José Manuel LÓPEZ BLAY Nuevo diccionario de la resistencia ILUSTRACIONES DE: JOSE MANUEL LÓPEZ BLAY Nuevo diccionario de la resistencia © del texto : José Manuel López Blay © de las ilustraciones : Antonio Martín Ferrand, José Antonio Téllez de Cepeda, Pinos, Rochesteve, Cristina Perelló, Meluca, Mariki Rodríguez, Óscar Arnau, Pablo Ferrer Rabanaque,Kike Payá,... Depósito legal: Imprime: Gráficas Samuel, S.L. Segorbe Para ti A modo de prólogo. O no. Prólogo, propiamente dicho. Nuevo diccionario de la resistencia. Porque el Poder sigue hilvanando discursos, se hace necesario trenzar nuevos ingenios con los que podamos hacerle frente, resistir. Y como resulta utilísimo que los mismos se hallen ordenados por alfabético orden, hemos vuelto a considerar pertinente llamarle diccionario. También, compendio de las voces discordantes. a mor La reina Isabel I de Inglaterra en la película Shakespeare in Love (John Madden, 1998) La primera vez. La primera vez sus labios ardientes calmaron mis temblorosas manos, me condujo con ternura por las escaleras del cielo, desabrochó mi camisa mirándome con sus ojos de fuego y pobló mi pecho sofocado con besos delicados; acompañó mi mano hasta la curva austral de sus pechos y me invitó a acariciarlos, mientras su boca buscaba la mía, sedienta de sed y de auroras. Y cuando me hizo entrar en su región más inaudita, mi cuerpo se encumbró y rozó las estrellas. Y fue en aquella playa de silencio y caracolas donde rompí en una ola poderosa que apenas recordaba. Fue la vez primera, el principio de la sangre enamorada. Mi sangre conserva la huella de aquel milagro inmerecido; dejaré de vivir el día que lo olvide, madre. Pero no hay milagros de balde. Su vida se hizo trizas o ya estaba un poco consentida, quiero creer para no abrirme las venas, y la mía zozobró irremediablemente. Tal vez, hubiera sido conveniente la renuncia, la mortificación, la penitencia; pero hubo otras veces. No muchas, aunque todas poderosas. Cada vez que entraba en ella me sentía en un territorio acogedor, familiar; de alguna manera inexplicable, era como si nunca nos hubiéramos separado. diccionario de la resistencia «Pero los autores no nos enseñan nada sobre el amor. Lo presentan hermoso o cómico o lo presentan lascivo. No pueden hacerlo verdadero». 9 El corazón tiene razones, que la razón no comprende. Lo quiero porque sí, porque no sé hacer otra cosa. Si me quieres escribir... La amó sin adjetivos. Sesenta y tres años. Día a día. Con delicadeza. Sin argumentos. Y cuando ella faltó, después de una enfermedad demasiado larga e inútil, se sentó en el banco que ocupaban en la plaza por las tardes y esperó que viniera también a por él. Nadie pudo hacerle torcer la voluntad hasta que una madrugada lo encontramos frío y sin pulso, aferrado a una pequeña maleta en la que guardaba las cartas que ella le había escrito cuando estuvo en el frente de Teruel. Última carta de amor de Rafael Sebastián a Paola Rocalli 10 Altura, 5 de diciembre de 1937 Paola: No voy a regresar. Este país se está desangrando. Y yo tengo miedo. Lo maldigo, pero tengo miedo. Aquí todo el mundo habla con la pistola en el cinto o guarda silencio. Y yo no tengo pistola en el cinto. Tengo miedo. Y para que no me ahogue, de vez en cuando, pienso en aquella mañana en la que nos conocimos, junto a la farmacia de Santa María della Scala. Y te veo llegar, con tus ojos oceánicos y tu sonrisa bulliciosa. Y eso hace que me olvide por momentos de mi vida, que se ha convertido en un infierno. Que me olvide un poco de mi miedo. A veces, creo que lo más terrible de esta guerra está por llegar; que, cuando se acalle el ruido ensordecedor de las bombas y de las balas, vendrá una larga noche que helará las almas y nos robará el sueño para siempre. Pero mientras llega ese momento, quiero rescatar el recuerdo de aquellos días de finales de abril de 1937, que pasamos bajo las sábanas de nuestro apartamento del Trastevere, devastando nuestros cuerpos, mientras la Legión Cóndor bombardeaba Gernika. ¡En qué mala hora volví a España! ¡Pero, qué podía hacer! Tú misma me lo dijiste: «Anda, ve, entierra a tus muertos y vuelve. Pero júrame que volverás». Y te lo juré. Y los enterré como Dios manda. Pero ahora no puedo regresar. Vienen en mitad de la noche, sólo por meterme el miedo en el cuerpo. Me amenazan. Les gusta ver cómo me desmadejo cuando me ponen la pistola en los pulsos. Y cuando se cansan de verme tiritando de frío —porque el miedo da frío— se van entre risas y blasfemias. Pero presiento que una noche vendrán para subirme a una camioneta renqueante y pegarme tres tiros en el camino de las moreras, junto a la tapia del cementerio. Por eso te escribo esta carta. La última. Ridícula, dicen, como todas las cartas de amor. No quisiera que vinieran antes de haber sido capaz de reunir unas cuantas palabras para escapar del olvido, para evocar aquellas tardes en que fuimos felices por unas horas. La causa general de una guerra no suele contabilizar como víctimas a los amantes separados. No hay escrutinio de este tipo de derrotas. Por eso he de ser capaz de poner palabras al dolor de no tenerte, al dolor de saber que te he perdido para siempre. Déjame recordarte como eras aquel domingo, en una pequeña plaza al otro lado del Tíber. Moviéndote entre las mesas bulliciosas, con tu sonrisa llena de pájaros y otros vuelos. Yo venía de un largo viaje de diccionario de la resistencia Hicieron el amor por vez primera en el piso que Rafael había alquilado en Vía di san Cosimato, junto a la Piazza de santa María in Trastevere. Lo hicieron muchas otras veces durante aquella cálida primavera de 1937. Los ángeles se habían ido de la vida de Rafael. Y, por primera vez en muchos años; tal vez, por primera vez desde que tenía memoria, fue feliz. Ella le susurraba dulces palabras que él aprendía casi con devoción de párvulo. Él se desvivía por verla sonreír. A finales de abril de 1937, mientras la Legión Cóndor devastaba Gernika y ellos devastaban igualmente sus cuerpos en combates menos sangrientos, llegó la carta. Doña Mercedes estaba enferma. Muy enferma. Rafael debía regresar a España para verla morir en paz. Y enterrarla. —— Entierra a tus muertos y vuelve. —— Volveré. —— Júramelo. —— Volveré. Te lo juro. Luego la vida se hizo muy difícil para todos. Rafael encontró dificultades para volver a Roma de una manera inmediata. Incluso, en algún momento, supo que no iba a volver. Se lo hizo saber a Paola en una hermosa carta que nunca recibió y que encontré años más tarde en una de las libretas que apareció en el fondo del baúl mundo que había en la alcoba principal de la casa que compraron mis padres, tras su muerte. Tuyo. Rafael diccionario de la resistencia silencios y quimeras, atorado, sin palabras, confuso. Y en tu mirada encontré certidumbres o las perdí para siempre. Qué más da ya eso ahora. Poco a poco, mi cabeza, llena de ángeles y de olor a incienso, fue llenándose de tu voz. Me gustaba escucharte. Hablabas atropelladamente, robándome las palabras de la boca, contándome los platos suculentos que te preparaba tu abuela en Siracusa, los bailes tan alegres de las tardes de fiesta. Y del mar. Te gustaba tanto hablarme de tu mar. Y, cuando agotada, te dejabas caer de espaldas en la cama y suspirabas con fuerza, me gustaba ponerme encima de ti y mirarte. Y comerte con los ojos. Y beber de tu mirada de agua fresca. Ibas a ser mi mujer. ¿Recuerdas cómo me lo dijiste? En el silencio sagrado que sigue a la locura de los cuerpos, me lo dijiste con lágrimas en los ojos. «Quiero ser tu mujer». ¡Oh, Dios, qué gozo en mi alma! Pero estos generales zarrapastrosos, que quieren salvar el mundo y no saben ni cambiarse de calzoncillos, lo han echado todo a perder. Han llenado las cunetas de muertos, de viudas, de huérfanos como yo. Han roto miradas, besos, abrazos; han quemado poemas, discursos, manifiestos del alma; han segado la luz, el trigo, la paz. Pero, sobre todo, nos han condenado a días de plomo, sin esperanza. No nos volveremos a ver. No tiene sentido que sigas esperándome en ese piso de Vía di san Cosimato, donde fuimos tan felices en la primavera. El destino se ha ensañado con nosotros. ¡Malditas guerras, malditos los que las empiezan y luego no saben cómo acabarlas! Sal a la calle. Estás llena de vida. Sé que encontrarás el amor que esta maldita guerra no me ha dejado darte. Y desde donde esté, sonreiré cuando mis ojos se crucen con tus ojos oceánicos. Crónica del Paraíso. El hacedor de palabras. «¿Qué será de nosotros cuando se te acaben las palabras?». Se lo dijo una noche bronca, en que se alzaron la voz, lloraron, se abrasaron más tarde con la mirada, antes de quedar desmadejados bajo las sábanas. Desde entonces, al amanecer, calentaba su infusión, arrastraba los pies hasta la naya acristalada y le escribía su nota diaria. Breve. Emotiva. Pluscuamperfecta. Como una pequeña hogaza. La releía mil veces, quitaba una coma, ponía un acento, limaba una palabra con una ligera arista, pulía un adjetivo desgastado. Luego se acercaba hasta la alcoba, la dejaba sobre el mármol de la mesita y le daba un beso en los labios. Desde alguna región de su sueño tranquilo, ella sonreía sin abrir todavía los ojos. Él tenía 85 años. «Polvo serán, más polvo enamorado». Al despertar y leerla, ella supo que aquélla había sido su última nota. 11 Al despertar no encontraba su alma. Pasó todo el día buscándola. Desnortado, a veces. Melancólico. Sintiendo un hueco grande en el centro del almario. Hasta que recordó que había pasado con ella unas horas en el paraíso. Su alma se había quedado allí. Fue entonces cuando dejó de buscarla. Su alma regresó con una dulce sonrisa en sus labios. biblícos [relatos] 12 «Todo lo puedo en Aquel que me reconforta». Cuando me oyó decir aquellas palabras del capítulo 4:13 de la Epístola a los Filipenses, me miró desencajada y me preguntó dónde las había escuchado. Reconozco que estaba un poco borracho, pero no me turbé. La respuesta acudió con facilidad. «A Román Reyes, en Burgos». A Reyes lo había conocido en el XV Congreso de Filósofos Jóvenes, que se celebró en Burgos en marzo de 1978, para reflexionar sobre Filosofía y Poder. Yo era estudiante del último curso y había acudido con tres amigos de Castellón, animados por Paco Marco, nuestro maestro en tantas empresas. Por los bares y tabernas nos cruzamos y discutimos con Fernando Savater, Javier Sádaba, Xavier Rubert de Ventós, Gustavo Bueno y sus acólitos de Oviedo. Fuimos insolentes y, puede decirse, que provisionalmente felices. Yo no recordaba que me impresionara el discurso del filósofo canario, pero se me grabó a fuego la respuesta que le dio a un asistente dispuesto a sorprendernos con una de esas preguntas pretenciosas. «En la Edad Media, cuando el aire estaba impregnado del olor al Cuerpo Místico de Cristo, rodeados de reliquias, visionarios, inquisidores, espirituales y penitentes; en esa atmósfera espesa y asfixiante, ¿dónde radicaba el Poder?». El silencio en la sala duró lo que un siglo. Fue eterno. De pronto, Román Reyes, se levantó de la cátedra desde la que había impartido doctrina, abrió los brazos como un oficiante y exclamó solemne: «El Poder está en quien me reconforta, San Pablo a los Corintios, versículo 24». Una carcajada colectiva quebró la incomodidad de aquel silencio académico. Nadie reparó en la incorrección de la cita. Tampoco era lo sustantivo. El insolente preguntador se sentó avergonzado. Desde entonces, yo solía utilizar la cita como un comodín para salir de situaciones comprometidas o, simplemente, cuando no sabía exactamente qué decir, uso que—supe aquella noche— era también el que hacía Román Reyes de las palabras de San Pablo. La mujer que me había hecho la pregunta acababa de romper una relación tortuosa con el extravagante pensador canario, que había durado varios años. Un mañana, a mediados de mayo de 1983, inesperadamente, vino a verla a la pequeña ciudad en la que daba clases y me lo presentó. Me regaló dos libros que conservo como dos pequeños secretos en el corazón de mi biblioteca. La oración de un escéptico, editado por Luis diccionario de la resistencia Lo había leído en el capítulo 14 del Éxodo: «14:21. Y extendió Moisés su mano sobre el mar, e hizo Jehová que el mar se retirase por recio viento oriental toda aquella noche; y volvió el mar en seco, y las aguas quedaron divididas. 14:22 Entonces los hijos de Israel entraron por en medio del mar, en seco, teniendo las aguas como muro a su derecha y a su izquierda». Pensé que se trataba de una exageración, de una licencia poética para iletrados. Pero en la habitación 508 del Hotel Sheraton de Albuquerque ocurrieron hechos prodigiosos que relegaron el episodio del Mar Rojo a una anécdota inocente. No sólo se separaron las aguas, también las carnes y las sangres. Hasta las almas se abrieron de par en par. Y corrió la luz y la lujuria y la alegría renacida de sentirse vivo. Pero esto no se recoge en los libros sagrados. No son textos conocidos por los siete sabios del sanedrín. Los hechos ocurridos en la habitación 508 del Hotel Sheraton de Albuquerque pertenecen al secreto del almario. Pocas son las almas que han tenido acceso a esa revelación. María Rodríguez Editor en 1977 y Al principio era la palabra, ejemplar nº 289 de una tirada de 500, editado en 1979 por ediciones Nuevo Sendero. Cada día me reafirmo más en el mensaje evangélico. «Todo lo puedo en quien me reconforta». Siempre me conmueve el arranque de este salmo de David: No me preguntéis por qué, pero imagino que después de estas palabras sucede una catástrofe, una matanza, un desvarío de los sentidos. El Señor es mi pastor, nada me falta. ¡ Qué otra proclama más solemne puede reconfortar al fanático en el instante anterior a la masacre! Imagino a tantos intransigentes a lo largo de la Historia que han entregado al fuego purificador a miles de inocentes sin fisuras en su conciencia. Me guía por cañadas seguras. ¡La muerte en el nombre de Dios, de cualquier dios, que se perpetúa a través de los siglos! En verdes praderas me hace descansar. Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas. El dios vengador que promete el paraíso a sus sicarios. ¡Qué largo camino de dolor innecesario, qué blasfemia contra el dios invocado en cada muerte! «También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor». ( Juan 10:16). Ha sido ese versículo el elegido por Vicente Ferrer para armar su alocución en la iglesia de Caspe, en la que anunciará a la cristiandad que la Corona de Aragón pasa a manos castellanas. 13 Génesis, 1:26-27. Dios se aburre. Acaba de poner nombres sonoros a los animales innominados que habitan la tierra, a las aves y pájaros de todos los colores y envergaduras que surcan los límpidos cielos, a los reptiles y alimañas de los desiertos y a los peces y a todas las criaturas marinas que navegan los océanos; pero Dios se aburre. Está ocioso. Hay un silencio fundacional en la creación. Ni el canto de la calandria ni el aullido de los lobos en las estepas sacan a Dios de ese estado de melancolía que acompaña a todo acto creador. Anaconda, basilisco, camaleón, delfín, elefante, faisán, gacela, halcón peregrino, iguana, jilguero, koala, lamprea, murciélago, nécora, ñandú, ocelote, paloma, quebrantahuesos, rata, serpiente, tucán, urogallo, víbora, w (el dios que ha puesto nombre a todos los animales se ha olvidado de bautizar animales con la w), xolo, yak, zebra. Todo tiene un nombre y un lugar, pero Dios se aburre. Y toma una decisión que le causará grandes quebrantos. «Haré al ser humano —se dice— a mi imagen, conforme a mi semejanza lo haré; y que se enseñoree de los peces de la mar océana, de las aves de los cielos, de las bestias y alimañas que habitan los bosques, de todos los anfibios y reptiles que se arrastran por la tierra. Y así es como Dios crea al ser humano a su imagen, a imagen suya lo crea; macho y hembra lo crea». «En mala hora», se ha reprochado muchas veces desde aquel aciago día. Es cierto que ha habido jornadas luminosas en las que se ha sentido ufano de sus creaturas; pero con excesiva y preocupante frecuencia se ha invocado su nombre para cometer las más aborrecibles tropelías, los crímenes más atroces, las infamias más execrables. Dios llora, mientras un joven americano de cabellos ensortijados canta una canción llena de preguntas incómodas. diccionario de la resistencia El Señor es mi pastor; nada me falta. En verdes praderas me hace descansar, Me conduce a fuentes tranquilas, allí reparo mis fuerzas. Me guía por cañadas seguras haciendo honor a su nombre. ( Salmos, 23: 1-3) c rimen Breve antología de crímenes ejemplares No soporto a los intransigentes. Por eso lo maté. diccionario de la resistencia . Se lo había advertido muchas veces. No estaba dispuesta a soportarle por más tiempo sus estúpidas preguntas sobre el contenido de mi cesta o acerca de mi lugar de destino. Así que aquella mañana, cuando repitió el ritual de aparecer de entre la maleza, me juré que sería la última vez que iba a tener que aguantar aquel patético espectáculo. Metí la mano en la cesta, aparté con suavidad la tarta de frambuesas que mi madre preparaba por mantener la tradición, empuñé el Colt 45 y le descerrajé dos tiros a bocajarro. ¡Lástima que la sangre me manchara mi preciosa caperuza blanca...! Si es por eso, a mí no me importa que me llamen Caperucita Roja. Los agarrotaba porque era mi obligación como funcionario. No vaya usted a creer que a mí me hacía mucha gracia ver cómo blasfemaban y se meaban encima antes de romperles las vértebras. Pero de algo tenía que vivir. ¿Que yo tenía que compartir el premio exæquo con aquel boceras? Pues no sabían los del jurado con quien se la jugaban. Espatarrado se quedó. Y sin premio. 14 Soy funcionario, ¿ sabe usted? Así que tuve que hacerlo. No me quedó más remedio. La primera vez no quise creerlo. Parecía una patraña. Pero que saliera en la portada del Financiero el mes siguiente, me puso sobre aviso. El IPC había vuelto a subir debido al mal comportamiento del pollo y la patata. Yo, patatas, no tenía; pero pollo, sí. Aunque había sido un regalo de mamá, no estaba dispuesto a que mis compañeros me acusaran de ser responsable de lo magro de sus sueldos. Lo sentí muchísimo. Pero se lo he de decir: el arroz nos salió buenísimo. Le gustaban las frases hechas. Era insufrible. Me partes el corazón, murmuraba cuando yo le decía que me dolía amarlo tanto; se me hiela la sangre, era todo lo que se le ocurría cuando yo le suplicaba que no me volviera a engañar porque era capaz de cualquier cosa; se me abren las carnes... fue lo que dijo cuando lo rematé con la destral. Acertó esa vez al tomárselo al pie de la letra. No le quedaron más ganas de jugar con las palabras. Tuve que rematarlo con el tiro de gracia. A él no pareció hacerle mucha. Siempre hay gente sin sentido del humor. No encontramos a su hermano. Ese curita que gastaba el púlpito para echar pestes sobre nuestra revolución. Así que el paseo se lo dimos a él. No íbamos a hacer el viaje barata canciones. Los fusilamos por si acaso. 15 Al sargento Medina le gustaba asustar a los guripas, cuando hacían guardia en la tercera garita del monte Hacho. La que la leyenda castrense había bautizado como la garita de la muerte. — ¡ Alto!¿ Quién va? Y él, mudo como un muerto y quebrando las ramas con sus botas, para hacer flaquear los ánimos. — ¡ Alto!¿ Quién va? Y un silencio espeso, y la trémula mano, intentando torpemente descerrajar el fusil. — ¡ Alto!¿ Quién va? Y primero una lágrima y luego otra y muchas otras más y, al fin, un llanto desconsolado, impotente. El desconsuelo del miedo, la impotencia de la muerte próxima. — ¡Te vas a pudrir en chirona, chinche de mierda! ¿Dónde tienes los cojones? ¡No os he dicho que el enemigo siempre acecha, que hay que estar siempre alerta... ! ¿Tú eres un soldado español o un maricón de mierda? Al sargento Medina le gustaban mucho estas arengas a los guripas, cuando hacían guardia en la tercera garita del monte Hacho. — ¡ Alto!¿ Quién va? No le di tiempo a hacerme la estúpida pregunta otra vez más. diccionario de la resistencia Lo maté a tres páginas del final. Se empeñó en torcerme la historia. Y eso yo no se lo podía consentir.¡ Ni a él! ¡ Ni a nadie! — Antes has de pasar por encima de mi cadáver. Y claro que pasé. Y cien más que se me hubieran puesto por delante. Pero no piense que yo soy violento. El pronto un poco jodido, no más. — Que se me paren los pulsos si te dejo de querer. Y claro que se le pararon. Los pulsos y los impulsos. A él y a ella. No iba a poner encima yo la cama. Que había sido de mi abuela. Que se hubieran buscado otro lecho para fornicar. Lo único que me dolió fueron las sábanas de lino, ¿ sabe usted?, que se me mancharon de sangre . Y no las he podido recuperar. Los maté porque no me dieron el premio. Ellos sí que lo tuvieron. Así aprenderán a leer. 16 diccionario de la resistencia Acabar, entregar el alma a Dios, apagarse, doblar o torcer la cabeza, caerse redondo, quedar en el campo de batalla, acabarse la candela, caer como chinches, desplomarse, diñarla, llamar Dios a juicio o a su seno, dar –o mejor- dejarse la vida, emparamarse, espicharla, exhalar el espíritu, quedarse en la estacada, expirar, extinguirse, fallecer, faltar, fenecer, finar, irse de este mundo, cerrar los ojos, quedarse como un pajarito, palmarla, estirar la pata, pagar con el pellejo, perecer, liar el petate, hincar el pico, dejarse la piel, reventar, dar la sangre por alguien o por algo, bajar al sepulcro o estar con un pie en él, quedarse en el sitio, sucumbir, exhalar el último suspiro, terminarse, transir, pasar a mejor vida; aún más, perderla en dulcísimo combate; dormir en el Señor, o estar con Él, gozar de su Presencia. Estar criando malvas, descansar en paz; pero, también, agonizar, boquear, candirse, estar en capilla, tener las horas contadas, luchar a brazo partido con la muerte, vidriársele a uno los ojos, estar a las puertas de la muerte, estar en las últimas, hallarse entre la vida y la muerte, dar las boqueadas, encomendar el alma, suplicar los auxilios o el viático. Morirse, en fin. Hacerlo en gracia de Dios o a mano airada, de hambre o en olor de santidad, en paz con los hombres y en guerra con tus entrañas. O que te maten, te envenenen o te destripen. Te afrijolen -o más claro- te baleen. Te ahoguen o te den la puntilla. Te ajusticien, te ejecuten públicamente, pasándote por las armas, cortándote el cuello o la cabeza; o, si prefieres, te desnuquen en el tablado, dándote garrote. Crucificar, apedrear, electrocutar, empalar, ahorcar, guillotinar, linchar, gasear o inyectar en vena la muerte lenta son algunas de las muertes posibles en los catálogos de los verdugos. O elegir tú la muerte con la que seguir escribiendo la historia universal de la infamia. Destozolar, quitar de en medio, sacar los tuétanos o los ojos, también las tripas; envenenar, saltar la tapa de los sesos, atocinar, pasar a cuchillo, dejar seco, rematar, descuartizar, retorcer el pescuezo, despachar, pegar dos tiros, despedazar, escabechar, lavar con sangre, despeñar, destripar, estrangular, despenar [...] — Es peligroso jugar con los diccionarios— declaró a la policía cuando lo detuvieron. Los cadáveres los encontraron en un arcón frigorífico. d ivertimentos Brevísimo tratado de la herejía. Nicolau Eimeric (Aymerich o Eymerich), Inquisidor General de la Corona de Aragón, era un tipo simpático. Escribió el Directorium Inquisitorum, un vademécum para los jóvenes aprendices de inquisidor (oficio nada desdeñable en tiempos de crisis). No transcribiré todo su contenido —cuya lectura recomiendo fervientemente a fieles y gentiles—, pero no me resisto a escribir la frase concisa con que abrió su magna obra: «Todo lo que se haga por convertir a los herejes es gracia». Que fuera gracioso ya es otra cosa. diccionario de la resistencia Galería de notables Manual del Inquisidor «¿Cómo saber si una bruja ha ejecutado maleficio sobre varón? Sencillísimo, él pierde potencia y ella se muestra deslenguada y arrogante. Enseñadle los hierros y veréis cuán presto confiesa su pecado. Así podréis entregar la oveja descarriada al fuego purificador». Nicolau Eymerich. Inquisidor general de la Corona de Aragón. Malleus Maleficarum (Martillo de Brujas) Heinrich Kramer y Jacob Sprenger. Inquisidores de las provincias del norte de Germania. Doctrina «Es hereje quien elige una doctrina falsa y rechaza la verdadera; quien se adhiere con tenacidad y firmeza a dicha doctrina y quien voluntariamente se cercena para siempre de la comunidad de los vivos». Así habló Torquemada, que aprendió de Nicolau Eymerich el oficio para mayor gloria de Dios y pavor de los tibios de espíritu. Nicolau Eymerich fue número uno en la oposición a inquisidores de la Corona de Aragón y eso se notaba en la elegancia con la que torturaba a los malditos infieles. 