Regulación económica y derecho mercantil venezolano a comienzos del siglo XXI Revista Nº 21 Oct.-Dic. 2008 José Ignacio Hernández G. “Hoy puede afirmarse que el derecho mercantil codificado del siglo XIX es un derecho fosilizado, en el que desfilan las momias de contratos que hace tiempo desaparecieron del mundo de los negocios y que han sido reemplazados por otros que los Códigos no registran”. Joaquín Garrigues 1. Introducción. El Código de Comercio francés de 1807 es resultado de las reformas económicas impulsadas desde la Revolución Francesa con fundamento en la doctrina fisiócrata. Tal código coincide con el nacimiento histórico de la libertad de empresa como libertad de industria y comercio. En efecto, la principal innovación del Código de 1807 fue trasladar el centro de gravedad del derecho mercantil del estatuto de los comerciantes, al régimen de la actividad comercial y, más en concreto, al régimen de los actos de comercio(1). Como resume Alfredo Morles Hernández(2): “La transformación del Derecho Mercantil operada por el Código de Comercio francés y el paso de un sistema subjetivo a un sistema objetivo no ocurrió por capricho. La Revolución Francesa había suprimido todos los privilegios (Ley Chapelier) y, en consecuencia, no podían dictarse leyes dirigidas a regular la actividad de una “clase”. Sin embargo, habiéndose proclamado la libertad de comercio y habiendo triunfado la tesis económica de los fisiócratas conforme a la cual la libertad económica era el presupuesto del progreso social, se impuso la necesidad de legislar sobre los intercambios comerciales. La solución que se encontró fue la de regular el objeto (el comercio) en lugar de regular el sujeto (el comerciante). Inmediatamente, la moda codificadora francesa se extendió por toda Europa y luego será seguida, prácticamente, en el mundo entero”. Conviene recordar(3) que la libertad económica —bajo la forma de la libertad de industria y comercio — surge históricamente como una defensa frente a los gremios y las corporaciones que controlaban el ejercicio de todas las actividades comerciales. La amplia dominación sobre el desarrollo de la industria y el comercio por parte de los gremios y corporaciones era el principal rasgo del sistema económico del Antiguo Régimen. Tal sistema se caracterizaba además por las amplias potestades de los poderes políticos de carácter local mediante las cuales se imponían verdaderas fronteras o barrières douanières’. Los gremios, por un lado, y los poderes locales, por el otro, reducían significativamente la autonomía de los ciudadanos para desarrollar actividades industriales y comerciales. Con ocasión de la Revolución Francesa, dicho sistema económico sufre una importante transformación, motivada por dos razones. En primer lugar, debemos destacar la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789, cuyo artículo 4º —verdadero dogma de la Revolución— postula que “la libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudica a otro”. Ninguna referencia expresa se hizo a la libertad según su proyección en el ámbito económico(4). Silencio interpretado, en todo caso, como su reconocimiento implícito, pues —nótese bien— se entendió que la libertad económica estaba comprendida dentro del principio general de libertad que el artículo 4º sancionó. Junto a esta circunstancia, y en segundo lugar, cabe señalar que la doctrina fisiócrata tuvo influencia determinante en la ordenación de la libertad de industria y comercio. Fue la dura crítica que, sobre el sistema de gremios y corporaciones, formuló esa doctrina —Quesnay y principalmente Turgot— la que coadyuvó a la monumental reforma que se implantaría a fin de postular la existencia de una “sociedad abierta e igualitaria, ordenada únicamente por el juego natural del mercado sobre la base de la propiedad”(5). Influencia determinante, decimos, pues los fisiócratas propugnarán por la implantación del germen liberal en el sistema económico, la abolición de los gremios y, consecuentemente, la ampliación de la libertad económica individual. La abolición de los gremios fue uno de los objetivos perseguidos, al sostenerse que “la fuente de todo mal está en la facultad de asociarse en gremios que se otorga a los artesanos de un mismo oficio” —Turgot —. Con estos principios, se declaró la libertad de todo ciudadano para ejercer su profesión o “arte”, incluso, en el ámbito económico —Ley de 2-17 de marzo de 1791, conocida como Décret d´Allarde— y, por tanto, se proscribió el régimen corporativista vigente hasta ese entonces —Ley 14-17 de junio de 1791, conocida como Loi Le Chapelier—. Estas reformas impactarían posteriormente en la legislación