el general Louverture despertaba entre los habitantes del país, cuya «alta hipocresía cubría un alma infernal y un corazón de tigre que solo respiraba sangre, fuego y muerte»58 «a pesar de sus protestas de seguridad y protección».59 El suyo, por consiguiente, es un testimonio de referencia (factual), procede de 58 59 Pero cómo podemos explicarnos esa conducta hostil de Toussaint hacia los dominicanos si en las ciudades y campos fue recibido «con los mayores honores», según afirmó el vicario eclesiástico doctor de Prado (1955, 86). García escribió que «cuando estaba en las villas y las ciudades sonaban las campanas; y el clero venía a su encuentro portando pendones y las mujeres le coronaban». Sin embargo, García escribió también que el curso de las circunstancias políticas que vivió la isla al iniciarse el siglo xix causaron a Toussaint «a la par de una indignación profunda, tanto odio contra los dominicanos y los españoles, que olvidándose de toda consideración política, concibió la infernal idea de saciar sus deseos de venganza en el Batallón Fijo» (1893, 305). Sobre el tema, véase de Cipriano de Utrera (1938, 85-96). De igual forma que Arredondo y Pichardo, el general Leclerc llamó a Toussaint Louverture «monstruo insensible». Por el contrario, un viajero norteamericano cuyos juicios se han tenido por muy ecuánimes, expresó sobre el general Louverture que este «had preserved one line of conduct, founded by sound sense and acute discernment on the most honorable basis, leaning only to actions of magnanimity and goodness» y que nunca «had a sanguinary revenge occupied his mind» (Rainsford, 1805, 249-250); mientras que Del Monte y Tejada lo llamó «negro distinguido» y «caballeroso Toussaint» (1890, 171, 194). Un tanto obsequioso, Pérez Memén dice que Toussaint dejó «tras sí una magnífica estela, la marca de uno de los grandes hitos de la historia dominicana, al abolir la esclavitud y establecer por primera vez las instituciones democráticas, y llevar la prosperidad al país como nunca antes se había visto» (1984, 22). Un ardoroso escrito de la época «par un homme de sa couleur» es Vie privée, politique et militaire de Toussaint Louverture (1801). En una carta del 4 de enero de 1801 Toussaint Louverture le expresó a Joaquín García, a la sazón todavía Capitán General español de Santo Domingo, que «afin d’eviter l’effusion du sang, et de conserver cette partie intacte et protéger les habitans, je me suis déterminé à y venir moi-même en personne» (Ardouin, 1853, 289). 228 Roberto Marte lo que oyó de otras personas o quizás que él infirió ex audito alieno. El general Louverture ordenando el degüello es, en efecto, recordado factualmente (es un testimonio de segundo grado) del mismo modo que es factual el recuerdo de la creencia de que el episodio había de ser recordado como una vivencia propia. Además, lo que erróneamente se presenta en este caso como un recuerdo episódico son frases metacognitivas con un contenido proposicional («su alta hipocresía cubría un alma infernal…») en el sentido de que el procesamiento del hecho recordado por medio de su significado y la fijación de sus componentes informativos desnudos no ocurre en un trámite elemental —uno y luego el siguiente—, sino en un proceso semántico complejo que forma la doxa del texto (aunque Arredondo y Pichardo dijera que sus recuerdos eran «hechos secos aislados»). Es decir, en el caso citado la fijación de «Toussaint dando una orden» ocurría codificada con sentencias como «alta hipocresía cubría un alma infernal», sin que luego pudiera reconocerse la disyunción entre uno y otro. Por lo general, en situaciones como esta se da más importancia a los pensamientos y a las cualificaciones abstractas. De lo anterior se sigue que la recordación de Arredondo y Pichardo solo podía haber sido episódica si habiendo recordado el testimoniante los hechos en su momento, no hubiera creído antes que así hubiera sido el caso. Como hemos visto, la atestación de Arredondo y Pichardo no satisface esta condición de la memoria episódica. Lo que en este caso está en juego no es la vulnerabilidad de la memoria episódica de Arredondo y Pichardo (si la misma es auténtica o no), sino la de esta última parte proposicional de su texto la cual no puede ser atacada como falsa ni defendida como verdadera. Más adelante, Arredondo y Pichardo se ocupó de la invasión de Dessalines en 1805. Entre otros, narró el siguiente pasaje que El pasado como historia. La nación dominicana... 229 él refrendó en su escrito como si hubiera sido un recuerdo directo, aunque si examinamos sus palabras advertiremos que no lo es: que el cura de Santiago, un llamado padre Tavares,60 fue «puesto a la cabeza de una fila de hombres y mujeres, colocados de espaldas a la orilla de la Barranca del río, condenados todos al cuchillo con solo una señal del gefe». Nuestro testigo dijo de pasada que esto se lo refirió el sacristán de Moca, quien tampoco había presenciado el hecho, sino que lo sabía porque alguien de Santiago se lo había contado. Sobre este problema Prud’homme observó en una defensa foral: «Cualquiera oye decir; pero de oír decir a ver y ser testigo hay la misma diferencia que entre el que sabe y el que no sabe alguna cosa» (1949, 84). El problema aquí es ¿cómo valorar esta declaración de referencia si el testigo no justificó ni siquiera su origen ni cómo la adquirió, ya que desconocemos a la persona que tuvo conocimiento directo del hecho? Y pese a que no puede cerciorarse de la calidad de la información porque no es ni siquiera un espectador por casualidad no involucrado en el hecho, es decir, un testigo infacto, brindó en su texto un escenario rico en detalles61: dijo que el jefe reconvenía al cura «con un puñal en la mano, amagándole y llenándolo de los más groseros improperios».62 Arredondo y Pichardo incorporó a su recuerdo episódico esa información de algún cotestigo. Asumiendo el rol moral del testimoniante delegativo tomó como evidencia propia una información, es decir, una serie de proposiciones que procedían de otra persona sin identificar su 60 61 62 A quien apenas menciona y de quien no trae más noticias. Era el sacristán de Moca y no debe confundirse con el padre Agustín Tabares, chantre de la catedral ni con el vicario Pedro Tavares a quien aludió al comienzo de su escrito. En la historiografía dominicana abundan los ejemplos en los cuales la memoria autobiográfica y los testimonios de otras fuentes se fusionan sin demarcar la una de los otros, como el escrito de Grullón (1949). Dicho con las palabras de Mudrovcic, estamos aquí ante una muestra de «moralización del testimonio en detrimento de su valor epistemológico para la historia» (2007, 142). 230 Roberto Marte origen. No trato de decir que Arredondo y Pichardo contó algo imaginario. En realidad, algo debió de haber sucedido, sobre todo conociendo que los haitianos actuaban de esa forma, pero el hecho mismo no fue recordado en primera persona. Esta generalización guio la enunciación de Arredondo y Pichardo. Pero ¿por qué el testimoniante no narró lo que hacía y dónde se encontraba precisamente en aquel instante? Lo interesante para ser recordado, lo que en efecto aparece en su relato, es que servía para confirmar la idea de sus demás recuerdos y que no contradecía (o no era incoherente con) las informaciones generales de otras fuentes familiares o conocidas. Por lo demás, esos detalles imaginísticos,63 que Arredondo y Pichardo repite una y otra vez, hacen más verídico su relato. Ahora bien, dada la imposibilidad histórica de localizar el testigo original, en un caso particular como este ocurrido hace mucho tiempo,64 el testimonio referencial (hearsay evidence) puede ser admitido o ser suficiente, pero no indiscriminadamente como prueba en solitario, solo si se completa con otros elementos probatorios, sin que esto quiera decir que lo dicho por el testigo de oídas pueda sustituir el testimonio directo.65 No hay dudas de que el testimonio de marras resulta convincente, pero ciertas circunstancias inducen a dudar de su deponente. Esta situación, por consiguiente, obliga a la valoración del testimonio como medio de prueba mediante el uso de la crítica interna y la confrontación con otros documentos históricos conocidos. 63 64 65 Imaginísticos no en el sentido de que fueran ficticios, sino de que la evocación está representada en imágenes casi visuales. Bentham se refirió a la utilidad del «testimonio por oídas»: «en los casos en que no hay otra prueba, como en aquella clase de hechos que se llaman hechos antiguos ó inmemoriales» (1835, 301). Un caso parecido es el relato, que luce tan verídico, del naufragio en medio de un huracán en la ensenada de Samaná de los navíos Conde de Tolosa y Nuestra Señora de Guadalupe el 24 agosto de 1724 hecho por Peguero (1975, 41-46). Aquí el autor describió con tanta seguridad el suceso como si lo hubiera vivido, aunque no fue así; lo narrado por él lo supo de oídas. El pasado como historia. La nación dominicana... 231 Ciertamente, con su testimonio, Arredondo y Pichardo proporcionó un nuevo conocimiento sobre lo sucedido durante la invasión haitiana. Ese conocimiento se inició en alguna persona que lo supo y lo transmitió testimonialmente a otra que no lo sabía y quien a su vez lo comentó a Arredondo y Pichardo, generándose de tal guisa un nuevo conocimiento acusatorio que, posteriormente y por medio del contagio social, fue hecho circular como denuncia por el autor del texto. Cabe también pensar que ese recuerdo en efecto pudo haber sido creado por Arredondo y Pichardo activando simultáneamente dos esquemas mnésicos: 1.°- El recuerdo de los haitianos; y 2.°- Los actos sangrientos cometidos contra personas inocentes. El nuevo recuerdo literaturizado era la imagen de los haitianos amenazando con sus cuchillos a dominicanos indefensos. A partir de estas consideraciones que revelan las enormes dificultades a la hora de confirmar el material verbal estudiado, podríamos recelar de la autenticidad de lo atestado y, para prevenirnos ante posibles distorsiones del pasado, sería mejor aceptar el recuerdo en su intención pragmática (la verdad narrativa que todo relato bien estructurado tiene para los demás)66 en vez de tomar al pie de la letra las frases y los gestos del jefe haitiano ante el cura de Santiago como aparecen en el testimonio de Arredondo y Pichardo. Nadie puede establecer con absoluta certeza hasta qué punto podríamos aceptar el testimonio de Arredondo y Pichardo como verdadero. Por ejemplo, a raíz del avance de la gente de Christophe en la región del Cibao, el testimoniante reprodujo las palabras del oficial Campo Tavárez dirigidas desde las orillas del río Yaque a los dominicanos que se encontraban en las afueras de Santiago. La cita textual es conmovedora. Pero ¿cómo pudo Arredondo y Pichardo ha66 En este caso, la verdad narrativa tenía mayor significación social que la verdad histórica. 232 Roberto Marte ber recordado fielmente un párrafo tan extenso, casi calcado como aparece en el texto? Es cierto que la base de datos almacenable en la memoria a largo plazo puede ser muy amplia. También es cierto que en personas de inteligencia normal el procesamiento mnésico es más retentivo en las asociaciones semánticas cuando se trata, por ejemplo, de recordar argumentos, asociaciones de imágenes o conocimientos generales. No obstante, esto no es así cuando se trata del reconocimiento y repetición automática del encadenamiento de palabras. Ahora bien, que Arredondo y Pichardo hubiera presentado la alocución de Campo Tavárez como si hubiera sido un recuerdo textual no es algo infrecuente en este tipo de testimonios. Años después, Manuel Rodríguez Objío también transcribió en sus Relaciones, como un acto de memoria, una larga alocución de Félix María del Monte en la apertura del curso de Bellas Letras en el Colegio San Buenaventura. También, el testimonio autobiográfico de Ramón Alonso Ravelo recogió in extenso, como si hubiera sido un recuerdo propio, una arenga pronunciada por Francisco del Rosario Sánchez estando al frente de la Junta Central Gubernativa. Con esto no quiero significar que Arredondo y Pichardo no estaba en Santiago cuando las fuerzas haitianas arrollaron a los dominicanos en La Emboscada. Esto es, si aceptamos la sinceridad de su testimonio, si nos oponemos a creer que sea un testimonio mendaz, admitiremos que estuvo allí, que formó parte de la resistencia dominicana al avance haitiano. Y así lo dice: «se acercaron y nos informaron»… «nos vimos con la muchedumbre encima». Pero no podemos distinguir lo que el testimoniante efectivamente presenció de lo que le contaron, o de lo que se pudo haber imaginado. En conclusión, se puede decir que en su contenido principal el testimonio de Arredondo y Pichardo es veraz, pero lo es menos en la manera en que fueron relatados los hechos. El pasado como historia. La nación dominicana... 233 Debido a que se ha vuelto un hábito común la admisión sin restricciones de este medio de prueba que puede ser endeble o defectuosa, en buena lid historiográfica el testimonio de Arredondo y Pichardo sobre esa desdichada época del pasado insular debió ser confrontado con informaciones haitianas y europeas (testimoniales o no),67 y con fuentes dominicanas de carácter no estrictamente político,68 en vez de reputarlo de veraz irreflexivamente. Probablemente nunca conoceremos la opinión sobre los haitianos del vecinaje de unos 20 mil esclavos negros que había en la parte española de la isla, si su actitud fue de temor, de incertidumbre o de indiferencia. Lo cierto es que poca gente de la parte española de la isla unos años después miró con simpatía la invasión haitiana de Dessalines cuyo fin en realidad era echar a los franceses de la isla. Varias décadas después, Madiou contó sobre el Cibao que en 1804 «Tabarrès, homme de couleur espagnol, natif d’Haïti, commandait ce departement, au nom de Dessalines, ayant son quartier général a St. Yague. N’ayant pas sous ses ordres, un seul des régimes Haïtiens, il avait formé un bataillon de noirs et de mulàtres espagnols anciens esclaves, recrutés sur les habitations du voisinage de la ville. Fort peu des anciens libres avaient volou s’armer en notre faveur. La terreur de Dessalines seule maintenait les indigènes-espagnols sous l’autorité haïtienne» (1849, 156). 67 68 O con obras publicadas sobre el mismo tema que se funden en fuentes distintas a las dominicanas. Sin embargo, conviene no perder de vista la falta de idoneidad de algunos libros de autores franceses como Justin (1826, 334345), que trataron con grandes omisiones el tema de la ocupación efectuada por Louverture de la parte española de la isla y, sobre todo, ignoraron la actitud y el proceder de la población del este respecto a la actuación del ejército invasor del oeste. Otros mostraron además una aberrante inquina contra los negros de la parte francesa. Véase, por ejemplo, el libro de Debroca (1806). Sin embargo, los documentos de escribanos públicos extraídos del archivo notarial del Lic. Francisco José Álvarez por Guido Despradel i Batista son algo problemáticos debido a su vaguedad. Parcialmente, insertos en su artículo (Despradel i Batista, 1938, 197-200). 234 Roberto Marte Más adelante Madiou expresó que «la population de l’Est, égarée par ses prêtres, était devenue très hostile à la nationalité haïtienne» (1849, 158). Cuando en abril de 1805 el ejército haitiano encabezado por Dessalines entró en el sur de la parte española de la isla, encontró que los poblados de Azua y Baní habían sido abandonados por sus habitantes, a pesar de que los jefes haitianos decían que no habían venido con intenciones hostiles contra «los españoles», sino que les hacían la guerra a los franceses. ¿Por qué escribió Arredondo y Pichardo este relato? Porque los hechos recordados no solo produjeron un efecto tremendo en su persona, también afectaron su vida, su futuro personal y el destino del conglomerado dominicano del que formaba parte. Esos recuerdos solo podían ser evocados en una construcción narrativa. Esto es, en un relato de hechos estresantes. Esto es obvio, porque obsérvese que el testimoniante no dijo una sola palabra de otros aspectos de su persona, por ejemplo, ¿qué hizo como defensor público? Además, hay un vacío temporal casi inexplicable entre el año 1801, cuando tuvo lugar la entrada a Santo Domingo de Louverture con su ejército, y 1805, el año de la invasión de Dessalines. Otro testimonio autobiográfico sobre el Santo Domingo español de esa época, que a seguidas veremos, presenta similitudes con el documento de Arredondo y Pichardo en lo referente a la valoración personal del testigo de los hechos narrados (sus connotaciones semánticas) y sobre todo porque para dar fe de los acontecimientos y circunstancias narrados su deponente se presentó (igual que Arredondo y Pichardo) como testigo directo sin que podamos establecer claramente hasta qué punto el suyo fue o no un testimonio ex audito alieno. Basta echar una ojeada al escrito del padre Juan de Jesús Ayala y García titulado Desgracias de Santo Domingo, datado en San El pasado como historia. La nación dominicana... 235 Cristóbal el 3 de mayo de 1849 (Ayala y García, 1956, 140-153)69, es decir, unos cuarenta años después de ocurridos los sucesos y cinco después de haber sido fundada la República Dominicana. El padre Ayala dijo que narró lo que vio: «me encuentro, por decirlo todo, en aquella devorante disposición de daros algunos conocimientos históricos… de los que he sido participante en las convulsiones políticas que ella (la «isla Dominicana») ha sufrido por espacio de 55 años». También dijo: «me tomo la satisfacción (en mis ratos de labor del ministerio) de esponer lo que han tocado mis sentidos». Con esto Ayala dio a entender que el haber estado en el lugar de los hechos como él afirma garantizaba la autenticidad de sus informaciones («conocimientos históricos», dijo). Y refirió que «Toussaint nos condenó al cuchillo para lo cual expidió sus órdenes al general Polo que gobernaba en Santo Domingo, para que degollara a todos los de color». En realidad, lo anterior se sustentaba en lo que oyó decir de quienes en otros pueblos, en Santo Domingo, en Baní, en La Vega, conocieron directamente los hechos, aunque él no lo confesó así, ya que el jovenzuelo Ayala al parecer se encontraba entonces en Dajabón, pues dijo que presenció un sangriento ataque de los negros a la guarnición de ese poblado que gobernaba el general Polanco cuyas gentes «arrollaron al enemigo». Sobre los años sucesivos, el padre Ayala se extendió en diferentes sucesos, la acometida en 1805 de «los Occidentales» a Santiago «en medio de las alegrías del Carnaval», con tal minuciosidad y ardor del espectador inmediato: «Santiago en este día del juicio y la sangre corría por todas partes». El problema aquí es que para acreditar la materialidad del hecho no sabemos dónde se hallaba Ayala en aquellos momentos, pues él solo manifestó que se había internado con su familia «en una montaña para escusarse de los encuentros hostiles 69 De este manuscrito Antonio Delfín Madrigal hizo una copia a mano que cedió a José Gabriel García, quien la utilizó en la elaboración de su Compendio de la Historia. Fue publicado en Clío en 1956. 236 Roberto Marte del enemigo» y que en una habitación llamada La Jagua «estuvimos sin novedad por espacio de 28 días que permaneció el sitio en Santo Domingo». El historiador Thomas Madiou (que no pudo ser testigo de vista de esos hechos porque en 1805 aún no había nacido. Madiou nació en 1814) cuenta que luego de que el ejército haitiano entró a Santiago a la 9 de la mañana del 25 de febrero de 1805, el general Christophe hizo ejecutar a los franceses y a los blancos nativos que se encontraban en las calles, ordenó aprisionar un número de personas de renombre de la ciudad que se encontraban en la iglesia y dispuso que el comandante Tabarrès persiguiera a las familias que se habían escondido en los bosques. Madiou refiere, además, que posteriormente, antes de que los haitianos tomaran el poblado de Cotuí, el general Christophe garantizó al cura del pueblo que «sus parroquianos serían respetados» y que tres días después «castigó severamente» a sus soldados que habían cometido excesos. Al continuar su relato, Ayala tampoco dijo si alguien le aportó esas informaciones, aunque a veces cedió a esta verdad señalando: «En el río de la Vega que llaman Camú, al pasar de noche oscura se dijo, que María de Sierra, falta de juicio, como no pudiese pasar bien, que la habían entrado al agua y se ahogó»; y que otro anciano paralítico «a súplica de los hijos, fue puesto en una litera, pagándoles ocho pesos fuertes a cuatro de ellos y por donde llaman Guaco, lo hicieron a un lado del camino y le dieron su pasaporte», pero al final agrega «así se dijo».70 El testimonio de Ayala continúa en otros episodios apoyado en el conocimiento referencial, por ejemplo, cuando 70 Como lo hizo Ayala, también Arredondo y Pichardo omitió con frecuencia nombrar las fuentes de sus informaciones. Raramente señaló el nombre de sus informantes como cuando se refirió al llamado «degüello de Moca» del 3 de abril de 1805, que dijo: «Este negro (Félix) me informó en Baracoa (Cuba) de todos los desastres, muertes y atrocidades cometidas por los negros en las personas blancas». Esta última frase es todo lo que Arredondo y Pichardo dice acerca de la calidad informativa de sus recuerdos. El pasado como historia. La nación dominicana... 237 cuenta que a «una pobre embarazada» tras antojársele comer de una mata de caimito «para saciar su apetito» «la acometió tan fuerte apoplejía, que se insultó», y que un facultativo enviado por el rey Christophe «la hizo tomar un vomitivo con que a un tiempo escaparon la vida». Completó el párrafo diciendo: «esto lo supe por tradición y no ocularmente». Del ataque de «los Occidentales» a la iglesia de Moca refiere veladamente que esto lo «sabrían» de las palabras «de la señorita María Tabares» que vivió luego «en la Ciudad Dominicana». Siendo los recuerdos de lo que oyó decir de otra persona tan vagos para poder aproximarnos a lo efectivamente sucedido sin márgenes de riesgo, menos podía Ayala identificar en su memoria la procedencia de los mismos. Obsérvese que si, como habitualmente se ha hecho en casos como este, se centraba la atención del lector en el criterio del padre Ayala de considerar lo que le dijeron como fundado en los hechos (cuando expresó, por ejemplo, «así se dijo»), se incurría en el error de traspasar al testigo de segundo grado o de oídas la función consagrada al historiador de determinar la veracidad o falsedad de las informaciones obtenidas de otros testigos de los hechos. Pero que el referente mnésico descansara en las experiencias del atestante o en un discurso referido encubierto «antes de que se vayan de la memoria», no era al parecer tan importante. Lo que sí luce importante en el relato episódico es su función apuntaladora de los recuerdos genéricos, de las tipificaciones sobre los haitianos y las emociones asociadas al mismo. Esto es de gran importancia para entender esos recuerdos, es decir, para entenderlos como historia. De todos modos, el guion de un relato similar a los ya examinados se ha conservado vivo durante siglos en la mente de los dominicanos. Además, conviene no olvidar que en casos como estos la verificación del testimonio suele ser engañosa porque tiende a inhibir aquellos recuerdos que hubieran podido minar la consciencia autobiográfica por la pérdida de consistencia de 238 Roberto Marte lo narrado.71 Cuando el cuarentón Arredondo y Pichardo escribió el texto sobre algunos episodios de su juventud, el recuerdo de los hechos y la actitud que se había formado de ese período de su vida (en realidad el esquema interpretativo de su construcción mnésica) eran idénticos o, por lo menos, no contradictorios. En vista de ello y debido a la importancia que podría tener para establecer la veracidad de los recuerdos, es aconsejable indagar dónde se encontraban ambos testimoniantes y lo que hicieron durante el tiempo transcurrido entre la ocurrencia de los hechos narrados y la redacción de sus textos. De lo anterior no se sigue que juzgo como insatisfacibles las descripciones de Arredondo y Pichardo y del padre Ayala, pues estamos aquí ante un problema de historia, no de lógica. Tampoco que se traten forzosamente de pruebas falaces. Pero entonces ¿quiere decir lo anterior que el testimonio de quienes accedieron al hecho por las vías referenciales (es decir, cuando la fuente de la memoria es externa al individuo que recuerda) es legítimo? O por el contrario, ¿la crítica histórica no ha de valorarlo como entidad probatoria? El problema es que no tenemos un criterio para separar las motivaciones del atestante de lo que sabe de los hechos por experiencia propia, sobre todo teniendo en cuenta que los recuerdos no se referían solo a experiencias personales, sino a hechos históricos, de notabilidad pública, cuya recordación se forjaba para ser compartida con otros miembros de la sociedad destinataria. Además, decir que un testimonio como el de Arredondo y Pichardo ha sido corroborado por datos objetivos no es algo que siempre esté libre de problemas, si no se precisa antes lo que se entiende en este caso por corroboración, pues supongamos que efectivamente la sentencia «una fila de hombres y mujeres» 71 Conway observa: «Events that do not impinge upon the current themes, plans, and goals of the self, and that do not correspond to existing autobiographical knowledge structures, may simply not be encoded in longterm memory» (1996, 87). El pasado como historia. La nación dominicana... 