Una lectura de De sobremesa En la novela De Sobremesa de José Asunción Silva asistimos a la lectura del Diario íntimo del personaje principal y, por lo tanto, narrador de buena parte de la obra. Es entendible entonces que la visión del mundo que se nos presenta esté atravesada por la subjetividad del sujeto, el punto de vista de José Fernández, su moral y juicio será el que nos introduzca a los personajes, espacios y problemáticas que este tendrá. Dicho esto, tenemos que comenzar cualquier tipo de análisis sobre los fragmentos que componen la lectura del Diario (no así aquellos que tienen un narrador en tercera persona como la descripción de la sobremesa y los comensales que acompañan a Fernández en esta lectura) con una pregunta en particular: ¿Quién es José Fernández? José Fernández es, como ya dijimos, el personaje principal y narrador en primera persona deliu buena parte de la novela, ya que es su diario el que constituye la obra. Parte de la crítica lo ha definido como el alter ego del propio autor, ya que reconocen en él el estilo de vida que añoraba José Asunción Silva. Pero, fuera de esta característica que está más bien asociada con la biografía del autor, lo que define a este personaje es la escisión: su personalidad, su forma de entender el mundo, sus necesidades rotan entre lo que podríamos llamar “lo alto” y “lo bajo”. El mundo de lo alto está asociado a las etapas más intelectuales, el estudio, el esfuerzo y el trabajo para ampliar o darle buen uso a su fortuna; a estos fragmentos corresponde el plan político conservador de Fernández y sus descripciones bucólicas de los paisajes europeos. Por otro lado está el mundo de lo bajo, es decir lo pasional, los deseos carnales, el cuerpo, el placer y el arte. Durante estos fragmentos el personaje de Fernández da rienda suelta a su lujuria, prueba drogas, asiste a fiestas y al teatro. Lo destacable de esta bivalencia del personaje es que no tiene ningún tipo de equilibrio, en cuanto entra en su faceta intelectual desprecia o ningunea la otra, la carnal ligada al deseo y los placeres, y viceversa. Esta característica no es desconocida para José Fernández, él incluso la explica a través de su genealogía: (cita) A partir de las diferencias entre los Fernández y los Andrade el protagonista aclara las dudas sobre su carácter cambiante. La hipótesis sobre las dos sangres batallando en su cuerpo le permite en parte no hacerse responsable de sus acciones, e incluso culpa a sus padres por no haber sabido educarlo para sacar mayor partido de las virtudes familiares encontradas en él. Al albergar estas dos personalidades su mirada sobre el mundo también varía. Nos interesa ver como esto afecta su opinión sobre las mujeres, el cual es un eje importante de su viaje y de su construcción como personaje que va y viene entre el donjuanismo y el celibato por elección. Para completar nuestro análisis vamos a tomar como ejemplos más significativos dos personajes femeninos que fueron fundamentales en el viaje de José Fernández: la Orloff y Helena, pero también sumaremos al análisis ejemplos de otras mujeres que completan el panorama. Como ya dijimos las dos personalidades de Fernández lo predisponen a entender el mundo y así mismo de dos formas diferentes, esto incluye a su relación con las mujeres en general, pero con las que lo atraen sexualmente en particular. El primer encuentro sexual, el primer romance de Fernández, lo constituye su encuentro con la Orloff. Este es un personaje que, al igual que el protagonista, está marcado por una suerte de doble identidad ya que se la llama por dos nombres: el real y el ficticio. El real es María Legendre, es un nombre asociado con el pasado y la pobreza de la mujer, será mencionado una sola vez cuando se haga énfasis en su historia y amantes pasados y no más. Por otro lado está el nombre ficticio, el que la constituye como un personaje no sólo de la novela sino dentro de la aristocracia europea del momento: Lelia Orloff. El contraste se mantiene durante la descripción del personaje “El fondo carmesí de la pared del palco realzaba la pureza de su perfil de Diana Cazadora, como un estuche de raso rojo de oriente de una perla sin tacha” El fondo intenso sirve para resaltar, para contrastar con la piel blanca de la Orloff. El personaje está asociado con el rojo y el exotismo, ambos rasgos que acentúan la percepción erótica que tiene Fernández sobre ella. En el mismo párrafo enumera los lugares donde la adornan las esmeraldas de Muzo: entre el cabello, en los lóbulos, en sus muñecas y en el corpiño “ardían” las joyas colombianas. Nuevamente el rojo acentúa el cuerpo de la mujer que es objeto de deseo, ahora además está asociado al fuego lo cual destaca el tono sexual de la descripción. No es menor que la vista del narrador se pasee por el cuerpo de la Orloff, siguiendo las esmeraldas como puntos de referencia para terminar en su seno “(…) sobre el corpiño bajo la gasa verde pálida que dejaba medio desnudo el seno (…)” lo cual nos permite afirmar que su mirada es erótica, busca la desnudez de ella. En una cita anterior pudimos ver como José Fernández la compara con Diana, la deidad romana, pero no será la única figura