«Esta es vuestra vocación

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CONVENTUS CARDINALIUM ET
EPISCOPORUM OFM
«Esta es vuestra vocación...»
Reflexiones acerca del carácter eclesial del carisma Franciscano
Una observación previa
Me dirijo a vosotros, Eminencias, Excelencias, y sobre todo hermanos en Francisco y Clara,
con mi saludo de «Paz y Bien».
Nuestra Familia os agradece el servicio que prestáis en la Iglesia, por el estímulo que
ofrecéis en la fe, del que obtienen ayuda muchos hombres y mujeres de todos los continentes y
culturas diversas. Ustedes sirven la Iglesia, la única Iglesia de Jesucristo, viviendo el Evangelio del
mismo modo en que el Evangelio se transformó en el rostro y la vida de Francisco y Clara. Vuestro
servicio tiene un perfil espiritual y humano inconfundible, aquel que nos fuera dado desde la
pertenencia a nuestra fraternidad.
En nuestro tiempo, nuestro mundo y en nuestra Iglesia, muchos hombres, y no solo
cristianos, están marcados especialmente desde experiencias de anonimato, soledad, fragmentación,
incapacidad de construir relaciones fecundas y dialogantes, marginación, poder de los grandes sobre
los más pequeños, y de los ricos sobre los pobres. Ellos buscan una alternativa en figuras como
nuestro padre Francisco: desearían tanto ser «vistos», reconocidos, escuchados con amor y respeto;
desearían ser sujetos de la propia historia personal, y no objetos instrumentalizados por fuerzas
anónimas, ya sean políticas, económicas, o incluso de naturaleza religiosa. Buscan formas de
encuentro y espacios de vida donde puedan respirar libremente y hacer experiencia de la propia
historia, la cual no obstante toda la oscuridad, es un don recibido de la mano de Dios, y no una
carga. Sueñan una Iglesia de libertad evangélica y de relaciones fraternas y cordiales; una Iglesia
que no reproduzca simplemente, aunque fuese solo de forma inconsciente, las experiencias de
opresión, anonimato, pobreza y exclusión que muchos hombres están obligados a sufrir; una Iglesia
en la que, más allá de los límites de naturaleza social, raza, religión, y cultura, sea respetada la
dignidad inalienable de cada persona.
La Iglesia del Tercer Milenio se encuentra frente a grandes desafíos. Su lenguaje ¿alcanza el
corazón del hombre? ¿Habla claramente hoy del Dios de la vida y de la paz, en el actual contexto de
innumerables amenazas a la vida, las amenazas del Poder de la muerte? ¿Ofrece verdaderamente la
Iglesia a los hombres que buscan, una experiencia de un Dios afectuoso, bueno y justo? ¿Nuestra
Iglesia ¿es de verdad un lugar donde se hace experiencia de Jesucristo y se ofrece nuevamente a los
otros esta misma experiencia? Todos los hombres y mujeres que pertenecen a la Familia espiritual
de Francisco -y seguramente no solo los Obispos- escuchan estas palabras suyas no solo en el
espacio de la propia conciencia, sino también en el contexto actual de la Iglesia universal y de la
sociedad global: «Pues para esto hemos sido llamados: para curar a los heridos, vendar a los
quebrados y para corregir a los equivocados» (TC 58). Estoy convencido que esta definición dada
por San Francisco, totalmente en armonía con el discurso de Jesús en la sinagoga de Nazaret (Lc 4)
puede ser para todos nosotros la clave de comprensión de la vocación franciscana de hombres y
mujeres, cualquiera sea la responsabilidad y el servicio eclesial que se les haya actualmente
confiado, al interno de la Iglesia, de la sociedad civil, o en el contexto más amplio del mundo.
¿De qué manera entonces, las mujeres y los hombres franciscanos dan forma y rostro a la
vocación recibida? Esta pregunta se dirige también a vosotros, hermanos de nuestra Familia que al
mismo tiempo son Pastores del pueblo de Dios y son, por razón de vuestra vocación de Pastores,
llamados, de forma especial, a decirnos a nosotros, «simples» hermanos y hermanas de San
Francisco, como el carisma franciscano debería ser actualizado en la Iglesia de hoy.
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El carácter eclesial de nuestro carisma
En este día, precisamente aquí en Asís, deseamos hablar y reflexionar sobre la eclesialidad
de nuestro carisma y de nuestra fraternidad, y compartir nuestras experiencias. Modestamente
pienso que podemos hablar de eclesialidad desde un doble significado.