239 fueron «colocados de espaldas a la orilla de la Barranca del río» fue corroborada por un dato periférico objetivo, pero no lo que él dice «que el jefe reconvenía al cura con un puñal en la mano, amagándole y llenándolo de los más groseros improperios».72 Aun así, pese a las carencias intrínsecas de los testimonios de Arredondo y Pichardo y del padre Ayala, de lo cual se sigue que es muy difícil verificar su sinceridad, no podemos excluirlos como instrumentos informativos de cierta entidad y debemos estarles agradecidos que hayan entregado a la historia su saber. Es conveniente no perder de vista lo anterior, pues mi interés no se ha centrado en refutar lo ya sabido sobre los atropellos de las tropas «de Occidente» libradas a la venganza y al pillaje (por ejemplo, el incendio que ocurrió en La Vega comenzado por la gente de Dessalines en 1805 ha sido ya bastante tratado en nuestra historiografía, aunque insuficientemente documentado) porque «S. M. (Dessalines) quedó plenamente convencido de que los naturales españoles estaban totalmente vendidos a los franceses», sino señalar los inconvenientes de testificaciones como las de Arredondo y Pichardo y del padre Ayala para llegar a la verdad dadas sus características internas. Luce que en tal caso, lo más importante no es la valoración epistémica de los datos aportados por el testimonio como medio de prueba, sino, primero, la combinación de informaciones positivas y negativas y, segundo, su efecto emocional o su justificación moral para la sociedad que los recibe por tratarse de informaciones cruciales para su existencia. 72 Este tema ha sido sujeto de muchas especulaciones. Madiou relata vivamente los raptos, la destrucción y los asesinatos de las tropas haitianas en la parte española de la isla. Y escribe: «Dans cette campagne, nous avons détruit les villes les plus anciennes du Nouveau Monde, pleines de jolie monumens gothiques. Nous nous sommes montrés cruels, en décimant cette population des campagnes composés de noirs et d’hommes de couleur. Indignés d’avoir recontré une vigoureuse résistance devant Sto. Domingo, nous avons affaibli par ces excés, la grande gloire que nous avions acquise devant la plus ancienne place du Nouveau monde» (1849, 208). 240 Roberto Marte Pero si la importancia de esos discursos de Arrendondo y Pichardo y del padre Ayala depende de su fuste moral o de su intensidad emotiva, habría de esperarse entonces que la verdad en este caso tuviera carácter prima facie. Es por eso que tras la lectura de los afirmaciones de Arredondo y del padre Ayala no deberían emplearse conectores conclusivos del tipo «por consiguiente», «de ahí que», etc., como se tiende a hacer con mucha frecuencia. Como ya se ha dicho, conviene siempre recelar de la sinceridad de los testimonios autobiográficos en tanto no se obedezcan las normas en materia probatoria testimonial. La memoria autobiográfica elabora el recuerdo personal o una sucesión de recuerdos personales de hechos vividos como experiencias. Pero ser testimoniante no equivale a ser testigo. Lo que el testimoniante recuerda no es solamente una sucesión de hechos tocantes a su persona, sino un discurso sobre sucesos históricamente relevantes cuya trama adopta los fines y los medios de la trama de la historia (las hijas de Arredondo y Pichardo llamaban el comentado testimonio de este «su Historia»). Con dicho ensamblamiento retórico la narración ya no puede calificarse como la experiencia viva de la memoria episódica. La narratividad autobiográfica, que de este modo se separa gradualmente de la de la memoria episódica, se ve motivada fundamentalmente por un pretérito épico de pertinencia política reglado por el presente. Es cierto que a mediados del siglo xix esa forma narrativa no tenía aún el grado de elaboración que luego tuvo la historiografía y, en tal caso, se trataba cuanto más de la narrativa del saber histórico,73 pero sobre la base de esta forma de recordación 73 La homologación del recuerdo autobiográfico con el juicio histórico puede llevar a un engaño. Las palabras de Céspedes que fueron empleadas por su autor en otro contexto, algo cambiadas en su sentido, pueden contribuir a mostrarlo: «Aplicar los conceptos de una disciplina a otra es una operación de metaforización generalizada que tiene por finalidad El pasado como historia. La nación dominicana... 241 con una estructura actancial y de significaciones parecida a la de la historia se forjaron ya desde los tiempos de la colonia muchas tradiciones orales urbanas, dentro y fuera de la familia, y también una buena parte de la historia dominicana del tiempo presente. Por ejemplo, en un artículo de carácter histórico, Eliseo Grullón narró las ocurrencias que en los tiempos de la guerra Restauradora tuvieron lugar cuando don Máximo Grullón, ministro de lo Interior y Policía en el gobierno de Gaspar Polanco, estuvo refugiado en el poblado haitiano de Juana Méndez, donde había ido a ponerse a salvaguarda de la persecución del nuevo presidente Pedro Antonio Pimentel. La abundancia de detalles y la minuciosidad del relato (véase por ejemplo, la parte que narra la intervención del general haitiano Philanthrope Noël para que se evitara una desgracia) podrían inducir a creer que estos hechos habían sido experiencias vividas por el atestante. Pero no fue así, Eliseo Grullón no vivió esos hechos y, por tanto, no podía contarlos como recuerdos episódicos. Si estos fueron recuerdos transmitidos en el seno de la familia o por confidentes íntimos probablemente nunca lo sabremos. Lo importante es que en efecto los mismos ya han pasado al ámbito de la historia como un testimonio de autoridad del hijo de la figura principal (él dice del «héroe») del relato (Grullón, 1915). Aun cuando la «reseña de los asuntos relativos a la propaganda de los hechos pasados desde el año 38 en adelante», titulada Apuntes para la historia (Ravelo, 1949, 247-264), del febrerista Ramón Alonso Ravelo, aparenta ser un relato de recuerdos personales (la primera página y otras salteadas de los apuntes encierran, en efecto, recuerdos episódicos de una alta especificidad), en verdad se trata en su mayor parte de una modalidad de discurso expresa obstruir el conocimiento del objeto que se desea estudiar» (Céspedes, 2001, 438-439). Desde luego, la memoria no es una disciplina ni tampoco hay una «finalidad expresa» o engaño adrede cuando se toman la memoria personal y la historia como equivalentes. 242 Roberto Marte histórico. Hay algún indicio para pensar que Ravelo tituló su escrito «Apuntes» y que fue Lugo Lovatón quien lo completó con el nombre «Apuntes para la historia». Como cosa propia de los historiadores, Ravelo insertó inclusive una cita textual completa de las palabras de Francisco del Rosario Sánchez a Santana cuando este último se puso al frente de la Junta Central Gubernativa. Aunque Ravelo estuvo cerca de Sánchez en los primeros momentos de la independencia, es imposible (salvo que la suya se tratara de un caso extremo de memoria eidética) que después de muchos años de transcurridos estos hechos y acogiéndose únicamente a su memoria verborum hubiera podido reproducir esta cita textualmente, dando fe de las palabras del primero. El historiador Lugo Lovatón acepta la cita como buena y dice que esas palabras «se han salvado (para la posteridad, R.M.) por el celo que él (Ravelo, R.M.) demostró en conservarlas».74 Ravelo mismo reconoció veladamente al final del texto que exponía sus recuerdos como historia, y así escribió: «Me lleno de pena de estos acontecimientos de nuestra historia. Ya he bosquejado algunas de las peripecias de nuestra combatida patria». No obstante, el saber histórico de Ravelo expresado en sus apuntes no basta para hacer de estos un texto de historia de no ser por las 88 anotaciones eruditas a pie de página elaboradas cien años más tarde por el historiador Ramón Lugo Lovatón. Lo anterior no quiere decir que las informaciones de Ravelo sean forzosamente falsas ni tampoco que sus apuntes no sean autobiográficos. El problema es que en este relato se enlazan indistintamente recuerdos episódicos y factuales e informaciones que corrieron de boca en boca por aquellos años. 74 En este punto Lugo Lovatón cometió el error de aceptar como fidedigno el recuerdo de Ravelo de las palabras de Sánchez. Más bien habría que considerar que la memoria a largo plazo de Ravelo construyó una serie de proposiciones redundantes e interrelacionadas que parafraseaban el contenido lingüístico de la peroración de Sánchez. El pasado como historia. La nación dominicana... 243 Por ejemplo, el pasaje en torno a la Reforma y a la capitulación de Boyer el 13 de marzo de 1843 se reduce a unas pocas generalidades, pero al referirse a su repercusión política en la ciudad de Santo Domingo (donde Ravelo vivía) a partir del 24 de marzo, los recuerdos retoman su riqueza episódica con abundantes detalles. Más adelante, Ravelo intercaló otras generalidades; dice: «A los pocos días se instaló la Trinitaria con mucho silencio, pues las Autoridades estaban cayendo en la cuenta gran vigilancia, y como había una gran parte de los dominicanos con siniestros pensamientos y perseguían a la callanda el pensamiento separatista». Es muy probable que Ravelo hubiera vivido la tirantez entre dominicanos y haitianos cuando en 1843 se efectuaron las elecciones para nombrar los miembros de los colegios electorales, pero obviamente no pudo recordar el laborantismo de La Trinitaria, pues él no fue trinitario y esa fue una organización secreta. Es probable que se apercibiera del asunto después de la independencia, por lo cual estamos aquí ante un caso de memoria autobiográfica asociada al saber histórico. Como si se tratara de un texto de historia, Lugo Lovatón corrigió a Ravelo, quien había escrito que La Trinitaria fue fundada en 1813, en vez de 1838. El memorioso testigo quiso presentar una historia completa desde el comienzo del pensamiento separatista hasta el fin de la emancipación dominicana de Haití y, por consiguiente, los hechos fueron contados solo en la medida en que eran congruentes con la solución de su nudo (la separación de Haití), es decir, en la medida en que servían para avanzar la trama como una historia inteligible y lo que no servía para este fin se dejó afuera explicado de esta manera: «Siguiendo las cosas en ese estado algún tiempo, sin poder dársele la importancia que merecía. Pasó un lapso de tiempo». Es claro que el propósito de Ravelo no fue meramente recordar los episodios vividos en estos años como experiencias personales, sino compendiar aquel período de la historia nacional, el cual ordenó en su escrito en unidades que satisficieran el 244 Roberto Marte entendimiento de la sucesión de los hechos con vínculos sintácticos como estos: «Sigamos los hechos», «Vamos a entrar en el año 44», «Sigamos adelante», «Véan como iban las cosas», etc. Para presentar los sucesos el relato de Ravelo se valió a veces de sentencias proposicionales de elevado contenido emotivo que no podían haber pertenecido a sus recuerdos, como en el lenguaje de la historia, para acentuar el trasfondo patriótico de la trama: «Oh prodigio soberano: cómo protegió Dios esta causa, combatiendo un pequeño grupo mal armado que a lo más podía haber seiscientos hombres y con un solo cañón mal montado, fue destrozada la mayor parte de la armada haitiana». Pero al llegar el relato a los sucesos de la noche del 27 de febrero, Ravelo hizo un despliegue de memoria episódica e incluso escribió en primera persona del plural. Esta es una de las partes más importantes de este documento como testimonio autobiográfico. Pero a seguidas retomó la memoria factual sin ninguna indicación, ni siquiera como una apostilla del tipo «me enteré a través de otros» o «me contaron que», cuando se refirió a la intervención de Santana reuniendo gente en Higüey, en El Seibo y en Los Llanos. Por ejemplo, los siguientes enunciados son designativos, pero ¿hasta qué punto pueden ser corroborados como memoria episódica?: «Estando la tropa formada, y la Junta Central Gubernativa en sesión permanente, dijo Santana que su jente lo había proclamado general. Fue menester confirmar el despacho de general»; o este pasaje que al referirse al triunfo dominicano en la batalla de Azua Ravelo dijo que no se lamentó «ninguna desgracia de nuestra parte, solo una pequeña herida en el labio superior que recibió el joven Marcos Evangelista, Seibano». Véase con qué rapidez pasaba Ravelo de su función de portador de conocimientos de segunda mano a la de testigo memorioso: casi al final del documento hay dos cláusulas autobiográficas El pasado como historia. La nación dominicana... 245 sobre el que fue considerado como un complot contra Santana y tras el que sucumbieron María Trinidad Sánchez y su sobrino Andrés Sánchez. El registro episódico, expresado en sus categorías canónicas (es decir, el contexto personal en el cual el sujeto vivió la experiencia luego recordada), no deja dudas del carácter fehaciente de lo que escribió el testigo: «Estando el que esto escribe en casa de Luciano Peña, su compadre, llegó el jueves por la noche a nuestra presencia A. Sánchez y nos comunicó lo que se iba a proclamar el Domingo próximo en la plaza. Le digimos…», etc. Debido a que nunca tuvo pretensiones intelectuales (Lugo Lovatón dice de él que «estuvo muy lejos de ser un escritor»), Ravelo se limitó a escribir sus apuntes sin aportaciones literarias como lo hizo, en cambio, Manuel Rodríguez Objío (que era poeta y prosista), cuyas Relaciones (1951)75 constituyen un juego de operaciones discursivas entre la memoria autobiográfica y la historia. Sobre Rodríguez Objío, Lugo Lovatón acertó al afirmar que sus Relaciones «constituyen en algunos pasajes una autobiografía de su autor y, a la vez, un amplio cuadro mural histórico». Así lo expresó el mismo Rodríguez Objío: «he querido mezclar la relación de mi vida con la relación de las vidas o los hechos de mis contemporáneos». En las Relaciones, sin embargo, tiene más peso el universo simbólico de la historia que el mero repaso de los recuerdos de experiencias vividas. En ese texto hay en efecto recuerdos autobiográficos, aunque muy pocos recuerdos específicos, por ejemplo: «Perdida la causa de la patria, mi destino se nubló más y más: parece que un doble motivo debía hacerme guardar el duelo general. A fines del año expirado la muerte había herido cruelmente a mi familia. El 61 asomó desde luego sembrado de tropiezos, el horizonte de mi vida se nubló profundamente». 75 Las Relaciones, de Rodríguez Objío, fueron escritas en diferentes épocas: desde la adolescencia, cuando su autor tenía 16 años, hasta poco antes de morir fusilado en 1871, cuando redactó sus últimos párrafos. 246 Roberto Marte Ahora bien, esos recuerdos no están integrados claramente en la memoria del yo del autor, y cuando lo están, esa asociación está obstruida por narraciones o disquisiciones históricas suyas, o por cartas, alocuciones, proclamas, textos oficiales, discursos y poemas que nada tienen que ver con su persona. En la pág. 28, Rodríguez Objío, comenzó un párrafo con el siguiente registro episódico: «Retrocedamos dos o tres años: y gravemos aquí un recuerdo del colegio de San Buenaventura. Al abrir la cátedra de Bellas Letras, nuestro gran orador y poeta el ciudadano Félix María del Monte, nos dirijió la palabra…» y, a seguidas, en vez de apoyarse en sus recuerdos, cita literalmente y en toda su extensión una alocución del citado Del Monte. Pero Rodríguez Objío no pudo haber recordado ese largo discurso para vaciarlo así en todos sus pormenores. Probablemente lo obtuvo de alguien por escrito o lo copió de la prensa o se lo inventó. Rodríguez Objío tuvo la idea de que recordaba el discurso completo como lo presentó y lo intercaló espontáneamente en sus recuerdos personales porque lo impresionó haberlo escuchado a la edad de 15 años, dada la relevancia que tuvo para él, pues ese discurso le daba fuerza a sus ideas políticas y literarias, era una guía simbólica de sus metas en un primer período de su vida. En las Relaciones se destaca el desengaño y las inconstancias de la vida de su autor (su «atormentada existencia», dijo Lugo Lovatón). Así cavila sobre su infortunio,76 autoficcionalizándose poéticamente como una figura de ideales superiores a quien la tiranía y la injusticia de su entorno político truncaron sus deseos en un laberinto romántico. Por eso, lo importante aquí no fue lo que en efecto hizo de él la vida, sino lo que él debió haber sido. 76 Actitud reflexiva en el contexto de la autobiografía denominada bitterness revival. Véase la disertación doctoral de Leist (2008, 15). El pasado como historia. La nación dominicana... 247 Paradójicamente este es el tema más relevante de las Relaciones, lo auténticamente autobiográfico, y no las informaciones de tipo histórico, que no son recuerdos de Rodríguez Objío, sino conocimientos adquiridos en su época, y cuya procedencia, por tanto, es muy incierta. La autobiografía no es en estas Relaciones un mero testimonio de experiencias vividas, sino un medio para destacar muchos sucesos notorios de la historia del presente que su autor conoció (aunque no los rememorara como recuerdos personales), ya fuera por haber participado en ellos o ya fuera de oídas. Sucesos que definieron la vida de Rodríguez Objío, y que él recordó asociándolos a sus evaluaciones de acuerdo con sus opiniones y metas (el autor dijo que «siempre he marchado a un mismo fin» y que «nunca he perdido de vista mi propósito»). Por ejemplo, en la página 39 de sus Relaciones escribió: «Enemigo por naturaleza de las tiranías; la última administración de Santana única que me fue posible conocer y apreciar, me hizo intolerable su dominio: yo le habría trocado por cualquiera, desgraciadamente el país no tenía hombres que oponerle… Después de mi retirada del ministerio me ocupé en Azua durante algún tiempo en especulaciones mercantiles». En razón de que, al parecer, Rodríguez Objío no concibió su autobiografía en un sentido tradicional, sino como una interpretación de sus vivencias y del devenir político dominicano de su época en función de sus metas personales, apenas relató cronológicamente los recuerdos específicos de su vida tan rica en experiencias de acción. Por ejemplo, escribió que «no me negué a tomar parte en algunos hechos de armas que tuvieron lugar durante la guerra civil que aflijió el suelo dominicano por los años de 57 y 58». Y, a continuación, en vez de contar sus vivencias en esa guerra (como lo hizo en su momento respecto a la revolución restauradora) en la cual terció armas en las acciones del 23 y 26 de septiembre de 248 Roberto Marte 1857 bajo el mando del general Cabral, pasó a meditar sobre sus adversidades y sobre el destino de la patria a la manera providencialista romántica. Pero a esos comentarios retrospectivos sobre la vida del autor les falta la espontaneidad de los recuerdos de naturaleza episódica que aquí y allá aparecen en las Relaciones.77 Rodríguez Objío escribió no tanto una narración de recuerdos personales como un «mural histórico», como lo dijo Lugo Lovatón. De modo que estas Relaciones son una composición político-literaria, tanto autobiográfica como histórica. Con su Exposición Histórica, terminada en Cabo Haitiano el 22 de noviembre de 1868, cerró su texto autobiográfico. Sin embargo, las Relaciones no son un libro de historia como lo fue su biografía de Luperón, que es una obra de afanes investigativos y una apología histórica. Como estos, se podrían citar muchos ejemplos que revelan cuán relativo puede ser el fuste del relato testimonial como instrumento probatorio, desde la información con un mayor umbral de verdad hasta las creencias inferidas de otras creencias o que se sustentan en la remisión a un referente, como «esto lo dice x que estuvo en el lugar del suceso». El relato autobiográfico en la historiografía dominicana del tiempo presente Es cierto que en la segunda mitad del ochocientos las fuentes históricas sobre los tiempos coloniales eran aún insuficientes y pobres en calidad, pues, como se sabe, no fue sino en las primeras décadas del siglo xx cuando fue enviada 77 Es una lástima que Rodríguez Objío lo hubiera hecho así porque los recuerdos episódicos de sus experiencias personales en esa guerra hubieran sido sin duda más emocionales y más fieles en detalles (más útiles para sus biógrafos posteriores y para los historiadores actuales) que sus consideraciones más bien abstractas sobre su infortunio y la fatalidad de la patria. El pasado como historia. La nación dominicana... 249 la primera misión investigadora oficial dominicana a los archivos históricos europeos. Para obtener la verdad histórica o «material» de la sustancia investigada, los historiadores se sentían urgidos por el llamado onus probandi de las fuentes históricas. El aporte al estudio del pasado colonial anterior al Tratado de Basilea, de José Gabriel García y de los historiadores de su época, fue poco exhaustivo78 debido a esa insuficiencia de fuentes informativas,79 pero además porque en la recreación de ese pasado el historiador apenas podía situarse en sus acciones como pudo hacerlo respecto al pasado reciente, que, por así decirlo, podía recrear en un sentido más teleológico y más suyo. Dice Coiscou Henríquez que «García glosó apenas la Historia colonial. Pero narró con apasionado interés la Historia nacional», en la cual «expone sucesos que “vivió”» (1943, 19). Esto no quiere decir que el relato de los dos primeros tomos del Compendio de la historia de Santo Domingo, de García, basado en la exhumación de las fuentes informativas de terceros, es menos verdadero que los relatos autobiográficos de quienes en el tiempo de la colonia vivieron como experiencias propias ese pasado. La parte del Compendio de García que trata del pasado de la colonia es un acto menos de dramatización que de pensamiento.80 Pero para que la historia que emergía de este acto de pensamiento hubiera podido desempeñar su función orientadora había de ser no solo explicativa en un contexto argumentativo sino principalmente persuasiva. Persuasiva en el sentido de que era su influencia moral a tono con su tiempo que le daba atributo de verdad al relato histórico. 