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Ilustración de la portada: AGN, Sección Archivo Anexo, Guerra y Marina, t. 141, f.
353.
La imagen, trazada sin duda por el amanuense encargado de levantar las listas de
inválidos y enfermos en un momento de ocio, representa a dos oficiales del Ejército
Pacificador en el segundo semestre de 1816. Si el uno lleva el brazo en cabestrillo y el
otro va con muletas, ambos visten buenos uniformes y están perfectamente rasurados
y peinados. La ilustración sintetiza la Restauración en el Nuevo Reino no solo por ser
una imagen de la guerra y sus consecuencias, sino también por condensar a un tiempo
los excesos de los comandantes militares y el peso que significó la manutención de
tropas tan numerosas en un territorio asolado por la revolución, los reclutamientos,
una epidemia de viruela y la construcción de caminos. La acomodada subsistencia de
los oficiales realistas fue durante aquellos años especial motivo de escándalo, porque
representaba el derroche de los recursos de un reino anémico. Como, aun estando
hospitalizados, dormían en camas de madera requisicionadas, provistas de colchones y
sábanas, y gozaban de raciones abundantes, esta viñeta de oficiales convalecientes y
prósperos en el seno de una sociedad empobrecida resume las vicisitudes de una
pacificación fallida.
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Gutiérrez Ardila, Daniel, 1979La Restauración en la Nueva Granada (1815-1819) / Daniel Gutiérrez Ardila. - Bogotá:
Universidad Externado de Colombia. 2016.
299 páginas : ilustraciones ; 24 cm.
Incluye referencias bibliográficas (páginas 285-299)
ISBN: 9789587725858
1. Montalvo y Ambulodi, Francisco, 1754-1822 -- Correspondencia, memorias, etc. 2. Bolívar,
Simón, 1783-1830 -- Correspondencia, memorias, etc. 3. Colombia – Historia – Fuentes 4.
Colombia – Historia -- Independencia, 1810-1819 5. Colombia -- Política y gobierno – Historia -1815-1819 I. Universidad Externado de Colombia II. Título
986.103
SCDD 21
Catalogación en la fuente -- Universidad Externado de Colombia. Biblioteca. EAP.
Noviembre de 2016
ISBN 978-958-772-585-8
ISBN EPUB 978-958-772-672-5
© 2016, DANIEL GUTIÉRREZ ARDILA
© 2016, UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA
Calle 12 n.º 1-17 Este, Bogotá
Teléfono (57 1) 342 0288
[email protected]
www.uexternado.edu.co
Primera edición: diciembre de 2016
Diseño de cubierta: Departamento de Publicaciones
Composición: Marco Robayo
Diseño de EPUB por:
Hipertexto
Prohibida la reproducción o cita impresa o electrónica total o parcial de esta obra, sin autorización
expresa y por escrito del Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia.
Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad del autor.
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Para Roberto Luis,
inexplicable parto de los montes.
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No es esta una paradoja, decid colombianos, ¿Morillo y sus
pacificadores no nos dejaron muchos bienes? ¿No cimentaron la
opinión, formaron guerreros y sancionaron de un modo
indestructible la independencia?
El Insurgente n.º 9 (1.º de noviembre de 1822)
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CONTENIDO
AGRADECIMIENTOS
ABREVIATURAS
INTRODUCCIÓN
PRIMERA PARTE
UNA RESTAURACIÓN VIOLENTA
CAPÍTULO 1
De la Reconquista a la Restauración
Reconquista
Contrarrevolución
Pacificación
Una Restauración en la era de las Restauraciones
Conclusiones
CAPÍTULO 2
De la revolución a la Restauración
Las Juntas de Seguridad
El gobierno dictatorial y la purga de los enemigos de la libertad
El último bienio de la revolución
Los desterrados
Violencia y revolución
Conclusiones
SEGUNDA PARTE
EXPERIENCIAS DE PACIFICACIÓN
CAPÍTULO 3
Las ínsulas de Francisco de Montalvo, 1813-1818
Montalvo y los Montalvo
1813. Indigencia
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1814. Equilibrio
1815. Ofensiva
1816-1817. Confinamiento
Epílogo
Conclusiones
CAPÍTULO 4
Las reglas de la física, o José Manuel Restrepo durante la Restauración
José Manuel Restrepo durante el interregno
La traición
La apertura del camino a Mariquita
La comisión cartográfica
La consecución del indulto
Conclusiones
CAPÍTULO 5
El Reino de las veletas
Las cataratas de los inquisidores
La purga de los pacificadores
La pacificación colombiana
Con la mirada hacia adelante (y hacia atrás)
Conclusiones
TERCERA PARTE
DUELO CON UN FANTASMA. LA RESTAURACIÓN Y EL NACIMIENTO DEL CULTO A
BOLÍVAR
CAPÍTULO 6
Las muertes del rey y la emergencia del ícono bolivariano
Las principales cabezas de la rebelión
¿Una excepcionalidad aparente?
Una cronología incierta
Matar a un rey ausente
Usos del retrato en la España del Trienio y en la República de Colombia
Conclusiones
CAPÍTULO 7
¿Qué es un libertador?
El culto a Bolívar
Cartagena, Cundinamarca y Antioquia
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Fétida lisonja
Bolívar libertador
Caníbales
Prófugos venturosos
Gobierno mixto
Engañosa legión
Conclusiones
CONCLUSIONES GENERALES
ANEXOS
BIBLIOGRAFÍA
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AGRADECIMIENTOS
Las conversaciones sostenidas desde hace cuatro años con el profesor José
Antonio Amaya han sido un estímulo decisivo para adelantar la investigación
condensada en estas páginas. He departido también de manera intensa en el
mismo lapso con Brian Hamnett, cuya sabiduría solo es comparable a su
generosidad. Especialmente benéfico ha sido el diálogo mantenido con
Roberto Luis Jaramillo, Sergio Mejía, Isidro Vanegas, Camilo Uribe y Juan
Luis Ossa. Margarita Garrido, Carlos Camacho y Sebastián Díaz quienes
trabajan conmigo en la línea de historia política del Externado y en el
proyecto “Hacer las paces: pacificaciones borbónicas y armisticios
republicanos”, leyeron una primera versión de este libro, haciendo
comentarios y críticas muy certeras. Armando Martínez Garnica también le
midió el pulso, reparando en cierto defecto que espero haber medicado
correctamente. Malcolm Deas y Alejandro Rabinovich examinaron
igualmente el manuscrito e hicieron valiosas sugerencias. En el seminario que
preside Annick Lempérière en la Universidad París 1 presenté en 2013 los
primeros resultados de mi investigación acerca de la violencia revolucionaria
durante el interregno neogranadino. Juan Luis Ossa Santa Cruz me invitó a
exponer en la Universidad Adolfo Ibáñez en 2014 un esbozo de mi propuesta
de estudiar las “reconquistas” suramericanas como Restauraciones. Al año
siguiente, Edgardo Pérez me permitió vincular la experiencia fallida de
pacificación de la Restauración neogranadina con el actual proceso de paz en
un evento realizado en NYU, “The Colombian Conflict. A Symposium on
History, Geography, Politics”. Pude también discutir algunas de las hipótesis
sostenidas en esta obra en noviembre de 2015 con los miembros del grupo
War and Nation in South America que financia el Leverhulme Trust (Natalia
Sobrevilla, Gabriel Di Meglio, Alejandro Rabinovich, Marcela Echeverri,
Juan Luis Ossa y Claudia Rosas), así como con los invitados al coloquio “Las
Restauraciones entre Europa y América” (Renata De Lorenzo, Isidro
Vanegas, Matthijs Lok, Mónica Henry, Francisco Ortega, Alexander
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Chaparro, Julián Rendón y Óscar Almario). La ayuda de Hilda María
Hincapié en el Archivo Histórico de Antioquia ha sido invaluable, del mismo
modo que en el Archivo General de la Nación la amable disponibilidad de
Mauricio Tovar y Carlos Gamboa, y los auxilios de Rovir Gómez, Marcela
Colorado, Flor Chabur, Elvira Herrera, Amanda Correa, Enrique Rodríguez,
Leonardo Chávez, Freddy Salcedo y Anhjy Meneces. Gade Bonilla, por su
parte, ha sido en el CEHIS una colaboradora permanente. Ana Ospina me
ayudó a digitalizar y a mejorar sustantivamente los mapas que aparecen en el
capítulo tres. En el Museo Nacional, Samuel Monsalve Parra y Antonio
Ochoa me facilitaron con ejemplar diligencia varias de las fotografías que
ilustran este libro. José Manuel Restrepo Ricaurte siguió con mucho interés la
reconstrucción que realicé sobre la azarosa vida de su antepasado en tiempos
de la Restauración y me proporcionó documentos que desconocía y que me
ayudaron a completar la historia. Sergio Mejía, Camilo Uribe, Carlos
Camacho, Jaime Arracó y Esteban Puyo han alentado este esfuerzo con su
amistad. María Cristina Mendoza, José González, Marcela Santos y mi
familia medellinense han sido un apoyo incomparable: a ellos debo en buena
medida el tiempo que pude destinar a este libro. Tadeo Gutiérrez le imprimió
a la escritura un ritmo entrecortado, sazonado de drásticas madrugadas,
columpios, areneros y lisaderos. Finalmente, quiero agradecer a Diana María
Peláez, cuyo talante me permitió comprender a los pacificadores, siendo
sanguinaria como Morillo y Sámano, despiadada como Enrile y venal como
Warleta.
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ABREVIATURAS
AGI:
Archivo General de Indias (Sevilla)
AGN:
Archivo General de la Nación (Bogotá)
NA:
Negocios Administrativos
SAAE:
Sección Archivo Anexo, Embargos
SAAG:
Sección Archivo Anexo, Gobierno
SAAGYM: Sección Archivo Anexo, Guerra y Marina
SAAH:
Sección Archivo Anexo, Historia
SAAJ:
Sección Archivo Anexo, Justicia
SAAP:
Sección Archivo Anexo, Particulares
SAAPU:
Sección Archivo Anexo, Purificaciones
SAAS:
Sección Archivo Anexo, Solicitudes
AGMS:
Archivo General Militar de Segovia
AHA:
Archivo Histórico de Antioquia (Medellín)
AHCC:
Archivo Histórico Casa de la Convención (Rionegro)
AHR:
Archivo Histórico Restrepo (Bogotá)
AMAE:
Archives du Ministère des Affaires Etrangères (La Courneuve)
CPE:
Correspondance Politique, Espagne
BNC:
Biblioteca Nacional de Colombia (Bogotá)
RAH, CM: Real Academia de la Historia, Colección Pablo Morillo (Madrid)
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INTRODUCCIÓN
Cuando se enteraron en 1808 de la invasión de la Península por parte de las
tropas imperiales, de las abdicaciones de Fernando VII y Carlos IV en Bayona,
de la designación de José Bonaparte como rey de España e Indias, y del
levantamiento generalizado que el cambio de dinastía ocasionó en la
metrópoli, los neogranadinos se limitaron a acatar la autoridad de la Junta de
Sevilla, que se titulaba capciosamente “Suprema de España e Indias”. Al año
siguiente reconocieron como gobierno interino de la monarquía a la Junta
Central y participaron sin reparos en la elección del diputado que les
correspondía en el seno de dicha corporación. No obstante, la disolución de
esta como consecuencia de la invasión francesa de Andalucía y la creación
irregular de un Consejo de Regencia, cuya endeble autoridad se contraía a los
contornos de la ciudad de Cádiz, auspiciaron en 1810 la deposición de
diversos gobernadores y corregidores del territorio virreinal y la erección de
numerosas juntas independientes unas de otras. El fracaso del Congreso del
Reino, instalado a finales del año con la intención de recomponer la unidad,
llevó a la provincia de Santa Fe a convocar su propia convención, que
promulgó una Constitución y transformó su territorio en un Estado con el
nombre de Cundinamarca. El ejemplo fue seguido en breve por numerosas
provincias, de suerte que la alternativa confederal se impuso como
mecanismo idóneo para la reconstitución del Nuevo Reino. Los diputados de
Tunja, Antioquia, Neiva, Pamplona y Cartagena suscribieron el 27 de
noviembre de 1811 el Acta de Federación, que dio origen a las Provincias
Unidas de Nueva Granada. Como tratado que era, debía ser ratificado por las
autoridades de cada Estado para entrar en vigor, así que el anhelado gobierno
general solo pudo ser instalado en la villa de Leiva en octubre del año
siguiente. Por desgracia para los revolucionarios, las autoridades de
Cundinamarca no veían con muy buenos ojos la idea de una república
federativa y promovieron expediciones militares a las provincias vecinas para
ampliar el territorio del Estado que presidían. El Congreso de las Provincias
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Unidas se opuso, la confrontación armada se hizo inevitable y no resultando
de ella un claro vencedor, el Nuevo Reino continuó dividido: al lado de una
confederación en ciernes subsistía Cundinamarca, agrandada por intrigas y
conquistas, y a su lado, provincias decididamente realistas como Santa Marta
o como las que conformaban el istmo de Panamá y la Presidencia de Quito.
Los ecos de la inminente definición de la contienda europea y de la derrota de
Napoleón suscitaron una radicalización creciente de la revolución en el
Nuevo Reino. Si en noviembre de 1811 la declaración de independencia de
Cartagena no había hallado sino una réplica en Neiva, en 1813
Cundinamarca, Antioquia y Tunja abjuraron solemnemente de su pertenencia
a la monarquía y de su obediencia a Fernando VII y los Borbones. Al año
siguiente Popayán adoptó el mismo arbitrio, mas no lo hicieron las demás
repúblicas confederadas (Citará, Nóvita, Neiva, Mariquita, Socorro y
Pamplona) ni las Provincias Unidas en su conjunto, por lo que el vínculo del
Nuevo Reino con respecto a la metrópoli, Fernando VII y su dinastía
permaneció en confusa indefinición. La caída de la segunda república
venezolana aumentó los riesgos y suscitó el equipamiento de una expedición
militar que incorporó a Cundinamarca por la fuerza en la Unión en diciembre
de 1814. Las tropas vencedoras debían atacar a continuación la ciudad y
provincia de Santa Marta, cuya posesión era esencial para enfrentar con éxito
toda amenaza de restauración. Sin embargo, Simón Bolívar, como
comandante que era de aquel ejército, prefirió intervenir en las disputas
domésticas de Cartagena, imponiendo a la plaza un sitio tan costoso como
intempestivo. Fue entonces que las fuerzas realistas acantonadas en Santa
Marta aprovecharon la ocasión y se enseñorearon del río Magdalena y su
navegación 1 .
Mientras esto sucedía en el Nuevo Reino, Fernando VII regresaba a España
a comienzos de 1814, tras más de cinco años de cautiverio en la jaula dorada
de Valençay. Habiendo derogado la Constitución, disuelto las Cortes y dado
por nulo todo lo decretado por ellas (4 de mayo), el monarca constituyó a
comienzos de julio una Junta de Generales a la que encargó la reorganización
del ejército y la preparación de una fuerte expedición destinada al
sometimiento de los revolucionarios de América 2 . Para comandarla, la
corporación designó a Pablo Morillo, a instancias de su protector, el
influyente Francisco Javier Castaños. Nacido en un hogar de labradores en
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1775, Morillo había ingresado muy joven al Real Cuerpo de Marina y tomado
parte en acciones contra la república francesa en Cerdeña, Francia y
Cataluña, y contra los ingleses en San Vicente, Cádiz y Trafalgar. La guerra
peninsular le permitió ingresar a la infantería ligera y encumbrarse con
celeridad, siendo capitán en enero de 1809; coronel, en marzo del mismo año;
brigadier, en febrero de 1811, y mariscal de campo, en julio de 1813. Si bien
el destino público de la expedición que le fue confiada por la Junta de
Generales era en principio el Río de la Plata, instrucciones reservadas le
confirieron la tarea de restablecer “el orden en la Costa Firme hasta el
Darién”, apaciguando primero a Caracas –sobresaltada por los excesos
cometidos por las tropas realistas–, tomando luego a Cartagena y aniquilando
en fin el régimen republicano en todo el Nuevo Reino 3 .
La idea de poner punto final a las revoluciones hispanoamericanas
mediante el empleo de la fuerza no era nueva. De hecho, había sido puesta en
práctica por el primer régimen constitucional con el eficaz concurso de la
Comisión de Reemplazos, que agrupaba al poderoso gremio mercantil de la
ciudad de Cádiz, y que estuvo detrás de la mayor parte de las expediciones
militares enviadas a América durante dos décadas. En total, no menos de 30
salieron de la Península por aquellos años, llevando al otro lado del océano a
47.000 soldados. Con todo, la persistencia de Fernando VII en la solución
militar era algo más que empecinamiento o el resultado exclusivo de sus
propias inclinaciones o del ascendiente en la corte del llamado partido
militarista. Se trataba también de un remedio eficaz para uno de sus
principales problemas domésticos: la abundancia de soldados tras el fin de la
guerra contra Napoleón. Según algunos, su número ascendía casi a 150.000,
entre antiguos regulares y guerrilleros, cuyos sueldos era incapaz de
satisfacer el erario 4 .
El Ejército Pacificador (o de Costa Firme, como también se le conocía)
había zarpado de Cádiz el 17 de febrero de 1815. El 5 de abril llegó a las
costas de Venezuela y se presentó en Margarita dos días más tarde. Luego de
otorgar un indulto a los rebeldes que la gobernaban y de conseguir en
apariencia la pacificación de la isla, Morillo pasó a Cumaná y Caracas, sin
conocer aún su ascenso a teniente general, decretado entre tanto por el rey en
Madrid. El 12 de julio se embarcó nuevamente con destino a Santa Marta,
puerto al que llegó el día 22, habiendo dejado parte de sus tropas en
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Venezuela e incorporado a sus filas a numerosos soldados de aquel país,
comprometidos con violencias y desórdenes de todo tipo perpetrados en el
marco de la campaña contrarrevolucionaria liderada el año anterior por José
Tomás Boves. El 14 de agosto la escuadra se encaminó hacia la bahía de
Cartagena para poner en estado de sitio al principal puerto del Nuevo Reino.
Las operaciones concluyeron exitosamente a comienzos de diciembre y, antes
de ponerse nuevamente en marcha hacia el interior del Reino, a mediados de
febrero de 1816, despachó Morillo una columna hacia la provincia de
Antioquia, otra hacia el Chocó y otra más hacia Ocaña. Todas tres se
sumaron de tal suerte a las fuerzas de Sebastián de la Calzada (que habiendo
salido de Guasdualito en octubre de 1815 llegaron triunfantes a Pamplona a
finales de noviembre) y a las que desde Quito se confiaron al brigadier Juan
Sámano para combatir a los revolucionarios de Popayán. Este plan
envolvente de operaciones produjo los resultados esperados y cuando Morillo
entró a Santa Fe a finales de mayo el Nuevo Reino había sido pacificado casi
por completo. Tras la caída de Neiva y Popayán en el mes de julio,
únicamente subsistían tropas rebeldes en la provincia de Casanare 5 . El
interregno había llegado a su fin 6 .
Las proclamas de las autoridades fernandinas y los papeles públicos
presentaron el aplastamiento de la revolución como el fin de un periodo de
opresión y anarquía, y como el comienzo de una era dichosa caracterizada
por el restablecimiento del imperio de las leyes y la restauración de la
confianza pública y la paz. Tras la debacle de 1816, el régimen republicano
podía aparecer a los ojos de muchos como “monstruoso” y el monárquico,
como el único derivado de la “divina autoridad”, como el más semejante “al
simplísimo ser de un Dios y supremo rey de todas las cosas criadas”, y como
la sola posibilidad de “hacer felices a los pueblos manteniendo los derechos
de la justicia, de la tranquilidad y del buen orden” 7 . El rápido desplome de
los regímenes revolucionarios refuerza la tesis de pueblos cansados de la
guerra, las conscripciones, las contribuciones extraordinarias y las luchas de
facciones; de pueblos, en suma, sinceramente arrepentidos y dispuestos a
convertirse nuevamente en apacibles vasallos del rey de España 8 . Y no
obstante, en agosto de 1819, el virreinato neogranadino se hizo trizas con
mayor celeridad aun, sin que se opusiera a su implosión definitiva mayor
resistencia, como si toda la armazón que lo sustentaba estuviera carcomida y
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a la espera del más endeble empujón para venirse abajo: al cabo de algunas
escaramuzas y de dos batallas menores libradas en el corregimiento de Tunja,
nueve provincias quedaron en poder de los independentistas (Santa Fe, Tunja,
Socorro, Pamplona, Neiva, Mariquita, Antioquia, Chocó y casi toda la de
Popayán) 9 . ¿Cómo sucedió tal cosa? ¿Cómo pudo un “fugitivo [Bolívar] con
un puñado de hombres desnudos y hambrientos” vencer “una de las más
brillantes divisiones del ejército español” 10 ?
Los triunfos militares de los independentistas en la Tierra Firme (como se
conocía el territorio comprendido entre Cumaná y Guayaquil) fueron
acompañados en la Península por una coyuntura especialmente favorable. El
1.º de enero de 1820 el ejército acantonado en cercanías de Cádiz y destinado
a invadir el Río de la Plata y a reforzar los contingentes comandados por
Morillo se insurreccionó, acaudillado por el joven oficial Rafael Riego. El
movimiento suscitó una serie de réplicas en ciudades costeras como La
Coruña, Barcelona y Valencia, que permitieron poner punto final al mando
absolutista de Fernando VII en la segunda semana de marzo. Desde entonces y
hasta 1823, cuando el nuevo régimen fue aniquilado por una invasión
francesa, España fue gobernada de acuerdo con la Constitución de 1812: es lo
que se conoce en la historiografía como el Trienio Liberal 11 . La revolución
española cambió el aspecto de la guerra en Nueva Granada y Venezuela: por
una parte, se suspendió el envío de refuerzos al Ejército Pacificador y se
ordenó desde Madrid la apertura de negociaciones (lo que convenció a
muchos indecisos a favor de la causa republicana); por otra, la publicación de
la Constitución en ciudades como Caracas y Cartagena acentuó la división
del bando realista, abatió y enajenó el ánimo de los pardos y significó libertad
de imprenta, audaces cuestionamientos y el consecuente debilitamiento del
mando militar 12 .
La Restauración es una experiencia privilegiada para estudiar las razones
por las cuales una tentativa ambiciosa de reconciliación culmina en un
fracaso rotundo. Ciertamente, la monarquía borbónica había enfrentado en
otras ocasiones levantamientos que pusieron en serias dificultades a la
autoridad real en el virreinato. En el siglo XVIII, el resultado adverso de las
operaciones militares en la provincia de Riohacha había obligado, por
ejemplo, a funcionarios y militares a privilegiar una política de negociación
con los guajiros. Así mismo, la insurrección comunera (1781), que puso en
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jaque el alto gobierno neogranadino, condujo a un interesante compromiso
del que no estuvieron ausentes ni la impunidad ni las concesiones 13 . No
obstante, nada semejante a la revolución que debutó en 1810 había tenido
lugar. Jamás el imperio del monarca se había cuestionado de manera tan
radical, suponiéndolo incluso fenecido para siempre, y nunca antes desde la
Conquista se habían modificado en el Nuevo Reino las instituciones y la
sociedad en general de modo tan abrupto. ¿Hasta qué punto la búsqueda
empecinada de la justicia luego de años de conflicto es compatible con el
establecimiento de la paz? ¿Cuál puede ser el lugar de los líderes insurrectos
tras el cese de hostilidades? ¿Qué tan viables son las políticas de olvido?
¿Cómo construir una memoria del pasado reciente susceptible de facilitar la
extinción de las facciones y de evitar las represalias sistemáticas y los ajustes
de cuentas? Estos son algunos de los interrogantes que suscitaron la escritura
de este libro.
Sobre la restauración de Fernando VII y las consecuencias que ella tuvo en
la revolución de la América meridional se han escrito libros valiosos. El
primero de ellos fue publicado por Juan Friede en Bogotá a comienzos de los
años setenta y se ha convertido en un clásico. Se trata de una crítica certera al
talante general de la historiografía del período de las independencias,
preocupada exclusivamente por rastrear a ciertas figuras descollantes a las
que solía atribuir facultades extraordinarias, como si actuaran desligadas de
un contexto en el que tenían mucho peso los acontecimientos de la Península.
Sin tomar estos en cuenta, recordó Friede, y sin la relevancia específica de un
partido que se opuso decididamente a la política militarista, resultaba
imposible comprender el desenlace de la guerra y el triunfo del sistema
republicano en el continente. Friede demostró que en el mismo virreinato
neogranadino tal oposición había incidido, como que el virrey Francisco de
Montalvo, primero, y la Audiencia de Santa Fe, después, consiguieron
estorbar el accionar de Pablo Morillo y Juan Sámano 14 .
De manera casi simultánea, Stephen Stoan llegó a las mismas conclusiones
al estudiar el caso venezolano: ciertamente, la intención de Morillo a su
llegada a Caracas fue instituir un gobierno militar y para lograrlo no solo
instituyó un Consejo de Guerra, un Juzgado de Policía y una Junta de
Secuestros, sino que se atrevió incluso a suspender la Audiencia, medida
nunca antes adoptada en América por virrey o capitán general alguno. No
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obstante, la férrea oposición de los oidores y de los empleados de la Real
Hacienda, así como el eco que hallaron los argumentos de unos y otros en el
Consejo de Indias impidieron de hecho el buen funcionamiento de la
maquinaria castrense imaginada por el comandante del Ejército
Pacificador 15 .
En 1983 Timothy Anna publicó en inglés otra obra relevante, que retomó
la senda abierta por Friede y se centró en la evolución de la política
americana de los diferentes gobiernos que se sucedieron en la Península a
partir de 1808. El libro examina cronológicamente la actitud que con respecto
a la cuestión ultramarina asumieron las juntas surgidas inmediatamente
después de las abdicaciones de Bayona, así como los tímidos programas
reformistas forjados al respecto por la Junta Central, la Regencia, las Cortes,
el monarca en sus dos restauraciones (1814 y 1823) y las autoridades del
Trienio Liberal. En suma, y más allá de sus diferencias, todos los regímenes
fueron incapaces de imaginar un nuevo estatus para el continente y de
emprender una reforma del monopolio comercial. De tal recuento surge, así
mismo, la evidencia de una “disfunción sistemática”: los constantes cambios
en las instituciones destinadas a diseñar las políticas ultramarinas a lo largo
del período. Esta ausencia perenne de coherencia, esta “vacilación constante”,
impidió la formulación de consensos y terminó por paralizar el accionar de
los sucesivos gobiernos. En su libro, Anna llamó igualmente la atención
sobre la importancia del año 1814, cuando se produjo el retorno de Fernando
VII a España tras su prolongado cautiverio, y cuando, en concepto del
historiador, puede fecharse el comienzo del verdadero desplome del imperio.
Parteaguas paradójico, si se considera que el derrumbe no se produjo en el
momento aparentemente más propicio (cuando los franceses batallaban en la
Península y el rey permanecía incomunicado en un castillo cerca al Loira),
sino cuando Fernando VII recuperó su trono y cuando, con excepción del Río
de la Plata, las revoluciones en la totalidad del continente comenzaron a ceder
hasta ser controladas satisfactoriamente 16 .
Michael Costeloe abordó también la cuestión de la reacción política de
España a las revoluciones hispanoamericanas en un libro publicado tres años
después. En lugar de adoptar como Anna una perspectiva cronológica, el
autor se decidió por un estudio por temas, ya que, en su opinión, los cambios
de régimen en la Península tuvieron poca incidencia sobre las políticas de
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pacificación. A lo largo del período estas tuvieron como objetivo primordial
la conservación de los territorios ultramarinos y solo habrían diferido en
cuanto a los medios que debían emplearse para tal efecto. Costeloe insistió,
pues, en las persistencias, explicadas por fallas estructurales. De información
en primer lugar, pues se insistió en ver las revoluciones como producto del
empecinamiento de una minoría. En segundo lugar, de recursos, ya que la
metrópoli heredó de las guerras contra Gran Bretaña y el invasor francés
contingentes armados gigantescos, una penuria fiscal crónica y una marina
devastada. En tercer lugar, de influencia política, tanto en lo relativo al
poderoso influjo de los comerciantes gaditanos, como en lo referente a los
“políticos, burócratas de carrera, oficiales militares, clérigos y mercaderes”,
que en lo esencial se mantuvieron en sus plazas, a pesar de las vicisitudes
políticas. Y en cuarto y último lugar, de estrategia, siendo los diferentes
gobiernos, en lo diplomático, renuentes a toda mediación; en lo comercial,
contrarios a la liberalización del comercio americano, y en lo político,
opuestos a una representación igualitaria de ambos mundos en las cortes 17 .
Sin embargo, si la reacción peninsular a las revoluciones
hispanoamericanas se ha estudiado con detalle, nuestro conocimiento sobre la
restauración fernandina en el Nuevo Reino de Granada sigue siendo
extremadamente precario y responde a tenaces prejuicios legados por los
fundadores de Colombia. El punto de partida es, naturalmente, José Manuel
Restrepo, quien dedicó al período cinco de los 43 capítulos de su magnífica
historia (tabla 1) 18 . Restrepo privilegió en su narración ciertos momentos,
determinados personajes y regiones muy particulares. En efecto, se enfocó en
los acontecimientos iniciales y finales de la coyuntura, esto es, en la
pacificación de los años 1815 y 1816 y en la campaña libertadora de 1819.
Por tanto, el encuadre resalta las atrocidades cometidas por los
“reconquistadores” (Morillo, Enrile, Sámano, Warleta…) y las acciones de
los “libertadores”. Del mismo modo, Restrepo se concentró en lo sucedido en
Cartagena y Mompox inmediatamente después de la llegada del Ejército
Expedicionario, así como en el teatro santafereño y en las provincias de
Popayán y Casanare. En su historia, los años 1817, 1818 y el primer semestre
de 1819 tienen marginal importancia, del mismo modo que hombres como el
capitán general (posteriormente virrey) Francisco de Montalvo, la Audiencia
de Santa Fe o gobernadores como Vicente Sánchez de Lima o José Solís.
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Tampoco recibieron mucha atención provincias como Antioquia, Santa
Marta, Riohacha y Chocó (o la misma Cartagena tras la salida de Morillo). El
resultado es una verdad a medias, muy útil para comprender la impopularidad
del régimen fernandino y su abrupta caída, y extremadamente eficaz para
promover la causa republicana o sentar el axioma de los desastrosos efectos
del federalismo en la América meridional.
TABLA 1.
CAPÍTULOS DE LA HISTORIA DE LA REVOLUCIÓN CONSAGRADOS AL PERIODO DE LA
RESTAURACIÓN NEOGRANADINA
PARTE CAPÍTULO
TEMAS
IX
Primera
Sitio de Cartagena, ocupación de la provincia del mismo nombre
e invasión de las provincias de Casanare, Tunja y Pamplona por la
quinta división al mando del coronel Calzada (1815).
X
Desplome de las Provincias Unidas y pacificación general de la
Nueva Granada (1815-1816).
XI
Régimen del terror implantado por Morillo en Santa Fe (1816).
XII
Gobierno de Sámano, guerrillas patriotas (1817-1819).
XI
Segunda
Campaña libertadora, derrumbe de las autoridades virreinales,
creación de la República de Colombia (1819).
No obstante, la perspectiva restrepiana resulta en la actualidad del todo
insatisfactoria. En primer lugar, al reparto compuesto exclusivamente de
víctimas, victimarios y vengadores es preciso agregar otros actores de mayor
complejidad que no pueden reducirse a términos binarios. Me refiero, por una
parte, a los hombres que supieron mudar de piel sucesivamente al vaivén de
las conmociones políticas, llamándose hoy revolucionarios, mañana fieles
vasallos de Fernando y pasado constantes defensores de la causa republicana.
Y por otra, a los delegados del rey que impidieron la implantación en el
territorio donde actuaban de una “reconquista”. En segundo lugar, los
territorios devastados por los excesos de la vindicta deben ser contrastados
con las provincias que tuvieron la fortuna o la capacidad de atraer una
pacificación moderada. En tercer lugar, el sitio de Cartagena o el año de 1816
no pueden desgajarse del bienio sucesivo, cuando amainó en buena medida la
furia militar y cuando purificados e indultados se restituyeron al seno de la
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sociedad.
Los sucesores de José Manuel Restrepo han adoptado con mayor o menor
destreza el canon por él impuesto, ya en todo, ya en parte. Así José Manuel
Groot, el primero y el más digno de ellos, que dedicó seis de los 105
capítulos de su Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada (73 páginas de
más de 1.800) al período del restablecimiento de la autoridad fernandina.
Construido con el auxilio de las gacetas realistas preservadas en la colección
Pineda de la Biblioteca Nacional, de algunos documentos del archivo del
Cabildo Eclesiástico y, por sobre todo, de recuerdos personales e
indagaciones con sobrevivientes, este fragmento de la obra de Groot, como la
de Restrepo, se ocupa tan solo de momentos, personajes y regiones
particulares, privilegiando el año de 1816, así como el “sistema de terror”
implantado en Santa Fe y Popayán (y en un primer momento en Cartagena) y
los excesos de los “tiranuelos” (Morillo, Enrile, Tolrá, Warleta y Sámano).
Las generalizaciones abusivas son recurrentes, como si aquellos años
hubieran sido monopolio de la muerte y la devastación, perpetradas siempre
por europeos: “Los jefes realistas adoptaron la bárbara política de aterrar por
todas partes. No dejaron pueblo ni lugar en que no difundieran el espanto. No
parecía sino que la causa era de venganza personal de cada uno de los
expedicionarios contra todo americano” 19 . Pasajes como este constituyen
repetidos accesos de amnesia, que contradicen las afirmaciones del autor
sobre el alivio que significó el indulto de 1817 o sobre el origen local de los
soldados, señalado textualmente en el caso del venezolano batallón de
Numancia, del pastuso del Tambo o de la guardia de honor de Morillo,
compuesta de “los negros más finos y corpulentos”.
Del mismo modo que Restrepo, Groot atribuyó en parte la derrota de los
republicanos en 1816 a la implantación de la federación 20 . No obstante, a
diferencia del historiador de Colombia, Groot escribió su obra como
polemista católico, con la firme intención de combatir al régimen liberal
imperante y de demostrar que de espaldas a la Iglesia el país daría con la
anarquía y el estancamiento 21 . Ello es palpable sobre todo en su
caracterización de la Restauración como un episodio temprano de furia
anticatólica en la Nueva Granada y como una especie de antecedente de los
ataques que vendrían por parte de los liberales de medio siglo. En
consecuencia, Groot perfila a los agentes de Fernando VII como irreligiosos,
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francmasones y sacrílegos, llegando a decir, por ejemplo, a propósito de los
que actuaron en Popayán, que martirizaron a los neogranadinos “a usanza de
los tiranos que persiguieron a los cristianos en los primeros siglos de la
Iglesia” 22 . Por ello, insiste también el autor en la falta de aplicación que se
dio al decreto de Fernando VII que derogó en 1816 la pragmática de Carlos III
y restableció a los jesuitas en España y sus dominios, lo que impidió, en su
opinión, que mediante el influjo de la orden se dulcificara “la suerte de los
americanos perseguidos”. Evidentemente se trataba de una alusión diáfana a
la nueva expulsión, decretada en 1850 por el gobierno de José Hilario López.
Por lo mismo, resulta significativo que Groot considerara también el
paréntesis fernandino como la ocasión de un fortalecimiento de la Iglesia
granadina, gracias no solo a la persecución de muchos de sus sacerdotes, sino
también al hecho de que precisamente en 1816 se dieran a conocer los
escritos de la mística Francisca Josefa del Castillo, de que entonces llegaran a
su fin las vidas venerables de fray Ignacio Botero y de la madre Petronila
Cuellar, o de que en 1818 se ordenara el doctor Francisco Margallo y
Duquesne, quien había de convertirse en “espejo y norma” del clero de la
república. Dicho de otro modo, el restablecimiento de la autoridad fernandina
en la Nueva Granada habría consistido en un combate entre dos liberalismos,
uno inmoral y otro piadoso, que se repetiría varias décadas más tarde entre
conservadores y liberales 23 . En síntesis, la Restauración es aquello que
permite a Groot conciliar la independencia con la religión.
En 1910 la comisión encargada de los festejos del primer centenario de la
“proclamación de la independencia nacional” [sic] abrió un concurso para
seleccionar un manual de historia de Colombia destinado a la enseñanza
secundaria. Jesús María Henao y Gerardo Arrubla obtuvieron el premio con
un libro en dos volúmenes que educó a varias generaciones de estudiantes. A
través de él puede examinarse, pues, mejor que en ningún otro lugar, la
vulgata sobre el período de la Restauración en la Nueva Granada. Concebido
como una “escuela de patriotismo”, el manual pretendía, cuando aún
supuraba la herida de la secesión de Panamá, evitar que se debilitara el
“carácter nacional” y volviera a comprometerse la “independencia del
país” 24 . En concordancia con tales objetivos, la “Reconquista española”,
tratada en dos capítulos que abarcan 60 páginas, fue vista como una ocasión
espléndida para expresar con patetismo el origen sacrificial de la república. El
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período es visto como una “época de sangre y persecución”, como un
régimen de terror donde imperó un “gobierno militar y absoluto” que
paradójicamente hizo posible el triunfo de la revolución por sus propios
excesos. Los autores se solazan en los ajusticiamientos de los próceres, en las
prisiones y en los confinamientos, y refieren con detalle las ejecuciones de
dos mujeres que auxiliaban a las guerrillas patriotas (Policarpa Salavarrieta y
Antonia Santos). Ciertamente, mencionan de pasada el influjo positivo de
Montalvo y reconocen que la Audiencia de Santa Fe se opuso a los excesos
de los jefes militares, mas su atención sedienta de sangre no se detiene en
ello. El manual generaliza capciosamente “el terror” por todas las provincias
neogranadinas y refiere el envío de patriotas a los presidios de Omoa (actual
Honduras), sin aclarar luego que nunca llegaron a su destino porque se
acogieron a la protección del virrey en Cartagena 25 .
En 1964 y 1967 Oswaldo Díaz Díaz publicó como parte de la Historia
extensa de Colombia (ambicioso proyecto editorial de la Academia
Colombiana de Historia) una obra en dos volúmenes consagrada
exclusivamente al período y titulada, de manera muy significativa, La
reconquista española. Retomando el discurso de los vencedores y
contrariando la evidencia histórica, el autor convirtió, pues, a los realistas en
peninsulares y pintó el trienio como una obra pareja de destrucción y despojo.
Fruto de una ímproba investigación en archivos bogotanos y en registros
parroquiales, el libro, concebido como una tarea patriótica, se propuso
principalmente rastrear las identidades y las actividades de los jefes
“guerrilleros” que combatieron al gobierno restaurado. Para adelantar aquella
exhumación, Díaz Díaz hizo esfuerzos admirables y le destinó muchas
páginas, atribuyendo una importancia desproporcionada a un fenómeno que
en realidad fue muy marginal 26 . Francisco de Montalvo apenas figura en La
reconquista española y es presentado formalmente al lector casi al concluir el
primer tomo. Entonces se menciona su “carácter benigno” y sus esfuerzos
porque la “judicatura civil recuperara sus fueros”. Es también en tal punto
cuando se señala la abundante documentación que en el Archivo General de
la Nación da fe de la “pugna entre civiles y militares, entre la justicia
ordinaria y las cortes marciales”. No obstante, Díaz Díaz se aleja de
inmediato de ella, así como de Montalvo y de la Audiencia de Santa Fe, para
volver a sus mártires y a sus “guerrillas”.
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La publicación del libro de Juan Friede La otra verdad habría debido
cambiar para siempre la manera de estudiar el período del restablecimiento de
la autoridad fernandina en el Nuevo Reino. No obstante, las escasas obras
publicadas desde entonces al respecto han sido poco innovadoras. Tal es el
caso de España y la Independencia de Colombia, 1810-1825, de Rebecca
Earle, editado por primera vez en inglés en el año 2000. Este, a pesar de estar
sustentado por la primera exploración sistemática de los “papeles de Cuba”
del Archivo General de Indias (donde se hallan los legajos que las
autoridades españolas llevaron consigo cuando abandonaron para siempre la
plaza de Cartagena), retoma esencialmente las conclusiones de Friede tanto
acerca de la importancia del contexto peninsular para comprender la derrota
realista en la Tierra Firme como a propósito de la trascendencia de los
desacuerdos de las autoridades fernandinas frente a las políticas de
pacificación 27 .
Antes de concluir este sobrevuelo bibliográfico, es preciso mencionar dos
textos que han obrado como importantes insumos del presente trabajo. En
primer lugar, la tesis doctoral de Georges Lomné sobre las vicisitudes de la
representación de la soberanía en el Nuevo Reino durante la época
revolucionaria. En efecto, la tercera parte de este libro puede verse como una
discusión de su enunciado principal acerca de la sustitución del retrato regio
por el ícono bolivariano 28 . Como se verá, el estudio de la Restauración en el
territorio neogranadino libra pistas muy interesantes sobre la rápida
desintegración del simulacro del monarca y sobre la veloz cristalización de
un nuevo culto, incentivada por los excesos de la pacificación y por la
necesidad de olvidar los comprometimientos de la inmensa mayoría con un
régimen cuyo aborrecimiento se había convertido para entonces en uno de los
fundamentos de la república. El segundo texto fue publicado por Germán
Carrera Damas en 1964 como introducción a una colección documental
(Materiales para la cuestión agraria en Venezuela, 1800-1830) y cuatro años
más tarde se editó como volumen independiente. La tarea acometida
brillantemente por el historiador cumanés es comparable a la ejecutada por
Friede para el caso colombiano: descalificación del enfoque general
(patriótico e individualista) de la historiografía venezolana en lo relativo al
principal caudillo realista y denuncia de la ausencia de la más elemental
crítica histórica a la hora de estudiar la documentación disponible. El remedio
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propuesto por Carreras consistió en “reubicarlo en su medio histórico”, esto
es, en asociar las acciones de Boves a las de sus “correligionarios y
opositores”, y en demostrar que el manejo metódico de las fuentes conducía a
una “visión más ajustada de la realidad”. En términos concretos, el libro
propone el estudio conjunto de las exacciones (secuestros y confiscaciones,
acopio de provisiones y recursos para la guerra, y empréstitos forzosos)
cometidas por los bandos en pugna, dejando atrás la “mojigatería
historiográfica” que hacía de los realistas los únicos saqueadores y
abandonando la “condición de testigo perfecto” concedida a Simón
Bolívar 29 . Si esta enseñanza ha sido particularmente pertinente al abordar la
materia tratada en el capítulo cinco de este libro, la principal lección
concierne el lugar que corresponde a un historiador cuando se enfrenta los
mitos fundacionales de su propio país.
Para escribir este libro he empleado exclusivamente fuentes provenientes
de archivos colombianos. Aunque hubiera sido útil consultar en el Archivo
General de Indias los famosos “papeles de Cuba”, ello no fue posible.
Afortunadamente, la documentación que se preserva en nuestro país es de
una riqueza extraordinaria y se presta perfectamente para investigar la fallida
experiencia de la pacificación fernandina. En primer lugar, he consultado los
diversos fondos de la Sección Archivo Anexo del Archivo General de la
Nación. Ella no es más que el viejo archivo del virreinato –que las
autoridades realistas dejaron abandonado en su apresurada evacuación de
Santa Fe en agosto de 1819[ 30 ]– dividido arbitraria y muchas veces
caóticamente en diversos fondos (Historia, Gobierno, Guerra y Marina,
Particulares, Solicitudes, Justicia, Eclesiásticos, Embargos…). Su existencia
es un verdadero milagro, pues conoció una vida itinerante en pos de la corte
neogranadina, instalada en Panamá después del inicio de la revolución y
trasladada luego a Santa Marta en 1813, a Cartagena en 1816 y a Santa Fe a
comienzos de 1818[ 31 ]. En segundo lugar, he aprovechado los sustanciosos
repositorios del Archivo Histórico de Antioquia, que se han preservado
admirablemente y constituyen una excepción en nuestro país, en lo que a
acervos regionales se refiere. En tercer y último lugar, he espulgado en la
Biblioteca Nacional así la prensa como algunos tomos de la colección Pineda.
Este no es un libro exhaustivo acerca del restablecimiento de la autoridad
fernandina en el Nuevo Reino. Se trata más bien de una propuesta
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metodológica para salir de la árida reivindicación patriota que únicamente
repara en los atropellos realistas, empobreciendo no solo el estudio de
aquellos años sino también el de la revolución en su conjunto. Dicha
propuesta consiste en tres enunciados principales, que corresponden a cada
una de las partes en que está dividida la obra. En primer lugar, se invita a
estudiar el período como una de las restauraciones suscitadas por la caída de
Napoleón y el desmoronamiento de su imperio. La adopción de esta
perspectiva permite comprobar algo repetido una y otra vez por la
propaganda patriota: que se trató de una experiencia particularmente
sangrienta. Los dos primeros capítulos demuestran que ello es cierto tanto en
el amplio contexto de las Restauraciones europeas y americanas como a la luz
del interregno, que había sido consistentemente reticente en el uso de la
violencia. Esta doble comparación (con respecto al precedente revolucionario
y con relación a la experiencia contemporánea de otros reinos restaurados)
tiene la ventaja de zanjar la cuestión y de ofrecer alternativas a la recitación
lastimera y a los cómputos macabros sobre las víctimas de los
pacificadores 32 . La segunda propuesta tiene que ver, precisamente, con la
valorización de las experiencias de pacificación. Ello quiere decir, por una
parte, estudiar las regiones que no sufrieron sino cortos lapsos de gobierno
militar, como Antioquia 33 , o las que ni siquiera lo experimentaron, como la
gobernación de Riohacha, que para septiembre de 1817 no había conocido
“ninguna clase de contribución ni [...] trabajos personales”, ni albergado más
tropa del Ejército Pacificador que un “piquete de la compañía de cazadores
del regimiento de infantería de la Unión” por “dos o tres meses” 34 . Valorizar
las experiencias de pacificación significa, por otra parte, analizar las
estrategias personales y familiares de supervivencia. Siendo incontestable que
el número de las ejecuciones, prisiones y destierros fue muy alto, no es
menos evidente que la inmensa mayoría de los hombres comprometidos con
la revolución lograron convertirse con presteza en fieles vasallos del rey antes
de ponerse con no menor celeridad la indumentaria del patriota en 1819. El
Reino de las veletas no puede perderse de vista: hay que mirarlo al menos
con un ojo cuando el otro se ocupe de conscripciones, secuestros,
purificaciones o cadalsos. La tercera parte del libro busca mostrar las fértiles
perspectivas que se abren al relacionar la Restauración con el período
colombiano más allá de la “campaña libertadora”. El influjo de los años
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1815-1819 fue hondo y persistente. No hay que olvidar que el régimen
republicano debió su consolidación en la Tierra Firme a los traumas
generados por una pacificación excesiva. Esta compleja deuda fue expresada
en repetidas ocasiones por la prensa de la tercera década del siglo, como lo
indica el epígrafe de este libro. Además, el terror que provocaba la sola idea
de un nuevo triunfo realista generó consensos que en otras circunstancias
hubieran sido muy arduos sobre cuestiones como la capitalidad, el
centralismo, la unión con Venezuela o las amplísimas prerrogativas
concedidas a los militares. Finalmente, y tal es en concreto el cometido de los
dos últimos capítulos de este libro, la Restauración permitió la emergencia de
Simón Bolívar como “libertador”, condición que daba al conjunto de la
revolución y a la república misma un sentido restringido: como la mayoría de
los habitantes optaron por la resignación y la obediencia al rey, habría
correspondido a un grupo de hombres escogidos forzarlos a dejar su
ignominia. La aclamación de unos cuantos como padres de la patria y de las
bayonetas como parteras de esta constituía no solo una falsificación histórica,
sino también el germen inevitable de disputas futuras, pues en un régimen
republicano resultaba absurdo supeditar el goce de las prerrogativas
esenciales de la ciudadanía al eterno reconocimiento de las hazañas de un
reducido conjunto de hombres. Reconquista como Restauración, Reconquista
como pacificación, Reconquista como trauma, tales son, en suma, los temas
de este libro 35 .
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PRIMERA PARTE
UNA RESTAURACIÓN VIOLENTA
Al año de la pacificación de Morillo ya se decía por todas las bocas, y sin
faltar a la verdad, que este hombre había venido a hacer patriotas.
José Manuel Groot,
Historia eclesiástica y civil, t. 2, p. 406.
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CAPÍTULO 1
DE LA RECONQUISTA A LA RESTAURACIÓN
car, à bien des égards, l’étude de la période donne parfois l’impression
d’avoir été parasitée par le nom qui la désigne
Jean-Claude Caron y Jean-Philippe Louis,
“Introduction”,
Rien appris, rien oublié?..., p. 11.
¿Cómo caracterizar el período comprendido entre el inicio de la exitosa
ofensiva lanzada por el capitán general Francisco de Montalvo contra la
provincia de Cartagena en 1815 y la evacuación de Santa Fe por parte de las
autoridades virreinales en agosto de 1819? No obstante provenir de la
propaganda patriota e implicar, por lo tanto, una visión muy parcializada del
fenómeno, hasta el día de hoy la historiografía colombiana ha denominado
los años del restablecimiento de la autoridad fernandina con el nombre de
Reconquista. Como se mostrará en las páginas siguientes, tal enfoque
constituye un verdadero impasse que impide comprender cabalmente la
historia de la revolución. Para superarlo, es preciso insertar el cuatrienio en
una perspectiva amplia, que lo vincule a experiencias similares de Europa y
América. En suma, se propone aquí estudiarlo como una Restauración en la
era de las Restauraciones. La adopción de este punto de vista permite zanjar
una cuestión de cuyo esclarecimiento depende en definitiva la conversión del
período en objeto histórico: ¿fue el restablecimiento de la autoridad
fernandina en el Nuevo Reino un episodio excepcionalmente violento?
Responder terminantemente a tal interrogante clausura la fijación
martirológica que ha constituido el eje de la reflexión académica hasta hoy.
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RECONQUISTA
El término Reconquista estuvo desde muy temprano en boca de los mismos
realistas, usanza de que dejan constancia para el caso de Venezuela las
memorias del regente de Caracas José Francisco de Heredia, que por lo
demás explota en varios puntos de su narración el paralelo con las contiendas
españolas en América en el siglo XVI y hace de Domingo Monteverde un
“nuevo Cortés” 1 . En 1821 Pablo Morillo aseguró con satisfacción en uno de
sus escritos que sus tropas en Venezuela hicieron “renacer el tiempo de los
Fernández, de los Urres, de los Garcigonzález de Silva, y de todos los demás
que agregaron este territorio a la Corona de Castilla” 2 . Ocho años más tarde
el publicista contrarrevolucionario José Domingo Díaz celebró en sus
Recuerdos sobre la rebelión de Caracas la coincidencia según la cual la
pacificación de Venezuela concluyó en 1815 en Güiria, “en el mismo sitio en
que 315 años y cinco meses antes fijó el inmortal Colón el estandarte de
Castilla en la primera tierra que pisó de la Costa Firme” 3 . En el Nuevo Reino
también se utilizó la expresión en el mismo sentido, siendo claramente un
elogio a los ejércitos realistas, “dignos emuladores de los tercios criados en la
escuela de los Albas, Córdovas, Leyvas y Pescaras, y superiores por muchas
circunstancias a los Corteses y Pizarros” 4 . En las medallas que se repartieron
entre las fuerzas leales que consiguieron doblegar la revolución en Chile
podía leerse el mote “Santiago reconquistada”, que Fernando VII se negó a
modificar por “pacificada”, a pesar de las protestas del público 5 .
Precisamente, la misma Corona explotó el tópico, como lo demuestra la
creación de una “orden” para premiar a quienes hubiesen hecho servicios
señalados en la lucha contra la insurgencia, y a la que se bautizó con el
nombre de “Isabel la Católica” 6 .
No obstante, el término resulta poco afortunado porque a la postre se
impuso el sentido que le concedieron con mucha malicia las autoridades
patriotas, urgidas como estaban de dar un sustrato de legitimidad a su causa.
En efecto, como ha señalado para el caso de la Nueva España Marco Antonio
Landavazo, “la denigración de la empresa de conquista y del dominio español
en América fueron temas esenciales en la propaganda rebelde” 7 . La
afirmación es también válida para la Tierra Firme. Ya en 1812 las gacetas de
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los gobiernos de Cartagena y Cundinamarca acusaban a los regentistas de
repetir el género de guerra cruel fraguado en los días del descubrimiento de
América 8 . Al año siguiente, ante la propuesta del presidente de Quito Toribio
Montes de un sometimiento a las autoridades interinas de España, Antonio
Nariño le increpó airado que no hablaba con “Atagualpa o Montesuma” 9 . En
la declaración de independencia de la provincia de Tunja (10 de diciembre de
1813) se halla así mismo referencia a las “inauditas crueldades de los
españoles”, a quienes se compara con “bárbaros” que han renovado “las
escenas de la conquista”. En 1818 y 1819 el Correo del Orinoco, órgano del
gobierno revolucionario de Venezuela en Angostura, explotó en diversas
ocasiones el tópico y aun la comparación infamante con la represión española
en Flandes (llamando, por ejemplo, al duque de Alba “Morillo de los PaísesBajos”), con el fin de subrayar las atrocidades cometidas por los ejércitos
fernandinos:
El cuadro de desolación y de horror que actualmente presenta la América es rasgo por rasgo,
atrocidad por atrocidad, el mismo que en el siglo infeliz de su conquista. Los mismos crímenes, los
mismos estragos, la misma depredación, todo género de atentados y maldades, aquella misma sed
de oro y de sangre; aquella misma rabia, aquel mismo furor; los mismos españoles! 10 .
Con el triunfo definitivo de la revolución, entre la exaltación de la
independencia y la descripción de las atrocidades cometidas por las tropas
peninsulares, se tejieron gruesos lazos retóricos. Se trata de un rasgo acusado
en la gaceta que comenzó a publicarse en Santa Fe justo después de la batalla
de Boyacá, cuyo número inaugural da el tono de toda la colección al describir
el tiempo que duró el restablecimiento de la autoridad fernandina como
“[t]res años de depredación, de crueldad y de barbarie” o al caracterizar al
virrey Sámano como un hombre “cruel por inclinación o por gusto” 11 . Un
paso decisivo en la caricatura de la “Reconquista” fue dado por Bolívar el 16
de septiembre de 1819, al expedir en Santa Fe una orden circular destinada a
los diferentes gobernadores:
Para dar al mundo entero un testimonio de la conducta inmoral, cruel e inhumana del gobierno
español desde su restablecimiento en la Nueva Granada hasta los momentos de su fuga, hará V.S.
que por cada una de las autoridades de la provincia de su mando, se actúe una solemne
justificación de los hechos más particulares que hayan perpetrado allí, así los gobernadores, como
los comandantes y jefes subalternos en la ejecución de sus dañadas intenciones, cualificándolos
con las señales que más les caracterizan y remitiéndolo a la mayor brevedad a esta capital 12 .
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La información solicitada fue escrupulosamente recogida en la Nueva
Granada mediante cuestionarios preparados por las autoridades de los
cantones, respaldados por diversas informaciones de testigos. A pesar de que
en la provincia de Antioquia el terror fernandino fue inexistente y de que el
catálogo de crímenes achacados a los reconquistadores es bastante limitado y
casi todo él podría aplicarse también a los libertadores (corrupción, abuso de
mujeres indefensas, conscripciones ilegales, órdenes arbitrarias, maltrato
físico), en la suma documental levantada en dicho territorio tras la llamada
campaña libertadora, Morillo es denominado “segundo Dioclesiano”,
“Monstruo horrendo” o “enemigo de la humanidad”, y los años
comprendidos entre 1816 y 1819 son retratados sin vergüenza como una
tiranía perfecta: aparentemente, los españoles, sin excepción, trataban a los
americanos peor que un “bárbaro amo a sus esclavos” 13 .
La prensa colombiana retomó con fruición el lazo infamante construido
por los patriotas para equiparar los pacificadores a los conquistadores. En
1822, por ejemplo, un periódico bogotano censuró a Fernando VII por haber
pensado en renovar
los días de los Pizarros, Alvarados, Bobadillas, Almagros y Cortés, en demostrar qué harían los
españoles en el siglo XVI por lo que debían hacer en el siglo XIX. El feroz Morillo destruyó
nuestro gobierno, derrocó los altares erigidos a la libertad, como en otro tiempo fueron destruidos,
por un puñado de vándalos, el imperio de los Incas, el templo del Sol, el trono de México y los
gobiernos patriarcales. Morillo, Enrile, Sámano empobrecieron nuestro suelo: enviaron a los
cadalsos, a los presidios, a los caminos públicos, a una muerte más o menos lenta nuestros mejores
ciudadanos, como en otro tiempo los Guatimozín, Atabalipa, Huáscar y tantos generosos y
valientes varones 14 .
Al abordar la restauración monárquica, la Historia de Restrepo obedece
también al propósito fijado tempranamente por las autoridades libertadoras.
En efecto, el período es asimilado en la obra a la conquista de América: al
convertir a los jefes del Ejército Pacificador en nuevos “Corteses, Pizarros,
Almagros [y] Quesadas”, que recorrían el continente “con el puñal en la una
mano y las teas incendiarias en la otra”, el publicista pretendía que el firme
consenso condenatorio suscitado por la llamada leyenda negra se transfiriese
sin atenuantes a las acciones de los ejércitos fernandinos y, de tal manera,
promover la causa revolucionaria tanto en la República de Colombia como en
el extranjero. Tal propósito lo autorizó, por ejemplo, a exclamar:
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¡Tres siglos han corrido y en la guerra de la independencia de la América antes española se
repitieron las mismas escenas de la conquista, igual fanatismo y ferocidad! ¡Tan poco era lo que
había adelantado la nación española en este largo período y tanta la inflexibilidad de su
carácter! 15 .
Las trasposiciones de Restrepo en lo concerniente al Ejército Pacificador no
se limitaron a la Conquista de América. El historiador también buscó
establecer un cercano parentesco entre la conducta del general en jefe de la
expedición española en la Tierra Firme y la del encargado de la represión en
Flandes en tiempos de la Reforma, y así se permitió decir, por ejemplo, que
Morillo “se hizo tan famoso en la revolución de Venezuela y de la Nueva
Granada, como el duque de Alba en los Países Bajos” 16 . En uno y otro caso,
por supuesto, la intensión es la misma: transformar los agentes de Fernando
VII en simples asesinos, cegados por una “bárbara codicia” y entregados al
placer de la devastación gratuita.
En su Historia eclesiástica y civil (1869-1870), José Manuel Groot retomó
en parte el precepto de Restrepo y en general de toda la generación
colombiana. Al concluir los seis capítulos que dedicó a narrar los años del
restablecimiento de la autoridad fernandina en la Nueva Granada, el
historiador sentenció esta de un plumazo, a guisa de colofón: “los granadinos
todos atados a la rueda del tormento, bajo el sable de unos conquistadores
españoles más bárbaros y crueles que los del siglo de la conquista de los
indios” 17 .
En Venezuela, Francisco Javier Yanes hizo de los “pacificadores” en su
historia de la revolución una versión remozada de “descubridores” y
“conquistadores”, y de Monteverde, Zuázola, Morales o Morillo congéneres
de Belalcázar, Almagro, Alvarado Lope de Aguirre y demás, basado en un
debilísimo paralelismo: unos y otros buscaban el mando “como un medio
para satisfacer la ambición, la codicia, el orgullo y demás pasiones”, unos y
otros “pelearon y se destrozaron recíprocamente por el mando”, y los
primeros, como los Belzares y Alfinger, habían causado la desolación en
Venezuela 18 .
Feliciano Montenegro incurrió en semejantes desvaríos retóricos en la obra
que publicó entre 1833 y 1837 para educar en geografía e historia a la
juventud de la república. Según afirmó, los miembros del Ejército Pacificador
no supieron distinguir la diferencia que había desde la época de la conquista, entre los desarmados
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e ignorantes indígenas y los habitantes de este siglo; presumieron también que éstos se aterrarían
como aquéllos en viendo destruidas sus familias; los tuvieron en poco, como otros europeos,
juzgándolos cobardes e incapaces de disputarles el campo, y no repararon en lanzarse a todo
género de abominaciones, que si bien sirvieron para desmoralizar los pueblos en diversos sentidos,
contribuyeron en otro para hacerse detestables e inspirar en los más ilusos el deseo de libertarse de
hombres tan orgullosos y avaros, cuya política se fundaba en derramar la sangre americana 19 .
Rafael María Baralt y Ramón Díaz en su Resumen de la historia de
Venezuela (1841) retomaron la tradición y describieron la conducta de
Morillo y sus hombres como una reedición de los acontecimientos del siglo
XVI:
jamás se habían visto en América después de la conquista manos más autorizadas ni más rapaces e
inmorales […]. Jefes, oficiales y soldados a una, y como en tierra rendida a discreción, fueron en
Caracas ni más ni menos lo que en otros tiempos en Jaragua Roldán y sus parciales 20 .
En Chile también tuvo el tópico vida fecunda. Los hermanos Miguel Luis y
Gregorio Víctor Amunátegui publicaron en 1851 un libro titulado
precisamente La reconquista española en el que estudiaban el período
comprendido entre 1814 y 1817, esto es, entre la derrota de los
revolucionarios en Rancagua y el desplome definitivo de la autoridad
fernandina en Chacabuco 21 . A finales de siglo XIX, Diego Barros Arana
siguió el ejemplo y bautizó con el mismo nombre la séptima parte de su
Historia Jeneral de Chile 22 .
En 1911 Jesús María Henao y Gerardo Arrubla echaron mano del lugar
común en el manual de historia que escribieron para los estudiantes
colombianos de secundaria. Así, al retratar a Morillo, lo describieron como
un falso pacificador, que “entendió su misión como la que en siglos
anteriores cumplieron los castellanos con las indómitas tribus, reducidas a
sangre y fuego”, y que se valió del engaño para sacrificar a los patriotas,
ofreciéndoles la misma protección “que se dispensara a los indígenas por
algunos conquistadores. El soldado valiente y brutal se presentaba con todo el
aparato de los aventureros del siglo XVI, como una nueva tormenta de la
conquista” 23 .
No obstante su evidente carga política, el término de “Reconquista” sigue
siendo utilizado para referirse al período que se extiende entre 1815 y 1819,
lo que supone una adopción bastante irreflexiva del punto de vista patriota 24 .
Evidentemente, los hombres que aniquilaron las Provincias Unidas de Nueva
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Granada tenían más en común con los revolucionarios de dicha
confederación que con los españoles del siglo XVI que incorporaron a la
corona de Castilla los extensos dominios americanos o que lucharon en
Flandes para aplastar la revuelta protestante.
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CONTRARREVOLUCIÓN
La voz contrarrevolución es ciertamente más conveniente. Carece de color
partidista, describe la orientación del gobierno restaurado y, como se aplica a
fenómenos acaecidos en diferentes épocas y diversas latitudes, permite
establecer de entrada útiles y enriquecedoras comparaciones. No obstante, el
apelativo peca por su propia generalidad y porque no da cuenta del rasgo
distintivo de la contrarrevolución que se desarrolló y fracasó entre los años
1815 y 1819: el retorno de la autoridad de Fernando VII como consecuencia
del desplome del imperio napoleónico y como correlato de una serie de
restauraciones afines a lo largo y ancho de Europa con poderosas
repercusiones en América, África y Asia. Cabe insistir en la vaguedad del
término “contrarrevolución” e indicar que desde el comienzo del interregno
neogranadino fue empleado por los propios actores para referirse a los
diversos movimientos que buscaron derrocar a los gobiernos
independentistas. Así por ejemplo, en el Estado de Cartagena se utilizó el
apelativo tanto para referirse al frustrado levantamiento de los militares del 4
de febrero de 1811, como para aludir a la insurrección de los pueblos de las
sabanas de Tolú y el Sinú en el segundo semestre de 1812[ 25 ]. Hubo, pues,
contrarrevoluciones regentistas, como andando el tiempo habría también
contrarrevoluciones republicanas.
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PACIFICACIÓN
¿Qué decir de la voz “pacificación”? La palabra fue empleada oficialmente
desde el comienzo por las propias autoridades españolas para referirse al
proceso que había de permitir la derrota de los revolucionarios y el
restablecimiento de la autoridad de Fernando VII en América 26 . De hecho, el
conjunto de las tropas encargadas de ejecutar el mandato real en el Nuevo
Reino de Granada recibió el muy diciente nombre de “Ejército Pacificador”.
La prensa peninsular empleó igualmente el término, así en los tiempos
gaditanos como durante la Restauración, porque acogió sin distingos la tesis
de que los movimientos separatistas no eran populares, sino obra de una
facción que había alucinado o seducido a la masa incauta de los americanos.
En consecuencia, el objetivo de las expediciones militares enviadas a
ultramar no era hacer la guerra, sino restablecer la concordia turbada por las
“gavillas de revoltosos” 27 .
Es lícito preguntarse entonces: ¿por qué no retomar esta voz para
caracterizar el período comprendido entre 1815 y 1819? La cuestión puede
ser abordada a través de la extensa relación de mando que el virrey Francisco
de Montalvo y Ambulodi escribió con el fin de ilustrar a su sucesor Juan
Sámano acerca del estado general de los negocios y de las particularidades de
sus cinco años de gobierno. Suscrita en Cartagena a comienzos de 1818, en
ella aparece en repetidas ocasiones el término “pacificación”. ¿En qué
sentido? Montalvo lo utiliza claramente para referirse a un lapso más bien
breve durante el cual se desarrollaron las operaciones propiamente militares
que permitieron aniquilar la resistencia revolucionaria y asentar nuevamente
el gobierno regio en la generalidad de las provincias neogranadinas (en ese
sentido es un equivalente de “reconquista”, que aparece también –una sola
vez– en la relación de mando para aludir a los “primeros momentos” en que
los “pueblos” fueron puestos “en la debida sumisión y respeto” y en que la
autoridad fernandina fue establecida “en todo su vigor”). Se trataba tan solo,
según dice el propio Montalvo, de la etapa inicial de un proceso más
complejo, de una “base” sobre la que había de construirse luego y por medios
no castrenses el “buen orden” y “el alma de los otros ramos de gobierno” 28 .
La “pacificación”, confundiéndose entonces con la destrucción de las
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Provincias Unidas, sería por definición el tiempo de las medidas de
excepción: de los consejos de guerra, los procesos sumarios y las
ejecuciones; de los arbitrios rentísticos extraordinarios; del gobierno precario
de los cuarteles militares. Como se ve, hablar de “pacificación”, para referirse
a la totalidad del período comprendido entre 1815 y 1819, resulta del todo
inapropiado. Y ello no solo porque el término refleje de manera
inconfundible el punto de vista de uno de los bandos en pugna, o porque
contradiga la evidencia histórica, minimizando de entrada los desmanes y los
atentados cometidos en el proceso del restablecimiento de la autoridad
fernandina, sino también porque reduce todo el período, cuando no a la mera
acción militar, al menos al aplastamiento de las veleidades revolucionarias.
No obstante, es preciso anotar que las consideraciones expresadas por
Montalvo reflejan más un punto de vista ideal que una realidad histórica. En
efecto, en su mismísima relación de mando, el virrey saliente denuncia en
repetidas ocasiones los insultos a que fue sometida su autoridad por parte de
Pablo Morillo y su oficialidad, de suerte que puede sostenerse que en el
Nuevo Reino la “pacificación” se prolongó más allá de la pacificación. La
afirmación es sobre todo válida para ciertas zonas como el Valle del Cauca,
donde el gobierno militar, denunciado ante la Audiencia como un “sistema
del terrorismo puesto en planta en su último grado”, persistía aún a
comienzos de 1818[ 29 ]. En un pasaje muy elocuente a este respecto,
Montalvo se pregunta en su relación de mando por qué estando ya el jefe del
Ejército de Costa Firme asentado en la capital del virreinato, rodeado de
provincias tranquilas, cuyo reposo podía afianzarse sencillamente con el
restablecimiento de las leyes
sea acertado salir de las reglas prescritas por el rey, según las cuales quiere que sean regidos sus
pueblos. Yo no soy un imprudente observador de reglas y sé salir de ellas cuando conviene, y lo
extraordinario de las circunstancias lo pide; pero sí creo firmemente que mientras aquellas puedan
ser observadas, que mientras las leyes puedan ser cumplidas puntualmente, el deber exige que así
se haga, y la razón aconseja que se sigan caminos ya conocidos y mejor delineados por los que
tuviesen más tiempo de pensar que los que estamos en el punto de ejecutar 30 .
Mas, puesto que el poder de Morillo y sus hombres no cubría todo el
virreinato, es posible afirmar que la pacificación desbordada o extralimitada
no fue un fenómeno general. En las provincias de Cartagena, Antioquia y
Chocó, donde imperaba el gobierno de Montalvo, la primera etapa militar y
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punitiva fue seguida por otras que no caben bajo una definición estrecha y
meramente castrense del restablecimiento de la autoridad fernandina.
Mi propuesta, entonces, es referirse al período conocido tradicionalmente
en Colombia como Reconquista con el nombre de Restauración, porque este
término permite, en primer lugar, desligar aquellos años de la carga
propagandística patriótica, sin caer por ello en las trampas de la Pacificación.
En segundo lugar, la noción de Restauración reinserta el período en un
horizonte analítico mucho más amplio, al que pertenece naturalmente y que
constituye un terreno más apropiado para la reflexión histórica. Y en tercer
lugar, estudiar la Restauración y no la Reconquista confiere una perspectiva
más fértil, al socavar los estrechos límites de la periodización habitual que ha
llevado a desligar tradicionalmente los años del restablecimiento de la
autoridad fernandina de su inmediato pasado revolucionario y del
subsecuente período colombiano. Como ha recordado Emmanuel de
Waresquiel para el caso francés, la escala temporal pertinente en este tipo de
investigaciones es la “biográfica”, esto es, el transcurso vital de una
generación que nació y se formó en el Antiguo Régimen, que fue partícipe
(entusiasta, o a pesar suyo) de fuertes mudanzas políticas y que presenció el
retorno del poder monárquico 31 .
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UNA RESTAURACIÓN EN LA ERA DE LAS RESTAURACIONES
Señalar lo inapropiado del término “Reconquista” no equivale a desconocer
los excesos del Ejército Pacificador ni pasar por alto las atrocidades
cometidas por sus miembros. Sin embargo, para conseguir estudiar y
comprender unos y otras es preciso salir de la enumeración panfletaria o del
denuncio reivindicativo. ¿Cómo? En primer lugar, interesándose por conocer
la magnitud exacta de los desmanes, lo que solo puede conseguirse al
apartarse de los relatos fundacionales de los “libertadores” e insertando los
desafueros propios al restablecimiento de la autoridad del monarca español en
el Nuevo Reino en el más amplio panorama de las Restauraciones, tanto
europeas como americanas. Con tal nombre se conoce al período de 16 años
transcurridos entre la caída de Napoleón y la Revolución de Julio (18141830), que había de marcar la “derrota moral del absolutismo europeo” y que
fue seguida muy de cerca por la independencia belga, la reforma electoral
inglesa, la transformación constitucional de 12 cantones suizos, la derrota de
don Pedro en Portugal y el fallecimiento de Fernando VII y la consecuente
liberalización del régimen monárquico español 32 . En segundo lugar, para
abandonar la querencia patriótica de los cadalsos es preciso analizar la
Restauración neogranadina no solo como un período reaccionario, sino
también como una “experiencia política”, entendiendo por tal cosa tanto la
manera en que el régimen fernandino ejerció el poder, como las resistencias
que generó y su capacidad (o su ineptitud) de innovar y de adaptarse a las
nuevas circunstancias 33 . Para cumplir con esta propuesta investigativa, es
necesario, pues, en un primer momento, confrontar la Restauración
neogranadina con sus congéneres europeas y americanas.
En 1797, cuando especulaba con confianza sobre el fin próximo de la
Revolución francesa y el retorno de los Borbones al trono de Francia, Joseph
de Maistre advirtió sobre los peligros de un extravío vindicativo de la
autoridad legítima. So pena de hacerse odiosa, la justicia regia debía
conjugarse con la misericordia y conservar cierta moderación en el castigo de
crímenes en los que por su naturaleza estaban comprometidos numerosos
cómplices: si la espada sagrada de la justicia era empleada incesantemente,
¿qué podría distinguirla de la guillotina de Robespierre? Como mucho, el rey
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debía permitir el castigo de algunos parricidas y humillar a unos cuantos
nobles por su comportamiento reprochable durante las convulsiones. La
reimplantación de la monarquía no podía ser una “revolución al contrario,
sino el contrario de la revolución”: fundada en la virtud (y no en el vicio
como la revolución), debía limitarse a la destrucción de la destrucción, ser un
restablecimiento del orden y la estabilidad, y ponerles fin al odio y a las
calamidades 34 .
En el panfleto que escribió justo antes de la entronización de Luis XVIII en
el trono de Francia, Chateaubriand retomó algunos de los planteamientos de
Maistre, y en particular la idea de la revolución como castigo divino y del
retorno del rey como signo evidente del fin de una terrible expiación.
Chateaubriand opuso además en su obra la figura de Napoleón, considerado
como un exterminador, ejecutor de la ira celeste, al monarca restaurado: un
“libertador” y no un “conquistador”, caracterizado por la moderación en la
victoria y cuya misión era la reconstrucción del orden. Los Borbones, aseguró
entonces el reputado escritor, eran los únicos médicos capaces de restañar las
heridas de Francia y, por sus propias adversidades, convenían perfectamente
a un reino exhausto de convulsiones y desgracias 35 .
Con la entronización de Luis XVIII en 1814 se impuso un sistema de
moderación que fue mucho más allá de las recomendaciones de Maistre y
Chateaubriand. La conducta adoptada por el monarca permitió que la
Restauración no fuese un intransigente retorno al pasado y, en definitiva,
aclimató la monarquía constitucional en Francia. Persistieron así los
departamentos, los prefectos, el Consejo de Estado y todos los ministerios. La
clase dirigente del Imperio y la Revolución se mantuvo en el poder, y aun los
regicidas conservaron sus vidas y bienes, de modo que solía repetirse por
aquel entonces que la llegada del nuevo régimen no había tenido otro efecto
que el “cambio de la ropa de cama”. No obstante, el monarca se obstinó en
retomar la bandera blanca flordelisada y en datar la duración de su reinado,
contra toda evidencia, a partir de 1795. Así mismo, impuso la ficción de una
carta “concedida” y se reservó amplios poderes, no solo en el ámbito
ejecutivo, sino también en el legislativo y en el judicial. A pesar de ello, la
soberanía real reposaba sobre las ruinas de la sociedad corporativa y
reconocía y salvaguardaba las conquistas sociales de la Revolución y del
Imperio, de modo que, al decir de un especialista, se trataba por aquel
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entonces del régimen más liberal de Europa. Obviamente, las pacíficas
disposiciones de Luis XVIII desagradaron fuertemente a la nobleza emigrada,
que se sentía acreedora a todos los privilegios y a las mejores plazas, y
clamaba por un castigo ejemplar para los más comprometidos en la
revolución. Tras los Cien Días arreciaron los ataques contra los funcionarios
del Imperio. La reacción consiguió la destitución de muchos de ellos y
modificó la nueva amnistía propuesta por el gobierno, imponiendo el
destierro de los regicidas comprometidos con el retorno de Napoleón, así
como el de los miembros de la familia Bonaparte. Con todo, el ministerio se
preocupó por limitar el número de las ejecuciones, que solo cobraron la vida
de un puñado de personas. Más grave aún, en el sur y en el oeste de Francia
se desencadenó una brutal oleada de masacres de republicanos y
bonapartistas (la Terreur blanche), que puede calificarse como guerra civil.
Por último, y a diferencia de la primera, la segunda restauración de Luis XVIII
significó una prolongada y costosa ocupación del reino por parte de los
ejércitos aliados, que trajo consigo pillajes, violaciones y asesinatos, y una
larvada inestabilidad social 36 .
El caso holandés se asemeja al francés, por cuanto las instituciones
napoleónicas fueron adoptadas y desarrolladas por la Restauración, que
heredó también un numeroso personal, eficazmente protegido de los pocos
reaccionarios que exigían castigo por sus compromisos con el régimen
anterior. En efecto, tras regresar de un exilio de 19 años y acceder al trono
gracias a las potencias aliadas (16 de marzo de 1815), Guillermo I conservó
casi en su totalidad la estructura del Estado centralizado, aunque le dio un
carácter nacional al bautizar las instituciones con viejas denominaciones
históricas. Al igual, pues, que Francia, y a pesar de la constante asimilación
en los panfletos políticos contemporáneos de la Restauración a la rebelión
contra España del siglo XVI, los Países Bajos se convirtieron entonces en una
monarquía de “veletas” y “funcionarios camaleónicos”, donde la política de
olvido y unión fue la regla 37 .
En Nápoles, una primera restauración borbónica había tenido lugar en
1799 y generado una violenta reacción en contra de la generalidad de los
jacobinos, que fueron condenados a muerte, a cadena perpetua o al destierro.
Completamente diverso fue el restablecimiento del trono luego de la caída de
Murat: si bien no estuvo acompañado como en Francia de una Constitución,
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los funcionarios conservaron plazas y honores, no se molestó a quienes
habían adquirido bienes eclesiásticos y el edificio administrativo construido
en el período napoleónico permaneció en su sitio. El fracaso de la revolución
carbonaria de 1820 no trajo tampoco consigo un retorno al Antiguo Régimen,
en buena medida por las admoniciones austríacas de moderación y prudencia,
a pesar de que tuvo lugar una importante purga y de que dos personas fueron
condenadas a muerte y muchas otras debieron resignarse a emigrar o fueron
expulsadas del reino. Mucho más recia fue la reacción en Piamonte, en
Lombardía y en Módena contra los hombres comprometidos con la
insurrección de 1821. Las ejecuciones fueron pocas, pero numerosos los
exilios y las reclusiones 38 .
En España, los acontecimientos fueron más dramáticos porque Fernando
VII, tras abandonar su cautiverio en Valençay y cruzar los Pirineos, restauró el
absolutismo mediante un golpe de Estado, fraguado con la complicidad del
ejército y de los diputados tradicionalistas. El rey expidió primero en
Valencia (4 de mayo de 1814) un famoso decreto aboliendo las Cortes y antes
de darlo a conocer, mandó aprehender a conspicuas figuras liberales en
medio de la noche, a pesar de que en su contra no había ni podía resultar
cargo alguno. Tres tribunales especiales asumieron sucesivamente los
procesos, mas, ante la incapacidad en que se encontraron de dictar sentencias,
Fernando VII en persona se encargó de las condenas. Al cabo, solo dos
individuos fueron condenados a muerte in absentia (pues se habían exiliado
en Londres) y entre 54 y 70 recibieron como castigo penas de confinamiento
y presidio. Se establecieron, así mismo, Juntas de Purificación, encargadas de
averiguar la conducta de los funcionarios de gobierno durante la ausencia del
monarca y, atendiendo a esta, de decidir si debían permanecer o no en sus
cargos. Un rasgo de la Restauración española es especialmente relevante: no
se trató de un retorno al sistema vigente hasta marzo de 1808, porque debía
hacer frente a agudos problemas económicos, políticos y sociales, y porque el
golpe de Estado rompió no solo con las instituciones liberales, sino también
con las prácticas gubernamentales propias de la monarquía de finales del
siglo XVIII. En suma, si la restauración fernandina en España, contrariamente
a sus promesas, no se tradujo en un gobierno por encima de los partidos,
tampoco fue especialmente cruel o rigurosa con los liberales, pues, como se
ha visto, el número de las condenas fue sorprendentemente bajo 39 . Aunque
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sea menos relevante para el propósito de este libro, es necesario referir
brevemente que la segunda restauración de Fernando VII en la Península fue
mucho más recia. Mientras que en Madrid hubo algunas ejecuciones (entre
las que se cuenta la de Rafael Riego), un decreto expedido en octubre de
1824 condenó a muerte a todos los “enemigos de los derechos legítimos del
trono”. Una purga general se extendió hasta el verano del año siguiente,
produciendo 44.000 arrestos, 20.000 exilios y la remoción de 100.000
empleados 40 .
En suma, y con la significativa excepción de España, las Restauraciones
europeas no equivalieron a un retorno al pasado y se caracterizaron por la
adopción de políticas de olvido, por el respeto de las instituciones legadas por
25 años de trascendentales mudanzas y por la muy diciente amalgama de las
élites de antaño y hogaño. Se trataba de un acuerdo entre el Antiguo Régimen
y la revolución, de un “tratado de paz” tras una larga guerra, cuyo objetivo
explícito era no solo la reconciliación, sino también la implantación de la
libertad 41 . Como se ha visto, allí donde sobresaltos revolucionarios pusieron
en riesgo las Restauraciones (Francia, Nápoles, Turín, España...) se
produjeron reacciones más violentas, purgas más amplias, arrestos y
ejecuciones que, no por ello, degeneraron en un despotismo vengador. Es
preciso a continuación explorar lo sucedido tras la entronización de Fernando
VII en la América no gaditana (aquella que no reconoció a la Regencia ni a las
Cortes, ni acató la Constitución de 1812) y preguntarse por el tipo de
restauración que experimentaron aquellos reinos ultramarinos.
La historia chilena del período reviste un interés particular, pues allí se
produjo una restauración monárquica temprana, cuando tropas enviadas
desde el Perú, al mando de Mariano Osorio, aniquilaron en octubre de 1814
al gobierno revolucionario. Al decir de Diego Barros Arana, era este jefe
“suave y bondadoso, dispuesto en lo posible a perdonar, o a lo menos a hacer
menos dura la represión”, de manera que las pocas medidas de rigor que
adoptó procedían de órdenes dictadas por el virrey Abascal o de la presión
ejercida por colaboradores cercanos ansiosos de castigos ejemplares. Se
crearon, ciertamente, en cada cabildo, “tribunales de vindicación”, llamados
también de “purificación” o “justificación”, encargados de juzgar la conducta
de los vecinos en tiempo del gobierno rebelde y de expedir en caso dado una
probanza que permitía recuperar los derechos políticos, de manera que solo
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en la capital se desarrollaron más de dos mil procesos, la mayoría de los
cuales terminó favoreciendo a los solicitantes. Igualmente, “numerosos
patriotas”, de condiciones y rangos diversos (un exdirector supremo, vocales
de juntas, diputados del Congreso, simples soldados o chasquis) fueron
reducidos a prisión, algunos más confinados en distritos lejanos y aquellos
considerados como “motores de la insurrección” (al menos 78 personas),
destinados a un presidio en la isla Juan Fernández. Más de la mitad de estos
últimos consiguió, no obstante, abandonarlo en breve gracias a las gestiones y
el dinero de sus familiares. La represión se tradujo también en un empréstito
forzoso para todo el reino, así como en otras imposiciones extraordinarias y
en la formación de una junta de secuestros que permitió el embargo de los
bienes raíces de los insurgentes. Finalmente, Mariano Osorio se esforzó en
derogar las instituciones creadas por los revolucionarios, anulando, en
consecuencia, los efectos de la ley sobre libertad de esclavos, clausurando el
Instituto Nacional, restableciendo los derechos parroquiales, cambiando la
composición de los cabildos y prohibiendo el comercio con los extranjeros.
En síntesis, su gobierno –de poco más de un año de duración– no fue
responsable de ninguna ejecución pública, de suerte que es fácil comprender
por qué es estimado “como un bien” por la historiografía chilena 42 .
