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Nuevo diccionario de la resistencia [ profusamente ilustrado]

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José Manuel LÓPEZ BLAY
Nuevo diccionario de la resistencia
ILUSTRACIONES DE:
JOSE MANUEL
LÓPEZ BLAY
Nuevo diccionario
de la
resistencia
© del texto : José Manuel López Blay
© de las ilustraciones : Antonio Martín Ferrand, José Antonio Téllez de Cepeda,
Pinos, Rochesteve, Cristina Perelló, Meluca, Mariki Rodríguez, Óscar Arnau, Pablo
Ferrer Rabanaque,Kike Payá,...
Depósito legal:
Imprime: Gráficas Samuel, S.L. Segorbe
Para ti
A
modo de prólogo. O no. Prólogo, propiamente dicho.
Nuevo diccionario de la resistencia. Porque el Poder sigue hilvanando
discursos, se hace necesario trenzar nuevos ingenios con los que podamos
hacerle frente, resistir. Y como resulta utilísimo que los mismos se hallen
ordenados por alfabético orden, hemos vuelto a considerar pertinente llamarle
diccionario.
También, compendio de las voces discordantes.
a mor
La reina Isabel I de Inglaterra en la película Shakespeare in Love (John Madden, 1998)

La primera vez.
La primera vez sus labios ardientes calmaron mis temblorosas manos, me condujo con
ternura por las escaleras del cielo, desabrochó mi camisa mirándome con sus ojos de fuego
y pobló mi pecho sofocado con besos delicados; acompañó mi mano hasta la curva austral
de sus pechos y me invitó a acariciarlos, mientras su boca buscaba la mía, sedienta de sed y
de auroras. Y cuando me hizo entrar en su región más inaudita, mi cuerpo se encumbró y
rozó las estrellas. Y fue en aquella playa de silencio y caracolas donde rompí en una ola
poderosa que apenas recordaba.
Fue la vez primera, el principio de la sangre enamorada.
Mi sangre conserva la huella de aquel milagro inmerecido; dejaré de vivir el día que lo
olvide, madre.
Pero no hay milagros de balde. Su vida se hizo trizas o ya estaba un poco consentida,
quiero creer para no abrirme las venas, y la mía zozobró irremediablemente.
Tal vez, hubiera sido conveniente la renuncia, la mortificación, la penitencia; pero hubo
otras veces. No muchas, aunque todas poderosas. Cada vez que entraba en ella me sentía
en un territorio acogedor, familiar; de alguna manera inexplicable, era como si nunca nos
hubiéramos separado.
diccionario de la resistencia
«Pero los autores no nos enseñan nada sobre el amor. Lo presentan hermoso o cómico o lo
presentan lascivo. No pueden hacerlo verdadero».
9

El corazón tiene razones, que la razón no comprende.
Lo quiero porque sí, porque no sé hacer otra cosa.

Si me quieres escribir...
La amó sin adjetivos. Sesenta y tres años. Día a día. Con delicadeza. Sin argumentos. Y
cuando ella faltó, después de una enfermedad demasiado larga e inútil, se sentó en el banco
que ocupaban en la plaza por las tardes y esperó que viniera también a por él. Nadie pudo
hacerle torcer la voluntad hasta que una madrugada lo encontramos frío y sin pulso,
aferrado a una pequeña maleta en la que guardaba las cartas que ella le había escrito cuando
estuvo en el frente de Teruel.
 Última carta de amor de Rafael Sebastián a Paola Rocalli
10
Altura, 5 de diciembre de 1937
Paola:
No voy a regresar. Este país se está desangrando. Y yo tengo miedo. Lo maldigo, pero tengo miedo.
Aquí todo el mundo habla con la pistola en el cinto o guarda silencio. Y yo no tengo pistola en el cinto.
Tengo miedo. Y para que no me ahogue, de vez en cuando, pienso en aquella mañana en la que nos
conocimos, junto a la farmacia de Santa María della Scala. Y te veo llegar, con tus ojos oceánicos y tu
sonrisa bulliciosa. Y eso hace que me olvide por momentos de mi vida, que se ha convertido en un infierno.
Que me olvide un poco de mi miedo.
A veces, creo que lo más terrible de esta guerra está por llegar; que, cuando se acalle el ruido
ensordecedor de las bombas y de las balas, vendrá una larga noche que helará las almas y nos robará el
sueño para siempre. Pero mientras llega ese momento, quiero rescatar el recuerdo de aquellos días de finales
de abril de 1937, que pasamos bajo las sábanas de nuestro apartamento del Trastevere, devastando
nuestros cuerpos, mientras la Legión Cóndor bombardeaba Gernika.
¡En qué mala hora volví a España! ¡Pero, qué podía hacer! Tú misma me lo dijiste: «Anda, ve,
entierra a tus muertos y vuelve. Pero júrame que volverás». Y te lo juré. Y los enterré como Dios manda.
Pero ahora no puedo regresar. Vienen en mitad de la noche, sólo por meterme el miedo en el cuerpo. Me
amenazan. Les gusta ver cómo me desmadejo cuando me ponen la pistola en los pulsos. Y cuando se cansan
de verme tiritando de frío —porque el miedo da frío— se van entre risas y blasfemias. Pero presiento que
una noche vendrán para subirme a una camioneta renqueante y pegarme tres tiros en el camino de las
moreras, junto a la tapia del cementerio. Por eso te escribo esta carta. La última. Ridícula, dicen, como
todas las cartas de amor. No quisiera que vinieran antes de haber sido capaz de reunir unas cuantas
palabras para escapar del olvido, para evocar aquellas tardes en que fuimos felices por unas horas. La causa
general de una guerra no suele contabilizar como víctimas a los amantes separados. No hay escrutinio de
este tipo de derrotas. Por eso he de ser capaz de poner palabras al dolor de no tenerte, al dolor de saber que
te he perdido para siempre.
Déjame recordarte como eras aquel domingo, en una pequeña plaza al otro lado del Tíber. Moviéndote
entre las mesas bulliciosas, con tu sonrisa llena de pájaros y otros vuelos. Yo venía de un largo viaje de
diccionario de la resistencia
Hicieron el amor por vez primera en el piso que Rafael había alquilado en Vía di san
Cosimato, junto a la Piazza de santa María in Trastevere. Lo hicieron muchas otras veces
durante aquella cálida primavera de 1937. Los ángeles se habían ido de la vida de Rafael. Y,
por primera vez en muchos años; tal vez, por primera vez desde que tenía memoria, fue
feliz. Ella le susurraba dulces palabras que él aprendía casi con devoción de párvulo. Él se
desvivía por verla sonreír.
A finales de abril de 1937, mientras la Legión Cóndor devastaba Gernika y ellos
devastaban igualmente sus cuerpos en combates menos sangrientos, llegó la carta.
Doña Mercedes estaba enferma. Muy enferma. Rafael debía regresar a España para
verla morir en paz. Y enterrarla.
—— Entierra a tus muertos y vuelve.
—— Volveré.
—— Júramelo.
—— Volveré. Te lo juro.
Luego la vida se hizo muy difícil para todos. Rafael encontró dificultades para volver a
Roma de una manera inmediata. Incluso, en algún momento, supo que no iba a volver. Se
lo hizo saber a Paola en una hermosa carta que nunca recibió y que encontré años más
tarde en una de las libretas que apareció en el fondo del baúl mundo que había en la alcoba
principal de la casa que compraron mis padres, tras su muerte.
Tuyo.
Rafael

diccionario de la resistencia
silencios y quimeras, atorado, sin palabras, confuso. Y en tu mirada encontré certidumbres o las perdí para
siempre. Qué más da ya eso ahora. Poco a poco, mi cabeza, llena de ángeles y de olor a incienso, fue
llenándose de tu voz. Me gustaba escucharte. Hablabas atropelladamente, robándome las palabras de la
boca, contándome los platos suculentos que te preparaba tu abuela en Siracusa, los bailes tan alegres de las
tardes de fiesta. Y del mar. Te gustaba tanto hablarme de tu mar. Y, cuando agotada, te dejabas caer de
espaldas en la cama y suspirabas con fuerza, me gustaba ponerme encima de ti y mirarte. Y comerte con los
ojos. Y beber de tu mirada de agua fresca. Ibas a ser mi mujer. ¿Recuerdas cómo me lo dijiste? En el
silencio sagrado que sigue a la locura de los cuerpos, me lo dijiste con lágrimas en los ojos. «Quiero ser tu
mujer». ¡Oh, Dios, qué gozo en mi alma!
Pero estos generales zarrapastrosos, que quieren salvar el mundo y no saben ni cambiarse de
calzoncillos, lo han echado todo a perder. Han llenado las cunetas de muertos, de viudas, de huérfanos como
yo. Han roto miradas, besos, abrazos; han quemado poemas, discursos, manifiestos del alma; han segado la
luz, el trigo, la paz. Pero, sobre todo, nos han condenado a días de plomo, sin esperanza.
No nos volveremos a ver. No tiene sentido que sigas esperándome en ese piso de Vía di san Cosimato,
donde fuimos tan felices en la primavera. El destino se ha ensañado con nosotros. ¡Malditas guerras,
malditos los que las empiezan y luego no saben cómo acabarlas!
Sal a la calle. Estás llena de vida. Sé que encontrarás el amor que esta maldita guerra no me ha
dejado darte. Y desde donde esté, sonreiré cuando mis ojos se crucen con tus ojos oceánicos.
Crónica del Paraíso.
 El hacedor de palabras.
«¿Qué será de nosotros cuando se te acaben las palabras?». Se lo dijo una noche bronca, en que
se alzaron la voz, lloraron, se abrasaron más tarde con la mirada, antes de quedar
desmadejados bajo las sábanas.
Desde entonces, al amanecer, calentaba su infusión, arrastraba los pies hasta la naya
acristalada y le escribía su nota diaria. Breve. Emotiva. Pluscuamperfecta. Como una
pequeña hogaza. La releía mil veces, quitaba una coma, ponía un acento, limaba una
palabra con una ligera arista, pulía un adjetivo desgastado. Luego se acercaba hasta la
alcoba, la dejaba sobre el mármol de la mesita y le daba un beso en los labios. Desde alguna
región de su sueño tranquilo, ella sonreía sin abrir todavía los ojos.
Él tenía 85 años.
«Polvo serán, más polvo enamorado».
Al despertar y leerla, ella supo que aquélla había sido su última nota.
11
Al despertar no encontraba su alma.
Pasó todo el día buscándola.
Desnortado, a veces.
Melancólico. Sintiendo un hueco grande en el centro del almario.
Hasta que recordó
que había pasado con ella unas horas en el paraíso.
Su alma se había quedado allí.
Fue entonces cuando dejó de buscarla.
Su alma regresó con una dulce sonrisa en sus labios.
biblícos
[relatos]
12
 «Todo lo puedo en Aquel que me reconforta». Cuando me oyó decir aquellas palabras del
capítulo 4:13 de la Epístola a los Filipenses, me miró desencajada y me preguntó dónde las
había escuchado. Reconozco que estaba un poco borracho, pero no me turbé. La respuesta
acudió con facilidad. «A Román Reyes, en Burgos». A Reyes lo había conocido en el XV
Congreso de Filósofos Jóvenes, que se celebró en Burgos en marzo de 1978, para
reflexionar sobre Filosofía y Poder. Yo era estudiante del último curso y había acudido con
tres amigos de Castellón, animados por Paco Marco, nuestro maestro en tantas empresas.
Por los bares y tabernas nos cruzamos y discutimos con Fernando Savater, Javier Sádaba,
Xavier Rubert de Ventós, Gustavo Bueno y sus acólitos de Oviedo. Fuimos insolentes y,
puede decirse, que provisionalmente felices.
Yo no recordaba que me impresionara el discurso del filósofo canario, pero se me
grabó a fuego la respuesta que le dio a un asistente dispuesto a sorprendernos con una de
esas preguntas pretenciosas. «En la Edad Media, cuando el aire estaba impregnado del olor al
Cuerpo Místico de Cristo, rodeados de reliquias, visionarios, inquisidores, espirituales y penitentes; en esa
atmósfera espesa y asfixiante, ¿dónde radicaba el Poder?». El silencio en la sala duró lo que un siglo.
Fue eterno. De pronto, Román Reyes, se levantó de la cátedra desde la que había impartido
doctrina, abrió los brazos como un oficiante y exclamó solemne: «El Poder está en quien me
reconforta, San Pablo a los Corintios, versículo 24». Una carcajada colectiva quebró la
incomodidad de aquel silencio académico. Nadie reparó en la incorrección de la cita.
Tampoco era lo sustantivo. El insolente preguntador se sentó avergonzado.
Desde entonces, yo solía utilizar la cita como un comodín para salir de situaciones
comprometidas o, simplemente, cuando no sabía exactamente qué decir, uso que—supe
aquella noche— era también el que hacía Román Reyes de las palabras de San Pablo. La
mujer que me había hecho la pregunta acababa de romper una relación tortuosa con el
extravagante pensador canario, que había durado varios años.
Un mañana, a mediados de mayo de 1983, inesperadamente, vino a verla a la pequeña
ciudad en la que daba clases y me lo presentó. Me regaló dos libros que conservo como dos
pequeños secretos en el corazón de mi biblioteca. La oración de un escéptico, editado por Luis
diccionario de la resistencia
 Lo había leído en el capítulo 14 del Éxodo: «14:21. Y extendió Moisés su mano sobre el
mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco,
y las aguas quedaron divididas. 14:22 Entonces los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco,
teniendo las aguas como muro a su derecha y a su izquierda».
Pensé que se trataba de una exageración, de una licencia poética para iletrados. Pero en
la habitación 508 del Hotel Sheraton de Albuquerque ocurrieron hechos prodigiosos que
relegaron el episodio del Mar Rojo a una anécdota inocente. No sólo se separaron las
aguas, también las carnes y las sangres. Hasta las almas se abrieron de par en par. Y corrió
la luz y la lujuria y la alegría renacida de sentirse vivo.
Pero esto no se recoge en los libros sagrados. No son textos conocidos por los siete
sabios del sanedrín.
Los hechos ocurridos en la habitación 508 del Hotel Sheraton de Albuquerque
pertenecen al secreto del almario.
Pocas son las almas que han tenido acceso a esa revelación.
María Rodríguez Editor en 1977 y Al principio era la palabra, ejemplar nº 289 de una tirada de
500, editado en 1979 por ediciones Nuevo Sendero.
Cada día me reafirmo más en el mensaje evangélico. «Todo lo puedo en quien me reconforta».
 Siempre me conmueve el arranque de este salmo de David:
No me preguntéis por qué, pero imagino que después de estas palabras sucede una
catástrofe, una matanza, un desvarío de los sentidos. El Señor es mi pastor, nada me falta. ¡ Qué
otra proclama más solemne puede reconfortar al fanático en el instante anterior a la
masacre! Imagino a tantos intransigentes a lo largo de la Historia que han entregado al
fuego purificador a miles de inocentes sin fisuras en su conciencia. Me guía por cañadas
seguras. ¡La muerte en el nombre de Dios, de cualquier dios, que se perpetúa a través de los
siglos! En verdes praderas me hace descansar. Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas. El
dios vengador que promete el paraíso a sus sicarios. ¡Qué largo camino de dolor
innecesario, qué blasfemia contra el dios invocado en cada muerte!
 «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y
escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor». ( Juan 10:16). Ha sido ese versículo el
elegido por Vicente Ferrer para armar su alocución en la iglesia de Caspe, en la que
anunciará a la cristiandad que la Corona de Aragón pasa a manos castellanas.
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 Génesis, 1:26-27. Dios se aburre. Acaba de poner nombres sonoros a los animales
innominados que habitan la tierra, a las aves y pájaros de todos los colores y envergaduras
que surcan los límpidos cielos, a los reptiles y alimañas de los desiertos y a los peces y a
todas las criaturas marinas que navegan los océanos; pero Dios se aburre. Está ocioso. Hay
un silencio fundacional en la creación. Ni el canto de la calandria ni el aullido de los lobos
en las estepas sacan a Dios de ese estado de melancolía que acompaña a todo acto creador.
Anaconda, basilisco, camaleón, delfín, elefante, faisán, gacela, halcón peregrino, iguana,
jilguero, koala, lamprea, murciélago, nécora, ñandú, ocelote, paloma, quebrantahuesos, rata,
serpiente, tucán, urogallo, víbora, w (el dios que ha puesto nombre a todos los animales se
ha olvidado de bautizar animales con la w), xolo, yak, zebra. Todo tiene un nombre y un
lugar, pero Dios se aburre. Y toma una decisión que le causará grandes quebrantos. «Haré al
ser humano —se dice— a mi imagen, conforme a mi semejanza lo haré; y que se enseñoree de los peces de
la mar océana, de las aves de los cielos, de las bestias y alimañas que habitan los bosques, de todos los
anfibios y reptiles que se arrastran por la tierra. Y así es como Dios crea al ser humano a su imagen, a
imagen suya lo crea; macho y hembra lo crea».
«En mala hora», se ha reprochado muchas veces desde aquel aciago día. Es cierto que ha
habido jornadas luminosas en las que se ha sentido ufano de sus creaturas; pero con
excesiva y preocupante frecuencia se ha invocado su nombre para cometer las más
aborrecibles tropelías, los crímenes más atroces, las infamias más execrables.
Dios llora, mientras un joven americano de cabellos ensortijados canta una canción
llena de preguntas incómodas.
diccionario de la resistencia
El Señor es mi pastor; nada me falta.
En verdes praderas me hace descansar,
Me conduce a fuentes tranquilas,
allí reparo mis fuerzas.
Me guía por cañadas seguras
haciendo honor a su nombre.
( Salmos, 23: 1-3)
c rimen
Breve antología de crímenes ejemplares
No soporto a los intransigentes. Por eso lo maté.

diccionario de la resistencia
.
Se lo había advertido muchas veces. No estaba dispuesta a soportarle por más tiempo
sus estúpidas preguntas sobre el contenido de mi cesta o acerca de mi lugar de destino. Así
que aquella mañana, cuando repitió el ritual de aparecer de entre la maleza, me juré que
sería la última vez que iba a tener que aguantar aquel patético espectáculo. Metí la mano en
la cesta, aparté con suavidad la tarta de frambuesas que mi madre preparaba por mantener
la tradición, empuñé el Colt 45 y le descerrajé dos tiros a bocajarro. ¡Lástima que la sangre
me manchara mi preciosa caperuza blanca...! Si es por eso, a mí no me importa que me
llamen Caperucita Roja.
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Los agarrotaba porque era mi obligación como funcionario. No vaya usted a creer que
a mí me hacía mucha gracia ver cómo blasfemaban y se meaban encima antes de
romperles las vértebras. Pero de algo tenía que vivir.
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¿Que yo tenía que compartir el premio exæquo con aquel boceras? Pues no sabían los
del jurado con quien se la jugaban. Espatarrado se quedó. Y sin premio.
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Soy funcionario, ¿ sabe usted? Así que tuve que hacerlo. No me quedó más remedio.
La primera vez no quise creerlo. Parecía una patraña. Pero que saliera en la portada del
Financiero el mes siguiente, me puso sobre aviso. El IPC había vuelto a subir debido al mal
comportamiento del pollo y la patata. Yo, patatas, no tenía; pero pollo, sí. Aunque había
sido un regalo de mamá, no estaba dispuesto a que mis compañeros me acusaran de ser
responsable de lo magro de sus sueldos. Lo sentí muchísimo. Pero se lo he de decir: el
arroz nos salió buenísimo.
Le gustaban las frases hechas. Era insufrible. Me partes el corazón, murmuraba cuando yo
le decía que me dolía amarlo tanto; se me hiela la sangre, era todo lo que se le ocurría cuando
yo le suplicaba que no me volviera a engañar porque era capaz de cualquier cosa; se me abren
las carnes... fue lo que dijo cuando lo rematé con la destral. Acertó esa vez al tomárselo al pie
de la letra. No le quedaron más ganas de jugar con las palabras.
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Tuve que rematarlo con el tiro de gracia. A él no pareció hacerle mucha. Siempre hay
gente sin sentido del humor.
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No encontramos a su hermano. Ese curita que gastaba el púlpito para echar pestes
sobre nuestra revolución. Así que el paseo se lo dimos a él. No íbamos a hacer el viaje
barata canciones.
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Los fusilamos por si acaso.
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Al sargento Medina le gustaba asustar a los guripas, cuando hacían guardia en la tercera
garita del monte Hacho. La que la leyenda castrense había bautizado como la garita de la
muerte.
— ¡ Alto!¿ Quién va?
Y él, mudo como un muerto y quebrando las ramas con sus botas, para hacer flaquear
los ánimos.
— ¡ Alto!¿ Quién va?
Y un silencio espeso, y la trémula mano, intentando torpemente descerrajar el fusil.
— ¡ Alto!¿ Quién va?
Y primero una lágrima y luego otra y muchas otras más y, al fin, un llanto
desconsolado, impotente. El desconsuelo del miedo, la impotencia de la muerte próxima.
— ¡Te vas a pudrir en chirona, chinche de mierda! ¿Dónde tienes los cojones? ¡No os
he dicho que el enemigo siempre acecha, que hay que estar siempre alerta... ! ¿Tú eres un
soldado español o un maricón de mierda?
Al sargento Medina le gustaban mucho estas arengas a los guripas, cuando hacían
guardia en la tercera garita del monte Hacho.
— ¡ Alto!¿ Quién va?
No le di tiempo a hacerme la estúpida pregunta otra vez más.
diccionario de la resistencia
Lo maté a tres páginas del final. Se empeñó en torcerme la historia. Y eso yo no se lo
podía consentir.¡ Ni a él! ¡ Ni a nadie!
— Antes has de pasar por encima de mi cadáver.
Y claro que pasé. Y cien más que se me hubieran puesto por delante. Pero no piense
que yo soy violento. El pronto un poco jodido, no más.
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— Que se me paren los pulsos si te dejo de querer.
Y claro que se le pararon. Los pulsos y los impulsos.
A él y a ella. No iba a poner encima yo la cama. Que había sido de mi abuela. Que se
hubieran buscado otro lecho para fornicar. Lo único que me dolió fueron las sábanas de
lino, ¿ sabe usted?, que se me mancharon de sangre . Y no las he podido recuperar.
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Los maté porque no me dieron el premio. Ellos sí que lo tuvieron. Así aprenderán a
leer.
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diccionario de la resistencia
Acabar, entregar el alma a Dios, apagarse, doblar o torcer la cabeza, caerse redondo,
quedar en el campo de batalla, acabarse la candela, caer como chinches, desplomarse,
diñarla, llamar Dios a juicio o a su seno, dar –o mejor- dejarse la vida, emparamarse,
espicharla, exhalar el espíritu, quedarse en la estacada, expirar, extinguirse, fallecer, faltar,
fenecer, finar, irse de este mundo, cerrar los ojos, quedarse como un pajarito, palmarla,
estirar la pata, pagar con el pellejo, perecer, liar el petate, hincar el pico, dejarse la piel,
reventar, dar la sangre por alguien o por algo, bajar al sepulcro o estar con un pie en él,
quedarse en el sitio, sucumbir, exhalar el último suspiro, terminarse, transir, pasar a mejor
vida; aún más, perderla en dulcísimo combate; dormir en el Señor, o estar con Él, gozar de
su Presencia. Estar criando malvas, descansar en paz; pero, también, agonizar, boquear,
candirse, estar en capilla, tener las horas contadas, luchar a brazo partido con la muerte,
vidriársele a uno los ojos, estar a las puertas de la muerte, estar en las últimas, hallarse entre
la vida y la muerte, dar las boqueadas, encomendar el alma, suplicar los auxilios o el viático.
Morirse, en fin. Hacerlo en gracia de Dios o a mano airada, de hambre o en olor de
santidad, en paz con los hombres y en guerra con tus entrañas.
O que te maten, te envenenen o te destripen. Te afrijolen -o más claro- te baleen. Te
ahoguen o te den la puntilla. Te ajusticien, te ejecuten públicamente, pasándote por las
armas, cortándote el cuello o la cabeza; o, si prefieres, te desnuquen en el tablado, dándote
garrote. Crucificar, apedrear, electrocutar, empalar, ahorcar, guillotinar, linchar, gasear o
inyectar en vena la muerte lenta son algunas de las muertes posibles en los catálogos de los
verdugos.
O elegir tú la muerte con la que seguir escribiendo la historia universal de la infamia.
Destozolar, quitar de en medio, sacar los tuétanos o los ojos, también las tripas; envenenar,
saltar la tapa de los sesos, atocinar, pasar a cuchillo, dejar seco, rematar, descuartizar,
retorcer el pescuezo, despachar, pegar dos tiros, despedazar, escabechar, lavar con sangre,
despeñar, destripar, estrangular, despenar [...]
— Es peligroso jugar con los diccionarios— declaró a la policía cuando lo detuvieron.
Los cadáveres los encontraron en un arcón frigorífico.
d ivertimentos
Brevísimo tratado de la herejía.
Nicolau Eimeric (Aymerich o Eymerich), Inquisidor General de la Corona de Aragón,
era un tipo simpático. Escribió el Directorium Inquisitorum, un vademécum para los jóvenes
aprendices de inquisidor (oficio nada desdeñable en tiempos de crisis). No transcribiré todo
su contenido —cuya lectura recomiendo fervientemente a fieles y gentiles—, pero no me
resisto a escribir la frase concisa con que abrió su magna obra: «Todo lo que se haga por
convertir a los herejes es gracia». Que fuera gracioso ya es otra cosa.