78 79 80 Pero no en Antonio del Monte y Tejada, que constituye un caso distinto. García se refirió a esa insuficiencia de fuentes para escribir sobre la era colonial, «cuyas tradiciones confusas» debió rectificar con el auxilio de algunas pruebas documentadas que llegaron a sus manos. Las páginas que (José Gabriel García) dedica a la Conquista no solo son un modelo de imparcialidad sino de impasibilidad», escribió Galván (1954, 162). 250 Roberto Marte La mejor prueba de que en los dos primeros tomos de su Compendio el historiador García no lo consigue en su a menudo farragosa retórica romántica, es su estilo distante y meramente enumerativo a partir de largas citas de los cronistas coloniales. Los temas de la historia colonial apenas generaron controversias en el siglo xix porque el pasado colonial se había vuelto con el paso del tiempo demasiado difuso. En torno a algunos puntos discutibles era relativamente fácil para el historiador de la época lograr un consenso. En su discurso de recepción en la Academia Dominicana de la Historia, Félix Evaristo Mejía dijo: «La verdad antigua a nadie apasiona ya, ni perjudica». Las controversias ventiladas en los periódicos fueron de escasa duración o estuvieron destinadas al consumo de un público reducidísimo de lectores más o menos expertos como ocurrió con los artículos críticos de Apolinar Tejera al finalizar el siglo. Pese a ello y merced a su empeño de satisfacer las legítimas expectativas de una historia patria, José Gabriel García ganó el buen acogimiento de las élites intelectual y política dominicana81 de su tiempo por cuanto estas intuían, aunque de una manera muy vaga, que sus procedimientos constituían la verdadera praxis histórica. Y en efecto, García no podía prescindir de un método que en el ambiente social de su época fue tanto un modelo de objetividad y limpieza moral como para que la sociedad de entonces comenzara a adjudicar a la historiografía el status que parecía apuntar a su profesionalización, que en las dos generaciones siguientes iría a ganar carrera. Fue la historia del pasado dominicano reciente la que despertó mayor interés en su cohorte generacional de las ciudades y 81 Desde la primera aparición del Compendio de la Historia de Santo Domingo en 1867, muy pronto agotada, hasta el año 1900 se hicieron cuatro ediciones. El pasado como historia. La nación dominicana... 251 pueblos en las últimas décadas del siglo xix y en los comienzos del siguiente: el tomo cuarto de su Compendio de la historia de Santo Domingo, llamado por él «Historia Moderna» (García, 1906), (desde la salida de Santo Domingo del ejército español el 11 de julio de 1865 hasta el pronunciamiento armado iniciado contra el gobierno de Espaillat en octubre de 1876),82 porque en este contó lo que él y sus coetáneos habían vivido o conocían indirectamente, a saber, sobre el pasado más cercano a aquellos que consumían la historia cuyas experiencias eran comprendidas «desde dentro». Como era de esperarse, el relato basado en la memoria autobiográfica, el cual había sido desde tiempos antiguos el soporte de la historia del tiempo presente, fue su principal instrumento informativo. García expresó: «para los tiempos que atravesamos, me he atenido a la tradición, a la memoria y a los impresos y manuscritos con que he tropezado» (Alfau Durán, 1954, 140). El mismo historiador García fue también testigo de su época y, en tal sentido, a veces se dio ínfulas de haber conocido los hechos históricos con el convencimiento de quien los vivió desde dentro. Habiendo García intervenido personalmente en los sucesos que narra desde el surgimiento de la República, su historia, tras los hechos que consumaron la independencia, trasluce también las errabundas curvas de su existencia. Establecida ya su reputación de historiógrafo, no raras veces pudo José Gabriel García completar y hasta construir del principio al fin sus cuadros históricos gracias a la ayuda de ancianos, políticos de prestigio y veteranos de la independencia, quienes le refirieron las circunstancias de muchos sucesos políticos y bélicos de los años posteriores al Tratado de Basilea y de la Primera República. Inclusive, algunos llegaron a recoger sus recuerdos en apuntes o anotaciones, que eran relaciones históricas personales 82 Pero se puede decir no solo que la historia del tiempo presente comprende las dos generaciones contiguas al presente (la historia de los coetáneos), sino que gnoseológicamente se caracteriza por la forma que es vivida y comprendida como lo ha señalado Malte (2011, 31). 252 Roberto Marte expresamente redactadas para el amigo, como aquellas de Juan Nepomuceno Ravelo, Mariano Antonio Cestero, Antonio Delfín Madrigal, José Ignacio Díaz, Miguel A. Román, Silvestre Aybar; y de los generales Leopoldo Saviñón, Dionisio Troncoso y Leopoldo Damirón que dejó, entre muchas otras, el historiador García entre sus papeles después de su muerte. Paradójicamente, ya en la historiografía y en la anticuaria europeas del siglo xviii el argumentum ab auctoritate había comenzado a perder fuerza diciéndose que la atestación personal del tiempo presente no era historia sino un discurso más contemporáneo a la investigación que al suceso pretérito, de modo que la misma fue perdiendo desde entonces su atribución de evidencia primaria. En cambio, ni los historiadores ni la sabiduría popular de la sociedad dominicana de casi dos siglos más tarde establecieron un límite de aceptación del testimonio personal pese a la frecuente atribución de la información a fuentes ficticias o falsas,83 toda vez que cuanto más próximo estaba el pasado del presente tanto mayor era el riesgo de que fuera eventualmente redefinido según los intereses y puntos de vista del momento. Se podría proporcionar innumerables ejemplos de relatos históricos de quienes asistieron, activa o pasivamente, a los episodios narrados que contienen una riada de informaciones que no podían ignorar los expertos versados en el tema, pero que no constituían lo que propiamente se conoce como la historia de los historiadores.84 83 84 Que en los estudios de la memoria se denomina misattribution. De entre los innumerables ejemplos de este tipo de narraciones sustentadas en remembranzas personales y en los vestigios orales de hechos o lugares públicos se puede citar las descripciones de la tormenta de 1716 y de los cometas de 1741 y 1742 («que emos bisto i otras que nos han informado ancianos, prudentes y verdaderos, como tambien algunos apuntes de algunos curiosos que emos solicitado») hechas por Peguero (1975, 29). También la reseña de 1849 del cura que asistió durante más de cuarenta años la parroquia de Puerto Plata, González Regalado y Muñoz, Memorias a pluma de la parroquia y fortaleza de Puerto Plata; y la El pasado como historia. La nación dominicana... 253 Sin embargo, no faltó a menudo quien opinara que sin haber sido historiadores los mismos actores de la historia, llegado el caso, como José María Serra (que escribió sus apuntes autobiográficos a solicitud de su amigo el padre Fernando Arturo de Meriño), Juan Nepomuceno Ravelo (cuya anotaciones conservó hasta su muerte José Gabriel García), Félix Mariano Lluberes (en sus conocidas cartas escritas en su exilio voluntario de Mérida), Benito Monción o, inclusive, Manuel Rodríguez Objío debían ser, por la necesidad o el azar, reconocidos como tales. A saber, una prueba de que Serra no se consideraba historiador es que el mismo comentó al padre Meriño: «¿Cree Ud. de verdad que yo puedo escribir no digo un capítulo, pero ni siquiera un párrafo de historia?», y que mejor era dejar ese cometido a Emiliano Tejera porque este «desempeñará satisfactoriamente esta obra». Un caso parecido fue el de Félix Mariano Lluberes, cuyos citados testimonios sobre la fundación de La Trinitaria y sobre la primera campaña del sur contra la anexión a España nunca tuvieron el carácter irrevocable de pruebas, debido a sus abundantes incorrecciones. En otro caso, en cambio, como el de José María Serra, hay una voluntad rectificadora de los datos que se venían sirviendo relación de Pablo Francisco de Amézquita, Fundación de la ciudad de La Vega, aunque por ser este además un escrito «literario» y con ciertas ínfulas históricas no se puede considerar un relato meramente mnésico en el sentido aquí tratado, como lo son las Noticias biográficas sobre la vida pública del general Benito Monción, dictadas por el proprio Monción a Mariano A. Cestero. Asimismo, los episodios narrados por Ramón Alonso Ravelo en Apuntes para la historia no hubieran pasado de una relación de recuerdos de un testigo ocular combinados con generalidades de la memoria factual sobre las más importantes acciones patrióticas en los primeros años de la independencia, de no haber sido por las ochenta y ocho minuciosas anotaciones del historiador Ramón Lugo Lovatón, con las cuales busca dotar dicho testimonio personal con el soporte erudito del especialista. También hubo personas que llevaron un diario de recuerdos estrictamente privados, por ejemplo, en su Diario de campaña el general Gómez cita el diario del maestro Alberto García (Gómez, 1986, 249). El presente estudio no se ocupa de casos como ese. 254 Roberto Marte al público «que no están redactados con la precisión que debieran» si con ellos se había de hacer la historia dominicana. Cuando fue invitado a que escribiera sobre lo que sabía de la expedición de Sánchez en 1861 por haber sido testigo e integrante de la misma, Félix Mariano Lluberes, tampoco ocultó que no se sentía competente para organizar sus recuerdos en un texto, pues decía: «La tarea de escribir no es nada grata para mí, poco acostumbrado como estoy a ordenar mis pensamientos para la Prensa, y por lo mismo temeroso de salir con poca gloria de la empresa» (El Teléfono, 1893). Se pensaba así porque tanto la memoria autobiográfica como la historia se rigen por un criterio post quem (la significación de un episodio depende del juicio sobre episodios posteriores vistos desde el presente) como cuando se afirma que «el general Luperón manifestó su personalidad de caudillo desde las primeras escaramuzas de la epopeya restauradora».85 Hay informaciones de cómo procedió el coronel Peña Masagó para matar al presidente Salcedo, pero que yo sepa, ni los testigos de vista ni el autor de este asesinato nunca depusieron en público su testimonio. De modo que lo que se sabe de este hecho se trata claramente de un caso de memoria autobiográfica proposicional o de la historia. Lo que pasa es que hay una continuidad apenas perceptible para quien recuerda del flujo de la una en la otra.86 85 86 En el estudio de la memoria se dice que las redes proposicionales reflejan conocimientos que pueden ser episódicos pero codificados como pensamientos generales (o conceptuales) y asociativos o adscritos a hechos concretos en una construcción semántica del tipo: «Revisando la mente encuentro que San Pedro fue escenario de una gran era en el boxeo acumulando campeones, fajas y nombradía que trascendieron sus límites geográficos». En cambio, la siguiente, cargada de una densa retórica de significantes políticos propia de un «cuadro histórico», no es una expresión proposicional de la memoria autobiográfica (no es autorreferencial) sino de la historia: «allí le sacaron pocos días más tarde diciéndole (al presidente Pepillo Salcedo) que iba a ser embarcado para el extranjero por el puerto de Blanco; pero ¡¡ay!! En una playa del tránsito… Allí fue asesinado miserablemente el verdadero caudillo de la Restauración Dominicana». El trastrueque entre la memoria autobiográfica y la historia es todavía hoy algo corriente en todos los órdenes, público y privado, de la vida dominicana. El pasado como historia. La nación dominicana... 255 En efecto, esto se debe a que en su configuración de los hechos narrados el relato autobiográfico de experiencias históricas del tiempo presente incorpora el mismo protocolo de competencia narrativa87 y el mismo modelo teleológico de la historia, los cuales solo admiten la lucha victoriosa (o la aspiración de que lo sea) porque salvo rarísimas excepciones, en este tipo de narrativa tradicional ha dominado siempre el llamado relato de búsqueda88 (es decir, la trama de acción). De aquí la necesidad del héroe, o sea, del sujeto dotado para realizar una acción que se identifica con un propósito,89 la cual constituye el elemento conjuntivo esencial del relato.90 87 88 89 90 Ejemplos de este trastrueque aparecen en el artículo de Peña (2009) y en la obra de Rodríguez del Prado (2008). Pese a que por su título y contenido el libro de Rodríguez del Prado parece recoger estrictamente los recuerdos de las experiencias vividas por el autor en la izquierda dominicana, a medida que el texto avanza el asunto ocupa un interés secundario, por momentos se disipa totalmente o cuaja en una comprensión de los hechos como si se tratara de un texto de historia. Posteriormente, Rodríguez del Prado expresó que la idea del libro fue rescatar la memoria del Movimiento Popular Dominicano (Peña, 2009). Que Baumgartner denomina «Grundfigur der Erzählung» (1987, 279). También el conocido estudio de Van Dijk (1972, 284-301). Esto puede ser distinto cuando el relato autobiográfico es puramente autorreferencial, es decir, cuando se ciñe a narrar experiencias privadas en primera persona. Pero de este tipo de escritos autobiográficos del Santo Domingo de otras épocas se conoce muy poco porque raramente se dieron a conocer de forma impresa, dado que por lo general sus autores los consideraban sin interés público y cuando se publicaban se hacía en ediciones reducidísimas, haciendo esto que con el paso del tiempo se convirtieran en rarezas bibliográficas. Por ejemplo, del relato autobiográfico del doctor Enrique Díaz Páez titulado La vuelta a mi patria en 1853, Recuerdos, que apareció impreso en folleto de 12 páginas. De este impreso solo conozco algunos pasajes a través de una cita del comentario de García Lluberes (1952, 173-174). «que consiste en (…) conjunciones o disyunciones de los sujetos con relación a los objetos» (1973, 20). Que en la historia representa con frecuencia una tarea patriótica. En los albores del siglo xx un observador de la época expresó que el pueblo dominicano «siente una profunda admiración por sus hombres aguerridos» (Moscoso Puello, 2000, 16). Por otro lado, queriendo quitar peso a la crítica de algunos historiadores de que Juan Pablo Duarte no fue un hombre acción, Rodríguez Demorizi explica que «entre los próceres, hay dos clases de hombres: el de la acción militar, como lo fue Santana, y el de la acción civil, como lo fue Duarte», pero que «para el común de la gente el héroe civil no existe» (1976, 199). 256 Roberto Marte Cuando los recuerdos libres de la memoria autobiográfica sobre hechos públicos importantes están formados por informaciones neutrales o vacías (enunciados designativos) en una narrativa personal, los recuerdos son solo recuerdos y no pasan a ser conocimiento socializado del pasado, es decir, historia. Con lo cual quiero llamar la atención sobre los llamados testimonios de los testigos abonados de los que a menudo se esperaba que reconstruyeran literariamente ciertos acaecimientos del pasado próximo con el entusiasmo de lo visto en la vida real tal como sucedieron, por fundamentarse en la fuente de la memoria que algunos tendían a considerar como el medio probatorio más sincero. A veces las circunstancias actuales contribuyen a que, por la vía de frases narrativas, los recuerdos individuales de carácter privado se presenten como pasado histórico. Véase el ejemplo siguiente de un artículo de evocaciones de la niñez durante la dictadura de Trujillo escrito por Adriano Miguel Tejada y publicado en la revista dominicana Rumbo: «La capital era una ciudad apagada. Por supuesto, era más grande y con mayor vida que los demás pueblos del país, pero le faltaba algo para tener el bullicio de otras capitales. Sin duda, su apagamiento se debía al clima que se vivía bajo la dictadura» (2001). Si como el autor de este párrafo refiere, cuenta una experiencia personal de la infancia, ¿cómo un niño que cursaba el tercer grado de la educación primaria en la ciudad de Moca (antes de que su memoria autobiográfica estuviera formada) pudo discernir que «la capital era una ciudad apagada... más grande y con mayor vida que los demás pueblos del país, pero le faltaba algo para tener el bullicio de otras capitales» y que «su apagamiento se debía al clima que se vivía bajo la dictadura»?, es decir, que de un conocimiento episódico se generara un conocimiento genérico complejo, además pasando por alto que la experiencia vivida debe ser casualmente operativa en relación con la producción del recuerdo. El pasado como historia. La nación dominicana... 257 El personaje de estas evocaciones hubiera podido decir «cuando en mi niñez visité la capital» en vez de «su apagamiento se debía al clima que se vivía bajo la dictadura» porque, en tal caso, lo que se recuerda es una serie de eventos asociados y aglutinados en un tema (quizás hubo escuchado vívidamente a través de los años comentarios sobre los mismos de los mayores). No pongo en duda que a los siete u ocho años de edad el autor hubiera vivido esa experiencia de su visita a Ciudad Trujillo que le pudo haber parecido única, lo que quiero decir es que las indicaciones, vg. el conocimiento proposicional de su reseña (que en efecto se trata de un razonamiento) no es el producto puro (imágenes) de sus recuerdos (la llamada memoria-evento), sino más bien recuerdos de proposiciones post hoc sobre su experiencia. La frase «la capital era una ciudad apagada» podría ser una imagen mnésica visual, pero la sentencia causal «su apagamiento se debía al clima que se vivía bajo la dictadura» no pertenece a ese recuerdo del sujeto, es un juicio de su vida de adulto. Estamos aquí ante una forma de memoria-creencia cuyas dos primeras cláusulas estarían invertidas respecto al canon de la memoria-creencia clásica. Esto, desde luego, no es infrecuente en la memoria autobiográfica, lo vicioso del caso citado (en el sentido de falta de transparencia) es que lo que parece ser el recuerdo de una percepción directa, es decir, de la memoria episódica tiene su origen o fue reconstruido con la contribución de una información externa, de la recordación factual.91 91 Otro ejemplo de este tipo de recuerdos son las siguientes frases del Cojo Martínez: «Ya a los seis años de edad, recuerdo, en 1918, las hazañas de los dominicanos que perseguían a los gringos para pegarles a como diera lugar». Sin embargo, casi todo el texto de Martínez está formado por enunciados simples de acción característicos de los recuerdos episódicos (Coiscou Guzmán, 2002, 66). Confróntese los párrafos testimoniales anteriores con esta expresión de memoria episódica algo literaturizada de Font Bernard: «A los ocho años de nuestra edad, Haití estaba personifi- 258 Roberto Marte También Mateo se vale de un recurso parecido, aunque en su caso parece más bien un subterfugio literario. Él dice que «apenas era un niño» (aunque no precisa la edad) cuando vio al dictador Trujillo en la iglesia de San Juan Bosco y que entonces le impresionó «que ese ser sobrenatural no se encontraba a gusto, que se turbaba dentro del poco de humanidad que le quedaba» (Mateo, 2013). En estos dos últimos casos es más obvio aún que la memoria autobiográfica es un acto discursivo, un decir sobre el pasado de sí mismo orientado moral y políticamente a un colectivo coetáneo. Partiendo de esta adulteración de la memoria personal se deriva otro error ya convertido en creencia popular: que los llamados «recuerdos» de la memoria autobiográfica son iguales al conocimiento de la historia. Así lo dice, por ejemplo, el comentarista de un diario nacional sobre los recuerdos de César Romero Beltré, al cumplir este cien años de vida: que son «el recuento humano de la historia política, social, artística, económica, cultural del país, la que narra con gracia y con la autoridad de quien ha sido protagonista, actor, espectador de todos los sucesos trascendentes acaecidos desde entonces» (Romero Beltré, 2007). El asunto es más serio cuando el testimonio sobre hechos políticos o de significación histórica es aceptado por el público receptor como fuente fehaciente de conocimiento sin pasar por el tamiz del arbitrio historiográfico,92 pues en tal 92 cado para nosotros en la gordezuela y locuaz Madamme Elise, que nos proveía del dulce de maní que consumíamos en los períodos de recreo de la Escuela Padre Billini... En nuestra imaginación, el pañuelo multicolor anudado a la cabeza de Madamme Elise nos conducía a la existencia de un país pintoresco, en el que sus habitantes se expresaban en un habla incomprensible y todos comían dulce de maní» (2003). Un caso parecido a los recuerdos de Adriano Miguel Tejada y del Cojo Martínez es el de algunas partes de las relaciones autobiográficas del soldado separatista Ravelo (1949). Porque como se sabe, el historiador reúne los elementos que han de aportar las pruebas del testimonio como, por ejemplo, lo hizo en 1901 el Pbro. Carlos Nouel con el recuerdo episódico, objeto de controversia, El pasado como historia. La nación dominicana... 259 caso a la prueba testifical se endosa el atributo de autoridad justificable a priori. Con sus tareas de control y verificación del testimonio oral son los historiadores quienes han de neutralizar los recuerdos referenciales convertidos en historia como lo hizo Bernardo Vega sobre una afirmación de César Herrera de que en el transcurso de los años treinta y cuarenta Trujillo se había propuesto conquistar el territorio haitiano. Para refutar el recuerdo de Herrera, Vega se vale de los siguientes argumentos: que no sabía de dónde Herrera había obtenido esos elementos de juicio; que esa afirmación ya la había hecho el exilio dominicano con motivo de la matanza del 1937 apoyándose supuestamente en declaraciones del dictador en Santiago, pero que los periódicos de la época de Santo Domingo y Santiago no recogen esa declaración de Trujillo; que los ministros inglés y norteamericano tampoco brindan informaciones sobre el asunto; que el exilio dominicano inventó varias veces cosas así con fines políticos, como, por ejemplo, lo hizo un periodista puertorriqueño que en 1941 acusó a Trujillo de estar apoyando a Hitler y tiempo después confesó que se había inventado esto como una estrategia política, aunque sin ninguna base. A seguidas Vega se pregunta: «¿para hacer qué invadiría a Haití? ¿para proclamarse dueño de Haití y de los haitianos? Eso no tenía ningún sentido. El objetivo esencial de Trujillo con relación a Haití era impedir que el exilio antitrujillista pudiese operar cerca de la frontera y atacarlo desde Haití y criticarlo en la prensa en Haití. Y eso lo logró en una fecha temprana, en 1932, sobornando al ministro de Interior, Elie Lescot, quien luego fue presidente de Haití. Habiendo logrado eso no había ninguna otra razón para él incursionar militarmente en Haití. Trujillo influía sobre los militares haitianos vía el soborno, sobre los funcionarios del de José María Serra, sobre la fecha de fundación de la sociedad patriótica La Trinitaria. Véase el diferendo sobre este asunto entre Meriño y Nouel en la carta de este a aquel publicada por Alfau Durán (1945). 