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Octubre, segunda etapa - Santiago Carrillo

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FORMACIÓN MARXISTA
Octubre, segunda etapa
Con este folleto no pretende la CE de la Federación Nacional de JJSS hacer una
crítica completa del movimiento de octubre, que deja para un futuro próximo.
Sólo quiere señalar, justificándolas, las tareas inmediatas que se presentan hoy
a los jóvenes socialistas.
Antecedentes de la revolución
La crítica de las grandes jornadas revolucionarias de octubre no puede hacerse
desestimando todos aquellos acontecimientos acaecidos en nuestro país en
estos últimos años. Para enjuiciar, aunque objetivamente, la revolución de
octubre, es imprescindible acudir al examen de todos los acontecimientos, ya
que sería necio querer analizar una revolución solamente por sus efectos, sin
tener en cuenta su largo proceso de formación y sus causas históricas.
La solvencia y responsabilidad política del movimiento socialista español, bien
patentizada en todos sus actos a través de su partido y de sus juventudes,
impone una crítica severa, pero elevada, que responda a los compromisos
históricos del PSO, teniendo siempre en cuenta que ha sido y será la columna
vertebral de todos los movimientos revolucionarios de España.
No es la revolución un hecho casual, ni la determina la voluntad de los
hombres: mucho menos, la engendra y desencadena el verbalismo
revolucionario de quienes sistemáticamente han sido nuestros enemigos y
detractores por creerse en posesión del aparato que regulaba la marcha de
todo un proceso revolucionario.
Sería imperdonable que el PSO y sus juventudes enjuiciaran la revolución de
octubre sin tener en cuenta los hechos y las razones fundamentales que la
determinaron, y que, más tarde o más temprano, volverán a darse sobre bases
más sólidas y condiciones más objetivas.
Es evidente que no pueden escamotearse las verdades de la revolución, ni
rozar simplemente sus problemas, en nombre de una posición de crítica
revolucionaria que sólo expresa una impaciencia y una miopía absoluta para
distinguir las causas que imponen la insurrección del 4 de octubre y el fracaso
momentáneo de ésta.
Las masas que han participado en las luchas de la revolución no pueden
admitir, en nombre de ésta, una crítica torpe e irreflexiva dirigida solamente en
un interés de partido y con la pretensión de responsabilizar a quien ha sido su
motor y guía. La crítica está por encima de una concreción de hechos. Es
preciso buscar los antecedentes de la insurrección y sacar de ellos las
deducciones justas que pongan al descubierto los errores y los aciertos de las
epopeyas de octubre; con ello contribuiremos a enriquecer la experiencia
revolucionaria de nuestro movimiento obrero.
Etapas de la revolución
En febrero de 1917 el proletariado ruso se sacudía el yugo de los zares,
haciendo triunfar una revolución democrático-burguesa. En el mes de agosto
del mismo año el proletariado español, conducido por el PSO y la Unión
General de Trabajadores, en alianza con la CNT y en inteligencia con la pequeña
burguesía, se lanzaba a un movimiento revolucionario. Lleva las de perder. La
burguesía triunfa, derrota al proletariado e instaura una etapa de terror blanco.
Se rehace el movimiento obrero y empieza de nuevo a formar sus cuadros
políticos y sindicales. En el mismo ciclo histórico registran los trabajadores
alemanes y húngaros la derrota de sus revoluciones.
La revolución rusa influye poderosamente en el movimiento socialista español
como en el de todo el mundo. Con Rusia o contra Rusia. He ahí la consigna que
flotaba en todos los medios proletarios. En 1919 surge la escisión dentro de la
Federación Nacional de Juventudes Socialistas y se constituye el primer Partido
Comunista, que se denomina Partido Comunista Español, Sección española de
la III Internacional.
El PSO vivió esa crisis de crítica de la socialdemocracia mundial. En su seno se
abrieron las discusiones más violentas en torno a la revolución rusa. Termina
enviando una delegación al país de los sóviets.
La III Internacional establece las 21 condiciones que, lejos de permitir y
posibilitar la solución del problema que latía en el seno del proletariado
mundial, significaban un obstáculo y un emplazamiento. La intransigencia e
incomprensión caracterizaban las 21 condiciones. Se pretendía absorber a
todos los partidos socialistas del mundo bajo la acción revolucionaria de dicho
organismo, erigido en director de la revolución mundial.
En el año 1921 se produce una nueva escisión en el Partido Socialista Obrero, y
se constituye un nuevo Partido Comunista Obrero con carácter independiente.
El primero tenía su órgano de expresión, El Comunista; el segundo, La
Antorcha. El Partido Socialista no ingresa, pues, en la III Internacional. La
historia del movimiento obrero español no designó aún quién debe cargar con
la responsabilidad de este hecho, cuyas causas hay que buscarlas más en
Moscú que en Madrid.
El PSO resiste todas las pruebas y va reconstruyéndose después del fracaso de
la revolución de 1917.
El movimiento obrero se divide, gastando sus energías en luchas fratricidas
entre sí. Los partidos comunistas se atacan mutuamente, y éstos, a la vez,
combaten al PSO. La CNT, en su concepción del Estado y en sus posiciones
apolíticas, ataca a todos, y ella es atacada a su vez. No obstante esta lucha, la
CNT es uno de los primeros organismos sindicales que había aceptado la
revolución rusa, que participaron en la constitución de la Internacional Sindical
Roja. En el año 1919 había pactado con la UGT para una acción conjunta y
concreta. Pacto que no ha respondido a ninguna realidad.
Los dos partidos comunistas terminan fundiéndose y haciendo un solo frente
atacan violentamente en el terreno político y sindical todas las posiciones
socialistas. Tienen la consigna de la absorción del movimiento obrero.
La lucha de clases, en este período, adquiere caracteres alarmantes; el desastre
de África, el problema de Cataluña, la radicalización de las masas va acercando
al proletariado a la revolución. El problema de las responsabilidades por la
muerte de once mil trabajadores en tierras marroquíes aglutinaba a las masas
obreras y a la pequeña burguesía. La ola revolucionaria crecía. El espejismo de
la revolución rusa, los acontecimientos de Italia y Alemania hacían aumentar el
sentimiento revolucionario del pueblo.
La gran burguesía española cortó el peligro de la amenaza revolucionaria con
un golpe de Estado militar en el mes de septiembre de 1923, instaurando un
régimen dictatorial. Queda deshecha la bandera de responsabilidades, la
legalidad de los partidos y organizaciones obreras, sometiendo a la clase trabajadora a los fueros de lo arbitrario, arrebatándole todas sus conquistas.
La única voz de protesta que se levanta en toda la opinión es la del PSO y la
UGT., que lanzan, conjuntamente, un manifiesto nacional poniéndose enfrente
de aquel Gobierno faccioso. Ni una palabra más de protesta se oye de ninguna
de las agrupaciones políticas y sindicales del país. El PSO se queda solo en su
postura. El golpe de fuerza ahogaba su acción. Queda el país sometido a un
Gobierno dictatorial; pero la clase obrera, agrupada en el PSO y en la UGT,
había descargado su responsabilidad denunciando a la opinión pública la
gravedad de aquel hecho. El dictador ha tenido muy en cuenta este gesto de la
clase obrera. Para los socialistas no cabía duda que aquel régimen no tardaría
en caer, dando con ello un avance a la revolución, puesto que la situación
económica de España así lo determinaría, cumpliéndose, como siempre, las
leyes materialistas de la historia.
El movimiento obrero español entra en este momento en un período difícil de
ilegalidad. Únicamente salva esta etapa, aceptando un juego de oportunismo
revolucionario más o menos acertado, el PSO, sus Juventudes y la UGT.
Las masas sufren una crisis psicológica, se dejan arrastrar, en parte por el
señuelo de que el nuevo régimen venía a purificar la Hacienda y borrar las
vergüenzas de los anteriores Gobiernos, caracterizados por el despilfarro y el
latrocinio más descarado. Pronto se consume esta ilusión. El régimen dictatorial había venido a salvar a la Monarquía, a aplastar las ansias revolucionarias
de la clase obrera y a servir los intereses de la gran Banca, de la Iglesia y de los
terratenientes, con el propósito de iniciar una política de monopolios y de
desarrollo de un plan de gran capitalismo en un país cuyas posibilidades no lo
permitían. El empobrecimiento del pueblo, por su baja de poder adquisitivo, la
creación de monopolios y de una gran burocracia, la inmoralidad política y
administrativa, la falta de libertades mínimas, la situación de angustia de la
pequeña burguesía, del proletariado y de los campesinos, el descontento de
una parte del Ejército, las rebeldías de la juventud estudiantil, hizo que una
coincidencia de sentimiento creara una fuerte opinión pública en contra de
aquel régimen de oprobio y tiranía. Los problemas de la clase obrera coincidían
con los de la pequeña burguesía, o los de la pequeña burguesía con los del
proletariado, dando como resultado una rebeldía común.
Las masas productoras no disponían de más aparato político y sindical que
aquel que ofrecía el PSO, sus Juventudes y la UGT. Orgánicamente
interpretaban los intereses de la clase obrera en general, en coincidencia con
los de la pequeña burguesía. La revolución se hallaba ante una nueva
coyuntura histórica. Sólo podía salvar a la burguesía una salida democrática
hábilmente manejada. El proletariado se aprovecha de aquel nudo histórico. El
Partido Socialista Obrero y la UGT establecen un compromiso revolucionario
con la pequeña burguesía que tienda a derribar la Monarquía e instaurar una
República, para con ella abrir paso a una legalidad, a un Parlamento, al disfrute
de unas relativas libertades y concesión de unas reivindicaciones
fundamentales para la clase obrera. (Jornadas de trabajo, ley de contratos,
jurados mixtos, control obrero, etc.)
Para la burguesía ya no era garantía el Gobierno dictatorial presidido por un
general. La situación económica del país reclamaba con urgencia una legalidad,
una estabilidad política. Nuestra divisa alcanzó en aquella fecha su mayor
depreciación. Se hacía preciso un cambio radical en la política. A esta situación
se unía el creciente descontento de la pequeña burguesía y del proletariado. El
dictador, en su agonía política, no hacía más que cometer verdaderos dislates.
La Monarquía tenía minados todos sus fundamentos políticos.
Fue preciso dar paso a un Gobierno de simulado carácter civil, que venia a
ofrecer la legalidad: unas elecciones y una normalidad política. (Gobierno
Berenguer.)
A mediados del año 1930 cae, al fin, la Dictadura. Las masas populares acogen
el acontecimiento con verdadera satisfacción. El ánimo se eleva y se vive una
intensidad política formidable. En medio de una semilegalidad, la revolución se
va madurando.
En diciembre estalla el movimiento revolucionario, con el fracaso momentáneo
del proletariado. No obstante, la moral de las masas se eleva y radicaliza.
Una ola sentimental envuelve el ambiente en torno a los héroes populares de
diciembre, simbolizados en los dos capitanes fusilados en Huesca (Galán y
García Hernández) y en el Comité director del movimiento, que se halla en la
cárcel.
La gran burguesía, a través de su equipo gobernante, convoca unas elecciones
para salir taimada y falsamente a una legalidad. La clase obrera y la pequeña
burguesía, fieles a un compromiso y en coincidencia de posición histórica,
desprecian la llamada electoral. Las elecciones no se producen. El Gobiernopuente cae envuelto en el odio popular más feroz. Le sustituye un nuevo
equipo con tonos más liberales, para que presida unas elecciones sinceras. Las
masas populares, fervorizadas, llenas de ilusiones democráticas, elevan el
concepto República a la categoría de mito. Así acuden a las elecciones del día
12 de abril de 1931, y se hacen con la casi totalidad de los Municipios
españoles. La República burguesa se imponía, la voluntad popular soberana
había triunfado. Los hombres que representaban al proletariado y a la pequeña
burguesía en un compromiso (Pacto de San Sebastián), lo llevaban a la realidad,
y el 14 de abril se hacía cargo de la gobernación del pueblo, mientras huían los
representantes típicos de una Monarquía secular, entre la mofa y exaltaciones
de triunfo de las multitudes enardecidas.
La revolución democrático-burguesa había triunfado gracias a la acción
conjunta del proletariado con la pequeña burguesía, representada en todos los
grupos republicanos del país.
Después del triunfo de la República
El triunfo de la República significa abrir grandes perspectivas para el
movimiento obrero en general. Hay una basculación de situación, haciendo
caer al proletariado de una situación de excepción ilegal, de un régimen de
Dictadura y tiranía, en uno de libertad y democracia burguesa. Las ilusiones
democráticas invaden a todas las capas de las clases medias, que vienen del
campo de la burguesía, y al proletariado.
El movimiento sindical marcha a un ritmo acelerado y en un sentido
ascendente va absorbiéndolo todo. Se constituyen sindicatos médicos, se
organizan los maestros, los trabajadores de la administración, se fortalecen y
multiplican en sus efectivos todos los Sindicatos veteranos de los oficios
liberales y manuales. Esta potencia sindical logra mejorar las condiciones de
vida del proletariado, aumentando sus salarios, haciendo respetar la jornada de
trabajo y conquistando una personalidad social antes negada. El panorama del
movimiento obrero cambia de fisonomía y adquiere tonos fuertes y
esperanzadores.
Las mejoras económicas de la clase trabajadora influyen, como es natural, en
su mentalidad política, que, poco a poco, va transformándose y adquiriendo
una mayor conciencia de clase. Esto le lleva a cubrir la etapa democrática y de
ilusiones sociales para caer en las grandes realidades de la lucha de clases
observadas a través de las contiendas sindicales y el forcejeo sostenido
constantemente con las fuerzas patronalitas antes de arrancarles ninguna
conquista económica. El proceso ascendente de la revolución es alarmante
para la gran burguesía, y en el temor empieza a contagiarse la pequeña
burguesía, que teme perder el control de la revolución democrática.
De todos estos movimientos de opinión y masas es eje el PSO y la UGT. Las
demás fuerzas obreras, excepción de la CNT, se mueven en torno a estos
grandes movimientos como satélites insignificantes de la revolución.
Hay en este período un hecho que no puede olvidarse por lo que significa y por
lo que revela; él dice, por sí solo, hasta qué grado ha sido influyente en las
masas, cómo han conmovido a todas las capas del proletariado, las ilusiones
democráticas y el mito republicano. La Monarquía y la Dictadura habían tenido
en el mayor abandono a todo el campesino español, que se debatía entre la
más espantosa miseria, padeciendo los rigores de un caciquismo cerril y
retrógrado, la tiranía económica del usurero a los pequeños propietarios y
arrendatarios y los salarios de hambre y las jornadas agotadoras a los
campesinos pobres.
El nuevo régimen abrió grandes posibilidades. Desató las rebeldías de los
campesinos, que desde aquel momento impusieron sus derechos, y con ellos
lograban sus mínimas reivindicaciones. Gran parte de los campesinos habían
vinculado en el triunfo de la República como el triunfo de su revolución,
apoderándose de la tierra en muchos sitios y repartiéndosela, hasta que la
Guardia civil les hacía ver prácticamente la diferencia que existía entre la
República democrática y la revolución de los obreros y campesinos. (Toma de
tierras de Andalucía y Extremadura en los primeros meses de la República.)
Lo cierto es que las masas campesinas luchan valientemente por sus
reivindicaciones de clase, se organizan, establecen contratos de trabajo,
imponen jornadas legales en el campo, donde se conocían jornadas de sol a sol;
se racionaliza el trabajo, encerrando las máquinas para no producir paro. Sus
condiciones de vida mejoran notablemente, alcanzando los jornales el índice
más elevado en toda la historia de nuestro agro.
Esta situación permite la organización nacional de los campesinos en torno a
una federación, que, para constituirse, reúne en la capital de la República a
unos centenares de campesinos, que en un Congreso histórico por su
significado, no por su contenido, dada su dirección, representaban a medio
millón de esclavos de la tierra. Comicio de más valor revolucionario tardará en
producirse.
El movimiento sindical de UGT, que hasta entonces se apoyaba en los
trabajadores industriales, contaba, desde aquel momento, con una
organización de campesinos y con la incorporación de la mayor parte de las
colectividades liberales, que por primera vez militaban en una Central sindical
bajo la bandera de la lucha de clases. La marcha ascendente de la revolución
amenazaba para dentro de un plazo breve el régimen democrático, que era
evidente que no podía dar satisfacciones plenas a los intereses de clase de los
trabajadores y campesinos.
La pequeña burguesía y su papel en la República y en la revolución
El compromiso revolucionario de San Sebastián, plasmado en la realidad de un
nuevo régimen republicano, hace que el desarrollo de la revolución
democrático-burguesa se efectúe por la pequeña burguesía con el apoyo de la
clase obrera (tres ministros socialistas en el Poder), que ofrece una
colaboración ministerial.
