Subido por Angel Montesflores

Como le va a su familia Padre Hugo Estrada

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Indice
¿CÓMO LE VA A SU FAMILIA?
Sobre el Autor
¿Cómo le va a su familia?
1. Crisis en Nuestros Hogares
¿A favor del Machismo?
Retrato de mujer
Los hijos
Algo indispensable
Hay que tender un puente
No sólo crecer en estatura
Si el Señor no construye...
Nuestro tesoro
2. Una sola Carne
Una ayuda adecuada
Una cadena
Todo al revés
¿Se les olvidó platicar?
Las pequeñas cosas
El corazón es alcancía
Dios se paseaba
Hogares, hogueras
3. El Amor en el Matrimonio
El auténtico amor
Nuestro amor
Amor = perdón
Un examen peligroso
4. Los Papeles en el Matrimonio
Una cabeza
La cabeza está fallando
La ayuda adecuada
La mujer liberada
Como el primer día
5. Plagas de Nuestras Familias
El egoísmo
La infidelidad
El exceso de licor
La falta de comunicación
Falta de oración en pareja
No tengan miedo de gritar
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6. La Educaciónde los Hijos
¿Para quién la bofetada?
La disciplina indispensable
Obra de paciencia
Una religión viva
Reflejo de los padres
7. El Buen Samaritanoen el Hogar
8. Jesús en el Hogar
La bendición de Dios
La oración de los esposos
Sobre arena sobre roca
Amor naturaly amor sobrenatural
La fe
La epifanía de María
Invítenlos...
9. La Bibliaen la Familia
El lugar para la Biblia
Desde la niñez
Aprender a escuchar a Dios
Un lugar de preferencia
10. La Oraciónen Familia
Familias ejemplares
El sacerdocio de los papás
La oración en el hogar
No es nada fácil
La virgen María en el hogar
Babel o Caná
11. Los Sacramentos en la Familia
El Bautismo
La Confirmación
La Reconciliación
La Eucaristía
La Unción de los Enfermos
El Orden Sacerdotal
El Matrimonio
Familia sacramental
12. La Familia Reconciliada
La reconciliación con Dios
La reconciliaciónentre los de la familia
Perdonarnosa nosotros mismos
Hay que platicar mucho
La isla de paz
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P. HUGO ESTRADA, sdb.
¿CÓMO LE VA A SU FAMILIA?
Ediciones San Pablo
Guatemala
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NIHIL OBSTAT:
Pbro. Lic. Sergio Checchi, s.d.b.
Puede imprimirse:
Pbro. Ricardo Chinchilla, s.d.b.
Provincial de los Salesianos en Centroamérica
CON LICENCIA ECLESIASTICA
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Sobre el Autor
EL PADRE HUGO ESTRADA, s.d.b., es un sacerdote salesiano, egresado del
Instituto Teológico Salesiano de Guatemala. Obtuvo el título de Licenciado en Letras en
la Universidad de San Carlos de Guatemala. Tiene programas por radio y televisión.
Durante 18 años dirigió la revista internacional “Boletín Salesiano”.
Ha publicado 47 obras de tema religioso, cuyos títulos seran parte de esta colección.
Además de las obras de tema religioso, ha editado varias obras literarias: “Veneno
tropical” (narrativa), “Asimetría del alma” (poesía), “La poesía de Rafael Arévalo
Martínez” (crítica literaria), “Ya somos una gran ciudad” (poesía), “Por el ojo de la
cerradura” (cuentos), “Selección de mis poesías”, “Selección de mis cuentos” y “Poesía
para un mundo postmoderno”.
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¿Cómo le va a su familia?
Siempre habíamos estado esperando un libro del P. Estrada que abordara el difícil y debatido tema de la
FAMILIA. La respuesta del P. Estrada se convierte en una inquietante pregunta: ¿Cómo le va a su familia?. Este
libro enfoca con serenidad y, al mismo tiempo, con energía, los difíciles momentos por los que atraviesan
muchas familias: la falta de comunicación, el divorcio, el alcoholismo, la infidelidad, la lucha de generaciones, la
secularización. Como experimentado pedagogo y sacerdote, el P. Estrada expone sus profundas reflexiones que,
seguramente, serán de gran utilidad para que muchas de nuestras familias, de babeles de infelicidad se conviertan
en cenáculos de gozo y bendición de Dios.
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1. Crisis en Nuestros Hogares
En la novela española, «El diablo cojuelo», hay un personaje que va por encima de
las casas, levantando los tejados y observando lo que hay adentro. Si tuviéramos el poder
de este curioso personaje, quedaríamos asombrados al ver tanta amargura, tanta
desilusión, tanta frustración en muchos hogares. Un siquiatra de Estados Unidos afirmó
que el 75% de los matrimonios de ese país son «desdichados». Es algo que deja sin
aliento. No cabe duda de que una epidemia maléfica está desbaratando nuestras familias.
Nuestros hogares, cada vez más, se están convirtiendo en pequeños hoteles a los
que los miembros de la familia casi sólo llegan a comer y a dormir. Allí se ve televisión,
se leen los periódicos, se escucha música; pero casi no se platica; se gritan mucho unos a
otros; el dialogo casi ha desaparecido por completo. ¿Que les estará pasando a nuestras
familias?
Al principio, cuando Dios instituyó la familia, le fijó leyes y normas para su
felicidad. Cuando esas normas y leyes se quebrantan, todo se viene abajo. Lo que antes
era gozo, paz, cordialidad, se convierte en amargura, en desilusión. Es necesario que
nuestras familias sean sometidas a un serio examen, a la luz de la biblia. En la Palabra de
Dios se exponen pistas muy concretas para que las familias reencuentren el sendero que
las llevará a recobrar la armonía, el gozo de vivir en familia.
¿A favor del Machismo?
En la carta a los Efesios, se lee: «El esposo es la cabeza de su esposa como Cristo
es la cabeza de su Iglesia» Ef 9, 23. Algunos hombres creen encontrar aquí la defensa
de su espíritu machista. En el contexto no se habla de una «superioridad» del hombre
con respecto a la mujer. Todo lo contrario: Se hace resaltar que Cristo, como cabeza de
su Iglesia, vino a servirla, a sacrificarse por ella. Por eso terminó lavándoles los pies a sus
apóstoles. Al hombre, por su misma psicología, se le ha escogido para llevar sobre sus
hombros la tremenda responsabilidad de ser «la cabeza de su hogar», de ir adelante
abriendo camino para su esposa y para sus hijos. La mencionada frase de San Pablo, no
favorece el «machismo», sino mas bien acentúa la responsabilidad del padre de familia
de asumir el peso de ir en la vanguardia enfrentando las más duras situaciones para
buscar la felicidad de su esposa y de sus hijos.
En la primera carta de San Pedro, se lee: «Esposos, denles a sus esposas el honor
que les corresponde» 1P 3, 7. San Pedro fue casado; conocía muy bien lo que era un
hogar. Por eso realza el lugar de privilegio que le corresponde a la mujer dentro del
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núcleo familiar.
Durante el noviazgo, los novios se deshacen en atenciones hacia la novia. Parece
que se quieren convertir en alfombras para que ellas pasen encima. Pero los tiempos
cambian: durante el matrimonio, una de las características de los esposos es su
indiferencia, su falta de finura, de cortesía. Ahora quieren que la esposa sea una alfombra
que esté continuamente bajo sus zapatos. ¡Sería bueno resucitar, de alguna manera,
aquellos chispazos del noviazgo en que el aparecía con un regalo de vez en cuando!
¡Habría que desempolvar algunos piropos que no se le han dicho a la esposa desde hace
mucho tiempo! ¿Cuándo fue la última vez que el esposo invitó a la esposa a salir juntos
para charlar, para tomar una taza de café? Es algo muy simple, pero que tiene mucha
incidencia en la armonía familiar. La esposa, en el fondo de su corazón, está reclamando
a gritos esas pequeñas atenciones. Por su orgullo femenino, tal vez, no lo expresa, pero
lo desea ardientemente.
La misma carta a los Efesios, dice: «Esposos amen a sus esposas como Cristo amó
a su Iglesia y dio la vida por ella» Ef 5, 25. La manera como Cristo amó a su iglesia,
como esposo, que se sacrificó por ella. Murió por ella. El verdadero amor no consiste en
pensar como una persona me puede hacer feliz a mí, sino cómo yo puedo hacerla feliz a
ella.
San Pablo no favorece el «machismo»; recalca, más bien, la responsabilidad del
marido como «cabeza de su hogar», como responsable de la felicidad de su esposa y de
sus hijos.
Retrato de mujer
En el libro de proverbios hay frases bellísimas que enumeran las bondades de la
esposa. Escojo algunos versículos del capítulo 31: «Mujer ejemplar no es fácil de hallar.
De mas valor es que las perlas. Su esposo confía plenamente en ella...». «Brinda a su
esposo grandes satisfacciones todos los días de su vida...». «Se reviste de fortaleza y
con ánimo se dispone a trabajar...». «Habla siempre con sabiduría, y da con amor sus
enseñanzas...». Sus hijos y su esposo la alaban y le dicen: «Mujeres buenas hay muchas,
pero tu eres la mejor de todas».
Toda mujer debería esforzarse por reflejar en su vida ese bello retrato del ama de
casa que muestra el libro de Proverbios.
Cuando eran novias, se arreglaban con pulcritud, con esmero. Pero ahora, no es
raro, que dejen mucho que desear en su presentación personal. Tal vez no meditan
suficientemente que su marido llega de la calle, de ver y tratar con mujeres muy bellas; si
las encuentra desarregladas, indiferentes, no experimenta ninguna atracción normal hacia
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ellas. La Biblia dice: «Maridos amen a sus esposas como Cristo ama a su Iglesia» Ef 5,
25. La Mujer debe cooperar para que su esposo se sienta emocionado al verla, al
volverla a besar, a saludarla.
Es muy conveniente, también, que la esposa reflexione acerca de sus temas de
conversación con el marido. Es extremo tedioso para el marido, que vuelve de su trabajo,
cansado y, a veces frustrado, encontrarse con una esposa que solo sabe hablar de pañales
y de pleitos de cocina. ¡Como habría que resucitar algunos de aquellos deliciosos diálogos
del tiempo del noviazgo!
Salomón escribió: «Es mejor vivir en el desierto que con una mujer rencillosa e
iracunda» Pr 21, 19. La mujer con facilidad se llega a aburrir con los monótonos
quehaceres domésticos, y se vuelve quejumbrosa. Sin darse cuenta, puede contagiar a su
esposo y a sus hijos su pesimismo y mal humor. La Biblia señala que ella debe infundir
«fortaleza» en su hogar. Es muy notorio que así como el hombre con facilidad olvida
pequeños detalles de cortesía, así también la mujer «conserva» por muchos años los
rencores que se anidan en su corazón, que bloquean su relación íntima con su esposo y
que, a la postre matan el amor.
Las esposas, con frecuencia, deberían meditar en el capítulo 31 del libro de
Proverbios, y preguntarse seriamente si esos bellos versículos son una realidad en su vida
de madres y esposas.
Los hijos
Modernamente se habla de producir hijos artificialmente, en probetas. Lo cierto es
que los «verdaderos» hijos son el producto del amor de esposo y esposa, no de la
química. Los padres no traen a los hijos al mundo para que sean infelices, sino para que
puedan realizarse en la vida y se cumpla en ellos el plan de amor con que Dios los envió
a la existencia.
Educar a un hijo es una hazaña. Sobre todo a un hijo joven o adolescente. En esos
difíciles tiempos de nuestra historia, muchos padres están totalmente desorientados. No
saben encontrar el camino del equilibrio para no ser unos tiranos con sus hijos, ni unos
débiles educadores que no saben hacer respetar las normas propias de toda familia.
El libro Eclesiástico dice: «El que mima a su hijo, después tendrá que vendarle las
heridas, y, al oírlo gritar, se le partirá el corazón...». «Caballo sin amansar se vuelve
terco, e hijo dejado a sus anchas, se desboca...». «Sé blando con tu hijo, y te hará
temblar...» Eclo 30.
Es necesario que los padres no se den por vencidos; que con amor sepan imponer
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una amorosa disciplina que lleve a los hijos al convencimiento de que sus papás quieren
para ellos lo mejor; que si les tienen la rienda corta -como dice el Eclesiástico- es por su
bien. Los hijos deben estar seguros de que sus padres no los disciplinan por cólera, sino
por amor. Por otra parte, hay que recordarles a los hijos lo que les ordena la biblia:
«Honra a tu padre y a tu madre, para que seas feliz y tengas una larga vida sobre la
tierra» Ef 6, 2.
En el capítulo segundo de San Lucas, se puede apreciar cómo el adolescente Jesús
ha recibido una buena educación en su hogar. Entre líneas, se pueden leer muchas cosas
en lo que respecta a la clase de familia de Jesús; a su educación. En primer lugar se les
queda sin pedir permiso en el Templo. Cuando lo encuentran, Jesús no da ninguna
explicación aceptable desde un punto de vista humano. Afirma que se quedó porque debe
«cuidar las cosas de su Padre». Aquí, de por medio, está el misterio. Expresamente el
evangelista dice que José y María no comprendieron. Pero María, no renunció a su deber
de madre; reprochó a Jesús, le hizo ver su error, según ella. Seguramente no armó un
escándalo. María, en esta oportunidad, tiene que haber obrado con la cordura que la
caracterizaba. Al no comprender la respuesta de su Hijo, dice el Evangelista que calló y
guardó todo este incidente en su corazón. Es decir, procuró encontrar una «explicación»
a todo lo que estaba sucediendo. Es uno de los pasos más difíciles en el proceso
educativo: saber reflexionar para encontrar el camino adecuado para llegarle al corazón al
hijo adolescente o joven.
A Jesús lo encuentran dialogando a cerca de las Escrituras, nada menos, que con los
doctores de la ley. Esto implica que Jesús había sido adoctrinado en las Escrituras por sus
padres. En la familia Judía era el padre el encargado de catequizar a la familia. Aquí no
se puede pasar por alto el influjo que pudo haber tenido San José en la educación
religiosa de Jesús.
Ir de Nazaret al Templo de Jerusalén implicaba una dura travesía de unos ciento
cincuenta kilómetros por malos caminos. Como Dios así lo mandaba, aquella familia
inmediatamente emprendió el viaje. Para ellos la Palabra de Dios estaba sobre todo.
Jesús desde niño, es enseñado a cumplir con los deberes religiosos. A imponerse
cualquier sacrificio para no fallar a lo que Dios manda. Así había bebido Jesús la religión
en su hogar, no como un purgante, sino como agua pura que brotaba de la vivencia
religiosa de José y de María.
Algo indispensable
Cuando se examinan los fracasos en la educación familiar, no es aventurado afirmar
que ha faltado una formación religiosa. Algunos padres dicen: «¡Pero si nosotros vamos
todos los domingos a misa!». No se trata de ir a misa los domingos. Eso hasta se ha
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convertido en algo tan mecánico, a veces, que habría que examinar si brota del corazón o
del miedo a romper la tradición familiar.
La verdadera formación religiosa nace cuando los hijos ven que su familia toma
como la cosa más natural el orar juntos, el meditar en la Palabra de Dios, el vivir según
las normas del Evangelio. Una familia religiosa reza con naturalidad tanto a la hora del
dolor como a la hora de la felicidad. Cuando los hijos ven que la religión para sus papás
no es una cosa de «costumbre», sino «algo Vital», entonces le aprecian verdaderamente,
aunque, de momento, no logren comprender la profundidad de esas vivencias religiosas.
En muchas familias el aspecto religioso es más algo de «tipo tradicional» que
«vivencial», y, por eso mismo, el joven, al darse cuenta de lo poco que eso repercute en
la vida de sus padres, opta por despreciar la religión; la considera como una hipocresía.
Un día el joven tendrá una crisis religiosa -Posiblemente al estar terminando el
bachillerato o al ingresar a la universidad-; esta crisis le servirá para plantearse una serie
de problemas que como niño no había podido resolver. Esa crisis, en cierto sentido, es
buena, porque permite al joven tener una respuesta personal ante lo religioso. Para que
esta respuesta sea positiva, ayudará, grandemente, el recuerdo vivencial del puesto que
en su familia se ha dado a Dios y a su Palabra.
Algunos papás que se permiten menospreciar la religión, no saben del mal que les
hacen a los hijos. ¡Cómo cambiarían su actitud, si, como educadores, pudieran conocer
la inseguridad que eso crea en los jóvenes! Son muchos los psicólogos renombrados de la
actualidad que cada vez más, están acentuando la necesidad del aspecto religioso para la
formación integral del individuo.
Hay que tender un puente
En el capítulo segundo de San Lucas, no deja de impresionar que Jesús -que se
supone bien educado- se quede en el templo, sin avisar a sus padres. Son muchas las
explicaciones que los comentaristas nos sirven. Lo cierto es que nunca quedamos
conformes. El misterio está allí. Y lo admirable del asunto es que María no se puso
histérica en medio de la plaza. Dice el evangelio, que «no entendió»; pero que «callaba y
meditaba en su corazón». Bonito el diálogo entre la madre y el adolescente. La madre
busca en lo profundo de su corazón como encontrar un camino para acercarse a su hijo.
La madre intenta tender un puente de comprensión para meterse en el mundo de su hijo
adolescente.
Nunca los padres lograrán entender «totalmente» sus hijos adolescentes o jóvenes.
El motivo es fácil de comprender; entre ellos median 20 ó 30 años de vida. ¡Un abismo
de años difícil de salvar! Y no se trata, en realidad, de comprender plenamente al hijo
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adolescente; pero sí de tener un puente de comprensión. Y aquí el adulto lleva la parte
principal porque, por eso mismo, que es adulto, a él se le exige mas reflexión y
comprensión. Hay familias en las que se enzarzan en discusiones inútiles que a nada
llegan y que sí hieren profundamente la sensibilidad tanto de padres como de hijos. Por
ejemplo, cuando se trata de modas, maneras de vestir, pelo, música. Los padres
sostienen que los «Valses de sus tiempos» ¡esos» si eran música»!, y que la de ahora no
sirve para nada, pura basura... Después de haberse herido mutuamente, los padres se
quedan con los «Valses de sus tiempos», y los hijos con sus guitarras eléctricas y su
batería. Estas cosas inútiles entorpecen la armonía de la familia. En cambio, hay que
acentuar los principios básicos, los verdaderos valores que no pasan de moda.
María, que calla y medita para comprender a su hijo adolescente, continua siendo el
modelo de los padres a quienes, en vez de gritar y regañar, les convendría mas saber
«callar y meditar» como tender ese «difícil» puente hacia el corazón de su hijo
adolescente o joven.
No sólo crecer en estatura
En Nazaret, «Jesús crecía en edad y sabiduría», dice el evangelista Lucas (Lc 2,
52). ¡Cómo se alegran los padres cuando a sus hijos ya no les vienen los pantalones:
están creciendo! ¡O cuando las hijas se van haciendo señoritas! Los padres gozan
constatando el progreso de sus hijos en la escuela, en los deportes, pero, no pocas veces,
le dan mínima importancia al crecimiento espiritual de los hijos. Se le da un valor
máximo a los conocimientos de tipo intelectual, y se descuidan los valores
verdaderamente indispensables.
De nada sirve que los papás se preocupen de que sus hijos vayan bien vestidos a la
escuela, y que aprendan inglés y obtengan buenas calificaciones, si esos hijos no han
aprendido lo fundamental que los ayudará para no ser unos «Fracasados» en la sociedad.
Los hijos deben ver, como en una película, la manera correcta de vivir de un
cristiano, en el ejemplo vivo de sus padres. No se trata de largos sermones dichos con
cólera. Se trata, más bien, de un ejemplo constante que los hijos se tiene que
acostumbrar a ver en sus papás.
Si los hijos se dan cuenta de que la mamá continuamente dice mentiras al
telefonear; si descubren que su papá tiene una doble vida, una de drasticidad en la casa,
y otra de liviandades fuera del hogar; si ven que sus padres viven en una continua pelea;
si no observan compasión por el necesitado, caridad hacia los demás, entonces, no
tendrán en su vida un punto de referencia para orientarse en lo relacionado con los
valores fundamentales que deben aprenderse a vivir en cada hogar.
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Seguramente Jesús no sorprendería a José diciéndoles mentiras a sus clientes que
llegaban a la carpintería. A María, en el Evangelio, se le adivina siempre en actitud de
servicio hacia los demás. El Niño aprendía de sus padres, y «Crecía en edad y
sabiduría» (Lc 2, 52).
El hogar es la escuela indispensable en donde los hijos con sus mejores maestros Sus padres- deben aprender a vivir cristianamente. Entonces, van a crecer no sólo en
estatura, sino también en espíritu.
Si el Señor no construye...
Todo esto sería una vana ilusión si no se contara con la ayuda que viene de lo alto:
con el poder del Señor. Bien dice el salmo 127: «Si el señor no construye la casa, en
vano se cansan los albañiles». La felicidad de un hogar no puede prescindir de la
presencia de Dios. No es raro que los esposos se sorprendan si se les pregunta si rezan
juntos. Como si fuera algo raro: debería ser lo más normal que marido y mujer Tomados de la mano- oraran diariamente. ¿Romanticismo barato? No; una necesidad
vital. ¿Qué de raro hay en que marido y mujer oren juntos por su niño enfermo o por el
joven que está siendo vapuleado por el ambiente infectado de negativismo religioso?
San Juan Crisóstomo decía que todo hogar debería ser como una pequeña iglesia.
Algo sagrado. A algunas familias les está resultando de gran bendición reunirse alrededor
de la mesa después de haber cenado para leer una página de la Biblia y hacer una oración
familiar, con espontaneidad, según las circunstancias... Si algunas familias no tienen esta
recomendable costumbre, es muy bueno que la adquieran. Al principio habrá dificultades;
pero no saben ¡qué bendiciones tan grandes atraerán sobre la familia!.
En momentos de crisis espiritual en el pueblo judío, cuenta el libro de Josué, que el
pueblo estaba tambaleando con respecto a su religión. Fue entonces cuando Josué dijo:
«Mi familia y yo serviremos al Señor» Jos 24, 15. Eso es lo que se les está pidiendo, en
estos momentos de crisis familiar, a los padres: que cierren filas, que protejan su hogar,
que se den cuenta de que «si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los
albañiles». (Sal 127, 1).
Nuestro tesoro
Nadie escogió la propia familia. Los padres no seleccionaron a sus hijos. El esposo,
tal vez, no es el mejor esposo del mundo; pero es el propio esposo. La esposa, tal vez,
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no es la mujer ideal; pero es la propia esposa. Un día, ante el altar de Dios, marido y
mujer se juraron mutuo amor, fidelidad para siempre. Con nuestra familia sucede como
con nuestra patria. Hay otras naciones que tienen más aviones, más máquinas, más
petróleo, más computadoras. Pero nuestra patria no la cambiamos por nada del mundo.
Es nuestro tesoro. Es el hogar en donde Dios nos colocó para que construyamos nuestra
felicidad. Cada uno debe colaborar para que se haga realidad ese ideal.
El hogar no lo forman las paredes de la casa, ni la refrigeradora, ni el carro, ni el
televisor. Lo esencial del hogar es el amor. La comprensión entre esposo y esposa,
padres e hijos, no se puede parangonar con un televisor a colores ni con una cuenta
bancaria muy elevada. La palabra hogar trae a la mente la idea de «hoguera», algo
cálido. Eso es el amor en el hogar. Cuando falta, habrá, tal vez, una bonita casa, bien
amueblada, pero allí no existe un «hogar».
Don Bosco a sus educadores les decía: «Amen a los jóvenes: pero que ellos se den
cuenta de que ustedes los aman». Y tenía mucha razón. No basta querer: el hijo debe
tener muestras fehacientes de que sus padres lo aman... Más que una chumpa de cuero,
más que un carrito de juguete, más que un viaje, los hijos anhelan la caricia de sus papás,
la palabra amorosa y comprensiva; que los papás sepan robarle el tiempo a la televisión,
al periódico para platicar con ellos... Eso es lo que constituye el verdadero hogar, ese
tesoro que Dios nos ha regalado.
José, seguramente, tenía buenos muebles en su carpintería; pero, más que a sus
muebles, a su negocio, le dio importancia a su familia, a su amor de padre que se
patentizó en todo momento, sobre todo en las circunstancias críticas. María, en el
templo, en vez de ponerse a gritar con cólera a Jesús, su hijo enigmático, supo callar,
meditar la manera de que la armonía familiar no se hiciera añicos.
Cuando esposo y esposa, cuando padres e hijos buscan, bajo la mirada de Dios,
esos puentes que salvan los abismos de incomprensión, entonces nuestras casas dejan de
ser pequeños hoteles o pensiones para convertirse Nazaret de amor y de armonía.
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2. Una sola Carne
Cada día, nos encontramos con más niños que nos hablan de su «otro papá», de su
«otra mamá». Con razón el Concilio Vaticano II afirmaba que el divorcio es una
«Epidemia» de la sociedad, que está destruyendo nuestras familias. Muchos jóvenes le
tienen pánico al matrimonio porque han visto lo desastrosa que es la vida conyugal en sus
propios hogares. Parece que algunos, cuando van al matrimonio, ya llevan, en su
subconsciencia, la idea de divorciarse, apenas aparezcan las primeras dificultades.
Los fariseos, con la intención de hacer resbalar a Jesús le hicieron una entrevista
acerca del divorcio. La respuesta del Señor es para nosotros de suma importancia porque
nos descubre el pensamiento de Jesús con respecto al divorcio.
Los fariseos comenzaron por recordar que Moisés había permitido el divorcio. Jesús
les hizo ver que Moisés había permitido el divorcio por la testarudez del pueblo, para
evitar un mal mayor. Pero les recalcó: «EN EL PRINCIPIO NO FUE ASÍ» Mt 19, 4. El
libro de Génesis narra claramente que cuando Dios creó la primera pareja, tuvo la
intención de formar un matrimonio estable. Jesús citó las palabras del Génesis: «Dejará el
hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer; y los dos serán UNA SOLA
CARNE» Gn 2, 24. Jesús añadió su comentario personal: «Por eso no separe el hombre
lo que Dios ha unido» Mt 19, 6.