17 « Más amarga que la hiel es el alma de la bruja. Mostradle el fuego candente y veréis cómo escupe veneno por su boca. No en vano fue la serpiente quien tentó a nuestra madre Eva y por ella vinieron todos los males que nos afligen. Serpientes y brujas son de la misma estirpe». Consultorio diccionario de la resistencia Ante el aluvión de cartas de lectores afectados por una merma notable en su vigor sexual y a fin de evitar un colapso generalizado en las consultas de tratamiento de este tipo de disfunciones, dedicaré un breve capítulo de este Compendio a la invocación a diferentes santos, ante los primeros síntomas de virilidad desfalleciente, para comprobar si dicha decrepitud se debe a posesión demoníaca o es pura y simplemente una alteración temporal. Aquellos hombres a quienes les fallan las fuerzas cuando se disponen a cumplir con su débito conyugal pueden solicitar ayuda a San Aquiles, obispo de Alejandría, fallecido a principios del siglo IV. Bastarán tres invocaciones —«Aquiles, glorioso, devuélveme lo que he perdido o nunca tuve» —, si no media posesión de súcubo, para que todo vuelva a funcionar. Si se trata de maridos con poca afición a honrar a sus esposas, se puede pedir el concurso de San Alberto, monje de Sicilia que predicó entre los judíos de Mesina y es patrón de los toneleros. La impotencia suele combatirse, si es coaxial y no inferida por servidores de Lucifer, con plegarias a San Lucas, colaborador de Saulo. Aunque su intercesión es muy efectiva, no deben esperarse resultados inmediatos. Si lo que se persigue es una mejora notable de la competencia sexual y del rendimiento viril, nada como unas buenas jaculatorias a San Potino, mártir. Es fundamental advertir que sólo debe pedirse su intervención para un uso legítimo y útil; si se le invoca con intención adúltera1, la cosa no solo no funciona sino que puede acabar provocando impotencia suma. Ya veis con qué facilidad podéis comprobar si vuestro déficit de actividad sexual con agravante de aburrimiento se debe a posesión de súcubo o es falta de uso. Testimonio oral Yo confieso Lo confesaré por vez primera en mi vida. Yo me enamoré de una bruja. ¡ Dios, no pueden imaginarse cómo era! De súcubos y de brujas Impelido por la urgencia de un piadoso lector que vive con la tribulación de no saber si se encuentra poseído por bruja o por demonio hembra, súcubo, suspendo momentáneamente mi disgregación sobre las posesiones de los íncubos y me dispongo a llevar el sosiego al alma atormentada de esta pobre criatura, dedicando un capítulo de este humilde tratadito sobre los negocios del Maligno a la distinción sencillísima entre la posesión demoníaca y la nigromántica. 1 Véase Lévi-Strauss, Claude: La mirada distante, Barcelona, Argos Vergara, 1994, pàg.214 y ss. 18 Era una bruja muy lenguaraz. La de improperios que podía echar por aquella boca. Y lo altiva que era mientras orbitaba con su escoba por los cielos pútridos de su aldea…Pero, ver el madero donde crucificaron a Cristo como a un vulgar asesino y estamparse contra el suelo, fue todo una. No pueden imaginar cómo chillaba la malnacida cuando la untaban de brea antes de arder como una antorcha. Ni rastro quedó de aquella hija de Satanás. Un testigo presencial aseguró que vio a una hermosa mujer hablando con el difunto momentos antes de que se arrojara por el viaducto. — La muerte seduce a los suicidas— murmuró el juez, mientras ordenaba levantar el cadáver. Confesiones de un inquisidor Torturarlos me causaba congoja y aflicción, pero no había otra manera de redimir el alma pecadora que la de entregarla al fuego purificador. Y cuando la duda hacía flaquear mi fortaleza, recordaba el sabio consejo de mi maestro, el muy docto Arnaldo Amalric: « ¡Matadlos a todos. Dios reconocerá a los suyos!» 19 El suicida embrujado diccionario de la resistencia A finales del siglo XV, Kraemer & Sprenger en su Malleus Maleficarum establecieron con meridiana claridad algunos extremos que convendría recordar: las brujas hembras son mucho más frecuentes que los hombres que lo son. Pero los hombres son embrujados con preferencia, porque, como es sabido, Dios permite el maleficio con preferencia sobre el acto venéreo. Igualmente, el maleficio se produce principalmente por medio de las serpientes que obedecen mucho más dócilmente los encantamientos por haber sido el primer instrumento del diablo. Pero de lo que no cabe duda es de que a través del acto venéreo es mucho más fácil embrujar al hombre que a la mujer. Hay cinco maneras o modos en que el demonio actúa sobre la potencia genital. En la primera de ellas, el demonio hembra impide al cuerpo del hombre y de la mujer acercarse. En la segunda, se hace arder a alguien de amor por una mujer al tiempo que lo enfría por otra. Suelen utilizarse hierbas para este encantamiento, por eso es más propio de brujas. En la tercera, se hace aparecer como insoportable a una mujer que antes había sido entrañable. Sin duda, la Pécora Maligna, la mala pécora de las aldeas, está detrás de esta posesión. En la cuarta, se actúa sobre el vigor del miembro, impidiendo el acoplamiento placentero con hembra. No cabe duda que es obra de un filtro de hechicera. En el quinto se impide el flujo del semen, obturando el conducto seminal, haciendo que el semen no descienda por los conductos seminales, o que no vuelva a subir, o que no pueda salir o que se derrame inútilmente. Si mi apreciado lector no sabe en qué género se clasifica el maleficio que le aflige, pero mantiene que no tiene ninguna potencia genital con su mujer, se le puede contestar: si es potente con otras mujeres pero no con la suya, ha sido incurso en la segunda manera; en la primera manera tendría la certidumbre de ser poseído por demonio súcubo. Si no encuentra a su mujer repugnante aun no pudiendo conocerla, se encuentra poseído por la segunda y tercera maneras. Si no la encuentra repugnante y querría conocerla, pero no tiene vigor en el miembro, entonces se encuentra bajo el cuarto modo. Si teniendo vigor, no puede emitir semen, está poseído bajo el quinto modo. Contésteme presto y podré hablarle de los métodos de curación a su alcance. Todos sencillísimos. No se aflija, mi apreciado lector. Todo tiene remedio, menos la muerte. Quedo a su entera disposición. Suyo que lo es. e ducación Si es un despropósito leer a Neruda con la misma pasión de quien descifra la factura de la luz, no es menor el de entrar en el aula con el ánimo de quien entra en una fábrica de zapatos; porque nos guste o no, los chicos y chicas aprenden no solo lo poco o mucho que sabemos acerca de lo que dice el Estado que deben aprender, sino también otros valores que no figuran en el inventario. Nos guste o no. No podremos enseñarles a soñar –le robo a Freinet sus palabras– si nosotros hemos enterrado nuestros sueños; no serán jóvenes con el coraje suficiente para no dejarse atropellar si nosotros somos unos cobardes; no sabrán decir con voz rotunda y clara quiénes son y lo que quieren si nosotros hemos perdido la fe en la palabra. 20 Me apresuraré en decirlo. Ninguno de los problemas educativos sustanciales que teníamos pendientes de resolver antes del advenimiento de las nuevas tecnologías encontrará respuesta después de su llegada. Al menos, no lo encontrará única y exclusivamente gracias a esa llegada. Es cierto que las tecnologías pueden ayudarnos a potenciar nuestras capacidades, pero igualmente pueden amplificar nuestro grado de estupidez. No convendría que hiciéramos de esos ingenios electrónicos la columna vertebral de nuestro discurso pedagógico, olvidándonos de otras invariantes que deberían guiar nuestras prácticas. Antes bien, convendría reflexionar acerca de cómo, gracias a las tecnologías, puede romperse el monopolio del saber, cómo podemos crear redes difusas en las que compartir de manera generosa el conocimiento, cómo disponemos del conocimiento para construir una comunidad democrática de aprendizaje. Pero, sobre todo, cómo garantizamos un acceso universal a ese conocimiento. De lo contrario, la distancia entre quienes dominan el lenguaje y quienes lo ignoran se convertirá en un abismo insondable. La tecnología habrá perpetuado el statu quo y, lejos de ser un instrumento al servicio del ser humano, se habrá convertido en poderosísima arma de control y adoctrinamiento ideológico. Deseo con todas mis fuerzas que ese día llegue más temprano que tarde. Solo entonces será cuando el poder y el saber se repartan a manos llenas, cuando será necesario echarse a la calle y proclamar que la escuela ha muerto, porque toda la sociedad se habrá convertido en una comunidad de aprendizaje permanente. diccionario de la resistencia Tal vez sea hora de volver a preocuparnos por el qué y para qué enseñamos, después de tantos años en los que los psicólogos consiguieron convencernos de que lo que realmente importaba era el cómo enseñábamos. Reivindicar la escuela como un ámbito privilegiado de socialización política en mayúsculas (no hay otra manera de referirse a esta noble actividad que un puñado de mangantes se han empeñado en prostituir para mayor gloria de sus partidos), como un espacio de educación ciudadana, como un momento impagable de democratización del conocimiento. Es hora de reclamar una educación pública, laica, liberadora y puesta al servicio de la formación de una ciudadanía crítica que diga no a la corrupción y a la democracia vigilada. Mientras llegue ese momento, convendría evitar que acaben convirtiendo la escuela en mecanismo de darwinismo educativo. Especialmente, cuando esa escuela es costeada con el dinero de todos los contribuyentes. No entréis en clase vencidos, porque saldréis derrotados. diccionario de la resistencia Durante años hemos sido embaucados por los mercachifles de la pedagogía y la psicología. Nos han hecho creer que deberíamos esforzarnos por planificar los objetivos a conseguir, por diseñar secuencias de aprendizaje siguiendo técnicas de ingeniería didáctica, por evaluar meticulosamente cada una de las modificaciones de conducta observadas, cada una de las capacidades alcanzadas, cada una de las competencias adquiridas: hemos malgastado tanto tiempo poniendo nombre a lo que hacíamos que hemos olvidado realmente lo que hacíamos y, sobre todo, no recordamos en absoluto para qué lo hacíamos. Y mientras tanto, algunos de nuestros alumnos siguen sin aprender; lo que es peor, mucho de nuestros alumnos siguen sin querer aprender. Ignoro cómo se aprende; aún más, creo que cada uno de nosotros aprendemos de una manera diferente. Pero algo sé de cómo se ha de enseñar: con pasión1, con convencimiento en lo que hacemos, al margen de exigencias burocráticas. ¡Alma, María, alma! que don Manuel Cossío También en eso nos han engañado. Han acabado convirtiendo las escuelas, los institutos y las universidades en expendedurías de títulos, en oficinas de certificación de conocimiento homologado por la Unión Europea. «¡Hasta la sabiduría vende la Universidad! ». ¿De qué nos sirve tener agua a nuestro alcance, si no tenemos sed? ¿De qué sirven las nuevas tecnologías, los carísimos libros de texto, los programas de formación del profesorado si no somos capaces de hacer que nuestros alumnos quieran aprender? ¿De qué sirve saber cómo si no sabemos qué y, sobre todo, para qué enseñamos? A los chicos y chicas de la Facultat de Magisteri de la Universitat de València, que asistieron a mis clases de Historia de la Escuela. «¡Alma, María, alma! », era una frase que Manuel Cossío, pedagogo de la Institución Libre de Enseñanza, recomendaba con frecuencia a la maestra doña María Sánchez Argós, para que trabajase con ilusión y entusiasmo. 1 21 En la última clase me quedé sin palabras. Literalmente. Se me rompió la garganta y me quedé sin palabras. Y se me quedaron en las entrañas, reposando. Ahora que ya me he ido, creo que debo decirlas. Pocas, pero debo decirlas. Las primeras quisiera que fueran para agradeceros todo lo que me habéis hecho aprender este curso. Me habéis enseñado que esta profesión es capaz de darnos dignidad y fuerza para seguir resistiendo cuando las certezas se tambalean. Pero, sobre todo, me habéis enseñado que esta profesión es agradecida, que te devuelve acrecentada toda la pasión que pones cada día por compartir lo poco o mucho que sabes con los demás. Sigo recibiendo mensajes vuestros que me estremecen y que me reconfortan más que cualquier otro reconocimiento. Gracias, pues. Por todo. Sólo quisiera deciros algo que olvidé en la última clase. Es cierto, cuando lleguéis a las escuelas vuestra misión será enseñarles dónde pueden encontrar el agua, esencial para la vida. Señalarles los manantiales, las fuentes, los arroyos donde podrán encontrarla. Indicarles su calidad y abundancia. Incluso, deberéis invertir mucho esfuerzo en que aprendan las diferentes maneras de beber y sus sutiles diferencias: directamente del curso del agua, en delicadas copas de cristal ricamente tallado, en ánforas o en cacillos metálicos. Pero, por favor, no os olvidéis nunca de intentar que tengan sed, de que cada día recuerden que han de beber para seguir viviendo. Que tengáis suerte. Hasta siempre. diccionario de la resistencia Centros de excelencia, planes de mejora, evaluación de competencias, gobernanza de centros, programas plurilingües, pero ¿dónde la formación de una ciudadanía crítica, incapaz de dar cobijo a la corrupción, al gremialismo de la clase política, al despilfarro; dónde la educación de las emociones, que nos permita expresar la rabia, el dolor, el amor, el deseo, las ganas de morirnos sin necesidad de acudir a un psiquiatra o un psicólogo? Deseducación obligatoria y gratuita hasta la muerte: quememos los libros que sobre el currículo han escrito los grandes sabios del sanedrín y dejemos que la vida entre las aulas, que nos contamine; que hay demasiado olor a muerto en los libros de historia, demasiado olor a naftalina en los de química, a hojas disecadas en los de literatura, a miedo de la sangre en los de religión. Aulas sin muros donde la palabra vuelva a enseñorearse del espacio, la palabra que tiene más densidad que el silencio, no la palabra clonada de otras palabras, no la que se repite o se recita con el mismo entusiasmo con el que se lee la factura del agua…Salgamos a la calle y movamos la mañana con dignidad extrema: que todo es posible y todo está por hacer. La escuela que conocemos es una institución que se generaliza en el siglo XIX para atender la necesidad de estabular a la prole de la clase obrera, mientras sus padres y madres asisten a las insalubres fábricas donde son explotados con rigor y método. No en balde, la organización espacial y temporal escolar tiene mucho que ver con el universo fabril. Esa institución decimonónica en la actualidad está gobernada por hombres y mujeres del siglo XX y tiene la abrumadora responsabilidad de educar a las generaciones del siglo XXI. No es extraño que chirríen los goznes, que haya fricciones en los mecanismos, tensiones, incluso roturas. No es extraño. Aprender a defenderse del exceso de información, como sugiere Zygmunt Bauman, tener criterio para discernir lo sustancial de lo irrelevante: ese es el desafío que deberá afrontar la escuela del siglo XXI. 22 No podemos hipotecar todo nuestro tiempo con el discurso profesional. Hemos de disponer de tiempo para leer, ir al cine, cultivar las amistades. Hemos de disponer de tiempo para poder perderlo sin remordimientos, para no hacer nada, para poder detenemos a reflexionar y tener la oportunidad de ser nosotros mismos; para distraernos, abstraernos, ensimismarnos, poder mirar con otra mirada el mundo que nos rodea, recrearnos en una idea o una imagen, sin prisa, sin objetivo, sin obedecer a ningún tipo de planificación. Hemos de disponer de un tiempo para hablar sin mirar el reloj. O para guardar silencio y escuchar. Es el tiempo esencial en el que los poetas destilan sus mejores versos, en el que los científicos realizan los hallazgos más sorprendentes, los filósofos arman sus mejores argumentos... pero también es en tiempo en el que al resto de personas nos permite encontrar el camino en una encrucijada, desencallar nuestra vida varada, orientar nuestros pasos cuando nos sentimos desnortados. Es el tiempo de la educación pausada, sin apremios. Una educación que nos hará mejores. f acebook Erem hostes del bes i la insistència i et sabia ma carn maravellada i argument negador de la nostàlgia. Joan Fuster. «Te acuerdas de mí?». No sabría decirlo. Si me pidieran que precisara lo que hice entre el momento en que vi el bocadillo que anunciaba la llegada de un mensaje en facebook y el siguiente gesto mío con un cierto grado de cordura, no sabría decirlo. Irene Bataller — ¿Te acuerdas de mí? 02/03/2014 18:39 diccionario de la resistencia Criatura dolcíssima ¿Cómo no acordarme de ella? Misteriosamente, su fotografía había aparecido, olvidada, entre las hojas de un libro; así que no había hecho otra cosa durante aquella mañana. Acordarme de ella. Miguel Altava — ¿Te acuerdas tú de esta fotografía? 02/03/2014 18:45 Irene Bataller — No pensaba que hubieras guardado esa fotografía durante tanto tiempo. 02/03/2014 18:51 He de confesar que estuve meditando un buen rato antes de tomar una decisión. Tal vez, hubiera sido más cómodo no haber respondido. O ser brusco y responder, simplemente, que no me acordaba de ella. Pero era demasiado tarde. Y, además, irremediable. Reconozco que la situación me turbaba. Con Irene apenas había habido otra relación que la de una intensa temporada de cartas cruzadas de adolescencia y unos cuantos besos atropellados. Nada de carne maravillada. Puro cuerpo místico. Y, sin embargo, 23 Había escaneado la fotografía y la adjunté a mi respuesta. Golpeé con contundencia la tecla de retorno de carro. Retorno de carro. Curiosa expresión. Anticuada y curiosa. Ensanché los pulmones y esperé. Un minuto. Tres. Tal vez, cinco. La vida es eterna en cinco minutos. Víctor Jara. Septiembre de 1973. Ella entonces ya no estaba. Hacía tiempo que ella ya no estaba. Aproximadamente a la misma hora en la que en Santiago comenzaba el sangriento asalto al palacio presidencial, yo supe que había dejado de ser niño. Mientras los sables chilenos manchaban de sangre y de vergüenza hasta la última piedra de La Moneda, yo entré en la edad luminosa de la juventud. durante estos años muchas veces había vuelto su recuerdo, a principios del otoño siempre, con las mareas. Miguel Altava — ¿Qué te ha hecho acordarte de mí, después de tantos años? 02/03/2014 18:52 diccionario de la resistencia Mientras llegaba la respuesta, intenté ordenar mis recuerdos sobre ella. Pero pronto tuve que admitir que no iba a ser fácil. Sus cartas las debí de perder en algún traslado o mi madre se deshizo de ellas nada más marcharme a Barcelona, cuando yo todavía quería ser filósofo. Así que sólo disponía de recuerdos deshilvanados. Algunos nítidos; otros, no tanto. A Irene yo la tenía asociada a Janis Joplin. No porque se parecieran, sino porque, a los pocos meses de conocer a Irene, encontraron muerta a Janis Joplin. Luego vino mi larga enfermedad que hizo aquerenciarme a la melancolía. En ese tiempo Irene me escribía tres veces a la semana. Y yo respondía. Supongo que eran engoladas cartas de amor. Fue entonces cuando alguien me regaló un disco de aquella muchacha tejana. Mi vida ya nunca fue la misma. Irene y Janis Joplin, extrañamente unidas, vigilaban mis sueños de niño enfermo. Irene Bataller — Habrá sido un ángel; recuerdo que eras muy aficionado a los ángeles. 02/03/2014 18:56 Me sorprendió que ella recordara aquella extravagante pasión mía. Después de los ángeles vinieron los místicos, los iluminados, los apóstatas, los traidores. Mi alma se canceró con sus desvaríos. Irene debió ser víctima de aquella primera devoción enfermiza y la recordaba todavía. Acabé leyendo a Marx mientras sonaban canciones aguardentosas, pero entonces Irene hacía tiempo que había desaparecido de mi vida. Así me despedía de ella en las cartas. Supuse que se acordaría. Yo lo había olvidado, pero, cuando ella escribió: «Habrá sido un ángel; recuerdo que eras muy aficionado a los ángeles», recordé que esa era nuestra frase talismán. Sin embargo, me arrepentí nada más acabar de enviarla. Había sido un error. Un estúpido error. Yo no sabía nada de ella desde hacía más de treinta años. ¿Qué sentido tenía este coqueteo trasnochado? ¿Qué había estado haciendo ella en aquellos años en los que me pregunté tantas veces dónde estaba Dios, mientras cantábamos canciones solemnes con voz enronquecida?, ¿dónde había estado ella mientras nosotros esperábamos que la respuesta sonara en el viento? Las fotografías de su perfil sugerían una posición económica desahogada. Vivía en Logroño y era decoradora. Un par de hijas sanas y guapas que parecían sentirse orgullosas de sus padres. Una vida envidiable y regalada. ¿Qué sentido tenía que yo le espetara aquella 24 Miguel Altava —Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día 02/03/2014 19:04 cantinela empalagosa? Lo más sensato era despachar el asunto burocráticamente. «Me ha alegrado mucho saber de nuevo de ti. Estaría bien que de vez en cuando nos escribiéramos». O algo así, sin más compromiso. Cualquier cosa, menos aquel hechizo de adolescencia: —Ángel de mi guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día. — ¡Tampoco tú habías olvidado nuestra frase talismán! 