Subido por Rosmery Moreno

PECADO Y CULPA

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PECADO Y CULPA
PECADO Y CULPA
SaMun
I. Introducción
En el evangelio se nos anuncia la salvación de Dios en -> Jesucristo
como redención de nuestros pecados y como perdón de los mismos.
Jesús llama a la conversión (-> metanoia, -> conversión I) cuando
proclama y ofrece el -> reino de Dios; de él se nos dice que murió por
nuestros pecados, que llevó a cabo la purificación de éstos; en su
nombre recibimos el -> bautismo para el perdón de los pecados. El
pecado aparece, pues, como uno de los presupuestos del evangelio. La
predicación cristiana, empalmando con el AT, en particular con la
predicación de los profetas, se dirige a un hombre que se experimenta
en desorden respecto de los imperativos morales y religiosos, desorden
que es entendido como pecado contra Dios y contra su salvación. Así el
pecado forma parte de la revelación, pero no como su contenido (puesto
que la revelación es la salvación traducida a palabras), sino como lo que
se revela frente a ella (lo mismo que los demonios manifiestan su ser
frente a Jesús).
Sin embargo, en el pensamiento moderno el pecado no tiene en modo
alguno este puesto tan obvio. Cierto que el optimismo del s. xix, el cual
todavía consideraba el progreso industrial y social preferentemente
como un futuro fascinante, ha cedido el puesto a una experiencia de la
«condición humana» y de la deficiencia del hombre, que en la filosofía, y
sobre todo en la novela, en el teatro y en la pantalla, nos sale ya al paso
casi como una pesadilla. Sin embargo, aquí no se deja oír en seguida la
palabra «pecado», que más bien parece incluso evitarse. Una primera
razón de este hecho está en la reacción de defensa contra el concepto
racionalista, moralista y legalista de pecado en pasado que todavía es
reciente.
Pero el concepto de pecado dice también una relación (negativa) con
Dios y, por consiguiente, participa en conjunto del oscurecimiento — y
depuración — de nuestra idea de Dios. Por esta razón se nos presenta la
tarea de desarrollar el concepto de pecado, que tiene y ha de conservar
su puesto en la predicación cristiana, en diálogo también con la idea que
el hombre de hoy tiene de sí mismo.
II. El concepto bíblico de pecado
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Las palabras que se emplean por lo regular en la Biblia para significar
«pecado» y «pecar» son la voz hebrea hätä' y la griega ámartáno.
Ambas tienen el significado general de «errar»; se emplean por lo
regular en sentido ético y significan «faltar», con frecuencia en el
lenguaje de la Biblia en el sentido de «faltar a alguien», en particular a
Yahveh, o contra Yahveh. Se falta contra Yahveh por las transgresiones
de su ley. Pero esta -> ley sólo tiene su significado en la -> alianza; es
el presupuesto de la participación en los beneficios de la alianza. Pecar
significa rechazar a Yahveh como Señor de la alianza y en este sentido
halla su forma más clara en la idolatría, que viene prohibida en el
decálogo como el primer pecado y con frecuencia se considera como la
fuente de todos los pecados (Ex 20, 3; Am 2, 4, etc.; Sab 14, 22-31;
Rom 1, 18-32). Así el pecado es un ofender, disgustar y rechazar a
Yahveh, y tiene el carácter de una ruptura de la alianza y hasta de un
adulterio para con él. Esta concepción veterotestamentaria es
confirmada por el NT y profundizada en el sentido de que aquí el pecado
va dirigido contra el reino de Dios, contra Cristo (Mt 10, 33; 11, 20 24;
12, 28-32; Jn 15, 18 23ss) y contra el Espíritu Santo (Mc 3, 28ss par).
Pero a este respecto hemos de notar al mismo tiempo que el decálogo,
en nombre de Yahveh, prohibe el pecado contra el prójimo, y que los
profetas no sólo fustigan la idolatría, sino también la injusticia infligida a
los desvalidos, así como un culto que sirve para enmascarar la injusticia
social. Cada vez más se equipara ya en el AT el precepto del amor al
prójimo con el del amor a Dios, cosa que Jesús confirma (cf. -> amor).