mercantil, en tanto la aplicación del Código de Comercio de 1807 se circunscribió a los actos de comercio y no al sujeto, en el entendido de que no podría limitarse la aplicación del derecho mercantil al régimen preferencial del comerciante que ejerce la libertad de industria y comercio. Y será bajo estos postulados que el concepto tradicional del derecho mercantil pivotará en torno a las normas de derecho privado que regulan al comercio, entiéndase, a las actividades desarrolladas en ejercicio de la libertad de industria y comercio. Concepción anclada, como fácil puede entreverse, en el Estado liberal. El advenimiento del Estado social, fenómeno propio del siglo XX, afectará esencialmente la anterior concepción. Los actos de comercio y con ellos, los comerciantes, no se someten solamente a un estatuto de derecho privado —el Código de Comercio—, sino que también pasan a regirse por normas de derecho público, dictadas como resultado de la intervención pública en la economía. Intervención pública que afectará la autonomía privada empresarial del comercio en función del nuevo orden público, también denominado orden público económico. Así, el régimen de los actos de comercio pasa a un esquema claramente mixto, de interaplicación del derecho público y del derecho privado. Al punto que se ha admitido que el derecho mercantil no es, solamente, derecho privado(6). En palabras de Rodríguez(7): “no queda el derecho mercantil, en general, englobado en uno y otro lugar, ya que puede hablarse de un derecho mercantil público y de un derecho mercantil privado. Entrarían en el primero las disposiciones sobre conflicto de normas (derecho internacional), sobre regulación administrativa del comercio (derecho administrativo mercantil), sobre el procedimiento mercantil (derecho procesal mercantil), las de carácter penal (derecho penal mercantil); el segundo quedaría reducido a las relaciones privadas, es decir, aquellas que tienen como sujetos a meros particulares”. Incluso, se ha pretendido desplazar la noción del derecho mercantil hacia el derecho del mercado, entendido como el conjunto de normas que disciplinan el ejercicio de la empresa, con independencia de su naturaleza, es decir, abstracción hecha de su inclusión dentro del derecho público o del derecho privado(8). Una visión, en realidad, más próxima al concepto de derecho económico, en tanto este comprende, precisamente, al conjunto de normas jurídicas que disciplinan la economía, con independencia de su carácter público o privado(9). Se trata, para nosotros, de distintos puntos de vista sobre una misma realidad: los actos de comercio y los comerciantes, otrora regulados por el derecho privado —conforme a los principios trazados desde el Código de Comercio de 1807— pasan ahora a regirse también por normas de derecho público, normas imperativas que limitan la autonomía empresarial privada como consecuencia de los emplazamientos positivos que derivan de la cláusula del Estado social, recogida en el artículo 2º de la Constitución de 1999. Dicha cláusula, obviamente, arroja su impronta sobre el derecho mercantil, atendiendo a su carácter vinculante(10). Las cláusulas económicas de la Constitución de 1999, incluso, fuerzan la penetración del derecho público en el derecho mercantil: la libertad económica reconocida en el artículo 112, que no es más que la libertad de empresa conforme a la acepción que el término tiene en el derecho mercantil, quedará sujeta a las regulaciones que establezca el Estado en virtud de objetivos sociales. El sistema de economía social de mercado reconocido en el texto de 1999 promueve, en cierto sentido, la intervención pública sobre el derecho mercantil. Este movimiento de publicización no es privativo del derecho mercantil(11): un movimiento de igual naturaleza pero de signo contrario se ha desarrollado en el ámbito de las administraciones públicas mediante el empleo de medios jurídico-administrativos, especialmente, como consecuencia de su intervención en el ámbito económico. Es por lo anterior que el régimen jurídico de las administraciones públicas no es exclusivo del derecho administrativo: rige también el derecho privado(12). A ello se opone el principio —derivado de la Revolución Francesa— conforme al cual la administración resulta inmune al juez ordinario y al derecho sustantivo que este aplica, el derecho civil(13). Se trata, sin embargo, de un principio en franco retroceso ante la interaplicación del derecho público y el derecho privado a las administraciones públicas. Todo ello sin tener en cuenta que, en realidad, el Consejo de Estado francés al tratar de crear un nuevo derecho sustantivo —el derecho