260 Roberto Marte gobierno y también pagaba a periodistas haitianos. Pero invadir a Haití, después de la matanza, cuando recibió tanta propaganda negativa, eso no. Trujillo estuvo asediado por la prensa internacional y por el propio gobierno norteamericano con motivo de la matanza; tanto así que optó por aceptar un perfil bajo y no postularse a la presidencia en 1938, sino que puso a Peynado. Entonces no tenía ningún sentido invadir a Haití, porque eso hubiera provocado toda una reacción muy negativa de todos los países de América Latina y los Estados Unidos, y Roosevelt lo hubiera visto muy mal. En ese momento Estados Unidos tenía problemas serios en Europa y que surgiera de pronto una invasión en el Caribe hubiera sido totalmente contraproducente e inconveniente a los intereses norteamericanos y, consecuentemente, Trujillo se hubiera visto en muy malas. Más adelante Vega agrega que «Anselmo Paulino, por instrucciones de Trujillo, creó la falsa alarma y los rumores sobre una invasión dominicana. Eso tuvo lugar en octubre de 1937, pocos días después de la matanza. Fue entonces un rumor expreso, puesto a correr por Trujillo y recogido en mí libro. Recoge además la dramática solicitud de ayuda del Presidente Vincent a Washington a finales de octubre por temor a una invasión, a la luz de un reporte que le mandó el ministro Carrié, que recogía parte de esos rumores falsos que Trujillo puso a correr como una forma de presionar al gobierno haitiano en un momento en que se iban a iniciar las negociaciones vinculadas a la matanza». Obsérvese la coherencia del enfoque argumentativo de Vega que sirve como base a su crítica histórica de que Trujillo no se propuso conquistar el territorio haitiano (2006).93 93 Otro ejemplo digno de mención aparece en el libro de Abbes García (2009). Inoa corrigió impecablemente mediante el empleo de fuentes diversas muchos pasajes de los plagados recuerdos autobiográficos de Abbes García. El pasado como historia. La nación dominicana... 261 Ahora bien, el público en realidad no aceptaba cualquier testimonio sin restricciones, sobre todo cuando se trataba de opiniones y juicios, según se observa en las polémicas históricas que tan a menudo se ventilaban en la prensa. Pero en la segunda mitad del siglo xix y aun ya entrado el siglo siguiente, sin una tradición investigativa y muy pocos trabajos de archivo la carencia de informaciones históricas era tan grande como la necesidad de suplirla, de modo que el público prefería correr el riesgo de aceptar recuerdos falibles que esperar a que un escrutinio historiográfico reconociera las fuentes. Los límites del relato autobiográfico y la historiografía dominicana La suspicacia respecto a la validez del relato autobiográfico la inspira la restricción que lo rodea: que no es posible acceder materialmente al pasado para verificar los recuerdos autobiográficos porque a diferencia de como se hace en los procesos judiciales, el historiador no puede someter el testigo presencial fallecido a los controles del careo ni a la contradicción de las partes, o porque si aún vive se niegue a supeditar su testificación a la confrontación pública que podría conducirlo a una verdad distinta a la suya. De modo que la exposición de los testigos habría de constituir estrictamente, como se dice en la praxis forense, un medio instructorio, por lo cual se impone la heurística experticia en varios puntos:94 1.°- En su exactitud: la consistencia del testimonio, cotejándolo con otros medios probatorios independientes (con94 Sin embargo, la valoración de la veracidad de las informaciones de los testigos no está libre de errores e inexactitudes. 262 Roberto Marte traindicios) según las máximas de experiencia (esta es la llamada prueba diabólica); y 2.°- En su calidad: (a) la coherencia interna de lo que dice; (b) la valencia emocional —positiva y negativa— y la intensidad de las experiencias descritas, es decir, cuán vívido es el lenguaje testimonial (si hay una relación de antagonismo anterior al suceso entre el atestante y a quien inculpa y la actitud del atestante frente al acontecimiento descrito); (c) si en la selectividad de los hechos testimoniados abulta ciertos detalles y omite otros; (d) si hay expresiones dubitativas; (e) la cantidad de información irrelevante (información correcta, pero que no forma parte del guion de lo narrado y que no agrega nada); 95 y (f) si hay autoreferencias. Aferrados al fetiche de la prueba,96 en general, los historiadores dominicanos no se han valido de estos ejercicios constatatorios o solo los han empleado de un modo fortuito. Pero además, lo más grave de esto es que aceptan el relato autobiográfico a ciegas aun cuando sospechen que siendo este de referencia se hace pasar como expresión de recuerdos episódicos puros. Con mucha frecuencia los historiadores dominicanos se han dejado seducir por el valor moral, emocional o literario del relato autobiográfico. Por ejemplo, Alcides García Lluberes, un prominente representante de la llamada escuela crítica, aceptó sin reservas como episódico el testimonio de Arredondo y Pichardo, en función del cual se han construido con absoluto convencimiento muchos relatos históricos hasta nuestros días sobre los sucesos de la región del Cibao en 1805. Raros han sido los casos en nuestra cultura histórica de Máximo Coiscou Henríquez, Cipriano de Utrera y, ocasionalmente, Ramón Lugo Lovatón (Lugo Lovatón, 1948, 390-403), 95 96 Generalmente, en los relatos de recuerdos distorsionados aparecen menos informaciones irrelevantes no literarias que en los recuerdos fehacientes. La expresión es de Diógenes Céspedes. El pasado como historia. La nación dominicana... 263 quienes basados en la sana crítica han tendido a colocarse con singular rigor en el plano de calificador de los elementos indiciarios que acreditan el recuerdo como prueba, aunque en general esto ha sido así cuando las informaciones eran básicamente descriptivas (designativas). El espectro de la memoria autobiográfica puede ser muy amplio como se puede ver en numerosos ejemplos de atestaciones públicas, dado que en el Santo Domingo de la segunda mitad del ochocientos no fueron pocos los exoficiales, políticos y hasta individuos privados que, acorde con el realismo literario de la historiografía nacional en ciernes, recogieron en apuntes personales sus recuerdos de circunstancias y personajes que dejaron alguna huella en sus vidas. Entre ellos hubo testigos que presentaron sus recuerdos personales como protocolos, casi libres de elementos subjetivos, pero también privados de presunciones históricas97 como se puede ver en el documento autobiográfico de Cayetano Rodríguez y Tejera sobre los sucesos del 27 de febrero de 1844 y el de Federico Henríquez y Carvajal sobre Francisco del Rosario Sánchez, redactado después de transcurridas muchas décadas de la experiencia referida (Lugo Lovatón, 1947, 53-54). Estos recuerdos de Henríquez y Carvajal están ligeramente salpicados por juicios personales que aun cuando ajustan post hoc la representación del personaje recordado, apenas interfieren en la calidad designativa del mismo. Los recuerdos de doña Cristina Morales viuda Billini, sobre María Trinidad Sánchez, son muy parecidos a los de Henríquez y Carvajal por la especificidad de su forma (Lugo Lovatón, 1947, 321-322), aunque distintos por su fuente de ema97 En el relato de Monción solo he encontrado este pasaje en el cual este intenta demostrar en verdad algo histórico: «no creo que el desgraciado general Pepillo Salcedo (Q.E.G.S.) fuese culpable, como se le acusó sin probárselo, de manejos indignos a favor de los españoles; ese cargo a tan valiente jefe y buen servidor de la Patria, puede atribuirse: a algún mal entendido o quizás a intrigas políticas». 264 Roberto Marte nación, dado que son recuerdos de segundo grado. Es en el desenlace de su narración donde hay apenas unas frases con claro contenido proposicional. En la República Dominicana se ha cultivado la autobiografía, aunque como género literario y sin pretensiones historiográficas se ha practicado menos.98 En general, en la autobiografía hay un fuerte imperativo por recordar, una fuerte necesidad de mirar hacia el pasado propio con el objetivo muy personal de vengarse de ofensas pasadas o de narrar los cambios del estatus social y personal del protagonista autobiografiado a través de su vida.99 Todo esto forma parte de su simbología romántica. También la justificación puede estimular la recordación autobiográfica cuando se trata de cómo evoluciona el personaje. Su trasfondo es psicológico y su ambiente es familiar y de aventuras como se puede ver en el libro de Eugenio María Guerrero Pou, Yo maté a su hijo (1996). En este caso destacan los conflictos interiores, los hechos opresivos del pasado y las cavilaciones críticas (bitterness revival) sobre la vida vista en conjunto por el sujeto reminiscente.100 La añoranza puede ser un motivo particularmente importante en la autobiografía como en Yo y mis condiscípulos, de En los últimos años ha habido una proliferación de libros autobiográficos, quizás con el ánimo de internarse en la historia del presente. Conforme con lo tratado en este estudio, recomendaría a quienes den a conocer en público sus recuerdos que, en cuanto les sea posible, se ciñan a narrar estrictamente lo que les venga a la memoria sin interpretaciones, actualizaciones ni comentarios literarios accesorios, y dejen esta tarea a los historiadores para quienes sus recuerdos constituirán de este modo una fuente de informaciones más limpia e interesante. 99 Sobre las distintas ocupaciones en que estuvo empleado antes de alcanzar el éxito, el Dr. Pieter fue muy prolijo. Dijo, por ejemplo: «era aprendiz en la imprenta de Juan Bautista Maggiolo», «yo no dejaba de vender, a domicilio, el Bay-Rhum fabricado por mi abuelo i por mi madre», etc. 100 Guerrero Pou dijo: «esos recuerdos jamás se borrarán de mi mente y, si hubiera otras vidas, esas imágenes tampoco se borrarían». En la primera solapa de este libro se advierte que el mismo «es en gran medida una catarsis, una expurgación». 98 El pasado como historia. La nación dominicana... 265 Joaquín Balaguer (1996). Pero en este libro sus pasajes propiamente episódicos fueron rellenados por el juicio intelectual y la imaginación literaria de su autor. No examino aquí todos los textos autobiográficos que tengo a mano porque sería una tarea larga y quizás repetitiva. Sin embargo, detengámonos aunque sea brevemente en las siguientes tres obras: la Autobiografía, del Dr. Heriberto Pieter (1973); Mis 43 años en La Descubierta, de Jesús María Ramírez hijo (2000); y Un guardia. Mis vivencias en la revolución de abril. El puente Duarte (2007), de Rafael Martín Michel Peguero. Son tres textos de reminiscencias formados básicamente por recuerdos episódicos muy personales, ricos en anécdotas y minuciosos en la data de los hechos: «Un día del mes de julio de 1890 mi padrino fue a visitarnos», «El día 1ro. de septiembre del año 1890 me admitieron en la referida escuela» (Pieter); «era el año 1952 y trabajaba como mensajero de la Secretaría de Estado de Trabajo», «El día 24 de octubre de 1955, muy temprano esa mañana los pilotos ya estaban preparados», «Ese 25 de abril en la mañana llegaron mi hermano mayor y una mujer» (Michel Peguero); «La mudanza de los colonos la hice en julio de 1943», «El 31 de mayo la guagua de Budín que viajaba a Barahona regresó temprano» (Ramírez hijo). Y como es propio de la memoria episódica los enunciados constatativos singulares, enunciados como imágenes verbales, constituyen la base de la construcción textual: «iba yo a casa de los Vicini, invitado por mi condiscípulo Juan Bautista», «De vez en cuando sonaban disparos esporádicos, de un bando como del otro», «llegué a tener más de doscientos aserradores distribuidos en Tierra Nueva y el Guanarate». Por lo demás, las emociones o las escenas de sufrimiento que aparecen a todo lo largo de estos tres relatos,101 refrendan la significación de las vivencias narradas y ayudan a construir 101 Michel Peguero expresó: «Bendito Dios por permitirme el cultivo de la memoria, y por su infinita bondad al traer a mi mente recuerdos que me llenaron de satisfacción y de alegría como también de penas…». 266 Roberto Marte la primera persona de los sujetos reminiscentes: «Aún hoi, después de más de tres cuartos de siglo, me emociona el recuerdo de lo que sufrí», «No hemos olvidado lo que gozábamos en aquel albor de nuestra existencia», «Aquella escena de reconocimiento no se ha borrado de mi mente en los más de sesenta años que sucedió», «¡Cuánto veneno a cambio de dinero y posición habían sembrado estos señores en el corazón del soldado dominicano!», «¡Cuántas sorpresas me tenía reservado el destino!», «En medio de esos afanes», «Nadie se sentía seguro y los que como yo tenían hijos estudiando en la capital, vivíamos en constante zozobra», y así sucesivamente. Es cierto que dichos textos son productos literarios, que la urdimbre para construir las figuras autobiografiadas está configurada en términos estéticos y tan flexibles que muchas veces está abierta a la interpretación a medida que sus personajes se desarrollan. También teatralizada conforme a la imagen que sus narradores desean presentar de sí mismos. Y es cierto también que esas autobiografías tienen un argumento y que no todos sus recuerdos proceden de las experiencias vividas (procesos factuales),102 pero no asumen las características paradigmáticas de la historia.103 Si bien algo más circunspecto, otro relato del mismo tipo es el de Benito Monción, De Capotillo a Santiago (2002), sobre su intervención militar en la guerra Restauradora contra España. A diferencia de las Notas autobiográficas y apuntes históricos, de Gregorio Luperón (1974); de La Restauración en Puerto Plata, de Eugenio J. Senior (1963); o de las anotaciones autobio- Por ejemplo, cuando el Dr. Pieter recuerda: «Mi abuelo paterno, Pierre Bennett, nació esclavo en Saint-Thomas. Poco después de mi nacimiento fue nombrado Gobernador —o Mayordomo— del Palacio Nacional». 103 Esto es así inclusive en relatos con temas políticos de aventuras sin un trasfondo de significación histórica como el de Del Toro (1963, 20-22). Para percatarnos de la diferencia entre la memoria autobiográfica y la historia, confróntese los recuerdos de Jesús María Ramírez hijo con las notas de pie de página escritas por su hija característicamente como historia (En Mis 43 años en La Descubierta). 102 El pasado como historia. La nación dominicana... 267 gráficas de Juan Antonio Rincón,104 cuya memoria episódica fue transcrita en una memoria proposicional de carácter histórico, el recuento de Monción es marcadamente sobrio, es decir, con un alto nivel de especificidad característico de la memoria que produce conocimientos de hechos concretos, en sentencias designativas tan explícitas como ceñidas a lo vivido: «Aguardamos el día. Era el 17. Alcanzamos a los españoles en Doña Antonia», «tuvimos cuatro muertos, y un herido y el enemigo dos muertos y un prisionero», «Era pasado el medio día. Emprendimos la persecución rompiéndoles fuego desde Gurabito».105 De este tipo de enunciados solo puede decirse que es verdadero o falso, aunque ninguna de las declaraciones de Monción ha sido impugnada hasta la fecha. Por eso mismo el relato de Monción no exhibe grandilocuencia patriótica o política, aunque de entrada ningún lector de estas memorias de Monción iba a poner en duda su patriotismo, pues sí se sabía que los españoles eran los enemigos y, por tanto, que él les hiciera la guerra suponía un acto patriótico, es obvio que la suya fue una lucha marcada por el patriotismo. En las Notas, de Luperón, se presenta una situación epistémicamente distinta porque cuando la afectación patriótica es muy cargada, el recuerdo no descansa en la descripción del hecho que refiere sino en su significación política y literaria como se advierte en el discurso del presbítero Meriño del 27 de febrero de 1861. Meriño expresó su recuerdo así: «Aún me parece que veo desfilar la primera división que fue a recoger en los campos de Azua los inmarcesibles laureles de la victoria más gloriosa»; «¿No recordáis con que satisfacción corría a las armas la entusiasmada multitud?». Sus recuerdos, por ejemplo, sobre María Trinidad Sánchez, en El Teléfono, 27.12.1895. 105 Monción dice: «todo lo que antecede ha sido relatado con verdad, sin pasión ni interés». Similar a los recuerdos autobiográficos de Monción es la primera parte (escrita entre enero de 1868 y febrero de 1878) de los apuntes de Máximo Gómez en su Diario de campaña. Aunque en este caso no se trata de la memoria a largo plazo, sino de un diario de operaciones de la guerrilla del gran general banilejo. 104 268 Roberto Marte Por otra parte, en el relato de Monción apenas aparecen pasajes representativos de una circunstancia o ambiente personal de su vida, solapados en el período cronológico de su actuación militar, porque pese a su actuación principal en esa guerra, Monción no se fijó en su persona, como lo hizo Luperón en su Notas, y se ciñó a contar escuetamente los sucesos de la guerra como experiencias vividas.106 Esto es así salvo en el siguiente fragmento (que funge además como categoría canónica), en el cual Monción se formó una actitud de un período de su vida: «cuando llegaron los españoles al país, en el año 1861, yo era Teniente Coronel del ejército… mal avenido con su dominación, me preparé a hacerles la guerra, tan pronto como se me presentara la oportunidad». Y en este otro: «Íbamos a recomenzar, con más vigor ahora y, al fin, con más feliz resultado, para la patria, la lucha que no habíamos abandonado desde el 24 de enero». Todo esto es más notorio si se tiene en cuenta que esta relación de Monción no fue escrita por él mismo (era casi analfabeto), sino dictada en 1887, en el exilio, a Mariano Antonio Cestero, que era un letrado culto y a quien puede atribuirse su versión literaria según los cánones del género autobiográfico de la época. Tampoco debemos perder de vista que en esa última época de su vida, sin pretensiones en la política nacional (Benito Monción circunscribió siempre su esfera de acción a la línea noroeste y, eventualmente, a una parte del Cibao occidental) y ya entrado en años y muy apocado en su exilio de las Islas Turcas, donde dictó sus recuerdos a Cestero, no tenía pretensiones heroicas para la posteridad. La situación en que se encontraba el viejo baecista y luego moyista derrotado en aquellas circunstancias del exilio predispusieron el estilo de sus recuerdos. Es probable que hubiera elegido conscientemente esta manera de presentar 106 Una relación de recuerdos de sucesos vividos en un ambiente de combates, estructuralmente muy parecida a la de Monción, es el texto de Grullón Valdez (2010, 201-220). El pasado como historia. La nación dominicana... 269 sus recuerdos ajustándose estrictamente a la descripción (designación) de sus vivencias episódicas, refrenando las emociones del viejo caudillo, lo cual en realidad ha sido algo inhabitual en los relatos autobiográficos. En la relación de Monción solo pude encontrar dos casos de recordación referencial: las acciones de Gómez y Polanco para apoderarse de Guayubín del 13 al 14 de agosto y las ocurrencias de la huida de Buceta tras su derrota. En su deseo de fundar los recuerdos sobre los hechos a secas, cuando Monción tuvo alguna duda sobre una información perdida, incompleta o infundada, o sobre su registro cronológico, no ocultó su embarazo y ocasionalmente dijo: «Al cabo de tanto años, y siendo tanta la cantidad de hechos que debo recordar, mi memoria no me permite fijar, con toda exactitud, las fechas en que esos acontecimientos sucedieron»; y refiriéndose al culpable del incendio de Santiago, precisó que «Ignoro quién fuese, si sé que el encargado de darlo, según la orden de Gaspar, fue un borrachín de Licey llamado Juan Burgos». ¿Fue este relato autobiográfico de Benito Monción sobre la campaña restauradora mejor acogido por los lectores por su carácter eminentemente descriptivo, cuando fue publicado por primera vez en 1902, que otras relaciones autobiográficas consideradas como históricas, tales como las del trinitario José María Serra; de los febreristas Ramón Alonso Ravelo y José Pérez; o de Francisco Aguiar107? No. En la sociedad dominicana no ha habido en realidad ningún criterio de evaluación al aceptar este tipo de narraciones 107 Ravelo, Pérez y Aguiar revelaron en los periódicos capitaleños de los últimos años del siglo xix algunas experiencias personales sobre los principales hechos políticos de mediados del siglo. Pero el importante manuscrito autobiográfico titulado Apuntes para la historia, de Ramón Alonso Ravelo, como las memorias de Rosa Duarte no fueron conocidas por la generalidad sino ya en la centuria siguiente. También la relación de los testigos presenciales de los sucesos políticos acontecidos entre 1838 y 1845 comunicados a Manuel Joaquín del Monte, la cual sirvió a Thomas Madiou para escribir su Histoire d’Haiti, permaneció ignorada en su forma original para los dominicanos de entonces. 270 Roberto Marte de quienes concurrieron o intervinieron en los llamados sucesos históricos y se han aceptado en general sin muchas restricciones como historia fidedigna, siempre y cuando se explicara el modo en que se llegó al conocimiento del hecho.108 Por eso cuando alguien narraba una vivencia personal considerada como histórica ponía tanto empeño en relatar las circunstancias de su participación u observación del hecho (estas son las llamadas categorías canónicas: qué, dónde, cuándo, quién. Ejemplos: «siendo como a las cuatro poco más o menos, estando acostado en mi cama, oí dos tiros de arma de fuego…», «Veinte años tenía quien les habla. Estaba con mi novia en el patio de la Fuerza. Ahí vimos en medio de un sol que daba duro sobre las cabezas...», «A mediados de junio, fui una noche con mi familia a refugiarme en casa de mamá y esa noche ocurrió un sangriento combate cuando los marines trataron de entrar a Santa Bárbara»), dado que la memoria autobiográfica precisa del posicionamiento de sí mismo, el cual descansa primariamente en las emociones.109 Con frecuencia se ve que había más empeño en explicar este contexto situacional y en describir detalles periféricos del suceso (lo cual ya de por sí podía constituir un monto enorme de informaciones para ser recordadas) que en referir los aspectos principales del mismo, porque la memoria experiencial es más retención de la aprehensión que resulta en el momento del suceso que En su deseo de incorporar en la historia las fuentes vivas de los testigos de la guerra Restauradora, el historiador Pedro María Archambault obvió las grandes lagunas de los recuerdos de esos testigos en el opúsculo Notas para la Historia. Declaraciones de varios restauradores sobre Pepillo Salcedo. Santiago, 1934. Paradójicamente no han sido sobre todo historiadores quienes no se han dejado confundir por esta costumbre errónea, sino individuos versados en otras disciplinas, como el abogado Alexis Joaquín Castillo en su examen del recuerdo de Rafael Solano sobre el relato del recepcionista del hotel donde se hospedaba Joaquín Balaguer durante su estancia en New York a partir de 1962. Véase el artículo de Castillo (2009). También el lingüista Diógenes Céspedes, sobre las Memorias de Johnny Abbes García (2009). 