02/03/2014 19:05 Estaba complicándome estúpidamente la vida. No había aprendido nada después de tantos años de desgarros del alma. Yo había provocado aquella ridícula situación. Ella comenzaba a hablar en plural y eso no podía significar otra cosa que se había iniciado el afable combate de la seducción. Un combate para el que no me sentía preparado, ni mucho menos motivado. Me había acostumbrado a vivir sin lastres en el corazón. No había duda, debía dar por terminado el intercambio epistolar. Tal vez, ella buscaba llenar el vacío de un matrimonio acomodado, que últimamente se había convertido en una losa monótona y aburrida. Un amor de adolescencia siempre es una opción, cómo diríamos, muy literaria; empalagosa, pero muy literaria. Yo no podía ofrecerle nada. La quise mucho, es cierto; pero la había olvidado hacía muchos años. ¿A cuento de qué venía esta rememoración? Aunque, cuando lo pienso, tal vez, no la había olvidado de la manera que yo pensaba. De hecho —fui consciente en ese momento— apenas hacía un mes, en un encuentro fortuito con Andrés García Tejedor, un amigo de aquellos años salvajes, apareció ella enredada en una conversación atropellada. «¿Nunca supiste más de Irene? ¡Estaba muy enamorada de ti!». Aquella noche estuve rebuscando inútilmente entre mis papeles sus cartas. Aquella noche no dormí. — ¿Qué ha sido de tu vida? 02/03/2014 19:07 Sí, lo sé, reconozco que fue una pregunta insulsa, pero intentaba no alimentar el recuerdo de un pasado que, equivocadamente, pudiéramos considerar mejor que el hoy. Aunque, en mi caso, así era. Casi cincuenta y seis años. Divorciado. Sin hijos. Uno entre los miles de fracasados que salen cada día a la calle y agitan el aire denso de la ciudad sin entusiasmo. De vez en cuando, sexo con tarjeta de crédito o, simplemente, sexo a solas que resulta más cómodo e higiénico. Mucha lectura y mucho cine, y alcohol los fines de semana. Vino tinto. Solo vino tinto. Más graduación me hace vomitar y me perfora el estómago. Hubiera sido muy tentador seguir coqueteando, pero, ¿a quién quería yo engañar? No tenía nada que ofrecer. Así que era mejor que fuera ella quien enseñara las cartas. ¿Qué ha sido de tu vida? Definitivamente, era una buena pregunta. La única posible. 25 Miguel Altava diccionario de la resistencia Irene Bataller Irene Bataller 02/03/2014 19:17 Lo suponía. Melancolía de mujer en esa frágil línea que divide su vida en dos mitades asimétricas. Nostalgia de unos besos, tal vez, los primeros, que se recuerdan siempre con más entidad de la que tuvieron realmente. La dulce y perversa llamada de lo prohibido. Intentar sentirse deseada de nuevo, con esa rotundidad de los catorce años. ¿Qué podía decir yo ahora que no resultara excesivamente improcedente? Recurrir a los clásicos. Miguel Altava diccionario de la resistencia — Casada. Dos hijas adolescentes que me adoran y odian a un mismo tiempo. Un marido que me consiente y, seguramente, me quiere a su manera, aunque cada día me cuesta más entender la manera como me quiere. Decoradora, aunque solo ejerzo con los amigos y algún familiar piadoso. A Ernesto no le gusta que su mujercita trabaje. Los años me han respetado y yo, agradecida, colaboro. Dos días de gimnasio y dos de natación. Ya ves, una mujer envidiada. — ¿Qué tengo yo que mi amistad procuras? 02/03/2014 19:18 Irene Bataller — Sigue gustándote la poesía. 02/03/2014 19:20 ¿Qué pretendía? ¿A qué venía tanto palique? ¿Qué buscaba? Si era guerra, bien sabía ella —o no, a los trece o catorce años esas cosas no se saben— que yo no era buen guerrero. Lo mejor sería inventar una excusa poderosa —un trabajo que debía ser entregado antes de un plazo inaplazable, podía servir— y despedirme de ella por una temporada. O para siempre. Al fin y al cabo, representados en una gráfica los sectores de mi vida que había compartido con ella y los que no, la proporción era irrefutable. No debería de costarme demasiado dar por terminado el reencuentro. «Te escribo en otro momento, he de entregar un informe antes del viernes y voy muy atrasado. Ha sido un placer volver a encontrarnos, aunque sea a través de esta hermosa y misteriosa red». Pero escribí otra cosa. La más inconveniente. 26 Cuando la conocí yo era aficionado a la poesía. Garcilaso, Lope de Vega, Bécquer, Hernández, Neruda. Incluso llegué a escribirle algún soneto académicamente correcto, pero cursi, como son los sonetos de los quince años. Ella era tan, cómo decirlo, fragante. O dulcísima. Si en aquellos años yo hubiera leído ya a Joan Fuster, la hubiese llamado criatura dolcíssima. Pero entonces yo no conocía ni a Fuster ni a Martí i Pol, así que debí de escribirle estrofas menos sublimes. Ahora casi no lo recuerdo, pero creo que la quise mucho, de una manera limpia. Probablemente, ha sido la mujer a quien he querido de una manera más limpia. Pero de eso hacía muchos años, demasiados años para recordarlo. ¿O no? Miguel Altava — Hace tiempo que en mi vida no hay tiempo para la poesía. 02/03/2014 19:25 Irene Bataller — En la mía, tampoco. diccionario de la resistencia La frase tenía la fuerza dramática suficiente como para ahuyentarla, si lo que andaba buscando era un polvo higiénico. Nadie quiere hacer el amor con un vencido. Y menos, con un poeta vencido. Son los más despreciables de los vencidos. Alguien capaz de trenzar una frase con esa contundencia no tiene el cuerpo para bullicios. Así que pensé que, tras unos minutos, en los que el bocadillo permanecería aletargado en la parte inferior de la pantalla, ella daría la conversación por acabada. Pero nunca se me han dado bien los pronósticos. Esta vez no iba a ser una excepción. Sólo acerté en lo del tiempo lechoso de espera, diez minutos, tal vez. 02/03/2014 19:25:10 Eso sonaba muy seco. ¿Se habría molestado? Pero, ¿por qué? No tenía ninguna razón para hacerlo. Al fin y al cabo, ella había iniciado este combate. O, directamente, esta guerra. Eso es, esto era ya una guerra de trincheras. Ahora me tocaría disculparme, ser un poco amable y buscar un momento más propicio para despedirme de una manera elegante. «En la mía, tampoco». Definitivamente, la conversación había durado demasiado. Tanto que comenzaban a aflorar rencores por las cicatrices mal encarnadas de una vida que no habíamos vivido. — Lo siento. He sido muy brusco; pero has de comprender que esta situación es para mí muy embarazosa. Después de tantos años, de pronto… 02/03/2014 19:30 No me apasionaba en absoluto la idea de una escena de adulterio con desenlace tremendista y puritano, como suelen ser todos los desenlaces de esas películas americanas en las que se intenta remover el pasado del corazón. Tenía que buscar alguna salida elegante a un embrollo que comenzaba a crisparme. Para ello debía serenarme e intentar reconstruir los hechos de la forma más objetiva posible. Veamos: una chica a la que conocí hace casi cuarenta años y de la que estuve enamorado, aunque casi lo había olvidado, o no, me escribe de pronto e intenta rememorar aquellos días tan felices del ayer. Intuyo, por los datos aportados, que está atravesando una de esas crisis matrimoniales tantas veces descritas en la literatura y el cine. Una tarde, jugueteando casi, escribe mi nombre en la caja de búsqueda y, plas, aparezco a su lado. «¿Te acuerdas de mí?». Todo había ido bien al principio. Creo que mi error fue entrar al trapo cuando ella nombró a los ángeles. De no haberlo hecho, estoy seguro de que todo se hubiese reducido a un educado intercambio de datos biográficos más o menos exhaustivo y a una cordial despedida con promesa de volver 27 Miguel Altava a repetir pronto un nuevo encuentro, virtual, se entiende. Pero no, tenía que convocar a los ángeles… Irene Bataller 02/03/2014 19:32 Estaba furiosa. Esa manera de pedir disculpas tan contenida no dejaba lugar a dudas. Estaba furiosa y, de un momento a otro, estallaría y escupiría todo el veneno que le emponzoñaba los adentros. Y me maldeciría por haberla olvidado tan pronto, por no haberla llamado en todos estos años, por no haberla hecho feliz. Y yo debería aguantar el aguacero y dejar que se vaciara, que me inundara con su rabia de años. No importaba que no tuviera razón, que no la olvidé tan fácilmente pero que no me atreví a llamarla, porque yo no tenía nada que darle. Yo era un hombre —bueno, entonces apenas un muchacho— sin gracia que no podía ofrecer nada a nadie. Y menos, a una mujer, bueno, entonces apenas una criatura. Dulcísima, pero una criatura. diccionario de la resistencia — No te preocupes, ha sido culpa mía. No tenía ningún derecho a entrar así en tu vida, después de tanto tiempo. Miguel Altava — Si he de serte sincero, creo que no tengo nada que ver con aquel muchacho que tú conociste. 02/03/2014 19:34 Irene Bataller — Lo supongo; aunque en la fotografía se te ve estupendo. 02/03/2014 19:37 Ese cambio de registro me desconcertó. He de confesarlo. Ahora salía con el rollo de colegas que, a pesar de los años, mantienen ese cariño que, como un poso, queda después que el amor se muere. Y con un puntito de humor. O de mala leche. Porque yo, si he de ser 28 Aclaración, por otra parte, ociosa. Nadie en su sano juicio puede pensar que alguien no cambie o no lo cambie la vida después de cuarenta años. Aunque, después de dejarlo escrito, no estoy tan seguro de que las cosas sean así de simples. Yo a los quince años era bastante torpe en los asuntos del corazón. Casi a punto de cumplir los cincuenta y seis, no me parece que haya progresado mucho. Ella apareció inesperadamente en mi vida, una vida hecha de rutinas y cumplimiento estricto de tradiciones indiscutidas. Yo no supe darme cuenta entonces de que ella también se había enamorado de mí. El miedo —el maldito miedo que nunca he podido sacudirme —me impidió darme cuenta de que a ella también su cuerpo se le aflojaba, le tremolaba el alma cuando nos encontrábamos en el parque y escuchábamos a los hermanos Carpenters. sincero, muy estupendo no me veía en la fotografía. Pero tampoco era para ensañarse. Así que le devolví el dardo. Miguel Altava — A ti también se te ve estupenda, realmente estupenda. La verdad es que me costaba trabajo recordarla como era en aquella primavera. La fotografía que conservaba no era materia suficiente para anclarla en mi memoria de manera sustantiva. Lo que de ella conservaba tenía más que ver con lejanas fragancias, sabores, densidades y, sobre todo y a pesar de tantos años transcurridos, de manera nítida, su condición de criatura dulcísima. Si me exigieran una descripción suya de aquellos días, insistiría en citar a Joan Fuster y reclamar como propios algunos de sus versos más admirables. «Érem hostes del bes i la insistència, i et sabia ma carn meravellada i argument negador de la nostàlgia». Pero ahora estaba realmente estupenda. Sin segundas intenciones. diccionario de la resistencia 02/03/2014 19:42 Irene Bataller — Te has cabreado!…Tenías días en los que el humor te abandonaba. 02/03/2014 19:43 Miguel Altava — No me conoces tú a mí cabreado… 02/03/2014 19:49 La frase marcaba territorio. No te confundas, princesa. Yo no soy ya aquel muchacho asustadizo al que se le envidiabran los ojos cada vez que te acercabas a menos de dos 29 El humor…! ¡Si supiera ella qué se había hecho de mi humor! Yo estaba —sigo estándolo — en un momento de mi vida en el que no esperaba nada ni a nadie. Después de un matrimonio que, primero, resultó un fracaso y luego un infierno, me enfrasqué en mi profesión. La enseñanza es un mundo plagado de mediocres que intentan vengarse de las afrentas de sus años de estudiantes o demostrar ante un público obligado lo mucho que les costó llegar al lugar de privilegio que ocupan en el engranaje social. También hay otras voces, pero se escuchan poco. Conseguir notoriedad en ese páramo no es una tarea complicada. Y yo lo hice; no porque buscara la gloria, sino porque la idea de adocenarme tan pronto me producía desazón y vómitos. Pero un día me hastié y, desde entonces, no he permitido que ningún estúpido me hiciera gastar inútilmente ni un minuto más de mi vida. Para ello, no encontré otro método más expeditivo que aparentar un estado de indignación permanente. Pocos son quienes se atreven a perturbar a un indignado. Se apartan de él como de un apestado. Lo ignoran. Y eso es lo que yo andaba buscando. metros de distancia. Yo no soy ya aquel muchacho melancólico que te escribía larguísimas cartas de amor, con palabras rebuscadas que intentaban compensar la torpeza de mis caricias, la falta de densidad de mis besos. Cuidado, princesa, yo no soy ya el que a ti te gustaría que fuera. O sí, tal vez siga siendo asustadizo, melancólico, torpe para gestionar —¡ la crisis se ha enseñoreado hasta de la lengua del corazón!— sus emociones. No me conoces tú a mí cabreado; efectivamente, ni me conocía ni iba a tener oportunidad de hacerlo, porque la conversación se iba a acabar en un par de mensajes, una vez encontrara una fórmula cortés para despedirme. — Ahora no sé, pero entonces cuando te enfadabas, se te arrebolaba el alma y estabas muy guapo. 02/03/2014 19:53 ¿Dónde quería ir a parar? ¡Estaba tonteando conmigo! Me agotaba la sola idea de comenzar a cortejarla. Hacía demasiado tiempo que no practicaba esa ceremonia ritual en la que el macho y la hembra retrasan de manera artificial la ejecución de un instinto biológico primario, para que en el momento del apareamiento estén lubricados y el acople no sea doloroso. Desde hace años, cuando mi cuerpo tenía una urgencia, le daba gusto con una profesional o me bastaba la ayuda de internet y de alguna secuencia de cine porno, si no tenía ganas de salir de casa. Pensar en el cortejo me apesadumbraba, me ponía bronco, mohíno. diccionario de la resistencia Irene Bataller — Siempre me miraste con buenos ojos. Miguel Altava Hace 4 minutos. — Baja la guardia, sólo quiero saber cómo estás. Irene Bataller Hace 10 minutos. Debía tomarme mi tiempo. La conversación se estaba alargando y yo, a estas alturas, no sabía muy bien los derroteros que podía tomar. Aún más, a estas alturas, no tenía muy claro si quería que tomara algún derrotero. Comenzar a desgranarle las andanzas de tantos años sin vernos, era tanto como aceptar que esta relación recuperada iba a tener vocación de permanencia. Demasiado arriesgado para mi convicción de aquel momento. Sin embargo, 30 Recordé una de aquellas tardes de cuando la conocí. Un enfado estúpido. Un arrebato de la sangre de los quince años. Tal vez, creí que coqueteaba con alguno de mis amigos o que lo había mirado con los ojos que a mí me miraba. Y me embronqué. Me fui a un rincón de aquel garaje donde hacíamos los guateques, a fumar con rabia, a fingir que la odiaba. Se acercó con la sonrisa en sus ojos. Se sentó a mi lado. «¿Sabes que estás muy guapo cuando te enfadas?». Me desarmó. Acabamos besándonos, riendo de sabernos enamorados. mostrarme arisco y dar por zanjada la charla tampoco era una perspectiva que me pidiera el cuerpo. — Estoy bien. He pasado momentos malos, pero ahora estoy bien. Miguel Altava — Si te incomoda hablar conmigo, desconecto. No quería molestarte. Irene Bataller diccionario de la resistencia Hace 4 minutos. Era suficientemente escueto para dejarle claro que no me interesaba hablar de mi vida y suficientemente correcto para no pasar por maleducado. También, lo suficientemente breve para que no se notara que mentía. No estaba bien ahora. Ni nunca. O pocas veces en mi vida había estado bien. Que yo recuerde, los años que pasé en la universidad son los únicos que podría considerar como felices o algo que se le pudiera parecer. Aunque aquellos días en los que la conocí también podría inventariarlos entre los pocos dichosos de mi malograda existencia. Pero no iba a hablar de ello. A lo sumo, cuatro pinceladas para satisfacerla. Y hasta aquí había llegado esta bonita rememoración. Hace 3 minutos. — Soy profesor de Lengua y Literatura Castellana en un Instituto de Valencia. Un barrio sin la conflictividad de otros, pero con un creciente número de alumnos que no aprenden porque no les da la gana o no les interesa. Así que, sin demasiados objetivos que cumplir en el trabajo y sin la obligación de complacer a ninguna mujer, porque la que tuve tomó la sabia decisión de dejarme antes de que llegaran hijos que ahora me causarían quebraderos de cabeza, me dedico, especialmente, a escribir algunos relatos que mis amigos leen sin demasiado entusiasmo, pero sin saña. Ya ves, la placentera y monótona vida de funcionario. Miguel Altava 31 Volvía a sacar las uñas. ¿Qué quería después de cuarenta años? Lo más conveniente sería utilizar sus propias armas. Seis líneas descriptivas, con pinceladas valorativas y cumpliría con el expediente de la misma manera que ella lo había hecho. Veamos: Divorciado. Sin hijos, lo cual, a determinadas edades, es un lujo impagable. Para compensar, he de convivir cada día unas cuantas horas con adolescentes excesivamente hormonados, como cláusula innegociable, si quiero cobrar cada fin de mes. Huérfano, sin hipotecas domésticas ni del corazón. La vida me ha devuelto lo que he invertido en ella, que ha sido más bien poco. Escribo artículos y algún cuento suelto que mis amigos leen sin demasiado entusiasmo, pero sin saña. Ya ves, según la Organización Mundial de la Salud, un hombre poco recomendable. Podía servir, aunque, bien pensado, creo que no iba a encajar de buen grado un plagio de su presentación, que ella podía interpretar que estaba escrito con retranca. Así que debía esforzarme un poco y hacer una descripción biográfica, tras tantos años de ausencia, que fuera honesta y, a la vez, diera pocas esperanzas a la destinataria de conseguir su propósito, si éste era revivir un pasado un tanto bucólico que yo apenas recordaba. Nuevo intento. Y definitivo. Hace 2 minutos. — No te quejes. Seguro que tus alumnos deben pasárselo muy bien contigo. Y, sobre todo, tus alumnas. Irene Bataller — Sigues siendo una aduladora, princesa. Miguel Altava diccionario de la resistencia Hace 5 minutos. ¿A qué venía esa zalamería? Ya entonces me abrumaba su desparpajo para dejar hablar a sus emociones. Sin tasa ni controles sanitarios. «Me gustas mucho. Eres muy guapo. Tienes una mirada muy dulce». Y yo, que también hubiese querido decirle esas mismas cosas y alguna más, me quedaba mudo, rojo como un ababol y con un nudo en la boca del estómago, donde morían las palabras que nunca le dije. Era curioso. Pensaba que la huella que había dejado en mi alma era más deleble, pero con cada mensaje que me llegaba, su recuerdo se avivaba, tomaba cuerpo, densidad. De pronto, mis manos dejaron el teclado e intentaron volver a calibrar la estremecedora calidez de su cintura mientras bailábamos muy apretados y en el tocadiscos sonaba The long and winding road. Hace 1 minuto. — Nadie había vuelto a llamarme así. Me alegra que lo hayas hecho. Que de vez en cuando te hayas acordado de mí en estos años. Irene Bataller Hace 10 segundos. — No debería decírtelo, pero me he acordado más de lo que creía. Miguel Altava Hace 1 minuto. Hace apenas unas horas, yo era un hombre sin excesivas complicaciones sentimentales. Tras mi fracaso matrimonial, había decidido evitar riesgos innecesarios. Copulaba sin un ritmo establecido. A veces, después de una cena con compañeros de trabajo, acababa en la cama de una profesora de Latín que me susurraba al oído Animula vagula, blandula hospes 32 Y nada más enviárselo, supe que había vuelto a equivocarme. Esta vez, sin paliativos. Llamarla princesa era tanto como aceptar que el juego se iba a alargar de manera incómoda. Llamarla princesa era proclamar públicamente que no la había olvidado durante todos estos años, que de alguna manera, extraña e inexplicable, seguía queriéndola. Pero ahora era ya demasiado tarde. Esa es la grandeza y la miseria de la palabra escrita. Que por poderosos argumentos que se aduzcan, lo escrito sigue diciendo lo mismo que decía en el momento en que se escribió. Yo había escrito princesa y no había camino de retorno. Y, si lo había, iba a ser largo y tortuoso como cantaba McCartney. comesque corporis, y que lloraba cuando me veía marchar sin una palabra mía en la que pudiera albergar alguna esperanza. Otras, en las que mi oído no estaba para escuchar a los clásicos, recurría a los servicios profesionales de prostitutas que me calmaban previo desgaste del talonario de cheques. Pero nada que pudiera afectar a la fragilidad de mis vísceras. Eso tan sólo hacía unas horas. Ahora, me temblaba el pulso, se me desbocaba el corazón cada vez que un mensaje de Irene aparecía en la pantalla de mi ordenador. ¿Qué iba a ser de mí? Hace 1 minuto. Esto no tenía sentido. A fin de cuentas, Irene y yo no habíamos compartido otra cosa que algunos meses de un amor de adolescencia del que quedaban muy frágiles testimonios. Fue todo pura metafísica. Miradas. Palabras. Besos torpes. Apenas el suave roce que presagia la pasión que apenas tuvo tiempo de llegar, porque acabó el verano y luego ya nada fue igual. Y un día ella debió de encontrar a alguien que se atrevió a pasar de las palabras a otras entidades. Y yo me quedé enredado en las palabras de poetas malditos y de visionarios y fui olvidándome de ella y de casi todo. diccionario de la resistencia — Yo también te recuerdo; más de lo que debería te recuerdo. Irene Bataller — ¿Dónde hemos estado todo este tiempo? Miguel Altava Hace 3 minutos. Hace 1 minuto. La pregunta iba directa a la línea de flotación. Efectivamente, ¿dónde había estado yo durante todos estos años? También yo atraqué en cien riberas y anduve perdido las más de las veces. Demasiados pecados sobre mi conciencia. Demasiados. Y, sin embargo, ¡tan pocos realmente cometidos! Solo sabía que un día había escuchado una canción estremecedora que me salvó de las iguanas que muerden los corazones de los hombres que no sueñan... — No sé muy bien dónde estuve. Sólo sé que no sé dónde estoy ahora. Miguel Altava Hace 3 minutos. Que era tanto como decir que entregaba armas. Recordé un poema de los veinte años... 33 — Andando muchos caminos y atracando en cien riberas. Y perdiéndome con frecuencia. ¿Y tú? ¿Dónde has estado tú? Irene Bataller ...pero hoy, amiga, escribiría de verdad mi última página, el último poema de mi libro. — Estás conmigo. Nada te turbe, nada te espante. Irene Bataller Hace 12 minutos. Atrapado en la telaraña de sus palabras, recliné mi cabeza sobre su hombro y me dejé llevar por una sensación de dulce embriaguez que no sabía explicar. Era extraño sentirse así, tan a merced de unas palabras escritas en la fría pantalla de un ordenador. Sus dedos ensortijaban mis cabellos, mientras me susurraba versos aprendidos en aquellos días en que nos conocimos. Antes de la luz, eras la delicadeza de la rosa, y te amaba