mítica que utilice para construir la figura de Leila. Dice también que “Así debieron de amar las sacerdotisas de Afrodia (…)” al hacer referencia a sus encuentros íntimos; y la compara con Circe, quien convertía a los hombre en cerdos (p. 105) ya que mientras duró su romance Fernández se dedicó únicamente al mundo del goce y el placer. Con respecto a esto último entre las pocas veces que la voz de la Orloff es transcrita por Fernández en su Diario ella dice: “Y qué sacas con saber – añadió besándome –la vida no es para saber, es para gozar. Gozar; gozar es mejor que pensar” (p. 105). La selección que hace el narrador sobre el discurso de Leila es interesante, porque reafirma lo que el lector sospecha desde un principio, ella es un personaje que enfatiza el costado carnal de Fernández. Volviendo a las comparaciones, es interesante que elija a figuras de la mitología clásica para hacer referencia a la Orloff. Por un lado porque destaca el carácter secular (¿?) del personaje, ya que no se lo asocia con mujeres de la iglesia católica o que se destacan por sus virtudes, sino con diosas, brujas y sacerdotisas que son recordadas bien por su belleza divina, su carácter manipulador o por su carácter erótico. Pero además de éstas hay otros dos tipos de comparaciones que terminan de construir la figura de Leile Orloff, o más bien la visión que Fernández tiene de ella. Por un lado tenemos la comparación de la mujer con una criatura sobrenatural propia de las selvas, el Willy, lo que nos podría hacer pensar que Fernández además de hacer gala de sus saberes sobre la cultura clásica demuestra conocer el folklore propio de su tierra. Dice sobre ella que se parecía “(…) más que a una mujer de carne y hueso, una aparición irreal, ondina habitadora de las profundidades de un lago o Willy salido del fondo negro y misterioso de las florestas” (p. 101). La mujer como ser sobrenatural, más cercano a una visión ominosa, lejos de ser una imagen seductora de la Orloff la presenta como un ser extraño, casi terrorífico. Por otro lado están las comparaciones que animalizan a la Orloff, o que la rebajan en relación a Fernández. “Ella, como subyugada por la insistencia de mis ojos que la devoraban desde el palco, volvió a mirarme. La primera mirada, lenta y penetrante como un beso columbino (…) Tres días después era mía” (p. 101). Desde el comienzo de la descripción el narrador se posiciona en un lugar de poder por sobre la Orloff, haciendo de ella una propiedad del hombre. También compara su mirada con un “beso columbino”, la asocia con una característica de las palomas. Dice cuando descubre a la Orloff con su amante, la de Roberto, “(…) lo golpeaba furiosamente con todas mis fuerzas, arrancando gritos y blasfemias, con la mano violentas, con los tacones de las botas, como quien aplasta una culebra” (p. 107). Ángela de Roberto es un personaje femenino que merece un tratado aparte, como su relación con la Orloff. Su descripción aleja a la de Roberto de Leila, ya que es una mujer “Alta, huesuda, delgada, los ojos ardientes, el seno sin relieve, calzada y vestida con estilo masculino y con algo hombruno en toda ella” (p. 106). Su sola presencia disgusta a Fernández, quien exige a la Orloff que no se trate más con ella. Podríamos pensar que para el narrador del diario una mujer que no lo erotiza, que no puede caer en sus garras de Don Juan y que, aún peor, es su rival como amante de Leila Orloff no tiene ningún valor y merece su desprecio. El narrador nos deja entrever que lo que las une es una relación sexo – afectiva: “(…) antes de que ninguna de las dos pudiera desenlazarse, había alzado con un impulso de loco duplicado por la ira el grupo infame” (p. 107) Cuando las encuentra juntas las mujeres pierden sus identidades ante la mirada del narrador, por eso las llama “el grupo infame”. Además hay una imposibilidad por parte de Fernández de nombrar la relación sexual entre mujeres, al igual que la camarera que le abre la puerta él nunca pone en palabras el acto sexual que se estaba llevando a cabo puertas adentro sino que lo sugiere. A pesar de reconocerse como un hombre moderno que disfruta de las prácticas sexuales que rompen la norma: “…¿Odio por lo anormal?... No, puesto que lo anormal me fascina como una prueba de la rebeldía del hombre contra el instinto… ¿Entonces?... Fue un movimiento irrazonado, un impulso ciego, inconsciente” (p. 108). Nini Rousset Helena es el personaje que corresponde a la otra parte de la personalidad de José Fernández. Si las anteriores mujeres que describimos le sirven para satisfacer sus placeres sexuales, sensoriales y se asocian al goce; ella será la será la que represente el amor platónico, intelectual y emocional. En el comienzo de este análisis dijimos que José Fernández no tiene puntos intermedios, siempre se posiciona en una de las dos caras de su personalidad desmereciendo a la otra, y por lo general el intelectual, célibe y enemigo de la bohemia deviene de un momento de placeres carnales extremos. En el caso de este episodio es inmediatamente posterior a la orgía con Nini y la borrachera con opio, por lo que el encuentro con Helena comienza la etapa “alta” para el personaje. La primera