diccionario de la resistencia
 Galería de notables
Manual del Inquisidor
«¿Cómo saber si una bruja ha ejecutado maleficio sobre varón? Sencillísimo, él pierde potencia y ella
se muestra deslenguada y arrogante. Enseñadle los hierros y veréis cuán presto confiesa su pecado.
Así podréis entregar la oveja descarriada al fuego purificador».
Nicolau Eymerich. Inquisidor general de la Corona de Aragón.
 Malleus Maleficarum (Martillo de Brujas)
Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. Inquisidores de las provincias del norte de
Germania.
 Doctrina
«Es hereje quien elige una doctrina falsa y rechaza la verdadera; quien se adhiere con tenacidad y
firmeza a dicha doctrina y quien voluntariamente se cercena para siempre de la comunidad de los vivos».
Así habló Torquemada, que aprendió de Nicolau Eymerich el oficio para mayor gloria de
Dios y pavor de los tibios de espíritu. Nicolau Eymerich fue número uno en la oposición a
inquisidores de la Corona de Aragón y eso se notaba en la elegancia con la que torturaba a
los malditos infieles.
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« Más amarga que la hiel es el alma de la bruja. Mostradle el fuego candente y veréis cómo escupe
veneno por su boca. No en vano fue la serpiente quien tentó a nuestra madre Eva y por ella vinieron todos
los males que nos afligen. Serpientes y brujas son de la misma estirpe».
 Consultorio
diccionario de la resistencia
Ante el aluvión de cartas de lectores afectados por una merma notable en su vigor
sexual y a fin de evitar un colapso generalizado en las consultas de tratamiento de este tipo
de disfunciones, dedicaré un breve capítulo de este Compendio a la invocación a diferentes
santos, ante los primeros síntomas de virilidad desfalleciente, para comprobar si dicha
decrepitud se debe a posesión demoníaca o es pura y simplemente una alteración temporal.
Aquellos hombres a quienes les fallan las fuerzas cuando se disponen a cumplir con su
débito conyugal pueden solicitar ayuda a San Aquiles, obispo de Alejandría, fallecido a
principios del siglo IV. Bastarán tres invocaciones —«Aquiles, glorioso, devuélveme lo que he
perdido o nunca tuve» —, si no media posesión de súcubo, para que todo vuelva a funcionar.
Si se trata de maridos con poca afición a honrar a sus esposas, se puede pedir el
concurso de San Alberto, monje de Sicilia que predicó entre los judíos de Mesina y es
patrón de los toneleros.
La impotencia suele combatirse, si es coaxial y no inferida por servidores de Lucifer,
con plegarias a San Lucas, colaborador de Saulo. Aunque su intercesión es muy efectiva, no
deben esperarse resultados inmediatos.
Si lo que se persigue es una mejora notable de la competencia sexual y del rendimiento
viril, nada como unas buenas jaculatorias a San Potino, mártir. Es fundamental advertir que
sólo debe pedirse su intervención para un uso legítimo y útil; si se le invoca con intención
adúltera1, la cosa no solo no funciona sino que puede acabar provocando impotencia suma.
Ya veis con qué facilidad podéis comprobar si vuestro déficit de actividad sexual con
agravante de aburrimiento se debe a posesión de súcubo o es falta de uso.
 Testimonio oral
 Yo confieso
Lo confesaré por vez primera en mi vida. Yo me enamoré de una bruja.
¡ Dios, no pueden imaginarse cómo era!
 De súcubos y de brujas
Impelido por la urgencia de un piadoso lector que vive con la tribulación de no saber si
se encuentra poseído por bruja o por demonio hembra, súcubo, suspendo
momentáneamente mi disgregación sobre las posesiones de los íncubos y me dispongo a
llevar el sosiego al alma atormentada de esta pobre criatura, dedicando un capítulo de este
humilde tratadito sobre los negocios del Maligno a la distinción sencillísima entre la
posesión demoníaca y la nigromántica.
1
Véase Lévi-Strauss, Claude: La mirada distante, Barcelona, Argos Vergara, 1994, pàg.214 y ss.
18
Era una bruja muy lenguaraz. La de improperios que podía echar por aquella boca. Y
lo altiva que era mientras orbitaba con su escoba por los cielos pútridos de su aldea…Pero,
ver el madero donde crucificaron a Cristo como a un vulgar asesino y estamparse contra el
suelo, fue todo una. No pueden imaginar cómo chillaba la malnacida cuando la untaban de
brea antes de arder como una antorcha. Ni rastro quedó de aquella hija de Satanás.
Un testigo presencial aseguró que vio a una hermosa mujer hablando con el difunto
momentos antes de que se arrojara por el viaducto.
— La muerte seduce a los suicidas— murmuró el juez, mientras ordenaba levantar el
cadáver.
 Confesiones de un inquisidor
Torturarlos me causaba congoja y aflicción, pero no había otra manera de redimir el
alma pecadora que la de entregarla al fuego purificador. Y cuando la duda hacía flaquear mi
fortaleza, recordaba el sabio consejo de mi maestro, el muy docto Arnaldo Amalric:
« ¡Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos!»
19
 El suicida embrujado
diccionario de la resistencia
A finales del siglo XV, Kraemer & Sprenger en su Malleus Maleficarum establecieron con
meridiana claridad algunos extremos que convendría recordar: las brujas hembras son
mucho más frecuentes que los hombres que lo son. Pero los hombres son embrujados con
preferencia, porque, como es sabido, Dios permite el maleficio con preferencia sobre el
acto venéreo. Igualmente, el maleficio se produce principalmente por medio de las
serpientes que obedecen mucho más dócilmente los encantamientos por haber sido el
primer instrumento del diablo. Pero de lo que no cabe duda es de que a través del acto
venéreo es mucho más fácil embrujar al hombre que a la mujer.
Hay cinco maneras o modos en que el demonio actúa sobre la potencia genital.
En la primera de ellas, el demonio hembra impide al cuerpo del hombre y de la mujer
acercarse.
En la segunda, se hace arder a alguien de amor por una mujer al tiempo que lo enfría
por otra. Suelen utilizarse hierbas para este encantamiento, por eso es más propio de
brujas.
En la tercera, se hace aparecer como insoportable a una mujer que antes había sido
entrañable. Sin duda, la Pécora Maligna, la mala pécora de las aldeas, está detrás de esta
posesión.
En la cuarta, se actúa sobre el vigor del miembro, impidiendo el acoplamiento
placentero con hembra. No cabe duda que es obra de un filtro de hechicera.
En el quinto se impide el flujo del semen, obturando el conducto seminal, haciendo
que el semen no descienda por los conductos seminales, o que no vuelva a subir, o que no
pueda salir o que se derrame inútilmente.
Si mi apreciado lector no sabe en qué género se clasifica el maleficio que le aflige, pero
mantiene que no tiene ninguna potencia genital con su mujer, se le puede contestar: si es
potente con otras mujeres pero no con la suya, ha sido incurso en la segunda manera; en la
primera manera tendría la certidumbre de ser poseído por demonio súcubo. Si no
encuentra a su mujer repugnante aun no pudiendo conocerla, se encuentra poseído por la
segunda y tercera maneras. Si no la encuentra repugnante y querría conocerla, pero no tiene
vigor en el miembro, entonces se encuentra bajo el cuarto modo. Si teniendo vigor, no
puede emitir semen, está poseído bajo el quinto modo.
Contésteme presto y podré hablarle de los métodos de curación a su alcance. Todos
sencillísimos. No se aflija, mi apreciado lector. Todo tiene remedio, menos la muerte.
Quedo a su entera disposición. Suyo que lo es.
e ducación
 Si es un despropósito leer a Neruda con la misma pasión de quien descifra la
factura de la luz, no es menor el de entrar en el aula con el ánimo de quien entra en una
fábrica de zapatos; porque nos guste o no, los chicos y chicas aprenden no solo lo poco o
mucho que sabemos acerca de lo que dice el Estado que deben aprender, sino también
otros valores que no figuran en el inventario. Nos guste o no. No podremos enseñarles a
soñar –le robo a Freinet sus palabras– si nosotros hemos enterrado nuestros sueños; no
serán jóvenes con el coraje suficiente para no dejarse atropellar si nosotros somos unos
cobardes; no sabrán decir con voz rotunda y clara quiénes son y lo que quieren si nosotros
hemos perdido la fe en la palabra.
20
 Me apresuraré en decirlo. Ninguno de los problemas educativos sustanciales
que teníamos pendientes de resolver antes del advenimiento de las nuevas tecnologías
encontrará respuesta después de su llegada. Al menos, no lo encontrará única y
exclusivamente gracias a esa llegada.
Es cierto que las tecnologías pueden ayudarnos a potenciar nuestras capacidades, pero
igualmente pueden amplificar nuestro grado de estupidez. No convendría que hiciéramos
de esos ingenios electrónicos la columna vertebral de nuestro discurso pedagógico,
olvidándonos de otras invariantes que deberían guiar nuestras prácticas.
Antes bien, convendría reflexionar acerca de cómo, gracias a las tecnologías, puede
romperse el monopolio del saber, cómo podemos crear redes difusas en las que compartir
de manera generosa el conocimiento, cómo disponemos del conocimiento para construir
una comunidad democrática de aprendizaje. Pero, sobre todo, cómo garantizamos un
acceso universal a ese conocimiento. De lo contrario, la distancia entre quienes dominan el
lenguaje y quienes lo ignoran se convertirá en un abismo insondable. La tecnología habrá
perpetuado el statu quo y, lejos de ser un instrumento al servicio del ser humano, se habrá
convertido en poderosísima arma de control y adoctrinamiento ideológico.
Deseo con todas mis fuerzas que ese día llegue más temprano que tarde. Solo entonces
será cuando el poder y el saber se repartan a manos llenas, cuando será necesario echarse a
la calle y proclamar que la escuela ha muerto, porque toda la sociedad se habrá convertido
en una comunidad de aprendizaje permanente.
diccionario de la resistencia
 Tal vez sea hora de volver a preocuparnos por el qué y para qué enseñamos,
después de tantos años en los que los psicólogos consiguieron convencernos de que lo que
realmente importaba era el cómo enseñábamos.
Reivindicar la escuela como un ámbito privilegiado de socialización política en
mayúsculas (no hay otra manera de referirse a esta noble actividad que un puñado de
mangantes se han empeñado en prostituir para mayor gloria de sus partidos), como un
espacio de educación ciudadana, como un momento impagable de democratización del
conocimiento.
Es hora de reclamar una educación pública, laica, liberadora y puesta al servicio de la
formación de una ciudadanía crítica que diga no a la corrupción y a la democracia vigilada.
Mientras llegue ese momento, convendría evitar que acaben convirtiendo la escuela en
mecanismo de darwinismo educativo. Especialmente, cuando esa escuela es costeada con el
dinero de todos los contribuyentes.
 No entréis en clase vencidos, porque saldréis derrotados.
diccionario de la resistencia
 Durante años hemos sido embaucados por los mercachifles de la pedagogía y la
psicología. Nos han hecho creer que deberíamos esforzarnos por planificar los objetivos a
conseguir, por diseñar secuencias de aprendizaje siguiendo técnicas de ingeniería didáctica,
por evaluar meticulosamente cada una de las modificaciones de conducta observadas, cada
una de las capacidades alcanzadas, cada una de las competencias adquiridas: hemos
malgastado tanto tiempo poniendo nombre a lo que hacíamos que hemos olvidado
realmente lo que hacíamos y, sobre todo, no recordamos en absoluto para qué lo hacíamos.
Y mientras tanto, algunos de nuestros alumnos siguen sin aprender; lo que es peor, mucho
de nuestros alumnos siguen sin querer aprender.
Ignoro cómo se aprende; aún más, creo que cada uno de nosotros aprendemos de una
manera diferente. Pero algo sé de cómo se ha de enseñar: con pasión1, con convencimiento
en lo que hacemos, al margen de exigencias burocráticas. ¡Alma, María, alma! que don
Manuel Cossío También en eso nos han engañado. Han acabado convirtiendo las escuelas,
los institutos y las universidades en expendedurías de títulos, en oficinas de certificación de
conocimiento homologado por la Unión Europea. «¡Hasta la sabiduría vende la Universidad! ».
¿De qué nos sirve tener agua a nuestro alcance, si no tenemos sed? ¿De qué sirven las
nuevas tecnologías, los carísimos libros de texto, los programas de formación del
profesorado si no somos capaces de hacer que nuestros alumnos quieran aprender?
¿De qué sirve saber cómo si no sabemos qué y, sobre todo, para qué enseñamos?