En el plan de Dios, el divorcio no tenía cabida. Para Dios, hombre y mujer, esposo
y esposa debían unirse formando «una sola carne», una sola persona. Nadie debía
intentar romper ese vínculo matrimonial que Dios había establecido. Un matrimonio
religioso tiene la finalidad de repetir la escena del Génesis: unir al hombre y la mujer para
siempre con la bendición de Dios.
Una ayuda adecuada
Muy tierna la escena del libro de Génesis en la que Dios ve la soledad de Adán y
piensa en regalarle una compañera. Dice el Señor: «No está bien que el hombre esté
solo; le voy a dar UNA AYUDA ADECUADA» Gn 2, 18. Esta simple frase, AYUDA
ADECUADA, define exactamente lo que es un matrimonio. Dos compañeros de viaje
que el Señor junta para que se ayuden mutuamente en su peregrinaje a través de la vida.
Simbólicamente el Génesis cuenta que la mujer fue sacada de una costilla del
hombre. El antiguo libro judío, «Talmud», –que comenta la escritura–, sostiene que Dios
no sacó a la mujer de la cabeza del hombre para que no lo dominara; no la sacó de los
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pies, para que no fuera su esclava; la sacó de su costado para que estuviera siempre
cerca de su corazón. En el Génesis no hay cabida para la «liberación femenina», porque
allí no se habla de una «esclava», sino de una compañera en iguales condiciones. No hay
lugar tampoco para el «machismo», porque no se habla de un capataz y una sirvienta. El
Génesis presenta el matrimonio como UNA SOLA CARNE. Una sola persona formada
por esposo y esposa.
Para nosotros el matrimonio es un Sacramento: algo Santo, algo Sagrado. Cuando la
Iglesia celebra un matrimonio, busca repetir la escena bíblica de la bendición de Dios
para el hombre y la mujer. Una comparación puede ayudar a comprender mejor en qué
consiste el Sacramento del Matrimonio. Cuando comienza una misa, al lado del altar, hay
un panecillo de harina -la hostia-; la pueden tocar el acólito y el sacristán; pero llega el
momento de la Consagración; el Sacerdote repite las mismas palabras de Jesús en la
Ultima Cena; entonces, aquel pan queda consagrado: es el Cuerpo de Jesús. Por la fe así
lo creemos. Ya el sacristán o el monaguillo no pueden tocar la Santa Hostia. Los novios
llegan al pie del altar, hacen su voto matrimonial ante Dios, y, en ese momento, se
convierten en «algo sagrado»; han «consagrado» su amor el uno al otro, ante Dios, para
toda la vida. Por eso afirmamos que el Matrimonio es un Sacramento; la petición de lo
que Dios consagró «en el principio».
Una cadena
Hay algo particular en este Sacramento en relación a los demás Sacramentos. En el
Bautismo el ministro ordinario es un Sacerdote; en la Eucaristía es un sacerdote como
también en la Reconciliación. En la Confirmación es un Obispo. En el Matrimonio, en
cambio, los ministros del sacramento son los mismos novios. Son ellos los que «se
casan»; el sacerdote no los casa; el sacerdote únicamente es representante de la Iglesia:
un testigo.
El casamiento de los dos novios se verifica de una manera muy sencilla, por medio
de una de las palabras más pequeñas de nuestro vocabulario: un «SI», que los novios se
han venido repitiendo el uno al otro, muchas veces, y que, finalmente, han decidido
pronunciarlo como juramento para toda la vida. Por eso escogen la casa del Señor para
ese instante tan trascendental de su vida, y, por eso mismo, invitan a un sacerdote para
que sea testigo de parte de la Iglesia. Además, en ese momento, quieren estar rodeados
de sus familiares y amigos más íntimos porque van a llevar a cabo uno de los actos más
importantes de su vida.
Durante la ceremonia del matrimonio, a los nuevos esposos se les «ata» con una
cadena para simbolizar el pacto que acaban de hacer. Algunos, con cierto pesimismo, ven
esa cadena como la «pérdida» de su libertad; pero el verdadero sentido cristiano de esta
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cadena es simbolizar la «máxima libertad» de poder amarrarse para siempre a la persona
con la que quiere vivir para toda la vida, ante Dios y ante los hombres.
Todo al revés
Con frecuencia se escucha la broma de algunos que dicen que el matrimonio es
como la «Divina comedia» al revés. La «Divina comedia», del poeta Dante, tiene tres
partes: Infierno, Purgatorio y Cielo. Los bromistas afirman que el matrimonio comienza
con un cielo, sigue un purgatorio y termina en un infierno. Esta broma denota algo
trágico de nuestra sociedad: la crisis de los matrimonios, que está asolando a muchísimas
familias, las está haciendo trizas. Es impresionante el dato de un psiquiatra de los Estados
Unidos que afirma que 2 de cada 3 matrimonios de ese país son desdichados. Es algo
que verdaderamente asusta.
La estadística actual de divorcios es algo aterrador. Son innumerables las personas
frustradas después de un fracaso matrimonial, y son muchos los hijos con serios traumas
debido, muchas veces, a la inmadurez e irresponsabilidad de sus padres.
Para llegar al Sacramento del Matrimonio debe existir la base de un serio noviazgo,
período de conocimiento mutuo de los novios y de profunda reflexión ante Dios. Es
común que el tiempo del noviazgo se caracterice por romanticismos banales y por una
serie de descuidos y liviandades que de ninguna manera contribuyen a la madurez que
requiere el noviazgo como paso previo hacia el matrimonio. Es un contrasentido que los
novios pretendan la bendición de Dios para llegar a un buen matrimonio, si su noviazgo
se caracteriza por faltas que, precisamente, van contra la voluntad de Dios. Mientras no
haya noviazgos serios, se soportarán serios problemas en los matrimonios.
Son muchos los hogares infelices; pero la infelicidad no era la meta de los
ilusionados novios el día que se acercaron al altar para sellar su compromiso. Lo triste del
caso es que de los hogares mal avenidos saldrán los hijos mártires que llegarán al mundo
para sufrir por la inconsecuencia y la inmadurez de sus padres.
El capítulo 19 de San Mateo refiere que, en cierta oportunidad, los Apóstoles
comentaron con Jesús las grandes responsabilidades que conlleva el matrimonio, y le
dijeron: «Señor, entonces, es mejor no casarse». Jesús puntualizó: «No todos pueden
con eso, sino los que han recibido ese don» Mt 19, 10-11. Según Jesús, Dios concede
una «gracia especial» para los que son llamados a la vida matrimonial; esto, muy
claramente, patentiza que sin esa gracia -don- es imposible poderse desempeñar bien en
el matrimonio. ¿No será esta gracia de Dios la que está faltando en muchos matrimonios?
Un día los novios llegaron ante el altar; pidieron la bendición de Dios; pero es muy
posible que se hayan olvidado de que esa bendición es como una lámpara de aceite a la
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que hay que estarle renovando el aceite para que no se apague. Muchos, un día, pidieron
la bendición de Dios para su matrimonio; pero dejaron que se apagara esa luz que se les
había regalado.
Al ver algunas parejas, más que «una sola carne», parecen dos contrincantes en los
extremos de un cuadrilátero. ¿Cómo hacer para que el cuadrilátero se convierta en hogar,
o para que el hogar no llegue a ser un cuadrilátero?
¿Se les olvidó platicar?
Durante el noviazgo la cuenta del teléfono subía exageradamente; los novios
platicaban largo y tendido, a toda hora. Las visitas a la casa de la novia se prolongaban
hasta desesperar a los parientes. Ahora, en cambio, la conversación entre los esposos se
caracteriza por desabridos monosílabos. Ya no se platica; se rehuye el diálogo. La
televisión y el periódico son un buen pretexto para ensimismarse en un silencio pesado y
distanciador.
Si no se dialoga, sí se grita; se ofende con palabras zahirientes. Se dicen «cosas»,
que abren profundas heridas, que después cuesta mucho cerrar. Todo esto mata el amor,
porque el amor es comunicación, compartir, dar y recibir. En muchos hogares como que
se les olvidó platicar, y eso es terrible. Vivir con alguien, durante muchos años, y no
saber platicar con esa persona, es algo que no puede recibir el nombre de matrimonio.
Las pequeñas cosas
La etapa del noviazgo se caracteriza por la delicadeza. Cada uno de los novios
procura ganarle al otro la inventiva; es una porfía romántica. El regalito el día de
cumpleaños, imposible que se pueda olvidar. Un piropo estudiado durante varias noches.
Una refacción en una sencilla cafetería. Todo tiene su halo de poesía. ¡Lástima que estas
cosas, tan pequeñas y bellas, se reservan sólo para el tiempo del noviazgo! Son cosas
sencillas, pero que patentizan que hay una llama que está ardiendo. El descuido de estas
cosas simples es fatal. También la polilla es diminuta, pero con facilidad destruye una
enciclopedia. El no valorizar estas pequeñas finuras va minando el matrimonio.
A las vírgenes necias, de la parábola, se les apagaron sus lámparas porque
descuidaron renovar el aceite. A los nuevos esposos, el día de su boda, junto al altar, se
les entrega la lámpara radiante de su amor; pero no hay que olvidarse de renovar
continuamente el aceite de las delicadezas de todos los días, que es el aceite que impide
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que se apague la lámpara.
El corazón es alcancía
Nuestro corazón puede convertirse en alcancía en donde podemos guardar monedas
de plata, de gratos recuerdos y nobles sentimientos, o alfileres y botones de
resentimientos. Muchos corazones, de esposas o esposos, están saturados de
resentimientos, de heridas recibidas de parte de su cónyuge. Lo peor del caso es que «no
se quiere olvidar». La persona como que tiene miedo de salir perdiendo, si olvida, si no
está sacando a relucir continuamente la herida que recibió. Esto hace que el corazón se
vaya envenenando, y, entonces, adiós amor; adiós vida íntima, adiós matrimonio. El
resentimiento es como leucemia: envenena la sangre, y la muerte del matrimonio es
inevitable.
San Pablo acentúa que no debe sorprendernos la noche con el rencor en el corazón.
Sabia norma de los esposos debería ser pedirse perdón con frecuencia. Sobre todo -lo
más difícil- saber perdonar a diario. Rogar a Dios que el corazón se conserve limpio de
resentimientos, de odios. Entonces el corazón se convertirá en alcancía que irá
archivando las cosas bellas de la vida familiar, que le van dando sabor al hogar, al
diálogo, al amor sincero.
Dios se paseaba
El simbolismo bíblico del Génesis retrata a Dios «paseándose» en el paraíso y
visitando a sus moradores. Allí hay gozo, paz, luminosidad. Pero llega el rompimiento, y,
por primera vez, aparecen el miedo, el terror, la inseguridad, el egoísmo. Necesitan
«esconderse». El esposo culpa a su mujer: «La esposa que me diste me indujo a comer
del fruto» Gn 3, 12. La esposa, cuando se vio manchada, tuvo miedo de estar sola; le
presentó el fruto a Adán. En ese momento Dios ya no «se paseaba» en ese hogar.
Los constructores de la torre de Babel tuvieron la misma experiencia. Se sintieron
muy seguros de ellos mismos, y rompieron con Dios. Al poco tiempo, ya no se
entendieron entre ellos mismos; tuvieron que separarse. Babel significa confusión.
Confusión es la que se vive en muchos hogares en los que «no se pasea Dios», en donde
se pretende construir una torre de felicidad a base de comodidades materiales; pero en
donde a Dios se le tiene como a un «desconocido», y, peor aún, como a «un
expulsado».
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Dice el Evangelio que una casa se puede construir sobre roca o sobre arena Mt 7,
24-27. La roca es el Señor. Muchas casas en donde el Señor «no se pasea»,
aparentemente, tienen atractivas fachadas; pero a la hora de la crisis, se derrumban:
estaban construidas sobre arena. El hogar, en donde «se pasea el Señor», está sobre una
roca. No se le promete que no tendrá huracanes y torrentadas, pero se le garantiza que
no se derrumbará.
María y José iniciaron su vida matrimonial con serios problemas. Cuando José vio
los signos de embarazo en su prometida, mil ideas comenzaron a revolotear en su mente.
¿Llevarla a los tribunales? José era un hombre «justo» y determinó sacrificarse, irse al
extranjero para no perjudicar a María, a quien seguía amando. En la vida de ellos «se
paseaba» el Señor; él no los podía abandonar; y no los abandonó. Los dos encontraron el
camino de Dios, que es camino de equilibrio y de paz.
Los cónyuges, en crisis hogareña, podrán acudir a sicólogos y consejeros
matrimoniales -y es muy laudable que lo hagan-; pero el amor es un «don» de Dios y,
como dice el Salmo 127: «Si el Señor no construye la casa, en vano se cansan los
albañiles». Hay muchos matrimonios cansados, buscando la solución de sus problemas
en muchos lugares, pero se les ha olvidado que la torre no se puede construir mientras el
Señor no «se pasee en el hogar».
Hogares, hogueras
Si las casas tuvieran paredes de cristal, ¡cuánta amargura y frustración se podría
contemplar dentro de algunos llamados hogares! Hogar viene de hoguera, y denota algo
cálido, acogedor, algo que se busca con ansia. Más que hogueras, algunos hogares
modernos, parecen refrigeradores. En un ambiente de frialdad, nadie quiere vivir, por
eso, ella comienza a sentir su casa como una pequeña jaula, y él le da varias vueltas a la
manzana antes de decidirse a llegar a su casa.
Hay que reconstruir muchos hogares. Los cónyuges deben volver a reubicarse en su
papel de compañeros de viaje, de «ayuda adecuada» el uno para el otro. Ser como Dios
los ideó: «una sola carne». Hay que tener mucho cuidado, entonces, para que no se
repita la historia de la torre de Babel. No se puede construir una torre hogareña, si Dios
no «se pasea» a diario en el corazón de cada uno de los habitantes del hogar. Dios no
instituyó el matrimonio para que los hogares fueran «sucursales» del infierno, sino nidos
de amor y paz en donde esposo y esposa fueran una ayuda adecuada, el uno para el otro,
a través de su éxodo hacia la eternidad dichosa.
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3. El Amor en el Matrimonio
Sería muy conveniente que, sin que los novios se dieran cuenta, les filmaran un
videocassette en los momentos en que se dan muestras superabundantes de su cariño o
de lo que ellos, por el momento, llaman amor. Este videocassette habría que exhibírselos
diez años después: cuando ya fueran marido y mujer. Tal vez no se reconocerían; tal vez
pensarían que no son ellos los efusivos novios que no terminaban de acariciarse y
besarse.
Los novios llegan ante el altar, según dicen, incendiándose de amor. Sólo el tiempo
podrá ser juez de si, de veras, era amor o una simple atracción natural del hombre a la
mujer y de la mujer al hombre. Sólo las abundantes «pruebas» de la vida tendrán la
última palabra acerca de si había amor o si era simplemente una pasión natural.
La palabra amor se repite, machaconamente, en cada estrofa de las canciones de
moda. Pero la palabra amor «se ha devaluado» en gran manera. A veces se llama amor a
lo que es una «TRANSACCIÓN COMERCIAL»: Te doy para que me des. Me diste
cinco, te devuelvo cinco. Si te doy seis, salgo perdiendo.
El comerciante atiende con refinamiento a los clientes; casi se creería que ama a sus
clientes. Pero, en realidad, lo que busca es el dinero de sus clientes. El amor comercial se
puede disfrazar de cortesía, pero, en el fondo, no busca el bien de la otra persona, sino el
propio beneficio.
Los novios aseguran que se «aman». Cada uno de sus abundantes suspiros dicen
que son expresiones de su «intenso» amor. Se abrazan, se besan. Muchas veces, el
enamorado ama su yo en el tú de la otra persona. Se ama a sí mismo. Busca su propio
deleite. Es por eso tan difícil evaluar el amor de los enamorados, un amor «romántico».
Sólo el tiempo podrá juzgar si en esas indiscretas muestras de cariño de los enamorados
había auténtico amor.
El novelista ruso, Dostoievski muestra el caso de uno de sus personajes que
continuamente habla de amor a la humanidad. Era su tema favorito. Se le llenaba la boca
hablando del amor a los demás. Pero este típico personaje odiaba al que vivía con él
porque se sonaba la nariz con estruendo y porque al comer «hacía mucho ruido». Aquí
está esbozado el clásico amor «humanista»; un amor muy en «abstracto», fuera de toda
realidad. Se ama al prójimo, pero de lejos, sin molestarse en atenderlo, en bajar hacia él
cuando está en necesidad. Abundan los «comunistas de cafetería». Pretenden arreglar las
necesidades de los otros desde la mesa de un restaurante; pero nunca se les ve, codo con
codo, junto al necesitado.
Los hippies salieron a las calles con sus vestimentas estrafalarias y con sus
cartelones que decían: PAZ Y AMOR. Pero fueron crueles con sus papás; los dejaron
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llorando en sus casas. Los martirizaron con sus irresponsabilidades y acusaciones.
El auténtico amor
Es tan difícil poder asegurar que amamos a los demás. Nuestros hechos anulan
nuestros discursos acerca del amor. Sólo Jesús pudo decir con libertad: «Ámense unos a
otros como yo les he amado» Jn 13, 34.
En el huerto de Getsemaní, a Jesús le invadió el terror ante la inminencia de su
pasión. El sabía que por medio de su sacrificio iba a salvar a los hombres; por eso aceptó
el cáliz que Dios le presentaba. Lo hizo por amor. Bien dijo el mismo Jesús que «no hay
amor más grande que el del que da la vida por un amigo» Jn 15, 13. El amor de Jesús es
un amor «de sacrificio». Se entrega a su dolorosísima pasión porque ama a los hombres
y quiere que se salven.
En la última cena, el Señor ya sabía que los apóstoles lo iban a traicionar; sin
embargo, los llama «amigos»; les lava los pies; reza por ellos para que puedan volver al
camino correcto después de haber sido «zarandeados» por el espíritu del mal. El amor de
Jesús es un amor «comprensivo. Acepta a los demás como son, con sus virtudes y sus
fallos.
El amor de Jesús es un amor «perdonador». A Pedro le anticipa de que antes de
que el gallo cante, lo negará tres veces. ¿Porque tuvo que mencionar Jesús al gallo?
Quería darle a Pedro una señal de tipo auditivo. Cuando, más tarde, Pedro escuchó el
canto del gallo, se acordó de que Jesús ya se lo había profetizado; que ya le había
anticipado que había rezado por él, es decir, que Jesús ya lo había perdonado
previamente. Si Pedro no hubiera escuchado el canto del gallo y no se hubiera acordado
del perdón anticipado de Jesús, se hubiera derrumbado psicológicamente ante su tamaña
traición. Pedro, al recordar el amor perdonado de Jesús, se puso a llorar «amargamente»;
eso lo salvó de la desesperación.
El amor sacrificado, comprensivo y perdonador de Jesús es el patrón para poder
evaluar nuestro propio amor.
Nuestro amor
En muchos matrimonios se estila el amor «comercial». Viven en la continua
competencia del «te doy para que me des». Si él no da, ella lo castiga sexualmente; él,
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por su parte, contraataca con una venganza de tipo económico. Y así les pasa el tiempo.
El día que uno de los dos acepte que amar es «sacrificarse» por el otro, tendrá que
renunciar a su actitud comercial en su relación matrimonial para buscar el bien del otro.
En ese momento habrá comenzado a amar a su cónyuge.
A muchos matrimonios se les va el tiempo en lamentos; ella no acepta que su
esposo no sea el «príncipe azul» con el que había soñado. El no se resigna a que ella no
sea la «heroína» de la telenovela que se imaginaba.
Lo cierto es que los príncipes azules y las heroínas de película sólo existen en las
mentes de los poetas. En el matrimonio solamente existe ese esposo y esa esposa con sus
defectos chocantes, pero también con sus múltiples virtudes. Es el padre o la madre de
esos hijos que Dios ha regalado. Es el esposo o la esposa que el Señor ha permitido
encontrar en los misteriosos caminos de la vida. Es el esposo o la esposa a quien se ha
jurado amor para toda la vida, junto a un altar.
San Pedro, como persona casada que fue, daba un sabio consejo a los matrimonios;
les decía: «Tengan un mismo pensar y un mismo sentir, con ternura, con amor
fraternal... No devuelvan mal por mal o un insulto, al contrario, devuelvan una
bendición...» (1P 3, 8-9).
Para llegar a ese «mismo pensar y sentir», de que habla San Pedro, es indispensable
el diálogo. Es el medio eficaz para conocer el punto de vista del propio cónyuge. Para
saber por qué llora, por qué sufre, por qué reacciona en determinada forma. Cuáles son
sus gustos y qué le molesta y le tortura. Lastimosamente los esposos hablan muy poco. A
veces creen que dialogar es atacar verbalmente al otro, echarle en cara con ira sus
desaciertos. Esto no conduce a nada positivo. Al contrario, empeora las situaciones. Abre
heridas difíciles de cerrar.
Los novios se caracterizan por el «mucho hablar»; siempre encuentran un pretexto
para llamarse por teléfono, para comunicarse. Los esposos, en cambio, se caracterizan
por su comunicación reducida a la mínima expresión. Por eso abundan los malos
entendidos, la falta de comprensión, el litigio verbal, que hiere como un látigo, y distancia
a los cónyuges.
Si esposo y esposa «dialogaran» más, pelearían menos, y llegarían más fácilmente a
ese «mismo pensar y mismo sentir» a que alude San Pedro. Esposo y esposa deberían
resucitar aquellos dulces diálogos que los hacían tan felices. Deberían desempolvar los
piropos de otros tiempos que sanaban las heridas que mutuamente se habían causado.
Dialogar es aprender a vivir en paz.
Amor = perdón
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La película LOVE STORY puso de moda la frase «Amar es no tener que pedir
perdón nunca». Una frase propia de película, pero muy alejada de lo que debe ser la
realidad del amor en el matrimonio. El verdadero amor en el matrimonio se demuestra
aprendiendo a pedir perdón muchas veces; dando el primer paso hacia la reconciliación,
sin esperar que sea el otro el que tome la iniciativa de dar ese difícil paso de humildad.
Nada enferma tanto como el resentimiento, acumulado durante años en el corazón.
Hay un momento en que el corazón se satura y el amor ya no tiene cabida en él. Nada
tan nocivo como el rencor que carcome la mente y el corazón. La Biblia alude al caso de
Saúl. Primero aparece como un hombre gozoso, lleno del Espíritu Santo. Luego deja que
la envidia y el resentimiento se apoderen de su corazón. Se torna un individuo totalmente
neurótico. La Biblia afirma que «lo atormentaba un mal espíritu». Saúl estaba dominado
por el odio que había anulado su gozo de antes. En muchos matrimonios, el
resentimiento alimentado durante mucho tiempo, impide que los esposos puedan
comunicarse íntimamente. El rencor deforma la realidad: todo se ve negativo en el
cónyuge; ya no se logran apreciar sus talentos, sus bondades.
San Pablo daba un consejo sapientísimo; decía Pablo: «Que no se ponga el sol
sobre su rencor. No le den oportunidad al diablo» (Ef 4, 26-27). Cuando los cónyuges se
van a dormir con resentimiento en su corazón, el diablo aprovecha para revolver la
subconsciencia; para multiplicar los pensamientos negativos, para acentuar los defectos
del propio cónyuge. Nadie puede tener paz mientras su corazón está lleno de alfileres de
resentimiento.
Pedro le preguntó a Jesús por el número de veces que debía perdonar al enemigo.
Jesús, con su lenguaje figurado, le contestó: «Setenta veces siete», que significa infinidad
de veces, siempre. Una señora hizo la multiplicación: 70 por siete igual a 490 veces; y
dijo: «¡Esa cuota ya se me agotó con el sinvergüenza de mi marido!». En el pensamiento
de Jesús no existe ninguna cuota estipulada para las veces que hay que perdonar.
Mientras no exista perdón en el matrimonio, habrá dos personas conviviendo, pero sin
que haya un auténtico matrimonio, pues la base del matrimonio es el amor. Mientras no
haya corazones sanados de todo rencor, es muy difícil que pueda haber paz en los
hogares. La raíz de muchos divorcios habría que buscarla en la falta de perdón, en la
acumulación de resentimientos en el corazón -como en un archivo negro-; un día
finalmente se terminó el aceite del amor y ya resultó imposible seguir viviendo unidos. El
divorcio espiritual precede al divorcio legal.
Un examen peligroso
Para los alumnos siempre hay algún examen al que le tienen miedo. Unos le temen a
las matemáticas; otros al Inglés, a la Física, a la Química. En el campo del matrimonio, el
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examen más terrible es el examen acerca del amor. Es el examen más comprometedor.
Nunca se sale bien parado. Nunca se alcanza una calificación muy alta. Esto no debe
llevar a la depresión, al desánimo, sino a buscar las causas que han debilitado el amor en
el matrimonio.
José de Egipto había recibido una terrible herida de parte de sus hermanos: primero
habían intentado matarlo; luego habían optado por venderlo como esclavo. Un día,
aquellos hermanos, por falta de alimentos, llegaron a Egipto en donde José era Virrey.
Los hermanos no reconocieron a José. El sí supo quiénes eran, desde un primer
momento. Seguramente su terrible herida volvió a abrirse. Se comunicaba con ellos
solamente por medio de un intérprete, pues les hizo creer que no conocía su lengua.
Luego comenzó a jugarles malas partidas: les escondió objetos preciosos de la corte en su
equipaje. Seguramente José, en su subconsciencia, estaba reviviendo todo el dolor de la
herida que sus hermanos le habían causado. Hubo un momento en que José recordó los
sueños proféticos que Dios le había regalado. Comenzó a llorar impetuosamente y ya no
pudo seguir simulando; se abalanzó hacia sus hermanos para abrazarlos y para darse a
conocer. Por medio del llanto abundante José logró sanar su corazón herido por la
ingratitud de sus hermanos. Mientras no los perdonó, no quiso comunicarse con ellos ni
abrazarlos. Mientras esposo y esposa no se hayan podido perdonar, mientras no lloren su
pasado y saquen, por medio de las lágrimas, todo rencor, no podrá haber comunicación
entre ellos; no podrán abrazarse, no podrán relacionarse ni física ni espiritualmente.