109 Un estudio empírico sobre el tema es el de Lavine (1997, 568-578). 108 El pasado como historia. La nación dominicana... 271 la aprehensión post hoc de todas las informaciones del suceso ya pasado.110 Y aunque puede ser que se recuerden más detalles contextuales del evento rememorado, a menudo el foco de la memoria apunta hacia cómo el evento ha de ser recordado de acuerdo con las circunstancias del entorno en el momento que se activa la memoria, aumentando la posibilidad de que se intensifiquen en esta sus características de origen interno. En este contexto cultural nació la historiografía dominicana en la segunda mitad del siglo xix. Cuando se trataban en público los temas históricos, generalmente en la prensa, cuanto más hubiera vivido y recordado los sucesos referidos la persona que hablaba, tanto más verídica era, más conseguía la atención de sus destinatarios y tanto más satisfacía a estos la historia,111 aunque el mero relato del historiador profano solo ganaba el respeto público si estaba acompañado de las categorías canónicas que eran el fundamento de lo verdadero sin que se precisara de más investigaciones ad historicam probationem. De aquí que esa afición tan usual en el ambiente intelectual de aquellos años de narrar la historia sin otra base empírica que la En las abundantes reseñas autobiográficas sobre hechos políticos posteriores a la dictadura de Trujillo publicadas en los últimos años se puede advertir este ingrediente canónico de la memoria episódica. Véase un ejemplo en el artículo de Herasme Peña (2005): «En ese momento yo estaba en la casa de la familia Díaz Vásquez, mis primos, en donde se celebraba un almuerzo», «Cuando salí a la calle ese mediodía parecía que la gente esperaba una tormenta», «acudimos nosotros (al Palacio Nacional), junto con Antonio García Valois, el fotógrafo del Listín para enterarnos», «esa misma tarde Virgilio Alcántara y yo nos fuimos hasta el campamento del kilómetro 25», etc. 111 Ciertos aspectos de esta recepción popular de la historia han sobrevivido hasta nuestros días. Véase, por ejemplo, el interés que suscitan en la prensa actual los relatos autobiográficos centrados en la dictadura de Trujillo, vg. el debate despertado por el libro de Wiese Delgado (2001); Alvarez Castellanos (2007); y Cruz Infante (2007). Estos autores cuestionan el excesivo número de publicaciones sobre el dictador dominicano. El último anota que «la trujillología no se agota, al contrario cada día se nutre de más libros». 110 272 Roberto Marte afluencia de los recuerdos, despertaba a menudo tormentosas polémicas cuando una versión personal no coincidía con la de otros testimonios. Baste el siguiente ejemplo: Pese al protagonismo de José María Serra en los preparativos de la independencia nacional, sus apuntes autobiográficos levantaron una reacción de desacuerdo en los periódicos locales y hasta alguna réplica fue publicada en forma de folleto (Bonilla, 1944). No se trata de que el documento histórico sea más eficaz como instrumento de prueba, sino que el historiador acude al mismo con la incertidumbre de si su pregunta ha de encontrar una respuesta, y cuya obtención depende de una operación inferencial distinta a la recordación autobiográfica sustentada en una creencia. Los historiadores han sabido hasta los tiempos modernos que la convicción de certeza que despiertan los recuerdos de los contemporáneos de los hechos, aún tratándose de enunciados designativos, podía ser una fuente de problemas.112 Ya en la época de José Gabriel García se hubiera dicho con más propiedad que nunca que solo la pluralidad de explicaciones garantizaba la verdad impoluta de los vestigios verbales del pasado. Sin embargo, es fácil observar cierta veleidad en el manejo de los recuerdos orales y escritos tanto en el historiador nacional García como en sus colegas posteriores, pues con demasiada frecuencia se acreditaban los testimonios personales como fuentes fehacientes sin una depuración a fondo para llegar a una convicción razonada. Por lo demás, no he encontrado en la historiografía nacional de esos años hasta la alborada de la centuria siguiente ninguna objeción de parte de los historiadores más conocidos a esta forma autobiográfica de comprender la historia, que requería ya, en opinión de José Gabriel García, de una normativa mínima. 112 La propensión del común de la gente a confundir la memoria autobiográfica con la historia y a solapar la una con la otra perdura hasta nuestros días. El pasado como historia. La nación dominicana... 273 Las impresiones afectivas de la memoria autobiográfica Si pasamos revista, aunque sea someramente, a los recuerdos personales sobre algún episodio de nuestro pasado nacional según aparecen en nuestros libros de historia, notaremos que a menudo nunca son iguales según provengan de diferentes testigos. Las causas de que esto sea así son muchas, pero conviene aquí apuntar que los recuerdos autobiográficos son interpretaciones formadas en función de los conocimientos genéricos previos que se tienen de algún asunto y las emociones que surgen en la búsqueda del logro de metas activas del sujeto reminiscente. Cotéjese por ejemplo lo escrito sobre la noche del 27 de febrero de 1844 en la ciudad de Santo Domingo, como es referido por García Lluberes (1929) y Lugo Lovatón (1954, 409-416) en relatos históricos no testimoniales e incluso por un coetáneo extranjero de esa poblada, Lepelletier de Saint-Remy, en un escrito político (1846), con los relatos autobiográficos de ese mismo suceso de Moreno del Christo (1901), del coronel Ruíz (1874), de Ravelo (1949, 246), de Serra (1988) y sobre todo de algunos de sus testigos o actores, como fueron recogidos por Manuel Joaquín del Monte (1947, 9-40). A diferencia de los textos de García Lluberes, Lugo Lovatón y Lepelletier de Saint-Remy, las relaciones de Moreno del Christo, Ravelo, Ruíz, Serra y de los testigos que comunicaron sus recuerdos a Del Monte emanaron de sus propias reacciones ante dicha experiencia. Y por haberse tratado de una experiencia única y muy personal los suyos fueron recuerdos impregnados de detalles emocionales, sustentados en imágenes (no en proposiciones como en la historia) que solo cobraban existencia en relación directa con sus personas. 274 Roberto Marte Pero por eso mismo conviene en esto cuidarse de las generalizaciones pues la memoria está permeada por la personalidad de cada testigo, por sus metas y por sus experiencias individuales. Sobre la noche memorable de la independencia nacional de 1844 hay relatos en los cuales los testigos se presentan desempeñando el rol de actor importante en el espacio interactivo que recuerdan. Los hechos son almacenados básicamente en el sistema episódico con escasas referencias autobiográficas y con muchos pormenores accidentales, minucias de las circunstancias que rodearon el hecho y que reducen la significación histórica del tema. Por ejemplo, uno de los testigos orales que narraron los sucesos del 27 de febrero a Manuel Joaquín del Monte dice: «le preguntó por el Capitán. Hipólito Paredes; y le dijo por ahí salió a ver si reunía gente, pues la compañía que tenía aquí, vino su Teniente y la izo retirar diciendoles, no sean soquetes, que lo que quieren es esclabisarlos; seguidamente le dijo: Y el Comte. Carlos Garcias? él se fue con las mujeres para su estancia que queda en las veras de la costa, yo estoy solo aquí con uno de Hato Mayor, que llegó esta tardecita». Así es también el relato de Moreno del Christo, el cual sin ser un relato ocular del suceso principal de la noche del 27 de febrero se refiere a circunstancias colaterales de aquella noche, quizás porque su memoria de los hechos se formó a partir de una impresión-destello y de un proceso de socialización mnésica familiar, pues su autor no estuvo en la Puerta de El Conde sino su padre, Carlos Moreno, quien fue uno de los primeros firmantes del documento de la Junta Central Gubernativa instalada en el Baluarte. Pese a que Moreno del Christo no vivió personalmente los sucesos de esa noche célebre, obviamente lo que contó en su recuerdo era parte de su pasado. Ahora bien, si el episodio de la noche del 27 de febrero de 1844 fue recordado desde dentro, desde la perspectiva actoral y no del observador externo, como parece haber sido El pasado como historia. La nación dominicana... 275 el caso de la recordación de Ruíz, Ravelo y Serra, el agente del recuerdo se veía a sí mismo en la representación del hecho recordado,113 se refería a sí mismo en vez de referirse al hecho como aparece en estas palabras de Ravelo: que esa noche del 27 de febrero de 1844 salía la gente a las calles de la vieja Santo Domingo y allí se encontró con un niño «era un tal Calixto Mañaná, quien tenía un machete de guarnición sin vaina, y al verlo le dijo el que suscribe: ¿qué vas a buscar muchacho?». Esa imagen de sí mismo influye mucho en la estructura narrativa autobiográfica. Estas condiciones obstruyen cualquier refutación del recuerdo,114 sobre todo si la experiencia recordada influyó mucho en la autobiografía del sujeto reminiscente como fue el caso en Ravelo, Ruíz y Serra. A menudo este tipo de recordación redunda en ilusiones engañosas (los llamados «pseudorecuerdos o confabulaciones espontáneas»), inclusive cuando se presenta en la forma de oraciones designativas. García Lluberes cita el caso de Félix Mariano Lluberes, capitaleño muy conocido que perteneció a la generación de febrero de 1844, de cuyas memorias comentó el primero: «Hemos leído varias afirmaciones de Lluberes respecto de hombres y cosas de la independencia y todas están equivocadas». El pequeño libro de Anne C. Reid Cabral titulado Esa última semana (2002), trata de los recuerdos de su autora sobre el atentado que terminó con la vida del dictador Trujillo y sobre los hechos posteriores que condujeron al suicidio de su hermano Robert. En este texto la narración está sobrecargada de emociones («Aún ahora, al escribir estas líneas siento un fuerte escalofrío. 113 114 El llamado efecto autorreferencial. Aunque esto no quiere decir que en los procesos de recordación no haya, a veces, dudas o que ocasionalmente la memoria no se active para reanalizar los recuerdos de experiencias pasadas como lo muestran algunos escritos autobiográficos dominicanos del presente. 276 Roberto Marte Recuerdo vivamente que Robbie…») y los pormenores de esos momentos afectivos en pinceladas de realismo aparecen muy vivos en los recuerdos de la autora («Era una noche de enorme luna llena que iluminaba todo el patio»; «La mañana del martes 6 de junio, Robbie se levantó a las 6:00. Ya afeitado, bañado y vestido se sentó a leer el periódico El Caribe en el balcón de la segunda planta de su casa»). En efecto, estas características de sus recuerdos le sirvieron a la señora Reid para evaluar los hechos vividos, pero la reconstrucción de las emociones que surgieron tras la activación de esos recuerdos dependió de su memoria semántica: del desenlace narrativo y de los hechos posteriores asociados al hecho. Muchos de los detalles de los recuerdos autobiográficos emocionalizados, aunque parezcan irrelevantes aumentan el sentido de inmediatez de la acción recordada y hacen más plausible el relato. Pero muchos de los detalles que aparecen en este tipo de relatos son inventados en el momento del repaso, aunque en tal caso es usual que sea así, pues la pérdida de los aspectos secundarios del recuerdo es muy rápida y solo con el transcurso del tiempo el recuerdo se estabiliza, salvo que sea sujeto de interferencias del contexto externo.115 En un encuentro celebrado por las fuerzas armadas dominicanas, del 22 al 24 de mayo de 2002, para ventilar el tema de la revolución constitucionalista y de la guerra de Abril de 1965, Ramiro Matos González, militar activo en la llamada batalla del puente Duarte del 27 de abril de 1965, se refirió al hecho con la siguiente cláusula designativa: «Así pasamos la noche en el objetivo que era la actual Plaza de la Trinitaria y ya para el 27 de abril se encontraba controlada y debidamente asegurada la cabeza del puente». Parecería esta una cláusula libre de consideraciones subjetivas referida únicamente al hecho específico. 115 En los estudios de la memoria episódica este fenómeno es representado por la llamada curva monotónica negativamente acelerada. El pasado como historia. La nación dominicana... 277 Empero Manuel Montes Arache, tambien militar que lidió en el bando opuesto durante el mismo hecho, dijo: «A las 9:00 de la noche, puedo decirles con toda certeza, sin encontrar hasta ahora quién me rebata, que nuestras fuerzas eran dueñas de la margen occidental del puente Duarte» (CPEP, 2005, 168, 213). ¿Quién decía la verdad?, sobre todo teniendo en cuenta que ambos testigos fueron tan enfáticos al creer en la fiabilidad de sus recuerdos. Es muy posible que el desacuerdo haya de atribuirse a una confusión de escenarios y no a una información falsa del proceso memorativo o a una mentira, vg. una adulteración preconcebida de la información originaria.116 Adviértase que en lo único en que ambos testigos coinciden es en la primera fase o punto de partida del recuerdo, es decir, que el 27 de abril sus respectivas fuerzas estuvieron en la margen occidental del puente Duarte. Seguramente Matos y Montes Arache testimoniaron sus experiencias personales, pero no sé si su conocimiento del emplazamiento de las tropas regulares o del pueblo en armas en la cabecera occidental del puente Duarte el 27 de abril de 1965 emanó de su memoria episódica directa, es decir, no sé porque no lo han dicho, si ellos mismos pasaron la noche de ese día en el sitio mencionado o si supieron de la toma de ese punto por boca de otros oficiales o de personas civiles o a través de las comunicaciones en el campo de operaciones. Puede ser que al decir «así pasamos la noche en el objetivo que era la actual Plaza de la Trinitaria», Matos no se hubiera referido a su persona, sino a las fuerzas militares de la que formaba 116 Otro problema concerniente a este asunto que no puede ser considerado en este estudio es el del llamado «efecto de reconocimiento de la realidad». Este término (reality monitoring), elaborado tras las investigaciones del Dr. M. K. Johnson en los años ochenta, se refiere a la confusión al reconocer diferentes fuentes de información mnésica, por ejemplo, al distinguir entre lo que realmente se vivió y lo que se ha escuchado o pensado de sí mismo en relación con el mismo hecho. 278 Roberto Marte parte. Sobre todo porque tampoco aparecen en su exposición las llamadas categorías canónicas. Más adelante Matos agregó: «Conversando con algunos oficiales que permanecieron en la cabeza de puente, me aseguraron que en algunas oportunidades se intensificaban los intercambios de disparos». Didiez Marcos no despejó la incógnita en este párrafo: «A partir de ese momento (no lo dice, pero probablemente se haya referido al 27 de abril, R.M.), los rebeldes establecieron una decidida defensa alrededor del tambaleante CEFA en la cabeza del puente Duarte en el lado de Santo Domingo» (2011). Un actor constitucionalista en la cabecera del puente narró las primeras refriegas con las fuerzas del CEFA antes de la llegada allí de Caamaño, Montes Arache y demás jefes de la revuelta, pero deja la cuestión aquí planteada sin respuesta, pues más adelante él mismo escribió que ya no se encontraba allí cuando la lucha arreció, cuando la embestida de los soldados regulares fue rechazada (Michel Peguero, 2007). El testimonio de De la Rosa (quien no aclara si estuvo en el lugar de suceso) es también muy impreciso. Él dijo que «El 26 de abril en la noche, varios tanques de San Isidro habían cruzado el puente Duarte y establecido una cabecera de puente en la margen occidental de la ría Ozama». Y siguió diciendo que «Eran exactamente las 9:30 horas del martes 27 de abril cuando las tropas de San Isidro iniciaron su acometida». Y, finalmente, expresó que «Todos esos ataques fueron rechazados por las fuerzas militares constitucionalistas que contraatacaban con furia. Después de horas de combate, viéndose imposibilitadas de romper la resistencia de sus oponentes, exhaustas, las tropas de San Isidro optaron por retirarse». No puso en claro adónde se retiraron (De la Rosa, 2005, 80-82). Tras relatar con detalles los enfrentamientos en la zona aledaña del puente, un partícipe activo en la lucha expresó: «La Batalla del Puente Duarte había terminado. Nos aproximamos a la cabecera oeste y en medio de numerosos muertos desparramados en un radio de medio kilómetro cuadrado, algunos El pasado como historia. La nación dominicana... 279 combatientes celebraron la derrota de los guardias del CEFA con ron mientras otros se ocupaban de localizar a soldados y sospechosos de serlo que huyeron en desbandadas» (Collado, 2005, 111). Y una combatiente constitucionalista sostuvo que «Una avanzada (de San Isidro, R.M.) que logró cruzar el puente, quedó atrapada. Los constitucionalistas ganaron la batalla». Parece que este testigo estuvo en el escenario del hecho según lo expresado en un recuerdo episódico resumido en esta frase: «Vámonos al puente —me dijo Hilda Gautreaux en las horas anteriores al combate—» (Espaillat, 2001, 33-35). Claudio Caamaño, quien en aquel momento estuvo muy activo en el lugar, expresó que «a pesar de la superioridad numérica del CEFA, los constitucionalistas lograron destrozarlos, encajonando a sus restos en torno a la icineradora… Y que «Los restos del CEFA se atrincheraron en la parte baja contigua al puente, escapando durante la noche» (Cassá, 1994). Conviene apuntar, empero, que estos testimonios provienen de personas que formaron parte de la facción constitucionalista. Por otra parte, el actual general Matos, del bando opuesto, mantuvo su punto de vista: «que no hubo derrota, que no hubo desbandada, la posición se mantuvo hasta que fueron relevadas el día 30 de abril por tropas del 505 Batallón de la 508» (Matos González, 2002). Es imposible responder a esta interrogante, dado que lo que los exponentes han dicho sobre el hecho aparece de tal modo solapado por un tipo de conocimiento general heterobiográfico, como es el conocimiento de los historiadores, que es muy difícil establecer una separación entre su memoria episódica y la historia. Esa interrelación entre memoria episódica y memoria semántica tiene mucha influencia en la calidad informativa del recuerdo de contenido episódico. La cuestión es muy importante no solamente por ser el suceso llamado «batalla del Puente» un hecho histórico, sino 280 Roberto Marte un hecho histórico de dimensión polémica que para la incipiente revolución de abril de 1965 representaba el riesgo de la prueba decisiva, la cual había de ser resuelta sin poner en peligro el universo axiológico del relato, ya que si se ganaba esta batalla ya estaba decidida la suerte de la guerra.117 Otros detalles periféricos del hecho (por ejemplo, el número de víctimas, o la estrategia puesta en práctica por los contendientes) podían haber sido omitidos, pero no la importancia o significado de la batalla del puente, que era un detalle central en la focalización del recuerdo de ambas partes y si se cambiaba, se cambiaba también el contenido del evento.118 Como se ve, esta parte del recuerdo de la batalla del puente Duarte es algo ambigua o equívoca pero, a su vez, desde el punto de vista personal envuelve más elementos evaluativos para comprender el hecho. Quizás con razón, Matos incluso rechaza que hubiera habido tal batalla y habla de «refriega», reduciendo la importancia de esa acción que el bando opuesto realzó significativamente y a la cual se le ha atribuido el carácter de epopeya. Él dice que «Entre los días 24 y 28 de abril del año 1965, no hubo tales batallas entre las fuerzas constitucionalistas y las de San Isidro» (CPEP, 2005, 169). Matos no ve la heroicidad de la experiencia vivida en esa batalla, pues su recuerdo parte de un esquema mnésico (producto de su percepción del mundo) distinto al de los del bando opuesto. La valencia negativa (no hubo batalla) o altamente positiva (sí hubo batalla, heroicidad) del hecho de parte de los testimoniantes obliga a poner en tela de juicio la absoluta veracidad de estos recuerdos. La importancia atribuida al recuerdo de la batalla del puente Duarte por los llamados constitucionalistas de entonces refleja Esto por lo menos es lo que siempre se ha dicho, aunque no se pueda saber con certeza debido a la inmediata invasión de las tropas norteamericanas. Kihlstrom ha dicho: «remembering is a problem-solving activity». 118 Sobre la importancia del grado de activación emocional en la construcción del recuerdo, véase el estudio de la Dra. Berntsen (2002, 1010-1020). 117 El pasado como historia. La nación dominicana... 281 sus motivos políticos para querer mantener vivo ese recuerdo. Así lo expresó Federico Didiez Marcos: «La batalla del puente Duarte y sus alrededores pertenece más bien a la epopeya». Pero esa atribución heroica de la batalla del puente Duarte no fue codificada así en la memoria de los testigos presenciales en el momento en que ocurrieron los hechos. Tal afirmación solo pudo ser sugerida después del hecho, es una atribución postsuceso que podría ser aceptada o cambiada y en lugar de ser heroica podría ser arrojada, encarnizada, cruenta o agresiva conforme a la actitud ideológica de quienes se refieran al mismo. Obsérvese que hay completa unanimidad cuando se trata de aceptar como fieles los recuerdos de los incidentes de la batalla del puente. Los desacuerdos surgen cuando, por el contrario, se trata de recuerdos sobre el significado histórico o la evaluación política del suceso, que es donde suele aparecer la pseudomemoria. Pese a ello, esa versión heroica de la batalla del puente Duarte probablemente ganará el espacio público y será integrada al saber histórico que se tendrá de ese hecho en el futuro porque se habrá institucionalizado y será lo que las nuevas generaciones de dominicanos «sepan» de ese pasado histórico, aunque esto no entraña necesariamente que la narración del hecho así sesgada no sea verídica, ya que en este asunto no se trata de verdad o mentira sino de cómo se focaliza el pasado. La importancia que atribuimos al hecho recordado como batalla del puente Duarte no depende del hecho mismo sino de sus relaciones con otros hechos anteriores y posteriores (el derrocamiento del presidente Bosch, la lucha por la vuelta a la Constitución de 1963, la intervención militar norteamericana, etc.). Los días 23, 24 y 25 de abril de 1984 se produjeron en la parte norte de la ciudad de Santo Domingo verdaderos combates entre soldados y población civil, a resultas de los desórdenes 282 Roberto Marte callejeros precipitados por un aumento general de los precios. A pesar de que hubo allí cientos de muertos, la significación histórica de este hecho ha quedado reducida a la categoría de poblada y a sus protagonistas no se les ha tenido como héroes ni se les recuerda por sus nombres porque no hubo una relación de ese hecho con otros de gran importancia política. Como en el cónclave organizado por las fuerzas armadas dominicanas no se pudieron romper las barreras que interferían en el análisis del recuerdo este asunto debió ser analizado como se hace en la historia, a la luz de la fuerza autentificatoria de las pruebas. Tomando en cuenta «las contradicciones de los ponentes sobre un mismo asunto», Hermann solicitó a los editores del volumen contentivo de las ponencias leídas en el seminario que «Un grupo de historiadores y estudiosos del tema podría reunirse para cedacear las ponencias y, sin caer en la censura, señalar al lector dónde se ubican las informaciones encontradas y excluyentes, las objetivas y las subjetivas» (2002). Esto, desde luego, habría sido más provechoso, por lo menos más provechoso para los historiadores, pero hubiera cambiado muy poco la opinión de cada testigo cuyos recuerdos son la fuente más fidedigna de sus conocimientos personales. Uribe expresó sobre el encuentro celebrado por las fuerzas armadas en el 2002 que «Allí, constitucionalistas y anticonstitucionalistas, juntos por primera vez después de 37 años, intercambiaron abrazos, estrecharon manos mutuamente, compartieron reproches y sonrisas. Y en ese encuentro, los rencores del pasado fueron trocados por el entendimiento» (2002). Es posible que así fuera, pero en tal caso esto no se debió al esclarecimiento de la verdad de los recuerdos personales contrapuestos para que los mismos se convirtieran en historia. A pesar de su diferencia de la historia y a pesar de los contenidos cognitivos que encierra, en la memoria autobiográfica el papel principal lo desempeñan las emociones a instancias del contexto específico en que se produce el repaso. El pasado como historia. La nación dominicana... 