En reemplazo del benigno presidente interino fue nombrado el gallego
Francisco Marcó del Pont, que llegó a Valparaíso procedente de la Península
en diciembre de 1815. La política de moderación implementada por Osorio
tocó a su fin con la llegada al Pacífico de una expedición corsaria despachada
por el gobierno de Buenos Aires y con la amenaza de una invasión desde
Mendoza. Ante la emergencia, se mandaron recoger las armas en poder de los
particulares, se restringió la movilidad de los habitantes y se creó un tribunal
de vigilancia y seguridad pública que, si bien se hizo odioso, no cometió “los
actos de violencia y crueldad que era de temerse de la amplitud de sus
atribuciones y del estado de exaltación de los ánimos”. En suma, inició
numerosos procesos que culminaron por lo general con un fallo absolutorio o
con condenas menores. Más aun, Marcó se negó a poner en práctica el
indulto general decretado por Fernando VII en 12 de febrero de 1816 (salvo en
lo tocante al levantamiento de los embargos), manteniendo en cautiverio a
casi todos los desterrados a Juan Fernández y recluyendo nuevamente en
aquella isla a algunos de los que habían conseguido restituirse a sus hogares
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en tiempos del gobierno de Mariano Osorio. La inminencia de una invasión
generó una nueva ola de prisiones, tanto de paisanos como de personas de
alto rango, que fueron encerradas en los castillos de Valparaíso, confinadas
en Juan Fernández o remitidas a Lima. Del mismo modo, damas distinguidas
involucradas con la revolución fueron desterradas a ciertos pueblos o
reducidas a vivir en conventos. No obstante, el número de ejecuciones fue
muy bajo y se limitó al sacrificio de siete campesinos acusados de tomar
parte en una conspiración 43 . Para concluir, puede afirmarse, a la luz de
investigaciones recientes, que la restauración monárquica en Chile se
caracterizó tanto por la benignidad en los castigos como por el apego general
de las autoridades a las disposiciones legales, de suerte que resulta
descabellado hablar de una “política de represión que buscara, a través del
castigo indiscriminado, afianzar la causa monarquista” 44 .
El caso venezolano resulta fundamental y su examen permite vislumbrar
diferencias clave. En primer lugar, allí existía un realismo tan fuerte y de
raigambre tan popular que la revolución fue vencida en dos ocasiones. En una
y otra las masacres abundaron, del mismo modo que los embargos y las
prisiones, ejecutadas estas últimas por fuera de todo marco legal. Así, en
1812 aproximadamente mil personas fueron arrestadas, a pesar de que se
habían pactado capitulaciones solemnes en donde se prometió olvido
absoluto. La Audiencia protestó contra estos abusos y consiguió poner
término al “sistema perseguidor”, de modo que cuando se impusieron
nuevamente los independentistas los bienes habían sido devueltos y liberados
casi todos los presos. En cuanto a ejecuciones capitales, solo hubo en todo
aquel período “las de dos o tres reos” de una conspiración descubierta en
Barinas contra el ejército 45 . En suma, dos contrarrevoluciones triunfantes
antecedieron en Venezuela la restauración fernandina.
En consecuencia (y en segundo lugar), Morillo llegó a un territorio
controlado ya por las tropas contrarrevolucionarias locales, compuestas en su
mayoría de esclavos y pardos. La magnitud de la destrucción y los asomos de
lucha racial generaron pánico entre los realistas criollos y españoles, de suerte
que estos y aun los mismos patriotas acogieron con alivio al Ejército
Pacificador. La política adoptada por Morillo estaba dirigida, por tanto, a
meter en cintura a los realistas venezolanos triunfantes, guiado por las
instrucciones del Ministerio Universal de las Indias, que deploraba el pillaje y
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el asesinato generalizados de que se habían hecho responsables. En
particular, sacó del país cerca de 4.000 hombres considerados peligrosos,
enviándolos a luchar en el sometimiento del Nuevo Reino 46 . No obstante, la
llegada de Morillo significó también el establecimiento de una Junta de
Secuestros (19 de mayo de 1815), la supresión de la Audiencia y su
reemplazo por un Tribunal de Apelaciones (27 de mayo), la erección de un
Consejo de Guerra Permanente que juzgaba los delitos de infidencia “en
forma sumaria y militar” y la creación del Tribunal de Policía que sometió el
territorio al “más incómodo y opresivo espionaje”. Estas medidas, así como
el desprecio con que cubrió a los soldados americanos de color que habían
derrotado a la república, desvanecieron la esperanza de una verdadera
pacificación y comprometieron con la revolución a hombres que hasta
entonces la habían combatido con tanto ardor como talento 47 . Aun así,
Stephen Stoan señaló hace ya varias décadas que durante la permanencia de
Morillo en Venezuela los altos oficiales que compusieron los Consejos de
Guerra fueron más bien laxos en su labor, absolviendo a la gran mayoría de
sospechosos 48 . La tendencia se mantuvo aun después, cuando Feliciano
Montenegro accedió a la presidencia de la corporación en enero de 1816 por
orden del capitán general Salvador de Moxó. A pesar de que los vocales
siguieron siendo militares (tenientes coroneles y capitanes), todos eran
“sujetos de educación y buen carácter”, contrarios a celebrar juicios verbales
y a decretar proscripciones. El tribunal “rara vez” dejó de oír los dictámenes
del asesor letrado y solo firmó una sentencia de muerte, prefiriendo destinar a
los reos a servir en el ejército. En lo tocante a secuestros, cuyas causas
conocía también el Consejo de Guerra, muchos años después Montenegro se
jactaría de haber despachado más de 600 expedientes sin privar a nadie de sus
bienes. En síntesis, en Venezuela, el Consejo de Guerra hizo las veces de
dique de contención contra los excesos de los militares, función que
cumpliría también la Audiencia tras su restablecimiento 49 .
El contraste que ofrece la Restauración neogranadina frente a las de
Francia y España, la holandesa, la chilena y la venezolana es fortísimo. Tras
la toma de Cartagena, Morillo encarceló a los que habían tenido algún
vínculo con la revolución y formó un Consejo de Guerra Permanente que
condenó a muerte a nueve importantes líderes independentistas. Habiéndose
trasladado a Mompox, prosiguió con los juicios militares, que supusieron la
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ejecución de otros cinco revolucionarios. Cuando entró a Santa Fe, revocó el
indulto publicado por uno de sus subordinados días atrás y expidió otro con
tantas excepciones que era inoperante en la práctica. Estableció nuevamente
un Consejo Permanente de Guerra, compuesto como los otros por oficiales
del Ejército Pacificador y encargados, como aquellos, de juzgar de manera
expedita a los principales revolucionarios. Así mismo creó un Consejo de
Purificación, cuya misión era examinar los casos de los acusados que, no
mereciendo pena capital, habían obtenido algún empleo durante el interregno.
Finalmente, Morillo instituyó una Junta de Secuestros, sobre la que recayó la
responsabilidad de embargar los bienes de los principales patriotas 50 .
Además de estos tres organismos, el jefe del Ejército Pacificador vio en la
construcción de caminos una manera de castigar no solo a ciertos
revolucionarios influyentes, sino también a los pueblos en general, de quienes
exigió hombres en masa, bastimentos y grandes sumas de dinero. Los
reclutamientos también fueron un expediente utilizado para hacer sentir a los
pueblos el rigor de la justicia real y la necesaria expiación a que debían ser
condenados por sus extravíos de hogaño.
El Consejo Permanente de Guerra adelantó sus labores a partir del mes de
junio de 1816 y en virtud de sus sentencias, al decir del historiador Restrepo,
“perecieron los hombres de más saber, los más virtuosos y los más ricos” del
Nuevo Reino. A partir de entonces, y por espacio de seis meses, apenas si
pasó semana en que no se produjeran en la capital tres, cuatro y aun más
ejecuciones. Muchas veces se prescindió de formar procesos por escrito, de
suerte que los acusados eran juzgados en consejos de guerra verbales 51 .
Pedro María Ibáñez, que se dio a la tarea de contabilizar los ajusticiados en la
ciudad de Santa Fe para el año de 1816, asevera que la cifra ascendió a 53 52 .
El historiador Restrepo, por su parte, calcula que en total perecieron por aquel
entonces en las provincias neogranadinas alrededor de 125 hombres (la
gaceta santafereña eleva la cifra a 200) 53 , ora en la horca, ora arcabuceados.
El número de los detenidos ascendió a 600 solo en la capital del Reino 54 :
como las cárceles no daban abasto para tanto preso, debieron acondicionarse
como tales los edificios del Colegio del Rosario y el de la Orden Tercera 55 .
Víctor Manuel Uribe Urán ha indicado que los abogados fueron el “blanco
favorito de la represión” y ha calculado que al menos una cuarta parte de
ellos perecieron entonces ejecutados 56 . Algunos de los cadáveres fueron
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desmembrados y sus brazos o cabezas exhibidas en los lugares más
concurridos en escarpias y jaulas de hierro 57 , donde las descarnaban los
gallinazos 58 . En suma, y contrariamente a lo proclamado por Morillo y los
principales agentes del Ejército Pacificador, la “espada del rigor” primó sobre
la “oliva de la paz” 59 , sin que un “olvido general” fuera, como se prometió
en repetidas ocasiones, la base de la “pacificación” 60 .
El Consejo de Purificación, por su parte, fue instalado en la capital del
virreinato el 15 de junio de 1816. En dicho día, por medio de un bando,
concedió a todos “los comprendidos de justificarse” en Santa Fe ocho días de
plazo para presentarse con documentos justificativos, así como 15 a los de
Tunja y Mariquita, y 20 a los de Neiva y Socorro 61 . Compuesto por seis
miembros, todos ellos oficiales del ejército, la corporación adelantó
activamente sus labores, de modo que en cinco meses había procesado a 461
personas. La lista estaba compuesta, sobre todo, de oficinistas de mediana
importancia, así como de oficiales, suboficiales y soldados que militaron en
las filas revolucionarias. No había en ella “exaltados”, solo individuos tibios
que tuvieron cuando más una participación marginal en las mudanzas. Por lo
general, aquellos que eran viejos, huérfanos, pobres o que tenían a cuestas
una gran familia salieron indemnes tras purgar cortas penas de prisión o
trabajar unos meses en los hospitales. Del mismo modo, se les conmutó la
pena a aquellos que supieron aprovechar su influencia para ayudar a realistas
en dificultades (aun cuando hubieran pertenecido al Tribunal de Vigilancia) o
a aquellos que traicionaron a tiempo la causa independentista. Así mismo, los
artesanos especializados que laboraban en instituciones como la Casa de
Moneda conservaron sus plazas, por ser imposible su reemplazo. Una
minoría de los encausados fueron indemnizados y declarados buenos
vasallos. Muchos otros fueron absueltos de toda imputación, pero perdieron
sus cargos por haber recibido empleos durante los trastornos políticos o por
haber continuado en el ejercicio de los que les había concedido el rey. Por su
parte, los hombres comprometidos con el servicio militar, cuando adinerados,
fueron multados según su capacidad y, cuando pobres, condenados a servir
durante años como soldados, a trabajar en los talleres cuando poseían un
oficio (sastres, fundidores, talabarteros, peluqueros…), o enviados a
infamante presidio 62 . En suma, el Consejo de Purificación de la capital
virreinal procesó una masa considerable de expedientes en el segundo
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semestre de 1816 y, aunque supo admitir circunstancias atenuantes, terminó
condenando a la inmensa mayoría, privando de sus empleos incluso a
aquellos caracterizados como “fieles vasallos” o cuya conducta fue juzgada
“irreprensible”, únicamente por haber servido en tiempos de revolución 63 .
En algunas provincias como Popayán, Neiva y Chocó, los oficiales del
Ejército Pacificador siguieron el ejemplo de Santa Fe y erigieron las mismas
corporaciones para juzgar y condenar a los insurgentes. En efecto, resultaba
perjudicial trasladar todos los sindicados a la capital del Reino, no solo por
los dilatados viajes y los costos que suponía la operación, sino también
porque “faltando testigos de los delitos, no podían probarse éstos” y porque
los castigos “se aplicaban fuera de la vista” de los vecindarios que se buscaba
escarmentar 64 . El caso de Tunja, sobre el que existen no solo menciones
marginales sino también listas precisas de los habitantes condenados, permite
hacer algunos comentarios breves sobre el funcionamiento de los tribunales
de la pacificación en la periferia. En primer lugar, es importante señalar que
antes de que entraran en funcionamiento la Junta de Purificación y el Consejo
de Guerra Permanente, el gobernador Ildefonso Arce impuso multas a los
individuos que habían obtenido empleos durante la revolución. En total, 57
personas de 27 poblaciones diversas fueron condenadas a pagar sumas que
iban de los 50 a los 1.600 pesos. A la postre, se recaudaron algo más de
22.000, lo que arroja una media de 393 pesos. En cuanto a la Junta de
Purificación de Tunja, se sabe que condenó a 35 individuos que procedían no
solo de la capital y ocho de sus pueblos, sino también de la vecina provincia
del Socorro. En promedio, los procesados pagaron 326 pesos, aunque las
sumas oscilaban entre los 20 y los 1.000. Por último, el Consejo de Guerra
Permanente, multó a 17 personas originarias tanto de Tunja como del
Socorro, Vélez, Oiba, Zapatoca y Chiquinquirá. Esta vez las penas oscilaron
entre los 200 y los 2.000 pesos, promediando, en consecuencia, 586[ 65 ].
¿Quiere esto decir que la Restauración en Tunja se limitó a golpear los
bolsillos de los líderes revolucionarios? Ciertamente no, pues hubo también
al menos 13 fusilados entre abril y diciembre de 1816[ 66 ].
Ciertas provincias conocieron, pues, numerosas ejecuciones y aun
exhibición de miembros y cabezas en parajes públicos, a imitación de lo
practicado en Santa Fe. Tal fue el caso de la villa de Honda, donde a
comienzos de febrero de 1818 aún permanecía expuesta la cabeza de León
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Armero. El corregidor de la provincia escribió a sus superiores buscando
autorización para retirarla, anunciando que la jaula de hierro que la contenía
amenazaba ruina y señalando que el público no necesitaba de “semejante
espectáculo para ser fiel” 67 .
Es preciso referir también muy al paso que 95 eclesiásticos del Reino
fueron detenidos, sumariados con desviación de las leyes y de los cánones, y
remitidos a Venezuela en condiciones humillantes, sin que obstaran las
protestas del arzobispo, para ser luego confinados en bóvedas en Puerto
Cabello o deportados a España 68 . En opinión de un gacetero de los años
colombianos, este y otros excesos cometidos por los “pacificadores” contra
clérigos y frailes “contribuyeron mucho para que estos minasen la causa del
rey y levantasen los pueblos en masa para recibir a sus libertadores” 69 . Es
preciso, así mismo, recordar que un centenar de mujeres de Santa Fe fueron
confinadas en diversos pueblos, siéndoles encargada su estrecha vigilancia a
los alcaldes y curas respectivos 70 . Ni siquiera los hijos de los insurgentes
podían sentirse tranquilos, pues eran destinados a servir de tambor o de
pífano en las bandas del Ejército Pacificador. Por ello, no bien se presentaba
algún militar realista en alguna población, “todos los jóvenes se
ocultaban” 71 .
Los oficiales del Ejército Expedicionario aprovecharon la situación creada
por el proceso de “pacificación”, librándose a un desvergonzado tráfico “de la
existencia humana”. Los comprometidos de una u otra forma con la
revolución se veían en la obligación de pagar a precio de oro su tranquilidad,
con el agravante de que, siendo frecuentes los traslados de los jefes militares,
el proceso podía recomenzar una y otra vez, pues “el que escapaba de unos o
lograba comprarse a sí mismo, perecía bajo la mano de otros o tenía que
volverse a comprar”. El espectáculo se presentó en Popayán y en Antioquia,
en el Socorro y en Tunja y, en general, en todas las ciudades principales 72 .
Según Restrepo, se rumoraba que Morillo y Enrile se habían apropiado de
esta forma de cerca de un millón de pesos, enriqueciéndose también en la
provincia de Popayán Warleta y Tolrá 73 . Aun los capellanes del Ejército
Pacificador (Luis Villabrille, Francisco García, José Melgarejo, José León y
Francisco María Jaureguiberri) recibieron sobornos para exculpar curas
comprometidos con la revolución y se dedicaron al pillaje de alhajas de las
iglesias, mandando a hacer con ellas cubiertos, estribos y espuelas de plata 74 .
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En el Valle del Cauca, los jefes militares supieron aprovecharse de otras
medidas igualmente lucrativas. A los capataces encargados de la apertura del
camino de Anchicayá los obligaron a pagar una multa de 30 pesos por cada
obrero que desertara los trabajos. Como las ricas familias a las que
pertenecían estaban arruinadas y no tenían numerario, satisfacían las sumas
con esclavos, que los oficiales del rey cambiaban enseguida por sal, pingüe
monopolio de que también se apoderaron 75 . Los abusos de los militares no se
reducían a una corrupción galopante. Muchos eran consecuencia directa de la
compulsión propia de las armas. Un caso paradigmático al respecto es el de
Popayán, cuyo comandante Ruperto Delgado creó maestranzas con mujeres
colectadas por la fuerza para que confeccionasen el vestuario de su batallón
sin más estipendio que la ración 76 .
Con la reinstalación de la Audiencia en Santa Fe a mediados de 1817
debía, en principio, restablecerse el “imperio de las leyes”. Los oidores no
tardaron efectivamente en mandar que todas las causas de infidencia
pendientes surtiesen las tres instancias y pasasen a la justicia ordinaria, con lo
que fue privado de su prosecución el Consejo de Guerra. La situación de los
infelices encausados mejoró también con el indulto expedido por Fernando
VII el 24 de enero de 1817, que fue publicado en la capital neogranadina el 1.º
de julio y al que se acogieron varios hombres que tenían en su contra
compleja evidencia. No obstante, algunos regresaron a prisión por orden de
Juan Sámano, a la sazón comandante militar de la capital neogranadina. De
poco valieron las protestas de los oidores, que recordaron que el real indulto
todo lo borraba y que ninguno podía ser “doble o repetidamente juzgado”,
porque entre tanto Sámano se había convertido en virrey 77 .
Ante un conato de rebelión, el Consejo Permanente fue reinstaurado en
Santa Fe en el tardío agosto de 1817 por orden de Pablo Morillo. La Real
Audiencia protestó en vano ante el virrey Montalvo y ante el Consejo de
Indias por cuanto la medida, confiada al mariscal Juan Sámano y sus
subordinados, había de significar indefectiblemente la repetición de las
“escenas de sangre y de terror” del año anterior, cuando, en opinión del
tribunal, se había desterrado la paz del Reino “durante al menos la presente
generación”. Las palabras de los oidores bien hubieran podido ser proferidas
por los revolucionarios: según expresaron, Morillo había conducido con
“mano terrible” el Ejército Pacificador y Sámano, devorado por un “conato
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de terrorismo y, negado a las artes de ganar el corazón humano”, solo sabía
emplear “el rigor y la aspereza”, que causaban “la desesperación, en lugar de
la afición y la confianza en el gobierno”. La Audiencia no dudaba en
pronosticar, en consecuencia, la ruina de la autoridad real, consciente de la
crueldad con que habían sido tratados “los habitantes en sus personas”, así
como de la “depredación de sus bienes” y “los ultrajes y vejaciones increíbles
que han padecido y están padeciendo” 78 . En los dos años y ocho meses en
que Sámano estuvo al mando en Santa Fe tras la partida de Morillo para
Venezuela fueron fusiladas en dicha ciudad 31 personas en concordancia con
las condenas proferidas por consejos militares. Entre tanto, las expediciones
punitivas despachadas contra los pueblos donde se presentaban guerrillas
patriotas (Chocontá, Zapatoca, Pore, Támara, Morcote…) causaron la muerte
de centenares de civiles 79 . Florentino González, que era entonces estudiante
en el Colegio San Bartolomé, aseveró en sus memorias que durante el
gobierno de Sámano no pasó una semana sin que hubiese alguna ejecución.
Las víctimas procedían sobre todo de los sectores populares, “pobres gentes
del campo en cuyas casas había dormido algún guerrillero o algún desertor;
en artesanos de Bogotá a quienes se había escapado algunas expresiones
imprudentes, que se tomaban como pruebas de que existía una conspiración,
y para poner el sello al horror de esta conducta” 80 .
Tantos desmanes condenaron la Restauración neogranadina al fracaso. Un
síntoma entre muchos permite medir la rápida degradación del régimen: la
corta vida de la gaceta oficial, que como ha señalado Alexander Chaparro era
una “instancia indispensable” en la “reconstrucción de la legitimidad
monárquica” y en la tarea de “contravenir el simbolismo republicano” 81 . Si
en su primer cuatrimestre (iniciado a mediados de junio 1816), el papel
contaba con al menos 165 suscriptores 82 , se había vuelto inviable
económicamente ocho meses después con solo cinco lectores abonados en la
capital del Reino, que se redujeron a tres en el quinto cuatrimestre. Como los
números sueltos que se vendían eran, además, muy pocos, la publicación
quedó condenada y desapareció poco tiempo después de haber iniciado su
segundo año 83 . Jefes militares como el de Ocaña notaron la veloz
impopularidad de la Restauración: para octubre de 1817 los habitantes de la
ciudad habían cesado de dar vivas al rey en las reuniones públicas 84 . Se dirá
que los indicios presentados conciernen por lo general a los notables del
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Reino y que dicen muy poco del estado de ánimo de la generalidad de sus
habitantes. No obstante, abundantes fuentes indican que indios, mestizos,
pardos y blancos pobres se disgustaron igualmente con los agentes de la
Restauración con mucha celeridad, agobiados por el peso de las
conscripciones, la manutención de las tropas, las contribuciones permanentes
de todo género y la pérdida de sus caballerías y herramientas. Los alcaldes
pedáneos, que representaban al rey en las poblaciones más apartadas, eran
constantemente atropellados por los militares 85 . Los desertores del ejército,
cuando se les aprehendía, eran condenados al último suplicio luego de juicios
verbales, y cuando no, se les reemplazaba en el servicio por el “pariente más
inmediato” 86 . Los prisioneros más pobres, incapaces de comprar la
clemencia de sus conductores, morían a culatazos cuando enfermaban y se
rezagaban en los caminos 87 . Especialmente impopular fue el demencial
propósito de construir caminos aptos para caballerías en un reino montuoso y
agreste, poco poblado y desprovisto en buena medida aun de trochas, justo en
el momento en que arreciaba la epidemia de viruelas que acompañó a la
pacificación. Además del caso de Antioquia, que se estudiará en el capítulo
cuatro, conviene citar aquí el ejemplo del Valle del Cauca, de donde se
habían extraído para marzo de 1817 todas las mulas y bestias caballares,
excepción hecha de las crías, de modo que cesó por fuerza el funcionamiento
de los ingenios y la exportación de frutos. La indigencia no tocaba solo a los
hacendados. En la apertura de los caminos de Anchicayá y Quindío
trabajaban sin descanso ni jornal numerosos obreros, que morían como ratas
o huían a los montes, desamparando a sus familias y las labores agrícolas. La
alimentación de los contingentes consumía los hatos ya menguados de la
zona y daba cuenta de las sementeras, mientras que la amenaza de
reclutamiento para los trabajos conducía a los demás hombres útiles a
desertar sus hogares. A ello se sumaban los arrieros y cargueros, así como los
sueldos, el alojamiento y la alimentación de las guarniciones; el traslado de
todos los artesanos de la zona a una maestranza en Popayán y la prostitución
e inmoralidad “consiguiente al continuo y corrompido trato de las tropas” 88 .
Para el mes de mayo de 1817 los cabildos del Valle del Cauca no alcanzaban
a satisfacer el contingente mensual que se les había señalado para
manutención de las tropas. Por lo tanto, los alcaldes, encargados de la
recolección del numerario, se veían en la necesidad de arrebatar a los
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habitantes “las cobijas, los chivos, los machetes” y aun “las camisas, calzones
o ropa que tenían puesta” 89 . En la ciudad de Cartago, los soldados del
Ejército Pacificador llegaron a arrancar maizales y cañaduzales para usarlos
como forraje para los caballos de los oficiales, a pesar de que había hierba y
potreros abundantes para apacentarlos: poco les importaba que la comida
escaseara en consecuencia y que los vecinos pasaran hambre 90 .
El caso de la provincia de Tunja es también muy elocuente. Por su cercanía
a los Llanos, donde se concentraban las fuerzas rebeldes, y por ser “preciso
paso para todas partes”, y en particular hacia Venezuela, se vio sometida
desde abril de 1816 a sostener un muy crecido número de tropas
pacificadoras: en algunas ocasiones, al decir del gobernador Lucas González,
llegaron a concentrarse en su seno no menos de 4.000 hombres con crecida
caballería. Además, se crearon tres hospitales “que solo su consumo sería
bastante a la provincia donde se hallasen” y una maestranza donde trabajaban
más de cien sastres y zapateros a los que no se pagaba más que la comida.
Finalmente, algunas poblaciones debieron contribuir con 200.000 raciones
(Chiquinquirá, la ciudad de Tunja y la villa de Leiva), mientras que en la
conducción de víveres hasta los almacenes de Chita, Chire y Pore trabajaban
de manera permanente entre 500 y 600 hombres 91 .
Así se entiende que en el corto tiempo de tres años el hartazgo y la apatía
de hogaño por la causa republicana se transformaran en generalizado fervor
por ella. Tales excesos hicieron posible que Simón Bolívar, denostado como
gobernante por su comportamiento en Santa Fe en diciembre de 1814 y como
militar por su absurdo acoso a Cartagena el año siguiente, fuera reverenciado
por las muchedumbres como un redentor en agosto de 1819. En síntesis, el
restablecimiento de la autoridad monárquica en la Nueva Granada fue de una
indudable severidad, tanto a la luz de las demás Restauraciones americanas y
europeas, como por el impacto dejado en los habitantes del país, que no
podían recordar nada comparable, a pesar de haber experimentado seis años
de revolución. A semejanza de los santafereños, su recuerdo del período se
reduciría con el tiempo a “Prisiones por todas partes y secuestros, por todas
partes bayonetas y tribunales asesinos, por todas partes patíbulos, por todas
partes truenos tras de truenos de ejecuciones militares, y luto en toda la
ciudad, y ayes y gemidos y lágrimas” 92 .
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CONCLUSIONES
La búsqueda de una manera adecuada para referirse al período determinante
de la historia neogranadina comprendido entre los años 1815 y 1819 no es
una simple cuestión de etiquetas. La propuesta aquí enunciada de dejar atrás
la Reconquista para ocuparse de una Restauración entre las Restauraciones
es, más que un nombre, un programa de estudio. En efecto, solo al ubicar los
acontecimientos protagonizados en el virreinato por los delegados del
reentronizado Fernando VII en el contexto ampliado de una coyuntura
verdaderamente mundial (pues ella atañe también territorios africanos como
Senegal, y aun asiáticos como Batavia), pueden juzgarse con propiedad las
políticas represivas que marcaron la “pacificación” del Reino.
Como se ha visto, la Revolución francesa, con todos sus excesos, produjo
una Restauración moderada, mientras que la Revolución neogranadina, que
hizo un uso limitado de la violencia política, dio paso a una bastante violenta.
Esta diferencia capital, que permite comprender el fracaso del
restablecimiento de la monarquía en el Nuevo Reino y la militarización
subsecuente de su definitiva conformación republicana, puede explicarse,
antes que nada, por los límites que constriñeron el accionar de Luis XVIII y la
ausencia de barreras efectivas que se opusieran a la voluntad vindicativa de
Pablo Morillo y sus principales oficiales. Para retomar a Joseph de Maistre,
no solo el interés de los Borbones se oponía a las venganzas judiciales y
propugnaba a favor de una amnistía casi general. Tal política era de rigor
habida cuenta de la impotencia del rey 93 . En el Nuevo Reino, en cambio, los
ejércitos patriotas fueron aniquilados, la clase dirigente brutalmente mutilada
y nada semejante a los “bienes nacionales” amalgamaba a centenares de
propietarios en torno a ciertas conquistas de la revolución. En otras palabras,
la tentación del retorno al statu quo ante era más fuerte, sencillamente porque
parecía enteramente factible. El contraste entre la experiencia neogranadina y
las más próximas de Chile y Venezuela refuerza la impresión del desfase y
consolida la idea de una Restauración particularmente violenta.
A comienzos de los años setenta, Juan Friede en un libro-programa hizo
una crítica certera a la historia nacionalista de la independencia, que solía
escribirse, en su opinión, como una suma de individualidades militares y
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políticas actuando en el vacío. Para contrarrestarla, abogó por investigaciones
que tuvieran en cuenta los movimientos políticos de la Península y la
existencia de un fuerte partido antimilitarista cuya intervención resultó
decisiva en el triunfo de la revolución 94 . El hecho de que recientemente un
artículo haya abogado de nuevo por una narración menos caricatural del
período del restablecimiento de la autoridad fernandina en el Nuevo Reino
indica de modo elocuente la escasa atención que han recibido en cuarenta
años las recomendaciones de Friede 95 . ¿Por qué o para qué estudiar la
Reconquista como Restauración? Con el fin de recuperar la turbulencia
propia a una época aseptizada por la narración fundamental de la
nacionalidad colombiana. Al respecto, es útil introducir aquí un contraste con
la Vandea, cuya guerra, al decir de Jean-Clément Martin, no ha terminado
todavía porque ha sido imposible en Francia un “consenso moral” que
permita el establecimiento de una “memoria pacificada, anunciadora del
olvido”, que es prerrequisito ineludible de la escritura de la historia 96 . Por
razones exactamente inversas, en nuestro país, el acuerdo unánime en torno a
una narración simplificada al extremo del tiempo en que Fernando VII
reimpuso su autoridad en el Nuevo Reino ha vedado a la historia los
acontecimientos de los años 1815-1819. La ausencia de diferendos
ideológicos ha convertido la materia en un monocultivo donde solo crecen
plantas abonadas con los denuestos a los “pacificadores” y loas insípidas a
los “libertadores”.
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CAPÍTULO 2
DE LA REVOLUCIÓN A LA RESTAURACIÓN
todavía era este país el asilo de los españoles europeos cuando ahora tres
años, o poco menos, se levantó entre nosotros un hombre nuevo [Juan del
Corral], un hombre extraño, un hombre imbuido y preocupado de los mismos
principios filosóficos que asolaron a la Francia, y por nuestra desgracia se
trasplantaron a la América. Jamás el pueblo tomó parte en todas estas cosas:
su lealtad las miraba con horror […]. El genio pacífico de estos habitantes
es de lo que se ha abusado. Este hombre, que conocía esta disposición
general a la paz y al sufrimiento, arrogándose un título nuevo y unas
facultades inauditas, declaró por sí solo la independencia, y prevaliéndose
del terror que inspiraban sus providencias tiránicas, obligó a todo hombre
que fuera a jurarla a los lugares que él mismo destinó. El pueblo calló, pero
calló de miedo: juró, pero juró por temor. Habíamos visto deportar a
algunos de nuestros amigos y parientes europeos y americanos, multar a
otros, apercibir a muchos y amenazar a todos.
Representación de diversos vecinos de Medellín al gobernador
o general en jefe de las tropas de S. M. (Medellín, 30 de marzo de 1816),
AHR, Fondo I, vol. 7, ff. 527-530.
Pero los hijos de la Nueva-Granada no habían vertido una gota de sangre
española, y esos mismos hombres sacrificados al furor de Morillo, esos
mismos habían sido los que en los momentos más críticos se habían
interpuesto entre los españoles y el pueblo, y presentado constantemente su
pecho para defenderlos.
Correo del Orinoco n.º 13 (17 de octubre de 1818).
En el capítulo anterior se ha visto cómo, comparada con otras Restauraciones
europeas y americanas, la neogranadina fue especialmente recia. Ahora es
preciso indagar si el rigor de las autoridades fernandinas puede comprenderse
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a la luz de las lógicas propias de la revolución del Nuevo Reino. ¿Hizo esta
un uso intensivo de la violencia política y pueden leerse los acontecimientos
de 1816 como una retaliación? Para responder estas preguntas, las páginas
siguientes exploran el caso antioqueño (documentado como ninguno),
concentrándose en las medidas de excepción adoptadas por las autoridades
revolucionarias de la provincia antes, durante y después de la dictadura de
Juan del Corral.
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LAS JUNTAS DE SEGURIDAD
El poder legislativo de la provincia de Antioquia creó el 7 de julio de 1812
las Juntas de Seguridad y Vigilancia para mantener el orden y prevenir los
atentados de los enemigos de la transformación política. Hasta esa fecha, la
represión de los delitos políticos en el Estado no parece haber sido muy
acuciosa. De hecho, la Constitución expedida el 21 de marzo de 1812 no
preveía sino tres maneras de coartar la libertad del ciudadano: por prisión,
arresto domiciliario y arraigo 1 . No obstante, la documentación consultada
indica que la primera medida de excepción aplicada en Antioquia fueron los
destierros, y ello por lo menos desde mediados de julio de 1811[ 2 ]. También
en aquella época se persiguió en la ciudad de Rionegro a un grupo de vecinos
que vertían expresiones irrespetuosas contra la junta provincial y que
celebraban con misas cantadas, repiques de campanas, voladores y
procesiones las derrotas de los franceses en la Península. Uno de los
sindicados (Francisco Zorrilla) huyó antes de que fuera incoado el proceso y
otro más (José Naudín) fue arrestado y encarcelado 3 . Con todo, no debieron
de ser muy abundantes por entonces los extrañamientos y arrestos, pues
hacían falta dos elementos esenciales para que pudiera hacerse efectiva la
persecución de los desafectos: la tipificación del delito y la creación de
fuerzas represivas capaces de ejecutar las decisiones del gobierno 4 .
Ambas materias atrajeron la atención de las autoridades a mediados de
1812, después de que se conociera la amenaza de “los enemigos de Santa
Marta” sobre los puntos de Zaragoza y Yolombó, y de que fuera expulsado
del Estado el senador Luis Buelta Lorenzana por resistirse a prestar el
juramento de rigor y sustentar su negativa acusando el gobierno de Antioquia
de oponerse a los derechos de Fernando VII 5 . El presidente del Estado reunió
entonces al poder legislativo en pleno para denunciar a los regentistas que se
aprovechaban de las “ritualidades despreciables” de los procedimientos de
justicia y para solicitar la autorización de proceder “sin fórmulas contra
cualquiera persona” que se opusiese a la libertad americana. El mismo día, la
Cámara de Representantes descartó la creación de una dictadura (a diferencia
de lo actuado en Santa Fe y Cartagena), mas autorizó al Poder Ejecutivo a
dictar “cuantas providencias” estimara necesarias “a la salvación de la patria
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contra cualesquiera personas, sean de la clase o representación que fuesen,
sin más fórmula ni orden de juicio que una constancia de notoriedad en la
causa por la que procede”. Acto seguido, los representantes ordenaron la
creación de las Juntas de Seguridad y Vigilancia en los cuatro departamentos
capitulares y en los principales lugares subalternos 6 . A partir de entonces, las
expulsiones de los opositores de la revolución se intensificaron, como lo
sugiere la resolución tomada con respecto a fray Rafael de la Serna 7 . Así
mismo, comenzaron por aquel entonces a vigilarse las fronteras del territorio
para impedir que los enemigos de la libertad americana lo convirtiesen en
“sentina u hospicio” de delincuentes 8 .
Las Juntas de Seguridad y Vigilancia fueron, pues, una manera de
responder a las urgencias creadas por la dinámica revolucionaria, que
impedía proceder en todos los casos en concordancia con un régimen
constitucional concebido para tiempos de paz. Las Juntas de Seguridad
estaban distribuidas estratégica y parsimoniosamente por el territorio de la
provincia, como que apenas se fundaron en cada uno de los cuatro cabildos
del Estado, así como en Yolombó (Nordest) y Santa Rosa de Osos. En lo
tocante a su composición, cabe decir que eran corporaciones muy pequeñas:
apenas tres miembros y un secretario. Salvo en los casos de Antioquia y
Medellín, estaban presididas por el sujeto encargado localmente de la
administración de justicia, esto es, por el alcalde de primer voto, el teniente
de gobernador o el capitán a guerra, según el caso. Las Juntas de Seguridad
se encargaban, evidentemente, de la vigilancia de los vecindarios que tenían a
su cargo, recelando especialmente todo movimiento regentista (la primera de
sus atribuciones era de hecho “pesquisar los malcontentos anti americanos,
seductores contra la justa y liberal causa que sostiene la Nueva Granada”).
Controlaban, en consecuencia, la conducta y las expresiones vertidas por los
estantes y habitantes, se interesaban por los transeúntes y, en caso de existir
sospechas, acometían el registro de papeles y baúles. Para adelantar sus
funciones se les concedió jurisdicción ordinaria en sus respectivos territorios
y la capacidad de juzgar sumariamente tras la declaración de dos o tres
testigos. Con todo, las autoridades del Estado se cuidaron de dar libre rienda
a los excesos: los juicios no serían evacuados en menos de nueve días, los
acusados tendrían la posibilidad de apelar ante el Superior Tribunal y las
penas no serían sino las de prisión, arresto o arraigo 9 (tabla 2).
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TABLA 2.
CONFORMACIÓN DE LAS PRIMERAS JUNTAS DE SEGURIDAD
JURISDICCIÓN
Ciudad de
Antioquia
Villa de Medellín
Ciudad de
Rionegro
Villa de Marinilla
Nordest
(Yolombó)
Valle de Santa
Rosa de Osos
MIEMBROS
Eugenio Martínez, Juan Bautista del Corral y Fernando de
Uruburu
Manuel Bernal, Francisco Villa y Carlos Gaviria
Francisco Ignacio Mejía, Juan de Dios Vallejo y José María Pino
(reemplazado por Manuel Bravo)
Ignacio Gómez, Isidro Peláez y Nicolás Hoyos
Vicente Moreno, Juan Bautista Barrientos y José Miguel Ceballos
Juan de Dios Uribe, Joaquín Muñoz y Miguel Botero
Cuando en octubre de 1812 el comerciante peninsular Nicolás Manzeneque
se dirigía a Santa Marta fue escrupulosamente examinado en Yolombó por
los miembros de la Junta de Seguridad, quienes hallaron en su poder cartas
denigrativas de la revolución. Las había escrito a diferentes sujetos Francisco
González de Acuña, antiguo oficial real de las cajas de la ciudad de
Antioquia. En todas ellas se hacía una clara condena del nuevo sistema, que
era asimilado a una “esclavitud muy completa” o a un cruel despotismo. Un
buen ejemplo de lo dicho es el siguiente extracto, contenido en la carta que el
corresponsal citado redactó para su hermano, a la sazón obispo de Panamá:
Estos hombres ciegos, con sus errores y opiniones fantásticas e ilusorias, todas llenas de sofismas,
se [sic] continúan sosteniendo su maldito sistema por solverse [sic] los intereses de Su Majestad,
los unos como miserables y capirrotos, y los otros por ser los eternos mandones de los demás, pero
en la ciencia cierta de que durará mientras venga el brazo poderoso del rey, pues ellos no tienen ni
dinero ya, porque todo lo han acabado, ni tropas, ni oficiales, en fin, ni cosa alguna de provecho
con qué sostenerse, pues yo y todos los que vemos y conocemos las circunstancias de su situación
infeliz con los ojos claros, y no vendados como ellos, estamos en la firme creencia que si vinieran
solos 300 hombres de tropa viva y arreglada con media docena de oficiales íntegros y no
corrompidos, y tuviesen inteligencia y honor, al momento darían el bendito y se entregarían más de
fuerza que de gana 10 .
En síntesis, para González Acuña la llamada revolución no era en Antioquia
más que un “maldito sistema”, edificado por hombres ciegos e ilusorios,
concupiscentes y sofísticos. La acusación de mandones no era menos severa,
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pues hacía de los líderes de la transformación política unos jefes bárbaros y
despóticos que se aprovechaban de la inocencia de sus subordinados, a la
manera de lo que sucedía entre los caciques y los pueblos de indios. Se
trataba, entonces, de un régimen naturalmente endeble que podía ser
derrotado con el envío de un corto contingente, sugerencia esta
particularmente grave porque al ser remitida a la ciudad de Panamá, donde
residía entonces el virrey, adquiría el nítido sentido de una incitación. Podría
pensarse que ante semejante andanada de descalificativos y frente a pruebas
tan concluyentes de animadversión hacia las autoridades del Estado, el
antiguo oficial real de la ciudad de Antioquia no podía más que ser
condenado, y que su pena, aun cuando no fuese capital, había de ser rigurosa.
Recuérdese que estamos en octubre de 1812, que han transcurrido ya dos
años de revolución y que existe una guerra contra las autoridades regentistas
acantonadas en Santa Marta y en el sur. En ella participaba el gobierno de
Antioquia no solo en razón de los caudales que había venido enviando a su
aliada Cartagena, sino también en virtud de su pertenencia a la federación de
las Provincias Unidas de Nueva Granada. Es por ello que el interrogatorio a
que fue sometido González de Acuña en la ciudad de Rionegro por la Junta
de Seguridad es harto ilustrativo del espíritu que inspiraba las acciones de
dichos cuerpos y, de manera más general, de la orientación del gobierno del
Estado de Antioquia. Veamos tres de las preguntas formuladas durante la
diligencia judicial y sus respectivas respuestas:
Preguntado: ¿en qué modo iba el juramento [de diciembre de 1811] contra la religión, el rey y la
patria? Respondió: que porque así lo concibió y está en este concepto […].
Preguntado: ¿en qué consiste lo maldito de estos gobiernos? Respondió: que porque así lo concibe
[…].
Preguntado: ¿qué es la insurgencia que acompaña a los gobernantes de la provincia? Respondió:
que la declaración de independencia de esta América con España, y por consiguiente de la
obediencia del rey 11 .
En primera instancia es muy significativo que los miembros de la Junta de
Seguridad juzgaran pertinente preguntar al acusado por qué razón
consideraba el juramento diseñado por las autoridades del Estado a finales del
año anterior como contrario al rey, y por qué calificaba al gobierno de la
provincia de Antioquia como insurgente. Se trata de un punto importante
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porque contribuye a explicar no solamente el desenlace de la causa de
González Acuña, sino también la lenidad con que las autoridades de
Antioquia seguían tratando a los sediciosos que residían en el Estado: aún no
se había enunciado claramente el conflicto ni deslindado la frontera que
separaba amigos de enemigos.
En segunda instancia, es importante notar el desparpajo con que el acusado
hizo gala de su fe política, no solo en el interrogatorio, sino también en el
alegato que presentó posteriormente en su defensa:
La opinión es libre, cantan los políticos del día. Yo emigro porque la mía no se conforma con los
sentimientos de esta provincia: por lo tanto ya no debe juzgárseme por sus constituciones porque ni
las he oído ni estoy a su cumplimiento, por lo tanto, cuanto obre este gobierno lo concibo error,
porque no se acomoda a mi sistema: ya yo he sufrido su resultado, que ha sido el despojo de mi
empleo que el rey me había conferido, y soy libre para hablar, como no trame contra el
gobierno 12 .
Más que la solidez de su regentismo, este pronunciado desembarazo indica la
poca intimidación que generaban las instituciones revolucionarias. La
intuición de González de Acuña sobre la timidez de los líderes de la
transformación política se vio confirmada por la sentencia. El fiscal de la
causa (el doctor Manuel Hurtado) había solicitado una condena que sirviese
de escarmiento aunque “con la moderación que ha precedido el gobierno con
iguales delincuentes”. Según expresó, ella debía consistir en la expulsión del
acusado del territorio de la provincia. Este testimonio confirma lo dicho
anteriormente acerca de las medidas represivas adoptadas por los
revolucionarios antioqueños: hasta entonces los destierros habían sido las
penas más graves a que habían sido condenados los opositores del nuevo
régimen. El 26 de noviembre los miembros de la Junta de Seguridad Pública
de Rionegro declararon a González de Acuña libre del delito de traición, por
cuanto la carta escrita a su hermano, el obispo de Panamá, no era en “rigor un
plan combinado, y sí una razón confidencial”, dirigida a un prelado que por
“la lenidad de su estado” no debía emprender ningún ataque contra la
provincia. La suposición era por supuesto peregrina, pues casos como el del
obispo de Cuenca demostraban suficientemente que los jerarcas religiosos
eran susceptibles de militancia y peligrosidad. Los vocales de la Junta de
Seguridad de Rionegro no podían ignorarlo. La explicación de la sentencia
radica más bien en la creencia de que el gobierno que representaban era,
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como ellos mismos afirmaron, una “institución liberal” cuyo objeto no debía
ser “la venganza” y cuya justicia no podía dirigirse “contra imprecaciones
imprudentes, hijas del resentimiento y la ignorancia”. No obstante, siendo sus
opiniones contrarias al sistema adoptado en Antioquia, González de Acuña
fue extrañado perpetuamente de la provincia 13 (como se verá, la condena no
hallaría cumplimiento y habría que esperar hasta la llegada al poder de Juan
del Corral para que el antiguo oficial real fuese finalmente expulsado). Sería
inexacto pensar que la conducta de la Junta de Seguridad de Rionegro era
más temerosa y vacilante que la observada por las autoridades de la capital
del Estado. De hecho, el 10 de diciembre de 1812, ellas aprobaron la
sentencia dictada contra González Acuña 14 .
Es preciso señalar que, en un momento indeterminado, las Juntas de
Vigilancia se generalizaron en “todos los lugares” de la provincia (San Luis
de Góngora, Vahos, San Antonio del Infante, San Carlos, Carolina del
Príncipe, Carmen del Viboral…) 15 . Tal multiplicación es un indicio certero
de radicalización revolucionaria y mi hipótesis es que no debió tener lugar
antes de 1814, cuando la noticia del retorno del rey catalizó la dinámica
política. Sea como fuere, la tesis aquí expuesta acerca de la sobriedad de los
revolucionarios antioqueños y de su escaso recurso a la violencia durante los
dos primeros años de la transformación política se ve confirmada por la fácil
purificación de los vocales de las Juntas de Seguridad Pública de la provincia
en tiempos de la Restauración. El delito de haber pertenecido a aquellos
organismos se lavaba fácilmente, por la sencilla razón de que habían actuado
siempre con moderación 16 . Incluso consta que algunos de los vocales de las
juntas protegieron y aconsejaron a los reos que investigaban para librarlos de
las persecuciones del gobierno 17 .
El caso de Cundinamarca es aun más diciente que el de Antioquia. Si bien
en el mes de septiembre de 1812 Antonio Nariño ordenó la creación de un
Tribunal de Seguridad Pública, la corporación solo empezó a ejercer sus
funciones un año más tarde, cuando el presidente dictador se ausentó del
Estado en su condición de comandante de la expedición al sur 18 . La gaceta
oficial publicó desde entonces algunas de sus providencias, mas es claro que
ellas no tuvieron ninguna aplicación. Así, por ejemplo, los hombres expelidos
de otras provincias siguieron siendo admitidos en Cundinamarca o
permanecieron tranquilamente en ella hasta la entrada triunfal de las tropas de
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la Unión en diciembre de 1814, mientras que los sumariados por infidencia se
paseaban “a vista del alto gobierno sin haber cumplido con el tenor de las
sentencias”. En cuanto a los peninsulares encarcelados tras el desastre de los
ejidos de Pasto, fueron puestos rápidamente en libertad y protegidos por las
autoridades 19 . Cierto interrogatorio adelantado por el Tribunal de Vigilancia
(como también se le conocía) confirma lo dicho: para 1814 no se había
derramado en Santa Fe una sola gota de sangre europea y aun aquellos
peninsulares que se habían negado a jurar la independencia, vivían
tranquilamente en Santa Fe 20 .
En opinión del historiador Restrepo, tanto allí como en las demás
provincias neogranadinas –pues todas replicaron el arbitrio–, se hallaron
“muy pocos jueces que tuvieran la energía revolucionaria que exigía aquel
establecimiento”, de suerte que puede afirmarse que “nada hicieron”, y que
“participaron de la debilidad característica de la primera época de la
revolución” 21 . Conviene anotar, no obstante, que a finales de 1812 las
autoridades del Estado de Cartagena encargaron a dos oficiales forasteros (el
ferviente republicano español Manuel Cortés Campomanes y el venezolano
Miguel Carabaño) la represión de la Contrarrevolución de las Sabanas 22 y
que estos no dudaron en aplastar la resistencia realista, recurriendo a un
número indeterminado de fusilamientos (en Sincelejo, Corozal, Lorica, Chinú
y Tolú) 23 y a fijar las cabezas de algunos ajusticiados en jaulas colocadas en
los caminos principales y en medio de las plazas de parroquias 24 . Así mismo,
Carabaño aprovechó la ocasión para enviar a Cartagena a todos los “europeos
vasallos del rey” que existían en las Sabanas y en la villa de Mompox,
concediéndoles seis horas de término para cumplir la orden 25 . El suceso
constituye, pues, una excepción a la acendrada indulgencia de los
revolucionarios del Reino, que se explica ciertamente por el riesgo inminente
que supuso para la supervivencia del Estado de Cartagena. Habiendo hecho
esta salvedad, es preciso determinar exactamente lo ocurrido en tiempos del
gobierno dictatorial antioqueño. ¿Hubo algún cambio en el uso de las
medidas extraordinarias? ¿Se acudió en algún momento con mayor
frecuencia y menos embarazo a las medidas de excepción?
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EL GOBIERNO DICTATORIAL Y LA PURGA DE LOS ENEMIGOS DE LA LIBERTAD
La designación de Juan del Corral como presidente dictador del Estado de
Antioquia estuvo marcada por la amenaza generada por las tropas realistas
que invadieron por órdenes del presidente de Quito la provincia de
Popayán 26 . Primeramente (mediados de junio de 1813), el senado pensó en
convocar a los pueblos. A continuación (1.º de julio), juzgando muy largo el
proceso, creyó más conveniente apelar directamente a los cabildos electores.
Nueve días más tarde, las cámaras legislativas y la del poder ejecutivo se
reunieron de urgencia para levantar el imperio de la Constitución y crear un
cuerpo colegiado (compuesto por el presidente del Estado y dos consejeros)
que se encargase de preparar la expedición a Popayán. El 17 de julio se dio
un paso más en la simplificación del gobierno al reducir la legislatura a cinco
miembros y encargarles a estos por añadidura las funciones de Alta Corte de
Justicia 27 . Finalmente, el 31 de julio, y gracias a una representación
redactada por Francisco José de Caldas y el administrador de correos de
Medellín, Manuel Puerta –en donde se hacía ver que había en la provincia
“muchos realistas que trataban de conjurar contra los patriotas”–, el
presidente José Miguel Restrepo se vio en la obligación de renunciar a su
empleo 28 . Se decía, en efecto, que “era muy bueno” y que, en consecuencia
no tenía el temperamento adecuado para gestionar la crisis. Algunos llegaron
incluso a imaginar que la destitución había obedecido a motivos más
concretos, y hasta llegaron a inferir de la estrecha amistad del presidente con
uno de los desterrados (José María Zuláibar) abierta complicidad con el
proyecto de entregar la provincia al comandante de las tropas reales en
Popayán, Juan Sámano 29 . Se confirió, en consecuencia, la dictadura a Juan
del Corral por el lapso de tres meses, cuyo mandato fue a la postre renovado
hasta el 5 de marzo de 1814 30 , de suerte que la dictadura antioqueña tuvo una
duración de siete meses.
Una de las primeras medidas adoptadas por Corral fue la creación del
cargo de “corregidor intendente, juez de policía y seguridad” en la capital del
Estado y de tres jueces más que denominó subpresidentes con facultades
similares y residencia en Medellín, Rionegro y Marinilla. Estos cuatro
empleados habían de ser la cabeza de sus respectivos ayuntamientos y
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encarar las funciones que correspondían hasta entonces a las Juntas de
Seguridad y Vigilancia 31 . En el mes de diciembre de 1813 se les otorgó,
además, la comandancia de las armas en sus respectivos departamentos 32
(tabla 3).
TABLA 3.
LOS SUBPRESIDENTES DEL ESTADO DE ANTIOQUIA (1813-1814)
EMPLEO
Corregidor juez de policía y seguridad pública
Subpresidente juez de policía y seguridad de Medellín
Subpresidente juez de policía y seguridad de Rionegro
Subpresidente juez de policía y seguridad de Marinilla
ENCARGADO
Pedro Arrubla
Felipe Barrientos Ruiz
José Antonio Mejía
Juan Nicolás de Hoyos
Para cumplir con la difícil labor que le había sido encomendada, Corral
recurrió a arrestos, confiscaciones y destierros contra los desafectos del
Estado. La ejecución de estas medidas había comenzado, como era de
esperarse, en la propia capital provincial a finales de julio de 1813. El día 24
del mes citado, diferentes miembros de la Junta de Seguridad Pública (entre
los que descollaba el propio Corral) habían arrestado y desterrado a los más
conspicuos realistas de la ciudad. Aunque no dispongo de las causas
sumarias, es claro que los reos fueron cinco: José Bernardo del Campillo,
Francisco González de Acuña, José María Zuláibar, el doctor Faustino
Martínez y el presbítero Orozco. Los dos primeros se habían desempeñado,
de tiempo atrás, como tesorero y oficial real de las cajas de la ciudad,
respectivamente; el tercero era un comerciante vasco cuyo hermano ejercía
como arzobispo de Manila; el cuarto, un abogado perteneciente a una de las
familias más poderosas de Antioquia y el quinto un cura ignorante y pobre
que tras haber regentado una pequeña parroquia (Sacaojal) era desde 1810
sacristán mayor en la ciudad capital 33 . Al parecer, por las mismas fechas, las
demás Juntas de Seguridad de la provincia actuaron también contra
regentistas notorios. Tal fue, cuando menos el caso de la de Medellín, que el
2 de agosto confinó como sospechoso en la nueva población de Barbosa a
Francisco Estrada y Córdoba, poniéndolo a disposición del juez poblador y
prohibiéndole terminantemente proferir “expresiones algunas contra el
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gobierno ni [la] independencia” 34 .
A comienzos del mes de agosto de 1813, el Supremo Gobierno Dictatorio
del Estado de Antioquia nombró a Pedro Carvajal, a Juan Francisco Zapata y
a José María Gutiérrez de Caviedes como sus comisionados inmediatos y los
cobijó con una autoridad ilimitada para proceder contra los enemigos del
régimen. El primero debía operar en la villa de Marinilla, el segundo en la
ciudad de Rionegro y el tercero en la villa de Medellín. Las autoridades
revolucionarias justificaron los nombramientos invocando las peligrosas
circunstancias por las que atravesaba el Estado y la consiguiente
imposibilidad de guiarse por “reglas ordinarias y comunes”. La invocación de
la salud de la patria hacía lícito, en su opinión, el recurso a “todos los
arbitrios imaginables”, incluyendo, por supuesto, los más violentos. Como,
además, era preciso enfrentar muy en breve a los enemigos exteriores de la
república, resultaba indispensable primero “dejar sólidamente asegurada la
tranquilidad y paz interior”, es decir, purgar al cuerpo político de los
individuos “desafectos a la causa americana”. Pero, ¿cómo descubrirlos con
certeza, cómo demostrar sus crímenes y cómo condenarlos sin injusticia?
Ante la incapacidad de llevar a cabo un proceso en derecho, se decidió
conferir virtudes probatorias al “concepto público”, y particularmente a la
opinión de los subpresidentes, a la de los miembros de las Juntas de
Seguridad y a la de los ciudadanos notables 35 . Los subdictadores Carvajal,
Zapata y Gutiérrez –pues tal era su dignidad– recibieron del Supremo
Gobierno una instrucción de varios artículos que había de servirles de guía en
sus operaciones, que no he podido hallar. Al llegar a sus destinos y antes de
dar comienzo a su misión propiamente dicha, los magistrados extraordinarios
hicieron reconocer su comisión por los respectivos ayuntamientos y Juntas de
Seguridad 36 .
El 4 de agosto de 1813 Pedro Carvajal, en compañía de José Miguel
Álvarez del Pino, que hizo las veces de secretario, dio comienzo a la purga
del vecindario de Marinilla. La elección de las 11 de la noche para llevar a
cabo los arrestos de los tres enemigos de la república residentes en la villa
tenía la evidente ventaja de facilitar las capturas. El subdictador comisionó
para ello a los alcaldes ordinarios y a un capitán de milicias, que detuvieron y
aherrojaron a los reos, y realizaron particularizados inventarios de sus
bienes 37 .
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El 10 de agosto de 1813, el comisionado subdictador José María Gutiérrez
de Caviedes se hallaba en Medellín donde, asistido por su secretario
Francisco Benítez, profirió “militar y ejecutivamente” una severa sentencia
en contra de 17 vecinos de la villa. Un primer grupo de ocho ciudadanos fue
conminado a abandonar en 16 horas y durante un año el territorio antioqueño.
Además, sus bienes fueron confiscados y puestos a la disposición del Estado
para que este se encargase de la subsistencia y manutención de sus
respectivas familias. De regresar a la república antes del tiempo indicado, los
reos serían ejecutados de manera expedita en compañía de quienes los
ocultasen o se abstuviesen de denunciar su presencia. Por su parte, otros
nueve individuos, considerados como menos peligrosos, recibieron condenas
diversas: en su mayoría fueron confinados a diferentes parajes y parroquias
del Estado, suspendidos temporalmente de sus empleos, obligados a
contribuir con importantes sumas de dinero a la financiación de la guerra y
terminantemente apercibidos para que corrigiesen su conducta. En caso de
desobediencia, los miembros de este segundo grupo incurrirían, como los del
primero, en pena de destierro del territorio antioqueño y en la confiscación de
sus propiedades 38 .
Pasó Gutiérrez posteriormente a la ciudad de Rionegro para reemplazar a
Juan Francisco Zapata, acusado por el gobierno de actuar con demasiada
lenidad. En efecto, si bien aprehendió a cuatro sujetos (Francisco
Campuzano, Diego Rendón, Jerónimo Palacio y Félix Rojas), los condujo a
las casas capitulares sin prisiones y los excarceló a los pocos días bajo
fianza 39 . Para corregir la situación, Gutiérrez condenó a destierro por un año
del territorio del Estado a tres comerciantes (Francisco Campuzano, Diego
Rendón y Manuel Sanín) y a extrañamiento perpetuo a Félix Rojas. Del
mismo modo, impuso una contribución de mil pesos de plata a los tres
desafectos de segunda clase que había en dicho vecindario 40 .
Además de los infidentes condenados por los subdictadores, hay pruebas
de que otros sujetos fueron sentenciados directamente por las autoridades de
la República de Antioquia. Tal fue el caso, por ejemplo, del europeo Pedro de
Elejalde, quien, habiendo abandonado la provincia en compañía de dos de sus
hijos para incorporarse en Popayán a las tropas del rey, fue detenido en la
Vega de Supía. Remitido a Rionegro y confinado a la cárcel, se le
embargaron todos sus bienes, incluidos “los más insulsos de servidumbre”. El
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16 de agosto, el mismísimo presidente dictador lo condenó a destierro
perpetuo y a absoluto perdimiento de su hacienda 41 .
Al conocer el 25 de agosto las sentencias pronunciadas en Medellín por el
subdictador José María Gutiérrez, el secretario de Gracia y Justicia del
Supremo Gobierno de Antioquia, José Manuel Restrepo, estimó conveniente
reformarlas, agregando un año más de extrañamiento a los señalados con tal
pena, condenando a alguno “por su extremada protervia” a una expulsión
perpetua del Estado, y prolongando a otro su extrañamiento por tres años. En
cuanto a los desafectos de segunda clase, Restrepo redujo a la mitad las
contribuciones señaladas a dos de aquellos individuos, transformándolas en
empréstitos forzosos, y tuvo a bien levantar el confinamiento que se había
impuesto a uno de ellos. A los tres reos ausentes, el secretario de Gracia y
Justicia les otorgó un plazo perentorio de nueve días para presentarse ante las
autoridades. De no hacerlo, su condena se trasformaría en destierro perpetuo,
o en presidio, si 18 días después de la publicación del decreto perseveraban
en su desobediencia (ver anexos) 42 .
Una vez arrestados y condenados los principales enemigos de la revolución
que residían en el Estado, el presidente dictador Juan del Corral ordenó a los
subpresidentes de Rionegro, Marinilla y Medellín organizar, en asocio de los
alcaldes ordinarios de primer voto y de los ministros públicos respectivos,
una subasta pública de todos los “efectos comerciables y muebles
perecederos” embargados. Así mismo, les solicitó cobrar y hacer efectivas
todas las cantidades adeudadas a los reos. El conjunto de las sumas, así como
los intereses confiscados en oro, plata y doblones, fueron luego consignados,
en calidad de depósito, en las diferentes cajas del Estado 43 .
Aun asumiendo que el corpus documental aquí analizado tenga lagunas 44 ,
la información recabada permite medir la magnitud de las medidas de
excepción del gobierno dictatorial del Estado de Antioquia. Las cifras hablan
por sí solas y enseñan una innegable moderación. En efecto, de una población
estimada en más de 100.000 habitantes 45 , tan solo fueron desterrados de la
república 20 individuos (cuatro en Antioquia, tres en Marinilla, cinco en
Rionegro y ocho en Medellín). En cuanto a los desafectos llamados “de
segunda clase”, el ejemplo de Medellín y Rionegro indica que se procedió
con igual cautela, pues únicamente fueron condenadas en dichas poblaciones,
y sin mucho rigor, nueve y tres personas, respectivamente. Además, los tres
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confinamientos decretados por el subdictador en Medellín fueron reducidos a
dos por el secretario de Gracia y Justicia, quien por lo demás demedió dos de
las cinco contribuciones forzosas allí prescritas. Del mismo modo, el único
religioso comprometido por las pesquisas de Medellín fue tratado con el
mayor cuidado, sin duda porque los revolucionarios preferían evitar toda
acusación de anticlericalismo: no solo no se le mudó de vecindario, sino que
se prescindió aún de imponerle contribución alguna para ayudar a sufragar
los gastos de la guerra. Se le obligó, exclusivamente, a predicar en el púlpito
a favor de la patria y de la causa independentista (ver anexos). En lo relativo
a las confiscaciones, estas ascendieron en la provincia a un total de 71.000
pesos, mientras que las multas y los empréstitos forzosos compusieron una
suma de 27.800[ 46 ].
De la información disponible resulta que el centro de la agitación
antirrevolucionaria en la provincia de Antioquia fue Medellín, de donde se
expulsaron más individuos que de los otros tres cabildos del Estado juntos.
Los desafectos principales estaban vinculados en su mayoría a la familia del
difunto sevillano Juan José Callejas. En efecto, los peninsulares Juan
Francisco Rodríguez Obeso, José María Pasos, Joaquín Sañudo y José del
Valle habían contraído matrimonio previamente con cuatro hermanas
Callejas-Moreno 47 : los tres primeros fueron expulsados del Estado y el
cuarto condenado a contribuir con mil pesos de plata para los gastos de la
guerra, y posteriormente a prisión 48 . Otra tendencia que debe señalarse es la
pertenencia de la mayoría de los desafectos a los diferentes ramos de rentas:
el contador y el tesorero de las cajas de Antioquia; el teniente, el contador
interventor y el oficial de las de Medellín; el administrador, el contador
principal y el tercerista de tabacos, así como el administrador principal, el
oficial mayor y el tesorero de aguardientes sufrieron destierros, prisiones,
confinamientos o persecuciones por su fidelidad al soberano 49 .
Las familias de los desterrados quedaban reducidas a la miseria, o por lo
menos en muy apuradas circunstancias. No obstante, el gobierno se apresuró
a asignar a una de las esposas desvalidas (la del ministro Bernardo Campillo)
una pensión equivalente al sueldo que devengaba el expulsado antes de su
arresto 50 . Lo más interesante es que no se trató de un caso excepcional. Casi
simultáneamente, al enterarse del fallecimiento de uno de los desafectos de
segunda clase de Medellín (Carlos Vegal), Corral ordenó que se eximiese su
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mortuoria de la multa de mil pesos en que había sido condenado 51 . Algo
semejante sucedió con dos de las esposas de los desafectos de Marinilla, que
hicieron parte de sus penurias al presidente dictador en busca de que se
aliviara un tanto su suerte 52 . El recurso surtió efecto muy rápidamente, ya
que el 7 de febrero de 1814 el secretario de Gracia y Justicia José Manuel
Restrepo, si bien ordenó que se confiscasen y aplicasen a los gastos de la
guerra 7.000 pesos de acreencias correspondientes a uno de los reos, mandó
también que se desembargasen los demás bienes y que se devolviesen a sus
familias 53 . Es muy probable que medidas semejantes fueran dictadas para
mitigar las dificultades de las demás familias de los desafectos antioqueños.
Así lo indica la relación de mando presentada por Corral en 1814 a la
legislatura del Estado, en la que puede leerse que la “piedad, la compasión y
la miseria de ciertas personas” inclinaron al gobierno a morigerar las penas
“para no sumergirlas en la desgracia a que no podía arrastrarlas el crimen
personal de sus padres o maridos” 54 . Como las sentencias analizadas
anteriormente, los favores hechos a las esposas de los desterrados son muy
elocuentes, pues en su clemencia delinean los límites del rigor revolucionario
en los momentos más candentes de su expresión.
En síntesis, el gobierno dictatorial de Corral significó indudablemente un
cambió en lo tocante al recurso a las medidas de excepción. Los procesos
adelantados antes por las Juntas de Seguridad fueron confiados a funcionarios
revestidos de extraordinaria autoridad, llamados por ello, muy justamente,
subdictadores. Sus actuaciones rápidas e inopinadas en Rionegro, Marinilla y
Medellín permitieron el destierro de los desafectos más conspicuos y la
imposición de confinamientos y contribuciones extraordinarias a reos de
menor peligrosidad. En otras palabras, los subdictadores representan un claro
indicio de la radicalización política y del incremento de la energía
revolucionaria. No obstante, es preciso situar en sus justos límites esta
transformación: los procesados fueron poquísimos y las penas impuestas se
caracterizaron por su moderación.
Aparentemente, idéntica situación de aumento contenido del rigor
revolucionario se encuentra en la expedición antioqueña que, al concluir sus
funciones como subdictador, comandó el doctor José María Gutiérrez en la
provincia de Popayán. En efecto, además de sus responsabilidades militares,
el dictador Corral le encargó a este presidir una “comisión de guerra en
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campaña”, cuyo cometido era castigar a los traidores de la causa americana y
particularmente a quienes hubiesen cooperado y tenido parte activa en la
pérdida de la provincia de Popayán. La comisión quedó facultada para
imponer “hasta la pena de último suplicio”, sin otra formalidad que un
sumario formado por orden verbal o por escrito 55 . En el ejercicio de sus
nuevas responsabilidades, Gutiérrez recurrió a medidas de innegable
severidad. Así, a su paso por la ciudad de Anserma, ordenó incendiar “sus
cortos edificios” para castigar el persistente sentimiento realista de aquellos
habitantes 56 . Del mismo modo, hay prueba documental de que impuso
destierros perpetuos a los más convencidos adversarios de la revolución en el
Valle del Cauca 57 . Restrepo confirma en su historia ambos datos y agrega
que Gutiérrez impuso además “crecidas multas a varios realistas que
emigraron” y que condenó a otros a “muerte en rebeldía” 58 . Pero, ¿qué
sucedió exactamente? Por fortuna han sobrevivido las pesquisas y la
sentencia de la comisión militar antioqueña que juzgó en Buga a los
“enemigos de la libertad”. Estaba compuesta por cuatro miembros (el coronel
José María Gutiérrez, los capitanes Salvador Villa y Baltasar Salazar y, como
fiscal, el ayudante del batallón de conscriptos Liborio Mejía) que justificaron
su actuación en la necesidad de castigar “rigurosamente [a] los enemigos
domésticos, que una continua experiencia” demostraba ser más peligrosos
que los propios jefes militares españoles. En consecuencia, se adelantó
información de testigos para determinar quiénes habían obrado activamente
contra la causa revolucionaria, quiénes eran meros sospechosos y quiénes
podían considerarse “indiferentes y egoístas”. Se constituyó así una lista de
49 individuos con base en la cual se expidió finalmente la sentencia contra 26
personas: ocho fueron condenadas a muerte y a la confiscación de sus
propiedades; nueve (entre las cuales se contaban dos frailes) a destierros por
fuera de la provincia, que oscilaban entre cuatro meses y diez años; otras
nueve, a multas que iban de 200 a 1.000 pesos; y otra más a cuatro meses de
“servicio con grillete en obras públicas” 59 . No obstante, los reos condenados
a último suplicio habían tenido tiempo de fugarse a Popayán, de modo que
ninguno fue ejecutado. No hay, pues, noticia de una venganza exacerbada ni
de castigos masivos para escarmentar a los monarquistas agazapados.
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EL ÚLTIMO BIENIO DE LA REVOLUCIÓN
¿Siguió radicalizándose la revolución neogranadina entre 1814 y 1816? Al
parecer, la toma de Santa Fe por las tropas de la Unión en diciembre de 1814
fue una etapa clave en el proceso. En efecto, pocos días después del
acontecimiento, las autoridades de las Provincias Unidas expidieron un
decreto que concedía a todos los europeos ocho días de plazo para solicitar
sus pasaportes con dirección a otro reino 60 . Los archivos consultados
demuestran que la medida tuvo efecto cuando menos en Mariquita 61 y
Antioquia, provincia esta última donde a finales de 1815 se ordenó la prisión
de un grupo considerable de peninsulares. No obstante, en la ciudad capital
vecinos principales (algunos de ellos muy comprometidos con la revolución,
como los doctores José Pardo y Félix Restrepo o Francisco Londoño) se
constituyeron en fiadores de los 22 arrestados por medio de escritura pública,
obligándose a velar por su conducta e incluso proporcionándoles
alojamiento 62 . Ciertamente, seis españoles fueron desterrados al Chocó poco
después 63 , mas para entonces era imposible emprender una política de
seguridad interior verdaderamente revolucionaria.
Es preciso señalar que el gobierno de las Provincias Unidas adoptó algunos
de los arbitrios diseñados previamente por los Estados provinciales. Por
ejemplo, considerando lo inútiles que resultaban “las medidas suaves y de
beneficencia para servir de freno a los enemigos de la causa de la libertad”,
ordenó a finales de septiembre de 1815 la creación de Comisiones de
Vigilancia en cada una de las capitales provinciales. Conformadas por el
teniente gobernador de la provincia y cuatro vocales, habían de obrar como
delegadas de la Alta Corte de Justicia de la Unión y sería su objetivo
proceder “a estilo militar” contra los desafectos de la “libertad e
independencia” de la Nueva Granada. En otras palabras, se trataba
esencialmente de Juntas de Seguridad remozadas. Para evitar toda deriva se
concibieron frenos de distinta naturaleza. En primer lugar, se ordenó a las
Comisiones de Vigilancia abstenerse de emprender acciones con base en
papeles anónimos o denuncios que no estuviesen suscritos por “personas
conocidas”. Del mismo modo, debían pronunciar sus sentencias solo en caso
de que concurriesen la totalidad de sus miembros y cuando al menos tres de
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ellos se conformasen con el veredicto. Las penas de muerte tendrían recurso
de revista ante jueces suplentes nombrados para la ocasión y la ejecución de
los castigos no podría producirse –salvo casos de extrema necesidad– sin
previa consulta a la Alta Corte de Justicia de la federación 64 .
Que las nuevas corporaciones se ciñeron a la política de moderación
practicada hasta entonces por los revolucionarios neogranadinos queda
demostrado al examinar las consecuencias de la grave sedición descubierta en
Santa Fe en octubre de 1815, cuando ya el Ejército Pacificador se encontraba
en el Nuevo Reino. En efecto, la Junta Extraordinaria de Vigilancia optó por
excusar el derramamiento de sangre y condenar a presidio, destierro o
confinamiento a los reos, considerando que la “beneficencia” podía influir
“más que el rigor a consolidar la opinión y acallar los enemigos de la
Unión” 65 . La llegada de Morillo y sus tropas al territorio neogranadino pudo
haber cambiado in extremis la línea de indulgencia y refrenamiento. Así lo
indica el caso de Antioquia, en donde los dos hombres enviados por las
fuerzas invasoras con intimaciones al gobierno provincial fueron fusilados 66 .
Sea como fuere, de haber existido, la nueva actitud no pudo en ningún caso
consolidarse por la rápida aniquilación de las Provincias Unidas.
Otra prueba de la persistente lenidad de los gobiernos revolucionarios del
interregno neogranadino la proporciona la consolidación, a partir de 1814, de
la reputación de los “caraqueños” en el Nuevo Reino como hombres
sanguinarios 67 . Los 1.800 hombres de tropa que comandaba Rafael Urdaneta
y que ingresaron en dicho año al Nuevo Reino tras el desplome de la segunda
república venezolana escandalizaron a los tunjanos al asesinar a sablazos a
nueve españoles que residían en la provincia a finales del mes de noviembre.
Actos semejantes se repitieron pocos días después con la toma de Santa Fe,
cuando cayeron a manos de los mismos militares otros seis peninsulares.
Cuarenta más terminaron apresados, entre los que se contaban dos curas,
cuatro frailes franciscanos y un capuchino: el grupo fue conducido amarrado
de pies y manos a la villa de Honda, en cuyo tránsito cayó ajusticiada la
mitad “en medio de vivas y músicas y aclamaciones” 68 . Estas atrocidades
fueron censuradas en Antioquia con “execración”, pues era “la primera vez”
que se ofrecían “a los ojos de unos pueblos celosos de su libertad y de su
reputación, escenas de barbarie y de crueldad, tan ajenas de nuestro carácter
como de la moral y de la misma política” 69 .
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En Cartagena descollaron también los venezolanos por su falta de
escrúpulos: en 1814 el general Santiago Mariño lideró una conspiración para
matar a todos los españoles, que finalmente se frustró gracias a denuncios
oportunos 70 . Al año siguiente, cuando se decidió el abandono de la plaza por
parte de los revolucionarios ante el prolongado asedio del Ejército
Pacificador, 40 caraqueños al mando del capitán Salcedo “pusieron en los
almacenes de pólvora una mecha de duración de seis horas y a los prisioneros
de dos en dos en una barra” 71 . A la postre, el plan fue frustrado por la
reacción diligente de algunos habitantes principales del puerto. En Pamplona
se destacó por su crueldad otro venezolano que ocupaba el cargo de teniente
de gobernador. En efecto, antes de abandonar la ciudad a finales de
noviembre de 1815, Francisco Javier Yanes ordenó la ejecución de varios
peninsulares, acción que censuró Restrepo por su innecesaria crueldad e
imprudencia “pues comprometía la existencia de multitud de patriotas” 72 .
Este episodio demuestra, junto con los anteriores, la reserva de las
autoridades revolucionarias de la Nueva Granada en el uso de la violencia
política. Por algo diría Morillo que la resistencia que se le opuso en 1815 y
1816 había sido toda “obra de los venezolanos” 73 .
En suma, la documentación consultada confirma los progresos de la
radicalización a partir de 1814, que corrieron paralelos a la definición de la
contienda europea. A pesar de ello, jamás se modificó el rasgo esbozado de
transformación temperada. De hecho, entre las causas que originaron el
desplome de las Provincias Unidas, el historiador Restrepo apunta, justo
después de la adopción del sistema federal, “la falta de energía de los
diversos jefes que manejaban las riendas del gobierno”: ninguno de ellos
habría desplegado, en su opinión, “aquellos talentos y fuerza de alma que
solo son capaces de consumar las revoluciones”. Siendo civiles y abogados
en su mayor parte, se contentaron con “providencias medias” y “decretos
conciliatorios” como si la “nave de la República” pudiera conducirse del
mismo modo que un pleito 74 .
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LOS DESTERRADOS
Con mucha presteza, los enemigos de la revolución condenados a destierro
fueron escoltados hasta las fronteras del Estado de Antioquia, tanto a través
del paraje de Juntas, en la ruta hacia el río Magdalena, como por la ruta del
valle de San Andrés 75 . Gracias a las representaciones que varios de ellos
elevaron a las autoridades de la Restauración a su regreso al Nuevo Reino en
los años 1815 y 1816, es posible seguir los trayectos y las vivencias de
aquellos hombres que las autoridades independentistas consideraban como
sus más peligrosos contradictores.
La primera experiencia de extrañamiento sobre la que poseo datos precisos
en lo relativo a la provincia de Antioquia es la del santanderino José
Rodríguez Obeso. Según expresó en 1816, desde el principio de las
convulsiones del Reino se retiró con sus tres hijos varones a la parroquia de
Santa Rosa de Osos con el propósito de evitar comprometimientos con los
líderes de la transformación política. Allí se mantuvo durante tres años hasta
que, temeroso de ser víctima de la cólera de Juan del Corral, decidió fugarse a
Mariquita. Tras ocho meses de azarosa residencia en dicha población, optó
por la capital neogranadina, confiado en que siendo más populosa ofrecería
una residencia más tranquila. Para su desgracia, allí le tocó soportar la toma
de la ciudad por parte de las tropas de las Provincias Unidas y sufrir las
amenazas de muerte del “bárbaro Bolívar”. Cuando los soldados del
caraqueño se dirigían hacia el Caribe, Obeso optó por reunirse con dos de sus
hijos y abandonar con ellos el territorio neogranadino. Como las
circunstancias políticas le impedían embarcarse en Cartagena o Santa Marta,
se propuso pasar al Chocó por la montaña del Quindío. Al llegar al Citará
encontró el Atrato ocupado por las tropas del teniente coronel del Ejército
Pacificador Julián Bayer y, ante la negativa de los insurgentes de autorizarlo
a pasar a Panamá por Charambirá o Cupica, debió resignarse a ser confinado
en la provincia de Popayán, donde lo sorprendería el restablecimiento de la
autoridad real 76 .
La segunda historia de destierro es la José Bernardo del Campillo.
Tesorero real de la ciudad de Antioquia, tenía 64 años de edad cuando fue
sorprendido en su despacho a finales de julio de 1813 por uno de los
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miembros de la Junta de Seguridad Pública. A continuación fue conducido
“con una numerosa guardia” a la casa que servía de cuartel, privado de toda
comunicación y vigilado de tal manera que hasta los alimentos que le
llevaban de su casa eran registrados. El 13 de agosto fue expatriado a
Mompox por el valle de San Andrés, y al llegar a dicha villa fue sorprendido
con la intimación de que prosiguiese su camino hasta Jamaica. Como la
medida fue al parecer el resultado de una secreta inteligencia entre el dictador
Corral y el presidente de Cartagena, en vano rogó el reo que se le permitiera
permanecer en el principal puerto del Reino, pues se le notificó que en tal
caso sería destinado a “barrer y limpiar las calles de la plaza” con un grillete.
Prefirió dirigirse a Kingston, donde subsistió gracias a la caridad de algunos
españoles. De allí pasó a Santa Marta a comienzos de 1815 y, viéndose en la
imposibilidad de probar su fidelidad al soberano ante las autoridades
restauradoras para recuperar así su empleo de tesorero oficial real, debió
continuar su peregrinación por Panamá y Cartagena 77 . Finalmente, regresó a
la provincia de Antioquia y recuperó su plaza a finales del mes de agosto de
1816 78 .
La tercera historia de emigración es la del peninsular Rafael Gónima y
Llanos. Natural de Málaga, había servido desde 1783 en diferentes empleos
en Santa Fe y Popayán hasta que, habiendo pasado a Medellín, se convirtió
primero en interventor particular de tabacos (1789-1805) y después en
contador en la misma oficina, al ser erigida esta en principal. En el ejercicio
de dicho empleo se mantuvo hasta el 17 de marzo de 1812, cuando fue
depuesto por los revolucionarios. El 1.º de agosto de 1813 Gónima fue
arrestado y recluido en un cuartel. Nueve días después recibió 16 horas de
plazo para abandonar el territorio del Estado. El día 11 salió de la provincia
debidamente escoltado y se afincó en la villa de Honda en compañía del
también peninsular Pedro Manuel Rodríguez. Un nuevo destierro, esta vez de
todo el Reino, los condujo a ambos a Cartagena y al primero hasta Jamaica.
En Kingston, Gónima compartió sus días con otros realistas –expulsados
como él de Antioquia por razones políticas o presentes en la isla por asuntos
comerciales (Joaquín Sañudo, José María Zuláibar, Antonio María
Santamaría…)– hasta que a comienzos de 1815 regresó al Nuevo Reino por
la vía de Santa Marta 79 .
La cuarta experiencia sobre la que he hallado documentos es la del también
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peninsular Joaquín Sañudo. Tras ser conducido con escolta de soldados al
punto de Nare, se dirigió a Honda. Allí residió durante siete meses, al cabo de
los cuales fue remitido preso a Cartagena y recluido en calabozos y en un
pontón hasta que logró embarcarse para Jamaica. Al enterarse del avance de
la pacificación regresó a Santa Marta y pasó a Mompox, donde se encontró
con Warleta en cuya división se incorporó como proveedor 80 .
La quinta y última historia de destierro es la del peninsular Diego Sánchez
Rendón, que desde 1804 administraba la renta de correos en Rionegro. En
1812 fue despojado de su empleo por las autoridades revolucionarias, mas no
por ello cejó en sus intentos de “arruinar la revolución”, de tal suerte que el 4
de agosto fue aprehendido por el subdictador Juan Francisco Zapata y, ocho
días más tarde, expulsado de la provincia de Antioquia. Al llegar a Honda
hizo repetidas gestiones para que se le permitiese residir en Santa Fe hasta
conseguir el beneplácito del dictador de Cundinamarca. A pesar de que
procuró llevar una vida discreta en la ciudad, la noticia de la derrota de
Nariño en Pasto suscitó una viva emoción popular y obligó a las autoridades
a recluir en la cárcel por algunos días a los peninsulares para acallar las
insistentes voces que pedían sus cabezas. Lo peor para Sánchez Rendón, no
obstante, estaba por llegar: con la entrada de Bolívar y sus hombres a la
capital de Cundinamarca, debió hacer un donativo forzoso de mil pesos para
salvar su vida, echando mano para tal efecto de sus “cortas alhajas” y de las
“miserables reliquias de plata labrada” que aún llevaba consigo. Poco
después, el gobernador Francisco García de Hevia le ordenó abandonar la
ciudad y el Reino por la vía del Chocó. No obstante, la llegada del Ejército
Pacificador le permitió deshacer sus pasos 81 .
Las historias de Obeso, Campillo, Gónima, Rodríguez, Sañudo y Sánchez
Rendón perfilan un itinerario común. Al ser expulsados de la provincia de
Antioquia, todos ellos conservaron la esperanza de residir en otros puntos del
Nuevo Reino, sin duda confiando en que un inminente desplome de la
revolución habría de permitirles el retorno a sus casas. Esta ilusión se
desvaneció en todos los casos, pues las autoridades de Mompox y Cartagena,
Honda, Mariquita y Santa Fe renovaron las persecuciones en su contra. A
partir de entonces la isla de Jamaica apareció como el refugio ideal y hacia
allí intentaron dirigirse Obeso, Campillo, Gónima y Rodríguez. La idea era la
misma: residir cerca del territorio neogranadino para poder regresar a él con
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facilidad tras la disolución de los gobiernos revolucionarios. Los triunfos del
Ejército Pacificador permitieron a los ausentes emprender el camino de
retorno. Al desembarcar en Santa Marta, los desterrados manifestaron con
patetismo sus padecimientos, solicitaron auxilios para reintegrarse a sus
hogares, y demandaron y obtuvieron la reposición de sus empleos o
promociones 82 .
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VIOLENCIA Y REVOLUCIÓN
Habiendo establecido que la indulgencia frente a los más conspicuos realistas
fue una constante en las autoridades revolucionarias del interregno
neogranadino, es preciso a continuación hacer comparaciones que permitan
comprender si se trató de un decurso particular en el contexto de las
independencias hispanoamericanas. Cuando se compara el caso neogranadino
(y el antioqueño, en particular) con el venezolano en lo tocante al uso de la
violencia política, surge de inmediato un contraste tan fuerte como
enigmático. En efecto, allí la revolución fue también apacible en sus
comienzos: lo asegura un conspicuo realista, quien la describió entonces
como una “tranquila anarquía”, exenta de ferocidad y semejante a “una
reunión de niños que jugaban al gobierno”. Mas a mediados de 1811 despertó
“el monstruo de la rebelión” y se manifestó por primera vez con el
fusilamiento en Caracas de 16 hombres comprometidos en una tentativa
contrarrevolucionaria, cuyos cuerpos fueron colgados en una horca situada en
una plaza pública y cuyas cabezas se expusieron en diversos parajes
inmediatos a la capital 83 . No obstante, fue a partir de 1813 cuando se
generalizó la violencia. Las fuentes subrayan contestes la abundancia de actos
de barbarie cometidos por ambos bandos: mutilaciones de cadáveres,
ejecuciones masivas de prisioneros y masacres de cientos de pobladores
inermes, sin miramientos al sexo o a la edad. A mediados de marzo de 1813,
por ejemplo, el jefe realista Antonio Zuázola mutiló y desolló vivos en la
villa de Aragua “hombres y mujeres, ancianos y niños”, enviando a Cumaná
“muchos cajones de orejas […] que fueron recibidos con salvas y algazaras
por los catalanes”. A comienzos del año siguiente, por no citar más que otro
caso célebre, el oficial canario Francisco Rosete penetró a hachazos con sus
hombres en la iglesia de Ocumare, asesinando a más de 300 personas que
habían buscado refugio en ella. Por su parte, las crueldades cometidas por
jefes patriotas como Campo Elías o Juan Bautista Bermúdez fueron tan
abundantes que suscitaron una “sublevación general del país a favor del rey”,
ya consolidada para el mes de diciembre de 1813: en adelante, los ejércitos
independentistas “no podían contar sino con el territorio que materialmente
pisaban” y, siéndoles contraria la mayoría de los habitantes, sus pocos
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partidarios debían seguirlos penosamente, de modo que en aquel tiempo, al
decir de los historiadores Baralt y Díaz, “la población republicana de
Venezuela era ambulante”. Fue en tal contexto cuando, estando ya herida de
muerte la segunda república, Simón Bolívar ordenó la ejecución en Caracas y
La Guaira de más de 800 prisioneros peninsulares y canarios 84 .