Así, pues, la Escritura nos plantea el quehacer de describir el pecado en
cuanto dirigido contra Dios y contra el hombre.
En el AT hay dos pasajes donde parece que sólo la falta externa viene
castigada por Yahveh (2 Sam 6, 6ss). Pero los profetas descubren el
corazón como asiento de la respuesta que da el hombre a Dios; el
pecado más grande es el corazón incircunciso y de piedra, al igual que la
dura cerviz (p. ej., Is 29, 13; 48, 4). En el NT se halla junto a los
pecados (en plural) el pecado. En la teología de -> Pablo el pecado es a
veces un poder personificado, que entró en el mundo, pero que mora
también en el hombre y cuyo esclavo soy yo (principalmente Rom 5-7).
En la teología de -a Juan el pecado se muestra como la injusticia
(ánomía) definitiva (1 Jn 3, 4), en la que están presos los individuos y
sobre todo «el mundo».
La elaboración del concepto bíblico de pecado en la tradición apunta
principalmente al -> pecado original. Una teología de la profundidad del
pecado personal se halla especialmente en la teología de la reforma
protestante, que se incorpora la doctrina del pecado original. Aunque
con esto se pierde la dimensión propia del pecado hereditario, sin
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embargo la teología católica puede aprender mucho del enfoque
reformatorio de la actitud pecadora personal.
III. ¿Contra qué va dirigido el pecado?
Al hombre moderno no le falta del todo razón cuando rechaza el
concepto de pecado que tenían las generaciones pasadas, las cuales lo
definían como «una transgresión voluntaria de la ley de Dios». Este
concepto de pecado se puede y se debe desentrañar en muchas
direcciones:
1. En primer lugar hay que corregir la imagen que presenta a Dios
análogamente a un legislador civil o eclesiástico y la ley de Dios
análogamente a una ley política, entendida a su vez como impuesta
desde fuera y como contingente. La ley de Dios se identifica con los
imperativos que nos formulan su creación y su obra salvífica,
imperativos que a su vez se identifican con la creación y con la
salvación. De aquí resulta sobre todo que el pecado va también contra el
hombre. El pecador atenta contra algo que le exigen el ser del prójimo y
su propio ser.
2. Ahora bien, este imperativo no puede concebirse estáticamente; lo
cual es el peligro entrañado en el concepto de «ley natural». La esencia
del hombre consiste en ser una persona que se proyecta y se construye
en una -> historia. Por esto lo bueno y lo malo no pueden deducirse
simplemente de los datos de la naturaleza humana en tanto que precede
al ser personal. El pecado es más bien una negativa dada a la vocación,
a todo nuestro futuro en la historia, en la que entró la salvación de Dios
y en la que quiere realizarse cada vez más. Se ha entendido el pecado
como transgresión de una ley; mejor se puede definir como «negativa a
comprometerse en una historia de salvación».
3. En el Antiguo Testamento y en el Nuevo se notifica al hombre
«religioso» que sus pecados no consisten sólo en erigir dioses extraños
frente al único Dios verdadero, sino también en la injusticia, la dureza
de corazón y la explotación frente al prójimo. Es un kairos salvífico de
nuestro tiempo el que hayamos dado con una cierta pista en este
sentido. Podemos decir que pecados dirigidos exclusivamente contra
Dios serían una contradicción interna. Todo pecado va por lo menos
contra el pecador mismo (y en este sentido él mismo se castiga); y Dios
se nos presenta agraciándonos e invitándonos en el prójimo,
principalmente en Cristo. Pero tampoco debemos olvidar el otro aspecto,
a saber, que es Dios quien se nos presenta así, con su iniciativa que
sobrepuja siempre nuestra realidad. Por esta razón «afectamos» y
«disgustamos» también personalmente a Dios con nuestra negativa a
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comprometernos en la historia de salvación que él quiere iniciar con
nosotros. El pecado como ofensa a Dios es un concepto que no se debe
abandonar, con tal que por ello no nos representemos implícitamente un
estricto orden jurídico entre Dios y el el hombre (como sucede las más
de las veces al concebir nuestra redención como satisfacción). En todo
caso hay que situar la ofensa a Dios donde realmente reside; en el
hombre se ofende a Dios mismo, por cuanto se rechaza el llamamiento
de Dios al amor. Dada la unidad del amor a Dios y al hombre, también el
pecado va dirigido de igual forma contra ambos.