283 En el caso citado, obviamente, las emociones traslucen la actitud de ambos sujetos (Matos y Montes Arache) respecto a las experiencias recordadas. Esto es así aun cuando el objeto del recuerdo es una enunciación en alto grado designativa (se sabe que ese hecho ocurrió): las tropas regulares del ejército o las fuerzas revolucionarias tuvieron ocupada la Plaza de La Trinitaria la noche del 27 de abril de 1965. De conformidad con el contexto social de la recordación, las emociones exteriorizaron la «esencia moral y política» del recuerdo, sirviendo de este modo para situar en la marcha de la historia la propia biografía de quienes han recordado episódicamente el evento. Los temas del testimonio autobiográfico son generalmente los de la historia del tiempo presente y, porque entrañan una finalidad moral, su forma es casi siempre de corte acusatorio, por lo cual han sido hasta nuestros días motivo de enfrentamientos personales y de controversias: cuán antinacional fue la actuación de Santana después de establecida la república, cuán culpables fueron Horacio Vásquez del advenimiento del régimen despótico de Trujillo y Juan Bosch de la destitución de su gobierno, etc. Esto cobra mayor importancia si el hecho se recuerda como si hubiera afectado significativamente la autobiografía del sujeto reminiscente, es decir, si se establece una conexión causal entre el hecho y sus consecuencias en la persona que formó parte del mismo. Un actor importante de los sucesos de abril de 1965 expresó: «La Guerra de Abril torció el rumbo de mi vida y aún no han cicatrizado las heridas que esa epopeya me infligió» (De la Rosa, 2005). En este sentido, si bien apenas hubo inculpaciones, tampoco pudo haber reconciliación entre quienes tomaron parte en el seminario organizado en el 2002 por los militares dominicanos. 284 Roberto Marte Los juicios de la memoria y la historia del tiempo presente Los juicios sobre hechos vividos generalmente no se producen durante la codificación y el almacenamiento del recuerdo, no se producen en el momento en que tuvo lugar el hecho que luego será recordado, sino más bien se derivan de juicios previos, de esquemas valorativos del entorno social del presente, y emergen cuando se produce la recuperación del recuerdo. Pero además, los recuerdos que son sujetos del juicio a menudo se refieren a hechos recordados en bloque y conceptuados a grandes rasgos. Tal es el caso de muchos recuerdos sobre hechos importantes que se disciernen globalmente. Esto lo podemos ver en la controversia histórica de 1889 entre Manuel de Jesús Galván y José Gabriel García sobre si la victoria del general Santana contra los haitianos el 19 de marzo de 1844 «afianzó la nacionalidad dominicana». Cuando tuvo lugar dicha controversia el recuerdo de la batalla del 19 de marzo de 1844 era un recuerdo aún vivo. Habían transcurrido 45 años después de la misma (ambos contendientes eran jóvenes adultos en la época del suceso discutido). Además, era un recuerdo con una valencia emocional muy fuerte, quizás porque se refería a un hecho que siempre fue muy controvertido debido al aparentemente inexplicable repliegue de las fuerzas dominicanas cuando la batalla parecía ganada y, además, allí Juan Pablo Duarte se enfrentó cara a cara con el general Pedro Santana. En realidad, los polemistas de esta controversia no demostraron nada nuevo y desde un punto de vista heurístico nadie podía haber ganado. Fueron las emociones que jugaron el papel más importante y, en este sentido, García estuvo en ventaja. García llevaba las de ganar en esta polémica, pues en esos 45 años habían transcurrido en Santo Domingo muchos hechos políticos importantes y el recuerdo de esa batalla se había fusionado, entre tanto, con el nacionalismo ya arraigado, y el santanismo ya El pasado como historia. La nación dominicana... 285 casi extinguido, no podía movilizar la consciencia de sus antiguos adeptos. Las emociones mnésicas son muy difíciles de evitar y las disputas que a veces despiertan (como la arriba citada) no se pueden zanjar simplemente enriqueciendo las informaciones episódicas. Con frecuencia los juicios mnésicos son en realidad interpretaciones, actualizaciones semánticas de recuerdos episódicos considerados en bloque y, en ocasiones, su formato expresivo no es propio de la memoria sino de la historia, como cuando se dijo que la batalla del 19 de marzo «afianzó la nacionalidad dominicana» o que la batalla del puente Duarte «pertenece a la epopeya». Es sabido que el licenciado Manuel de Jesús Troncoso de la Concha se deleitó en rememorar acontecimientos de su larga vida y que tenía el arte de contarlos en forma de anécdotas que cautivaban la atención de su público. Contados con su gracia personal, se trataba casi siempre de recuerdos episódicos que describían la cotidianeidad de una época (Prudencia Lluberes, la novia de Duarte: «Frecuentemente salía a tomar el sol, apoyada en un bastón») o hechos más concretos expresados en sentencias designativas con un alto nivel de especificidad («Conocí a Prudencia Lluberes, la novia de Duarte. Vivía donde la familia Licairac, en la casa formada por la esquina noroeste de las calles del Conde e Isabel La Católica»).119 Pese a ello, los testimonios autobiográficos de Troncoso de la Concha no siempre escaparon al automatismo natural de completar la descripción factográfica con proposiciones relativas a la propiedad o a la finalidad de los personajes que tomaban parte en sus relatos. Veamos. Refiriéndose a la tempestuosa visita del general Luis Tejera a las oficinas del presidente Morales Languasco alrededor de las 10 y media de la mañana del 6 de diciembre de 1905, luego 119 Carta-relación de Troncoso de la Concha a Balaguer, del 20 de agosto de 1951 (Balaguer, 2002, 73-75). 286 Roberto Marte de que la gente de la calle diera por hecho que soldados norteamericanos habían iniciado un desembarco desde los buques de guerra Olympia y Des Moines apostados cerca de la rada del puerto de Santo Domingo, en un escrito autobiográfico datado el 14 de agosto de 1939, don Pipí Troncoso, quien en la época de los sucesos narrados era secretario personal del presidente, expresó que se «quiso hacer aparecer esta conducta de Luis Tejera como si lo hubiera movido un arranque de patriotismo; pero no hubo tal cosa. Él creyó que los americanos iban a desembarcar para apoyar a Morales y, llevándose de un impulso, salió a matar a éste, para que no le aprovechara. La prueba es que fué a palacio contra Morales, en vez de ponerles el frente a los presuntos invasores» (Hoepelman, 1951, 218-219). Esa teatralización de la conducta del general Tejera es la clave de la interpretación de ese recuerdo. La prueba de la verdad de lo que don Pipí había contado era en realidad una praesumptio hominis, una inferencia basada en la conducta del general Tejera. Pero una inferencia débil o contingente por no estar integrada en un razonamiento en condiciones de resistir razonamientos alternativos. Por ejemplo, hubiera podido decirse que el general Tejera quiso primero eliminar a Morales Languasco a fin de descabezar la intriga de este y de los norteamericanos120 para que la presidencia acabara por la fuerza en manos del primero (este fue el punto de vista argüido por los horacistas).121 Aunque el relato autobiográfico de Troncoso de la Concha, escrito 34 años después de transcurrido el episodio, está formado por recordaciones episódicas y por otras que no lo son, parecería que en efecto en lo tocante al suceso referido Porque entonces se dijo que la presidencia de Morales Languasco fue una imposición de los Estados Unidos. Véase, por ejemplo, la versión del capitán del crucero norteamericano Detroit, Albert C. Dillingham, en el artículo de Rippy (1937, 444). 121 Aunque con una actitud un tanto irónica respecto al general Tejera, esta fue también la opinión de Balaguer (1988, 310-312). 120 El pasado como historia. La nación dominicana... 287 se trataba de una experiencia vivida, pues el autor acompañaba diariamente al presidente; él mismo dice: «como mi escritorio estaba en el mismo despacho del Presidente, yo oía todas las discusiones desde mi asiento dándoles la espalda a los conferenciantes». Don Pipí no relata que él vio a Luis Tejera cuando se dirigía hacia el presidente Morales, no relata un recuerdo personal de algo vivido. Él no dijo nada de dónde y por qué recordó a Luis Tejera encaminándose adonde se encontraba el presidente Morales. Él simplemente atribuyó a Luis Tejera un motivo personal para actuar de ese modo, y lo hizo en un nivel de abstracción que no podía provenir de un recuerdo. Por lo tanto, respecto a la expresión «quiso hacer aparecer esta conducta de Luis Tejera como si lo hubiera movido un arranque de patriotismo; pero no hubo tal cosa», no podemos hablar de un recuerdo episódico en términos de registro como si se tratara de una expresión descriptiva de lo observado. La credibilidad de ese juicio presumiblemente derivado de forma directa de la memoria episódica y que, por tanto, pretendía presentar la verdad material en sí, en realidad no se basaba en una proposición fáctica sino en la inferencia post hoc de una secuencia de recuerdos con cuya argumentación buscaría convencer a sus destinatarios. Parece que para Troncoso de la Concha (como realmente para la mayor parte de los historiadores) las propiedades de la recordación autobiográfica eran similares a las del discurso de la historia si el recuerdo trataba sobre asuntos públicos y notorios. Troncoso de la Concha le expresó al destinatario de su escrito que se lo ofrecía porque «sé de su amor a los estudios históricos». Y que tampoco envilecía o sesgaba la objetividad histórica si el recuerdo autobiográfico se sustentaba en el juicio, pues el juicio o la capacidad interpretativa es una competencia (o responsabilidad) característica de la historia. 288 Roberto Marte Cuando se utiliza para dar crédito a una creencia de la memoria, el juicio histórico no puede ser utilizado como objeto de prueba porque difícilmente conduce a la verdad, ni siquiera a la verdad procesal como aparece en los procedimientos judiciales. Por ejemplo, cualquier método universalmente válido confrontaría serias limitaciones o requeriría un razonamiento probatorio muy complejo para tasar la veracidad de un enunciado que admite tantas interpretaciones como: «el general Luis Tejera no fue movido por un arranque de patriotismo», o su contrario. Jimenes Grullón calificó de «alarde de patriotismo la conducta de Luis Tejera»; García Lluberes, en cambio, habló del «esfuerzo heroico del General Luis Tejera» (Jimenes Grullón, 1975, 160; García Lluberes, 1971, 666). Por su apariencia de enunciado descriptivo el de don Pipí pertenece a los llamados enunciados de realismo hipotético porque pese a su plausibilidad no se pueden demostrar, pero contra los cuales tampoco puede haber contraargumentos fácticos (son inatacables). Es muy posible que don Pipí nos hubiera ratificado que así era su recuerdo personal sobre el asunto y en esto quizás no hubiera estado equivocado, pues la memoria personal, sobre todo en su expresión proposicional, es un registro simultáneo de significados e imágenes de hechos públicos y privados. Pero conviene observar que el examen de la conducta del personaje que aparece en el recuerdo de don Pipí coincide íntegramente, sin perder su peculiaridad mnésica, con el modo de narrar y explicar el episodio como lo hace la historia y con esto quiero decir que al expresar su recuerdo de este modo (e igual a como lo hicieron Ravelo, Luperón, Hoepelman o Rodríguez Objío, que se la arreglaron para hacer historia de sus recuerdos personales según los ejemplos anotados) don Pipí hizo un trabajo de historiador que, en principio, escapaba al plano de la memoria. El pasado como historia. La nación dominicana... 289 La memoria personal y el conocimiento de los hechos políticos (aun cuando dicho conocimiento haya emanado de una fuente cercana) no son sinónimos.122 Esta diferencia parece una sutileza que escapa a la mayoría de la gente porque, dadas las circunstancias en que se han visto envueltos sus autores, muchas autobiografías combinan los recuerdos personales y los conocimientos históricos sin establecer diferencias entre unos y otros. Esta práctica cultural se remonta a tiempos anteriores como se puede ver en las Relaciones, de Manuel Rodríguez Objío, sobre las cuales escribió el historiador Lugo Lovatón que «constituyen en algunos pasajes, una autobiografía de su autor, y a la vez, un amplio cuadro mural histórico» (Rodríguez Objío, 1951, vii). En su ya citada autobiografía, En la ruta de mi vida, Víctor Garrido relató muchos recuerdos de su juventud y de su vida de hombre público, pero se entregó también a la tarea del historiador sin establecer ninguna diferencia entre sus recuerdos y la historia. Por ejemplo, en la pág. 95 reseñó las pugnas entre horacistas y jimenistas en el año 1916: «en medio de un clima exacerbado por las pasiones, continuaba sin que la gravedad de la hora enfriase sus ambiciones». Como se ve, esto no es un recuerdo personal, sino un juicio proposicional. El recuerdo episódico no hace inferencias. El supuesto «recuerdo» de Garrido es en realidad una enunciación evaluativa literaturizada de carácter histórico. Y a seguidas y sin mediar una aclaración, prosiguió el tema pero ahora con un auténtico recuerdo episódico personal: «Un día los legisladores legalistas fuimos invitados para una sesión que debía celebrarse a las tres de la tarde». A lo largo de esta autobiografía de Garrido aparecen enunciaciones de tipo histórico coligadas con recuerdos episódicos. 122 Como tan a menudo se tiende a creer. Veloz Maggiolo incide en el mismo error al comentar que «El modelo más decadente de la historia es la autobiografía» (2009). En las páginas siguientes no me he adherido a la propuesta teórica de Pierre Nora, según la cual la memoria y la historia son opuestas. 290 Roberto Marte Incurriríamos en un grave yerro si todo el texto de Garrido se juzgara como verdadero por creer que emanó de sus recuerdos, de lo que vivió en su persona y no de trazos históricos e interpretaciones que eran producto de sus lecturas y de sus convicciones políticas personales como aparece en la pág. 54: «El Sur, dividido desde los Seis Años, cuando fue baluarte irreductible del patriotismo dominicano entraba de nuevo a la historia». Si prescindimos del Cap. i, titulado La Infancia y Mocedad, 1886-1911, el plan del libro de Garrido está organizado inclusive en capítulos propios de un libro de historia: Cap. ii- La Revolución del Sur, 1912-1914; Cap. iii- Presidencia de J. I. Jiménez y la Intervención Militar, 1914-1916; Cap. iv La Intervención Militar, 1916-1924; Cap. v- Los partidos se organizan. Presidencia del General Horacio Vásquez, 1924-1930; Cap. vi- El Régimen de Trujillo hasta su muerte, 1930-1961; y Cap. vii- La caída del Régimen de Trujillo hasta la elección de Balaguer, 1961-1966. En el prólogo del libro más o menos autobiográfico de Melvin Mañón, Operación Estrella (Mañón, 1989), José Israel Cuello escribió sobre el mismo que es «una simple, larga, magistral y precisa enunciación de hechos, situaciones, conflictos y encuentros, de alguien que viviera eso que narra». Esto es incorrecto. Mañón concurrió sin dudas a muchos de los hechos narrados, a veces como actor, otras como espectador cercano a los hechos y eso despierta la impresión de sinceridad de lo narrado, honestamente presentado según el principio yo estaba ahí. Es cierto que conteste con ese principio muchas testificaciones de Mañón de situaciones vividas pueden merecer crédito, según la idoneidad o veracidad que le atribuyamos, como cuando da fe de que «Nunca, jamás, escuché a Francis Caamaño exponer la más mínima preocupación o hacer ningún comentario de lo que pasaría “cuando venciéramos”» (p. 53). Empero, esto es engañoso. Los capítulos iv y x relatan sin duda recuerdos personales (constatativos) de este tipo: «Me presenté en las oficinas ante un oficial del aparato cubano de inteligencia que era el comandante del centro y responsable de todas El pasado como historia. La nación dominicana... 291 sus actividades. Cuando llegué serían cerca de las ocho de la noche. Hacía calor como siempre. Una bombilla en el techo iluminaba discretamente la habitación» (p. 51); «Me prepararon un pasaporte de los Estados Unidos a nombre de alguien llamado José D. Chico, nacido en Puerto Rico» (p. 61); «Hice el vuelo con algún retraso debido a la niebla en el aeropuerto de Frankfurt y llegué sin problemas a Bogotá» (pp. 62-63). Estos son recuerdos fácticos, sin componentes imaginativos ni argumentativos, «enunciación de hechos, situaciones, conflictos y encuentros» como dijo Cuello. Pero en ese libro Mañón evaluó también sus experiencias y extrajo conclusiones extensas con argumentos como si se trataran (sin serlos) de recuerdos personales. Podría, quizás, aducirse que Mañón fue en este caso un testigo técnico, es decir, que en efecto presenció los hechos narrados sobre algunos de los cuales deliberó como si se tratara de un historiador porque él poseía cierto adiestramiento o estaba en capacidad de conocer mejor los hechos desde dentro. Que por esas circunstancias especiales podía deliberar con cierta propiedad sobre lo sucedido. Lo equívoco del caso se debe a que Mañón no separó sus recuerdos episódicos de los contenidos semánticos con los que parece quiso completar los primeros. Dichas explicaciones, cuya categorización de carácter público es más semántica que episódica, pueden ser muy importantes dadas las circunstancias en que se encontraba el testigo, sin embargo, tratándose de un libro autobiográfico cuya base son los recuerdos personales123 de lo ocurrido tal y como sucedió, no pueden ser tomadas como medios de prueba. Porque si el testigo delibera sobre el hecho recordado, deja de serlo. Así incluso lo expresa la máxima latina: testis non est 123 Aunque, abundando sobre las fuentes de sus informaciones, Mañón no solo se refirió a sus recuerdos personales, sino que habla del «trabajo de investigación en el cual, en buena parte, se sustenta este libro». Y agregó que «éste es sobre todo un libro de ideas» (1989, 35). 292 Roberto Marte judicare. Si un lector quiere saber qué pasó no le pregunta al informante su opinión, le preguntará por los hechos.124 Las dilucidaciones de Mañón son reelaboraciones del pasado congruentes con sus creencias políticas actuales y su expresión discursiva es la de la historia, cuyo fin es facilitar la inteligencia del pasado como se puede ver en estos ejemplos: «La imagen heroica de Fidel se disolvió en las tonalidades grises de un dictador anacrónico, mientras que parte del equipo de dirigentes de aquella epopeya asume cada vez más el papel de camarilla cortesana de la nueva élite» (pp. 31-32); «Manolo Tavárez se comprometió a destiempo con un curso de acción que guardaba más relación con la cultura y el sistema de valores del período, que con las condiciones concretas del país y el contexto de su propia existencia» (p. 45); «Con la consagración de los acuerdos que culminaron la Crisis de Octubre de 1962, la soberanía Cubana quedó en cierto sentido asegurada» (p. 111). Establecer la fuente de lo expresado en estos párrafos es importante porque aquí Mañón no recordó ninguna experiencia personal, sino que dijo algo que él creía haber sabido. Y si en efecto se trató de una experiencia vivida, él recordó en un orden cronológico invertido, esto es, partió del recuerdo de las circunstancias más recientes al cual acomodó los recuerdos anteriores. Estos no son recuerdos de Mañón sino conocimientos temáticos retrospectivos que podrían cambiar según las circunstancias del presente. Aunque asociados estos conocimientos a los recuerdos episódicos narrados se convierten en recuerdos autobiográficos, y así la parte episódica adquiere un mayor significado. Otro libro que ilustra la dificultad para establecer un criterio analítico para demarcar lo que se entiende como memoria personal de hechos específicos de dos tipos de conocimiento 124 Porque lo que se busca en la indagación es la verificación fáctica, por tanto lo que se exige al informante es la verdad y no sus puntos de vista de la legitimidad de lo sucedido. El pasado como historia. La nación dominicana... 