Apreciados noreñenses: Añoro a Asturias. Hace diecinueve años del último viaje, el definitivo, a esa mi Luarca natal en la que me conocían como Severín. Siempre asocié mis retornos a esta tierra, en los veranos, con las sensaciones sensoriales más placenteras que he experimentado: la frescura y humedad de las ropas de la cama, el aroma de la hierba recién segada, del humo de las casas de aldea y de las tenadas de las vacas, la boroña fresca y la tibieza y sabor de la leche recién ordeñada con que los campesinos me obsequiaban a menudo; el canto de los pájaros, el graznido de los cuervos, la nota aguda de las pegas, el picoteo de los picatuelos en los troncos de los cercanos eucaliptos y el ensordecedor pero también arrullador ruido de esos árboles en las noches de viento, alternando con el monótono y algo más lejano murmullo del mar, o el canto de los sapos en las noches tranquilas. Tampoco olvidaré el indescriptible pero delicioso olor de las playas rocosas, de las algas marinas frescas y de la flora y fauna de los pozos de bajamar. La fascinación por Asturias, la atracción por la mar. Ni todos los hallazgos de la bioquímica moderna pueden explicar la fuerza de esos sentimientos. Mejor que nadie en este momento quizá me entienda un colega aquí presente, que comparte en lo más íntimo ambos arrebatos y por el que hoy les dirijo estas letras. Yo soy asturiano al que la vida hizo ciudadano del mundo. El es un ciudadano de mundo al que la vida convirtió en asturiano adoptivo. Yo soy hombre de mar al que el tiempo descubrió el interior mesetario. El es hombre de la montaña aragonesa al que un día su padre, en el coche de un vecino y tras un largo periplo, mostró la infinitud del océano. Nunca más pudo sustraerse a tanta belleza. Los dos compartimos pasión por el estudio y la genética. Asturias fue para mí el punto de partida. Asturias es para él un punto de llegada. Por desgracia nuestra diferencia generacional hizo que apenas pudiéramos conocernos. Tengo el honor de que dos de mis discípulos predilectos, la valdesana Margarita Salas y su marido, Eladio Viñuela, hayan sido sus mentores. Así que, en cierta medida, puedo afirmar con orgullo que la obra que un día iniciamos está en manos del mejor heredero posible. He ganado, sin tener descendencia, un nieto científico. Bendigo la hora y las extrañas casualidades por las que este Principado acabó por unirnos. Y anhelo ansioso, si me respaldan, el momento en el que Noreña pueda seguir haciéndolo. Dar ejemplo no es una manera de influir en los demás, es la única, afirmó Einstein. Tienen ante ustedes alguien ejemplar y que da ejemplo. Déjense influir. Muchas veces he afirmado que la guerra civil me dio el empujón para marcharme de España pero me hubiera ido de todos modos. Es triste decirlo, casi siempre me encontré mejor en el extranjero que en España. Pura y simplemente porque pude trabajar mejor fuera. Es un hecho. Mi mentalidad ha sido siempre de más allá de los Pirineos. Claro que sin el consejo, el apoyo y la obstinada decisión de Carmen, mi esposa, no nos habríamos ido. Porque sé lo que es investigar en Estados Unidos, Alemania o Inglaterra, porque sé lo que es disponer de los mejores laboratorios y los más capaces colaboradores a tu servicio, admiro mucho que este catedrático que hoy tienen ante ustedes y proviene de los mismos Pirineos haya rechazado ofertas muy tentadoras de centros prestigiosos del mundo. Todo por quedarse en Asturias y ejercer la Ciencia desde la Universidad de Oviedo. Es su caso también es un hecho que emigrando habría multiplicado su ya riquísimo currículo. Todavía no son conscientes los asturianos de la inmensa fortuna de la que gozan, porque gracias a sus contribuciones están jugando en la Champions League del saber. Espero que algún día lo aprovechen. Este país despegará cuando maneje con tanta soltura los nombres de sus sabios igual que los del medio centro de la selección croata, el punta zurdo de Ucrania o el cancerbero de Chequia. Ya les mencioné el peso que tuvo en mis pasos la gijonesa Carmen García Cobián, mi devota camarada, la mujer que añoré terriblemente en mis paseos por el Cambaral y Villar, en las excursiones en automóvil a toda velocidad por las caleyas de las brañas de Valdés y de Tineo o en los retiros estivales de La Granda, siempre a las órdenes de dos amigos inquebrantables, Juan Velarde y Teo López Cuesta. Nunca quise en las largas jornadas de laboratorio que se sintiera sola. No tenía una preparación previa en biología experimental, pero aprendía con rapidez y facilidad. Por eso muchas veces la animé a compartir tarea. Hasta publicamos juntos en Nature un estudio sobre trasfosforilación en extractos de músculos de invertebrados. No viene al caso el valor de esa pieza, aunque sí tiene para mí un sabor inolvidable. Utilizábamos langostas, que nos proporcionaban sustento a la par que material de trabajo. Usábamos para