con la sorpresa de las lluvias. Pero, ¿qué me estaba pasando? Estaba perdiendo el juicio. ¿Qué veneno suave me hacía comportarme como un adolescente? diccionario de la resistencia Sin apenas darme cuenta, me sorprendí llorando, como un niño perdido a las puertas de una ciudad grande y desconocida. A lo lejos, se escuchaba a Pablo Milanés desgranando con delicadeza extrema los versos sencillos de José Martí. No sé qué pasó después. En los cinco minutos siguientes, sólo sé que estuve llorando. Desmadejado. Sin consuelo. — Irene, creo que esto no tiene sentido. Miguel Altava Debía intentar racionalizar lo que estaba pasando, si no quería acabar esquizofrénico. No tenía ningún sentido resucitar una relación que apenas había existido hacía cuarenta años. No tenía ningún sentido que yo suspirara como si hubiéramos montado una línea erótica. No tenía sentido nada de lo que estaba pasando desde hacía dos horas. Así que lo que tocaba hacer por salud mental era desconectar. Ya. Sin contemplaciones — ¡Hay tantas cosas que no tienen sentido! Irene Bataller Hace 2 minutos. Claro, ahora entrábamos en la fase de la embriaguez emocional. Abandonémonos a la gramática del corazón, a su trémula caligrafía. Dejémonos llevar, no establezcamos límites, tasas ni peajes a lo que sentimos…No podía dejarme enredar. A lo sumo, proponerle un encuentro que resolviera la situación de forma expeditiva. Honor o cama. Prolongar este cortejo me estaba 34 Hace 6 minutos. poniendo de malhumor. Además, estaba seguro de que si era capaz de hacerle la proposición en términos crudos, la charla acabaría en menos de un minuto. — Deberíamos de vernos e intentar resolver esto como personas adultas. Miguel Altava — Miguel, yo sólo quería despedirme de ti. Irene Bataller Hace 5 minutos. diccionario de la resistencia Hace 2 minutos. Se trataba de organizar un encuentro en terreno neutral. Madrid podría ser una opción adecuada. Un fin de semana en un hotel discreto. Paseos, visita a alguna exposición, cena con encanto. Y si surge, cama. Y si no surge —que no surgirá— pues cada uno en su casa. Y tal día hizo un año. ¿Despedirse? ¿ A qué estaba jugando? Me convoca desde el pasado, hace vibrar íntimas cuerdas que hace mucho tiempo no sonaban, me conduce tiernamente a prados de fresca yerba y ahora me dice que todo esto no es más que una despedida. ¡ Qué extravagancia era ésta! No había cambiado; seguía siendo la niña caprichosa y voluble de la que me enamoré a los quince años. ¡Qué sinsentido! Hubiese resultado tan fácil pasar otros treinta o cuarenta años sin saber nada el uno del otro. ¿ Por qué tuvo que buscarme? ¿ Para qué? — Irene, no entiendo nada. Me desconciertas. Miguel Altava Creo que el tiempo que transcurrió desde ese momento hasta que llegó su siguiente mensaje, el último, fue infinito, metálico, denso. Atribuí el retraso a un imprevisto doméstico. Alguien llama a su puerta y tiene que atenderlo. Su hija quiere que la maquille para ir al encuentro de un novio que la tiene desovillada desde hace dos meses. Aparece de pronto Ernesto y ha de interrumpir bruscamente la conversación. Cualquier cosa hubiera sido capaz de imaginar. Menos lo que ocurrió. Siempre somos incapaces de imaginar lo peor. Imaginamos cosas graves que forman parte del catálogo de desgracias previsibles. Pero nunca lo peor. Escueto y rotundo. Sin remisión. Por eso es lo peor. — Miguel, ahora pienso que, tal vez, no haya sido buena idea el buscarte después de tanto tiempo. Todo hubiese sucedido tal y como ellos lo han pronosticado y tú no te hubieras enterado de nada; o, cuando lo hubieses hecho, ya habría pasado el tiempo suficiente para que no te perturbara. Pero ahora ya es demasiado tarde para lamentarse. Lo hice. Te busqué. No me preguntes por qué. Supongo que, cuando llega el momento, queremos despedirnos de las personas que formaron parte de nuestra vida. Fue hace mucho tiempo, pero aquellos meses que pasamos juntos me han acompañado muchas veces en estos años. Y cuando lo he sabido, una voz misteriosa me ha dicho tu nombre. Y he comprendido que tenía que despedirme de ti; que no podía marcharme sin decirte adiós, sin decirte que te quise mucho. Que te quiero mucho todavía. 35 Hace 19 minutos. Miguel, me queda poco tiempo, voy a morirme… Irene Bataller Hace 10 segundos. Irene está ahora desconectada............................................................................................... Estuve llorando hasta que el ordenador agotó su batería. Lo cerré y, al hacerlo, supe que mi vida ya no sería la misma. diccionario de la resistencia 36 g aseosa diccionario de la resistencia Los jueves cenaban pronto para poder llegar a tiempo a la sesión nocturna del cine Astoria, que tenía las taquillas junto al Registro de la Propiedad, en la plaza del Caudillo de la cercana ciudad episcopal. Desde el pueblo, bajaban cantando por el camino de las moreras, como un ejército entusiasta. En apenas media hora o un poco más estaban sentados en los bancos del gallinero, donde resultaba más fácil escapar de la linterna de Ambrosio, el acomodador, un mutilado de guerra gruñón que amenazaba con un nuevo Alzamiento Nacional cada vez que uno de ellos profería un improperio, cuando una escena subía de temperatura o cuando hacían rodar las botellas de zarzaparrilla que compraban en el selecto ambigú del local. Aquella noche se habían traído al cojo Aguilar, un mozo viejo con la cara picada de viruela, que solo mudaba el mal gesto ante los pechos prietos de las chicas de La Palanca, el prostíbulo que había a la salida de la ciudad por la carretera de Teruel o ante una buena película del oeste. Y aquella noche echaban una de las mejores. Shane, un pistolero errante, llega a la granja de los Starrett y, a pesar de los reparos del principio, consigue ganarse el respeto de los humildes granjeros que tienen que vérselas con el malvado terrateniente Rufus Ryker y el desalmado sicario Wilson. La película ha comenzado hace veinte minutos. Alan Ladd entra en el bar : — Camarero, una gaseosa. — ¡Vaya, mirad quién tenemos aquí!…El que se emborracha con gaseosa. Al cojo Aguilar la sangre empieza a hervirle, se remueve en el asiento, empujando a los jóvenes que están a su lado. — ¡ Se ve que no tienes buen oído, destripaterrones! El asunto pinta mal; pero que muy mal. – Mira, campesino, es mejor que vayas con las mujeres y los niños. Así estarás a salvo. Está poniendo las cosas muy difíciles. Que uno es muy bueno; pero no tonto. 37 Los jugadores de la partida de póquer se mofan de un vaquero con gustos tan poco ortodoxos. Se masca la tragedia, pero Shane no cae en la provocación, para desesperación del cojo Aguilar, al que ya se le han alterado los pulsos y los impulsos, porque él es de meterse mucho en las películas. A la media hora, Alan Ladd vuelve al bar para dar gusto al mozo viejo. — ¡ No siga por ese camino ! – le contesta lacónico, Alan Ladd, mirándole fijamente a los ojos. Pero el taimado es terco como una mula. E insiste. — ¡He dicho que te largues! ¿No has oído?… Aquí, al bar, no vienen a beber más que los hombres. — ¡No querías gaseosa! — El cojo Aguilar se liberó de los nervios que le atenazaban la boca del estómago. Él se liberó. Y la película acabó ahí, en medio de una carcajada que fue contagiándose por el patio de butacas hasta que se dieron las luces y el dueño del local, don Bruno, un coronel laureado por su arrojo en la batalla del Ebro, pistola en mano, les conminó a abandonar el cine. diccionario de la resistencia ¡ Hasta aquí llegó la riada! Después de tirarle los dos güisquis sobre la pechera, Shane le conecta un derechazo a Chris Calloway que sale rodando hasta la tienda por una puerta batiente. Hay un silencio catártico en la sala. — Por cosas así tuvimos que hacer la escabechina que hicimos. ¡ Arriba España! ¡Viva España! ¡Viva Franco! Nunca supo el cojo Aguilar cómo acababa Raíces profundas. 38 h ijo A mi hijo Acaricio tus delicadas manos pluscuamperfectas, y me pregunto de qué vértebra del prodigio constelaron las estrellas tu dulce arquitectura, esa íntima región de mi sangre que en nada se me parece. diccionario de la resistencia LA SORPRESA DE LA SANGRE Aunque has venido de mí, desde la posesión más mía, nada en ti te condena a repetirme, a serme fiel inútilmente. Has de fundar otros dominios del verbo, otras aldeas has de poblar con tu sonrisa. Y algún día sentirás que la vida te reclama junto a otros hombres, amablemente desconocidos, con quienes estás llamado a celebrar gozoso el movimiento central de la mañana. 39 i nventario 40 a) Las caricias aterciopeladas de mi madre. Su tímida mirada. b) La risa exagerada de mi abuela, su desaliño, su voz gangosa mientras me canta los gozos de San Antonio. c) La maestra que me enseñó los secretos de las palabras. d) Un ángel que me miró a los trece años y fecundó mi alma con la delicadeza de la aurora. e) Mi primera novia malograda. f) Mi segunda novia extravagante. g) Mi novia eterna. h) Mamá Gorrión que me dio alas. i) La Niña de las Gafas en la cafetería de Magisterio. j) La profesora de Ética. k) La profesora de Poética. l) La madre de mis hijos. m) La cajera del supermercado. n) La sor presa que cada día sentía más turbación. o) La mujer que nunca me provoca y que, sin embargo, me ha condenado a lluvia sin remedio. p) Un súcubo de cuerpo deslumbrante. Una auténtica demonia. q) Marguerite Yourcenar, sus patrias, sus palabras. r) La bella Paola, que recomendaba a los viajeros la deliciosa mesticanza con una sonrisa turbadora y sus ojos oceánicos, en la Taberna della Salute, junto a la iglesia de Santa María in Trastevere, en la Piazza della Scala. s) La doctora en leyes. t) La experta en besos. u) La perita en lunas. v) La madre que llora desmadejada con su hijo muerto entre sus brazos. w) Janis Joplin, la chica tejana a la que no conocí, pero que cambió mi vida para siempre. x) La mujer centenaria a la que fui a visitar al final de la tarde, esperando encontrar en sus palabras el justo sosiego, la que me dijo que no hay respuestas complacientes, que la respuesta es el camino, que me deje conducir por él y acepte su autoridad. y) La virgen, sus ojos misericordiosos. z) Pero la que más me ha estremecido, hasta perder casi el sentido, eres tú, mujer de altas torres; es tu mirada, la carnosa densidad de tus labios, la cadencia de tu voz, la digna claridad de tus palabras. Tu alma sedienta de cumbias y luceros. diccionario de la resistencia Cuatro de la madrugada. Silencio sobrecogedor. Horror vacui. Mientras se enfría la infusión, intento redactar un inventario general en el que figure el recuerdo de las mujeres de mi vida: j archa Antología urgente de poemas amorosos de la aljama En el principio era la palabra un espacio sin nombre; y tu cuerpo, un lugar lleno de silencios donde encontraba los verbos primitivos que nos proclamaban… … y la palabra se hizo gesto, acto, vocación decidida de riesgo. diccionario de la resistencia ¡Tanto amar, tanto amar, amigo, tanto amar! Enfermaron unos ojos antes alegres y ahora duelen tanto. …y en la tarde tensábamos el arco de la sangre con la curva perfecta. Éramos testimonio de luz, luz misma éramos. 41 Nos enredamos. En las palabras primero. En los silencios, entre miradas, en las caricias, en los abrazos. Nos enredamos. Muy poco a poco. Sin darnos cuenta. Sin evitarlo. Nos enredamos. Quizá te quiero porque eras el vértice de la luz, la cúspide de la rosa, la cima de toda palabra pronunciada. Las estrellas bajaron a tus pechos, y fueron mis manos testigos de la luz que te habitaba. Eras un grito de sed, un cuerpo abierto de par en par a la ternura de mis labios. Con qué júbilo recibieron tus orígenes mi último es fuerzo, mi verso desnudo. diccionario de la resistencia Quizá también te quiero porque nuestras sangres corren paralelas y mis labios descubren cada mañana la sed en tus labios. Un verso. Solo un verso. Un verso único. Acaso un solo verbo capaz de desflorar la mañana… y coronarte de cantos con un sol verbo. De decir más, decir tus labios por vez última, para que todo se exprese, para que nada termine 42 Un resumen de luz fue tu cuerpo, un relámpago imprevisto, una estrella. Y en el cálido umbral de la aurora, tus labios tasaron mis versos con su precio más alto. kali2copio diccionario de la resistencia Abrió los ojos. La tibia luz rosicler de la aurora lamió sus pies. Silencio adusto. Ni el gallo se atrevió a rasgar la memoria de un dolor de hacía más de dos mil años, el dolor ritual de una madre que llora a los pies del patíbulo, abrazada a su hijo, ejecutado como un vulgar ladrón en el monte de las calaveras. Sabía, sin embargo, que era un dolor esperanzado, que anunciaba la pascua del alma. Pascua, alegría de la sangre renacida, tiempo del corazón de amor herido, del gozo simple de vivir. Abrió los ojos y le pareció encontrarse con los de él, sonriéndole, animándola a celebrar el milagro de vivir, el privilegio de poder salir un día más a batir la mañana. Se abrazó a la almohada, sonrió tímidamente, y siguió durmiendo. Un poco más solo. La distancia más corta entre dos almas es la verdad, aunque no siempre es la más apacible. 43 Amanece en el paraíso. La quietud del mundo. Las primeras luces rasgadas por el canto de las aves. La dulce dejadez. El tiempo detenido. No hay lujo ni exceso. Solo alma delicada. Silencio. La voz de la sangre que susurra. Existe el paraíso. Yo he estado. diccionario de la resistencia Es una emoción añeja, dulzona y espesa. Densa como el jarabe de manzana del doctor Manceau con el que mi madre paliaba mis desarreglos intestinales. Es domingo. Hace frío en la calle. Amanece con la dulzura de un sueño sin aristas, escuchando la música del pasacalle, amortiguada bajo la gravidez de las mantas de lana con las que ella me protege del cierzo y de los malos pensamientos. Somos todavía un pueblo de labradores, pastores y manobres que combate la sordidez, trufando el calendario de fiestas y peregrinaciones. Domingo. La casa en la que vivimos solo tiene una habitación. Yo duermo en una cama pequeña junto a mis padres. Pero hoy me dejan acurrucarme entre ellos. Encienden el aparato de radio que se ilumina como un sol de membrillo, mientras aparecen en el dial los nombres de ciudades remotas. Bucarest. Hamburgo. Vaticano. Helsinki... Cierro los ojos y me dejo arrastrar por la voz aterciopelada que sale de aquella caja de magia. Y eso es la infancia. Hoy arden las fallas. Que arda todo lo ruin en ellas. Los demonios que nos rondan. Las brujas que nos embrujan. La podredumbre del alma. El corazón emponzoñado. La rabia. La mala sangre. Hoy arden las fallas, que ardan, que se queme en ellas todo lo que nos turba, nos conturba y nos perturba 44 Hoy arden las fallas. Que arda todo lo inútil en ellas. Los laureles. Los denarios. Las medallas militares. Los báculos de oro. El lujo que ofende a la pobreza. La risa falsa. La tristeza innecesaria. También la risa, cuando no es llamada. Hoy arden las fallas. Es mi santo equivocado. Estáis todos invitados. Y todas. Menos las malas brujas. Y los demonios del alma. Atardece en el cementerio de Florencia. De pronto, descubro una emoción que siento las pocas veces que viajo a una ciudad desconocida. Cobijado en la calidez del anonimato, aprendo a mirar con otra mirada. El mundo se me presenta como un milagro inmerecido. Cierro los ojos, y el ángel me mira. diccionario de la resistencia —¿Y qué vas a hacer con tu vida cuando se te acaben los discursos?—, le dijo la última mujer que lo amó —. Farsante. Tahúr de palabras impostadas. Le escuchaste una noche a un pianista borracho una frase que te envenenó la vida. Nunca serás mejor que la historia que seas capaz de escribir sobre ti mismo. Y sabiendo que eras ruin y taimado, te afanaste en hilvanar hermosas historias que te protegían con su tibia delicadeza. Tu vida es una mentira, pespuntada con emociones postizas. Nada te complace. En nada hayas sosiego. Me dejas pocas salidas, si no cambias. Esta farsa ha de acabar. Y salió de la habitación, dando un portazo. Durante una de las numerosas revueltas campesinas de la Baja Edad Media, un juglar insurrecto compuso una estrofa que se hizo célebre en las plazas y mercados: « Cuando Adán araba la tierra todo el día, mientras Eva hacinaba el trigo en el granero; cuando Caín y Abel aún eran hermanos, decidme, vos, ¿quién era entonces caballero?» Es la primera formulación de una pregunta radical en la filosofía europea. ¿ Cuál es el origen del Poder? ¿ Qué es lo que permite al señor ser amo frente al siervo? Hegel nos dirá que es su trato con la muerte lo que inviste al señor de potestad. Ha comerciado con la muerte, arriesgando su vida, y ha salido victorioso. Comercio. Muerte. Vida. Agudo análisis. ¡Atrevido triángulo que nos explica tantas cosas! Una vez victorioso frente a la muerte, se tiene la franquicia para comerciar con la vida ajena. Sentirás entonces que el señor, transformado ahora en Estado Benefactor, te quiere más cada día, se preocupa más por tu vida privada. Antes que reconfortado, deberías sentir consternación, ponerte sobre aviso. Del comercio con la muerte se ha pasado a la gestión de la vida, que paradójicamente es la encarnación más refinada de la muerte. 45 Tractatus l evadura diccionario de la resistencia 46 La infancia es un territorio de gracia atravesado por delicados secretos, frágiles y pluscuamperfectos, que lo recorren a modo de un imbricado sistema de irrigación. Cada una de vosotras y cada uno de vosotros podríais, si quisierais, rescatar uno de esos abismos fundacionales. Hoy quiero hablaros del mío. Mi abuelo compraba la levadura de cerveza, con la que fermentaban las hogazas antes de dorarse en el horno, en la cristalería que el señor Manuel Casas tenía a la entrada de la Plaza de la Cueva Santa. Que la levadura, vigorizadora de la masa del pan, se vendiera en el mismo local en el que se cortaban y recortaban espejos y cristales, me parecía algo tan mágico que nunca me atreví a preguntarle a mi abuelo la razón de aquel aparente despropósito; tampoco le pregunté otras muchas cosas que no alcanzaba a comprender, pero esa es otra historia de la que os hablaré, si os complace, algún otro día. La levadura —Cinta Roja , creo recordar; recuerdo sin dudar un instante, si quiero ser sincero— se vendía empacada en unas cajas de madera sin desbastar, que el señor Casas apilaba con escrupulosidad geométrica bajo la vuelta de la escalera que accedía a la vivienda. Cuando mi padre, que había dejado de cavar naranjos para trabajar en la panadería, las vaciaba me las daba porque sabía que para mí eran pequeños tesoros. Miguel y yo las lijábamos con esmero y luego las pintábamos de colores vivos para ir construyendo los edificios de nuestro poblado del Oeste, donde cada tarde, después de salir de la escuela, se daban cita los pistoleros más rápidos de esta orilla del Río Bravo, las bailarinas de cancán más hermosas de las que jamás se hubiera tenido noticia, los sheriffs con más arrojo de cuantos el cine levantó acta. Cuando lo pienso, creo que mi infancia está estrechamente ligada a esa atmósfera tan especial de los hornos de pan. En el de mis abuelos, había una habitación que llamábamos el calfón. Estaba encima de la bóveda del horno moruno, para aprovechar el calor. En la pared, sobre las andanas, había unos tableros de madera en los que las mujeres que amasaban colocaban ordenadas las ollas de barro o porcelana con la levadura madre y las canastas con sus amasijos, abrigados por las maseras y los mandiles, para que acrecieran en aquel dulce purgatorio al que subían los aromas de los panquemados y las madalenas. Pero si hay un recuerdo poderoso que hoy me ha atrapado entre sus brazos, es el de aquellas mujeres fértiles, madres jóvenes pero de numerosa familia, que, cuando había temporal de lluvias, traían a secar en aquel cálido territorio la colada de su prole. Creo que es una de esas prácticas perdidas que certifican que hemos dejado de ser una comunidad rural para convertirnos en un pueblo adocenado, aburrido y sin sustancia. maquis Guerrilleros de Levante 47 Vencedores del fascismo, a la batalla final. ¡ Españoles: muera Franco, muera! ¡ Viva nuestra libertad! diccionario de la resistencia Los bajaron en una camioneta renqueante. No debió de ser ésa su primera intención, pero a mediodía el bramido de las ramblas era ensordecedor y las aguas desbocadas ya se habían llevado al garete el viejo puente de piedra, que era el único paso posible para el tráfico rodado si querían llegar al cementerio. Así que no tuvieron otro remedio. Frenaron la camioneta frente a los soportales de la Plaza Mayor y se cobijaron del diluvio. Desde detrás de los ventanales entreabiertos pudimos verlos. Eran dos hombres jóvenes, bien vestidos y calzados con botas de piel. No habían perdido el tiempo limpiándoles la sangre. Ni siquiera les echaron una manta para ocultarlos a la curiosidad de la canalla. Siguió lloviendo. Cada vez con más furia. Los fundamentos del cielo parecían haberse agrietado. El agua entraba a manta en los corrales de la parte baja del pueblo, ahogando a conejos y gallinas que morían sin entender tanto despropósito de agua. Y de seguir así, pronto la camioneta podría ser arrastrada. Bajo los porches se oían voces destempladas. Alguna blasfemia. Aquellos dos muertos eran un estorbo y tenían que quitárselos de encima. Como fuera. Aunque no era cosa fácil. Dejarlos a remojo hasta que escampara daría pábulo a rumores. Y los rumores removerían la memoria. Una memoria que había sido incautada por orden gubernativa desde que acabó la guerra. Volver por el mismo camino y desbarrancarlos no iba a ser sencillo con la que caía. La camioneta no estaba para muchas alegrías. Además tarde o temprano alguien los encontraría y sería difícil de explicar qué hacían dos cadáveres acribillados a balazos en el fondo de la Hoya Santa. — No hay más cojones — eso es cuanto pudimos oír. Pasaron dos horas. Vimos movimientos nerviosos bajo los porches. Un carro trajo dos cajas de pino sin desbastar. Metieron los cadáveres y clavetearon las tapas. A los pocos minutos vimos partir la fúnebre comitiva, cuatro hombres por ataúd enfilaron un escarpado sendero que conducía hasta la ermita de San Sebastián, dando traspiés, embarrados hasta las rodillas. Un pastor que encerraba su ganado en un aprisco de Cortapán los vio bajar por un camino de cabras, desencajados, buscando las tapias desconchadas del cementerio. Los enterraron en una fosa común. Sin rastros. El domingo siguiente, a mediodía, cuando el cielo abrió ventana y el sol puso las cosas en su justo lugar, el alcalde proclamó desde el balcón del ayuntamiento que la guerra ahora sí que había terminado de verdad. Y hubo cohetes y bombas reales. Y una orquestina en la plaza que estuvo tocando alegres piezas durante toda la tarde. El lunes, mientras la vida recobraba el pulso monótono del miedo, apareció una pintada en las tapias del cementerio: n ora Disculpe, señor Ibsen, pero era una urgencia del alma. 48 No soy feliz, Torvald. Voy a dejarte. Desprecio a todas las mujeres que en mí han sido para goce y satisfacción de los hombres. Primero fui la niña que mi padre siempre había soñado tener. Luego, he sido la dócil esposa que tú anhelabas. No me disteis tiempo de ser yo misma. Así de simple. Y mientras, no he sido feliz. ¡Nunca! Mi vida ha sido una farsa. Un aborrecible y monótono juego en una casa de muñecas. Eso es lo que ha sido mi vida, Torvald. Eso es lo que ha sido también nuestro matrimonio. Puedo oírte, por encima de estas palabras, regañándome como cada vez que escuchas de mi boca algo que no esperabas. Puedo ver tu cara, descompuesta, en el momento justo en que estás a punto de decirme, una vez más, que hay un tiempo para cada cosa y que, el del juego y el capricho, ha acabado; y que ahora empieza el tiempo de educar a nuestros hijos.