La colaboración del PSO era tanto como asegurar la existencia o no de la
segunda República española. La pequeña burguesía no tenía, por sí sola, fuerza
suficiente para asumir la responsabilidad del Poder; ni el proletariado, por otra
parte, podía dejar en manos de éste el nuevo régimen. Pero, a su vez, el
movimiento obrero era incapaz de asegurar, por sí solo, la revolución
democrática, ya que no podría sostenerse en el Poder de no hacer una política
abiertamente burguesa.
Eran, pues, razones fundamentales e históricas las que se interponían entre el
proletariado y la revolución. (“Seguramente, ahora casi todo el mundo ve que
los bolcheviques no se hubieran mantenido en el Poder, no dos años y medio,
sino ni siquiera dos meses y medio, sin la disciplina severísima, verdaderamente férrea, de nuestro Partido, sin el apoyo completo e incondicional
de toda la clase obrera, esto es, de todo lo que ella tiene de consecuente, de
honrado, de abnegado, de influyente y capaz de arrastrar tras de sí a los demás
sectores...”, Lenin).
Estas razones hacen que el régimen republicano tenga, en su desarrollo, tres
fases fundamentales: aquella que corresponde a una composición de gobierno
de la pequeña burguesía y proletariado (Gobiernos republicano-socialistas) y la
que sigue caracterizada exclusivamente por la pequeña burguesía (Gobiernos
Lerroux-Martínez Barrios), con el apoyo directo e indirecto de la gran
burguesía, para caer más tarde en Gobiernos representantes directos y
genuinos de la gran Banca, de la Iglesia y de los terratenientes, que en bloque
gubernamental representan los altos intereses nacionales...
El primer impulso del régimen es elaborar una carta constitucional amplia en
todos sus sentidos: social, religioso, político, económico y jurídico. Recoge en
su articulado los derechos a expropiaciones sin indemnización, posibilidad de
socializar las industrias, anteponer los intereses colectivos a los privados. La
pequeña burguesía aprueba la carta constitucional. Pero pronto la presión de la
gran burguesía y de la Iglesia impone sus intereses y empieza a ejercer su
influencia en las tareas legislativas de las Constituyentes. Roma había estado
siempre presente en ellas y en el primer Gobierno de la República, que
mantenía dos ministros fervorosamente católicos...
Los socialistas no podían cifrar grandes esperanzas en la letra y espíritu de la
Constitución sin olvidar su sentido de clase para todas las cosas. (La lección de
Weimar estaba presente.) Sin embargo, era evidente que, aprobada la carta
fundamental del nuevo régimen, existían posibilidades revolucionarias. Las
leyes complementarias habían de sujetarse al espíritu y letra de la Constitución.
La pequeña burguesía se asusta de su propia obra. Da marcha atrás. Las
Constituyentes conocieron la obstrucción más vergonzante de la pequeña
burguesía inspirada en los altos intereses del clero y del capitalismo. Las Cortes
Constituyentes cayeron sin razón constitucional porque así lo exigieron los
intereses reaccionarios, inspirados siempre por el Vaticano, quien tenía y tiene
a su primer representante en el Palacio de Oriente...
La primera etapa de la República se caracteriza por su contenido democrático,
por el aumento incesante de los cuadros sindicales y políticos, por las luchas
reivindicativas del proletariado, que, aprovechándose de unas circunstancias
relativamente favorables, logra mejoras económicas inmediatas. La conciencia
política de las masas se consolida a medida que disfrutan de las pequeñas
concesiones democráticas y legalitarias. La fuerte corriente ascensional del
proletariado va absorbiendo y desplazando a la pequeña burguesía, que cada
vez se siente más débil y empequeñecida. (Lucha entre los partidos republicanos y choque de posiciones en el propio Parlamento.)
Es natural que, a medida que el proletariado lograba ganar posiciones en el
terreno de la revolución, la pequeña burguesía las perdiera en perjuicio de los
intereses de todas las oligarquías existentes. Se iba dibujando el peligro de
perder la hegemonía política, social y económica de la República.
La República, desde el primer momento, legisla débilmente, sin audacia, sin
canalizar la gran corriente de opinión que posee, que le permitía cubrir los
puntos programáticos más esenciales de toda revolución. No profundiza su
acción innovadora en contra de todas las viejas instituciones estatales del régimen derrocado. Actúa a la superficie de todos los problemas, atiende a las
ramas del viejo régimen sin tocar su tronco ni sus raíces. He ahí la razón por la
cual, paralelamente al proceso ascendente del proletariado, van retoñando
todas las oligarquías financieras y políticas, si cabe, más vigorosas que antes.
Van reagrupándose las fuerzas de la contrarrevolución apoyándose en los
errores de la República, en sus debilidades, al no saber interpretar los
postulados históricos de la revolución burguesa. Con ello cree contener los
ímpetus de las masas trabajadoras, y lo que logra es acercarlas más a sus
batallas decisivas.
La presión que ejerce la gran burguesía, con su juego de intereses económicos,
obliga a que el proletariado salte de la participación ministerial para dejar paso
a un Gobierno netamente republicano. (Segunda fase que interpreta fielmente
los intereses de la burguesía.)
Pero, antes de este hecho, se produce (l0 de agosto) el intento de un golpe de
Estado de extrema reacción, que el Gobierno republicano-socialista reprime,
sin poder el proletariado imponer la condición de armarse y defender la
República. La burguesía sabía que aquello hubiera significado abrir una coyuntura favorable a la revolución profunda y auténtica del proletariado,
desposeído, en parte, de las ilusiones democráticas y del mito republicano...
Nuestra salida del poder
La salida del PSO del poder significaba la paralización, absoluta y violenta, del
desarrollo de la República democrática y burguesa. La pequeña burguesía se
hacía cargo del poder, alentada por la defensa de los altos intereses nacionales.
Desde ese momento se inicia una acción regresiva en la legislación y en todos
los órdenes de las actividades políticas y económicas.
La colisión de intereses entre burguesía y proletariado se va poniendo de
relieve. Estos antagonismos hacen que pronto las masas trabajadoras se den
cuenta de que el movimiento obrero empezaba una nueva era social llena de
peligros. Es entonces cuando empiezan a enfrentarse dos posiciones
históricamente antagónicas. Se había abierto una etapa, más o menos bien
aplicada, de coincidencias, y se abría otra nueva con todas sus consecuencias.
El PSO, al salir del poder, rompía definitivamente su compromiso con la
pequeña burguesía y se replegaba a sus disposiciones de clase para dar
continuidad a la revolución y prepararse para el asalto del Poder político, y
desde él iniciar la trasformación profunda y radical del régimen, atendiendo a
sus realidades económicas.
Las ilusiones democráticas se van perdiendo a medida que las luchas se
desarrollan. El mito de la República se deshace así que van quedando al
descubierto todas sus características propias. Las masas, con nuevas
experiencias, radicalizadas, consideran que la democracia desde aquel
momento es un mito; que el Parlamento, desde aquel instante, es una
entelequia; que se ha llegado al momento histórico de decir que hay que
prepararse para la insurrección, para la conquista violenta del poder político, y
tras él implantar la dictadura del proletariado. (Dictadura por dictadura, la
nuestra).
La pequeña burguesía es incapaz de resistir la nueva etapa revolucionaria que
se desencadena por todo el país. El capitalismo exige de ella las garantías
suficientes para tener a salvo sus intereses de clase, cada vez más
comprometidos. Impone para ello el estrangulamiento del movimiento
revolucionario, el desmontaje de toda la legislación de la primera etapa del
régimen republicano. (Ley de Jurados mixtos, Asociaciones, de Contrato,
Términos municipales y toda clase de intervencionismos del Estado. Campañas
furibundas de prensa de izquierda y de derecha...)
La pequeña burguesía, que no habla sido lo suficientemente fuerte para asumir
la responsabilidad del poder desde el primer momento de la República,
tampoco lo era para deshacer el peligro de la revolución, ni para hacer
retroceder al proletariado. Ha sido preciso que se aliara a la gran burguesía,
que se apoyara en la gran Banca, en la Iglesia, en los grandes terratenientes,
para asegurarse así la hegemonía política y poder cumplir con las exigencias de
la reacción. (Elecciones de noviembre de 1933, de Martínez Barrio,
confabulado con todas las fuerzas de la reacción y tolerando toda clase de
atropellos a las derechas desde el poder.)
En estas condiciones responde a la lucha el PSO, enfrentándose con todas las
fuerzas de la burguesía, y con el Partido Comunista, que, situado en intención a
la extrema izquierda del movimiento, coincidía en sus ataques al Partido. Las
elecciones escamotean al Partido más de cien actas. Con ello surge un
Parlamento monárquico en una República de Trabajadores de todas clases. La
pequeña burguesía había o estaba a punto de cumplir con su deber, y
procuraría traspasar los poderes a la gran burguesía para que pudiera defender
directamente sus intereses de clase.
El efecto moral que produce en las masas obreras el resultado de las elecciones
es enorme. Desde aquel momento se desenvuelve el proletariado en una
constante defensiva por todas sus conquistas logradas.
Desde este momento empieza la ofensiva de la reacción, envalentonada por su
triunfo electoral. Se vulnera la legislación, no se respetan los contratos
colectivos, los salarios tienen una caída vertical, se clausuran los centros, las
detenciones arbitrarias están a la orden del día, se destituyen Ayuntamientos
injustamente, los caciques recobran su libertad de acción, se condena al
hambre y a la mayor miseria a los campesinos; empieza, en fin, el
acorralamiento de la clase obrera, como si fueran verdaderas alimañas. Esto
determina que la radicalización se vaya acentuando, que el sentimiento
revolucionario se extienda y las bases de la revolución se ensanchen
constantemente. La reacción había emprendido, apoyada descaradamente por
la pequeña burguesía, un desquite, polarizando la lucha de clases en sus grados
más extremos: fascismo o revolución.
El campesino empieza a sufrir las consecuencias de la reacción brutal del
campo, exaltando las más fuertes rebeldías que habrían de producir constantes
luchas. Se produce la huelga nacional de campesinos.
La gran burguesía, que había llevado a extremos exagerados su victoria ficticia,
empezaba a enfrentarse de nuevo con las capas de la pequeña burguesía.
Una correlación de clases y de hechos fue conduciendo históricamente a las
masas laboriosas hacia la revolución...
El problema de Cataluña
La concesión del Estatuto de Cataluña por las Cortes Constituyentes y por el
Gobierno republicano-socialista coloca a la región autónoma en. unas
condiciones de privilegio para su desenvolvimiento político con respecto al
resto del país.
Las aspiraciones tantos años sentidas de la pequeña burguesía catalana a
través de sus hombres políticos, simbolizadas en Maciá, habían logrado captar
la voluntad de una gran masa de opinión en torno a los problemas nacionalistas
exaltados por el Avi y recogidos en programa político por el Estat Catalá.
Cataluña había sido, en efecto, la primera región que proclamó su República
después de las elecciones de abril de 1931. La pequeña burguesía catalana
incorporó su República a la española porque un problema común lo exigía.
(Pacto de San Sebastián, conversaciones en Barcelona entre Maciá, Marcelino
Domingo y otros para convencer al Avi de que no debía crear ningún problema
al Gobierno central, que desde aquel momento se comprometía a conceder a
Cataluña una Autonomía o un Estatuto.)
La República viene a calmar las aspiraciones de la pequeña burguesía catalana.
La concesión del Estatuto lleva a la dirección política de la región a las fuerzas
de izquierda que habían acaudillado el movimiento nacionalista durante tantos
años.
Las ilusiones democráticas crecen y se desarrollan en Cataluña con la misma
rapidez que en el resto de España. Las masas de la pequeña burguesía, llevando
tras de sí a una gran parte de la opinión pública, que se deja arrastrar por una
ola de ilusiones, por un verbalismo pequeño burgués, sin contenido que
caracterizaba a los hombres más responsables de aquella situación política.
(Maciá, Companys, Gassol, etc.)
La CNT se enfrenta con aquella situación falsa, sin arraigo social y sin base.
Sobre una atmósfera corrompida y un sentimentalismo infantil demagógico se
estaba construyendo un castillo de naipes.
Las fuerzas del PSO y de la UGT también se colocaron al margen de aquella
marcha triunfal de la pequeña burguesía, embriagada de frases y ausente, por
el contrario, de las realidades políticas. El panorama político de Cataluña
ofrecía en aquellos instantes el contraste, fuerte y vivo, de que a medida que
en el resto del país las masas se radicalizaban, destruían el mito de la República
burguesa y se deshacían de los prejuicios de la democracia burguesa, en
Cataluña iba profundizándose estos conceptos y ganando a las masas.
El Gobierno central iba abriendo un proceso de retroceso; la pequeña
burguesía del resto de la península cedía ante el empuje de las masas
revolucionarias, perdiendo posiciones que eran ganadas en la polarización de la
lucha por la gran burguesía. En Cataluña se efectuaba el proceso contrario. La
pequeña burguesía se afianzaba, aunque en posiciones falsas, con perjuicio
aparente para los altos intereses de la gran burguesía catalana, interpretados
fielmente por la Lliga y sus secuaces. (Elecciones del Parlamento catalán.
Derrota de la Lliga. Retirada de la Lliga del Parlamento catalán. Elecciones
municipales.)
El choque entre los dos Poderes era evidente; tarde o temprano había de
producirse. La política del Gobierno central y la de la región autónoma
marchaban en dirección diametralmente opuesta. Uno era la representación
típica de la pequeña burguesía en una etapa de ilusiones democráticas, y otra
era la representación genuina de la gran burguesía en el papel de desmontar
toda una etapa de Gobierno anterior caracterizado precisamente por otra
etapa democrática.
El aniversario de la República, el 14 de abril de 1934, se manifiesta en toda
España con frialdad. La clase trabajadora nada tenía ya de común con una
República reaccionaria que iba entregando poco a poco el régimen a sus
enemigos más abiertos. Donde únicamente se celebra la conmemoración del
tercer aniversario de la proclamación del nuevo régimen es en Cataluña. Cada
edificio ostentaba la bandera catalana y la bandera de la República; se hacen
grandes fiestas, y las masas populares las suscriben lo mismo que en años
anteriores lo habían hecho en Madrid. Esto ponía de relieve dos situaciones,
dos corrientes políticas, que marchaban a estrellarse, y en las que se apoyarla
la clase obrera en un oportunismo revolucionario en beneficio de sus intereses
de clase y de su revolución.
Al amparo de aquella situación de fervor republicano, las masas campesinas
reaccionan en torno a sus problemas económicos inmediatos. (Luchas de los
rabassaires. Huelgas.) Sostienen sus luchas. La CNT, declarada casi ilegal, está
frente a la Generalidad con toda violencia, porque el trato que se la dispensa es
semejante o peor al que estaba acostumbrada a recibir de los que fueron
virreyes de la Dictadura y de la ignominiosa Monarquía. El consejero de
Gobernación, Dencás, que personalizaba la política de persecución, sufre un
atentado.
Las fuerzas políticas encuadradas en la UGT, Bloque Obrero y Campesino,
Sindicatos Autónomos (Treintistas), PSO, Juventud, Unió Socialista, constituyen
en Cataluña la primera Alianza Obrera de España. Empezaba a penetrar en las
masas un sentido de responsabilidad revolucionaria con esa intuición que
caracteriza a los trabajadores durante la formación histórica de los grandes
acontecimientos.
En el resto de España se iba acentuando la política de derechas en forma
escandalosa y arbitraria. En Cataluña la de izquierdas, la de la pequeña
burguesía. La idea de la revolución flotaba en el ambiente. La Alianza Obrera de
Cataluña marca una pauta. La consigna de Alianzas Obreras la aceptan las
masas y cunde por todas partes. Éstas se van constituyendo allí donde la
armonía de la clase obrera y el sectarismo no lo impide. La alianza de todos los
trabajadores era imprescindible para poder responder a las grandes batallas de
clase que se avecinaban.
La Alianza Obrera de Cataluña tiene su primera crisis al plantearse la necesidad
de que Unió Socialista retirara la colaboración que venía prestando al Gobierno
de la Generalidad (un consejero). La Unió Socialista, aliada a la pequeña
burguesía, no tenía en cuenta las grandes lecciones de la historia. Encerrada en
una falsa realidad catalana, despreciaba olímpicamente las grandes realidades
de la revolución, siempre por encima de todas las particularidades, y se niega a
retirar su colaboración y se aparta de la Alianza Obrera.
