Subido por Jose Rivas

01.-El nacimiento del pensamiento científico by Carlo Rovelli

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CARLO ROVELLI
EL NACIMIENTO DEL
PENSAMIENTO CIENTÍFICO
Anaximandro de Mileto
TRADUCCIÓN DE
ANTONI MARTÍNEZ RIU
Herder
Título original: Anaximandre de Milete ou la naissance de la pensée scientifique
Traducción: Antoni Martínez Riu
Diseño de cubierta: Gabriel Nunes
Edición digital: José Toribio Barba
© 2009, 2015, Dunod, París
© 2018, Herder Editorial S.L., Barcelona
ISBN DIGITAL: 978-84-254-4060-1
1. edición digital, 2018
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Herder
www.herdereditorial.com
ÍNDICE
Introducción
Agradecimientos
1 EL SIGLO VI ANTES DE NUESTRA ERA
Un panorama del mundo
El saber del siglo VI: la astronomía
Los dioses
Mileto
2 LAS APORTACIONES DE ANAXIMANDRO
3 LOS FENÓMENOS ATMOSFÉRICOS
El naturalismo cosmológico y biológico
4 LA TIERRA FLOTA
5 ENTIDADES INVISIBLES Y LEYES NATURALES
¿Hay algo en la naturaleza que no vemos?
La idea de ley natural: Anaximandro, Pitágoras y Platón
6 CUANDO LA REBELIÓN DEVIENE VIRTUD
7 ESCRITURA, DEMOCRACIA Y MEZCLA DE CULTURAS
Grecia arcaica
El alfabeto griego
Ciencia y democracia
La mezcla de las culturas
8 ¿QUÉ ES CIENCIA? PENSAR ANAXIMANDRO DESPUÉS DE
EINSTEIN Y DE HEISENBERG
El colapso de las ilusiones del siglo XIX
La ciencia no se reduce a predicciones verificables
Explorar las formas de pensar el mundo
La evolución de la imagen del mundo
Reglas del juego y conmensurabilidad
Elogio de la incertidumbre
9 ENTRE RELATIVISMO CULTURAL Y PENSAMIENTO DE LO
ABSOLUTO
10 ¿PODEMOS ENTENDER EL MUNDO SIN LOS DIOSES?
El conflicto
11 EL PENSAMIENTO PRECIENTÍFICO
Naturaleza del pensamiento místico-religioso
Las diferentes funciones de lo divino
12 CONCLUSIÓN: EL LEGADO DE ANAXIMANDRO
Referencias bibliográficas
Índice analítico
Créditos de las ilustraciones
Para Bonnie
Rerum fores aperuisse, Anaximander Milesius
traditur primus.
«Se dice que fue Anaximandro de Mileto el primero
que abrio las puertas de la naturaleza»
PLINIO, Historia natural, II, 31
INTRODUCCIÓN
Todas las civilizaciones humanas han pensado que el mundo está formado por el
cielo arriba y la Tierra abajo (figura 1, izquierda). Debajo de la Tierra, para que
no se caiga, tiene que haber tierra, hasta el infinito; o una gran tortuga que
descansa sobre un elefante, como en algunos mitos asiáticos; o columnas
gigantescas, como las que se mencionan en la Biblia. Esta imagen del mundo la
comparten las civilizaciones egipcia, china o maya, las de la India antigua y el
África negra, los hebreos de la Biblia, los indios de América, los antiguos
imperios babilónicos y el resto de culturas de las que tenemos noticia.
La comparten todas, menos una: la civilización griega. Ya en la edad clásica,
los griegos se imaginaban la Tierra como una roca suspendida en el espacio
(figura 1, derecha): por debajo de la Tierra, ni tierra hasta el infinito ni tortuga
ni columnas, sino solo el cielo que vemos encima de nosotros. ¿Cómo
descubrieron los griegos que la Tierra flota en el espacio? ¿O que sigue habiendo
cielo también bajo nuestros pies? ¿Quién llegó a imaginársela así y cómo lo
logró?
El hombre que dio ese gran paso es el protagonista de las páginas que siguen:
Ἀναξίμανδρος, Anaximandro, nacido hace veintiséis siglos en la ciudad griega
de Mileto, en la costa occidental de la actual Turquía. Seguro que este
descubrimiento habría bastado para hacer de él un gigante del pensamiento. Pero
su legado es más amplio. Anaximandro abrió el camino a la física, a la
geografía, al estudio de los fenómenos meteorológicos, a la biología. Más allá de
estas inmensas aportaciones, él fue quien inició el proceso de repensar nuestra
imagen del mundo: la búsqueda del conocimiento basado en la rebelión contra
las evidencias.
Figura 1. El mundo antes y después de Anaximandro.
Desde este punto de vista, Anaximandro es, sin ningún tipo de duda, uno de los
fundadores del pensamiento científico.
La naturaleza de esta forma de pensamiento constituye el segundo objetivo de
este libro. La ciencia es ante todo una exploración apasionada de nuevas
maneras de pensar el mundo. Su fuerza no se debe a las certezas que genera, sino
todo lo contrario, a una aguda conciencia de la magnitud de nuestra ignorancia.
Esta conciencia nos lleva a dudar constantemente de lo que creemos saber, por lo
que nos permite estar aprendiendo siempre. La búsqueda de conocimiento no se
nutre de certezas: se alimenta de una ausencia radical de certidumbre.
Ese tipo de pensamiento, fluido, en constante evolución, tiene una fuerza
enorme y una magia sutil: es capaz de alterar radicalmente el orden del mundo,
de repensar el mundo.
Esta concepción evolutiva y subversiva del pensamiento racional difiere
mucho de su representación positivista, pero también de la imagen fragmentada
y un poco árida que presentan ciertas reflexiones filosóficas contemporáneas. El
modo de ser del pensamiento científico que deseo poner de relieve en estas
páginas es su capacidad crítica, rebelde, de reinventar constantemente el mundo.
Si este esfuerzo por «reinventar el mundo» es un aspecto central de la
búsqueda científica del conocimiento, tendremos que admitir que esa aventura
no comenzó con la síntesis newtoniana o con las experiencias pioneras de
Galileo y tampoco con los primeros modelos matemáticos de la astronomía
alejandrina. Empezó mucho antes; empezó con lo que conviene llamar la
primera gran «revolución científica» de la historia de la humanidad: la
revolución de Anaximandro.
Creo, sin embargo, que la importancia de Anaximandro en la historia del
pensamiento no se ha valorado lo suficiente.1 Son varias las razones que
justifican esa infravaloración. En la Antigüedad, su propuesta metodológica aún
no había dado los frutos que podemos recoger hoy, tras una larga maduración y
muchos cambios de rumbo. A pesar del reconocimiento recibido por parte de
algunos autores con mayor sensibilidad «científica», como Plinio —citado en la
apertura de este libro—, a Anaximandro se lo consideró a menudo —así lo hace,
por ejemplo, Aristóteles— como un turiferario de un enfoque naturalista
incierto, y fue ferozmente combatido por corrientes culturales alternativas.
Si todavía hoy el pensamiento de Anaximandro se sigue entendiendo poco y
mal, se debe sobre todo a la perniciosa dicotomía establecida entre ciencias
puras y ciencias humanas. Naturalmente, soy consciente del sesgo que introduce
mi formación principalmente científica cuando trato de evaluar la importancia de
un pensador que vivió hace veintiséis siglos. Pero estoy convencido de que la
interpretación corriente del pensamiento de Anaximandro sufre del sesgo
inverso: la dificultad que muchos intelectuales con formación histórico-filosófica
tienen a la hora de valorar el alcance de sus aportaciones, cuya naturaleza y
legado son intrínsecamente «científicos». Incluso los autores citados en la nota
anterior, que reconocen con facilidad la grandeza del pensamiento de
Anaximandro, tienen que hacer esfuerzos por comprender a fondo el alcance de
algunas de sus aportaciones. Precisamente, ese alcance es lo que pretendo poner
de relieve en estas páginas.
Mi punto de vista acerca de Anaximandro no es, por tanto, el de un historiador
ni el de un experto en filosofía griega, sino el de un científico de hoy que
procura reflexionar sobre la naturaleza del pensamiento científico, así como
sobre el papel que este pensamiento ejerce en el desarrollo de la civilización. A
diferencia de la mayoría de los autores que se interesan por Anaximandro, mi
objetivo no es reconstruir tan fielmente como sea posible su pensamiento y su
universo conceptual. Para esta reconstrucción me apoyo sin más en los
magistrales trabajos llevados a cabo por helenistas e historiadores como Charles
Kahn, Marcel Conche o, más recientemente, Dirk Couprie. No busco modificar
o complementar las conclusiones a las que llegan esas reconstrucciones, sino
ilustrar la profundidad del pensamiento que se desprende de ellas y el papel que
dicho pensamiento ha tenido en el desarrollo del saber universal.
El segundo motivo de la infravaloración del pensamiento de Anaximandro, así
como de otros aspectos del pensamiento científico griego, es una sutil y difusa
incomprensión de ciertos aspectos centrales del pensamiento científico.
La fe en la ciencia, típica del siglo XIX, la exaltación positivista de la ciencia
como conocimiento definitivo acerca del mundo, hoy se ha venido abajo. El
primer responsable de este desmoronamiento es la revolución de la física en el
siglo xx, que ha revelado que, a pesar de su increíble eficacia, la física de
Newton es, en un sentido muy preciso, errónea. Amplios sectores de la filosofía
de las ciencias posterior pueden leerse como intentos de redefinir, sobre esta
tabula rasa, la naturaleza de la ciencia.
Determinadas corrientes han tratado de encontrar los fundamentos seguros de
la ciencia, por ejemplo, restringiendo el contenido cognoscitivo de sus teorías a
la simple capacidad de predecir cantidades o el comportamiento de fenómenos
directamente observables o verificables. Según otros enfoques, las teorías
científicas se analizan como construcciones mentales más o menos arbitrarias
que no pueden confrontarse directamente entre sí o no pueden hacerlo con el
mundo, si no es en sus consecuencias más prácticas. Con este tipo de análisis,
sin embargo, se pierden de vista los aspectos cualitativos y acumulativos del
saber científico, que no solo son inseparables de los puros datos numéricos sino
que son principalmente el alma y la razón de ser de la ciencia.
En el otro extremo del espectro, parte de la cultura contemporánea devalúa
radicalmente el saber científico, alimentando un anticientificismo difuso. A
partir del siglo XX el pensamiento racional se muestra lleno de incertidumbres.
Florecen diversas formas de irracionalismo, tanto en la opinión pública como en
círculos cultivados, alimentándose del vacío abierto por la pérdida de la ilusión
de que la ciencia puede proporcionar una imagen definitiva del mundo —
alimentándose del miedo a aceptar nuestra ignorancia—. Como si fuera mejor
tener certezas falsas que incertidumbres…
Pero la ausencia de certezas, lejos de ser su debilidad constituye, y ha
constituido siempre, el secreto de la fuerza de la ciencia, entendida como
pensamiento de la curiosidad, de la rebelión y del movimiento. Sus respuestas no
son creíbles porque sean últimas; son creíbles porque son las mejores de que
disponemos en un momento dado de la historia de nuestro saber. Precisamente
porque sabemos no considerarlas definitivas, esas respuestas pueden ser cada
vez mejores.
Desde este punto de vista, los tres siglos de ciencia newtoniana no se identifican
ciertamente con «la Ciencia», como se piensa demasiado a menudo. No son
mucho más que un momento de pausa en el camino de la ciencia, a la sombra de
un éxito enorme. Al poner en cuestión la física de Newton, Einstein no puso en
peligro la posibilidad de entender cómo funciona el mundo. Al contrario,
recuperó el camino: el camino de Maxwell, de Newton, de Copérnico, de
Ptolomeo, de Hiparco y de Anaximandro, esto es, poner en constante discusión
los fundamentos de nuestra visión del mundo para mejorar de manera constante.
Cada paso dado por estos personajes, al igual que por otros innumerables de
no tanta relevancia, afecta profundamente nuestra imagen del mundo y llega
incluso a modificar el sentido de la noción de imagen del mundo. No se trata
aquí de cambios en puntos de vista arbitrarios, sino de engranajes en la
inagotable riqueza de las cosas, que se enlazan uno tras otro. Cada paso nos
revela un nuevo mapa de la realidad, que nos explica un poco mejor cómo es el
mundo. Buscar el extremo de esa madeja, el punto fijo metodológico o filosófico
donde anclar esta aventura es traicionar su naturaleza inherentemente evolutiva y
crítica.
Sería ingenuo pretender saber cómo está hecho el mundo tomando como base
lo poco que sabemos; sería francamente absurdo despreciar lo que sabemos solo
porque mañana podremos saber un poco más. Una carta geográfica no pierde su
valor cognitivo solo porque sabemos que puede haber otra más precisa. A cada
paso corregimos un error, obtenemos un elemento de conocimiento añadido que
nos permite ver un poco más allá. La humanidad recorre un camino hacia el
conocimiento que sabe mantenerse lejos de las certezas de los que se creen
depositarios de la verdad, sin que por ello sean incapaces de reconocer quién
tiene razón y quién está equivocado, como así quisiera que fuera una parte del
pensamiento contemporáneo. Este es el punto de vista que intentaré desarrollar
en la parte final de este texto.
Volver a las raíces antiguas del pensamiento racional de la naturaleza,
entendida en este sentido más amplio, es por tanto para mí una manera de
ilustrar lo que considero que son ciertas características centrales de este
pensamiento. Hablar de Anaximandro es también reflexionar sobre el sentido de
la revolución científica abierta por Einstein, que es el tema central en que me
ocupo como físico, especialista en gravedad cuántica.
La gravedad cuántica es un problema abierto en el corazón mismo de la física
teórica contemporánea. Para resolverlo, probablemente sea necesario cambiar de
manera radical nuestros conceptos de espacio y tiempo. Anaximandro
transformó el mundo: de una caja cerrada por la parte de arriba por el cielo y por
la de abajo por la Tierra hizo un espacio abierto en el que la Tierra flotaba. Solo
teniendo en cuenta cómo son posibles tales transformaciones del mundo —
prodigiosas como puedan ser— y por qué razón son «correctas», seremos
capaces de enfrentarnos al desafío de comprender las transformaciones de las
nociones de espacio y tiempo requeridas por la cuantificación de la gravedad.
Finalmente, un último itinerario, más difícil, sirve de base a este libro; un
itinerario hecho de preguntas más que de respuestas. Preguntarse por la primera
manifestación antigua del pensamiento racional de la naturaleza lleva, como es
inevitable, a preguntarse por la naturaleza del saber que la precede
históricamente y que todavía se propone hoy como antagónico: el saber de dónde
nació este pensamiento y del cual se diferenció y contra el que se rebeló y se
rebela todavía —así como por la relación entre uno y otro.
Al abrir, retomando las palabras de Plinio, «las puertas de la naturaleza», en
realidad Anaximandro dio vía libre a un conflicto titánico: el conflicto entre dos
formas de conocer profundamente diferentes. Por un lado, un saber nuevo acerca
del mundo, fundado en la curiosidad, en la rebelión contra las certezas y, por
tanto, en el cambio. Por otro, el pensamiento entonces dominante,
principalmente místico-religioso y fundado, en gran medida, en certezas que por
naturaleza no pueden ser puestas en discusión. Este conflicto ha atravesado la
historia de nuestra civilización, siglo tras siglo, con victorias y derrotas de uno y
otro.
Hoy, después de un período en el que las dos formas de pensamiento rivales
parecían haber encontrado una forma de coexistencia pacífica, parece que este
conflicto se abre de nuevo. Muchas voces, con orígenes políticos y culturales
muy diferentes, cantan de nuevo al irracionalismo y a la primacía del
pensamiento religioso. Hasta la fecha, Francia ha sabido mantenerse en parte
alejada de esta gran marea, que inunda países tan diferentes como Estados
Unidos, India, la mayoría de los países islámicos o Italia; pero también en
Francia la confianza en el pensamiento racional va erosionándose en el ámbito
público y el país no podrá eludir el retorno de lo religioso que ya observamos en
el resto del mundo. De ello vamos viendo los signos.
Esta nueva confrontación entre pensamiento positivo y pensamiento místicoreligioso nos remite casi a las disputas del tiempo de la Ilustración. Para
enfrentarnos a esos desafíos, una vez más, tal vez sea insuficiente volver nuestra
mirada hacia el último decenio o hacia los cuatro últimos siglos. Se trata de una
oposición más profunda, en la que la escala del tiempo se mide en milenios y no
en siglos, y que posiblemente tiene que ver con la lenta evolución de la
civilización humana misma, con la estructura profunda de su organización
conceptual, social y política. Son de tan amplio alcance esos temas tan vastos
que no puedo hacer mucho más que plantear preguntas y buscar algunos inicios
de reflexión; pero son sin duda temas centrales para nuestro mundo y para su
futuro. El final incierto de este conflicto determina nuestra vida de cada día y el
destino de la humanidad.
No quiero sobrestimar a Anaximandro, de quien en el fondo sabemos muy poco.
Sin embargo, en la costa jónica, hace veintiséis siglos, alguien inició un nuevo
camino para el conocimiento y una nueva senda para la humanidad. La bruma
que nos oculta el siglo VI a.C. es espesa, y sabemos demasiado poco del hombre
Anaximandro para poder atribuirle con certeza esa gigantesca revolución. Pero
la revolución, el nacimiento del pensamiento de la curiosidad y del movimiento,
ciertamente ocurrió. Que Anaximandro sea su único autor, o que sea
simplemente el nombre para designarla que nos sugieren algunas fuentes
antiguas, en el fondo, nos interesa menos.
De esta extraordinaria revolución iniciada hace veintiséis siglos en la costa
turca y en cuyo ámbito vivimos todavía hoy quiero hablar. Y del conflicto que
inició, que todavía permanece vivo.
1 Esta situación está cambiando. Estudios recientes convergen con la tesis de este libro. Daniel Graham, en
un libro muy reciente acerca de la filosofía jónica, llega a conclusiones muy similares (cfr. Explaining the
Cosmos, Princeton, Princeton University Press, 2006). En la introducción de la colección de ensayos
Anaximandre in context (Albany, SUNY Press, 2003) leemos: «Estamos convencidos de que Anaximandro
es una de las mentes más grandes que han existido, y creemos que este hecho no se refleja suficientemente
en los estudios existentes». Dirk Couprie, que ha estudiado con profundidad la cosmología de Anaximandro
concluye: «Sin ningún tipo de duda, lo considero igual que a Newton» (íbíd.).
AGRADECIMIENTOS
Gracias a Fabio Soso por haberme transmitido su pasión por la ciencia antigua.
A Dirk Couprie, uno de los principales especialistas en Anaximandro, por haber
leído con paciencia estas páginas y haber corregido mis peores errores. Y a mis
padres, por mucho más.
1. EL SIGLO VI ANTES DE NUESTRA ERA
Un panorama del mundo
En el año 610 a.C., año del nacimiento de Anaximandro de Mileto, todavía
faltan casi doscientos años para que llegue la edad de oro de la civilización
griega, la época de Pericles y Platón.
En Roma, según la tradición, reina Tarquinio el Antiguo. Hacia la misma
época los celtas fundan Milán, y colonos griegos, emigrados de la Jonia de
Anaximandro, fundan Marsella. Homero —o lo que se designa con este nombre
— había escrito la Ilíada dos siglos antes, y Hesíodo Los Trabajos y los días;
pero muy pocos de entre los grandes poetas, filósofos y dramaturgos griegos
habían producido su obra. En la isla de Lesbos, muy cerca de Mileto, florecía la
joven Safo.
En Atenas, que empieza a desarrollar su poderío, está en vigor el severo
código de Draco; aunque ya ha nacido Solón, que escribirá bien pronto la
primera constitución que incorpore elementos democráticos.
El mundo mediterráneo no es un mundo primitivo, ni mucho menos: la gente
vive en ciudades desde hace al menos diez mil años; el gran reino de Egipto
existe desde hace más de veinte siglos, un período de tiempo tan largo como el
que nos separa hoy de Anaximandro.
El nacimiento de Anaximandro tiene lugar dos años después de la caída de
Nínive, un importante acontecimiento histórico que marca el final del brutal
poder asirio. Babilonia, con sus doscientos mil habitantes, es de nuevo la ciudad
más grande del mundo, y va a serlo durante decenas de siglos. Nabopolasar, el
vencedor de Nínive, reina en Babilonia.
Figura 2. Los imperios medio-orientales hacia el año 600 a.C.
Pero este retorno esplendoroso durará poco: ya amenaza por el este el poder
persa naciente, dirigido por Ciro I, destinado a tomar muy pronto el control de
Mesopotamia. En Egipto se acaba el largo reinado de Psamético I, el primer
faraón de la XXVI dinastía, que recuperó la independencia de Egipto contra un
moribundo imperio asirio y llevó a Egipto a la prosperidad. Psamético I había
establecido estrechas relaciones con el mundo griego, reclutando a muchos
mercenarios griegos para su ejército y animándolos a instalarse en Egipto.
Mileto dispone por ello de una próspera colonia comercial en Egipto, Náucratis,
lo cual sugiere que Anaximandro debía disponer de información de primera
mano de la cultura egipcia.
En Jerusalén reina Josué, de la casa de David, que aprovecha la evolución de
la situación internacional —el imperio de Asiria debilitado y una Babilonia
todavía no demasiado poderosa— para reafirmar el orgullo de Jerusalén
imponiendo el culto exclusivo a Yahveh. Destruye todos los objetos de culto de
otros dioses, como Baal o Astarot, quema los templos, da muerte a los sacerdotes
paganos que todavía viven y exhuma los huesos de los que ya están muertos2 con
el fin de quemarlos sobre sus altares, inaugurando un comportamiento respecto a
las otras religiones que más tarde será característico del monoteísmo, cuando
este llegue a triunfar. Antes de la muerte de Anaximandro, el pueblo hebreo
sucumbirá de nuevo, y será deportado a Babilonia, donde vivirá una vez más la
trágica experiencia de la esclavitud; un cautiverio del que finalmente logrará
liberarse, como había sucedido siglos antes, en Egipto, gracias a Moisés.
Con toda probabilidad, el eco de esos acontecimientos resuena en Mileto. Pero
de otros hechos, desarrollados en otros continentes, probablemente se sabe muy
poco en Asia Menor. Mientras Europa pasa de la Edad de Bronce a la Edad de
Hierro, en América decae la secular civilización olmeca; en el noreste de India
se van sucediendo los grandes reinos Mahajanapadas. Vardhamana Jina, el
fundador del jainismo, que aboga por la no violencia frente a todos los seres
vivos, es contemporáneo de Anaximandro: ya los indoeuropeos de Occidente
están concentrándose en cómo pensar el mundo y los de Oriente en cómo vivir
mejor la vida…
Kuang de Zhou ha subido recientemente al trono chino como duodécimo
emperador de la gran dinastía Zhou. Este es el período conocido como «la
Primavera y el Otoño», en el que se produce una descentralización del poder,
marcado por las luchas feudales, pero también por una vitalidad y una diversidad
cultural que China pronto perderá por mucho tiempo, tal vez a cambio de una
cierta estabilidad interna, ciertamente imperfecta, pero sin duda superior a la del
belicoso Occidente.
La civilización humana está en marcha hace milenios, y relativamente
estructurada, cuando en los albores del siglo VI nace Anaximandro de Mileto.
Las ideas atraviesan continentes, lo mismo que las mercancías. Quizá sea posible
comprar seda china en Mileto, como sucederá dos siglos más tarde en Atenas. La
mayoría de los hombres se ocupa de sobrevivir con el cultivo de la tierra, la cría
de ganado, la pesca, la caza, el comercio; otros, exactamente como hoy, tratan de
sobrevivir amasando poder y riqueza, haciendo la guerra.
El saber del siglo VI: la astronomía
¿Cuál es el clima cultural en este mundo, y hasta dónde llegan sus
conocimientos? Es difícil hacerse una idea clara, ya que el siglo VI —a diferencia
de los siglos siguientes, en particular locuaces— nos ha dejado relativamente
pocos testimonios escritos. En la época de Anaximandro ya habían sido escritos
algunos grandes libros, cuya influencia ha llegado hasta nosotros, como amplias
partes de la Biblia —el Deuteronomio probablemente fue escrito en esos años—,
el Libro de los muertos egipcio y las grandes epopeyas como el Gilgamesh, el
Mahabharata, la Ilíada y la Odisea —espléndidas y grandiosas historias en las
que la humanidad se refleja a sí misma, con sus sueños y sus locuras.
La escritura se utiliza desde hace tres milenios. Se han escrito leyes al menos
desde hace doce siglos, después de que Hammurabi, el sexto rey de Babilonia,
mandara grabarlas en espléndidos bloques de basalto, alzados en cada una de las
ciudades de su inmenso imperio. Puede contemplarse uno de estos bloques en el
museo del Louvre. Es difícil resistirse a la emoción que suscita la contemplación
de ese objeto.
¿Y el conocimiento científico? En Egipto, y más todavía en Babilonia, se
desarrollaron matemáticas rudimentarias que hoy conocemos gracias a la
recopilación de datos y prácticas. A los escribas egipcios jóvenes, por ejemplo,
se les enseña cómo resolver problemas de dividir sacos de grano en fracciones
iguales entre acreedores o teniendo en cuenta determinadas proporciones. (Un
comerciante tiene 20 sacos de grano para pagar a dos trabajadores, sabiendo que
uno de los dos ha trabajado tres veces más tiempo que el otro: ¿cuánto debe dar a
cada uno?). Se conocen técnicas para dividir un número por 2, 3, 4 y 5, aunque
no por 7. Si la solución del problema implica dividir por 7, el problema ha de
reformularse en otros términos. Para calcular el perímetro de un círculo en
función de su radio se utiliza la constante bautizada hoy como «pi» (3,14…), a la
que se da comúnmente el valor de 3. Los egipcios saben que un triángulo cuyos
lados están en la relación de 3:4:5 posee un ángulo recto. He tratado de evaluar
de manera global el nivel de estas matemáticas, partiendo de reconstrucciones
modernas, y creo que podemos compararlo con el de un buen estudiante de
educación primaria, de 7 a 9 años. A menudo se habla del «extraordinario
desarrollo de las matemáticas babilónicas». Esto es ciertamente correcto, pero no
debemos confundirnos: son técnicas que hoy aprendemos en la escuela primaria.
Quedémonos con que ha sido todo menos algo fácil para la humanidad reunir
conocimientos que un niño de ocho años hoy asimila sin ninguna dificultad.
El saber de Egipto, Babilonia, Jerusalén, el de Creta o Micenas, o el de China
o México, se concentra en las grandes cortes reales e imperiales. La forma
fundamental de la organización política de las primeras grandes civilizaciones
es, efectivamente, la monarquía, es decir, la centralización del poder. Se puede
decir, sin exagerar, que en el siglo VI las grandes monarquías son las grandes
civilizaciones. La ley, el comercio, la escritura, el saber, la religión, la estructura
política, todo transcurre en los palacios reales e imperiales. Esta estructura
monárquica permite el desarrollo de la civilización. Es la garantía de la
estabilidad y la seguridad necesarias para la compleja urdimbre de las
interrelaciones sociales. Una estabilidad, sin embargo, que no pone a los
hombres a salvo de las grandes catástrofes —tal como sucede hoy.
La corte de Babilonia mantiene registros de los hechos importantes o notables,
como los precios del grano, las catástrofes naturales y datos astronómicos,
eclipses y posiciones de los planetas —iniciativa crucial para el futuro desarrollo
de la ciencia—. Ocho siglos más tarde, bajo el Imperio romano, Ptolomeo
todavía podrá utilizar con cierta confianza esos datos. Incluso se lamentará de no
tener acceso a todos los documentos babilónicos acerca de las posiciones de los
planetas; de todas maneras, dispone de una tabla de eclipses compilada durante
el reinado de Nabonasar, hacia el 747 a.C., un siglo antes de Anaximandro; una
fecha que este último elegirá como año cero de sus cálculos astronómicos.
El registro de datos astronómicos es más antiguo. Disponemos de una tablilla
cuneiforme, reproducida en la figura 3, que contiene el listado —correcto— de
las posiciones de Venus en el cielo, establecido durante un período de varios
años en el reinado de Ammisaduqa, hacia el 1600 a.C., mil años antes que
Anaximandro.
Conviene que nos detengamos un momento en la consideración de esta
astronomía antigua, porque guarda una estrecha relación con la ciencia futura.
¿Qué significado tenían esos datos para los babilonios? ¿Con qué fin los
registraban? ¿Por qué les interesaba el cielo?
Figura 3. Tablilla de caracteres cuneiformes grabada en Nínive en el siglo VII a.C. (British Museum).
Contiene las observaciones de la posición de Venus en el cielo efectuadas bajo Ammisaduqa, mil años
antes.
No es difícil responder a estas preguntas; la razón está grabada de forma
explícita en innumerables tablillas antiguas,3 que han llegado hasta nosotros. Por
un lado, los hombres se dieron cuenta de la existencia de regularidades en ciertos
fenómenos celestes e hicieron uso de ellas. Por otro, rápidamente buscaron una
relación entre los fenómenos del cielo y los fenómenos humanos. Distingamos
estos dos aspectos.
El movimiento relativo del Sol y de las estrellas en el cielo se llegó a entender
hace siglos con una claridad muy superior a la que suele tener un profesor medio
de universidad en la actualidad. Por ejemplo, Hesíodo hace clara referencia al
hecho de que, para saber en qué momento del año estamos, es decir, para saber
la fecha, basta observar qué constelación aparece por el Este al amanecer.
Imagino que son pocos los profesores de universidad que son capaces de decir lo
mismo. El clima mediterráneo impone al mundo rural un seguimiento muy
escrupuloso de los ritmos anuales, pero en un mundo sin calendarios ni
periódicos esto no es tarea fácil. El cielo y las estrellas ofrecen una solución
simple a estos problemas; los hombres se dieron cuenta de ello hace siglos, y el
conocimiento correspondiente a estos hechos se difundió. Así, en Los trabajos y
los días, Hesíodo escribe estas líneas tan bellas:
Cuando […] la estrella Arturo abandona la sagrada corriente del Océano y por primera vez se eleva
brillante al anochecer, detrás de ella la Pandiónida golondrina de agudo llanto salta a la vista de los
hombres en el momento en que comienza de nuevo la primavera. Anticípate a ella, y poda las viñas, pues
así es mejor.
y
Cuando Orión y Sirio lleguen a la mitad del cielo y la Aurora de rosados dedos pueda ver a Arturo ¡oh
Perses!, entonces corta y lleva a casa todos los racimos, déjalos al sol diez días y diez noches, y cinco a
la sombra; al sexto, vierte en jarras los dones del muy risueño Dioniso. Luego que se oculten las
Pléyades, las Híades y el forzudo Orión, acuérdate de que empieza la época de la labranza. Y ¡ojalá que
el año sea propicio dentro de la tierra!4
(Perses, mencionado en el poema, es el hermano de Hesíodo.) Y añade:
Si se despierta el deseo de la arriesgada navegación, te advierto de que [...] cuando las Pléyades, huyendo
del forzudo Orión, caigan al sombrío ponto, entonces soplan ráfagas de toda clase de vientos.
En resumen, para Hesíodo, está claro que, para conocer el mes en curso, basta
observar las estrellas: la aparición de la estrella Arturo sobre el mar, por la noche
(primavera), la posición de la constelación de Orión y de la estrella Sirio en el
cenit (inicio del otoño), el crepúsculo definitivo de la constelación de las
Pléyades (fin del otoño y comienzo del invierno). Como está escrito en el
Génesis, los astros fueron creados en el cuarto día «para que sirvan de signos».
A veces, Hesíodo parece atribuir a las estrellas mismas la causa de las
percepciones de los hombres, como en esos versos sublimes acerca del calor del
verano:
Cuando el cardo florece y la cantora cigarra, posada en el árbol, derrama sin cesar por debajo de las alas
su agudo canto, en la estación del agotador verano, entonces son más ricas las cabras y mejor el vino,
más sensuales las mujeres y los hombres más débiles, porque Sirio les abrasa la cabeza y las rodillas, y
su piel está reseca por la calima.
Es difícil saber si esta atribución de la debilidad humana a la estrella Sirio debe
entenderse de un modo literal o si aquí Sirio no significa otra cosa que el propio
verano. La distinción probablemente no es relevante en este contexto: Hesíodo
evoca el hecho de que cuando Sirio está alto en el cielo (es decir, en verano),
entonces los hombres son débiles, sin interesarle ninguna teoría causal. Nosotros
podemos decir: «A primeras horas de la tarde tengo sueño», sin considerar que la
causa de nuestra somnolencia puede ser el almuerzo y no la hora del día.
Esto nos lleva a la segunda, y más importante, regla de la astronomía antigua:
el interés por poner en relación los fenómenos celestes con los fenómenos
humanos. Tanto si se tiene en cuenta como si no la distinción entre influencia
causal y coincidencia temporal, y si esta distinción es significativa o no lo es en
el siglo VI a.C., la cuestión de la relación entre los fenómenos celestes y los
asuntos humanos está presente desde la más remota antigüedad. Volviendo a
Babilonia, leemos por ejemplo en una tablilla sumeria diez siglos antes de
Anaximandro:
En el decimoquinto día del mes, Venus ha desaparecido. Durante tres días ha permanecido ausente del
cielo. A continuación, en el decimoctavo del mes undécimo ha reaparecido por el Este. Han brotado
nuevas fuentes, el dios Adad ha enviado lluvia, y la diosa Ea sus inundaciones...5
Esta presentación conjunta de un acontecimiento celeste y un suceso terrestre es
la forma casi universal de los textos cuneiformes de que disponemos que se
refieren al cielo. Veamos, por ejemplo, la traducción de la tablilla conocida
como Enûma Anu Enlil, que interpreta la aparición del Sol en el cielo al
amanecer:
Si el mes de Nisannu [primer mes del calendario babilónico, en torno a marzo-abril] el Sol del amanecer
aparece salpicado de sangre y si la luz es fría, entonces la rebelión no se detendrá en el país y el dios
Adad provocará una masacre.
Si en el mes de Nisannu la aurora aparece salpicada de sangre, habrá guerras por todo el país.
Si el primer día de Nisannu la aurora aparece salpicada de sangre, habrá mucha aspereza y se comerá
carne humana.
Si el primer día del mes de Nisannu la aurora aparece salpicada de sangre y si la luz es fría, el rey va a
morir y habrá luchas por todo el país.
Si esto ocurre el segundo día del mes de Nissan, otro oficial del rey morirá y la lucha continuará por
todo el país.
Si el tercer día del mes de Nisannu la aurora amanece salpicada de sangre, habrá un eclipse.
En todos los documentos babilónicos aparece de manera clara que el elenco de
datos astronómicos de la posición de los planetas y los eclipses se relaciona con
la creencia de que todos se correlacionan con eventos de interés directo para la
humanidad, como guerras, inundaciones, muerte del gobernante, etc.
Se trata de una creencia que aún hoy mantiene la mayoría de los seres
humanos, incluso en los países más cultivados del mundo, también entre quienes
ocupan puestos de alta responsabilidad; evidentemente, es una creencia
perfectamente errónea.
En Babilonia, por tanto, se acumulan datos sobre el cielo, se buscan
regularidades, relaciones entre los sucesos celestes y los de interés humano, así
como entre los mismos acontecimientos celestes. No se excluye que, en
Babilonia, en los días de Anaximandro, se supiera predecir un eclipse con un
cierto margen de error. O por lo menos, en lo que se refiere a los eclipses de Sol,
se supiera predecir los días en los que era probable que se produjera un eclipse.
En realidad, no es esta una tarea muy difícil si se observa la regularidad evidente
de la repetición de los eclipses. Una persona inteligente e interesada en el
problema, con todos esos datos en la mano, no puede no descubrir esta
regularidad.6 Del maestro de Anaximandro, Tales, cuentan los griegos con
asombro que predijo un eclipse (de sol), y que nadie supo cómo pudo haber
hecho tal cosa. Tales, con toda probabilidad, había visitado la corte de
Babilonia.
Otra función de la astronomía antigua la ilustran bien acontecimientos que
ocurren al mismo tiempo en el otro extremo del mundo. Es probable que en el
siglo VI ya se hubiera creado en China el célebre Instituto Imperial de
Astronomía. Según el Shu Jing, el «Libro de los documentos», posiblemente
escrito hacia el año 400 a.C., el comienzo de la astronomía china se remonta al
legendario emperador Yao (尧), que vivió más de dos mil años antes de nuestra
era. El Shu Jing informa que el emperador Yao:
ordenó a Xi y a He que encontraran el acuerdo entre el augusto Cielo y los fenómenos que acontecen en
él, como el Sol y las estrellas que marcan el tiempo, y que establecieran respetuosamente las estaciones
para el pueblo.
Xi y He tienen cada uno dos hijos, a quienes se los manda a las cuatro esquinas
del mundo, cada uno con la tarea de identificar los solsticios y los equinoccios.
Al final, el emperador se dirige de nuevo a Xi y a He:
¡Oh, vosotros, Xi y He! El período es de trescientos días y seis docenas de días y seis días. Que se
intercalen, por tanto, meses para fijar correctamente las estaciones y para completar el año.
El problema que motiva la fundación del Instituto y la atención a los fenómenos
astronómicos parece ser, por consiguiente, un problema de calendario.7
El desarrollo de un verdadero conocimiento astronómico chino es, sin
embargo, más tardío, probablemente de la era Han, esto es, dos siglos después de
Anaximandro y, por tanto, mucho más tardío que el desarrollo que corresponde a
la astronomía babilónica. Durante milenios, los astrónomos chinos desarrollaron
métodos rudimentarios para predecir la posición de los planetas en el cielo y los
eclipses. Pero, aunque el Instituto Imperial de Astronomía de China haya
existido de forma continuada durante más de veinte siglos y haya tenido a su
disposición observaciones astronómicas recogidas durante todos estos siglos por
las mentes más brillantes del imperio, seleccionadas por su mérito gracias a un
sistema de exámenes rigurosos, sus resultados no son muy satisfactorios. En el
siglo XVII (hace trescientos años), el Instituto tenía una capacidad de predicción
de los fenómenos celestes inmensamente inferior a la del Almagesto de
Ptolomeo, escrito más de un milenio y medio antes, y aún no había conseguido
llegar a saber que la Tierra es redonda.
Lo que la astronomía china nos enseña es que una atención cada vez mayor a
los fenómenos celestes, incluso mantenida a lo largo de siglos y totalmente
sostenida por el poder político, no solo no conduce necesariamente a la ciencia
moderna —como sí fue el caso con Copérnico, Kepler, Galileo y Newton—,
sino tampoco al desarrollo de una teoría matemática predictiva, eficaz y precisa
—como la de Ptolomeo—, ni a un avance notable en la comprensión de la
estructura del mundo —como la de Anaximandro—. De igual manera, el interés
de las antiguas civilizaciones mesopotámicas por los fenómenos celestes fue
ciertamente continuo y sostenido, pero no llegó mucho más allá de un conjunto
de datos muy imprecisos, sustentados por una interpretación global, que los
conectaba a los acontecimientos terrestres, completamente errónea.8
Más allá del problema del calendario, lo crucial es que la importancia dada por
el poder imperial chino a la astronomía se funda en cuestiones de orden ritual e
ideológico. Igual que para los griegos y para la Europa moderna, también para el
confucianismo oficial el «cielo» es el lugar de la divinidad. El emperador es el
intermediario entre el cielo y la Tierra, quien garantiza y promulga el orden del
mundo, que es a la vez un orden social y cósmico. Esta función, para Confucio,
se ejerce con los ritos más que con el gobierno —igual que para la Iglesia
católica el rito de la misa renueva y sostiene la alianza entre Dios y los hombres;
el rito pone en orden el mundo de los hombres perdidos en la confusión de lo
cotidiano—. El Instituto Imperial de Astronomía desempeñaba la tarea crucial de
estabilizar los tiempos oficiales de los ritos, coordinándolos con los
acontecimientos del cielo —«encontrar el acuerdo con el augusto Cielo».
No quiero sugerir que estas eran necesariamente las mismas motivaciones y el
mismo espíritu que animaba a los astrónomos babilonios —hay grandes
diferencias entre China y Babilonia—. Pero estos ejemplos muestran que es
posible ocuparse de la astronomía en el marco de un pensamiento que no tiene
nada que ver con el de Ptolomeo, el de Copérnico o, probablemente, con el de
Anaximandro.
Los dioses
Una idea general del clima cultural de la antigua Grecia, por último, nos la
ofrece Hesíodo, que escribió un siglo antes del nacimiento de Anaximandro, y
que seguramente era bien conocido en el Mileto de aquellos tiempos. El mundo
de Hesíodo es un mundo muy humano, marcado por la aspereza del trabajo
agrícola, sustentado por una moral abierta y positiva. Su obra está traspasada de
preguntas acerca del sentido de la humanidad y la dificultad de la vida (en Los
trabajos y los días) y el nacimiento y la historia del universo (en Teogonía), que
presagian las grandes especulaciones de los siglos siguientes, ofreciéndoles
quizá temas, raíces y estructuras conceptuales.
Las respuestas que ofrece Hesíodo, aunque indudablemente un poco más
complejas, siguen la misma pauta que las que encontramos en cualquier parte del
mundo, en especial en los valles del Tigris y del Éufrates: un material hecho
exclusivamente de dioses y mitos.