nuestros experimentos el músculo de la cola y nos comíamos, cocida con mayonesa, la exquisita carne de sus grandes pinzas. Al cabo de pocos meses llegamos a odiar de tal modo el crustáceo que no volvimos a probar bogavante. El mundo entre probetas también tiene recompensas gástricas, no solo de espíritu viven los pensadores. No le busquen más explicaciones. Cada decisión trascendental en la existencia de todos suele ser la consecuencia de un profundo acto de amor. Lo que Carmen representó para mí lo es hoy la avilesina Gloria Velasco para la persona de quien les hablo, con la diferencia a su favor de que ella forma parte de su misma comunidad intelectual. Gloria, también profesora, es el ancla que vara su barca en aguas de Asturias, la ola impetuosa que lo arrastró a Salinas. Maravillosa suerte para los astures la de que haya vínculos del corazón que ni los ácidos nucleicos ni las proteínas sean capaces de disolver. Ahora que le miro desde aquí arriba, lo que más envidio son ese rostro permanentemente juvenil y esa generosa cabellera. Yo siempre fui de los de senectud prematura, cana pronta y frente calva. Con ser un extraordinario doctor, en lo que sí puedo darle mil vueltas es en materia de coches. Aún soy capaz de detallar las características y el caballaje de cualquier modelo, cosa en la que inevitablemente me va a la zaga porque a su alma no son bienes materiales los que la estimulan. Si les cuento esto es porque el común de los mortales tiende a ver a los estudiosos como seres un poco locos ajenos a lo terrenal, geniecillos, despistados, geniecillos despistados encastillados en sus torres de arcanas secuencias e indescifrables fórmulas. Un viejo como yo, tan incomprendido al principio, tan mimado después, experimentó que cuanto más humanizamos al científico más lo hacemos uno de los nuestros. El estudio nos aproxima cada vez más cerca de la comprensión de los hechos más característicos de la vida. El hombre casi ha conquistado ya el átomo y está preparándose para habitar el espacio. Ha descubierto muchos de los secretos de la materia inerte y empieza a cavar hondo en el reino fronterizo entre lo vivo y lo muerto, el mundo de los virus. Es posible que nunca hallemos la clave de la naturaleza del sentido de la vida, pero podemos dirigir la vista adelante, con confianza y antelación, hacia una mucha mejor comprensión de un gran número de sus misterios. En años recientes, la bioquímica –la química de la vida- ha logrado alcanzar el primer plano de la investigación biológica. Nada más natural puesto que en el fondo de toda vida se hallan reacciones químicas. El enorme crecimiento de la bioquímica no hubiera sido posible sin personas, sí, digámoslo bien alto de una vez, como Carlos López Otín. Sobre sus méritos huelga cualquier comentario. Sobre su enorme capacidad didáctica no merece la pena insistir cuando acaban de escucharle. La felicidad consiste principalmente en conformarse con la suerte, en querer ser lo que uno es, proclamó una vez Erasmo. Carlos, humilde y sencillo al extremo, no sólo se ha conformado con Asturias sino que se siente enormemente agradecido por ello. Yo soy feliz porque fui lo que quise. Pero me haría eternamente dichoso que, ya que en mi estancia terrenal no resultó posible, de alguna forma mi nombre pudiera quedar para siempre ligado al suyo, al de este científico de primer orden que nos va a dar todavía muchas sorpresas investigadoras y muchos premios. Quién sabe, por qué no, quizá algún día otro Nobel. Es mi más ferviente deseo para Asturias y para España. Así que me tomo la libertad mediante esta carta de hacer un ruego a la autoridad competente, a los mercados o a la prima de riesgo esa tan famosa ahora, qué más da, todo queda en la familia. Ya que la Casa de la Cultura de Noreña lleva mi nombre, el espacio en el que nos encontramos ahora deberían pasar a conocerlo en adelante como Sala Carlos López Otín. No es atrevimiento sino orgullo. Algunos, cierto, abrimos camino, pero hoy gracias al esfuerzo de estudiosos como Otín, Asturias es una referencia internacional en la bioquímica. Sin falsa modestia, para mí no hay homenaje más propicio que ver que he dejado escuela y que quienes siguieron esa estela la engrandecen. Hacia Carlos, si tiene a bien aceptar esta simbólica pero sentida propuesta, es el más modesto de los reconocimientos que podemos ofrecerle. En una región tan necesitada de autoestima ha demostrado que hacer las cosas bien no es cuestión de prestancia, medios, tamaño o dinero, sino únicamente de talento. Ha abierto nuestras puertas mentales de par en par, ha derribado todos los muros. Nos ha probado que desde aquí nada resulta inaccesible. Que hay capacidad de liderazgo y equipos competentes, todo es proponérselo. Con tesón, sacrificio y trabajo no existen los límites. Téngalo presente. Suyo, como siempre, desde la inmensidad, Severo José Gerardo Ochoa de Albornoz