La lucha va perfilándose y los campos van definiéndose, para que en su día la
historia pudiera catalogar a quienes estaban sobre una base auténticamente
revolucionaria y quienes contribuían, jugando con los intereses de la clase
obrera, a montar un falso tinglado revolucionario para representar una farsa.
Los rabassaires quieren lograr sus reivindicaciones fundamentales. Nunca
mejor que en aquel momento, que, muerto Maciá, dirigía el Gobierno
autónomo su presidente, el honorable Companys. Este tiene que dar
satisfacciones a los rabassaires. El Parlamento catalán vota y aprueba una ley
de cultivos. El Gobierno central, que va a la deriva movido por los fuertes
oleajes de la gran burguesía, impugna la ley promulgada por el Parlamento de
la región autónoma. El Tribunal de Garantías Constitucionales acuerda la
inconstitucionalidad de la ley y decreta su incumplimiento. La colisión, el
choque de dos posiciones políticas, surge. La guerra entre los dos Gobiernos
estaba declarada.
Desde aquel momento la pequeña burguesía española se aglutina y se pone al
lado de Cataluña. Empiezan a considerarla como el baluarte más firme de la
República.
El ataque a la Autonomía catalana, al Estatuto, que había establecido un
precedente apoyándose en textos constitucionales, pone en guardia al
nacionalismo vasco, que anhelaba y venía luchando por lograr su propia
autonomía. Esto lleva a los dos nacionalismos a un compromiso de solidaridad.
Cataluña, regida por un Gobierno de izquierda, hace un compromiso político
con el nacionalismo vasco, que se caracteriza por su mentalidad política
medieval y por su archirreaccionarismo.
Un nuevo aspecto de la lucha se pone al desnudo, aunque no habría de tener
en la hora de la verdad grandes resultados. Pero, sin embargo, el conflicto de
las Vascongadas es un episodio más en los antecedentes de la revolución de
octubre y una manifestación más de nuestra pequeña burguesía en torno a los
problemas de la revolución.
Frente a todo el movimiento reaccionario se opone Cataluña la rebelde. Allí se
establece el cantón de la pequeña burguesía. Pero, frente a todos, queda el
proletariado revolucionario, que estaba dispuesto a una lucha por su propia
revolución, aprovechándose de sus fuerzas y de las contradicciones de sus
enemigos de clase.
La gran burguesía, que no había logrado prender en las multitudes un odio
hacia la región autónoma, en su campaña feroz en contra del Estatuto,
emprende de nuevo una acción conjunta en contra de Cataluña. El motivo es el
estado de rebeldía en que se encuentra su Gobierno. Se pide su destitución,
una invasión militar. Los tópicos y las frases patrióticas son la cantinela diaria
de la prensa mercenaria de todas las clases y categorías. Se amenaza por todas
partes. El Gobierno es impotente para imponer su autoridad, la gran burguesía
lo comprende y no compromete las cosas más allá de lo prudente. Una
corriente de opinión se incorpora al problema de Cataluña, solidarizándose con
él.
A medida que los problemas de la revolución se iban perfilando, la pequeña
burguesía se agrupaba en torno a Cataluña, “baluarte” inexpugnable de la
República, como cobijándose de los grandes nubarrones que se acercaban. Así
fue situándose y encajándose en las situaciones políticas que se iban dando. De
Cataluña sería de donde partiría la reconquista de la República. Pero los
problemas históricos del momento empujaban las cosas por otro camino. La
hora de la pequeña burguesía había pasado. Revolución o contrarrevolución.
No había más camino.
Con insistencia, la pequeña burguesía llamaba al proletariado. Era inútil. El
proletariado, el PSO, había roto definitivamente con quienes traicionaran su
propia revolución. Las masas trabajadoras no querían más ensayos
republicanos. El PSO aceptaba la coyuntura del problema catalán, no por creer
que en él descansaba una posibilidad, sino por interpretarlo como una
condición más de la revolución. Se aceptaba como una coincidencia histórica. Si
la revolución obrera triunfaba en el resto de España, ¿qué haría la pequeña
burguesía acantonada en Cataluña? Nada. Si, por el contrario, la revolución
fracasaba en el resto de España y en Cataluña subsistía el Gobierno de Esquerra, ¿Cuánto hubiese durado? Nada. No tenía, pues, salida la situación de
Cataluña. O con el movimiento o perecer.
Los hechos consumados han demostrado que pretendió fingir que estaba con
el movimiento y que luchó al lado de la revolución. La realidad es que lo que
hizo fue simplemente cubrir las formas.
A la pequeña burguesía le asusta la revolución. No quiso armar al pueblo;
quería una nueva farsa republicana de izquierda, sin darse cuenta de que los
hechos ya habían demostrado que la pequeña burguesía era incapaz de hacer
su propia revolución. El proletariado no podía apoyarla una vez más.
Fatalmente la historia la empuja a sucumbir entre las dos fuerzas que hoy
luchan por la hegemonía política, social y económica del mundo: fascismo o
socialismo. Revolución o contrarrevolución.
Posición ante las huelgas
Es natural que, a mayor densidad de la revolución, la clase obrera fuera
provocada a conflictos, muchos de ellos mal enfocados y con graves peligros
para los intereses generales del proletariado. La burguesía estaba en un plan de
propaganda fantástica. Necesitaba contrarrestar los efectos del entusiasmo revolucionario. Pretendía desviar la atención de las masas trabajadoras, haciendo
grandes movimientos de opinión con mucho aparato espectacular, con el
propósito de influir en el ánimo y en la moral de las masas, al mismo tiempo
que elevaba la propia.
Exponente de esta forma de actuar lo encontramos en las concentraciones
fascistas de El Escorial y de Covadonga. A las dos contesta la clase obrera con
huelgas generales magníficas, que deshacen todos sus propósitos, logrando
efectos contrarios de los que la burguesía esperaba. El acto de El Escorial tiene
como contrapartida la huelga general madrileña, que sorprendió al Gobierno y
a toda la burguesía. La clase obrera se ponía frente a toda provocación
fascista1.
La madurez de la revolución se medía, en gran parte, por estas grandes huelgas
de carácter político que iban destruyendo el germen fascista y preparando a las
masas para sus grandes batallas.
Pero es evidente que el arma de las huelgas debe ser manejada en períodos
prerrevolucionarios con gran habilidad y tacto. Si se reconoce que
históricamente se está abocado a una revolución, es imprescindible colocar por
encima de los intereses específicos de las colectividades, los intereses
generales del proletariado. Estos intereses siempre los recoge y representa la
revolución.
No quiere decir esto que los Sindicatos descuiden sus luchas parciales, sus
reivindicaciones profesionales de clase, si es que su patronal pretende
arrebatar alguna conquista; pero sí que se reconozca que en un período
prerrevolucionario es preciso actuar procurando no quebrantar las fuerzas a los
elementos que han de ponerse al servicio de grandes luchas, para conquistas
integrales, definitivas. Sobre todo, saber tener muy en cuenta que en períodos
agudos, cuando una revolución está encima, la burguesía, por instinto, por
intuición de clase, es agente provocador constante. Procura penetrar en las
fuerzas de la revolución, para desmoralizarlas y destruirlas.
Es ahí donde radicaba la oposición a todo movimiento esporádico que no
respondiera a “intereses calculados”. Por eso nuestra posición se encontraba
siempre en situación opuesta a la que sostenía sistemáticamente el PC, que a
cada conflicto pequeño respondía con la proposición de declarar una huelga
general de masas. Rara era la semana que por un motivo u otro no aparecía la
hoja pidiendo una huelga general. En realidad, no existía más que un problema
de responsabilidad revolucionaria. Quienes tenían un control sobre las cosas,
quienes creían y veían que caminábamos hacia la revolución, no podían jugar
con los sindicatos, con las fuerzas que cuanto más preparadas mejor
responderían a un futuro que cada vez estaba más inmediato. La posición ante
las huelgas era esa. Creer o no en la revolución, tener y participar en una
responsabilidad histórica, o vivir a espaldas de las realidades y de los problemas
de la revolución.
La huelga de Artes Gráficas ha sido negativa para los intereses generales de la
clase obrera y para los propios de la profesión. Lo fue porque no ha respondido
a ninguno de los fines que en aquellos momentos debieran guiar a los
sindicatos responsables.
La de los metalúrgicos madrileños y de la construcción lo fue asimismo, y lo
hubiera sido mucho más, hasta la catástrofe, de haber arrastrado al paro
general a todos los gremios.
No se miden estos hechos por los efectos que han producido en nuestras filas
simplemente, sino por las consecuencias que tienen y han tenido en un período
prerrevolucionario para nuestros enemigos de clase.
El Gobierno, representación de la clase dominante, Estado Mayor de los
intereses de la gran burguesía, sigue con toda atención los pasos de la clase
obrera. Con todo el poder coercitivo del Estado capitalista en sus manos,
monta el aparato represor de la contrarrevolución. Cada triunfo nuestro en una
etapa revolucionaria es, evidentemente, un golpe que asestamos al enemigo,
pero es también un aviso. La justeza de nuestra posición ante las huelgas lo
justifica; primero, la convicción revolucionaria que pesaba sobre todos los
instrumentos responsables del PSO, y segundo, la interpretación histórica de
los momentos que vivía España, que determinaban fatalmente la salida a una
revolución. Así lo entendía también la burguesía, cuando uno de sus mejores
chacales decía, a propósito de las huelgas, y con motivo de algunas de las que
hemos referido, lo siguiente:
“(...) La huelga de Artes Gráficas era uno de los conflictos que más inquietaban.
Había razón para la inquietud. La veterana sociedad obrera, solera del partido,
había sido de las que marcaron una nueva orientación. Desplazados sus
dirigentes por los pasadizos de la acción violenta, era presumible que cualquier
conflicto fuera aprovechado para exteriorizar la táctica triunfante...”.
“(...) Por eso para nosotros aquel conflicto era sobre todo un acto de una serie
que significaba el desarrollo de la voluntad revolucionaria representada por el
grupo de Largo Caballero...”.
“(...) Con el Arte de Imprimir, la Federación de Trabajadores de la Tierra había
sido elemento principal del triunfo de la vía revolucionaria...”.
“(...) Para nosotros, el problema aparecía claro. Si la revolución era inevitable,
cada aplazamiento, con merma de la autoridad, significaría un fortalecimiento
de la fuerza revolucionaria. Cada éxito era un aliciente. Cuando se lucha contra
el Estado, cuanto le debilite supone triunfo de sus enemigos, camino para su
derrota...”.
“(...) Decisión. La teníamos firme. Por eso, cuando, lograda una fórmula que
Luca de Tena aceptó, para no aparecer obcecado, NO LA EXPUSIMOS ANTE LOS
OBREROS porque com-prendimos que era inútil, que iban alocados a realizar su
torpe designio...”.
Palabras de Salazar Alonso, ex ministro de la Gobernación. ¿Está clara la
posición ante las huelgas después de oír a este sapo repugnante?
La huelga de campesinos
El sentimiento revolucionario es algo que se puede interpretar así como un
gran imán que va atrayendo los propios objetos de la revolución. La burguesía
se resiste y tira de ellos. Es la lucha por la cual se van polarizando las posiciones
entre las diferentes capas de la sociedad, hasta ponerse frente a frente.
Es indiscutible, para toda acción, que cuando la correlación de clases se
manifieste abiertamente, los campesinos serán siempre uno de los factores
determinantes fundamentales. Es, pues, indispensable que para que en España
triunfe una revolución habrá de contarse con el campesinado, quien tendrá
sobre sí tareas primordiales de la insurrección.
Consciente o inconscientemente, la historia de nuestro movimiento de octubre
registra en sus antecedentes el hecho provocador de haber eliminado a los
campesinos de la revolución. ¿Por qué?
Hemos dicho y sostenemos que el proletariado español estaba abocado a la
revolución si es que quería librarse de un régimen de tiranía de fascismo. Las
premisas de la revolución se iban dando a medida que se agudizaba la
situación. No podía tenerse en cuenta un atropello, una arbitrariedad, una
injusticia. La burguesía había entrado en el plano de las provocaciones, y la
clase obrera tenía que estar por encima de lo concreto para estimar los hechos
en conjunto y canalizar la rebeldía colectiva de las masas. Caminábamos hacia
conquistas integrales que se ventilaban, si se quiere, por encima de la voluntad
del individuo.
Lo que estaba en la arena de las luchas sociales era un problema de conjunto,
de masas, de clases. Los campesinos representaban la clase más considerable
de la revolución. No podía nadie disponer de ellos sin tener en cuenta los
acontecimientos que se avecinaban, de no traicionar sus propios intereses y los
de todos los trabajadores españoles.
Es cierto que los campesinos sentían las injusticias del momento, salarios de
hambre, paro caprichoso, destitución de Ayuntamientos, furia caciquil, el
atropello descarado de las autoridades, vejaciones. Todas las injusticias
características del ambiente feudal de nuestro agro.
Por otro lado, el campesino se sentía radicalizado, influenciado poderosamente
por el ambiente general de la clase obrera. También los esclavos de la tierra
conocían la experiencia dolorosa de una República burguesa que en nada se
diferenciaba del régimen tiránico y absoluto del rey felón. Los campesinos
habían comprendido la gran verdad de que sólo con revolución obrera y
campesina podrían alcanzar su liberación social. Por ello anhelaban la hora de
su emancipación, sentían ansias revolucionarias, sus rebeldías coincidían con la
de todos los trabajadores industriales, que no ocultaban su preparación y su
marcha hacía acciones definitivas.
En medio de este ambiente, actuando sobre un volcán revolucionario, se
plantea, en el mes de junio, a los campesinos la consigna de ir a una huelga
general. Las masas del campo encontraban en aquella posición la salida de sus
anhelos revolucionarios. Se planteaba una huelga nacional de campesinos sin
conectarla a los intereses de los trabajadores industriales, ligados en aquellos
momentos a los intereses generales de la revolución.
Los campesinos creyeron, y con ellos los trabajadores industriales, que aquel
movimiento era el principio de la insurrección. Porque teniendo en cuenta el
ambiente que vivía España, nadie puede desconocer que si el sentido preside
las acciones de la clase obrera, una huelga general del campesinado es indiscutiblemente una salida a hechos violentos y revolucionarios, tanto más cuanto
las masas estén predispuestas a ello.
Al propósito de la huelga de campesinos se opuso el sentido de
responsabilidad. Para ello no bastaba más que una reflexión. Si se lanzaba al
campesino a una huelga general, debería arrastrar inmediatamente en su
solidaridad a los trabajadores industriales. La hora de la revolución había
llegado. Si los trabajadores industriales no podían, no tenían preparación
suficiente para acudir en ayuda de los campesinos, los campesinos no deberían
ser lanzados a una huelga general que interpretaban ellos mismos y nuestros
enemigos como el principio de la revolución, para que fueran desechos y la
insurrección española perdiera uno de sus puntales más importantes.
Concretamente el problema se planteaba: ¿es la hora, se puede o no se puede
aceptar en este momento la batalla? La contestación nos la daba el examen
objetivo y subjetivo de las condiciones precisas de la revolución. Ni se podía ni
era la hora. ¿Por qué? La historia contestará.
Desde aquel momento no quedaba más camino que evitar una provocación tan
trascendental. Evitar que los campesinos confundieran su hora, su misión, para
que más tarde pudieran ser útiles a las grandes batallas que se avecinaban. Con
ello lograrían sus reivindicaciones máximas y contribuirían con su aportación y
su esfuerzo a las tareas de la insurrección. Todo fue inútil. Los campesinos
fueron lanzados a enfrentarse con la burguesía y un poder político que de
todas formas interpretó aquella acción como la iniciación del movimiento. Los
campesinos también. Gastaron sus elementos y sus energías. Fueron condenados centenares, cerrados sus centros y deshechas las organizaciones. Los
trabajadores industriales no habían podido descender a luchas falsamente
planteadas, y velando por los altos intereses del proletariado siguieron su
marcha, perdiendo a sus aliados campesinos, que habían derrochado heroísmo
revolucionario inútilmente...
Entonces, como hoy, decimos que una huelga nacional del campesinado sólo se
explica como el motivo de desencadenamiento de una insurrección.
Sindicalmente es una monstruosidad, si no tiene ese carácter, porque no se da
la circunstancia en ningún país de que la fisonomía agraria sea unilateral y
uniforme. Sino que todos tienen características propias. Una zona produce trigo, otra arroz, una es de pequeños propietarios, otra de asalariados. Las
cosechas se dan en una zona en una época; en las demás, en otra, Es obligado,
en buena táctica sindical, acomodarse a las características de la colectividad
para ponerla en juego y poder defender con eficacia sus intereses.