A los chicos y chicas de la Facultat de Magisteri de la Universitat de València, que asistieron a mis clases de
Historia de la Escuela.
«¡Alma, María, alma! », era una frase que Manuel Cossío, pedagogo de la Institución Libre de Enseñanza,
recomendaba con frecuencia a la maestra doña María Sánchez Argós, para que trabajase con ilusión y
entusiasmo.
1
21
En la última clase me quedé sin palabras. Literalmente. Se me rompió la garganta y me
quedé sin palabras. Y se me quedaron en las entrañas, reposando. Ahora que ya me he ido,
creo que debo decirlas. Pocas, pero debo decirlas.
Las primeras quisiera que fueran para agradeceros todo lo que me habéis hecho
aprender este curso. Me habéis enseñado que esta profesión es capaz de darnos dignidad y
fuerza para seguir resistiendo cuando las certezas se tambalean. Pero, sobre todo, me
habéis enseñado que esta profesión es agradecida, que te devuelve acrecentada toda la
pasión que pones cada día por compartir lo poco o mucho que sabes con los demás. Sigo
recibiendo mensajes vuestros que me estremecen y que me reconfortan más que cualquier
otro reconocimiento.
Gracias, pues. Por todo.
Sólo quisiera deciros algo que olvidé en la última clase.
Es cierto, cuando lleguéis a las escuelas vuestra misión será enseñarles dónde pueden
encontrar el agua, esencial para la vida. Señalarles los manantiales, las fuentes, los arroyos
donde podrán encontrarla. Indicarles su calidad y abundancia. Incluso, deberéis invertir
mucho esfuerzo en que aprendan las diferentes maneras de beber y sus sutiles diferencias:
directamente del curso del agua, en delicadas copas de cristal ricamente tallado, en ánforas
o en cacillos metálicos.
Pero, por favor, no os olvidéis nunca de intentar que tengan sed, de que cada día
recuerden que han de beber para seguir viviendo.
Que tengáis suerte.
Hasta siempre.
diccionario de la resistencia
 Centros de excelencia, planes de mejora, evaluación de competencias, gobernanza
de centros, programas plurilingües, pero ¿dónde la formación de una ciudadanía crítica,
incapaz de dar cobijo a la corrupción, al gremialismo de la clase política, al despilfarro;
dónde la educación de las emociones, que nos permita expresar la rabia, el dolor, el amor,
el deseo, las ganas de morirnos sin necesidad de acudir a un psiquiatra o un psicólogo?
Deseducación obligatoria y gratuita hasta la muerte: quememos los libros que sobre el
currículo han escrito los grandes sabios del sanedrín y dejemos que la vida entre las aulas,
que nos contamine; que hay demasiado olor a muerto en los libros de historia, demasiado
olor a naftalina en los de química, a hojas disecadas en los de literatura, a miedo de la
sangre en los de religión. Aulas sin muros donde la palabra vuelva a enseñorearse del
espacio, la palabra que tiene más densidad que el silencio, no la palabra clonada de otras
palabras, no la que se repite o se recita con el mismo entusiasmo con el que se lee la factura
del agua…Salgamos a la calle y movamos la mañana con dignidad extrema: que todo es
posible y todo está por hacer.
 La escuela que conocemos es una institución que se generaliza en el siglo XIX para
atender la necesidad de estabular a la prole de la clase obrera, mientras sus padres y madres
asisten a las insalubres fábricas donde son explotados con rigor y método. No en balde, la
organización espacial y temporal escolar tiene mucho que ver con el universo fabril. Esa
institución decimonónica en la actualidad está gobernada por hombres y mujeres del siglo
XX y tiene la abrumadora responsabilidad de educar a las generaciones del siglo XXI. No
es extraño que chirríen los goznes, que haya fricciones en los mecanismos, tensiones,
incluso roturas. No es extraño.
 Aprender a defenderse del exceso de información, como sugiere Zygmunt
Bauman, tener criterio para discernir lo sustancial de lo irrelevante: ese es el desafío que
deberá afrontar la escuela del siglo XXI.
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 No podemos hipotecar todo nuestro tiempo con el discurso profesional. Hemos de
disponer de tiempo para leer, ir al cine, cultivar las amistades. Hemos de disponer de
tiempo para poder perderlo sin remordimientos, para no hacer nada, para poder detenemos
a reflexionar y tener la oportunidad de ser nosotros mismos; para distraernos, abstraernos,
ensimismarnos, poder mirar con otra mirada el mundo que nos rodea, recrearnos en una
idea o una imagen, sin prisa, sin objetivo, sin obedecer a ningún tipo de planificación.
Hemos de disponer de un tiempo para hablar sin mirar el reloj. O para guardar silencio
y escuchar.
Es el tiempo esencial en el que los poetas destilan sus mejores versos, en el que los
científicos realizan los hallazgos más sorprendentes, los filósofos arman sus mejores
argumentos... pero también es en tiempo en el que al resto de personas nos permite
encontrar el camino en una encrucijada, desencallar nuestra vida varada, orientar nuestros
pasos cuando nos sentimos desnortados.
Es el tiempo de la educación pausada, sin apremios. Una educación que nos hará
mejores.
f
acebook
Erem hostes del bes i la insistència
i et sabia ma carn maravellada
i argument negador de la nostàlgia.
Joan Fuster.
«Te acuerdas de mí?». No sabría decirlo. Si me pidieran que precisara lo que hice entre el
momento en que vi el bocadillo que anunciaba la llegada de un mensaje en facebook y el
siguiente gesto mío con un cierto grado de cordura, no sabría decirlo.
Irene Bataller
— ¿Te acuerdas de mí?
02/03/2014 18:39
diccionario de la resistencia
Criatura dolcíssima
¿Cómo no acordarme de ella? Misteriosamente, su fotografía había aparecido, olvidada,
entre las hojas de un libro; así que no había hecho otra cosa durante aquella mañana.
Acordarme de ella.
Miguel Altava
— ¿Te acuerdas tú de esta fotografía?
02/03/2014 18:45
Irene Bataller
— No pensaba que hubieras guardado esa fotografía durante tanto tiempo.
02/03/2014 18:51
He de confesar que estuve meditando un buen rato antes de tomar una decisión. Tal
vez, hubiera sido más cómodo no haber respondido. O ser brusco y responder,
simplemente, que no me acordaba de ella. Pero era demasiado tarde. Y, además,
irremediable. Reconozco que la situación me turbaba. Con Irene apenas había habido otra
relación que la de una intensa temporada de cartas cruzadas de adolescencia y unos cuantos
besos atropellados. Nada de carne maravillada. Puro cuerpo místico. Y, sin embargo,
23
Había escaneado la fotografía y la adjunté a mi respuesta. Golpeé con contundencia la
tecla de retorno de carro. Retorno de carro. Curiosa expresión. Anticuada y curiosa.
Ensanché los pulmones y esperé. Un minuto. Tres. Tal vez, cinco. La vida es eterna en
cinco minutos. Víctor Jara. Septiembre de 1973. Ella entonces ya no estaba. Hacía tiempo
que ella ya no estaba. Aproximadamente a la misma hora en la que en Santiago comenzaba
el sangriento asalto al palacio presidencial, yo supe que había dejado de ser niño. Mientras
los sables chilenos manchaban de sangre y de vergüenza hasta la última piedra de La
Moneda, yo entré en la edad luminosa de la juventud.
durante estos años muchas veces había vuelto su recuerdo, a principios del otoño siempre,
con las mareas.
Miguel Altava
— ¿Qué te ha hecho acordarte de mí, después de tantos años?
02/03/2014 18:52
diccionario de la resistencia
Mientras llegaba la respuesta, intenté ordenar mis recuerdos sobre ella. Pero pronto
tuve que admitir que no iba a ser fácil. Sus cartas las debí de perder en algún traslado o mi
madre se deshizo de ellas nada más marcharme a Barcelona, cuando yo todavía quería ser
filósofo.
Así que sólo disponía de recuerdos deshilvanados. Algunos nítidos; otros, no tanto. A
Irene yo la tenía asociada a Janis Joplin. No porque se parecieran, sino porque, a los pocos
meses de conocer a Irene, encontraron muerta a Janis Joplin. Luego vino mi larga
enfermedad que hizo aquerenciarme a la melancolía. En ese tiempo Irene me escribía tres
veces a la semana. Y yo respondía. Supongo que eran engoladas cartas de amor.
Fue entonces cuando alguien me regaló un disco de aquella muchacha tejana. Mi vida ya
nunca fue la misma. Irene y Janis Joplin, extrañamente unidas, vigilaban mis sueños de niño
enfermo.
Irene Bataller
— Habrá sido un ángel; recuerdo que eras muy aficionado a los ángeles.
02/03/2014 18:56
Me sorprendió que ella recordara aquella extravagante pasión mía. Después de los
ángeles vinieron los místicos, los iluminados, los apóstatas, los traidores. Mi alma se
canceró con sus desvaríos. Irene debió ser víctima de aquella primera devoción enfermiza y
la recordaba todavía. Acabé leyendo a Marx mientras sonaban canciones aguardentosas,
pero entonces Irene hacía tiempo que había desaparecido de mi vida.
Así me despedía de ella en las cartas. Supuse que se acordaría. Yo lo había olvidado,
pero, cuando ella escribió: «Habrá sido un ángel; recuerdo que eras muy aficionado a los ángeles»,
recordé que esa era nuestra frase talismán.
Sin embargo, me arrepentí nada más acabar de enviarla. Había sido un error. Un
estúpido error. Yo no sabía nada de ella desde hacía más de treinta años. ¿Qué sentido tenía
este coqueteo trasnochado? ¿Qué había estado haciendo ella en aquellos años en los que
me pregunté tantas veces dónde estaba Dios, mientras cantábamos canciones solemnes con
voz enronquecida?, ¿dónde había estado ella mientras nosotros esperábamos que la
respuesta sonara en el viento?
Las fotografías de su perfil sugerían una posición económica desahogada. Vivía en
Logroño y era decoradora. Un par de hijas sanas y guapas que parecían sentirse orgullosas
de sus padres. Una vida envidiable y regalada. ¿Qué sentido tenía que yo le espetara aquella
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Miguel Altava
—Ángel de mi guarda,
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día
02/03/2014 19:04
cantinela empalagosa? Lo más sensato era despachar el asunto burocráticamente. «Me ha
alegrado mucho saber de nuevo de ti. Estaría bien que de vez en cuando nos escribiéramos». O algo así,
sin más compromiso. Cualquier cosa, menos aquel hechizo de adolescencia:
—Ángel de mi guarda,
dulce compañía,
no me desampares
ni de noche ni de día.
— ¡Tampoco tú habías olvidado nuestra frase talismán!
02/03/2014 19:05
Estaba complicándome estúpidamente la vida. No había aprendido nada después de
tantos años de desgarros del alma. Yo había provocado aquella ridícula situación. Ella
comenzaba a hablar en plural y eso no podía significar otra cosa que se había iniciado el
afable combate de la seducción. Un combate para el que no me sentía preparado, ni mucho
menos motivado. Me había acostumbrado a vivir sin lastres en el corazón.
No había duda, debía dar por terminado el intercambio epistolar. Tal vez, ella buscaba
llenar el vacío de un matrimonio acomodado, que últimamente se había convertido en una
losa monótona y aburrida. Un amor de adolescencia siempre es una opción, cómo
diríamos, muy literaria; empalagosa, pero muy literaria.
Yo no podía ofrecerle nada. La quise mucho, es cierto; pero la había olvidado hacía
muchos años. ¿A cuento de qué venía esta rememoración? Aunque, cuando lo pienso, tal
vez, no la había olvidado de la manera que yo pensaba. De hecho —fui consciente en ese
momento— apenas hacía un mes, en un encuentro fortuito con Andrés García Tejedor, un
amigo de aquellos años salvajes, apareció ella enredada en una conversación atropellada.
«¿Nunca supiste más de Irene? ¡Estaba muy enamorada de ti!».
Aquella noche estuve rebuscando inútilmente entre mis papeles sus cartas.
Aquella noche no dormí.
— ¿Qué ha sido de tu vida?
02/03/2014 19:07
Sí, lo sé, reconozco que fue una pregunta insulsa, pero intentaba no alimentar el
recuerdo de un pasado que, equivocadamente, pudiéramos considerar mejor que el hoy.
Aunque, en mi caso, así era. Casi cincuenta y seis años. Divorciado. Sin hijos. Uno entre los
miles de fracasados que salen cada día a la calle y agitan el aire denso de la ciudad sin
entusiasmo. De vez en cuando, sexo con tarjeta de crédito o, simplemente, sexo a solas que
resulta más cómodo e higiénico. Mucha lectura y mucho cine, y alcohol los fines de
semana. Vino tinto. Solo vino tinto. Más graduación me hace vomitar y me perfora el
estómago.
Hubiera sido muy tentador seguir coqueteando, pero, ¿a quién quería yo engañar? No
tenía nada que ofrecer. Así que era mejor que fuera ella quien enseñara las cartas. ¿Qué ha
sido de tu vida? Definitivamente, era una buena pregunta. La única posible.
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Miguel Altava
diccionario de la resistencia
Irene Bataller
Irene Bataller
02/03/2014 19:17
Lo suponía. Melancolía de mujer en esa frágil línea que divide su vida en dos mitades
asimétricas. Nostalgia de unos besos, tal vez, los primeros, que se recuerdan siempre con
más entidad de la que tuvieron realmente. La dulce y perversa llamada de lo prohibido.
Intentar sentirse deseada de nuevo, con esa rotundidad de los catorce años. ¿Qué podía
decir yo ahora que no resultara excesivamente improcedente? Recurrir a los clásicos.
Miguel Altava
diccionario de la resistencia
— Casada. Dos hijas adolescentes que me adoran y odian a un mismo tiempo. Un
marido que me consiente y, seguramente, me quiere a su manera, aunque cada día me
cuesta más entender la manera como me quiere. Decoradora, aunque solo ejerzo con los
amigos y algún familiar piadoso. A Ernesto no le gusta que su mujercita trabaje. Los
años me han respetado y yo, agradecida, colaboro. Dos días de gimnasio y dos de
natación. Ya ves, una mujer envidiada.
— ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras?
02/03/2014 19:18
Irene Bataller
— Sigue gustándote la poesía.
02/03/2014 19:20
¿Qué pretendía? ¿A qué venía tanto palique? ¿Qué buscaba? Si era guerra, bien sabía
ella —o no, a los trece o catorce años esas cosas no se saben— que yo no era buen
guerrero. Lo mejor sería inventar una excusa poderosa —un trabajo que debía ser
entregado antes de un plazo inaplazable, podía servir— y despedirme de ella por una
temporada. O para siempre. Al fin y al cabo, representados en una gráfica los sectores de
mi vida que había compartido con ella y los que no, la proporción era irrefutable. No
debería de costarme demasiado dar por terminado el reencuentro. «Te escribo en otro momento,
he de entregar un informe antes del viernes y voy muy atrasado. Ha sido un placer volver a encontrarnos,
aunque sea a través de esta hermosa y misteriosa red».
Pero escribí otra cosa. La más inconveniente.
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Cuando la conocí yo era aficionado a la poesía. Garcilaso, Lope de Vega, Bécquer,
Hernández, Neruda. Incluso llegué a escribirle algún soneto académicamente correcto, pero
cursi, como son los sonetos de los quince años. Ella era tan, cómo decirlo, fragante. O
dulcísima. Si en aquellos años yo hubiera leído ya a Joan Fuster, la hubiese llamado criatura
dolcíssima. Pero entonces yo no conocía ni a Fuster ni a Martí i Pol, así que debí de escribirle
estrofas menos sublimes. Ahora casi no lo recuerdo, pero creo que la quise mucho, de una
manera limpia. Probablemente, ha sido la mujer a quien he querido de una manera más
limpia. Pero de eso hacía muchos años, demasiados años para recordarlo. ¿O no?
Miguel Altava
— Hace tiempo que en mi vida no hay tiempo para la poesía.
02/03/2014 19:25
Irene Bataller
— En la mía, tampoco.
diccionario de la resistencia
La frase tenía la fuerza dramática suficiente como para ahuyentarla, si lo que andaba
buscando era un polvo higiénico. Nadie quiere hacer el amor con un vencido. Y menos,
con un poeta vencido. Son los más despreciables de los vencidos. Alguien capaz de trenzar
una frase con esa contundencia no tiene el cuerpo para bullicios. Así que pensé que, tras
unos minutos, en los que el bocadillo permanecería aletargado en la parte inferior de la
pantalla, ella daría la conversación por acabada. Pero nunca se me han dado bien los
pronósticos.
Esta vez no iba a ser una excepción. Sólo acerté en lo del tiempo lechoso de espera,
diez minutos, tal vez.
02/03/2014 19:25:10
Eso sonaba muy seco. ¿Se habría molestado? Pero, ¿por qué? No tenía ninguna razón
para hacerlo. Al fin y al cabo, ella había iniciado este combate. O, directamente, esta guerra.
Eso es, esto era ya una guerra de trincheras. Ahora me tocaría disculparme, ser un poco
amable y buscar un momento más propicio para despedirme de una manera elegante.
«En la mía, tampoco». Definitivamente, la conversación había durado demasiado. Tanto
que comenzaban a aflorar rencores por las cicatrices mal encarnadas de una vida que no
habíamos vivido.
— Lo siento. He sido muy brusco; pero has de comprender que esta situación es para mí muy
embarazosa. Después de tantos años, de pronto…
02/03/2014 19:30
No me apasionaba en absoluto la idea de una escena de adulterio con desenlace
tremendista y puritano, como suelen ser todos los desenlaces de esas películas americanas
en las que se intenta remover el pasado del corazón. Tenía que buscar alguna salida
elegante a un embrollo que comenzaba a crisparme. Para ello debía serenarme e intentar
reconstruir los hechos de la forma más objetiva posible. Veamos: una chica a la que conocí
hace casi cuarenta años y de la que estuve enamorado, aunque casi lo había olvidado, o no,
me escribe de pronto e intenta rememorar aquellos días tan felices del ayer. Intuyo, por los
datos aportados, que está atravesando una de esas crisis matrimoniales tantas veces
descritas en la literatura y el cine. Una tarde, jugueteando casi, escribe mi nombre en la caja
de búsqueda y, plas, aparezco a su lado. «¿Te acuerdas de mí?». Todo había ido bien al
principio. Creo que mi error fue entrar al trapo cuando ella nombró a los ángeles. De no
haberlo hecho, estoy seguro de que todo se hubiese reducido a un educado intercambio de
datos biográficos más o menos exhaustivo y a una cordial despedida con promesa de volver
27
Miguel Altava
a repetir pronto un nuevo encuentro, virtual, se entiende. Pero no, tenía que convocar a los
ángeles…
Irene Bataller
02/03/2014 19:32
Estaba furiosa. Esa manera de pedir disculpas tan contenida no dejaba lugar a dudas.
Estaba furiosa y, de un momento a otro, estallaría y escupiría todo el veneno que le
emponzoñaba los adentros. Y me maldeciría por haberla olvidado tan pronto, por no
haberla llamado en todos estos años, por no haberla hecho feliz. Y yo debería aguantar el
aguacero y dejar que se vaciara, que me inundara con su rabia de años. No importaba que
no tuviera razón, que no la olvidé tan fácilmente pero que no me atreví a llamarla, porque
yo no tenía nada que darle. Yo era un hombre —bueno, entonces apenas un muchacho—
sin gracia que no podía ofrecer nada a nadie. Y menos, a una mujer, bueno, entonces
apenas una criatura. Dulcísima, pero una criatura.
diccionario de la resistencia
— No te preocupes, ha sido culpa mía. No tenía ningún derecho a entrar así en tu vida,
después de tanto tiempo.
Miguel Altava
— Si he de serte sincero, creo que no tengo nada que ver con aquel muchacho que tú conociste.
02/03/2014 19:34
Irene Bataller
— Lo supongo; aunque en la fotografía se te ve estupendo.
02/03/2014 19:37
Ese cambio de registro me desconcertó. He de confesarlo. Ahora salía con el rollo de
colegas que, a pesar de los años, mantienen ese cariño que, como un poso, queda después
que el amor se muere. Y con un puntito de humor. O de mala leche. Porque yo, si he de ser
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Aclaración, por otra parte, ociosa. Nadie en su sano juicio puede pensar que alguien no
cambie o no lo cambie la vida después de cuarenta años. Aunque, después de dejarlo
escrito, no estoy tan seguro de que las cosas sean así de simples. Yo a los quince años era
bastante torpe en los asuntos del corazón. Casi a punto de cumplir los cincuenta y seis, no
me parece que haya progresado mucho.
Ella apareció inesperadamente en mi vida, una vida hecha de rutinas y cumplimiento
estricto de tradiciones indiscutidas. Yo no supe darme cuenta entonces de que ella también
se había enamorado de mí. El miedo —el maldito miedo que nunca he podido sacudirme
—me impidió darme cuenta de que a ella también su cuerpo se le aflojaba, le tremolaba el
alma cuando nos encontrábamos en el parque y escuchábamos a los hermanos Carpenters.
sincero, muy estupendo no me veía en la fotografía. Pero tampoco era para ensañarse. Así
que le devolví el dardo.
Miguel Altava
— A ti también se te ve estupenda, realmente estupenda.
La verdad es que me costaba trabajo recordarla como era en aquella primavera. La
fotografía que conservaba no era materia suficiente para anclarla en mi memoria de manera
sustantiva. Lo que de ella conservaba tenía más que ver con lejanas fragancias, sabores,
densidades y, sobre todo y a pesar de tantos años transcurridos, de manera nítida, su
condición de criatura dulcísima. Si me exigieran una descripción suya de aquellos días,
insistiría en citar a Joan Fuster y reclamar como propios algunos de sus versos más
admirables. «Érem hostes del bes i la insistència, i et sabia ma carn meravellada i argument negador de la
nostàlgia».
Pero ahora estaba realmente estupenda. Sin segundas intenciones.
diccionario de la resistencia
02/03/2014 19:42
Irene Bataller
— Te has cabreado!…Tenías días en los que el humor te abandonaba.
02/03/2014 19:43
Miguel Altava
— No me conoces tú a mí cabreado…
02/03/2014 19:49
La frase marcaba territorio. No te confundas, princesa. Yo no soy ya aquel muchacho
asustadizo al que se le envidiabran los ojos cada vez que te acercabas a menos de dos
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El humor…! ¡Si supiera ella qué se había hecho de mi humor! Yo estaba —sigo
estándolo — en un momento de mi vida en el que no esperaba nada ni a nadie. Después de
un matrimonio que, primero, resultó un fracaso y luego un infierno, me enfrasqué en mi
profesión. La enseñanza es un mundo plagado de mediocres que intentan vengarse de las
afrentas de sus años de estudiantes o demostrar ante un público obligado lo mucho que les
costó llegar al lugar de privilegio que ocupan en el engranaje social. También hay otras
voces, pero se escuchan poco. Conseguir notoriedad en ese páramo no es una tarea
complicada. Y yo lo hice; no porque buscara la gloria, sino porque la idea de adocenarme
tan pronto me producía desazón y vómitos. Pero un día me hastié y, desde entonces, no he
permitido que ningún estúpido me hiciera gastar inútilmente ni un minuto más de mi vida.
Para ello, no encontré otro método más expeditivo que aparentar un estado de indignación
permanente. Pocos son quienes se atreven a perturbar a un indignado. Se apartan de él
como de un apestado. Lo ignoran. Y eso es lo que yo andaba buscando.
metros de distancia. Yo no soy ya aquel muchacho melancólico que te escribía larguísimas
cartas de amor, con palabras rebuscadas que intentaban compensar la torpeza de mis
caricias, la falta de densidad de mis besos. Cuidado, princesa, yo no soy ya el que a ti te
gustaría que fuera. O sí, tal vez siga siendo asustadizo, melancólico, torpe para gestionar —¡
la crisis se ha enseñoreado hasta de la lengua del corazón!— sus emociones.
No me conoces tú a mí cabreado; efectivamente, ni me conocía ni iba a tener
oportunidad de hacerlo, porque la conversación se iba a acabar en un par de mensajes, una
vez encontrara una fórmula cortés para despedirme.
— Ahora no sé, pero entonces cuando te enfadabas, se te arrebolaba el alma y
estabas muy guapo.
02/03/2014 19:53
¿Dónde quería ir a parar? ¡Estaba tonteando conmigo! Me agotaba la sola idea de
comenzar a cortejarla. Hacía demasiado tiempo que no practicaba esa ceremonia ritual en la
que el macho y la hembra retrasan de manera artificial la ejecución de un instinto biológico
primario, para que en el momento del apareamiento estén lubricados y el acople no sea
doloroso. Desde hace años, cuando mi cuerpo tenía una urgencia, le daba gusto con una
profesional o me bastaba la ayuda de internet y de alguna secuencia de cine porno, si no
tenía ganas de salir de casa.
Pensar en el cortejo me apesadumbraba, me ponía bronco, mohíno.
diccionario de la resistencia
Irene Bataller
— Siempre me miraste con buenos ojos.
Miguel Altava
Hace 4 minutos.
— Baja la guardia, sólo quiero saber cómo estás.
Irene Bataller
Hace 10 minutos.
Debía tomarme mi tiempo. La conversación se estaba alargando y yo, a estas alturas, no
sabía muy bien los derroteros que podía tomar. Aún más, a estas alturas, no tenía muy claro
si quería que tomara algún derrotero. Comenzar a desgranarle las andanzas de tantos años
sin vernos, era tanto como aceptar que esta relación recuperada iba a tener vocación de
permanencia. Demasiado arriesgado para mi convicción de aquel momento. Sin embargo,
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Recordé una de aquellas tardes de cuando la conocí. Un enfado estúpido. Un arrebato
de la sangre de los quince años. Tal vez, creí que coqueteaba con alguno de mis amigos o
que lo había mirado con los ojos que a mí me miraba. Y me embronqué. Me fui a un
rincón de aquel garaje donde hacíamos los guateques, a fumar con rabia, a fingir que la
odiaba. Se acercó con la sonrisa en sus ojos. Se sentó a mi lado. «¿Sabes que estás muy guapo
cuando te enfadas?». Me desarmó. Acabamos besándonos, riendo de sabernos enamorados.
mostrarme arisco y dar por zanjada la charla tampoco era una perspectiva que me pidiera el
cuerpo.
— Estoy bien. He pasado momentos malos, pero ahora estoy bien.
Miguel Altava
— Si te incomoda hablar conmigo, desconecto. No quería molestarte.
Irene Bataller
diccionario de la resistencia
Hace 4 minutos.
Era suficientemente escueto para dejarle claro que no me interesaba hablar de mi vida y
suficientemente correcto para no pasar por maleducado. También, lo suficientemente breve
para que no se notara que mentía. No estaba bien ahora. Ni nunca. O pocas veces en mi
vida había estado bien. Que yo recuerde, los años que pasé en la universidad son los únicos
que podría considerar como felices o algo que se le pudiera parecer. Aunque aquellos días
en los que la conocí también podría inventariarlos entre los pocos dichosos de mi
malograda existencia.
Pero no iba a hablar de ello. A lo sumo, cuatro pinceladas para satisfacerla. Y hasta aquí
había llegado esta bonita rememoración.
Hace 3 minutos.
— Soy profesor de Lengua y Literatura Castellana en un Instituto de Valencia. Un barrio sin la
conflictividad de otros, pero con un creciente número de alumnos que no aprenden porque no les da la gana o
no les interesa. Así que, sin demasiados objetivos que cumplir en el trabajo y sin la obligación de complacer
a ninguna mujer, porque la que tuve tomó la sabia decisión de dejarme antes de que llegaran hijos que
ahora me causarían quebraderos de cabeza, me dedico, especialmente, a escribir algunos relatos que mis
amigos leen sin demasiado entusiasmo, pero sin saña. Ya ves, la placentera y monótona vida de funcionario.
Miguel Altava
31
Volvía a sacar las uñas. ¿Qué quería después de cuarenta años? Lo más conveniente
sería utilizar sus propias armas. Seis líneas descriptivas, con pinceladas valorativas y
cumpliría con el expediente de la misma manera que ella lo había hecho. Veamos:
Divorciado. Sin hijos, lo cual, a determinadas edades, es un lujo impagable. Para
compensar, he de convivir cada día unas cuantas horas con adolescentes excesivamente
hormonados, como cláusula innegociable, si quiero cobrar cada fin de mes. Huérfano, sin
hipotecas domésticas ni del corazón. La vida me ha devuelto lo que he invertido en ella,
que ha sido más bien poco. Escribo artículos y algún cuento suelto que mis amigos leen sin
demasiado entusiasmo, pero sin saña. Ya ves, según la Organización Mundial de la Salud,
un hombre poco recomendable.
Podía servir, aunque, bien pensado, creo que no iba a encajar de buen grado un plagio
de su presentación, que ella podía interpretar que estaba escrito con retranca.
Así que debía esforzarme un poco y hacer una descripción biográfica, tras tantos años
de ausencia, que fuera honesta y, a la vez, diera pocas esperanzas a la destinataria de
conseguir su propósito, si éste era revivir un pasado un tanto bucólico que yo apenas
recordaba.
Nuevo intento. Y definitivo.
Hace 2 minutos.
— No te quejes. Seguro que tus alumnos deben pasárselo muy bien contigo. Y, sobre todo, tus
alumnas.
Irene Bataller
— Sigues siendo una aduladora, princesa.
Miguel Altava
diccionario de la resistencia
Hace 5 minutos.
¿A qué venía esa zalamería? Ya entonces me abrumaba su desparpajo para dejar hablar
a sus emociones. Sin tasa ni controles sanitarios. «Me gustas mucho. Eres muy guapo. Tienes una
mirada muy dulce». Y yo, que también hubiese querido decirle esas mismas cosas y alguna
más, me quedaba mudo, rojo como un ababol y con un nudo en la boca del estómago,
donde morían las palabras que nunca le dije.
Era curioso. Pensaba que la huella que había dejado en mi alma era más deleble, pero
con cada mensaje que me llegaba, su recuerdo se avivaba, tomaba cuerpo, densidad. De
pronto, mis manos dejaron el teclado e intentaron volver a calibrar la estremecedora calidez
de su cintura mientras bailábamos muy apretados y en el tocadiscos sonaba The long and
winding road.
Hace 1 minuto.
— Nadie había vuelto a llamarme así. Me alegra que lo hayas hecho. Que de vez en cuando te hayas
acordado de mí en estos años.
Irene Bataller
Hace 10 segundos.
— No debería decírtelo, pero me he acordado más de lo que creía.
Miguel Altava
Hace 1 minuto.
Hace apenas unas horas, yo era un hombre sin excesivas complicaciones sentimentales.
Tras mi fracaso matrimonial, había decidido evitar riesgos innecesarios. Copulaba sin un
ritmo establecido. A veces, después de una cena con compañeros de trabajo, acababa en la
cama de una profesora de Latín que me susurraba al oído Animula vagula, blandula hospes
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Y nada más enviárselo, supe que había vuelto a equivocarme. Esta vez, sin paliativos.
Llamarla princesa era tanto como aceptar que el juego se iba a alargar de manera incómoda.
Llamarla princesa era proclamar públicamente que no la había olvidado durante todos estos
años, que de alguna manera, extraña e inexplicable, seguía queriéndola.
Pero ahora era ya demasiado tarde. Esa es la grandeza y la miseria de la palabra escrita.
Que por poderosos argumentos que se aduzcan, lo escrito sigue diciendo lo mismo que
decía en el momento en que se escribió. Yo había escrito princesa y no había camino de
retorno. Y, si lo había, iba a ser largo y tortuoso como cantaba McCartney.
comesque corporis, y que lloraba cuando me veía marchar sin una palabra mía en la que pudiera
albergar alguna esperanza. Otras, en las que mi oído no estaba para escuchar a los clásicos,
recurría a los servicios profesionales de prostitutas que me calmaban previo desgaste del
talonario de cheques. Pero nada que pudiera afectar a la fragilidad de mis vísceras.
Eso tan sólo hacía unas horas.
Ahora, me temblaba el pulso, se me desbocaba el corazón cada vez que un mensaje de
Irene aparecía en la pantalla de mi ordenador.
¿Qué iba a ser de mí?
Hace 1 minuto.
Esto no tenía sentido. A fin de cuentas, Irene y yo no habíamos compartido otra cosa
que algunos meses de un amor de adolescencia del que quedaban muy frágiles testimonios.
Fue todo pura metafísica. Miradas. Palabras. Besos torpes. Apenas el suave roce que
presagia la pasión que apenas tuvo tiempo de llegar, porque acabó el verano y luego ya nada
fue igual. Y un día ella debió de encontrar a alguien que se atrevió a pasar de las palabras a
otras entidades. Y yo me quedé enredado en las palabras de poetas malditos y de
visionarios y fui olvidándome de ella y de casi todo.
diccionario de la resistencia
— Yo también te recuerdo; más de lo que debería te recuerdo.
Irene Bataller
— ¿Dónde hemos estado todo este tiempo?
Miguel Altava
Hace 3 minutos.
Hace 1 minuto.
La pregunta iba directa a la línea de flotación. Efectivamente, ¿dónde había estado yo
durante todos estos años? También yo atraqué en cien riberas y anduve perdido las más de
las veces. Demasiados pecados sobre mi conciencia. Demasiados. Y, sin embargo, ¡tan
pocos realmente cometidos! Solo sabía que un día había escuchado una canción
estremecedora que me salvó de las iguanas que muerden los corazones de los hombres que
no sueñan...
— No sé muy bien dónde estuve. Sólo sé que no sé dónde estoy ahora.
Miguel Altava
Hace 3 minutos.
Que era tanto como decir que entregaba armas. Recordé un poema de los veinte años...
33
— Andando muchos caminos y atracando en cien riberas. Y perdiéndome con frecuencia. ¿Y tú?
¿Dónde has estado tú?
Irene Bataller
...pero hoy, amiga,
escribiría
de verdad mi última página,
el último poema de mi libro.
— Estás conmigo. Nada te turbe, nada te espante.
Irene Bataller
Hace 12 minutos.
Atrapado en la telaraña de sus palabras, recliné mi cabeza sobre su hombro y me dejé
llevar por una sensación de dulce embriaguez que no sabía explicar. Era extraño sentirse
así, tan a merced de unas palabras escritas en la fría pantalla de un ordenador. Sus dedos
ensortijaban mis cabellos, mientras me susurraba versos aprendidos en aquellos días en que
nos conocimos.
Antes de la luz,
eras la delicadeza de la rosa,
y te amaba
con la sorpresa de las lluvias.
Pero, ¿qué me estaba pasando? Estaba perdiendo el juicio. ¿Qué veneno suave me hacía
comportarme como un adolescente?
diccionario de la resistencia
Sin apenas darme cuenta, me sorprendí llorando, como un niño perdido a las puertas de
una ciudad grande y desconocida. A lo lejos, se escuchaba a Pablo Milanés desgranando
con delicadeza extrema los versos sencillos de José Martí. No sé qué pasó después. En los
cinco minutos siguientes, sólo sé que estuve llorando. Desmadejado. Sin consuelo.
— Irene, creo que esto no tiene sentido.
Miguel Altava
Debía intentar racionalizar lo que estaba pasando, si no quería acabar esquizofrénico.
No tenía ningún sentido resucitar una relación que apenas había existido hacía cuarenta
años. No tenía ningún sentido que yo suspirara como si hubiéramos montado una línea
erótica. No tenía sentido nada de lo que estaba pasando desde hacía dos horas. Así que lo
que tocaba hacer por salud mental era desconectar. Ya. Sin contemplaciones
— ¡Hay tantas cosas que no tienen sentido!
Irene Bataller
Hace 2 minutos.
Claro, ahora entrábamos en la fase de la embriaguez emocional. Abandonémonos a la
gramática del corazón, a su trémula caligrafía. Dejémonos llevar, no establezcamos límites, tasas ni peajes a
lo que sentimos…No podía dejarme enredar. A lo sumo, proponerle un encuentro que
resolviera la situación de forma expeditiva. Honor o cama. Prolongar este cortejo me estaba
34
Hace 6 minutos.
poniendo de malhumor. Además, estaba seguro de que si era capaz de hacerle la
proposición en términos crudos, la charla acabaría en menos de un minuto.
— Deberíamos de vernos e intentar resolver esto como personas adultas.
Miguel Altava
— Miguel, yo sólo quería despedirme de ti.
Irene Bataller
Hace 5 minutos.
diccionario de la resistencia
Hace 2 minutos.
Se trataba de organizar un encuentro en terreno neutral. Madrid podría ser una opción
adecuada. Un fin de semana en un hotel discreto. Paseos, visita a alguna exposición, cena
con encanto. Y si surge, cama. Y si no surge —que no surgirá— pues cada uno en su casa.
Y tal día hizo un año.
¿Despedirse? ¿ A qué estaba jugando? Me convoca desde el pasado, hace vibrar íntimas
cuerdas que hace mucho tiempo no sonaban, me conduce tiernamente a prados de fresca
yerba y ahora me dice que todo esto no es más que una despedida. ¡ Qué extravagancia era
ésta! No había cambiado; seguía siendo la niña caprichosa y voluble de la que me enamoré
a los quince años.
¡Qué sinsentido! Hubiese resultado tan fácil pasar otros treinta o cuarenta años sin
saber nada el uno del otro. ¿ Por qué tuvo que buscarme? ¿ Para qué?
— Irene, no entiendo nada. Me desconciertas.
Miguel Altava
Creo que el tiempo que transcurrió desde ese momento hasta que llegó su siguiente
mensaje, el último, fue infinito, metálico, denso. Atribuí el retraso a un imprevisto
doméstico. Alguien llama a su puerta y tiene que atenderlo. Su hija quiere que la maquille
para ir al encuentro de un novio que la tiene desovillada desde hace dos meses. Aparece de
pronto Ernesto y ha de interrumpir bruscamente la conversación. Cualquier cosa hubiera
sido capaz de imaginar. Menos lo que ocurrió. Siempre somos incapaces de imaginar lo
peor. Imaginamos cosas graves que forman parte del catálogo de desgracias previsibles.
Pero nunca lo peor. Escueto y rotundo. Sin remisión. Por eso es lo peor.
— Miguel, ahora pienso que, tal vez, no haya sido buena idea el buscarte después de tanto tiempo.
Todo hubiese sucedido tal y como ellos lo han pronosticado y tú no te hubieras enterado de nada; o, cuando
lo hubieses hecho, ya habría pasado el tiempo suficiente para que no te perturbara. Pero ahora ya es
demasiado tarde para lamentarse. Lo hice. Te busqué. No me preguntes por qué. Supongo que, cuando
llega el momento, queremos despedirnos de las personas que formaron parte de nuestra vida. Fue hace
mucho tiempo, pero aquellos meses que pasamos juntos me han acompañado muchas veces en estos años. Y
cuando lo he sabido, una voz misteriosa me ha dicho tu nombre. Y he comprendido que tenía que
despedirme de ti; que no podía marcharme sin decirte adiós, sin decirte que te quise mucho. Que te quiero
mucho todavía.
35
Hace 19 minutos.
Miguel, me queda poco tiempo, voy a morirme…
Irene Bataller
Hace 10 segundos.
Irene está ahora desconectada...............................................................................................
Estuve llorando hasta que el ordenador agotó su batería. Lo cerré y, al hacerlo, supe
que mi vida ya no sería la misma.
diccionario de la resistencia
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g aseosa
diccionario de la resistencia
Los jueves cenaban pronto para poder llegar a tiempo a la sesión nocturna del cine
Astoria, que tenía las taquillas junto al Registro de la Propiedad, en la plaza del Caudillo de
la cercana ciudad episcopal.
Desde el pueblo, bajaban cantando por el camino de las moreras, como un ejército
entusiasta. En apenas media hora o un poco más estaban sentados en los bancos del
gallinero, donde resultaba más fácil escapar de la linterna de Ambrosio, el acomodador, un
mutilado de guerra gruñón que amenazaba con un nuevo Alzamiento Nacional cada vez
que uno de ellos profería un improperio, cuando una escena subía de temperatura o cuando
hacían rodar las botellas de zarzaparrilla que compraban en el selecto ambigú del local.
Aquella noche se habían traído al cojo Aguilar, un mozo viejo con la cara picada de
viruela, que solo mudaba el mal gesto ante los pechos prietos de las chicas de La Palanca, el
prostíbulo que había a la salida de la ciudad por la carretera de Teruel o ante una buena
película del oeste. Y aquella noche echaban una de las mejores.
Shane, un pistolero errante, llega a la granja de los Starrett y, a pesar de los reparos del
principio, consigue ganarse el respeto de los humildes granjeros que tienen que vérselas con
el malvado terrateniente Rufus Ryker y el desalmado sicario Wilson.
La película ha comenzado hace veinte minutos.
Alan Ladd entra en el bar :
— Camarero, una gaseosa.
— ¡Vaya, mirad quién tenemos aquí!…El que se emborracha con gaseosa.
Al cojo Aguilar la sangre empieza a hervirle, se remueve en el asiento, empujando a los
jóvenes que están a su lado.
— ¡ Se ve que no tienes buen oído, destripaterrones!
El asunto pinta mal; pero que muy mal.
– Mira, campesino, es mejor que vayas con las mujeres y los niños. Así estarás a salvo.
Está poniendo las cosas muy difíciles. Que uno es muy bueno; pero no tonto.
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Los jugadores de la partida de póquer se mofan de un vaquero con gustos tan poco
ortodoxos. Se masca la tragedia, pero Shane no cae en la provocación, para desesperación
del cojo Aguilar, al que ya se le han alterado los pulsos y los impulsos, porque él es de
meterse mucho en las películas.
A la media hora, Alan Ladd vuelve al bar para dar gusto al mozo viejo.
— ¡ No siga por ese camino ! – le contesta lacónico, Alan Ladd, mirándole fijamente a los
ojos.
Pero el taimado es terco como una mula. E insiste.
— ¡He dicho que te largues! ¿No has oído?… Aquí, al bar, no vienen a beber más que los hombres.
— ¡No querías gaseosa! — El cojo Aguilar se liberó de los nervios que le atenazaban la
boca del estómago.
Él se liberó. Y la película acabó ahí, en medio de una carcajada que fue contagiándose
por el patio de butacas hasta que se dieron las luces y el dueño del local, don Bruno, un
coronel laureado por su arrojo en la batalla del Ebro, pistola en mano, les conminó a
abandonar el cine.
diccionario de la resistencia
¡ Hasta aquí llegó la riada!
Después de tirarle los dos güisquis sobre la pechera, Shane le conecta un derechazo a
Chris Calloway que sale rodando hasta la tienda por una puerta batiente.
Hay un silencio catártico en la sala.
— Por cosas así tuvimos que hacer la escabechina que hicimos. ¡ Arriba España! ¡Viva España!
¡Viva Franco!
Nunca supo el cojo Aguilar cómo acababa Raíces profundas.
38
h
ijo
A mi hijo
Acaricio tus delicadas manos pluscuamperfectas,
y me pregunto de qué vértebra del prodigio
constelaron las estrellas tu dulce arquitectura,
esa íntima región de mi sangre que en nada se me parece.
diccionario de la resistencia
LA SORPRESA DE LA SANGRE
Aunque has venido de mí, desde la posesión más mía,
nada en ti te condena a repetirme, a serme fiel inútilmente.
Has de fundar otros dominios del verbo,
otras aldeas has de poblar con tu sonrisa.
Y algún día sentirás
que la vida te reclama junto a otros hombres,
amablemente desconocidos,
con quienes estás llamado a celebrar gozoso
el movimiento central de la mañana.
39
i nventario
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a) Las caricias aterciopeladas de mi madre. Su tímida mirada.
b) La risa exagerada de mi abuela, su desaliño, su voz gangosa mientras me canta los
gozos de San Antonio.
c) La maestra que me enseñó los secretos de las palabras.
d) Un ángel que me miró a los trece años y fecundó mi alma con la delicadeza de la
aurora.
e) Mi primera novia malograda.
f) Mi segunda novia extravagante.
g) Mi novia eterna.
h) Mamá Gorrión que me dio alas.
i) La Niña de las Gafas en la cafetería de Magisterio.
j) La profesora de Ética.
k) La profesora de Poética.
l) La madre de mis hijos.
m) La cajera del supermercado.
n) La sor presa que cada día sentía más turbación.
o) La mujer que nunca me provoca y que, sin embargo, me ha condenado a lluvia sin
remedio.
p) Un súcubo de cuerpo deslumbrante. Una auténtica demonia.
q) Marguerite Yourcenar, sus patrias, sus palabras.
r) La bella Paola, que recomendaba a los viajeros la deliciosa mesticanza con una
sonrisa turbadora y sus ojos oceánicos, en la Taberna della Salute, junto a la iglesia
de Santa María in Trastevere, en la Piazza della Scala.
s) La doctora en leyes.
t) La experta en besos.
u) La perita en lunas.
v) La madre que llora desmadejada con su hijo muerto entre sus brazos.
w) Janis Joplin, la chica tejana a la que no conocí, pero que cambió mi vida para
siempre.
x) La mujer centenaria a la que fui a visitar al final de la tarde, esperando encontrar en
sus palabras el justo sosiego, la que me dijo que no hay respuestas complacientes,
que la respuesta es el camino, que me deje conducir por él y acepte su autoridad.
y) La virgen, sus ojos misericordiosos.
z) Pero la que más me ha estremecido, hasta perder casi el sentido, eres tú, mujer de
altas torres; es tu mirada, la carnosa densidad de tus labios, la cadencia de tu voz, la
digna claridad de tus palabras. Tu alma sedienta de cumbias y luceros.
diccionario de la resistencia
Cuatro de la madrugada. Silencio sobrecogedor. Horror vacui. Mientras se enfría la
infusión, intento redactar un inventario general en el que figure el recuerdo de las mujeres
de mi vida:
j
archa
Antología urgente de poemas amorosos de la aljama
En el principio era la palabra
un espacio sin nombre;
y tu cuerpo, un lugar
lleno de silencios
donde encontraba los verbos primitivos
que nos proclamaban…
… y la palabra se hizo gesto,
acto,
vocación decidida de riesgo.
diccionario de la resistencia