¿ Educar?¿ A quién puedo educar yo? Tú mismo lo has dicho en más de una ocasión. «No creo que estés preparada para educar a mis hijos». Y reconociéndome incapaz de educar a tus hijos, que son míos también o sobre todo son míos, quiero educarme a mí misma. Y para ese empeño necesito marcharme. Nuestra relación se ha convertido en un lastre del que me he de liberar. Por eso voy a dejarte. Ya sé que en este momento de mi carta querrías alzar la voz y, recurriendo a la autoridad que te otorgan los libros sagrados, tendrías ganas de decir solemnemente: «¡Te lo prohíbo!». Pero tú ya no puedes prohibirme nada, Torvald. Es inútil que invoques el cumplimiento de unos deberes en los que ya no creo. Ya sé que soy tu esposa y que soy la madre de tus hijos. Pero, antes que nada, soy una mujer con las mismas necesidades que tú. De mí dependerá degenerar hasta convertirme en un ser inferior y despreciable o regenerarme hasta encontrar a la Nora que me aguarda en el camino. Y no servirá de nada que invoques las venerables escrituras, los manifiestos, la liturgias, las proclamas de los pastores en los púlpitos de las iglesias. ¡ He olvidado ya tantos preceptos que me habéis enseñado todos los hombres de mi vida desde la cuna! Tal vez, pueda parecerte una adolescente malcriada y consentida que no comprendo esta sociedad en la que vivo y de la que —según tú— formo parte. Es cierto, Torvald. No entiendo esta sociedad. Es más, me niego a entenderla, porque el día que la entienda, habré firmado mi sentencia de muerte. Podrás juzgar estas palabras como las de una loca, pero puedo asegurarte que esta noche estoy más lúcida y segura de mí misma de lo que lo he estado nunca. Y desde esa lucidez, desde la lucidez de saber que ya no te amo, voy a dejarte. No puedo quedarme ni un minuto más en esta asfixiante casa de muñecas. He estado esperando durante demasiado tiempo el milagro, pero ahora sé que, viviendo a tu lado, esa espera hubiera sido inútil, porque tú hubieras considerado siempre que pretendo un imposible, porque nadie — « ¡Nadie, ¿entiendes Nora? ¡ Nadie! », me hubieras recordado una y otra vez— sacrifica su honor por el ser amado. Y cuando yo te hubiera diccionario de la resistencia Última carta de Nora a Helmer diccionario de la resistencia rebatido que eso es lo que hemos hecho millones de mujeres desde el origen de los tiempos, me hubieras reprendido como si fuera una niña que se enfurruña y dice bobadas. Y, déjame decirte una cosa, Torvald, tal vez, lo sea, pero tampoco tú piensas ni hablas como el hombre con el que yo quiero pasar el resto de mi vida. De hecho, te has convertido en un extraño para mí. Y creo que eso no tiene ya camino de retorno. Así pues, no puedo seguir fingiendo ser tu esposa. Y vivir bajo el mismo techo como hermanos o amigos es una situación absurda que nos condenaría a la infelicidad a ti y a mí. Y esa no es la vida que yo quiero vivir. Torvald, he preferido despedirme a través de una carta. No creo que sea conveniente que los niños me vean en este estado. Además, sé que los dejo en mejores manos que las mías. En estos momentos no puedo ser una madre para ellos. No sé adónde iré ni qué será de mí. Pero esto ha acabado. Habrá recuerdos, claro. Te recordaré a ti, a los niños, a esta casa en la que me he sentido encarcelada. Pero no habrá más cartas; es inútil que intentes escribirme. No tiene sentido. Se necesitaría un milagro, Torvald, un milagro, para que yo cambiara de opinión. Y no es éste tiempo de milagros. Tendríamos que cambiar tanto que dejaríamos de ser nosotros mismos. Y eso no es lo que quiero. Y es imposible. ¡ Adiós! Primer borrador de un cuento que nunca será escrito 49 Cae la tarde sobre la città Vittoriosa. El viento arrecia en el puerto y los majestuosos veleros se agitan a merced de las olas. Hace frío. Es marzo y hace frío. Paseo solitario. Una nueva novela bulle ahí dentro. Han pasado nueve meses desde que puse el punto final a Los teoremas inestables de la sangre y mi cabeza vuelve a urdir palabras como una paciente tejedora. Necesitaba la soledad devastada de una isla. Aquí dicen que la musa Calipso sedujo a Ulises en su retorno a Ítaca. Detente en los emporios de Fenicia y adquiere hermosas mercancías. Soledad y tiempo. Nueve meses. He necesitado nueve meses para poder volver a enfrentarme a la pantalla líquida del ordenador. Por un momento mis ojos se cruzan con otros ojos que me miran como nunca me mirará nadie. Y sé que además es la única vez que veré esos ojos, que me mirará esa mirada. Y eso es la muerte. Y esos ojos son los de Norah Jones o, al menos, eso creo. Y sé que estoy enamorado de esa mujer. He pasado muchas noches de estos últimos años escuchando su voz. Me ha acompañado en los momentos más dulces y amargos de estos últimos años. Incluso, he llegado a desearla. Me hubiese gustado ser Kriss Kristofferson en el homenaje a Johnny Cass cantando a dúo con ella Guess things happen that way. Ella se mueve con una cadencia que a mí me resulta muy sensual y ahora ella está en Vittoriosa, paseando como yo. Sola como yo. Extraña como yo. ñ aque Cástor y Pólux, cómicos. Llegaron a ser célebres en los pueblos de la comarca. Aparecían para la fiesta mayor. Improvisaban una tarima en la plaza, colgaban cuatro telas pintadas con paisajes de palacios y jardines y nos alegraban las noches, bajo las estrellas, con sus escenas llenas de estúpidas caídas y frases ocurrentes. Cástor y Pólux, cómicos. Luego pasaban una cajita metálica para que el escaso público dejara algunas monedas con las que matar el hambre. Recuerdo una noche en la que representaron El albergue de los enredos : Cástor: ¿Doce mil pesetas para nuestra obra? Con esa cantidad, al señor Pólux no le importará escribir un pequeño papelito para mi joven esposa. Pólux: ¡No cambiaré ni una coma de la obra!... Shakespeare nunca cambió ni una coma. Cástor: Porque no debía seis mil pesetas... Además, no será necesario cambiar nada. Mi joven esposa podría ser uno de los soldados. Pólux: ¡Pero cómo va a hacer de soldado una mujer!¡ Qué fantasías son estas! Cástor: ¡Señor Pólux, haga el favor de no desviar la conversación hacia temas escabrosos!... Yo sólo produzco obras morales. diccionario de la resistencia Voz expr. 1. m. Compañía ambulante de teatro que estaba compuesta por dos cómicos. 2. m. p. us. Conjunto o montón de cosas inútiles y ridículas. Real Academia Española © Bakunin y Marx, polemistas. Marx: Eres un ingenuo. Te equivocas al señalarles el enemigo. El enemigo no es la patria, sino la burguesía. Y, además,— otro error de principiante— ¡desprecias la acción política! Bakunin: En eso te doy la razón. Ni Parlamentos, ni Partidos, ni Asambleas Constituyentes. Lo que hace falta es un mundo sin leyes ni estados. Marx: ¡La anarquía! ¡Resultas tan...cándido! Yo no propongo reformar las instituciones burguesas, yo propongo que estos, que están bebiendo cerveza como cosacos, tomen posesión de ellas. Bakunin: El principio del socialismo es subvertir el orden social. Marx: ¡Vaya estúpida definición del auténtico socialismo! Bakunin: A mí no me interesan las definiciones. Prefiero la acción. Marx: Pues nunca serás un auténtico socialista si no tienes una estrategia política. Un discurso. Un argumentario para cuando te inviten a las tertulias.... Y así pasaban horas y horas, debatiendo acaloradamente, mientras los obreros explotados en las fábricas, olvidaban sus miserables condiciones de trabajo, ahogándolas en risas y alcohol barato. De todas formas, al final, la revolución estalló en países agrarios, feudales. Pero eso ya no lo conocieron los simpáticos polemistas. 50 Eran dos ancianos gruñones, lúcidos, irregibles. Barbudos y canosos. Venían de familias acomodadas pero, en la plenitud de su madurez intelectual, acabaron alegrando las borracheras a los obreros londinenses en la Taberna de la Comedia situada en Tottenham Hale, con sus diálogos chispeantes: ó rbitas Trayectorias de la memoria doliente. Teresa Asensio Herrero, in memóriam. Los Tigres, Las Hienas y La Desesperada 51 Llegaron sobre el mediodía, a finales de septiembre, en dos coches incautados. Un grupo de unos cinco hombres y tres mujeres. Tres milicianas guapas, con gorro cuartelero y pañuelo rojo al cuello. Y un mono proletario con el nombre de su agrupación en la espalda. Los Tigres, Las Hienas y La Desesperada. Vuelvo a verlas ahora con los ojos de entonces. De una niña de doce años. Y las veo marciales, altivas, hermosas como vestales, detrás de cuatro pistoleros del Comité. Y tengo miedo. Un miedo frío y metálico, porque son los mismos hombres que la semana pasada vinieron a buscar a mi padre en mitad de la noche, aporreando la puerta con la culata de sus fusiles. A mi madre apenas le dio tiempo a echarse una toquilla sobre los hombros. «Dolores, ¿dónde está José?». Y recuerdo a mi madre llorando, desmadejada por tanta desgracia. «No lo sé, hace noches que no duerme en casa». Y uno de ellos, el Chato Garganchón, revolvió todos los cajones y rompió una estampa de la Virgen de los Desamparados que mi madre tenía en su alcoba. «Anda, sube y tápate más, Dolores, que vas a coger un tabardillo. Y no llores. Nosotros sólo buscamos las libretas de los usureros», dijo el que llevaba la voz cantante, un empleado de Correos afiliado a la CNT. Al final los encontraron en un cajón del buró. «Esta noche van a cobrar la Mangotas y el Vilache. Bien que van a cobrar ». Y se fueron y se olvidaron de mi padre, que había saltado por los tejados hasta un corral de la calle Larga. Prendieron una gran fogata en mitad de la plaza de la Primicia y allí ardieron todos los papeles del archivo y los pagarés y una imagen de la Virgen que encontraron enterrada en la bodega de la casa de Pedro Onzino. Pero ahora aquellos pistoleros vuelven a mi memoria. Es una mañana luminosa de septiembre y las milicianas van detrás de ellos, con la alegría de sentirse elegidas para una misión sublime. Han salido de la casa de don Ricardo Alcalá, una casona antigua que ha requisado el Comité en la calle Mayor. Caminan con paso firme. Desde que apareció por el pueblo La Desesperada —¿o eran Los Tigres de la Desesperada o los Tigres de la Muerte? Ya no recuerdo bien—, pero desde que aparecieron aquellas milicianas la vida fue un tiberio. Fue como si aquellas guapas muchachas les hubieran chupado la sangre a unos hombres que querían cambiar el mundo y no eran capaces ni de cambiarse de calzoncillos para no oler como marranos. Los Tigres, Las Hienas y La Desesperada. Una noche mutilaron al San Antón que estaba en la hornacina de las Cuatro Esquinas y le cortaron las alas al San Gabriel de la parroquial. Otra mataron al padre del cura Sospedra porque no encontraron a su hijo. «Se le ha acabado a ese curita gastar el púlpito para echar pestes de nuestra revolución», le oigo decir a Garcerán, cuando pasan delante de mi casa. Una babilonia. En aquel primer invierno de guerra se hicieron muchas barrabasadas. Luego, la cosa se atemperó. Joaquín Suesta se hizo cargo del Consejo Municipal y las aguas se remansaron un poco; pero los primeros tiempos fueron un sinvivir. Mi tía Casilda y Joaquín Suesta habían sido novios cuando eran apenas unos críos, pero luego él comenzó a despuntar en los mítines de los anarquistas y mi abuelo, que era hombre de Navarro Reverter, le prohibió que se le acercara. Y él era poco acostumbrado a repetir las cosas. Ahí acabó todo. Mi tía y Joaquín no volvieron a verse hasta el maldito día que a él le dieron un paseíllo vergonzoso por todo el pueblo, atado como un ecce homo y arrastrado por un falangista que nos iba arengando diccionario de la resistencia La Virgen no ardía La memoria doliente La Virgen entró al pueblo por el camino del Henchidero. Tenía los rasgos más dulces que la otra, la que descabezó el Abanto Pula. Hubo volteo general de campanas y bombas reales. Las calles se alfombraron de murta y de espliego y en los balcones colgaron las mejores colchas. Nunca se había visto una fiesta así. Bueno, a lo mejor sí, cuando lo del agua, en el quince; pero entonces yo aún no había nacido. Las mujeres lloran a su paso. Y los niños, contagiados, no encontramos consuelo. Hasta los hombres que la traen a hombros en su anda no disimulan las lágrimas. Pero algo me inquietó en aquel día de júbilo. Alrededor de la Virgen había demasiadas pistolas y uniformes militares. Falangistas, carlistas, guardias civiles… Alguien marcó el territorio. Había habido una guerra. Y en las guerras hay vencedores. Y vencidos. Aquella virgen era la Virgen de los Vencedores. Las pistolas así lo proclamaban. Los vencidos tendrían que agachar la cerviz. 52 Hicieron un rimero con todo lo que habían traído de la parroquial y le prendieron fuego en la Cruz Cubierta, pero la Virgen no ardía. Así que decidieron decapitarla. Quien la descabezó fue el Abanto Pula, un anarquista de genio avinagrado que tuvo luego muy mala muerte. Aunque para mala muerte la del tuerto Guirro, el que remató a don Casimiro en la tapia del cementerio de Sarrión. A don Casimiro fueron a buscarlo una mañana lluviosa de noviembre. Yo vi cómo lo subían a una camioneta, tiritando de frío y de miedo. Salíamos de la escuela de doña Pilar Espada y lo vi.«Por favor, pónganle esta manta, que está muy enfermo», suplicó su hermana, Conchita. «No se preocupe, no pasará frío», recuerdo, como si lo estuviera viendo, que le dijo el tuerto Guirro. Al cura le dieron matarile nada más dejar la carretera de Teruel. El tuerto Guirro quiso pegarle el tiro de gracia, porque pensó que matar a un cura sería un mérito cuando triunfara la revolución. Pero no sabía él que estaba cavando su tumba. Dicen que, cuando don Casimiro estaba agonizando como un guiñapo con la cara contra el suelo, lo cogió de la hombrera y, al darle la vuelta, un borbotón de sangre oscura le manchó la cara. Y el corazón también debió de manchárselo, porque desde aquel día no vivió hora buena. Murió rabiando, con las entrañas retorcidas por un dolor insoportable. «La picadura de mil alacranes preferiría, me cago en dios», dicen que fueron sus últimas palabras. ¡El tuerto Guirro, un pobre diablo analfabeto al que aguaron los sesos con ideas sucias y espesas! diccionario de la resistencia a los guabros para que le gritáramos asesino, asesino. No estuvo bien aquel calvario. No fue cosa cristiana lo que le hicieron a Joaquín Suesta. Mi padre intentó interceder por él, pero no le valió la caridad. Era mucho el odio que se había rebalsado en esos tres años de infierno. Tuvo que pagar por atropellos cometidos por otros. A mí me dice el corazón que él no llevaba manchadas las manos con huellas de crímenes. Pero era la cabeza visible y le tocó apechugar con los desmanes cometidos en nombre del Comité. Nunca he visto a un hombre con una mirada más digna como la suya cuando pasó delante de nuestra puerta. Llevaba una chaqueta azul y miraba a los ojos de quienes habíamos salido a la calle a verlo por última vez. Recuerdo que se quedó mirando a mi tía por un instante y creo que vi lágrimas en los ojos de los dos. Lo fusilaron en Castellón en abril del cuarenta y lo tiraron a una fosa común como si fuera un perro. Luego la sellaron con cal viva. Treinta y nueve años tenía. Nadie se merece acabar como acabó Joaquín Suesta, y menos él, que tanto había hecho por su pueblo. Al menos, eso decía mi padre cuando estaba seguro de que nadie podía oírlo. ¡Malditas guerras, malditos los que las empiezan y luego no saben cómo acabarlas! ¡Cuánta desgracia ! ¡Ay…! Cuando la Virgen pasó delante de mi madre, oí que suplicaba entre sollozos. Apiádate del alma de Joaquín. Yo también me acordé de los dos milicianos que encontraron muertos al final de la calle del Calvario. Eran dos niños que tropezaron con la muerte cuando debían haberse dado de bruces con la alegría de vivir. Miré a la Virgen a los ojos y recé con una fe que ya nunca he sentido. Madre, haz que los hombres recuperen la cordura. La Virgen me miró. Y lloró. A Rosa la raparon por escribir las cartas a las novias de los soldados analfabetos de la Brigada de Líster que se alojaron en el pueblo a principios de enero de 1938. Ese fue su crimen. Su único crimen. Su marido estuvo metido en política, pero no fue de los que destacaron. Creo que era estañador. Y también arreglaba la luz cuando saltaban los plomos en las casas. Una de esas personas que sacan mano para todo. Pero mi padre siempre dijo que Antonio Cebrián, así se llamaba el marido de Rosa, nunca había hecho nada de lo que un hombre tenga que arrepentirse ni avergonzarse. Lo que pasa es que, cuando vio las vueltas que tomaba la guerra, le entró miedo y huyó. Fue el asqueroso de Juan Ten quien dijo que había sido Antonio el que había entrado en el camarín de la Virgen y había robado las joyas. Y unos cuantos jóvenes falangistas, que habían bebido tres vasos de vino más de la cuenta, subieron hasta el Barrio del Henchidero a buscarlo y, como no lo encontraron, raparon a Rosa. A la pobre Rosa que era más buena que un trozo de pan bendito… diccionario de la resistencia Rosa El peso de las almas 53 A finales de marzo, sobrevoló el cielo nublado un avión de los nacionales y una lluvia de octavillas se derramó sobre el pueblo. Ella subió al tejado que cubría la alcoba de mis bisabuelos y recogió una que todavía conserva en el fondo del mundo. «Españoles de la España roja, los triunfos de Cataluña han dado definitivamente la victoria a las armas nacionales. El mundo entero así lo reconoce y hasta vuestros propios jefes se han visto obligados a confesarlo. Habéis perdido la guerra. Se impone la rendición». Si he de decirte la verdad, me alegré. Estaba harta de sobresaltos. Al principio de la guerra las noches fueron un infierno. Mi padre vivía por los tejados o escondido en bodegas húmedas, sólo porque era amigo de notarios y tenía querencia por las ideas de José Antonio, un señorito que era hijo de Primo de Rivera. La noche que quemaron los archivos y las libretas de los acreedores, tuvo suerte, saltó por la tapia del corral y pudo escapar. Pero unos meses más tarde, no tuvo tanta. Pasó medio año en la cárcel. San Miguel de los Reyes. Liria. Ayora. Y ella tuvo mucho miedo aquellos meses en los que él no estuvo. Así que, cuando leyó el panfleto, se arrodilló y le dio gracias a la Virgen por haber escuchado sus súplicas. «La España nacional mantiene cuantos ofrecimientos de perdón tiene hechos…».Todo volvería a ser como cuando era pequeña. Mi madre me compraría unos zapatos nuevos para la Feria de la Inmaculada y los domingos saldría a pasear por la calle de Santa Bárbara, donde la señora Teresa tenía abierto un despacho de pasteles de Casa Mauro… «para cuantos, sin haber cometido crímenes, hayan sido arrastrados engañosamente a la lucha…». Y en septiembre volvería el perfume de nardos a adueñarse del aire fresco que anuncia el otoño, cuando la Virgen gira la esquina del Letrado Ferrer Estellés... «ni el mero servicio al ejército rojo ni el haber militado simplemente y como afiliado en campos políticos contrarios al Movimiento Nacional son motivos de responsabilidad criminal…» aprendería a bordar y me prepararía el ajuar para que, cuando encontrara novio, no me pillara desprevenida… «Ante la Patria toda rendición es honrosa y locura criminal derramar sangre estéril en defensa vana de la situación personal de unos pocos…». Pero unas fueron las palabras y otras, las obras. Si estéril había sido la sangre del padre del cura Santamaría, cuyo único crimen fue el haber metido a su hijo al seminario; tampoco tenía ninguna culpa el vaina de Severo que sólo era un poco lengudo y con afición a meterse en camisa de once varas, pero incapaz de matar una sargantana. Las almas de todos los muertos pesan lo mismo. Da lo mismo rojas que blancas. Si la guerra fue horrorosa, lo que vino después fue el infierno. ¡Cuántas vidas malgastadas en balde…! diccionario de la resistencia 54 plagio ¡Si me abrazaras, sí; Si me abrazaras! Lo tiraría todo, todo lo dejaría; los sueños, los monólogos, el carmín de tus labios en las cartas, las lluvias y sus tactos, los pentagramas griegos y un dulce clamor. Tú que eres mi único amor, ¡si me abrazaras! Arranque de un relato, a la manera de Gabo. Muchos años después, frente a la puerta de la 1016/2, el profesor Valeriano Fontfría había de recordar aquella noche lejana en que su novia lo llevó a conocer el cielo. El pueblo del profesor Fontfría, a principios de siglo, no era más que un racimo de casas arrumbadas hacia Santa Catalina, con callejas de tierra que se embarraban cada vez que se descolgaba un aguacero. Y el triste tañido de la campana de la muerte al romper el alba. El pueblo era el 55 Y aún espero tu luz: telémetros abajo, desde la esfera, por atajos, por cárceles, por los lados siniestros puede venir. No sé por dónde. Desde el milagro, siempre. Porque si tú me abrazas -¡si me abrazaras, sí; si me abrazaras!será desde un asombro, insólito, sincero. Nunca desde las manos que te rozo, jamás desde la luz que escribe: "No me dejes." diccionario de la resistencia La luz que a ti incumbe, a la manera de Pedro Salinas. tañido de la muerte. El mundo estaba tan recién hecho que muchas emociones carecían de nombre y para mencionarlas había que sentirlas en la sangre. Instrucciones para dar cuerda al corazón, a la manera de Cortázar. diccionario de la resistencia Allá al fondo está el furor, pero no le tenga miedo. Sujete el corazón con una mano, tome con dos dedos la arteria de la cuerda y encúmbrela suavemente. Ahora se abre otro tiempo: los árboles abdican de sus hojas, los barcos y los peces pueblan los mares, el tiempo como una anaconda se enrosca sobre sí mismo y de él brotan las risas de la tierra, los pájaros, el cuerpo delicado de una mujer, el olor del pan recién hecho. ¿Qué más quiere, qué más quiere? Amárrelo fuerte a su pecho, déjelo latir en libertad, imítelo esperanzado. El miedo oxida los sueños, cada cosa que pudo alcanzarse y fue olvidada va minando las venas del corazón, gangrenando la fría sangre de sus arterias. Y allá en el fondo está la muerte si no corremos y llegamos antes y comprendemos que ya no importa. Monólogo con el registro de Shylock, a la manera de Shakespeare. Poema de adolescencia, a la manera de Blas de Otero. BIO/GRAFÍA Quemé las naves de mi juventud deprisa. Era, al principio, la palabra hueca y sin sentido la que alimentaba mi verso juvenil. Los años fueron horadando, poco a poco, el oropel. Mi verso se hizo entonces crudo: eran mis palabras manos de labriego. No tuve tiempo que perder: urgía vocear la injusticia a cuatro vientos. 