¿Cómo se llegó a tales excesos en Venezuela? ¿Y por qué no se produjo
nada semejante en el Nuevo Reino? La primera gran diferencia entre ambos
territorios radica en el conflicto preexistente que enfrentaba a los pardos y
esclavos fugitivos de los Llanos con los mantuanos, los cuales buscaron por
todos los medios –antes y después de la revolución– controlar aquella
escurridiza mano de obra y apoderarse en detrimento suyo de hatos y
pastizales 85 . La segunda diferencia estriba en la moderación de que hicieron
gala tanto los líderes neogranadinos de la transformación política como sus
opositores realistas: ello impidió, sin duda, que se desatara una espiral de
violencia 86 . El tercer elemento distintivo que salta a la vista es la ausencia de
amenazas serias a la revolución en el antiguo virreinato de Santa Fe, donde
ella no solo no fue vencida (como sucedió en dos ocasiones en Venezuela),
mas ni siquiera desafiada seriamente. En efecto, en el Nuevo Reino, el triunfo
de los que posteriormente serían denominados patriotas se produjo sin
mayores esfuerzos desde un comienzo, con la excepción de ciertas provincias
(Cartagena, Pamplona y Popayán) colindantes con zonas regentistas, donde,
no obstante, la forma monárquica tuvo escasa “vocación expansiva” 87 .
El caso revolucionario novohispano reviste también interés por sus altos
índices de violencia. Allí, como en Venezuela, es posible identificar
conflictos latentes previos al estallido de la insurgencia y, una vez producido
este, una disputa sin claros vencedores, que auspició la escalada de horrores
en ambos bandos. En cuanto a lo primero, cabe recalcar inveteradas tensiones
raciales y el deterioro general en los niveles de vida de las clases bajas en
muchas regiones del virreinato durante 50 años. Este desmoronamiento
obedecía a una sobreoferta de mano de obra, así como a la escasez de tierras
productivas y a la integración económica forzada de muchas comunidades
rurales a través de un capitalismo agresivo que utilizó el crédito como
mecanismo de control social. El hecho de que en buena medida los
inversionistas fueran peninsulares, generó un odio larvado hacia ellos:
amplios sectores los responsabilizaron de la crisis económica que aquejaba al
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virreinato y los convirtieron en el blanco por excelencia de las hostilidades.
La insurgencia novohispana se incubó así en regiones sacudidas
reiterativamente por conflictos de índole local que se sumaron en una
conflagración general merced a la crisis imperial y a la hambruna que sacudió
al virreinato entre 1808 y 1809[ 88 ]. La insurrección del cura Hidalgo a partir
del mes de septiembre de 1810 propició la destrucción de decenas de
localidades realistas, así como masacres que revelan una “calculada voluntad
de exterminio” y en las que perecieron cientos de europeos, ya a manos de
tumultos más o menos espontáneos, ya en ejecuciones expresamente
ordenadas por los líderes revolucionarios. Los realistas respondieron
atacando a su vez cientos de poblados, condenando a muerte de manera
expedita a prisioneros de guerra y exhibiendo los despojos de estos en lugares
públicos para escarmiento de la población 89 .
La situación en el Nuevo Reino era del todo diversa. Se trataba de un
virreinato predominantemente mestizo, con baja densidad de población y
abundantes tierras yermas que, si bien no siempre eran realengas, permitieron
acoger contingentes de campesinos desposeídos, que fundaron colonias en
provincias como Antioquia y rochelas en el Caribe. En otras zonas, como el
altiplano cundiboyacense, la situación se resolvió mediante la abolición o la
reducción de los resguardos. Además, a diferencia de la Nueva España,
sumida en una crisis fiscal a finales del período colonial, el territorio
neogranadino conoció un verdadero auge económico y una expansión muy
significativa de los ingresos fiscales en la segunda mitad del siglo XVIII 90 . No
menos importante, el Nuevo Reino podía preciarse, como expresó en 1803 el
virrey Mendinueta, de la “rara circunstancia de no haberse experimentado
una falta ni aun una verdadera escasez de alimentos de primera necesidad en
muchos tiempos”. De hecho, los productos básicos como el plátano y los
tubérculos abundaban en tal forma y eran tan baratos que, según el
mandatario, explicaban la desaplicación al trabajo de los neogranadinos y el
crecido número de mendigos 91 .
Para comprobar la validez de las explicaciones propuestas sobre la
moderación del interregno neogranadino, bien vale la pena hacer una breve
incursión en la historiografía de la Revolución francesa, que se ha visto
obligada desde sus orígenes a reflexionar detenidamente acerca de los altos
índices de violencia propios de aquel acontecimiento. En particular, resulta
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muy útil estudiar las espinosas polémicas historiográficas en torno al
impreciso período del Terror (1793-1794), cuya denominación, no está de
más recordarlo, es una invención oportunista de un partido que pretendía
evadir sus responsabilidades frente a las ejecuciones del año II. El Terror ha
sido presentado muchas veces de manera simplista y descontextualizada
como mera violencia o episodio precursor de los totalitarismos, sin parar
mientes en que en 37 departamentos hubo menos de diez ejecuciones 92 , y
olvidando que fue una manera de canalizar y contener la cólera popular y de
implementar ambiciosas políticas en diversos ámbitos 93 . Sin perder de vista
la complejidad del proceso, mi intención a continuación es concentrarme en
los usos de la violencia política con el fin de analizar por contraste la
naturaleza de la revolución en Antioquia y la Nueva Granada durante el
interregno.
Como se ha visto en otro apartado, Juan del Corral se valió de medidas de
excepción, y ciertamente los destierros, los confinamientos y las
contribuciones forzosas eran en la práctica arbitrios violentos. Sin embargo,
durante su dictadura estas medidas de excepción no llegaron a constituir una
“una técnica extrema de gobierno para un país en revolución”, ni hubo nada
semejante a una “institucionalización de la violencia” 94 , como durante el año
II. Las medidas de excepción no propiciaron tampoco el surgimiento de una
categoría claramente definida de enemigos interiores como sucedió en el caso
francés con los aristócratas. De hecho, si bien había entre los reos de 1813
una cantidad importante de peninsulares, los discursos oficiales jamás
arremetieron contra ellos como grupo. Del mismo modo, los meses
comprendidos entre finales de 1813 y comienzos de 1814 no fueron el
escenario de una violencia popular, sencillamente porque no existió entonces
en Antioquia ninguna disputa seria y persistente por el poder 95 , ni serias
controversias religiosas 96 , ni nada parecido tampoco a una crisis económica
que con el aguijón del hambre precipitara las masas en el torbellino
político 97 .
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CONCLUSIONES
Las dimensiones exactas del recurso a las medidas extraordinarias y
particularmente a la violencia por parte de los gobiernos neogranadinos
durante el interregno es un asunto poco estudiado. En las páginas precedentes
se ha abordado la cuestión mediante el análisis del caso del Estado de
Antioquia antes, durante y después de la dictadura de Juan del Corral. Según
José Manuel Restrepo, las medidas tomadas por el mandatario durante su
gobierno hicieron “mucho ruido” en el Nuevo Reino, lo que indica que ellas
eran para entonces perfectamente vanguardistas 98 . Y sin embargo, las
páginas precedentes han demostrado que las autoridades revolucionarias de la
provincia se caracterizaron por una incontestable sobriedad, que resulta muy
diciente en lo relativo a la naturaleza del régimen instaurado con
posterioridad a la transformación política del Nuevo Reino. En efecto, las
penas más rigurosas que se impusieron a los líderes regentistas entre 1810 y
1814 fueron las de destierro, confinamiento, embargos y contribuciones
forzosas. En otras palabras, la ejecución de los cabecillas de la
contrarrevolución fue un límite que las autoridades antioqueñas prefirieron no
franquear. Otra característica del pálido rigor de los revolucionarios
antioqueños fue el bajísimo número de los condenados: apenas un puñado.
¿Quiere ello decir que la llegada de Juan del Corral a la presidencia y el
establecimiento de siete meses de gobierno dictatorial no significaron ningún
cambio en lo relativo a la gestión de la oposición política? En realidad, puede
hablarse de una inflexión, mas esta radica no tanto en las penas (pues las
condenas más rigurosas fueron los extrañamientos, que se aplicaban ya en el
período precedente de las Juntas de Seguridad), sino en la multiplicación de
las condenas y en la manera expedita en que se pronunciaron y ejecutaron las
sentencias.
¿Cómo explicar que en los revolucionarios tiempos del interregno no se
instaurara una mayor pugnacidad, una severidad creciente en los castigos,
una purga radical del cuerpo político? Como se ha visto, en vísperas de la
crisis monárquica no existía en el Nuevo Reino una situación social
virtualmente explosiva como en Venezuela o Nueva España. Y si durante la
mutación política los bandos en pugna se mantuvieron dentro de los límites
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de la civilidad política, ello fue en buena medida porque el nuevo régimen no
enfrentó amenazas serias ni una violencia popular significativa. Por ello, las
penas decretadas durante los primeros meses de la dictadura de Corral
bastaron para frenar la oposición abierta y para declarar y mantener un
régimen republicano independiente. El escarmiento efectivo habría impedido,
pues, una escalada de la violencia.
La moderación de los revolucionarios del interregno permite comprender
una cuestión muy importante: la radicalización que generó en el territorio
neogranadino la expedición punitiva confiada a Morillo. Habiendo hecho
gala de una innegable moderación durante la revolución, los habitantes del
Nuevo Reino no pudieron más que ver con muy malos ojos la política de
terror instaurada a nombre del rey en diversas provincias. El restablecimiento
a sangre y fuego de la autoridad fernandina en un territorio que no abusó de
la transformación política para deprimir a los realistas generó un justo
resentimiento e hizo insufrible e impopular a la larga el mantenimiento del
sistema monárquico. En uno de sus libros, Richard Cobb señaló con razón la
necesidad de estudiar conjuntamente en la Revolución francesa el Terror del
año II y el “contraterror” (la Terreur Blanche del año III) que este engendró
después de Termidor. El hecho de que en la mayor parte de la Nueva Granada
hubiera existido el segundo sin el primero explica no solo la desaprobación
que generó la restauración fernandina sino también el desplome definitivo del
régimen en 1819[ 99 ].
Si es innegable la desmesura de la violencia restauradora en comparación
con el refrenamiento punitivo del interregno, el estudio del caso antioqueño
indica la necesidad de evitar las generalizaciones abusivas. En efecto, el
mismísimo gobernador militar nombrado por Morillo solicitó un indulto
especial para la provincia el 14 de septiembre de 1816, indicando que, si se
atendía a los hechos, todas las personas que habían residido en ella durante la
revolución habían delinquido, incluyendo a los desterrados, los cuales “por
no abandonar sus familias solicitaron, rogaron y procuraron justificarse a los
ojos del gobierno insurgente”. En su opinión, pues, si quería restablecerse
perdurablemente el sosiego en territorio antioqueño era imprescindible
replicar el decreto de 9 de abril anterior por medio del cual el virrey
Montalvo había cobijado con la real gracia a los habitantes de la provincia de
Cartagena. La solicitud fue debidamente aprobada el 23 de enero de
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1817[ 100 ] y publicada en Rionegro el 19 de febrero 101 . Así, los antioqueños
gozaron de la clemencia regia sin conocer (a diferencia del principal puerto
neogranadino) una fase de vindicta. Hubo, pues, territorios donde la
Restauración no significó un ejercicio desaforado de la violencia y donde el
imperativo de la paz contuvo el afán justiciero y la cólera punitiva. Tales
experiencias de pacificación forman parte esencial de la coyuntura (aunque
una historiografía deslumbrada por la sangre ha convenido en ignorarlas) y
son el objeto de los capítulos siguientes.
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SEGUNDA PARTE
EXPERIENCIAS DE PACIFICACIÓN
Ojalá pudiera derramarse en este reino el narcótico de la mandrágora, que
entorpece y hace olvidar los acontecimientos pasados.
Representación de Ignacio de Herrera, Ildefonso Gil de Tejada y Nicolás
Llanos (Santa Fe, 26 de agosto de 1818), AGN, SAAGYM, t. 121, ff. 27-29.
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CAPÍTULO 3
LAS ÍNSULAS DE FRANCISCO DE MONTALVO, 1813-1818
Como se ha visto en los capítulos anteriores, la Restauración neogranadina
fue singularmente violenta, mas ello no quiere decir que los rigores de la
pacificación afectaran de manera uniforme a todas las provincias. Si algunas
de ellas se libraron prestamente del flagelo o sintieron apenas sus
consecuencias, ello se debió al influjo de ciertos delegados del rey que se
opusieron a la duración indeterminada del gobierno militar y lograron
contrarrestar el influjo de los heraldos de la vindicta. La oposición de estos
hombres estaba sustentada en última instancia por la autoridad de Francisco
de Montalvo, quien hizo las veces de capitán general y virrey del territorio
neogranadino durante la coyuntura, y quien supo limitar –al menos
geográficamente– la arbitrariedad de Morillo y sus lugartenientes. La
experiencia de Montalvo en el mando del Nuevo Reino resulta, pues,
fundamental para comprender las manifestaciones siempre insulares de la
pacificación. En consecuencia, este capítulo explora por lo menudo la historia
de un habanero a quien la Regencia encomendó el gobierno de un reino y, en
realidad, asumió el mando en una provincia literalmente sitiada por los
revolucionarios. Por tanto, igualmente analiza las condiciones de esta apurada
reclusión y el aislamiento de su pequeña corte de circunstancia, librada a sí
misma por la incapacidad de los virreyes del Perú y Nueva España de
socorrerla. Del mismo modo, examina los dilemas políticos que enfrentó el
mandatario por sus propósitos, así como su asombrosa labor en el
apaciguamiento del Reino, antes y después de la llegada de la expedición
comandada por Pablo Morillo, a mediados de 1815.
Se trata, en última instancia, de proponer una nueva cronología y por tanto
una redefinición del período. En efecto, la Restauración neogranadina se hace
debutar generalmente con la llegada del Ejército Expedicionario a Santa
Marta y suele asimilarse, de manera harto reductora, a las figuras de Pablo
Morillo y Pascual Enrile 1 . Los acontecimientos contrarrevolucionarios
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previos, tanto en Quito como en Santa Marta y Riohacha, tienden a olvidarse
o, en el mejor de los casos, son relegados a cortos paréntesis o a un
preámbulo de poca importancia 2 . En tal contexto, el estudio de la carrera de
Montalvo permite incluir dentro de la trama del restablecimiento de la
autoridad fernandina los intereses y los actores del Caribe español, al tiempo
que contribuye a entender las características más acusadas de una práctica
original de lealismo, fraguada lentamente al calor de los acontecimientos de
la Tierra Firme –y no en el gabinete madrileño de un monarca restaurado.
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MONTALVO Y LOS MONTALVO
Tras la ocupación de La Habana por los británicos en 1762, la Corona,
consciente de su frágil posición en la isla, emprendió una serie de reformas
cuya implantación efectiva dependía de la colaboración de las familias
locales prominentes. Para obtener su beneplácito y el aumento de las
contribuciones, el conde de Ricla concibió una política de negociación y
fidelización que favoreció a la larga la producción azucarera, otorgó amplias
ventajas comerciales y acentuó la preeminencia social del notablato mediante
la concesión de títulos militares y de 21 gracias nobiliarias hasta 1808 (títulos
de marqués, conde o grandeza de España) 3 .
Uno de los beneficiarios de tales políticas fue Lorenzo de Montalvo y Ruiz
de Alarcón. Natural de Valladolid (1704), había llegado joven a La Habana,
donde se convirtió en intendente general de marina y, en 1765, en conde de
Macuriges. A su muerte, acaecida en 1778, dejó ocho hijos de dos
matrimonios (los Montalvo Bruñón de Vértiz y los Montalvo y Ambulodi),
cuyos primogénitos se tranzaron en una disputa legal por el derecho a heredar
el título nobiliario. Cuando el vástago de la primera unión ganó el proceso, el
de la segunda (Ignacio Montalvo y Ambulodi) solicitó y obtuvo de la Corona
el marquesado de Casa Montalvo (1779). El marqués de Casa Montalvo –que
era uno de los hombres más ricos de la isla y llegó a ser prior del Consulado
de La Habana– contrajo matrimonio con una integrante de la familia
O’Farrill, que controlaba las plazas de oficial en las milicias locales. Con ella
hubo, entre otros hijos, a Teresa Montalvo y O’Farrill, cuya unión con
Joaquín Beltrán de Santa Cruz y Cárdenas, conde de Santa Cruz de Mopox y
San Juan de Jaruco (llamado a convertirse en íntimo del favorito Manuel
Godoy y en subinspector general del ejército en Cuba, 1795), acrecentó sin
duda el poderío y la influencia del clan 4 . Como entre los hermanos del
marqués de Casa Montalvo se contaba, precisamente, Francisco (bautizado en
la catedral de La Habana en 1754), es inevitable que tantos y tan importantes
vínculos con el ejército y la corte fueran un poderoso acicate en su carrera.
En suma, el capitán general elegido por la Regencia para presidir los destinos
del Nuevo Reino de Granada pertenecía a la rica élite criolla, endogámica,
aristocrática y esclavista cubana conocida en la historiografía con el nombre
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de sacarocracia, por cuanto sus ingresos procedían esencialmente de las
plantaciones azucareras.
¿Qué decir de su carrera? Como puede observarse en su hoja de servicios
(tabla 4), Francisco de Montalvo comenzó su carrera militar como cadete a
los 12 años y al cabo de 49 de servicio llegó a la cima del escalafón español
al obtener el grado de teniente general. En tiempos de Carlos III, participó en
la frustrada expedición contra Argel (1775), en la toma de la isla de Santa
Catalina, frente a las costas del Brasil (1777), y en la de Pensacola, ya en
plena guerra de independencia de las trece colonias (1781). Durante el
reinado de Carlos IV, estuvo al mando de un batallón de refuerzo en Nueva
Orleáns (1793) y encabezó una brigada en La Española durante la guerra
contra la República Francesa (1794) 5 .
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TABLA 4.
HOJA DE SERVICIOS DE FRANCISCO DE MONTALVO Y AMBULODI
RANGO
FECHA DE
TIEMPO EN EL GRADO
NOMBRAMIENTO
Cadete real de La Habana
Capitán
24 de enero de 1766
24 de enero de 1774
Teniente coronel graduado
Comandante
Coronel
1.º de enero de 1784
2 de febrero de 1786
11 de febrero de 1790
Teniente coronel vivo
15 de noviembre de
1793
13 de noviembre de
Un año
1795
1.º de diciembre de 1796 Tres años y siete
meses
1.º de julio de 1800
Nueve años y siete
meses
26 de febrero de 1810 Cinco años y cinco
meses
29 de julio de 1815
Brigadier
Coronel vivo
Agregado al Estado Mayor de La
Habana
Mariscal de campo
Teniente general
Fuente: AGMS, legajo M3747.
Ocho años
Nueve años y once
meses
Dos años y un mes
Cuatro años
Tres años y nueve
meses
Un año y once meses
En julio de 1808, cuando el influyente Francisco de Arango y Parreño
propuso, con el acuerdo del conde de O’Reilly, la creación de una junta de
gobierno en La Habana, Francisco de Montalvo y Ambulodi, a la sazón el
criollo de más alto rango en el Estado Mayor de la ciudad, jugó un papel
protagónico en la frustración del intento al dejar claro que, de ser necesario,
emplearía al punto las fuerzas que estaban bajo su mando. Sin embargo no
toda la familia compartía sus ideas políticas. De hecho, su sobrina (Teresa
Montalvo y O’Farrill) llegaría a convertirse en la amante de José I y su
concuñado Gonzalo O’Farrill se hizo ministro josefino. Quizás estos
comprometimientos familiares expliquen la suscripción pública que
promovió Francisco de Montalvo en 1811 –y que fue aprobada por la
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Regencia– para levantar un ejército de 300.000 hombres en apoyo de la
guerra peninsular. En mayo del mismo año, el cabildo de La Habana lo
designó como vocal de una junta de policía que pretendía formarse, mas él se
opuso a su establecimiento, estando persuadido de que tenía designios
políticos separatistas. Sea como fuere, sus muestras de lealtad, así como su
activa oposición al proyecto de junta habanera, fueron premiadas en 1812 con
tres nombramientos sucesivos: teniente rey de La Habana, subinspector
general de las tropas de Cuba y capitán general del Nuevo Reino de
Granada 6 .
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1813. INDIGENCIA
Antes de referir la experiencia de Francisco de Montalvo como capitán
general del Nuevo Reino, es indispensable hacer un brevísimo recuento de la
revolución en el virreinato de Santa Fe. Las noticias de Europa, que indicaban
un avance irresistible de los ejércitos napoleónicos sobre la Península, el
temor de convertirse en botín de alguna potencia y la instalación de una junta
de gobierno en Caracas detonaron el establecimiento de corporaciones
semejantes en la mayoría de las provincias del Nuevo Reino. Habiéndose
frustrado la composición de un gobierno general, la mayor parte de las juntas
se transformaron, a partir de 1811, en Estados, casi siempre, mediante la
promulgación de Constituciones particulares. La provincia de Santa Marta se
apartó de esta tendencia cuando una contrarrevolución restableció las
instituciones de la monarquía y puso la gobernación bajo la obediencia
irrestricta de la Regencia gaditana. Entonces se convirtió en refugio de los
realistas de todo el Reino y en enemiga y contendiente de la provincia de
Cartagena y de la federación de las Provincias Unidas de Nueva Granada, que
reunía a la mayoría de ellas –con la notable excepción del Estado de
Cundinamarca–, y que había sido creada a finales del año en Santa Fe (27 de
noviembre de 1811). El 6 de enero de 1813 la contienda pareció resolverse a
favor de los revolucionarios cuando las tropas cartageneras, comandadas por
el francés Pierre Labatut, se apoderaron de Santa Marta. El pánico cundió
entre las autoridades y los principales vecinos, que no tardaron en embarcarse
rumbo a La Habana, el istmo de Panamá y otros destinos 7 . No obstante, la
torpe conducta de los vencedores, que se comportaron más como
conquistadores que como libertadores y se dedicaron a esquilmar a los
habitantes, suscitó dos meses más tarde un victorioso movimiento
reaccionario comandado por los indios de los pueblos inmediatos a la plaza.
La dependencia al gobierno peninsular fue restablecida de este modo y
consolidada con la llegada desde Maracaibo del coronel Pedro Ruiz de Porras
como nuevo gobernador 8 . En su anterior empleo en Venezuela, este militar
se había distinguido por su firmeza y aun por su severidad con los
revolucionarios, habiendo condenado “a muchos a muerte, a otros a presidio
y destierro perpetuo y a todos a confiscaciones o gruesas multas” 9 . Los
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cartageneros no cejaron en su intento y organizaron una nueva expedición
contra Santa Marta con el propósito de desembarcar en el pueblo de San Juan
de la Ciénaga, situado al sur de la plaza. No obstante haberlo intentado en dos
ocasiones (10 y 11 de mayo de 1813), fueron repelidos en los combates de
Papares y la Ciénaga por fuerzas muy inferiores en número comandadas por
el aguerrido capitán pardo Narciso Crespo 10 .
La Regencia había confiado el gobierno superior del Nuevo Reino de
Granada al brigadier Benito Pérez y Baldelomar, que al conocer el
nombramiento se trasladó desde Mérida de Yucatán a La Habana en busca de
auxilios, y posteriormente a Panamá, donde instaló su corte en marzo de
1812[ 11 ]. Poco pudo hacer durante su corto gobierno: no solo contaba con
escasos medios para hacer la guerra a los revolucionarios, sino que además se
hallaba a mucha distancia del teatro de los acontecimientos. Para colmo, muy
pronto se distanció de la Audiencia, cuyos miembros llegaron incluso a
denunciar ante la Regencia la incapacidad moral y física del virrey, su
“natural repugnancia a la observancia de las leyes”, sus habituales achaques y
su negativa a instalar el gobierno en Santa Marta, donde era más conveniente
su presencia 12 . Este cúmulo de dificultades convenció al virrey Pérez de la
necesidad de presentar su renuncia 13 . La Regencia la admitió, y el 1.º de
noviembre de 1812 designó en su reemplazo a Francisco de Montalvo con el
título de capitán general del Nuevo Reino y un sueldo anual de 14.000 pesos.
El nombramiento no era propiamente satisfactorio: abandonaba la
tranquilidad de La Habana por la Tierra Firme en guerra, no se le otorgaba el
título de virrey, a pesar de que en el mismo momento se le confería a Félix
Calleja en la Nueva España, y la dotación asignada era menor a la que habían
disfrutado sus antecesores 14 . Según Restrepo, en la designación influyó no
solo el hecho de ser americano, sino también la circunstancia de haber
residido largo tiempo en Cartagena 15 . La explicación peca por ingenua.
Como se ha visto, Montalvo y Ambulodi era miembro de la oligarquía
cubana y pertenecía al puñado de familias que había sacado inmensos réditos
del pacto contraído con la Corona con posterioridad a la ocupación británica
de La Habana en 1762. Además, por su fidelidad durante la crisis monárquica
y los beneficios obtenidos por dicho comportamiento, Francisco de Montalvo
era una prueba viviente de la conveniencia que podía resultar del
mantenimiento de la integridad de la monarquía, al tiempo que un guiño que
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hacía la Regencia a las principales familias neogranadinas. Las circunstancias
familiares quizás tuvieron también algo que ver en el nombramiento. En
efecto, uno de los hermanos de Montalvo, Rafael, se había casado en
Cartagena con una Narváez y Latorre 16 , emparentada con varios de los
mayores revolucionarios de Cartagena.
En principio, Montalvo debía pasar a Panamá para prestar juramento en
manos de su antecesor. No obstante, once días después de su nombramiento,
las autoridades españolas cambiaron de opinión, ordenándole tomar posesión
de su empleo ante el capitán general de Cuba, para embarcarse sin tardanza
con proa a Santa Marta 17 . Cuando se disponía a emprender su viaje,
Montalvo se enteró en La Habana de la caída de la ciudad y de los pueblos
ribereños del Magdalena a manos de las tropas del Estado de Cartagena.
Hubo entonces de suspender su traslación, mas, mientras aguardaba un buque
para pasar al istmo de Panamá, se conoció en Cuba la recuperación de Santa
Marta gracias al denuedo de los indios de los pueblos comarcanos. Montalvo
pudo así satisfacer plenamente los deseos de la Regencia y llegar al destino
que esta le fijara, a bordo del bergantín de guerra El Borja, en la tarde del 1.º
de junio de 1813 “con algunos pertrechos de guerra”, cuatro oficiales y su
secretario 18 . Estaba próximo a cumplir los 60 años de edad 19 .
Este conjunto de circunstancias da por sí solo una idea de las dificultades
propias a la tarea confiada al militar cubano. Nominalmente era el capitán
general del Nuevo Reino de Granada. No obstante, aparte de las provincias
del istmo de Panamá, la Presidencia de Quito, algunas fracciones de la de
Popayán, Riohacha y parte de la de Santa Marta, el resto del territorio estaba
bajo el control de los revolucionarios. Por las distancias que separaban unos
de otros estos fragmentos lealistas del Reino, la presencia en el Caribe de
numerosos corsarios del Estado de Cartagena y la indigencia de los medios
confiados al flamante capitán general, la autoridad de este se halló desde el
comienzo reducida a una pequeña ínsula delimitada al norte por el mar
Caribe, al occidente por el río Magdalena, al oriente por la Capitanía General
de Venezuela y al sur por la expansiva frontera de las Provincias Unidas de
Nueva Granada y del Estado de Cundinamarca (mapa 1). Lo que puso la
Regencia en manos de Montalvo no fue, pues, más que un corto, discontinuo
y desestructurado conjunto de provincias que solo nominalmente debían
obedecerle, como solo nominalmente obedecían a las autoridades de la
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España libre.
Con respecto a Riohacha, la política imperante desde el comienzo de la
crisis monárquica había consistido en evitar el descontento de los indios
guajiros, hasta transigir con la imposición de un gobernador por un “cabildo
abierto”, lo que entrañaba la violación de todas las leyes de la monarquía 20 .
Además, en virtud de una real orden fechada el 7 de mayo de 1813 y recibida
en el Nuevo Reino en el mes de septiembre, la provincia fue segregada de
esta Capitanía General y agregada a la de Maracaibo 21 . La Presidencia de
Quito, por su parte, permanecía en manos de Toribio de Montes desde finales
de 1812 y se gobernaba con total independencia. Tanto, que Montalvo no
dejará de recriminarle su insubordinación y negligencia en la remisión de
auxilios 22 . Algo semejante cabe decir del istmo de Panamá, como lo indica
un rasgo más que diciente: a pesar de sus constantes instancias, Montalvo no
consiguió nunca la remisión oportuna y suficiente de caudales 23 . ¿Qué decir
entonces de Barbacoas, Tumaco o Iscuandé? Hallándose en la costa payanesa
del Pacífico, hubiera resultado absurdo exigir de ellas cualquier
subordinación, siendo ya admirable que se mantuvieran leales al rey y a la
Regencia cuando las protegían cortas guarniciones de pardos enviadas desde
Panamá.
MAPA 1
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Como queda dicho, Francisco de Montalvo llegó a Santa Marta el 1.º de
junio de 1813, donde no halló medios de defensa, sino tan solo “miserias y
desolación” 24 . No había en la ciudad ni un solo armero capaz de reparar los
fusiles averiados 25 y no existía tampoco imprenta para “cimentar la opinión
pública”, de manera que los documentos importantes debían enviarse a
Jamaica, donde los agentes del gobierno los entregaban a cajistas ignorantes
del castellano, obligados, por lo mismo, a componer letra por letra las
dicciones 26 . Según recordaría después, muchos vecinos comprometidos con
la revolución acudieron a su presencia quejándose de la dureza del
gobernador, que no accedía a oírlos ni a formar sus causas. Desde entonces
Montalvo censuraría la “acritud y exaltación” de Ruiz de Porras 27 , en lo que
constituye su primer enfrentamiento a una política obtusa de pacificación.
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Con la llegada de Montalvo, la ciudad de Santa Marta se encontró
promovida de repente al rango de corte, del mismo modo que lo habían sido
Panamá y Maracaibo durante las residencias respectivas del virrey Benito
Pérez y el capitán general Fernando de Miyares, o tal y como había sucedido
con Río de Janeiro en 1808, merced al traslado de João VI y su familia desde
Lisboa; con Cádiz en tiempos de las Cortes Extraordinarias; con Cagliari
entre 1798 y 1814, tras la invasión de Piamonte por las tropas francesas; o
con Palermo durante parte del accidentado reinado de Fernando IV de
Borbón. El territorio bajo el mando efectivo de Montalvo no solo era
diminuto, desvertebrado, indefenso y pobre: se encontraba, además,
amenazado por las tropas del Estado de Cartagena, que no terminaba de
aceptar la evacuación de la ciudad y emprendía una nueva tentativa para
apoderarse de ella. El enfrentamiento era desigual, pues en rigor no oponía a
dos provincias. Se trataba, más bien, de la lucha entre una menguada
territorialmente –y disidente, en virtud de su excepcional lealtad a la Corona–
y una confederación (las Provincias Unidas), que respaldaba con doblones el
esfuerzo bélico del principal puerto neogranadino. La guerra tenía dos frentes
claros: uno marítimo, en el que los revolucionarios llevaban la delantera
gracias a su escuadra corsaria 28 ; y uno anfibio, estructurado a lo largo del río
Magdalena, sus caños, ciénagas y afluentes. Además del calor y la humedad,
las nubes de mosquitos eran abundantísimas e inaguantables aun para los
locales, que clamaban por toldos de coleta para guarecerse mientras
montaban guardia en las baterías de la ribera 29 . Las acciones militares en el
frente de la llamada línea del Magdalena no podían prescindir, por razones
obvias, de transportes fluviales. Los utilizados en esta guerra interprovincial
eran los bongos, cuya naturaleza es importante precisar desde un comienzo.
Según el diccionario de la Real Academia, un bongo es, o bien canoa usada
en Centroamérica por los indios, o bien una embarcación grande de fondo
plano utilizada en Venezuela para el transporte fluvial. Restrepo, por su parte,
aclara en su Historia que se trata de “botes que calan muy poco agua, a los
que se ha quitado la obra muerta y puesto un cañón en la proa” 30 . De hecho,
los bongos que se disputaron la supremacía del río Magdalena y sus afluentes
durante las guerras del interregno eran auténticos barcos artillados capaces de
transportar a cien tiradores y propulsados por bogas cuyo número variaba,
según el calibre de los cañones, entre 10 y 28[ 31 ].
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Para evitar que, como sucedió en el desastre del 6 de enero de 1813,
algunos samarios principales se dieran a la fuga en los buques anclados en el
puerto, el capitán general decretó el cierre de este, impidiendo no solo que las
embarcaciones fuesen presa de los corsarios, sino que desmayase el espíritu
público 32 . Montalvo carecía de fondos para asegurar la manutención de la
poca tropa “de línea y urbana” con que contaba, de suerte que la financiación
recayó por fuerza en “un corto número de habitantes de la ciudad”. El 6 de
agosto se presentó la escuadra cartagenera frente al puerto: 2.000 hombres
repartidos en una corbeta, ocho lanchas cañoneras, dos bergantines y 12
goletas. En lugar de atacar de inmediato, los revolucionarios se entregaron al
reconocimiento de la costa y dieron tiempo a los samarios de fortificarse.
Cuando siete días más tarde tuvo lugar el desembarco, al filo de la
medianoche, la tentativa fue adversa a los invasores 33 : Montalvo en persona
supervisó las operaciones defensivas desde la batería del Rosario hasta las
cuatro de la madrugada 34 .
Al ser rechazados, los cartageneros dirigieron sus barcos al pueblo de San
Juan de la Ciénaga, para acometer desde el sur y por tierra a Santa Marta. El
14 y el 15 de agosto los indios del pueblo y las tropas pardas de la plaza
frustraron nuevamente el desembarco, de modo que los revolucionarios
tuvieron que contentarse con imponer un bloqueo cuyo propósito era impedir
la pesca y el suministro de víveres desde la Ciénaga Grande, despensa de la
ciudad de Santa Marta 35 . La presencia de la escuadra contrariaba también la
llegada de los auxilios solicitados a Panamá, por lo que el desespero y la
desunión comenzaron a propagarse entre los sitiados. Montalvo refiere en su
relación de mando que se suscitaron incluso “disgustos domésticos que
pudieron traer fatales consecuencias”, y se abstiene de referirlos por
considerar que se trató de asuntos relativos a su persona y no a la causa del
rey 36 . En los archivos se conservan por fortuna documentos sobre el
particular, que reviste el mayor interés, porque da una idea clara de lo
maltrecha que se hallaba la autoridad del capitán general, tres meses después
de su llegada a Santa Marta. El 20 de agosto de 1813, cuando acababa de
desembarcar en la plaza Gonzalo de Aramendi con el nombramiento de
nuevo gobernador de la provincia, se agolparon frente a la casa del teniente
coronel Rafael Zúñiga “muchas mujeres y algunos pocos hombres”,
oponiéndose a que se le diese posesión y reclamando la continuación en el
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mando de Pedro Ruiz de Porras 37 . Una semana más tarde, los indios de los
cabildos de San Juan de la Ciénaga, Gaita, Mamatoco, Bonda y Masinga
escribieron una representación en la que propusieron que se recibiese al
nuevo gobernador, siempre y cuando permaneciese Ruiz de Porras “con
mando absoluto”, por considerarlo como la columna de la resistencia contra
los revolucionarios 38 . No bien Montalvo recibió el papel, se presentaron en
su despacho 22 indios de los pueblos señalados. De nada valió explicarles
que mal podían preciarse de su fidelidad al rey si no obedecían sus
disposiciones, y que no podía darse a nadie el mando absoluto de la provincia
cuando aún él mismo, en su condición de capitán general del Reino, estaba
sujeto a las leyes. Los indios se levantaron entonces de sus asientos y se
aproximaron a Montalvo,
diciendo con efervescencia que ellos no habían visto los papeles que había traído el provisto, que
podía venir por el enemigo francés Pedro Labatut, y aunque su señoría les hizo ver que sus papeles
eran legítimamente despachados […] no desistieron de su solicitud hasta que su señoría, con toda
la firmeza que convenía, les dijo que solo podía asentir a autorizar de gobernador al Sr. Porras con
arreglo a la Constitución de la nación española, y las demás leyes del Reino, y que de lo contrario
se embarcaría 39 .
En otras palabras, Montalvo claudicó ante las exigencias de los indios de los
pueblos comarcanos, verdadera fuerza del rey en los combates de Papares y
la Ciénaga, y sin cuyo concurso era imposible resistir el embate de las tropas
sitiadoras de Cartagena. Ruiz de Porras continuó entonces en el mando de la
provincia, con una autoridad y un influjo con frecuencia superior al del
capitán general. Lo único que consiguió este fue limitar las facultades de su
subordinado nominal, imponiéndole el juramento de la Constitución. Del
mismo modo, y para resguardo de su conducta, exigió a cada uno de los
cabildos indígenas la redacción de representaciones en que constase su
pasada “solicitud” 40 . Quizás el incidente envenenó para siempre las
relaciones entre Montalvo y Ruiz de Porras, quien a comienzos de 1818
admitiría haber tenido continuos tropiezos con su superior por “casos
despreciables y pueriles” 41 . Gonzalo de Aramendi, por su parte, fue enviado
a Riohacha como gobernador interino 42 .
El 25 de agosto Montalvo se quejó ante el secretario de Estado español por
la indiscreción que habían cometido las autoridades de Santa Marta de armar
a los indios y zambos. Desde entonces unos y otros habían tenido la audacia
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de “manifestar oposición a las órdenes superiores” y robaban a los
ciudadanos ricos, escudándose en el hecho de que eran “jacobinos”, sin que
pudieran contenerse sus excesos por falta de tropas. Así mismo, el capitán
general refirió en dicha comunicación el proyecto que había concebido de
servirse de Gregorio Nariño y Ortega para entablar negociaciones de paz con
su padre, el presidente de Cundinamarca 43 . El joven se trasladó al Nuevo
Reino desde Cuba y fue detenido al sur de Tamalameque y encarcelado en
Mompox por las autoridades en Cartagena, que no vacilaron en publicar el
incidente en las gacetas. Finalmente, Gregorio Nariño llegó a Santa Fe al
tiempo que su padre partía hacia Popayán para combatir a las tropas quiteñas,
por lo que la misión fue infructuosa 44 .
El 9 de septiembre se enfrentaron por fin los buques cartageneros con los
de la Real Armada provenientes del Istmo. En su relación de mando,
Montalvo aseguró que su suerte y la de Santa Marta se habían decidido en
aquella acción. Los refuerzos consiguieron llegar al puerto con el oportuno
auxilio de una goleta particular que fue artillada muy a prisa bajo la
supervisión del capitán general. Entraron a la plaza 30.000 pesos en metálico
y 20.000 en víveres, parte de los archivos de la ciudad y de la Capitanía
General que habían sido trasladados a Panamá en enero 45 , así como una
porción de las tropas y empleados que habían emigrado al Istmo a comienzos
del año. Las más apremiantes urgencias, es decir, el abasto y el pago de
funcionarios y militares, hallaron remedio temporal. Del mismo modo, el
regreso de oficiales reales, del administrador de correos, del provisor del
arzobispado, del chantre de la catedral y de varios religiosos, amén del de
vecinos principales y oficiales militares, facilitaron en adelante el gobierno y
la expedición de los negocios 46 . Siendo imposible el mantenimiento de los
cuatro buques de guerra que tenía a sus órdenes, Montalvo despachó la mitad
a La Habana, destinando los dos restantes a la conducción de los vitales
caudales provenientes de Portobelo y al trajín de la correspondencia con la
Península. La guarnición, por su parte, quedó compuesta de 250 hombres,
sumados cuerpos regulares y milicias, que fueron integrados en un batallón
que recibió el nombre de Provincial 47 .
¿Afianzó Francisco de Montalvo su autoridad como capitán general con la
llegada de estos recursos? Obviamente no: las posibilidades de una nueva
incursión de los cartageneros eran patentes y como se temía con fundados
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motivos el desabastecimiento de la plaza, se ordenó el almacenamiento de
víveres secos y la venta preventiva de harina entre los vecinos 48 . De hecho,
el mismo día del combate naval que alivió temporalmente las urgencias de
Montalvo, el gobernador de la provincia le notificó la quema por parte de los
cartageneros de la población de Chiriguaná en la línea del Magdalena,
advirtiéndole que, de no recibir prontos auxilios de la Regencia, llegaría el
caso “de quedar la provincia reducida a solo el pueblo de San Juan de la
Ciénaga” y la capital, como ya casi se tocaba de bulto 49 . La pérdida era tanto
más sensible, cuanto ella dejaba al descubierto no solo la ciudad de
Valledupar, sino también las preciosas haciendas ganaderas de sus
alrededores, que abastecían de carne a Santa Marta y Riohacha 50 . El
problema era que la Regencia no respondía a las repetidas instancias del
capitán general para obtener refuerzos, como tampoco lo hicieron los virreyes
de México y Perú ni los capitanes generales de Venezuela, Cuba y
Maracaibo. Para colmo, a principios del mes de diciembre corrieron por el
puerto bloqueado rumores y hasta manuscritos según los cuales era necesario
expulsar al mandatario por considerársele como un “jacobino”, apelativo que
equivalía entonces a “traidor o revolucionario”, y estaba tan en boga que lo
usaba aun el pueblo bajo “en sus riñas particulares”. Con el fin de poner
punto final a estas especies, Montalvo decidió salir de la morada que hacía
mal que bien las veces de “palacio” y pasó a refugiarse en la fortaleza de El
Morro, donde se despidió poco después del asesor general. Al gobernador de
la provincia le advirtió por escrito su intención de aprovechar el retiro para
tomar “algunos baños salados”, y le explicó que su decisión, acorde con la
“fuerza de las circunstancias” e inspirada en la “sana política”, tenía por
objeto evitar “que un pueblo engañado” llegase “a ser delincuente”. Al
parecer, se había fraguado un atentado en su contra, cuya inminente ejecución
era preciso contrarrestar. Los habitantes de la ciudad creyeron decidida la
marcha de Montalvo y manifestaron un sentimiento auténtico, recogido en un
oficio del cabildo y en otras manifestaciones públicas. Esta residencia liminar
se prolongó durante tres días, al cabo de los cuales Montalvo regresó a Santa
Marta (6 de diciembre), considerando que su reputación había sido vindicada
y que el episodio serviría de escarmiento a los vecinos más atrevidos. El
capitán general se sintió tan orgulloso de la estratagema adoptada que remitió
copias de una breve relación de lo acontecido al comandante general de
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Panamá, a los gobernadores de Portobelo y Riohacha, al capitán general de
Maracaibo y a sus agentes en Jamaica 51 . Se trataba, sin duda, de una buena
muestra de cómo podían usarse la impotencia y la indigencia como armas
políticas eficaces.
Antes de finalizar el año, Montalvo recibió la Real Orden de la Regencia
de 12 de septiembre en virtud de la cual se le nombraba capitán general en
comisión de Venezuela 52 . A partir de entonces lo fue, pues, doblemente,
aunque ello no significó necesariamente un acrecentamiento de su autoridad o
de su poder: las comunicaciones por tierra tardaban dos meses y no
habiéndolas por mar, el mando no era más que nominal y solo produjo
embarazo y confusión 53 . De hecho, para entonces, salvo la ciudad de
Maracaibo y las provincias de Coro y Puerto Cabello, Venezuela se hallaba
también controlada por los revolucionarios y, debido a las agrias disputas
entre los diferentes delegados del rey, había de convertirse en un nuevo y
constante dolor de cabeza 54 . Por lo demás, la ciudad de Maracaibo, donde
residían las principales autoridades, se encontraba en una situación semejante
a la de Santa Marta: la agricultura y el comercio aniquilados tras cuatro años
de guerra y las cortas tropas clamando “día y noche” por vestuario y
sustento 55 .
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1814. EQUILIBRIO
El año no comenzó bajo los mejores auspicios. Ocaña fue ocupada por los
cartageneros, responsables también de la quema de un rosario de parroquias
tanto del interior como de la ribera del Magdalena, así como de ataques
frustrados contra La Jagua y El Paso del Adelantado, el 24 de enero, y contra
el Cerro de San Antonio dos días más tarde 56 . La provincia, bloqueada y
sitiada, se hallaba reducida entonces a seis pueblos comarcanos y a las
comprensiones capitulares de Valencia de Jesús y Valledupar, amenazadas,
no obstante, por los insurgentes, que controlaban el punto estratégico de
Chiriguaná 57 . Para colmo, los revolucionarios despacharon también una
expedición contra el istmo de Panamá, que fracasó el 16 de enero en su
intento de tomarse Portobelo, donde, como se ha dicho, acopiaba Montalvo el
grueso de los recursos que permitían su subsistencia 58 .
¿Cómo resistir al bloqueo impuesto por los cartageneros y cómo asegurar
la defensa de Valledupar y sus haciendas con recursos tan reducidos, sin
auxilios y con tropas preponderantemente colecticias? Montalvo confiaba ya
a comienzos del año en la pronta llegada de una expedición proveniente de
España y comenzó a difundir la noticia entre sus subordinados, quizás con el
estudiado designio de fortalecer su malogrado entusiasmo por la causa. El
arribo de refuerzos peninsulares era también visto por Montalvo como un
contrapeso necesario al influjo tomado no solo por los indios de los pueblos
comarcanos, sino también por los hombres de color, que tenían “cuasi
exclusivamente el manejo de la fuerza” 59 . Aristócrata habanero y veterano de
la guerra en Saint-Domingue al fin y al cabo, sus prejuicios raciales eran
poderosos. En 1812, cuando era subinspector general en La Habana, había
opuesto su veto a una representación del batallón de morenos de la ciudad
cuyos miembros reclamaban, entre otras cosas, el derecho a comandar su
propia unidad y a enrolar a sus hijos como cadetes 60 . De manera coherente,
después de la pacificación del Nuevo Reino, Montalvo se opondrá al
restablecimiento del batallón de pardos de las milicias de Cartagena,
aduciendo “las perniciosas impresiones” que había dejado en ellos la
revolución 61 .
La decisión de acuñar moneda macuquina de plata en la plaza permitió
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incrementar los ingresos de la Capitanía General. Los empobrecidos vecinos
se apresuraron a vender sus alhajas en una Casa de Moneda improvisada y
con las ganancias de la operación se logró fortificar nuevamente la línea del
Magdalena (Cerro de San Antonio, Piñón, Guáimaro, Remolino, Sitionuevo y
San Sebastián) y levantar compañías urbanas compuestas por hombres que se
negaban férreamente a toda correría, pero estaban penetrados de una
indudable lealtad a la causa fernandina 62 (mapa 2).
Mientras arribaban refuerzos de la Península, la consigna era disputar el
territorio al enemigo “palmo a palmo” 63 , y ello solo podía conseguirse con la
cooperación de los pueblos indígenas de las inmediaciones que, si bien se
apresuraron a contribuir con hombres, no aceptaban subordinarse a los jefes
de la provincia y el Reino, y pretendían “dirigirse por su capricho o
intenciones particulares” 64 . A comienzos del año, Montalvo decidió reforzar
su sistema de defensa confiando el mando de la expedición contra la línea del
Magdalena a Gonzalo de Aramendi, a quien nombró jefe político subalterno
en Valledupar, con el encargo de desalojar a los cartageneros de Becerril,
Chiriguaná y Chimichagua 65 . La campaña fue un fiasco: las numerosas
deserciones obligaron al comandante a replegarse y el fantasma de una nueva
invasión volvió a cobrar fuerza. El capitán general, “cansado de estar siempre
atacado” 66 , sugirió entonces un cambio de estrategia que consistía ante todo
en un nuevo modo de reclutamiento: en lugar de los “voluntarios” remitidos
por los pueblos, pertenecientes por lo general “a la clase de holgazanes”, y
acostumbrados a permanecer en las filas tan solo hasta que lograban robar
una vaca o un caballo, en adelante debían incorporarse jóvenes menores de
20 años, que por lo mismo resultarían más dóciles y capaces de asimilar la
disciplina militar. ¿No habían conseguido de tal modo los franceses formar
soldados aceleradamente? El nuevo cuerpo, entrenado en la ciudad de
Valledupar, había de permitir, ya no la defensa puntual de una u otra
población, sino una ofensiva capaz de derrotar definitivamente a los
cartageneros 67 .
MAPA 2
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Por lo demás, dadas las condiciones geográficas de la provincia y el
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bloqueo a que estaba sometida, la nueva estrategia debía tener forzosamente
un componente naval. Por ello, el capitán general ordenó la construcción de
una flotilla de ocho bongos, que fue apertrechada con sigilo y mediante una
suscripción pública por su edecán Ignacio de la Ruz, responsable también de
entrenar a las tripulaciones en el manejo de remos y artillería. Cuando la
división estuvo preparada, Montalvo autorizó el 27 de marzo preparar el
combate contra las embarcaciones enemigas que controlaban la Ciénaga
Grande. Según refiere en su relación de mando, el espíritu de unión y
disciplina reinaba entonces en la ciudad. Paisanos y militares asistieron
nutridamente a los últimos preparativos, con el anhelo de tomar parte en la
jornada, de modo que, si hubiera sido su propósito “poner la Provincia en
masa en campaña, ni un solo hombre se hubiera negado”. La expectativa de
los samarios se comprende sin dificultad, pues se trataba ciertamente de una
acción decisiva, de la que podía resultar nuevamente la pérdida de la plaza.
¿Por qué librar entonces la batalla? Apenas exagera el capitán general cuando
afirma al respecto que en aquel momento se debatía entre verse arrinconado
por el hambre o morir honrosamente con las armas en la mano. Sin tardanza,
el mismo 27 de marzo, al caer la tarde, zarpó de Santa Marta la escuadrilla
compuesta por ocho bongos de guerra y 17 transportes con tropas. Antes de
la madrugada, se desarrolló el ataque por sorpresa, precedido de enérgicos
vivas al rey. Como la mayoría de los soldados y marineros de Cartagena
dormían confiados en tierra, el enfrentamiento culminó poco tiempo después
con una aplastante victoria: 11 buques cartageneros apresados, un número
indeterminado de muertos y 300 prisioneros. Más importante aún, la Ciénaga
Grande fue abandonada para siempre por los revolucionarios y las tropas que
estos mantenían en la banda oriental del Magdalena se vieron forzadas a
atravesar el río. El gobierno cartagenero, baldado gravemente por la lucha de
facciones, fue incapaz de preparar nuevas expediciones que tuviesen
posibilidades reales de amenazar a Santa Marta 68 . Montalvo lamentó no
poder pasar a la ofensiva por falta de medios suficientes. No obstante, y
aunque mal podía imaginarlo, la pacificación del Nuevo Reino había
comenzado.
Pocos días después del feliz resultado del combate de Ciénaga, llegó a
Santa Marta (12 de abril) el santanderino Anselmo de Bierna y Mazo,
abogado de los Reales Consejos y del Colegio de Madrid, que había de
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convertirse en la mano derecha del capitán general. Se trataba de un hombre
de vastísima experiencia política y jurídica, y de profundos conocimientos en
lo tocante al Nuevo Reino 69 . En efecto, había sido en Cartagena teniente de
gobernador, auditor de guerra de la Comandancia General y de Marina, y
asesor de los cuerpos de artillería e ingenieros; y en Santa Fe, asesor y auditor
de guerra del virreinato por más de 13 años. La erección de la Junta Suprema
en julio de 1810 lo había dejado cesante, de suerte que se dedicó a despachar
asesorías y a hacer defensas judiciales de particulares, ocupaciones que le
permitieron subsistir hasta la declaración de independencia en esa ciudad, el
19 de julio de 1813 70 , cuando huyó a Jamaica. Allí se encontraba a
comienzos de 1814, donde lo sorprendió el llamado de Francisco de
Montalvo para que se residenciara en Santa Marta como asesor del
gobierno 71 . El capitán general lo acogió con los brazos abiertos,
dispensándole “el paso de indemnizar su conducta por el tiempo que estuvo
entre los rebeldes” 72 . A la larga, su inteligente trabajo en el despacho, que
abrazaba “todos los ramos del gobierno” y que logró mantener “por sí solo
corriente con el día”, resultaría fundamental en la obra de pacificación 73 .
El tercer motivo de esperanza lo proporcionaban las noticias europeas, que
para mediados del año daban cuenta de las derrotas de Napoleón y del retorno
de Fernando VII a España. Sin embargo, al mismo tiempo, Montalvo dejó de
ser un agente de la Regencia para convertirse en instrumento de un monarca
absolutista. Tal circunstancia desautorizaba en buena medida a su gobierno y
fue aprovechada por los revolucionarios, cuando a ellos se dirigió en procura
de una reconciliación definitiva: ¿qué podía ofrecerles, en efecto, el capitán
general?
¿Una Constitución que ya abolió el monarca, o un monarca a quien condena la Constitución? ¿Por
quién están hoy los gobernantes de América que nos intiman la sumisión? ¿Respetan a la nación,
árbitra que dice ser de sus leyes, o nos ha de oprimir el régimen antiguo y hemos de ser el juguete
de la arbitrariedad y del capricho? 74 .
Contribuyeron así mismo a dar un vuelco definitivo y a derrotar la revolución
en el Nuevo Reino otros tres importantes factores. Por una parte, la compra
de dos goletas en Jamaica que, confiadas a navegantes osados y activos
(Miguel Bruguera y José Antonio Abal), aseguraron en adelante
comunicaciones frecuentes y rápidas con Cuba y Portobelo –o lo que es lo
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mismo, con el gobierno metropolitano y con la principal fuente de numerario
para el sostenimiento de Santa Marta 75 –. Por otra parte, el abrupto cambio de
la situación en Venezuela con la consolidación del liderazgo de José Tomás
Boves y la disolución de la Segunda República. Se trataba, sin duda, de un
golpe fortísimo para la causa revolucionaria y de un notable desahogo para
Santa Marta, mas los excesos de la contrarrevolución preocuparon tanto a
Montalvo que este tomó la decisión de trasladarse a Caracas, empeño en que
cejó por la falta de buque seguro 76 . Finalmente, la derrota y prisión de
Antonio Nariño cerca de Pasto en el mes de mayo significaron la
preservación de Quito como territorio realista, la estabilización de la frontera
meridional y la consolidación de un bloque realista en el Pacífico, que se
extendía hasta el Perú 77 . La guerra en el sur ya no representaría un riesgo de
pérdida territorial y solo tendría en adelante como propósito el control de la
provincia de Popayán, llave tanto de Antioquia y Cartagena, como de Neiva,
Mariquita y Santa Fe.
No obstante los sensibles progresos de la causa fernandina en el Nuevo
Reino, para finales de 1814 la situación continuaba siendo precaria en Santa
Marta. La caída de la Segunda República de Venezuela condujo a Cartagena
un contingente de tropas revolucionarias experimentadas, que resultaron
fundamentales en la toma de Santa Fe en el mes de diciembre y en la
incorporación del Estado de Cundinamarca a las Provincias Unidas 78 . En el
ámbito financiero persistió la dependencia de la provincia de Santa Marta de
los caudales remitidos desde Panamá. Para desgracia de Montalvo, estos eran
enviados no solo con parsimonia, sino también en una goleta que atravesaba
en cada viaje un mar infestado de corsarios enemigos. En consecuencia, para
asegurar la subsistencia y quietud de las tropas de la provincia de su
residencia, el capitán general debió en ocasiones cubrir con sus propios
caudales los faltantes y hacer libranzas sobre su patrimonio en La Habana,
que para mediados del año alcanzaban cerca de 8.000 pesos. Las apremiantes
solicitudes de auxilio a las autoridades de La Habana, México y Lima no
produjeron mejores resultados. En el segundo semestre, la revolución del
Cusco y la toma de Montevideo por los bonaerenses desvanecieron
completamente la posibilidad de recibir recursos del Perú e hicieron temer a
Montalvo nuevos ataques al istmo de Panamá, esta vez desde el Pacífico 79 .
Una vez que la situación comenzó a mostrar un mejor semblante en la
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provincia de Santa Marta, Montalvo fijó una línea de conducta de la que no
se apartó hasta que abandonó el Nuevo Reino en abril de 1818. En pocas
palabras podría describirse esta como la negativa a convertirse en un mero
instrumento de la venganza regia, pues estaba convencido de que la
pacificación del Reino no podía efectuarse solo por medios punitivos. Sus
instrucciones eran terminantes en cuanto a la disciplina que debían observar
las tropas reales a su entrada a las poblaciones: en su opinión, el respeto de
tal consigna debía reportar, frente a los desmanes de los revolucionarios, una
clara ventaja política para las armas reales. Así, el 11 de marzo de 1814
desatendió las sugerencias que se le hacían de responder al ejemplo de los
cartageneros quemando los pueblos de la orilla opuesta del Magdalena, y solo
convino en que se encarcelasen los vecinos que auxiliaran o favorecieran a
los insurgentes y se embargasen sus bienes 80 . Ello no impidió que diez
poblaciones de la provincia vecina fuesen reducidas a cenizas 81 , lo que
indica una vez más la corta autoridad que detentaba. En el mes de agosto
Montalvo instruyó a sus subordinados para admitir las capitulaciones de los
pueblos que se apartasen de la revolución y para que se les perdonasen sus
extravíos “liberalmente”. El capitán general también intentó negociar en 1814
con los cartageneros y llegó a oficiarles, incitándolos a deponer las armas 82 ,
mas no fue muy persistente en sus gestiones, por dos razones: de un lado,
estaba convencido de que sin instrucciones metropolitanas que respaldasen
sus proposiciones de paz se exponía al sonrojo de una desaprobación; del
otro, carecía de fuerzas militares capaces de dar peso a sus intimaciones o de
intervenir a favor de alguna facción interesada en la reconciliación. El 17 de
abril de 1815 Montalvo repetiría sus instancias con el fin de que no se
destruyesen los pueblos, de que se castigase tan solo a los cabecillas y a los
hombres armados, y de que se condenase a pena de muerte a los soldados
realistas responsables de robos, excesos y violencias contra las mujeres. Una
vez más reiteraría que el respeto a tales normas era esencial para facilitar el
sometimiento al antiguo gobierno y para que sus agentes fuesen recibidos
como “libertadores” 83 .
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1815. OFENSIVA
El año comenzó con una operación militar contra la ciudad de Ocaña, ubicada
en el extremo meridional de la provincia de Santa Marta. Montalvo
encomendó el ataque a su edecán Ignacio de La Ruz –cuya eficacia y valor
habían sido probados en el combate de la Ciénaga– con la idea de que, en
asocio con las tropas fernandinas venezolanas apostadas en los valles de
Cúcuta, practicase una maniobra envolvente que permitiese a la postre la
toma de Mompox, el control de la navegación del Magdalena y el aislamiento
de Cartagena 84 . La Ruz consiguió entrar victorioso en Ocaña el 29 de enero,
mas debió replegarse pocos días después, al conocer el abandono de Cúcuta
por parte de sus compañeros de armas. No obstante, el curso de la guerra en
la Tierra Firme fue modificado por completo cuando en el mes de marzo
Simón Bolívar, desobedeciendo las órdenes del gobierno de la Unión, en
lugar de atacar el bastión samario, prefirió intervenir en las disputas
domésticas de Cartagena, llegando incluso a sitiar la plaza. Los realistas no
tardaron en sacar provecho de las circunstancias: a finales de mes La Ruz se
apoderó y destruyó la batería de Suan los Serranos, con lo que cesaron las
amenazas sobre el Cerro de San Antonio. El 23 de abril cayó la población de
El Peñón bajo el asedio de 400 infantes embarcados en ocho de los bongos
tomados a los cartageneros el año anterior en la Ciénaga Grande y a
continuación fue incendiada, en retaliación por la quema de Chimichagua.
Dos días más tarde el capitán Valentín Capmani atacó la villa de Barranquilla
y la ocupó calle por calle tras un combate de nueve horas. El día 29 de abril
La Ruz asaltó con éxito la villa de Mompox tras disputarla a los
revolucionarios “palmo a palmo” y el 5 de mayo tomó Magangué.
Finalmente, Valentín Capmani se adueñó de la Barranca del Rey el 18 de
mayo, acción que puso definitivamente en manos de los samarios la
navegación del río Magdalena, cortó la arteria comercial vital para la
subsistencia de las Provincias Unidas y aisló la ciudad de Cartagena.
Además, las acciones de finales de marzo, abril y mayo de 1815 aumentaron
en 17 bongos la flota realista, que alcanzó de este modo 40, en el momento
preciso en que se conoció la llegada del Ejército Pacificador a la Isla
Margarita 85 (mapa 3). Como puede imaginarse, estas noticias colmaron de
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alegría a Montalvo y, en general, al vecindario de Santa Marta, que celebró
con Te deum y tres días de regocijos la toma de Mompox, “almacén general”
del Reino y escala obligada para el oro con el que se pagaban las
importaciones. Montalvo, fiel a sus ideas sobre la pacificación, ordenó a La
Ruz conservar el orden en la villa, restablecer cuanto antes el antiguo
ayuntamiento y asegurar la administración de justicia por medio de jueces
competentes 86 (ilustración 1).
A la una de la tarde del 23 de julio de 1815 llegó a Santa Marta el teniente
general Pablo Morillo, acompañado por algo más de 7.000 soldados del
Ejército Pacificador 87 . Para su sorpresa, y a pesar de estar las autoridades de
la plaza al tanto del desembarco, no se había aprontado “una galleta, un
hospital, un horno, ni nada de lo que era indispensable a cualquier reunión de
hombres y más a un ejército” 88 . No por ello se turbaron entonces las
relaciones entre los dos jefes. Antes bien, muy rápidamente resolvió
Montalvo que su lugar durante el asedio a Cartagena estaría en el frente de
batalla y no en la retaguardia. Se hacía preciso, en consecuencia, subdelegar
el superior gobierno –con excepción de los puntos meramente militares– y,
no habiendo en la plaza Real Audiencia, el encargo recayó en el asesor
general Bierna y Mazo, que asumió la interinidad desde el 28 de julio. Los
negocios de Real Hacienda, por su parte, fueron confiados a una junta de
cinco vocales, entre los que se contaban, además del propio Bierna, el
gobernador de la plaza, el intendente, un comisario de marina y un capitán de
fragata. Montalvo permaneció en Santa Marta hasta el 15 de agosto, fecha en
que se embarcó en compañía de Morillo a tender el sitio de Cartagena. A
partir de entonces y hasta el 8 de diciembre, cuando cesaron las facultades
extraordinarias de Bierna y Mazo, dos días después de la toma de Cartagena,
comenzó un interesante intercambio epistolar entre el capitán general y su
asesor, que puede seguirse fragmentariamente en el Archivo General de la
Nación en Bogotá 89 .
MAPA 3
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ILUSTRACIÓN 1
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AGN, SAAH, t. 23, f. 229.
A instancias de Francisco de Montalvo, el rey de España concedió el 3 de julio de
1816 una medalla a los oficiales y soldados que se destacaron en las acciones del Alto
y Bajo Magdalena. En consecuencia, la Casa de Moneda de Santa Fe recibió el
encargo de grabar ocho medallas de oro y cien de plata, de acuerdo con el modelo que
aquí se reproduce, arreglado, a su vez, a la instrucción siguiente:
“En el anverso se dejará ver, en su centro, parte de un río en línea diagonal, una
embarcación yéndose a pique y otra con bandera real haciéndole fuego. En la parte
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embarcación yéndose a pique y otra con bandera real haciéndole fuego. En la parte
superior el lema ‘Victoria del Magdalena’ y en la inferior ‘1815’. En el reverso se
verá en el centro la cifra del nombre de Su Majestad con corona real encima, y en
derredor los motes ‘Mompox, Barranquilla, Suan, Barranca, Magangué’. La medalla
debía llevarse en el costado izquierdo “coronada de laurel” y “pendiente de cinta azul
celeste”.
Este nuevo período del gobierno de Montalvo no fue menos penoso que los
dos años precedentes. Su presencia en los improvisados cuarteles generales
instalados en las haciendas de Palenquillo (20 de agosto) y Torrecilla (a partir
del 2 de septiembre) cambió el semblante de las humillaciones sin ponerles
término, y fijó los términos de una confrontación sorda que había de
proseguir hasta su alejamiento del Nuevo Reino en 1818. En efecto, si en
Santa Marta había sufrido la inopia, un bloqueo y un sitio, a más de los
constantes desaires a su autoridad que se han referido, en las inmediaciones
de Cartagena quedó a la sombra de un militar respaldado por un ejército
poderoso y poco inclinado a respetar la dignidad del capitán general y los
debidos procesos. Así pues, mientras Montalvo y Bierna se esforzaban por
concebir e implantar todo un conjunto de disposiciones tendientes a asegurar
el retorno del orden y la transición al gobierno ordinario, Morillo y sus
hombres persistían en conducirse, más allá de la “pacificación” de los
diversos territorios, como procónsules del rey y como instrumentos de una
venganza intransigente.
Vale la pena echar un vistazo rápido a la correspondencia de Montalvo y
Bierna para fijar su tenor. El 14 de septiembre, por ejemplo, el capitán
general escribió a su asesor con la intención de que este le sugiriera una regla
fija con respecto a “las ventas hechas por algunos jefes militares rebeldes de
bienes pertenecientes a personas” que decían “ser fieles” y habían sido
“perseguidas por ello”. ¿Podían o debían ser rescindidas dichas
transacciones? Del mismo modo, era necesario contar con un principio firme,
para las distintas clases de individuos, cuya conducta, variando en circunstancias, es preciso
tenerlas en diverso concepto; unos que hasta estos precisos momentos han permanecido al servicio
de los gobiernos revolucionarios, se han retirado a vista de las tropas del rey, pero no se atreven a
presentar, y otros que habiendo estado ocupados en el propio servicio por algún tiempo, se
mantienen ahora en un estado pasivo, sin ocultarse, […] para todos quisiera, como he indicado, una
regla de proceder, pues aunque conviene disimular con algunos, es por otro lado preciso se hagan
algunos ejemplares con otros 90 .
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Como se ve, el capitán general y su subdelegado abordaban cuestiones
esenciales de la Restauración, y de su primera y necesaria etapa, la
“pacificación”. Entre la inevitable clemencia y el no menos necesario
escarmiento, entre el político indulto, la, en ocasiones, benéfica impunidad y
la justicia como recompensa a los vasallos fieles, ¿qué fórmula escoger? Este
tipo de cuestiones eran verdaderamente complejas y su resolución temporal
(habida cuenta la ausencia de la Audiencia) requería, en opinión de Bierna y
Mazo, de un número de empleados y papeles que solo con extremas
dificultades podían trasladarse a la hacienda de Torrecilla. ¿No era mucho
más fácil que Montalvo se restituyese a Santa Marta? El capitán general
descartó de inmediato la sugerencia, por impedírselo la “delicadeza del
honor”. En consecuencia, y como el sitio de Cartagena se prolongó mucho
más de lo esperado, las consultas prosiguieron por la vía epistolar y
permitieron el restablecimiento de la autoridad del rey y la prosecución de las
contiendas militares. Aprovisionamiento de las tropas, elección de
empleados, reorganización de los cabildos al pie que tenían en 1808: tales
eran algunas de las materias que discutían Montalvo y Bierna y Mazo en las
comunicaciones que intercambiaban entre Santa Marta y Torrecilla. El asesor
solía insertar también en su correspondencia noticias traducidas por él mismo
de las gacetas de Jamaica y gracias a las cuales el capitán general se mantenía
al tanto de lo acontecido en Europa y el Caribe en aquellos tiempos
turbulentos. El 7 de octubre, por ejemplo, Bierna refirió la entrega de
Bonaparte “a discreción de los ingleses”, la entrada en París de Luis XVIII y
los acuerdos del Congreso de Viena “en que no se nombra[ba] a España” 91 .
Los pormenores del sitio de Cartagena no serán invocados aquí 92 . Baste
saber que la ciudad fue ocupada por el Ejército Pacificador el 6 de diciembre
de 1815 tras casi cuatro meses de asedio, y que a ella se trasladó Montalvo
para instalar su corte. Apenas abandonaron la plaza Morillo y Enrile, mandó
suspender las ejecuciones, liberó a la mayor parte de los presos y publicó un
indulto “bastante extenso” 93 . En Cartagena habría de permanecer Montalvo
hasta entregar el mando, sin que la ocupación de Santa Fe, el 29 de mayo de
1816, lo indujera a cambiar su lugar de residencia. La razón es que Cartagena
se hallaba lo suficientemente lejos de Morillo, y esa distancia ponía un dique
eficaz a las arbitrariedades y desacatos de este. En su relación de mando,
Montalvo lo expresó sin vaguedad: la separación del jefe del Ejército
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Pacificador tenía como objetivo primordial evitar “los compromisos de la
autoridad”. Aun al finalizar su gobierno, el habanero estaba convencido de
que las instrucciones de la Corona estipulaban claramente que la reducción
del Nuevo Reino le había sido confiada y que a Morillo “solo se le prevenía
contribuyese a ella con los socorros que estaban en su mano”. Durante el
asedio a Cartagena y en aras de mantener “la buena armonía”, Montalvo
había cedido a su subordinado nominal la ejecución de las operaciones 94 . La
acusación de usurpación era manifiesta y, no obstante, el capitán general
nunca llegó a recuperar su primacía 95 .
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1816-1817. CONFINAMIENTO
Cumplida la toma de la principal plaza del Reino se abrió un proceso contra
nueve de sus principales revolucionarios. Morillo pretendía que fuesen
fusilados sin tardanza, pero Montalvo se opuso a que los juzgase el Consejo
Permanente del Ejército Expedicionario. En consecuencia, se acogió al
dictamen de su asesor, bajo cuya consulta se siguió toda la causa. No
obstante, el capitán general se sintió tan decepcionado por su conducta que
llegó a arrepentirse de haberlo eximido en Santa Marta de la purificación que
le correspondía por el tiempo pasado en Santa Fe bajo las autoridades
rebeldes. También le disgustó el comportamiento de los oidores Jurado y
Cabrera, que no quisieron dar dictamen escrito y accedieron únicamente a
explicarse de manera confidencial. En fin de cuentas, Montalvo se vio
obligado a suscribir las ejecuciones, convencido de la necesidad de un castigo
ejemplar y preocupado por la seguridad de un puerto que, en vista de la
campaña que se iniciaba en las provincias interiores, había de quedar
pobremente guarnecido. La obra de pacificación, tal y como la concebía el
habanero, suscitaba desde el comienzo muchos interrogantes, contrariada a la
vez por la facción militar y por la debilidad excesiva de unos jueces
superiores intimidados 96 .
El 28 de abril de 1816 el Nuevo Reino de Granada fue restablecido a su
antigua calidad y Francisco de Montalvo designado como nuevo virrey 97 .
Asegura este en su relación de mando que desde su residencia en Cartagena
contribuyó eficazmente al éxito de la campaña de 1816, gracias a la cual fue
sujetado el territorio neogranadino a las autoridades fernandinas. Según
escribió entonces, no perdonó sacrificios para “observar la mejor inteligencia
con el General Morillo”, sin por ello descuidar sus deberes, que consistían
ante todo en “restablecer cuanto antes el orden público y el sistema de
administración” del Reino. Atender a un tiempo al imperativo de la paz y al
de la guerra no era nada sencillo: las operaciones militares implicaban gastos
elevados y consumían los menguados recursos del fisco. La situación del
principal puerto del Reino era, en tales condiciones, especialmente difícil: los
situados, que antes de la revolución alcanzaban 600.000 pesos anuales, no
pasaron en 1816 de 170.000, suma insuficiente para atender las necesidades
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de la marina, la artillería y las fortificaciones de la plaza 98 .
En Cartagena, a diferencia de Santa Marta, adonde no acudieron los
tribunales superiores del Nuevo Reino entre 1813 y 1815, poco a poco se
fueron asentando los magistrados de los altos tribunales (Real Audiencia y
Tribunal Mayor de Cuentas), hasta que ambas corporaciones pudieron entrar
en el ejercicio de sus funciones, el 8 y el 10 de julio de 1816,
respectivamente 99 . No obstante, y casi al mismo tiempo, Morillo solicitó
desde Santa Fe el envío de algunos ministros de una y otra corporación con el
propósito de crear allí réplicas reducidas de ambas. Montalvo se opuso, por
supuesto, pero el jefe del Ejército Pacificador decidió retener en la capital del
Reino a dos de los contadores que habían permanecido en ella durante la
revolución, y con ellos creó un tribunal de cuentas que comunicaba “órdenes
a un tiempo” con el instalado en Cartagena 100 . Como era de esperarse, el
hecho generó gran confusión en las provincias y un disgusto singular a
Montalvo, que escribió a España quejándose del atentado a finales de agosto
de 1816. Algo semejante sucedió con los “gobernadores para los pueblos de
alguna consideración” y con los corregidores encargados de cobrar los
tributos: Morillo designó desde Santa Fe a varios sujetos sin preocuparse por
la preeminencia del virrey, que con frecuencia realizó nombramientos
concurrentes 101 .
El 5 de septiembre de 1816 la Audiencia informó desde Cartagena que solo
a ella correspondía el conocimiento de las causas de infidencia, por lo que
debían cesar los consejos de guerra. La disposición disgustó sobremanera a
los comandantes militares cercanos a Morillo y a Juan Sámano (a la sazón
gobernador de la provincia de Santa Fe y comandante de la Tercera División
del Ejército de Costa Firme) que, prevalidos de tan poderoso amparo,
decidieron ignorarla 102 . Montalvo conservó a su lado a la Audiencia porque
censuraba el comportamiento de sus más antiguos miembros al comienzo de
la revolución y desconfiaba de ellos. Además, sabía que si la autoridad del
tribunal era sistemáticamente desacatada por el jefe del Ejército Pacificador y
por los comandantes militares de las provincias nombrados por este, de la
traslación a Santa Fe no cabía esperar sino choques frecuentes y el desaire de
los ministros. Cuando Morillo se despidió de la capital del Reino para
dirigirse a Venezuela (6 de diciembre de 1816), Montalvo sintió que
finalmente las condiciones estaban dadas 103 , y el 2 de enero de 1817 ordenó
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a los tribunales superiores cerrar el despacho en Cartagena y desplazarse a la
corte 104 . La entrada de los oidores Juan Jurado Laínez y Francisco Cabrera
tuvo lugar a mediados de marzo, en medio de una estudiada y fastuosa
ceremonia en cuyos preparativos se interesó el propio virrey 105 .
A principios de julio se publicó en Santa Fe por orden de Montalvo el
indulto concedido por Fernando VII en el mes de enero con motivo de su
segundo casamiento 106 . Si bien cedió el rigor y se vaciaron las cárceles 107 ,
casi simultáneamente (5 de julio de 1817) desde Cumaná Morillo delegó en
el mariscal de campo Juan Sámano la facultad real de que decía hallarse
revestido de juzgar en consejo de guerra los delitos de infidencia. Al
enterarse del hecho dos meses después, la Audiencia manifestó con
vehemencia su oposición, considerando que solo a ella podían corresponder
las materias de justicia en un reino ya pacificado. La cuestión fue remitida a
Montalvo, quien habiendo solicitado el parecer de su asesor, optó el 20 de
septiembre por una política de medianía que autorizaba la creación de
juzgados de “pronta justicia” (conformados por un general del ejército, el
gobernador militar y político de la provincia y la Real Audiencia) en las
principales poblaciones para examinar las causas de sedición. Sámano y
Morillo obtenían, pues, el tribunal extraordinario que deseaban, mientras los
oidores conservaban un peso determinante en la prosecución de las causas.
No por ello quedó satisfecha la Audiencia, que escribió nuevamente al virrey,
asegurándole que solo su presencia en la capital podría asegurar la
tranquilidad y el orden, por ser su autoridad inmediata un apoyo fundamental
para la estricta observancia de las leyes, de que dependía, en su opinión, “la
pacificación del Reino”. Las instancias de los oidores de nada valieron.
Igualmente infructuosas resultaron los esfuerzos contemporizadores del
virrey y su asesor: el 14 de noviembre fueron ejecutados ocho hombres y una
mujer en la plaza de Santa Fe por disposición exclusiva del consejo de
guerra 108 .
Los abusos de los miembros del Ejército de Costa Firme en los pueblos
eran recurrentes y causaban a Montalvo un disgusto sincero, porque dicha
conducta destruía su obra paciente de “tranquilizarles e inspirarles confianza
en el gobierno real” 109 . Al cabo, el trajín constante de militares había
significado la ruina de las poblaciones de la provincia de Cartagena, por lo
que en enero de 1817 Montalvo puso punto final a la obligación en que estas
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habían estado de suplir bagajes y bastimentos a la tropa o a los oficiales
comisionados en “diligencias del Real servicio” 110 . La providencia se
extendió luego a la generalidad del virreinato, mas fue burlada por casi todos
los comandantes militares con tanto descaro 111 que, en vísperas de su partida,
el virrey no tuvo más remedio que aceptar su fracaso en comunicación
dirigida al secretario de Guerra:
Después de haber apurado todos los medios de moderación y entereza, que he empleado
eficazmente para contener las extorsiones y tropelías con que son afligidos los pueblos por las
tropas expedicionarias, he visto que no hay providencias que basten a terminarlas, a menos que no
vengan del rey, como repetidas veces he dicho a Vuestra Excelencia 112 .
Preocupado por reducir el costo de la pacificación, Montalvo se esforzó
igualmente por conseguir la supresión de los destacamentos inútiles, o
insistió en su traslado a los lugares donde su presencia era indispensable 113 .
En el mismo sentido, se opuso al crecimiento desbordado del Ejército
Pacificador, y ello por tres razones. Porque generaba un déficit constante que
impedía el restablecimiento del sistema fiscal ordinario y agravaba, en
consecuencia, la penosa situación de los habitantes del Reino. Porque la
creación de nuevos cuerpos, como se pretendía, en cabeza de oficiales de
color provenientes de Venezuela y compuestos por pardos de conocida
fidelidad y por esclavos de los insurgentes le parecía peligrosa, faltando “el
freno de los blancos”. Y porque era imprudente crear guarniciones en
provincias interiores que habían carecido tradicionalmente de ellas y que eran
gobernadas a poca costa. Más valía aprovechar el “motivo honesto” de la
cumplida pacificación del Reino para conceder el retiro a los pardos
venezolanos “con el goce del fuero militar y el distintivo de sus clases” 114 .
Las gestiones de Montalvo para contener los abusos y parar la sangría que
agostaba al Reino en beneficio exclusivo del ejército funcionaron en
Cartagena, en Chocó y en Antioquia, provincia desmilitarizada en la que
contaba con un gobernador que simpatizaba con sus políticas 115 . No
obstante, el virrey fue incapaz de hacerse obedecer en Popayán (ni hablar de
Tunja, Socorro, Pamplona, Neiva o Mariquita), a pesar de que dicha
provincia estaba presidida también por un hombre probo, que intentó
oponerse la usurpación castrense 116 . Se trataba del coronel José Solís que, a
pesar de haber caído prisionero en la batalla de Calibío (15 de enero de 1814)
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y de pasar tres años como prisionero de los revolucionarios, se guardó de
adoptar una postura vengativa 117 . Abundando en la provincia de Popayán las
tropas pacificadoras, la influencia de Juan Sámano en su condición de jefe de
la Tercera División era irresistible, de modo que era él quien mandaba “en
todos los ramos” a través de sus subordinados 118 . La intervención de
Montalvo y su asesor Bierna ante la avalancha de denuncias de los
representantes de la jurisdicción civil en la zona se limitó, de manera
recurrente, a ordenar su remisión a Sámano, aun cuando era obvio que este no
haría el menor esfuerzo por meter en cintura a los militares 119 . Mayor
incidencia tuvo la autoridad del virrey en lo relativo a la devastadora apertura
de los caminos decretada por Enrile a lo largo y ancho del Reino. Las
superiores providencias expedidas a comienzos de 1817 sirvieron para
detener las obras, muy a pesar de la indignación que esto generó en ciertos
oficiales 120 .
¿Cuál fue entonces la actitud de Montalvo con respecto a la pacificación,
tal y como la entendieron y practicaron Morillo y sus subordinados? Las
numerosísimas ejecuciones constituían para él un craso error político. En su
opinión, hubieran convenido más las deportaciones, “después de haber hecho
algunos ejemplares en cabezas principales de la revolución”. Montalvo
tampoco creía en el favorecimiento sistemático de los vasallos emigrados
durante la revolución, puesto que su expatriación se explicaba por intereses
particulares o por la coacción de los insurgentes, y porque, en todo caso, ello
no podía reputarse más que como un mero cumplimiento de su deber de
súbditos 121 . Para el habanero, la calificación de la conducta de los vasallos
durante el interregno era en extremo compleja por una razón a la vez sencilla
y contundente: como la revolución no se había manifestado “de repente” ni se
había desconocido la autoridad del rey desde el primer momento, muchas
personas se hallaron comprometidas “contra su voluntad en el mismo
trastorno, pues los que usurparon el gobierno en ninguna parte declararon la
independencia ni la tomaron en boca hasta que no se hicieron dueños
absolutos de las armas”. En consecuencia, la tarea no podía ser evacuada por
los Tribunales de Purificación y los Consejos Permanentes de Guerra
establecidos por el comandante del Ejército Pacificador, que no habían
servido sino para “promover quejas y resentimientos por la ignorancia de los
que los componían, por la arbitrariedad de sus penas, por la superficialidad de
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sus actuaciones, por lo erróneo de sus juicios y por todos sus
procedimientos”. El remedio consistía entonces en examinar “cada caso y
suceso por separado”, es decir, en que los súbditos acudiesen ante el virrey a
acreditar su conducta 122 . Ello explica que bajo su gobierno Cartagena se
convirtiera rápidamente en un refugio para los religiosos perseguidos o para
muchos revolucionarios que, condenados a muerte o a presidio, o temerosos
de un juicio sin garantías, hallaron allí clemencia y consiguieron la gracia del
indulto 123 .
La política de amplísima y fácil purificación que prohijó en la provincia de
Antioquia (donde fueron indultados no solo oficiales revolucionarios y
vocales de las juntas de seguridad, sino también legisladores y ministros del
dictador Juan del Corral) indica que Montalvo estaba a favor de una
indulgencia que permitiera cohesionar paulatinamente el maltrecho cuerpo
político. Lo expresó con claridad al secretario de Gracia y Justicia a
comienzos de 1817: la publicación de un indulto general, “con absoluto
olvido de lo pasado” y exclusión únicamente de aquellos cabecillas que
continuaban promoviendo rebeliones, permitiría curar “las llagas que ha
dejado en los ánimos la ejecución de más de 60 individuos de las principales
familias del Reino, dispuesta por el General Morillo desde Santa Fe” 124 .
El 30 de noviembre de 1817, cuando tenía ya sus días contados en el
Nuevo Reino, Montalvo denunció nuevamente la conducta de Morillo ante
las autoridades peninsulares: por una parte, este disponía sin consultarle de
los caudales de las cajas reales, consumiendo, entre otros, dineros
imprescindibles para el sostenimiento de la plaza de Cartagena. Por otra, y a
pesar de estar concluidas las operaciones militares, había confinado la
autoridad del virrey a las provincias de Cartagena, Antioquia y Chocó. En el
resto del Reino actuaba sin reconocer superioridad alguna, trastornando el
sistema de rentas e imponiendo exacciones ilegales. Con el fin de que no se
desacreditase el gobierno ni flaqueara la obediencia, Montalvo había optado
por disimular las desavenencias, dejar que tuvieran efecto las
determinaciones fruto de la usurpación e incluso solicitar mansamente a su
opresor varios miles de pesos para cubrir los gastos de la principal plaza
fuerte del Reino y calmar la impaciencia de su guarnición 125 . Como se ve,
aun tras la derrota de los revolucionarios neogranadinos, Montalvo había
cambiado apenas de suerte: seguía gobernando una ínsula.