IV. Origen del pecado en el hombre
El pecado es un acto religioso-moral, aunque negativo. De aquí se sigue
que todo lo que puede decirse del -> acto moral se aplica también al
pecado.
1. El pecado brota de la libre -> decisión que el hombre toma en el
centro de su persona, al que la Escritura llama el «corazón». Por otra
parte, el hombre es siempre persona, que está corporalmente en el
mundo y adquiere cuerpo más y más en el contacto con este mundo y
sobre todo con los semejantes. En este sentido, los pecados puramente
internos en cuanto tales son tan poco existentes como otros momentos
de pura interioridad. El hombre expresa de una u otra manera las
decisiones del centro de su persona, y mediante esta corporalización
surge su actitud interior. Por otra parte, sin embargo, la corporeidad del
hombre, juntamente con el no-yo, pertenece al mundo, del que él hace
su mundo, sin suprimir nunca la resistencia de éste. De aquí resulta que
el comportamiento externo del hombre a veces no expresa su decisión
interior, manteniéndose ajeno a ésta.
Esa posibilidad da lugar a dos casos límites del pecado. Primeramente el
comportamiento que en forma puramente externa está en pugna con los
imperativos de la moral, mientras que la decisión y actitud interna del
hombre no viene afectada por tal comportamiento, sea porque el
hombre se halla en ignorancia del significado de sucomportamiento, o
porque él mismo no lo regula con libertad. Este caso limite es el llamado
pecado material, que, por tanto, en realidad no es pecado, sino
apariencia de pecado (no la manifestación del pecado). El segundo caso
límite del pecado se halla en el extremo opuesto, y consiste en que una
acción exteriormente buena se elige de intento para paliar la propia
actitud pecaminosa. Es la hipocresía, que en el NT se echa en cara
violentamente a los fariseos (Mt 23). Esta santidad de fachada es el
producto secundario de una santidad de obras, que se reprocha también
al grupo mencionado (Mt 9, 12). La asociación de ambas no es
puramente accidental, ya que la santidad de obras es un proceder
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conforme a las normas de la moral, encubriendo así el pecado
consistente en no reconocer la indigencia de redención en que uno se
halla; en este sentido es también hipocresía o santidad de apariciones.
El pecado material y la hipocresía se demuestran también como casos
límites por el hecho de que no pueden mantenerse largo tiempo: o bien
el mal comportamiento afectará a la actitud interna, o bien esta mala
actitud se descubrirá de alguna manera en el conjunto del
comportamiento humano.
2. Entre el pecado que procede totalmente del centro de la persona y el
pecado material, hay muchas gradaciones posibles. Una acción
pecaminosa puede surgir también en el caso en que determinismos
psíquicos dominan parcialmente la acción, y nuestra libertad no puede
expresarse plenamente; se trata de algo periférico, no central. Tales
determinismos psíquicos pueden ser no sólo «pasiones» positivas y
negativas (ansia de hacerse valer, sensualidad, miedo), que preceden a
la libertad y enturbian la visión. Puede tratarse también de una
costumbre arraigada; y en ese caso no se ven plenamente requeridos la
atención y el esfuerzo, porque en definitiva están en juego decisiones de
poca monta.
Esta consideración ha movido a la teología católica actual a revisar a
fondo la clásica distinción entre pecado mortal y venial. Esa distinción ha
surgido también de la práctica del sacramento de la penitencia, y así
significa en primera línea la diferencia entre los pecados del bautizado
que para ser perdonados exigen el sacramento, y los que pueden ser
perdonados sin la mediación sacramental (aunque en modo alguno se
excluye la confesión de los pecados veniales, que con frecuencia ha sido
incluso recomendada por el magisterio eclesiástico). Esta diferencia de
gravedad de los pecados, negada por el pelagianismo y discutida —
aunque no sin matices — por la reforma, fue admitida en el cristianismo
católico y confirmada por el magisterio eclesiástico (Dz 106ss 804 833
835), precisamente por razón de las diferencias observadas en el obrar
humano referido al mundo.
