Subido por laura hinarejos

James Samantha - Noche de Luna

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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
SAMANTHA JAMES
Noche de Luna
One Moonlit Night (1998)
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Cuando James St. Bride, se entera de que su amante gitana se ha quedado embarazada decide
abandonarla. Ésta, despechada, le lanza una maldición: el único hijo que el Conde engendrará en
toda su vida será el que ella lleva en su vientre. Y, efectivamente, la maldición se cumple.
Años más tarde, con el fallecimiento del antiguo Conde, Dominic St. Bride, el hijo medio gitano
de James y su único heredero, llega a Ravenwood dispuesto a ocupar el puesto que, por derecho,
le pertenece. Dominic es un hombre torturado del que se rumorea que es un granuja y un
mujeriego empedernido. Pero la verdad es que está acostumbrado a sentir la hostilidad de la
gente y no sabe realmente cuál es su lugar: si con la aristocracia o con el pueblo de su madre.
Hace un tiempo, el padre de Olivia Sherwood fue asesinado por un gitano y su hermana quedó
ciega en el incidente. Ahora, ella es la responsable de la familia y, aunque está empleada en
Ravenwood como criada, necesita más dinero para poder mantener a su familia.
Dominic y Olivia se encontrarán por primera vez cuando el carruaje del Conde está a punto de
atropellar a una mujer. En ese primer encuentro las chispas saltan, y cuando Dominic se entera de
la precaria situación de Olivia, le ofrece un nuevo puesto en Ravenwood: el de su secretaria.
A partir de este momento ambos se sumergirán en una fiera pasión que amenaza con
destruirlos... o hacerles felices para siempre. Pero para que esta historia tenga un final feliz es
necesario que ambos luchen contra sus demonios personales: Dominic cree que Olivia odia a los
de su clase, y Olivia que una simple criada no está a altura de un Conde.
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OBBRREE LLAA AAU
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La autora norteamericana Samantha James, cuyo verdadero nombre
es Sandra Kleinschmit, nació un 27 de octubre. Se crió en Joliet, Illinois,
estado de Chicago. Casada con un militar del ejército norteamericano,
tiene tres hijas. Hoy día reside en la costa Noroeste del Pacifico junto a su
familia y dos perros Shetlands dedicándose a escribir estas novelas que
tanto nos gustan.
De formación precoz pues se crió en una familia de ávidos lectores, lo
raro era verla sin un libro en la mano. Samantha comenzó a escribir
novela romántica contemporánea firmando con su autentico nombre,
pasando luego a firmar como Sandra James. Hoy día sus romances históricos los rubrica con el
nombre de Samantha James. La regencia es el género en el que ella se mueve como pez en el agua
y entre sus autoras favoritas se encuentran Lisa Jackson y Debra Mullins.
Traducidas a varios idiomas por todo el mundo, sus obras han sido galardonadas con varios de
los más prestigiosos premios del género, ocupando cada uno de ellas los principales puestos en las
más prestigiosas listas de superventas de su país. Sueña con escribir una serie fantásticoromántica junto a su hermano, en el que Hadas y seres mágicos serían sus principales
protagonistas.
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PPRRÓ
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—Tengo que decirte algo —susurró ella.
Era muy hermosa, tenía el cabello por la cintura, negro y brillante, los ojos rasgados y la piel
tersa y dorada. Pero Madeleine apenas era consciente de sus encantos, aunque muchos hombres
se habían quedado prendados por la vitalidad de su belleza, el resplandor de su sonrisa y su
alegría. Y solamente un hombre había cautivado sus ojos. Y su corazón.
Él.
—¿James? —susurró de nuevo. —Tengo... tengo algo que decirte.
Esta vez, el tono ligeramente ronco que solía emitir después de hacer el amor se había
desvanecido por completo y su voz adquirió un ligero énfasis. Pero el matiz de timidez aún estaba
ahí, denotaba una cierta... inseguridad.
Las sábanas se movieron. James St. Bridge, Conde de Ravenwood, se incorporó apoyándose
sobre un codo. Arqueó una de sus oscuras cejas.
—¿De qué se trata, petite? —Mientras hablaba, paseaba la yema del dedo por el brazo
desnudo de ella.
Madeleine no pudo reprimir un estremecimiento de placer. ¡Dios mío, qué hombre tan
apuesto!
Él esperó; su expresión se mostraba algo indiferente. Cuando se cruzó con su mirada, levantó
ligeramente la comisura de la boca.
Madeleine respiró hondo. Pero no sintió ningún alivio. Simplemente tenía que decirlo y pasar el
trago de una vez.
—Estoy encinta —dijo en voz baja.
El dedo de él se quedó paralizado. Su sonrisa perdió el brillo. Un profundo silencio se adueñó de
la habitación, un silencio que le llegó a la médula. Era difícil creer que solo unos momentos antes
su grito ardiente de éxtasis había llenado la estancia.
Retiró la mano que tenía sobre ella y salió del lecho de un salto. Un ágil y fluido movimiento le
bastó para ponerse en pie.
Madeleine tragó saliva mientras se daba la vuelta. Se quedó mirando la nuca de su
acompañante. Su espesa cabellera castaña de color caoba brillaba a la luz del fuego. Los músculos
de sus brazos se flexionaban y ondulaban mientras alcanzaba su ropa. Con movimientos torpes,
consiguió meter los brazos en las mangas.
Lentamente se dio la vuelta para mirarla. Para su desgracia, su rostro no dejaba en absoluto
entrever sus pensamientos. Sus ojos, de color azul profundo como dos zafiros, se mostraban fríos
y distantes. Su boca era una delgada línea recta.
Un sombrío presentimiento se apoderó de su interior.
—Estoy seguro de que conocerás algún remedio.
—¿Un remedio? —Se le juntaron las cejas sobre los ojos. Estaba confundida.
—¡Sí, una poción! ¡Para deshacerse de la criatura!
Nunca en la vida se había dirigido a ella de un modo tan brusco. Él apenas podía contener su
agitación. Ella hacía auténticos esfuerzos para no sentir vergüenza ante su impaciencia.
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—¡Vamos, Madeleine! ¡Eres gitana! ¡Estoy seguro de que conoces alguna poción!
Madeleine se relajó y tomó asiento, aferrando la colcha contra su pecho. Estaba conmocionada
hasta lo más profundo de su ser por la sugerencia de matar a su propio hijo...
—James —dijo con voz entrecortada. —James. —Apenas lograba aguantarse las lágrimas,
lágrimas que le abrasaban el alma. No podía más que negar con la cabeza, una y otra vez.
—¿Cómo? ¿Creías que me agradaría la idea?
Con los ojos, sin palabras, ella le suplicaba.
—Yo creía que tú... que nosotros... que podríamos ser...
Emitió un sonido de disgusto.
—¡Por todos los santos! ¿Pero qué estás diciendo...? No estarías pensando que yo me iba a
casar contigo, ¿verdad?
Madeleine se había quedado inmóvil. En realidad, ni se le había ocurrido tener la esperanza
de... Pero había rezado. Había rogado cada noche para que él se casara con ella... no importaba si
era por el rito cristiano. Aunque fueran solamente unas palabras, con esas palabras sus corazones
se comprometerían a permanecer juntos para siempre...
Y ahora la respuesta se encontraba en sus ojos, abiertos como platos y oscuros como el cielo de
la medianoche, mudos y fijos en los de él. El permaneció donde estaba. Muy lejos. Muy distante.
Todo en su interior gritaba de dolor. Ella le había entregado todo. Su cuerpo. Y también su
corazón.
El frunció los labios.
—Soy el conde de Ravenwood, petite. Y tú eres gitana.
La estaba insultando, ¡y qué cruelmente! Aunque Madeleine deseaba que se la tragara la tierra
y morir, el orgullo le hizo levantar la cabeza.
—¡Si fuera uno de vosotros, no me tratarías de esta manera!
El tono de él tenía un matiz de aburrimiento.
—Pero no lo eres, ¿o sí?
No, repitió en silencio. No lo era. Era gitana. Y por supuesto, eso era algo que él nunca pasaría
por alto...
Pero ella sí lo había hecho. En sus sueños, en sus esperanzas, ella se había cegado...
Se habían conocido el verano anterior. Fue ella quien se fijó en él una noche. Él había dado
permiso a su gente para acampar en sus tierras. Ella había estado bailando, cimbreándose con los
acordes de un conmovedor violín solitario, al son de una evocadora melodía que vibraba en lo más
hondo de su cuerpo. Pero había una historia que contar, una historia tan antigua como el tiempo.
Una historia que repetía las punzadas del dolor del corazón y sin embargo pronto traería la
promesa del mañana... una promesa de gozo y alegría. Y a medida que se elevaban los acordes de
la música, sus pies reflejaban el ritmo, sintonizado con el ritmo de su corazón. Continuó así, hasta
que empezó a reír, con los brazos en alto y las faldas por los aires, revelando unas piernas
tentadoras, ágiles y bien formadas. Ella aún se encontraba arrobada tras la agitación de las vueltas
cuando él se acercó...
Preciosa, pensó de ella. La criatura más preciosa que había visto en su vida.
Entonces, a la noche siguiente volvió de nuevo. Y las siguientes seis noches también. Bueno, ¡él
tampoco estaba nada mal! Los demás ya se lo habían advertido. Que él era un gachó que no
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quería nada con ella. Pero ella había hecho oídos sordos. Y una noche estrellada bajo la luz de la
luna la había hecho suya para siempre.
Contrariamente a lo que la mayoría de los gachos pensaban, ella no era una mujer de vida
alegre, Madeleine había guardado bien su virtud. James se había sorprendido, pero también se
había sentido complacido, por supuesto, al descubrir que él era su primer amante.
Y luego cuando él se marchó... ella se fue con él.
Durante casi seis meses habían vivido juntos en su mansión del campo. Ella le esperaba
mientras él se iba a Londres para ocuparse de sus negocios y de sus otras propiedades. Sin
embargo, aunque le había hablado a menudo de pasión, de la imperiosa necesidad que quemaba
su sangre y la llenaba hasta lo más íntimo de su ser, nunca había mencionado la palabra amor.
Madeleine no pudo evitarlo. Una lágrima solitaria surcó su mejilla.
—¿Qué es esto? —preguntó él. —¿Lágrimas? —se mofó. —¿De una puta gitana?
Mirándolo ahora de cerca, su rostro mostraba desprecio, era difícil creer que hubiera sido
tierno alguna vez. Que hubiera sido amable. Ahora, sin embargo, había algo oscuro en él, una
negrura que ella era incapaz de alcanzar... que nunca alcanzaría.
Quizás siempre estuvo ahí.
Le temblaban las manos, como también le temblaría la voz en caso de que la dejara escapar.
Contuvo ambas cosas con absoluta determinación. Se enfrentó a su mirada con valentía.
—Yo no soy una puta, James. Te he entregado todo... ¡Todo! No me he acostado con ningún
otro hombre salvo contigo, y lo sabes tan bien como yo.
—¿Y eso qué importa? —preguntó. —Te he dado de comer y te he sacado de ese inmundo
campamento gitano. Sabías lo que yo quería desde el principio, Madeleine. Y tú también lo
deseabas. ¡Por Dios, has sido tan insaciable como yo!
Apretó los dedos agarrando la colcha. No dijo nada.
—¡Ya ves! —se burló él. —Sabes que tengo razón. Te he dado sedas, encajes y pieles. Has
comido en vajillas de la mejor porcelana china. Te he dado cosas que jamás habrías tenido sin mí.
Lo tomaste todo, sabiendo que yo no te prometía nada a cambio.
Por primera vez conoció la vergüenza. Vergüenza de lo que había hecho. ¡Oh, por qué se habría
precipitado tanto! Pensó que podría hacerle cambiar. Que podría conseguir que la amara. Que la
amara tanto como ella a él.
Sí, desde luego que ella había amado... mientras que él solamente se había dejado llevar por la
lujuria.
Lentamente Madeleine levantó la barbilla.
—Me has llamado puta. Pero yo no soy una puta. Solamente soy... lo que tú has hecho de mí.
Una sonrisa tensa le hizo curvar los labios.
—Te pagué bien por tus servicios, petite. Y eres lo que eres. Una gitana puta.
Ella tenía el pecho agitado. Cada respiración le quemaba como el fuego.
—¿Y qué hay de mi bebé? —gritó. —¿Tu bebé?
—¿Y cómo sé que hay un bebé? Podría ser solamente un truco para obligarme a casarme
contigo. Pero no te servirá de nada, petite, porque, como ves, nunca me casaré contigo. El día que
contraiga matrimonio, será con una mujer de linaje impecable, no una vulgar gitana vagabunda.
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Un intenso dolor se le instaló en el pecho. Había sido una tonta. Una estúpida por haberse
enamorado de un hombre como ése... En una cosa él tenía razón. Ella nunca se casaría con un
hombre como él.
El tono de sus palabras debería haberle servido de advertencia.
—No perdamos más tiempo con nimiedades. Ha llegado el momento de que te marches, petite.
No nos despidamos enfadados. —Se dirigió al aparador que había junto a la ventana, abrió un
cajón y sacó algo. En las manos llevaba una bolsa de satén con borlas.
—Toma. —Arrojó la bolsa encima de la cama. Oyó ruido de monedas cuando aterrizó junto a
sus pies. —A vosotros los gitanos os encanta el oro, ¿verdad? Confío en que sea una
compensación más que suficiente.
No nos despidamos enfadados.
Sin embargo, Madeleine estaba enfadada. Una negra amargura le quemaba la sangre,
abrasando su dolorido corazón. Él nunca lo sabría, se juró a sí misma. El nunca sabría que ella le
amaba.
Paseó la mirada desde la bolsa hasta su rostro.
—No quiero tu oro. No lo cogeré —dijo con toda la calma posible. —Y te juro, James, que lo
lamentarás.
—¿En serio? —respondió encogiéndose de hombros. —No lo creo. Hay otras mujeres en el
mundo, Madeleine, mujeres tan bellas como tú.
—Llevo dentro un hijo. El único hijo que tendrás jamás.
—Lo que llevas es un bastardo.
Su tono era abrasador, sin embargo, sus ojos estaban tan fríos como el hielo. Por Dios santo,
¿es que no poseía ni un ápice de sentimientos?
Madeleine se humedeció los labios. Con una mano retiró la colcha y abandonó el lecho.
Haciendo caso omiso de su desnudez, se dirigió a él y se le plantó delante.
Levantó las manos hacia su rostro. Pero ni siquiera le rozó. En su lugar, dejó escapar de sus
labios su lengua nativa, el romaní, mientras daba rienda suelta a la tormenta que había en su
corazón.
James estaba desconcertado. Ella se daba cuenta por la manera en que él parpadeaba
nerviosamente.
Sus palabras ganaron fuerza y volumen. Gesticuló con los manos. Le apuntó con dedos
acusadores.
La tensión en la habitación se hacía cada vez más palpable.
Finalmente, cuando ella elevó el tono de su voz, a él se le escaparon las manos. Le clavó sus
fuertes dedos, casi con violencia, en los delicados hombros.
La zarandeó. La zarandeó hasta acallarla, hasta que el cuello se le dobló como el tallo de una
flor rota.
Madeleine no aplacó su furia, sino que lo miró directamente a la cara con ojos centelleantes.
—¿Qué significa esto? —preguntó. —¿Una maldición gitana?
Madeleine dejó que una débil sonrisa le iluminara la expresión.
—Así que es lo que crees... pues así será.
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Él la soltó con el ceño fruncido.
—Estás loca —dijo sin rodeos, —tan loca como Adriana, esa adivina gitana.
Una sonrisa secreta tocó los labios de Madeleine. La vieja Adriana le había dicho a James que
estaba destinado a llevar una vida llena de infelicidad. Había dicho que su riqueza no podría
comprarle una vida dichosa.
—Quizás lo esté —aceptó Madeleine con tranquilidad, —pero Adriana tenía razón. Nunca serás
feliz, James. —Se llevó ambas manos al vientre deliberadamente. —Contempla a tu hijo, James,
porque no engendrarás más vástagos, jamás tendrás ni hijos ni hijas...
Su expresión cambió hasta mostrar el más absoluto disgusto.
—Tu maldición gitana no me da miedo, Madeleine. Cuando regrese esta noche, no quiero verte
aquí. Vuelve a las calles. Vuelve con tus gitanos. No me importa dónde vayas. ¿Me oyes,
Madeleine? No me importa dónde vayas.
Se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
Pero Madeleine había visto un atisbo de lo que él temía, de una manera que solamente su
pueblo podía ver... y ahora era su turno de burlarse de él.
—Recuerda, James. Llevo a tu hijo en mis entrañas, tu único hijo. Si es lo que piensas, entonces
así será.
Sonó un portazo.
El estridente grito de ella retumbó en toda la habitación.
—Maldito seas, James. ¡Maldito seas una y mil veces!
Aunque sus labios derramasen esas palabras, mientras oleadas de odio corrían por sus venas,
no podía negar la verdad de su propio corazón...
Le fallaron las fuerzas. Se desplomó sobre el suelo. Las lágrimas corrían sin control por sus
mejillas, hasta que ya no le quedó ninguna.
Todo estaba en silencio cuando por fin levantó la cabeza.
Se tocó el vientre de nuevo, pero ahora era distinto, su caricia fue suave y reverente, casi de
adoración. Y de repente Madeleine lo supo...
Sería como la música predijo la noche que se habían conocido... De la tristeza saldría el gozo.
Del dolor de corazón saldría la alegría. Su gente la respaldaría. De eso no le cabía la menor duda.
Tendría ese bebé. Su hijo. Su hijo.
Pero James nunca debería saberlo. Nunca lo sabría... Porque sabía con absoluta certeza... que
llevaba a su hijo en su vientre...
Su propia maldición era amarle... James St. Bride... para siempre.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0011
Ravenwood Hall, 1821.
—Es gitano, ya lo sabes, Olivia. —Le estaban dando un codazo en las costillas. —Un gitano del
diablo. El gitano.
En su mente, Olivia había comenzado a llamarle así desde el primer día que había empezado a
trabajar en Ravenwood Hall. No había duda de que otras personas de la casa también lo hacían,
porque eso es lo que era. El hijo bastardo del viejo conde... El gitano.
Dominic St. Bride.
Olivia sonrió educadamente, cogiendo el mendrugo de pan que constituía su comida. Como
hombre de Dios, su querido papá —que Dios guardase en su gloria —siempre había considerado el
chismorreo como un pecado de extrema gravedad. Sin duda su padre la habría reprendido incluso
por escuchar solamente. Aun así, Olivia no podía evitarlo. Bien sabía Dios que no albergaba ningún
afecto por los gitanos, de ninguna manera, no después de lo que le había sucedido a su padre, y
sin embargo no podía evitarlo. Sentía una enorme curiosidad por el nuevo señor de Ravenwood.
Varios de los sirvientes se habían agrupado en la cocina para tomar su almuerzo.
Franklin, el mayordomo, levantó sus espesas cejas grises.
—Lanston, el mayordomo de la casa de Londres, ya sabes, dijo que es de los que se pasan las
horas meditando melancólicamente. Y que duerme con la ventana abierta, ¡incluso en pleno
invierno!
—Vaya, será un amo cruel, sin duda. —Ese comentario procedía de la señora Thompson, la
repostera. A sus ojos, solía ser indulgente con aquello en lo que ella sobresalía. Tenía la barriga tan
redonda como el trasero, pero Olivia había oído decir a Franklin que no había mejor repostera
fuera de Londres.
Charlotte, una muchacha joven que acababa de llegar de Irlanda, se santiguó. Sus suaves ojos
castaños estaban abiertos como platos.
—No se diferencia en nada del otro, del viejo conde —intervino otro haciendo una mueca. —
¡Ojalá se hubiera quedado en Londres!
Franklin negó con la cabeza.
—Todavía no puedo creer que el viejo conde no tuviera más hijos. ¿Te lo imaginas? Tres
esposas y todas estériles.
—A lo mejor la culpa era de él, y no de sus esposas. ¿Nunca se te ha ocurrido pensarlo? —Esta
vez era el cocinero quien hablaba.
—Se aficionó demasiado al vino en sus últimos años...
—¿Sus últimos años? ¡Caramba, la última década, me atrevería yo a decir! Mildred, que era
prima de su caballerizo mayor de Londres, me dijo que empezó a empinar el codo desde el día en
que fue a quitarle el chico a su madre gitana.
Franklin asintió.
—Dicen que apenas podía mirar al muchacho. Bueno, hasta que no se leyó el testamento, nadie
sabía que lo había legitimado años antes.
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—Así es —dijo el jardinero. —Hasta que no enterró a su última esposa no se decidió a ir a
buscar al muchacho. Pero el conde tenía que legitimar al pequeño de la gitana, porque, si no,
¿quién iba a heredarle? Aparte del gitano, su único pariente de sangre era una prima lejana, y era
casi tan vieja como él.
—De todas formas el título nunca habría pasado a ella. Además —dijo Gloria, una de las
doncellas de arriba, —el viejo conde no le profesaba un particular afecto.
—¡El viejo conde no tenía un particular afecto por nadie!
Ese último comentario fue seguido de una ruidosa carcajada general del grupo allí reunido.
La cocinera colocó sus robustas manos en las caderas. Pasaba la mirada de uno a otro.
—¿Cómo podéis reíros? —preguntó. —¡Un gitano lleva ahora el título! ¡Y más nos vale tenerle
el debido respeto, si no, nos echará una maldición igual que su madre hizo con su padre!
Las risotadas cesaron bruscamente.
—Anda ya. ¡Eso es una estupidez!
—No lo es. ¡Mira por donde que oí al conde delirar cuando se estaba muriendo! La bruja gitana
le maldijo. ¡Le dijo que nunca tendría hijos excepto el que ella llevaba en sus entrañas!
—Es un diablo bastante guapo, por lo menos eso he oído —dijo Enid, una de las doncellas. Enid
era bonita, con grandes ojos azules y el cabello rubio con rizos.
—Ya, pero uno muy salvaje. Al menos desde el momento en que el conde puso sus manos
sobre él. Se negó a seguir en el colegio, creo recordar. El pequeño desgraciado no paraba de
escaparse, eso lo recuerdo con claridad. Y ahora que se ha hecho mayor, parece que lo único que
le interesa es el juego y las rameras... —El hombre modificó apresuradamente sus palabras —... Y
las mujeres. Siempre le han gustado especialmente las damas, ya sabéis a lo que me refiero. En
fin, ha ido buscando mujeres por el camino... una duquesa y una condesa, he oído. Y por lo menos
dos cantantes de ópera. Me han dicho que últimamente anda con la actriz Maureen Miller.
Oh, sí, es bastante conocido, ha destrozado unos cuantos corazones femeninos.
Olivia hizo un gesto de rechazo con la boca. Ya le desagradaba, no solo por ser gitano, sino
porque era un sinvergüenza reconocido. ¡Un auténtico mujeriego!
—Eso tampoco es nada nuevo —añadió otra doncella. —¡De todas formas, lo hizo mucho antes
de que el viejo conde muriese! Mi madre, que vive en Londres, solía ponerme al día. ¡No cabe
duda de que esto es lo que le condujo a la apoplejía!
—Su padre le amenazó con cortarle el grifo varias veces, ¡pero dicen que al gitano le importaba
un bledo! —dijo el recién incorporado.
—Sí, pero ahora viene aquí y creo que será mejor que estemos preparados. —Franklin se puso
en pie. —Ya hemos perdido demasiado tiempo, damas y caballeros. Volvamos al trabajo.
Franklin, de aspecto austero, complexión delgada y extremadamente alto, tenía un corazón
dulce y amable, aunque él sí que albergaba una cierta tendencia al chismorreo. Sin embargo no
dejaba que su puesto en la casa le impidiera asociarse con el resto del personal; siempre estaba
dispuesto a ofrecer una sonrisa o un saludo, incluso a la fregona de menor rango. A Olivia le
gustaba; le agradaba que no se considerase superior a los demás.
En cambio, el ama de llaves, la señora Templeton, era harina de otro costal. Sus maneras eran
crispadas, tan crispadas como sus rasgos. Olivia estaba convencida de que si se dignaba a sonreír,
seguro que su cara se quebraría en mil pedazos. Tampoco se dignaba a mirar a nadie. Sus miradas
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eran fulminantes. Nunca preguntaba. Exigía. Tampoco hablaba. Escupía las palabras, como golpes
de látigo.
Poniéndose en pie, Olivia se sacudió las migas del delantal almidonado que cubría su uniforme
negro. Los últimos días habían sido un torbellino de actividad... y todo por la inminente llegada del
gitano.
Olivia había pasado toda su vida en el pueblo de Stonebridge. Nunca había conocido en persona
a James St. Bride, el viejo conde, aunque le había visto alguna vez bajando por el camino a caballo
o andando por el pueblo. Raramente concedía una sonrisa o un saludo. Como vicario, su padre
tenía que tratar algún asunto con él de vez en cuando. Una de las pocas ocasiones en que Olivia
recordaba a su padre enfadado fue precisamente tras una visita suya a Ravenwood Hall; había
pedido al conde ayuda económica para reparar el tejado de la iglesia, que tenía unas tremendas
goteras.
El conde se había negado. De manera que la única impresión del conde que tenía Olivia era
poco halagüeña; en su mente, había sido un hombre frío y egoísta que guardaba su dinero y su
intimidad con puño de hierro.
Ravenwood Hall se alzaba sobre una colina al norte del pueblo, como un majestuoso y altivo
centinela de piedra y ladrillo con ventanas geminadas. Como el viejo conde no había pasado
mucho tiempo en Ravenwood durante los últimos cinco años, una buena parte de la casa se había
cerrado; únicamente unos cuantos criados se habían quedado durante ese tiempo. Aunque el
viejo conde había caído enfermo dos años antes, no había regresado al hogar de sus antepasados.
Pasó sus últimos días en su residencia de Londres.
Pero Olivia ya había perdido demasiado tiempo. Fue una de las últimas en levantarse de la larga
mesa de roble; fue en el preciso momento en que la señora Templeton entró en la cocina.
Su gélida mirada se centró directamente en Olivia.
—¡Vaya, debí imaginarlo! —La mujer mayor no hizo intento alguno por disimular el rencor en
su tono. —Sabía que no haría carrera de ti, jovencita. ¡Te empleé porque, por desgracia, no me
quedó otro remedio!
Olivia sabía perfectamente a lo que se refería. Hacía poco más de un mes, el gitano había
enviado recado de que pensaba reabrir Ravenwood Hall. La noticia había causado un gran revuelo
en el pueblo, pero pocos estaban interesados en trabajar en la mansión. Los habitantes de
Stonebridge no se fiaban del nuevo amo de Ravenwood Hall. A sus ojos era un intruso... un gitano.
Sin embargo, los salarios que ofrecía eran demasiado tentadores para que Olivia los pasara por
alto. Su padre nunca había sido un lince en economía doméstica, aunque al menos había dejado
algún dinero al morir, suficiente para vivir medio año, afortunadamente. Habían sido tiempos
difíciles; la muerte de su padre —y más el modo en qué había muerto —había sido un duro golpe.
Y no sólo eso, además había que lidiar con la aflicción de Emily... Pero ahora habían llegado las
vacas flacas, y había tenido que ponerse a trabajar para mantener a ambas. Así que necesitaba el
dinero que le ofrecían en Ravenwood... lo necesitaba desesperadamente.
La señora Templeton aún estaba en una diatriba.
—Sin duda piensa que usted, que es una dama, está por encima del resto de nosotros. Pero se
lo advierto, señorita Olivia Sherwood, ¡no haga que me arrepienta!
Dos brillantes coloretes se instalaron en las mejillas de Olivia. Le ardía la cara, ya que algunos
de los criados se habían quedado parados en la puerta. Miraban con la boca abierta, muertos de
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curiosidad. Apenas pudo reprimir una contestación, pero se estremeció al pensar qué pasaría si se
quedaba sin empleo.
En cambio mantuvo la cabeza bien alta. Dijo con calma:
—Siento mucho que piense de ese modo, señora Templeton. Le aseguro que sé muy bien
dónde está mi sitio en esta casa. Es más, estoy preparada para hacer lo que usted mande.
Su discreta dignidad solo pareció indignar más a la señora Templeton. Apenas movió los labios
cuando dijo:
—Me alegro de que piense así, señorita Sherwood, porque estaba pensando en que limpiara y
sacara brillo a la escalera principal. Y no podrá retirarse hasta que quede totalmente satisfecha.
La escalera principal era inmensa. A mitad de camino se dividía en dos, en dirección hacia cada
ala de la mansión... Bien, sin duda le llevaría horas terminar el trabajo... Se le encogió el corazón.
Resistió con valentía la tentación de mirar a su torturadora. Lo que sí hizo, en cambio, fue inclinar
la cabeza y marcharse. Nunca le había gustado a la señora Templeton, desde el primer momento
le había desagradado. Olivia se lo había notado en los ojos. De hecho, se había sorprendido de que
no la hubiera empleado como fregona.
Charlotte la estaba esperando justo al doblar por el pasillo. Le tocó ligeramente el brazo.
—No te preocupes, Olivia. Siempre ha sido así, por lo menos eso es lo que me han contado.
Está en contra del mundo, y contra todo lo que hay en él.
Olivia le dedicó una débil sonrisa.
—Pues pensaba que era sólo yo.
Un momento después ya estaba llevando un buen montón de trapos y cera de abeja al
vestíbulo principal. Comenzó decidida su hercúleo trabajo. Al otro lado de la escalera se veía la
esfera amarilla del sol. Olivia procuró ignorar el reflejo del sol mientras se escapaba por el
horizonte.
El tiempo pasaba lentamente. El reloj de abajo tocó las diez. Olivia acababa de alcanzar el
descansillo donde la escalera se bifurcaba cuando una sombra cayó sobre ella. Se apartó de la
mejilla un mechón de pelo ensortijado de color rubio rojizo y levantó la mirada.
Afortunadamente era Charlotte.
—He venido a ayudarte —se ofreció Charlotte de inmediato.
Olivia se puso en pie negando con la cabeza.
—¡No, Charlotte! La señora Templeton se enfadará si te encuentra aquí.
—Y si lo hace, tendré que decirle que lo que yo haga en mi tiempo libre es asunto mío y no
suyo.
Olivia extendió una mano y le arregló la cofia a Charlotte, que siempre la llevaba torcida.
—Me emociona que te hayas ofrecido, pero éste es mi trabajo, no el tuyo, Charlotte.
—Vamos —dijo Charlotte con cariño. —Tú tienes una hermana que atender. Es más, en estos
momentos ya deberías estar de camino a casa.
Olivia arqueó sus finas cejas.
—Y tú deberías estar en casa con tu hijo. —Charlotte tenía veintitrés años, no era mucho mayor
que ella, pero tenía un niño de siete años, Colin. El padre de Colin había muerto, y corrían tiempos
difíciles en Irlanda. Por ese motivo, Charlotte y su madre se habían trasladado a Inglaterra, a
Yorkshire concretamente.
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—Mi madre puede cuidar de él tan bien como yo. Quizás mejor que yo, me atrevería a decir,
¡ella tuvo catorce hijos! Charlotte le dedicó una media sonrisa.
Olivia suspiró. No había posibilidad de discutir con Charlotte, eso estaba bien claro. Le ofreció
un trapo y le susurró las gracias.
En realidad, con la ayuda de Charlotte le cundía mucho más. Al cabo de una hora, le puso la
mano en el hombro a Charlotte.
—Ya has hecho bastante, Charlotte. Por favor, te lo ruego, vete a casa con tu pequeño. —
Charlotte abrió la boca para rebatir, pero Olivia fue más rápida. Señaló hacia los diez últimos
peldaños. —Mira, no queda más que eso. Lo terminaré en un abrir y cerrar de ojos. Además, si te
quedas y la señora Templeton te encuentra aquí, tendrá el pellejo de ambas, y no quiero eso sobre
mi conciencia.
Charlotte se mordió el labio, luego se levantó. Olivia le dio un abrazo apresurado.
—No sé cómo darte las gracias, Charlotte. Cuando necesites algo, lo que sea, solo tienes que
pedírmelo.
Charlotte se marchó justo a tiempo. En el momento en que Olivia acababa de terminar el
último toque, la señora Templeton subió por la gran escalinata. Pasó el dedo por la pulida madera
de cerezo y se lo pasó por la nariz, buscando alguna mota de polvo; a esos pequeños ojos
marrones no se les escapaba un detalle. Olivia aguantó la respiración nerviosa, hasta que por fin la
señora Templeton se acercó hasta ella.
La mujer no le dedicó ni una alabanza ni una reprimenda. Al hablar, su tono de voz era tan
amargo como ella misma.
—Puedes marcharte —fue todo lo que dijo.
Olivia murmuró un precipitado agradecimiento. Hasta que no desapareció de su vista no soltó
un suspiro de alivio contenido.
La casa estaba oscura como una tumba. En la mente de Olivia, el nombre de «Ravenwood»
siempre le había evocado imágenes de un lugar oscuro y siniestro. Pero eso era antes de que
hubiera puesto un pie dentro de la mansión. Había sido una grata sorpresa descubrir que
Ravenwood Hall era un lugar mucho más agradable de lo que esperaba. Por todas partes había
ventanas que llenaban las espaciosas habitaciones de luz y de una calidez dorada que contrastaba
radicalmente con su nombre. Sin embargo le provocaba escalofríos, porque la mansión parecía
curiosamente solitaria.
Sus pasos resonaban en el suelo pulido mientras se apresuraba hacia puerta trasera, junto a la
cocina. No había nadie más a su alrededor. La mayoría de los criados dormían en las habitaciones
de la servidumbre, un piso más abajo. Algunos, como ella y Charlotte, vivían en el pueblo.
Hizo un ligero gesto de dolor al poner la mano en el pomo de la puerta. Había pasado todo el
día frotando suelos y transportando cubos y más cubos hasta el tercer piso. Todavía le dolían
terriblemente los hombros y la espalda, le habían salido varias ampollas en ambas palmas de las
manos. Sentía los dedos rígidos e hinchados de agarrar con fuerza los trapos para sacar brillo.
Caminó con dificultad por el largo camino de curvas que conducía hasta la carretera. Sabía que
no le pagarían un salario extraordinario para recompensar sus esfuerzos esa noche. ¡Le vendría
tan bien!
Una melancólica tristeza se filtró en su corazón. Parpadeó procurando reprimir las absurdas
lágrimas que amenazaban con salir, el momento de llorar había pasado hacía tiempo. Había una
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parte de ella que todavía no podía creer que su padre se hubiera marchado, y su madre también.
Sin embargo, no tenía más que mirar a Emily a los ojos, distraídos y con la mirada perdida, para
darse cuenta de que era cierto.
Una brisa helada le golpeó de lleno la cara, despertándola de su lúgubre estado de ánimo. Se
cerró más la capa sobre los hombros. Era tarde, casi medianoche, sospechaba.
Una neblina baja empezaba a instalarse a ras del suelo. En ese punto, el bosque casi invadía el
camino. Las retorcidas ramas se entrelazaban sobre su cabeza, mezclándose unas con otras en un
baile casi macabro.
Se reprendió a sí misma. La oscuridad estaba causando estragos en su mente. Stonebridge era
una comunidad pequeña y tranquila. No había nada que temer. De hecho, el acontecimiento más
escandaloso de la última década había sido el asesinato de su padre, y el culpable había sido
rápidamente apresado y castigado.
Sin embargo, no podía desterrar del todo la punzada de preocupación que se apoderaba de
ella. Prefirió andar por el centro del camino rodado. Nada más pasar la siguiente curva, solamente
tendría que hacer una pequeña subida hasta el pueblo.
Lo primero que sintió fue... el crujir de la tierra bajo sus pies. Se puso en guardia. Un grito
ahogado quedó atrapado en su garganta. Un carruaje tirado por cuatro caballos acababa de doblar
la curva. Avanzaba torpemente en su dirección, acercándose... más y más. El ruido de los arreos
llegó hasta sus oídos. Creyó poder oír la fatigosa respiración de las enormes bestias. Le entró
pánico. ¿Acaso el cochero no la había visto?
Parecía que no. Olivia se apartó hacia un lado del camino justo cuando el carruaje pasó como
una exhalación.
Algunas ramas le rozaron en la cara. Aterrizó de golpe sobre su hombro, quedándose sin
respiración, y fue rodando por el desigual terreno hasta que por fin se detuvo. Aunque la cabeza le
daba vueltas, vagamente percibió un grito. Aturdida, se quedó ahí tendida, intentando
desesperadamente recobrar el aliento. Era consciente a medias de que el carruaje se había
parado. Intentó como pudo ponerse de rodillas y se pasó una mano por los ojos.
Fue entonces cuando lo vio... un enorme animal abalanzándose hacia ella a toda velocidad.
Emitió un grito ahogado y agitó una mano, pero no sirvió de nada. Una fuerza tremenda chocó
contra su pecho. Cayó de espaldas otra vez. Por segunda vez en un breve intervalo, se quedó
privada de aliento. Demasiado anonadada como para moverse, ni tan siquiera para gritar,
permaneció con la mirada fija en las fauces de una muerte segura.
No había salvación posible. El miedo atenazaba todo su ser. Cerró los ojos con fuerza y dejó
escapar un grito, segura de ser la siguiente comida de ese monstruo...
Se oyó el crujir de unas botas en la grava detrás de ella.
—Es inofensivo —le aseguró una voz masculina incorpórea, a pesar de que una lengua caliente
y húmeda le estaba lamiendo la mejilla, —completamente inofensivo.
Su grito murió en la garganta. Olivia abrió los ojos. De entre las sombras surgió una silueta muy
alta. Parecía ir vestida totalmente de negro.
Un escalofrío le recorrió la espina dorsal. Infinitamente más aterrador que ese... ese
monstruoso chucho era su amo...
Se quedó mirando fijamente unos ojos tan negros como el corazón del diablo. Entumecida por
el miedo se percató de que era él... El gitano.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0022
Su primer pensamiento fue que no se parecía a ningún gitano de los que había visto antes.
¿Dónde estaba la típica vestimenta de colores vivos? ¿Y el pañuelo alrededor del cuello?
«Desde luego que él no, estúpida», se reprendió a sí misma. La caída debía de haberle
trastornado los sentidos; él había llevado una vida de caballero durante bastante tiempo.
—¿Señorita? Señorita, ¿se ha hecho daño? ¿Puede hablar?
Así que era Dominic St. Bride, Conde de Ravenwood. Su voz era grave y profunda, suave como
un reloj bien engrasado. Junto a él estaba el enorme perrazo.
—¡Señorita! ¿Puede oírme? Si puede hacerlo, ¡por favor, responda!
Un toque de irritación subrayaba sus palabras. Fue entonces cuando Olivia se dio cuenta de que
aún seguía mirándola. ¡No era de extrañar que él la hubiera tomado por sorda!
—¡Jovencita! ¿Puede moverse?
Tenía la frente fruncida bajo un mechón de pelo oscuro. Unas manos fuertes la cogieron por los
brazos. El estaba inclinado sobre ella, tan cerca que podía sentir el roce de la lana en su vestido, el
calor húmedo de su aliento sobre los labios. Curiosamente, no era del todo desagradable...
Cielo santo, ¿qué le estaba ocurriendo?
—No me importaría, señor, que me soltara.
Algo brilló en sus ojos. Sus labios se curvaron ligeramente formando... ¿una sonrisa?
No. De ninguna manera, ¡no podía ser! Todos los criados estaban convencidos, al igual que ella,
de que el gitano sería un amo cruel.
El la soltó. Con cuidado, Olivia fue revisando todos sus miembros. El se puso de pie junto a ella,
ofreciéndole una mano enguantada para ayudarla. Ella la aceptó, pero la soltó tan pronto como
estuvo de pie.
—Ahora tenga cuidado. No tan rápido.
Se oyeron más pasos. Apareció un hombre robusto, con una linterna en la mano.
—Milord, ¿está todo bien? ¡Dios mío, le juro que no vi nada hasta que fue demasiado tarde!
Intenté esquivarla pero...
—Ya está todo bajo control, Higgins. Puede volver al carruaje.
Aquellos ojos, tan oscuros... —¡oscuros como una noche sin luna!—no se apartaban de los
suyos.
De repente Olivia se sintió como una completa idiota, torpe y patosa.
—Es medianoche —dijo él con suavidad. —No debería andar por ahí a estas horas.
Olivia se puso en guardia. Podría ser su patrón, aunque él todavía desconocía esa circunstancia,
pero no era su guardián.
—Soy perfectamente consciente de la hora que es, señor, y le aseguro que puedo cuidar de mí
misma.
—No estoy de acuerdo, si así fuera no estaríamos teniendo esta conversación.
Olivia parpadeó. ¡Qué arrogancia! ¡Era intolerable! La espalda se le puso rígida. A sus veintidós
años, ella era su propia dueña. Papá nunca le había dicho lo que tenía que hacer, sino que siempre
las había animado, a ella y a Emily, a tomar sus propias decisiones, a ser mentes independientes.
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—No soy una mujer llorona e indefensa, señor.
El parecía no haber escuchado una sola palabra. Su única respuesta fue sacarse un pañuelo del
bolsillo del pantalón. Olivia se puso rígida cuando él se lo pasó por la mejilla derecha.
—Está sangrando —dijo a modo de explicación. —Lo vi cuando Higgins vino con la linterna.
Su reacción fue instintiva. Se quedó boquiabierta y se llevó una mano a la mejilla.
—Es solo un arañazo. —Mientras hablaba, dejó caer su mano. —Pronto parará de sangrar.
De repente, Olivia se sintió escarmentada y sometida. ¡Dios, qué alto era! Apenas le llegaba a la
barbilla. No necesitaba la luz del día para saber que, bajo su chaqueta, se adivinaban unos
hombros anchos y musculosos.
El pulso se le estaba acelerando de una manera que no le estaba gustando en absoluto, de un
modo totalmente desconocido para ella. Rápidamente apartó la mirada de su silueta. Desde luego,
no deseaba que él se diera cuenta de que lo estaba mirando otra vez.
Sus ojos se dirigieron hacia el perro, que ahora se encontraba a su lado. Por su aspecto, parecía
un chucho, ¡sin duda el animal más feo que había visto en su vida! Su cabeza era inmensa, tenía el
pelo negro y bastante largo. Pero tenía fuertes músculos, y las orejas enhiestas y puntiagudas.
Su rescatador había visto hacia dónde dirigía ahora su atención.
—Se llama Lucifer.
—¡Lucifer! ¡Pero ése es el nombre del diablo!
Por lo visto él encontró divertida su reacción; echó la cabeza para atrás y soltó una carcajada.
—Le puedo asegurar que Lucifer es un auténtico minino.
—Una auténtica bestia —afirmó ella sin pensar. Miró al chucho con recelo. A pesar de que el
animal no mostraba signos de agresión, y de que se encontraba dócilmente junto a su amo, ella
sentía cierta aprensión hacia él. —Prefiero sin duda los gatos —se oyó decir.
—Ya, pero los gatos tienen garras.
—Y las mujeres también, o al menos eso dicen.
—Ya. —La luna se había ocultado tras una nube, oscureciendo su visión. Ya no era capaz de ver
sus rasgos con claridad, pero él parecía divertido. —¿Y usted, señorita...?
Olivia dudó, bastante reacia a compartir su identidad. Y sin embargo, ¿qué importancia tenía?
—Sherwood —respondió por fin. —Olivia Sherwood.
Para sorpresa suya, él se despojó de un guante y se lo metió bajo el brazo. Entonces se dispuso
a cogerle la mano.
Dos cosas cruzaron su mente en ese instante... Por alguna extraña razón pensó que su piel sería
fría como la de un cadáver; y sin embargo parecía cálida como el fuego. La segunda era que su
mano se vería completamente tragada por la de él.
—Permítame que la lleve a su casa, señorita Sherwood.
Su mirada voló hacia la de él. Procuró retirar la mano. El la apretó casi imperceptiblemente.
—Es... está agarrando mi mano, señor. —Para vergüenza suya, la voz le salió insegura y falta de
aliento.
—Efectivamente, señorita Sherwood. Así es. —Se miró la mano, se detuvo en la palma y luego
levantó la mirada hasta su rostro. Una leve sonrisa curvó sus labios... Dios, tenía la sonrisa de un
diablo, porque sintió cómo la iluminaba. —Se lo preguntaré de nuevo... ¿puedo llevarla a casa?
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—¡De ninguna manera, señor! —Acompañó su negativa con un movimiento de cabeza. —No es
necesario —se apresuró a añadir. —De verdad. Vivo ahí mismo, pasada la colina.
—¿En el pueblo?
—Ss... sí. —No era del todo verdad, ya que vivía a más de un kilómetro pasado el pueblo.
Él insistió.
—Puede tener lesiones que no haya visto.
—Seguro que no. —Se mantuvo firme, ¡o al menos esa era la impresión que quería dar! —Me
habría dado cuenta.
El se quedó mirándola durante tanto tiempo y con tanta intensidad que podría jurar que sabía
que estaba mintiendo.
Él le soltó la mano justo cuando ella empezaba a temerse que no lo haría jamás.
—Que así sea entonces.
El tono de su voz era deliberadamente frío. ¿Le habría ofendido? Sintió una punzada de
culpabilidad.
—Le agradezco que se haya parado para ayudarme, señor —se apresuró a decir. —Y por favor,
dígale a su cochero que no ha sido culpa suya.
El inclinó la cabeza, después le habló en un tono quedo.
—Me alegro mucho de que no se haya hecho daño, señorita Sherwood.
Dio tres pasos y desapareció entre las sombras. Aunque se esforzaba por ver algo, no era capaz
de distinguir nada. Solamente pudo escuchar el ruido de los arreos cuando el carruaje emprendió
la marcha.
Dejó escapar una respiración larga y contenida. «Ravenwood —pensó temblorosa —es un
nombre apropiado para este lugar, y él es el amo adecuado». Y es que había algo oscuro y
misterioso en Dominic St. Bride...
¿O acaso era la nocturnidad, y su alma gitana, lo que atizaba su absurda imaginación?
Su corazón aún latía con fuerza cuando Olivia llegó a la casita de campo que Emily y ella
llamaban ahora su hogar.
¿Le contaría a Emily su encuentro? No. Emily se preocuparía; se alegró por primera vez de que
Emily fuera ciega, y de que no pudiera ver el corte en su mejilla.
Entró por la puerta de atrás, saludando alegremente para procurar ocultar su tribulación.
—¿Emily? Estoy en casa. ¿Dónde estás, cariño?
—Estoy aquí.
La voz de Emily procedía de la sala. Los pasos de Olivia la llevaron por la cocina. La sala estaba
llena de sombras, pero pudo ver la silueta de su hermana sentada en la mecedora junto a la
ventana. Se apresuró a encender las velas.
—Vaya, está terriblemente oscu... Revisó rápidamente lo que había estado a punto de decir.
Emily ahora vivía en un mundo de sombras.
—Está terriblemente fresca la noche, para ser verano. Pensé que me iba a congelar en el
camino de vuelta a casa.
—Solo estamos en junio, a primeros. —Emily movía los dedos nerviosamente jugueteando con
la tela de su falda. Tenía su delicada frente fruncida. —Olivia, has vuelto muy tarde, ¿no?
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—Sí, es verdad, y lo siento muchísimo, cariño. Me temo que no he podido evitarlo. —Soltó una
breve risa. —Te sientes desatendida, sospecho. ¿Has cenado?
—Tomé algo de queso con pan, hace ya varias horas. —Emily volvió la cabeza en dirección a
donde venía su voz. —Olivia, pareces... diferente.
—No lo creo. Es que me siento culpable por haberte dejado sola tanto tiempo.
—No tienes que sentirte culpable, Olivia. Esther pasó por aquí y nos fuimos a dar un paseo. —
Cuando Olivia empezó a trabajar en Ravenwood, contrató a una mujer del pueblo, Esther, para
que la ayudara con las comidas de Emily y para que pasease junto a ella todos los días.
—Has llegado tarde por su culpa, ¿verdad? El nuevo amo gitano. —No se podía negar la
desaprobación en el tono de Emily.
Olivia suspiró. Cuanto menos hablara del nuevo amo gitano de Ravenwood, mejor. Emily había
tenido pesadillas durante semanas, reviviendo el día en que su padre había sido asesinado. Sin
embargo no hablaba de ello con nadie, ni siquiera con Olivia. Así que no sería Olivia quien
removiera las cosas otra vez.
—No, cariño, no fue él. Me temo que hoy he estado un poco holgazana y la señora Templeton
me ha hecho sacarle brillo a la escalera principal. Ha sido culpa mía, no puedo acusar a nadie más
que a mí misma.
—No me gusta que trabajes para un gitano, Olivia. Habría sido preferible trabajar como
institutriz, o como modista.
Ojalá... Pero no había familias adineradas con niños pequeños que necesitaran una institutriz, al
menos en Stonebridge. Habiendo como hay una buena modista en el pueblo, no habría sido justo
hacerle la competencia. Podrían haberse mudado a Cornualles, donde vivía el hermano pequeño
de su madre, Ambrose. Pero el tío Ambrose también había muerto, y su viuda, Paulina, tenía sus
propios problemas: cuatro hijos pequeños a los que criar. A Olivia ni se le ocurriría aumentar su
carga. Tampoco aceptaría caridad. No, no dejaría que el orgullo le hiciera cometer una locura.
Así que no había tenido otra opción. Le quedaba poco dinero, y tenían que comer. Había que
pagar el alquiler. No importaba cuan ínfimo fuera el trabajo, era fuerte y haría lo que tuviera que
hacer para que ella y su hermana Emily sobrevivieran. Y de alguna manera, aunque tardara cien
años, encontraría el dinero para llevar a Emily a un médico. Era muy extraño... el modo en que
había perdido la vista, tan de repente, al día siguiente del asesinato de su padre, precisamente.
A Olivia se le encogió el corazón. Jamás podría borrarlo de su memoria, el afligido grito de Emily
cuando se despertó a la mañana siguiente, cómo agitaba las manos.
—No veo nada. ¡No veo nada! —había gritado una y otra vez.
El médico se había limitado a menear la cabeza, sin saber qué explicación dar. No había habido
ningún signo previo de que Emily hubiera estado perdiendo la vista, aunque se había golpeado la
cabeza cuando se cayó del caballo de su padre...
El recuerdo le produjo un intenso dolor dentro de sí.
Emily era un año más joven que Olivia. Había sido una niña alegre y vivaz, llena de felicidad y
esperanzas. Naturalmente que siempre había sido algo tímida. Su padre pensaba que era porque
su madre había muerto en un momento difícil: ya no era una niña, pero todavía no era una mujer.
Y al morir su padre, y además perder la vista, era como si una luz se hubiera extinguido dentro de
ella. Su ceguera no había hecho más que aumentar su timidez. Se pasaba el día sentada en su
sillón sintiendo la vida desde fuera, como si ya no formara parte de ella...
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A Olivia se le rompía el corazón al pensar que su hermana estaba condenada a una existencia
semejante.
Se arrodilló junto a su hermana, envolvió las manos de Emily con las suyas sobre su regazo.
—Estaremos bien, cariño. Hasta ahora nos las hemos arreglado, ¿o no? Además, siempre has
sido más diestra con la aguja que yo. —Se tragó el dolor que se le agolpaba en la garganta. —
Estaremos bien —dijo de nuevo. —Te lo prometo.
—Pero me siento tan culpable de que tengas que salir a trabajar para... ¡para ese gitano! No es
justo que tengas que ganarte la vida haciendo un trabajo tan pesado. Ojalá pudiera ver... ¡Ojala
pudiera ayudar!
Olivia intentó convencerla de que no era así.
—En realidad no es tan malo. No me importa trabajar en Ravenwood. ¡Me he pasado muchos
días partiéndome el espinazo en el jardín! Se esforzaba por aligerar el tono, pero no estaba muy
convencida de haberlo conseguido.
Lo supo con certeza cuando vio los preciosos ojos azules de Emily llenos de lágrimas.
—Primero mamá murió de aquella terrible caída. Y cuando papá se fue... ¿Qué hemos hecho
para merecer esto, Olivia...? ¿Por qué?
Los pensamientos de Olivia también viajaron al pasado. A su madre siempre le habían gustado
los animales, especialmente los caballos; su abuelo había sido caballerizo mayor de un duque, y su
madre solía ayudarle desde niña. Un año, por su cumpleaños, su padre le había regalado a su
madre una yegua gris con manchas, llamada Bonnie que había comprado a un granjero vecino.
Olivia se vio invadida por recuerdos nostálgicos. ¡Su madre estaba emocionada! Para ella era la
mejor yegua de toda Inglaterra y adoraba a Bonnie.
A Olivia siempre le habían puesto un poco nerviosa los caballos; su padre había procurado
enseñarle a montar, pero fue en vano. En un intento por calmar su inquietud, un día su madre
montó a Olivia con ella. Olivia recordaba muy bien aquel día. Mamá había llevado a Bonnie, con un
suave galope, hasta un campo cercano a la casa. Olivia acababa de empezar a pensar que todo el
mundo tenía razón, que quizás montar era divertido al fin y al cabo. Incluso había reunido el valor
de agarrarse a la yegua con las rodillas. Había levantado los brazos. Recordaba la brisa contra su
rostro, flameando su cabello. Parecía que estaba volando... De repente Bonnie titubeó. Se detuvo
bruscamente. Desprevenida, Olivia terminó cayendo al suelo. Pero mamá...
Mamá fue despedida por encima de la cabeza de Bonnie. Magullada y dolorida, Olivia
recordaba cómo se acercó a gatas hasta su madre.
—¡Mamá! —gritó. —¡Mamá, levántate!
Pero ella no se levantaba. No podía.
Mamá estaba muerta.
El corazón de Olivia se encogió con el doloroso recuerdo. Muchas cosas cambiaron a partir de
aquel despreocupado día. Su padre, a pesar de que procuraba no mostrarlo delante de sus hijas,
nunca volvió a ser el mismo. Nunca volvió a sonreír como antes de aquel trágico día...
Olivia se tragó la angustia que le atenazaba la garganta.
—Shhh, cariño. Ya sabes lo que papá decía siempre: que el Señor trabaja por caminos que no
siempre comprendemos. Debemos confiar en Él, confiar que vendrán días mejores. —Apretó los
dedos de Emily. —Por favor, cariño, no pierdas la fe.
Emily se sorbió la nariz.
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—Tienes razón, claro. Tú siempre tienes razón.
Olivia acomodó en la frente de Emily un mechón de cabello dorado.
—Ya está. ¿Te apetece un vaso de leche caliente antes de acostarte?
Emily asintió. Sus labios formaban una sonrisa temblorosa.
—Me encantaría, Olivia.
—Bien. Ve a cambiarte y te lo llevaré a la cama.
Olivia fue a la cocina para preparárselo. No mucho tiempo después, oyó un golpe sordo en el
dormitorio que compartían. Emily tenía el largo camisón blanco puesto y estaba agachada
frotándose la espinilla. Debió de oír el roce de faldas, porque miró hacia arriba.
—Lo siento. Me he chocado con algo. Estoy muy torpe últimamente.
A Olivia se le apagó el corazón.
—Ha sido la silla —dijo con suavidad. —Recuerda, cariño, está a la izquierda del escritorio, no a
la derecha. —Pasó algún tiempo antes de que fuera nombrado otro vicario tras la muerte de su
padre; durante todo ese tiempo les habían permitido quedarse en la acogedora casita situada
junto a la iglesia.
Emily acababa de aprender a desenvolverse cómodamente por la casa cuando llegó el nuevo
vicario, y se vieron obligadas a dejar el único hogar que habían conocido desde siempre, ya que
ahora estaba ocupado por el reverendo Holden, el nuevo vicario. Olivia sabía que no habría sido
tan terrible si Emily no hubiera perdido la vista. Pero mudarse a la casa donde ahora moraban
había sido traumático en extremo para Emily; al principio no paraba de llorar, y se pasó varios días
sin salir de la cama. Esa era otra razón por la que Olivia había decidido quedarse en Stonebridge.
Sin duda habría habido más oportunidades de encontrar empleo en Londres, pero el estado de
Emily era demasiado frágil para ni siquiera considerarlo. Quizás más adelante fuera posible...
Le dio un pequeño escalofrío; a pesar de que el día había sido cálido, la casita de campo estaba
indudablemente fría. Debió de hacer algún ruido, porque Emily giró la cabeza hacia ella.
—¿Qué pasa, Olivia? ¿Qué es eso?
—No es nada —dijo jovialmente. —Me ha dado un escalofrío, eso es todo. En esta casa hay
corrientes, ¿no te parece?, incluso en verano. —Soltó una breve carcajada. —Vaya, me temo que
en invierno, si viene alguien a visitarnos, no nos reconocerá porque estaremos totalmente
forradas de ropa.
Para alivio suyo, Emily sonrió débilmente.
Mientras Emily se bebía la leche, Oliva se puso el camisón. Las hermanas se metieron juntas en
la cama. Enseguida la respiración de Emily se hizo más profunda y regular. Se había dormido.
No ocurrió lo mismo con Olivia, que permanecía completamente despierta. Quizás fuera
inevitable... su pensamiento voló hacia él. El gitano.
¿Cómo diablos iba a mirarle otra vez a la cara? Se había comportado como una tonta, tan
asustada de su perro, Lucifer. ¡Casi sufre un desmayo, una debilidad femenina que ella solía
calificar de tontería!
Sin embargo, no toda la culpa fue suya. Si ese carruaje no hubiera ido tan rápido, y a esas horas
de la noche... Su rostro se ensombreció. Lucifer. ¿Qué clase de nombre era ese para un animal?
Pero volvió a su problema... ¿Qué pasaría cuando se encontrara otra vez con él? Se recordó a sí
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misma que no era más que una criada, y de las de menor rango. Con suerte, sus caminos nunca
volverían a cruzarse... Y si lo hacían, sin duda él no la reconocería.
O al menos eso era lo que ella esperaba.
El negro carruaje, acicalado y brillante, iba por el estrecho camino; tenía los muelles tan bien
engrasados que el hombre que iba dentro apenas notaba los baches y los agujeros. El interior
estaba ricamente decorado, las ventanas estaban cubiertas con seda de damasco, y los asientos,
tapizados con terciopelo rojo, eran suaves y mullidos.
No obstante, el hombre reflejaba un cierto escepticismo, como no podía ser de otra manera, ya
que había pertenecido a su padre.
Al fin y al cabo, James St. Bride siempre había tenido lo mejor, lo más caro y lo más bonito.
Ya no pensaba en la joven que había dejado atrás, tenía los brazos cruzados y los ojos fijos en la
oscuridad reinante. Era extraño, meditaba el hombre dentro del carruaje, que James St. Bride no
hubiera continuado con su madre. En aquel entonces, su madre era una belleza... No, no era
simplemente la opinión de un hijo que sentía adoración por su madre; Dominic había sabido desde
pequeño que su madre poseía una personalidad fuera de lo común, que era una joya que
resplandecía con luz propia! Desde edad muy temprana, había observado cómo los hombres
miraban a aquella belleza oscura y exótica con ojos brillantes y codiciosos. Ojos de gachó. Ojos
gitanos también.
Pero Madeleine no había prestado atención, porque, aunque rara vez hablaba de ello, él sabía
que su corazón estaba encadenado a un hombre. El hombre que Dominic había odiado desde el
día en que se enteró de que era el hijo bastardo de un conde.
El no comprendía el amor profundo que ella le profesaba. A pesar de que casi nunca lo
mencionaba, sabía que ella lo llevaba muy dentro, así que aprendió a aceptarlo. Igual que había
aceptado la exigencia de su padre de que viviera como un gachó...
«Esta vida es más fácil, hijo mío. Se vive con muchas más comodidades».
Se había enfadado mucho con su madre por permitir que su padre se lo llevara de su lado, de
los gitanos. No obstante, con el tiempo, se había dejado llevar... igual que ella una vez también se
dejó llevar. Por la riqueza. Por el placer.
A menudo se había hecho esa pregunta a sí mismo... ¿Qué es lo que había atraído a su padre de
su madre? ¿Su belleza? ¿O el hecho de que fuera gitana, el toque de lo prohibido...?
Fuera cual fuere la razón, él era el resultado de ello.
Le había costado muchos años empezar a reconciliarse con ese hecho.
En realidad, le recordaba una vocecita insidiosa dentro de él, todavía tenía que hacerse a la
idea. ¿Era gitano? ¿O era gachó?
No importaba. El ya no era un bastardo, y sin embargo siempre lo sería.
Era... quien era. Lo que era... y eso era algo que nunca cambiaría.
Al morir su padre, había sido tentador... muy tentador volver la espalda, rechazar el título y la
fortuna de su padre, mostrar el mismo desprecio que su padre le había mostrado siempre.
«Pequeña rata gitana», solía decir de él desdeñosamente.
Su padre le consideraba salvaje y pagano.
Su padre estaba convencido de que no podía cambiar.
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Había cosas de las que su padre nunca llegó a enterarse, y que nadie conocía. Ellos creían que
era un gitano salvaje y sin educación...
Pero él había llegado a ser... lo que su padre pensaba que nunca podría ser. Un caballero. Bien
considerado por la sociedad más privilegiada. No había sido fácil, pero se las había arreglado para
conseguirlo. Había bailado valses en Almack's. Había jugado en White's. Había apostado en el
Jockey Club mientras se sentaba codo con codo con el duque de Worthington.
Aunque en el fondo de su ser yacía el deseo de algo más. El deseo de algo mejor. Algo... que no
comprendía bien del todo.
Fue una pregunta inocente de su abogado lo que le hizo tomar la decisión. Hacía menos de un
mes que Renfrews le había preguntado: «¿Le gustaría ver personalmente sus intereses en
Ravenwood, señor?»
Ravenwood. Dominic se había jurado siempre que jamás pondría un pie allí porque era el lugar
donde su padre había nacido, el hogar de sus antepasados... y el sitio donde su madre había vivido
con James St. Bride.
James St. Bride nunca le había llevado a Ravenwood. Nunca. Dominic no tenía ni la más ligera
idea del motivo de ello. Era su hogar, el hogar de su padre; el hecho de llevarle allí habría supuesto
su aceptación, y en realidad, aunque su padre había reconocido a Dominic como hijo suyo, nunca
le había acogido como su heredero.
Pero la semilla había agarrado, y ahora había florecido y crecido.
El había reclamado su» herencia, y ahora también reclamaría Ravenwood... Convertiría el hogar
de su padre en su hogar.
Era la venganza más dulce contra hombre que le había dado su ser...
Unos instantes después, su figura alta y fuerte descendió del carruaje. Varios lacayos se
arremolinaban para atenderle. Se les dijo que se apartaran, Dominic St. Bride no era un hombre
que gustara de formalidades.
El mayordomo Franklin estaba notablemente nervioso. Bajó corriendo la escalinata de piedra,
con la camisa de dormir arrugada.
—Le pido perdón, señor, si hubiéramos sabido que llegaba esta noche, habría reunido a la
servidumbre y habría tenido todo perfectamente preparado...
—No envié recado de la hora exacta de mi llegada, Franklin. Descanse tranquilo, no esperaba
ningún ceremonial de bienvenida. Por la mañana me presentará a todo el personal. Franklin se
quedó boquiabierto, claramente se esperaba un arrebato de su nuevo amo.
Dominic se había limitado a dar una breve ojeada a la mansión con fachada de ladrillo.
Permaneció de pie en el último escalón, mirando las nubes de tormenta que se estaban formando
en el horizonte. El lugar que antes la luna había iluminado con su luz plateada, ahora estaba
oscurecido por una espesa bruma. El aire se había hecho pesado y húmedo. A Dominic no le
sorprendía; él había pasado su niñez en el campo, donde el tiempo era impredecible. En Londres
se había sentido sofocado. Aquí había sitio para respirar.
Le vendría bien, pensó. Oh, sí, le vendría muy bien.
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SAMANTHA JAMES
CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0033
—Anoche hubo una terrible tormenta —dijo Charlotte. —¡Los truenos eran tan fuertes que casi
me sacan de la cama!
Olivia sonrió levemente.
—Me temo que en verano siempre tenemos tormentas de este tipo. Mi padre solía decir que
eran los ángeles aplaudiendo todos a la vez la música del Señor.
—Los ángeles aplaudiendo todos a la vez la música del Señor —repitió Charlotte. Se le
iluminaron los ojos. —¡Pues eso es lo que le diré a Colin para que no vuelva a tener miedo!
—¡Charlotte! ¡Olivia! —El susurro provenía de Fanny, otra de las doncellas. —¡Daos prisa!
Tenemos que presentarnos todos en el vestíbulo para conocer al nuevo amo.
A Olivia se le hundió el corazón como si fuera una enorme piedra. El momento que más temía
había llegado.
Afortunadamente, ella y Charlotte fueron de las últimas en llegar a la fila. Bajo la atenta mirada
de la señora Templeton, se mantuvo bien atenta.
Lo vio por el rabillo del ojo. ¡Dios, qué alto era! Sobrepasaba en altura a Franklin, cuya estatura
no era nada despreciable. Con el estómago encogido, esperó, rezando para que todo pasase lo
más rápido posible. Pero la providencia no estaba aquel día de su parte, ya que él se detuvo con
cada uno de los sirvientes, llamándolos por su nombre e intercambiando algunas palabras de
cortesía.
A medida que él se acercaba, se le iban poniendo los nervios de punta. Deseaba que se la
tragara la tierra. Por fin se plantó delante de ella, con las manos a la espalda, y aparentando tal
serenidad y tranquilidad que a ella le dieron ganas de gritar.
—Milord, Olivia Sherwood, una de las doncellas.
Olivia procuró encontrar el coraje de mirarle a los ojos, ¡craso error! Su mirada, aunque breve,
fue intensa y penetrante. No hubo señal alguna de sonrisa en sus labios. Ni rastro de
reconocimiento en sus ojos, que, por cierto y para su sorpresa, no eran oscuros en absoluto, sino
de un profundo color azul.
El inclinó la cabeza.
—Señorita Sherwood, estoy realmente encantado de tenerla aquí en Ravenwood.
Continuó hacia Fanny.
Olivia parpadeó. Parecía que no la había reconocido. ¿Se sentía ofendida... o aliviada? Ella
prefería, con diferencia, lo segundo.
Por lo menos ya había pasado. Les mandaron retirarse para ir a ocuparse de sus tareas.
Las otras doncellas estaban chismorreando.
—¿Lo has visto? ¡No me extraña que todas las damas de Londres cayeran rendidas a sus pies!
—Tiene los ojos de su padre. ¡Azules como zafiros!
—Se ha dignado a sonreírme. ¿Os habéis fijado? ¡Me ha sonreído!
—A mí me ha cogido la mano. ¡Casi me desmayo!
Al encontrar la mirada de Charlotte, Olivia sonrió y movió la cabeza.
Charlotte se inclinó y susurró:
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—Vamos, cariño. Bueno, tendrás que admitirlo, ¡es endemoniadamente guapo!
De repente se hizo un silencio en el grupo. Olivia comprendió rápidamente el porqué.
La señora Templeton había aparecido, ¡y se dirigía hacia ella!
A Olivia se le encogió el corazón. ¿Qué había hecho para que el ama de llaves pareciera tan
contrariada?
La señora Templeton se detuvo frente a ella. Pero primero pasó su incisiva mirada por todos los
demás.
—¿Es que no tenéis nada que hacer? —espetó.
El grupo se dispersó en un abrir y cerrar de ojos. Olivia empezó también a moverse, pero el ama
de llaves la detuvo cogiéndola por el brazo.
—Ha preguntado por usted. El amo. —La señora Templeton tenía los labios apretados. —Desea
verla en la biblioteca.
Olivia tragó saliva. No le gustaba nada todo aquello, ¡nada en absoluto!
—De acuerdo —murmuró.
Olivia se dio la vuelta para marcharse. La voz de la señora Templeton la hizo pararse en seco.
—Una cosa más, señorita Sherwood.
Ella se dio la vuelta.
—Al buen sirviente ni se le ve, ni se le oye, jovencita. Espero que lo tenga bien en cuenta de
ahora en adelante.
Ella sintió un nudo en el estómago.
El sentía lo mismo.
Se encontraba junto a la chimenea de mármol, con las manos a la espalda y la mente todavía
dando vueltas. Jamás habría imaginado encontrarla en Ravenwood. Había pensado en ella la
noche anterior, y de nuevo por la mañana al despertarse. Le había irritado profundamente que su
encuentro se hubiera producido en mitad de la noche; le habría gustado verla a plena luz del día
para comprobar si era tan bonita como parecía a la luz de la luna.
Ahora lo sabía.
Era exquisita, tan exquisita como de alguna manera se esperaba.
Tenía el rostro ovalado, la piel suave y del color de la crema de Devonshire. Sus ojos eran del
color del jade, grandes y con pestañas espesas; el arco de las cejas era ligeramente atrevido. El sol
entraba a raudales por la ventana, haciendo que su cabello, dorado con reflejos rojizos, brillase.
Bueno, no sería considerada bonita para los gustos de Londres, no tenía el pelo rubio pálido, y era
demasiado delgada.
—¿Deseaba verme, señor?
Directamente al grano. A Dominic eso le gustaba, igual que le agradaba su calmada dignidad.
Ella estaba de pie con las manos entrelazadas en el regazo y la espalda recta, con los hombros bien
colocados. El se dio cuenta de que estaba nerviosa, pero procuraba que no se le notara. Eso
demostraba su valentía...
—La señora Templeton me ha dicho que no lleva trabajando aquí mucho tiempo, señorita
Sherwood.
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—Así es —se apresuró a decir ella. —Gran parte del personal ha sido contratado hace poco
tiempo. La casa ha estado cerrada desde que el conde, quiero decir el antiguo conde... o sea, su
padre...
—Entiendo perfectamente lo que quiere decir, señorita Sherwood.
Se había colado un toque de frialdad en su tono. Olivia permaneció en silencio; no pudo evitar
notarlo. Retorció los dedos dentro de las palmas. No podía apartar sus ojos de él, ni aunque
hubiera querido.
No diría que era moreno, porque su pelo no era negro, sino más bien color chocolate oscuro, y
lo llevaba un poco más largo de lo que estaba de moda. Su piel parecía haber sido besada por el
sol, pues era de un bronceado dorado.
Se sorprendió de nuevo... no parecía un gitano. Sin embargo, tampoco se parecía a ningún
caballero de los que había conocido. Vestía camisa y corbata blancas como la nieve, pantalones de
montar ajustados y brillantes botas hasta la rodilla. Pero poseía una curiosa rudeza que no casaba
con la elegancia de su vestimenta. No se podía negar que...
Su atractivo era casi pecaminoso.
Fue él quien rompió el silencio.
—¿Ha terminado? —preguntó con calma.
La minuciosidad de su concienzudo examen no había pasado desapercibido. ¡Jamás se había
sentido tan avergonzada!
Retiró la mirada, incómoda.
—Señor, yo...
—Mire tanto como desee. Estoy seguro de que me ve como a un bicho raro.
Su tono nunca dejó de ser agradable. Olivia se ruborizó.
—Lo siento.
—No necesita disculparse. Ya estoy acostumbrado.
No lo estaba; había un deje en su tono que se lo confirmaba.
Ella se apretó las manos.
—Señor —empezó a decir en voz muy baja, —si no necesita nada más de mí...
—Me gustaría que me enseñara la casa.