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EPÍLOGO
“Yo prefiero en el día cualquiera otra suerte, la más amarga, a la de volverme
a ver en la situación en que estuve en Santa Marta durante tres años, expuesto
a perder hasta lo más sensible para un militar, la reputación”. Tales palabras
se encuentran en la relación de mando suscrita por Francisco de Montalvo
antes de abandonar Cartagena en un bergantín inglés que lo condujo a su
ciudad natal, a comienzos de 1818. Si bien el virreinato parecía entonces
tranquilo y definitivamente sometido a la autoridad de Fernando VII, al
parecer el habanero lo juzgaba perdido para siempre y así lo manifestaba en
sus conversaciones privadas 126 . Razón no le faltaba: en el mando lo remplazó
Juan Sámano, el mismo militar que se había opuesto siempre a las vías
conciliadoras y apoyado las políticas de Morillo 127 , y cuyos excesos en la
provincia de Popayán habían sido denunciados puntualmente por el entonces
capitán general ante las autoridades peninsulares 128 . Al virrey Sámano –
quien tomó posesión de su empleo el 9 de marzo de 1818[ 129 ]– le
correspondería afrontar, a mediados del año siguiente, el estrepitoso
desplome de la monarquía en el Nuevo Reino. Quizás al recordar las muchas
pesadumbres que le deparó su experiencia en Santa Marta y Cartagena,
Montalvo se consolara un tanto, considerando que la derrota de sus enemigos
del Ejército Pacificador constituía una tardía vindicación. No obstante, las
disputas políticas siguieron su rastro y volvieron a inmiscuirse en su vida en
1820. En efecto, los liberales habaneros, al notar las reticencias del capitán
general de Cuba Juan Manuel Cajigal con respecto a la restauración de la
constitución gaditana, concibieron el proyecto de sustituirlo por Montalvo 130 .
Su obra y sus tribulaciones en el Nuevo Reino durante casi cinco años
cimentaron, pues, una justa reputación que le valió en mayo del año siguiente
ser nombrado consejero de Estado en el gobierno del Trienio Liberal en
Madrid 131 .
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CONCLUSIONES
En las narraciones habituales de la Restauración neogranadina, Francisco de
Montalvo actúa únicamente como actor de reparto y su voz es acallada por
una discutible perspectiva cronológica en la que la llegada de Pablo Morillo y
sus hombres a Santa Marta marca el inicio del período. El objetivo del
presente capítulo ha sido entonces ampliar el horizonte con el fin de examinar
la manera en que la oposición regentista y provincial a la revolución
neogranadina se hizo absolutista y metropolitana a partir de 1814. Gracias al
libro pionero de Juan Friede, la voz de este hombre era ya conocida como la
de un opositor pertinaz y derrotado del sistema de “pacificación”
permanente 132 . No obstante, es difícil comprender esta oposición si se
prescinde de la experiencia previa de Montalvo en la ínsula samaria y de los
orígenes a la vez aristocráticos y habaneros del personaje. La ampliación
temporal de la Restauración aquí propuesta contribuye, pues, a restituir al
período parte de su complejidad y a superar la empobrecedora perspectiva
binaria con que se le suele estudiar.
El eje del capítulo ha sido la naturaleza insular del itinerario político de
Montalvo. En primer lugar, como miembro de la sacarocracia habanera y
como usufructuario de las negociaciones que permitieron a la Corona
apuntalar las reformas borbónicas en Cuba y a ciertas familias de la isla
adquirir nobleza, riqueza, influencia y prestigio. En contraste con otros
dominios ultramarinos, la experiencia de la mayor de las Antillas resultaba
excepcional por sus resultados, por los réditos superabundantes obtenidos por
los criollos y por el fidelismo de que estos hicieron gala durante la crisis
monárquica. En segundo lugar, el itinerario de Montalvo es insular porque su
mando en el Nuevo Reino estuvo ahogado primero en un mar de insurgencia
y posteriormente reducido a un estrecho margen por las aguas desbordantes
del desgobierno militar impuesto por Morillo y sus lugartenientes. En tercer
lugar, el territorio controlado por Montalvo a partir de 1816 representó una
alternativa insular a los excesos de una pacificación que se prolongó en
muchas provincias del Reino más allá de la pacificación.
Luego de haber sentado en un primer momento la naturaleza violenta de la
Restauración neogranadina y de haber resaltado, en segunda instancia, casos
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cumplidos de restablecimiento de la autoridad fernandina en el Reino bajo la
influencia de Francisco de Montalvo, conviene estudiar a continuación en
detalle uno de aquellos casos. Para ello, se adoptará nuevamente la estrategia
narrativa del itinerario individual como mecanismo para explorar las
vivencias de una colectividad en su conjunto. Los pasos de José Manuel
Restrepo durante el período servirán entonces de ventana para adentrarse en
las vicisitudes de la provincia de Antioquia, tan discordantes con el esquema
patriotero de la “Reconquista”.
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CAPÍTULO 4
LAS REGLAS DE LA FÍSICA, O JOSÉ MANUEL RESTREPO DURANTE
LA RESTAURACIÓN
It would, in any case, be imprudent for historians, who risk nothing, to set up
as moral judges and to make a great virtue of fidelity.
Richard Cobb, The Police and the People…, p. 69.
les lauriers du triomphe ne cacheront-ils pas tout?
Honoré de Balzac, Les Chouans, p. 188.
En ocasiones, la presencia de ciertos delegados del rey sirvió de dique eficaz
para contener los desafueros punitivos de la Restauración en el Nuevo Reino.
No obstante, ella no basta para explicar el semblante benévolo que el
restablecimiento de la autoridad fernandina adquirió en ciertas provincias
neogranadinas. Para comprender la contención de la violencia es preciso
atender también a las estrategias desarrolladas por las diferentes comunidades
para amortiguar el choque de la pacificación. A través de la experiencia del
más conspicuo de sus líderes revolucionarios, las páginas siguientes estudian
la eficacísima reacción de los clanes antioqueños para contrarrestar la
amenaza que supuso la llegada del Ejército Pacificador. La plasticidad en los
compromisos políticos y en las lealtades, la constricción asfixiante de las
parentelas y el empleo atinado del cohecho en una provincia endogámica y
aurífera libran claves importantes para comprender el desenlace feliz e
incruento de la coyuntura en la provincia.
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JOSÉ MANUEL RESTREPO DURANTE EL INTERREGNO
Aún hoy carecemos de una biografía satisfactoria del doctor José Manuel
Restrepo, y ello a pesar de que quizás ningún otro protagonista del proceso
independentista en la Tierra Firme dejó un archivo personal tan abundante y
organizado. El presbítero Juan José Botero Restrepo realizó un primer intento
en 1982, aunque sin ningún afán de exhaustividad y basado
preponderantemente en fuentes publicadas 1 . En el primer capítulo de su tesis
doctoral, Sergio Mejía trazó también una rápida semblanza del
revolucionario, porque el propósito de su obra era otro: estudiar la
concepción y la manera en que fue escrita la monumental Historia de la
Revolución de la República de Colombia en la América Meridional 2 . Al
centrarse en el período poco estudiado de la Restauración, las páginas
siguientes pretenden contribuir, por lo tanto, al estudio de la vida y obra de
José Manuel Restrepo. Para ello, se contrastarán sistemáticamente los papeles
autobiográficos dejados por el historiador con documentos hallados en los
archivos colombianos.
José Manuel Restrepo nació en la parroquia de Envigado, en la
comprensión de la villa de Medellín, el 30 de diciembre de 1781. Era la suya
una familia “distinguida” y su padre, agricultor y minero. Ello explica que su
primera infancia transcurriera en una hacienda remota y que su educación
temprana fuera por fuerza descuidada. Gracias a un pariente eclesiástico (el
presbítero Alberto María de la Calle), que supo apreciar la afición del niño
por la lectura, regresó a Envigado en 1793 y durante poco más de un lustro se
entregó a los estudios de gramática y de los clásicos latinos. A los 19 años
pasó a la capital virreinal y frecuentó el Colegio de San Bartolomé hasta
graduarse de abogado en 1806. Por la amistad que lo unía a Francisco José de
Caldas se dedicó a continuación al estudio de la astronomía, la geodesia, la
cartografía y la botánica. En 1807 recorrió su provincia natal haciendo
mediciones científicas, con el ánimo de preparar una memoria sobre ella y de
elaborar un mapa de su territorio. Tras un breve lapso en Santa Fe, donde se
recibió de abogado de la Real Audiencia, Restrepo regresó a Medellín con la
intención de dedicarse a las leyes y al comercio al por menor. El estallido de
la revolución habría, no obstante, de modificar sus proyectos 3 .
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En efecto, en octubre de 1810 el joven abogado fue nombrado secretario de
la Junta Superior Provincial y en diciembre, primer diputado de ella en el
Congreso del Reino. A comienzos de 1811 se trasladó en consecuencia a
Santa Fe en compañía de su colega y amigo Juan del Corral. Al llegar a la
antigua capital virreinal y notando que la asamblea no sería instalada antes de
algún tiempo, Restrepo se dedicó a estudiar los principios del derecho
constitucional y a redactar un proyecto de Constitución para su provincia
natal que sería adoptado a la postre con algunas modificaciones. Junto con los
representantes de otros gobiernos revolucionarios neogranadinos, Restrepo y
Corral participaron en la discusión y redacción del Acta de Federación, que
fue suscrita finalmente el 27 de noviembre de 1811 y dio origen a las
Provincias Unidas de Nueva Granada. Pocos días después y ante la oposición
de Nariño al proyecto confederativo, pasó con sus compañeros a la ciudad de
Ibagué. Allí intentó promover y consolidar la Unión y propugnó por la
adopción de diferentes medidas para asegurar la defensa del Reino. Cansado
muy pronto de las adversidades que impedían la instalación de un gobierno
general, renunció a la diputación y retornó a su provincia natal junto a
Corral 4 . Como se había casado por poder en el mes de enero de 1812 con
Mariana Montoya, hija del primer presidente del Estado de Antioquia (29 de
julio - 11 de octubre de 1811), se estableció con ella en la ciudad de
Rionegro 5 . No obstante, habiendo sido nombrado su padre José Miguel
Restrepo a la cabeza del poder ejecutivo, el joven José Manuel intervino
activamente en la administración, aconsejando y “ayudando privadamente a
su padre”. Con la designación de Juan del Corral como presidente dictador el
30 de julio de 1813, Restrepo fue nombrado secretario de Gracia y Justicia,
cargo que continuó desempeñando después del fallecimiento de este (7 de
abril de 1814), durante la administración del brigadier Dionisio Tejada. De
hecho, durante todo el período del interregno solo dejó de ejercer los más
altos destinos públicos del Estado de Antioquia durante un breve lapso,
cuando, habiendo culminado sus labores como vocal secretario de la
Convención de 1815, se disgustó por las “puebladas” que opusieron a los
diferentes cabildos de la provincia. Cediendo a las instancias de Tejada,
retornó muy pronto al gobierno, encargándose de la única secretaría que
entonces existía 6 . En el desempeño de sus obligaciones lo sorprendió la
derrota del ejército patriota en marzo de 1816 y hasta ese momento se esforzó
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con la mayor actividad por frustrar la invasión, excitando el patriotismo de
los ciudadanos y estimulándolos a enrolarse en el ejército, discutiendo las
medidas más indicadas para la defensa del territorio, ordenando la
conducción de pertrechos, la fabricación de sombreros, el recaudo de las
rentas y el internamiento de las mercancías almacenadas en las bodegas 7 .
Finalmente, y temeroso por la suerte que podría corresponderle en virtud de
sus comprometimientos, tomó la decisión de emigrar hacia Popayán con el
propósito de llegar a los Andaquíes (actual departamento de Caquetá) y por
ellos al Brasil 8 .
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LA TRAICIÓN
Como se ha visto, durante el interregno Restrepo fue quizás el revolucionario
más importante de la provincia de Antioquia, pues ocupó empleos de
primerísima importancia desde 1810 hasta 1816. Redactor de la Constitución
de 1812, participó igualmente en la Convención de 1815; como diputado al
Congreso del Reino le correspondió tomar parte en la discusión del Acta de
Federación y desde su regreso de Ibagué jugó un papel fundamental en la
administración del Estado de Antioquia como consejero de su padre y como
secretario de Gracia y Justicia. En suma, nadie podía temer más que él en la
provincia la venganza de la justicia del rey. ¿Cómo es, pues, posible que
hubiera escapado no solo a la pena capital, sino también al destierro, al
confinamiento y al secuestro de sus bienes?
En el mes de enero de 1816, José Manuel Restrepo se enteró de que el
Ejército Pacificador había tomado la ciudad de Cartagena. Por aquel entonces
supo, así mismo, que las tropas revolucionarias que comandaba Custodio
García Rovira en el interior habían sido derrotadas en Cachirí. Intuyendo
acertadamente que el fin de la guerra estaba próximo y que la provincia de
Antioquia sería ocupada en breve, el secretario de gobernador trasladó
preventivamente a su mujer y a su hijo de Rionegro a Medellín. La
incertidumbre cesó a finales del mes de marzo, cuando se conoció la derrota
de los independentistas antioqueños en la Ceja de Cancán 9 . Con el fin de no
exponer innecesariamente el valle de Aburrá a un saqueo, las autoridades de
la provincia resolvieron emprender la retirada 10 . En lo que concierne a
Restrepo, como se ha dicho, este había resuelto dirigirse al Amazonas a
través de las montañas de los Andaquíes. En consecuencia, despachó a su
familia a un poblado cercano a Medellín y se encaminó al sur en compañía de
un joven esclavo de su propiedad 11 . Aparentemente, los jefes del gobierno
antioqueño huyeron, sin resguardo de tropa, con “los fondos públicos y las
alhajas de las iglesias” que pudieron llevar consigo 12 . En efecto, los 1.500
soldados que componían las fuerzas de la provincia se desbandaron “como el
humo”, dejando regadas por los montes sus armas, pertrechos y bagajes, que
fueron recuperadas fácilmente por el Ejército Pacificador 13 .
En su autobiografía, Restrepo asegura que en el curso de su emigración
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hacia Popayán se enteró por vía epistolar en Ansermaviejo de que los
realistas llegados a la provincia de Antioquia no “manifestaban intenciones
malas contra los patriotas”. En consecuencia, se habría decidido a retornar a
Rionegro, donde se presentó al comandante Francisco Warleta 14 . Como este
se alojaba en casa de su suegro, no debió costarle mucho dar con él 15 . En
realidad, Restrepo omite en su narración un acontecimiento capital que ayuda
a entender su retorno justo en el mes de mayo, inmediatamente después del
ingreso de las tropas pacificadoras y en el momento mismo en que Dionisio
Tejada partía hacia el cadalso y en que las cárceles de Santa Fe se hallaban
repletas de patriotas distinguidos. En efecto, como se verá a continuación,
hay pruebas documentales que indican que José Manuel Restrepo, en
compañía de varios miembros de su familia política, utilizó los caudales que
el gobierno revolucionario había puesto a su cuidado antes de desplomarse
para comprar con ellos su vida y su regreso a casa. Al final de una lista de los
principales insurgentes de la provincia de Antioquia elaborada por Warleta y
anotada por el doctor Faustino Martínez, aquel creyó bueno agregar una nota
fechada en Medellín el 22 de junio de 1816, en la que explicó las razones por
las cuales el principal insurgente de la provincia no figuraba entre el grupo de
los enemigos más sobresalientes del monarca:
No se han agregado en el cuerpo de esta [lista] los sujetos que abajo se expresarán, por haber
presentado los intereses que conducían a Popayán cuando entraban en esta [villa] las tropas del rey:
dichos intereses correspondían al gobierno revolucionario:
Dr. José Manuel Restrepo, secretario del gobierno, Consejero de íd., gacetero, etc., etc.
Francisco Montoya, teniente coronel de conscriptos
Sinforoso García, empecinado insurgente
Indalecio González [Zapata], Íd., íd.
Juan Antonio Montoya, Íd.
Luis María Montoya, teniente de conscriptos
Manuel Montoya, todos de Rionegro 16 .
En la primera parte de su diario de emigrado, Restrepo proporciona datos que
complementan esta información extractada de los archivos. Gracias a tal
escrito se sabe que el 9 de abril de 1816 se hallaba el revolucionario fugitivo
en la Vega de Supía en compañía de su concuñado Sinforoso García. En
dicho día recibieron cartas de amigos y familiares de Rionegro en las que se
sugería la posibilidad de que García retornase a su hogar, “pues siempre
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tendría un cargo por la comisión que le había dado [el gobernador] Dionisio
Tejada de que llevara a Popayán cosa de 20.000 pesos de plata de iglesias y
barras”. Alentado con tales nuevas, al día siguiente inició el concuñado el
camino de retorno con su cuantiosa carga. Cinco días más tarde Restrepo
seguiría el ejemplo sin tropiezo alguno. En efecto, no solo el comandante
Warleta le remitió un pasaporte que le facilitó la marcha 17 , sino que aun a su
llegada a Rionegro se le permitió continuar en el empleo de juez de diezmos
que había recibido previamente del gobierno revolucionario 18 . Está claro
entonces el monto de los bienes pertenecientes al Estado de Antioquia, cuya
entrega al Ejército Pacificador no solo salvó la vida de Restrepo y sus
parientes, sino que hizo posible también su reincorporación a la ciudad donde
moraban sus familias.
El sacerdote Alberto María de la Calle se apresuró a escribir a Warleta para
manifestar su reconocimiento por el trato dado a su sobrino y antiguo
discípulo, José Manuel Restrepo. Así mismo, le agradeció el salvoconducto
enviado al presbítero José Miguel de la Calle, también sobrino suyo, a quien
se le había permitido, además, mientras amainaba la tormenta, trocar de
curato con el doctor Lucio de Villa, muy bien recibido también por el
comandante general del Ejército Pacificador en Antioquia, a pesar de haber
sido durante el interregno estrecho colaborador de las autoridades
republicanas en su condición de provisor eclesiástico. Según afirmó el viejo
religioso, todas las familias de la provincia estaban enlazadas a tal punto que
hacer beneficio a una era hacerlo a toda la comunidad y granjearse su
reconocimiento 19 .
En la Historia de la Revolución se sostiene que el coronel don Francisco
Warleta no le quitó la vida a ningún patriota en Antioquia. Aparentemente
este hecho excepcional se debió a una necesidad política, pues debiendo
marchar a Popayán a combatir los residuos de las tropas revolucionarias, el
oficial temía dejar tras de sí una retaguardia mal asegurada. La clemencia
obedeció igualmente a ciertos compromisos adquiridos por Warleta con los
antioqueños, ya que “impuso fuertes contribuciones y recogió bastante dinero
que, según la voz pública, destinara en parte para su provecho” 20 . El asunto
era tan conocido que en 1818 la gaceta del gobierno revolucionario de
Venezuela se referiría al coronel como “célebre mercader de vidas” 21 .
Calcular el monto del dinero que se apropió el oficial resulta imposible, mas
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es claro que remitió a las cajas reales más de 167.000 pesos 22 .
Los procedimientos corruptos de Warleta hicieron mucho ruido en el
Reino y fueron comentados por los oficiales del Ejército Pacificador. No
ignoraban estos que su compañero se había alojado “en casa de las mejores
mozas de la provincia” ni que se habían dado “magníficos bailes” en su
honor. Lo consideraban, con razón, como un hombre “envuelto en polvo de
oro” y sabían que con el fin de protegerse había ordenado la quema masiva
de papeles públicos y privados de la época de la revolución. Aparentemente,
las damas más hermosas de Santa Fe le habían bordado unas granadas y se
decía que era “muy buen mozo, parecido a Serviez” 23 .
Restrepo declara en su autobiografía haber sufrido entre mayo y julio de
1816 infinidad de “penas, temores y humillaciones”, pues aparentemente se
le molestó con “comisiones odiosas o difíciles, y con exacciones de víveres o
dinero”. Su situación mejoró gracias a la salida de Warleta hacia Popayán y al
hecho de que el comando militar de la provincia recayera entonces (21 de
junio) interinamente en el teniente coronel Vicente Sánchez de Lima 24 . Fue
esta una decisión confirmada con resignación por Morillo (2 de julio), quien
confesó al virrey Montalvo que el nombramiento se había producido “por no
haber otro”. Por ello encomendó a la máxima autoridad del Nuevo Reino la
designación de un oficial de satisfacción “a la mayor brevedad” 25 . Al recibir
el aviso, Montalvo anunció que solo nombraría gobernadores cuando, además
de las provincias de la costa, se le entregase el mando de las restantes.
Deseando que ello sucediese inmediatamente con Antioquia, el virrey solicitó
la permanencia de Sánchez de Lima como comandante, por considerar que
jefes como él eran los más indicados porque sabían “agradar a los
pueblos” 26 . Quedó así frustrada la creación del Consejo de Guerra que
Warleta había ordenado a su sucesor constituir para “juzgar y sentenciar las
causas de todos los delincuentes” que le señalase el jefe del Ejército
Pacificador 27 .
¿Cómo consiguió Sánchez de Lima gozar tan rápidamente de la aprobación
de sus gobernados? Según afirma Restrepo, el comandante militar interino,
no bien asumió su nuevo e inesperado ministerio, “se propuso hacer dinero y
entregarse a las diversiones sin cumplir las órdenes que le dejara Warleta de
prender a multitud de personas, cuyas listas nominales le dejó” 28 . La
afirmación permite entender cómo el antiguo cabecilla insurgente, que había
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salvado su pellejo gracias a una traición oportuna, conservó la libertad y la
vida en las difíciles circunstancias de la pacificación. Siendo la familia
política de Restrepo rica e influyente, todo indica que esta invirtió algún
dinero en asegurar la tranquilidad de uno de sus miembros. Cierta carta
conservada en el Archivo Histórico de Antioquia muestra la estrecha relación
que José María Montoya consiguió fundar con el gobernador de la provincia:
Desde que Vuestra Señoría se fue, quedó esta ciudad viuda, sola y melancólica, su presencia nos
animaba, daba alegría y disipaba cualquier idea lúgubre. Todos los de esta casa le saludan con el
más tierno amor, sin olvidarse de Vuestra Señoría un solo momento […].
Celebraré le fuese bien de camino y que alcanzase mucha parte de esas famosas fiestas para
reponer los malos ratos que sufrió en este triste Rionegro. No omito recordar a Vuestra Señoría mi
súplica sobre Luis María y mis hermanos Vicente y Fernando, como lo de relevarme del encargo
de proveedor que solicito por oficio. Deseo con el más fino afecto servir a Vuestra Señoría y así
puede mandarme con la satisfacción de que soy su más fiel amigo 29 .
La misiva raya en el ridículo por su evidente zalamería y sorprende por la
solicitud de tan amplios favores políticos. Pero lo más importante del caso
aquí estudiado de la familia Montoya es que este indica que la suerte de los
patriotas durante la Restauración dependió en buena medida del carácter de
los oficiales destinados a las diferentes provincias, pues no todos sentían
idéntica inclinación por el dinero ni eran igualmente crueles. El caso del
abogado Francisco Antonio Ulloa y Campo lo confirma. Sabedor de que sus
actuaciones durante la revolución lo destinaban indefectiblemente al cadalso,
a mediados de 1816 escribió pidiendo clemencia al presidente de Quito
Toribio Montes desde su refugio en una zona montañosa. El mandatario
acogió favorablemente la solicitud y la recomendó en vano al brigadier Juan
Sámano por considerar que había en ella “verdadero arrepentimiento” y que
por sus luces y juventud el solicitante podía ser en adelante bastante útil al
rey 30 . En otras palabras, la suerte de Ulloa habría sido muy diversa si, en
lugar de caer en las garras de los oficiales del Ejército Pacificador que
cegaron su vida, hubiera alcanzado a presentarse a las autoridades de Quito.
Las relaciones ultramarinas también fueron definitivas a la hora de afrontar
el rigor de la justicia restauradora. Así, el payanés Manuel de Pombo pudo
salvarse gracias a su matrimonio con una O’Donell, cuatro de cuyos
hermanos eran generales. Dichos vínculos le permitieron ser trasladado a
España y escapar a los tribunales de la pacificación 31 . Tal fue también el
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caso del doctor Ignacio de Herrera, que preservó su pellejo porque una tía
suya había casado con un hermano del general Manuel Cajigal, que lo
recomendó a los oficiales del Ejército Pacificador y al mismo Morillo 32 .
Igualmente, el presidente de las Provincias Unidas, José Fernández Madrid,
se mantuvo con vida y fue remitido a La Habana en virtud de las
recomendaciones que a su favor se habían dado en España a Morillo y
Enrile 33 . A un nivel más modesto, el joven suboficial José Hilario López se
salvó de morir ajusticiado en Popayán porque una tía suya estaba casada con
el gobernador de la provincia, circunstancia que le hizo también la vida
llevadera en el hospital en que convaleció más adelante en Santa Fe 34 .
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LA APERTURA DEL CAMINO A MARIQUITA
El 5 de agosto de 1816 Pascual Enrile escribió al gobernador de Antioquia
ordenándole destinar 2.000 hombres a la composición del camino de Sonsón
(llamado también “de Mariquita”), a imitación de lo que se practicaba ya en
los de Carare, Curití y Zapatoca. La ruta debía tener 25 varas de ancho y
contar con “puentes de firme” en todas las quebradas y con camellones en los
sitios húmedos. A la dirección de los trabajos fue destinado Restrepo (“sano,
enfermo, de cualquier suerte que se halle”), quien había de permanecer al
frente de las obras hasta su conclusión, sin permitírsele
por ningún pretexto, sea cual fuere, el que se separe, pues teniendo grandes conocimientos del país,
y habiendo publicado en diferentes papeles sus deseos de la felicidad de la provincia con la
apertura de caminos, se le proporciona esta ocasión en que acredite que su celo e interés por el bien
público que tanto ha proclamado no es vano, ni de palabras, justificándolo con su asistencia y
trabajo personal. Todos los que han servido de ingenieros durante la revolución, se destinarán
precisamente a dicha obra y permanecerán constantemente en la misma forma que Restrepo 35 .
En vísperas de la revolución Restrepo había indicado efectivamente en el
Semanario de Francisco José de Caldas la necesidad de perfeccionar y
construir vías para fomentar la agricultura y el comercio de Antioquia. Una
de las seis rutas sobre las que llamó entonces la atención fue, precisamente, la
de Mariquita: en su opinión, de conseguirse la apertura podría alcanzarse en
tan solo nueve días el río Magdalena desde Rionegro, con lo que se evitarían
los peligros propios de las veredas del Nare (Juntas y Muñoz) y se
conseguiría la introducción abundante de mulas y ganado vacuno desde
Neiva y de ropas y harinas de Santa Fe 36 .
En la directiva de Enrile se percibe claramente, pues, cierta ironía, que
confirma el persistente hábito de los jefes del Ejército Pacificador de
examinar los archivos y las publicaciones del interregno neogranadino 37 .
Enrile sabía con certeza que Restrepo había promovido la insurgencia
valiéndose de los periódicos, lo que constituía una nítida acusación. El 20 de
agosto de 1816 Sánchez de Lima transmitió las nuevas al antiguo ministro de
Gracia y Justicia del Estado de Antioquia, indicándole que inicialmente
tendría 400 hombres a su disposición, a los cuales habían de unirse muy en
breve 2.000 más, así como algunos ingenieros. Por último, el gobernador
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comprometió al apurado revolucionario a enviarle rápidamente detallada
cuenta del estado en que encontrase el camino y, posteriormente, partes
semanales en los que había de indicar el avance de los trabajos 38 .
La apertura del camino a Mariquita no fue la única emprendida por órdenes
de las autoridades de la Reconquista. De hecho, en su Historia de la
Revolución, Restrepo refiere que en la Nueva Granada se inició la
construcción de otras ocho nuevas vías de comunicación y se ordenó el
mejoramiento de dos antiguas 39 . Ello sin contar el rompimiento de dos
veredas más en la provincia de Antioquia que conducían, respectivamente al
Chocó y a la ciudad Cáceres. El trazo de aquella había sido señalado por
Francisco José de Caldas en tiempos del gobierno independentista y comenzó
a laborarse bajo la dirección de José Pardo y Juan Esteban Martínez 40 . A la
llegada de las tropas del rey, el primero debió continuar con las labores,
según resulta de los informes que envió a las autoridades reales en 1816[ 41 ].
De acuerdo con Restrepo la apertura de caminos fue uno de los medios
empleados por los jefes del Ejército Pacificador “para afligir y desolar” a los
neogranadinos, quienes se veían en la obligación de trabajar sin más jornal
que la ración en “lugares remotos, desiertos y malsanos”. Para empeorar la
situación se pretendía que las vías tuviesen 25 varas de ancho, que se
retirasen enteramente de ellas las raíces de los árboles y que se afirmasen con
cascajo. Siendo tales cosas enteramente imposibles en una geografía como la
neogranadina, no es sorprendente que Restrepo viera aquellas obras como
“verdaderos presidios”. A la postre, las nuevas rutas resultaron inútiles, pues
habiendo disminuido el comercio con la guerra, se hicieron intransitables y se
cubrieron de vegetación en menos de un año 42 . Aparentemente, solo en
Antioquia 4.000 personas fueron destinadas a la apertura de caminos 43 .
En su relación de mando, el virrey Francisco de Montalvo censuró la
ejecución de aquellas obras intempestivas, que habían suscitado tantas
“quejas y disgustos” entre los pueblos y tantos “perjuicios a la tranquilidad
común”, con razones muy similares a las alegadas por Restrepo: él también
las caracterizó como “presidios injustos” y señaló que la apertura de los
caminos había puesto en aprietos el mantenimiento de la plaza de Cartagena,
el pago de empleados del virreinato y el fomento de las administraciones de
tabacos y aguardientes. Como si fuera poco, las labores, además de onerosas
e impolíticas, eran completamente inútiles, porque siendo escasa la población
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y no haciéndose el comercio en recuas sino por medio de hombres, estaban
condenadas a ser devoradas por las selvas 44 .
ILUSTRACIÓN 2
Copia de un plano del camino de Sonsón elaborado por José Manuel Restrepo (1824).
AHR, Fondo IX, vol. 6, f. 192.
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En su autobiografía Restrepo da datos muy escuetos acerca de sus trabajos
como director del camino a Mariquita. Afirma que al llegar a su destino
dirigía las operaciones otro condenado (el ingeniero Manuel Antonio
Jaramillo), y que en compañía lograron abrir la ruta hasta Mariquita,
mejorándola en lo posible y construyendo puentes de madera en los ríos San
Pedro, Samaná y Moro 45 (ilustración 2). En el “Diario de un emigrado” es
Restrepo un poco más locuaz. Por tal escrito sabemos que la partida a Sonsón
tuvo lugar exactamente el 22 de agosto de 1816 y que en apenas un mes
terminó de romperse la trocha en su totalidad. Por aquel entonces fue llamado
a Mariquita por el teniente coronel de húsares Miguel Fresno, comisionado
por Morillo para la inspección de los trabajos. Las dos horas que estuvo en la
ciudad le bastaron para conocer la noticia de la ejecución en Santa Fe de
Dionisio Tejada, José María Dávila y la mayor parte de sus amigos.
Apesadumbrado y temeroso regresó a sus labores, estableciéndose en el río
Moro, por ser este la mitad del camino. Su compañero Jaramillo, entre tanto,
quedó encargado de visitar los diferentes frentes y de dirigir propiamente a
los trabajadores 46 .
Los archivos antioqueños permiten complementar estas informaciones.
Así, he podido comprobar que el suegro de Restrepo era el encargado de
“colectar y repartir” ganados gordos para los obreros del camino 47 . Además,
he encontrado 17 informes donde puede estudiarse mejor esta desconocida
faceta de la vida de José Manuel Restrepo. El 26 de agosto ya se encontraba
en Sonsón y se aprestaba a asumir la dirección de las obras de camino, que se
hallaba entonces en el Alto del Rodeo, entre los ríos Moro y Miel. En otras
palabras, faltaba aún la construcción de la tercera parte de la vía, aunque el
terreno de las seis leguas que restaban por acondicionar era sin duda “el más
fácil”. En su compañía debían internarse por la montaña 430 peones
remitidos por el cabildo de Medellín, otros tantos sacados de Rionegro, 50
más provenientes de Abejorral y nueve de Marinilla. Los refuerzos eran
esenciales, pues la mitad de los 200 que laboraban ya en la apertura habían
desertado y otros muchos se hallaban enfermos 48 .
El 11 de septiembre de 1816 anunció el director del camino su llegada al
río de la Miel 49 y nueve días más tarde estaba ya en las inmediaciones de
Mariquita. El nuevo camino fue empatado con el real de Honda el día 21, por
lo que las labores se concentraron a partir de entonces en la composición de
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los trechos más imperfectos 50 . Por desgracia, el trazado se había realizado
antes de la llegada de Restrepo de manera muy defectuosa, lo que unido a las
lluvias constantes complicaba en extremo la tarea 51 . En su opinión, para
perfeccionar la obra, era más prudente aguardar la llegada del verano y
promover entre tanto la fundación de una nueva población, pues los
habitantes que en ella se arraigasen introducirían bestias, cuidarían de los
puentes y prestarían su concurso a las tropas del rey, que de otro modo debían
evitar a toda costa el tránsito por aquellos parajes 52 .
El 3 de octubre, Restrepo escribió un detallado informe desde el río Moro:
a su juicio los trabajos avanzaban con demasiada lentitud y los peones, que
no pensaban sino en “irse a sus casas”, se comportaban con tanta violencia
que cada día enfrentaba “principios de motín” y debía castigarlos con “rigor”.
Los desertores no faltaban y cuando se les capturaba, incurrían en castigos
ejemplares. Las condiciones de vida eran tan difíciles que tras un mes de
trabajo en la montaña los hombres que se le remitían solían estropearse o
enfermarse. Por tal razón en una semana había debido enviar a Sonsón más
de cien operarios, no pudiendo permitirse el lujo de dejarlos convalecer en la
montaña consumiendo los pocos víveres disponibles. En efecto, el
aprovisionamiento resultaba tan arduo que para conducir los bastimentos por
las dilatadas selvas que separaban a los trabajadores de los poblados más
próximos era preciso destinar la mitad de ellos al acarreo. El maíz y el fríjol
escaseaban a tal punto que los obreros insistían en la carencia con la
esperanza de obtener el regreso a sus hogares. Como no podía acceder a ello,
so pena de quedarse sin mano de obra, Restrepo optó por enviar algunos
hombres a orillas del Guarinó (en cercanías de Mariquita) para adquirir unas
cuantas arrobas de arroz, sal y maíz, así como unas cuantas reses. En aquellos
días, mientras esperaba la llegada de 300 obreros más del nordeste y de otros
cien de Medellín, tenía bajo sus órdenes a 20 carpinteros, dos herreros y 850
peones 53 .
Los cinco informes siguientes de Restrepo fueron también escritos desde el
río Moro a comienzos de octubre de 1816. Nuevamente, insistió el insurgente
castigado en el desabastecimiento de los peones y se quejó de la falta de
colaboración del gobernador de Mariquita, que solo le había remitido víveres
en una ocasión con extrema parsimonia y no le permitía ni siquiera sacar
ollas para los trabajadores. En consecuencia, y ante la escasez de cargueros
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en Sonsón, consideraba en adelante la posibilidad de enviar “continuamente
peones” a fin de que cada uno transportase sus raciones respectivas 54 . En lo
que se refiere propiamente a los avances del camino, manifestó Restrepo la
imposibilidad en que se hallaba de colocar piedras en que se señalasen las
leguas por no habérsele remitido estas de Honda ni contar con nadie capaz de
trabajarlas. Aproximadamente cada legua y media había mandado construir
casas que sirviesen de posada, pues el camino carecía enteramente de
poblaciones y a todo lo largo de él no había más que una familia establecida.
De estos informes resulta que Restrepo era más que un mero ejecutor y que el
gobernador Sánchez de Lima lo consultaba sobre el monto de las inversiones,
los arbitrios que consideraba precisos para perfeccionar el camino y los que
podían ayudar a sufragar su oneroso costo. Acerca de lo primero, el abogado
y naturalista metido a ingeniero se dijo incapaz de hacer un cálculo
aproximado sin salir antes a Sonsón para acopiar comprobantes. En lo
relativo a lo segundo, insistió en la creación de una nueva colonia en el paraje
de San Narciso y en repartir el aseo y composición del trayecto de Rionegro a
Sonsón entre este vecindario y los de Abejorral y La Ceja. Por último, en lo
tocante a los recursos, Restrepo sugirió que se cobrase “alguna contribución
en uno de los puentes” que podría producir a su juicio de 300 a 400 pesos
anuales 55 .
El último de los informes de José Manuel Restrepo al gobernador de
Antioquia acerca de la construcción del camino de Mariquita es ciertamente
el más interesante de todos, porque fue escrito en Medellín a finales de
octubre de 1816, esto es, al término de sus labores, y constituye por tanto una
suerte de balance final. El revolucionario abandonó la dirección de la obra el
día 15, de manera que en total pasó cerca de dos meses en las selvas
antioqueñas. Al cabo de dicha estancia se habían terminado de romper estas
hasta las inmediaciones de Honda, de manera que el camino de 13 jornadas
podía transitarse “sin tropiezo alguno” por hombres y caballerías. Sobre los
ríos Sonsón, San Pedro y Samaná se habían construido sendos puentes. El de
La Miel, entre tanto, quedaba con las maderas labradas en sus orillas y los
postes de las fundaciones a medio clavar. El puente sobre el río Moro estaba
para entonces muy adelantado y a punto de concluirse, y al del Claro solo
restaba fabricarle el techo. Los carpinteros se dirigirían entonces al río
Hondo, cuyo puente, por ser “muy fácil”, se fabricaría en 12 días con el
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trabajo de 30 hombres y 12 oficiales. Restrepo confesó no poseer los
conocimientos suficientes para construir los puentes de 40 a 50 varas que
precisaban los caudalosos ríos Guarinó y Gualí. Propuso por ello que su
edificación se encargase a un ingeniero del rey y que entre tanto se pusiesen
barquetas para el paso de los viajeros. El trazado del camino en general era,
en su opinión, bueno, aparte de unas cuestas empinadas y sin zigzag que se
habían diseñado antes de su llegada y de algunos rodeos inevitables por la
profundidad de los ríos y quebradas. En la mayor parte de su recorrido tenía
cuatro o seis varas y solo en algunos trechos ocho o diez, a causa de la
diversidad de los terrenos y de los desfiladeros. Las raíces de los árboles se
habían retirado solo en parte y aplanado únicamente de manera parcial las
pendientes de los cerros. El camino debía perfeccionarse entonces, retirando
las piedras y las cepas de los árboles, talando más las márgenes en las zonas
húmedas para permitir su afianzamiento, ampliando la explanada en los
cerros y cuestas, y dando mayores rodeos a estas con el fin de reducir las
pendientes 56 .
En su último informe, Restrepo recordó al gobernador que el mayor
obstáculo para finalización del camino era el aprovisionamiento de las
cuadrillas, pues ante la ausencia de recuas de mulas cada peón debía
transportar desde Sonsón cargas de dos arrobas y media. Según el frente
donde trabajasen, la conducción podía durar de una a ocho jornadas sin que el
contenido de los fardos alcanzara para más de 20 días de raciones. El ganado,
por su parte, era conducido vivo, pero el abundantísimo lodo del camino y la
ausencia de pastos causaban siempre la muerte de algunas reses. Por ello y
por la impericia de los capitanes de cuadrilla, Restrepo recomendaba que se
destinasen máximo 300 hombres a los trabajos, lo que había de permitir la
supervisión de la obra y la mejora de los resultados 57 .
Pero, ¿cómo logró Restrepo abandonar la dirección del camino antes de su
conclusión? Aparentemente, durante su residencia en río Moro se presentó
allí el coronel español Sebastián Díaz afirmando que se disponía a relevar a
Sánchez de Lima en la gobernación de la provincia de Antioquia. La cara
“adusta y severa” del oficial y los comentarios que hiciera en su contra en
Sonsón parecieron de mal agüero a Restrepo. Convencido de que una vez
finalizados los trabajos del camino había de ser ejecutado, debió enviar
comunicaciones desesperadas a su familia política. Acudiendo a arbitrios de
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probada eficacia, esta consiguió una licencia temporal que le permitió poner
fin a 60 días de “vida harto penosa en que solo se alimentaba con arroz
cocido, carne asada, chocolate y panela” 58 . Tales trabajos resultarían inútiles,
a la postre: para junio de 1817 estaba el camino “enteramente cerrado de
malezas en toda su extensión” y los puentes amenazados por el comején 59 .
Siete meses más tarde, se había desplomado ya el del río La Miel 60 .
En el tránsito hacia Rionegro Restrepo meditó sobre su apurada situación y
tomó la decisión de escaparse al extranjero 61 . La elección fue muy juiciosa,
por lo demás: si bien Sánchez de Lima se venía escudando con pretextos
baladíes para permanecer en el mando y hasta intrigaba con los cabildos para
que dirigiesen representaciones al virrey rogando por su permanencia 62 , la
situación no podía durar para siempre. De hecho, Morillo, exasperado con la
dilación, amenazó al coronel en el mes de noviembre con “una seria
providencia” si persistía en su desobediencia 63 . Por las mismas fechas, el jefe
del Ejército Pacificador incluyó a Restrepo en la lista de individuos que
debían ser detenidos a toda costa y conducidos en su presencia 64 . El terror
provocado por el relevo de Sánchez de Lima fue alimentado por cartas
remitidas desde la capital del Reino en las que se afirmaba que el nuevo
gobernador “traía comisión para prender y remitir al cuartel general [a] varios
individuos”. Al esparcirse la voz, varios hombres comprometidos
íntimamente con la revolución se dieron a la fuga (Crisanto Córdoba con dos
de sus hijos, Pedro Carvajal, Felipe y José María Barrientos, Vicente
Fernández, Francisco Zapata, el doctor José María Ortiz…) 65 . Entre los
emigrados se contaba el padre de José Manuel Restrepo, que, como antiguo
prefecto del Senado y presidente del Estado, tomó también la decisión de huir
y de refugiarse en unas minas distantes 66 .
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LA COMISIÓN CARTOGRÁFICA
Restrepo confiesa en su autobiografía haber aprovechado su estancia en
Medellín para sondear a Sánchez de Lima acerca de la posibilidad de obtener
un pasaporte que le permitiese abandonar la provincia de Antioquia. En un
comienzo era su intención dirigirse a Cartagena para acogerse a la protección
del virrey Montalvo, quien se sabía era mucho más clemente que Morillo. No
obstante, en el camino, Restrepo reconsideraría sus planes y tomaría la
decisión salir del Nuevo Reino para vivir más tranquilo 67 . Como el general
Enrile deseaba contar con mapas del bajo Cauca y el Atrato, el gobernador
aprovechó la ocasión para conferir a su protegido un pasaporte que le
permitiera huir a Jamaica bajo el más perfecto pretexto:
Siendo necesario formar un croquis o plano general de toda la provincia, y no pudiendo hacerse sin
un reconocimiento de ella, prevengo a vuestra merced que con tal objeto se dirija inmediatamente
por el camino de Cáceres hasta Nechí, pasando si fuere necesario a los pueblos confinantes de la de
Cartagena, observando aquellos territorios del curso del Cauca y del camino, y luego al del Chocó,
al mismo fin, haciendo investigaciones hasta el Atrato.
Para que no se detenga en la marcha le incluyo el adjunto pasaporte, en cuya virtud exigirá los
auxilios que necesite de las respectivas justicias 68 .
Un día después de recibir esta comedida orden del corrupto gobernador
Sánchez de Lima, Restrepo se dirigió a Rionegro y comenzó las gestiones
tendientes a obtener el real indulto. Para ello solicitó a las autoridades de la
ciudad que interrogasen a diferentes sujetos del vecindario acerca de su
conducta durante la revolución. Particularmente debían certificar que en 1813
había intentado infructuosamente rechazar el nombramiento de secretario de
Gracia y Justicia hecho en su favor por el dictador Juan del Corral y que solo
había aceptado al ser compelido por el mandatario. Así mismo los testigos
convocados habían de indicar cómo al declarar este la independencia de la
provincia, Restrepo había intentado disuadirlo de hacer “semejante absurdo”
en compañía del doctor José María Ortiz 69 . Cuatro vecinos favorecieron al
abogado en apuros con su complaciente testimonio (Vicente Campillo,
Gregorio Herrón, José Manuel Zapata y Cruz Sarrazola). Todos ellos estaban
ligados a él por vínculos de amistad o dependencia. Al menos así parecen
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indicarlo los casos de Gregorio Herrón, Cruz Sarrazola y Vicente Campillo.
El primero había sido amanuense de la Secretaría de Guerra y Hacienda en
1813. El segundo había estado bajo órdenes de Restrepo como secretario de
la diputación de Antioquia en el Congreso del Reino (1811), y había
trabajado posteriormente como escribiente en una de las secretarías en
tiempos del gobierno de Corral. En cuanto a Campillo, se sabe que fue oficial
de pluma tanto de la Junta Gubernativa como de la presidencia del Estado 70 .
No es de extrañar entonces que respaldaran las afirmaciones de su antiguo
patrón, señalando por ejemplo, que la resistencia de Restrepo y Ortiz en lo
tocante a la independencia había sido tan grande que el mismo dictador había
tenido que extender el acta 71 . El que declaraciones tan amañadas fuesen
admitidas posteriormente por las autoridades de la Restauración en el proceso
de purificación no deja de ser harto curioso. ¿Ineptitud o nuevo episodio de
cohecho?
Con el temor constante de ser capturado por el sucesor de Sánchez Lima,
que debía asumir el mando de manera inminente, Restrepo se puso en marcha
el 9 de noviembre de 1816 por la vía de Yarumal, Cáceres, Magangué y
Santa Marta. En aquella ciudad y con el concurso de su concuñado, el
peninsular Pedro Sáenz, logró esconderse unos días y embarcarse finalmente
el 1.º de diciembre, vestido de marinero, con destino a Jamaica. Tres días más
tarde llegó a Kingston, donde contó con la inestimable colaboración de su
antiguo amigo Joaquín Mosquera y, más que nada, de sus cuñados Francisco
y Juan Antonio Montoya. A pesar de sus comprometimientos, ambos habían
conseguido llegar a la isla algunos meses atrás gracias a las efectivas
gestiones de su padre, quien el 5 de junio les consiguió con el comandante
general Francisco Warleta un pasaporte que les permitió pasar a “Santa Marta
e islas extranjeras a negociaciones de comercio” 72 .
El grupo de emigrados neogranadinos vivía en la casa José Iglesias y
Pinto 73 , un comerciante peninsular avecindado en Cartagena que había
emigrado a Jamaica en enero de 1815 74 . Una de las primeras ocupaciones de
Restrepo al comienzo de su exilio consistió en escribir una carta a su
benefactor Sánchez de Lima, que había sido pactada sin duda cuando se
planeó la evasión con el fin de descargar de toda responsabilidad al
funcionario peninsular. En la misiva el prófugo reiteraba sus intenciones de
contribuir en cuanto fuera posible con la causa del rey, mas aseguraba que, en
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concordancia con el precepto divino que facultaba a todos los hombres a
conservar su propia vida, al enterarse de que se pretendía proceder en su
contra, remitiéndolo preso a Santa Fe, había optado por la defección. Para
concluir, insistía en que hacía “mucho tiempo” detestaba “cualquiera idea
revolucionaria” y proclamaba que su único deseo era vivir tranquilamente en
el seno de su familia. No bien estuvo en sus manos, el gobernador Sánchez de
Lima remitió esta carta al virrey Montalvo para protegerse y vindicar su
conducta 75 .
La vida ociosa que debía llevar en Jamaica por obligación condujo a
Restrepo a planear un viaje a los Estados Unidos, que pudo realizar en junio
de 1817, gracias a la financiación de su familia política. Siete meses pasó en
Norteamérica, durante los cuales mejoró algo su inglés, visitó manufacturas y
conoció las ciudades de Nueva York, Baltimore y Filadelfia 76 .
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LA CONSECUCIÓN DEL INDULTO
El 23 de enero de 1817, el virrey del Nuevo Reino de Granada Francisco de
Montalvo, atendiendo a las demandas del gobernador Sánchez de Lima,
otorgó desde Cartagena un indulto particular que beneficiaba a los habitantes
de la provincia de Antioquia. La noticia fue recibida con júbilo en Rionegro a
mediados del mes siguiente y numerosos individuos comprometidos en
mayor o menor medida con la revolución comenzaron de inmediato a tramitar
el perdón real 77 . Una de las primeras personas en hacerlo fue Mariana
Montoya en nombre de José Manuel Restrepo, su marido prófugo, arguyendo
que este había seguido “el partido de la revolución” por “ilusión y engaño” y
que se había tratado de un error “casi común y universal”. Mariana Montoya
reconoció que su consorte había ejercido destinos importantes en el gobierno,
mas aseguró en su representación que había sido siempre compelido a ello y
agregó que, en todo caso, no había sido nunca “un hombre sanguinario” ni
“un obstinado jacobino”. Según expresó, el arrepentimiento del
revolucionario era sincero: había contribuido a la causa real tanto con
donativos voluntarios y forzosos como en su condición de director de la
apertura del camino de Mariquita, y si se había fugado a Jamaica, había sido
únicamente para asegurar su propia preservación. El gobernador Sánchez de
Lima acogió sin chistar la solicitud y los tres testimonios presentados en su
apoyo (Vicente Pérez, Francisco Estébanez y Cecilio Salazar) y cobijó
finalmente a Restrepo con la gracia del indulto el 11 de marzo de 1817[ 78 ].
El padre del revolucionario alcanzó idéntico favor cuatro días más tarde,
también como resultado de las gestiones de su esposa (Leonor de Vélez) 79 .
Ambos casos confirman el papel jugado por las mujeres en la tramitación del
indulto de los emigrados. La práctica permitía acceder al perdón soberano sin
correr riesgos y llegó a ser tan común en provincias como Cartagena y Santa
Marta que las autoridades buscaron proscribirla 80 .
Mientras esto sucedía en Antioquia, José Manuel Restrepo otorgaba en
Kingston un poder general (6 de marzo de 1817) a favor del comerciante
español José Iglesias (ilustración 3) que para entonces había regresado a la
ciudad de Cartagena 81 . El cometido principal del revolucionario en el exilio
era echar a andar el proceso de rigor para obtener el perdón real, ignorando
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que idénticas gestiones habían sido realizadas por su familia en la provincia
de Antioquia y que gracias a ellas la clemencia real estaba a punto de
favorecerlo. En Cartagena, Iglesias confió el caso cinco días más tarde al
procurador Matías Carracedo. Este, además de presentar en descargo de su
protegido la información de testigos adelantada en Rionegro en vísperas de la
fuga y las labores adelantadas por el reo ausente en la dirección del camino a
Mariquita, trajo a mientes la comisión corográfica que le había sido confiada
para facilitar su deserción como si se tratase de un mérito contraído en
servicio del rey.
Carracedo escribió también una interesante representación para apoyar la
solicitud de la gracia de que estaba encargado y para cuya redacción contó,
con absoluta certeza, con la ayuda o las instrucciones del propio Restrepo. En
ella se presenta al principal revolucionario de la provincia de Antioquia como
una víctima de las conmociones del Nuevo Reino. En primer lugar, aquella
gobernación solo se había contagiado de los desórdenes en último momento.
En segunda instancia, la junta allí erigida había obedecido a la remoción de
las autoridades legítimas en Santa Fe y había sido presidida por el magistrado
legítimo, por lo cual la secretaría asumida entonces por Restrepo no podía
reputarse como infidencia. En cuanto a la diputación al Congreso del Reino
asumida por el prófugo, esta no podía constituir tampoco un delito, pues se
había desarrollado “con la expresa condición” de que aquella asamblea se
reuniese “bajo los auspicios del soberano ausente”. El Acta de Federación no
contenía declaración de independencia. Los antioqueños no habían tampoco
dado ejemplo en operar un solemne rompimiento con la metrópoli, por lo que
no podían “conceptuarse como los jefes ni principales satélites de la
revolución del Reino, sino como una materia que por todas las reglas de la
física, es susceptible de movimiento, cuando por una potencia exterior se le
comunica el impulso motriz por inerte que ella sea” 82 .
ILUSTRACIÓN 3
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Poder otorgado en Kingston, Jamaica, por el doctor José Manuel Restrepo al
comerciante peninsular José Iglesias. AGN, SAAS, t. 10, f. 292.
Enseguida, se presentaba la renuncia de Restrepo al cargo de diputado del
Estado de Antioquia como un arbitrio para no tomar parte en la guerra entre
Cartagena y Santa Marta. El ejercicio de la Secretaría de Gracia y Justicia a
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partir de julio de 1813 había sido, según la representación de Carracedo, fruto
exclusivo de la coerción y del apremio, lo mismo que la suscripción por parte
de Restrepo de la declaración de independencia.
Todos los actos, pues, que signó y autorizó en adelante como tal secretario, fueron obra de la
fuerza del dictador, y en que no intervenía con más responsabilidad, que la que es de imputarse a
un escribano, notario o todo otro secretario público que es obligado a dar simplemente fe de que el
juez dictó aquella providencia por inicua e ilegal que sea.
Los difuntos Corral y Tejada habían sido, pues, los causantes de todo y
Restrepo, intimidado, se había limitado a obedecer. La desaparición
prematura del uno y el ajusticiamiento del otro permitían al prófugo
endilgarles toda la responsabilidad de la revolución en Antioquia y solicitar
con una falta de entereza más que comprensible el real indulto. Pero, no
habiendo sido al fin de cuentas un insurgente cabal, ¿cómo explicar su
expatriación? Carracedo justificó el hecho por los persistentes indicios que
aseguraban que a la llegada del sucesor de Sánchez Lima al gobierno de
Antioquia su parte habría sido indefectiblemente procesada por haber
obtenido destinos durante la revolución 83 .
Con asombrosa facilidad, al examinar la causa, el fiscal Villamil se mostró
conforme con el indulto de Restrepo, no sin criticar la fuga de este a Jamaica,
que atribuyó clementemente a “voces vagas”, difundidas por “enemigos del
gobierno legítimo” 84 . En consecuencia, el 16 de octubre de 1817, y a pesar
de que la impetración del indulto debía ser “personalísima”, el primer
insurgente de la provincia de Antioquia recibió el perdón del rey y la
autorización competente para regresar al Reino. ¿Cabe achacar la obtención
de la doble gracia de Antioquia y Cartagena a corruptelas que irrigaban los
bolsillos de los principales pacificadores? La hipótesis está sustentada en
declaraciones posteriores de algunos patriotas, según las cuales los indultos
de aquellos tiempos se consiguieron “por las vías de la intriga y el
cohecho” 85 . La llamada Reconquista, desde este punto de vista, fue un
atractivo negocio y el origen de grandes fortunas. De hecho, al entregar el
gobierno de la provincia de Antioquia, Sánchez de Lima se dirigió a Santa
Marta por la vía de Mompox con el fin de salir sigilosamente del Reino,
cuidándose de no decir una palabra a sus superiores y “riendo, con muy
buenas onzas”. Las autoridades no consiguieron detenerlo porque, siendo el
“ídolo” de los habitantes de la provincia, un silencio cómplice le sirvió de
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reparo e impidió averiguar la ruta que llevó 86 . Poco después se descubrió que
el prófugo había cobrado sueldos de más y dejado un descubierto de 2.400
pesos. Para colmo, las averiguaciones adelantadas con el fin de recuperar el
dinero permitieron establecer que Sánchez de Lima había entablado un
lucrativo comercio de ropas cuyo valor ascendía a casi 17.000 pesos 87 . No
saldría mejor librado quien asumiera luego la comandancia militar de la
provincia: según se dijo, a punta de revender ganados y víveres, y de cobrar
por exonerar soldados, el capitán Guerrero Cavero habría amasado no menos
de 15.000 pesos 88 .
Cuando hubo concluido su periplo por los Estados Unidos José Manuel
Restrepo se dirigió a Cartagena, y al poco tiempo de llegar a la plaza
emprendió nuevos trámites con el fin de recuperar el ejercicio de su profesión
de abogado. Las gestiones en Santa Fe corrieron a cargo del procurador José
Antonio Maldonado y del abogado Estanislao Vergara, quienes consiguieron
la rehabilitación a comienzos de septiembre de 1818[ 89 ]. Comunicada tal
resolución a las autoridades de Cartagena, estas la dieron por buena el 21 de
octubre del mismo año 90 . El copiador que se conserva de la correspondencia
de Restrepo de aquella época indica, no obstante, que las actividades de este
en la plaza fueron ante todo comerciales. En efecto, hizo las veces de agente
de su cuñado Francisco Montoya, quien permanecía aún en Jamaica. Así
mismo, consta que hizo gestiones a favor de su “estimado amigo” Vicente
Sánchez de Lima, que le remitió desde Kingston algunos relojes para que los
pusiera en venta 91 . Quien fuera, pues, su benefactor desde la gobernación de
Antioquia había pasado a ser su socio comercial.
Restrepo pasó entonces a la ciudad de Rionegro a reunirse con su familia.
La salida de Sánchez de Lima, el nombramiento de Sámano como virrey y la
llegada de una nueva guarnición habían llenado de aprensión a los habitantes
de la provincia 92 . Además, como teniente asesor del gobierno fue nombrado
el doctor Faustino Martínez, quien había sido expulsado de la provincia
durante el interregno y había servido durante la pacificación como auditor del
Consejo de Guerra permanente creado por Morillo 93 . En aquellos momentos
ejercía como gobernador interino de Antioquia el coronel Carlos Tolrá, que
había dejado muy mala fama por sus crueldades en Popayán y Santa Fe.
Tolrá no dejó de percatarse de la irregular largueza con que su antecesor
había otorgado los indultos y así lo señaló al virrey Sámano:
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Todos los delitos están impunes en esta provincia. En ella ha habido dictadores, subdictadores,
presidentes y subpresidentes, y otros que por su exaltación y partido en los pueblos debían ir a
España, según el espíritu de Su Majestad, pero [Sánchez de] Lima indultó a todo el mundo; he
visto estos indultos y pareciendo informales y falsas sus informaciones los he pasado al asesor para
que me aconseje lo que debe hacerse, a efecto de quitar de la provincia algunos pájaros que
pudieran con su influjo en el pueblo causar algún trastorno 94 .
A pesar del doble perdón real, Restrepo no debió de gozar, entonces, de una
vida exenta de temores a su regreso a la provincia de Antioquia. No obstante,
los meses de zozobra fueron pocos, pues allí lo sorprendería la campaña de la
Nueva Granada y la toma de Santa Fe por parte del Ejército Libertador. Estos
notables acontecimientos incitaron al antioqueño a reanudar la costumbre de
escribir un diario, adquirida, como se ha visto, durante su emigración de
1816. La primera entrada del volumen corresponde así al 28 de julio de 1819
y en ella se alude al rumor de la presencia de Simón Bolívar en cercanías de
Tunja con un numeroso ejército 95 . Exactamente un mes más tarde llegaron a
la ciudad de Rionegro las tropas republicanas. Era su comandante José María
Córdoba, que tenía órdenes precisas para designar a Restrepo como
gobernador político de la provincia. Escarmentado por la difícil experiencia
de la Restauración, temeroso de ser víctima nuevamente de una persecución
política e incrédulo aún acerca de las posibilidades de victoria de los
independentistas, el insurgente indultado rechazó en un principio el honor,
aduciendo problemas de salud, dificultades económicas y escasez de luces 96 .
No obstante, el 2 de septiembre, ante la insistencia de Córdoba, y estando ya
más definida la situación de la provincia, tomó posesión del empleo 97 .
Al día siguiente, José Manuel Restrepo se dirigió por escrito a Simón
Bolívar para felicitarlo por sus triunfos, anunciarle su reciente nombramiento
y expresarle su confianza en cuanto a la adopción de “un gobierno general el
más enérgico que fuere posible, dejando para tiempos más tranquilos el
establecerlo sobre principios más liberales” 98 . Se comprende que, ante todas
cosas, el revolucionario arrepentido, al recobrar su entusiasmo
independentista, quisiera alejar para siempre toda perspectiva de restauración
monárquica. En su espíritu, la traumática experiencia de los años 1816-1819
había dejado una huella indeleble, que resulta visible desde entonces en su
moderación política y en un sólido descreimiento frente a las ideas de
transformación radical de la sociedad. Si Restrepo censuró sin reservas en su
obra y durante su vida pública “los actos que atentaban contra las
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instituciones y contra la legitimidad”, ello no fue solamente porque albergara
prejuicios de clase sobre la participación popular en política (o fuera víctima
de “una convención social contemporánea”) como sostiene Germán
Colmenares en un influyente artículo 99 , sino también porque su propio
transcurso vital lo llevaba a otorgarle a la estabilidad un valor preponderante.
Sin embargo, el compromiso de José Manuel Restrepo con la causa
republicana sería desde entonces indefectible: en su condición de gobernador
político de la provincia de Antioquia se encargó no solo de poner en
funcionamiento la tesorería, la fundición y las rentas, sino también de
sembrar de espías los caminos, de lograr el arresto de los más empecinados
realistas y de establecer los tribunales de secuestros 100 . Restrepo continuará
dando luego muestras de su ardor por la causa, ya como miembro
principalísimo del Congreso Constituyente de Cúcuta, ya como secretario del
Interior de la República de Colombia durante casi una década o como
historiador de la revolución de la Tierra Firme.
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CONCLUSIONES
Los ardides a que recurrieron algunos de los líderes más conspicuos del
interregno neogranadino para escapar al cadalso durante la Restauración
(1815-1819) ha sido un asunto poco estudiado. La razón es sencilla: muchas
de las acciones emprendidas por ellos para preservar sus vidas son
susceptibles de dislocar la imagen intachable que la historia patria construyó
en torno a los fundadores de la república. Así pues, la historiografía
colombiana se ha solazado con el martirologio de algunos cuantos, callando
adrede los itinerarios de muchos otros. La idea defendida por este texto, al
analizar el proceso de supervivencia de José Manuel Restrepo, es que
aproximarse a esta faceta silenciada de los líderes independentistas permite
comprender de modo más cabal sus vidas y el proceso revolucionario mismo.
En efecto, la experiencia de la Restauración fue para todos ellos
verdaderamente traumática y condicionó para siempre su visión del mundo.
Al comenzar su diario de emigración de Rionegro a Kingston, José Manuel
Restrepo anotó que tras la ocupación de la Nueva Granada por las tropas del
rey en mayo de 1816, todos los hombres que habían sobresalido en la
revolución “fueron sepultados en los calabozos” 101 . En el aserto hay por
supuesto una gran exageración, mas también mucho de cierto, pues no hay
duda de que numerosos líderes del interregno fueron ejecutados o sufrieron
destierros, presidios y confiscaciones. Restrepo constituye, pues, una
excepción, aunque no la única.
Según se ha demostrado, la pertenencia del insurgente a una familia no
solo muy rica, sino también muy influyente fue definitiva para lograr
sucesivos esguinces a la política de terror del Ejército Pacificador. Este hecho
reviste una importancia capital, porque indica que la voluntad punitiva de los
restauradores no podía ejecutarse sin bemoles. No todos los comprometidos
podían ser castigados ni convenía que se aplicase inflexiblemente la justicia
real porque ningún gobierno podía establecerse sobre un campo devastado sin
discernimiento. El caso de los Montoya sugiere que las casas neogranadinas
que por sus conexiones y recursos mantenían vastas clientelas o aseguraban
en buena medida el funcionamiento económico de una provincia determinada
no podían ser objeto de la venganza del rey sin comprometer gravemente los
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fundamentos del orden. El hecho de que tal cosa ocurriera en otras provincias
libra una clave importante para comprender el fracaso de la restauración de la
autoridad de Fernando VII en el Nuevo Reino.
Este estudio ha mostrado también la importancia de la corrupción en las
lógicas del castigo y el indulto durante la llamada Reconquista. Los jefes del
Ejército Pacificador fueron aparentemente hombres ávidos de dinero que se
afanaron por llenar sus faltriqueras mientras trabajaban por erradicar la
insurgencia neogranadina y cimentar de nuevo el orden antiguo. Es preciso
estudiar con detenimiento la amplitud del fenómeno y la incidencia que este
tipo de prácticas tuvo a la postre sobre la pervivencia del gobierno español.
No obstante, parece indudable que ellas contribuyeron a desprestigiar
decididamente a los ministros fernandinos y a la justicia del rey 102 .
Por último, el estudio pormenorizado del caso antioqueño invita a evitar
las generalizaciones abusivas en lo tocante al uso de la violencia en tiempos
de la Restauración neogranadina. Él indica, en efecto, que coexistieron
entonces en el Nuevo Reino provincias “pacificadas”, gobernadas de acuerdo
con los principios conciliadores de Francisco de Montalvo, y provincias
“reconquistadas” donde primó el rigor punitivo de los oficiales del Ejército
Expedicionario.
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CAPÍTULO 5
EL REINO DE LAS VELETAS
y cada cual tratando de ver cómo se acomodaba con los que venían: en el
reverso de la escarapela tricolor tenían la cifra de F. VII para volverla del
otro lado al momento de la entrada, y en las casas las armas del rey pintadas
en papel para fijarlas a ese mismo tiempo en la puerta de la calle.
José Manuel Groot, Historia eclesiástica y civil…, t. II, p. 412.
notre intention n’est point de pénétrer la raison qui a rendu une personne
quelconque girouette; il suffit qu’elle l’ait été et que le fait puisse se prouver
pour que nous lui fassions l’honneur de l’admettre parmi nous. L’ambition,
la soif de l’or, la nécessité, le besoin de la gloire, établissent par conséquent
des différences immenses entre tous nos illustres confrères.
Dictionnaire des girouettes ou nos contemporains peints d’après euxmêmes…, p. VIII.
Tras dos siglos cabales persiste la creencia de que el restablecimiento del
gobierno real en la Nueva Granada fue una Reconquista. Ello es sorprendente
no solo porque, como se vio en el capítulo anterior, existieron provincias
exentas de terror contrarrevolucionario, sino también porque, aun habiéndose
tratado de una Restauración rigurosa, la inmensa mayoría de los hombres y
mujeres comprometidos con la revolución lograron ponerse la piel de fieles
vasallos y acomodarse a las nuevas circunstancias ante la mirada cómplice (o
venal) de las autoridades fernandinas. Para escapar del relato maniqueo del
período es entonces imprescindible estudiar el fenómeno multitudinario de
las veletas de 1816. Así mismo, es preciso compararlo con la oleada de
apostasías y palinodias de 1819, cuando el gobierno de Colombia se vendó
los ojos para permitir un nuevo baile de máscaras sin el cual hubiera sido
imposible su consolidación de la república.
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LAS CATARATAS DE LOS INQUISIDORES
A comienzos de 1823 un periódico antioqueño advirtió en uno de sus
artículos acerca de los peligros de encender la linterna republicana para
indagar sobre el comportamiento pasado de algunos ciudadanos. El autor se
refería al caso concreto de Antonio Nariño, cuya posesión como senador
pretendía estorbar el Congreso hasta que presentase una justificación sobre su
pasado. ¿Qué pasaría, se preguntaba, si se erigiera un tribunal inflexible que
espulgara la vida de cada ciudadano?
si nuestros senadores, cual otros severos romanos, llamaban a los que dejó la cuchilla pacificadora,
habría muy pocos que no dijesen non intres in juditios cum servo tuo, quia nullus apud te
justificabitur homo […]. Mas ya que la dignidad de la república exige un juicio para que no ocupen
las magistraturas los que hayan sido criminales […] soy de parecer que se les diga a todos re[d]de
rationem de las firmas que echasteis para entregar a la Nueva Granada, enviando desde Zipaquirá a
miembros del congreso a tratar con Calzada. Re[d]de rationem de la revolución que íba[i]s a
formar para jurar a Fernando y entregarnos vilmente. Re[d]de rationem de la acta que hicisteis con
que entregasteis el país a sus devastadores. Re[d]de rationem de las órdenes para destruir y
desbaratar el ejército que después de resistir quería marchar a los Llanos. Re[d]de rationem de los
caudales que escondisteis para entregar al tirano Morillo. Re[d]de rationem del modo vil y bajo
con que entregasteis a los pueblos. Re[d]de rationem de vuestra permanencia a aguardar los
enemigos, cuando veíais emigrar a tantos. Re[d]de rationem porque se os declaró fieles vasallos de
Fernando, sacándoos libres de los calabozos. Re[d]de rationem porque se os perdonó la vida,
cuando otros con menos comprometimientos se hallan hoy en las regiones del olvido. Re[d]de
rationem de las declaraciones que disteis siendo presos por las que se derramó la sangre de
vuestros compañeros. Re[d]de rationem de por qué cantasteis la palinodia estando en país neutral y
vinisteis a ser crueles espectadores de la tiránica dominación. Re[d]de rationem porque servisteis a
los tiranos con vuestras luces para remachar las cadenas a vuestros compatriotas. Re[d]de rationem
porque merecisteis la confianza de los sátrapas expedicionarios 1 .
Aparentemente, si se retomaba la admonición del Evangelio según San Lucas
y se exigía a cada colombiano rendir cuentas de sus actos, la república había
de quedar sin mandatarios. Y puesto que la generalidad de los habitantes
tenía pecadillos que esconder, más valía entonces no sacudir el avispero. ¿No
habían concurrido incluso las damas liberales a los saraos “españoles”?
Ver señoritas del primer rango bailando con unos negros crueles asesinos de nuestros amigos,
hermanos y deudos, soeces por naturaleza, e insolentes por educación, parecía que hasta la
naturaleza había cambiado la suerte de los que siendo amos habían venido a ser esclavos abyectos
de una turba esclava 2 .
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Los acomodamientos de los neogranadinos con las autoridades fernandinas
forman, pues, parte esencial de aquellos años turbulentos. Estudiarlos como
estrategias de supervivencia en lugar de condenarlos sin más como conductas
inmorales, permite construir un relato mucho más sofisticado y escapar a la
estéril narración de la Reconquista. La inconstancia política es un rasgo
propio de las épocas marcadas por abruptas mudanzas en el sistema de
gobierno, y los hombres de las Restauraciones fueron testigos privilegiados
de ella, puesto que muchos vivieron sucesivamente en monarquías absolutas,
en monarquías constitucionales, en repúblicas tornasoladas y en tronos
restablecidos, cuando no en imperios efímeros o bajo magistraturas
extraordinarias de diversa factura. No en vano se acuñó entonces el término
“veleta” para referirse a los hombres que mudaban de fe política de acuerdo
con las transformaciones de la comunidad a que pertenecían. En países como
Francia se les dedicaron incluso diccionarios, compuestos de artículos
biográficos donde constaban las sucesivas deslealtades de los hombres
públicos 3 . No está de más dar un ejemplo:
Roger-Ducos: Antiguo juez de paz en Dax, su patria. Juró fidelidad a la república y odio a la
realeza, fue uno de los tres cónsules del gobierno que sucedió al directorio, ingresó al senado el 22
de frimario del año 8 y fue nombrado por el emperador gran oficial de la legión de honor. A pesar
de su odio, el señor Roger-Ducos, de republicana e imperial memoria, llamó a Luis-EstanislaoJavier de Francia y a los demás miembros de la casa Borbón al trono de Francia [...]. Par de Francia
nombrado por Napoleón el 14 de junio de 1815[ 4 ].
Si la reconstrucción del accidentado itinerario político de aquella
generación es de por sí interesante, lo es mucho más considerar aquellas
inflexiones como una prueba de la consolidación de un grupo social 5 . En
consecuencia, el cometido de las páginas siguientes es analizar la actitud de
las autoridades fernandinas con respecto a los comprometimientos de muchos
neogranadinos con los regímenes revolucionarios del interregno y
contrastarla luego con la postura de la opinión y las autoridades colombianas
frente a la complicidad culpable de la generalidad de los habitantes de la
república con el régimen de la Restauración. ¿Puede acaso hablarse de dos
políticas diversas de silencio 6 y puede suponerse que la aplicación mezquina
o generosa de dicho principio incidió en el fracaso de la Restauración y en el
éxito del proyecto republicano?
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LA PURGA DE LOS PACIFICADORES
La progresión del Ejército de Costa Firme generó en las poblaciones
neogranadinas oleadas de apostasías colectivas. El cronista Caballero
describió el fenómeno en su diario con mucha gracia. Según anotó, el 6 de
mayo, día de la entrada a Santa Fe de las expresadas tropas, fue “el día de la
transfiguración, como allá en el monte Tabor” porque entre las diez y las
once de la mañana se tornaron en realistas aun los “patriotas distinguidos”.
Aparentemente, a través de la ciudad medio vacía (muchos habitantes habían
emigrado por temor a las retaliaciones), se escuchaba la gritería de las
mujeres que vivaban a Fernando VII con banderines y ramos de flores
blancas 7 .
No en todas partes se operó la mutación con tanta inocencia. Numerosos
vecindarios buscaron aplacar la ira de los invasores entregando a
revolucionarios conspicuos para que en ellos cebaran su venganza, o librando
los caudales que llevaban en su fuga las autoridades patriotas. Florentino
González recordaría en sus memorias las escenas que presenció, siendo un
mozo de 11 años, en Sogamoso, adonde había llegado con su familia camino
de Casanare. Para su desgracia, las tropas revolucionarias se marcharon del
lugar, dejando a la emigración republicana sin protección alguna. Los
habitantes de la población buscaron entonces apresar a algunos de ellos para
remitirlos a la vanguardia realista y, en particular, al doctor Francisco Javier
Yanes, que como auditor había dictaminado el ajusticiamiento de un espía,
mas al fin cedieron a las insinuaciones de patriotas influyentes y cejaron en
su intento 8 . Por su parte, el teniente de gobernador del Socorro Francisco
Soto padeció mucho en su huida a la ciudad de Tunja, porque tanto en Oiba
como en Chitaraque, Moniquirá y Leiva se levantaron firmes republicanos de
la víspera para apresarlo, arrebatarle el dinero de la tesorería de la provincia,
poner uno y otro en manos de un oficial español, y redimirse de tal modo de
“los males que para sí temían” 9 . En otros puntos del Reino, individuos
comprometidos con la revolución instaron con antelación a las autoridades
locales a recibir a las tropas pacificadoras, con el fin de prevalerse luego de
un servicio que les permitiera ser indultados. Tal cosa sucedió, por ejemplo,
en la ciudad de Cartago, lo que le valió al capitán insurgente Pedro José
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Murgueitio una indemnización aprobada por el propio Morillo 10 .
Una vez concluida la pacificación propiamente dicha, los comandantes
militares procedían a deponer a las autoridades revolucionarias y a
reemplazarlas, en principio, por hombres de firmes principios monárquicos,
exentos de comprometimientos con la insurgencia. ¿Era ello materialmente
posible? En otras palabras, ¿había suficientes realistas letrados para confiarles
los cabildos, las varas pedáneas, los diversos ramos de rentas y los curatos?
La respuesta es no. A partir de entonces, contemporizar era, ni más ni menos,
un imperativo político. En tal sentido, resulta interesante el caso de
Antioquia. Al llegar a la provincia, el comandante Warleta se cuidó
ciertamente de designar en las cajas reales a antiguos emigrados o a
individuos depuestos durante los años revolucionarios. Pero, en realidad, se
trataba ante todo de personas que habían ejercido esos empleos antes de la
crisis –y que en tal sentido se consideraban propietarios de ellos–, o con
experiencia previa en las mismas oficinas o en las subalternas. Tan solo siete
de 28 funcionarios fueron expresamente depuestos por su infidencia y el
doctor Manuel Hurtado conservó su plaza de teniente oficial real en
Rionegro, a pesar de haber sido en 1812 diputado en el Colegio Electoral y
Constituyente 11 . ¿Qué decir de los cabildos? En la capital provincial fue
designado como alcalde de primer voto Jacinto Buelta Lorenzana, que se
había desempeñado durante la revolución como protector de indios. En lo
tocante a los regidores, el síndico procurador general y el escribano, primó
nuevamente el principio de reposición sobre la pureza política, de suerte que
fueron nombrados mayoritariamente individuos que habían ocupado dichos
cargos antes de la ruptura de 1810 12 . En consecuencia, cinco de los 12
miembros del cabildo restaurado (Francisco Londoño, Ángel Martínez, Pedro
Arroyo y Campero, José Antonio Mery y Pantaleón González de Mendoza)
habían obtenido plazas en el Poder Legislativo o en el Tribunal de Cuentas
del Estado de Antioquia, o habían asumido entonces una de las
subpresidencias o ejercido como capitulares 13 .
En Medellín, que era el centro realista de la provincia, los miembros del
cabildo restaurado no eran veletas, sino firmes monarquistas, lo que invita a
evitar las generalizaciones. En Rionegro, igualmente, los capitulares
nombrados por Warleta habían sido en su inmensa mayoría fieles vasallos,
pero no dejó de colarse en la nómina Alejandro Palacio, que ocupó uno de los
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escaños del Senado de la República en 1812. Sea como fuere, todos
pertenecían a familias principales, muchos de cuyos miembros habían sido
insurgentes notorios. Ello, a no dudarlo, frustraba por naturaleza, en
Antioquia como en las demás provincias del Reino, toda tentación de
implacable vindicta. En sociedades poco pobladas y fatalmente endogámicas
no podía ser de otra manera.
Como asesor letrado del gobernador de la provincia fue nombrado el
licenciado Pantaleón Arango 14 , que había ejercido el mismo empleo a finales
del siglo XVIII 15 y tenía en su haber un sólido vínculo con el Estado de
Antioquia: vocal del Congreso Provincial (1810) y de la Junta Superior
Provincial (1811), así como diputado del Colegio Electoral y Constituyente
(1811), de la Cámara de Representantes (1813) y del Colegio Revisor
(1815) 16 . El hecho de que allegara testimonios luego del triunfo del Ejército
Pacificador según los cuales revolucionarios de Rionegro habían pedido su
cabeza o de que refiriera de manera oportunista la fuerte oposición que
generó su nombramiento como representante a la Convención de 1815[ 17 ],
no borraba en absoluto sus relaciones íntimas con la llamada insurgencia.
Dos de los principales revolucionarios de la provincia de Antioquia fueron
también rápidamente reciclados por las autoridades fernandinas y nombrados
respectivamente como protectores de indios de los cabildos de Antioquia y
Rionegro 18 . Se trataba ciertamente de un castigo, ya que dos abogados
experimentados, que habían tenido a su cargo asuntos de mucho calado
durante la revolución, fueron entonces relegados al empleo a través del cual
iniciaban su carrera los recién graduados. No obstante, es significativo que la
reprensión consistiera en una degradación y no en una exclusión llana y
simple. El hecho de que uno de ellos oficiara también como fiscal de Real
Hacienda en 1817[ 19 ] refuerza la tesis de que la infidencia pesaba menos que
la necesidad de emplear a los escasos letrados competentes que existían en el
Reino. Pero, ¿de quiénes se trataba? En primer lugar, del doctor José María
Ortiz, quien fuera en tiempos de la “insurgencia” diputado del Congreso
Provincial y vocal de la Junta Superior Provincial (1810), presidente del
Tribunal Superior de Justicia (1811), representante en los Colegios
Constituyentes (1812 y 1815), secretario de Guerra del dictador Corral y uno
de los tres firmantes del Acto de Independencia (1813) 20 . En segundo lugar,
de Andrés Avelino de Uruburu, que durante la revolución fue fiscal del
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Superior Tribunal de Justicia (1811), diputado en el Colegio Electoral y
Constituyente y consejero segundo del Poder Ejecutivo (1812), auditor de
Guerra en tiempos de la dictadura de Corral, secretario provisional de Gracia
y Justicia y nuevamente ministro del Tribunal de Justicia (1814), y teniente
de gobernador y miembro de la Comisión de Vigilancia (1815) 21 .
Algunos de los hombres nombrados a la cabeza de las provincias
neogranadinas habían residido en el Nuevo Reino durante la revolución y
estaban ligados sólidamente a los habitantes del territorio que les fue
encomendado. Tal es el caso de Anastasio Ladrón de Guevara que, habiendo
sido depuesto en 1810 de su cargo de corregidor de Neiva, permaneció en el
Nuevo Reino sufriendo embargos, prisiones y aun una amenaza de
decapitación en 1814 por Simón Bolívar 22 . Tras la entrada de las tropas
pacificadoras, Ladrón de Guevara recuperó su empleo y desde allí logró
refrenar los ímpetus de la vindicta militar. A pesar de que el jefe del Ejército
Pacificador le encargó la creación de la Junta de Secuestros de la provincia,
nombrándolo presidente de ella y facultándolo para elegir sus vocales,
Ladrón de Guevara decretó su inacción, al saber que el virrey (13 de julio de
1816) había ordenado el establecimiento en su lugar de una Subdelegación y
Administración de Confiscaciones. Así mismo, cuando supo que la Audiencia
había declarado en septiembre de 1816 que correspondía exclusivamente a la
justicia ordinaria el adelanto de las causas de infidencia, Ladrón de Guevara
se enfrentó al comandante militar, formándole competencia. Y, cuando a
continuación, Morillo buscó alejarlo de Neiva, concediéndole un permiso
para temperar en Tocaima o en La Mesa, se refugió en la hacienda de
Saldaña, no sin antes apoderarse del archivo con el pretexto de organizarlo.
Pertenecía este hato a Domingo Caicedo, que de diputado en las cortes
gaditanas se había convertido en funcionario del Estado de Cundinamarca, lo
que no le impidió casarse con una de las hijas del oidor Juan Jurado. El retiro
campestre ofrecía, pues, una sólida protección a Ladrón de Guevara y la
posesión de los papeles del gobierno, una manera de entorpecer los procesos.
Cuando Morillo se ausentó del Reino con dirección a Venezuela, el
corregidor regresó a Neiva, mas persistió en su negativa de entregar el
archivo 23 . En consecuencia, el presidente del Tribunal de Purificación,
privado de tan elemental insumo, se vio precisado a condenar a los
insurgentes “casi por lo que decían unos de otros” 24 .
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En la secretaría del virreinato, Montalvo no tuvo más remedio que emplear
a Andrés Rodríguez, quien fuera antes de la revolución oficial mayor en las
mismas oficinas. No ignoraba el habanero que durante la mutación política se
había desempeñado como secretario de Guerra del gobierno general de las
Provincias Unidas ni desconocía que uno de sus hermanos era uno de los
mayores revolucionarios de Cartagena. No obstante, “la falta de sujetos
instruidos”, capaces de servir en su despacho lo obligaba a echar mano de un
letrado experimentado, y aun a interceder por él ante la corte 25 . Quizás por
las mismas razones fue enganchado también como oficial de la secretaría del
virreinato Antonio José Caro, yerno del doctor Miguel Ibáñez, revolucionario
notorio de Ocaña y amigo personal de Bolívar. El plumífero se mantuvo en
su sitio muy a pesar de las denuncias de Morillo, que halló papeles que
demostraban sus comprometimientos durante el interregno. A la postre, Caro
fue promovido por Montalvo como contador de resultas del Tribunal de
Cuentas 26 .
El doctor Dionisio Gamba y Urueña, abogado con amplia experiencia en
las contadurías de aguardientes y tabacos antes de la crisis de la monarquía 27 ,
fue también empleado por Montalvo, a pesar de haber sido uno de los altos
funcionarios del Estado de Cundinamarca. Tal circunstancia le valió ser
condenado en Santa Fe a varios años de presidio en Omoa, mas no cumplió la
pena por hallar refugio e indulgencia en Cartagena. Para escándalo de
muchos, recibió el importante cargo de asesor y teniente de gobernador en la
provincia de Santa Marta, que entró a ejercer a principios de enero de
1817[ 28 ].
El caso del habanero Ventura Ferrer y Feruz sugiere que hubo también
veletas en las cajas reales del virreinato. Contador en las de Cartagena en
1810, el funcionario había obtenido empleos durante el interregno y
publicado una Historia de los dictadores de la República romana 29 ,
encaminada a defender la magistratura extraordinaria. A pesar de que tales
mandatarios fueron el símbolo mismo de la energía revolucionaria en el
Nuevo Reino, Ferrer purificó fácilmente su conducta y recuperó su empleo,
logrando convencer a los jueces de la Restauración de que su libro no podía
considerarse como sedicioso porque se trataba de una compilación
“entresacada de la historia romana”. Aun así, se le ordenó entregar al
gobierno los ejemplares que mantenía en su poder y recoger “los demás que
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hubiere esparcido”. La obra no era, pues, tan inocente 30 . Sin ninguna duda, el
hecho de pertenecer, como Montalvo, al notablato habanero (era caballero de
la orden de Montesa) allanó su indemnización.