¡Tanto amar, tanto amar,
amigo, tanto amar!
Enfermaron unos ojos antes alegres
y ahora duelen tanto.


…y en la tarde
tensábamos el arco de la sangre
con la curva perfecta.
Éramos testimonio de luz,
luz misma éramos.
41
Nos enredamos.
En las palabras primero.
En los silencios,
entre miradas,
en las caricias,
en los abrazos.
Nos enredamos.
Muy poco a poco.
Sin darnos cuenta.
Sin evitarlo.
Nos enredamos.

Quizá te quiero
porque eras el vértice de la luz,
la cúspide de la rosa,
la cima de toda palabra pronunciada.

Las estrellas bajaron a tus pechos,
y fueron mis manos
testigos de la luz que te habitaba.
Eras un grito de sed,
un cuerpo abierto de par en par
a la ternura de mis labios.
Con qué júbilo recibieron tus orígenes
mi último es fuerzo,
mi verso desnudo.
diccionario de la resistencia
Quizá también te quiero
porque nuestras sangres corren paralelas
y mis labios descubren cada mañana
la sed en tus labios.


Un verso.
Solo un verso.
Un verso único.
Acaso un solo verbo
capaz
de desflorar
la mañana…
y coronarte de cantos
con un sol verbo.

De decir más, decir tus labios
por vez última,
para que todo se exprese,
para que nada termine
42
Un resumen de luz fue tu cuerpo,
un relámpago imprevisto,
una estrella.
Y en el cálido umbral de la aurora,
tus labios
tasaron mis versos
con su precio más alto.
kali2copio

diccionario de la resistencia
Abrió los ojos.
La tibia luz rosicler de la aurora lamió sus pies.
Silencio adusto.
Ni el gallo se atrevió a rasgar la memoria de un dolor de hacía más de dos mil años,
el dolor ritual de una madre que llora a los pies del patíbulo,
abrazada a su hijo, ejecutado como un vulgar ladrón en el monte de las calaveras.
Sabía, sin embargo, que era un dolor esperanzado, que anunciaba la pascua del
alma.
Pascua, alegría de la sangre renacida, tiempo del corazón de amor herido, del gozo
simple de vivir.
Abrió los ojos
y le pareció encontrarse con los de él, sonriéndole,
animándola a celebrar
el milagro de vivir,
el privilegio de poder
salir un día más a batir la mañana.
Se abrazó a la almohada,
sonrió tímidamente,
y siguió durmiendo.
Un poco más solo.


La distancia más corta entre dos almas es la verdad, aunque no siempre es la más
apacible.
43
Amanece en el paraíso.
La quietud del mundo.
Las primeras luces rasgadas por el canto de las aves.
La dulce dejadez.
El tiempo detenido.
No hay lujo ni exceso.
Solo alma delicada.
Silencio.
La voz de la sangre que susurra.
Existe el paraíso.
Yo he estado.

diccionario de la resistencia
Es una emoción añeja, dulzona y espesa. Densa como el jarabe de manzana del
doctor Manceau con el que mi madre paliaba mis desarreglos intestinales. Es domingo.
Hace frío en la calle. Amanece con la dulzura de un sueño sin aristas, escuchando la
música del pasacalle, amortiguada bajo la gravidez de las mantas de lana con las que ella
me protege del cierzo y de los malos pensamientos. Somos todavía un pueblo de
labradores, pastores y manobres que combate la sordidez, trufando el calendario de
fiestas y peregrinaciones.
Domingo. La casa en la que vivimos solo tiene una habitación. Yo duermo en una
cama pequeña junto a mis padres. Pero hoy me dejan acurrucarme entre ellos.
Encienden el aparato de radio que se ilumina como un sol de membrillo, mientras
aparecen en el dial los nombres de ciudades remotas. Bucarest. Hamburgo. Vaticano.
Helsinki...
Cierro los ojos y me dejo arrastrar por la voz aterciopelada que sale de aquella caja
de magia.
Y eso es la infancia.

Hoy arden las fallas.
Que arda todo lo ruin en ellas.
Los demonios que nos rondan.
Las brujas que nos embrujan.
La podredumbre del alma.
El corazón emponzoñado.
La rabia.
La mala sangre.
Hoy arden las fallas,
que ardan,
que se queme en ellas
todo lo que nos turba, nos conturba y nos perturba
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Hoy arden las fallas.
Que arda todo lo inútil en ellas.
Los laureles.
Los denarios.
Las medallas militares.
Los báculos de oro.
El lujo que ofende a la pobreza.
La risa falsa.
La tristeza innecesaria.
También la risa, cuando no es llamada.
Hoy arden las fallas.
Es mi santo equivocado.
Estáis todos invitados.
Y todas.
Menos las malas brujas.
Y los demonios del alma.
Atardece en el cementerio de Florencia. De pronto, descubro una emoción que
siento las pocas veces que viajo a una ciudad desconocida. Cobijado en la calidez del
anonimato, aprendo a mirar con otra mirada. El mundo se me presenta como un
milagro inmerecido.
Cierro los ojos, y el ángel me mira.

diccionario de la resistencia

—¿Y qué vas a hacer con tu vida cuando se te acaben los discursos?—, le dijo la última mujer
que lo amó —. Farsante. Tahúr de palabras impostadas. Le escuchaste una noche a un pianista
borracho una frase que te envenenó la vida. Nunca serás mejor que la historia que seas capaz de escribir
sobre ti mismo. Y sabiendo que eras ruin y taimado, te afanaste en hilvanar hermosas historias que te
protegían con su tibia delicadeza. Tu vida es una mentira, pespuntada con emociones postizas. Nada te
complace. En nada hayas sosiego. Me dejas pocas salidas, si no cambias. Esta farsa ha de acabar.
Y salió de la habitación, dando un portazo.

Durante una de las numerosas revueltas campesinas de la Baja Edad Media, un juglar
insurrecto compuso una estrofa que se hizo célebre en las plazas y mercados:
« Cuando Adán araba la tierra todo el día,
mientras Eva hacinaba el trigo en el granero;
cuando Caín y Abel aún eran hermanos,
decidme, vos, ¿quién era entonces caballero?»
Es la primera formulación de una pregunta radical en la filosofía europea. ¿ Cuál es el
origen del Poder? ¿ Qué es lo que permite al señor ser amo frente al siervo? Hegel nos dirá
que es su trato con la muerte lo que inviste al señor de potestad. Ha comerciado con la
muerte, arriesgando su vida, y ha salido victorioso. Comercio. Muerte. Vida. Agudo análisis.
¡Atrevido triángulo que nos explica tantas cosas! Una vez victorioso frente a la muerte, se
tiene la franquicia para comerciar con la vida ajena. Sentirás entonces que el señor,
transformado ahora en Estado Benefactor, te quiere más cada día, se preocupa más por tu
vida privada. Antes que reconfortado, deberías sentir consternación, ponerte sobre aviso.
Del comercio con la muerte se ha pasado a la gestión de la vida, que paradójicamente es la
encarnación más refinada de la muerte.
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Tractatus
l evadura
diccionario de la resistencia
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La infancia es un territorio de gracia atravesado por delicados secretos, frágiles y
pluscuamperfectos, que lo recorren a modo de un imbricado sistema de irrigación. Cada
una de vosotras y cada uno de vosotros podríais, si quisierais, rescatar uno de esos abismos
fundacionales.
Hoy quiero hablaros del mío.
Mi abuelo compraba la levadura de cerveza, con la que fermentaban las hogazas antes
de dorarse en el horno, en la cristalería que el señor Manuel Casas tenía a la entrada de la
Plaza de la Cueva Santa. Que la levadura, vigorizadora de la masa del pan, se vendiera en el
mismo local en el que se cortaban y recortaban espejos y cristales, me parecía algo tan
mágico que nunca me atreví a preguntarle a mi abuelo la razón de aquel aparente
despropósito; tampoco le pregunté otras muchas cosas que no alcanzaba a comprender,
pero esa es otra historia de la que os hablaré, si os complace, algún otro día.
La levadura —Cinta Roja , creo recordar; recuerdo sin dudar un instante, si quiero ser
sincero— se vendía empacada en unas cajas de madera sin desbastar, que el señor Casas
apilaba con escrupulosidad geométrica bajo la vuelta de la escalera que accedía a la
vivienda. Cuando mi padre, que había dejado de cavar naranjos para trabajar en la
panadería, las vaciaba me las daba porque sabía que para mí eran pequeños tesoros. Miguel
y yo las lijábamos con esmero y luego las pintábamos de colores vivos para ir construyendo
los edificios de nuestro poblado del Oeste, donde cada tarde, después de salir de la escuela,
se daban cita los pistoleros más rápidos de esta orilla del Río Bravo, las bailarinas de cancán
más hermosas de las que jamás se hubiera tenido noticia, los sheriffs con más arrojo de
cuantos el cine levantó acta.
Cuando lo pienso, creo que mi infancia está estrechamente ligada a esa atmósfera tan
especial de los hornos de pan. En el de mis abuelos, había una habitación que llamábamos
el calfón. Estaba encima de la bóveda del horno moruno, para aprovechar el calor. En la
pared, sobre las andanas, había unos tableros de madera en los que las mujeres que
amasaban colocaban ordenadas las ollas de barro o porcelana con la levadura madre y las
canastas con sus amasijos, abrigados por las maseras y los mandiles, para que acrecieran en
aquel dulce purgatorio al que subían los aromas de los panquemados y las madalenas.
Pero si hay un recuerdo poderoso que hoy me ha atrapado entre sus brazos, es el de
aquellas mujeres fértiles, madres jóvenes pero de numerosa familia, que, cuando había
temporal de lluvias, traían a secar en aquel cálido territorio la colada de su prole. Creo que
es una de esas prácticas perdidas que certifican que hemos dejado de ser una comunidad
rural para convertirnos en un pueblo adocenado, aburrido y sin sustancia.
maquis
Guerrilleros de Levante
47
Vencedores del fascismo,
a la batalla final.
¡ Españoles: muera Franco, muera!
¡ Viva nuestra libertad!
diccionario de la resistencia
Los bajaron en una camioneta renqueante. No debió de ser ésa su primera intención,
pero a mediodía el bramido de las ramblas era ensordecedor y las aguas desbocadas ya se
habían llevado al garete el viejo puente de piedra, que era el único paso posible para el
tráfico rodado si querían llegar al cementerio. Así que no tuvieron otro remedio. Frenaron
la camioneta frente a los soportales de la Plaza Mayor y se cobijaron del diluvio. Desde
detrás de los ventanales entreabiertos pudimos verlos. Eran dos hombres jóvenes, bien
vestidos y calzados con botas de piel. No habían perdido el tiempo limpiándoles la sangre.
Ni siquiera les echaron una manta para ocultarlos a la curiosidad de la canalla.
Siguió lloviendo. Cada vez con más furia. Los fundamentos del cielo parecían haberse
agrietado. El agua entraba a manta en los corrales de la parte baja del pueblo, ahogando a
conejos y gallinas que morían sin entender tanto despropósito de agua. Y de seguir así,
pronto la camioneta podría ser arrastrada. Bajo los porches se oían voces destempladas.
Alguna blasfemia. Aquellos dos muertos eran un estorbo y tenían que quitárselos de
encima. Como fuera. Aunque no era cosa fácil. Dejarlos a remojo hasta que escampara
daría pábulo a rumores. Y los rumores removerían la memoria. Una memoria que había
sido incautada por orden gubernativa desde que acabó la guerra. Volver por el mismo
camino y desbarrancarlos no iba a ser sencillo con la que caía. La camioneta no estaba para
muchas alegrías. Además tarde o temprano alguien los encontraría y sería difícil de explicar
qué hacían dos cadáveres acribillados a balazos en el fondo de la Hoya Santa.
— No hay más cojones — eso es cuanto pudimos oír.
Pasaron dos horas. Vimos movimientos nerviosos bajo los porches. Un carro trajo dos
cajas de pino sin desbastar. Metieron los cadáveres y clavetearon las tapas. A los pocos
minutos vimos partir la fúnebre comitiva, cuatro hombres por ataúd enfilaron un
escarpado sendero que conducía hasta la ermita de San Sebastián, dando traspiés,
embarrados hasta las rodillas.
Un pastor que encerraba su ganado en un aprisco de Cortapán los vio bajar por un
camino de cabras, desencajados, buscando las tapias desconchadas del cementerio. Los
enterraron en una fosa común. Sin rastros.
El domingo siguiente, a mediodía, cuando el cielo abrió ventana y el sol puso las cosas
en su justo lugar, el alcalde proclamó desde el balcón del ayuntamiento que la guerra ahora
sí que había terminado de verdad. Y hubo cohetes y bombas reales. Y una orquestina en la
plaza que estuvo tocando alegres piezas durante toda la tarde.
El lunes, mientras la vida recobraba el pulso monótono del miedo, apareció una
pintada en las tapias del cementerio:
n
ora