La teología escolástica no ha logrado determinar desde un punto de
vista unitario la diferencia entre pecado mortal y pecado venial. Ambas
clases de pecado (en las que se reconocía que el concepto de pecado se
realiza analógicamente) fueron distinguidas tanto por razón de la
libertad del sujeto pecador — pleno conocimiento y voluntad libre —,
como también por razón del contenido de la acción: gravedad o
parvedad de la «cosa», de la «materia». En esta concepción es pecado
mortal el que se produce con pleno conocimiento, libertad y deliberación
en una materia importante; y pecado venial es aquel en el que el
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conocimiento y la libertad no son perfectos, o que no tiene por objeto
una «cosa importante».
Ahora bien, en razón de las consideraciones que hemos desarrollado se
puede decir que en el fondo sólo hay una raíz de la diferencia entre
pecado mortal y venial, a saber, la presencia o la ausencia de pleno
conocimiento y libertad o, ateniéndonos a la terminología que hemos
usado anteriormente, el hecho de que el pecado proceda del centro o de
la periferia de la persona. Por tanto, la importancia de la «cosa» o del
contenido de la acción habrá de medirse por el origen central o
periférico del pecado, en cuanto normalmente una decisión central sólo
se tomará en «materia grave». La materia es, en efecto, indicio del
origen: la infidelidad conyugal exige generalmente una decisión más
central que un pequeño hurto. Esta idea ha sido expresada ya por K.
Rahner, que a la vez observa con razón cómo una diferencia paralela
puede mostrarse también en lo relativo a la acción moralmente buena.
El pecado mortal, en tanto que decisión central, es una ruptura con la
orientación de la vida hacia la salvación o un jugar con la vida de gracia;
sin duda procede de ahi el nombre de pecado «mortal». Sin embargo,
en la historia de cada persona incluso una decisión central es todavía
revocable, y Dios nos facilita constantemente en Cristo la posibilidad de
conversión. Sólo en la vida en conjunto, o en el tránsito a la otra vida,
puede ser definitiva la decisión pecaminosa, y entonces surge el
«pecado contra el Espíritu Santo» (Mc 3, 29 par), o el «pecado que lleva
a la muerte» (1 Jn 5, 16), o la «injusticia» definitiva (1 Jn 3, 4).
3. Toda acción es revocable, y en toda acción puede engañarnos la
conexión entre lo interior y lo exterior: una mala acción quizá sea sólo
pecado material, y una buena acción puede ser hipocresía; una falta
grave a veces no procede de nuestro centro personal, y es posible
pensar que una pequeña falta sea expresión de una profunda malicia.
Todo esto nos lleva a la convicción de que el pecado no debe buscarse
primeramente en la acción particular, sino en la orientación total de la
vida. Naturalmente, eso se aplica también a la virtud y a todas las
categorías de virtud y de pecado: sinceridad o doblez, castidad o lujuria,
amor o egoísmo..., todo esto se realiza a fin de cuentas en una vida
entera o un sector de la vida, y raras veces se muestra claramente en
una acción única. En consecuencia, también la confesión de nuestros
pecados será una expresión de la vida más que una enumeración de
acciones: en la oración, sin duda alguna, pero también en el sacramento
de la penitencia. Uno de los pecados más profundos es la resistencia a la
invitación a levantarnos, con humildad y esperanza, de nuestras caídas
cotidianas, la resistencia al acontecer salvífico que Dios quiere producir
en toda vida humana, incluso a través de nuestros pecados y desde
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nuestros pecados. Y así, según Jn (3, 19ss), el pecado de los que no
quieren creer en el Hijo de Dios está, no sólo en el hecho de ser malas
sus obras, sino, además, en su negativa a venir a la luz.