San Pablo escribió: «El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por medio del
Espíritu Santo que nos ha sido concedido» (Rm 5, 5). El amor de Dios es como aceite
que el Espíritu Santo derrama sobre nosotros. Cuando el amor de Dios ha caído sobre
nosotros, puede seguir fluyendo hacia los demás. Esposos y esposas, a diario, deben
suplicar que en ellos se derrame el amor de Dios para que siga fluyendo hacia el esposo,
hacia la esposa. El aceite del amor de Dios, muchas veces, se termina en nosotros, por
nuestro descuido, por nuestro alejamiento de las cosas del Señor. Como a las vírgenes
necias, se nos apaga nuestra lámpara porque se termina el aceite. Esposo y esposa, con
frecuencia acuden a «misas de casamiento». Es un momento adecuado para que revivan
el don de su matrimonio y para que renueven el aceite de su amor. Mientras Adán y Eva
tenían buena relación con Dios, también podían tener óptima comunión entre ellos
mismos. Cuando rompieron su «hablar con Dios», se rompió, al mismo tiempo, su
diálogo matrimonial. En ese instante él le alegó a Dios que toda su desventura había sido
causada por la «odiosa» mujer que le había dado. La mujer ciertamente no se quedó
callada; también ella habrá expresado su amargura con palabras desabridas.
Mundialmente el día del cariño se celebra el 14 de febrero. Se le llama el día de los
enamorados. Pero el preciso día de los enamorados debería ser el sexto día de la
creación cuando Dios creó al hombre y le entregó a su compañera para que fuera una
«ayuda adecuada». Dice la biblia que Adán exclamó: «¡Esta sí que es carne de mi
carne!» Gn 2, 23. Fue un poema de amor muy primitivo, pero saturado de autenticidad.
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El Señor unió al hombre y a la mujer en matrimonio. El permitió que se encontraran
el uno al otro. Que se juraran amor para toda la vida frente al altar. Ahora lo que Dios
quiere es que sean «ayuda adecuada» el uno para el otro. Que se ayuden mutuamente
durante el peregrinaje a través de la vida. Que se amen de corazón, Que es la única
manera de vivir en paz y armonía. Dios los unió para que se amaran no con un amor
comercial o romántico, sino con un amor fuerte que es sacrificio, perdón y comprensión.
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4. Los Papeles en el Matrimonio
En una obra de teatro, cuando uno de los actores intenta acaparar él solo la atención
del público, olvidándose de los demás compañeros de escena, la obra se desmorona
inmediatamente. El secreto para el éxito de una obra de teatro es que cada uno de los
actores procure desempeñar su papel a cabalidad, en equipo. En el matrimonio sucede lo
mismo: cuando el esposo o la esposa no cuidan de su parte o interfieren en el papel del
otro, inmediatamente comienzan a aflorar graves problemas en el hogar.
Una cabeza
La carta a los Efesios indica claramente que el hombre debe ser «la cabeza del
hogar». Aquí no se propicia ningún machismo, ni autoritarismo de parte del esposo, ni
mucho menos la superioridad del hombre con respecto a la mujer. Este no es el
pensamiento de la Biblia; la Escritura pone al hombre y a la mujer en el mismo plano.
San Pablo, por eso, explica con suma claridad en qué consiste «ser cabeza». Hace ver
cómo Cristo es «cabeza de la Iglesia», por que se sacrifica y se entrega por ella. Así el
esposo, en la vanguardia, va abriendo paso a su familia y, en esa línea de fuego, se
sacrifica y entrega por su esposa y por sus hijos.
San Pedro fue casado. En su primera carta aconseja tratar a la esposa con suma
delicadeza. Las palabras de Pedro son muy escogidas: «En cuanto a ustedes los esposos
sean comprensivos con sus esposas, denles el honor que les corresponde, no solamente
porque la mujer es más delicada, sino porque Dios en su bondad les ha prometido a
ellas la misma vida que a ustedes» (1P 3, 7). Pedro es consiente de que la mujer es el
hermoso regalo que Dios le ha entregado al hombre. Así se ve expuesto también en el
Génesis en el momento en que Dios le regala a Adán una compañera: Adán se
entusiasma vivamente, y ambos reciben la bendición de Dios para ser «una sola carne».
La cabeza está fallando
Una de nuestras tristes realidades en nuestro ambiente latinoamericano es que la
cabeza del hogar -el padre- está fallando en muchos hogares. Son múltiples los motivos.
Los horarios tan apretados en el trabajo hacen que el papá casi no se encuentre con sus
hijos. Cuando el papá se da cuenta, ya sus niños se han convertido en adolescentes y
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jóvenes, y él es para ellos un perfecto extraño. Hablan con la mamá, pero al papá lo ven
como alguien muy «lejano».
Debido también a las infidelidades matrimoniales -que nunca permanecen para
siempre ocultas- y por los desastres que causa el exceso de licor por parte del padre,
muchos hijos han llegado a perder el aprecio de sus respectivos papás. Es por eso que el
papá, para mantener su autoridad, tiene que recurrir al «matonismo» y las órdenes
autoritarias. En muchos hogares, los hijos están recibiendo una educación materna, nada
más, porque la figura del padre se ha difuminado en lo que respecta a la educación; se le
considera como un proveedor y no como educador.
Debido, también, a las ideas machistas con respecto a la religión, el papá se precia
de no ser religioso, y hasta se burla de la esposa que acude a la iglesia. Esto incide
negativamente en la educación integral de los hijos que se valen del ateísmo práctico de
su papá para evadir sus responsabilidades religiosas. En esta forma, el papá también está
perdiendo su liderazgo en lo que respecta a la educación espiritual de su familia.
Como en una obra de teatro, cuando el actor principal comienza a fallar, la obra se
viene abajo de romplón, así en el hogar se nota el descalabro cuando el padre ha perdido
su papel de «cabeza del hogar».
La ayuda adecuada
A muchas mujeres, con ideas exaltadas acerca de la «liberación femenina», les
disgusta que San Pablo hable de «cabeza del hogar»; creen que es como un paso previo
hacia una «esclavitud» doméstica. Pero no es éste el pensamiento de San Pablo.
El mismo San Pedro, que insiste en que se trate a las esposas con suma delicadeza,
también aconseja a las esposas que se «sometan» a sus maridos. El verbo «someterse»
no indica, en el contexto de la Biblia, que la mujer deba ser «alfombra» para que el
marido la pisotee. Lo que San Pedro quiere recalcar es el papel importante de la mujer en
apoyo de su marido, que va adelante, en la línea de fuego, abriendo campo para su
familia.
En nuestra sociedad, algunas veces, se ha estilado educar a la mujer para que sean
una «muda alfombra» para el esposo. Este no es el pensamiento de la Biblia: en la Santa
Escritura la mujer es un bello regalo de Dios, la «ayuda adecuada» para su esposo. Lo
mismo que el esposo es inigualable regalo de Dios para la mujer. Ambos se
complementan y se acompañan en el viaje hacia la eternidad.
Otra triste constatación, en nuestro medio latinoamericano, es que debido a que el
padre ha fallado, repetidas veces, como cabeza del hogar, la mujer ha debido tomar sobre
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sus hombros el pesado encargo de ser «padre y madre» a la vez en lo que respecta a la
educación de los hijos. Tal vez a esta situación, las mujeres en sus discusiones con el
marido hacen ilusión a «mis hijos» como que los hijos fueran solamente de ellas.
Cuando la esposa habla de «mis hijos», inconscientemente está exteriorizando una
cruda realidad: el esposo ha pasado a ocupar un «segundo plano» en su vida. A la luz de
la sicología y de la Escritura, el esposo debe preceder a los hijos. San Pablo en su carta a
Tito, les aconseja a las ancianas que enseñen a las jóvenes esposas a amar a «sus
esposos y a sus hijos». Así en ese orden: primero los esposos y luego a los hijos. Esto
hasta puede llegar a sonar «algo raro» para algunas madres, que piensan que lo primero
son sus hijos. Se olvidan que antes estuvo su marido y luego vinieron los hijos.
Estas situaciones anormales de nuestro ambiente casi no se enfrentan; más bien se
soslayan y se intenta aceptarlas pacíficamente. Lo cierto es que cuando en un hogar se
han trastrocado los papeles, los hogares comienzan a convulsionarse.
La mujer liberada
El capítulo 31 del libro de Proverbios enfoca la figura de una esposa dedicada a los
quehaceres domésticos; no se exhibe como una mujer «no liberada»; todo lo contrario:
se proyecta como una mujer gozosa, entregada a su esposo y a sus hijos, que la alaban y
la bendicen. Algunos versos del mencionado capítulo: «Su esposo confía plenamente en
ella». ... «Brinda a su esposa grandes satisfacciones todos los días de su vida»... «Sus
hijos y su esposo la alaban y le dicen: Mujeres buenas hay muchas, pero tú eres la mejor
de todas». Esta es la mujer «liberada» que resalta la Biblia. Ella juega un papel
primordial en el hogar, sin que su esposo se sienta «manipulado». Es la mujer que se ha
convertido en verdadera «ayuda adecuada» para su marido y para los hijos.
El tema del amor siempre está de moda. Pero ¡qué frívolos tantos discursos acerca
del amor!: se han cortado con los patrones de telenovelas y del cine. Allí se exaltan los
ardores románticos; no se habla para nada del sacrificio, de la entrega, de la renuncia.
Muchos jóvenes llegan al matrimonio ardiendo de romanticismo; pero a la hora que debe
aparecer el «verdadero amor», hecho de sacrificio y entrega, no aflora este amor por
ningún lado; entonces viene el rompimiento, la desilusión... Se creía que había amor, y
resulta que sólo existía un romanticismo pasajero.
San Pablo voló muy alto cuando habló del amor en el capítulo 13 de la primera
carta a los corintios. Algo sublime: «Tener amor es saber soportar, es ser bondadoso, es
no tener envidia ni ser presumido, ni grosero, ni egoísta, ni guardar rencor, es no
alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo, creerlo
todo, esperarlo todo, soportarlo todo» 1Co 13, 4-7. Seguramente a San Pablo nunca le
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hubieran llamado como consultor para una telenovela o una película norteamericana que
abordaran el tema del amor.
San Pablo es un hombre práctico; no se anda por las ramas cuando trata de definir
en qué consiste el verdadero amor. Soportar. Perdonar. Dar siempre una nueva
oportunidad. Eso es lo que escasea en el hogar. Se espera que sea el otro el que
«soporte», el que «perdone», el que «crea». Y esto es el acabóse del amor en un hogar.
Mientras no se aprenda a perdonar, a soportar, a creer, la palabra amor será la palabra
más sin sentido que aparezca en el vocabulario.
Como el primer día
Cuando Dios unió a la primera pareja, impulsó sus corazones para que se buscaran
y se encontraran. Los bendijo y les señaló la pauta para que fueran felices. Les dijo que
debían ser «una sola carne». Algunos han entendido eso de ser «una sola carne» al estilo
freudiano, algo muy relacionado con la piel. Pero «una sola carne» -una sola persona-,
en el sentido bíblico es una relación total de amor. No es el amor artificial de las revistas
ilustradas. No es el amor de muchas de las canciones, sino el amor del que sabe que no
está solo en el escenario; el amor del que con humildad cumple su papel y busca
sacrificarse para que los demás estén bien. Del que ora todos los días a Dios para no ser
un estorbo en su familia y para saber servir a todos con amor y entereza. Cuando cada
uno desempeña su respectivo papel de esposo y esposa, entonces la familia llega a ser
ese «hogar, dulce hogar» que soñó el poeta.
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5. Plagas de Nuestras Familias
Una película española tiene un título muy llamativo: «¿Y la familia? -Bien, gracias».
El título de este film es muy desafiante, pone el dedo sobre la llaga de la sociedad: la
familia convulsionada. Una de nuestras preguntas más repetidas es: «¿Y la familia?».
Automáticamente respondemos: «Bien, gracias». Esta respuesta intenta esconder algo
que nos duele confesar: nuestra familia no anda nada bien; es un desastre. Una gran
mayoría de familias están siendo vapuleadas por los vendavales del materialismo y por
una sociedad consumista que está convirtiendo en máquinas a los seres humanos. Si hay
algo que falta en muchas familias es, precisamente, un poco de armonía, de paz, de
serenidad, de bendición. Algunas familias, sin ningún temor, podrían ser catalogadas
como «sucursales del infierno».
¿Y qué sucede con nuestras familias para que exista tanta infelicidad bajo sus
techos? Son muchos los factores negativos que están incidiendo en el desmoronamiento
de nuestros hogares. De manera especial, quisiéramos hacer resaltar algunos de ellos que
son como plagas maléficas que están destruyendo uno de los tesoros más bellos: la
familia.
El egoísmo
Egoísta es el que quiere que lo tengan en el centro de todas las atenciones; quiere
que lo miren, que lo amen, que lo escuchen, que lo sirvan. El egoísta no tiene ojos ni
oídos para ver los problemas de los demás, para escuchar las penas de los otros; el
egoísta nunca hace un favor, a no ser que espere algo como intercambio. El egoísta está
centrado en su yo. Se considera el centro de su hogar, de su universo.
En el Sacramento del matrimonio, hay una ceremonia muy significativa: la entrega
de anillos, que indica la mutua entrega, espiritual y física, de los novios. En muchos
matrimonios ha habido una entrega física, pero todavía no ha habido entrega de
corazones. Se han reservado muchos secretos. Tienen áreas ocultas de su vida que no
han sido abiertas al cónyuge. En estos matrimonios, cada uno está buscando su propio
interés; su realización personal. No piensa en favorecer al otro, sino en sacar partido del
otro. Ser servido, ser amado, ser acompañado, compadecido, escuchado. Cuando esto
sucede, el hogar se convierte en un «ring», en donde hay dos boxeadores que están
tratando de imponer su criterio, su capricho, su antojo. Si dos piedras chocan, saltan
chispas. Hay violencia. Para terminar con el fuego del enfrentamiento, uno de los dos
cónyuges, por lo menos, tendría que convertirse en almohada. Allí caería la piedra y no
causaría mayores problemas. Pero, ¿quién quiere ser almohada, ser humilde? Mientras
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marido y mujer, como dos piedras de egoísmo, estén chocando cotidianamente por
imponer su manera de pensar, habrá incendio de ira, de rencor, de odio. Es lo que se
aprecia en muchos hogares. Se han herido a fondo; el rencor se ha apoderado de los
corazones de los cónyuges. Es difícil, entonces, hablar de serenidad, de diálogo, de paz
familiar.
Muy apropiado, por eso, el consejo de San Pedro para los casados: «Tengan un
mismo pensar y un mismo sentir, con ternura, con amor fraternal. Sean bondadosos y
humildes. No devuelvan mal por mal, ni insulto por insulto. Al contrario, devuelvan
bendición, pues Dios los ha llamado a recibir bendición» 1P 3,8-9. Este programa, que
traza Pedro para los casados, es el consejo más sabio para destruir el egoísmo, para
buscar un amor evangélico que, como lo captó muy bien San Francisco, consiste no en
buscar ser amado, sino en amar; no en anhelar ser comprendido, sino en comprender.
San Pablo muy bellamente llegó a decir que el verdadero amor «todo lo sufre, todo lo
cree, todo lo espera, todo lo soporta» 1Co 13, 7.
Cuando los herreros quieren doblar el hierro, lo someten a alta temperatura; cuando
está incandescente, entonces ya pueden doblarlo sin que se quiebre. Nosotros debemos
someternos al fuego del Espíritu Santo para ser purificados de nuestro egoísmo que
envenena la vida familiar y hace irrespirable el ambiente de tantos hogares. Mientras el
grano de trigo no haya sido despedazado dentro de la tierra, no habrá fruto. Mientras
esposo y esposa, tercamente, insistan en su necio egoísmo, el hogar seguirá siendo un
ring, y no un lugar de paz y refugio.
La infidelidad
El famoso informe Kinsey hizo notar que la mitad de los hombres encuestados
admitían que habían sido infieles, alguna vez, en su matrimonio. También muchas
mujeres aceptaron que habían sido infieles. Este impresionante «informe» es un reflejo
de la sociedad erotizada en la que vivimos, en la que se da un valor absoluto al sexo. Los
slogans de nuestros anuncios comerciales, los criterios que invaden nuestros ambientes
familiares, la pornografía, que es el pan de cada día, están empujando a muchos
matrimonios a la infidelidad. Algunos psicólogos hasta la aconsejan, en determinadas
circunstancias. Casi se diría que es un mal necesario.
Nuestro pueblo sencillo repite que «el diablo hace la olla, pero no sabe hacer la
tapadera». Muy cierto. Se cree que todo está escondido, que nadie sabe nada. De
pronto, todo se llega a saber. Vienen, entonces, esos traumas tremendos en la esposa, en
los hijos. Esos silencios pesados, esas desconfianzas entre esposo y esposa. Los hijos
ven que su papá, su «ídolo», se viene abajo del pedestal en que lo tenían. ¿ Con qué
autoridad viene ahora a exigirles moralidad, honradez?
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Cuando Dios unió a los primeros seres humanos les ordenó ser «una sola carne». El
señor no entendió bendecir amoríos, ni «sucursales» fuera del hogar. Claramente, el
Señor les advirtió a la primera pareja que si comían del «fruto prohibido», tendrían
muerte. No se refería sólo a la muerte física, sino también a la muerte del gozo, de la
armonía.
La Biblia señala que podemos tener bendición o maldición (Cfr. Dt 11, 26). Cuando
vamos por la senda del pecado, la bendición de Dios no está con nosotros. Todo lo
contrario: llevamos desgracia a nuestro hogar, a nuestra vida y a la de los hijos, de la
esposa, del esposo. Hay momentos en que no se sabe, a ciencia cierta, qué es lo que
sucede en el hogar; hay un ambiente tenso, indeseable. Si se buceara en la conciencia de
alguno del hogar, se podría detectar que hay pecado. Por eso la desgracia ha encontrado
la puerta abierta para ingresar en esa casa, en esa familia. Es posible que alguna familia
esté pasando este mal momento: el adulterio se ha hecho presente con sus secuelas de
desgracia. Es posible que alguna familia crea que todo está perdido. El evangelio narra el
caso de Jairo, que acudió a Jesús porque su hija estaba gravemente enferma. Cuando
estuvo frente a Jesús, unos amigos llegaron corriendo y le dijeron: «Ya no molestes al
Maestro; tu hija ya murió». Aquel padre quedó frío. Jesús le dijo, «No temas;
solamente ten fe» Mc 5, 36. Aquel hombre se atrevió a creer en las palabras del Señor,
Jesús le resucitó a su hija. Para el Señor no hay casos imposibles. Toda familia, que ha
sido herida por «la infidelidad», debe acudir al Señor insistentemente en la oración. Debe
tener plena confianza que el Señor sigue resucitando muertos.
Deben acudir también a los medios humanos; es bueno consultar a algún consejero
matrimonial, a algún psicólogo; pero hay que cuidar que sean muy cristianos, pues, de
otra suerte, pueden aconsejar algo que no está en sintonía con nuestros principios
evangélicos.
No quiere decir que porque en un hogar se haya introducido la infidelidad, ya no
hay esperanzas. Son muchos los hogares, que con la ayuda de Dios y la buena voluntad
de los de la familia, han sido restaurados. Han resucitado y han vuelto a vivir en plenitud.
El exceso de licor
El taxista que me llevaba al aeropuerto de Bogotá, en Colombia, al pasar por un
edificio de muchos pisos, me dijo: «Allí tengo mis acciones». Me quedé sorprendido,
pues veía que el chofer era muy pobre. El se sonrió y me dijo: «Es la licorera más
importante del país; allí va a parar el dinero de la mayoría del país». Una gran verdad me
estaba diciendo aquel taxista con su broma. El licor es una de las grandes plagas de
nuestros países. Cada familia tiene su historia negra con respecto al licor. Son muchos los
hogares que se desmoronan, cada día más, debido al alcoholismo.
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La Biblia narra el caso de un buen hombre, Noé, que después del diluvio encontró
unas uvas; le gustó en demasía su jugo; bebió y bebió hasta que se emborrachó y dio un
pésimo espectáculo ante su familia. Noé lo hizo inocentemente. Desconocía los fatales
efectos del licor. En la actualidad, nadie desconoce lo terrible que es el licor. Estamos
acostumbrados a ver, con horror, cómo cambia la personalidad de los individuos bajo el
efecto del licor. Se embrutecen. Insultan. Golpean a los seres más inocentes. Atropellan.
Se animalizan. Sería conveniente que a los borrachos se les tomara un «videocassette» y
se les mostrara después para que se pudiera contemplar «animalizados». Son muchas las
esposas mártires que esconden su triste historia de golpes, de injusticias, de pobreza, a
causa del maldito licor. Abundan los hijos que han quedado traumados por los excesos de
licor del papá o de la mamá. De allí vienen su ansiedad, su inseguridad, sus miedos, sus
terrores. ¡Y pensar que muchos de esos hijos, al no poder resolver, más tarde, sus
traumas, terminarán por seguir las huellas del papá alcohólico!.
Después de la navidad, llegó un señor llorando; durante la fiesta se había
emborrachado y había armado un escándalo en su familia. Estaba avergonzado. Le dije:
«Con llorar no se arregla nada; usted necesita demostrarles, con los hechos, a su familia
que está arrepentido y que no va a repetirse lo de la noche de navidad». El Señor tiene
indicaciones muy concretas para casos críticos de la vida. Dice el Señor: «Si tu ojo te
hace caer en pecado, sácatelo y échalo lejos de ti; es mejor que pierdas una sola parte
de tu cuerpo, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno» Mt 5, 29.
En ciertas ocasiones especiales, el Señor nos exige tomar medidas drásticas. A
algunos, que tienen propensión al alcoholismo, el Señor les exige que ni siquiera olfateen
el licor. Mientras no se decidan a tomar esa medida «radical» estarán demostrando que
no se han convertido; que no están haciendo la voluntad de Dios. Si alguien continúa
emborrachándose, no se puede llamar cristiano, seguidor de Jesús. Si no ha cortado con
el vicio del alcoholismo, es señal de que su conversión es «ficticia»; el que, de veras, ha
«nacido de nuevo», no puede estar reincidiendo continuamente en borracheras.
Es una vergüenza para nuestra Iglesia que muchas fiestas patronales degeneren en
excesos de licor, en escándalos. Es una inconsecuencia llamarse cristianos, y no poder
celebrar una sencilla fiesta familiar, sin que hayan borrachos y liviandades propias de
personas sin Dios, y no de familias que se llaman cristianas.
Al enfermo que se encontraba paralítico junto a la piscina de Betesda, el Señor le
preguntó: «¿Quieres ser curado?» Jn 5, 6. Parecía una pregunta sin sentido; se suponía
que aquel paralítico estaba allí porque deseaba su curación. La pregunta de Jesús tiene
mucho sentido. Muchos enfermos, en el fondo de su subconsciencia, no quieren ser
curados; tienen miedo de ser libres; tienen temor de afrontar su nueva situación de gente
sana. A muchos enfermos de alcoholismo habría que preguntarles si, de verdad, quieren
ser curados. Muchos están aferrados a su botella, que les ayuda a atontarse para no ver
su realidad indeseable.
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Con gozo he podido constatar cómo cuando una persona se convierte, de veras, y
se entrega al Señor, su problema de alcoholismo se esfuma inmediatamente. San Pablo
decía: «No se emborrachen con vino, sino llénense del Espíritu Santo» Ef 5, 18. El que
está lleno del Espíritu Santo, tendrá la fuerza suficiente para resistir la mala inclinación
hacia el licor. El que tiene el gozo del Espíritu, no tendrá que buscar el gozo artificial en
el fondo de una botella.
Si alguien ama a su familia, si no quiere convertir a su esposa y a sus hijos en
mártires de su alcoholismo, debe, en primer lugar, llenarse del Espíritu Santo que le
proveerá del poder de lo alto para hacer frente a la tentación del licor; luego debe tomar
la firme determinación de ni siquiera olfatear el licor, pues el Señor le pide que le
entregue ese ídolo que lo está fascinando. Mientras el que tiene el problema con el licor
no haya tomado estas determinaciones drásticas, continuará siendo zarandeado por el
licor y no dejará de ser verdugo para su familia.
La falta de comunicación
Una encuesta muy confiable dio a conocer que marido y mujer solamente se
comunican durante 17 minutos en toda la semana. Algo que causa estupor. Vivimos en la
era de las comunicaciones: teléfonos, télex, satélites, televisión, fax, radio, cine. Sin
embargo las personas cada día nos comunicamos menos.
Cuando los actuales cónyuges eran novios, no terminaban de hablar. Siempre
buscaban un pretexto para comunicarse. El llegaba a visitar a la novia y, a pesar de que la
noche avanzaba, no se iba y no se iba... La supersticiosa abuelita hasta ponía una escoba
detrás de la puerta para apresurar la partida, pero ¡ni así se iba el novio! ¡Era bello ese
tiempo que los novios empleaban en comunicarse! ¡Siempre tenían algo lindo que
decirse! ¡Pero, lastimosamente, durante el matrimonio, las palabras se van terminando!
Algunos matrimonios ya adoptaron un «lenguaje Morse»: «Si. No. Ah. Vaya». Punto
raya. Otros matrimonios ya necesitan de un intérprete. El esposo le dice a la hija: «Decile
a tu mamá que no sea tan impertinente». Y la esposa está allí enfrente.
Cuando Jesús quiso llegar al corazón de la perdida mujer samaritana, buscó dialogar
con ella. La mujer se resistió al principio; trató de enredarlo en una acalorada discusión.