Frente al movimiento irresponsable se manifestó:
“La revolución española pierde uno de sus puntales. La historia medirá la
responsabilidad, pero quienes han aceptado este papel, este compromiso,
merecen, en nombre de la revolución y de los intereses generales del
proletariado, ser fusilados...”.
Huelga del 8 de septiembre
El problema de Cataluña con el Gobierno central se agudizaba
extraordinariamente. Los terratenientes de Cataluña organizan en Madrid
(Instituto de San Isidro) una gran concentración de propietarios para el día 8 de
septiembre. Era una provocación que el Gobierno amparaba, mientras
suspendía toda clase de manifestaciones de la clase obrera y aun de la pequeña
burguesía. El proletariado madrileño, como en el mes de abril, responde a la
concentración fascista con una huelga general. Tácitamente se solidarizaba con
los rabassaires catalanes. Este hecho tiene una gran simpatía en Cataluña. El
Gobierno responde a la huelga con detenciones y la clausura de la Casa del
Pueblo y de todos los sindicatos. La revolución se acercaba.
Pero con la huelga del día 8, uno de los errores más formidables de la Alianza
obrera, se había asestado a la próxima insurrección un golpe fatal. Fue
clausurada la Casa del Pueblo y, en general, acelerado el ritmo de la política de
represión y persecución contra las organizaciones sociales, justificándolo con
los hallazgos de armas.
La huelga general se había utilizado contra el fascismo y el Gobierno, con éxito,
el 22 de abril; pero fue porque intervino en ella el factor sorpresa, el más
eficaz. En cambio, la del 8 no sorprendió a nadie; ya se daba como segura por el
Gobierno, que anunciaba por radio su propósito de atajarla y sancionarla con
energía antes de estar acordada. El factor sorpresa quedaba descartado.
El error estratégico fue reproducir el mismo tipo de ataque que en abril. Otros
procedimientos hubieran tenido inmensa eficacia y no hubieran comprometido
el éxito de la insurrección.
Unos días más tarde la juventud madrileña convocaba, de acuerdo con la
comunista, a un gran mitin de masas en el Stadium. En él se congregan más de
setenta mil trabajadores, que con todo entusiasmo aclaman y puño en alto
vitorean la revolución social. En aquel mismo momento la Policía desvalijaba la
Casa del Pueblo, sacando armas de todas partes.
La impresión del gran espectáculo del Stadium enardece a las masas, pero
advierte también a la burguesía. Se prepara el Gobierno. Es el último acto de la
clase obrera. Desde el Stadium a la insurrección, desde la insurrección...
La UGT y el reformismo
Sabida es la posición del PS con respecto a la acción a desarrollar para la
implantación de la República. La Unión General de Trabajadores suscribió esa
actitud y colaboró en todos los trabajos preparatorios de la revolución de
diciembre de 1930 de acuerdo con la pequeña burguesía, representada por los
Alcalá Zamora, Lerroux, Azaña, etc.
El reformismo entonces (Besteiro, Trifón, Saborit y compañía) estaba enfrente
del movimiento, porque en realidad no creían en él. No tenían fe ni querían
interpretar aquella hora decisiva que vivía España. Sólo un hombre, de todos
conocido, interpreta aquella hora.
Cuando surge en diciembre la revolución, el reformismo la traiciona, sabotea
las órdenes, en Madrid no se produce la huelga. Vuelan sobre la capital los
aviones sublevados y tienen que marcharse a Portugal, porque la población
presentaba una vida absolutamente normal. Pocos días más tarde, los
“traidores” se congratulaban del fracaso del movimiento. Habían acertado: No
se podía hacer nada... La República estaba muy lejana...
La derrota de diciembre de 1930 fue momentánea; en abril de 1931 se
implantaba la República. Qué visión política la de nuestros reformistas!
Después de la implantación del nuevo régimen se celebra el Congreso Nacional
del PS (octubre de 1931). Allí se plantea el problema de tendencias y se
enjuician las actitudes de cada uno y las posiciones adoptadas en torno a la
revolución de diciembre. También se discuten las responsabilidades por no haberse declarado la huelga en Madrid. Las traiciones quedan dibujadas con
claridad meridiana.
La UGT vivió al margen de estos problemas, actuó en todo momento de
acuerdo con el PS. En el mes de septiembre de 1931 se celebra el Congreso
Nacional de la Unión General de Trabajadores. El reformismo reconcentra
todas sus fuerzas, acude a todas las maniobras y habilidades, moviliza todo su
aparato caciquil para caer sobre aquel Congreso como grajos sobre un cadáver.
Habían perdido la batalla del Congreso del Partido y no estaban dispuestos a
perder la de la UGT. Largo Caballero estaba enfermo; no asistiría a sus
deliberaciones; era, indudablemente, una buena ventaja.
Nuevamente se discuten las responsabilidades sobre el movimiento de
diciembre. Igual que en el Congreso del PS, las traiciones quedaron al
descubierto, sin lugar a dudas.
En el Congreso se ponen frente a frente las posiciones de tendencia en cuanto
se trata de nombrar una nueva dirección.
Parecía lógico pensar que si el Congreso del PS acababa de aprobar la gestión
de su dirección, implícitamente se hacía lo mismo con la de la UGT,
reconociendo la influencia que un organismo ejerce sobre el otro. Más
teniendo en cuenta que el problema de responsabilidades no podía desligarse y
tenía que tener las mismas consecuencias. En realidad, así era. El reformismo
acudió a una de sus maniobras más indignas. Se presenta a una de las sesiones,
después de agotado el Congreso, don Julián Besteiro. Alguien es el encargado
de decir: “jQue hable Besteiro!...” Y Besteiro habla. Hace un discurso “marxista”
(?), justo en la palabra y en muchos de sus conceptos, pero falso en absoluto en
cuanto a sus propósitos. El Congreso se deja llevar por aquella palabra
“autorizada”..., sin contrincante. Alevosamente se acababa de hacer un
pequeño “chantaje”, un verdadero fraude político...
El representante de la Federación de Campesinos (Lucio Martínez) obliga a que
deleguen en él todos los Sindicatos de la Federación; representa, pues,
directamente, y en nombre de la Ejecutiva de su organismo, a más de 400.000
campesinos españoles. Trifón Gómez, en igual forma, a unos 40.000
ferroviarios. Todo el movimiento sindical giraba en torno a estos dos organismos.
La maniobra estaba hecha y el problema de tendencia solucionado bajo el peso
de dos organizaciones nacionales manejadas caprichosa y arbitrariamente por
dos señores. El reformismo arrastra tras de sí a alguna otra organización bisoña
e indocumentada. Así se cancelan en el Congreso las responsabilidades de
diciembre, las traiciones. La más elemental decencia y ética sindical no aparece
por ninguna parte.
La dirección de la UGT es desplazada y cambiada radicalmente. Se apodera de
ella el reformismo típico, el reformismo cien por cien. Besteiro es nombrado
presidente; Saborit, vicepresidente; Trifón Gómez, vicesecretario, y, para
mayor escarnio, Largo Caballero, secretario general. En el propio Congreso se
lee la renuncia del compañero Caballero. Desde aquellos momentos los
destinos de la UGT están en manos de los “héroes” del año 30. Poco a poco la
UGT va colocándose frente al PS. Existe entre ambas direcciones un divorcio
ideológico, de tendencia. La dirección del Partido es consecuente con el
movimiento de diciembre de 1930, le da continuidad; la de la UGT es su
negación, su dique; el primero caracteriza la política progresiva que va
preparando el camino de la revolución; la segunda, quien va frenando,
traicionando los anhelos del proletariado. Besteiro llega a apuntar la necesidad
de que la UGT pierda todo contacto con el PS. En su audacia, propugna porque
las organizaciones sindicales presenten candidatos propios. Quería,
seguramente, establecer los cimientos de su cámara corporativa. En la prensa
aparecían declaraciones suyas que son una verdadera vergüenza y una
provocación para los trabajadores conscientes y revolucionarios...
Estábamos ante dos años de experiencia republicana. Como en 1930, la
revolución vuelve a cobrar rasgos inconfundibles, a estar nuevamente
emplazada (1933). Los Besteiros y Trifones la niegan. Siguen sin fe, sin ánimo y
sin valor. Cuando las masas exigen, ellos niegan; cuando se piden acciones
revolucionarias, ellos se oponen en nombre de la legalidad y de la democracia...
La posición revolucionaria de las masas es tan fuerte que en febrero de 1934
saltan de la dirección de la UGT y de la casi totalidad de las organizaciones.
Una nueva dirección, de acuerdo con la del Partido, rige desde ese momento
los destinos de nuestra central sindical; pero los reformistas apartados siguen
su política de traiciones: boicotean, desprestigian. Sus charlas, sus
conversaciones, son ataques al Partido y a la UGT. Ponen en juego su
caciquismo y extienden sus tentáculos, los tentáculos de la contrarrevolución,
por todas partes.
En octubre estalla la insurrección. El reformismo se pone frente a ella. La
traiciona. La huelga general revolucionaria, como en 1930, no se produce en
muchas localidades. ¿Qué ha pasado?... Después de ahogada la revolución, el
reformismo pretende caer sobre las organizaciones sindicales como los grajos
sobre un cadáver. Todos los medios son lícitos. Los militantes están
encarcelados, otros condenados; tienen, pues, el camino libre para sus
repugnantes acciones. La burguesía les aplaude y les ayuda. Están, por ello,
ufanos y siguen adelante su trayectoria vergonzante en la historia del
proletariado.
¿Se repetirán los hechos?... Los trabajadores han visto claro: 1930-1934 son
dos fechas que marcan toda una epopeya de los trabajadores; en ellas ha
quedado enfangado el reformismo para siempre. También en este problema
tenemos unos antecedentes de la revolución que arrancan desde el último
Congreso de nuestra central sindical. De haber dotado en aquel Congreso a la
UGT de una dirección consecuente con la posición política del PS, la revolución
no hubiese estallado en octubre. Las clases oprimidas habrían salido por los
fueros de sus libertades y de sus derechos de clase mucho antes.
El aspecto sindical
El movimiento de octubre ha demostrado claramente que la actual
estructuración de la UGT no responde a las exigencias de las circunstancias por
que atraviesa el proletariado español. Se hace imprescindible una nueva
estructuración sindical que centralice el movimiento obrero, que simplifique las
federaciones de industria, solucionando de una vez los problemas de fronteras
sindicales.
Se demuestra esta imperiosa necesidad en cuanto se examina el número de
Federaciones de industria que existen y su composición. Hay que ir a un
reagrupamiento de nuestros organismos nacionales para establecer
definitivamente fuertes y auténticas Federaciones de industria que recojan a
todos los asalariados de una colectividad y aquellos otros que tengan una
función de trabajo similar. Es preciso acabar con el criterio de que “un oficio,
una federación, un sindicato”.
La dirección de la UGT debe atender el problema sindical teniendo en cuenta
cómo van evolucionando los medios de producción, y con ello transformándose
las formas de trabajo, para ir adaptando a estas nuevas modalidades a nuestras
organi-zaciones. Con ello no haremos más que ir ajustando nuestros medios
defensivos a los de nuestros enemigos de clase.
La falta de un control directo, de una dirección única de nuestro movimiento
restó fuerzas enormes a la insurrección. Ahí está la huelga de campesinos de
Valencia, de Madrid, e infinidad de conflictos que iban produciéndose por
todas las provincias sin responder a un plan de estrategia, a una subordinación
a los intereses generales que estaban en juego.
Se dirá que es necesario desencadenar movimientos parciales, que no se puede
hipotecar la libertad de las organizaciones ni ahogar las expresiones
democráticas de las masas en torno a sus luchas por reivindicaciones
inmediatas. Exacto. Tampoco se puede jugar en momentos dados con las
fuerzas de la revolución. ¿Por qué no han respondido ciertas ciudades a la
huelga de octubre con la intensidad y la pujanza que lo habían hecho poco
tiempo antes?...
Hemos sostenido y sostendremos que cuando se está abocados a una
revolución, cuando el proletariado se desenvuelve en una etapa
prerrevolucionaria, tiene que someter todas sus acciones a los intereses
supremos de esa revolución. Debe quedar automáticamente subordinado a las
instrucciones generales, al control central del movimiento, que es en esos
momentos históricos quien conduce y combina todas las fuerzas.
Una disciplina férrea, una subordinación absoluta, debe imponerse al
movimiento sindical, que habiendo aceptado una posición revolucionaria
quedó comprometido para las tareas de la insurrección en colaboración con
aquel partido que sea su guía y su expresión política.
La falta de coordinación de nuestro propio movimiento sindical (UGT), por no
tener una articulación entre sí y gozar las Federaciones de industria de una
independencia exagerada, ha venido siendo interpretada en un sentido
general. Pero siempre debió sobreentenderse que esta independencia dejaba
de existir en cuanto estaba planteado un problema de interés general por
encima de todas las particularidades de cada organización. Esta es una de las
faltas de la preparación de la insurrección, que dio como resultado el fracaso
de la huelga en infinidad de localidades.
Las Juventudes Socialistas deberán luchar implacablemente por la
centralización de nuestro aparato sindical; porque se simplifiquen las
federaciones de industria, recogiendo en ellas a todas las actividades de cada
una, constituyendo verdaderas piezas sindicales capaces de aglutinar a todas
las masas laboriosas del país.
En la nueva estructuración de nuestro movimiento sindical, en su
reconstrucción, deberá tenerse muy en cuenta, con vistas a un futuro más o
menos inmediato, las experiencias de octubre. Si ésta se sabe interpretar, la
clase obrera se remontará con rapidez inusitada por encima del pasado.
Jefes y masa
Las masas habían elevado su conciencia política en los tres años de República
más que en diez de las épocas anteriores. Así se explica que los problemas
fueran situándose, empujados por la fuerza política de la clase obrera, hasta
hacer quebrar todos los viejos fundamentos de la sociedad.
La intensidad revolucionaria de los tres años de República habían transformado
radicalmente la fisonomía de nuestras masas laboriosas, de nuestras
juventudes, del Ejército y de los campesinos. Todas las capas inferiores de la
sociedad estaban irradiadas de un fervor revolucionario que se exteriorizaba
por todas partes. Estábamos no ante un fenómeno, pero sí ante un problema
de grandes magnitudes sociales. Canalizar aquella corriente, conducirla
justamente, sin desviaciones, por el camino histórico de la revolución que
estaba en curso era la tarea primordial para todos los elementos responsables
de nuestro movimiento obrero.
Arduo problema; la conciencia colectiva de las masas estaba por encima de los
jefes y jefecillos, salvando las excepciones de rigor. Únicamente las Juventudes
Socialistas y el Partido, en la posición política de su presidente, estaban por
encima de las masas, señalando a éstas el camino de su liberación.
El lastre que esta posición arrastraba era enorme. No parecía fácil transformar
la mentalidad de los jefes y jefecillos, que se habían abrazado para siempre a
los mitos de la democracia, de la legalidad, del Parlamento, y que consideraban
consustancial la República burguesa con los intereses de la clase obrera.
Seguían aferrados a los tópicos, al mito de la República, sin desprenderse de
ellos, como había hecho el proletariado después de unas cuantas lecciones de
democracia burguesa bien aplicada.
La resistencia pasiva y activa que han ofrecido y ofrecen a la revolución estos
elementos es incalculable.
Desde las secretarías, desde los actos en que han intervenido, en las
conversaciones, en el Parlamento, en todas partes acumulaban obstáculos,
entorpecían la marcha arrolladora de los acontecimientos, que tenían en ellos
su mejor contén. Se saboteaban órdenes, se colocaban en actitud pasiva,
ahogaban las expresiones de la masa en lo que podían, no empujaban, sino
todo lo contrario. Su colaboración no aparece por ninguna parte. Todo esto,
como es natural, hacía perder eficacia a todas las consignas y acciones de
quienes eran intérpretes del momento, y con ello de los intereses auténticos de
los trabajadores.
Los jefes y jefecillos, que no han podido desprenderse de una educación
tradicional, cuya mentalidad quedó retrasada, sin tener capacidad ni audacia
para marchar al ritmo de los acontecimientos, se convirtieron, unos
conscientes y otros inconscientes, en el freno más terrible a los impulsos y
anhelos revolucionarios de las masas que falsamente estaban representando.
No han contribuido en lo más mínimo a encauzar el sentimiento unánime de las
masas, no ayudaron a esclarecer a éstas los problemas de la revolución. No
participaban de los entusiasmos y del estado de ánimo que invadían todos los
medios proletarios. Iban arrollados, sin tener el timón de los acontecimientos,
sin comprender las realidades. Fueron incapaces de ello. Hicieron, en su mayor
parte, el papel de un corcho sobre corrientes de aguas tumultuosas.