V. Culpa
1. Lo que hace que el pecado sea pecado es la culpa. Esta consistencia
precisamente en la libre opción por el mal, tomada contra Dios y contra
el hombre. Así, en el pecado se pueden distinguir un aspecto interior y
otro aspecto social, y a esta distinción responden en latín los términos
culpa y debitum respectivamente. El elemento interior se presta al
análisis psicológico, que con frecuencia y distinguirá entre falsos
sentimientos de culpabilidad y una conciencia real de culpa. En la
medida en que la conciencia toma sus normas del medio ambiente sin
asimilárselas ella misma, pueden producirse múltiples falsos
sentimientos o complejos de culpabilidad (en las civilizaciones
primitivas, y también en nuestra sociedad, por razón de una educación
legalista, puritana o excesivamente autoritaria). El elemento social se
encarna en la culpa jurídica, es decir, en la sujeción a un castigo y (o) a
la obligación de dar reparación. Esta culpa jurídica en la jurisprudencia
de la sociedad y de la Iglesia sólo se imputa — por lo menos en el caso
ideal — cuando existen indicios de culpa interior.
2. Esto último indica que la culpa jurídica puede subsistir aun cuando la
culpa en el centro mismo de la persona se haya borrado ya con la
conversión y el otorgamiento de perdón: un homicida convertido debe,
no obstante, someterse a la pena. Ahora bien, es bastante simplista
aplicar esto a la culpa en sus dimensiones éticas y teológicas, o sea, a la
culpa contra Dios y el hombre; como, p. ej., en la tesis según la cual hay
que cargar todavía con las penas temporales del pecado una vez que la
culpa ha sido borrada ya con el perdón. Más bien la culpa subsistirá
únicamente en tanto la conversión desde el centro de la persona no se
haya impuesto todavía en todas las capas de nuestro ser, en cuanto
éstas son accesibles a nuestra libertad (-> purgatorio).
3. Más difícil que la permanencia y desaparición de la culpa resulta el
origen de la misma ante nuestra mirada. En efecto, nuestra conciencia
no antecede a nuestra voluntad, sino que es puesta en marcha por
ésta, de modo que en todo tiempo nos hallamos en un determinado
ejercicio de nuestra libertad. Así, es imposible preguntar dónde
comienzan en nosotros mismos nuestras decisiones morales. Además de
esto, el bien y el mal están con frecuencia entremezclados en nuestras
decisiones, de modo que es casi tan difícil jalonar una fase de la
«primera inocencia» en los particulares como en la humanidad. Si
reflexionamos sobre las limitaciones que en esta vida hay, y subsisten,
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en el ser de hombre — o, mejor dicho, en el incesante hacerse hombre
—, tanto más reconoceremos cuán difícil es trazar la línea divisoria entre
«finitud y culpabilidad», usando la expresión de Paul Ricoeur. Asf el
hombre experimenta también a cada momento la incitación a la culpa,
su sujeción a «los poderes», juntamente con su propia responsabilidad
o, en conceptos de Paul Tillich: la síntesis de destino y libertad. Tampoco
esto es un impedimento para nuestra confesión de la culpa para con
Dios y para con Cristo; pues, más importante que la revelación de una
conciencia que nunca podremos escrutar plenamente (cf. 1 Cor 4, 4), es
confiarse, a todos los niveles del propio ser y con todas las penurias de
la propia existencia, a aquel en quien sobreabunda la redención.
VI. «Pecado del mundo»
1. En esta fórmula de Juan (1, 29) compendiamos lo que se puede decir
sobre la comunidad o solidaridad en el pecado. Aun prescindiendo de lo
referente al primer pecado y a su influjo en todos nosotros, se puede
todavía hablar de tal solidaridad. En la Escritura, el pueblo entero de
Israel es con frecuencia sujeto del pecado, y Dios castiga los pecados de
los padres hasta la tercera y cuarta generación (Ex 20, 5). Aun después
de que Ezequiel (187) ha proclamado la responsabilidad de cada uno
ante Dios y de que ésta ha sido subrayada por el NT, permanece la
vinculación entre padres e hijos, el pecado sigue siendo un poder en el
mundo, y éste a su vez sigue siendo una comunidad en el pecado. A ello
corresponde nuestra experiencia de la «transmisión» del mal y, en
general, de un cierto «poder de contagio» en la conducta moral. Se
puede hablar de los pecados — y quizá también de las virtudes — de un
pueblo o de una época cultural. ¿Cómo se debe entender esto?