Por un lado, existe la eclesialidad de Francisco expresada en su vocación y su voluntad de
ser parte viva y visible de la Iglesia romana en la fidelidad y en la obediencia. Sabemos que en los
siglos XII y XIII numerosos movimientos evangélicos, ante los problemas y los escándalos
existentes en el seno de la Iglesia, prefirieron tomar una posición contraria y fuera de ella. Les
parecía que la Iglesia era infiel al Evangelio que deseaban vivir. Francisco por el contrario, aun
siendo conciente de las debilidades, quiso permanecer en plena comunión con la Iglesia que, para
él, no cesaba de ser el lugar privilegiado donde resuena la auténtica Palabra de Dios y donde Jesús
se manifiesta en los sacramentos. En una palabra, el aspecto eclesial del proyecto de vida de San
Francisco consiste en los siguientes elementos: el amor por el Evangelio y por la Eucaristía, el
respeto por los sacerdotes y los prelados (¡incluyendo también el pedido que les hace de ser
santos!), la atención por el sacramento de la penitencia, el celo por la «fe así como la conserva y la
enseña la santa Iglesia romana» (LM IV 2; 8) y la veneración por la cruz de nuestro Señor
Jesucristo.
Francisco quiso confiar la Orden a la Iglesia, y de ella recibir amor, atención y protección.
De esta relación de Francisco con la Iglesia visible e institucional no se describe solo el aspecto
jurídico, sino que también viene delineada una relación afectiva profunda, y una confianza ilimitada
que encuentra una expresión particular especialmente en dos textos.
En 2C 24 se narra que Francisco se vio él mismo en un sueño, como una gallina pequeña y
de color negro, que debía cuidar y proteger muchos polluelos; pero la gallina no podía ofrecer a
todos suficiente refugio bajo sus alas. Desde este sueño Francisco extrajo una consecuencia muy
eclesial: «Deseo colocarme a mí mismo y a mis hermanos bajo la protección de la Iglesia Romana.
“Iré, pues, y los encomendaré a la santa Iglesia romana, para que con su poderoso cetro abata a los
que les quieran mal, y para que los Hijos de Dios tengan en todas partes libertad plena para
adelantar en el camino de la salvación eterna”» (2C 24).
Una expresión ulterior clara acerca de como Francisco deseara formar con su fraternidad
parte de la Iglesia institucional, se encuentra en la Regla bulada: «Además, impongo a los
ministros, por obediencia, que pidan al señor Papa un Cardenal de la santa Iglesia Romana, que sea
gobernador, protector y corrector de esta Fraternidad; para que, siempre sometidos y sujetos a los
pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, observemos la pobreza y la humildad y el
santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo, que firmemente prometimos» (2R XII 3-4).
Pero también existe otra posibilidad de reflexionar sobre el carácter eclesial de la vocación
franciscana. En efecto, si Francisco desea confiarse a sí mismo y a su fraternidad, sin limitaciones o
algún tipo de reservas, a la Iglesia, a los Papas, a los Obispos, y sacerdotes, esto significa que el
nacimiento y el crecimiento de la misma fraternidad no fue un acto jerárquico sino más bien un
acontecimiento carismático. En su Testamento Francisco habla de una inspiración y una llamada
personal: «El Señor mismo me condujo... El Señor me dio hermanos» (Test 1). El nacimiento de la
primera fraternidad puede ser calificada como «eclesiogénesis» -como sucede también actualmente
en todo auténtico inicio carismático, por ejemplo la fraternidad de Taizè u otros movimientos
espirituales modernos. Se trata de la obra profética del Espíritu, que de forma siempre nueva une a
los hombres en la escucha de la Palabra, en la fracción del pan y en un proyecto de vida común y
solidario. Siempre han existido, y todavía hoy existen, hombres y mujeres que tienen experiencia de
Dios en un modo totalmente novedoso, que dan nueva forma al Evangelio y al seguimiento de
Jesús, que hacen siempre nueva a la Iglesia encarnándola en la Historia, y no por último mediante el
testimonio de vida personal y comunitaria.
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Ambos aspectos de la eclesialidad franciscana, el institucional y el carismático que aquí
intenté presentar de forma separada, forman parte de nuestro proyecto de vida de manera dinámica
que tampoco hoy se encuentran libres de tensiones.
Nos encontramos aquí en el corazón del ser hermano y hermana de Francisco en la Iglesia
Católica, y esto, creo, independientemente del «lugar de servicio» que ocupamos: es decir observar
la pobreza, la humildad y el santo Evangelio. A diferencia de otros fundadores y movimientos,
Francisco está convencido que para vivir el santo Evangelio, para permanecer lo mas cerca posible
a la forma de vida de Cristo pobre y humilde, es necesario precisamente ser «católicos». La Iglesia
pone a nuestro servicio la palabra de vida, el cuerpo y la sangre de Cristo, la Iglesia es el lugar de
encuentro con el Espíritu, el lugar en el que se hace experiencia del amor trinitario. En ella se vive
la alabanza y la contemplación. Ella es al mismo tiempo asamblea y misión, memoria y profecía.