Tan solo un ejemplo. ¿Cómo surgió el mundo, y de qué está hecho? Esta es la
respuesta de Hesíodo al comienzo de la Teogonía:
En primer lugar existió el Caos. Después Gea, la de amplio pecho, sede siempre segura de todos los
Inmortales que habitan la nevada cumbre del Olimpo. [En el fondo de la tierra de anchos caminos existió
el tenebroso Tártaro]. Por último, Eros, el más hermoso entre los dioses inmortales, que afloja los
miembros y cautiva a todos los dioses y a todos los hombres el corazón y la sensata voluntad en sus
pechos.
Del Caos surgieron Érebo y la negra Noche. De la Noche a su vez nacieron el Éter y el Día, a los que
alumbró preñada en contacto amoroso con Érebo. Gea alumbró primero al estrellado Urano con sus
mismas proporciones, para que la contuviera por todas partes y poder ser así sede siempre segura para los
felices dioses. También dio a luz a las grandes Montañas, deliciosa morada de diosas, las Ninfas que
habitan en los boscosos montes. Ella igualmente parió al estéril piélago de agitadas olas, el Ponto, sin
mediar el grato comercio. Luego, acostada con Urano, alumbró a Océano de profundas corrientes, a Ceo,
a Crío, a Hiperión, a Jápeto, a Tea, a Rea, a Temis, a Mnemósine, a Febe de áurea corona y a la amable
Tetis. Después de ellos nació el más joven, Cronos, de mente retorcida, el más terrible de los hijos y se
llenó de un intenso odio hacia su padre. 9
y así sucesivamente: extraordinario.
Este relato del origen del mundo es muy similar a muchos otros relatos
presentes en las demás civilizaciones. He aquí el comienzo de la creación del
mundo, según el Enûma Eliš («Cuando en lo alto…»), tal como se recitaba en el
cuarto día de la fiesta de Año Nuevo en Babilonia —grabado en tablillas
cuneiformes del siglo XII a.C., medio milenio antes de Hesíodo, halladas en el
palacio de Asurbanipal en Nínive:
Cuando en lo alto el cielo aún no había sido nombrado,
y abajo, la Tierra firme no había sido mencionada con un nombre,
solo Apsu [aguas dulces], el primordial, su progenitor,
y la madre, Tiamat [aguas saladas], la generatriz de todos,
mezclaban juntos sus aguas;
aún no se habían aglomerado los juncares,
ni las cañas habían sido vistas. Cuando los dioses aún no habían aparecido,
ni habían sido llamados con un nombre, ni fijado ningún destino,
los dioses fueron procreados, entonces, dentro de ellos,
Lakhmu y Lakhamu aparecieron y fueron llamados con un nombre.
Mientras que ellos se sabían grandes y fuertes,
fueron creados Anshar [todo el cielo] y Kishar [toda la Tierra],
superiores a aquellos.
Tras prolongar sus días, multiplicando sus años,
Anu fue su hijo heredero, igual a sus padres;
como Anshar había hecho semejante a él a Anu, su primogénito,
Anu engendró, igualmente, a su imagen a Nudimmud.
Nudimmud para sus padres fue el futuro dueño,
de vasta inteligencia, sabio, y de poderosa fuerza,
mucho más fuerte que Anshar, el procreador de su padre,
sin tener su igual entre los dioses, sus hermanos.10
Y así, sucesivamente, centenares de versos. La consonancia con los versos de
Hesíodo es patente. En todos los textos que han llegado hasta nosotros, solo con
esos mitos confiere el pensamiento un orden al mundo. Y al poder de los dioses,
o en todo caso al poder de entidades sobrenaturales, atribuye el hombre la
responsabilidad de lo que sucede en el mundo.
Las historias de los dioses llenan casi por completo los textos antiguos. Los
dioses estructuran la descripción del mundo, actuando en todos los grandes
relatos como auténticos personajes; sirven de fundamento para la justificación
del poder monárquico, se identifican con él, se los invoca constantemente en las
decisiones individuales y colectivas; son, en fin, la garantía de la ley.11 Esta
centralidad de lo divino es común a todas las civilizaciones antiguas. Los dioses,
o lo divino, desempeñan un papel absolutamente fundador de la civilización
misma, por lo menos según los restos escritos de que disponemos.
¿Por qué? ¿Cómo es que la humanidad ha creado y compartido esa extraña
estructura del pensamiento, en la que los dioses tienen un papel tan crucial?
¿Cuándo nació esa estructura? ¿Cómo? Estas son preguntas centrales para
comprender en qué consiste la civilización —preguntas a las que difícilmente
podemos dar respuesta—. Sin embargo, la centralidad y la universalidad de los
dioses del politeísmo como elementos fundadores del pensamiento antiguo y de
la explicación del mundo está fuera de toda duda.12 Cuando nace Anaximandro,
el fundamento de todo el saber se buscaba exclusivamente en el mito y en lo
divino.
Mileto
La atmósfera que reina en las jóvenes ciudades de la naciente civilización griega,
en plena expansión geográfica, económica, comercial y política es sin duda muy
diferente de la que se respira en Babilonia, Jerusalén o Egipto. Todas las formas
de expresión de esta joven cultura atestiguan su singularidad. Así, por ejemplo,
la escultura jónica: en ella se revelan la diversidad y el naturalismo que
preludian el arte griego.
Y algo más sorprendente aún: los primeros poemas líricos son de una extrema
novedad totalmente distinta de la conocida hasta entonces:
Me parece igual a los dioses ese hombre
que junto a ti se sienta y de muy cerca tu voz
dulce escucha
y tu risa que hace nacer el deseo, algo que
me ha hecho saltar el corazón en el pecho,
pues tan pronto te miro no me es posible
decir nada,
se quiebra mi lengua, un suave
fuego corre al punto bajo mi piel,
nada ven mis ojos, zumban
mis oídos,
un frío sudor me recorre y un temblor
se adueña de toda yo y más húmeda
que la hierba
estoy, y que poco me falta para morir
me parece
pero todo hay que soportarlo.13
Así de bello.
Pero, sobre todo, el mundo griego se caracteriza por una estructura política de
una radical novedad. Mientras que el resto del mundo pierde el aliento buscando
su estabilidad organizándose en grandes reinos e imperios, siguiendo el ejemplo
del milenario reino de los faraones, Grecia se mantiene fragmentada en ciudades
que defienden con orgullo y celo su independencia. Lejos de ser una fuente de
debilidad, esta fragmentación constituye el meollo del extraordinario dinamismo
cultural que será el gran éxito, sobre todo político, de la civilización griega.14
Figura 4. «Anavyssos Kouros», estatua en mármol de tamaño natural, probablemente realizada durante la
vida de Anaximandro (Museo Arqueológico de Atenas).
Figura 5. La expansión griega y fenicia a mediados del siglo VI.
Para situar el pensamiento de Anaximandro en su contexto cultural hay que
imaginarlo moviéndose no por el terreno de la rica y eficaz burocracia de los
escribas egipcios, no por los arcanos de la corte de la antigua Babilonia, sino por
una floreciente y pequeña ciudad portuaria jónica, de donde salen y adonde
llegan constantemente navíos comerciales. Donde cada ciudadano se siente sin
duda más amo de su destino y del de su ciudad que anónimo súbdito del faraón.
Jonia es una pequeña región en la costa de Asia Menor, formada por una docena
de ciudades, abierta al mar y protegida por una costa rocosa, recortada y abrupta.
Aquí, en esta pequeña franja de tierra, poco conocida y relativamente secundaria
en la historia del mundo, aparece por primera vez el pensamiento crítico. Aquí
nace el espíritu de investigación libre que se convertirá en el sello distintivo del
pensamiento griego y más tarde del mundo moderno. La civilización humana
tiene con respecto a esta tierra una deuda que es quizá aún mayor que la que
tiene con Egipto, Babilonia o Atenas.15
Adosada a Jonia, en tierras de Asia Menor, se encuentra el boyante reino de
Lidia, que unas décadas antes había acuñado la primera moneda de la historia.
Aliates II, rey de Lidia, sube al trono el año en que nace Anaximandro, y
prosigue la guerra contra Mileto iniciada por su padre Sadiates. Muy pronto, sin
embargo, su atención se centra en las hostilidades con Babilonia y el reino medo,
que presionan por el sudeste. Firma por tanto un armisticio con Mileto y deja la
ciudad en paz. La tumba de Sadiates es aún visible en la llanura entre el lago
Gigeo y el río Hermo al norte de Sardes: un gran montículo de tierra que corona
una enorme estructura de bloques de piedra; en la cima, un gran falo de piedra.
Las ciudades jónicas están pobladas por griegos llegados de diversas partes de
Grecia mucho antes, tal vez uno o dos siglos después de la guerra de Troya,
mezclados con la población autóctona. Las ciudades son independientes, pero se
mantienen unidas por un pacto, la «Liga jónica», de carácter sobre todo cultural
y religioso. Los delegados de la Liga se reúnen en el Panionium, un santuario
dedicado a Poseidón Heliconio. Los restos arqueológicos de este santuario han
sido descubiertos recientemente (2005), en las laderas del monte Mícala.
Enclave griego en la tierra de los grandes imperios antiguos del sur, Jonia
destaca por su riqueza y su fertilidad.
Además de sus valiosos productos locales, como el aceite de las aceitunas que
todavía hoy crecen sobre las ruinas de Mileto, la fuente de su riqueza es el
comercio. Lo dirige primero hacia el norte, hacia el Mar Negro: Jonia controla la
ruta de tránsito que siglos antes produjo la prosperidad de Troya, en cuya
conquista tanto sufrieron los griegos. Y luego hacia Asia, gracias a las caravanas
que atravesaban el Asia Menor, para unirse a mercaderes asirios. Jonia es el
pivote entre Occidente y Oriente. Finalmente, hacia el sur, de donde llegan los
barcos de los fenicios, de quienes los griegos aprendieron la escritura. Una
ciudad griega por lo general posee un número considerable de esclavos, una
economía mixta agrícola, artesanal y comercial y ciudadanos libres que toman
las armas en caso de necesidad. La más floreciente y más meridional de estas
ciudades, es decir, la más cercana a las grandes civilizaciones del sur, es Mileto.
Heródoto la llama la «joya de Jonia» (Historias V, 28).
Mileto es bastante más antigua que su colonización griega. A la ciudad se la
menciona con el nombre de Millawanda en los anales hititas de Mursili II, donde
se dice que en el año 1320 a.C. la ciudad se solidarizó con la rebelión de UhhaZiti de Arzawa y que, en represalia, Mursili ordenó a sus generales Mala-Ziti y
Gulla arrasarla. Los restos de esta destrucción han sido descubiertos por la
arqueología moderna. Los hititas fortificaron seguidamente la ciudad, con toda
probabilidad para defenderla de los ataques griegos, lo cual no impidió que fuera
nuevamente destruida en diversas ocasiones y por diversos invasores.
Heródoto narra que la Mileto griega fue fundada hacia el 1050 a.C. por Neleo,
el hijo menor del rey de Atenas, Codro. Neleo y sus hombres dieron muerte a los
nativos y tomaron a sus mujeres por esposas. Pero ya a finales del siglo VIII, la
monarquía de Mileto se acerca a su fin, como consecuencia de una disputa entre
dos descendientes de la casa real de Neleo, Anfiteo y Léodamo. Anfiteo manda
asesinar a Leódamo y toma el poder por la fuerza. El hijo exiliado de Leódamo
regresa con un grupo de partidarios, se enfrenta a Anfiteo y le da muerte. Pero
cuando se restablece la paz, la monarquía ha perdido su autoridad. Los
ciudadanos eligen a un legislador, «dictador temporal», Epimenes. A partir de
entonces la ciudad es gobernada por una «pritanía», una magistratura oligárquica
electiva, que a menudo se convierte en tiranía.
Mileto es, pues, el escenario de un proceso político complejo que recuerda el
de Atenas o el más tardío y bien conocido de Roma: el rey destronado por una
aristocracia puesta a su vez en dificultades por una clase de ricos comerciantes,
que desempeña un papel mediador entre la aristocracia y el mundo artesano y
rural. Siguen entonces largas luchas políticas, dominadas por el conflicto entre el
partido «de los ricos» (Πλουτής, Ploutis) y el partido «de los trabajadores»
(Χειρομάχα, Cheiromacha).
Esta complejidad política es la característica que con más profundidad
diferencia la nueva cultura griega de los reinos orientales, y la encontramos
ciertamente en el núcleo de la revolución intelectual, como el escenario en que
se despliega. En el año 630, veinte años antes del nacimiento de Anaximandro,
el poder está en manos de Trasíbulo —probablemente con el apoyo del pueblo
—, quien desempeñará un papel importante en la historia de la ciudad,
llevándola al apogeo de su poderío.
Cuando nace Anaximandro, a principios del siglo VI, Mileto es una ciudad
floreciente. Es uno de los puertos comerciales más importantes, tal vez el que
más, del mundo griego, así como la ciudad griega más poblada de Asia, con
quizá unos cien mil habitantes. Domina un pequeño, aunque estratégico, imperio
marítimo, formado por una decena de colonias, distribuidas principalmente por
la costa del mar Negro. Plinio el Viejo menciona noventa colonias fundadas por
Mileto. Hay también colonias jónicas en Italia y en la actual Francia. La ciudad
comercia con trigo, que proviene de sus colonias escitas (Ucrania), con madera
para la construcción, pescado salado, hierro, plomo, plata, oro, lana, lino, ocre,
sal, especias y pieles. Procedentes de Náucratis, las caravanas de Egipto y del
Oriente Medio traen sal, papiro, marfil y perfumes. Mileto produce y exporta
terracota, armas, aceite, muebles, telas, pescado, higos, vino. Las telas milesias,
en particular, llegan a ser muy famosas.
La estación comercial de Náucratis, en Egipto, fue fundada hacia el año 620,
una decena de años antes del nacimiento de Anaximandro. A decir verdad,
puntos de contacto cultural con la antigua civilización egipcia no faltan. La
influencia de Egipto es particularmente notable en la arquitectura: los primeros
grandes templos monumentales griegos datan de este período y son de
inspiración directamente egipcia, tanto en el plano técnico como en el
estilístico.16
Las colonias y las rutas comerciales no son solo fuentes de riqueza, sino
también de contactos entre pueblos diferentes, de descubrimiento de ideas y
opiniones distintas. Mileto está en contacto económico y cultural con el conjunto
del mundo mediterráneo y los países medioorientales. Con el crecimiento de la
economía se ensancha también la visión del mundo.17
Mileto es, por consiguiente, una ciudad rica, libre, capaz de defenderse ella
misma de las amenazas de Lidia. Es probablemente la ciudad griega más
expuesta a las influencias culturales del sur. Pero, a diferencia de las grandes
ciudades de Mesopotamia y Egipto, en Mileto no hay palacio real ni una casta
sacerdotal poderosa. Los habitantes de Mileto son libres, dentro de una cultura
cosmopolita y una bulliciosa actividad económica, y sobre todo son los testigos
de una extraordinaria fertilidad artística, política y cultural. En resumen, Mileto
es el corazón del «primer verdadero humanismo».18
Unos meses antes de su muerte, Anaximandro ve cómo Mileto cae bajo el
dominio del gran imperio persa, cuya expansión se ve facilitada por la caída del
imperio asirio. Poco después, en 494, tras un fallido intento de rebelión contra el
imperio, la ciudad fue saqueada y arrasada por los persas, que toman como
esclavos y deportan al Golfo Pérsico a la mayoría de sus habitantes. Es el fin de
la primacía cultural de los milesios en la antigua Grecia.
Figura 6. Mileto: el teatro.
Figura 7. La puerta del mercado de Mileto en el Museo de Pérgamo de Berlín.
Pero ya a mediados del siglo V, la ciudad griega renace de sus cenizas,
reconstruida por Hipodamo, el padre genial del urbanismo. De este período, en
el siglo que sigue al de Anaximandro, datan los vestigios arqueológicos más
antiguos que todavía hoy admiramos, como el espléndido teatro de Mileto —
ampliado posteriormente en la época romana— (figura 6). La célebre puerta del
mercado de Mileto (figura 7), transportada al Museo de Pérgamo de Berlín en
1907, y reconstruida en el museo en 1928, es mucho más tardía, de época
romana, y es un testimonio del esplendor que la ciudad reencontró bajo el
imperio.
Anaximandro es, sin duda, un ciudadano importante en Mileto. Una fuente
(Aelio) lo sitúa como cabeza de la colonia milesia de Anfípolis. Un poco antes
vivió Tales, conocido en la tradición griega como uno de los «siete sabios».
Sería absurdo imaginar que no llegaran a conocerse. Pero no es seguro que se
pueda hablar de una escuela: no sabemos cómo se efectúa en Mileto la
transmisión y la difusión del saber.
Fuentes antiguas hablan de un viaje de Anaximandro a Esparta, donde habría
construido un meridiano para determinar los solsticios y los equinoccios.
Cicerón cuenta además que, en Esparta, Anaximandro habría salvado muchas
vidas al predecir un terremoto. La historia parece improbable, pero las
informaciones de que disponemos describen a un viajero conocido y estimado.
Varios autores sostienen que habría viajado a Egipto pasando por Náucratis.
No subsiste ninguna descripción física de Anaximandro, solo una breve
alusión de Diógenes Laercio, que cuenta que Empédocles trataba de imitarlo
adoptando maneras solemnes y teatrales.
Anaximandro debió de tener ciertamente a su disposición textos escritos, ya
que decide consignar sus pensamientos en un libro. Pero de su vida, de su
carácter, de su aspecto, sus lecturas y viajes, por desgracia, no sabemos casi
nada.
Pero ¿qué importa? Lo que nos interesa es su pensamiento. Y lo que sabemos
de ese pensamiento intentaré sintetizarlo en el siguiente capítulo.
Figura 8. Vaso espartano del siglo VI, atribuido al pintor del rey Arquesilas II. Algunos autores han querido
ver en él la influencia del pensamiento de Anaximandro: la Tierra tiene la forma de una columna, y el cielo,
sostenido por Atlas, rodea la Tierra. El otro personaje es Prometeo. (Museo del Vaticano).
2 2 Reyes 23, 4ss.
3 Cientos de miles.
4 Hesíodo, Los trabajos y los días, en Obras y fragmentos, Madrid, Gredos, 1978, pp.152-155.
5 Al lector que no lo tenga presente, le recuerdo que Venus aparece en el cielo unas veces por el Oeste y
otras por el Este, y a veces no aparece en absoluto.
6 Cada 18 años, 11 días y 8 horas, la Luna y el Sol se encuentran en posiciones relativas casi idénticas. La
secuencia de los eclipses se repite casi invariablemente tras este período, llamado «Ciclo de Saros».
7 El problema del calendario ha atormentado a todas las civilizaciones, desde los mayas a los chinos, desde
Julio César al papa Gregorio. El problema es el siguiente: una manera fácil de seguir el paso de los días es
contar las lunas y determinar el día observando la fase. Luna llena y luna nueva, primer y segundo cuarto
son fácilmente identificables; solo queda contar los días entre una fase y la siguiente, que son siete en
número (aproximadamente), es decir, una semana. Pero hay dos problemas. En primer lugar, para los
tiempos largos de la agricultura lo pertinente es el ciclo anual; pero, a diferencia de los ciclos lunares, es
difícil señalar el comienzo y el final del ciclo solar —que es la razón por la que el emperador Yao debe
encargar a los especialistas que fijen los solsticios y los equinoccios—. En segundo lugar, un mes no dura
un número exacto de días y un año no dura un número exacto de meses ni un número exacto de días. Por
tanto, son necesarios meses con más días y otros con menos para estar en fase con la Luna, lo cual implica
que es imposible mantener meses y años en fase entre ellos si se pretende estar en fase con el Sol y con la
Luna. La solución adoptada por el mundo moderno, con meses de longitud variable desconectados de las
fases del Sol y de la Luna, un año bisiesto cada cuatro años (menos uno cada cien años y más uno cada
cuatrocientos años) y días de la semana independientes de la fecha es muy complicada y solo le puede
parecer razonable a quien ha nacido con ella. Otras sociedades han encontrado diversas soluciones, todas
igualmente complicadas.
8 Más adelante trato el significado exacto de la palabra «erróneo» en este contexto, en particular en relación
con las cuestiones planteadas por la conciencia de la relatividad cultural de los valores de verdad.
9 Teogonía, en Obras y fragmentos, op. cit., pp. 76-77.
10 Enûma Eliš. Poema babilónico de la creación, Madrid, Tecnos, 2017, pp. 3-4 (Tablilla I).
11 Por ejemplo, en el código de Hammurabi, anteriormente mencionado, es Hammurabi mismo quien
introduce el texto, explicando que la ley le ha sido dada por el dios Marduk, de la misma manera que la ley
hebrea le fue dada a Moisés por Yahveh.
12 Véase, por ejemplo, Jean Bottero en [Bottero, Herrenschmidt, Vernant, 1996].
13 M. González, «Versiones decimonónicas en castellano de la Oda a Afrodita (Frg. 1 Voigt) y de la Oda a
una mujer amada (Frg. 31 Voigt) de Safo», en Cuadernos de Filología Clásica: Estudios griegos e
indoeuropeos, 13 (2003), p. 281.
14 Este puede ser el mismo esquema que se repitió en Europa durante la Edad Media tardía y moderna;
mientras las demás civilizaciones están llevando a cabo un proceso de unión política y de estabilización
imperial, el fracaso de este proceso en Europa es responsable de un diferencial de crecimiento que
determinará finalmente el éxito militar, cultural y político.
15 Cfr. J.T. Shotwell, Historia de la historia en el mundo antiguo, Madrid, FCE, 1940.
16 Cfr. G. Naddaf «Anthropogony and Politogony in Anaximander of Miletus», en D.L. Couprie., R. Hahn
y G. Naddaf, Anaximander in context, op. cit.
17 Cfr. G.E.R. Lloyd, De Tales a Aristóteles, Buenos Aires, EUDEBA, 1977 y G. Naddaf «Anthropogony
and Politogony in Anaximander of Miletus», op. cit.
18 Cfr. B. Farrington, Ciencia y filosofía en la Antigüedad, Barcelona, Ariel, 1984.
2. LAS APORTACIONES DE ANAXIMANDRO
Anaximandro escribió un libro en prosa, conocido como Περί φύσεως (Peri
physeōs), «Sobre la naturaleza». De este texto, desgraciadamente perdido, solo
queda un fragmento, citado por Simplicio [Comentario a la física de Aristóteles,
24, 13]:
Ἐξ ὧν δὲ ἡ γένεσίς ἐστι τοῖς οὖσι, καὶ τὴν φθορὰν εἰς ταῦτα γίνεσθαι κατὰ τὸ χρεών· διδόναι
γὰρ αὐτὰ δίκην καὶ τίσιν ἀλλήλοις τῆς ἀδικίας κατὰ τὴν τοῦ χρόνου τάξιν.19
La traducción de este fragmento, controvertida, podría ser:
Todas las cosas tienen raíces una en la otra y perecen una en la otra, según la necesidad. Se hacen justicia
una a la otra, y se recompensan por la injusticia, según el orden del tiempo.
Muchas páginas se han escrito sobre esas oscuras palabras, que verdaderamente
excitan la imaginación. No obstante, tomadas fuera de su contexto, es difícil
sacar de ellas una interpretación mínimamente objetiva. La sustancia del
pensamiento de Anaximandro debe buscarse en otros lugares.
Por suerte, las fuentes griegas sobre el contenido del texto de Anaximandro
son muchas, aunque la mayoría tardías e indirectas, y no siempre fiables. Una de
las más interesantes es Aristóteles, que discute ampliamente las ideas de
Anaximandro y las transcribe solo dos siglos más tarde. Con toda probabilidad,
Aristóteles poseía el libro de Anaximandro en su famosa biblioteca. El
pensamiento de Anaximandro está también presente con abundantes detalles en
la historia de la filosofía de Teofrasto, discípulo de Aristóteles y sucesor suyo al
frente de la escuela peripatética. La obra de Teofrasto también se ha perdido,
pero está de sobra evocada por fuentes más tardías que han llegado hasta
nosotros, como los escritos de Simplicio, filósofo que vivió entre Alejandría y
Atenas en el siglo VI d.C. Más de mil años separan a Simplicio de Anaximandro.
La labor de reconstrucción del pensamiento de Anaximandro partiendo de esas
fuentes, numerosas pero tardías y dispares, es un rompecabezas fascinante. Los
procedimientos utilizados para desenrollar y descifrar los rollos carbonizados
que los arqueólogos encuentran en antiguas bibliotecas romanas son cada vez
más eficaces, lo mismo que las técnicas de lectura con rayos X de los vendajes
de las momias egipcias que los sacerdotes funerarios confeccionaban a menudo
desgarrando copias de libros. Mientras esperamos que una de ellas nos revele el
texto de Teofrasto, o incluso el de Anaximandro,20 a nosotros corresponde
dedicarnos a esa reconstrucción.
Sin entrar en los detalles de este arte complejo, resumo en este capítulo
algunas de las principales ideas que, a la luz de las reconstrucciones que me
parecen más fiables,21 parecen poder atribuirse a Anaximandro.22
Figura 9. Reconstrucción de la cosmología de Anaximandro.
1. Los fenómenos meteorológicos tienen causas naturales. El agua de la lluvia es agua del mar y de los
ríos evaporada por efecto del calor del sol; la transportan los vientos y, al final, cae sobre la tierra. El
trueno y el relámpago son causados por el choque violento de las nubes y los terremotos por fracturas de
la Tierra debidas a un calor demasiado elevado o a un exceso de lluvias.
2. La Tierra es un cuerpo con dimensiones finitas que flota en el espacio. No cae porque no tiene
ninguna dirección particular hacia la que caer, y no está «dominado por ningún otro cuerpo».
3. El sol, la luna y las estrellas giran alrededor de la Tierra cumpliendo círculos completos. Esos
círculos están impulsados por enormes ruedas, similares a «ruedas de carro» (figura 9). Esas ruedas son
huecas (como las ruedas de una bicicleta), están llenas de fuego y tienen aberturas en su radio interior:
los astros no son más que ese fuego, visto a través de esos agujeros. Las ruedas sirven sin duda para
explicar por qué los astros no caen. Las estrellas están en los círculos más cercanos, la Luna está en un
círculo intermedio y el Sol en el círculo más lejano, a distancias proporcionales a los números 9, 18 y
27.23
4. La multiplicidad de las cosas que forman la naturaleza deriva de un origen, o «principio», llamado
ἀπείρων (apeiron), que significa ilimitado, indefinido o indeterminado.
5. La transformación de las cosas una en otra está regulada por la «necesidad». Esta determina el
despliegue de los fenómenos a lo largo del tiempo.
6. El mundo nació cuando del apeiron se separaron el calor y el frío. Esto es lo que ha engendrado el
orden del mundo. Una especie de bola de fuego creció alrededor del aire y de la tierra «como la corteza
de un árbol». Luego la bola se quebró quedando encerrada en los círculos que forman el Sol, la Luna y
las estrellas. La Tierra en el principio estaba cubierta de agua, y poco a poco se secó.
7. Todos los animales vivían al principio en el mar, o en el agua que en el pasado cubría la Tierra. Los
primeros animales fueron, por tanto, peces, o especies de peces. Luego los peces conquistaron la Tierra,
cuando esta llegó a secarse, y se adaptaron a este nuevo medio. Los hombres, en particular, no pueden
haberse originado en su forma actual, porque los recién nacidos no son autosuficientes y alguien tiene
que alimentarlos. Por tanto, derivan de otros animales, con forma de peces.
A esos puntos podemos agregar los siguientes:
8. A Anaximandro se le atribuye el primer mapa geográfico del mundo conocido (figura 10). El mapa
fue desarrollado más adelante, en la generación siguiente, por otro milesio, Hecateo, y ese mapa servirá
de base para todos los mapas antiguos.
9. Anaximandro compuso el primer escrito en prosa sobre fenómenos naturales. Los escritos anteriores
sobre el origen y la estructura del mundo (como la Teogonía de Hesíodo) están todos en verso.
10. Tradicionalmente, se le atribuye a Anaximandro la introducción en el mundo griego del uso del
gnomon. El gnomon es esencialmente un palo plantado en tierra verticalmente, cuya longitud de sombra
se mide para estimar la altura del Sol en el horizonte. Con este instrumento ya es posible desarrollar una
compleja astronomía de los movimientos del Sol.
Figura 10. Reconstrucción hipotética del mapa del mundo de Anaximandro.
Algunos autores le atribuyen la primera medida de la inclinación de la eclíptica.
La idea es plausible si se admite, como parece ser, que hizo un uso sistemático
del gnomon —la inclinación de la eclíptica es, efectivamente, la primera
cantidad natural que puede medirse con un gnomon.24
Figura 11. Gnomon del siglo XVIII, Pequín.
El marco del pensamiento en el que se inscriben esas ideas es difícil de
establecer. Gérard Nattaf sugiere que el objetivo general de Anaximandro es
reconstruir y explicar la historia del orden de las cosas, tanto naturales como
sociales, desde el origen hasta el presente, con una perspectiva racional y
naturalista. Nattaf señala que este es el objetivo de los mitos cosmogónicos.
Anaximandro se inscribe en esta tradición renovando en profundidad su método
y desarrollando la nueva perspectiva naturalista.
Sea cual fuere el motivo que animaba las investigaciones de Anaximandro,
está claro que no podemos equiparar el conjunto de sus ideas y resultados a un
corpus científico completo tal como lo entiende la ciencia moderna. Algunos
aspectos esenciales de lo que llamamos hoy ciencia están ausentes. Basta
mencionar dos importantes:
La búsqueda de las leyes matemáticas subyacentes a los fenómenos
naturales está totalmente ausente. Esta idea aparecerá en la generación
siguiente, en la escuela pitagórica, y se desarrollará en siglos sucesivos,
hasta los grandiosos resultados de la ciencia alejandrina, en particular
esa catedral de la física matemática que es la astronomía de Hiparco y
Ptolomeo.
También está igualmente ausente la idea de experimento, en el sentido
de construcciones de situaciones físicas artificiales, adaptadas a las
observaciones y a las mediciones pertinentes para comprender la
naturaleza. Habrá que esperar hasta la obra de Galileo, dos mil años
más tarde, para ver una realización madura de esta idea —que será una
de las claves de bóveda del gran florecimiento de la ciencia europea.
Podríamos prolongar esta enumeración de las diferencias entre el pensamiento
de Anaximandro y el pensamiento científico moderno: Anaximandro es arcaico
en más de un aspecto.
Sin embargo, su arcaísmo no debe ocultarnos el alcance profundamente
innovador de su enfoque —y su gran influencia en el desarrollo ulterior de la
ciencia—. Mi objetivo, en la continuación de este ensayo, es ilustrar esta
afirmación. A este fin debo examinar con más detalle sus aportaciones y lo que
significan, tal como estas se le aparecen no al historiador de la cultura griega
arcaica, sino al científico de hoy.
19 Ex hōn de hē genesis esti tois ousi, kai tēn phthoran eis tauta ginesthai kata to chreōn; didonai gar auta
dikēn kai tisin allēlois tēs adikias kata tēn tou chronou taxin, Simplicio, Física, 24, 17 (cf. G.S. Kirk, J.E.
Raven y M. Schofield, Los filósofos presocráticos, Gredos, Madrid, 2009, p. 110).
20 Esto no es inverosímil. El nombre de Anaximandro aparece en el catálogo de los autores representados
en una biblioteca recientemente descubierta en Taormina (cfr. H. Blanck, «Anaximander in Taormina»,
Mitteilungen des deutschen archäologischen Instituts, 104, pp. 507-511).
21 Cfr. C.H. Kahn Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, Nueva York, Columbia University
Press, 1960; M. Conche, Anaximandre, Fragments et témoignages, París, PUF, 1991; D.L. Couprie, «The
Discovery of Space: Anaximander’s Astronomy», en D.L. Couprie, R. Hahn y G. Naddaf, Anaximander in
context, op. cit.; D. Graham, Explaining the Cosmos, Princeton, Princeton University Press, 2006.
22 Adopto una posición intermedia entre la más rigurosa, que consiste en atribuirle solo las ideas que
pueden acercarnos a él con certeza, y la más generosa, que consiste en atribuirle todas las que el mundo
antiguo le reconocía.
23 Couprie formula la hipótesis según la cual estos números no son sino expresiones que significan «muy
lejos», «más lejos aún» y «extremadamente lejos» (cfr. «The Visualization of Anaximander’s Astronomy»,
en Apeiron 28 [1995], pp. 159-181). Otros han intentado interpretarlos como medidas arbitrarias que
describen concretamente un modelo mecánico, como si se dijera «imaginemos la Luna en un círculo grande,
y el Sol en otro dos veces más grande», como diciendo «en otro círculo, más grande».
24 Esta última atribución es controvertida (cfr. C.H. Kahn, «On Early Greek Astronomy», en Journal of
Hellenic Studies 90 [1970], pp. 101-109].
3. LOS FENÓMENOS ATMOSFÉRICOS
Antes de abordar el tema principal de la cosmología de Anaximandro, o lo sutil
de la naturaleza del apeiron, quiero detenerme en un aspecto de su pensamiento
a menudo considerado marginal, pero que, muy al contrario, tiene una
importancia central: la lectura que hace Anaximandro de los fenómenos
atmosféricos en términos naturalistas.
Sabemos por Hipólito que:
[Anaximandro sostiene que] las lluvias nacen del vapor que brota de las cosas que están debajo del Sol.
Y por Aecio y Séneca que:
[Sobre los truenos, relámpagos, rayos, huracanes y tifones] Anaximandro dice que todos estos
fenómenos acontecen a causa del viento.
¿Y qué es ese viento? De nuevo Aecio:
Los vientos surgen cuando se separan los vapores más sutiles del aire y se ponen en movimiento al
juntarse.25
Amiano Marcelino26 nos relata la explicación de los temblores de tierra:
Anaximandro afirma que en la Tierra, cuando está reseca por el calor sofocante del verano, o bien
empapada tras las lluvias, se abren enormes grietas por donde penetra el viento con excesiva violencia,
de manera que, al ser agitada la tierra por este fuerte viento, se conmueve desde sus más profundas
entrañas. No en vano las calamidades de este tipo se producen en épocas de excesivo calor o bien cuando
cae del cielo una cantidad enorme de agua.
Y así sucesivamente en muchas otras fuentes.
Si situamos estas ideas en el contexto general de la cultura griega podemos ver
en ellas una confirmación de la atención del mundo griego a los fenómenos
atmosféricos, ya expresada en los relatos religiosos. Si las contemplamos a la luz
de los conocimientos actuales, que se caracterizan por una completa conciencia
de la naturaleza física de los fenómenos meteorológicos, esas ideas se nos
aparecen como ingenuos intentos de explicar determinados fenómenos, a veces
equivocados —los terremotos no se producen cuando llueve en exceso o cuando
hace demasiado calor—, y otras sorprendentemente correctas —la lluvia se debe,
en efecto, a la evaporación del agua del mar.
Estas dos lecturas son también miopes, tanto una como otra, porque no ven el
siguiente hecho crucial. En todos los textos anteriores a Anaximandro de que
disponemos, griegos y no griegos, los fenómenos naturales como la lluvia, los
truenos, los terremotos y los vientos siempre se explican en términos
exclusivamente místicos y religiosos, como otras tantas manifestaciones de
fuerzas incomprensibles, atribuidas a seres divinos.
La lluvia viene de Zeus, el viento de Eolo, las olas las levanta Poseidón. Antes
del siglo VI no encontramos ningún signo de un intento de explicar cómo estos
fenómenos son efecto de causas naturales, independientes de la voluntad de los
dioses.
En un determinado momento de la historia de la humanidad nace la idea de
que es posible entender estos fenómenos, sus relaciones, sus causas, su
confluencia, sin hacer mención de los caprichos de los dioses. Este cambio se
produce en el pensamiento griego del siglo VI y la originalidad de la idea la
atribuyen los antiguos casi unánimemente a Anaximandro de Mileto.
Creo que esta revolución intelectual se ha infravalorado por dos razones:
Por un lado, y aunque los autores antiguos hablan de un modo bastante
exhaustivo y con cierta fidelidad de las ideas de Anaximandro, la explicación
naturalista de los fenómenos sigue siendo muy incierta en el saber antiguo. La
ciencia griega consigue un éxito brillante gracias a su análisis de los fenómenos
astronómicos, como el movimiento del Sol, de la Luna y de los planetas,
clarifica profundamente la estática, la óptica, sienta las bases de la medicina
científica, etc. Pero cuando se trata de dar explicaciones sólidas a los fenómenos
físicos complejos, como los fenómenos meteorológicos,27 su éxito es sumamente
limitado. Esta es la razón por la que los autores antiguos consideran la propuesta
naturalista de Anaximandro como una hipótesis plausible, y no como una
solución creíble y consensuada para entender estos fenómenos. Esto es evidente
a la luz de los extractos citados: nadie dice «Anaximandro ha comprendido que»,
por ejemplo, el agua de lluvia proviene de la evaporación del agua que está sobre
la tierra, sino «Anaximandro sostiene que». En otras palabras, la Antigüedad no
resolvió si la propuesta naturalista de Anaximandro era eficaz o no.
Al revés, los comentaristas contemporáneos de Anaximandro consideran por
lo general perfectamente evidente la relación entre los fenómenos atmosféricos y
sus causas naturales, de modo que ni siquiera destacan, o lo hacen muy
incidentalmente, el gigantesco salto conceptual que subyace a esta hipótesis.
En la religión griega el cielo es el lugar privilegiado de lo divino, y los
fenómenos meteorológicos son naturalmente interpretados como expresión de
los dioses.28 El rayo se atribuye al padre de los dioses, Zeus. Poseidón
desencadena los terremotos. En la tradición griega, la imprevisibilidad de los
fenómenos meteorológicos es el reflejo exacto de la libertad de los dioses. La
búsqueda de una interpretación naturalista de estos fenómenos, en la que los
dioses no desempeñan ningún papel, es una enorme ruptura respecto de la
lectura religiosa del mundo.
En Las nubes Aristófanes demuestra que, dos siglos más tarde, la explicación
naturalista de los truenos y los relámpagos propuesta por Anaximandro es
percibida aún como una blasfemia contra Zeus:
ESTREPSÍADES: Siempre he creído que la lluvia viene de Zeus. ¿Pero quién provoca el trueno? Eso que
siempre me ha dado tanto miedo…
SÓCRATES: Las nubes, que truenan al ser empujadas.
ESTREPSÍADES: Y ¿cómo es eso? Tú no te arredras ante nada.
SÓCRATES: Cuando están cargadas de agua y se ven forzadas a moverse, se precipitan desde lo alto
violentamente, con la lluvia que las hincha y las vuelve más pesadas, y chocando unas contra otras, se
rompen y estallan con estruendo.
ESTREPSÍADES: ¿Pero quién las fuerza a moverse? ¿No es Zeus?
SÓCRATES: No, para nada, es el torbellino etéreo.
ESTREPSÍADES: ¿El torbellino? Eso no lo sabía: que Zeus no existe y que en su lugar está hoy el
torbellino…
La comedia se cierra con un intento de paliza a Sócrates y a sus amigos,
acusados de blasfemia y de corromper a los jóvenes.
ESTREPSÍADES: ¿Por qué insultabais a los dioses y escudriñabais las posaderas de la Luna? ¡Persigue,
golpea, destruye! Lo merecen por muchos motivos, pero sobre todo por el que tú ya sabes: que ofendían
a los dioses.
La comedia de Aristófanes es divertida, y se dice que Sócrates (el real), al final
de la primera representación, se levantó amistosamente para saludar con la mano
a la asamblea; y Platón en el Banquete describe a Sócrates y a Aristófanes
compartiendo fraternalmente la cena. Pero, veinte años más tarde, Sócrates es
convocado ante el tribunal de Atenas y condenado a muerte con el motivo de que
sus enseñanzas corrompían a la juventud y porque no reconocía a los dioses de la
ciudad —las acusaciones, precisamente, que refiere Aristófanes en su comedia
—. El crimen está en pensar, como Anaximandro, que los fenómenos
atmosféricos puedan ser comprendidos como hechos naturales, sin ninguna
referencia a los dioses.
Para un griego devoto, la idea de que la lluvia fuera causada por los
movimientos del viento y el calor del Sol, sin ninguna intervención de Zeus, no
era probablemente menos desconcertante de lo que pueda ser hoy para un devoto
católico la idea de que el alma no es más que el resultado de interacciones entre
los átomos. Con una diferencia, sin embargo: el catolicismo de hoy se opone a
un naturalismo que tiene una antigüedad de veintiséis siglos, mientras que
Anaximandro, por lo que sabemos, es el primero en proponer esta lectura
naturalista del mundo. En los capítulos finales volveré sobre el inmenso alcance
histórico de esta propuesta.
El naturalismo cosmológico y biológico
La propuesta naturalista de Anaximandro va mucho más allá de los fenómenos
meteorológicos. Para apreciar toda su vitalidad es útil comparar la descripción
del origen del mundo que hace Hesíodo, expuesta en el primer capítulo, con la
de Anaximandro, resumida en el capítulo anterior. La confrontación rigurosa de
estas dos cosmogonías la ha efectuado recientemente Graham,29 y yo me limitaré
aquí a resumir las conclusiones a las que llega este autor. Por una parte, las
intenciones son obviamente muy similares: describir el origen del mundo, trazar
«la historia del mundo». Esta similitud demuestra la continuidad del problema y
las raíces culturales de los intereses fundamentales de Anaximandro. Pero las
direcciones en que se busca la solución no pueden ser más radicalmente
opuestas. Hesíodo, tal como he subrayado en el primer capítulo, se inscribe
plenamente en la tradición universal, compartida por todas las civilizaciones
humanas, que consiste en relatar una historia del mundo que no es más que la
historia de los dioses. Anaximandro rompe repentina y radicalmente con esta
tradición. En su historia del mundo prácticamente no hay rastro de lo
sobrenatural. Las cosas del mundo se explican por cosas del mundo: fuego,
calor, frío, aire, tierra. Lo que hay que explicar son las cosas del mundo: el Sol,
la Luna y las estrellas, el mar y la Tierra, y no la autoridad de Zeus.