Disculpe, señor Ibsen, pero era una urgencia del alma.
48
No soy feliz, Torvald. Voy a dejarte. Desprecio a todas las mujeres que en mí han sido
para goce y satisfacción de los hombres. Primero fui la niña que mi padre siempre había
soñado tener. Luego, he sido la dócil esposa que tú anhelabas. No me disteis tiempo de ser
yo misma. Así de simple. Y mientras, no he sido feliz. ¡Nunca! Mi vida ha sido una farsa.
Un aborrecible y monótono juego en una casa de muñecas. Eso es lo que ha sido mi vida,
Torvald. Eso es lo que ha sido también nuestro matrimonio.
Puedo oírte, por encima de estas palabras, regañándome como cada vez que escuchas
de mi boca algo que no esperabas. Puedo ver tu cara, descompuesta, en el momento justo
en que estás a punto de decirme, una vez más, que hay un tiempo para cada cosa y que, el
del juego y el capricho, ha acabado; y que ahora empieza el tiempo de educar a nuestros
hijos.¿ Educar?¿ A quién puedo educar yo? Tú mismo lo has dicho en más de una ocasión.
«No creo que estés preparada para educar a mis hijos». Y reconociéndome incapaz de educar a tus
hijos, que son míos también o sobre todo son míos, quiero educarme a mí misma. Y para
ese empeño necesito marcharme. Nuestra relación se ha convertido en un lastre del que me
he de liberar. Por eso voy a dejarte.
Ya sé que en este momento de mi carta querrías alzar la voz y, recurriendo a la
autoridad que te otorgan los libros sagrados, tendrías ganas de decir solemnemente: «¡Te lo
prohíbo!». Pero tú ya no puedes prohibirme nada, Torvald. Es inútil que invoques el
cumplimiento de unos deberes en los que ya no creo. Ya sé que soy tu esposa y que soy la
madre de tus hijos. Pero, antes que nada, soy una mujer con las mismas necesidades que tú.
De mí dependerá degenerar hasta convertirme en un ser inferior y despreciable o
regenerarme hasta encontrar a la Nora que me aguarda en el camino. Y no servirá de nada
que invoques las venerables escrituras, los manifiestos, la liturgias, las proclamas de los
pastores en los púlpitos de las iglesias. ¡ He olvidado ya tantos preceptos que me habéis
enseñado todos los hombres de mi vida desde la cuna! Tal vez, pueda parecerte una
adolescente malcriada y consentida que no comprendo esta sociedad en la que vivo y de la
que —según tú— formo parte. Es cierto, Torvald. No entiendo esta sociedad. Es más, me
niego a entenderla, porque el día que la entienda, habré firmado mi sentencia de muerte.
Podrás juzgar estas palabras como las de una loca, pero puedo asegurarte que esta noche
estoy más lúcida y segura de mí misma de lo que lo he estado nunca. Y desde esa lucidez,
desde la lucidez de saber que ya no te amo, voy a dejarte. No puedo quedarme ni un
minuto más en esta asfixiante casa de muñecas.
He estado esperando durante demasiado tiempo el milagro, pero ahora sé que,
viviendo a tu lado, esa espera hubiera sido inútil, porque tú hubieras considerado siempre
que pretendo un imposible, porque nadie — « ¡Nadie, ¿entiendes Nora? ¡ Nadie! », me hubieras
recordado una y otra vez— sacrifica su honor por el ser amado. Y cuando yo te hubiera
diccionario de la resistencia
Última carta de Nora a Helmer
diccionario de la resistencia
rebatido que eso es lo que hemos hecho millones de mujeres desde el origen de los
tiempos, me hubieras reprendido como si fuera una niña que se enfurruña y dice bobadas.
Y, déjame decirte una cosa, Torvald, tal vez, lo sea, pero tampoco tú piensas ni hablas
como el hombre con el que yo quiero pasar el resto de mi vida. De hecho, te has
convertido en un extraño para mí. Y creo que eso no tiene ya camino de retorno.
Así pues, no puedo seguir fingiendo ser tu esposa. Y vivir bajo el mismo techo como
hermanos o amigos es una situación absurda que nos condenaría a la infelicidad a ti y a mí.
Y esa no es la vida que yo quiero vivir.
Torvald, he preferido despedirme a través de una carta. No creo que sea conveniente
que los niños me vean en este estado. Además, sé que los dejo en mejores manos que las
mías. En estos momentos no puedo ser una madre para ellos. No sé adónde iré ni qué será
de mí. Pero esto ha acabado. Habrá recuerdos, claro. Te recordaré a ti, a los niños, a esta
casa en la que me he sentido encarcelada. Pero no habrá más cartas; es inútil que intentes
escribirme. No tiene sentido. Se necesitaría un milagro, Torvald, un milagro, para que yo
cambiara de opinión. Y no es éste tiempo de milagros. Tendríamos que cambiar tanto que
dejaríamos de ser nosotros mismos. Y eso no es lo que quiero. Y es imposible.
¡ Adiós!

Primer borrador de un cuento que nunca será escrito
49
Cae la tarde sobre la città Vittoriosa. El viento arrecia en el puerto y los majestuosos
veleros se agitan a merced de las olas. Hace frío. Es marzo y hace frío. Paseo solitario. Una
nueva novela bulle ahí dentro. Han pasado nueve meses desde que puse el punto final a Los
teoremas inestables de la sangre y mi cabeza vuelve a urdir palabras como una paciente tejedora.
Necesitaba la soledad devastada de una isla. Aquí dicen que la musa Calipso sedujo a Ulises
en su retorno a Ítaca. Detente en los emporios de Fenicia y adquiere hermosas mercancías. Soledad y
tiempo. Nueve meses. He necesitado nueve meses para poder volver a enfrentarme a la
pantalla líquida del ordenador. Por un momento mis ojos se cruzan con otros ojos que me
miran como nunca me mirará nadie. Y sé que además es la única vez que veré esos ojos,
que me mirará esa mirada. Y eso es la muerte. Y esos ojos son los de Norah Jones o, al
menos, eso creo. Y sé que estoy enamorado de esa mujer. He pasado muchas noches de
estos últimos años escuchando su voz. Me ha acompañado en los momentos más dulces y
amargos de estos últimos años. Incluso, he llegado a desearla. Me hubiese gustado ser Kriss
Kristofferson en el homenaje a Johnny Cass cantando a dúo con ella Guess things happen that
way. Ella se mueve con una cadencia que a mí me resulta muy sensual y ahora ella está en
Vittoriosa, paseando como yo. Sola como yo. Extraña como yo.
ñ
aque
 Cástor y Pólux, cómicos.
Llegaron a ser célebres en los pueblos de la comarca. Aparecían para la fiesta mayor.
Improvisaban una tarima en la plaza, colgaban cuatro telas pintadas con paisajes de palacios
y jardines y nos alegraban las noches, bajo las estrellas, con sus escenas llenas de estúpidas
caídas y frases ocurrentes. Cástor y Pólux, cómicos. Luego pasaban una cajita metálica para que
el escaso público dejara algunas monedas con las que matar el hambre.
Recuerdo una noche en la que representaron El albergue de los enredos :
Cástor: ¿Doce mil pesetas para nuestra obra? Con esa cantidad, al señor Pólux no le importará
escribir un pequeño papelito para mi joven esposa.
Pólux: ¡No cambiaré ni una coma de la obra!... Shakespeare nunca cambió ni una coma.
Cástor: Porque no debía seis mil pesetas... Además, no será necesario cambiar nada. Mi joven
esposa podría ser uno de los soldados.
Pólux: ¡Pero cómo va a hacer de soldado una mujer!¡ Qué fantasías son estas!
Cástor: ¡Señor Pólux, haga el favor de no desviar la conversación hacia temas escabrosos!... Yo sólo
produzco obras morales.
diccionario de la resistencia
Voz expr.
1. m. Compañía ambulante de teatro que estaba compuesta
por dos cómicos.
2. m. p. us. Conjunto o montón de cosas inútiles y ridículas.
Real Academia Española ©
 Bakunin y Marx, polemistas.
Marx: Eres un ingenuo. Te equivocas al señalarles el enemigo. El enemigo no es la patria, sino la
burguesía. Y, además,— otro error de principiante— ¡desprecias la acción política!
Bakunin: En eso te doy la razón. Ni Parlamentos, ni Partidos, ni Asambleas Constituyentes. Lo
que hace falta es un mundo sin leyes ni estados.
Marx: ¡La anarquía! ¡Resultas tan...cándido! Yo no propongo reformar las instituciones burguesas,
yo propongo que estos, que están bebiendo cerveza como cosacos, tomen posesión de ellas.
Bakunin: El principio del socialismo es subvertir el orden social.
Marx: ¡Vaya estúpida definición del auténtico socialismo!
Bakunin: A mí no me interesan las definiciones. Prefiero la acción.
Marx: Pues nunca serás un auténtico socialista si no tienes una estrategia política. Un discurso. Un
argumentario para cuando te inviten a las tertulias....
Y así pasaban horas y horas, debatiendo acaloradamente, mientras los obreros
explotados en las fábricas, olvidaban sus miserables condiciones de trabajo, ahogándolas en
risas y alcohol barato.
De todas formas, al final, la revolución estalló en países agrarios, feudales. Pero eso
ya no lo conocieron los simpáticos polemistas.
50
Eran dos ancianos gruñones, lúcidos, irregibles. Barbudos y canosos. Venían de
familias acomodadas pero, en la plenitud de su madurez intelectual, acabaron alegrando las
borracheras a los obreros londinenses en la Taberna de la Comedia situada en Tottenham
Hale, con sus diálogos chispeantes:
ó
rbitas
Trayectorias de la memoria doliente.
Teresa Asensio Herrero, in memóriam.
Los Tigres, Las Hienas y La Desesperada
51
Llegaron sobre el mediodía, a finales de septiembre, en dos coches incautados. Un
grupo de unos cinco hombres y tres mujeres. Tres milicianas guapas, con gorro cuartelero y
pañuelo rojo al cuello. Y un mono proletario con el nombre de su agrupación en la espalda.
Los Tigres, Las Hienas y La Desesperada. Vuelvo a verlas ahora con los ojos de entonces. De
una niña de doce años. Y las veo marciales, altivas, hermosas como vestales, detrás de
cuatro pistoleros del Comité. Y tengo miedo. Un miedo frío y metálico, porque son los
mismos hombres que la semana pasada vinieron a buscar a mi padre en mitad de la noche,
aporreando la puerta con la culata de sus fusiles. A mi madre apenas le dio tiempo a
echarse una toquilla sobre los hombros. «Dolores, ¿dónde está José?». Y recuerdo a mi madre
llorando, desmadejada por tanta desgracia. «No lo sé, hace noches que no duerme en casa». Y uno
de ellos, el Chato Garganchón, revolvió todos los cajones y rompió una estampa de la
Virgen de los Desamparados que mi madre tenía en su alcoba. «Anda, sube y tápate más,
Dolores, que vas a coger un tabardillo. Y no llores. Nosotros sólo buscamos las libretas de
los usureros», dijo el que llevaba la voz cantante, un empleado de Correos afiliado a la
CNT. Al final los encontraron en un cajón del buró. «Esta noche van a cobrar la Mangotas y el
Vilache. Bien que van a cobrar ». Y se fueron y se olvidaron de mi padre, que había saltado por
los tejados hasta un corral de la calle Larga. Prendieron una gran fogata en mitad de la plaza
de la Primicia y allí ardieron todos los papeles del archivo y los pagarés y una imagen de la
Virgen que encontraron enterrada en la bodega de la casa de Pedro Onzino. Pero ahora
aquellos pistoleros vuelven a mi memoria. Es una mañana luminosa de septiembre y las
milicianas van detrás de ellos, con la alegría de sentirse elegidas para una misión sublime.
Han salido de la casa de don Ricardo Alcalá, una casona antigua que ha requisado el
Comité en la calle Mayor. Caminan con paso firme. Desde que apareció por el pueblo La
Desesperada —¿o eran Los Tigres de la Desesperada o los Tigres de la Muerte? Ya no
recuerdo bien—, pero desde que aparecieron aquellas milicianas la vida fue un tiberio. Fue
como si aquellas guapas muchachas les hubieran chupado la sangre a unos hombres que
querían cambiar el mundo y no eran capaces ni de cambiarse de calzoncillos para no oler
como marranos. Los Tigres, Las Hienas y La Desesperada. Una noche mutilaron al San
Antón que estaba en la hornacina de las Cuatro Esquinas y le cortaron las alas al San
Gabriel de la parroquial. Otra mataron al padre del cura Sospedra porque no encontraron a
su hijo. «Se le ha acabado a ese curita gastar el púlpito para echar pestes de nuestra revolución», le oigo
decir a Garcerán, cuando pasan delante de mi casa. Una babilonia. En aquel primer
invierno de guerra se hicieron muchas barrabasadas. Luego, la cosa se atemperó. Joaquín
Suesta se hizo cargo del Consejo Municipal y las aguas se remansaron un poco; pero los
primeros tiempos fueron un sinvivir. Mi tía Casilda y Joaquín Suesta habían sido novios
cuando eran apenas unos críos, pero luego él comenzó a despuntar en los mítines de los
anarquistas y mi abuelo, que era hombre de Navarro Reverter, le prohibió que se le
acercara. Y él era poco acostumbrado a repetir las cosas. Ahí acabó todo. Mi tía y Joaquín
no volvieron a verse hasta el maldito día que a él le dieron un paseíllo vergonzoso por todo
el pueblo, atado como un ecce homo y arrastrado por un falangista que nos iba arengando
diccionario de la resistencia


La Virgen no ardía

La memoria doliente
La Virgen entró al pueblo por el camino del Henchidero. Tenía los rasgos más dulces
que la otra, la que descabezó el Abanto Pula. Hubo volteo general de campanas y bombas
reales. Las calles se alfombraron de murta y de espliego y en los balcones colgaron las
mejores colchas. Nunca se había visto una fiesta así. Bueno, a lo mejor sí, cuando lo del
agua, en el quince; pero entonces yo aún no había nacido. Las mujeres lloran a su paso. Y
los niños, contagiados, no encontramos consuelo. Hasta los hombres que la traen a
hombros en su anda no disimulan las lágrimas. Pero algo me inquietó en aquel día de
júbilo. Alrededor de la Virgen había demasiadas pistolas y uniformes militares. Falangistas,
carlistas, guardias civiles… Alguien marcó el territorio. Había habido una guerra. Y en las
guerras hay vencedores. Y vencidos. Aquella virgen era la Virgen de los Vencedores. Las
pistolas así lo proclamaban. Los vencidos tendrían que agachar la cerviz.
52
Hicieron un rimero con todo lo que habían traído de la parroquial y le prendieron
fuego en la Cruz Cubierta, pero la Virgen no ardía. Así que decidieron decapitarla. Quien la
descabezó fue el Abanto Pula, un anarquista de genio avinagrado que tuvo luego muy mala
muerte. Aunque para mala muerte la del tuerto Guirro, el que remató a don Casimiro en la
tapia del cementerio de Sarrión. A don Casimiro fueron a buscarlo una mañana lluviosa de
noviembre. Yo vi cómo lo subían a una camioneta, tiritando de frío y de miedo. Salíamos
de la escuela de doña Pilar Espada y lo vi.«Por favor, pónganle esta manta, que está muy enfermo»,
suplicó su hermana, Conchita. «No se preocupe, no pasará frío», recuerdo, como si lo estuviera
viendo, que le dijo el tuerto Guirro.
Al cura le dieron matarile nada más dejar la carretera de Teruel. El tuerto Guirro quiso
pegarle el tiro de gracia, porque pensó que matar a un cura sería un mérito cuando
triunfara la revolución. Pero no sabía él que estaba cavando su tumba. Dicen que, cuando
don Casimiro estaba agonizando como un guiñapo con la cara contra el suelo, lo cogió de
la hombrera y, al darle la vuelta, un borbotón de sangre oscura le manchó la cara. Y el
corazón también debió de manchárselo, porque desde aquel día no vivió hora buena.
Murió rabiando, con las entrañas retorcidas por un dolor insoportable. «La picadura de mil
alacranes preferiría, me cago en dios», dicen que fueron sus últimas palabras. ¡El tuerto Guirro,
un pobre diablo analfabeto al que aguaron los sesos con ideas sucias y espesas!
diccionario de la resistencia
a los guabros para que le gritáramos asesino, asesino. No estuvo bien aquel calvario. No fue
cosa cristiana lo que le hicieron a Joaquín Suesta. Mi padre intentó interceder por él, pero
no le valió la caridad. Era mucho el odio que se había rebalsado en esos tres años de
infierno. Tuvo que pagar por atropellos cometidos por otros. A mí me dice el corazón que
él no llevaba manchadas las manos con huellas de crímenes. Pero era la cabeza visible y le
tocó apechugar con los desmanes cometidos en nombre del Comité. Nunca he visto a un
hombre con una mirada más digna como la suya cuando pasó delante de nuestra puerta.
Llevaba una chaqueta azul y miraba a los ojos de quienes habíamos salido a la calle a verlo
por última vez. Recuerdo que se quedó mirando a mi tía por un instante y creo que vi
lágrimas en los ojos de los dos. Lo fusilaron en Castellón en abril del cuarenta y lo tiraron a
una fosa común como si fuera un perro. Luego la sellaron con cal viva. Treinta y nueve
años tenía. Nadie se merece acabar como acabó Joaquín Suesta, y menos él, que tanto había
hecho por su pueblo. Al menos, eso decía mi padre cuando estaba seguro de que nadie
podía oírlo.
¡Malditas guerras, malditos los que las empiezan y luego no saben cómo acabarlas!
¡Cuánta desgracia ! ¡Ay…!
Cuando la Virgen pasó delante de mi madre, oí que suplicaba entre sollozos. Apiádate
del alma de Joaquín. Yo también me acordé de los dos milicianos que encontraron muertos al
final de la calle del Calvario. Eran dos niños que tropezaron con la muerte cuando debían
haberse dado de bruces con la alegría de vivir. Miré a la Virgen a los ojos y recé con una fe
que ya nunca he sentido. Madre, haz que los hombres recuperen la cordura. La Virgen me miró. Y
lloró.
A Rosa la raparon por escribir las cartas a las novias de los soldados analfabetos de la
Brigada de Líster que se alojaron en el pueblo a principios de enero de 1938. Ese fue su
crimen. Su único crimen. Su marido estuvo metido en política, pero no fue de los que
destacaron. Creo que era estañador. Y también arreglaba la luz cuando saltaban los plomos
en las casas. Una de esas personas que sacan mano para todo. Pero mi padre siempre dijo
que Antonio Cebrián, así se llamaba el marido de Rosa, nunca había hecho nada de lo que
un hombre tenga que arrepentirse ni avergonzarse. Lo que pasa es que, cuando vio las
vueltas que tomaba la guerra, le entró miedo y huyó. Fue el asqueroso de Juan Ten quien
dijo que había sido Antonio el que había entrado en el camarín de la Virgen y había robado
las joyas. Y unos cuantos jóvenes falangistas, que habían bebido tres vasos de vino más de
la cuenta, subieron hasta el Barrio del Henchidero a buscarlo y, como no lo encontraron,
raparon a Rosa. A la pobre Rosa que era más buena que un trozo de pan bendito…
diccionario de la resistencia
 Rosa
 El peso de las almas
53
A finales de marzo, sobrevoló el cielo nublado un avión de los nacionales y una lluvia
de octavillas se derramó sobre el pueblo. Ella subió al tejado que cubría la alcoba de mis
bisabuelos y recogió una que todavía conserva en el fondo del mundo. «Españoles de la
España roja, los triunfos de Cataluña han dado definitivamente la victoria a las armas nacionales. El
mundo entero así lo reconoce y hasta vuestros propios jefes se han visto obligados a confesarlo. Habéis
perdido la guerra. Se impone la rendición». Si he de decirte la verdad, me alegré. Estaba harta de
sobresaltos. Al principio de la guerra las noches fueron un infierno. Mi padre vivía por los
tejados o escondido en bodegas húmedas, sólo porque era amigo de notarios y tenía
querencia por las ideas de José Antonio, un señorito que era hijo de Primo de Rivera. La
noche que quemaron los archivos y las libretas de los acreedores, tuvo suerte, saltó por la
tapia del corral y pudo escapar. Pero unos meses más tarde, no tuvo tanta. Pasó medio año
en la cárcel. San Miguel de los Reyes. Liria. Ayora. Y ella tuvo mucho miedo aquellos
meses en los que él no estuvo. Así que, cuando leyó el panfleto, se arrodilló y le dio gracias
a la Virgen por haber escuchado sus súplicas. «La España nacional mantiene cuantos ofrecimientos
de perdón tiene hechos…».Todo volvería a ser como cuando era pequeña. Mi madre me
compraría unos zapatos nuevos para la Feria de la Inmaculada y los domingos saldría a
pasear por la calle de Santa Bárbara, donde la señora Teresa tenía abierto un despacho de
pasteles de Casa Mauro… «para cuantos, sin haber cometido crímenes, hayan sido arrastrados
engañosamente a la lucha…». Y en septiembre volvería el perfume de nardos a adueñarse del
aire fresco que anuncia el otoño, cuando la Virgen gira la esquina del Letrado Ferrer
Estellés... «ni el mero servicio al ejército rojo ni el haber militado simplemente y como afiliado en campos
políticos contrarios al Movimiento Nacional son motivos de responsabilidad criminal…» aprendería a
bordar y me prepararía el ajuar para que, cuando encontrara novio, no me pillara
desprevenida… «Ante la Patria toda rendición es honrosa y locura criminal derramar sangre estéril en
defensa vana de la situación personal de unos pocos…». Pero unas fueron las palabras y otras, las
obras. Si estéril había sido la sangre del padre del cura Santamaría, cuyo único crimen fue el
haber metido a su hijo al seminario; tampoco tenía ninguna culpa el vaina de Severo que
sólo era un poco lengudo y con afición a meterse en camisa de once varas, pero incapaz de
matar una sargantana. Las almas de todos los muertos pesan lo mismo. Da lo mismo rojas
que blancas. Si la guerra fue horrorosa, lo que vino después fue el infierno. ¡Cuántas vidas
malgastadas en balde…!
diccionario de la resistencia
54
plagio
¡Si me abrazaras, sí;
Si me abrazaras!
Lo tiraría todo,
todo lo dejaría;
los sueños, los monólogos,
el carmín de tus labios en las cartas,
las lluvias y sus tactos,
los pentagramas griegos
y un dulce clamor.
Tú que eres mi único amor,
¡si me abrazaras!