Francisco promete obediencia a la Iglesia porque en este entregarse y confiarse a sí mismo reconoce
el camino para unirse a Cristo. Contemporáneamente, sin emitir juicios ni tampoco promover o
alimentar contiendas, con su estilo evangélico y con la disponibilidad de su vocación (expresada
tanto en el «sine glossa» como en el «Dios mismo me condujo»), Francisco vive una eclesialidad
«distinta» de aquella feudal comprometida con las cruzadas. Mientras reafirma sin ambigüedad su
estrecha unión con la Iglesia católica romana, es conciente de aquello que al interno de la Iglesia se
opone al Evangelio. Francisco, devoto del Papado, de los Obispos y sacerdotes, no acepta
acriticamente las decisiones y la política de la Iglesia feudal de su tiempo. Con su estilo coherente y
pacífico, es capaz de confrontar la autoridad de la Iglesia con los valores del Evangelio: lo
demuestran las varias referencias de las predicas realizadas ante el Papa y a los Cardenales (2C 25;
LM XII 7).
La obediencia de Francisco es una clara referencia a la obediencia de Cristo, el cual,
obediente al Padre, se hizo pobre y humilde en su encarnación y pasión (1C 84). Además sabemos
como Francisco contempla, admira y adora la humildad de Dios en el acto central y fundante de la
Iglesia: la Eucaristía (Adm 1, 16-21). A sus hermanos les dice: «Dios e Hijo de Dios se humilla
hasta el punto de esconderse, para nuestra salvación bajo una pequeña forma de pan [...] Humillaos
también vosotros, para ser enaltecidos por él. Por consiguiente, nada de vosotros retengáis para
vosotros mismos, para que enteros os reciba el que todo entero se os entrega» (CtaO 27-29).
La Iglesia -don del Espíritu como «edificio en construcción» (H. de Lubac)
Para la Familia franciscano-clareana de todos los tiempos, la Iglesia no es en primer lugar un
edificio, y ni siquiera una estructura jerárquica, sino más bien un espacio vital de relaciones, de
comunión y de amor que tiene su origen en el amor «difusivo» del Dios Uno y Trino, que por el
soplo creativo del Espíritu, se encarna continuamente en la historia. Según una sana teología y
espiritualidad de inspiración franciscana, el don del Espíritu nace de un misterio de relación:
relación entre las Personas Divinas y entre Dios y el hombre. En la Iglesia no podemos sino que
reconocernos como Personas en relación: con Dios, con todo lo creado. Esta Iglesia es siempre
santa y pecadora, con sus dones perennes y sus contradicciones contingentes. Ella se encuentra en
la línea del camino de la vocación de Jesús así como es definido en Lc 4: «El Espíritu del Señor
[está] sobre mí, porque me ha ungido para anunciar a los pobres la Buena Nueva, me ha enviado a
proclamar la liberación a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la libertad a los oprimidos y
proclamar un año de gracia del Señor». Recientemente leí estas palabras: «No es que la Iglesia
cristiana busque una misión. Por el contrario. La misión de nuestro Dios se busca, se construye un
instrumento, una Iglesia». Esto significa que la Iglesia es esencialmente misión, es decir epifanía de
la santa caridad que es Dios. Creo por lo tanto que no se debería decir que la Iglesia de Cristo tenga
un aspecto y un mandato misionero entre tantas otras características y otros mandatos. El desafío es
más radical: o la Iglesia es misión o no es la Iglesia de Jesucristo.
Es evidente que en tal perspectiva es posible y necesario recuperar el carácter misionero del
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carisma franciscano. En los últimos años hemos acuñado la feliz expresión: queremos ser una
«fraternidad en misión».
Esto significa ante todo, según mi opinión, que junto a Francisco y Clara debemos hacer
visible en el mundo y en toda la creación, el amor de Dios que sana y libera. Pero significa también,
que nosotros, como miembros de la Iglesia, debemos dar nuestro aporte para que toda la Iglesia
permanezca fiel a la «missio Dei» como Jesús la vivió y la dejó en cuanto mandato visible en la
Eucaristía. La Iglesia y todas sus «munera» no son un fin en sí mismas. Ella es por el contrario
sacramento universal de salvación para todos, a fin de que por su medio se realice el deseo divino
que es la raíz más profunda del envío del Hijo: que todos los hombres se salven y alcancen el
conocimiento de la verdad, como también la experiencia de la auténtica libertad en la justicia. La
vocación eclesial de todos los franciscanos, y por lo tanto de «nuestros» Obispos, es la de mantener
viva en la Iglesia la vocación profética, mantener siempre abiertos los corazones y las puertas para
al soplo del Espíritu, mantener vivo en todos «una incurable inquietud», según la expresión de de
Lubac, por las cosas que todavía deben suceder.