Para el lector distraído, la historia del mundo de Anaximandro podría
parecerse fácilmente a una versión un tanto vaga de la historia del big bang que
la cosmología moderna nos enseña.
Es ciertamente esencial no confundir esta similitud con no sé qué tipo de
misteriosa presciencia de Anaximandro. No se trata de eso. Lo que aquí entra en
escena es una propuesta metodológica precisa: un sistema de explicación de las
cosas del mundo en términos de las cosas del mundo. Esta propuesta
metodológica, verdaderamente revolucionaria, se convertirá más adelante en la
columna vertebral de la ciencia moderna. El parecido no es ni fortuito ni
misterioso. Estamos simplemente desarrollando la propuesta metodológica de
Anaximandro,30 que se ha revelado particularmente eficaz.
Hay otro terreno en el que el naturalismo de Anaximandro obtiene un éxito que
limita con lo prodigioso: sus reflexiones sobre el origen de la vida y el origen de
los seres humanos. Anaximandro sitúa el origen de la vida en el mar. Habla
explícitamente de evolución de las especies vivas, que él pone en relación con el
cambio en las condiciones climáticas. Las primeras especies son marinas; luego,
cuando la tierra se seca, esas especies se adaptan al continente. Se pregunta qué
tipo de seres vivos pueden haber engendrado a los primeros seres humanos.
Estamos ahí frente a un problema que solo volverá a estar en primer plano en los
últimos siglos, con los grandes resultados que conocemos. Con todas las
limitaciones evidentes de ese planteamiento, la lectura de esas reflexiones en un
texto escrito en el siglo VI a.C. no puede sino dejarnos estupefactos.
Aunque las explicaciones efectivamente propuestas por Anaximandro fueran
todas erróneas, su búsqueda de explicaciones naturales de los fenómenos
atmosféricos tiene una importancia capital para la historia de la ciencia. Es, de
alguna manera, el certificado de nacimiento de la investigación científica del
mundo.
Pero las explicaciones propuestas no son todas erróneas. Por el contrario, la
mayoría de ellas son sorprendentemente correctas. El origen del agua de lluvia
es en realidad la evaporación de las aguas terrestres producida por el calor del
Sol. El viento es efectivamente aire puesto en movimiento por el calor del Sol.
El hecho físico que pone de manifiesto un terremoto es efectivamente una
fractura de la corteza terrestre; etc.
¿Cómo llegó Anaximandro a comprender todo esto? No lo sé, y no quiero
perderme en hipótesis. La clave es tal vez su escepticismo ante las explicaciones
tradicionales. Un siglo después de Anaximandro, Hecateo de Mileto, que
desarrollará la carta geográfica de Anaximandro y que será el primer historiador
griego, abre sus Genealogías con un íncipit famoso:
Hecateo de Mileto dice lo siguiente: «Escribo lo que creo que es verdad; porque las miríadas de historias
que cuentan los griegos son contradictorias y me parecen ridículas».
Puede ser que, una vez formulada la idea clave de buscar explicaciones
naturalistas, y aceptándolas sin escepticismo, sean muchas las explicaciones
razonables que se desprenden directamente de la observación del mundo.
Recordemos con qué fascinación aprendimos en la escuela el «ciclo del agua»:
el agua cae con la lluvia, corre por los ríos, desemboca en el mar, se evapora por
el calor del Sol, es transportada por el viento y cae de nuevo con la lluvia… He
aquí un estupendo ejemplo de la complejidad, pero sobre todo de la
comprensibilidad de nuestro hermoso mundo. Los manuales a menudo no lo
dicen, pero quien primero comprendió el ciclo del agua fue Anaximandro de
Mileto.
25 Cfr. (con alguna variante) G.S. Kirk, J.E. Raven y M. Schofield, Los filósofos presocráticos, op. cit.,
pp.186-187.
26 A.Marcelino, Historia, Madrid, Akal, 2002, p. 272.
27 Sobre las mareas, cfr. L. Russo, Flussi e riflussi, Milán, Feltrinelli, 2003.
28 Cfr. C.H. Kahn, Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, op. cit.
29 D. Graham, Explaining the Cosmos, op. cit.
30 Ibíd.
4. LA TIERRA FLOTA
Es una creencia difundida que, en la Edad Media, Europa pensaba que la Tierra
era plana. Según esta leyenda, cuando Cristóbal Colón propuso llegar a China
navegando hacia Occidente, topó con la resistencia de los sabios de España que
declararon que su proyecto era absurdo, porque según ellos la Tierra era plana.
Esta leyenda carece por completo de fundamento. En la Divina Comedia, una
suma del saber medieval escrita dos siglos antes de Colón, Dante describe con
enorme poder gráfico una Tierra evidentemente esférica. Nadie en la Europa
medieval creía que la Tierra fuera plana. Ya san Agustín, por ejemplo, niega la
posibilidad de que haya seres humanos en las antípodas por razones que tienen
que ver con sus relaciones con Jesucristo, aunque no duda ni un instante de la
forma esférica de la Tierra. Santo Tomás habla claramente de la esfericidad de la
Tierra en las primeras líneas de la Suma de teología.31 No hay ni un texto
medieval, por así decir, que hable de una Tierra plana.32
La objeción de los sabios de la corte de España a Colón, aunque no tenía nada
que ver con esas creencias, era todo menos injustificada. Para el año 1400 las
dimensiones de la Tierra se conocen con precisión, con un margen de error de un
escaso tanto por ciento. Y esto es así al menos desde el siglo III d.C., cuando
fueron medidas de acuerdo con una brillante y famosa técnica concebida por
Eratóstenes, director de la biblioteca de Alejandría. En la época de Colón la
Tierra es demasiado grande para ser navegada por mar sin hacer escala. Este
trató de convencer a la corte de España de que la Tierra era más pequeña de lo
que realmente es, para que su viaje a China dirigiéndose hacia Occidente fuera
creíble. En otras palabras, estaba equivocado. Pero los caminos del destino son
sinuosos, y del error teórico de Colón ocurrió todo aquello que siguió —sobre
todo el exterminio por los europeos de una quinta parte de la humanidad en unas
pocas décadas—. Colón murió creyendo que la Tierra era pequeña y que era
Asia a donde había llegado.
El mundo griego ya estaba ampliamente convencido de la esfericidad de la
tierra en tiempos de Aristóteles: los argumentos que propone en favor de esta
idea son correctos y convincentes para cualquier persona con sentido común que
se tomara la molestia de leerlos y reflexionar sobre ellos. Si había dudas, bastaría
leer el primer capítulo del Almagesto de Ptolomeo para encontrar una versión
completa, clara y definitiva del asunto. Y, de hecho, a partir de la generación
inmediatamente posterior a Aristóteles, nadie en Occidente dudaba de que la
Tierra era (grosso modo) una esfera.
Una generación antes de Aristóteles, sin embargo, la idea de que la Tierra es
redonda ya era una creencia difundida, aunque las cosas no eran tan claras.
Platón, en el Fedón, hace decir a Sócrates que él piensa que la Tierra es una
esfera «sin poder proponer argumentos convincentes». Este pasaje del Fedón es
el testimonio directo más antiguo que tenemos de la aceptación de la esfericidad
de la Tierra.
La extrema claridad conceptual del siglo V griego en esta cuestión
exquisitamente científica es impresionante: Platón y Aristóteles saben distinguir
con perfecta claridad la diferencia entre creer algo y ser capaz de dar
argumentos convincentes. Yo diría que un estudiante medio de hoy, al acabar sus
estudios en secundaria, está probablemente convencido de que la Tierra es
redonda, pero dudo de que sea capaz de proporcionar una prueba directa y
convincente de esta afirmación: su nivel científico, al menos en este punto, se
encuentra entre el de la generación de Platón y el de la de Aristóteles.
Otra consideración que merece ser destacada es que el Fedón es uno de los
textos más leídos, comentados y discutidos de la historia del pensamiento,
aunque, en general, las reflexiones se detienen en la inmortalidad del alma, sin
tan solo caer en la cuenta de que el texto contiene una joya de la historia de la
ciencia: la primera mención de la nueva forma que está adquiriendo el mundo.
Esta omisión es un signo flagrante del abismo que hoy separa la cultura
humanista de la cultura científica, estúpidamente ciegas una ante la otra.
Platón habla, pues, de la esfericidad de la Tierra como si se tratara de una idea
ya bastante difundida. ¿De dónde viene esta idea? Por lo general se la asocia con
la escuela pitagórica, a veces con el mismo Pitágoras. Para Anaximandro, la
Tierra no es esférica. Él habla de una forma más o menos cilíndrica, como un
tambor o incluso como un disco.
[Anaximandro dice…] que la Tierra es un cuerpo celeste, […] de forma cilíndrica, como un fuste de
columna. Tiene dos caras, una es la tierra debajo de nuestros pies, la otra es la opuesta a ella.
Esta forma cilíndrica o de disco puede parecernos extraña. Una explicación
plausible es la siguiente. Tales había enseñado que el agua es el origen de todas
las cosas, y había imaginado un inmenso océano del que todo nació y sobre el
cual flota la Tierra. La intuición de Anaximandro es que el océano que rodea la
Tierra no es necesario: tras haber suprimido el océano, lo que queda es un disco
que flota en el espacio.
Esto nos lleva a un aspecto general olvidado y no obstante de capital
importancia para valorar la contribución de Anaximandro. Desde el punto de
vista científico y conceptual, el paso crucial no es estabilizar la forma definitiva
de la Tierra —cilíndrica o esférica— sino entender que la Tierra es un cuerpo
finito que flota en el espacio. Quisiera aclarar bien este punto, que fácilmente
puede pasar por alto a quien no tenga una experiencia directa de la investigación
científica.
La Tierra, en realidad, no es ni un cilindro ni una esfera. Tiene la forma de un
elipsoide algo aplanado en los polos. En realidad, no es un elipsoide, sino más
bien una especie de pera, porque el polo sur está un poco más aplanado que el
polo norte. En realidad, tampoco tiene esta forma: hoy estamos midiendo nuevas
irregularidades. Estos refinamientos progresivos de nuestro conocimiento de la
forma precisa de la Tierra son sin duda interesantes, pero en sí mismos no
aportan nada esencial a nuestra comprensión del mundo. El paso del cilindro de
Anaximandro a la esfera, luego al elipsoide, a la pera y, en la actualidad, a una
forma irregular atañe a un refinamiento progresivo del conocimiento preciso de
la forma de nuestro planeta, y no a una revolución conceptual.
En cambio, entender que la Tierra es una piedra que flota en el espacio, que no
descansa sobre nada, que bajo la tierra se haya el mismo cielo que vemos encima
de nosotros, eso sí es un gigantesco salto conceptual. Y esta es la contribución de
Anaximandro.
El modelo cosmológico de Anaximandro, en el que la Tierra es cilíndrica, a
menudo es presentado por parte de los autores contemporáneos como una idea
burda y de poco interés,33 mientras que el modelo pitagórico-aristotélico, en el
que la Tierra es esférica se describe como «científicamente correcto». Estos
juicios son incultos desde un punto de vista científico por dos razones opuestas.
La primera porque, como ya he dicho, el paso de la Tierra-plana a la Tierracuerpo-finito que flota en el espacio es gigantesco y extremadamente difícil. La
prueba está en que los chinos no supieron verlo en veinte siglos de Instituto
Imperial Astronómico, como tampoco las demás civilizaciones. En cambio, el
paso de la Tierra-cilíndrica a la Tierra-esférica es fácil. Bastó una generación
para llevarlo a cabo. En segundo lugar, porque, como ya he comentado, el
modelo de esfera no es en ningún caso la «verdadera» solución al problema de la
forma de la Tierra: es tan solo un modelo algo más preciso que el cilindro, pero
menos que el del elipsoide. El mérito de la revolución cosmológica recae sin
lugar a dudas en Anaximandro.
Pero ¿cómo logró Anaximandro entender que por debajo de la Tierra también
hay cielo?
A decir verdad, indicios no faltan. El sol se pone cada tarde por el Oeste, y
reaparece cada mañana por el Este. ¿Por dónde pasa para reaparecer por el otro
lado? Observemos la estrella polar: en una hermosa noche de verano vemos que
todas las otras estrellas giran lenta y majestuosamente, mientras que ella
permanece inmóvil, como si estuviera encajada sobre un eje. Las estrellas más
cercanas a la estrella polar, por ejemplo, las estrellas de la Osa Menor, giran en
torno a aquella lentamente: cumplen un giro completo en 24 horas. Y siempre las
vemos en el cielo —mientras no nos deslumbre la luz del sol—. Las estrellas
más lejanas hacen, siempre en 24 horas, un viaje cada vez más largo, hasta las
estrellas que llegan a rozar el horizonte, al Norte.
A veces podemos verlas desaparecer por detrás de una montaña y reaparecer
algo más tarde al Este (figura 12). Obviamente, han pasado por detrás de la
montaña. ¿Y aquellas que están aún más alejadas de la estrella polar? Esas
también deben desaparecer por detrás de algo antes de reaparecer. Es obvio que
debe de haber un espacio allá abajo, para que puedan pasar. ¿Y las estrellas que
están en el ecuador celeste, lejos de la estrella polar, y que siguen el mismo
camino por el cielo que el Sol? ¿No es tentador imaginar que desaparecen por
debajo de la Tierra? ¡Pero si pasan por debajo de la Tierra, tiene que haber un
espacio vacío bajo esta!
Obsérvese cómo la estructura de este descubrimiento es similar a la del agua de
lluvia que proviene de la evaporación de los mares. En un caso, el agua
abandonada en una cuenca, al sol, desaparece, y aparece agua que cae del cielo;
la inteligencia conecta la desaparición y la aparición e identifica el agua de lluvia
con el agua evaporada. En el otro caso, el Sol desaparece por el Oeste y aparece
por el Este; la inteligencia conecta la desaparición y la aparición, y busca la ruta
que conecta una con otra: el espacio vacío bajo la Tierra. No es más que la
combinación de la curiosidad con la lucidez de la inteligencia…
Figura 12. Una fotografía del cielo nocturno, con exposición larga, muestra el movimiento de las estrellas
en el cielo durante la noche, en torno a la estrella polar. Se muestra de manera clara que bajo el horizonte
debe haber un espacio vacío, por donde las estrellas puedan completar su viaje diario.
En efecto, para comprender que no hay nada debajo de la Tierra, Anaximandro
no utiliza nada más que la simple intuición que nos hace decir que, si vemos que
alguien desaparece por detrás de una casa y reaparece por el otro lado, es
necesario que exista un paso por detrás de la casa. Una deducción fácil.
Pero si era tan fácil, ¿por qué generaciones y generaciones no cayeron en la
cuenta mucho antes? ¿Por qué innumerables civilizaciones continuaron
pensando que bajo la Tierra no había más que tierra? ¿Por qué los chinos, a pesar
del esplendor de su civilización milenaria, no lo comprendieron hasta que
llegaron los jesuitas en el siglo XVII? En resumen, ¿está el resto del mundo
poblado por tontos? Seguro que no. Entonces, ¿dónde está la dificultad?
La dificultad está en que la idea de que la Tierra flota en el espacio contradice
de manera violenta la imagen que tenemos del mundo. Es una idea absurda,
ridícula e incomprensible. La dificultad principal está en aceptar que el mundo
puede no ser como creemos que es. Que las cosas pueden no ser como aparecen.
Lo verdaderamente difícil es tener que abandonar una imagen del mundo que
nos es familiar.
Para dar este paso es necesaria una civilización en la que los hombres estén
dispuestos a poner en duda lo que todo el mundo cree que es verdad. La segunda
dificultad está en construir una alternativa a la antigua imagen del mundo que
sea coherente y creíble. El hecho de que la Tierra flota contradice una regla que
sabemos que es verdadera: las cosas caen. Si nada retuviera a la Tierra, la Tierra
caería. Si la Tierra no descansa sobre nada, entonces, ¿por qué no cae?
Lo difícil no es deducirlo de la observación del movimiento de las estrellas, o
incluso imaginar que bajo la Tierra hay un vacío. La posibilidad de esta
deducción probablemente apareció en la historia de la astronomía china, y tal
vez en otras partes. Pero en ciencia lo difícil no es tener ideas, sino hacerlas
funcionar. Encontrar una manera de integrarlas, articularlas con el resto de
nuestro saber sobre el mundo y convencer a los demás de que toda la operación
es razonable. Lo difícil es tener el coraje y la inteligencia de concebir y articular
una nueva imagen del mundo, completa y coherente;34 de conciliar la idea de una
Tierra suspendida en el cielo, que explica fácilmente el movimiento diurno de
las estrellas con el hecho experimental evidente de que las cosas caen.
Es ahí donde reside el genio de Anaximandro, que se enfrenta de inmediato a
la pregunta de ¿por qué la Tierra no cae? Su respuesta la refiere Aristóteles en
Acerca del cielo, a mi entender, uno de los momentos más bellos del
pensamiento científico de todos los tiempos: la Tierra no cae porque no tiene
ninguna dirección particular hacia donde caer. Aristóteles dice:
Hay algunos, en cambio, que dicen que aquella [la Tierra] permanece estable debido a la semejanza,
como por ejemplo, entre los antiguos, Anaximandro: en efecto, lo que está instalado en el centro y se
relaciona de manera similar con (todos) los extremos no tiene preferencia alguna por desplazarse hacia
arriba más bien que hacia abajo o hacia los lados; ahora bien, es imposible realizar un movimiento (a la
vez) en sentidos contrarios: de modo que por fuerza permanecerá estable.35
El argumento es extraordinario y perfectamente correcto. ¿En qué consiste este
argumento? En invertir la cuestión «¿Por qué no cae la Tierra?» para preguntar
«¿Por qué debería caer?». La idea se hace aún más clara en Hipólito, en el
siguiente fragmento (la traducción es controvertida):
La Tierra está suspendida en lo alto y nada la domina; se mantiene en reposo porque equidista de todas
las cosas.
Los cuerpos pesados de nuestra experiencia cotidiana caen porque cerca de ellos
hay un cuerpo inmenso, la Tierra, que los «domina» y sobre todo que determina
una dirección diferente de todas las demás: la dirección de la Tierra. La Tierra,
por el contrario, no tiene una dirección particular hacia la que caer.
Las cosas no caen, por tanto, hacia un abajo absoluto, determinado por una
sola dirección que sería la misma en todo el universo: las cosas caen hacia la
Tierra. El significado de «arriba» y «abajo» deviene complejo y ambiguo. Como
absolutos, no existen; pero sin embargo podemos seguir diciendo que las cosas
caen «hacia abajo», en referencia a la dirección que apunta hacia la Tierra, como
se ilustra en la figura 13.36 Un texto del corpus hipocrático, cuya fecha es difícil
de determinar, pero que probablemente lleva la marca de las influencias
milesias, es explícito en este sentido:
Para aquellos que mantienen sus pies en la parte de abajo —en las antípodas—, las cosas de arriba están
abajo, mientras que las cosas que están abajo están arriba [...] y así es todo alrededor de la Tierra. 37
Los conceptos fundamentales de arriba y abajo, definidos como la dirección
hacia la que caen los cuerpos pesados, estructuran nuestra experiencia del
mundo; son la base de nuestra organización mental del universo físico. En el
nuevo mundo que propone Anaximandro se modifican profundamente. Para
llevar a cabo su revolución, Anaximandro debió comprender que las nociones de
arriba y abajo son las de nuestra experiencia diaria. No constituyen una
estructura absoluta y universal de la realidad. No son la organización a priori del
espacio. Son relativas a la presencia de la Tierra. Aquí, en la superficie de la
Tierra, las cosas caen hacia abajo porque, a diferencia del caso de la Tierra
misma, hay una dirección particular hacia la que caer: hacia la Tierra.
Es, pues, la Tierra la que determina el arriba y el abajo. Es la Tierra la que
determina la dirección de la caída. Dicho de otra manera, arriba y abajo no son
términos absolutos, sino relativos a la Tierra.38
Figura 13. La intuición fundamental de Anaximandro: el universo no es como lo representa la figura de la
izquierda: no hay una dirección privilegiada (aquí bautizada «arriba-abajo») que determine cómo caen las
cosas. Sucede, al contrario, lo que expresa la figura de la derecha: la caída de un objeto está determinada
por la presencia de algo que lo «domina» (la Tierra), privilegiando una dirección particular (hacia la Tierra).
La revolución de Anaximandro tiene mucho en común con las otras grandes
revoluciones del pensamiento científico. Se trata de un paso similar al dado por
Copérnico y Galileo. ¿La Tierra se mueve? ¿Cómo puede moverse, si
obviamente parece estar en reposo? No, entiende Galileo, completando la
revolución copernicana: no existen el movimiento y el reposo absolutos. Las
cosas que están sobre la Tierra permanecen inmóviles unas respecto de las otras,
pero esto no significa que no puedan estar, todas ellas, en movimiento dentro del
sistema solar. La noción de «reposo» o de «movimiento» es bastante más
compleja y articulada que la de nuestra experiencia cotidiana. Y de igual modo
Einstein, con la relatividad restringida, descubre que la simultaneidad, es decir,
la noción del «ahora» no es absoluta, sino relativa al estado de movimiento del
observador.
La dificultad de comprender la complejidad de la simultaneidad en la teoría de
Einstein es totalmente similar, y casi paralela, a la dificultad de comprender la
complejidad de las nociones de arriba y abajo en la cosmología de Anaximandro.
Si hoy la relatividad de las nociones de arriba y abajo nos parece (bastante) fácil
de entender, mientras que la relatividad de la simultaneidad nos sigue pareciendo
un misterio —salvo si te ocupas profesionalmente a ello, desde la física—, la
razón es porque la revolución de Anaximandro la hemos digerido a lo largo de
veintiséis siglos, pero la de Einstein no, aunque se trate exactamente del mismo
recorrido conceptual.
La otra diferencia, más secundaria, reside en el grado de elaboración de las dos
teorías. La de Einstein se apoya en observaciones altamente codificadas en las
teorías de Maxwell y en la mecánica de Galileo y Newton, mientras que la de
Anaximandro descansa enteramente en observaciones directas, como el aparecer
y el ocultarse de las estrellas.
La grandeza de Anaximandro se debe a que, a partir de tan poco, y para
explicar mejor las observaciones, redibuja el universo. Cambia la gramática de
la comprensión del universo. Cambia la estructura del espacio mismo. Durante
siglos y siglos, el espacio fue entendido por los hombres como intrínsecamente
estructurado por una dirección privilegiada hacia la cual caen las cosas. No, dice
Anaximandro: el mundo no es como nos parece. El mundo es diferente de como
se nos muestra. Nuestro punto de vista del mundo está limitado por la debilidad
de nuestra experiencia. La observación y la razón nos hacen comprobar que
tenemos prejuicios erróneos acerca del funcionamiento del mundo.
Nos encontramos ante un vertiginoso tour de force conceptual. Y
absolutamente correcto. Una vez formulada de manera coherente una concepción
del mundo según la cual las cosas no caen hacia un abajo absoluto, sino hacia la
Tierra, ya no hay razón para creer que la Tierra debería caer. El punto focal de la
argumentación de Anaximandro, manifestado en los textos que han llegado hasta
nosotros, es que la expectativa según la cual la Tierra debería caer se basa en una
extrapolación ilegítima.39
La razón, bien utilizada y basada en la observación, nos libra de una ilusión:
nos libera de un punto de vista parcial y limitado y reestructura nuestra
comprensión del mundo de una nueva manera. Esta manera es más eficaz. Más
eficaz, pero perfectible: todavía será necesario aprender que la Tierra no es un
tambor, sino una esfera; y que tampoco es una esfera; y que no está inmóvil, sino
que se mueve; y que la Tierra atrae a los cuerpos, que realmente todos los
cuerpos se atraen; y que esta atracción es la manifestación de la curvatura del
espacio-tiempo, etc. Cada paso tardará siglos en darse; pero el proceso ya ha
empezado. Fue puesto en marcha con un primer paso, gigantesco, que alteró una
imagen del mundo común a todas las civilizaciones para originar la de un mundo
esférico, rodeado por el cielo, que es el signo distintivo de la civilización griega
y de todas las que, como la nuestra, han aceptado su legado.
Dirk Couprie ha señalado otra novedad radical de la cosmología de
Anaximandro.40 La bóveda celeste había sido percibida hasta entonces como el
límite superior del mundo. El Sol, la Luna y las estrellas eran vistos por la
humanidad como entidades que se desplazan por la bóveda celeste, el techo de
nuestro mundo, todas ellas a igual distancia de nosotros. Anaximandro, al mirar
al cielo, fue el primero en no ver en él el techo de una cúpula, sino que imagina
la posibilidad de que los cuerpos celestes estén situados a distancias muy
diferentes. Anaximandro ve la profundidad del cielo. Los números que propone
como radios de las ruedas que sostienen las estrellas, la Luna y el Sol no
importan tanto por los valores específicos que les da como por la idea de que
esos números pudieran tener un sentido. Se pasa de un mundo parecido al
interior de una caja a un mundo inmerso en un espacio externo abierto. Como
dice Couprie, Anaximandro, en cierto sentido, inventa el espacio abierto del
cosmos.41 Esta es obviamente una novedad conceptual de inmenso alcance.
En la historia de la ciencia, el único otro ejemplo de revolución conceptual
comparable a la de Anaximandro es quizá la gran revolución copernicana.42
Como Anaximandro, Copérnico rediseña en profundidad el mapa del cosmos.
Desplaza la Tierra que vuela del centro del mundo a recorrer una órbita
alrededor del Sol. Como la de Anaximandro, la revolución copernicana abre la
vía a un inmenso desarrollo científico, que le sigue siglos después.
Hay otros puntos en común. Copérnico, que estudió en Italia, se alimentó de la
vibrante y activa riqueza cultural del primer Renacimiento italiano, en una
región políticamente fragmentada, que extraía sus recursos del comercio, abierta
al mundo. Anaximandro se nutrió del nuevo clima cultural de la joven
civilización griega, que en más de un aspecto recuerda el Renacimiento.
Pero también hay profundas diferencias. Copérnico se apoya en el inmenso
trabajo conceptual y técnico llevado a cabo con anterioridad por astrónomos
alejandrinos y árabes. Anaximandro se apoya en las primeras cuestiones, en las
primeras hipótesis de Tales, su conciudadano y maestro, y en sus propios ojos,
con los que observa el cielo. Nada más. Sobre esta base tan reducida construye
lo que, creo, es la primera y más importante revolución científica de todos los
tiempos: el descubrimiento de que la Tierra vuela en un espacio abierto.
Cierro este capítulo con las palabras de Charles Kahn:
Aunque no supiéramos nada más de este autor, la teoría de Anaximandro acerca de la posición de la
Tierra sería suficiente en sí misma para garantizarle una posición entre los creadores de la ciencia
racional del mundo natural.43
Y con las del gran filósofo de la ciencia, el austríaco Karl Popper:
En mi opinión, esta idea de Anaximandro [que la Tierra está suspendida en el espacio] es una de las ideas
más audaces, revolucionarias y prodigiosas de la historia del pensamiento humano.44
31 «Ad secundum dicendum quod diversa ratio cognoscibilis diversitatem scientiarum inducit. Eandem
enim conclusionem demonstrat astrologus et naturalis, putas quod terra est rotunda», Tomás de Aquino,
Summa Theologiae, Ia q. 1 a. 1 ad 2); las tres últimas palabras no deberían necesitar traducción. («A la
segunda hay que decir: a diversos modos de conocer, diversas ciencias. Por ejemplo, tanto el astrólogo
como el físico pueden concluir que la tierra es redonda», Suma Teológica, Madrid, BAC, 2001, p. 86).
32 Las excepciones son rarísimas: Lactancio, en el siglo IV, Cosmas Indicopleustes, en el siglo VI, y pocos
más. Por lo general, se trata de escritores que, en su esfuerzo por rechazar absolutamente el saber pagano,
trataron sin éxito de configurar la idea de una Tierra plana. Para Cosmas, el mundo debe tener la forma de
un tabernáculo.
33 No es este el caso del hermoso artículo de Dirk Couprie en la Internet Encyclopedia of Philosophy.
34 Como muchos científicos, tengo en casa cajas llenas de cartas y postales de personas que me escriben
nuevas ideas científicas, originales o audaces. No sirven para nada. A menudo las ideas aparecen y
reaparecen muchas veces; pero la idea sola es inútil. Aristarco consideró la posibilidad de que la Tierra
girara sobre sí misma y alrededor del sol en el siglo III a.C. La idea es correcta a la luz de la revolución
copernicana, pero el mérito de esta revolución recae en Copérnico, no en Aristarco, porque Copérnico
empezó a mostrar cómo puede funcionar esta idea, cómo podemos integrarla en el corpus de nuestro saber.
Fue Copérnico quien inició el proceso que finalmente convenció al mundo. Tener ideas es fácil. Lo difícil
es reconocer las que son buenas y encontrar los argumentos que demuestren que son «mejores» que las
ideas habituales. ¿Quién sabe cuántos seres humanos habían imaginado ya que el Sol pasaba por debajo de
la Tierra? Pero a pesar de ello no lograron cambiar la imagen del mundo.
35 Aristóteles, Acerca del cielo; Meteorológicas, Madrid, Biblioteca Clásica Gredos, 1996, pp. 152-153.
36 Tratemos de ser más precisos en la interpretación del argumento, que es controvertido. En nuestra
experiencia los cuerpos pesados caen. La Tierra es un cuerpo pesado: ¿por qué no cae? Anaximandro
responde: porque para ella todas las direcciones son equivalentes. Esto implica que Anaximandro supone
que las direcciones no son todas equivalentes para los objetos que vemos caer. Hay, pues, para ellas una
dirección particular. ¿Cuál puede ser la «dirección particular» que existe para los objetos que vemos caer,
pero no para la Tierra? Esta no puede ser un «abajo» absoluto, como en el esquema de la izquierda de la
figura 13, porque si existiera en el universo ese «abajo» que determinase la dirección de la caída esto
valdría también para la Tierra y el argumento no tendría sentido. Solo hay una posibilidad: la dirección
particular no puede ser otra que «hacia la Tierra», como en la figura 13, derecha. Los objetos de nuestra
vida diaria tienen una dirección particular hacia la cual caen: hacia la Tierra. Nótese que esto no implica que
Anaximandro sugiriese que la Tierra es la causa de la caída (como Newton) ni que la Tierra esté en el
centro a causa de la estructura radial de la dirección natural de caída de los cuerpos pesados (como para
Aristóteles). Si aceptamos además la traducción propuesta del texto de Hipólito, el argumento se vuelve aún
más claro. La Tierra no está dominada por nada. Lo cual implica que las cosas que caen están dominadas
por algo. ¿Por qué cosa? Debe haber algo que domina todas las cosas que vemos caer, pero no la Tierra.
Solo hay una respuesta razonable: ese algo es la Tierra misma. Así, las cosas dominadas por la Tierra caen,
mientras que la propia Tierra no está dominada por nada.
37 Cfr. C.H. Kahn, Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, op. cit., pp. 84-85.
38 Se ha argumentado que Anaximandro no pudo haber comprendido que arriba y abajo son relativos a la
Tierra porque es una noción puramente aristotélica. Si esto fuera así, entonces las explicaciones de
Anaximandro acerca de la centralidad de la Tierra se vuelven absurdas. Hay otro problema de carácter
terminológico, pero sobre este tema no tengo ninguna competencia, ni por lo demás tampoco un interés
particular: no digo que Anaximandro haya podido concebir un lenguaje análogo al que yo utilizo para
describir su contribución. Pero hoy tampoco hablamos de las contribuciones de Newton según el
vocabulario de Newton. El interés científico de una idea no radica en la forma en que se formula.
Contrariamente a lo que se afirma a menudo, los resultados científicos son traducibles. Trato este asunto de
manera explícita en el capítulo 9.
39 Este argumento, exquisitamente científico, resulta arduo para filósofos y para historiadores. Leemos, por
ejemplo, que hubo que esperar a Newton para tener la respuesta correcta a la pregunta de por qué la Tierra
no cae. Esto es una simpleza: ¿en qué sentido la respuesta de Newton sería la correcta? ¿Porque es la que
aprendimos en la escuela, visto que Kepler pasó de moda y que Einstein aún no estaba presente en los
programas? Defender que el problema de la caída de la Tierra ha sido finalmente resuelto por Newton, más
que por Anaximandro, Aristóteles o Einstein, es un grave sinsentido.
40 Cfr. D.L. Couprie, «The Discovery of Space: Anaximander’s Astronomy», op. cit.
41 Dirk Couprie me preguntó si, como físico, estaba yo en condiciones de comprender la lógica que pudo
llevar a Anaximandro a pensar que el Sol, la Luna y las estrellas se hallan a diferentes distancias. La única
respuesta que encuentro es que, si estuvieran en la misma distancia, las ruedas en que se apoyan los
distintos objetos celestes —algo necesario para el racionalismo de Anaximandro, ya que sin ellas las
estrellas tendrían que caer— deberían cruzarse, atravesarse, lo cual no tiene sentido. Pero eso tampoco me
convence demasiado.
42 Antes de Copérnico, la palabra «revolución» no significa más que el movimiento circular, en particular
el de los planetas en el cielo. El título del libro de Copérnico es De revolutionibus orbium coelestium, es
decir, «Sobre las revoluciones de los cuerpos celestes». El libro provocó tal cambio en la imagen del
mundo, que su título, «revolución», llegó a ser sinónimo de «subversión importante».
43 Cfr. C.H. Kahn, Anaximander and the Origins of Greek Cosmology, op. cit.
44 K. Popper, El mundo de Parménides. Ensayos sobre la ilustración presocrática, Barcelona, Paidós,
1999, p. 26.
5. ENTIDADES INVISIBLES Y LEYES NATURALES
¿Hay algo en la naturaleza que no vemos?
En los libros de texto de filosofía se nos enseña que la primera escuela filosófica
de la historia es la escuela jónica, la de Tales, Anaximandro y Anaxímenes.
Estos filósofos, se nos dice, buscaban el «principio único» de todo: el agua de
Tales, el apeiron de Anaximandro y el aire de Anaxímenes. Con esta
presentación, uno no entiende nada y acaba preguntándose cómo tres simplezas
pudieron dar origen al nacimiento de la filosofía. Tratemos de añadir unos
cuantos detalles a esa introducción lacónica al pensamiento jonio para entender
un poco mejor lo que esos tres pensadores originales nos dicen del «principio
único», en todo caso desde un punto de vista científico.
TALES: EL AGUA
De Tales sabemos poco. Se dice que viajó mucho y que desempeñó un papel en
la vida política de Mileto, igual que después de él hará Anaximandro. Se le
atribuyen importantes teoremas de geometría elemental y, sobre todo, la
demostración de estos teoremas. La que se considera su contribución conceptual
esencial es haber planteado el problema del ἀρχή (archē), el principio que actúa
por detrás de los fenómenos naturales. Las discusiones acerca del sentido exacto
del término ἀρχή persisten para los filósofos de la escuela de Mileto. Pero
tampoco en este caso tengo la intención de entrar en el debate, en un asunto en el
que no me considero competente; solo quisiera proponer algunas reflexiones
acerca del alcance de esta cuestión en lo que se refiere al desarrollo científico
posterior.
Desde este punto de vista, parece pertinente buscar el significado de la
expresión más en su uso que en su etimología. En sí mismo, «principio» no
parece decir nada que pueda interesar demasiado. El significado de ἀρχή no se
aclara a la luz de la posición metafísica de Tales, sino simplemente por la
observación de lo que este hace con el concepto.
Y lo que hace es extremadamente simple: busca estructurar la inmensa
variedad de fenómenos naturales que observamos a través de una explicación
unitaria, intrínseca a la naturaleza misma. Busca comprender en términos
simples el funcionamiento de la naturaleza. Presentado así, el programa de Tales
no es más que el programa de la ciencia. Que la explicación específica planteada
por Tales («todo es agua») sea simple e ingenua solo refleja las dificultades
iniciales de este programa y el carácter sumamente rudimentario del primer
intento de realizarlo.
Tales pudo haber aprovechado de la mitología la idea de la importancia
fundamental del agua y del océano. Como ya he dicho, imagina la Tierra como
un disco que flota en un océano. Esta imagen es probablemente de origen
mesopotámico, relacionada quizá con la idea difundida en el mundo antiguo de
que cualquiera que sea la dirección que uno tome, siempre acaba llegando al mar
—al «río Océano», que rodea todas las tierras sumergidas—. En el Enûma Eliš,
citado en el capítulo segundo, el universo nace en el caos líquido de las aguas del
dios Apsu.
Y así empieza el Génesis, según la traducción literal de Speiser:
Cuando Dios se dispuso a crear el cielo y la tierra, el mundo era una extensión informe, los mares
estaban cubiertos por la oscuridad, un viento terrible barría las aguas. Dios dijo: «Que sea la luz», y la
luz fue.45
También en la Ilíada Océano es el padre de los dioses. La idea podría incluso ser
mucho más antigua, anterior a la separación de la humanidad entre los grupos
indoeuropeos y americanos, si prestamos atención al primer verso del mito de la
creación de los Navajos americanos:
El Uno se llama «agua en todas partes».46
Tales podría haber deducido la idea de que todo deriva del agua de la mitología
o de sus viajes a Babilonia, pero su interpretación del papel del agua no es en
absoluto mística o religiosa. El agua de Tales es agua común. Sus primeros
intentos de explicación, por muy ingenuos que sean, ya dan una idea de la
eficacia de esta naciente metodología naturalista y de la distancia que la separa
de la mitología. Se le atribuye, por ejemplo, la idea de que los terremotos se
deben a los movimientos de la Tierra que, flotando sobre las aguas, es sacudida
por las olas.
Todo esto es muy ingenuo y está lleno de problemas teóricos (¿cómo puede
ser que la Tierra esté flotando?), pero ya encontramos ahí el germen de las
magníficas explicaciones naturalistas de Anaximandro.
ANAXÍMENES: CONDENSACIÓN Y RAREFACCIÓN
La contribución de Anaxímenes, que reemplaza el agua de Tales —y el apeiron
de Anaximandro, del que hablo más adelante— por el aire, no consiste tanto en
la elección del elemento aire, sino en el intento, exitoso, de hacer frente a una
obvia dificultad de las doctrinas de Tales y de Anaximandro. Si todo está hecho
de agua o de apeiron, ¿cómo pueden el agua o el apeiron presentar formas y
consistencias tan diversas? ¿Cómo una sustancia primitiva puede tener
características diferentes? Este problema lo subraya (más adelante) Aristóteles,
que usando el lenguaje característico de la física griega se pregunta cómo la
misma sustancia puede mostrarse a veces ligera y a veces pesada.
El intento de respuesta que da Anaximandro lo refiere Simplicio, y realmente
no tiene nada de extraordinario:
Es evidente que este [Anaximandro] no deriva la generación de la alteración del elemento, sino de la
separación de los opuestos, a través del movimiento eterno.47
Los contrarios, para Simplicio, son lo cálido y lo frío, lo seco y lo húmedo, etc.
Evidentemente, esta respuesta no resulta muy convincente.
Anaxímenes busca un mecanismo más razonable para explicar la multiplicidad
con la que se presenta una sustancia única. Con una sagacidad notable, identifica
este mecanismo con la condensación y la rarefacción. Plantea la hipótesis de
que el agua se genera por la condensación del aire, que puede obtenerse de
nuevo por rarefacción del agua; la tierra se genera por una condensación ulterior
del agua, y así sucesivamente. Se trata de un paso adelante, hacia una
descripción más razonable de la estructura del mundo.
A la idea de Anaxímenes de la condensación y la rarefacción, los filósofos
jonios añadirán, más adelante, la de un pequeño número de sustancias primarias,
cuya combinación genera la variedad de las formas de la materia. Los atomistas,
Leucipo y Demócrito, harán que esta idea de condensación y rarefacción sea
mucho más concreta y comprensible introduciendo la noción de átomos
elementales que se desplazan en el vacío.
Hoy sabemos que prácticamente toda la materia que nos rodea está formada
por tres componentes: electrones, protones y neutrones. La variedad de materia
está exactamente determinada por las diversas combinaciones y la mayor o
menor rarefacción o condensación de estos tres elementos.
Una vez más, interpretar esta similitud entre ciencia griega y ciencia moderna
como una misteriosa presciencia de los pensadores griegos sería absurdo. Pero el
hecho es que, para comprender el mundo, algunos esquemas genéricos
elaborados en los primeros siglos de la civilización griega resultaron ser
eficaces. Eso es todo.
ANAXIMANDRO: EL APEIRON
Volvamos a Anaximandro, que precede a Anaxímenes en una generación. ¿Qué
es el apeiron, esa sustancia de la que, según Anaximandro, estaría hecho el
mundo?
Esta cuestión ha sido ampliamente discutida, y las opiniones oscilan entre dos
extremos correspondientes a los dos significados de la palabra griega ἄπειρον
(apeiron): sin límite o lo «infinito», y sin determinación o lo «indistinto».