El Señor con amor la fue haciendo reflexionar, hasta que aquella mujer dejó que la
Gracia invadiera su corazón. Nuestro pueblo sencillo dice: «Hablando se entiende la
gente». Así es. Cuando la gente logra comunicarse, muchos malos entendidos se disipan.
Se logra llegar al corazón y a la mente. Cuando la gente no se comunica, abundan los
prejuicios, se agrandan los defectos, los errores.
El diálogo no consiste en «cantarle sus cuatro verdades» al cónyuge. Si alguien se
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siente agredido verbalmente, es lógico que se defienda. Entonces habrá una nueva pelea,
otro acalorado enfrentamiento. Dialogar es saber buscar el momento preciso y la manera
adecuada para decir lo que se debe decir; lo que tiene que ser aclarado. No con la
intención de «herir», de «hacer mal al otro», sino de ayudarlo a reflexionar, a mirar
imparcialmente un «nuevo punto de vista» que podría arreglar una determinada
situación.
Un esposo contaba que su esposa lo había llevado a un juzgado. Cuando estaba
ante el juez, ya sin ninguna esperanza de arreglo, al fin pudo escuchar con imparcialidad
las razones de su esposa. Nunca antes había escuchado con serenidad. Entonces, se dio
cuenta de que ella tenía razón. Se lo dijo. Pero ya era tarde; la esposa no quiso echar pie
atrás.
Muchos problemas familiares se solucionarían más fácilmente o se evitarían, si
esposo y esposa hablaran más entre ellos; si resucitaran los sabrosos diálogos del tiempo
del noviazgo. Si no platican, deben prepararse para pelear. Si no dialogan, terminarán por
tirarse los platos, y pondrán en peligro la estabilidad de su familia.
Falta de oración en pareja
Me ha sucedido con frecuencia: llegan algunas parejas a quienes les va pésimamente
en su matrimonio. Les pregunto si rezan juntos. Se me quedaron mirando como si les
hubiera preguntado si mataron a alguno. La oración en pareja se ha convertido en algo
«anormal» en muchos hogares. Debería ser lo más «normal» que marido y mujer
rezaran juntos, tuvieran en común a Dios en su vida.
Esta falta de oración en pareja tiene su origen en el propio hogar de los cónyuges:
los actuales esposos no vieron a sus papás rezando juntos. No tuvieron esa indispensable
escuela de oración en familia. Dice San Pablo: «Si el señor está con nosotros, ¿quién
contra nosotros?» Rm 8, 31. En medio de muchos matrimonios no está el Señor. Es un
ausente. Un desconocido. Un marginado.
El Génesis describe a Dios que bajaba a platicar con la primera pareja de la
humanidad. Mientras ellos perseveraron hablando con Dios, había armonía en su vida.
Cuando dejaron de hablar con Dios, comenzaron a platicar con el mal. Y todo se
convirtió en un desastre. Alguien escribió que es imposible divorciarse de la mujer con la
que rezas todos los días. Y así es. Mientras el esposo y esposa perseveren «hablando con
Dios», él no los dejará desamparados en sus crisis matrimoniales, que nunca faltan.
La Biblia resalta el bello caso del Joven Tobías y de Sara: Tb 8, 1-8. Ella tenía
muchos problemas para poder realizar un matrimonio feliz. La Biblia exhibe que algo
maléfico se interponía siempre. Lo primero que el fervoroso Tobías hizo, la noche de su
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boda, fue invitar a su esposa a ponerse de rodillas. Juntos, en oración, vencieron el mal
que podía haberlos separado. De rodillas es como marido y mujer deben recibir y
despedir el día. De rodillas es como deben enfrentar las crisis matrimoniales, las alegrías
y las penas de toda familia. Jesús prometió que donde dos o tres se reúnen en su
nombre, allí estará el. ¡Qué mejor que contar, día a día, con la presencia de la Gracia del
Señor! «Familia que reza unida, permanece unida», decía el Papa Pío XII.
No tengan miedo de gritar
Cuando a alguien se le está quemando su casa, comienza a gritar pidiendo auxilio a
Dios y a los vecinos. Si el hogar no marcha bien; si hay amargura, sinsabores, hay
muchas personas que pueden ayudar a solucionar esos problemas familiares. Existen
sicólogos cristianos, consejeros matrimoniales, sacerdotes, amigos. Lo importante es
pedir ayuda. Nada está perdido cuando existe una buena voluntad. El Señor puede
enviarle algún ángel -con saco, con blusa o una sotana- para ayudarle a arreglar su
situación matrimonial.
No tenga miedo de gritarle a Dios. Cuando Pedro se estaba hundiendo en las olas
del mar, le gritó a Jesús pidiendo ayuda. Al punto experimentó la férrea mano del Señor
que lo arrancaba del embravecido oleaje. En la oración busque sentir esa mano fuerte del
Señor que, un día, le regaló el don del matrimonio por medio de un Sacramento. El
Señor lo menos que quiere es que ese regalo, que le entregó junto a un altar, se eche a
perder.
Cuando murió Jesús, los discípulos de Emaús creían que todo estaba perdido. Por
eso regresaban desilusionados a su pueblo. Ya no había nada que hacer. Tuvieron la
buena idea de permitir a un viajero anónimo que los acompañara en su camino. Ese
viajero era Jesús. El comenzó a dialogar con ellos; los hizo reflexionar acerca del plan de
Dios en la Biblia. Cuando se dieron cuenta, sentían que les «ardía el corazón», y
descubrieron a Jesús Resucitado. Es posible que su matrimonio esté en estado de coma.
Que usted crea que ya no se puede hacer nada. Permítale a Jesús que lo acompañe.
Déjelo hablar. Háblele. Cuando usted menos lo piense, es posible que sienta que su
corazón «vuelva a arder». Es posible que haya una resurrección. Los discípulos de
Emaús, en lugar de continuar su camino de derrota, regresaron gozosos a Jerusalén a dar
la noticia de su encuentro con Jesús. Usted, que ha visto cómo Jesús resucita hogares
muertos, puede ser un testigo fabuloso para otras personas que creen que ya no hay nada
que hacer por su hogar desmoronado.
En algunas salas se ve un cuadro: un niño colocho que recoge unas virutas; un
hombre barbado curvado sobre un banco de carpintería; en un ángulo, hay una mujer
con un cántaro. Abajo del cuadro hay un letrero que dice: LA SAGRADA FAMILIA. Tal
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vez, alguno piense que esa familia era un hogar sin problemas. Pero no existe un hogar
sin problemas. La familia de Jesús, la Sagrada Familia, tuvo muchísimos problemas. En
primer lugar, les costó iniciar. San Mateo expone crudamente la angustia de José, al no
encontrar una explicación lógica de los síntomas de embarazo en su novia. Se capta el
silencio quemante de María. En seguida vemos a esa familia mendigando un lugar en el
pueblo de Belén. Todos les cierran sus puertas. El hijo tiene que nacer en una gruta.
Apenas ha pasado la alegría del nacimiento del hijo, ya tienen que huir apresuradamente
a un país lejano porque alguien quiere eliminar al Niño.
Nada raro decir que María y José tuvieron al hijo «más difícil». Era Dios y hombre.
Había mucho de misterioso en varias de sus actitudes. Con frecuencia no comprendía a
su hijo. Sufrían mucho por él. Y él también sufría al ver la pena de sus padres. Era el
precio de ser Dios y hombre.
A pesar de esa historia de pobrezas, penas y persecuciones, la familia de Jesús gozó
de armonía, de paz, de bendición. Porque allí estaba Dios. Porque en todo se busca el
camino del Señor.
Toda familia ha sido llamada a convertirse en «sagrada familia». Se inició junto a un
altar con la bendición de Dios. Mientras ese hogar se construya sobre la «roca» de los
mandamientos de Dios, podrá haber dificultades, tropiezos, calamidades, pero allí habrá
una «sagrada familia» en donde no faltarán la armonía, el gozo, la bendición de Dios.
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6. La Educación de los Hijos
Con harta frecuencia se escucha decir: «¡Qué mal anda la juventud!». Pero los
adultos, que se rasgan las vestiduras al comentar de los defectos de los jóvenes, tienen
miedo de preguntarse por qué anda mal la juventud. Tienen temor inconsciente de
sentirse señalados, culpables. Lo cierto es que muchos jóvenes «andan mal» porque sus
hogares están patas arriba.
Me tocó presidir una reunión de padres de familia; los papás se expresaban con
escándalo de lo que hacían los jóvenes «modernos». Los escuché con paciencia durante
bastante tiempo. Al final les expuse que, después de muchos años de trabajar con los
jóvenes, yo había llegado a la conclusión de que el problema número uno de los
muchachos son sus propios papás, su hogar. Ahí los jóvenes se encuentran con que sus
padres viven a diario un repetido enfrentamiento; el amor es algo desconocido: más que
esposos, los hijos ven en sus padres a dos compañeros que viven en la misma casa. Los
adolescentes y jóvenes con sentido crítico saben captar que en su hogar hay
«infidelidad»; a veces es tan notoria que ya no se puede ocultar; hay que aceptarla como
una cruz en la que toda familia se encuentra en una tortura perpetua. Con rebeldía y
desolación, los hijos sufren las consecuencias del alcoholismo de su padre, que engendra
pobreza, insultos, hostilidad. La mayoría de los muchachos no perciben en sus
respectivos hogares una vivencia religiosa profunda; tal vez existe una «religiosidad»
ocasional, sobre todo en los momentos de emergencias; pero los jóvenes, por lo general,
no ven en sus padres una religión auténtica que los lleve a ser mejores, más humanos,
más rectos, más justos. Más bien observan una religión que se queda en ritos y
ceremonias, pero que no tiene ninguna relación directa con la vida de todos los días. Por
eso, nada raro que el problema número uno de los jóvenes sean sus papás. La juventud
anda mal porque la educación que se imparte en los hogares es un desastre. Porque la
«educación» no consiste en imponer una serie de reglas, sino en mostrarle al hijo, con la
propia vida, cómo se debe vivir rectamente.
¿Para quién la bofetada?
Don Bosco fue a visitar a una familia. Durante la plática, uno de los hijos profirió
una «palabrota». Don Bosco como buen educador, intervino: «Niño, esa palabra no debe
decirse». «Mi papá la dice siempre», alegó el niño.
El papá se sonrojó: Don Bosco añadió: «Pero tu papá ya no volverá a repetir esa
palabra». Para los niños, sus padres son sus ídolos; al niño le encanta reírse como su
papá, peinarse como su papá; repite lo que su papá comenta. A la niña le fascina vestirse
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como su mamá; le copia la manera de telefonear, de atender a las visitas. Pero los niños
no se quedan siempre niños. Se convierten en adolescentes, en jóvenes; se despierta su
sentido crítico; llegan a tener un «ojo clínico» para observar a sus papás. Si descubren
que en ellos hay una doble vida, que hay mentira, «infidelidad», se sienten totalmente
frustrados: se vienen abajo sus ídolos. Les cuesta volver a creer en sus padres. Un día les
hablaron de la cigüeña, de Santa Claus. Ahora les hablan de honradez, de rectitud. ¡Que
difícil que un adolescente, un joven vuelva a colocar en un pedestal a sus papás cuando
se han sentido defraudados por ellos!.
El ejemplo es básico en la educación de los hijos. Decía el pensador Bandura que
aprendemos lo que sabemos a través de «modelos». Los padres de familia deben ser los
mejores modelos para sus hijos. Cuando se enseña con la vida, los «sermones» salen
sobrando. Una madre se quejaba de que todos sus hijos se habían hecho marineros; casi
nunca podían permanecer en casa. Alguien llegó a visitar a esa madre: observó que en la
sala había un cuadro en que se veía un barco y a un navegante con un catalejo en la
mano. El visitante le dijo a la madre: «Allí está el origen marinero de sus hijos». Aquellos
niños todos los días habían visto aquel cuadro de un marinero en alta mar. El cuadro que
día y noche ven los hijos es el ejemplo de sus papás. Es la lección diaria que ellos
aprenden de la vida para bien o para mal.
De Jesús dice el Evangelio que «crecía en estatura y en espíritu» Lc 2, 52. Un
desarrollo integral: cuerpo y espíritu. Tenía ejemplos vivos en su casa. A José, la Biblia lo
llama «justo», que significa, bíblicamente, un hombre a carta cabal. A María el Evangelio
la muestra como la que mejor escucha la Palabra y la pone en práctica. El niño, por eso,
se desarrolla no sólo físicamente, sino también espiritualmente. Muchos adolescentes y
jóvenes se convierten en «gigantes», pero sólo su aspecto exterior; espiritualmente se
quedan enanos. La educación en su hogar, el ejemplo de sus padres no los ayuda a
desarrollarse integralmente: en el cuerpo y en el espíritu.
El pensador griego, Diógenes, se encontró por la calle a un joven que profería una
mala palabra; preguntó quien era el padre; lo buscó, le dio una bofetada, y le dijo: «Hay
que castigar la mala palabra del hijo en la boca del padre». Cuando se habla tanto de que
la juventud «anda mal», habría que preguntarse a quien hay que darle la bofetada.
La disciplina indispensable
Muchos padres de familia se encuentran totalmente desorientados con respecto a la
disciplina que deben emplear en la educación de sus hijos. Existen tantas teorías que en
lugar de ayudarlos los confunden. Posiblemente se insiste mucho en «usar guantes de
seda». Algún padre de familia alega que tiene temor de «castigar» a su hijo porque puede
acarrearse su odio. Lo que sí es cierto que su hijo, un día, le reclamará si lo deja crecer
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como un arbolito torcido y no le pone a tiempo un sostén que le impida torcerse. Lo
importante es saber darle al castigo el sentido justo de equilibrio, de amor. Parece
contradictorio hablar de castigo con amor. Sin embargo, allí está la esencia del castigo
eficaz.
En la vida de Martín Lutero impresiona que él recuerda que su madre lo castigaba
con saña, con ira. Su comentario acerca de su madre no es nada halagador. San Juan
Bosco también, en su autobiografía, menciona la manera cómo su madre imponía
disciplina en su casa. Margarita se llamaba la madre de Don Bosco; era una mujer
campesina y viuda. Don Bosco recordaba que en una esquina de la estancia colgaba una
varita que se bamboleaba con el viento. Esa varita era símbolo de que su madre no
estaba dispuesta a transigir con lo que estuviera fuera de lugar. El santo pedagogo
rememora con gozo el día en que él quebró una botella de aceite que se regó por el suelo;
el niño ingenuo fue a preparar una varita bien pulida para entregársela a su madre cuando
volvía del trabajo. Cuenta el santo que su madre comprendió que él había cometido
alguna travesura; se informó acerca del asunto y no empleó la varita. Con seguridad, la
madre de Don Bosco empleó pocas veces ese método disciplinario. Don Bosco no la
recordaba con resentimiento, sino con ternura. Lutero, en cambio, recordaba con cierto
rencor la manera con que su madre lo había disciplinado. Todo está en la manera de
aplicar el castigo.
El gran educador Don Bosco afirma que es castigo todo aquello que se pueda pasar
como tal. De allí que el santo empleaba como castigos algunas tácticas muy propias de lo
que él llama «sistema preventivo». A un joven mal portado lo veía con cierta frialdad.
Eso bastaba para que el muchacho procurara remediar su situación para que Don Bosco
no lo viera con indiferencia.
Se dio el caso de una jovencita que no llegaba a los quince años; se había
pintarrajeado para ir a una fiesta en la noche. Los padres estaban nerviosos; no sabían
cómo debían obrar. Hubo un momento en que la jovencita comenzó a gritarles: «Por
favor, no me dejen ir a la fiesta». Son los jóvenes mismos los que reconocen que, en
determinadas oportunidades, necesitan la «mano dura» de los padres. Hasta podríamos
decir que los jóvenes ponen a prueba a sus padres para ver hasta dónde pueden llegar. Si
los papás se muestran débiles, el joven mismo se encuentra desconcertado, pues sus
propios padres les comunican su inseguridad.
Si el entrenador de un equipo no es capaz de someter a los deportistas a la adecuada
disciplina, el resultado será fatal en la competencia. Si los padres de familia no son
capaces de exigir siempre rectitud, verdad, justicia, la educación del hijo será un caos.
Bien dice el libro Eclesiástico: «Mima a tu hijo y te hará temblar» Eclo 30, 7.
Jesús adolescente se quedó en el Templo sin pedir permiso a sus papás. María y
José lo buscaron con angustia durante tres días. Cuando lo encontraron, María lo
comprendió; le dijo: «Hijo, ¿por qué hiciste esto? Tu padre y yo te hemos buscado con
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angustia» Lc 2, 48. Jesús era el Enmanuel, el Cristo; no por eso María renunció a su
autoridad de madre; le llamó la atención, lo reprendió. Claro está, no armó un escándalo
ante todos. El texto deja adivinar la sabiduría con que María encaró a su hijo en situación
tan inexplicable.
Los padres que son débiles para exigir disciplina en su casa, un día, tendrán que
llorar. Muy bien escribía un pensador: «Es mejor que lloren los niños cuando son niños y
no que lloren sus padres cuando sus hijos ya dejaron de ser niños».
Obra de paciencia
Se ha comparado la educación con el trabajo del agricultor. El campesino prepara el
terreno, lanza la semilla al surco; debe estar pendiente del sol, de la lluvia; debe arrancar,
pacientemente, las malas hierbas, librar las plantas de las plagas, esperar que vaya
creciendo lentamente la plantita, que dé los primeros frutos. También se ha comparado la
obra del educador con el arte del escultor. A golpe de cincel, el artista va sacando del
informe pedazo de mármol una bella estatua.
El gran educador Don Bosco le daba gran importancia a lo que él llamaba la
«asistencia» en la educación: el estar siempre al lado del educando. No se trata de una
vigilancia detectivesca que anula la personalidad del muchacho, que se siente pesada, que
hace que el joven se revele contra la autoridad. Según Don Bosco, la asistencia debe ser
como la del ángel que, invisiblemente, se encuentra siempre al lado de su protegido. Los
padres deben estar siempre al lado de sus hijos como el ángel, invisiblemente. Los padres
deben estar enterados de las compañías de sus hijos, de sus lecturas, de sus espectáculos,
de sus juegos. Esto implica mucho sacrificio y los padres tendrán que renunciar a muchas
cosas para estar con sus hijos. Este es el «alto precio» que debe pagarse para poder
educar a los hijos. Muchos padres de familia rehusan pagar esa cuota de «sacrificio» que
se les exige. Un día se arrepentirán de no haberles entregado a sus hijos lo mejor de sus
vidas.
El adolescente, el joven son muy maduros de por sí; no se puede pretender de ellos
que obren con total corrección. Lo importante es «el método» que se emplea para
ayudarlos a «madurar» integralmente. Algunos padres hacen gala de «matonismo»; creen
que con gritos van a educar a sus hijos. En el «sistema preventivo» de Don Bosco, se le
da suma importancia a la razón, al corazón. Don Bosco insistía en ganarse el corazón del
muchacho, en llegarle al corazón. Sólo así se podrá convencerlo. Porque la educación no
es asunto de «disciplina militar», sino de moldear corazones por el amor y el
convencimiento. Aquí otro gran desafío para los padres de familia. Esta clase de
educación exige que los padres antepongan la educación de sus hijos a sus negocios, a
sus placeres. En estos tiempos, tan conflictivos, ¿están los padres de familia dispuestos a
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jugarse el todo por el todo en favor de la educación de sus hijos? Según lo que observo a
mi alrededor, pienso que una gran mayoría de padres no se han decidido a pagar tan alto
precio.
Un dato muy fácil de comprobar. El niño se acerca a su papá para que le responda
sus interminables preguntas; para que le arregle un juguete; el papá está embebido en la
televisión, o en la página deportiva del periódico. El niño es, propiamente, rechazado
como impertinente. El niño, entonces, se va acostumbrando a no poder platicar con su
propio padre. Pasan los años. Aquel niño se convierte en adolescente, en joven. El padre
tendría tantas cosas qué decirle. El muchacho también quisiera desahogarse con su papá,
con su mamá; pero entre ellos no se ha cultivado el diálogo; la comunicación está cortada
desde hace mucho tiempo. Lo que se afirma del papá podría también decirse de la
mamá, aunque en menor escala. Los padres están demasiado afanados en muchos
quehaceres. Se les olvida que ante todo deben contar con el tiempo necesario para la
educación del hijo.
Cuando un adolescente, un joven se decide a hablar, a externar sus ansiedades, sus
dudas, sus turbaciones, habría que decir que están llevando a cabo una hazaña. Si
después de haber hecho esfuerzos inauditos para poder abrir su corazón a su papá o a su
mamá, se encuentran con que el papá les dice que será otro día porque no tiene tiempo;
si ven a la mamá tan atareada que ya no sabe escuchar, el adolescente, el joven opta por
callar. De allí nace el terrible silencio de los jóvenes que no pueden comunicarse con sus
propios papás. Observan con tristeza que su papá tiene suficiente tiempo para hablar con
sus amigos, con sus clientes; que su mamá se pega al teléfono para platicar largo y
tendido con la vecina acerca de los chismes más recientes; pero que no tienen para él,
para sus conflictos de su desconcertante adolescencia y juventud.
En la película «Los hijos de Sánchez», se plantea el caso del padre latinoamericano
que quiere inmensamente a sus hijos, pero pretende educarlos a base de «matonismo»,
de brusquedad, de gritos. Todo resulta un fracaso. Hacia el final de la película una hija le
suplica al papá que por favor les diga que los quiere. La película termina con una imagen
congelada del Padre que intenta decirles a sus hijos que los quiere; pero no le salen las
palabras.
Es una realidad muy nuestra. Los padres pretenden educar a sus hijos a base de
gritos, de humillaciones. La auténtica educación sólo se logra de tú a tú, por medio del
diálogo y no de reprimendas coléricas que son índice de la falta de equilibrio de los
mismos padres.
Cuando el joven Jesús se quedó en el Templo, sin previo aviso a sus padres, María
buscó a dialogar con su hijo; por eso le formuló una pregunta: «¿Por qué nos hiciste
esto?». Lo duro del caso es que Jesús le respondió con otra pregunta: «¿Por qué me
buscaban; no sabían que debo ocuparme en las cosas de mi Padre?». Una pregunta
respondida con otra pregunta. Difícil problema para María. El evangelio afirma que
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María «guardaba todas estas cosas y las iba meditando en su corazón» Lc 2, 51.
María, educadora, le da vueltas al problema; no intenta resolverlo todo a base de
reprimendas. Trata de pedir la sabiduría y de buscar una solución humana al caso de su
misterioso y difícil hijo. Ese es el papel del padre educador. Tiene que meditar mucho;
tiene que pedir discernimiento a Dios, y debe buscar, por todos los medios, una solución
para el problema concreto de su hijo. Para eso los padres necesitan tomar muy en serio
la educación de sus hijos; recordar que es algo primordial en su misión de padres. ¡Antes
que los negocios, que las diversiones, que los amigos, están sus hijos!.
Una religión viva
El Evangelio expone que todos los años José, María y el Niño iban al templo para
celebrar las fiestas religiosas. Tenían que someterse a un largo y penoso viaje para
cumplir con lo establecido en la ley del Señor. En uno de esos viajes a Jerusalén, se
queda el joven Jesús. Cuando lo encuentran sus padres está dialogando con los rabinos dirigentes religiosos- acerca de la Escritura. Se hace notar que las preguntas de aquel
joven les impresionan a los rabinos. La educación religiosa que Jesús ha recibido en su
hogar se manifiesta en su diálogo con los doctores de la ley. En el pueblo judío era el
papá el encargado de catequizar a la familia; detrás del joven Jesús, que discute con los
doctores en el Templo, se adivina la catequesis de José; se intuye también la presencia
educadora de María; los estudiosos de la Biblia han podido captar en el Magníficat de
María, sus conocimientos y vivencias de la Escritura. Jesús, que discute con los doctores
de la ley, en el Templo, es el reflejo de un hogar eminentemente religioso. Por eso la
Biblia describe a Jesús que «crecía en estatura y en espíritu» Lc 2, 52.
Algo notorio en las familias es la descristianización; se vive un cristianismo de
«ambiente», pero no de corazón. La religión es algo «ocasional», en muchas familias:
para momentos de crisis, para eventos especiales. Los padres han perdido, en muchos
hogares, su papel de «sacerdotes». Abundan las familias que se llaman cristianas, pero
que no son capaces de rezar en familia. El machismo latinoamericano ha llevado,
ridículamente, al padre de familia a avergonzarse de «hablar de las cosas de Dios». En
muchos hogares los hijos les pueden dar clases de religión a sus papás. Todo esto indica
que en la educación integral: la religión, que no consiste en acumulación de ritos y
ceremonias, sino en una relación vivencial con Dios que debe traducirse en la manera de
vivir el Evangelio.
El salmo 127 afirma tajantemente: «Si el Señor no construye la casa, en vano se
cansan los albañiles». Muchos padres de familia se matan trabajando para que sus hijos
tengan alimento, ropa, estudios; pero descuidan la educación religiosa de sus hijos.
Habría que repetir lo que dijo Jesús: «¿De qué sirve ganar el mundo si se pierde el
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alma?» Mt 16, 26. Lo más importante para el hijo no es que llegue a adquirir un título
universitario o que gane mucho dinero. Lo más importante es que vaya por un camino
recto que lo lleve a realizarse aquí en la tierra y lo introduzca en la salvación que Jesús
nos ofrece.
Para muchos la religión consiste en «ir a misa» el domingo. ¡Qué religión tan
mezquina y pobre! La auténtica religión es la que nos lleva a proclamar a Jesús como el
Señor de nuestra vida, de nuestro hogar, de nuestro trabajo, y a vivir, en consecuencia,
de acuerdo con el camino que Jesús señala en el Evangelio.
«Familia que reza unida, permanece unida», afirman los que tienen experiencia de
una religión vivencial en la familia. La gran mayoría de nuestras familias se encuentran
«desunidas» física y espiritual mente. Esas mismas familias, desintegradas y en las que
se vive en eternos conflictos, se llaman pacíficamente cristianas. Quiere decir que «esa
religión», que están practicando, es falsa. Porque la religión «en espíritu y en verdad», a
lo que se refiere Jesús, conduce a una «vida abundante» Jn 10, 10.