«Francisco, vete y repara mi casa»: esto significa sobre todo el dejarse plasmar por la acción
del Espíritu que sopla como y cuando quiere; volver a dar la experiencia del Espíritu a una Iglesia
que de otra manera se transforma en simple piedra muerta, o bien en una estructura monolítica sin
vida; el conformarse a la imagen de Cristo que desde la cruz, «conduce nuevamente a la humanidad
al camino de un Dios, que no es realmente Dios, sino siendo la comunicación misma», como lo
afirmo Gustave Martelet. Hace muchos años descubrí un breve texto pronunciado en la Asamblea
Plenaria del Consejo Mundial de las Iglesias celebrado en Uppsala en 1968. El texto es del obispo
ortodoxo Ignatios de Lattaquié, y según mi opinión, se encuentra en plena sintonía con una
eclesiología franciscana:
«Sin el Espíritu Santo Dios es lejano,
Cristo permanece en el pasado, el Evangelio es letra muerta,
La Iglesia es una simple organización, la autoridad sería dominación,
la misión una propaganda, el culto una evocación y el actuar cristiano
una moral de esclavos.
Pero con la presencia del Espíritu el cosmos es elevado y gime en el parto del Reino,
Cristo resucitado es presente, el evangelio es potencia de vida,
la Iglesia significa la comunión trinitaria,
la autoridad es un servicio de liberación, la misión es un Pentecostés,
la liturgia es memoria y anticipación,
el actuar humano es deificado.»
Dimensión eclesial y libertad evangélica
Aunque en todo momento conservara solidamente la fe en la Iglesia, Francisco supo
mantenerse también siempre libre para buscar y consolidar la forma de vida evangélica que «el
mismo Altísimo le reveló que debía vivir» (cf. Test 14-15). En esta certeza fundamental Francisco
es un hombre sorprendentemente libre, precisamente en su voluntad de ser parte de la Iglesia
institucional. Solo en esta perspectiva se comprende su valentía al asumir una forma de vida tan
fuera de las normas institucionales vigentes, hasta provocar un cierto temor en las autoridades
eclesiásticas del tiempo, que intentan convencerlo a asumir «caminos más sencillos» (1C 33). Le
sugirieron pasar a una forma de vida «aprobada», pero él rehusó seguir tales consejos. Eligió «su»
forma de vida, pero pidió para tal opción la aprobación de la Iglesia. Francisco por lo tanto no ha
reproducido simplemente lo que durante su época la Iglesia vivía y proponía. Re-introdujo en la
Iglesia elementos de vida evangélica. Él prefirió más la pobreza, la itinerancia, la inseguridad, que
la riqueza y la estabilidad institucional. En una época en que la Iglesia dominaba parte del mundo y
ejercía un poder temporal fuerte y a menudo coercitivo, Francisco deseó tener
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solo el privilegio de la minoridad, hablando de poder solo para decir que sus hermanos no habrían
debido ejercerlo nunca (1R V 9).
La Iglesia de aquel tiempo se caracterizaba por una fuerte institucionalización de tipo
patriarcal. Francisco por el contrario fundamentó la estructura y por lo tanto también el carácter
eclesial de su Orden, sobre la dimensión fraterna. Al hablar de la autoridad de Francisco, las
Fuentes frecuentemente usan un lenguaje que hace referencia a un estilo «materno» en su relación
con los hermanos (cf. 2C 32). Por lo demás, Francisco acompañó el inicio de una larga búsqueda de
Clara cuando ella, aunque con gran libertad interior, respeto y firmeza, debió luchar durante años
contra la opinión y los consejos explícitos de Papas y Cardenales, para obtener y conservar el
precioso «Privilegio de la Pobreza». Clara debió igualmente comprometerse contra las voces
oficiales, para tener su propia Regla, cosa que le fuese concedida después de mucho esfuerzo y
lucha «respetuosa».
Un ejemplo bello y lleno de humor, de obediencia y de libertad evangélica se encuentra en
2C. El Obispo de Imola no quiere conceder a Francisco el permiso para predicar. El Obispo le dice:
«basta que predique yo a mi pueblo». Francisco se fue, pero regreso inmediatamente al palacio del
Obispo. Cuando le preguntaron que quería ahora, él respondió: «Señor, si un padre hace salir a un
hijo por una puerta, el hijo tiene que volver a él entrando por otra». Es significativa la conclusión:
«el Obispo vencido por la humildad, lo abraza con el rostro alegre y le dice: “Predicad desde ahora,
tú y tus hermanos, en mi obispado, pues tenéis mi licencia general; y conste que esto lo ha merecido
tu santa humildad”» (2C 147).
La obediencia franciscana nunca es ciega. En la tradición franciscana hasta nuestros días se
encuentra presente una mirada crítica sobre las formas efectivas de realización de la Iglesia
concreta. El sentido crítico franciscano debe por tal motivo conjugarse siempre con la fidelidad, la
paciencia, y la voluntad de convencer a través del ejemplo de vida, más que con la pura retórica.