Abrió la boca.
—Pero... yo solamente llevo aquí una semana escasa. Puedo sugerirle que sea otra persona
quien...
—No. La quiero a usted, señorita Sherwood.
La quiero a usted. Tenía la entera sensación de que quería decir algo completamente distinto.
Inclinó la cabeza.
—De acuerdo entonces. —Hizo una seña hacia la puerta. —¿Empezamos?
—Por supuesto.
Olivia se puso rígida. ¿Se burlaba de ella? Juraría que había notado un tono de burla en su voz.
La media hora siguiente no fue mucho más fácil. Mientras recorrían la casa, ella rezaba porque
él no se diera cuenta de lo nerviosa que estaba.
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En el estudio, ella se atrevió a respirar con un poco más de calma. Casi habían terminado. Allí
había un retrato de su padre colgado sobre la chimenea. El se quedó mirándolo largo rato, con las
manos entrelazadas en la espalda y los hombros bien erguidos. Aunque James St. Bride tenía el
cabello de color castaño caoba, existía un notable parecido entre padre e hijo. Ambos poseían los
mismos pómulos altos... los mismos ojos azul intenso.
Dominic St. Bride no se había movido todavía. Permanecía congelado en su sitio, con la mirada
anclada en el retrato de su padre.
Hubo un prolongado silencio.
—Usted le honra —dijo con torpeza, sin saber qué otra cosa decir.
—Tengo sus ojos, pero me gusta pensar que no soy como él. —Su voz sonaba cortada y seca.
Sin embargo, tuvo que retirar la mirada del retrato. Le recorrió un escalofrío por la espalda. Se
dio cuenta de que él lo odiaba. Odiaba a su padre. Olivia lo notó en cada fibra de su ser. No
obstante, cuando por fin se dirigió hacia ella, su tono era tan relajado como antes. .,.
—Prosigamos, señorita Sherwood.
No quedaba más que el invernadero. Para su sorpresa, Olivia se dio cuenta de que no tenía
ninguna prisa por terminar, ya que el invernadero era la parte más bonita de la casa. Era inmenso,
con una luz y una grandeza extraordinarias. Al fondo había unas puertas dobles que daban paso a
una terraza de piedra. Más allá se extendía un pequeño jardín lleno de rosas.
La invadió un sentimiento de nostalgia. Dio un suspiro, le recordaba a la casa donde había
crecido, la casa en la que el nuevo vicario, el Reverendo Holden, vivía en ese momento. Su madre
y ella habían pasado muchas horas felices cuidando de la pequeña rosaleda en el jardín de atrás.
¡Señor, cómo lo echaba de menos!
—¿Vive sola, señorita Sherwood?
Una profunda voz masculina la sacó de su ensueño. Se asustó al comprobar que Dominic St.
Bride se encontraba justo detrás de ella.
Se giró para verlo y retrocedió un paso.
—No —murmuró.
—Ya veo. ¿Entonces tiene un marido?
—No. Vivo... vivo con mi hermana Emily.
Él continuó.
—Habla muy bien, señorita Sherwood.
Ella levantó la barbilla casi imperceptiblemente.
—Gracias, señor.
—Estoy seguro de que también tiene una buena educación.
—Eso deseaba mi madre, a quien Dios tenga en su gloria.
—¿Y una buena instrucción, supongo?
—Mi padre se encargó de que recibiera una buena formación, sí. —Olivia se encontraba
incómoda. ¿A dónde quería ir aparar?
—Entonces debo decir que me extraña que una mujer como usted esté empleada a mi servicio.
Olivia se puso rígida. Ahora se daba cuenta de adonde quería llegar... a que ella estaba fuera de
lugar. Respiró hondo y eligió cuidadosamente sus palabras.
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—Mi padre siempre decía que el trabajo duro era bueno para el espíritu del hombre y, me
atrevería a decir, que también para el de la mujer. Pero debería saber que es un caso de pura
necesidad. No tengo más familia que mi hermana, y no me queda más remedio que cuidar de ella.
El parpadeó.
—No era mi intención ofenderla, señorita Sherwood.
Fue entonces cuando ella se dio cuenta de que había estado a la defensiva.
—No lo ha hecho, señor.
Durante un buen rato, él no dijo nada. Su mirada vagaba por el rostro de ella, acelerándole el
pulso. Luego, antes de que ella tuviera la oportunidad de pensar, levantó una mano y le pasó los
nudillos por el arañazo que tenía en la mejilla.
—Casi no se le nota —murmuró.
Su corazón se tambaleó. Sintió una oleada de calor en las mejillas.
—Cierto —dijo sin aliento. —No es nada grave.
Pero él no había acabado. Le tomó las manos entre las suyas y le puso las palmas boca arriba.
Recorrió con el pulgar las ampollas que se le habían levantado. Olivia se ruborizó. Se le detuvo el
corazón. Se preguntaba con frenesí qué estaría pensando él: ¿que no estaba hecha para el trabajo
en esa casa? No. Ni siquiera podía imaginarse tal cosa. Si se quedaba sin empleo, ¿cómo
sobrevivirían ella y su hermana Emily?
Sus miradas se encontraron. Una media sonrisa curvaba su boca.
—Le agradezco su tiempo, señorita Sherwood —murmuró, —sin duda nos encontraremos de
nuevo.
Después se llevó una pequeña mano a sus labios. Para sorpresa suya, le besó el dorso de cada
mano, fue un fugaz roce de sus labios sobre su piel.
Se dio la vuelta y se alejó. Olivia se quedó ahí parada, con el pulso desbocado.
La manera en que le había tocado la mejilla era bastante inapropiada. El modo en que le había
besado las manos...
Pero no era un caballero.
Y ella no era una dama, no una dama verdadera, como las de Londres...
Según las palabras de Charlotte, era un mujeriego redomado, ¡un perfecto seductor, sin duda!
No podía consentirlo. No lo consentiría.
Sin embargo, no podía más que dar la razón a Charlotte. Era un apuesto demonio.
Aquella noche, Olivia se preparó para abandonar Ravenwood más temprano. Estaba a punto de
salir cuando Charlotte la alcanzó.
—¿Te importa si voy caminando contigo, Olivia?
Olivia le sonrió.
—Naturalmente que no. Me alegro de tener tu compañía.
No habían llegado muy lejos cuando Charlotte se aclaró la garganta. Olivia la miró. Charlotte
tenía un buen ceño dibujado en la frente. Abrió la boca, desvió la mirada y volvió a cerrarla de
nuevo.
Olivia la cogió por el codo y ambas se detuvieron.
—Vamos, Charlotte. Tienes algo que decirme, así que suéltalo ya.
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Charlotte no solía ser tan reticente.
—De acuerdo, Olivia. Pero puedes decirme que no, lo último que deseo es ser una molestia...
—¡Charlotte! —dijo Olivia riéndose. —¡Desembucha!
—De acuerdo, pues. —Charlotte respiró hondo, luego se lanzó a hablar. —¿Recuerdas cuando
me dijiste que si necesitaba algo, solo tenía que pedírtelo?
—Sí, lo recuerdo. Y lo decía en serio, Charlotte.
Charlotte no paraba de retorcerse las manos.
—He oído que has estado enseñando a leer y escribir a algunos niños del pueblo.
—Así es —dijo Olivia sin demora. —Los domingos por la tarde en la plaza del pueblo, y algunas
noches cuando estoy libre.
—No pretendo ser una carga, pero me gustaría que también enseñaras a mi chico, Colin, a leer
y escribir. Yo nunca aprendí, y quiero... me gustaría que fuera tan inteligente y educado como tú.
Olivia empezó a protestar.
—Pero lo eres —dijo Charlotte sinceramente. —No deberías estar aquí trabajando como una
esclava, como el resto de nosotros. Tú eres una dama, más señora que muchas que andan por ahí
creyendo que lo son.
Olivia se sintió profundamente emocionada.
—¿Eso es todo? ¿Que enseñe a leer y escribir a Colin?
Charlotte asintió con la cabeza.
Olivia tenía un nudo en la garganta. Tras la muerte de su madre había asumido la tarea de
enseñar a los niños del pueblo, al igual que hacía ella. Ahora que se había tenido que poner a
trabajar, obviamente pasaba menos tiempo con ellos, pero se había comprometido a continuar.
—Por supuesto que lo haré, Charlotte. Me encantará hacerlo. Y no te preocupes, no eres una
carga. Solamente tengo una docena más o menos que vienen con regularidad, así que uno más no
será ningún problema.
Charlotte la miró a la cara.
—¿Estás segura?
Olivia le dio un cálido abrazo a Charlotte.
—Naturalmente que lo estoy. Además, de ese modo Colin tendrá la oportunidad de conocer a
otros niños.
La cara de Charlotte se deshacía en sonrisas.
—Eres una santa, Olivia. Que Dios te bendiga, cariño, que Dios te bendiga.
Acordaron que Olivia pasaría por casa de Charlotte a la noche siguiente. Se separaron cerca del
estanque de patos del pueblo. Olivia le dijo adiós con la mano y siguió su camino. Poco después,
tomó el camino de tierra que conducía a su casa.
Llamó a su hermana mientras giraba el pomo de la puerta y la abría.
—¿Emily? Estoy en casa, cariño.
—Estoy aquí, Olivia.
La voz de Emily procedía del salón. Nada más traspasar el umbral, Olivia se detuvo de golpe.
Emily no estaba sola. Estaba sentada en el borde de la silla. Frente a ella se encontraba William
Dunsport. William, hijo de un barón poco importante, era militar retirado.
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William se había puesto en pie, con su sombrero en las manos. Alto y rubio, sonreía
cálidamente.
—Señorita Olivia, te pido disculpas por presentarme sin avisar. Están herrando mi caballo y se
me ocurrió que mientras tanto podría haceros una visita. Emily dijo que no estaba segura de
cuándo regresarías, así que espero que no te importe que me haya quedado a esperarte.
Recuperó su sonrisa al instante.
—Nada en absoluto, William. ¿Te apetece tomar un té?
—Me encantaría, gracias.
—Bien. Enseguida vuelvo.
Olivia fue a la cocina. Se oía la voz profunda de barítono de William y el tono suave y tímido de
Emily. Cuando volvió, puso la bandeja sobre la mesita frente a la silla de Emily.
Olivia se acomodó a su lado.
—Emily —dijo con calma, —¿lo sirves tú?
Emily volvió la cabeza hacia ella. Olivia se dio perfecta cuenta de su profunda inhalación de aire.
—Olivia —empezó a decir nerviosa.
—Puedes hacerlo, cariño —la animó Olivia con suavidad. —Vamos, yo te ayudo. —Guió los
dedos de Emily por la tetera. —La tetera está a las tres en punto, las tazas a las doce, las seis y las
nueve en punto.
Los dedos de Emily vacilaban al agarrar el asa. Olivia contuvo la respiración. Por un instante,
pensó que Emily retiraría la mano, parecía que se iba a echar a llorar de un momento a otro. Olivia
dirigió una plegaria al cielo. Era algo que habían practicado una y otra vez. Olivia estaba segura de
que Emily podía hacerlo, pero Emily no era de la misma opinión. Mientras tanto, William miraba
con una mezcla de duda y escepticismo.
Emily había encontrado la primera taza. La deslizó con cuidado hacia la tetera. Sonó el tintineo
de la porcelana al chocar; Olivia notaba cómo Emily escuchaba atentamente. Poco a poco, Emily
inclinó la tetera hacia delante y puso la punta del dedo dentro de la taza. Cuando el hirviente
líquido le rozó la uña, dejó de servir.
El suspiro de alivio fue casi audible, su sonrisa se mostraba temblorosa. A Olivia le entraron
ganas de vitorear a su hermana.
—William —dijo alegremente, —¿leche y azúcar?
Una expresión de incredulidad cruzó su rostro.
—Leche —acertó a decir. —Una pizca nada más.
Mientras Olivia servía la leche, Emily ya había llenado la segunda taza y estaba con la tercera.
No derramó ni una gota.
La victoria era pequeña, quizás, pero Olivia sentía que el pecho le estallaba de orgullo. Emily
estaba adquiriendo autonomía.
Pasaron la siguiente media hora tomando té y charlando. Emily incluso se rió varias veces
cuando William contó alguna de sus experiencias en el continente durante su época con el
ejército. Cuando terminaron, Olivia recogió la bandeja y se dirigió hacia la cocina.
Un momento después percibió un roce en el codo. Sobresaltada, se giró y se encontró con que
William la había seguido.
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—Olivia, ya sé que no es asunto mío, pero me pregunto por qué has permitido que Emily sirva
el té.
Olivia levantó la barbilla.
—Tienes razón —dijo con tranquilidad, —no es asunto tuyo.
Semejante brusquedad lo dejó desconcertado. Se le notaba en la cara.
Entonces se dio cuenta de que... William parecía... diferente en cierto modo. Diferente del
joven alegre que ella había conocido durante tanto tiempo. Se mostraba más serio, y bastante
menos paciente de lo que había sido antes de irse a luchar contra el ejército de Napoleón. A veces,
como en ese momento, había detectado una rudeza en él totalmente fuera de lugar, impropia del
muchacho que había conocido una vez. ¡Otras veces era insufriblemente arrogante!
Ella intentó explicarle.
—No puedo permitir que Emily se quede sentada sin hacer nada por ella misma. Puede estar
ciega —le dijo sin alterar la voz, —pero no es una inútil. Además, debe sentir que todavía puede
hacer cosas por sí misma.
A él se le subieron los colores.
—Sin embargo, no puedo decir que lo apruebe. Podría hacerse daño.
Olivia se sintió levemente irritada. Ella tenía razón, y él se negaba a admitirlo. ¿Por qué era tan
testarudo? El William que ella había conocido nunca se había mostrado tan imperioso.
Ella le habló con suavidad.
—No necesito tu aprobación en lo que concierne a Emily, William. Como su hermana, haré lo
que crea más conveniente para ella.
—No puedo estar de acuerdo, Olivia. Me temo que debo decirte que, en mi opinión, estás
equivocada. Tu hermana es una inválida. No entiendo por qué insistes en tratarla como si no lo
fuera.
Olivia frunció los labios ligeramente.
—Di lo que quieras, William, pero yo tengo algo que decir en este asunto. Emily es ciega, pero
no es una inútil. Hay muchas cosas que puede hacer por sí misma. Solo es cuestión de aprender a
hacerlas.
El se puso visiblemente rígido.
—Eres bastante impertinente, Olivia.
—Y tú, William, eres bastante autoritario —le devolvió.
—No lo creo, Olivia. En realidad, me pregunto qué te ha pasado. Puede que sea por la muerte
de tu madre. Sí, debe de ser eso. Nadie te ha aconsejado sobre cómo comportarte en sociedad
con el mínimo decoro, si no, habrías aprendido a contener tu lengua, las damas no discuten.
—Estoy en mi propia casa, William —respondió sin alterarse, —por tanto no veo la necesidad
de contener mi lengua. Y si estamos discutiendo, es porque tú has empezado la discusión.
—¡Y tú has continuado!
Olivia suspiró. En realidad, se le estaba poniendo muy cuesta arriba dominar su enfado.
—Puede que lo hayas olvidado, William, pero nunca he sido una mosquita muerta.
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—Nunca olvido nada, Olivia. De hecho, recuerdo una época en que me adorabas. —El sarcasmo
había abandonado su tono de voz. En su lugar había una cierta tristeza. Ella estuvo segura cuando
él le dedicó una larga y detenida mirada. —Has cambiado, Olivia —dijo en voz baja.
—Y tú también, William. —No había pesar ni malicia en esa afirmación. En realidad, acababa de
darse cuenta de cuánta verdad había en ello.
Por un fugaz instante, él pareció mostrar su desacuerdo. Luego de repente se pasó los dedos
por el cabello, con ese gesto de su niñez que le llegó al corazón y le recordó todo lo que habían
pasado juntos...
Todo lo que nunca volvería.
—Puede que así sea —murmuró. —He visto atrocidades que no te puedes ni imaginar, y de las
que jamás hablaría a una dama. —Sus labios esbozaron una débil sonrisa, pero era una sonrisa sin
júbilo. —Supongo que se podría decir que la guerra me ha convertido en un hombre.
Y la vida me ha convertido en una mujer, pensó ella con una punzada de dolor en las entrañas.
William la miró.
—¿Recuerdas tu octavo cumpleaños?
La más leve de las sonrisas curvó sus labios.
—Sí. Me pusiste un ramo de preciosas violetas en la mano. Corrí a casa para enseñárselo a
mamá pero empezó a estornudar de tal manera que tuve que dejarlo fuera.
El tono de él se tornó hosco.
—Lloraste porque aquella noche llovió y se estropearon. —Hizo una pausa, y luego dijo con
suavidad: —Lloraste la noche que me fui a luchar contra Napoleón.
En efecto, así había sido. ¡Pero qué lejano parecía todo! Habían pasado muchas cosas. El
tiempo y la distancia los habían separado...
—Recuerdo muy bien aquellos días, Olivia. Lo que nunca ha cambiado son mis sentimientos
hacia ti. —Sus ojos se encontraron con los de ella. —Siento que hayamos discutido. En realidad, es
lo último que deseaba, porque mi intención era hablar contigo de algo muy diferente.
Antes de que ella pudiera decir nada, él la había agarrado las dos manos.
—Olivia... —comenzó.
Quizás fuera inevitable, pero instantáneamente recordó otro par de manos, manos fuertes y
bronceadas; las suyas parecían un tanto perdidas entre las de él...
—Llevo un tiempo dándole vueltas a una idea. Solamente espero que tú también desees lo
mismo que yo. Olivia... —Hubo una pequeña pausa, —me harías muy feliz si consintieras ser mi
esposa.
Su esposa.
Aquellas palabras le devolvieron a la realidad del momento de golpe. Le estaba pidiendo que se
casara con él, pensó aturdida. Lo observó sin decir palabra, miraba su pelo rubio, bien peinado
hacia atrás desde la frente, luchando por encontrar una respuesta.
Vaya, debería haberse imaginado lo que se le caía encima. Él había soltado indirectas de vez en
cuando de que le gustaría llevar su relación más allá de la amistad. Incluso se había atrevido a
besarla la última vez que se habían visto, pero mientras las mejillas de él estaban arreboladas
cuando levantó la cabeza, ella solo sintió una curiosa indiferencia ante su beso. A él se le habían
secado los labios, y no había la más mínima respuesta en el pecho de ella. Había esperado fuego y
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calor apasionado y todas esas cosas que se anhelan desde lo más hondo del corazón. En cambio
solo había sentido... un vacío. Y sobre todo una enorme decepción.
Matrimonio. Cuando pensaba en el matrimonio con William, no sentía nada: ni deseo ferviente,
ni emoción. ¿Cómo podía casarse con él?
No le amaba, ni quería su compasión.
Habría sido el camino más fácil, pero no era el único. Trabajando duro y con perseverancia
podría salir adelante ella sola... ellas podrían conseguirlo, las dos, Emily y ella. Pero no estaba tan
desesperada como para casarse con un hombre al que no amaba.
—William... En este momento ni siquiera puedo pensar en matrimonio. Tengo que... que
pensar en Emily. Este último año ha sido muy difícil... para ambas. —Estaba dando rodeos, pero no
le quedaba más remedio. —Ruego que me comprendas, pero... es demasiado pronto.
William se quedó callado unos instantes.
—Ya veo —dijo con suavidad. Luego añadió: —¿Puedo venir a visitaros mañana por la tarde?
—Estaré dando clase a los niños del pueblo —le recordó. El domingo era el único día que no
trabajaba en Ravenwood.
Su actitud se tiñó de una ligera frialdad. Desaprobaba sus clases a los niños del pueblo, estaba
convencido de que era una pérdida de tiempo, de que no necesitaban aprender esas cosas. Ya
habían discutido sobre ello en otras ocasiones, pero Olivia no tenía intención de dejar sus clases
solo porque él no lo aprobara.
—A lo mejor otro día, pues. —El semblante de William no estaba muy sonriente.
Olivia inclinó la cabeza.
—Quizás —asintió.
Dicho esto, hizo una reverencia y se marchó. Olivia agradeció en silencio que no la besara de
nuevo. Había dicho que sus sentimientos no habían cambiado. Pero Olivia sabía que nunca
podrían volver atrás, porque sus sentimientos hacia él nunca serían los mismos. No pretendía
herirlo, pero no tenía otra alternativa, igual que no le quedaba más remedio que cuidar de Emily y
de sí misma, y continuar como lo habían hecho hasta ahora.
Emily volvió la cabeza cuando Olivia regresó.
—Y William, ¿se ha ido?
—Sí. —Olivia estaba impaciente por cambiar de tema. —¿Qué tienes en el regazo, cariño?
Emily se mordió el labio.
—Oh, no es nada. De verdad. —Olivia se dio cuenta de que se había ruborizado. —Es solo un
trozo de encaje.
Pero Olivia estaba intrigada. Se arrodilló junto a Emily.
—¿Puedo verlo?
—Está bien —aceptó Emily vacilante, —si insistes...
Olivia cogió el pequeño cuadrado de encaje de entre las manos de su hermana y lo examinó.
Fue entonces cuando vio las agujas en el regazo de Emily, medio escondidas entre un pliegue de la
falda.
Exclamó maravillada, el encaje era fino y delicado, verdaderamente una preciosidad, y así se lo
dijo:
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—¿Lo has hecho hoy? ¡Emily, es precioso!
Emily se ruborizó.
—Sí, hoy. Pero de verdad, Olivia, no es nada. Solo intentaba ver si... si me acordaba...
Olivia movía la cabeza sin salir de su asombro.
—He contado los puntos. —Hizo una pequeña pausa. —Yo misma me sorprendí de acordarme.
Ha sido muy extraño, en serio, mis dedos parecían saber lo que tenían que hacer...
La mirada de Olivia se suavizó.
—Has heredado la habilidad de mamá con la aguja. Tiene gracia —dijo riendo —yo apenas
puedo coser un dobladillo derecho. Ya ves por qué no tenía ninguna gana de ser modista. Lo
terminarás, ¿verdad? Quedará precioso en la mesa de madera oscura.
El pálido rostro de Emily brilló de satisfacción. Hacer el encaje había sido un capricho. Pero en
realidad había disfrutado inmensamente, porque le había mantenido la mente ocupada, y alejada
de... otras cosas.
Oyó el ruido de la tela y supo que Olivia se había levantado. Sus pasos la llevaron hasta la
cocina. Emily la oyó trajinar de acá para allá.
Se llevó los dedos a los ojos. A veces había querido sacárselos, ¿para qué le servían ahora?
Nunca se acostumbraría a estar ciega, como tampoco dejaría de odiar al gitano ladrón que asesinó
a su padre.
Se estremeció. Aquella noche había vuelto a tener una pesadilla. De nuevo le había visto la
cara... ese horrible gitano, con el palo en alto golpeando a su padre una y otra vez... Le dio un
escalofrío. Sabía que a Olivia le dolía que nunca le hubiera contado lo que vio aquella terrible
noche, pero ya tenía bastante con revivir esa espantosa escena en sus pesadillas nocturnas. No
dejaría que Olivia sufriese el mismo tormento. Sí, era mejor así, no hablar nunca de ello.
Palpó nuevamente la pequeña pieza de encaje. Se sentía inútil ahí sentada. Pero esa tarde,
cuando había estado haciendo el encaje, el tiempo había pasado muy rápido. Era sorprendente
cómo se acordaba de los puntos. Entonces una idea empezó a tomar forma... tenía el pecho
henchido de emoción. Podría hacer tapetes y paños... y si pudiera venderlos... ¡Oh, Olivia era tan
buena! Se había ocupado de ella durante todos esos meses y... si pudiera aligerar su carga, no se
sentiría tan... ¡tan inútil!
Pero quería que fuese una sorpresa. No se lo contaría a Olivia, todavía no. Su hermana pensaría
que era solamente una manera de pasar el tiempo.
Casi sin darse cuenta, empezó a canturrear una alegre melodía al ritmo de la mecedora. Estaba
de muy buen humor, mejor que en mucho tiempo...
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SAMANTHA JAMES
CCAAPPÍÍTTU
ULLO
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El domingo amaneció despejado, luminoso y cálido. Los rayos de sol se reflejaban en el
estanque de patos cerca de la plaza del mercado. Justo al otro lado de la plaza había una pequeña
iglesia normanda que contaba con varios siglos de antigüedad; la entrada exhibía una cruz sajona
de piedra. Hojas de parra entrelazadas trepaban por uno de sus lados.
William se había parado en la plaza del pueblo nada más llegar allí Olivia. Esta se preguntaba si
lo habría hecho solamente para que no continuara con sus clases a los niños. Cuando ella se lo
recordó, él se mostró algo huraño.
Miró su reloj de bolsillo.
—Tengo que marcharme —dijo. —Mi madre me espera para el té. —Tras estas palabras se
inclinó y presionó su boca contra la suya.
Fue un instante fugaz. Sin embargo, Olivia estaba horrorizada. ¿Cómo se atrevía a hacerlo
delante de la gente? No estaban prometidos, y si el pequeño Emory no hubiera aparecido justo en
ese momento, no habría tenido que decírselo.
Olivia no sabía qué otros ojos también los habían visto, ojos que los vigilaban a ambos con
mucho interés...
Una hora después estaba sentada en la hierba de la plaza del pueblo, con las piernas cruzadas,
con las faldas extendidas a su alrededor. Una docena de niños se arremolinaban en torno a ella.
Entre ellos estaba Colin, el hijo de Charlotte. Tenía los ojos espabilados, pero era un poco tímido,
con el pelo rizado y pelirrojo, como el de su madre. Había asentido ilusionado cuando Olivia le
había preguntado si quería aprender a leer, pero todavía tenía que decir algo, aunque la clase casi
había terminado.
Ella escribió algo en el pizarrín que tenía en su regazo y lo levantó para que los niños lo vieran.
—¿Puede alguien decirme qué palabra es esta?
—Pone «Colin». —Lo dijo Jane, cuyo padre era granjero. A sus trece años, Jane era la mayor de
la clase. Iba todos los domingos junto a sus dos hermanas y sus tres hermanos.
—Excelente, Jane. Pone «Colin». —Sonrió a Colin, cuyos ojos se habían iluminado al oír su
nombre. —Colin, ¿lo ves?
El niño asintió enérgicamente.
—Bien, Colin, este es tu nombre. Pronto serás capaz de leerlo tú mismo, y también da
escribirlo, ¿verdad?
Asentía con la cabeza.
—Muy bien. Pues entonces, si vosotros...
Se detuvo de repente, porque todos los niños habían levantado los ojos hacia un punto detrás
de ella. Lucinda se escondió detrás de su hermana Jane. Incluso Jonny, que había estado
cuchicheando con su compañero, dejó de hablar.
La piel del cuello por detrás se le erizó de forma curiosa. Incluso antes de darse la vuelta, tenía
la extraña sensación de que era él...
El gitano.
Y de hecho, no se equivocaba. Justo detrás de ella estaba Dominic St. Bride. Montaba un
impresionante semental, de pelo negro azabache. A caballo, parecía tan alto como el cielo...
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SAMANTHA JAMES
Olivia abrió la boca para saludarlo. No deseaba parecer descortés ni asustada delante de los
niños.
Antes de que pudiera decir una palabra, se oyó la voz de Jonny Craven.
—Ya sé quién eres. Eres el gitano, el conde gitano.
Olivia quería que la tragara la tierra. Jonny no sabía cuándo debía sujetar su lengua, ¡nunca
había estado tan segura de ello! Quería taparle la boca con la mano al chico antes de que soltara
otro comentario despreciativo.
Pero, curiosamente, parecía que Dominic St. Bride no estaba enojado. Olivia estaba atónita, él
simplemente parecía divertido.
—¿Es eso cierto? —dijo alguien más. —¿Eres tú el gitano?
—Lo soy.
Para sorpresa de Olivia, casi para su desgracia, no mostraba signos de querer marcharse. En vez
de ello desmontó, sujetando las riendas entre sus manos enguantadas.
—No va vestido como un gitano. —Esta observación salió de Lucinda, que se atrevió a mirar
desde detrás de su hermana. La niña se ruborizó al darse cuenta de que todos los demás la habían
oído.
—Eso es porque es sólo medio gitano. —Jane le frunció el ceño a su hermana. —Su padre era el
viejo conde que no tuvo hijos por la maldición de su madre. Así que él lo sacó de su campamento
gitano para que aprendiera a ser su heredero, y un caballero.
Olivia se encontró a sí misma conteniendo la respiración. Naturalmente que había oído el
rumor muchas veces, sin embargo se preguntaba si él lo negaría. ¿O quizás lo confirmaría?
—Tienes razón. Mi... padre —se apreciaba una leve vacilación, como si la palabra le resultase
desagradable—me sacó de entre los gitanos. —Su tono se hizo más seco. —Visto de este modo,
porque pienso que en Londres difícilmente me considerarían Conde de Ravenwood si llevara el
atuendo de los gitanos.
—¿Entonces qué eres? ¿Un gitano? ¿O un conde?
—Es ambas cosas: ¡un gitano y un conde! —proclamó uno de los niños.
—¿Cuántos años tenías cuando tu padre te llevó con él? —quiso saber Thomas poniéndose de
pie.
La mirada de Dominic se posó sobre él.
—Tenía doce años.
—Doce. Esos son mis años —presumió Thomas.
—Eso no es cierto, Thomas Shelton —arguyó Jane. —No cumplirás doce hasta después de la
cosecha.
Thomas le sacó la lengua a Jane. Olivia les lanzó una mirada de advertencia a los dos.
—¿Por qué los gitanos viajan de un sitio a otro? —preguntó el chico, olvidándose del tema de
su edad.
—No se sienten comprometidos con nadie. Son libres, no están atados al mundo ni a la
naturaleza, son independientes y deambulan a su antojo. Y hay un refrán que dice: «Sólo Dios sabe
lo que nos traerá el mañana». Así que viven sin problemas sobre lo que les deparará el futuro y
hacen lo que les apetece, siempre que les apetece.
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—Mi papá dice que vagan por ahí porque nadie quiere tenerlos cerca. —Thomas inclinó la
cabeza hacia un lado y miró a Dominic.
Su semblante pareció ensombrecerse un instante... pero la sombra se le fue tan rápido que
Olivia creyó haberlo imaginado.
—Eso es lo que piensan muchas personas, pero están confundidos —dijo por fin. —Vagan
porque es su modo de vida, y lo ha sido durante siglos.
—No tienen casas. —Lucinda había salido de su refugio y ahora estaba sentada junto a Jane. —
Viven en tiendas y carretas.
—Se llaman carromatos —corrigió. —Vardo para los gitanos. Para aquellos que no tienen
suficiente dinero para tener un vardo, el cielo es el techo que cubre sus cabezas.
—¿Y qué hacen cuando llueve? —preguntó alguno.
Levantó una comisura de la boca.
—Se mojan —apuntó enseguida.
Los niños se echaron a reír. Se había agachado sobre una rodilla para hablarles. Fue entonces
cuando Olivia pudo detectar una chispa de humor en aquellos increíbles ojos azules.
—Hablan de manera extraña —dijo otro niño, metiéndose en la conversación.
—Eso es porque entre ellos utilizan la lengua de los gitanos. Se llama romaní o caló.
—Paganos, así los llama mi padre.
Él negó con la cabeza.
—Ellos creen en el mismo Dios que tú. Simplemente sus maneras son diferentes, eso es todo.
Olivia estaba pasando vergüenza ajena. Las preguntas de los niños eran descaradas y audaces.
De algún modo pensó que él sería duro e implacable. Sin embargo Dominic St. Bride se mostraba
paciente y tolerante ante su curiosidad.
—Mi papá dice que una vez vivió en una ciudad donde había carteles en los que ponía
«Prohibido gitanos», y sin embargo los había.
—Eso es porque no saben leer.
Colin finalmente rompió su silencio.
—Yo tampoco sé leer —dijo con voz tenue.
—Ah, pero con la ayuda de la señorita Sherwood, pronto aprenderás. —Dominic puso una
mano sobre los rizos pelirrojos del niño, un gesto que ella encontró totalmente inesperado... y
sumamente atractivo. En realidad, tuvo que recordarse a sí misma que era gitano...
Y un gitano asesinó a su padre.
En ese preciso instante él levantó la mirada y sus ojos se encontraron durante un largo
momento. Olivia no pudo evitarlo. Tenía la extraña sensación de que él conocía sus
pensamientos... Pero eso era imposible. ¡No podía ser!
Tuvo que apartar la mirada.
—Está bien, niños. —Deliberadamente decidió no mirarlo. —Recordad la lección y practicad
vuestra lectura y escritura siempre que podáis. —Dicho eso, los niños se retiraron, marchándose
en todas direcciones. Ella se puso en pie, alisándose las faldas mientras se levantaba.
Sólo Colin permaneció en su sitio, susurrando algo a Dominic quien, al instante, subió a Colin a
la grupa de su caballo. Cogiendo las riendas, empezó a dar vueltas en círculo por la plaza.
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Colin no cabía en sí de gozo. Su sonrisa brillaba más que mil soles. Finalmente Dominic bajó al
muchacho y le depositó con cuidado en el suelo.
—Ya está, chaval —dijo alegremente. —Ahora corre a tu casa.
Colin salió disparado hacia su casa. Olivia no tenía ninguna duda de que el niño cantaría las
excelencias del conde gitano hasta la saciedad. Bueno, casi podía ver la boca de Charlotte abierta
de incredulidad.
Una vez solos, él se dio la vuelta para mirarla.
A continuación hubo un incómodo silencio... incómodo, al menos, para Olivia. Para su
consternación, Dominic St. Bride parecía sentirse como en casa.
—Ha sido... muy amable por su parte —dijo ella lentamente, —dejar a Colin montar su caballo.
Frunció el ceño.
—¿Amable? —Su tono no estaba exento de cinismo. —Sospecho que esa es una palabra nunca
atribuida antes a mi persona, señorita Sherwood.
Ella prefirió no hacer ningún comentario más sobre aquella observación. No obstante añadió:
—Es el hijo de Charlotte, ya sabe.
—¿Charlotte? —Tenía la expresión en blanco.
—Sí, Charlotte. Una de las doncellas de Ravenwood. Su pelo es exactamente igual al de Colin.
Cuando la vea, la reconocerá.
—No me cabe la menor duda.
Olivia respiró hondo.
—Usted... usted se ha portado muy bien con Colin. Debo agradecérselo. No he conseguido
arrancarle una sola palabra en todo el día.
—Vaya, y eso le sorprende, señorita Sherwood. —No era una pregunta, sino una afirmación
contundente.
Ella notó cómo se ponía colorada.
—Francamente, estoy sorprendida, sí.
—¿Y ello a qué se debe, señorita Sherwood? —Tenía un brillo especial en los ojos. Pensó por un
momento que él estaba molesto. —¿Creía que los niños se acobardarían ante el conde gitano?
Olivia palideció. Su mente empezó a dar vueltas. En verdad, había pensado que los niños
estarían aterrados. Había visto de reojo cómo algunas personas del pueblo se habían quedado
mirándola cuando llegó y luego se habían retirado rápidamente hacia sus hogares. ¿Qué podía
decir?
La salvación llegó cuando menos se lo esperaba. Precisamente en ese momento su perro
Lucifer apareció en mitad de la plaza, en dirección a ella. Llegó directo y la empujó en la mano con
la cabeza.
Una décima de segundo antes, habría dado un grito de pánico. Ahora solo podía mirar con
asombro, el perro movía el rabo enérgicamente. Le lamía el dorso de la mano con su enorme
lengua. Olivia parpadeó, y le acarició la cabeza con cierto reparo. Más animado, el animal se chocó
contra sus piernas, golpeándola con el trasero como un loco.
Olivia estuvo a punto de caerse. Se salvó gracias a dos fuertes manos que la sujetaron por la
cintura y la mantuvieron derecha.
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—¡Lucifer! —era la voz del conde. —¡Siéntate!
El sabueso se sentó inmediatamente. Compungido, miró a su amo con sus grandes ojos
marrones.
Olivia, durante unos momentos, no pudo articular palabra. La calidez de sus manos parecía
quemarle a través de la ropa. Dando un grito ahogado, levantó la mirada hacia él.
—¡Cielo santo! Debe de pesar por lo menos treinta kilos.
—Treinta y seis, para ser exactos. —El tono de Dominic era mordaz. —Parece que usted le
gusta.
Su risa era temblorosa.
—Sí, eso parece, ¿no es así?
Lucifer tenía los ojos puestos en ella. El sabueso parecía mirarla con añoranza. Olivia le extendió
la mano, como invitándole a acercarse. El animal gimoteó, buscando a su amo, como pidiéndole
permiso.
Dominic le hizo un leve asentimiento. El perro inmediatamente se levantó de nuevo y restregó
la cabeza bajo su mano. Olivia se inclinó ligeramente y lo acarició con suavidad.
Negó con la cabeza.
—La primera vez que le vi —murmuró, —temí que me arrancase la mano de un mordisco. Pero
es bastante dócil para ser un animal de ese tamaño, ¿verdad? —Le hizo una última caricia.
—Cuidado, señorita Sherwood. No le gusta que lo llamen animal.
Olivia se enderezó, con los ojos como platos.
—Bueno, no creo que comprend...
Fue entonces cuando percibió un tenue guiño en sus ojos. ¡Le estaba tomando el pelo!
Indicó con la cabeza hacia su caballo.
—Venga. La llevaré a casa.
Olivia pestañeó.
—¿Cómo? —acertó a decir con la mirada vacía. —¿Pretende que monte con usted?
—Naturalmente. —Sonó como si fuera lo más normal del mundo.
Un escalofrío le recorrió la espalda. Se le secó la boca solo de pensarlo. La caída de su madre no
había hecho más que incrementar su miedo a los caballos.
Negó con la cabeza firmemente.
—No lo creo, señor.
—¿Por qué? No hay nadie mirando.
Era cierto. La plaza del mercado se había quedado desierta, a excepción de algunos patitos
caminando detrás de su madre.
Un sentimiento de pánico se apoderó de ella. Reprimió un estremecimiento. Su semental era
un animal poderoso, brillante y musculoso.
Desvió la mirada.
—No se trata de eso —dijo en voz baja.
—¿De qué se trata, pues?
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Olivia se quedó callada. No podía decir simplemente que tenía miedo, eso parecería demasiado
infantil. Tampoco podía contarle lo de su madre, ya que eso sería demasiado... íntimo.
Su suspiro pudo escucharse.
—¿Siempre es así de testaruda, señorita Sherwood? Si monta conmigo estará en casa en la
mitad de tiempo. Sé que tiene un largo camino por delante.
Sus ojos coincidieron con los suyos un instante.
—¿Cómo lo sabe?
—Hace dos días salió de Ravenwood entrada la noche. La seguí hasta su casa.
Olivia estaba aterrada y, quizás por primera vez en su vida, se quedó sin saber qué decir. ¿La
había seguido? La mente le daba vueltas. Estaba atónita. Estaba indignada... otra parte de ella se
preguntaba si por casualidad no habría otra razón para haberla seguido...
—¿Por qué? —preguntó temblorosa. —¿Por qué haría tal cosa?
Le brillaron los ojos.
—Para asegurarme de que llegaba a casa a salvo.
—Mi seguridad, señor, no es asunto suyo.
—Me temo que estoy en desacuerdo. Es mi empleada, y por tanto, si lo es.
Así que ese era el motivo por el que la había seguido. Bien mirado, era ridículo pensar que fuera
por algo más.
Señaló hacia el caballo con una mano.
—¿Viene? —murmuró.
Se aclaró la garganta.
—Señor, no creo que necesite...
—Tenga cuidado de no levantar la voz —susurró. —Si lo hace, ambos daremos un espectáculo.
Por segunda vez en poco tiempo, volvió a quedarse sin habla. Pero se dio cuenta de que él tenía
razón. Ya no estaban solos. Al otro lado de la plaza, el señor Hobson paseaba hacia la iglesia.
—Que así sea. De ese modo podré devolverle el pañuelo que me prestó la otra noche. Pero iré
andando, no a caballo. —Ella cedió lo más elegantemente que pudo. Mantuvo la cabeza en alto y
se dirigió hacia su casa. Dominic caminaba junto a ella, con el caballo detrás. Lucifer trotaba al lado
de la chica.
Pronto dejaron atrás el pueblo. Olivia deseaba desesperadamente no prestarle atención, sin
embargo, era plenamente consciente de todo lo relacionado con él. En varias ocasiones, le rozó la
manga con el codo, provocando que se le acelerase el pulso alocadamente. Estaba nerviosa como
una colegiala, ¡no lo entendía!
Procurando lograr algo parecido a la normalidad, rompió su silencio.
—¿Puedo preguntarle algo?
—Por supuesto —dijo mirándola.
¡Dios mío, qué ojos tan azules tenía a la luz del sol! En su vida había visto unos ojos tan
bonitos...
—El otro día dijo que le había parecido raro que una mujer como yo estuviera trabajando a su
servicio. ¿Me podría explicar por qué?
El la miró, con un amago de sonrisa luchando por salir de sus labios.
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—¿La verdad, señorita Sherwood?
Había un leve matiz en su tono de algo que no pudo descifrar.
—Por supuesto. Respeto la verdad sobre todas las cosas.
—Sin embargo no creo que esté preparada para oírla.
—Rara vez rechazo la verdad, señor.
—No me llame así. —Parecía casi enojado.
Olivia frunció el ceño.
—¿Cómo?
—Señor. No me llame «señor».
Olivia se consideraba incapaz de comprender su Irritación.
—¿Entonces cómo debería llamarle?
—Podría intentarlo con mi nombre: Dominic.
—Sen... —Paró justo a tiempo. —No creo que pueda hacerlo. Como me acaba de recordar hace
un momento, soy su empleada.
Ya habían llegado al pequeño césped que rodeaba la casa. El se detuvo cerca del camino que
llevaba hasta la puerta.
—De acuerdo entonces, señorita Sherwood. Responderé a su pregunta. Francamente, me
sorprende encontrar a una persona tan refinada como usted en estos parajes del norte. Me
sorprende que no sea la esposa de nadie. Si viviera en Londres, algún rico caballero la habría
secuestrado hace tiempo para convertirla en su amante.
El tenía razón. No estaba preparada para la verdad, para semejante franqueza. La mente le
daba vueltas. ¿De verdad pensaba que era refinada...? Todo lo que acertó a decir fue:
—Nunca... nunca he estado en Londres.
—La he horrorizado atreviéndome a hablarle de amantes, ¿no es así, señorita Sherwood? Esas
cosas existen, me imagino que lo sabe.
El volvía a tener razón. Estaba horrorizada, pero ya comenzaba a perder importancia.
—Sí, no me cabe duda de que es algo que usted conoce muy bien. —Apenas pudo disimular el
aguijón en su voz.
—Cierto. Ahora sí que la he ofendido, ¿es tan inocente como aparenta, señorita Sherwood? —
El arco de sus cejas era absolutamente malicioso. —Apostaría a que nunca la han besado.
Olivia no le entendía. Primero se mostraba amable, incluso encantador. Luego se mofaba de
ella atrozmente.
Sus ojos echaban chispas.
—Es usted bastante directo, señor. Y, aunque no sea de su incumbencia, le diré que sí me han
besado.
—¿De veras? No me refiero a un ligero roce en los labios, entiéndame. En realidad me estoy
refiriendo a... un beso de verdad... un beso de los que hacen que la tierra se mueva bajo los pies...
Muy a su pesar, su pensamiento se desvió hacia William: su apresurado beso esa misma tarde,
y la otra vez que la había besado, apenas podía calificarse de conmovedor.
—De veras —se repitió de nuevo... pero mucho menos convencida.
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—No necesita dar más detalles, señorita Sherwood. Su semblante lo dice todo, especialmente
sus ojos. Son realmente expresivos. —¡Se estaba riendo de ella, el muy desgraciado! Se estaba
riendo...
—¿Olivia? Olivia, ¿eres tú?
Era Emily. Por encima del hombro, Olivia vio que Emily se encontraba en el umbral de la puerta,
con una mano en el pomo.
—¡Estoy aquí, Emily! —gritó. —Entraré dentro de un momento.
Se volvió hacia el conde.
—Es mi hermana —dijo apresuradamente. —Sin duda se estará preguntando qué es lo que me
retiene. —Hizo una torpe pausa. —Le invitaría a tomar el té, pero... Su voz mostraba poca
convicción, ¿qué podía decir? ¿Que no podía porque su hermana lo despreciaría por su sangre
gitana? Había mucho de verdad en ello, se reprendió a sí misma. Nunca se había sentido tan
hipócrita, hasta ese momento.
—No necesita dar explicaciones, señorita Sherwood. Lo comprendo. —Su risa era limpia, más
limpia que nunca. Ella tuvo la rara sensación de que lo había herido. Pero no, eso era imposible...
Lo observó en silencio mientras se montaba en su caballo. Hizo girar al animal hacia el camino...
y emprendió el galope, dejando tras de sí una nube de polvo.
Había dicho que era refinada. ¿Lo habría dicho en serio...?
Fue mucho más tarde cuando Olivia se acordó del pañuelo. Lo sacó del cajón del escritorio
donde lo tenía guardado. Recorrió con la yema del dedo las iniciales bordadas en un pico: DSB.
Debía llevárselo a Ravenwood al día siguiente...
En vez de eso lo volvió a meter en lo más profundo del cajón donde lo tenía guardado.
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Una nariz fría y húmeda se restregaba bajo su mano.
Olivia miró hacia arriba desde donde se encontraba arrodillada, limpiando los ventanales del
comedor, que iban desde el suelo hasta el techo.
—¡Lucifer! —exclamó en voz baja. —¿Qué estás haciendo aquí?
Annie, la doncella con quien estaba trabajando aquella tarde, soltó un bufido nada femenino.
—¡Maldita bestia! ¡Es una fiera salvaje! El otro día me gruñó y me enseñó los dientes cuando
intenté sacarle de la alfombra de la biblioteca. ¡Me dio un susto de muerte, como te lo cuento!
Olivia echó el trapo en el cubo, luego le pasó los dedos por el pelaje. Sabía que a los demás
criados no les gustaba la manera en que el sabueso se movía libremente por toda la casa.
—Lucifer —le riñó suavemente, —no debes hacer esas cosas. Ahora siéntate.
El perro bajó inmediatamente sus cuartos traseros al suelo. La miró con las orejas tiesas, como
esperando la siguiente orden.
Annie primero se quedó con la boca abierta, luego puso los ojos en blanco.
—¡Válgame Dios! ¡Seguro que lo siguiente que harás será hechizar a los pájaros de los árboles!
—Soltó el trapo dentro del cubo y se levantó. —Ya lo terminas tú, Olivia, ¿verdad? Sin esperar
respuesta, se dio la vuelta y se marchó.
Olivia bajó la cabeza, ocultando una sonrisa.
—Deberías reconsiderar tu actitud, Lucifer —le susurró. —Ella no es ni la mitad de
desagradable que la señora Templeton.
Lucifer barría el pulido suelo moviendo la cola de lado a lado. Olivia sonrió y le rascó detrás de
las orejas. Se levantó, escurrió el agua del trapo y lo dobló cuidadosamente. Después lo colocó
sobre el lateral del cubo antes de levantarlo y encaminarse hacia la cocina.
Un cuarto de hora después, Olivia se desató el delantal y lo colgó en uno de los ganchos de la
despensa. Había terminado pronto sus tareas, solo tenía que hacer saber a la señora Templeton
que se marchaba. Se había pasado todo el día en ascuas, temiendo encontrarse con el conde en
cualquier rincón. Él la hacía sentirse inmensamente incómoda, como una niña pequeña, y cuanto
menos le viera, mejor. Pero por suerte, aquel día, hasta el momento, no había dado señales de
vida.
—¡Olivia! —Una voz la llamó cerca de la puerta del vestíbulo.
Se dio la vuelta y vio al mayordomo Franklin corriendo hacia ella.
—Olivia, hazme el favor de ir a darle esta carta al señor. Acaba de llegar. —Le pasó una
pequeña bandeja de plata. —Creo que está en su despacho.
Olivia agarró la bandeja antes de que se cayera al suelo. No tuvo oportunidad de decir ni una
palabra, porque Franklin ya se había ido. Donde quiera que fuese, iba con mucha prisa.
«Maravilloso», pensó fríamente, y precisamente cuando creía habérselas arreglado para
escapar del día indemne. Decidida, dirigió sus pasos hacia el despacho. Entregaría la carta
rápidamente y podría marcharse.
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La puerta del despacho estaba cerrada. Olivia llamó, pero no obtuvo respuesta. Frunciendo el
ceño, llamó de nuevo. Una voz hueca le dio permiso desde el interior para que entrara, una voz
que no parecía complacida precisamente.
El conde estaba sentado en uno de los dos sillones que había frente a la ventana, mirando hacia
afuera. No dio muestras de haberla oído entrar. Su perfil era solemne y serio, con la mirada fija en
algún lugar lejano que solo él podía ver. Se había quitado la chaqueta. Tenía la camisa arrugada, y
el cabello ligeramente despeinado. Una leve sombra le oscurecía la mandíbula, notó desde lejos
que necesitaba un afeitado. Su postura era indolente, con una pierna extendida de manera
descuidada. Un olor penetrante impregnaba el aire. Por un momento se quedó intrigada... Se le
aceleró el pulso cuando determinó el origen de ese aroma. Había una botella de brandy sobre la
mesita de madera que tenía junto a él.
Estaba casi vacía.
Olivia se aclaró la garganta. Se acercó a él, procurando afianzar su corazón y sus nervios.
—Siento molestarle, señor, pero acaba de llegar una carta para usted. —Mientras hablaba, le
ofreció la bandeja de plata.
No hizo movimiento alguno para cogerla. En realidad ni siquiera la miró. Tenía los ojos fijos en
el rostro de ella.
—Ábrala.
Su intensa mirada era enervante. Seguro que no tenía intención de que ella... Echó un rápido
vistazo a la carta. Mostraba su nombre escrito con una letra fluida, indudablemente de mano
femenina.
—Creo que es privada, señor.
—No importa. Siéntese y léamela. —Le hizo una seña para que se sentara en el otro sillón.
Se encontraba a dos pasos del asiento. Se agachó hasta sentarse lentamente en el borde, luego
abrió el sello con la punta de la uña. Respiró hondo e inició la lectura.
Querido Dominic:
Lamento profundamente lo que tengo que comunicarte. Ambos sabíamos que llegaríamos
a este punto, aun así prefieres enterrarte en el campo. Eres un amante insuperable, Dominic.
jamás olvidaré esos momentos de locura que hemos pasado juntos en tu cama, pero me
niego a seguir sola por las noches, sobre todo cuando hay tantos hombres en Londres
dispuestos a ocupar tu lugar.
Te recuerda con cariño, Maureen
Las mejillas de Olivia se pusieron de color rojo escarlata antes de terminar. La carta era de la
mujer de la que habían hablado los otros criados: la actriz Maureen Miller, ¡su amante! Olivia
escondió la cabeza, se quedó completamente sin habla. Le habían enseñado las normas de buena
educación a conciencia, ¡pero era una situación que con certeza nunca había sido abordada! ¿Qué
había que decir á" un hombre que acababa de perder a su amante? ¿Acaso el decoro le dictaba
que debía expresar sus condolencias? ¡Cielo santo, no tenía ni idea!
—La veo muy afectada, señorita Sherwood. ¿Le sorprende que tenga... perdón... que tuviera
una amante? —dijo con énfasis. —¿O le sorprende que ella haya encontrado a alguien para
sustituirme?
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—Ambas cosas —Su respuesta le salió antes de que pudiera pensarla dos veces. ¡Por Dios
santo, todavía no podía mirarle!
—Pues bien. Parece que tendré que encontrar a alguien para calentarme la cama. —Hizo una
breve pausa. —¿Qué opina usted, señorita Sherwood? Proclama que la han besado. Pero yo me
pregunto... ¿ha tenido un amante alguna vez?
Aquello casi hizo estallar su cabeza. Sus ojos, como platos, reflejaban su asombro. Él se rió
ásperamente.
—Sí, estoy de acuerdo. Es una pregunta ridícula. Francamente, no sé si creerme que la hayan
besado.
Por extraño que parezca, no mostraba ningún remordimiento por haber perdido a su amante.
Es más, parecía casi divertido. Sin duda los asuntos del corazón no significaban nada para él...
Vaya, con toda certeza los demás sirvientes tenían razón. Las mujeres no significaban nada para él.
¡Cambiaba de mujer... tan a menudo como se cambiaba de camisa!
—No soy un mentiroso —dijo fríamente. —Y no me parece bien que no sea comprensiva
conmigo.
No tenía ninguna consideración.
—¿Quién la ha besado? ¿Su rubio pretendiente, el que estaba en la plaza del pueblo el otro
día?
Olivia se quedó de una pieza.
—¿Acaso lo vio?
El no dejaba de mirarla.
—Pues sí, efectivamente. Pero dígame, ¿le gustó?
Sus pensamientos dieron un salto atrás. ¿Qué había dicho Dominic? No me refiero a un leve
roce en los labios, ya sabe. A lo que me refiero... es a un beso de verdad... un beso de esos que
hacen temblar la tierra bajo los pies...
Difícilmente se podría describir así el beso de William. Sin embargo era lo que ella quería. Así es
como creía que debía sentirse.
—No le gustó, ¿verdad?
Ella desvió la mirada.
—No fue lo que esperaba —dijo con un hilo de voz. —Esperaba que un... un beso,
especialmente el primero, fuera un momento especial, algo que perviviera en mi corazón para
siempre. —La confesión le salió antes de que pudiera frenarla. ¡Por Dios santo! ¿Estaba loca? ¿Por
qué le estaba haciendo a él esas confidencias?
—Así que fue una decepción, ¿verdad?
Maldita sea, ¿por qué parecía tan complacido? Enderezó los hombros y afianzó su
determinación.
—No hablaré más del asunto, señor. En realidad, le pediría que se abstuviera de hacerme tales
preguntas, porque no considero que este tema sea de su incumbencia.
—Me merezco la reprimenda —se burló él descaradamente. —Pero dígame: no aprueba lo que
hago, ¿no es así, señorita Sherwood?
Sin querer, su mirada rozó el vaso de cristal que había sobre la mesa, junto a él. El vio dónde se
habían posado sus ojos brevemente y cogió el vaso.
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—¿Qué, señorita Sherwood? ¿Es esto? ¿No aprueba el alcohol?
Quedaba poco más de un dedo de brandy en el vaso. Removió el líquido rubí y se lo bebió de un
trago. En ese instante sus ojos se quedaron fijos en los de ella.
Olivia apretó los labios. No dijo nada. No sabía por qué, pero tenía la extraña sensación de que
la estaba acosando.
—Vamos, señorita Sherwood. Siéntase libre para decir lo que desee. A pesar de lo que diga, no
se lo tendré en cuenta.
Olivia levantó la barbilla.
—No estoy en contra del alcohol. Es más, mi padre era muy aficionado a la cerveza.
Sencillamente pienso que usted ya ha bebido demasiado por hoy.
—En eso no se equivoca. —Su consentimiento lo tomó por sorpresa. —A pesar de ello —
continuó, —creo que no le agrado.
Sus labios soltaron una negativa contundente.
—De ningún modo, señor. En realidad lo que pienso es que soy yo quien le desagrada a usted.
Tiene una manera de mirarme...
¿Ella quien le desagradaba a él? Señor mío, esa sí que era buena. Se quedo mirándola, cuando
la tenía cerca apenas podía apartar sus ojos de ella. Incluso en ese momento, su mirada le
examinaba el rostro y continuaba bajando por el cuello. Tenía la sensación de que no había
engaño ni artificio en su naturaleza. No, ella no tenía ni idea de lo bonita que era...
Y ello no hacía más que aumentar su deseo.
Estaba tan inmensamente complacido por el hecho de que ella no hubiera disfrutado cuando su
pretendiente la besó...
Él movió la cabeza lentamente.
—Le aseguro, señorita Sherwood, que no es el caso. No —continuó, —soy yo el que le
desagrada a usted.
Ya estaba haciéndolo de nuevo, notó Olivia con estupor. Se estaba poniendo nerviosa.
—No se me ocurre por qué piensa tal cosa.
—Aparta su mirada cuando estoy cerca, y no creo que sea temor, me parece que es desagrado.
—La estudiaba con los ojos entrecerrados.
Ella miró para otro lado, pero enseguida volvió a él. Levantó la barbilla, fingiendo una frialdad
que estaba lejos de sentir.
—¿Por qué está tan seguro de que no me gusta, señor? Apenas lo conozco.
—Pero lo que conoce, le desagrada.
¡No dejaba el tema en paz, diantre! Olivia cruzó las manos. Muy bien. Si lo que quería era
sinceridad, ¡eso era lo que tendría!
—No puedo mentir, señor. Aunque le aseguro que no soy una chismosa, hay... habladurías.
—¡Vaya, de eso no me cabe la menor duda! Adelante, Olivia, no sea tímida. Cuénteme qué tipo
de habladurías ha oído.
La conversación había tomado un rumbo inesperado. Sin embargo, no le quedaba más remedio
que contárselo.
—Dicen que a usted le gustan mucho las mujeres, señor.
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Levantó una ceja pícaramente.
—Me atrevería a decir que no soy el único hombre en Inglaterra al que le gustan las mujeres.
—Eso es cierto —dijo tragando saliva. —En realidad, la mayoría de los hombres de este país son
así, pero...
Se le levantó una comisura de la boca.
—Me alegro de coincidir con usted.
—Sin embargo, se dice que ha destrozado más de un corazón femenino, señor.
Él estaba secretamente divertido.
—Así que está convencida de que soy un donjuán, un libertino.
—¿Lo niega, señor? —Olivia rezaba para que él no recordara esa conversación. ¡Si no hubiera
estado bebido, ella no habría sido capaz de reunir el valor para hablar de eso!
—Permítame que le diga algo, señorita Sherwood. Dada mi herencia, suelo gustar a los
periódicos londinenses. Es más, cuando la vi por primera vez aquí en Ravenwood, pensé que algún
periodicucho la habría enviado para espiarme. Incluso me atrevería a decir que, y déjeme darle
una lección a la sociedad de hoy en día, ni la mitad de lo que se escribe es cierto.
—A pesar de ello, señor, sencillamente no puedo soportar a los hombres que utilizan a las
mujeres para sus propósitos.
Soltó una sonora carcajada.
—Otra lección, señorita Sherwood. Hay la misma cantidad de mujeres que utilizan a los
hombres para sus propios fines. Se casan para conseguir fortuna y propiedades. Para buscarse un
lugar en la sociedad. Para obtener un título.
Olivia no parecía muy convencida.
—¿Entonces por qué tantos hombres tienen amantes? ¡No entiendo por qué un caballero no
puede conformarse con una sola mujer! ¡Además, desprecio a los hombres que se deshacen de las
mujeres como si fueran... como si fueran un zapato viejo!
—Y eso es lo que usted cree que he hecho yo.
—¿No es así, señor? —Olivia estaba indignada y con razón.
Señor.
Dominic apretó los dientes. La voz de un niño retumbó en su mente. ¿Entonces qué eres tú?
¿Un gitano? ¿O un conde? Él no era conde. En el fondo de su corazón, el conde era su padre, y
siempre lo sería. Pero los demás le consideraban, a él, a Dominic, el conde de Ravenwood. Dios,
qué difícil era de entender. Y él ahora era... ¿qué? ¿Un gitano? ¿Un conde?
Ninguna de las dos cosas. Estaba atrapado entre dos mundos...
Se levantó de un salto y se plantó delante de ella, alto e imponente. Olivia se asombró al
comprobar que estaba completamente sobrio.
—A mi madre la abandonaron sin miramientos, señorita Sherwood, y yo jamás haría eso a una
mujer, nunca —repitió, dando énfasis a la palabra. Su mirada la atravesaba como dardos de fuego.
—No voy a negar que he compartido mi vida con muchas mujeres, pero las despedidas han sido
siempre de mutuo acuerdo y sin rencor. En el caso de Maureen, le recuerdo que no he sido yo
quien la ha dejado. Ha sido ella la que me ha dejado a mí. Ahí mismo tiene la prueba de ello —dijo
señalando la carta. —Y también quiero que sepa, señorita Sherwood, que sería capaz de
conformarme con una sola mujer. Simplemente, todavía no la he encontrado.
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Su tono se había vuelto tranquilo. Olivia no salía de su asombro. Él estaba hablando
completamente en serio, no hablaba el brandy por él. ¿Podría darse el caso de que le hubiera
juzgado mal? ¿De que las habladurías no fueran ciertas?
Observó cómo se dirigía hacia la ventana geminada que daba a la rosaleda. Tenía las manos
entrelazadas en la espalda y las piernas ligeramente separadas.
Olivia se puso en pie. Se fijó en la perfecta línea de sus hombros, fuertes y orgullosos.
—Lo siento —dijo suavemente. —No pretendía hacerle enfadar.
Durante unos instantes pensó que no la había oído. Finalmente, se volvió hacia ella. Su
expresión era sobria y seria.
—No estoy enfadado —afirmó con brusquedad. —Simplemente estoy harto de que la gente me
juzgue, sobre todo aquellos que no se molestan en comprobar la verdad.
Se lo dijo en serio. La invadió una oleada de vergüenza, la vergüenza de ser mezquina e
insignificante.
El se hizo a un lado.
—Será mejor que se vaya, señorita Sherwood. Pronto se hará de noche.
Su tono era apesadumbrado, casi... resignado.
Olivia le hizo una apresurada reverencia.
—Buenas tardes, señor. —Lo dejó allí de pie frente a la ventana, ensombrecido, silencioso e
inmóvil, como si fuera de piedra.
Bajó corriendo hasta el vestíbulo y salió al exterior, casi huyendo de la casa. Estaba tan
impaciente por abandonar Ravenwood, y a su dueño, que no aminoró la marcha hasta que le dio
una punzada en el costado que casi le cortó la respiración. Solo entonces ralentizó su paso.
En ese momento fue cuando lo oyó... el crujido de las hojas tras ella.
Se dio la vuelta.
—¿Quién anda ahí? —preguntó casi chillando. Forzó la vista procurando ver algo en la creciente
oscuridad.
Durante interminables momentos no obtuvo respuesta. Se le heló la sangre, y luego volvió a oír
el ruido. El corazón le dio un vuelco cuando apareció una pequeña silueta que fue tomando
forma...
Era Lucifer.
—¡Lucifer! —El sabueso se puso a su lado. Olivia soltó una risa temblorosa. Se agachó y lo
abrazó por el cuello con fuerza, no se había dado cuenta hasta ese momento del susto que se
había llevado.
Lucifer movía la cola sin parar.
Se puso de pie y apuntó hacia Ravenwood.
—Lucifer —dijo con severidad, —vete a casa.
El perro movía el rabo y restregaba la cabeza entre sus manos. Olivia suspiró y lo intentó de
nuevo.
—¡Lucifer, vete a casa!
Hizo varios intentos más hasta admitir que el animal tenía en mente otras intenciones. Retomó
el camino con el can a su lado. Curiosamente, aunque Lucifer era un compañero de cuatro patas,
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se sentía mucho más acompañada. Aparentemente se había ganado la aprobación del sabueso...
pero, ¿y la de su amo?
Cuando llegó a su casa, le levantó un dedo.
—¡Lucifer, siéntate! —El perro se sentó. —Ahora espera aquí —le ordenó, y se metió dentro de
la casa. Cuando volvió, todavía estaba en el sitio donde lo había dejado, con las orejas tiesas,
esperando. Contuvo el aliento mientras le ofrecía un trocito de queso en la palma de la mano.
Lucifer lo engulló y luego miró impaciente. Olivia se echó a reír.
—Eso es todo, Lucifer. Ahora vete a casa. —Señaló en dirección a Ravenwood.
Sorprendentemente, el perro se levantó y desanduvo sus pasos, trotando hacia Ravenwood. Hasta
ese momento no se había dado cuenta...
Él había enviado al sabueso. Dominic. Él había mandado a Lucifer para que la escoltase hasta
casa...
Un extraño sentimiento se apoderó de su corazón. Aunque lo había herido otra vez, Olivia
estaba segura de ello, tan segura como que su corazón latía con fuerza en su pecho.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0066
—Hay gitanos acampados junto al río.
Olivia se quedó parada mientras ponía un humeante pastel de carne sobre la mesa. Soltó un
soplido, con la mirada fija en su hermana.
—¿Estás segura?
Emily asintió.
—Alguien ha visto sus carromatos pasando por el pueblo esta misma tarde. Y Esther también
me lo ha dicho. Dijo que estaban montando un campamento cerca del meandro del río.
Olivia observó de cerca a su hermana. Emily parecía sorprendentemente tranquila. ¿Sería
posible que el recuerdo de ese horrible día en que su padre fue asesinado ya no la persiguiera?
«Que así sea, por favor», rogó fervientemente.
Dijo en voz alta:
—A lo mejor solamente pasan la noche y se marchan por la mañana. —Aunque el gitano que
había matado a su padre no pertenecía a un grupo, no era raro que los gitanos acamparan en los
alrededores para predecir el futuro, reparar ollas y sartenes y comerciar con caballos. Olivia no
tenía miedo por ella, pero pensar que los tenía cerca no le hacía mucha gracia.
Eso es lo que ha dicho Esther.
—Bueno —dijo Olivia con ligereza, —esperemos que tenga razón. Cortó un trozo de pastel y se
lo sirvió a Emily en el plato.
—¿Crees que vienen por él?
Indudablemente se refería a Dominic.
—Hay muchos grupos de gitanos recorriendo toda Inglaterra —le recordó Olivia. —Si están
acampados junto al río, se encuentran a una distancia considerable de Ravenwood. —Hizo una
pausa para hacer una consideración. —Es solo una suposición, ya sabes, pero creo que no.
Las dos hermanas se quedaron calladas, cada una aparentemente concentrada en su comida.
Olivia estaba a punto de levantarse de la mesa cuando vibró la ventana tras ella. Se oyó un chillido
cada vez más fuerte, luego se paró.
Olivia frunció el ceño.
—¿Qué diablos es eso?
Emily ladeó la cabeza.
—Es el viento. Se acerca una tormenta. Lo huelo en el aire.
Olivia cerró los ojos unos instantes. Escuchó con atención, pendiente de cada sonido a su
alrededor, como Emily. Entonces se oyó otra vez, un quejido que procedía de fuera, un sonido que
se elevaba y luego disminuía hasta convertirse en nada.
En medio del silencio, ella pensó en él. Dominic. Esa tarde había visto un lado suyo que nunca
se habría imaginado, y no se refería a que estuviera bebido. Era severo y duro por fuera, pero por
dentro era un hombre al que se podía herir y que sangraba como los demás. Mientras lo
observaba frente a la ventana, había tenido la ligera sensación de que se sentía solo... tan solo
como el viento de ahí fuera. Pero Olivia no podía engañarse a sí misma... había una parte en ella
que desconfiaba de su sangre gitana.
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Lo último que se esperaba era que la convocara en su estudio al día siguiente. Llamó a la puerta
con el estómago en un puño. La víspera había sido demasiado franca, demasiado osada,
excesivamente desenvuelta, y ahora iba a perder su posición...
Cuando entró, él se encontraba sentado en su escritorio. Estaba espléndidamente vestido con
una chaqueta y pantalón gris oscuro. Recién bañado y afeitado, todavía tenía el pelo mojado y
brillante. Estaba tan guapo que casi le robó el aliento de los pulmones.
—¿Deseaba verme, señor? —Gracias a Dios, su voz no transmitía nada de su confusión interior.
—Sí, señorita Sherwood. —Señaló hacia la silla al otro lado del escritorio. —Siéntese, por favor.
Olivia se humedeció los labios.
—Prefiero quedarme de pie, si no le importa, señor. —Le daba la impresión de que sentarse no
ayudaría mucho. Al fin y al cabo, no tardaría mucho en retirarse.
Sus miradas se encontraron; él la desvió rápidamente. ¡Vaya, tenía todo el derecho a estar
nerviosa!
El carraspeó.
—Por favor comprenda, señorita Sherwood, que esto me resulta muy difícil... que a ambos nos
resulta difícil, me imagino.
A Olivia se le cayó el alma a los pies.
—Pero me temo que me encuentro en la obligación de hacerlo...
Ella parpadeó procurando evitar las lágrimas que le quemaban los ojos. Lo sabía. Iba a
despedirla. Por Dios, ¿cómo saldrían adelante Emily y ella? Y encima había que pagar el alquiler en
unos días...
—Debo pedirle que perdone mi comportamiento de anoche. A pesar de las apariencias, no soy
muy propenso a empinar el codo...
Olivia le miraba aturdida. Tenía un curioso zumbido en la cabeza. Eso no era lo que se esperaba,
no, en absoluto...
—... así que le ofrezco mis más sinceras disculpas.
Ella no acertaba a articular palabra. Solo podía contemplarlo con la mirada vacía. ¿Había oído
bien?
—¿Señorita Sherwood? —dijo frunciendo el ceño. —¿Me ha oído?
Estúpidas lágrimas le escocían en los ojos.
—Le he oído —dijo por fin.
—Señorita Sherwood, ¿qué diablos he hecho mal? Parecía a punto de echarse a llorar.
A lo mejor es que lo estaba, pensó temblorosa.
—Lo siento, señor... —Tomó asiento, no podía seguir en pie. —Es solo que me siento... me
siento muy aliviada.
—Señorita Sherwood, su reacción me deja perplejo.
—Lo sé, señor —se apresuró a decir. —Es que... estaba convencida de que me iba a mandar a
casa.
—¿Por qué diantre haría algo así? A menos que haya estado haciendo algo muy inapropiado,
como robar la plata, por ejemplo.
Le ofreció una sonrisa aguada.
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—No, no es nada por el estilo. Es solo que yo...bueno, anoche fui demasiado franca en nuestra
conversación... y pensé que se habría enfadado...
—Gracias, señorita Sherwood. —Su expresión era sombría. —Es obvio que piensa que soy un
tirano. Me congratula que siga teniendo tan buena opinión de mi persona.
Olivia casi se desmaya. Le había vuelto a ofender, ¡una hazaña que parecía haber conseguido
con creces!
—Señor, no se lo tome a mal. Es que no sé qué sería de mí si perdiera este empleo. Mi hermana
es ciega, ya ve, y todos nuestros ingresos se limitan a lo que yo gano. —Rezó por no parecer una
tonta sin remedio. —Y respecto a anoche, puede estar seguro de que no pienso mal de usted
por... por... —Se quedó sin saber qué decir. ¿Cómo podía decirlo con delicadeza? —Por estar...
Levantó una ceja.
—¿Bebido? —le facilitó secamente.
—Justo —dijo con fugaz azoramiento. —Todos tenemos derecho a cometer algún exceso de vez
en cuando.
—No obstante, espero que mantenga el contenido de nuestra conversación entre nosotros.
Ella inclinó la cabeza, consciente del rubor que le ardía en las mejillas. Algo de lo más extraño le
quemaba la mente en ese momento. Y también quiero que sepa, señorita Sherwood, que podría
conformarme con una sola mujer. Sencillamente todavía no la he encontrado. Lo había dicho de
corazón. Podría jurar que había verdad en cada una de sus palabras.
—Naturalmente —murmuró.
Había colocado su silla detrás del enorme escritorio de caoba.