Reflejo de los padres
El Rey José de Austria sacaba a los presos de la cárcel para que fueran a barrer las
calles. Un jovencito se acercó a uno de los prisioneros y le besó la mano. El rey le
preguntó al joven que quién era el señor a quien había besado la mano. «Es mi padre»,
respondió el joven. El rey dijo: «Dejen en libertad a ese preso; no puede ser un criminal
quien educó así a su hijo». Los hijos son el reflejo de sus padres. Esta es una terrible
afirmación; equivale a decir que si los jóvenes están desorientados hay que buscar la raíz
de su desconcierto en sus hogares, en sus padres. Traer un hijo al mundo es algo muy
comprometedor. No se trata sólo de sentirse orgullosamente padre, madre. Implica un
vincularse de por vida con el hijo para que crezca como Jesús «en estatura y en
espíritu».
Varias matronas romanas mostraban con vanidad su colección de joyas; una de esas
matronas mandó a llamar a sus hijos y les dijo a sus compañeras: «Estas son mis mejores
joyas». Los hijos son el tesoro más grande que los padres han recibido de Dios. Todos
los sacrificios que los padres de familia se impongan para educar lo mejor posible a sus
hijos, nunca serán suficientes, ya que moldear el corazón de un hijo es la empresa más
arriesgada de la vida. Cuando los padres se deciden a traer un hijo al mundo ¿son
conscientes del alto precio que deben pagar para poder educar correctamente a sus hijos?
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7. El Buen Samaritano
en el Hogar
La palabra amor está muy devaluada en nuestra sociedad. En las canciones de moda
se identifica amor con pasión, con el egoísmo del que no logra controlar sus malas
inclinaciones. Entre los novios, cuando se hablan de amor, lo hacen al estilo de las
telenovelas; los novios se guardan mucho de identificar amor con sacrificio, con
renuncia, con paciencia.
Un doctor de la ley quiso deleitarse en elucubrar acerca del concepto «amor al
prójimo». Jesús no simpatizaba con teorías, que evaden los problemas; lo paró en seco y
le narró la impactante parábola del buen samaritano. En la parábola se hace referencia al
duro corazón de un sacerdote y de un levita (un seminarista), que por llegar temprano al
templo, no atiende a un hombre que está herido a la vera del camino. En la parábola
resalta la «compasión» del samaritano que, al ver a aquel hombre sangrando, siente la
urgencia de bajarse de su cabalgadura y prestarle los primeros auxilios: echa aceite y vino
en sus heridas, y lo lleva a un mesón y paga para que lo atiendan.
Todos hemos sido golpeados, en una u otra forma, por el mal del mundo que se nos
acerca y nos maltrata. Cada hogar es un pequeño hospital, en donde todos sufrimos por
nuestras respectivas heridas: traumas que venimos arrastrando, neurosis, depresiones,
soledad, frustración. El hogar cristiano debería distinguirse por ser un centro de «buenos
samaritanos», en donde, unos a otros, nos proporcionemos los cuidados necesarios para
curarnos mutuamente las heridas. Lastimosamente, en muchos hogares, en lugar de curar
las heridas, se agravan y se aumentan.
Tanto el sacerdote como el levita eran eminentemente «religiosos». Eran gente de la
iglesia. Todos sus ritos, sus ceremonias y oraciones no les sirvieron para que sus
corazones pudieran tener «compasión» ante el que se encontraba en necesidad. Su
religión era falsa.
Si las prácticas de piedad no nos llevan a tener «compasión», amor demostrado en
el momento de la necesidad, nuestra religión es «opio» para adormecernos; es pantalla
para esconder nuestra verdadera realidad: creernos buenos, cuando en realidad somos
muy malos.
Santiago lo había entendido así cuando escribía: «La religión pura y sin mancha
delante de Dios Padre es ésta: ayudar a los huérfanos y a las viudas en sus aflicciones,
y no mancharse con la maldad del mundo» (St 1, 27).
San Juan también se muestra un auténtico discípulo de Jesús en cuanto a lo que
debe ser la religión, cuando escribe: «Si alguno ve que su hermano necesita ayuda, pero
no se la da, ¿cómo puede tener amor a Dios en su corazón?» (1Jn 3, 17).
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Si en nuestro hogar, nuestra «religión» no logra que se ensanche nuestro corazón
para convertirnos en agentes de consuelo, de perdón, se servicio, de comprensión,
entonces esa religión es pura paja que el viento encargará de llevarse arrastrada por el
suelo.
El sacerdote y el levita de la parábola le dieron más importancia al reloj, al tiempo,
que a aquel individuo ensangrentado que con sus sordos gemidos imploraba auxilio. Ellos
pasaron de largo porque se les hacía tarde; podían perderse de la ceremonia.
En nuestros hogares es muy común que nadie tenga tiempo para nadie. El padre
adivina una pena quinceañera en su hijo o hija; sabe que debe dialogar con ellos; pero
prefiere el periódico o la charla con los amigos. La madre está sumamente afanada en
miles de cosas; le da más importancia a la conclusión de sus faenas domésticas que a la
«frustración» del marido, que se lee en su frente. El esposo ve que la mamá ya no puede
más con ella misma; podría decirle una palabrita de aliento; pero lo domina la urgencia de
ver el programa de televisión. El hijo capta que sus padres tienen problemas. Podría
hacer algo. Pero prefiere encerrarse en su cuarto y poner a todo volumen su música de
onda. Así se olvida de todo. Nadie tiene tiempo para el otro. Se pasa de largo ante el
dolor ajeno, del que vive en nuestra misma casa.
El sacerdote y el levita, en el fondo, tuvieron miedo de meterse en un lío, si se
detenían a atender a aquel hombre. Tal vez tendrían que llevarlo a algún lugar; se les iba
su día de oración. ¡Suficientes problemas tenían con los de su propia vida! El temor a
«implicarnos» en el dolor de otros, nos hace cerrar los ojos y el corazón ante el dolor del
que vive a nuestro lado. Y seguimos adelante, pensando que los problemas se pueden
arreglar solos. Si fuéramos nosotros los que estuviéramos sangrando, ¡cómo nos gustaría
que alguien se detuviera, por lo menos, para preguntarnos algo!.
Seguramente cuando el sacerdote y el levita se encontraron con sus amigos, se
pusieron a protestar por lo sucedido. Se escandalizaron de la situación de violencia
reinante. Le echaron la culpa a la policía. Añoraron viejos tiempos cuando las «cosas no
eran así». Hasta, con sentimiento, dijeron: «¡Pobrecito aquel hombre: lo hubieran visto!»
Lo cierto, que ellos lo vieron y no hicieron nada.
Las cafeterías están llenas de personas que, entre protestas y rebeldías, denuncian el
mal mundo. Pero, al terminar de beber la taza de café, se despiden y no hacen nada. Y la
«vida sigue igual».
En nuestra casa, tendemos a ver con lente de aumento los defectos de los demás.
Los otros tienen la culpa de tantas cosas. Los padres juzgan inclementemente a los hijos;
los hijos quieren perfección en sus padres. Nadie quiere ver sus propios errores. Todos
contemplamos las heridas que otros nos han causado; pero no acertamos a ver las que
nosotros les causamos a los demás. Pasamos de largo. Y cada uno continúa con su pena
a flor de corazón.
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El samaritano no iba ciertamente al templo cuando pasó por aquel camino en donde
estaba el hombre malherido. No pudo seguir sobre su cabalgadura; sintió la urgencia de
«hacer algo». Llevaba aceite y vino, y echó mano de ellos para prestar los primeros
auxilios. Subió al hombre sobre su cabalgadura y lo llevó a un mesón; pagó al mesonero
para que lo atendiera.
El poeta Hizani tiene un cuento precioso. Narra que un día apareció un perro
muerto en medio de la calle. Todos se rasgaban las vestiduras y lo maldecían. Se hizo
presente un hombre de limpio corazón, y les dijo: «No lo maldigan; fíjense en sus dientes
que son blancos como las perlas». El poeta afirma que Jesús fue ese hombre de limpio
corazón. Encontró a la humanidad hecha un piltrafa y la curó de su mortal enfermedad.
Jesús fue el primer buen samaritano. Se bajó de su caballo. «El verbo se hizo carne
y vino a vivir entre nosotros». Curó nuestras heridas con el óleo de su amor, y con el
vino de su sangre perdonó nuestros pecados.
El vino representa la sangre de Cristo. Es el único elemento que logra destruir el
pecado. Por medio de su sangre derramada en la cruz, Jesús logra que sean perdonados
nuestros pecados. El vino del perdón es algo indispensable en nuestro hogar para la
curación de nuestras heridas. Vivimos en casas pequeñas; como en un autobús, vamos
muy apretados; con el más leve movimiento nos golpeamos mutuamente. Nos herimos
con palabras, con actitudes, con silencios. Nuestro corazón va acumulando rencor hasta
endurecerse.
Uno de los factores que más anulan el amor en el matrimonio es el rencor
amontonado durante muchos años en el corazón. Cuando existe el rencor, ya no puede
haber compasión. En muchos hogares los cónyuges, más que «una sola carne», «una
sola persona», son dos «compañeros» que viven juntos casi por necesidad, así como los
«compañeros de trabajo, están juntos, no por amor, sino por las circunstancias que los
obligan a estar el uno junto al otro. En algunos hogares, más que «cónyuges» hay
«compañeros» que, como los rieles del tren, avanzan, paralelamente, sin juntarse. El
rencor mata el amor.
Los hijos, pretenden perfección en sus padres, no son compasivos para perdonar
sus errores. En ellos va naciendo y agrandándose el resentimiento; hasta que su corazón
se vuelve indiferente.
San Pablo da una regla de oro para todo hogar: «Que no nos sorprenda la puesta
del sol con el rencor en el corazón» Ef 4, 26.
El aceite simboliza el amor. San Pablo dice: «El amor de Dios ha sido derramado
en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo que nos ha sido prometido» (Rm 5,
5).
Cuando alguien ha experimentado el amor de Dios, no puede retenerlo; debe dejar
que siga fluyendo hacia los otros. Si hay un lugar de privilegio para que se derrame el
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aceite del amor es el hogar. Allí cada uno debe prodigarse en llevar paz, finura,
amabilidad, comprensión. Esa es la mejor manera para ayudarles a los que conviven con
nosotros para que se curen sus heridas.
Durante el noviazgo hasta se exageraban las atenciones hacia el otro. Ahora, en la
vida real del matrimonio, las personas únicamente pretenden que los demás los
«mimen», los atiendan. No les preocupa qué pueden hacer ellos por los demás, sino qué
es lo que los otros deberían hacer por ellos.
El buen samaritano no se dejó llevar de un «impulso pasajero» hacia el hombre
malherido. Lo llevó a una posada para que recibiera una atención más esmerada; pagó
dos denarios por todo lo que pudiera necesitar. Jesús, el primer buen samaritano, después
de derramar sobre la humanidad el óleo de su amor, y de curar sus heridas con el vino de
su sangre redentora, dejó la Iglesia como lugar de salvación, para sus hijos; instituyó los
sacramentos como medio de Salvación, y encomendó a los pastores el cuidado de sus
ovejas.
Un hogar sin Iglesia, sin Sacramentos, es un hogar que se va debilitando, que se va
aislando de la comunidad, en donde habla el Señor y donde alimenta a su pueblo con el
Maná del Nuevo Testamento, la Santa Comunión. La comunión es la mejor medicina
contra el egoísmo, que mata los hogares; es antídoto contra el pecado que envenena
nuestras vidas.
El buen samaritano, para poder atender al hombre maltrecho a la vera del camino,
tuvo que bajarse de su cabalgadura. El amor se demuestra con hechos. Es muy indicativo
que Jesús nos adelanta que el día del juicio se nos pedirá cuenta acerca de las obras de
amor en favor de los que estaban pasando necesidad: de los que tenían sed y hambre; de
los que estaban desnudos y presos. El hogar es donde se debe aprender a ejercitar estas
obras de misericordia. Nuestro sabio pueblo dice que no podemos ser candil en la calle, y
obscuridad en la casa.
En la primera carta a los Corintios, San Pablo nos da una definición de amor que
nada tiene que ver con las cancioncitas eróticas, que se escuchan en las emisoras de
radio. Dice San Pablo: «Tener amor es saber soportar, es ser bondadoso, es no tener
envidia, ni ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta, es no enojarse ni
guardar rencor; es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es
sufrirlo todo, creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo» 1Co 13, 4-7.
No hace falta salir a la calle para encontrarse con personas maltrechas a la vera del
camino. El hogar es un pequeño hospital en donde hay tantas personas con traumas que
hacen sangrar el corazón: depresiones, angustias, miedos. Todos tenemos siempre un
poco de aceite de amor y de vino de perdón. Pero no siempre queremos bajarnos del
caballo, molestarnos para atender a los demás. Jesús, cuando contó la parábola del buen
samaritano, no lo hizo para divertir a la concurrencia. Al terminar la parábola, le dijo al
interlocutor: «Vete y haz tú lo mismo» Lc 10, 37. La parábola del buen samaritano no es
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un bonito cuento oriental para hacernos soñar, sino para bajarnos de nuestro caballo de
egoísmo, y compartir con los necesitados el óleo de nuestro amor y el vino de nuestra
compasión.
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8. Jesús en el Hogar
Muchos matrimonios comienzan con una copa de vino y terminan con una copa de
vinagre. Si se examina la causa de su fracaso, se verá que coincide con la falta de la
bendición de Dios. A la hora de la crisis matrimonial no estaba Jesús que pudiera cambiar
el agua sin sabor del resentimiento, de la frustración, en el vino de la reconciliación, del
perdón y de la paz.
Esto, es precisamente, lo que San Juan quiere poner en evidencia en las Bodas de
Caná. Allí está Jesús, con su bendición, y, por eso, el joven matrimonio logra superar ese
primer momento de dificultad que se presentó, amenazando echar a pique su alegría
familiar.
La realidad es que muchos matrimonios comienzan con la bendición de Dios junto
al altar, pero luego dejan a Jesús, en la puerta de la Iglesia, y se van solos a su casa. A la
hora de la tormenta, no está Jesús que se ponga de pie y calme la borrasca.
La bendición de Dios
La primera bendición de Dios en la Biblia fue para un matrimonio. Apunta el libro
del Génesis: “Dios los bendijo diciéndoles: Crezcan y multiplíquense. Llenen la tierra
y sométanla” Gn 1, 28. El Señor quiso que el primer matrimonio iniciara con su
bendición.
El primer milagro de Jesús lo reservó para un joven matrimonio, en las Bodas de
Caná. De manera muy evidente, Jesús estaba demostrando que un matrimonio no podía
madurar sin su bendición.
La bendición de Dios, en el Génesis, para el primer matrimonio se evidencia por
medio de la buena relación que existe entre Dios y la primera pareja. Dios “baja a
platicar” con ellos. Se intuyen la armonía, el gozo, las buenas relaciones de los cónyuges
entre ellos mismos y con Dios.
Pero Dios les advierte que esa bendición no es algo definitivo: tienen que cultivarla.
Deben demostrarle su confianza y fidelidad no acercándose al árbol prohibido, símbolo
del mal, del pecado. Cuando Adán y Eva pierden la bendición de Dios por su
desobediencia, todo cambia: ingresa en el mundo el miedo a Dios, la turbación. Entre
ellos mismos se inicia el conflicto matrimonial.
El sacramento del matrimonio pretende revivir la escena bíblica del Génesis: la
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bendición de Dios para esposo y esposa. Pero hay que hacer constar que el “árbol
prohibido” sigue en pie. En el momento que el matrimonio enfile por la senda del pecado,
de alejamiento de Dios, que es acercamiento al árbol prohibido, en ese momento se
volverá a retirar la bendición de Dios, y aparecerá el conflicto de tipo personal y
matrimonial.
El Salmo 128 compendia las más bellas bendiciones que un matrimonio pueda
anhelar. Pero hay que saber leer ese salmo. Las bendiciones anunciadas no son para
todos: están reservadas para los que “temen al Señor y siguen sus caminos”. En la
Biblia, temer al Señor significa amarlo tanto que se le coloque en el primer lugar de la
propia existencia, del propio hogar. Una de las estrofas del salmo en mención dice: “Tu
mujer como vid fecunda en medio de tu casa; tus hijos como renuevos de olivo
alrededor de tu mesa”. Pero, al iniciar, el salmo ha advertido: “Felices los que temen al
Señor y siguen su camino”. Es decir, entonces, que esta bendición, que el salmo
enuncia, es solamente para los que “temen al Señor y siguen su camino”.
En la base de las crisis matrimoniales, familiares está la ausencia de la bendición de
Dios. Jesús es un desconocido en esos hogares. No es un invitado de honor. No es el
Señor de la casa. Por eso cuando falta el vino de la concordia, del perdón, de la paz, no
está el Señor para cambiar el agua del fracaso, de la soledad, del adulterio, en el vino del
gozo, del perdón y de la paz.
La oración de los esposos
El Libro del Génesis, con bella imagen poética, presenta a Dios que baja a platicar
con la primera pareja humana. De esta manera quiere resaltar la buena relación que
existe entre aquellos esposos y Dios. Hay oración. Hay armonía, gozo, serenidad. En el
instante que ellos pierden su “comunicación” -oración- con Dios, llega la turbación, el
miedo el conflicto matrimonial: comienzan a inculparse mutuamente por la frustración
por la que están pasando.
Una de las cosas que más impresiona es que son muchos los matrimonios que no
oran juntos. Que no se atreven a hacerlo. Que hasta les parece fuera del lugar. Tienen
muchas cosas en común: la casa, los hijos, el auto, la cama, la mesa; pero Jesús no está
en medio de ellos. No oran juntos. Los hijos no ven a sus padres orando el uno a la par
del otro, y, por eso, desconocen lo que es la oración de los esposos.
TOBIAS y SARA tenían muchas dificultades para su matrimonio. Fuerzas
misteriosas se oponían a su felicidad. Lo primero que hicieron estos jóvenes esposos fue
ponerse de rodillas e implorar la protección de Dios. En esta forma pudieron derrotar
juntos el mal que los hostigaba.
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Muchos matrimonios se encuentran totalmente desprotegidos contra los
innumerables males que acechan a los matrimonios. Si esposo y esposa oraran juntos,
serían una fuerza poderosa contra el mal, atraerían múltiples bendiciones a sus hogares.
Es por eso urgente que esposo y esposa se preocupen por revisar esta área espiritual de
su vida: su oración en común, en familia. No es posible que falte algo tan esencial para la
bendición del hogar. Esposo y esposa no deben sentirse tranquilos hasta que no logren
rezar juntos. Es algo básico en su hogar. No es algo suplementario.
Sobre arena sobre roca
Jesús hizo ver que una casa se puede construir sobre ARENA o sobre ROCA. El
que construye sobre arena es necio: verá como se derrumba su casa. El que construye
sobre roca tendrá la satisfacción de comprobar cómo su casa resiste las inclemencias del
tiempo (cfr. Mt 7, 24-27).
Es asombroso ver cómo cuando los esposos forman un hogar en lo primero que
piensan es en los muebles, en los electrodomésticos; hacen proyectos, presupuestos, pero
en todo este inventario de cosas, no aparece para nada el puesto que Jesús debe ocupar
en su casa. Propiamente están construyendo sobre arena. Posiblemente su casa tendrá
una fachada muy llamativa; sus amigos pondrán decir: “¡Que bien les va!” El tiempo se
encargará de hacer ver que esa casa estaba solamente construida sobre arena, sobre
banalidades, sobre valores puramente materiales. Muchos matrimonios en conflicto creen
que con ir de vacaciones a Miami; ya todo su problema está conjurado. Pero al volver de
sus vacaciones, traen de nuevo su problema, ya que su conflicto no es de tipo geográfico,
sino espiritual y sicológico. No tienen la bendición de Dios. Su hogar está cimentado
sobre arena y, por eso mismo, no puede resistir las embestidas de los temporales.
A Jesús se le llama “roca de salvación”. Cuando el Señor preside un hogar, la familia
tiene la fortaleza de la roca. No se le asegura que no tendrá tempestades y que los ríos
desbordados no chocarán contra el hogar. Pero si están cimentados sobre la roca de
Jesús, tendrán la suficiente fortaleza para hacerle frente a la infelicidad, al resentimiento,
a los celos, a los problemas económicos.
“Si
el Señor no construye la casa –dice el Salmo 127–, en vano se cansan los
albañiles”. No puede existir hogar bien construido espiritualmente, si Dios no ocupa el
centro de ese hogar. Tarde o temprano comenzará a desmoronarse. Los constructores de
la Torre de Babel demostraron su pericia como arquitectos; habían adelantado mucho en
materia de ingeniería; habían logrado levantar grandes ZIGURATS, torres altas. Pero no
contaban con la bendición de Dios; la habían despreciado. Cuando menos lo pensaron
hubo confusión. Conflictos. Tuvieron que separarse. De nada les sirvió su alta torre, ya
que no podían vivir en ella. Los hogares sin Dios, sin Jesús están destinados al fracaso, a
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la confusión.
Amor natural y amor sobrenatural
El organizador de la fiesta en las bodas de Caná hizo una observación: el dueño de
la casa había servido el vino mejor al final. No se acostumbraba así. Había invertido el
orden en la etiqueta. Lo que San Juan quiere hacer resaltar es que el vino que Jesús
proporciona es superior a todo otro vino. El vino de Jesús simboliza el amor
“sobrenatural”.
El amor natural es la base para todo matrimonio; pero ese amor no es suficiente
para hacerle frente a ciertas circunstancias adversas que se presentan en todo
matrimonio. El amor natural no es suficiente para poder perdonar la infidelidad; para
borrar el odio del corazón; para poder soportar al esposo borracho o a la mujer
neurotizada. Se necesita algo superior; lo que llamamos el amor sobrenatural, la fuerza
que “viene de lo alto”. El amor que Dios regala a los esposos que lo colocan en el centro
de sus vidas.
El amor natural, muchas veces, no es más que egoísmo refinado. Es amarse uno
mismo en la otra persona. Buscar el propio bien. Una canción profana dice: “Hoy tengo
ganas de ti”. Ese amor profano sólo piensa en la propia satisfacción, en el propio interés.
En sentirse bien. Es un egoísmo disfrazado con el nombre de amor.
El amor sobrenatural es todo lo contrario. Es el amor que piensa en el otro; en
hacerlo feliz. Ese amor no podemos producirlo nosotros mismos. Es don de Dios. Es
sobrenatural.
San Pablo definió magníficamente el amor sobrenatural en la Carta a los Corintios
cuando dijo: “Tener amor es saber soportar; es ser bondadoso; es no tener envidia, ni
ser presumido, ni orgulloso, ni grosero, ni egoísta; es no enojarse ni guardar rencor;
es no alegrarse de las injusticias, sino de la verdad. Tener amor es sufrirlo todo,
creerlo todo, esperarlo todo, soportarlo todo” (1 Co 13, 4-7).
Cuando Jesús es un invitado de honor en una familia, regala a los moradores de ese
hogar el amor sobrenatural, indispensables para la paz familiar.
La fe
El evangelista San Juan declara que los primeros discípulos de Jesús, cuando
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presenciaron el primer milagro del Señor, en Caná, aumentaron su fe. Siempre que Jesús
se acerca a nosotros nos regala sus signos, sus señales que sirven para aumentar nuestra
fe. Los dichosos apóstoles, que estuvieron junto a Jesús en el monte Tabor, ante la
transfiguración de Jesús, sintieron que su fe crecía y se fortalecía.
La tónica de muchos hogares, que se llaman cristianos, es su “ateísmo práctico”;
creen en Dios, pero viven como si Dios no existiera. Esta es una situación muy común en
muchos hogares que pacíficamente se llaman cristianos. Propiamente no tienen fe. La
llama de su fe se les ha apagado, como a las vírgenes necias de la parábola, por su
negligencia en las cosas de Dios. Cuando falta Jesús en un hogar, rápido se cuelan las
tinieblas de la duda, de la confusión, del secularismo.
Se nota la diferencia entre un hogar de fe y uno alejado de Dios. En la vida del
carcelero, que cuidaba a San Pablo, se notan dos planos. En el primer plano está el
carcelero hosco, de pocas palabras. Amargado. Un día este carcelero le pregunta a Pablo
cómo experimentar la bendición que ha observado en él. Pablo el contesta: “Cree en el
Señor Jesucristo y serás salvo tú y toda tu familia” Hch 16, 31. El carcelero de Filipos
se convierte y es bautizado en compañía de toda su familia. Y viene el segundo plano en
la vida del carcelero: se presenta como un hombre caritativo que sirve una cena a Pablo y
que denota el gozo de haber sido salvado por Jesús. El hogar del carcelero tuvo un
cambio radical. Ahora Jesús había ingresado en su vida.
Hay muchos hogares en que Jesús todavía es un desconocido. Por eso hay
amargura, hosquedad. Falta de amor.
La epifanía de María
Epifanía significa “manifestación”. En las bodas de Caná hay una evidente intención
de Jesús de poner de relieve el regalo que es su Madre para una familia, para la
comunidad. Hay un momento en que María es colocada en primer plano para que
aparezca como la madre bondadosa que cuida de sus hijos en dificultades. Se resalta
también el poder de su oración materna ante Jesús. Podríamos decir que es la EPIFANIA
de María hecha por Jesús.
Al mismo tiempo, Juan hace, a su vez, la epifanía de María. Cuando Juan escribió
su Evangelio, ya había transcurrido más de 70 años desde las Bodas de Caná. Juan había
recibido a María como precioso regalo que Jesús le había entregado. Había vivido bajo el
mismo techo con la Madre de Jesús. Conocía por experiencia sus bondades y el poder de
su oración. Juan, en las bodas de Caná, muestra a la comunidad lo que significa la madre
de Jesús en una comunidad, como la madre amorosa que vela por sus hijos. Presenta
también lo que cuenta para una familia la oración de la Madre de Jesús. Por eso, Caná es
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también la epifanía de María hecha por Juan.