administrativo— tomó instituciones propias del derecho civil: obligaciones, contrato, responsabilidad, que son todas instituciones basilares civilistas que despliegan su ámbito también en el derecho administrativo. De allí la lúcida conclusión de Sebastián Martín-Retortillo Baquer(14): “En este sentido, el Derecho administrativo fue, y es todavía —necesario es confesarlo— un Derecho secundario en relación con el Derecho civil; un Derecho en cierto modo hijo del ordenamiento privado”. Al igual que el ejercicio de actos de comercio se rige actualmente por normas de derecho público y de derecho privado, la administración se somete también a ambas clases de normas. Solo que —y esto es importante recordarlo— la administración se encuentra marcada por la función vicarial que de ella predica el artículo 141 constitucional, conforme al cual ella ha de servir con objetividad los intereses generales. La aplicación del derecho privado a la administración necesariamente debe ajustarse para cumplir con los requerimientos constitucionales que impone el citado artículo 141, con lo cual, de cierta manera, se está ante un derecho administrativo privado(15). La realidad que ofrece el derecho mercantil en la actualidad es esta: amplio sometimiento a normas de derecho público que disciplinan el ejercicio de los actos de comercio y la propia condición subjetiva del comerciante. Es en este contexto en el que surge la noción de regulación económica, anclada, tradicionalmente, en el derecho público. Regulación económica como el conjunto de normas jurídicoadministrativas que ordenan y limitan el ejercicio de la libertad económica. Ella entraña, como es lógico suponer, una afectación de la autonomía privada empresarial y la consecuente reducción del ámbito de aplicación del derecho mercantil a favor de las normas de derecho administrativo. Como se verá, la regulación económica pretende dar respuesta a las imperfecciones del mercado derivadas de la reciente evolución de los procesos económicos. Una realidad a la que era ajeno, obviamente, el Código de Comercio de 1807 y los demás códigos derivados, como sucede precisamente con el Código de Comercio venezolano. Aquí se presenta una —aparente— antinomia, cuya solución pretende este estudio: en qué medida la estructura del Código de Comercio de 1807 —que, insistimos de nuevo, en muchos códigos vigentes se preserva con variantes, entre ellos el venezolano— puede mantenerse en el contexto actual de intervención administrativa, de amplia regulación económica. 2. Regulación y derecho mercantil. El concepto de regulación no se opone, sin embargo, a la noción de derecho mercantil basado en la idea del acto de comercio. En realidad, el Código de Comercio y demás leyes mercantiles forman parte relevante de la regulación, aun cuando no toda la regulación está comprendida por normas mercantiles. En realidad, el concepto de regulación, incluso para el derecho, excede la distinción entre derecho público y derecho privado. Lo relevante del concepto es su efecto sobre el desarrollo de actividades económicas. De esa manera, la regulación comprende —desde una primera perspectiva— el conjunto de normas de ordenación de la economía, abstracción hecha de su carácter de normas de derecho público o de derecho privado. Pues, en realidad, la ordenación jurídica de la economía puede llevarse a cabo a través de instrumentos jurídico-privados, así como mediante técnicas de intervención de la administración pública. Desde esta perspectiva, no cabe duda de que el Código de Comercio es el principal instrumento de regulación de la actividad mercantil. De manera tal que no existe antinomia entre el derecho mercantil y la regulación. No obstante, es necesario adentrarnos en las distintas acepciones del término regulación, de cara a precisar su relación con el derecho mercantil. 2.1. Las distintas acepciones del término ‘regulación’. Como hemos señalado en otro lugar(16), no existe un sentido unívoco de regulación. Por el contrario, este término puede englobar muchas realidades que, desde ya, conviene precisar(17). En primer lugar, encontramos la regulación civil o institucional, es decir, aquella llamada a definir el estatuto de derechos y deberes dentro del cual se realizarán las operaciones económicas. La regulación civil delimita el ámbito institucional necesario para el adecuado desarrollo de la iniciativa económica, teniendo en cuenta que dentro del mercado no se transan bienes y servicios, sino, en realidad, derechos sobre esos bienes y servicios. En definitiva, como explica Juan de la Cruz Ferrer, la regulación civil reduce los costes de transacción al preordenar el estatuto general de