Ni siquiera los oidores estaban libres de sospechas y comprometimientos.
Cuando refirió al secretario español de Gracia y Justicia la traslación del
tribunal a Santa Fe, el virrey Francisco de Montalvo solicitó la renovación
entera de los ministros, así como la del asesor general, por considerar que
todos ellos tenían extensas conexiones en el Reino que habían de obstruir
necesariamente su trabajo. Además, todos habían tenido, sin excepción,
coqueteos con la revolución en sus inicios y se hallaban “complicados en los
disturbios políticos”, lo que no evitaba que se considerasen “dignos de
premio” por haberse mantenido fieles al rey. Por ello su presencia en la
capital suscitaría “la desconfianza general y disgusto de los hombres fieles
que se han sacrificado en las mismas prisiones de la rebelión y fuera de ellas
por conservarse leales a un soberano y no haber querido mancharse con un
vergonzoso juramento atentatorio a los derechos del rey”. Montalvo aludía
sobre todo al oidor decano Juan Jurado, que había sido presidente del alto
tribunal de justicia de Cundinamarca, así como del Senado y de la
Convención Revisora del mismo Estado en 1812, y cuya llegada a Cartagena
desató un fuerte enfrentamiento entre los togados. Tan enconado se
presentaba este, que Montalvo desistió de proseguir el juicio de
responsabilidades para evitar así que se insultasen en su presencia 31 .
Con todo, los nombramientos hechos por Montalvo en abril y mayo de
1817 de fiscal interino del tribunal y del agente de este recayeron en dos
figuras comprometidas igualmente con la revolución: el doctor Tomás
Tenorio y Carvajal y el joven abogado Estanislao Vergara, cuyo difunto
padre ejerció el mismo cargo de agente durante 37 años 32 . El primero había
sido vocal de la Junta Suprema de Santa Fe, miembro de la Sala de
Reposición del Estado de Cundinamarca y asesor militar y fiscal de lo civil y
de hacienda de este. El segundo se había desempeñado como teniente de
gobernador del mismo Estado. Tenorio se convirtió el 15 de junio de 1816 en
fiscal de la Junta de Secuestros creada por orden de Morillo 33 y solo
posteriormente se presentó ante el Consejo de Purificación, que lo declaró
“indemne” por su “opinión y conducta realista” durante la revolución.
Vergara también se purificó, pagando 1.000 pesos para eximirse de “servir de
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soldado”, pena a que se le condenó por sus compromisos con los
insurgentes 34 .
Señalar, sin más, la inconsecuencia o el transfuguismo de hombres como
Tenorio o Jurado supondría una miopía lamentable. Desde sus nuevas plazas,
ellos ejercieron en ocasiones una influencia nada desdeñable, que les permitió
interceder a favor de amigos, familiares y desvalidos. Así, por ejemplo,
consta que Tenorio buscó moderar las contribuciones impuestas a ciertos
revolucionarios, acogiendo con benevolencia en 1818 la solicitud de Miguel
Durán, a quien después de ser multado por el Tribunal de Purificación de
Neiva en 200 pesos, ver su casa de La Plata convertida en cuartel y sufragado
más de 3.000 raciones, se vio precisado a confeccionar 1.500 camisas de
lienzo fino por orden del comandante Ruperto Delgado. Al examinar el caso,
el fiscal interino dictaminó que el infeliz debía ser redimido de la pensión,
pues, según la ley, las contribuciones debían “guardar la proporción
geométrica para que, aunque se prive al individuo de una parte de sus
intereses, le queden todavía en mucha cantidad para poder después
contribuir” 35 .
Del mismo modo, el joven José Hilario López, en virtud de un lejano
parentesco y gracias a oportunas cartas de recomendación, recibió una ayuda
invaluable de Tenorio, quien lo visitó en su calabozo del Colegio del Rosario
y le redactó una representación con una instancia de excarcelación dirigida a
Morillo. Posteriormente, le consiguió un nombramiento como ordenanza de
la Comisión de Secuestros, lo que le permitió evadir durante un tiempo la
vida de soldado conscripto en el Ejército Pacificador. No siendo aquella
intermediación suficiente para liberar al joven, la familia de este interesó al
oidor Jurado, que se dirigía a Cuba con el mismo cargo y ofreció llevarlo en
calidad de asistente, obtener en la isla su redención y proporcionarle los
medios para su regreso a la Nueva Granada 36 .
La presencia nutrida de personas comprometidas con la revolución en la
administración virreinal desató el enojo de los realistas más cerreros cuando
Francisco de Montalvo cesó en el mando del virreinato y fue reemplazado
por Juan Sámano. Este ordenó encausar a José María Ramírez (que había
ejercido como secretario del virreinato) acusado de haber colocado por dinero
a “individuos sindicados de insurgentes” 37 . Como se ha visto en el capítulo
cuatro y en la parte inicial de este apartado, en el contexto del Nuevo Reino la
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gobernación de Antioquia experimentó una Restauración excepcionalmente
tranquila. Ello significó la fácil purificación de los revolucionarios y permitió
también la incorporación de muchos de ellos en las oficinas del rey. No
obstante, ni siquiera allí se consiguió imponer un “perpetuo silencio” sobre
los acontecimientos revolucionarios. La asunción como virrey de Juan
Sámano se sintió en la provincia con la llegada de Faustino Martínez como
teniente asesor en julio de 1818, quien había ejercido como auditor del
Consejo Permanente de Guerra creado por Morillo en Santa Fe (a pesar de
que antes de hacerse realista actuara como suplente del Tribunal Superior de
Justicia del Estado de Antioquia 38 ), y en el nombramiento como gobernador
de Carlos Tolrá (30 de septiembre del mismo año), que había encabezado
duras represiones en otras provincias del Reino. Aun a nivel capitular se
sintió la nueva tendencia, como lo demuestran las elecciones realizadas en
Rionegro el 1.º de enero de 1819. El alcalde de primera nominación, que
presidía la reunión, presentó una lista que contenía los nombres de las 63
personas del cantón por él consideradas como realistas cabales y entre las
cuales esperaba que se escogiesen los miembros del ayuntamiento. Como su
propuesta no fuera acatada, el alcalde se negó a confirmar a siete de los
elegidos, so pretexto de que uno de ellos era forastero, y los otros seis,
antiguos revolucionarios (tabla 5). En su informe sobre lo acontecido, el
cabildo indicó no conocer en el distrito que presidía sino
hombres de una misma opinión, todos fieles, obedientes al soberano, que no encuentra alguno que
esté separado de esta firme y religiosa creencia, y por el contrario todos se glorían con los timbres
de vasallos sumisos a un tan amable monarca, que este mismo ha publicado y prevenido se borre
para siempre esa distinción odiosa de patriotas y realistas, que los que se abrogan como por
privilegio este ilustre renombre lo hacen por prevalecerse de esto para sus perversos fines de
vengar pasiones y avasallar a los que han lavado sus desvíos con un verdadero arrepentimiento y
en sus indultos han sido habilitados para obtener los empleos a que son acreedores, y como
ninguno de ellos se ha desviado de estos deberes tan sagrados, este cuerpo los ha estimado por
dignos de los empleos concejiles a que han sido destinados, y últimamente que estando mandado
por repetidas órdenes superiores se eche un velo a todo lo pasado, y que no haya más que una sola
masa, este cuerpo ha procurado proceder con arreglo a las leyes y a los sentimientos de su propia
consciencia y justicia 39 .
El gobernador Tolrá transfirió el caso a su asesor, quien el 3 de enero de 1819
redactó un concepto en el que concedió la razón al alcalde de primer voto de
Rionegro, respaldando su decisión de anular los nombramientos de antiguos
revolucionarios en el cabildo. Vale la pena referirse a su dictamen por
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extenso, ya que constituye una prueba magnífica de la persistencia a lo largo
del período de la Restauración en la Nueva Granada de una línea dura
contraria al perdón, el olvido y la reconciliación. Y porque, precisamente, la
tozudez de aquellos que la defendían demuestra también la vitalidad de la
línea blanda, capaz de concebir la reincorporación de los vasallos
descarriados al cuerpo social sin menoscabo de sus antiguas prerrogativas 40 .
Según Faustino Martínez, los indultos concedidos a los antioqueños no eran
válidos por no contar con la aprobación superior. Quería decir con ello que
para ser efectivos debían ser remitidos primero a la Real Audiencia y luego
aprobados por el virrey. En cualquier caso, no podían considerarse los
antioqueños cobijados por el indulto facultados a ejercer cargos públicos,
pues, en opinión del asesor, no expresándose tal cosa en el real perdón, era
necesario un compás de espera de dos años. En el ínterin, los llamados
empleos de república no debían recaer en quienes tuviesen procesos abiertos
sino en sujetos de “fidelidad y amor al rey conocido” 41 .
TABLA 5.
LAS ELECCIONES POLÉMICAS DEL CABILDO DE RIONEGRO EN
1819
NOMBRE
Doctor Manuel
Bernal
Juan de Dios
Vallejo
Juan Ignacio
Echeverri
Palacio
Manuel Antonio
Jaramillo
Doctor Avelino
de Uruburu
José María Pino
CARGO
Alcalde ordinario
de primer voto
Alférez real
ANTECEDENTES DENUNCIADOS
Ministro del Tesoro y presidente interino del
Tribunal de Justicia
Teniente de milicias, alcalde ordinario de primer
voto, vocal de la Junta de Vigilancia
Regidor primero Oficial de milicias rebeldes, “chispero contra
sencillo
todo realista”
Regidor tercero
sencillo
Procurador
general
Padre de menores
Discípulo de Caldas encargado de fortificaciones
en el Cauca y el Nechí
Asesor del presidente Dionisio Tejada
Capitán voluntario de tropas presente en la
batalla de El Palo
El expediente pasó a la Audiencia de Santa Fe, cuyo fiscal contradijo con
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firmeza la leguleya interpretación del asesor antioqueño acerca de los
indultos, defendiendo, una vez más, la vapuleada política de pacificación:
los habitantes de la provincia de Antioquia han gozado de dos indultos, el uno concedido por esta
superioridad especialmente para ellos, el otro otorgado por el soberano a favor de todos sus
vasallos comprometidos de cualquier modo en las conmociones pasadas. Por estas gracias el delito
desapareció, y los que fueron acreedores a ellas quedaron libres de toda pena y de la nota
desagradable de insurgentes. No se pudieran reunir alrededor del trono si no se borrare la memoria
de lo que fueron y, siendo esta la intención de Su Majestad, lo fue también que recuperasen sus
antiguos derechos, y el estado que tenían, quedando igualmente perdonados los procesados […]. El
germen de la discordia debe sufocarse: los partidos deben extinguirse y el gobierno no debe hacer
distinciones que el soberano ha querido que se olviden sin limitar tiempo 42 .
La línea dura y la línea blanda se distinguen igualmente entre las autoridades
eclesiásticas. Según Groot, el arzobispo Sacristán trataba con bondad a
realistas y patriotas, sin reparar en sus antiguas opiniones y dando por nulo el
interrogatorio que el provisor don Antonio León concibió como requisito
previo a las ordenaciones y en el que mandaba preguntar
pormenorizadamente a los postulantes por la conducta seguida durante el
interregno. El arzobispo solo ejerció su ministerio durante 57 días y a su
muerte pudieron manifestarse nuevamente con vigor aquellos que pretendían
excluir de las prebendas a todo el que hubiese tenido comprometimientos con
los gobiernos revolucionarios 43 .
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LA PACIFICACIÓN COLOMBIANA
En su estudio sobre José Tomás Boves, Carrera Damas concluye que entre
1810 y 1814 las políticas de realistas y patriotas frente a la propiedad fueron
semejantes “porque estaban determinadas bastante rígidamente por una
realidad que les era común y que [...] limitaba las posibilidades de
diferenciación”: la carencia de recursos regulares y la necesidad de financiar
una guerra costosa y prolongada 44 . ¿Es válida esta afirmación con respecto a
la Restauración en la Nueva Granada? Si, como se ha visto en el capítulo dos,
la revolución había hecho un uso muy limitado de la violencia, el interrogante
subsiste en lo relativo al régimen instaurado por los “libertadores” a partir de
agosto de 1819.
Los triunfos patriotas en la provincia de Tunja que provocaron la huida de
las autoridades virreinales de la ciudad de Santa Fe suscitaron ciertamente
retaliaciones. No obstante, y aparte de un oficial realista a quien le tenía
particular ojeriza, Bolívar “no manchó su victoria con el sacrificio de ninguna
otra persona, por enemiga que hubiera sido de la Independencia” 45 . En
cuanto a Santander, es harto conocida su decisión de fusilar a 38 oficiales del
ejército enemigo el 11 de octubre de 1819 después de que fracasaran las
propuestas de canje hechas al virrey Sámano y ante los temores de que
organizaran una conspiración en Santa Fe desde la prisión en donde se
encontraban recluidos 46 . Por su parte, Mariano Montilla, que comandó la
campaña en las provincias del Caribe neogranadino en 1820, logró contener
“el furor sanguinario de algunos subalternos venezolanos que, según las
opiniones que todavía dominaban a muchos en aquella época, creían que no
eran patriotas los que perdonaban a los españoles europeos” 47 . Con respecto
a los ajusticiamientos, la pacificación patriota inmediatamente posterior a
Boyacá fue, pues, mucho más blanda que la realista.
Además de las ejecuciones, los republicanos recurrieron a los secuestros de
bienes, a los confinamientos y a los destierros 48 . En cuanto a lo primero,
cabe decir que los españoles que optaron por permanecer en la Nueva
Granada sin ser “desafectos al sistema” fueron condenados a perder el quinto
y tercio de sus bienes. Entre tanto, se ordenó la confiscación de la totalidad
de las propiedades de los “notoriamente enemigos”, siempre que carecieran
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de herederos forzosos 49 . En Antioquia, que servirá de ejemplo para ilustrar el
punto, el comandante José María Córdoba ordenó en un principio el embargo
de los bienes de al menos siete individuos (Pantaleón Arango, Antonio de
Uribe y Mondragón, José de Llamas y su hijo Gregorio, José María Pasos,
José María Valle y el presbítero Manuel de la Peña) 50 . Así mismo, mandó al
gobernador político nombrar jueces de secuestros en los diferentes
“departamentos” de la provincia y lo estrechó a confiscar “los intereses que
algunos emigrados han vendido a plazo o por menosprecio” 51 .
Las autoridades de Colombia decretaron igualmente confinamientos.
Siguiendo el ejemplo realista, incluso las mujeres recibieron tal tipo de
condena, como lo demuestra el caso de Rosalía Misas que, en su condición de
cónyuge del emigrado Manuel Sanín, fue arraigada en Marinilla y
posteriormente en Santa Rosa 52 . A propósito de los destierros, consta que
Bolívar ordenó el de varios neogranadinos comprometidos fuertemente con la
causa realista a la Guayana y que instó a los mandatarios de las provincias a
que “alejasen a los que creyesen debían perjudicar”. No obstante, “muy
pocos” gobernadores adoptaron aquella medida porque, supuestamente,
fueron “también muy pocas las personas que se han encontrado sin una
decidida opinión por la causa de su patria” 53 . Se sabe, eso sí, que desde la
capital salieron hacia el Casanare al menos ocho religiosos (doctor Guerra,
canónigo de la catedral, los doctores Bujanda, Ramón García, Aguilar y
Valenzuela y Moya, así como dos padres capuchinos y un lego) 54 . Santander
habría procurado, empero, la revocación de tales órdenes y se habría
abstenido de suscribir otras semejantes. Más aún, habría evitado el destierro
de otros sacerdotes como el doctor Bernal, cura de Samacá, y el doctor Juan
Malo. Así mismo, habría dejado sin efecto la traslación de “cuantos llegaron
a Bogotá enviados del Valle del Cauca y Antioquia”: todos habrían sido
acogidos “con benignidad” y a todos les habría permitido “permanecer
libremente en la capital” 55 . ¿Es eso cierto? Así parece indicarlo la
documentación consultada. En cumplimiento de la orden de 15 de septiembre
de 1819 sobre “expurgación de la Nueva Granada de los individuos
desafectos a la independencia americana”, el gobernador de la provincia de
Antioquia José María Córdoba se aprestó a remitir a Santa Fe a los más
conspicuos realistas. Al saber la suerte que les aguardaba, estos escribieron a
las autoridades solicitando la revocatoria de la medida. Como la fuga a la
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entrada de las tropas patriotas constituía una circunstancia particularmente
grave, Rafael Gónima (que había sido expulsado de la provincia en tiempos
de Corral, como se vio en el capítulo dos) excusó su emigración en pos del
gobernador Tolrá, indicando que se había visto precisado a ella por su
condición de ministro de Real Hacienda y por recaer en él la custodia de los
intereses de la renta de tabacos. Recordó que durante la Restauración no
había perseguido a nadie, se sometió resignado al gobierno republicano y
ofreció como fiador al notable revolucionario Andrés Avelino de Uruburu,
mostrándose dispuesto a abandonar su residencia en Medellín para instalarse
en Antioquia o Rionegro, donde todos serían censores de su conducta 56 . Por
su parte, los presbíteros Manuel Obeso, Casimiro Tamayo y José Antonio
Naranjo excusaron su realismo en la misma forma que los “insurgentes” a la
llegada del Ejército Pacificador habían justificado su participación en la
revolución:
Después que la provincia y todo el Reino fue subyugada por las armas españolas en el año de 16
sufrió por más de tres años su dominación: todos obedecieron su voz, y ciegos a los sucesos
políticos, apenas podíamos ver la repentina luz que apareció por el oriente en agosto de este año al
entrar las armas libertadoras, y cuando apenas han corrido dos meses, tiempo corto para desplegar
los párpados sumidos en la oscuridad, no es mucho que tropiecen medio dormidos 57 .
La explicación no convenció a las autoridades que, sin reparar en las sotanas,
remitieron los tres a la capital neogranadina junto con Pedro Garro, Adriano
Pérez, José Antonio Martínez y Alejandro Carrasquilla 58 . Santander
consideró apropiado el arbitrio tomado contra los eclesiásticos “desafectos o
indiferentes”, pues no siendo sana su opinión podían arrastrar “a los incautos
a su partido” 59 . Sin embargo, como se trataba de una “medida de
precaución”, el vicepresidente, no bien se presentaron, les mitigó el castigo
“destinando unos al servicio de las armas [...] y exigiendo de otros las
contribuciones que cómodamente podían sufrir, poniéndolos en libertad y
bajo fianzas de personas conocidas”. En cuanto a los ocho religiosos
desterrados a la Guayana, Santander reemplazó la proscripción por el
confinamiento en ciertos pueblos donde carecían de relaciones. Por último,
cabe anotar que de ninguna manera se buscó la expulsión de los peninsulares
como grupo. De hecho, a los que se presentaron al gobierno se les permitió
continuar con su residencia en el país, siendo incorporados en el rango de
ciudadanos 60 .
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Como era de esperarse, el triunfo de Boyacá generó una desbandada
generalizada de los vasallos del rey, que se apresuraron a ponerse la casaca
independentista, debiendo en ocasiones incinerar archivos o pagar por su
destrucción, para asegurar un cambio feliz de identidad 61 . El tránsito fue
favorecido por un generoso indulto que expidió el Congreso de Angostura el
12 de enero de 1820. La medida beneficiaba tanto a los desertores del ejército
de la república como a los que “habiendo seguido constantemente el
estandarte de la tiranía y opresión” se enrolasen en las filas independentistas
antes de cuatro meses cumplidos. Además, cobijaba a los emigrados que,
dentro del mismo término, se reincorporaran a sus hogares, y aun a los
“Españoles europeos [...] cualesquiera que hayan sido sus hechos en daño de
la república, y cualesquiera que sean sus grados, distinciones y clases, en que
serán conservados” 62 .
El armisticio suscrito en Trujillo entre los gobiernos de Colombia y España
a finales de noviembre de 1820 les permitió a los habitantes de Venezuela
entrar en comunicación con las tropas republicanas, cuyos jefes no
perdonaron “cuantos resortes de política y de intriga se hallaron a su alcance”
para decidirlos “en contra de los españoles” 63 . En la Nueva Granada, por su
parte, el acuerdo hizo posible el retorno de otra oleada de emigrados. Una vez
recomenzadas las hostilidades, el vicepresidente Santander expidió el 11 de
abril siguiente un decreto mediante el cual buscó legalizar su residencia. Para
ello, se contentó con exigirles juramento de obedecer a las autoridades de
Colombia y de respetar y defender las instituciones republicanas 64 . La
medida benefició también a los realistas que, temerosos de las retaliaciones
de los jefes patriotas, habían optado por mantenerse ocultos 65 .
Los jefes militares republicanos, fieles a las políticas trazadas por los
legisladores de Colombia, promovieron la defección de soldados y oficiales
realistas. La proclama que el comandante del Ejército del Sur Manuel Valdés
expidió en Popayán el 25 de julio de 1820 es una prueba elocuente de lo
dicho:
La república os convida con la unión, la paz y una fraternidad tan estrecha que olvida toda vuestra
conducta anterior por perjudicial que haya sido. Españoles y americanos, todos serán acogidos en
el seno de la patria, y formando un solo cuerpo, gozaremos tranquilamente de las felicidades que
ofrece la República de Colombia. Habitantes de Pasto, soldados de Calzada, vosotros sois nuestros
hermanos, ya no hay diferencia entre nosotros, pues aun los mismos españoles que quieran seguir
nuestra suerte serán admitidos amigablemente y gozarán de la tranquilidad que les promete el
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Soberano Congreso de la nación 66 .
No obstante, en los territorios de frontera, donde aún eran turbias las aguas,
los habitantes no tuvieron más remedio que vacilar al ritmo de las cambiantes
circunstancias de la guerra. Tal fue el caso de Popayán, precisamente, que
cayó en manos de los colombianos a comienzos de 1820 y luego retornó al
redil del rey, por poco tiempo. El teniente coronel José María Obando fue
encargado entonces de jurar la Constitución de Cádiz y al dar las órdenes
precisas a las autoridades, recibió como respuesta “que esperase un poco
mientras el escribano acababa de publicar la constitución de Colombia, cuya
promulgación se había ya empezado, y que enseguida se publicaría también
la de España” 67 .
Con todo, aun en Popayán, las ofertas de reconciliación de los
independentistas se concretaron rápidamente y permitieron la incorporación
en las filas patriotas de jefes guerrilleros como el patiano Simón Muñoz, de
oficiales como José María Obando y del obispo Salvador Jiménez de Enciso
que, de realista recalcitrante, se transformó en partidario de la independencia
y coadyuvó con su influjo en la consolidación del nuevo régimen 68 . Incluso
la élite pastusa, caracterizada por su decidido realismo, al abrazar
oportunamente la causa colombiana en junio de 1822, conservó influencia,
cargos y honores, mientras que el coronel realista Ramón Zambrano continuó
en el mando político de la ciudad, ahora colombiana. Ciertamente, la
triunfante rebelión popular de finales de octubre de 1822 suscitó una terrible
represión republicana (400 personas fueron masacradas y 1.300 más sufrieron
deportaciones), mas este episodio de inusitada violencia, en lugar de contener
la resistencia, la acrecentó, prolongándola por casi dos años más 69 .
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CON LA MIRADA HACIA ADELANTE (Y HACIA ATRÁS)
La política de olvido colombiana parece entonces haber sido más eficaz que
la fernandina y ello explica también, sin duda alguna, el triunfo de la
república. Sin embargo, durante los años 20 del siglo XIX el menor
enfrentamiento degeneraba rápidamente en la publicación de folletos o
artículos periodísticos en los que rumbaban denuncias sobre
comprometimientos censurables con el gobierno restaurado o sobre
conductas indignas con las principales figuras del régimen. De hecho, es casi
imposible leer un periódico de la época sin toparse con la ropa sucia del
compromiso monarquista expuesta al sol de la opinión. Bien vale la pena
citar algunos casos entresacados de aquella marejada.
Un buen ejemplo del uso del pasado reciente como descalificación lo
proporciona la lucha por la canonjía doctoral de la catedral bogotana.
Propuesto en primer lugar para ocupar la plaza por el cabildo eclesiástico,
José Ramón de Eguiguren no soportó que la obtuviera Juan Fernández de
Sotomayor, quien había sido ternado en segundo lugar. Por ello acudió de
inmediato a la imprenta para denunciar el agravio que se le había irrogado. Si
en un primer momento se ocupó en demostrar que su oponente no tenía tantos
merecimientos en lo académico o en el apostolado, la parte más fuerte del
alegato se centraba en la comparación de las carreras políticas de ambos y,
particularmente, en sus actitudes respectivas en la época de la Restauración.
Así, por ejemplo, comparó su conducción a Puerto Cabello y su encierro en
una de las bóvedas de la fortaleza con la cómoda emigración de su
contrincante que, como miembro del Congreso de las Provincias Unidas,
gozó de pajes, onzas de oro y repostero. Pero el mérito político no consistía
tan solo en padecimientos. Resultaba esencial la firmeza de carácter con
respecto a los principios republicanos. También en tal aspecto Fernández de
Sotomayor le iba a la zaga, pues se había retractado públicamente de su
famoso catecismo y de su compromiso revolucionario, mientras que
Eguiguren jamás había pensado en abjurar de su fe política 70 .
La réplica no se hizo esperar. Fernández de Sotomayor no buscó
atenuantes ni trató de adornar con un heroísmo de bisutería su
comportamiento político en los duros meses de la pacificación: tras la batalla
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de la cuchilla del Tambo se ocultó en las montañas de Caloto, así como en
Chaparral, Honda y Santa Fe hasta la publicación del indulto. Ciertamente, en
agosto de 1817 se acogió a él, al igual que muchos “de los más decididos
patriotas”, pero como prosiguieran sus infortunios por la publicación del
mencionado catecismo, Fernández de Sotomayor no tuvo más remedio que
publicar una retractación para contentar al obispo. Años después, la falta
seguía avergonzándolo, aun cuando la consideraba leve, no solo porque los
elogios a Fernando VII en dicho papel no probaban nada ni lo hacían
desmerecer de la indulgencia de sus conciudadanos, sino también porque no a
todos era dado “cierto temple de alma para arrostrar las persecuciones, y no
es nuevo en la historia eclesiástica ver desertar a los que parecían más
esforzados confesores de Jesucristo en el acto del martirio, y acaso cuando
los tormentos habían casi acabado con su vida”. No menos importante,
Fernández de Sotomayor descartó toda superioridad moral en Eguiguren y se
mofó de sus aires de censor: en 1816 desde su curato de Fómeque había sido
poco hospitalario con los relictos de las tropas patriotas, mientras que en
1819 había sido indiferente y no había hecho ningún servicio recomendable.
Tampoco le cabía vanagloria por el extrañamiento a Puerto Cabello, pues,
como lo demostraba el caso de varios de sus compañeros de infortunio, ello
no significaba que dejaran de alegar su “constante amor al rey” y de esperar
una mitra en premio 71 .
Entre los emigrados mismos era preciso establecer distinciones, pues el
extrañamiento de la Nueva Granada y Venezuela no siempre había tenido los
mismos móviles ni presentado siempre un aspecto encomiable. El teniente
coronel Carlos Robledo no dudó un instante en recordárselo a su enemigo
Remigio Márquez:
Tres clases de emigrados se conocen en Colombia. La primera de aquellos jefes que emigraron
para ir a buscar recursos que podemos decir nos dieron la patria. La segunda de aquellos que
emigraron para no aguantar trabajos o por no exponerse, y los que pasaron grandemente en las
colonias, y algunos enriqueciéndose como el Sr. [Remigio] Márquez, que en compañía de un
español nacido en Europa poco liberal y muy realista tenía el buque nombrado la Tomasita, que
hizo según se dice muy buenos negocios; además el senador era médico de fama en Jamaica, todo
le sobraba, menos honores, que vino a buscar cuando vio la cosa bien asegurada 72 .
La publicación de obras de carácter histórico suscitó también fuertes
contiendas por la memoria, que eran, al mismo tiempo, disputas por el poder
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y la influencia política. El caso más relevante es sin duda el de la Historia de
la Revolución de la República de Colombia en la América Meridional, que
salió de las prensas parisinas en 1827. La lectura de la obra fue
eminentemente polémica, lo que no es de extrañar, ya que ella era en sí
misma un juicio contundente sobre el itinerario revolucionario de la Tierra
Firme y sobre la actuación de sus principales protagonistas. La historia como
herramienta de lucha política, presente en acusaciones e impugnaciones
impresas de todo género, se eleva a un nivel de sofisticación muy alto en el
libro de Restrepo. Es preciso recordar que el autor era secretario del Interior y
que su obra, fruto de cinco años de investigaciones, contaba con un ingente
respaldo documental y se proponía servir de monumento a la posteridad. Es
preciso igualmente tener en cuenta que había sido publicada en París, desde
donde no solo podía alcanzar un número mucho mayor de lectores, sino
también comunicar su mensaje con un aura extraordinaria de prestigio. Tales
rasgos explican que, a diferencia de las disputas mezquinas que vomitaban
las imprentas colombianas cada tanto, la Historia de la Revolución fuera vista
como una especie de alto tribunal y que sus dictámenes tuvieran la fuerza de
feroces sentencias.
El tono aleccionador de Restrepo causó molestias, sobre todo por provenir
de un hombre que no estaba libre de pecados, como se ha visto en el capítulo
anterior. En Cartagena un corto impreso (aparentemente de la autoría del
portugués José Lima) fustigó el tenor de la publicación, tachándola de
mentirosa, inexacta y calumniosa, y no dejó de aludir a los turbios
compromisos de Restrepo con la Restauración, que le habían permitido no
solo preservar su vida, sino también residir por un buen tiempo en el
principal puerto neogranadino en las barbas mismas del virrey. La
vindicación del autor no tardó en imprimirse por un amigo suyo que recordó
brevemente el tenor de la obra:
Si la parte publicada de la historia no hace honor a Colombia, como lo afirma el autor del aviso, el
señor Restrepo no tiene culpa de que en la Nueva Granada, cuya sola historia ha dado a luz,
hubiéramos cometido tantas locuras y agitádonos continuamente con la discordia civil. Fue preciso
al historiador decir la verdad, y no le era permitido formar un poema épico de nuestra revolución.
Sin duda quiso reunir bajo de un cuadro todos nuestros extravíos, para que se palpara su
deformidad, y aprendiéramos de lo pasado cuál debía ser nuestra conducta en lo venidero 73 .
En cuanto a la conducta de Restrepo durante la Restauración y al pretendido
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impedimento que podía representar a la hora de ejercer como historiador, su
defensor anónimo apuntó que no era el único de los colombianos ilustres en
haber escapado al cadalso y que debía su vida a una fuga al extranjero. Sobre
su residencia en Cartagena en 1818, se permitió mentir un tanto, afirmando
que su regreso se había debido a la certeza de que se acercaban los
“libertadores de la Nueva Granada” y a sus ansias de ser nuevamente útil a su
patria:
El éxito manifestó la exactitud de sus cálculos, pues apenas había llegado a Antioquia en 1819 que
apareció el general Bolívar, dándose la célebre batalla de Boyacá. El señor Restrepo hizo entonces
en Antioquia servicios muy señalados, que son conocidos por los colombianos. Bajo de estos datos,
¿no fue más útil que hubiera regresado a su patria, exponiéndose a los peligros de la dominación
española, que vegetar en un país extranjero para tener la gloria estéril de decir que no se había
sujetado a los españoles y esperar para volver a que hubiera República con toda seguridad? En este
juicio de ningún modo deben comprenderse los militares que combatían en 1818 y 19 por la
independencia de su patria. Convengo en que ellos tuvieron mayor mérito que el señor Restrepo.
¿Mas porque lo hubieran contraído en aquella época debían estar exentos del juicio de la historia,
por las acciones pasadas, ya buenas, ya malas?
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CONCLUSIONES
Yo no me avergüenzo de haber servido al gobierno español; no tengo por qué disculpar mi
obediencia a un gobierno legítimo, ni por qué esconder las ventajas que le di con mi espada. Sí, le
serví con decisión y con honor; fui recompensado, y además muy querido y distinguido de los
jefes; me costó mucho esfuerzo decidirme a abandonarlos; pero mi voluntad estaba ya vencida: los
abandoné con dolor por no sufrir otro más grande como el de hostilizar a mi patria; y todavía siento
latir mi corazón de gratitud hacia aquellos hombres que tanto me favorecieron 74 .
De esta manera, el general José María Obando cerró la primera parte de sus
Apuntamientos para la historia, libro en que se tomó muy a pecho explicar
las razones de su temprana fidelidad a Fernando VII y de su defección en
febrero de 1822, que significó no solo “un eterno armisticio a la república”
sino también su incorporación al ejército de Colombia. Con una sinceridad y
una elocuencia singular, el militar neogranadino remontó en aquellas páginas
las espesas brumas del patriotismo, explicando su pasado monarquista como
el fruto de circunstancias familiares, siendo a la vez hijo de un “capitán al
servicio del gobierno español” y de Popayán, una ciudad cuyos habitantes
habían sido también sostenedores convencidos del partido del rey:
nacemos protestantes en Inglaterra, como musulmanes en el imperio de la Media Luna, y católicos
en los dominios de España: nuestros padres, que son siempre nuestro primer modelo, nos conducen
en lo común al protestantismo si son protestantes, al judaísmo si son judíos; y culpar a un hombre
de ser mahometano, es sin duda culparle neciamente de haber nacido en Turquía de padres de esta
misma creencia 75 .
La reflexión de Obando acerca de su propio itinerario político era una
consecuencia de la guerra de los Supremos (1839-1842), pues el partido
gobiernista le enrostró entonces su pasada militancia como una inapelable
descalificación y como un rasgo que ayudaba a comprender su participación
en la revolución federalista. El hecho es sorprendente, habida cuenta no solo
de las incesantes polémicas que el transfuguismo político había generado en
la prensa neogranadina de los años 1820, sino también de lo generalizado del
fenómeno. En un país en el que los hombres ostentaban un tupido rabo de
paja, ¿cómo osaba alguien arrimarse de modo tan temerario a la candela?
Obando no dejó pasar la oportunidad y recordó que sus acusadores habían
sido también fernandinos: Tomás Cipriano de Mosquera emigró a Pasto tras
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la batalla de Boyacá, su hermano Rafael sacó “informaciones de godo […]
para satisfacer a los españoles de fidelidad y amor a la causa y persona del
rey”, y Pedro Alcántara Herrán, tras figurar en las filas del ejército patriota,
se incorporó sucesivamente en las del rey y en las independentistas, no sin
algunas jocosas vacilaciones. En efecto, en 1820,
se esparció un falso rumor de que los españoles habían perdido la batalla; Herrán lo creyó y voló al
pueblo inmediato nombrado Patate, a repicar las campanas y dar vivas a Colombia; pero la cosa
había sido enteramente contraria, pues los españoles habían vencido; y Herrán viéndose vencido,
rogó al cura y a otros que habían presenciado aquel hecho, que no le descubriese, y se perdió de
vista por algunos días, al cabo de los cuales se presentó haciendo el papel de haber andado
persiguiendo dispersos 76 .
Como puede apreciarse, hacia 1840 la identificación abusiva de realistas
como peninsulares y de patriotas como americanos se había naturalizado a tal
punto que incluso Obando tras su elaborada y convincente narración caía en
aquella grosera trampa. Más importante aun, las disputas por la memoria y la
búsqueda vana de una pureza revolucionaria durante la guerra de los
Supremos muestran de manera contundente que la República de Colombia se
cimentó con apostasías vergonzantes, así como el territorio neogranadino fue
durante la Restauración el Reino de las veletas. Ello no impidió que algunas
de ellas se elevaran hasta la primera magistratura: tal fue el caso de Herrán
(1841-1845), Mosquera (1845-1849) y Obando (1853-1854).
¿No es lícito ver en la invención de la figura de los “libertadores” y en la
consolidación misma del ícono bolivariano un mecanismo amnésico,
destinado a esconder tras un manto de gloria las vacilaciones políticas de la
Restauración? Sin duda alguna. El relato simplificado de cautivos, opresores
y vengadores permitió la desaparición de las veletas de la historia de la
revolución, a pesar de que hacían parte esencial de ella. Con el truco salieron
beneficiados tanto los tránsfugas (que consiguieron rehabilitarse
disimuladamente), como los vencedores inmediatos de los realistas (que
hallaron un poderoso aparato de legitimación). No obstante, como se verá en
la tercera parte, los sentimientos de culpa no bastan para explicar el
surgimiento del monigote bolivariano.
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TERCERA PARTE
DUELO CON UN FANTASMA. LA RESTAURACIÓN Y EL
NACIMIENTO DEL CULTO A BOLÍVAR
Les Anciens nous ont laissé des modèles de poèmes épiques dont les héros
concentrent sur eux tout l’intérêt de l’histoire, et nous ne parvenons toujours
pas à comprendre que pour notre temps une histoire de ce genre est dénuée
de sens.
Tolstoi, La Guerre et la Paix, Livre 3, 2e partie, chapitre XIX (traducción de
Boris Schlœlzer).
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CAPÍTULO 6
LAS MUERTES DEL REY Y LA EMERGENCIA DEL ÍCONO
BOLIVARIANO
El restablecimiento de la autoridad de Fernando VII en el Nuevo Reino
significó, paradójicamente, el desprestigio definitivo de la figura del
monarca. Se trata entonces de una de las consecuencias más importantes de la
Restauración. ¿Cómo sucedió tal cosa? Este capítulo analiza los embates de
los revolucionarios durante el interregno contra el símbolo regio,
concentrándose en las recurrentes ceremonias de ejecución de los retratos del
soberano. Como se verá, este acto radical, teatral y pedagógico fue una
respuesta al retorno del rey tras su liberación de Valençay, mas no bastó para
desterrar la actitud reverencial de los neogranadinos con respecto al trono.
Para ello fue precisa la experiencia de la pacificación con todos sus excesos y
la emergencia de otro ícono, esta vez de naturaleza republicana.
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LAS PRINCIPALES CABEZAS DE LA REBELIÓN
Quien lea las listas en las que el jefe del Ejército Pacificador Pablo Morillo
dio cuenta de las ejecuciones de los principales revolucionarios
neogranadinos en 1816 no podrá más que detenerse en los extraños casos de
diversos hombres que perdieron la vida por haber atentado contra los retratos
del rey y sus antepasados. Según estos impresos lacónicos, al menos cinco
casos de regicidio simbólico habrían sucedido durante el interregno
neogranadino (1808-1816). El primero que refieren los documentos citados
es el perpetrado por Agustín Zapata y Juan Nepomuceno Tiguarana en el
muy significativo pueblo de Zipaquirá, cercano a la antigua capital del Reino
y en cuyos alrededores se encontraba la mina de sal más importante de todo
aquel territorio. Como ambos sujetos arrastraron por las calles del vecindario
la efigie del soberano, fueron fusilados por la espalda el 3 de agosto, y sus
propiedades, confiscadas. A continuación, el cuerpo del primero fue colgado
de la horca y su cabeza ubicada en un paraje público para escarmiento de los
habitantes 1 .
El segundo caso tuvo lugar en la ciudad de Santa Fe. Manuel García, que
antes de la transformación política había sido escribano de Real Hacienda,
acudió a la casa del cabildo en busca de la imagen de Fernando VII y, tras
arrancarla del solio, la arrojó al suelo y la holló con energía, acompañando
dichos gestos con expresiones de “abominación y rebeldía”. Como en el
primer caso, esta acción, cuya fecha exacta es desconocida, causó la muerte
del revolucionario y la pérdida de todos sus bienes 2 .
Sobre el tercer caso existen informaciones diversas. Tuvo lugar en la
ciudad de Neiva por iniciativa de Benito y Fernando Salas y de Francisco y
José María López, quienes fusilaron y quemaron el retrato de Fernando VII
entre vivas y aplausos. Los cuatro iconoclastas fueron ejecutados por la
espalda el 26 de septiembre de 1816, y la cabeza y las manos del primero,
exhibidas en el mismo lugar donde había tenido lugar la ceremonia regicida 3 .
El cuarto caso aconteció en la villa de Leiva, en la provincia de Tunja. Allí,
Manuel José Sánchez y Juan Bautista Gómez violentaron la efigie de Carlos
II que se encontraba en el convento de San Agustín y, tras “mil ofensas
diversas”, cortaron la cabeza del soberano frente a una nutrida muchedumbre
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“con la mayor algazara e ignominia”. Por orden de las justicias reales, los
reos fueron colgados y las manos derechas de ambos dejadas a la vista de sus
escaldados compatriotas, en el mismo lugar donde se había cometido
previamente el crimen de lesa majestad 4 .
El último caso contenido en las listas de condenados formadas e impresas
por orden de Pablo Morillo es muy interesante porque tuvo lugar en un
pueblo de indios. Se trata de Ambalema, un lugar estratégico sobre el río
Magdalena en el que se producía una considerable parte del tabaco
consumido en el Nuevo Reino. En una fecha indeterminada, Egidio Ponce se
dirigió a la factoría del ramo a buscar el cuadro del rey, lo llevó a la plaza y le
prendió fuego. Como en los casos anteriormente descritos, esta acción
ocasionó la ejecución del responsable por parte de las autoridades
restauradoras 5 . Documentos del Archivo General de la Nación permiten
completar estos datos. Por ellos se sabe que en 1818 varios vecinos que
habían logrado escapar a la venganza pacificadora fueron incriminados por su
participación en la destrucción del retrato regio. José Nicolás Argüelles, por
ejemplo, se vio complicado por haber concurrido a la quema y gritado
durante la función vivas a la patria y mueras a los españoles. Fruto
Campuzano, entre tanto, reputado por ser “exaltado patriota”, había sido “uno
de los magnates” que extrajeron el busto real de la factoría, teniendo a
continuación el tino de ponderar en medio de la ceremonia la irritación que le
provocaba la sola vista de la imagen 6 .
En suma, los casos de regicidio castigados por las autoridades
pacificadoras cubren un área geográfica amplia que incluye a Santa Fe,
Neiva, Leiva, Zipaquirá y Ambalema. En otras palabras, al lado de la antigua
corte virreinal, aparecen una capital provincial, una villa segundona y dos
poblaciones muy pujantes económicamente que fueron promovidas al rango
de cabildos durante la revolución por ser centros principales de producción de
sal y tabaco, respectivamente. Por los apellidos de los reos resulta claro que
los participantes de las ejecuciones neogranadinas de Fernando VII ostentaron
diversas calidades y condiciones. Nepomuceno Tiguarana, uno de los
inculpados por el atentado en Zipaquirá, era ciertamente un indígena del
altiplano, como eran preponderantemente naturales la mayoría de los
partícipes en la ejecución en Ambalema. Por su parte, Manuel García
pertenecía a la pequeña burocracia santafereña (había sido, como se ha visto,
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escribano de la Real Hacienda), del mismo modo que los responsables del
asesinato del retrato de Fernando VII en Neiva, quienes se habían
desempeñado como administrador (José María López) y teniente de correos
(Benito Salas), asentista de alcabalas (Fernando Salas) y alcalde ordinario
(Francisco López).
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¿UNA EXCEPCIONALIDAD APARENTE?
En el apartado anterior figura una enumeración más bien reducida de
regicidios simbólicos: apenas un puñado. ¿Quiere eso decir que se trató de
una manifestación extraordinaria y poco difundida? Es bien conocida la
suerte que corrieron los archivos del interregno. A la llegada de las tropas
fernandinas, las autoridades revolucionarias se apresuraron a prender fuego a
buena parte de los registros con el fin de aniquilar pruebas comprometedoras
y destruir evidencia que la justicia del rey habría utilizado gustosa para
procesar y condenar desafectos. En una segunda etapa, la desaparición fue
promovida por los mismos oficiales del Ejército Pacificador, que
consideraban los papeles producidos entre 1810 y 1816 como subversivos 7 y
buscaban que las quemas documentales sirvieran de lección suplementaria a
los súbditos arrepentidos.
Como los atentados contra la efigie del rey habían de ser asimilados a
ataques producidos contra la misma persona del soberano 8 , es indudable que
las narraciones en las que se describían las ceremonias de fusilamiento,
incineración o descuartizamiento de los retratos de Fernando VII o sus
antepasados estuvieron entre las primeras purgas de los archivos. Así, pues,
existe un problema de fuentes a la hora de estudiar el fenómeno. Nunca
sabremos con certeza qué tan extendidas fueron las ceremonias iconoclastas
ni de qué manera se llevaron propiamente a cabo. No obstante, hay indicios
consistentes que permiten suponer que los regicidios rituales fueron
abundantes y que a la llegada de Pablo Morillo y sus tropas el número de
lienzos de miembros de la familia real española había disminuido
drásticamente. Aunque no hay estudios sobre el particular, diferentes fuentes
indican que en todo ayuntamiento neogranadino existía al menos un retrato
del soberano. Los sastres y zapateros de Medellín costearon un simulacro de
Carlos IV para las funciones de su proclamación en la villa 9 . Del mismo
modo, en 1792, en la sala capitular de la ciudad de Rionegro había imágenes
de Carlos III, Carlos IV y Luisa de Borbón 10 . En cuanto al cabildo de
Antioquia, desde finales del siglo XVIII existía allí tanto un retrato del rey con
marco dorado y solio de terciopelo, como uno más pequeño del soberano en
compañía de la reina con solio de damasco 11 .
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Las ceremonias de jura de Fernando VII en 1808 confirman la hipótesis de
la abundancia de imágenes regias en el virreinato. Los simulacros del joven
rey se elaboraron apresuradamente para cumplir con los requisitos del
inopinado homenaje y se ubicaron bajo doseles en las galerías de las casas
consistoriales o en los teatros o tablados erigidos para aquellas festividades
en las plazas principales de las poblaciones 12 . En las medallas
conmemorativas acuñadas en Santa Fe y Popayán, por ejemplo, el nuevo
soberano fue representado idéntico a su padre, seña inequívoca de que no se
contaba en el Reino con retratos suyos o de que el afán de la proclamación no
permitió diseñar nuevos troqueles (ilustración 4). Con la proclamación, los
encargos de retratos del nuevo soberano afluyeron de todas partes: a
comienzos de 1809, cierto pintor de Santa Fe trabajaba al mismo tiempo en
cuadros del soberano para la Real Audiencia, los cabildos de Tunja y
Mariquita y “otros muchos” 13 . Así mismo, en Cartagena se hizo por entonces
muy popular entre las mujeres llevar lazos que aclamaban a Fernando VII,
cuando no portaban “un retrato del mismo en un medallón al cuello” 14 .
Por los afanes con que fueron compuestos, debía tratarse en su mayor parte
de monigotes o esperpentos que poca o ninguna semejanza ofrecían con el
monarca prisionero, según podían representarlo los grabados de la época.
Pero si la ejecución podía resultar deslucida, la verosimilitud no había sido
nunca uno de los propósitos del ejercicio. ¿No se había representado, por
ejemplo, a Carlos V con un casco militar cuando en realidad usaba boinas de
terciopelo? ¿Y no se le había conferido barba tupida en vez de rala para
esconder un mentón protuberante y una dentadura arruinada 15 ? En cuanto a
Luis XVIII, los grabados franceses del tiempo de la Restauración atenuarían
púdicamente su considerable gordura 16 .
Es muy probable que en las villas y ciudades pobres se retocaran los
cuadros de Carlos IV para transformarlos en retratos de Fernando VII, pues
existe evidencia de que el reciclaje de imágenes era una práctica habitual en
el Nuevo Reino de Granada independentista 17 . En las poblaciones más
holgadas, las representaciones de los monarcas anteriores podían archivarse o
remitirse como adorno a edificios públicos, como lo demuestra el regicidio
simbólico de Tunja, perpetrado en una personificación de Carlos II que se
hallaba relegada en un convento. En suma, las ocasiones y los materiales
disponibles para asesinar al rey de España en pintura eran muy numerosos.
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En cualquier caso, la llegada de las nuevas imágenes de Fernando VII era un
acontecimiento solemne: a la imagen se le tributaban homenajes tan sentidos
como si se tratase del monarca en persona. Así lo sugiere lo sucedido en la
población chilena de La Serena en 1809, cuyos habitantes fueron exhortados
a cubrir sus paredes con tapices y el suelo de flores para que pasase “tan
augusta persona”. Al final, se erigieron además arcos de triunfo y se
organizaron procesiones y desfiles para la ceremonia de recibimiento 18 .
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ILUSTRACIÓN 4
Anverso de la jura de proclamación emitida por el comercio de Santa Fe por la
ascensión al trono de Fernando VII. Acuñación (plata/plata), 4,2 x 0,2 cm. Colección
Museo Nacional de Colombia, reg. 1226.
La probabilidad aquí contemplada de un importante número de regicidios
ceremoniales en el Nuevo Reino de Granada reposa en algo más que
suposiciones. En Popayán, no solo se llevó a cabo una “quema de los retratos
y armas reales”, sino que, además, algunas mujeres participaron activamente
en ella allegando helechos para la combustión 19 . Así mismo, el quiteño
Manuel Tello fue ejecutado en Neiva el 14 de octubre de 1816 y sus manos
cercenadas y remitidas a la villa de Timaná por haber sacado con una navaja
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el corazón al retrato del rey que había en aquel ayuntamiento 20 . El escribano
de la villa de Purificación, Mariano García, descolgó el retrato de Fernando
VII existente en el cabildo y tras arrastrarlo por el suelo lo dio a unos
muchachos para que limpiasen sus plumas en él 21 . En 1816 el ayuntamiento
de la villa de Medellín mandó a hacer un retrato de Fernando VII para
colocarlo en la sala capitular, con el deseo de “compensar en lo posible y con
las muestras de la mayor sumisión y respeto el baldón y afrenta con que en la
época funesta del desorden y de la revolución era insultada y vejada la Real
persona” 22 . A comienzos del año siguiente, cuando el virrey Montalvo
acordó como un favor particular a la provincia de Antioquia la gracia del
indulto, la abundancia de la práctica iconoclasta llevó a las autoridades de la
Restauración a incluir una curiosa fórmula en las diligencias. Una y otra vez
se lee en los diferentes expedientes realizados para acogerse al perdón real
que el solicitante “no ha ajado el real retrato” o que “no llevó las armas
contra el rey ni ajó su retrato” 23 . Al parecer, el atentado fue tan común como
enrolarse en las filas patriotas. Dos casos parecen corroborar esta hipótesis. A
comienzos de 1817 el cabildo de Marinilla recibió un retrato de Fernando VII
mandado confeccionar por orden del gobernador para colocarlo en la sala
donde se congregaba la corporación: evidentemente el cuadro del monarca
había sido destruido durante el interregno 24 . También en 1817, el vecindario
de Sonsón, descontento con el sujeto en quien había recaído la alcaldía
pedánea, rompió la omertà provincial y lo acusó de haber azotado durante la
revolución “la persona de Fernando VII en su retrato” 25 .
La tradición oral también ha conservado el recuerdo de las ejecuciones del
retrato de Fernando VII. En el sitio del Aguacatal, jurisdicción de la villa de
Medellín, aparentemente tuvo lugar también un regicidio simbólico por
incineración. La historia la oyó el profesor Roberto Luis Jaramillo de los
labios del padre Francisco Eusebio Jaramillo, quien a su vez la escuchó del
sacerdote José Valerio Mesa (1824-1893), hijo del “chispero” Joaquín Mesa
Uribe 26 .
Por lo demás, si el número de procesos judiciales por regicidio y de
condenas por tal delito alcanzaron un nivel tan reducido como indican las
fuentes, ello se debió quizás a que la mayoría de las ejecuciones teatrales del
soberano fueron cometidas por las comunidades en su conjunto. En efecto,
habría resultado muy difícil incriminar a un sujeto particular sin que de
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inmediato se vieran comprometidos los demás vecinos de la población, y el
castigo de todo un vecindario rebasaba con mucho los límites admisibles de
la cólera real. Esta hipótesis de la existencia de ceremonias colectivas de
condena y ejecución de Fernando VII parece verosímil a la luz de lo
acontecido en la villa de Honda y en la ciudad de Mariquita a finales de 1819.
Este evento demuestra, en primer lugar, que los asesinatos rituales de
Fernando VII no se extinguieron con la Restauración. Tras las batallas de
Pantano de Vargas y Boyacá, que libertaron a la mayor parte del territorio
neogranadino y permitieron la creación de la República de Colombia, se
reanudaron las funciones iconoclastas. Luego de recibir un oficio firmado por
numerosos vecinos de la villa de Honda que, sabedores de la existencia de
sendos retratos de Fernando VII y su padre, y considerando como
“indecoroso” conservar “en su imagen la memoria de los tiranos”, solicitaron
que fuesen ahorcados públicamente durante nueve horas y luego incinerados
“a vista del pueblo”. El gobernador satisfizo los deseos de los habitantes el 20
de noviembre y la ejecución se llevó a cabo poco después de “manera muy
solemne” 27 .
El ejemplo de la capital fue seguido en breve por el cabildo de Mariquita,
cuyo procurador solicitó el 28 de noviembre la convocatoria de los vecinos
de la ciudad y de los alcaldes partidarios, con el fin de realizar conjuntamente
un acto en obsequio de la patria y acreditar el amor a ella debido 28 . Tres días
más tarde, la asamblea de ciudadanos se enteró de que en el ayuntamiento se
conservaba “el retrato del más cruel de los monarcas”, por lo que convenía
decidir conjuntamente qué hacer con él. Si ha de darse crédito al acta
extendida al término de la reunión, la voz de la mayoría se levantó pidiendo
que fuese ahorcado y quemado. El procurador solicitó entonces que se
asentase cada voto por escrito, con el fin de incrementar la fuerza del
veredicto. La mayor parte de los 90 pareceres consagrados coincidieron en el
propósito de dar al fuego el retrato al final de una generosa y variopinta serie
de ignominias. Entre los preliminares propuestos hubo quienes se declararon
a favor del fusilamiento, quienes abogaron por pisoteos y escupitajos, y
quienes prefirieron el ahorcamiento, el descuartizamiento, el
despedazamiento, el degüello, los lanzazos o el pregón por las calles a lomo
de burro. En cuanto al destino de los despojos, varios pidieron darlos al
viento, otros al agua del Gualí (uno de los ríos de la población) y alguno a un
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muladar. Al final, los vecinos estamparon sus firmas para validar el acta y las
autoridades locales nombraron diez alféreces para financiar la “solemnidad”
y otros dos para dirigirla 29 . La ceremonia se celebró el 19 de diciembre con
“regocijo general” y en “desagravio” de los “males irrogados” al vecindario
por los funcionarios de Fernando VII, y de ella se dio debida cuenta a la
Secretaría del Interior 30 .
Este documento ofrece indicios importantes para imaginar el probable
desarrollo de las funciones regicidas del interregno. Lo primero que llama la
atención es que la decisión del tormento más apropiado para infligir al retrato
del rey fue tomada democráticamente por los vecinos principales de la ciudad
de Mariquita en medio de un cabildo abierto. La ausencia de toda disidencia
en el curso del proceso era de esperarse, pues en una ocasión semejante
resultaba en extremo difícil oponerse abiertamente a la voluntad del
vecindario. Lo que se nota, más bien, es lo contrario: el ejercicio consistía,
por su naturaleza misma, en una ostentación del compromiso revolucionario
y patriótico frente a los pueblos comarcanos y las autoridades del Estado, y
en esa medida suscitaba un movimiento de radicalización según el cual cada
vecino buscaba mostrarse en sus votos al menos tan firme y convencido
como los preopinantes. No en vano, la ejecución simbólica de Mariquita fue
debidamente asentada en un acta, cuyo original se remitió a la sede del
gobierno en Bogotá 31 . Se trataba entonces de una operación tendiente no solo
a afirmar el espíritu público local, sino también, en buena medida, a captar la
aprobación de figuras exteriores.
Podría decirse que el acta de Mariquita corresponde a un período diferente
al interregno y que por tal motivo no debe tomarse como una fuente certera
para comprender las ceremonias regicidas que tuvieron lugar antes de 1816.
La objeción merece ser tenida en cuenta. No obstante, a favor del paralelo
parecen jugar, por una parte, los rasgos compartidos por las ceremonias del
primer y el segundo momento de la revolución y, sobre todo, la publicidad de
la ceremonia y el tipo de insultos propinados al retrato. ¿No puede estimarse
acaso lícitamente que con el ahorcamiento y la incineración del real busto el
cabildo de Mariquita buscaba suscitar una reacción favorable y de probada
eficacia en las autoridades superiores? Quizás el escaso número de ejemplos
de ejecuciones de retratos durante el período colombiano pueda explicarse
por un cambio de sensibilidad: probablemente las contadas manifestaciones
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de que se tiene noticia eran un anacronismo, una supervivencia de una
práctica común en el interregno. También cabe la posibilidad de que se
tratase de demostraciones populares espontáneas inmediatas al desalojo de las
tropas reales y que la mayoría de ellas no hayan dejado rastro 32 .
La abundancia de los regicidios simbólicos del interregno parece hallar
también una confirmación tardía en las diversas ceremonias que tuvieron
lugar en la República de Colombia en el momento en que se hacía
irremediable la ruptura entre Simón Bolívar y Francisco de Paula Santander,
como resultado de la revolución de José Antonio Páez y de la promoción
fallida de la Constitución boliviana. El cuchillo, el fusil y los monigotes
volvieron a resurgir casi naturalmente entonces en medio de nuevas
conmociones, como si se tratara de un acto reflejo. Así, en Mompox en 1827,
el retrato del vicepresidente Santander fue apuñalado “casi a presencia de
Bolívar”. Por aquellos mismos días, el Libertador y el general Urdaneta
instaron a los vecinos de Cerinza y Rionegro a borrar los letreros de “Calle
Santander” con que habían bautizado sendas vías de sus pueblos y, poco
después, algunos militares quisieron pasear en vano las estatuas del
vicepresidente y sus amigos en una “función ignominiosa” por los lugares
más concurridos de Bogotá. Ya en 1828, Manuela Sáenz organizó una
reunión en la que ella misma, así como un edecán y el médico personal de
Bolívar, ejecutaron por turnos una estatua que representaba a Santander 33 .
¿Sorprenderá acaso que en septiembre de dicho año se haya ejecutado sin
éxito un atentado contra la persona de Bolívar, asimilada por muchos a un
tirano, y que en mayo de 1830 dos grupos de jóvenes fusilasen también los
retratos del Libertador que se hallaban, respectivamente, en el Colegio San
Bartolomé y en la sala de la corte marcial? 34
De más está decir que el gesto iconoclasta se prolongó más allá del período
independentista. Así lo demuestra la destrucción en 1849 de los retratos de
los conocidos líderes del Partido Conservador Rufino Cuervo y Mariano
Ospina, a manos de los estudiantes que apoyaban el gobierno reformista del
general José Hilario López. Los lienzos, que se encontraban en el salón de
grados de la universidad, fueron acometidos con violencia por los jóvenes,
que les picaron los ojos, “dándoles bayonetazos y degollándolos” 35 . Tan
común era la destrucción de los retratos durante las contiendas civiles que
tras el fallido asedio liberal a Cartagena en 1885 se consideró como
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milagroso que sobreviviera sin rasguños el de Rafael Núñez que había en El
Cabrero 36 . En 1909, tras la renuncia del general Rafael Reyes, el retrato suyo
que se encontraba en el Jockey Club, en Bogotá, fue descolgado y lanzado a
la calle hecho pedazos 37 .
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UNA CRONOLOGÍA INCIERTA
Así como es imposible hacerse una idea aproximada del número de
asesinatos rituales de Fernando VII en el Nuevo Reino de Granada, no hay
tampoco datos que permitan establecer una periodización más o menos
confiable. No obstante, algo que puede darse por descontado con respecto a
los regicidios del interregno es que ellos son parte de la progresiva
radicalización de la revolución. Como se sabe, en un principio el movimiento
separatista lo fue con respecto a la Regencia de Cádiz y no a Fernando VII o a
la casa real reinante. Ello quiere decir que con la creación de las juntas de
1810 las imágenes regias no pudieron ser víctimas de la destrucción masiva
porque continuaban siendo veneradas como símbolo de la lealtad de los
súbditos americanos, del lazo que los unía a sus hermanos españoles y de la
soberanía que los nuevos gobiernos colegiados administraban en depósito. Se
notan sí desde muy temprano ataques aislados a los símbolos reales,
originados en iniciativas particulares más que en políticas propiamente
dichas. Según un fraile que fue desterrado de Cartagena a comienzos de
1811, algunos habitantes del puerto habían arrojado “la cucarda de Fernando
7º”, llegando incluso a pisarla “en medio de la calle, poniendo en su lugar
‘Patriotismo’, y es voz común y pública que algunos infames han sacado los
ojos y picado con alfiler un lienzo de nuestro adorado soberano” 38 . Del
mismo modo, en Santiago de Chile el cierre de la Real Audiencia, en abril de
1811, provocó la destrucción de un escudo de plata con las armas reales que
se hallaba en la sala del alto tribunal,
adonde concurrían a sus sesiones los que componían la junta insurgente: un día que se juntó
porción de pueblo exclamó D. Nicolás Matorras, diciendo en alta voz, “hasta cuándo ha de existir
aquí esa señal de nuestra antigua esclavitud. Doy mil pesos por ella para extinguirla”. Tuvo mucha
aceptación su propuesta, y accediendo a ella los de la Junta, se las entregaron, habiendo ido a parar
la corona al convento de la Merced por regalo que hizo de ella Matorras, la que fundieron los
religiosos y amonedaron. El escudo ha parecido en poder de la viuda hecho mil pedazos 39 .
La transformación de las juntas en Estados soberanos tampoco debió cambiar
sobremanera la veneración acostumbrada, pues, aunque con cada vez mayor
frecuencia se pasase por alto la referencia expresa al monarca cautivo, no por
ello dejaba de ser el rey de España el fundamento de las nuevas comunidades
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políticas. El caso de la provincia de Antioquia es significativo a este respecto,
ya que, incluso después de haberse promulgado la segunda Constitución del
Estado, esto es, a mediados de 1812, el Supremo Tribunal de Justicia
continuaba considerando conveniente ordenar la concurrencia de sus
miembros a la iglesia en “los días del Señor D. Fernando VII” 40 . Del mismo
modo, los ayuntamientos de la provincia incluyeron entre sus gastos
ordinarios de ese año la celebración del onomástico del monarca 41 . La
Cámara de Representantes, por su parte, acordó en el mes de mayo festejar la
“San Fernando […] con los anexos de costumbre” y “funciones de tabla” 42 .
Y si bien el Senado rechazó la iniciativa, no por ello dejó de referirse al
príncipe cautivo en Valençay como al “rey del Estado” 43 . En tales
circunstancias, resulta difícil imaginar que las autoridades neogranadinas se
comprometiesen o alentasen la celebración de ceremonias regicidas. El caso
de Cundinamarca parece también indicarlo así, pues aún en 1812 “los retratos
de Fernando VII presidían en las corporaciones” 44 . Así mismo, existen
pruebas documentales que indican que fue solo en agosto de 1813 cuando la
bandera del rey cayó en desgracia y fue rasgada solemnemente con una
navaja en la catedral de Santa Fe 45 .
¿Cuándo tuvieron lugar entonces los asesinatos rituales de Fernando VII en
el Nuevo Reino de Granada? A pesar de que, como se ha dicho, no hay
documentos que permitan dar una respuesta concluyente, parece claro que el
auge de las ejecuciones regias no podía producirse antes de las declaraciones
de independencia absoluta. El caso de Venezuela así parece indicarlo, pues si
bien la Sociedad Patriótica promovió la destrucción de bustos y cuadros de El
Deseado en abril de 1811, el grueso de las ejecuciones simbólicas ocurrió allí
como consecuencia de la decisión tomada el 5 de julio 46 . Como se sabe, la
ruptura solemne con el monarca y la Península ocurrió en Cartagena a finales
de 1811; en Neiva, en febrero de 1812; en Cundinamarca y Antioquia a
mediados de 1813; en Tunja, en diciembre del mismo año; y en Popayán, en
mayo de 1814. Precisamente, la noticia de la declaración de independencia de
la principal plaza fuerte del Nuevo Reino provocó en Puerto Cabello tres días
de iluminaciones y ceremonias regicidas en las que se designó “verdugo” y se
hicieron “varios oprobios” al retrato de Fernando VII 47 . Del mismo modo, el
historiador Restrepo refiere que uno de los motivos que tuvo Juan del Corral
al promover la declaratoria de la independencia en la provincia de Antioquia
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fue “comprometer a los pueblos” para que sacudiesen “el temor y respeto
servil con que miraban a los reyes, creyéndoles seres superiores a los demás
hombres” 48 . Por ello, tras la ceremonia de renegación de la monarquía,
Corral ordenó a los curas de la provincia que durante la colecta de la misa no
mencionaran más el nombre del rey 49 . De manera consecuente, las tropas de
la provincia, que combatieron en el Valle del Cauca a las tropas realistas
enviadas desde Quito, promovieron la destrucción de los retratos del monarca
y de las armas reales 50 . En la provincia de Popayán, el Colegio Electoral y
Constituyente, al decretar la independencia a finales de mayo de 1814,
ordenó la siembra de un árbol de la libertad para conmemorar el
acontecimiento, así como la destrucción de “los retratos de los tiranos” y
demás “signos del despotismo” 51 .
Las autoridades de Cundinamarca habían procedido con mayor cautela, de
modo que no expidieron un decreto suprimiendo la “fórmula de la colecta de
la misa de pedir por la felicidad y triunfos del ejército” del rey hasta el 7 de
septiembre de 1813. En cuanto a la destrucción de las armas de la Corona en
los lugares públicos, la directiva debió aguardar hasta el 15 del mismo mes 52 .
Dos días después fue circulada la orden a los cabildos, los provinciales de las
diversas órdenes, los tribunales, los colegios universidades y los
gobernadores del arzobispado. Algunos funcionarios se habían apresurado a
borrar los símbolos de la monarquía desde el momento de la promulgación de
la independencia. Así lo había practicado, por ejemplo, el subpresidente de
Purificación, que aclaró haber echado por tierra desde esa fecha “todos los
retratos y signos representativos de las cadenas antiguas”. El rector del
Colegio San Bartolomé, por su parte, había mandado retirar los escudos que
había en la institución y los que portaban los estudiantes en las becas, mas
señaló que permanecían en la portada del edificio de las aulas (actual Museo
Colonial), por estar este bajo administración del supremo gobierno. En los
tribunales de Reposición y Apelaciones se habían separado ya antes del
decreto de septiembre las insignias reales de los solios donde se hallaban,
pero quedaba aún por demoler la de piedra que ornaba la fachada 53 . La
imagen del rey abundaba aún en el Estado de Cundinamarca a mediados de
1813 y no cabe duda de que comenzó a ser removida junto con las armas
reales tras la declaración de independencia 54 . ¿Fueron estas destrucciones
celebradas en funciones regicidas? Ningún documento aclara la cuestión. No
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obstante, hay indicios del reemplazo de los blasones y los retratos de los
monarcas santafereños por la imagen de una india como emblema de la
libertad americana 55 . Consta igualmente que para celebrar los triunfos de
Nariño en la expedición del sur, las autoridades de la villa de Honda
mandaron construir un carro donde se colocó un niño de corta edad
(¿ataviado como un indio?) 56 .
Tampoco hay duda de que la ruptura oficial de los vínculos con la
Península no significó por sí sola una transformación radical. En efecto,
cuando las tropas comandadas por Simón Bolívar se apoderaron de la ciudad
de Santa Fe en diciembre de 1814, existían aún en las salas de la Real
Audiencia varios retratos regios que fueron destrozados por la soldadesca. El
alcalde de primer voto tuvo a bien intervenir, logrando salvar varios cuadros
de reinas españolas 57 . Más aún, solo en julio de 1815 fueron removidos de la
pieza de la Contaduría de Cundinamarca los diez retratos de reyes y virreyes
que la adornaban, quedando otros tantos “claros muy indecentes de lienzo en
medio de la colgadura de damasco viejo” que cubría la pared 58 . El hecho de
que los europeos no comenzaran a ser encarcelados y desterrados como
enemigos del “sistema americano” sino hasta el segundo semestre de
1814[ 59 ] e incluso hasta bien entrado el año de 1815 parece confirmar
igualmente que las declaraciones de independencia no desencadenaron
instantáneamente una ola iconoclasta en el Nuevo Reino 60 . Ello guarda
relación con dos factores fundamentales. El primero es de índole interna; el
segundo, una consecuencia del desenlace de las guerras napoleónicas. En
efecto, tanto la consolidación de la federación de las Provincias Unidas, tras
la toma de Santa Fe, en diciembre de 1814, como el retorno de Fernando VII
al trono español hicieron posible, al tiempo que inevitable, la solución militar
del conflicto. En otras palabras, las ejecuciones simbólicas del soberano
español estarían ligadas al último bienio del interregno neogranadino, por
cuanto solo entonces se alcanzó un nivel claro de definición de la contienda.
Esta hipótesis se refuerza al examinar la tardanza con que el Congreso de
las Provincias Unidas de Nueva Granada fijó el pabellón y el escudo de la
confederación (26 de abril de 1814 y 22 de febrero de 1815,
respectivamente). El informe que el doctor José María Dávila redactó a
mediados de 1815 acerca de los esmaltes que convenían al blasón contiene
indicaciones precisas a propósito de la necesidad de “multiplicar la imagen
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expresiva de los derechos del pueblo”; esto es, de arraigar simbólicamente la
autoridad revolucionaria en la memoria de los neogranadinos. Según indicó,
con el fin de llenar tales objetivos, las armas debían tener usos y aplicaciones
idénticas a las que habían tenido las de la monarquía española. En
consecuencia, y por medio de la pintura y la escultura, debían distinguirse los
edificios públicos, las oficinas, los puentes, las obras de fortificación, etc. En
otras palabras, en la multiplicación del “sello nacional”, el gobierno
independentista había de hallar también en parte su consolidación 61 .
Desgraciadamente el informe del doctor Dávila no indica si en aquel
momento subsistían aún los viejos escudos de la monarquía a lo largo y
ancho del virreinato. En cualquier caso, aun cuando la mutilación se hubiere
generalizado ya en las fachadas y obras públicas –cosa que parece poco
probable–, la eliminación no equivalía a la sustitución afirmativa. En efecto,
la destrucción, por muy reiterativa y elocuente que fuera, no cerraba la puerta
a los equívocos, toda vez que dejaba subsistir un vacío por fuerza ambiguo.
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MATAR A UN REY AUSENTE
Isidro Vanegas al estudiar el “itinerario de distanciamiento” emprendido por
los neogranadinos durante la revolución con respecto a la figura regia
propone distinguir tres momentos: el fernandino (1808-1810), que tuvo lugar
en el momento inicial de la crisis y se caracterizó por el entusiasmo lealista y
la continuidad del monarca como encarnación y garante del orden; el de la
radicalización revolucionaria, durante el cual se pasó de un reconocimiento
condicionado de Fernando VII en 1810 a asociarlo naturalmente con el
despotismo y a degradarlo como un “rey de palo” o un “rey imaginario” hacia
1813-1814; y el de los años de la Restauración, en que se hicieron esfuerzos
vanos por recuperar el lugar trascendente que había ocupado el príncipe antes
del estallido de la revolución 62 .
En tal contexto, ¿qué significaba en 1815 o en 1816 en el Nuevo Reino de
Granada asesinar en efigie al monarca español? ¿Por qué razón en un
momento dado la revolución engendró aquella práctica? ¿Qué puede ella
enseñarnos sobre el proceso independentista y sobre la última fase del
interregno, de la que tan pocos rastros quedan en los archivos? ¿Cómo
explicar el inevitable vínculo que teje con la Revolución francesa y la
ejecución de Luis XVI?
Para una población que desde hacía tres siglos crecía y moría en
respetuoso vasallaje y en la obediencia política, la irrupción de un gobierno
sin monarcas podía parecer un despropósito. Los sucesivos juramentos que
las autoridades revolucionarias habían exigido de los timoratos habitantes del
Nuevo Reino constituían una manera efectiva de relajar progresivamente su
fidelidad y de alejarlos poco a poco de sus creencias habituales. Como la
adhesión se hacía invocando a la divinidad, toda falta equivalía a incurrir en
un perjurio. Así, pues, la confrontación entre las dos majestades era
claramente lesiva a la temporal. Con todo, los nuevos rituales, la invención
institucional, el brillo de las autoridades recién creadas o los atractivos grados
de la milicia reformada no bastaban para asegurar la transformación, que
implicaba, cuando menos, un camino tortuoso. En las circunstancias arduas
de una guerra prolongada que no podía más que degradarse en un futuro
próximo, fue preciso emprender por fin una lucha menos tímida contra el
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prestigio plurisecular de la figura del rey. Y como la representación por sí
sola era una “maquinaria capaz de producir obediencia por fuera de toda
compulsión” 63 , las ceremonias de ejecución de los retratos de Fernando VII y
de sus antecesores representaban un instrumento eficaz no solo para marcar
claramente la irreversibilidad de la transformación política, sino también para
propinar una sacudida brutal a las persistentes costumbres y prácticas del
vasallaje, y a los temores que continuaba inspirando su infracción.
Más allá de su función política y de su poderoso efecto sobre las masas, las
ceremonias de asesinato simbólico del soberano dan cuenta de la
radicalización de la revolución neogranadina justo antes del arribo del
Ejército Pacificador. Como se ha visto, desde mediados de 1810 El Deseado
había servido de fundamento a las juntas y Estados fundados en el Nuevo
Reino. En menos de cinco años se había hecho imperativo no solo renegar de
la antigua adhesión, sino también destrozar la imagen venerada al comienzo
de la crisis monárquica con tanto patetismo. El procedimiento de incinerar
retratos de reos ausentes o de quemar las obras prohibidas era una usanza
antigua y socorrida por las justicias de Europa y América. Sin embargo, si
bien estaba emparentado con tales prácticas, el gesto regicida neogranadino
tenía también un significado diferente, pues recordaba sin ambigüedades el
suplicio de Luis XVI, a comienzos de 1793. Esta elocuente reivindicación de
la Revolución francesa en uno de sus aspectos más polémicos es sorprendente
e intempestiva, sobre todo porque justamente entonces comenzaba la era de
las Restauraciones.
Con todo, a diferencia de los parisinos, los revolucionarios de las
diferentes poblaciones neogranadinas no ejecutaron a un hombre de carne y
hueso, sino a un rey ausente, en su efigie. La especificidad de su gesto reside
precisamente en el carácter simbólico de su radicalismo: una cosa es juzgar al
soberano, llevarlo al cadalso y cortarle la cabeza, y otra muy distinta fusilar o
quemar su retrato. ¿Qué sentido tiene entonces ejecutar repetidamente a un
monarca en pintura? Georges Lomné ha mostrado hasta qué punto la
presencia del rey en el Nuevo Reino de Granada era teatral y objeto
esencialmente de representación 64 . Simón Bolívar, como otros
revolucionarios, no desconocía esta peculiaridad, y señaló en un discurso
famoso las consecuencias negativas que había tenido para el triunfo de la
causa que defendía: en efecto, los habitantes de la Tierra Firme habían estado
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exentos de “la consideración personal que inspira el brillo del poder a los ojos
de la multitud, y que es de tanta importancia en las grandes revoluciones” 65 .
Allí donde la soberanía había sido tradicionalmente una imagen y una
colección de atributos, difícilmente hubiera podido hallarse una manera más
coherente de señalar su caducidad que atentando en forma violenta contra las
figuras pictóricas donde se encarnaba y reposaba la realeza. De los dos
cuerpos del rey (para aludir a un libro famoso), los neogranadinos solo
podían atentar entonces contra el político; esto es, aniquilar, no la persona
privada, sino la institución que aquélla representaba, o sea, la dignidad
supuestamente inmortal de su oficio 66 .
“Solo en sus imágenes el rey es verdaderamente tal”, ha dicho con razón
un historiador francés, indicando que la difusión de su efigie y la
omnipresencia de su reflejo pictórico lo convertían en retrato de su propio
retrato idealizado, es decir, en soberano absoluto. Esta transubstanciación
misteriosa, este efecto propiamente “eucarístico”, era lo que permitía que los
vasallos confundieran al hombre con el monarca y que el segundo sustituyera
al primero. El retrato del rey constituía entonces “el cuerpo sacramental del
monarca”, porque permitía la encarnación de la comunidad política 67 . En ese
sentido, podría afirmarse que las ejecuciones rituales de Fernando VII fueron,
más que un simulacro, verdaderas funciones en las que se buscó aniquilar una
creencia imprescindible para el funcionamiento del orden monárquico. A
diferencia, pues, de España, donde la imagen edulcorada del soberano creada
durante la guerra contra el Imperio napoleónico seguía intacta cuando aquel
emprendió su regreso desde Valençay 68 , es lícito suponer que en el Nuevo
Reino los repetidos regicidios simbólicos habían contribuido al desgaste de
su prestigio.
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USOS DEL RETRATO EN LA ESPAÑA DEL TRIENIO Y EN LA REPÚBLICA DE COLOMBIA
Así como tras el motín de Aranjuez, “en las más de ciudades y pueblos”
españoles se arrastró el retrato de Godoy por las calles 69 , el regreso de
Fernando VII al reino a finales de marzo de 1814 provocó no solo la remoción
popular de los ayuntamientos gaditanos en diversas provincias de la
Península, sino también ceremonias de quema de la Constitución, en las que
se aclamaba al rey y se paseaba su efigie en procesión por las calles 70 . Con la
llegada al año siguiente del Ejército Pacificador al Nuevo Reino cundieron
nuevamente los retratos del monarca, al tiempo que se destruían y borraban
“de los parajes públicos y oficinas todos los monumentos, inscripciones y
señales” que recordaban “el gobierno insurgente” 71 . A medida que
avanzaban las tropas realistas, se fueron celebrando las juras en las que
jugaba un papel fundamental el retrato del soberano, elaborado con premura
para ser colocado en no menos improvisados doseles de damasco 72 . En otros
lugares se emplearon imágenes regias que ciertos vecinos mantuvieron
escondidas, contraviniendo las órdenes de los revolucionarios. Tal fue el caso
de la ciudad de Buga, donde José Vicente Garrido conservó como una
reliquia hasta la entrada del Ejército Pacificador “el real busto y cuadro de
armas” 73 . En Santa Fe, la entrada de las tropas del rey se realizó con
“porción de arcos de triunfo” y “colocación pública de muchos retratos” de
Fernando VII 74 . Con el tiempo las poblaciones regicidas encargaron
simulacros más elaborados del Borbón, para cuyas recepciones los cabildos
organizaban esmerados festejos. El capitán Rafael Sevilla describió por lo
menudo en sus memorias la ceremonia celebrada en mayo de 1818 en Puerto
Cabello con motivo de la llegada de un retrato de Fernando VII: la efigie se
paseó en un carro triunfal por calles alfombradas de flores y en medio de
repiques de campanas, salvas de artillería y casas cubiertas de cortinas y
banderas españolas. Según escribió posteriormente el oficial realista, “el
contento, la solemnidad y el entusiasmo de aquel acto” eran tales, que
“hacían el mismo efecto que si el monarca en persona estuviese en Puerto
Cabello” 75 .
A mediados de 1819 idéntica fiebre se apoderó de los pueblos, aunque esta
vez el motivo que capturaban los pinceles era el Libertador, Simón Bolívar 76 .
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De manera paralela se renovaron los gestos iconoclastas contra las armas del
rey en los edificios públicos. Si bien he dado con pocos datos al respecto, el
caso de Popayán indica que estas desaparecieron con mucha rapidez. Al
parecer, al comenzar el año de 1822 solo quedaban en dicha ciudad ejemplos
de ellas en un convento y en una lápida en la catedral 77 . Los nombres de las
calles cambiaron también súbitamente, aun en los lugares apartados. En una
aldea antioqueña, por ejemplo, una recibió el nombre de “Calle del Odio a los
Tiranos”, otra fue bautizada como la “Calle de los Derechos del Hombre”,
otra se llamó “Calle de Morir o Ser Libre” y una más recibió el apelativo de
“Calle del Imperio de las Leyes” 78 . El 20 de marzo de 1822, el gobierno
general expidió un decreto ordenando que las armas de la república se
pusiesen “en piedra o pintadas en tabla sobre las puertas principales de todas
las casas y edificios públicos” 79 . El busto del monarca siguió circulando en
las monedas algún tiempo más, pues su desaparición dependía del desarrollo
de nuevos troqueles y de la acuñación de los modelos republicanos que
debían sustituirlas progresivamente 80 .
Georges Lomné ha llamado la atención sobre la extraña sustitución del
retrato del rey por el de Bolívar en las ceremonias públicas de Quito y Bogotá
tras la creación de Colombia 81 . Un examen somero de las actas que dan
cuenta de las celebraciones patrióticas en diferentes pueblos de la república
demuestra que se trató de un fenómeno generalizado, procedente de una
directiva del gobierno que fue acatada con presteza por las autoridades
locales. En cada caso, el retrato del Libertador fue costeado por vecinos
pudientes, llevado en procesión bajo dosel por las calles, instalado en un
teatro en la plaza principal y custodiado solemnemente por cuerpos de tropas.
El mismo esquema se repitió en lugares tan diversos como Guateque, Nóvita,
Zipaquirá y Carúpano 82 . Aunque el significado de tal exposición puede
parecer a primera vista paradójico, porque sugiere una continuidad casi
perfecta, otros detalles de los festejos indican claramente que se trataba de
una realidad bastante diversa. En Quibdó, en el baile que siguió a la liturgia
de la jura de la Constitución, no se observó “la etiqueta de la nobleza” y reinó
en cambio “la más fraternal igualdad” 83 . En Nóvita, en 1822, dos niños que
representaban a los antiguos indígenas rompieron ritualmente las cadenas con
que aquellos habitantes habrían sido agobiados por el régimen español 84 . En
Zipaquirá, el pueblo se presentó al tablado en que se custodiaba el retrato de
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Bolívar con hachas en la mano y se dirigió luego a la escuela de enseñanza
mutua 85 . Como se ve, en las ceremonias en las que a primera vista se podría
distinguir una continuidad sorprendente, se colaron elementos significativos
que rompían con el orden y las preeminencias antiguos, que subrayaban
partes importantes de la nueva retórica (como la oposición
esclavitud/libertad) o que incorporaban instituciones pertenecientes
innegablemente a los nuevos tiempos, como las escuelas lancasterianas.
Pero, ¿qué decir entonces de la persistencia del retrato en las
manifestaciones públicas? Para responder esta pregunta capital resulta muy
útil establecer una comparación con las ceremonias promovidas por los
liberales exaltados en tiempos del Trienio Liberal. La detallada
correspondencia del embajador de Francia en Madrid sugiere exactamente el
momento en que comenzaron en España las procesiones de las imágenes de
Rafael de Riego, líder del levantamiento de 1820. Al parecer, tal ceremonia
tuvo lugar por primera vez en Cádiz a principios de septiembre de 1821,
cuando el busto del militar fue paseado a través de las calles iluminadas 86 .
Pocos días más tarde, el retrato del héroe, llevado en Madrid a La Fontana,
incitó la lectura de discursos exaltados y al establecimiento de “escandalosas
comparaciones entre la moderación del héroe de la libertad y los actos del rey
antes y después del restablecimiento de la Constitución”. Al día siguiente, un
cortejo compuesto por una muchedumbre de curiosos y por 50 mujeres
furibundas paseó la efigie entre palmas y antorchas por el Prado y la Puerta
del Sol hasta encontrarse frente a frente con el general Pablo Morillo. Este
impidió entonces la prosecución de la marcha y buscó apropiarse de la
imagen, que resultó lacerada en el intento 87 . Las fiestas del 24 de octubre en
ciudades como Cádiz y Sevilla incorporaron también recorridos solemnes con
efigies de Riego, debidamente escoltadas y acompañadas con salvas y
luminarias 88 .