Una vez más, no quiero entrar en los detalles de esta discusión, porque desde
el punto de vista que he elegido, el de la ciencia, la cuestión carece de interés. Es
como preguntar si cuando Johnstone Stoney introdujo el electrón, en 1894,
utilizó el término en el sentido de «grano de electricidad» o de «nueva
partícula». Lo que él quiso decir no tiene ninguna importancia: lo que cuenta es
la introducción de una nueva noción, el papel de esa noción en el esquema
teórico desarrollado por Johnstone Stoney y sus sucesores, y su eficacia para
describir el mundo. Si Stoney hubiera optado por llamar «Pippo» y no electrón a
esa nueva entidad —tal vez pensando en su perro Pippo, pequeño y muy
eléctrico—, la historia habría sido la misma.48 De idéntica manera, si
Anaximandro hubiese llamado a su principio «Pippo» en lugar de «infinito» o
«indeterminado», el significado de su propuesta teórica no habría dejado de
cambiar el mundo.
¿Cuál es, entonces, el sentido de la propuesta teórica que Anaximandro bautiza
como apeiron? La característica esencial del apeiron es no ser una de las
sustancias de nuestra experiencia cotidiana. Simplicio nos dice que:
[Anaximandro] dijo que el principio y elemento de las cosas existentes es el apeiron
y comenta:
habiendo sido el primero en introducir este nombre de «principio material».
Y afirma:
Dice que este no es ni el agua ni ninguno de los llamados elementos, sino alguna otra naturaleza apeiron,
de la que nacen los cielos todos y los mundos dentro de ellos […] describiéndolo así en términos bastante
poéticos. […] Es evidente que, este [Anaximandro], tras observar el cambio de los cuatro elementos
entre sí [agua, aire, tierra y fuego], no estimó justo hacer de ninguno de ellos el sustrato, sino de algo
fuera de ellos.49
De modo que Anaximandro propone que todas las sustancias de nuestra
experiencia común pueden entenderse en los términos de otra cosa; algo a la vez
natural y ajeno a nuestra experiencia cotidiana. La intuición central aquí es que,
para explicar la complejidad del mundo, es útil postular, imaginar, la existencia
de otra cosa distinta que no sea ninguna de las sustancias de nuestra experiencia
directa, pero que pueda ejercer de elemento unificador de todas ellas.
Así, por una parte, la especulación milesia libera a la naturaleza de su
interpretación tradicional, como manifestación de una realidad extranatural
divina. Se puede decir que la noción misma de «naturaleza» como objeto de
conocimiento es la creación fundamental de la escuela de Mileto: el término
φύσις (physis) que la designa en este sentido es indudablemente de origen
milesio. Pero, por otra parte, la idea de una investigación de la naturaleza supone
que la naturaleza no se revela del todo a una mirada directa. Por el contrario, es
necesario sondear sus orígenes y su estructura: la verdad es accesible, forma
parte integral de la naturaleza, pero está oculta. Los instrumentos para acceder a
ella son la observación y el pensamiento. Con esta finalidad, este último está
dispuesto a imaginar la existencia de nuevas entidades naturales, aunque estas no
sean directamente perceptibles.
Este es precisamente el camino que ha seguido la ciencia teórica en los siglos
posteriores. Los átomos, los de Leucipo y Demócrito o los de John Dalton, en el
siglo XIX, son descendientes directos del apeiron de Anaximandro.
Tenemos otro ejemplo en la gran contribución de Michael Faraday a la ciencia
moderna. A mediados del siglo XIX, el conocimiento de las fuerzas eléctricas y
magnéticas está bastante desarrollado, pero falta todavía una comprensión
unitaria de esos fenómenos. Al término de una detallada investigación
experimental, Michael Faraday concibe la idea de que existe una nueva entidad,
el «campo eléctrico y magnético».
El campo es algo que llena el espacio como una gigantesca tela de araña, que
se extiende por todas partes, tejida con líneas imperceptibles —ahora llamadas
«líneas de Faraday»—. Los componentes eléctricos y magnéticos del campo se
influyen mutuamente y son el «soporte» de las fuerzas eléctricas y magnéticas.
En una extraordinaria página de su sublime libro, Faraday se pregunta si estos
campos que llenan el espacio físico son «reales». Después de una cierta
vacilación, propone considerarlos como tales. Esta página trastocó el mundo de
Newton, hecho de partículas que se atraen en un espacio vacío; una nueva
entidad ha hecho su aparición en el mundo: el campo.
Unos años más tarde, James Clerk Maxwell sabrá transformar la intuición de
Faraday en un sólido sistema de ecuaciones que describen ese campo; entenderá
que la luz no es más que un repliegue que se propaga muy rápidamente sobre esa
tela de araña; y luego que algunos de esos repliegues, los de mayor longitud de
onda, transportan señales. Hertz las producirá en el laboratorio y después
Marconi construirá la primera radio. Todas las telecomunicaciones modernas se
apoyan en esta redefinición del mundo, cuyo ingrediente esencial es el campo
invisible.
Los átomos, los campos eléctricos y magnéticos de Faraday y Maxwell, el
espacio-tiempo curvo de Einstein, el flogisto de la térmica, el éter de Aristóteles
o el de Lorentz, los quarks de Gell-Mann, las partículas virtuales de Feynman, la
función de onda de la mecánica cuántica de Schrödinger y los campos cuánticos
en la base de la descripción del mundo de la física contemporánea son
«entidades teóricas» que no son directamente perceptibles por los sentidos, sino
que son postulados de la ciencia para explicar de manera unitaria y orgánica la
complejidad de los fenómenos. Tienen exactamente el papel, la función, que
Anaximandro asigna al apeiron.50
La teoría del apeiron es muy rudimentaria y ciertamente no puede compararse
con la teoría matemática tan detallada que desarrolla Maxwell para el campo
electromagnético o con la de Feynman para la disciplina cuántica de campos.
Pero cuando nuestro televisor funciona mal y el técnico nos explica que las
ondas electromagnéticas no llegan bien a causa de una colina cercana, utiliza las
ondas electromagnéticas como entidades teóricas para explicar fenómenos
reales: utiliza una estructura conceptual que tiene un origen histórico preciso —
el apeiron de Anaximandro.
En cierto momento de la historia de la humanidad alguien introdujo la idea de
que es razonable postular la existencia de una nueva entidad natural, aun cuando
no podamos verla, para explicar fenómenos. Ese alguien fue Anaximandro.
Desde entonces no hemos parado de hacer lo mismo.
La idea de ley natural: Anaximandro, Pitágoras y Platón
Repito aquí el único texto que nos ha llegado de Anaximandro, según lo cita
Simplicio:
Todas las cosas tienen raíces una en la otra y perecen una en la otra, según la necesidad. Se hacen justicia
una a la otra, y se recompensan por la injusticia, según el orden del tiempo.51
Una idea explícita en estas pocas líneas es que el devenir continuo del mundo no
está gobernado por el azar, sino por la necesidad. Es decir, por ciertas formas de
leyes. Una segunda idea es que la forma en que se expresan estas leyes es
«conforme con el orden del tiempo». Lo cual implica que hay un orden en el
tiempo, que estabiliza el destino de los fenómenos en el tiempo.
La forma de esas leyes no se especifica, excepto por esta oscura alusión a la
ley moral, la justicia. Ninguna de estas leyes, por lo que sabemos, es enunciada
explícitamente por Anaximandro.
No será hasta la generación siguiente cuando otra gran figura en la historia de
la ciencia comprenderá la forma de estas leyes, es decir, el lenguaje en que
deben escribirse: Pitágoras. La propuesta de Pitágoras, original respecto del
punto de vista de la escuela de Mileto, es que el lenguaje en que están escritas
las leyes de la naturaleza es el matemático. Con esta propuesta, Pitágoras añade
un ingrediente importante al programa de Anaximandro, dando una forma
precisa a la idea de ley, todavía muy vaga en este último.
Según la tradición, Pitágoras nació en Samos, cerca de Mileto, en 569, por lo
que tiene 24 años cuando en 545 muere Anaximandro. Jámblico de Calcis,
filósofo neoplatónico del siglo III d.C., escribe en su Vida pitagórica52 una de las
fuentes antiguas más completas de la vida del filósofo, que Pitágoras visitó
Mileto a sus dieciocho o veinte años para conocer a Tales y a Anaximandro.
Jámblico no siempre es fiable, pero en el pequeño mundo de la aristocracia
griega es difícil imaginar que dos hombres sedientos de conocimiento como
Pitágoras y Anaximandro no se hayan conocido viviendo en la misma región y
en la misma época. Sea como fuere, me parece del todo improbable que el joven
Pitágoras no se haya interesado por las ideas de su ilustre vecino antes de
emprender los viajes que lo llevarán a Italia, a Crotona, donde fundará su célebre
escuela. La proximidad de intereses cosmológicos y, sobre todo, la nueva idea de
que la Tierra vuela por el espacio, compartida en Mileto y en Crotona, indica
casi con certeza que el pensamiento pitagórico no es independiente de la
especulación milesia que lo precede inmediatamente.
La gran idea de Pitágoras según la cual el mundo se puede describir en
términos matemáticos será retomada, amplificada y ampliamente propagada por
Platón, que hará de ella uno de los pilares de su doctrina de la Verdad. Para
Platón, en una estricta observancia pitagórica, la gramática del mundo es el
lenguaje matemático, término que para los griegos significa principalmente
geometría. Según una (incierta) tradición,53 Platón mandó grabar en el frontón de
la Academia, su escuela, la famosa frase:
Ἀγραμμάτητος μηδεὶς εἰσίτω (Agrammatētos mēdeis eisitō) «Que nadie entre
aquí si no es geómetra»
Aunque las historias de la filosofía destacan a menudo los aspectos considerados
«anticientíficos» de Platón, como la crítica de las explicaciones hechas en
términos de causas eficientes, o la devaluación de la observación comparada con
la búsqueda racional, Platón desempeña un papel importante en el desarrollo de
la ciencia.
Él mismo, en el Timeo, formula un intento concreto de llevar a cabo el
programa de descripción geométrica del mundo, reinterpretando los átomos de
Leucipo y Demócrito, así como las sustancias elementales de Empédocles, en
términos de figuras geométricas elementales. El resultado no es una obra
maestra desde un punto de vista científico, pero la dirección es excelente: solo
con el recurso de las matemáticas podemos describir de manera eficaz el mundo.
El error de este primer y valiente intento platónico de utilizar la geometría para
ordenar completa y cuantitativamente el mundo está en olvidarse del tiempo.
Platón intenta dar una descripción matemática de la forma estática de los
átomos. Lo que falta es la idea de que lo que hay que describir en términos
matemáticos, lo que se presta a la matematización, es la evolución de las cosas
en el tiempo. Las leyes que tendrán que ser encontradas posteriormente no serán
leyes geométricas espaciales, sino relaciones entre posición y tiempo. Serán
leyes que describen el devenir «según el orden del tiempo». Caricaturizando,
podría decirse que, sobre este punto, Platón debería haber revisado «su
Anaximandro»…
El mismo error cometerá el joven Kepler, en su primer intento, elegante pero
completamente erróneo, de explicar los radios de las órbitas de los planetas de
Copérnico utilizando los llamados «sólidos platónicos». Después de ahondar en
el libro de Copérnico, sabrá corregir el error y encontrará las tres leyes que rigen
el movimiento de los planetas en el transcurso del tiempo, allanando el camino a
la mecánica de Newton.
Platón no corregirá su error, pero, independientemente del éxito o del fracaso
científico personal, la influencia de su programa de matematización del mundo
será inmensa. Según Simplicio, es Platón quien plantea a los astrónomos la
pregunta crucial: «¿Cuál es el movimiento uniforme y ordenado de los planetas
que debemos suponer para explicar su movimiento aparente?».54 Esta es la
pregunta de la que surge la astronomía matemática griega, y después de ella la
de Copérnico, Kepler, Newton —la ciencia moderna—. Es Platón quien sostiene
que la astronomía debe y puede convertirse en una ciencia matemática exacta.
En su Academia, Platón se rodea de los grandes matemáticos de su época, como
Teeteto, y es en la Academia donde el gran matemático y astrónomo Eudoxo,
amigo y alumno de Platón, elaboró la primera teoría matemática del sistema
solar.
Veinte siglos después, el descubrimiento galileano de las primeras leyes del
movimiento de los cuerpos sobre la Tierra, que marca el nacimiento de la física
matemática moderna, se inspira directamente en la doctrina pitagórico-platónica
de la búsqueda de la verdad matemática oculta detrás de las cosas: a Platón debe
Galileo esta idea. Se puede decir que, en gran medida, la ciencia occidental es
una realización del programa pitagórico-platónico de búsqueda de leyes, en
particular de leyes matemáticas, camufladas bajo el velo de las apariencias.
Pero antes de convertirse en ley matemática, la idea de la ley que gobierna los
fenómenos naturales de un modo necesario, completamente ausente en los siglos
anteriores, nació en Mileto, y con toda probabilidad en el pensamiento de
Anaximandro.
Los griegos buscarán esas leyes en los siglos siguientes, y encontrarán
muchas. Hallarán, por ejemplo, las leyes matemáticas que rigen el movimiento
de los planetas en el cielo. Galileo, movido por su fe en el programa de
Anaximandro, Pitágoras y Platón, buscará y encontrará las leyes matemáticas
que rigen el movimiento de los cuerpos en la Tierra. Y Newton demostrará que
las leyes del cielo y las de la tierra son las mismas. Es un largo camino, una gran
aventura, que se inicia con la idea de Anaximandro de que esas leyes existen y
gobiernan el mundo según la necesidad. Las leyes de Galileo y de Newton, que
constituyen la base de toda la tecnología moderna, son leyes que indican cómo,
«según la necesidad», las variables físicas cambian «según el orden del tiempo».
45 Cfr. E.A. Speiser, «Genesis: introduction, translation and notes», en The Anchor Bible, Nueva York,
Doubleday, 1964.
46 Cfr. G. Witherspoon, Language and Art in the Navajo Universe, Ann Arbor, University of Michigian
Press, 1977.
47 Simplicio, Física, 24,21; cfr. G.S. Kirk, J.E. Raven y M. Schofield, Los filósofos presocráticos, op. cit.,
p. 175.
48 De hecho, en la física contemporánea, los primos más cercanos a los electrones se llaman «quarks», un
término introducido por Murray Gell-Mann, que en sí mismo estrictamente no quiere significar nada.
49 Simplicio, Física, 24, 13; cfr. G.S. Kirk, J.E. Raven y M. Schofieldl, Los filósofos presocráticos, op. cit.,
pp. 149 s y p. 175.
50 Marc Cohen hace una sugerencia similar acerca de la interpretación del apeiron como primera «entidad
teórica» (cfr. History of Ancient Philosophy, Washington, University of Washington, 2006).
51 Simplicio, Física, 24,17; cf. G.S. Kirk, J.E. Raven y M. Schofield, Los filósofos presocráticos, op. cit., p.
162: «El nacimiento de los seres existentes les viene de aquello en lo que se convierten al perecer, según la
necesidad, pues se pagan mutua pena y retribución por su injusticia según la disposición del tiempo»
52 Cfr. Jámblico, Vida pitagórica; Protréptico, Madrid, Gredos, 2003.
53 El documento más antiguo que refiere esta máxima es una nota de un escoliasta anónimo del siglo VI,
identificado con no demasiada certidumbre con el rétor Sopatros, puesta en el margen de un manuscrito
escrito por Elio Arístides. La historia se repite en el siglo VI por los neoplatónicos Filópono, Olimpiodoro,
Elías y David. La fuente citada más a menudo es Juan Tzetzes en el siglo XII [Fowler, 1999].
54 Cfr. D. Fowler, The Mathematics of Plato’s Academy. A New Reconstruction, Oxford, Clarendon Press,
1999.
6. CUANDO LA REBELIÓN DEVIENE VIRTUD
Como decía antes, en la tradición antigua Tales es considerado uno de los «siete
sabios» de Grecia. Los siete sabios son figuras más o menos históricas, que los
griegos reconocieron y respetaron como fundadores de su pensamiento y de sus
instituciones. (Otro sabio, contemporáneo de Tales y Anaximandro, es Solón,
autor de la primera constitución democrática de Atenas). Anaximandro solo es
once años más joven que Tales. Ignoramos la naturaleza de su relación; en
particular, no sabemos si la especulación de pensadores como Anaximandro y
Tales era privada, o si existía en Mileto una «escuela» según el futuro modelo de
la Academia de Platón o el Liceo de Aristóteles, que acogían en su seno a
profesores y estudiantes, y se estructuraban en torno a discusiones públicas,
lecciones y conferencias. Los textos del siglo V describen los debates públicos
entre los filósofos. ¿Habían tenido lugar ya estos debates en la Mileto del siglo
VI?
Como veremos en el capítulo siguiente, el siglo VI griego marca la liberación
de la lectura y la escritura del círculo restringido de los escribas profesionales,
cuando una y otra se extienden a grandes sectores de la población y
prácticamente a toda la clase aristocrática dominante. Todo estudiante de la
escuela primaria sabe que aprender a leer y a escribir no es fácil; y esa tarea era
ciertamente aún más difícil en los primeros siglos de la difusión del alfabeto
fonético, cuando la escritura era mucho menos omnipresente de lo que es hoy.
Los jóvenes griegos, por tanto, tenían que aprender a leer de una manera u otra,
con la ayuda de mayores experimentados. Me parece legítimo imaginar, aunque
no haya encontrado información sobre este tema, que debía haber maestros,
instructores o escuelas en las grandes ciudades griegas del siglo VI. La
combinación de enseñanza e investigación intelectual, que es característica
primordial tanto de la universidad de hoy como de las escuelas filosóficas de la
Atenas clásica, muy posiblemente ya se había estabilizado en el siglo VI. En
otras palabras, no me parece absurdo plantear la hipótesis de que realmente
había una verdadera «escuela» en Mileto.
Sea como fuere, está claro que la gran especulación teórica de Anaximandro
tiene sus raíces en la de Tales. Además de la identidad de los temas discutidos —
la búsqueda del principio de todas las cosas, la forma del cosmos, la explicación
naturalista de fenómenos como los terremotos—, el legado de Tales se
manifiesta en numerosos detalles. Así, la Tierra de Anaximandro, aunque la
lance a volar, sigue siendo un disco, idéntico al disco de Tales que flota sobre el
agua. La relación intelectual entre Tales y Anaximandro es muy estrecha: el
pensamiento del segundo nace y se nutre de la reflexión del primero. Tales es
realmente, en sentido figurado y tal vez en sentido literal, el maestro de
Anaximandro.
Es importante analizar de cerca esta estrecha relación de filiación intelectual
entre Tales y Anaximandro porque representa la piedra angular de la
contribución de Anaximandro a la historia del pensamiento.
El mundo antiguo está lleno de maestros del pensamiento y de discípulos
suyos. Pensemos, por ejemplo, en Confucio y Mencio, Moisés y Josué y todos
los profetas, Jesucristo y Pablo de Tarso, Buda y Kaundinya… Pero la relación
entre Tales y Anaximandro es radicalmente diferente de la que tuvieron esos
«grandes discípulos» con sus maestros. Mencio enriquece el pensamiento de
Confucio y ahonda en él, pero tiene sumo cuidado de no poner en duda sus
afirmaciones. Pablo de Tarso concibe la base teórica del cristianismo, pero no
critica ni pone en duda las enseñanzas de Jesucristo. Los profetas profundizan en
la descripción del dios Yahveh y de su relación con su pueblo, pero no partiendo
de un análisis de los errores de Moisés.
Frente a la herencia del maestro Tales, la actitud de Anaximandro es
profundamente nueva. Se inscribe de manera plena en su problemática, se
apropia de sus principales intuiciones, de su forma de pensar, de sus conquistas
intelectuales, pero critica frontalmente las afirmaciones del maestro. Pone en
duda el conjunto de las enseñanzas de Tales. ¿El mundo está hecho de agua, dijo
Tales? No, no es cierto, responde Anaximandro. ¿La Tierra flota sobre el agua,
dijo Tales? No, no es cierto, dice Anaximandro. ¿Los terremotos se deben a las
oscilaciones de la Tierra en el medio que la sostiene, dice Tales? No, error,
responde Anaximandro, se deben a fracturas de la Tierra. Y así sucesivamente.
Esto es lo que, por ejemplo, dice Cicerón al respecto, que no oculta su
perplejidad [Academicorum priorum, II, 37.118]:
Tales […] dijo que todas las cosas están formadas de agua. Pero no persuadió de esto a su conciudadano
y amigo Anaximandro.55
No es que la crítica esté ausente del mundo antiguo. Basta leer la Biblia, donde
se critica ásperamente el saber religioso babilónico: Marduk es un «falso dios»,
sus sacerdotes son «demonios» a los que debe darse muerte, y así sucesivamente.
En el mundo antiguo, la crítica existe —¡cómo no!— lo mismo que la adhesión
total a la enseñanza de un maestro. Pero entre una y otra cosa, entre la crítica y la
adhesión, no hay un terreno intermedio. Todavía en la generación siguiente a la
de Anaximandro, en la gran escuela pitagórica, en este asunto más arcaica que la
escuela de Mileto, florece un respeto total al pensamiento de Pitágoras, que no
podía ser objeto de crítica (Ipse dixit es una fórmula que originalmente se refiere
a Pitágoras, y que indica que, si Pitágoras había afirmado algo, entonces eso
tenía que ser verdadero).
A medio camino entre la reverencia absoluta de los pitagóricos hacia
Pitágoras, de Mencio hacia Confucio, de Pablo hacia Cristo, y el brutal rechazo
de aquellos que piensan de manera diferente de uno, Anaximandro abre una
tercera vía. El respeto de Anaximandro por Tales es claro, y es evidente que se
basa enteramente en sus conquistas intelectuales. Y, sin embargo, no duda en
decir que Tales se equivoca en esto y en aquello, y que es posible hacerlo mejor.
Ni Mencio ni Pablo de Tarso ni los pitagóricos entendieron que esta tercera vía,
estrecha, es la vía al conocimiento.
Toda la ciencia moderna brota del descubrimiento de la eficacia de esta tercera
vía. La posibilidad de concebirla solo puede provenir de una teoría del
conocimiento implícita y sofisticada, según la cual la verdad es accesible, pero
de manera gradual y mediante refinamientos sucesivos. Platón sabrá articular
muy bien esta idea. La verdad está velada, pero es accesible mediante una larga
y casi devota práctica de observación, discusión y razón. La Academia se funda
obviamente en esta idea, al igual que el Liceo de Aristóteles. Toda la astronomía
alejandrina crece sobre la base de una discusión continua de las hipótesis de los
maestros.56
El primero en practicar esta tercera vía es Anaximandro. Él es quien primero
formula y aplica este credo fundamental de los científicos modernos: debemos
estudiar a fondo a los maestros, comprender sus conquistas intelectuales,
apropiárnoslas y, gracias al conocimiento adquirido, sacar a la luz sus errores,
rectificarlos, y de este modo comprender el mundo un poco mejor.
Pensemos en los más grandes científicos de la era moderna. ¿No es
precisamente eso lo que han hecho? Copérnico no se despertó una buena mañana
con la idea de que el Sol está en el centro del sistema de los planetas. Nunca dijo
que el sistema de Ptolomeo fuera una estupidez.57 De haberlo hecho, habría sido
incapaz de construir una nueva representación matemática eficaz del sistema
solar; nadie lo habría creído, y la revolución copernicana nunca habría tenido
lugar. Al contrario, Copérnico se asombra de la belleza del saber astronómico
alejandrino, resumida en el Almagesto de Ptolomeo; y se lanza a fondo al estudio
de ese saber. Se apropia de sus métodos, aprecia su eficacia. Y es así como logra
ver, en los repliegues del pensamiento de Ptolomeo sus límites y encuentra
finalmente la manera de mejorarlo en profundidad. Copérnico es hijo de
Ptolomeo, en un sentido muy preciso: su libro De revolutionibus es muy similar,
incluso en forma y estilo, al Almagesto de Ptolomeo. Es casi una reedición
corregida. Ptolomeo es el pensador que Copérnico reconoce como maestro suyo,
de quien aprende todo lo que sabe. Pero, para avanzar, es indispensable sostener
que Ptolomeo estaba equivocado. Y no precisamente en los detalles: estaba
equivocado en sus hipótesis más fundamentales y aparentemente más sólidas.
No es verdad, como sostiene Ptolomeo, en una larga y muy convincente
discusión al comienzo de su Almagesto, que la Tierra esté inmóvil en el centro
del universo.
Exactamente la misma relación une a Einstein con Newton y, más
simplemente, a innumerables artículos científicos contemporáneos con artículos
anteriores, como muestra el sistema de citas. En el centro de la fuerza del
pensamiento científico está el cuestionamiento continuo de las hipótesis y de los
resultados anteriores; cuestionamiento que, sin embargo, descansa ante todo
sobre el reconocimiento profundo del valor de conocimiento contenido en esos
mismos resultados.
Se trata de un equilibrio delicado, que no es ni evidente ni natural. Tanto es así
que, como he dicho, toda la especulación de los primeros milenios de la historia
escrita de la humanidad se ha pasado por alto. Este delicado punto de equilibrio
—continuar y prolongar el camino que traza el maestro criticando al maestro—
tiene una fecha de nacimiento precisa en la historia del pensamiento humano: la
de la postura que adopta Anaximandro respecto de su maestro Tales.
La idea creará inmediatamente escuela. Ya Anaxímenes se apoderó de ella y
propone una versión modificada —bastante más rica— de la teoría de su
antecesor. El camino de la crítica se ha abierto y ya no se detendrá: Heráclito,
Anaxágoras, Empédocles, Leucipo, Demócrito… Cada uno dirá su verdad acerca
de la naturaleza de las cosas del mundo dentro de una multiplicación de puntos
de vista, de un crescendo de críticas recíprocas que solo pueden parecerle
disonancia a un observador distraído. Por el contrario, se trata del triunfo del
pensamiento científico, del comienzo de la exploración de las posibles formas de
pensar el mundo. El inicio de esta búsqueda que nos ha dado lo esencial de lo
que aprendemos en la escuela y de casi todo lo que sabemos sobre el mundo.
Según una teoría clásica, una revolución científica comparable a la de
Occidente no ocurrió en la civilización china, muy superior no obstante durante
siglos en muchos aspectos, precisamente porque, en el pensamiento chino el
maestro nunca es criticado, nunca es discutido.58 El pensamiento chino se ha
desarrollado por enriquecimiento y profundización, pero no ha cuestionado la
autoridad intelectual. Esto me parece una hipótesis razonable; no veo otra
explicación para el increíble hecho de que la gran civilización china no haya
logrado comprender que la Tierra es redonda antes de que los jesuitas llegaran
para explicárselo. En China, quizá, nunca hubo un Anaximandro.
O, si lo hubo, probablemente el emperador mandó cortarle la cabeza.
55 M.T. Cicerón, Cuestiones académicas II, México, UNAM, 1990, p. 79.
56 La difundida idea de que la astronomía de Ptolomeo estaría dominada por la reverencia a la física de
Aristóteles es profundamente errónea. La principal contribución teórica de Ptolomeo, por ejemplo, es la
introducción del punto ecuante, que viola los principios de los movimientos aristotélicos (o platónicos) de
una manera flagrante: los planetas de Ptolomeo no viajan a una velocidad constante en sus círculos.
57 Como, por desgracia, se presenta, aún hoy, en muchos libros de texto.
58 Sobre esto, cfr. G.E.R. Lloyd, Las aspiraciones de la curiosidad: la comprensión del mundo en la
Antigüedad: Grecia y China, Madrid, Siglo XXI, 2008.
7. ESCRITURA, DEMOCRACIA Y LA MEZCLA DE LAS CULTURAS
En los capítulos anteriores he argumentado que una parte importante de la
metodología científica tiene su origen en las reflexiones de la escuela de Mileto,
especialmente en las de Anaximandro. Son de origen milesio el naturalismo, el
primer recurso a términos teóricos, la idea de ley natural que determina de forma
necesaria la evolución de los fenómenos en el tiempo y, sobre todo, la
combinación de respeto y crítica dentro de una misma línea de búsqueda
intelectual y la idea general de que el mundo puede no ser tal como nosotros lo
concebimos. Que, para comprenderlo, puede que sea necesario reconstruir de
manera profunda la imagen que tenemos de él.
Puede parecer sorprendente que, en la historia del mundo, todo eso haya
aparecido conjuntamente y como de improviso. ¿Por qué en ese preciso
momento? ¿Por qué en el siglo VI? ¿Por qué en Grecia? ¿Por qué en Mileto? No
es difícil desentrañar algunos elementos que responden a estas preguntas.
Grecia arcaica
Ya he hablado de la novedad radical de la estructura política de Grecia en el
siglo VI a.C., entre las civilizaciones que dominaban la escritura. Novedad
radical no solo respecto de los mundos egipcio, mesopotámico y, más en
general, medio-oriental, sino también respecto de la estructura política y social
de la propia Grecia.
Una rica civilización florecía en Grecia casi un milenio antes de Anaximandro,
especialmente entre los siglos XVI y XII a.C., en centros como Micenas, Argos,
Tirinto y Cnosos. Más o menos por esta época se desarrollan los acontecimientos
que canta la Ilíada —aunque la obra en sí fuera sin duda compuesta mucho más
tarde—; una época que quedó en la memoria del pueblo griego como una
fabulosa era de esplendor.
A esta civilización se la llama hoy micénica, o más correctamente egea:
Micenas es la primera ciudad cuyos fundamentos consiguieron descubrir los
arqueólogos, pero no es su centro principal. Esta civilización nos ha dejado
vestigios de grandes palacios, lujosas tumbas, magníficos frescos (figura 14) y
piezas de elaborada artesanía.
A partir del año 1450 a.C., el reino de Micenas domina en Creta, cuna de una
civilización milenaria. Durante los siglos XIV y XIII la expansión micénica se
extiende y los griegos se apoderan finalmente de la posición dominante en el
Mediterráneo occidental, mantenida hasta entonces por los cretenses. Los
griegos conquistaron Rodas, Chipre, más tarde Lesbos, Troya y Mileto. Llegan
hasta Fenicia, Biblos y Palestina.
La civilización micénica hereda de Creta el uso de la escritura. Se trata de una
escritura llamada «lineal B», completamente diferente del griego clásico. Un
ejemplo de lineal B puede verse en la figura 15.
El desciframiento del lineal B solo se ha completado en el transcurso de las
últimas décadas, y ha abierto una ventana acerca de la civilización micénica. La
imagen que emerge de ella es inesperada: la de un mundo cuya estructura social
y política está mucho más cerca de Mesopotamia que de la Grecia de los siglos
siguientes.
La sociedad micénica se organiza, efectivamente, en torno a grandes
«palacios», donde viven el soberano y su corte. El soberano es una figura divina,
o casi divina, y desempeña el papel de intermediario entre los dioses y la
sociedad. Él concentra todo el poder político y religioso. La corte es el centro
político, económico y organizativo —el centro donde se acumula la riqueza y el
poder—; recoge toda la producción del territorio y atiende los intercambios
comerciales, incluidos los más lejanos: se han hallado objetos de origen
micénico incluso en Irlanda. La corte dispone de una administración
estructurada, en la que la escritura desempeña un papel importante. Esta es
practicada por escribas profesionales. Sus archivos contabilizan todo lo referente
a producciones agrícolas, ganadería, distintas corporaciones de oficios —cada
una de ellas debe suministrar a la corte materias primas y manufacturas—,
esclavos privados o reales, todo tipo de tasas impuestas por el palacio a los
individuos y a la comunidad, número de hombres reclutados en cada pueblo para
el servicio militar, unidades armadas, sacrificios a los dioses, ofrendas
planificadas, etc.59 Nada queda reservado a la iniciativa individual. Todos los
intercambios pasan por el palacio, que es el centro de la red. Es exactamente la
estructura política y social del mundo mesopotámico.
Figura 14. Espléndido fresco micénico del siglo XIII a.C., bautizado como «dama de Micenas». Representa
a una diosa en el momento de recibir una ofrenda.
Figura 15. Tablillas del siglo XIII a.C. escritas en lineal B. Museo Arqueológico Nacional de Atenas. La de
la derecha habla de un encargo de lana.
El mundo micénico se desmorona con el cambio de milenio, por razones que
todavía siguen siendo oscuras: la explicación tradicional invoca la «invasión
dórica». Transcurren varios siglos denominados «Edad Media helénica», que no
dejan casi ningún rastro de civilización. De este período no quedan palacios,
objetos ni testimonios escritos. El comercio parece estar paralizado; sin duda, las
condiciones de vida retroceden enormemente.
Figura 16. Plano del palacio de Tirinto.
Cabe imaginar que, bajo la presión de las dificultades económicas y sociales de
este período, empieza o se intensifica la emigración de los griegos y la creación
de colonias en Asia Menor, el Mar Negro, Italia y otros lugares.
La salida de la «Edad Media helénica» se sitúa en los siglos VIII y VII, dos
siglos antes de Anaximandro. Los comerciantes fenicios renuevan el contacto
entre el mundo griego y Oriente, interrumpido desde el colapso del imperio
micénico. Grecia está empezando a enriquecerse de nuevo, el comercio se
reanuda y se intensifica rápidamente, acompañado de un fuerte impulso
demográfico. La agricultura evoluciona de cultivos de subsistencia, como el de
trigo, a cultivos comerciales, vides y aceite de oliva. El sistema de colonias y el
comercio que este permite se convierten en una fuente de prosperidad. Los restos
arqueológicos abundan de nuevo, así como los testimonios escritos. Pero esta
vez, la escritura utilizada ya no es la lineal B de la era micénica; es una escritura
completamente nueva, basada en un alfabeto heredado de los fenicios.
El alfabeto griego
Efectivamente, el desarrollo del comercio lleva a los griegos a un contacto muy
cercano con el mundo fenicio, que domina desde mucho tiempo atrás el
comercio marítimo en el Mediterráneo. Gracias a este contacto, los griegos
aprenden el uso del alfabeto fenicio, que adaptan a su propio lenguaje. A partir
de esta adaptación se produce una evolución cuya importancia no debería
subestimarse.
El alfabeto griego y el alfabeto fenicio parecen muy similares, pero no lo son.
Uno y otro se componen de menos de una treintena de letras, esencialmente las
mismas en ambos alfabetos. Su funcionamiento, sin embargo, es profundamente
diferente. El alfabeto fenicio es consonántico: solo se escriben las consonantes.
La frase precedente, por ejemplo, aparecería como sigue en un alfabeto
consonántico:
l lfbt fnco s cnsnntc: sl s scrbn ls ls cnsnnts.
Para poder leer esa escritura hay que tener una idea ya suficientemente clara de
lo que se está hablando, y saber reconocer grupos de consonantes que indican
esta o aquella palabra. El sistema funciona bien en un contexto limitado, como la
contabilidad o los registros comerciales, pero se muestra muy ineficaz en
situaciones más generales.
Un alfabeto consonántico puede parecer una idea algo paradójica, pero
estamos hablando de una invención que representa un avance inmenso respecto
de las formas anteriores de escritura utilizadas durante milenios, como la
escritura cuneiforme, difundida en Mesopotamia desde el cuarto milenio, la
escritura jeroglífica, introducida un poco más tarde en Egipto, o el lineal B de la
Grecia micénica.
La escritura cuneiforme y la jeroglífica, aparte de algunos elementos fonéticos,
funcionan con centenares de símbolos diferentes. Es indispensable conocer cada
palabra para poder escribirla o para reconocerla en un texto. El ejercicio es
difícil y requiere una gran experiencia que, a su vez, requiere un largo
aprendizaje. La escritura es competencia exclusiva de escribas profesionales.
Los soberanos y los príncipes de la alta Antigüedad no saben leer ni escribir.60
El alfabeto consonántico fenicio, probablemente diseñado para satisfacer las
exigencias de eficacia y flexibilidad de un pueblo de comerciantes, simplifica
enormemente la escritura.
En lugar de centenares de símbolos, basta con una treintena de ellos. Sus
combinaciones, regidas por la sucesión de sonidos consonánticos en el seno de
cada palabra, codifican la escritura de una manera sagaz y eficaz. Pero se
requiere una competencia especial para poder reconstruir una palabra a partir de
sus consonantes. Leer un texto no es un ejercicio fácil que uno pueda llevar a
cabo pensando en otra cosa, como se hace cuando uno habla. El aprendizaje
necesario para adquirir el dominio de la escritura y la competencia específica
requerida para usarlo aún está reservado a una minoría.
Hacia el año 750 a.C., apenas un siglo antes del nacimiento de Anaximandro,
los griegos se apropiaron del alfabeto fenicio. Entonces se dan cuenta de un
detalle crucial: la fonética indoeuropea es más sencilla que la fonética semítica
—el griego tiene menos consonantes que el fenicio—. Todavía hoy, el francés,
el italiano o el castellano tienen menos consonantes que el árabe: pensemos en
las distintas guturales que lo caracterizan. Ciertos símbolos del alfabeto fenicio,
los que corresponden a los sonidos consonánticos ausentes en la lengua griega,
quedan pues inutilizados. Estos símbolos son α, ε, ι, ο, υ, ω.
Alguien en Grecia tiene una idea: usar esos símbolos para representar vocales.
Las diferentes inflexiones vocálicas de la misma consonante: ba, be, bi, bo…
resueltas en fenicio con la misma letra β pueden diferenciarse a partir de ahora
escribiendo βα, βε, βι, βο… Algo que parece irrisorio, pero que revoluciona el
mundo.
Así nació el primer alfabeto fonético completo de la historia de la humanidad.
Frente a las dificultades anteriores, la lectura y la escritura se convierten casi en
un juego de niños: para escribir solo hay que aprender a escuchar atentamente
los sonidos de cada sílaba y descomponerlo en sus componentes consonánticos y
vocálicos. Y a la inversa: para leer basta con deletrear la secuencia de las letras
escritas: ¡«b», «a»… «ba»!, como aprendemos a hacerlo en la escuela primaria,
para que un texto empiece literalmente a «hablarnos», incluso sin ningún
conocimiento previo de las palabras escritas.
Ha nacido la primera tecnología capaz de conservar una copia de la voz
humana.
¿Por qué esta reforma de la escritura, sumamente simple, tuvo que esperar
hasta los griegos? ¿Nadie pudo pensarlo antes, en el transcurso de los cuatro
milenios anteriores en los que ya se utilizaba la escritura? ¿No es obvio que la
escritura fonética es una buena idea?
No tengo una respuesta a estas preguntas, pero las siguientes consideraciones
pueden ser pertinentes. Si es tan evidente que la escritura fonética es razonable,
¿por qué Francia, Inglaterra, Estados Unidos y China perseveran en el uso de
lenguajes que violan evidentemente los principios de la escritura fonética?
(Pensemos que, en francés, escribimos «e-a-u» para una palabra que se
pronuncia «o»… En chino, los elementos fonéticos son extremadamente
reducidos). Evidentemente, la rigidez mental de la humanidad es mucho más
poderosa que cualquier «sentido común». Tal vez se necesitaría un pueblo nuevo
y sin cultura para empezar de nuevo desde una base más sensata. O quizá un
pueblo que hubiera utilizado la escritura cinco siglos antes, que hubiera perdido
esa competencia pero que la conservara en su memoria. Y que pudiera tener, por
tanto, una actitud abierta hacia la escritura de los pueblos vecinos, capaz de
reconocer inmediatamente su valor, sin mantenerse subyugado por el misterio de
una técnica exótica e incomprensible.
Quizá podamos imaginar que un comerciante inteligente o un político
inteligente griego viera regularmente las antiguas inscripciones micénicas en los
restos de la legendaria civilización cantada en la Ilíada, que podrían no haber
desaparecido todas en el siglo VII. Consecuentemente, este mercader podría saber
que en los tiempos del antiguo esplendor sus antepasados escribían. Al haber
entrado en contacto con los escribas fenicios, este hombre pudo ver la utilidad y
el gran interés de esta técnica, pero sin sentirse obligado a copiarla en todos sus
detalles de una manera acrítica.
La adaptación del alfabeto fenicio a la lengua griega es tan razonable, y está
tan bien concebida, que me parece legítimo suponer que no fue el resultado de
una transformación fortuita, sino de una operación cultural consciente.
Raramente la evolución natural conduce a estructuras carentes de excepciones e
inconsecuencias. Creo que las reglas del alfabeto griego pudieron decidirse
«alrededor de una mesa», a partir del estudio del alfabeto fenicio. El otro
lenguaje que funciona con una escritura perfectamente fonética que yo conozca
es el esperanto, ejemplo típico de un lenguaje artificial, construido ad hoc.
Observemos que, incluso en la época clásica, Atenas todavía legisla acerca del
uso de la letra η.
Sea como fuere, a mediados del siglo VII, por primera vez en la historia de la
humanidad el joven mundo griego dispuso de un verdadero alfabeto fonético.
En las sociedades antiguas la escritura era competencia exclusiva de los
escribas, y el conocimiento asociado a la escritura se mantenía celosamente en
secreto. He aquí, por ejemplo, el texto de una tablilla cuneiforme denominada
«sobre el conocimiento secreto», encontrada en Nínive (reproducida en la figura
17):
Tablilla secreta del Cielo, conocimiento exclusivo de los grandes dioses. ¡No debe ser distribuida!
El escriba solo puede enseñarla al hijo que ama. Enseñarla a otro escriba de Babilonia, o a otro escriba
de Borsippa o a otro cualquiera es un sacrilegio contra los dioses Nabu y Nisaba [dioses de la escritura].