2. De todos modos la culpa, puesto que brota de la libertad personal de
cada uno, no pasa de uno a otro, no es comunitaria.
Es por tanto algo que induce a error el hablar de culpa colectiva, con lo
cual se agravia además a las personas particulares. No obstante, es
innegable el influjo de una persona libre sobre otra. Este influjo se
puede expresar formalmente mediante el concepto de «situación». Yo,
como persona libre, no puedo ser privado de mi libertad por la libre
decisión de otro, pero sí puedo ser colocado por este otro en una
situación que me determine interiormente incluso en mi libertad. El otro
puede, p. ej., presentarme de manera convincente cierto valor que haga
un llamamiento a mi libertad, y puede reforzar este llamamiento con su
propio ejemplo. En cambio, con el mal ejemplo se me priva de tal
llamamiento, un valor viene expuesto a la duda y a la desestima, se da
un estímulo en sentido contrario. Este es el contenido del concepto
bíblico de -> tentación y de -> escándalo, literalmente de la cuerda o de
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la piedra que se le pone a uno en el camino para hacerle caer. Mediante
la presión social, tal seducción puede rebasar mis fuerzas morales. Más
importante es el hecho de que por la privación constante del testimonio
positivo en favor de un valor o poniendo constantemente ante los ojos
un mal ejemplo, se puede atenuar y embotar el llamamiento del valor y
oscurecer la visión del mismo hasta producirse en el otro una ceguera
para aquél. Ese influjo pernicioso se ejerce incluso en el adulto, ya que
también éste necesita del otro como garante de los valores morales,
pero se ejerce mucho más aún sobre el niño, que depende todavía de la
educación moral. Puede incluso suceder que niños y hasta generaciones
enteras sean «ciegos de nacicimiento» para un determinado valor; es
decir, que nazcan en un ->. ambiente en el que un valor esté
completamente oscurecido o ausente. Así surgen, pues, los pecados de
un pueblo o de una civilización, que en gran parte se deben a los
pecados puramente materiales de personas individuales ciegas de
nacimiento para un determinado valor.
3. Lo que aquí decimos no es «meramente natural»; también la gracia
se ve afectada por ello. En efecto, el hombre sirve a su prójimo de
innumerables maneras en orden al llamamiento de la gracia: el otro da
contenido a lo que la gracia pide de mí, y, a la inversa, la gracia que me
es otorgada, el espíritu en mí, hace accesible mi corazón al ejemplo, al
llamamiento, a la notificación que me viene del otro. Esto quiere decir
que en un ambiente el pecado puede contrarrestar la acción de la gracia,
mientras que, por otra parte, la gracia puede a su vez dirigir
llamamientos a las personas y destruir el hechizo del ambiente, como lo
hizo Dios en Jesucristo de la manera más elevada y decisiva para todos
los ambientes. Así vemos de múltiples maneras cómo el pecado reina en
el mundo, mientras que, según el modo de ver de Juan, la repulsa dada
a Cristo confirma al mundo en el pecado y lo retiene en él. Esta teología
del pecado del mundo y de los pecados históricos en el mundo podría
ofrecer un acceso al dogma del -> pecado original y quizá determinar su
interpretación. Pero, aun prescindiendo de esto, tiene importancia como
paralelo de la soteriología, puesto que Dios nos ofrece en Cristo la
redención del pecado, incluso en el sentido de sus dimensiones sociales,
lo cual nos invita precisamente a luchar contra los poderes sociales del
pecado.