En síntesis, en la España del Trienio, como en Colombia, es fácil constatar
la existencia de procesiones cívicas en las que retratos de héroes
revolucionarios eran llevados en triunfo en ceremonias muy semejantes a las
que se estilaban en el antiguo régimen para honrar la figura del rey. ¿Por qué
hablar entonces de ruptura más que de continuidad? Por la pugnaz
reivindicación que entrañaba el gesto. En efecto, pasear el retrato de Bolívar
por todas las poblaciones del país durante las festividades nacionales era una
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manera de afirmar la transformación política y de adherir a las nuevas
instituciones. En el Libertador, más que al hombre, los ciudadanos loaban a la
república y la independencia, y proclamaban de manera elocuente la
defunción del rey como principio político. Ya en noviembre de 1820, cuando
justo después de la firma del armisticio entre Colombia y España, el oficial
patriota Diego Ibarra pudo pasar 24 horas en Caracas gracias a un pasaporte
de Morillo, las mujeres tuvieron la osadía de asistir al baile que aquél ofreció
con escarapelas tricolores o con el retrato de Bolívar adornándoles el
pecho 89 . De modo semejante, la imagen de Riego en la España del Trienio
actuaba ante todo como un “maniquí” del partido exaltado 90 ; si las
autoridades la veían con escándalo, era evidentemente porque en ella se veía
una amenaza de índole republicana.
¿Hubo en España ceremonias simbólicas de ejecución de Fernando VII? Si
hemos de limitarnos al testimonio del embajador francés en Madrid, la
respuesta es negativa. No obstante, es indisputable que en sociedades como
La Fontana de Oro hubo incitaciones directísimas al puñal y el regicidio 91 .
Es claro, así mismo, que la revolución no dudó en ultrajar la figura regia por
medio de caricaturas impresas que se vendían abiertamente en la capital. En
una de ellas (ilustración 5) se ve a Fernando con orejas de burro y el gorro de
la superstición como corona, hollando la Constitución y ocupando un trono
sustentado por la sangre de sus vasallos. En suma, un rey tonto, cruel e
inepto, guiado por pésimos consejeros (en la viñeta, un demonio y un cura
sanguinario). Estas imágenes, juzgadas como “infames” por los realistas 92 ,
atentaban claramente contra la majestad y contribuían, en consecuencia, a
desacralizar la figura del monarca y a lacerar la imagen ideal de su retrato. De
hecho, estos “reversos de la política de propaganda real” habían demostrado
ya su eficacia durante la Revolución francesa, donde habían jugado un papel
fundamental en la evolución de la opinión pública entre 1791 y 1793 y,
particularmente, en cuanto se refiere al destino del rey, cuya imagen, asociada
persistentemente a un cerdo, “creó las condiciones precisas para su acusación
y ejecución” 93 .
Una de las primeras biografías de Fernando VII ilustra el vínculo existente
entre la elaboración y la reproducción de un retrato infamante del rey y la
radicalización política. En ella se presenta al monarca español como hijo
ilegítimo de una reina disoluta, se afirma que de niño “era su diversión hacer
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mal y dar muerte a los pajaritos y demás animales” y se le acusa de uxoricida
y de parricida fallido. El libro está explícitamente dedicado a los pueblos del
Nuevo Mundo, que habían sabido quebrantar “los grillos de la servidumbre”
y podían encontrar en él razones para “odiar y despreciar al Tirano de la
Península, que, como Atila, Tiberio y Nerón se deleita en verter la sangre
humana”. El grabado que orna la biografía es un resumen elocuente de estos
rasgos, pues Fernando VII es presentado como una alegoría de la Inquisición
de España: a la cabeza de un ejército de fanáticos, blande un crucifijo y una
antorcha, mientras a sus pies una hoguera que empieza a arder amenaza con
cobrar la vida de un puñado de desdichados (ilustración 6) 94 .
ILUSTRACIÓN 5
AMAE, CPE, t. 714, ff. 244-247.
¿Causará alguna sorpresa saber que en la República de Colombia se
escenificó también una imagen esperpéntica del rey de España en los festejos
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públicos? Los barranquilleros, por ejemplo, imaginaron a Fernando VII en
1821 como a un viejo sin cetro ni corona que se desplazaba en un carro
desvencijado y gobernaba auxiliado por un gabinete desbordado por la
confusión 95 . Los periódicos colombianos publicaron también semblanzas
muy desfavorables al monarca, como la siguiente, insertada en un periódico
bogotano en el segundo semestre de 1822. Comenzaba esta recordando su
entronización
por uno de aquellos atentados poco frecuentes en la historia de los palacios, y de las naciones, que
si no pasó como Tulia sobre el cadáver ensangrentado de Servio Tulio, derribó a su padre, le puso
preso, insultó sus venerables canas, y clavó sobre su cuerpo la escala para subir al solio y coger el
fruto que las leyes y la naturaleza le vedaban aún; el que entregando la nación a huestes extranjeras
la abandonó para ir a arrojarse a Bayona a los pies de Bonaparte; el que abdicó sin honor un trono
que sin honor ni piedad filial había usurpado, el que se alistó gustoso entre los vasallos del invasor
de su patria, el que se complació en sus desgracias y derrotas, regocijándose con los triunfos de los
enemigos, el que rompió en Valençay las tablas santas de la ley fundamental formadas por los
representantes de su nación, el que despedazó este código mandando arrancarlo de en medio del
tiempo 96 .
Como se ve, el retrato ideal de Bolívar era inseparable de la caricatura
infamante del rey, así como la construcción de la imagen magna de Riego
suscitaba la desfiguración de los atributos de Fernando.
ILUSTRACIÓN 6
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Vida de Fernando VII, rey de España; o colección de anécdotas de su nacimiento y de
su carrera privada y política, publicadas en castellano por D. Carlos le Brun.
No obstante, antes de concluir es preciso indicar que la exaltación
desmedida de la efigie de los héroes republicanos o su ostentación por fuera
de determinadas liturgias y ceremonias cívicas despertaron fuertes
suspicacias en toda la América meridional, y fueron condenadas
enérgicamente por los publicistas liberales. Con respecto a Bolívar, ello
ocurrió evidentemente después de la batalla de Ayacucho y de la creación de
una república en el Alto Perú, regida, como se sabe, por un código que
instituyó la presidencia vitalicia. Fue en tal contexto que los redactores del
periódico bogotano El Zurriago criticaron el proyecto de labrar bustos,
práctica que consideraban contraria por naturaleza a las “instituciones
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liberales” de Colombia. En su opinión, aquel intento era tanto más nocivo por
cuanto aún vivía el hombre al que pretendían tributarse los honores. En otras
palabras, dedicar un monumento al presidente de la república era un
despropósito de tipo monárquico 97 . En Chile, donde la adopción de la
Constitución boliviana en ambos Perú y la celebración del Congreso de
Plenipotenciarios Americanos encendieron todas las alarmas, los periódicos
denunciaron insistentemente como un síntoma preocupante la acuñación de
monedas alusivas al Libertador en Chuquisaca o el porte de medallas de la
misma clase por parte de los principales funcionarios del gobierno de
Lima 98 . Había, pues, una didascalia propia de la efigie de los campeones de
la independencia.
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CONCLUSIONES
“La violencia es la última opción, es una opción, pero siempre es la última”.
Al pronunciarse de esta forma y luego de afirmarse profundamente
antimonárquico frente a las cámaras del programa Bestiari il·lustrat (TV3), a
comienzos de octubre de 2012, el escritor Jair Domínguez apuntó con una
pistola contra un cartel en el que aparecía una representación en tamaño real
del rey de España. A continuación se escuchó un disparo y se vio,
púdicamente, una salpicadura de sangre sobre una superficie lisa de cartulina.
El gesto, por supuesto, no pasó inadvertido: la directora de la emisión debió
dimitir y el video fue retirado de la página web del canal 99 . Como se ve, los
regicidios simbólicos no son cosa del pasado y si, para que sean efectivos,
deben ser públicos, no pueden cometerse sin escándalo allí donde todavía son
pertinentes.
En este capítulo se ha estudiado el fenómeno de las ejecuciones rituales de
otro monarca español hace doscientos años en el Nuevo Reino de Granada. A
pesar de que buena parte de los archivos del interregno ha desaparecido, los
documentos supérstites permiten afirmar que aquellas ceremonias fueron
frecuentes. En poblados, villas y ciudades principales, los retratos de
Fernando VII o sus antepasados fueron juzgados y condenados a suplicios
como la horca, la hoguera, el fusilamiento o el despedazamiento. Y si bien las
fuentes que poseemos no bastan para establecer claramente la magnitud del
fenómeno ni una cronología aproximada, nuestros conocimientos actuales
sobre la revolución neogranadina autorizan a perfilar ciertas conclusiones
parciales.
En primer lugar, parece haberse tratado de una práctica común que
trascendió las fronteras geográficas, de clase y condición. En efecto, entre los
sospechosos y los condenados a muerte durante la Restauración por haber
participado en los asesinatos rituales de Fernando VII se encuentran hombres,
mujeres, blancos, mestizos e indios de las provincias de Santa Fe, Tunja,
Mariquita, Neiva, Popayán y Antioquia. En segundo lugar, los regicidios
ocurrieron en lugares públicos, como las plazas mayores o las casas
consistoriales, y no es descabellado suponer que estuvieron precedidos por
reuniones en las que los vecinos principales decidían en común los tormentos
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que debían aplicarse a la figura del monarca. La motivación de tales
asambleas era, según puede presumirse, dar una muestra cierta de patriotismo
y fervor revolucionario a las poblaciones comarcanas, a la capital provincial o
a las autoridades de las Provincias Unidas.
En cuanto al momento en que debieron producirse tales manifestaciones,
los documentos consultados sugieren que, si bien desde fechas muy
tempranas comenzaron a tener lugar atentados contra las efigies de Fernando
VII o las de los miembros de su familia, la transformación de dichos hechos
(en un principio aislados, debidos a iniciativas privadas y limitados a
agresiones o tachas menores a los cuadros) en un fenómeno neogranadino y
en ceremonias propiamente regicidas no pudo producirse, a mi modo de ver,
antes de la radicalización de la revolución neogranadina. Para que tal cosa
ocurriera, eran imprescindibles las declaraciones solemnes de independencia
de España y la dinastía borbónica, requisito que no se cumplió en las
principales provincias del Reino (con excepción, claro está, de Cartagena)
antes del bienio de 1813-1814. Fue sobre todo a finales de este último año,
con el ingreso forzado de Cundinamarca a las Provincias Unidas de Nueva
Granada y la consecuente consolidación de las autoridades generales
revolucionarias en el Nuevo Reino, que se dieron las condiciones para
ejecutar simbólica y generalizadamente a Fernando VII. Ello ocurría de
manera paralela al retorno del soberano al trono español y coincidía con el fin
de las guerras napoleónicas. En suma, los acontecimientos internos y
externos llevaron a la revolución a un punto de no retorno: en adelante, la
independencia solo podría ser el fruto de un triunfo militar. La iconoclastia
revolucionaria neogranadina es una de las manifestaciones de aquella
coyuntura.
¿Qué significa matar a un rey ausente? La ejecución en pintura, como se ha
visto, era tanto un síntoma de la radicalización de la revolución como una
muestra del compromiso revolucionario de las diferentes poblaciones y
vecindarios. En un reino donde el monarca había sido literalmente una
figurilla bajo dosel, la depreciación que obraban los insultos y el
aniquilamiento que cumplían el cuchillo, las llamas o las balas constituían
una innegable osadía, entre otras cosas, por el parentesco que establecían con
el acto jacobino del 21 de enero de 1793. A ese propósito cabe recordar que
una serie de atentados iconoclastas precedieron las ejecuciones de Luis XVI y
María Antonieta, y que estas para surtir cabalmente efecto suscitaron una
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seguidilla de réplicas simbólicas 100 , porque los ciudadanos en la capital y en
las provincias deseaban tomar parte en el acontecimiento y porque su
participación misma era necesaria para acabar con una monarquía
omnipresente.
No obstante la difundida práctica de los regicidios simbólicos en el Nuevo
Reino, las efigies regias resurgieron profusamente entre 1815 y 1816 para
desaparecer tras la campaña “libertadora” y convertirse –cuando más– en
objetos de museo (ilustración 7). Este ciclo resume de manera contundente la
Restauración neogranadina. La posibilidad de convertir los sucesos
revolucionarios en un paréntesis anómalo dentro de un devenir secular se
hizo añicos cuando la figura esperpéntica de Fernando VII carcomió la
majestad del viejo y respetado simulacro. No todo fue, sin embargo, resultado
de la putrefacción. El retrato regio sucumbió también ante los embates de un
nuevo ícono que encarnaba a la república y a la revolución, y que
representaba el punto final de una experiencia traumática bajo los intrigantes
atavíos de Libertador. ¿Cómo explicar el surgimiento de tal título y qué
consecuencias trajo consigo? A la respuesta de estos interrogantes está
dedicado el último capítulo de este libro.
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ILUSTRACIÓN 7
Retrato de Fernando VII, Museo Histórico Nacional de Chile.
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CAPÍTULO 7
¿QUÉ ES UN LIBERTADOR?
¿Existe, pues, en las repúblicas este poder anterior al pacto constitucional?
Nosotros respondemos que sí, cuando los Estados republicanos se han
constituido después de una larga guerra de independencia y de conquista
[…]. Uno solo se cree el autor de la redención universal, porque a su frente
los pueblos han triunfado de la antigua tiranía, sin pensar que una masa de
hombres que proclama la libertad, hallará mientras dure su ardor un
campeón que la conduzca a la victoria.
Fe política de un colombiano, Bogotá, S. S. Fox, 1827, pp. 18-19.
Si el restablecimiento de la autoridad fernandina en la Nueva Granada fue
mucho más que cadalsos, resulta del todo impropio analizar la consolidación
republicana en términos de “liberación”, simplificación extrema del proceso
en el que solo se distinguen tres tipos de actores: subyugados, déspotas y
libertadores, entendiendo por estos un reducido grupo de hombres ajenos a la
ignominia general y únicos responsables del fin de la injusticia. El título se ha
banalizado tanto que ha terminado por convertirse en una manera de referirse
a cada uno de los grandes caudillos de la guerra de independencia. Así, en
Venezuela, Colombia o Ecuador equivale por antonomasia a Simón Bolívar;
en Chile se transformó en el segundo nombre de Bernardo O’Higgins, y en
Argentina o Perú en el de José de San Martín. Pero, ¿cómo se produjo tal
identificación? Y más importante aún, ¿qué significaba en un principio? Con
la ayuda de periódicos y fuentes manuscritas, el objetivo de las páginas
siguientes es desandar el camino de la confusión semántica, mediante el
estudio pormenorizado del caso de la Tierra Firme. El trascurso resalta la
importancia de la Restauración en el surgimiento del ícono bolivariano y su
impronta imperecedera en la forma que adquirió la experiencia republicana
en la Tierra Firme.
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EL CULTO A BOLÍVAR
En Colombia no existe ninguna investigación consagrada exclusivamente al
estudio de los orígenes, la consolidación y las mutaciones decimonónicas del
culto a Bolívar. No obstante, hay elementos dispersos que permiten entrever
las coordenadas principales de aquella parábola secular. En su tesis doctoral,
Georges Lomné analizó el surgimiento de la liturgia bolivariana
confrontándola con el ceremonial monárquico, tal y como se practicó en
Quito y Santa Fe a partir de la entronización de Carlos IV. De tal ejercicio
surgió una conclusión paradójica: los tópicos retóricos, los cánones pictóricos
y el aparato ritual son, en uno y otro caso, esencialmente los mismos. Con
todo, la apropiación colombiana del esquema consagratorio de los últimos
Borbones significó una ruptura fundamental, pues la ausencia perpetua del
rey o su presencia meramente pictórica (o vicarial, mediante su encarnación
en su alter ego, el virrey), fue sustituida a partir de 1819 por un hombre de
carne y hueso que, a más de aprovecharse del viejo dispositivo, gozaba del
“suplemento de eficacia” que confería su presencia humana. Además de
señalar esta continuidad aparente y de subrayar los legados monárquicos que
permitieron la edificación del culto a Bolívar, Lomné esbozó también sus
primeras evoluciones, resaltando, por ejemplo, la importancia del año 1819 y
de la “geometría política forjada el año anterior en Angostura”. Así mismo,
indicó que para 1825 los simulacros militares con que solía festejarse el
aniversario de la batalla de Boyacá empezaron a ser vistos con desconfianza
por hombres importantes del régimen, y señaló que dos años más tarde el
aniversario del Libertador opacaba ya las “fiestas nacionales” de la República
de Colombia 1 .
El libro de Sergio Mejía sobre la Historia de la Revolución de José Manuel
Restrepo provee otras pistas, por cuanto consagra un capítulo entero al
tratamiento que en ella se hace de las ideas y acciones de Simón Bolívar.
Publicada por vez primera (aunque de manera parcial) en París en 1827, y en
su versión definitiva en Besanzón en 1858, la obra estaba llamada a jugar un
papel relevante en la percepción tradicional del máximo héroe de la
contienda. Mejía recuerda que por haber sido escrita en vida de Bolívar por
un hombre que se desempeñaba en el gabinete de la República de Colombia
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como secretario del Interior, la Historia es, de manera inevitable (aunque no
exclusivamente), expresión de subordinación y deferencia, así como de
compromiso con el proyecto estatal colombiano. Mejía arguye, así mismo,
que la historia de Restrepo empleó la figura de Bolívar como principio rector
de la narración y como principal recurso retórico, y ello con un triple
propósito: como centro de la revolución y de la república, daba coherencia a
los acontecimientos; como modelo carismático, facilitaba la aceptación
popular del sistema liberal; y como héroe republicano, servía de sanción a la
revolución y a su grupo dirigente. En cuanto al contenido, Mejía afirma que
Restrepo se ciñó en lo fundamental a la versión de la revolución librada por
el mismo Bolívar en sus cartas, decretos y partes de batalla (o por los
subordinados de este en los periódicos afines al régimen), traduciéndola, no
obstante, al lenguaje de la historia y dando sistematicidad a su aparato de
justificación 2 .
Si bien no se cuenta con ningún estudio minucioso sobre la recepción
inmediata de la obra de Restrepo, todo indica que ella llegó en un momento
intempestivo, pues para 1828 la gloria de Bolívar se desmoronaba
apresuradamente y la República de Colombia vivía ya su prolongada agonía.
En el mismo sentido, Isidro Vanegas ha mostrado convincentemente cómo la
Historia de la Revolución estuvo lejos de constituir un canon intelectual para
los publicistas del siglo XIX, subrayando también el hecho de que los relatos
construidos por los partidos políticos en dicha centuria acerca de la génesis
de la nación se distanciaron de la idea de Bolívar como “demiurgo de la
república” 3 . Es claro que en 1850 uno de los puntos de divergencia entre los
nacientes partidos Conservador y Liberal era precisamente el relativo al
caraqueño, pues mientras los miembros del primero enaltecían su memoria,
los del segundo lo odiaban y aun algunos de ellos se divertían tirándole
balazos a su estatua “desde las tiendas de la galería de la casa municipal” 4 .
En tiempos de la Convención de Rionegro (1863) persistía el descrédito
bolivariano entre los liberales, como lo demuestran los comentarios de
Salvador Camacho Roldán acerca de Tomás Cipriano de Mosquera,
asimilado al Libertador por cuanto se le prestaban ambiciones dictatoriales 5 .
¿Cuándo comenzó entonces el culto a Bolívar en la Nueva Granada? A juzgar
por un artículo de David Bushnell sobre las primeras emisiones filatélicas, tal
cosa habría sucedido muy tardíamente. En efecto, es clara la renuencia de los
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radicales a reproducir en los sellos postales el rostro de cualquier prohombre
vivo o muerto, así como el interés de la Regeneración (1886-1903) en
promocionar la figura de Bolívar y en resucitar el bolivarianismo 6 . En ello
coincide Marco Palacios, quien ha referido cómo Rafael Núñez y Miguel
Antonio Caro reinventaron un Bolívar autoritario que como padre de la patria
poco tenía que ver con la revolución y mucho con la Constitución boliviana y
la dictadura de 1828[ 7 ].
A diferencia de lo ocurrido en Colombia, en Venezuela existen desde hace
más de 50 años investigaciones fundamentales sobre la heroización del
Libertador. En 1966 Germán Carrera Damas buscó explicar en un libro hoy
célebre la omnipresencia de la figura de Bolívar en Venezuela y describió la
proyección de los “valores derivados de la figura del héroe sobre todos los
aspectos de la vida” de aquel país en términos de segunda religión, cuya
liturgia asumían los gobiernos sucesivamente. ¿Cuándo surgió el culto y cuál
era su sentido? Si bien Carrera señaló –sin mayores precisiones– que se había
gestado durante la contienda independentista misma, el año verdaderamente
relevante para él es 1842, cuando la repatriación de los restos mortales del
caudillo marcó el fin definitivo de los denuestos con que desde 1826 se había
descalificado su figura. En cuanto al sentido del culto, Carrera lo describió
como una “necesidad histórica” y como “un recurso ideológico” que buscaba
compensar el desaliento causado por las promesas incumplidas de la
independencia. El culto a Bolívar significaba, pues, ante todo el consuelo de
un pasado glorioso que servía como “posición de repliegue” 8 . Más
recientemente, Elías Pino Iturrieta prolongó el estudio del culto a Bolívar en
Venezuela hasta las exacerbadas manifestaciones chavistas de hogaño y
demostró la existencia temprana (1832) de una “basílica iletrada”, esto es, de
una decidida y espontánea participación popular y pueblerina en la
edificación de lo que terminaría por convertirse algunas décadas más tarde en
una “religión nacional”. Así, por ejemplo, y sin requerir de ninguna
conminación de las autoridades, ya para entonces efigies del héroe eran
paseadas con fervor en rogativas destinadas a aplacar la furia de la
naturaleza 9 .
Entre la aparición de una y otra obra fue publicado un libro fundamental
para el cometido de este capítulo: De la patria boba a la teología
bolivariana, de Luis Castro Leiva. En primer lugar, este contiene una crítica
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certera al libro de Carrera, acerca del cual recuerda que si bien logró desvelar
exitosamente los sórdidos móviles politiqueros agazapados tras el culto, no
dejó por ello de verlo con buenos ojos en una misteriosa vertiente popular
(“Bolívar del pueblo”). La entronización del ideal persistía, pues, a pesar de
todo. Por ello, se requería, en opinión de Castro Leiva, un cambio de actitud
radical: como antídoto de la recitación ad nauseam del supuesto ideario
bolivariano, elevado a la condición de credo nacional, acometer una
meticulosa tarea de “recuperación conceptual”, es decir, una reconstrucción
del “código lingüístico” y de los supuestos intelectuales de la época
independentista. Solo así podría abandonarse la “explicación ideal universal”
(la vida de Simón Bolívar como filosofía de la historia política de Venezuela)
para adentrarse en la “particular reconstrucción del contexto intelectual que
hizo posible que el individuo que fue Simón Bolívar se pensase a sí
mismo” 10 .
En el libro en cuestión, Castro Leiva dio un magnífico ejemplo de su
propuesta metodológica, al señalar la ocurrencia de un cambio fundamental
en el pensamiento revolucionario en Venezuela tras el desplome de la
segunda república (1814). La libertad, concebida como fruto de la razón y el
consentimiento, pasó a ser vista entonces en términos voluntaristas como un
resultado de la virtud. Un foso separó en adelante a un puñado de iluminados
de la abrumadora mayoría de la población, aquejada por vicios inveterados.
Se impuso así un “sistema de tutelaje” y una “teoría de la dictadura moral”,
según los cuales los pueblos estúpidos podían y debían ser redimidos por la
fuerza 11 .
En síntesis, mientras que en Colombia escasea la producción
historiográfica en lo relativo al culto bolivariano, en Venezuela se han
publicado estudios relevantes que se concentran en el período posterior a
1842. De este modo, y con excepción del libro de Georges Lomné, se han
dejado de lado los orígenes del fenómeno, que constituyen el foco del
presente texto, y que serán analizados a través del surgimiento y las
mutaciones de la condición de “libertador”. ¿Cuándo, en qué sentido y a
quién se atribuyó tal título en la Tierra Firme? Siguiendo la pista develada
por Castro Leiva, las páginas siguientes corroboran la aparición de una
fractura fundamental en las concepciones políticas de los revolucionarios. No
obstante, si bien en Venezuela ella es visible en sus primeras manifestaciones
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en 1813, en la Nueva Granada el quiebre se produjo de manera más tardía
como consecuencia de la Restauración. Por obvias razones, antes de abordar
tal coyuntura, es preciso examinar la cuestión durante el interregno. Y, puesto
que los actores fundamentales fueron entonces las entidades provinciales, se
repasarán primeramente tres de aquellos casos.
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CARTAGENA, CUNDINAMARCA Y ANTIOQUIA
La consideración de “libertador” no es una aparición concomitante con el
estallido de la revolución. En efecto, antes del segundo semestre de 1813 es
raro hallarla en los papeles públicos para referirse a un ejército o a un grupo
de hombres insignes, y no hay rastro de ella como título duradero de un
caudillo sobresaliente. En la Gazeta de Cartagena, por ejemplo, se habla
antes de tales fechas indistinta y escasamente de “libertadores”, “redentores”
o “regeneradores”, y en cada caso para referirse a la generalidad de los
habitantes del Estado o al Nuevo Reino en su conjunto, en vista del
compromiso de uno y otro en desalojar a los regentistas de Santa Marta,
Riohacha o Venezuela 12 . De manera concordante, es notable la insistencia en
los peligros que conllevaba la ambición aristocrática y la denuncia de los
“vanos proyectos de engrandecimiento” de “ciertos magnates”, plural postizo
que encubre realmente una descalificación a Antonio Nariño. En las
columnas de la gaceta cartagenera, el modelo de gobierno central es criticado,
en consecuencia, como auspiciador nato de tiranos y caudillos, mientras que
la república federativa de pequeños Estados es alabada como una garantía
capaz de preservar la asociación ideal de “seres inteligentes”, ligados “por
pactos para procurar su felicidad” y presidida siempre por “jefes de corta
duración” 13 .
Desde mediados de 1813, sin embargo, un cambio se perfila en la prensa
local, anunciado por la publicación sin comentarios de boletines y proclamas
del “Ejército Libertador de Venezuela” 14 (significativamente, tal apelativo
fue evitado con cuidado aun en 1814 por los cuerpos militares neogranadinos
que combatían en Popayán, “Ejército del Sur” 15 , y en Santa Marta, “Ejército
del Magdalena” 16 ). De manera paralela, la Cámara de Representantes de
Cartagena recomendó el 10 de junio la centralización de los ramos de
Hacienda y Guerra y el depósito del gobierno general en un jefe supremo
asistido de dos consejeros 17 . En consecuencia, el periódico oficial de la plaza
comenzó a abogar por una concentración del gobierno neogranadino (cuando
no por la unión pura y simple con Venezuela): en opinión del redactor, era
conveniente hacerlo enérgico, simplificando los de las provincias y
abandonando las disputas inanes sobre las instituciones más convenientes,
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que no podían ser sino las que produjeran “más soldados”. La ruptura no
podía ser más grande: los prejuicios contra el sistema central y los militares
habían comenzado a ceder y los grupos de poder local, vistos unos meses
atrás como sostén virtuoso de la república, comenzaron a ser descalificados
como “focos de discordia y división” 18 .
Al cabo, la retórica de los revolucionarios venezolanos terminó por
permear la mentalidad y las actitudes locales. El 14 de marzo de 1814, por
ejemplo, la Cámara de Representantes del Estado de Cartagena creó un
archivo público para honrar a los ciudadanos que se distinguiesen en “la
carrera de la independencia americana”: en grandes cuadros de vara y media,
dispuestos en el salón de sesiones de la asamblea, se inscribirían en adelante
sus nombres en letras de oro 19 . Al día siguiente, la legislatura ordenó
inaugurar la galería con la invocación de Simón Bolívar, cuyo título de
“Libertador de Venezuela” avaló, como “hijo benemérito de la patria” 20 .
La celebración oficial de un grupo escogido de revolucionarios, los votos
expresados por una pronta reforma de las instituciones federativas y la
valoración abierta del ejército (a lo que podría agregarse la generalización de
la institución dictatorial 21 ) eran en buena medida una respuesta a la
definición creciente del escenario europeo: la derrota de Napoleón, el retorno
de Fernando VII al trono español, la disolución de las Cortes y la derogación
de la Constitución de Cádiz desvanecieron toda posibilidad de arreglo y
enfrentaron a los revolucionarios con la perspectiva ineludible de una guerra
contra la metrópoli. En suma, el despunte de la calidad de “libertador”
obedece también a una difícil coyuntura que complicaron aún más la derrota
de Antonio Nariño en Pasto y la disolución de la segunda república de
Venezuela.
La evolución esbozada para Cartagena, ¿es acaso válida para el resto del
Nuevo Reino? Para responder a tal interrogante es preciso examinar con
atención el devenir de otros Estados neogranadinos y, en primer lugar, el de
Cundinamarca, a través de su gaceta oficial. Hasta 1813, cuando comienzan a
reproducirse documentos relativos a la campaña de Venezuela, las menciones
a la consideración de “Libertador” son aun más raras que en el caso de
Cartagena. Ciertamente, al concluir exitosamente la campaña contra la
regentista Popayán en 1811, las armas de las ciudades del Valle del Cauca
fueron llamadas “libertadoras” 22 . Del mismo modo, Antonio Baraya, que
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comandó las tropas de Santa Fe que allí combatieron, recibió un escudo que
traía en el envés el mote “Libertador de la provincia de Popayán” 23 . No
obstante, el militar nunca volvió a ser designado de tal forma en la gaceta,
como si se tratara de un honor perecedero.
¿Cómo explicar este pudor? En primer lugar, porque los enemigos que
enfrentó con posterioridad militarmente el Estado eran ante todo provincias
sobre cuya adhesión a la causa americana no cabía la menor duda (Tunja,
Socorro y Pamplona). En consecuencia, y puesto que mal hubieran podido
asimilarse a siervos oprimidos, se trataba, más que de guerras de liberación,
de guerras civiles (y así se las designa). En segundo lugar, porque Antonio
Nariño fue acusado una y otra vez de abrigar ambiciones tiránicas –y aun
monárquicas 24 –, de modo que revestirlo de cualquier título no podía más que
alimentar aquellos incómodos rumores. De ahí que la gaceta ministerial solo
se refiera a él como “señor”, “excelentísimo señor”, “presidente” o “general
en jefe del Ejército del Sur”, evitando puntillosamente mencionar hasta 1814
aun su persistente título de dictador. Algo semejante sucede con las tropas de
Cundinamarca, a las que no aluden los documentos oficiales ni la gaceta sino
como “expediciones” o “ejércitos” (“de Ocaña”, “auxiliadora de Vélez”, “del
Norte”, “auxiliar al sur”, “al Magdalena”…), independientemente de dónde y
contra quién obraban. En concordancia con estas concepciones, al recibirse
en Santa Fe la noticia del triunfo de Calibío, que significó nuevamente el
desalojo de las tropas regentistas de la ciudad de Popayán, una procesión
celebró a Jesús como responsable del triunfo y como caudillo del Estado 25 .
No obstante, a partir de entonces, comenzaron a tributarse a Nariño en la
gaceta oficial elogios y comparaciones hasta entonces inusitados, que le
atribuían un renombre “inmortal” y hacían de él un digno sucesor de
emperadores romanos como Trajano, cuando no “el patriota más ilustre, más
benéfico, más generoso, más humano y más amante de sus conciudadanos” o
un “héroe de la libertad” 26 . La derrota de las tropas de Cundinamarca en los
ejidos de Pasto y la captura de Nariño en la refriega acentuaron la evolución y
llevaron a declararlo ya sin ambages hijo “primogénito” del Estado,
“Libertador”, “padre de la república” y “primer hombre de la Nueva
Granada” 27 , al tiempo que el editor del periódico continuaba celebrándolo,
del mismo modo que a Bolívar, como “inmortal” 28 . Es igualmente entonces
cuando el dictador de Cundinamarca se refirió por primera vez a la
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expedición del sur como a un “Ejército Libertador” 29 .
El 12 diciembre de 1814, la incorporación de Cundinamarca a las
Provincias Unidas, tras una exitosa campaña confiada a Simón Bolívar,
confirmó la nueva tendencia, sin que pueda decirse por ello que se hiciese
preponderante o que hubiese desterrado por completo los viejos pudores.
Todo indica que se trató más bien de una actitud complaciente con respecto al
general victorioso, que desde la campaña de Venezuela del año anterior se
veía a sí mismo como el comandante de unas tropas que restituían en el goce
de sus derechos a pueblos oprimidos y empecinados en su servidumbre. Así,
la gaceta oficial se refirió al ejército vencedor como “libertador”, pero
también aludió a él como “ejército republicano” y “de la Unión” o como
“tropas de la república”; y si llamó en ocasiones “Libertador” a Simón
Bolívar o lo adornó con el epíteto de “inmortal” o con los motes de “baluarte
de la libertad” o de “primer militar de la América Meridional”, lo designó
también, de un modo más espartano, como “Excmo. General”, como “S. E.
General Bolívar” o como “Ciudadano General”. Por su parte, el Colegio
Electoral de la provincia, cuando quiso honrarlo, le confirió el tratamiento de
“Ilustre y Religioso Pacificador de Cundinamarca”, título que implicaba una
apreciación muy distinta de sus servicios y que estaba teñido,
voluntariamente o no, de cierta ironía, habida cuenta de los excesos a los que
se libraron los soldados venezolanos en la provincia. En la misma vena,
cuando el gobierno de la Unión decidió premiar al coronel Miguel Carabaño
por su papel en la campaña, le confirió un escudo de honor en el que podía
leerse simplemente en letras de oro “valiente en Santa Fe” 30 .
Como se ha visto, los casos de Cartagena y Cundinamarca presentan
trayectorias diversas en cuanto al surgimiento de la consideración de
libertador. Conviene, pues, estudiar un tercer ejemplo, el de Antioquia. La
cuestión se abordará brevemente a través de la figura de Juan del Corral, cuyo
fallecimiento, acontecido el 7 de abril de 1814, fue lamentado por el
Congreso de las Provincias Unidas de la Nueva Granada con un decreto que
declaró al desaparecido presidente dictador “benemérito de la patria y uno de
sus libertadores” 31 . Evidentemente no se trataba de un gesto gratuito.
Tampoco era una expresión acuñada por el gobierno general. La decisión
estaba sustentada por el Acto de Independencia de Antioquia expedido bajo
la égida de Corral el 11 de agosto de 1813. Y ello por dos razones:
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primeramente, porque la medida había significado el desconocimiento de
Fernando VII y la ruptura con España, y en segundo término, porque en el
texto mismo Corral aparece designado como “libertador” 32 . ¿De qué manera
y en qué contexto? Preciso es recordar, para dilucidar la cuestión, que el Acto
de Independencia antioqueño es posterior a las declaraciones de Venezuela,
Cartagena y Cundinamarca, a las que se refiere textualmente, y que, en ese
sentido, sus redactores consideraron inútil fundar su decisión, pues la veían
como una emanación neta de la justicia y de la libertad. No obstante su
evidente necesidad, la confederación neogranadina seguía absteniéndose de
cortar los vínculos con la metrópoli. Además, muchos habitantes de la
provincia, “por malicia o estupidez” continuaban contrariando tan urgente
resolución, de suerte que, en lugar de ser un acuerdo unánime o un concierto
cómodo, la decisión de separarse de España y de negar obediencia al rey
cautivo tendría que ser un exabrupto, ocasionando inevitablemente una
fractura del cuerpo social. A ella se refiere claramente el Acto de
Independencia al dividir la comunidad antioqueña en dos grupos: el de los
que estando profundamente convencidos, ansiaban dar el paso que les
permitiría “llegar al culmen de su dignidad”, y el de los demás, a quienes
forzosamente habría que abandonar “a su propia ignominia”. En otras
palabras, de un lado se hallaban los que estaban dispuestos a salir de la
condición degradante en que se hallaban, y del otro los que se acomodaban
con la suerte deplorable del siervo. Con el fin de obviar polémicas y disputas
susceptibles de poner en peligro la tranquilidad y el orden, tanto más
peligrosas cuanto era ardua la situación del Nuevo Reino, el gobierno de
Antioquia se veía en la obligación de encomendar el destrozo de los lazos aun
existentes con España y el monarca reinante a un hombre excepcional, que
tomase la voz por todos los ciudadanos del Estado. Solo así podría tomar
forma clara el enemigo que se combatía, y solo de aquel modo se
emprendería eficazmente la guerra. Esta serie de razonamientos aparece
nítidamente en el Acto de Independencia antioqueño, al invocar este la
oportunidad de la secesión en vista “de las críticas circunstancias que han
puesto a la República en la necesidad de crearse un libertador a todo trance”.
En suma, si a Juan del Corral se le concede el título de libertador es
porque: 1) la provincia de Antioquia está en una situación injusta de
servidumbre que aparenta su suerte a la de un esclavo, 2) porque a pesar de la
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conveniencia de mejorar su condición, muchos ciudadanos siguen
entorpeciendo la medida, 3) porque la idea de una invasión punitiva ya no es
solo una amenaza proveniente de Quito o Santa Marta sino también de
España, toda vez que Napoleón perdía visiblemente la guerra europea, 4)
porque en tal situación seguir aguardando el surgimiento de un acuerdo
general en torno a la independencia resultaba suicida, y 5) porque ante la
imposibilidad de una manifestación en toda regla, emanada de la
Representación provincial, un hombre excepcional debía tomar sobre sí la
responsabilidad de hacer añicos la ligadura con el monarca y con la
metrópoli. Corral es, pues, un libertador, es decir un redentor. Dentro del
campo semántico de la esclavitud al que claramente pertenece el título con
que se distingue a Corral en el Acto de Independencia, debe repararse en el
hecho de que este último no es una manumisión: se trata más bien de una
interrupción violenta y abrupta de la condición servil. En otras palabras,
Corral es un libertador porque su accionar hace de él un nuevo Espartaco.
El sentido del Acto de Independencia de Antioquia y de la condición de
libertador atribuida en él a Corral puede ser precisado con ayuda de cierto
artículo publicado de manera casi simultánea por un periódico cartagenero.
En él la independencia es caracterizada como una ruptura violenta del vínculo
de servidumbre, que escapaba por naturaleza al imperio de la ley:
La resolución de un pueblo que con la fuerza pretende repeler a su opresor, y erigirse en nación
independiente, se reduce a estos precisos términos: “yo he sufrido tanto tiempo las cadenas porque
era débil, mas ahora que soy capaz y fuerte bastante para romperlas, quiero ser libre dando a
conocer a mi opresor que puedo serlo”. Desde este momento el Señor y el Esclavo entran en
contacto y la disputa se remite a la fuerza. Dedúcese de aquí que esta resolución es una cuestión
puramente de hecho y que el derecho no es entonces más que pasatiempo y vanas palabras que
nada significan, porque siendo la ley del más fuerte el único apoyo del sistema colonial, es ocioso
demostrar la necedad de entrar en razones con el Señor cuando con hechos, es decir, con la espada
y el cañón es que debemos justificar nuestra conducta 33 .
Se trata de la misma argumentación que soporta el Acto de Independencia,
con una diferencia fundamental: el “esclavo” como analogía de un pueblo
que rompe para siempre el yugo colonial es encarnado en la proclamación de
la ruptura de la República de Antioquia por un solo hombre que se pone a la
cabeza de una cuadrilla de hombres indecisos 34 .
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FÉTIDA LISONJA
Cuando se recibió en Antioquia la noticia de la toma de Santa Fe por parte
del general Simón Bolívar en diciembre de 1814 y la consecuente
incorporación de Cundinamarca a las Provincias Unidas, el redactor de la
gaceta provincial no vaciló en referirse al caraqueño como “divino general”,
en concederle el mentiroso epíteto de “invencible” y en recordar complacido
que en las calles de la capital neogranadina se le había vitoreado llamándolo
“inmortal” 35 . Este tipo de zalamerías era lo suficientemente nuevo como para
resultar malsonante y molestar a la audiencia: ¿no entraba en abierta pugna
con la idea de un continente libre? Además, la incauta promoción en una
república de uno de los ciudadanos por sobre los demás, ¿no podía acaso
abrir la puerta a la usurpación y la tiranía? Como lo demuestra la lectura de
los mismos periódicos antioqueños, ninguna de estas cuestiones pasaba
entonces desapercibida. El autor de un artículo aparecido a finales de mayo
de 1815 prescribió la necesidad de abandonar la “puerilidad” de “prodigar
títulos pomposos” como el de libertador, ángel tutelar o salvador, que
preparaban “insensiblemente el corazón del guerrero al despotismo”. En su
opinión, el servilismo era definitivamente el mayor peligro de la revolución:
El amor y la inclinación que naturalmente concebimos por nuestros libertadores, a quienes
miramos como deidades tutelares de la patria, la magnitud del beneficio que recibimos, y más que
nada, la falta de experiencia para graduar los límites que debemos poner a las demostraciones de
nuestra gratitud arrastran involuntariamente nuestro corazón a cierta especie de idolatría que
aprovechándose de ella un astuto usurpador, bien puede, sin que lo perciban los mismos pueblos,
erigirse en el déspota más absoluto. Conozco demasiado la exaltación de mis conciudadanos por
las cosas maravillosas, su inmoderación en prodigar elogios y ensalzar hasta los cielos al que les
hizo un bien, y temo sobremanera, que si no corregimos estos defectos capitales entre hombres que
aspiran a ser verdaderos republicanos, alguna vez tendremos que arrepentirnos y derramar amargo
llanto, cuando ya no sea tiempo 36 .
Otro periódico antioqueño fustigó también por la misma época la manía
aduladora como una desviación de la revolución, sin dejar de resaltar una vez
más lo peligrosa que podía resultar al acicatear la ambición de los militares:
¡Qué abatimiento! ¡Qué degradación! Jamás hemos hablado de este modo a los déspotas de
España, ni nuestros mismos esclavos usan lenguaje tan abatido: ¿extrañaremos después de esto que
Ovidio y Virgilio llamasen a Augusto su Dios y le decretasen altares? ¿Nos escandalizaremos que
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un adulador de Buonaparte le llamase el todopoderoso emperador? Bien presto rogaremos a
nuestros generales, como aquellos paganos, a que escojan el lugar del cielo donde quieran mandar
y nos protejan desde allí con su omnipotente brazo. La mayor parte de nuestros escritores parece
que no tienen otra cosa en que ocuparse sino en tomar el incensario para esparcir los perfumes
delante de sus ídolos. Casi todos nuestros papeles causan náusea por las fétidas exhalaciones de la
lisonja 37 .
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BOLÍVAR LIBERTADOR
Como se ha visto, en un comienzo se utilizó en la Nueva Granada el título de
“libertador” con cuentagotas y reservas. No obstante, para 1815 la palabra se
prodigaba con una frecuencia que chocaba con la ortodoxia republicana y se
refería sobre todo a militares. ¿Cómo explicar tal cambio? Para responder
esta pregunta clave es preciso dirigir la vista hacia Venezuela, cuya influencia
primordial se ha señalado ya en lo relativo a los Estados de Cartagena y
Cundinamarca.
En efecto, el 14 de octubre de 1813 Simón Bolívar recibió en Caracas “el
título de Libertador” de mano de las autoridades civiles y del cabildo de la
ciudad, que lo proclamaron además capitán general del ejército
independentista. Estos honores fueron posteriormente aprobados y
obedecidos por los demás jefes militares revolucionarios de oriente y
occidente, con lo que la suprema potestad militar y política que venía
ejerciendo el caraqueño ya desde hacía un tiempo adquirió plena validez.
Ocho días más tarde Bolívar instituyó la orden de Libertadores “como premio
y estímulo a las virtudes militares” y para hacer extensiva a sus compañeros
de armas “la reputación que había adquirido”, es decir, la onerosa condición
que le atribuyeron las autoridades de la capital de Venezuela. La dignidad de
oficial independentista o de soldado heroico no aseguraba por sí sola la
pertenencia a aquella sociedad selecta. El ingreso estaba marcado por una
condecoración cuyo símbolo era “una estrella con siete radios,
correspondientes a otras tantas provincias” 38 de que se componía el Estado.
Tales decisiones marcaban una ruptura evidente con la primera república,
cuyas autoridades habían ordenado que en la confederación nadie tendría otro
título ni tratamiento público que el de ciudadano, “única denominación de los
hombres libres” 39 . Así mismo, es importante referir que Bolívar buscó
propalar en la Nueva Granada las nuevas ideas, confiriendo la venera de la
orden por él creada a hombres como Antonio Nariño, convertido desde
entonces y de manera oficial en “Libertador de Venezuela” 40 (ilustración 8).
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ILUSTRACIÓN 8
Medalla de la orden de los libertadores de Venezuela (ca. 1813). Fundición,
ensamblaje y soldadura (metal y tela), 4,05 x 1,73 cm. Colección Museo Nacional de
Colombia, reg. 182.
A diferencia de Antioquia y Cundinamarca, donde las tropas realistas no
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pasaban de ser una amenaza –ciertamente palpable, pero ausente del territorio
del Estado–, en Venezuela estas habían combatido con éxito la república
hasta aniquilarla enteramente en julio de 1812. El mayor responsable del
triunfo había sido el canario Domingo Monteverde, un capitán de fragata que
supo imponerse como cabeza de los contrarrevolucionarios sumando un
triunfo tras otro y desafiando a sus superiores. Estos éxitos fueron premiados
por la Regencia, que no solo lo condecoró con el título de capitán general de
Venezuela sino también con el de Pacificador. No obstante, resultó imposible
restablecer la concordia y aquietar los ánimos, pues los vencedores violaron
sin sonrojo las capitulaciones, se libraron a una feroz represión que produjo
en pocos días cientos de arrestos y destierros, y se entregaron a una
imprudente rapacidad. Para colmo, y a pesar de que se juró la Constitución
española a principios de diciembre, las leyes fueron burladas y la
arbitrariedad sola decidió la suerte de personas y bienes. No es de sorprender,
pues, que muchos sintiesen ser víctimas de una tiranía degradante ni que
viesen, en realidad, como conquistador al Pacificador loado por la Regencia.
En tales circunstancias revivió el decaído fervor por la causa revolucionaria,
de suerte que cuando Simón Bolívar entró triunfante en Caracas el 7 de
agosto de 1813 tras una breve y exitosa campaña fue recibido entre vítores y
aplausos por “un pueblo numeroso que le apellidaba libertador de su país” 41 .
En suma, la devastación provocada por las tropas realistas responsables del
aniquilamiento del régimen republicano en Venezuela en 1812 permitió que
sus habitantes asimilaran la suerte del país a la de un cautivo, es decir, a un
hombre esclavizado tras su derrota en combate. En consecuencia, las tropas
revolucionarias triunfadoras podían ser llamadas lógicamente libertadoras,
título que se dio también a los oficiales que las comandaban. Existiendo, no
obstante, diversos jefes que podían pretender la conducción suprema de las
fuerzas independentistas, la designación de Simón Bolívar como el
Libertador por antonomasia era sobre todo una estrategia política destinada a
conferir legitimidad a su autoridad y a establecer una unidad de mando.
Los realistas no tardaron en burlarse del título concedido a Simón Bolívar
y a sus principales oficiales. José Domingo Díaz, que había tenido a su cargo
la redacción de la gaceta caraqueña tras la caída de la primera república y que
puede caracterizarse como el primer publicista de la contrarrevolución, lo
hizo una y otra vez en las cartas que imprimió desde su exilio en Curazao con
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el fin de contrarrestar la propaganda revolucionaria. En ellas trastocó la
condición atribuida al jefe de los independentistas para denunciar la que
consideraba ser la verdadera identidad de este (El Inhumano, El Cobarde, El
Bárbaro, El Sacrílego, El Insensato y, sobre todo, El Tirano y El Déspota) y
la de sus hombres, asimilados a una “gavilla de monstruos”, a una “horda de
perversos” o a una “asociación de malvados”. En síntesis, se trataba, por
parte de los insurgentes, de una descarada manipulación que disfrazaba con el
manto de la libertad la subyugación de los pueblos de Venezuela 42 .
El desplome de la efímera Segunda República de Venezuela suscitó
también acerbos cuestionamientos desde el bando patriota sobre la conducta
de Bolívar y sobre el sustento real de la consideración de Libertador que se le
había otorgado. La defensa que de su actuación pronunció el caraqueño desde
Carúpano constituye un documento esencial para comprender tanto la
significación del título, como la evolución de las concepciones políticas de
los revolucionarios. En ella, Bolívar responsabilizó a los pueblos depravados
de Venezuela y a su “inconcebible demencia” de la derrota padecida:
la destrucción de un gobierno cuyo origen se pierde en la oscuridad de los tiempos, la subversión
de principios establecidos, la mutación de costumbres, el trastorno de la opinión y el
establecimiento en fin de la libertad en un país de esclavos, es una obra tan imposible de ejecutar
súbitamente que está fuera del alcance de todo poder humano; por manera que nuestra excusa de
no haber obtenido lo que hemos deseado es inherente a la causa que seguimos, porque así como la
justicia justifica la audacia de haberla emprendido, la imposibilidad de su adquisición califica la
insuficiencia de los medios 43 .
Durante la llamada Campaña Admirable, un libertador era un hombre
comprometido en la redención de un país uncido a un yugo extranjero. Tras
la caída de la segunda república, la condición se revistió en Venezuela de un
significado adicional. En adelante, se trataba también de hombres
comprometidos en una lucha quijotesca de redención forzada. En su proclama
de Carúpano, Bolívar designó al Congreso granadino, que le había confiado
la misión de desalojar a los realistas de Venezuela, como su juez natural y
como el único capacitado para decidir si había merecido o no el título de
Libertador 44 . No por ello amainaron las críticas, emitidas incluso por algunos
de los oficiales que habían tomado parte en la contienda y que criticaron la
“general desorganización del ejército”, las contribuciones exageradas
impuestas a los pueblos, el pillaje y el atroz derramamiento de sangre. Más
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que como “Libertadores”, los revolucionarios habían actuado con una
inmoralidad y una fiereza peores que las de los españoles, y propias tan solo
de “Caribes”. ¿Podía ataviarse con la prestigiosa condición en boga a
hombres que habían instaurado un “desgobierno liberal”, comportándose, de
hecho, como “una porción de dictadores”, guiados solo por su capricho 45 ? A
pesar de tales denuncias, Camilo Torres acogió generosamente a Simón
Bolívar en Tunja avalando en cierta forma su versión de los hechos:
Venezuela había sido ciertamente ocupada por los españoles, admitió el
mandatario, mas la república continuaba existiendo en la “persona” de
Bolívar.
El hecho de que cierto “oficial de Venezuela” considerase preciso
pronunciarse sobre la cuestión a través de la imprenta santafereña, no para
vindicar la conducta de sus tropas, sino para defender expresamente la
legitimidad “del nombre de Libertador” conferido a Simón Bolívar en
Caracas, puede tomarse por otro indicio certero de la importante mutación en
curso y de la desaparición progresiva de ciertos tabúes revolucionarios. Lo
verdaderamente interesante en el alegato es la creencia de que la campaña
había cumplido una metamorfosis irreversible en el pueblo venezolano,
transformando a sus habitantes “de esclavos a libres”. Los emigrados
conservaban intacta aquella libertad obsequiada por Bolívar, muy a pesar de
la disolución de la república. Los cobardes, los “capituladores”, los “godos
disfrazados” y todos aquellos que habían gozado únicamente de una
redención “aparente”, no importaban, pues estaban, en realidad, por fuera de
la “nación” 46 .
La revolución se imponía así como un movimiento que, para triunfar, en
caso de ser necesario, debía contrariar la voluntad extraviada de los
habitantes de la Tierra Firme. Unos cuantos hombres podían conocer la senda
de la razón, mas sus labores en el gobierno eran inútiles sin el auxilio de las
armas. Lo afirmó de manera diáfana el conocido republicano Antonio
Villavicencio en una carta interceptada y publicada con placer indecible por
los realistas: sin oficiales veteranos era imposible organizar a los
neogranadinos en general, “tártaros”, “árabes”, “cosacos” y “pendejos”, que
no querían “ser independientes ni hombres libres” 47 . A partir de entonces, los
libertadores encarnaban perfectamente la república, porque sin ellos se hacía
imposible la redención de un pueblo que se empecinaba en vivir reducido a
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una condición degradante.
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CANÍBALES
Como se sabe, tras la restauración de Fernando VII en el trono español, las
autoridades peninsulares enviaron a las costas de Venezuela una expedición
militar al mando de Pablo Morillo. El ejército estaba compuesto por algo más
de 10.000 hombres y se le daba el nombre de “Pacificador” porque se le
confió la tarea de aniquilar una revolución que se concebía como un
movimiento esencialmente sanguinario y anárquico. Esta visión de la
transformación política provocó una nueva mutación en la condición de
“libertador” y su significado que resultó decisiva para la cristalización
colombiana, cuando el título adquirió un peso preponderante en el ámbito
político y cuyos efectos persisten en buena medida hasta nuestros días.
La prensa realista tanto en Caracas como en Santa Fe giró en torno a una
idea fija: la revolución fue un subproducto de la Revolución francesa,
consecuencia, a su vez, de la Ilustración europea y de su impiedad 48 . Dicha
era es descrita una y otra vez como un cataclismo, como la consecuencia
perversa de la destrucción, en nombre de las ideas abstractas de libertad e
igualdad, de los pilares centenarios que aseguraban la marcha apacible del
tiempo. Por ello, las imágenes para describir la revolución son siempre las
mismas: ora se trata de un sismo, de una erupción o de una inundación
furiosa, ora de un extravío, una larga oscuridad o una ceguera enfermiza; ya
se la emparenta con una violenta embriaguez, con una convulsión, con un
delirio o con una fase de enajenación mental colectiva; ya se la hace ver
como una espantosa y transitoria esclavitud. Dentro de este universo
discursivo tiene especial relevancia la figura del caudillo (y especialmente la
de los libertadores), por la sencilla razón de que solo ella permitía conciliar el
aspecto a todas luces masivo del movimiento subversivo con la atribución de
responsabilidades contadamente individuales. La propaganda realista insiste
una y otra vez en el hecho de que la revolución fue producto de un engaño, y
de que los pueblos marcharon obnubilados por falsas ideas y alucinados por
el lenguaje falaz y las fementidas esperanzas vendidas por unos cuantos 49 .
De un lado, pues, un rey paternal, capaz de hacer cesar los desórdenes y las
discordias a través de un Ejército Expedicionario, visto como “iris de
consolación y de paz”; del otro, una gavilla de hombres perversos,
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abanderados de teorías impracticables e imitadores del sistema jacobino. Un
ejemplo entre muchos de esta caracterización aparece en las primeras
proclamas de Morillo a los habitantes del Nuevo Reino: las “disensiones”
habían sido promovidas por la “ambición de algunos pocos” (“media docena
de abogados” y “otros tantos aventureros de las demás clases”), verdaderos
“verdugos” que se solazaban con la “desgracia universal”. Y, puesto que a la
generalidad de los habitantes solo podía reprocharse “falta de energía” para
oponerse a un puñado de sediciosos, las armas del rey habían de combatir
únicamente a estos últimos, mientras protegían a los débiles, esto es, a los
cándidos seguidores de sus maquinaciones 50 . Idénticas ideas se notan en los
discursos del capitán general Francisco de Montalvo: como los pueblos
neogranadinos habían sido “libertados de la opresión en que yacían por la
fuerza de los corifeos de la revolución” 51 , los soldados del soberano eran y
debían comportarse como sus “libertadores”, evitando todo acto de crueldad
o rapacidad 52 .
Como se ve, los adalides de la restauración fernandina compartían un rasgo
esencial con algunos de los líderes republicanos de los meses finales del
interregno: en uno y otro bando la revolución es concebida como asunto de
unos cuantos. La diferencia estriba en que, para los abanderados del rey, las
muchedumbres estaban compuestas por hombres incautos y oprimidos,
mientras que para los rebeldes se trataba sobre todo de individuos
embrutecidos, incapaces de discernir el bien del mal y de luchar por su propia
redención. De hecho, las similitudes retóricas entre ambas orillas van mucho
más allá, al punto que la pugna propagandística es esencialmente semántica,
esto es, una batalla por el empleo de ciertas expresiones y conceptos
fundamentales. Las tropas del rey combaten la “opresión” y,
consecuentemente “libertan” territorios y dan inicio a una “regeneración
política”. De manera coherente, sus oficiales máximos son catalogados como
“redentores” o “libertadores”, mientras que los jefes revolucionarios que
reivindicaban tal título son llamados “intrigantes y facciosos”, “caníbales”,
“conquistadores”, “sátrapas” o “mandones”; es decir, a un tiempo la imagen
fidedigna del hombre arribista y sanguinario, del déspota o de las autoridades
tradicionales de los pueblos de indios, que regentaban y abusaban de vasallos
desprovistos de luces 53 . En cuanto a Bolívar, es denostado como “arlequín”,
“monstruo”, “risible libertador” o “ambicioso mentecato”, cuyo nombre
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inspiraría “horror a las generaciones futuras” y sería mirado como “la más
terrible injuria” 54 .
Esta disputa por las marcas de prestigio del siglo no se limitó a la Tierra
Firme. En Chile, al igual que en el Alto Perú, se concedió la condición de
“libertadores” a los hombres que vencían a las tropas revolucionarias y las
expulsaban de un territorio determinado. Así, el 21 de octubre de 1814 el
cabildo de Santiago remitió un oficio al virrey Abascal en el que, tras
recordar la “esclavitud y la opresión” en que había vivido el reino como
consecuencia del régimen instaurado por los revolucionarios, indicaba haber
recibido a los soldados fernandinos como a sus “libertadores, con los signos
más expresivos de contento” 55 . Entre tanto, la Gaceta del Gobierno insistía
en el carácter minoritario de la revolución derrotada y caracterizaba a sus
líderes como meros “tiranos” 56 .
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PRÓFUGOS VENTUROSOS
La figura del Libertador militar, surgida en Venezuela con el establecimiento
de la efímera segunda república, se impuso definitivamente con la campaña
de 1819, que consiguió la expulsión de los realistas de la mayor parte de la
Nueva Granada. Un examen del primer año del Correo del Orinoco así lo
demuestra 57 . En efecto, en la publicación oficial del gobierno revolucionario
de Venezuela se habla ciertamente en el segundo semestre de 1818 de
“Ejército Libertador de Venezuela” o “de Nueva Granada”, pero no se
emplea casi nunca la voz que nos incumbe para referirse a los principales
oficiales del ejército, y jamás en singular para aludir al presidente de la
República, a quien se llama sin más “Jefe Supremo”. No obstante, casi todos
los elementos que posteriormente estarán asociados a la condición de
“Libertador” aparecen ya con nitidez: Fernando VII es Calígula, Nerón o
Tiberio; el gobierno español es tildado de “gótico”, “exterminador” o
“antropófago”; los peninsulares son esto último, así como “carnívoros”,
“salvajes”, “hotentotes” y “caribes”; sus gacetas son calificadas de
“berberiscas”, y Pablo Morillo es “Atila”, moderno duque de Alba o nuevo
Robespierre 58 . En suma, de un lado se encuentra una horda de
conquistadores incivilizados y sanguinarios; del otro, un pueblo oprimido.
Este tenía, no obstante, una característica distintiva: se trataba de una masa de
hombres que soportaban impávidos el despotismo sin combatirlo –cuando no
defendían con frenesí sus banderas 59 –: “Impotentes nuestros opresores para
mantener por sí solos las cadenas coloniales, muy pronto hubieran sucumbido
bajo el peso de su temeraria empresa, si entre los mismos hijos de Colombia
no hubiesen hallado la fuerza que les faltaba” 60 . ¿Cómo explicar semejante
apatía? El hábito de la servidumbre generaba, en opinión de los
revolucionarios, conductas viciosas y tenaces, inmunes a la razón 61 . En
consecuencia, y por “una voluntad presunta y natural”, estaban facultados
“para obrar extraordinariamente en su favor” los pocos que habían tomado la
iniciativa de combatir la “tiranía”, y que recibieron, precisamente, el nombre
de “libertadores” en el “Reglamento para la segunda convocación del
Congreso de Venezuela” 62 . A pesar, pues, de que el redactor de la gaceta en
cuestión se esforzó por impugnar en otro lugar la pretendida “incapacidad
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moral” que algunos europeos achacaban a los habitantes de la América
meridional para gozar de la independencia 63 , es claro que los líderes
revolucionarios venezolanos se concebían a sí mismos no solo como el
perfecto opuesto de los “usurpadores” y “conquistadores” venidos de España,
sino también como la vanguardia de un ejército reducido (“puñados de
hombres desarmados y aun desnudos, pero animados de la Libertad” 64 ),
como los conductores legítimos de un pueblo indiferente, pervertido por el
despotismo.
A comienzos de 1819, con la instalación del Congreso de Venezuela en
Angostura (15 de febrero), la condición de los “libertadores” cobró un ímpetu
renovado y adquirió rasgos inéditos. El retiro a los “inmensos desiertos” de
los Llanos y “los rigores del desamparo y de la miseria” se convirtieron en
parte esencial de su identidad 65 . La valoración de la experiencia del refugio
no era nueva. Procedía de los primeros años de la guerra irregular, cuando los
combatientes patriotas se convencieron de encarnar la república gracias a sus
sacrificios y a la resistencia armada 66 . Retomando esta idea en el famoso
discurso pronunciado al instalar la asamblea, Simón Bolívar defendió así la
creación por él decretada de la “Orden de los Libertadores”:
Hombres que se han desprendido de todos los goces, de todos los bienes que antes poseían, como
el producto de su virtud y talentos: hombres que han experimentado cuanto es cruel en una guerra
horrorosa, padeciendo las privaciones más dolorosas y los tormentos más acerbos; hombres tan
beneméritos de la patria, han debido llamar la atención del gobierno.
La república tenía el deber de agradecer a sus fundadores, a aquellos que la
habían instituido contrariando aun la voluntad de sus habitantes y
embarcándose en el virtuoso repliegue a las soledades del Orinoco. En
consecuencia, en opinión de Bolívar correspondía a “los Libertadores de
Venezuela […] ocupar siempre un alto rango” en ella como fundadores de un
senado hereditario: “es del honor nacional, conservar con gloria hasta la
última posteridad, una raza de hombres virtuosos, prudentes y esforzados” 67 .
A la postre, el Congreso reunido en Angostura optaría por una cámara alta
electiva, diseño ratificado en Cúcuta en 1821. No obstante, es claro que la
propuesta enunciada por el Jefe Supremo de Venezuela era coherente con el
tipo de revolución que creían haber hecho los rebeldes de los Llanos, según
se desprende de la retórica oficial. El escrúpulo democrático de los
legisladores, ¿no es un esbozo ya de la tensión en la que se debatiría durante
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diez años el experimento colombiano?
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GOBIERNO MIXTO
Siguiendo el ejemplo del Correo del Orinoco, en los boletines impresos por
los revolucionarios sobre la marcha hacia las provincias centrales de la Nueva
Granada a mediados de 1819, el ejército revolucionario se tituló “libertador”.
No obstante, es sobre todo el 16 de septiembre cuando el apelativo se
consolidó definitivamente. En efecto, en dicha fecha, y en agradecimiento a
las tropas victoriosas, una asamblea de notables reunida en Santa Fe declaró a
los hombres que las componían “Libertadores de la Nueva Granada” y les
concedió una cruz de honor bautizada con el nombre de Boyacá (ilustraciones
9 y 10). Además, ordenó la erección de una columna a la entrada de la
ciudad, en donde debía inscribirse el nombre de Bolívar y el de sus
compañeros de armas en la batalla decisiva. Por último, la junta organizó una
ceremonia solemne en honor al jefe mencionado, quien recibió entre vítores
la condecoración señalada, así como una corona de laurel 68 .
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ILUSTRACIONES 9 Y 10
A los vencedores de Boyacá, 1819. Fundición, ensamblaje y soldadura (cobre, bronce
y tela), 2,26 x 1,79 cm. Colección Museo Nacional de Colombia, reg. 192.
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A los vencedores de Boyacá, 1819. Fundición y soldadura (bronce y esmalte), 2,89 x
2,89 cm. Colección Museo Nacional de Colombia, reg. 191.
La retórica patriótica contó con la oportuna ayuda los curas, a quienes
Santander encargó la prédica de sermones patrióticos tendientes a demostrar
que la independencia era conforme a la doctrina de Jesucristo. En ellos Simón
Bolívar fue comparado con Moisés y con el hijo de Matatías, es decir,
elevado a la condición de diputado de la providencia para liberar a la Nueva
Granada 69 . Así mismo, la prensa (y en particular de la Gazeta de Santafé de
Bogotá) contribuyó a difundir las nuevas ideas. En los periódicos, el
significado de esta condición de “libertador” seguía siendo básicamente el
mismo que seis años atrás, cuando las autoridades de Caracas se la
confirieron oficialmente a Bolívar por primera vez: la Nueva Granada,
reducida por los españoles a un vil estado de servidumbre o a una muerte
“para el mundo político” había “revivido bajo el sistema militar” en los
campos de Boyacá 70 . Esta vez, sin embargo, la reivindicación del papel de
los “libertadores” tenía una motivación algo diferente: si seguía tratándose,
por una parte, de componer una imagen repugnante de los realistas como
conquistadores, esto es como invasores asesinos; por otra se buscaba
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justificar el gobierno provisional implementado por Simón Bolívar. En
cuanto a lo primero, la propaganda patriota del segundo semestre de 1819 se
ocupó con mucho esmero de confeccionar un paralelo entre los libertadores y
los pacificadores (siempre designados como tales en bastardilla o
acompañados de epítetos denigrativos), que invertía el sentido de la dupla
explotada ya con frecuencia por las gacetas de la Restauración en la Tierra
Firme: de un lado “regeneradores” compasivos y virtuosos adalides de la
causa de la humanidad; del otro un “Ejército devastador” y “feroces agentes
del rey de España” o del “despotismo”, “caudillos de la devastación”,
“verdugos”, “tiranos”, “caribes”, “antropófagos” 71 y, antes que nada,
“godos”, esto es, el prototipo mismo del conquistador bárbaro y devastador,
palabra que terminaría imponiéndose sobre todas las demás para designar al
enemigo derrotado 72 .
En lo referente al sistema de gobierno, la insistencia de los órganos
independentistas en el papel primordial del “Libertador” y en el subsidiario
de los “libertadores” buscaba legitimar la autoridad temporal del presidente
de Venezuela en el Nuevo Reino y evitar la resurrección de los gobiernos
provinciales y de la federación neogranadina tal y como habían existido hasta
1816. Como la “esclavitud” pasada había sido causada por la “apatía”, la
“intriga”, los “vicios” y la “desunión” de la mayoría” 73 , correspondía a los
hombres señalados, que habían conseguido derrotar a los opresores tras
negarse a aceptar el yugo fernandino, indicar la senda que debía tomar la
república. Los “libertadores” no solo eran, entonces, el reverso de los
“Pacificadores”, también eran (los solos) revolucionarios avisados:
Un Gobierno enérgico es el único que nos puede conducir al término de la carrera que nos hemos
propuesto […]. ¡O[h,] tiempo aquel que perdimos en disputas frívolas, en discusiones triviales y
contiendas pueriles! [¡]O[h,] días aquellos que nos vieron combatir unos contra otros con un
encarnizamiento vergonzoso! [¡]Y qué de sangre, y de lágrimas se hubieran ahorrado si con más
prudencia os hubiésemos sabido emplear! Aprended compatriotas, en vuestras mismas desgracias;
aprended de ese pueblo venezolano, que a pesar de algunas diferencias, y de haberse visto obligado
a combatir sin jefe, jamás un soldado de la República ha disparado su arma contra otro soldado
alistado bajo unas mismas banderas. No penséis en otra cosa que en salvaros de la dominación
española […]. El día en que vuestra patria sea absolutamente libre, tiempo os resta para meditar
elevarla al grado de Libertad que más se acerque a la perfección 74 .
Si las reformas tardaban, si el gobierno carecía “de la forma representativa de
los pueblos libres” y si se mantenían las rentas y las leyes del régimen
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español, ello se debía a que solo convenían el vigor y la concentración
mientras culminaba la guerra de independencia. Los ministros que auxiliaban
a Santander en la administración de las provincias libres de la Nueva Granada
defendieron en sus informes de fin de año la naturaleza híbrida de las
instituciones adoptadas, recurriendo nuevamente a la metáfora del esclavo y a
la inconveniencia de hacer gozar a este abruptamente de las dulzuras de la
libertad. Estanislao Vergara, encargado del departamento del Interior y de
Justicia, invocó incluso el ejemplo de los arcontes perpetuos griegos y de los
cónsules romanos 75 . El de los libertadores era, pues, el gobierno mixto que
mediaba entre la monarquía y la perfecta república.
Únicamente se encuentran en la gaceta de la capital neogranadina tímidas
reservas al sistema militar. Ellas tuvieron lugar durante las últimas semanas
de 1819, cuando aún se desconocía la manera en que habían de unirse
Venezuela y la Nueva Granada y comenzaba a temerse que esta república
(pues como tal se consideraba) fuese subyugada por aquella. El asunto
merece citarse brevemente porque ayuda a definir los contornos de la figura
del Libertador como perfecto opuesto del usurpador y el conquistador. En el
número del 19 de diciembre se reprodujo sin comentarios en la Gazeta de
Santafé de Bogotá el discurso pronunciado el 12 de junio de 1819 ante el
Congreso de Venezuela por José María Vergara, uno de los cinco
representantes de la provincia del Casanare en dicha asamblea. Se trataba de
un pronunciamiento en contra de toda agregación inconsulta a la vecina
república de la Nueva Granada, que en ningún caso podía reputarse como un
“país conquistado”. Por ello, a los jefes militares encargados de la campaña
debía prescribírseles una conducta “fraternal” y “generosa”, así como el
restablecimiento provisional de los gobiernos provinciales. En síntesis, la
unión solo podría ser el fruto de la expresa voluntad de los habitantes de
ambos países. De lo contrario, advertía, cuál no sería el “sentimiento” y la
“desesperación” de los neogranadinos,
si, lejos de ver los conductores de su libertad, ven unos nuevos opresores que abusando de su males
quieren imponerles la ley! Algunos se someterán, pero la generalidad prolongará los males de la
guerra, y con ellos las desgracias del país: unos formarán una república separada, otros, huyendo
de la guerra civil se precipitarán en manos del enemigo 76 .
El 26 de diciembre de 1819, el editor de la gaceta neogranadina dejó a un
lado la paráfrasis y libró sus aprensiones sin rodeos. Quienes se nombraban
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“libertadores” no podían “tiranizar y oprimir a sus semejantes” ni gobernarlos
“con el código de la arbitrariedad”. Tal conducta monstruosa solo podía
esperarse de los españoles:
Los héroes que harán honor eterno a la revolución política de la América, jamás han pretendido
subyugar los pueblos ni quitarles las cadenas que les hacía arrastrar el gobierno español para
remacharles otras. Sea monumento eterno de esta verdad la conducta del Gobierno de Buenos
Aires, y la del General Libertador de Chile, cuando la batalla de Chacabuco dio la libertad a
aquella república. Ella no fue borrada de la lista de los pueblos libres, y hoy ocupa su rango
correspondiente. Séalo también el convenio firmado entre los gobiernos de Chile y Buenos-Aires
para garantir la LIBERTAD ABSOLUTA del Perú y el derecho de darse un sistema de Gobierno
análogo al general, que ha proclamado la América toda. Séalo la convocatoria que el general
BOLÍVAR hizo de los Representantes de Venezuela para instalar un Congreso, ante cuyo augusto
cuerpo dimitió por repetidas veces la autoridad suprema que obtenía. Séalo, en fin, la conducta
generosa que ha observado en la N[ueva] G[ranada] el mismo BOLÍVAR, declarando a la faz del
mundo que no venía en pos de la gloria y del poder, sino a libertar a sus compatriotas, y sellando
con el carácter de provisionales todos los derechos y providencias que la urgencia de las
circunstancias demandaban para organizar un sistema […]. ¡Granadinos! Regocijaos en vuestra
suerte, y gloriaos de que vuestro LIBERTADOR jamás manchará los ilustres días que han honrado
su carácter y harán eterna su memoria 77 .
¿Es acaso una casualidad que a comienzos de enero de 1820 Francisco de
Paula Santander expidiera un decreto fijando el sello de la “República de la
Nueva Granada” 78 ? Al revestir al territorio de su mando con las atribuciones
de la soberanía, su intención era sin duda prevenir la usurpación. No obstante,
pocos días después desaparecerían las suspicacias, al conocerse en la capital
la Ley Fundamental que creó la República de Colombia y convocó una
convención encargada de perfeccionar sus instituciones.
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ENGAÑOSA LEGIÓN
A decir verdad, algo había cambiado también fundamentalmente en el pueblo
granadino. Los tres años de la Restauración habían sido una experiencia muy
dura y suscitado en la generalidad de los habitantes un desprecio inveterado
por las autoridades españolas. Por ello, las tropas revolucionarias fueron
acogidas con un entusiasmo sincero y Simón Bolívar, convertido de golpe en
el símbolo de la república triunfante y del fin de una época tormentosa,
tratado con una veneración tan elocuente y espontánea que a él mismo le
resultaba sorprendente. La gente salía a su encuentro en grupos nutridos,
aclamándolo, abrazándolo y bañándolo en lágrimas; cantando himnos en su
honor, poniendo coronas de flores sobre su cabeza y brindándole banquetes y
festejos. Tal era la unanimidad del júbilo y de las demostraciones de afecto
que para recorrer a finales de septiembre de 1819 los 180 kilómetros que
separaban a Santa Fe de Puente Real, le fueron precisas no menos de seis
jornadas 79 . Sin este sentimiento generalizado –verdaderamente popular– de
estima y agradecimiento, que los contemporáneos llamaban “espíritu
público”, los esfuerzos de los gaceteros patriotas hubieran resultado vanos, y
flor de un día la condición grandilocuente de “Libertador” atribuida
oficialmente a Bolívar y a sus compañeros de armas.
En efecto, el 6 de enero de 1820, el Congreso de Venezuela, convencido de
la necesidad de hacer “un reconocimiento nacional” a los militares
responsables de la toma de Santa Fe, expidió un decreto por medio del cual
Simón Bolívar, como jefe de ellas, fue condecorado con el título de
Libertador. En adelante, usaría de él “en todos los despachos y actas de
gobierno, anteponiéndolo al de presidente”, aunque, por tratarse de “una
propiedad de gloria”, le pertenecería independientemente de su permanencia
en los “negocios públicos”. Otro artículo del decreto en cuestión ordenó
poner un retrato de Bolívar en el solio del Congreso con una inscripción en
letras de oro en la que además de “Libertador de Colombia”, se le llamaba
“padre de la patria” y “terror del despotismo”. No obstante, el Congreso de
Venezuela reconocía que en esta labor no había actuado en solitario. Todos
los individuos que participaron en la campaña feliz que concluyó con la toma
de Santa Fe, incluyendo a aquellos que habían fallecido en el tránsito y a los
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civiles (ya fueran hombres o mujeres) que se hubieran distinguido por
servicios descollantes a la causa, fueron “declarados y reconocidos por
libertadores de Cundinamarca”. Como tales se les distinguió, mandando
inscribir sus nombres en la columna decretada por la Asamblea de Bogotá y
ordenando que se les condecorase con una medalla en que debía grabarse y
esmaltarse su nombre: la de los oficiales y empleados sería de oro,
guarnecida con esmeraldas, y la de los soldados y ciudadanos sin destino
público, de plata sola. Todos la llevarían pendiente del ojal de la casaca,
pudiendo también portarla pendiente del cuello las viudas de los militares
muertos en la campaña 80 . Conviene anotar que el ejemplo dado por la
asamblea de notables de Santa Fe y el Congreso de Venezuela sería replicado
en su momento por las ciudades de Caracas y Quito (ilustración 11).
¿Qué lugar ocuparon en la escena pública los centenares de “libertadores”
de Cundinamarca, Venezuela y Quito? Para resolver este interrogante, es
preciso señalar que en el segundo semestre de 1819 había surgido un uso más
despreocupado de la condición del Libertador por antonomasia, empleada
para referirse a un hombre que comenzaba a ser caracterizado sin sonrojo
como “inmortal”, “ángel tutelar”, “instrumento de los cielos” y autor
exclusivo de la “regeneración” neogranadina 81 . Ciertamente, asomaba en
ocasiones cierto embarazo, como cuando el editor de la gaceta santafereña
creyó bueno justificar los festejos del 18 de septiembre en honor a Bolívar
como “honores del triunfo a imitación de la República antigua, que supo ser
agradecida a los que la elevaban al más eminente grado de Gloria y de
prosperidad” 82 . No obstante, y en contravía con el decreto del Congreso de
Venezuela, en la práctica resultaba falsa la idea de una legión de
“redentores”, que cedió muy pronto su lugar al culto de un solo hombre. A lo
más puede hablarse de un grupo privilegiado que componía la plana mayor
de la oficialidad colombiana, que no olvidaba encabezar sus despachos
recordando su condición de libertadores de Cundinamarca y/o Venezuela, y
que supo usufructuar su veteranía, convirtiéndose en una porción importante
de la clase dirigente de la nueva república.
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ILUSTRACIÓN 11
Medalla de Quito a sus libertadores en Pichincha (ca. 1822). Fundición, ensamblaje y
soldadura (bronce dorado), 5,1 x 3,4 x 0,6 cm. Colección Museo Nacional de
Colombia, reg. 185.
¿Qué decir de los suboficiales y soldados? ¿Es posible confirmar la
existencia de una práctica popular que contradiga la retórica oficial que
terminaría por imponerse de un reducido grupo de altos oficiales
considerados como los padres de Colombia y como responsables del triunfo
de la revolución? Indudablemente. Así lo indica el caso del “ciudadano
Libertador Sargento Juan Ag[u]ilar”, quien al reclamar sueldos atrasados
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recordó al vicepresidente Santander por medio de una carta garabateada con
dificultad a finales de 1824 las estrecheces que habían compartido juntos en
los Llanos de Pore e indicó que a pesar de su invalidez y de estar reducido a
unas muletas, enseñaba el ejercicio en el cantón en su natal villa del Cocuy
83 . El rústico veterano de guerra que malvivía lisiado y sin paga, y
continuaba sirviendo la causa independentista como instructor militar
dominical, reivindicaba el título que le había conferido la asamblea de
notables de Santa Fe como partícipe de la campaña de la Nueva Granada. La
instantánea que surge de la representación de Aguilar es la de un país de
cientos de libertadores, orgullosos de su participación en la guerra contra
España y respetados y admirados como tales por sus respectivos vecindarios.
¿Cuánto peso tenía esta práctica en las altas esferas de la república? A juzgar
por el contenido de las gacetas, muy poco. Uno que otro era homenajeado
durante los festejos organizados anualmente para conmemorar la batalla de
Boyacá, como en 1820, cuando Bolívar coronó de guirnaldas a cinco de ellos
e hizo un brindis elogiando su valor en el campo de batalla 84 .
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CONCLUSIONES
¿Está toda revolución condenada a la glorificación de sus adalides? La
confrontación con la experiencia francesa previa al golpe de brumario resulta
en ese sentido extremadamente interesante. Desde las primeras etapas, en
tanto que avanzaba el proceso de desacralización de la figura del monarca, la
desconfianza de los revolucionarios con respecto a los personajes
providenciales se expresó como un antídoto contra la tentación del cesarismo.
En 1791 y 1792 el discurso sans-culotte mantuvo el pudor con miras a
preservar el ideal igualitario, en el momento mismo en que comenzaron a
tributarse homenajes tanto a héroes populares (Marat), como a héroes
colectivos y anónimos (los vencedores de la Bastilla, por ejemplo). No
obstante, la celebración atañía ante todo a los mártires de la libertad,
identificados cada vez con mayor frecuencia en tiempos del Directorio con
los militares y, especialmente, los jóvenes generales muertos en combate.
Hasta la toma del poder por Bonaparte, nadie, pues, a diferencia de lo
sucedido en los Estados Unidos con George Washington, alcanzó en la
Francia revolucionaria el estatus de mito viviente 85 .
En Venezuela, en cambio, comenzó a imponerse en 1813 un título, que era
en realidad una condición, pues tenía aparejados derechos políticos
excepcionales y entrañaba una militancia perturbadora. Dicha condición
glorificaba el valor de hombres vivos y, a través de él, la tutela necesaria de
pueblos pervertidos por el “despotismo” español. La historia que se ha
querido rastrear aquí es la de esta inflexión fundamental de la revolución de
independencia, quizás la más importante de todas las que ocurrieron en aquel
período de incesantes mudanzas. Como se ha visto, la condición de libertador
surgió en la Tierra Firme como una desilusión y como una claudicación.
Como una desilusión, porque los líderes de la transformación política
sintieron hacia 1813 que no eran secundados en el peligroso combate en que
se habían comprometido. Como una claudicación, porque el surgimiento de
hombres señalados, que se abrogaban la tarea de redimir a un pueblo
envilecido, implicaba por lo mismo el abandono de toda esperanza que no
fuera remota de fundar la sociedad entrevista con emoción en un principio.
Las páginas precedentes proponen un recorrido que muestra cómo la figura
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civil y plural de los libertadores se hizo esencialmente militar en Venezuela
en 1813 y monolítica tras la exitosa campaña de la Nueva Granada, en 1819.
No obstante, hay dos rasgos comunes que cobijan y enlazan las distintas
declinaciones de la figura de los libertadores. Se trata, en primer lugar, del
perfecto opuesto del usurpador, entendido este último como un conquistador
que somete y aniquila a un pueblo, arrebatándole su existencia política,
mientras se libra a una devastación generalizada. Es, pues, el antónimo de
bárbaro, vándalo o godo. Para decirlo más precisamente, los libertadores
constituyen el reverso necesario de una tiranía y un despotismo: los que
encarnó respectivamente para unos u otros la revolución y la España de la
contrarrevolución regentista o de la restauración fernandina. En segundo
lugar, los libertadores son los tutores de un pueblo pervertido por el
despotismo: los abanderados de la razón entre hombres envilecidos, que
portaban y miraban con indiferencia sus pesadas cadenas. La lucha de los
líderes de la independencia en la Tierra Firme era, en consecuencia, doble
porque los enfrentaba a los agentes de la metrópoli tanto como a sus apáticos
conciudadanos.
¿Cómo construir una república que debía su existencia a un escaso grupo
de hombres purificados por la experiencia del exilio y el combate? ¿Cómo
conciliar el acto de la redención con la experiencia cotidiana de la libertad?
¿De qué modo podían convivir aquellos modernos Espartacos con cientos de
miles de personas a quienes veían como libertos embrutecidos? La institución
de los libertadores es, ciertamente, el indicio más elocuente del abandono por
parte de los revolucionarios de la “perspectiva utopista” en beneficio de un
“pragmatismo constitucional” que establecía “una actitud contemporizadora
con lo existente” 86 . Se trata, así mismo, de un poderoso síntoma de la
contradicción fundamental que aquejó nuestra revolución de independencia:
un pueblo que dejaba de ser esclavo, mas no por ello se emancipaba y
quedaba bajo la tutela de sus redentores. Esta contradicción capital no fue
ignorada por los contemporáneos, que denunciaron en ocasiones la mordaza
impuesta a la opinión pública en materias de gobierno y el silencio prescrito a
los particulares frente a los abusos de las autoridades. Entre todas aquellas
voces se destaca la del editor de El Insurgente, quien no dejó de fustigar
durante la corta vida de este periódico la repulsiva idea de una Colombia
independiente y esclava al mismo tiempo, cuyos “monumentos de gloria
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elevados en los campos de batalla” podían terminar convirtiéndose en los “de
la ignominia de los pueblos” 87 .
La comparación del caso neogranadino con el venezolano demuestra que si
bien en los años 1813 y 1814 hubo un quiebre innegable que hizo atractiva la
figura de los libertadores, la catástrofe del año siguiente y el censurable
comportamiento de Bolívar y sus tropas impidieron que prosperara la
institución en el Reino. Para que tal cosa tuviese lugar fue, pues, necesaria la
restauración monárquica. Los penosos años de la mal llamada Reconquista y
sus excesos cotidianos confirieron a las tropas que trasmontaron la cordillera
desde el Casanare una popularidad inédita e hicieron de su comandante
general un ídolo aclamado por las multitudes. Por ello parece sensato detener
en 1819 un análisis cuya intención ha sido precisar el surgimiento del título
de “libertador”, así como sus transformaciones a lo largo de una década de
revolución. En efecto, con el otorgamiento oficial a Bolívar de dicha
condición, en momentos en que era vitoreado de manera entusiasta por los
pueblos, se alcanzó una cristalización duradera que serviría de base a todas
las manifestaciones posteriores del culto.