Nabu y Nisaba no confirmarán como maestro al que hable de ella en público. ¡Lo condenarán a la
pobreza y a la indigencia, y lo harán morir de hidropesía!
Figura 17. Tablilla «del conocimiento secreto» (British Museum).
¿Qué interés habrían podido tener los escribas en difundir el conocimiento, en
simplificar la escritura? ¿Acabar en el paro? ¿Qué interés habrían podido tener
los soberanos en hacer de la escritura un bien común? ¿Acabar destronados,
como los reyes griegos?
Ciertamente, la voluntad de guardar el secreto del conocimiento no desaparece
en el mundo griego en los siglos siguientes. Sigue siendo, por ejemplo,
dominante en la escuela pitagórica, lo mismo que más tarde en varios centros de
conocimiento alejandrinos, a menudo por razones militares. Marsella, en
particular, fue célebre en la antigüedad por el secreto con que envolvía sus
técnicas militares. La misma política se sigue hoy en día, por ejemplo, en el
Departamento de Defensa de Estados Unidos, que protege secreta y celosamente
los resultados de su investigación científica. Pero en una Grecia sin escribas, sin
grandes soberanos, sin palacios y sin grandes castas sacerdotales, nace una
forma de saber que no solo no es secreto, sino que se divulga ostensiblemente.
¡Qué inmensa distancia cultural separa el secreto de las tablillas cuneiformes
—y el de sus epígonos contemporáneos del Pentágono— de la actitud abierta de
Anaximandro, que abre el camino a la ciencia consignando todo su saber en un
libro escrito en prosa, para que todo el mundo pueda leerlo! Para que todo el
mundo pueda apropiárselo y criticarlo, tal como él criticó a Tales…
Durante los siglos VII y VI, en Grecia, por primera vez en la historia de la
humanidad, la escritura se ha vuelto lo suficientemente sencilla como para ser
accesible a un público amplio; el saber ya no es patrimonio exclusivo de una
cofradía cerrada de escribas, sino un patrimonio compartido por una amplia clase
dominante. Poco después se escribirán las inmortales obras de Safo, Sófocles y
Platón…
Ciencia y democracia
O gentlemen, the time of life is short!
And if we live, we live to tread on kings!
¡Caballeros, el tiempo de la vida es muy corto!
¡Si vivimos, vivimos para aplastar cabezas de reyes!
Shakespeare, Enrique IV, V, 2
Al final de la Edad Media helénica, por tanto, una civilización sumamente
original se muestra a la faz del mundo. Una civilización muy diferente de su
ancestro micénico. Los grandes palacios han desaparecido. El rey semidiós ha
desparecido. En una Grecia renacida política y culturalmente ya no hay poder
central, autoridad religiosa organizada, iglesia o casta sacerdotal poderosa, ni
libros sagrados.
Por primera vez se habla de la ciudad, la πόλις (polis), como de una entidad
autónoma, que toma decisiones en primera persona. Esas decisiones a menudo
surgen de la participación directa, de la libre discusión de todos los ciudadanos.
La estructura política de esta polis es sumamente variada y compleja:
monarquías, aristocracias, tiranías, democracias, partidos políticos que compiten
unos contra otros; después se escriben y reescriben constituciones, como la de
Solón. En resumen, se asiste a un cuestionamiento constante de la gestión de la
cosa pública. Las polis griegas son lugares donde una clase amplia de
ciudadanos, muchos de los cuales ya saben leer y escribir, discuten sobre cómo
estructurar el poder y tomar decisiones importantes de manera óptima.
Paralelamente a esa desacralización y esa secularización de la vida pública,
que pasa de las manos de los reyes-dioses a las de los ciudadanos, se abre un
proceso de desacralización y laicización del saber. La ley que Anaximandro
busca para comprender el cosmos es hermana de la ley que los ciudadanos de la
polis buscan para organizarse. En ambos casos ya no se trata de la ley divina. En
ambos casos la ley ya no es dada de una vez para siempre, sino que se discute,
una y otra vez, de manera continua.
Las antiguas cosmologías que forman los mitos fundadores, desde el Enûma
Eliš babilónico hasta la Teogonía de Hesíodo, narran un mundo donde el orden
cósmico es estable por la presencia de un gran dios, Marduk o Zeus. Después de
un largo período de confusión y de conflicto, ese dios triunfa y estabiliza el
orden global, que es a la vez orden cósmico, orden social y orden moral. La
Teogonía de Hesíodo es un himno a la gloria de Zeus, fundador y garante de
todas las cosas. Es el orden mental de una sociedad que nace y se organiza en
torno a la figura y el poder del soberano, primer motor y garante de la
civilización misma.
En el momento en que las ciudades griegas echan a los reyes, cuando
descubren que una comunidad humana altamente civilizada no necesita de un
dios-rey para existir, y que, por el contrario, florece mejor sin un dios-rey,
entonces es cuando la lectura del orden del mundo se libera de la sujeción a los
dioses creadores y ordenadores y se abren nuevas vías para comprender y
ordenar el mundo.
Concebir una estructura política democrática significa aceptar que las mejores
decisiones puedan surgir de la discusión entre todos, y no de la autoridad de uno
solo; la idea, también, de que la crítica pública de las propuestas es útil para
discernir lo mejor de ellas; la idea, en fin, de que se puede argumentar y
converger para llegar a una conclusión. Estas también son las hipótesis básicas
de la búsqueda científica del conocimiento.
La base cultural del nacimiento de la ciencia es, pues, la base del nacimiento de
la democracia: el descubrimiento de la eficacia de la crítica y del diálogo entre
pares. Anaximandro, que critica abiertamente a su maestro Tales, no hace sino
transportar sobre el terreno del conocimiento una práctica ya común en el ágora
de Mileto: no aprobar de manera acrítica y reverencial lo divino, o lo
semidivino, al señor del momento, sino criticar la propuesta del magistrado. No
por faltarle al respeto, sino con la conciencia compartida de que siempre hay una
propuesta mejor.
Los griegos encuentran su identidad cultural en la poesía de Homero, que
canta su pasado glorioso, pero los dioses de Homero son objeto de la poesía, ni
demasiado creíbles ni demasiado majestuosos; se ha escrito que no hay poema
menos religioso que la Ilíada.61 En este mundo sin centro, sin dioses poderosos,
el espacio se abre a otra manera de pensar.
La relación entre la nueva estructura social y política y el nacimiento del
pensamiento científico es, por tanto, transparente.62 Los puntos en común son
obvios: la secularización; la idea de que las leyes y las ideas de los antiguos no
son necesariamente las mejores; la idea de que las mejores decisiones pueden
surgir de la discusión más que de la autoridad o de la reverencia a la tradición; la
idea de que la crítica pública de una propuesta es útil para discernir sus aspectos
débiles; la idea de que se puede argumentar y converger en una conclusión.
Se trata, en cierta manera, del «descubrimiento» del método científico: alguien
propone una idea, una explicación. Y el proceso se pone en marcha: se toma en
serio, se critica; alguien propone otra, algún otro la confronta con la anterior. El
descubrimiento extraordinario es que este proceso puede converger. De esta
manera, un grupo de personas puede llegar a una convicción común, o una
convicción mayoritaria, y por tanto a una decisión eficaz y compartida.
En el terreno del saber, el descubrimiento es que dejar que la crítica corra
libremente, permitir que se ponga en duda algo, dar a todos el derecho a hablar y
tomarse en serio cualquier propuesta no conduce a una cháchara estéril. Al
contrario, permite descartar hipótesis que no funcionan y hacer aflorar las
mejores ideas.
Esto no durará mucho. Unos pocos siglos más tarde, el Imperio romano habrá
devuelto el poder a las manos de uno solo, y el cristianismo repondrá el saber en
manos de lo divino. La unión del emperador y la Iglesia habrá refundado la
teocracia.
Pero, durante algunos siglos, los hombres se liberaron de la teocracia. En la
época de Anaximandro, Mileto era independiente, pero estaba unida por la Liga
a las demás ciudades jónicas. La Liga no supone la dominación de una ciudad
sobre las otras, sino que delimita un espacio común donde pueden debatirse
intereses y decisiones. El lugar de reunión de los miembros de la Liga jónica es
quizá uno de los «parlamentos» más antiguos de la historia del mundo, si no el
más antiguo. En el preciso momento en que los hombres sustituyen los palacios
por parlamentos, esos mismos hombres observan el mundo que los rodea, se
liberan de la oscuridad del pensamiento místico-religioso y comienzan a
comprender cómo funciona el mundo en el que vivimos. La Tierra no es un
disco grande: es una roca que flota en el espacio.
La mezcla de las culturas
Mileto era una de las ciudades más ricas y florecientes del siglo VI, pero
ciertamente no la única. ¿Por qué, entonces, Mileto? Quizá no haya que buscar
una respuesta demasiado precisa a este tipo de preguntas, pero destaca un hecho
importante.
Mileto es el último puesto avanzado griego ante los reinos medio-orientales.
Mantiene un estrecho contacto con el próspero reino de Lidia, en la vanguardia
de la política monetaria. Comercia con el mundo mesopotámico. Tiene un
emporio en Egipto. Tiene colonias que van del Mar Negro a Marsella. En una
palabra, Mileto es, con mucho, la ciudad griega más abierta al mundo, en
particular a los antiguos imperios y a sus culturas seculares.
Las civilizaciones florecen cuando se mezclan; desaparecen cuando se aíslan.
Los grandes momentos de exploración cultural siempre corresponden a los
grandes encuentros entre civilizaciones. El Renacimiento italiano se pone en
marcha por la llegada del saber árabe a Europa; la gran época de la ciencia
alejandrina surge del encuentro entre la Grecia clásica y los antiguos saberes
egipcios y babilónicos en las calles de Alejandría y Babilonia, donde entró
Alejandro Magno. La poesía de Roma florece cuando Roma se deja fecundar por
la civilización griega, a pesar de la grosera y reaccionaria oposición de los Catón
que gritan a la luna, que imaginan preservar la pureza de la identidad cultural
itálica. Esa misma pureza cultural que todavía motiva hoy a conciudadanos
nuestros poco inteligentes, atemorizados por la llegada de los «otros».
El nacimiento de la escritura hace cuatro mil años en Sumeria, donde nace la
civilización, se debe probablemente al encuentro entre la cultura sumeria y los
pueblos acadios: el primer lenguaje escrito del que nos quedan vestigios
comprende, de hecho, dos idiomas: el sumerio y el acadio. De todas las tablillas
cuneiformes de que disponemos, algunas de las más antiguas son diccionarios
sumerio-acadios. Los ejemplos de la fertilidad de la mezcla de las culturas son
innumerables.
Estas consideraciones clarifican también, creo, la verdadera originalidad de la
organización política de la polis. No sé si las tribus indoeuropeas u otras tribus
nómadas en otras partes del mundo tuvieron una estructura política centralizada,
dominada por un rey-dios absoluto. Probablemente no: quizá la distribución del
poder en una asamblea de hombres libres existió mucho antes de la polis griega.
Lo encontramos, por ejemplo, en las tribus germánicas descritas por Tácito
siglos después, y me parece difícil imaginar que el origen de estas asambleas de
hombres libres fuera la polis griega. Lo nuevo en la polis griega no es el reparto
del poder entre hombres libres: es el encuentro entre esta estructura de poder y la
riqueza cultural del mundo mediterráneo, acumulada en los palacios de los
monarcas divinos. Este encuentro aporta a Grecia la escritura, la observación
sistemática del cielo, los rudimentos de las matemáticas, la arquitectura de los
grandes templos… Un encuentro, en suma, que le enseña a pensar de una
manera infinitamente más amplia que la de una tribu de guerreros nómadas.
Mileto es el lugar donde se encuentran la civilización griega naciente y el
antiguo saber medio-oriental. Según la tradición, Tales viaja a Babilonia y a
Egipto, donde mide la altura de las pirámides: ¿hay alguna otra imagen más
simbólica del encuentro entre el nuevo pensamiento geométrico griego y la
antigua tradición egipcia? Solón emprende un viaje, según Heródoto (Historias,
I, 29), «por curiosidad», κατά θεωρίης (kata theōriēs). De los viajes de
Anaximandro los antiguos solo mencionan explícitamente estancias en Esparta y
en la colonia de Apolonia, en el mar Negro. Pero las influencias extranjeras son
evidentes y algunos estudios recientes sugieren incluso relaciones con la cultura
iraní.
Platón mismo, dos siglos más tarde, recuerda los viajes a Egipto y las
conversaciones con los sacerdotes egipcios que mantuvieron ciertos griegos
durante la época de Solón, es decir, en tiempos de Anaximandro, para aprender
cosas desconocidas en Grecia. La inmensa revolución cultural de Mileto nace de
la fecundación recíproca entre el saber tradicional mediterráneo y la novedad
política y cultural del joven mundo indoeuropeo griego.
Heródoto ha escrito líneas que captan maravillosamente este momento mágico
de la historia de la humanidad. Refiere una experiencia vivida en un viaje a
Egipto que, según él, se hace eco de una experiencia similar de Hecateo, el
geógrafo e historiador milesio que mejora el mapa del mundo de Anaximandro.
He aquí las palabras de Heródoto:
Cuando, con anterioridad a mi visita, el logógrafo Hecateo trazó en Tebas su genealogía y enlazó su
ascendencia paterna con un dios en decimosexto grado, los sacerdotes de Zeus hicieron con él lo mismo
que conmigo, aunque yo no les tracé la mía. Me introdujeron en el sagrario del templo, que era grande, y
me fueron mostrando, al tiempo que los enumeraban, tantos colosos de madera como he dicho, pues cada
sumo sacerdote, en el transcurso de su vida, erige allí su propia estatua. Pues bien, al hacer su
enumeración mientras me las iba enseñando, los sacerdotes me hicieron ver que cada uno de ellos era
hijo, a su vez, de un sumo sacerdote; comenzaron su recuento por la estatua del que había muerto hacia
menos tiempo hasta que, una por una, me las hubieron mostrado todas. Y cuando Hecateo les trazó su
genealogía y la enlazó en decimosexto grado con un dios, se la rebatieron en razón del número de las
estatuas, sin aceptar que un hombre hubiese nacido de un dios. Y le rebatieron su genealogía como sigue:
afirmaron que cada uno de los colosos era pirōmis nacido de otro pirōmis, hasta que le hubieron
demostrado que los trescientos cuarenta y cinco colosos eran cada uno un pirōmis nacido de otros
pirōmis; y no los enlazaron con dios o héroe alguno. [Por cierto que pirōmis significa «hombre de
pro»].63
El lujo de detalles de la descripción con que Heródoto relata este episodio,
cotejando su propia experiencia con lo que seguramente había leído en el texto
de Hecateo, atestigua la profunda impresión que debió de ejercer, en la cultura
griega, el encuentro con la muy antigua tradición egipcia. Hecateo, como todos
los griegos, piensa que el mundo tiene menos de veinte generaciones y se jacta
de su ascendencia divina; pero los sumos sacerdotes lo llevan al templo egipcio
ancestral y oscuro y le muestran la prueba, difícil de poner en duda, de
trescientas cuarenta y cinco generaciones de civilización humana. El corto
pasado helénico queda ridiculizado. Si esta experiencia la vivieron Hecateo y
Heródoto, sin duda también la experimentaron muchos otros ilustres visitantes
griegos, como Tales y Anaximandro. Como escribió Shotwell en 1922, con una
muy bella imagen:
No andaríamos muy descaminados, por lo tanto, si fecháramos —en la medida en que estas cosas pueden
fecharse— el instante decisivo del despertar crítico y científico griego, en uno de esos encuentros en la
oscura cámara interior del gran templo de Tebas. No hay que olvidar que fue el visitante griego, y no el
sabio sacerdote egipcio, quien entendió la lección ese día […]. Quizá sea ahí donde se alzó el
pensamiento griego en el mundo occidental; ahí donde nació ese espíritu libre y valiente de investigación
que se convertirá en el sello distintivo del pensamiento griego.
Shotwell habla del nacimiento de la historiografía, pero sus palabras valen a
fortiori referidas al espíritu científico en general.
Como el simio de Kubrick delante del monolito en 2001. Odisea del espacio,
un griego, frente a las estatuas egipcias que contradicen espectacularmente su
orgullosa visión del mundo, quizá comenzó a pensar que nuestras certezas
también pueden ser puestas en duda.
El encuentro con la alteridad abre nuestras mentes, ridiculizando nuestros
prejuicios.
Todo esto, entre paréntesis, puede servirnos de advertencia: cada vez que,
como nación, como grupo, como continente o como religión, nos replegamos
sobre nosotros mismos celebrando nuestra identidad, no hacemos más que
celebrar nuestros propios límites y echar un canto a nuestra estupidez. Cada vez
que nos abrimos a la diversidad y prestamos atención a la diferencia
contribuimos al enriquecimiento y a la inteligencia del género humano. Un
«ministerio de identidad nacional» tal como recientemente se ha instituido en
algunos países de Europa es un ministerio de la torpeza nacional.
59 Cfr. J.P. Vernant, Los orígenes del pensamiento griego, Barcelona, Paidós, 1992.
60 Una excepción particularmente notable es tal vez Hammurabi. Muchos de sus mensajes parecen escritos
de su propia mano. Tengamos en cuenta que, quince siglos más tarde, Carlomagno no sabrá leer ni escribir.
61 P. Mazon, Introduction à l’Iliade, París, Les Belles Lettres, 1967.
62 Esta relación es puesta de relieve en varios estudios clásicos, especialmente en las notables obras de
Vernant [1962, 1965].
63 Heródoto, Historia, 9 vols., Madrid, Gredos, vol. I-II, 2000, pp. 364-365.
8. ¿QUÉ ES CIENCIA? PENSAR ANAXIMANDRO DESPUÉS DE
EINSTEIN Y DE HEISENBERG
La ciencia de la que quiero hablar no nace
con la revolución copernicana o con la filosofía helénica,
sino que nace en el momento en que Eva arrancó
la manzana:es la exigencia de saber, que forma
parte de la naturaleza humana.
Francesca Vidotto
¿La ciencia comienza, por tanto, con Anaximandro? La pregunta está mal hecha:
depende de lo que decidamos llamar «ciencia», término muy genérico. De
acuerdo con el significado más o menos amplio que damos a esta palabra, la
ciencia comienza con Newton, Galileo, Arquímedes, Hiparco, Hipócrates,
Pitágoras o Anaximandro. O con un astrónomo babilónico, cuyo nombre
ignoramos, o con el primer gran simio que descubrió cómo enseñar a sus crías lo
que él había aprendido, o con Eva, tal y como cuenta la cita que abre este
capítulo… De manera más o menos histórica o simbólica, cada uno de estos
pasos marca la adquisición por parte de la humanidad de un nuevo instrumento
crucial para el desarrollo del conocimiento.
Si por «ciencia» nos referimos a la investigación basada en una actividad
experimental sistemática, la ciencia empieza más o menos con Galileo. Si por
«ciencia» entendemos un conjunto de observaciones cuantitativas y de modelos
teórico-matemáticos capaces de poner suficiente orden en estas observaciones
para suministrar predicciones correctas, entonces la ciencia incluye también la
astronomía de Hiparco y de Ptolomeo.64 Y así sucesivamente. Subrayar la
pertinencia de un momento inicial, como he intentado hacer con Anaximandro,
no es sino enfocar la atención en un aspecto del trayecto de la adquisición de
conocimiento. Es poner de relieve ciertas características de la ciencia e,
implícitamente, reflexionar sobre qué es y cómo funciona la búsqueda de
conocimiento.
¿En qué consiste el pensamiento científico? ¿Cuáles son sus límites? ¿Qué nos
enseña a fin de cuentas? ¿Qué lo caracteriza y cómo confrontarlo con otras
formas de conocer?
La reflexión sobre Anaximandro de los capítulos precedentes está motivada
ante todo por estas preguntas. Aproximándonos a la forma en que Anaximandro
abrió el camino del pensamiento científico, he intentado esclarecer ciertos
aspectos del pensamiento científico. Ahora quisiera tratar de hacer más
explícitas estas consideraciones e inscribir las aportaciones de Anaximandro en
el marco de una discusión más amplia sobre el sentido y la naturaleza de este
pensamiento.
1. El colapso de las ilusiones del siglo XIX
La reflexión sobre la naturaleza del conocimiento científico ha sido sumamente
vigorosa en las últimas décadas. Las lecturas propuestas por los filósofos, de
Carnap a Bachelard, de Popper a Kuhn, Feyerabend, Lakatos, Quine, Van
Fraassen y otros muchos, han modificado nuestra comprensión de la naturaleza
de la actividad científica.65 En gran medida, esta reflexión la desencadenó un
choque: el colapso inesperado de la física newtoniana, ocurrido a comienzos del
siglo XX.
En el siglo XIX era costumbre decir que Newton no era solo uno de los
hombres más inteligentes que había producido la humanidad, sino también el
más afortunado: solo hay un conjunto de leyes fundamentales, y Newton fue
quien tuvo la suerte de encontrarlas. En la actualidad esta idea hace sonreír y
revela el grave error epistemológico cometido en el siglo XIX: la idea de que las
buenas teorías científicas son definitivas, exactamente válidas para toda la
eternidad.
El siglo XX se desembarazó de esta ilusión. Experimentos rigurosos
demostraron que, en un sentido muy preciso, la teoría de Newton es incorrecta.
Mercurio, por ejemplo, no se mueve de acuerdo con las leyes de Newton. Albert
Einstein, Werner Heisenberg y sus colegas66 encontraron un nuevo conjunto de
leyes fundamentales —la relatividad general y la mecánica cuántica— que
reemplazan las leyes de Newton y que funcionan bien incluso cuando las leyes
de Newton dejan de ser válidas, por ejemplo, en el intento de explicar la órbita
de Mercurio o el comportamiento de los electrones en el interior de los átomos.
La lección está aprendida: hoy pocas personas creen que «esta vez tenemos las
leyes definitivas». Es una opinión consensuada pensar que las nuevas leyes de
Einstein y Heisenberg encontrarán también sus límites y que un día serán
reemplazadas por otras leyes aún mejores.67 De hecho, los límites de las nuevas
teorías ya están asomándose a la superficie. Hay sutiles incompatibilidades entre
las teorías de Einstein y Heisenberg que no autorizan a creer que disponemos de
las leyes últimas y definitivas del mundo. Por eso seguimos buscándolas. Mi
trabajo como físico teórico consiste en participar en esta búsqueda de leyes
capaces de unificar la teoría de Einstein y la de Heisenberg.
La cuestión es que estas dos teorías, la relatividad general y la mecánica
cuántica, no son pequeñas correcciones a la teoría de Newton. No se trata de
rectificar ecuaciones, de quitar el polvo a viejas fórmulas ni tampoco de añadir
nuevas fórmulas. Estas nuevas teorías constituyen dos subversiones de nuestra
imagen del mundo. Para Newton, el mundo es un gran espacio vacío en el que se
mueven las «partículas», parecidas a minúsculos guijarros. Einstein entiende que
este espacio vacío es como un mar tormentoso. Se puede plegar, curvar e incluso
—en los famosos agujeros negros— romperse. Nadie, antes de Einstein, había
contemplado seriamente esta posibilidad.68 Casi al mismo tiempo, De Broglie,
Schrödinger, Heisenberg y otros entienden que las partículas de Newton no son
partículas, sino extraños híbridos entre onda y partícula, que se desplazan por las
telarañas de Faraday. En una palabra: en el siglo XX se descubre que la estructura
del mundo es profundamente diferente de la que había imaginado Newton.
Por un lado, estos descubrimientos confirman la capacidad cognitiva de la
ciencia. Al igual que los descubrimientos de Newton y Maxwell en los siglos
precedentes, nos conducen rápidamente a un impresionante desarrollo
tecnológico que, una vez más, altera profundamente nuestra sociedad. De las
intuiciones de Faraday y de Maxwell nacen la radio y todas las
telecomunicaciones. De las de Einstein y Heisenberg, el ordenador, la energía
atómica y mil otras revoluciones tecnológicas que han cambiado nuestra vida.
Pero, por otro lado, el descubrimiento de que la imagen newtoniana del mundo
era falsa es desconcertante. Después de Newton, creíamos haber comprendido
definitivamente la estructura básica del mundo físico. Nos equivocamos. Las
imágenes del mundo construidas por Einstein y Heisenberg un día aparecerán
igualmente erróneas. Entonces, ¿significa esto que no podemos fiarnos de las
imágenes del mundo que nos ofrece la ciencia, la mejor ciencia? ¿Qué sabemos
verdaderamente del mundo? ¿Qué nos enseña realmente la ciencia?
La ciencia no se reduce a predicciones verificables
A pesar de sus incertidumbres, la ciencia es fuente de seguridad. La teoría de
Newton no pierde su valor después de Einstein: si tengo que calcular la fuerza
del viento sobre un puente, puedo usar tanto la teoría de Newton como la de
Einstein. La diferencia en el resultado será mucho menor que la precisión con la
que puedo medir la fuerza del viento; las correcciones que aporta la relatividad
general son completamente irrelevantes para un problema concreto como la
construcción de un puente que no ha de colapsar. La teoría de Newton se adapta
perfectamente a este problema, y es la más fiable. En otras palabras, hay
dominios de validez de las teorías definidos por la precisión con la que
observamos y medimos el mundo. La teoría de Newton conserva toda su fuerza
y fiabilidad para todos los objetos que se mueven a una velocidad mucho menor
que la de la luz. En cierto sentido, los trabajos de Einstein la refuerzan, porque
ahora conocemos también sus criterios de aplicabilidad. Si un ingeniero hace un
cálculo usando las ecuaciones de Newton, y nos dice que el techo que estamos
construyendo es demasiado ligero y que se derrumbará con la primera nevada,
seríamos muy estúpidos si no prestáramos atención a su consejo sobre la base de
que Newton ha sido contradicho por Einstein.
Partiendo de este tipo de certezas podemos confiar serenamente en la ciencia.
Por ejemplo, si padecemos una neumonía, la ciencia nos dice que, si no hacemos
nada, tenemos una probabilidad alta de fallecer, pero que si tomamos penicilina
tenemos una excelente probabilidad de curarnos. De este tipo de conocimientos
no hay que dudar: podemos estar serenamente seguros de que la probabilidad de
sobrevivir aumenta considerablemente con la penicilina, con independencia de si
comprendemos o no en toda su profundidad en qué consiste una neumonía. El
aumento de la probabilidad de curar, con un cierto margen de error conocido, es
una predicción científica cierta.
Por tanto, podríamos limitarnos a considerar una teoría como interesante solo
si nos da predicciones correctas en un cierto dominio de validez y con un cierto
margen de error. Podríamos incluso llegar a afirmar que suministrar predicciones
es el único papel útil e interesante de las teorías —y que el resto es inútil.
Esta es la dirección que ha tomado una parte de la reflexión moderna acerca de
la ciencia. Una dirección razonable, pero no muy convincente, porque deja en
suspenso la pregunta: ¿el mundo es tal como lo describió Newton, como lo ha
descrito Einstein, o ni lo uno ni lo otro? ¿Sabemos algo del mundo o no sabemos
nada? Si todo lo que podemos decir es «he aquí el conjunto de ecuaciones
adaptadas para calcular determinados efectos físicos con una cierta
aproximación», entonces la ciencia pierde toda capacidad de ayudarnos a
entender el mundo. Desde este punto de vista, el mundo sigue siendo plenamente
incomprensible a la luz de nuestro conocimiento científico.
El problema de esta reducción de la ciencia a sus predicciones verificables es
que no hace justicia ni a la práctica de la ciencia ni a la manera en que
verdaderamente crece la ciencia ni sobre todo al uso real que hacemos de ella, ni
a la razón por la que, a fin de cuentas, la ciencia nos interesa. Me explicaré con
un ejemplo.
¿Qué descubrió Copérnico? Desde el punto de vista al que acabo de referirme,
Copérnico no descubrió nada: su sistema de predicción no es mejor que el de
Ptolomeo, es peor. Y como si eso no fuera suficiente, hoy sabemos que el Sol no
está en el centro del universo, como Copérnico creía haber descubierto.69
Por tanto, ¿qué valor tiene la ciencia de Copérnico? Desde el punto de vista
positivista expuesto anteriormente: ninguno.
Pero, ¿qué sentido puede tener, entonces, un punto de vista según el cual
Copérnico no descubrió nada? Si mantenemos esta posición debemos concluir
que no era Galileo quien tenía razón, sino el cardenal Belarmino, quien afirmaba
que el método de cálculo de Copérnico no era más que un método para calcular
y no un argumento en favor del hecho de que el Sol está realmente en el centro
del sistema solar o que la Tierra es verdaderamente un planeta como los demás.
Pero si la tesis de Belarmino hubiera prevalecido, no habríamos tenido ni a
Newton ni ciencia moderna. Y todavía estaríamos pensando que somos el centro
del mundo.
Si una definición de la ciencia debe llevarnos a la conclusión de que sostener
que, de hecho, el Sol está en el centro del sistema solar y que la Tierra, de hecho,
no es el centro del universo no es una afirmación científica, entonces diría que
esta definición está mostrando sus límites.
Las predicciones científicas son de gran importancia al menos por dos razones:
porque permiten las aplicaciones técnicas de la ciencia —calcular si el techo se
derrumbará sin tener que esperar a que llegue la nieve— y porque representan el
criterio central de selección y verificación de las teorías —hemos creído en el
heliocentrismo porque Galileo vio un día en su telescopio las fases de Venus,
que el modelo copernicano predecía—. Pero reducir la ciencia a una técnica de
predicción es confundir la ciencia con sus aplicaciones técnicas o remplazarla
por un instrumento de confirmación y verificación.
La ciencia no es reducible a sus predicciones cuantitativas. No es reducible a
técnicas de cálculo, a protocolos operacionales, al método hipotético-deductivo.
Sus predicciones cuantitativas, sus técnicas de cálculo, sus protocolos
operacionales, su método hipotético-deductivo son instrumentos fundamentales
y extremadamente eficientes. Son garantías, promesas de claridad, instrumentos
para descartar errores, técnicas para poner al descubierto hipótesis inexactas, etc.
Pero solo son instrumentos, y aún más, son solo algunos de los instrumentos
útiles para la actividad científica. Están al servicio de una actividad intelectual
cuya sustancia es algo totalmente distinto.
Los números, las técnicas, las predicciones son útiles para sugerir, para probar,
para confirmar, para utilizar los descubrimientos. Pero el contenido de esos
descubrimientos no tiene nada de técnico: el mundo no gira alrededor de la
Tierra; toda la materia que nos rodea está hecha exclusivamente de protones,
electrones y neutrones; en el universo hay cien mil millones de galaxias, cada
una de las cuales consta de cien mil millones de estrellas similares a nuestro Sol;
el agua de lluvia es agua que se ha evaporado del mar y de la tierra; hace quince
mil millones de años el universo se comprimió en una bola de fuego; las
semejanzas entre padres e hijos se transmiten con el ADN; en nuestro cerebro hay
un millón de millardos de sinapsis que intercambian impulsos eléctricos cuando
pensamos; la complejidad sin límite de la química es completamente reducible a
simples fuerzas eléctricas entre protones y electrones; todos los seres vivos de
este planeta tienen un ancestro común… Todo esto son hechos de la naturaleza
que el pensamiento científico nos ha revelado, que han cambiado profundamente
nuestra imagen del mundo y de nosotros mismos, y que tienen una inmensa y
directa dimensión cognitiva.
La confusión entre ciencia como actividad cognitiva y ciencia como
producción de predicciones verificables puede dar pie, también, a una nueva
crítica de la ciencia, dirigida en nombre de la condena del «dominio de la
tecnología». Esta crítica, difundida en países como Alemania e Italia, pone en
duda la ciencia en cuanto «reino de los instrumentos», que se mantiene ciego
ante el verdadero problema, que es el de sus objetivos. Se acusa a la ciencia de
ver solo los medios y no los fines. Pero es esa misma crítica la que confunde los
medios con los fines de la ciencia. Criticar la ciencia por sus aspectos técnicos es
como juzgar a un poeta por el tipo de instrumento que utiliza para escribir. La
razón por la que nos interesamos por el motor de nuestro coche no es porque
hace girar las ruedas: es porque nos lleva a donde no llegamos andando. No es
más que un engranaje de un instrumento que nos abre las puertas del viaje.
Explorar las formas de pensar el mundo
Ο κόσμος αλλοίωσις, ο βίος υπόληψις
(O kosmos alloiōsis, o bios ypolēpsis)
«El cosmos es cambio; la vida, opinión»
Demócrito, frg. 115
¿En qué consiste, pues, el conocimiento científico a la luz de estas breves
consideraciones? El objetivo declarado de la investigación científica no es hacer
predicciones cuantitativas correctas: es «entender» cómo funciona el mundo. ¿Y
qué significa esto? Significa construir y desarrollar una imagen del mundo, es
decir, una estructura conceptual para pensar el mundo, eficaz y compatible con
lo que de él sabemos.
La razón por la que existe la ciencia es porque somos extremadamente
ignorantes y llevamos sobre nuestras espaldas una montaña de prejuicios
erróneos. La ciencia nace de lo que no sabemos —«¿qué hay detrás de la
colina?»—, y del cuestionamiento de todo lo que creemos saber pero que no
resiste la prueba de los hechos o un análisis crítico inteligente. Tiempo atrás
pensábamos que la Tierra era plana, y después que ocupaba el centro del mundo.
Pensábamos que las bacterias se generaban espontáneamente a partir de materia
inanimada. Creíamos que las leyes de Newton eran precisas… Con cada nuevo
descubrimiento el mundo se redibuja y cambia ante nuestros ojos. Lo conocemos
de una manera diferente y mejor.
La ciencia consiste en mirar más lejos, en darnos cuenta de que nuestras ideas
a menudo son muy inadecuadas en el momento en que abandonamos nuestro
pequeño jardín. Consiste sobre todo en desenmascarar nuestros prejuicios. En
construir y desarrollar los nuevos instrumentos conceptuales que nos permitirán
pensar con mayor eficacia el mundo, en contextos cada vez más amplios.
El conocimiento científico es el proceso de modificación y mejoramiento
perpetuo de nuestra manera de concebir el mundo, mediante la discusión
selectiva y continua de ciertas hipótesis y creencias básicas, para encontrar las
modificaciones que las harán más eficaces.
El pensamiento científico explora y redibuja el mundo, nos aporta nuevas
imágenes, nos muestra su forma: nos enseña a pensarlo y en qué términos
hacerlo. La ciencia es una búsqueda continua de la mejor manera de pensar el
mundo, de mirarlo. Es, ante todo, una exploración de nuevas formas de pensar.
Antes de ser técnica, la ciencia es visionaria. Anaximandro, que no conocía las
ecuaciones, es indispensable para que un día llegaran las ecuaciones de Hiparco.
Giordano Bruno abre el universo y abre el camino a Galileo y a Hubble. Einstein
se pregunta cómo aparecería el mundo a quien lo observara cabalgando un haz
de luz, y nos cuenta en su texto de divulgación que él imagina el espacio-tiempo
como un gran molusco. La ciencia sueña con nuevos mundos —y algunas veces
sus sueños describen la realidad mejor que nuestros prejuicios.
Este proceso de repensar el mundo es perpetuo. Las más grandes revoluciones
conceptuales, como las de Anaximandro, Darwin o Einstein, son solo las
cumbres más visibles de ese proceso. La forma en que pensamos el mundo y
organizamos nuestro pensamiento hoy es muy diferente de la de un babilonio del
año 1000 a.C. Esta profunda modificación es el resultado de una muy lenta
acumulación de conocimiento que nace del conjunto de esos cambios. Algunos
son ya conocimientos adquiridos: ya no bailamos para que llueva. Otros lo son
de un modo parcial: sabemos que nuestro universo, en rápida expansión, ha
existido durante quince mil millones de años, pero no todo el mundo acepta esta
idea. Los hay que todavía creen, obstinados, ofendidos, que el mundo existe hace
solo seis mil años, porque eso es lo que dice la Biblia. Otros son conocimientos
ya adquiridos dentro de las comunidades de investigación, pero no integrados
aún en el patrimonio común de la humanidad. La estructura del espacio y del
tiempo revelada por la relatividad de Einstein o la naturaleza de la materia
desvelada por la mecánica cuántica describen un mundo muy diferente de lo que
nos es familiar a la mayoría de nosotros. Necesitaremos tiempo para
acostumbrarnos, del mismo modo que tuvieron que pasar dos siglos para que la
revolución copernicana penetrara en la conciencia del hombre europeo. Pero el
mundo cambia y sigue cambiando a medida que lo entendemos. La fuerza
visionaria de la ciencia es esta habilidad para ver más allá, para derribar nuestros
prejuicios y para revelar nuevos territorios de la realidad.
Esta aventura descansa sobre todo en el conocimiento acumulado, pero su
alma es el cambio perpetuo. La clave del conocimiento científico es la capacidad
de no quedar presos de nuestras certezas, de nuestras imágenes, de estar
preparados para cambiarlas, y cambiarlas de nuevo, basada en observaciones,
discusiones, nuevas ideas, nuevas críticas. El pensamiento científico es por
naturaleza esencialmente crítico, rebelde, intolerante a cualquier a priori, a
cualquier reverencia, a toda verdad eterna.
La evolución de la imagen del mundo
La intuición central del gran filósofo de la ciencia Karl Popper es que la ciencia
no es un conjunto de proposiciones verificables, sino que está constituida por
teorías complejas que, todo lo más, pueden ser falsadas globalmente. Popper ha
entendido que el conocimiento científico no es un tipo de conocimiento que
podemos controlar mediante la verificación directa, como quería el positivismo,
sino que está compuesto de construcciones teóricas que, en principio, puedan ser
contradichas por observaciones empíricas. Una teoría que nos da predicciones
nuevas, predicciones que se han verificado y nunca han sido contradichas
(«falsadas») por la realidad es una teoría científica válida. Esto no significa que
la contradicción no aparezca un día; ese día, los científicos buscarán otra teoría
mejor. El conocimiento científico es intrínsecamente global, provisional y
evolutivo. Y el crecimiento del conocimiento científico es esencialmente crítico,
porque pone en duda todo cuanto creemos haber adquirido.
El aspecto evolutivo del conocimiento científico ha sido explorado por
Thomas Kuhn.70 Según Kuhn, una teoría científica es una descripción del mundo
que nos ofrece una estructura conceptual, un «paradigma», para describir un
conjunto de fenómenos. En el marco de esa teoría, podemos interpretar los datos
experimentales, formular con precisión los problemas que el mundo nos plantea
y encontrar medios para resolverlos. Los paradigmas pueden entrar en crisis si
son falsados por la experiencia, es decir, si nos damos cuenta mediante un
experimento de que las cosas no se comportan como esperábamos al tomar como
base la teoría. Dicho de un modo más realista, los paradigmas entran en crisis
cuando un número creciente de datos empíricos hace tambalear el marco teórico
general.
En esa situación de crisis puede presentarse una teoría alternativa, capaz de
explicar los fenómenos que abarca la teoría anterior y los que surgen de los
nuevos datos. La nueva teoría puede entonces destronar la antigua y ocupar su
lugar. En algunos casos, la «revolución» instituye una estructura conceptual, un
vocabulario en completo desacuerdo con el saber anterior: en los casos extremos,
ambas teorías se contradicen pura y simplemente. La ciencia oscilaría así entre
períodos «normales», dominados por una teoría dentro de la cual se resuelven
todos los problemas, y períodos «revolucionarios», que renuevan el paradigma
general, reinterpretando todos los fenómenos dentro de un nuevo esquema
conceptual.
Esta interpretación de la ciencia se ha desarrollado en diversas direcciones. Se
ha subrayado, por ejemplo, que más que de grandes paradigmas que entran en
crisis y finalmente se abandonan la realidad de la investigación científica está
hecha de una multiplicidad de escuelas en permanente competición entre sí y que
mueren sobre todo por paralización, cuando las dificultades acumuladas orientan
a los investigadores hacia temas de investigación más vitales. También se ha
puesto el acento en la extrema variedad metodológica del proceso científico y en
el hecho de que todo intento de reducción de esta vivacidad en el interior de un
método universal, garante de la fiabilidad del conocimiento científico, no
representa menos una aclaración que la promoción de un impasse.
Estos estudios han clarificado muchos aspectos del funcionamiento eficaz de
la ciencia. Sin embargo, como científico implicado personalmente en esta
aventura tengo la impresión de que falta tener en cuenta algunos puntos
esenciales.
Lo que no es rigurosamente comprendido por esta filosofía de la ciencia es la
compleja relación que mantienen las teorías científicas unas con otras y con el
resto de nuestro saber acerca del mundo. En esas reconstrucciones a las que
aludo, las teorías científicas aparecen como estructuras independientes y aisladas
que pueden libremente ser construidas, utilizadas, abandonadas, sustituidas y
probadas una tras otra. Cada una descansa fundamentalmente en el prejuicio que
tenemos de una estructura conceptual fija y fiable que nos permita analizar las
teorías científicas una tras otra —a saber, la razón, el sentido común, un pequeño
conjunto de hipótesis «evidentes» sobre el universo…71
Este modelo de ciencia es a la vez demasiado radical en lo abstracto y
demasiado conservador en lo concreto. Radical, porque supone que cada nueva
propuesta teórica puede nacer de una tabula rasa del pensamiento científico.
Conservador, porque no reconoce como contingentes las estructuras más rígidas
de nuestro pensamiento; al tomarlas como absolutas se convierten
inconscientemente en factor de fijeza y en obstáculo para la naturaleza
revolucionaria del pensamiento científico. Una nueva teoría científica nunca es
una estructura caída del cielo o cazada por la imaginación de un científico. Es
una modificación del pensamiento presente. Nuestro cerebro no lo inventa todo
de la nada; procede paso a paso. Es en los márgenes donde crece la novedad, aun
cuando esos márgenes puedan estar ya en la misma raíz.