descripción que tenemos de ella es a partir de las referencias pictóricas que nos da el narrador: “(…) desembarazada ella del abrigo de viaje y del sombrero que le daba cierto parecido, por su forma extraña, con el retrato de una princesita hecho por Van Dyck, que está en el Museo de La Haya” (p. 139). En la misma página la compara los dedos de la mujer con los de Ana de Austria en el retrato de Rubens. Esto nos recuerda las primeras comparaciones que se le asignaron a la Orloff, diosas y brujas del panteón romano, lo cual no aparecen asociados a la imagen de Helena. La asociación con las princesas retratadas acentúa la figura del padre que acompaña a Helena, el cual será retratado como un hombre aristócrata, elegante. La presencia de una figura paterna nos permite pensar en una suerte de cortejo para la dama que no se encuentra nunca a solas con Fernández, opuesto a las otras mujeres que se encuentra, quienes no sólo están solas sino que se separan de sus familiar para seguir a adinerados amantes. La evidente posición económica de Helena también la separa de la Orloff y Nini, ante los ojos del latinoamericano es una aventura sexual pasajera porque es virgen y de familia acomodada. Dice de ella: “El otro perfil, el de ella, ingenuo y puro como el de una virgen de Fra Angélico, de una insuperable gracia de líneas y de expresión, se destacaba sobre el fondo sombrío del papel del comedor, iluminado de lleno por la luz del candelabro.” Nuevamente una referencia pictórica para comparar la belleza de Helena, en este caso una virgen que agrega al elemento aristocrático y elegante atribuido por la asociación a princesas, el de la inocencia propia de la juventud y la castidad. Ambas imágenes, la princesa y la virgen, destacan por su belleza. En la cita también llama la atención el contraste del perfil de la mujer con el fondo oscuro de la pared, ya que nos recuerda la imagen de la Orloff contrastando como una perla con el fondo rojo de las paredes. En este caso lo que llama la atención no es el fondo rojo que resalta la blancura de la mujer, sino la luz del candelabro que ilumina el rostro de Helena: el rostro de la mujer destaca por sí mismo, por su propia belleza y luz, y no es “realzado” por el fondo. Completaban su belleza los cabellos, que se le venían y le caían sobre la frente estrecha en abundosos rizos, las débiles curvas del cuerpecito de quince años, con el busto largo y esbelto, vestido de seda roja, las manos blanquísimas y finas. Al bajar los párpados un poco pesados, la sombra de las pestañas crespas le caía sobre las mejillas pálidas, de una palidez sana y fresca como la de las hojas de una rosa blanca, pero de una palidez exangüe, profunda, sobrenatural casi, y por la curva armoniosa de los labios rosados flotaba una sonrisa supremamente comprensiva (p. 1cuatro1). El campo semántico de la blancura, la luz y la palidez se repite en todas las apariciones de Helena, lo cual la sigue constituyendo como una figura virginal e inocente. Es cierto que la blancura de la piel está asociada a la belleza femenina, por lo tanto aparece tanto en la Orloff como en Nini, pero lo que es interesante es que en Helena se compara con una rosa blanca, la rosa del tempo fugit que marca el destino trágico del personaje. Otra aproximación a la mujer que podemos comparar con la secuencia de la Orloff para ver las diferencias entre los dos puntos de vista que tiene el personaje de Fernández es la primera mirada que cruza con ambas. Ya vimos el lugar pasivo que tiene la primera amante que aparece en el diario ante la mirada posesiva del narrador, ahora tenemos una relación de poder opuesta entre el hombre y la mujer. Dice hablando de los ojos de Helena: “(…) los clavó en mí, mirando fijamente, con expresión severa. Eran unos grandes ojos azules, penetrantes, demasiado penetrantes, cuya mirada se posaron en mí como las de un médico en el cuerpo de un leproso corroído por las úlceras, y buscaron las mías como para penetrar, con despreciativa y helada insistencia, hasta el fondo de mi ser, para leer en lo más íntimo de mi alma. Por primera vez en mi vida bajé los ojos ante una mirada de mujer” (p. 1cuatro2). No es solo la que lo busca activamente con la mirada, sino que el mismo Fernández se siente cohibido ante ella y la posiciona en lugar de poder al compararla con un médico, la cual será otro tipo de relación que atraviesa a este personaje casi hipocondríaco o con una salud mental que se debilita a lo largo de la novela. Más adelante también comparará su mirada con la de una santa que ve y purifica los pecados del hombre con la luz de sus ojos. Nuevamente Fernández se posiciona en un lugar de vasallo, le da el poder sobre su persona a esta mujer y la santifica con sus palabras. El narrador le da el poder a Helena de salvarlo. “-Si erré antes, fue porque no sabía que existieras sobre la tierra, criatura de pureza y luz” (p. 1cuatro3). Se sirve de esta nueva presencia a la que él carga con símbolos cristianos para no hacerse cargo de su violencia y errores del pasado, la culpa no sería suya sino de haberse encontrado antes con mujeres que lo llevaron por el camino del goce antes que por el de la espiritualidad.