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CONCLUSIONES GENERALES
Desde 1810 los revolucionarios de la Tierra Firme asimilaron los enemigos
de su causa a los conquistadores del siglo XVI. A pesar de que los realistas
también echaron mano del tópico de manera enaltecedora, el uso que terminó
imponiéndose en 1819 constituye una expresión sintética de la propaganda
patriótica en su más burda factura: los enemigos de la revolución eran
invasores europeos, interesados únicamente en devastar, asesinar y esclavizar
a los americanos. A pesar de su debilidad evidente, tales enunciados fueron
retomados por los principales historiadores de la Nueva Granada y
Venezuela, y han subsistido hasta nuestros días, como lo indica de manera
elocuente el nombre con el que se conoce aún hoy al período del
restablecimiento de la autoridad fernandina. Seguir empleando la noción de
Reconquista 200 años después constituye una operación tan descabellada
como lo sería la adopción del término “pacificación” para los mismos fines.
En efecto, ello supondría retomar irreflexivamente una versión amañada –la
del otro bando en pugna– sobre la empresa contrarrevolucionaria y suscribir
todas sus desfiguraciones. Como se ha dicho al comienzo de este libro, no se
trata de una vana cuestión de rótulos: se trata de que el período sea
colonizado por fin por los estudios históricos.
Así, pues, la noción de Reconquista es del todo insatisfactoria y ha
producido una historiografía muy endeble por dos razones: por el escaso
número de investigaciones consagradas al período y por la fijación macabra
que caracteriza a la generalidad de los estudios que a ella se han dedicado.
Ambos rasgos están obviamente relacionados y se explican el uno al otro. Si
las investigaciones sobre el trienio (1816-1819) son poco abundantes es
porque el mito patriota ha demostrado una fortaleza que lo ha hecho inmune a
las indagaciones históricas. Así mismo, si persiste el deleite de contar
muertos y, en general, la tendencia de cebarse en la crueldad “española” es
porque la historiografía ha sido reacia a estudiar, a espulgar, a enunciar y a
juzgar, intimidada por un poderoso relato broncíneo.
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Para salir del callejón, este libro propone estudiar la Reconquista como una
Restauración. Tal perspectiva permite, en primer lugar, ponderar de manera
precisa la violencia generada por el restablecimiento de la autoridad
fernandina. Al comparar la experiencia neogranadina con la francesa, la
holandesa, la española y la italiana, o con las vicisitudes del restablecimiento
de la autoridad monárquica en Chile y Venezuela, se impone claramente su
carácter inusitadamente violento tanto por sus derivas punitivas (ejecuciones,
prisiones, presidios, confiscaciones, trabajos forzados…) como porque
constituyó una tentativa delirante de borrar manu militari el legado de la
revolución.
Pero, ¿fue acaso el excesivo rigor de la Restauración neogranadina una
respuesta a la violencia de los revolucionarios entre 1810 y 1816? Dicho de
otro modo, ¿pueden verse los desmanes de la pacificación como una
retaliación? El segundo capítulo ha abordado la cuestión con detalle y
demostrado que los líderes del interregno se caracterizaron por una constante
lenidad. A través del estudio del Estado de Antioquia, que constituye un caso
único en lo relativo a la documentación disponible sobre el período y que fue
visto a partir de 1813 en el ámbito de las Provincias Unidas como un ejemplo
excepcional de “energía revolucionaria”, se ha podido establecer que primó la
indulgencia frente a los más conspicuos realistas: los cadalsos fueron
inexistentes, los destierros y los confinamientos involucraron a un número
mínimo de personas y la configuración de los peninsulares como enemigos de
la “causa americana” fue tardía e inoperante. De manera paradójica, pues, una
revolución eminentemente moderada como la neogranadina fue contrariada
por una Restauración que llegó a ser brutal en algunas provincias. Tal
contraste explica también el fracaso del restablecimiento de la autoridad
fernandina en el Nuevo Reino.
En segundo lugar, el enfoque propuesto en este libro implica convertir el
trienio en un cuatrienio (1815-1819), pues por pura lógica el proceso de la
Restauración comenzó en la Nueva Granada cuando se hizo palpable el
retorno de Fernando VII al trono español y no cuando llegaron a Santa Marta
Pablo Morillo y sus tropas. La ampliación temporal es también un ensanche
de la paleta convencional, en donde campean el negro y los colores
crepusculares. En efecto, puesto que la restauración fernandina comenzó
varios meses antes del desembarco del Ejército Pacificador, es imprescindible
interesarse por los hombres que venían dirigiendo dicho esfuerzo merced a
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arbitrios concebidos durante los años de la Regencia, cuando la revolución se
extendía por la mayor parte del antiguo virreinato y el fisco realista
pordioseaba. De la complejidad resultante surge la figura de Francisco de
Montalvo, que preservó la ínsula samaria de los embates insurgentes, supo
aprovechar las disensiones de los independentistas para recobrar las riberas
del río Magdalena en 1815 –lo que le permitió controlar la navegación de la
principal arteria comercial del Reino–, e impuso en algunas provincias
neogranadinas una política eficaz de pacificación, a pesar de la
preponderancia militarista. De esta manera, su actuación, que hasta hoy solo
ha recibido la atención de Juan Friede, se convierte en algo mucho más
importante que un contrapeso a Pablo Morillo y sus miras en cuanto al
sometimiento del Reino. Montalvo, junto con sus colaboradores en la
Audiencia o en el gobierno de provincias como Cartagena, Antioquia y
Chocó, no fue inútil dique de contención, sino el protagonista de otra
Restauración, no solo contingente sino real y efectiva. Así, el relato de los
cadalsos y de un ejército que más que como pacificador actuó como uno de
ocupación, sin dejar de ser cierto, pierde su eficacia para degradarse en una
verdad a medias, es decir, en una versión acomodaticia y por ello mentirosa.
Algo semejante sucede al estudiar el transfuguismo político. Las víctimas
de la Restauración neogranadina fueron muchas, sin duda. No obstante, la
conversión de revolucionarios en vasallos fidelísimos constituyó un
fenómeno multitudinario, que trascendió los límites de la ínsula montalviana
y penetró insidiosamente incluso en los territorios de la más bárbara represión
militarista. La corrupción jugó un papel importante en el proceso, mas este
también se explica por la insuficiencia de letrados. Las rentas, la
administración de justicia y el gobierno en general no podían confiarse a
individuos cuyo único mérito era un fidelismo rancio o su pertenencia al
Ejército Pacificador. Los conocimientos adquiridos en las universidades y a
través de una larga práctica en las oficinas del Reino resultaban
imprescindibles para echar a andar nuevamente la maquinaria virreinal. Así
mismo, el reciclaje de revolucionarios fue producto de las lógicas propias de
una sociedad endogámica en la que contadas familias monopolizaban los
cargos públicos y ejercían una influencia irresistible en el ámbito local.
Con todo, la confrontación del Reino de las veletas con la política de
olvido implementada por las autoridades de Colombia ofrece una pista clave
para comprender las razones por las cuales fracasó la pacificación fernandina
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y triunfó la revolución en el Nuevo Reino. En efecto, la moderación de los
vencedores de 1819-1820 contrasta con el rigor de la Restauración:
ejecuciones mínimas, destierros breves, indultos generosos y asimilación
inmediata de autoridades realistas. Del mismo modo, mientras que los
oficiales y suboficiales comprometidos con la insurgencia fueron
incorporados en el Ejército Pacificador como simples soldados, los militares
realistas conservaron sus grados o fueron ascendidos al volverse
colombianos.
Este libro ha mostrado, por último, las conexiones vitales que existen entre
la Reconquista y los libertadores. Renunciar a la primera implica, pues,
deshacerse de los segundos, que constituyen, sin duda alguna, el legado más
persistente de la Restauración. Si resulta de por sí absurdo imaginar que un
reino entero pueda salir de la “servidumbre” por la acción aislada de un grupo
de hombres señalados (cuando el desplome súbito de la Restauración en la
mayor parte del territorio neogranadino indica que el régimen había
alcanzado una impopularidad que lo llevó a implosionar), el estudio paralelo
del desprestigio de la figura regia y de la consolidación de la calidad de
“libertador” hace explícitos los lastimosos basamentos de nuestro mito
fundador. Por una parte, los regicidios simbólicos perpetrados
abundantemente durante los últimos dos años del interregno neogranadino
permiten vislumbrar para 1816 una radicalización de la revolución que se
manifestó, entre otras cosas, en un desgaste considerable de la figura de
Fernando VII. No obstante, la Restauración significaba ante todo la
posibilidad de recomponer el ídolo maltrecho y de asignarle nuevamente el
lugar preeminente que había ocupado en el pasado. El hecho de que no haya
sucedido así subraya la importancia capital del período en lo que al triunfo
del sistema republicano en la Tierra Firme se refiere, ya que, para decirlo
sucintamente, el rey terminó siendo rematado por sus propios abanderados.
Por otra parte, el surgimiento del grupo de los libertadores demuestra las
profundas consecuencias políticas que tuvo la fallida pacificación fernandina
en la fábrica de la República de Colombia y en el destino de la Nueva
Granada durante buena parte del siglo XIX. La experiencia traumática de
aquellos años hizo posible la unión del Nuevo Reino y Venezuela bajo un
mismo gobierno e implicó una extensa militarización de la sociedad. En tal
contexto, las tropas independentistas fueron vistas como exclusivas
responsables de la destrucción del régimen fernandino y se revistió a sus
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comandantes de un prestigio ponzoñoso. En realidad, unas y otros habían
sido un mero instrumento, algo así como la chispa de una conflagración
preparada muchos meses atrás. La euforia generada por el acontecimiento
permite comprender el equívoco, mas solo en parte, pues él obedeció también
a la urgencia de ocultar la versatilidad culpable de las veletas y de legitimar
un grupo dirigente.
Una república que ha dejado atrás su debilidad inicial y que no teme ya
invasiones de su antigua metrópoli ni revueltas monárquicas de sus habitantes
no debe prolongar ad nauseam homenajes serviles, por muy efectivos que
sean políticamente. En la conciencia de una libertad adquirida y no
obsequiada a trompicones se halla el único antídoto posible contra esta
devoción degradante. Para ello también sirve la historia.
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ANEXOS
TABLA 6.
LOS DESAFECTOS DE ANTIOQUIA
NOMBRE
José Bernardo del Campillo
Francisco González de Acuña
José María Zuláibar
Pbro. Orozco
Doctor Faustino Martínez
CONDENA
Destierro y embargo de sus bienes
Destierro y embargo de sus bienes
Destierro y embargo de sus bienes
Destierro. ¿Embargo de sus bienes?
Destierro. ¿Embargo de sus bienes?
TABLA 7.
LOS DESAFECTOS DE MARINILLA
NOMBRE
CONDENA DEL SUBDICTADOR
CONDENA DEL SECRETARIO
RESTREPO
Gaspar Moreno Destierro del Estado y embargo de Confirmada
sus bienes
Juan Herreros
Destierro del Estado y embargo de Confirmada
sus bienes
José María de la Destierro del Estado y embargo de Confirmada
Calle
sus bienes
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TABLA 8.
LOS DESAFECTOS DE PRIMERA CLASE RIONEGRO
NOMBRE
CONDENA DEL SUBDICTADOR
CONDENA DEL SECRETARIO
RESTREPO
Confirmada
Francisco
Destierro del Estado por un año y
Campuzano
embargo de sus bienes.
Diego Rendón Destierro del Estado por un año y
Confirmada
embargo de sus bienes.
Manuel Sanín Destierro del Estado por un año y
Confirmada
embargo de sus bienes.
Félix de Rojas Destierro perpetuo del Estado y embargo Confirmada
de sus bienes.
Pedro de
Destierro perpetuo del Estado y embargo
Elejalde*
de sus bienes.
* Condenado directamente por el presidente Corral.
TABLA 9.
LOS DESAFECTOS DE SEGUNDA CLASE DE RIONEGRO
NOMBRE
Alejandro Palacio
Jerónimo Palacio
José Campuzano
CONDENA DEL SUBDICTADOR
Contribución de 1.000 pesos de plata
Contribución de 1.000 pesos de plata
Contribución de 1.000 pesos de plata
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TABLA 10.
LOS DESAFECTOS DE PRIMERA CLASE DE MEDELLÍN
NOMBRE
CONDENA DEL SUBDICTADOR
Pedro M.
Rodríguez
Juan F.
Obeso
José Obeso
Rafael
Destierro conjunto del Estado por un año y
Gónima
confiscación de bienes.
José Antonio
Lema
Manuel
González
Joaquín
Sañudo
José María
Pasos
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CONDENA DEL
SECRETARIO RESTREPO
Extrañamiento perpetuo
Aumento de un año de
destierro
Reo ausente. Destierro
perpetuo
Destierro de tres años
Reo ausente. Destierro
perpetuo
Aumento de un año de
destierro
Aumento de un año de
destierro
Reo ausente. Destierro
perpetuo
TABLA 11.
LOS DESAFECTOS DE SEGUNDA CLASE DE MEDELLÍN
NOMBRE
CONDENA DEL SECRETARIO
RESTREPO
Antonio Confinamiento a su casa de campo y
Contribución demediada y
Piedrahita contribución de 6.000 pesos de plata
convertida en empréstito forzoso,
para los gastos de la guerra.
confinamiento suprimido.
Contribución de 1.000 pesos de plata a Confirmada
Antonio del
cada uno y serio apercibimiento para lo
Valle
sucesivo.
José
Valle
CONDENA DEL SUBDICTADOR
del
Carlos Vegal
Cristóbal Apercibimiento, confinamiento a la
Santamaría parroquia de Santa Rosa, suspensión
temporal de su empleo.
Miguel de Confinamiento a la montaña de
la Sierra Riogrande, suspensión temporal de su
empleo.
Vicente
Destinado a las milicias en clase de
Pinillos
soldado.
Pbro.
Obligación de exhortar a sus
Manuel de conciudadanos a servir a la patria.
la Peña
Mariano Contribución de 4.000 pesos de plata,
Pontón
apercibimiento con pena de la vida.
Confirmada
Confirmada
Confirmada
Confirmada
Contribución demediada y
convertida en empréstito forzoso.
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El Censor
El Chasqui bogotano
El Cometa
Correo del Orinoco
Década Araucana
El Eco de Antioquia
Estrella del Occidente
Gaceta de Colombia
Gazeta de Cartagena de Indias
Gazeta de la Ciudad de Bogotá
Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada
Gazeta de Santafé de Bogotá
Gazeta Ministerial de Cundinamarca
Gazeta Ministerial de la República de Antioquia
Gazeta Real de Cartagena de Indias
El Insurgente
El Mensajero de Cartagena de Indias
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NOTAS AL PIE
INTRODUCCIÓN
1 JOSÙ MANUEL RESTREPO, Historia de la Revolución de la República de
Colombia en la América Meridional, BESANZÓN, JOSÙ JACQUIN, 1858, t. 1;
DANIEL GUTIÙRREZ ARDILA, Un Nuevo Reino. Geografía política, pactismo y
diplomacia durante el interregno en Nueva Granada (1808-1816), Bogotá,
Universidad Externado de Colombia, 2010; ISIDRO VANEGAS USECHE, La
Revolución neogranadina, Bogotá, Ediciones Plural, 2013.
2 TIMOTHY E. ANNA, España y la Independencia de América, México, FCE, 1986,
pp. 149-182.
3 ANTONIO RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general don Pablo Morillo, primer
conde de Cartagena, marqués de La Puerta (1778-1837), Madrid, Establecimiento
Tipográfico de Fortanet, 1910, t. 1; STEPHEN K. STOAN, Pablo Morillo and
Venezuela, 1815-1820, Columbus, Ohio State University Press, 1974, pp. 64-68;
GONZALO M. QUINTERO SARAVIA, Pablo Morillo, general de dos mundos,
Bogotá, Planeta, 2005.
4 MICHAEL P. COSTELOE, Response to Revolution. Imperial Spain and the Spanish
American Revolutions, 1810-1840, Cambridge, Cambridge University Press, 1986,
pp. 52-116.
5 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 348-417; JOSÙ MANUEL GROOT,
Historia eclesiástica y civil de Nueva Granada, escrita sobre documentos
auténticos, Bogotá, Imprenta i Esterotipia de Medardo Rivas, 1869, t. 2, pp. 405428; RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…; OSWALDO DÍAZ DÍAZ, La
reconquista española, Bogotá, Academia Colombiana de Historia, 1964, t. 1, pp.
43-91; QUINTERO SARAVIA, Pablo Morillo, general de dos mundos….
6 Sobre esta noción, GUTIÙRREZ ARDILA, Un Nuevo Reino….
7 Discurso político moral sobre la obediencia debida a los reyes y males infinitos de
la insurrección de los pueblos. Predicado en la catedral de Santafé por el D. D. A.
L [Antonio de León], prebendado de aquella Santa Iglesia, año de 1816, Santa Fe,
Imprenta de Don Bruno Espinosa por Nicomedes Lora, 1816 en: Archivo General
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de la Nación (en adelante AGN), Sección Archivo Anexo, Fondo Gobierno (en
adelante SAAG), t. 31, f. 109.
8 Esta tesis es defendida por diversos protagonistas de la revolución. Restrepo, por
ejemplo, quien en diferentes puntos de su Historia asevera que los pueblos
“generalmente deseaban el regreso de los españoles para descansar, según decían,
de las fatigas y penalidades de la guerra y sus consecuencias”, Historia de la
Revolución…, t. 1, pp. 398, 404, 421, 443.
9 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 2, pp. 539-548, 526-554; JUAN FRIEDE,
La batalla de Boyacá -7 de agosto de 1819- a través de los archivos españoles,
Bogotá, Banco de la República, 1969.
10 JOSÙ DOMINGO DÍAZ, Recuerdos sobre la rebelión de Caracas, Caracas,
Academia Nacional de la Historia, 1961, p. 361.
11 BRIAN R. HAMNETT, La política española en una época revolucionaria, México,
FCE, 2011 (2.ª edición), pp. 238-257.
12 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 3, pp. 23-24, 29-32 y 45-53; DÍAZ,
Recuerdos de la rebelión de Caracas…, pp. 365-367; STOAN, Pablo Morillo and
Venezuela…, pp. 222-232.
13 JOHN LEDDY PHELAN, El pueblo y el rey: la revolución comunera en Colombia,
1781, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1980.
14 JUAN FRIEDE, La otra verdad. La independencia americana vista por los
españoles, Bogotá, Carlos Valencia Editores, 1979 (3.ª ed. revisada).
15 STOAN, Pablo Morillo and Venezuela...
16 ANNA, España y la Independencia de América…
17 COSTELOE, Response to revolution…
18 SERGIO MEJÍA MACÍA, La revolución en letras. La Historia de la Revolución de
Colombia de José Manuel Restrepo (1781-1863), Bogotá, Universidad de los
Andes - Eafit, 2007.
19 GROOT, Historia eclesiástica y civil..., p. 430.
20 “[S]i el país en vez de haberse hallado en la anarquía federal, hubiera estado
constituido bajo un régimen central y vigoroso, que con unidad de acción hubiera
podido dirigir sus providencias, sin trabas ni contradicciones de pequeñas
soberanías, a los puntos amenazados por el enemigo, es seguro que los españoles
no habrían podido hacerse a la Nueva Granada, sin que les hubiese venido de
España una doble expedición sobre la de Morillo; lo que no habría sido fácil según
se vio por el resultado de la que intentaron mandar con Riego”, ibíd., p. 410.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
21 SERGIO MEJÍA MACÍA, El pasado como refugio y esperanza. La Historia
eclesiástica y civil de Nueva Granada de José Manuel Groot, Bogotá, Instituto
Caro y Cuervo-Universidad de los Andes, 2009.
22 GROOT, Historia eclesiástica y civil…, p. 453.
23 “[L]os liberales de España no compartían el liberalismo con los de América; así
como los liberales colombianos no lo comparten con los conservadores”, ibíd., p.
473, nota segunda.
24 JESÚS MARÍA HENAO y GERARDO ARRUBLA, Historia de Colombia para la
enseñanza secundaria, Bogotá, Escuela Tipográfica Salesiana, 1911, t. 1, pp. 3-7.
25 Ibíd., t. 2, pp. 155-216.
26 DÍAZ DÍAZ, La reconquista española...
27 REBECCA A. EARLE, España y la Independencia de Colombia, 1810-1825,
Bogotá, Universidad de los Andes-Banco de la República, 2014.
28 GEORGES LOMNÙ, Le lis et la grenade. Mise en scène et mutation imaginaire de
la souveraineté à Quito et Santafé de Bogotá (1789-1830), Tesis de doctorado en
Historia, Université de Marne-la-Vallée, 2003.
29 GERMÁN CARRERA DAMAS, Boves, aspectos socioeconómicos de la guerra de
Independencia, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 2009.
30 Lopetedi al rey (25 de septiembre de 1819), en: FRIEDE, La batalla de Boyacá..., p.
280; RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 2, p. 540.
31 Superior decreto firmado por Montalvo sobre la subida a la capital virreinal de los
papeles correspondientes al superior gobierno del virreinato (Cartagena, 17 de
febrero de 1818) e inventario levantado por el escribano Godoy de los siete
cajones clavados y acondicionados remitidos a dicha corte (Cartagena, 2 de marzo
de 1818), AGN, SAAG, t. 34, ff. 10-12 y 638-656.
32 A tal ejercicio se dedicaron artículos enteros en el Boletín de Historia y
Antigüedades, y aun libros extensos, como la Corona fúnebre de los próceres de
la Independencia, Bogotá, Imprenta de Medina e Hijo, 1910.
33 Cuando Warleta abandonó la provincia con dirección a Popayán, no quedó en toda
ella ni un arma de servicio ni más tropa que “algunos enfermos curándose en los
hospitales”. A continuación, el gobernador interino Sánchez de Lima desobedeció
la orden de crear una guarnición de 200 plazas, conformándose con una compañía
de 82 soldados cuyo armamento consistía en el que habían dejado inutilizado los
insurgentes por los montes, reparado mal que bien en una maestranza improvisada.
A finales del año siguiente, el gobernador no contaba sino con “cuatro cajones de
cartuchos”, AGN, Sección Archivo Anexo, Fondo Guerra y Marina (en adelante
Copia privada. Exclusiva para uso académico
SAAGYM), t. 141, ff. 339-340, t. 154, f. 69 y t. 159, ff. 630-631.
34 AGN, SAAGYM, t. 153, ff. 330-332.
35 Versiones preliminares de los capítulos 4 y 5 fueron publicadas en el Anuario
Colombiano de Historia Social y de la Cultura vol. 40, n.º 2 (julio-diciembre de
2013) y en Economía y política n.º 2 (octubre de 2014). Sea esta la ocasión para
agradecer las críticas y comentarios de evaluadores y editores.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
CAPÍTULO 1
DE LA RECONQUISTA A LA RESTAURACIÓN
1 JOSÙ FRANCISCO HEREDIA, Memorias del regente Heredia, Madrid, Editorial
América, s. f., pp. 60 (nota al pie), 75, 79 y 81.
2 “Manifiesto que hace a la nación española…”, en RODRÍGUEZ VILLA, El teniente
general…, t. 1, p. 454.
3 DÍAZ, Recuerdos de la rebelión de Caracas…, pp. 313-314.
4 Comentarios del editor de la Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada a
una real orden fechada en Madrid el 9 de mayo de 1815, n.º 7 (27 de julio de
1816).
5 ANNA, España y la Independencia de América…, p. 190.
6 Los revolucionarios no dejaron pasar por alto la ocurrencia, apuntando que se
trataba del recuerdo “de la Isabel del tiempo de la conquista de América en que se
mataban indios hasta para dar de comer carne a los perros, y no se concede sino a
los que más se hayan distinguido en matar insurgentes”, Gazeta de la Ciudad de
Bogotá n.º 59 (10 de septiembre de 1820).
7 MARCO ANTONIO LANDAVAZO, Nacionalismo y violencia en la Independencia de
México, Toluca, FOEM, 2012, pp. 31-32.
8 “Mompox”, Gazeta Real de Cartagena de Indias n.º 2 (23 de abril de 1812); “El
Editor”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º. 59 (2 de julio de 1812).
9 Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 129 (26 de agosto de 1813).
10 “Continuación de la exposición sobre la mediación entre España y América”,
Correo del Orinoco n.º 11 y 15 (5 de septiembre y 21 de noviembre de 1818). Ver
también en el n.º 30 (8 de mayo de 1819) la “Carta al redactor del Correo del
Orinoco”.
11 Artículo sin título, Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 1 (15 de agosto de 1819).
12 Archivo Histórico de Antioquia (en adelante AHA), t. 873, doc. 13674-13680.
13 Para el caso de Antioquia (Santa Rosa, Sonsón, Marinilla, Antioquia, Rionegro),
AHA, t. 873, doc. 13674-13677 y 13679-13680. El expediente de las ciudades de
Buga y Cali se encuentra en AGN, Sección Archivo Anexo, Fondo Historia (en
adelante SAAH), t. 27, ff. 62-71 y 84-93. MARTHA LUX incluyó como anexo en su
libro la transcripción correspondiente a la provincia de Casanare, Mujeres
patriotas y realistas entre dos órdenes. Discursos, estrategias y tácticas en la
Copia privada. Exclusiva para uso académico
guerra, la política y el comercio, Bogotá, Universidad de los Andes, 2014, pp.
275-287.
14 “Continúan las reflexiones sobre el artículo España”, El Insurgente n.º 9 (25 de
octubre de 1822).
15 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 439.
16 Ibíd., pp. 424-425.
17 GROOT, Historia eclesiástica y civil…, p. 477.
18 FRANCISCO JAVIER YANES, Relación documentada de los principales sucesos
ocurridos en Venezuela desde que se declaró Estado independiente hasta el año
de 1821, Caracas, Academia Nacional de la Historia, 1943, t. 1, pp. 61-63, 79-82,
98-99, 105, 152, 239-240 y 263; t. 2, p. 23.
19 FELICIANO MONTENEGRO, Historia de Venezuela, Caracas, Academia Nacional
de la Historia, 1960, t. 1, pp. 352-353. Ver también, pp. 292-294 y 381.
20 RAFAEL MARÍA BARALT y RAMÓN DÍAZ, Resumen de la historia de Venezuela
desde el año de 1797 hasta el de 1830, Brujas-París, Desclée de Brouwer, 1939, t.
I, pp. 307-308.
21 MIGUEL LUIS y GREGORIO VÍCTOR AMUNÁTEGUI, La reconquista española.
Apuntes para la historia de Chile, 1814-1817, Santiago, Imprenta Chilena, 1851.
22 DIEGO BARROS ARANA, Historia Jeneral de Chile, Santiago, Rafael Jover Editor,
1889, t. 10.
23 HENAO y ARRUBLA, Historia de Colombia..., t. 1, pp. 179 y 156.
24 Ver, por ejemplo, DÍAZ DÍAZ, La reconquista española…, y EARLE, España y la
independencia de Colombia...; HERACLIO BONILLA et al., Pablo Morillo.
Documentos de la reconquista de Colombia y Venezuela. Transcripciones del
Fondo documental Pablo Morillo, Bogotá, C.C.E.E. Reyes Católicos-Universidad
Nacional-Gas Natural, 2011.
25 Felipe García del Río al virrey (Santa Marta, 8 de abril de 1812), AGN, Sección
Archivo Anexo, Fondo Particulares (en adelante SAAP), t. 5, ff. 205 y 207;
“Interrogatorio al comisionado del sitio de Mahates (Tenerife, 6 de octubre de
1812), en: ARMANDO MARTÍNEZ GARNICA y DANIEL GUTIÙRREZ ARDILA (ed.),
La contrarrevolución de los pueblos de las sabanas de Tolú y el Sinú (1812),
Bucaramanga, UIS, 2010, pp. 211-213.
26 ANNA, España y la Independencia de América…, pp. 129 y 190.
27 JAIME DELGADO, La independencia de América en la prensa española, Madrid,
Seminario de Problemas Americanos, 1949.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
28 FRANCISCO DE MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo
Reino de Granada el excelentísimo señor virrey don Francisco de Montalvo, en 30
de enero de 1818, a su sucesor el excelentísimo señor don Juan de Sámano”, en:
GERMÁN COLMENARES (ed.), Relaciones e informes de los gobernantes de la
Nueva Granada, Bogotá, Banco Popular, 1989, t. 3, pp. 248-249. Ver también, pp.
269, 289, 297, 304, 317, 319, 324, 328-329.
29 Representación de Nicolás Llanos a nombre del cabildo de Cali (Santa Fe, 29 de
agosto de 1817), AGN, SAAG, t. 32, ff. 242.
30 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino...”, pp. 288289.
31 EMMANUEL DE WARESQUIEL, L’histoire à rebrousse-poil. Les élites, la
Restauration, la Révolution, París, Fayard, 2005, pp. 17 y 25.
32 BENEDETTO CROCE, Storia d’Europa nel secolo decimonono, Milán, Adelphi,
1991, pp. 77-140.
33 Sobre estos temas, ver la introducción de JEAN CLAUDE CARON y JEAN-PHILIPPE
LUIS al volumen Rien appris, rien oublié? Les Restaurations dans l’Europe
postnepoléonienne (1814-1830), Rennes, Presses Universitaires de Rennes, 2015,
pp. 7-17.
34 JOSEPH DE MAISTRE, Considérations sur la France, París, Editions Complexe,
1988, pp. 28-29, 116, 132-135 y 150-166.
35 FRANÇOIS-RÙNÙ DE CHATEAUBRIAND, De Buonaparte et des Bourbons, París,
Arléa, 2004.
36 GUILLAUME DE BERTIER DE SAUVIGNY, La Restauration, París, Flammarion,
1999, pp. 9-114; JOSÙ CABANIS, Charles X, roi ultra, París, Gallimard, 1972, pp.
13-97; WARESQUIEL, L’histoire à rebrousse-poil..., y Le duc de Richelieu, 17661822, París, Perrin, 1990, pp. 266-287; EMMANUEL DE WARESQUIEL et BENOÎT
YVERT, Historie de la Restauration, 1814-1830. Naissance de la France moderne,
París, Perrin, 1996, pp. 11-163; PIERRE SERNA, La république des girouettes
(1789-1815) et au-delà. Une anomalie politique: la France de l’extrême centre,
Seyssel, Champ Vallon, 2005, pp. 149-193; FRANCIS DÙMIER, La France de la
Restauration (1814-1830). L’impossible retour du passé, París, Gallimard, 2012,
pp. 120-241.
37 MATTHIJS LOK, “‘Renouer la chaîne des temps’ ou ‘repartir à zéro’? Passé,
présent et futur aux Pays-Bas (1814-1815)”, Révue d’Histoire du XIXe Siècle n.º
49 (2004-2), pp. 79-92; MARTIJN VAN DER BURG y MATTHIJS LOK, “Los Países
Bajos bajo el dominio napoleónico, ¿nuevo régimen o restablecimiento del viejo
orden?”, en: MICHAEL BROERS, AGUSTÍN GUIMERÁ y PETER HICKS (dirs.), El
Copia privada. Exclusiva para uso académico
imperio napoleónico y la nueva cultura política europea, Madrid, Centro de
Estudios Políticos y Constitucionales, 2011, pp. 131-145; MATTHIJS LOK, “‘Un
oubli total du passé’? The Political and Social Construction of Silence in
Restoration Europe (1813-1830)”, History & Memory Vol. 26, n.º 2 (otoñoinvierno 2014), pp. 40-75; MATTHIJS LOK, “La culture du silence sous la
Restauration. Une étude comparative des politiques de l’oubli en France et aux
Pays-Bas”, en: CARON y LUIS, Rien appris, rien oublié?..., pp. 213-222.
38 BENEDETTO CROCE, Storia del Regno di Napoli, Milán, Adelphi, 2005, pp. 273333; ALBERTO MARIO BANTI, Il risorgimento italiano, Bari, Editori Laterza,
2004, pp. 38-49; LUCIO VILLARI, Bella e perduta. L’Italia del Risorgimento, Bari,
Editori Laterza, 2012, pp. 50-65 y 77-84; PIERRE-MARIE DELPU, “De l’État
muratien à l’État bourbon: la transition de l’appareil étatique napolitain sous la
Restauration (1815-1822)”, en: CARON y LUIS (comp.), Rien appris, rien
oublié?..., pp. 37-50.
39 HAMNETT, La política española en una época revolucionaria…, pp. 188-218;
ANNA, España y la Independencia de América.., pp. 158-164; EMILIO LA PARRA,
“Ferdinand VII: un symbole de la Restauration européenne?”, en: CARON y LUIS,
Rien appris, rien oublié?..., pp. 223-230.
40 ANNA, España y la Independencia de América.., pp. 326-328; LA PARRA,
“Ferdinand VII…”.
41 DÙMIER, La France de la Restauration..., pp. 58 y 67.
42 BARROS ARANA, Historia Jeneral de Chile…, pp. 8-112; CRISTIÁN GUERRERO
LIRA, La contrarrevolución de la independencia en Chile, Santiago, Editorial
Universitaria-Centro de Investigaciones Diego Barros Arana, 2002, pp. 213-240.
43 BARROS ARANA, Historia Jeneral…, pp. 212-303 y 421-517.
44 GUERRERO LIRA, La contrarrevolución de la independencia en Chile…
45 Ver a este respecto las Memorias ya citadas del regente JOSÙ FRANCISCO
HEREDIA y STOAN, Pablo Morillo and Venezuela..., pp. 42-50.
46 MONTENEGRO, Historia de Venezuela…, t. 1, pp. 302-306 y t. 2, pp. 89-92; JUAN
USLAR PIETRI, Historia de la rebelión popular de 1814. Contribución al estudio
de la historia de Venezuela, París, Ediciones Soberbia, 1954, pp. 102-107 y 199202.
47 BARALT y DÍAZ, Resumen de la historia de Venezuela..., pp. 300-307.
48 STOAN, Pablo Morillo and Venezuela…, pp. 72 y 75-87.
49 MONTENEGRO, Historia de Venezuela…, t. 1, pp. 353-358 y 387
Copia privada. Exclusiva para uso académico
50 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 395-396, 398-399 y 423-432;
PEDRO M. IBÁÑEZ, Las crónicas de Bogotá y sus inmediaciones, Bogotá,
Imprenta de La Luz, 1891, pp. 227-245.
51 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 429 y 431. Sobre el desarrollo de
los juicios, DÍAZ DÍAZ, La reconquista española..., t. 1, pp. 93-111.
52 Ibáñez hace, además, un recuento pormenorizado de las ejecuciones; IBÁÑEZ, Las
crónicas de Bogotá y sus inmediaciones..., pp. 226-245. Al respecto, ver también
el diario de JOSÙ MARÍA CABALLERO, Particularidades de Santa Fe, Medellín,
Bedout, 1974, pp. 195-215.
53 Gazeta de la Ciudad de Bogotá n.º 58 (3 de octubre de 1820).
54 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 430-431.
55 GROOT, Historia eclesiástica y civil…, p. 420; JUAN FRANCISCO ORTIZ,
Reminiscencias, Bogotá, Librería Americana, 1914, p. 60.
56 VÍCTOR MANUEL URIBE URÁN, Vidas honorables. Abogados, familia y política
en Colombia, 1780-1850, Bogotá, EAFIT-Banco de la República, 2008, pp. 174179.
57 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 430; FLORENTINO GONZÁLEZ,
Memorias, Medellín, Bedout, 1971, p. 57.
58 GROOT, Historia eclesiástica y civil…, pp. 430 y 476.
59 Expresiones empleadas por Morillo en su proclama dirigida a los “habitantes de la
Nueva Granada” (Torrecilla, 27 de septiembre de 1815) y retomadas por el editor
del periódico realista de la capital neogranadina, doctor Manuel García de Tejada,
al presentar otra proclama del jefe del Ejército Pacificador, (Caracas, 17 de mayo
de 1815), Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 2 y 3 (20 y 27 de
junio de 1816).
60 Proclama citada de Morillo del 23 de septiembre de 1815. Se equivoca, pues,
RODRÍGUEZ VILLA al aseverar que tan solo “algunos” insurgentes fueron fusilados
por Morillo, El teniente general…, t. 1, pp. 144 y 197.
61 Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 2 (20 de junio de 1816).
62 Lista de los individuos purificados por este tribunal con expresión de los destinos
que se les han dado y providencias que se han dictado (AGN, Sección Archivo
Anexo, Fondo Purificaciones –en adelante SAAPU–, t. 2, ff. 184-206), transcrita y
publicada por GUILLERMO HERNÁNDEZ DE ALBA, Recuerdos de la Reconquista:
el consejo de purificación, Bogotá, Imprenta Nacional, 1935. Sobre la experiencia
de los revolucionarios condenados a servir como soldados, resultan invaluables las
Memorias de JOSÙ HILARIO LÓPEZ, Medellín, Bedout, s. f., pp. 79-151.
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63 Según GROOT, tres de los purificados (Jorge Tadeo Lozano, Emigdio Benítez y
José Ayala) fueron fusilados, Historia eclesiástica y civil…, p. 438.
64 Morillo al secretario de Guerra (Santa Fe, 9 de noviembre de 1816), en:
RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 223.
65 “Relación de los individuos que han sido multados por los tribunales de
purificación y de guerra permanente establecidos en esta ciudad” y “Relación de
las multas exigidas por el gobernador D. Ildefonso Arce...” (Tunja, 30 de abril de
1817), AGN, SAAGYM, t. 150, ff. 159-162.
66 NICOLÁS GARCÍA SAMUDIO, Reconquista de Boyacá, Tunja, Imprenta del
Departamento, 1916, pp. 59-60.
67 AGN, SAAGYM, t. 158, f. 158.
68 JOSÙ DE EGUIGUREN, Manifiesto en que el Dr. José de Eguiguren, cura de
Manta, opositor a la prebenda doctoral…, Bogotá, Imprenta de la República por
Nicomedes Lora, 1825; RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 2, pp. 440-442;
GROOT, Historia eclesiástica y civil…, pp. 420 y 428-430. Ver también las
“Sumarias de los procesos seguidos contra los clérigos patriotas” transcritas por
GUILLERMO HERNÁNDEZ DE ALBA e incluidas en Participación del clero en
lucha por la independencia, Bogotá, Academia de Historia, s. f., pp. 29-120.
69 Artículo sin título, El Chasqui Bogotano n.º 2 (s. f. 1826). El historiador BRIAN
HAMNETT llegó a idéntica conclusión en su artículo “The Counter Revolution of
Morillo and the Insurgent Clerics of New Granada, 1815-1820”, The Americas,
vol. XXXII, n.º 4 (abril de 1976), pp. 597-617.
70 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 2, pp. 431-432; GROOT, Historia
eclesiástica y civil…, pp. 430-431; JOSÙ DOLORES MONSALVE, Mujeres de la
Independencia, Bogotá, Imprenta Nacional, 1926, pp. 145, 155-159, 245-247 y
265-295; DÍAZ DÍAZ, La reconquista española..., t. 1, pp. 131-133.
71 GONZÁLEZ, Memorias…, p. 52.
72 “La Mediación. Continuación de la exposición sobre la Mediación entre España y
América”, Correo del Orinoco n.º 13 (17 de octubre de 1818); GONZÁLEZ,
Memorias…, p. 57.
73 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 428 y 435-436.
74 “Causa que se sigue a los capellanes del Ejército Expedicionario...” y oficio de
Morillo al secretario de Guerra (Cumaná, 6 de junio de 1817), en: RODRÍGUEZ
VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 334-337 y 396-397; GROOT, Historia
eclesiástica y civil…, p. 444.
75 Representación de Nicolás Llanos ante la Audiencia de Santa Fe, a nombre del
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cabildo de Cali (Santa Fe, 29 de agosto de 1817), AGN, SAAG, t. 32, f. 242.
76 El cabildo de Popayán al virrey (25 de octubre de 1817), AGN, SAAGYM, t. 141, ff.
1077-1079; representación de Nicolás Llanos ante la Audiencia de Santa Fe (s. f),
AGN, SAAG, t. 32, f. 253.
77 AGN, SAAGYM, t. 140, ff. 853 v.-858.
78 El oficio (Santa Fe, 9 de septiembre de 1817) fue publicado por la Gazeta de
Santafé de Bogotá n.º 10 (10 de octubre de 1819).
79 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 456-457, 459 y 584; GROOT,
Historia eclesiástica y civil…, pp. 467-477; GONZÁLEZ, Memorias…, p. 62.
80 GONZÁLEZ, Memorias…, pp. 56-57.
81 ALEXANDER CHAPARRO, “La opinión del rey: Opinión pública y redes de
comunicación impresa en Santafé de Bogotá durante la Reconquista española,
1816-1819”, en: FRANCISCO A. ORTEGA y ALEXANDER CHAPARRO (ed.), Disfraz
y pluma de todos. Opinión pública y cultura política, siglos XVIII y XIX, Bogotá,
Universidad Nacional-Universidad de Helsinki, 2012, pp. 129-162. Reformulado
con algunas variantes en “Fernando VII, el neogranadino. Publicidad monárquica y
opinión pública en el Nuevo Reino de Granada durante la restauración absolutista,
1816-1819”, Fronteras de la Historia, vol. 19 (julio-diciembre de 2014), pp. 7095.
82 Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 1-3, 5, 6, 8 y 14.
83 Representación sin fecha de Juan Manuel García de Castillo a Sámano [julio de
1817], AGN, SAAG, t. 31, ff. 65-66.
84 AGN, SAAGYM, t. 146, ff. 220 y 222. Coincido, pues, con EARLE, España y la
independencia de Colombia..., p. 134.
85 Un ejemplo entre mil que pueden leerse en el Archivo Anexo del AGN: el
comandante militar y político de Simití Pedro María de la Torre amenazó, a
comienzos de 1817, al alcalde pedáneo de San Pablo con pegarle “fuego al pueblo
y todos sus habitantes” si no le remitía ciertos paisanos prófugos a la mayor
brevedad, AGN, SAAGYM, t. 148, f. 383.
86 Tomás Roso Turriago a Antonio María Casano (Choachí, 7 de octubre de 1816),
AGN, SAAGYM, t. 146, f. 30.
87 LÓPEZ, Memorias…, pp. 104-107.
88 Ver los expedientes compuestos por los cabildos de Buga, Cartago, Anserma y
Cali, AGN, SAAG, t. 31, ff. 877-881, 884-887, 906-908, 1001-1017; t. 32, ff. 163
v.-169, 238-241 y 581-583 y t. 37, f. 160; SANTIAGO ARROYO, “Memoria para la
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historia de la revolución de Popayán” (1824), en: Biblioteca Popular. Colección
de grandes escritores nacionales y extranjeros, JORGE ROA, t. 12, 1896, pp. 309311; EARLE, España y la independencia de Colombia..., p. 145.
89 Tomás de Heres a Ruperto Delgado (Cali, 20 de mayo de 1817), AGN, SAAGYM, t.
150, f. 558. Ver también, Solís a Montalvo (Popayán, 4 de noviembre de 1817),
ibíd., t. 155, ff. 828-831.
90 Representación del cabildo de Cartago al gobernador Solís (22 de octubre de
1817) y oficio de este a Montalvo (Popayán, 4 de noviembre de 1817), AGN,
SAAGYM, t. 155, ff. 832-836.
91 Lucas González a Sámano (Sogamoso, 19 de enero de 1818), AGN, SAAGYM, t.
158, ff. 95, 96 y 99.
92 “La Mediación. Continuación de la exposición…”, Correo del Orinoco n.º 13.
93 MAISTRE, Considérations sur la France…, pp. 153-155.
94 FRIEDE, La otra verdad…
95 CARLOS GUILLERMO PÁRAMO BONILLA, “Las dos leyendas de Pablo Morillo”,
en: JOSÙ DAVID CORTÙS (ed.), El Bicentenario de la Independencia. Legados y
realizaciones a doscientos años, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia,
2014, pp. 195-227.
96 JEAN-CLÙMENT MARTIN, La Vendée et la Révolution, París, Perrin, 2007, pp. 1718.
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CAPÍTULO 2
DE LA REVOLUCIÓN A LA RESTAURACIÓN
1 Sección cuarta, art. 1-7.
2 Auto de la cámara del Supremo Poder Ejecutivo de Antioquia (11 de julio de
1811), AHA, t. 825, f. 248.
3 AGN, SAAP, t. 9, ff. 172-185.
4 En cuanto a lo primero, cabe señalar que el 22 de mayo de 1812, al referirse al
caso de José Antonio Lema, acusado de regentismo en Medellín, el presidente del
Estado declaró “no haber un delito capaz de exigir de su proceder la imposición de
un castigo”, y pidió por lo tanto a la Cámara de Representantes darlo por
indemnizado y mantener su nominación como secretario del Tribunal de Justicia,
Acta de la sesión de la Cámara de Representantes del 23 de mayo de 1812, AHA, t.
824, ff. 284-285. Ver también el acta del senado de 27 de mayo del mismo año,
ibíd., f. 398.
5 Decreto del Supremo Poder Ejecutivo (Antioquia, 27 de junio de 1812), AHA, t.
825, f. 75. Ver también “Continúan las cuestiones sobre Constitución”, El Censor
n.º 5 (21 de mayo de 1815), Biblioteca de la Universidad de Antioquia.
6 Actas de la reunión de las cámaras legislativas, de la Cámara de Representantes y
del Senado (30 de junio de 1812), AHA, t. 824, ff. 318-321 y 422 v.-426.
7 Ángel Martínez al alcalde ordinario Francisco Ignacio Mejía (Antioquia, 9 de
noviembre de 1812), AHA, t. 825, f. 260.
8 Ángel Martínez al alcalde de primer voto de Rionegro (Antioquia, 30 de junio de
1812), t. 825, f. 244.
9 Decreto del presidente del Estado, José Antonio Gómez (Antioquia, 7 de julio de
1812), Archivo Histórico Restrepo (en adelante AHR), Fondo I, vol. 7, ff. 235-236;
Causa criminal adelantada contra Francisco González Acuña por la Junta de
Seguridad de la ciudad de Rionegro (1812), colección particular (Medellín). Ver
también AHA, t. 836, ff. 157-175.
10 Causa criminal adelantada contra Francisco González de Acuña por la Junta de
Seguridad de la ciudad de Rionegro (1812), colección particular (Medellín).
11 Interrogatorio de la Junta de Seguridad Pública a González de Acuña (Rionegro,
1.º de noviembre de 1812), ibíd., ff. 10 y 11.
12 Representación de González de Acuña a la Junta de Seguridad de Rionegro (24 de
Copia privada. Exclusiva para uso académico
noviembre de 1812), ibíd., ff. 17-20.
13 La sentencia se encuentra en ibíd., f. 21.
14 José María Ortiz a los señores de la Junta de Seguridad de Rionegro, ibíd., f. 23.
15 Ver las solicitudes de indulto de diversos sujetos que pertenecieron a ellas: AHA, t.
852, ff. 113-115 y t. 853, ff. 170 y 198-200; t. 854, ff. 28-31 y 108-110; t. 855, ff.
48-51; t. 873, doc. 13664. Aparentemente estaban conformados por tres miembros.
Tal era al menos el caso de San Bartolomé, AHA, t. 872, ff. 286-287.
16 Representación de Gregoria Cadavid, esposa de Cosme Hoyos (Antioquia, 23 de
mayo 1817), solicitudes de indulto de Juan Francisco Zapata y José Fermín Mejía,
AHA, t. 851, doc. 13409, ff. 34-38 y doc. 13413, ff. 338-341 y 456-459.
17 Declaración de Juan Crisóstomo Campuzano en la solicitud de indulto de Manuel
Bravo (Rionegro, 28 de febrero de 1817), AHA, t. 898, ff. 324-327.
18 Gazeta Extraordinaria de Cundinamarca n.º 73 y 76 (16 y 26 de septiembre de
1812) y “Tribunal de vigilancia y seguridad”, Gazeta Ministerial de
Cundinamarca n.º 132 (9 de septiembre de 1813).
19 “Cundinamarca. Providencias del Tribunal de Seguridad, pasadas al gobierno para
su publicación en la Gazeta”, “Nueve de enero” y “Relación de los sucesos
ocurridos en esta provincia en el mes de diciembre último con respecto al gobierno
de la Unión”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 136, 152 y 205 (7 de
octubre de 1813, 13 de enero de 1814 y 5 de enero de 1815).
20 Ramón de la Infiesta habla (sin pie de imprenta), Biblioteca Nacional, Fondo
Pineda, t. 245, pza. 35.
21 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 233.
22 ANTHONY MCFARLANE, “La ‘Revolución de las Sabanas’: rebelión popular y
contrarrevolución en el Estado de Cartagena, 1812”, en: HAROLDO CALVO
STEVENSON y ADOLFO MEISEL ROCA (ed.) Cartagena de Indias en la
Independencia, Cartagena, Banco de la República, 2011, pp. 215-247.
23 Ver al respecto: MARTÍNEZ GARNICA y GUTIÙRREZ ARDILA (ed.), La
contrarrevolución de los pueblos de las Sabanas de Tolú y el Sinú...
24 Representación de Domingo Reynal y Cuscó (Santa Marta, 2 de agosto de 1815),
AGN, Sección Archivo Anexo, Fondo Solicitudes (en adelante SAAS), t. 4, ff. 451464. Josefa Vidal y Villamarín solicita una pensión para socorrer su viudedad por
mérito de la muerte de su marido por el gobierno insurgente (1816), ibíd., t. 7, ff.
1-6.
25 Domingo López, vecino de Mompox, solicita despacho para recaudar sus bienes
Copia privada. Exclusiva para uso académico
vendidos y extraídos de su hacienda por los insurgentes, AGN, SAAS, t. 5, ff. 132140.
26 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 214; SERGIO ELÍAS ORTIZ,
Agustín Agualongo y su tiempo, Bogotá, Banco Popular, 1974 (1.ª edición, 1958),
pp. 302-305.
27 Ver el libro de actas del senado, AHA, t. 826, ff. 81-82, 94 y los Acuerdos de la
Soberana Representación Nacional de 13 y 17 de julio de 1813, AHA, t. 828, f. 184
y 262.
28 Testimonio de causa que se ha seguido de orden del juzgado de gobierno contra el
presbítero D. Juan Francisco Vélez y socios por infidentes al soberano, 1817, AHA,
t. 652, ff. 6-7 y 40-43.
29 Alberto María de la Calle al comandante general (Medellín, 22 de abril de 1816),
AHA, t. 857, ff. 213-214.
30 Acta de la Soberana Representación del Estado de Antioquia (Antioquia, 5 de
noviembre de 1813), AHA, t. 828, ff. 153-154.
31 El decreto, fechado el 4 de agosto de 1813 figura en AHA, t. 828, f. 180.
32 Decreto reglamentando los juicios civiles y criminales de los militares (Antioquia,
9 de diciembre de 1813), AHA, t. 828, doc. 13094.
33 Representaciones de José Bernardo del Campillo (Kingston, 21 de noviembre de
1814; Santa Marta, 16 de enero de 1815 y Panamá, 30 de diciembre de 1815) y
Antonio María Santamaría (Medellín, 23 de julio de 1816), AGN, SAAS, t. 3, ff.
519-539, t. 4, f. 756 y t. 6, ff. 549 v.-553 v. Representación del Dr. Faustino
Martínez (s. f.: 1815), AGN, SAAGYM, t. 132, ff. 244-245. Consúltese igualmente
el expediente sobre el indulto de Juan Francisco Zapata, AHA, t. 851, ff. 338-341.
Así mismo, ver los “Apuntamientos para servir a la historia de la revolución de la
Nueva Granada sacados de los libros del cabildo de Rionegro”, escritos por José
Manuel Restrepo, AHR, Fondo I, vol. 7, f. 535. Por último, véanse las
certificaciones escritas por Campillo y por Francisco Londoño y Gallón en el
expediente formado por Remigio Leal para recuperar su empleo de estanquero en
1816, AHA, t. 837, ff. 289-290. En cuanto al cura Orozco, AHA, t. 891, ff. 183-184.
34 El auto se halla transcrito en AGN, SAAPU, t. 2, f. 24.
35 Parte motiva de las sentencias proferidas por el comisionado José María Gutiérrez
en la villa de Medellín (10 de agosto de 1813) y la ciudad de Rionegro, AGN,
SAAS, t. 7, ff. 664-667 y AHR, Fondo I, vol. 7, ff. 299-300.
36 Oficio de Pedro Carvajal al capitán de milicias Agustín Duque (Marinilla, 4 de
agosto de 1813), Archivo Histórico Casa de la Convención (en adelante: AHCC),
Copia privada. Exclusiva para uso académico
Fondo Gobierno, t. 192, f. 116.
37 Las diligencias de arresto e inventario se hallan en AHCC, Fondo Gobierno, t. 192,
f. 108-138.
38 Sentencia citada proferida por José María Gutiérrez en la villa de Medellín. Ver
también la Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 133 (16 de septiembre de
1813).
39 Expediente sobre indulto de Juan Francisco Zapata, AHA, t. 851, ff. 338-341.
40 Sentencia pronunciada en Rionegro por el doctor José María Gutiérrez (s. f.), AHR,
Fondo I, vol. 7, ff. 301-302; decreto del presidente dictador Corral (Antioquia, 28
de agosto de 1813), AHCC, Fondo Gobierno, t. 192, f. 146. Ver también el
expediente conformado por Manuel Sanín en tiempos de la restauración
monárquica (AHA, t. 853, ff. 43-52) y el largo pleito que en el mismo momento
opuso a Rendón y al subpresidente José Antonio Mejía, AHA, t. 874, doc. 13704.
41 Véase parte del expediente y los reclamos de la viuda de Elejalde durante la
Restauración en AGN, Sección Archivo Anexo, Fondo Embargos (en adelante
SAAE), t. 1, ff. 674-742 y Sección Archivo Anexo, Fondo Historia (en adelante
SAAH), t. 22, ff. 75-124. Ver también la Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º
133 (16 de septiembre de 1813).
42 Decreto del secretario de Gracia y Justicia del Estado de Antioquia (Palacio del
Supremo Gobierno, 25 de agosto de 1813), AGN, SAAS, t. 7, f. 665 v. Copia en
AHR, Fondo I, vol. 7, ff. 300-301.
43 Decretos del presidente dictador Corral (Antioquia, 26 y 28 de agosto de 1813),
AHCC, Fondo Gobierno, t. 192, ff. 145-146.
44 Así parece indicarlo el hecho de que José Manuel Restrepo afirmara en su Historia
que el número de los desterrados fue de 25 (t. 1, p. 218). Lo reitera en el recuento
que escribió sobre su propia vida, “Biografía de José Manuel Restrepo escrita por
él mismo”, en: Autobiografía. Apuntamientos sobre la emigración de 1816, e
índices del “Diario político”, Bogotá, Presidencia de la República, 1957, p. 15.
45 JOSÙ MANUEL RESTREPO, Ensayo sobre la geografía, producciones, industria y
población de la provincia de Antioquia en el Nuevo Reino de Granada, Medellín,
EAFIT, 2007, pp. 63-64. Esta cifra sirvió de base a los revolucionarios para la
conformación del Colegio Electoral y Constituyente en 1811 y para la formación
del Poder Legislativo al año siguiente y parece más indicada que los 80.000 que
calcula el “Plan general que manifiesta el cuerpo de poblaciones, habitantes y
recursos de que se compone la provincia de Antioquia” (1816), en: HERMES
TOVAR PINZÓN et al., Convocatoria al poder del número. Censos y estadísticas de
la Nueva Granada, 1750-1830, Bogotá, AGN, 1994, pp. 124-125.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
46 JOSÙ MANUEL RESTREPO, “Noticia biográfica de Don Juan del Corral”, en:
Biografías del prócer Juan del Corral, Bogotá, Academia Colombiana de
Historia, 1951.
47 GABRIEL ARANGO MEJÍA, Genealogías de Antioquia y Caldas, Medellín,
Imprenta Departamental, 1942, t. 1, pp. 162-163.
48 Representación de Antonio del Valle al virrey (Medellín, 25 de abril de 1816),
AGN, SAAP, t. 8, ff. 94-97.
49 Me refiero, respectivamente, a Francisco González de Acuña, José Bernardo del
Campillo, José Antonio Piedrahita, Miguel Sierra, Cristóbal Santamaría, Antonio
del Valle, Rafael Gónima, José Rodríguez Obeso, José Pasos, José Llamas y José
María Pasos. Todos ellos fueron repuestos o promovidos en las rentas reales
durante la Restauración. Ver la “Relación de los individuos empleados en los
varios ramos de rentas que se expresarán antes de la independencia de esta
provincia, y que por sus sufrimientos y conducta observada en este tiempo a favor
del soberano se reponen en sus anteriores empleos…” (Antioquia, 2 de agosto de
1816), AHA, t. 834, doc. 13185.
50 Ortiz a los ministros del Tesoro (Antioquia, 23 de agosto de 1813), AHA, t. 890, f.
169.
51 Corral a los ministros del Tesoro (Antioquia, 3 de noviembre de 1813), AHA, t.
890, f. 225.
52 Representación de María Ignacia y María Rosa de Hoyos al presidente dictador
Juan del Corral (Marinilla, 10 de noviembre de 1813), AHCC, Fondo Gobierno, t.
192, f. 190.
53 Decreto del Supremo Gobierno de Antioquia (Rionegro, 7 de febrero de 1814),
AHCC, Fondo Gobierno, t. 192, f. 176.
54 “Relación que hace a los Representantes de la República de Antioquia el C.
Dictador Juan del Corral acerca de las medidas que ha tomado para sus progresos
en el discurso de los últimos quatro meses de su administración y del estado en
que deja sus intereses al concluirse el término de su Gobierno Dictatorio”, AHR,
Fondo I, vol. 7, ff. 377-426. Reproducido por ROBERTO MARÍA TISNÙS, Don
Juan del Corral, libertador de los esclavos, Cali, Banco Popular, 1980, pp. 409440.
55 Reglamento para la comisión de guerra en campaña firmado por Corral y
Francisco Antonio Ulloa (Antioquia, 28 de noviembre de 1813), AHA, t. 828, Doc.
13092.
56 El doctor José Joaquín González de Pinilla, cura interino de Anserma, al virrey
Copia privada. Exclusiva para uso académico
Sámano (Anserma, 19 de mayo de 1818), AGN, SAAS, t. 12, f. 270; CARLOS
ROBLEDO, Carlos Robledo, teniente coronel comandante efectivo del batallón
Girardot a sus conciudadanos, Panamá, Por Diego Santiago González, 1824.
57 Representación de Cayetano Sarmiento al cabildo de Buga (Buga, 18 de diciembre
de 1816), AGN, SAAS, t. 12, ff. 536-538.
58 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 232-233.
59 Los documentos, fechados en Buga entre el 6 y el 13 de enero de 1814 están en
AGN, SAAGYM, t. 121, ff. 1-21.
60 El decreto (27 de diciembre de 1814) no figura en la compilación de Eduardo
Posada (Congreso de las Provincias Unidas, Bogotá, Academia de Historia,
1924), pero aparece mencionado en el relato hecho de los padecimientos sufridos
durante la revolución por Antonio María Santamaría (Medellín, 23 de julio de
1816), AGN, SAAS, t. 6, ff. 549 v.-553 v. La fecha y el tenor de la medida figuran
en AGN, SAAE, t. 1, f. 769.
61 José T. Echeverría a Crisanto Valenzuela (Honda, 25 de octubre de 1815), AGN,
SAAG, t. 27, ff. 604-605.
62 Notaría Única del Círculo, Protocolos Notariales de la ciudad de Antioquia, 1816
(escrituras correspondientes a los días 21-23, 25 y 26 de enero y 5 y 7 de febrero
de 1816). Agradezco a César Lenis la comunicación de estos documentos. Ver
también la representación sin fecha de Fernando de Uruburu, AHA, t. 850, ff. 109139.
63 Ver las diversas representaciones de los reos: AHA, t. 836, Doc. 13241. Así mismo,
la representación del peninsular Vicente Pérez (Marinilla, 21 de julio de 1816),
AHA, t. 837, f. 252 y la de Francisco Londoño y Gallón en el expediente formado
por Remigio Leal para recuperar su empleo de estanquero en 1816, ibíd., ff. 290.
Ver también la certificación de Vicente Pérez en la solicitud de indulto de Pedro
Carvajal (Rionegro, 25 de febrero de 1817), AHA, t. 898, f. 292. Ténganse
igualmente en cuenta las representaciones de José Antonio Martínez (Antioquia,
29 de octubre de 1816), AGN, SAAPU, t. 2, ff. 208-209; José del Valle (Medellín,
10 de mayo de 1817), AHA, t. 853, f. 274; y Juan Carrasquilla (julio de 1816),
AGN, SAAG, t. 30, ff. 133-150.
64 Ley sobre comisión de vigilancia (Santa Fe, 26 de septiembre de 1815), en:
POSADA, Congreso de las Provincias Unidas, pp. 120-125. La ley se aplicó en
Antioquia, donde la comisión quedó compuesta por Andrés Avelino de Uruburu,
Luis Villa, Manuel Tirado, José María Barrientos, Simón López y como fiscal
Estanislao Gómez, AHA, t. 832, f. 251.
65 “Sentencia pronunciada por la Junta Extraordinaria de Vigilancia, en causa de
Copia privada. Exclusiva para uso académico
conjuración” (impreso), AGN, SAAGYM, t. 140, f. 752; RESTREPO, Historia de la
Revolución…, t. 1, pp. 364-366.
66 AGN, SAAG, t. 36, ff. 162-163.
67 Ver, por ejemplo, “Continúa el cuadro revolucionario y estado actual de la
provincia de Cartagena”, Gazeta Real de Cartagena de Indias n.º 2 (17 de agosto
de 1816).
68 Relación de José González Llorente sobre la revolución de Santa Fe (Kingston, 16
de mayo de 1815), AGN, SAAH, t. 21, ff. 239 v-266 v.
69 “Cundinamarca”, Gazeta Ministerial de la República de Antioquia n.º 21 (12 de
febrero de 1815).
70 Documentación hecha por Marcos Bernyn para acabar de comprobar su conducta
durante las pasadas novedades, AGN, SAAPU, t. 3, ff. 342-391.
71 Representación de Marcos Bernyn (Cartagena, 8 de mayo de 1818), AGN, SAAPU,
t. 2, ff. 438-444; justificación de la conducta de Santiago Lecuna durante la
revolución, AGN, SAAG, t. 28, ff. 528-529 y 573-574; representación de María
Amador desde Portobelo, en febrero de 1816, AGN, SAAGYM, t. 145, ff. 250-251.
72 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 372.
73 Morillo al secretario de Estado español (Ocaña, 27 de marzo de 1816), Correo del
Orinoco n.º 2 (4 de julio de 1818).
74 Historia de la Revolución…, t. 1, p. 420.
75 El ciudadano Hermógenes Isaza fue el encargado de conducir a los desterrados
hasta Juntas, José Manuel Restrepo al subpresidente de Marinilla (Rionegro, 23 de
febrero de 1814), AHCC, Fondo Gobierno, t. 192, ff. 202-203.
76 Representación de José Rodríguez Obeso (Medellín, 6 de noviembre de 1816) y
declaraciones de varios testigos en su favor, AGN, SAAS, t. 7, ff. 670-679.
77 Representaciones de José Bernardo del Campillo (Kingston, 21 de noviembre de
1814; Santa Marta, 16 de enero de 1815 y Panamá, 30 de diciembre de 1815),
AGN, SAAS, t. 3, ff. 519-539 y t. 4, f. 756.
78 AHA, t. 836, Doc. 13273.
79 AGN, SAAS, t. 3, ff. 624-662. Representación de Pedro Manuel Rodríguez
(Cartagena, 14 de octubre de 1817), ibíd., t. 10, ff. 363-364.
80 Informe de Warleta (Medellín, 16 de junio de 1816), AGN, SAAG, t. 30, f. 122.
81 AGN, SAAP, t. 8, ff. 572-588.
82 “Relación de los individuos empleados en los varios ramos de Real Hacienda y
Copia privada. Exclusiva para uso académico
rentas que se expresarán antes de la independencia de esta provincia y que por sus
sufrimientos y conducta observada en este tiempo a favor del soberano se reponen
a sus anteriores empleos, y a otros de las mismas circunstancias que se eligen para
los que quedan vacantes o por ocuparlos individuos contrarios, y todos aquellos
con calidad de provisionales hasta la aprobación del Exmo. Sr. Capitán General
del Reino, según superior decreto circular” (Medellín, 15 de septiembre de 1816),
AGN, SAAG, t. 30, ff. 92-95.
83 DÍAZ, Recuerdos sobre la revolución de Caracas…, pp. 89, 92-93, 96, 104, 216,
309 y 311.
84 YANES, Relación documentada…, t. 1, pp. 25-138; DÍAZ, Recuerdos sobre la
revolución de Caracas…, pp. 309-311; BARALT y DÍAZ, Resumen de la historia de
Venezuela…, pp. 134-299; USLAR PIETRI, Historia de la rebelión popular...;
STOAN, Pablo Morillo and Venezuela…, pp. 34-60. Sobre el decidido apoyo
popular a la contrarrevolución, ver también MIGUEL IZARD, El miedo a la
revolución. La lucha por la libertad en Venezuela (1777-1830), Madrid, Editorial
Tecnos, 1979, pp. 133-153.
85 CARRERA DAMAS, Boves..., pp. 171-208; IZARD, El miedo a la revolución…, pp.
130-133.
86 Un buen ejemplo de lo dicho: las autoridades de Pasto y Quito optaron por no
ajusticiar a Antonio Nariño en 1814 con el propósito manifiesto de evitar
represalias. El presidente de Quito, Toribio Montes, ordenó incluso quitarle las
prisiones cuando se enteró de que se hallaba enfermo de las piernas, resolución
que se cuidó de anunciar urbanamente al hijo de su insigne prisionero, ORTIZ,
Agustín Agualongo..., pp. 343 y 345.
87 VANEGAS USECHE, La Revolución neogranadina…, pp. 185 y 224.
88 BRIAN R. HAMNETT, Raíces de la insurgencia en México. Historia regional,
1750-1824 [1986], México, FCE, 2010.
89 LANDAVAZO, Nacionalismo y violencia...
90 Para un compendio acerca de la demografía colonial neogranadina y de la presión
fiscal en tiempos de Carlos III y Carlos IV, ver los artículos de CARL HENRIK
LANGEBAEK, ANDRÙS ETTER, HERMES TOVAR PINZÓN Y ADOLFO MEISEL,
compilados en ADOLFO MEISEL ROCA y MARÍA TERESA RAMÍREZ (ed.), La
economía regional de la Nueva Granada, Bogotá, FCE-Banco de la República,
2015.
91 “Relación del estado del Nuevo Reino de Granada, presentado por el Excmo. Sr.
Virrey D. Pedro Mendinueta a su sucesor el Excmo. Sr. D. Antonio Amar y
Borbón. Año de 1803”, en: COLMENARES (ed.), Relaciones e informes…, pp. 54 y
Copia privada. Exclusiva para uso académico
72.
92 MICHEL VOVELLE, La mentalité révolutionnaire. Société et mentalités sous la
Révolution française, París, Messidor, 1985, p. 88-93.
93 SOPHIE WAHNICH, La liberté ou la mort. Essai sur la Terreur et le terrorisme,
París, La fabrique éditions, 2003, pp. 9-26; JEAN-CLÙMENT MARTIN, Violence et
Révolution. Essai sur la naissance d’un mythe national, París, Seuil, 2006;
MICHEL BIARD (dir.), Les politiques de la Terreur, 1793-1794, Rennes, PURSociété des Études Robespierristes, 2008; “‘La Terreur’, laboratoire de la
modernité”, en: JEAN-LUC CHAPEY et al., Pour quoi faire la révolution, Marsella,
Agone, 2012, pp. 83-114.
94 HAIM BURSTIN, “Entre théorie et pratique de la Terreur: un essai de balisage”, en:
MICHEL BIARD (dir.), Les politiques de la Terreur, pp. 39-52.
95 La relación entre paroxismos de violencia y rivalidad por el poder es adoptada por
historiadores tan diversos como RICHARD COBB (The Police and the People.
French Popular Protest, 1789-1820, Oxford, Oxford University Press, 1970, pp.
85-86), FRANÇOIS FURET (“La Révolution sans la Terreur? Le débat des historiens
du XIXe siècle”, en: La révolution en débat, París, Gallimard, 1999, pp. 29-71; ver,
sobre todo, los comentarios sobre la obra de Edgar Quinet, pp. 52-55) y JEANCLÙMENT MARTIN (Violence et Révolution…, y “Violences et justice”, en: BIARD
(dir.), Les politiques de la Terreur…, pp. 137-138).
96 A propósito de la responsabilidad de los contrarrevolucionarios y de la
importancia de las querellas religiosas en la agudización de la violencia durante la
Revolución francesa, JEAN-CLÙMENT MARTIN, Contre-Révolution, Révolution et
Nation en France, 1789-1799, París, Éditions du Seuil, 1998.
97 Buena parte de las insurrecciones populares que contribuyeron a poner punto final
al reinado de Luis XVI tuvieron origen la escasez y la carestía del pan, GEORGES
LEFEBVRE, Quatre-vingt-neuf, París [1939], Éditions sociales, 1970, pp. 113-145.
98 RESTREPO “Biografía de José Manuel Restrepo…”, p. 15.
99 COBB, The People and the Police…, pp. 131-150. Como se ve, en la Nueva
Granada hubo contraterror sin terror. Tiene razón, pues, Carlos Guillermo Páramo
Bonilla en señalar el “enorme significado psicológico y cultural” de la
Restauración. Ver PÁRAMO BONILLA, “Las dos leyendas de Pablo Morillo”..., pp.
195-227.
100 “El gobierno de Antioquia solicita la expedición de un indulto a favor de los
habitantes de aquella provincia…”, AGN, SAAS, t. 6, ff. 710-719. Ver también,
ibíd., t. 7, ff. 261-270 y AGN, SAAH, t. 21, ff. 555-573.
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101 AHA, t. 843, ff. 241-243.
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CAPÍTULO 3
LAS ÍNSULAS DE FRANCISCO DE MONTALVO, 1813-1818
1 RODRÍGUEZ VILLA, QUINTERO SARAVIA y DÍAZ DÍAZ apenas mencionan a
Montalvo, El teniente general…, t. 1, pp. 145-190; Pablo Morillo, general de dos
mundos, pp. 277-306. RESTREPO y GROOT son más justos, pero no consagran al
habanero más que comentarios marginales. RESTREPO SÁENZ escribió una corta
semblanza del gobernante en Biografías de los mandatarios y ministros de la Real
Audiencia (1671-1819), Bogotá, Academia de Historia, 1952, pp. 250-259.
2 Tengo aquí una deuda con Georges Lomné, que ha comparado las políticas de
Montes con las de Morillo y Sámano, recordando que la “pacificación” quiteña fue
esencialmente conciliadora, a diferencia de la emprendida por el Ejército
Pacificador y su jefe, que hizo las veces de “ángel exterminador”, Le lis et la
grenade..., pp. 371, 386, 399 y 409.
3 ALLAN J. KUETHE, Cuba, 1753-1815. Crown, Military, and Society, Knoxville,
The University of Tenesee Press, 1986; MARÍA DOLORES GONZÁLEZ-RIPOLL,
Cuba, la isla de los ensayos. Cultura y sociedad (1790-1815), Madrid, CSIC, 1999,
pp. 123-153; DOMINIQUE GONCALVÈS, Le planteur et le roi. L’aristocratie
havanaise et la couronne d’Espagne (1763-1838), Madrid, Casa de Velázquez,
2008.
4 FRANCISCO XAVIER DE SANTA CRUZ Y MALLÙN, Historia de las familias
cubanas, La Habana, Editorial Hércules, 1942, t. 3, pp. 289-317; RAFAEL NIETO Y
CORTADELLAS, Dignidades nobiliarias en Cuba, Madrid, Ediciones de Cultura
Hispánica, 1954, p. 310. Sobre el control de los O’Farrill de las plazas de oficial
en las milicias y sobre las conexiones del conde de Santa Cruz de Mopox en
Madrid, KUETHE, Cuba…, pp. 118 y 152-154 y apéndice 3.
5 Relación de méritos de Francisco de Montalvo (Madrid, 14 de noviembre de
1818), Archivo General Militar de Segovia (en adelante AGMS), legajo M-3747,
ff. 2-5. Agradezco a Sergio Mejía la comunicación de este documento.
6 Relación de méritos citada.
7 Gazeta Extraordinaria de Cartagena de Indias. Domingo 10 de enero de 1813.
8 Pedro Ruiz de Porras al Capitán General (Santa Marta, 26 de octubre de 1816),
AGN, SAAG, t. 25, ff. 736-737.
9 HEREDIA, Memorias del regente Heredia..., pp. 166-167.
10 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 68-211. STEINAR A. SÆTHER,
Copia privada. Exclusiva para uso académico
Identidades e independencia en Santa Marta y Riohacha, 1750-1850, Bogotá,
ICANH, 2005, pp. 177-196 y, a propósito de Narciso Crespo, pp. 200-201.
11 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 137, EDUARDO POSADA,
Apostillas a la historia de Colombia, Madrid, Editorial América, s. f., pp. 34-35.
El nombramiento de Benito Pérez como virrey (Cádiz, 1.º de abril de 1811) se
encuentra en el Archivo General de Indias (en adelante AGI), Santa Fe, 558. Sobre
su navegación desde Cuba y llegada a Portobelo, AGN, SAAG, t. 1 de suplementos,
ff. 585-586.
12 Información recibida de orden del Real Acuerdo de la Audiencia de Santa Fe
sobre el manejo del Exmo. Sr. Virrey D. Benito Pérez, AGN, SAAH, t. 14, f. 544;
Earle, España y la independencia de Colombia..., p. 52.
13 Pérez a Melchor de Aymerich (Panamá, 12 de marzo de 1813), AGN, SAAH, t. 15,
f. 67.
14 El duque del Infantado a Montalvo (Cádiz, 1.º de noviembre de 1812) y
declaración de Francisco de Montalvo (Cartagena, 12 de enero de 1818), AGMS,
legajo M-3747, ff. 12 y 18-20.
15 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 208.
16 SANTA CRUZ y MALLÙN, Historia de las familias cubanas, t. 3, pp. 291.
17 Carvajal a Montalvo (Cádiz, 12 de noviembre de 1812), AGMS, legajo M-3747, f.
13; Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 1.º de junio de 1813), AGN, SAAG, t.
23, f. 254.
18 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino...”, pp. 194196; Montalvo a Ruiz de Porras y al cabildo de Santa Marta (A bordo del
bergantín de guerra El Borja, 1.º y 2 de junio de 1813), AGN, SAAG, t. 23, ff. 254 y
662; Gazeta Extraordinaria de Cartagena de Indias n.º 13 (11 de junio de 1813).
19 Montalvo al oidor Carrión (Santa Marta, 11 de septiembre de 1813), AGN, SAAG,
t. 2 de suplementos, f. 312.
20 Sobre este incidente, me permito remitir a mi artículo “Le colonel Medina
Galindo, la province indienne de Riohacha et la révolution néogrenadine (17921814)”, AHRF, n.º 365 (julio-septiembre de 2011).
21 Oficio del cabildo de Riohacha al capitán general del Nuevo Reino de Granada (13
de septiembre de 1813) y representación de aquel a la Regencia (3 de septiembre
de 1813), AGN, SAAH, t. 15, ff. 108-119.
22 Montalvo a Montes (12 de octubre de 1814), AGN, SAAH, t. 17, ff. 91-93;
MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 324325.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
23 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 303304.
24 Ibíd., pp. 195-196.
25 Ruiz de Porras a Montalvo (Santa Marta, 22 de diciembre de 1813), AGN, SAAG, t.
23, f. 501.
26 Juan Pinto y Juan Francisco Infanzón a Montalvo (Kingston 18 de octubre de
1813), AGN, SAAH, t. 15, ff. 378-379; Montalvo al secretario de Estado (Santa
Marta, 6 de noviembre de 1813), AGI, Santa Fe, 631.
27 Montalvo al secretario de Gracia y Justicia (Cartagena, 17 de febrero de 1817),
AGN, SAAG, t. 31, ff. 479-481.
28 EDGARDO PÙREZ MORALES, El gran diablo hecho barco. Corsarios, esclavos y
revolución en Cartagena y el Gran Caribe, 1791-1817, Bucaramanga, UIS, 2012.
29 Ruiz de Porras a Montalvo (Santa Marta, 1.º de junio de 1815), AGN, SAAGYM, t.
131, f. 623.
30 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 351.
31 Estas estimaciones proceden del “Estado que manifiesta las fuerzas sutiles que han
salido al río Magdalena al mando del capitán D. Velentín Capmani, con expresión
de patrones, timoneles, tripulaciones y dotación de municiones” (Santa Marta, 21
de abril de 1815), AGN, SAAGYM, t. 131, f. 636.
32 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 25 de junio de 1813), AGN, SAAG, t. 23,
f. 258.
33 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 196197; RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 224.
34 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 20 de agosto de 1813), AGN, SAAG, t. 23,
f. 271.
35 Gazeta Extraordinaria de Cartagena de Indias n.º 22 (19 de agosto de 1813) y
“Barranquilla, 18 de agosto de 1813”, Gazeta de Cartagena de Indias n.º 72 (2 de
septiembre de 1813).
36 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 198199.
37 Zúñiga a Montalvo y este a aquél (Santa Marta, 4 de septiembre de 1813), AGN,
SAAG, t. 23, ff. 592 y 593.
38 AGN, SAAG, t. 23, ff. 569-570.
39 Certificación del escribano Francisco Antonio Linero (Santa Marta, 30 de agosto
Copia privada. Exclusiva para uso académico
de 1813), AGN, SAAG, t. 23, f. 572.
40 AGN, SAAG, t. 23, ff. 578-596.
41 Ruiz de Porras a Sámano (Santa Marta, 5 de febrero de 1818), AGN, SAAP, t. 11, ff.
544-545. Sobre la enemistad de Montalvo con Ruiz de Porras, ver también EARLE,
España y la independencia de Colombia…, p. 57.
42 Representación de Aramendi (Valledupar, 10 de agosto de 1814), AGN, SAAGYM,
t. 120, f. 661.
43 AGI, Santa Fe, 551.
44 AGN, SAAPU, t. 1, ff. 359.427; AGI, Santa Fe 631; GUTIÙRREZ ARDILA, Un Nuevo
Reino…, p. 450.
45 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 7 de junio de 1813), AGN, SAAG, t. 23, f.
255.
46 “Noticia de los empleados oficiales y familias que han regresado a Santa Marta
con expresión de los buques que los han conducido” (Portobelo, 17 de mayo de
1813), AGN, SAAG, t. 23, f. 643.
47 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 199200.
48 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 24 de septiembre de 1813), AGN, SAAG,
t. 23, f. 277.
49 Ruiz de Porras a Montalvo (Santa Marta, 9 de septiembre de 1813), AGN, SAAG, t.
23, f. 389. Sobre la toma de Chiriguaná, ver también la Gazeta Extraordinaria de
Cartagena de Indias n.º 23 (23 de agosto de 1813).
50 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 13 de abril de 1814), AGN, SAAG, t. 24, f.
217 v.
51 “Última prueba de la lealtad de estos vecinos” (Santa Marta, 9 de diciembre de
1813) y denuncio firmado por Francisco Antonio Lineros sobre movimiento que
preparaban los indios de Bonda para expulsar a Montalvo (Santa Marta, 2 de
diciembre de 1813), AGN, SAAGYM, t. 120, ff. 286-288 y 317-319; Montalvo a
Ruiz de Porras (El Morro, 3 de diciembre de 1813), AGN, SAAG, t. 23, ff. 312 v. y
350-351; el cabildo de Santa Marta a Montalvo (3 de diciembre de 1813), AGN,
SAAH, t. 15, f. 231.
52 O’Donojú a Montalvo (Cádiz, 12 de septiembre de 1813), AGMS, legajo M-3747,
f. 14. En su relación de mando, Montalvo da el 23 de julio como fecha de este
nombramiento, MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo
Reino…”, p. 201.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
53 HEREDIA, Memorias del regente Heredia..., p. 292-293.
54 La situación de Venezuela en 1813-1814 no será analizada aquí. Ver al respecto,
YANES, Relación documentada…, t. 1, pp. 25-138; BARALT y DÍAZ, Resumen de
la historia de Venezuela…, t. 1, pp. 134-299 y STOAN, Pablo Morillo and
Venezuela…, pp. 42-60.
55 Ramón Correa a Montalvo (Maracaibo, 20 de abril de 1814), AGN, SAAGYM, t.
123, ff. 67 y 71.
56 Relación de méritos citada de Francisco de Montalvo.
57 El cabildo de Santa Marta a Montalvo, (8 de enero de 1814), AGN, SAAGYM, t.
120, f. 283.
58 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, p. 203204.
59 Aramendi a Montalvo (Guayacanes, 9 de marzo de 1814), AGN, SAAGYM, t. 120,
ff. 532-533.
60 KUETHE, Cuba…, pp. 171-172.
61 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, p. 255.
62 Ibíd., p. 205.
63 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 11 de enero de 1814), AGN, SAAG, t. 24,
f. 192.
64 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 3 de enero de 1814), AGN, SAAG, t. 24, f.
189; Acta del Cabildo de Valledupar (23 de enero de 1814), AGN, SAAGYM, t.
120, ff. 427-428.
65 Montalvo a Aramendi y a Ruiz de Porras (Santa Marta, 22 de diciembre de 1813 y
29 de enero de 1814), AGN, SAAGYM, t. 134, f. 795 y SAAG, t. 24, f. 196.
66 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, p. 203.
67 Aramendi a Montalvo (Chiriguaná, 17 de febrero de 1814), AGN, SAAGYM, t. 120,
ff. 466-467; Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 1.º de marzo de 1814), AGN,
SAAG, t. 24, ff. 208-209.
68 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 209211; Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 26, 27 de marzo y 26 de abril de
1814), AGN, SAAGYM, t. 120, ff. 172-173 y SAAG, t. 24, ff. 216 y 220; RESTREPO,
Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 241-244.
69 RESTREPO SÁENZ, Biografías de los mandatarios..., pp. 535-540; JUANA MARÍA
MARÍN LEOZ, Gente decente. La élite rectora de la capital, 1797-1803, Bogotá,
Copia privada. Exclusiva para uso académico
ICANH, 2008, pp. 170-174.
70 Ver el impreso en que Bierna y Mazo ofrece sus servicios como abogado en Santa
Fe en 1812, AGN, SAAP, t. 11, f. 424.
71 Bierna y Mazo a Montalvo (Kingston, 1.º de diciembre de 1813), AGN, SAAH, t.
15, f. 204. Ver también otras cartas de la correspondencia inicial de Montalvo y
Bierna en AGN, SAAG, t. 24, ff. 889-892 y 897-899.
72 Montalvo al secretario de Gracia y Justicia (Cartagena, 24 de febrero de 1817),
AGN, SAAGYM, t. 149, ff. 314-315.
73 Montalvo al secretario de Gracia y Justicia (Cartagena, 27 de febrero de 1818),
AGN, SAAGYM, t. 158, ff. 206-207.
74 “Oficio del Gobierno de la Unión al de Cartagena”, Gazeta Ministerial de
Cundinamarca n.º 196 (20 de octubre de 1814).
75 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 216217.
76 HEREDIA, Memorias del regente Heredia…, pp. 292-293.
77 MARCELA ECHEVERRI, Indian and Slave Royalists in the Age of Revolution.
Reform, Revolution and Royalism in the Northern Andes, 1780-1825, Nueva York,
Cambridge University Press, 2016, p. 43-48.
78 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 287-294.
79 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 228
y 233-234. En lo tocante a la financiación de los alcances de las cajas de Santa
Marta por el propio Montalvo, ver el oficio confidencial de este a Carlos Meyner
(Santa Marta, 2 de julio de 1814), AGN, SAAGYM, t. 121, ff. 479-480.
80 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 11 de marzo de 1814), AGN, SAAG, t. 24,
f. 212 v.
81 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 240-241.
82 Montalvo a Rodríguez Torices (Santa Marta, 15 de julio y 5 de agosto de 1814),
AGI, Santa Fe, 747.
83 “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 221-225 y 234.
En lo referente a las quemas de los pueblos, ver los oficio de Montalvo a Ruiz de
Porras (Santa Marta, 1.º de agosto de 1814 y 17 de abril de 1815), AGN, SAAGYM,
t. 120, f. 651 y t. 131, f. 612.
84 Montalvo a La Ruz (10 de noviembre de 1814), AGN, SAAG, t. 24, f. 237 v.
85 La “Instrucción” tantas veces citada de Montalvo a Sámano constituye un
Copia privada. Exclusiva para uso académico
excelente resumen de la campaña de 1815 sobre la línea del Magdalena,
MONTALVO, pp. 235-241. Ver también RESTREPO, Historia de la Revolución…, t.