—Hay otro asunto que me gustaría discutir. —No apartaba la mirada de su rostro. —Dijo que
había recibido una buena educación. ¿Se le dan bien los números?
—Solía ayudar a mi padre con la contabilidad de la parroquia. —No podía evitar parecer
indecisa. ¿A dónde quería llegar?
—¿Tiene también conocimientos sobre cómo escribir cartas y ese tipo de cosas?
Se apoyó en el respaldo de la silla.
—Entonces me gustaría saber si estaría interesada en realizar algunas tareas adicionales.
Necesito a alguien que supervise los gastos de la casa, que lleve la contabilidad de mis negocios y
que escriba alguna carta ocasionalmente. Me imagino que esto le ocupará varias tardes a la
semana. —Le ofreció un sueldo más que generoso.
Olivia contuvo la respiración. La carta ocasional. Volvió una vaga y persistente sospecha. Se
acordó de cómo le había hecho leer la carta de su antigua amante. Por supuesto que había oído
que se había escapado de la escuela para volver con los gitanos. No quería pensar lo peor de él,
pero ¿y si resultaba que no sabía leer y escribir? Su mente galopaba como un caballo desbocado.
De todas formas, no importaba; Emily y ella sabrían hacer buen uso de este salario adicional.
—Es tentador —dijo lentamente. —Como le he dicho, mi hermana es ciega y yo... yo llevo
tiempo queriendo llevarla a Londres para que la vea un buen médico, uno que pueda examinarle
los ojos.
—Entonces el dinero extra servirá de ayuda.
—Sin lugar a dudas —admitió ella. —Pero, francamente, señor, no querría que la señora
Templeton pensara que estoy usurpando su puesto, ya que es ella quien controla los gastos de la
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casa. —Extrañamente, el áspero carácter de la señora Templeton se había suavizado un poco las
últimas semanas.
Negó con la cabeza. Una sonrisa le curvó los labios.
—No tiene nada que temer al respecto. La señora Templeton acaba de informarme de que la
contabilidad de la casa nunca ha estado a su cargo.
Vaya. Por eso se lo había pedido a ella. Olivia sintió una vaga decepción, aunque no acertaba a
imaginarse por qué. Aun así, una leve sonrisa se dibujó en sus labios, ya que solamente la señora
Templeton tendría el valor de enfrentarse a él. Olivia era plenamente consciente de que a la mitad
de los sirvientes les aterrorizaba el nuevo amo.
Se decidió rápidamente.
—Estaré encantada de ayudarle, señor.
—Bien. Puede empezar mañana por la tarde si lo desea.
—Aquí estaré, señor. —El corazón le saltaba de alegría. Incluso trabajando sólo dos tardes a la
semana, su salario aumentaría casi el doble, ¡y pensar que creía que iba a despedirla!
Se levantó para marcharse, pero su voz la frenó.
—Una cosa más, señorita Sherwood. Si, por casualidad, cuando termine se le ha hecho ya de
noche, quiero que haga uso del carruaje.
—Oh, no puedo hacer eso. —Olivia se mantuvo firme en su decisión.
Él entrecerró los ojos.
—¿Por qué no?
—Porque no está bien que muestre semejante favoritismo hacia mí. Sentiría que se me está
otorgando un privilegio vetado a los demás.
Su respuesta le desagradó. Ella lo notó porque él apretó los labios.
—Pensaba que habíamos acordado que su seguridad corría de mi cuenta.
Olivia tomó aire y negó con la cabeza.
—No, señor. Usted se lo ha dicho todo, pero yo no he acordado nada... y no estoy de acuerdo
—remarcó con énfasis.
—Tiene un largo camino de vuelta a casa, señorita Sherwood.
Parecía que él era tan testarudo como ella.
—Charlotte también, señor.
—Pero no termina tan tarde como usted.
Su negativa fue acallada, porque era verdad. Charlotte normalmente salía antes que ella.
—Señor, puedo cuidar perfectamente de mí misma.
—Entonces no me deja más opción que acompañarla yo mismo. A partir de ahora cuando
termine...
—¡De ninguna manera! —gritó. —No puede hacer eso.
—¿Por qué no? —preguntó sin rodeos.
—Usted es mi patrón, señor. No sería apropiado.
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—Soy medio gitano. —Su sonrisa no le llegó a los ojos. —¿Por qué se esperaría de mí que
hiciera lo apropiado? —A ella le cogió por sorpresa cuando él rodeó el escritorio y alargó el brazo
para cogerle la mano, levantándola de la silla.
—El asunto no está zanjado todavía, señorita Sherwood. Pero por el momento, dejémoslo a un
lado.
No valía la pena seguir discutiendo.
—Está bien —dijo ella despacio, —pero primero debo saber... Anoche envió a Lucifer para que
me acompañara, ¿no es así?
—Es un sabueso, señorita Sherwood. Va donde le place.
—Y donde usted le manda. —Su tono afable no la engañaba. Pero se sorprendió al descubrir un
cierto brillo burlón en sus ojos.
Él no dijo nada, ni a favor ni en contra. En cambio, sí le retuvo la mano entre las suyas. Le
examinó la palma y vio los callos que tenía. Olivia se ruborizó. Intentó retirar la mano, pero él no la
soltaba. En realidad, el contacto con él estaba ocasionando reacciones extrañas en ella. El corazón
se le subió a la boca, un momento después se le puso a latir como loco. Era una rara sensación,
algo que no había sentido nunca antes. Se dio cuenta de que quería desagradarle. Pero no podía...
No lo conseguía. No podía más que mirarlo mientras se llevaba sus dedos a la boca.
Hasta mañana entonces, señorita Sherwood.
No tenía palabras. Olivia se limitó a asentir hasta que él la soltó. Hizo una apresurada
reverencia y huyó como alma que lleva el diablo.
En cuanto a Dominic, se quedó allí parado largo rato después de que ella se marchara, con la
mirada fija en la puerta que ella había franqueado. Era una belleza, aunque sospechaba que ella
no lo sabía. Tenía la sensación de que había hecho mella en ella, a pesar de que parecía
imperturbable. Sin embargo, le había gustado verla así, nerviosa, insegura. Bueno, ya sabía lo que
pensaba de él, que era un sinvergüenza. Un embaucador. El recuerdo de la noche anterior se le
hizo casi doloroso. Se preguntaba qué habría dicho ella si hubiera sabido que durante todo el
tiempo que había estado ahí de pie, él no había parado de admirar el modo en que los últimos
rayos de sol habían otorgado reflejos dorados en su cabello. Había deseado acariciárselo, sentir
entre sus dedos si era tan suave como parecía. Y cuando hablaba, tenía que apartar la mirada de
sus labios para no sucumbir a los impulsos masculinos que trepaban por su cuerpo. Quería tomarla
entre sus brazos, probar su boca y sondear en sus profundidades con esa lengua impaciente...
Repentinamente se sintió disgustado consigo mismo. Jesús, se estaba comportando como un
adolescente enfermo de amor. Un tonto, eso es lo que era, un completo idiota. Había ido a
Ravenwood por varias razones, una de las cuales era encontrar algo de paz consigo mismo y con el
mundo.
En verdad, no había conocido un momento de paz desde la noche en que había puesto sus ojos
sobre ella.
Torció la boca amargamente. Ella nunca le querría, ni en un millón de años. A pesar de su
riqueza, de su título y a pesar de la posición de ella en su casa, en su opinión no era más que un
humilde gitano.
Oh, sí, lo sabía. Lo había visto en sus ojos una docena de veces. Había procurado ocultarlo...
Pero Dominic lo sabía perfectamente, porque ya lo había visto demasiadas veces en su vida
como para reconocerlo... Era algo que ella no podía pasar por alto...
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Ni él tampoco.
—¡Mira, estamos cerca de la taberna! —exclamó Esther. Llevaba a Emily por el codo, guiándola
hacia un banco. —Siéntate aquí en la plaza un ratito, cariño. Voy un momento a la taberna para
tomar una cerveza con mi marido. Volveré antes de que anochezca.
Emily extendió una mano.
—Pero Esther...
No obtuvo respuesta. La mano de Emily cayó sobre su regazo. La habían dejado sola, no le
quedaba más remedio que quedarse donde estaba.
Los minutos pasaban lentamente. De vez en cuando oía los pasos de algún transeúnte, pero no
se acercó nadie. El sol le daba en la cabeza, se había olvidado su sombrero. Esther no había
querido volver a casa a buscarlo.
Se sentía sola, con Olivia trabajando hasta tan tarde. Olivia se había emocionado tanto, había
hecho planes de ir a Londres a visitar un médico con el dinero que iba a ganar ocupándose de la
contabilidad del gitano. Emily no había tenido el valor de decirle que no le haría ningún bien.
Nunca recuperaría la vista. Nunca. Hacía ya meses que se había resignado a pasar el resto de
sus días ciega.
Aun así se sentía mal, con Olivia trabajando tan duramente. Se pasaba los días haciendo encaje,
ocultándoselo a Olivia antes de que llegara a casa. Tenía en mente venderlo de alguna manera,
para sorprender a su hermana con un dinero ganado por sí misma. Pero no conocía a nadie que
quisiera comprárselo, así que, al fin y al cabo, no era más que otra manera de pasar el tiempo.
Esther no había vuelto todavía. No paraba de moverse en el banco, incómoda, preguntándose
si alguien la estaría mirando, pensando en lo raro que debía parecer que estuviese ahí sentada
sola en medio de la plaza del pueblo. Al cabo de un rato, el aire empezó a enfriarse. Emily sabía
que el sol había comenzado a bajar y una sensación de pánico se acomodó en su pecho. Los ojos
se le inundaron de lágrimas, pero se las enjugó con valentía y continuó esperando.
Alguien le tocó el hombro.
—¿Señorita? —dijo una profunda voz masculina.
Emily se dio la vuelta.
—¿Sí? ¿Quién es? ¿Quién está ahí?
Andre no pudo evitar fijarse en la belleza de la joven rubia que estaba sentada en el banco de la
plaza. Había salido del campamento para luego volver, y allí seguía. Ahora, directamente delante
de ella, al ver los ojos desesperados, se dio cuenta de que era ciega.
«Bueno —pensó, —quizás sea mejor así».
—Perdón, señorita, no he podido evitar ver el tiempo que lleva aquí sentada. ¿Está sola?
—Sí... no. —Estaba medio llorando. —Señor, por favor, ¿podría ayudarme? Se lo ruego. —
Extendió una mano y levantó la cara.
A Andre casi se le corta la respiración. Sin pensarlo había entrelazado sus dedos con los suyos.
Tenía los ojos azules como el cielo de la mañana, y la piel de color claro. El cabello era dorado
como el trigo en verano; lo llevaba recogido con una cinta en la nuca y caía en cascada sobre su
espalda. En su vida había visto una criatura tan deliciosa.
—Dígame qué le ha ocurrido.
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—He venido con Esther, pero se ha ido un momento a la taberna a tomar algo con su esposo.
Yo... yo nunca se lo he dicho a Olivia, pero Esther es demasiado aficionada a la cerveza... y todavía
no ha vuelto, y yo no puedo ir a buscarla...
Emily sabía que estaba balbuceando, pero no podía parar. ¡Oh, cómo se odiaba! No había sido
así siempre, temerosa de todo y de todos.
Ella se agarró a su mano con más fuerza.
—Por favor, llevo... llevo esperando mucho tiempo y quiero...quiero irme a casa. ¿Podría ir a
buscar a Esther, por favor?
La manera en que le flaqueó la voz por las lágrimas le llegó a Andre directo al corazón.
—Señorita, me encantaría, pero me temo que no conozco a Esther. Yo... —dudó—... soy nuevo
en Stonebridge. Mi... familia lleva aquí poco tiempo. —Hizo otra pausa. —¿Cómo es? —Se dio
cuenta de su error demasiado tarde.
Sin embargo la respuesta de Emily era reveladora: parecía que no siempre había sido ciega.
—Hace mucho tiempo que no la veo, pero por lo que recuerdo, tiene el cabello de color pajizo,
y un enorme trasero. Lo sé porque siempre se choca con la puerta de mi casa, y eso nunca ocurre
con Olivia ni conmigo. Ah, además Esther siempre lleva un sombrero rosa, Olivia se ríe de ella
porque no le pega nada con su pelo.
Él le apretó los dedos.
—Veré si está dentro.
Emily se alisó un pliegue de la falda. Se le habían secado las lágrimas; ahora le parecían una
idiotez. Se preguntaba quién sería su rescatador. Era raro que hubiera forasteros en Stonebridge.
El instinto le dijo que era joven.
Andre no estaba precisamente deseoso de entrar en la taberna, pero le había prometido a la
joven dama que lo haría, así que se aventuró.
Una vez dentro, tardó unos instantes en adaptar sus ojos a la escasa luz. El interior estaba
oscuro y bastante sombrío. Habría una docena de clientes repartidos por las mesas. Ignoró el
silencio que se hizo cuando le vieron entrar, ya se lo esperaba, no era muy común encontrarse un
gachó amable.
Se dirigió directamente al dueño del establecimiento.
—Estoy buscando a una mujer llamada Esther.
—Esther se fue con su marido hace un buen rato —le dijo el hombre de mala gana. Andre hizo
un gesto de asentimiento y se marchó. *
La joven se volvió cuando oyó sus pasos.
—¿Señor? ¿La ha encontrado?
Andre se agachó junto a ella.
—Lo siento, señorita, pero el dueño dijo que Esther se había marchado. —Hizo una pausa —.Si
quiere, yo mismo puedo llevarla hasta su casa. Es decir, si puede decirme dónde vive.
Emily respiró hondo. Un extraño se acababa de ofrecer para acompañarla a casa. No sabía nada
de él, nada en absoluto. ¿Debería tener miedo? «Seguro que sí», le advirtió una voz interior. Sin
embargo no lo tenía...
—Creo que podré —dijo sin aliento. —Pero me temo que no debo permitir que un extraño me
acompañe a casa. —Le tendió la mano. —Me llamo Emily. Emily Sherwood.
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SAMANTHA JAMES
Andre la observó detenidamente desde la mano hasta el rostro. Sonreía cálidamente, una
sonrisa absolutamente encantadora. No se había dado cuenta hasta ese momento. Le tomó la
mano y se la estrechó suavemente, algo incómodo. Las costumbres de los gachos no eran como las
de los gitanos, como bien sabía.
—Me llamo Andre —dijo.
—Encantada de conocerte, Andre. —La sonrisa de ella se hizo aún más amplia, si cabe. —Ya no
somos extraños. —Se puso en pie. —¿Le puedo agarrar del codo?
Andre se puso a su lado al instante. Le agarró el codo firmemente con la mano, incapaz de
reprimir una sonrisa cuando su mano cubrió los dedos de ella. Eso le gustaba mucho más que
estrecharse la mano...
—Vamos allá. Tenemos que torcer de manera que veamos la iglesia de frente antes de empezar
a andar. Una vez pasado el lado este, hay un camino que tuerce hacia la izquierda...
Era alto, Emily se percató de ello casi al instante. Volvió la cabeza una vez, y le rozó el hombro
con la mejilla. Y su mano flotando sobre la suya parecía abarcarla por completo. Le encantaba su
nombre... Andre. Daba por hecho que era un nombre poco común, pero era mucho más bonito
que los típicos John o Paul.
Él le preguntó quién era Olivia, y ella le contestó que era su hermana. Le explicó que trabajaba
para el nuevo conde. Sí, había visto la mansión de ladrillo desde el camino...
Antes de que se diera cuenta, habían llegado a la casa. Experimentó una pizca de decepción,
bueno, más que una pizca.
—Debo agradecerle otra vez que me haya acompañado hasta casa, Andre. —Respiró hondo,
temiendo no parecer una señorita hecha y derecha. Después lo lamentaría, pero ahora no quería
pensar en ello. —Espero que vuelva a visitarnos. Me siento... me siento muy sola durante el día sin
Olivia.
—Me alegro de haber podido ayudarla —dijo con su profunda voz. Se detuvo unos instantes, y
luego dijo: —Adiós, Emily.
—Adiós —susurró ella, deseando desesperadamente poder verle.
Notó un ligero roce con la punta de los dedos en su mejilla... ¿o fueron solo las ganas?
Emily decidió no contarle a Olivia su percance, ni tampoco el hecho de que un joven
desconocido la había acompañado a casa. Todavía no...
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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 0077
Pasaron varios días. Olivia se encontraba en un dilema. Su primer pensamiento nada más
despertarse se lo había dedicado a Dominic. Parecía que cada vez que miraba a su alrededor, él
estaba ahí, detrás de ella, en el pasillo. Cuando volvía de montar a caballo. Mirando por encima de
su hombro mientras hacía apuntes en el libro de contabilidad.
¡Ojalá pudiera desagradarle! Al fin y al cabo era medio gitano, aunque no era el pagano que se
había esperado.
Sin embargo, tampoco era un auténtico caballero. A menudo vestía pantalones de montar,
botas y camisa. Se le veían los brazos desnudos, el cuello, ¡e incluso parte del pecho! En esas
ocasiones, lo único que podía hacer era no mirar, ya que era consciente de que Dominic la
incomodaba en cierta medida.
Sin duda de un modo diferente al que sintió con William.
Lucifer seguía acompañándola a casa cada tarde. El segundo día, le regañó severamente e
intentó ahuyentarlo. Él se limitaba a mover el rabo y permanecer pegado a sus talones. Desde ese
día, Lucifer se quedó durante toda la noche, durmiendo junto a su puerta; por la mañana,
regresaba a Ravenwood con ella. Para ser sincera, reconocía sentirse más segura cuando estaba
cerca. Tampoco podía negar que le estaba tomando afecto. Lucifer también se había hecho con
Emily. Pasaba muchas noches con ellas dentro de la casa. Olivia no volvió a mencionar el asunto a
Dominic.
Estaba convencida de que él sabía perfectamente dónde pasaba las noches Lucifer.
Lo que ella no sabía era que Dominic se encontraba ante el mismo dilema.
Incluso cuando tenía cosas que hacer, se sorprendía dando vueltas por la casa cuando sabía que
Olivia andaba por ahí. Se inventaba excusas para pasar por el estudio en cada ocasión en la que
ella estaba trabajando con la contabilidad. ¡Jesús, se estaba comportando como un animal en
celo!
Así era exactamente como se sentía. Le hervía la sangre cuando ella estaba cerca. Ignoraba por
qué le ocurría. Ella difería por completo del tipo de mujer al que él solía favorecer. Eran mujeres
mundanas y sofisticadas, mientras que ella era inocente, y también un enigma. Siempre había
preferido mujeres con experiencia. No tenía paciencia para cortejar tiernamente.
Pero Olivia... Sospechaba que ella no tenía la menor idea del efecto que estaba causando en él.
Anhelaba enmarcarle el rostro con sus manos, moldear su boca contra la de ella. Deseaba besarla
larga y profundamente, y enseñarle lo que su decepcionante pretendiente no le había enseñado.
Deseaba excitarla como el otro hombre no había sabido.
Una sonrisa burlona curvó sus labios. El quería mucho más que un beso. Con solo pensarlo, se
le tensaron las entrañas casi hasta dolerle. En más de una ocasión, su sola presencia cerca de él
removía su virilidad hasta endurecerla como una roca. No se había atrevido a levantarse por temor
a una situación embarazosa para ambos. Ansiaba el momento de tenderla en la cama, despojarla
poco a poco de todo vestigio de ropa que pudiera cubrir su cuerpo y descubrir las delicias que se
ocultaban debajo. Deseaba deshacer esa capa de tranquilidad y dignidad exterior y explorar la
mujer que existía debajo.
Quería poseerla, poseerla como ningún otro hombre lo había hecho.
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Y sin embargo era algo más que eso. Le gustaba su manera de ser, su apacible serenidad, la
sosegada intensidad con la que trabajaba diligente en la contabilidad.
Sabía que no podía ni imaginar la manera en que ella evitaba su contacto en cualquiera de sus
formas. Aquella noche en su estudio, cuando la cogió de la mano, había sentido su resistencia, su
lucha por desasirse. Bueno, ya sabía por qué, ella era una dama, y él era medio gitano. Seguro que
ella no quería ensuciarse, pensó sombrío. Se sentía despechado e impresionado a la vez por sus
maneras remilgadas y recatadas. Con él siempre estaba vigilante, siempre reticente. Sin embargo,
la había visto con los niños del pueblo, riendo y mostrándose encantadora. Ah, sí, estaba
intrigado... y fascinado a la vez. Quizás el año que había pasado en Londres le hubiera hecho
arrogante, pero... quería tenerla. Y algún día... algún día la tendría.
Aquella tarde en particular, Olivia estaba registrando los gastos de la semana anterior. A la
señora Templeton y a Franklin se les encargó comprar lo necesario y dejar los recibos en el
estudio.
La luz de la estancia era tenue, tan tenue que tuvo que encender una lámpara para poder ver.
Había una pequeña mesa de trabajo en el rincón, y fue allí donde dirigió sus pasos. Miró fuera y
vio que el horizonte era una masa de oscuros y agitados nubarrones. Con un suspiro, observó
cómo empezaba a caer una llovizna desde el cielo plomizo.
Apenas se acababa de sentar y de abrir el libro de la contabilidad cuando Dominic entró. El
corazón de Olivia dio un salto. Por lo que parecía llegaba de montar. Llevaba unos pantalones de
montar color beige que, pegados a los muslos, marcaban la poderosa musculatura de sus piernas.
Por el rabillo del ojo le vio soltar su chaqueta sobre el sillón de terciopelo junto a la chimenea.
—Buenas tardes, señorita Sherwood.
Olivia levantó la cabeza, tenía la pluma en la mano sobre el grueso libro encuadernado en piel.
Le echó un rápido vistazo. Tenía un rebelde mechón de pelo en la frente que le hacía parecer un
niño, ¡aunque no había nada infantil en ese hombre! Le rodeaba un aura de masculinidad
innegable, un aura que a ella la desarmaba por completo y la dejaba sin defensas para luchar
contra semejante virilidad.
—Buenas tardes —murmuró.
El la observaba con los brazos cruzados en el pecho. Se había remangado la camisa, como solía
hacer; un vello oscuro y sedoso le cubría los antebrazos. Siempre que le veía así vestido se le hacía
un nudo en el estómago.
—¿Puedo pedirle algo, Olivia?
El corazón le dio un vuelco. Olivia. El sonido de su nombre en sus labios le sobresaltó. Siempre
la había llamado «señorita Sherwood», y ahora el uso de su nombre de pila implicaba una cierta
intimidad... Pero no. Se estaba comportando como una tonta. Estaba haciendo una montaña de
un grano de arena...
—Por supuesto. —Depositó la pluma en el tintero y le prestó atención.
—Es demasiado joven para cuidar de su hermana como lo hace. ¿No tiene otros parientes?
Ella sonrió débilmente.
—Tengo veintidós años, no soy tan joven como piensa. Y me temo que no tengo más familia
que una tía, la viuda de mi tío, en Cornualles. Y sospecho que tiene su propia carga que
sobrellevar.
—¿Sus padres están muertos?
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Asintió.
—Mi madre murió cuando yo tenía doce años. Mi padre murió... —El hecho de que hubiera
sido asesinado hizo que le temblaran los labios —hace poco más de un año. —Hizo una pausa. —
¿Y usted, señor? ¿Su madre aún vive con los gitanos?
Su semblante pareció congelarse.
—Mi madre está muerta —afirmó rotundamente.
Olivia se humedeció los labios y se atrevió a preguntarle lo que llevaba tiempo rondándole la
cabeza. Le dijo con calma:
—¿Por eso fue su padre a buscarlo...?
—No —cortó bruscamente. —¿No sabe que para los gitanos da mala suerte hablar de los
muertos, igual que cruzarse con un lobo o un zorro también es un mal augurio?
Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
—Yo he visto un zorro esta mañana.
—Entonces a lo mejor está condenada. —Su sonrisa no casaba con la expresión de sus ojos. —
¿Ha oído hablar de la maldición? ¿Del motivo por el que James St. Bride no pudo engendrar más
hijos?
Sabía a lo que se refería, la maldición que su madre supuestamente había soltado a su padre.
—Ss... sí—admitió.
—¿Y qué opina al respecto?
—No creo en esas cosas.
—¿Entonces cómo lo llamaría? ¿Suerte? ¿Casualidad?
—Su... supongo que sí.
—¿Cree que hay una fuerza sobre la que no ejercemos ningún control? ¿Cree en Dios?
—Por supuesto que sí.
—¿Diría que fue el destino el que nos unió aquella noche en la que por poco la atropello con mi
carruaje? —Mientras hablaba, se apoyó en el borde de la mesa, estirando una pierna larga
enfundada en la bota. Con su delgada mano jugueteaba con un abrecartas de marfil. Olivia tragó
saliva, fijándose en el oscuro vello que le cubría el dorso de la mano. Tenía los dedos fuertes y
bronceados.
Su cercanía era desconcertante. Tenía la sensación de que él se había acercado a ella
deliberadamente, consciente de que le produciría agitación.
Y, de hecho, así fue. No entendía el azoramiento que sentía cada vez que estaba cerca de él. Lo
único que sabía era que le temblaba el corazón.
Las palabras se le secaban en la garganta.
—No lo sé.
—Pues bien, yo sí. Yo creo en el destino. En los designios del destino, si prefiere llamarlo así.
Antes de que pudiera decir nada, llamaron a la puerta y Franklin entró en la estancia.
—Disculpe, señor, pero el señor Gilmore está aquí, y pregunta si puede recibirle. Es el abogado
de Stonebridge.
Dominic se puso de pie y se giró hacia él.
—Claro, Franklin. Hazle pasar.
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Apenas había pronunciado esas palabras, cuando una mano impertinente empujó la puerta
desde fuera.
—¿Está ahí dentro? Entonces déjeme pasar.
Franklin enderezó los hombros.
—Aquí tiene a...
Dominic cortó sus palabras.
—Está bien, Franklin. Por favor, déjanos solos.
Franklin se retiró quedamente, cerrando la puerta tras de sí.
Dominic hizo una seña hacia la chimenea y los dos sillones que había frente a ella.
—Señor Gilmore —dijo con calma. —Tome asiento, por favor.
Robert Gilmore escogió el sillón más cercano. Dejó caer su considerable volumen en él.
—No estoy aquí de visita social. He venido a hablarle de los gitanos.
—Adelante. —Dominic se sentó en el sillón de enfrente y mantuvo la voz fría.
Olivia agachó la cabeza. Robert Gilmore, el único abogado de Stonebridge, nunca le había caído
bien; siempre le había parecido un poco petulante. Aunque procuró no escuchar, era imposible no
oír su conversación.
—¿Han venido por usted? —preguntó Gilmore.
Dominic parpadeó.
—No estoy seguro de entender el significado de sus palabras. —Su tono nunca dejó de ser
agradable, pero Olivia tenía la sensación de que por dentro estaba furioso.
—Bueno, creo que sí. —Gilmore tenía los puños cerrados sobre las rodillas.
—Señor Gilmore, hay muchos grupos de gitanos viajando por toda Inglaterra. Le aseguro que
no están aquí por mi causa; sin embargo, aunque así fuera, no logro ver por qué le atañe a usted.
Gilmore hizo un gesto de disgusto.
Hubo un silencio agobiante antes de que Dominic tomara de nuevo la palabra.
—Quizás, señor Gilmore, debería decirme exactamente por qué ha venido, y qué es lo que
quiere.
—¿Y qué demonios cree que quiero? —dijo Gilmore casi gritando. —¡Quiero que les diga que
deben marcharse!
—¿Decirles que deben marcharse? —Aunque no había levantado su tono de voz, había algo
mortífero en él.
Puede que Gilmore fuera demasiado obtuso para darse cuenta, o que no le importara. Olivia
contuvo la respiración; parecía que su presencia había quedado olvidada.
Gilmore empezó a insultarles.
—Esos sucios, ladrones...
—¿Le han robado algo a usted? ¿A alguien?
Olivia se atrevió a ojear furtivamente a ambos hombres. Dominic miraba al otro fríamente, con
el semblante de piedra. La cara de Gilmore se había puesto roja como un tomate.
—No, pero...
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Dominic entrecerró los ojos. Se avecinaba una tormenta, no solo ahí fuera... sino también
dentro de él. Ella lo percibió instintivamente.
—Entonces no son ladrones, ¿verdad?
—Bueno, vamos a ver...
—No, señor Gilmore. Va a ver usted. Según usted mismo, los gitanos no han hecho nada fuera
de la ley. Por tanto, no pienso pedirles que se marchen. Es más, igual que ellos se ocupan de sus
asuntos, le sugeriría a usted que hiciera lo mismo.
Gilmore se puso en pie de un bote.
—¡Vaya, debí haberlo imaginado. Me atrevería a decir que hablo en nombre de todos, de todo
el pueblo de Stonebridge. ¡Aquí no queremos a los malditos gitanos más de lo que le queremos a
usted!
Dominic también se había levantado, con una tensa sonrisa.
—Es una pena. Como habrá podido observar, he fijado mi residencia aquí en Ravenwood, y es
aquí donde pretendo quedarme.
—Lamentará haber venido aquí. Puede estar seguro.
Dominic arqueó sus negras cejas.
—¿Es esto una amenaza, señor Gilmore? Le advierto que no me agradan las amenazas. —Se
dirigió hacia la puerta y la abrió. —Buenas tardes, señor Gilmore.
Gilmore se caló el sombrero en la cabeza y salió. Al pasar junto a Dominic, dijo mordazmente:
—¡No es una amenaza, sino una promesa! No pasará del verano. ¡Dios sabe que yo me
encargaré de ello!
Un instante después, la puerta se cerró.
Pasó un buen rato en silencio. Era como si de repente hubiera caído un paño mortuorio sobre la
habitación. Sin saber qué hacer, Olivia se levantó y fue a coger su chal del perchero junto a la
puerta.
—¿Qué pasa con usted? ¿También se siente aludida?
Su voz, totalmente en calma, le llegó por detrás. Olivia se quedó helada, luego se giró
lentamente. Decididamente ignoró la pregunta.
—Si me disculpa —dijo en tono neutral, —se me ha hecho tarde. Creo que terminaré mañana.
La excusa sonaba artificial, y él lo sabía. Su sonrisa era tensa.
—De acuerdo. Huya, señorita Sherwood. Debo advertírselo, no le hará ningún bien. Yo también
solía escaparme del colegio.
Él tenía razón. Ella estaba huyendo, pero presentía que su estado de ánimo era peligroso.
—No estoy segura de saber a qué se refiere exactamente. —Levantó la barbilla con valentía.
—Y yo estoy seguro de que sí. —Echaba chispas por los ojos. —Me sorprende que tenga el valor
de trabajar para mí, que no tenga miedo de mancillarse con mi sangre gitana. ¿Sabía que cuando
voy al pueblo algunos comerciantes cierran las persianas? Las mujeres esconden a sus hijos bajo
las faldas y se meten dentro de las casas.
Se le erizó la piel. Nunca le había tenido miedo hasta ese momento. Ahora era consciente de su
impresionante tamaño y de su fuerza, y de su enojo. Se alzaba sobre ella, grande e imponente.
Olivia no se consideraba poca cosa ni débil... pero a su lado era así como se sentía.
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Y él lo sabía. Ella lo vio en su figura. ¿Estaba intentando asustarla deliberadamente?
—¿Por qué hace esto? —Su tono apenas era audible. —¿Porqué?
Su voz la hirió como un cuchillo.
—No ha contestado a mi pregunta, señorita Sherwood.
Ella empezó a perder la compostura.
—Déjeme marchar, por favor —dijo con toda la calma que pudo.
—No le pido más que una respuesta a mi pregunta. No sé por qué creía que usted valoraba la
verdad por encima de todo lo demás. Al fin y al cabo, es la hija de un vicario, o al menos eso me
han dicho. Entonces, dígame, ¿también desprecia a los gitanos? ¿Estaría más contenta si se
marcharan?
Perdió los estribos. Tomó aire entrecortadamente, incapaz de apartar la mirada de sus ojos.
—Sí —dijo con fiereza, lo primero que le vino a la cabeza. —¡Sí, ya que me lo pregunta! Ojalá
los gitanos nunca hubieran venido aquí, ¡nunca! ¡Ojalá usted no hubiera venido aquí!
Olivia supo nada más pronunciar esas palabras que había cometido un tremendo y craso error.
Esa no era su manera de ser, tan ruin y mezquina.
Todo él pareció agarrotarse.
—Entonces —dijo fríamente, —por lo menos ya sabemos qué piensa en realidad de mí,
señorita Sherwood. Al fin y al cabo soy mitad gitano. Eso no se puede negar. ¿Pero sabe una cosa?
Estoy harto de la gente estrecha de miras e intolerante como usted... de personas que piensan
que son mejores que el resto del mundo. Bien. Creo que tiene razón. Creo que debería marcharse
antes de que diga algo que ambos lamentaríamos después. Ah, y no se preocupe. Aún conserva su
puesto aquí en Ravenwood. A pesar de su opinión sobre mí, no soy el bastardo desconsiderado
que usted cree.
Olivia hizo una ligera inclinación de cabeza. Observó cómo él se dirigía hacia la ventana para ver
la oscuridad que se cernía sobre ellos. La rígida línea de su espalda estaba inmóvil.
Las lágrimas le escocían al llegar a la superficie. Parpadeó para contenerlas. ¡Nunca se había
sentido tan rastrera, tan miserable! Abrió la boca, pero no encontraba las palabras que buscaba.
—Por favor —dijo con un hilo de voz temblorosa. —No me sub...
Se volvió hacia ella como un torbellino.
—Maldita sea, ¿es que no me ha oído? —Su tono era tan hiriente como su mirada. —Váyase,
señorita Sherwood... ¡Váyase!
Olivia no se hizo esperar.
Cogió precipitadamente su chal del perchero y salió corriendo. Abandonó la casa. Se adentró en
la tormenta que había empezado a azotar. No le importaba dónde iba, con tal de alejarse de allí...
Con tal de alejarse de él.
Él apretó los ojos. El mundo a su alrededor estaba envuelto en una neblina escarlata. Estaba
realmente enfadado, amargamente enojado. ¡Maldita!, pensó de ella. Maldita. Sabía lo que todos
pensaban de él... Gilmore. El resto del pueblo. Sabía lo que ella pensaba de él... Olivia.
No podía remediarlo. Le sacudía una profunda oleada de ira. Se sentía traicionado.
Desconcertado. ¡Diantre, incluso había llegado a soñar con ella, por amor de Dios!
Abrió los ojos. Sus pies le llevaron, de manera inconsciente, hasta el cuadro que había colgado
en la pared, el retrato de James St. Bride.
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Abandonó sus pensamientos a la deriva. Recordó aquel lejano día en que, siendo un muchacho
de doce años, y habiendo dejado atrás su niñez sin ser todavía un hombre, James St. Bride había
cabalgado hasta el campamento gitano para conocerlo.
Casi todos se habían ido a la ciudad a hacer trueques en el mercado. Solamente se habían
quedado él, su madre y un grupo de niños. Dominic se dio cuenta al instante de quién era cuando
vio la palidez de su madre y su expresión de pánico al reconocer la identidad de aquel extraño,
alto y delgado, de cabello color caoba, que montaba un brioso semental negro. El instinto le
proporcionó la respuesta que estaba buscando.
Madeleine se levantó lentamente de donde estaba sentada junto al fuego. Se había llevado la
mano a la boca, pero se enfrentó a él con valentía.
—¿Por qué has venido? —preguntó ella, con voz tenue. Habló en inglés para que los otros niños
no la entendieran.
Pero Dominic sí entendía. Ella le había enseñado el idioma desde pequeño.
James St. Bride se bajó del caballo. Dominic enseguida se dio cuenta de que su arrogancia era la
de una persona acostumbrada a dar órdenes, y a ser obedecido al instante.
Fue entonces cuando el fuego del odio empezó a arder aún más profundamente en su corazón.
—«He venido a comprobar por mí mismo que dijiste la verdad. A ver si el bastardo que llevabas
era mío».
Madeleine no dijo nada.
La mirada de James St. Bride recorrió el corro de niños desaliñados alrededor de la hoguera,
embobados con el forastero. Se golpeó el muslo con la fusta.
—Está aquí, Madeleine. Sé que está aquí. He oído hablar de él. El gitano de los ojos azules.
Dominic ansiaba poder esconderse. Siempre había sabido que era diferente. Los gitanos de
otros grupos rumoreaban sobre el niño de ojos claros; lo llamaban gachó. En una ocasión, en una
feria, la curiosidad pudo con él. Pasó por un espejo que había en uno de los puestos, se miró en él
y vio su imagen reflejada, no podía dejar de fijar la mirada en esos ojos del color del cálido cielo
estival...
Hizo añicos el vaso de cristal de un puñetazo.
Y ahora, de nuevo Dominic volvía a conocer la vergüenza, la amarga vergüenza de su herencia...
la vergüenza de su sangre gachó.
Deliberadamente desvió la cara.
Pero James St. Bride lo había visto. Avanzó hacia él, agarrándolo por el hombro y levantándole
la barbilla.
Jamás olvidaría aquel momento. Estaba grabado en su ser como la marca del ganado... una
mirada de conmoción, de terrible resignación, recorrió el semblante de James St. Bride. Oh, habría
querido negar que ese hombre era su padre, igual que James St. Bride deseaba negar que era su
hijo. Pero no tenían más que mirarse el uno al otro para saber la verdad... había nacido de la
semilla de James St. Bride.
Dominic le escupió en la cara.
Una áspera sonrisa torció el gesto de St. Bride. Su mirada se quedó fija en la de Dominic
mientras se limpiaba el escupitajo.
—El chico no tiene modales, Madeleine. Creo que ha llegado la hora de que aprenda algo.
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Los labios de Madeleine se abrieron.
—¡Cómo! ¿Te... te lo vas a llevar contigo?
St. Bride lo soltó. Se dirigió a Madeleine.
—¿Te agradaría saber que tu maldición surtió efecto, Madeleine?
Ella abrió los ojos como platos.
—¡No disimules! Sabes perfectamente a qué me refiero. —La expresión de St. Bride se volvió
pensativa. —No he tenido más hijos, excepto este. No importa si quiero o no, pero es mi hijo... mi
único heredero.
Madeleine levantó la barbilla. Aunque seguía pálida como la nieve, estaba tranquila.
—Necesito hablar contigo en privado —fue todo lo que dijo.
Dominic dio un salto. Madeleine se acercó a él como un torbellino.
—¡Dominic, no! —dijo en romaní. —Déjanos solos.
Ambos se retiraron a un lugar reservado cerca del arroyo. Dominic los observaba, vio cómo su
madre agachaba la cabeza. Luego la levantó e hizo un ligero asentimiento.
Se dieron la vuelta y regresaron. Según se acercaban, Dominic notaba cómo le invadía un
sentimiento de pavor. Su madre no lo miró sino que fue directamente a su vardo. Salió al poco.
Tenía un pequeño hatillo en sus manos.
Dentro iban todas sus pertenencias.
Cayó de rodillas en el barro, gritando.
—¡Madre, no! ¡No dejes que me lleve con él!
—¡Harás lo que yo te diga —dijo con una aspereza inusual en ella. —Irás con él, y aprenderás
las costumbres gachó.
Su mirada se trasladó a James St. Bride. Él entonces se dio cuenta, porque lo vio en sus ojos.
Ella lo amaba. Todavía lo quería.
—Es tu padre. Yo te he tenido conmigo todos estos años, Dominic. Ahora le toca a él.
Una oleada de ira se arremolinó en su interior.
—Yo no quiero...
—Tiene que ser así—fue todo lo que dijo. —Tiene que ser así. Ahora levántate y sé fuerte, hijo
mío.
Podría haberlo hecho. Podría haber sido fuerte si la voz de ella no se hubiera quebrado. Si no
hubiera visto las lágrimas que brillaban en sus oscuros ojos gitanos.
Hicieron falta dos de los hombres de James St. Bride para reducirlo.
Finalmente se agotó y se rindió entre los dos fornidos secuaces. El pecho le abrasaba del
esfuerzo que hacía por contener el dolor interior. Pero no derramaría una sola lágrima, no delante
de James St. Bride.
Madeleine se acercó. Le dio un beso en cada mejilla.
—Crece y aprende, hijo mío. Y recuerda que una parte de ti es gitana, y la otra es gachó. Sé
honesto con las dos, y contigo mismo.
Ella se equivocaba. No podía ser las dos cosas, gitano y gachó.
Intentó volver con los gitanos, con su gente. Pero ya no era lo mismo. Nunca sería igual. Y luego
su madre murió... y ya no había ningún motivo para volver.
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SAMANTHA JAMES
Aunque nunca olvidaría lo que le dijo. Recuerda que una parte de ti es gitana, y la otra es
gachó. Sé honesto con las dos, y contigo mismo.
Muy a su pesar, descubrió que nunca podría volver con los gitanos. Disfrutaba de las
comodidades que el dinero podía comprar... un techo sobre su cabeza, un refugio de la lluvia y el
viento. Una cama blanda para dormir. No, nunca podría regresar... aunque jamás sería libre. Así
que se encontraba perdido, atrapado entre dos mundos.
Recordó todo eso. Todo eso... y más.
Y luego pensó en ella... Olivia.
Emociones amargas se apoderaron de él. Toda su vida había vivido tras un velo de sospecha.
Quería que ella fuera diferente, pero era como los demás. No sabía nada de los gitanos, y sin
embargo los odiaba...
¿Lo odiaría a él también?
Poco a poco su indignación fue cediendo. ¿Qué locura se había apoderado de él? No podía
explicar qué le había sucedido. Fue Gilmore quien le provocó el enfado, pero lo pagó con Olivia. Él
la había provocado, la había incitado a que le respondiera a una pregunta que nunca debería
haber hecho.
Se le hizo un nudo en las entrañas. Recordaba su semblante al abandonar la habitación. Estaba
hecha pedazos, tan destrozada por dentro como por fuera.
Apretó la mandíbula. Tenía que ir tras ella. No le quedaba más remedio. No podía dejarla
marchar, así no.
En menos de un minuto llegó al establo y llamó a Tormenta, su caballo.
La noche era salvaje. Del cielo de acero caía una auténtica cortina de agua. El viento se colaba
entre las ramas de los árboles, levantándole la capa por encima de los hombros. El sombrero lo
protegía de la lluvia. Con los ojos medio cerrados, rastreó el embarrado camino. No tardó mucho
en encontrar una pequeña figura empapada y desaliñada.
Se inclinó y la llamó por su nombre.
—Olivia.
Ella lo ignoró y siguió caminando. Pisó un charco. El oyó el chapoteo pero ella no aminoró la
marcha. Apretó más el paso, si cabe. Una sonrisa inesperada cogió a Dominic por sorpresa. Qué
terca es, pensó. Terca y orgullosa.
—Olivia, deténgase por favor.
Cada vez andaba más rápido.
Dominic no perdió más tiempo y espoleó a Tormenta. En ese momento no tenía paciencia para
convencerla con zalamerías, así que se plantó con el caballo en medio del camino y se bajó de la
silla. La cogió por los hombros justo antes de que lo esquivara.
—No se ha llevado a Lucifer. —Se maldijo a sí mismo; eso no era lo que quería decir en
absoluto.
Ella se negaba a mirarlo. Su cuerpo estaba rígido como una piedra bajo sus manos.
—No le necesito a usted ni a Lucifer para protegerme —le informó. Su expresión era de
rebeldía, pero tenía las pálidas mejillas surcadas por dos regueros húmedos. Se le paró el corazón.
¿Lluvia... o lágrimas? Antes de que pudiera detenerlo, la agarró por la barbilla con los dedos y le
levantó la cara.
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—¡Déjeme en paz! —gritó, y luego otra vez: —¡Por favor... solo quiero que me deje en paz!
El temblor de su voz la traicionó; a él se le desgarraron las entrañas. Se condenó a sí mismo.
¡Dios, la había hecho llorar!
Sin pensarlo dos veces, la cogió entre sus brazos y la subió a la silla. Ella dio un grito ahogado,
no salía de su estupor. Se echó hacia delante como si quisiera tirarse del caballo, pero Dominic ya
se había montado y estaba detrás de ella. Con su fuerte brazo amarrado a la cintura de ella, la
atrajo hacia sí y se la pegó al pecho.
Le acercó la boca a la oreja.
—Le ruego que no se enfade conmigo, Olivia. La llevaré a casa y no oiré más discusiones por su
parte.
Para gran sorpresa suya, no le retó más. Iba tiritando, con un temblor que le sacudía todo el
cuerpo. Su asombro no tuvo límites cuando ella se aferró con desesperación a su camisa, como si
su vida dependiera de ello. En medio de su arrogancia, atribuyó su repentino consentimiento a la
gratitud. Ni por un momento él llegó a considerar que fuera por algo totalmente distinto.
Tormenta era poderoso y elegante, y rápidamente cubrió la distancia hasta su casa. El inclinó la
cabeza hacia delante, ya que Olivia había enterrado la suya bajo la barbilla de él.
—Ya hemos llegado, Olivia.
Sin esperar su respuesta, desmontó y se volvió para ayudarla a bajar. La cogió y la depositó en
el suelo.
Solo entonces ella levantó la cabeza. Tenía los ojos desencajados, los labios temblorosos.
Dominic la agarró por los hombros. Jesús, temblaba descontroladamente, apenas podía
mantenerse en pie.
Una palabra cortó el aire.
—Maldita sea, ¿por qué tiembla de ese modo? ¿A qué teme tanto? ¿A mí? ¿A mi sangre gitana?
¿O es por esto?
Sus fuertes brazos la arrastraron hasta él. ¡Muy cerca, demasiado...!
Y entonces su boca se cerró sobre la de ella.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
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Parecía que el mundo se iba a acabar. Todo crujía bajo los truenos. Los rayos partían el cielo en
dos.
Pero lo único que ella oía era el latido de su corazón. «No», pensó Olivia aturdida. Desconcierto
e incredulidad luchaban en su interior. Eso no podía estar pasando. No podía...
Sin embargo sí... estaba ocurriendo. El conde gitano la estaba besando. ¡Por Dios santo, el
conde gitano!
Todos sus pensamientos menos uno traspasaron los confines de su mente. Su beso no tenía
nada que ver con el de William, tampoco era dulce, digno de culto, ni breve. Desgraciadamente,
desde el mismo instante en que su boca se cerró sobre la suya, fue como si hubiera sido empujada
por el viento. En algún rincón de su mente, sabía que debía retirarse, ¡pero comprobó horrorizada
que no lo hizo! Era como si otra persona hubiese tomado su cuerpo, como si hubiera sido
arrastrada a un mundo donde no existía nada más, nada excepto el fuego de su boca en la de ella.
Un escalofrío le recorrió todo su ser de arriba abajo, pero esta vez no era de miedo, ni de frío.
Se sintió como si estuviera flotando en un cálido estanque de oscuridad. No podía más que
aferrarse a él ciegamente. Tenía la boca cálida, insidiosamente exigente... y absolutamente
persuasiva.
En ese instante se acordó del día en que le había preguntado si la habían besado alguna vez. No
me refiero a un simple roce en los labios, ya sabe. Me refiero a... un beso de verdad... un beso de
los que hacen que la tierra tiemble bajo los pies...
El la besó una y otra vez. Bajo la lluvia torrencial. En la oscuridad de la noche. Dios santo, era
exactamente como lo había descrito... como si la tierra se moviera bajo sus pies. Su beso lo era
todo... todo lo que no era el beso de William.
Aunque ella lo sintió así en todo su ser, él levantó la cabeza. Retiró los brazos.
—Ya está —dijo con brusquedad. —Ya está hecho. Esto es todo lo que tiene que temer de mí.
La realidad volvió a rodearla. Olivia procuraba desesperadamente frenar el galope de su
alocado corazón. ¿Era ésa la razón de su enfado? ¿Porque pensaba que le tenía miedo?
—Por todos los santos —dijo ella con desmayo, —no es a usted a quien tengo miedo... —Señaló
por encima de su hombro hacia el caballo —...es a... es a él.
—¿Tiene miedo de Tormenta? —Dominic se maldijo a sí mismo. ¡Debería haberlo imaginado!
Aquel día en la plaza del pueblo cuando la vio por primera vez enseñando a los niños. Le había
ofrecido que montara a Tormenta. Ella había declinado con vehemencia.
Asintió. De repente se echó a reír. Estaba llorando, las lágrimas rodaban sin control por sus
mejillas. Sus emociones estaban repartidas por otros mundos.
A través de una neblina de lágrimas, le vio levantar una mano.
—Olivia...
—Váyase —le soltó abruptamente. —Por favor... váyase. —No podía decir nada más, porque no
podía soportarlo más. Si se quedaba, o mejor dicho: si él se quedaba, estaba segura de que se
desharía en pedazos. Se recogió las empapadas faldas, se dio la vuelta como una exhalación y
entró en casa.
Emily estaba sentada en el salón.
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—¿Olivia? ¿Eres tú?
Olivia tuvo que apoyarse en el quicio de la puerta. Se tocó las mejillas arreboladas con sus
heladas manos.
—Sí, cariño. Ya estoy aquí. —Rezaba para poder ocultar su tribulación. Milagrosamente,
consiguió que su tono fuera de normalidad.
O al menos eso creía.
Emily ladeó la cabeza.
—¿Estás bien? Oigo la lluvia. Y los truenos...
—Estoy bien. Solo necesito... recobrar el aliento. Me temo que estoy calada hasta los huesos.
Tengo que quitarme esta ropa, que está chorreando. —Hizo una profunda inhalación para coger
fuerzas. —Ha sido un día muy largo y cansado, Emily. ¿Te importaría mucho si me fuera
directamente a la cama?
—No, claro que no. —Emily frunció el ceño, ligeramente turbada. Percibía cuando pasaba algo,
y era obvio que Olivia no era ella misma. —¿Ha sido esa horrible señora Templeton otra vez?
—En realidad, la señora Templeton ha estado bastante tolerante últimamente.
El ruido de las faldas mojadas le dijo a Emily que Olivia se había movido hasta la puerta del
dormitorio. Emily no podía hacer nada más por ocultar su disgusto. No era la señora Templeton la
que le había ocasionado problemas a su hermana, así que sin duda era él, el gitano. Obviamente,
Olivia no deseaba hablar, y no la molestaría más, aunque a veces le habría gustado que su
hermana compartiera su carga con ella.
—Que duermas bien, Olivia —dijo con suavidad.
—Igualmente, Emily.
En el dormitorio, Olivia se desnudó con rapidez y se puso el camisón. Se deslizó entre las
sábanas y apretó su mejilla contra la almohada. Su mente estaba tan acelerada como su corazón.
¿Seguiría todavía ahí fuera?, se preguntaba. Forzada por la necesidad de saber, retiró las sábanas y
se dirigió hacia la ventana. Con una mano abrió las cortinas y escrutó el exterior.
La oscuridad era como una niebla espesa. No veía nada.
De repente un escalofrío le recorrió la columna. De pronto le sintió cerca, notó la fuerza de su
presencia... y lo supo.
Él todavía estaba allí.
A pesar de la fiereza de la tormenta nocturna, el día siguiente amaneció claro y soleado. La
tarde se hizo tan cálida que Emily abrió la ventana del calor que sentía.
Cuando se estaba dando la vuelta, oyó la voz de Esther a través de la ventana.
—¡Emily! Emily, abre la puerta, querida. Soy Esther.
Emily fue presta hacia la puerta y la abrió.
—Hola Esther —murmuró mientras esta entraba.
—Te he traído pan recién hecho. Está caliente y crujiente, como a ti te gusta.
—Gracias, Esther. Eres muy amable. Creo que lo guardaré para la cena. Olivia ya casi nunca
tiene tiempo de hacer pan. —A Emily le resultaba difícil contener una sonrisa. Esther había
aparecido el día después de haberla abandonado fuera de la taberna, inmensamente contrita y
deshaciéndose en disculpas por haberla dejado sola en el pueblo. El día anterior había llevado
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tartaletas de moras, y el otro, media docena de bollos; era su manera de enmendarse, pensó
Emily.
—Creo que podríamos dar un paseo —le ofreció Esther alegremente. —¿Qué opinas, Emily?
Emily sonrió a su manera.
—En realidad hoy me siento un poco cansada, Esther. Quizás otro día.
—Sí, claro. —Esther no pareció muy decepcionada. —Bien, entonces creo que me iré a casa.
¡Vaya, hace un precioso y soleado día! ¡Apuesto a que me entrará sed por el camino!
¡Una sed que sin duda conllevaría una visita a la taberna! Emily reprimió una risa al despedirse
de la buena mujer y cerró la puerta. A pesar de sus pequeños vicios, Esther era un encanto, un
alma generosa. Y si no hubiera sido por Esther, nunca habría conocido a Andre.
Se le escapó un suspiro, habían pasado casi cuatro días desde su encuentro con el joven Andre.
Sabía que había sido demasiado atrevida al sugerirle que volviera a visitarla; demasiado osada,
diría. Era extraño, pero no parecía el tipo de hombre que se quedaba confinado dentro de los
límites del decoro.
No pasó mucho tiempo antes de oír un crujido en la gravilla del camino.
—¿Hola? —dijo una voz masculina.
A Emily casi se le sale el corazón por la boca, entonces empezó a canturrear: «¡Es él... Es él!».
En un instante ya estaba de pie dirigiéndose hacia la puerta.
Buscó a tientas el pomo de la puerta, lo encontró y la entreabrió.
—¿Andre?
—Estoy aquí. —Traspasó el umbral y cerró la puerta tras él. Le latía el corazón solo con tenerla
delante. ¡Caray, qué bonita era! Su pelo era como una brillante cascada dorada. Y además parecía
contenta de verlo. Apenas podía dar crédito a su buena suerte, aunque no hacía ni dos meses que
Irina había vaticinado que muy pronto aparecería una mujer que encadenaría su corazón para
siempre. Fiel a su manera de ser, se había echado a reír y había alardeado ante sus amigos que
aún no había nacido una mujer que pudiera llevar a cabo semejante hazaña.
Pero ella sí podía. Lo sabía. Estaba tan seguro como que el sol se levantaba cada día.
Su sonrisa era cálida y acogedora. Los dedos de ella encontraron su manga.
—Por aquí. Ven al salón y siéntate.
En la sala, ella volvió a su sitio y le indicó el taburete donde Olivia solía sentarse. Nerviosa como
una colegiala, cogió el trozo de encaje en el que estaba trabajando.
—Espero que su hermana no se enfadara por acompañarla hasta aquí el otro día.
—En absoluto. —Emily se movía nerviosamente. No era del todo verdad. Pero quizás sí. ¡Olivia
no se había enfadado porque no se había enterado! Tampoco le había contado a Olivia que Esther
la había dejado tirada. Esther se había mostrado muy arrepentida al día siguiente y le había
prometido que nunca más volvería a suceder. Emily le había asegurado que no pasaba nada, que
alguien la había encontrado y la había guiado hasta casa.
Simplemente no había divulgado quién era ese alguien.
Escuchó un movimiento. Lo siguiente que percibió fue un roce en sus manos.
—¿Qué estás haciende? —preguntó con voz suave. —De nuevo sintió un ligero toque en el
dorso de sus manos. Le quitó el encaje que tenía entre sus dedos.
—¿Has hecho tú esto?
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Sintió cómo le subía el rubor a las mejillas.
—Sí. Yo... yo voy contando los puntos.
—Es una preciosidad.
—Eso mismo dijo Olivia —le confió Emily tímidamente. —Tenía... tenía la intención de
venderlo. —La confesión le salió antes de que pudiera pensarlo con detenimiento. —Olivia trabaja
mucho y duro en Ravenwood, mientras que yo estoy aquí sentada sin... sin hacer nada. Pensé que,
si conseguía venderlo, podría ayudarla de algún modo... —Soltó una media sonrisa, como si ella
misma reprobara su acción. —Pero estaba claro que la idea era descabellada. Yo... yo no puedo ir
a ningún sitio a venderlo.
Andre respiró hondo.
—Yo podría hacerlo por ti. ¿Tienes más?
—Sí, tengo... tengo una cesta llena. —Ladeó la cabeza. —Pero... ¿cómo lo venderías?
—En las ferias. Mi... —hubo una leve vacilación —trabajo suele llevarme a esos lugares.
Emily se mordió el labio. Vaya, eso era mucho más de lo que podía esperar...
—No querría ponerte en un aprieto.
—No lo es en absoluto. —Andre examinó su rostro. Diantre, daría la vuelta al mundo por ella.
Le dijo con toda sinceridad: —Déjame intentarlo, Emily. Si no lo consigo, no habrás perdido nada.
Emily respiró hondo.
—De acuerdo. Me... me encantaría que lo intentaras. Pero solo si te quedas con parte de las
ganancias que saques por ello.
—Pero no podría...
—Si no, no lo haré. Bueno —dijo de manera concisa, —¿hay trato? —Le tendió una mano.
Andre aceptó la mano que le ofrecía. Le habría gustado llevársela a los labios, arrastrarla hacia
sí y cubrir sus labios con los suyos. Quizás con el tiempo...
—Hay trato —dijo con voz profunda.
Una lenta sonrisa se dibujó en el semblante de Emily, una sonrisa de oro que le hizo sentir a
Andre como si estuviera caminando por las nubes.
—No puedo expresarte lo contenta que estoy de haberte conocido —dijo con suavidad. —
Espero que te quedes mucho, mucho tiempo en Stonebridge.
La sonrisa de él se apagó.
—Lo más seguro es que me quede todo el verano. —Rezaba por que fuera así. Dependía en
gran parte de los gachos. Si se mostraran tolerantes con la presencia de los gitanos...
—Disculpa si te parezco demasiado directa, pero es que yo... yo no he podido evitar fijarme en
el olor a cuero. ¿Eres curtidor?
—No, yo... —vaciló levemente—... trabajo con caballos. —No era una mentira, pero el instinto
le dijo que no debía decirle que era gitano.
Emily asintió. Entonces tenía razón. Era un trabajador.
—¿Comprando y vendiendo?
—Ss... sí. Y comerciando. También se me da bien domarlos. Dicen que mi... —se frenó justo a
tiempo, —que tengo buena mano para los caballos.
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Emily le escuchaba con atención mientras hablaba. No había parado de moverse por toda la
habitación, sospechaba que era incapaz de estarse quieto.
—¿Te gustaría salir fuera? —preguntó. —Creo que hace un bonito día...
No pudo acabar la frase. Al instante, unos fuertes brazos varoniles la levantaron por los aires.
Todavía no había recuperado el aliento cuando la bajó al suelo.
La liberó con parsimonia. A Emily se le había cortado la respiración, deseando que esos fuertes
brazos la hubieran sujetado durante más tiempo.
—Princesa —anunció con galantería —su trono.
Bajo ella había una cama de exuberante hierba. Emily intentó retener una sonrisa, pero falló
estrepitosamente.
—Usted, señor —le riñó de buen humor, —es un poco descarado.
—Y usted, princesa, es muy bella.
Una pequeña emoción le recorrió el cuerpo. Él estaba sonriendo. Bueno, no podía verlo, pero lo
notaba en su voz y lo sentía en el aire que los rodeaba.
De repente la cabeza empezó a darle vueltas. ¿Cuántos años tendría? ¿Sería joven? Por favor,
rogó. ¿Estaría casado? ¿Comprometido para casarse? No. ¡Por favor no!
Su sonrisa se desvaneció. Odiaba ser ciega, lo aborrecía, porque, ¿qué hombre querría cargar
con una mujer invidente? Sin duda estaba destinada a la soltería para el resto de sus días.
Envejecería sentada en ese horrible sillón de la sala. Y la pobre Olivia se haría vieja con ella,
porque estaba convencida de que su hermana se mantendría atada a su deber y a su obligación de
cuidar de ella. No, Olivia nunca la dejaría sola. ¡Y Olivia arruinaría su vida por su culpa... por su
culpa!
Nunca había aborrecido tanto su ceguera como en ese momento.
—Emily —dijo una grave voz masculina, —¿en qué estás pensando? —La risa también se había
desvanecido de su voz.
Ella sonrió débilmente.
—Siento el calor del sol, pero parece que ha pasado una eternidad desde la última vez que lo vi.
—Era incapaz de decirle la verdad.
Él le cogió la mano, envolviéndola entre las suyas.
—No siempre has sido ciega, ¿verdad?
Fue un gesto de consuelo, de amistad, y... oh, estaba bastante loca, pero esperaba y rezaba
para que se quedara para siempre en Stonebridge.
Sin pronunciar palabra, hizo un gesto negativo con la cabeza.
—¿Cómo ocurrió?
La respiración de Emily se aceleró, luego se tranquilizó. Los recuerdos aparecían como
relámpagos en su mente, uno tras otro. Sintió cómo se caía de Bonnie; vio a su padre boca abajo
en el suelo, con un hilillo de sangre en la comisura de la boca, ese horrible gitano junto a él con un
palo ensangrentado en la mano...
Un escalofrío le sacudió todo su ser.
Andre agarró más fuerte la mano de Emily.
—No tienes que hablar de ello si no quieres.
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—Ojalá... ojalá pudiera, pero no puedo. —Su voz apenas era audible.
Le pasó la yema del pulgar, encallecido, por los nudillos.
—No pretendía entristecerte —murmuró. —Hace un día precioso, demasiado bonito para
pensamientos oscuros.
Respiró hondo y percibió la fragancia de las flores. La brisa del ambiente la refrescaba del calor.
No tenía mucho, pero estaba agradecida por lo que poseía. Era joven y estaba sana, y... y el mejor
motivo de todos estaba sentado justo a su lado.
—Tienes razón —dijo con suavidad, sonriendo. —¿Podemos hablar de otra cosa?
—Podemos —dijo muy dispuesto. —¿Te gustan las rosas, Emily?
—Adoro las rosas. Mi madre solía decir que no hay flor más bonita en la tierra que la rosa
inglesa.
—¿Sabías que...?
La conversación se desvió a otros temas, naderías, cosas mundanas. Ella estaba maravillada, él
se las arreglaba para hacerla reír.
Cuando por fin la levantó, no salió de su asombro al comprobar que casi se había pasado la
tarde.
—¿Vendrás a visitarme otra vez? —Apenas podía ocultar su desilusión, o su impaciencia.
Andre soltó una carcajada.
—¿Mañana es demasiado pronto?
—Mañana es perfecto —susurró.
Él se echó a reír de nuevo y se llevó los dedos de ella hasta sus labios para darles un beso fugaz.
Emily pensó que se le paraba el corazón en aquel mismo instante. Y cuando se marchó, se llevó
esa misma mano a los labios y sonrió, justo en el mismo sitio donde le había rozado con su boca.
Se sentía absurdamente feliz...
Más feliz de lo que había sido en mucho, mucho tiempo.
Volver a Ravenwood al día siguiente era lo más difícil que Olivia había hecho en su vida. Había
estado dando vueltas toda la noche, sin poder dejar de pensar en Dominic, o en lo que había
hecho, el modo en que se había sentido, ¡tan distinta a su manera de ser! Incluso con los ojos
cerrados seguía viéndole, tan moreno y tan apuesto, le había robado hasta el aire de sus
pulmones... sobre todo cuando la había besado.
Temía el momento en que tuviera que volver a verlo. El día se le estaba haciendo interminable.
La señora Templeton la tuvo todo el día a ella y a Charlotte limpiando la planta baja. Temía
encontrárselo cada vez que se daba la vuelta. Incluso Charlotte comentó su irritabilidad.
—¿Qué diablos te pasa hoy, Olivia? Das un bote cada vez que oyes un ruido —declaró
Charlotte, poniéndose las manos en las caderas y mirándola de arriba abajo.
Olivia soltó una risita.
—Claro que no.
Charlotte la observó más de cerca.
—Se te ve un poco pálida, ¿sabes? ¿Estás enferma?
—Estoy bien, Charlotte. De verdad.
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Charlotte no parecía muy convencida. Cuando Olivia oyó mencionar a Franklin que Dominic se
había ido a York a pasar el día, empezó a relajarse.
A primera hora de la tarde encaminó sus pasos hacia el estudio. Estaba deseando terminar con
la contabilidad que había iniciado la víspera, antes de que llegara el señor Gilmore.
En algún remoto rincón de su mente, percibió que una de las puertas dobles que daban paso al
estudio estaba ligeramente entreabierta. Tenía la mano en el pomo para abrirla del todo cuando
una voz masculina llegó hasta sus oídos.
Olivia se quedó helada. Era Dominic, pero había alguien con él.
—Espero que disculpe mi intromisión, milord.
—No es ninguna molestia, señora Danbury. ¿Qué le trae a Ravenwood?
—Ha pasado algo terrible, milord. Charles, mi marido, me ha enviado para... para que hable con
usted, milord; se cayó la semana pasada y se rompió una pierna. El médico dice que tendrá que
estar en cama hasta principios de agosto. He... he venido porque no podemos pagar el alquiler de
este mes, ni seguramente tampoco el mes próximo. Ya ve milord, hasta que llega la cosecha, una
vez al mes Charles lleva las ovejas al mercado...
Olivia parpadeó. La mujer era Celeste Danbury. Los Danbury vivían en una granja al este de
Ravenwood.
—¿Así que no hay nadie que pueda llevar las ovejas al mercado en lugar de su esposo?
—No, milord. Nuestros hijos tienen nueve y diez años, las niñas son incluso más pequeñas.
Olivia se mordió el labio. Sintió una punzada de culpabilidad. Debía marcharse. Sin embargo, no
pudo evitar quedarse ahí escuchando.
—Ya veo. Así que está preocupada por el pago del alquiler.
—Sí, milord. —Celeste tenía la voz temblorosa. Parecía atemorizada. Olivia casi podía verla,
retorciendo las manos, temiendo por su vida.
—¿Tiene gansos en su granja, señora Danbury?
—Sí, milord. —Celeste parecía sorprendida. —Tenemos varios.
—Excelente. Mande a sus chicos que traigan uno a la cocina mañana, me encanta el ganso
asado. Eso será pago suficiente por el alquiler de este mes, y del siguiente también. Para entonces,
su marido debería estar andando otra vez.
—Sí, señor. Eso... eso espero. —Celeste se había quedado atónita. —Enviaré a los chicos por la
mañana temprano. Oh, señor, no sé cómo agradecérselo. Charles y yo teníamos mucho miedo de
que nos echara...
—Sólo un tirano egoísta haría tal cosa, señora Danbury. Me gusta pensar que no soy ninguna de
las dos cosas. Y a propósito, buscaré a alguien que vaya a ayudarles con las faenas de la granja.
Las voces se estaban acercando.
—¡Oh, es usted un santo, milord, un santo!
—No lo creo, señora Danbury —dijo Dominic secamente. —Y dele recuerdos al señor Danbury.
Olivia se quitó de en medio ocultándose tras la puerta justo antes de que se abriera. Aunque no
podía ver a Celeste, oyó el eco de sus pasos en el vestíbulo. Aguantó la respiración, rezando para
que Dominic abandonara o entrase de nuevo al estudio.
—Ya puede salir, Olivia.
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¡Diantre! ¿Desde cuándo sabía que ella estaba ahí? Encogiéndose por dentro, Olivia salió de
detrás de la puerta.
Él llevaba una camisa blanca amplia, pantalón beige y botas altas. Le paseó la mirada
rápidamente desde la cabeza a los pies.
—Me alegro de comprobar que no ha sufrido los efectos de la tormenta de anoche.
Olivia envidiaba su calma, porque ella se sentía como una locomotora.
—No sabía que había vuelto —dijo tímidamente. —He venido a trabajar en las cuentas... no era
mi intención escuchar detrás de la puerta.
Él no dijo nada, se limitó a mirarla con las manos a la espalda y una expresión decididamente
fría. Era difícil creer que la hubiera tenido entre sus brazos la noche antes. Mirándolo ahora,
costaba creer que el beso, ese beso imposible de olvidar, hubiera tenido lugar.
Ella tragó saliva. Con una leve inclinación, indicó la dirección que había tomado Celeste.
—Ha hecho bien —le dijo tranquilamente.
Las oscuras cejas se dispararon.
—¿Cómo? ¿Le sorprende? ¿Creía que sería totalmente insensible a su difícil situación? Podré
ser medio gitano, pero tengo un corazón que sangra como los demás.
Olivia soltó un suspiro. Él parecía... ¡tan amargo! Sus miradas se encontraron. En ese mismo
instante empezó a vibrar una tensión irresistible entre ellos.
Ella fue la primera en bajar la mirada.
—Milord —dijo en voz muy baja, —desearía disculparme por lo que le dije anoche.
—¿A qué se refiere, señorita Sherwood? Me temo que mi memoria es algo limitada.
Olivia reprimió un ataque de ira. Estaba haciéndoselo pagar caro.
—A lo que dije sobre que deseaba que los gitanos no hubieran venido nunca aquí... y que... —
dijo reuniendo todo su valor—... que usted no hubiera venido.
Su mandíbula se mostró implacable.
—¿Lo decía en serio, señorita Sherwood?
Respiró hondo.
—En ese momento sí, pero...
—Entonces cualquier disculpa que me pida es poco sincera.
Él estaba enojado y cortante, y... y a ella no debería haberle importado, pero le importaba. ¡Y
de qué manera!
—Yo... yo tengo una buena razón para sentir de esa manera. —Se defendía levantando la
barbilla.
—Vaya, no lo pongo en duda. Usted y el resto de los ingleses, qué digo, el resto del mundo.
Odian a los gitanos simplemente porque existen. No necesitan más razones que esa. —Su tono era
tan afilado como su mirada.
—Eso no puede aplicarse a mi persona —dijo sin alterar la voz. —Se lo repito, tengo una buena
razón para sentir lo que siento.
—¿Y ahora? —Se mostraba abiertamente escéptico.
Hubo un instante de silencio.
—Sí —replicó con tranquilidad. —Quiero que sepa que mi padre fue asesinado por un gitano.
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Una oleada de turbación se apoderó de él. Dominic se quedó de piedra. No sabía qué esperaba
que dijera... pero eso no, desde luego. Desde el principio, él había intuido su reticencia, aunque
había pensado que era simplemente desprecio. Pero ahora que lo sabía... le sorprendía aún más
que hubiera decidido trabajar para él.
La agarró por el codo y la metió en el estudio. Cerró la puerta tras ellos.
—¿Qué ocurrió? —quiso saber, con el semblante ensombrecido.
Ella bajó la mirada.
—Hace poco más de un año, mi padre fue a visitar a una mujer enferma. Mi hermana estaba
con él. Estaban en el camino de vuelta a Stonebridge cuando sucedió. El gitano intentó robar el
caballo de papá. Hubo una pelea... Emily tuvo una mala caída... a papá le dieron una paliza. Un
granjero vecino oyó los gritos. Para cuando llegó, era... demasiado tarde para papá.
—¿Había muerto? —Su inquisitiva pregunta era tranquila. Olivia no pudo evitar notar que el
tono de su voz había perdido su dureza.
—Sí. —Se estremeció, su respuesta era poco más que un susurro. Claramente era un tema que
todavía le dolía profundamente.
Dominic no dijo nada, se limitó a mirar su pálido semblante. Casi deseó no haber sido tan
insistente. Habría sido más fácil si no se hubiera enterado. No, no podía ignorar su respuesta, ni
culparla por sentirse como se sentía. Aun así, había una pregunta más que lo carcomía por dentro
y que necesitaba saber.
—¿Qué fue del gitano?