derechos y deberes que resultará aplicable(18). Como puede derivarse, esta regulación civil es indispensable para el ejercicio de la libertad económica, así como para que los consumidores y usuarios puedan ejercer su derecho de selección de bienes y servicios, al cual se contrae el artículo 117 de la Constitución. No es de poca importancia que el artículo 299 de la Constitución sitúe a la seguridad jurídica como uno de los principios fundamentales del orden socioeconómico, lo que ha sido incluso destacado por la Sala Político-Administrativa del Tribunal Supremo de Justicia en sentencia del 15 de mayo del 2001, caso Consorcio Absorven. La asignación de derechos y deberes, y la adopción de mecanismos eficaces de solución de controversias son presupuestos indispensables para el adecuado desarrollo de la libre iniciativa privada. Es por ello que la contraposición entre Estado y libertad no es, en absoluto, valedera. Como hemos afirmado anteriormente, el ejercicio de la libertad económica requiere la presencia del Estado; la propia instauración de un sistema de economía de mercado obliga, podríamos decir, a la intervención del Estado. La regulación civil, ciertamente, limita y ordena el ejercicio de la iniciativa económica, pero lo hace en un sentido facilitador: piénsese en las restricciones establecidas en el Código Civil o en el Código de Comercio. La finalidad de esas limitaciones es delimitar jurídicamente el ámbito dentro del cual podrán desarrollarse transacciones económicas. Esa regulación potencia y refuerza la autonomía privada, y, en consecuencia, entronca con el contenido esencial de la libertad económica. Por ello, puede decirse que mientras mayor sea el ámbito de la regulación civil mayor será el alcance de la autonomía privada negocial. En definitiva, no puede perderse de vista que las actividades económicas sujetas a una intensa ordenación y limitación, e incluso, consideradas como servicios públicos, encuentran su primera y fundamental regulación, precisamente, en el derecho civil y mercantil. En segundo lugar encontramos la regulación administrativa, cuyo fundamento es la tutela de bienes de interés general: sanidad, medio ambiente, seguridad, entre otros. Básicamente, la regulación administrativa o social se fundamenta en las llamadas externalidades. En ocasiones, la causa que legitima la actuación de limitación de la administración económica responde a circunstancias externas de la empresa. Se atiende, básicamente, a dos tipos de externalidades. En un primer grupo, encontramos los efectos que se desprenden de la realización de actividades económicas que, en ocasiones, se traducen en daños o beneficios a ciertos bienes esenciales. Según se trate de uno u otro tipo, estaremos ante externalidades negativas o positivas. En el primer supuesto se habla de costes externos al proceso de producción, que como tales, no son asumidos por la empresa que los origina. En un segundo grupo, suelen ubicarse externalidades que responden a la atención insatisfactoria de ciertas necesidades de interés general relevate por parte de la libre iniciativa privada. Así, el típico ejemplo de la externalidad negativa lo encontramos en el caso de la actividad económica que puede tener efectos nocivos sobre el ambiente —contaminación—. Esos efectos nocivos, que ocasionan un daño —incluso cuantificable económicamente— son externos a la empresa, no forman parte de su estructura de costes ni probablemente serán un criterio determinante para decidir emprender la actividad económica. El alcance de la regulación administrativa o social se ve claramente influenciado por la cláusula del Estado social, que moldea y da contenido a este tipo de regulación. Cláusula del Estado social que impone emplazamientos positivos en cabeza de los poderes públicos, que deberán intervenir a fin de asegurar la efectiva protección de esos bienes jurídicos lesionados por el ejercicio de la iniciativa económica. Cuando mucho, el impacto de esa regulación podrá mitigarse, modificarse, pero nunca eliminarse del todo. En tercer, y último lugar, encontramos la regulación económica, que es, propiamente, la acepción en la que deseamos detenernos. La regulación económica abarca todas las medidas a través de las cuales el Estado interviene para configurar el ejercicio de la iniciativa económica, ante las fallas de mercado existentes dentro de determinado sector. En tal sentido, una de las nociones más difundidas del concepto es la que ha hilvanado G. Ariño Ortiz(19): “es aquella que penetra y configura determinadas actividades que tienen particular relevancia o trascendencia en la vida social (...) son empresas y actividades sujetas