293 similares, el del testimonio autobiográfico y el del saber histórico es el volumen titulado Notas autobiográficas. Recuerdos de la legión olvidada, de Cayetano A. Rodríguez del Prado (2008). Ya en las primeras páginas de sus Notas el autor plantea (probablemente sin saberlo) el problema que aquí tratamos, cuando dice que ellas son «un aporte al estudio de la historia del movimiento revolucionario dominicano en el período comprendido entre los últimos años de la dictadura trujillista y la conclusión de la guerra de 1965» y que además son «un esfuerzo por desempolvar un poco la historia del Movimiento Popular Dominicano (MPD) desde su fundación en Cuba en 1956 hasta el año 1966». A continuación, sin embargo, expresa que «este trabajo no pretende ser una historia del movimiento de la izquierda dominicana ni del MPD en particular», y que «No quiero ser participante y al mismo tiempo analista o historiador de aquellos hechos». Raramente el autor de este libro expuso los recuerdos de sus experiencias de la misma forma en la cual acudieron a su mente como en estas líneas de atributos sinestésicos: «una fría mañana, al clarear el cielo, descubrí en un pequeño claro del bosque unas plantas que me parecieron ser de genjibre», o «era la noche joven todavía, pero muy oscura y sin rastros de la luna, del día 3 de diciembre de 1963», o «Recuerdo el día en que mi primo, el Capitán de la aviación Ángel Rafael Marrero Rodríguez, llamó por la estación de televisión a los habitantes de Santo Domingo a colocar espejos en los techos de las edificaciones». Porque en sus Notas, Rodríguez del Prado no presentó el registro de todas sus experiencias pasadas, sino solo aquellos recuerdos personales (de eventos únicos e irrepetibles) imbricados en proposiciones de contenido moral o político que proveían de significatividad al relato autobiográfico, como si de este modo hubiera querido contextualizar semánticamente la información episódica de su vida. 294 Roberto Marte Por ejemplo, dijo: «Ingresé en el Instituto de mi tío político Babá Henríquez y de Castro» (recordación episódica) y que «con gran valor personal y enfrentamiento de toda clases de peligros, no permitió que su plantel se convirtiera en una centro de adulonería a la dictadura» (juicios de contenido político y moral). «Cuando yo tenía once años de edad, mi padre decidió enviarme durante una temporada a la casa de su hermana Carlota, quien residía en Nueva Orleans, en el sur de los Estados Unidos» (recordación de un período de su vida), y a seguidas dijo que allí «aprendí muchas cosas que se grabaron profundamente en mi corazón, entre ellas el valor del trabajo y la responsabilidad» (proposiciones morales). Normalmente, la construcción del pasado autobiográfico, sobre todo cuando este gira en torno a temas políticos, no se limita al recuerdo de las experiencias perceptivas. Lo que se recuerda ocurre en una representación dinámica sobre la base de la consciencia del significado moral o político de los eventos especialmente extraídos del registro fenomenológico. Pero ese modo de construir el pasado personal que emerge en una situación social interactiva, entraña también riesgos en la medida en que sus lectores (los que no vivieron en carne propia los hechos relatados) se apoyan en la creencia de que esos hechos son verdaderos y que, además, son recuerdos únicos del sujeto reminiscente. Si Rodríguez del Prado hubiera contado en la intimidad sus recuerdos a un amigo o en un diálogo interno se los hubiera contado a sí mismo, probablemente no lo hubiera hecho de esa forma. Las Notas, de Rodríguez del Prado, son autobiografía e investigación histórica, sin que se pueda claramente establecer dónde termina la trama autobiográfica y dónde comienza la historia. El presentador del volumen, Pedro Manuel Casals Victoria, escribió que «al analizar un hecho el investigador debe sumergirse en las circunstancias de su época para imaginar cuales alternativas tenían los protagonistas y entonces evaluar correctamente sus decisiones». El pasado como historia. La nación dominicana... 295 No obstante, este libro contiene un material rico que los historiadores deberían utilizar con reserva, pues además trae cuestionamientos y juicios muy polémicos que a veces no eran ni siquiera obra de su autor, sino de la ideología del grupo político del que fue delegado. Por eso, el autor habló de sí mismo en la primera persona del plural. Esos juicios tienen la propiedad del conocimiento semántico y del discurso argumentativo de la historia, como el siguiente: «En las zonas muy densamente pobladas, sobre todo aquellos territorios con abundancia de agua, los personajes conocidos como “terratenientes” apenas tenían pequeñas porciones de terreno, que en pocos casos superaba una hectárea de terreno. Sin embargo esos pequeños terratenientes ejercían la usura en su forma más descarnada y en cierto modo eran la verdadera columna vertebral del sistema feudal chino». Tras lo cual podemos concluir que con mucha frecuencia el relato testimonial cumple, entre otras, la función específica de cerrar la brecha entre la memoria autobiográfica y la historia reciente, permitiendo que nos relacionemos de un modo familiar con el pasado histórico, del cual de este modo nos apropiamos. Maurice Halbwachs sostuvo que la historia comienza cuando los marcos sociales que mantenían vivo el hecho recordado dejan de existir o de influir en la vida del presente, como se pudo ver en el caso de la «controversia histórica» entre Manuel de Jesús Galván y José Gabriel García ventilada en los periódicos El Eco de la Opinión y El Teléfono en 1889, que versó sobre la significación histórica de la batalla del 19 de marzo de 1844. Como se ve a menudo, en esa situación se desdibuja la diferencia entre los roles del testigo y del historiador. Esta situación se agrava cuando el testigo urge a que se crea su discurso de lo acontecido porque, a diferencia de lo que ocurre con el historiador profesional (que no vivió forzosamente en persona el recuerdo que porta el testigo), en él está comprometida su persona que conoció el pasado desde dentro, porque vivió el hecho recordado personalmente, y esa 296 Roberto Marte experiencia refrenda la confianza en la certeza de lo dicho. Fröhrlich critica que al historiador se le haya «incautado» su objeto de estudio (2009, 101).125 Fruto de esta situación es una competencia encubierta entre testigos (o más bien testimoniantes) e historiadores, dado que estos se resisten a aceptar que aquellos invadan su terreno de conocimiento en desmedro de su autoridad basada en la capacidad crítica e interpretativa. En realidad se trata de un forcejeo por el derecho legítimo de hablar del pasado. Sin embargo, esto no es siempre así. Por ejemplo, en los recuerdos producidos por la memoria episódica en enunciados asertivos singulares expresados fragmentariamente, como el siguiente de la señora Ramona Luisa Dorset (Popotica) (L.G., 1954: 23): «Desgrotte vivía en la casa que ocupa hoy el Hotel Francés... Carrier vivía en la casa que fue Universidad frente al Listín Diario… en tiempos de Haití tenía una escuela en la casa contigua a la que habita en la calle Hostos la Vda. Morales, una francesa de nombre Madame Martel… el carcelero se llamaba Mr. Chateau». Esos recuerdos fragmentarios sin una estructura narrativa no formaban la memoria autobiográfica de doña Popotica, aunque sí eran productos de un proceso reminiscente. No sé en razón de cuáles circunstancias doña Popotica exteriorizó a principios del siglo xx, siendo una nonagenaria, esos recuerdos aislados los cuales en efecto se referían a hechos públicos, pero parece que no lo hizo con un propósito concreto ni mucho menos histórico y, por lo tanto, no buscó poner en orden el significado de los hechos recordados. Si comparamos la recordación de doña Popotica con la de Mañón observaremos que la suya está menos estructurada, era 125 Parece que Veloz Maggiolo comparte la idea de que la historia del tiempo presente es elaborada sobre la base a la memoria de los testigos, y si los recuerdos son falsos, falsa también será la historia. Él dice: «Los que no conocieron el pasado tienen que aceptar el pasado que los farsantes presentan como real» (2007). El pasado como historia. La nación dominicana... 297 menos significante en su entorno social y no se podía prestar para dar un sentido a la vida como la del segundo. Un caso similar al de doña Popotica es la entrevista autobiográfica de la señora Teolinda Gómez (doña Mora), efectuada por su hija (González Gómez, 2006). Se trata de una entrevista más o menos estructurada sobre la cotidianeidad de doña Mora durante diferentes fases de su vida. Doña Mora narró, en un sentido autobiográfico, sus afanes familiares sin trascender lo personal.126 En estos dos últimos ejemplos no se producen fricciones entre la atestación autobiográfica y la historia. 126 En la introducción del libro su hija apuntó que doña Mora contó «lo que quiere que sus generaciones futuras sepan sobre ella». Ibíd., p. 10. Epílogo P ara concluir quisiera observar, además, que el paralelismo entre el testimonio autobiográfico y la historia se debe en parte al delgado hilo que los separa, ya que ambos convergen en muchos aspectos en lo que parece una amalgama. El pasado y el presente aparecen de tal suerte coligados como en este párrafo de quien era una niña cuando los norteamericanos ocuparon nuestro país en 1965: «me pregunto qué habría sido de mi país si no hubieran llegado las fuerzas de paz, si se hubiera repuesto el gobierno constitucional, si no hubieran venido a disponer de nuestras vidas y derechos. Nunca sabremos realmente qué perdimos o si ganamos algo».127 La comparación pasado-presente, como aquí aparece, es característica cuando se representa el presente o el pasado reciente como historia. El positivismo histórico quiso solventar este problema tendiendo un muro entre el pasado reciente y el pasado remoto, mientras más remoto mejor, para cuyo estudio solo estaban facultados los historiadores. La historia «escrita en caliente» (dentro de la cual irrumpen los héroes,128 se apadrina la significación nacional de Relato autobiográfico de Mayra Johnson, en el artículo de Imbert Brugal (2003). 128 Que en palabras de Luperón «son la sal en la vida lo mismo que en la muerte». 127 299 300 Roberto Marte ciertos hechos y se descalifican otros, quedando los demás ceñidos al campo de la erudición y de las glosas cuando no al olvido) escruta un pasado cuyas secuelas son aún duraderas porque los recuerdos del mismo pertenecen social y moralmente a las cohortes generacionales vivas del atestante, de sus padres y de sus abuelos.129 De modo que es dudoso que ni siquiera el investigador más ecuánime (y mucho menos el testigo) llegue a obtener una descripción más o menos completa de ese pasado reciente hasta tanto sus efectos directos no se hayan extinguido y dejen de ser un componente emocional o cognitivo importante del recuerdo (el hecho de que haya testigos vivos es una prueba de que el pasado no se ha extinguido por completo). Según esta idea el pasado que concierne al historiador es el pasado ya cerrado.130 No debemos perder de vista que el dar cuenta de experiencias vividas, cuyo desenlace no es todavía claro para el testigo viviente o para los demás contemporáneos, entraña problemas epistemológicos y deontológicos que son propios no de la memoria sino de la historia del tiempo presente.131 Bédarida se pregunta: «¿Cómo apreciar el impacto de un acontecimiento si no se conoce su continuación?» (1998, 24). 130 Parece que para Balaguer el pasado comienza a ser historia cuando sus protagonistas han muerto y así señala que «los grandes hombres entran verdaderamente en la historia cuando abandonan el escenario de la vida, con sus combates y contradicciones» (Ramírez Morillo, 1999). 131 En los albores del siglo xx José Gabriel García la llamó «historia moderna», la cual, según él, se extendió cronológicamente desde la salida de Santo Domingo del ejército español el 11 de julio de 1865 hasta el pronunciamiento armado iniciado contra el gobierno de Espaillat en octubre de 1876. La expresión «historia del tiempo presente» (prohijada en Francia en 1978) es un término contradictorio en sí mismo, pues la historia se refiere siempre al pasado. Desde luego, aquí se trata del presente histórico comprendido dentro de las coordenadas de la historia. La historia del tiempo presente es también denominada «historia inmediata». En los países de habla inglesa se emplea el término current history y en los de habla alemana, Zeitgeschichte y Gegenwartsgechichte. La historia del tiempo presente comprende tres generaciones sucesivas que coexisten en el espacio temporal vigente. Sin embargo, 129 El pasado como historia. La nación dominicana... 301 En tal caso la historia tendrá un final abierto, será una historia inconclusa porque no son los hechos mismos presentados en sus subsecuentes momentos lo más importante, sino su función, la cual variará de acuerdo con la situación del presente. no está claro cómo demarcar temática y metodológicamente la historia del tiempo presente de la historia de otras épocas. Bibliografía Abbes García, Johnny. Trujillo y yo, ed. Orlando Inoa. Santo Domingo, 2009. Acevedo, Agustín. «Lo que yo vi». Clío, n.° 136 (1979). Santo Domingo, Aguilar, Paloma. Collective Memory of the Spanish Civil War: The Case of the Political Amnesty in the Spanish Transition to Democracy. Working Paper 1996/85, December 1996. Alburquerque Zayas-Bazán, Rafael. Años imborrables, vol. xlvi. Santo Domingo: Archivo General de la Nación, 2008. Alea, Nicole y Susan Bluck. «Why are you telling me that? A Conceptual Model of the Social Function of Autobiographical Memory». Memory, no. 11 (2003). 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La nación dominicana... Boothe, Brigitte 144, 179 Bosch, Juan 16, 70, 73, 88, 119, 149, 179, 188, 281, 283, 323 Boyer, Jean Pierre 109, 112, 158, 243 Brass, Paul 63, 97, 119 Brouat, Auguste 106 Brown, J. R. 191 Buceta, Manuel 18, 269 Bueno, Alejandro 100 Burgos, Juan 269 Bustos, Eduardo de 84, 119 Buttet, M. 96 C Caamaño, Claudio 279 Caamaño, Francisco Alberto 189, 278, 290, 305 Cabral, José María 148, 150, 155, 219, 220, 248 Cabral, Manuel 83 Cabral, Marcos Antonio 37 Cabrera (soldado) 162 Cairo, Nélida 86, 129 Campillo Pérez, Julio 91, 119 Campo Tavárez, José 59, 231, 232 Caonabo (cacique) 136 Caracalla (emperador romano) 201 Carlyle, Thomas 140, 182 Carr, David 53, 119 Carrié, Evremond 260 319 Carrier 296 Carvajal y Rivera, Fernando 175 Casals Victoria, Pedro Manuel 294 Cassá, Roberto 35, 64, 73, 98, 119, 120, 122, 143, 180, 279, 305, 314, 325, 326, 328, 329, 333, 334 Castillo, Alexis Joaquín 270, 305 Castillo, Rafael Justino 97, 119, 132, 180, 322 Castro, Aníbal de 212 Castro, Fidel 292 Castro, Jacinto de 36 Castro, José de Jesús 37 Céspedes, Diógenes 71, 119, 205, 240, 262, 270, 305, 328 Cestero, Mariano Antonio 70, 139, 180, 252, 253, 268, 321 Cestero, Tulio Manuel 85, 86, 98, 99, 120 Chantada, Amparo 31, 120, 326 Charité (Mr.) 95 Charlevoix, Pierre-François-Xavier de 33, 96 Chateau (Mr.) 296 Chatterjee, Partha 87, 120 Chico, José D. 291 Chiquito, Manuel 101-104 Christophe, Roi Henri 47, 201203, 211, 222, 223, 231, 236, 237 Cillia, Rudolf de 90, 129 Clark, N. K. 193, 305 Clifford, B. R. 210, 227, 305 320 Cocchia, Roque (monseñor) 137, 180 Coen, Abraham 106 Coiscou Guzmán, Grey 194, 257, 305 Coiscou Henríquez, Máximo 7, 120, 249, 262, 305 Cojo Martínez 194, 257, 258 Collado, Lipe 279, 305 Colón, Bartolomé 32, 136 Colón, Cristóbal 33, 47, 54, 136, 137, 323, 331 Colón, don Diego 32 Colón, Fernando 33 Confino, Alon 222, 306 Conway, Martin A. 238, 306 Cordero, Sambito 99 Córdoba, P. T. 34 Cousin, Víctor 21 Coyle, Joseph T. 206, 313 Crane, Susan A. 193, 306 Cromwell, Oliverio 142 Cruz Infante, José Abigail 271, 306 Cruz, Tomasa de la 92, 94 Cuello, José Israel 290, 291 Cueva Maldonado, Francisco de la 75 Cussy, Pierre-Paul Tarin de 201 Roberto Marte D Damasio 107 Damirón, Amable (Papá Lulú) 216 Damirón, Leopoldo (Gral.) 252 Damirón, Rafael 91, 120 Danto, Arthur C. 47, 120 David, León 81, 120 Davidson, Donald 176, 180 Dávila y Padilla, Agustín (fray) 174 Debroca, Louis 233, 306 Deffenbacher, K. 227, 306 Demetrio 194 Deogracia Martí, Lorenzo 105 Desgrotte, Etienne 296 Despradel i Batista, Guido 88, 120, 175, 204, 205, 208, 233, 306, 322 Dessalines, Jean Jacques 6, 55, 56, 201-205, 208-212, 223, 226, 228, 233, 234, 239, 306, 310, 313, 315 Díaz Ordóñez, Virgilio 188 Díaz Páez, Enrique 255 Díaz Polanco, Héctor 64, 120 Díaz, José Ignacio 252 Didiez Marcos, Federico 278, 281, 306 Dijk, Teun A. van, 255, 306 Dillingham, Albert C. 286 Domínguez Ortiz, Antonio 72, 120 Domínguez, Francisco 18 El pasado como historia. La nación dominicana... Domínguez, Jaime 83, 112, 120 Donaldson, W. 186, 314 Doob, Leonard W. 78, 120 Dore Cabral, Carlos 63, 120 Dorset, Ramona Luisa (Popotica) 296, 297 Duarte, Juan Pablo 20, 28, 41, 65, 67, 80, 100, 121, 125, 138, 139, 143, 151, 163, 255, 284, 285, 307, 313, 327, 334 Duarte, Rosa 269 Dubarquier (Joseph-David de Barquier), J. 26 Dunker, José 86 Durkheim, Émile 59 Duvergé, Antonio 18 E Echagoian, Juan de 173 Elio 216 Elise (madamme) 258 Enriquillo (cacique) 19, 57, 74, 168 Escaño, José Ramón 102 Espaillat, Teresa 189, 279, 306 Espaillat, Ulises Francisco 85, 120, 163, 251, 300, 334 Evangelista, Marcos 244 Evans, Garret 217, 306 321 F Fabián, F. 59, 126 Félix (negro) 236 Félix, Ángel 99 Fennema, Meindert 105, 113, 120 Fernández Almagro, Melchor 202, 306 Fernández Benítez, Vicente 224, 307 Fernández de Castro, Felipe Dávila 33 Fernández de Navarrete, Domingo 95, 121 Fernández de Navarrete, Martín 33, 121 Fernández de Oviedo, Gonzalo 33, 42, 45 Fernández, Manuel 94 Ferrán B., Fernando I. 107, 121 Ferrand, Jean-Louis 46, 57, 202 Fico (Gral.) 99 Fields, Sydd 142, 180 Fischbak, Gerald D. 206 Fisher, David H. 58, 121 Fisher, Richard S. 32, 121 Florimond, Juan José 99 Foley, Mary Ann 200, 309 Font Bernard, R. A. 257, 307 Francisca la Francisquera 55, 56 Franco Bidó, Juan Luis 153 Franco de Torquemada, Francisco 172, 175, 180 Franco, Franklin 64, 121, 175, 180 322 Roberto Marte Franklin, James 76, 121 Fröhrlich, Michael 296 G Gadamer, Hans-Georg 21 Gallegos, Gerardo 187, 188, 222 Galván, Manuel de Jesús 19, 168, 284, 295, 320 Galván, Vicente 249, 307 Galván, W. 84, 121 García Godoy, Federico 26, 121, 333 García Lluberes, Alcides 112, 262, 273, 275, 307, 328 García Lluberes, Leonidas 27, 29, 35, 36, 39, 49, 121, 125, 138, 255, 288, 307 García Valois, Antonio 271 García, Alberto 254 García, Joaquín 227 García, José Gabriel 4, 5, 9, 14, 19, 26, 28-30, 32, 34-36, 43, 44, 47-49, 83, 86, 97, 100, 115, 131, 133, 135, 137, 138, 143, 145, 151, 168, 172, 173, 177, 196, 200, 203, 225, 235, 249-251, 253, 272, 284, 295, 300, 303, 307, 323 Garcias, Carlos 274 Garrido de Boggs, Edna 53, 122, 322 Garrido Puello, Emilio Osvaldo 48, 122, 322 Garrido, Víctor 81, 184, 289, 290, 307, 322 Gasser, Roland 144, 180 Gautreaux, Hilda 279 Gavilán, Basilio 99 Gergen, Kenneth J. 85, 122, 138, 144, 180 Gil Fortoul, José 114 Gimbernard Pellerano, Jacinto 218, 307 Gimenes, Manuel 83 Goico Castro, Manuel de Js. 196, 307 Gómez, Manuel Ubaldo 47, 86, 100, 122, 214, 307 Gómez, Máximo 253, 267, 269, 307, 318, 329, 330 Gómez, Teolinda (doña Mora) 297 González Gómez, Hortensia 297, 307 González Regalado y Muñoz, Manuel 50, 100, 252 González Rodríguez, M. A. 214, 308 González, José Luis 184, 311 González, María Filomena 307, 320, 328 González, Raymundo 64, 90, 119, 120, 122, 319, 325, 334 González-Marín, Carmen 219, 308 Graumann, C. F. 63 Grullón Valdez, Cecilio 268, 308 El pasado como historia. La nación dominicana... Grullón y Julia, Eliseo 39, 40, 50, 122, 229, 241, 242, 308 Grullón, Maximiliano 214, 308 Grullón, Máximo 241 Guerra (padre), Ignacio 49 Guerrero Pou, Eugenio María 189, 264 Guerrero, Francisco (fray) 204 Guha, Ranahit 84, 123 Guillermin, Gilbert 195, 196, 308 Guirado, José 36 Gutiérrez Félix, Euclides 18 Guzmán, Antón 99 H Habinger, Gregor 142, 180 Halbwachs, Maurice 295 Halperin Donghi, Tulio 72, 123 Hamlet 218 Hamon, Philippe 149, 181 Hanna, S. W. (Rev.) 209, 308 Haro Monterroso, Fernando 175 Hébrar, Véronique 92, 127 Hegel, Georg Wilhelm Friedrich 131, 181 Henríquez Gratereaux, Federico 13, 80, 123 Henríquez Ureña, Max 49, 112, 325 Henríquez Ureña, Pedro 83, 123, 323, 331 323 Henríquez y Carvajal, Federico 96, 123, 143, 263, 328 Henríquez y de Castro, Antonio Abad (Babá) 294 Herasme Peña, Silvio 271, 308 Heredia y Mieses, José Francisco 210, 308 Hermann, Hamlet 189, 282, 308 Hernández, Gaspar 28, 41, 113 Herrera, Antonio de 33, 42 Herrera, César 101, 124, 259, 321, 327 Hester, Stephen 98, 123 Hilton, D. J. 65, 124 Hitler, Adolf 259 Hobsbawn, Eric 67, 123 Hoepelman, Antonio 190, 199, 222, 286, 288, 309 Hollin, C. R. 210, 305 Homero 214, 218 Hood, Martin J. 33, 103, 110 Hostos, Eugenio María de 27, 82, 126, 319, 324, 327 Housley, William 98, 123 I Ibarra, Jorge 76, 123, 327, 330, 331 Imbert Brugal, Carmen 299, 309 Imbert, José María 69 Imbert, Segundo 36 Incháustegui Cabral, Héctor 187, 309 324 Roberto Marte Incháustegui, Joaquín Marino 93, 94, 123, 173, 181 Infante, Juan (fray) 136 Irving, Washington 33, 98, Isa, Minerva 86, 123 Isabel (reyna de Inglaterra) 102, 110 Isabel la Católica 285 J J. J. S., 219, 309 Jimenes Grullón, Juan Isidro 150, 155, 220, 288, 309, 322, 329, 334 Jiménez, Ramón Emilio 50, 57, 124 Johnson, Marcia K. 200, 277, 309 Johnson, Mayra 299 Josselson, Ruthellen 69, 123 Joubert, Emilio 214, 309 Juliá Díaz, Santos 143, 181 Julián 61 Justin, Placide 34, 124, 233, 309 K Kaminoff, R. 59, 126 Kansteiner, Wulf 185, 309 Kellner, H. 12, 179 Kemp, S. 219, 309 Kerversau 57, 89 Kihlstrom, John 280 Koselleck, Reinhart 52, 124 Krause, Mariane 107, 124 Kulik, J. 191 L Lafí, Juan 111 Landolfi, Ciriaco 82, 112, 124 Lantigua, José Rafael 86, 124 Larsen, Steen F. 207, 314 Lavine, Linda J. 270, 309 Le Goff, Jacques 184, 309 Leclerc, Charles 88, 227 Léger, J. N. 204, 309 Leist, Anja 246, 309 Lemonnier-Delafosse, Jean-Baptiste 203, 309 Lepelletier de Saint-Remy, R. 273, 309 LePers, Jean-Baptiste 75 Levi, Primo 226 Lhérisson, Justin 204, 304 Liebhart, Karin 90, 129 Liu, J. H. 65, 124 Llenas, Alejandro (Dr.) 210, 310, 319 Llovet, Juan José 114 Lluberes, Félix Mariano 253, 254, 275 Lluberes, Prudencia 285 Loftus, Elizabeth 206 López de Castro, Baltasar 170, 171, 173 El pasado como historia. La nación dominicana... López, José Ramón 91, 99, 112, 124, 318, 325 Louverture, Toussaint 89, 226228, 233-235, 312, 314, 315, 317 Lugo Lovatón, Ramón 137, 151, 181, 242, 243, 245, 246, 248, 253, 262, 263, 273, 289, 310, 317 Lugo, Américo 119, 170, 175, 176, 180, 181, 210, 310, 319, 322 Luperón, Gregorio 18, 20, 65, 70, 82, 124, 155, 163, 248, 254, 266-268, 288, 299, 310 Lynn, S. J. 206, 310 M Maceo, Antonio 202 Madiou, Thomas 34, 209, 233, 234, 236, 239, 269, 310 Madoz, Pascual 34 Madrigal, Antonio Delfín 32, 36, 235, 252 Maduro, Nicolás 212 Maggiolo, Juan Bautista 264 Mallol, Domingo 158 Mallon, Florencia 111, 112, 125 Malte, Thiessen 251, 310 Manicoatex (cacique), 136 Mañaná, Calixto 275 Mañón, Melvin 290-292, 296, 310 325 Marcano, Francisco 162 Marcano, Merced 164 Marcuse, Herbert 191, 310 Marmontel, Jean François 33 Marrero Rodríguez, Ángel Rafael 293 Marte, Roberto 3-5, 9, 14, 19, 23, 31, 103, 110, 112, 124, 125, 126, 149, 181, 327, 335 Martel (madame) 296 Martelly, Michel 211 Martí, J. L. 67 Martínez, Rufino 82 Masot, José 216 Mateo, Andrés L. 18, 71, 258, 310 Mateo, Olivorio 65, 117 Matibag, Eugenio 170, 181 Matos González, Ramiro 276, 277-280, 283, 310 Mayol 154 McConkey, Kevin M. 206, 310 Medina, José Toribio 44 Megill, Allan 11, 181 Mejía, Félix Evaristo 250, 320 Mejía, Luis F. 186, 310 Mejías, Bartolo 99 Mella, Matías Ramón 65, 67, 157 Meneses Bracamonte y Zapata, Bernardino de (Conde de Peñalba) 75 Meriño, Fernando Arturo de 26, 29, 30, 31, 35, 38, 97, 125, 127, 139, 181, 217, 253, 259, 267, 318 326 Mesa, Nicolás de, 101, 102 Mesulam, Marek-Marsel 206, 313 Michel Peguero, Rafael Martín 265, 278, 310 Mir, Pedro 169, 171, 181, 328330 Monagas, José Tadeo 15 Monción, Benito 110, 125, 219, 253, 263, 266-269, 310 Monclús, Miguel Ángel 28, 125 Mónica, Meso 94 Monte y Tejada, Antonio del 28, 30, 33, 42, 45, 49, 202, 203, 205, 227, 249, 311 Monte, Domingo del 71, 125 Monte, Félix María del 27-29, 50, 125, 139, 232, 246 Monte, Manuel Joaquín del 26, 269, 273, 274, 311 Montemayor de Cuenca, Francisco 155, 175 Montero, Llillito 100 Montes Arache, Manuel 277, 278, 283 Montoro, Hernando de 66 Moquete, Clodomiro 205, 312 Morales Bernal, Tomás D. 40 Morales Languasco, Carlos 213, 285, 286, 332 Morales Billini, Cristina (viuda) 264 Moreno del Christo, Gabriel 84, 125, 273-275, 311 Moreno Jimenes, Domingo 214, 311 Roberto Marte Moreno, Carlos 274 Moreno, Francisco (Cico) 19 Moreno, Gabriel René 44 Moreno, Matías 101 Morillas, José María 28 Morón, Fermín Gonzalo 34 Moscoso Puello, Francisco E. 50, 78, 115, 125, 214, 255, 311 Moscoso, Juan Vicente 28, 41 Moscoso, María de Js. 58 Moscovici, Serge 107 Mota, Francisco Mariano de la 35, 55 Moya Pons, Frank 88, 89, 125 Moya, Casimiro N. de 35, 50, 53, 55, 56, 125, 142, 173, 181 Mudrovcic Ana Inés 226, 229, 311 