—Lo cogieron unos días después. No estaba con su gente... —Frunció el ceño, buscando la
palabra adecuada, —no formaba parte de un grupo...
—Marime. Un desarraigado.
—Sí. —Por fin levantó la cabeza. Sus ojos buscaron los de él, luego desvió la mirada
rápidamente. —Hubo un juicio —dijo en voz baja. —Fue... ahorcado.
Dominic no dijo nada. No cuestionaba que el hombre no mereciera su castigo, lo merecía
porque había segado otra vida. Sin embargo, no pudo reprimir un pensamiento que saltó a
primera plana. Si el hombre no hubiera sido gitano, le habrían perdonado la vida; lo habrían
encerrado el resto de sus días.
Escogió sus palabras con cuidado.
—Siento la muerte de su padre, Olivia, y comprendo cómo se siente. ¿Pero condenaría a todos
por la crueldad de un solo hombre? Los gitanos no tienen la culpa de todos los males del mundo.
Creo que todos los que pueblan las cárceles inglesas pueden atestiguarlo.
Tenía razón. En el fondo, lo sabía. Pero en ese momento la lógica desafiaba sus sentimientos, y
no era su padre a quien habían matado.
—Míreme, Olivia.
Ella se resistía. Entonces él, de repente, alzó una mano. La obligó a mirarlo, levantándole la
barbilla con el dedo.
—¿Qué ve? —Estaba tranquilo, pero resuelto. —¿Ve a un gitano? ¿O ve... algo más?
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A ella le estaba costando respirar.
—Veo... —Se frenó, ¿qué podía decir? Veía a un hombre extremadamente apuesto que la
perturbaba mucho más de lo que debería. Veía a un hombre que gobernaba cada latido de su
corazón, y no sabía por qué. ¡Por no hablar de la caricia de sus ojos! Aunque difícilmente podía
confiarle eso a él.
—¿No tiene misericordia, Olivia? ¿Es incapaz de perdonar?
El peso de su mirada era enervante. Ella abrió los labios. Movió ligeramente la cabeza.
—No es tan... tan fácil.
El bajó la mano. Se quedo mirándola, ensimismado.
—Ya veo que no. Bien, todos tenemos nuestros demonios que conquistar, ¿verdad? —Se dirigió
hacia la puerta. Allí se dio la vuelta. Su expresión era de cautela cuando habló.
—Le dejaré que siga con su trabajo.
Una punzada de dolor le atravesó el corazón, algo que no comprendía. Cuando se quedó sola,
tuvo la sensación de haberle decepcionado en cierto modo. Esa idea estuvo persiguiéndola
durante varios días, turbándola profundamente. No sabría decir por qué le importaba tanto.
Lo único que sabía era que le importaba.
Durante toda su vida había desconfiado, y también temido, por qué no decirlo, a los gitanos
que ocasionalmente pasaban por Stonebridge. Todo el mundo era de su mismo parecer, todo el
mundo que conocía.
No era fácil desechar la creencia de toda una vida.
Andre volvió al día siguiente. Y al otro, y al otro.
Recogía flores y se las llevaba. Su fragancia llenaba la casita con su perfume dulce y
embriagador. Emily estaba indescriptiblemente emocionada, aunque su emoción tenía un toque
agridulce, ojalá pudiera ver por sí misma lo bonitas que eran.
Se llenó de ilusión cuando él le comunicó que había vendido todo el encaje que había hecho.
Escondió el dinero, con la esperanza de sorprender a Olivia con ello cuando llegara el momento
oportuno. Sin embargo, todavía no le había dicho nada a Olivia sobre las visitas porque no estaba
segura de lo que iba a opinar. Conocer a un hombre sin chaperona no era nada apropiado, pero a
Emily no le importaba. Desde que se despertó aquella mañana tras el asesinato de su padre, su
vida no volvió a ser la misma, aunque desde que Andre entró por la puerta, algo parecía haberse
iluminado dentro de ella. No era tan valiente y tan fuerte, ni tan incondicional como su hermana.
¿Qué mal podía haber en el placer que le proporcionaba Andre?
Una tarde la ayudó a preparar el té. Volvía de la cocina cuando se chocó de frente con una
figura masculina.
—¡Lo siento! —exclamó él. —Qué torpe soy poniéndome en medio de tu camino.
Ocurrió de nuevo aquella misma tarde, solo que esa vez la agarró de los codos para
enderezarla.
Emily se puso una mano en la cadera. Aunque lo intentaba, no conseguía actuar con rectitud.
—Creo que quieres que me choque contigo.
—Y si así fuera, ¿te importaría?
Estaba sonriendo, satisfecho de sí mismo. Ella lo notaba en su voz, y lo sentía en cada poro de
su cuerpo.
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—¡Por supuesto que me importaría!
Se limitó a reír.
Parecía que ella tampoco le había engañado.
Luego se sentaron en el sofá del salón.
—Andre... —murmuró.
—¿Sí, princesa?
Todo su cuerpo se estremeció. Le estaba tomando el pelo. —Ni siquiera era una expresión de
cariño, sin embargo a ella le encantaba cuando la llamaba «princesa».
—Sin duda piensas que es una ridiculez...
—Nunca —le aseguró.
—Me... me gustaría... saber cómo eres. —Se apresuró a decir antes de perder el valor. —
¿Eres... guapo?
—Si no fuera porque me faltan dos dientes, sin duda sería bastante bien parecido —dijo
descaradamente.
Emily procuró no echarse a reír.
—¡No te creo!
—Tendrás que comprobarlo tú misma, ¿quieres?
Su sonrisa palideció.
—Sabes que no puedo.
—Sí, sí puedes, princesa.
—¿Cómo? —No pudo reprimir un atisbo de amargura.
—Así. —Su tono era grave y profundo. Rodeó con sus fuertes dedos las muñecas de Emily, y le
llevó la palma de la mano a sus mejillas.
Emily cogió aire. No querría... ¿o sí? Levantó la otra mano muy lentamente, como si le doliera.
Casi sin atreverse a respirar, le tocó el rostro con las yemas de los dedos.
El corazón se lo pedía a gritos. Con la punta de los dedos exploró los hoyuelos de sus mejillas,
observando trémula cómo le raspaba un poco la piel. Necesitaba un afeitado, pensó
remotamente. Tembló por dentro cuando se encontró con la suavidad de su boca, tenía una
bonita boca, lo sabía. Sonreía levemente, el labio inferior algo más grueso. Sus cejas, anchas y
pobladas, casi se juntaban sobre la nariz. Con la punta de un dedo notó un pequeño bulto justo
bajo el entrecejo.
—¿Cómo te lo hiciste?
—Boxeando. —Lo dijo con un candor manifiesto.
—¡Boxeando!
—Sí. Y me enorgullezco al decir que gané la apuesta.
—Oh, Dios mío. ¡A lo mejor es verdad que te faltan los dos incisivos! —Hizo una pausa. —Tus
ojos. ¿Son azules?
Hizo un suave movimiento negativo con la cabeza.
—Siento decepcionarte, princesa, pero son castaños.
—¿Y tu pelo? ¿También es castaño?
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—Ss... sí. —Ahora Andre era quien contenía la respiración.
—¿Claro u oscuro?
—Oscuro. —Sintió una punzada de culpabilidad, aunque no fuera precisamente una mentira.
Tenía el pelo más negro que el ala de un cuervo, por lo que podría calificarse como oscuro, ¿no?
Emily tragó saliva, se le había secado la boca.
—¿Cuánto mides?
La hizo ponerse de pie.
—Tu cabeza me toca la barbilla —dijo con suavidad.
Tenía las manos cálidamente anidadas entre las de él. Estaban tan cerca que podía sentir su
respiración.
La suya estaba entrecortada.
—Entonces, diría... diría que eres bastante alto.
—Lo que pasa es que eres diminuta.
Nunca en su vida había tenido tanta conciencia de estar junto a un hombre. Su tamaño. Su
fuerza. ¿Sentiría él lo mismo?, se preguntó con frenesí. Si solamente pudiera mirarle a los ojos,
¿qué vería? Bajó }as pestañas, temerosa de repente de lo que los suyos pudieran revelar.
—Emily —dijo quedamente.
—¿Sí? —acertó a decir con apenas un hilo de voz.
—Si pudieras pedir un deseo, ¿cuál sería?
«Verte», casi gritó.
—Ver —susurró. Repentinamente su voz se inundó de tristeza.
Sus dedos algo encallecidos se deslizaron bajo su barbilla, levantándole el rostro con suavidad.
Hubo un instante de silencio.
—El mío, princesa, sería que me vieras.
Por un momento se le paró el corazón al sentir el roce de unos labios sobre los suyos...
Entonces se marchó.
El domingo siguiente, como de costumbre, Olivia se encontraba en la plaza del pueblo,
enseñando a los niños. Estaba muy satisfecha con los progresos que había hecho Colin en solo
unas semanas. Charlotte estaba doblemente contenta de que tuviera tantas ansias de aprender y
de que lo estuviera haciendo tan bien.
También estaba contenta por Emily. La última semana su hermana pequeña había estado de
muy buen humor. Había empezado a reír y hacer bromas, como la Emily de antes. Incluso había
decidido que ya no necesitaba la ayuda de Esther. Ignoraba el motivo de todo esto, pero se
alegraba por Emily.
Los niños acababan de dispersarse cuando vio a William de pie frente a ella.
—Solamente quería despedirme antes de marcharme.
Olivia le permitió que la ayudara a levantarse.
—¿Adonde te vas?
—A Londres, en viaje de negocios. Estaré allí una semana aproximadamente. Había planeado
salir esta misma mañana, pero mi caballo ha perdido una herradura.
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Todavía le tenía cogida la mano. Olivia procuró de la mejor manera posible desasirse. Por fin, él
la soltó.
—Fui a visitarte una noche hace unos días, pero no te encontré. Emily me dijo que aún no
habías vuelto de Ravenwood. —Su tono estaba cargado de desaprobación.
—Estaba trabajando en la contabilidad del conde —murmuró.
—Te hace trabajar muchas horas.
—Yo lo elegí, William. —Se sintió obligada a defenderse, y también a dar la cara por Dominic.
William continuó como si no la hubiera oído. Hizo un gesto de desprecio.
—Ese bastardo debería regresar a Londres, o mejor dicho, con los de su clase. ¡Imagínate, un
gitano intentando hacerse pasar por un caballero! —exclamó con hosquedad. —No me gusta que
trabajes allí. Tendrás que dejarlo cuando nos casemos. Además, no tendrás necesidad.
Olivia se puso rígida. Estaba a punto de recordarle que no le había dado su consentimiento,
pero antes de que pudiera decir nada, alguien le tocó el codo.
Se giró y vio a una gitana ahí de pie, con una cesta de cebollas. Era de pequeña estatura pero
robusta, con la piel oscura y arrugada. Llevaba un pañuelo en la cabeza que solo le dejaba ver una
pequeña franja de pelo oscuro con algunas canas. Las pulseras tintinearon cuando cogió una
cebolla y se la ofreció.
—¿Quiere, sí? —dijo la mujer en inglés, pero con mucho acento.
Olivia no tuvo oportunidad de replicar. William se le puso delante.
—No —dijo con aspereza, dando un empujón a la mujer. La pilló por sorpresa y perdió el
equilibrio, haciéndola caer estrepitosamente al suelo. La cesta se le escurrió del brazo. Las cebollas
salieron rodando en todas direcciones.
—Por Dios santo, ¿es que nunca nos libraremos de ellos? —maldijo William. —Mendigos
repugnantes, eso es lo que son todos ellos.
Olivia ahogó un grito y se volvió hacia la mujer. La ayudó a levantarse, luego se agachó para
recoger las cebollas que se habían caído. Detrás de ella, William emitió un sonido de
desaprobación.
—¡Santo cielo, Olivia, que lo recoja ella!
Olivia apretó la delicada línea de su mandíbula, ignorándolo.
Por fin habían terminado. La mujer hizo un asentimiento de agradecimiento sin palabras, pero
le brillaron los ojos cuando agitó un dedo hacia William mientras le soltaba una perorata en
romaní. Finalmente se dio la vuelta y se marchó.
William puso los ojos en blanco.
—Que Dios me ayude, seguramente me ha echado una maldición.
A Olivia le dieron ganas de insultarle ella misma. Gitana o no, su actuación había sido
tremendamente cruel.
Levantó la barbilla.
—Te marchabas a Londres, ¿verdad?
William frunció el ceño.
—Por amor de Dios, Olivia, ¿por qué te pones así? —se quejó. —Solo era una vieja bruja gitana.
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Olivia no tenía intención de rebatirle en ese momento. Estaba demasiado enojada. Lo miró
echando chispas sin decir una palabra.
El se encogió de hombros.
—Cuando vuelva lo habrás olvidado todo —predijo. —Cuídate, Olivia. —Se inclinó y la besó
brevemente en los labios.
Olivia seguía aún enfadada cuando él se montó en su caballo y se marchó. Apenas podía
aguantarse las ganas de restregarse la boca para limpiarse el beso.
Se quitó el polvo de las faldas y se las puso en su lugar. Cuando levantó la cabeza, vio a Dominic
con Colin a corta distancia. Colin estaba otra vez subido en Tormenta. Cogió al niño por la cintura y
lo dejó en el suelo. Sonriendo, Colin dijo algo y Dominic se rió a carcajadas, luego le despeinó el
pelo al muchacho y Colin salió corriendo a casa.
Dominic se dio la vuelta.
El corazón de Olivia se tambaleaba. ¡Jesús bendito, se dirigía hacia ella! ¿Habría visto a William?
Estaba a punto de descubrirlo.
El se detuvo.
—Un chico encantador, su amigo el caballero —comentó con un tono despreocupado, pero con
la mirada dura. —Diría que carece de la mínima consideración, ¿no cree?
A Olivia se le hundió el alma. Así que había visto la cruel demostración de William hacia la
mujer gitana. Qué desgracia.
Dominic continuó.
—Parece que se toma bastantes libertades con usted. Bueno, es la segunda vez que le veo
besarla aquí, en medio de la plaza del pueblo.
Olivia notaba cómo le ardía la cara.
—Está claramente enamorado de usted.
Ella levantó la barbilla.
—¿Es eso tan difícil de creer?
—Nada más lejos de la realidad —dijo él suavemente, —pero tengo curiosidad. ¿Está usted
enamorada de él?
—¡No! —gritó antes de pensarlo dos veces.
—¿Así que no ha dado su consentimiento para casarse con él?
—No. Es decir, me lo ha pedido, pero...
—Le ha contestado que no, ¿cierto?
Olivia lo miró, no sin cierta irritación. ¡Maldita seguridad la suya! No la conocía en absoluto, ¡y
sin embargo la conocía demasiado bien!
—No exactamente. —Le proporcionó un gran placer informarle de que estaba equivocado. —Le
dije que en este momento no puedo pensar en el matrimonio —añadió fríamente, y luego se
preguntó por qué se había molestado en responderle.
El había perdido parte de su dureza.
—No es hombre para usted, Olivia.
Olivia otra vez. El corazón le latía con fuerza. Cada vez más a menudo la llamaba por su nombre
de pila. Era como si solo la llamara señorita Sherwood cuando estaba disgustado.
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Levantó una ceja.
—¿Debo suponer que usted sabe quién es ese hombre que me conviene?
Su media sonrisa la estaba enloqueciendo.
—En efecto.
—Seguro —dijo con aire de superioridad. —¿Y puedo saber de quién se trata?
Él le sonrió directamente a los ojos.
—No le gustaría. —Continuó como si ella no hubiera dicho nada. —Creo que usted solo sería
feliz con un hombre que, cuando la besase, provocase que la tierra temblase bajo sus pies.
«Un hombre como usted». Olivia no pudo reprimir el pensamiento que le cruzó la mente. ¡Qué
seguro estaba de sí mismo! ¡La sola idea de ellos dos juntos era absurda! Y sin embargo... sus
bromas la desarmaban por completo.
—A lo mejor todavía tengo que conocer a ese hombre —le informó con altivez.
Él se echó a reír, con una risa grave y profunda. Olivia se fijó en que era la primera vez que lo
oía reírse a carcajadas, con una risa genuina y divertida de verdad.
Entonces ocurrió algo, algo que ella no pudo descifrar. Pero estaba ahí, como una sombra.
Aunque no podía tocarlo, podía sentirlo... le llegó al corazón y se apoderó de él por completo.
A la luz del sol, sus ojos se veían muy azules y sus dientes muy blancos en contraste con su piel
morena. No pudo reprimir, ni tampoco quiso hacerlo, la sonrisa espontánea que curvó sus labios.
Cuando volvió a hablar, no dijo lo que se esperaba.
—Me han pedido que vaya al campamento gitano esta noche. ¿Querría acompañarme?
Su sonrisa se desvaneció.
—¿Por qué?
La suya también había desaparecido.
—Porque quiero que vea que no todos son asesinos, ni ladrones o mendigos.
Hizo una pausa, esperando alguna reacción. Olivia no sabía qué decir, insegura de sus
sentimientos, ni qué hacer. Una parte de ella agradecía la oportunidad de... de estar con él. Pero ir
al campamento gitano...
—No voy a negar que hay algunos que roban —se apresuró a decir Dominic. Él no lo dijo, pero
muchos gitanos consideraban que robar no era un delito, sino un logro. —Pero la mayoría no lo
hace con malicia. Casi todos los que lo hacen es por necesidad: heno para sus caballos, leña para el
fuego, fruta y gallinas para comer. En cuanto a la mendicidad, suelen parecer sucios o enfermos
para inspirar la compasión de la gente y que les den dinero. —Esperó unos instantes. —¿Y bien,
Olivia? ¿Vendrá conmigo?
Todavía titubeaba.
De repente, apareció un brillo en los ojos de él.
—¿Cuánto le importa su puesto en Ravenwood? —preguntó de improviso.
Le costó un momento entenderlo...
—Eso no es justo —le acusó, en voz baja.
—Estoy de acuerdo —consintió afablemente.
Su aflicción se reflejaba vívidamente en sus ojos.
—¿Me despedirá si me niego?
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—Quizás sería mejor preguntar: ¿está preparada para arriesgarse?
—¡Sabe perfectamente que no! —respondió acaloradamente.
—Entonces parece que no hay mucho que pensar. —Perduraba una leve sonrisa en su boca. —
¿Vendrá?
—No me queda otro remedio —espetó. —Por lo que se ve, tengo que hacerlo. —¡Cómo
deseaba borrar aquella sonrisa de satisfacción de su rostro!
—Excelente. Iré a buscarla a su casa antes del anochecer.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1100
Aquella tarde, Olivia había pensado ausentarse para cuando él llegara. Solo el temor de que
pudiera cumplir su amenaza evitó que lo hiciera.
Se había puesto un vestido de muselina azul pálido que dejaba ver sus hombros y su escote, ya
que el día había sido bastante caluroso. Se cepilló el cabello hasta sacarle brillo, luego se lo dejó
suelto, retirándoselo de la frente con una cinta algo deshilachada por las puntas. Se ahuecó las
faldas y se miró al espejo con ojos críticos.
De pronto, una docena de dudas se agolparon en su cabeza. ¿Pensaría que su vestido era viejo
y sin estilo? Seguro que las mujeres con las que salía en Londres vestían a la última moda, pensó
melancólicamente. Sin duda serían sofisticadas y mundanas. Al instante sintió que no estaba a la
altura. Desde luego no tenía mundo, ni tampoco era sofisticada... era demasiado práctica. Como
muestra de ello, se recordó que un vestido nuevo era una extravagancia que no se podía permitir.
Había asuntos mucho más urgentes que atender, como comer, por ejemplo. Y no importaba cómo
ni cuándo, pero llevaría a Emily a Londres. Se reprendió a sí misma con impaciencia. En cualquier
caso, ¿por qué se estaba agobiando tanto por su aspecto? ¡Desde luego que nunca se había
preocupado tanto con William!
Pero él no era William, le recordó una vocecita en su interior. Era Dominic, el Dominic que la
hacía sentirse como si no fuera ella...
Llamaron a la puerta. Se tuvo que contener para no salir corriendo a abrir. ¡Qué le estaba
ocurriendo! Abrió y allí estaba, ¡tan envidiablemente tranquilo! Llevaba una camisa holgada
blanca y pantalones ajustados hasta la rodilla que acentuaban la estrechez de sus caderas y la
musculatura de sus muslos de una manera casi desvergonzada; brillantes botas negras
completaban el retrato. Sintió un pellizco en el corazón. Su oscuro y húmedo cabello le brillaba.
Parecía recién bañado y afeitado, y desprendía una maravillosa fragancia. Cuando volvió a mirarle
a los ojos, descubrió que él también estaba investigando por su cuenta.
Su mirada recorría su cuerpo de arriba abajo una y otra vez. ¿Podría ser que le gustara lo que
estaba viendo? Pero se limitó a decir:
—Es reconfortante verla con algo puesto que no sea ese soso vestido negro.
Experimentó una vaga desilusión. ¿Eso era todo?
—Puede que quiera informar a su hermana de que a lo mejor será tarde cuando regrese.
—Ya... ya se lo he dicho. —Lo que no le había dicho era que iba al campamento gitano. Le había
contado que la necesitaban en Ravenwood esa noche. Aunque le desagradaba engañar a su
hermana, Olivia no estaba muy segura de cómo iba a reaccionar.
Le dijo a Emily desde la puerta que se marchaba, luego se volvió hacia él.
—¿Nos vamos? —murmuró.
Él le ofreció su brazo. Olivia vaciló solo un instante, luego le puso la punta de los dedos en el
codo.
Fuera, el aire del atardecer era aún cálido. Una ligera brisa les llevó el perfume de las rosas.
Pero Olivia frenó en seco cuando vio un pequeño carruaje y un caballo bajo el árbol.
—No debe alarmarse tanto, Olivia. Se lo prometo, iré despacio.
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Sus ojos volaron hasta su rostro. Casi esperaba encontrar algo de burla escrita en su semblante.
En su lugar comprobó que la estaba mirando con expresión seria.
—Está demasiado lejos para ir andando —dijo con calma, —especialmente en la oscuridad.
Olivia soltó un largo suspiro tembloroso, con la mente como un torbellino. Entonces, con la
mínima indecisión, se dirigió al carruaje. Dominic la ayudó a subir, con el corazón galopante.
¿Sabría ella lo que había hecho? Acababa de concederle un signo de confianza...
Confianza en él.
Mientras se subía al coche y se sentaba a su lado, no podía sentirse más complacido.
Partieron. El asiento era pequeño y estrecho, lo justo para acomodarles a ambos. Olivia intentó
relajarse, pero le resultaba difícil. Y no era por su temor al caballo. No, era algo muy diferente. El
fuerte y cálido muslo de él rozaba con el suyo, de manera perturbadora. Su mirada se desviaba
una y otra vez hacia sus manos, delgadas y bronceadas, ¡y tan masculinas! Se le secó la boca. Se
preguntó cómo se sentiría si esas manos se deslizaran por su cuerpo, resbalando por su piel...
Inhaló profundamente, ¡conmocionada por la audacia de sus pensamientos! Tardó un instante
en darse cuenta de que Dominic estaba hablando.
—¿Ha sido su hermana siempre ciega?
Olivia negó con la cabeza.
—No. Solamente este último año.
—El último año. No fue entonces cuando su padre...
Espere. Usted dijo que sufrió una mala caída, ¿no?
Los ojos de Olivia se ensombrecieron. »
—Estoy convencida de que fue entonces cuando ocurrió. —¿Por eso tiene usted pánico a los
caballos? Un dolorcillo le aguijoneó en el corazón.
—No —dijo por fin. —Nunca me gustaron mucho los caballos, aunque mi madre los adoraba,
tanto que papá un año le compró una vieja yegua. Se llamaba Bonnie. Un día, cuando yo tenía
doce años, mamá decidió demostrarme que no había nada que temer. Me montó con ella a lomos
de Bonnie. —Olivia sonrió débilmente, pero había una honda tristeza en sus ojos. —Empezamos a
trotar por el campo. Comenzaba a pensar que mamá tenía razón, que montar era muy divertido al
fin y al cabo. Entonces, de repente, Bonnie se paró en seco. Puede que se asustara por algo, en
realidad nunca lo sabremos.
Dominic posó sus ojos en su rostro.
—Yo me caí al suelo. Me quedé dolorida, pero no me hice daño. Pero mamá salió despedida
por encima de la cabeza de Bonnie...
Dominic frunció el ceño. ¿Se hizo daño?
—Se mató —dijo Olivia en voz baja. —Se partió el cuello.
Así que por eso tenía tanto miedo... Dominic no podía culparla, no, de ninguna manera. Dios
santo, no solamente su padre había muerto trágicamente, ¡sino también su madre! Se preguntó
por qué el destino, o Dios, podía ser tan cruel con algunas personas y tan generoso con otras.
No tenía la respuesta. La miró fugazmente. Su comportamiento era de calma total, aunque
percibió el dolor que la pérdida todavía le causaba. Entonces se dio cuenta de que ella había
perdido a su madre a la misma edad que él a la suya... Cierto, Madeleine no había muerto, no
entonces, pero se había ido de su vida para siempre...
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El destino. Era el destino lo que los había unido. Estaba más seguro que nunca de ello.
—Lo siento —dijo, sin ocurrírsele otra cosa que decir. Ella inclinó la cabeza en reconocimiento,
pero no respondió nada.
Viajaron en silencio durante un trecho, botando con los baches del camino. El sol del atardecer
se sostenía en el aire brillante y dorado, justo por encima de las suaves colinas redondeadas del
oeste.
Fue Olivia quien rompió el silencio.
—¿Conocía a este grupo de gitanos antes de que llegaran aquí?
—No —contestó Dominic, —aunque me enteré un día hablando con Nikolos, su jefe, que
conoció a mi madre y a unos cuantos más de su comunidad.
Olivia ladeó la cabeza.
—¿Dónde está el campamento? —preguntó en voz alta.
—Ya no muy lejos —le aseguró Dominic. —Los gitanos normalmente acampan cerca de pastos
para los caballos, y junto a una corriente de agua, aunque siempre cerca de una ciudad o un
pueblo para arreglar cacerolas y sartenes, y comerciar con caballos. Generalmente en lugares
apartados de los caminos. Prefieren un sitio donde no sean observados por las gentes del lugar o
perseguidos por las autoridades.
«O quizás para eludir a las autoridades». Olivia no pudo evitar que ese pensamiento le cruzara
por la mente. Casi simultáneamente, la recorrió una punzada de remordimiento
Cuando ella no hablaba, Dominic la miraba.
—Sabe que es más peligroso estar conmigo que con los gitanos —dijo en un tono ligero. —En
realidad, una niña inocente no debería salir por la noche con un hombre peligroso.
—No soy una niña —saltó enseguida.
—Ah, pero sí es inocente, ¿verdad?
El rubor le afloró en las mejillas.
—¡Eso, señor, no es de su incumbencia!
El suspiró.
—Llámeme Dominic.
—No puedo.
—¿Y por qué no? —su réplica fue tan rápida como la de ella.
—No sería apropiado.
—¿Y siempre hace lo que es apropiado, Olivia Sherwood? Naturalmente. Es la hija de un vicario.
Si no hubiera sido por el tono burlón de su comentario, habría hecho caso omiso a su
afirmación.
—¿Y usted? Recuerdo que dijo a los niños del pueblo que los gitanos son libres, en unión con el
mundo y la naturaleza —replicó a su vez. —¿Usted es así, señor?
Su sonrisa decayó. Repentinamente se puso serio. Tardó en contestar.
—Yo ya no soy gitano, ni tampoco soy uno de ustedes.
Su respuesta era enigmática. No estaba muy segura de su significado. Pero de repente lo único
que deseaba era verlo sonreír, sólo una vez más.
—Ah —dijo alegremente, —pero ¿es peligroso?
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¿Peligroso? «No», pensó. Ella era la peligrosa, porque tenía razón... No era una niña, sino una
mujer, una mujer que despertaba sus sentidos y removía todo lo primitivo y masculino que había
en él. Su mirada vagaba por el rostro de ella. Sus labios, tentadores e inocentemente
provocadores, le recordaban a las rosas con rocío, sus ojos a la hierba fresca de primavera. Sabía
que si extendía la mano y le tocaba la mejilla, su piel sería tan suave como el satén. Bajó un poco la
mirada, que cayó sobre el generoso oleaje de sus pechos bajo el vestido. Aunque era delgada, su
cuerpo era deliciosamente maduro y pleno. Si tuviera que medir sus pechos con las palmas de sus
manos, su deliciosa plenitud le llenaría las manos. Se sorprendió preguntándose de qué color
serían sus pezones, rosa o marrón, pequeños o grandes, respingones o...
Sus pensamientos no cesaban de atormentarlo. Pero ella parecía ignorar completamente el
doblez erótico de su mente, aunque seguramente era mejor así, prefirió pensar, irónicamente.
Tenía la sensación de que sus imaginaciones la habrían conmocionado hasta el fondo de su
inocente corazón.
Cuando el carruaje encumbró la suave colina, atisbó el campamento gitano, asentado en una
pequeña hondonada. Un poco más allá había un bosque.
Olivia también lo vio. No podía abordar la repentina tensión que atenazaba su cuerpo y que le
contraía cada músculo de su anatomía.
A su lado, Dominic tiró de las riendas para frenar al caballo. Habló en tono solemne.
—Es un modo de vida diferente, Olivia. No es malo, es solamente... distinto. ¿Lo tendrás en
cuenta?
Rechazarlo habría sido bajo y mezquino. Respirando hondo, Olivia asintió.
Una columna de humo se elevaba en el aire. Alrededor del fuego había una docena de
carromatos pintados con vivos colores. Algunos eran de color amarillo brillante y verde, otros eran
escarlata y rojo. Habían levantado aquí y allá varias tiendas. Mientras se acercaban, acudieron dos
hombres a vigilarlos. A medida que avanzaban, se les iban uniendo más hombres. Uno de ellos, un
hombre gordo de enorme barriga, dio un grito y levantó una mano.
Dominic se bajó de un salto. Lo abrazó brevemente. El hombre dijo algo en romaní y miró a
Olivia. Dominic asintió y replicó en la misma lengua. Sus ojos buscaron los de Olivia, quien se
sorprendió al encontrar en ellos brillo y alegría. Le hizo un gesto para que se acercara.
Olivia se puso en pie, aunque las piernas no la sostenían demasiado. Se quedó atónita al ver
que estaba temblando. Los ojos de Dominic coincidieron con los suyos; antes de que pudiera
respirar, unas manos fuertes se ciñeron a su cintura. La bajaron en volandas hasta el suelo.
La acercó a su lado. Olivia no estaba por la labor de objetar. De pie junto a él, no pudo evitar
notar que su cabeza se acoplaría perfectamente bajo su barbilla... Dominó ese pensamiento antes
de avanzar hacia delante.
—Nikolos —dijo él con naturalidad, —te presento a Olivia Sherwood. Olivia, este es Nikolos, el
jefe de esta comunidad de gitanos.
Tenía la cara curtida y con arrugas, los dientes se veían muy blancos bajo el oscuro bigote.
—Bienvenida —dijo en inglés. Su sonrisa era tan sumamente agradable que ella no pudo evitar
sonreírle de vuelta.
Durante un rato, Nikolos estuvo enseñándoles el campamento. Muy pronto la cabeza empezó a
darle vueltas con tanto nombre y tantas caras nuevas. Se quedó atónita al ver a una anciana
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fumando en pipa; la mujer los observó mientras pasaban con sus ojos oscuros de pesados
párpados. Extrañamente, Olivia no se echó atrás, sino que reprimió una sonrisa.
Una mujer de generoso busto con una falda de colores brillantes les hizo señas para que se
acercaran. Sus pulseras hacían ruido al apuntar a Olivia, llevaba grandes aros en las orejas.
—Tu serte —gritó a Olivia. —¡Tu serte!
Olivia miró a Dominic con un gesto interrogativo.
—¿Qué quiere?
La sonrisa de él era indulgente.
—Quiere leerte el futuro.
Olivia respiró hondo. Sus anteriores temores habían empezado a abandonarla. Estaba bastante
asombrada de admitir que no había conocido a nadie que le inspirase algún temor. Al contrario,
eran muy alegres y animados, y parecían deseosos de agradar. Sin duda se debía a la presencia de
Dominic a su lado, pero no importaba. En seguida se sintió valiente y atrevida.
—De acuerdo —anunció. —Que lo haga.
La mujer sonrió.
—¡Bien, bien! Recuerda toda tu vida lo que esta pobre gitana Catriana te diga hoy. —Se frotó
las manos con dinamismo, luego le cogió la palma de la mano que Olivia le tendía.
Catriana pasó un buen rato observando con el ceño fruncido las líneas de su palma. Un dedo
moreno y carnoso trazó una línea curva que se extendía hasta la muñeca.
—Ha habido mucha tristeza en su vida, ¿verdad?
Olivia vaciló. Sin duda los últimos diez años habían sido muy desgraciados. Primero su madre
había muerto, luego su padre.
Catriana le acarició el hombro.
—No necesita responder. Lo veo, no solo en su cara, sino en la palma de su mano. Mucha
desdicha, sí. Pero no se preocupe. Muy pronto todo será diferente.
Olivia sonrió melancólicamente. Ojalá fuera así.
Catriana bajó la cabeza otra vez. Por fin sonrió con su boca mellada.
—Sí —dijo con satisfacción. —Lo veo. Hay suerte en su mano, encantadora dama. Tendrá una
vida larga y dichosa con un hombre apuesto —pronunció.
Dominic se agachó, tanto que su boca rozó su oreja.
—Está claro que no puede ser William, y ambos lo sabemos —le susurró al oído.
A Olivia le entraron unas ganas irrefrenables de darle un codazo en las costillas.
—Su opinión sobre usted no es menos halagadora —dijo con dulzura. Extrañamente, su insulto
le había molestado menos que el de William sobre él.
—Ahora que yo no...
—¡Shhh! —Catriana miró mordazmente a Dominic. —¡Le leeré el futuro a la dama, no a ti!
Su mirada de asombro hizo que Olivia se echara a reír. Después de la regañina se mantuvo en
silencio mientras Catriana acababa. La escuchó atentamente, Olivia no salía de su asombro al
escuchar de boca de la mujer que sus padres habían muerto y que tenía una hermana.
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Noche de Luna
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Para cuando terminó, Olivia ya estaba pasmada por completo. Seguramente era pura
coincidencia, una afortunada casualidad. Cuando Dominic le dio una moneda, ella asintió como
agradecimiento y se retiró a su carromato.
Entonces, sería feliz, ¿verdad? A lo mejor era cierto. Quizás no. Sin que pudiera evitarlo, una
oleada de tristeza melancólica se filtró en su corazón. ¿Qué sería de Emily? Pensar en ella le
produjo un hondo dolor. Las lágrimas se agolpaban en sus párpados. Bajó la cabeza, pero Dominic
ya se había fijado en el brillo de sus ojos.
—¿Lágrimas? —preguntó con suavidad.
Su sonrisa estaba aguada.
—Lo siento. No son por mí. Es que estaba pensando en...
—Su hermana.
Se le ensombrecieron los ojos. Asintió.
—Es muy injusto. ¡Emily es tan joven! Soportar el resto de su vida en una oscuridad infinita...
No puedo ni imaginármelo. Y nunca podría ser enteramente feliz mientras Emily fuera infeliz.
—Te pones en lo peor, Olivia. Deberías escuchar a Catriana. Sé que parece raro, pero los
gitanos tienen un don para adivinar las cosas, para hacer que ocurra lo imposible. No puedo
explicarte por qué. Si Catriana cree que serás feliz, no lo dudes. —Hizo una pausa y añadió con
calma: —Mi madre solía decir que si se cree en ello, ocurrirá de verdad.
Olivia no osaba creérselo, porque hacerse demasiadas ilusiones solo podría terminar en amarga
decepción. Aunque ese pensamiento se lo guardó para sí. No deseaba aguar el buen humor de
Dominic. De hecho, se lo veía más encantado que nunca.
Acababan de irse de allí cuando otra mujer les salió al paso. Era Irina, la esposa de Nikolos.
Llevaba en las manos un precioso collar de oro. De la cadena colgaba un pequeño amuleto
redondo. El amuleto atrajo su atención al instante. Brillaba como el sol en el agua. Parecía que
estaba vivo, reflejaba todos los colores imaginables. Aguantó la respiración, sobrecogida. Extendió
la mano para tocarlo.
—¿Puedo? —preguntó.
Irina dijo algo en romaní e hizo un gesto, como para que lo cogiera.
—El collar es para usted —le informó Dominic.
Irina asentía enérgicamente con la cabeza mientras se lo metía a Olivia por la cabeza para
colgárselo del cuello.
—¡Oh, es precioso! —exclamó. Sus ojos buscaron los de Dominic. —De verdad... No puedo
aceptarlo...
—Es un regalo, Olivia. La ofenderá si no lo acepta.
Olivia se lo pensó unos instantes. Tocó el amuleto casi con veneración.
—Dígale que siempre lo guardaré como un tesoro. —Impulsivamente le dio a Irina un breve
abrazo. —Gracias, Irina. Gracias.
Cuando se retiró, vio que Irina le hacía un guiño a Dominic. Olivia no comprendió el significado
de aquel guiño, pero de repente no le dio ninguna importancia.
La oscuridad de la noche lo envolvió todo. Una luna llena inició su lento ascenso por el cielo. El
aire estaba impregnado de un maravilloso aroma especiado. No había refrescado de manera
apreciable, el aire se mantenía tan cálido como durante el día. Encontraron un sitio entre dos
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carromatos y se sentaron en la hierba. Una muchacha, sonriendo tímidamente, les llevó un
delicioso estofado. Olivia saboreó cada bocado, sorprendida de lo hambrienta que estaba.
Mientras comían, conversaban.
—La joven que nos ha traído esto —quiso saber Olivia, —¿por qué tenía puesto un pañuelo
cuando ninguna de las otras lo lleva?
—Solo las mujeres casadas llevan pañuelo. Una vez casadas, jamás se muestran en público sin
él.
Olivia miró de soslayo a la joven, que no debía de tener más de catorce o quince años. ¿Está
casada?
Su risa sonó grave y áspera.
—¡Pero es muy joven! ¡Vaya, me siento como una vieja!
Dominic volvió a reír. Apartó a un lado su plato de madera.
—¿Porqué muchos van de rojo? —quiso saber. Se había fijado en que muchas de las mujeres
llevaban faldas largas o blusas de color rojo, y también había visto a varios hombres con camisa
roja.
Dominic estaba secretamente complacido con sus preguntas. Era curiosa, sin afán de desprecio,
y eso marcaba la diferencia.
—Creen que el rojo trae buena suerte. —Hizo una pausa. —El blanco es para los funerales.
—Ya veo. —A Olivia le parecía una costumbre rara, porque para ella el blanco era el símbolo de
la pureza y la inocencia. Sin embargo, se recordó a sí misma lo que Dominic le acababa de decir...
Sus costumbres no son malas... solamente diferentes.
—Mira ahí. —Dominic señaló hacia la orilla del campamento. Había dos hombres boxeando. Se
oía el alboroto de los que animaban a los contrincantes. El más alto de los dos, cuyo nombre era
Andre, según recordaba, aprovechaba su fibroso físico. Esquivaba los golpes con agilidad.
Olivia contuvo el aliento y se puso tensa.
—¡Que alguien los detenga!
—Es solo un juego. —Se encogió de hombros. —No se están haciendo daño.
Tenía razón. Pocos golpes daban en el blanco, y aquellos que lo conseguían, no pretendían ser
vengativos. Hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Soy incapaz de entender por qué a los hombres les gusta este entretenimiento deportivo.
—Las mujeres gitanas opinan lo mismo. Levantan los brazos y se dan media vuelta.
Sabía lo que estaba intentando decirle: que al fin y al cabo no eran tan distintas. Olivia no supo
qué responder, así que se quedó callada.
Los ojos de Dominic se pasearon por su perfil. Se estaban rozando los hombros. Ella parecía no
darse cuenta del contacto. Tenía los ojos bajos, pero ladeaba la cabeza ligeramente, de manera
que su sedosa cabellera le rozaba la manga. Él inspiró hondo. Quería sentir su calidez y su suavidad
sobre la piel desnuda. Rozar su pecho. El pliegue entre su muslo y la cadera, con el calor de
terciopelo de su boca siguiendo el camino...
¡Dios! Se apartó, su cuerpo estaba empezando a reaccionar a los estímulos de su imaginación.
Su miembro latía con la fuerza de su corazón. Con gran esfuerzo, obligó a su mente a pensar en
otra cosa que no fuera la creciente plenitud de su entrepierna, ¡una hazaña prácticamente
imposible teniéndola tan cerca!
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Miró hacia las miles de estrellas que habían aparecido en el cielo.
—¿Sabes —empezó a decir—que hay lugares en el continente donde los gitanos se esconden
en sus varios por la noche y no se aventuran a salir hasta que se hace de día?
—¿Porqué?
—Porque tienen miedo.
—¿Miedo? —Frunció ligeramente sus finas cejas. Sus ojos buscaron los de él.
—Pues sí —le aseguró con seriedad. —Ha sido así durante siglos, pero solamente están en
peligro de noche.
Un inquietante cosquilleo le recorrió la espalda a Olivia. Súbitamente se le habían quitado las
ganas de aventurarse a salir de noche.
—¿En peligro de qué? —preguntó.
—De encontrarse con los hombres que se convierten en criaturas nocturnas.
Ella se humedeció los labios con la lengua. Eso casi le provocó a él un gemido. Dios, ¿qué
sentiría si humedeciera la boca de él? Dijo valientemente:
—Los búhos son criaturas nocturnas. Y los ratones. Ninguno de ellos es peligroso.
Él negó con la cabeza.
—No me refiero a criaturas de ese tipo. Demonios, con dientes de este tamaño —replicó,
haciendo un gesto con la mano para indicar el tamaño con los dedos —y tremendamente afilados.
Ella escuchó mitad temerosa, mitad fascinada.
—No —dijo lentamente. —Eso es imposible.
—Yo no bromeo, Olivia. Son criaturas demoníacas, medio-hombre, medio-animal.
Se le abrieron los ojos como platos. Le dio un escalofrío, e inconscientemente se acercó más a
él.
—¿En serio?
El se giró un poco, de manera que el hombro de ella se acoplara bajo su brazo. Le pasó el brazo
por detrás, tocando la piel desnuda de sus hombros.
Del grito que dio, casi se cae en el regazo de él.
El se echó a reír a carcajadas.
—Tenga cuidado, Olivia, o van a pensar que le estoy empezando a gustar demasiado.
Olivia lo miró sin dar crédito.
—¡Me ha dado un susto! Esto no ha sido más que una treta para lanzarme...
—¿... a mis brazos? —dijo con una amplia sonrisa.
Ella se alejó de su pecho.
—¡Usted es la única bestia nocturna!
Dominic experimentó un fugaz arrepentimiento. Quizás no tenía que haber ido tan deprisa. Le
gustaba sentirla pegada a él.
—Sólo pretendía asustarme —le acusó.
—No, de ninguna manera —negó. —Todo lo que le he dicho es cierto, se lo juro por la tumba
de mi madre. He escuchado historias sobre esas criaturas incluso aquí, en Inglaterra.
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Ella miró a su alrededor, hacia las sombras que invadían el bosque más allá del campamento. Ya
no parecía tan segura de sí misma. Entonces, de repente, se echó a reír. Se llevó la mano al
amuleto que le había regalado Irina.
—Si eso es verdad —dijo despreocupadamente, —entonces esto me protegerá.
Él negó con la cabeza despacio.
—No, no lo hará.
A ella le cambió la cara.
—¿No? —Su tono era tan lastimero que él casi se echa a reír.
—No. —Su sonrisa era diabólica.
—¿No me traerá buena suerte?
—Difícilmente. —Tenía una sonrisa merodeando por sus labios.
Ella le miró suspicaz.
—¿Entonces qué es?
Él volvió a soltar una carcajada.
—No estoy seguro de que quiera saberlo.
—Yo sí.
—Se enfadará conmigo.
—No lo haré. Lo prometo.
—¿De verdad?
—Seguro. Ahora cuéntemelo. ¿Por qué este amuleto no me protegerá?
Su sonrisa se fue ampliando.
—Porque —dijo en voz baja —es un amuleto de amor.
La atónita expresión de ella era una delicia.
—Oh —dijo con un hilo de voz. —Quiere decir que... que me hará...
—Sí. Hará que se enamore. Mientras lo lleve puesto, estará en peligro de enamorarse. Me
atrevería a decir que eso es más peligroso que cualquier criatura del bosque.
Los ojos le echaban chispas.
—¡Así que por eso le hizo un guiño, por eso estaban tan divertidos!
—Me prometió no enfadarse —le recordó. —Y no puede devolvérselo. Irina se...
—Sí, sí, lo sé. Se ofendería. Entonces, ¿qué diablos voy a hacer con él esta noche si no puedo
quitármelo?
—Supongo que no le queda más remedio que dejárselo puesto.
Ella le miró fijamente, exasperada. No podía ser verdad, ¿o sí? De repente recordó su voz
cuando le dijo: Los gitanos tienen una manera de adivinar las cosas, de hacer que ocurra lo
imposible. Recordó la maldición de su madre. Pero eso fue pura coincidencia. Tenía que serlo...
¡tenía que serlo!
Sin embargo, de repente notó una inusual sequedad en la garganta. Le miró donde el cabello se
une a la nuca. Se encontró como poseída por el curioso deseo de pasarle los dedos por ahí, por la
nuca, y acariciarle su lustroso cabello oscuro.
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Un gitano alto y delgado pasó por ahí y se detuvo frente i ellos. Miró a Olivia con detenimiento,
luego por fin miró a Dominic. Dijo algo en romaní.
Entonces, de improviso, la mirada de Dominic también se posó largamente sobre ella.
Respondió en romaní, con los fijos en ella. El corazón le latía con fuerza. Estaban hablando de ella.
Lo percibió por instinto. Dominic esbozó una sonrisa mientras hablaba. El gitano se echó a reír.
—¿Qué ha dicho?
—Dice que mi mujer es muy bella.
—Pero yo no soy su muj...
Se paró en seco. Una oscura y prohibida emoción se apoderó de ella. Ella era su mujer, al
menos por esa noche. Un dolor ardiente quemaba su corazón. Por una sola vez, deseaba hacerse
pasar por alguien que no era... fingir que él no era...
Le tembló todo el cuerpo.
—¿Qué ha dicho? —preguntó, con un hilo de voz apenas audible.
La suya era grave y profunda.
—He dicho que no se equivocaba... —Hubo una pausa infinitesimal—...que es muy bella.
¿De verdad lo pensaba? Olivia no podía mirarlo, ¡no podía! No estaba acostumbrada a flirtear
con coquetería, no era como las mujeres que él trataba habitualmente.
—También ha dicho que quizás tenga suerte y tenga la cama caliente esta noche
Su voz conllevaba un tinte divertido. Ella era consciente, de manera casi insoportable, de cómo
la miraba, y deseó por un instante de locura ser efectivamente coqueta, que le saliera algún
comentario fácil en ese juego de seducción.
Sin embargo no era eso lo que estaba sucediendo ahí, ¿o sí...? ¿Acaso era eso lo que estaba
ocurriendo?
Justo cuando pensaba que las cosas no podían ir a peor, una joven pareja se paró casi delante
de ellos. Para gran asombro de Olivia, enseguida empezaron a abrazarse, y el joven estaba
disfrutando de un beso prolongado y profundo. La mujer gemía suavemente... era un sonido de
placer.
Olivia apartó la vista. Levantó los ojos hacia arriba. Hacia abajo. No sabía dónde mirar. A
cualquier sitio menos hacia la pareja de jóvenes amantes. A su lado, Dominic se reía en voz baja.
—En verdad es un alma inocente, Olivia.
Por fin la pareja se alejó.
—Y usted, señor, está bastante hastiado.
Tardó un momento en responder.
—No, no lo estoy. Si lo estuviera, vería el mundo como un lugar oscuro y tenebroso donde los
unos utilizan a los otros. —Hizo una pausa. —Sencillamente mi sitio no está en él.
Olivia lo miró con severidad. Parecía extraño, sombrío. Aunque sus labios aún sonreían, sus ojos
no acompañaban esa dicha. Ella comprobó con asombro que estaba hablando en serio. No hubo
tiempo de preguntarle nada más, las notas de un violín llenaron el aire.
—Empieza la música —murmuró Dominic.
Y así era. Las llamas danzaban altas y brillantes en la hoguera del centro del campamento. Unos
cuantos gitanos ya habían iniciado el baile a su alrededor. Los demás jaleaban y daban palmas.
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—¿Qué celebran?
Ella pensó que diría unos esponsales, o alguna festividad gitana. Simplemente dijo:
—La vida.
Una mujer joven llamada Eyvette, de cabello largo, negro y rizado, se había unido al baile. Una
belleza alta y delgada, con los hombros al descubierto y enseñando las pantorrillas, morenas y
bien formadas, levantaba la falda hasta que se intuía el muslo desnudo mientras daba vueltas y
tocaba las palmas al ritmo de la música. Se contoneaba con una danza exótica y salvaje. Sus ojos
eran oscuros y tenía los labios carnosos y de color carmesí. No tenía pareja, bailaba sola.
Quizás no por mucho tiempo. Seductora y elegante, se puso a bailar directamente delante de
Dominic, con una danza ágil y sinuosa, de clara provocación erótica. Bañada por la luz de la
hoguera, con sus finos brazos levantados, giraba y se agachaba, tanto que ofrecía una visión
desinhibida de sus generosos encantos. Sus pechos, ^claramente visibles, redondos y voluptuosos,
no estaban sujetos a los convencionalismos.
Junto a ella, Dominic la observaba con aparente apreciación, con una vaga sonrisa en los labios.
Olivia apenas podía hacer lo mismo. Algo muy parecido a una punzada de celos se le enroscó en el
pecho.
La música terminó. Eyvette se levantó. Habló a Dominic en romaní. Aunque él seguía sonriendo,
su respuesta fue breve. Eyvette se encogió de hombros y se marchó.
Olivia se inclinó hacia Dominic.
—Déjeme adivinar... a lo mejor su lecho estará caliente esta noche. —Estaba secretamente
aterrada de haberse atrevido a hablar de algo semejante, ¡y encima con un hombre!
Él se limitó a reír.
—Eyvette es una mujer muy atractiva, ¿verdad?
—Mucho —replicó sin rodeos. —Debo decir, no obstante, que el joven Andre también me ha
parecido realmente atractivo, sí. —Recorrió el grupo con la mirada. Por desgracia, a Andre no se le
veía por ninguna parte.
Pero su treta había funcionado. La sonrisa de Dominic se desvaneció. En cambio Olivia la había
recuperado, quizás ya no se sentía tan seguro de sí mismo. Sin embargo su victoria fue breve. El se
había levantado en un abrir y cerrar de ojos. Antes de que pudiera percatarse de lo que iba a
hacer, él la agarró por las manos y la ayudó a levantarse para bailar con los demás.
No tuvo tiempo para protestar, y además, pronto se dio cuenta de que no quería hacerlo. Era
como si hubiera caído en un algún extraño encantamiento gitano, como si algún desconocido
hubiera tomado el control de su cuerpo. Sus pies eran ágiles y veloces en medio del desenfreno y
el son pagano de la música, estaba como poseída por un ritmo totalmente nuevo para ella.
Dominic, rodeándola fuerte por la cintura con sus fornidos brazos, no le quitaba los ojos de
encima, esos ojos azul profundo, brillantes, chispeantes. Ella se echó a reír de repente, con la
cabeza hacia atrás, mostrando la suave línea flexible de su cuello, blanco y suave. Se le había
soltado la cinta del pelo. El cabello le cubría libremente los hombros y la espalda, era como una
cascada de color dorado rojizo.
Con la última nota, él la levantó por los aires, estrechándola contra sí. El tiempo se detuvo
mientras estaba suspendida en el aire por encima de él; lentamente la dejó deslizarse por su
cuerpo. En otra ocasión, en otro lugar, y ella se habría quedado conmocionada hasta lo más hondo
de su ser, pero allí, en ese salvaje campamento gitano, era algo enteramente natural.
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Juntos se retiraron del círculo de los bailadores. Cogió de por ahí un edredón de plumas y se lo
echó al hombro. Llevaba los dedos entrelazados entre los de ella, la condujo a un pequeño
montículo con vistas a la hoguera en el centro del campamento. Olivia aún reía cuando ambos se
hundieron en el edredón.
—Dígame —dijo él con voz suave, —¿cree que ha sido el destino quien la ha traído aquí esta
noche conmigo?
—Seguro que no —se apresuró a responder, con los ojos repentinamente brillantes. —¡Fue su
ultimátum!
Dominic soltó una carcajada.
—¿Por qué no cree en el destino?
Se le formó un ceño entre las cejas. Su sonrisa se desvaneció y su semblante se tornó pensativo.
—Quizás porque soy la hija de un vicario, pero estoy convencida de que lo que nos sucede está
en manos de Dios, es parte de Su plan para cada uno de nosotros. No sé si estará de acuerdo.
Dominic también se había puesto muy serio.
—Sí. No pretendo conocer Sus motivos. Lo único que sé es que debo creerlo o arriesgarme a
perder mi fe en Dios.
—Entonces ¿piensa que no es posible creer en Dios y en el destino al mismo tiempo?
Ella dudó antes de contestar.
—No estoy segura —dijo, lentamente. Y luego añadió: —¿Y usted?
—Yo sí. De hecho, a menudo me pregunto si el destino es simplemente, como dice, el plan
divino para nosotros.
—Es... posible —admitió ella con cautela.
—¡Ahí está! ¿Lo ve? ¡Usted cree en el destino! Su tono era triunfante.
De pronto, Olivia se sintió feliz y despreocupada como no lo había estado en mucho tiempo. No
pudo resistir burlarse de él un poco más.
—Ah —proclamó alegremente, —entonces no tendré que preocuparme si este amuleto de
amor me hace enamorarme, ¿verdad? —Tocó el amuleto con las yemas de los dedos.
El la miraba sin dar crédito a lo que veía.
—Bueno, en su caso yo no me precipitaría tanto, Olivia, porque a veces el destino necesita un
empujoncito.
Olivia soltó un suspiro exagerado de exasperación. Echó la cabeza hacia atrás y rió a carcajadas.
Se quedó sin aire. ¡Señor, qué atractivo era! Podría llegar a pensar que ya estaba medio
enamorada de él... ¿Pero cuántas mujeres más habrían pensado lo mismo?, se preguntó de
repente.
—Es usted incorregible —le acusó sin mucho convencimiento.
—Lo dudo. No se crea todo lo que oye, ya sabe.
—Cierto. Pero lo que he oído es que se ha otorgado muchos caprichos.
Hizo una mueca.
—Y también muchas amantes, sin duda.
Olivia respiró hondo e hizo acopio de todo su valor.
—¿Se ha enamorado alguna vez? ¿O se ha enamorado de todas ellas?
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—Si hubiera estado enamorado, no habría sido ningún capricho... —dijo en tono de chanza —
...ni habría tenido muchas amantes, como usted dice.
—Vamos —protestó Olivia. —Estoy hablando en serio. ¿Se ha enamorado alguna vez? —
Aguantó la respiración. Más tarde se preocuparía por lo que la había empujado a cometer
semejante osadía. Después. Pero no ahora...
Su respuesta tardó en llegar.
—No —dijo finalmente. —Nunca he estado enamorado. He estado con muchas mujeres,
aunque no con la multitud que usted se empeña en creer, pero nunca me he enamorado de
ninguna.
Ahora que ya había sacado el tema, ¡Olivia no estaba segura de si ello la complacía o no! La
noche que había recibido la carta de Maureen Miller, había dicho que nunca había dejado a una
mujer abandonada. También había declarado que podría ser feliz con una sola mujer, pero que
todavía no la había encontrado... ¿Sería una tonta por creer en él?
—Ahora es un conde. ¿No ha pensado en casarse y tener hijos que hereden el título?
—Ah, sí, el deber y todo eso. Aunque soy consciente de la necesidad de ello, todavía no he
iniciado la búsqueda de una esposa. No soy tan mayor... —su tono se hizo más seco —...así que
me atrevería a decir que aún me quedan unos cuantos años para producir más de un heredero.
Antes de que le diera tiempo a replicar, frunció el ceño.
—¿Qué hay de usted, Olivia? ¿Por qué rechazó el ofrecimiento de William?
—¡Porque no lo amo! —La respuesta le salió del alma, antes de poder frenarse.
—¿Así que prefiere llevar una vida solitaria antes que casarse con un hombre al que no ama?
—Ss... sí. Además, tengo que cuidar de Emily. A pesar de que hay varios candidatos en
Stonebridge en edad casadera, dudo que algún hombre esté dispuesto a cargar conmigo y con mi
hermana.
Ella no se dio cuenta de cómo la miraba.
—Bueno, creo que se equivoca —dijo con suavidad. —Si fuera a Londres, sospecho que tendría
dónde elegir a algún hombre dispuesto a ocuparse de usted y de Emily. No, no la veo pasando el
resto de su vida en soledad.
Olivia se ruborizó.
—Se olvida de que solamente me casaré con un hombre al que ame. Nunca me conformaría
con menos.
Dominic parecía divertido.
—Es usted una rareza, señorita Sherwood. No cree en el destino, pero cree en el amor. ¿No es
consciente de que rara vez hay amor en el matrimonio?
Los ojos de Olivia echaban chispas.
—Puede que sea así, ¡pero no será mi caso el día que contraiga matrimonio! No, no puedo
imaginar cómo una mujer puede soportar ver a su esposo salir a buscar placer por donde quiera.
Dominic hizo un gesto raro con la boca.
—¿Quiere decir en otro lugar?
—¡Sí, por supuesto! —Olivia se estaba acalorando con el tema. —¡Vamos, si yo fuera la esposa
de ese hombre, jamás podría contar con mi consentimiento!
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—Pero hay muchas esposas que hacen lo mismo.
Olivia apretó los labios. Su opinión sobre esas mujeres estaba muy clara.
Dominic soltó una carcajada.
—Pensándolo bien, será mejor que no vaya a Londres después de todo. Se pondría a reformar
todas las malas costumbres, y ya nada sería lo mismo.
Olivia no podía ofenderse.
—Sin duda sería algo bueno.
—Sin duda lo sería —le aseguró totalmente en serio.
Olivia suspiró.
—Se está divirtiendo a mi costa.
—En absoluto. No recuerdo haberme divertido tanto en mucho tiempo.
Olivia movió los labios nerviosamente. Los ojos de él se llenaron de cientos de lucecitas, y ella
notó cómo luchaba por no reírse.
Ella saludó a Eyvette, que todavía se contoneaba frente al fuego. A menudo Eyvette dirigía su
mirada hacia el montículo donde ellos estaban sentados.
—Hablando de diversiones, milord, sospecho que la bonita Eyvette estaría encantada de contar
con su atención.
Miró a la belleza de pelo oscuro.
—Sí—dijo suavemente, —supongo que sí.
—¡Cómo! ¡Qué modesto, señor! —Olivia fingió estar indignada.
El sonrió.
—¿Está celosa, señorita Sherwood?
—¡Naturalmente que no! —No era del todo verdad. ¡Por desgracia, no era verdad en absoluto!
Pensó en el modo en que la había besado y habría estrangulado a cualquier mujer a quien él
hubiera otorgado su atención, ¡y sus conmovedores besos!
Él sonrió suavemente.
—Más vale, porque en este momento prefiero estar con una mujer a mi lado. —Su tono se
había hecho más ronco. Mientras hablaba, la había cogido de la mano, entrelazando sus dedos
entre los de ella.
La risa de él se había acallado. Ella empezó a temblar. Sus ojos se encontraron... y mantuvieron
la mirada... una mirada sin final.
Para Dominic no fue menos intenso. Notaba los frágiles huesos de los dedos de ella entre los
suyos, sus finas muñecas. A pesar de las durezas, eran las manos de una dama, no cabía la menor
duda.
Sus pensamientos no eran los de un caballero. De repente le hervía la sangre. El miembro se le
estaba endureciendo. Podía poseerla, no paraba de decirle una voz en su interior. Había poseído a
más de una mujer en Londres. Estaban fascinadas con el elemento de peligro y de estado salvaje
que encontraban en él. Pero Olivia era diferente. Era cándida.
«Dios», pensó. Era una locura. Se quedó mirando la delicada línea de su mejilla y su mandíbula,
y se preguntó a qué sabría el hoyito justo debajo de la oreja. Se moría por tenderla en el suelo,
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envolverla entre sus brazos y penetrarla con su miembro bien dentro de ella, tan profundo que
fuera incapaz de moverse.
Ella tenía la boca ligeramente entreabierta y el rostro vuelto hacia él. Olía a agua de rosas, la
fragancia le cosquilleaba en la nariz. Solo pensar en la boca de ella bajo la suya le provocó un nudo
en el estómago, como un puñetazo. Recordó con una intensidad vivida y descarnada el primero y
el último beso que habían compartido. Señor, pensó, nunca debería haberla llevado hasta aquí...
Porque estaba a punto de hacerlo de nuevo.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1111
Olivia solamente tuvo que volver la cabeza para encontrar la masculinidad de su presencia en
estado puro.
«Oh, Dios —pensó indefensa. —¿Qué me está pasando?»
El bajó la mirada hasta su boca. Ella estaba temblando por dentro, porque de repente supo, con
una seguridad que no dejaba lugar a dudas, que iba a besarla.
Nunca en su vida había deseado algo con tanta intensidad.
La luna llena brillaba en mitad del cielo oscuro. Su resplandor plateado derramaba su etérea luz
sobre todo lo que les rodeaba. Era polvo de luna. Era mágico.
Estaba en el cielo. El la giró de manera que se encontraron uno frente al otro; la hundió en sus
brazos. Su corazón dio un vuelco en el instante en que la boca de él reclamó la suya, la sensación
era embriagadora e irresistible. En algún lugar de su mente supo que quería que él la besara una y
otra vez.
Y vive Dios que lo hizo.
La besó eternamente, derritiendo su cálida y apasionada boca lentamente. Ella lo rodeó con sus
brazos y le recorrió la espalda con sus dedos. Se excitó al sentir sus fuertes músculos bajo su
mano. La música había cambiado. Era dulce y conmovedora, una melodía en mitad de la noche. El
tiempo había perdido su sentido. Inmersa en el fervor de su beso, temía el momento en que
acabara.
El latido de su corazón retumbó en sus oídos. Sintió una pequeña sacudida cuando la lengua de
él tocó la suya. Una llama se introdujo en su interior, honda y ávida de probar sus profundidades
escondidas. Atrapada en una bruma de placer, apenas se dio cuenta de que unos dedos
impacientes se aventuraban bajo el escote de su vestido, soltando las ataduras que lo mantenían
cerrado y desrizándolo por sus hombros.
Solo entonces él liberó su boca. Levantó la cabeza. Sus ojos ardían, hablaban de deseo, un
deseo que solo ella empezaba a comprender. Olivia bajó la mirada, aturdida al ver sus pechos
desnudos, pálidos y nacarados a la luz de la luna. Se le cortó la respiración. Cautivada por una
consciencia casi dolorosa, solo podía observar la mirada de él examinando descaradamente las
curvas que ningún otro hombre había visto antes.
Separó los labios. Se le escapó un suave sonido. Nunca supo lo que iba a decir. Él la alcanzó de
nuevo, exigiendo poseer su boca, aun cuando ella sentía la marca de sus dedos en la piel desnuda.
El comprobaba la estrechez de su cintura. El mundo se detuvo, y ella también, cuando aquellas
osadas manos ascendieron implacablemente. Cielo santo, no iría a tocarla ahí...
Sus nudillos rozaron la parte inferior de sus senos. Parecieron hincharse en sus manos. Sintió un
cosquilleo en los pezones, que se pusieron duros y tiesos, y fue ahí donde él empezó a ejercer su
magia. Casi soltó un grito cuando sus pulgares tocaron cada una de las dos cimas, una y otra vez,
con una caricia juguetona.
Un placer abrasador le lamía las venas. Se sintió viva en unos lugares cuya existencia había sido
hasta entonces un misterio, y de una manera también desconocida.
Un brazo fuerte la agarró por la espalda. Sintió cómo la arrastraba hasta el suave edredón. El
pensamiento racional era algo remotamente olvidado, y sin embargo su mente trepaba locamente
escalones de placer. Había una razón por la que aquello no debía estar sucediendo... Él estaba
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encima de ella, el peso de su cuerpo era una sensación desconocida. Pero fue algo más duro, tieso
y abultado contra su vientre blando lo que le disparó las alarmas en la cabeza. Era inexperta, sí,
pero no tan inocente como él pensaba. Olivia de repente adquirió de manera abrumadora la
conciencia del flagrante abrazo. Apartando su boca, tomó aire con la respiración entrecortada.
—Espera —gritó contra su hombro. —¡Espera!
Notó cómo se congelaba el cuerpo de él sobre ella. Por un instante creyó que no la había oído.
Su boca la abandonó. Agachó la cabeza, y Olivia le miró a la cara, donde la tensión era claramente
visible en la línea de su mandíbula. Aún tenía los brazos agarrándola fuertemente, tan fuerte...
Solo cuando exhaló una ráfaga de aire, que parecía proceder de lo más hondo de su ser, la tensión
lo abandonó.
Se hizo a un lado, luego se incorporó sobre un codo. Olivia se volvió a colocar el vestido sobre
los hombros, agradecida de que la oscuridad ocultara sus arreboladas mejillas. El semblante de él
estaba escondido en las sombras mientras la miraba.
—No pretendía asustarla —dijo más calmado.
Ella luchaba por sonreír.
—No lo ha hecho.
Extrañamente, era verdad. No era de él de quien ella tenía miedo, sino de la extraña manera en
que le hacía sentir, como si tuviera una parte que ni ella misma sabía que existía.
El suspiró y se peinó el cabello con los dedos. Se puso en pie y se giró para ayudarla a
levantarse.
—Debería llevarla a casa.
El camino de vuelta a casa se llevó a cabo casi en silencio, aunque no era un silencio incómodo.
Cuando llegaron, la bajó del carruaje. Ella sintió la calidez de su mano al cogerla. Caminaron juntos
hasta la puerta de la casa.
Él se dio la vuelta.
—Hay algo que deseo hacer por usted, Olivia.
Su semblante estaba serio. Parecía muy solemne, muy decidido. Ella buscaba en su expresión.
—¿Qué es?
—Me dijo una vez que quería llevar a su hermana a Londres para que la examinara un médico.
A ella se le oscureció la mirada.
—Eso pretendo, tan pronto como reúna el dinero necesario para el viaje.
—Yo podría ayudarla a ello.
Ella vaciló.
—Agradezco su ofrecimiento. De verdad. Pero... ya ha sido más que generoso conmigo. Y esto
es algo que yo... que nosotras mismas... deberíamos hacer.
Por un momento creyó que iba a discutir. Luego asintió. Quizás estaba siendo un poco terca.
Quizás era demasiado orgullosa para aceptar su caridad. Pero entendió lo que le había dicho, era
algo que estaba decidida a hacer ella misma.
Sus ojos se posaron otra vez en sus labios. Era consciente del deseo que la atenazaba en el
estómago. El pulso se le aceleró. Le azoraba pensar en las ganas que tenía de sentir su boca sobre
la suya nuevamente.
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—Buenas noches, Olivia. —Se dio la vuelta y se marchó.
No la besó... pero cómo le habría gustado que lo hiciera.
Andre salió furtivamente del campamento. A caballo, la distancia hasta la casa de Emily no era
mucha. Sabía que se estaba arriesgando, pero no le importaba. Emily ocupaba todos sus
pensamientos. Lo único que le importaba era Emily. Su gente podría levantar el campamento en
cualquier momento. Nunca volvería a verla.
No podía soportar la idea.
Era tan encantadora, su dulce timidez le había robado el corazón, y además se encontraba
mucho más a gusto con él de lo que se había atrevido a desear cuando se conocieron. Sin
embargo, parecía tan delicada y frágil que casi le daba miedo tocarla por temor a romperla.
La casa estaba a oscuras cuando llegó. Frunció el ceño, pero luego se dio cuenta de que... ¿por
qué iba a ser de otra manera? Emily vivía en un mundo de oscuridad, ¿para qué iba a necesitar la
luz? Fue entonces cuando un estridente chillido acuchilló el aire.
Venía del interior de la casa.
Andre no lo pensó dos veces. Simplemente reaccionó porque su amada estaba en peligro. Saltó
de su montura y buscó la llave de debajo del cubo, donde él sabía que estaba. La encontró y la
metió en la cerradura, luego abrió la puerta de un empujón.
Los gritos procedían del dormitorio. Andre entró a la carga. Adoptó posición de ataque, con las
piernas separadas, los puños en alto y listo para asestar un golpe al desconocido asaltante.
Escudriñó la habitación con frenesí.
No había ningún atacante. No había nadie, a excepción de... nadie más a excepción de Emily.
Estaba tumbada en la cama, profiriendo gritos desgarradores.
—¡No le haga daño! —chillaba. —¡Por favor no le haga daño!
De repente estiró los brazos en el aire.
—¡Papá! —Su agudo y desesperado chillido perforó el aire. —¡Papá, no! —Comenzó a llorar. —
Levántate, papá. ¡Levántate!
Andre se apresuró a encender una vela junto a la cama, luego se inclinó hacia ella. La cogió por
los hombros y la zarandeó suavemente.
—Emily, despierta. Despierta, amor mío. Princesa, por favor, abre los ojos.
Ella dejó de retorcerse bajo sus manos. Abrió los ojos. Su mirada era vidriosa, tenía los ojos
desorbitados y la respiración entrecortada. Un espeluznante pinchazo le recorrió el cuerpo. Tenía
la sensación de que ella aún estaba perdida en la afonía de su pesadilla.
—Emily. ¡Emily! Despierta, estás a salvo, amor mío.
Ella volvió la cabeza.
—¿Andre? —susurró.
Sus fuertes y bronceados dedos alisaron un mechón húmedo de cabello pegado a la sien.
—Sí, princesa. Soy yo.
Ella le tocó en el mismo momento en que él la atrajo hacia su pecho. Sus brazos la rodearon por
la cintura, ella se hundió contra él. El sintió el estremecimiento que estaba causando estragos en
su delgado cuerpo.
Apretó los brazos.
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—¿Qué te ocurre? ¿Me lo quieres contar?
—No ha sido nada. Solo un mal sueño. —Su respuesta e apagó contra su hombro.
Claramente había mucho más.
—Háblame de ello —le invitó, con los labios sobre la suave piel de su sien.
Él sintió la tensión en ella.
—¿Por qué? —preguntó Emily.
Él le acarició la espalda.
—No lo sé —murmuró. —Pero quizás no le tendrías tanto miedo si me lo contaras.
—Siempre... siempre es igual.
—¿Entonces lo has soñado antes?
Asintió. Al principio, ocurría todas las noches, casi le confió. Pero no. No. Aunque las imágenes
ya no aparecían. Cada noche, el recuerdo aún era demasiado vivido, demasiado reciente. No podía
soportar acordarse de aquel aciago día, ni ahora ni nunca.
—Le gritabas a alguien, Emily, que no hiciera daño a tu padre. Le gritabas que se levantara...
Retiró sus manos de entre las de él.