Lo que San Juan manifestó en el relato de las bodas de Caná, lo efectuó San Lucas
al narrar la visita de María a su prima Isabel. El evangelista hace notar que apenas se
presentó María en aquella asa, todo quedó invadido de la presencia del Espíritu Santo.
Hubo júbilo, serenidad. A donde va la Virgen María llega la bendición de Jesús por medio
de su Espíritu Santo. Por eso, la presencia de la Virgen María en un hogar es garantía de
la bendición de Jesús.
En la perspectiva de San Juan, María no está para hacer de “abuelita” que deja
pasar las travesuras de sus nietos. En las bodas de Caná, la Virgen María se muestra
como la madre exigente que enseña a la comunidad cómo resolver los problemas que se
presentan. En primer lugar, María acude a Jesús para rogar su ayuda. Luego les indica a
los organizadores de la fiesta que la solución del problema está en HACER LO QUE
JESUS DIGA, (Jn 2, 5). María, en Caná, es la madre que exige disciplina. No viene para
enseñar un camino “más fácil” que el de Jesús. No está para corregirle la plana a su Hijo,
ya que Jesús afirma claramente que el camino del evangelio es un “camino estrecho”.
En el relato de Caná de Galilea, San Juan aprovecha para exhibir, con pinceladas
magistrales, lo que significa la presencia de Jesús en un hogar. Cuando él está no hay
peligro de que falte el vino. También hace notar que la presencia de María es garantía de
una madre amorosa que en el momento de crisis sabrá intervenir en favor de sus hijos
con su poderosa oración ante Jesús.
Invítenlos...
Algo muy notorio en nuestra sociedad: a muchos matrimonios se les ha terminado el
vino. Les falta el vino de la concordia, de la alegría, del perdón, de la paz. La copa de
vino con que iniciaron su matrimonio se ha convertido en una copa de vinagre, En el
fondo, es porque Jesús es un olvidado en el hogar. Tal vez se le ha invitado, pero no se le
ha dado el lugar que le corresponde en la fiesta de la familia.
En el Apocalipsis, Jesús se presenta tocando la puerta de una casa, prometiendo que
si le abren, entrará a cenar. Es el mismo Jesús quien se autoinvita para cenar en el hogar:
quiere llevar su bendición. Quiere regalar el vino del amor sobrenatural que no se
encuentra en las clínicas de los sicólogos, ni en las farmacias. Muchas puertas todavía
permanecen cerradas. Se repite lo de la noche de Belén. La sagrada familia llevaba la
más grande bendición que pueda imaginar para la familia que le abriera sus puertas.
Todos dijeron: “No, gracias”. La inigualable bendición del nacimiento de Jesús, por eso,
quedó reservada para una gruta que no tenían puertas. Allí hubo cantos de ángeles y
Dios se mostró a los de buena voluntad.
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En los hogares en crisis se debería revisar, si Jesús y María son invitados de honor.
Si está María, no se quedará con los brazos cruzados. Su ojo maternal permanecerá
atento para que no vaya a faltar el vino a sus hijos. En donde está Jesús, como el Señor
de la casa no hay peligro que falte el vino de la alegría, del perdón, de la paz. Un hogar
cristiano que le da a Jesús y a María un puesto bajo su techo, será un hogar construido
sobre roca: resistirá las tempestades, y se caracterizará por el vino del gozo y de la paz.
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9. La Biblia en la Familia
Cuando visito algunas casas, me muestran Biblias empastadas en cuero, con cantos
dorados. ¡Bellísimas ediciones! Pero, al hojear esas Biblias, me doy cuenta de que sus
páginas están nítidas; no se nota que alguien la haya usado mucho. La Biblia no es para
que luzca en una casa como una maceta más, como un mueble. La Biblia es para
“manosearse” a diario. Nuestra Biblia debe estar manchada de sudor, subrayada. Para
eso es la Biblia: para abrirla constantemente.
San Pablo escribió: “Que la Palabra de Dios habite en ustedes con toda su
riqueza” (Col 3, 16). La Sagrada Escritura debe ser ese tesoro, no escondido, sino
descubierto que nos ha fascinado, que es “lámpara para nuestros pies” (Sal 119).
Así como todos los días estamos pendientes de la radio, de la televisión, debemos
también estar pendientes de las “últimas noticias” que Dios tiene para nuestra familia
cada día. Cuando Pablo afirma que la Palabra debe HABITAR en nosotros, nos está
señalando que la Biblia debe ser un “habitante” en nuestra casa. No puede faltar. Un
habitante no es alguien mudo, arrinconado, sino una persona que tiene parte activa en la
vida de la familia. La Biblia es Dios que habita en nuestra casa y nos habla y nos dirige.
Toma parte activa en nuestra vida de hogar.
De los primeros cristianos se cuenta que en tiempo de persecución tenían que
esconder la Biblia para no ser martirizados. En la actualidad, muchos tienen “escondida”
su Biblia, no por ser buenos cristianos que no quieren perder su tesoro, sino por ser
cristianos mediocres que no se han encontrado con el “tesoro escondido” de la Biblia.
El lugar para la Biblia
En el Antiguo Testamento se consigna la orden de Dios para el padre de familia; le
mandaba: “Y estas palabras que yo te mando hoy, estarán sobre tu corazón; y las
repetirás a tus hijos, y hablarás de ellas estando en tu casa, y andando por el camino,
y al acostarte, y cuando te levantes. Y las atarás como una señal en tu mano, y estarán
como frontales entre los ojos; y las escribirás en los postes de tu casa y en tus puertas”
(Dt 6, 6-9). Aquí un bello programa para difundir el mensaje bíblico en la propia casa. El
padre, la madre, ante todo, deben ya tener en su corazón la Palabra de Dios. Deben
vivirla. Sólo en esa forma tendrán gozo y eficacia para compartirla con sus hijos.
Muy sabio eso de repetir las Palabras bíblicas ya sea en casa o de camino. A los
hijos hay que acostumbrarlos a ver todas las cosas como signos de Dios, como señales
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de su plan de amor. Nada mejor que la Biblia para orientar a la familia en este sentido.
Algo que llama la atención, en Jerusalén, es ver a muchos judíos que todavía
conservan al pie de la letra el mandato del Señor de llevar una cajita sobre la frente con
frases bíblicas; las llaman filacterias. Otros colocan la cajita sobre los hombros. No hay
como la familia para iniciar a los niños en la Palabra de Dios, para que oyendo a sus
padres, vayan aprendiendo versículos clave de la Biblia. Les quedarán grabados en sus
corazones; les servirán en todo momento.
En el pueblo judío había una costumbre fabulosa; durante la cena pascual, el niño
más pequeño debía hacer una pregunta: “¿Papá, por qué estamos haciendo esto? El
padre de familia aprovechaba la pregunta para hacer una catequesis acerca de la historia
de la salvación”. En nuestros tiempos, los padres de familia, lastimosamente, han perdido
su papel de sacerdotes en el hogar. Las casas han sido invadidas por el secularismo, por
el paganismo. Algunos padres tienen “vergüenza” de hablar de las cosas de Dios en su
propia casa. No hay mejor lugar que la familia para que papá y mamá introduzcan a sus
hijos en el conocimiento de la Palabra de Dios. Se puede aprovechar algún momento de
la jornada para que todos los de la familia oren juntos; por supuesto, en la oración de
familia no puede faltar la lectura de la Biblia acompañada de un breve comentario hecho
por el papá o por la mamá. ¿Qué de raro hay en esto? Sin embargo, para muchas
familias es algo totalmente desconocido.
El Concilio Vaticano II ha acentuado el papel de los papás como “los primeros
educadores de la fe de sus hijos”. Dice la carta a los Romanos: “La fe viene como
resultado de oír la Palabra de Dios” (Rm 10, 17). No se puede educar a los hijos en la fe,
sin la Palabra de Dios en la mano.
Desde la niñez
San Pablo le escribió a Timoteo: “Recuerda que desde niño conoces las sagradas
Escrituras, que pueden instruirte y llevarte a la salvación por medio de la fe en Cristo
Jesús. Toda escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar y aprender, para
corregir y educar en una vida de rectitud, para que el hombre de Dios esté capacitado
y completamente preparado para hacer toda clase de bien” (2 Tm 3, 15-17). San Pablo
hace referencia a la “salvación” a que pueden llevar las Escrituras. Muchos padres de
familia se preocupan del alimento y del vestido para sus hijos, de su estudio; pero no
hacen nada por su “salvación”. Jesús decía: “¿De qué le sirve al hombre ganar todo el
mundo, si pierde su alma?” (Mt 16, 26). ¿De qué sirve que el hijo tenga de todo, si
pierde su alma?, debe ser la gran pregunta que se debe formular todo padre de familia.
La Biblia es el instrumento divino para poder introducir a la familia, en la senda de la
salvación. Las mamás están, codo a codo, junto a sus hijos ayudándoles a “hacer los
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deberes” escolares; pero no se ven a muchos padres de familia que estén rodeados de sus
hijos mientras les leen y comentan la Biblia. Es porque en la escala de valores de la
familia se da poca o ninguna importancia a la “salvación” del hijo. Del esposo, de la
esposa.
La madre de Don Bosco era una mujer analfabeta; pero no se perdía ninguna
palabra del sacerdote durante la predicación. Por eso durante las noches de invierno,
aquella madre iba narrando a sus hijos las historias bíblicas; les hacía sus comentarios
personales. De aquel hogar salió un santo famoso: San Juan Bosco. También él, como el
Timoteo de la Biblia, había sido iniciado desde niño en las Sagradas Escrituras. Más
tarde, ya de sacerdote, llegó a saber de memoria casi todo el Nuevo Testamento en latín
y griego.
San Pablo señala que la Biblia es útil para ENSEÑAR, para CORREGIR, para
EDUCAR en el camino de la rectitud. Allí se encuentra una verdadera mina de
enseñanzas, de ejemplos atractivos para que el niño, el joven se entusiasme por enfilar
por el camino de la salvación.
Nuestros hogares, cada día más, se están paganizando; los criterios del mundo
tienen entrada libre por medio de los medios masivos de comunicación. Los maestros
diarios de los niños y jóvenes son los televisores. Contra toda esta torrentada de aguas
pútridas, que ha ingresado en nuestras casas, está la Biblia para contrarrestar y purificar
tantos criterios paganos. Ante tantas teorías de sicólogos, filósofos, pensadores no
cristianos, la Palabra de Dios debe ser el punto de referencia para la familia para
“escrutar” cuál es el punto de vista de Dios en medio de este mundo enloquecido y
desorientado. Sería una dicha que todo niño, todo joven, como el Timoteo de la Biblia,
pudieran tener la gran bendición en su hogar de ser iniciados en la Palabra de Dios por
sus mismos padres. Es algo urgente. Indispensable. Muchos se afanan en participar en
cursos de sicología, de relaciones humanas, de control mental. En el fondo todos
buscamos cómo ser felices, cómo vivir mejor. Seguramente muchos han olvidado o
ignoran lo que dice el Salmo 1 de la Biblia: “Feliz el hombre... que día y noche medita
en la ley del Señor...”. La Biblia describe a este hombre feliz como un árbol plantado
junto al río: tendrá frutos en todas las épocas del año. De nada sirve “ser enciclopedias
ambulantes”, llevar el cerebro repleto de conocimientos, si las personas son infelices.
Muchos padres de familia se afanan en que sus hijos tengan un buen colegio, que puedan
estudiar en el extranjero. Pocos le dan importancia a la felicidad que se deriva de
“meditar día y noche en la ley del Señor”. Lo más importante para un ser humano no es
lo que tiene o sabe, sino lo que se “es”. Allí está la felicidad que nos enseña, mejor que
cualquier otro libro, la Sagrada Escritura.
Aprender a escuchar a Dios
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Jesús fue a una casa a visitar a Marta y María. El Señor, ese día, les hablaría de
algo muy importante. Las dos hermanas escuchaban el mismo mensaje; pero las dos
estaban captando lo mismo: María se había sentado a los pies de Jesús, mientras Marta
iba y venía preocupada por la cena del Señor. Jesús le llamó la atención a Marta; le hizo
ver que estaba afanada por algo puramente material y se estaba perdiendo lo principal,
“la mejor parte”, su mensaje (cfr. Lc 10, 41). Este reproche se debería hacer extensivo a
muchas familias, afanadas en muchos quehaceres materiales y totalmente alejadas de la
oración, de la meditación de la Palabra de Dios.
Siempre se alega que “no hay tiempo”; es una piadosa mentira que nos hemos
fabricado para ocultar que tenemos tiempo para las telenovelas, los noticieros, los paseos,
pero que no tenemos tiempo para Dios. En medio de un mundo afanado por lo material,
somos como Marta; con el pretexto de conseguir el pan de cada día, nos estamos
privando del “pan espiritual” de la Palabra de Dios. El Señor nos vuelve a reprochar,
como a Marta, y nos hace ver que estamos perdiendo “la mejor parte”. “No sólo de pan
vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”, nos repite Jesús.
Salomón, un día, le hizo al Señor una petición maravillosa: “Dame un corazón que
sepa escuchar” (1R 3, 9). Esa debe ser la oración de toda familia. Hay que aprender a
escuchar diariamente su Palabra. Dios quiere dirigir la familia, quiere mostrarle el camino
de la paz, de la concordia, de la felicidad. El Salmo 1 lo dice claramente; será feliz el
hombre que día y noche medite en la ley del Señor. Familia que unida se esfuerza en
escudriñar la Biblia para encontrar la voz de Dios, será una familia feliz. El señor será
“lámpara para sus pies y luz en su sendero” (Sal 119). Familia que se deja conducir por
la Palabra, será un árbol lleno de frutos maduros. De bendiciones.
Toda familia pasa por momentos de crisis, de desconcierto. De frustración. Cuando
los discípulos de Emaús entraron en un período de crisis espiritual, Jesús para levantarles
el ánimo, echó mano de la Escritura; los confrontó con el plan de Dios en las Santas
Escrituras. De pronto, los discípulos de Emaús sintieron que “les ardía el corazón” (Lc
24, 32). Toda la familia que en sus momentos críticos escudriña las Escrituras, se va a
encontrar con el Señor, que les va a hablar, que los va a consolar, a reanimar; les va a
señalar el camino exacto. “Nos guía por el sendero recto haciendo honor a su nombre”,
dice el salmo 23, refiriéndose al Buen Pastor.
En la Biblia, la familia se encontrará con el buen Pastor, que los irá llevando “a
aguas frescas y verdes pastos”. Entonces “aunque les toque pasar por valles de sombra,
no van a temer ningún mal porque su vara y su callado los va a sosegar” (Sal 23).
Una familia que, como María, se sabe sentar, a diario, ante la Palabra, será una
familia que no podrá desviarse del buen camino y, que, indefectiblemente, será
conducida por el “sendero recto”. Una familia que en sus momentos de tribulación acude
a la Palabra, se encontrará con el Señor que les hará “arder el corazón”, como a los
discípulos de Emaús.
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Un lugar de preferencia
Al llegar a algunas casas, nos encontramos con vistosos carteles en los que hay
frases picarescas o de algún gran pensador. Pero, y ¿dónde están las frases bíblicas?
¿Qué son los pensamientos de los hombres comparados con el pensamiento de Dios? En
el Antiguo Testamento, el Señor había ordenado que en las puertas y postes de entrada
se escribieran frases bíblicas. La familia entera debía estar empapada de la Palabra de
Dios. Eso no ha pasado de moda. Lo malo es que en muchas casas todavía no se ha
introducido la Biblia. La Palabra de Dios todavía es para ellos un “tesoro escondido”.
El rey David cuando supo de las bendiciones que había llevado a la casa de Obed
Edom el Arca de la Alianza, se apresuró a trasladarla a su casa. Lo hizo con júbilo,
danzando frenéticamente ante el Arca de la Alianza en la que se contenían los símbolos
más sagrados para el pueblo de Israel. Cada familia debe convencerse de las bendiciones
que se derivan de la meditación diaria de la Palabra de Dios.
El Señor les había indicado a los padres de familia que ya sea en su casa como de
viaje debían repetir los mandatos bíblicos a sus hijos. Toda familia que esté pendiente de
la Santa Biblia, sabrá descubrir los “signos de Dios”; tendrá el debido discernimiento para
escoger el camino recto. Tendrán en la Biblia una “lámpara para sus pies, una antorcha
en su sendero” (Sal 119).
Zaqueo era un hombre malvado. Un día le abrió las puertas de su casa a Jesús, que
era la Palabra de Dios hecha carne. Ese día el corazón de Zaqueo fue quebrantado por la
Palabra de Dios. Se convirtió. Pidió perdón y prometió reparar el mal que había hecho.
Jesús le dijo: “Hoy ha entrado la salvación a tu casa” Lc 19, 9. Toda familia que con fe
introduzca la Biblia en su casa, que sepa darle el lugar espiritual que le corresponde en su
vida, dará testimonio de las bendiciones que le vendrán; volverá a oír la voz de Jesús:
“Hoy ha entrado la salvación a tu casa”.
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10. La Oración en Familia
Uno de los grandes valores, que casi han desaparecido en los hogares, es la oración
en familia. La vida moderna, con sus apretados horarios, con sus carreras locas, ha
hecho que las familias vayan perdiendo la espiritualidad, el sentido de lo sobrenatural.
Como dicen los técnicos, ha ingresado la «secularización», la paganización de la familia.
No se puede pretender que un hogar goce de las bendición de Dios, si le falta lo esencial:
la oración en familia, que es uno de los valores eminentemente cristianos que deben
rescatarse para poder salvar nuestras familias de esa oleada de paganismo que está
invadiendo nuestra sociedad.
Familias ejemplares
En la Sagrada Escritura desfilan varias familias muy religiosas, que gozan de la
bendición de Dios. Adán y Eva, antes de su pecado, de su desgracia, «platican» con
Dios. De esta manera la Biblia acentúa la oración de Adán y Eva. Platicar con Dios es
comunicarse con El, orar.
Noé y su familia se unen ante los desprecios de los que se ríen de ellos porque están
construyendo una enorme barca lejos del mar. Esta familia demuestra su alto grado de
religiosidad cuando, al terminar el diluvio, lo primero que hacen es levantar un altar para
dar gracias a Dios.
En un momento de crisis religiosa en la nación, cuando muchos se desviaban hacia
los dioses paganos, Josué se adelanta ante los jefes de las varias tribus y les dice: «Mi
familia y yo serviremos al Señor» Jos 24, 15.
En el Nuevo Testamento se pone de relieve la religiosidad de la familia de Jesús.
José y María se agigantan como una familia eminentemente espiritual. Van al templo a
presentar al Niño. Se imponen una larga caminata anual para cumplir con los ritos
propios del pueblo judío en el templo de Jerusalén. El Niño, cuando se queda en el
Templo, aparece «discutiendo» con los doctores de la ley. Este Niño ha recibido una
educación religiosa suficiente como para capacitarlo para «discutir» con los doctores de
la ley.
Cuando regresan a Nazaret, el evangelista apunta que volvieron a Nazaret y «el
Niño crecía en estatura y en Sabiduría delante de Dios y de los hombres» Lc 2, 52.
Aquel Niño ha recibido una formación integral. Crece no sólo en estatura, sino en
espíritu.
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Una de las constataciones más lamentables en nuestros hogares, es ver a
muchachotes que superan en estatura a sus mismos padres, pero que espiritualmente son
unos «enanitos». El «infantilismo» espiritual es algo «normal» en muchos hogares. A
esos jóvenes se les ha dado de todo: saben inglés, computación, han podido asistir a la
universidad; pero espiritualmente son unos novatos. Ignoran lo esencial de su religión.
Espiritualmente no se han podido desarrollar porque no ha habido una familia que les
ayudara a crecer en «estatura y en espíritu». Cuando la oración está ausente de un hogar,
no puede haber crecimiento espiritual en los miembros de la familia.
El sacerdocio de los papás
En nuestra iglesia se ha dado mucha importancia al «sacerdocio ministerial», el de
los sacerdotes que dirigen los servicios religiosos, pero se ha descuidado mucho el
concepto del «sacerdocio común», el de todos los fieles que, según la primera carta de
San Pedro y el Apocalipsis, pertenecen también a un «pueblo de sacerdotes». El papá y
la mamá son auténticos sacerdotes en sus respectivos hogares. Se unen al sacerdocio de
Jesús y celebran diariamente su «culto familiar» en sus propias casas.
En el pueblo judío estaba muy bien delineado el papel del papá como catequista de
su casa. El libro del Exodo relata que en la noche de pascua, el padre de familia era el
encargado de adoctrinar a su familia acerca del sentido de la pascua para el pueblo judío.
El libro del Deuteronomio destaca el papel de los padres en cuanto a la educación
religiosa de los hijos. A los papás se les decía: «Grábate en la mente todas las cosas que
hoy te he dicho, y enséñalas continuamente a tus hijos; háblales de ellas, tanto en tu
casa como en el camino, y cuando te acuestes y cuando te levantes lleva estos
mandamientos atados en tu mano y en tu frente como señales, y escríbelos también en
los postes y en las puertas de tu casa» Dt 6,4-8.
En nuestra sociedad, frecuentemente, el padre de familia ha claudicado en su papel
de catequista de su hogar. El machismo ha impuesto la idea de que la «religión es cosa de
mujeres». Muchos papás se avergüenzan de hablar de algo religioso ante su familia. No
se atreve a dirigir la oración en la familia. Todo esto es una inconsecuencia cuando se
trata de familias que se precian de llamarse «cristianas». Esta es una de las grandes fallas
que ponen en peligro inminente la identidad de los hogares cristianos.
En la Biblia se destaca muy bien el papel de «intercesores» de algunos padres de
familia. Job, cuando sus hijos están en alguna fiesta, piensa en que pueden ofender a
Dios, y comienza a pedir perdón por ellos Cfr. Jb 1, 45. Una madre atribulada -la
cananea- se le prende a Jesús para que escuche su súplica y sane a su hija. Un oficial
romano acude presuroso al Señor para pedirle que cure a su hijo. Jairo, angustiado, se
llega hasta Jesús para suplicarle que vaya a curar a su hija que está gravemente enferma.
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A ninguno de los padres de familia el Señor les negó lo que pedían por sus hijos. La
oración de intercesión de los padres por sus hijos es una oración muy agradable a Dios.
Es una oración de poder porque va con amor y con confianza.
Los hijos necesitan mucho de la oración de intercesión de sus padres. Hijos
descarriados. Hijos enfermos espiritual o físicamente. La oración de los padres es la mas
adecuada para interceder por ellos. Se supone que es la oración que va con «más amor»
y con mayor insistencia. Durante diez años Santa Mónica oró con lágrimas a Dios por su
descarriado hijo Agustín. La oración de esa madre no fue desatendida. Agustín se
convirtió en uno de los santos más grandes de la Iglesia.
La oración en el hogar
San Juan Crisóstomo afirmaba que todo hogar debe ser una pequeña iglesia. La
iglesia doméstica. El hogar es santuario en donde los padres de familia, como sacerdotes,
deben compenetrarse de esa iglesia en pequeño que Dios les ha encomendado.
El doctor Sorokim, de la universidad de Harvard, presenta una estadística muy
elocuente: entre las familias que rezan unidas, hay muy pocos divorcios. Entre las que no
rezan en familia, abundan los divorcios. Razón tenía Pío XII cuando afirmó: «Familia
que reza unida permanecerá unida».
Muy bien dice la Santa Biblia: «Si el Señor no construye la casa, en vano se
cansan los albañiles» Sal 127.
Muchos se cansan afanosamente pretendiendo que en sus hogares haya paz,
serenidad; si no gozan de la bendición de Dios, eso es imposible. Jesús también advirtió
que una casa se puede fundar sobre «roca o sobre arena». El «necio» construye sobre
arena, dice Jesús. Tal vez la fachada de su casa es muy bella -bonanza material-, pero si
está fundada sobre arena -sin la bendición del Señor-, al primer temblor se derrumba.
Jesús dice que el «prudente» edifica sobre la roca, sobre los mandamientos de Dios.
Habrá recias tempestades, pero esa casa permanecerá desafiando las inclemencias del
tiempo porque está fundada sobre la bendición de Dios -la roca- cfr. Mt 7, 24-27.
Cuando se ve a dos esposos que pelean continuamente y que viven en actitud
litigante, habría que preguntarles si rezan juntos. De antemano se sabe la respuesta: no.
Si oraran juntos, encontrarían el «poder que viene de lo alto» para solucionar los
problemas familiares. Alguien escribió que es imposible divorciarse de la mujer con la
que reza todos los días. Y así es. Dios no permitirá que se derrumbe el hogar de los que
diariamente invocan su protección.
En el Evangelio de San Mateo hay una promesa de Jesús, que de manera especial
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puede realizarse en la familia. Dice Jesús: «Si dos de ustedes se ponen de acuerdo aquí
en la tierra para pedir algo en oración, mi Padre, que está en el cielo, se lo dará.
Porque donde dos o tres se ponen de acuerdo en mi nombre, allí estoy yo en medio de
ellos» Mt 18, 19-20. La familia es el lugar más privilegiado para poderse poner de
acuerdo, para reunirse en nombre del Señor.
El psicólogo cristiano, Tim La Haye cuenta un caso interesantísimo. Su familia
había aumentado; anhelaban un automóvil Plymouth, de tres filas, usado, porque el
presupuesto familiar no alcanzaba para un carro nuevo. Toda la familia se puso en
oración pidiéndole a Dios, específicamente, ese vehículo determinado. Un día sonó el
teléfono. Alguien se marchaba al extranjero y quería vender su automóvil, que tenía
todas las especificaciones que ellos le habían pedido al Señor. A aquellos niños no hubo
necesidad de hablarles mucho acerca del poder de la oración en familia. Lo habían
vivido.
El libro de los Hechos consigna el caso de una familia de paganos; el papá se
llamaba Cornelio, un militar romano. Eran paganos. Con la mejor voluntad oraban en
familia. Dios les envió nada menos que a Pedro. Cuando Pedro comenzó a predicarles,
hubo un pentecostés en esa familia. Cfr. Hch 10.
