Marta Cuando Marta trabajaba, el mundo alrededor se desvanecía y

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Marta
Cuando Marta trabajaba, el mundo alrededor se desvanecía y solo existía el lápiz
deslizándose sobre el papel, las figuras apenas imaginadas que adquirían forma y textura
conforme la mano experta surcaba la superficie blanca como la batuta de un director de
orquesta. Marta nunca dejaba de maravillarse porque un universo entero pudiera caber en el
leve susurro del grafito contra la pasta de celulosa, un universo que solo en parte era
premeditado, porque las posturas, los gestos, los encuadres, nunca eran idénticos a los que
había en su cabeza sino que la gloriosa imperfección del trazo propiciaba que apareciesen
significados que no habían estado en la cabeza de nadie y a los que, por lo tanto, Marta
atribuía existencia propia.
Cuando Marta trabajaba, el mundo alrededor se desvanecía, y por eso no lo vio
acercarse.
Él apareció repentinamente con su gesto severo y los brazos en jarras. Había estado,
por lo visto, un rato llamándola desde algún otro lugar de la casa. Marta, que acababa de
regresar del mundo alumbrado en la punta de sus dedos, no supo calibrar su grado de
enfado.
―Te he llamado cuatro veces ―recriminó él.
―Estoy dibujando.
―Hay que limpiar el polvo.
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―¡Estoy dibujando! ―insistió Marta. Para ella era una respuesta obvia, pero él no
debió pensar lo mismo. Dio un puñetazo en la mesa y los lápices saltaron como insectos
asustados. Uno de ellos cayó al suelo y se rompió la punta.
―¡He dicho que hay que limpiar el polvo!
Marta recogió el lápiz caído. No sabía por qué, pero aquella punta quebrada le
produjo una quemazón en las entrañas imposible de contener. ¿Por qué él tenía que ser tan
insensible? Solo quería trabajar un rato en paz, acabar aquel dibujo que tanto le estaba
gustando, y luego estaría disponible para ayudarle a limpiar el polvo o a hacer lo que hubiera
que hacer. ¿Tan difícil era entenderlo?
Levantó los ojos y lo desafió con la mirada. Encontró un ceño fruncido y unos labios
apretados. Intentó no llorar. Intentó resistirse, más por orgullo que porque pudiera tener
alguna utilidad práctica.
―Tengo que terminar este dibujo ―dijo con la voz temblorosa.
―Siempre estás poniendo excusas ―dijo él―. Me tienes harto. Ayúdame a limpiar el
polvo ahora mismo o tiraré todos esos dibujos a la basura.
―No, no los tirarás.
―Sí que los tiraré.
―Son mis dibujos. No puedes tirarlos.
―Puedo tirarlos y te aseguro que lo haré. Siempre estás igual con tus dibujos. Estoy
harto de que los utilices como excusa para no hacer nada.
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―Te ayudaré a limpiar luego.
―Luego, luego. Siempre dices luego y luego nunca llega.
―Porque se me olvida. Cuando dibujo se me olvida todo.
―Por eso quiero que te pongas a limpiar ahora mismo.
―¡Pero me he dejado el dibujo a medias!
Miró el papel, las figuras apenas perfiladas, los detalles aún fantasmagóricos. La
magia se había roto. Ya no sería capaz de recobrar el hilo de la melodía que dirigía sus
dedos. Ya no podría acabar aquel dibujo. Tal vez lograra hacer alguno parecido, pero nunca
sería el mismo que estaba a punto de surgir cuando él la había interrumpido. Eso era algo
que él no podría entender nunca. Tuvo esa certeza con una punzada de amargura y los ojos
empezaron a escocerle.
Maldito seas, pensó. Te mereces que nunca más vuelva a dibujar, y serás el culpable
si eso ocurre. Ese arrebato de autocompasión hizo que ya no pudiera resistirse. Por eso, en
lugar de coger el plumero, lo apartó de un manotazo y lo tiró al suelo.