—¡No sigas! —dijo con una fiereza inesperada. —¡No o digas! No puedo soportar pensar en ello
otra vez. No ves que... ¡que no puedo!
Andre se había retirado para verla. La habría empujado, pero él no se lo permitía.
—Emily...
—Andre, te lo suplico. —Tenía la boca temblorosa. —No puedo hablar de ello... ¡no puedo!
Su voz estaba al borde de la histeria. Andre la miraba fijamente, con la mente acelerada. Tenía
la escalofriante sensación de que ese sueño era algo que ella había vivido. Fuera lo que fuese,
permanecía encerrado en la prisión de su mente... al menos por el momento.
Él la obligó de nuevo a poner la cabeza sobre su hombro.
—No tienes que contarme nada si no quieres —dijo para calmarla.
—¿No me... no me obligarás?
Se parecía tanto a una niña pequeña desvalida que casi le provocó risa.
—¿Cómo podría obligarte a contarme algo que no deseas? —Seguía paseándole la mano por la
espalda de arriba abajo, con un movimiento monótono y relajante.
Ella soltó un profundo suspiro. Un momento después, murmuró:
—Eres muy amable. Como Olivia. Ella tampoco me obliga a que se lo cuente.
Andre se guardó esa pequeña información, ya que solo reforzaba la idea de que era una
experiencia real.
—Casi se me olvida. Tengo algo para ti. —La soltó y rebuscó bajo su camisa. Tomó su mano y le
puso algo en ella.
Ella inclinó la cabeza.
—¿Qué es esto? —Con la otra mano pasó los dedos por la suave y fría superficie.
—Es un cristal. Hay muchos en mi... —se cortó justo a tiempo —mi familia. Creemos que tiene
poderes curativos mágicos. Mi tía siempre lo lleva en un bolsillo.
Ella ladeó la cabeza.
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—¿De verdad? Eso casi suena a algo que haría un gitano. Debe de ser muy supersticiosa.
Andre se habría dado una patada. ¿Cómo no se había lado cuenta de que ella lo sabría? Pero
espera... a lo mejor no. Habló con cautela.
—Sí, supongo que muchos pensarían lo mismo. —Contuvo el aliento, escrutando el rostro de
Emily en busca de cualquier signo de que había adivinado la verdad. Al no decir nada, él continuó
con tono despreocupado: —Es muy bonito. Cuando lo pones al sol, atrapa todos los colores del
arco iris.
Emily sonrió débilmente.
—Hace mucho tiempo que no veo el arco iris, ya casi no puedo ni imaginármelo.
Andre se maldijo a sí mismo.
—Lo siento. Pensé que te traería algo de consuelo y que... te haría sentir mejor. No pretendía
entristecerte.
—No lo has hecho —se apresuró a decir. Alargó una mano y le tocó el hombro. —Gracias,
Andre. Siempre lo llevaré conmigo. ¿Lo podrías dejar en la mesilla de noche?
Hizo como le pedía, luego le dio la espalda.
—Me sorprende que estés por aquí tan tarde.
—Debo confesarte que vi a tu hermana caminar hacia Ravenwood. —Sintió una punzada de
culpabilidad, pero estaba claro que no podía decir la verdad, que la había visto en el campamento.
—Sí. —Su bonita boca se puso seria. —Tenía que trabajar esta noche. El conde gitano le paga
muy bien por ocuparse de su contabilidad.
—En cualquier caso, sabía que estarías sola. No pensé que estuvieras durmiendo.
Emily se ruborizó.
—No... no me habría acostado si hubiera sabido que ibas a venir. —Se llevó la mano al pecho.
En ese momento se percató de que solo llevaba puesto un fino camisón de algodón.
Andre casi gimió. Ahora que su atención estaba ahí enfocada, el saber que no llevaba nada
debajo le provocó un terremoto en su interior.
Se esforzó por pensar en otra cosa.
—Hay una feria en Greenboro mañana. Quería pedirte que vinieras conmigo.
Su vacilación fue mínima.
—No puedo —respondió con voz muy baja. —No es que no quiera —se apresuró a aclararle. —
Es que... no puedo.
Él no apartaba la mirada de su rostro.
—¿Por qué no? —demandó en ese modo tan directo y tenaz que formaba parte de su encanto.
Emily no estaba precisamente inclinada a valorar esa cualidad en ese momento. Tomó aire
entrecortadamente.
—Me... me sentiría como si todo el mundo me estuviera mirando.
—Si lo hacen, será por lo bonita que eres.
—¿Y tú qué opinas? ¿Crees que soy guapa? —La pregunta se le escapó antes de que pudiera
frenarla.
Como respuesta sintió sus dedos agarrándole la barbilla.
—No hay nadie más bella que tú, princesa.
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—Si eso es verdad, ¿entonces por qué nunca me has besado?
Andre parpadeó varias veces.
—Intentaba ser un... —tartamudeó procurando buscar la palabra adecuada —...un caballero.
—Preferiría que no fueras un caballero, y que... y que me dieras un beso. —Emily se sintió
avergonzada por dentro. ¡Cielo santo, todo aquello empeoraba por momentos!
—Princesa... —En su tono merodeaba un toque de humor, —no tienes más que pedírmelo.
Y ocurrió. Con el pulgar bajo su barbilla, le guió la cara hacia la suya. Ella cerró los ojos cuando
la boca de él se encontró con la suya. Su beso fue infinitamente largo y dulce, tan tierno que casi le
llevó lágrimas a los ojos.
Cuando terminó, él descansó la frente sobre la de ella.
—Me pones muy difícil marcharme, princesa.
Su corazón estaba ya volando entre las nubes.
—Entonces no te vayas —le susurró imprudentemente, —aunque dudo que esto sea muy
correcto.
Ella sintió cómo él sonreía.
—¿Te importa?
—Ni lo más mínimo. —Aunque no fue más que un susurro, ella se mantuvo firme.
—Ni a mí tampoco.
—¿Y si regresa Olivia?
—Entonces tendré que saltar por la ventana, y espero que no lleve una pistola.
Emily se rió inesperadamente.
—Puedo asegurarte que no la lleva. —Su semblante se ensombreció. Lo único que le importaba
en ese momento era que su presencia barría todo el frío de la oscuridad. —¿Te quedarás hasta
que me duerma?
Le dio un vuelco el corazón.
—Lo haré —prometió.
El se recostó sobre la cama, apretándola contra sí. No podía imaginar privilegio o placer más
grande que tenerla junto a él mientras dormía.
—¿Te han besado alguna vez?
Olivia miró a Emily con sobresaltado asombro. Le disparó la pregunta sin venir a cuento. Hacía
sólo unos minutos, las dos habían estado discutiendo la fertilidad de la huerta esa semana.
—Besado —repitió Olivia, preguntándose aún si había oído correctamente.
—Sí—dijo Emily con solemnidad. —Besado. Un hombre.
Olivia notó cómo le subía el rubor por todo el cuerpo. Su mente voló hacia Dominic. La habían
besado profundamente, de manera enardecida... pero no podía contárselo a su hermana. Solo lo
sabían ellos dos... solo lo sabrían ellos dos.
Procuró forzar una sonrisa.
—Emily, ¿por qué me haces una pregunta semejante?
Emily bajó su taza de té.
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—No te hagas de nuevas, Olivia. Sé que William te tiene mucho aprecio. Y pensé que quizás... te
habría besado. Así que... quería saber qué te había parecido. Quiero saber si te hizo sentir... oh, no
sé cómo decirlo... como si...
—Como si la tierra temblara bajo tus pies. —Lo soltó antes de que pudiera frenarse.
—¡Si, sí! Olivia, ¿es así como fue para ti?
Dios mío, sí. Sí. Pero no con William...
Una sonrisa agridulce tocó la boca de Olivia.
—Emily —le dijo con suavidad, —no sé cómo decirte esto, no hay otra manera de decirlo
menos directa. No amo a William. Y, por burdo que parezca, solo me casaré... solo me casaré por
amor.
—No creo que parezca burdo en absoluto. —Un nostálgico deseo marcó la expresión de Emily.
—Eso es también lo que yo deseo para ti.
Olivia le cogió la mano y se la apretó.
—Igualmente.
Para sorpresa suya, a Emily se le llenaron los ojos de lágrimas repentinamente. Olivia corrió a su
lado.
—¡Emily! —Le pasó el brazo por los hombros. —Cariño, ¿qué te ocurre?
Le rodó una lágrima por la mejilla.
—No creo que me case nunca.
—¡Emily! ¿Por qué dices eso? Eres joven y bonita, y...
—Y ciega.
El alcance de las palabras de su hermana le rompió el corazón a Olivia.
—Al hombre adecuado no le importará lo más mínimo.
—Seré una carga. —Emily entrelazó las manos sobre su regazo y bajó la cabeza.
—Tú no eres una carga para mí —dijo Olivia enérgicamente. —No serás una carga para un
hombre que te quiera.
Emily negó con la cabeza levemente.
—No lo entiendes —susurró. —Me dolería mucho... amar a un hombre... y no poder verle
nunca.
El dolor en la voz de Emily le llegó al alma. Le quemaba la garganta con las lágrimas contenidas,
abrazó a su hermana. Tenía la rara sensación de que había algo que Emily no le había contado. Sin
embargo no quiso entrometerse, ya que si Emily quería que lo supiera, se lo contaría ella misma.
—No puedo pretender saber cómo te sientes, Emily —le dijo con suavidad. —Solo puedo tener
esperanza... rezar... porque encuentres a ese hombre, o que cuando él te encuentre a ti, nada
importe, solo que estéis juntos.
Emily se aferró a ella casi con desesperación. Al cabo de un rato se retiró, secándose las
lágrimas.
—Tú eres como mamá, Olivia. Siempre sabes qué decir en cada momento... para hacerme
sentir mejor. —Calló durante unos instantes, inmersa en sus pensamientos, hasta que rompió el
silencio.
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—¿Sabes de qué estoy convencida? —murmuró, con el gesto pensativo. —Si un beso hace
sentir a una mujer como dices... como si la tierra temblara bajo los pies... entonces...
Olivia frunció el ceño.
—¿Entonces qué?
—Entonces solamente puede ser amor —dijo Emily con toda tranquilidad.
La sonrisa de Olivia se heló. El corazón le empezó a latir con fuerza. «No —pensó aturdida, —no
puede ser». Ella no estaba enamorada de Dominic...
O quizás sí.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
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Dominic tenía la terrible sensación de que la había asustado, de que se había pasado de la raya.
Cada vez que cerraba los ojos la veía frente a él, exquisita, con la piel blanca de marfil,
resplandeciente e inocente, abierta a sus miradas... a sus caricias. Aún podía sentir sus senos,
temblando con cada respiración, maduros y cálidos, deliciosamente desnudos bajo su mano. El
deseo de saborear esos pezones rosados como cerezas había sido incontenible. El instinto le decía
que la había conmocionado hasta lo más profundo de su ser. Pero no podía negar el ardiente
egoísmo que había surgido en él. Sabía que ningún otro hombre la había tocado nunca, y ello no
hacía más que echar más leña al fuego del deseo que ardía dentro de él.
Aunque al instante siguiente se maldecía a sí mismo por haber sido tan tonto. Se reprendía
amargamente, consciente de que, si hubiera sido más sensato, habría encontrado a una mujer
cálida y dispuesta, y la habría tomado enseguida y a conciencia. Haría cualquier cosa por sacar a
Olivia de su mente, de su sangre.
Sin embargo no podía pensar en otra cosa. No quería otra cosa más que a ella.
Ella le había hechizado, como... ¡como una maldición gitana! Fue poco prudente tenerla tan
cerca y tan a mano, en su propia casa. Nunca en su vida había despertado una mujer semejante
pasión en él, un fuego en su alma tan ardiente e intenso que se sentía abrasado. Era una
tentación, una sed que se negaba a ser saciada. Su presencia en la mansión solo avivaba el hambre
de poseerla. La voz de la razón le advertía que sería mejor evitar la tentación que tenía a su
alcance, pero sabía que no lo haría.
No podía.
Al igual que otras veces, se sentía destrozado, atrapado entre dos mundos. Casi odiaba su
herencia, su sangre gitana, porque no podía dejar de preguntarse si habría sido eso lo que la
mantenía distante. Se recordó a sí mismo que, a pesar del hecho de que ella fuera empleada suya,
era una dama... una dama que nunca se rebajaría a acostarse con un gitano.
Esta idea lo atormentaba hasta el infinito.
Tardó unos días en aparecer por Stonebridge. Tormenta necesitaba una herradura nueva para
su pata derecha. Había un herrador en Ravenwood que podía haber hecho el trabajo, pero
Dominic estaba empeñado en superar la aprensión que le tenía la gente del pueblo. Ofreciendo
negocio a los comerciantes del pueblo, mejorando sus tierras y su nivel de vida, esperaba a cambio
aliviar su desagrado hacia él.
El ruido del martillo en el yunque aún retumbaba en sus oídos cuando salió de la herrería. Hacía
calor, casi bochorno, y le apetecía tomar una cerveza fresca para calmar su garganta reseca. De
camino a la taberna, se cruzó con una mujer y su hija pequeña que salían de la sombrerería.
Dominic hizo un gesto de saludo inclinando la cabeza.
—Buenos días, señora.
La mujer cogió a su hija de la mano y agachó los ojos.
—No le mires —la oyó susurrar en alto, —no sea que te eche mal de ojo.
Dominic apretó los dientes. No más cortesías.
Nadie le dirigió la palabra mientras se encaminaba hacia el otro lado del pueblo.
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Por las barbas de Júpiter, si las miradas matasen, para cuando llegara a la plaza no sería más
que un montón de cenizas.
En la taberna se sentó en un rincón. El patrón le sirvió su cerveza sin cruzar palabra alguna. Le
invadió un viejo sentimiento de resignación. Sus pensamientos eran cada vez más amargos. La
oscuridad se apoderó de él, como un nubarrón que no presagia nada bueno. ¿Por qué habría ido a
Ravenwood?, se preguntaba malhumorado. Esa gente y su constante desconfianza no eran más
que un cruel recordatorio de su padre, de todo lo que lo atormentaba, de todo lo que deseaba
olvidar. Pero entonces pensaba en ella...
Y sabía por qué se había quedado.
El crujido de la puerta anunció la llegada de varios clientes. Dominic apenas se molestó en
echarles una ojeada cuando se sentaron en una mesa cercana, ¿para qué? Levantó el vaso y bebió
un trago largo del líquido ámbar pálido.
—Acuérdate de lo que te digo, William, se avecina una tormenta. Estará aquí antes de que
acabe la semana, o no me llamo Jonas Arnold.
No prestó atención a su conversación. Estaba solo y distante, totalmente indiferente a su
presencia, hasta que oyó su nombre.
Olivia.
Entonces levantó la cabeza y miró hacia un lado. Por el rabillo del ojo vio a un tipo delgado, con
entradas. El otro era más joven y bien parecido...
William Dunsport.
Dominic apretó los labios. Se le tensaron todos los músculos del cuerpo. Dunsport era el único
hombre que no podía soportar en ese momento.
—... Admito, William, que no está nada mal.
Dunsport se echó a reír.
—Y no lo está, Jonas, y no lo está. Pero acuérdate de lo que te digo... —dijo levantando su
cerveza. —Antes de que termine el año, llevará mi nombre.
—¡Cómo! ¿Entonces le has pedido la mano?
—Así es. —Su confianza era absoluta. —No se lo hemos dicho a nadie, así que te ruego la
máxima discreción. Pronto haremos el anuncio. Cuando nos casemos, me gustaría construir una
casa para nosotros.
Por un instante a Dominic se le cortó la respiración. Era como si le hubieran dado una patada en
el estómago. Pequeña tramposa. Pequeña tramposa y mentirosa. Estaba furioso.
—¿Y qué pasa con la hermana, Emily? Mi tía conoce a Olivia. Era amiga de su madre. —Jonas
Arnold hizo un gesto negativo con la cabeza. —No te llevarás a la una sin la otra, muchacho. Una
sonrisa petulante asomó en los labios de Dunsport. Se encogió de hombros.
—Ah, bueno, me atrevería a decir que cuando la tenga en mi cama habrá valido la pena.
El resto de su comentario se perdió entre las procaces risotadas.
Dominic se levantó casi de manera inconsciente. Cuando se detuvo en su mesa se hizo un
silencio sepulcral.
Una dura sonrisa curvó sus labios cuando se levantó el sombrero.
—Espero que me invite a la boda. —Y con eso, se marchó.
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Olivia no vio a Dominic durante los días siguientes. Mientras que una parte de ella se sentía
inmensamente desilusionada, la otra estaba infinitamente aliviada. Las imágenes más
perturbadoras se sucedían en su mente una y otra vez, unas imágenes que no tenía interés en
revivir. Su boca en el cuello. Su boca en los senos. Su mano en lugares que no se atrevía ni a
nombrar...
Sus caricias habían franqueado una puerta que nunca había sido abierta. No era una niña
ignorante de las cosas de la vida, su madre había creído importante que conociera las intimidades
físicas entre un hombre y una mujer. Pero ahora sus sueños eran eróticos y lascivos. Esa misma
mañana se había despertado con un sueño que había estado reviviendo el resto del día. Veía a los
dos entrelazados en un abrazo amoroso, y para su asombro, ella estaba sentada sobre él, no
simplemente tumbada encima, sino... ¡sentada! ¿Acaso era posible tal cosa? Ojalá tuviera alguien
con quien confiarse, alguien con quien poder hablar de ello. Le daba demasiada vergüenza
preguntarle a Charlotte estas cosas. No se le ocurría nadie más que pudiera saber...
Nadie excepto él.
Y por si fuera poco, Emily le había preguntado por él esa mañana. Lucifer se había subido al
regazo de Emily, había demostrado ser tremendamente cariñoso. Olivia había salido fuera y
Lucifer se había negado a renunciar a su sitio. Ambas estuvieron riéndose hasta que por fin
consiguieron quitarle el perro de encima.
Entonces Emily había dicho de pronto:
—Qué raro, ¿no crees?, que Lucifer te siga siempre hasta casa. Y más raro todavía que siga
haciéndolo.
Olivia dudó.
—No es nada raro —dijo lentamente. —Se limita a hacer lo que le ordenan.
—¿Quién, su amo?
—Sí.
—No me acuerdo de lo que me dijiste... ¿Quién del personal del conde es su amo? ¿El
mayordomo?
—No. Y no... no te dije nada.
—Entonces ¿quién es el amo de Lucifer?
No le quedaba más remedio que responder.
—El conde gitano es su amo —dijo Olivia con toda la tranquilidad que pudo.
A Emily se le borró la sonrisa.
—¿Y por qué le dijo a Lucifer que te acompañara?
—No te gustará la respuesta, Emily.
—Dímela de todos modos.
—Para no estar sola cuando vuelvo a casa de noche —le explicó a su hermana con suavidad. —
Para estar más segura.
Emily se tomó su tiempo antes de decir nada.
—Entonces quizás no sea tan terrible como pensaba. Es más, si me lo encuentro alguna vez, le...
le daré las gracias.
Qué curioso, lo sensata que parecía Emily de repente. Su hermana había crecido delante de sus
ojos, y Olivia no pudo por más que sentirse henchida de orgullo por su ella.
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—Estoy intrigada —prosiguió Emily. —¿Cómo es él?
—Es el hombre más apuesto que he visto en mi vida —respondió Olivia, y ambas se echaron a
reír.
Entonces a Emily le cambió la cara.
—¿Parece gitano? —preguntó en voz baja.
Olivia vaciló un instante.
—Sí... y no. Es alto, bastante alto diría yo. Tiene el pelo oscuro, casi negro. Pero sus ojos...
bueno, son de un azul asombroso, ha heredado los ojos de su padre, o al menos eso dicen. Tiene
una buena figura, lleva ropa buena hecha a medida, pero está muy atractivo cuando se pone
simplemente una camisa, pantalones de montar y botas altas.
Al llegar a ese punto, Olivia se preguntó si no le habría contado demasiado. Por suerte, Emily no
hizo ninguna observación más y dejaron el tema.
Aquel día Olivia terminó sus tareas temprano. Franklin le había dicho que Dominic estaba
organizando un baile para la pequeña nobleza de la región. Le había pedido que fuera haciendo las
invitaciones durante los próximos días. Con paso ligero, Olivia llegó hasta el estudio. Se sentía
culpable por dejar a Emily tanto tiempo sola últimamente, así que había planeado trabajar quizás
una hora o así en las invitaciones y luego volver a casa.
Encontró la lista en mitad del enorme escritorio de caoba. Estaba a punto de sentarse cuando
una espigada silueta se levantó de uno de los sillones frente a la chimenea.
—Bueno, bueno, si es la señorita Sherwood.
Dominic. El corazón empezó a martillearle. Su tono mordaz la puso en guardia inmediatamente,
y también la manera en que la llamó señorita Sherwood. ¿Qué diablos estaba pasando?, se
preguntó nerviosa.
Se aclaró la garganta.
—Perdón. No... no sabía que estaba aquí.
El no dijo nada. Lo que sí hizo fue dirigir sus pasos hacia la puerta y cerrarla. Se cruzó de brazos,
la observó con frialdad, con una mirada que no dejaba traslucir el hervidero de emociones que se
cocinaban bajo la superficie.
Olivia lo miró inquieta. No parecía de muy buen humor, tenía los ojos del color azul pálido de la
escarcha. Viéndolo tan frío, casi hostil, parecía imposible que fuera el mismo hombre
despreocupado y tierno que la había besado tan apasionadamente en el campamento gitano.
—Parece que hay que darle la enhorabuena.
Olivia parpadeó asombrada.
—Perdón, ¿cómo dice?
—¡Oh, vamos, Olivia! No necesita fingir más. Hoy su pretendiente ha estado de lo más
comunicativo.
Olivia enderezó los hombros. Recobró su ira, no había hecho nada para merecer ese trato.
—No tengo ni idea de lo que me está hablando —afirmó lo más tranquila que pudo.
El se acercó. Recelosa, Olivia se las arregló para quedarse en su sitio, aunque todo su ser le
pedía a gritos retroceder. Y entonces no tuvo escapatoria, porque él la agarró por los hombros con
sus fuertes manos. La volvió hacia sí. Sus ojos descendieron hasta la redondez marcada por sus
pechos.
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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
Olivia se enfrió por dentro completamente, él la miraba fijamente como si la estuviera
desnudando con el mero roce de sus ojos. Su escrutinio no fue menos intenso que el de la otra
noche, pero ahora era desdeñosamente descarado y la hizo sentir avergonzada y pequeña.
Su sonrisa estaba tan crispada como sus modales.
—Prudente. Práctica. Correcta y formal. Y yo me pregunto, Olivia: ¿Será tan formal con el
hombre que ama... con William?
Casi flaquea bajo su implacable mirada.
—William —repitió. ¿De eso se trataba? —No entiendo a qué se refiere —dijo alterada. —¿Qué
tiene esto que ver con William?
Él no le hizo caso.
—Tengo curiosidad —le dijo de pronto. —¿Se lo ha contado? ¿Le ha contado cómo la besé? ¿Le
ha contado cómo le acaricié los senos?
Deliberadamente le rozó la punta del pecho con las yemas de los dedos. Olivia hizo una
profunda inhalación. Para horror suyo, le dio una sacudida de puro placer. Sintió un cosquilleo en
los pezones, y notó cómo se le endurecían.
—¿Le ha contado cómo ha yacido desnuda ante mí? ¿Por qué me permitió acariciarla del modo
en que lo hice? Quería que lo hiciera, Olivia. Lo deseaba.
Se clavó las uñas en las palmas. No podía apartar los ojos de su rostro. Sus facciones estaban
tirantes, sus ojos estaban teñidos de ira.
—¿Fue solo un juego? ¿Un juego para hechizarme? ¿Un juego para atormentar al pobre gitano,
para recordarle lo que nunca podrá ser suyo? —Cerró la mandíbula con firmeza. —¿Lo planearon
juntos, William y usted?
—Habla de William, pero todo esto me parece un acertijo —gritó. —¡No... No sé a qué se
refiere!
—¿Entonces por qué le dijo a Jonas Arnold que para Navidad usted llevaría su nombre? ¿Por
qué alardeaba de que pronto la tendría en su cama?
A ella se le cortó la respiración.
—No —dijo débilmente. —Él no habrá...
—Pues sí. Lo he oído esta tarde en la taberna. Dijo que ambos lo habían mantenido en secreto
hasta ahora y que pronto lo anunciarían.
Olivia se quedó mirándolo, incapaz de dar crédito a lo que estaba oyendo.
—Entonces, ¿por qué me ha mentido? —prosiguió Dominic. —Me dijo que se lo había pedido,
pero que lo había rechazado.
—¡Y lo rechacé!
—¿Sabe? Temía que se hubiera enfadado conmigo por haberme atrevido a tocarle los pechos.
—Levantó el labio. —Ahora estoy empezando a pensar que me ha tomado por el tonto más
grande del mundo. Estaba tan convencido de que era casta, virtuosa e inocente... ¡pero ahora creo
que es cualquier cosa menos inocente!
Olivia dio un grito ahogado. Perdió los estribos. Reaccionó sin pensar, impulsada por la ira.
Levantó la mano y le dio una bofetada en toda la cara.
Se dio cuenta demasiado tarde de su error. Se dio cuenta demasiado tarde de lo que había
hecho. Su expresión se endureció. Antes de que ella pudiera tomar aliento, él la arrastró hacia sí.
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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
Le pasó los dedos por el cabello, levantándole la cara. Su boca atrapó la de ella, reteniéndola
cautiva para fundir sus labios. Su beso tenía el tinte salvaje que ella siempre había intuido en él,
primitivo, sin domar y ávido. Su lengua se sumergió rápida y profunda, descaradamente audaz y
abrasadora. No dejó ni un solo punto de la dulce caverna de miel sin explorar. Era como si
estuviera poseído por una fiebre enloquecedora. Sentía la dureza de acero de sus muslos
amoldándose entre los suyos... ¡y la gruesa rigidez que había entre ellos! Presa de los brazos que la
rodeaban, no podía más que aferrarse débilmente.
Atrapado en un embravecido torbellino de emociones enloquecidas, la soltó. Se quedó
mirándola en un tenso silencio. Todavía tenía los dedos marcados en la mejilla.
—No —dijo con una terrible voz llena de crispación. —¡No!
¿Se negaba a sí mismo, o a ella? Sujeta solo por el fuego de sus ojos, Olivia se quedó inmóvil.
No podía moverse. De repente sintió como si el mundo estuviera derrumbándose a su alrededor.
Oyó la profunda aspiración que tomó. Su mandíbula permanecía inflexible, sus rasgos
endurecidos.
Maldijo:
—¡Váyase, maldita sea! ¡Váyase de aquí!
Su tono la quemó por dentro. Los ojos se le inundaron de lágrimas, ¡y pensar que esa misma
mañana lo había estado elogiando con su hermana! No esperó a que se lo dijera dos veces. Salió
de la habitación como una exhalación, con el pulso martilleándole las sienes y la huella de su boca
abrasándole los labios.
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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1133
Olivia no regresó directamente a casa. Al pasar por el pueblo cogió el camino que llevaba hacia
las afueras en dirección a la distinguida mansión de la familia Dunsford.
La casa de los Dunsford tenía dos plantas, superaba con creces el tamaño de la pequeña casita
de campo que Emily y ella compartían. Los Dunsford llevaban viviendo ahí más de un siglo. Una
lustrosa enredadera se enroscaba por la chimenea en el lateral del edificio.
Se detuvo frente a la puerta, algo irritada al ver que Lucifer seguía trotando a su lado.
—¡Lucifer, vete a casa! —le riñó con severidad. El sabueso se limitaba a menear el rabo, tan
incondicional y apegado a ella como siempre.
Concentró su atención en el asunto que la llevaba hasta allí. Agarró la aldaba de latón y llamó
con fuerza a la puerta principal.
Desde dentro le llegó el sonido de unos pasos apagados. La puerta se abrió y apareció William.
—¡Olivia! —La saludó calurosamente. —¡Qué maravilla verte! Por favor, pasa. —Le hizo señas
para que entrara y cerró la puerta, luego la condujo hasta el salón, una acogedora estancia
decorada en tonos marrones y dorados.
—¿Te apetece tomar un té? ¿No? ¿Estás segura? —Haciendo gala de su caballerosidad, apuntó
hacia los sillones de orejas que había frente a la chimenea.
Olivia estaba demasiado agitada como para sentarse, pero antes de que pudiera decir una
palabra, William la examinó de cerca.
—Amor mío, tienes las mejillas coloradas como manzanas. ¿Te encuentras bien? Naturalmente,
será este calor. —Buscó sus manos.
Olivia se deshizo de él. No era el calor lo que le producía ese rubor, sino el feroz resentimiento
que la estaba quemando por dentro.
—Tengo algo que decirte, William. —Fue directa al grano. —Te agradecería que dejaras de ir
diciendo por ahí que vamos a casarnos.
Él pestañeó asombrado.
—Olivia, ¿a qué te estás refiriendo? No me imagino qué...
Ella le cortó de manera abrupta.
—Ahórrate el desmentido, William. Sé muy bien lo que estoy diciendo.
Él se tensó visiblemente.
—Me desagrada tu tono, Olivia.
—Y a mí me desagrada tu presunción.
Él le lanzó una mirada dura, luego pareció relajarse. Incluso se rió.
—Te pido excusas. Quizás he sido un poco indiscreto y he hablado cuando no debía.
—De eso no cabe la menor duda.
Él hizo un gesto vago.
—Vamos, Olivia. ¿Qué importa si no es oficial?
—No es oficial ni no oficial, William. ¡No puedo imaginarme en qué estarías pensando para
decir tal cosa!
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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
—¿Que en qué estaría pensando? ¿No estás pasando por alto que te pedí tu mano?
—¿Y tú no estás pasando por alto que yo no te di mi consentimiento?
Él hizo una mueca.
—Mira, siento haber malinterpretado lo que dijiste...
—En efecto —dijo con aspereza. —Jamás te he dicho que me casaría contigo.
—Dijiste que no en este momento. De todas formas, pensé que se entendía que aún nosotros...
—Pues no —le informó Olivia secamente. —Quizás lo mejor sea que aclaremos este asunto
aquí y ahora. —Lo miró directamente a los ojos. —Nunca te he dado mi consentimiento para
casarme contigo, William. ¡En realidad, hice lo contrario!
Él dejó caer su mano en un costado. La miró con frialdad.
—¿Quién te lo ha dicho? —preguntó. —Te he preguntado que quién te lo ha dicho.
El matiz de su voz era inconfundible. Antes de que tuviera tiempo de responderle, él se puso a
despotricar.
—¡Ese bastardo! Fue él, ¿verdad?, ¡el conde gitano! ¡Claro, ha tenido que ser él! —Le dedicó
una mirada cargada de desprecio. —¿Por eso estás tan enfadada? ¿Por su causa? ¿Qué diablos se
te ha metido en la cabeza, Olivia? ¡No importa lo que él piense, ni a mí ni a ti!
Pero importaba, le susurraba una vocecita insistente en su interior. Cuando fue a cogerla por el
codo, ella se soltó de un tirón y levantó la barbilla.
—¡Lo único que importa es que has estado pregonando por ahí que íbamos a casarnos cuando
no es así! No me casaré contigo, William. Ni ahora, ni nunca. ¡Y si sigues difundiendo por ahí que
estamos comprometidos, no me quedará más remedio que anunciar a todo el mundo que no es
cierto, y que nunca lo ha sido! Y si eso sucede, el que quedará como un tonto serás tú.
Su gesto se tornó desagradable.
—Lo lamentarás —dijo fuera de sí. —Y volverás, Olivia. ¡Volverás suplicándome que me case
contigo, y entonces ya veremos quién quedará como un tonto! —Hizo un gesto de desprecio. —
Además, ¿quién querría cargar contigo y con tu hermana inválida?
Olivia recogió sus faldas y se encaminó hacia la puerta.
—Buenos días, William. —Con el frufrú de sus faldas, se marchó de allí.
William cerró los puños. Soltó una infame maldición. Por los clavos de Cristo, que lo pagaría. ¡Lo
pagaría bien caro! Y él también...
El conde gitano.
Emily nunca se había sentido tan confundida. Atesoraba los momentos que pasaba junto a
Andre. Junto a él se sentía especial y mimada de una manera inimaginable para ella, de un modo
que nunca había creído posible.
Pero a la vez era doloroso estar con él, porque significaba el desgarrador recordatorio de todo
lo que había perdido en la vida... la vitalidad de los colores, de la luz y del movimiento. Se
preguntaba si habría cambiado. Cómo estaría ahora... cómo la vería él.
Una pena interminable le atenazaba el pecho. Antes de conocer a Andre, había aceptado por
fin que sería ciega el resto de sus días. La angustia había empezado a aliviarse, pero ahora el dolor
se encontraba en estado puro, constituía una tortura sin fin.
Sin embargo, en su interior, un finísimo hilo de esperanza se negaba a morir. El cristal que
Andre le había regalado... le había dicho que tenía un gran poder curativo... Lo llevaba guardado
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con ella día y noche. Escondido en el fondo del bolsillo. Bajo la almohada. A menudo pasaba los
dedos por la suave superficie, rezando como no había rezado nunca.
¿Pero no estaría alimentando meramente una vana esperanza?
Se despertó una mañana después de que Olivia se hubiera marchado. Sabía que era tarde
porque sentía la fuerza del sol estival colándose por la ventana. Abrió los ojos. Al principio pensó
que todavía debía de estar dormida, porque de repente vio un fino destello de luz. Contuvo la
respiración.
Le ocurrió de nuevo.
Tenía miedo de respirar. Cerró los ojos con fuerza y empezó a contar. Uno. Dos. Tres... Pero
cuando levantó las pestañas nuevamente, no había nada.
Nada excepto el odiado telón negro de costumbre.
Sutilmente se oyó gritar. Quería creer desesperadamente que algún día podría ver otra vez...
¿Sería solo una jugada de su imaginación? ¿Habrían sido las ansias de ver las que la habían llevado
a percibir algo inexistente?
Se enroscó como una pelota, incapaz de reunir las fuerzas para levantarse. Debió de quedarse
dormida, porque empezó a soñar, ese horrible sueño en el que revivía el terror de la muerte de su
padre. Ese espantoso gitano lo miraba con maldad, con sus brillantes ojos negros, mientras
levantaba el palo, aunque papá le suplicaba piedad... Entonces todo se quedó en silencio... un
silencio peor, más terrible que todo lo anterior. Porque sabía que papá había muerto...
Se despertó con un estremecimiento, con las manos frías a pesar del calor que hacía. Retiró las
sábanas y se levantó. Incluso después de asearse y vestirse, un escalofrío de pavor le recorrió el
cuerpo.
Olivia le había dejado pan y algo de queso en la cocina, pero no tenía mucho apetito. Un rato
después, Andre llamó a la puerta y la saludó alegremente. Ella abrió la puerta de par en par y se
precipitó en sus brazos.
—¡Vaya recibimiento! No me lo esperaba —dijo riendo y poniendo su pelo rubio tras la oreja.
—¿A qué debo...? —Se paró en seco y le cogió la barbilla con el dedo pulgar y el índice.
—Emily, ¿qué te ocurre? ¡Has estado llorando!
Emily procuró sonreír. Pero fracasó en el intento.
Con las manos sobre sus hombros, la condujo hasta el salón y la obligó a sentarse.
—¡Emily, dime qué te pasa! ¿Es por Olivia? ¿Se encuentra bien?
—Olivia está bien. —A pesar del severo esfuerzo por demostrar lo contrario, se notaba un
ligero deje en su voz. Andre no dijo nada, pero ella sintió su escrutinio.
—Es el sueño. Has vuelto a tener esa horrible pesadilla, ¿verdad?
No servía de nada intentar negarlo. Asintió.
El maldijo en voz baja.
Para vergüenza suya, unas lágrimas ardientes le quemaron los párpados. Aunque despreciaba
su propia debilidad, no podía controlarla.
—¡No te enfades conmigo, Andre! Por favor, no... no podría soportar que te enfadaras
conmigo.
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—¡Emily! No estoy enfadado contigo. —La rudeza de su voz se había suavizado. Cubrió las
manos de ella con las suyas. —Pero ese sueño... te persigue demasiado últimamente, lo sé. En esta
última semana, lo has tenido... ¿Cuántas? ¿Tres veces?
—Cuatro —dijo ella con un hilo de voz.
El soltó una impaciente exclamación.
—Esto no está bien. Te guardas demasiado dentro, princesa. No... no puedo ayudarte si no te
decides a contármelo.
Emily titubeó. Revivir el día del asesinato de su padre otra vez... ¡La perspectiva le provocaba
espasmos! Aunque quizás él tenía razón. ¡Si pudiera estar segura! De lo único que estaba segura
era de que esos últimos días, había temido el momento de acostarse para quedarse dormida y...
¡empezar a soñar!
Soltó una exhalación, larga e irregular.
—Es que es tan... tan difícil —le confió. —Nunca... nunca he hablado a nadie de ello, ni siquiera
a Olivia.
Él le estrechó las manos con más fuerza.
—No creo que pueda ser peor de lo que ya es ahora. Además, a veces recordar es la única
manera de curarse —dijo él gravemente. —Sólo inténtalo, ¿lo harás, princesa? Podrás parar
cuando quieras, te lo prometo.
—No lo comprendes, Andre. Le temblaban los labios. —Este... este sueño... no es solamente un
sueño... Sucedió de verdad.
La mirada de él no se apartaba de su semblante.
—Me lo imaginaba —murmuró. Respiró hondo y rezó por no estar cometiendo un error. —La
otra noche, gritabas a alguien que no hiciera daño a tu padre.
Los hombros de Emily se desplomaron. El recuerdo de aquel espantoso día se había enconado
en su interior de manera que el dolor casi formaba parte de ella. ¿Tendría Andre razón? ¿Sería
recordarlo la única manera de olvidar de verdad para siempre? Ya no estaba tan segura. Por otra
parte, ¿podía ser peor de lo que ya era?
Eso fue lo que finalmente la hizo decidirse. Sin embargo, tuvo que buscar en algún secreto
rincón de su ser, desconocido hasta entonces para ella.
—Sí —afirmó como acartonada. No podía hablar de ello de otra manera. —Papá y yo íbamos a
caballo por el bosque. Veníamos de visitar a la señora Childress, que estaba enferma. Pero de
repente un hombre se plantó en medio del camino. Nos hizo señas para que parásemos.
Naturalmente, papá se detuvo, porque pensó que podía estar herido. Sin embargo aquel
hombre... —Un escalofrío le hizo estremecerse—... le pidió a papá su caballo. Papá se negó a
dárselo e intentó esquivarlo. Pero él agarró las riendas. Nos... nos arrastró a los dos y nos tiró al
suelo... Cuando me caí me... me di un golpe en la cabeza con algo. Una piedra en el borde del
camino, creo.
Movió la cabeza ligeramente y siguió hablando con voz muy tenue, tanto que él tenía que
aguzar los oídos para entenderla.
—Estaba aturdida. Tenía un dolor insoportable en la cabeza. Creo... creo que papá intentó
evitar que le robara el caballo. Entonces escuché a papá pedir ayuda a gritos... rogándole que
tuviera misericordia. La cabeza me daba vueltas... no... no veía bien.
—¿Fue entonces cuando perdiste la vista?
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—No. Cuando me desperté al día siguiente, ya... ya no veía nada.
Andre frunció el ceño. Qué raro...
—¿Qué sucedió entonces? —La animó suavemente a seguir hablando.
Emily tragó saliva, armándose de valor para continuar.
—De repente los vi peleando. Papá cayó al suelo. El hombre cogió una rama gruesa del suelo.
—Su voz empezó a temblar, y ella también. —Lo golpeó, Andre. Lo golpeó... incontables veces.
Andre se sintió mal. Por Dios santo. Lo había visto todo. Había visto el asesinato de su padre.
¡No era de extrañar que todavía la persiguieran esas pesadillas!
—Intenté llegar hasta él, pero no... ¡no podía moverme! Papá tenía la cabeza llena de sangre...
—Empezó a llorar, con sollozos desgarradores que le removieron las entrañas. —Lo golpeó, Andre,
una y otra vez, y otra, y otra, hasta... hasta que papá dejó de gritar.
Andre no dudó un instante. Se abrazó a ella y le puso su mejilla en el hombro, agarrándola
hasta que la tempestad de profundo dolor dentro de ella hubiera pasado.
—Al hombre que hizo eso, Emily. ¿Lo cogieron? ¿Fue castigado?
El suave cabello rubio de ella le hizo cosquillas en la barbilla mientras asentía.
—Fue ahorcado —afirmó.
Él procuró ofrecerle todo el consuelo del que fue capaz.
—Sólo un hombre horrible pudo hacer tal cosa.
—Lo sé. Era gitano.
Andre se quedó helado.
—¿Gitano?
—Sí. Son todos unos mendigos y unos ladrones, ya sabes. Y yo... yo los odio. ¡Los odio a todos!
La amarga acusación salió de lo más profundo de su ser.
No cabía la menor duda de que sus palabras iban en serio.
Andre se tambaleó. Se sintió como si ella le hubiera asestado un golpe en medio del corazón. Él
era el único culpable. Él había insistido; quería enterarse de la razón de sus pesadillas, quería saber
sobre su padre.
Ahora lo sabía todo, se había enterado amargamente. ¡Dios, ojalá no lo hubiera hecho!
Siguió abrazándola, con una mano le acariciaba el pelo de manera ausente, pero su expresión
era sombría, tenía el corazón destrozado. Emily anhelaba desesperadamente recobrar la vista, y
también él lo había deseado. Cuanto antes. Antes de que los gitanos se marcharan a otra parte.
Pero si lo hacía...
Lo odiaría. Lo odiaría para siempre.
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Noche de Luna
SAMANTHA JAMES
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O 1144
La escena con Dominic se estaba cobrando su precio. Olivia no dormía bien. Los días siguientes
fueron dando todo su significado a lo que había hecho aquella espantosa noche.
Nunca debió abofetearle, pero entonces él nunca la habría besado, y quizás ahora los efectos
de ese turbulento encuentro no la estarían persiguiendo. ¿Había sido culpa suya? ¿O de él? Si ella
no lo hubiera provocado, ¿habría reaccionado él como lo había hecho? Sin embargo él la había
insultado cruelmente... Olivia aún estaba conmocionada hasta lo más profundo por haber tenido
la osadía de golpearlo. ¡Semejante falta de control no era propia de ella! Además jamás en su vida
había estado tan enfadada... aunque él obviamente sí.
Él no se habría enojado tanto a menos que le importase.
No. No, eso era imposible. No es que él sintiera un cariño especial por ella. Sin duda habría
buscado, y encontrado, con suelo entre los brazos de la joven gitana Eyvette. «Estás ciega —le
susurraba una voz. —Estaba celoso de William, ¿verdad?».
«Sí», añadió otra. Eso fue lo que precipitó todo el incidente...
«Desagradable —se burló la primera. —No fue en absoluto desagradable durante esos
momentos en los que la mente te daba vueltas mientras sus cálidos labios se posaban con fuerza
sobre los tuyos».
Su mente no paraba de molestarla, primero de una manera y a continuación de otra. ¿Tan raro
era que quisiera evitarlo? No sabía cómo se sentía. ¡No sabía qué decir ni qué hacer! Tenía suerte
de que no la hubiera despedido. Por desgracia, no podía permitirse el lujo de dejar su puesto.
Estaba satisfecha con la idea de habérselas arreglado para dejar a un lado la visita a un médico de
Londres, pero a duras penas podrían mantenerse Emily y ella durante mucho tiempo. Aun así,
tenía todos los motivos para pensar que él estaba disgustado con ella. Cuando ella por casualidad
lo veía, él no le dirigía la palabra. Como mucho, mostraba una mandíbula inflexible y unos ojos
oscuros e insondables. Sin embargo, notaba que su mirada se posaba en ella larga e intensamente,
aunque ella no tuviera el valor de devolvérsela. Además, sentía el efecto de aquellos ojos de hielofuego mucho después de haberse marchado, y su frío despecho la atenazaba hasta lo más íntimo.
Incluso la meteorología era un sombrío reflejo de su estado de ánimo. Se acercaban grises
nubarrones por el norte y el este. Una tormenta de verano encharcó la región durante casi tres
días seguidos.
El personal de servicio estaba frenético con los preparativos para el baile. La señora Templeton
parecía tener el don de la ubicuidad, y daba órdenes y vigilaba a todo el mundo. Incluso Franklin,
generalmente imperturbable, parecía un poco hostigado. Olivia llevaba más de una semana sin
trabajar en la contabilidad de Dominic. Fue Franklin quien se lo recordó y le pidió que esa noche se
quedara hasta más tarde. Sintió una punzada de culpabilidad mientras respondía que
naturalmente se quedaría para trabajar. No habían sido solamente las tareas domésticas las que la
habían mantenido apartada de su deber. En realidad, temía que Dominic se encontrara allí. Pero al
menos esa noche estaría sola. Había oído a Franklin mencionar que lo habían invitado a cenar en
casa de los Beaumont, una rica familia de comerciantes que vivía a varios kilómetros de distancia.
Durante la semana, entre el servicio se había especulado sobre la invitación del conde. Se
rumoreaba que John Beaumont buscaba un marido para su hija Elizabeth, quien por lo visto era
una irresistible belleza rubia. Cuando Olivia oyó hablar de ella por primera vez, sintió una punzada
en el corazón. Los sirvientes estaban convencidos de que el conde era su objetivo. Gitano o no, un
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conde era un partido envidiable para su hija, ella tenía ya una fortuna envidiable, y si se casaba
con un conde se estaría asegurando un buen puesto en sociedad.
Era difícil atender a sus tareas cuando imaginar a Dominic junto a Elizabeth Beaumont ocupaba
todos sus pensamientos. No podía evitar las divagaciones de su mente caprichosa. ¿Se quedaría
Dominic embelesado con la encantadora dama? La idea no contribuía en gran medida a animarla.
Todo estaba tranquilo cuando Olivia se deslizó por la casa, casi todos los criados se habían
retirado a dormir. El estudio estaba a oscuras cuando Olivia se coló en la estancia. Encendió la
lámpara del escritorio y fue a cerrar la puerta.
Una devastadora maldición cortó el aire.
Olivia se quedó helada. Casi gritó cuando, de entre las sombras, se avecinó una impresionante
figura masculina.
Dominic.
Se llevó la mano al corazón en un vano intento de detener su desbocada carrera.
—Pensaba que estaba en casa de los Beaumont.
—Así que ha venido porque creía que no estaba aquí. Qué halagador, señorita Sherwood.
Siento decepcionarla, pero John Beaumont ha mandado recado de que su esposa está enferma. La
velada se ha pospuesto.
Olivia lo miró con recelo. Llevaba puestos los pantalones de montar y las botas estaban
polvorientas. La amplia camisa blanca estaba abierta casi hasta la cintura, revelando una
extraordinaria porción de pecho masculino. Un sexto sentido le advertía del peligro, ya que había
algo en él alarmantemente temerario.
Y con razón. Tenía un vaso de cristal en la mano, y la botella de brandy que había en la mesa
junto al sillón de orejas de terciopelo estaba vacía.
Una desagradable sonrisa le cruzó el rostro cuando ella paseó la mirada desde su semblante
hasta la licorera y otra vez de vuelta. Tenía los ojos inyectados de sangre.
—Está bebido —empezó ella, y se quedó callada acto seguido. Él se puso de lado, y fue
entonces cuando Olivia descubrió el retrato de su padre. Había sido arrancado de donde estaba
colgado sobre la chimenea y ahora estaba precariamente apoyado en el hogar, pero eso no era lo
peor. El lienzo estaba destrozado, hecho jirones, como si le hubieran clavado un cuchillo una y otra
vez.
—Por Dios santo —dijo ella casi sin voz. —¿Quién diablos...? —La pregunta era singularmente
ridícula, ya que el brillo en los ojos de Dominic confirmaba la identidad del autor de los hechos.
Ella respiró hondo, impresionada al descubrir que él era capaz de semejante violencia.
—Está bebido —repitió de nuevo. —De otro modo jamás habría hecho algo semejante...
—Tiene toda la razón. He bebido bastante. Pero contrariamente a lo que piensa, cuando se me
pase el estupor de la borrachera, no lo lamentaré. Es más, lo encontraré mucho más agradable,
porque ya no tendré que soportar los entrometidos ojos de ese bastardo mirándome a todas
horas. —Su voz sonaba a una sinceridad falsa. —Ah, se me olvidaba, qué descuido. Yo soy el
bastardo, ¿verdad?
¡Oh, qué arrogante era! Olivia de repente estaba enojada.
—¿Cómo ha podido? ¿Cómo ha podido hacer tal cosa? ¡No tiene respeto por nada ni por nadie!
¡No le importa nada! —le acusó.
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—¿Eso es lo que piensa? ¿En serio? —Endureció la mandíbula. Arrojó el vaso a un lado; este se
rompió en mil pedazos al caer en el suelo. Se plantó delante de ella, tan cerca que podía distinguir
el borde azul más oscuro de sus ojos, esos ojos que parecían quemar todo su ser.
—Se equivoca —dijo con fiereza. —Usted me importa.
Ella lo miró insensible.
—¡Cómo! ¿No me cree? Es cierto. Usted me importa. Me importa más de lo que debería.
A ella se le secó la boca, y le costaba respirar.
—¿Qué quiere decir con eso?
—Ya sabe lo que quiero decir. —Su enardecida mirada se posó en sus labios. Por un instante
fugaz, se vio transportada a ese mágico momento en que se había dejado llevar por el ritmo
fogoso de su beso. Pero enseguida volvió a la realidad.
Negó levemente con la cabeza.
—No puedo creerlo. No puedo creer que sea capaz de tener sentimientos, excepto uno: el odio
hacia su padre.
—Créalo, Olivia, créalo. Bueno, ya sé que no lo hará, pero él nunca me permitió olvidar lo que
era... lo que soy... un gitano.
A ella se le encogió el estómago. El estaba tenso, muy tenso. El aire que lo rodeaba podía
cortarse con cuchillo.
Su indignación flaqueó.
—Lo dice como si fuera una maldición —afirmó lentamente, y luego vaciló. —¿Por qué lo odia
tanto? ¿Por qué? A pesar de todo, era su padre...
—¿Ahora va a defenderle? ¿De mí? ¿De mí? —Se sentía ultrajado. —Me está juzgando —acusó
con dureza, —cuando no sabe nada de mí, ni de él. Déjeme que le hable de él, del hombre al que
usted llama mi padre, de James St. Bride.
—Desde pequeño había oído historias de cómo se había negado a casarse con mi madre
cuando descubrió que llevaba un hijo en sus entrañas, su hijo. Cuando vino a buscarme, ella me
dijo que yo había pasado todos esos años con ella, y que ya era hora de ir con él, con James St.
Bride.
En algún remoto lugar de su mente, Olivia notó que nunca le había llamado «padre»... siempre
se había referido a él como James St. Bride.
—Me envió interno a la escuela, a un colegio en Yorkshire donde los hombres ricos como él
mandaban a sus vástagos ilegítimos.
—Pero... usted era su heredero.
—Solo porque se encontraba desesperado. Solo porque no le quedó otro remedio. Tuvo tres
esposas, pero ningún hijo. No supe hasta después de su muerte que había legitimado mi
nacimiento incluso antes de venir a buscarme. ¡No se lo dijo a mi madre porque sabía que le
habría gustado saberlo! Le importaba más su título, sus propiedades, que yo. Me escapé del
colegio en incontables ocasiones, pero siempre acababa encontrándome y arrastrándome de
vuelta. Finalmente no le quedó otra opción que contratar a un tutor, estaba decidido a que
recibiera una educación, a moldearme como él, a que fuera un caballero... su heredero.
Su tono era cuando menos amargo.
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—Ni una sola vez, en todos esos años, me tocó, ni una. Me hacía saber, de mil maneras, de
todas las maneras posibles, que yo nunca sería tan bueno ni tan inteligente como un chico gachó.
Era duro y severo, mientras que yo era rebelde y problemático. Saboreaba las veces en que mi
tutor corría a buscarlo para quejarse de mí, lamentándose de que no sabía leer, de que me negaba
a escucharlo y aprender. Oh, supongo que debería haber estado agradecido de que no me pegara.
En cambio tenía modos de castigarme mucho mejores. ¡Señor, qué lengua tan vil tenía! Para él, yo
no era más que una pequeña rata gitana. ¡Solo Dios sabe la cantidad de veces que me lo dijo!
Olivia escuchaba con creciente horror. ¿Cómo podía el viejo conde haber tratado a su propio
hijo de modo tan abominable? ¿Cómo podía haber sido tan cruel con la carne de su carne, la
sangre de su sangre?
—Tampoco me trajo nunca aquí, a Ravenwood, el hogar de sus antepasados. Por supuesto que
yo sabía por qué. Traerme aquí habría sido una señal de que me había aceptado, cuando en
realidad, reconocía que había nacido de su semilla, pero no era su hijo. Tampoco yo era lo que se
esperaba de mí. Intenté volver con los gitanos, pero ya no era lo mismo. Descubrí que había cosas
a las que me había acostumbrado, comodidades que los gitanos no tenían. Me... me sentía como
si hubiera traicionado a mi gente.
—Cuando tenía quince años, mi madre mandó recado de que estaba enferma. Él no me dejó ir
a visitarla. Me encerró en mi habitación. Des... descubrí más tarde que había muerto sola, cerca
del río un día... —Una sombra oscureció su semblante, un dolor fugaz que a ella le dolió por
dentro. —Los gitanos creen que nadie debe estar solo cuando muere. Lo odié por ello, por encima
de todas las cosas.
Las lágrimas acudieron a sus ojos, lágrimas que ella no pudo reprimir. No había duda de que
amaba a su madre profundamente. Sólo en ese momento empezaba a entender la profundidad de
ese odio por su padre, y las razones de ello. Le dolía el pecho a causa de la fuerza de los
sentimientos que se entremezclaban en su corazón. Nunca me tocó, ni una sola vez. ¡La vida que
había llevado con su padre había sido muy, pero que muy cruel! Vio a través del dolor... la herida
que había debajo. La herida de un muchacho, joven y despreciado, y muy solo.
—Cuando murió, estuve tentado, ¡oh, muy tentado!, de darle la espalda, de rechazar mi
herencia, de no llevar la vida que él había decidido para mí. Pero ya había comprobado en varias
ocasiones que no podía volver con los míos. No podía tener ambas cosas, así que tuve que hacer
una elección. El abogado de Stonebridge, Robert Gilmore, me odia porque soy uno de ellos, un
gitano. Pero los gitanos desconfían de mí porque tengo sangre gachó. Y los gachos me desprecian
por mi sangre gitana. Estoy maldito por lo que soy... y por lo que no soy. Una vez le pedí a usted
que me mirara, que me dijera qué veía. No tenía una respuesta, Olivia. Ni yo. ¿Soy un gitano
descarriado? —Soltó una carcajada de desprecio hacia sí mismo. —¿O un gachó descarriado?
Asintió frente al retrato.
—Creo que usted es como él, como James St. Bridge. El nunca me permitió que olvidara quién
soy... lo que soy. Usted tampoco.
A ella se le cortó la respiración. Hasta su última fibra lo negaba a gritos.
—¡No! Eso no es cierto...
—¿De verdad? Adelante, dígalo, Olivia. Ya lo ha hecho anteriormente. Me desprecia. Me
desprecia porque soy gitano. ¡Atrévase a decirlo! —Su semblante era una máscara de piedra. —
¡Dígalo!
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Un agudo dolor le atenazó el pecho. A pesar de la tragedia del asesinato de su padre y de la
ceguera de Emily, su niñez estaba llena de días felices de amor y felicidad. Pero para Dominic,
aquellos días habían sido muy escasos.
Negó levemente con la cabeza.
—No puedo... —Se le atascó la garganta dolorosamente—porque no creo que sea así.
El se quedó callado. Tenía los labios apretados en una tensa y delgada línea. La mandíbula
portaba un gesto adusto, impenetrable. «¿Qué estará pensando?», se preguntaba ella nerviosa.
No pudo evitar fijarse en la línea recta de sus hombros, en su pose rígida y orgullosa.
Sin que se lo pidiera, lo acarició, con la única intención de ofrecerle todo su consuelo.
Dedos de acero como grilletes le rodearon la muñeca, frustrando sus intenciones y frenándola
en seco. Lentamente alzó la cabeza, levantando sus ojos llorosos hacia los suyos.
El la miró desde arriba, con el semblante ensombrecido y huraño.
—No —le advirtió con tirantez. —No me compadezca. No llore por mí.
Recibió una bofetada en el alma. ¿Por qué era tan frío, tan sumamente distante?
Olivia no respondió; era incapaz. De repente se vio atrapada por una inseguridad que la
paralizaba. Su mente racional la instaba a escapar. Sin embargo, permanecía anclada al suelo,
sujeta por una fuerza absorbente más poderosa que ella misma, una fuerza que no acertaba a
comprender.
Aún así no podía negarlo. No podía dejarle solo. En ese momento no. Así no.
Tenía la boca seca como un pergamino.
—Se equivoca si cree que es compasión lo que siento por usted —susurró.
Los ojos le centellearon.
—No debería estar aquí—dijo ásperamente. —Vuelva con su amado William.
La realidad le cayó como un jarro de agua fría. Olivia se percató de repente de lo que él estaba
haciendo, estaba intentando deshacerse de ella. Sintió un dolor indescriptible en sus entrañas.
Había conocido una oscura parcela solitaria y desconocida de su alma, una parte que jamás había
soñado que existiera. A pesar de la fuerza de él, a pesar de su orgullo, era vulnerable. James St.
Bride le había herido de manera insoportable, una herida que los años no habían conseguido
cerrar... una herida que nunca se había curado.
Quizás era el momento de hacerlo.
Con el corazón en la boca, hizo un gesto negativo con la cabeza.
—Yo... yo no amo a William —afirmó en un susurro.
Sus ojos echaban chispas. Se movió tan repentinamente que casi la hizo gritar, atrayéndola
hacia sí.
—Júrelo. Júrelo.
La tensión del momento se prolongó una eternidad. Ella miraba el hueco de su garganta,
cubierto de un oscuro vello varonil. Solo podía pensar en las ganas que tenía de que la besara de
nuevo.
Los músculos del cuello le dolían tanto que apenas le permitían hablar. Pero de repente le salió
como un torrente.
—Lo juro. Nunca he amado a William... —Lo dijo mirándolo a los ojos. —Y nunca le amaré.
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Esa ferviente declaración pareció soltar la tensión acumulada en él. La miraba fijamente. Le
brillaban los ojos, casi con una intensidad que daba miedo. En ese vacío interminable entre un
latido y el siguiente, algo cambió. Todo cambió.
El la rodeó con sus brazos, casi aplastándola. Su boca buscó la de ella, como para sellar la
promesa. Su beso fue intenso y robado, como si quisiera castigarla, pero fue él quien se castigó a sí
mismo. Tenía la mente envuelta en una neblina inducida por el alcohol. Dominic sabía que se
comportaba como un bastardo haciéndole eso. Debería haberla obligado a marcharse. Podía
haberlo hecho, estaba convencido. Ella estaba a punto de llorar. Si hubiera sido cruel con ella, si la
hubiera insultado, ella habría huido, como en la otra ocasión. Pero lo odiaría por ello, y no podría
soportarlo. Así que en vez de ello, decidió dejarse llevar por la lujuria. La deseaba. La deseaba
desde el mismo instante en que la vio acurrucada en medio del camino, aterrorizada pensando
que Lucifer era un perro endemoniado llegado del infierno. Su cercanía era una tentación que él
no podía soportar. Esa noche tomaría de ella... tomaría todo cuanto ella estuviera dispuesta a
darle.
Y se lo dio. Sintió un temblor aprobatorio en sus labios, y eso lo perdió. La boca de ella cedió
bajo la hambrienta demanda de la suya, separando los labios con suavidad. Ella entrelazó su
lengua con la de él, una caricia indecisa que le hizo estremecerse. Con un gemido le agarró la
cabeza con las manos, soltándole el cabello sobre los hombros y por la espalda, como una seda
ondulada y con vida propia.
Como pudo retiró su boca de la de ella. La miró fijamente. Tenía los labios rosados y húmedos,
ligeramente hinchados. Sus pestañas, oscuras y espesas, y salpicadas de lágrimas, se abrieron. Casi
soltó un grito al ver el imprudente deseo que había en sus ojos. ¿Sabía lo que estaba pidiendo?
Seguramente no. Pero él sí lo sabía.
Dijo con voz entrecortada:
—Bésame. —Y vaya si lo hizo, vive Dios. Le cogió la cara con las manos y dirigió su boca hacia la
de él, a quien se le escapó un profundo gemido. El suave contacto con sus labios era más de lo que
podía soportar. Separó los suyos; el beso se volvió ardiente y devorador. Luego le puso las manos
en los hombros, bajándole el vestido hasta la cintura. Oyó los jadeos de ella cuando la camisola
interior siguió el mismo camino que el vestido. Su pecho subía y bajaba descontroladamente, la
respiración era cada vez más superficial. Le ardieron los ojos mientras le miraba los senos al
descubierto. La piel de color marfil pálido brillaba a la luz de la lámpara, con una redondez y una
plenitud exquisita, coronada por unos gloriosos pezones rosados. Él apenas percibió que ella
rehuía su mirada, que las mejillas se le riñeron de rosa.
Le acarició los pezones con la palma de la mano. Ella soltó un grito ahogado cuando estos se
endurecieron ansiosos al contacto con sus manos. Sujetando su mandíbula, luchaba contra una
oleada de ferviente deseo, pero inútilmente. Le apretó los hombros. Se echó al suelo,
arrastrándola con él.
La respiración de él se hacía cada vez más laboriosa. Tenía un latido primitivo en las sienes. Le
hervía la sangre. El deseo le atenazaba el vientre como una tormenta salvaje en el mar. Su
miembro estaba henchido, duro y en su plenitud, pugnando por liberarse de su confinamiento.
Le costaba respirar. Batalló con los botones de sus pantalones, liberando su hombría con la
mano. Apretó su órgano viril con los dedos. Paseaba la mano de arriba abajo. Una y otra vez. No
bastaba. Ni de lejos. La cercanía de ella era demasiado tentadora, y estaba demasiado
desesperado. Demasiado necesitado. La sola idea de poseerla, de penetrarla por su resbaladizo
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canal, le hizo excitarse aún más si cabe. Esa noche, pensó al borde de la locura, esa noche
enterraría su dolor en el tierno cuerpo de ella, encontraría reposo en su suavidad, hasta que no
existiera nada más. No existía el pasado. No había futuro. Sólo aquí y ahora.
Olivia también lo sabía.
Sintió su mano bajo las faldas, subiendo, deslizándose por sus muslos y desnudándola hasta la
cintura. El corazón se le paralizó. Ella deslizó las manos por debajo de su camisa, saboreando la
suave firmeza de su piel. De repente estaba temblando de pies a cabeza. Pero no le importaba que
descargara su sufrimiento dentro de ella, lo único que le importaba era estar tan cerca de él como
fuera posible.
Le separó las piernas con las rodillas. Ella sintió su calor de terciopelo, la vibración y ardor de él
entrando en su centro. Sintió cómo deshojaba esos primeros pétalos de fuera, separando la carne
tierna que se rindió baje, la contundente presión de su acometida. Se le tensaron los muslos; no
pudo evitarlo.
El sí debió sentirlo, porque la besó en la garganta, en ese punto donde le latía el pulso con más
fuerza.
—No te haré daño, Olivia. No te haré... —Las palabras se redujeron a un leve susurro.
Levantó la cabeza. Tenía los ojos clavados en ella, fundidos en su propio fuego. Ella le trazó con
los dedos sus bien formados y firmes labios, fue una caricia inconsciente. Separó los muslos,
incapaz de resistirse al deseo que también ella experimentaba.
El cerró los ojos, poniéndole las manos en las nalgas.
Un único golpe de puro fuego le llevó muy dentro de ella, hasta las mismísimas puertas de su
vientre.
La respiración de Olivia la había abandonado, convirtiéndose en un jadeo ardiente. No pudo
reprimir el grito de placer que surgió de su garganta. Se aferró a sus hombros desnudos,
clavándole las uñas en la piel.
Dominic se quedó inmóvil cuando la oyó gritar. Por un instante, se quedó completamente
quieto. Pero era demasiado tarde... demasiado tarde. La sangre le corría por las venas como lava
caliente y viscosa, ahí, en el lugar donde la poseyó tan plenamente. «Que Dios me perdone», rogó,
porque no podía parar. La sensación de su calor fundiéndose alrededor de su abultado miembro
hizo trizas cualquier resto de control que pudiera quedarle. No pudo más que arquearse ante las
demandas de su cuerpo. Se sumergió dentro de su fuego de satén, enterrándose cada vez más
profundo, con una pasión desconocida, espoleándole hacia el éxtasis que sabía le estaba
esperando.
Olivia cerró los ojos, rezando para que el dolor desgarrador amainara... y así fue. Incluso
cuando su falo siguió reclamándola una y otra vez, al igual que su boca, con esa presión
arrebatadora. Probó su sabor a brandy... sus tórridas embestidas de deseo irrefrenable. Ella se
aferraba a él ciegamente, capeando el temporal que se arremolinaba en su interior.
En algún remoto lugar de su mente, Dominic sabía que se debería haber refrenado. ¡Dios, ojalá
pudiera! Pero el pensamiento racional era de todo punto imposible. Todo aquello era demasiado
placentero. Ella era demasiado placentera. El final se acercaba. Notaba dentro de él cómo iba
llegando. Sus embestidas se hicieron cada vez más rápidas, hasta que su jadeo llegó casi al
paroxismo.
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Entonces ocurrió. Todo en su interior explotó. Lo invadió una oleada tras otra de ardoroso
placer, recorriéndole todo su ser. Arqueó el cuello, gritó su éxtasis en la oscura habitación.
Se estremeció, luego se desplomó sobre ella. Sintió sus dedos acariciándole el cabello de la
nuca. Levantó la cabeza, buscando con su boca la de ella. Le supo salada, era el sabor de las
lágrimas en sus labios... Lágrimas.
Fue su último recuerdo antes de hundirse en la inconsciencia.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1155
Dominic se despertó en su aposento tumbado boca abajo en la cama. Ya era de día, porque
había una pálida cinta de luz colándose por las cortinas. Movió la cabeza, pero se arrepintió en
seguida. El dolor en las sienes era insoportable. Se quedó tendido muy quieto y cerró los ojos, con
intención de dormirse otra vez.
Era inútil. El dolor de cabeza se había desatado con toda su furia, pero mucho peor que el dolor
era la sensación de haber hecho algo terrible, algo lamentable. Con un quejido se puso boca
arriba, mirando el complicado dibujo de las colgaduras color carmesí de la cama.
No recordaba cómo había llegado hasta su cama. Lo último que recordaba era que se
encontraba en su estudio. Algunos recuerdos vagos y tentadores le arañaban el cerebro,
recuerdos de impaciencia, de labios dispuestos y calidez vital, de inmensa saciedad sexual.
¡Diantre, debía de haber estado soñando!
Con otro quejido se incorporó hasta sentarse. Era una manera espantosa de despertarse de un
sueño tan glorioso. Se puso en pie como pudo, prometiéndose no beber nunca más tanto como
había bebido la noche anterior. Se desnudó y se acercó hasta la jofaina, al otro lado de la
habitación.
Había un espejo oval colgado sobre la palangana. Cuando se vio reflejado en él, se fijó en cuatro
líneas rojas, como de un arañazo, en el hombro. Fue entonces cuando miró hacia abajo. Su
miembro estaba manchado de reveladores indicios de sangre...
Sangre que solamente podía significar una cosa.
La cabeza le dio una sacudida. Un afligido grito le retumbó en el cerebro. Olivia, comprendió.
Por Dios santo, Olivia. No había sido un sueño en absoluto. Había sido real. Había sido real.
Los recuerdos lo asediaban. Delicadas manos en sus hombros. Un suave y tembloroso cuerpo
en sus brazos. Las lágrimas templadas y saladas atrapadas entre sus labios. El pánico se alojó en su
pecho. Ella había estado llorando. Llorando...
Lo dominó el miedo. Maldita sea, ¿le habría hecho daño? Era tan endiabladamente pequeña, y
su conducto virgen tan estrecho... Torció el gesto, despreciándose a sí mismo. Inmensa saciedad
sexual. Recordaba haberla penetrado salvajemente, desesperado por encontrar la cima del placer.
¿Por qué diablos ella le habría permitido hacerle el amor? ¿Por qué no lo había frenado?
«¡Idiota! —Se reprendía a sí mismo cruelmente. —Tú eres el único responsable. No fue culpa suya.
Estabas borracho». Le corroía el disgusto consigo mismo. No le había mostrado ternura, no le
había importado su inocencia. Estaba demasiado borracho, y se comportó como un auténtico
egoísta, atento solo a sus necesidades.
¿Qué demonios había hecho? ¡Dios, la había poseído en el suelo como... como a una cortesana!
El recuerdo le invadió otra vez, y con una renovada oleada de húmedo deseo, y de algo más. Le
asaltó un frío espanto, diferente a todo cuanto había sentido con anterioridad. ¿Lo odiaría por lo
que había hecho? ¿Lo miraría para siempre con disgusto y aversión?
No podía soportar ninguna de las dos ideas.
Otro recuerdo afloró a la superficie, el de una mano pequeña, suave y tranquilizadora,
acariciándole la nuca mientras estaba echado sin moverse sobre su cuerpo, con la cabeza
enterrada en el hueco de su garganta.
No lo entendía. No la entendía.
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Se olvidó por el momento del dolor de cabeza y mandó que le preparasen un baño, sus
pensamientos eran un torbellino. Era domingo. Olivia no estaría allí. Pero esa era la tarde en que
enseñaba a los niños. Si pudiera alcanzarla antes o después de la clase...
¡Dios! Y si lo conseguía, ¿qué diablos iba a decirle?
A primera hora de la tarde fue cabalgando hasta Stonebridge. La tempestad que había azotado
el firmamento esos últimos días había pasado. El aire era cálido y agradable. Había unas
esponjosas nubecillas blancas paseándose por el cielo.
Los cascos de Tormenta resonaban en el puente de madera que cruzaba la corriente. Dominic
percibió sin fijarse mucho que el puente distaba solamente unos cuantos palmos del agua, el río
bajaba crecido.
Acababa de alcanzar las afueras del pueblo cuando oyó un grito. Echó un vistazo y vio a algunas
personas correr hacia el río. Un hombre se había detenido junto a algunas mujeres a la puerta de
la panadería; todos apuntaban en la dirección que los otros habían tomado. En ese punto donde el
río atravesaba el pueblo, las aguas eran habitualmente tranquilas y calmas; ahora, crecidas por las
lluvias, bajaban turbias, arremolinadas y rápidas.
Justo entonces se oyó otro chillido, el grito inconfundible de un niño. ¿Qué diablos...? Con el
ceño fruncido, Dominic se enderezó en la silla de su caballo.
Lo que vio le provocó un escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. Dos pequeñas cabezas
flotaban a duras penas en el agua. Vio por un momento unos brazos moviéndose con frenesí.