56 Me ha cautivado y me ha hecho perder el sentido. Se ha reído de mis quebrantos, se ha mofado de mis conquistas, ha humillado mi sangre, ha enquistado mis humores, ahuyentado a mis amigos, enervado a mis enemigos. ¿Y cuál es su único motivo? ¡Que soy cautivo de su luz! ¿No tiene un enamorado labios, ámbitos, embrujos, defectos, dimensiones? ¿No nos alimentan los mismos néctares, nos laceran las mismas ofensas, nos vulneran las mismas catástrofes que a los desafectos? ¿No soportamos las mismas afecciones, no se nos sana igual que a ellos? ¿No nos aviva y aplaca el mismo cielo y el mismo infierno? Si nos herís, ¿no nos derramamos? Si nos acariciáis, ¿no nos estremecemos? Si nos infectáis, ¿no nos contaminamos? Si en todo nos parecemos, en esto también seremos iguales. [ Verano 1976 ] diccionario de la resistencia Pasé mi vida haciendo de mi verso un arma de transformación, un acto de servicio para el hombre. Dadme hoy una palabra reciente, como un trozo de pan que todavía huele a trigo; como un puñado de yerba húmeda, y moveré la tierra de mis padres, la casa de mis padres, la pena de mis padres. Harán palanca mis versos.. Ésta es la historia de un hombre que un día renunció a la mentira ¡... y se hizo verso! Fragmento de novela, a la manera de Bernhard. 57 (...) Se empeñan en hacer de ti una persona feliz a golpe de decretos. Parece obligatorio ser feliz, sentirte agradablemente instalado en este inmensa casa de lenocinio que es la vida. Y, cuando sospechan que tú trasiegas el vivir desde la angustia, desde la desesperación de saberte —de sentirte— un malogrado, te tienden una celada, agradablemente disimulada con oropeles, solo para que cejes en tu empeño de batirte a brazo partido contra el sinsentido de aspirar a ser mediocremente feliz. Me sé de memoria todos sus discursos sobre la dicha humana. Discursos que apestan a confesionario, a beatería de partido, a manual de autoayuda. ¿ Cómo pueden babear con esas palabras mayúsculas cuando el simio del que venimos no ha sido todavía capaz de hacer habitables los ríos y los vientos, extensibles los trigos y los barcos, los pájaros y los dulces pronunciamientos al resto de individuos de su despreciable especie? Les traiciona esa estúpida necesidad de ser piadosos, de procurar auxilio al necesitado, consuelo al afligido. Nada admiro más que la falta de compasión de los monstruos. Incapaces, como son, de sentir piedad, encauzan sus esfuerzos hacia la sublime tarea de desmontar las piedras angulares de esta lamentable existencia. ¡Ah, pero ellos no lo entienden! Ellos no entienden nunca nada. Se sienten estúpidamente satisfechos. Son felices, dicen. Están realizados, piensan. Incluso se atreven a proclamarlo y propagarlo. Construyen pulcras doctrinas, atravesadas de hermosas palabras mancilladas, Libertad. Igualdad. Fraternidad. En su nombre saquean luminosas ciudades, agostan las fértiles tierras, envenenan los límpidos cielos; en su nombre tabulan y estabulan los pulsos y los ritmos, deciden, en su nombre, lo inadecuado y lo conveniente. En su nombre asesinan, fornican y defecan... Quimeras 58 [ Testimonio recogido en la casa de Miguel Suesta Sospedra, quinto de Evaristo, durante el verano de 1998, dos meses antes de morir. De viejo, nos dijo su hija Amparo, cuando llamamos para dar el pésame]. diccionario de la resistencia Evaristo Rodríguez Marqués, Abanto, nació el año del primer piojo verde. Su abuela María Gracia atribuyó a esa maldita coincidencia el hecho de que Evaristo se criara algo zompo. Su abuela María Gracia era una mujer con muchos arrestos. Así que, cuando vio que lo del piojo verde no había dios que se lo tragara, le echó la culpa de lo de Evaristo a la mala savia de su yerno, un mozo revejido que tenía tres fincas grandes de algarrobos en la raya del término y a quien casó de prisa y corriendo con su hija pequeña, Rosario. Lo cierto es que, dijera lo que dijera la víbora de su abuela, Evaristo fue abanto desde pequeño. Y si uno es abanto desde pequeño, es natural que acaben llamándole lo que uno es. Un abanto era Evaristo. La vida lo aturdía. Además, era torpe jugando a marro y a galope. Y, claro, empezaron las cabronadas. Y los insultos. Y lo de Abanto también empezó. Luego vino la guerra. O, no; luego vino el servicio militar y más tarde la guerra. Qué más da. Hace tanto tiempo de eso. Y entre el servicio militar y la guerra o entre la guerra y el servicio militar, acabaron de joderlo para siempre. Y abanto se quedó. Abanto soleao, se le burlaban las putas de Casa Paquita, cuando lo llevaban los quintos cada año la noche de San Rafael para que Evaristo se desahogara con La Romana. — Abanto, que no se te apodere la Romana. Cada año lo mismo. Y cada año, Evaristo se iba piernas abajo en menos que se reza una salve. Abanto era un ser quebradizo, pero no era mala persona Abanto. Lo que pasa es que se ha de saber decir hasta aquí llegó la cosa, porque todo tiene un linde. Hasta la humillación lo tiene. Y José Blasco Sanfélix, Quimeras, no era agrimensor, ni falta que le hacía saber dónde estaban las hitas de la vergüenza, la raya que deslinda lo que tiene y lo que no tiene pies ni cabeza. José Blasco Sanfélix era un zanguango sin desbastar al que tres copas de anís en ayunas le enturbiaban las cortas entendederas que tenía y empezaba a calentar la sangre a todo cristo. — Abanto, si naces un poco más tonto, te quedas pajarito en manos de la comadre. Abanto, La Romana dice que tienes la minga muy grande, pero que te desbravas mientras te la asea... Abanto, que si esto. Abanto, que si lo otro. Y un día, a Abanto —y a Evaristo también— se le hincharon los alborsos, tuvo un mal pensamiento y con la segur le abrió la cabeza a José Blasco Sanfélix. Como una sandía. Así se la abrió Abanto. Pobre Abanto. Bernardo Sánchez Mayoral le dio garrote en el patio de la cárcel de Valencia, el día de Santa Lucía. El año de las lluvias torrenciales era. 59 [ Reconstrucción novelada a partir del testimonio de Manuel Mínguez López, que acompañó a la madre de Evaristo el día de la ejecución de su hijo, a mediados de diciembre del año mil novecientos cincuenta y siete]. diccionario de la resistencia Como si fuera ahora recuerdo aquel día. De entre los amargos que la vida me ha deparado, ninguno como el de la muerte de Evaristo. La tarde anterior, Pedro el taxista nos trasladó a Valencia en su Pontiac negro. Cuando llegamos a la cárcel, nos instalaron en un banco de madera que había en mitad de una fría sala desnuda y allí estuvimos oyendo cómo el verdugo —el de Sevilla, que era un poco flojo de ánimo— ajustaba a martillazos los corbatines sobre un poste en mitad del patio. Luego llovió. Llovió mucho. Durante toda la noche estuvo lloviendo. A las tres llamaron a la madre de Evaristo para que pudiera despedirse. Yo la había acompañado porque éramos familia lejana y me daba mucha pena que estuviera sola en un trago tan amargo. —Me lo van a matar, Manuel, me lo van a matar. Además, Evaristo y yo habíamos hecho muchas migas desde que bajamos a cavar naranjos en la misma cuadrilla a Sagunto. El pueblo era célebre por sus cuadrilleros. En verdad, el pueblo en aquellos años no era más que un racimo de casas arrumbadas hacia Santa Bárbara, con callejas de tierra que se embarraban cada vez que desde el cielo se descolgaba un aguacero. Y el triste tañido de la campana de la muerte al romper el alba. El pueblo era el tañido de la muerte. Más tarde, después de una insensata lucha contra el tiempo y la obcecación, a fuerza de barrenos y una pila de mutilados que fueron muriendo entre terribles dolores por las galerías que hubo que excavar, consiguieron reventar las entrañas de la tierra y hacer aflorar el agua, tan necesaria para que el pueblo no se nos muriera de miseria. De la mucha miseria que entonces había. Y con el agua comenzaron a llegar gentes de otras regiones a trabajar las nuevas tierras ganadas al secano. También llegaron los primeros señoritos, atraídos por el clima benigno y la calidad de sus aguas, y construyeron sus chalés en las afueras del pueblo, transformando los ejidos y pajares en suntuosas villas de recreo y esparcimiento; villas con el nombre de su dueña o imágenes de santos y vírgenes en azulejos de Manises adornando las fachadas. Los señoritos se reunían a jugar a julepe las tardes de agosto en el patio de la casa grande. A jugar a julepe y a meter mano a las mujeres más resueltas que trabajaban de criadas y niñeras. Pero antes del agua, para los pobres, no quedaba otra cosa que las cuadrillas que bajaban a cavar naranjos a Sagunto. Y Evaristo y yo habíamos nacido pobres. Un pedazo de pan era Evaristo. Demasiado bueno. Eso es lo que le perdió. Si hubiera enseñado los dientes de vez en cuando, no habría tenido que llegar a lo que llegó. Pero la vida viene como viene. Y no hay más huevos que aguantar. Cada uno, su cirio. Al amanecer escampó. Se abrieron claros por la parte del mar y en el silencio metálico de la cárcel hubo presagios de muerte. Vinieron a buscarlo a su celda. No quiso tratos con el capellán. Dies irae, dies illa solvet saeclum in favilla En el corredor que embocaba la puerta del patio, desde el que ya se veía al verdugo manipulando el garrote, se descompuso y empezó a cagarse en Dios y en todas las ventanas del Vaticano. Su madre se me abrazó, desmadejada, rota. Giró la cara cuando lo sentaron en la silleta. —Me lo van a matar, Manuel, me lo van a matar. Antes de morir, Evaristo miró a su madre con unos ojos de tristeza oceánica. r etorno diccionario de la resistencia 60 Volví al pueblo una mañana de septiembre bajo un aguacero inclemente, después de treinta años de ausencia. Tan injustificada como mi regreso de ahora. Así que, cuando Miguel Sebastián me encontró en la calle Mayor, con la maleta mugrienta de quien regresa vencido, su pregunta me resultó familiar. Fastidiosamente familia. «¿Qué has venido a hacer? ». Ignoré o no quise responder. Seguí mi camino, calle arriba. Al llegar a casa de mis padres, levanté los ojos al cielo plomizo un instante, escupí y empujé la puerta con determinación. Encontré a mi madre sentada en la misma silla en la que hacía treinta años le había dicho que me iba de aquel pueblo de mierda, que los hombre como yo necesitábamos respirar el aire de las ciudades bulliciosas. «He vuelto, madre». Hubo un silencio largo y espeso. Sin volver la cabeza, le oí decir: «Anda, cámbiate esa ropa y tómate el café con leche; que frío solo sirve de purga». Entonces supe que ella estaba llorando. Por la tarde escampó y los pájaros volvieron a los tejados y al tendido eléctrico. El pueblo olía a enredadera y tierra mojada. Se oyeron los primeros gritos de los niños jugando en la plaza. El trajín de martillazos contra hierros y maderas que anunciaba la fiesta me echó a la calle. El anochecer me sorprendió en el parque en el que tantas horas había pasado en mi adolescencia. Afortunadamente, no lo habían cambiado demasiado. Ni siquiera se habían tomado la molestia de decapitar la ridícula escultura de aquel mamarracho que nunca logró reinar más allá del estricto territorio de la arboleda. En esa hora, septiembre tiene algo mágico bajo los pinos, pero comenzaba a refrescar y, aunque a lo lejos el campanario de la parroquial iluminado recordaba que oficialmente vivíamos días de júbilo, yo estaba cansado. Me subí las solapas de la americana y decidí irme a dormir. Lo necesitaba. Me despertó el estruendo de los petardos. Después las campanas voltearon el aire limpio del mediodía y la calles fueron llenándose de gente que arrastraba migrañas y ardores de estómago con más o menos dignidad. Salí a la calle y me acerqué a las Cuatro Esquinas, donde siempre había visto pasar las reses. Me sentí observado. «Ha vuelto el pequeño de El Esquilador», «Dicen que se echó a perder por una mujer», «Estuvo en la cárcel por rajar a un hombre». No me habían olvidado del todo. Me halagó. El olvido es la muerte más canalla. De pronto, un zambombazo seco hizo un breve silencio y, rápidamente, un hervidero de mozos comenzó a dar saltitos nerviosos, intentando adivinar si hoy bajaban todos los animales juntos o los más temerarios había conseguido cuartear el pelotón de las vaquillas. Aquella agitación duró lo que dura la vida. Apenas nada. Cuando la calle fue vaciándose lentamente, me acerqué a la plaza donde había estado la casa de mis abuelos, convertida hoy en una oficina bancaria. Allí la gente aplacaba la sed y la gazuza con cerveza helada y patatas picantes, bajo los toldos que los mesoneros levantaban para que los parroquianos no se desmadejaran en aquellas horas del mediodía ardiente. Estuve callejeando sin rumbo por los alrededores de la iglesia. Me fui llenando de melancolía y de amargura. Noté pastosa la boca. Al torcer la esquina de la calle La Torre me encontré en aquella plazoleta donde salíamos a jugar en el recreo, cuando iba al parvulario. Una mujer bordaba un mantel, diccionario de la resistencia sentada en una silla de enea. A su lado había una silla vacía. A pesar de los años, conservaba una belleza serena. Cuando levantó la mirada, seguramente, por la saludable costumbre de desear buenas tardes al paseante, la sangre se me agolpó en los pulsos. Ella también se agitó, presa de una turbación casi olvidada, podrida en sus entrañas hacía treinta años. «Siéntate. Te he sacado una silla. Como todos los días» . Quise decir algo, unas palabras —aunque fuesen mentira— que me evitaran la zozobra; pero María me acarició suavemente los labios con aquellos frágiles dedos que no me cansaba de besar cuando fuimos novios. «No digas nada. No estropees este instante con palabras inútiles». La tarde se nos escapó de entre las manos. Hablamos poco. Malgastamos el tiempo abrasándonos con la mirada. Anocheció por encima de los tejados y la mareta comenzó a aliviar el bochorno del día. Las campanas llamaron a la novena. Supe que mi vida iba a tener una segunda oportunidad. 61 s orpresa diccionario de la resistencia 62 Desde La Feria, al salir de la escuela, me demoraba en llegar a casa, callejeando caprichosamente, para pasar todos los días por la puerta de la paquetería La Cumbre y quedarme pegado a los cristales del escaparate, empañándolos con mi aliento, mientras memorizaba cada detalle. Eran dos figuras preciosas. De goma policromada. El perro RinTin-Tín y el cabo Rusty, corneta del Regimiento 101 de la Caballería de los Estados Unidos. Una mañana gélida de diciembre, la señora Concha salió del establecimiento y me dijo: « Pídeselas a los Reyes». Seguí su consejo. Escribí mi carta a los magos de Oriente, pidiéndoles que me las dejaran en el balcón de la casa de la calle La Palmera. Fue una carta trabajosa, de trémula caligrafía. Cuando fui a echarla al buzón, cerré los ojos con fuerza y deseé con toda mi alma que llegara antes que cualquier otra que pudiera malograr mi regalo. Comprometí mi palabra en dejar de morderme las uñas, si se cumplía mi sueño. 1963. El año nuevo entró sin presagios de las muertes célebres que iban a recorrerlo, mientras yo me consumía en ansias de que llegara la noche en que por fin podría disfrutar del pastor alemán y de su fiel compañero. El día cinco amaneció con una lluvia lánguida, ingrávida; pero, a media tarde, escampó y el cielo abrió ventana por poniente. Sin embargo, el tiempo pareció suspenderse, mientras las manecillas avanzaban inusualmente lentas en la esfera desportillada del reloj de la alcoba de mis padres. Los Reyes llegaron por el camino de las moreras desde la ciudad próxima y luego bajaron por la cuesta del Calvario hasta llegar a la plaza del Olmo, precedidos por tres heraldos con trompetas y antorchas y un cortejo de pajes que repartieron muñecas de cartón y pelotas de goma a los niños pobres del pueblo. A mí me dio miedo aquella troupe casi grotesca de personajes con caras tiznadas y disfraces hilvanados primorosamente por las chicas jóvenes de la Sección Femenina. Por eso, cuando la comitiva se fue acercando a nuestra casa, me refugié en el regazo de mi abuela hasta que los últimos músicos giraron la esquina Ferrater, camino de la parroquial. Luego, súbitamente, corrí hacia las escaleras que subían a la cambra, donde mi abuelo preparaba todos los años agua, maíz y algarrobas para las caballerías del séquito real. Me preguntaba entonces cómo harían los caballos y dromedarios para subir a los tejados y trajinarlos sin quebrar las tejas. Bajo una pera de luz amarillenta estaba el lujoso envoltorio de mi regalo de Reyes. RinTin-Tín y el cabo Rusty. Me acerqué muy lentamente, temiendo romper la magia del momento, sin apenas respirar. Me arrodillé y, antes de rasgar el papel de colores, miré a mis padres y a mis abuelos que me observaban sonrientes desde el quicio de la puerta. No sé qué palabra habría acudido a mi boca si alguien me hubiera preguntado por el tipo de emoción que sentí. Hoy sé que fue sorpresa. Una sorpresa agridulce, si he de ser absolutamente sincero. El papel no ocultaba ni a un inteligente pastor alemán ni a su inseparable compañero de aventuras. Y eso supongo que tuvo, en aquel minuto, el sabor amargo de los sueños incumplidos; pero, casi sin tiempo de fracturas, ocupó su espacio un dulce perfume de madera recién pintada que me hizo olvidar la decepción, el enojo por la torpeza de unos reyes que no habían sabido leer la carta de un niño. O, tal vez, habían sido los heraldos de los magos los que se habían equivocado y me habían dejado un fuerte precioso. Fort diccionario de la resistencia Apache. Aunque, pensándolo bien, no estaba dispuesto a presentar una reclamación por ello. Era un emplazamiento defensivo magnífico, con una empalizada de troncos milimétricamente desbastados y pulidos, enhebrados con una gruesa cuerda. Tenía una gran puerta con dos hojas abatibles, coronada por una viga sobre la que colgaba el nombre de la fortificación: Fort Apache. Casi tan famoso como Fort Laramie de Wyoming. Con su torreta de vigilancia y su depósito para el agua, su abrevadero y su sala de oficiales… Yo era muy tierno en aquel tiempo para saber quiénes eran los auténticos reyes, suplantados por la comparsa de figurantes que reclutaba el ayuntamiento entre sus afines. Aunque siempre dudé de que aquellos que desfilaban cada año bajo nuestro balcón pudieran ser los mismos que los que se habían acercado a un establo de Belén de Judá a ofrecer presentes exóticos a un niño judío recién nacido. Años después comprendí que mi padre debió de robar muchas horas de su sueño para poder construirlo. Él era panadero y el sueño en ese oficio es un bien escaso. Durante semanas, cada día, al acabar de hornear el último amasijo, debió de refugiarse unas horas en la casa de mis abuelos, donde cortó, lijó y pintó cada una de las piezas de aquel precioso fuerte que me dejaron unos reyes, que yo pensé que no sabían leer o que se habían confundido de carta. Hoy, al recordar esa emoción casi olvidada, creo que ser mago por una noche, serlo con las materias esenciales, debe de otorgar una dignidad más densa que hacerlo —como lo hice yo años más tarde— con los derrames de la tarjeta de crédito. 63 t esis diccionario de la resistencia 64 Si me pidieran que evocara un recuerdo de mis años escolares, no dudaría ni un instante. En mi memoria hay una imagen nítida y poderosa. Es lunes, 14 de noviembre de 1966. Mi primer año en la clase de don Jaime y la primera vez que voy a enfrentarme a una de las pruebas de la que tanto había oído hablar a mis amigos mayores. Hoy soy el encargado de cumplimentar el Cuaderno de Rotación. Estoy nervioso en la fila, esperando que suene el timbre de entrada. Sudo, a pesar de que la temperatura en el patio no pasa de los diez grados. Se hace eterna la espera; aunque por un instante deseo que no suene nunca ese timbre que me arrojará a la palestra sin misericordia. Pero el timbre suena. Entramos. Silenciosos. Dóciles. Entrenados para obedecer. En la pizarra ya está escrita la fecha. El alumno encargado observa la temperatura exterior e interior y las registra: nueve grados y medio; catorce grados. El maestro anota con caligrafía preciosista la consigna que ocupa una de las pizarras : «Sé magnánimo». Breve. Contundente. Inescrutable, para mí que tengo apenas nueve años. Don Jaime me llama a su mesa. Me acerco con temblor en las piernas y recibo ceremonialmente el Cuaderno de Rotación, como si fuera uno de los pergaminos de la Biblioteca de Alejandría. Dispongo los útiles sobre el pupitre. Anoto la fecha y las temperaturas. Saco de mi cartera un cuadernito delgado donde he ido dibujando modelos de letras capitales y pongo un título colorido: CONSIGNA. Luego escribo con trémula caligrafía: «Sé magnánimo». Y copio, con extrema atención para no cometer alguna falta que me haga ganar una reprimenda o un cachete, o ambas cosas, el breve texto con el que don Jaime intenta explicarnos el críptico mensaje que oculta aquella oración imperativa de tan solo dos palabras. Luego la rutina escolar hace que la mañana transcurra pasando al cuaderno el problema de Aritmética, el análisis gramatical, sintáctico y morfológico —La bandera ondeaba a media asta en el balcón del Gobierno Civil— y el dictado ortográfico. Para acabar la jornada, en el silencio claustral de la tarde, he de copiar un texto conmemorativo: El Día del Dolor —El próximo domingo, 20 de noviembre, se cumple el 30 aniversario de la muerte de José Antonio Primo de Rivera— texto que ilustro con un dibujo de la Enciclopedia Álvarez. Una cruz, que surge de entre una nube, rodeada de estrellas —El Frente de Juventudes recuerda en este día al fundador de la Falange y a todos aquellos que dieron su vida por Dios y por España—. Punto final. Firmo y rubrico. Me acerco a la mesa del maestro, que corrige un par de errores sin demasiada entidad, deslizados a pesar del esmero. Y estampa su firma en rojo junto a la mía. He sobrevivido al Cuaderno de Rotación. Tal vez, os preguntéis qué eran los Cuaderno de Rotación. Y, sobre todo, por qué me empeño en hablaros de los Cuadernos de Rotación. A la primera pregunta respondo sin rodeos. Los Cuadernos de Rotación que yo conocí eran cuadernos escolares en los que se reproducían algunas de las tareas de cada jornada, elegidas con intención, y que eran ejecutadas diariamente por un alumno distinto, evitando generalmente a aquellos que mostraban más dificultades con la caligrafía. Esos cuadernos eran una prueba material del transcurso del tiempo escolar, daban testimonio del día a día del aula y servían a los inspectores para escrutar si se cumplían fielmente las prescripciones, especialmente las referidas a las enseñanzas religiosa y patriótica. Para responder a la cuestión de mi empeño he de acudir a mi biografía. Hace años recibí un regalo inesperado que conservo como un tesoro: una colección de los Cuadernos diccionario de la resistencia 65 de Rotación del maestro don Jaime Ramón y Porcel, mi maestro, que recogía el trabajo cotidiano de sus alumnos, de nosotros, desde 1963 hasta 1971. Disponer de prácticamente la totalidad de los cuadernos elaborados por los alumnos de un mismo maestro durante siete cursos es un privilegio infrecuente que me ha permitido rastrear cómo se habían trasladado a los rituales cotidianos de una clase concreta los importantes cambios legislativos que afectaron al sistema educativo español de aquellos años. Haber sido uno de aquellos alumnos que cumplimentamos páginas y páginas con textos patrióticos, dominicas, análisis sintácticos y morfológicos me animó a formular una serie de preguntas. Lo reconozco. ¿Eran los cuadernos testigos fieles de los programas oficiales?