Una paradoja fecunda
El hecho que vosotros, hermanos de nuestra Familia y por lo tanto hermanos de los pobres, y
contemporáneamente Pastores de la Iglesia, seáis honrados por una especial «potestas sacra» y por
vuestro estado jerárquico, para algunos puede parecer una paradoja que no puede ser vivida sin una
cierta dicotomía interior o incluso una cierta esquizofrenia. Yo no lo veo de esta manera. Los
encuentros con los hermanos en el episcopado han sido para mi casi siempre una lección de
humildad y de minoridad evangélica, más que con algún guardián o vicario. Sin embargo creo que
la llamada al servicio de Pastores en la Iglesia para un franciscano, deba ser una paradoja especial y
como tal permanecer, así como debe permanecer una paradoja evidente y clara la enseñanza de
Jesús para toda la Iglesia, para todos aquellos que allí desempeñan un rol de autoridad, desde el
Papa hasta la Madre Abadesa. «No se hagan llamar maestros, porque uno solo es vuestro maestro,
que está en el cielo, Cristo. Por lo tanto, vosotros todos, sois Hermanos y hermanas» (cf. 1R XII 2739). Seguramente para todos nosotros -Obispos o simples «hermanos y hermanas de Francisco»,
sacerdotes o laicos, hombres o mujeres- esta es una afirmación inspiradora central sobre la
eclesialidad franciscana. Francisco y Clara vivieron un nuevo modo de entender el «gobierno», una
paradojal definición de la relación entre superiores y súbditos, de una forma casi asimétrica, si se lo
compara con los modelos eclesiales tradicionales. En todo caso, existe una corresponsabilidad
específica de cada uno hacia todos, y por lo tanto una relativización de las jerarquías según el
Evangelio, porque -como se dijo antes- el ejemplo de Jesús es el único válido punto de referencia.
No se debería olvidar que, aparentemente, Francisco no habría absolutamente deseado para los
hermanos que fuesen llamados a desempeñar cargos de gobierno al interno de la Iglesia. Se dice en
2C como el Cardenal Hugolino habría hecho una pregunta a San Francisco y a Santo Domingo,
acerca de la causa por la que los hermanos no debían ser llamados a ocupar puestos de
responsabilidad y de preeminencia en la Iglesia. Hugolino argumentaba muy hábilmente porque, al
igual que San Francisco, se remitía en muchos aspectos al modelo ideal de la
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Iglesia primitiva y a la pureza original del Evangelio. Preguntó de la siguiente forma: «En la Iglesia
primitiva los pastores de la Iglesia eran pobres, hombres que ardían en caridad y no en codicia. ¿Por
qué no escoger para obispos y prelados aquellos de entre vuestros hermanos que se destacan sobre
los demás por la doctrina y por el ejemplo? La respuesta de Francisco, y la precedente de Domingo,
fue clarísima: «Mis hermanos se llaman menores precisamente para que no aspiren a hacerse
mayores. La vocación les enseña a estar en el llano y a seguir las huellas de la humildad de Cristo
para tener al fin lugar más elevado que otros en el premio de los santos. Si queréis -añadió- que den
fruto en la Iglesia de Dios, tenedlos y conservadlos en el estado de su vocación y traed al llano aun
a los que no lo quieren. Pido, pues, Padre, que no les permitas de ningún modo ascender a prelacías,
para que no sean más soberbios cuanto más pobres son y se insolenten contra los demás» (2C 148).
En todo caso, Francisco vio en la tarea de Obispo la tentación del poder y de la riqueza y por lo
tanto un real peligro para la «minoritas». De esto se habla de forma muy original en el dictado «de
la Perfecta Alegría». Allí son puestas en la boca de Francisco estas palabras: un eventual ingreso de
todos los arzobispos y obispos y prelados de la Santa Iglesia Romana de los Países transalpinos no
sería para la joven fraternidad un motivo de perfecta y verdadera alegría, mucho menos un eventual
crecimiento del número de los doctos profesores de París y Oxford o incluso de los miembros de las
Familias reinantes. Francisco desearía ver su comunidad fundada en la radicalidad del Evangelio y
la sabiduría paulina de la cruz, y por ella custodiada. La sabiduría del Evangelio y de la cruz debe
llenar todo el mundo y toda relación entre los hombres (Llenar la tierra con el Evangelio de Cristo,
2C 97). Esta es en todo tiempo la vocación de todas las mujeres y de todos los hombres
franciscanos, y también de los Obispos de nuestra Familia.
La historia de la fraternidad tuvo su propia lógica y dinámica, en segundo momento muchos
hermanos llegaron a ser Obispos y hasta Papas. Francisco no pudo comentar estos eventos por que
no los vivió; pero yo creo que para él será un motivo de alegría celestial ver hermanos que
desempeñan también la tarea de Obispos y Pastores con la sabiduría del Evangelio, con amor hacia
los pobres y con un profundo vínculo de solidaridad con todas las criaturas y con toda la creación.
Esto me lleva a pensar ulteriormente sobre el rol de la espiritualidad franciscana al interno
de una responsabilidad de gobierno eclesial, y más precisamente sobre el rol de un Obispo en la
comunidad eclesial.