Soltó un juramento en voz baja pero no esperó ni un segundo. Saltó de la silla y corrió hacia el
río. Sin pensarlo dos veces se tiró de cabeza al agua.
Mientras Dominic estaba desesperado por recordar lo ocurrido la noche anterior, Olivia estaba
decidida a olvidarlo todo... una tarea mucho más fácil de decir que de hacer, como estaba
comprobando.
No podía parar de pensar en lo que le había contado. «¿Soy un gitano descarriado? ¿O un
gachó que ha perdido el rumbo?». Se le partía el corazón al pensar en todo lo que había sufrido a
manos de su padre... Oh, James St. Bride no había sido cruel físicamente, no había pegado a su
hijo, no con los puños. Sin embargo lo había hecho con las palabras, con unas palabras
indeciblemente crueles que habían herido el alma del joven muchacho. Pero ese muchacho se
había hecho un hombre...
Y seguía sufriendo.
No sabía si era gitano. O gachó. En realidad, reflexionó ella, era sencillamente un hombre que
había extraviado su camino...
Ya no se preguntaba por qué odiaba a su padre, James St. Bride. Pero ese odio era como una
temible enfermedad que se extendía por todo su ser. Debía apartar ese odio, o le consumiría para
siempre...
Y nunca encontraría su camino.
Olivia todavía no podía explicar qué le había poseído la noche anterior, ni siquiera a sí misma.
Aborrecía verlo así, tan angustiado, tan solo.
Con un poco de suerte, quizá no recordara nada, porque no había duda de que estaba bastante
bebido.
Había ocurrido, se decía una y otra vez. Pero nunca volvería a suceder. Así que debía dejarlo a
un lado y olvidar...
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Un dolor agudo se alojó en su pecho. ¡Ojalá supiera cómo olvidar!
De lo que no cabía la menor duda era de que su mente no estaba donde debería estar. Cuando
Jane le repitió dos veces la misma pregunta, Olivia lo supo con segundad.
Cerró el libro que estaba leyendo. Consiguió esbozar una sonrisa.
—Me temo, niños, que tengo un ligero dolor de cabeza. Creo que deberíamos dejarlo por hoy.
Además... —Su mirada recorrió la media docena de caras reunidas a su alrededor—... no creo que
nadie me eche mucho de menos. ¿Dónde está hoy todo el mundo?
—La madre de Gwyneth está enferma y ella la está cuidando —anunció Jane con prontitud. —
Thomas se ha ido a York con su padre.
—Henry y Jonny han construido una balsa —intervino Colin. —Yo les he ayudado —añadió con
orgullo.
Olivia se levantó. Se llevó la mano a la cabeza. Colin había ido perdiendo gradualmente su
timidez a lo largo de las últimas semanas. Aunque dudaba que llegara a ser tan extrovertido como
su madre, era un niño listo y cariñoso cuya sonrisa mellada le había llegado al corazón.
—¿Sabes cómo se hace? Pues, entonces debe ser una balsa magnífica.
—Oh, lo es —dijo convencido. —Jonny dijo que podrían llegar a China con ella y volver.
Olivia ahogó una sonrisa.
—No me cabe la menor duda —dijo seriamente. —Aunque espero que se aseguren de que flota
bien antes de emprender semejante travesía.
—Claro que lo han hecho —le aseguró Colin. —Por eso no han venido hoy. —El chico se dio la
vuelta y apuntó a lo lejos. —¡Mire! ¡Allí van!
Olivia miró más allá del estanque de patos hacia el río. Allí estaban Jonny y Henry subidos a una
pequeña plataforma cuadrada hecha a base de ramas atadas con cuerdas. El corazón se le subió a
la boca, porque el río, siempre tan plácido, bajaba fuerte y traicionero.
Se había convertido en un torrente mortal.
Mientras los miraban, la precaria balsa volcó, lanzando a los dos niños a la embravecida
corriente.
Olivia soltó un alarido.
—¡Oh, Virgen santa!
A lo lejos oyó un grito pidiendo ayuda. Las cabezas de los niños subían y bajaban mientras eran
arrastrados por la corriente. A mitad de camino de la orilla opuesta, sobresalía una enorme roca
en medio del agua; es hacia donde se dirigían los niños. De puro milagro, pudieron asirse a una
raíz grande que crecía en la superficie. Se aferraron desesperadamente para poder sacar la cabeza
del agua. Olivia solo podía imaginarse el terror que sentían, con el agua revuelta a su alrededor,
tirando de ellos, deseosa de arrastrarlos hacia las turbias profundidades.
Llevaban reflejado en el rostro el terror en estado puro. Lo veía desde donde estaba en la orilla.
Varias personas se le habían unido. Entonces, de repente, por el rabillo del ojo vio algo moverse.
Un hombre se había tirado de cabeza a la corriente.
Dominic.
Con el corazón en un puño, Olivia no podía apartar sus ojos de Dominic nadando hacia las
rocas. Fuertes y acompasadas brazadas lo llevaban hasta el par de chiquillos. Batía las piernas con
furia, y por fin logró alcanzarlos. Con una mano aferrada en una grieta, sacó a Jonny del agua y lo
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dejó en la superficie plana de la roca. Jonny se quedó allí acurrucado, empapado y tiritando,
mientras Dominic cogía a Henry por debajo de los brazos. Ella pudo ver que gritaba instrucciones.
Se dio media vuelta, y Henry se colgó de su cuello con los brazos, pasando su peso hacia la espalda
de Dominic. Con él a cuestas, inició la vuelta a nado hasta la orilla.
Por fin lograron alcanzarla, pero incluso entonces Henry se negaba a soltar a Dominic, quizás no
podía. Necesitaron varias personas para quitarle los dedos que mantenía aferrados a su cuello.
Entonces se tiró de nuevo a la corriente para recoger a Jonny, y la laboriosa tarea comenzó otra
vez. Cuando estaban a mitad del camino de vuelta, James, el padre de Jonny, ya había llegado.
Pálido como el papel y con el semblante demudado, se lanzó al agua y fue a por su hijo.
Justo en ese momento una rama grande, que bajaba a toda velocidad por el río, golpeó a
Dominic en mitad de la sien. No le dio tiempo de encontrar el equilibrio. Fue arrastrado por la
corriente en un abrir y cerrar de ojos.
Olivia se dio la vuelta.
—¡Socorro! —gritó. —¡Que alguien le ayude! —Un muro de caras se arremolinó frente a ella.
Robert Gilmore mostraba una reveladora sonrisa de satisfacción. Gerald, el propietario de la
taberna, se cruzó de brazos y se quedó mirando. Incluso William se mantuvo inmóvil, sin hacer
nada.
Fue a él a quien dirigió un ruego desesperado.
—Ayúdale, por favor, William. ¡Por favor ayúdalo!
William la miraba con un silencio recalcitrante.
Olivia no esperó más. Dio un traspiés cuando se acercaba a la orilla, intentando
desesperadamente no perder de vista a Dominic.
La invadió el pánico cuando le vio sacar la cabeza para coger una frenética bocanada de aire
antes de hundirse otra vez. Estaba luchando con la corriente... luchando por su vida. Entonces un
repentino torrente de agua lo fue llevando hacia la orilla. Olivia tenía todos los músculos de su
cuerpo en tensión, él empezó a nadar otra vez, pero estaba debilitado, se le habían agotado las
fuerzas. Sin embargo lo consiguió. Cerca de la orilla, se levantó como pudo y se desplomó en el
dique.
Estaba boca arriba, al borde mismo del agua. Olivia por fin pudo llegar hasta él. Con un grito
cayó de rodillas a su lado. El corazón le latía tan fuerte que le dolía. Pero el dolor no era ni mucho
menos tan intenso como el que sentía en su alma.
Él estaba inmóvil. Tenía un corte irregular en la sien. Había perdido el color, a excepción de la
sangre que seguía manando de la herida. Tenía las pestañas mojadas y oscuras medias lunas en los
pómulos. Olivia rezó como no lo había hecho nunca.
—¿Dominic? ¡Dominic! ¡Despierta! ¡Dominic, por favor!
Le puso la cabeza en su regazo, medio sollozando.
—¿Me oyes? ¡Dominic, por favor, no puedes morirte! ¡Dominic!
Sus pestañas aletearon. Abrió los ojos. Un amago de sonrisa rozó sus labios cuando la vio.
—No me había dado cuenta... de que casi tenía que ahogarme... para oírte decir mi nombre.
Para asombro de Olivia, había un finísimo hilo de insólito humor en su tono.
Agachó la cabeza y lloró.
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Fue James quien prestó a Dominic una muda de ropa seca. Olivia lo llevó a su casa, todavía
furiosa porque nadie hubiera querido socorrerlo. Aunque él le había restado importancia, ¡en
verdad se podía haber ahogado!
Hasta entonces no se había percatado de los profundos prejuicios que había contra él.
Emily se encontraba en el salón cuando llegaron. Olivia hizo una precipitada presentación.
—Emily, traigo conmigo al conde de Ravenwood. Milord, esta es mi hermana Emily.
Dominic todavía sujetaba un trapo ensangrentado en la sien. Le extendió su mano libre a Emily.
—Es un honor conocerla por fin, señorita Sherwood.
Emily murmuró algo; Olivia apenas la oyó. Toda su atención estaba centrada en Dominic. Se
sintió aliviada al comprobar que había recuperado algo de color en su piel. Se apresuró a llevarlo
hasta la cocina para sentarlo, luego corrió al dormitorio para buscar trapos limpios.
Emily la siguió. —Olivia —susurró con un tono de reproche, —¿qué está haciendo él aquí?
Olivia se giró. La condena de su hermana era algo que en ese momento no podía tolerar.
—Está herido, Emily Sherwood, y no te atrevas a reprenderme por traerlo aquí. —Le relató lo
que había ocurrido en el pueblo. —Nadie quería ayudarlo, Emily —terminó, con la voz grave y
entrecortada. —¡Nadie! Se limitaron a quedarse ahí parados y... ¡y mirar! ¡No... no puedo
entender cómo pueden ser tan... tan fríos! No es ningún monstruo, ¡no se diferencia en nada de
ninguno de nosotros! ¡Me avergüenzo de ser de Stonebridge!
El semblante de Emily estaba serio. Quizás percibía el desasosiego de su hermana, porque le
tocó la manga.
—¿Se encuentra bien?
—Salvo un corte en la cabeza, creo que sí. Perdóname, Emily, tengo que atenderle.
—Estaré en el jardín —murmuró Emily.
Olivia asintió, respiró hondo para calmarse y volvió sobre sus pasos hacia la cocina.
Dominic levantó la mirada cuando ella reapareció. Inmediatamente se puso a limpiarle la
herida, aunque le preocupaba que aún no hubiera cesado de sangrar.
—Quizás debería verlo un médico.
—No —se apresuró a decir. —No hace falta.
Se mordió el labio inferior y lo miró.
—¿Está seguro?
—Absolutamente. Además, prefiero que me cure usted y no un viejo calvo.
Se le ruborizaron las mejillas. Él tenía la impresión de que estaba azorada. Por nada del mundo
quería que ella parase. Le gustaba el tacto de sus manos sobre él. Anhelaba sentirlo en otras
partes. Descendiendo la escalera de sus costillas, deslizándose más abajo. Bajando aún más...
Su cercanía, su fragancia fresca y limpia, provocó estragos en sus sentimientos. Llevaba el pelo
recogido en un moño bajo. Tenía un pequeño mechón enroscado en la nuca. De pronto le
entraron unas tremendas ganas de posar allí sus labios, de saborear su piel tersa y de comprobar
si era tan suave como parecía. Mientras le limpiaba el corte de la sien, él descansaba las manos en
su cintura, para sujetarla, en caso de que le preguntase el motivo de tal atrevimiento. En realidad
no era más que una excusa para tocarla de nuevo. Tenía los ojos a la altura de la suave curva sus
pechos.
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SAMANTHA JAMES
El encuentro de la noche anterior dominaba sus pensamientos. Retazos de pequeños detalles lo
atormentaban. La manera en que se habían endurecido sus pezones bajo el impaciente toque de
su lengua; cómo había levantado los labios, buscando los suyos, justo antes de explotar dentro de
ella.
Tuvo que mirar a otro lado para que su cuerpo no lo delatara. Soltó lo primero que, se le
ocurrió.
—Su hermana es encantadora —murmuró, —casi tanto como usted.
Olivia estaba ardiendo, tenía las manos de él reclamando su cintura. Su mano dejó de
atenderle. El color de sus mejillas se hizo más intenso.
—No debería decir esas cosas.
Dominic no le hizo caso. Volvió a mirarla; esta vez posó sus ojos en la curva de su boca. Tenía
los labios del color de la frambuesa madura, y seguro que igual de dulces. Estuvo tentado, ¡muy
tentado!, de saborearlos una vez más.
En cambio se oyó decir lo siguiente:
—¿Por qué está haciendo esto?
Ella soltó el trapo en la palangana.
—Porque tiene un corte muy feo ahí.
—No me refiero a eso.
Había algo en su tono, algo que la atrajo hacia sus ojos en un relámpago. Lo encontró
mirándola, con el semblante oscuro e inescrutable.
—¿Entonces a qué se refiere? —La pregunta surgió desde el desaliento.
—Me sorprende que se haya molestado en ayudarme, que no me dejara allí tirado. ¿Por qué no
se marchó?
Se le enturbió la mirada.
—No podía. No podía dejarlo así, —La confesión le salió sin pensar.
Tragó saliva.
—No puedo culparla... —dijo con voz grave y tensa —después de lo que hizo anoche. —Hubo
un instante de silencio. —Olivia... ¿se encuentra bien?
Sentía un nudo en el estómago. Era mejor no tocar ese tema. Alisó los bordes del esparadrapo
que le cubría el corte.
—Ahí. Ya está.
Ella intentó retroceder un paso. Pero él no se lo permitió. Se levantó, echando la silla hacia
atrás con la parte trasera de las rodillas. La atrajo hacia sí, tan cerca que los pies de ella estaban
entre los suyos. Ella se estremeció. Se le veía fuerte y masculino con esa ropa tan ordinaria que le
habían prestado, además la camisa le quedaba demasiado ajustada. Se le notaban los músculos
del pecho y de los hombros a través de la tela tan usada. Llevaba la camisa abierta mostrando el
cuello y parte del vello del pecho.
—Dígame, Olivia. ¿Se encuentra... bien?
Su voz sonaba arenosa. Sus ojos se encontraron. Ella fue la primera en desviar la mirada.
—Estoy... bien.
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Apretó las manos en su cintura. Recordaba qué pequeña y delicada la había sentido entre sus
brazos, qué cálido y apretado era su sedoso canal.
Tragó saliva.
—Yo no... —Las palabras le salían a duras penas. —No le hice daño, ¿verdad?
Le subió un rubor intenso a la cara, y luego se le extendió por todo el cuerpo. Cerró los ojos.
Recordó con un ardor abrasador el tremendo empuje, duro y ceñido, de cuando él se introdujo
dentro de ella. Profundo... muy profundo. Anoche había ocurrido algo extraño. Algo extraño y
tremendo, y absolutamente maravilloso.
Le faltaba el aliento. Fijó sus ojos en él.
—Un poco —dijo casi con desmayo.
—Lo siento. —Su corazón se tambaleó. —¿Se siente avergonzada?
Ella se quedó sin saber qué decir.
—Sí... no... oh, yo... ¡no lo sé!
El se puso rígido. Cuando iba a retirarse, ella le agarró de los brazos.
—No es lo que usted piensa —lloró quedamente. —No es porque sea...
—¿Gitano? —Apenas movió los labios.
—Sí. —Notaba sus músculos duros como piedras bajo las yemas de sus dedos. Se humedeció
los labios, buscando las palabras, rezando por encontrar algo que decir. —Es solo que... No me lo
esperaba...
—Ni yo tampoco.
Ella sonrió con labios temblorosos.
—Esperaba... que no se acordara de nada.
La tensión en él empezó a aflojar.
—Cuando me desperté esta mañana, pensé... que había sido un sueño. Un sueño maravilloso.
—Sus ojos abrasaban los de ella. —No pretendía hacerle daño —dijo, con la voz muy queda.
—Lo sé. —Y en verdad era así. No lamentaba que hubiera sido él. De hecho, no se imaginaba
esa clase de intimidad con ningún otro hombre. Solo con pensarlo el pulso se le aceleraba lo
indecible. —Dominic —dijo inútilmente, —no creo que debamos... hablar de ello.
—Eso no hará que lo olvidemos. No podemos hacer como si no hubiera pasado nada.
Comprendió al instante que él tenía razón. Lo que ignoraba era que él no deseaba olvidarlo.
Quería recordarlo. Anhelaba que sucediera de nuevo. Solo que la siguiente vez quería estar
completamente despierto, absolutamente consciente de todo lo que hacía. Quería sentir cada
respiración de ella. Deseaba trazar con las manos cada dulce y seductora curva de su cuerpo.
—Además —añadió, mirándola fijamente a la boca, —¿cómo podría olvidarlo?
Un temblor le sacudió todo el cuerpo. Ella nunca lo olvidaría... nunca.
—El baile que estoy organizando —dijo de pronto —es muy importante para mí, Olivia. Llevo
toda la vida luchando para que me acepten. Pensé que pertenecía al mundo gitano, pero me he
dado cuenta de que no es así. —Hizo una pausa, ella notó que luchaba por encontrar las palabras
adecuadas. —Sin embargo, tampoco encajo en el mundo gachó. Pero soy el conde de Ravenwood,
y si en Londres me conocen como tal, es hora de que se me reconozca así también aquí.
Ella recibió una oleada de comprensión.
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—Me gustaría que el reconocimiento fuera por parte de todos —dijo en voz alta, —tanto por
parte de la gente del pueblo como por la nobleza de la región.
—¡Eso es! Ravenwood es el hogar que me corresponde y aquí es donde pretendo vivir.
Olivia asintió. De hecho, ya había enviado un buen número de invitaciones, y las confirmaciones
no habían parado de llegar. Aunque después del incidente del río de ese día, temía que la gente
del pueblo no lo aceptara tan fácilmente... De nuevo se sentía frustrada y enfadada a la vez. ¿Por
qué no podrían verlo de otra forma que no fuera con temor y desconfianza?
—La quiero allí, Olivia. En el baile. A mi lado.
Se le cortó la respiración dolorosamente. Eso no se lo esperaba...
—Dominic, me... me honra. De verdad. Pero... no puedo.
El entrecerró los ojos. ¿Por qué no?
Respiró hondo.
—Se olvida —afirmó con tranquila dignidad—de que no soy más que una sirvienta, y usted es
mi señor.
—¡Al diablo con eso! Su semblante se oscureció de repente como un nubarrón.
—Para usted es fácil decirlo. ¡Ojalá pudiera estar allí como su invitada! Pero, sencillamente, no
sería correcto. ¿Qué les diría a los demás? A Franklin y a Charlotte. A la señora Templeton...
—No necesita decirles nada. Eso no es asunto suyo. —Se estaba comportando como el amo
imperioso que era.
Sintió una fuerte nostalgia en su interior. En realidad, nada le haría más ilusión que estar en el
baile como su igual, llevar un precioso vestido, bailar y beber champán despreocupadamente.
Pero eso nunca ocurriría, y no tenía ningún sentido seguir pensando en ello.
Ella era... quien era... y él también.
Su sonrisa se desvaneció.
—No puedo —repitió. —Debo pedirle que no muestre ningún favoritismo hacia mí. Le ruego
que no intente convencerme, y por favor no me amenace con despedirme, porque me temo que
en tal caso me vería obligada a marcharme.
El la fulminó con la mirada, estaba segura de que le había ofendido gravemente.
—¿Hay alguna posibilidad de que cambie de opinión?
—Ninguna —se limitó a decir.
Apretó los labios.
—Es usted muy terca.
—Y usted se comporta como el amo que es, acostumbrado a salirse con la suya —le dijo casi
como tomándole el pelo.
Su semblante adquirió una rara expresión. Al momento levantó una arrogante ceja.
—Me niega su presencia en el baile... ¿pero me negaría un beso antes de marcharme?
Mientras hablaba la acercó hacia él. A ella se le despertaron sus emociones cuando él inclinó la
cabeza.
—Nunca, milord —susurró mientras sus bocas se reclamaban la una a la otra.
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Se dieron un beso largo y profundo, sus caricias hablaban de pasión y deseo, y dejaron a Olivia
sin aliento y sin fuerzas, temblando por dentro y por fuera... Con él se sentía aterrorizada y
exultante al mismo tiempo...
Y también con muchas, muchas ganas de más.
Robert Gilmore entró en su casa a las afueras del pueblo. Cerró dando tal portazo que las
ventanas temblaron en el marco.
Fue derecho hacia el aparador y cogió la botella de brandy que guardaba allí. La agarró con
ansia, estaba de muy mal humor, y no se molestó en coger un vaso, sino que bebió directamente
de la botella, dando un largo trago. El oscuro líquido le quemaba al bajar por la garganta, igual que
su disgusto.
Una hora más tarde, la botella estaba casi vacía. El brandy le había embotado los sentidos, pero
no el fuego de su ira.
—Ladrones y rameras —murmuró. —Ladrones y rameras, todos y cada uno de ellos.
Pensó en ella, en la puta gitana que había parido a Dominic St. Bride. Y pensó en otra...
En la que había embrujado a su padre.
Hizo una mueca. Soltó un despiadado juramento, condenándolos a todos al último rincón más
oscuro del infierno, especialmente a él... a Dominic St. Bride. Robert le aborrecía con cada fibra de
su ser, igual que odiaba a todos los gitanos que mancillaban la tierra. Temblaba de ira cuando
pensaba en los gitanos acampados al otro lado del pueblo. Sin duda estos ladrones habían ido a
causa de él... ¡Sin duda se quedaban por su culpa!
Se arrastró como pudo hasta la ventana y desde allí miró hacia Ravenwood Hall, llevándose la
botella a los labios. Dio otro trago largo, luego lentamente la bajó. Se secó la boca con el dorso de
la mano.
Ravenwood Hall. Pensar que el conde gitano era tan arrogante como para creer que podía
echarle a él, Robert Gilmore, de su lujosa mansión y quedarse tan tranquilo... Pues bien, no sería
tan fácil, y pronto el orgulloso conde se arrodillaría ante él.
Robert Gilmore se encargaría de ello, y sabía que todo el pueblo lo felicitaría por su hazaña.
Acabaría con Dominic St. Bride.
Y con esa promesa, se terminó lo que quedaba en la botella.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1166
Había mucho que hacer los últimos días previos a la recepción. El salón de baile, que estaba en
el ala este, no se había utilizado en muchos años y se encontraba en un estado deplorable. Según
Franklin, la última vez que había habido invitados en el gran salón fue con motivo del cumpleaños
de la tercera, y última, esposa del viejo conde. Hubo que restregar hasta el último rincón, desde el
suelo hasta el techo, ya que había polvo por todas partes. Se quitaron las cortinas de las ventanas,
y se sacaron fuera para sacudirlas y airearlas. Olivia, Charlotte y otra criada se pasaron dos días
enteros limpiando las ventanas. Olivia caía en la cama exhausta cada noche. Para ser sincera,
estaba agradecida de estar tan ocupada esos días. Pasaron con rapidez, sin darle tiempo para
pensar en Dominic...
Y en el encuentro íntimo que habían compartido.
No habían vuelto a cruzar palabra. Olivia lo había visto en el pueblo unos días después del
heroico rescate de Henry y Jonny. Para asombro suyo, acertó a ver que algunos hombres lo
saludaban levantando el sombrero. Desde el otro lado de la calle, se había quedado estupefacta al
comprobar que algunas mujeres con niños se le acercaban. Y no escudaban a sus hijos para
protegerlos de su mirada. ¡Incluso se dignaron a dirigirle la palabra! Él respondió y las mujeres
sonrieron; luego siguieron su camino. ¿Sería posible que el salvamento de los niños hubiera
derretido el hielo de los corazones de la gente? Por su bien, rezó para que así fuera.
Poco después, se ausentó durante una semana, se fue de viaje a Londres. Olivia no podía
soportar el pensamiento que le asaltó la cabeza. ¿Iría a buscar a Maureen Miller, su anterior
amante? A lo mejor se iba con otra. Puede que después de todo decidiera quedarse allí...
La agitación interior no paraba de carcomerla.
El no volvió hasta la víspera del baile. Coincidió con él en el vestíbulo justo cuando llegaba. Al
verlo, le dio un vuelco el corazón. Polvoriento y con la ropa arrugada del viaje, no podía imaginar
un hombre más atractivo que él. Aunque pasó de largo, sin una palabra, ni siquiera un gesto.
Su frialdad fue como una bofetada. Su ilusión por verlo de nuevo se marchitó. La había besado,
y la había apretado contra su corazón. ¿Sería posible que no significara nada para él? «No olvides
—le recordó una voz interior—que le pediste que no te mostrara ningún favoritismo».
Por fin todo estaba listo. Ni siquiera la señora Templeton pudo encontrar fallo alguno. El salón
de baile estaba resplandeciente, vivo, colorido. El suelo, de baldosas blancas y negras, brillaba
como un espejo. De hecho, eran el contraste perfecto para las enormes urnas doradas llenas de
flores frescas, cuya dulce fragancia impregnaba todo el ambiente.
A casi todos los miembros del servicio, ella incluida, se les habían asignado otras tareas para
aquella velada: ayudar a servir la cena, y más tarde, cuando empezara la música en el salón,
servirían el champán y otras exquisiteces. Se sabía que el baile se prolongaría hasta bastante
tarde; para aquellos que solían volver a diario a Stonebridge, como Charlotte y ella, Franklin había
preparado una estancia para esa noche. Como no quería que Emily pasara la noche sola, le había
dicho a Esther que se quedara con ella en su casa.
Casi todos aquellos que habían sido invitados estaban presentes. Olivia no reconocía a la
mayoría de los asistentes.
Muchos pertenecían a la pequeña nobleza, gente adinerada con propiedades en la región.
Olivia oyó comentar a alguien que un vizconde de Londres y el conde de Wrenford estaban entre
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ellos. Fue Gloria, la doncella del piso de arriba, quien se lo señaló a Olivia. Era alto y rubio,
bastante atractivo, de agradable sonrisa y modales exuberantes. En cuanto tuvo la primera
oportunidad cogió una copa de champán de su bandeja. La miró de arriba abajo; le guiñó un ojo
descaradamente y luego le hizo señas para que se acercara. Olivia se ruborizó hasta las cejas, y
agradeció que alguien la requiriese para que le sirviera otra copa.
En todo momento tenía la impresión de sentir el peso de la mirada de Dominic. Sin embargo,
cuando reunía el valor para mirarlo, descubría que estaba equivocada. Ahogaba entonces una
punzada de desilusión, ya que él no mostraba estar más pendiente de ella que de los demás
sirvientes.
Extrañamente, se encontró inmersa en una extravagante ensoñación. Se preguntaba cómo se
sentiría siendo una invitada en un baile como ese, qué tal estaría con un magnífico y elegante
vestido si pudiera despojarse de su uniforme negro. Se le escapó un suspiro. Ojalá Emily pudiera
estar allí para ver lo bonito que estaba todo, con lo que le gustaban las flores. De repente se le
encogió el corazón. Ojalá Emily pudiera ver...
Charlotte le dio un codazo.
—Mira allí—le susurró nerviosa. —Elizabeth Beaumont está bailando con el conde. Forman una
pareja muy atractiva, él tan moreno y ella tan blanca, ¿verdad?
El estómago se le hizo un nudo. No pudo evitar mirar hacia donde Charlotte indicaba con la
mirada.
Notó un vacío tenso subiéndole por el pecho. Nunca había visto a Dominic vestido de gala, ¡qué
visión tan maravillosa! No le extrañaba que Elizabeth Beaumont le hubiera tendido sus redes.
Tampoco pudo apartar la mirada de la pareja cuando ambos empezaron a deslizarse por el salón,
juntos, como si fueran uno solo. Elizabeth Beaumont estaba despampanante, con su cabello rubio
recogido en alto y cayendo en una cascada de tirabuzones. Era delgada pero con curvas; su vestido
de blanco satén revelaba el relieve de sus generosos y pálidos pechos.
Olivia no podía dejar de mirar. Le dolía el corazón. No podía imaginar nada más lacerante que
verlos juntos. Aquella noche en el campamento gitano, Dominic le había confiado que, como
conde de Ravenwood, tenía un deber que cumplir; le había hecho saber sobre la necesidad de un
heredero... y un heredero requería una esposa.
Elizabeth Beaumont podría desempeñar ese papel perfectamente.
Sin duda Elizabeth Beaumont se mostraba embelesada con él. ¿Estaba él igual de
impresionado? ¡Rezaba para que no fuera así! Habían parado de bailar, estaban junto a la pista de
baile. Elizabeth le sonreía, le lanzaba tímidas miraditas por encima de su abanico de encaje rosa, ¡y
el muy canalla se las devolvía con una sonrisa! Elizabeth enhebró su mano enguantada de blanco
por el hueco del codo de él y le hizo una seña hacia la terraza.
Olivia no podía soportar el agudo ataque de celos que le removía el alma. Deseaba seguirlos
hasta la terraza y arrojarle una copa de champán en su preciosa cara ovalada.
Al instante siguiente se sintió horrorizada por haberse atrevido a pensar en hacer algo así. No
era típico de ella ser tan mezquina.
A partir de ese momento, evitó rigurosamente mirarlo, buscarlo. Ni siquiera se percató de
cuando volvieron de la terraza. ¡Por ella, podían quedarse ahí toda la noche!
Ya había pasado la media noche cuando se fue el último invitado. Franklin y ella todavía
estaban en el salón de baile cuando Dominic apareció de repente. Olivia, que estaba barriendo un
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rincón, se quedó de piedra. Pero él no le prestó atención y en vez de ello se dirigió hacia el
mayordomo.
—Esto es todo por hoy, Franklin. Mañana ya habrá tiempo de seguir limpiando. Ah, mi más
sincera enhorabuena, usted y todo el personal han realizado un trabajo espléndido.
—Gracias, milord. —Bastante complacido, Franklin hizo una reverencia y se retiró.
Olivia agachó la cabeza y simuló no haber oído.
—Puede dejarlo ya, Olivia.
El movimiento de la escoba se detuvo. Olivia levantó la cabeza y lo miró, parecía inmensamente
divertido. ¿Por qué sonreía? Tenía una boca tremendamente masculina... y cuando sonreía del
modo en que lo estaba haciendo... que no se veía muy a menudo... era absolutamente irresistible.
Avanzó los doce pasos que lo separaban de ella.
—Me ha evitado —dijo sin preámbulos.
—No lo creo —Fingió una ligereza que distaba mucho de lo que en verdad sentía. —En realidad,
yo diría que parecía bastante ocupado con sus invitados. —«Y una en particular».
—No lo creo. —Usó las mismas palabras que ella acababa de pronunciar. —He estado
pensando en usted en todo momento.
—Seguro —dijo ella con dulzura. —¿También mientras bailaba con Elizabeth Beaumont?
El soltó una carcajada inesperada.
—Vaya, Olivia, me parece que está celosa.
Ella levantó la barbilla. Se había acercado peligrosamente a la verdad, ¿por qué era tan
testaruda? ¡Era la verdad! Pero ella también tenía su orgullo. Jamás admitiría tal cosa, ¡no le daría
ese gusto!
—Hacían muy buena pareja —le informó. —Muy elegante, sin duda.
—He notado al conde de Wrenford bastante impresionado con usted. —Así que no la había
ignorado tanto como pensaba. De repente sonrió.
—¿En serio? —dijo con ligereza. —No me he fijado.
De nuevo esa carcajada grave y masculina.
—Menos mal que no estamos en Londres, Olivia. Creo que la coqueta es usted. Sin duda
tendría que abrirme paso entre la caterva de admiradores que tendría a su alrededor para
conseguir sus favores.
Sus ojos se encontraron y mantuvieron la mirada, los de ella brillaban de placer, mientras que
los de él eran ligeramente burlones.
—Hablando en serio. ¿Cree que el baile ha salido bien? ¿O ha sido un estrepitoso fracaso?
Aunque su sonrisa seguía en su sitio y su tono tenía un matiz de naturalidad, Olivia percibió su
ansiedad. Aparentaba ser frío e indiferente, fingía que no le importaba lo que los demás pensaran
de él, pero Olivia conocía la verdad, en lo más hondo anhelaba ser aceptado por el mundo en el
que vivía. El baile había sido su manera de anunciar al mundo que pretendía quedarse y ocupar su
lugar en Ravenwood.
Sonrió.
—Creo que ha salido bastante "bien, muy bien, diría yo.
—¿De verdad?
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Era su turno de tomarle el pelo.
¡Sí!
Pero ella tenía que asegurarse...
—¿Así que no regresará a Londres? —Olivia retuvo el aliento esperando su respuesta.
—Solamente en las ocasiones que así lo requieran.
No se volvía a Londres. Pensaba quedarse allí, ¡allí! Sintió una absurda alegría.
Él le cogió la mano y se la llevó a los labios. Olivia se ruborizó, consciente de las durezas que
tenía. Se le paró el corazón mientras él le besaba cada nudillo, sin dejar de mirarla a los ojos. Tenía
la piel cálida, y eso la hizo temblar por dentro.
—Me habría gustado que hubiera estado a mi lado esta noche —murmuró. —Pero como no
podía, perdón, no quería...
Olivia ahogó un grito cuando la levantó en brazos. Para sorpresa suya, él se giró y atravesó el
salón de baile.
—¡Dominic! ¿Qu... qué está haciendo? ¿Adónde me lleva?
Estaba subiendo la escalinata principal.
—Creo que es bastante obvio, aunque quizás para usted no lo sea tanto. —Soltó un suspiro
exagerado. —Me olvido de que a veces es una señorita mojigata...
—¡No soy una mojigata!
—¡Le aseguro que después de esta noche ya no lo será! —Se paró en el descansillo y sonrió
ante la aterrada expresión de ella. ¡No me diga, señorita Sherwood! ¿Nunca ha oído hablar de las
relaciones secretas? La estoy seduciendo, así que podríamos compartir una relación secreta.
Estaba de buen humor, casi feliz. Nunca le había visto así. Pero le gustaba, ¡claro que le
gustaba!
Una sonrisa trepó hasta sus labios.
—Eso suena... deliciosamente prohibido.
—¿Delicioso? De eso no me cabe la menor duda. ¿Prohibido? Lo más probable. Pero le
prometo... que será una noche para recordar. Una noche que no olvidará nunca.
La ansiedad de su tono era excitante. Le pasó los dedos por la morena piel de la nuca, no fue
más que una caricia fugaz. Sus ojos buscaron los de él.
—¿Qué pasa con Charlotte? Me estará esperando.
—No, no lo hará. Y no necesita preocuparse por si se entera alguien. Le dije a Franklin que
prefería volver a casa a dormir. Y ya sé que tiene a alguien para pasar la noche con Emily.
A Olivia le palpitaba el corazón. Puede que nunca volviera a vivir unos momentos como esos,
una noche como esa, una oportunidad como aquella. Bueno, quizás no estuviera bien, pero no le
importaba. Lo que le deparará la noche, sería bienvenido.
Lo único que importaba era que estaban juntos. Lo único que le importaba era él.
Ella ladeó la cabeza. Estaban tan cerca que sus labios casi se rozaban.
—Entonces, señor, no sé a qué está esperando.
No necesitó más estímulo. Subió los escalones que faltaban de dos en dos. En cuestión de
segundos estaban atravesando las dobles puertas de madera oscura que daban paso a su
dormitorio. Las cerró con un golpe de tacón. Apenas hicieron ruido al cerrarse.
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La dejó en el suelo suavemente antes de dar un paso atrás. Olivia paseó la mirada por la
estancia con curiosidad. Había pasado por delante de su habitación en alguna ocasión, pero las
puertas siempre habían estado cerradas. Gloria y otra doncella eran las encargadas de limpiar ese
ala de la casa.
Los muebles eran de madera de cerezo, de color oscuro e innegablemente masculinos. El dosel
de la cama era de damasco carmesí, rico y pesado. Pero dedicó una mirada superficial al
mobiliario, la habitación estaba iluminada por el brillo de docenas de velas. Estaban por todas
partes, sobre el escritorio y en las mesillas"; junto a los acogedores sillones frente a la chimenea.
La luz parpadeante de las llamas se reflejaba en las ventanas y se derramaba por la alfombra,
llenando la estancia de un resplandor dorado. Olivia contuvo el aliento, asombrada, sin darse
cuenta de que Dominic no perdía detalle de sus reacciones.
¿Qué es lo que había dicho? Una relación secreta. El pulso inició una carrera desbocada.
Su mirada por fin volvió a posarse en él.
—Lo tenía todo planeado, ¿verdad?
Estaba de pie, con los brazos cruzados, incapaz de esconder su satisfacción, ni con ganas de
hacerlo, sospechaba ella.
Levantó ligeramente una comisura de la boca.
—¿Tiene algo que objetar, señorita Sherwood?
La verdad era que Olivia se sentía halagada de que él se hubiera tomado tantas molestias sólo
para complacerla.
—¿Cómo podría? Dominic, esto... Nunca he visto nada tan bonito.
Su repuesta le agradó. Lo notó en su rostro. Sin decir nada, avanzó hasta la enorme cama que
dominaba el centro de la habitación. Sobre la colcha había una caja grande en la que no se había
fijado hasta el momento, él le hizo señas para que se acercara.
—Esto es para ti —fue todo lo que dijo.
Olivia no se lo podía creer.
—¿Qué es?
—Ábrela y lo verás.
Inhaló profundamente y quitó la tapa. Miró en su interior y vio capas y capas de papel de seda,
y un atisbo de jade. Rebosaba excitación. Incapaz de contenerse, rasgó el papel como un niño que
ve un regalo por primera vez.
Apareció algo de seda brillante color jade, era el corpiño de un vestido, un vestido de fiesta,
para más señas. La tela era fina, suave y reluciente, como si tuviera vida propia; casi le daba miedo
tocarla, pensó, al sacarla de la caja. Pequeños pliegues caían del talle alto estilo Imperio. Las
mangas eran largas y ajustadas. Iba acompañado por unos impecables guantes blancos, e incluso
un par de zapatos a juego, y una redecilla.
Le habló desde detrás de ella.
—Lo compré en Londres. Pensé que resaltaría el verde de tus ojos.
Olivia hizo un gesto negativo con la cabeza, aún algo aturdida.
—Dominic, estoy... estoy verdaderamente impresionada, pero no puedo aceptar un regalo tan
costoso. Es demasiado caro. Además, ¿cuándo tendría ocasión de ponérmelo?
Su mirada capturó la de ella.
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—Póntelo para mí —dijo tranquilamente.
Prisionera en la telaraña de sus ojos azul zafiro, sintió cómo se le secaba la boca. Comprendía
que quería hacerlo. Lo deseaba con una intensidad que nunca había experimentado antes.
La conversación parecía un arte olvidado.
—¿Ahora? —susurró.
Él asintió. El fuego de sus ojos la tenía clavada en el sitio.
Tragó saliva.
—¿Te importaría... darte la vuelta?
Su mirada se suavizó. Se cruzó un relámpago entre los dos, un rayo de entendimiento.
Girándose, se dirigió hacia la ventana y escrutó la oscuridad de la noche.
Olivia se deshizo rápidamente de su uniforme negro y se descalzó. Se puso el vestido de baile
con cuidado. Era tan frágil y bonito que tenía miedo de romperlo. Metió los brazos por las mangas
antes de enfundarse en el corpiño, y se quedó consternada. ¡Era tan escotado que no se podía
poner nada debajo! Se detuvo un instante, luego se sacó su camisola interior por la cabeza.
Dirigiendo una mirada ferviente al cielo, rogó a Dios para que le perdonara esa transgresión.
—Ya —dijo finalmente. —Ya puedes darte la vuelta.
El se giró. Por un momento, Olivia contuvo la respiración. Quería estar bella. Deseable. Estar...
oh, todo lo que él había buscado siempre en una mujer... ¡sin embargo, no se sentía a la altura!
Sus ojos se pasearon lentamente por su cuerpo, de pies a cabeza, deteniéndose un poco más a
la altura de los senos, apretados por el corpiño. Su recompensa llegó apenas un instante después,
el repentino brillo en sus ojos hizo que la invadiera una oleada de calor por todo el cuerpo. Casi se
marea con la sensación de alivio que la inundó.
Extendió la mano, sin mediar palabra. Olivia se acercó a él con paso vacilante. La empujó con
suavidad hacia el espejo que había en el rincón.
—Mira —le dijo en voz baja.
Olivia levantó la cabeza lentamente. El escote era bajo y profundo, mostrando la curva de sus
hombros y un cuello fino y esbelto. Bajaba escandalosamente, exhibiendo la mitad superior de sus
senos; el resto modelaba la redondez restante como una lustrosa segunda piel. Olivia nunca se
había puesto algo tan atrevido.
Durante unos momentos no pudo más que mirar imagen reflejada en el espejo. Era
exactamente como había dicho antes: se sentía deliciosamente prohibida, y en cierto modo
seductora, con un toque atrevido y provocador.
Dominic se puso detrás de ella. Se había quitado chaqueta y la corbata, y se había
desabrochado los botones la camisa. Bajo el blanco de la camisa se le veía la sombra osa. de su
pecho.
—Te queda a la perfección —observó. —Tuve que adivinar tus medidas, ya sabes.
Olivia se mordió el labio. Se giró un poco, primero hacía un lado, luego hacia el otro.
—¿No crees que el corpiño es una pizca demasiado pequeño? —Se miraba el punto donde sus
senos se hinchaban generosamente sobre el escote.
Y él también.
Una lenta sonrisa se asomó en sus labios.
—Te lo repito —dijo suavemente, —te queda perfecto
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Olivia se ruborizó, más de orgullo que de vergüenza; comprobó con asombro. Observó que él
había servido una copa de vino, y cuando se la ofreció, ella la tomó, dando un sorbo con gratitud,
porque de repente se había quedado sin palabras para lo que venía después.
Dominic le quitó el vaso de las manos. Bebió en mismo sitio que sus labios acababan de
abandonar, luego lo devolvió.
Sus ojos nunca abandonaron los de ella.
Olivia se rió nerviosamente.
—¿Estás intentando seducirme?
Él replicó con otra pregunta.
—¿Lo estoy haciendo bien?
Ella no podía apartar la mirada de la suya.
—Mucho me temo que sí —susurró impotente.
Le arrancó el vaso de los dedos y lo dejó a un lado
Unas manos fuertes y cálidas se posaron sobre sus hombros desnudos.
—No tengas miedo, Olivia. Quiero que esto sea... todo lo que no fue la otra vez. —Hizo una
pausa. —Estás preciosa —dijo con voz aterciopelada.
Tanto sus palabras como su mirada eran moderadamente penetrantes. Tensó el cuello. Por
primera vez en su vida, se sentía bella. Y si aún albergaba alguna duda, enseguida se desvaneció en
aquel instante. Su corazón no podía estar más henchido de deseo.
—Tú también. —En sus labios se formó una trémula sonrisa.
La más leve mueca arañó los de él.
—Los hombres no son preciosos.
—Tú lo eres —le aseguró con solemnidad. Ella sorprendió a ambos recorriendo con los dedos el
bello perfil de su boca.
Su sonrisa se quedó paralizada. Le besó las yemas de los dedos.
—¿Lamentas lo que ocurrió?
El corazón le dio un salto. Ambos sabían a qué se refería con lo que ocurrió. Ella negó con la
cabeza y dejó caer su mano en el pecho de él; su calidez y firmeza provocaron un pequeño
estremecimiento en su interior. Afloró el valor.
—¿Y tú? —susurró con osadía.
Se le nublaron los ojos.
—¡Por Dios, no!
Le pasó los dedos por su cabello revuelto. Lentamente le echó la cabeza hacia atrás. Sus ojos
vagaban por su rostro, luego bajaron hasta sus labios. Olivia supo entonces que iba a besarla.
Nunca había deseado algo con tanta fuerza. Nunca había soñado que podría experimentar un
anhelo semejante...
Su boca encontró la de ella, tierna y dulcemente entreabierta, el aliento de ambos se
entremezcló. Con el roce de sus labios, las emociones que habían permanecido agazapadas bajo la
superficie salieron desbocadas al exterior. Pasión. Deseo. Necesidad desenfrenada. Le tocó la
lengua con la suya, como pidiendo permiso. Ella respondió a la incursión dándose el gusto de
explorar por sí misma, saboreando la cresta de sus dientes, y el caliente y resbaladizo interior de la
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cavidad bucal. Bajó las manos hasta sentir firmemente la cálida piel de su cuello. El profirió un
gemido profundo. Ella sentía la creciente presión de su virilidad contra su vientre blando.
La osadía de ella no hacía más que echar leña al fuego que ardía en él. Un brazo de acero la
agarró con fuerza por la cintura, acercándola tanto que se le aplastaron los senos contra su pecho.
Los fuertes latidos de su corazón se acompasaban con los de ella. Su beso se tornó dulcemente
intenso y ávido. Le quitó hábilmente con los dedos las horquillas del cabello, que se le derramó
por los hombros como una cascada de seda ondulada.
Antes de que pudiera darse cuenta, tenía el vestido por los tobillos y estaba desnuda. La cogió
en brazos y la tendió con cuidado en la cama.
Olivia se deslizó entre las sábanas, todavía tímida ante él; todo aquello era aún demasiado
nuevo para ella. No tanto para Dominic. Se sacó la camisa por la cabeza de un solo movimiento,
dejando su torso desnudo. Se le secó la boca al verlo. La luz de las velas le regalaba un baño
dorado. Oscuramente único, le recordaba a algún dios pagano de oro. Notó un cosquilleo en las
puntas de los dedos. Estaba poseída por un feroz deseo de pasear las yemas por la firmeza de sus
hombros y brazos, por el vello que alfombraba su pecho.
El tenía las manos en los botones de su pantalón. Ella no fue capaz de apartar sus ojos cuando
se los bajó. Se enderezó lentamente.
La otra noche, en el estudio, habían estado desvestidos a medias. Olivia vio lo que solamente
había tenido la oportunidad de sentir aquella primera vez... Se quedó mirando, fascinada con su
evidente excitación, lo que solamente había insinuado estaba allí, rígido y descaradamente erecto
entre las columnas de sus piernas. Ella tragó saliva. No le extrañaba haber sentido aquel agudo
dolor punzante, pensó remotamente.
El se inclinó sobre ella, apartando a un lado la sábana y dejándola desnuda. El pudor huyó al
paso de su ávida mirada. Un ligero estremecimiento le recorrió el cuerpo ante el posesivo ardor
que detectó en su semblante. Lentamente él se estiró junto a ella. Tembló cuando él viajó con la
yema del dedo desde el hombro hasta la cadera. La necesidad de tocarle se hizo irresistible.
Cediendo a ella, le puso las manos en los varoniles y tersos hombros.
Pero no bastaba, ni por lo más remoto. Entonces se apoderó de ella una arrebatada audacia. Le
peinó con los dedos el vello del pecho y del abdomen, fijándose por primera vez en un anillo de
oro que colgaba de una cadena en su cuello. Le pasó las yemas por toda la superficie del torso,
atreviéndose a descender hasta la cresta de sus caderas y sus musculosos muslos.
Fue en el viaje de vuelta cuando probó acariciar la protuberante dureza de su pene. El corazón
empezó a darle bandazos. Retiró la mano como si se hubiera quemado.
Dominic descansaba su frente en la de ella.
—Tócame —dijo con voz de terciopelo. Su tono era grave y profundo, vibrando de deseo.
Le clavó la mirada directamente en los ojos. Olivia no sabía qué decir.
—Yo... yo no sé qué quieres exactamente —dijo casi en un desmayo.
Él le mostró cómo hacerlo. Le cogió la mano, guiándola hasta el pulsante miembro y cerrándola
a su alrededor.
—¡Dios mío! —exclamó débilmente. Pero no se retiró. En vez de ello apretó con más fuerza. Un
dedo indeciso se arrastró lentamente desde la corona ultra sensible hasta la base, y luego
alrededor de la parte inferior. Él empujaba con las caderas, como queriendo mostrarle lo que
quería. Unos dedos delicados lo rodearon de nuevo y de pronto ya no necesitó guiarla más. La
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presión de su mano, tan pequeña y suave, alrededor de esa parte de su cuerpo que se moría por
ella hizo que se pusiera aún más turgente. Apretó los dientes ante un relámpago de puro placer
que le atravesó el cuerpo de pies a cabeza. Encerrado en esta exquisita tortura, se resistió al deseo
de mover las caderas, decidido a permitirle a ella explorar por su cuenta. Y vive Dios que lo hizo.
Imitó con la mano el movimiento que le llevaría al paraíso, un movimiento no muy distinto del que
vendría después...
Ella tenía el pulso desbocado. El tenía los ojos cerrados, con la cabeza hacia atrás y los tendones
del cuello tensos. Su longitud y su grosor la hicieron temblar, se deleitó con el estremecimiento
que atormentaba su cuerpo y con el hecho de haber dado con lo que él deseaba. Estaba inmenso,
rígido y duro. Era puro fuego, terciopelo y acero.
Abrió los ojos de repente.
—¡Dios santo! —jadeó. —Si no paras, no puedo prometerte que esto no acabe aquí y ahora.
Dejó la mano quieta. Frunció levemente el ceño.
—¿A qué te refieres?
El dio un gemido.
—Me refiero a que voy a mojarme yo solo, y luego me temo que no encontrarás ningún placer.
—¡Oh! —dijo con un hilo de voz, y luego sonrió. —Entonces me lo tomaré como que esto te
parece... ¿placentero?
Él soltó una risita, consciente de que había descubierto el poder que una mujer puede ejercer
fácilmente sobre un hombre.
Su boca tomó ávida posesión de la de ella, con un ardor devorador, y llegó su turno de
provocarla. Se llenó las manos con la recompensa de sus senos, rotando las palmas sobre ellos,
excitando sus pezones hasta que se pusieron duros y erectos bajo su roce. Se le aceleró la
respiración cuando experimentó una hinchazón de puro placer. Le paseó la boca por el cuello, y
fue bajando hasta que por fin llegó a su centro de coral. Ella echó la cabeza para atrás mientras él
alternaba entre uno primero y luego el otro, enroscando la lengua, lamiendo y succionando
profundamente. Dando un leve suspiro se arqueó con descaro, excitada por el húmedo y caliente
contacto de su boca.
Con los nudillos le acarició la hondonada de su vientre. Rozó con los dedos el vello de seda
entre sus piernas, trazando el surco formado por su hendidura. Olivia reprimió un gemido. Había
un placer especial ahí concentrado, una espiral de sensaciones que parecía no terminar nunca.
Pero todavía no había terminado.
Siguió acariciándole todo el cuerpo, sin dejar ni un solo centímetro de su piel sin explorar. Sintió
sorpresa y confusión cuando empezó a desrizarle las manos por los muslos, subiéndoselos luego
sobre los hombros y dejando así expuesta su parte más secreta, ahora abierta y vulnerable. Olivia
levantó la cabeza de la almohada. Miró más allá de sus senos, tenía los pezones enardecidos y
todavía brillantes y húmedos, y casi se desmayó cuando vio su cabeza oscura en el aire, preparada
entre la cuna formada por sus muslos.
Se le paró el corazón.
—Dominic —dijo sin aliento, —¿qué...?
No pudo seguir. Él bajó la cabeza. Le besó la sensible piel de la parte interna de los muslos,
"primero uno y después el otro. Le acarició con el pulgar el mismísimo corazón del deseo, una
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pequeña protuberancia carnosa escondida entre la piel húmeda, bañada por el rocío. Se le escapó
un grito casi desgarrado. Y aquello no era el final. En realidad, no había hecho más que empezar...
El terciopelo rugoso de su lengua era un éxtasis divino. La provocó con tórridas y torturadoras
pinceladas de fuego, llevándola casi al borde de la locura. Cuando por fin reclamó aquel hinchado
y dilatado piñón de carne con el lascivo deslizamiento de su lengua, se le disparó una sacudida de
fuego por todo su ser y supo que él lo había encontrado.
El sabía que era ahí donde podía hacer magia. La provocó una y otra vez, llevándola hasta lo
más alto... cada vez más. Inundada por una agonía de placer, tenía la sensación de que ese cuerpo
no era suyo. Lo aferró por los hombros, desnudos, apretándolo como si quisiera sujetarlo ahí para
siempre. Se despertó en su interior un ardor casi doloroso. Su cuerpo demandaba, exigía, pedía
algo a gritos... No sabía el qué. Entonces lo encontró de repente, un éxtasis desgarrador que la
llevó volando hasta el cielo y más allá. Escuchó como de lejos un agudo y tembloroso alarido. Con
retraso, lo reconoció como suyo.
Lentamente volvió flotando a la tierra. Abrió los ojos, aturdidos y neblinosos. Dominic estaba de
rodillas entre sus muslos, con los ojos ferozmente encendidos, y el miembro viril todavía grueso y
rígido.
Tenía las facciones tensas y crispadas, testimonio silencioso de su férreo control.
—Llévame dentro de ti —pidió con ansiedad. —Tómame ya... —Sus palabras sonaron
impacientes y crudas.
Sin mediar palabra ella le, agarró y le hizo entrar.
No hubo inquietud. Sintió cómo se distendía... cómo se amoldaba ante la presión de su
invasión. Lo rodeó fuertemente con sus brazos, pidiéndole sin palabras que la penetrara más
profundamente, tanto como fuera posible, hasta que no tuviera nada más que dar. Incrustado a
fondo en su vaina de seda, subía y bajaba el pecho. La besó con una urgencia avariciosa, luego se
apuntaló sobre ella. Se le notaban los músculos y las venas de los brazos. Empezó a moverse
lentamente, como si buscara prolongar el placer.
Pero ninguno de los dos pudo evitarlo. Espoleado por emociones contenidas durante
demasiado tiempo, su control se hizo pedazos. Inició un movimiento con las caderas a un ritmo
frenético, huracanado y egoísta. Olivia creyó tener la sangre hirviendo como un torrente de lava.
Atrapada en el mismo frenesí salvaje, le clavó las uñas en la tersa piel de sus brazos. No podía
apartar la mirada mientras él la embestía hasta el fondo, una y otra vez. En lo más profundo de su
ser, se desencadenaba una tormenta arrolladora cada vez que él se hundía dentro de ella.
Para Dominic no fue menos intenso. El tacto de su piel caliente de seda apretándose alrededor
de su carne turgente le hacía derretirse cada vez que entraba y salía. Y entonces lo sintió... Esas
pequeñas contracciones que le ordeñaron el órgano, señalaban la cumbre del deseo al fin
satisfecho. Atrapó los gemidos de éxtasis de ella con su boca, tomó sus espasmos de liberación
como acicate para los suyos. Su cuerpo se puso rígido. Emitió un grito desgarrado. Su semilla hizo
erupción, ardiente y abrasadora, inundando las puertas de su vientre.
Tardó largos momentos en apaciguar el latido de su corazón. Peinó con los dedos la maraña de
rizos enredados en ambos. Echándose de lado, la acunó con dulzura. Le pasó el dedo por la
mandíbula, le guió la boca hasta la suya y la besó tiernamente.
—Quédate conmigo esta noche —le susurró al oído. Como respuesta, ella le sonrió sin
despegar los labios de los suyos y hundió la cabeza en el hueco de su hombro.
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Olivia no tardó mucho en recuperar la respiración, ahora profunda y regular. A Dominic lo
invadió una marea de emociones mientras la veía dormir a su lado. Era suya, pensó
posesivamente. Había sido su primer amante...
La abrazó con más fuerza. Se juró que él sería su único amante.
Entonces lo oyó... el ulular de un búho al otro lado de la ventana. Un espeluznante escalofrío le
recorrió la espina dorsal...
Para los gitanos era un presagio de muerte.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1177
Esther acababa de llegar hacía una hora, pero Emily le había asegurado que no necesitaba que
se quedara a pasar la noche con ella, Olivia volvería a dormir a casa, más tarde que otras veces,
quizás, pero regresaría. Aparentemente había habido un cambio de última hora, y Olivia se había
olvidado de decírselo. Rogó por no equivocarse; esperaba que Esther no sospechara nada. No
había mentido, se decía a sí misma, simplemente había estirado la verdad un poco. Olivia de
verdad volvería a casa... al día siguiente. Y además no estaría sola...
Andre pronto estaría allí.
Andre. Cambió de postura en la cama donde se encontraba tumbada, se rodeó con los brazos y
sonrió. Todo su cuerpo parecía vibrar con solo pensar en él. Lo amaba, lo quería con locura, y
estaba prácticamente segura de que él también estaba enamorado de ella. Era dulce y atento y
considerado y... y no podía imaginarse la vida sin él. Incluso había empezado a pensar en el futuro.
Si salía todo como lo había planeado, pronto le pediría que se casara con él. Vivirían en una casita
de campo, no importaba si era grande o pequeña, con tal de estar juntos. A su debido tiempo
vendrían los hijos, un niño de pelo oscuro quizás... o una niñita. ¡Oh, la vida sería maravillosa!
Era cierto que, ignoraba qué pensaría su familia de ella, o de que se casara con ella. ¿Les
gustaría? ¿La aceptarían como su esposa? Afloró una pequeña y persistente duda. Entonces al
instante le asaltó la realidad de lo poco que sabía sobre su familia. No sabía nada de sus padres,
ignoraba si tenía hermanos o hermanas.
De repente se encontró con el ceño fruncido. Le había preguntado varias veces por su familia,
pero ahora que pensaba en ello con detenimiento, le había dicho muy poco, solo que no solían
quedarse mucho tiempo en el mismo sitio. A Emily, que rara vez se había aventurado más allá del
condado vecino, le parecía una gran hazaña maravillosa, y había continuado preguntándole con
nostalgia sobre los lugares que había visitado. Precisamente en ese momento cayó en la cuenta de
que él se había mostrado casi reacio y bastante impreciso cuando le había pedido que le hablase
de su familia... Pero no. Se reprendió a sí misma. Andre no era un hombre de los que tienen
secretos, lo sentía con el corazón y con la cabeza. Era cálido y compasivo, tan abierto y honrado
que no podía imaginar ni por lo más mínimo que pudiera llegar a mentirle o engañarla.
En cuanto a Olivia, Emily sabía que su hermana solo deseaba su felicidad, y Andre la hacía feliz.
Naturalmente, le hablaría a Olivia de él, y pronto...
Estaba tan absorta en sus pensamientos que por una vez no oyó que se abría la puerta. Lo
siguiente que sintió fue algo increíblemente suave deslizándose por la punta de su nariz, haciendo
círculos en su mejilla para terminar descansando en el centro de su boca.
Sonrió.
—Me has traído una rosa.
Oyó su suave risa masculina.
—Así es.
El colchón se hundió cuando él se sentó en el borde junto a ella.
—¿De qué color es?
—Rojo oscuro.
Su sonrisa se volvió melancólica.
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—Ese ha sido siempre mi color favorito.
Dejando la rosa a un lado, Andre se acercó más. Ella se echó en sus brazos, anidando la mejilla
en su hombro. Se le notó que se hinchaba de orgullo masculino cuando ella le ofreció sus labios.
Señor, qué dulce era.
Tardó un rato en liberar su boca. Las cortinas de las ventanas estaban abiertas. La luz de la luna
se colaba por el cristal, iluminando la estancia casi como si fuera de día.
Le dio un tirón juguetón al cuello de encaje de su camisón.
—Pensé que me estarías esperando.
Un temblor le atravesó el cuerpo.
—Lo estaba —confesó tímidamente. Enroscó los brazos alrededor de su cuello otra vez, y
reunió todo el valor que le fue posible. —Quédate conmigo —le susurró al oído. Quédate.
El mundo se puso patas arriba. Andre se quedó inmóvil. «No», pensó en medio de su asombro.
No podía estar refiriéndose a lo que estaba pensando...
Se le tensó todo el cuerpo.
—¿Estás segura de que Olivia no volverá?
Emily asintió.
—No regresará hasta mañana por la tarde. El conde gitano está celebrando un baile. Pasará la
noche en Ravenwood.
En el fondo de su mente se fijó en la manera en que pronunció la palabra gitano... con un
manifiesto desdén. Él se estremeció. Maldita sea, se sentía culpable por no contarle la verdad.
Pero si lo hacía, mucho se temía que ya no estaría ahí.
El tiempo se dilataba entre ellos, tiempo en el que él vacilaba, de una manera y luego de otra.
Un ceño fruncido le estropeaba la frente. Ella pronunció su nombre.
—¿Andre?
Andre la estaba mirando, con el corazón partido. Ella sostenía los labios justo debajo de los
suyos, suaves y carnosos, enormemente tentadores. El corazón le latía con fuerza, golpeando su
pecho sin piedad. El deseo ardía en sus venas, aunque su mente le pedía precaución. Debía decir
no. Debía marcharse en ese mismo instante. Pero ella estaba tan tibia, tan dispuesta...
Ella le rozó la boca como preguntando en silencio.
Andre soltó un gemido. Deslizó los dedos por la cascada dorada de su cabello, inclinando su
boca sobre la de ella. La besó con un deseo apasionado. Ella se arqueó contra él, como si fuera lo
único que hubiese deseado siempre. Para Andre, eso significaba el cielo y el infierno a la vez... la
tibieza húmeda de su boca bajo la suya, la impaciente presión de su cuerpo contra el suyo, el saber
que no llevaba nada bajo el camisón... Estaba medio loco de mera necesidad.
De repente interrumpió el beso.
—¡Oh, Dios! —gimió. —¡Esto no está bien!
Emily se quedó mirando al vacío, turbada. Se fue dando cuenta poco a poco. Se había
comportado como una tonta, comprendió. Se había lanzado a sus brazos, pero él no la quería. ¡Él
no la quería!
Se tragó como pudo el dolor que le abrasaba la garganta.
—Vete entonces —gritó, —si es eso lo que deseas...
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Las lágrimas emborronaron su voz y eso fue su perdición. Andre no podía seguir luchando
contra ello. La había deseado desde el primer momento en que la vio. La había deseado como a
ninguna otra mujer; nunca desearía a nadie como la deseaba a ella. La atrapó por la cintura
cuando iba a darse la vuelta, atrayendo su rubor hacia su pecho.
—No es eso lo que deseo —susurró, pareciendo crudo en su interior.
Emily dejó de aporrearle el pecho con los puños, no podía soportar la frustración.
—¿Entonces qué es lo que deseas? —dijo llorando quedamente.
El apretó las manos alrededor de su cintura. Sentía cómo temblaba.
—Lo que yo deseo está aquí. Lo que yo deseo eres tú. —Le vibraba la voz del incontrolado
deseo que lo azotaba. —Pero no ceso de preguntarme... ¿y si te arrepientes? ¿Y si después lo
lamentas?
Emily se tragó las lágrimas. El amor colmaba su corazón, de una manera que empezaba a
hacerse difícil de contener. Levantó las manos y le enmarcó la cara con las palmas.
—No me arrepentiré. No lo lamentaré. Y no se me ocurre nada que esté mejor... —Lo dijo con
los labios trémulos, con sus preciosos ojos azules rebosantes de amor—que estar aquí contigo.
Andre estaba perdido. La hizo girarse de manera que ella se encontrara de rodillas frente a él
para tomar sus labios en un largo e ininterrumpido beso, alimentándolo con el fuego de su deseo.
Puso las manos sobre sus hombros y le quitó el camisón de un solo movimiento. Lentamente
liberó su boca y miró su plenitud.
Ella era perfecta, de cremosa piel blanca y pura. Sus pechos eran pequeños, coronados por
pezones rosados que anhelaba saborear con los labios y la lengua. Las caderas se redondeaban a
partir de su estrecha cintura. Su vientre era plano y suave como el satén.
—¿Andre? —dijo inclinando la cabeza hacia un lado. —¿Qué estás haciendo?
—Te estoy mirando. —Casi con adoración trazó la curva de su cintura, la línea de sus caderas.
Emily se ruborizó, aunque no cambiaría ese momento por nada del mundo. El feroz deseo
desplegó sus alas dentro de ella. Reptó con sus manos hasta dar con el pecho de él.
—¿Y te... gusto?
Soltó una carcajada.
—Princesa —le susurró en la cuenca de la oreja, —si pudieras gustarme más, seguro que me
causarías la muerte.
Deslizó la boca a lo largo de su esbelto cuello. Sus manos navegaban a la deriva por su cuerpo,
descubriendo la madura plenitud de sus pechos, la concavidad de su cintura, la curva de sus
caderas. Ella no se lo impidió. Le dejó que la tocara todo lo que quisiera, como él quisiera. Algo
tremendamente posesivo manaba de él. Pensar que lo deseaba... a él...
El levantó la cabeza lentamente. Su ropa se convirtió de repente en una barrera intolerable. Se
la quitó con presteza, tirándola a un lado.
El corazón le dio un vuelco a Emily cuando él le volvió a posar las manos en la cintura. Luego su
boca se unió a la suya, y la instó con suavidad a tenderse en la cama junto a él. Le dio una sacudida
al rozar con sus piernas la aspereza masculina de las de él. Estaba tan desnudo como ella...
Pronto dejó de tener importancia. Su cuerpo desprendía el calor de una hoguera. Ella nunca
había sentido tanto calor, tanta seguridad, como en la noche que él la había consolado después de
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tener la pesadilla. Sus brazos eran un acogedor refugio de todas las cosas que pudieran hacerle
daño.
Ella no podía imaginarte en otro lugar. No podía imaginarse estar con otra persona.
Le acarició salvajemente el pecho y los hombros y los brazos, adorando la fuerza de acero de
sus músculos bajo la piel. Su timidez se disolvió igual que el rocío de la mañana bajo el ardiente
sol. Dio un grito ahogado cuando él empezó a hacer atrevidos círculos alrededor de sus pezones,
hasta que por fin se decidió a acariciárselos con los pulgares, excitándolos aún más. Una sensación
en estado puro parecía manar de aquellas cumbres gemelas. Por favor, pensó ella aturdida, sin
estar muy segura de qué era lo que estaba suplicando. «Oh, por favor...».
Él, como si supiera exactamente lo que ella ansiaba, recorrió su cuerpo descendiendo con la
cabeza. Cuando finalmente abarcó con la boca su centro profundo y rosado, se le escapó un
suspiro que la dejó sin aliento. Echó la cabeza hacia atrás cuando tocó una delicada protuberancia
con la lengua. Luego succionó dulcemente, arrastrándola como una marea y llegándole
directamente al corazón. Ella le acariciaba la suave seda de su cabello con las manos, como
pidiéndole que se quedara ahí para siempre.
Donde quiera que la rozaba le provocaba estremecimientos, y la tocó por todas partes, incluso
ahí, en ese lugar prohibido entre sus muslos. La cabeza le empezó a dar vueltas cuando por fin él
se tumbó sobre ella.
—Procuraré no hacerte daño, princesa. —Las palabras se reducían a un cálido murmullo entre
dientes cerca del lóbulo de la oreja. —No tengas miedo.
Ella le agarró la cabeza y le pasó los pulgares por el carnoso labio inferior. Sonrió, y su sonrisa
denotaba una dulce serenidad.
—No me harás daño —susurró, —nunca temeré nada de lo que me hagas.
Un gemido le rompió el pecho. Tomó su boca con un beso profundo y ferviente, y se alivió
dentro de su cuerpo, penetrándola con una lentitud angustiosa.
Emily solo notó una aguda punzada... apenas registrada cuando ya empezaba a desaparecer.
No hubo dolor, se sintió deliciosamente llena, de una manera jamás experimentada antes, tuvo
una maravillosa sensación de unión y plenitud.
Por fin se hallaba entretejiendo sus aterciopeladas profundidades. Ella sonrió de nuevo.
—Como te dije—le riñó con ternura, —sabía que no me harías daño. —Se le escapó un suspiro.
—¿Cómo se puede tener miedo de algo tan maravilloso?
El profirió algo entre sonrisa y gemido. Y luego la besó, un beso tan dulcemente tierno que casi
la hizo llorar. Lo envolvió con sus brazos y se aferró a él, enterrando la cara en su cuello.
—Te quiero —dijo sin poder evitarlo. —Oh, Andre, te quiero mucho... —Sus palabras manaron
de lo más profundo de su ser.
Con un gemido irregular, Andre las atrapó con sus labios. Abandonó toda esperanza de
contención. Inició un movimiento suave al principio, y luego más y más rápido a medida que la
tempestad desatada en su interior iba in crescendo. Sus caderas se encontraban una y otra vez,
como un glorioso baile primitivo. Ambos se vieron empujados hasta el límite, llegando los dos a
una liberación aplastante.
Pasó un buen rato hasta que Andre cambió de posición para tenderse a su lado. Con una
posesiva mano en la cadera, se inclinó y aprovechó para besarla nuevamente. Se quedó atónito al
comprobar que tenía los ojos llenos de lágrimas...
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Le saltaron todas las alarmas.
—Emily—gritó, —¿qué te sucede? ¿Te he hecho daño?
Ella se dio la vuelta y le tendió la mano.
—¡No, Andre, no! Ha sido... maravilloso. —Bueno, esa palabra no le hacía justicia. —En
realidad, no podría pedir más... excepto, quizás...
El tenía la mirada fina en su semblante.
—¿Qué, princesa, qué?
—Ojalá pudiera verte —susurró.
El corazón le sangraba a través de la voz. Andre la atrajo hacia sí, luchando contra un
sentimiento de harta impotencia. Sólo podía imaginarse cómo debía sentirse, haciéndose mujer
con la vista intacta, para acabar perdiéndola en un abrir y cerrar de ojos.
Él tensó los brazos. Vivía en un mundo sin luz ni color, pensó afligido. Si estuviera en su mano,
con gusto renunciaría a su alma con tal de que pudiera ver otra vez.
La besó en la sien, acunándola con fuerza.
—Duérmete —le instó tiernamente. Milagrosamente, así lo hizo.
En cambio Andre, estuvo despierto hasta bien entrada la noche.
La luz del sol entraba a raudales por la ventana a la mañana siguiente, llenando la habitación de
retazos luminosos. Una rápida ojeada le confirmó que Emily seguía durmiendo. Se levantó con
cuidado para no molestarla.
Mientras se vestía, un rayo de sol se reflejó en un pequeño objeto que había sobre el escritorio,
era el cristal que él le había regalado. Inhaló profundamente. Suavizó su expresión. Así que lo
había guardado.
Sus ojos volaron hacia ella. Estaba boca abajo, con el cabello rodeándole la cabeza como el halo
de un ángel y la boca ligeramente entreabierta. Incapaz de resistir la tentación, se inclinó, lo justo
para rozarle los labios con los suyos.
Ella se removió, rodando hacia un lado.
—¿Andre? —murmuró soñolienta. Aleteó con las pestañas para abrir los ojos, luego los abrió
del todo. Para sorpresa suya, ella los cerró de nuevo. —¡La luz! —la oyó decir.
Andre se quedó completamente inmóvil. ¿Sería posible...? Tomó aire. Giró levemente la
cabeza. Miró el cristal.
Emily parecía compartir el mismo pensamiento que él. Una expresión de perplejidad absoluta
revoloteó entre sus facciones. Se llevó las manos a los ojos.
—La luz —respiró por fin, solo que ahora estaba maravillada.
Se despertó por completo.
—¡Andre! —gritó.
Él corrió a su lado como un rayo.