Mueses, Concepción de 46 Muller, Felipe 213, 311 N Nando Jesús 100 Navarro, Fernando 214, 311 Negro Benito 56 Nelson, Katherine 204, 311 Nemours, Alfred A. 210, 311 Niela, Pedro 95 Nietzsche, Friedrich 132 Noël, Philanthrope 241 Nolasco, Sócrates 27, 37, 42, 68, 125, 149, 181, 200, 209, 311 Nora, Pierre 289 El pasado como historia. La nación dominicana... Nouel, Carlos 38, 49, 175, 177, 182, 258, 259 Nouesit, Juan 99 Novalis (Georg Philipp Friedrich von Hardenberg) 21 Novick, Peter 12, 182 Núñez de Cáceres, José 28, 45, 53, 60, 143, 151, 216 Núñez, José 65, 125 O Ortega Frier, Julio 38 Ortega y Gasset, José 80 Ortiz, Dante 64, 122 Ortiz, Fonso 26 Osorio, Antonio de, 169, 172, 173, 175, 176 Ossenkop, Jens-Uwe 63, 125 Oviedo, José 87, 97, 125 P Pablo Mamá 111, 126 Páez, Darío 184, 311, 312 Paivio, Allan 54, 126 Palomino (cónsul español) 30, 126 Parahoy, Carlos 80 Paredes, Hipólito 274 Paso y Troncoso, Francisco del 44 Paulino Ramos, Alejandro 87, 126, 319, 324, 334, 327 Paulino, Anselmo 260 Pedron (Mr.) 93, 126 Peguero, Luis Joseph 36, 41, 42, 95, 126, 132, 230, 252, 312 Pelinka 63 Penson, César Nicolás 37, 50, 152, 331 Peña Batlle, Manuel Arturo 77, 90, 122, 123, 170, 174-176 Peña Masagó, Agustín 99, 254 Peña Rivera, Víctor A. 190 Peña, Ángela 255, 312 Peña, Ignacio de 101 Peña, Luciano 245 Pepín, Ercilia 84, 121, 334 Perete (tío) 46 Pérez Cabral, Pedro Andrés 79, 82, 109, 126 Pérez Memén, Fernando 17, 227, 312 Pérez, Faustino 205, 312 Pérez, José 269 Pérez-Agote Poveda, Alfonso 63, 126 Pétion, Alexandre 204 Peynado Peynado, Jacinto Bienvenido 38, 260 Pichardo, Bernardo 30, 184 Pichardo, Eladio 86, 123 Pichardo, José María 194, 312, 323 Piet, Charles 28 Pieter, Heriberto 213, 218, 264266, 307, 312 Pimentel, Pedro Antonio 241 328 Roberto Marte Pimentel, Rodrigo de 18 Pina, Pedro Alejandrino 85 Pinín (don) 85 Piñeyro, José 36, 121 Pío Conguita 112 Pittini, Ricardo 18 Polanco (Gral.) 235 Polanco, Gaspar 241 Polo (Gral.) 235 Ponce de León, Juan Melgarejo 175 Portes, Tomás de 216, 224 Portillo y Torres, Fernando 92 Portuondo Zúñiga, Olga 76, 126 Prado, Pedro Fco. de 227, 312 Prestol Castillo, Freddy 65, 111, 126 Propp, Vladimir 145, 155, 160, 181, 182 Proshansky, H. M. 59, 126 Prud’homme, Emilio 229, 312 Puello, Eustaquio 37 Puello, Gabino 37 R Rainsford, Marcus 227, 312 Ramírez (hijo), Jesús María 265, 266, 312 Ramírez Morillo, Belarminio 300, 312 Ramírez, Anselmo 100 Ramón Carbonell, Ignacio de 34 Ravelo, Juan Nepomuceno 70, 252, 253 Ravelo, Ramón Alonso 232, 241245, 253, 258, 269, 273, 275, 288, 312 Raye, Carol L. 200, 309 Reder, Lynne M. 215, 303 Reid Cabral, Anne C. 275 Reid Cabral, Robert 276 Renan, Ernest 66, 89, 132 Reyes Heroles, Jesús 16, 182 Ricoeur, Paul 192, 195, 215, 312 Rigney, Ann 12, 182 Rincón, Juan Antonio 267 Rippy, J. Fred 286, 313 Rivière Hérard, Charles 106 Rodríguez del Prado, Cayetano A. 255, 293, 294, 313 Rodríguez Demorizi, Emilio 18, 25-27, 35, 37, 39, 44, 45, 48, 67, 72, 76, 81, 85, 91, 92, 94, 97, 99, 103, 106, 113, 118, 121, 125, 126, 151, 156, 173, 179, 180, 182, 209, 216, 225, 255, 304, 308, 310, 311313, 317 Rodríguez Echavarría, Pedro Rafael 17 Rodríguez Objío, Manuel 155, 190, 199, 202, 216, 222, 232, 245-248, 253, 288, 289, 313, 317 Rodríguez Objío, Mariano 19 Rodríguez Vélez, Wendalina 61, 127 El pasado como historia. La nación dominicana... Rodríguez y Lorenzo, Isidoro 31 Rodríguez y Tejera, Cayetano 263 Rodríguez, Genaro 122, 319, 325, 330 Roediger, Henry L. 152, 182 Rojas Valle y Figueroa, Gabriel 142 Román, Miguel A. 252 Romero Beltré, César 258, 313 Roosevelt, Franklin Delano 260 Rosa, Jesús de la 199, 278, 283, 306 Ruiseco, Gisela 63, 127 Ruiz (sacerdote) 54 Ruiz, Juan 273, 275, 313 S Sainz de Baranda, Pedro 33 Salcedo, Pepillo 163, 254, 263, 270, 304 Salvá, Vicente 33 San Miguel, Pedro L. 119, 120, 122, 131, 138, 176, 182, 325, 327 Sánchez Guerrero, Juan José 82, 127 Sánchez Ramírez, Juan 18, 26, 34, 36, 55, 88, 90, 127, 128, 140, 151, 155, 196, 201 Sánchez Valverde, Antonio 27, 33, 42, 45, 69, 73, 127, 132, 175, 212, 315 329 Sánchez, Andrés 245 Sánchez, Francisco del R. 65, 67, 70, 127, 155, 157, 219, 232, 242, 254, 263, 310 Sánchez, María Trinidad 245, 263, 267 Sánchez, Rafael Augusto 82, 127 Sandoval, Bernabé 101 Santamaría, Lorenzo 106 Santana, Pedro 17, 67, 70, 87, 91, 99, 103, 104, 106, 110, 127, 150, 151-155, 157-161, 163166, 182, 242, 244, 245, 247, 255, 283, 284 Santos, Tito 99 Sartre, Jean-Paul 132 Saviñón, Leopoldo 252 Saviñón, Ramón Emilio 190 Schacter, Daniel L. 206, 215, 313 Scoter, Bern 92, 127 Semillán Campuzano, Gregorio 172 Senior, Eugenio J. 108, 109, 111, 128, 266, 313 Serra, José María 82, 83, 128, 253, 259, 269, 272, 273, 275, 305, 313 Sierra, Jimmy 195, 313 Sierra, María de 236 Silfa, Nicolás 198, 313 Skowronski, John J. 207, 314 Smith, Anthony 78, 103, 128 Snyder, L. L. 78, 128 Solano, Rafael 270 Sotirakopoulou, K 100, 128 330 Roberto Marte Soto Jiménez, José Miguel 66, 71, 128 Sotomayor, Joana de 94 Soulouque, Faustin 84, 134 Spengler, Oswald 132 Stock, Brian 77, 128 Suberví, Miguel 84 Suengas, Aurora G. 200, 309 Sullivan, Lawrence E. 206, 313 T Tabares, Agustín 55, 229 Tabares, María 237 Tabarrès (comandante) 233, 236 Tajfel, Henri 63 Tavarito, Ramón 99 Tavares, Pedro 229 Tavárez, Manuel Aurelio (Manolo) 292 Tejada, Adriano Miguel 256, 258, 313 Tejera Bonetti, Luis 213, 217 Tejera, Apolinar 49, 137, 182, 216, 250 Tejera, Emiliano 36, 38, 48, 170, 253, 323 Tejera, Emilio 48 Tejera, Luis 285-288 Téllez, Gabriel 137 Tenares, Olegario 105 Tennyson, Georg Bernhard (G. B.) 140, 182 Thompson, Charles P. 207, 314 Toro, Sergio del 266 Torres de Navarra (gobernador) 50 Torres, Jerónimo de 174 Toynbee, Arnold J. 132 Troncoso de la Concha, Manuel de Jesús 50, 88, 128, 285-287 Troncoso, Dionisio 252 Troncoso, José 204, 328 Trujillo, Rafael Leonidas 18, 30, 85, 119, 167, 176, 190, 220, 222, 256, 258, 259, 260, 271, 275, 283, 290, 303, 304, 306, 310-315, 317, 320, 323, 324, 326, 327 Tulving, Endel 186, 192, 314 Turner, John 63 Tutino, John 111, 128 U Ureña de Mendoza, Nicolás 50 Uribe, Juany 282, 314 Uslar Pietri, Juan 92, 128 Utrera, Cipriano de (fray) 7, 12, 19, 49, 50, 90, 92, 128, 195, 196, 204, 209, 210, 216, 227, 262, 314, 329, 332 El pasado como historia. La nación dominicana... 331 V W Valcárcel, Gonzalo de 174 Valieron, Julio Leonardo 86, 129 Vallenilla Lanz, Laureano 114 Valverde, José Desiderio 154, 158, 163 Valverde, Sebastián Emilio 53, 128 Van der Veer, Peter 68, 128 Vargas Gómez, Dorancel (El Comegente) 35, 55, 56 Vargas, Mayobanex 190, 194, 314 Vásquez (párroco) 96 Vásquez, F. 191, 215, 314 Vásquez, Horacio 283, 290 Vásquez, Juan (José) 47, 96 Vega, Bernardo 259, 260, 314, 329, 331 Vega, Manuel de 33 Velázquez, Cayetano 101, 102, 104 Veloz Maggiolo, Marcio 63, 129, 289, 296, 314, 328 Veloz Molina, Francisco 214, 215 Viejo Alejandro 60-62, 64 Vilar, Pierre 77 Vincent, Sténio J. 260 Wallerstein, Immanuel 87, 118 Weber, Max 87 Welles, Sumner 91, 129, 329 Widmer, Rudolf 212, 315 Wiese Delgado, Hans 271, 315 Williams, Colin 103, 128 Wodak, Ruth 90, 129 Z Záiter Mejía, Alba Josefina 63, 86, 129 Publicaciones del Archivo General de la Nación Vol. I Vol. II Vol. III Vol. IV Vol. V Vol. VI Vol. VII Vol. VIII Vol. IX Vol. X Vol. XI Vol. XII Vol. XIII Vol. XIV Vol. XV Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1844-1846. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1944. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. I, C. T., 1944. Samaná, pasado y porvenir. E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1945. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, C. T., 1945. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1947. San Cristóbal de antaño. E. Rodríguez Demorizi, Vol. II, Santiago, 1946. Manuel Rodríguez Objío (poeta, restaurador, historiador, mártir). R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Relaciones. Manuel Rodríguez Objío. Introducción, títulos y notas por R. Lugo Lovatón, C. T., 1951. Correspondencia del Cónsul de Francia en Santo Domingo, 1846-1850. Vol. II. Edición y notas de E. Rodríguez Demorizi, C. T., 1947. Índice general del «Boletín» del 1938 al 1944, C. T., 1949. Historia de los aventureros, filibusteros y bucaneros de América. Escrita en holandés por Alexander O. Exquemelin, traducida de una famosa edición francesa de La Sirene-París, 1920, por C. A. Rodríguez; introducción y bosquejo biográfico del traductor R. Lugo Lovatón, C. T., 1953. Obras de Trujillo. Introducción de R. Lugo Lovatón, C. T., 1956. Relaciones históricas de Santo Domingo. Colección y notas de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1957. Cesión de Santo Domingo a Francia. Correspondencia de Godoy, García Roume, Hedouville, Louverture, Rigaud y otros. 1795-1802. Edición de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. Documentos para la historia de la República Dominicana. Colección de E. Rodríguez Demorizi, Vol. III, C. T., 1959. 333 334 Vol. XVI Vol. XVII Vol. XVIII Vol. XIX Vol. XX Vol. XXI Vol. XXII Vol. XXIII Vol. XXIV Vol. XXV Vol. XXVI Vol. XXVII Vol. XXVIII Vol. XXIX Vol. XXX Vol. XXXI Vol. XXXII Publicaciones del Archivo General de la Nación Escritos dispersos. (Tomo I: 1896-1908). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Escritos dispersos. (Tomo II: 1909-1916). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Escritos dispersos. (Tomo III: 1917-1922). José Ramón López. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2005. Máximo Gómez a cien años de su fallecimiento, 1905-2005. Edición de E. Cordero Michel, Santo Domingo, D. N., 2005. Lilí, el sanguinario machetero dominicano. Juan Vicente Flores, Santo Domingo, D. N., 2006. Escritos selectos. Manuel de Jesús de Peña y Reynoso. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Andrés Blanco Díaz (editor), Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 1. Artículos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 2. Ensayos. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. Obras escogidas 3. Epistolario. Alejandro Angulo Guridi. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2006. La colonización de la frontera dominicana 1680-1796. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2006. Fabio Fiallo en La Bandera Libre. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2006. Expansión fundacional y crecimiento en el norte dominicano (1680-1795). El Cibao y la bahía de Samaná. Manuel Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2007. Documentos inéditos de Fernando A. de Meriño. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2007. Pedro Francisco Bonó. Textos selectos. Santo Domingo, D. N., 2007. Iglesia, espacio y poder: Santo Domingo (1498-1521), experiencia fundacional del Nuevo Mundo. Miguel D. Mena, Santo Domingo, D. N., 2007. Cedulario de la isla de Santo Domingo, Vol. I: 1492-1501. Fray Vicente Rubio, O. P. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Centro de Altos Estudios Humanísticos y del Idioma Español, Santo Domingo, D. N., 2007. La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo I: Hechos sobresalientes en la provincia). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Publicaciones del Archivo General de la Nación Vol. XXXIII Vol. XXXIV Vol. XXXV Vol. XXXVI Vol. XXXVII Vol. XXXVIII Vol. XXXIX Vol. XL Vol. XLI Vol. XLII Vol. XLIII Vol. XLIV Vol. XLV Vol. XLVI Vol. XLVII Vol. XLVIII 335 La Vega, 25 años de historia 1861-1886. (Tomo II: Reorganización de la provincia post Restauración). Compilación de Alfredo Rafael Hernández Figueroa, Santo Domingo, D. N., 2007. Cartas del Cabildo de Santo Domingo en el siglo xvii. Compilación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2007. Memorias del Primer Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2007. Actas de los primeros congresos obreros dominicanos, 1920 y 1922. Santo Domingo, D. N., 2007. Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo I, Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Documentos para la historia de la educación moderna en la República Dominicana (1879-1894). Tomo II, Raymundo González, Santo Domingo, D. N., 2007. Una carta a Maritain. Andrés Avelino. Traducción al castellano e introducción del P. Jesús Hernández, Santo Domingo, D. N., 2007. Manual de indización para archivos, en coedición con el Archivo Nacional de la República de Cuba. Marisol Mesa, Elvira Corbelle Sanjurjo, Alba Gilda Dreke de Alfonso, Miriam Ruiz Meriño, Jorge Macle Cruz, Santo Domingo, D. N., 2007. Apuntes históricos sobre Santo Domingo. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. Ensayos y apuntes diversos. Dr. Alejandro Llenas. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2007. La educación científica de la mujer. Eugenio María de Hostos, Santo Domingo, D. N., 2007. Cartas de la Real Audiencia de Santo Domingo (1530-1546). Compi-lación de Genaro Rodríguez Morel, Santo Domingo, D. N., 2008. Américo Lugo en Patria. Selección. Compilación de Rafael Darío Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Años imborrables. Rafael Alburquerque Zayas-Bazán, Santo Domingo, D. N., 2008. Censos municipales del siglo xix y otras estadísticas de población. Alejandro Paulino Ramos, Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo I. Compilación de José Luis Saez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. 336 Vol. XLIX Vol. L Vol. LI Vol. LII Vol. LIII Vol. LIV Vol. LV Vol. LVI Vol. LVII Vol. LVIII Vol. LIX Vol. LX Vol. LXI Vol. LXII Vol. LXIII Vol. LXIV Publicaciones del Archivo General de la Nación Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo II. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Documentos inéditos del arzobispo Adolfo Alejandro Nouel. Tomo III. Compilación de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 1. Primeros escritos, textos marginales, Yanquilinarias. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 2. Textos educativos y Discursos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Prosas polémicas 3. Ensayos. Félix Evaristo Mejía. Edición de A. Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Autoridad para educar. La historia de la escuela católica dominicana. José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Relatos de Rodrigo de Bastidas. Antonio Sánchez Hernández, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 1. Escritos políticos iniciales. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 2. Ensayos. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 3. Artículos y Controversia histórica. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Textos reunidos 4. Cartas, Ministerios y misiones diplomáticas. Manuel de J. Galván. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo I, José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. La sumisión bien pagada. La iglesia dominicana bajo la Era de Trujillo (1930-1961). Tomo II, José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Legislación archivística dominicana, 1847-2007. Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2008. Libro de bautismos de esclavos (1636-1670). Transcripción de José Luis Sáez, S. J., Santo Domingo, D. N., 2008. Los gavilleros (1904-1916). María Filomena González Canalda, Santo Domingo, D. N., 2008. Publicaciones del Archivo General de la Nación 337 El sur dominicano (1680-1795). Cambios sociales y transformaciones económicas. Manuel Vicente Hernández González, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXVI Cuadros históricos dominicanos. César A. Herrera, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXVII Escritos 1. Cosas, cartas y... otras cosas. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXVIII Escritos 2. Ensayos. Hipólito Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXIX Memorias, informes y noticias dominicanas. H. Thomasset. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXX Manual de procedimientos para el tratamiento documental. Olga Pedierro, et. al., Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXI Escritos desde aquí y desde allá. Juan Vicente Flores. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXII De la calle a los estrados por justicia y libertad. Ramón Antonio Veras (Negro), Santo Domingo, D. N., 2008. Vol. LXXIII Escritos y apuntes históricos. Vetilio Alfau Durán, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIV Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista. Salvador E. Morales Pérez, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXV Escritos. 1. Cartas insurgentes y otras misivas. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVI Escritos. 2. Artículos y ensayos. Mariano A. Cestero. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVII Más que un eco de la opinión. 1. Ensayos, y memorias ministeriales. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXVIII Más que un eco de la opinión. 2. Escritos, 1879-1885. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXIX Más que un eco de la opinión. 3. Escritos, 1886-1889. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXX Más que un eco de la opinión. 4. Escritos, 1890-1897. Francisco Gregorio Billini. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXXXI Capitalismo y descampesinización en el Suroeste dominicano. Angel Moreta, Santo Domingo, D. N., 2009. Vol. LXV 338 Publicaciones del Archivo General de la Nación Vol. LXXXIII Perlas de la pluma de los Garrido. Emigdio Osvaldo Garrido, Vol. LXXXIV Vol. LXXXV Vol. LXXXVI Vol. LXXXVII Vol. LXXXIX Vol. XC Vol. XCI Vol. XCIII Vol. XCIV Vol. XCV Vol. XCVI Vol. XCVII Vol. XCVIII Vol. XCIX Vol. C Vol. CI Vol. CII Víctor Garrido y Edna Garrido de Boggs. Edición de Edgar Valenzuela, Santo Domingo, D. N., 2009. Gestión de riesgos para la prevención y mitigación de desastres en el patrimonio documental. Sofía Borrego, Maritza Dorta, Ana Pérez, Maritza Mirabal, Santo Domingo, D. N., 2009. Obras. Tomo I, Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Obras. Tomo II, Guido Despradel Batista. Compilación de Alfredo Rafael Hernández, Santo Domingo, D. N., 2009. Historia de la Concepción de La Vega. Guido Despradel Batista, Santo Domingo, D. N., 2009. Una pluma en el exilio. Los artículos publicados por Constancio Bernaldo de Quirós en República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2009. Ideas y doctrinas políticas contemporáneas. Juan Isidro Jimenes Grullón, Santo Domingo, D. N., 2009. Metodología de la investigación histórica. Hernán Venegas Delgado, Santo Domingo, D. N., 2009. Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo I. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo II. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Filosofía dominicana: pasado y presente. Tomo III. Compilación de Lusitania F. Martínez, Santo Domingo, D. N., 2009. Los Panfleteros de Santiago: torturas y desaparición. Ramón Antonio, (Negro) Veras, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos reunidos. 1. Ensayos, 1887-1907. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos reunidos. 2. Ensayos, 1908-1932. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos reunidos. 3. Artículos, 1888-1931. Rafael Justino Castillo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Escritos históricos. Américo Lugo. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2009. Vindicaciones y apologías. Bernardo Correa y Cidrón. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2009. Historia, diplomática y archivística. Contribuciones dominicanas. María Ugarte, Santo Domingo, D. N., 2009. Publicaciones del Archivo General de la Nación Vol. CIII Vol. CIV Vol. CV Vol. CVI Vol. CVII Vol. CVIII Vol. CIX Vol. CX Vol. CXI Vol. CXII Vol. CXIII Vol. CXIV Vol. CXV Vol. CXVI Vol. CXVII Vol. CXVIII 339 Escritos diversos. Emiliano Tejera. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Tierra adentro. José María Pichardo, segunda edición, Santo Domingo, D. N., 2010. Cuatro aspectos sobre la literatura de Juan Bosch. Diógenes Valdez, Santo Domingo, D. N., 2010. Javier Malagón Barceló, el Derecho Indiano y su exilio en la República Dominicana. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Cristóbal Colón y la construcción de un mundo nuevo. Estudios, 1983-2008. Consuelo Varela. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. República Dominicana. Identidad y herencias etnoculturales indígenas J. Jesús María Serna Moreno, Santo Domingo, D. N., 2010. Escritos pedagógicos. Malaquías Gil Arantegui. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Cuentos y escritos de Vicenç Riera Llorca en La Nación. Compilación de Natalia González, Santo Domingo, D. N., 2010. Jesús de Galíndez. Escritos desde Santo Domingo y artículos contra el régimen de Trujillo en el exterior. Compilación de Constancio Cassá Bernaldo de Quirós, Santo Domingo, D. N., 2010. Ensayos y apuntes pedagógicos. Gregorio B. Palacín Iglesias. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. El exilio republicano español en la sociedad dominicana (Ponencias del Seminario Internacional, 4 y 5 de marzo de 2010). Reina C. Rosario Fernández (Coord.) Edición conjunta de la Academia Dominicana de la Historia, la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. Pedro Henríquez Ureña. Historia cultural, historiografía y crítica literaria. Odalís G. Pérez, Santo Domingo, D. N., 2010. Antología. José Gabriel García. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y el Banco de Reservas, Santo Domingo, D. N., 2010. Paisaje y acento. Impresiones de un español en la República Dominicana. José Forné Farreres. Santo Domingo, D. N., 2010. Historia e ideología. Mujeres dominicanas, 1880-1950. Carmen Durán. Santo Domingo, D. N., 2010. Historia dominicana: desde los aborígenes hasta la Guerra de Abril. Augusto Sención (Coord.), Santo Domingo, D. N., 2010. 340 Vol. CXIX Vol. CXX Vol. CXXI Vol. CXXII Vol. CXXIII Vol. CXXIV Vol. CXXV Vol. CXXVI Vol. CXXVII Vol. CXXVIII Vol. CXXIX Vol. CXXX Vol. CXXXI Vol. CXXXII Vol. CXXXIII Publicaciones del Archivo General de la Nación Historia pendiente: Moca 2 de mayo de 1861. Juan José Ayuso, Santo Domingo, D. N., 2010. Raíces de una hermandad. Rafael Báez Pérez e Ysabel A. Paulino, Santo Domingo, D. N., 2010. Miches: historia y tradición. Ceferino Moní Reyes, Santo Domingo, D. N., 2010. Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo I, Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Problemas y tópicos técnicos y científicos. Tomo II, Octavio A. Acevedo. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Apuntes de un normalista. Eugenio María de Hostos. Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Recuerdos de la Revolución Moyista (Memoria, apuntes y documentos). Edición de Andrés Blanco Díaz, Santo Domingo, D. N., 2010. Años imborrables (2da ed.) Rafael Alburquerque Zayas-Bazán. Edición conjunta de la Comisión Permanente de Efemérides Patrias y el Archivo General de la Nación, Santo Domingo, D. N., 2010. El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo I. Compilación de Alejandro Paulino Ramos. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010. El Paladión: de la Ocupación Militar Norteamericana a la dictadura de Trujillo. Tomo II. Compilación de Alejandro Paulino Ramos. Edición conjunta del Archivo General de la Nación y la Academia Dominicana de la Historia, Santo Domingo, D. N., 2010. Memorias del Segundo Encuentro Nacional de Archivos. Santo Domingo, D. N., 2010. Relaciones cubano-dominicanas, su escenario hemisférico (1944-1948). Jorge Renato Ibarra Guitart, Santo Domingo, D. N., 2010. Obras selectas. Tomo I, Antonio Zaglul. 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