Un servicio a la comunión
Francisco entiende el servicio de gobierno en la comunidad eclesial y en la fraternidad de los
Menores como servicio a la unidad en la comunión. La carta a «Fr. Antonio, mi Obispo» y la carta
«a un Ministro» constituyen un ejemplo acerca de la «calidad» que él desearía ver en los hermanos
que manejan las riendas del gobierno y los servicios que ellos deben realizar, a fin de que la Iglesia
y la fraternidad crezcan espiritualmente.
Sobre todo deseo hacer una observación sobre la carta a Antonio: ¿por qué lo llama mi
«obispo»? Se puede arriesgar la hipótesis que Francisco atribuya o desee atribuir a un Obispo,
franciscano o no, la función que el formula en la carta a Antonio en estos términos: «Al hermano
Antonio, mi obispo, el hermanos Francisco : salud. Me agrada que enseñes la sagrada teología a los
hermanos, a condición de que, en su estudio, no apagues el espíritu de oración y devoción, según se
afirma en la Regla» (CtaAnt). Usando el lenguaje moderno, se puede decir: Francisco espera de su
«obispo» una enseñanza de fe clara e inteligible, una animación espiritual eficaz y competente.
La carta es breve, demasiado breve para ir muy lejos con la interpretación. Pero se puede
analizar el «estilo» del mismo Antonio, sobre todo a la luz de sus numerosas sermones, y deducir
indirectamente lo que habría podido agradar a Francisco. Siguiendo algunas observaciones de Raúl
Manselli, el estilo «antoniano», con su constante referencia a la Biblia, ponía de relieve la claridad y
el carácter concreto de los conceptos. Antonio amaba, como él mismo lo dice, «la esencialidad de
expresiones que evitan inútiles redundancias». Además sentía «la preocupación de lograr ser
persuasivo y práctico». Antonio quería siempre «comprometer a toda la
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persona», y además de la mente llegar también al sentimiento y a la imaginación. Su estilo consiste
en la «traducción de indicaciones para la vida cotidiana». Para Francisco, por tanto, estas cualidades
eran importantes en un «obispo».
Como dije antes, Francisco nutría un gran respeto por el carácter jerárquico sacramental de
la Iglesia y el episcopado. Pero él añadía en su estructura la comprensión deducida del ejemplo de
vida y abnegación de Jesús: Francisco habla gustosamente del Obispo como «padre y señor de las
almas». La leyenda de Perusa hace decir a Francisco que él encontró su vocación a través de la
mediación del Obispo de Asís. «El Señor puso sus palabras en boca del Obispo de Asís para darme
consejo y ánimo en el servicio de Cristo». Después de tal experiencia, el continúa expresando su
deseo de tener una gran consideración, no solo por los Obispos, sino también por los simples
sacerdotes considerándolos sus señores (LP 58). El Obispo es entonces para Francisco un garante
que custodia la fecundidad espiritual de la comunidad eclesial dentro de la cual el individuo, en el
impetuoso río de la vida del Espíritu, encuentra su lugar inconfundible. El Obispo es por lo tanto,
garante de la unidad en la multiplicidad y diversidad, pero también garante de la libertad
evangélica, con la cual la cada persona puede reconocer y realizar su personal vocación. El carisma
franciscano ofrece a la Iglesia el modelo de una autoridad espiritual fuerte que, como los muestra el
ejemplo de Francisco y de Clara, tiene una impronta tanto masculina como femenina. Pero esta
autoridad no se encuentra en primer lugar en una línea vertical de dominio patriarcal o matriarcal;
conduce más bien a una multiplicidad de relaciones interpersonales, a una forma de vida familiar y
a una experiencia de Iglesia.
En el servicio a la comunión se compenetran los rasgos expresivos de la autoridad paterna,
con la alusión al modo materno del interesarse por el otro. En «la carta a todos los fieles», Francisco
afirma que todos los fieles son hijos e hijas del Padre celeste de quien realizan sus obras. Son
también esposos cuando el alma se une a Jesús. Son hermanos de Jesús cuando realizan la voluntad
del Padre. Son madres de Jesús cuando llevan a Cristo en el corazón y en el cuerpo. De esta manera
se crea una doble relación: en primer lugar aquella familiar y fraterna de los fieles con la Trinidad
como hijos, esposos, hermanos, y madres; en segundo lugar aquella auténticamente familiar y
fraterna con y entre los mismo fieles, porque como tales son todos hijos e hijas del mismo Padre y
hermanos y hermanas de Jesús. Viviendo así la vocación bajo el impulso del Espíritu, se crea una
íntima familiaridad en las relaciones. Se crea, se podría decir, una Iglesia fraterna (EP 85). En la
Regla no bulada Francisco propone un modelo de vida familiar bajo el aspecto de la maternidad,
subrayando de esta forma la necesidad de relaciones de confianza y de gran sensibilidad recíproca:
«Y manifieste confiadamente el uno al otro su propia necesidad, para que éste le encuentre lo
necesario y se lo proporcione, Y cada uno ame y nutra a su hermano, como la madre ama y nutre a
su hijo» (1R IX 10-11). El ser hermano se expresa para Francisco en el amor materno, un amor que
hace nacer y crecer la vida, nutriéndola. Cada hermano entonces esta llamado a hacer nacer en los
otros la vida del Espíritu. Cada hermano realiza esta vocación materna a través de su inserción en la
Iglesia y en la fraternidad, dando incluso la propia vida por los otros. Así hizo también Jesús al
lavar los pies de los discípulos, en el don de la eucaristía, al donar la propia vida por los otros. La
Iglesia nace y crece continuamente allí donde se celebra este misterio de la vida y de la fe.