a detalladas regulaciones, no solo en su marco externo (...) sino en la propia vida interna de la empresa, cuyos aspectos técnicos, financieros, comerciales o contables, el quantum y el modo de su actividad están también sometidos a normas y directrices especiales (...) que la administración dicta para ellas. En estos casos la regulación no solo limita o condiciona externamente el ejercicio de la actividad, sino que configura internamente a esta”. De esa manera, la regulación económica, desde la perspectiva que ofrece el derecho administrativo, se caracteriza, a nuestro entender, por dos elementos: el primero, referido a sus fundamentos; el segundo, a sus formas de manifestación. En cuanto a sus fundamentos, la regulación económica se justifica ante los llamados fallos de mercado. Como derivación del principio general de mensurabilidad, la regulación económica debe estar basada siempre en fundamentos económicos, y de allí que el análisis económico de la regulación resulte la técnica más acabada de control de esta. Además, en cuanto a la forma de manifestación, el signo característico de la regulación económica es que a través de ella el Estado ordena el ejercicio de determinada actividad, limitando la libertad económica y coartando la libre autonomía empresarial privada. La regulación sustituye, de cierta manera, a la autonomía que ha de informar a las actividades empresariales explotadas con ocasión de la libertad económica. Por ello, la regulación económica se caracteriza, en cuanto a sus formas de manifestación, por dos elementos. Ante todo, (i) se trata de una regulación externa, o sea, que opera por fuera de la empresa. Además, (ii) es una intervención que, operando desde un ámbito exterior, penetra en el desarrollo de la propia empresa, condicionando las decisiones que podrá adoptar el empresario, cuya autonomía es claramente limitada. Desde la perspectiva de la libertad económica, por lo tanto, la regulación incide sobre sus tres atributos —derecho de acceso al mercado, derecho a la explotación de la empresa y drecho a cesar en la actividad emprendida—, afectando notablemente la autonomía privada del empresario. Como resume Cruz Ferrer(20): “la regulación económica penetra en el interior de la actividad empresarial y profesional y sustituye las condiciones de funcionamiento de los mercados, estableciendo barreras de entrada y de salida sobre las actividades y el número de operadores e imponiendo las decisiones esenciales de la producción: qué, cómo, cuándo, dónde y a qué precio producir”. Ahora bien, los instrumentos jurídicos mediante los cuales se lleva a cabo tal ordenación jurídica son muy diversos. Incluso, atendiendo a la extensión de esos instrumentos, el concepto de regulación puede tener un sentido variable: Por un lado, el concepto de regulación económica suele abarcar a las medidas ordenadoras de actividades económicas. En Venezuela, Richard Obuchi (21) ha señalado que la regulación atiende al “conjunto de las reglas formales, en otras palabras, las normas establecidas por los gobiernos”. Esta acepción del término regulación económica encuentra sus raíces en el derecho anglosajón y en la figura de las independent regulatory commissions. De allí que la regulación económica, bajo esta primera acepción, alude a la potestad de configurar, normativamente, determinado sector económico. También el sentido del término regulación se ha adoptado en un sentido muy amplio, para incluir en él no solo la ordenación normativa de la economía, sino también la adopción de medidas concretas encaminadas a limitar el ejercicio de la actividad económica. En esta posición encontramos, en Colombia, a Miranda Londoño y Márquez Escobar(22), que postulan que lo relevante de la regulación es que a través de ella la administración procura conciliar intereses contrapuestos, pudiendo manifestarse a través de actos normativos, pero también mediante actos concretos, como la autorización. La regulación es, entonces, el conjunto de medidas de ordenación y limitación adoptadas por la administración, con fundamento en fallas de mercado, mediante las cuales condiciona externamente el ejercicio de la libertad económica en determinado sector, en lo que atañe al acceso al mercado, la explotación de la empresa y el cese del ejercicio de la empresa emprendida, restringiendo de esa manera la autonomía privada empresarial e interviniendo, incluso, en la adopción de decisiones gerenciales. 