Pienso, por el contrario, que toda teoría científica se inserta en la gran
complejidad de nuestra imagen del mundo. A su vez, toda buena teoría
representa un nuevo saber y un elemento dinámico de la evolución de esta
misma imagen del mundo.
Kuhn, y más aún Feyerabend o Lakatos, ponen el acento en las innegables
discontinuidades de la evolución del conocimiento científico y en la distancia
conceptual entre las diferentes teorías. Sin negar el valor de esta importante
observación, temo que, siguiendo demasiado fielmente esta línea de
pensamiento, se pierden de vista las continuidades, los aspectos acumulativos
que son igualmente innegables y que sobre todo desempeñan un papel
importante en el momento de las grandes transformaciones. Lo que no acaban de
ver esos autores es que lo que cambia en las grandes revoluciones científicas no
es lo que parecía razonable, sino lo que nadie se esperaba.
Un ejemplo. Einstein es el campeón de la novedad conceptual y de las
«revoluciones científicas». Cuando Einstein introduce la teoría de la relatividad
restringida en 1905, lo hace para resolver una situación de crisis típica, similar a
las descritas por Kuhn: la relatividad galileo-newtoniana no parece ser capaz de
dar cuenta de ciertos resultados experimentales; en particular, parece
incompatible con la reciente teoría de Maxwell, cuya eficacia para describir el
mundo se hace cada vez más evidente. La solución de la crisis, en el espíritu de
la discontinuidad kuhniana, o más bien de acuerdo con el dogma hipotéticodeductivo, habría consistido en buscar una nueva base teórica que alterara
profundamente las hipótesis de Galileo y Newton, o las de Maxwell, o todas
ellas a la vez, y no tuviera en común con ellas más que las consecuencias
empíricas.
No es eso en absoluto lo que hace Einstein. Tiene éxito precisamente partiendo
de la hipótesis contraria: asume que la sustancia de la relatividad galileonewtoniana, esto es, la equivalencia de los sistemas de referencia inerciales, o
más exactamente el hecho de que la velocidad es relativa, es una afirmación
correcta. Al mismo tiempo asume que las ecuaciones de Maxwell y la
afirmación central de su teoría —la existencia de campos físicos— son correctas.
Es decir, que según Einstein son correctos los aspectos cualitativos esenciales de
ambas teorías —¡precisamente aquellos de los que Kuhn afirma que deben
cambiar en el transcurso de una revolución científica!—. La combinación de las
dos hipótesis lleva a obtener una tercera —la simultaneidad es absoluta— y es
suficiente para hacer emerger la nueva síntesis, la teoría de la relatividad
restringida. Aunque esta tercera hipótesis había sido propuesta antes tácitamente,
nunca había sido explicitada. Esta tercera hipótesis se consideraba inherente a la
noción misma de temporalidad y, por tanto, virtualmente un a priori del
pensamiento.
La revolución de Einstein no consiste, por consiguiente, en descartar ciertas
teorías e intentar otras que sean nuevas. Al contrario. Consiste en tomar en serio
las teorías existentes y desechar algo en la conceptualización a priori del mundo,
algo que hasta ese momento no causaba ningún problema. Esa revolución no
crea un nuevo juego partiendo de reglas claras que ya existen: cambia las reglas.
El tiempo no es eso que nos parece evidente. No tiene la forma que Kant
consideraba condición a priori necesaria del conocimiento. Se ha subvertido el
sentido común a despecho de la reverencia anglosajona por dicho sentido.
No son, pues, los datos experimentales los que provocan el gran salto
conceptual que representa la relatividad restringida: es la creencia en la eficacia
de las teorías anteriores que han demostrado ser empíricamente adecuadas, a
pesar de su aparente contradicción. Esta reconstrucción de la lógica de una
revolución científica es casi diametralmente opuesta a la de Kuhn.
El ejemplo de la relatividad restringida no es el único. Copérnico no abandona
la estructura teórica ptolemaica para reorganizar los fenómenos, presionado por
nuevos datos observacionales. Al contrario: gracias a una profunda inmersión en
la astronomía de Ptolomeo, encuentra con los epiciclos y las deferentes la clave
conceptual que le permite reorganizar todo el sistema del mundo. En el nuevo
sistema, las deferentes y los epiciclos todavía se mantienen, pero se ha
abandonado una idea aparentemente indudable: que la Tierra está fija.
Y así otros casos. Dirac inventó la teoría cuántica de los campos y predijo la
existencia de la antimateria únicamente sobre la base de su confianza en la
relatividad restringida y en la mecánica cuántica. Newton comprendió la
gravitación partiendo de una confianza completa en la tercera ley de Kepler y en
el descubrimiento galileano de que el movimiento está determinado por la
aceleración, sin ningún nuevo dato experimental. Einstein mismo, en 1915, en lo
que quizá es su más espectacular genialidad, descubrió que el espacio-tiempo es
curvo gracias a su confianza en la relatividad restringida y en la gravitación
newtoniana. En todos estos ejemplos, es la confianza en el contenido fáctico de
teorías anteriores —ese contenido que una parte de la filosofía de la ciencia
quisiera considerar como el menos relevante— lo que ha permitido dar el gran
salto hacia adelante.
La realidad de las revoluciones científicas es más compleja que una
reorganización de datos observados a partir de una base conceptual nueva. Se
trata de una transformación perpetua en los márgenes y en los fundamentos de
nuestro pensamiento global acerca del mundo.
Reglas de juego y conmensurabilidad
Las genialidades que han producido grandes pasos adelante no nacieron del
descubrimiento de nuevas soluciones a problemas bien planteados. Nacieron del
descubrimiento de que el problema estaba mal propuesto. Esta es la razón por la
que no puede funcionar la ambición de reformular la cuestión de las
revoluciones científicas en los términos de un problema bien planteado. La
ciencia avanza resolviendo problemas, y la solución implica, las más de las
veces, una reformulación del problema en sí.
Anaximandro no resuelve un problema abierto por la astronomía babilónica: se
da cuenta de que lo que debe reformularse es el planteamiento del problema que
hace el pensamiento babilónico. No explica cómo se mueve el cielo por encima
de nuestras cabezas. Comprende que la cuestión no es que el cielo esté sobre
nuestras cabezas. Ptolomeo no resuelve los problemas técnicos del sistema de
Hiparco buscando nuevos círculos por los que se desplazan los planetas a una
velocidad constante: postula que los planetas se desplazan a velocidad variable,
no haciendo caso de aquellos que todavía hoy repiten que Ptolomeo es esclavo
de la física aristotélica. Copérnico no clarifica el misterio de las extrañas
coincidencias del sistema ptolemaico en los términos del problema propuesto por
Platón, que consiste en explicar la apariencia del cielo mediante el movimiento
de los planetas. Cambia las reglas del juego y pone en movimiento la Tierra. Y
así otra vez: Darwin resuelve un problema que no estaba abierto en el marco de
la biología del siglo XIX porque se creía que la solución ya se sabía.
Esto no se aplica solo a los grandes avances de la ciencia. En la actividad de
investigación diaria de un científico, incluso el más humilde y modesto, muy a
menudo el paso adelante no es la respuesta a un problema bien planteado: es la
decisión consciente de que el problema, para poder ser resuelto, debe
reformularse. Los estudiantes que hacen sus tesis de doctorado bajo mi dirección
se sorprenden generalmente de que, al cabo de tres años de trabajo, el contenido
de la tesis no es la solución del problema planteado al inicio. Si el problema
hubiera estado bien planteado al principio no se necesitarían tres años para
resolverlo.
Una vez más, la fuerza de la ciencia no es su libertad de considerar teorías
alternativas para dar sentido a los datos de la experiencia en el marco de reglas
de pensamiento claras. Es lo contrario: es su capacidad de apoyarse en las teorías
existentes, es decir, en el conocimiento acumulado en el pasado, su capacidad de
revisar constantemente este saber, de modificarlo sin considerar ningún aspecto
como cierto o inmutable, ni siquiera sus fundamentos, por más sólidos que
parezcan.
Una de las consecuencias de este punto de vista es que esta
inconmensurabilidad entre teorías científicas, de la que habla la filosofía de la
ciencia contemporánea, no existe. Las teorías, sus éxitos, sus aproximaciones y
sus errores se traducen muy bien entre sí. El descubrimiento de Copérnico de
que la Tierra gira alrededor del sol sigue siendo válido en los esquemas
conceptuales de Newton y de Einstein. En cada caso, el descubrimiento se
traduce y se reescribe en el nuevo lenguaje. Este nuevo lenguaje puede ser muy
diferente del de Copérnico, pero no por ello deja el descubrimiento de ser
perfectamente reconocible y, por hablar con propiedad, constituye uno de los
ingredientes clave de la construcción de los nuevos esquemas conceptuales.
La ilustración más evidente de esta continuidad la representa de manera
precisa la revolución copernicana, prototipo de revolución científica y de
reorganización conceptual. El Almagesto de Ptolomeo y el De revolutionibus de
Copérnico son dos de los más bellos libros de ciencia jamás escritos. Entre uno y
otro, el mundo da un vuelco. En el primero están la Tierra y el Cielo. Una
categoría que incluye todos los objetos cotidianos y la Tierra sobre la que
caminamos, y otra que reúne Luna, Sol, estrellas y planetas. Luego está el Sol en
una categoría, y Mercurio, Venus, Tierra, Marte, Júpiter y Saturno en otra, y la
Luna sola aun en otra tercera. En el primer caso, no nos movemos. En el
segundo, somos una peonza que viaja a cuarenta kilómetros por segundo. ¿Cabe
imaginar un salto conceptual más formidable? ¿Puede hablarse de estructuras
intelectuales más diferentes? Pues bien, abramos ambos libros. Como ya he
observado, el libro de Copérnico parece casi ¡una reedición corregida del libro
de Ptolomeo! El mismo lenguaje, la misma matemática, los mismos epiciclos,
las mismas deferentes, las mismas tablas de funciones trigonométricas, la misma
precisión envuelta en una inspiración grandiosa; todo es extraordinariamente
idéntico y muy diferente de todo lo escrito antes y después. Ptolomeo y
Copérnico no están uno a este lado y el otro más allá de una barrera de
incomunicabilidad; no están comprometidos en dos programas de investigación
diferentes. Forman parte del mismo programa de investigación. Si hay dos que
se entienden verdaderamente uno al otro, son ellos. Diríamos, incluso, que se
quieren.
De manera que la ciencia no avanza partiendo de cero. Avanza a pequeños
pasos. Los cambios pueden afectar a cuestiones fundamentales. Podemos
cambiar el mástil del barco. O hasta la quilla. Pero nunca construimos un barco
nuevo. Estamos restaurando infinitas veces el único barco que tenemos; el barco
de nuestra comprensión del mundo —nuestro único instrumento para navegar
por la infinita sorpresa de lo real—. En el transcurso de los siglos el barco
deviene irreconocible: entre las ruedas que transportaban las estrellas de
Anaximandro y el espacio-tiempo de Einstein, mucha es el agua que ha pasado
bajo la quilla. Pero nadie ha empezado de cero proponiendo una estructura
conceptual completamente nueva. ¿Por qué? Porque no somos capaces de ello.
Porque no podemos salir de nuestros pensamientos. El pensamiento se
transforma desde el interior, paso a paso, en una confrontación intensa y
constante con aquello a lo que nuestro pensamiento tiende: la realidad. Pero el
espacio de los pensamientos pensables es ilimitado, y a nosotros solo nos ha sido
dado explorar un pequeño trozo del mismo. El mundo está frente a nosotros,
todo él entero para que lo descubramos.
Elogio de la incertidumbre
Volvemos finalmente a la pregunta inicial. Si no cesa de transformarse, ¿por qué
es fiable el conocimiento científico? Si mañana pensaremos el mundo de una
forma diferente a la de Newton o Einstein, ¿por qué tomarnos en serio la
descripción científica actual del mundo?
La respuesta es extremadamente simple: porque en cada momento de nuestra
historia esta descripción del mundo es la mejor que tenemos. Nadie tira un
cuchillo por la simple razón de que podría haber otro más afilado.
De hecho, lejos de afectar a su fiabilidad, el aspecto evolutivo de la ciencia es
precisamente la razón de su fiabilidad. Las respuestas científicas no son
definitivas, pero son, casi por definición, las mejores respuestas que tenemos
hoy.
No sé si tratar una enfermedad determinada con la hierba que utiliza un
hechicero es una práctica «científica», pero en el momento en que la eficacia de
esta hierba parece estar bien establecida, esta hierba se convierte inmediatamente
en un remedio «científico» para esa enfermedad. Este es el origen de muchos
medicamentos comúnmente usados por la «medicina científica». El nombre de
Newton ha sido sinónimo de ciencia durante tres siglos, pero cuando Einstein
encontró una forma de pensar distinta de la de Newton, nadie interpretó este
paso adelante como la derrota de la ciencia. Simplemente, Einstein apareció
como un científico que vio más allá que Newton.
La ciencia ofrece las mejores respuestas precisamente porque no considera que
sus respuestas sean absolutamente ciertas; por eso siempre es capaz de aprender,
de recibir nuevas ideas.72
En otras palabras, la ciencia es el descubrimiento de que el secreto del
conocimiento es simplemente estar dispuestos a aprender. No creer que hemos
alcanzado la verdad última. La fiabilidad de la ciencia no descansa en la certeza,
sino en una ausencia radical de certidumbre. En su capacidad de aceptar la
crítica. Como escribió John Stuart Mill, en 1859, en Sobre la libertad:
Las creencias en que mayor confianza depositamos no tienen más salvaguarda para mantenerse que una
permanente invitación a todo el mundo para que pruebe su carencia de fundamento.73
La ciencia no es muy diferente del sentido común. Se esfuerza, con instrumentos
más finos, por satisfacer la misma necesidad: aprender a comportarse en el
mundo. Su estrategia es la misma: poner al día, de manera constante, nuestros
esquemas mentales. Cuando llego a una nueva ciudad, rápidamente me hago una
idea aproximada de ella. Si me instalo en ella, mi imagen mental de la ciudad
crece y se profundiza, y me doy cuenta de que algunas impresiones mías del
primer momento eran erróneas. Y asimismo, sin duda, percibo que nunca
acabaré de aprender a conocer mejor mi ciudad. Saber que en principio hay un
plano mejor de la ciudad no disminuye en nada el valor del que hoy utilizo. Este
proceso de adquisición del conocimiento es también el que guía la ciencia. La
humanidad está en este universo como el extranjero en una ciudad todavía
desconocida.
La observación pura, que Bacon quiso poner en la base de su nueva religión de
la ciencia, como fundamento cierto de todo conocimiento, no existe. Del mismo
modo que no existe la razón pura que Descartes creía tener como garantía de
toda certeza. Tanto el empirismo de Bacon como el racionalismo de Descartes
tenían un objetivo polémico: establecer un nuevo criterio de verdad que
sustituyera la tradición, que era el criterio en que se fundaba el saber medieval.
Sus filosofías explosivas y liberadoras rompieron las cadenas que amarraban el
saber a la tradición, dieron libertad para la crítica y abrieron las puertas de la
modernidad.
Pero hoy sabemos que, aunque las observaciones y la razón son nuestras
mejores herramientas para el conocimiento, ni la observación ni la razón pueden
fundar un saber cierto. No hay datos empíricos que sean puros, porque toda
percepción está profundamente estructurada por nuestro cerebro, nuestros
pensamientos y nuestros prejuicios. Como tampoco hay un procedimiento de
reconstrucción racional absoluta que nos permita fundamentar certezas, porque
no podemos prescindir de hipótesis múltiples y complejas. Si lo hacemos,
dejamos de pensar. No hay un método seguro para encontrar la verdad: siempre
acabamos equivocándonos. Lo que ha mostrado el pensamiento crítico liberado
por Bacon y Descartes es precisamente que las observaciones se basan en una
enorme estructura conceptual preexistente, y que las hipótesis de la razón más
evidentes (las «ideas claras y distintas») pueden ser falsas. Unas y otras solo
pueden existir a partir de conocimientos ya ampliamente estructurados, y ya
llenos de errores.
No hay, por tanto, ninguna base cierta e indudable en la que fundar nuestro
saber. Cada vez que hemos sucumbido a la ilusión de tener en nuestras manos la
definitiva teoría científica del mundo, el cabo final de la madeja del
conocimiento, nos hemos visto burlados.
Esto vale para la idea misma de realidad. Replegarse en un idealismo que
niega la existencia de la realidad para reducirlo todo al pensamiento es inútil,
porque nuestro pensamiento siempre es pensamiento de la realidad. Es propio de
nuestro pensamiento y de nuestro lenguaje referirse a algo externo: al mundo, a
la realidad. ¿De qué otra cosa trata nuestro conocimiento, si no de la realidad?
Todo lo que conocemos es eso, la realidad. Nuestro saber es enorme: sabemos
todo lo que hemos aprendido hasta ahora. La realidad es eso de lo que tanto
sabemos pero que sigue sorprendiéndonos, y aquello que imaginamos que queda
por descubrir, y quizá aspectos que nunca terminemos por descubrir. La realidad
continúa revelándose de un modo muy diferente de lo que nosotros pensamos.
Tan pronto confirma la imagen que tenemos como la contradice, y ella continúa
revelándose. La realidad es eso que nos preocupa y nos interesa. Hacer
referencia a una absoluta «realidad última», incognoscible, a la que nuestro
conocimiento «nos acercaría» es inútil, porque de esta hipotética «realidad
última» no sabemos nada.
El proceso continúa. La ciencia continúa explorando y proponiendo nuevas
visiones del mundo que serán lentamente sometidas a prueba por la crítica y por
la experiencia. La ciencia avanza por todos los frentes. Hay programas de
competición en investigación que exploran en todas las direcciones; y cada
programa es un conjunto de programas de investigación en competición, y cada
mañana de trabajo de un científico es una competición de microprogramas de
investigación que se enfrentan en su cabeza, prevalecen uno sobre otro, crecen,
retroceden, etc. Las buenas ideas sobreviven a este proceso. Las grandes
construcciones teóricas mejoran en el proceso, a veces modificadas de raíz.
Continuamos explorando el espacio ilimitado y virtualmente infinito de lo
pensable.
En la teoría de la gravedad cuántica, en la que yo trabajo, el tiempo no existe a
un nivel fundamental: solo adquiere realidad en situaciones particulares. (En
1994 propuse la hipótesis de que la ilusión del flujo del tiempo sería el reflejo de
nuestra ignorancia del estado exacto del mundo microscópico). Esta desaparición
del tiempo es un resultado inevitable de las teorías de Einstein y de Heisenberg,
si nos las tomamos en serio —tal como Einstein se tomó en serio a Galileo y a
Faraday—. Si esta deducción, profundamente conservadora, es correcta, el salto
conceptual que debemos hacer en el momento presente para combinar las teorías
de Einstein y Heisenberg es radical. Debe subvertir la formulación fundamental
del problema de la comprensión del mundo dada por Anaximandro: encontrar las
leyes que lo gobiernan «según el orden del tiempo».
La hipótesis alternativa es que las leyes del mundo gobiernan las relaciones
entre sus diferentes aspectos, y solo en condiciones particulares estas relaciones
toman la forma de evolución en el tiempo. Si esto es así, debemos cambiar
alguna cosa, incluso el programa de Anaximandro: debemos olvidarnos del
tiempo como estructura fundamental para organizar nuestra comprensión del
mundo. Y si conseguimos contradecir a Anaximandro de una manera tan
profunda, le hacemos el más grande de los honores: el de haber asimilado por fin
su gran enseñanza, esto es, seguir el camino de Tales, pero comprendiendo que
este se había equivocado.
El anticientificismo invasivo de hoy ataca una imagen de la ciencia hecha de
certidumbres, arrogancia y frío tecnicismo. Es curioso. Pocas actividades
intelectuales humanas son, como lo es la ciencia, intrínsecamente conscientes de
los límites del conocimiento y, al mismo tiempo, tan vibrantes de pasión
visionaria.
A cada paso se dibuja un nuevo mundo. La Tierra no es el centro del universo,
el espacio-tiempo es curvo; somos familia de las mariquitas; el mundo no tiene
un arriba y un abajo, un cielo y una tierra. Como en las sublimes palabras de
Hipólita:
But all the story of the night told over,
And all their minds transfigured so together,
More witnesseth than fancy’s images,
And grows to something of great consistency;
But, howsoever, strange and admirable.
Mas los sucesos de la noche así contados,
y sus almas a la vez transfiguradas,
atestiguan algo más que fantasías,
y componen un todo consistente,
por extraño y asombroso que parezca.
W. Shakespeare, El sueño de una noche de verano, V, 174
Creo que el error común es temer esta fluidez y buscar la certeza absoluta.
Buscar el fundamento, el punto fijo en el que dar rienda suelta a nuestra
ansiedad. Esta búsqueda es ingenua y contraproducente para el conocimiento.
La ciencia es la aventura humana que consiste en explorar las formas de
pensar el mundo, dispuesta a echar por tierra certezas que podamos haber tenido
hasta aquí. Una de las más bellas aventuras humanas.
64 Esta es la tesis central del magnífico libro de Lucio Russo (La rivoluzione dimenticata, Milán, Feltrinelli,
1996), que contiene quizá algunas exageraciones, pero cuyo enfoque general, creo, difícilmente puede ser
puesto en duda.
65 Para una buena introducción a los debates contemporáneos en filosofía de las ciencias cfr. C. Ulises
Moulines, La philosophie des sciences, l’invention d’une discipline, París, Éditions Rue d’Ulm, 2006.
66 El descubrimiento de la mecánica cuántica es una obra colectiva: además de Heisenberg, debemos
mencionar a Planck, Bohr, Schrödinger, Pauli, Dirac, Born…, hecho que prueba que la crítica mutua
también puede fructificar en el seno de una misma generación.
67 Algunos científicos, por desgracia, todavía caen en la trampa y afirman que tenemos, o estamos a punto
de tener, la teoría final del mundo, la «Teoría del Todo».
68 El matemático alemán Carl Friedrich Gauss, considerado uno de los «más grandes matemáticos de la
modernidad», ya se había tomado en serio la idea de que el espacio físico podía ser curvo. Se cuenta,
aunque no parece haber ninguna prueba de esta afirmación (cfr. A.I. Miller, «The Myth of Gauss’
Experiment on the Euclidean Nature of Physical Space», en Isis, 63, 3, 1977, pp. 345- 348), que Gauss
habría organizado una expedición para verificar la hipótesis midiendo los ángulos de un gran triángulo
formado por tres cumbres montañosas —en un espacio curvo, la suma de los ángulos de un triángulo no es
2π como en un espacio plano—, pero habría mantenido el asunto en secreto por temor a parecer ridículo.
Auténtica o no, la anécdota subraya hasta qué punto la idea era original un siglo antes de Einstein.
69 Podríamos decir que Copérnico comprendió que es la Tierra la que gira en torno al Sol, y no a la inversa.
Pero incluso esta afirmación, que sigue siendo verdadera en la teoría de Newton, pierde gran parte de su
sentido en el marco de la teoría de la relatividad de Einstein, en la que tanto la Tierra como el Sol siguen
trayectorias «geodésicas», y en la que ni el Sol ni la Tierra determinan un sistema de referencia
privilegiado. Entonces, ¿gira la Tierra realmente alrededor del Sol?
70 El énfasis en el carácter histórico-evolutivo del conocimiento científico ha caracterizado la filosofía de la
ciencia italiana, desde Enriques a Geymonat, siguiendo la estela de historicismo a la que se lanzó mi país,
tanto en el campo de Benedetto Croce como en el marxista. Pero el historicismo italiano quizá no ha sabido
encontrar el lenguaje para convencer más allá de los Alpes o, en todo caso, al otro lado del Atlántico.
71 Paul Feyerabend es célebre por haber defendido una concepción radicalmente libertaria de la ciencia,
bautizada como «anarquismo epistemológico», en la que toda filosofía normativa es percibida como un
obstáculo para el progreso científico (cfr. P. Feyerabend, Contra el método: esquema de una teoría
anarquista del conocimiento, Barcelona, Ariel, 1987).
72 La incomprensión de este argumento alimenta el anticientificismo contemporáneo. Por ejemplo, la
legislación de varios Estados Unidos exige que no se enseñe la teoría de Darwin en las escuelas públicas o
que se la presente en el mismo plano que el creacionismo bíblico, según el cual el mundo fue creado hace
seis mil años, exactamente como es hoy, con fósiles integrados en la roca. Recientemente se han hecho
intentos similares en Italia. El argumento de los que abogan por leyes como estas es el hecho de que «la
ciencia no está segura de sus propias tesis». El equívoco reside en la confusión entre la afirmación de que
una teoría es definitiva y la observación de que es mejor que otra. No sé si este caballo es el más rápido del
mundo, pero es un hecho que corre más rápido que este asno. No tenemos la certeza de que la teoría de
Darwin agote toda la historia de los seres vivos, pero podemos decir sin lugar a dudas que lo hace
infinitamente mejor que el creacionismo bíblico. De esto no cabe duda.
73 J.S. Mill, Sobre la libertad, cap. II, Madrid, Alianza, 2004, p. 82.
74 Cfr. El sueño de una noche de verano, en Obras completas, t. I, Madrid, Aguilar, 1986, pág. 1029: «Pero
todo cuanto nos han contado de esa noche, la transfiguración de las facultades intelectuales de esas distintas
personas, dan testimonio de que hay en ello algo más que imágenes de la fantasía y toma gran consistencia
la relación. Mas, como quiera que fuere, es extraño y admirable».
9. ENTRE RELATIVISMO CULTURAL Y PENSAMIENTO DE LO
ABSOLUTO
La paradoja vital de nuestra vida y de nuestro pensamiento
es que actuamos y vemos solo dentro de un contexto;
y dejamos de ver y entender en el momento
en que cesamos de luchar contra las limitaciones
que este contexto nos impone.
Roberto M. Unger
La experiencia ha demostrado que no solo los juicios estéticos y éticos, sino
también los juicios veritativos, y a veces la misma noción de verdad, difieren en
general de una cultura a otra. Este hecho nos ha llevado a medir la dificultad de
toda evaluación de ideas y juicios inscritos en sistemas de valores o sistemas de
verdad geográfica o temporalmente distantes.
Esta conciencia de la relatividad de los sistemas de valores y de la
contingencia de los juicios influye ahora en muchos estudios históricos y
culturales; nos ayuda a eliminar parcialmente nuestro provincialismo natural.
También permite rectificar nuestra visión deformada por el imperialismo
europeo, del que somos hijos, que nos lleva a creer que el punto de vista
occidental es el único razonable. Nos ayuda a entender que lo que es verdadero,
bello y justo para nosotros no lo es necesariamente para otros. Si la ciencia
misma no puede ofrecernos certezas, seríamos muy obtusos si tomásemos por
oro fino aquello que somos los únicos en creer que realmente lo es.
Aunque sana e importante, esta conciencia del otro a veces está caricaturizada
como una relativización total de los valores: la conclusión de que todas las
opiniones son igualmente verdaderas, que todos los juicios éticos y morales
deben ser considerados equivalentes, que hablar de estar en el error y de tener
razón o de «verdad» no tiene ningún sentido. Este relativismo cultural radical
está hoy de moda: se ha extendido entre el público culto de muchos países y
domina la escena cultural de algunas grandes universidades estadounidenses. Es
por la relación con estas ideas, por ejemplo, por lo que se defiende el
antidarwinismo en Estados Unidos: puesto que no existe un criterio universal de
verdad, no hay razón para no considerar que la opinión de que el mundo fue
creado hace seis mil años es tan legítima como la teoría de Darwin; por tanto, es
necesario enseñar ambos puntos de vista en igualdad de condiciones en todas las
escuelas del país. Este relativismo caricaturesco es consecuencia de un profundo
equívoco.
Tomar en serio ideas diferentes de las nuestras no equivale a afirmar que todas
las ideas son iguales. Reconocer que podemos estar equivocados no significa que
las nociones de error y razón no tienen sentido. Darse cuenta de que un juicio se
forma solo dentro de un entorno cultural complejo y que está relacionado con
muchos otros juicios implícitos no implica en absoluto que no podemos darnos
cuenta de que somos nosotros los que estamos equivocados.
Ahondando algo más, el problema central de este relativismo cultural radical
es que se contradice a sí mismo. Es cierto que no hay valores de verdad
absolutos, ahistóricos y aculturales. Ningún discurso está fuera de su cultura y de
sus sistemas de valores y de verdad. Pero, precisamente por esta razón, siempre
estamos dentro de un sistema cultural y, en el interior de ese sistema, no
podemos no tomar decisiones y hacer juicios. Quien se esfuerza en negar el
sentido a estas decisiones, ¿desde dónde habla? ¿Se sitúa fuera de la cultura,
para anunciar que es imposible estar fuera de la cultura? ¿Fuera de la historia,
para anunciar que es imposible estar fuera de la historia? ¿No está expresando
también un juicio de valor o de verdad, un juicio que, si cree en él, solo tiene un
valor relativo?
No hay remedio; siempre estamos inmersos en una cultura de la que es
imposible escapar. En el interior de esa cultura, la estructura del pensamiento
está profundamente impregnada de juicios. No podría ser de otra manera, porque
pensar es juzgar. Vivir es decidir, en cada momento. No hay noción de verdad
más allá de nuestro universo de discurso, y precisamente por esto no podemos
situarnos fuera de un sistema y no podemos prescindir de la noción de verdad.
Pensamos y hablamos siempre y únicamente en los términos de esta noción,
incluso cuando tratamos de negarla.
Por otra parte, esto no implica que debamos suponer que nuestros criterios
estéticos, éticos y veritativos son absolutos y universales, o que son los mejores.
Y tampoco implica que debamos preferirlos a las variantes que otras culturas, la
naturaleza misma o la evolución interna de nuestro pensamiento nos proponen.
¿Por qué? Porque estar abierto al encuentro con otros universos lingüísticos es
un aspecto estructural de nuestro universo lingüístico. Las distintas culturas no
son como burbujas separadas, son vasos comunicantes.
Pueden ser diferentes, pero diferencia no significa incomunicación. La
dificultad de traducir no significa que sea imposible influirse mutuamente, en
profundidad. Formar parte necesaria de una cultura no significa ser incapaz de
hablar con otra. Por el contrario, dialogar con el otro, tanto si es la naturaleza,
otra cultura o un gran sacerdote egipcio que nos muestra una larga hilera de
estatuas, es la característica esencial del discurso humano. Las diferencias no se
contemplan en silencio: se influyen, se confrontan, se desafían, y a través de su
encuentro se modifican y modifican también sus propios criterios de verdad. El
relativismo cultural es una idiotez ahistórica que vuelve sorda la dialéctica viva
de las culturas.
La diversidad de juicios entre culturas es exactamente del mismo género que la
diversidad de opiniones entre grupos o entre individuos en el seno de una misma
cultura. Es del mismo género que la diversidad de pensamientos y opiniones que
pasan por nuestras cabezas cuando estamos inseguros: evaluamos diferentes
opiniones y decidimos. El pensamiento humano no está hecho de jaulas
culturales estáticas y separadas; es una mezcla perpetua, en todos los niveles, a
cualquier escala; una confrontación perpetua con otros pensamientos y con ese
exterior que llamamos «realidad».
Ciertamente, podemos sostener por un momento que todo es igual, que la
realidad solo es un sueño. Muy bien; eso nos lleva a sonreír como Buda, pero
luego, si decidimos seguir viviendo en la realidad, no tenemos más remedio que
arriesgarnos, comprender y decidir. Al hacerlo podremos seguir sonriendo,
aunque no dejaremos de estar arriesgándonos, comprendiendo y decidiendo.
Creemos en nuestros juicios que implican verdad, somos fieles a nuestros
compromisos éticos y decidimos sobre la base de nuestros criterios estéticos, y lo
hacemos no por elección o ideología, sino porque juzgar y decidir es lo mismo
que pensar y vivir. Lo hacemos desde dentro de un sistema de pensamiento
común, rico, heteróclito y sumamente diverso, incluso dentro de una misma
cultura, incluso dentro de nosotros mismos. Estos juicios evolucionan, crecen, se
reencuentran y se influyen mutuamente: se nutren de otros juicios.
Que sacrificar doncellas a los dioses tiempo atrás fuera considerado como una
cosa justa y buena no contradice la posibilidad de que hoy consideremos este
acto como una cosa bárbara. La conciencia de la variabilidad histórica y cultural
del juicio no nos dispensa de juzgar. Nos hace precisamente más inteligentes y
más abiertos, y nos permite juzgar mejor aquello que debemos juzgar.
Quisiera dar un ejemplo entre mil de la confusión que reina en este punto. Un
ejemplo que tiene que ver con la historia del pensamiento científico, del que
tratamos en estas páginas.
Recientemente leí un artículo muy interesante que comparaba dos medidas
bastante similares hechas en dos civilizaciones distintas.75 La primera es la
famosa medida de variación según la latitud de la altura del Sol en el horizonte,
llevada a cabo por Eratóstenes en el siglo III a.C. El objetivo de Eratóstenes era
estimar el tamaño de la Tierra. El resultado fue un valor del radio de esta
sorprendentemente cercano al que encontramos hoy en los libros de geografía
astronómica. La segunda es la misma medida realizada en China más o menos en
la misma fecha, pero con un objetivo diferente: en el marco de una cosmología
en la que la Tierra es plana, los astrónomos chinos dedujeron de la medida de
esta variación una estimación de la altura del Sol en el cielo. El resultado fue que
el Sol está muy cerca de la Tierra, a solo a unos cuantos miles de kilómetros y
que, por tanto, es muy pequeño (véase la figura 18).
Figura 18. La altura del sol varía con la latitud. A la derecha la interpretación de Eratóstenes: el Sol está
muy lejano y la variación de la altura del mismo se debe a la curvatura de la Tierra; midiéndola, es fácil
deducir el radio (r) de la Tierra. A la izquierda, la interpretación china: la Tierra es plana y la variación se
debe a la escasa distancia del Sol; midiendo esa variación se mide esta distancia (h), que es muy pequeña.
El artículo es fascinante, y nos enseña mucho de las analogías y las diferencias
que hay entre dos mundos lejanos, entre dos grandes civilizaciones de nuestro
pequeño planeta. Pero al llegar a la conclusión me alarmó una ausencia: en
ninguna parte del artículo se dice que la interpretación de la medida hecha por
Eratóstenes es correcta y que llevó a Occidente a conocer para siempre la forma
y la dimensión correcta de la Tierra, mientras que la interpretación de la misma
medida hecha por los astrónomos chinos es falsa y no hizo más que reforzar un
error capital que socavó de manera profunda el desarrollo de la ciencia china. He
tenido la suerte de poder encontrarme con la autora del artículo y preguntarle
directamente qué pensaba acerca de esta diferencia.
La respuesta fue que dicha autora no entendía mi pregunta. Me explicó que mi
punto de vista era incorrecto porque los valores de verdad del conocimiento de la
forma de la Tierra o de la distancia del Sol solo pueden ser juzgados dentro del
sistema de verdad de las respectivas civilizaciones; que no tiene sentido hablar
de «correcto» o «incorrecto» en este contexto. Esta actitud revela, a mi entender,
una profunda falta de comprensión de un punto fundamental. Ciertamente, el
valor de verdad se da en el interior del sistema de creencias de las civilizaciones
respectivas. En este caso, la diferencia existe, y es importante, como muestra el
siguiente hecho. Cuando los astrónomos occidentales llegaron a conocer el
resultado chino respondieron con una sonrisa, fundándose en su propio sistema
de creencias. Cuando en el siglo XVI el jesuita Matteo Ricci introdujo en China
los conocimientos de la astronomía griega y europea, los astrónomos chinos, tan
pronto como tomaron conciencia del resultado europeo, basándose en su propio
sistema, cambiaron inmediatamente su visión del mundo y reconocieron que la
visión occidental era mejor.76 Esta es la diferencia que la mirada no científica de
la autora no logra captar. Esta diferencia muestra que, en un sentido preciso, la
interpretación de la medida hecha por Eratóstenes es, de lejos, mucho más
«correcta» que la de los astrónomos chinos.
Los sistemas de valores y los sistemas de creencias humanos no son
impermeables. Se hablan entre sí, y el diálogo determina, si no inmediatamente,
al menos sí con el transcurso del tiempo, quién tiene razón y quién está
equivocado. O bien se enfrentan a la «realidad de los hechos», y esta
confrontación consolida una posición y debilita la otra, por más que la «realidad
de los hechos» se filtre e interprete en un sistema de pensamiento complejo.
Quien quiera creer que la Tierra es plana porque su sistema de creencias está
hecho así debe explicar por qué el barco de Fernando Magallanes partió hacia el
Oeste y volvió por el Este.
Utilizar el enfrentamiento entre dos mediciones astronómicas para estudiar las
semejanzas y las diferencias entre dos civilizaciones eligiendo ignorar la
diferencia fundamental de que uno de los resultados es correcto y el otro no, no
significa entender mejor esas semejanzas y esas diferencias: significa cerrar los
ojos a un aspecto de la diferencia entre las dos civilizaciones de una importancia
inmensa.
Poco a poco China está volviendo a ser lo que fue durante la mayor parte de
los cincuenta siglos de civilización humana: la mayor potencia del planeta. No sé
si tendrá éxito ni a qué se parecerá una eventual civilización futura dominada por
China. Pero, salvo en el caso de una gran catástrofe, sé con certeza que, en esta
civilización, China no afirmará la superioridad de la imagen del mundo del lado
izquierdo de la figura 18.
Una cosa es ser conscientes de la dificultad de las traducciones y de las
confrontaciones, y otra, muy distinta, rechazar todo intento de traducción y
confrontación: de la apertura mental pasamos a la cerrazón mental. Lo que
caracteriza la increíble variedad de culturas humanas no es su diferencia, sino su
extraordinaria capacidad de comunicarse entre sí. Los antropólogos que nos
relatan las singularidades de las culturas «salvajes», ¿cómo comprendieron esas
singularidades?
Tras decenas de milenios de separación cultural, los indios de América y los
españoles aprendieron a hablar entre ellos de una manera inmediata y casi sin
dificultad. Ciertamente, hubo equívocos y malentendidos y fue ruinoso para las
culturas precolombinas, pero si las culturas eran tan impermeables, como a
menudo se argumenta, ¿cómo hicieron los españoles y los indios para hablar,
comerciar, traer hijos al mundo, establecer alianzas militares, entablar alianzas
económicas, intercambiar y mezclar sus religiones, y así sucesivamente? Me
parece extraordinario que esos hombres y mujeres, que durante decenas de miles
de años permanecieron alejados de toda influencia eurasiática se parezcan a los
eurasiáticos hasta tal punto. El gran Inca tenía maneras muy parecidas a las del
emperador de China. ¿No es eso lo sorprendente, más que nuestra dificultad para
entender de manera exacta qué era el Gran Espíritu de los Sioux? Las culturas
hablan y se influyen mutuamente y no solo intercambian sin cesar flechas y
balas de cañón, sino también, gracias al cielo, valores, ideas y conocimientos, tal
como hacen los individuos y los grupos en el seno de cada cultura.
Para valorar la riqueza de las culturas de la Tierra no debemos defenderlas,
debemos mezclarlas. En este intercambio los conocimientos se confrontan y
evalúan, igual que se confrontan y evalúan los valores.
Aunque tenemos mucho que aprender del respeto a la naturaleza y los
equilibrios ecológicos de una población indígena de Australia o de la sabiduría
budista de cómo enfrentarnos a la vida, no por ello debemos aprobar
respetuosamente que, en una tribu africana, sea costumbre cortarle el clítoris a
las niñas. Podemos tener un profundo respeto por la cultura de nuestros vecinos
del rellano venidos de muy lejos y descubrir que es mucho lo que tenemos que
aprender de ellos, pero no por ello debemos dudar a la hora de condenar al padre
que pega a su hija. No hay contradicción en esta actitud: es exactamente la
actitud que tenemos respecto de nuestros compatriotas a los que respetamos al
máximo: estamos dispuestos a aprender de ellos, pero también a condenarlos si
es necesario. La cuestión no es decidir a priori si debemos rechazar o aceptar la
alteridad: el problema está en utilizar nuestra razón para articular confrontación,
diálogo y decisión.
El proceso de mezcla de culturas está hoy en plena efervescencia. Somos
testigos del nacimiento de una civilización común que se forma en la confluencia
de muchas culturas y que se enriquece con las aportaciones de los países más
diversos. La educación de los jóvenes indios, chinos, estadounidenses, franceses
o brasileños es cada día más parecida, más rica y más variada. Nuestros hijos
crecen con una visión del mundo incomparablemente más amplia que la de
nuestros padres. El encuentro genera perniciosas resistencias identitarias, cuyos
efectos desastrosos están a la vista de todos, pero también hay espléndidas
posibilidades, siempre que la estupidez humana no lo reduzca todo a identidad,
separación, conflicto y guerra.
Durante los siglos de colonialismo europeo, Occidente desarrolló un fuerte
sentimiento de superioridad, con tonalidades que, hasta 1945, tanto en Inglaterra
y Francia como en Italia y Alemania, rozaban un racismo manifiesto contra el
resto del mundo.77 El fin del colonialismo europeo y el notable debilitamiento de
Occidente78 disminuyeron mucho, por fortuna, este estúpido sentimiento de
superioridad.