¿Cómo explicar que, en un momento del franquismo en el que el ardoroso discurso de los primeros años tras su victoria iba siendo sustituido por otro de cariz más tecnocrático, la escuela siguiera siendo un ámbito tan poderoso de inculcación ideológica, si tenía que fiarme de lo que reflejaban aquellos cuadernos? ¿O acaso se trataba de una práctica discrecional, propia del posicionamiento ideológico de una maestro concreto y no podía considerarse representativa de la escuela española de la década de los sesenta? Y, en definitiva, ¿se pueden utilizar los cuadernos escolares como documentos relevantes en la construcción del discurso histórico sobre la escuela? Demasiadas preguntas. O pocas. Lo cierto es que los cuadernos escolares —cada día estoy más convencido de ello— nos permiten un acercamiento muy certero a la vida cotidiana del aula. La información que nos proporcionan es valiosísima, porque se trata de un producto artesanal elaborado en el seno mismo de la escuela de la mano de alumnos, bajo la dirección y supervisión de maestros, lo que garantiza que lo que en ellos queda reflejado forma parte de la cultura socialmente legitimada en el momento de la escritura. Sin embargo, hay que andar con mucho cuidado, porque existe el peligro cierto de desdibujar el uso real de esos cuadernos. Nuestra desvaída memoria nos puede traicionar, trasladando falsos recuerdos y emociones a un escenario equivocado. Siempre es el paisaje concreto en el que se produce el proceso de enseñanza y de aprendizaje el que da sentido a las actividades que en él se suceden. Nunca al revés. Además nos ha de quedar claro que podemos rastrear en los cuadernos los mecanismos de transmisión ideológica, pero eso no nos va a dar la certeza del grado de eficacia conseguida. La confusión entre lo escrito, lo enseñado y lo aprendido puede llevarnos a cometer errores de bulto. Muchos maestros de aquellos años, humillados, atenazados de miedo —sin ningún género de dudas— ordenarían dejar por escrito en los cuadernos aquello que los guardianes de la ortodoxia esperaban encontrar. Una observación especialmente pertinente en lo referido a los Cuadernos de Rotación que fueron utilizados durante la escuela del franquismo como instrumento de control ideológico. Siempre podemos albergar la duda razonable de que lo reflejado respondiera más al currículo prescrito que al realizado. Es evidente que los cuadernos filtran las tareas que figuran en sus páginas. No muestran todo lo que ocurre en la clase. Hay contenidos y actividades que, deliberadamente, se excluyen. Se construye una crónica, un discurso intencionado en el que se selecciona una serie de contenidos y de prácticas; pero no nos aportan información acerca de lo que se aprendió ni del grado de interiorización conseguido, porque quienes hablan a través de la escritura no son los alumnos. Casi todas las voces que escuchamos, ocultas bajo los textos, son una sola voz: la voz del maestro que dicta a los niños un relato interesado a través de escrituras vigiladas, para que lo copien mecánicamente y, en ese sentido, el análisis de los cuadernos no puede utilizarse tanto de barómetro de la inculcación ideológica conseguida como de prueba de la inculcación inducida. Esto lo dejo escrito para público escrutinio. u topía De las utopías del alma, la que más admiración me causa es la que confía en que habrá un día en que todos, al levantar la vista, veamos un tierra que ponga libertad. La misma fe, el mismo hálito recorre las últimas palabras del presidente, pronunciadas mientras los sables chilenos manchaban de sangre y de vergüenza hasta la última piedra del palacio de La Moneda. «Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor». 66 En este país, que tanto me duele y al que tantos males aquejan y sobre el que tantos diagnósticos se formulan, hay una cierta tendencia a describir nuestros quebrantos en términos clínicos. Nuestro fracaso se atribuye con cierta frecuencia a los males de la raza. Somos así y así seremos. No hay vuelta de hoja, ni solución posible. Hay tertulianos, por el contrario, que expresan la cuestión en términos diferentes: siendo como somos de buen encaste, los españoles y españolas no acabamos de despertar de nuestro letargo debido a los males de la nación. No somos nosotras ni nosotros quienes estamos enfermos. Es España la que se nos muere. La corrupción, el clientelismo, el centralismo excluyente, el separatismo periférico, la burocracia, el biparditismo, la inmadurez de nuestra cultura democrática y un largo inventario de síntomas de esa enfermedad terminal se enumeran por esas mujeres y hombres que tanto saben y que pasan su vida de feria en feria, como vendedores de mantas, proclamando sus diagnósticos por los platós de las televisiones y los estudios de radio. Aún hay quienes describen la patología en términos de ausencia de un discurso que sea capaz de expresar nuestra identidad como pueblo o de la inexistencia de una narración compartida acerca del concepto Patria. Finalmente, están los optimistas bien informados; es decir, los pesimistas. Estos ofensivos irregibles consideran que ni la raza ni la nación tienen cura posible. Es la nuestra y la de nuestro país una enfermedad sin cura. Nos morimos irremediablemente y lo único sensato que podemos hacer ante ese descorazonador escenario es vivir cada día como si fuera el último, sin malgastar energías construyendo futuros que no tiene ninguna garantía de llegar. De entre quienes albergan alguna esperanza en que algo puede hacerse, el grupo más numeroso sigue manteniendo ilusión en la aparición de un caudillo redentor, de un cirujano de hierro al que no le tiemble la mano —es verdadera devoción la que tienen por la expresión muchos de nuestros políticos— para sajar los miembros cancerados y conseguir salvar, de esa manera, el resto del cuerpo. diccionario de la resistencia Marcuse, en El final de la utopía —un libro que conocí a través de la traducción al castellano que hizo Manuel Sacristán para la editorial Ariel en 1968— planteaba que era técnicamente posible la erradicación de la miseria y la opresión. Lo único que se oponía a la realización de esa vieja utopía era la organización sociopolítica de nuestro mundo. Tal vez, a ustedes les parezca una perogrullada. A mí, no. Al acostarme, el ángel se acercó a la cabecera y me susurró al oído: « ¿Imaginas un mundo sin dioses que exigieran sacrificios onerosos, sin patrias a las que poder apelar para justificar muertes innecesarias, sin reyes ante los que jurar en vano obligatoriamente? ¿Un mundo en el que el saber se repartiera y compartiera generosamente, a manos llenas, en el que el poder radicara no en quien te amedrenta sino en quien reconforta tu alma con delicadas palabras? ¿Un territorio de gracia donde la emoción no tuviera que ocultarse como síntoma de flaqueza, donde el llorar fuera señal de valentía y la fortaleza brotara de la compasión y la misericordia? ¿ Imaginas un mundo sin escándalos del hambre, sin sedientos de luz y manantiales, sin pobres de espíritu y sin pobres de nada ni nadie? ¿Imaginas un mundo así? ¿ Te lo imaginas?». El ángel siguió con sus preguntas, pero yo ya no lo oía. Entré en un sueño profundo. El sueño de los justos. Al despertar, el ángel seguía preguntándome: «¿Te imaginas un mundo..?». Le sonreí con timidez.« Sí, lo imagino desde que era un niño». El ángel me miró con ternura: «Pues, sal a la calle y agita la mañana, que todo es posible y queda mucho por hacer». Luego el ángel alzó el vuelo. Y se fue para siempre. diccionario de la resistencia Otros confían que la regeneración solo puede venir de una minoría selecta, una elite, un gabinete de hombres sabios que guíe paternal y eficientemente a las masas. Que gobierne para el pueblo pero sin el pueblo que es, por definición incapaz de saber lo que realmente le interesa. Una tercera solución es la que confía el remedio a nuestros males a la generación nueva que se anuncia. Y es ahí donde la utopía educativa cobra un papel fundamental. Es en este contexto donde adquiere todo su sentido el discurso pronunciado por don Gregorio, el maestro de La lengua de las mariposas, en el acto de homenaje por su jubilación. «Si conseguimos que una sola generación crezca libre, tan sólo una sola generación, ya nadie les podrá arrancar nunca la libertad, nadie les podrá robar ese tesoro». A él no le dieron tiempo de comprobar lo acertado de su pronóstico. Sus verdugos sabían que tenía razón y por eso él, como muchos maestros y maestras de aquella Edad de Oro de la educación española, acabaron con un tiro de gracia en las cunetas o en los paredones junto a las tapias de los cementerios. Envenenaban — según los malditos salvadores de la patria— el alma de las niñas y los niños con ideas turbias sobre la libertad y eso no se podía permitir. 67 v erano diccionario de la resistencia 68 Es una noche calurosa de julio. Tengo doce años. He acabado primero de Bachillerato en Segorbe sin sobresaltos, tras un pequeño tropezón a principios de curso. Ayudo por las noches en la panadería. Las puertas del obrador están abiertas. Mi padre ha descolgado por la ventana de mi habitación el cable de la antena y ha colocado el televisor Unic con su estabilizador en una plataforma de madera, improvisada encima de la formadora de barras Subal, el buque insignia de la maquinaria de La Palmera. La pantalla es granulosa. Apenas puedo distinguir las caras de Rock Hudson y Doris Day, entre sus chispeantes diálogos que llegan con nitidez. La noche promete ser larga. El pueblo está animado. Las calles, inusualmente bulliciosas a esas horas. Las pandillas de veraneantes suben y bajan a La Glorieta, haciendo tiempo, aprovechando esa tregua sagrada que les ha regalado la Historia, para robar un tímido beso al final de la penumbra de la pinada. Elvis Presley nos había sorprendido con In the getto y ahora estábamos esperando una nueva sorpresa que iba a marcar nuestras vidas. De pronto, comenzaron a verse imágenes lechosas que eran comentadas por la voz engolada del joven corresponsal TVE en Nueva York. Mi padre apagó la amasadora y los tubos fluorescentes. Vimos a un ser extraño, enfundado en un aparatoso traje blanco y con escafandra, bajar ceremonialmente por la escalerilla del módulo Eagle. Y cuando puso pie en la Luna, comenzó a dar saltos como un niño travieso, mientras Hermida nos taladraba la cabeza con su prodigiosa verborrea. «Este es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad». Algún escribidor de discursos se inventó esta frase para construir una narración solemne de la fecha. Yo la única que escuché fue la de mi padre: “¡Hale, ahora habrá que apitarse, que hemos perdido mucho tiempo y llevamos la faena atrasada!”. Y dejamos a Amstrong dando brincos por el Mar de Tranquilidad, mientras el señor Ladislao y yo continuamos amasando hogazas y vienas en el viejo obrador de la calle Navarro Reverter. Pero supe que aquella noche la recordaría muchas veces a lo largo de mi vida. Y no me equivoqué. Ahora sé que no me equivoqué. w hatsApp - LOBO: ¿ Qué haces esta tarde, Caperucita? - CAPERUCITA: Mi madre se abuela una tarta de pasas y nueces. 20:13 ha empeñado en que le lleve a mi Es diabética. 20:14 - LOBO: ¿Tú madre o tu abuela? 20:14:30 - CAPERUCITA: ¿Te he dicho ya que eres muy gracioso? diccionario de la resistencia Perrault revisited 20:14:45 - LOBO: Venga, no te cabrees. Es broma. ¿ Dónde vive tu abuela? 20:15 - CAPERUCITA: Al otro lado del río, al final del camino de las moreras. 20:15:30 - LOBO: ¿ Quieres que te acompañe? 20:16 - CAPERUCITA: La última vez te pusiste desagradable. ¿ No lo recuerdas? 21:17:30 - LOBO: ¡ Fue una simple broma, sólo quería asustar a tus amigas! ¡ Son un poco ñoñas!¡ 21:18 69 Bah, no seas rencorosa! - CAPERUCITA: ¿Una broma? ¡ Casi les baja la regla...! ¡ ¡Ja,ja,ja!...Bueno, está bien. Quedamos a las cinco, en la puerta del hospital que hay antes de cruzar el Puente Colgante. Sé puntual. Chao. 21:19 - LOBO: ¡ Lo vamos a pasar genial! 21:20 - LOBO: ¡ Oye, una cosita...! ¿ Esta vez vas sola? - CAPERUCITA: Sola, ¿por qué lo dices? o 21:20:30 21:00 - LOBO: Por nada. quiero darte una sorpresa y me da mal rollo si están tus amigas. 21:01 - CAPERUCITA: ¡ Eres bobo! ¡Me has hecho ponerme roja! - LOBO: ¡ Pues ya verás cuando te dé la sorpresa! ¡Jijiji! 21:02 21:01:30 ....... MORALEJA diccionario de la resistencia Caperucitas, cuando estéis en edad de merecer, desconfiad de los lobos lisonjeros — en las redes sociales hay muchos de trato delicado y tierno, con palabras seductoras que os enredarán: son los más peligrosos—, de sus tramposas propuestas. Si os proponen acompañaros a casa de vuestra abuela, mandarlos al Moncayo. O a la mierda, que es trayecto más corto. Y más efectivo. 70 x3 diccionario de la resistencia 71 Ocho de abril. Hora del ángelus. La campana de la muerte llora. Llueve. Acabamos de enterrar a Rafael y llueve. Una lluvia finísima nos acompaña en el camino de vuelta del cementerio. Lluvia y lágrimas. Silencio. No ha habido palabras grandilocuentes. Nunca fuimos gente de palabras arrogantes ni de frases lapidarias, de las que se escriben o se piensan para ser dichas en estas ocasiones solemnes. Al llegar al parque, Paco ha roto el silencio. Paco siempre rompió los grávidos silencios que hubo en nuestras vidas. — ¿ Nos tomamos una copa o lo dejamos para el próximo entierro? Socarrón. Mordaz. Sabe que el ácido es lo único que disuelve el dolor. Nos vemos poco. Algunos se reúnen una vez al año, al principio del otoño. Ahora ya es una cena frugal en la que se habla de la próstata y de la mierda de mundo que hemos dejado a nuestros hijos. Pero los demás solo nos vemos cuando hemos de enterrar a uno de los nuestros. Primero fueron al padre o a la madre. Ahora, ya vamos cayendo nosotros. Rafael es el tercero que hemos enterrado. Lo esperábamos hace tiempo; pero eso no hace menos doloroso el desgarro. Fui a verlo hace un mes. Me resistía. No me gusta ver la cara de la muerte. Supongo que a nadie. A mí no me gusta. Nada. Y ahora que está muerto, creo que no me hubiera perdonado no haberlo hecho. Ni él. Ni yo. Puedo vivir con mis reproches, pero no con los de un muerto. El parque apenas ha cambiado en estos últimos cuarenta años. Los pinos combados, los rosales, las madreselvas. El monolito que recuerda a un rey que no reinó. Y el bar. Recuerdo una vieja fotografía en la que se ve el kiosco que hubo antes. Es verano. Hay mucha gente sentada en sillas de anea bajo los cañizos que matan el sol del mediodía, mientras los más atrevidos se quitan el calor nadando en las gélidas aguas de la inmensa balsa que se construyó al acabar la guerra. Pero yo apenas lo recuerdo. Y lo que recuerdo ya no sé si es material de derribo que regurgita mi memoria o lo he hilvanado a partir de las imágenes que he visto después. Lo que sí recuerdo es la noche que inauguraron el nuevo Bar Restaurante Parque Municipal. Con su letrero de neón y sus inmensas cristaleras que se abrían a la terraza donde colocaron la máquina de discos. La vieja máquina de discos. De pronto, diluvia. Apuramos el paso. Corremos lo que nos permite el viejo cascarón. Y aun así llegamos mojados. Divertidos. Como si la lluvia se hubiera llevado por un momento la congoja por el amigo muerto. Nos acomodamos en una mesa desde la que vemos la piscina de aguas verdosas. Hasta la noche de San Juan estará cerrada. Súbitamente, me veo sumergido en sus aguas, a punto de ahogarme, agarrado al cuello de Carlos al que no dejo bracear. Voy a morir de una forma estúpida y nadie me salvará porque todo parece una broma de adolescentes sin desbravar. Pero al final el ángel de la guarda, mi dulce compañía, despierta bruscamente, se sacude la modorra y zarandea a un bañista que se tuesta al sol para que se lance al agua y nos saque y nos libre de una muerte ridícula. Y ahora ese recuerdo enhebra otro. Es la alcoba de mis padres. Con su armario de luna y un cuadro sobre la cama. Es un jardín o un bosque. No; es un jardín con grandes maceteros y surtidores de agua, lleno de violetas y otras flores que no sé distinguir. Y palomas que zurean y vuelan en el azul límpido de la mañana. Cuatro niños juegan. Bueno, dos niñas y dos niños. Alegres, divertidos, ajenos al peligro que corren. Uno de los niños lleva los ojos vendados y está acercándose peligrosamente a una zanja, un hoyo o una poza. No recuerdo bien. Caerá si nadie lo remedia y su sonrisa se borrará inesperadamente con el diccionario de la resistencia 72 sobresalto, mientras sus amigos se burlarán sin malicia. Pero alguien lo evitará. Su ángel custodio, de cabellera rubia y dulce sonrisa, lo protegerá de toda perturbación. Es demasiado niño para que su vida se trunque. Trato de concentrarme en el diálogo, bullicioso, atropellado. En eso apenas hemos cambiado. Jorge intenta sacarnos de la cabeza la imagen cadavérica, irreconocible, del amigo muerto, y tira de archivo. Otra cosa no, pero memoria tiene. De tísico, que le gusta decir a él. Yo nunca entendí muy bien por qué decía eso; pero ahora ya es demasiado tarde para preguntárselo o me da lo mismo saberlo. — ¿ Os acordáis cuál era la X3? — ha preguntado a bocajarro, señalando la vieja máquina de discos que sobrevive, de manera misteriosa y en silencio, en la terraza, a pesar de las mudanzas que ha sufrido el local. — No vengas con mandangas. Es imposible que te acuerdes — Víctor se burla sin demasiada convicción, porque Jorge siempre fue capaz de recordar cosas inverosímiles. Misericordiosos. Son sus ojos misericordiosos. Los ojos de la Virgen son misericordiosos. Estas cosas se las sabía Jorge con apenas seis años. Así que, cuando don Ramón, el ecónomo de la parroquia, se acercó a la escuela para tantear cuántos niños estaban maduros para recibir el Pan de Ángeles, no hubo ninguna duda. Jorge la tomaría a finales de mayo, aunque fuera un poco tierno. Y, además, leería en público la ofrenda colectiva. Llegará a ser un buen obispo, dijo don Ramón, muy serio, cuando fue a hablar con su madre. Gestas y Dimas fueron los dos delincuentes galileos que crucificaron en el Gólgota junto a Jesús, Rey de los Judíos. Esas cosas y otras se las sabía Jorge. Y las soltaba de sopetón, pero sin vanidad. Que supiera cuál era el disco que caía sobre el plato cuando echabas una moneda y pulsabas X3 no era un despropósito. Por eso Víctor se burla con la boca pequeña, porque no sabe si quiere que se nos oree la cabeza o es que el hijoputa lo recuerda de verdad. — I can’t live if living is without you, i can’t live, i can’t give any more — y gesticula cómicamente, imitando a Nilsson, con quien conocimos los dulces abismos de la carne trémula, en aquellas eternas tardes de agosto. Los pocos clientes del bar nos miran divertidos. — A mí me gustaba más la canción de Cowboy de medianoche. ¿Cómo era…? — al final, han conseguido que me meta en la conversación. Lo cierto es que fue una canción que me acompañó muchos años y que, después, había desparecido de mi vida hasta aquel mediodía. — Everybody’s Talkin’ — apenas me deja terminar la pregunta. Jorge me mira divertido —Voight y Hoffman se salen. ¿Tomamos otra?— da carpetazo. No le interesa que nadie se quede atrapado en la melancolía. — ¿Funciona todavía? — el camarero que trae la bandeja llena de copas de cerveza no entiende mi pregunta — La máquina de discos, ¿ funciona ? — La verdad es que desde que trabajo aquí nunca he visto que funcionara. La gente se acerca, curiosea; pero dudo que funcione. Sé que es la original que instalaron cuando inauguraron el local; pero no sé nada más. Puedo preguntarlo, si desea. — No importa. Era pura curiosidad. Supongo que, después de tantos años, será una reliquia. Casi como nosotros — y, sin quererlo, se me escapa un dejo de nostalgia. — Venga, Miguel, no nos toques las pelotas; que a ti siempre se te ha dado bien eso de tocarnos las pelotas — el camarero se retira discretamente. Para quien no lo conoce, el tono de Paco es poco amigable. Para nosotros, es el tono de Paco. — ¿ Qué año era aquél? — tampoco yo estoy dispuesto a que la conversación se cebe en mis rarezas. Así que le lanzo el anzuelo. — 1972. Como si fuera hoy mismo lo recuerdo, podría decirte lo que pasó aquellas Pascuas — contesta sin apenas tregua. Está claro que Jorge disfruta en ese territorio mitad ciénaga, mitad paraíso —. Fueron las Pascuas de Merche y Vicky ¡ Qué buenas estaban, dios! Y como alguno pone cara de haber olvidado, saca toda la artillería. 