1, pp. 314-328. En AGN, SAAGYM, t. 131 se halla una extensa documentación
sobre la materia, que incluye órdenes de Montalvo, correspondencia, presupuestos
y partes. Ver en especial sobre las acciones militares los ff. 607v.-608, 611, 616,
639-640, 681-684, 698-700, 707-708, 713, 752-758, 761, 829 y 833. En lo relativo
al desacato de Simón Bolívar, véase el oficio que le dirigió Andrés Rodríguez
desde Santa Fe el 30 de abril de 1815, AGN, SAAH, t. 18, f. 97.
86 Montalvo a La Ruz (8 de mayo de 1815), AGN, SAAGYM, t. 131, ff. 755-756.
87 RODOLFO SEGOVIA, 105 días. El sitio de Pablo Morillo a Cartagena de Indias,
Bogotá, El Áncora Editores, 2013, p. 154.
88 Morillo al secretario de Guerra (Santa Fe, 17 de septiembre de 1816), en:
RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 218-222. Mal transcrito en
BONILLA et al., Pablo Morillo. Documentos de la reconquista…, pp. 182-184.
89 Montalvo a Bierna y Mazo (Santa Marta, 27 de julio y 6 de agosto y Cartagena, 8
de diciembre de 1815), AGN, SAAG, t. 28, ff. 400, 405 y 51, respectivamente. En lo
relativo a la llegada de Morillo a Santa Marta y de la salida de la expedición,
MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp. 241242.
90 Montalvo a Bierna y Mazo (Torrecilla, 14 de septiembre de 1815), AGN, SAAGYM,
t. 129, f. 957.
91 Bierna a Montalvo (Santa Marta, 20 de septiembre y 7 de octubre de 1815), AGN,
SAAGYM, t. 129, f. 960 y 980; SAAH, t. 19, ff. 752-754.
92 Sobre este tema, RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. ; 348-362 y
373-384; RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 1, pp. 146-190. RODOLFO
SEGOVIA ha publicado recientemente un libro esclarecedor, 105 días…, ver
especialmente pp. 162-285.
93 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 396.
94 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, p. 250.
95 Juan Friede fue el primero en llamar la atención sobre las divergencias entre
Montalvo y Morillo, como expresión en el Nuevo Reino de Granada de dos
“partidos” antagónicos (el militarista y el civilista) presentes también en el
gobierno peninsular, La otra verdad... Earle ha retomado después la idea en su
libro España y la independencia de Colombia… Ver especialmente el capítulo 4,
pp. 95-114.
96 Montalvo al secretario de Gracia y Justicia (Cartagena, 24 de febrero de 1817),
Copia privada. Exclusiva para uso académico
AGN, SAAGYM, t. 149, ff. 314-315. Proclama de Montalvo a los cartageneros,
impresa en Cartagena en 1816 y reproducida por BONILLA et al., Pablo Morillo.
Documentos de la reconquista…, pp. 91-92.
97 Un traslado del nombramiento se halla en AGMS, legajo M-3747.
98 Montalvo a los oficiales reales de Santa Fe (Cartagena, 9 de diciembre de 1816),
AGN, SAAG, t. 29, f. 94.
99 Joaquín de Mosquera y Cabrer a Montalvo (Santa Marta, 18 de diciembre de
1815), AGN, SAAG, t. 27, f. 841; Montalvo al decano de la Audiencia e itinerario
de este (Cartagena, 31 de diciembre de 1815) AGN, SAAG, t. 28, ff. 276-286;
“Noticias de este Reino”, Gazeta Real de Cartagena de Indias (10 de agosto de
1816); MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”,
pp. 268 y 283.
100 Montalvo a Morillo (Cartagena, 20 de agosto de 1816), AGN, SAAGYM, t. 136, f.
1253; Morillo al secretario de Guerra (Santa Fe, 17 de septiembre de 1816), en:
RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 218-222.
101 Montalvo al secretario de Guerra (Cartagena, 24 de febrero de 1817), AGN,
SAAGYM, t. 149, ff. 406-409; MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja
el Nuevo Reino…”, pp. 316-317.
102 Para el caso de Ruperto Delgado en Neiva, AGN, SAAGYM, t. 148, f. 256-267.
103 Montalvo al secretario de Gracia y Justicia (24 de febrero de 1817), AGN, SAAG,
t. 31, ff. 473-478.
104 Hoja impresa que contiene un oficio de Montalvo a Sámano (Cartagena, 4 de
enero de 1817), AGN, SAAG, t. 29, f. 96.
105 AGN, SAAG, t. 29, f. 105; Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 43
(3 de abril de 1817).
106 Publicado por RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 351-356.
107 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 453.
108 El expediente se halla en AGN, SAAH, t. 22, ff. 685-721 y t. 23, ff. 2-6 y 24-58.
Ver también el oficio de los oidores Juan Jurado Laínez y Francisco de Mosquera
y Cabrera al Consejo de Indias (Santa Fe, 9 de septiembre de 1817), “Archivos de
la Audiencia”, Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 10 (10 de octubre de 1819);
FRIEDE, La otra verdad…, pp. 47-56.
109 AGN, SAAGYM, t. 138, ff. 74 y 79. En una boleta de 1817 remitida a Bierna
escribió Montalvo: “Por un lado fabricamos y por otro nos lo destruyen los
mismos que debían ser más honrados”, ibíd., t. 151, f. 708.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
110 Montalvo a Gabriel de Torres (Cartagena, 9 de enero de 1817), AGN, SAAGYM, t.
145, f. 79.
111 La circular impresa se halla en AGN, SAAGYM, t. 147, f. 283. Sobre el desacato,
en términos generales, Sámano a Montalvo (Santa Fe, 9 de julio de 1817), ibíd., t.
153, f. 46. Para los casos concretos de Neiva y Ocaña, ver, en el mismo volumen
los folios 352, 357 y 532 y el t. 156, f. 718. En lo relativo a Tunja, ibíd., t. 158, ff.
95, 96 y 99.
112 Montalvo al secretario de Guerra (Cartagena, 9 de noviembre de 1817), AGN,
SAAGYM, t. 155, f. 592.
113 Montalvo a Sámano (Cartagena, 22 de febrero de 1817), AGN, SAAGYM, t. 149, f.
396.
114 AGN, SAAGYM, t. 146, ff. 95-98; Montalvo a Sámano y respuesta de este
(Cartagena, 23 de julio y Santa Fe, 29 de agosto de 1817), ibíd., t. 147, ff. 284285; Montalvo a Morillo (Cartagena, 30 de enero de 1817), ibíd., t. 148, f. 221;
Montalvo al secretario de Guerra (Cartagena, 24 de febrero de 1817), ibíd., t. 149,
ff. 406-409.
115 Ver, por ejemplo, carta reservada y cifrada de Enrile a Morillo (Madrid, 15 de
junio de 1817) y oficios de este al secretario de Guerra (Caracas, 5 de octubre y
Valencia, 1.º de noviembre de 1817), en: RODRÍGUEZ VILLA, El teniente
general…, t. 3, pp. 331-332, 448-450 y 450-453.
116 Queda clarísimo al leer su correspondencia, conservada en diversos volúmenes
de AGN, SAAGYM. Lo confirma Manuel José Castrillón en sus memorias, DIEGO
CASTRILLÓN ARBOLEDA (ed.), Manuel José Castrillón (biografía y memorias),
Bogotá, Banco Popular, 1971, t. 1, pp. 141 y 152-153.
117 Declaración de Solís a favor del insurgente José de Villa (Popayán, 7 de enero de
1817), AHA, t. 852, ff. 134-139; lista de los prisioneros realistas concentrados en
Rionegro (1.º de junio de 1815), AGN, SAAGYM, t. 125, f. 255; representación de
Solís a Montalvo (Rionegro, 27 de junio de 1816), ibíd., t. 138, f. 825-826; “Sobre
conducta y méritos de D. José Solís, capturado por los rebeldes y enviado
ignominiosamente a Antioquia”, AGI, Quito 276.
118 Solís a Montalvo (Popayán, 20 de agosto de 1817), AGN, SAAGYM, t. 152, ff.
776-777. Montalvo consideró la posibilidad de destituir a Sámano y hasta consultó
el asunto con su asesor, mas no se atrevió a seguir adelante. Ver nota sin fecha,
ibíd., t. 153, ff. 48-49.
119 Superior providencia de Montalvo (Cartagena, 1.º de septiembre de 1817) y
conceptos de Bierna (Cartagena, 19 de noviembre y 9 de diciembre de 1817),
AGN, SAAGYM, t. 152, ff. 249 v., 776-777 y 890-893.
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120 AGN, SAAGYM, t. 151, ff. 896-897.
121 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp.
293 y 299-300.
122 Montalvo al secretario de Guerra (Cartagena, 12 de septiembre de 1817), AGN,
SAAGYM, t. 152, ff. 9906-908.
123 Morillo al secretario de Guerra (Santa Fe, 12 de noviembre de 1816), en:
RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 239-241.
124 Montalvo al secretario de Gracia y Justicia (24 de febrero de 1817), AGN, SAAG,
t. 31, ff. 473-478.
125 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo Reino…”, pp.
283-292; FRIEDE, La otra verdad…, pp. 30-31.
126 Talledo a Sámano (Madrid, 12 de noviembre de 1818), AGN, SAAP, t. 11, ff. 440442.
127 El nombramiento de Sámano se debió en buena medida a las efusivas
recomendaciones de Morillo y Enrile. Ver los oficios de estos a las autoridades
españolas (Santa Fe, 31 de agosto y Madrid, 19 de junio de 1816), en: RODRÍGUEZ
VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 190-192 y 296-330.
128 AGI, Santa Fe, 631.
129 AGN, SAAG, t. 34, f. 512.
130 EARLE, España y la independencia de Colombia…, p. 187.
131 RESTREPO SÁENZ, Biografías de los mandatarios..., p. 259; JUSTO CUÑO, El
retorno del rey: el restablecimiento del régimen colonial en Cartagena de Indias
(1815-1821), Castellón, Publicacions de la Universitat Jaume I, 2008, p. 49.
132 FRIEDE, La otra verdad…
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CAPÍTULO 4
LAS REGLAS DE LA FÍSICA, O JOSÉ MANUEL RESTREPO DURANTE LA RESTAURACIÓN
1 JUAN JOSÙ BOTERO RESTREPO, El prócer historiador José Manuel Restrepo
(1781-1863), Medellín, Secretaría de Educación y Cultura de Antioquia, 1982, 2
vols. (el segundo tomo es de apéndices).
2 SERGIO MEJÍA MACÍA, La revolución en letras... En lo tocante a la vida de
Restrepo, ver las páginas 20-74.
3 RESTREPO, “Biografía de José Manuel Restrepo escrita por él mismo”, en:
Autobiografía..., pp. 7-11.
4 Restrepo abandonó Ibagué el 12 de julio de 1812 y llegó a la ciudad de Rionegro
el día 26 del mismo mes, AHA, t. 824, ff. 102-104.
5 A propósito de los orígenes ilegítimos de la familia Montoya, su progresivo
blanqueamiento y sus enlaces estratégicos con otros clanes antioqueños, véase el
libro de LUIS FERNANDO MOLINA LONDOÑO, Francisco Montoya Zapata. Poder
familiar, político y empresarial, 1810-1862, Medellín, Nutifinanzas S. A, 2003,
pp. 49-77. Véase también el corto estudio biográfico de José María Montoya,
incluido por JOSÙ MARÍA RESTREPO SÁENZ en su obra Gobernadores de
Antioquia, 1571-1819, Bogotá, Imprenta Nacional, 1932, pp. 235-243.
6 “Antioquia. Decreto del gobierno” (Medellín, 18 de abril de 1815), Estrella del
Occidente n.º 5 (23 de abril de 1815), AHR, Fondo XI, vol. 8.
7 Ver las comunicaciones enviadas por Restrepo al juez mayor del cabildo de
Antioquia en el mes de febrero de 1816, AHA, t. 834, Doc. 13183.
8 RESTREPO, “Biografía de José Manuel Restrepo escrita por él mismo…”, en
Autobiografía..., pp. 11-18.
9 Boletín Expedicionario n.º 27 (Cartagena, 17 de abril de 1816) y Ejército
Expedicionario-Boletín n.º 27 (Bucaramanga, 13 de mayo de 1816), AGN, SAAH,
t. 20, ff. 36 y 53.
10 Según refiere Restrepo en su Historia de la Revolución…, solo 60 personas de la
provincia de Antioquia escaparon a la de Popayán “entre oficiales, soldados y
paisanos”, t. 1, p. 398.
11 José Manuel Restrepo escribió una detallada narración de su emigración que tituló
“Diario de un emigrado”. Contiene este tres partes, correspondientes a las
diferentes etapas de la evasión: “De Medellín a Popayán” (Kingston, 9 de mayo de
1818) y “De Rionegro a Kingston” y “Diario de un viaje que hice de Kingston de
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Jamaica a New York, en los Estados Unidos” (Kingston, 23 de enero de 1818). La
versión más conocida del diario es la incluida en el volumen Autobiografía..., pp.
63-163. No obstante, por ser la primera, citaré aquí la edición de la Librería Nueva
(Bogotá, 1926, pp. 65-104), a pesar de que carece de la tercera y última parte del
diario. En lo relativo a las circunstancias citadas en este apartado, ver pp. 68-73.
12 Warleta a Francisco de Montalvo (Rionegro, 13 de abril de 1816), AHA, t. 1027, f.
2.
13 Sánchez de Lima a Francisco de Montalvo (Medellín, 5 de julio de 1816), AHA, t.
1027, ff. 41-42. Oficio reproducido por la Gazeta Real de Cartagena de Indias n.º
2 (17 de agosto de 1816).
14 RESTREPO, “Biografía de José Manuel Restrepo escrita por él mismo”…, en
Autobiografía..., p. 18.
15 RESTREPO SÁENZ, Gobernadores de Antioquia…, p. 241.
16 AHR, Fondo IX, vol. 4, f. 562.
17 El pasaporte, concedido el 14 de abril de 1816 por Francisco Warleta a Restrepo,
Sinforoso García y Pedro Carvajal “que con criados y cargas pertenecientes al real
erario regresan a Rionegro” se halla en AHR, Fondo VIII, vol. 7, f. 44.
18 “Diario de un emigrado. Parte primera. De Medellín a Popayán”…, en
Autobiografía..., pp. 73-80. Restrepo había sido nombrado contador general de
diezmos “para todo el territorio de la República” de Antioquia por el dictador Juan
del Corral (Antioquia, 9 de octubre de 1813), AHR, Fondo VIII, vol. 7, f. 49. Ver
también el oficio de Restrepo a Warleta (Rionegro, 27 de junio de 1816), AHA, t.
834, doc. 13192 y el informe del cabildo de Medellín a Montalvo (15 de agosto de
1816), AGN, SAAG, t. 29, ff. 635-640.
19 Alberto María de la Calle a Warleta (Medellín, 22 y 30 de abril de 1816), AHA, t.
857, ff. 213-214 y 223.
20 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 434.
21 “La mediación. Continuación de la exposición sobre la mediación entre España y
América”, Correo del Orinoco n.º 13 (17 de octubre de 1818).
22 Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 23 (14 de noviembre de
1816).
23 Carta dirigida a Warleta por un tal “Vejete” (Santa Fe, 2 de julio de 1816), AHA, t.
838, ff. 179-180.
24 Instrucciones dadas por Warleta a Sánchez de Lima (Medellín, 21 de junio de
1816), AGN, SAAGYM, t. 140, ff. 944-946; RESTREPO SÁENZ, Gobernadores de
Copia privada. Exclusiva para uso académico
Antioquia…, p. 310. Al enterarse del nombramiento, José María Montoya, José
Manuel Restrepo e Indalecio González se apresuraron a escribir un oficio de
felicitación a Sánchez de Lima (Rionegro, 25 de junio de 1816). Muy
galantemente, el nuevo gobernador se comprometió en su respuesta del día
siguiente a no “dejar de hacerles cuanta gracia” estuviera a su alcance, AHA, t.
835, f. 346.
25 Morillo a Montalvo (Santa Fe, 9 de septiembre de 1816), AHR, Fondo IX, vol. 4, f.
305.
26 Nota marginal de Montalvo (Cartagena, 20 de septiembre de 1816) en la
comunicación citada de Morillo de 9 de septiembre de 1816.
27 Instrucciones citadas de Warleta a Sánchez de Lima.
28 RESTREPO, “Biografía de José Manuel Restrepo…”, Autobiografía..., p. 19. En sus
“Apuntamientos para servir a la historia de la revolución de N. G., sacados de los
libros de actas capitulares” de la ciudad de Rionegro, Restrepo repite una
observación semejante con respecto a Sánchez de Lima, a quien caracteriza como
“un poco amante del dinero”, AHR, Fondo I, vol. 7, f. 543.
29 José María Montoya a Sánchez Lima (Rionegro, s. f ), AHA, t. 840, f. 179.
30 Montes a Sámano (Quito, 21 de julio de 1816), AHR, Fondo I, vol. 11, f. 585.
31 Montes a Sámano (Quito, 21 de septiembre de 1816), AHR, Fondo I, vol. 11, f.
578; Carlos Francisco Cabrer y Manuel de Pombo al mismo (Valencia, 23 de
diciembre de 1818 y Madrid, 24 de febrero de 1819, respectivamente), AGN,
SAAP, t. 11, ff. 452 y 453; Morillo al secretario de Guerra (Santa Fe, 13 de
noviembre de 1816), en: RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 251252. Ver también el “Breve manifiesto de la conducta política y padecimientos de
D. Manuel de Pombo…”, AGN, SAAGYM, t. 135, ff 87-95.
32 IGNACIO DE HERRERA, Representación dada al Excmo. Sr. Presidente Libertador
por el Dr. Ignacio de Herrera, fiscal que fue de la Corte Superior de Justicia de
los departamentos de Cundinamarca y Boyacá, relativa a la exoneración de este
empleo; y providencia dictada a su consecuencia que se imprimen para
satisfacción pública, Bogotá, Imprenta de N. Lora, por Juan Barros, 1828,
Biblioteca Nacional de Colombia (en adelante BNC), Fondo Quijano, t. 261, pza.
219.
33 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 443.
34 LÓPEZ, Memorias…, pp. 101 y 112.
35 Enrile a Sánchez de Lima (Cuartel General de Santa Fe, 5 de agosto de 1816),
AHA, t. 1028, f. 9.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
36 RESTREPO, Ensayo sobre la geografía…, pp. 93-94.
37 Afirma RESTREPO en su obra que Morillo se pasaba “días enteros registrando los
archivos” y que “por la menor expresión o documento que hallara en ellos”
ordenaba nuevos arrestos, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 426-427 y 439.
38 Vicente Sánchez de Lima a José Manuel Restrepo (Antioquia, 20 de agosto de
1816), AGN, SAAS, t. 10, ff. 313-314. Restrepo a Sánchez Lima (Rionegro, 22 y 23
de agosto de 1816), AHA, t. 844, ff. 227, 286-289 y 22-323.
39 Fueron las nuevas vías las de Girón al Pedral, Zapatoca al Magdalena, Vélez al
Carare, Cáqueza a San Martín, Ibagué a Cartago, Anchicayá a Buenaventura y dos
más que de la provincia de Tunja debían conducir a los llanos de Casanare. Las
refacciones de caminos existentes tuvieron lugar entre Pamplona y Tunja y Santa
Fe y Honda, RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 432-433.
40 Oficio de José Pardo y Juan Esteban Martínez (Antioquia, 16 de julio de 1816),
AHA, t. 838, f. 378.
41 AHA, t. 838-840.
42 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, pp. 432-433.
43 FRIEDE, La otra verdad..., p. 31.
44 MONTALVO, “Instrucción sobre el estado en que deja el Nuevo…”, pp. 276-277,
286-287 y 292-293.
45 RESTREPO, “Biografía de José Manuel Restrepo…”, en Autobiografía..., p. 19.
46 RESTREPO, “Diario de un emigrado. Segunda parte…”, en Autobiografía..., pp.
82-83.
47 Oficios de José María Montoya al gobernador y comandante de la provincia de
Antioquia (Rionegro, 25 y 30 de agosto, 3 de septiembre y 17 de octubre de 1816),
AHA, t. 844, ff. 8, 373 y 344 y t. 840, f. 17.
48 Restrepo al gobernador de las provincias de Antioquia y el Chocó (Sonsón, 26 de
agosto y 3 de septiembre de 1816), AHA, t. 844, ff. 352-353 y 23-24.
49 Informe de Restrepo al gobernador (Río de la Miel, 11 de septiembre de 1816),
AHA, t. 844, ff. 156-158.
50 Informe de Restrepo al gobernador (cercanías de Mariquita, 20 y 21 de septiembre
de 1816), AHA, t. 845, ff. 50-51 y 61-62.
51 Restrepo al gobernador (Río Moro, 29 de septiembre), AHA, t. 845, ff. 157-158.
52 Restrepo al gobernador (La Miel, 26 de septiembre y Río Moro, 29 de septiembre
de 1816), AHA, t. 845, ff. 113-114 y 159-160.
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53 Restrepo al gobernador político y militar de la provincia de Antioquia (Río Moro,
3 de octubre de 1816), el mismo al secretario de Gobierno Pantaleón González
(mismo lugar y fecha) AHA, t. 839, ff. 34 y 110. Ver también los informes
fechados en La Miel los días 25 y 26 de septiembre de 1816, AHA, t. 845, ff. 111,
112 y 115.
54 Restrepo al gobernador político y militar de la provincia de Antioquia (Río Moro,
8 y 15 de octubre de 1816), AHA, t. 839, ff. 104 y 209.
55 Restrepo al gobernador político y militar de la provincia de Antioquia (Río Moro,
8 de octubre de 1816), el mismo al secretario de Gobierno Pantaleón González
(mismo lugar y fecha), AHA, t. 839, ff. 106 y 108.
56 Restrepo al gobernador político y militar de la provincia de Antioquia (Medellín,
octubre 25 de 1816), AHA, t. 840, ff. 143-148.
57 Ibíd.
58 RESTREPO, “Biografía de José Manuel Restrepo…”, en Autobiografía..., pp. 2021; “Diario de un emigrado. Segunda parte…”, en Autobiografía..., pp. 83-84;
Sánchez de Lima a Restrepo (Rionegro, 11 de octubre de 1816), AHA, t. 1027, f.
178 v.
59 Informe de Pedro Martínez al gobernador de Antioquia, AHA, t. 861, ff. 21-22.
60 AGN, Mejoras materiales, t. 10, ff. 770-779.
61 RESTREPO, “Biografía de José Manuel Restrepo…”, en Autobiografía..., pp. 2021; “Diario de un emigrado. Segunda parte…”, en Autobiografía..., pp. 83-84.
62 Carta muy reservada del escribano Francisco Ospina a Francisco Londoño
(Medellín, 11 de diciembre de 1816), AHA, t. 873, f. 134.
63 Morillo a Montalvo (Tunja, 27 de noviembre de 1816), AHR, Fondo IX, vol. 4, f.
328.
64 “Relación de los individuos que se deben perseguir hasta prenderlos, y si se
verifica se me remitirán al punto donde me halle” (Cuartel General de Santa Fe, 18
de noviembre de 1816), AHR, Fondo IX, vol. 4, ff. 589-590.
65 El expediente al respecto se encuentra en: AGN, SAAH, t. 21, ff. 555-573.
66 Leonor Vélez solicita el indulto de su marido (Medellín, 13 de marzo de 1817),
AHA, t. 850, ff. 188-193.
67 RESTREPO, “Diario de un emigrado. Segunda parte…”, en Autobiografía..., pp.
84-85 y 91.
68 Vicente Sánchez de Lima a José Manuel Restrepo (Antioquia, 5 de noviembre de
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1816), AGN, SAAS, t. 10, f. 317. El pasaporte concedido el mismo día por Sánchez
de Lima a Restrepo se halla en AHR, Fondo VIII, vol. 7, f. 45. Ver también el
oficio de Restrepo a Sánchez de Lima (Rionegro, 8 de noviembre de 1816), AHA,
t. 839, f. 299.
69 Información de testigos adelantada por solicitud del doctor José Manuel Restrepo
(Rionegro, 6 de noviembre de 1816), AGN, SAAS, t. 10, ff. 309-312.
70 AHA, t. 851, ff. 335-337 y t. 890, ff. 222 y 260.
71 Información de testigos citada.
72 Los documentos relativos a la solicitud del indulto que obtuvieron a finales de
febrero de 1817 los hermanos Francisco (desertor de las tropas patriotas), Luis
María y Juan Antonio Montoya se encuentran en AHA, t. 898, ff. 332 y 453-454.
73 RESTREPO, “Diario de un emigrado. Segunda parte…”, en Autobiografía..., p. 103.
74 Simón José López a José Antonio Gaviria y al comandante de la fuerza española
(Medellín, 20 y 30 de marzo de 1816), AHA, t. 851, f. 502-503. Iglesias había
nacido en Cádiz en 1781 y falleció en Cartagena en 1840, según reza una lápida
conservada en el templo del convento de Santa Clara.
75 Restrepo a Sánchez de Lima (Kingston, 9 de noviembre de 1816) y Sánchez de
Lima al virrey Francisco de Montalvo (Rionegro, 5 de febrero de 1817), AGN,
SAAH, t. 22, ff. 14-18.
76 RESTREPO, “Diario de un viaje que hice de Kingston de Jamaica a New York, en
los Estados Unidos” y “Biografía de José Manuel Restrepo…”, en:
Autobiografía…, pp. 101-163 y 21-27, respectivamente.
77 AHA, t. 843, Doc. 13369.
78 AHA, t. 849, ff. 130-141.
79 Solicitud de indulto de Miguel de Restrepo y Puerta, AHA, t. 850, ff. 188-193.
80 LUX, Mujeres patriotas y realistas…, pp. 93, 196-197 y 205.
81 El poder general se encuentra en AGN, SAAS, t. 10, f. 292.
82 Alegato de Matías Carracedo a favor del doctor José Manuel Restrepo, ibíd., ff.
319-323.
83 Ibíd.
84 Vista fiscal (Cartagena, 11 de octubre de 1817), ibíd., ff. 323-324 v.
85 La afirmación se encuentra en cierto expediente promovido por la señora María
Amador, esposa del ilustre ciudadano José Ignacio de Pombo, AGN, SAAP, t. 11, f.
190.
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86 Miguel Valbuena a Sámano (24 de junio de 1818), AGN, SAAP, t. 11, f. 505.
87 AHA, t. 865, ff. 273-288 y t. 866, ff. 37-45. Al llegar a Santa Marta, Sánchez de
Lima fue detenido por orden de Sámano, mas consiguió escapar y embarcarse
“furtivamente en un navío inglés”, Sámano al secretario de Guerra (Santa Fe, 9 de
junio de 1818), AGN, SAAGYM, t. 157, f. 862.
88 AHA, t. 873, doc. 13677.
89 AGN, Miscelánea de la Colonia, t. 83, ff. 722-724.
90 Solicitud del doctor José Manuel Restrepo al cabildo de Cartagena y certificados
anexos del ayuntamiento (Cartagena, 7 y 21 de octubre de 1818), AHR, Fondo VIII,
vol. 7, ff. 41-43.
91 Restrepo a Sánchez de Lima (Cartagena, 27 de septiembre y 15 de diciembre de
1818), AHR, Fondo IX, vol. 14, f. 3v.-4 y 13 v.
92 Comunicación citada de Valbuena al virrey Sámano del 24 de junio de 1818.
93 AGN, SAAG, t. 35, f. 730.
94 Tolrá a Sámano (Antioquia, 13 y 14 de diciembre de 1818), AGN, SAAP, t. 10, ff.
529 y 531 y SAAG, t. 35, ff. 915-917.
95 RESTREPO, Diario político y militar, Bogotá, Imprenta Nacional, 1954, t. 1, p. 13.
96 Oficio de Restrepo a Córdoba (Rionegro, 31 de agosto de 1819), AHA, t. 875, f.
272.
97 RESTREPO, Diario político y militar…, t. 1, pp. 23-25.
98 AGN, SAAH, t. 26, f. 598. El oficio fue publicado en la Gazeta de Santafé de
Bogotá n.º 7 (26 de septiembre de 1819) y reproducido por LUIS HORACIO LÓPEZ,
De Boyacá a Cúcuta. Memoria administrativa, 1819-1821, Bogotá, Presidencia de
la República, 1990, pp. 41-42. El 30 de noviembre de 1819 Restrepo propuso a las
autoridades de la capital neogranadina suprimir los gobiernos políticos y
concentrar el poder provincial en los comandantes militares, “Proyecto de ley”,
AGN, SAAG, t. 38, ff. 87-88.
99 “La Historia de la Revolución por José Manuel Restrepo: una prisión
historiográfica”, en: GERMÁN COLMENARES et al., La Independencia. Ensayos de
historia social, Bogotá, Instituto Colombiano de Cultura, 1986, pp. 7-23.
100 Restrepo a Córdoba (Medellín, 8 y 11 de septiembre y Antioquia, 16 de
septiembre de 1819), AHA, t. 875, ff. 287, 291, 298 y 299. Oficios dirigidos a
Restrepo en 1819 por José de Villa (Antioquia, 1.º de octubre), Joaquín Muñoz
(Santa Rosa, 5 de octubre) y Pedro Barrientos (San Luis de Góngora, 7 de
octubre), AHA, t. 878, ff. 1-2, 22, 32. Córdoba a Restrepo (Rionegro, 3 de
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septiembre de 1819), AHA, t. 899, f. 95.
101 RESTREPO, “Diario de un emigrado. Segunda parte…”, Autobiografía..., p. 81.
102 José María Caballero anota en su diario el provecho que sacaron Morillo y Enrile
en Santa Fe. Así mismo, anota que el vicario del Ejército Pacificador saqueó la
plata labrada de las iglesias para confeccionar con ella “carrileras, frenos,
espuelas, cinturón, jaquimón y todo al jaez para el caballo, vasos, jarros, cubiertos
de su servicio”, Particularidades de Santa Fe..., pp. 206-207.
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CAPÍTULO 5
EL REINO DE LAS VELETAS
1 “Artículo comunicado”, El Eco de Antioquia n.º 33 (5 de enero de 1823). La cita
latina, proveniente del Salmo 143, puede traducirse así (Reina Valera): “Y no
entres en juicio con tu siervo, porque no se justificará delante de ti ningún
viviente”.
2 “Artículo comunicado”, El Eco de Antioquia n.º 35 (19 de enero de 1823).
3 SERNA, La république des girouettes...
4 Dictionnaire des girouettes, ou nos contemporains peints d’après eux-mêmes...,
Paris, Alexis Eymery, 1815, p. 373.
5 DÙMIER, La France de la Restauration..., p. 148.
6 Sobre el olvido y las políticas de silencio, LOK, “‘Un oubli total du passé’?...”, y
“La culture du silence sous la Restauration…”.
7 CABALLERO, Particularidades de Santa Fe…, p. 192-193.
8 GONZÁLEZ, Memorias…, pp. 44-50.
9 FRANCISCO SOTO, Mis padecimientos i mi conducta pública, Bogotá, Academia
Colombiana de Historia, 1978, pp. 26-27.
10 Morillo al secretario de Guerra (Santa Fe, 31 de agosto de 1816), RODRÍGUEZ
VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 175-188. Reproducido también en BONILLA
et al., Pablo Morillo. Documentos de la reconquista…, pp. 118-122.
11 “Relación de los individuos empleados en los varios ramos de rentas...”
(Antioquia, 2 de agosto de 1816), AHA, t. 834, doc. 13185.
12 En lo tocante a la composición de los cabildos restaurados, AHA, t. 835, ff. 279283.
13 A propósito del desempeño de Londoño y González de Mendoza en el Poder
Legislativo de 1812, ver los libros de actas, AHA, t. 821. En cuanto al cargo de
Ángel Martínez como subpresidente, AHA, t. 651, f. 60. Sobre purificación de
Mery, AHA, t. 853, ff. 287-289.
14 Sánchez de Lima lo nombró interinamente. Lo confirmó el virrey Montalvo el 1.º
de agosto de 1816, AGN, SAAH, t. 20, ff. 418-421.
15 AGN, Miscelánea de la Colonia, t. 53, ff. 134-143; AGN, Empleados Públicos de
Antioquia, t. 9, ff. 311-368.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
16 Sobre la conducta de Arango durante la revolución, ver mi artículo “Un Estado al
borde del precipicio: el caso de la provincia de Antioquia (1810-1812)”, en: Las
asambleas constituyentes de la independencia. Actas de Cundinamarca y
Antioquia (1811-1812), Bogotá, Corte Constitucional-Universidad Externado,
2010, pp. 169-186; AGN, SAAG, t. 35, ff. 364-366.
17 AGN, SAAH, t. 20, f. 426.
18 AHA, t. 836, doc. 13235, f. 1 y AHA, t. 851, ff. 394 y t. 868, f. 306.
19 AHA, t. 853, f. 154 v. y t. 859, ff. 22v.-23.
20 GUTIÙRREZ ARDILA, Las asambleas constituyentes de la independencia..., pp.
169-186; AHA, t. 827, doc. 13054 y t. 890, f. 176.
21 AHA, t. 832, doc. 13154 y doc. 13163, f. 241; t. 890, f. 176; t. 898, ff. 294-300; t.
5099, ff. 267 y 276.
22 AGN, SAAG, t. 31, f. 736; JOSÙ MARÍA RESTREPO SÁENZ, Gobernadores y
próceres de Neiva, Bogotá, Academia de Historia, 1941, pp. 90-96.
23 Ladrón de Guevara a Agustín Santos Mendíbil (Saldaña, 18 de diciembre de 1816)
y Ruperto Delgado a Sámano (Neiva, 7, 20 y 23 de diciembre de 1816), AGN,
SAAGYM, t. 148, ff. 242, 245, 248-249.
24 Representación de Ruperto Delgado (Popayán, 17 de junio de 1818), AGN,
SAAGYM, t. 156, ff. 734v.-735.
25 Montalvo al secretario de Guerra (Cartagena, 9 de noviembre de 1817), AGN,
SAAGYM, t. 155, f. 588; Morillo al mismo (Calabozo, 22 de diciembre de 1817),
en: RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 469-474. Reproducido por
BONILLA et al., Pablo Morillo. Documentos de la reconquista…, pp. 192-194.
26 Morillo al secretario de Guerra (Santa Fe, 12 de noviembre de 1816), en:
RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 239-241. Reproducido por
BONILLA et al., Pablo Morillo. Documentos de la reconquista…, pp. 184-185.
27 Su relación de méritos en AGI, Santa Fe, 825.
28 Ruiz de Porras al virrey (Santa Marta, 5 de enero de 1817) y Dionisio Gamba al
mismo (Santa Marta, 15 de enero de 1817) AGN, SAAG, t. 31, f. 270 y t. 34, f. 379;
Morillo al secretario de Guerra (Caracas, 22 de octubre de 1818), en: RODRÍGUEZ
VILLA, El teniente general…, t. 3, pp. 614-619.
29 VENTURA FERRER, Historia de los dictadores de la República romana por V. P.
Ferrer, Cartagena de Indias, Imprenta del Gobierno por González Pujol, BNC,
signatura 920.037f37f37h47.
30 AGN, SAAP, t. 9, ff. 167-169 y Justicia, t. 22, f. 550.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
31 Montalvo al secretario de Gracia y Justicia (Cartagena, 23 y 24 de febrero de
1817), AGN, SAAG, t. 31, ff. 483 y 473-478, respectivamente.
32 AGN, SAAG, t. 31, ff. 867-870.
33 Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 2 (20 de junio de 1816).
34 HERNÁNDEZ DE ALBA, Recuerdos de la Reconquista…, p. 38; “Biografía del Dr.
Estanislao Vergara”, El Neogranadino, n.º 396 (16 de abril de 1857).
35 AGN, SAAGYM, t. 156, ff. 708-735.
36 LÓPEZ, Memorias…, pp. 109-110 y 115.
37 El proceso se encuentra en Real Academia de la Historia, Colección Pablo Morillo
(en adelante RAH, CM), legajo 9/7714. Ver también, Morillo al secretario de
Guerra (Caracas, 22 de octubre de 1818), en: RODRÍGUEZ VILLA, El teniente
general…, t. 3, pp. 614-619; RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 459.
38 Acta primera gubernativa del Colegio Electoral y Constituyente de Antioquia, en:
GUTIÙRREZ ARDILA, Las asambleas constituyentes..., p. 302.
39 El expediente reposa en AGN, SAAG, t. 36, ff. 152-165. El informe del cabildo se
halla en los ff. 158-159.
40 Sobre la “línea dura” y la “línea blanda”, ver, los libros de FRIEDE, La otra
verdad…, y STOAN, Pablo Morillo and Venezuela…
41 AGN, SAAG, t. 36, ff. 159v.-160.
42 Vista fiscal (25 de febrero de 1819), ibíd., f. 165.
43 GROOT, Historia eclesiástica y civil…, pp. 454-458.
44 CARRERA DAMAS, Boves..., pp. 105 y 155.
45 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 2, p. 543.
46 FRANCISCO DE PAULA SANTANDER, Apuntamientos para las memorias sobre
Colombia i la Nueva Granada, Bogotá, Imprenta de Lleras i Compañía, 1837, p.
10.
47 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 3, p. 61.
48 DAVID BUSHNELL, El régimen de Santander en la Gran Colombia, Bogotá,
Ediciones Tercer Mundo-Facultad de Sociología de la Universidad Nacional,
1966, p. 225.
49 “Reglamento para el conocimiento de las causas sobre la reclamación de bienes
secuestrados” (Santa Fe, 17 de agosto de 1819) y decreto de Bolívar sobre rescate
de bienes secuestrados (9 de septiembre de 1819), Gazeta de Santafé de Bogotá n.º
Copia privada. Exclusiva para uso académico
11 y 13 (17 y 24 de octubre de 1819); Estanislao Vergara a Córdoba (Rionegro, 29
de diciembre de 1819), AHA, t. 879, f. 188.
50 AHA, t. 880, f. 50.
51 AHA, t. 899, f. 65.
52 AHA, t. 900, f. 24-26.
53 “Memoria presentada al E. Sor. Vice-Presidente por el Ministro del Interior y de
Justicia”, en: Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 28 (6 de febrero de 1820).
54 Vergara al gobernador del Casanare (9 de noviembre de 1819), AGN, SAAG, t. 37,
f. 353 v.
55 SANTANDER, Apuntamientos..., p. 10.
56 AHA, t. 873, doc. 13696.
57 AHA, t. 873, doc. 13692.
58 AGN, SAAG, t. 37, f. 368 y t. 38, f. 10.
59 Vergara a Restrepo (29 de octubre de 1819), AGN, SAAG, t. 37, f. 352.
60 Memoria citada del Ministro del Interior y de Justicia.
61 CASTRILLÓN ARBOLEDA, Manuel José Castrillón..., t. 1, pp. 175-177.
62 “Indulto”, Correo del Orinoco n.º 52 (12 de febrero de 1820).
63 MONTENEGRO, Historia de Venezuela…, t. 2, pp. 55-56.
64 El decreto impreso se halla en AHA, t. 924, f. 64.
65 En la provincia de Antioquia 14 individuos pudieron así reincorporarse a sus
hogares o asegurar su permanencia en ellos, AHA, t. 924, ff. 65-75.
66 AGN, Secretaría de Guerra y Marina, t. 1, ff. 414-415.
67 JOSÙ MARÍA OBANDO, Apuntamientos para la historia, Medellín, Bedout, 1972,
pp. 38-39.
68 RESTREPO, Historia de la Revolución..., t. 3, pp. 99, 189-190 y 222; ARROYO,
“Memoria para la historia de la revolución de Popayán...”, pp. 327 y 330;
CASTRILLÓN ARBOLEDA, Manuel José Castrillón..., t. 2, pp. 17 y 23-24.
69 JAIRO GUTIÙRREZ RAMOS, Los indios de Pasto contra la República (1809-1824),
Bogotá, ICANH, 2007, pp. 187-243. Ver también, ECHEVERRI, Indian and Slave
Royalists…, pp. 191-223.
70 EGUIGUEREN, Manifiesto en que el Dr. José Ramón de Eguiguren…
Copia privada. Exclusiva para uso académico
71 JUAN FERNÁNDEZ DE SOTOMAYOR, El doctor J. Fernández de Sotomayor, rector
del Colegio de Nuestra Señora del Rosario y canónigo doctoral de la catedral
metropolitana de Bogotá contesta documentadamente al libelo que con el título de
“Manifiesto” ha publicado el señor cura de Manta Dr. Ramón Eguiguren,
Bogotá, Impreso por F. M. Stokes, 1825, BNC, Fondo Quijano, t. 528, pza. 1.
72 ROBLEDO, Carlos Robledo, teniente coronel...
73 “Un amigo del autor”, Al respetable público de Colombia, Bogotá, José A. Cualla,
1828, BNC, Fondo Quijano, t. 261, pza. 202.
74 OBANDO, Apuntamientos para la historia…, p. 44.
75 Ibíd., p. 24.
76 Ibíd., p. 32.
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CAPÍTULO 6
LAS MUERTES DEL REY Y LA EMERGENCIA DEL ÍCONO BOLIVARIANO
1 Relación de las principales cabezas de la rebelión…, Santa Fe, Imprenta del
Gobierno, por Nicomedes Lora, 1816, en: AHR, Fondo IX, vol. 4, ff. 507-509.
2 Continúa la relación de los principales cabezas de la rebelión…, sin pie de
imprenta (1816), ibíd., f. 509.
3 Ibíd.; Criminal contra José Díaz, Benito y Fernando Salas, Francisco y José
María López, Mariano García, Vicente Mosquera y Joaquín Borrero acusados del
delito de infidencia, RAH, CM, legajo 9/7711.
4 Continúa la relación de los principales cabezas de la rebelión…, AHR, Fondo IX,
vol. 4, f. 509. Ver también, AGN, SAAJ, t. 26, ff. 526-530.
5 Continúa la relación de los principales cabezas de la rebelión…, ibíd., f. 517. La
sentencia del Consejo de Guerra y la certificación de la ejecución se hallan en
AGN, SAAH, t. 21, ff. 610 y 611.
6 AGN, SAAS, t. 13, ff. 456-476.
7 Las hogueras de papeles revolucionarios comenzaron con la llegada de Morillo a
Margarita, RODRÍGUEZ VILLA, El teniente general…, t. 1, p. 134; Bando impreso
de Warleta (Barbosa, 5 de abril de 1816), AGN, SAAG, t. 28, f. 666; CABALLERO,
Particularidades de Santa Fe..., p. 205.
8 LOMNÙ, Le lis et la grenade..., p. 409.
9 AGN, Mejoras materiales, t. 5, f. 763.
10 AGN, Empleados públicos de Antioquia, t. 9, f. 270.
11 AHA, t. 646, doc. 10279 (acta capitular de 23 de marzo de 1793); t. 648, doc.
10310, f. 20 v., doc. 10311, f. 79 v., doc. 10313, f. 27, doc. 10314, f. 21 v.
12 Los retratos de Fernando VII fueron la regla en las juras neogranadinas. Hay
prueba documental de su presencia en Santa Marta, Santa Fe, Simití, Mompox,
Popayán, Girón, Purificación y Honda. Cf. ISIDRO VANEGAS, Plenitud y
disolución del poder monárquico en la Nueva Granada. Documentos, 1807-1819,
Bucaramanga, UIS, 2010, t. 1, pp. 68, 132-133, 137, 163, 208, 211, 232, 257 y 280.
13 LAURA LILIANA VARGAS MURCIA (ed.), Del pincel al papel: fuentes para el
estudio de la pintura en el Nuevo Reino de Granada (1512-1813), Bogotá, ICANH,
2012, pp. 423-425.
14 “Correspondencia”, Gazeta de Cartagena de Indias n.º 14 (16 de julio de 1812).
Copia privada. Exclusiva para uso académico
15 JEAN GIONO, Le désastre de Pavie, 24 février 1525, París, Gallimard, 2012, pp.
57-58.
16 WARESQUIEL, Le duc de Richelieu..., p. 269.
17 ROGER PITA PICO, “La función política de las celebraciones públicas durante el
proceso de independencia de Colombia: en la búsqueda de la legitimidad y la
lealtad”, Historia y Sociedad n.º 23 (julio-diciembre de 2012), pp. 189-190.
18 SIMON COLLIER, Ideas y política de la independencia chilena, 1808-1833,
Santiago, FCE, 2012, p. 45.
19 ORIÁN JIMÙNEZ MENESES, El frenesí del vulgo. Fiestas, juegos y bailes en la
sociedad colonial, Medellín, Universidad de Antioquia, 2009, p. 78.
20 “Copiador de las sentencias dictadas por el Consejo de Guerra Permanente”, RAH,
CM, legajo 9/7710; Criminal contra Manuel y Miguel Tello, RAH, CM, legajo
7712; JOSÙ MARÍA ESPINOSA, Memorias de un abanderado, Bogotá, Academia
Colombiana de Historia, 1983, p. 141.
21 “Criminal contra José Díaz, Benito y Fernando Salas, Francisco y José María
López, Mariano García, Vicente Mosquera y Joaquín Borrero acusados del delito
de infidencia”, RAH, CM, legajo 9/7711.
22 Actas del cabildo de Medellín de 5 de agosto y 21 de octubre de 1816, Archivo
Histórico de Medellín, Fondo Concejo, t. 85, ff. 206 v. y 223 y recibo por 50
patacones por la elaboración del retrato del rey a favor de José María Burbano, t.
86, f. 242.
23 Ver, por ejemplo, los expedientes conformados por Ramón Vélez, Ramón Gómez
o Ildefonso Gutiérrez, AHA, t. 898, ff. 135, 271-275 y 287-289.
24 El cabildo de Marinilla a Sánchez de Lima (17 de febrero de 1817), AHA, t. 864, f.
46.
25 AHA, t. 871, ff. 170-177.
26 Agradezco al profesor Roberto Luis Jaramillo la comunicación de esta
información.
27 “Patriotismo. Representación al Gobernador Comandante General de la Provincia
de Mariquita en Honda”, Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 21 (19 de diciembre de
1819).
28 Representación de Tomás Roldán al cabildo de Mariquita (Mariquita, 28 de
noviembre de 1819), AGN, Sección República, Historia, t. 7, f. 118.
29 Acta del cabildo abierto (Mariquita, 1.º de diciembre de 1819), ibíd., ff. 118-120.
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30 J. M. Mantilla al ministro del interior (Honda, 5 de enero de 1820), ibíd., f. 122 v.
Ver también las proclamas dadas al público por Felipe Gregorio Álvarez del Pino,
gobernador político de la provincia de Mariquita (Honda, 28 de noviembre de
1819 y 12 de enero de 1820), transcritas por VANEGAS, Plenitud y disolución del
poder monárquico…, t. 2, pp. 303-308.
31 La respuesta de las autoridades neogranadinas (9 de enero de 1820) figura en AGN,
SAAG, t. 37, f. 368.
32 Georges Lomné, el primero en analizar las ejecuciones del retrato en Mariquita,
refiere también una hoguera en Quito, organizada por el general Salom en 1823,
donde fueron incinerados cuatro simulacros del rey, Le lis et la grenade…, pp.
477-478.
33 “Memorias sobre el origen, causas y progreso de las desavenencias entre el
presidente de la República de Colombia, Simón Bolívar, y el vicepresidente de la
misma, Francisco de Paula Santander, escritas por un colombiano en 1829”, en:
FRANCISCO DE PAULA SANTANDER, Escritos autobiográficos, 1820-1840,
Bogotá, Presidencia de la República, 1988, pp. 69, 79 y 82.
34 RESTREPO, Diario político y militar..., t. 2, p. 91.
35 ÁNGEL y RUFINO CUERVO, Vida de Rufino Cuervo y noticias de su época,
Bogotá, 2012, p. 438.
36 MALCOLM DEAS, “Pobreza, guerra civil y política: Ricardo Gaitán Obeso y su
campaña en el Río Magdalena en Colombia, 1885”, en: Del poder y la gramática y
otros ensayos sobre historia, política y literatura colombianas, Bogotá, Taurus,
2006, p. 146.
37 EDUARDO LEMAITRE, Rafael Reyes, biografía de un gran colombiano, Bogotá,
Banco de la República, 1981, p. 354.
38 “Informe de fray Juan Antonio Díaz Merino, O. P., desterrado de Cartagena de
Indias, sobre la situación de dicha ciudad” (Cádiz, 28 de agosto de 1811), en:
JAIRO GUTIÙRREZ RAMOS y ARMANDO MARTÍNEZ GARNICA, La visión del
Nuevo Reino de Granada en las Cortes de Cádiz (1810-1813), Bogotá, Academia
Colombiana de Historia/UIS, 2008, p. 180.
39 Mariano Osorio a Miguel Lardizábal (Santiago, 8 de diciembre de 1814), Archivo
Histórico Nacional de Chile, Ministerio del Interior, t. 26, f. 4.
40 Acta del Senado del Estado de Antioquia (2 de junio de 1812), AHA, t. 824, ff.
402-403.
41 Acta de la Cámara de Representantes del Estado de Antioquia (4 de agosto de
1812), AHA, t. 824, ff. 356 v.-358.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
42 José Joaquín Tirado y José de Villa al secretario de la Sala del Senado (s. f.), AHA,
t. 823, f. 136.
43 Acta del Senado de Antioquia (27 de mayo de 1812), AHA, t. 824, f. 398.
44 “Carta de un ciudadano de esta provincia a un amigo suyo”, Gazeta Ministerial de
Cundinamarca n.º 171 (12 de mayo de 1814).
45 LOMNÙ, Le lis et la grenade…, pp. 381-382; PITA PICO, “La función política de
las celebraciones públicas…”, pp. 182-183.
46 USLAR PIETRI, Historia de la rebelión popular de 1814..., p 32; JANETH
RODRÍGUEZ NÓBREGA, “El rey en la hoguera: la destrucción de los retratos de la
monarquía en Venezuela”, en: VERA NORMA CAMPOS (ed.), Imagen del poder, La
Paz, Fundación Visión Cultural, 2012, pp. 89-95.
47 Mateo de Ocampo al Capitán General de Puerto Rico (Curazao, 28 de enero de
1812), Archivo General de Puerto Rico, Capitanía General, caja 35.
48 RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 1, p. 219.
49 Interrogatorio practicado al doctor Lucio de Villa (Medellín, 10 de diciembre de
1816), AGN, SAAH, t. 20, ff. 524-528.
50 AGN, SAAGYM, t. 143, ff. 296-298.
51 “Aurora de Popayán. Declaratoria de independencia”, El Mensajero de Cartagena
n.º 21 (1.º de julio de 1814).
52 “Cundinamarca”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 134 (23 de septiembre
de 1813).
53 AGN, SAAH, t. 15, ff. 123-133. Transcrito en: VANEGAS, Plenitud y disolución…, t.
2, pp. 137-143.
54 CABALLERO, Particularidades de Santa Fe…, pp. 131 y 133.
55 Información practicada en por Alfonso González de Llorente (La Habana, 23 de
enero de 1816), AGN, SAAH, t. 21, ff. 190-274.
56 “Testimonio autorizado de los documentos que obraron en mi purificación y otra
información practicada en el año de 1817 en que se acredita la formación del carro
por León Armero, sobre los imaginarios triunfos de Nariño, con una certificación
del Sr. Teniente Coronel y comandante del Tercer Batallón del Regimiento de
infantería del rey”, AGN, SAAH, t. 20, ff. 12-29.
57 Declaraciones del portero Joaquín Montoya y del doctor Tomás Tenorio (11 de
abril y 3 de julio de 1817), AGN, SAAG, t. 32, ff. 745v-747 y 750.
58 AGN, SAAGYM, t. 126, f. 161 y AGN, SAAG, t. 24, f. 474.
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59 Acta de la legislatura de Pamplona y decreto del Poder Ejecutivo de la misma
provincia (19 de septiembre y 12 de octubre de 1814), AGN, SAAG, t. 26, ff. 60-61.
60 Tal fue por lo menos el caso en la provincias de Antioquia y Mariquita: AHA, t.
836, Doc. 13241 y t. 853, f. 274; AGN, SAAGYM, t. 126, f. 116.
61 El informe (Santa Fe, 1.º de junio de 1815) se encuentra en la causa criminal
contra José María Dávila, RAH, CM, legajo 9/7712.
62 ISIDRO VANEGAS, “El rey ante el tribunal de la revolución: Nueva Granada, 18081819”, Historia y Sociedad n.º 31 (julio-diciembre de 2016), pp. 17-47.
63 ROGER CHARTIER, Les origines culturelles de la Révolution française, París,
Editions du Seuil, 2000, p. 189.
64 LOMNÙ, Le lis et la grenade...
65 “Continuación del discurso del General Bolívar al Congreso el día de su
institución”, Correo del Orinoco n.º 20 (27 de febrero de 1819).
66 ERNST KANTAROWICZ, “Les deux corps du roi”, en: Oeuvres, París, Gallimard,
2000, y particularmente el capítulo VII, pp. 867-961.
67 LOUIS MARIN, Le portrait du roi, París, Les Éditions de Minuit, 1981, pp. 7-22 y
250-290.
68 LA PARRA, “Ferdinand VII…”; PEDRO RÚJULA, “Le mythe contre-révolutionnaire
de la ‘Restauration’”, en: CARON y LUIS, Rien appris, rien oublié?..., pp. 231-242.
69 JOSÙ MARÍA QUEIPO DE LLANO, Historia del levantamiento, guerra y revolución
de España, Pamplona, Urgoiti, 2008, p. 51.
70 HAMNETT, La política española en una época revolucionaria..., pp. 189-192.
71 Bierna y Mazo a Montalvo (5 de enero de 1816), AGN, SAAG, t. 28, f. 606.
72 El caso de Corozal es paradigmático, pues no se trataba de una población
principal. Allí el simulacro de Fernando corrió por cuenta de un pintor que no era
“de los peores”, Miguel Palatino a Morillo (Corozal, 9 de diciembre de 1815),
AGN, SAAGYM, t. 132, f. 503.
73 AGN, SAAGYM, t. 143, ff. 296-298.
74 Exército Expedicionario. Boletín n.º 28 (31 de mayo de 1816), Santa Fe, Imprenta
de D. B. E, por Nicomedes Lora, 1816, AGN, SAAG, t. 31, f. 110.
75 RAFAEL SEVILLA, Memorias de un oficial del ejército español (campañas contra
Bolívar y los separatistas de América), Bogotá, Editorial Incunables, 1983, pp.
200-201.
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76 Una vez más a título de ejemplo cabe citar aquí los retratos elaborados en la
ciudad de Cali por los pintores Joaquín Santibáñez y Carlos Quesada. Cada uno
realizó dos pinturas por las que recibieron 32 pesos cada uno. Las órdenes de pago
firmadas en Cali por José Vicente Concha (24 y 29 de septiembre de 1819) se
encuentran en AGN, SAAH, t. 28, ff. 140 y 145.
77 Hermógenes Castruera al ministro del Interior (Popayán, 5 de enero de 1822),
AGN, Negocios administrativos (en adelante, NA), t. 3, f. 872.
78 “Otro”, El Eco de Antioquia n.º 15 (25 de agosto de 1822).
79 El Eco de Antioquia n.º 5 (2 de junio de 1822).
80 “Circular a los intendentes” (11 de septiembre de 1822), Gaceta de Colombia n.º
48 (15 de septiembre de 1822).
81 LOMNÙ, Le lis et la grenade…
82 Las actas de Guateque (diciembre de 1824), Nóvita (febrero de 1822), Zipaquirá
(noviembre de 1823) y Carúpano, se encuentran, respectivamente, en: AGN, NA, t.
3, f. 396; t. 4, ff. 376-377; t. 5, f. 348; t. 12, ff. 419-425.
83 AGN, NA, t. 3, f. 714.
84 AGN, NA, t. 4, ff. 376-377.
85 AGN, NA, t. 5, f. 348.
86 El conde de Lagarde al ministro francés de Relaciones Exteriores (Madrid, 17 de
septiembre de 1821), Archives du Ministère des Affaires Etrangères,
Correspondance Politique, Espagne (en adelante AMAE, CPE), t. 714, ff. 4-7.
87 El conde de Lagarde al ministro francés de Relaciones Exteriores (Madrid, 20 de
septiembre de 1821), AMAE, CPE, t. 714, ff. 14-19.
88 El conde de Lagarde al ministro francés de Relaciones Exteriores (Madrid, 1.º de
noviembre de 1821), AMAE, CPE, t. 714, ff. 137-140.
89 Carta fechada en San Tomas el 25 de diciembre de 1820 por un tal “Juan Pablo”,
Service Historique de la Défense, BB4, t. 418, f. 10.
90 El conde de Lagarde al ministro francés de Relaciones Exteriores (Madrid, 15 de
octubre de 1821), AMAE, CPE, t. 714, ff. 101-106.
91 Montmorency al ministro de relaciones exteriores de Francia (Madrid, 6 de marzo
de 1821), AMAE, CPE, t. 712, ff. 187-191.
92 El embajador de Francia en Madrid al ministro de relaciones exteriores de su país
(6 de diciembre de 1821), AMAE, CPE, t. 714, ff. 244-247.
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93 DUPRAT, Les rois de papier. La caricature de Henri III à Louis XVI, París, Belin,
2002, pp. 203-246.
94 LE BRUn, Vida de Fernando VII, rey de España; o colección de anécdotas de su
nacimiento y de su carrera privada y política, publicadas en castellano por D.
Carlos le Brun, ciudadano de los Estados Unidos e intérprete del gobierno de la
República de Pensilvania…, Filadelfia, 1826.
95 PITA PICO, “La función política de las celebraciones públicas…”, p. 188.
96 “España”, El Insurgente n.º 8 (15 de octubre de 1822).
97 “Bustos”, El Zurriago n.º 1 y 2 (16 de diciembre de 1827 y 27 de enero de 1828).
Agradezco a Isidro Vanegas la comunicación de este documento.
98 “Lima”, Suplemento al n.º 12 de la Década Araucana (5 de diciembre de 1825);
Registro Público n.º 8 (27 de junio de 1826); “Exterior. Perú” y “Correspondencia.
Remitido” y “Farsa política”, en: La Cola del Cometa n.º 2, 6 y 7, respectivamente
(Santiago, 2 de febrero, 29 de marzo y 11 de abril de 1827); La Aurora n.º 14 (1.º
de septiembre de 1827).
99 http://www.vozbcn.com/2012/10/11/129785/tv3-rey-meterle-tiros/;
http://www.elmundo.es/elmundo/2012/10/11/barcelona/1349943680.html. El caso
ucraniano es un ejemplo reciente de la iconoclastia en las empresas de refundación
de la memoria. Desde el momento de la independencia del país hasta enero de
2016 al menos 4.200 estatuas de Lenin habían sido destruidas, arrancadas de sus
pedestales o modificadas (pintadas con los colores nacionales o transformadas en
personajes como Darth Vader). PHILIPPE DE LARA, “Comment l’Ukraine dit
Good Bye à Lenine”, Libération (12 de enero de 2016), http://comiteukraine.blogs.liberation.fr/2016/01/12/good-bye-lenine-comment-se-deroule-ladesovietisation-de-lukraine/.
100 EDOUARD POMMET, L’art de la liberté. Doctrines et débats de la Révolution
française, Paris, Gallimard, 1991, pp. 17-58 y 93-104; GUSTAVE GAUTHEROT, Le
vandalisme jacobin. Destructions administratives d’archives, d’objets d’art, de
monuments religieux à l’époque révolutionnaire, París, Gabriel Beauchesne, 1914,
pp. 18-38 y 78-94; DONALD SUTHERLAND, “Les pendaisons populaires dans les
Bouches-du-Rhône et le Sud-Est en 1792 et 1793. Pouvoir judiciaire et démocratie
directe” y SERGE BIANCHI, “Le ‘vandalisme révolutionnaire’ et la politique
artistique de la Convention au temps des ‘Terreurs’: essai de bilan raisonné”, en:
BIARD (dir.), Les politiques de la Terreur, 1793-1794..., pp. 141-154; VOVELLE,
La mentalité révolutionnaire..., pp. 178-186; LYNN HUNT, The Family Romance
of the French Revolution, Berkeley, University of California Press, 1993, pp. 6263; FRANÇOIS GISCARD D’ESTAING, MICHEL FLEURY y ALAIN ERLANDEBRANDEBURG, Les rois retrouvés, París, Joël Cuénot, 1977; CATHERINE
Copia privada. Exclusiva para uso académico
VOLPLHAC, DANY HADJADJ y JEAN-LOUIS JAM, “Des Vandales au vandalisme”,
en: SIMONE BERNARD-GRIFFITHS, MARIE-CLAUDE CHEMIN y JEAN EHRAD (ed.),
Révolution française et “vandalisme révolutionnaire”. Actes du colloque
international de Clermont-Ferrand, 15-17 décembre 1988, París, Universitas,
1992, pp. 15-27; BRONISLAW BACZKO, “Vandalisme”, en: F. FURET y M. OZOUF,
Dictionnaire critique de la Révolution française, París, Flammarion, 1988, pp.
903-912.
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CAPÍTULO 7
¿QUÉ ES UN LIBERTADOR?
1 LOMNÙ, Le lis et la grenade..., pp. 461-522.
2 MEJÍA MACÍA, La revolución en letras..., pp. 149-174.
3 ISIDRO VANEGAS, “La fuga imaginaria de Germán Colmenares”, Anuario
Colombiano de Historia Social y de la Cultura vol. 42, n.º 1 (2015), pp. 275-307.
4 JOSÙ MANUEL RESTREPO, Historia de la Nueva Granada, Bogotá, Editorial El
Catolicismo, t. 2, pp. 163-165.
5 SALVADOR CAMACHO ROLDÁN, Memorias, Bogotá, Librería Colombiana
Camacho Roldán & Tamayo, 1923, pp. 272, 273, 279-280, 293.
6 DAVID BUSHNELL, “La regeneración filatélica”, en: Ensayos de historia política
de Colombia, siglos XIX y XX, Medellín, La Carreta, 2006, pp. 139-146.
7 MARCO PALACIOS, Entre la legitimidad y la violencia, Colombia 1875-1994,
Bogotá, Norma, 1995, pp. 48-49.
8 GERMÁN CARRERA DAMAS, El culto a Bolívar. Esbozo para un estudio de las
ideas en Venezuela, Caracas, Universidad Central de Venezuela, 1973 (2.ª ed.).
9 ELÍAS PINO ITURRIETA, El divino Bolívar, Caracas, Alfadil, 2006 (3.ª ed.).
10 LUIS CASTRO LEIVA, De la patria boba a la teología bolivariana, Caracas, Monte
Ávila, 1991.
11 Ibíd.
12 JOAQUÍN CAMACHO, “Carta décima séptima”, Gazeta de Cartagena de Indias n.º
17 (6 de agosto de 1812); “Nota”, ibíd. n.º 22 (10 de septiembre de 1812);
“Documentos relativos a la ocupación de Tenerife”, Suplemento a la Gazeta
Extraordinaria de Cartagena de Indias del jueves 31 de diciembre de 1812;
“Artículo de oficio”, Gazeta de Cartagena de Indias n.º 44 (11 de febrero de
1813).
13 Los artículos más importantes en este sentido son las cartas remitidas por Joaquín
Camacho. Ver “Concluye la carta decimasexta”, “Carta decimaoctava”, “Carta
decimonona”, “Concluye la carta decimanona de Ibagué…”, Gazeta de Cartagena
de Indias n.º 16, 20, 23 y 26, respectivamente (30 de julio, 27 de agosto, 17 de
septiembre y 8 de octubre de 1812).
14 Gazeta Extraordinaria de Cartagena de Indias n.º 17 (21 de julio de 1813);
Gazeta de Cartagena de Indias n.º 90 y 91 (30 de diciembre de 1813 y 6 de enero
Copia privada. Exclusiva para uso académico
de 1814); El Mensajero de Cartagena n.º 11 y 13 (22 de abril y 6 de mayo de
1814).
15 El Mensajero de Cartagena n.º 8 (1.º de abril de 1814)
16 El Mensajero de Cartagena n.º 3 (25 de febrero de 1814)
17 “Cartagena”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 127 (12 de agosto de 1813).
18 “Sistema de neutralidad”, “Siguen las reflexiones acerca de la neutralidad” y
“Concluye el discurso sobre neutralidad”, El Mensajero de Cartagena n.º 3-5 (25
de febrero y 4 y 11 de marzo de 1814).
19 La ley figura en El Mensajero de Cartagena n.º 7 (25 de marzo de 1814).
20 El decreto se halla transcrito en El Mensajero de Cartagena n.º 6 (18 de marzo de
1814).
21 DANIEL GUTIÙRREZ ARDILA, “La institución dictatorial durante el interregno
neogranadino”, en: ROBERTO BREÑA (ed.), Cádiz a debate: actualidad, contexto y
legado, México, El Colegio de México, 2014, pp. 257-276.
22 “Popayán”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 10 (14 de noviembre de
1811).
23 Artículo sin título, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 24 (16 de enero de
1812).
24 Ver, por ejemplo, “Capitulaciones”, Gazeta Extraordinaria de Cundinamarca n.º
21 (4 de enero de 1812); “Oficio dirigido por el Gobierno de Tunja al de Caracas”,
Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 52 (21 de mayo de 1812) y “Oficio del
Sub-presidente de San Gil a D. José Gregorio Rodríguez”, Gazeta Extraordinaria
de Cundinamarca n.º 63 (27 de julio de 1812).
25 Artículo sin título y “Cántico laudatorio”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º
154 (27 de enero de 1814).
26 “Soneto”, “Oficio del cabildo de Santafé al Excmo. Sr. D. Antonio Nariño”, “Un
tapado al editor de la Gazeta” y acta del Senado de Cundinamarca, en: Gazeta
Ministerial de Cundinamarca n.º 155, 156, 159 y 170 (3 y 10 de febrero, 2 de
marzo y 5 de mayo de 1814).
27 “Proclama”, oficios de Manuel de Bernardo Álvarez a Aymerich (6 de junio y 25
de agosto de 1814) y nota del editor al artículo “Pasto. Oficio de D. Melchor
Aymerich al Sr. General del Ejército del Sur” Gazeta Ministerial de
Cundinamarca n.º 176, 177, 178 y 189 (9, 16 y 23 de junio y 8 de septiembre de
1814).
28 “Nota del editor” y cita al pie del mismo en el artículo “Pasto. Oficio de D.
Copia privada. Exclusiva para uso académico
Melchor Aymerich al Sr. General del Ejército del Sur” Gazeta Ministerial de
Cundinamarca n.º 173 y 178 (19 de mayo y 23 de junio de 1814).
29 “Acuerdo del Excmo. Sr. Dictador”, Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 179
(30 de junio de 1814).
30 Este párrafo se basa en los números de la Gazeta Ministerial de Cundinamarca
correspondientes a los meses de diciembre de 1814 y enero y febrero de 1815.
31 Decreto del Congreso de las Provincias Unidas (Tunja, 9 de mayo de 1814), en:
POSADA, Congreso de las Provincias Unidas..., pp. 76-77.
32 Hay dos versiones manuscritas del Acto de Independencia: AHR, Fondo 1, vol. 7,
f. 293 y AHA, t. 827, doc. 13054. El documento fue transcrito por JOSÙ MANUEL
RESTREPO e incluido en su Historia de la Revolución de la República de
Colombia en la América Meridional, París, Librería Americana, t. IX, pp. 159-161.
33 “Discurso con que el Observador Colombiano exordia el n.º 1 de su periódico”,
Gazeta Ministerial de Cundinamarca n.º 132 (9 de septiembre de 1813).
34 Después de su muerte, Corral es llamado por su sucesor en la presidencia del
Estado “padre y libertador de Antioquia” en un oficio que buscaba la aceleración
de la convocatoria de la Gran Convención y la formación de un gobierno nacional
enérgico. El abandono del ideal federalista coincide así con el retorno a la
minoridad de los habitantes de la república, José Miguel de la Calle al Poder
Ejecutivo de Cundinamarca (25 de abril de 1814), Gazeta Ministerial de
Cundinamarca n.º 174 (26 de mayo de 1814).
35 “Unión de Cundinamarca”, Gazeta Ministerial de la República de Antioquia n.º 15
(1.º de enero de 1814).
36 “Correspondencia militar. Carta XIV. Valerio a Emilio”, en Estrella del Occidente
n.º 9 (21 de mayo de 1815).
37 “Ciudadano editor del Censor”, El Censor n.º 7 (11 de junio de 1815).
38 MONTENEGRO, Historia de Venezuela…, t. 1, pp. 254-255.
39 YANES, Relación documentada..., t. 1, pp. 20, 126-127 y 131-132; BARALT y
DÍAZ, Resumen de la historia de Venezuela..., t. 1, p. 199.
40 “Oficio del Exmo. Libertador de Venezuela C. Simón Bolívar al Excmo. Sr. D.
Antonio Nariño y Álvarez” (Caracas, 4 de mayo de 1814) y “Otra”, Gazeta
Ministerial de Cundinamarca n.º 180 y 181 (7 y 14 de julio de 1814).
41 YANES, Relación documentada…, p. 110; MONTENEGRO, Historia de
Venezuela…, t. 1, pp. 292-294; BARALT y DÍAZ, Resumen de la historia de
Venezuela..., pp. 107-134 y 177.
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42 DÍAZ incluyó las cartas que escribió entre 1813 y 1814 en sus Recuerdos sobre la
rebelión de Caracas…
43 “Simón Bolívar, Libertador de Venezuela y General en Jefe de sus ejércitos a sus
conciudadanos” (Carúpano, 7 de septiembre de 1814), El Mensajero de Cartagena
de Indias n.º 33 (23 de septiembre de 1814). Reproducido por YANES, Relación
documentada…, t. 2, pp. 190-193.
44 Ibíd.
45 “Informe del Brigadier Joaquín Ricaurte al Congreso de las Provincias Unidas de
la Nueva Granada” (Cartagena, 9 de octubre de 1814) e “Informe de Mariano
Montilla a Marimón” (27 de junio de 1815), Gazeta de Santafé, Capital del N. R.
de Granada n.º 8-10 (1.º, 8 y 15 de agosto de 1816).
46 Defensa que hace un oficial de Venezuela, de que el nombre de Libertador al
general Simón Bolívar es propio y legítimo aun después de la pérdida de ella,
Santafé, Imprenta del Estado, por el C. Juan Rodríguez Molano, 1814, en
Biblioteca Nacional, Fondo Pineda 170. Agradezco a Isidro Vanegas la
comunicación de este documento.
47 Carta de Antonio Villavicencio a Andrés Rodríguez (Zipaquirá, 21 de enero de
1816), Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 6 (18 de julio de
1816).
48 Las líneas siguientes proceden de una lectura minuciosa de la Gazeta de Santafé,
Capital del N. R. de Granada, ibíd.
49 Este tópico de la revolución como producto de la seducción ejercida por un grupo
minoritario (la “minority thesis”, como la llama MICHAEL P. COSTELOE en
Response to Revolution… (pp. 32-36) se había afianzado en la Península desde
1810 y fue explotado abundantemente por la prensa y la propaganda realista de
otros lugares del continente. Para Venezuela, véase DÍAZ, Recuerdos sobre la
rebelión de Caracas… Para el caso chileno, CRISTIÁN GUERRERO LIRA, La
contrarrevolución de la independencia en Chile..., pp. 213-240.
50 Las proclamas (Caracas, 17 de mayo, y Torrecilla, 23 de septiembre de 1815)
fueron publicadas en la Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 2 y 3
(20 y 27 de junio de 1816) y posteriormente por RODRÍGUEZ VILLA, El teniente
general…, t. 2, pp. 467 y 578-580 y BONILLA et al., Pablo Morillo. Documentos
de la reconquista…, pp. 56 y 77-78.
51 Circular impresa (Cartagena, 8 de junio de 1816), AGN, SAAG, t. 29, f. 468.
52 Montalvo a Ruiz de Porras (Santa Marta, 17 de abril de 1815), AGN, SAAGYM, t.
131, f. 612. En el mismo sentido, Sánchez de Lima aseguró al capitán general del
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Reino (Medellín, 5 de julio de 1816) que los soldados del Ejército Pacificador
fueron recibidos en Antioquia como “los redentores de la brutal opresión en que
los tenían los revoltosos y cabecillas”, AHA, t. 1027, ff. 41-42.
53 Las expresiones entrecomilladas proceden, respectivamente, de los comentarios
del editor de la gaceta realista de la capital neogranadina tanto a la condecoración
del cacique de Mamatoco como a la proclama de Morillo de 23 de septiembre de
1815; de un oficio suscrito por el capitán de cazadores Francisco Capdevila desde
Natagaima; del artículo “Escuche aquél que tenga oídos para oír. La hora de la
resurrección política ha llegado ya para todos los pueblos que gemían bajo la
opresión”; de una proclama del coronel Vicente Sardina; de una misiva del cabildo
de Pasto al jefe del Ejército Expedicionario, y de sendos comentarios del editor
citado a una real orden de 9 de mayo de 1815 y a una carta interceptada a Antonio
de Villavicencio, Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada n.º 21, 3, 2, 8,
47, 4, 7 y 6. Cabe anotar que los líderes realistas de Pasto también se refirieron a sí
mismos como “libertadores” en 1823, ECHEVERRI, Indian and Slave Royalists…,
p. 211.
54 Nota del editor de la Gazeta de Santafé, Capital del N. R. de Granada a un
artículo sobre Haití publicado en el n.º 11 de dicho periódico, artículo
“Venezuela”, aparecido en el n.º 15, artículo “Santa Rosa, 30 de julio”, en el 18
(22 de agosto, 19 de septiembre de 1816 y 10 de octubre). V. t. el n.º 44. El
comandante Warleta fue llamado “libertador” por un habitante de la provincia de
Antioquia, AHA, t. 835, f. 332.
55 BARROS ARANA, Historia Jeneral de Chile..., p. 13.
56 JUAN LUIS OSSA, “Monarquismo(s) y militarismo republicano”, en: ROBERTO
BREÑA (ed.), Cádiz a debate: actualidad, contexto y legado, México, El Colegio
de México, 2014, pp. 417-418.
57 En la Nueva Granada, los hombres ligados a la guerrilla de los Almeyda se
refirieron a aquel grupo armado en 1817 como “tropa libertadora” y “tropa de los
libertadores”. No obstante tratarse de un indicio muy interesante de una nueva
sensibilidad en vías de consolidación, su importancia en el proceso aquí estudiado
resulta marginal, DÍAZ DÍAZ, La reconquista española..., t. 2, pp. 30 y 37.
58 Correo del Orinoco n.º 1, 6, 7, 10, 11, 13 y 14-17.
59 “Observaciones del editor del Correo” y “Emigrados de Venezuela”, Correo del
Orinoco n.º 16 y 23 (30 de enero y 20 de marzo de 1819).
60 “Reglamento para la segunda convocación del Congreso de Venezuela”, Correo
del Orinoco n.º 14 (24 de octubre de 1818).
61 “Correo Brasilense” y “Otro extracto del Morning Chronicle del 10 de enero de
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1819”, Correo del Orinoco n.º 18 y 29 (13 de febrero y 1.º de mayo de 1819).
62 “Reglamento para la segunda convocación del Congreso de Venezuela”, Correo
del Orinoco n.º 14 (24 de octubre de 1818).
63 “Continuación de la Exposición sobre la mediación entre España y América”,
Correo del Orinoco, n.º 8 (15 de agosto de 1818).
64 Proclama de Simón Bolívar (Angostura, 15 de agosto de 1818), Correo del
Orinoco, n.º 9 (22 de agosto de 1818).
65 “Angostura 13 de febrero de 1819” y “Rebelión de los holandeses contra los reyes
de España”, Correo del Orinoco n.º 18 y 23 (13 de febrero 20 de marzo de 1819).
Como diría Santander años más tarde: “las privaciones, las penalidades y los
peligros se acumularon para probar nuestra constancia. Descalzos absolutamente,
sin ropa, sin recursos, y alimentados solamente con carne mal asada y sin sal,
deseábamos los riesgos para acabar con gloria una vida amarga”,
Apuntamientos..., p. 6.
66 CLÙMENT THIBAUD, Repúblicas en armas. Los ejércitos bolivarianos en la
guerra de Independencia en Colombia y Venezuela, Bogotá, Planeta- IFEA, 2003,
p. 309.
67 Este discurso famoso, publicado infinidad de veces, apareció por primera vez en el
Correo del Orinoco. Las citas en cuestión se hallan en los números 19 y 21 (20 de
febrero y 6 de marzo de 1819).
68 Gazeta Extraordinaria de Santafé de Bogotá n.º 12 (17 de octubre de 1819);
RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 2, pp. 550-551.
69 MARGARITA GARRIDO, “Los sermones patrióticos y el nuevo orden en Colombia,
1819-1820”, Boletín de Historia y Antigüedades vol. 91, n.º 826 (2004), pp. 461484.
70 “El editor”, Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 4 (5 de septiembre de 1819).
71 Ver los comentarios del editor de la Gazeta de Santafé de Bogotá: 1) a la
propuesta de canje hecha por Simón Bolívar, 2) a una carta interceptada al virrey
Sámano, 3) al decreto por medio del cual el convento de los capuchinos de Santa
Fe fue destinado a la fundación de un colegio para huérfanos, y 4) a una ley del
Congreso de Venezuela de junio de 1819. Ver, así mismo, el oficio del
ayuntamiento de Medellín a Bolívar, n.º 6, 7, 9, 10 y 24 (19 y 26 de septiembre, 3
y 10 de octubre de 1819 y 9 de enero de 1820).
72 La expresión es empleada, por ejemplo, en el artículo “Heroicidad española”,
Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 17 (21 de noviembre de 1819) y en el poema
“Horrendo cuadro”, Gazeta de la Ciudad de Bogotá n.º 59 (10 de septiembre de
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1820).
73 Proclama de Santander (Santa Fe, 21 de septiembre), Gazeta de Santafé de Bogotá
n.º 7 (26 de septiembre de 1819).
74 Comentarios del editor de la Gazeta de Santafé de Bogotá a un oficio del
gobernador político de Antioquia, n.º 7 (26 de septiembre de 1819).
75 Informes de los secretarios de Guerra y Hacienda e Interior y Justicia (31 de
diciembre de 1819), en: LÓPEZ (comp.), De Boyacá a Cúcuta..., pp. 90-117.
76 “Congreso de Venezuela”, Correo del Orinoco n.º 34 (24 de julio de 1819).
77 “Política”, Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 22 (26 de diciembre de 1819).
78 El decreto se encuentra en la Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 25 (16 de enero de
1819).
79 Bolívar a Santander (Puente Real, 26 de septiembre), AGN, SAAH, t. 25, ff. 452453, oficio reproducido en la Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 9 (3 de octubre de
1819). V. t. RESTREPO, Historia de la Revolución…, t. 2, p. 551.
80 ROBERTO CORTÁZAR y LUIS AUGUSTO CUERVO (ed.), Actas del Congreso de
Angostura, 1819-1820, Bogotá, Biblioteca de la Presidencia de la República,
1988, pp. 309-313.
81 FRANCISCO DE PAULA SANTANDER, “Proclama” y JOSÙ MARÍA SALAZAR,
“Canto heroico”, Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 7 y Gazeta de la Ciudad de
Bogotá n.º 47 (26 de septiembre de 1819 y 18 de junio de 1820).
82 “Domingo 26 de septiembre”, Gazeta de Santafé de Bogotá n.º 7 (26 de
septiembre de 1819).
83 Juan José Aguilar a Santander (Villa del Cocuy, 9 de noviembre de 1824), AGN,
Sección República, Secretaría de Guerra y Marina, t. 54, f. 561.
84 “Aniversario de Boyacá”, Gazeta de la Ciudad de Bogotá n.º 56 (20 de agosto de
1820).
85 VOVELLE, La mentalité révolutionnaire..., pp. 125-140; HUNT, The Family
Romance..., pp. 71-88.
86 Para retomar los términos empleados por ISIDRO VANEGAS en su libro El
constitucionalismo fundacional, Bogotá, Ediciones Plural, 2012, pp. 26-27.
87 Ver, especialmente, los artículos “Carta a Parménides”, “Máximas para ser
patriota a la moda” e “Independencia y libertad al mejor amigo de los
colombianos”, El Insurgente n.º 3 y 4 (25 de agosto y 5 de septiembre de 1822).
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de la Universidad Externado de Colombia
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El shock petrolero y su impacto en las finanzas
públicas
Acosta Medina, Amylkar D.
9789587726701
188 Páginas
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Colombia no se puede catalogar como país petrolero sino como un
país con petróleo, dada la modestia tanto de sus reservas, en
declinación, como de su producción. Desde 2014 las reservas de
crudo han venido cayendo sin remedio y los volúmenes de
producción se alejan cada vez más de la meta de enantes del millón
de barriles/día. Y lo más preocupante es que la perspectiva no es
alentadora, dado el declive de la actividad exploratoria. Colombia
está a menos de cinco años de tener que importar crudo para poder
cargar sus refinerías, con las implicaciones que ello acarrea.
Con este texto se pretende contribuir a la discusión sobre nuestra
compleja coyuntura en materia de hidrocarburos, a la controversia,
a poner el tema en la agenda pública; la larga vinculación de su
autor a la Especialización en Derecho Minero-Energético que
ofrece la Universidad Externado de Colombia y a su grupo de
investigación le ha estimulado a seguir profundizando sobre el
apasionante mundo del petróleo, que mueve, y seguirá moviendo,
por varias décadas más la economía global.
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El poder y el mercado en la economía internacional
Cuevas, Homero
9789587720891
276 Páginas
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¿Por qué algunos países son ricos y otros son pobres? En la teoría
del comercio internacional esta pregunta admite dos respuestas
encontradas. Una es la convergencia. Según esta, todos los países
se benefician de las ganancias del intercambio en la medida en que
participan con mayor intensidad en la economía global, aunque
algunos mas que otros y con ritmos de progreso diferentes. La
segunda respuesta es menos optimista. Existe el intercambio
desigual, que se debe en parte a la heterogeneidad de las estructuras
económicas y a la asimetría del poder político (y militar) de las
naciones. En ciertas circunstancias el comercio y otras formas de
interacción no solo no enriquecen sino incluso empobrecen a los
países mas débiles.
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El objeto del dolo en derecho penal
Yamila Fakhouri, Gómez
9789587720990
404 Páginas
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La obra ofrece una solución respecto del tratamiento que ha de
recibir el error del autor en aquellos supuestos en los que el
legislador remite a disposiciones jurídicas recogidas en otros
sectores del ordenamiento, resultando el contenido de tales
disposiciones necesario para conocer el supuesto de hecho típico.
Se trata de una cuestión ampliamente abordada, muy controvertida,
de enorme trascendencia práctica +sobre todo en el ámbito del
derecho penal accesorio- y que presenta un alto nivel de
abstracción, lo que ha llevado a estructurar el trabajo en torno a tres
casos particulares que constituyen su hilo conductor. Las
extraordinarias dificultades que se plantean a la hora de delimitar
entre los diferentes contenidos de conciencia contemplados por
doctrina y jurisprudencia en materia de error -tipo, prohibición,
circunstancias fácticas, derecho penal, derecho extrapenal-, unidas
a la revisión del concepto de dolo tradicional, se traducen en una
original propuesta de delimitación entre los errores que excluyen el
dolo y Ios que no tienen ese efecto. Esta solución se ve
acompañada de una propuesta de interpretación de la regulación
legal en el marco de diferentes ordenamientos, particularmente
europeos y latinoamericanos.
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Relevancia normativa en la justificación de las
decisiones judiciales
Juan Caros, Bayón
9789587105049
315 Páginas
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El debate nace desde el punto mismo de la definición de
derrotabilidad de la norma, pues Bayón básicamente afirma que las
excepciones que la norma va adquiriendo después de ser emitida
favorecen la reconstrucción de las prácticas jurídicas corrientes.
Por el contrario, Rodríguez piensa que si no se establecen las
condiciones suficientes no se puede derivar solución normativa
alguna.
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La competencia por organización en el delito
omisivo
Günther, Jakobs
9789587105186
40 Páginas
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No se profundiza aquí en la dogmática de los delitos de infracción
de un deber, sino en hacer referencia a que tampoco allí se puede
encontrar más que una superficial distinción entre comisión activa
y omisión, pues la diferencia entre comisión y omisión es también
en el ámbito de un estatus especial, una diferencia natural, a la que
falta una relevancia genuinamente jurídica.
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