Arranque de un relato, a la manera de Gabo.
Muchos años después, frente a la puerta de la 1016/2, el profesor Valeriano Fontfría
había de recordar aquella noche lejana en que su novia lo llevó a conocer el cielo. El pueblo
del profesor Fontfría, a principios de siglo, no era más que un racimo de casas arrumbadas
hacia Santa Catalina, con callejas de tierra que se embarraban cada vez que se descolgaba un
aguacero. Y el triste tañido de la campana de la muerte al romper el alba. El pueblo era el
55
Y aún espero tu luz:
telémetros abajo,
desde la esfera,
por atajos, por cárceles,
por los lados siniestros
puede venir. No sé por dónde.
Desde el milagro, siempre.
Porque si tú me abrazas
-¡si me abrazaras, sí; si me abrazaras!será desde un asombro,
insólito, sincero.
Nunca desde las manos que te rozo,
jamás
desde la luz que escribe: "No me dejes."
diccionario de la resistencia
 La luz que a ti incumbe, a la manera de Pedro Salinas.
tañido de la muerte. El mundo estaba tan recién hecho que muchas emociones carecían de
nombre y para mencionarlas había que sentirlas en la sangre.
 Instrucciones para dar cuerda al corazón, a la manera de Cortázar.
diccionario de la resistencia
Allá al fondo está el furor, pero no le tenga miedo. Sujete el corazón con una mano,
tome con dos dedos la arteria de la cuerda y encúmbrela suavemente. Ahora se abre otro
tiempo: los árboles abdican de sus hojas, los barcos y los peces pueblan los mares, el
tiempo como una anaconda se enrosca sobre sí mismo y de él brotan las risas de la tierra,
los pájaros, el cuerpo delicado de una mujer, el olor del pan recién hecho.
¿Qué más quiere, qué más quiere? Amárrelo fuerte a su pecho, déjelo latir en libertad,
imítelo esperanzado. El miedo oxida los sueños, cada cosa que pudo alcanzarse y fue
olvidada va minando las venas del corazón, gangrenando la fría sangre de sus arterias. Y allá
en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no
importa.
 Monólogo con el registro de Shylock, a la manera de Shakespeare.
 Poema de adolescencia, a la manera de Blas de Otero.
BIO/GRAFÍA
Quemé las naves de mi juventud
deprisa.
Era, al principio, la palabra hueca
y sin sentido
la que alimentaba mi verso juvenil.
Los años fueron horadando,
poco a poco,
el oropel.
Mi verso se hizo entonces crudo:
eran mis palabras manos de labriego.
No tuve tiempo que perder:
urgía vocear la injusticia a cuatro vientos.
56
Me ha cautivado y me ha hecho perder el sentido. Se ha reído de mis quebrantos, se ha
mofado de mis conquistas, ha humillado mi sangre, ha enquistado mis humores,
ahuyentado a mis amigos, enervado a mis enemigos. ¿Y cuál es su único motivo? ¡Que soy
cautivo de su luz! ¿No tiene un enamorado labios, ámbitos, embrujos, defectos,
dimensiones? ¿No nos alimentan los mismos néctares, nos laceran las mismas ofensas, nos
vulneran las mismas catástrofes que a los desafectos? ¿No soportamos las mismas
afecciones, no se nos sana igual que a ellos? ¿No nos aviva y aplaca el mismo cielo y el
mismo infierno? Si nos herís, ¿no nos derramamos? Si nos acariciáis, ¿no nos
estremecemos? Si nos infectáis, ¿no nos contaminamos?
Si en todo nos parecemos, en esto también seremos iguales.
[ Verano 1976 ]
diccionario de la resistencia
Pasé mi vida haciendo de mi verso
un arma de transformación,
un acto de servicio para el hombre.
Dadme hoy una palabra reciente,
como un trozo de pan que todavía huele
a trigo;
como un puñado de yerba húmeda,
y moveré la tierra de mis padres,
la casa de mis padres,
la pena de mis padres.
Harán palanca mis versos..
Ésta es la historia de un hombre
que un día renunció a la mentira
¡... y se hizo verso!
 Fragmento de novela, a la manera de Bernhard.
57
(...) Se empeñan en hacer de ti una persona feliz a golpe de decretos. Parece obligatorio
ser feliz, sentirte agradablemente instalado en este inmensa casa de lenocinio que es la vida.
Y, cuando sospechan que tú trasiegas el vivir desde la angustia, desde la desesperación de
saberte —de sentirte— un malogrado, te tienden una celada, agradablemente disimulada
con oropeles, solo para que cejes en tu empeño de batirte a brazo partido contra el
sinsentido de aspirar a ser mediocremente feliz.
Me sé de memoria todos sus discursos sobre la dicha humana. Discursos que apestan a
confesionario, a beatería de partido, a manual de autoayuda. ¿ Cómo pueden babear con
esas palabras mayúsculas cuando el simio del que venimos no ha sido todavía capaz de
hacer habitables los ríos y los vientos, extensibles los trigos y los barcos, los pájaros y los
dulces pronunciamientos al resto de individuos de su despreciable especie?
Les traiciona esa estúpida necesidad de ser piadosos, de procurar auxilio al necesitado,
consuelo al afligido.
Nada admiro más que la falta de compasión de los monstruos. Incapaces, como son,
de sentir piedad, encauzan sus esfuerzos hacia la sublime tarea de desmontar las piedras
angulares de esta lamentable existencia.
¡Ah, pero ellos no lo entienden! Ellos no entienden nunca nada. Se sienten
estúpidamente satisfechos. Son felices, dicen. Están realizados, piensan. Incluso se atreven
a proclamarlo y propagarlo. Construyen pulcras doctrinas, atravesadas de hermosas
palabras mancilladas, Libertad. Igualdad. Fraternidad. En su nombre saquean luminosas
ciudades, agostan las fértiles tierras, envenenan los límpidos cielos; en su nombre tabulan y
estabulan los pulsos y los ritmos, deciden, en su nombre, lo inadecuado y lo conveniente.
En su nombre asesinan, fornican y defecan...
Quimeras
58
[ Testimonio recogido en la casa de Miguel Suesta Sospedra, quinto de Evaristo,
durante el verano de 1998, dos meses antes de morir. De viejo, nos dijo su hija Amparo,
cuando llamamos para dar el pésame].
diccionario de la resistencia
Evaristo Rodríguez Marqués, Abanto, nació el año del primer piojo verde. Su abuela
María Gracia atribuyó a esa maldita coincidencia el hecho de que Evaristo se criara algo
zompo. Su abuela María Gracia era una mujer con muchos arrestos. Así que, cuando vio
que lo del piojo verde no había dios que se lo tragara, le echó la culpa de lo de Evaristo a la
mala savia de su yerno, un mozo revejido que tenía tres fincas grandes de algarrobos en la
raya del término y a quien casó de prisa y corriendo con su hija pequeña, Rosario. Lo cierto
es que, dijera lo que dijera la víbora de su abuela, Evaristo fue abanto desde pequeño. Y si
uno es abanto desde pequeño, es natural que acaben llamándole lo que uno es. Un abanto
era Evaristo.
La vida lo aturdía. Además, era torpe jugando a marro y a galope. Y, claro, empezaron
las cabronadas. Y los insultos. Y lo de Abanto también empezó. Luego vino la guerra. O,
no; luego vino el servicio militar y más tarde la guerra. Qué más da. Hace tanto tiempo de
eso. Y entre el servicio militar y la guerra o entre la guerra y el servicio militar, acabaron de
joderlo para siempre. Y abanto se quedó. Abanto soleao, se le burlaban las putas de Casa
Paquita, cuando lo llevaban los quintos cada año la noche de San Rafael para que Evaristo
se desahogara con La Romana.
— Abanto, que no se te apodere la Romana.
Cada año lo mismo. Y cada año, Evaristo se iba piernas abajo en menos que se reza
una salve.
Abanto era un ser quebradizo, pero no era mala persona Abanto. Lo que pasa es que se
ha de saber decir hasta aquí llegó la cosa, porque todo tiene un linde. Hasta la humillación
lo tiene. Y José Blasco Sanfélix, Quimeras, no era agrimensor, ni falta que le hacía saber
dónde estaban las hitas de la vergüenza, la raya que deslinda lo que tiene y lo que no tiene
pies ni cabeza. José Blasco Sanfélix era un zanguango sin desbastar al que tres copas de anís
en ayunas le enturbiaban las cortas entendederas que tenía y empezaba a calentar la sangre a
todo cristo.
— Abanto, si naces un poco más tonto, te quedas pajarito en manos de la comadre. Abanto, La
Romana dice que tienes la minga muy grande, pero que te desbravas mientras te la asea...
Abanto, que si esto. Abanto, que si lo otro.
Y un día, a Abanto —y a Evaristo también— se le hincharon los alborsos, tuvo un mal
pensamiento y con la segur le abrió la cabeza a José Blasco Sanfélix. Como una sandía. Así
se la abrió Abanto.
Pobre Abanto. Bernardo Sánchez Mayoral le dio garrote en el patio de la cárcel de
Valencia, el día de Santa Lucía. El año de las lluvias torrenciales era.
59
[ Reconstrucción novelada a partir del testimonio de Manuel Mínguez López, que
acompañó a la madre de Evaristo el día de la ejecución de su hijo, a mediados de diciembre
del año mil novecientos cincuenta y siete].
diccionario de la resistencia
Como si fuera ahora recuerdo aquel día. De entre los amargos que la vida me ha
deparado, ninguno como el de la muerte de Evaristo.
La tarde anterior, Pedro el taxista nos trasladó a Valencia en su Pontiac negro. Cuando
llegamos a la cárcel, nos instalaron en un banco de madera que había en mitad de una fría
sala desnuda y allí estuvimos oyendo cómo el verdugo —el de Sevilla, que era un poco flojo
de ánimo— ajustaba a martillazos los corbatines sobre un poste en mitad del patio.
Luego llovió. Llovió mucho. Durante toda la noche estuvo lloviendo. A las tres
llamaron a la madre de Evaristo para que pudiera despedirse.
Yo la había acompañado porque éramos familia lejana y me daba mucha pena que
estuviera sola en un trago tan amargo.
—Me lo van a matar, Manuel, me lo van a matar.
Además, Evaristo y yo habíamos hecho muchas migas desde que bajamos a cavar
naranjos en la misma cuadrilla a Sagunto. El pueblo era célebre por sus cuadrilleros. En
verdad, el pueblo en aquellos años no era más que un racimo de casas arrumbadas hacia
Santa Bárbara, con callejas de tierra que se embarraban cada vez que desde el cielo se
descolgaba un aguacero. Y el triste tañido de la campana de la muerte al romper el alba. El
pueblo era el tañido de la muerte.
Más tarde, después de una insensata lucha contra el tiempo y la obcecación, a fuerza de
barrenos y una pila de mutilados que fueron muriendo entre terribles dolores por las
galerías que hubo que excavar, consiguieron reventar las entrañas de la tierra y hacer aflorar
el agua, tan necesaria para que el pueblo no se nos muriera de miseria. De la mucha miseria
que entonces había. Y con el agua comenzaron a llegar gentes de otras regiones a trabajar
las nuevas tierras ganadas al secano. También llegaron los primeros señoritos, atraídos por
el clima benigno y la calidad de sus aguas, y construyeron sus chalés en las afueras del
pueblo, transformando los ejidos y pajares en suntuosas villas de recreo y esparcimiento;
villas con el nombre de su dueña o imágenes de santos y vírgenes en azulejos de Manises
adornando las fachadas. Los señoritos se reunían a jugar a julepe las tardes de agosto en el
patio de la casa grande. A jugar a julepe y a meter mano a las mujeres más resueltas que
trabajaban de criadas y niñeras.
Pero antes del agua, para los pobres, no quedaba otra cosa que las cuadrillas que
bajaban a cavar naranjos a Sagunto. Y Evaristo y yo habíamos nacido pobres.
Un pedazo de pan era Evaristo. Demasiado bueno. Eso es lo que le perdió. Si hubiera
enseñado los dientes de vez en cuando, no habría tenido que llegar a lo que llegó. Pero la
vida viene como viene. Y no hay más huevos que aguantar. Cada uno, su cirio.
Al amanecer escampó. Se abrieron claros por la parte del mar y en el silencio metálico
de la cárcel hubo presagios de muerte. Vinieron a buscarlo a su celda. No quiso tratos con
el capellán.
Dies irae, dies illa
solvet saeclum in favilla
En el corredor que embocaba la puerta del patio, desde el que ya se veía al verdugo
manipulando el garrote, se descompuso y empezó a cagarse en Dios y en todas las ventanas
del Vaticano. Su madre se me abrazó, desmadejada, rota. Giró la cara cuando lo sentaron
en la silleta.
—Me lo van a matar, Manuel, me lo van a matar.
Antes de morir, Evaristo miró a su madre con unos ojos de tristeza oceánica.
r
etorno
diccionario de la resistencia
60
Volví al pueblo una mañana de septiembre bajo un aguacero inclemente, después de
treinta años de ausencia. Tan injustificada como mi regreso de ahora. Así que, cuando
Miguel Sebastián me encontró en la calle Mayor, con la maleta mugrienta de quien regresa
vencido, su pregunta me resultó familiar. Fastidiosamente familia. «¿Qué has venido a hacer? ».
Ignoré o no quise responder. Seguí mi camino, calle arriba.
Al llegar a casa de mis padres, levanté los ojos al cielo plomizo un instante, escupí y
empujé la puerta con determinación. Encontré a mi madre sentada en la misma silla en la
que hacía treinta años le había dicho que me iba de aquel pueblo de mierda, que los
hombre como yo necesitábamos respirar el aire de las ciudades bulliciosas.
«He vuelto, madre». Hubo un silencio largo y espeso. Sin volver la cabeza, le oí decir:
«Anda, cámbiate esa ropa y tómate el café con leche; que frío solo sirve de purga».
Entonces supe que ella estaba llorando.
Por la tarde escampó y los pájaros volvieron a los tejados y al tendido eléctrico. El
pueblo olía a enredadera y tierra mojada. Se oyeron los primeros gritos de los niños
jugando en la plaza. El trajín de martillazos contra hierros y maderas que anunciaba la fiesta
me echó a la calle.
El anochecer me sorprendió en el parque en el que tantas horas había pasado en mi
adolescencia. Afortunadamente, no lo habían cambiado demasiado. Ni siquiera se habían
tomado la molestia de decapitar la ridícula escultura de aquel mamarracho que nunca logró
reinar más allá del estricto territorio de la arboleda. En esa hora, septiembre tiene algo
mágico bajo los pinos, pero comenzaba a refrescar y, aunque a lo lejos el campanario de la
parroquial iluminado recordaba que oficialmente vivíamos días de júbilo, yo estaba
cansado. Me subí las solapas de la americana y decidí irme a dormir. Lo necesitaba.
Me despertó el estruendo de los petardos. Después las campanas voltearon el aire
limpio del mediodía y la calles fueron llenándose de gente que arrastraba migrañas y ardores
de estómago con más o menos dignidad.
Salí a la calle y me acerqué a las Cuatro Esquinas, donde siempre había visto pasar las
reses. Me sentí observado. «Ha vuelto el pequeño de El Esquilador», «Dicen que se echó a perder por
una mujer», «Estuvo en la cárcel por rajar a un hombre». No me habían olvidado del todo. Me
halagó. El olvido es la muerte más canalla.
De pronto, un zambombazo seco hizo un breve silencio y, rápidamente, un hervidero
de mozos comenzó a dar saltitos nerviosos, intentando adivinar si hoy bajaban todos los
animales juntos o los más temerarios había conseguido cuartear el pelotón de las vaquillas.
Aquella agitación duró lo que dura la vida. Apenas nada.
Cuando la calle fue vaciándose lentamente, me acerqué a la plaza donde había estado la
casa de mis abuelos, convertida hoy en una oficina bancaria. Allí la gente aplacaba la sed y
la gazuza con cerveza helada y patatas picantes, bajo los toldos que los mesoneros
levantaban para que los parroquianos no se desmadejaran en aquellas horas del mediodía
ardiente.
Estuve callejeando sin rumbo por los alrededores de la iglesia. Me fui llenando de
melancolía y de amargura. Noté pastosa la boca.
Al torcer la esquina de la calle La Torre me encontré en aquella plazoleta donde
salíamos a jugar en el recreo, cuando iba al parvulario. Una mujer bordaba un mantel,
diccionario de la resistencia
sentada en una silla de enea. A su lado había una silla vacía. A pesar de los años, conservaba
una belleza serena. Cuando levantó la mirada, seguramente, por la saludable costumbre de
desear buenas tardes al paseante, la sangre se me agolpó en los pulsos. Ella también se
agitó, presa de una turbación casi olvidada, podrida en sus entrañas hacía treinta años.
«Siéntate. Te he sacado una silla. Como todos los días» .
Quise decir algo, unas palabras —aunque fuesen mentira— que me evitaran la
zozobra; pero María me acarició suavemente los labios con aquellos frágiles dedos que no
me cansaba de besar cuando fuimos novios. «No digas nada. No estropees este instante con
palabras inútiles».
La tarde se nos escapó de entre las manos. Hablamos poco. Malgastamos el tiempo
abrasándonos con la mirada.
Anocheció por encima de los tejados y la mareta comenzó a aliviar el bochorno del día.
Las campanas llamaron a la novena.
Supe que mi vida iba a tener una segunda oportunidad.
61
s orpresa
diccionario de la resistencia
62
Desde La Feria, al salir de la escuela, me demoraba en llegar a casa, callejeando
caprichosamente, para pasar todos los días por la puerta de la paquetería La Cumbre y
quedarme pegado a los cristales del escaparate, empañándolos con mi aliento, mientras
memorizaba cada detalle. Eran dos figuras preciosas. De goma policromada. El perro RinTin-Tín y el cabo Rusty, corneta del Regimiento 101 de la Caballería de los Estados
Unidos.
Una mañana gélida de diciembre, la señora Concha salió del establecimiento y me dijo:
« Pídeselas a los Reyes». Seguí su consejo. Escribí mi carta a los magos de Oriente, pidiéndoles
que me las dejaran en el balcón de la casa de la calle La Palmera. Fue una carta trabajosa, de
trémula caligrafía. Cuando fui a echarla al buzón, cerré los ojos con fuerza y deseé con toda
mi alma que llegara antes que cualquier otra que pudiera malograr mi regalo. Comprometí
mi palabra en dejar de morderme las uñas, si se cumplía mi sueño.
1963. El año nuevo entró sin presagios de las muertes célebres que iban a recorrerlo,
mientras yo me consumía en ansias de que llegara la noche en que por fin podría disfrutar
del pastor alemán y de su fiel compañero.
El día cinco amaneció con una lluvia lánguida, ingrávida; pero, a media tarde, escampó
y el cielo abrió ventana por poniente. Sin embargo, el tiempo pareció suspenderse, mientras
las manecillas avanzaban inusualmente lentas en la esfera desportillada del reloj de la alcoba
de mis padres.
Los Reyes llegaron por el camino de las moreras desde la ciudad próxima y luego
bajaron por la cuesta del Calvario hasta llegar a la plaza del Olmo, precedidos por tres
heraldos con trompetas y antorchas y un cortejo de pajes que repartieron muñecas de
cartón y pelotas de goma a los niños pobres del pueblo. A mí me dio miedo aquella troupe
casi grotesca de personajes con caras tiznadas y disfraces hilvanados primorosamente por
las chicas jóvenes de la Sección Femenina. Por eso, cuando la comitiva se fue acercando a
nuestra casa, me refugié en el regazo de mi abuela hasta que los últimos músicos giraron la
esquina Ferrater, camino de la parroquial. Luego, súbitamente, corrí hacia las escaleras que
subían a la cambra, donde mi abuelo preparaba todos los años agua, maíz y algarrobas para
las caballerías del séquito real. Me preguntaba entonces cómo harían los caballos y
dromedarios para subir a los tejados y trajinarlos sin quebrar las tejas.
Bajo una pera de luz amarillenta estaba el lujoso envoltorio de mi regalo de Reyes. RinTin-Tín y el cabo Rusty. Me acerqué muy lentamente, temiendo romper la magia del
momento, sin apenas respirar. Me arrodillé y, antes de rasgar el papel de colores, miré a mis
padres y a mis abuelos que me observaban sonrientes desde el quicio de la puerta.
No sé qué palabra habría acudido a mi boca si alguien me hubiera preguntado por el
tipo de emoción que sentí. Hoy sé que fue sorpresa. Una sorpresa agridulce, si he de ser
absolutamente sincero.
El papel no ocultaba ni a un inteligente pastor alemán ni a su inseparable compañero
de aventuras. Y eso supongo que tuvo, en aquel minuto, el sabor amargo de los sueños
incumplidos; pero, casi sin tiempo de fracturas, ocupó su espacio un dulce perfume de
madera recién pintada que me hizo olvidar la decepción, el enojo por la torpeza de unos
reyes que no habían sabido leer la carta de un niño. O, tal vez, habían sido los heraldos de
los magos los que se habían equivocado y me habían dejado un fuerte precioso. Fort
diccionario de la resistencia
Apache. Aunque, pensándolo bien, no estaba dispuesto a presentar una reclamación por
ello. Era un emplazamiento defensivo magnífico, con una empalizada de troncos
milimétricamente desbastados y pulidos, enhebrados con una gruesa cuerda. Tenía una gran
puerta con dos hojas abatibles, coronada por una viga sobre la que colgaba el nombre de la
fortificación: Fort Apache. Casi tan famoso como Fort Laramie de Wyoming. Con su
torreta de vigilancia y su depósito para el agua, su abrevadero y su sala de oficiales…
Yo era muy tierno en aquel tiempo para saber quiénes eran los auténticos reyes,
suplantados por la comparsa de figurantes que reclutaba el ayuntamiento entre sus afines.
Aunque siempre dudé de que aquellos que desfilaban cada año bajo nuestro balcón
pudieran ser los mismos que los que se habían acercado a un establo de Belén de Judá a
ofrecer presentes exóticos a un niño judío recién nacido.
Años después comprendí que mi padre debió de robar muchas horas de su sueño para
poder construirlo. Él era panadero y el sueño en ese oficio es un bien escaso. Durante
semanas, cada día, al acabar de hornear el último amasijo, debió de refugiarse unas horas en
la casa de mis abuelos, donde cortó, lijó y pintó cada una de las piezas de aquel precioso
fuerte que me dejaron unos reyes, que yo pensé que no sabían leer o que se habían
confundido de carta.
Hoy, al recordar esa emoción casi olvidada, creo que ser mago por una noche, serlo
con las materias esenciales, debe de otorgar una dignidad más densa que hacerlo —como lo
hice yo años más tarde— con los derrames de la tarjeta de crédito.
63
t
esis
diccionario de la resistencia
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Si me pidieran que evocara un recuerdo de mis años escolares, no dudaría ni un
instante. En mi memoria hay una imagen nítida y poderosa. Es lunes, 14 de noviembre de
1966. Mi primer año en la clase de don Jaime y la primera vez que voy a enfrentarme a una
de las pruebas de la que tanto había oído hablar a mis amigos mayores. Hoy soy el
encargado de cumplimentar el Cuaderno de Rotación. Estoy nervioso en la fila, esperando
que suene el timbre de entrada. Sudo, a pesar de que la temperatura en el patio no pasa de
los diez grados. Se hace eterna la espera; aunque por un instante deseo que no suene nunca
ese timbre que me arrojará a la palestra sin misericordia. Pero el timbre suena. Entramos.
Silenciosos. Dóciles. Entrenados para obedecer. En la pizarra ya está escrita la fecha. El
alumno encargado observa la temperatura exterior e interior y las registra: nueve grados y
medio; catorce grados.
El maestro anota con caligrafía preciosista la consigna que ocupa una de las pizarras :
«Sé magnánimo». Breve. Contundente. Inescrutable, para mí que tengo apenas nueve años.
Don Jaime me llama a su mesa. Me acerco con temblor en las piernas y recibo
ceremonialmente el Cuaderno de Rotación, como si fuera uno de los pergaminos de la
Biblioteca de Alejandría. Dispongo los útiles sobre el pupitre. Anoto la fecha y las
temperaturas. Saco de mi cartera un cuadernito delgado donde he ido dibujando modelos
de letras capitales y pongo un título colorido: CONSIGNA. Luego escribo con trémula
caligrafía: «Sé magnánimo». Y copio, con extrema atención para no cometer alguna falta que
me haga ganar una reprimenda o un cachete, o ambas cosas, el breve texto con el que don
Jaime intenta explicarnos el críptico mensaje que oculta aquella oración imperativa de tan
solo dos palabras.
Luego la rutina escolar hace que la mañana transcurra pasando al cuaderno el problema
de Aritmética, el análisis gramatical, sintáctico y morfológico —La bandera ondeaba a media
asta en el balcón del Gobierno Civil— y el dictado ortográfico. Para acabar la jornada, en el
silencio claustral de la tarde, he de copiar un texto conmemorativo: El Día del Dolor —El
próximo domingo, 20 de noviembre, se cumple el 30 aniversario de la muerte de José Antonio Primo de