El poder de la oración en la familia es algo que todavía no hemos explotado como se
debería. La familia es el lugar más apropiado para orar por los miembros de la misma
familia que están descarriados, enfermos, en apuros económicos, o en cualquier
dificultad.
No es nada fácil
La oración en familia trae grandes bendiciones de Dios, pero no es nada fácil
organizar un grupo de oración en el propio hogar. Hay que tomar en cuenta la diversidad
de mentalidades, de edades. Los jóvenes y los adolescentes son muy reacios para todo lo
que sea metódico, constante. Es aquí donde los padres de familia deben pedir mucha
sabiduría al Espíritu Santo para que la oración en familia no sea algo «aburrido», que
aleje a los hijos jóvenes, sino algo «espontáneo», en donde todos se pueden encontrar a
gusto. Mal hacen los padres que «a la fuerza» quieren imponer su punto de vista, sin
tomar en cuenta la circunstancia vital de sus hijos.
La carta a los Romanos recalca muy bien que «no sabemos rezar como es debido»,
pero también nos alienta seguir adelante con la seguridad que Dios nos ha dejado al
Espíritu Santo para que nos conduzca en la oración Cfr. Rm 8, 26.
Las preguntas que afloran, automáticamente, cuando se habla de la oración en
familia son: ¿Cómo?, ¿dónde?, ¿cuándo?. No hay una respuesta que pueda servir para
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todos. Cada familia debe estudiar su caso particular. Cada familia debe, por todos los
medios, buscar que esa fuerza espiritual no falte en su hogar. Es posible que, al principio,
no todos los miembros de la familia se quieran unir. Todo principio cuesta. La
constancia, en nombre de Dios, resolverá muchos problemas.
San Pablo, a su amigo Timoteo le escribía: «Recuerda que desde niño conoces las
Sagradas Escrituras, que pueden instruirte y llevarte a la salvación por medio de la fe
en Cristo Jesús. Toda Escritura está inspirada por Dios y es útil para enseñar y
reprender, para corregir y educar en una vida de rectitud, para que el hombre de Dios
esté capacitado y completamente preparado para hacer toda clase de bien» (2Tm 3,
15-17). Timoteo había aprendido desde niño, en su familia, la sabiduría de la Biblia. En
la oración familiar no debe faltar nunca un trozo de la Biblia, un salmo. Es la palabra de
Dios que habla a la familia misma. Hay que saber escoger esos trozos adecuados; hay
que preparar esa lectura bíblica. Las lecturas diarias de la misa son muy adecuadas para
meditarse también, diariamente, en la familia. Es una forma de oración y lectura al
mismo tiempo.
La virgen María en el hogar
Varios pasajes de la Biblia, con luz meridiana, muestran las grandes bendiciones que
reportan los hogares que reciben a la Madre de Jesús. María va a visitar a su prima Santa
Isabel. El Evangelio afirma que apenas Isabel escuchó la voz de la Virgen María, quedó
llena del Espíritu Santo, y que su niño quedó santificado en el seno materno Cfr. Lc 1,
41. A donde va María cumple su ministerio especialísimo de llevar a Jesús, de mostrarlo
a todos. Fue lo que hizo en el portal de Belén con los pastores y con los Magos de
Oriente. En el hogar en donde está María, hay gozo, hay presencia del Espíritu Santo.
Allí se cantan Magníficas de alabanza a Dios.
En las bodas de Caná, la mirada maternal y cuidadosa de María impidió que la fiesta
de casamiento fracasara. A tiempo se dio cuenta de que estaba faltando el vino. Hizo lo
que siempre le toca hacer: acudir a su Hijo: El es el de los milagros. Le gusta que su
Madre se una a la oración de la comunidad. En los hogares en donde está la Virgen
María, allí no va a faltar el vino de la alegría. Allí estará la Virgen Auxiliadora cumpliendo
su misión de madre para que a sus hijos no les falte la bendición de Dios, para que el
agua sin sabor de las tribulaciones se convierta en vino de la alegría familiar. Cuando los
hogares, como el de Caná, invitan a su oración familiar a la Madre de Jesús, se van a dar
cuenta del privilegio que significa tener a una intercesora tan poderosa ante su hijo Jesús.
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Babel o Caná
Babel fue una de las primeras comunidades humanas que quiso triunfar sin la
bendición de Dios. «En vano se afanan los albañiles», dice el Salmo, «si el Señor no
construye la casa» (Sal 127). La torre de Babel fue un fracaso: Hubo confusión entre
ellos; tuvieron que separarse. Fracaso total es el que, tarde o temprano, se verá en los
hogares en donde el Señor es un «ausente». En donde se pretende construir un hogar a
espaldas de Dios, o con una «religión» hecha en casa», que es muy distinta de la
ordenada por Dios.
Sara y Tobías se enfrentaban con terribles dificultades para poder formar un hogar
dichoso. Lo primero que ellos hicieron, en la noche de bodas, fue ponerse de rodillas y
comenzar a orar. Vencieron los obstáculos. La Biblia deja entrever que tuvieron un hogar
feliz. En el Salmo 128, se prometen ricas bendiciones para los hogares. Pero no para
todos: sólo para los que ponen a Dios en el centro de sus vidas: «Feliz el hombre que
teme al Señor», dice el Salmo. «Temer a Dios», en la Biblia, significa, no tenerle
miedo sino «mucho amor». El mismo salmo lo dice: «Tu mujer como parra fecunda en
medio de tu casa; tus hijos como renuevos de olivo alrededor de tu mesa... Esta es la
bendición del hombre que teme al Señor» (Sal 128).
En el libro del Apocalipsis hay una de las imágenes más logradas acerca de lo que
significa la bendición en un hogar. Se muestra a Jesús que toca una puerta y dice: «Mira,
yo estoy llamando a la puerta: si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré en su
casa y cenaremos juntos» Ap 3, 20. Jesús mismo se «autoinvita» para «cenar» en
nuestra casa, para llevarnos «su bendición». Solamente hay que abrirle la puerta.
Muchos hogares todavía no han abierto su puerta a la bendición del Señor por medio de
la oración en familia. Jesús quiere llevarles muchas bendiciones, pero ellos todavía no se
han decidido a experimentar qué significa «cenar» en compañía de Jesús... Cuando
Zaqueo le abrió su puerta a Jesús, supo qué quería decir que Jesús cenara en su hogar.
Jesús le dijo: «Zaqueo, hoy ha llegado la salvación a tu casa» Lc 19, 9. Muchos
hogares todavía no han descubierto lo que quieren decir que Jesús esté en medio de ellos.
Lo que representa para una familia «ponerse de acuerdo en nombre de Jesús» El día que
le abran su puerta a Jesús y se pongan de acuerdo para orar en su nombre, verán, con
ojos atónitos, cómo el agua se puede convertir en vino.
69
11. Los Sacramentos en la Familia
Toda familia cristiana es producto de un Sacramento: junto al altar, los dos novios
hacen sus votos matrimoniales y quedan convertidos en algo sagrado por medio del
Sacramento del Matrimonio. Este sacramento les comunica la gracia para que puedan
vivir en su nuevo estado de casados como marido y mujer. Toda familia debe vivir
centrada en los Sacramentos que la mantendrán siempre bajo la bendición de Dios. Una
familia alejada de los Sacramentos, propiamente, no se puede llamar cristiana. Una
familia que frecuenta los Sacramentos, es una familia que ha comprendido lo que
significan esos medios de salvación que Jesús dejó a su Iglesia como una fuente
borbotante de Gracia.
Es de suma importancia que toda familia se pregunte cómo participa en los
Sacramentos, y qué incidencia tienen en su vida de hogar. Por eso es conveniente hacer
un examen de conciencia acerca de cómo la familia se acerca a los Sacramentos y qué
representa para ellos cada uno de estos siete regalos que Jesús nos dejó para nuestro
peregrinaje a través de nuestro éxodo terrenal.
El Bautismo
Todos le damos gran importancia al día del cumpleaños de algún miembro de la
familia. Lo celebramos con gozo, con determinado folklor, según las circunstancias.
Celebramos también los aniversarios, las graduaciones en el colegio o en la Universidad.
El día del bautismo de algún miembro de la familia debe ser una auténtica celebración de
tipo espiritual y material. Es el día grandioso en que un miembro de la familia es
«marcado» por el Espíritu Santo como Hijo de Dios. Sobre él se escucha, por medio de
la fe, la voz del Padre que repite: «Este es mi Hijo muy amado» Mt 3, 17.
A la ceremonia del Bautismo, los de la familia no pueden asistir como simples
espectadores, por tradición, deben sentirse parte esencial de la ceremonia religiosa. No
van para ver rezar al sacerdote, sino para orar como familia. Para darle gracias al Señor
por aquel regalo inigualable; para suplicar que el nuevo cristiano persevera toda su vida
como fiel hijo de Dios.
En el Bautismo, la familia -papás, hermanos, parientes- se comprometen a ser una
«iglesia doméstica» que ayude con el ejemplo y la palabra, a crecer espiritualmente al
nuevo cristiano. Todos se comprometen a ser testimonio de amor, de verdad, de justicia
para que el nuevo cristiano, en ese ambiente espiritual, se desarrolle no sólo en estatura,
sino en espíritu. Integralmente.
70
Los padrinos, a su vez, van a comprometerse, muy seriamente, a ser verdaderos
padres espirituales para el nuevo cristiano; su misión será ayudarlo a crecer
espiritualmente. Orientarlo. No desampararlo en los momentos críticos de la vida.
Es una lástima, que, muchas veces, se selecciona a los padrinos por motivos
puramente sociales, materiales: para ganar prestigio social, para que den un «buen
regalo». Con frecuencia, los padrinos ni siquiera son cristianos practicantes. Los niños
pequeños no se dan cuenta de esta inconsecuencia; pero, una vez adolescentes o
jóvenes, podrían preguntarles a sus papás: «¿Y ese señor adúltero o borracho es el que
me pusieron como modelo, como padrino?» Los padrinos deben ser elegidos como
modelos cristianos que se presentan a los hijos, y en los cuales se confía para poder
educar cristianamente a los hijos.
El día del bautismo, a los papás y padrinos se les encomienda la vestidura blanca del
niño y la candela encendida. La vestidura blanca simboliza la Gracia de Dios; los papás y
padrinos se comprometen a cuidar que no se manche, que no se rasgue. La candela
encendida significa la luz de Jesús. El dijo: «Yo soy la luz del mundo» Jn 8, 12. Los
papás y padrinos reciben la candela encendida y prometen verla para que la luz de Jesús
brille siempre para el niño. Ellos, a su vez, prometen ir delante del recién bautizado,
como luz en medio de la oscuridad del mundo.
Toda familia, al regresar a su casa, lleva un Templo del Espíritu Santo recién
consagrado. Es motivo, entonces, de una fiesta familiar. Una fiesta, por supuesto,
cristiana. ¡Qué frecuentes son esas fiestas paganas, después de algún bautismo, que
terminan en borracheras, en liviandades! Es un contrasentido. Los papás y padrinos
acaban de prometer, en la iglesia, que serán luz de buen ejemplo para el niño, y, ahora,
se han convertido en verdaderas tinieblas. ¡Lastimosamente esta insana costumbre se ha
introducido en muchos hogares que se precian de ser cristianos! Es algo que debe
desterrarse como profanación de un día tan sagrado, como es el día del bautismo de un
niño de la familia.
Para muchos matrimonios el Bautismo de sus hijos es un día tradicional, de folklor,
de fotos, de relaciones sociales, de fiesta poco cristiana. Toda familia debería revisar si el
Bautismo de su hijo es una celebración eminentemente religiosa, familiar, o,
simplemente, un pretexto para hacer una fiesta que desdice, en toda la línea, lo que
significa que el niño haya sido hecho hijo de Dios, Templo del Espíritu Santo.
La Confirmación
El día de su Bautismo, el niño no se da cuenta del rito que la Iglesia celebra para
pedir que sea marcado como hijo de Dios. Juan Bautista -como dice el Evangelio71
también fue bendecido por el Espíritu Santo en el mismo seno materno. Al niño pequeño,
sus padres lo llevan a «kinder» porque quieren que se inicie en la vida cultural. El niño
no sabe a qué lo llevan a la escuela; sus padres sí conocen de sobra para qué llevan a su
niño a la escuela; quieren lo mejor para él; lo inician en el maravilloso mundo de la
ciencia. Al niño pequeño lo llevan sus padres a bautizar porque quieren para él lo mejor;
que sea hundido -bautizado- en Jesús. Que sea bendecido por Dios. Es ridículo afirmar
que hay que darle opción al niño para que decida si quiere que lo bauticen. Un cantante
popular, en una de sus canciones, protesta porque a los dos meses sus papás lo llevaron a
bautizar sin consultarlo. Pero este cantante no ha meditado en que sus padres tampoco lo
consultaron para llevarlo desde infante a la escuela; y no creo que les eche en cara a sus
padres que no le hayan pedido su opinión al respecto para iniciarlo en el mundo de la
cultura.
En nuestra Iglesia católica, el Bautismo y la confirmación forman un «bloque». En
el bautismo, los papás y padrinos se comprometen a ayudar a desarrollarse
espiritualmente al niño; a encontrarse personalmente con Jesús para pedir, él mismo, un
día, la Confirmación.
La Confirmación, en nuestra Iglesia, se administra cuando el joven cuenta de 14 a
18 años. Cuando ya sabe qué significa aceptar a Jesús, hundirse en Jesús. En ese
momento, la familia acompaña al joven para su Confirmación. Para que confirme,
expresamente, lo que sus papás y padrinos se propusieron el día de su Bautismo.
A este paso debe llegar el joven, por medio del ejemplo cristiano recibido en su
familia; sobre todo de parte de sus papás. El, al ver cómo «funciona» bien el cristianismo
en los miembros de su familia, debe entusiasmarse y pedir de corazón «confirmar» lo
que sus papás y padrinos hicieron en su nombre el día del bautismo.
Es difícil que un joven llegue a dar este paso, «de corazón», si en su familia no ha
recibido el impacto de una vivencia cristiana. Muchos jóvenes llegan -lastimosamente- a
la Confirmación, por fuerza de las circunstancias; porque ya cumplieron la edad
establecida, porque quieren adquirir un «diploma» para luego poderse casar por la iglesia.
Si alguno no llega a la Confirmación, «de corazón», propiamente no es un cristiano «en
Espíritu y en Verdad»; es un cristiano «de nombre» ¡Y pensar que no son pocos los que
pertenecen a esta categoría de cristianos de nuestra Iglesia! En un hogar, al niño, al
adolescente se les ayuda a hacer casi todo. Pero cuando llegan a su mayoría de edad, se
les exige que demuestren su madurez, que colaboren más activamente en los trabajos de
la casa. Al joven que recibe la Confirmación, eso es lo que la Iglesia le pide: que sea un
cristiano activo; que haga brillar la luz de Jesús, que, hasta la vez, le estuvieron cuidando
sus papás. Ahora se le pide que él lleve esa luz a los demás, a sus amigos, a los
desconocidos, sobre todo, a los jóvenes como él.
Por lo general, se celebra poco, en las casas, este acontecimiento. Como que no
fuera motivo para una fiesta familiar. Es porque la familia no ha captado el sentido
72
profundo de lo que debe significar que un joven, «de corazón», pida «confirmar» lo que
sus papás y padrinos hicieron en su nombre el día de su bautismo. Habría qué meditar,
muy en serio, en la familia, en lo que significa este acontecimiento eminentemente
familiar.
La Reconciliación
El día de la primera confesión incide mucho en la vida de un niño. Más que el
catequista o la catequista, deben ser la mamá, el papá, quienes ayuden a su hijo a
preparar su primera confesión. Con intuición, deben saber sugerirle al niño qué debe
decir; casi, concretamente, indicarle qué pecados acusar. También, con tino, deben
evitarle al niño todo escrúpulo que pueda perturbar su conciencia. Este momento, en la
vida del niño, se descuida mucho por parte de los papás. Están ocupados en mil cosas.
Se les olvida lo importante que es el alma, «la psique», de su hijo. ¿De qué le sirve tener
muchas, cosas, si tiene un alma perturbada?
El niño debe, previamente, haber aprendido en la oración familiar, como se pide
perdón a Dios, con humildad, con sencillez, con fe. El niño debe estar acostumbrado a
ver a sus papás hincarse en el confesionario con naturalidad. ¡Muchos niños nunca han
visto a sus papás confesarse!
Al niño pequeño, confesarse no le cuesta mayor cosa. Hasta es una novedad
ansiada. Pero llega luego la adolescencia, la juventud. El paso delicado. Si los
adolescentes y jóvenes no ven a sus padres frecuentar el Sacramento de la
Reconciliación, van a tener un buen pretexto para no acudir a ese sacramento. Casi se
sentirán apoyados por sus padres para no «confesarse». !Qué difícil para los padres
aconsejar a sus hijos jóvenes la confesión, si ellos mismos no la practican!
Toda familia tiene sus momentos de tensión, de choque, de enojo. De infidelidad.
La «confesión» es la gran oportunidad familiar para reconciliarse con Dios. Y cuando
nos hemos reconciliado con Dios, necesariamente, tenemos que reconciliarnos con los
demás; en primer lugar con los miembros de nuestra familia.
Los de la familia de Babel se apartaron de Dios; perdieron su bendición. No se
reconciliaron con su Señor. Toda familia, a veces, se llega a convertir en una pequeña
Babel. La «confesión» sacramental es la gran oportunidad que Dios concede para regalar
su perdón y para que retorne su bendición que había escapado del hogar. No puede faltar
este Sacramento en toda familia cristiana, sobre todo, en los momentos litúrgicos más
fuertes del año.
73
La Eucaristía
Si se le preguntara a algún niño qué necesita para la primera comunión, con
seguridad que respondería que una candela y un vestido nuevo. En eso se ha convertido,
para muchas familias, la Primera Comunión de los hijos: un día de tradición, de folklor,
un pretexto para una fiesta.
Muchos niños nunca han visto comulgar a su papá, a su mamá. ¿Cómo se les puede
animar a hacer la Primera Comunión? Los niños le dan importancia a aquello a lo que
sus papás le dan valor. Para muchos la Primera Comunión se queda en su mente como
un día de fiesta, nada más. No llegan a valorarla porque en su familia la Eucaristía no
ocupa un lugar relevante. Todo niño debe aprender a apreciar la Santa Comunión, al ver
la devoción con que sus papás frecuentan Semanalmente la santa Misa, y participan en la
Comunión. Esa es la mejor preparación para un niño. Lo demás vendrá por añadidura.
En la práctica, el niño, recibe «instrucción», conocimientos, acerca de lo que es la
comunión, la misa. Pero no ha tenido la vivencia eucarística de su familia. Un papá
contaba que antes de convertirse, para la primera comunión de sus hijos, andaba
tambaleándose entre los invitados con una copa de licor entre las manos. Este caso no es
nada extraño. La Primera Comunión de los niños -algo tan Sagrado- se convierte en
pretexto para celebrar una fiesta pagana. Acaban de estar «muy devotos» en la iglesia, a
las pocas horas, ya echaron a perder todo eso. En ese contexto, se mueven algunos niños
el día de su Primera Comunión.
Domingo, significa «Día del Señor». Nosotros creemos en una religión «revelada».
Dios nos ha hablado; nos ha dicho que desea que «santifiquemos» su día. Para muchas
familias el día del Señor les sirve para paseos, estadios, diversiones, descanso.
Propiamente al Señor no lo tomamos en cuenta para nada. No acuden a la Eucaristía. No
lo alaban en la Comunidad. No cumplen con lo que el mismo Señor ha establecido.
Algunas familias llegan llenas de tribulación; les pregunto, a quemarropa, si van a Misa el
día domingo. Responden que no. Les hago ver que cómo pretenden tener la bendición
del Señor, si, precisamente, cuando él se las ofrece, el domingo, le dicen: «No, gracias».
Cada domingo, el Señor ofrece a la familia el «Viático» para la semana por medio
de la Santa Comunión. No podemos pretender sentirnos fuertes, fortalecidos ante los
impactos tremendos de la vida, si no nos hemos alimentado con el Pan de Vida que el
Señor nos ofrece en la Eucaristía dominical. No podemos sentirnos curados de nuestras
enfermedades físicas o psicológicas, si rehusamos tomar la medicina espiritual -la
Comunión- a la que nos convida el Señor cada semana.
Es cierto que cuesta llevar a los adolescentes y a los jóvenes a la Misa. Nadie lo
niega. Los padres deben industriarse para dialogar con ellos, para ayudarlos a optar por la
Eucaristía. Hasta deben ejercer una «sana presión» para llevarlos el domingo a misa. No
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les cae mal. Así como les exigen levantarse temprano para ir a la escuela, también deben,
en cierta forma, deben «empujarlos», amorosamente, para participar en la Eucaristía. No
deben temer los padres hacerles este bien a sus hijos. Un día se lo agradecerán.
El día del Señor no debe concluir con la Misa. Debe prolongarse en el hogar por
medio de sana diversión, de amenas pláticas entre padres e hijos. Si los apretados
horarios del trabajo obligan a la familia a vivir ajetreadamente, hay que darle suma
importancia al domingo para platicar, para divertirse juntos, para descansar. Para
encontrarse más íntimamente. La bendición recibida en la misa debe disfrutarse en el
hogar. Antes de que el pueblo de Israel saliera hacia el éxodo, hacia el desierto, el Señor
les mandó a celebrar la cena pascual: una comida familiar, eminentemente religiosa; allí
se cantó, se rezó, se meditó, durante la cena Cfr. Ex 12.
De esta manera fueron preparados para las inclemencias del desierto. El Señor nos
manda reunirnos el domingo en su Casa; nos sirve el Pan de Vida que nos restaura las
fuerzas y nos prepara para el duro viaje del «terrible cotidiano» de la semana. Una
familia sin Eucaristía semanal es una familia sin la bendición de Dios y sin el Viático
necesario para el peregrinaje a través del desierto de la semana.
La Unción de los Enfermos
La familia juega un papel importantísimo durante la enfermedad de alguno de los
miembros del hogar. El enfermo grave llega a considerarse como una carga molesta para
todos; se siente abandonado de todos, y, a veces hasta de Dios. Es aquí donde la familia
debe demostrarle al enfermo su amor, su comprensión su cariño. Hay que hacerle ver, de
mil maneras, que no es «alguien molesto» para la familia; que todos asumen con cariño
su pena, su dolor, y que procuran aliviarlo en todo lo que puedan. Dice la carta de
Santiago: «Si alguno está enfermo, que llame a los presbíteros de la iglesia, para que
oren por él y en el nombre del Señor le unjan con aceite. Y cuando oren con fe, el
enfermo sanará, y el Señor lo levantará; y si ha cometido pecados, le serán
perdonados» St 5, 14-15.
El Sacramento de la unción de los enfermos no es para que se administre cuando el
enfermo ya está inconsciente. Hay que llamar al sacerdote cuando el enfermo manifieste
alguna gravedad. La unción de los enfermos tiene la finalidad de pedir por la salud del
que padece, para su curación espiritual y física.
Por lo general, cuando se llega a una casa para la Unción del enfermo, los hombres
se retiran a fumar y a platicar, algunas mujeres acompañan al sacerdote. No se ha
comprendido el sentido de este Sacramento. La familia entera debe participar en la
Unción del enfermo; es el momento de rogar, en familia, por la sanación espiritual,
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psicológica, física del enfermo. Es la mejor oportunidad de que los familiares le
demuestren al enfermo su amor, su comprensión por medio de la oración.
«El imponer las manos sobre el enfermo» ha sido un gesto bíblico para indicar
acercamiento de amor al que sufre. Jesús decía que los que tuvieran fe «impondrían las
manos sobre los enfermos y quedarían sanados» Mc 16, 18.
Santiago asegura: «La oración de fe salvará al enfermo» St 5, 15. La Unción del
enfermo es un momento sagrado de la familia; allí el hogar cristiano puede evidenciar si,
de veras, cree en las palabras del Señor.
«No llamen al padre porque se va a asustar el enfermo», dicen algunos familiares.
¡Hasta ese punto hemos llegado en nuestro mediocre cristianismo: hasta tenerle miedo a
la oración por el enfermo!
Las palabras de consuelo, las visitas al enfermo son de mucho valor. Pero nada
cuenta más para él en ese trance tan difícil de su vida como la oración de su familia, la
Unción Sacramental, celebrada por toda la familia. El término «celebrar», tal vez, le
suene raro a alguno. ¿Cómo se puede celebrar un momento tan tremendo como es la
gravedad del enfermo? Para nosotros «celebrar», en este caso, es alabar a Dios porque
en todo vemos su mano, su amor, su perdón, su bondad. Por eso la familia con
esperanza, amor y fe celebra la Unción del enfermo. Como sacerdote he visto muchos
casos en que, después de la Unción sacramental del enfermo, ha cambiado el panorama
clínico o psicológico del paciente.
La enfermedad grave es un paso difícil para todo ser humano. Ninguna familia le
puede fallar en este momento a su ser querido. No puede faltar de ninguna manera la
oración del papá y de la mamá, de los hermanos. De los hijos. Lo que nos gustaría que
hicieran por nosotros nuestros parientes en la enfermedad, debemos hacerlo, ahora, con
cariño por nuestros enfermos.
El Orden Sacerdotal
¿Cuál sería la reacción de los papás, si su hijo les dijera que desea ser sacerdote?
Muchos padres se disgustan, procuran disuadir a su hijo de esa idea por todos los
medios. Es señal de que no han comprendido lo que significa un sacerdote en el pueblo
de Dios. Tampoco han comprendido que los hijos son de Dios; se los han prestado
durante algún tiempo nada más. Dios tiene todo el derecho de llamar a su servicio para el
sacerdocio a un hijo, o a la vida religiosa a una hija.
Cuando el Señor me llamó para servirle, había un compañero mío que también
recibió el mismo llamado; sus padres se opusieron rotundamente. Se lo impidieron;
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decían que no querían «perder» a su hijo. Pasaron pocos años, y ese hijo tuvo que salir
exiliado del país. Tuvo que emigrar a una nación muy lejana. Allí se quedó para siempre.