—Estoy aquí, princesa. —Se obligó a aliviar la agitación que se arremolinaba en su pecho. —
Emily, ¿has visto algo? ¿Alguna cosa?
—Creo... creo que sí. No... no te he dicho nada ni a Olivia ni a ti, pero también me ocurrió la
semana pasada. Solo que ahora parecía mucho más...
—¿Qué? Emily, ¿qué?
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Noche de Luna
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Se había escudado los ojos con las manos. Estaba temblando.
—Mucho más brillante —dijo débilmente. Hizo una profunda y temblorosa inhalación. —Mi
cristal —dijo repentinamente. —¿Dónde está, Andre? ¡Lo... lo necesito!
¿Y si era verdad? ¿Y si recobraba la vista? Para ser sincero, nunca pensó que eso fuera a pasar.
Por una décima de segundo, él estuvo tentado de disuadirla, ya que si le veía, se daría cuenta de
que... Un dardo de culpabilidad le atravesó el alma. No. No. Si existía la posibilidad de recuperar la
vista, él no se la arrebataría... No lo haría.
Negó con la cabeza.
—No lo necesitas, princesa.
—Pero dijiste que tenía enormes poderes curativos, ¡y los tiene! ¡Ahora lo sé con certeza!
—No. No, princesa. El cristal no tiene poderes especiales. Te lo dije porque pensé que creer en
algo te ayudaría... ¿No te das cuenta de que eres tú? ¡Esto está ocurriendo por ti! Deseabas ver y
ahora ves. —la agarró por las muñecas. —Abre los ojos, amor mío.
Separó los dedos. Escudriñó a través de ellos, pero cerró los ojos de nuevo.
—¡Me duele! Andre, hay... hay demasiada luz.
Se apresuró a correr las cortinas, luego volvió a su lado.
—Ya he cerrado las cortinas. Por favor, Emily, inténtalo otra vez.
Dio un grito desgarrador, un sonido que le atravesó como un cuchillo.
—Tengo miedo. Tengo miedo de que sea solo otro sueño y... y que cuando despierte, el mundo
vuelva a ser oscuro.
Procuró transmitirle su entusiasmo.
—No es un sueño, te lo prometo. Nunca lo sabrás si no lo intentas, princesa. Abre los ojos y... ¡y
mírame!
Ella estaba temblando de pies a cabeza.
—¡Vamos, te lo ruego, princesa! Esto es lo que querías, ¿recuerdas?
Tenía razón, comprendió Emily afligida. Eso era lo que ella llevaba tanto tiempo deseando, casi
desde el día en que se conocieron. De repente se sintió obligada por la necesidad de ver a su
amado Andre, un anhelo más poderoso que cualquier cosa que hubiera experimentado con
anterioridad.
Bajó las manos y levantó los párpados lentamente. Una bruma gris pálido danzaba frente a ella.
—Así, princesa. Ahora, mírame. ¿Qué ves?
Le daba miedo hasta respirar.
—Es como mirar a través de una cortina oscura —susurró. Tenía los párpados medio cerrados.
Andre gimió y le puso las palmas en las mejillas. Ella aleteó con las pestañas cuando él la besó
suavemente, como una dulce y tierna caricia. Ella suspiró brevemente. Entreabrió los labios bajo la
calidez de los suyos.
—Una vez más —murmuró él con voz grave, justo antes de levantar la cabeza. —Abre los ojos
una vez más, amor mío.
Amor mío. A Emily se le encogió el corazón. Le había dicho hasta la saciedad cuánto la amaba
durante toda la pasada noche. Aguantando la respiración, hizo como le pedía.
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Había luces y sombras. Parecían moverse, eran temblorosas... ¡pero espera! Se iba perfilando
una cara, aunque bastante borrosa. Parpadeó varias veces hasta que por fin pudo enfocar.
El pulso se le aceleró. Vio unos ojos, tan oscuros que eran casi negros. Llevaba el pelo revuelto
sobre la frente, negro como las alas de un cuervo. Tenía la piel bronceada por el sol... Dio un grito
de auténtico júbilo. ¡Por fin... por fin!..podía ver a su amado Andre...
La imagen se fue haciendo más nítida. Su mente registró una camisa de color rojo y un pañuelo
con un nudo alrededor del cuello.
El corazón le empezó a latir con golpes sordos y pesados. Se le heló la sangre. La conmoción
hizo que el mundo se tambaleara bajo sus pies.
Se encogió por dentro. Era imposible... ¡imposible! Pero ahí tenía la prueba ante sus ojos. Su
amado Andre era...
Gitano.
Se precipitó fuera de la cama, con la mirada fija en él.
—No —se oyó decir, y luego profirió un terrible alarido, un grito de agonía: ¡No!
Él le tendió la mano.
—Princesa...
Ella la rechazó de un palmetazo.
—¡No me llames así! ¡Nunca vuelvas a llamarme así!
Le arañó con la mirada, despreciativa y acusadora. El la soportó lo mejor que pudo. Pero antes
de tener la oportunidad de decir nada, ella le fustigó con fiereza.
—¡Maldito seas! ¿Por qué no me dijiste que eras... gitano?
Casi escupió la palabra.
Andre se armó de valor para soportarlo, estaba herido por dentro y por fuera.
—No te mentiré, Emily. No te lo dije porque tenía miedo de que no quisieras volver a verme, y
no podía soportar la idea.
No le hizo caso.
—Me hablaste de tu familia, de cómo ignorabas cuánto tiempo te quedarías... Oh, Dios... ¡te
referías a los gitanos!
Andre levantó la mirada.
—En efecto —dijo con tono ecuánime. —Son mi familia, toda la familia que me queda desde
que murieron mis padres hace tiempo.
Ella hizo un sonido que denotaba con demasiada claridad cómo se sentía.
Él respiró hondo y entrecortadamente. Ella tenía razón. Debería habérselo dicho. Pero la habría
perdido, de eso estaba seguro. Aunque quizás hubiera sido mejor al fin y al cabo. No le habría
dolido tanto.
Una marea caliente de color se filtró bajo el bronce de su piel.
—¿Piensas que esto me resulta fácil? ¿Crees que no me he sentido culpable todas y cada una
de las veces que he estado contigo? ¡Especialmente después de que me contaras que un gitano
había asesinado a tu padre! ¡No... no sabía qué hacer! —Le suplicaba comprensión con la mirada.
—Si te lo hubiera contado, me habría arriesgado a perderte, ¡y no podía hacerlo!
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—¡Vaya! —gritó. —¡Solamente pensabas en ti! Bien, ¿y yo qué? ¿Nunca se te ocurrió pensar en
cómo me sentiría si me enteraba?
—Lo admito. He sido egoísta. —Le aguantó la mirada. —¿Y esta noche? ¿No ha significado nada
para ti? —Dio un paso hacia delante. —Emily, te amo. Nada ha cambiado...
Los ojos se le llenaron de lágrimas.
—¡Todo ha cambiado! —gritó con fiereza. —¡No sabía lo que eras... ignoraba quién eres!
—Yo soy el mismo de antes —dijo quedamente. —Emily, si lo piensas, lo comprenderás.
Rogando al cielo fervientemente, se acercó a ella.
Ella retrocedió.
—¡Eres lo que eres. Un sucio gitano ladrón y te... ¡te odio!
Lo habría golpeado. A él se le cayó el alma a los pies. No se podía razonar con ella, comprendió
cansado. Nunca cambiaría de opinión.
Paseó la mirada por su semblante, como si quisiera memorizar cada uno de sus rasgos, como de
hecho hizo.
—Adiós, princesa —dijo dulcemente. Dicho eso, se dio la vuelta y se marchó.
Ella se quedó allí, temblando de pies a cabeza. El tormento que se alojó en sus entrañas apenas
la dejaba moverse. Entonces la vio...
La rosa que le había llevado. Se había caído de la mesilla.
Un sollozo le rasgó la garganta. La recogió y se quedó mirándola. Solo cuando vio la sangre
manar roja y brillante de su dedo, se dio cuenta de que se había pinchado con una espina...
Ese dolor no era nada comparado con la aflicción de su corazón.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 1188
Dominic se despertó con el canto de un pájaro solitario que trinaba junto a su ventana. Su
mirada voló inmediatamente hacia la huella que ella había dejado en la cama.
Se había ido.
No pudo evitar la desilusión que le inundó cuando vio el sitio vacío a su lado. Paseó una mano
por la impronta que había dejado su cuerpo. Las sábanas estaban aún tibias. Se dibujó una sonrisa
en sus labios. Había estado acurrucada junto a él durante toda la noche, con el brazo sobre su
vientre y la nariz enterrada en la nube de vello de su pecho. Recordaba el húmedo y suave aliento
en su piel, la presión de sus senos redondos y turgentes contra su costado.
Suspiró. Las dos veces que había yacido con ella se había despertado solo. Anhelaba despertarla
acariciándola con los labios, ¡besar su tibio cuerpo dormido hasta que recobrara la conciencia
mientras su propio cuerpo revivía! Habrían pasado la mañana en la cama retozando, solos ellos
dos. Habrían desayunado juntos en la habitación... y habrían disfrutado el uno del otro. Quizás
podrían haber compartido un buen baño, sin prisas, pensó con malicia...
Era una fantasía erótica, salvaje... que esperaba convertir en realidad. Sin embargo, no podía
evitar sentirse de alguna manera engañado.
No es que estuviera culpando a Olivia. Sabía por qué... sabía las habladurías que se generarían
si uno de los criados o alguien del pueblo descubría su relación. Hizo un gesto de disgusto. Tenía el
día muy ocupado, ya que había organizado varias visitas a sus arrendatarios por los alrededores de
su propiedad. De no haber sido por ello, habría...
¿Qué haría? Una voz interior le recriminaba. Difícilmente habría podido llevársela consigo igual
que la noche anterior, no a plena luz del día. Era condenadamente duro fingir que eran extraños,
que no había nada entre ellos, cuando lo único que quería era tomarla entre sus brazos y tenerla
ahí... hasta la eternidad.
A toro pasado se empezó a cuestionar su reputación, cuando ya era demasiado tarde.
Llevándosela a su habitación había puesto en peligro su virtud, su buen nombre. Quizás ella tenía
razón, y efectivamente estaba acostumbrado a salirse con la suya. Aunque nunca había sentido
una pasión como aquélla, tan viva y tan profunda que apenas le permitía pensar en otra cosa.
Fue entonces cuando descubrió el vestido de fiesta color jade. Por la noche se había quedado
tirado en el suelo; pero ella debía de haberlo recogido por la mañana y lo había colocado encima
de la silla. ¡Dios, qué preciosa estaba con él! Ojalá hubiera podido llevárselo. La próxima vez...
La próxima vez, se prometió a sí mismo, sería muy diferente.
La próxima vez sería como su esposa.
Las cortinas estaban bien cerradas cuando Olivia abrió la puerta de su casa aquella tarde. Le
pareció raro nada más entrar. Frunció el ceño. ¿Estaría Emily enferma?
Se quitó el sombrero y lo colgó en el gancho junto a la puerta.
—Emily —la llamó.
No hubo respuesta.
Ya preocupada, Olivia corrió al salón. Emily estaba tumbada en el sofá, con un brazo tapándose
los ojos.
—¡Emily! ¡Cielo santo, me has dado un susto de muerte! ¿Por qué no me has contestado?
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—No... no te he oído. —Emily se incorporó para sentarse.
Era una excusa. Olivia lo adivinó al instante. Se sentó a su lado y le puso una mano en el brazo.
—Cariño —le dijo con suavidad, —¿qué te pasa? ¿Te encuentras mal?
Su respuesta tardó en llegar.
—Estoy bien, Olivia.
Olivia agudizó la mirada. ¡Estaba muy rara! El sol estaba en declive y solo entraba un hilo de luz
por la ventana del otro lado de la casa, por lo que la iluminación era muy tenue. Hasta ese
momento no se dio cuenta de que los ojos azules de Emily estaban hinchados y enrojecidos.
—¡Emily! ¡Has estado llorando! —Olivia se sintió culpable de inmediato. —¡Oh, cariño, siento
haberte dejado sola durante tanto tiempo...!
—No es por eso. —Emily entrelazó las manos sobre el regazo y fijó la mirada en ellas.
—¿De qué se trata entonces? —A Olivia se le hizo un nudo en el estómago. Procuró no
alarmarse, pero no podía evitarlo. Emily había estado muy contenta y alegre durante esas últimas
semanas. Pero ahora... Le recordaba a aquellos días inmediatamente después de haberse quedado
ciega, tenía que rogarle y convencerla con zalamerías incluso para que se levantara por la mañana.
Algo horrible, muy horrible, debía de haber sucedido.
Puso una mano sobre las de Emily.
—Emily, por favor, dime qué es lo que te ocurre.
Lentamente Emily levantó la cabeza y la miró.
En el instante que va de una respiración a la siguiente, tuvo la sensación de que había algo
distinto. La mirada de Emily ya no estaba perdida. La miraba como si...
Como si pudiera verla.
El corazón de Olivia empezó a latir tan fuerte que casi le dolía.
—Emily... —La voz no le sonaba como la suya. —Puedes verme, ¿verdad?
Con los labios temblorosos, Emily asintió.
Olivia se puso a reír y a llorar a la vez. Abrazó fuertemente a su hermana.
—Puedes ver nuevamente —gritaba una y otra vez. —¡Puedes ver de nuevo!
Solo cuando la euforia empezó a decaer se percató de que por parte de su hermana no había el
mismo júbilo. Emily le devolvió el abrazo, pero era un gesto mecánico.
Se retiró un poco, luego le dio la mano a Emily. Tenía los dedos helados a pesar dé! caluroso
día. Buscó preocupada en el pálido semblante de su hermana.
—Emily, deberías estar exultante de felicidad. Llevas esperando este momento muchos meses,
deseabas con todas tus fuerzas volver a ver.
Para su desconcierto, los ojos de Emily se llenaron de lágrimas.
—Pensé que sería el día más maravilloso de mi vida —dijo conmocionada. —En cambio me
temo que ha sido el peor.
—Pero... ¿cómo es posible?
Emily hizo un gesto negativo con la cabeza.
—He hecho algo terrible, Olivia. —No pudo contener un sollozo. —Me he... me he enamorado.
—Pero... eso no es terrible en absoluto. ¡Es algo maravilloso!
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—No. —Su tono era tan triste como su expresión. —No lo es.
—¿Por qué no? ¿Él no te ama?
—Él... él me dijo que sí.
—Entonces, ¿por qué esta melancolía? Si te ama, y tú lo quieres...
Los ojos de Emily eran dos océanos de angustia.
—Olivia —susurró, —es gitano.
Olivia notó cómo se le escapaba la sangre de la piel.
—Por Dios santo —dijo con desmayo. Su mente viró bruscamente hacia Dominic. Naturalmente
que no era posible, sin embargo, ¿quién si no? Un montón de preguntas se agolpaban en su
mente. ¿Cómo había ocurrido? ¿Cuándo? ¿Y dónde diablos habría conocido Emily a un gitano?
Le apretó las manos contra las suyas.
—Dime qué ha ocurrido —le pidió con calma. —¿Dónde conociste a ese gitano?
—Le conocí un día en el pueblo. Esther... oh, ya sé que debería habértelo contado antes, pero...
a veces en nuestros paseos ella se pasa por la taberna. Sólo para tomar un trago, como ella dice
siempre. Pero un día, estaba oscureciendo y no volvía. Estaba empezando a preocuparme,
preguntándome cómo volvería a casa sola, cuando él me vio sentada en la plaza del pueblo.
—¿El gitano?
Emily asintió.
—Se llama Andre.
¡Andre! A Olivia casi se le escapa un grito. Recordó al apuesto joven gitano que había conocido
en el campamento con Dominic. ¿Sería él? Estaba casi segura de que sí.
—Olivia, estuvo encantador, ¡se preocupó tanto! Ya sé que no debería haber confiado en un
extraño, pero le... le permití que me acompañara a casa. Ya sabía que no era un caballero, que era
un trabajador. Un granjero, pensé, pero me dijo que trabajaba con caballos, comprando y
vendiendo, e intercambiando.
«Un gitano tratante de caballos», pensó Olivia en silencio. Al no poder ver, comprendía que
Emily nunca habría adivinado que era gitano.
Emily se mordió el labio sabiéndose culpable.
—Lo vi en varias ocasiones mientras tú estabas en Ravenwood —le confesó con un hilo de voz.
—Sé que debería habértelo dicho. Pero tenía miedo de que te enfadaras, de que no me dejaras
verlo otra vez.
Olivia escuchaba sin decir nada mientras le contaba la historia. Cómo Andre había vendido el
encaje que había estado haciendo. Cómo pronto sus sentimientos fueron más allá de la amistad.
Cómo le había regalado el cristal con poderes curativos. ¡Y pensar que se había sentido tan
culpable por dejar a su hermana sola tantas veces! Olivia estaba secretamente contenta de que
Emily hubiera estado acompañada.
Difícilmente podía echarle a Emily la reprimenda que ella esperaba. Si Emily era culpable de
amar a un gitano...
Ella también.
Olivia le apretó la mano.
—¿Sabe cómo murió papá?
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—Sí. Le conté hace varias semanas que papá murió asesinado a manos de un gitano, ¡y ni aun
así me lo dijo! Me engañó, Olivia. Me engañó ¡y lo... lo odio! Le... le dije que no quería verlo nunca
más.
—Así que entonces no volverá... —afirmó Olivia con delicadeza, —¿o quizás sí?
Los ojos de Emily parecían brillar, entonces de repente arrugó la cara.
—No —susurró. Dos grandes lagrimones rodaron por sus mejillas.
Olivia le pasó un brazo por los hombros, mientras Emily desahogaba su corazón. La apretó
contra sí y le ofreció todo el consuelo que fue capaz. No había duda de que Emily estaba confusa.
Haber visto morir a su padre a manos de un gitano, y luego enamorarse de uno...
Dijo que aborrecía a Andre.
Olivia no estaba tan segura.
Al cabo de un rato, Emily cayó en un sueño profundo, exhausta. Olivia acarició tiernamente la
mejilla de su hermana y luego se levantó. Todavía le costaba creer que Emily hubiera recuperado
la vista, casi tanto como cuando la perdió. En el fondo de su corazón, se preguntaba si no se
debería, también, a Andre.
Llamaron a la puerta. Olivia corrió a abrirla. Se sorprendió al ver a Dominic. Antes de que
pudiera decir nada entró y cerró la puerta.
Sin mediar palabra, la agarró entre sus brazos. Le capturó los labios con los suyos. Olivia
luchaba contra un insidioso placer. «No —pensó distraídamente. —Esto no está bien. No puedo
hacer esto. No con Emily tan cerca». ¿Cómo podía encontrar placer en un beso cuando su
hermana estaba con el corazón destrozado en la habitación de al lado?
Fue ella quien interrumpió el beso. Retrocedió un paso.
—¡Dominic! No... no sabía que habías vuelto. —Había sido Charlotte quien le había dicho que
iría a visitar a sus arrendatarios por la tarde.
—Acabo de regresar.
Hubo un prolongado silencio. Él la miraba con ojos inquisitivos, ojos que parecían verlo todo,
incluso el interior de su alma.
—¿Qué ocurre, Olivia?
Olivia no sabía qué decir. Todo, quería gritar. De pronto estaba a punto de estallar en su
interior. La noche anterior había sido... la noche más maravillosa de su vida. Pero esa mañana,
cuando se había levantado de la cama, la realidad le había reclamado su parte una vez más. Se vio
inmersa en un mar de dudas. Había hecho el amor con él, no una, sino dos veces. Dos veces. ¿En
qué estaría pensando?
Pero en ese momento era Emily quien reclamaba su atención. El día había sido traumático para
Emily, lleno de agitación. No era el momento de confesarle su relación con Dominic, ¡si por lo
menos no fuera medio gitano! Y además, no estaba precisamente segura de que esa relación
existiera. No era su querida, aunque sin duda se había comportado como tal. ¿Entonces qué era?
¿Su amante?
Se estremeció en su interior. Su amante. Su querida. Ambos términos sonaban ordinarios y de
mal gusto.
No, decidió. Echó una rápida ojeada por encima del hombro, hacia el salón donde se
encontraba Emily durmiendo. No podía explicarle nada, ahí no. En ese momento no. La herida de
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Emily estaba todavía demasiado reciente. Lo último que necesitaba su hermana en ese momento
era algo que le recordase a Andre.
Dominic vio la dirección de su mirada. Entrecerró los ojos.
—¿De qué se trata? —preguntó. —¿Quién está ahí dentro? ¿Hay alguien además de Emily?
Olivia perdió los estribos.
—¡Por supuesto que no! —dijo con brusquedad. —Ahora, si no te importa, debo pedirte que te
marches.
De repente endureció la mirada, le salían chispas por los ojos.
—No quieres que sepa que estoy aquí, ¿verdad?
Olivia se puso derecha. Pronunció las únicas palabras que se atrevió.
—Creo que será mejor que te vayas.
Apretó la mandíbula.
—Veo que ya lo lamenta, señorita Sherwood. De todas formas, siento curiosidad, señorita
Sherwood. ¿Ha llegado a la conclusión de que soy demasiado para la pobre hija del vicario, o es
usted demasiado buena para un hombre que es medio gitano?
Olivia abrió los ojos como platos. No replicó; no podía. Estaba atónita de pensar que algo
semejante le había cruzado por la mente.
Ante su silencio, él hizo un gesto de disgusto y se dio la vuelta. Dio cuatro pasos hasta llegar a la
puerta y salió dando un portazo. Su pose era pétrea, su expresión tirante. Entonces ella se dio
cuenta de que quien calla otorga. Podía imaginar el dolor que debía de haber sentido.
No podía soportar la idea. Había sufrido lo suyo a manos de su padre, y ella no le haría lo
mismo.
Fue tras él. Estaba junto a Tormenta cuando le alcanzó.
—¡Dominic! —gritó. —¡Dominic, espera, no lo entiendes...!
Ya se había montado en el caballo. Hizo una mueca.
—¡Oh, lo comprendo perfectamente, señorita Sherwood. Lo entiendo demasiado bien. Hizo
girar en redondo a Tormenta y salió al galope.
Olivia se quedo mirándolo con un crudo dolor clavado en el pecho. Una vocecita interior se
negaba a callar. Puede que fuera mejor así, susurraba. «¿Cómo? —se preguntaba acongojada —
«¿Cómo? ».
Con el alma por los suelos, desanduvo sus pasos hasta la casa. En el salón, Emily se removía,
abriendo los ojos.
—¿Olivia? ¿Había alguien aquí? Creí oír voces.
Olivia se dio la vuelta para que Emily no viera la lágrima caliente que le abrasaba la mejilla.
—Nadie —dijo con tristeza. —Vuelve a dormirte, cariño.
Dominic estaba sentado en su estudio, mirando el brillo violeta de la luz crepuscular que teñía
el horizonte. Estaba de un humor de perros. «Maldita sea —pensaba con crueldad. —¡Maldita
sea!».
No la había forzado a ir a su dormitorio la noche anterior. ¿Por qué se habría molestado?
¿Estaría arrepentida? ¿Sentiría que se había contaminado con sangre gitana? Esa noche la había
estrechado contra su corazón, había estado lo más cerca de ella que dos personas pueden estar. ¡Y
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sin embargo esa misma tarde había estado tan fría...! No había querido recibirlo, ¡lo había dejado
bien claro! ¿Por qué guardaba tanto las distancias?
No lo entendía. No la entendía a ella. Pretendía que ella compartiera todo con él. Su cuerpo. Su
alma. Todos sus pensamientos...
Una voz interior le pedía paciencia. «Es demasiado pronto. Todo esto es muy nuevo para ella,
es una situación poco clara... A lo mejor ella está tan insegura de ti como tú de ella».
Apretó la mandíbula. No. ¡No! Era desdeño lo que había detectado en esos preciosos ojos
verdes. ¿Se sentía avergonzada por lo que había ocurrido entre ellos, avergonzada de acostarse
con él? Torció el gesto. Desde luego lo parecía.
Solo había una manera de saberlo con certeza.
No fue consciente de haber ido hasta los establos y ensillar a Tormenta. De repente se encontró
cabalgando, de vuelta a Stonebridge, a la casita al otro lado del pueblo. Pero lo que vio hizo que se
le encogiera el estómago y le rechinaran los dientes.
Reconoció al bayo pastando hierba bajo el roble.
William Dunsport estaba allí.
Tiró de las riendas de Tormenta hasta detenerse a corta distancia. La tenue luz de una lámpara
iluminaba el interior con un brillo difuso. A través de las cortinas de encaje sólo podía distinguir la
sombra de dos figuras en un sofá. Los minutos pasaban con extrema lentitud, arrastrándose uno
tras otro.
Y Dunsport no salía.
Dominic empezó a notar cómo le hervía la sangre en las venas. Entonces lo vio... Las siluetas
inconfundibles de dos personas poniéndose de pie, una mucho más alta que la otra...
abrazándose.
Una vil maldición ennegreció el aire. Apretó los puños en las riendas. Tenía que marcharse...
debía irse, o si no irrumpiría en la casa y partiría a la pareja en dos.
La idea de que ambos se sentirían muy ofendidos por semejante interrupción le asaltó la mente
sin piedad.
Espoleándole el flanco, giró en redondo e instó a Tormenta a coger el camino por donde habían
llegado. Para cuando llegó a Ravenwood, estaba furioso.
Buscó consuelo en su mejor botella de brandy, pero encontró poco. ¿Le daría ella a William lo
que le había dado a él la noche anterior? La sola idea era como un puñal clavado en el corazón.
La mente voló hasta aquella lejana noche en el campamento gitano. Fue allí donde empezó a
pensar que había algo especial entre ellos, que ella había empezado a entender que los gitanos no
eran la gente horrible que todos pensaban... que él no lo era. ¿Sería todo una mentira? El no
significaba nada para ella...
Quizás nunca había significado nada.
—¿Has recobrado la vista hoy mismo? —William negó con la cabeza mientras daba un sorbo de
té. —Es realmente sorprendente.
—Sí. —Emily sonrió débilmente. —Lo es.
Por una parte, Olivia casi había agradecido su inesperada visita. Aunque Emily se había calmado
bastante, Olivia tenía la sensación de que la presencia de William era lo único que impediría a su
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hermana romper a llorar nuevamente. Por otra parte, había estado incómoda desde el momento
en que había llegado. No le apetecía nada pasar el resto de la velada con él.
Nada de eso salió a relucir mientras cogía la tetera.
—¿Emily? ¿William? ¿Más té?
—No para mí, Olivia —se apresuró a decir Emily. Se puso en pie. —Sé que es tremendamente
descortés, pero estoy... estoy realmente cansada. ¿Os importaría mucho si me retiro a dormir? —
Dirigió la pregunta a ambos, a William y a Olivia.
William ya se había levantado, y la tomó de la mano.
—Nada en absoluto, señorita Sherwood. ¿Puedo decirte otra vez lo que me alegro por ti?
Emily forzó un amago de sonrisa.
—Gracias. Eres muy amable.
Olivia le hizo un gesto de asentimiento para darle ánimos.
—Buenas noches, Emily —dijo con ternura. —Que duermas bien.
Por un momento abominable temió haber dicho algo malo, Emily parecía a punto de llorar.
Pero no dijo más que:
—Lo intentaré.
Con ello Olivia y William se quedaron solos.
Olivia se puso tensa. Había temido ese momento desde que había abierto la puerta y lo había
encontrado ahí. En realidad, nunca habría abierto si hubiera sabido que era William; el único
motivo por el que lo había hecho era porque pensaba que era Dominic.
Se oyó el clic de la taza cuando William la volvió a poner en el platillo. Abrió los brazos y se puso
las manos en las rodillas.
—Olivia —murmuró. —No sé qué decir excepto que... te debo una disculpa. Me comporté
pésimamente la última vez que nos vimos.
«En efecto». Olivia tuvo que morderse la lengua para no contestarle. Se lo veía muy contrito.
Pero ella no había olvidado sus malas maneras de la última vez, ni lo haría jamás.
¿Pero para qué? Para ser sincera, no le importaba lo suficiente como para seguir enfadada.
Inclinó la cabeza e incluso consiguió esbozar una sonrisa.
—Gracias, William. —Hablaba en voz baja para no molestar a Emily. —Acepto tus disculpas.
William se acercó a ella, de manera que sus rodillas casi se tocaban.
Olivia se puso rígida.
—Ahora, si no te importa, me temo que yo también he tenido un día muy ajetreado.
Él le tendió una mano.
—No —se apresuró a decir. —Olivia, por favor, espera. Tengo... tengo algo que decirte.
Olivia hizo una pausa, aunque algo dentro de ella le estaba haciendo una advertencia. Prefirió
obviarlo.
—¿Y qué es, William?
El la miró fijamente.
—Olivia, para mí no ha cambiado nada. Aún deseo casarme contigo.
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«En fin, ¡yo no quiero casarme contigo!», deseaba gritarle. En vez de ello, suspiró y negó con la
cabeza.
—William —le dijo con gran seriedad, —escúchame, por favor. No puedo casarme contigo.
—¿Por qué no? Ya no puedes achacarlo a la aflicción de tu hermana. Ya no está ciega. Bueno,
ya sé que estás enfadada porque hablé de nuestra boda antes de tiempo, y siento que hayamos
discutido por ello. Pero no fue más que una riña de enamorados...
—No, William, no lo fue. Nosotros no somos una pareja de enamorados, ni lo seremos nunca,
porque nunca me casaré contigo. Ahora, si no te importa, debo pedirte que te marches. —Ella hizo
amago de levantarse, pero él fue más rápido. Antes de darse cuenta la tenía fuertemente
agarrada.
—Y yo te lo repito, fue solo una riña de enamorados. Vamos, Olivia, besémonos para
compensarlo. —Antes de terminar de hablar, ya estaba acercándose a sus labios.
Olivia ahogó un grito. Giró bruscamente la cabeza, consiguió escapar de su beso. Entonces su
boca fue a parar al lateral del cuello, caliente y húmedo. Ella le dio un puñetazo en el pecho.
—Suéltame inmediatamente —le advirtió con el tono más elevado que pudo. —Si no lo haces,
chillaré llamando a mi hermana.
Lentamente levantó la cabeza. El miedo le atenazó el pecho. Por un instante paralizante,
percibió una profunda ira en esos fríos ojos azules que daba miedo.
El hizo un gesto de despecho.
—Es él, ¿verdad? Tu querido gitano. Por eso no quieres casarte conmigo. Dios, no me explico
qué habrás visto en él; tendrá un título, pero sigue siendo un gitano, ¡y todo el mundo sabe que no
son más que mendigos y ladrones!
—Dominic no tiene nada que ver con eso. —Mientras hablaba, consiguió poner las manos entre
sus cuerpos.
El adoptó un aire despectivo.
—Vaya, así que ahora es Dominic, ¿no? Ya os vi a los dos el otro día, ya sabes, en el río... ¡El
bastardo tendría que haberse ahogado!
Olivia por fin consiguió darle un empujón en el pecho. Lo cogió por sorpresa y él aflojó las
manos. Ella se liberó y agarró el atizador que había junto a la chimenea.
—No creo que le guste mucho si se entera de que has venido, William —fue todo lo que dijo. —
Si te vas ahora, no se lo diré. —Era pura y simple bravuconería. ¡Después de lo ocurrido ese día,
estaba convencida de que Dominic sería el último en defenderla!
William simuló quitarse el polvo de las mangas.
—No hay necesidad de ello, Olivia. Ya me voy. Pero recuerda lo que te voy a decir. Tu querido
señor gitano puede que no se quede aquí para siempre, ¿y entonces qué harás? —Hizo una
reverencia exagerada. —No te molestes en acompañarme. Encontraré el camino.
En cuestión de segundos se había marchado, dando un portazo al salir. Nada más soltar el
atizador, Olivia se dio cuenta de que estaba temblando por dentro y por fuera.
El portazo había hecho levantar a Emily, que se había presentado súbitamente.
—¿Olivia? ¿Se ha marchado William? Me ha parecido oír gritos.
Olivia se recompuso. No sabía si reír o llorar.
—Sí, cariño, se ha ido. Vuelve a la cama —dijo por segunda vez aquel día.
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Cinco minutos después estaba hurgando en el cajón de la cómoda para coger su camisón. Lo
sacó, pero con él salió un cuadrado de lino bellamente bordado.
El pañuelo de Dominic, el pañuelo que le había puesto en la mejilla la noche que se conocieron.
De repente se le doblaron las rodillas y se cayó al suelo. Le ardía la garganta de aguantarse las
lágrimas. Lo había estado guardando durante todo ese tiempo. Había pensado devolvérselo una
docena de veces... pero no lo había hecho. «¿Por qué? —se preguntó—¿por qué lo habría
guardado?».
Súbitamente recordó lo que le había dicho William: «Son mendigos y ladrones. Mendigos y
ladrones».
Se apretó el pañuelo contra su pecho... como si fuera la mano de Dominic.
La aterraba la idea de que no volviera. Era demasiado orgulloso para suplicar. En cuanto a lo de
ser un ladrón, bueno, quizás lo era...
Un ladrón que le había robado el corazón.
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SAMANTHA JAMES
CCAAPPÍÍTTU
ULLO
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Olivia estaba preocupada por Emily. Cada día estaba más pálida y desganada. Apenas tenía
apetito. Estaba absolutamente desolada porque Andre ya no era parte de su vida. A lo mejor se
equivocaba, pero Olivia pensaba que si de verdad Emily odiaba a Andre, lo habría superado, habría
dejado de lado ese estado de desesperación hacía tiempo. Cuando Olivia intentó hablar del tema,
Emily se negó a ello.
—No quiero pensar en él.
«¡Seguro!», decía Olivia para sí misma. Estaba claro que en lo único que pensaba era en él.
Estaba más convencida que nunca...
Emily aún amaba a Andre.
¿Pero qué podía hacer ella? Nada. Se recordó a sí misma que Emily ya no era una niña. Eso era
algo que no podía hacer por ella; aunque pudiera, no era de su incumbencia. Era Emily quien tenía
que buscar en la profundidad de su corazón y encontrar la respuesta.
En cuanto a Olivia, parecía que ella, también, tenía que buscar la verdad en su corazón.
Lo amaba. Lo quería con locura, aunque fuera un amor que solo podía significar dolor. Durante
aquellos días en los que estaba especialmente angustiada, tomó una amarga resolución. No podía
arriesgarse a que Emily se enterara. Su estado emocional era demasiado frágil en ese momento. Si
Emily llegara a descubrir que su hermana amaba a Dominic, no le habría importado que solamente
fuera un gitano a medias; Olivia temía lo que pudiera pasar. Y no se iba a arriesgar.
Lo ocurrido entre ellos había terminado y punto.
Tampoco habría podido ser de otra manera. Olivia apenas vio a Dominic durante los días
siguientes. Una vez Charlotte estaba con ella, y su gesto de saludo estaba dedicado a ambas por
igual. Otra vez se cruzó con él en la escalera. La miró a la cara, pero no le dijo nada. Su frialdad se
le clavaba como un puñal. ¿Estaría aún enfadado? ¿O simplemente la había utilizado para darse
placer y ahora ya no le interesaba?
Razón de más para olvidarlo... ¡Ojalá pudiera! El corazón le dio un vuelco. ¿Cómo podría, si
soñaba con él cada noche? Esa misma noche había soñado que le besaba de ese modo en que él lo
hacía, tan desinhibido, ahí, entre los muslos, jugueteando con la lengua y saboreando... Y por si no
fuera suficiente, lo siguiente era que se encontraba sentada a horcajadas, con las manos clavadas
en su musculoso pecho. Con una sonrisa provocadora, lo miraba mientras se balanceaba sobre su
hombría...
El sueño la había despertado de un profundo sopor. Tenía el pulso acelerado, retumbándole en
los oídos, y sentía un calor húmedo en su abertura secreta. Estaba horrorizada de que su mente
hubiera concebido un comportamiento tan audaz. Señor, solo pensar en ello le removía cada fibra
de su ser. Entonces le entró la duda: ¿hacían los hombres y mujeres esas cosas? En especial sentía
curiosidad por la primera, y si él recibía la mitad del placer que ella...
Extrañamente, tenía esos pensamientos en la cabeza aquella tarde cuando entró en la
biblioteca a limpiar el polvo. Pensó que la estancia estaría vacía, pero casi se desmayó cuando vio
a Dominic leyendo en un sillón tapizado de terciopelo, cerca de la ventana. Tardó unos instantes
en asimilarlo,
y luego se quedó inmóvil. «No —pensó, —no puede ser». Estaba leyendo...
Leyendo.
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El debió darse cuenta de que no estaba solo, porque levantó la vista y la vio. Se levantó. El libro
se cerró de golpe. Lo colocó en el estante tras él, luego se dio la vuelta para mirarla.
—Señorita Sherwood —murmuró, —justo la persona que deseaba ver.
Olivia estaba demasiado indignada para darse cuenta. Respiró hondo y asintió, indicando el
libro que él había dejado en el estante.
—¿Puedo preguntarle, señor, qué estaba haciendo?
El levantó las cejas.
—No es difícil de ver, señorita Sherwood. Estaba leyendo.
Olivia olvidó cuál era su lugar en la casa. Se olvidó de todo menos de una feroz indignación que
iba en aumento por momentos. En su mirada ardía una acusación.
—Me dijo que no sabía leer.
—No, señorita Sherwood. Yo nunca he dicho nada semejante.
—¡No! No es verdad. Usted dijo que se había escapado del colegio. Me pidió que le leyera
aquella carta de... ¡de su amante!
—Por lo que recuerdo, tenía alguna copa de más y me encontraba un poco espeso.
—Pero... dijo que su padre se enfadaba porque no sabía leer, que saboreaba las veces que su
tutor iba a quejarse porque no leía y se negaba a escuchar y aprender.
Él parecía divertido.
—¿Así que dedujo que no sabía leer ni escribir?
—¿Sabe? —se apresuró a replicar. —¿Sabe leer? ¿Sabe escribir?
—Por supuesto que sé. En caso contrario, ¿cómo podría llevar mis negocios?
Olivia se sintió como una tonta. Notaba el rubor de la vergüenza salirle por todos los poros de la
piel, porque había asumido, ¡bastante erróneamente, al parecer!, que no sabía leer ni escribir.
—Yo no lo menosprecié —dijo entre dientes, casi sin mover los labios. —¿Tiene usted que
menospreciarme a mí?
—Yo no he hecho tal cosa. Vamos, Olivia. ¿Sería capaz de negar que siempre elige pensar lo
peor de mí?
—Pero... ¡dejó que me lo creyera!
El parpadeó.
—Que yo recuerde, no es un tema que hayamos discutido nunca.
Olivia no dijo nada. Apretó los labios, se dio la vuelta y se dirigió hacia la puerta. Súbitamente él
estaba frente a ella, alto, viril ¡y demasiado satisfecho consigo mismo!
Levantó la mirada. Sacó la barbilla.
—Déjeme pasar.
—No mientras siga enfadaba.—Con una frágil sonrisa en los labios, la alcanzó por detrás y cerró
la puerta deliberadamente. Se cruzó de brazos y se quedó mirándola. —Si uno de los dos tiene
derecho a estar enfadado, ese soy yo.
—¡Usted! —Cada vez se iba calentando más. —¡No se me ocurre por qué motivo!
—Tiene una memoria muy oportuna, Olivia, pero no olvida tan fácilmente. A mí no me permitió
poner el pie en su casa, mientras que a él sí le dejó entrar libremente.
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De pronto la batalla había cambiado de lado. Olivia palideció por momentos, no estaba
preparada para defenderse. Desvió la mirada.
—No sé a qué se refiere.
—Pues yo estoy convencido de que sí. De todas formas, le refrescaré la memoria ya que insiste.
—Su sonrisa se había desvanecido. Sus labios formaban una inflexible y apretada línea. —Me pidió
que me marchara, mientras que daba la bienvenida a William Dunsport con los brazos abiertos. A
mí me echó, pero no tuvo ningún reparo en admitirle a él en su casa —dijo de nuevo.
—¡Solo porque pensé que era usted! —gritó antes pensarlo dos veces.
Dominic entrecerró los ojos. Se le cortó la respiración. El corazón le dio un vuelco. A lo mejor
estaba equivocado, y a ella sí le importaba...
—Entonces, ¿por qué me pidió que me marchara?
—¡Porque no sabía qué hacer! ¿Recuerda cuando le conté que un gitano había matado a mi
padre?
—Sí, pero no veo qué tiene que ver eso con nosotros.
—¡Tiene mucho que ver con nosotros! Cuando llegué a casa, Emily estaba desolada. —Entonces
Olivia empezó a desahogarse, le contó que Emily había estado viéndose con un joven y que había
recuperado la vista, descubriendo después que su pretendiente era un gitano.
Dominic parecía perplejo, seguramente tan desconcertado como ella cuando se enteró de que
su hermana había estado viéndose con Andre.
Le suplicaba con los ojos.
—¡Ya ve que no era por usted! No pretendía hacerle daño, se lo juro, pero temía que si lo veía,
le recordaría a Andre.
Dominic se rascó la barbilla.
—Puedo comprender su preocupación —dijo lentamente. Permaneció en silencio unos
momentos. —¿Por qué me ha estado evitando?
—No lo he hecho. Ya no soy una extraña, como bien sabe, y sin embargo hasta se niega a
mirarme. Incluso las veces que hemos estado a solas. Especialmente esas veces.
Ahora sí lo miraba. Iba vestido con una camisa sencilla, pantalones de montar oscuros y botas.
Le caía un mechón de pelo oscuro por la frente, lo que le daba una apariencia casi infantil.
Le inundó una oleada de desesperación. Olivia se sentía súbitamente cansada, demasiado
cansada para su edad. Habían ocurrido demasiadas cosas. Lo único que deseaba en ese momento
era acurrucarse contra él y olvidarse de todo excepto de la fuerza de sus brazos rodeándola. De
hecho, la tentación rozaba el límite de lo que podía soportar. ¡Pero eso solo complicaría las cosas
más de lo que ya estaban!
Su tono era muy tranquilo.
—Le he hecho una pregunta, Olivia. ¿Por qué me ha evitado?
Olivia sabía perfectamente a dónde quería llegar con esa conversación, y era un camino que
prefería no tomar.
Bajó los párpados, escudando su semblante. Era deliberadamente imprecisa.
—No sé a qué se refiere exactamente —dijo débilmente.
—¿Seguro? —Él estaba más decidido que nunca. —¿Se olvida de lo que pasó entre nosotros,
aquí mismo, en esta casa, no una vez, sino dos?
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Su voz se le clavaba como la punta de un cuchillo.
Se estremeció.
—No.
Él dio un paso hacia ella, tan cerca que el dobladillo de sus faldas rozaba sus pantalones.
—Ni yo tampoco.
Ella estaba muy agitada por dentro. Sentía el peso de su mirada, además comprobó que era
cierto lo que le acababa de decir: no podía mirarlo. En cambio se fijó en su mandíbula cuadrada,
oscurecida por la barba de un día. Necesitaba un afeitado, pensó ella vagamente.
Tragó saliva.
—¿Tiene que recordármelo? —preguntó en voz muy baja.
Él se puso rígido.
—Parecía bastante dispuesta...
—Lo sé —se apresuró a decir. —Pero no podía dejar de pensar cómo me sentiría... después.
¡Oh, no sé cómo explicarlo...! Yo no soy como las mujeres que ha conocido en
Londres. Yo no puedo hacer... lo que hice... y fingir que no ha pasado nada...
—Tampoco le he pedido que lo haga. —La estudió. Una insistente sospecha empezó a
martillearle en la cabeza. —¿Pensaba que la utilizaría y que luego me desharía de usted?
Olivia estaba convencida de que tenía la cara de color escarlata.
—No... no sabía qué pensar. No sé qué pensar. —Dio un suspiro profundo y tembloroso. —No
soy tan inocente como se piensa. Sé que hay hombres que usan a las mujeres de su servidumbre
para satisfacer sus necesidades básicas y luego no le dan ninguna importancia. Aunque no soy una
dama, yo...
—Basta —ordenó suavemente. —No diga nada más. —Con los nudillos bajo su barbilla, le
condujo la mirada hacia él. —Usted, señorita Olivia Sherwood, es la dama más auténtica que he
conocido nunca... —Levantó la comisura de la boca. —Probablemente la única dama que he
conocido en mi vida.
¿Por qué le estaba haciendo eso? Su voz le llegaba muy adentro, se estaba derritiendo en su
interior.
—Una dama nunca habría hecho... lo que yo he hecho.
Ese comentario le provocó una sonrisa.
—No crea que estaba sola en esto.
Evitó sus ojos, luego volvió los suyos hacia él. Lo miró con severidad.
—Para un hombre es distinto.
—No siempre. —Su sonrisa se hizo más abierta. Le encantaba ver esa faceta de ella. Solemne.
Dulce. Siempre preocupada por lo correcto. La hija del vicario sin duda...
—¡Oh!, ¿es que no se da cuenta? Yo... yo no sé qué hay que hacer después. ¡Qué debería
sentir!
Parecía tan abatida que casi le entraron ganas de reír.
—Quizás deberíamos dejarlo al azar. Al destino, si lo prefiere. Pero se me olvidaba, usted no
cree en el destino, ¿verdad?
Mientras hablaba, iba acercándose a ella inexorablemente. Lo miró directamente a los ojos.
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—No se burle de mí.
—Jamás me burlaría de usted —le susurró, y luego le reclamó su boca, tibia y poco exigente,
para darle un beso que hablaba más de consuelo que de pasión. Ella cerró los ojos. Le puso las
manos en el pecho. Entreabrió los labios. Cedió ante todo, ante él... y ante ella misma.
Su cercanía era una atracción irresistible. Notó un cosquilleo en la punta de sus senos, un
preludio de pasión. Una ola de calor pugnaba por hacerse con su cuerpo. Ella sabía que él también
sentía lo mismo, porque ciñó las manos a su cintura. Como el parpadeo de una llama al viento,
notaba que empezaba a flaquear.
No podía permitirlo... ¡no lo haría! El recuerdo de la noche entre sus brazos se hizo
repentinamente demasiado vivido. Se había sentido... ¡como si perteneciera a él! Pero Emily lo
había pasado muy mal...
Con un lento e irregular gemido, se desprendió de él.
—No puedo —lloró tiernamente. —¡No puedo! De repente los ojos se le llenaron de lágrimas.
Tenía que pensar en su hermana... ¡pero cuando la besaba, no podía pensar en nada más!
Se recogió las faldas y salió corriendo de la biblioteca, rezando para que no la siguiera.
No lo hizo.
Percibió que ella todavía no confiaba en él.
Se preguntó amargamente si algún día lo haría.
—Estás muy callada esta noche —comentó Charlotte cuando salieron de Ravenwood al día
siguiente. —¿Te encuentras mal?
Olivia consiguió esbozar una sonrisa.
—Estoy bien, Charlotte. Gracias por preguntar, de todas formas. —En realidad se encontraba
más confundida que nunca.
Tampoco le sirvió de mucha ayuda encontrar a Charlotte mirándola con una sonrisa secreta.
Suspiró.
—¿Qué? ¿Qué te pasa? ¿En qué estás pensando?
—No quiero que te enfades conmigo.
Olivia le dio un tirón de la trenza a Charlotte.
—¿Se puede saber cuándo me he enfadado yo contigo?
Charlotte le dedicó una amplia sonrisa.
—Pensándolo bien, nunca. De todas formas, os vi a los dos una vez en su estudio, a ti y al
conde, cuando estabais trabajando en la contabilidad. El estaba inclinado sobre ti, y tú lo estabas
mirando, y no pude evitar pensar que estáis hechos el uno para el otro.
Olivia no podía creer lo que estaba oyendo. No creía que supiera...
—¡Eso es ridículo, Charlotte! ¿Qué te hace pensar eso?
—Te olvidas de que yo también me he enamorado. Sé cómo se mueve el mundo.
Olivia no pudo evitar soltar una carcajada. Charlotte era poco mayor que ella.
—¿Y cómo es eso?
—Solo hay que ver cómo te mira para darse cuenta de ello.
Una punzada le recorrió el cuerpo. Ojalá...
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—Tonterías —dijo secamente. —Se casará con alguien como Elizabeth Beaumont. O alguna
gran dama de Londres.
—¿Elizabeth Beaumont? —resopló Charlotte de un modo muy poco femenino. —¡Nunca!
—Venga, vamos...
—Acuérdate de mis palabras, eso nunca sucederá —sentenció Charlotte resueltamente. —Lo
estuve observando durante el baile. No tenía ojos más que para ti, te lo aseguro, no para ella.
Me fijé en la manera en que la miraba. Pretendía ser amable, pero cada dos por tres te buscaba
con los ojos, créeme. ¡Y la muy tonta ni siquiera se dio cuenta! ¡Seguía colgada de él como... como
una enredadera en un árbol!
El corazón de Olivia corría a un ritmo desbocado. ¿Sería eso cierto? No podía creerlo. De lo que
sí estaba segura era de que los comentarios de Charlotte estaban tomando un rumbo que era
mejor evitar.
—No entiendo por qué tenía tanto miedo antes de que llegara —continuó Charlotte. —No es
para nada como me lo esperaba. Un poco severo a veces, ¡y habla con una calma! Colin le adora.
Dice que quiere ser un conde como el conde gitano para poder montar un caballo como Tormenta.
—No hay duda de que Colin le tiene mucho aprecio —admitió Olivia, suavizando la mirada. —
Hace tiempo que Colin ha perdido su timidez; uno de sus temas favoritos es hablar de Dominic y
de Tormenta, naturalmente. También él se ha encariñado con Colin
Su conversación viró hacia otros temas. Enseguida llegaron al pueblo. Olivia estaba a punto de
coger el desvío hacia su casa, cuando se fijó en un grupo de gente reunida junto a la iglesia.
Frunció el ceño. Gritos y voces acaloradas salpicaban el aire.
Charlotte y ella se miraron perplejas. Charlotte miró hacia la iglesia.
—Vaya, ahí está mi madre —dijo. La mirada de Olivia recorrió el grupo. También vio a Bridget,
la madre de Charlotte.
Apretaron el paso hasta casi correr.
Justo en ese momento una figura de pelo blanco se separó del grupo. Dio un chillido cuando vio
a las dos mujeres corriendo hacia ella.
—¡Charlotte! —gritó.
Charlotte llegó hasta ella.
—¿Qué pasa, mamá? ¿Qué ha sucedido?
Gruesas lágrimas corrían por las amplias mejillas de Bridget.
—Alguien se lo ha llevado —gimió. —¡Alguien se lo ha llevado!
Charlotte abrió los ojos como platos.
—¿A quién, mamá? ¿A quién?
—A Colin —sollozó Bridget. —Ha sido culpa mía, Charlotte. Puedes mandarme de vuelta a
Irlanda, pero primero, ¡déjame encontrarlo!
Charlotte se echó a temblar de pies a cabeza. Abrió la boca, pero no salió sonido alguno. Fue
Olivia quien se apresuró a preguntar:
—¿Qué ha ocurrido?
—Eran más de las dos. Estaba durmiendo en su cama, el angelito. Yo también me eché para dar
una cabezadita... sólo un momento, me dije a mí misma. Debí de quedarme dormida... —El tono
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de Bridget reflejaba su angustia. —Pero entonces escuché el ruido de la puerta. No tardé ni un
minuto, ¡pero cuando fui a buscarlo ya no estaba!
El bosque se extendía justo hasta la casa de Charlotte.
—A lo mejor se ha ido al bosque...
—No. —Esta vez era Charlotte quien hablaba; estaba blanca como el papel. —Lo aterra el
bosque. Ni siquiera se atreve a jugar en la parte de atrás de la casa a menos que estemos mamá o
yo con él.
—Alguien ha debido llevárselo —dijo Bridget, empezando a llorar. —Había huellas de pasos en
el suelo cerca del pozo. Llevaban directamente a la puerta. No estaban antes, porque barrí esta
misma mañana. —Se echó a llorar. —Alguien pudo habernos visto durmiendo por la ventana ¡y
entró para llevárselo!
Olivia ignoraba la voz que le decía que habría sido demasiado fácil llevarse al niño furtivamente
al bosque.
—Tiene que estar en algún sitio...
—Ya hemos buscado por todas partes. —Hablaba el Reverendo Holden. Tenía el rostro
ensombrecido. —No quiero ni pensarlo, pero según todas las apariencias a Colin se lo ha llevado
alguien, como a Lucinda.
A Olivia se le heló la sangre.
—¿Lucinda? —susurró. Lucinda, tan dulce y tan tímida, era la hermana que seguía en edad a
Jane.
Entonces vio a Jane, quien se acercó y abrazó a Olivia. El rostro de la niña estaba surcado por
las lágrimas.
—¡Oh, señorita Sherwood! —sollozó. —¡Lucinda se ha ido! Salió esta mañana hacia el establo
para ordeñar a la vaca. No regresó. Papá me mandó ir a buscarla, pero no... no he podido
encontrarla.
Olivia estaba profundamente conmocionada. «Por Dios bendito —pensó paralizada —los dos,
Colin y Lucinda». No podía ser una coincidencia que los dos hubieran desaparecido. No podían
estar los dos vagando por ahí...
Acarició el cabello de Jane.
—Procura no preocuparte, Jane. Pronto aparecerá. —Buscaba consolar a la niña, pero era una
promesa vacía, ¡nunca se había sentido tan inútil!
Jane levantó sus acongojados ojos hacia Olivia.
—¿Y si no, señorita Sherwood? ¿Y si no aparece?
Olivia no tenía respuesta. Solo le quedaba rezar para que eso nunca llegara a suceder.
De entre la multitud salió un grito.
—¡Han sido los gitanos! ¡Los gitanos han robado a los niños!
Un airado murmullo se extendía por la muchedumbre allí reunida.
—¡Tienen que haber sido ellos! —gritó otro. —¡Todo el mundo sabe que roban todo lo que
tienen a mano, incluso niños!
Se produjo un gran revuelo.
—¡Vayamos a buscar al campamento gitano!
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No necesitaban más excusas. Con los puños en alto, empezaron a ponerse de acuerdo. Las
voces subieron de tono, uniéndose en un rugido. El aire parecía chisporrotear con el trueno de las
airadas emociones. Un hombre destacó entre los demás.
—¡Vayamos a buscar a los niños! —gritó.
Luego otro se unió a él, y después otro y otro, hasta que un enjambre humano empezó a
avanzar, marchando todos juntos. Incluso el jefe de policía estaba entre ellos.
Se dirigían hacia el campamento gitano.
—Señorita Sherwood —gritó Jane, —¿adónde van?
—A crear problemas —dijo en voz baja. Le dio un breve abrazo. —Ve a casa, cariño, ve a casa —
instó a la niña.
Tenía a Charlotte agarrada a la manga de su vestido.
—Olivia ¿crees que es eso cierto, que los gitanos se han llevado a Colin y a Lucinda?
—Por supuesto que no, ¡eso es un cuento chino! —gritó. —¡No es cierto en absoluto! —Se
sintió impulsada a defender a los gitanos. Su mirada mostraba desesperación. Podría resultar
inútil, ¡pero por lo menos tenía que intentar detenerlos! —Oh, Charlotte, no puedo permitirles
que hagan esto, ¡tengo que ir tras ellos! Allí hay mujeres y niños. ¡Podrían herirá alguien!
Charlotte se enjugó las lágrimas.
—Iré contigo...
Olivia negó con la cabeza.
—No, cariño, quédate con tu madre. Ahora os necesitáis la una a la otra. —Le dio un fuerte
abrazo. —No me pasará nada, te lo prometo.
Olivia corrió tras ellos, dando voces para que se detuvieran, para que atendieran a razones. Los
hombres no le hicieron caso. Alcanzó a ver a William, había sido soldado, a lo mejor podía apelar a
su sentido del honor, pero cuando intentó llegar a él, alguien le dio un empellón entre los
omoplatos. Cayó al suelo, y se arañó las palmas de las manos y las rodillas; le costaba respirar.
Para cuando consiguió recuperar el aliento, tambaleándose, los hombres habían llegado al
campamento gitano.
Olivia avanzó todo lo rápido que pudo, suplicando, procurando convencerlos con buenas
palabras, pero sus ruegos cayeron en oídos sordos. Estaban enardecidos, con las emociones a flor
de piel. Media docena de gitanos que estaban sentados alrededor de la hoguera se levantaron
sobresaltados. Hubo una descarga de palabras furiosas y luego los aldeanos se dispersaron,
atropellando a todo el que se cruzaba en su camino. Se subieron a los carromatos, destrozándolos;
les faltó tiempo para dejar tiradas por el suelo todas sus coloridas ropas. Poco pudieron hacer los
gitanos para detenerlos, los superaban en número, por cada gitano había dos habitantes del
pueblo. Las mujeres se apiñaron, con los niños acurrucados tras sus faldas, y con sus oscuros ojos
abiertos como platos. Apaleada por la sensación de absoluta impotencia, lo único que Olivia podía
hacer era quedarse mirando espantada mientras destrozaban el campamento buscando a Colin y
Lucinda. Estaba consternada, asqueada hasta lo más profundo de su alma. La sentencia de esas
gentes estaba teñida por el odio, sus acciones denotaban el desprecio que profesaban a los
gitanos.
Por el rabillo del ojo percibió un movimiento rápido. Se dio la vuelta y vio a Andre salir
disparado de una tienda. Dos hombres lo golpearon hasta tirarlo al suelo. Uno de ellos levantó un
palo de madera, luego lo golpeó con él... Vagamente se oyó a sí misma dar un alarido.
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De repente se oyó un grito por encima de todos los demás.
—¿Qué demonios está ocurriendo aquí?
Era Dominic.
Entró cabalgando, como un salvador llegado del cielo, alto y orgulloso, y con autoridad,
montado sobre Tormenta. El viento le azotaba la camisa. La gente del pueblo dejó el saqueo, sin
duda la ferocidad de su semblante tuvo algo que ver en ello.
Nikolos, el líder de los gitanos, avanzó hacia él. Moviendo las manos, le dijo algo en romaní.
Dominic frunció el ceño. Luego su expresión se ensombreció aún más.
—¿Habéis encontrado lo que estabais buscando? —Paseó la mirada por todos los presentes. —
¿Habéis dado con ello? —quiso saber.
—No —replicó alguien de mala gana.
—Entonces os sugiero que os larguéis de aquí...
Sin embargo había alguien con otras intenciones.
—¿Y qué pasa con usted, señor conde? ¡Es medio gitano! A lo mejor ha sido usted quien ha
raptado a los niños.
—Sí—gritó otro. —¿Dónde ha estado todo el día?
Se levantó un murmullo. Súbitamente el ataque se había centrado en él, en Dominic.
Olivia no daba crédito a lo que estaba viendo. ¿Por qué no acertaban a ver lo que saltaba a la
vista con solo fijarse un poco? Cuando lo miró vio una fuerza audaz atenuada por la más absoluta
moderación. Revivió en su mente la escena de Dominic y Colin, cuando le pasó la mano por el
cabello, y la sonrisa de oreja a oreja del niño al montarse sobre Tormenta. El chico lo idolatraba, y
Dominic apreciaba a Colin, de eso estaba convencida. Si Colin estuviese allí, él mismo podría dar fe
de ello.
Antes de que pudiera decir una palabra, Olivia fue hacia él. Echaba chispas por los ojos y tenía
las mejillas arreboladas de indignación.
—¿Cómo podéis condenarlo? —gritó. —Cuando Jonny y Henry estaban a punto de ser
arrastrados por la corriente, nadie intentó salvarles, ¡desde luego ninguno de vosotros! Era una
denuncia hiriente. —Él fue el único con el coraje suficiente para echarse al agua, el único valiente.
¿Y qué hicisteis vosotros? Os quedasteis mirando, ¡mirando mientras esos pobres niños se estaban
ahogando! ¡Y encima ahora os atrevéis a acusarle de semejante monstruoso crimen!
Hubo una callada general, pero Olivia aún no había terminado. Señaló a un hombre con bastón.
—¡Y tú, Charles Danbury! Te permitió quedarte en su propiedad sin pagar el alquiler mientras
se te curaba la pierna. —Y te ayudó con las faenas del campo! —Charles Danbury tuvo el detalle
de mostrarse avergonzado. —¿Podría un hombre tan justo y generoso sacar a la fuerza a dos niños
de sus casas y alejarlos de sus familias? ¡No lo creo!
Estaba súbitamente tan furiosa que temblaba de rabia. Con la barbilla levantada, los miraba
desafiante a todos ellos.
—Yo puedo dar fe de que ha estado todo el día en Ravenwood, ¡así que os sugiero que
busquéis a Colin y a Lucinda en otra parte!
—Ella tiene razón —gritó alguien. —¡El conde no tiene nada que ver con esto! Los niños no
están aquí, más nos vale buscar en otro sitio si de verdad queremos encontrarlos.
El clamor fue extendiéndose entre ellos, en forma de murmullo de aceptación.
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Dominic apenas lo oyó. Se había quedado absolutamente inmóvil. Había escuchado
atentamente las palabras que Olivia había pronunciado. Había escuchado... y había oído. Pero es
lo que había debajo lo que revelaba una verdad más profunda... ¿Cómo, se preguntaba a sí mismo,
podía apartarlo de su lado, y luego defenderlo de manera tan incondicional, y delante de todos?
Ella lo amaba. Ella lo amaba.
Lo que ocurría era que, sencillamente, aún no lo sabía.
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De alguna manera había cumplido con una tarea que nadie más podía llevar a cabo.
Uno por uno los hombres del pueblo se fueron retirando. Aunque unos pocos parecían hoscos,
la mayoría de ellos se mostraban escarmentados y callados, y marchaban cabizbajos. Sin más
protestas, emprendieron el camino de vuelta a Stonebridge.
Dominic había desmontado y se encontraba de pie hablando con Nikolos. Olivia corrió hacia
Andre, que permanecía tendido en el suelo. Con la ayuda de otro hombre, lo puso boca arriba. Se
quedó estupefacta, Andre tenía una tremenda brecha en la cara, encima de un ojo. Catriana, la
mujer que le había leído el futuro, le puso un paño limpio y mojado en la mano. Olivia le limpió
con cuidado la suciedad y la sangre. Una mueca de dolor cruzó su atractivo rostro, aunque todavía
no se había despertado.
Dominic se acercó y se arrodilló a su lado.
—¿Cómo está?
Olivia vaciló.
—No estoy segura. —Ignoraba quién había hecho eso, pasó todo tan rápido que no estaba
segura, pero por un momento creyó que podía haber sido William. Ser testigo de semejante
violencia le había provocado ganas de vomitar. Era un recordatorio demasiado amargo de cómo
había muerto su padre.
—Los gitanos se marchan —le comunicó.
A Olivia se le ensombrecieron los ojos.
—Me parece que será lo mejor. —Los gitanos ya habían empezado a recoger sus pertenencias.
Había caído un pesado velo sobre el grupo.
Dominic examinó a Andre. No era buena señal que todavía no hubiera recuperado la
conciencia. Lo recorrió un escalofrío cuando recordó el ulular del búho la noche del baile. Rezó
para que aquello no fuera la consecuencia.
Olivia cubrió la herida con una tira de lino limpia y le vendó la cabeza con cuidado.
—No soy ninguna experta, pero no creo que deba viajar.
—Lo sé. Creo que me lo llevaré a Ravenwood. No queda lejos y allí estará más seguro. Puede
que la gente del pueblo esté molesta conmigo, pero ya se les pasará. —Sus ojos exploraron los de
ella. —¿Y usted? ¿Quiere que la lleve a su casa?
Olivia hizo un gesto negativo.
—Estaré bien —murmuró.
Él asintió y le dio un breve apretón en el hombro mientras se levantaba.
Emily estaba sentada en su sillón, con una pieza de encaje en el regazo. Cuando vio a Olivia en
ese estado tan desaliñado, se levantó de un salto.
—¡Olivia! ¿Qué demonios te ha pasado?
Le contó brevemente que Colin y Lucinda habían desaparecido, y la consecuente refriega con
los gitanos.
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—Los gitanos se marchan —acabó diciendo. —Sé que probablemente estarás de acuerdo con
toda esa gente estrecha de miras que opina que los gitanos son los responsables, pero, por favor,
Emily, preferiría que te lo guardaras para ti.
Emily se sintió muy insignificante.
—No iba a decir eso. —Hizo una pausa. —¿Están... todos bien? ¿Hubo algún herido?
Los ojos de ambas hermanas se vieron inmersos en una maraña de sentimientos encontrados.
Había una cuestión sin resolver flotando en el aire entre ellas. Olivia no podía evitar notar su
ansiedad, pero no estaba de humor para mimarla, todavía estaba bastante enfadada.
Levantó una ceja.
—¿Alguien? ¿No te estarás refiriendo a Andre? —preguntó con calma.
Emily la miró perpleja.
—Hablas de él como si lo conocieras.
—Lo vi una vez, en efecto. —Ya era hora de que Emily también conociera la verdad. —Una
noche fui al campamento gitano con Dominic. Quería mostrarme que los gitanos no son la gente
despreciable que todo el mundo cree. —Hizo una pausa. —Y mucho me temo que Andre está
herido. Alguien cogió del suelo la rama de un árbol y lo golpeó.
Emily parecía estar luchando por poder hablar. Agarró con fuerza el brazo del sillón.
—¿Está muy mal?
Olivia la miró fijamente.
—¿Realmente te importa, Emily?
—No... no me importa si no vuelvo a verlo, ¡pero nunca... nunca le desearía ningún mal!
Olivia le habló con calma.
—Se quedó inconsciente. El golpe le ha producido una tremenda contusión y una hemorragia.
—Vaciló antes de seguir. —Pero está vivo y en buenas manos.
Prácticamente cada gota de sangre abandonó el rostro de Emily.
—¡Dios mío, como papá! —dijo con la respiración entrecortada. —¿Está con los gitanos, Olivia?
¿Está con ellos?
Olivia se mordió el labio. ¿Debía decírselo? ¿O solo serviría para ahondar su desesperación? Al
no decir nada, Emily profirió un ruido ahogado y salió corriendo. Olivia la siguió. Se había tirado
encima de la cama y estaba mirando al techo.
Se sentó junto a ella.
—¿Irías junto a él si pudieras? —Emily parecía muy afectada; se quedó callada. Olivia insistió. —
¿Lo harías, cielo?
Emily giró la cabeza y la miró.
—¿Por qué me haces esa pregunta cuando sabes que no lo haría...? ¡No podría! ¿Por qué eres
tan cruel conmigo, Olivia? ¿Porqué?
La mirada herida de su hermana fue como una puñalada. Olivia le apartó un mechón de pelo de
la sien.
—No pretendo serlo, Emily. Simplemente pregunto... lo que quizás deberías preguntarte a ti
misma.
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El corazón empezó a sangrarle cuando los ojos de Emily se pusieron vidriosos, aunque su
susurro sonó implacable.
—A veces casi preferiría no haber recobrado la vista. Entonces todo sería igual. Yo... yo podría
seguir amándolo sin saber que es gitano. Nunca lo habría adivinado...
Olivia negó con la cabeza.
—Habrías acabado descubriéndolo alguna vez, creo yo. De todas maneras, incluso si no lo
hubieras hecho, los gitanos estaban destinados a marcharse pronto, y cuando él se hubiera ido te
habrías quedado suspirando por él... ¿Habrías preferido eso, amar a alguien sabiendo que nunca
ibas a volver a verlo? O puede que regresara, pero sólo por unos días.
A Emily se le escapó una lágrima.
—Duele mucho, Olivia. Duele mucho y sin embargo... ¡también me da rabia!
—¿Te da rabia porque es gitano? ¿O porque te ha engañado al no decirte que era gitano?
Emily se incorporó hasta sentarse.
—Estoy enfadada con él porque no me lo dijo, ¡porque es quien es! ¡También estoy enojada
conmigo misma por haberme permitido enamorarme de él! ¡Es gitano y eso es algo que jamás
podré pasar por alto!
Olivia habló casi de forma caprichosa.
—¿En serio?
—¡No, no puedo amarlo!
—Porque es gitano. —No era una pregunta, era una afirmación.
Emily asintió.
—¿Es buena persona?
—Sí.
—¿Generoso?
—Sí, lo es...
—¿Considerado contigo?
—¡Sí, sí, sí! El tono de Emily era de frustración. —Él es todas esas cosas...
—Entonces lo amas por lo que es, por quien es.
—En efecto, pero... —Interrumpió sus palabras cuando se dio cuenta de que acababa de
admitirlo.
—Todas esas cosas salen de aquí —dijo Olivia señalando al pecho. —Cuando le conociste, si
hubiera ido vestido como un gachó, como un no-gitano, ¿habrías sabido que era gitano?
—No me preguntes eso —dijo Emily llorando. —¡Olivia, nunca lo entenderías!
«Oh, sí, lo entendería —pensó Olivia en silencio. —Mucho más de lo que te imaginas...»
—Olivia... lo que sugieres... ¡es imposible!
—¿De verdad? —Olivia hizo una pausa. —¿Quieres saber lo que pienso?
Emily apretó las rodillas contra su pecho.
—¡Me lo dirás de todas formas!
Olivia esbozó una sonrisa. Luego esa sonrisa murió en sus labios.
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—Lo que se interpone en tu camino no tiene nada que ver con Andre —dijo con calma. —Odias
al gitano que mató a papá por lo que hizo, pero no debes odiar a Andre por lo que hizo otra
persona.
Alargó la mano y le acarició el cabello, con la mirada tan atormentada como la de Emily.
—Por favor, procura entender que no pretendo hacerte daño cuando te digo esto —le
manifestó con ternura. —Solamente quiero lo mejor para ti, cariño. Deseo que seas feliz, pero
claramente no lo eres. Y si te niegas a ver lo que tu corazón te dice a gritos, entonces quizás...
quizás todavía sigas estando ciega.
Se inclinó hacia delante y besó a su hermana en la frente.
—Te veré a la hora de la cena. ¿Por qué no descansas un rato?
Emily la vio marcharse, con el semblante preocupado. «¿Descansar? —repitió mentalmente con
desmayo. —Sería incapaz de descansar ni una pizca». Apoyó la barbilla en las rodillas. Su mente no
podía parar de dar vueltas; ¡pensaba en Andre, todos sus pensamientos estaban dedicados a él, y
siempre sería así!
Ojalá fuera capaz de encontrar el valor de admitirlo, las palabras de Olivia eran más que ciertas.
Durante ese tiempo sin Andre, se había sentido deprimida, parecía como si le faltara un trozo de
su alma.
Se le vino a la mente el recuerdo abrasador de la mañana en que recuperó la vista. Si no
hubiera sido por Andre, puede que nunca lo hubiera intentado... El la había animado, la había
empujado, la había instado a ello una y otra vez. Entonces se dio cuenta de que él seguramente
había anticipado cuál sería su reacción al descubrir que él era gitano.
Pero eso no se lo había impedido.
Tenía el corazón atrozmente atenazado. El había dicho que la amaba. La amaba. Eso era lo
único que Emily no se cuestionaba. Se había arriesgado a su rechazo, sacrificándolo todo, sabiendo
perfectamente que tenía muchas probabilidades de perderla.
Y eso no se lo había impedido. Solamente había pensado en ella... solo en ella. ¿Y cómo se lo
había pagado?