Rivera— texto que ilustro con un dibujo de la Enciclopedia Álvarez. Una cruz, que surge de
entre una nube, rodeada de estrellas —El Frente de Juventudes recuerda en este día al fundador de
la Falange y a todos aquellos que dieron su vida por Dios y por España—. Punto final. Firmo y
rubrico. Me acerco a la mesa del maestro, que corrige un par de errores sin demasiada
entidad, deslizados a pesar del esmero. Y estampa su firma en rojo junto a la mía. He
sobrevivido al Cuaderno de Rotación.
Tal vez, os preguntéis qué eran los Cuaderno de Rotación. Y, sobre todo, por qué me
empeño en hablaros de los Cuadernos de Rotación.
A la primera pregunta respondo sin rodeos. Los Cuadernos de Rotación que yo conocí
eran cuadernos escolares en los que se reproducían algunas de las tareas de cada jornada,
elegidas con intención, y que eran ejecutadas diariamente por un alumno distinto, evitando
generalmente a aquellos que mostraban más dificultades con la caligrafía. Esos cuadernos
eran una prueba material del transcurso del tiempo escolar, daban testimonio del día a día
del aula y servían a los inspectores para escrutar si se cumplían fielmente las prescripciones,
especialmente las referidas a las enseñanzas religiosa y patriótica.
Para responder a la cuestión de mi empeño he de acudir a mi biografía. Hace años
recibí un regalo inesperado que conservo como un tesoro: una colección de los Cuadernos
diccionario de la resistencia
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de Rotación del maestro don Jaime Ramón y Porcel, mi maestro, que recogía el trabajo
cotidiano de sus alumnos, de nosotros, desde 1963 hasta 1971.
Disponer de prácticamente la totalidad de los cuadernos elaborados por los alumnos
de un mismo maestro durante siete cursos es un privilegio infrecuente que me ha permitido
rastrear cómo se habían trasladado a los rituales cotidianos de una clase concreta los
importantes cambios legislativos que afectaron al sistema educativo español de aquellos
años.
Haber sido uno de aquellos alumnos que cumplimentamos páginas y páginas con
textos patrióticos, dominicas, análisis sintácticos y morfológicos me animó a formular una
serie de preguntas. Lo reconozco. ¿Eran los cuadernos testigos fieles de los programas
oficiales?¿Cómo explicar que, en un momento del franquismo en el que el ardoroso
discurso de los primeros años tras su victoria iba siendo sustituido por otro de cariz más
tecnocrático, la escuela siguiera siendo un ámbito tan poderoso de inculcación ideológica, si
tenía que fiarme de lo que reflejaban aquellos cuadernos? ¿O acaso se trataba de una
práctica discrecional, propia del posicionamiento ideológico de una maestro concreto y no
podía considerarse representativa de la escuela española de la década de los sesenta? Y, en
definitiva, ¿se pueden utilizar los cuadernos escolares como documentos relevantes en la
construcción del discurso histórico sobre la escuela? Demasiadas preguntas. O pocas.
Lo cierto es que los cuadernos escolares —cada día estoy más convencido de ello—
nos permiten un acercamiento muy certero a la vida cotidiana del aula. La información que
nos proporcionan es valiosísima, porque se trata de un producto artesanal elaborado en el
seno mismo de la escuela de la mano de alumnos, bajo la dirección y supervisión de
maestros, lo que garantiza que lo que en ellos queda reflejado forma parte de la cultura
socialmente legitimada en el momento de la escritura.
Sin embargo, hay que andar con mucho cuidado, porque existe el peligro cierto de
desdibujar el uso real de esos cuadernos. Nuestra desvaída memoria nos puede traicionar,
trasladando falsos recuerdos y emociones a un escenario equivocado. Siempre es el paisaje
concreto en el que se produce el proceso de enseñanza y de aprendizaje el que da sentido a
las actividades que en él se suceden. Nunca al revés.
Además nos ha de quedar claro que podemos rastrear en los cuadernos los
mecanismos de transmisión ideológica, pero eso no nos va a dar la certeza del grado de
eficacia conseguida. La confusión entre lo escrito, lo enseñado y lo aprendido puede
llevarnos a cometer errores de bulto. Muchos maestros de aquellos años, humillados,
atenazados de miedo —sin ningún género de dudas— ordenarían dejar por escrito en los
cuadernos aquello que los guardianes de la ortodoxia esperaban encontrar. Una
observación especialmente pertinente en lo referido a los Cuadernos de Rotación que
fueron utilizados durante la escuela del franquismo como instrumento de control
ideológico. Siempre podemos albergar la duda razonable de que lo reflejado respondiera
más al currículo prescrito que al realizado.
Es evidente que los cuadernos filtran las tareas que figuran en sus páginas. No
muestran todo lo que ocurre en la clase. Hay contenidos y actividades que,
deliberadamente, se excluyen. Se construye una crónica, un discurso intencionado en el que
se selecciona una serie de contenidos y de prácticas; pero no nos aportan información
acerca de lo que se aprendió ni del grado de interiorización conseguido, porque quienes
hablan a través de la escritura no son los alumnos. Casi todas las voces que escuchamos,
ocultas bajo los textos, son una sola voz: la voz del maestro que dicta a los niños un relato
interesado a través de escrituras vigiladas, para que lo copien mecánicamente y, en ese sentido,
el análisis de los cuadernos no puede utilizarse tanto de barómetro de la inculcación
ideológica conseguida como de prueba de la inculcación inducida.
Esto lo dejo escrito para público escrutinio.
u
topía
 De las utopías del alma, la que más admiración me causa es la que confía en
que habrá un día en que todos, al levantar la vista, veamos un tierra que ponga libertad. La misma fe,
el mismo hálito recorre las últimas palabras del presidente, pronunciadas mientras los
sables chilenos manchaban de sangre y de vergüenza hasta la última piedra del palacio de
La Moneda. «Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las
grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor».
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 En este país, que tanto me duele y al que tantos males aquejan y sobre el que
tantos diagnósticos se formulan, hay una cierta tendencia a describir nuestros quebrantos
en términos clínicos. Nuestro fracaso se atribuye con cierta frecuencia a los males de la raza.
Somos así y así seremos. No hay vuelta de hoja, ni solución posible. Hay tertulianos, por el
contrario, que expresan la cuestión en términos diferentes: siendo como somos de buen
encaste, los españoles y españolas no acabamos de despertar de nuestro letargo debido a los
males de la nación. No somos nosotras ni nosotros quienes estamos enfermos. Es España la
que se nos muere. La corrupción, el clientelismo, el centralismo excluyente, el separatismo
periférico, la burocracia, el biparditismo, la inmadurez de nuestra cultura democrática y un
largo inventario de síntomas de esa enfermedad terminal se enumeran por esas mujeres y
hombres que tanto saben y que pasan su vida de feria en feria, como vendedores de
mantas, proclamando sus diagnósticos por los platós de las televisiones y los estudios de
radio.
Aún hay quienes describen la patología en términos de ausencia de un discurso que sea
capaz de expresar nuestra identidad como pueblo o de la inexistencia de una narración
compartida acerca del concepto Patria.
Finalmente, están los optimistas bien informados; es decir, los pesimistas. Estos
ofensivos irregibles consideran que ni la raza ni la nación tienen cura posible. Es la nuestra
y la de nuestro país una enfermedad sin cura. Nos morimos irremediablemente y lo único
sensato que podemos hacer ante ese descorazonador escenario es vivir cada día como si
fuera el último, sin malgastar energías construyendo futuros que no tiene ninguna garantía
de llegar.
De entre quienes albergan alguna esperanza en que algo puede hacerse, el grupo más
numeroso sigue manteniendo ilusión en la aparición de un caudillo redentor, de un cirujano de
hierro al que no le tiemble la mano —es verdadera devoción la que tienen por la expresión
muchos de nuestros políticos— para sajar los miembros cancerados y conseguir salvar, de
esa manera, el resto del cuerpo.
diccionario de la resistencia
 Marcuse, en El final de la utopía —un libro que conocí a través de la traducción
al castellano que hizo Manuel Sacristán para la editorial Ariel en 1968— planteaba que era
técnicamente posible la erradicación de la miseria y la opresión. Lo único que se oponía a la
realización de esa vieja utopía era la organización sociopolítica de nuestro mundo. Tal vez,
a ustedes les parezca una perogrullada. A mí, no.
 Al acostarme, el ángel se acercó a la cabecera y me susurró al oído: « ¿Imaginas un
mundo sin dioses que exigieran sacrificios onerosos, sin patrias a las que poder apelar para justificar
muertes innecesarias, sin reyes ante los que jurar en vano obligatoriamente? ¿Un mundo en el que el saber
se repartiera y compartiera generosamente, a manos llenas, en el que el poder radicara no en quien te
amedrenta sino en quien reconforta tu alma con delicadas palabras? ¿Un territorio de gracia donde la
emoción no tuviera que ocultarse como síntoma de flaqueza, donde el llorar fuera señal de valentía y la
fortaleza brotara de la compasión y la misericordia? ¿ Imaginas un mundo sin escándalos del hambre, sin
sedientos de luz y manantiales, sin pobres de espíritu y sin pobres de nada ni nadie? ¿Imaginas un mundo
así? ¿ Te lo imaginas?».
El ángel siguió con sus preguntas, pero yo ya no lo oía. Entré en un sueño profundo.
El sueño de los justos.
Al despertar, el ángel seguía preguntándome: «¿Te imaginas un mundo..?». Le sonreí con
timidez.« Sí, lo imagino desde que era un niño». El ángel me miró con ternura: «Pues, sal a la calle
y agita la mañana, que todo es posible y queda mucho por hacer». Luego el ángel alzó el vuelo. Y se
fue para siempre.
diccionario de la resistencia
Otros confían que la regeneración solo puede venir de una minoría selecta, una elite,
un gabinete de hombres sabios que guíe paternal y eficientemente a las masas. Que
gobierne para el pueblo pero sin el pueblo que es, por definición incapaz de saber lo que
realmente le interesa.
Una tercera solución es la que confía el remedio a nuestros males a la generación nueva
que se anuncia. Y es ahí donde la utopía educativa cobra un papel fundamental. Es en este
contexto donde adquiere todo su sentido el discurso pronunciado por don Gregorio, el
maestro de La lengua de las mariposas, en el acto de homenaje por su jubilación. «Si conseguimos
que una sola generación crezca libre, tan sólo una sola generación, ya nadie les podrá arrancar nunca la
libertad, nadie les podrá robar ese tesoro». A él no le dieron tiempo de comprobar lo acertado de
su pronóstico. Sus verdugos sabían que tenía razón y por eso él, como muchos maestros y
maestras de aquella Edad de Oro de la educación española, acabaron con un tiro de gracia
en las cunetas o en los paredones junto a las tapias de los cementerios. Envenenaban —
según los malditos salvadores de la patria— el alma de las niñas y los niños con ideas
turbias sobre la libertad y eso no se podía permitir.
67
v erano
diccionario de la resistencia
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Es una noche calurosa de julio. Tengo doce años. He acabado primero de Bachillerato
en Segorbe sin sobresaltos, tras un pequeño tropezón a principios de curso. Ayudo por las
noches en la panadería. Las puertas del obrador están abiertas. Mi padre ha descolgado por
la ventana de mi habitación el cable de la antena y ha colocado el televisor Unic con su
estabilizador en una plataforma de madera, improvisada encima de la formadora de barras
Subal, el buque insignia de la maquinaria de La Palmera.
La pantalla es granulosa. Apenas puedo distinguir las caras de Rock Hudson y Doris
Day, entre sus chispeantes diálogos que llegan con nitidez. La noche promete ser larga. El
pueblo está animado. Las calles, inusualmente bulliciosas a esas horas. Las pandillas de
veraneantes suben y bajan a La Glorieta, haciendo tiempo, aprovechando esa tregua
sagrada que les ha regalado la Historia, para robar un tímido beso al final de la penumbra
de la pinada.
Elvis Presley nos había sorprendido con In the getto y ahora estábamos esperando una
nueva sorpresa que iba a marcar nuestras vidas. De pronto, comenzaron a verse imágenes
lechosas que eran comentadas por la voz engolada del joven corresponsal TVE en Nueva
York. Mi padre apagó la amasadora y los tubos fluorescentes. Vimos a un ser extraño,
enfundado en un aparatoso traje blanco y con escafandra, bajar ceremonialmente por la
escalerilla del módulo Eagle. Y cuando puso pie en la Luna, comenzó a dar saltos como un
niño travieso, mientras Hermida nos taladraba la cabeza con su prodigiosa verborrea. «Este
es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad». Algún escribidor de
discursos se inventó esta frase para construir una narración solemne de la fecha. Yo la
única que escuché fue la de mi padre: “¡Hale, ahora habrá que apitarse, que hemos perdido mucho
tiempo y llevamos la faena atrasada!”. Y dejamos a Amstrong dando brincos por el Mar de
Tranquilidad, mientras el señor Ladislao y yo continuamos amasando hogazas y vienas en el
viejo obrador de la calle Navarro Reverter. Pero supe que aquella noche la recordaría
muchas veces a lo largo de mi vida. Y no me equivoqué. Ahora sé que no me equivoqué.
w hatsApp
- LOBO: ¿ Qué haces esta tarde, Caperucita?
-
CAPERUCITA:
Mi
madre
se
abuela una tarta de pasas y nueces.
20:13
ha
empeñado
en
que
le
lleve
a
mi
Es diabética. 20:14
- LOBO: ¿Tú madre o tu abuela?
20:14:30
- CAPERUCITA: ¿Te he dicho ya que eres muy gracioso?
diccionario de la resistencia
Perrault revisited
20:14:45
- LOBO: Venga, no te cabrees. Es broma. ¿ Dónde vive tu abuela? 20:15
- CAPERUCITA: Al otro lado del río, al final del camino de las moreras.
20:15:30
- LOBO: ¿ Quieres que te acompañe?
20:16
- CAPERUCITA: La última vez te pusiste desagradable.
¿ No lo recuerdas? 21:17:30
- LOBO: ¡ Fue una simple broma, sólo quería asustar a tus amigas! ¡ Son un poco ñoñas!¡
21:18
69
Bah, no seas rencorosa!
- CAPERUCITA: ¿Una broma? ¡ Casi les baja la regla...!
¡ ¡Ja,ja,ja!...Bueno, está bien.
Quedamos a las cinco, en la puerta del hospital que hay antes de cruzar el Puente Colgante.
Sé puntual. Chao. 21:19
- LOBO: ¡ Lo vamos a pasar genial!
21:20
- LOBO: ¡ Oye, una cosita...! ¿ Esta vez vas sola?
- CAPERUCITA: Sola, ¿por qué lo dices?
o
21:20:30
21:00
- LOBO: Por nada. quiero darte una sorpresa y me da mal rollo si están tus amigas.
21:01
- CAPERUCITA: ¡ Eres bobo! ¡Me has hecho ponerme roja!
- LOBO: ¡ Pues ya verás cuando te dé la sorpresa! ¡Jijiji! 21:02
21:01:30
.......
MORALEJA
diccionario de la resistencia
Caperucitas, cuando estéis en edad de merecer, desconfiad de los lobos lisonjeros — en las
redes sociales hay muchos de trato delicado y tierno, con palabras seductoras que os
enredarán: son los más peligrosos—, de sus tramposas propuestas. Si os proponen
acompañaros a casa de vuestra abuela, mandarlos al Moncayo. O a la mierda, que es
trayecto más corto. Y más efectivo.
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x3
diccionario de la resistencia
71
Ocho de abril. Hora del ángelus. La campana de la muerte llora. Llueve. Acabamos de
enterrar a Rafael y llueve. Una lluvia finísima nos acompaña en el camino de vuelta del
cementerio. Lluvia y lágrimas. Silencio. No ha habido palabras grandilocuentes. Nunca
fuimos gente de palabras arrogantes ni de frases lapidarias, de las que se escriben o se
piensan para ser dichas en estas ocasiones solemnes. Al llegar al parque, Paco ha roto el
silencio. Paco siempre rompió los grávidos silencios que hubo en nuestras vidas.
— ¿ Nos tomamos una copa o lo dejamos para el próximo entierro?
Socarrón. Mordaz. Sabe que el ácido es lo único que disuelve el dolor. Nos vemos
poco. Algunos se reúnen una vez al año, al principio del otoño. Ahora ya es una cena frugal
en la que se habla de la próstata y de la mierda de mundo que hemos dejado a nuestros
hijos. Pero los demás solo nos vemos cuando hemos de enterrar a uno de los nuestros.
Primero fueron al padre o a la madre. Ahora, ya vamos cayendo nosotros. Rafael es el
tercero que hemos enterrado. Lo esperábamos hace tiempo; pero eso no hace menos
doloroso el desgarro. Fui a verlo hace un mes. Me resistía. No me gusta ver la cara de la
muerte. Supongo que a nadie. A mí no me gusta. Nada. Y ahora que está muerto, creo que
no me hubiera perdonado no haberlo hecho. Ni él. Ni yo. Puedo vivir con mis reproches,
pero no con los de un muerto.
El parque apenas ha cambiado en estos últimos cuarenta años. Los pinos combados,
los rosales, las madreselvas. El monolito que recuerda a un rey que no reinó. Y el bar.
Recuerdo una vieja fotografía en la que se ve el kiosco que hubo antes. Es verano. Hay
mucha gente sentada en sillas de anea bajo los cañizos que matan el sol del mediodía,
mientras los más atrevidos se quitan el calor nadando en las gélidas aguas de la inmensa
balsa que se construyó al acabar la guerra. Pero yo apenas lo recuerdo. Y lo que recuerdo ya
no sé si es material de derribo que regurgita mi memoria o lo he hilvanado a partir de las
imágenes que he visto después. Lo que sí recuerdo es la noche que inauguraron el nuevo
Bar Restaurante Parque Municipal. Con su letrero de neón y sus inmensas cristaleras que se
abrían a la terraza donde colocaron la máquina de discos. La vieja máquina de discos.
De pronto, diluvia. Apuramos el paso. Corremos lo que nos permite el viejo cascarón.
Y aun así llegamos mojados. Divertidos. Como si la lluvia se hubiera llevado por un
momento la congoja por el amigo muerto. Nos acomodamos en una mesa desde la que
vemos la piscina de aguas verdosas. Hasta la noche de San Juan estará cerrada.
Súbitamente, me veo sumergido en sus aguas, a punto de ahogarme, agarrado al cuello de
Carlos al que no dejo bracear. Voy a morir de una forma estúpida y nadie me salvará
porque todo parece una broma de adolescentes sin desbravar. Pero al final el ángel de la
guarda, mi dulce compañía, despierta bruscamente, se sacude la modorra y zarandea a un
bañista que se tuesta al sol para que se lance al agua y nos saque y nos libre de una muerte
ridícula. Y ahora ese recuerdo enhebra otro. Es la alcoba de mis padres. Con su armario de
luna y un cuadro sobre la cama. Es un jardín o un bosque. No; es un jardín con grandes
maceteros y surtidores de agua, lleno de violetas y otras flores que no sé distinguir. Y
palomas que zurean y vuelan en el azul límpido de la mañana. Cuatro niños juegan. Bueno,
dos niñas y dos niños. Alegres, divertidos, ajenos al peligro que corren. Uno de los niños
lleva los ojos vendados y está acercándose peligrosamente a una zanja, un hoyo o una poza.
No recuerdo bien. Caerá si nadie lo remedia y su sonrisa se borrará inesperadamente con el
diccionario de la resistencia
72
sobresalto, mientras sus amigos se burlarán sin malicia. Pero alguien lo evitará. Su ángel
custodio, de cabellera rubia y dulce sonrisa, lo protegerá de toda perturbación. Es
demasiado niño para que su vida se trunque.
Trato de concentrarme en el diálogo, bullicioso, atropellado. En eso apenas hemos
cambiado. Jorge intenta sacarnos de la cabeza la imagen cadavérica, irreconocible, del
amigo muerto, y tira de archivo. Otra cosa no, pero memoria tiene. De tísico, que le gusta
decir a él. Yo nunca entendí muy bien por qué decía eso; pero ahora ya es demasiado tarde
para preguntárselo o me da lo mismo saberlo.
— ¿ Os acordáis cuál era la X3? — ha preguntado a bocajarro, señalando la vieja máquina
de discos que sobrevive, de manera misteriosa y en silencio, en la terraza, a pesar de las
mudanzas que ha sufrido el local.
— No vengas con mandangas. Es imposible que te acuerdes — Víctor se burla sin demasiada
convicción, porque Jorge siempre fue capaz de recordar cosas inverosímiles.
Misericordiosos. Son sus ojos misericordiosos. Los ojos de la Virgen son misericordiosos.
Estas cosas se las sabía Jorge con apenas seis años. Así que, cuando don Ramón, el
ecónomo de la parroquia, se acercó a la escuela para tantear cuántos niños estaban maduros
para recibir el Pan de Ángeles, no hubo ninguna duda. Jorge la tomaría a finales de mayo,
aunque fuera un poco tierno. Y, además, leería en público la ofrenda colectiva. Llegará a ser
un buen obispo, dijo don Ramón, muy serio, cuando fue a hablar con su madre. Gestas y
Dimas fueron los dos delincuentes galileos que crucificaron en el Gólgota junto a Jesús,
Rey de los Judíos. Esas cosas y otras se las sabía Jorge. Y las soltaba de sopetón, pero sin
vanidad. Que supiera cuál era el disco que caía sobre el plato cuando echabas una moneda y
pulsabas X3 no era un despropósito. Por eso Víctor se burla con la boca pequeña, porque
no sabe si quiere que se nos oree la cabeza o es que el hijoputa lo recuerda de verdad.
— I can’t live if living is without you, i can’t live, i can’t give any more — y gesticula
cómicamente, imitando a Nilsson, con quien conocimos los dulces abismos de la carne
trémula, en aquellas eternas tardes de agosto.
Los pocos clientes del bar nos miran divertidos.
— A mí me gustaba más la canción de Cowboy de medianoche. ¿Cómo era…? — al final, han
conseguido que me meta en la conversación. Lo cierto es que fue una canción que me
acompañó muchos años y que, después, había desparecido de mi vida hasta aquel
mediodía.
— Everybody’s Talkin’ — apenas me deja terminar la pregunta. Jorge me mira divertido
—Voight y Hoffman se salen. ¿Tomamos otra?— da carpetazo. No le interesa que nadie se
quede atrapado en la melancolía.
— ¿Funciona todavía? — el camarero que trae la bandeja llena de copas de cerveza no
entiende mi pregunta — La máquina de discos, ¿ funciona ?
— La verdad es que desde que trabajo aquí nunca he visto que funcionara. La gente se acerca,
curiosea; pero dudo que funcione. Sé que es la original que instalaron cuando inauguraron el local; pero no
sé nada más. Puedo preguntarlo, si desea.
— No importa. Era pura curiosidad. Supongo que, después de tantos años, será una reliquia. Casi
como nosotros — y, sin quererlo, se me escapa un dejo de nostalgia.
— Venga, Miguel, no nos toques las pelotas; que a ti siempre se te ha dado bien eso de tocarnos las
pelotas — el camarero se retira discretamente. Para quien no lo conoce, el tono de Paco es
poco amigable. Para nosotros, es el tono de Paco.
— ¿ Qué año era aquél? — tampoco yo estoy dispuesto a que la conversación se cebe en
mis rarezas. Así que le lanzo el anzuelo.
— 1972. Como si fuera hoy mismo lo recuerdo, podría decirte lo que pasó aquellas Pascuas —
contesta sin apenas tregua. Está claro que Jorge disfruta en ese territorio mitad ciénaga,
mitad paraíso —. Fueron las Pascuas de Merche y Vicky ¡ Qué buenas estaban, dios!
Y como alguno pone cara de haber olvidado, saca toda la artillería.
73
— Miguel seguro que sí recuerda a Merche y a Vicky; sobre todo, a Merche. ¿Verdad, Miguel? — y
me mira como si adivinara que en ese mismo momento yo puedo evocar misteriosamente
aquella mirada tan conmovedora que me turbó la sangre de los quince años.
— He de confesarlo: has conseguido remover recuerdos casi olvidados — digo teatralmente —
Pero, sí, claro que me acuerdo de Merche. No sé si podría reconocerla si mañana nos cruzáramos en la
calle; pero su imagen de aquellos días es nítida en estos momentos. ¿Cuánto hace de aquello? ¿Cuarenta
años? ¡Han ocurrido tantas cosas desde entonces! Y casi todas tan impensables en aquellas pascuas en las
que nos magreábamos — ¿os acordáis? — ¡mientras sonaba Pedro Ruy Blas!
— ¡A los que hirió el amor: B4! — Jorge está exultante. O casi borracho.
Sigue lloviendo. Paco ha propuesto quedarnos a comer en aquel bar en el que tantas