Aquellos padres decían que iban a perder a su hijo, si lo entregaban a Dios. Lo perdieron
de todos modos, pero no para que sirviera al Señor sino al Comunismo; precisamente por
sus ideas comunistas, aquel joven tuvo que ir al exilio.
Ana se llamaba la pobre mujer que no había podido tener un hijo. Dice la Biblia que
aquella piadosa mujer se fue al Templo; con lágrimas le suplicó al Señor que le regalara a
un hijo; le prometió que ese hijo lo entregaría para el servicio del templo. El Señor le
concedió su deseo. Aquella mujer cumplió su ‘promesa’; su hijo llegó a ser el famoso
profeta Samuel.
Dice el Señor: «Rueguen al dueño de la mies para que envíe operarios a su mies»
Mt 9, 38. Hacen falta muchos sacerdotes. Hacen falta también familias generosas que
estén dispuestas a entregar a su hijo o a hija para el servicio del Señor. Las familias que
han recibido el regalo de un hijo sacerdote, de una hija religiosa, son testigos de las
muchísimas bendiciones que el Señor les ha concedido por medio de esos hijos llamados
a su servicio.
Una familia auténticamente cristiana es el mejor seminario -semillero- para futuros
sacerdotes que se dediquen a tiempo completo a difundir el reino de Dios. Pedro, un día,
le preguntó a Jesús: «Y a nosotros que lo hemos dejado todo por seguirte, ¿Que nos vas
a dar?» Jesús respondió: «Recibirán cien veces más» Mt 19, 29. Las familias que
tienen el regalo de un sacerdote o una hija religiosa pueden afirmar que la promesa de
Jesús se ha cumplido con plenitud en ellos. Por supuesto, que «cien veces más», en
lenguaje cristiano, no significa la lotería. Para un cristiano hay cosas más importantes que
el dinero. Las familias que tienen algún hijo sacerdote o una hija religiosa, al mismo
tiempo que deben agradecer sin cesar a Dios, deben también orar para que sus hijos
perseveren como fieles servidores del Señor.
El Matrimonio
Con muchísima frecuencia la familia asiste -no digo participa- en misas de
matrimonio. Se va, muchas veces, no para rezar, para participar en la Eucaristía, sino
para «cumplir» con un acto de tipo social. ¡Es una lástima! Hay mucha tela que cortar
con respecto a los llamados «matrimonios por la iglesia». Se han convertido para muchos
en exhibicionismo, competencia, ostentación. Es difícil asegurar que en determinadas
ceremonias de casamiento haya una «comunidad orante». Hasta es muy dudoso que
exista un «Sacramento», que los novios voluntariamente, por fe, de corazón, pidan la
bendición de Dios y se comprometan «con juramento» para toda la vida. Habría tanto
que analizar y purificar en estos «casamientos por la iglesia» a los que se llega, con
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frecuencia, por fuerza de la costumbre, en un ambiente sociocultural católico. Lo peor
del caso es que después de una ceremonia en la iglesia se remata todo con una fiesta
nada cristiana, que desdice, totalmente, lo que se acaba de realizar en la Iglesia.
Toda familia cristiana debe plantearse este serio asunto. No puede permitir ser
arrastrada por la «fuerza de una costumbre», que no tiene nada que ver con lo que debe
ser el Sacramento del Matrimonio dignamente celebrado.
La participación en el Sacramento del Matrimonio es una gran oportunidad para la
familia, para dar gracias por el regalo del Sacramento que se concede a los nuevos
miembros de la familia y para rogar para que la bendición del Señor permanezca siempre
en el hogar.
Desde el punto de vista de los hijos, durante una ceremonia de casamiento, tienen la
ocasión de agradecer a Dios porque son producto del matrimonio de sus padres. Al
mismo tiempo, no pueden dejar pasar esa ocasión para rogar para que el Señor mantenga
unidos a sus papás, para que los aleje de toda tentación de divorcio, de resentimiento.
Para que reine la paz de Dios en su familia. Para rogarle al Espíritu Santo que les
conceda a ellos mismos discernimiento para saber escoger la novia o el novio
conveniente, y para llegar, un día, al Sacramento del Matrimonio con ilusión y con fe.
Desde el punto de vista de los papás, una ceremonia de matrimonio es un momento
de gracia para que vuelvan a meditar en el gran don que recibieron el día de su
casamiento; para renovar sus votos matrimoniales; para hacer un serio examen de
conciencia acerca de cómo están cumpliendo su voto matrimonial con su cónyuge. Para
orar muy fervorosamente por la paz de su hogar; para suplicarle al Señor que sea el
Señor de su casa.
¡Es una lástima que las misas de Matrimonio se desperdicien en tantas futilidades
que no tienen nada que ver con el Sacramento!. Se olvida que se trata de una
oportunidad de gracia para unirse en oración y rogar por los nuevos miembros de la
familia que se unen en matrimonio; para pedir, al mismo tiempo, por el propio
matrimonio para que sea santo y digno siempre en la presencia de Dios.
Familia sacramental
Toda familia nace como producto del Sacramento del Matrimonio. Todos los
acontecimientos principales de la familia están marcados por los Sacramentos, que van
santificando cada una de las etapas principales de la familia. El niño es hundido en Jesús
el día de su Bautismo. La familia acompaña al niño es su primera confesión y Comunión.
La familia, semanalmente, celebra su pascua del nuevo Testamento: la Eucaristía. La
familia se reúne alrededor del joven que da su sí de corazón a Jesús el día de su
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Confirmación. El hogar sufre en compañía del enfermo y se agrupa alrededor de su lecho
para celebrar su Unción sacramental. La familia participa en la misa del matrimonio, con
ilusión y fe, para encomendar a Dios a los jóvenes de la familia que son sellados por el
Sacramento del Matrimonio. La familia pide para que el Señor envíe nuevos sacerdotes a
su mies, y, al mismo tiempo, tiene sus puertas abiertas para que llegue el Señor cuando
quiera invitar a algún miembro de la familia para que sea consagrado como sacerdote o
como religiosa.
Los Sacramentos han sido presentados como «fuentes de Gracia», que el Señor nos
ha dejado, para beber abundantemente en nuestro peregrinaje a través de esta vida
terrenal. ¡Dichosa la familia que sabe acercarse con frecuencia a estas fuentes de
salvación!
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12. La Familia Reconciliada
El sueño de todos los novios es formar un hogar que sea como una isla de paz y de
amor en medio de un mundo conflictivo. Les ha tocado vivir en hogares demasiado
problemáticos, y, por eso piensan que ya es hora de vivir en un verdadero hogar, en un
lugar de serenidad, de paz.
Con estos propósitos llegan los ilusionados novios ante el altar para emitir sus votos
matrimoniales. Pasan los primeros años y luego..., en lugar de tener un hogar con el que
habían soñado, se encuentran en un «ring» enfrentándose una y otra vez.
Por momentos se retiran a la esquina del ring para un breve descanso. Pero están
seguros que les faltan muchos «rounds» todavía. Este es el triste panorama que nuestra
sociedad convulsionada nos presenta en muchas familias.
¿Por qué no puede haber un poco de paz, de serenidad en nuestros hogares? En el
fondo, es porque allí dentro hay muchas personas que tienen sus corazones «heridos»;
han sido lacerados, están sangrando. Cuando alguien tiene un dolor de muelas, se torna
hipersensible, todo le molesta; el individuo se centra en su dolor de muelas y ya no logra
pensar en los demás. Lo mismo sucede con el que tiene su «corazón herido». Está
centrado en sus propios conflictos; los demás le salen sobrando. Sólo piensa en sí mismo.
Está incapacitado para amar.
Lo que necesitan muchos hogares para que haya paz y tranquilidad, es una auténtica
reconciliación. Un volver a aquel punto del pasado en donde había amor, perdón,
comprensión. Un día los novios se sintieron a gusto el uno junto al otro. Se amaron. Por
eso se casaron. Hay que volver a aquel punto en que había comunión, amor, perdón.
La reconciliación con Dios
Parece algo mitológico el hecho de que Adán y Eva se vayan a esconder, huyendo
de Dios. Pero es algo tan real, tan actual. Dice el Génesis que al principio Dios baja a
platicar con aquella pareja. Por medio de esta imagen, la Biblia nos está expresando la
comunicación espiritual que existía entre Dios y los primeros seres humanos. Luego
ingresa el pecado, y todo cambia: ya no se comunican; ahora huyen, se esconden. El
pecado ha herido sus corazones. Por eso se sienten lejos de Dios. De aquí viene el
conflicto. Adán, para justificarse, le dice a Dios: «La mujer que me diste tiene la culpa»
Gn 3, 12. Aquí hay doble acusación. Primero le echa en cara a Dios que le haya
entregado una determinada mujer. Luego culpa a Eva: ella es la culpable de todo lo que
está sucediendo. El que tiene su corazón herido, busca echarle la culpa de sus conflictos
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a los demás. No se le ocurre que él mismo puede ser el principal causante de sus
problemas psicológicos o espirituales.
Muchos hogares, como Adán, están «huyendo» de Dios; están distanciados de la
bendición de Dios. Por costumbre, tal vez, a Dios lo llaman Señor; pero él no es el Señor
de sus casas. Muchos hogares no «santifican» el día del Señor. Un sinnúmero de
actividades ocupan su domingo, que significa «día del Señor». En la realidad ese día no
es del Señor en el hogar. Muchas familias están infectadas por la infidelidad, el aborto, el
odio, la injusticia. Sucede como en Navidad: hay un gran árbol lleno de luces y bombas
de colores; abundan los regalos y las comidas. En un rinconcito se ve un «muñequito»
que dicen que es la imagen del Niño Jesús. Eso es Jesús para muchos hogares: un
agregado de tipo cultural. Por tradición lo introducen en la familia; pero no ocupa el
corazón de la familia. No es el Señor del hogar.
«Vino a los suyos y los suyos no lo recibieron», comenta San Juan, al narrar cómo
la Sagrada Familia no encontró posada en Belén. Esto impresiona. Tal vez nos lleva a
despreciar a los que no aceptaron en su casa a María y José. Pero esta escena es la
«normalidad» para muchos hogares. Jesús es un indeseable «huésped»; se le admite de
mala gana; se le coloca en un rincón para que pase la noche, nada más.
Dice el libro del Deuteronomio: «Les doy a elegir la bendición y la maldición.
Bendición, si obedecen los mandamientos del Señor su Dios, que hoy les he ordenado.
Maldición, si por seguir a dioses desconocidos, desobedecen los mandamientos del
Señor su Dios y se apartan del camino que hoy les he ordenado» Dt 11, 26-27. Es algo
muy claro: Bendición o maldición. No hay camino intermedio. No puede haber paz,
amor, gozo, en un hogar en donde se quebrantan los mandamientos del Señor. Allí
impera la maldición. No que Dios, al estilo pagano, esté enviando truenos y relámpagos.
La maldición, aquí, significa que los individuos, al apartarse de la bendición de Dios, han
quedado a merced de las fuerzas del mal que «dominan en este mundo obscuro» (Ef 6,
12). Mientras el pecado no sea desterrado del hogar, es una utopía pensar que allí pueden
reinar la paz, la tranquilidad.
Con frecuencia se acercan personas temblando: en sus casas suceden cosas
extrañas, fenómenos desconcertantes. Quieren que vaya el sacerdote para «echar agua
bendita». Cuando se les habla de ponerse en gracia de Dios, de confesarse, de comulgar,
de rezar en familia, fruncen el ceño. No les gusta. Ellos quieren algo «instantáneo»,
quieren un Dios «fácil», sin exigencias. Quieren la bendición de Dios, pero sin necesidad
de purificar el hogar de todo pecado.
Algunos hogares que se encuentran al borde del divorcio, en última instancia,
acuden al psicólogo, al consejero matrimonial. Si estos especialistas son cristianos
practicantes, les pueden ayudar en su problemática familiar. Pero la paz auténtica del
corazón sólo la puede brindar Dios. Por algo la carta a los Efesios dice que Jesús «es
nuestra paz». El único que nos puede dar la paz auténtica. La paz que pretende dar el
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mundo es «artificial»; está elaborada, químicamente, a base de elementos muy
mundanos.
Zaqueo está alejado de Dios. Escondido también, como Adán, entre el follaje de un
árbol. Jesús lo encontró. Se le metió en su casa. Ante la presencia del Señor, Zaqueo no
pudo seguir siendo el mismo. Ante todos, reconoció sus pecados; pidió perdón. Jesús le
dijo: «Hoy ha llegado la salvación a tu casa» Lc 19, 9. La bendición de Dios -la
salvación- sólo puede ingresar en nuestro hogar, cuando previamente ha salido el pecado.
Bendición o maldición, ese es el dilema para nuestros hogares. Muchas familias lo que
necesitan es reconciliarse con Dios. Deben salir de su escondite. Dejar que Jesús entre en
su casa, como en la casa de Zaqueo, y permitirle que sanee su hogar.
La reconciliación entre los de la familia
Al casarse, todos llegan al hogar con la ilusión de encontrar allí la felicidad. No es
raro que al poco tiempo de convivir, de pronto se percaten de que se encuentran con
«alguien desconocido» -ella o él-. De pronto, aparecen costumbres, manías, obsesiones
que se desconocían. Lo cierto es que al nuevo hogar no ingresan solamente los dos
nuevos cónyuges, sino que ingresan, invisiblemente, también los papás de los cónyuges,
a través de la cultura que les impartieron a sus hijos, de los traumas que les causaron; de
todo lo bueno o lo malo que dejaron en sus corazones.
Durante el noviazgo se conocía a una persona; durante el matrimonio se descubren
rasgos desconocidos del esposo o la esposa. Y aquí viene, muchas veces, la tragedia.
Muchos llevan en su corazón conflictos amontonados; tienen su corazón herido. Es
como un cántaro rajado que gotea agua; no logra retenerla. El que tiene el corazón herido
por traumas de su pasado, y no sido curado, no logra retener el «amor». Destila enojo,
malhumor, frustración.
Dice el refrán: «De la abundancia del corazón hablan los labios». Jesús, más
acertadamente, dice: «El hombre bueno de su buen corazón saca cosas buenas; el
hombre malo de su mal corazón saca cosas malas» Lc 6, 45. De nosotros sale lo que
llevamos almacenando dentro del corazón. Si el corazón está saturado de conflictos, de
traumas, el corazón es como ese cántaro que gotea; que no logra retener el amor. Y
cuando no hay amor, ocupa su puesto la amargura, la insatisfacción.
Dice nuestro pueblo que podemos ser «candil de la calle y obscuridad en la casa».
Por lo general, descargamos nuestras frustraciones, nuestra inconformidad, nuestra
amargura con las personas que conviven con nosotros, los de nuestra familia. Son los
únicos que nos «aguantan»; con los demás no nos atrevemos a ser tan despiadados como
con los de nuestra familia; los demás no nos soportan: nos contestan por las rimas. Les
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tenemos miedo, y, por eso vamos a descargar al hogar las tensiones del trabajo, los
fracasos de la calle.
Adán y Eva se distanciaron de Dios. Nosotros nos distanciamos de los que
deberíamos estar más cerca. Huimos de lo que deberíamos buscar. Esposo y esposa son
los que menos hablan entre sí. Padre e hijos apenas logran comunicarse. De allí nace el
resentimiento acumulado entre esposo y esposa. Entre padres e hijos. Tener un poco de
paz, de tranquilidad, hay que pensar seriamente en una reconciliación.
José de Egipto, cuando vio a sus hermanos que llegaban de lejanas tierras pidiendo
alimentos, simuló que no los conocía. Los hermanos ni cuenta se habían dado de que
aquel alto funcionario de Egipto era su mismo hermano. Al punto a José se le vino a la
mente un remolino de recuerdos amargos: sus hermanos habían intentado, primero,
matarlo; luego habían optado por venderlo como esclavo. José comenzó por relacionarse
con ellos por medio de un intérprete, aparentando que desconocía su lengua. Luego les
jugó malas partidas: les escondió en su equipaje objetos de la corte para hacerlos pasar
como ladrones. Según José, lo hacía para poner a prueba a sus hermanos. Pero, muy en
el fondo, era porque se le había vuelto a abrir la herida que ellos le habían causado hacía
muchos años.
José, de pronto, comenzó a rememorar cómo Dios, en sueños, le había ido
adelantando lo que iba a suceder en su vida. En ese momento, cuando recordó lo que
Dios había hecho con él, comenzó a llorar. Ya no pudo seguir simulando; se abalanzó a
abrazar a sus hermanos. De esa manera, José quedó totalmente curado del «trauma» de
su vida pasada.
José, primero lloró; luego abrazó a sus hermanos. Son dos caminos indispensables
por los que hay que transitar para que llegue la reconciliación al hogar. Primero hay que
llorar los propios errores, las heridas que hemos causado a los otros; los malos ratos que
les hemos hecho vivir; las cruces que hemos puesto sobre sus hombros. Después hay
que abrazar. Hay que acercarse con humildad; pedir perdón y comenzar «algo nuevo».
José de Egipto, sólo pudo comenzar a llorar cuando recordó lo que Dios había
hecho en su vida. Sólo nosotros no podemos llegar a perdonar lo que los miembros de
nuestra familia nos han hecho sufrir. Necesitamos «el poder que viene de lo alto». El
poder de Dios.
San Pablo dice: «El amor de Dios ha sido derramado en nosotros por medio de
Espíritu Santo que nos ha sido concedido» Rm 5, 5. Ese amor es el amor de Jesús que
logra rezar por los verdugos que lo están crucificando. Es el amor de Jesús que nos dice:
«Vengan a mí todos los que están agobiados y cansados que Yo los haré descansar» Mt
11, 28.
Cuando sentimos que el Amor de Dios, como aceite, nos ha caído encima, nos
sentimos perdonados por nuestro pasado torcido, y nos sentimos amados como hijos de
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Dios. Esto nos lleva a sentir que el amor de Dios debe seguir fluyendo hacia los demás.
De manera especial hacia los miembros de nuestra familia a quienes hemos herido
gravemente. Al esposo. A la esposa. A los padres. A los hijos.
Cuando hemos podido llorar nuestras culpas, y abrazar a los demás, entonces, como
José de Egipto, sentimos que hay reconciliación en nuestra casa. Ya podemos hablar de
paz. De amor.
Perdonarnos a nosotros mismos
Nos cuesta aceptarnos a nosotros mismos, así como somos. Siempre hay algún
complejo en nosotros por alguna limitación, que nos hace sentirnos mal. La gordura, la
nariz, la estatura demasiado baja o alta. Nos cuesta aceptarnos tal como somos.
En el campo espiritual es más complicado: nos cuesta perdonarnos a nosotros
mismos por nuestros errores del pasado. Dios, en su misericordia, ya nos perdonó.
Rompió la factura de nuestras deudas. Pero nosotros no nos atrevemos a «tomar» ese
perdón. Por eso seguimos castigándonos, torturándonos por nuestros pecados del
pasado. De esta manera, impedimos la sanación espiritual de nuestro corazón. Un
corazón no sanado es como el cántaro rajado que no logra retener el agua. No logramos
retener el amor que Dios nos ha regalado. Se nos escapa. Por eso hay palabras duras
hacia los demás. Insultos. Sarcasmo. Malhumor.
El hijo pródigo de la parábola no quería aceptar el perdón de su padre. Insistía en
que lo debía tratar como a uno de sus esclavos. No permitía que se le hiciera una fiesta.
Como él, nosotros, tercamente, queremos que Dios nos trate como esclavos. No
aceptamos que nos haga una fiesta y nos trate como a hijos muy queridos.
Para el hijo pródigo la verdadera reconciliación llegó hasta que aceptó la fiesta que
su Padre le brindaba. Para nosotros, la reconciliación con nosotros mismos llegará hasta
que aceptemos que Dios ya rompió para siempre la factura de nuestras deudas y que
quiere que aceptemos la fiesta de su amor, que nos brinda.
Parte esencial del sacramento de la reconciliación es aceptar, de corazón, el perdón
que Dios nos obsequia gratuitamente.
Hay que platicar mucho
Los novios podrían ser definidos como «los que siempre están platicando». No se
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cansan de estar juntos. Siempre quieren decirse cosas. Se pelean con frecuencia; pero,
como platican, se logran explicar, comprender y perdonar. Lastimosamente, en el
matrimonio, se van terminando las palabras. Muchos esposos podrían definirse como
«los que ya no saben platicar».
El diálogo es como un rompecabezas que se va armando entre varias personas.
Cada uno va colocando alguna pieza. El diálogo es como la sangre; si la sangre no llega a
un miembro, hay gangrena. Muchos hogares padecen de gangrena; se les terminaron las
palabras. Ya no se entienden. Un esposo contaba que para reconciliarse con su esposa
determinó irla a buscar a la salida del trabajo. Para iniciar el diálogo, intentó una
pregunta: «¿Cómo te fue el día de hoy?» Ella le contestó con acritud: «Como todos los
días». Los dos se volvieron a quedar mudos. Y allí concluyó todo. Sin lugar a dudas,
para dialogar se necesita humildad; hay que prepararse para las frías palabras con que el
otro quiere impedir el diálogo.
Una pareja contaba lo que les había sucedido. Cuando ella tuvo su primer niño,
esperaba, en el hospital, la llegada de su esposo con un ramo de rosas. Cuando lo vio
aparecer sin el ramo, se puso furiosa. No le dijo nada, pero desde ese momento se inició
para ellos una ruda pelea. Hasta hablaron de divorcio. Un día, en uno de los
enfrentamientos verbales, a ella se le salió la frase: «¡Ni rosas me llevaste el día que
nació tu hijo!» En ese momento él cayó en la cuenta del motivo del enojo. Aprovechó
para expresarle su punto de vista. Antes de salir de la casa, él había pensado que para
qué le iba a llevar flores; mejor le compraría un buen regalo. Los hombres y las mujeres
tenemos puntos de vista muy diferentes en lo que respecta a un ramo de flores y a otras
cosas más. Cuando ellos pudieron dar sus respectivas explicaciones, se pudieron
comprender y perdonar.
En los hogares hay poco perdón porque hay también poco diálogo. Si se platicara
más entre esposo y esposa, más fácilmente podrían llegar a un acuerdo, a comprenderse.
Si se platicara más entre padres e hijos, no habría esas barreras entre los jóvenes y sus
progenitores.
Los discípulos de Emaús no recibieron muy bien a Jesús, cuando les pidió que lo
aceptaran como compañero de viaje. El Señor se industrió para hacerlos hablar, para
conversar acerca de lo que la Escritura anunciaba sobre la muerte y resurrección del
Mesías. Al final, ellos ya no lo querían dejar ir; lo invitaron a cenar. Ya lo habían
aceptado plenamente.
La mujer samaritana, de entrada, intentó cortar de tajo el diálogo que Jesús
intentaba iniciar. «Tú eres judío; yo samaritana: ni hablar, entonces». Pero el Señor era
especialista en humildad y en amor. No se dio por derrotado. Persistió brindándole
comprensión, amor. Hasta que la llevó a reconocer sus adulterios y a pedir ayuda.
Cuando aquella mujer se sintió liberada, reconciliada, quiso ir a platicar con sus vecinos.
Antes les huía. Por eso San Juan la presenta yendo a sacar agua a pozo, al calurosísimo
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mediodía de Palestina, para no encontrarse con ninguno. Cuando el corazón de la
Samaritana quedó sanado, ya no tuvo reparo en dialogar con todos los del pueblo. Sintió
la urgencia de irles a contar su caso. De hablarles de Aquel Hombre que la había
liberado.
Todos los esfuerzos, por resucitar los sabrosos diálogos del noviazgo traerán como
consecuencia el que esposo y esposa puedan explicar su punto de vista; conocer lo que
piensa su cónyuge. De allí brotará la comprensión. El perdón. La reconciliación.
La isla de paz
Esa isla de paz, que anhelaban los novios antes de casarse, no se hará realidad
nunca mientras no haya una reconciliación con Dios, consigo mismo y con los miembros
de la familia.
Los profetas anunciaron a Jesús como «El Príncipe de la paz». Jesús dijo que él
daba la paz, pero no como la del mundo. La carta a los Efesios dice que «Jesús es
nuestra paz» Ef 2, 14. Ese Señor de paz, un día, unió a esposo y esposa por medio de
un Sacramento para que su paz reinara en su hogar. A los hogares que han perdido esa
paz, el Señor se las ofrece nuevamente. Como en el libro de Apocalipsis, toca la puerta
de los hogares y les advierte que si le abren «entrará y cenará» con ellos Ap 3, 20.
Zaqueo le abrió su casa a jesús. El Señor le pudo decir: «Hoy ha llegado la salvación a
tu casa» Lc 19, 9.
La oración y el diálogo, sobre todo, ayudarán a esposo y esposa a reconciliarse. La
oración nos lleva a hablar con Dios. A reconciliarnos con él. Al orar, reviven en nosotros
las palabras muertas, y logramos, nuevamente, hablar con los otros. El pecado, el orgullo
nos vuelven mudos. Nos distancian. La oración, al llevarnos a hablar con Dios, nos
obliga a hablarles a los hermanos, sobre todo a los que hemos ofendido. De aquí nace la
reconciliación.
Adán y Eva por el pecado quedaron distanciados de Dios y de ellos mismos. El
Señor los fue a buscar. Les puso unas pieles sobre sus desnudos hombros. Cuando se
sintieron perdonados por Dios y amados nuevamente por su Padre, se tomaron de las
manos y, juntos, se dispusieron a emprender su largo viaje de regreso al paraíso. El día
del matrimonio, Dios unió a esposo y esposa con un Sacramento. Les echó encima las
pieles de su bendición. Les regaló un hogar no para que fuera un cuartel en pie de guerra,
sino una isla de paz y amor en medio de un mundo convulsionado. Para eso marido y
mujer deben aceptar las pieles de perdón que el Señor les ha echado encima y
reconciliarse entre ellos mismos.
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