Sólo, repetimos, las Juventudes Socialistas y la posición del PSO, caracterizada
en su presidente y en quienes seguían sus consignas sinceramente, empujando,
estaban de acuerdo con la gravedad del momento, que amenazaba en toda la
línea los intereses del proletariado.
Nadie ha traicionado tanto a la clase obrera como quienes personifican su
reformismo. En segundo lugar, el centrismo.
Las luchas sostenidas con la fracción que dirigía la Unión General de
Trabajadores ponen de relieve el papel que tenía asignado el reformismo,
aquella dirección claudicante que, no obstante estar divorciada de las masas, se
mantenía en sus puestos para servir intereses que no eran ciertamente los de
la clase obrera.
La traición a la revolución la personifican Besteiro, Trifón y compañía. Ellos la
han frenado desde el momento histórico en que se inicia. Han estado
sistemáticamente enfrente de toda acción, de toda labor que tendiera a
recoger los anhelos revolucionarios del movimiento obrero. Oponían el peso de
una burocracia insensible cuando los problemas de la reacción apuntaban.
Cuando se advertía y señalaba la necesidad de virar nuestra nave sindical, la
necesidad de estar a la altura deunas circunstancias imperativas, Besteiro,
interpretando el sentir de todo el reformismo traidor, decía solemnemente en
un comicio de gran trascendencia lo siguiente:
“Con el Estado democrático que hemos creado, con la Carta fundamental como
pieza jurídica que tiene nuestro país, existe margen suficiente para defender
los intereses generales de la clase obrera...”
“El fascismo es el ruido de unos ratones en un caserón viejo, que asusta a los
pusilánimes y a los cobardes” (Él era el valiente). “No hay ningún peligro”.
Acto seguido empezaba a cantar unas cuantas endechas a la democracia, a la
legalidad y al parlamentarismo. Esto lo decía el presidente de la UGT el 14 de
octubre de 1933, cuando Lerroux subía al poder y Samper en el Ministerio de
Trabajo cometía las mayores barbaridades en contra de la clase obrera.
Sus palabras merecieron contestación. Se le negaron todas las virtudes que él
atribuía a la democracia burguesa, al Estado que habíamos creado, a la
Constitución, al mito de la República. Se le hacía ver también que el fascismo
no podía ser explicado por un socialista, menos por un profesor de lógica, como
el ruido de unos ratones. Era algo que salía de las propias entrañas del régimen
capitalista. Se denunciaba y censuraba una dirección que en aquellos
momentos hablaba así, contrayendo con ello, por sus acciones pasadas y
presentes, graves negligencias revolucionarias. Había estado ausente de una
crisis política tan peligrosa como la que se acababa de solucionar (3 de octubre
de 1933), que había tenido preocupado a todo el proletariado, a todas las
fuerzas populares, sin que la UGT diera la más insignificante señal de vida.
Las federaciones de industria iban fijando su posición política en El Socialista
una tras otra sin que el organismo superior se enterara.
Se advertía también al señor Besteiro de que el nuevo Gobierno tenía como
misión desmontar toda la legislación social promulgada en la primera etapa de
la República. A esto contestó, con una solemnidad mucho mayor y en tono confidencial y misterioso, lo siguiente:
“El presidente de la República le había jurado que ni el Gobierno Lerroux ni
nadie tocaría la legislación social, que sería respetada y amp1iada”. Tenía en
estas palabras del traidor de los traidores absoluta confianza. Eran para él, y
debieran serlo para todos nosotros, una garantía...
Así se engañó miserablemente a una reunión que será histórica (la lógica de
nuestras teorías le era indiferente). Así se hicieron concebir esperanzas y
confianza a los dirigentes de las organizaciones, traicionando alevosamente los
intereses generales del proletariado.
El ¡Alerta! que ya había sido dado no lo escuchaba la soberbia de quien
anteponía su posición política a la defensa de la clase obrera. Fue inútil toda
oposición a aquellas palabras falsas, vacías, sin encaje en las concepciones
socialistas. Aquellas palabras ganaban la voluntad de jefes y jefecillos (salvando
excepciones) que se agrupaban en torno a aquella ejecutiva de BesteirosTrifones-Saborit, que, divorciados de la masa, se oponían a sus impulsos, justos
porque ya hacía mucho tiempo que ésta había roto con la democracia y con
una República envilecida.
Los jefes siguen resistiendo todas las exigencias revolucionarias del
proletariado. Se colocan de muro entre la revolución y la burguesía. Ha sido
necesario, para romper su resistencia, el impulso, la fuerza máxima de las
masas revolucionarias. Entonces saltaron; se rompió en parte, el dique del
reformismo. Pero esto fue un poco tarde. Había transcurrido medio año, en el
que la reacción avanzaba sin cesar, fortaleciendo sus posiciones.
La capacidad directiva del movimiento obrero se reveló como insuficiente para
dirigir y asumir las responsabilidades que estaban encima. Es cierto que no se
presentaron facilidades de ningún género para ello, porque los capitostes eran
barrera infranqueable. Las masas no apreciaban la importancia tan
extraordinaria de este hecho; de haber percibido su gravedad hubiesen
arrojado sin piedad de sus trincheras sindicales a todo el reformismo. La hora
brutal que vivía y vive el proletariado todo lo exigía y sigue exigiéndolo.
Cuando el reformismo típico y el claudicante abandona al fin la dirección de la
UGT, ya había cumplido con su deber: permitir que la reacción avanzara a sus
espaldas. Las Juventudes Socialistas señalan y denunciarán en su día hechos de
lesa traición revolucionaria de quienes antes y después de octubre estaban y
están colocados frente a los intereses de nuestra clase.
La responsabilidad de la minoría parlamentaria
La minoría socialista del Parlamento tiene en la derrota de octubre una gran
responsabilidad. Desde que las Cortes ordinarias comenzaron a funcionar, la
minoría inició una labor confusionista que había de resultar muy perniciosa.
Perniciosa, porque la vida de las Cortes ha coincidido con los momentos más
agudos del período revolucionario. Durante ellos se intensificó la labor de
preparación y de agitación de la clase trabajadora. Fue entonces cuando los
órganos directores del Partido lanzaron sus consignas para la lucha. Las masas,
acreditando una fina sensibilidad revolucionaria, supieron recogerlas. Mas si en
algunos sitios no prendieron con el arraigo preciso, habrá que responsabilizar a
la minoría parlamentaria.
La gestión de ésta provocaba, como ya hemos dicho, la confusión. Tan pronto
se anunciaba por boca de uno de sus diputados que íbamos a desencadenar la
revolución, como se defendía la constitución contra los mismos republicanos, o
se dejaba pasar con una débil protesta el atropello más inicuo. Otras veces
sonaba la voz de un francotirador que defendía la necesidad de una cámara
corporativa, sin que se levantara nadie en nombre de la minoría a decir que
éste era un criterio aislado, ni que se expulsase al indisciplinado.
Esta heterogeneidad, este caos de opiniones contradictorias, propio de otra
entidad que no fuese la fracción parlamentaria de un partido revolucionario,
sembraba la desconfianza. Los no iniciados pensaban que una de dos: o era
falsa la posición de la minoría o lo era la del Partido. Los cómodos. los
remolones, los eternos incrédulos, alentados por nuestros adversarios e incluso
por los que luego habían de ser aliados, preferían pensar que la falsa era la
actitud revolucionaria, que ellos consideraron una maniobra demagógica. A
fuer de sinceros, hemos de declarar que esta confusión ha servido de
justificación para la lenidad que en orden a la preparación revolucionaria se
observó en algunas provincias, en las cuales la organización estaba dirigida por
gentes no muy convencidas, o, por mejor decir, reformistas, que interpretaron
la posición adoptada como una maniobra demagógica también, y tras las
alianzas obreras no veían la lucha insurreccional, sino el acta de diputado, la
popularidad fácil, conseguida a fuerza de estridencias.
Ni por arte de taumaturgia se hubiera podido conciliar la posición
revolucionaria del Partido con la incoherente y reformista de su minoría. Esta
contradicción tan voluminosa, tan brutal si se quiere, tenía su explicación no
sólo en la diversidad de las tendencias que se agitaban en nuestro seno, sino en
la defectuosa estructura orgánica de nuestro Partido, hecha con vistas a la
lucha legal, pero ineficaz en aquellas circunstancias revolucionarias.
Según los Estatutos, la minoría sólo respondía de su gestión ante el Congreso;
poseía una independencia casi absoluta para fijar su posición en todas las
cuestiones. Y aun dentro de este cantonalismo, en virtud de la composición
diversa del grupo parlamentario, había además el libre albedrío de los
diputados, que decían en el salón cuanto les parecía bien, sin ningún control
firme. Por consiguiente, nos hallábamos con una minoría convertida en cantón
independiente, sin sujeción orgánica a la dirección del Partido y libre de la
disciplina de éste, e incluso de la que hubiera debido imponer la minoría a los
diputados que decían libremente las cosas más contradictorias y opuestas
entre sí.
La estructura del Partido, eminentemente federalista, habría de esterilizar
innumerables energías. Una minoría disciplinada al Partido, convertida en el
brazo de éste, hubiera representado en el período prerrevolucionario un arma
de incalculables proporciones, capaz de dirimir el resultado de la contienda.
Lo natural hubiera sido que en un período de presión gubernamental en el cual
se suspendían casi todos nuestros actos y se prohibía nuestra prensa, la
minoría parlamentaria se hubiera convertido en la más alta tribuna de la
revolución. Desde ella se hubiera debido orientar a todo el proletariado,
lanzando las consignas para la lucha, que hubieran tenido en este caso una
resonancia infinita. La minoría hubiera debido ser el instrumento más
formidable para la preparación insurreccional, ya que los diputados gozaban de
una serie de privilegios no comunes a los demás.
Pero en vez de esto, los discursos parlamentarios eran jarros de agua fría en el
entusiasmo revolucionario de los trabajadores; no contentos con esto, algunos
diputados, cuando recorrían su distrito, sembraban el desánimo diciendo a los
trabajadores que “eso de la revolución era la manía de unos locos y de unos
chiquillos”. Otros eludían todo trabajo revolucionario, no queriendo
comprometerse. Es decir, que salvo excepciones naturales, la minoría
torpedeaba de una y otra forma la cercana insurrección.
No es ésta ocasión de extremar la crítica; sin embargo, en su día seremos
implacables juzgando a los que tienen una gran responsabilidad en que del
movimiento de octubre no saliera la victoria proletaria.
Lo que significa la bolchevización del Partido
Tras las jornadas de octubre se alinean ante las Juventudes Socialistas de
España una serie de tareas, cuyo enunciado queremos hacer aquí, aunque no
vaya acompañado de un estudio profundo, que desbordaría los fines y
propósitos de este folleto. Si la forma como emprendimos los jóvenes
socialistas la resolución de alguna de estas tareas antes de octubre sorprendió
en el seno de nuestro movimiento por su audacia, hoy, tras la experiencia
adquirida en la lucha, parecerá natural a la mayoría de los militantes jóvenes y
adultos, y aún no desconfiamos de que a algunos les parezca incluso corta y
medrosa. Es preciso advertir que las jornadas revolucionarias han precipitado el
proceso de radicalización de los cuadros socialistas. En este aspecto —lo mismo
que en otros a los que ya aludimos en este trabajo—, la insurrección de
octubre significó un progreso formidable para la clase obrera española. Sólo
una experiencia tan dolorosa, un acontecimiento tan trascendental, podía
llevar a la conciencia de las masas socialistas, y de los núcleos directores mejor
dispuestos, el convencimiento de la necesidad de romper definitivamente con
el reformismo.
Hoy es ya una necesidad reconocida por todos la de la depuración
revolucionaria del Partido Socialista; lo que nosotros denominamos su
“bolchevización”. Ante todo es preciso decir lo que significa este término, para
comprender cómo va ligado al proceso de depuración orgánica de una manera
muy estrecha.
En los años precedentes a 1903 el Partido Socialdemócrata ruso era un
conglomerado confuso, en el cual convivían los que el destino había de llevar
en octubre de 1917 a intentar sofocar la Revolución desde el Gobierno al
servicio de la burguesía, y los que, tras de derrotarles, les iban a sustituir en la
dirección del país representando al proletariado. Los Dan, los Tsereteli y los
Chernov marchaban al lado de los Lenin, los Trotsky y los Zinoviev. Las
discrepancias entre quienes más tarde habrían de dividirse y declararse una
guerra a muerte fueron constantes. La primera, que por su importancia ha
pasado a la historia del movimiento obrero ruso, se polarizó entre los “economicistas” y los marxistas. Aquellos preconizaban la necesidad de limitar las
luchas obreras a la conquista de las mejoras económicas; olvidaban el
complemento imprescindible para llegar a la victoria real: las luchas políticas.
Con esto hacían un servicio inestimable al zarismo y a la burguesía, al distraer a
los obreros de la cuestión de la lucha contra la autocracia y por la conquista del
poder. Un trasunto de los “economistas” rusos, adecuado al ambiente español,
eran nuestros reformistas de hoy en el año 1930, cuando se oponían a la
inteligencia de los socialistas con los republicanos para derribar
revolucionariamente a la dinastía de los Borbones y establecer la República
democrática, alegando que los primeros debían ocuparse única y exclusivamente de las “reivindicaciones obreras”. Entonces nuestros reformistas
adoptaban, para encubrir su mercancía contrarrevolucionaria, un barniz
dogmático intransigente. El reformismo, siempre que halla ocasión, procura
disfrazarse. Si los minoritarios del Partido hubieran impuesto entonces su
criterio, aún habría en España monarquía y los obreros no hubieron adelantado
mucho en el camino de sus reivindicaciones.
La denominación de bolcheviques y mencheviques no se utiliza en el Partido
Obrero ruso hasta su II Congreso, en el año 1903. Se produce entonces una viva
polémica entre reformistas y revolucionarios alrededor de la composición que
ha de darse a la redacción de Iskra (La Chispa). Los reformistas pretendían
mantener en ella a Martov, Potressov, Axelrod y Vera Zasulich, sus jefes; los
revolucionarios, tras una votación, consiguieron limitarla a Lenin y a Plejánov —
éste todavía no había virado entonces hacia las filas de la burguesía—. Se
planteó asimismo en el Congreso la cuestión del programa del Partido, y volvió
a repetirse la votación. Los menchinstvo —minoritarios en el idioma ruso— se
retiraron del Congreso, vencidos. A la hora de elegir el Comité Central se
quedaron solos en el Congreso los bolchinstvo —mayoritarios—.
De ahí nacen los términos de bolcheviques y mencheviques. Así es que
interpretándola en sus justos términos, la bolchevización del Partido Socialista
no significa otra cosa que la lucha de su mayoría revolucionaria —las grandes
masas del Partido lo son sin ningún género de duda— contra el grupo de
“generales” reformistas y centristas, por la depuración orgánica y el
afianzamiento de una política revolucionaria justa.
Por todo esto es indiscutible que las Juventudes Socialistas de España son hoy
unas falanges verdaderamente bolcheviques en la justa acepción del término,
puesto que son el motor de la depuración y radicalización del Partido.
La trayectoria del reformismo
La fracción reformista tiene unos contornos muy precisos. Comienza a dar
señales de vida, como tal fracción, cuando la revolución democrática de 1930.
Por contraposición a los partidarios de una inteligencia revolucionaria con los
republicanos para derribar la Monarquía, ellos defienden la necesidad de
entregarse a una política de “reivindicaciones obreras”. Con objeto de despistar
al proletariado sobre sus verdaderos fines, se cubren con una apariencia
revolucionaria; se presentan como los más fieles depositarios del espíritu de
clase, y acusan a los partidarios de ir a la revolución democrática —paso
insoslayable para poder llegar a la revolución proletaria— de colaborar con la
burguesía. Sin embargo, las masas comprendían claramente que lo
revolucionario entonces era ir contra el trono; que implantar la República
significaba abrir un período revolucionario que hoy no ha sido liquidado, sino
que continúa, y que sólo cerrará con la victoria proletaria. Y los que se oponían
a la inteligencia republicano-socialista lo hacían no tanto por el temor de que
se desnaturalizara el sentido clasista dentro del Partido obrero, como por las
perspectivas poco halagüeñas que encerraba para ellos el período que iba a
inaugurarse, en el cual se pondría a prueba la capacidad de lucha de dirigentes
y dirigidos.