veces lo habíamos hecho.
— El día está perdido — ha dicho con ese tono entre cómico y solemne que lo hace
reconocible a pesar del deterioro físico.
Ha habido algunos intentos de excusarse, de buscar pretextos; pero no ha dado opción.
Lo ha convertido en una cuestión de honor y nadie se ha atrevido a desdecirle o,
simplemente, todos teníamos ganas de pasar unas horas juntos, porque nos daba miedo
quedarnos a solas frente a frente con la muerte del amigo.
Oculto un detalle en la conversación. No quiero airear una confusa emoción que
todavía no acabo de digerir. Cuando vine a ver a Rafael —¡apenas hace un mes¡—, le pidió
a Pilar que nos dejara a solas, después de hacerle traer una caja metálica decorada con
paisajes orientales. Una vez que estuvo seguro de que no nos oía, la abrió y extrajo un
sobre amarillento con un sello morado de los de Franco. De dos pesetas. Era una carta de
Merche que había guardado estos cuarenta años. Era una carta de amor para mí. De un
amor tozudo e imposible, de un amor que solo puede sentirse a los trece o a los quince
años. Rafael me pidió perdón por no habérmela entregado hasta entonces.
— No quiero morirme con esta losa sobre mi conciencia— dijo entre mis protestas.
No sé qué habría sido de mi vida si me la hubiera dado a tiempo. Tampoco eso ahora
tiene demasiada importancia. Pero cuando la leí, no pude dejar de evocar aquellos meses en
que me enamoré perdidamente de aquella muchacha. Y hoy, es Jorge quien la ha vuelto a
invocar. ¿Existe el azar? No sé. Lo cierto es que llevo un mes en el que mi memoria
diccionario de la resistencia
— ¿ Cómo puedes decirme que no te acuerdas de Merche y de Vicky? — le reprocha a Víctor .
Y entonces ella cobra carta de naturaleza en alguna región devastada de mi memoria.
Pascua. Alegría de vivir. Y junto al de ella llega hasta mí el recuerdo emocionado de mis
padres, ya muertos. Los veo en el obrador de la panadería, bregando la tarde del Jueves
Santo con las delicadas masas de los panquemados y las ensaimadas, mientras el aroma de
las tortas cristinas recién hechas se adueña del aire de la Plaza del Árbol. En los años
setenta, la Semana Santa todavía conservaba el rigor de una recordación seria de la muerte
de Cristo, crucificado en un madero como un vulgar delincuente judío. Adustos, graves,
herederos de un silencio antiguo, los denarios procesionaban con sus hachones de cera por
las calles abarrotadas de rostros igualmente adustos. Y en este punto exacto de la
evocación, aparece también la imagen poderosa de mi abuelo en su ataúd, vestido de
cofrade. Muerto dicen que es igual que su madre, Carmen la Rezadora. Es la cantilena que
escucho durante el velatorio.
La vida y la muerte extrañamente abrazadas en esta evocación emotiva, inesperada.
Vivir tan cerca de la muerte, convivir con ella cada día desde hace tantos años me ha hecho
mirar con otra mirada la vida. Solo pido que yo no acabe desmadejado. Que nadie tenga
que cambiarme los pañales y limpiarme el olor a orines y a mierda. No es justo. Ya he
pagado mis culpas teniendo que hacerlo con mi padre cinco años. No es justo, no. Pero mi
cabeza se está alejando de la conversación. He de esforzarme por apartar estos sombríos
barruntos. Y aferrarme al centro de gravedad. Merche y Vicky. Verano del 72.
diccionario de la resistencia
74
zigzaguea por aquellos días en los que ella estuvo en mi vida. Y no encuentro el
sentimiento que ponga nombre a esta desazón.
— ¡ Como en la guerra cruel perdieron el amor, juraron que jamás tendrán otra pasión! — Jorge
tararea con la evidencia de que el alcohol comienza su alquimia turbadora en el estómago.
Apenas me da tregua. Y dudo ya si es pura fanfarronería o es que recuerda todas las
canciones de aquella vieja máquina de discos.
El local sigue regentándolo la misma familia que lo hacía en nuestra adolescencia.
Cuando uno de los hijos — que ahora parece dirigir el negocio — nos ha reconocido, se ha
acercado, ha fingido alegrarse de vernos, o lo ha hecho de veras, ha compartido algunos
recuerdos de nuestras francachelas y nos ha acomodado en un comedor privado en el que
suelen reunirse alcaldes y constructores de la zona.
— Vosotros, no sois menos que ellos —ha dicho con retintín, antes de llamar al camarero
para que nos tomara nota.
Y, por un momento, hemos cerrado los ojos y nos hemos dejado conducir a la gloria.
Nosotros, que entonces fuimos o creímos ser unos jóvenes tan bárbaros, hemos cedido a la
seducción de sentirnos importantes. De hecho, alguno de nosotros ha disfrutado durante
algún tiempo de prebendas y de sobres ciegos y de pequeños sobornos, si es que hay
sobornos pequeños.
Todo ha sido excesivo. La bebida. La comida. Pero, sobre todo, la bebida. Ha estado
lloviendo durante toda la tarde. Y la lluvia invita a beber, a que la lengua se líe y se deslíe, se
afile, se enrosque, se ensucie de veneno y envenene, a que afloren las bestias que nos
habitan, a que la mala leche se cuaje y acabe por agriarlo todo.
Ha sido Ángel quien ha prendido la mecha. Tiene una pequeña tienda de informática.
Sobrevive a la crisis gracias a la crisis. Hay muchas empresas efímeras que duran apenas
meses o semanas; pero todas arrancan dejándose parte del dinero que no tienen en
ordenadores, impresoras y cartuchos de tinta; de manera que, sin apuros económicos
graves, Ángel mantiene intacta esa gracia natural que le dio el Señor para despertar a los
lestrigones y cíclopes que nuestras almas suelen ocultar higiénicamente. Ha nombrado a la
Bestia.
— Vicente, os lo están poniendo muy crudo estos chicos de Podemos.
Vicente llegó a tener un cargo de cierta responsabilidad en el Partido Socialista. Pero
fue acuchillado en un ajuste de cuentas entre familias y lleva varios años desnortado,
hablando de los tiempos heroicos cuando toma dos copas de más. Y suele tomarlas con
cierta frecuencia.
— ¿ Crudos, dices? ¡ Qué va! Estos se deshinchan antes de llegar a mayo. Además, estos están
financiados por la FAES. ¿No te has dado cuenta que desde que está podemos las calles se han vaciado?
La perplejidad nos ha dejado mudos. Él se ha venido arriba.
— Esto es un operación de ingeniería política de…¿ cómo se llama?, Pedro Arriola, el marido de la
Villalobos.
— ¡Venga ya! A vosotros lo que os pasa es que os ha entrado un cólico miserere y estáis inventando
teorías conspiratorias para poder dormir sin barbitúricos— Ángel ha encontrado vena y no está
dispuesto a desperdiciar la ocasión
— Pero, ¿ qué propuestas hacen para salir del atolladero? ¿ Quieres que te lo diga? ¡ Ninguna! ¿ Y
sabes por qué? Porque no tienen ninguna. Pura palabrería.
— Más o menos como la vuestra en los setenta — la picadura de mil alacranes no es capaz de
reunir tanto veneno como esas palabras.
— ¡ Vete a la mierda! — Vicente está herido. Sale a fumar a la terraza, bajo los toldos.
Sabemos que todo forma parte de una puesta en escena muy teatral que se repite cada
vez que nos juntamos. Incluso, a veces, nos divierte; pero hay algo en el aire que anuncia
una tormenta inesperada. Bastará una palabra inoportuna para provocarla.
diccionario de la resistencia
75
— Seguro que Miguel sabe mucho de lo que se cuece en Podemos. Él siempre ha estado muy próximo
a las fronteras del sistema.
Y Bruno la ha provocado. Bruno me ha provocado. Sí, aquel Bruno que leyó antes que
nadie a Marcuse y a Foucault, que nos ofrecía hierbas y licores sofisticados y que luego dio
un sonado braguetazo con la hija de un afamado falangista y acabó olvidándose de Marcuse
y de Foucault. O peor, comenzó a citarlos solemnemente en esas cenas que nos
convocaban anualmente para comprobar el lento deterioro de nuestras vidas. Bruno se ha
atrevido a poner el dedo en alguna herida de las que cauterizan mal o, simplemente, nunca
se cierran. Y he estallado.
— ¿Sabes lo que nos pasa, Bruno ? Que como un día nos levantamos y nos miramos al espejo y
comprendimos que no habíamos sido capaces de cambiar el mundo, hemos comenzado poco a poco a cambiar
nuestra manera de hablar de él, para que la cabeza no se nos reviente en mil pedazos; pero, reconócelo: tu
máxima audacia fue la de descorchar una botella de champán barato cuando los de ETA hicieron volar
por los aires el Dodge de Carrero. Y me adelanto a decirlo, yo tampoco hice mucho más. No tuve huevos
para dejar a mi padre con su floreciente negocio y echarme al monte a hacer la revolución. Sí, es cierto, tenía
carné, como tú; pero no hicimos nada memorable. El general se nos murió de viejo, entubado, cuando le
salió de los cojones al equipo médico habitual. Así que no podemos ponernos medallas. Reconócelo, Bruno.
Nosotros hemos llegado tarde a casi todo. Lo digo sin amargura. Cada uno vive el tiempo que le toca vivir.
Conviene que no lo olvidemos para poder envejecer con dignidad…
Y apuro de un trago el orujo que queda en la copa.
Hay un silencio incómodo cuando acabo de hablar. Y me doy cuenta de que estoy
borracho, de que todos estamos borrachos y de que ha sido una torpeza esta comida sin las
mujeres. Siempre que en nuestras vidas hemos decidido hacer cosas sin ellas hemos
acabado borrachos o embroncados estúpidamente.
— Pues a mí, si quieres que os sea franco, Julia Ann me sigue poniendo potroso — de nuevo,
Paco ha quitado hierro, nos ha hecho reír un instante por encima del rictus agrio; pero la
herida abierta tiene mala encarnadura. Reconozco que no ha sido elegante por mi parte esta
soflama; pero Bruno me desquicia, no soporto a ese fantoche que en algún momento de mi
vida fue mi amigo y que hoy apenas reconozco. Un obeso fofo y satisfecho que gana
dinero a espuertas explotando a inmigrantes, que se codea con la flor y nata de esta maldita
ciudad episcopal y que los fines de semana se destroza el tabique nasal mientras evoca
batallas en las que nunca combatió — ¿Y si dejáis de poneros solemnes y os dedicáis a pasar un rato
con un poco de sosiego? ¡ Que a vosotros siempre os han gustado mucho las palabras mayúsculas, joder! Por
favor, ¿ nos puedes traer otra ronda ? — Paco ha buscado con la vista a uno de los camareros
que, al fondo del salón, seguían, divertidos y desorientados, aquella bronca inesperada.
Bruno ha aprovechado una visita al lavabo para abandonar el restaurante sin
despedirse. Está herido. Lo sé. Yo también lo estoy. Él me ha buscado. Yo no debí
mostrarme tan desabrido, tal vez; pero vino a buscarme. Y me encontró. Sí, ya sé, lo mismo
ha sido un acto rabioso, desmedido. Incluso reconozco que ha habido mucha envidia
emponzoñada en mis palabras. Envidia de que mi vida no haya pasado de ser mediocre,
gris, sin otros triunfos que los que nada valen en estos tiempos, mientras él ha sido
reconocido —previo soborno— como empresario del año. Envidia de no haber
encontrado mi camino después de tantos años mientras él sabe decir en cada momento de
su vida dónde está y hacia adónde se dirigirá dentro de una hora, pasado mañana o el mes
que viene. Envidia de no haber encontrado el artificio, la prestidigitación capaz de calmar
mi cabeza y de hacerme encontrar el sosiego, mientras él vive en guerra con los hombres a
los que maltrata cada día, pero en una dulce paz con sus entrañas. Envidia de que acabara
casándose con Carmen, la novia a la que tanto quise y a la que no debí permitir que saliera
de mi vida. Envidia. Maldita envidia.
Cuando nos hemos dado cuenta de su ausencia, hemos sido piadosos y discretamente
hemos hablado de otros temas más mundanos. Películas, viajes, aficiones recobradas o
diccionario de la resistencia
descubiertas. Ebanistería. Cocina de vanguardia. Agricultura terapéutica. Injertos, poda,
abonado, variedades resistentes. Muchos han vuelto a sus orígenes. Otros seguimos
erráticos. Somos chicos de pueblo que un día salimos al mundo, capaces, con ganas, si no
de cambiarlo, sí al menos de meterle un buen meneo. Y ahora, cuando ya estamos
ajustando cuentas con nuestras vidas y hemos visto que nuestra empresa era de mucha
envergadura – demasiada –, hemos buscado en los rincones de nuestros adentros esas
hebras elementales que nos explican. Y estamos de regreso. A la tierra anegada, al campo
abierto, a las noches a la intemperie contando las estrellas o descubriendo los temblores de
la anatomía emocionada. Hemos vuelto a enterrar a nuestros muertos.
A boca de noche ha dejado de llover y la conversación se ha ido atemperando. Ha
recobrado la justa calentura de las palabras ebrias y se ha enroscado en empresas más
íntimas. Los pequeños achaques que comienzan a lastrar los mecanismos de la maquinaria.
Colesterol. Diabetes. Arritmias. Bronquitis crónica — ¡Dios, cuánto hemos fumado! —.
Hiperplasia de próstata. Insomnio. Barrunto de la vejez. Pero también y, sobre todo, los
hijos. El mundo traidor que les aguarda. La falta de sueños.
Yo me he ido abandonando al fluir de las palabras. No tuvimos hijos. Ahora lo
agradezco. Entonces fue un desgarro, una más de las heridas que se abrió en mi
matrimonio. Isabel acabó dejándome, harta de una casa silenciosa que se le caía encima
esperando año tras año quedarse embarazada.
Estoy cansado. de pronto, me siento extraño en esta reunión de viejos amigos. Solo.
Me despido apresuradamente sin que les dé tiempo a que sus protestas me hagan cambiar
de opinión. Una lluvia menuda me recibe mientras me alejo del restaurante. Miro hacia la
terraza donde está la máquina de discos. T5. Alone Again (Naturally). Sonrío. Gilbert
O’Sullivan me acompaña mientras abandono el parque al que no volveré hasta que regrese
para enterrar al próximo amigo.
76
y acer
77
Todavía enredado en las últimas hebras de un sueño pastoso y dulzón, entro en la
cocina. Enciendo la cafetera. Todavía quedan unos minutos para que amanezca. Sopla
poniente. No hace frío a estas horas, a pesar de estar en enero. Miro por la ventana. El
pueblo despierta sin prisa. Y de pronto, la veo. Al principio, me sobresalto. Abotagado por
el vino que no debí beber, no acabo de entender lo que estoy viendo. Una figura
desmadejada se tambalea en la calle. Podría ser un borracho, pero no hay borrachos un
jueves a las seis y media de la mañana en un día de hacienda. Es una mujer. Una anciana
que reconozco, a pesar de la distancia. De pronto, trastabilla y cae de espaldas sobre el
asfalto, bajo la luz parpadeante de una farola. El corazón se me encoge y trepa a la
garganta. Por un momento dudo si es una imagen que forma parte del sueño del que no
consigo deshacerme o, realmente, una mujer acaba de caer al suelo y puede estar muerta.
Arranco a correr. Voy a trompicones hasta la habitación, me enfundo los pantalones
encima del pijama y salgo a la calle. Me falta el aire. Los pulsos van a estallarme. Cuando
llego, respiro aliviado. Vive. Me mira desde una región desconcertada de su memoria.
Consigo sentarla sobre la acera, apoyando su espalda sobre el poste metálico de la farola.
Le digo que aguarde un momento. Con las prisas he olvidado el teléfono. Llamo a la
panadería por error. Les digo que telefoneen ellos a la policía local. Vuelvo a auxiliarla. Y
entonces me doy cuenta de un detalle que me ha pasado inadvertido. Mientras le pregunto
por qué ha salido tan temprano a pasear, veo que tiene aferrado entre sus manos el
portarretratos con la fotografía de su hijo, muerto en un estúpido accidente mientras
jugaba, cuando apenas tenía siete años. Y recuerdo aquella tarde de hace más de cuarenta
años. El infrecuente aullar de las sirenas. los gritos de desgarro en la calle. La muerte
inesperada de un niño... A pesar de que se ha roto la muñeca en la caída, se niega a soltar
esa fotografía, cuando yo se lo pido para que me resulte más fácil poder incorporarla. Y ese
gesto me desbarata el alma. Aferrada a su recuerdo, ha preferido quebrarse el cuerpo que
cortar las frágiles amarras de su memoria. Sabe que el día que no recuerde a su hijo será el
último de su desgraciada vida. Stabat mater [dolorosa].
diccionario de la resistencia
Stabat mater [dolorosa]
Z
eiss Ikon
diccionario de la resistencia
78
Carlos Montero había pasado los últimos tres años de su vida recopilando miles de
fotografías en un intento de construir algo así como una gigantesca imagen caleidoscópica
de la memoria de la ciudad. Bodas, niños vestidos de comunión, fiestas, amigos, servicio
militar, actos oficiales, ceremonias religiosas. Incluso entierros. Y, sobre todo, muchas
fotografías escolares, de esas que se guardan en las cajas metálicas de galletas o en álbumes
primorosamente anotados. De vez en cuando, elegía una selecta colección y la exponía en
gran formato en la Casa de la Cultura. Eran muestras muy visitadas y aplaudidas, más por la
oportunidad que brindaban para reconocer algún rostro familiar atrapado en un fogonazo
del pasado que por su innegable calidad. Fue en la última de ellas, que Carlos Montero
tituló, tal vez un poco pretenciosamente, «Memoria emocionada», en la que conoció a la
señorita Orts.
La señorita Orts era hija de don Alejandro, secretario del Ayuntamiento desde
mediados de los años veinte hasta unos meses después de iniciarse la guerra. Era soltera y
vivía en una casa con huerto en las afueras de la ciudad; una casa que había heredado de
don Manuel Galdú, hermano de su madre, maestro de escuela y excelente fotógrafo.
Guardaba cajas y cajas con fotografías y negativos que su tío había ido archivando con una
meticulosidad casi enfermiza y que milagrosamente habían sobrevivido a los desmanes del
otoño de 1936.
Emocionada al reconocer en la exposición algunas fotografías de escolares que, sin
duda, habían sido realizadas con la Zeiss Ikon que conservaba en una vitrina del salón,
invitó a Carlos Montero a que un día se acercara a tomar café, para enseñarle el archivo de
su tío que, estaba segura, iba a interesarle.
Así que aquella tarde, unos minutos antes de las cinco, Carlos Montero llamó al timbre,
presa de un estado que no dudó en calificar de nerviosismo emocionado. Era muy dado
Carlos Montero a echar mano de la emoción para poner palabras a lo desconocido.
Le hizo pasar a una galería acristalada donde ocupaba las tardes leyendo o haciendo
costura y le ofreció café con unas deliciosas pastas de almendra. Hablaron mucho tiempo
de su tío, de su obsesión por el orden, de las cajas llenas de copias que, como los insectos
pinchados en alfileres de las colecciones de los entomólogos, componían un mosaico que
era la vida misma de la ciudad de entonces.
Las primeras series eran de mediados de los años veinte, cuando don Manuel tomó
posesión de la escuela de la calle San Bernardo, un local modesto pero limpio, encalado y
bien ventilado. Había algunas fotografías de sus primeros alumnos, posando junto a una
pizarrita apoyada en un caballete, en la que figuraba la fecha. «Escuela de la calle San Bernardo
nº 1. Lunes, 5 de julio de 1926»; pero, sobre todo, muchas fotografías de celebraciones:
romerías, comidas familiares, posados de amigos en una boda. Tenían una calidad
excepcional y podía advertirse siempre un cierto trabajo por componer una escena
armónica sin que resultara forzada.
Pero ninguna había conseguido pulsar esa cuerda del alma que dispara la emoción,
como la fotografía de aquel grupo de hombres y mujeres en una escalinata. La señorita Orts
había sacado aquella fotografía de una caja de cartón de vistosos colores, rotulada con una
etiqueta un poco confusa. «1930-1936. Escuela. Excursiones. Varios». La mayor parte de las
instantáneas volvía a ser de grupos con sus maestros y maestras en el centro o en el
extremo de la fila superior, rodeados de niños y niñas que posaban, a pesar de la pobreza
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en la que vivían, con una dignidad que sorprendía. Había otras de excursiones escolares: en
un peñasco junto a un riachuelo, frente a lo que parecían las ruinas de un antiguo
monasterio, recogiendo flores y plantas aromáticas. El alma de la escuela que reflejaba la
Gaceta de Madrid en las circulares de la Dirección General de Primera Enseñanza de
aquellos días alentaba en esas imágenes. Pero aquella foto tenía un ángel que la hacía
singular y única. Y por eso captó la atención de Carlos Montero desde el primer momento.
La fotografía se habría tomado probablemente en octubre de 1935. Aprovechando la
escalinata de la catedral, el grupo compuso una armoniosa coreografía dispuesta en
gradientes en la que resaltaba una figura, ocupando el centro de la primera fila. Tenía el
porte de un tribuno patricio, elegantemente trajeado, con corbata y pañuelo de seda blanco
en el bolsillo, las manos cruzadas sobre el vientre y el abrigo doblado, colgando del brazo.
Con el pie izquierdo ligeramente adelantado, miraba de frente a la cámara, pero no había
soberbia en su mirada; más bien, la certeza de su autoridad sobre aquel grupo de hombres y
mujeres que no disimulaban la alegría de encontrarse reunidos. Aunque en esas fechas
debía de haber ya barruntos de sables en algunos cuarteles, nada en sus rostros traslucía
desasosiego o turbación. Había sonrisas francas y otras contenidas; algunas, incluso, un
poco excesivas junto a rostros adustos, circunspectos; pero en ninguno de ellos había
presagios de los días de llamas que se avecinaban.
— ¿Quiénes son?— preguntó, aun sabiendo parte de la respuesta, solo para confirmar
sus sospechas.
La señorita Orts ignoraba las circunstancias en las que se había realizado, pero sabía
que se trataba de un grupo de maestros. Carlos Montero conocía a algunas de las personas
que aparecían, por otras fotografías con las que se había ido encontrando en estos últimos
años. Teresa Blay, Pedro Esteve, Santiago Juste, Josefina Espada, Clara Soriano: maestras y
maestros de los que empezó a tener referencias más concretas a partir del hallazgo fortuito
de un rimero de papeles que fue encarpetado en un legajo con una etiqueta equivocada:
Enseñanza Primaria 1936-1955; en la mayoría de los casos eran copias calcográficas e
incluso borradores a lápiz de documentos de los que ni siquiera tenía constancia que
llegaran a redactarse de manera definitiva. Hacía un par de años, estuvo durante algunos
meses organizando la información de sus expedientes de depuración, que había solicitado al
Archivo General de la Administración, tras el descubrimiento de esos papeles.
Su primera intuición fue que se trataba de una fotografía de familia del magisterio de la
ciudad, reunido en un acto solemne, a juzgar por su indumentaria, para un fin desconocido.
La presidencia de dicha reunión recaía sin duda en ese sugerente personaje que parecía
mirarlo, exigiéndole un gesto cuya naturaleza no podía precisar. Con casi toda seguridad,
era un inspector de enseñanza.
— ¿Podría llevármela y hacer un copia?
— Puede quedársela. Estoy segura de que cuidará bien de ella.
Era mucho más de lo que Carlos Montero podía esperar de aquella visita.
La señorita Orts introdujo cuidadosamente en un sobre la fotografía y lo acompañó
hasta la puerta, cogida de su brazo como si fuera un hijo que hubiera venido a visitarla por
sorpresa.
— Me ha hecho pasar una tarde deliciosa. No dude en volver.
— Lo haré, gracias por todo.
Se despidieron con dos besos afectuosos y una sonrisa sincera.
No sabía Carlos Montero que aquella fotografía iba a cambiar su vida.
 Imprimatur.
Este libro se acabó de imprimir en los talleres de Gráficas Samuel S.L. de Segorbe el día 5 de abril
del año 2016, festividad de san Vicente Ferrer, legatus a latere Christi, anunciador de la llegada del Anticristo,
célebre predicador que hacía su entrada triunfal en las ciudades, precedido por un séquito de flagelantes que
se azotaban las espaldas como purga de sus pecados.
También, hábil conspirador y político como dejó patente en el Compromiso de Caspe.
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Nihil obstat.
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De este libro se imprimieron 500 ejemplares
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