Con el debilitamiento de su sentimiento de superioridad, Occidente duda de sí
mismo, de la fuerza de su razón y del valor de su humanismo. El mayor contacto
con las demás culturas, de India a China, de los indios de América a los nativos
australianos, nos revela cada día, de manera más cercana, otros valores y juicios,
lo que contribuye a la angustia de Occidente.
Hay mucha confusión en toda esta historia. Aferrarse a la defensa orgullosa de
la propia superioridad es tan necio como pensar que debemos aceptar
acríticamente todas las verdades como iguales, todos los valores como iguales;
que no tiene sentido arriesgar, confrontar y decidir. El problema no es decidir
quién es el mejor: es sacar provecho de la riqueza de la diversidad. Aceptar el
diálogo para estar dispuestos a aprender tanto como a enseñar.
Reconocer el valor de otras civilizaciones, abandonar la estupidez del racismo
y del sentido de superioridad, no significa que debamos ignorar las aportaciones
fundamentales que las diferentes civilizaciones, incluida la nuestra, aportan al
mundo. Si hoy Occidente está aprendiendo del mundo —como ha hecho
siempre, por lo demás—, también es el depositario de una inmensa herencia
cultural que continúa aportando.
Una de las raíces de este inmenso legado cultural es el pensamiento griego.
En el transcurso de la historia de Occidente, las múltiples realizaciones
culturales de la Grecia clásica han sido objeto de glorificaciones triunfalistas.
Algunos de mis lectores recordarán la pompa grandilocuente del profesor de la
escuela secundaria enamorado del helenismo. La glorificación de la Grecia
clásica a menudo ha sido vinculada con la celebración de una supuesta
superioridad europea mal disimulada. La estupidez de esta actitud es evidente —
es inútil recordar, en particular, que Mileto está en Asia y Alejandría en África
—, y gracias al cielo estamos empezando a abandonarla. La reacción contra este
triunfalismo y esta apropiación indebida de la Grecia clásica por una parte de
Europa también ha generado un amplio sentimiento de malestar hacia cualquier
reconocimiento de los logros culturales del mundo griego y una reticencia
extrema a reconocer su importancia, no solo para Occidente, sino para el mundo
entero.
No creo que, como escribió Maurice Godelier, «lo que nace en Grecia no es la
civilización, sino solo Occidente».79 No, Occidente no nace en Grecia; nace de la
combinación de innumerables influencias griegas, egipcias, mesopotámicas,
galas, germánicas, semitas, árabes… Lo que nace en Grecia es algo universal, de
la misma manera que el primer africano que encendió un fuego produjo algo que
no es la civilización africana, sino una herencia común para la humanidad. La
herencia griega se extendió por todo Oriente Medio y tuvo una influencia
significativa en India y en Europa. La Europa moderna supo encontrar y renovar
ciertos brotes, hacerlos florecer y transmitirlos, mezclados con diversas
aportaciones originales, al mundo entero. El hecho de que esta última
transmisión haya sido vehiculada por la odiosa aventura colonial no disminuye
en nada el valor de esta herencia —un hecho que, curiosamente, las naciones
extraeuropeas parecen conocer con más claridad que los pueblos de Europa.
Es el juego infinito del encuentro y de la mezcla de civilizaciones en el que se
desarrolla nuestro saber y prosigue la aventura humana.
Por último, la confusión entre aceptar la posibilidad de que otras opiniones
puedan ser mejores que las nuestras y considerar que todas las opiniones son
equivalentes es causa de otro equívoco importante, diametralmente opuesto al
relativismo cultural mencionado anteriormente.
El equívoco es pensar que la única defensa contra la pérdida de todos los
valores es la restauración de un pensamiento absoluto de la Verdad, que no
pueda ponerse en discusión. Esta tesis se defiende hoy con gran insistencia,
especialmente en los países donde subsiste una pujante casta sacerdotal, como
Irán o Italia.
La tesis consiste en sostener que solo confiando en la verdad, única y absoluta,
podemos «salvarnos del relativismo cultural», donde todos los puntos de vista
devienen iguales, todos los valores se pierden y ya no es posible distinguir lo
verdadero de lo falso. Para protegernos de esta deriva relativista sería necesario
defender la infalibilidad de la verdad que nosotros ya conocemos.
Evidentemente, la verdad se identifica luego con la verdad particular de quien
propone esta tesis. En Irán es la verdad de los ayatolás; en Italia es la del
Vaticano, y así sucesivamente.
Quien defiende esta tesis no ve que entre la certeza de su propia verdad y la
equivalencia de todos los puntos de vista hay una tercera vía: la de la discusión y
la crítica. Para aceptar la crítica hay que tener la humildad de aceptar que lo que
hoy parece verdadero mañana puede ser falso. A menudo los hombres se aferran
a sus certezas porque temen que puedan ser falsas. Pero una certeza que no
acepta ser discutida no es una certeza sólida. Las certezas sólidas son aquellas
que aceptan ser puestas en duda, y sobreviven.
Ciertamente, para avanzar por este camino hay que tener fe en el ser humano,
creer que es esencialmente razonable y creer en su honestidad esencial en la
búsqueda de la verdad. Esta fe en el ser humano caracteriza al humanismo
ilustrado de las ciudades griegas del siglo VI y está en la raíz de la extraordinaria
floración intelectual y cultural de los siglos siguientes, que a su vez nutre la raíz
de nuestro mundo contemporáneo.
Pero no siempre tenemos esa fe en los seres humanos. Muchas voces se elevan
contra ella:
Maldito el hombre que confía en el hombre […] Es como tamarisco en la estepa […] en una tierra
salitrosa e inhabitable. (Jeremías 17, 5-6)
El conflicto entre estas dos actitudes es tan antiguo como el mundo. Y esta
consideración nos lleva al último tema de nuestro librito.
75 Cfr. L. Raphals, «A “Chinese Eratosthenes” Reconsidered: Chinese and Greek Calculations and
Categories», en East Asian Science, Technology and Medicine, 19, 2002, pp. 10-61.
76 Mucho antes del colonialismo europeo en el Extremo Oriente. Ricci murió en 1610.
77 Creo que el racismo antisemita nazi (y fascista) ha supuesto un escándalo en Europa, sobre todo porque,
a diferencia del racismo europeo difuso de preguerra, estaba dirigido contra los europeos. La magnitud de
los crímenes racistas alemanes contra los judíos es, sin ningún género de dudas, una de las mayores
vergüenzas de la humanidad. Pero los crímenes racistas de otros europeos contra otros numerosos pueblos,
muchos de los cuales han sido exterminados, no son menos odiosos.
78 La superpotencia estadounidense de hoy y, con ella, la ex superpotencia inglesa ni siquiera consiguen
imponer su voluntad de un modo claro —como fácilmente hicieron las potencias coloniales— en países
menores como Iraq o Afganistán.
79 Cfr. M. Godelier, Antropologia, Storia, Marxismo, Parma, Guanda, 1974.
10. ¿PODEMOS ENTENDER EL MUNDO SIN LOS DIOSES?
Quae bene cognita si teneas, natura
videtur libera continuo dominis privata
superbis ipsa sua per se sponte omnia
dis agere expers.
Si te han penetrado bien estas verdades,
al punto la Naturaleza se te aparecerá libre,
exenta de soberbios tiranos,
obrando por sí sola espontáneamente,
sin participación de los dioses.
Lucrecio, De rerum natura, libro II, 1090
Hay un último aspecto del nacimiento del pensamiento científico y de la
revolución iniciada por Anaximandro del que me gustaría hablar: un tema
delicado, sobre el que no hago más que unas observaciones y sobre el que
planteo unas pocas cuestiones en estos dos capítulos finales.
Como señalé en el capítulo cuarto, prácticamente todos los textos anteriores a
Anaximandro leen, estructuran, interpretan y justifican al mundo en términos de
decisiones y actos divinos. Anaximandro inventa algo nuevo: una lectura del
mundo en la que la lluvia no es decisión de Zeus, sino que es causada por el
calor del sol y por el viento, y en la que el cosmos no nace de una decisión
divina sino de una bola de fuego. Se propone explicar el mundo, desde el origen
del cosmos hasta el de las gotas de lluvia, sin ninguna referencia a los dioses. En
otras palabras, tanto la naturaleza de la lluvia como el origen del cosmos se
convierten en objetos de una curiosidad nueva que lleva a investigar su relación
con otros fenómenos naturales, dejando de lado la esfera de lo divino, hasta ese
momento fuente única de la interpretación del mundo.
Al dar este paso, Anaximandro lanza, de manera implícita, un gran desafío al
pensamiento religioso. Lo hemos visto; la interpretación naturalista de
Anaximandro es global; no solo abarca los fenómenos meteorológicos, sino
también la cosmología, la estructura geográfica del mundo y la naturaleza de la
vida. Esta interpretación naturalista choca de manera profunda con la función
intelectual de la unificación conceptual que lleva a cabo el pensamiento
religioso. Esa función es puesta en duda: para explicar el mundo, ¿son o no
necesarios los dioses? Para entender el mundo, ¿es o no necesario un Dios?
En las fuentes de que disponemos no encontramos ningún rastro de una crítica
explícita de la religión en el texto de Anaximandro. El problema planteado por la
escuela jónica no es la crítica de la religión o el cuestionamiento de la función de
la religión en el seno de la sociedad humana. El mismo Tales, loco de alegría por
haber encontrado la demostración de un teorema de geometría,80 habría
sacrificado un toro a Zeus. El problema puesto sobre la mesa por parte de la
escuela jónica es, nada más y nada menos, la comprensibilidad del mundo. En
otras palabras, se trata del problema del conocimiento, al que se hace frente con
una formulación que excluye completamente la pertinencia de lo divino.
Sin embargo, algunos autores, antiguos y modernos, han creído posible
identificar una forma de religiosidad difundida en toda la escuela milesia.
Aristóteles, por ejemplo, en De anima (A 5 411a 7 y A 2 405a 19) plantea la
hipótesis de que «Tales presupone seguramente que todas las cosas están llenas
de dioses». No creo que esta tesis sea correcta, al menos en su interpretación más
directa. La credibilidad misma de este testimonio de Aristóteles es incierta y en
todo caso está templada por ese «seguramente». Entre las innumerables
cualidades de Aristóteles, la más notable no es el rigor filológico con respecto a
autores antiguos. Añado que esta cita se contradice con su constante crítica a los
filósofos de la escuela jónica, a los que él llama los «físicos», porque buscaban
la explicación de todas las cosas exclusivamente según un principio de carácter
naturalista —la «física».
Lo importante no es la concepción de Tales y de Anaximandro acerca de la
divinidad o la proximidad de su lectura del mundo con la religiosidad antigua.
Lo importante es que su propuesta de explicación del cosmos es radicalmente
nueva, revolucionaria, porque se formula en términos naturales, físicos. La
propuesta se abstiene explícita y absolutamente de cualquier referencia a la
divinidad y abre la puerta a toda la investigación científica posterior.
Sobre este punto, podemos fiarnos de un experto: san Agustín.
No pensó, como Tales, que todo procedía de un elemento, el agua, sino que todas las cosas nacen de sus
propios principios. Pensó que estos principios de cada cosa eran infinitos, y que ellos engendraban
innumerables mundos y cuanto en ellos se produce. También enseñó que estos mundos se disuelven y se
originan de nuevo según el tiempo que puede durar cada uno. Tampoco este atribuyó influencia alguna
en estas mutaciones de las cosas a la inteligencia divina. [Libro VIII, cap. 2] 81
Agustín no dudaba en buscar reminiscencias de Dios en todos los filósofos; se
esforzaba por encontrar la presencia divina incluso en el conocimiento pagano.
Si se expresa con tanta claridad frente a Tales y Anaximandro, podemos estar
seguros de que no hay nada en ellos que pudiera aparecer concordante con lo
religioso.82
La proximidad cultural entre la especulación milesia y el pensamiento anterior
es muy fuerte, y a menudo se ha subrayado. Por ejemplo, cuando Tales supone
que todo está hecho de agua, uno no puede sino escuchar el eco de las
cosmologías babilónicas, bíblicas y homéricas. Más en general, la estructura
misma de la cosmología de Anaximandro ha sido puesta en relación con la de
Hesíodo: misma problemática, misma estructura evolutiva, pasajes similares…
Esas relaciones son naturales: la especulación milesia no nace de la nada, sino de
la cultura en que estuvo inserta. Pero las similitudes no deben ocultar las
diferencias. Lo interesante es la diferencia, no la similitud. El texto de Copérnico
se parece al de Ptolomeo, pero hay una diferencia… y esta diferencia es lo que lo
hace valioso. La diferencia evidente e inmensa entre las cosmologías
precedentes y las de Tales y Anaximandro es la completa desaparición de los
dioses. Ya no está el Océano de la Ilíada, padre de todos los dioses, ni el dios
Apsu del Enûma Eliš, ni el Dios de la Biblia que crea la luz por encima de las
aguas mediante un acto lingüístico; solo queda el agua. Y así sucesivamente: las
palabras, las disputas, las luchas de los dioses son reemplazadas por el relato de
una posible evolución autónoma del mundo.
Aunque lo divino no es puesto en discusión de una manera explícita, todo el
proyecto cognitivo de Anaximandro se basa en una decisión radical de ignorar a
los dioses.83 Aun sin ninguna crítica explícita del conocimiento religioso, esta
postura no puede no desencadenar conflicto con el pensamiento dominante, que
busca su fundamento en los dioses.
El conflicto está abierto, y tendrá una historia larga y dolorosa.
El conflicto
La resistencia del pensamiento místico-religioso contra el nuevo naturalismo se
alza pronto, se intensifica y, rápidamente, estalla la guerra, que continuará bajo
diversas formas a lo largo de la historia de la civilización occidental, con
episodios extremadamente violentos, a veces esporádicos y a veces de larga
duración.
Condenas por herejía comienzan pronto a golpear a los parientes próximos y
lejanos de Anaximandro, desde Anaxágoras, exiliado, hasta Sócrates, condenado
a morir. Recordemos que Sócrates fue condenado a beberse la cicuta bajo la
acusación de corromper a la juventud y ultrajar a los dioses de la ciudad. Esta
acusación es precisamente la que se pone en escena años antes en la comedia de
Aristófanes, citada en el capítulo cuarto, donde el escándalo se ilustra con una de
las cuestiones más apreciadas por Anaximandro: ¿los relámpagos los arroja
Zeus, o son el resultado de un torbellino de viento?
En conjunto, sin embargo, el politeísmo del mundo griego y el del primer
Imperio romano, probablemente socavado ya por la evolución del tiempo, no
cohabita demasiado incómodamente con las primeras floraciones del
pensamiento naturalista. No puede decirse otro tanto del milenio y medio del
monoteísmo que viene después.
El primer período de viva confrontación entre el conocimiento naturalista y el
pensamiento místico-religioso dominante transcurre durante el Imperio romano
tardío, con la llegada al poder del cristianismo. En el año 380, el emperador
Teodosio declara que el cristianismo es la religión estatal del imperio. Entre 391
y 392 promulga una serie de decretos, conocidos como Decretos Teodosianos,
que instauran la intolerancia religiosa. Es el retorno a la teocracia, como bajo los
faraones, los reyes babilónicos o los micénicos. La imposición del monoteísmo
adquiere muy pronto una forma violenta. Las escuelas filosóficas son cerradas
por la autoridad; los centros del saber antiguo son destruidos junto con los
templos paganos, saqueados y transformados en iglesias,84 siguiendo la estela de
la tradición del monoteísmo hebreo de Josué. La sangre fluye en Petra y en
Areópolis, en Arabia; en Rafah y Gaza, en Palestina; en Hierópolis, en Fenicia;
en Apamea, en Siria. Y sobre todo, en Alejandría.
Alejandría. Todo comenzó no lejos de allí, mil años antes en Náucratis, donde
los comerciantes de Mileto habían abierto el primer emporio en la gran tierra de
los faraones, agradecidos por la ayuda de mercenarios griegos para rechazar la
amenaza asiria. En Náucratis, el encuentro de estos indoeuropeos de espíritu
libre y aventurero con el saber egipcio milenario había hecho saltar la chispa
mágica del conocimiento. La herencia de Mileto ya había sido recibida en
Atenas, donde el sueño de comprender el mundo mediante la inteligencia había
hecho nacer las escuelas de Platón y Aristóteles. El joven y ardoroso alumno de
Aristóteles había conquistado el mundo con audacia, iluminando el Mediterráneo
y Oriente Medio con el resplandor de aquella inteligencia. La gran ciudad que él
había fundado, y que llevaba su nombre, se había convertido en el centro del
saber antiguo. Allí, Ptolomeo I, general suyo y primer rey griego de Egipto,
había mandado transportar desde Atenas, con una treta magistral, la gran
biblioteca de Aristóteles, con la finalidad de crear las más grandes instituciones
de la ciencia antigua: la Biblioteca y el Mouseion. En la Biblioteca se recogieron
textos de todo el mundo. Cada navío que fondeaba en la bahía de Alejandría
debía depositar en la Biblioteca todos los libros que tuviera a bordo: se copiaban
y la copia se devolvía a la nave. En el Mouseion, verdadero ancestro de la
universidad moderna, intelectuales pagados por la ciudad se entregaban al
estudio de las disciplinas más variadas.
La mitad de lo que hoy aprendemos en la escuela nació en estas instituciones:
desde la geometría euclidiana a la determinación del tamaño de la Tierra, de la
óptica a las bases de la anatomía médica, de la estática a los fundamentos de la
astronomía. A Alejandría se dirigió Arquímedes; en Alejandría se desarrollaron
las leyes matemáticas exactas del movimiento de los astros.
La Roma del primer imperio a duras penas había logrado cooperar con la
orgullosa Alejandría, pero el cristianismo en el poder no llegó a eso. La gran
biblioteca, depositaria del saber antiguo, fue devastada e incendiada por los
cristianos.85 Los paganos refugiados en el gran templo de Apolo fueron
masacrados. En 415, la astrónoma y filósofa Hipatia, que es quizá la inventora
del astrolabio, fue linchada por cristianos fanáticos. Hipatia es la hija de Teón de
Alejandría, el último miembro conocido del Mouseion. Mil años después de la
llegada de los mercaderes griegos a Náucratis, el cristianismo toma el poder y
apaga la luz del saber. La verdad es probablemente mucho peor que eso, ya que
estos trágicos acontecimientos nos fueron contados por fuentes cristianas, puesto
que prácticamente todos los textos paganos fueron sistemáticamente quemados
durante las décadas siguientes. El dios del monoteísmo es un dios celoso que
más de una vez a lo largo de los siglos ha atacado y destruido a quienes se le han
opuesto.
El resultado de la violencia antiintelectual del Imperio romano cristiano es el
sofocamiento de cualquier desarrollo del saber racional en los siglos que siguen.
Con la conquista del Imperio por el cristianismo, la antigua estructura absolutista
de los grandes imperios de la Antigüedad se restaura, esta vez a escala mucho
mayor, y con ello se cierra el paréntesis de ilustración y libre pensamiento
abierto en Mileto en el siglo VI a.C.
Los vestigios del pensamiento antiguo iniciado por la audacia intelectual de
Anaximandro permanecerán enterrados en los escasos manuscritos que
sobreviven a la furia de los primeros cristianos en el poder, estudiados y
reverentemente transmitidos por algunos sabios indios, luego persas y más tarde
árabes. Pero nadie, hasta Copérnico, sabrá entender la lección fundamental de
Anaximandro: si quieres continuar por el camino del conocimiento no debes
reverenciar al maestro, ni estudiar y desarrollar sus enseñanzas, sino buscar sus
errores.
A su vez, pensamiento racional y ciencia moderna han entrado en conflicto con
el pensamiento religioso, desde Galileo hasta Darwin y, a una escala mucho
mayor, de la Revolución francesa a la Revolución rusa. Es una historia larga,
sangrienta y dolorosa que no es oportuno relatar aquí, donde la violencia,
perpetrada en nombre de la religión y contra la religión, ha ensangrentado
Europa.
Tras el horror de las grandes guerras de religión que devastaron Europa en el
siglo XVII, cuando los europeos se masacraron en nombre del Dios verdadero, el
Siglo de las Luces se rebela contra la centralidad de la religión y deja como
legado a Europa la posibilidad de una coexistencia pacífica entre las diferentes
ideas y las diferentes fes, entre pensamiento racional y pensamiento religioso.
Esta coexistencia que el siglo XIX hereda de la Ilustración es posible gracias a
la delimitación de una frontera, a menudo borrosa y ambigua, pero efectiva, que
restringe el campo de lo religioso a ambientes específicos, como por ejemplo a la
espiritualidad privada, al papel de estructuración de los interrogantes
existenciales de cada uno (las «creencias»), al rol de referencia ética y moral, en
una permanente negociación del equilibrio entre su función pública y su función
privada y a la gestión del aspecto ritual de los acontecimientos que estructuran la
realidad social, como el matrimonio y los funerales. En el terreno del
conocimiento, a un fundamento posible para las preguntas más generales («¿Por
qué existe el mundo?»), o más difíciles de afrontar con el pensamiento
naturalista («¿Qué es la conciencia individual?»), etc. Este modelo occidental de
división de roles se impone al resto del mundo con el colonialismo, aunque en
diversos grados. Este es el modelo en el que nos encontramos inmersos.
La restricción de su esfera de influencia es a menudo mal aceptada por la
comunidad religiosa, como demuestran las agitaciones políticas recientes de la
Iglesia católica italiana. La razón es clara: se trata de una división que contradice
el sentido mismo del monoteísmo, que no puede pensarse más que como el
fundamento último y total de la legitimidad y garante último de la verdad,
incluso en el campo del saber. Nuestra civilización se debate hoy en esta
incertidumbre de sus fundamentos. Por un lado, el compromiso democrático, que
reconoce la equivalencia a priori de todos los puntos de vista; por otro, el
pensamiento religioso que, aunque con cierta reticencia, puede llegar a aceptar
cohabitar en el respeto hacia el otro, pero que, en Roma o en Riad, en
Washington o en Teherán, sigue considerándose depositario de la verdad última
de la que está mal dudar.
Desde un punto de vista teórico, la búsqueda de un compromiso entre
pensamiento racional y pensamiento religioso, que impregna la reflexión de los
grandes Padres de la Iglesia, desde san Agustín hasta santo Tomás, marca la
evolución misma del pensamiento cristiano; cabe leerla como un intento de
afrontar el reto de articular la relación entre razón y religión.
Desde el punto de vista de un científico moderno, estos esfuerzos a veces
tienen un aspecto de grandeza trágica y desesperada, como intentos de escalar
una pendiente helada, de buscar distinciones sutiles e improbables.
A veces hasta lo grotesco. En De civitate Dei, san Agustín, deseoso de no
contradecir la religión, discute ampliamente, y en todos sus detalles, el siguiente
problema. En el momento de la resurrección final, cada hombre se reencontrará
con su verdadero cuerpo, con todas sus verdaderas partículas de carne. Pero si un
caníbal se come a otro hombre, ¿las partículas de carne reaparecerán en el
cuerpo del hombre comido o en el del caníbal?86 Agustín era un hombre con una
gran inteligencia, y da pena ver que una mente tan grande se rebaje a este tipo de
cuestiones.
Pero vista en términos de conocimiento y método, la contradicción permanece,
al final, irresoluble. Ciertamente, gran parte de la ciencia moderna y antigua ha
crecido serenamente en el seno de la religión: Tales sacrifica un toro a Zeus y
Newton desarrolla sus nociones de espacio y tiempo refiriéndose directamente a
Dios. El saber religioso puede coexistir serenamente en la mente de muchos
hombres con el conocimiento racional; no hay contradicción alguna entre
resolver las ecuaciones de Maxwell y pensar que Dios ha creado el Cielo y la
Tierra y que ha de juzgar a los hombres al final de los tiempos.
Pero la confrontación, con todo, permanece latente y no puede sino continuar
renaciendo. Es inevitable, por dos razones. La primera, superficial, es el hecho
de que constantemente se debate en la frontera entre el campo del conocimiento,
que se percibe como competencia de lo divino, y el conocimiento científico. La
razón esencial es que el pensamiento místico-religioso se basa en la aceptación
de una verdad absoluta que no tolera ser puesta en duda, mientras que la
discusión acerca de verdades acríticamente aceptadas es la naturaleza misma del
pensamiento científico. Está claro que, a la larga, cualquier tregua entre estas dos
formas de pensar es inestable.
Por un lado se tiene la certeza de conocer la verdad. Por otro está el
reconocimiento de nuestra ignorancia y la duda perpetua de toda certeza. La
religión, especialmente el monoteísmo, encuentra una profunda dificultad de
aceptar el pensamiento del cambio, el pensamiento crítico. Eva recogió la
manzana para llegar a saber. Pero ante el dios que quiere ser el Dios Único e
indiscutible fue el primero de los pecados.
La mayoría de los hombres y mujeres, en las mil variantes de la civilización
mundial actual, creen que una verdadera comprensión del mundo no puede
prescindir de los dioses o de un Dios: Anaximandro no ha convencido a la
mayoría de nosotros.
Esta mayoría incluso cree que este dios desempeña o ha desempeñado un
papel fundamental para la existencia misma de la realidad, para la justificación
del poder, para el establecimiento de la moral y, por tanto, de las leyes. Esos
hombres y esas mujeres recurren a un dios, o a la «voluntad de Dios», a la hora
de tomar decisiones y en cuestiones privadas, y muchos estados, como Estados
Unidos e Irán, lo invocan explícitamente como justificación de toda decisión
importante, como por ejemplo el desencadenamiento de una guerra. Incluso la
enseñanza simple y clara del saber que tenemos acerca de la evolución de la vida
en la Tierra está prohibida en algunos estados americanos porque pone en
cuestión los criterios religiosos. Un intento de poner trabas a esta enseñanza
científica también se ha llevado a cabo en Italia. En resumen, vivimos en una
civilización global en la que la mayoría de los hombres y las mujeres acepta el
conocimiento científico como útil y razonable, pero todavía pone a los dioses
(uno o varios) como fundamento último del saber.
Por otro lado, un gran número de hombres y mujeres piensa que todo eso no
tiene sentido, a saber, que el mundo es más comprensible y mejor, y no menos
comprensible, en ausencia de toda referencia a los dioses; que la justificación del
poder no debe hacer referencia a Dios; que hay un fundamento de moralidad y
de la ley que no invoca el nombre de Dios. Y que recurrir a la justificación
divina en decisiones importantes que conciernen a los Estados es una perniciosa
reminiscencia de un pasado oscuro, que divide más que une y que siempre ha
traído y trae todavía más bien la guerra que la paz. Hoy hay, pues, en el corazón
de nuestra civilización, una profunda fractura en lo que se refiere al papel de la
religión. Con respecto a esta fractura, hay posiciones extremas, que van desde el
rigorismo bíblico hasta el ateísmo militante, así como innumerables posiciones
intermedias que dibujan un amplio espectro de compromiso e interpretaciones
diversamente matizadas de dios, o de dioses, y del papel que desempeñan o
deben desempeñar en la sociedad, en el individuo y en lo concerniente a la
comprensión del mundo.
El problema planteado por Anaximandro, dicho de otra manera, todavía está
sobre la mesa. La idea de formular el problema de la comprensión del mundo sin
los dioses es una idea radical en el siglo VI a.C. La propuesta tuvo una posteridad
inmensa, abrió la puerta al conocimiento filosófico y científico que se ha
desarrollado, a ritmos diversos, durante los veintiséis siglos que siguieron. Es
una de las raíces profundas del mundo moderno. Pero está lejos de ser una
propuesta que se haya impuesto a todos: son muchos los contemporáneos
nuestros, la mayoría de ellos probablemente, que todavía están dispuestos a
combatir la tesis central de Anaximandro.
Por una parte, el enfoque naturalista y científico-racional de la comprensión
del mundo ha logrado éxitos que Anaximandro difícilmente podía imaginar. La
ciencia greco-alejandrina, primero, y la ciencia moderna, después, se apropiaron
del proyecto de Anaximandro, lo ampliaron, lo completaron y lo desarrollaron, y
han conseguido no solo una comprensión profunda y detallada de innumerables
aspectos de la realidad, sino también, como efecto colateral, toda la tecnología
de nuestro mundo moderno, que determina nuestra vida cotidiana. Por otra parte,
el pensamiento frente al cual tomó distancia Anaximandro sigue siendo el
pensamiento más común en el planeta.
La actualidad de Anaximandro es, por tanto, total. La cuestión que abre su
propuesta está siempre planteada y siempre divide nuestra civilización: ¿es
posible comprender la existencia y la complejidad del mundo y de la vida sin
atribuir el origen a los caprichos de los dioses o a la voluntad de un Dios?
80 «Los dos segmentos (cuerdas) que unen los extremos A y B de un diámetro del círculo a otro punto
cualquiera P en el círculo forman entre sí un ángulo recto».
81 San Agustín, La Ciudad de Dios, Madrid, BAC, 2013, p. 307.
82 Nicola Abbagnano ha expresado muy bien esta idea: «La tesis propuesta por ciertos críticos modernos
—en contraposición polémica con la de Zeller sobre el carácter meramente naturalista de la filosofía
presocrática— acerca de la inspiración mística de tal filosofía, inspiración de la cual procedería su
tendencia a considerar antropomórficamente el universo físico, se funda en afinidades arbitrarias carentes
de base histórica. […] Los pensadores presocráticos verificaron por primera vez aquella reducción de la
naturaleza a objetividad, que es condición primaria de toda consideración científica de la naturaleza;
reducción que es precisamente lo más opuesto a la confusión entre la naturaleza y el hombre, propia del
misticismo antiguo», N. Abbagnano, Historia de la filosofía, I, Barcelona, Hora, 1994, p. 13.
83 Ciertamente, es un anacronismo, pero en vista de los múltiples fragmentos antiguos que nos hablan de
las explicaciones de Anaximandro y de la ausencia total de referencia a los dioses, entran ganas de
preguntarle a Anaximandro: «¿Y los dioses?». Y nos ponemos a imaginar el rostro pensativo, dulce, pero
casi sombrío del Anaximandro del bajorrelieve del Museo Nacional Romano, procedente de un antiguo
pergamino egipcio, que nos mira en silencio, nos sonríe y nos anticipa la famosa respuesta de Laplace a
Napoleón: «Sire, no necesitaba para nada de esta hipótesis».
84 Cfr. E. Testa, «Legislazione contro il paganesimo e cristianizzazione dei templi nei secoli IV e V», en
Studium Biblicum Franciscanum, Liber XLI, 1991, p. 311.
85 Y no por el califa Omar, siglos después, como quería una versión popular en tierras cristianas.
86 La respuesta, al término de una discusión complicada, es que las partículas reaparecerán en el cuerpo del
hombre comido, y no en el del caníbal. Y esto —si lo entiendo bien— porque, en la medida en que el
canibalismo es un pecado, las partículas de carne comidas integran el cuerpo del caníbal de hecho, pero no
de derecho. Por eso el caníbal se las apropia en la tierra pero no tiene derecho de recuperarlas al final de los
tiempos.
11. EL PENSAMIENTO PRECIENTÍFICO
¿En qué consiste propiamente la propuesta de Anaximandro de entender el
mundo sin apelar a los dioses?
¿Cuál es la diferencia esencial entre pensamiento naturalista y pensamiento
místico-religioso? ¿Por qué buscar la comprensión de la naturaleza sin hacer
referencia a los dioses es algo radicalmente nuevo? Es decir, ¿por qué, antes de
Anaximandro, los hombres recurrían universalmente a los dioses para explicar el
mundo? ¿Qué es, en definitiva, ese pensamiento místico-religioso del que fue tan
difícil alejarse? ¿Qué son los dioses?
La cuestión es demasiado compleja para agotarla aquí; supera mis
competencias y, creo, incluso, nuestros conocimientos actuales. Pero es una
cuestión central para entender lo que realmente llevó a cabo Anaximandro y la
naturaleza del pensamiento científico. Por eso elijo abordarla en estas pocas
páginas con el riesgo de rozar más que la superficie. La definición habitual del
naturalismo, como proyecto de entender el mundo sin remitirse a instancias
sobrenaturales es solo una definición negativa, que no informa nada sobre lo que
son esas instancias sobrenaturales, y ante todo sobre su ubicuidad. Comprender
la lectura religiosa del mundo es esencial para comprender el pensamiento que
nace como alternativa a ella. No tiene demasiado sentido hablar de una
comprensión del mundo que se abstiene de explicaciones místico-religiosas si no
sabemos en qué consiste una comprensión místico-religiosa del mundo.
Sabemos muy poco de la historia del pensamiento místico-religioso. Según
algunos, la actividad religiosa humana, o en todo caso «ritual», se remonta, al
menos, a 200 000 años87 o hasta el mismo origen del lenguaje. En el otro
extremo se ha argumentado que solo apareció con la revolución neolítica.88 Pero
tanto a la luz de los textos escritos que nos han llegado, desde 6000 a.C. hasta
Anaximandro, como también a partir de los resultados de los estudios
antropológicos realizados en el siglo pasado acerca de las denominadas culturas
contemporáneas denominadas «primitivas», hoy es opinión consensuada que el
pensamiento religioso era el pensamiento universalmente dominante en todas las
culturas antiguas de las que quedan vestigios.
Roy Rappaport presenta una gran variedad de argumentos antropológicos que
muestran que la esfera de lo sagrado y de lo divino, en sus múltiples formas,
representa el fundamento universal no solo de la legitimidad social, legal y
política, sino también de la coherencia del pensamiento acerca del mundo en
todas las culturas que han sido estudiadas.89 Dondequiera que se busque una
explicación, se la busca en la relación entre un mundo de fenómenos aparentes y
otro que sostiene, guía y justifica el mundo visible. Ese otro mundo se
manifiesta a través de dioses, espíritus, demonios, antepasados o héroes que
viven en un tiempo paralelo mítico, al inicio o incluso fuera del tiempo, o a
través de otras manifestaciones «sobrenaturales» fácilmente reducibles a una
misma matriz místico-religiosa. El pensamiento místico-religioso es la única
forma de pensamiento de la que ha sido capaz la humanidad durante milenios.
Dada su universalidad y su resistencia actual, viva y tenaz, está claro que
asimilar el pensamiento místico-religioso antiguo a un simple conjunto de
«supersticiones», de «creencias falsas», equivaldría a no ver algo esencial: la
fuerza de ese pensamiento. ¿En qué consiste esa fuerza? Los dioses no eran
meramente «invenciones» de la imaginación del hombre: representaban algo
esencial para la estructuración misma de la experiencia cognitiva, social y
psicológica de la humanidad. ¿Qué representaban? ¿A qué se opone exactamente
la propuesta de Anaximandro?
El significado de esta omnipresencia en la antigüedad de ese «otro mundo», de
«dioses» o de otras variantes de lo divino es, en mi opinión, una de las
cuestiones más importantes acerca de la naturaleza y la historia del pensamiento,
que hasta hoy no ha recibido ninguna respuesta completa y convincente.
Naturaleza del pensamiento místico-religioso
Los intentos de respuesta abundan, y muchos captan por lo menos un aspecto de
este cuadro complejo. Hasta el tiempo de Epicuro y de Lucrecio se buscaron las
fuentes de la religión en el miedo a la muerte, que se supone todo el mundo tiene
(pero ¿es que eso es cierto?). O en el miedo a los aspectos incontrolables y
amenazadores del mundo. O en un sentimiento de pánico, estético, frente al
grandioso espectáculo de la naturaleza. O en una reacción instintiva ante la
incomprensibilidad del mundo, o ante la idea de infinito. O, en fin, a una
hipotética y tautológica «espiritualidad religiosa natural» de los individuos.
Una lectura antropológica clásica es la de Émile Durkheim. Para Durkheim, la
función de la religión es la estructuración misma de la sociedad; los rituales
religiosos son mecanismos que expresan y refuerzan la solidaridad y la esencia
del grupo («la religión es la sociedad que se adora a sí misma»).90 No es que el
poder político se sirva del poder religioso: es el poder religioso. El faraón es
Dios.
Otra interpretación célebre es la de Karl Marx, para quien la religión no sirve
al conjunto de la sociedad, sino solo al grupo dominante, que recurre a ella como
instrumento de dominación y opresión del resto de la sociedad.
Las hipótesis teóricas más recientes acerca del origen de la religión y su papel
en el origen de la civilización son muchas. Comprenden desde enfoques de tipo
evolutivo, en los que la religión representa una ventaja competitiva para
determinados grupos o individuos, a hipótesis opuestas, según las cuales la
religión no es más que una desviación parasitaria, un producto colateral inútil de
otras funciones humanas.
Algunas de las tesis más fascinantes, a pesar de su aspecto hipotético y
controvertido, se refieren a la evolución histórica del pensamiento religioso. En
los años setenta, un muy bello libro de Julian Jaynes (El origen de la conciencia
en la ruptura de la mente bicameral),91 provocó mucha discusión. Contra la idea
de un origen antiguo de la divinidad, Jaynes asume que la idea de Dios nació en
el transcurso de la revolución neolítica hace aproximadamente unos diez mil
años. Los grupos humanos tienen inicialmente una dimensión familiar y están
guiados por un macho dominante, que manda directamente sobre los miembros
del grupo con el que está en contacto personal. Es la estructura social que el
hombre comparte con los demás primates. Con la revolución neolítica, el
desarrollo de la agricultura, el crecimiento demográfico y la instalación de los
primeros pueblos sedentarios, estos grupos crecen y se expanden, tanto que el
macho dominante ya no está en contacto directo con cada uno de los miembros
del grupo. La civilización es el arte de vivir en poblados de tan grandes
dimensiones que sus habitantes ya no se conocen.
Según Jaynes, la solución que permitió evitar la desintegración del grupo es
una introyección de la figura del macho dominante, cuya «voz» de mando es
«oída» por los individuos, incluso estando ausente. La voz del soberano sigue
siendo escuchada y venerada después de su muerte física. Se procura conservar
su cadáver tanto tiempo como sea posible, tanto que todavía «habla» y
evoluciona hasta convertirse en la estatua de un dios adorado en la plaza central
del poblado. La casa del soberano, que es la casa de la estatua del dios, pasa a ser
un templo que viene a ser el corazón de la ciudad.92 Este sistema se estabiliza en
el transcurso de milenios y determina la estructura social y psicológica de las
civilizaciones antiguas.
En estas civilizaciones, el dios es, pues, directamente el soberano, el padre del
soberano o su ancestro. Los dioses son el recuerdo siempre activo de los
soberanos del pasado. Las voces de los dioses son omnipresentes; oyéndolas, la
psicología antigua se enfrenta a cualquier situación que implique una decisión,
como vemos por ejemplo en la Ilíada. Los hombres no disponen de una
conciencia compleja de sí mismos en el sentido moderno, es decir, un amplio
espacio de relato interior en el que se hagan presentes las posibles consecuencias
de sus actos. En su lugar, han interiorizado un conjunto de reglas que reflejan las
normas sociales de comportamiento y que se manifiestan como la pura voluntad
de los dioses. Los dioses no son, por tanto, «invenciones de la imaginación»: son
la voluntad misma del primer hombre social.
Según Jaynes, el sistema entra en crisis en torno al primer milenio a.C., un
período marcado por violentísimas alteraciones políticas y sociales. El sistema se
hunde bajo la presión de grandes migraciones, por el desarrollo del comercio y
por la formación de los primeros grandes imperios multiétnicos. En la confusión
cada vez mayor que sacude a los diversos grupos humanos, la «voz» del dios,
con la que los héroes homéricos conversan todavía con regularidad, y que
Moisés y Hammurabi todavía oían claramente, se hizo cada vez más lejana, y
terminó por no ser oída en absoluto, excepto por unas cuantas pitonisas, y al
final solo por Mahoma y los santos católicos. Los dioses se alejan cada día un
poco más en sus cielos. El hombre se queda solo, a merced de un mundo en
revolución. Las líneas que Jaynes escribe sobre este período son muy bellas. En
ellas percibimos el eco del célebre lamento [Tablilla «Ludlul bel nemeqi», figura
19]:
Mi dios me abandonó y desapareció. Mi diosa me visita con menos frecuencia y se mantiene distante. El
ángel bueno que caminaba a mi lado se fue…
Figura 19. Tablilla «Ludlul bel nemeqi», 1200 a.C., Nínive.
Para Jaynes, la conciencia moderna es el expediente evolutivo que permite
afrontar esta nueva soledad: una «narrativización» lingüística del yo, que se
convierte en el medio con que tomar decisiones complejas y articuladas, cuando
ni el líder simio ni su voz interiorizada están ahí para decirnos qué hacer.
Marcel Gauchet, en El desencantamiento del mundo,93 puso en marcha una
discusión ya clásica, que se origina en un universo cultural muy diferente,
aunque cargado de interesantes resonancias con Jaynes. Gauchet describe la
lenta salida de la humanidad del pensamiento místico-religioso. Según él, en el
pasado la religión ha representado la economía general de la humanidad: ella ha
estructurado indisolublemente su vida material, social, mental y, sobre todo,
política. Pero esta función se ha agotado a través de los siglos. Los Estados
modernos han reemplazado esencialmente su papel en la estructuración del
espacio político, y de la religión no quedan más que retazos: apenas poco más
que experiencias individuales y sistemas de convicciones.
Una de las tesis más interesantes de Gauchet es la idea de que el monoteísmo
no representa un estado evolucionado, «superior», del pensamiento religioso; al
contrario, no es más que una fase de la lenta disolución de la centralidad y la
coherencia de la organización religiosa antigua del pensamiento.