2.2. El impacto de la regulación en el derecho mercantil: la idea —confusa— del orden público económico. De lo antes expuesto puede colegirse que el derecho mercantil forma parte de la regulación, o si se quiere, que el Código de Comercio es el principal instrumento de la regulación civil o institucional y que es el llamado a definir el marco básico de la actividad comercial. Ello se deriva con claridad de su artículo 1º, el Código de Comercio —dispone la norma— rige las obligaciones de los comerciantes en sus operaciones mercantiles y los actos de comercio, aunque sean ejecutados por no comerciantes. Es decir, que el Código de Comercio se conforma, esencialmente, de un conjunto de instrumentos llamados a ordenar la actividad de los comerciantes y de los actos de comercio, precisando el estatuto de deberes y derechos aplicable. Junto al Código Civil, el Código de Comercio comprende la parte más esencial de la regulación institucional. Lo propio cabe afirmar de las leyes mercantiles que, atendiendo a la extrema movilidad del fenómeno mercantil, se han disgregado del Código de Comercio en un movimiento de descodificación que parece cada vez más creciente. La principal característica de esta regulación institucional, como decíamos, es que ella es esencialmente dispositiva: el Código de Comercio permite ahorrar costes de transacción al precisar la regulación básica de las obligaciones de los comerciantes en sus operaciones mercantiles y de los actos de comercio, sin perjuicio de las reglas especiales que los comerciantes pueden establecer en virtud de su autonomía privada. Tan es así que, incluso, la costumbre mercantil forma parte integrante de las fuentes del derecho mercantil, en los términos del artículo 9º del Código de Comercio. El principal límite a esa autonomía privada negocial lo constituía el tradicional concepto de orden público, según refiere el artículo 6º del Código Civil. Durante el auge del Estado liberal —y por ende, para el momento de la promulgación del Código de Comercio de 1807— se trataba de un orden público negativo: la autonomía privada no podía derogar aquellas disposiciones del Código de Comercio establecidas en protección de la seguridad, salubridad o moralidad. Nótese que el orden público, bajo esta visión, no condiciona los modos de ejercicio de los actos de comercio, sino que, por el contrario, impone límites negativos a la libertad de empresa de los comerciantes. Pero este concepto de orden público, como ha sido ampliamente estudiado desde el derecho administrativo(23), sufrió no pocos cambios como resultado del advenimiento del Estado social, pues del orden público liberal se dio paso al orden público económico, según el cual corresponde al Estado imponer los modos y condiciones de ejercicio de la actividad mercantil a fin de asegurar la satisfacción de la procura existencial. De allí que la existencia de un orden público económico solo puede afirmarse como consecuencia específica de la intervención del Estado en la economía. El sustrato de las relaciones entre operadores económicos ha sido siempre la libre autonomía de estos. El derecho mercantil es, en cierto modo, un estatuto anclado en la autonomía privada del comerciante. La intervención pública en la economía, por el contrario, se sustenta en la restricción de dicha autonomía. La llamada publicización del derecho mercantil se basa entonces en la limitación a la autonomía del comerciante. Aquí se ubica, precisamente, el llamado orden público económico. Esta tesis, principalmente francesa, ha sido estudiada por G. Farjat(24), que aporta la siguiente definición: “se puede definir el orden público económico como el conjunto de reglas obligatorias en las relaciones contractuales relativas a la organización económica, a las relaciones sociales y a la economía interna de los contratos”. El orden público económico atañe, en un sentido general, a las medidas adoptadas por los poderes públicos para organizar las relaciones económicas. Supone, por ende, la reducción del dominio del derecho civil. El contenido del orden público económico afecta la propia organización económica, se trata de orden público económico fundamental, que puede equipararse al concepto de Constitución económica. Hay también un orden público económico de contenido social, reflejado principalmente en las normas del derecho del trabajo. Por último, el orden público económico afecta la economía interna de los contratos, a través de ciertas medidas de protección a los contratantes. En fin, el orden público depende del sistema económico de cada Estado: hay así un orden público económico neoliberal; junto a este, un orden público económico dirigista. Según Farjat, orden público y orden público económico no son del todo nociones coincidentes. En el ámbito civil, el orden público es una noción de excepción, dado que la libertad de contratos es la regla. Los