VII. Pecado, creación, redención
1. Anteriormente hemos indicado que el pecado proyecta su sombra en
la finitud y limitación del hombre. En el mundo entero no sólo hay
limitación, sino también mal, ausencia de un bien que debería estar
presente, pérdida de un fin. Estamos acostumbrados a mostrar el mal
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físico, lo mismo fuera del hombre que en el hombre, como analogado
remoto del mal moral, es decir, del pecado. Por lo que hace a la esfera
infrahumana es difícil, si no imposible, determinar dónde se puede
hablar propiamente de mal, conforme al dicho de Aristóteles: Generatio
unius est corruptio alterius. Sólo en la medida en que este «mal» físico
afecta a la persona humana, aparece claro como mal (en ese caso se
podría hablar de mal catastrófico). Otra forma del mal humano es el mal
trágico que el hombre inflige a su semejante o a sí mismo, pero no (o
por lo menos no directamente) con culpa. Sólo después viene el mal
moral, que es el pecado. Esto esclarece todo lo que ya anteriormente se
ha dicho sobre el origen oculto de la culpa.
2. Naturalmente, es posible mostrar analogías entre estas formas del
mal y, por consiguiente, también entre el mal físico y el pecado. Teilhard
de Chardin mostró tales analogías en diferentes escritos todavía
inéditos. También se refirió a la ley estadística, según la cual, desde el
punto de vista de los grandes números, el bien triunfa sobre el mal, y
entiende que esta ley se aplica tanto a la evolución biológica, como al
bien y al mal en la comunidad de los hombres. De hecho se puede decir
que el bien — como también el mal — triunfa en la medida en que viene
a ser necesidad social. Pero en toda nuestra historia se pone de
manifiesto hasta qué punto la persona puede poner en vigor las leyes
estadísticas y luego volver a echarlas por tierra. Un hombre aparece a
veces dotado del siniestro poder de suscitar una reacción en cadena del
mal. Pero la providencia divina actúa de la misma manera,
particularmente en la vida y muerte libertadora de Jesús.
3. Al ver el mal, y particularmente el pecado, en la creación entera, no
podemos eludir la cuestión de hasta qué punto Dios es responsable de
él. Es la cuestión con que ya se debatía Job (-> mal [Teodicea] ). Al
igual que en el libro de Job, también hoy la respuesta está oculta en el
misterio de Dios, que sin embargo no es sólo un misterio de poder, sino
también — y sobre todo — un misterio de amor. Debemos atribuir toda
la creación al amor de Dios, y a la vez podemos decir que un mundo
creado, precisamente por ser un mundo que se va formando, también
tiene que incluir necesariamente el mal. Desde luego, no cabe invocar la
omnipotencia de Dios y decir que él podría impedir el mal; pues
nosotros, en tanto que criaturas, no podemos fijar el contenido de la
omnipotencia divina. Pero Dios no es sólo el autor del mundo, sino
también, y sobre todo, su redentor y consumador.
Con ello muestra que está de nuestra parte en la lucha contra el mal y el
pecado. Jesús, que sanaba y que expulsaba demonios con su poderosa
palabra, Jesús, que murió en la impotencia y en la entrega y así fue
resucitado después de la muerte, es la más profunda manifestación de
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la omnipotencia salvadora de Dios. «En su nombre ha de predicarse la
conversióny el perdón de los pecados a todas las naciones» (Lc 24, 47).
4. El hombre, que con la fe y la conversión (la cual incluye el perdón
mutuo) ha hallado la redención, está siempre, no obstante, expuesto a
la tentación de pecar. Halla en sí la -> concupiscencia, que procede de
su situación interior debida al pecado original (y también al «pecado del
mundo»). Cierto que por su naturaleza la concupiscencia debe
distinguirse del pecado (del que procede y al que conduce), como lo
hace el concilio de Trento (Dz 792). Pero, en la existencia concreta, la
concupiscencia sin duda se hace consciente en el asentimiento pecador.
Así, también por parte católica se puede afirmar: Simul iustus et
peccator. El magisterio de la Iglesia reconoce también al hombre
pecador la posibilidad de la fe divina (Dz 838), la pertenencia a la Iglesia
y el ministerio en ella (Dz 646). La Iglesia «abarca a pecadores en su
propio seno» y «a la vez es santa y está necesitada de purificación»
(Vaticano II, Lumen gentium, n.0 8).