La llamada a lo esencial
En el párrafo bíblico de Mc 7, 1-13 (tiempo ordinario de la V semana del año), se narra la
disputa entre Jesús y algunos «fariseos y escribas». Estos últimos desean saber por qué los
discípulos no observan algunas «tradiciones», por ejemplo las abluciones rituales, la limpieza de las
copas, platos y objetos de cobre, etc. Jesús mismo responde haciendo una neta distinción entre
«preceptos de hombres», cuya finalidad es la conservación de algunas tradiciones, y el
«mandamiento de Dios». Finalmente reprocha a sus interlocutores diciendo: «¡Qué bien violáis el
mandamiento de Dios, para conservar vuestra tradición!». Al preparar la reflexión que hoy les estoy
proponiendo, me vino a la mente este texto como una interpretación bíblica
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del «sine glosa». Me parece que con esta expresión, Francisco no expresa tanto un rechazo, sino que
más bien manifiesta una actitud vital muy positiva: en la búsqueda de Dios y de los signos del
Espíritu, se necesita estar libres. No es suficiente «anhelar saber las solas palabras». Es necesario
observar cuanto dice el Apóstol Pablo en 2Co 2, 6 («La letra mata mas el Espíritu da vida»). De otra
forma estaremos «muertos por causa de la letra» (Adm 7). Sabemos con cuanto celo y ardor
Francisco fue impulsado hacia aquello que le parecía esencial: quería el Evangelio «sine glosa».
Buscaba y encontraba a Cristo pobre y sufriente en el leproso. La presencia de un sacerdote,
también aquel pecador, le recordaba la presencia de Cristo. En la belleza y variedad de la creación
él experimentaba la presencia del «Altísimo, Omnipotente y Buen Señor».
En sintonía con esta misma clave de lectura y de interpretación de la realidad y de las
personas eclesiales -practicada por Francisco durante su tiempo- permítanme formular hoy una
pregunta no demasiado especulativa: ¿Qué características esenciales buscaría Francisco en un
obispo franciscano hoy? Creo que él lo dijo ya cuando en la Regla no bulada, citando las palabras
de 1P 2, 25, habla de la necesidad de dirigirse siempre con confianza a Cristo el Buen Pastor, el
cual es para siempre también el «obispo de nuestras almas» (cf. 1R XII 27-39). En la Iglesia de
Cristo la autoridad esta llamada a «custodiar» y a «ofrecer espíritu y vida», a «confirmar a los
hermanos», y a vigilar sobre la autenticidad de la «comunión vital recíproca» (Regla de la OFS),
ayudando en el discernimiento de acuerdo con el Espíritu. En nuestro actual mundo fragmentado, en
una Iglesia que también sufre las heridas de la soledad, la falta de relaciones, la incomunicación y la
ausencia de diálogo auténtico, el Obispo es por naturaleza y vocación un «comunicador», un
«pontifex», un «moderador» e «inspirador», uno que mira más allá de las fronteras.
Pero contrariamente a las exigencias del mundo mediático, para aquel que es pastor, guía,
custodio y ministro en una comunidad de fe, los criterios para juzgar la cualidad de las formas, de
los contenidos, de las modalidades del comunicar, las encontramos en el Evangelio, en el ejemplo
del mismo Jesús, quien en todo lo que hace y dice, transmite un sentido de respeto, dignidad, amor
preferencial por los pequeños y por los excluidos. Para Francisco, la comunicación es en el fondo
obra del Espíritu y de su santa operación. En ella se transmite la acción de Dios Uno y Trino, y esto
no solo al interno de la Iglesia y en el círculo cerrado de los «elegidos», sino en el seno de la
historia. Saber comunicar para un franciscano significa en primer lugar saber escuchar la Palabra,
estar abierto al Espíritu, para después transmitir espíritu y vida a los demás y a toda la creación. En
este sentido profundo, la comunicación es la razón de ser de la Iglesia. Como consecuencia, la razón
de ser de un «obispo y pastor de las almas», su rol y su tarea esencial, prescindiendo de todos los
demás atributos histórico jurídicos y las tradiciones secundarias y quizás humanas y «curiales»,
consiste en el «facilitar» y «garantizar» una similar comunicación humano-divina que encuentra su
expresión visible -sacramental- en la comunión de los fieles, y también en la comunidad fraterna de
la Familia Franciscana.