73 — Miguel seguro que sí recuerda a Merche y a Vicky; sobre todo, a Merche. ¿Verdad, Miguel? — y me mira como si adivinara que en ese mismo momento yo puedo evocar misteriosamente aquella mirada tan conmovedora que me turbó la sangre de los quince años. — He de confesarlo: has conseguido remover recuerdos casi olvidados — digo teatralmente — Pero, sí, claro que me acuerdo de Merche. No sé si podría reconocerla si mañana nos cruzáramos en la calle; pero su imagen de aquellos días es nítida en estos momentos. ¿Cuánto hace de aquello? ¿Cuarenta años? ¡Han ocurrido tantas cosas desde entonces! Y casi todas tan impensables en aquellas pascuas en las que nos magreábamos — ¿os acordáis? — ¡mientras sonaba Pedro Ruy Blas! — ¡A los que hirió el amor: B4! — Jorge está exultante. O casi borracho. Sigue lloviendo. Paco ha propuesto quedarnos a comer en aquel bar en el que tantas veces lo habíamos hecho. — El día está perdido — ha dicho con ese tono entre cómico y solemne que lo hace reconocible a pesar del deterioro físico. Ha habido algunos intentos de excusarse, de buscar pretextos; pero no ha dado opción. Lo ha convertido en una cuestión de honor y nadie se ha atrevido a desdecirle o, simplemente, todos teníamos ganas de pasar unas horas juntos, porque nos daba miedo quedarnos a solas frente a frente con la muerte del amigo. Oculto un detalle en la conversación. No quiero airear una confusa emoción que todavía no acabo de digerir. Cuando vine a ver a Rafael —¡apenas hace un mes¡—, le pidió a Pilar que nos dejara a solas, después de hacerle traer una caja metálica decorada con paisajes orientales. Una vez que estuvo seguro de que no nos oía, la abrió y extrajo un sobre amarillento con un sello morado de los de Franco. De dos pesetas. Era una carta de Merche que había guardado estos cuarenta años. Era una carta de amor para mí. De un amor tozudo e imposible, de un amor que solo puede sentirse a los trece o a los quince años. Rafael me pidió perdón por no habérmela entregado hasta entonces. — No quiero morirme con esta losa sobre mi conciencia— dijo entre mis protestas. No sé qué habría sido de mi vida si me la hubiera dado a tiempo. Tampoco eso ahora tiene demasiada importancia. Pero cuando la leí, no pude dejar de evocar aquellos meses en que me enamoré perdidamente de aquella muchacha. Y hoy, es Jorge quien la ha vuelto a invocar. ¿Existe el azar? No sé. Lo cierto es que llevo un mes en el que mi memoria diccionario de la resistencia — ¿ Cómo puedes decirme que no te acuerdas de Merche y de Vicky? — le reprocha a Víctor . Y entonces ella cobra carta de naturaleza en alguna región devastada de mi memoria. Pascua. Alegría de vivir. Y junto al de ella llega hasta mí el recuerdo emocionado de mis padres, ya muertos. Los veo en el obrador de la panadería, bregando la tarde del Jueves Santo con las delicadas masas de los panquemados y las ensaimadas, mientras el aroma de las tortas cristinas recién hechas se adueña del aire de la Plaza del Árbol. En los años setenta, la Semana Santa todavía conservaba el rigor de una recordación seria de la muerte de Cristo, crucificado en un madero como un vulgar delincuente judío. Adustos, graves, herederos de un silencio antiguo, los denarios procesionaban con sus hachones de cera por las calles abarrotadas de rostros igualmente adustos. Y en este punto exacto de la evocación, aparece también la imagen poderosa de mi abuelo en su ataúd, vestido de cofrade. Muerto dicen que es igual que su madre, Carmen la Rezadora. Es la cantilena que escucho durante el velatorio. La vida y la muerte extrañamente abrazadas en esta evocación emotiva, inesperada. Vivir tan cerca de la muerte, convivir con ella cada día desde hace tantos años me ha hecho mirar con otra mirada la vida. Solo pido que yo no acabe desmadejado. Que nadie tenga que cambiarme los pañales y limpiarme el olor a orines y a mierda. No es justo. Ya he pagado mis culpas teniendo que hacerlo con mi padre cinco años. No es justo, no. Pero mi cabeza se está alejando de la conversación. He de esforzarme por apartar estos sombríos barruntos. Y aferrarme al centro de gravedad. Merche y Vicky. Verano del 72. diccionario de la resistencia 74 zigzaguea por aquellos días en los que ella estuvo en mi vida. Y no encuentro el sentimiento que ponga nombre a esta desazón. — ¡ Como en la guerra cruel perdieron el amor, juraron que jamás tendrán otra pasión! — Jorge tararea con la evidencia de que el alcohol comienza su alquimia turbadora en el estómago. Apenas me da tregua. Y dudo ya si es pura fanfarronería o es que recuerda todas las canciones de aquella vieja máquina de discos. El local sigue regentándolo la misma familia que lo hacía en nuestra adolescencia. Cuando uno de los hijos — que ahora parece dirigir el negocio — nos ha reconocido, se ha acercado, ha fingido alegrarse de vernos, o lo ha hecho de veras, ha compartido algunos recuerdos de nuestras francachelas y nos ha acomodado en un comedor privado en el que suelen reunirse alcaldes y constructores de la zona. — Vosotros, no sois menos que ellos —ha dicho con retintín, antes de llamar al camarero para que nos tomara nota. Y, por un momento, hemos cerrado los ojos y nos hemos dejado conducir a la gloria. Nosotros, que entonces fuimos o creímos ser unos jóvenes tan bárbaros, hemos cedido a la seducción de sentirnos importantes. De hecho, alguno de nosotros ha disfrutado durante algún tiempo de prebendas y de sobres ciegos y de pequeños sobornos, si es que hay sobornos pequeños. Todo ha sido excesivo. La bebida. La comida. Pero, sobre todo, la bebida. Ha estado lloviendo durante toda la tarde. Y la lluvia invita a beber, a que la lengua se líe y se deslíe, se afile, se enrosque, se ensucie de veneno y envenene, a que afloren las bestias que nos habitan, a que la mala leche se cuaje y acabe por agriarlo todo. Ha sido Ángel quien ha prendido la mecha. Tiene una pequeña tienda de informática. Sobrevive a la crisis gracias a la crisis. Hay muchas empresas efímeras que duran apenas meses o semanas; pero todas arrancan dejándose parte del dinero que no tienen en ordenadores, impresoras y cartuchos de tinta; de manera que, sin apuros económicos graves, Ángel mantiene intacta esa gracia natural que le dio el Señor para despertar a los lestrigones y cíclopes que nuestras almas suelen ocultar higiénicamente. Ha nombrado a la Bestia. — Vicente, os lo están poniendo muy crudo estos chicos de Podemos. Vicente llegó a tener un cargo de cierta responsabilidad en el Partido Socialista. Pero fue acuchillado en un ajuste de cuentas entre familias y lleva varios años desnortado, hablando de los tiempos heroicos cuando toma dos copas de más. Y suele tomarlas con cierta frecuencia. — ¿ Crudos, dices? ¡ Qué va! Estos se deshinchan antes de llegar a mayo. Además, estos están financiados por la FAES. ¿No te has dado cuenta que desde que está podemos las calles se han vaciado? La perplejidad nos ha dejado mudos. Él se ha venido arriba. — Esto es un operación de ingeniería política de…¿ cómo se llama?, Pedro Arriola, el marido de la Villalobos. — ¡Venga ya! A vosotros lo que os pasa es que os ha entrado un cólico miserere y estáis inventando teorías conspiratorias para poder dormir sin barbitúricos— Ángel ha encontrado vena y no está dispuesto a desperdiciar la ocasión — Pero, ¿ qué propuestas hacen para salir del atolladero? ¿ Quieres que te lo diga? ¡ Ninguna! ¿ Y sabes por qué? Porque no tienen ninguna. Pura palabrería. — Más o menos como la vuestra en los setenta — la picadura de mil alacranes no es capaz de reunir tanto veneno como esas palabras. — ¡ Vete a la mierda! — Vicente está herido. Sale a fumar a la terraza, bajo los toldos. Sabemos que todo forma parte de una puesta en escena muy teatral que se repite cada vez que nos juntamos. Incluso, a veces, nos divierte; pero hay algo en el aire que anuncia una tormenta inesperada. Bastará una palabra inoportuna para provocarla. diccionario de la resistencia 75 — Seguro que Miguel sabe mucho de lo que se cuece en Podemos. Él siempre ha estado muy próximo a las fronteras del sistema. Y Bruno la ha provocado. Bruno me ha provocado. Sí, aquel Bruno que leyó antes que nadie a Marcuse y a Foucault, que nos ofrecía hierbas y licores sofisticados y que luego dio un sonado braguetazo con la hija de un afamado falangista y acabó olvidándose de Marcuse y de Foucault. O peor, comenzó a citarlos solemnemente en esas cenas que nos convocaban anualmente para comprobar el lento deterioro de nuestras vidas. Bruno se ha atrevido a poner el dedo en alguna herida de las que cauterizan mal o, simplemente, nunca se cierran. Y he estallado. — ¿Sabes lo que nos pasa, Bruno ? Que como un día nos levantamos y nos miramos al espejo y comprendimos que no habíamos sido capaces de cambiar el mundo, hemos comenzado poco a poco a cambiar nuestra manera de hablar de él, para que la cabeza no se nos reviente en mil pedazos; pero, reconócelo: tu máxima audacia fue la de descorchar una botella de champán barato cuando los de ETA hicieron volar por los aires el Dodge de Carrero. Y me adelanto a decirlo, yo tampoco hice mucho más. No tuve huevos para dejar a mi padre con su floreciente negocio y echarme al monte a hacer la revolución. Sí, es cierto, tenía carné, como tú; pero no hicimos nada memorable. El general se nos murió de viejo, entubado, cuando le salió de los cojones al equipo médico habitual. Así que no podemos ponernos medallas. Reconócelo, Bruno. Nosotros hemos llegado tarde a casi todo. Lo digo sin amargura. Cada uno vive el tiempo que le toca vivir. Conviene que no lo olvidemos para poder envejecer con dignidad… Y apuro de un trago el orujo que queda en la copa. Hay un silencio incómodo cuando acabo de hablar. Y me doy cuenta de que estoy borracho, de que todos estamos borrachos y de que ha sido una torpeza esta comida sin las mujeres. Siempre que en nuestras vidas hemos decidido hacer cosas sin ellas hemos acabado borrachos o embroncados estúpidamente. — Pues a mí, si quieres que os sea franco, Julia Ann me sigue poniendo potroso — de nuevo, Paco ha quitado hierro, nos ha hecho reír un instante por encima del rictus agrio; pero la herida abierta tiene mala encarnadura. Reconozco que no ha sido elegante por mi parte esta soflama; pero Bruno me desquicia, no soporto a ese fantoche que en algún momento de mi vida fue mi amigo y que hoy apenas reconozco. Un obeso fofo y satisfecho que gana dinero a espuertas explotando a inmigrantes, que se codea con la flor y nata de esta maldita ciudad episcopal y que los fines de semana se destroza el tabique nasal mientras evoca batallas en las que nunca combatió — ¿Y si dejáis de poneros solemnes y os dedicáis a pasar un rato con un poco de sosiego? ¡ Que a vosotros siempre os han gustado mucho las palabras mayúsculas, joder! Por favor, ¿ nos puedes traer otra ronda ? — Paco ha buscado con la vista a uno de los camareros que, al fondo del salón, seguían, divertidos y desorientados, aquella bronca inesperada. Bruno ha aprovechado una visita al lavabo para abandonar el restaurante sin despedirse. Está herido. Lo sé. Yo también lo estoy. Él me ha buscado. Yo no debí mostrarme tan desabrido, tal vez; pero vino a buscarme. Y me encontró. Sí, ya sé, lo mismo ha sido un acto rabioso, desmedido. Incluso reconozco que ha habido mucha envidia emponzoñada en mis palabras. Envidia de que mi vida no haya pasado de ser mediocre, gris, sin otros triunfos que los que nada valen en estos tiempos, mientras él ha sido reconocido —previo soborno— como empresario del año. Envidia de no haber encontrado mi camino después de tantos años mientras él sabe decir en cada momento de su vida dónde está y hacia adónde se dirigirá dentro de una hora, pasado mañana o el mes que viene. Envidia de no haber encontrado el artificio, la prestidigitación capaz de calmar mi cabeza y de hacerme encontrar el sosiego, mientras él vive en guerra con los hombres a los que maltrata cada día, pero en una dulce paz con sus entrañas. Envidia de que acabara casándose con Carmen, la novia a la que tanto quise y a la que no debí permitir que saliera de mi vida. Envidia. Maldita envidia. Cuando nos hemos dado cuenta de su ausencia, hemos sido piadosos y discretamente hemos hablado de otros temas más mundanos. Películas, viajes, aficiones recobradas o diccionario de la resistencia descubiertas. Ebanistería. Cocina de vanguardia. Agricultura terapéutica. Injertos, poda, abonado, variedades resistentes. Muchos han vuelto a sus orígenes. Otros seguimos erráticos. Somos chicos de pueblo que un día salimos al mundo, capaces, con ganas, si no de cambiarlo, sí al menos de meterle un buen meneo. Y ahora, cuando ya estamos ajustando cuentas con nuestras vidas y hemos visto que nuestra empresa era de mucha envergadura – demasiada –, hemos buscado en los rincones de nuestros adentros esas hebras elementales que nos explican. Y estamos de regreso. A la tierra anegada, al campo abierto, a las noches a la intemperie contando las estrellas o descubriendo los temblores de la anatomía emocionada. Hemos vuelto a enterrar a nuestros muertos. A boca de noche ha dejado de llover y la conversación se ha ido atemperando. Ha recobrado la justa calentura de las palabras ebrias y se ha enroscado en empresas más íntimas. Los pequeños achaques que comienzan a lastrar los mecanismos de la maquinaria. Colesterol. Diabetes. Arritmias. Bronquitis crónica — ¡Dios, cuánto hemos fumado! —. Hiperplasia de próstata. Insomnio. Barrunto de la vejez. Pero también y, sobre todo, los hijos. El mundo traidor que les aguarda. La falta de sueños. Yo me he ido abandonando al fluir de las palabras. No tuvimos hijos. Ahora lo agradezco. Entonces fue un desgarro, una más de las heridas que se abrió en mi matrimonio. Isabel acabó dejándome, harta de una casa silenciosa que se le caía encima esperando año tras año quedarse embarazada. Estoy cansado. de pronto, me siento extraño en esta reunión de viejos amigos. Solo. Me despido apresuradamente sin que les dé tiempo a que sus protestas me hagan cambiar de opinión. Una lluvia menuda me recibe mientras me alejo del restaurante. Miro hacia la terraza donde está la máquina de discos. T5. Alone Again (Naturally). Sonrío. Gilbert O’Sullivan me acompaña mientras abandono el parque al que no volveré hasta que regrese para enterrar al próximo amigo. 76 y acer 77 Todavía enredado en las últimas hebras de un sueño pastoso y dulzón, entro en la cocina. Enciendo la cafetera. Todavía quedan unos minutos para que amanezca. Sopla poniente. No hace frío a estas horas, a pesar de estar en enero. Miro por la ventana. El pueblo despierta sin prisa. Y de pronto, la veo. Al principio, me sobresalto. Abotagado por el vino que no debí beber, no acabo de entender lo que estoy viendo. Una figura desmadejada se tambalea en la calle. Podría ser un borracho, pero no hay borrachos un jueves a las seis y media de la mañana en un día de hacienda. Es una mujer. Una anciana que reconozco, a pesar de la distancia. De pronto, trastabilla y cae de espaldas sobre el asfalto, bajo la luz parpadeante de una farola. El corazón se me encoge y trepa a la garganta. Por un momento dudo si es una imagen que forma parte del sueño del que no consigo deshacerme o, realmente, una mujer acaba de caer al suelo y puede estar muerta. Arranco a correr. Voy a trompicones hasta la habitación, me enfundo los pantalones encima del pijama y salgo a la calle. Me falta el aire. Los pulsos van a estallarme. Cuando llego, respiro aliviado. Vive. Me mira desde una región desconcertada de su memoria. Consigo sentarla sobre la acera, apoyando su espalda sobre el poste metálico de la farola. Le digo que aguarde un momento. Con las prisas he olvidado el teléfono. Llamo a la panadería por error. Les digo que telefoneen ellos a la policía local. Vuelvo a auxiliarla. Y entonces me doy cuenta de un detalle que me ha pasado inadvertido. Mientras le pregunto por qué ha salido tan temprano a pasear, veo que tiene aferrado entre sus manos el portarretratos con la fotografía de su hijo, muerto en un estúpido accidente mientras jugaba, cuando apenas tenía siete años. Y recuerdo aquella tarde de hace más de cuarenta años. El infrecuente aullar de las sirenas. los gritos de desgarro en la calle. La muerte inesperada de un niño... A pesar de que se ha roto la muñeca en la caída, se niega a soltar esa fotografía, cuando yo se lo pido para que me resulte más fácil poder incorporarla. Y ese gesto me desbarata el alma. Aferrada a su recuerdo, ha preferido quebrarse el cuerpo que cortar las frágiles amarras de su memoria. Sabe que el día que no recuerde a su hijo será el último de su desgraciada vida. Stabat mater [dolorosa]. diccionario de la resistencia Stabat mater [dolorosa] Z eiss Ikon diccionario de la resistencia 78 Carlos Montero había pasado los últimos tres años de su vida recopilando miles de fotografías en un intento de construir algo así como una gigantesca imagen caleidoscópica de la memoria de la ciudad. Bodas, niños vestidos de comunión, fiestas, amigos, servicio militar, actos oficiales, ceremonias religiosas. Incluso entierros. Y, sobre todo, muchas fotografías escolares, de esas que se guardan en las cajas metálicas de galletas o en álbumes primorosamente anotados. De vez en cuando, elegía una selecta colección y la exponía en gran formato en la Casa de la Cultura. Eran muestras muy visitadas y aplaudidas, más por la oportunidad que brindaban para reconocer algún rostro familiar atrapado en un fogonazo del pasado que por su innegable calidad. Fue en la última de ellas, que Carlos Montero tituló, tal vez un poco pretenciosamente, «Memoria emocionada», en la que conoció a la señorita Orts. La señorita Orts era hija de don Alejandro, secretario del Ayuntamiento desde mediados de los años veinte hasta unos meses después de iniciarse la guerra. Era soltera y vivía en una casa con huerto en las afueras de la ciudad; una casa que había heredado de don Manuel Galdú, hermano de su madre, maestro de escuela y excelente fotógrafo. Guardaba cajas y cajas con fotografías y negativos que su tío había ido archivando con una meticulosidad casi enfermiza y que milagrosamente habían sobrevivido a los desmanes del otoño de 1936. Emocionada al reconocer en la exposición algunas fotografías de escolares que, sin duda, habían sido realizadas con la Zeiss Ikon que conservaba en una vitrina del salón, invitó a Carlos Montero a que un día se acercara a tomar café, para enseñarle el archivo de su tío que, estaba segura, iba a interesarle. Así que aquella tarde, unos minutos antes de las cinco, Carlos Montero llamó al timbre, presa de un estado que no dudó en calificar de nerviosismo emocionado. Era muy dado Carlos Montero a echar mano de la emoción para poner palabras a lo desconocido. Le hizo pasar a una galería acristalada donde ocupaba las tardes leyendo o haciendo costura y le ofreció café con unas deliciosas pastas de almendra. Hablaron mucho tiempo de su tío, de su obsesión por el orden, de las cajas llenas de copias que, como los insectos pinchados en alfileres de las colecciones de los entomólogos, componían un mosaico que era la vida misma de la ciudad de entonces. Las primeras series eran de mediados de los años veinte, cuando don Manuel tomó posesión de la escuela de la calle San Bernardo, un local modesto pero limpio, encalado y bien ventilado. Había algunas fotografías de sus primeros alumnos, posando junto a una pizarrita apoyada en un caballete, en la que figuraba la fecha. «Escuela de la calle San Bernardo nº 1. Lunes, 5 de julio de 1926»; pero, sobre todo, muchas fotografías de celebraciones: romerías, comidas familiares, posados de amigos en una boda. Tenían una calidad excepcional y podía advertirse siempre un cierto trabajo por componer una escena armónica sin que resultara forzada. Pero ninguna había conseguido pulsar esa cuerda del alma que dispara la emoción, como la fotografía de aquel grupo de hombres y mujeres en una escalinata. La señorita Orts había sacado aquella fotografía de una caja de cartón de vistosos colores, rotulada con una etiqueta un poco confusa. «1930-1936. Escuela. Excursiones. Varios». La mayor parte de las instantáneas volvía a ser de grupos con sus maestros y maestras en el centro o en el extremo de la fila superior, rodeados de niños y niñas que posaban, a pesar de la pobreza diccionario de la resistencia 79 en la que vivían, con una dignidad que sorprendía. Había otras de excursiones escolares: en un peñasco junto a un riachuelo, frente a lo que parecían las ruinas de un antiguo monasterio, recogiendo flores y plantas aromáticas. El alma de la escuela que reflejaba la Gaceta de Madrid en las circulares de la Dirección General de Primera Enseñanza de aquellos días alentaba en esas imágenes. Pero aquella foto tenía un ángel que la hacía singular y única. Y por eso captó la atención de Carlos Montero desde el primer momento. La fotografía se habría tomado probablemente en octubre de 1935. Aprovechando la escalinata de la catedral, el grupo compuso una armoniosa coreografía dispuesta en gradientes en la que resaltaba una figura, ocupando el centro de la primera fila. Tenía el porte de un tribuno patricio, elegantemente trajeado, con corbata y pañuelo de seda blanco en el bolsillo, las manos cruzadas sobre el vientre y el abrigo doblado, colgando del brazo. Con el pie izquierdo ligeramente adelantado, miraba de frente a la cámara, pero no había soberbia en su mirada; más bien, la certeza de su autoridad sobre aquel grupo de hombres y mujeres que no disimulaban la alegría de encontrarse reunidos. Aunque en esas fechas debía de haber ya barruntos de sables en algunos cuarteles, nada en sus rostros traslucía desasosiego o turbación. Había sonrisas francas y otras contenidas; algunas, incluso, un poco excesivas junto a rostros adustos, circunspectos; pero en ninguno de ellos había presagios de los días de llamas que se avecinaban. — ¿Quiénes son?— preguntó, aun sabiendo parte de la respuesta, solo para confirmar sus sospechas. La señorita Orts ignoraba las circunstancias en las que se había realizado, pero sabía que se trataba de un grupo de maestros. Carlos Montero conocía a algunas de las personas que aparecían, por otras fotografías con las que se había ido encontrando en estos últimos años. Teresa Blay, Pedro Esteve, Santiago Juste, Josefina Espada, Clara Soriano: maestras y maestros de los que empezó a tener referencias más concretas a partir del hallazgo fortuito de un rimero de papeles que fue encarpetado en un legajo con una etiqueta equivocada: Enseñanza Primaria 1936-1955; en la mayoría de los casos eran copias calcográficas e incluso borradores a lápiz de documentos de los que ni siquiera tenía constancia que llegaran a redactarse de manera definitiva. Hacía un par de años, estuvo durante algunos meses organizando la información de sus expedientes de depuración, que había solicitado al Archivo General de la Administración, tras el descubrimiento de esos papeles. Su primera intuición fue que se trataba de una fotografía de familia del magisterio de la ciudad, reunido en un acto solemne, a juzgar por su indumentaria, para un fin desconocido. La presidencia de dicha reunión recaía sin duda en ese sugerente personaje que parecía mirarlo, exigiéndole un gesto cuya naturaleza no podía precisar. Con casi toda seguridad, era un inspector de enseñanza. — ¿Podría llevármela y hacer un copia? — Puede quedársela. Estoy segura de que cuidará bien de ella. Era mucho más de lo que Carlos Montero podía esperar de aquella visita. La señorita Orts introdujo cuidadosamente en un sobre la fotografía y lo acompañó hasta la puerta, cogida de su brazo como si fuera un hijo que hubiera venido a visitarla por sorpresa. — Me ha hecho pasar una tarde deliciosa. No dude en volver. — Lo haré, gracias por todo. Se despidieron con dos besos afectuosos y una sonrisa sincera. No sabía Carlos Montero que aquella fotografía iba a cambiar su vida. Imprimatur. Este libro se acabó de imprimir en los talleres de Gráficas Samuel S.L. de Segorbe el día 5 de abril del año 2016, festividad de san Vicente Ferrer, legatus a latere Christi, anunciador de la llegada del Anticristo, célebre predicador que hacía su entrada triunfal en las ciudades, precedido por un séquito de flagelantes que se azotaban las espaldas como purga de sus pecados. También, hábil conspirador y político como dejó patente en el Compromiso de Caspe. diccionario de la resistencia Nihil obstat. 80 De este libro se imprimieron 500 ejemplares