Durante el período de participación en el Gobierno, ellos se opusieron a la
política del Partido, no porque preconizaran otra más revolucionaria, no
porque quisieran el alzamiento armado del proletariado frente a la burguesía
liberal, sino porque estimaban que la presencia de los ministros socialistas era
una provocación para la gran burguesía, que ésta a la larga no toleraría,
colocando al proletariado en trance de ir a luchas sangrientas; pretendían, de
consiguiente, que el Partido pasara a una oposición parlamentaria, desde la
cual se haría una defensa platónica de los ideales socialistas, actitud que no
heriría a nadie y permitiría a todos un desarrollo “pacífico”. Si hubieran podido,
el socialismo español sería hoy una pieza más del aparato burgués, al modo de
algunos partidos de la socialdemocracia europea.
En el instante en que el Partido tuvo que prepararse para la lucha
revolucionaria, ellos se vieron forzados a mostrarse al desnudo, tal cual eran.
Fue la piedra de toque. Adueñados de los mandos de la UGT, que habían
tomado por asalto, defendieron una política de contemporización; resistieron a
los embates del empuje revolucionario de las masas todo el tiempo que les fue
dado, retrasando así la labor de preparación revolucionaria. De aquí les vienen
a ellos las responsabilidades en el movimiento de octubre, para cuyo examen
no podemos constreñirnos al momento de las luchas, sino que tenemos que remontarnos por todo el período de su gestación. Y al ser desalojados de la
dirección, no se recataron en manifestar públicamente su discrepancia con la
fracción revolucionaria. Hicieron toda una campaña de fracción en las Cortes,
en la calle y a la sombra de los procedimientos caciquiles,
Surgió la contienda de octubre, y ellos —que habían preconizado una política
buena para entregar mansamente al proletariado en manos de sus enemigos—
se mantuvieron alejados ostensiblemente de la lucha, dando muestras con ello
al poder de que no tenían nada que ver con lo que sus oscuros cerebros de
reformistas calificaban de locura. El poder burgués les compensó con largueza.
Entonces se envió a los Gobiernos civiles, desde el Ministerio de la Puerta del
Sol, la famosa circular en la que se daban instrucciones para no detener a los
“socialistas moderados”.
Cuando la lucha no había terminado, las Cortes, en su primera sesión, al lado
de las gruesas frases de condenación para la insurrección, tuvieron otras de
gratitud para el personaje más destacado de la fracción reformista, expresadas
por boca del señor Lerroux y coreadas por los que autorizaron las matanzas de
Asturias. La pocilga parlamentaria premiaba así a los enemigos de la
Revolución. Y expresaba también su esperanza de que tras aplastar a la
dirección revolucionaria con el peso del aparato gubernamental, el Partido y las
organizaciones obreras caerían otra vez bajo la dirección reformista, pasando a
ser una pieza más del engranaje del Estado.
Unas declaraciones hechas por un personaje radical, el señor Samper, durante
un viaje a París, hicieron luz sobre estas esperanzas. El desafortunado ex
gobernante dijo claramente a la prensa francesa que en el Partido Socialista es
precisa una dirección reformista, es decir, la vuelta de los reformistas a la Comisión ejecutiva, con lo cual los obreros “volverían al seno de la República”.
En este aspecto, los propósitos del Gobierno que realizó la cruel represión de
octubre coincidían en un todo con las de los reformistas. Estos, libres las
manos, cuando aún alentaba la insurrección, comenzaron sus trabajos de zapa
para adueñarse de la dirección de las organizaciones obreras; gestionaron la
libertad de los dirigentes que ellos consideraban propicios a ellos, y la
consiguieron; escribieron a provincias cartas en las que difamaban a los
compañeros presos, y que, por consiguiente, no podían defenderse.
Asalto reformista a la dirección del Sindicato ferroviario
Pero el caso más monstruoso, más indignante y que muestra la falta de
escrúpulos en quienes lo han ejecutado y alentado es el del Sindicato
ferroviario. En la ejecutiva de este organismo —y a consecuencia de un
plebiscito entre los afiliados que derribó a la dirección reformista— se hallaban,
desde poco antes de octubre, compañeros afectos a la tendencia revolucionaria. Vencida la insurrección, los reformistas, dueños del Comité de la Zona
Primera de Madrid, iniciaron el asalto a la dirección nacional. Primero utilizaron
el soborno.
No hemos de utilizar nosotros datos caprichosos para informar a los
trabajadores. Nos atendremos a la circular número 14 de la Comisión ejecutiva
del propio Sindicato ferroviario, uno de cuyos párrafos dice así:
“A los pocos días de iniciarse el restablecimiento de la normalidad en los
servicios ferroviarios, y cuando nosotros habíamos dado comienzo a nuestras
gestiones en la jefatura de algunas empresas, se nos acercaron unos emisarios
que decían representar a la Zona Primera para proponernos algo insólito, como
era el propósito que nos manifestaron de que los hiciésemos entrega del
Sindicato con todos los enseres, valores, etc., so pretexto de que a nosotros
nos sería imposible actuar por considerarnos perseguidos, y que, además,
podíamos disponer de quince o mil pesetas para nuestros gastos, estando ellos
dispuestos a defendernos en todas partes, porque les constaba que nuestro
proceder era noble y elevado.
Semejante absurdo no encontró nuestra colaboración para que prosperase,
porque ello hubiera sido hacer abstracción absoluta del resto de la
organización”.
Después sigue diciendo la circular:
“Bien; pues como por medios persuasivos no conseguían sus fines, cuyas raíces
deben ser muy hondas, tomaron el acuerdo —todo por la Zona Primera— de
enviarnos una carta en términos conminatorios, señalándonos fecha y hora
exacta para que resignásemos en ella todo lo que el Sindicato tenía confiado a
la Comisión ejecutiva. No faltaba en el comunicado de referencia la insidia
lanzada con mala fe, viéndose que cambiaban la táctica de persuasión que
emplearon en sus entrevistas con nosotros por la de la agresividad del lenguaje
y la de la coacción que representa los términos conminatorios en que nos
escribían”.
Como se verá, los reformistas se mostraron incansables y ensayaron todas las
armas, sin escrúpulos de ningún género —pelillos a la mar—. Veamos el tercer
recurso a que acudieron:
“Como con la segunda modalidad de actuación tampoco consiguieron sus
propósitos, enfilaron sus baterías en un radio de mayor amplitud, invitando
‘particularmente’, según expresión de ellos, a los presidentes de todas las
Zonas de España, que, como sabéis, son vocales del Comité nacional. De los
invitados ‘particularmente’, sólo ocho respondieron, tomando acuerdos
‘oficialmente’, manejando para su uso ‘particular’ la representación que los
afiliados les han dado”.
“Pues bien —omitimos una parte de la circular por innecesaria—, a la Comisión
ejecutiva se la comunicó el acuerdo recaído, que era el de que hiciésemos
entrega del Sindicato con todos sus valores, enseres, etc.”.
Es preciso advertir que el Comité nacional del Sindicato sólo puede ser
convocado por la Comisión ejecutiva. Los reformistas, tan respetuosos siempre
con el Reglamento, no vacilaron en saltar sobre él para obtener sus fines. A
estas horas la Comisión ejecutiva que escribió la circular cuyos párrafos
transcribimos ha sido sustituida porque las indignas maniobras han sido secundadas por la burocracia esparcida en todas las zonas ferroviarias de España.
Ya veremos lo que ocurre el día que los obreros del carril puedan reunirse y
expresar claramente su opinión.
Táctica de lucha contra el reformismo
Está justificado, pues, que las Juventudes Socialistas deEspaña nos asignemos la
tarea de expulsar al reformismo de nuestro seno, como una de las
primordiales. Porque el reformismo no es sólo ese grupo de “ex generales” del
movimiento obrero; lo componen también otros jefecillos distribuidos por
algunas localidades y provincias, con los mandos de la organización en la mano.
Esos jefecillos han saboteado el movimiento de Octubre; fingieron desear la
insurrección para no indisponerse con las masas, hasta que llegó el momento
de la lucha, y entonces la eludieron.
Esto viene a plantear un problema de regular envergadura: ¿cómo expulsar al
reformismo? El Congreso de octubre de 1932 fue, a este respecto, una
experiencia de gran valor para el proletariado socialista. Se hallaba en él un
gran sector de delegados —los delegados tradicionales— educados en el
respeto a los antiguos militantes, sin una conciencia revolucionaria clara, inclinados por temperamento y por historia al reformismo. Cuando se planteó el
problema de escoger entre los que habían organizado y preconizado la
revolución de diciembre de 1930, y los que la habían entorpecido y saboteado,
de decidirse por unos o por otros, ese gran sector de congresistas cerró los
ojos; no quería saber nada de aquellas diferencias políticas e ideológicas que
algunos habían llevado hasta el borde de la traición; prefirió la confusión, el
impunismo, y votó una resolución ambigua que no daba ni quitaba la razón a
nadie. Con ello el reformismo salía limpio de polvo y paja, en condiciones de
contender con todo el mundo y de conservar su control sobre ciertas organizaciones.
Para que esto no vuelva a suceder jamás en el Partido es preciso que las
secciones de la Federación de Juventudes Socialistas, y los militantes adultos,
comiencen la lucha en el terreno local contra el reformismo. Es preciso
fomentar resueltamente la depuración del Partido. En cada localidad los
militantes deben esforzarse por sustituir a los dirigentes de las agrupaciones y
los sindicatos que no hayan defendido y defiendan una posición claramente
revolucionaria, y que en octubre no hayan puesto todo su esfuerzo por llevar a
las masas a la victoria.
Esta transformación debe realizarse en el marco de las organizaciones
constituidas; pero nuestros camaradas no deben vacilar en denunciar las
vacilaciones de los que están llamados a ser sustituidos, en atacarles con
energía, puesto que así lo requiere la prosperidad del Partido Socialista. Sólo
por medio de una autocrítica enérgica y audaz podremos llegar a la bolchevización completa y total.
Las Juventudes y los militantes que no lo hayan hecho ya deberán iniciar esta
lucha en el terreno local, elevándola luego al provincial, despojando a los
reformistas y a los indecisos de los puestos de dirección de la redacción de los
periódicos obreros, sitiándoles hasta expulsarles definitivamente.
Únicamente tras esta labor de depuración por la base de las organizaciones
podremos llegar a la depuración en el terreno nacional. La bolchevización del
Partido ha de ser, pues, un movimiento que irá de la base a la cúspide. Es
preciso que todos nuestros militantes se claven esta idea en el cerebro
El centrismo:sus características principales
Pero la expulsión de los reformistas no es más que una etapa del proceso de
bolchevización del Partido Socialista. Una etapa que nosotros consideramos
preciso vencer rápidamente para que las demás puedan realizarse con
facilidades mayores. Quedan otras, que vamos a ir examinando, como, por
ejemplo, la eliminación del centrismo.
Renovación, el órgano de las Juventudes Socialistas, que tan gran papel jugó en
la insurrección de octubre, publicaba meses antes de las gloriosas jornadas un
artículo al cual pertenecen los párrafos siguientes:
“Pero ahora parece surgir otra nueva —tendencia—, más peligrosa porque
encierra un principio de acción, cosa hasta de la cual carece la primera —la
fracción reformista—. Es la tendencia que desea un movimiento revolucionario
para ir a una solución socialista republicana, en vez de republicana socialista. Es
decir, para ir a un Gobierno de mayoría socialista, con republicanos,
experiencia cien veces peor que las pasadas. A esta nueva tendencia —que en
el devenir del tiempo puede llegar a atraerse algunos adherentes del
reformismo declarado— se la ha encontrado ya una denominación: es la
tendencia de los ‘equidistantes’”.
“¿Qué quieren los ‘equidistantes’? ¿Recorrer de nuevo el camino de abril de
1931 a septiembre del 33? Pues que lo recorran solos, si pueden. Pero que no
piensen en matar el espíritu de clase de los proletarios en la repetición de una
experiencia que nos ha traído a la situación actual. Si no creen en la capacidad
directora de la clase obrera, que no se llamen socialistas. Que vayan a engrasar
la máquina del despotenciado tren republicano. Pero que no intenten la
adhesión del socialismo a su criterio. No lo conseguirán. Por lo pronto, las
Juventudes Socialistas permanecerán vigilantes y combatirán violentamente
esta desviación”.
Los “equidistantes” o —acudiendo a una denominación más exacta— la
fracción de los centristas, no se ha extinguido en la revolución de octubre. Ha
colaborado en el movimiento, con sus miras y dándole una interpretación
propia; pero a la hora de los laureles, a la hora de discutir en el seno del
Partido, querrá que se la discierna su parte en la insurrección, y con estos
valores en la mano pretenderá hipotecar el futuro del Partido.
Es preciso que los jóvenes socialistas se preparen ante esta contingencia. El
centrismo pretendió que a la insurrección contra el fascismo se fuese del brazo
de la pequeña burguesía, junto con los partidos republicanos. Con esto, el
resultado de la lucha, al haber triunfado, no hubiera sido la hegemonía total y
absoluta de la clase obrera, la dictadura del proletariado, como deseaba la gran
mayoría del Partido, sino una situación de colaboración que respetaría más o
menos los privilegios de la clase burguesa.
Cuando el movimiento obrero se decidió a ir solo a la lucha, sin dar
participación en la dirección —como ellos querían— a la pequeña burguesía,
los centristas continuaron en su puesto, no sólo por disciplina, sino porque
tenían la esperanza de que aún triunfante el movimiento se presentarían para
el naciente poder obrero situaciones tan angustiosas que le obligarían a pactar
con la pequeña burguesía —por medio de sus organizaciones políticas—,
dándole entrada en la dirección del nuevo régimen. Esta esperanza, que no se
formuló concretamente nunca, estaba comprendida en aquel constante
desconfiar de la posibilidad de mantener una dictadura proletaria, que
mostraron los centristas, incrédulos siempre respecto a la capacidad de la clase
trabajadora para regir sus destinos y los del país.
En el momento de enjuiciar su actuación en el movimiento insurreccional de
octubre será preciso tener en cuenta los móviles que les llevaron a la lucha.
Pues no es tan importante para el curso de la revolución la actuación personal
de un militante en el momento de la contienda como los fines a que ese
militante pretende conducirla. Y aunque reconozcamos su sacrificio, no
debemos dejarnos llevar por el sentimentalismo. El centrismo nos llevaría, de
no tener en cuenta esto, hacia los caminos de la colaboración de clases, por los
cuales tenemos que negarnos rotundamente a transitar.
En el artículo de Renovación que reproducimos, ya preveíamos que “algunos
adherentes del reformismo declarado” terminarían pasándose al centrismo.
¿Qué es lo que en realidad separa a estas dos corrientes del movimiento
socialista? Antes de octubre, sólo el criterio sobre los medios de llegar a una
situación democrática más o menos avanzada. El centrismo ha heredado la
audacia de los jacobinos. El reformismo, menos audaz, quería llegar a dicha
situación con una política “pacífica”, de contemporización, creyendo que
poniendo la otra mejilla a la agresividad fascista habrían de resolverse las
cuestiones mejor. De haber triunfado la insurrección nos hubiéramos encontrado ligados a ambas tendencias a la hora de intentar mixtificar el carácter
proletario del nuevo poder, dando entrada en él a los partidos de la pequeña
burguesía. Fracasada, en cambio, se ligarán andando el tiempo, para llevar al
Partido a una colaboración de clase.
El centrismo, refugio de los reformistas
A este respecto debemos examinar un problema muy importante. El
reformismo está hoy tan desprestigiado en el Partido que su expulsión parece
tarea sencilla. Efectivamente, hoy en el seno de nuestro movimiento no se
tiene ninguna simpatía por los “generales” reformistas. Sus actos les han
creado, justamente, un ambiente de adversión y antipatía tan denso que sólo
un milagro podría librarles del vergonzoso final. Pero si bien la tarea de
expulsar a los “generales” reformistas no es irrealizable, en cambio la de
aplastar los pequeños tocos reformistas que se refugian oscuramente en los
entresijos de la organización del Partido y los sindicatos, sí lo es. Y mucho. Pues
la misma oscuridad en que se desenvuelven —que no les priva de cierta
influencia en el aparato general— es su mejor protección.
¿Qué harían estos sectores en el momento en que dejaran de recibir la
inspiración de los “generales” reformistas? ¿Les seguirían en la expulsión? Cabe
dudarlo mucho. ¿Iban a pasarse lealmente al revolucionarismo? Aunque
pusieran la voluntad en ello, su mentalidad se lo impediría. Irían, sin duda, a
reforzar el centrismo, con el cual se identificarían más fácilmente. Por lo que se
deduce que el centrismo puede ser —y será probablemente— refugio seguro
para los restos del naufragio reformista.
No es sólo esto. Tal como se van desarrollando los acontecimientos, cabe
pensar que el centrismo enarbolará en el seno del Partido la bandera de la
“unidad”. Cuando vayamos contra el reformismo, el centrismo le acogerá bajo
su manto, y so pretexto de la unidad del Partido, intentará defenderle y evitar
su expulsión.