5. Pero en medio de todo se mantiene el primado salvador de la gracia.
Ésta no sólo actúa posteriormente al pecado, sino que le sale al paso:
«Quien ha nacido de Dios, no peca» (1 Jn 5, 18). En la medida en que
con María se dio un caso especial de redención, su gracia es puramente
preveniente, como se expresa en el dogma de la inmaculada Concepción
(Dz 1641). Pero más importante es todavía la ausencia de pecado en
Cristo mismo (Jn 8, 46; Heb 4, 15; 7, 27). Sin embargo, aun ésta no
debe concebirse como una incapacidad de pecar «programada» de
antemano, sino que ha de verse como una constante victoria sobre la
tentación, por la que Jesús fue atacado de igual manera que nosotros
(Heb 4, 15). Una tentación «únicamente desde fuera», sin lucha interior,
sólo correspondería a una humanidad de Cristo en la que, según la
concepción apolinarista, el Logos divino ejerciera las funciones del alma.
Ahora bien, tal clase de tentación de Cristo no sería redentora
precisamente con respecto a nuestras tentaciones.
BIBLIOGRAFÍA:
— 1.MANUALES Y COLECCIONES : Barth RD IV/1 395-573; P. Tillich, Systematische
Theologie II (St 1958) 35-52; Hdring 393-554; Scheeben V/23 563-754; Schmaus D II/1
472-540; J. F. Sagüés, De peccatis: PSJ II (41964) 856-1026.
— 2.ESTUDIOS EXEGÉTICOS E HISTóRICOS: G. Quell - G. Bertram - G. Stñhlin - W.
Grundmann, étzapiávw y simil.: ThW I 267-320; H. Volk, Emil Brunners Lehre vom Sünder
(Mr 1950); J. Guilles, Themes bibliques (P 1951) 116-159; Landgraf D IV/l vols. 2; 1. de la
Potterie, «Le Peché, c'est I'iniquité»: NRTh 70 (1956) 785-797; J. Heuschen, De
zondeopvatting in het Oude Testament: Revue ecclésiastique de Liege 43 (Lieja 1956)
129-151 193-219; O. Kuss, Sünde und Tod, Erbtod und Erb-Sünde: Der Römerbrief (Rb
1957) 241-275; L. Ligier, Peché d'Adam et peché du monde, 2 vols. (P 1961).
https://mercaba.org/Mundi/5/pecado_y_culpa.htm
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PECADO Y CULPA
— 3.OBRAS MONOGRÁFICAS: M. Waldmann, Zur inneren Begründung der läßlichen Sünde:
ThQ 98 (1916-17); Rahner 1 381-419 (Sobre el concepto teológico de concupiscencia), II
147-188 (Verdades olvidadas sobre el sacramento de la penitencia), 285-304 (Culpa y
perdón de la culpa como región fronteriza entre la teología y la psicoterapia); H. Rondes,
Notes sur la théologie du péché (P 1957); G. C. Berkouwer, De zonde, 2 vols. (Kampen
1958-60); P. Ricoeur, Finitude et Culpabilité, 2 vols. (P 1960); P. Schoonenberg, El poder
del pecado (C Lohle B Aires 1968); L. Monden, Conciencia, libre albedrío, pecado (Herder
Ba 1968); P. Palazzini y otros, El pecado en las fuentes cristianas primitivas (Rialp Ma);
Pecado, Misterio de iniquidad (P Socorro Ma 1965); La educación del sentido del pecado
(Marova Ma 1968); W. Bitter, Angustia y pecado (Sig Sal 1969); P. Grelot, El problema del
pecado original (Herder Ba 1970); M. Oraison, Psicología y sentido del pecado (Marova Ma
1970); H. Renckens, Creación, paraíso y pecado original (Guad Ma 21969); O. Garcia, EI
misterio del pecado (Ma 1963); J. Jiménez Fajardo, La esencia del pecado venial en la
segunda edad de oro de la teología escolástica (Gran 1944).
Piet Schoonenberg
https://mercaba.org/Mundi/5/pecado_y_culpa.htm
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