Una oscura vergüenza invadió todo su ser. En ese momento no se sentía muy orgullosa de sí
misma. De hecho, se sentía insignificante y estrecha de miras.
Olivia tenía razón, pensó con una punzada de remordimiento. Se estaba escondiendo de sí
misma, escondiéndose de la verdad. ¿Qué iba a hacer al respecto?
La pelota estaba en su tejado.
Sólo tenía que tomar una decisión.
Olivia vio a Andre en Ravenwood al día siguiente. Le habían alojado en una habitación del ala
este, donde ella limpiaba ese día. Por la tarde, cuando tuvo un poco de tiempo libre, fue a verle a
su habitación. Estaba sentado en una silla junto a la ventana, mirando al bosque. Se había puesto
una camisa limpia y pantalones ajustados, seguramente de Dominic. Aparte del vendaje blanco
alrededor de la frente, se alegró de comprobar que se le veía razonablemente bien. Se advertía
claramente una franca mejoría.
Tocó con los nudillos en el marco de la puerta.
—Hola —saludó.
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Él la miró. Un rubor bajo su piel le delató cuando ella entró en la habitación; sabía que la había
reconocido.
—Hola —murmuró.
—Vaya —dijo ella, —volvemos a encontrarnos.
Sonriendo levemente, se puso en pie. Su expresión era de cautela mientras la veía acercarse.
Los ojos de Olivia se dirigieron al vendaje de la cabeza.
—¿Qué tal te encuentras?
—Oh, estoy bien. El conde ha llamado a un médico, aunque yo le dije que no hacía falta. —Una
atractiva sonrisa hizo una breve aparición. —Me han dado golpes peores que este cuando
boxeaba.
—De todas formas, deberías quedarte quieto unos días.
Él hizo una mueca.
—Eso es lo que ha dicho el médico.
Reinó un silencio incómodo. Ninguno de los dos parecía saber qué decir. Finalmente ella
decidió que no había más remedio que abordar el tema que ambos tenían en mente.
—Supongo que te estarás preguntando por Emily.
Una chispa saltó en sus ojos al mencionar su nombre, pero luego sus rasgos se volvieron
prudentes.
—¿Cómo está? ¿Todavía ve?
—Su visión es excelente. Todavía sus ojos están un poco sensibles a la luz brillante, pero aparte
de eso, es como si nunca hubiera estado ciega. Es muy raro. —Movió levemente la cabeza.
—Está convencida de que el cristal que le di la ha curado.
—Lo que yo creo es que has sido tú.
Él parecía perplejo, pero no dijo nada.
—Yo creo que fue tu amor por ella lo que le ha permitido ver nuevamente —continuó. —Yo ni
siquiera sabía nada de ti hasta hace unos días, pero. * observé un cambio en ella. Ahora sé que fue
por ti. —Hizo una pausa, luego dijo en voz baja: —La amas, ¿verdad?
—Con todo mi ser —dijo simplemente, pero después una fugaz desesperación cruzó su
semblante.
Olivia estaba sufriendo por dentro, sabía el dolor que él debía de sentir. Procuró darle ánimos.
—Ella te ama, Andre.
—No —dijo con rotundidad. —Me odia. Me lo dijo.
—Está perdida sin ti. Bueno, ya sé que esto no es de mi incumbencia, pero... no te vayas ahora.
Por favor, no te unas a los gitanos todavía. —Le posó la punta de los dedos en la manga. —No... no
deseo darte falsas esperanzas, pero dale un poco de tiempo —le rogó. —Dale un poco de tiempo
para que acepte sus sentimientos... y para que te acepte a ti.
Permaneció en silencio largos momentos.
—Lo intentaré —dijo por fin, pero tenía los ojos sombríos.
Dicho eso, lo dejó solo.
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Se reprendió a sí misma mientras bajaba hasta el vestíbulo. ¿Quién era ella para dar consejos?
Ella también estaba sufriendo lo suyo, preguntándose qué pasaría con ella y Dominic. Se había
acostado con él dos veces, ¡dos! ¿Significaba para él lo mismo que para ella? ¡Ojalá lo supiera!
A última hora de la tarde se preparó para volver a casa. Acababa de cerrar la entrada trasera
del vestíbulo cuando oyó que la llamaban.
Era Dominic. Se dirigía hacia ella dando grandes zancadas desde los establos. Lleno de polvo y
manchado del viaje, estaba despeinado y desaliñado. Cuando llegó esa mañana a Ravenwood, él
ya se había marchado. Fue la señora Templeton quien le dijo que había partido al amanecer. Muy
a su pesar, el pulso se le aceleró al ritmo del corazón. Lucifer trotaba junto a él, con la lengua
colgando por un lado de la boca. Cuando el sabueso la vio, saltó hacia ella.
Le acarició la cabeza con la mente en otra parte mientras esperaba a su amo.
—¿Los ha encontrado? —preguntó en cuanto le tuvo cerca.
Aparecieron profundos surcos junto a su boca. Llevaba la respuesta escrita en sus hombros
cansados. A Olivia se le cayó el alma a los pies cuando él la arrastró hasta un punto a la sombra del
alero de los establos.
—Casi todos los habitantes del pueblo también han estado buscando —dijo con aire adusto. —
Nadie ha encontrado nada.
—¿Ha visto a Charlotte? —Olivia había parado en su casa esa mañana, pero su madre le había
dicho que aún se encontraba durmiendo, ya que se había pasado casi toda la noche llorando. Para
no molestarla, Olivia había seguido su camino a Ravenwood.
Dominic asintió.
—¿Cómo está?
Hizo una mueca.
—Como se puede imaginar, supongo.
Pasaría a visitarla esa noche de regreso a casa, se propuso Olivia. Con los ojos nublados, miró a
Dominic.
—¿Quién habrá hecho algo semejante? ¿Y por qué? ¿Por qué llevarse a dos niños de su casa y
arrancarlos de su familia? —Se estremeció al recordar la horrible escena en el campamento
gitano. —¿Cree que pueden haberlo hecho para echarle la culpa a los gitanos?
—He llegado a pensarlo —admitió. —Verdaderamente ha funcionado. Los gitanos se enfadaron
al ser acusados y se han marchado, partieron anoche. —Se quedó callado, con la frente arrugada.
—Aunque si fuera ese el caso, ¿por qué los niños no han aparecido hoy?
Reprimió un estremecimiento. ¡Colin y Lucinda debían de estar aterrados! ¿Estarían solos?
¿Juntos? ¿Estarían vivos todavía...? No. ¡No! Ni siquiera podía pensar en ello. No lo haría.
El ceño de Dominic se hizo más profundo.
—A lo mejor ha sido alguien que también me tiene ganas a mí.
Le miró con dureza.
—No funcionó, ¿o sí? ¿La gente del pueblo ha...?
—Todo ha ido bien esta mañana —le aseguró. —Pero anoche el hombre, el que gritó. ¿Sabes
quién me apuntó con el dedo?
—No sabría decir quién era. Ni puedo pensar en nadie que le quiera tan mal... —De repente se
frenó.
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Dominic entrecerró los ojos.
—¿Qué, Olivia? ¿Qué pasa?
Se mordió el labio.
—Estaba pensando en William —dijo lentamente. ¿Qué había dicho?: «Tu querido conde gitano
puede que no esté aquí para siempre, y entonces, ¿qué harás?». En ese momento pensó que se
refería a que Dominic volvería a su residencia de Londres, o a otra parte. Pero ahora...
Dominic soltó una carcajada.
—¡Cómo! ¡No me diga que no es uno de mis admiradores más incondicionales!
Ella frunció el ceño.
—Un poco de seriedad, por favor.
—Venga, estoy hablando en serio, Olivia. Estaba entre los que buscaban hoy a los niños,
aunque no cruzamos palabra. ¿Por qué ha pensado en él?
—Porque usted no... no le gusta.
—¿Le desagrado lo suficiente como para llegar a este extremo?
Olivia respiró hondo.
—No lo sé.
Dominic la estudió.
—¿Por qué me odia tanto? ¿Porque soy medio gitano?
—No es eso. —Le restó importancia. —Es porque...
—¿Porque qué?
¡Maldita sea! ¿Por qué era tan insistente? Era como si estuviera acorralándola para que le
dijera... ¿para que le dijera qué? ¿Que lo amaba?
—¿Olivia? —Se quitó los guantes y le cogió las manos.
Ella intentó desasirse, pero él no se lo permitió. Le apretó los dedos con los suyos, fuertes y
cálidos.
—Porque... sabe lo nuestro —le soltó de golpe. —¡William sabe lo nuestro!
El la atrajo hacia sí, tan cerca que sus pequeños pies fueron a parar entre sus botas. Unos ojos
color zafiro recorrían su rostro dulcemente, provocando un remolino en sus sentimientos.
—Ya veo —murmuró. —¿Sabe que somos amantes?
Ella estaba horrorizada.
—¡No! ¡Jamás le contaría tal cosa!
—¿Entonces qué es lo que sabe de nosotros exactamente?
Le miró el ángulo de la mandíbula, incapaz de reunir el coraje suficiente para mirarlo a los ojos.
—Que usted me... agrada —terminó por decir débilmente.
—¡Vaya, esto sí son buenas noticias! ¿De verdad le agrado, Olivia?
Levantó la cabeza y lo miró, al menos lo intentó. En su voz había un ligero matiz de humor. Dios
santo, solo faltaba que le preguntara cuánto le agradaba...
A partir de ese momento fue incapaz de mantener su mirada apartada de él por más tiempo.
Sus ojos se encontraron.
—Sabe que sí —confesó sin remedio.
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Él lo sabía, o al menos estaba empezando a darse cuenta; de hecho, rezaba por ello dado que, a
su manera, él estaba tan inseguro como ella, y se consideraba igual de vulnerable. Y precisamente
en ese momento necesitaba la seguridad que solamente su promesa podía darle.
—¿Se quedará un poco más?
—Lo haría si pudiera. Pero no puedo. Tengo que volver con Emily.
El asintió. Olivia agradeció que no la presionara más. Pero él todavía no estaba preparado para
dejarla marchar. La agarró por la cintura con usa mano. Con la otra le acercó la boca a la suya, y
luego no hubo necesidad de forzarla a nada más. Sus labios se abrieron bajo los suyos, como una
flor bajo el calor abrasador del sol. Fue todo lo que un beso debe ser, todo lo que deseaba que
fuera, dulcemente tierno y maravilloso, de cortar el aliento de principio a fin. El emitió un sonido
grave desde el fondo de la garganta. Con las manos apretó las caderas de ella contra las suyas...
Alguien tosió discretamente detrás de ellos.
—Disculpe, milord, pero se requiere su presencia en la casa.
Era Franklin. Dominic ahogó un gemido. De mala gana, se apartó de los labios de Olivia.
—Iré enseguida —dijo sin siquiera darse la vuelta.
—Muy bien, milord. —Franklin se fue tan silenciosamente como había llegado.
Le pasó la punta del dedo por la nariz, su expresión transmitía su pesar.
—Debo irme.
La mirada preocupada de ella buscó la de él.
—¿Qué hacemos con William?
Los ojos azules de Dominic echaban chispas, y súbitamente se tornaron duros como el acero.
—Creo que mañana por la mañana le haré una visita.
—¡Dominic, espera! —Le cogió por el brazo. —Por favor, ten cuidado.
Se inclinó y aprovechó para darle un último y fugaz beso.
—Lo tendré —prometió, y luego se marchó.
El camino de vuelta a casa esa noche le pareció más largo que nunca. Aunque no quería pensar
en ello, no podía evitar la sensación de que algo estaba a punto de ocurrir, algo horrible. Le dio un
escalofrío. Habría deseado que Lucifer estuviera junto a ella. Lo había llamado, pero no se lo veía
por ninguna parte, y estaba deseando llegar a casa.
Aminoró la marcha. Se llevó una mano al pecho y sacó el pañuelo del corpiño. Quizás era una
tontería, pero le proporcionaba consuelo mirarlo. Sonrió con nostalgia; desde el día en que se lo
había encontrado en el cajón, lo llevaba siempre consigo/junto a su corazón, a todas horas del día.
De repente oyó unos pasos corriendo. Le pareció ver un movimiento rápido en el bosque, y
luego una mano se agarró a su manga. Se dio la vuelta, tan asustada que no se dio cuenta de que
el pañuelo se había caído a sus pies.
Era Robert Gilmore.
Le faltaba el aliento, jadeaba del esfuerzo. Parecía que lo estaban persiguiendo.
—¡Señorita Sherwood, gracias al cielo que está aquí! ¡He encontrado a los niños!
—¡Los ha encontrado! ¡Oh, señor Gilmore, gracias a Dios! —Dio un grito de alegría. —¿Dónde
están?
Señaló hacia el bosque.
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—El niño... está herido. ¡Debemos darnos prisa, antes de que sea demasiado tarde!
—¡Colin! ¡Oh, no! ¿Está muy mal?
Negó con la cabeza.
—¡No sabría decírselo! Necesito su ayuda para traerlo.
—¿No deberíamos ir al pueblo para buscar socorro?
—¡No, no tenemos tiempo para eso!
Gilmore la agarró por el codo y empezó a tirar de ella hacia los arbustos.
—¡Rápido! ¡Por aquí!
A Olivia no se le ocurrió resistirse. Si Colin estaba mal herido, el tiempo era vital. Haría todo lo
posible para ayudarlo. Corrió junto al señor Gilmore y ambos se adentraron juntos en el bosque.
La maleza era cada vez más densa. Se le clavó una piedra en la suela del zapato al pisar una rama
caída. Un estremecimiento le recorrió la espina dorsal; estaba oscuro y había muchas sombras; los
últimos rayos de la tarde apenas penetraban por las copas de los árboles.
Se detuvo para recobrar el aliento.
—¡Señor Gilmore! ¿Falta mucho?
—No está lejos. Es un pabellón de caza, justo pasado aquel árbol. —Señaló hacia el este.
Olivia siguió la dirección de su dedo. Acertó a ver una chimenea en ruinas.
Animada, apretó el paso detrás de él. Enseguida llegaron a la puerta del pabellón de caza. Era
una vieja construcción, y estaba en muy mal estado. Tenía el tejado lleno de musgo. Parecía que
no había sido utilizado en mucho tiempo.
Gilmore abrió la puerta y le hizo señas para que pasara. Olivia entró. El interior estaba sucio, sin
muebles.
Olivia frunció el ceño.
—¡Espere! Aquí no hay nadie...
La puerta se cerró tras ella. Gilmore se le puso justo detrás. Tenía la cabeza ladeada y sonreía...
Con una sonrisa que le heló la sangre.
El corazón empezó a latirle con fuerza. Se dio cuenta demasiado tarde... El la había estado
esperando. Le había pedido a Dominic que tuviera cuidado, sin imaginarse por lo más remoto que
era ella quien estaba en peligro. ¡Ojalá hubiera estado acompañada por Lucifer...!
Pero ya era demasiado tarde. Alguien la cogió del brazo por detrás y se lo retorció. Con un
alarido, se dobló por la cintura. Recibió un contundente golpe en la parte de atrás de la cabeza.
Se desplomó en el suelo sin hacer ningún sonido.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2211
Olivia fue recuperando la conciencia. Le dolía la cabeza atrozmente. Por un momento no
recordó dónde se encontraba y se preguntó por qué el suelo estaba tan duro y frío bajo su mejilla.
Entonces súbitamente recobró la memoria; conmocionada de saberse viva todavía.
Intentó moverse, pero solo consiguió que le dolieran los hombros, le habían atado las manos a
la espalda. Sentía el roce áspero de la cuerda penetrando en su delicada piel. También le habían
atado los tobillos.
—Así que ya está despierta.
Gilmore otra vez. Tuvo que esforzarse para verlo, la sombra de una pesadilla inundaba aquel
lúgubre lugar. No había cristales en las ventanas. Las habían tapiado desde fuera; la única
iluminación era la que entraba por las rendijas. Cuando sus ojos se adaptaron a la tenue luz, echó
la cabeza hacia atrás, sin importarle que el brillo de sus ojos delatara el odio que rezumaba. Se
apoyó sobre una pierna y alargó una mano para acariciarle la mejilla.
Olivia apartó bruscamente la cara, intentando eludir su roce.
Se echó a reír, con una carcajada siniestra y tétrica.
—Supongo que se estará preguntando de qué va todo esto, ¿verdad?
—Confieso que lo he pensado —le soltó. —Fue usted quien se llevó a los niños, ¿no es así?
Le brillaron los ojos.
—Chica lista.
Ella le miró furiosa, la aversión que sentía por él le atenazaba el estómago.
—¿Por qué? ¿Por qué había de hacer tal cosa? ¡Ellos no le han hecho nada! ¿Por qué quiere
hacerles daño?
—Nadie les ha hecho daño, ni se les hará mientras todo salga según lo planeado. En cuanto al
por qué... bien, sirvieron para cumplir mis propósitos perfectamente: la han traído hasta aquí. Y
anoche, oh, por un momento creí que no habría necesidad de llegar más lejos. Habría convencido
a los demás de que él era quien había secuestrado a los niños.
—¿Él?
—¡El conde gitano! —Gilmore casi escupió las palabras.
A Olivia se le secó la bo.ca.
—Así que fue usted quien le acusó.
—Sí, así es, fui yo. Y podría haberlos convencido, ¡si no hubiera sido por usted! —Levantó los
labios, dejando ver los dientes. —Pero no, ¡usted tenía que sacar la cara por él y defenderle! ¡Le
habrían matado en aquel momento y allí mismo! ¡Aquí el bastardo gitano está fuera de lugar! ¿Se
imagina? ¡Se cree que es un conde! ¡Se piensa que es mejor que los demás, pero es un gitano, no
es digno de lamer mis botas!
—¿Por qué? —fue todo lo que acertó a decir. —¿Por qué? ¿Solo por ser medio gitano?
—¡Porque este no es su sitio! ¡No los queremos aquí! Ya se lo advertí. Le dije que se deshiciera
de ellos, que lo lamentaría si no lo hacía. Pero no me escuchó, ¡así que ahora lo va a pagar caro!
Olivia luchaba por permanecer en calma.
—Se olvida, señor Gilmore, de que los gitanos ya se han ido.
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—¡Pero él sigue aquí!
Olivia negó con la cabeza, incrédula.
—¿Por qué lo odia tanto? No le ha hecho nada, los gitanos no le han hecho nada...
—¿Ah, no? Bien, déjeme que la ilustre, señorita Sherwood. Han arruinado mi vida. Arruinaron
la vida de mi padre, ¡y le robaron la vida a mi madre!
Olivia lo miraba perpleja.
—Sí, señorita Sherwood, sé que piensa que estoy loco, pero no lo estoy —prosiguió: —Me
conoce de toda la vida, pero no siempre he vivido en Stonebridge. No, de niño vivía en el sur de
Inglaterra, en Dorset. Un verano de hace mucho tiempo los gitanos se instalaron allí. Mi padre
visitaba el campamento a menudo, le decía a mi madre que era para convencerlos de que se
marcharan. Pero no era verdad. No, ¡era porque estaba fornicando entre las piernas de una puta
gitana!
Olivia respiró hondo.
—Sí, señorita Sherwood, veo su estupor. ¡Un día mi madre encontró a mi padre con la putilla
gitana! ¡Estaba tan conmocionada y avergonzada que no pudo seguir viviendo! ¿Sabe lo que hizo
mi madre entonces? Cogió un cuchillo y se quitó la vida. ¡No fue una escena muy agradable, se lo
aseguro! ¿Y sabe lo que hizo mi padre? Se dio a la bebida. Ahogó su culpa en el vino, ¡se cavó su
propia tumba! Así que no se atreva a defender a ninguno de ellos en mi presencia. Todos son
iguales, ya ve, todos son ladrones y rameras. Bueno, incluso la madre de su querido conde era una
puta, ¡y él es la prueba de ello! ¡Todos estaremos mucho mejor sin él, ya verá!
Olivia sentía ganas de vomitar. La tragedia que había vivido de niño lo había convertido en un
hombre que no sabía distinguir entre el bien y el mal.
Instintivamente se echó hacia atrás. El veneno que ensombrecía su semblante era difícil de
soportar. Aturdida, se percató de que aquello no era más que un plan para deshacerse de
Dominic. Colin y Lucinda habían sido el señuelo para atraerla hasta allí, y ella era el cebo para
atraer a Dominic.
—Por Dios santo —dijo débilmente, —tiene intención de matarlo.
Su sonrisa era una mueca distorsionada.
—Vaya si lo haré —dijo casi alegremente. —¿Le gustaría escuchar mi plan?
Olivia volvió la cara, pero seguía oyendo su voz.
—En realidad es muy simple, querida niña. Usted vino por los niños, y él vendrá por usted. Lo vi
claro el día que suplicaba ayuda en el río, ¡se tenía que haber ahogado, el muy perro! Habría
prescindido de usted, Olivia, pero vi lo que había entre los dos... y supe que haría cualquier cosa
por él. ¡Sus padres estarían consternados de verdad! ¡Y ahora se queda aquí por usted! Ya ve por
qué debe morir, ¿no es así?
El pánico se aferró a sus entrañas cuando comprendió que iba a matarla...
Y a Dominic también.
—Mañana, creo... ¡sí, mañana!.. vendrá a buscarla, ¡pero será a mí a quien encuentre. Sí,
primero lo mataré a él, y cuando los dos estén muertos, le contaré a las autoridades que lo seguí y
que descubrí que ambos habían secuestrado a los niños ¡para solo Dios sabe qué crueles
propósitos! Y desgraciadamente, me vi obligado a defenderme con objeto de salvarme a mí y a los
niños. —Sus espantosas carcajadas le clavaron espinas por todo el cuerpo. —¿No soy genial?
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Olivia negó con la cabeza.
—¿Por qué lo odia tanto? ¡No le ha hecho nada!
Tenía los ojos encendidos de puro odio.
—No necesito más que una razón, ¡es un gitano!
Asqueada por lo que iba a hacer, se quedó mirándolo.
—No se saldrá con la suya. Colin y Lucinda sabrán quién es usted...
¡No tienen ni idea! Me he cuidado mucho, se lo aseguro. Les tapé los ojos. Nunca me han visto.
Y les he llevado comida y agua a oscuras.
—¿Dónde están?
Por un momento pensó que se negaría a decírselo.
—Están aquí. En la otra habitación. —Se levantó y sonrió con rencor. —Tengo que marcharme,
señorita Sherwood. Chille todo lo que quiera —dijo complacido. —No hay nadie que pueda oírla.
Después la dejó sola. Oyó cómo echaba un cerrojo por el otro lado de la puerta. La
desesperación se alojó en su pecho. Tenía que encontrar un modo de liberarse antes de que
Gilmore llevara a cabo su plan atroz.
La luz se iba por momentos. Pronto se haría de noche.
—¡Colin! ¡Lucinda! —gritó. Contuvo el aliento, aguzando el oído.
No oyó nada.
Gritó de nuevo, y esa vez... esa vez oyó algo. El sonido estaba amortiguado, pero era
inconfundible, era el llanto de un niño.
La habitación en la que estaba era grande y cuadrada. Había una escalera al otro lado de la
desmoronada chimenea. Aunque tenía la cara mirando al rincón, acertó a ver una puerta al fondo.
Intentó ponerse de rodillas, pero, con las manos atadas a la espalda y los tobillos también
amarrados, era imposible. No le quedaba más remedio que rodar por el suelo hacia el lugar de
donde procedía el sonido. Rezó en silencio para que los niños no estuvieran arriba. Con las
extremidades inutilizadas, le sería imposible llegar hasta ellos.
Se movía lenta y penosamente. El suelo estaba muy sucio. Al arrastrarse por el pavimento, se le
clavó algo en la cadera, pero prefirió no especular sobre qué podía ser. Le dolían los hombros
espantosamente cada vez que se ponía de espaldas. Pronto empezaron a entumecérsele las
extremidades. Pero casi había alcanzado la primera puerta.
La examinó con los ojos. Cerca de la esquina inferior había un espacio entre la puerta y el
quicio. También faltaba la bisagra de arriba. Parecía bastante desvencijada.
—¡Colin! ¡Lucinda! —gritó otra vez, llamándolos. —¡Soy yo, la señorita Sherwood! ¿Me oís?
El llanto se detuvo.
—¿Señorita Sherwood? —dijo una vocecita temblorosa. La voz se iba acercando, ¡no estaban
atados, gracias al cielo! —Señorita Sherwood, ¿dónde está?
¡Lucinda!
—Estoy en la entrada, Lucinda. Lucinda, ¿está la puerta cerrada con llave?
—¡Sí! —gritó lastimosamente. —¡No podemos salir!
—Voy a intentar abrirla, Lucinda. Coge a Colin y dirigíos hacia el rincón, tan lejos de la puerta
como podáis.
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A fuerza de intentarlo, consiguió ponerse en pie. Se tambaleó como un junco mecido por el
viento. Respirando hondo, golpeó la puerta con el hombro. Esperaba que el peso de su cuerpo de
alguna manera derribara la puerta y rompiera el pestillo de la cerradura.
Se oyó crujir una de las bisagras. Entonces, como a cámara lenta, la puerta cedió. Su grito de
triunfo se ahogó cuando se cayó sobre la puerta.
Permaneció tendida unos momentos, aturdida y sin aliento. Enseguida dos pequeños cuerpos
se precipitaron sobre ella.
—¡Señorita Sherwood!
—Señorita Sherwood, ¿cómo nos ha encontrado?
El alivio inundó todo su ser, parecía que estaban bien e ilesos, aunque tenían los rostros
surcados por lágrimas.
—Lucinda, ¿me puedes desatar las muñecas?
Lucinda asintió ansiosa y empezó a deshacer los nudos con sus ágiles y rápidos deditos.
Enseguida la cuerda se deslizó por sus muñecas.
Hizo un gesto de dolor, era como si un millón de agujas calientes se le clavaran en las muñecas.
Se frotó la piel, suave y escocida, que se le había quedado entumecida, luego intentó desatarse los
tobillos. En cuestión de segundos, estaba libre. Con una neblina en los ojos, extendió sus brazos
hacia los dos niños, y luego rió y lloró mientras los abrazaba con fuerza.
—¿Estáis bien? —preguntaba una y otra vez.
A Lucinda le temblaba el labio de abajo.
—Gritamos y gritamos, pero no venía nadie.
Colin frunció el entrecejo, acongojado.
—Tengo hambre.
Olivia lo besó en la frente.
—Lo sé, pero me temo que vamos a tener que esperar un poco antes de comer. Primero
tenemos que encontrar la manera de salir de aquí.
A Lucinda le dio un escalofrío.
—¿Dónde estamos?
—En un pabellón de caza abandonado en medio del bosque. —Olivia se puso en pie y cogió a
los niños de la mano. Juntos volvieron a la habitación principal del refugio.
Colin iba agarrado a sus faldas.
—No me gusta este sitio —susurró.
Olivia le apretó la mano para tranquilizarle.
—Con suerte pronto habremos salido de aquí. —Pero desgraciadamente, la suerte no estaba de
su lado. Olivia intentó abrir la puerta principal, pero fue inútil, le habían echado un cerrojo por
fuera. Empujó con el hombro una y otra vez, pero no se movió ni un ápice. Abandonó la puerta y
empezó a golpear con las manos las tablas que tapiaban las ventanas, pero también estas estaban
bien fijadas; el interior estaba totalmente vacío, y no había nada que pudiera utilizar. La estancia
estaba sumida en la más absoluta oscuridad; vio que fuera ya era casi de noche.
Ahogó un sollozo. Pero no engañó a nadie, ni mucho menos a sí misma. Incluso si hubiera
encontrado el modo de salir del refugio, fuera estaba oscuro, y seguramente sería incapaz de
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encontrar el camino para salir del bosque de noche. Además, tenía que pensar en los niños. Si se
perdían, eso solo serviría para asustarlos aún más. Su pensamiento retrocedió a lo que le había
dicho Gilmore. «Mañana —había dicho, —mañana Dominic vendrá a buscarme, y él, Gilmore,
estará con él».
Respiró hondo para coger fuerzas. Sería mejor esperar hasta la mañana siguiente, se dijo a sí
misma. Con la luz del alba intentaría otra vez encontrar una salida de la casa, solo que en esa
ocasión con más éxito. Cuando Gilmore llegara al día siguiente, ellos ya se habrían ido.
Con un suspiro de resignación, se volvió hacia los niños. De alguna manera se las arregló para
esbozar algo parecido a una sonrisa.
—Me temo que tendremos que esperar hasta mañana para salir. Está demasiado oscuro para
poder ver nada.
Encontró un lugar más o menos limpio cerca de la chimenea y se acomodó para pasar la noche.
Se sentó en el suelo, descansando la cabeza en la pared, y reunió a los niños junto a ella.
La mano de Lucinda se deslizó entre las suyas.
—Me alegro de que esté aquí, señorita Sherwood. Ni a Colin ni a mí... a nosotros no nos gusta
estar solos.
A Olivia le dio un vuelco el corazón.
—Pero vosotros no estáis solos, ¿verdad?
Colin le puso la cabeza en el regazo.
—Quiero ir con mi mamá —susurró.
Olivia le peinó el pelo con los dedos.
—Mañana, mi cielo, mañana —le dijo, rezando para que no fuese una promesa vacía.
El hombro le dolía espantosamente a causa de la caída, y tenía una astilla clavada en la espalda,
pero si se movía podría inquietar a los niños. Se le había instalado el terror más absoluto en la
boca del estómago, pero no podía dejárselo ver a ellos. Estaban acurrucados contra ella, le caían
lágrimas de frustración mezcladas con la mugre de la cara, y le escocían los ojos. Sin duda Emily
pensaría que estaba trabajando hasta tarde en Ravenwood. Y si se retiraba temprano, como hacía
a veces, ni siquiera la echaría de menos hasta la mañana siguiente. Incluso si lo hacía, a nadie se le
ocurriría buscarla allí. Con la expresión sombría, apoyó la cabeza contra la pared.
Le gustara o no, no le quedaba más remedio que esperar.
Emily se acercó a la puerta y miró hacia fuera por enésima vez durante la última hora. Olivia
había llegado tarde otras veces, pero nunca así de tarde. Con paso agitado, no paraba de dar
vueltas por el salón. Una extraña inquietud la corroía por dentro. Era algo muy diferente a
cualquier cosa que hubiera sentido antes. No podía reprimir la sensación de que algo no iba bien.
Finalmente cogió su chal y se lo echó sobre los hombros. La preocupación por Olivia restaba
importancia a todo lo demás. Cuadró los hombros y salió al fresco de la noche. Si se encontrara a
Olivia por el camino, sin duda se enojaría con ella por haberse aventurado a salir sola por la noche.
Y si por casualidad se encontraban antes de llegar a Ravenwood, mucho mejor, así al menos sabría
que Olivia estaba bien.
Sin embargo, Emily no se encontró con su hermana en el trayecto. De hecho, con cada paso que
le acercaba a Ravenwood, aumentaba la certeza de que algo malo estaba pasando.
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Por fin la imponente mansión de ladrillo se alzó ante su vista, oscura contra el cielo azul noche
iluminado por una luna incipiente. Temblando con un escalofrío que nada tenía que ver con el
frescor de la noche, subió la escalinata de piedra que conducía hacia la enorme puerta de entrada.
Agarró con los dedos la aldaba de latón. Reuniendo todo su valor, llamó con fuerza.
El sonido se hizo eco en el interior. Cambió el peso de una pierna a otra y esperó. Era tarde.
Había bastantes probabilidades de que todos sus moradores estuvieran ya metidos en la cama.
Incapaz de dominar su impaciencia, había levantado ya los dedos de nuevo para coger la aldaba
cuando la puerta se abrió de par en par. Emily se encontró frente a un caballero de pelo blanco
que la miraba extrañado.
—Perdone la intromisión a estas horas —dijo precipitadamente. —Soy Emily Sherwood. Me...
me preguntaba si mi hermana estaría aquí.
El hombre parecía sorprendido.
—¿Olivia? ¿Usted es la hermana de Olivia?
—Sí, señor. Ya ve, es muy tarde y... ella normalmente ya suele estar en casa a esta hora... y yo...
pensaba que quizás seguiría aquí...
El hombre hizo un gesto negativo con la cabeza.
—No creo que...
No pudo continuar. Otro hombre había aparecido en el vestíbulo. Alto, de pelo oscuro y rasgos
aguileños, tenía tal aire de autoridad que Emily supo al instante que se trataba del conde.
—¿Olivia? —intervino de repente. —¿Está buscando a Olivia?
Ella asintió.
—Sí. —Le temblaba la voz. —Debería estar en casa hace tiempo.
Su semblante denotó perplejidad.
—Se marchó de aquí hace horas —dijo con extrañeza en la voz.
Sus ojos se encontraron, ambos alcanzaron a ver en el otro el mismo temor. Fue Emily quien lo
expresó en voz alta, apenas sin poder hablar a causa del nudo que tenía en la garganta:
—¿Entonces dónde está?
—Lo ignoro —dijo desalentado, —pero le aseguro que la encontraré aunque sea lo último que
haga.
La invitaron a pasar al vestíbulo y él empezó a dar órdenes.
—Franklin, encárguese de preparar una habitación para la señorita Sherwood. Que alguien vaya
a los establos. Necesito a Tormenta ensillado y listo. —La miró y dijo: —Se quedará aquí, ¿verdad?
Naturalmente que sí. No pienso dejarla volver a casa sola esta noche.
Él tenía la mente en otra parte. Ya se había puesto en camino. Emily se quedó donde estaba,
bastante aturdida. Olivia estaba desaparecida. Desaparecida. Franklin la cogió por el brazo y le
mostró el camino amablemente.
—Por aquí, señorita Sherwood. Procuraremos que esté lo más cómoda posible. Si necesita
cualquier cosa, solo tiene que llamar...
Estaban subiendo las escaleras. La cabeza le daba vueltas. Todo parecía vagamente irreal. En la
distancia se añadió otra voz de barítono a la cacofonía reinante.
—Déjeme que la acompañe —le estaba diciendo alguien.
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Emily se quedó helada. Conocía esa voz, la conocía tan bien como la suya. Empujada por una
fuerza imposible de controlar, giró la cabeza por encima de su hombro.
Enmarcado por el telón de fondo de la luz de las velas había un hombre de pelo negro cuyos
rasgos permanecerían en su memoria para siempre, el único hombre que pensaba no volver a ver
nunca más...
Andre.
En su interior revivió todo dolorosamente. Una sola mirada y la batalla que estaba librando dejó
de ser tal. Pero él ya se estaba marchando... Por su mente cruzó la idea de que si le dejaba salir de
su vida en ese instante, seguramente sería parabién...
—¡Andre, espera!
El se dio la vuelta lentamente. Sus miradas se encontraron.
Emily ya estaba bajando las escaleras a toda prisa. Se detuvo a un escalón de distancia de él.
Hubo un apurado silencio.
Ninguno de los dos se dio cuenta de que Franklin se había ido. Emily anhelaba pasarle las
manos por el rostro y darle forma, necesitaba asegurarse de que era realmente él y no una imagen
de ensueño evocada por el anhelo de su alma.
—Andre, yo... ¡yo no sabía que estabas aquí! —Casi se le traba la lengua. —¿Estás... bien?
El tiempo se estiraba sin fin, tiempo en el que él no dijo nada. Ella luchaba por no llorar.
Por fin él pronunció unas palabras.
—Estoy bien —dijo brevemente.
Su expresión reflejaba desconfianza y hermetismo. Sabía que ella era la responsable, que nadie
más que ella tenía la culpa, y todo se le vino encima. El arrepentimiento brotaba de su pecho,
lamentaba todo enormemente. Contuvo un sollozo. Tenía los ojos tan inundados de lágrimas que
apenas distinguía nada.
Le revoloteó algo por delante de la cara. Levantó una mano y luego la bajó.
—No te preocupes por Olivia. La encontraremos.
—No es eso —dijo con la voz rota por el llanto. —¿Es que no lo ves? Es por ti. —Se habría
fustigado ella misma, nada estaba saliendo como debería. —Estoy... estoy muy avergonzada. Sé
que te he hecho daño y me gustaría repararlo, ¡ojalá pudiera! Oh, Andre, yo... —Algo dentro de
ella dio un giro de ciento ochenta grados, produciéndole una especie de liberación. —¡Te quiero!
Bueno, ya sé que a los gitanos les gusta ir de un lado para otro. Lo único que te pido es que me
dediques el tiempo que puedas... lo que puedas... cuando puedas...
—Emily —oyó decir con voz desgarrada. De repente ella se encontraba en sus brazos,
precisamente donde quería estar. —Emily —susurró a través de la brillante nube de su cabello, —
siempre estaré aquí... si tú me quieres.
Se le paró el corazón, luego volvió a latir con latidos fuertes y acompasados. Echó la cabeza
para atrás y lo miró.
—¿Qué quieres decir?
—Te amo, princesa. Y siempre te amaré.
Una oleada de emoción le abrazó el pecho, tan fuerte que casi le dolía.
—¿Me estás diciendo que no te vas? —Casi le daba miedo pronunciar esas palabras por si se
convertían en realidad. —¿No te vuelves con los gitanos?
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Un amago de sonrisa ribeteó sus labios.
—No me voy a ninguna parte —dijo con voz suave, —no sin ti. Yo nunca te alejaría de tu casa,
de tu hermana. Yo nunca podré darte nada tan grandioso como todo esto... —Paseó la mirada por
la habitación. —Pero puedo darte todo lo que tengo, si tú me aceptas.
Emily se quedó pasmada. La alegría le estallaba por dentro. Con un grito de júbilo le cogió la
cabeza a Andre y la acercó hasta la suya para darle un dulce y prolongado beso. Perdidos en un
mundo de ciego placer, ninguno de los dos emergió hasta que alguien se aclaró la garganta.
Emily se ruborizó cuando vio a Dominic detrás de Andre. Este se dio la vuelta, deslizando el
brazo por la cintura de Emily y estrechándola contra sí.
Dominic levantó una comisura de la boca.
—Comprendo que prefieras quedarte aquí—dijo.
Andre se mantuvo firme en su decisión.
—Cubrirás el doble de terreno si voy contigo. —Se giró hacia Emily. —Procura descansar —
murmuró.
A Emily se le ensombrecieron los ojos. Le agarró las manos, con la mirada suplicante.
—Por favor, ten cuidado... —Miró también a Dominic. —Los dos.
Andre se inclinó sobre ella y la besó en los labios, luego ambos partieron.
Por suerte la luna estaba alta, lo que en gran medida ayudaba en la búsqueda. Entre los dos,
cubrieron la distancia entre Ravenwood y la casa varias veces, además de una buena parte del
bosque.
No había rastro de Olivia.
La primera luz del alba teñía el cielo del levante con un brillo rosado cuando por fin Dominic
decidió hacer un alto, a mitad de camino entre el pueblo y Ravenwood. Andre también frenó su
montura.
—No puede haber desaparecido así como así —afirmó Andre con calma.
—Primero los niños y ahora ella. —Dominic tenía la mandíbula tensa. ¿Dónde diablos estarían?
Se maldijo a sí mismo hasta más no poder. Aún era de día cuando se marchó, pero se culpaba a sí
mismo. Debería haberse encargado de que Lucifer la acompañara.
Andre lo miró.
—¿Nos ayudaría la gente del pueblo a buscarla?
El semblante de Dominic estaba tenso cuando asintió.
—Iré hasta allí y daré la voz de alarma... —Se detuvo súbitamente. Entrecerró los ojos.
Lucifer se acercaba trotando. Estaba ladrando, con un ladrido agudo y cortado, tenía las patas
traseras separadas y el rabo en alto. Con las orejas enhiestas, no paraba de mirar a su amo.
Dominic frunció el ceño..
—¿Qué rayos...? —Espoleó a Tormenta hacia él.
Lucifer ladraba aún con más furia, como si estuviera excitado por haber atraído por fin la
atención de su amo. Dominic desmontó y se acercó a pie. Puso la mano en el lomo del animal.
—¿Qué ocurre, Lucifer? ¿Qué has encontrado?
Lucifer gimoteó y pegó la panza al suelo; con la nariz empujaba algo en el barro.
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Dominic se agachó. Entonces lo vio... un trozo de lino caído en la cuneta a un lado del camino.
Lo sacó del barro y lo levantó.
Arrugó la frente. Era un pañuelo, su pañuelo, ya que llevaba sus iniciales, DSB, bordadas en el
pico. Mientras estaba a oscuras no habían podido verlo.
Tomó aire, sonó como un bufido. Algo bailaba en su memoria. Era el pañuelo que él le había
dado la noche que se conocieron, cerca de ese mismo punto del camino. Se derramó un dolor
descarnado sobre todo él. «Olivia —gritó en silenció. —Olivia, ¿dónde estás?». Agachó la cabeza,
se llevó el pañuelo a la nariz y la boca e inhaló profundamente. Apreciaba el olor de la tierra
húmeda y otra fragancia... la fragancia a rosas de ella.
Levantó la cabeza. Lucifer lo miraba con los ojos abiertos y expectantes. El sabueso gimoteaba,
con un tono plañidero y con el morro posado sobre las patas estiradas.
Dominic le dio a oler el pañuelo. Lucifer lo olisqueó, luego se dirigió a sus pies. Se movía en un
círculo, como si ya supiera lo que se requería de él...
Dominic se levantó.
—Lucifer —ordenó, —busca a Olivia. ¡Busca a Olivia!
Lucifer dio un ladrido, luego salió disparado.
Dominic y Andre le pisaban los talones.
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CCAAPPÍÍTTU
ULLO
O 2222
Fue el aullido distante de un lobo lo que despertó a Olivia de su sopor. Se movió un poco, tenía
los brazos curiosamente pesados. Y nunca había sentido la cama tan dura, ¡era de lo más
incómoda! El aullido se oyó de nuevo. Se preguntaba enojada quién estaría cazando tan cerca de
su casa. Entonces la realidad empezó a filtrarse poco a poco. No estaba acurrucada en su cama, se
encontraba sentada en el frío y húmedo suelo de un pabellón de caza abandonado. Y no era un
lobo. Era...
—Lucifer —susurró. Abrió los ojos de golpe y dio un grito de alegría. —¡Lucifer! ¡Colin!
¡Lucinda! ¡Nos ha encontrado! —Los zarandeó para despertarlos.
Colin se restregó los ojos con los puños. Lucinda parpadeaba soñolienta, mirándola como si
hubiera perdido el juicio.
Olivia los abrazó con fuerza, llena de júbilo.
—¡Vamos niños, tenemos que levantarnos!
Ayudó a Colin a levantarse del suelo. Lucinda se estiró dando un gran bostezo. Los tres se
pusieron en pie y se estiraron las arrugas de la ropa lo mejor posible, mientras el ladrido se oía
cada vez más cerca.
Cascos de caballo parecían hacer temblar toda la tierra, luego se detuvieron bruscamente.
Hubo un murmullo de voces masculinas y luego alguien arrancó el cerrojo de fuera.
Ella guiñó los ojos cuando entró la claridad de fuera. Por un instante, se dibujó la silueta de un
hombre en la puerta, con las piernas separadas y los hombros anchos.
—¿Olivia?
Era Dominic. Un impulso irresistible la precipitó ciegamente hasta él.
Sus poderosos brazos la rodearon con fuerza. La mano que acariciaba sus cabellos no estaba del
todo firme.
—¡Dios, pensaba que te había perdido! —Le pasó el dedo bajo la barbilla y se la levantó. —
¿Estás bien? —Examinaba impaciente su rostro.
Ella sonrió trémula.
—Ahora sí.
—¿Y los niños?
Miró detrás de ella hacia donde se encontraban los pequeños.
—Hambrientos y con frío, sospecho.
Vio que Colin ya estaba pegado a la pierna de Dominic. Le cogió en brazos y lo abrazó, luego
volvió a dejarle en el suelo. Lucinda le sonrió tímidamente. Olivia vio a Andre en el umbral de la
puerta y lo saludó con la cabeza. Lucifer trotaba por el refugio, moviendo el rabo como un loco.
—¿Cómo nos habéis encontrado? —quiso saber Olivia.
—Tenemos que agradecérselo a Lucifer. Encontró tu pañuelo en la cuneta del camino... —Una
cautivadora sonrisa iluminó su rostro. —¿O quizás debería decir mi pañuelo?
Todos se encontraban ya bajo el sol de la mañana. Colin había visto los caballos y dio un grito
de alegría.
La sonrisa de Dominic se desvaneció.
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—¿Qué ha sucedido, Olivia? ¿Quién ha hecho esto?
Olivia no tuvo tiempo de responder. Antes de que pudiera decir una palabra, se oyó una voz ya
conocida.
—No necesita contestar, querida niña. Puedo hablar por mí mismo.
—Gilmore salió de detrás del refugio.
Tenía una pistola en la mano y apuntaba directamente al pecho de Dominic.
Olivia palideció.
Gilmore lo miró con malicia.
—¡Vaya, sí que es amiga de estos demonios... no sólo uno, sino dos, han venido en su ayuda!
Ha elegido mal, señorita Sherwood. —Su mirada burlona revoloteó hasta Dominic. —En cuanto a
usted, milord, me ha ahorrado el trabajo de ir a buscarlo. De todas formas, su rescate ha llegado
en mal momento, porque ahora me temo que tendré que matarles a todos en lugar de a usted y a
la dama solamente.
Dominic se encaró a él valientemente.
—Si es a mí a quien quiere, deje marchar a los demás.
Gilmore soltó una risotada.
—Oh, no lo creo, mi querido y apreciado milord, ¡no lo creo! No soy tan estúpido como piensa,
¡irán derechos a las autoridades! ¡Además, de este modo me desharé de todo el lote! —Una
amenaza en estado puro cruzó su semblante.
Junto a Andre estaba Lucifer, que gruñía enseñando los dientes.
Gilmore movió el cañón de su pistola en dirección hacia él.
—¡Haced callar a ese perro o lo mataré de un tiro!
No tuvo la oportunidad. Lucifer saltó por el aire como un resorte. Gilmore intentó detenerlo
con una mano. Tenía los ojos desencajados por el miedo. El perro se le echó encima, con todo su
peso, nada despreciable, y lo derribó por el suelo.
Todo ocurrió en el tiempo suficiente para que Dominic pudiera arrebatarle la pistola. Tenía a
Lucifer justo frente a su cara, granándole.
Gilmore chillaba y se cubría la cabeza con las manos.
—¡Quitádmelo de encima! —gritaba. —¡Llamad a la bestia, os digo!
Andre había entrado en el refugio y había cogido las cuerdas con las que había amarrado a
Olivia. Ató con rapidez y agilidad las manos de Gilmore para que no pudiera hacer más daño.
En menos de una hora, un cabizbajo Robert Gilmore fue depositado en manos de los guardias.
Fue entonces cuando Olivia le contó a Dominic y a Andre la razón que había detrás del retorcido
plan de Gilmore... que era algo más que odio hacia los gitanos, y que su padre se acostaba con una
mujer gitana y su esposa descubrió la relación.
—Su madre se suicidó —concluyó Olivia de manera sombría, —y su padre se dio a la bebida.
Gilmore culpaba a los gitanos, y ha ido alimentando su odio durante todos estos años. Qué ironía,
al final el único que se ha hecho daño ha sido él —reflexionó con calma durante unos instantes. —
Irá a la cárcel, ¿verdad?
—Es lo mínimo que se merece. —Dominic no estaba tan inclinado a ser benévolo. —¡Por Dios,
Olivia, nos habría matado... a todos, incluso a los niños!
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Olivia miró por encima de su hombro. Andre se había quedado a cierta distancia, con Colin y
Lucinda. Inclinó la cabeza.
—Hablando de los niños, creo que es hora de llevarlos a su casa.
Poco después, Colin estaba de vuelta con su madre y con su abuela, y Lucinda también regresó
con su familia. La madre de Lucinda lloraba abiertamente. Se abrazó a Dominic, y también a
Andre, dejándolos perplejos con su efusividad. El padre de la niña, a su vez, les dio palmadas a
ambos en el hombro.
Ya estaban todos de vuelta en Ravenwood. Dominic ya le había informado a Olivia de que había
sido Emily quien le había alertado de que estaba desaparecida. Nada más entrar Olivia en el
vestíbulo, Emily voló escaleras abajo y se precipitó en los brazos de su hermana. Ambas se
enjugaban las lágrimas cuando se separaron para verse, pero lucían una sonrisa más luminosa que
mil soles.
Aún había algo que ignoraba, porque Dominic había decido que descubriera ella misma el
estado de la relación entre su hermana y Andre.
Andre miraba con expresión indulgente cómo se abrazaban las hermanas. Emily retrocedió un
paso y se dio la vuelta. Sus ojos se cruzaron con los de él.
Sin mediar palabra, le cogió de la mano.
Le faltó tiempo a la pareja para fundirse en un abrazo claramente amoroso, y muy efusivo, que
no dejaba lugar a ninguna duda sobre los sentimientos de ambos.
Desde donde se encontraba, junto a Dominic, Olivia notó cómo se le abría la boca, perpleja con
lo que veían sus ojos. Dominic carraspeó.
—No te quedes mirando, amor mío.
Amor mío. El pulso de Olivia no podía ir más rápido. ¿Significaba eso que había sucedido... lo
que esperaba que sucediera?
Dominic la agarró y la puso frente a él. Le cogió la barbilla y le levantó la cara hacia la suya. Sus
ojos buscaron los de ella.
—¿Seguro que te encuentras bien? —preguntó.
La tierna preocupación en su semblante le transmitió un calor que le llegó a lo más profundo de
su ser.
—Estoy bien —respondió sin aliento.
Los ojos de él se ensombrecieron.
—Bien, porque no habría sabido qué hacer si te hubiera perdido.
El tono de su voz era muy grave, tanto que la hizo temblar por dentro. Envalentonada por ello,
le puso la punta de los dedos en el pecho. Movió ligeramente la cabeza.
—No me perderás, Dominic —le confesó con suavidad, —nunca.
Sus palabras actuaron como un resorte. Dominic emitió un gemido y la atrajo hacia sí. Bajó la
cabeza. Sostuvo la boca en el aire sobre la de ella. Olivia suspiró y cerró los ojos, anticipándose ron
impaciencia a la calidez de su beso...
Pero nunca llegó.
Un grito ahogado lleno de estupor llegó a sus oídos. Olivia abrió los ojos de golpe. Emily y Andre
se encontraban a unos pasos de ellos. Emily tenía los ojos clavados en ellos.
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Dominic la soltó. Olivia esbozó una sonrisa mientras se volvía hacia la pareja. Tenía la sensación
de que Emily parecía aún más desconcertada que ella unos momentos antes. Lo supo con certeza
cuando su hermana habló.
—¡Olivia!.. Jesús bendito... ¿Pero cómo...? ¡Santo cielo! ¿Cómo...?
Dominic levantó una comisura de la boca.
—Es el destino —fue todo lo que acertó a decir.
Emily paseaba la mirada desde Dominic hasta Olivia y viceversa.
—Así que me estáis diciendo que vosotros...
Olivia sonrió débilmente.
—Mucho me temo que sí, Emily. Ya ves, el conde y yo... los dos... nosotros... ^Era su turno de
quedarse sin palabras, ¿qué podía decir? Las cosas apenas se habían afianzado entre ella y
Dominic, aunque tenía muchas esperanzas de que así fuera, y pronto.
Dominic le tomó el relevo donde ella lo había dejado, con un tono mordaz.
—Lo que tu hermana está intentando decir, Emily, es que nosotros dos nos hemos ido
acercando el uno al otro... No, me temo que una descripción más acertada sería decir que nos
hemos acercado en extremo.
Olivia sintió el calor del rubor en sus mejillas. Andre sonrió de oreja a oreja y miró a Emily.
Olivia cogió la mano de su hermana.
—Te lo habría contado —se apresuró a explicarle, —¡pero nunca encontraba el momento
oportuno! ¡Emily, tú tenías tantas dudas respecto a Andre, y yo tenía tanto miedo de que no lo
entendieras!
Emily se retorcía los dedos.
—Estaba muy confundida, ¿no es así? Pero ya no, gracias al cielo. —Las dos hermanas se
abrazaron nuevamente, después se retiraron para sonreírse la una a la otra.
Volviendo al lado de Andre, Emily le pasó la mano por el brazo. Andre le cubrió la mano con la
suya.
—Creo que me llevaré a Emily a casa para que descanse —anunció. —Todos hemos tenido una
noche muy larga.
Dominic asintió.
—Es precisamente lo que estaba pensando. Sospecho que Olivia también necesita descansar lo
suyo. —Transfirió su mirada a Emily. —¿Pensaría mal de mí si le ahorrara a su hermana el viaje de
vuelta a casa?
—Eso depende, milord. —El tono de Emily era descarado, le bailaban los ojos. —¿Son
honorables sus intenciones?
Dominic soltó una carcajada franca y abierta.
—Puede estar tranquila de que lo son, por supuesto. —Le pasó la mano por la cintura y acercó
a Olivia a su lado.
Andre y Emily se prepararon para marcharse.
—¡Ah, Emily...! —Su tono era ligero. Cuando ella lo miró por encima del hombro, Dominic le
hizo un guiño que Olivia no pudo ver—. No la espere sentada.
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—Señor, ¿qué se supone que he de entender? —Olivia procuró decir esas palabras con
indignación, pero falló estrepitosamente.
El la cogió por la mano.
—Significa que ellos quieren intimidad, y nosotros también.
—¿En serio?
—Totalmente en serio —prosiguió Dominic, —me gustaría mucho continuar nuestra
conversación de ayer por la tarde. Me parece que estaba diciendo que yo le gustaba bastante.
—¿Eso estaba yo diciendo? Lo había olvidado. —Su tono era despreocupado, sus ojos danzaban
alegremente.
—Bien, entonces no me queda más remedio que refrescarle la memoria. —Se inclinó hacia ella
y la cogió en brazos.
Olivia ahogó un grito, estaba subiendo las escaleras.
—¡Dominic! Que nos pueden ver.
—Pues que nos vean.
Ella puso cara de enfado.
—Es usted muy arrogante.
—Y usted es tan formal y mojigata como de costumbre.
Abrió la puerta de su dormitorio con el hombro y la cerró con el tacón de su bota. La dejó en el
suelo, la besó lentamente, con un beso tan inconmensurablemente dulce que a ella se le saltaron
las lágrimas.
—Mmmm —murmuró él cuando por fin levantó la cabeza. —¿Sabe cuánto tiempo llevo
esperando esto?
Unos delicados brazos le rodearon el cuello. Con las yemas de los dedos le acarició la nuca.
—Lo mismo que yo —le devolvió, con la sonrisa temblorosa.
Unos ojos tiernos vagaban por su semblante. De repente la soltó.
—Espera —le dijo.
Olivia ladeó la cabeza mientas él se quitaba la cadena de oro que llevaba colgada. Para su
sorpresa, se la puso a ella en el cuello. Murmurando algo en romaní, se llevó el anillo a los labios y
lo besó.
Ella acarició el anillo casi con devoción.
—¿Qué es esto?
Él sonrió.
—¿Una maldición gitana?
Le fulminó con una mirada burlona.
—¡Espero que no!
—No —reconoció, luego hizo una pausa. —Considéralo una... una bendición gitana. —La cogió
de la mano y la condujo hasta el borde de la cama, donde la sentó junto a él.
—Pertenecía a mi madre —dijo con ternura. —Siempre lo llevaba puesto. Y ahora... ahora me
gustaría que mi esposa lo llevara.
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A ella se le paró el corazón en ese instante, luego se vio sacudida por un estallido de júbilo
incontrolable.
—Ya —dijo tomándole el pelo, —pero no soy tu esposa.
—Pero lo serás.
Levantó una ceja.
—¿Lo seré?
—Puedes estar segura.
—¿Pronto?
El se rió de sus esperanzas.
—Muy pronto —le aseguró. —Tan pronto como hagamos los preparativos. Pero de momento...
—Su sonrisa era irresistiblemente seductora, e irresistiblemente maliciosa. —Ahora voy a llevarte
a tocar las estrellas.
—¿Y cómo lo harás?
Desrizándole los dedos por los brazos, empezó a bajarle el vestido.
—Si dejas de hablar, amor mío, te lo mostraré.
—Pero yo... yo nunca me casaría con un hombre que no me ama —dijo sin aliento.
El congeló sus manos. Ya no jugueteaban. La miró de tal manera que le temblaron las piernas.
—Pero este hombre te ama.
A Olivia se le cortó la respiración. La profundidad de sus palabras le llegó a lo más hondo de su
corazón. Las lágrimas acudieron a sus ojos, unas lágrimas que no pudo reprimir. Con un gemido, él
se las besó una a una.
—No llores, cariño. Te amo. Profundamente. ¿Es que no te das cuenta?
—Lo sé. —Tenía el corazón tan henchido de felicidad que apenas podía hablar. —Oh, Dominic,
yo también te amo. ¡Te quiero mucho!
Su declaración de amor fue como si se abrieran las compuertas de una presa. Estalló la pasión,
con sus ardientes llamas, con un brillo abrasador que les consumía a ambos. Sus delicadas manos
le acariciaron los hombros por debajo de la camisa, mientas él hacía lo propio con el vestido. Pero
cuando él iba a tenderla en la cama, ella le frenó, moviendo la cabeza negativamente y poniéndole
una mano en su pecho desnudo.
Sin mediar palabra se arrodilló entre sus muslos.
Unos dedos fríos dibujaban ociosos entre el denso vello de su torso, luego lentamente se
deslizaron hacia el vientre.
Desabrochó uno a uno los botones de sus pantalones.
Su hombría salió de su confinamiento, tensa y libre al fin... y ella la agarró con la mano. Olivia
temblaba como una hoja, porque estaba muy caliente y descaradamente erecto.
Bajó la cabeza. Le acariciaba los muslos con su cabello revuelto... exactamente como él había
soñado. Pasó casi rozando sus delicados dedos por debajo de su rígido miembro.
—Olivia... —dijo con un jadeo entrecortado. Apenas podía respirar, ni mucho menos hablar. —
Amor mío, ¿qué estás haciendo?
Olivia echó la cabeza hacia atrás y le miró directamente a los ojos. Formal y recatada, ¿era eso
lo que pensaba de ella? Bien, se lo iba a demostrar. Una seductora sonrisa curvó sus labios.
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—Yo te llevaré a ti a tocar las estrellas.
Vive Dios que lo hizo. Le tocó con la punta de la lengua. Lo manejó con delicadeza, con
húmedas y calientes pinceladas de fuego, con impúdicas caricias eróticas. Le proporcionó el mismo
placer que él le había dado una vez. Hacía remolinos con la lengua, lamía, succionaba y saboreaba,
deleitándose con el estremecimiento que le sacudía el cuerpo.
Dominic no habría podido detenerla aunque hubiera querido. Apretó los músculos
abdominales. Todos sus sentidos estaban bañados por la agonía del éxtasis, se había convertido en
un cautivo indefenso del calor seductor de su boca y sus manos.
Él deslizaba las manos entre el maravilloso cabello suelto de ella.
—Para —dijo al borde del abismo. —¡Olivia, para, no puedo resistirlo más!
La cogió y la atrajo hacia sí, hasta tenerla frente a él.
Embriagada con la certeza de haberle complacido, sus ojos mostraron un brillo de triunfo.
—¿Sigues convencido de que soy formal y recatada? —le dijo burlona.
—¡No! —gruñó. —¡Eres una bruja!
Ambos estaban ya desnudos, y él se tendió boca arriba y tiró de ella hasta colocarla sobre él.
Con las manos en su cintura, la levantó, guiándola suavemente... movió ligeramente las caderas, y
ahí estaba ya, incrustado en su conducto de terciopelo.
Olivia ahogó un gemido cuando sintió que su interior se expandía mientras algo la atravesaba.
El estaba hinchado y duro dentro de ella; la sensación era indescriptible.
El cabello de ella era una cortina salvaje que les cubría a ambos.
—¡He... he soñado con ello! —le confesó mirándole a los ojos. —No... no estaba segura de que
esto pudiera ser posible.
Dominic soltó una carcajada gutural.
—Hay muchas cosas posibles, y será un gran placer para mí enseñártelas, tesoro. —Sus
palabras eran ardientemente posesivas, aunque curiosamente tiernas a la vez.
Entonces ya no hubo más conversación. Sólo susurros y gemidos, los sonidos callados y
provocativos de su amor.
Mucho tiempo después, cuando la furia de la pasión se había apagado y la paz y la tranquilidad
se había asentado en sus almas, Dominic apartó la masa de pelo dorado rojizo que se derramaba
sobre su pecho.
Olivia se incorporó sobre el codo para verlo mejor. Con la yema de un dedo trazó la perfecta
línea de su boca.
—¿En qué estás pensando? —murmuró.
Él sonrió torciendo la boca.
—Estaba pensando en algo que te dije una vez.
—¿Se puede saber el qué?
—Que no sabía si era un gitano que había perdido el norte...
—O un gachó fuera de lugar —terminó ella con calma. —Lo recuerdo, porque estaba
convencida de que no eras ninguno de los dos... de que simplemente eras un hombre que estaba
perdido.
Él calló por un instante, y luego dijo:
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—¿Quieres que te cuente un secreto?
—Sí, por favor.
Descansó su frente en la de ella.
—Ya no estoy perdido —susurró.
A Olivia le dio un vuelco el corazón.
—¿Seguro?
—No lo estoy, amor mío, porque ya he encontrado mi sitio.
—Ah —dijo ella con gravedad, —¿y dónde está?
La ciñó más fuerte con los brazos. Sonrió pegado a sus labios.
—Aquí, contigo.
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EEPPÍÍLLO
OG
GO
O
Se casaron hace hoy un año.
Cuando Olivia recuerda el día de su boda todavía se le pone la piel de gallina, fue un día
inolvidable para ella. Un día precioso, cálido y soleado, con el cielo azul brillante. Dominic había
sugerido una ceremonia privada en los jardines de Ravenwood, pero Olivia no podía imaginar su
boda en otro sitio que no fuera la pequeña iglesia de piedra de Stonebridge donde su padre había
sido vicario.
«Olivia —le había dicho tiernamente, —sé que hay muchas personas en el pueblo que te
aprecian, pero recuerda, te vas a casar con un forastero, mi amor, un gitano. No me gustaría que
te sintieras ofendida si alguno declinase tu invitación».
No pudo disuadir a Olivia. «En ese caso pensaré que serán ellos quienes pierdan, no nosotros —
rebatió ella con simpleza. —Te quiero, Dominic St. Bride, y no me avergüenzo de ese amor, ni de
ti».
Así que los casó el reverendo Holden en la iglesia del pueblo, con flores esparcidas por todas
partes perfumando el aire con su fragancia.
Los temores de Dominic eran infundados.
Los bancos estaban abarrotados. Había gente por todos los rincones. e incluso había muchas
personas en la puerta para darles la enhorabuena. Todos los habitantes del pueblo estaban allí
para felicitarles, excepto uno...
William Dunsport.
William se había ido a Londres la semana anterior, al parecer de forma permanente, según su
madre le había dicho a Olivia. No, no hubo nada que estropeara su alegría, ningún recuerdo del
pasado; Robert Gilmore ya no estaba entre ellos. Tristemente, había muerto de apoplejía el día
después de ser apresado y encarcelado.
Un gorgoteo en su pecho llevó a Olivia al presente. A su hijito se le había salido la boca del
pezón. Trevor Michael St. Bride sonrió, moviendo su pequeño y regordete puño.
Olivia se ajustó el vestido, luego le acercó a la ventana, con Lucifer siguiéndole los pasos.
Acunando a Trevor entre sus brazos, miraba el horizonte, donde la luz violácea del atardecer había
empezado a teñir el cielo. Señaló hacia una casa de ladrillo que había detrás de una majestuosa
arboleda de abedules.
—Mira allí, Trevor, más allá del prado. Allí está la casa de tu tía Emily y el tío Andre. Ya sabes, la
que ha construido papá para ellos como regalo de bodas. Tu querido papá es muy generoso.
Trevor la miraba como si comprendiera cada una de sus palabras, con los ojos de un
impresionante color azul, como el de su padre. Tenía el pelo más claro que Dominic, aunque más
oscuro que los mechones dorados de ella. Era un niño realmente precioso, aunque un poco peleón
a veces cuando se tenía que dormir.
—¿Sabes que pronto tendrás un primo? Ah, sí, Trevor, tu tía Emily está a punto de dar a luz un
día de estos, y ni un momento antes por lo que a ella respecta.
Trevor soltó una pompa lechosa. La vio explotar, pero no lloró. Olivia sonrió dulcemente.
—Allí está papá ahora, ¿sabes?, ayudando a tu tío Andre a que nazca el potrillo de Guinevere,
aunque no sé si
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Va servir de algo. No ayudó mucho cuando tú naciste, Trevor. Fui yo quien todo el trabajo,
¿sabes?, aunque para cuando por fin hiciste tu aparición en el mundo, me atrevería a decir que
estaba tan pálido como yo, seguramente.
Así que finalmente descubro tu verdadera opinión sobre mí —dijo una voz cerca de su oído. Un
par de brazos fuertes la ciñeron por la cintura, abarcando madre e hijo. —Me temo que tendré
que buscar en otra parte una esposa que me encuentre más agradable.
Olivia se dio la vuelta.
—No te atreverás —le dijo burlona, —si no, buscaré en otra parte algún marido.
—Bien, entonces tendré que esforzarme para complacerte más, parece. ¿En qué puedo
servirle, condesa?
Olivia, sin decir nada, levantó el rostro. Dominic se unió a esos dulces labios hasta que el niño
entre ellos soltó un berrido, recordándoles a ambos su presencia.
Dominic cogió a Trevor y le besó en la cabecita. Se lo apoyó en el hombro, frotándole la espalda
con la mano mientras se paseaba por toda la habitación.
Al cabo de unos minutos, el bebé estaba profundamente dormido.
Olivia frunció el ceño indulgentemente desde su sillón junto a la chimenea.
—¿Cómo es que contigo se duerme con tanta facilidad?
Él se inclinó y le dio un beso en la punta de la nariz.
—De la misma manera en la que a ti no te dejo dormir. —Salió de la habitación hacia el cuarto
de los niños, al otro lado del pasillo.
Cuando volvió, algunos criados habían llevado varias bandejas de plata hasta su habitación,
incluida una botella de champán.
Una sonrisa se mostró caprichosa en sus labios.
—¿Qué es todo esto? ¿Qué celebramos?
Olivia le golpeó el pecho.
—Perro —acusó sin maldad.
Cenaron allí mismo, sobre la alfombra, delante de la chimenea. Esa noche no había
formalidades, solo ellos dos. Olivia le preguntó sobre el nacimiento del potro de Guinevere.
Dominic cogió un trozo de faisán asado.
—Ah, tendrías que verlo, Olivia. Es una belleza, lustroso y negro. Andre asegura que será un
campeón en las carreras de caballos, y probablemente tenga razón.
Cuando Emily y Andre se casaron, fue Dominic quien sugirió que se dedicara a lo que mejor
hacía, trabajar con caballos. Aunque hizo falta un poco de persuasión para convencer a Andre de
que se tragara su orgullo y dejara participar a Dominic en el negocio, Andre tenía ganas de
intentarlo. Decidió centrarse en la cría y entrenamiento de caballos de carreras, y el potro de
Guinevere era el primero de sus intentos de apareamiento.
Olivia se chupó los dedos.
—¿Así que opinas que Andre lo está haciendo bien? ¿Le tomará la gente en serio?
Aunque Andre había cambiado su colorida ropa de gitano por pantalones de montar y botas,
todos eran conscientes de que nunca se sentiría cómodo con chaqueta y corbata; fue Dominic
quien actuó como intermediario en algunas lucrativas transacciones para él.
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Dominic bajó una ceja.
—Sin duda alguna. El duque de Hanford está interesado en este potro, así que pienso que
pronto estrecharán sus relaciones.
Olivia asintió. No podía estar más complacida. Mientras Dominic terminaba su cena, Obvia se
dirigió hacia la ventana.
Ya había oscurecido del todo. Justo por encima del horizonte, una luna llena había iniciado su
ascenso en el cielo color zafiro.
No podía evitar maravillarse de cómo habían cambiado las cosas desde que se conocieron.
Emily ya no estaba ciega.
Ella y Andre estaban juntos. Dominic ya no era el hombre amargado y atormentado que no
sabía dónde estaba su lugar...
Se puso detrás de ella y le hizo darse la vuelta para ponerse de cara a él. Tomándola por ambas
manos, la miró fijamente.
—¿Tienes idea de lo feliz que me haces, Olivia St. Bride? Su tono parecía superficial, pero su
expresión era de total seriedad.
—Tan feliz como tú me haces a mí, Dominic St. Bride. —Su respuesta salió sin asomo de duda.
Incluso al decirlo le dio un escalofrío de placer. Una noche, no mucho después de casarse, se había
despertado y le había encontrado incorporado, apoyado sobre el codo, mirándola. Cuando ella le
reprendió, él se limitó a sonreír.
«Hago esto todas las noches», le confesó.
«¿Todas las noches? —Olivia estaba horrorizada. —¿Para qué?».
Su sonrisa se desvaneció. Habló con un tono tranquilo, pero muy intenso.
«Me acuesto contigo por las noches, y me siento muy humilde... humilde y orgulloso, y
endiabladamente afortunado. Olivia, no sé si podré expresarlo, pero... cuando estoy contigo, es
como si me iluminaras por dentro. Al principio no sabía qué era. Incluso me daba miedo, porque
nunca lo había sentido antes».
Le acarició la mejilla con ternura.
«¿Y qué es?»
«Amor y esperanza y... y felicidad. No la reconocía porque nunca... nunca había sido feliz
antes... Nunca... —Su voz vibraba con la profundidad de sus sentimientos. —Hasta ahora».
Olivia se emocionó hasta las lágrimas con esa confesión. De hecho, con solo recordarlo se le
nublaba la vista.
No, no había sombras en esos ojos que no se apartaban de ella. Nada excepto amor, un amor
que ella le devolvía en la misma medida y más.
Dominic la condujo de nuevo hasta la chimenea y sirvió champán en dos copas. Le dio una a
ella, luego cogió la otra para él.
—¿Recuerdas la noche que nos conocimos, amor mío?
Olivia reprimió una carcajada.
—¿Cómo podría olvidarla? ¡Estaba convencida de que Lucifer iba a convertirme en su cena de
un momento a otro! —Lucifer ya no estaba en la habitación. Como siempre, se había ido a ocupar
su puesto a la puerta del dormitorio de Trevor.
La risa de Dominic era franca y abierta.
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—Lo recuerdo como si fuera ayer. Es más, me parece que fue ayer cuando nos casamos. Apenas
puedo creer que ya haya pasado un año. —Hizo una pausa, luego miró su copa. —Deberíamos
hacer un brindis, amor mío. ¿Qué tal brindar por... otro año maravilloso?
Olivia negó con la cabeza.
—¿Por qué entonces? ¿Por nosotros?
Ella volvió a hacer un gesto negativo.
Dominic suspiró.
—Naturalmente que no. Lo sé, cariño. Claro que solo puede ser una cosa... Empecemos de
nuevo. —Levantó la copa.
—Espera —dijo ella, con una sonrisa pugnando por salir de sus labios. Con chispas en los ojos,
rozó el borde de su copa con la de él. —Por el destino... y una noche de luna...
FFIIN
N
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