La bandera que utilizarán será buena para despertar el sentimenta-lismo; pero
la clase obrera sabe de sobra que lo que ellos llaman “unidad” del Partido no
existe, no podrá existir. Y que por otra parte la expulsión de los reformistas no
supone ningún quebranto para la fuerza del Partido, pues hoy son un apéndice
perturbador y confusionista que no hace más que perjudicarnos. Con
sentimentalismos no han triunfado nunca las revoluciones.
Los presuntos peligros de la depuración
¿Qué puede significar para el Partido la expulsión del reformismo y la
eliminación del centrismo en la dirección? No faltan comentaristas que
suponen que la expulsión de los “generales” reformistas sería la escisión. Los
que esto hacen reconocen, de consiguiente, que el reformismo posee masas
propias. ¿Es esto cierto?
¿Dónde se hallan las masas del reformismo? No las hallamos por ninguna
parte. Todo el mundo reconoce que si el reformismo tiene alguna simpatía, no
es en el seno de nuestro movimiento; la presión de las masas, y no otra cosa,
fue la que les expulsó de un baluarte que parecía inexpugnable: la dirección del
Sindicato ferroviario, que luego han reconquistado como sabemos; la presión
de las masas, y no otra cosa, les desalojó de la dirección de la Unión General de
Trabajadores. Son las masas las que han ido acorralándolos.
Puede ser que fuera de nuestro movimiento, en algunos sectores de la clase
media, posean simpatías. Nosotros no lo creemos, pero lo admitimos para el
razonamiento. ¿Qué puede suceder en tal caso? ¿Que estos supuestos sectores
dejen de discernirnos su simpatía? Pues aunque esto sucediera, nadie podría
hablar de que en el Partido Socialista se había producido una escisión. Nuestros
cuadros no mermarían en nada. En cambio, ganaríamos a sectores muy
apreciables de la clase obrera, para los cuales la heterogeneidad de tendencias
en nuestro partido merece desconfianza, y nos pondríamos en condiciones de
mantener, por modo constante, una línea revolucionaria justa, alejada de los
zigzás a que, de otra forma, permaneceríamos expuestos.
En cuanto a la eliminación del centrismo en la dirección del Partido, sólo
resultados satisfactorios para la marcha de nuestra política podría traer.
Contra la alianza de los republicanos
Se habla de la posibilidad de una lucha electoral. De diversos sectores políticos
ha partido la consigna de unir a las fuerzas de los partidos obreros con las de
los republicanos que representan a la pequeña burguesía.
A este conglomerado, los comunistas, que son quienes primero han publicado
la consigna, la denominan “Bloque popular antifascista”.
No hemos de caer en el “blanquismo” al criticar la posición de los comunistas.
Estamos de acuerdo con Lenin en que la clase obrera no debe temer los
compromisos políticos en circunstancias en las cuales pueden favorecerla.
¿Pero son esas circunstancias precisamente las actuales?
Nosotros creemos que no. La clase obrera no se halla tan maltrecha que se vea
obligada a servirse tan estrechamente de la pequeña burguesía por salir a flote.
Muy al contrario; tras las jornadas de octubre, sus organizaciones y su Partido
siguen en pie, más fuertes, con más prestigio revolucionario, dispuestas a
tomar la ofensiva con grandes probabilidades de éxito en cuanto se presentara,
por ejemplo, la perspectiva de una contienda electoral.
¿Qué ha sucedido para que el Partido Comunista lance una consigna tan
inoportuna? Para nosotros, la respuesta es clara. La dirección de la Tercera
Internacional vio que, a raíz de las jornadas de octubre, las fuerzas de la
reacción clerical-fascista desde el poder pretendieron responsabilizar en el
movimiento insurreccional a los partidos republicanos. Azaña, el jefe de la
izquierda, fue encarcelado; se le rodeó de una aureola de mártir. Con esto las
derechas fomentaban inconscientemente la posibilidad de que el
republicanismo de izquierda reviva.
La Tercera Internacional ha creído que con esta persecución arbitraria iba a
resucitar en las masas populares el entusiasmo por la coalición republicanosocialista; alejada del sentir de aquéllas; ha supuesto que el Partido Socialista
se va a dejar llevar por la nostalgia de los tiempos de la coalición y va a
decidirse por la alianza electoral con los republicanos.
Partiendo de esta falsa suposición, la Tercera Internacional construye su
consigna. En el año 1930, por hallarse al margen de los acontecimientos, no
participó en la alianza revolucionaria de los socialistas y republicanos, y su
partido en nuestro país quedó tan rezagado que luego le ha sido muy difícil
levantar la cabeza. Para que ahora no suceda igual, los comunistas se adelantan
a publicar la consigna, y de esta forma suponen ellos que si llegara el momento
de la coalición tendrían derecho a ocupar su puesto en ella.
Esa consigna hallará en el seno de nuestro Partido unos defensores: los
centristas. Es preciso que todos los militantes estén prestos a impedir que
triunfe. El centrismo intentaría en tal ocasión dar la batalla a la fracción
revolucionaria y convertirse en el eje del Partido. La lucha sería dura. Seria
puesta a prueba nuestra capacidad revolucionaria. Es preciso luchar por
aplastar los más ligeros brotes de este criterio contrarrevolucionario en cada
localidad, en cada provincia, para que no triunfen en el terreno nacional.
Es preciso desarmar a los comunistas, identificados con la derecha del Partido
Socialista en la apreciación de esta cuestión, poniendo de relieve cómo los
verdaderos bolcheviques somos nosotros, que, frente a la consigna de Bloque
Popular Antifascista, levantamos la de la Alianza de los proletarios.
Las Juventudes, fuera ya de la Segunda Internacional, tienen que impulsar al
Partido por el mismo camino
Ante el Partido y las Juventudes Socialistas, como una etapa más del proceso
de bolchevización, se presenta, cada vez con mayor apremio, la cuestión de la
Internacional. Nuestro objetivo no es sólo la revolución española, sino la
revolución mundial, la dictadura proletaria en todos los países. ¿Es la Segunda
Internacional el organismo que puede conducirnos a este fin?
La Segunda Internacional desarrolló un gran papel en la historia del
proletariado hasta que se produjo la debacle de 1914-18. Antes de que
aconteciera esto, había albergado al proletariado revolucionario, separado de
Bakunin y sus epígonos. Realizó una inmensa labor de captación de masas,
contribuyendo notablemente al desarrollo de los partidos obreros en Europa.
Pero no resistió la prueba del fuego. Cara a la guerra, el grueso de sus partidos
se pasó de lleno al lado del imperialismo, en una claudicación indigna y
condenable.
Terminada la guerra se reconstruye la Segunda Internacional, y vuelven a ella
los que votaron los créditos, los que se rindieron a los favores del imperialismo.
Se incautan de su dirección los socialdemócratas alemanes, compendio y suma
de todas las iniquidades y claudicaciones. Los que en 1914 amparaban al kaiser
votando los créditos de una guerra; los que en 1918 se encontraron con todo el
poder de su país en sus manos y lo entregaron en las de la burguesía
acobardada, apoyándose en los oficiales del kaiser. Desde su reconstitución, la
Segunda Internacional tuvo la fatalidad de caer en poder de los que aplastaron
el alzamiento espartaquista, dirigido por Liebknecht y Rosa Luxemburgo, los
que salvaron al capitalismo alemán, los que impidieron una revolución.
Esto había de provocar un recelo justificado en el proletariado internacional
contra la Segunda Internacional. Sin embargo, los críticos de esta organización
han cometido un craso error al medir a todos sus partidos por el rasero de la
socialdemocracia germánica. Es preciso reconocer que la Segunda Internacional
es un conglomerado heterogéneo y confuso en el cual predomina el
reformismo, sin que esto suponga que no haya otras organizaciones dignas de
tenerse en cuenta.
Al lado de los socialistas escandinavos, de los laboristas ingleses y de los
socialdemócratas alemanes ha coexistido el “austromarxismo”, que tenía
aceptada en su programa la violencia como arma revolucionaria. Sin tener al
socialismo austriaco como un perfecto partido marxista, habrá que reconocerle
méritos que no podrían discernirse a los citados anteriormente. El
austromarxismo ha sido, teórica y políticamente, mucho más audaz y más
honesto, y al final ha sabido lavar sus culpas en la gloriosa Comuna de Viena,
dando un ejemplo de heroísmo y dignidad admirables.
Al lado de todos estos partidos, y en la extrema izquierda de la Internacional,
ha estado siempre el Partido obrero español. Los que conozcan, siquiera sea
superficialmente, la historia de nuestro movimiento, sabrán que el Partido
obrero español estuvo conforme en todo con el programa de la Tercera Internacional y fue de los primeros en solidarizarse prácticamente con la Revolución
rusa, a la que defendió ardientemente.
¿Cuál fue el obstáculo a que nuestro Partido ingresara en la Tercera
internacional? Sólo las “veintiún condiciones de Moscú” —como se ha
denominado históricamente a las proposiciones de la Tercera—. La
supeditación de los partidos nacionales y todos sus órganos —congresos,
comités, etc.— al Ejecutivo de la Internacional. Sin estas condiciones leoninas,
en virtud de las cuales quedaba eliminada la democracia interna en los partidos, pues hasta los acuerdos de los congresos podían ser modificados por la
Internacional, a estas horas nuestro Partido estaría en las filas de la Tercera. Las
“veintiún condiciones” nos expulsaron de ella. Y para no permanecer
desconectado del proletariado internacional, el Partido Socialista continuó en
la Segunda, forzado por las circunstancias, y sin que se le pueda responsabilizar
en la dirección de aquélla, a la cual fue siempre ajeno.
Nadie hallará en el socialismo español, a pesar de los errores que puede haber
cometido —sólo luchando se yerra— los rasgos característicos de la
socialdemocracia europea. Nuestro Partido ha sido partidario siempre de la
violencia revolucionaria y la ha utilizado en diversas ocasiones, la última en
octubre. No ha dado muestras de compartir el pacifismo pequeño burgués de
la Segunda Internacional, que confiaba toda la labor antimilitarista a la
Sociedad de las Naciones; ha mantenido unos principios revolucionarios, y
frente a las posibilidades devictoria que se presentan en la etapa actual para la
clase obrera, ha lanzado y propagado ardorosamente la consigna de la
dictadura del proletariado y de la alianza obrera contra la burguesía.
En este período de lucha intensa es cuando se han agudizado más las
contradicciones entre el socialismo español y la Segunda Internacional. En una
etapa tan adelantada del desarrollo político de nuestro país se pone de
manifiesto la incompatibilidad ideológica que antes permanecía en estado de
latencia.
Porque si la Segunda Internacional no ha tenido el valor de formular un juicio
acerca de la insurrección de octubre, limitándose a prestar su solidaridad a los
perseguidos, la Internacional Juvenil Socialista, hechura suya, en la última
reunión de la Mesa, fue más clara. Por boca de Ollenhauer dijo: “Estamos
moralmente al lado de las Juventudes Socialistas de España. Sin embargo,
tenemos que hacer grandes reproches a su línea política, con la que no nos
hallamos conformes”.
La Federación de Juventudes Socialistas no tiene, en cambio, ningún lazo moral
con Ollenhauer ni con la Internacional que él controla, y de lazos políticos, ni
hablar. Las Juventudes Socialistas de España se hallan fuera de la disciplina dela
Segunda Internacional. Al adoptar esta actitud, la Comisión ejecutiva sabe que
interpreta el sentir de los jóvenes militantes.
Pero adelantaríamos poco, poquísimo, si no impulsáramos al Partido Socialista
a seguir la misma ruta. Nuestra resolución hay que llevarla al seno del Partido,
y es preciso conseguir de su primer Congreso el acuerdo de retirarse de la
Segunda Internacional. Para ello es preciso que los jóvenes socialistas comiencen una activa campaña entre los militantes adultos, convenciéndole de
que la Segunda Internacional es un organismo muerto, que no ha sabido
interpretar el sentido de la revolución de octubre, que ha demostrado su falta
de vida al no poder trazar a sus secciones una línea en el problema de la unidad
obrera, por lo cual continuar en su seno es retrasar el desarrollo de nuestro
movimiento en el interior del país y comprometernos en unas
responsabilidades que no son nuestras.
En el proceso de la bolchevización del Partido Socialista, la salida de la Segunda
Internacional es, como hemos dicho, una etapa indispensable. Tenernos que
dedicarnos a penetrar al Partido este convencimiento.
El camino a tomar en el terreno internacional
Cuando el Partido Socialista abandone la Segunda Internacional ¿cuál va a ser
su actitud? ¿Va a quedarse al margen del proletariado de los demás países,
aislado entre el Cantábrico, los Pirineos, el Mediterráneo y Portugal? ¿Podemos
luchar eficazmente contra la burguesía en el terreno nacional,
desentendiéndonos de lo que pasa en el resto del mundo?
No hará falta demostrar que la revolución en un solo país, máxime si éste tiene
las condiciones económicas y geográficas de España, no puede llevarse a sus
últimas consecuencias. La URSS, que en este aspecto está en condiciones muy
superiores a las nuestras, lucha contra los grandes inconvenientes que
provienen de su aislamiento. Los años heroicos del comunismo de guerra, los
sacrificios para llegar a la realización de los planes de reconstrucción industrial,
todo el esfuerzo que esta costando al proletariado ruso la edificación del
socialismo sería baldío si Rusia no contara con el apoyo y la salvaguardia moral
y material del proletariado de todos los países. Para llevar la revolución en
España a la victoria precisamos del mismo apoyo, dado, si cabe, en una
proporción mayor a los revolucionarios españoles que a los rusos, puesto que
las dificultades que encontraremos nosotros serán, dentro de la proporción,
mayores. Sin ese apoyo y el de la Unión Soviética, nosotros no podríamos ir
adelante una vez conquistado el poder.
Sin referirnos ya al Partido, descendiendo al problema que tienen las mismas
Juventudes, ¿es que nuestra Federación podría quedar aislada al abandonar la
Internacional? Todo lo contrario; fuera de dicho organismo, nosotros
reforzaríamos nuestros lazos de unión con las Juventudes Socialistas belgas,
francesas, austriacas e italianas, a las cuales sólo separan de nuestro
pensamiento matices que en el curso de la lucha en sus respectivos países
serán salvados. Reforzaremos el contacto con esas organizaciones,
fomentaremos unas relaciones que hasta ahora eran débiles, pero que con
nuestra salida se consolidarán. Haremos ver así a esas Juventudes que no
abandonamos la Internacional por sectarismo, sino por incompatibilidad
ideológica y moral; incompatibilidad que ellas a su tiempo tendrán que
publicar, cuando se convenzan de que no hay posibilidad de regenerar un
organismo podrido, muerto. El Partido deberá hacer lo mismo al abandonar la
Segunda Internacional con los demás partidos de izquierda de dicho organismo.
Pero esto no es suficiente en el terreno internacional. Es preciso someterse a
una dirección.
Una consigna infortunada: La Cuarta Internacional
A raíz de la derrota del proletariado alemán, Trostky lanzó su consigna para la
fundación de la Cuarta Internacional. El célebre revolucionario había
examinado la situación alemana y había llegado a la conclusión de que sólo con
la unidad de la socialdemocracia y el Partido Comunista podría cerrarse el paso
al fascismo. No cabe negar a Trotsky, en este aspecto, una visión clarividente.
Mas, por aquellas fechas, la Tercera Internacional no había renunciado aún al
principio pragmático según el cual la socialdemocracia es tan adversaria de la
clase obrera como el fascismo, y lo único que perseguía era atraerse a las
masas obreras que marchaban bajo las banderas reformistas. Y junto a este
sectarismo erróneo de los comunistas se hallaba el conformismo de la
socialdemocracia aliada a los católicos y que consideraban nefanda toda
aproximación al bolchevismo. Estas condiciones dejaron abierta la puerta al
fascismo. Las recomendaciones de Trotsky no tuvieron ninguna eficacia. Dieron
la vuelta al mundo, pero allí donde debían ser atendidas no se les prestó
ningún interés. La personalidad de Trotsky no era la más indicada para
conseguir una conciliación.
Trotsky creyó hallar en la desunión del proletariado alemán, y en su
consecuencia en el advenimiento del fascismo, una gran posibilidad histórica
de crear y fomentar un partido que siguiera sus inspiraciones. Deducía,
certeramente, que en el seno del proletariado internacional se produciría, tras
la experiencia alemana, un movimiento de unidad arrollador.