―Conque esas tenemos ―dijo él.
―¡No voy a dibujar nunca más! ―Marta lloraba de rabia e impotencia.
―No digas estupideces. Y recoge ese plumero ahora mismo.
Él había vuelto a poner los brazos en jarras. Miraba al plumero como quien mira a un
pájaro muerto caído del nido. Marta apretó los labios hasta que le dolieron y se le pusieron
blancos. Consiguió dejar de llorar y decir:
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―No.
―Coge ese plumero ahora mismo. No te lo volveré a repetir.
Ahora estaba claro. Todo se había reducido a una estúpida competición de fuerza.
Marta sabía que iba a perder, pero aún así dijo:
―No.
Él fingía una calma exasperante:
―Piensa bien si es esto lo que quieres. Tú serás la responsable de lo que pase. Te
doy cinco segundos para decidirte. Uno. Dos.
Marta miró el plumero. Si coger el maldito plumero tuviera el poder mágico de hacer
retroceder el tiempo unos minutos, volver al instante en el que estaba dibujando ajena al
mundo, con sus manos bailando sobre el papel con el poder creador de un universo entero
con sus propias leyes físicas y geométricas; si coger el maldito plumero tuviera ese poder
mágico, lo cogería. Pero no lo tenía.
―Tres. Cuatro.
No iba a cogerlo. No le importaba lo que pasara. Que él hiciera lo que quisiera hacer.
Que él hiciera lo que tuviera que hacer.
―Cinco.
Cayó el silencio. Marta cerró los ojos.
***
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Esa noche, él le pidió disculpas por lo que había ocurrido.
―No debí haberte interrumpido mientras dibujabas ―dijo―, ni debí ponerme así solo
por limpiar el polvo. Pero hay tantas cosas que hacer en la casa que a veces me agobio.
―¿Entonces me levantas el castigo?
―No era un castigo. Sabes que yo nunca te he castigado.
―Bueno, ¿pero puedo volver a dibujar?
―Claro que sí.
Fueron juntos hasta el armario donde guardaban el papel, las ceras, los lápices de
colores. Se miraron un momento. Había algo en aquella disculpa, en aquella
condescendencia, que desagradaba profundamente a Marta, aunque no sabía por qué. No
comprendía que en el hecho de permitirle volver a dibujar había algo de humillación, algo del
gesto magnánimo y por eso arbitrario del rey hacia el súbdito.
No lo comprendía pero lo intuía. Lo intuía de ese modo simple y directo en el que solo
los niños saben comprender el mundo. Porque Marta tenía siete años y adoraba a su padre.
Marta no comprendía, pero sí intuía, que su padre era como un monarca magnánimo y
arbitrario que no disfrutaba humillándola aunque a veces lo hiciera por cosas tan
perfectamente banales como limpiar el polvo. No comprendía, pero sí intuía, que no podía
evitar humillarla, que ni siquiera se daba cuenta de que lo estaba haciendo, porque de ese
modo perpetuaba la manera en la que él mismo había sido criado, una manera sin otro
propósito ni sentido que su propia perpetuación. No comprendía, pero sí intuía, que su padre
peleaba todos los días para librarse de esa manera heredada de entender la crianza y la
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vida, y que no siempre vencía en la pelea porque era una batalla desigual, una batalla tal vez
perdida de antemano. No comprendía, pero sí intuía, que la humillación que puede
parecernos intolerable aplicada a un adulto, debería resultar aún más intolerable cuando es
un niño quien la soporta porque el niño no tiene la más mínima posibilidad de defenderse en
nombre de la tradición o de la cultura.
Hasta que crece.
Marta no comprendía, pero sí intuía. Vaya si intuía. Intuía que no se dejaría avasallar
en la próxima disputa. Intuía que plantaría batalla, costase lo que costase. Intuía que en su
gesto de mínima rebeldía se jugaba el futuro, su futuro, el futuro de todos.
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