Conclusión
Para concluir mi reflexión y para iniciar nuestro diálogo sucesivo, desearía hacer algunas
puntualizaciones que al mismo tiempo quieren ser preguntas para todos nosotros.
En nuestros días, el Magisterio nos llama a todos a una verdadera inculturación del
Evangelio y de las diferentes formas de vida cristiana en las diversas culturas y en los distintos
contextos. Me parece que este sería el desafío principal: inculturación no tanto de algunas
costumbres eclesiales históricas, y ni siquiera de expresiones históricas del carisma franciscano
como tal, sino del Evangelio de su esencialidad y de sus valores principales, es decir de la filiación
de todos en relación con un mismo Padre, de la fraternidad, del amor gratuito y apasionado por el
mundo, en el espíritu de Jesucristo muerto y resucitado, a fin que nuestro ser Iglesia sea una
anticipo del Reino y de la nueva Creación.
Frente a la responsabilidad propia de toda la Familia franciscana de «reparar la Iglesia» de
Cristo, es decir de colaborar a una siempre nueva «eclesiogenesis», nosotros,
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portadores y portadoras del carisma franciscano, seremos creativamente fieles a San Francisco y a
Santa Clara en la medida en que:
 vivamos la espiritualidad y la mística de una Iglesia que, desde el ejemplo de María
«virgen hecha Iglesia», es sobre todo el lugar de la escucha incondicional, el lugar
en el que Dios se encarna cotidianamente, y en el que el Espíritu es la fuerza
creativa y vivificante (SalVM);
 hagamos fructificar, en todos nuestros ministerios y roles de servicio, la
espiritualidad de obediencia y de servicio de Jesús, del que habla San Pablo en la
carta a los Filipenses (Flp 2);
 transmitamos una espiritualidad eclesial «eucarística» que sea expresión del deseo
de experimentar a Dios en su humildad, del rechazo al dominio de unos sobre otros,
y de la disponibilidad de todos y todas a ser piedras vivas en la Iglesia, como
templo del Espíritu Santo (1C 38);
 vivamos una espiritualidad de complementariedad, de mutua obediencia, de
hermandad. En mis palabras al Sínodo sobre la Vida Consagrada (1994) dije que
debemos y queremos vivir la «igualdad fundamental que una a todos y todas,
clérigos y laicos, hombres y mujeres, contemplativos y activos, en una única
llamada a dar testimonio, como dijo Francisco, del «santo amor con el que Dios nos
amó» (1R XXIII);
 sabremos con siempre más «lucidez y audacia» (J. Carballo) colaborar en el
camino, para la edificación, la purificación y santificación de la Iglesia. Y esto con
nuestra continua referencia a lo esencial («sine glossa»). Con nuestro abrazar a los
leprosos y excluidos de nuestro tiempo. Con nuestro servicio por librar a los
oprimidos, sanar las heridas, ya sean corporales, espirituales o estructurales que
marcan la Iglesia, la sociedad mundial y toda la creación. Con la buena noticia -con
las palabras, pero todavía más con nuestro ejemplo de Iglesia sierva y fraterna- que
en nuestro mundo complejo, violento, caracterizado por muchas tinieblas, soledad,
y muchas formas de incomunicabilidad y tristeza, es mucho más posible, necesario
y urgente hablar «fraternalmente», no por último con el testimonio de la vida
personal y de aquella de nuestras comunidades eclesiales y religiosas, de un Dios
que es amor, paz, «gozo y alegría, humildad y paciencia» (AlD). No solo para
nosotros, sino para todos sin distinción.
Queridos hermanos, soy conciente que al querer reflexionar acerca del carácter eclesial de
nuestro carisma formulé más preguntas que respuestas. También estoy convencido que las respuesta
que necesitamos, las podemos encontrar solamente si juntos nos colocamos en actitud de escucha de
la Cruz de San Damián, siempre con aquella «incurable inquietud» en el corazón, que hizo decir a
nuestro hermano Francisco: «Señor, ¿qué quieres que hagamos hoy?»
Gracias.
Fr. Hermann Schalück ofm
Salvatorberg 1
52070 Aachen
Alemania
schalü[email protected]
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Bibliografía
- San Francisco de Asís, Escritos, Biografías, Documentos de la época, BAC 1998.
- Acta Capituli Generalis Ordinarii OFM 2003, Romae 2004.
- Th Matura, François d'Assise «Auteur Spirituel», Paris 1996.
- H. Schalück, Llenar la Tierra con el Evangelio de Cristo, Roma 1996.
- K. Esser, Anfänge und ursprüngliche Zielsetzungen des Ordens der Minserbrüder, Leiden 1996.
- R. Manselli, San Francesco d'Assisi, Cinisello Balsamo 2002.
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