Pero cuando erraba era al suponer que tanto la Tercera Internacional como los
partidos de la Segunda no iban a ser capaces de acomodarse a los nuevos
deseos del proletariado. Y partiendo de este supuesto falso, Trotsky llegaba a la
conclusión de que la clase obrera, disgustada con ambas Internacionales,
buscaría la unidad por nuevos derroteros, cuyo cauce podría ser muy bien el
que le ofreciese una Cuarta Internacional.
Desde el momento que la Tercera renunció, aleccionada por los hechos, a
seguir manteniendo la teoría del socialfascismo, sus consignas de unidad por la
base y propuso la unidad en la dirección de los partidos socialistas, sin tener en
cuenta si su actuación era revolucionaria o reformista, los fundamentos que
pudieron ser base de la Cuarta Internacional se esfumaron.
Ni Trotsky ha vuelto a ocuparse de su consigna, tras el viraje de la Internacional
de Moscú, sino de una manera explícita y pública; tácitamente ha renunciado a
ella.
Está claro, pues, que la Cuarta no es la Internacional del Partido ni de las
Juventudes Socialistas de España.
Lo que nos une a la Tercera Internacional
Si hay que abandonar la Segunda y la Cuarta no existe, tendremos que volver la
vista hacia la Tercera Internacional. Examinemos primero los puntos que nos
unen a este organismo. Luego veremos los que nos separan.
La Tercera Internacional celebró su último Congreso mundial en el año 1928, en
Moscú. Desde entonces no ha vuelto a reunirse. Parece ser que lo hará esta
primavera. Pero hasta ahora no ha modificado, por consiguiente, el programa y
los estatutos que entonces fueron aprobados.
La primera parte del programa estudia el imperialismo como la etapa en que el
capitalismo moribundo hace un esfuerzo supremo por perpetuarse. Para ello
incrementa sus formaciones militares y las lanza a la conquista de nuevos
mercados; utiliza a la socialdemocracia como ligazón para atar a las masas
obreras a la política imperialista. En este período es cuando los contingentes de
parados aumentan fantásticamente, se desarrolla la técnica llegando a grandes
extremos de perfección, se realiza el movimiento de concentración del
capitalismo, la trustificación, y el capital financiero se convierte en señor y
árbitro de la vida de los países.
El proceso de concentración va acelerando la caída capitalista. “La forma
imperialista del capitalismo, al expresar la tendencia a la cohesión de las
fracciones diversas de la clase dominante, opone las grandes masas proletarias
no a un patrono aislado, sino, en proporciones cada vez mayores, a la clase
capitalista entera y a su poder estatal”.
Esto pone a la orden del día la lucha por conquistar el poder del Estado, por
implantar la dictadura del proletariado, lucha que sólo puede conducirse por
medio de la violencia revolucionaria.
La guerra europea minó las bases del régimen capitalista. En este período del
imperialismo, las guerras “por un nuevo reparto del mundo” tienen siempre
consecuencias revolucionarias. Tras las del 14-18 vino la revolución rusa, la
caída de las monarquías en los imperios centrales, el intento comunista de
Hungría.
En este período también es cuando surge el fascismo, último resorte del gran
capital, que implanta su dictadura terrorista. Sin embargo, las contradicciones
del capitalismo, que se manifiestan más claras que nunca en este período,
aseguran la victoria proletaria en la arena mundial.
En el período de transición del capitalismo al socialismo, el proletariado acude
a su dictadura de clase, tras haber tomado el poder. Para este período la IC
preconiza unos objetivos relativos a la “industria, transportes, servicios de
comunicaciones, economía agraria, comercio y protección del trabajo y las
condiciones de existencia, vivienda, cuestiones nacional y colonial y medios de
influencia ideológica”, con los cuales, salvando las diferencias entre nuestra
situación y la de Rusia, no podemos más que hallarnos de acuerdo.
En estas líneas queda condensado lo fundamental del programa de la IC, que
aceptamos. Quedan otros puntos, a los que aludimos más adelante, y de los
cuales haremos una crítica objetiva y serena.
Lo que nos separa de la Tercera Internacional
¿Qué nos separa, en cambio, de la Tercera Internacional? Ya hemos dicho que
en el año 1921 nos separaron las “veintiún condiciones”. Ahora,
fundamentalmente, nos separan los estatutos elaborados en el Congreso de
1928. En ellos se consagra la dictadura del Comité ejecutivo de la Internacional.
Se difumina, hasta hacerla desaparecer, la democracia en el seno de los partidos obreros. La Tercera Internacional, al intentar convenirse en heredera de la
Primera, ha copiado, extremándolas, las características que produjeron —entre
otras causas— la disgregación de esta última. Franz Mehring, el gran escritor
alemán, amigo de Liebknecht y Rosa Luxemburgo, en su biografía de Marx
explica cómo, según se desarrollaban los partidos socialistas por el mundo y
adquirían personalidad política en sus respectivos países, les iba siendo más
difícil someter todos sus movimientos a las consignas tácticas y políticas de la
Internacional. El sistema centralista de ésta había servido mientras los partidos
fueron insignificantes, reducidos a un papel de propaganda y apostolado; en
cuanto comenzaron a influir en la política, a tener peso específico, surgieron a
la superficie las contradiccio-nes de un sistema tan rígidamente centralista. Y la
Primera Internacional se vino abajo, tanto por la acción perturbadora de los
bakuninistas como por esas contradicciones.
La prueba de esto es que los partidos de la Tercena Internacional, salvo en muy
contados países, apenas han podido crecer; son, como ellos mismos confiesan,
una minoría, y la causa de que en Europa no hayan arrebatado al reformismo
sus masas obedece a que la dictadura del Comité ejecutivo impone a veces
consignas torpes e inadecuadas a la situación política nacional.
Al hablar de dictadura del Comité ejecutivo (CEIC), no lo hacemos a humo de
pajas. Los estatutos de la Internacional Comunista la consagran en todos sus
artículos. En el 7º, “observación 11”, se dice: “La estructura orgánica de los
partidos, las reformas de dirección de su actividad son fijadas por medio de
instrucciones especiales del Comité ejecutivo de la Internacional Comunista y
de los Comités centrales de las secciones de la misma”.
A su vez, en el artículo 13 se establece lo siguiente:
“Las resoluciones del CEIC (Comité ejecutivo) son obligatorias para todas las
secciones de la Internacional Comunista y deben ser puestas en práctica
inmediatamente. Las secciones tienen el derecho de apelar al Congreso
mundial de las resoluciones del CEIC; sin embargo, mientras dichas resoluciones no hayan sido anuladas por el Congreso, su ejecución es obligatoria para las
secciones”.
Sin embargo, esto no es todo; donde la democracia interna queda totalmente
yugulada es en el artículo 14, cuyo texto es éste:
“Los Comités centrales de las secciones de la Internacional Comunista son
responsables ante sus Congresos y ante el CEIC. Este último tiene el derecho de
anular y modificar tanto las resoluciones de los Congresos de las secciones
como de sus Comités centrales, así como de tomar decisiones obligatorias para
los mismos”.
Es decir, que los Congresos nacionales, los órganos más elevados de la
democracia interna, a la cual no podrá renunciar nunca el proletariado
consciente y revolucionario, quedan sometidos a la autoridad del Comité
ejecutivo de la Internacional, que desde Moscú puede rectificar acuerdos que
todo el Partido ha considerado como los más adecuados a la situación en que
se desenvuelve. El Partido Socialista español, precisamente por su capacidad y
por su instinto revolucionario, no podría someterse nunca a esta dictadura, que
no tiene justificación de ningún género. El CEIC posee, además, medios
coactivos para aplicar sus decisiones:
“Artículo 15. El CEIC tiene el derecho de excluir de la Internacional Comunista a
secciones enteras, grupos y miembros aislados que infrinjan el programa y los
Estatutos de la Internacional Comunista o las resoluciones de los Congresos
mundiales y del CEIC”.
Creemos que no será preciso más para demostrar que en la actual estructura
de la IC no queda ni el más leve resquicio para la democracia interna. Los
demás artículos, que no transcribimos por innecesarios, refuerzan y consolidan
el poder absoluto del Comité ejecutivo.
¿Es que el Partido y las Juventudes Socialistas de España, aunque acepten el
programa, pueden estar en una Internacional en la cual todas las inspiraciones
vienen de arriba; con un comité ejecutivo que no sólo marca las directrices
políticas de la organización, sino que puede expulsar por cuenta propia a los
militantes sin escuchar la opinión de las masas, incluso desatendiéndola; que
puede modificar los acuerdos de los Congresos, en los cuales está representado
el sentir de todos o la gran mayoría de los afiliados? ¿Pueden todos los
militantes socialistas, desde el primero al último, resignarse a perder la facultad
de autodirigirse y de ejercer la crítica proletaria que tan beneficiosa es para el
movimiento?
Resueltamente no. Esas condiciones estatutarias son las que nos separan hoy
de la Tercera Internacional.
Algo de lo que hasta ahora ha rectificado la Tercera internacional y lo que
debe rectificar
Sin embargo, nosotros no perdemos la esperanza de que la Tercera
Internacional reforme sus estatutos. Lo mismo que ha rectificado en otros
aspectos, tendrá que rectificar en éste. La lección de los hechos la obligará a
ello. Los comunistas pretenden infantilmente que la Tercera Internacional no
ha rectificado. Sin embargo, aun los obreros menos cultos han podido advertir
el viraje.
Hasta el hundimiento del proletariado alemán, la IC mantuvo íntegramente su
programa, en el cual se hace constar que los cuadros dirigentes de la
socialdemocracia y de los sindicatos “se han mostrado como los transmisores
directos de la influencia de la burguesía en el proletariado y como el mejor
sostén del régimen capitalista”. “La socialdemocracia internacional —sigue
diciendo el programa de la IC— de todos los matices, la Segunda Internacional
y su sucursal, la Internacional de Amsterdam, se han convertido, pues, en la
reserva de la sociedad burguesa, en su apoyo más seguro”.
Por consiguiente, “... el proletariado internacional no puede cumplir su misión
histórica —destrucción del yugo imperialista y conquista de la dictadura
proletaria— sino luchando ‘sin piedad’ contra la socialdemocracia”.
De esta concepción teórica sobre la Segunda Internacional, totalmente
errónea, provenía la consigna que se mantuvo hasta poco después de la subida
de Hitler al poder, de frente único por la base y de combate constante contra
los Partidos Socialistas. Como decimos páginas atrás, los críticos de la Segunda
han sido demasiado unilaterales al no apreciar en dicho organismo matices
muy distintos a los de la socialdemocracia alemana, por cuyo rasero ha medido
la Tercera a todos los partidos socialistas. Que esto es falso e injusto lo dice la
historia del Partido obrero español, cuajada de luchas revolucionarias. La
injusticia con que se nos ha tratado ha repercutido en la sección comunista de
nuestro país, que aún no ha podido desarrollarse, mientras nuestra fuerza
aumenta cada día.
Ahora la IC, también unilateralmente, sin tener en cuenta si tal o cual partido
socialista es revolucionario o reformista, ha cambiado de actitud y propone la
unidad de acción a la socialdemocracia. Ya no es preciso, a lo que parece,
luchar “sin piedad” contra la Segunda Internacional; al contrario, lo preciso es
luchar unidos a ella.
¿Qué ha sucedido para esta repentina mutación? Que los hechos han tirado
por tierra la tesis comunista que se ha dado un llamar del “socialfascismo”,
porque si se ajusta a la situación de Alemania, no le sucede lo mismo con
relación a la de otros países.
Pero ¿se han radicalizado acaso los partidos socialistas, exceptuando el
nuestro? ¿Se han radicalizado los socialdemócratas escandinavos, a los cuales
se propone la unidad de acción por la IC? ¿Se han radicalizado los franceses, los
suizos? Nosotros opinamos que, por el contrario, mantienen sus características
anteriores. Siguen siendo iguales; sin embargo, la IC les propone la unidad en la
dirección. ¿No está claro que quien ha rectificado es la IC y sólo la IC?
A pesar de que los comunistas lo nieguen, la cosa está demasiado clara. Lo
mismo sucede en cuanto se refiere a la Sociedad de Naciones. En el programa
de 1928 se habla de ella repetidas veces con desprecio y enemistad. “El mundo
capitalista —se dice—, impotente para superar sus contradicciones internas,
esfuérzase en crear un organismo internacional (Sociedad de Naciones) con un
objetivo principal: detener el avance ininterrumpido de la crisis revolucionaria y
estrangular por medio del bloqueo o de la guerra a la Unión de Repúblicas
Soviéticas”. (Página 28 del Programa dela IC)
En otra parte del mismo se denomina a la Sociedad de las Naciones “La Santa
Alianza contrarrevolucionaria de las potencias imperialistas”. A pesar de todo
esto, la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas ha ingresado hace unos
meses en la Sociedad de las Naciones. Es esto una rectificación, ¿sí o no?
Nosotros afirmamos que sí.
Pues bien: la dialéctica histórica obligará a la IC a rectificar también sus
estatutos. A perder su carácter rígidamente centralista o, mejor aún,
militarista, y a abrir cauce a la democracia interna en los partidos. Llegará un
momento, cuando el movimiento obrero haya adelantado en el proceso que
estamos viviendo, singularmente rico en experiencias, en que los dirigentes de
la política comunista rusa se percatarán de que la única forma de volver al
espíritu dela Primera Internacional, de heredar sus tradiciones y continuar su
obra será la de reconstruir la dirección del movimiento obrero internacional
sobre bases programáticas rígidas, decididamente marxistas y revolucionarias.
El caos de ideologías y de tácticas políticas que se albergan en la Segunda
Internacional, conjunto anárquico incapaz de establecer una línea general de
acción para todos los partidos, es algo odioso. Un solo programa, una sola línea
general de acción, pero libertad amplia en el marco nacional, teniendo en
cuenta una frase de Lenin, según la cual el proletariado tiene que vencer
primero al capitalismo de su país; libre decisión de los Partidos nacionales para
afrontar como convenga las situaciones en los respectivos países. Soberanía de
los congresos para decidir los destinos de los partidos. Derecho a la crítica
proletaria interna. Libertad para elegir a los dirigentes, sin que el Comité
ejecutivo de la Internacional pueda destituirlos ni coaccionarlos.
Y por lo que se refiere al Partido obrero español, la Tercera Internacional
tendrá que convencerse de que es el partido bolchevique de nuestro país; el
eje de la revolución y, por consiguiente, el único partido con el cual tiene que
tratar y al que ha de converger tarde o temprano toda la clase obrera española.
Si creemos que es la Tercera Internacional la que habrá de amoldarse a este
género de transformación es por considerar que siendo Rusia el primer país
socialista, la Meca del proletariado, en ella y sólo en ella puede estar el centro
del proletariado mundial, mientras la revolución no vaya triunfando en otros
países.
Hacia la centralización en el terreno nacional
De todo esto se desprende que una vez fuera de la Segunda Internacional, el
proletariado español ha de luchar en el terreno internacional por la
reconstrucción de la dirección del movimiento obrero. Es preciso que los
jóvenes socialistas se convenzan ello y a la vez procuren convencer a los
militantes adultos. Sólo en esa Internacional podrá entrar sin reservas nuestro
Partido. Sólo en una Internacional así podrá realizarse la unificación del
proletariado.
Debemos tener fe en que se llegará a ello. El desarrollo de nuestro partido, que
cada día más se convierte en el eje indiscutible de la revolución española,
tendrá que llevar al convencimiento de la Tercera Internacional que lo lógico, lo
revolucionario, es apoyar nuestra acción.
La experiencia de nuestro movimiento y la que proporciona el examen de la
situación de la clase obrera en todo el mundo llevará a aquel organismo a la
conclusión de que es preciso reconstituir el movimiento obrero internacional
sobre las condiciones que de una manera superficial hemos mencionado.
La tarea que se nos impone a los jóvenes en nuestro movimiento es ardua.
Tenemos, no obstante, fe en verla coronada por el éxito. La expulsión de la
fracción reformista, la eliminación del centrismo en la dirección y la adopción
de una política clara sobre la Internacional, cual que proponemos, son
condiciones indispensables para llegar a la bolchevización de nuestro
movimiento.
Al mismo tiempo, en el seno de nuestro movimiento habremos de luchar por la
centralización de la dirección y de los mandos, que nosotros reputamos como
una consecuencia de la eliminación de las fracciones que propenden a convertir
el partido en un conglomerado confuso.
Si conseguimos realizar nuestras tareas, heredaremos un partido de la clase
obrera robusto, único, con una política justa, que será el guía férreo e
implacable de la revolución española, cuya aurora se inició en los gloriosos
combates de octubre.
Jóvenes socialistas, a la tarea con valor, energía y audacia!
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