La tensión que lleva al nacimiento del monoteísmo está ligada a la
constitución de los grandes imperios. Los primeros imperios mezclan pueblos,
quitan el poder al grupo social, primitivo, a la tribu que se identificaba con sus
propios dioses locales, e instalan la idea de un gran poder central lejano. Un dios
comienza a prevalecer sobre la multiplicidad inicial de dioses y de cultos. En
Egipto, el dios del Sol, Ra, comienza a imponerse como dios principal a partir de
la cuarta dinastía del Imperio antiguo, mientras que en Mesopotamia, Marduk, el
dios de Babilonia, se eleva por encima de la multitud de otros dioses tan pronto
como el poder se concentra en Babilonia.
Pero el politeísmo antiguo no se destruye tan fácilmente. Algunos
emperadores se lanzan a épicos y dramáticos intentos de imponer un dios único,
como Amenhotep IV, el esposo de Nefertiti, que se llama a sí mismo Akhenatón.
En el apogeo de la gloria imperial, impone el culto exclusivo de Aton, centrado
en Akhenatón. Pero la reacción de las viejas castas sacerdotales es violenta, y el
politeísmo se restablece inmediatamente tras la muerte de Amenhotep IV; se
convertirá en la forma religiosa única de los grandes imperios, hasta el Imperio
romano, el más grande y el más estable de todos.
Pero un pueblo que vive al margen de los imperios, o más bien atrapado entre
las dos grandes áreas imperiales, aprovecha esta difundida tensión hacia el
monoteísmo como una oportunidad histórica. La genialidad de Moisés, según
Gauchet, es haberse atrevido a dar la vuelta a las tradicionales relaciones de
poder entre los dioses, que reflejaban directamente las relaciones de fuerza entre
sus correspondientes pueblos. Quizá hubo tribus israelitas en Egipto que
presenciaron el fallido intento de Amenhotep IV de imponer el monoteísmo.
Menos de un siglo después, Moisés postula, a su vez, la existencia de un
«superdiós», pero en esta ocasión independiente del poder imperial, y hace de
esta existencia una formidable arma de resistencia para su pueblo, a pesar de la
debilidad política en que este se encuentra. Gracias a esta arma, Israel se liberará
de Egipto y más tarde de Babilonia. El superdiós ya no es solo el dios del grupo:
es un dios distante, como distante es el emperador, que reina, como el
emperador, sobre todos los pueblos —pero que, como el emperador, no ama a
todos los pueblos de igual manera.
El pueblo de Israel se convierte en el guardián del monoteísmo, a pesar de la
contradicción implícita entre la idea de un dios universal y la de un pueblo
elegido. La contradicción se resuelve temporalmente con la expectativa
mesiánica de la llegada de un gran líder que finalmente hará real el dominio de
Israel sobre todas las naciones, restableciendo la identidad entre la superioridad
del dios y el poder de su pueblo. Pero no es esto lo que quiso la historia. El largo
proceso de unificación imperial del mundo mediterráneo se realiza al fin, pero
bajo Roma, no bajo Israel.
El gran imperio de Roma impone un final definitivo al paganismo antiguo.
Queda la soledad del individuo del inmenso imperio, donde los pequeños grupos
humanos que se reúnen en torno a su propio dios han perdido toda centralidad
como depositarios de la legitimidad, del poder, del conocimiento y de la
identidad. En el gran imperio ya no basta con sobresalir en la propia ciudad, hay
que estar en Roma. Se ha perdido la fuerte identidad que daba a la humanidad la
estrecha cohabitación dentro del grupo.
Jesucristo, según Gauchet, se enfrenta a este nuevo malestar y al mismo
tiempo resuelve la contradicción israelita entre el dios universal y el pueblo
elegido. Lo consigue repitiendo, de una manera aún más espectacular, el genial
giro dado por Moisés, es decir, separando aún más el poder y la religión.
Jesucristo y Pablo de Tarso proponen la hipóstasis de un «dios verdadero» único,
que reina sobre todos, pero de una manera del todo independiente del poder
imperial. Actuando así, Jesucristo inventa un universo paralelo («Mi reino no es
de este mundo»), en el que la escala de valores se invierte en relación con la del
poder, y donde un dios es al mismo tiempo lejano y directamente accesible al
individuo aislado, sin la mediación de la estructura política. Así nace una nueva
esfera: la esfera de la espiritualidad individual, esa esfera tan maravillosamente
explorada y difundida por san Agustín. La Iglesia nace como estructura paralela
a lo político, y lo reemplaza en su papel central de dar sentido al mundo. Y nace
un espacio identitario individual paralelo, desvinculado de la identidad social.
Pero muy pronto el poder político se apresura a colmar la brecha y busca
reabsorber la nueva fuente de legitimidad: el imperio se cristianiza, no teniendo
el poder sin dios otro remedio que unirse al dios sin poder, para devolver su
fundamento teocrático a la sociedad, que finalmente se ha hecho monoteísta.
Pero en el seno de la antigua unidad sociedad-religión-identidad, ya se ha abierto
la fractura, y en ella se situará el núcleo de la espiritualidad individual de la que
nacerá el mundo moderno.
Las investigaciones más recientes acerca del origen y la naturaleza de la religión
han subrayado cada vez más la estrecha interrelación entre religión y lenguaje y
tienden a desplazar mucho más lejos el origen de la religión, poniendo el acento
en el papel fundamental que esta podría tener en el nacimiento mismo de la
humanidad.
En un trabajo reciente, de notable inspiración, Roy Rappaport, figura
importante en la antropología contemporánea, identifica en la actividad ritual, en
los ritos, no solo el corazón de la religiosidad, compartida por todas las culturas,
sino también la actividad en torno a la cual ha crecido la civilización, o hasta la
misma «humanidad».94
Rappaport ve en la función ritual el anclaje central en torno al cual crece y se
despliega el sistema de legitimidad que funda lo social, incluso la fiabilidad del
lenguaje intercambiado entre los hombres. Cada sociedad se funda y se reúne
alrededor de ritos. Las actividades rituales ya existen en el mundo animal y por
lo general ejercen funciones de comunicación social. En el caso del hombre, es
en estas actividades donde descansan los fundamentos del lenguaje. En el
transcurso de estos ritos, algunos enunciados fundacionales, que Rappaport
denomina Ultimate Sacred Postulates, se repiten con mucha frecuencia, de
manera que se vacían totalmente de sentido:
Credo in unum Deum «Creo en un solo Dios»
Alá es grande y Mahoma es su profeta
«Escucha, Israel, el Eterno, nuestro Dios, el Eterno es Uno»
o la fórmula que aparece en cada plegaria del complejo ceremonial de los
Navajos de América:
sa’ah naaghaii bik’eh hozho
«Creciendo, caminaremos en la belleza y en la armonía»,
o también la gran sílaba sagrada del hinduismo, del jainismo, del budismo, de la
religión sij y la religión zoroástrica, la sílaba que lo contiene todo:
«Om»
(Recurro a las traducciones habituales, sabiendo que algunas de ellas son solo
aproximadas). Estos enunciados no pueden ser verificados ni falsados. En
sentido estricto, no significan nada. Pero su repetición ritual les garantiza un
valor de certeza y los eleva al rango de pilares de la sacralidad en los que se
apoya todo pensamiento que da estructura al mundo y legitimidad a lo social.
Para entender qué significa esto es esencial observar que el lenguaje no se
limita a reflejar la realidad, sino que muy a menudo la crea. El sacerdote que
dice «os declaro marido y mujer», el juez que dice «¡culpable!», la comisión de
profesores que declara «concedo el título de Doctor», el parlamento que aprueba
una ley, Napoleón que habla de honor y de gloria a los soldados franceses a la
sombra de las pirámides, el sacerdote que dice misa los domingos… En todos
estos casos no se describe la realidad, se crea mediante el lenguaje. Las
funciones superiores de lo social viven en este espacio creado por el lenguaje:
estar casado, ser ciudadano, ser adulto, ser honrado, ser doctor, ser profesor, ser
célebre, ser presidente de la república o ser extranjero, ser la capital de Francia,
etc. son otras tantas realidades que solo existen en la medida en que están
determinadas por enunciados lingüísticos pronunciados por los miembros
autorizados (¿por quién?) de la sociedad a hacerlo. Todo lo que tiene que ver con
la ley, con el honor, con las instituciones, etc., vive en un espacio creado por el
lenguaje, que solo existe porque los hombres reconocen, colectivamente, su
realidad y su legitimidad.
El acto que es origen de esta legitimidad es el rito, y los «postulados sagrados
últimos»95 son su fundamento. Esos postulados establecen un espacio de lo
sagrado que da legitimidad a todo lo que deriva del mismo. Participar en el rito
es avalar su legitimidad y por lo tanto reconocer y adherirse a la esfera de los
significados que emanan del rito, aunque ni siquiera haya adhesión intelectual a
las eventuales creencias enunciadas en el transcurso del rito. Yo no entro en esta
casa porque es tu casa; es tuya porque la has heredado de tu marido; era tu
marido porque un sacerdote lo declaró; el sacerdote era sacerdote porque el
obispo lo había ordenado; el obispo era obispo porque el Papa lo había
ordenado; el Papa es el Papa porque Dios lo eligió; Dios existe porque «yo creo
en un solo Dios» y «creo en un solo Dios» porque lo repito en la misa. Así que a
fin de cuentas no entro en esta casa por un pacto fundacional con mis
semejantes, que se reafirma en cada misa. Y aunque estuviera distraído en misa
y en el fondo no creyera ni una palabra de lo que dice el sacerdote, esa estructura
global a la que me adhiero permanece inalterable.
Sustituir al sacerdote por un juez, al Papa por un parlamento y la misa por una
urna electoral, o por la asistencia a la escuela, no cambia demasiado esta
estructura. Mediante el constante retorno a sus ritos, los seres humanos renuevan
su pacto social y, al mismo tiempo, fundan con un gesto la base de su
pensamiento errante y volátil sobre el mundo.96
Es casi una relectura moderna de Confucio, que de manera muy parecida pone
también en el rito el fundamento mismo de la vida social y moral y de la
armonía del pensamiento.
Las diferentes funciones de lo divino
Estas pocas observaciones, muy incompletas, no aportan más que una idea de la
complejidad del problema y de nuestra ignorancia sustancial en la materia. La
verdad quizá se encuentre en una combinación de esas hipótesis o en una historia
más compleja, muy difícil de reconstruir.
Parece claro que de una manera o de otra el pensamiento religioso tiene que
ver con el funcionamiento mismo de nuestro universo lógico-mental, en especial
en la medida en que existe y se expresa en un contexto social.
No obstante, no olvidemos que los hombres puede que hablen desde hace más
de cien mil años, pero que solo desde hace seis mil han dejado rastros escritos de
lo que han estado diciendo. Lo que se han dicho entre sí en el transcurso de los
últimos cien mil años precedentes, qué estructuras conceptuales han
experimentado, cuántas veces han cambiado de idea y han repensado todo desde
cero, no lo sabremos jamás. O, en todo caso, si un día llegamos a saber algo de
ello, tal vez quedemos sorprendidos.
El problema esencial a este respecto es que no sabemos cómo ni por qué
pensamos lo que pensamos. No conocemos la complejidad de los procesos que
dan origen a nuestros pensamientos y a nuestras emociones. Nuestro cuerpo, que
genera y expresa esos pensamientos y esas emociones, es un organismo de una
complejidad extrema que nuestra limitada capacidad de entender se esfuerza por
comprender. Esta complejidad se acentúa además por el hecho de que no
vivimos solos: quizá nuestros pensamientos deban concebirse como el reflejo en
un individuo de los procesos que se producen a escala social. Puede ser que no
seamos nosotros los que pensamos, sino los pensamientos que nos penetran.
Preguntarse cómo pensamos lo que pensamos se parece tal vez a preguntarnos
cómo una piedra del mar levanta una ola por encima de ella.
Lo que llamamos conciencia, libre albedrío, espiritualidad, divinidad,
probablemente no sea más que una manera de describir nuestra ignorancia de las
causas de la complejidad de nuestro comportamiento y de la sustancia de
nuestros pensamientos. Me parece que esta idea, que se remonta a Baruch
Spinoza, es la brújula más fiable para guiarnos por la selva oscura de nuestro
pensamiento.
Hemos aprendido a desvelar un gran número de ideas falsas, y veintiséis siglos
después de Anaximandro hemos aprendido a desconfiar de cualquiera que afirme
saber con certeza que es Zeus quien envía el rayo. Pero no sabemos cómo
funciona nuestro propio pensamiento. Si buscamos un fundamento seguro para
actuar y pensar, no lo encontramos. Tampoco sabemos si tenemos verdadera
necesidad de este fundamento. No hace más que recurrir a conceptualizaciones
vagas e inciertas, cuando precisamente se trata de las cosas que más nos
importan. Lo que llamamos irracional es el nombre en código de lo que, por el
límite de nuestra razón, no entendemos.
Esto no implica que no podamos, o no debamos, fiarnos de nuestros
pensamientos. Nuestros pensamientos son el mejor mapa que tenemos para
navegar por el mundo, y el único en que podemos confiar. Reconocer sus
limitaciones no significa que confiar en algo que todavía es más limitado e
incierto, como la tradición, sea una elección más prudente: la tradición no es más
que el conjunto codificado de pensamientos de hombres que han vivido en un
tiempo en el que su ignorancia era aún más vasta que la nuestra.
Esos últimos milenios de los que quedan vestigios muestran lentísimas
evoluciones del pensamiento humano, que todavía están en marcha. El
politeísmo antiguo es muy similar en los alrededores del Mediterráneo, en
China, en India, en México y en América del Sur, lo mismo que su estrecha
relación con los grupos sociales y su identidad esencial con el poder político.
Desde ese politeísmo original hasta los cambios producidos en el mundo griego
por las tensiones racional-naturalistas, la instalación de la democracia y luego la
restauración del monoteísmo teocrático del Imperio romano tardío, medieval e
islámico, se dibuja un recorrido, un gran movimiento.
Asistimos a un proceso histórico de gran envergadura, en el cual estamos
inmersos, y en el transcurso del cual el papel de lo religioso en el pensamiento
humano está evolucionando. Se trata de una transformación que se mide en
milenios más que en siglos, y que conlleva profundas modificaciones de la
estructura social, política y psicológica de la sociedad y de la forma en que la
humanidad se reconoce y se piensa a sí misma. La propuesta naturalista de
Anaximandro es un capítulo de una historia más amplia.
Volvemos, pues, al punto de partida, que es la relación precisa entre la
propuesta jónica y la religión, y por ello, a la distinción entre la función
cognitiva de la religión y sus demás funciones. Tales y Anaximandro no ponen
en tela de juicio la religión de manera explícita: se contentan con alejarse de las
historias de dioses, y están sobre todo dispuestos a renunciar a toda certeza,
incluidas las inscritas en lo que Rappaport llama «postulados sagrados últimos».
Entienden que la aceptación acrítica es la estaca a la que estamos atados, el
pivote al que se fija nuestra ignorancia, que nos impide ver más allá, encontrar
algo que sea menos falso.
Esto no impide a Tales, eufórico, sacrificar un toro para los dioses: ¿podemos
separar las funciones del pensamiento religioso unas de otras? ¿Hay algo que
pueda cumplimentar sus funciones psicológicas y sociales sin constituirse
intrínsecamente en un obstáculo para el conocimiento? ¿Es posible abrir un
nuevo espacio a funciones que durante siglos fueron propias de la religión, sin
que ello nos impida poner en duda las antiguas creencias?
Por supuesto, no todas las religiones modernas son iguales desde este punto de
vista. Entre los evangelios que creen necesario especificar en miles de años la
existencia del mundo (seis mil, para ser exactos), los dogmas católicos y el
impulso antidogmático del cristianismo unitario y el budismo que describe sus
propias creencias como ilusorias, hay todo un espectro continuo de actitudes ante
el conocimiento y la inteligencia. En el seno mismo de cada religión se juega un
juego continuo de reformas por las que las verdades religiosas, cuando parecen
manifiestamente absurdas, se reinterpretan en términos más abstractos. El dios
barbudo se convierte rápidamente en un dios personal sin rostro, luego en un
principio espiritual, después en algo inefable del que nada se puede decir.
Dicho esto, no creer que un dios está cerca de mí y me escucha no me impide
dirigirme al mar por la mañana con un canto silencioso en mi corazón y dar las
gracias al mundo por su belleza. No hay contradicción entre rechazar el
irracionalismo y escuchar la voz de los árboles, hablarles, tocarlos con la palma
de la mano, sintiendo cómo su fuerza serena fluye hacia mí. Los árboles no
tienen alma. Ni más ni menos, creo, que el amigo al que me confío, y eso no me
impide hablarle, ni hablar con los árboles, ni disfrutar profundamente de todos
esos intercambios, ni intentar apaciguar el dolor de alguien cercano a mí que
sufre. Ni dar agua a un árbol sediento.
No hay necesidad de un dios para percibir la sacralidad de la vida y del
mundo. No necesitamos garantías externas para darnos cuenta de que hay
valores, y que incluso podemos llegar a morir por defenderlos. Y si descubrimos
que podemos encontrar la razón de nuestra generosidad, de nuestro amor por los
árboles, en los pliegues de la evolución de nuestra especie, no por ello amaremos
menos a nuestros hijos y a nuestros semejantes. Si la belleza y el misterio de las
cosas nos dejan sin aliento podemos quedarnos jadeantes, conmovidos,
silenciosos.
Bastan cien microgramos de dietilamida de ácido lisérgico para percibir el
mundo de un modo profundamente distinto. Ni más verdadero ni menos:
diferente. Nuestro saber es demasiado débil para no aceptar vivir en el misterio.
Y precisamente porque el misterio existe, y porque es tan profundo, no podemos
confiar en quien declara poseer la llave de este misterio.
Aceptar la incertidumbre y la novedad de un pensamiento que busca nuevos
caminos conlleva nuevos riesgos. Una civilización que abandona los caminos
tradicionales está expuesta a nuevos peligros. Si el planeta se calienta a causa de
la Revolución industrial, el riesgo para la humanidad puede ser considerable.
Pero los caminos tradicionales no nos protegen de estos riesgos; al contrario, los
hacen más incontrolables. Grandes civilizaciones antiguas, como los mayas, la
Grecia clásica y tal vez el propio Imperio romano, probablemente se vieron
debilitadas, si no destruidas, por graves desequilibrios ecológicos que ellas
mismas habían engendrado. Con la circunstancia atenuante de que no tuvieron, a
diferencia de nosotros, la oportunidad de entender lo que estaba pasando e
intentar defenderse. La inteligencia no nos ahorra desastres, pero es nuestra
principal arma frente a ellos.
Henry Bergson consideraba la religión como la defensa de la sociedad frente al
poder disolvente de la inteligencia.97 Pero, ¿quién nos salva del poder disolvente
de la ignorancia? ¿Se salvó el mundo maya por su fe en Gukumatz, el dios
serpiente creador? ¿Se salvaron los aztecas por Huitzilopochtli, el dios sol?
Gregory Bateson subraya que la conciencia racional es necesariamente selectiva,
parcial, incapaz de comprender la totalidad, a menos que se vea ayudada por
alguna forma de irracionalidad.98 Pero todas las actividades humanas son
limitadas de igual manera, más aún si son irracionales, y solo reconociendo estos
límites, e integrando lo que aprendemos, podemos encontrar mejores caminos.
Una confusión común, en la base de esas tentaciones irracionales que tan
fuertes son en el mundo moderno, consiste en suponer que la individualidad
racional sería egoísta, y que solo reprimiéndola podemos identificarnos con
objetivos colectivos y tener comportamientos sociales y generosos. Es un error
de perspectiva. ¿Por qué un comportamiento egoísta sería más racional? La
búsqueda de la satisfacción de necesidades personales está probablemente
inscrita en nuestro patrimonio genético, pero también lo están nuestra
generosidad y nuestro comportamiento social. Nos sentimos felices si recibimos
un regalo, pero nos sentimos igualmente felices, o más, si hacemos nosotros un
regalo. Puede contribuir a nuestra felicidad ser un poco más ricos, pero más
felicidad produce vivir en una sociedad sin pobreza. La hipótesis de que las
motivaciones primarias del hombre serían egoístas y antagónicas respecto de los
demás hombres no es racional: es ciega a la complejidad de lo humano. Por otro
lado, el empuje irracionalista no brilla precisamente por su generosidad: fue el
puro irracionalismo, la pura expresión de ese espíritu de «la colectividad», que
hoy muchos quisieran mostrar en defensa de la civilización, lo que alimentó la
irresistible ascensión de la ideología nazi en la Alemania de los años treinta; y
fue por un honesto deseo de salvar sus almas por lo que miles de mujeres
europeas fueron quemadas como brujas.
Hace treinta siglos, la humanidad, por un camino desconocido para nosotros,
construyó un sistema de pensamiento basado en verdades indiscutibles. Y en
torno a estas verdades, para protegerlas, construyó también un complejo sistema
de reglas, tabúes y relaciones de poder.
Pero la realidad es cambio, y el curso de los siglos ha cambiado
profundamente las estructuras políticas, mentales y conceptuales de la
humanidad. Ya no necesitamos adorar al faraón para dar legitimidad a las
estructuras políticas gracias a las cuales nos gobernamos. Hay otras vías. Ya no
necesitamos invocar a Júpiter para dar razón de la lluvia y del trueno. Aceptar ir
hacia lo incierto ha permitido a la humanidad construir el mundo en el que
vivimos. Este mundo es la realización de los sueños libres de los hombres y de
las mujeres que nos precedieron. El futuro solo puede nacer de nuestros sueños
libres, pero para construir el futuro es necesario librarse del presente.
Anaximandro representa quizá un paso en esta liberación de las viejas
estructuras del pensamiento. Un paso que no sabemos dónde nos llevará. El
verdadero descubrimiento no es de dónde viene el agua de la lluvia: el verdadero
descubrimiento es que podemos equivocarnos, y que, a decir verdad, nos
equivocamos muy a menudo.
El mundo es terriblemente más complicado que las imágenes ingenuas que nos
formamos para movernos por él. Nuestros pensamientos también. La misma
distinción entre uno y otro es todavía un enigma. Nuestras emociones, nuestra
complejidad psicológica y social, son mucho más complejas de lo que
alcanzamos a imaginar. Debemos elegir entre aceptar esta profunda
incertidumbre de nuestro saber, entregarnos a un pensamiento curioso y eficaz,
pero sin raíces sólidas, y así continuar comprendiendo, reconociendo nuestros
errores y nuestra ingenuidad, ampliando nuestro conocimiento, dejando vía libre
a crecer y florecer, o cerrarnos en certezas vacías, y construir todo el resto en
torno a ellas. Yo prefiero la incertidumbre. La incertidumbre nos enseña mucho
más acerca del mundo; es más digna, más honesta, más seria, más bella.
Uno de los textos más antiguos y fascinantes que nos transmitió la antigua
India, el Rigveda, escrito hacia el año 1500 a.C., dice:
¿De dónde ha nacido esta creación y de dónde vino?
Hasta los Devas nacieron después de la creación de este mundo,
y entonces, ¿quién sabe de dónde vino la existencia?
Nadie puede saber de dónde vino la creación,
y si Él la creó o si Él no la creó.
Él, que la vigila desde lo más alto de los cielos,
solo Él lo sabe,
o quizá no lo sabe.
[Rigveda, 10. 129]
87 Los arqueólogos han encontrado en Suiza cráneos de osos colocados en posición circular —algo que se
interpreta como signo de actividad ritual— que datan de la era glacial de Würm. Cfr. Campbell, J., Renewal
Myths and Rites of the Primitive Hunters and Planters, Ascona, The Eranos Foundation/Spring
Publications, 1989.
88 Cfr. J. Jaynes, El origen de la conciencia en la ruptura de la mente bicameral, México, FCE, 1987.
89 Cfr. R. Rappaport, Ritual y religión en la formación de la humanidad, Madrid, Akal, 2016.
90 Cfr. E. Durkheim, Las formas elementales de la vida religiosa, Madrid, Alianza, 2003.
91 J. Jaynes, The Origin of Consciousness in the Breakdown of the Bicameral Mind, op. cit.
92 Los restos arqueológicos de los centros urbanos más antiguos se agrupan en torno a la casa central del
dios o están formados por núcleos cada uno de ellos agrupado en torno a la casa de un dios, que contiene
una estatua. Esta estructura es claramente visible en Jericó en el nivel que corresponde al séptimo milenio
a.C., en Hacilar en Anatolia, en Eridu en Mesopotamia, hacia 5 500 a.C., donde la casa de Dios comienza a
ser construida sobre plataformas de ladrillos de barro que darán origen a los zigurats. De estos sitios
primordiales a las catedrales góticas hay una impresionante continuidad, que no es desmentida por los
restos arqueológicos de México, China o India.
93 M. Gauchet, El desencantamiento del mundo: una historia política de la religión, Madrid, TrottaUniversidad de Granada, 2005.
94 En los tres significados posibles de la palabra «humanidad»: como especie animal particular; como
conjunto de características que distinguen a esta especie de otros animales considerados globalmente; y,
finalmente, como valor ético (cfr. R. Rappaport, Ritual y religión en la formación de la humanidad,op. cit.)
95 Cfr. R. Rappaport, Ritual y religión en la formación de la humanidad, op. cit.
96 Uno de los textos más antiguos del pensamiento indio, el Bṛhádāraṇyaka Upaniṣad, comienza con los
versos: «La cabeza del caballo sacrificial es la aurora […] el caballo sacrificial es el mundo…».
97 Cfr. H. Bergson, Las dos fuentes de la moral y de la religión, Madrid, Tecnos, 1996.
98 Cfr. G. Bateson, Pasos hacia una ecología de la mente (una aproximación revolucionaria a la
autocomprensión del hombre), Buenos Aires, Carlos Lohlé, 1985.
12. CONCLUSIÓN: EL LEGADO DE ANAXIMANDRO
He tratado de evaluar el alcance y el legado de las aportaciones de Anaximandro
desde el punto de vista de un científico de hoy, y de hacer algunas reflexiones
acerca de la naturaleza del pensamiento científico. La imagen que se dibuja es la
de un gigante del pensamiento cuyas ideas marcan un importante punto de
inflexión histórico: es el hombre que dio origen a lo que los griegos llamaban
Περὶ φύσεων ίστορία (Peri physeōn istoria), «la investigación de la
naturaleza», sentando las bases, incluso literarias, de toda la tradición científica
posterior. Es quien abre una perspectiva racional acerca del mundo natural: por
primera vez, el mundo de las cosas se percibe como directamente accesible al
pensamiento.
En palabras de Daniel Graham: «El proyecto de Anaximandro se ha
convertido, en manos de sus sucesores, en un programa capaz de un desarrollo
infinito y que, en su encarnación moderna, ha producido el mayor desarrollo del
conocimiento que el mundo ha conocido. En cierto sentido, su proyecto privado
se ha convertido en la gran búsqueda del conocimiento del mundo».99
Anaximandro es el primer geógrafo. El primer biólogo en considerar la
posibilidad de una modificación de los seres vivientes en el curso del tiempo. El
primer astrónomo que estudia racionalmente el movimiento de los astros y trata
de reproducirlo en un modelo geométrico. El primero en proponer dos
instrumentos conceptuales que han demostrado ser fundamentales para la
actividad científica: la idea de ley natural que gobierna el despliegue de los
fenómenos en el tiempo, según la necesidad; y la introducción de términos
teóricos con los que se postulan nuevas entidades, hipóstasis necesarias para
explicar el mundo de los fenómenos. Y lo que es más importante aún,
Anaximandro está en el origen de la tradición crítica que funda el pensamiento
científico: continuar el camino del maestro, pero reconociendo a la vez que el
maestro se ha equivocado.
En fin, Anaximandro lleva a cabo la primera gran revolución conceptual en la
historia de las ciencias: por primera vez, el mapa del mundo se rediseña en
profundidad. La universalidad de la caída de los cuerpos es puesta en duda en el
marco de una nueva imagen del mundo en la que el espacio no está en absoluto
estructurado por un arriba y un abajo, y en el que la Tierra flota en el espacio.
Es el descubrimiento de la imagen del mundo que caracterizará a Occidente a lo
largo de los siglos; es el nacimiento de la cosmología y la primera gran
revolución científica. Pero, sobre todo, es el descubrimiento de que es posible
llevar a cabo una revolución científica: para comprender el mundo es posible y
necesario reconocer que nuestra imagen del mundo puede estar equivocada y
que podemos diseñarla de nuevo.
Esta es la característica central del pensamiento científico. Lo que nos parece
obvio puede resultar falso. El pensamiento científico es una exploración siempre
reiniciada de nuevas conceptualizaciones del mundo. El conocimiento nace de
un acto de rebeldía, respetuoso pero profundo, contra el saber admitido. Esta es
también la herencia más fecunda que Occidente ha ofrecido a la civilización
mundial que hoy está constituyéndose, su mayor contribución.
Esta rebelión es un desafío lanzado por Tales y Anaximandro: librar la
comprensión del mundo del pensamiento místico-religioso que durante milenios
ha estructurado el pensamiento de la humanidad. Considerar la posibilidad de
que el mundo es comprensible sin basar esa comprensión en un dios o en
muchos dioses. Es una posibilidad nueva para la humanidad, que hoy, después
de veintiséis siglos, asusta a la mayoría de los hombres y mujeres de este
pequeño planeta que flota en el espacio.
La relectura del mundo propuesta por Anaximandro es una nueva aventura. El
aspecto terrible pero fascinante de esta aventura es reconocer y aceptar nuestra
ignorancia. Aceptar nuestra ignorancia no es solo la vía regia hacia el
conocimiento: es, también, la más honesta y la más hermosa. La provisionalidad
y el vacío que nacen de ella no hacen la vida insensata, la hacen más preciosa.
Hacia dónde nos lleva esta aventura, no lo sabemos; pero el pensamiento
científico, como revisión crítica del saber tradicional, apertura a la posibilidad de
rebelión frente a todas las creencias, capacidad de explorar nuevas visiones del
mundo y crear otras más eficaces, representa un capítulo importante en la lenta
evolución de la civilización humana. Un capítulo que comienza con
Anaximandro y que nosotros continuamos, llenos de curiosidad, por saber a
dónde vamos.
Figura 20. La Tierra vista desde la Luna.
99 Cfr. D.W. Graham, Explaining the Cosmos, op. cit.
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desarrollo del saber en Grecia y en China.
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RUSSO, L., La rivoluzione dimenticata, Milán, Feltrinelli, 1996. Un texto
apasionado que reagrupa gran cantidad de información acerca de la ciencia
alejandrina, ilustrando su complejidad y su riqueza a la luz de la competencia
científica del autor, matemático de formación. El libro muestra cómo por
falta de esa competencia a menudo se acaba no entendiendo el contenido y
subestimando la importancia de la ciencia antigua. Un texto importante para
entender la ciencia antigua.
—, Flussi e riflussi, Milán, Feltrinelli, 2003. Un breve tratado acerca del saber
antiguo de las mareas y su posible influencia en el renacimiento de la ciencia
en el siglo XVII.
SHOTWELL, J. T., Historia de la historia en el mundo antiguo, Madrid, FCE, 1940.
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ULISES, M. C., La philosophie des sciences. L’invention d’une discipline, París,
Éditions Rue d’Ulm, 2006.
UNGER, R. M., El despertar del individuo: imaginación y esperanza, Buenos
Aires, FCE, 2009. Soberbio manifiesto a favor de un pensamiento político en
continua evolución.
VERNANT, J.-P., Los orígenes del pensamiento griego, Barcelona, Paidós, 1992.
Un tratado clásico acerca de la relación entre la especificidad de la
organización política griega y la originalidad del pensamiento griego. Bella
reconstrucción del universo cultural de la civilización micénica y de la
evolución de la estructura política del mundo griego.
—, Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Barcelona, Ariel, 2001.
VIDOTTO, F., «Nuovi linguaggi per una nuova scienza. L’esperienza del teatro a
Padova», en Proceedings of Donne, scienza e potere. Oseremo disturbare
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WITHERSPOON, G. , Language and Art in the Navajo Universe, Michigan,
University of Michigan Press, 1977.
ÍNDICE ANALÍTICO
Abbagnano
Academia
Acadios
Adad
adaptación del alfabeto fenicio a la lengua griega
ADN
Aecio
agua de la lluvia
Akhenatón
Alejandría
Alejandro Magno
alfabeto consonántico
alfabeto fenicio
alfabeto fonético
Aliates II
Almagesto
Amenhotep
Amiano Marcelino
Ammisaduqa
Anavyssos Kouros
Anaxágoras
Anaxímenes
Anfiteo
anticientifismo
apeiron
Apsu
Argos
Aristófanes
Aristóteles
Arquesilas II
Arquesilas II
Arquímedes
arriba y abajo
Astarot
astronomía antigua
astronomía china
Asurbanipal
Atlas
atomistas
átomos
Aton
ayatolás
aztecas
Baal
Babilonia
Bachelard
Bacon
Banquete
Bateson
Belarmino
Bergson
Biblia
biblioteca
big bang
Bottero
Bruno
Buda
budismo
Calendario
campo eléctrico y magnético
Carnap
celtas
centralidad de lo divino
China
Cicerón
ciclo del agua
Ciro I
civilización micénica
Cnosos
Codro
Cohen
colonialismo europeo
Conche
Confucio
Copérnico
cortes reales
cosmología moderna
Couprie
Cristóbal Colón
curiosidad
Dalton
dama de Micenas tablilla III
Dante
Darwin
David
De revolutionibus
Decretos Teodosianos
deferentes
Demócrito
Descartes
Deuteronomio
dietilamida de ácido lisérgico
Diógenes Laercio
Dirac
discontinuidad kuhniana
Divina Comedia
dominio de la tecnología
dominios de validez
Draco
Durkheim
Edad Media helénica
Einstein
electrón
Empédocles
Empédocles
emperador Yao
empirismo
«Enûma Anu Enlil»
Enûma Eliš
epiciclos
Epicuro
Eratóstenes
escritura cuneiforme y jeroglífica
esfericidad de la Tierra
espacio-tiempo curvo
Estrepsíades
éter
Eudoxo
evolución de las especies
experiencia
Faraday
Fedón
fenómenos meteorológicos
Feyerabend
Feynman
forma esférica de la Tierra
forma exacta de la Tierra
Fraassen van
φύσις (physis)
Galaxias
Galileo
Gauchet
Gell-Mann
Génesis
geometria euclidiana
Gilgamesh
gnomon
Godelier
Graham
grandes templos
gravedad cuántica
gravedad cuántica
guerras de religión
Gukumatz
Gulla
Hammurabi
Hecateo
Heráclito
Heródoto
Hertz
Hesíodo
hinduismo
Hiparco
Hipatia
Hipodamo
Hipólita
Hipólito
hititas
Homero
Imagen del mundo
imperio persa
Imperio romano
imperio asirio
inclinación de la eclíptica
inconmensurabilidad
influencia de Egipto
Instituto Imperial de Astronomía
invasión de los dorios
Ipse dixit
Irán
irracionalismo
Israel
Italia
Jainismo
Jámblico
Jaynes
Jeremías
Jesucristo
Jesucristo
Jonia
Josué
Kahn
Kant
Kaundinya
Kepler
Kuang de Zhou
Kubrick
Kuhn
Lakatos
Leódamo
Leucipo
leyes de Newton
leyes matemáticas
Libro de los muertos
Liceo
Liga jónica
lineal B
lluvia
Lucrecio
Ludlul bel nemeqi
Lidia
Magallanes
Mahabharata
Mahajanapadas
Mahoma
Mala-Ziti
mapa del mundo
Marconi
Marduk
mariquitas
Marsella
Marx
matemáticas babilónicas
Maxwell
maya
maya
mecánica cuántica
Mencio
método
método hipotético-deductivo
Micenas
Mill
Millawanda
Ministerio de identidad nacional
Moisés
monte Mícala
Mouseion
Mursili II
Nabonasar
Nabopolasar
Nabu
Napoleón
Nattaf
Náucratis
Navajos
necesidad,
Nefertiti
Neleo
Newton
Nínive
Nisaba
Nubes, Las
Océano
olvidar el tiempo
órbita de Mercurio
organización política de las primeras grandes civilizaciones
origen del ser humano
Pablo de Tarso
palacio
Panionium
paradigma
paradigma
parlamentos
Pentágono
Pericles
Pitágoras
Platón
Plinio
polis
Popper
¿Por qué en Mileto?
¿Por qué no cae la Tierra?
Poseidón
Postulados Sagrados Últimos
predicciones
principio
principio único
pritanía
profundidad del cielo
Prometeo
protocolos operacionales
Psamético I
Ptolomeo
puerta del mercado
Quarks
Quine
Raphals
Rappaport
rarefacción y condensación
razón pura
realidad última
reconstrucción del pensamiento de Anaximandro
relación entre Tales y Anaximandro
relaciones
relatividad galileo-newtoniana
relatividad general
relatividad restringida
relativismo cultural
revolución
revolución
revolución científica
revolución copernicana
revolución neolítica
revoluciones científicas
Ricci
Rigveda
río Océano
«ruedas de carro»
Russo
Saber astronómico chino
Sadiates
Safo
san Agustín
santo Tomás
Sardes
semejanza entre ciencia griega y ciencia moderna
Séneca
Shakespeare
Shotwell
Shu Jing
Siete Sabios
Sij
Simplicio
simultaneidad
Sioux
Sócrates
Sófocles
Solón
Spinoza
Stoney
Sumeria
sumerio
Tablilla del conocimiento secreto
Tales
Taormina
Tarquinio el Antiguo
Tarquinio el Antiguo
Teeteto
Teodosio
Teofrasto
Teogonía
Teón de Alejandría
terremotos
Tiamat
tiempo
tiempo no existe, el
Tierra plana
Tierra-cilíndrica
Tierra-esférica
Timeo
Tirinto
Torbellino etéreo
tradición
Trasíbulo
Troya
trueno
Uhha-Ziti de Arzawa
Unger
Upanishad
Vardhamana Jina
Vaticano
Vernant
Yahveh
Zeus
Zhou, véase Kuang de
zoroástrica, religión
CRÉDITOS DE LAS ILUSTRACIONES
Figura 1: adaptadas de las originales de Maéva Baudoin.
Figura 2: Ancient History Encyclopedia (www.ancient.eu).
https://www.ancient.eu/image/76/.
Figura 3 y 17: Trustees of the British Museum. Todos los derechos reservados.
Figura 4: Thomas Sakoulas.
Figura 5: http://my.fit.edu/~rosiene/greece550.jpg
Figura 6: https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Milet_amfiteatr_RB.jpg
Figura 7:
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Market_Gate_of_Miletus_in_the_Pergamon_Mus
Figura 8: Museos Vaticanos. Todos los derechos reservados.
Figura 9: Adaptada de Dirk L. Couprie, «The Visualization of Anaximander’s
Astronomy», en Apeiron 28 (1995), pp. 1581.
Figura 10:
https://en.wikipedia.org/wiki/Anaximander#/media/File:Anaximander_world_mapen.svg
Figura 11: Propiedad del autor.
Figura 12: Josch Hambsch.
Figura 14: Museo Arqueológico Nacional, Atenas.
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:NAMA_Dame_de_Myc%C3%A8nes.jpg
Figura 15a: Museo Arqueológico Nacional, Atenas.
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:NAMA_Tablette_7703.jpg
Figura 15b: Museo Arqueológico Nacional, Atenas.
https://upload.wikimedia.org/wikipedia/commons/e/e6/Linear_B_%28Mycenaean_Greek%2
Figura 16: Gustav Ebe, Kunstgeschichte des Altertums, Düsseldorf5, p. 219.
https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Tiryns,_map_of_the_palace_and_the_surrounding
Figura 19: http://mesopotamien.de/einfuehrung/weisheit.htm
Figura 20: Foto tomada en el viaje a la luna por Harrison Schmitt o Ron Evans
en la misión del Apolo 17 el 7 diciembre de 1972. Crédito: NASA.
INFORMACIÓN ADICIONAL
¿Cómo descubrieron los griegos que la Tierra flota en el espacio? ¿O que sigue
habiendo cielo también bajo nuestros pies? ¿Quién llegó a imaginársela así y
cómo lo logró? Este esfuerzo por «reinventar el mundo», aspecto central de la
búsqueda científica del conocimiento, no comenzó con la síntesis newtoniana o
con las experiencias pioneras de Galileo, ni tampoco con los primeros modelos
matemáticos de la astronomía alejandrina. Empezó mucho antes, con lo que
conviene llamar la primera gran «revolución científica» de la historia de la
humanidad: la revolución de Anaximandro. El hombre que dio ese gran paso es
el protagonista de las páginas que siguen: Anaximandro, nacido hace veintiséis
siglos en la ciudad griega de Mileto, en la costa occidental de la actual Turquía.
Él es el origen de una transformación conceptual radical en la misma de la
ciencia tal y como la conocemos.
Auténtica reflexión sobre el pensamiento científico, el presente libro, escrito
de manera clara y amena por uno de los grandes físicos teóricos de nuestro
tiempo, nos ilustra la profundidad del proceso de repensar nuestra imagen del
mundo: una búsqueda del conocimiento basado en la rebelión contra las
evidencias.
CARLO ROVELLI (Verona, 1956) es profesor en el Centre de Physique Théorique
de Luminy de la Universidad de Aix-Marseille, miembro del Instituto
Universitario de Francia, investigador de física teórica y coinventor, junto con
Lee Smolin y Abhay Ashtekar, de la teoría de la gravedad cuántica de bucles.
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